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Lila y Flag

John Berger

Traducción de Pilar Vázquez

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Título original: Lilac and Flag

© 1990, John Berger

© De la traducción: Pilar Vázquez

© De esta edición: 1993, Santillana, S. A. (Alfaguara) Juan Bravo,38. 28006 Madrid Teléfono (91) 322 47 00 Telefax (91) 322 4771

• Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A. Beazley 3860. 1437

Buenos Aires • Aguilar Mexicana de Ediciones S. A. Avda.Universidad, 767. 03100 México DF

ISBN.-84-204-2652-0

Depósito legal: M. 13.143-1993 Diseño: Proyecto de Enric Satué

© Ilustración de cubierta: Luis Serrano

Foto: EL PAÍS. Gorka Lejarcegui PRIMERA EDICIÓN: MARZO 1993SEGUNDA EDICIÓN: MAYO 1993

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Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida,ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema derecuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, seamecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, porfotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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VIEJO POEMA DE AMOR

El heno

olía al amor

del cielo por la tierra.

Eras el dolor de mis costillas

que afligían

los carros aún por descargar.

Los muertos

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ocupaban el umbral

con la vista tras ellos.

Eras la casa

la bujía bajo el ciruelo

y mi eternidad.

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Lila y Flag

Un cuento de viejas sobre laciudad

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AGRADECIMIETOS

Con Lila y Flag se cierra la trilogía De susfatigas1, en la que he trabajado los últimosquince años. Durante este largo periodo detiempo, Tom Engelhardt ha leído y corregidomis manuscritos. Querido Tom, gracias por losconsejos y todos los ánimos que me diste.

Tal vez, nunca hubiera tenido el valor deempezar este proyecto de no haber recibido laayuda —antes de haber comenzado a escribirla primera página y hasta hoy— delTransnational Institute de Amsterdam.Gracias a todos los de Paulus Potterstraat yConnecticut Avenue.

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Para Katya y Orestes

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NACIMIENTOTres mariposas alzan el vuelo como cenizablanca sobre una hoguera. Que mis muertosme ayuden ahora. Una de ellas reaparece y,volando sobre la hierba crecida que prontotendré que segar, se posa sobre una flor azul yabre las alas; lleva impreso en ambas el mismosigno gris oscuro: el color de las primerasmarcas que deja un tizón sobre el papel.Empiezo a pensar en Zsuzsa, o tal vez sea ellaquien empieza a pensar en mí. Una segundamariposa desciende y cubre a la primera; lasegunda es Sugus. Con las alas extendidas,tiemblan las dos como cuatro páginas de unlibro abierto al viento. De pronto, Sugus seecha a volar. Que mis muertos me ayudenahora. Zsuzsa repliega las alas, cae de la florescabiosa, se reúne con las otras dos mariposasy se aleja volando sobre la hierba crecida que

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pronto tendré que segar. Las quise a todasellas.

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COMIDAZsuzsa vivía en una casa del cerro de lastenerías. Las tenerías eran unos altos edificiosabiertos, sin paredes, y en cada piso habíapieles puestas a secar al aire salino que veníadel mar. Ligeramente abultadas por la brisa,más que pieles parecían gigantescosmurciélagos durmiendo cabeza abajo. Duranteaños se había hablado de demoler las antiguastenerías y construir unas nuevas en otra parte,más alejadas de la costa. El plan no se habíallevado a cabo debido a una advertencia deldepartamento de salud pública. Eldepartamento amenazaba con que si sedestruían los antiguos edificios, los millones deratas que vivían en ellos abandonarían lacolina e invadirían Troy. Fue en estas teneríasdonde trabajó Marius hace mucho tiempo,cuando todavía eran muchos los hombres que

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volvían vivos de la ciudad.

La casa de la madre de Zsuzsa en el Cerro delas Ratas era color azul. Tío Dima, que a vecestrabajaba en el puerto, la había pintado conuna pintura robada que era especial parapiscinas. Un intenso color turquesa.

¡Ahora sólo nos falta el trampolín!, dijo Zsuzsacuando él acabó de pintar.

Una semana más tarde, tío Dima fue arrestadouna noche en que él y dos de sus amigosintentaron abrir la caja registradora de unagasolinera en la autopista de circunvalación.

El padre de Zsuzsa había desaparecido cincoaños antes sin dejar rastro. A veces las personasse esfuman en las carreteras que van de unaciudad a otra. Aquí, en el pueblo, los hombresdejan a sus mujeres y a sus hijos, pero al final

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siempre se acaba sabiendo de ellos. Dos añosdespués de que el padre de Zsuzsadesapareciera sin dejar rastro, su madre volvióa casa un domingo por la mañana con tíoDima. Os presento a mi nueva media naranja,anunció a su hijo, Naisi, y a sus dos hijas.

La Casa Azul tenía dos habitaciones.Comparada con algunas de las chabolas de losvecinos, era una vivienda sólida. Las paredeseran de bloques de hormigón, y la lona deltejado, robada de la Marina americana, estababien alquitranada y sujeta con estacas demadera.

A diferencia de su hermana menor, Zsuzsa eradelgada. No sólo tenía delgadas las muñecas ylos tobillos, sino también el pecho, los hombrosy las caderas.

Podría pasar entre la puerta y los goznes,suspiraba su madre.

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Dicen que los cuerpos revelan el carácter. Esun error. El cuerpo nos cae en suerte, como lascartas. El carácter empieza con cómo juegauno con lo que le toca. A los diecinueve añosZsuzsa parecía un muchacho. Y, sin embargo,era ya más femenina que un ama de cría. Eraúnica, Zsuzsa, y no obedecía sino a su propialey.

Conoció a Sugus a la salida de St. Joseph. St.Joseph no era una iglesia, sino una cárcel; unagran cárcel que albergaba dos mil presos.Había ido a visitar a su tío.

¿Qué tal estás, tío Dima?

¿Cómo voy a estar?

¿Mal?

No podría estar peor.

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Hoy hace un día muy bueno.

Once jodidos meses. ¿Qué me has traído?

Empanadas, una piña, hígado de bacalaoahumado.

¡Hígado de bacalao! ¡Sólo a tu madre se leocurriría mandarme hígado de bacalaoahumado!

Y también cigarrillos.

Zsuzsa, quiero que vayas a ver a Rico.

No me gusta ese hombre, tío Dima.

¿Que no te gusta mi amigo?

La última vez intentó tirárseme.

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Bastará con que no te acerques demasiado a él.Quiero que vayas a ver a Rico y que le digasque el camión está listo.

Vale.

¿Y qué le dirás?

Que puede recoger el camión.

¡No! El camión está listo.

Lo mismo da.

Qué habrá hecho tu madre para merecer unahija tan tonta. El camión está listo.

Se lo diré así, tío, no te preocupes. Alguientiene que recogerlo, ¿no?

Dile sólo: el camión está listo. El comprenderá.

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Tengo que irme.

Dame un beso.

No está permitido aquí.

Dame la mano entonces.

Adiós, tío.

Adiós, Zsuzsa. Y no te olvides.

La entrada de la cárcel, que tenía cien años,era de ladrillo. Sobre el arco que coronaba losgrandes portones, que sólo se abrían para queentraran o salieran las furgonetas negras quetraían y llevaban a los presos, había un letrerode madera en el que se leía: PENITENCIARÍAESTATAL. CENTRO CORRECCIONAL.Encima de estas nobles letras había unabalanza dorada. La gente que iba a pie entraba

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y salía por un portillo practicado, como unaespecie de indulto, en uno de los inmensosportones. Los abastecedores de la cárcelutilizaban la entrada electrónica de la nuevaala, que estaba situada a otro nivel, bajando lacolina.

Desde el Champ-de-Mars, en la entradaprincipal, se veían los muelles, el barrio de laestación, conocido con el nombre de Budapest,y al norte, la zona industrial, sobre la cual enlos días caniculares del verano, cuando el marparecía un plato, colgaba un manto de humoamarillo como el arenque ahumado. Al salirde la cárcel, Zsuzsa pasó por la puertecilla queera como un indulto. Fuera había dossoldados.

La siguieron con los ojos volviendo la cabeza asu paso. Zsuzsa llevaba sandalias, pantalonesvaqueros y una camiseta en la que poníaSTANFORD UNIVERSITY. Observaron

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curiosos cada una de las letras de aquellaspalabras impronunciables. Uno de ellostamborileó con los dedos en el cañón de laametralladora que sostenía apoyada contra elantebrazo contrario.

¡Bonito par de limones!

Ya soy vieja, pero todavía recuerdo lo que erapasar por delante de los hombres cuando tedeseaban con la mirada, de una formaasquerosa o bella. Parimos monstruos, parimossantos y parimos a todos los que no son ni unacosa ni otra. A Jesús de Nazareth y a Herodes.Todo tipo de bondad y de maldad sale de entrenuestras piernas, y mientras somos jóvenes,todo tipo de bondad y de maldad sueña convolver a entrar allí.

El soldado sabía que Zsuzsa había oído lo quehabía dicho porque la muchacha cambió suforma de caminar. Un poco más lejos, unos

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niños jugaban con un burro. Del mástil de latorre de la cárcel colgaba fláccida, comodesmayada por el calor del día, la banderanacional.

¡Qué bonito par de limones!

El segundo soldado siguió a Zsuzsa. Y derepente, como bajado del cielo para salvarla,apareció aquel joven; estaba arrimado a unmúrete sobre el que había una bandeja llenade vasos y un termo color azul.

¿Quieres un café?

¿Cuánto cuesta?

Seiscientos.

No.

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Mejor un poquito de zumo de limón, dijo elsoldado mirándola lascivo.

El joven de la bandeja alcanzó a Zsuzsa unvaso con café y luego se interpuso firmementeentre ella y el soldado.

Tómatelo, dijo. Te invito.

¿Cómo te llamas?

Sugus.

¡Qué nombre tan gracioso para un chico!

Me lo pusieron de chaval porque vendíachucherías.

Sugus, ¿cómo los caramelos?

Eso es.

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El soldado dio una palmada en la culata de laametralladora y les volvió la espalda.

Y ahora vendes café.

Pago cinco mil para poder poner el puesto.

¿A quién?

Sugus señaló con la cabeza hacia los guardias.

Es un montón de dinero.

A los hombres no les importa pagar lo que seapor un café aquí.

¿Ah, sí?

Cuando salen; no cuando entran. Un hombreque ha cumplido condena ahí dentro necesitaun café al salir para asegurarse de que no está

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soñando. Necesita un café casi tanto comonecesita una mujer. Además están losvisitantes: ellos lo necesitan para demostrarseque no son como el hombre con quien acabande estar hablando. ¿A quién tienes dentro?

A mi novio, mintió la chica.

¿Cuánto le ha caído?

Diez años.

Se volverá loco.

Una bandada de estorninos —como milastillas que salieran disparadas tras unhachazo— cruzó el Champ-de-Mars y se posóen los tejados negros de la prisión.

No, no se vuelven locos, dijo Zsuzsa. Eso es loprimero que cambia al otro lado de esas

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puertas. La necesidad de volverte locodesaparece, se va haciendo más pequeña cadadía, menos apremiante —alzó las manos hastalas sienes: llevaba cuatro anillos y las uñaspintadas color plata—, hasta que un díadesaparece. Es fuera donde la gente se vuelveloca. Lo más seguro es que sea yo quien mevuelva loca primero.

¿Cómo se llama?

Dudó, miró a su alrededor y, siguiendo elvuelo de los últimos estorninos, reparó en labandera nacional que colgaba fláccida de latorre de la prisión en el bochorno de la tarde.

Flag, dijo.

¿Que se llama Flag2?

Así se llama, de verdad.

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Pues qué nombre más raro.

Se lo pusieron por cómo nació. Nació en lacalle, un siete de junio, el día de la fiestanacional. Había banderas por todas partes, ynació un mes antes de tiempo, un mes entero.Era por la noche, y su madre estaba bailandoen Alexanderplatz, como todo el mundoaquella noche...

¿Quién te ha contado todo eso?

De repente estalló una tormenta, unrelámpago iluminó los cerros. Y entonces ellarompió aguas.

Sugus la miró a la cara. Tenía unos ojosgrandes, demasiado grandes. La chica loscerró. Sabía que eran oscuros, pero norecordaba el color exacto. ¿Eran grises omarrones?

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Y en un santiamén, dio a luz allí mismo, entreun tiovivo y una caseta de tiro al blanco, en laque si tenías buena puntería podías ganar unamuñeca de tamaño natural o un oso depeluche. No cesaban de disparar —me contósu madre—, y el problema fue que no habíacon qué tapar a la criatura, así que cogieronuna bandera que colgaba de una farola y loenvolvieron en ella. Y desde entonces siemprelo llamaron así, Flag.

¿Por qué está encerrado?

Mató a un hombre.

¿A propósito?

Sólo las mujeres matan a los hombres adrede.

¿Estás segura?

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Sí.

¿Qué hizo, entonces?

Estaba celoso y apuñaló al hombre.

¿Celoso por ti?

Zsuzsa cerró los ojos y luego dijo: Sí, por mí.

¿Y el hombre? No Flag, el otro.

El otro nunca me había tocado. Nunca le dejéhacerlo.

Entonces ese Flag estaba celoso sin razón.

Flag se moría de celos.

¿Y el otro hombre murió?

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Sí.

A Zsuzsa le faltaban dos dientes de abajo; elchico se dio cuenta cuando ella sonrió.

No te creo.

Estaba muy bueno el café, dijo Zsuzsa.

No te creo.

Sí, de verdad, estaba muy rico; el mejor que hetomado esta semana.

No me creo la historia que me has contado deese Flag.

No te estoy pidiendo que te creas nada, dijoella.

Lo más seguro es que hayas ido a visitar a tu

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hermano pequeño, que está en el trullo pormangar radiocasetes. Da igual, ¿dónde vives?

Barbek.

¿En el cerro?

Sí, en el Cerro de las Ratas.

Yo vivo al otro lado del río, dijo él, en

Cachan.

Cachan, exclamó Zsuzsa. Mi madre va allí atrabajar todas las noches.

Cachan es inmenso.

Es limpiadora. En el edificio de I.B.M. Suúltima tarea antes de amanecer es cambiar lasrosas del despacho del director. Pone rosas

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frescas todos los días; las viejas se las trae acasa. Me encantan las rosas. Me podríanregalar cien. Cien rosas robadas y soy todatuya.

Mira, dijo Sugus señalando con la cabeza haciala cárcel, ha salido uno.

El hombre llevaba una maleta.

Observa ahora cómo se meten con él losguardias.

El hombre andaba con el brazo que tenía libreun poco separado del cuerpo, como si estuvieraavanzando por un tablón muy estrecho a unagran altura y tuviera que mantener elequilibrio. Iba mirando al frente, con el cuelloagarrotado.

¡Ahí va!, dijo uno de los soldados. El jodido se

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cree que en su casa todavía se acuerdan de él.

El hombre siguió andando, a pasitos, como sisaliera por la pasarela de un barco hacia elmuelle.

Los jodidos como él no merecen tener unacasa.

El coño de su madre huele a bacalao, dijo elsegundo soldado.

En ese momento el hombre atravesaba la verjade la prisión. Desde allí vio todo el Champ-de-Mars, los plátanos, la ciudad de Troy abajo, alos niños jugando con el burro, a Sugus con subandeja pintada y el mar color de vino. Siguiócaminando como si avanzara por unapasarela.

¿Sabes a qué huele el coño de su madre?

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¿Un vaso de café, milord?, le propuso Zsuzsa.

El preso recién liberado dudó y se sacó unpañuelo del bolsillo.

El primer sabor de la libertad, dijo Zsuzsa.

Solo, sin azúcar, respondió el hombre.

Cogió el vaso con las dos manos rodeándolocon el pañuelo y se sentó en el múrete paratomarlo despacio, saboreando el gusto del café.

No tendrá arsénico.

Zsuzsa se rió, y Sugus pensó: Cuando se ríe,somos más altos que nadie.

¿No lo sabéis?, dijo el hombre. La semanapasada tuvieron que hospitalizar al jefe depolicía. Lo habían envenenado con arsénico.

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Su mujer confesó. Había cuatro mujeresimplicadas en el caso. Se les ocurrió ponerarsénico en el café de sus maridos.

Una pequeña dosis cada día. Todos los maridostenían algo que ver con la ley. Polis.

¿Querían matarlos?

No, que va. Querían gastarles una broma a susinstrumentos.

¿Qué instrumentos?

Querían poner fin —eso es lo que dijeron— alas infidelidades de sus maridos. Habían oídoque un poco de arsénico hace que elinstrumento no se empine. De este modo sushombres no podrían tirarse a otras mujeres.Una de las esposas también puso arsénico enlas natillas. El azúcar oculta el mal sabor del

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veneno. Por eso yo no tomo azúcar.

Zsuzsa se rió, y Sugus volvió a pensar: Cuandose ríe, somos más altos que nadie.

Al principio tienes miedo, dijo el hombre.

¿Ahora?, preguntó la chica.

De no saber adonde ir.

Abrió la maltrecha maleta y sacó un paqueteenvuelto en papel de periódico.

Pierdes la costumbre de elegir, dijo él.

El envoltorio de papel de periódico conteníauna gorra de piel, nueva y muy plana, que élse puso con mucho cuidado en la cabeza,comprobando con sus embotados dedos laparte del cuero cabelludo que quedaba sin

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cubrir.

Zsuzsa sacó un espejo del bolso y se lo acercó.El preso recién salido se miró y vio a unhombre de unos sesenta años de miradaindómita.

Te queda muy bien, dijo la chica.

¿De verdad? No me gustaría volver unaesquina y darme de narices con esos gorilas demierda.

Con ella puesta no tienes nada que temer,contestó la chica.

¡Una gorra contra los «gorrilas»!, bromeó elhombre. Su mirada era la de alguien furiosopor todo lo que había perdido.

Hoy todo es estupendo.

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¿Cuánto te debo por el café?

Mil doscientos, respondió Zsuzsa.

El hombre le pagó, cerró la maleta, se palpó lagorra con los dedos y se fue caminando haciala ciudad.

No podía creerlo, dijo Sugus. No podía creerlocuando vi que le estabas cobrando el doble.

Dentro oyen que los precios no paran de subir,respondió Zsuzsa, pero pierden la noción de loque valen de verdad las cosas fuera. Son comoniños cuando salen.

*

Miles de personas iban y venían al salir deltrabajo bajo los grandes árboles de lasavenidas, entre cuyas ramas las farolas

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parecían lunas. Los escaparates, que tenían lasluces encendidas hasta el amanecer, exhibíanzapatos plateados, botas de cuero, gabardinas,bolsos, collares, carteras, frascos de perfume,coches descapotables, secadores del pelo, trajesde novia, lámparas, vídeos y naranjos deverdad. Sobre los escaparates se elevaban lastorres de cristal, altas como glaciares. A travésde ellos se veía el suelo de las oficinas, que noestaban a oscuras ni tampoco iluminadas, sinoenvueltas en una difusa luz gris, similar a la deuna pantalla de televisor encendida, pero sinimágenes.

¿Sabes quién va a ese café de allí?, preguntó

Zsuzsa.

¿Quién?

Coglioni.

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¡Ah, él! Él podría comprárselo.

Nunca paga. No le cobran.

Así se evitan problemas, dijo Sugus.Sentémonos y pidamos algo. Cuando traiganla cuenta, diremos que somos amigos deCoglioni.

¡No! ¡Sus hijos! Diremos que somos sus hijos.

Ha tenido tantos que nadie puede llevar lacuenta.

¿Cuántos años tienes?, preguntó Zsuzsa. Losmismos que tu Flag.

La condujo hasta una mesa vacía y le ofrecióasiento, como hacen en la televisión loshombres vestidos con trajes blancos. Yo quieroun whisky. ¿Qué vas a tomar tú?

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Un helado: uno de esos grandes con muchoscolores, como un sombrero.

¿Con una cucharilla larga de plata?

Con una cucharilla larga de plata, repitió ellasacándole la lengua.

En la mesa de al lado había dos mujeres conguantes de encaje. Se quedaron mirando a lapareja que acababa de llegar.

Ya no puedes, susurró una de ellas —llevabalos labios pintados de un rojo tan fuerte comoel extremo del mango de algunasherramientas—, ya no puedes estar segura enningún sitio.

Lo que asustaba a Ias dos señoras es que aquelhombre del cinturón de tachuelas y la joven,que sin duda andaba siempre descalza,

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estaban muy cerca de ellas. Demasiado cerca.Tendrían que estar en otra parte de la ciudad yno en la mesa de al lado.

¿Y si pedimos también algo de comer?, sugirióZsuzsa.

Es un poco arriesgado, contestó Sugus.¿Queréis que os haga un retrato?

Todo lo que vio Sugus al mirar hacia arribafue un par de piernas flacas y peludas, luegounos pantalones cortos, pequeños como untaparrabos, y por fin una cara alargada y conbarba.

No, dijo Sugus, no nos gustan los retratos. Sólome llevará unos minutos.

El hombre ya estaba acercando una silla hastala mesa.

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Pierdes el tiempo.

La cara de tu amiga se merece un retrato. Trasla barba, el hombre tenía unos labiosabultados, casi azules.

Mira tío, no sé quién eres, pero te voy a deciralgo: A nosotros no nos la das. Déjanos en paz.¡Largo!

El hombre se sentó y dejó su carpeta sobre lamesa.

Quiero dibujar a tu amiga porque es muyguapa.

Pues no está en exposición.

Te lo regalaré después.

Eso no te lo crees ni tú.

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No te cobraré nada por el dibujo. Sólo te pidodiez minutos.

¿Cuánto sueles cobrar?

Depende.

Estás hablando con un experto. ¿Cuántocobras?

Veinticinco mil.

Eso sí que es un buen cachet. ¿Lo has oído,cariño? Puede vender tu jeta por veinticincotalegos. ¿Y si te desabrocharas un poquito? Noles importará pagar cincuenta.

El hombre sacó un bloc de dibujo de la carpetay abrió una vieja lata de cigarrillos.

¿Cómo te llamas?

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Raphaele, ¿y tú?

¡Flag!

Cuando Zsuzsa oyó esto le entraron ganas deecharse a volar. Pero, en lugar de ello,mordisqueó una de sus cuatro sortijas y bajólos ojos.

El hombre tomó un lápiz de la caja y empezó adibujar.

¡Eh, tío, no vayas tan rápido! Nada te impidehacer otro dibujo en cuanto nos hayamos ido.Si calcas mucho con el lápiz luego puedesrepasar las líneas en la hoja que tienes debajo.A ver si te crees que soy tonto. Puedes sacarcien copias del mismo dibujo, y a veinticincotalegos cada una salen dos millones y medio.

¿Sabes por qué estoy pintando a tu amiga?

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A lo mejor quieres ponerte cachondo un rato ysacar además algún dinero.

Tiene una cara increíble.

A las modelos hay que pagarlas, como a todo elmundo, dijo Sugus.

Déjale que me dibuje, Flag.

Al cabo de un rato se acercó el camarero.Tenía varices y la vista cansada de tantoclasificar notas, copas, monedas, personas.Observó las manos de Sugus, los pies de Zsuzsa,el reloj de pulsera del dibujante, sus carassandalias italianas. Estos dos últimos artículoslo convencieron; les serviría.

Un café, dijo Raphaele.

Un whisky, dijo Sugus, y una copa de helado.

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No me hagas caso, le dijo Raphaele a Zsuzsa,continúa hablando, como si yo no estuviera.

No es lo mismo que una foto, respondió ella.

No me mires, mira a Flag.

Ella miró a Sugus. Tenía cuerpo de campesino:las piernas robustas y una forma de mantenerla cabeza erguida que dejaba espacio parapoder transportar un saco en cada hombro. Sepreguntó cuánto tiempo haría que llevababigote.

El camarero volvió con lo que habían pedidoen una bandeja.

Si me como el helado no podrás pintarme,observó Zsuzsa metiéndose la cuchara en laboca.

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El camarero le dio la cuenta al barbudo de lassandalias italianas. El hombre pagó sin deciruna palabra. Sugus le guiñó un ojo a Zsuzsa altiempo que le apretaba una rodilla entre lassuyas.

Ahora ya no tengo que daros el dibujo, dijo elhombre.

Sólo has pagado cinco mil, respondió Sugus.Por ese dinero ella posa diez minutos, ¡ni unomás! Ya lleva nueve. Conque date prisa, tío, onos pagas otra ronda.

¡Espera un momento, no te saques la cucharade la boca!

Ella volvió a observar a Flag. Nadie podríaponerle las manos encima, pensó. Todas susfacciones estaban tan alerta como las orejas deun perro.

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El hombre les mostró el dibujo acabado.

¡No me gusta!, gritó Zsuzsa.

La has dibujado como si fuera una puta, dijoSugus.

¿No te gusta?

Ni siquiera me limpiaría el culo con él.

Entonces no tiene sentido que te lo dé.

Le debes ocho mil por haber posado para ti.

Eso es imposible, tesoro.

Vas a pagar, maricón, en dinero o en sangre.

Sugus se sacó una navaja del bolsillo y la abrióocultándola entre las manos sobre la mesa,

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pero de forma que el hombre pudiera verla.

Mátame. Te adoro, rey mío, dijo el hombre delos pantalones cortos.

El gato gris está dormido en mi regazo. Tieneun color extraño. Nunca he visto otro igual.Parece que lleva una ropa interior grisácea,raída, que transparentara una piel pálida queno ha visto nunca el sol. En realidad, tienemucho pelo. Dos tipos de pelo: uno gris y otroblanco. Pero los dos colores, en lugar de formarun dibujo de manchas blancas y grises aquí yallá, han crecido juntos, como la hierba y eltrébol. Nació así. Algo no quedó debidamentedecidido.

Fue entonces cuando Zsuzsa observó alcamarero. Venía aprisa hacia su mesaacompañado de un poli de paisano.

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Corramos, susurró y, agarrando el dibujo alvuelo, empujó a Sugus hacia el seto plantadoen las jardineras blancas que cerraban laterraza. Desde allí saltó como una urraca a laacera y lo esperó.

Dejaron las grandes avenidas y tomaron lasempinadas calles secundarias que bajabanatravesando El Escorial. En el barrio de ElEscorial había árboles y arbustos por todaspartes: magnolias, viburnos, cerezos,forsythias, lilas persas, arces. Entre las ramasflorecidas crecía el césped, que en verano era lomás verde de Troy, porque lo regaban durantehoras todos los días. El césped bordeaba laspiscinas, pintadas del mismo azul que la casade Zsuzsa. Antes de cenar, los residentes sereunían junto a la piscina a tomar el aperitivo.Y después de cenar, cuando habían bebido unpoco más, se tiraban al agua desnudos. Amenudo las piscinas estaban iluminadas pordebajo, de modo que brillaban como piedras

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preciosas. Muchas bodas en El Escorial sedecidían por la noche, desnudos en unapiscina.

Te explicaré cómo veo yo las cosas, dijo Sugus,y tu vida no volverá a ser igual. Todo elmundo necesita algo, ¿no? Todo el mundonecesita alguna cosita que los haga un pocomás felices o un poco menos tristes. No hablande ello. Normalmente ni siquiera saben lo quees. Para descubrir lo que alguien necesita deverdad, aunque sea una tontería, se requierebastante talento.

Sé lo que llevas tatuado en el brazo: ¡Treshuevos!

Vale. Escucha. Cuando has descubierto laspequeñas necesidades de veinte personas ycuando sabes a donde tienes que ir parasatisfacérselas, entonces ya tienes con quéganarte la vida. Porque, por pobres que sean,

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pagan. Si no en dinero, al menos en especies.Llegan a depender de ti. Tienes quemantenerlo en secreto. No puedes decírselo anadie. Si empiezas a hablar, otro proveedorestará allí antes que tú. Además, a la gente leda vergüenza reconocer sus necesidades.

¿Y qué puedes proporcionarles?

Cualquier cosa. Mira, por ejemplo, porChicago cortan el agua todas las noches, ¿no?La mayoría de la gente se va a trabajar antesde que la vuelvan a dar. Un amigo mío serecorre unos cien pisos a mediodía tirando dela cadena de los wáteres, llenos con toda lamierda de la mañana. Y en cada piso dejanalgo para él en la mesa de la cocina.

Se podría llevar lo que quisiera.

No, no podría. Uno, es ciego. Y dos, todo el

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mundo sabe dónde encontrarlo. Vive en elmismo barrio.

¿Qué vendes tú, aparte de café?

Estoy pensándolo. Todo el mundo necesitaalgo.

Todo el mundo necesita de todo, Flag.

Oyeron risas tras una mata de rododendros. Alborde de la carretera, los timbres electrónicos ypaneles de control digital de las verjasmetálicas de las residencias estaban yaencendidos, como las luces de las navesespaciales.

¿Ves esas rosas?

Se llaman Reinas de las nieves.

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Te auparé

¡Ay! ¡Me haces daño!

Espera, que me agacho.

Dame la mano.

Agárrate a mi cabeza.

La chica se sentó en sus hombros, y Sugus seenderezó. Luego sujetó a Zsuzsa por los talones,que estaban tibios, como la arena después detodo un día de sol.

¡Cuidado con las espinas!

He cogido dos.

Con las rosas prendidas a la camiseta de lachica, siguieron colina abajo hacia el mar. Ya

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era noche cerrada. Desde el aire Troy debía deser como un montón de joyas extendidas sobreterciopelo negro.

¿Cuándo has comido por última vez?,preguntó él.

¿Te refieres al helado gigante?

Una comida de verdad, no un helado.

Esta mañana me levanté tarde. No teníaningún motivo especial para levantarme.Pensé en lavarme la cabeza, pero me acordé deque mi madre había acabado el champú.Tenía que visitar a mi tío, pero las visitas enese lugar son a las cuatro en punto. No salí dela cama hasta mediodía. Cuando me levantéme hice un croque monsieur.

Ella le había cogido de la mano mientras

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caminaban y se la llevó hasta la boca melladay pretendió mordérsela.

¡Croe, croc, monsieur!, dijo riéndose. ¿Y tú?

Ayer.

¡Pues debes de estar muerto de hambre!

Si te dijera lo que me apetece, respondióSugus. Para empezar me apetecen calamaresfritos. Calamares calentitos, recién fritos.Luego me tomaría un filete. No he visto unfilete desde Pascua. No, lo que realmente meapetece no es un filete, sino pato. Sólo lo hecomido una vez, en una boda.

Un día te haré mi receta de judías pintas, dijoZsuzsa. Me la enseñó mi abuela. Dejo que lasjudías cuezan toda la noche, muy, muydespacio. Y por la mañana las pongo a enfriar

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y cuando están frías añado ajo machacado yzumo de limón y sal y aceite y pimienta y telas sirvo con huevos cocidos, que también hanestado toda la noche hirviendo con cáscaras decebolla y aceite para que no se consuma elagua.

¿Y cómo se llama ese plato nocturno?

Ñam-Ñam Madame.

Habían llegado al pie de la colina de ElEscorial, en donde un cuartel ocultaba el marde la carretera.

¿Cuántas pelas tienes?

Dos mil. ¿Y tú?

El dinero del café, dijo ella; y nada más.

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Bajo la siguiente farola había aparcados varioscoches. Sugus probó las puertas; estaban todascerradas. Entonces, cuando reanudaron lamarcha, Zsuzsa tuvo una idea. Si andaban unkilómetro más, llegarían a los muelles. Ellaconocía el café al que solía ir Rico. Habíaestado allí unas cuantas veces con su tío. Ledaría el recado. Recoge el camión. No. Elcamión está listo. Si Rico, el hombre que teníaunas orejas que parecían alforjas vacías,empezaba con sus artimañas, esa noche sabíacómo manejarlo. Haría que sucediera lo quequería que sucediera. Esa noche quería dar decomer a Flag.

¡No!, dijo en voz alta.

No, no quería que Flag comiera, lo que queríaera ser comida para Flag. Quería que sucuerpo fueran calamares y aceite y perejil.También podría hacer que su cuerpo seconvirtiera en pato. Un pato como el de su

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abuela. Un ave que daba plumas blancas pararellenar almohadas y, cocinado, una deliciosacarne oscura. Le daría a Flag el bocado mástierno, la pechuga: en donde su dedo la tocabaahora a través de la camiseta.

La carretera seguía las vías del ferrocarril queiban hasta la Aduana, un edificio tan grandecomo veinte graneros. Al otro lado de la verjahabía aparcados varios jeeps con soldados ensu interior.

¿Te importa esperarme una hora?

¿Qué quieres decir?

Tengo que ir a un café que está por aquí. Túespérame, y estaré de vuelta dentro de unahora.

No veo ningún café. Voy contigo.

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No funcionaría si vinieras tú.

Entonces hazlo mañana.

Quiero hacerlo ahora.

¿Y me dejas aquí plantado?

Túmbate en el césped. Señaló hacia un solar,al otro lado de la calle. Estaré de vuelta en unahora.

Si tardas más, me habré ido.

Te lo prometo. Mira, guárdame el dibujo. Se lodaré a mis hijos. Y déjame decirte algo quetodavía no sabes, Flag. Cuando Zsuzsa prometealgo, puedes fiarte de ella.

Se alejó en dirección al muelle, que empezabaal pasar el recinto de la aduana. Sugus cruzó la

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calle y subió por el terraplén. Desde arribadivisó a lo lejos los arcos de luz blanca de losreflectores; debían de estar cargando un barco.Todo estaba muy tranquilo. Oía hablar a lossoldados al otro lado de la calle. Se tumbó enla hierba y se quedó mirando las estrellas.

En el cielo vio un barco. La madera barnizadade la cubierta, del color de la resina y la miel,brillaba; y las tablas estaban tan pegadas queapenas si quedaba espacio entre ellas para uncabello. La cubierta del barco era el vientreliso de la mujer que había conocido a la salidade St. Joseph; y el bauprés, sus tobilloscruzados.

Si me preguntas cómo una anciana como yosabe lo que soñó Sugus, recuerda que lossueños son de lo más viejo que existe en elmundo.

¿Serías tan amable de ayudarme a retirar un

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tronco que se ha caído encima del tejado?, lesusurró al oído una voz masculina.

Se despertó y abrió los ojos; no se veía a nadie.

Cayó durante la tormenta de anoche.

Sugus se volvió y vio la cabeza parlante de unhombre de unos cincuenta años, muy calvo ycon profundas arrugas en la frente. La cabezaestaba casi al ras del suelo. Delante, como sifueran las pezuñas de un perro, estaban losbrazos. Llevaba una especie de sandalias a laaltura de los codos.

Temo que si vuelve a levantarse el viento, unarama rompa alguna de las ventanillas, dijo lacabeza. ¿Te importaría venir conmigo?

El hablante no tenía piernas y avanzaba conlos codos. A golpes de codo, los hombros

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arrastraban el resto de su cuerpo sobre el suelo.

El solar terminaba en un muro bastante alto yjusto debajo había un Cadillac sin ruedas. Laspuertas estaban abiertas y dentro ardían dosvelas.

Sobre el techo del coche había un ciruelo quese había desprendido desde la terraza de unjardín próximo.

El problema, dijo el hombre, es que no llego.Veo que es un ciruelo. A la luz del día lamadera tiene el color de la carne seca, así queha de ser un ciruelo. Está podrido y comidopor los bichos; es un árbol que no ha estadobien cuidado. El problema es que no llego yaunque pudiera subirme al capó, no podríahacer palanca para levantarlo. Por eso, cuandolo vi ahí tumbado, tan joven y fuerte, me dijeque podía tomarme la libertad...

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Sugus levantó el árbol y lo echó al suelo. Situviera usted un hacha, podría cortárselo.

Un hacha no tengo, pero sí una sierra.

Mientras Sugus serraba el arbolito enpequeños troncos, el hombre revolvía en elinterior del vehículo. En el volante había unacamiseta puesta a secar. En el suelo de la partedelantera, donde debían reposar los pies de lospasajeros, había una {• alangana llena de agua.El espejo retrovisor tenía pegada una estampade la Virgen.

Cuando hayas acabado te abriré una cerveza.Por desgracia con el calor que está haciendono estará tan fría como yo quisiera.

Es una buena sierra.

Hubo un tiempo en que yo conducía este

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coche.

Abajo, los soldados jugueteaban con los focosde los jeeps. El haz de luz se detuvo por uninstante en el ruinoso Cadillac. Sugus estabaapoyado en una de las aletas delanterasbebiéndose la lata de cerveza. El propietarioestaba echado boca abajo en el asiento trasero.

Ahora lo uso de cama, dijo exhalando el humodel cigarrillo.

Tengo que irme, dijo Sugus.

Tengo que irme... Eso me recuerda a mihermano, dijo el tullido lanzando un anillo dehumo hacia la cortina de la luneta. Mihermano es un borracho. Por entonces vivíaen las montañas, donde había alquilado unacasa con su esposa. Se hizo muy amigo de unode sus vecinos. Solían ir al tiro al plato juntos.

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Tengo que irme.

Espera que acabe el cuento. Una noche mihermano estaba cenando vino y queso en lacasa del vecino. Este se dio cuenta de que a mihermano le gustaba mucho el queso, así que lodejó sobre la mesa y abrió otra botella de vinoy le dijo que comiera hasta hartarse, pero queél se iba a la cama. Mi hermano se bebió labotella, luego, ya borracho, saliótambaleándose de la cocina y se dirigió aldormitorio. El vecino ya estaba dormido. Mihermano se quitó los pantalones y estaba apunto de meterse en la cama al lado de lamujer del vecino cuando ésta le dijo: ¡Lárgate!,al tiempo que agarraba al vuelo suspantalones. No se los devolvió, ¡y mi hermanotuvo que volver a casa en calzoncillos!

El narrador, tumbado en el asiento trasero, seincorporó y soltó una carcajada. Señalando laspiernas que no tenía y sin poder parar de reír,

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murmuró: ¡Y nunca le pudo explicar a suesposa en dónde había dejado los jodidospantalones!

Cuando Sugus llegó a la carretera, bajo lasluces del muelle una figurita le saludó con lamano. Era Zsuzsa y venía corriendo hacia él.

Hueles a cerveza. ¿Sigues teniendo hambre?,preguntó.

Estoy mareado de hambre.

Vamos a comer, dijo ella.

Zsuzsa condujo a Sugus por una callejuelamuy iluminada; entraron por una puerta dedonde salía olor a comida y ruido de voces ybajaron unas escaleras hasta una especie debodega.

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Aquí no podremos salir corriendo, dijo elchico.

No te preocupes. .

Un camarero los condujo a la mesa.

¿Tienen calamares?, preguntó ella.

Sí, sí que tenemos.

¿Y pato?

Sí...

La mesa estaba al lado de una gran pecera. Elaire del depurador formaba burbujas en elagua, y las algas se movían como si fueran unacabellera verde. Sugus aplicó uno de sus suciosdedos contra el cristal de la pecera. Se acercóun pez, y Sugus deslizó el dedo por el cristal

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hacia las pompas de la superficie. Con la bocaabierta y palpitándole las agallas, el pez siguióel dedo. Entonces, de pronto, Sugus cambió ladirección hacia un lateral, hacia Zsuzsa, y elpez volvió a seguirlo.

No comprendo, dijo.

¿No tienes hambre?

Me estoy muriendo de hambre.

Me vas a comer, Flag. ¡Cómeme para siempre!

Si no me equivoco, el tres de junio era elcumpleaños de Félix. Félix tenía un acordeónal que llamaba Caroline. Era soltero. A lossesenta y dos años cayó enfermo de ictericia yse lo llevaron al hospital. Tuvo que vender susdiecisiete vacas; no había nadie que se ocuparade ellas mientras él estaba ingresado. Cuando

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volvió a casa, compró seis más. Nunca paraba,Félix, ni de trabajar con sus vacas ni de tocarsu música.

El tres de junio hacía mucho calor en Troy.Mientras esperaban a que se abriera elsemáforo, los conductores dejaban caer elbrazo sin fuerza fuera de la ventanilla. Sólo loscoches grandes de los ricos llevaban lasventanillas cerradas, pues tenían aireacondicionado. En las playas las chicas seponían bronceador cada media hora. En lospequeños talleres de Swansea, una zonaindustrial de la ciudad, los ventiladorescolgados de los muros de ladrillo bajo lascubiertas metálicas giraban a la velocidadmáxima, pero el aire no era más fresco. En lacolina de El Escorial se marchitaban en elsuelo los pétalos de las magnolias. En todas lasesquinas, la ciudad molía el calor hastaconvertirlo en polvo. Y, sin embargo, Sugussentía como si en el Cerro de las Ratas soplara

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una ligera brisa del mar.

La Casa Azul donde vivía Zsuzsa tenía dosventanas con cortinas de nailon blancas.Detrás de la cortina de la izquierda estaba lahabitación donde en ese momento dormía enun colchón en el suelo la madre de Zsuzsa, quetrabajaba toda la noche. Detrás de la cortinade la derecha, Julia, la hermana menor deZsuzsa, espiaba al hombre que su hermanahabía traído a casa. Estaba sentado en uncajón, con las piernas estiradas, los ojoscerrados y la cabeza cubierta de espuma. En elumbral de la puerta, apoyado en el marcocomo si fuera un cowboy, estaba el hermanode Zsuzsa, Naisi. A nadie le pasabandesapercibidas la botas de Naisi: de piel devaca, brillantes, con una vuelta en laembocadura y con hebillas doradas. Su sonrisatambién era excepcional. No ocultaba suastucia. Es un astuto del que puedes fiarte,

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decía la sonrisa,

Piénsatelo, le decía Naisi desde el umbral aSugus sentado en el cajón, tómate el tiempoque quieras. No tiene sentido que hagas algoasí si no te apetece.

Zsuzsa salió de la casa de al lado, que estabahecha de madera de embalajes, con unabotella en la mano.

¿Qué es eso?, preguntó Naisi.

Vinagre.

A lo mejor deberías poner una peluquería, dijosu hermano.

¡La semana pasada era un salón de tatuaje!

Pues los dos.

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¿Juntos?

En los dos los clientes tienen que confiar en ti.

Naisi se sacó un pañuelo negro del bolsillo, loagitó en el aire y lo dejó suspendido sobre lapalma vacía de la otra mano. Entoncesempezó a cacarear como una gallina queacabara de poner un huevo. Sugus abrió losojos. Naisi levantó el pañuelo negro y dejó aldescubierto un paquetito rojo atado con milvueltas de hilo blanco. La gallina se cayó.

¿Caballo?

Naisi se rió, paró y volvió a reír; se tocó la narizy luego se echó al bolsillo del pantalón elpaquetito y el pañuelo. Se alejó lentamentecolina abajo hacia las tenerías.

¡No es su día!, dijo Zsuzsa sin dejar de frotar

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con champú la cabeza de Sugus. Mira cómoanda. Cuando anda así es que le han dadomalas noticias.

Me acaba de proponer algo, dijo Sugus.

Olvídate; cuando está sin blanca se le ocurrenlocuras.

Le rascó un poco más fuerte el cuerocabelludo. Inconscientemente, de puro placer,Sugus contrajo los dedos de los pies. Ella los viocurvarse y distenderse.

¿Me la lavarás a mí mañana, señorita LunaCreciente?, preguntó un viejo chino que pasócamino de su casa con una sombrilla y uncubo lleno de algas.

Yo también estoy sin blanca.

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Iremos a Champ-de-Mars y venderemos caféjuntos. Hoy por la tarde, a la hora de la visita.

No puede ser, respondió Sugus.

¿Por qué?, preguntó ella riendo.

Me birlaron el termo esta mañana.

¿Y la bandeja?

La tenía en la mano.

Creía que eras rápido como un gato.

Un tío va y me grita desde la puerta grande,donde están los soldados, que quiere cincocafés. Levanta la mano y grita: Cinco. Uno porcada dátil, del griego daktylos, dedo. Conquelos sirvo, los pongo en la bandeja y se los llevo.Te aseguro que no estuve vuelto más de treinta

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segundos. Entonces el tío va y dice que nohabía pedido café, que lo que quiere es té. Notengo té. Cuando vuelvo a mi sitio en el muro,el termo ha volado. Debieron de utilizar a unchaval para que lo cogiera. Si vuelvo a ver aese tío, se va a...

Conseguiremos otro.

Un termo de cinco litros con triple capaaislante cuesta un montón de lechugas, y no esfácil encontrar uno mangado.

Entonces haremos otra cosa; ya inventaremosalgo, Flag.

Le volvió a rascar la cabeza con sus uñasplateadas, y él gimió de gusto. Esto la incitó aenjabonarle también el cuello, porque queríatocar el punto de donde había hecho salir elsonido. Luego le dio un suave masaje en la

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cabeza hasta que sus manos terminaron poradormilado.

Iba conduciendo por una calle de direcciónúnica. Zsuzsa era el centro de la ciudadseñalizado en todos los paneles. Pero la callepor la que iba él se alejaba del centro. En elsiguiente cruce vio una señal que decía: Zsuzsa638 km.

En ese momento la chica cogió una palanganallena de agua y se la echó por la cabeza. Elagua llevaba todo el día calentándose al sol.Sugus apenas se movió. Sólo abrió los ojos ysonrió.

Está empapado, susurró para sí la pequeñaJulia. Estaba siguiendo todos los movimientosdesde detrás de las cortinas. Zsuzsa se sentó ahorcajadas en las rodillas del chico, mirándolo.Entonces él introdujo las manos bajo lacamiseta de su hermana, y ella volvió a

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ponerse las sortijas; se las había quitado paralavarle la cabeza.

Me encantan las barbas, le susurró Zsuzsa aloído.

Había encontrado al bebé en este hombrefuerte, que podía echarse sacos de cemento a laespalda y cuyo bigote era como una firmahecha con spray negro que dijera HOMME.Ahora quería volver a cambiar al bebé en unhombre despierto.

Me encantan las barbas, repitió.

Conozco a una mujer que tiene barba,respondió él.

¡No para mí, para ti!

Tiene una barba negra y cara de hombre. ¿Y

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sabes qué? Tiene dos pechos grandes comomelones.

¿Entonces has visto melones pequeñitos?

Trabaja en una ferretería. Fui una vez allí acomprar un infernillo de gas para mi madre.Se le cayó al suelo el viejo, y se rompió.

¿Y la mujer de la barba le enseña las tetas atodos los clientes?

Al principio no me lo podía creer. Estabadando de mamar a un niño. ¡Tenía barba ytenía un niño! Por eso se las vi.

Zsuzsa apoyó la cabeza en el pelo húmedo deFlag. ¿Por qué unos pelos son lisos y otrosrizados?, preguntó.

En el bochorno de la tarde, Julia se quedó

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dormida al otro lado de la cortina. Todavíatenía en el regazo la palangana con las judíasque había estado pelando. Las moscas posadasen sus manos no la despertaron.

Aquella calurosa tarde, en el Cerro de las Ratastodos los sonidos sonaban somnolientos. Eracomo si ninguno tuviera la fuerza necesariapara insistir. Un pollo cacareaba y enseguidase callaba. Un niño lloraba y acto seguido sequedaba dormido. Alguien martillaba, y elclavo ya había entrado. Una pandilla de niñosjugaba a esconderse y a que no los vieran uoyeran. Todos los perros habían encontradouna sombra para dormir. El único sonidocontinuo era el de la planta embotelladora deSwansea, una especie de tos metálica, unronquido.

¿En qué piso vives?

En el catorce.

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¿Es un ático? Ráscame más ahí.

No, no; hay veintisiete pisos.

Tras el hombro de Zsuzsa, Sugus veía el cerrode enfrente, en el que las chabolas seamontonaban unas pegadas a las otras. Másarriba, la hierba amarillenta de la colinaestaba cruzada de caminos de tierra, de modoque parecía un animal que estuvieraperdiendo el pelo.

¿Tienen luz ahí enfrente?

En el Cerro de las Tortugas tuvieron luz antesque nosotros, dijo la chica. Nosotros tuvimosque esperar cinco años. Levantaron lasprimeras casas en la noche de Año Nuevo,hace ocho meses. Todavía no tienen agua. Se lallevan en un camión. Ráscame más.

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Para la electricidad no hay que instalartuberías, dijo Sugus.

Da igual; la tuvieron antes que nosotros.

¡Y aquí tenéis agua!

En invierno allí hay menos nieve que aquí. Esoestá bien...

¿Entonces quieres mudarte?

Depende de ti. ¿Con cuántos ladrillos puedeshacerte? Lo besó en los ojos.

¡Con millones de ellos!

¿Millones?

Media docena.

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¡Qué guay! Podríamos construir un palacio. Loúnico que necesitamos es un saco de cemento.

¡Utilizaremos liga!

¿Y madera?

Cortaremos uno o dos árboles.

Para hacer planchas, dijo ella.

Sugus jugueteaba, apenas rozándolo con layema de los dedos, con el vello ensortijado queformaba como un nido bajo el brazo de lachica.

¿Necesitaremos marcos para las ventanas?

Una sola ventana, para empezar, respondió él.

Cógela de un tren.

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Sé donde encontrar el chasis de un camión,Zsuzsa, casi nuevo, sin oxidar. A cinco minutosde aquí. El techo, las puertas, el suelo, todo.

Hincó el codo en el estómago y le acarició elpecho.

Una vez, estando de párroco el cura Besson —un hombre de callada dignidad a quien matóla bebida— vi en la rectoral un libro, casi tangrande como la Biblia, que estaba abierto porla imagen de una mujer ofreciendo su pecho aun viejo vagabundo. El viejo agarraba el pezóncon su desdentada boca, y arrugas de felicidadsurcaban su rostro. Cuando el señor curavolvió a la habitación cerró el libro de ungolpe, como si fuera una contraventana.Nunca he olvidado la imagen. ¡Si pudieraencontrar bajo mi blusa el pecho que tuve undía! ¡Dos pezones, dos senos rebosantes! ¡Diosmío! ¡Cuánto tiene que mamar un niño hastadejarte seca!

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¿Tendremos una chimenea?, preguntó Sugus.Quiero mosaicos, Flag, como en SantaBárbara.De turquesas y azabache.Con un fondo de perla.Ella le chupeteaba el cabello húmedo.Y Zsuzsa escrito en oro.Eso es; así el cartero sabrá donde dejar lascartas.¿Quién va a escribir?Tú, cuando te vayas. ¡Tú vas a escribir!¿Y por qué me voy a ir?Para encontrar otra cosa; algo que no hayaquí. Robas un coche.¿Y no te llevo en el coche?Yo te espero despierta, cocinando y rezandotoda la noche.Rezando para que vuelva.Ya tenías que estar de vuelta, y estoy enfadada.No vuelvo.No me lo creo.Tengo que hacerme rico para volver.

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Yo me voy a buscarte.Me encuentras el día que he logrado reunirveinte millones.Y entonces me compras un traje de pantera.Y un anillo de zafiros.Y nos embarcamos, dijo Zsuzsa.En un barco blanco.Tenemos un camarote para nosotros solos.En el camarote te arranco el vestido.Y yo a ti, la camisa.Estamos encerrados en el camarote.

He tirado las llaves, Flag.

Sé por qué los ciervos luchan hasta la muertecuando están en celo y por qué su bramido estan quejumbroso. Ser macho en ese momentoes tener una espada clavada entre los ijares,que horada las entrañas y atraviesa el cuerpo.No tiene esto nada que ver con los sueños; noes algo que haya estado siempre enroscadodentro. Viene de fuera, ensarta el cuerpo y lo

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lleva, desvalido. Es peor en el hombre que encualquier otro animal porque dura más ypuede empezar sin provocación, como si derepente un dedo le apuntara desde el cielo. Laespada también es apuntada; tiene doble filo yen la hoja lleva la herida, que no es sino lacarne de la colita del hombre, ahorairreconocible de tan larga y erecta. Los tres —hombre, espada y colita— saben la mismacosa: no encontrarán sosiego hasta que nosumerjan la espada en el río que busca. Sóloese río en ese momento puede curar susheridas, disolver la espada y hacer que sedesvanezca el dedo en el cielo. Nosotras, lasmujeres, ríos de dolor y sosiego.

Así, Sugus y Zsuzsa permanecieron abrazadosy Julia dormida hasta que regresó Naisi.Caminaba despacio, dando patadas al suelo delcamino con la punta de sus famosas botas depiel.

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El suelo estaba seco, polvoriento. Cuandollovía en el Cerro de las Ratas, la tierra setransformaba en una resbaladiza superficie debarro, y regatos de agua amarilla seprecipitaban ladera abajo, como la cerveza porel gaznate de un hombre sediento. Mojada oseca, helada o abrasada, la tierra del Cerro delas Ratas contenía fragmentos y trozos de todotipo de materiales: cristal, ladrillo, porcelana,polistireno, goma, arcilla, clavos, hojalata,pizarra, plomo, piel, zinc, escayola, hierro,madera quemada, cartón, alambre, tela,cuerno, huesos.

Naisi pasó ante la ventana tras la que dormíasu hermana con el cuenco de judías en elregazo; pasó ante la puerta y vio a su madreechada en el colchón en el suelo; y fueraobservó a los amantes, que se estaban besando,la lengua del uno en la boca del otro.

Se paró y con una voz ronca y cansada, similar

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al estárter de un coche que no quiere arrancar,se dijo: Hoy no pasa nada, nada de nada, niuna cochina cosa.

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FUEGOEn el mismo momento en que Naisi, elhermano de Zsuzsa, decía hoy no pasa nada, niuna cochina cosa, en su pisito de doshabitaciones en la planta catorce de uno de losbloques de viviendas de Cachan, Clement, elpadre de Sugus, sentado en la cama deldormitorio, apretaba el interruptor deltelevisor, y éste explotaba en llamaradasazules. La colcha de satén empezó a arder.Clement se abalanzó a la cocina en busca deagua sin darse cuenta de que tenía la cara y lasmanos quemadas. Sólo al ir a coger delfregadero una palangana esmaltada y soltarlacomo si estuviera al rojo vivo, supo que estabaherido. Le ardían las manos. Oyó gritar aWislawa, su mujer: Jesús!, Rama, ¿qué te hapasado?, ¿qué has hecho, Rama?

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De la ventana de la habitación salía humoblanco. Abajo en la calle nadie notó nadahasta que no apareció, ululando como unpájaro acuático aterrado y precipitándoseentre el tráfico, el primer coche de bomberos.Para cuando éstos hubieron terminado dedesenrollar sus mangueras y extendido laescalera, Clement y Wislawa habían apagadoel fuego con un cubo y un barreño de zinc.Pero se tuvieron que llevar a Clement alhospital en una ambulancia. Los bomberostemían por sus ojos.

De niño cantaba en el coro del pueblo. Megustaba la voz de Clement. Cuando cantaba enpúblico cerraba los ojos porque le intimidabaque lo miraran. Solía cantar de pie, con losbrazos pegados al cuerpo, muy tieso, peroexpresivo. Como una figura tallada en madera.La misma fuerza, la misma energía y el mismosufrimiento. Clement emigró a Troy a losdiecisiete años. Lo recuerdo como si fuera ayer.

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Su hermano mayor, Albert, que ya estabatrabajando de portero en una sala de subastasde la ciudad, le había encontrado un empleo.Por desgracia, no le duró mucho. Un día, unosminutos antes de que diera comienzo unagran subasta, uno de los jefes descubrió aClement dormido en una cama con dosel delsiglo XVHI por la que esperaban que se pujarahasta quince millones. Como es natural, lodespidieron en ese mismo momento. Unosmeses después encontró trabajo abriendoostras, y esto es lo que hizo durante el resto desu vida. En el verano cargaba pescado encamiones y trenes refrigeradores. A vecescantaba mientras trabajaba.

La verde ladera

mis corderos pastaban

Tra la la, la la la, la.

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Para no estar triste

una canción cantaba

¡Eh, oh! ¡Eh, oh!

el eco contestaba.

Cuando se acercaba a los cuarenta —y suspadres ya habían desistido de verlo casado—,se enamoró de una oficinista del almacén depescado. Se llamaba Wislawa. Era regordeta,de tez rosada y llevaba unas gruesas gafas, traslas que se adivinaban unos ojos amables ysomnolientos. Clement bailaba muy bien. Laenamoró bailando. Bailaba el vals comoalguien de otro país. También cocinabapescado para ella. Preparaba los salmonetes deuna forma que sabían a langosta. Ellaobservaba cómo sus manos enormes yenrojecidas —siempre hinchadas y agrietadas

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a causa del agua salada y el hielo—preparaban el pescado sobre un lecho deverduras, y se imaginaba a una madremetiendo a un niño en la cuna, tan suaveseran sus movimientos. Por su parte, ella lecambió la vida con un libro: un diccionarioque explicaba el origen de las palabras.Clement no dejó de leerlo durante lossiguientes treinta años, y nunca se olvidaba delo que aprendía. Llegó a ser una pasión. Abríalas palabras como si fueran ostras paraencontrar dentro de ellas el verdaderosignificado. A través de las palabras escuchabael pasado y lo que él creía que era la verdad.Emigrar, del latín migrare, mudar de casa,expatriarse.

El padre de Wislawa, que era maestro deescuela, se sintió ultrajado cuando ésta le dijocon quién quería casarse. ¡Un pescadero hijode un campesino!, gritó. ¡Hazlo, cásate con él,

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hazlo y arruina mi vida! ¡Y mi vida!, respondióella muy bajito y con gran determinación;pues Wislawa, debido a su precaria salud,sabía exactamente lo que quería. Clement,grande, tranquilo, firme, sería el árbol de suvida: se posaría en él. Y se posó.

Clement y Wislawa se casaron en el pueblo.Yo estaba allí. Durante los años siguientesvolvieron de vez en cuando de visita, sobretodo en julio para ayudar a los padres deClement, Casimir y Angeline, en la siega delheno. Casimir era hermano de Marcel, elMarcel que estuvo en la cárcel por raptar a losdos inspectores de hacienda. Cada vez quellegaban, antes incluso de abrazar a su hijo,Casimir se creía en la obligación de tantearcon la mano el vientre de Wislawa. Pero losaños pasaban y su nuera no se quedabaembarazada.

Y entonces un mes de julio, cuando le puso la

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mano en el estómago y cuando ya empezabacomo siempre a mostrar su descontentomoviendo la cabeza de un lado al otro, ellahizo un gesto afirmativo. ¡No!, dijo incrédulo.¡Sí!, respondió Wislawa, y se echó a reír. Voy acoger el chisme; túmbate en la mesa y cierralos ojos. Casimir volvió con una cadenita de laque colgaba un anillo de boda. Agarró elextremo de la cadena entre el índice y elpulgar de forma que el anillo quedarasuspendido sobre la milagrosa barriga.Wislawa no podía parar de reír. Angeline ledio la mano para que se calmara. El anilloempezó a moverse y luego a formar círculoscada vez mayores. ¡Es un chico!, gritó Casimir,¡un nieto!

El niño fue concebido en Pascua, dijoWislawa; al menos según mis cuentas.

¡Quieres decir que fue aquí, en vuestra últimavisita!, dijo Casimir con un aire triunfal.

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Eso creo.

Les prestamos nuestra cama. ¿Te acuerdas,Angeline?

Así fue.

Fue concebido en esta casa, volvió a gritarCasimir, ¡y en nuestra cama! ¡Es de aquí! Esnuestro hombre... Y abrazó a su hijo y luego asu nuera.

¡Brindemos por ÉL y por su madre! Tengo unabotella en la bodega que lleva más de mediosiglo reservada para esta ocasión. ¡Ay!, queridoClement, un hijo es una alegría...

El anillo acertó. Wislawa tuvo un niño. Sugusnació al enero siguiente, bajo el signo deAcuario, el Aguador.

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Desde Troy, Clement y Wislawa siempreestaban prometiendo que volverían al pueblopara que Casimir y Angeline conocieran a sunieto, pero después del parto, la salud deWislawa empeoró, y el sueldo de Clementmenguaba y menguaba a medida que en Troysubían los precios hasta un cien por cien. Asíque fueron retrasando la ida, y los abuelosmurieron sin haber conocido a su nieto.Pasaron los años, y Clement le fue enseñando aSugus todo lo que sabía acerca de la verdad delas palabras.

Conque has venido, hijo, dijo Clement desde lacama, en el hospital.

Sí, papá.

¿Has venido a verme por última vez, eh?

¿Por qué dices eso?

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¿Sabes cuánto tiempo llevo aquí? ¡Ocho

días!

Se te ve mejor.

Me han dicho que en el ascensor no caben losataúdes; es demasiado pequeño. Tendrán quebajarlo por las escaleras. ¿Cómo está tu madre?

Bien.

Deja de mirarme.

Te vas a poner bien, papá.

No me permiten mirarme al espejo. La mujerde aquel de allí vino a visitarlo, así que lepregunté si llevaba un espejito en el bolso.Cuando me lo dio le temblaban las manos.

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A lo mejor le tiemblan siempre. Tal vez tengaalguna enfermedad que la hace temblar.

¡Shh! Te puede oír. No está sordo.

Quizás los temblores no se curan. ¿Quién

sabe?

¡Tú te lo sabes todo!, ¿no?

¿También se quemó?, preguntó Sugus.

Tiene una conmoción. Grave.

¿Se le cayó algo encima?

Todavía peor, hijo mío; fue un icono. Es ruso ycree que fue castigo de Dios. Justa retribución.Del latín retribuere, devolver, de tribuere,pagar, originariamente repartir entre las

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tribus. ¿Ves lo que significa? En la palabraretribución está todavía la tribu, el clan, allíde donde venimos.

¿Que había hecho?

No me lo ha dicho.

El ruso de la cama contigua abrió lo ojos. Hayun refrán ruso, dijo: Cuando talas árboles, lasastillas vuelan. Volvió a cerrar los ojos yañadió: Una de ellas me dio en la cabeza.

Los tres se quedaron callados. Un poco másallá en la misma sala, un hombre llamaba agritos a la enfermera. Tenía la voz quebrada;había perdido todo respeto hacia sí mismo.

Sugus no podía quitar los ojos de la cara de supadre. Estaba toda quemada, tan marróncomo un pollo socarrado. La oscura costra

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había alisado las bolsas de los ojos. Y no sóloeso, le ocultaba las arrugas y desdibujaba laparte superior de la frente, donde el cabello desu padre empezaba a clarear. Todas las marcasdel esfuerzo y la tensión, del dolor y laslágrimas habían desaparecido con laquemadura. El brillo azul de los ojos, queescrutaban a través de las estrechas mirillas desus párpados caídos, y la lengua rosa eran losde un joven.

He visto el televisor quemado, dijo Sugus.

Estaba mal la instalación eléctrica.

Tuviste suerte.

La verdad es que esos aparatos..., y hoy pasa lomismo en todas partes, vayas donde vayas todoson chapuzas. En el pueblo lo llamábamos«trabajo de mono».

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Eso es lo que llevas veinte años diciéndome.Pero montar aparatos de televisión no es lomismo que abrir ostras.

Cierra el pico. Sus inmensas manos vendadasreposaban sobre la colcha y parecían másgrandes que nunca.

Mete la punta del cuchillo, ¡crac!, dijo Sugus.Corta los flecos. Dale un tajo al nervio. ¡Y yaestá preparada la ostra! Una sola operación. Loque no entiendo es por qué estalló de repente.No era nueva.

Tenía algún fallo en la instalación eléctrica.

Y eso significa trabajo de mono.Incompetencia. Falta de competencia. Decompetere, coincidir, convenir, en latín,compuesto de cum, con, y petere, dirigirsehacia. Ir hacia algún sitio juntos, hijo. Hay tan

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pocos sitios a los que ir ahora, /«competencia,no ir a ningún sitio, no estar con nadie. Hacertrabajo de mono.

Después de hablar, Clement volvió a recostarla cabeza en la almohada. Tenía dificultadpara respirar.

Tu madre y yo hemos intentado hacer lo mejorpara ti, dijo. Inculcarte algunos principios.

In-cul-car, dijo Sugus, del latín inculcare,apretar una cosa pisándola.

Colgado en los barrotes del cabecero de lacama había un chal estampado con gencianasazules sobre un fondo verde. Se lo había traídoWislawa el día que lo internaron en elhospital. Wislawa tenía una colección dechales. Muchos de ellos los había puesto en lasparedes de la cocina para tapar las manchas de

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humedad. Esto le daba a la pequeñahabitación del piso catorce el aspecto de unode esos carromatos de feria donde te leen labuenaventura. Allí, en la sala del hospital,Clement frotó el dorso de una de sus manosvendadas contra las gencianas. Un momentodespués volvió a hablar y abrió los ojos.

Cuando has abierto millones de ostras, todaslas ostras de la tierra son la misma. Empecé allado de la Ópera, hijo mío. Trabajaba para unhombre que decía que había sido marinero.En cualquier caso, llevaba siempre una gorrade marinero. Me miró las manos y dijo: Son lobastante grandes; podrás hacerlo.

Pero, ¿por qué estalló de repente?

Porque había llegado mi hora.

¡Boom! ¡Boom!

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¡No crees en nada!

¡Te curarás!

Cuando te llega la hora, no puedes hacer nada.

¡Cómo que no puedes hacer nada! Hace unmomento acusabas a las mujeres que montanlos aparatos de televisión de que hacíantrabajo de mono...

¿Mujeres?

Claro; el montaje lo hacen siempre mujeres.

¿Son ellas entonces las que hacen el trabajo demono?

¿No sabías que es un trabajo de mujeres,

verdad?

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Nunca lo había pensado.

Es por sus dedos.

Yo no siento mis manos. ¿Así que son mujereslas que ensamblan todas las piezas y cables?

Sí, eso es. Y un momento después te pones ahablar del jodido destino y de que ha llegadotu hora.

¿Qué es lo que les pasa a sus dedos?

Son muy ágiles. Las mujeres tienen dedoságiles.

Siempre has sido el mismo, Sugus.

Clement logró hacer lo que quería con el chal.Con sus manos vendadas tiró de él y lodescolgó; luego se lo llevó a la mejilla.

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Me quedé un año donde el marinero de laplaza de la Opera. Aprendí el oficio. Porentonces tú no estabas ni en el pensamiento.Luego empecé por mi cuenta. Ahora ya todo seacabó.

No digas eso.

Siempre he intentado ser filosófico. Philo,amor a, sophos, sabiduría. Abre el cajón.Clement le señaló la mesilla junto a la cama.Quiero que tengas mi cuchillo.

Dentro del cajón había un carné de identidadazul —del color del cielo de Troy una mañanade verano, antes de que empiece a habertráfico—, con las esquinas dobladas, los bordesrotos y el número codificado de tres letras yocho numerales casi borrado por el uso;también había un mechero, un llavero, unabrebotellas y un cuchillo de los que usan los

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pescadores con el mango de asta de reno.

Sabes cuál es, hijo, así que cógelo.

Sugus sacó el cuchillo del cajón y examinó elmango.

Sí, lo conozco, dijo obediente; y aquí está lamarca que hizo el vaciador porque era unmango especial.

Ahora tienes que pagarme, porque loscuchillos sólo se venden.

¿Cuánto pides?

Diez.

Sugus se echó a reír. Ya no existen monedas dediez, papá. ¡Monedas de diez! La más pequeñaes de cien.

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Entonces dame cien.

Sugus rebuscó en los bolsillos de sus vaqueros.Estoy sin blanca.

Bueno, pues págame mañana, Sugus, y nuncalo uses contra un hombre a no ser que tu vidaesté en peligro.

Sugus observó la espumilla que se habíaacumulado en las comisuras de la boca de supadre.

Te lo volveré a vender cuando estés bueno,dijo, ¡por quinientos!

Un día a ti también te llegará la hora. Coge elcuchillo.

Y todo porque a una tele le da por estallar.

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Me ha llegado la hora.

Te he traído un poco de gnole.

Ponlo aquí, hijo, bajo la colcha. ¿Ya hasencontrado trabajo?

No hay trabajos, dijo Sugus, salvo los que seinvente uno. No hay.

Clement no podía llevarse la botella a la bocacon las manos vendadas, así que Sugus se lasostuvo.

Era la primera vez que Sugus había entrado enun hospital. No había nada —carne o metal—ni en la sala, ni en los servicios, ni en lospasillos que no fuera lavado cada poco tiempo;la sala olía a jabón y a su propia impotenciacontra los estragos de la edad.

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Toma un trago, Sugus. Es de ciruela. Pru-num. Slivovitz. Volver al pueblo, eso es lo queme gustaría hacer.

Está a miles de kilómetros.

Ver las montañas por última vez.

¿Estás hablando en serio?

No volveré a ver el pueblo. No alcanzaré averlo. Estoy seguro de que hay gente que loatraviesa en coche sin darse cuenta siquiera.

Cuando estés mejor.

Escucha el nombre de nuestro pueblo.Significa caballo-afortunado-con-una-pata-rota.

Siempre me ha parecido que era una tontería.

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A ti, tal vez, Sugus. Te crees que eres el únicoque entiende el significado de las cosas. Elúnico en este triste y ancho mundo. Los demássomos unos estúpidos que no sabemos nada.

¡Pues dime entonces cómo puede traertebuena suerte una pata rota!

Cuando tenía quince años me encargaba decuatrocientas ovejas.

¿Por qué te trae buena suerte una pata rota?

Si tu caballo se rompe una pata, te tienes quequedar donde estás.

¿Y entonces?

Así es como hace siglos se fundó nuestropueblo.

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¿Y qué es lo que tiene eso de bueno?

He pensado en ello. He reflexionado sobre esacuestión. Venían del sur, del otro lado de lasmontañas.

¿Y por qué no del lago que hay al oeste?

Debía de ser verano, como ahora. Tuvierondificultades para vadear el río. Querían cruzara la orilla soleada.

Lo que llamáis el adret.

¡Así que recuerdas algunas cosas! Sí, el adret.Creo que habrían intentado cruzar por Sous-Chataigne, donde vivía el viejo Digue. Bebíacinco litros de vino al día y podía cargarse unayegua a la espalda. Pero cuando llegó a viejo,como yo ahora, no se podía levantar de la silla,pobre hombre, y cuando hablaba, la gente le

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decía: Ten cuidado con lo que cuentas, Digue,¡no exageres! Habrían intentado cruzar porSous-Chataigne; es el tramo menos profundodel río. El jefe iba delante abriendo camino, ysu caballo resbaló en las rocas y se rompió unapata. Una de las patas delanteras, ¿no?

La derecha, diría yo.

Entonces el hombre dio la orden:Acamparemos aquí esta noche. Y se quedaron.Nunca levantaron el campamento.Descubrieron el valle, el verde valle de sussueños. Les pareció bien. Construyeron casasen el adret, donde hoy está la iglesia.

Una enfermera recorría el pasillo entre lascamas de enfermos y vendados; la mitad deellos recordaban sus pueblos o a sus madres.Sugus escondió la botella. La enfermeracambió el gotero. Cuando se fue, Clement le

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susurró algo a Sugus.

Dame otro trago... Mi viejo amigo Dédé..., esdel pueblo, y el mes pasado estuve hablandocon él. Ahora está trabajando en unaconstructora; me dijo que quizás puedaayudarte. Acaban de empezar una obra enPark Avenue. Necesitan hombres. Me dijo quetenías que preguntar por un tal Cato y decirleque vas de parte de Dédé. Prométeme que lointentarás.

Ya será demasiado tarde.

¿Quién sabe? Prométemelo.

¿Y si el caballo se hubiera roto la jodida pataen cualquier otra parte?

Entonces no estaríamos aquí.

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¿No crees que alguien como yo hubieraterminado saliendo de una manera u otra?

Clement cerró los ojos y buscó a tientas el chalestampado con gencianas.

Yo no estaría aquí, ni tú tampoco.

Pues aquí nos tienes en pleno mes de julio, sintrabajo en esta mierda de ciudad. Y quieresque me ponga en pie y dé las gracias porqueun caballo se jodió una pata hace mil años.Porque gracias a esa pata, a esa pata rota,estamos aquí bebiendo gnole.

Eso es historia, hijo. Clement no abrió los ojos.

¿Y qué es lo que estamos viviendo ahora?,preguntó su hijo.

No me preguntes. No lo sé. No es historia. Es

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algo así como una espera. Apretaba el chalentre las manos vendadas.

Conozco a un hombre que trabaja en laestación de Budapest, dijo Sugus. Cuando estésmejor, tal vez pueda meterte en unmercancías. ¿Cuántos días se tarda en llegar,papá?

¡Iría contigo! Clement seguía sin abrir los ojos;se habían cerrado las mirillas. Quieroenseñarte mi pueblo, hijo. Quiero enseñarte lacasa en la que nací; la iglesia en la que noscasamos tu madre y yo; la ermita en la queJean sedujo a la Co-cadrille; los altos hornosdonde funden el molibde-no, el collado de St.Pair, por donde vuelan las chovas; losarándanos, los boletos... ¿Me lo prometes,Sugus?

¿Qué quieres que te prometa?

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Lo siento, pero ya tienes que irte, dijo unaenfermera, la hora de visita ha terminado.

Prométeme que irás a Park Avenue, susurró supadre, y se mordió el labio inferior.

Sugus recorrió el pasillo entre las cien camasde la sala y se acercó a la puerta. Las colchasblancas eran todas idénticas, y cada unaarropaba un dolor diferente. Sugus pensó queel desamparo de los hombres entre las sábanasera peor que su dolor. No quiero vivir más alláde los cuarenta, se dijo. Para entonces Sugushabrá hecho todo lo que quería hacer. Cuandollegue a los cuarenta, antes de ver así a Sugus,me preocuparé de verlo muerto. Entoncespensó en Zsuzsa, pensó en el culo de Zsuzsa yen el lugar bajo ella, tras ella, donde su manola había sentido y donde ella no tenía fin.

Este pensamiento le hizo apresurarse. Bajó lasescaleras de tres en tres y antes de darse cuenta

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estaba fuera del edificio. En las escaleras delhospital había varios mendigos pidiendo con elbrazo extendido. Se paró delante de ellos. Queel cielo misericordioso te bendiga y te concedatodo lo que necesitas, murmuró un hombre depelo blanco. Sugus bajó de un salto lasescaleras que quedaban.

¡Cerdo hijo puta!, profirió el mendigo según sealejaba.

En la acera una mujer vendía flores, y unhombre, preizels. Las flores eran rojas como lasangre, y los pretzels olían a pollo. Sin dudarun momento saltó a la calzada y corrió entrelos seis carriles de vehículos. Súbitamente,entre dos autobuses, se dio la vuelta y corrió endirección contraria; pasó frente a losvendedores y subió las escaleras del hospital.Había una gran aglomeración delante de lapuerta principal, así que se dirigió a una

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puerta lateral. Allí se encontró frente a frentecon un león.

El león lo esperaba. Sugus se sacó la mano delbolsillo para tocarle la melena y entoncesrecobró la calma. El animal de tamañonatural, labrado en mármol color león, era unbajorrelieve de tan sólo unos centímetros degrosor. El arco que había detrás, la bóveda, elpasaje, las baldosas del suelo y la puerta alfondo, todo era falso; habían sido hechos paraengañar y para agradar cuando el edificio eraun palacio.

Temblando, se abrió camino entre el gentíoque se agolpaba delante de la puerta principaly subió a toda prisa las escaleras hasta llegar ala sala donde había dejado a su padre.

La cama de Clement estaba rodeada debiombos. Nada más entrar, Sugus supo que erasu cama. Había alguien detrás de los biombos.

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Se veían los pies. Un hombre y dos enfermerascon calcetines.

¿Qué pasa?, preguntó.

Se ha ido, dijo el ruso.

Tengo a Clement delante. Lleva un abrigo deabejas. Es tan cálido como una piel de oso eigualmente grueso. Pero como todos losenjambres, está vivo. Las abejas, a diferenciadel oso, no están muertas. Son tranquilas,afables, bastante silenciosas, pero tienen vida;se mueven, vibran y se concentran sobre lareina. Es una indumentaria perfecta; tiene laforma de una cazadora de piloto: ajustada enel cuello, las mangas y la cintura, y floja en elpecho y los hombros. Negra moteada denaranja. Desde lejos parece tweed de Irlanda.Al acercarte se hace visible el aleteo de cadauna de las abejas. Clement se afloja el cuello.

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Luego, cerrando ligeramente la mano, saca unbrazo. Me adelanto para ayudarlo. Sostengo elenjambre por los hombros para que puedasacar el otro. No hemos aplastado ni una solaabeja; ni tampoco ninguna se ha alejadovolando. El abrigo también susurra. Esto es loúnico que ha cambiado: el zumbido se hahecho más intenso. Cuelgo el abrigo en unarama de ciruelo. A las abejas les encanta elolor de sus hojas. Aliso el cabello sobre lasgrandes orejas de Clement. Así que ya estoyaquí, dice.

Una de las enfermeras de la sala debeneficencia del hospital de los pobres salió dedetrás de los biombos. Tenía el severo rostro dequien ha dedicado muchos años de su vida a lacaridad, de quien ha luchado noche trasnoche, sola, con indiferencia.

¿Quién eres tú?

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Soy el hijo. Era mi padre.

Siento tener que decirle, joven...

Ya lo sé: ¡Se ha ido!

Tras ella, Sugus vio al celador con una batablanca y a otra enfermera. Estaban levantandoalgo.

¿Te importaría acompañarme al despacho?

Echó a correr. Entre las camas, escaleras abajo,hasta que estuvo fuera del hospital. Corría másque la primera vez. No se paró a mirar a losmendigos o a la vendedora de flores. Su únicaidea era llegar cuanto antes a Cachan. Torció ala izquierda y tomó el Boulevard Cantor. Bajópor Kibalchich Street. Cruzó Lions. Atravesó elHind Bridge. Bordeó Swansea y llegó a la calleMayor de Cachan por el Réaumur Monument.

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Sólo cuando subía en el ascensor hasta el pisocatorce encontró las palabras con las que darlela noticia a Wislawa. Las paredes del ascensor,que en algún momento habían sido azules,estaban cubiertas desde el techo hasta el suelocon dibujos, iniciales, nombres, fechasarañadas en la pintura. Estaba todavía unapolla que él mismo había dibujado cuandotenía diez años. Se sacó del bolsillo el cuchillode su padre y escribió en mayúsculas lapalabra BOOM. Para terminarlo subió hasta elpiso veinte y volvió a bajar al catorce.

Cuando muere alguien aquí es enterrado en elcementerio del pueblo. Con el paso del tiempo,las heladas, el sol, la lluvia borran sus nombresgrabados en el mármol; finalmente terminanpor ser olvidados, como siempre lo han sido losmuertos desde el principio. Pero siguen siendorecordados anónimamente en el curso quesigue una carretera, en el emplazamiento deun puente sobre un río, en la forma de un

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muro, en los caminos que conducen a lasmontañas. En Troy es diferente. Allí losnombres de los muertos se olvidan antes. Losúnicos que se recuerdan son los de aquellos aquienes se ha dedicado una calle. Salvo éstos,millones desaparecen sin dejar huella de supaso, sin dejar nada detrás. En la ciudad, sólolos más allegados llevan a sus muertos en lacabeza. Las únicas lápidas son las opcionesprivadas de cada cual. Aquí las opciones noson muchas. En Troy necesitan que les ayudenlos muertos de tantas como hay.

Sugus estaba metiendo la llave en lacerradura, cuando Wislawa abrió la puerta.Tras ella estaba la cocina con las paredescubiertas de chales.

Nos ha dejado, madre. Padre ha muerto.

Ella lo miró fijamente, y el tiempo se detuvopara ambos, parados en el umbral de la

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puerta. No querían que nada continuara, pueslos dos sabían que el dolor sólo empezaríacuando volvieran en sí. Dejaron que el eco delas palabras se repitiera una y otra vez hastaque desapareciera en la eternidad.

Entonces Sugus cerró la puerta, y Wislawacayó de rodillas. Sacó la mandíbula en ungesto de firmeza. Era como si la crueldad delacontecimiento se hubiera introducido en ellay asentado en su cara. Se mordió la barbilla.Todavía de rodillas, se dejó caer hacia delantey se arrastró a cuatro patas. Así avanzó hasta eldormitorio. Antes, antes del incendio, el suelohabía estado enmoquetado, ahora era decemento sin más. Rozaba el cemento,haciendo círculos, como si estuviera cogiendoflores entre la hierba.

¡Oh, Rama!, susurró, ¿cómo vamos a afrontarlo que te han hecho, amor mío? ¡Dime! ¡Dime!

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HORMIGON

Hoy entré en el establo porque oí que unaestaba dando patadas. Estos días están muyguerreras: orinan en el heno que les echo,saltan a los pesebres, se dan topetazos, tal cualhacen las cabras todos los años por Pascua. Yallí estaba, allí estaba mi negrita cuando abríla puerta del establo: los ijares tan dilatados,que casi parecía más ancha que larga, y lascuatro patas juntas en un punto; el cuelloextendido y la cabeza gacha, empujaba contodas sus fuerzas, y en el extremo opuesto, porel hocico del vientre —abierto y hozando elaire— apuntaba ya la cabeza del cabrito. Tiréde las pezuñas delanteras, amorosamentetibias y pegajosas, y con la misma facilidad conla que sale una zapatilla del pie cayó en misbrazos. Pesaría sus buenos ocho kilos y eramarrón y blanco. Dos minutos después ya se

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sostenía solo; estiró las largas orejas hacia loslados como si fueran una pértiga que leayudara a mantener el equilibrio. Los cabritosnacen en el aire. Mientras tanto, la madre, queestaba a punto de expulsar la segunda cría,pero se estaba tomando su tiempo, volvióhacia mí su inútil cabeza y me miró con esasnegras pupilas alargadas que ocultan todaexpresión salvo la de una curiosidad insolentey distante. Me miró fijamente durante largorato. ¿Qué pasará luego?, preguntaba con lamirada. No me refiero a ti, con tu rastrillo y tupala y tu banqueta de ordeñar, sino a mí, ¿quéme pasará? Tenía las ubres a rebosar, comouna campana rebosa sonidos. Los cuernosapenas brotados que noto al tocarle la cabezacrecerán, le dije, y entonces caminará sobre laspatas traseras intentando comerse la luna.

Era por la mañana temprano en Troy. Unhombre subía los finos peldaños de metal deuna angosta torre no mucho más ancha que su

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espalda. La torre era transparente; sus paredeseran de aire. La escalera era totalmentevertical. Contra el azul del cielo y vestido conun mono de trabajo azul, el hombre era casiinvisible. Tenía un gran bigote negro, que a suhija Chrysanthe le encantaba perfilar con eldedo. ¡Parece un cuervo volando!, exclamaba.El hombre se llamaba Yannis. La bolsa quellevaba a la espalda mientras subía hacia elcielo contenía pan, unas chuletas de cordero yun cartón de zumo de naranja.

Hay un momento por la mañana temprano,antes de que se haya derramado demasiadasangre, antes de que la crueldad de los fuerteshaya alcanzado su apogeo, cuando losjugadores nocturnos caen dormidos al fin y selibran de su tristeza, hay un momento en elque el nuevo día parece casi inocente.

Subir comida a la grúa estabaterminantemente prohibido, pues se pensaba

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que incitaba al consumo de bebidasalcohólicas. Yannis, sin embargo, era unhombre que hacía lo que quería e ignoraba lasreglas impuestas por otra gente. ¡Si podíanencontrar un operador mejor que él, que lobuscaran!

Bajo él, los coches que llenaban Park Avenueavanzaban lentamente en ambas direccionesdel tráfico, tan pegados unos a otros, que a laluz del sol de la mañana los carriles parecíanserpientes metálicas de juguete. En la azoteade la comisaría de Cauchy Street, tres policíasen chándal hacían ejercicios gimnásticos.

Al llegar a lo alto de la torre, Yannis seencontró en la plataforma perforada queprecedía a la cabina. Le gustaba desayunarsolo en el cielo. Le daba la oportunidad depensar sin prisas.

¿Cómo iba a eliminar las cucarachas que

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habían invadido el piso? Salían todas lasnoches, y por dos veces sus hijas se habíandespertado gritando porque los bichos lescorrían por la cabeza.

Soplaba una brisa del mar, y unas nubesblancas, como flores de algodón, pasabanhacia el norte. La grúa se balanceabasuavemente y con firmeza.

El problema de las cucarachas era que Yannisno podía soportar el olor a amoníaco. Le dabadolor de cabeza, pero todo el mundo asegurabaque el amoníaco era la única solución. Murat,el turco, afirmaba que había unos polvos quelas mataban y no olían. Tenía que preguntarlecómo se llamaban.

Yannis era el operador de la grúa padre. En lasconstrucciones grandes de Troy, se utilizabandos grúas de brazo oscilante. La grúa padre eraunos diez metros más alta que la madre, y su

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brazo era también más largo. El brazo de lagrúa madre podía pasar por debajo del de lagrúa padre. Así, las dos podían descargar almismo tiempo en la misma zona sin que susaguilones se tocaran.

Mientras desayunaba en el cielo, Yannisescribió una postal a su madre: Felizcumpleaños, mamá. Dentro de unas semanaste enviaré un billete de avión. Volarás sobre elmar color de vino. Iré a buscarte alaeropuerto. Vivirás en nuestro piso.Chrysanthe y Daphine tienen muchas ganasde conocer a su abuela. Te llevaré a cruzar elNew Bridge —el de la postal—, e iremos hastala gran iglesia de Santa Bárbara. ¡Sonia esperaotro niño para noviembre! Tal vez esta vez seaun nieto. Te escribo desde la grúa.

Abajo, en la dirección de su pie izquierdo, ungrupo de obreros con los cascos amarillos

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puestos tomaba café en vasos de cartón. Unode ellos era Sugus. Estaban sentados a lasombra de un arco que hacía mucho tiempohabía sido la entrada al mercado de losplateros de la ciudad. Todavía no hacía muchocalor. Algunos de los hombres llevabanpantalones cortos; tenían las piernas marronescomo la piel de los camellos.

El griego de ahí arriba es estupendo, le dijouno de los hombres a Sugus. Con su puñeteragrúa, que levanta hasta cuarenta toneladas, escapaz de sacar el corcho de una botella.

A ver si te crees que soy tonto, respondióSugus.

¡Este mocoso dice que no es tonto!, dijo unhombre que llevaba un pañuelo rojo al cuello.

¡Conque no nos cree!, dijo otro que se había

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pegado en el casco una foto de una mujer conlos pechos desnudos, como cúmulos.

¡Eh, tú! ¡Mocoso! ¿Cuánto tiempo aguantassosteniendo un litro con el brazo levantadoasí?

Tanto como tú.

¿Cuántos minutos?

Siete, ocho.

Si consigues aguantar cinco, te pagamos lacerveza a la hora de comer .

Dame la botella.

Si no lo logras, nos pagas a todos la cerveza,dijo el hombre de la diosa pegada en el casco.

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¿A todos?

Pues claro. A todos.

¿Es sólo agua? ¿Agua normal?

Agua del grifo, chico. Un kilo y lo que pese labotella.

¿Cuál es el truco?

El Mocoso se cree que tiene truco. No hayningún truco. Lo único que tienes que hacer esaguantar. Sostenerla arriba. Cinco minutos.

¿Con qué mano?

Con la que quieras. Mantén el brazoextendido.

¿Quién tiene un reloj?

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Venga. Empieza.

Sugus estaba de pie con la botella en la manoderecha y el brazo levantado hacia un lado ala altura del hombro, como una grúa.

¡Un minuto!

Sugus agarró la botella con más fuerza.

¡Dos!

El Mocoso dice que va a aguantar así sieteminutos.

Sentía la forma del músculo del cuello y cómose iba poniendo cada vez más duro, al igualque el hueso de las frutas.

Tres minutos.

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Ahora le dolía. No por el peso. El peso no eranada. Era el hueso que tenía en el hombro queinsistía en moverse. Giró un poco la cabezapara echar un vistazo al brazo.

No lo va a conseguir.

Sugus leía una y otra vez el letrero colgado delos dos cables en el pescante de la grúa madre:PRECAUCIÓN, PRECAUCIÓN. Todo lo que se le ocurríapasaba rápidamente, dejando detrás segundosvacíos, sin palabras.

Todos los hombres observaban su caraencarnada, crispada por el esfuerzo.

Una golondrina se posó en el arco. Sugus alzóla vista un segundo para verla. Reconoció elnido, del color del cemento.

¡Golondrinas! Dos alas que transportan un

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alma; por eso vuelan tan rápido, solía decir supadre.

¡Cuatro minutos!

El dolor ya no contaba. Ahora el problema eracómo mantener el brazo en alto. Nada losostenía, salvo una idea. La idea era unapalabra infinitamente repetida: ¡ARRIBA!

¡El Mocoso se va a desplomar!

¡Romperá la botella!

¡Míralo!

¡Cinco minutos!, susurró el hombre de la diosaen el casco. ¡Ha ganado!

¡Cinco minutos y medio!

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Los hombres miraban ahora sin expectación,pero con más atención que antes. Pasada laexcitación de la apuesta, quedaba unacuriosidad que deseaba que continuara elespectáculo. La hazaña había sido bastantesorprendente, y eran felices de poder saborearla dulzura de esta sorpresa.

Sin darse cuenta, Sugus estaba diciendo AAARRIBA

en voz alta.

¡Seis minutos, Mocoso!

Murat, el turco, con quien Sugus trabajaba enla hormigonera, se levantó, se acercó a Sugus ypuso suavemente la palma de la mano bajo labotella para que dejara de pesarle.

¡Has ganado!, dijo, tan quedo que los otros nolo oyeron.

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Sugus abrió los ojos y se quedó mirando aMurat. Murat llevaba el casco calado hasta lascejas. Con la mano derecha se estaba comiendouna manzana, y en la izquierda tenía puestoun guante de trabajo.

¡A trabajar!, gritó el hombre de la diosa en elcasco. ¡Cato ha salido de la caseta!

Cato, el encargado de obra, almorzaba solo enuna caseta que tenía cuadros en las paredes.Iba a trabajar en un Volvo. Era un hombrebajo, y cuando se quitaba el casco estaba calvocomo una bola de billar. Los cascos eranobligatorios para todo el mundo. Los de losobreros solían estar abollados y mellados; losde los arquitectos o los de los representantesdel Mond Bank, para el cual se estabaconstruyendo el edificio, estaban inmaculados.Cato había escogido para él el casco másabollado que había podido encontrar. No lequedaba ni una mota de pintura amarilla.

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Creía que su casco era una muestra de que erael más duro de los hombres.

Para operar la grúa, Yannis no necesitabamover su cuerpo más de lo que lo hago yo parabordar un babero. Tenía un panel de mandosa cada lado, y él se sentaba en su trono, comoun juez. Miró hacia abajo por el cristal frontalde la cabina. Cato daba órdenes, y los hombresvolvían al trabajo, así que giró la grúa hacia eleste, hacia el sol de la mañana y lahormigonera. El pescante surcó el aire comoun cormorán.

La hormigonera era la cocina de la obra. Elcemento se almacenaba en dos bidones, altoslos dos como una casa. El cemento tiene queconservarse tan seco como la harina. Bajo losbidones había un cubo de mezclas al que severtía el cemento según la medida deseada.Murat indicaba las cantidades en un panel decontrol electrónico. La medida variaba

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dependiendo de adonde fuera destinado elhormigón. Murat llevaba tres años trabajandocon hormigoneras. Conocía su mecanismo ysus trucos como un cura se sabe el catecismo.

Desde el cubo situado debajo de los bidones, lamezcla pasaba por una cinta transportadorahasta la tolva. El agua caía dentro de este grantambor giratorio convirtiendo los materialessecos en una pasta. La rotación era en elsentido de las agujas del reloj hasta elmomento en que Murat tenía que llenar unacubeta. Entonces invertía la marcha delmotor, y la gran tolva giraba en sentidocontrario, de modo que sus lengüetasmetálicas caían hacia un lado y la carga sedeslizaba fuera.

Cuando Murat quería informar a Yannis, alláarriba en el cielo, de que la cubeta ya estaballena, se quitaba el casco y lo alzaba porencima de su cabeza. Inmediatamente, Yannis

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enganchaba el peso y levantaba la cubeta aunos centímetros del suelo. Luego, pulsandolos botones negros, daba un golpecito a lacabria, que corría en dos líneas paralelas a lolargo del brazo de la grúa; primero laempujaba hacia delante y luego abruptamenteunos centímetros hacia atrás. Con la sacudida,la cubeta y los cables empezaban a balancearsey, en el momento en que se alejaban de lahormigonera, levantaba la carga. De estaforma, la cubeta al subir nunca llegaba a rozarla boca de la tolva. Cuando ya no habíapeligro, Murat hacía un gesto como quienecha un pájaro a volar, y la cubeta se elevabahacia el cielo, lanzando una lluvia gris.

Sugus estaba paleando un montón de gravahacia las cucharas, las cuales funcionabancomo una draga y arrastraban el balasto hastael cubo de mezclas. La tarde anterior, unconductor, desesperado porque su hijo acababade morir de meningitis, había descargado todo

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el camión de grava muy lejos de lahormigonera y se había largado sin siquieraechar un vistazo y gritando: Jesús, Jesús!

¡Mueve este montón!, le había ordenado Cato aSugus.

Sería más rápido con un mini-bulldozer.

¡Qué mini, ni qué pollas!

Sugus enderezó la espalda y observó la cubetahaciendo círculos en el cielo sobre la obra. Elsol estaba más alto, y ya empezaba a hacercalor. Se quitó la camiseta. Tenía la piel másblanca que el resto de los hombres porque eranuevo en el trabajo.

Recuerdo la pálida piel de los campesinos y lossoldados en las pocas ocasiones en que sequitaban la ropa. La blancura de su piel está

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hecha para la noche, y no para el día; paranuestras camas, y no para los campos.

Construcción, del latín construere, compuestocon struere, amontonar, apilar. Sugus paleabala grava. Cuando paraba para descansar yestirar un poco la espalda, tenía la costumbrede tocarse el bigote con tres dedos de la manoderecha. Murat se acercó al montón, y por unmomento los dos hombres permanecieron unoal lado del otro, callados, saboreando suinactividad, limpiándose el polvo de los labios.

Como mover una asquerosa montaña, dijo porfin Sugus.

Por si vuelves a hacer lo de la botella, tecontaré un secreto, dijo Murat. Tienes queimaginarte que vas andando. Cierra los ojos,imagina que andas hacia tu casa y recuerda loque hay en el camino y lo que ves cuando

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llegas. Está todo aquí. Se dio un golpecito en elcasco amarillo. ¡El mundo entero está aquí!Sólo imagina que estás andando hacia tu casaen lugar de estar quieto. Así puedes aguantarel peso durante diez minutos.

Sugus se escupió en las manos y volvió apalear. La faena vino en su ayuda. A vecessucede esto con los trabajos. Son ellos los quelevantan la pala, remueven la tierra,mantienen el clavo recto, dirigen el hacha,equilibran la carga en los hombros. Sobretodo, se hacen pequeños. Dejan de parecergigantescos. Se fragmentan. Cada vez queestiras la espalda y tomas aliento, otrapequeña parte de la faena ha quedadoacabada.

Por fin sonó la sirena de mediodía.

*

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Cuando Zsuzsa se aproximó al arco delantiguo mercado de los plateros, los hombresdejaron de comer. Iba descalza y llevaba unvestido azul claro, largo y con las mangascortas y ajustadas. Cato se asomó a la ventanade la caseta. La chica no tenía autorizaciónpara estar allí, pero teniendo en cuenta a losveinte hombres mesmerizados, por una vezdecidió no decir nada.

¡Hola, guapa!, gritó el hombre del pañuelorojo. Su navaja, con un trozo de quesopinchado, estaba todavía en el aire.

Busco a Flag. ¿Trabaja aquí?

¿Flag? No conocemos a ningún Flag, ¿verdad?¿Cuánto tiempo lleva aquí?

Hace una semana que trabaja en esta obra.

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¡Ah! Se refiere al Mocoso. Lo vi hace un rato.Acércate y siéntate. Ahora volverá. Bebe unpoco de cerveza. ¿De dónde eres?

No de aquí.

Que no es de aquí, dice. ¡Como si alguien lofuera! ¿Sabes cómo se esconden los elefantes,preciosa?

Detrás de los chistes tan malos que cuentas,dijo el hombre de la diosa en el casco.

No. Se ponen gafas.

¡Dios nos asista!

Pues, ¿es que has visto alguna vez un elefantecon gafas?

Deja que la chica se siente en esa caja.

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¿A que no? ¿A que nunca has visto un elefantecon gafas? Y eso es la prueba de que cuandollevan gafas los elefantes son invisibles.

Zsuzsa se sentó en la caja y parecía queestuviera sentada en un tren mirandodistraídamente por la ventanilla.

¿Sabía el Mocoso que venías?

No; es una sorpresa.

¡Ojalá todos tuviéramos sorpresas así!

En ese momento llegó Sugus; venía corriendo.

Con ese casco tienes pinta de tonto, Flag. ¿Porqué coméis con el casco puesto?

Normas de seguridad. Seguro que tú tambiéntienes que cumplir alguna.

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Algunos de los hombres se rieron. Sugus sequitó el casco y se alejó con la chica.

*

¿Te gustan mis pendientes?

Eran unos aros dorados, tan grandes que sepodía pasar un limón por ellos. Cuando Zsuzsase movía, se ladeaban como las ruedas de uncarro diminuto.

No están mal.

¿Y mi vestido azul?

Sí.

Quería impresionarte.

¡Y lo has hecho! ¿Quién te dio los pendientes?

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Así que va a tener veinte pisos el edificio queestáis construyendo.

La chica miró las grúas, y mientras tenía lacabeza echada hacia atrás, él la besó en lagarganta.

¿Quién fue?

¿Quién fue qué?

¿Quién te regaló los pendientes?

Cuando tenía tres años me hicieron losagujeros. Mi abuela me los hizo. Así que tengoque llevar pendientes. Es lo normal, ¿no?

¿Quién te los dio?

Tienes celos, Flag. ¡Celoso!

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¿De dónde los has sacado?

Mejor sería que pensaras en tu pobre padre.

Ha muerto.

Todos vamos a morir un día, Flag. Llevo joyaspara que todos vean que estamos vivos. Yo yellos. Y quiero que me prometas una cosa.

¿Qué?

Cuando me muera, quiero que te asegures deque tengo los pendientes puestos en el ataúd. Ysi no es así, tienes que ponérmelos.¡Prométeme que lo harás!

Volvió a mirar las grúas.

¿Has estado allá arriba, en el cielo? Debe de serestupendo subir a lo alto de la grúa, como si

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fueras Dios.

¿Quién te los dio?

A lo mejor los mangué.

¡Los has mangado!

No. Quieres pegarme, ¿eh, Flag?

Sí.

¡Pues pégame entonces!

No.

¡Pégame!

¡Que te den por saco!

¡He ganado! ¡He logrado enfadarte! Mira,

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tómalos.

¿Son de oro?, preguntó Sugus examinándolos.

1

Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de sus fatigas, San Juan, 4, 39.

2

Flag significa bandera. (N. déla T.) Sí, son de oro.

¿Te los dio un hombre?

¿De verdad quieres saberlo? Pues los hemangado.

Pero si acabas de decir que no.

Son de oro. No me has regalado nada de oro,

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Flag.

Le estaba haciendo burla.

¡Ay! ¡Me has pegado! ¡Dámelos!

¡No vuelvas a decir eso!

Quiero que me los des.

Sugus tenía los pendientes en la palma de lamano, blanquecina por el cemento. Nopesaban nada, pero tenían el calor del cuerpode Zsuzsa.

Dame los pendientes. Ahora eres tú el que melos ha dado. Y ahora como eres tú quien melos ha dado, Flag, nunca me los quitaré paranadie.

Zsuzsa empezó a bailar junto al montón, dos

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veces más alto que ella, de los hierros oxidadosque se utilizan para enforjar; tenía un lado dela cara rojo, donde Sugus la había pegado.

No recuerdo cuando lo vi por primera vez, fuehace demasiado tiempo. Pertenece a las altasmontañas, aquellas que la nieve nuncaabandona. Sucede a la altura de los glaciares, amenudo en ellos, pero nunca a menor altitud.Siempre me ha recordado el cielo. Los rayosdel sol se reflejan en la nieve, y en lugar devolverla de un blanco cegador, la hacenbrillar. Es una luz derretida y va y viene ycambia de lugar, midiendo la luz del sol comoningún otro instrumento. Para que se dé estetipo de luz, los cristales de nieve tienen quefundirse completamente y luego volverse acongelar hasta estar duros como esmalte yderretirse y volverse a congelar nuevamente.Esta luz que emana del hielo es cálida y tieneun repunte a azúcar, como la leche materna.Y cuando Zsuzsa bailó junto al montón de

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hierros oxidados, las mangas de su vestidomanchadas de sudor, su boca abierta por larisa, y su dentadura mellada en dos sitiosbrillaron con esta luz.

De repente se paró y se quedó con los brazospegados al cuerpo.

Tienes que cuidar de tu madre, Flag. Estos díaste necesita.

Volvió a bailar, ahora despacio, lanzando unbrazo hacia un lado y luego el otro hacia elcontrario, como un hombre esparciendo lassemillas a dos manos.

No había manera de evitarla, pensó Sugussiguiendo sus movimientos. Podías darle laespalda y alejarte, pero si dabas un pasoadelante, tenías que atravesarla. Aun cuandoavanzaras hacia un lado intentando

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esquivarla, seguirías teniendo que atravesarla.A donde fueras, llegaba ella antes. Toda suvida debía de haber sido igual, desde queempezó a sostenerse en pie. Todo lo quealcanzaba allí su vista —el polvo del cemento,la grúa, los hierros oxidados, el cielo, Murat, elresto de los hombres mirándola—, todo lo queveía, todo lo que pasaba por su lado, todo loque se levantaba y caía, era Zsuzsa, y era partede ella, no de otra cosa. Por eso no habíamanera de evitarla.

La chica dejó de bailar y se limpió el cementode las plantas de los pies.

Esta noche compraremos pescado para tumadre; unos salmonetes bien frescos. Estoysegura de que le gustan los salmonetes, ¿a quesí?

Sonó la sirena.

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Cinco minutos antes de tiempo, dijo el cascode la diosa.

Cato la toca cuando le sale de los cojones.

Zsuzsa se alejó por el borde de la carretera queutilizaban los camiones para descargar laarena y la grava. El conductor que habíaperdido a su hijo el día anterior no se percatóde si era un hombre o una mujer: erasimplemente otra figura, más que había quesortear en la carretera.

De camino hacia la grúa, Yannis le dio ungolpecito a Sugus en el hombro y le dijo: Enmi pueblo cuando una muchacha baila sola,decimos que está buscando marido.

¡Está bien lejos tu pueblo!, respondió Sugus.

No, amiguito, las mujeres no cambian. Bailaba

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para ti.

La sirena volvió a sonar.

*

¡Riégala bien por todos los recovecos!, le dijoMurat a Sugus señalándole una cubeta vacía.Con el agua de la manguera, le empezó aescocer la ampolla que tenía en una mano. Lafuerza del chorro dirigido contra la cubetadespegó los restos de hormigón seco.

Yannis subió a su cabina, en el cielo. Laprimera tarea de la tarde era descargar cuatroencofrados, completos con las tablas y pilares,en la zona sur. Mientras no se utilizaban, todoslos encofrados se almacenaban en el lado nortedel solar. Amontonados, grises por el cemento,parecían un búnker. Pero al martillarlossonaban como metal. Yannis movió el brazo

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de su grúa por debajo del de la madre, hacia elnorte, y mientras basculaba, soltó la cabria ybajó los cables. Hasta que enganchaban lascadenas y las aseguraban a los ganchos delcable solíapasar un rato, así que dejó que suvista vagara por el mar y los barcos que losurcaban. Siempre que miraba al mar soñabacon volver al pueblo.

Un obrero, allá abajo, alzó las manos, juntascomo si estuviera implorando a los cielos. Erala señal para que Yannis empezara a arrastrarla carga. Los gigantescos encofrados de metal,que sostienen el hormigón hasta que sesolidifica formando un muro, dejaron el suelofirme. Yannis hizo girar la grúa, como si fuerala manecilla horaria de un inmenso reloj,sobre las casetas, el arco, la zona baldía dondehabía bailado Zsuzsa, los edificios centrales,hasta el punto más meridional de su órbita.Predeciblemente, conforme transportaba la

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carga, la parte superior de la torre de la grúa semeció como la copa de un árbol. Sólo los ojosde Yannis estaban clavados en un punto.

Pulsando los botones negros con las yemas delos dedos tenía que depositar doce toneladas demetal tan suavemente como Gabriel habíaconfiado sus palabras en la Anunciación. Dejóque los cables se fueran desenrollando poco apoco. Hizo retroceder la cabria unos veintecentímetros. Continuó bajando. Se detuvo unmomento para quitarse las gafas de sol y luegodejó que los cables siguieran bajando. Lacabina se inclinó, como si también ellaestuviera ansiosa por seguir la operación, ymuy lejos, allá abajo, diez obreros del tamañode abejas, manipulaban el gigantescoencofrado, todavía suspendido en el aire delverano, para llevarlo a su posición exacta, tanexacta que cada tornillo cayera en el agujerocorrespondiente.

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¡Toooro!, gritó uno de los obreros bajando losbrazos. Yannis aflojó los cables. El encofradocayó suavemente sobre su propio peso. Docetoneladas.

*

¿Y tú, Mocoso, piensas alguna vez en lajusticia?, preguntó Murat.

Intento no tropezarme con la ley.

No estamos hablando de su justicia.

¿La de quién entonces?

Hablo de lo que nos sucede a nosotros.

Cuando empezáis a haceros viejos, todos decísnosotros. Yo hablo de mí. ¿Quiénes somosnosotros?

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Cada día se extiende más la ley del embudo,dijo Murat.

¿Qué es eso?

El embudo de la riqueza, Mocoso, es anchopara algunos y estrecho para otros.

Bajó una cubeta vacía para que la llenaran.Sugus la empujó hasta la tolva de lahormigonera.

¡Toooro!, gritó Murat, y bajó los brazosextendidos.

Nadie recordaba ya cómo el grito toro habíallegado a significar ¡despacio!, ¡quieto ahi!,¡para!, ¡blanco! Era una especie de juramento.Los operadores de las grúas raramente podíanoírlo y para efectuar las maniobras dependían

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de los gestos y de sus propios ojos. El juramentoera simultáneamente una maldición y unasúplica muda.

La gran tolva giró en el sentido contrario de lasagujas del reloj; las lengüetas se inclinaronhacia los lados expulsando la carga.

Murat se quitó el casco y lo levantó. La cubetade lluvia gris se elevó más alto de lo quevuelan algunos pájaros pequeños.

¿Nunca has imaginado un mundo diferente?,preguntó Murat.

Sí, tal vez consigan destruirlo.

Y a nosotros con él.

¿Dónde está tu justicia, entonces?, preguntóSugus mirando fijamente a los oscuros y

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tranquilos ojos de Murat.

Piensa en las manos de un niño, dijo Muratenjugándose la frente con el dorso de uno delos guantes; son tan delicadas, están tan bienhechas. Las uñas parecen pequeños pétalos derosa, cada dedo se mueve por separado. Unospuños perfectos del tamaño de albaricoques.¿Por qué son así las manos de los niños?

No lo sé.

¿Para qué están hechas?

Para limpiar la mierda.

No, para coger lo que nos pertenece.

Nada nos pertenece.

Algún día nos pertenecerá.

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Nunca.

Murat pulsó un botón, y cayó otra medida decemento en el cubo mezclador.

Si mantenemos viva la idea de la justicia bajonuestros cascos amarillos, dijo Murat, si lamantenemos viva entre todos, un día elmundo nos pertenecerá.

Eres un soñador, como lo era mi padre.

¿Por qué iban a estar tan bien hechas si no lasmanos de los niños?

No lo sé.

Luego Murat pulsó otro botón para quecayeran la grava y la arena.

¿De qué sindicato era tu padre?

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No era de ninguno.

Decías que era un soñador.

Mi padre soñaba con el pueblo que habíadejado, y tú, tú sueñas con el futuro. Ymientras tanto estamos aquí, tú y yo estamosaquí haciendo hormigón para el Mond Bank.

Una sombra se movió sobre la tierra.Levantaron la vista. Una nueva cubeta bajabadesde el cielo. Sugus se dirigió al montón dearena y la dispuso de forma que las cucharaspudieran sacar más de cada vez. Tenía los pieshúmedos, pues se había mojado las playerascon la manga. La cubeta tocó tierra.

¡Toro!, gritó Murat. ¡Toooro!

Los cables se aflojaron. La tolva vertió elhormigón.

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Murat se quitó el casco y lo alzó por encima desu cabeza. Cien metros más arriba, Yannissacudió ligeramente los cables, de forma que lacubeta osciló alejándose de la boca de la tolvay luego empezó a subir lanzando una lluviagris.

Deberías leer historia, dijo Murat.

El único libro que leo es un diccionario.

En la historia a veces suceden cosas cuandoparece que no está sucediendo nada.

Como algunas noches.

Sí, la historia tiene noches y días, dijo Murat.

¿Y ahora es de noche?

Ahora es de noche; hace bastante tiempo que

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es de noche.

¿Y duermes?, preguntó Sugus.

Estoy impaciente, y a veces en la oscuridad miimpaciencia tiene la voz de un ángel.

Al decir esto, Murat alzó la vista y observó lasnubes, que en los atardeceres de julio se solíanacumular a lo largo de la costa, como elganado cuando va a beber.

¿Qué dice tu ángel?

Siempre dice lo mismo. Si sólo pienso en mí,¿quiénes son los otros?, pregunta. Si los otrossólo piensan en ellos, ¿quién soy yo? Si noahora, ¿cuándo? Si no aquí, ¿dónde?

¿Dónde lo aprendió?

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Los dos miraron hacia arriba. Otra cubetabajaba para que la llenaran. Cuando Yannisempezó a elevarla, llena, Sugus dijo: La mía noes un ángel. ¿Y sabes lo que me dice?

No.

Dame los pendientes, dice. Ahora eres tú quienme los ha dado y ahora nunca me los quitarépara nadie. Nunca.

*

Poco a poco la jornada se fue acercando a sufin. La tolva vertió la última carga dehormigón, y Sugus regó las lengüetas con lamanguera para que no tuvieran restos secospor la mañana.

Yannis volvió la cabria a su sitio, junto a lacabina, y elevó los cables. Uno tras otro todos

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los motores de la obra se fueron parando. Lanubes, muy altas en el cielo, tomaron un tonoverde. Yannis se colgó la bolsa a la espalda ybajó a la tierra.

No hay duda, amiguito, le dijo a Sugus en lacaseta donde estaban los casilleros, tumorenita estaba buscando marido.

¿Qué certificados se necesitan para seroperador de grúa?

¡Certificados! Está todo aquí. Yannis se señalóel pecho con el pulgar.

¿No hace falta ningún certificado?

Lo que necesitas es que se te dé bien lageometría.

Yo sé geometría, dijo Sugus.

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También tienes que tener ojos de halcón.

Yo los tengo.

Y además, la concentración de un café exprésy aguantar bien las alturas.

Vale.

Pues entonces, venga. Sube y lo sabrás por timismo. ¡Sube!

¿Y Cato? De repente Sugus empezó a dudar.

Cato ya se ha ido. Puedes coger una postal queme olvidé de bajar. Tengo que echarla alcorreo. Está en la rejilla de los planos, a laizquierda del trono. Venga, inténtalo.

¿No está cerrada?

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En mi pueblo nunca cerramos las puertas.

Sugus salió de la caseta.

No mires hacia arriba ni hacia abajo, gritóYannis detrás de él, mira sólo al frente. Sontrescientos ocho peldaños. Cuéntalos, siquieres.

Grúa, del latín grus, que significaba grulla, elave zancuda. Cuanto más alto subía por latorre invisible, más pena sentía en el pecho porsu padre muerto. Doscientos noventa y siete.Diez más.

Por fin estuvo en la plataforma perforada, seapoyó en la barandilla y miró hacia abajo porprimera vez. En el suelo ya había oscurecido.Sólo se percibía el montón de paneles depoliéster aislante porque eran blancos y unpoco fosforescentes, como la luna.

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En la azotea de la comisaría de policía deCauchy Street un hombre corría con unbastón levantado en la mano. El hombre selanzó repentinamente hacia delante y dio unbastonazo al suelo de la azotea bajo sus pies,luego se arrodilló para mirar de cerca lo quehabía golpeado. Le llevó un rato saber lo quepasaba: el hombre estaba cazando mariposascon una red.

El cielo despedía destellos del color de la pulpade los melones de Canteloup, y el pescante dela grúa se extendía como un arrecife de metalen un lago de luz. Se iluminaron los neones dela ciudad, y las ventanas de muchos edificiosbrillaban como el hielo.

Sugus entró en la cabina, encontró la postalexactamente en el sitio donde Yannis le habíadicho que estaría y se sentó en el trono deoperador. Leyó la dirección:

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KIRIA XENIAIOANNIDE

ODOS ARTEMIDOS

KASTRO, SAMOS.

Fue entonces cuando sintió la oscilación de lagrúa. No en una dirección, sino en dos.Oscilaba en la base, como se tambalea unhombre después de echarse al coletodemasiados vasos de gnole.

Ahora estoy vivo, se dijo, ¡ahora puedo hacercualquier cosa!

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DELITOLa criatura que el hombre en chándalintentaba cazar en la azotea de la comisaríaera una mariposa nocturna conocida con elnombre de la Fiancée. Las alas delanteras eranmarrones, del color de la corteza de los árboles,y amarillas las traseras, como los huevosbatidos antes de hacer una tortilla. Tenía elcuerpo peludo, del color de las martascibelinas. Esta mariposa mide unos cuatrocentímetros de longitud, y su alimentofavorito son las hojas de sauce. El hombresostenía la punta de la red con una mano y lapata de palo del mango con la otra. La Fiancéevolaba muy bajo, y él la atrapó desde arriba.Cuando la tuvo bien metida en la red,introdujo una caja de pastillas vacía, y lamariposa voló dentro creyendo que iba haciala luz. En un segundo tapó la caja y la sacó de

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la red.

El cazador se llamaba Héctor. Cuando sonreía,sus mejillas se movían más que Ias comisurasde los labios. Se desplazaban hacia arriba,hacia los lóbulos de sus grandes orejas. Era unhombre corpulento. Avanzó, sonriendo, pasóante la antena de transmisión de la comisaríay llegó a la puerta que daba a la escalera.

La comisaría de Cauchy Street no tenía nadaque ver con la comisaría del pueblo, en la queIas ventanas tenían cortinas, las mujeres de lospolicías estaban en el piso de arriba e incluso,a veces, olía a comida. Cauchy Street olía asudor y a cola ligeramente quemada: como sila instalación eléctrica del edificio serecalentara. En cuanto a los sonidos, eran dedos tipos, dependiendo del piso en el que tebajaras cuando se abrían las puertas delascensor. En la novena planta todos los sonidosestaban amortiguados. Ningún sonido se

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propagaba. Todo estaba fuera del alcance deloído. En las otras plantas, como no habíaalfombras ni cortinas, y los hombres llevabanbotas y las puertas eran muy pesadas y nuncahabía niños durmiendo, todos los sonidos eranmuy fuertes y todos los ruidos reverberaban.Incluso el sonido del agua del grifo cayendo enun vaso sonaba amenazador.

En los lavabos, Héctor se quitó el chándal y sepuso el uniforme azul marino con charreterasdoradas y una camisa con botones en el cuello.Era inspector de policía. Se miró en el espejoencima del lavabo y se atusó los escasosmechones de pelo que le quedaban. La idea dela jubilación le atormentaba, y todas lasnoches se inventaba alguna excusa paraquedarse más tiempo en la comisaría. Cuandono estaba de servicio, deambulaba de undespacho a otro, dando su opinión, haciendopreguntas, revisando viejos archivos. Lefaltaban tres meses para jubilarse. Como era

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inspector, se permitía la excentricidad de irsiempre con zapatillas de deporte, todo el día.Decía que a su edad le dolían los pies si seponía zapatos de cuero. La verdad era que loque le gustaba era el silencio de las zapatillas.Avanzó sigilosamente por el pasillo hacia sudespacho.

Detrás de la mesa había un gran armario demetal galvanizado. Lo abrió. Este tipo de metalno tiene memoria y es ciego. Escogió una cintaentre un montón de ellas y con una resueltazancada la introdujo en el vídeo bajo el retratodel presidente. Tras apagar la lámpara de lamesa, de forma que la habitación quedó casi aoscuras, se acomodó en su silla giratoria paraver la cinta. Empezaba con una aglomeraciónde gente en un andén de metro. Todas lasestaciones de metro de Troy, al igual que losbancos, estaban vigiladas con cámaras devídeo. La gente esperaba en el andén a quellegara el metro. Arriba, en la calle, era

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invierno, y los hombres y mujeres llevabanabrigos y guantes. Algunos leían el periódico,otros meneaban las piernas al ritmo de lamúsica que sonaba en sus «walkmans». Lamayoría miraba distraídamente al otro lado delas vías, a la gente que también había salido detrabajar y estaba esperando el metro que lallevaría a casa en dirección contraria. Eraigual todas las noches.

Tenían la cara triste. No habían perdido lapaciencia, pero estaban desanimados. Tal vezvolverían a animarse cuando salieran en lasestaciones de sus alejados barrios y vieran lasventanas de sus casas, rodeadas de árboles yencendidas.

De pronto se arma un pequeño revuelo. Unhombre con un sombrero de fieltro aplastadodetrás de la cabeza y un abrigo sucio ydemasiado grande para él se acerca al bordedel andén. Tiene la determinación de un

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hombre que cree demasiado en lo que estáhaciendo. Está borracho. Lleva una alfombrabajo el brazo. Entonces empieza a señalar y agritar a la gente. Por los gestos parece que lesestá insultando. Sin embargo, las palabras delviejo se perdieron para siempre, pues el vídeono tiene sonido.

Aquellos a quienes se dirige hacen como queno lo oyen. Dos mujeres se alejan cuando él seacerca a ellas. Las mira con pena en los ojos ydice algo, como si ahora fuera él quien sesintiera insultado. Se mece para consolarse.Luego mira alrededor buscando algo que ledistraiga. Se quita el sombrero y lo agitasaludando a alguien, vuelve a gritar, esta vezcon una sonrisa. Un hombre que lleva unsombrero de piel y un maletín levanta la vistadel periódico con gesto indignado.

El inspector creía que el vagabundo estabagritando un nombre: el nombre de la persona

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que acaba de reconocer en el andén opuesto.Cada vez que veía el vídeo, al llegar a estepunto, el inspector se inclinaba sobre lapantalla para intentar leer el nombre en loslabios del viejo. Creía que empezaba por PON,

pero nunca había logrado descifrar las últimassílabas.

Llamaron a la puerta. El inspector detuvo lacinta, encendió la luz, se arrellanó en elasiento, y sólo entonces dijo: ¿Quién es?

Informa el oficial Albin.

Pase.

El oficial entró y saludó.

¿Ybien?

La patrulla de Washington acaba de detener a

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un camello.

¿Dónde está?

En recepción.

¿Cuánto llevaba encima?

Cien gramos

¿Crack?

Sí, señor.

¿Ha hablado?

No.

¿Qué nombre da?

Naisi.

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¿Está fichado?

No con ese nombre.

Investigue quién es y quién es su proveedor.

¿Quiere interrogarlo usted, inspector?

¿Tiene pinta de querer cooperar?

Todavía no.

Entonces lo veré más tarde. Páseselo alsargento Pasqua y manténgame informado.

El oficial Albin estaba a punto de saludar ysalir de la habitación cuando Héctor levantóun dedo de la mano derecha para retenerlo. Elgesto era al mismo tiempo deliberado eindiferente: lo que importaba era que erarecibido como una orden. El oficial Albin

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aguardó sin moverse. Héctor pensó que al cabode unos cuantos meses ninguna acción suyavolvería a ser reconocida como una orden, yeste pensamiento le produjo una punzada enel pecho. Cada día, a medida que se acercabala fecha de su jubilación, se sentía másperdido. Examinó su anillo de boda en el dedoanular. El oficial Albin seguía aguardando.

Dígale al sargento Pasqua que no me iré hastaque me comunique algo.

Hizo un movimiento casi imperceptible con eldedo como señal de que el oficial podíaretirarse.

El oficial Albin saludó y le volvió la espalda.Héctor escuchó sus pasos alejándose por elpasillo, luego apagó la lámpara de la mesa yencendió el vídeo.

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La gente está todavía esperando el metro. Unhombre que lleva un abrigo con el cuello delana y una bufanda de seda blanca deja sumaletín en el suelo del andén y se agacha.Abre el maletín y vuelve a ponerse en pie conun cuchillo de carnicero en la mano. Susmovimientos son resueltos, pero tranquilos.Salta a las vías, las cruza y con una atléticapirueta sube al andén opuesto justo al lado delviejo borracho con una alfombra bajo el brazo.El viejo hace muecas como un bebé. Elhombre con el cuchillo en la mano lo derribaasestándole un golpe terrible en la nuca. Lavíctima se desploma en el suelo.

El asesino vuelve a cruzar las vías, mete elarma chorreando de sangre en su maletín y sealeja despacio por el andén hacia la salida. Lamuchedumbre le abre paso.

Nadie se mueve ni se acerca a ayudar alanciano, que yace cuan largo es en el andén,

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en medio de un círculo vacío. Llega un metro.Luego otro. Las puertas se abren. Los pasajerossuben y bajan. Los trenes se van. En el andéndesierto queda desparramado el cadáver,rodeado de una mancha oscura.

El nombre de la víctima era Gilbertd’Ormesson. Al día siguiente del asesinato, elordenador de la policía localizó su ficha enmenos de dos minutos. D’Ormesson, nacido enConstantine, el 5 de noviembre de 1919; variosarrestos por ebriedad y alteración del ordenpúblico; sin dirección permanente;condecorado con la Medalla Militar en 1945.

En la cartera que llevaba en el bolsillo delabrigo encontraron la fotografía de una mujerque parecía una artista de cabaret de los añossesenta. Sujetas con un clip en la foto habíaotras tres de un caniche negro. Por detrás deuna de ellas estaba escrito: Gilly, amor mío.Tras su muerte no se presentó ningún familiar

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o conocido.

Pasaron seis meses. Pese a los cientos detestigos, no se logró identificar al hombre conel cuchillo de carnicero. Para Héctor, el viejopodría estar implicado en un chantaje de pocamonta. Pero cuando escuchaba a su propiaexperiencia, sabía que el asesinato del metrono tardaría en ser uno más de la inmensamayoría de los crímenes: aquellos que quedansin resolver.

Anoche, por la carretera que baja al pueblo,Ias ranas volvían a nuestro lago, junto a lasrocas. Cientos de miles se acercaban saltandohacia la verde agua del deshielo. Convergen enel lago desde todas partes cuando la luna estáen creciente. En su prisa por empezar, lashembras saltan con los machos a la espalda.Luego se lanzan al agua juntos, y la parejapermanece pegada durante días, hasta que lahembra pone los huevos, que el macho,

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todavía encima de ella, todavía agarrado aella, fertiliza conforme van cayendo al agua.Hacen lo mismo todos los años, a no ser quecorran peligro de ser demasiadas. Cuando esasí, dejan de aparearse. La gente se preguntacómo lo saben las ranas. En las noches deverano croan en el lago durante horas sin fin,y la fuerza del coro Ies indica cuántas son.Cuando el canto es demasiado alto,permanecen castas durante esa estación.

Si el inspector me preguntara, yo tambiénpodría explicarle el crimen del metro. Unamañana, el asesino metió en su cartera uncuchillo de carnicero sin estrenar porqueesperaba matar a alguien. Todavía no sabía aquién. Al besar a su mujer antes de irse, el pesoextra en la cartera lo animó. Caminó con pasoligero hasta la estación de metro. No era laprimera vez que salía de casa con un cuchillo.En realidad, era la sexta o la séptima. Queríamatar para que su nombre significara algo

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para siempre, para que Dios se fijara en él.Pero no era un hombre que pudiera matar deuna manera indiscriminada. Aquellos otrosdías en los que no había encontrado a nadie aquien matar, había trabajado normalmente enla oficina; estaba empleado en una empresa deseguros. Había ido a comer al restaurante desiempre, y por la noche había vuelto a casa enel mismo tren de siempre, como si llevar en lacartera un cuchillo de carnicero envuelto enun trozo de satén negro fuera lo más normaldel mundo. El satén negro lo había encontradoen el armario de su mujer. Ella lo habíacomprado hacía ocho años para hacerse untraje de noche, pero desde que había tenido alos dos niños no había vuelto a coser para ella.El día que vio al viejo borracho en el andén, sucorazón dio un salto de alegría. Allí estaba suvíctima, se dijo. Se arrodilló en el andén paracomprobar si venía algún tren. No, no veníaninguno. Esa era una señal enviada por Dios.Así que se lanzó y atravesó las vías. Después de

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matar al viejo, sintió una agradable debilidad.Mientras volvía a subir a su andén, se dijo quetomaría un taxi para volver a casa.

Y eso es lo que hizo.

En la Unidad de Interrogatorios, situada en lanovena planta, el sargento Pasqua se acercó allavabo y abrió una lata de cerveza. Naisiestaba sentado en un banco arrimado a lapared, esposado con los brazos a la espalda.Palpaba con la lengua los cuajarones desangre, como frambuesas sangrantes. Pero nose atrevía a escupirlos. Si escupía, volverían agolpearlo.

¡Habla, hijo puta!

¿Qué quieren que diga?

Tú sabes el qué, cabrón.

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¡Qué partidazo el del domingo, sargento!

Empieza a hablar.

¿El qué?

¿Quién es tu proveedor?

Uno de los mejores encuentros de latemporada.

¿Quién te pasa la información?

Hoo.

No seas descarado, hijo puta.

Hoo paga también, y Hoo hace los contactos.

¿Cómo se llama?

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Ya se lo he dicho, sargento, Hoo. Es chino.

¿Sabes algo más?, dijo el sargento tirando lalata de cerveza. Naisi sabía que contestara looue contestara no iban a oírlo.

Pero no pudo impedir que una de lasframbuesas empezara a resbalarle por lacomisura de la boca.

Empieza a hablar.

Cuando un hombre está esposado se convierteen un pájaro que no puede volar.Incapacitado, lo único que puede hacer esescabullirse, como un ratón. Pegar a unprisionero esposado produce nuevas palabras,nuevas exclamaciones.

¡Blu!

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¿Quién te lo pasa?

¡Blu!

Te voy a destrozar.

Yo solo.

Toma, cabrón. Mierda. Mierda. Mierda es loque te mereces.

Pasqua tiró a Naisi al suelo y lo arrastró hastalos lavabos. He conocido a todo tipo dehombres violentos. No hay violencia, porterrible que sea, que yo no haya visto. Y, sinembargo, por lo general estaban tan desvalidoscomo sus víctimas. El sargento Pasqua eradiferente. Su violencia era una costumbre,como la de los perros cuando se rascan detrásde las orejas.

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Mierda. Mierda es lo que vas a comer. Empiezaa hablar.

¡Ble!

¿Quién te lo pasa?

Per.

Pero, ¿qué?

Per.

¿Dirección?

Ble.

Pasqua le asestó una patada en el estómago aldetenido.

Empieza a hablar.

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Morio.

¿Dirección?

Cerro de las Tortugas, veintiuno-veinticinco.

¿Es Morio un nombre?

Así se hace llamar.

¿Dónde os encontráis?

En el Acuario, junto a las tortugas.

Vale. Si estás mintiendo, la próxima vez que tetraigan te machaco los huevos, ¿entendido? Telos hago papilla; se acabaron las tonterías: *

Héctor subió en ascensor a la novena planta.Se había puesto zapatos y gafas oscuras. Loszapatos porque pensaba irse directamente a

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casa sin volver a pasar por el despacho, y lasgafas porque siempre las llevaba cuando iba ala sala de interrogatorios. Impedían todasúplica.

El inspector abrió la puerta y vio a un hombrefumando un cigarrillo; llevaba unas botas decuero con hebillas doradas. Le habían quitadolas esposas. Tenía sangre en la cara, pero nohabía signos de que hubiera perdido elconocimiento. El inspector se consideraba unexperto en la lectura de estos signos, que amenudo empiezan en las comisuras de la bocao en la postura de las manos.

¿De dónde viene?, le preguntó al detenido.

De Colombia probablemente, respondió

Naisi.

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Todo viene de Colombia, ¿eh?

Eso es, señor inspector.

¿Quién lo tocó antes que tú?

Uno de sus hombres, aquí en comisaría.

En ese momento, el sargento Pasqua dijo trespalabras, pronunciadas con tal decisión queparecían llevar cada una todo el peso de suscien kilos.

Ha desembuchado, señor.

Conque ha desembuchado, ¿eh? Como unapalomita, dice usted que ha desembuchado,sargento.

Como una cotorra, dijo Naisi, no una paloma.

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¿Qué le ha sacado, sargento?

El nombre de un tal Morio.

¿Morio? ¿Morio? ¿En dónde opera?

En el Cerro de las Tortugas.

Muy bien, sargento. Creo que debointeresarme por que le cambien el turno.

Trabajo rutinario, señor.

Muy bien, sargento.

Gracias, señor.

Tal vez ha pasado demasiado tiempo aquíarriba. Unos meses al nivel del suelo levendrán bien, Pasqua. ¿Ha intentado algunavez seguir una pista en el Cerro de Ias

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Tortugas?

Nunca, señor. El Cerro de las Tortugas esreciente, inspector.

Allí no se encuentra nada, ni a nadie. Es peorque en el de las Ratas. Es peor que en Tepito.Allí tienen ametralladoras. No le ha regaladoninguna información.

No volverá a hacerlo. Déme media hora.

Como una cotorra, señor inspector. Le digoque he desembuchado como una cotorra,interrumpió Naisi.

¿Se lo habían colocado?, preguntó Héctor.

Ha pasado un montón por sus manos, fíese demi olfato, inspector.

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¿Se lo colocaron?

Digamos que lo encontraron unos minutosdespués de cachearme, señor inspector, dijoNaisi.

Suéltelo.

Déme...

Ya se lo he dicho, sargento. Suéltelo.

*

Cuando el inspector pasó por recepción, los dosoficiales de guardia le dieron las buenasnoches. Uno de ellos murmuró por lo bajini:¡Esto es un asilo! Luego los dos continuaroncon la lectura del cómic que tenían escondidodebajo del mostrador.

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En la historieta que estaban leyendo, unchófer conducía una gran limusina. En laparte posterior del coche estaban David yGeorge y una mujer llamada Antoinette.Estaba abierta de piernas. Antoinette, estástodavía llena de semen, dijo David. Pues claro,respondió ella, ¡os habéis corrido por todaspartes! ¡Ah!, Antoinette, suspiró George. ¿Porqué no empezamos otra vez?, sugirió ella. Noshas dejado a los dos fuera de combate,respondió David. Entonces tendré quedescubrir de qué está hecho el chófer, dijo lainsaciable Antoinette. Se inclinó haciaadelante y empezó a andarle en la oreja con lalengua... Los dos policías pasaron la página ysiguieron leyendo imaginándose ambos queeran el chófer.

Cuando se fue del pueblo, a los catorce años,Héctor lloraba. Le vi secarse las lágrimas conla manga a la puerta del Lira Republicana.Luego bajó corriendo las escaleras para subirse

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al autobús y les gritó a sus amigos: ¡Vais atener que encerrar a vuestras chicas cuandovuelva!

Sólo volvió dos veces.

Los campesinos hacen buenos policías, puestienen la entereza, la obstinación y la fuerzanecesarias. Pero el poder no es lo mismo que latierra, y, como policías, pocas veces llegan a sersabios. Tras unos años en la ciudad, Héctor secasó con Susanna, la hija de un militar caídoen desgracia. Tenía el pelo castaño, un cutisdelicado y lechoso y un perfil parecido a losque ponen en las monedas. La primera vez queHéctor la vio llevaba unas sandalias doradas.Lo que atrajo a Susanna fue la seguridad en símismo de Héctor. Era atrevido y capaz. No eraun hombre lleno de dudas como su padre.Incluso pensaba que su chulería era unaespecie de espuma que rebosaba de sus muchascapacidades. Les decía a sus amigas que no

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había nada que Héctor no pudiera hacer, y loapodó Carnero, el bélier. Con su ayudallegaría a ser comisario. Y un día, soñaba ella,se la llevaría muy lejos de la inmensa Troy, aotra ciudad más noble, como Te-nochtitlan,en donde nadie tenía que manipular nada,salvo cálices y bálsamos y flores, flores...

*

Vuelves más tarde que nunca, le dijo ella.

Los policías no somos bibliotecarios.

Eso es nuevo. Normalmente dices que lospolicías no sois conductores de tren.

Lo mismo da.

Y dentro de unos meses, Héctor, ya no seráspolicía.

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Tú lo has dicho, querida. Ya no seré policía.

Esta tarde ha hecho un calor sofocante. Mesentía tan débil que no he ido a clase degimnasia.

¿Por qué no has encendido el ventilador?

¡Ventilador! Todos nuestros amigos tienen aireacondicionado; hace años que lo tienen. Peronosotros no, pobrecitos, porque Héctor no pasóde inspector; se le acabaron todos los recursos.Se agotó. No daba para más, ¿no es verdad?

Diría que has estado bebiendo otra vez,Susanna.

Te aseguro que no...

Las pruebas sugieren...

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Las pruebas sugieren... Ya no estás en lacomisaría. Has vuelto a casa. Y la únicapersona de este mundo a la que no puedesinterrogar, Héctor, soy yo. Y no me puedesinterrogar porque soy tu fracaso.

Ponme un café.

Primero sácate la pistola.

Con hielo.

Y las gafas de sol. Fue un error que dejaras debeber, Héctor; ahora nunca estás relajado.

Sabes por qué lo dejé.

¡Para darme ejemplo! Pero entonces nosreíamos. Hace por lo menos dos años que no tehe visto reír.

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No oigo muchos chistes últimamente,Susanna.

Yo te contaré uno.

Luego.

¡Pues claro! ¡Al señor le gustan los chistes a lacarta! Puestos en una bandeja y acompañadosde unas almendritas. ¿Cómo quiere su chiste,señor?-¿Crudo, medio o muy hecho?

Susanna, hoy he tenido un día terrible y megustaría comer cuanto antes. A ti también teiría bien comer algo.

El inspector quiere cenar lo que su esposa se hapasado cocinando toda la tarde. Pues bien, suesposa ha preparado hoy un menú muyespecial. ¡Un chiste con salsa de chalotas!

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¡Calla ya!

Sí, sí, salsa de chalotas.

No bebas más, Susanna.

Salió al jardín y caminó por el césped. En lacasa de al lado vivía una pareja de dentistas.Enseguida harían el dinero suficiente paracambiarse a otra casa más grande. ¿Cómo voya terminar mis días aquí?, se preguntó porenésima vez. Y por enésima vez oyó una voz deniño que decía: Preferiría morirme.

La última vez que había intentado persuadir aSusanna de que cuando él se jubilara estaríabien que se hicieran una casa en el pueblo, enla tierra que había heredado de su tía encimadel Lira Republicana, Susanna había vaciadola copa, y rodeándole el cuello con sus brazosde cisne le había dicho: Debes de haber

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perdido la razón, querido. ¡Ya te he dicho cienveces que no quiero terminar mis díasviviendo con el asno-de-la-pata-rota! ¿No esasí cómo se llama ese bled, ese pueblucho?

Luego se acercó a los dos macizos de azaleas,que estaban en flor. Se le ocurrió que losnombres vulgares de las mariposas diurnas ynocturnas se parecían a los alias de losdelincuentes y sus compañeros de banda: elFiancé, Roberto el Demonio, Gran Tortuga,Morio, Matinée, Ojos Azules.

Desde donde estaba, entre Ias azaleas —y conla cabeza llena de nombres—, distinguía elmar, que él tanto deseaba cruzar, y las lucesdel muelle.

Carnero, lo llamó ella, ven que te cuente unchiste...

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CIELOSugus se despertó temprano. El cuarto de estarolía todas las mañanas a ropa planchada. Violos dos montones de manteles y servilletassobre la mesa. Eran verde claro y procedían deun restaurante de la zona elegante de Cachan,Las Vegas. Al desdoblarlos, los manteles teníanen el centro la silueta de una bailarina depuntillas estampada en color vino tinto. Desdela muerte de Rama, su madre había empezadoa planchar para fuera.

Soplaba viento del suroeste, y la lluviagolpeaba los cristales de la ventana en el pisocatorce. Las paredes de la habitación estabantodavía cubiertas con chales para tapar lasmanchas de humedad. Se veía una raya de luzpor debajo de la puerta del dormitorio.Wislawa se ponía la bata, que desde la muerte

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de su marido le iba demasiado grande.

Para los hombres es diferente; no tienen lamisma costumbre de seguir que tienen lasmujeres. Los hombres, claro está, tambiénlloran la muerte de sus seres queridos. Marcel,el que secuestró a los inspectores de hacienda,después de la muerte de Nicole ponía florestodas las noches en la mesilla del lado vacío desu cama de matrimonio. Los hombres sesienten abandonados, dejados atrás. Más quellorar, las mujeres se lamentan, y se lamentanpor lo que les ha sucedido a sus muertos. Poreso los siguen a través de las tinieblas eternas.

Cada mañana, cuando entraba en la cocina,Wislawa tenía el aspecto de una viuda que haestado viajando toda la noche.

Aquí tienes una muda limpia, dijo.

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Está lloviendo, observó Sugus.

Tiene que llover de vez en cuando.

Ayer también llovía.

Haré el café. Levántate. No se te olvide llevartehoy el impermeable.

No puedo trabajar con él puesto. ¿Se hansecado los zapatos?

Ponte las botas de goma.

Se llenan de agua.

Entonces vacíalas de cuando en cuando.

¡De cuando en cuando! ¡De cuando en cuando!No tienes ni idea de cómo es en la obra. Nuncahas trabajado en una, así que no lo sabes.

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Tu padre sí trabajó en una.

No.

Clement hizo de todo en este mundo.

A mí me dijo que se había pasado cuarentaaños abriendo ostras y que eso era lo único quehabía hecho.

Al menos tu padre no estará tan preocupado;ahora te estás ganando la vida.

¿Es que no tiene nada mejor en que pensar allídonde está?

Todavía no, todavía no; es demasiado pronto.

¿Vas a hacer el café o no?

No hasta que salgas de la cama.

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¡Anda! ¡Por favor!

Si trabajas mucho, un día llegarás aencargado.

¡Venga ya, encargado! Ni loco. Si conocieras aCato... Operador de grúa, sí. Pero necesitas nosé qué certificado.

Podrías ir a clase por la noche y sacarlo.

Por la noche, madre, tengo mejores cosas quehacer. ¿Vino ayer Zsuzsa?

¡Sal ya de la cama! No, no vino.

¿Qué tienes contra ella? Te trajo pescado, yestaba muy rico.

Cocina bien.

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¿Entonces?

Nada. Levántate de una vez.

¡Pero si cocina bien!

¡Si Clement te viera ahora! ¡Vas a llegar tarde atrabajar!

*

La lluvia del final del verano caía a cántarossobre los tejados de Troy: tejados de tejas, dehormigón, de pizarra, de uralita, de lona, demadera, de esquisto, de cartón, de cristal, desaco, de cemento, de poliéster. En algunoscorría por brillantes canalones de metalgalvanizado; se infiltraba en otros; y destruíano pocos. Yannis vivía en el tercer piso de unbloque de viviendas en el distrito de SanIsidro, en la zona oeste de Cachan, en

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dirección a Swansea.

Esa misma mañana, la madre de Yannis saliódel dormitorio vestida con una bata que Sonia,su nuera, le había prestado y que le quedabademasiado apretada. En el pueblo, en la isla, seponía un vestido, no una bata, en cuanto selevantaba de la cama. Tenía una cara tancurtida por el sol y el mar que casi parecía quehubiera sido ahumada, como el jamón o elpescado. Los ojos, sin embargo, pese a su edad,eran claros y azules. Hiciera lo que hiciera —ya fuera recoger su largo cabello blanco en unmoño, verter el agua caliente en la cafetera,lavar la ropa o preparar una taruma—,mostraba tal seguridad al hacerlo que eraimposible ayudarla o siquiera estar a su lado.

Al principio había estado feliz de conocer a susnietas, y la visión de tantas cosas nuevas lahabía reducido al silencio. Luego, pasada una

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semana, había empezado a hacer algúncomentario. Primero habló a su nuera a solas,después de que las niñas se fueran a la escuela.Pero cuando se percató de que su nuera sóloentendía unas cuantas palabras de griego —era armenia— y, es más, de que se hacía lasorda, empezó a mascullar para sí durantehoras, y lo único que le importaba eraaprovechar aquellos momentos en los quepodía acaparar a su hijo y hablarle. Por eso selevantaba a las cinco y media de la mañanapara hacerle el café antes de que se fuera atrabajar.

Tienes un buen trabajo Yannis, dijo, ganasmucho dinero y te lo mereces. Había cincomujeres en Samos que habrían envuelto ycolocado y desenvuelto sus ajuares todas lasnoches, tan deseosas estaban de casarsecontigo, si tú les hubieras dado tu palabra, tú,que trabajas ahí subido, solo en el cielo, comoun pescador celestial. Conque te casaste con

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una extranjera aquí en la ciudad, y tus hijasno hablan griego, y tu mujer todavía no te hadado un hijo, y tú ganas mucho dinero; eso eslo que quiero decirte, porque no lo ahorras; losderrochas los buenos dineros que ganas en elcielo; todo se va en el primer capricho que se lemete en la cabeza. Esta mujer gasta como si notuviera fe en el futuro; tiene una cabeza dechorlito. Mira el cuarto de baño, Yannis, nosabía que había tantas lociones diferentes paralas mujeres.

Algunas son para mí, respondió su hijo.

Las sirenas no tenían más y engañaban a loshombres y los conducían a la muerte. Abre elarmario del cuarto de las niñas, y es como... ¡escomo si encendieras el televisor! Nada, nada delo que hay allí puede durar; no hay nada enese armario que pueda llegar a tus nietos; todoes basura. ¿Por qué hay cucarachas en tu casa?Te lo diré, hijo. Tienes cucarachas porque todo

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está manga por hombro; las cucarachas sonuna muestra de descuido.

Te lo repito todas Ias mañanas, madre, noestamos en Samos. Hay cucarachas en todo eledificio.

¡Esto es Babilonia!

Vivimos aquí. Te invité a que vinieras paraque vieras cómo vivimos.

La casa te espera, Yannis, siempre estaráesperándote.

Hemos salido adelante en la ciudad.

Todo el mundo se hace viejo, hijo mío. Y conla edad la vista empieza a fallar un poco. Nonecesito ver más de lo que veo para saber. Séporque siento. Tú trabajas en el cielo como un

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dios, y estás perdido.

¡No comprendes nada!

¿Por qué me chillas?

Me tengo que ir.

Que tengas un buen día, hijo mío.

Yannis iba en su propio coche hasta la obra,en Park Avenue. Tenía un pequeño Renault.Las calles ya estaban llenas, los cochesavanzaban sin apenas espacio entre unparachoques y el siguiente. Caía una lluviatorrencial, y a través del parabrisas las lucesformaban una maraña de lana amarilla.Yannis, el operador de grúa, iba pensando ensus mujeres...

Sonia no tiene la culpa de ser un poquito

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ligera de cascos. Madre no tiene la culpa de nohaber salido nunca de Samos. Pero, ¿por quéno me dejan en paz? Conducía con menoscuidado que de costumbre. De repente tuvoque dar un frenazo para no atropellar a unamujer que cruzaba la calle empujando unaespecie de inmenso cochecito de niño en el queiba una figura adulta. Tras un mes con cuatromujeres en la casa, le gustaría tener un hijo...;lo llamaría Alejandro.

Bajo el hule del gigantesco cochecito queempujaba la mujer iba acurrucado unhombre; tenía las manos en el regazo y lacabeza un poco ladeada. La mujer se detuvo alllegar a la acera y ajustó el sombrero en lacabeza del hombre, de forma que loresguardara mejor de la lluvia. No debesenfriarte, dijo, cuando coges un catarro, mepreocupo horriblemente. Te conozco, encuanto te acatarras, dejas de comer, te niegas acomer, y entonces se te atasca el vientre. Te

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voy a meter los pies bajo el hule, esas botas noson buenas para el agua y se te van a empapar.Ya no tendremos que volver a cruzar hastaque lleguemos a Park Avenue, cariño. ¿A quete gusta pasar por allí? Te gusta ver esas grúastan grandes.

*

En la obra, todos los hombres se habíanrefugiado de la lluvia en la caseta. Cuandollegó Yannis, el hombre de la diosa estabacontando un chiste. Sugus leía un artículo enel periódico sobre unos delfines amaestradospara proteger submarinos nucleares.

Cato abrió la puerta de golpe y se quedómirando a los hombres apoyados en lasparedes.

¿A qué estáis esperando, pandilla de

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holgazanes?

Murat dio un paso adelante e hizo unapequeña reverencia, como si estuviera a puntode recibir un premio.

Con su permiso, señor Cato. Yo creo que seríamejor esperar hasta que llueva un poco menos.

¡Eso es lo que crees! Jesús!

Con este tiempo, señor Cato, corre peligro laseguridad de los hombres.

Hablas como un jodido leguleyo. Sabes decirpalabras rimbombantes con tu boca deextranjero. Ándate con cuidado o te pongo enla lista negra. No encontrarás trabajo enningún sitio. ¿Entendido? ¡Fuera! ¡Todo elmundo fuera!

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No se movió nadie.

Eso de ahí fuera es una ciénaga, señor Cato.

Como si estuviera lleno de mierda, me daigual. Llevamos ocho días de retraso.

Los hombres no pararán de resbalarse. Ademásde poner en peligro su salud al trabajar todo eldía empapados.

¡Peligro para la salud! ¡Mis cojones! Esto no esuna guardería. Todo el que necesite una gorraque se acerque a buscarla al almacén. Quierover vertido el hormigón en los seis encofradoscolocados ayer. ¿Entendido? Ahora, ¡fuera!

Los hombres siguieron sin moverse. Cato seacercó a Murat con los puños levantados.

Tira la navaja, dijo Cato entre dientes.

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No pienso moverme, respondió el turco.

Entonces estás despedido. ¡Fuera, los demás!¿Estáis sordos o qué? ¡He dicho que salgáis!¿Queréis que os despida a todos? Pero, ¿quécoño os pasa?

Los veinte hombres de manos grandes ehinchadas se negaron a salir de la caseta demadera. Su aliento y la humedad de las ropasen un espacio tan pequeño hacían que el aireestuviera muy cargado. Ninguno habló. Lastablas del suelo crujían bajo sus pesadas botas.Llenaban la pequeña caseta de la mismaforma que un solo elefante ocupa un vagón detren. Finalmente, el hombre de la diosa en elcasco dijo: O vuelves a admitir a Murat o notrabajamos ninguno hoy.

Cato se volvió a mirar por la ventana. Seagarró el cinturón con las manos. El elefantetraspasó su peso de una pata a otra. Por fin,

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Cato habló:

Mirad, ya llueve menos. Salid todos, Muratincluido. Ya hemos charlado un rato, ¡ahora atrabajar!

Era cierto que llovía con menos fuerza. Trestrabajadores avanzaron hacia la puerta. Losotros los siguieron. Algunos de los hombres seataron sacos de plástico en la cabeza. Muratfue el último en salir.

*

Ya habían llenado la primera cubeta. Murathizo la señal con los brazos, y Yannis empezó aalzarla un poco torpemente. La carga oscilabade tal forma que el cemento gris se desbordabaa un lado y otro y caía mezclado con lallovizna en el suelo embarrado.

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Soplaba un viento racheado. Arriba, en lacabina, Yannis observó el indicador para ver silas ráfagas sobrepasaban los cincuentakilómetros por hora reglamentarios paradetener la grúa. Todavía no. El ritmo de lasrasquetas, que se movían incesantementehacia adelante y hacia atrás limpiando el aguade las ventanas de la cabina, le recordó otro dehacía mucho tiempo: el de los remos de labarca de su padre. No debía de tener más deseis años, pues su padre se ahogó cuando éltenía siete. Otra ráfaga golpeó la grúa, comouna ola.

Abajo, al nivel del suelo, las ráfagas de vientoadherían la ropa húmeda al cuerpo de loshombres, y los que podían metían la cabezaentre los hombros para protegerse la cara de lalluvia. Sugus estaba transportando arena hacialas cucharas de la hormigonera. La arenapesaba el doble de lo normal. Con los piesmojados, el agua escurriéndole por el cuello y

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el hombro derecho entumecido por el peso dela pala, pensaba en Zsuzsa. Pensaba —comosiempre lo han hecho los hombres encondiciones adversas— en su dulzura y sucalor, en cómo era lo opuesto a palear arenahúmeda azotado por el viento y la lluvia.

La primera vez que la había visto sin unaprenda de ropa encima, la primera vez quehabía visto su mechón escondido, más oscurode lo que había imaginado en ningún sueño,pensó que era el hombre más afortunado de latierra. Estaba de pie ante él y hacía que todo lodemás hasta el final se desvaneciera en lanada.

¡Toooro!, gritó Murat según bajaba la cubeta.

La tolva vomitó el hormigón líquido. Muratcambió el interruptor, y el alimentador sedetuvo, el tambor comenzó a girar en sentidoopuesto y las lengüetas quedaron colgando.

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Apoyado en la pala, Sugus observaba.

Fue entonces cuando Murat se dio cuenta deque una de las cadenas de arrastre parecíafuera de su sitio. Dudó. Acababan de cargardos toneladas de hormigón. Si dos toneladas dehormigón cayeran desde el cielo mientras eranalzadas por la grúa... Desde donde estaba, anivel del suelo, no veía bien los anillos por losque pasaban las cadenas. Buscó un punto deapoyo y se subió a pulso a la cubeta para ver demás cerca.

Una nueva ráfaga de lluvia golpeó la grúa,reduciendo seriamente la visibilidad. El aireparecía un mar. Yannis creyó que Murathabía agitado su casco en el aire. Pulsó elbotón negro adecuado.

La cubeta inició su ascensión al cielo conMurat colgando de ella.

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¡No!, gritó. ¡Para! ¡Para! El viento se llevó suspalabras. Sólo Sugus las oyó y vio lo que estabapasando.

¡Suéltate! ¡Suéltate!, gritó.

Murat hubiera podido saltar fácilmentedurante esos primeros segundos, pero haysituaciones en las que el deseo de sobrevivir daórdenes aberrantes y entonces te quedasparalizado. Una vez vi un perro en un ríocuando estaba empezando el deshielo. El perrose encontraba sobre un trozo de hielo que sehabía desprendido y lo llevaba corriente abajo.El animal no podía decidir si saltar o quedarsequieto. Sus patas delanteras querían hacer unacosa, y las traseras, la otra. Del mismo modo,las manos de Murat se negaron a soltarsecuando la cubeta se alzó en el aire por encimade la hormigonera.

Desesperado, Sugus empezó a amontonar el

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barro de forma que estuviera directamentedebajo de la cubeta. Allí se hincó de rodillas ylevantó la vista hacia el gran caldero, que ya sehabía elevado sus buenos cuatro metros delsuelo y estaba a punto de desaparecer en elcielo. Murat estaba colgado de los brazos conlas piernas bailando en el vacío. ¡Salta, Murat!¡Salta!, rezaba, imploraba, Sugus. Estaspalabras llegaron a los oídos de Murat. Las oyóy, milagrosamente, esta vez sus manosobedecieron. Se soltaron, y Murat cayó al suelodesde una altura de cinco metros, justo al ladode Sugus.

¡Murat!

El turco cayó boca abajo. Durante unmomento que pareció un año no se movió. Porfin volvió la cabeza.

No te preocupes, Mocoso, dijo. Creo que me heroto una pierna. Mejor no me muevo.

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La lluvia y el viento se habían calmado, yapareció el primer breve rayo de sol del día.Pero los dos hombres estaban temblando.

Desde su cabina, Yannis se dio cuenta de queabajo estaba sucediendo algo raro. ¿Por quéestaba el turco caído de bruces en el barro?¿Que estaba haciendo de rodillas a su lado eljoven que quería ser operador de grúa? Siguiósubiendo la carga y giró el pescante hacia eloeste. Cato corría hacia la hormigoneraagitando los brazos. El joven se había puestoen pie y caminaba hacia él. Cuando llegaron eluno frente al otro, los dos se pararon en seco.Entonces, el joven abofeteó al encargado, yéste, cogido por sorpresa, dio un paso atrás,resbaló y cayó al suelo. El joven volvió a dondeestaba el turco, que no se había movido yseguía desplomado sobre el barro amarillo.Fue entonces cuando Yannis se convenció deque había habido un accidente.

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Tenía que descargar la cubeta o de lo contrarioel hormigón fraguaría. Cuando lo hubo hecho,paró la grúa y salió de la cabina. Un arco iris seelevaba sobre el este de la ciudad. Empezó abajar los peldaños mucho más despacio que decostumbre. Según descendía, su siluetarecortada contra el cielo mostraba a unhombre cargado con el peso de la duda.

Sugus no decidió realmente qué direccióntomar: dejó que le llevaran los pies. La lluviahabía dado paso a un ligero sirimiri. Cuandolos taxis se paraban ante el hotel Metropole, losporteros ya no salían enarbolando los grandesparaguas colorados. Sobre la obra volvían afuncionar las dos grúas, y sus brazos girabanen el cielo. Cato había despedido a Sugus enese mismo instante. A Murat se lo habíanllevado en una camilla.

Sugus caminó a paso ligero por Park Avenue,

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hacia Carouge. Era una zona llena de bancos.Los bancos se agrupan, desalentando acualquier otro edificio en el que el dineropueda cambiarse por placer. En los bancos nose escondía nada, salvo el dinero; todos losporos de estos edificios estaban vigilados, todassus superficies pulidas, como si hubieran sidoafeitadas para una operación. Por eso robar enellos era un reto casi tan grande como llegar ala luna, y los héroes populares de la ciudaderan hombres como Néstor o Margarlon oDiome-des, unos ladrones cuyos botines sehabían hecho legendarios. Al pasar ante losbancos lunares, Sugus se llevó la mano alcuchillo con mango de asta que tenía prendidoen el cinturón.

Diez minutos después llegó a Gentilly, elbarrio de los comerciantes de ropa; había allímuchas tiendas, almacenes al por mayor ytalleres. A todas las horas del día, sus estrechascalles eran un constante ir y venir de

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compradores, vendedores, mensajeros,representantes comerciales, botones. Los mozosde cuerda acarreaban montones de ropaatados con cordel, y los montones eran másaltos que ellos. La ropa había sidoconfeccionada por mujeres que cosían en suscasas para las empresas textiles. Todos los quecaminaban junto a Sugus o venían de frenteestaban haciendo algún recado, urgente paraalguien en algún lugar.

Se habían disipado las últimas nubes. Losedificios de las colinas más apartadas parecíanmás blancos con la luz del sol. Los pescaderosrociaban su mercancía con hielo picado, ySugus, abriéndose paso entre los transeúntesque llenaban la acera, recordó algo que supadre le había contado una vez acerca de unvaquero en el alpage. Todo lo que recordabaera que el hombre decía algo, y el aire estabatan calmo, el hombre tan solo, que la montaña

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repetía sus palabras.

Como si el sonido viniera de la montaña, cantóun gallo. Sugus se detuvo y miró a sualrededor. Una vieja, desdentada y con unanariz parecida al pico de un ave, estabasentada en un cajón delante de una puerta.Tenía entre las piernas una cesta con variospollos blancos. Al darse cuenta que habíahecho detenerse al joven cubierto de cemento,la vieja volvió a cacarear y le hizo una señapara que se acercara.

¡Pollos bien cebados!, anunció, ¡a tres milnovecientos la pieza!

¡A ese precio...! Y Sugus soltó una risita deregateador nato.

Acércate y te contaré un cuento.

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Sugus se aproximó.

Le sucedió a mi vecina. Ella y yo vivimos másallá de los depósitos de petróleo, dondeempieza el campo. Está casada mi vecina, y asu marido le gusta empinar el codo. Un sábadopor la noche se llevó a sus amigotes a casa, yempezaron a beber en la cocina, a beber y acantar. La mujer dice que se va a la cama. Unpoco después, el marido se quedó dormido enla silla. ¿Me estás escuchando, chico? No veobien. Escucha. Entonces a uno de los amigotesdel marido se le ocurrió una idea: Vamos agastarle una broma, dijo. Estamos en Pascua,seguro que tienen por ahí un pollo, mira en elfrigorífico. Y encontraron uno. Córtale lacabeza y dame el cuello, dijo el más bromista.Vale. ¡Ahora le abrimos la bragueta y ledejamos el cuello del pollo colgando, como sifuera...! Esto es lo que hicieron los hombres yluego se fueron a sus casas. A las cinco de lamañana o así, la mujer se despierta en su gran

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cama; todo está en silencio, y su marido noestá a su lado. Así que se levanta.

Abre la puerta de la cocina, ¿y qué es lo queve? ¿Sabes lo que vio? ¡Vio al gato comiéndolela colita a su hombre...!

Te lo dejo por 2.500, joven, ya que tanto te hasreído con mi historia.

Sugus siguió andando por Shepherd’s BushRoad; llevaba el pollo vivo agarrado por laspatas, cabeza abajo. Fue el pollo el que le dio laidea de adonde ir.

Pasó por delante de una mujer que empujabaun cochecito de niño con un adulto encima. Selos quedó mirando. La mujer se inclinó ahablar con el hombre sentado en el cochecito.

¿Tienes calor, cariño? No quiero que sudes; te

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pone de muy mal humor. ¿Te molesta el sol enlos ojos? Tenemos que llegar hasta Lions pararecoger las partituras, porque si no, no tendrésuficientes. Sé bueno y dobla la rodilla, asípodré subirte la pernera del pantalón. Nosqueda todavía mucha música por escribir...

Los caminos que subían hacia el Cerro de lasRatas estaban embarrados, Sugus resbalóvarias veces. Una vez se cayó sobre el pollo, quelanzó un agudo cacareo esperando que todoslos gallos del mundo vinieran en su ayuda. Nohabía nadie fuera de la Casa Azul. Dentro,sentado en una silla junto a la ventana, Naisilimpiaba con un paño la ametralladora quereposaba en sus rodillas.

¿Qué has hecho, cuñado?

Pegué al jefe.

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No deberías haberlo hecho, dijo.

Ya me ha sucedido otras veces. No pudeevitarlo.

Nunca pegues al jefe, a no ser que vayas amatarlo. El siempre golpeará más fuerte. Yademás es algo demasiado íntimo.

Lo tiré al suelo.

Y te han echado, ¿no? El se levanta del suelo, ytú te vas a la mierda. Sabes leer, supongo.

Sugus afirmó con la cabeza.

Zsuzsa no sabe.

¿Y tú sabes?, preguntó Sugus.

¿Yo? Yo soy el primer miembro de la familia

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que ha aprendido a leer. Me tuvieron cuatroaños en su zaoüía. Me enseñaron a leer y mehablaron de Dios. Con Dios no se juega. Eso eslo que aprendí sobre El... en pocas palabras.Fue en esa zaouía donde puse mis manos porprimera vez sobre un piano. Estaba en unsótano donde hacían el yogur, y el cocinero,que era negro, me enseñó las notas. Le gustabatocar una pieza suya que se titulaba «Tecuelgan las pelotas». Hasta hoy, no puedotocarla sin oler a ropa húmeda y lechehervida. Luego me preñaron.

Estás de broma.

Me pillaron con marihuana india.

Naisi esbozó una sonrisa tan enigmática comola de Buda. Resultaba difícil saber si mostrabapena, ironía o determinación ante las malasnoticias.

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Esto es lo que quería mostrarte.

Naisi le pasó un periódico doblado; Sugus leyóel pequeño titular: EL CERRO DE LASTORTUGAS DESAFÍA A LA INTERPOL.PERDIDA LA PISTA DE LA RED, DICE ELDEPARTAMENTO DE IDENTIFICACIÓNPOLICIAL.

Pase lo que pase, cuñado, no te olvides de queZsuzsa no sabe leer.

¿Qué quieres decir?

Dale siempre una segunda oportunidad.

Naisi se puso en pie, abrió el armario de sumadre y colocó con cuidado la ametralladoraen el estante superior, detrás de los zapatos.

Lo que cuenta para ellos no cuenta para

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nosotros, cuñado. No lo olvides nunca, y así note harán daño.

Giró en redondo y volvió la cara hacia Sugus.Una máscara dorada le cubría el rostro. Lamáscara tenía una expresión triste, como si nohubiera otro color en el mundo más agotado,más fatigado que el oro. Detrás de las rendijasde los ojos, Sugus vio la misma mirada azul,perdida.

Me la pongo algunas noches, cuando toco en elAlhambra, explicó Naisi sin quitarse lamáscara.

Se dejó caer en una silla. En la morgue tienenel mismo aspecto que nosotros, dijo Naisi,tienen los mismos grupos sanguíneos quenosotros. Pero ellos y nosotros no tenemosnada en común.

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Lo mismo'decía mi padre.

¿Sí?

Decía que estaban los campesinos y estabanaquellos que vivían de los campesinos.

¡Campesinos! Yo hablo del siglo XXI, de hoy yde mañana.

Sugus todavía tenía el pollo en la mano.

Nacemos fuera de la ley y hagamos lo quehagamos vamos contra ella, dijo Naisi. Ellosnacen del lado de la ley y hagan lo que hagansiempre están protegidos. Si tienes que golpearsin matar, golpea a quienes te quieren, no aellos. Lo que cuenta para ellos no cuenta paranosotros. Mira, las manzanas, por ejemplo.Ellos se comen una manzana para estar sanos.Nosotros nos comemos una manzana porque

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alguno la ha robado. Y los coches. Ellos van encoche a sus citas. Nosotros nos subimos a uncoche para huir. ¡Y qué me dices de construiruna casa! Ellos construyen para invertir sudinero y dejárselo a sus hijos. Nosotrosconstruimos para tener un techo. Joder! ¡Ellosjoden para tener niños! Naisi se quitó lamáscara y la tiró al suelo. ¡Yo jodo para morir!¿Y tú?

Antes de volverse, Sugus supo que Zsuzsaestaba detrás de él.

Tu hombre acaba de darle un puñetazo alencargado, dijo Naisi.

¿Y qué demonios le llevó a hacerlo?

Lo golpeé sin pensarlo.

Dámelo, dijo Zsuzsa.

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La chica cogió el pollo y le dio la vuelta, deforma que quedó sentado en su mano, contrael pecho.

Cuando han perdido toda esperanza los pollosse tranquilizan. Lo acarició.

Cato se lo merecía, dijo Sugus.

¡Ay, qué suavecito es!, murmuró Zsuzsafrotándose la barbilla en las plumas blancas delas alas.

Me han despedido, dijo Sugus. Para mi madreva a ser...

Ya lo sé.

Fue una tontería. Para mi madre...

No te preocupes, Flag. Te diré lo que vamos a

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hacer. Vamos a ir a la ciudad. Iremos adespedirnos de tu asquerosa obra. Y luegoiremos a ver a tu madre. Espera cincominutos.

Salió con el pollo bajo el brazo. Los doshombres oyeron un débil cloquido, el últimoexhalado por la garganta del animal.

Todos lo vecinos le traen los pollos y lasgallinas para que ella se los mate, dijo Naisi,lleva haciéndolo desde que tenía diez años.Nunca los asusta.

Debe de ser la forma en que los agarra.

Cuando éramos pequeños, no aquí, sino másallá de Swansea, antes de que limpiaran lazona con sus excavadoras, teníamos una cabra,y siempre era Zsuzsa la que la ordeñaba.Aprendió a ordeñar las cabras antes que a

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contar.

*

Voy a desaparecer, dijo Zsuzsa según bajabanhacia la ciudad.

Se colocó detrás de Sugus y apretó su cuerpocontra el del muchacho.

¡Anda!, le dijo.

Zsuzsa iba totalmente pegada a Sugus y movíalas piernas al mismo tiempo que las de él.Cualquiera que avanzara hacia ellos hubieravisto la silueta de una sola figura.

¡Se ha ido!, susurró Zsuzsa.

Sugus ardía de deseo.

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Ya soy vieja, y lo sé. Arder es la palabra. Sentíaque la colita le iba a reventar en un chorro desangre, si no la refrescaba. Le hervía la sangreen el cuerpo. Esto le sucedía por dentro. Porfuera era todavía peor. A su edad, el tiempo esmuy largo, y esa extensión engendra unaimpaciencia terrible. Tenía la sensación de queel tiempo se lo tragaría si no la poseíaentonces.

¿Adonde podemos ir?

Sigue caminando, grandullón, ¡ella se ha ido!

El deseo de Zsuzsa era diferente. Nada laamenazaba con tragársela. No tenía quecruzar ningún espacio al descubierto parallegar a donde quería estar con Sugus. Notenía que salir del bosque. El bosque era supropia naturaleza. Lo recorría, se tumbaba enél, miraba el cielo desde abajo. Conocía lasllamadas de muchos de sus animales, pero no

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todas. Y creía que Sugus estaba en el bosque.Lo único que tenía que hacer era encontrardonde se escondía. Nunca estaba en el mismositio. Y nunca estaba muy lejos. Lo que másdeseaba era descubrirlo y cubrirlo y volverlo adescubrir. La mayoría de los frutos silvestresestán ocultos bajo las hojas, algunos estánprotegidos con espinas. Lo que deseaba eraencontrar en su bosque, pegado al suelo, elracimo de Sugus. Como no tenía que salir delbosque, no importaba cuánto tiempo lellevara.

Habían llegado a Carouge, por donde Sugushabía pasado aquella misma mañana.Oscurecía. Un aeroplano, con las luces de lasalas parpadeando, cruzaba el cielo.

Te diré lo que he visto hoy, Flag, ¡y no te lo vasa creer! Era negro, no levantaba un palmo delsuelo y parecía una maquinilla de afeitareléctrica. Por dentro era de cuero rojo. El

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volante, de piel de serpiente blanca. Tenía unplato para discos compactos y un sistemaespecial de sonido. Fácil de abrir; lo miré bien:sólo quitar cuatro tornillos y cortar una chapa.

¿Un Cormorán?

No; el capó no era lo bastante largo. Peroescucha...

Te estoy escuchando.

Pues estaba ahí, aparcado en la calle. Detrás dela estación de Budapest. Hacia Sankt Pauli. Yva y aparece el señor Director. No tiene buenadentadura, no creas. Tiene los dientes del colorde la grasa de cordero. Lleva un mando adistancia en el bolsillo. Le da a un botón y seenciende una lucecita en cada puerta delcoche. Vuelve a darle, y las cuatro puertas seabren un poquito. Todavía no se ha movido de

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la puerta del edificio. ¡Zap!, se cierran laspuertas. ¡Zap!, arranca el motor. Zap. Damarcha atrás y listo para largarse. ¡Bip, bip! Elseñor Director se monta en el coche y se aleja.Un día, Flag, vamos a tener un coche comoése.

¿Conseguiste la matrícula?

No. ¡Pero tengo el mando!

Lanzó al aire algo que parecía una pequeñacalculadora de bolsillo y lo recogió con ambasmanos.

¡Déjame verlo!

Ahora no, Flag, y se echó a reír.

Ya sé a donde vamos a ir, dijo Sugus.

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Estaban en la acera delante de una valla demadera bastante alta que ocultaba el solar enconstrucción del Mond Bank. La condujo porPark Avenue siguiendo la valla y luegodoblaron la esquina.

Un día te voy a comprar un coche con mandoa distancia, dijo ella.

Llegaron ante una puertecita practicada en lavalla; estaba cerrada. Un poco más adelante,Sugus apartó un tablón. Luego otro.

Salíamos por aquí todos los días para ir acomprar cervezas a la máquina de bebidas dela estación de metro.

Cuando estuvieron dentro, volvió a poner lostablones en su sitio, contra la valla.

De noche, a medio terminar, el edificio se

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parecía a la ruina romana que salía en laenciclopedia que teníamos en la escuela. Losmismos agujeros negros en donde deberíanestar las puertas y las ventanas, la mismasilueta quebrada, la misma escala, como sifuera el juguete de un gigante para el cual elcielo no fuera más grande que una almohada.

¡Vamos a subir ahí arriba!

¿Arriba dónde, Flag?

A esa grúa.

¿Cuál?

La padre.

¿Padre?

La alta.

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Es muy alta, Flag.

Hay una escalera.

No la veo.

Y hay una cabina.

Estará cerrada, Flag.

En el pueblo nunca cerramos. Venga, rápido.Antes de que nos vean. La tomó de la mano yla condujo al pie de la grúa.

Hay trescientos ocho escalones, dijo, puedescontarlos si quieres. No mires arriba ni abajo.Sólo cuéntalos.

Ve tú delante, dijo ella, yo te sigo.

Bajo ellos se extendía una miríada de luces.

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Por cada luz, había al menos diez personas,cada una de ellas con un nombre. Todas esaspersonas estaban subiendo escaleras, cruzandocalles, durmiendo, trabajando, hablando,acariciándose, sufriendo, muriendo, comiendo,bebiendo hasta caerse muertos, tocandomúsica, vomitando, planeando, hundiéndose,sobreviviendo. Su número se multiplicabacada semana. Y el peso de las muertes que sedaban en Troy nunca eliminó la liviandad delos nacimientos.

Ya hemos llegado, dijo Sugus, mira abajo.

No me rompas los dedos, respondió Zsuzsa.

Está abierta.

¿Estás seguro?

Quítate el vestido, Zsuzsa.

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Me parece que Zsuzsa y Sugus estabanhaciendo el amor cuando comenzó estahistoria.

Nunca había estado tan arriba, dijo Zsuzsa.¿Lo sientes? ¿Sientes cómo se balancea la grúa?Nadie me hará tan alta.

¡Un día irás en avión!

Nunca subirá tanto como estamos tú y yoahora.

¡Un Boeing 747 a París!

No, Flag, nadie podrá llevarme tan alto comotú lo has hecho esta noche.

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BODAA la derecha del fogón de mi cocina hay unapequeña palanca que sirve para aumentar oreducir el aire que entra por la chimenea. Elmecanismo es lo bastante simple para que unavieja pueda entenderlo. Al levantar o bajar lapalanca, gira una barra que está soldada a unafina chapa redonda que tiene las mismasdimensiones que el tubo de la chimenea.Cuando la palanca está hacia arriba, se cierra,y cuando está horizontal deja entrar el aire. Elaño pasado, la chapa se soltó de la barra, y elfuego rugía todo el tiempo; así que fui junto aCésar, el herrero, y le pedí que me la arreglara.Era un insulto encargarle semejante cosa:como pedirle a un zapatero que te cosa unbotón. Pero él me miró y, como si los dostuviéramos cincuenta años menos, dijo:¡Puesto que es para ti, te la arreglaré! Dos días

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después pasé por allí, y la pieza ya estabareparada y esperándome. César no estaba encasa, así que la cogí y le dejé un tarro de mielsobre el banco de trabajo. Murió unos mesesdespués. Ahora cada vez que subo o bajo lapalanca del tiro, pienso en César, el herreromuerto, y le doy las gracias cuando oigo que larespiración de la chimenea se hace más débil omás fuerte. ¡Estás en mi hogar, César!, lesusurro.

Caía la noche en Troy. Sugus estaba tumbadoen la cama leyendo acerca de la boda de unfamoso millonario y una estrella de cineaustraliana. El millonario declaraba a larevista: Éste es mi quinto y últimomatrimonio, pues ya soy lo bastante mayorpara saber lo que quiero. Tenía sesenta y dosaños; la novia, veintitrés. Sugus dejó la revistaen el suelo, al lado de la cama.

¿Recuerdas la última vez que fuiste al pueblo,

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mamá?

Wislawa dejó la plancha levantada sobre lamesa y miró por la ventana del piso catorce,como si lo que viera no fueran los lingotes deacero de los otros edificios de Troy, sino unamontaña.

La última vez que estuve en el pueblo, Sugus,estaba embarazada de ti.

¿Nevaba?

Wislawa se rió. No, era verano, por la época dela siega del heno. No me permitieron cargarlos carros con la horca. Me dijeron que erademasiado arriesgado en mi estado. Sólo puderastrillar.

Wislawa seguía mirando por la ventana. Elagua de la plancha borboteaba. A través del

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tabique se sentía el bisbiseo incesante deltelevisor del vecino, como si fueran voces quehablaran dentro de una olla.

Enseguida volveré a ganar dinero, dijo Sugus.

Lo creeré cuando lo vea, hijo.

Sólo necesito veinticinco mil. Veinticinco. Coneso me podré comprar un esfigmomanómetro.¡Con un esfigmomanómetro estaré salvado!

¿Y para que quieres algo así?

¿A qué no sabes lo que es?

Wislawa estaba pensando en otra cosa.¿Querría de verdad a su hijo esa, esa —dudababuscando la palabra que quería, y la falta deuna sola palabra hizo que su corazón aullarapor la pérdida de Rama—, esa vagabunda del

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Cerro de las Ratas?

Del griego sphygmos, que significaba pulso, elsigno de la vida, mamá.

¿Qué dices, Sugus?

Con uno de esos aparatos y una bata blancacomo la que llevan los matasanos del hospital,puedes sacarte ocho mil diarias enAlexanderplatz.

Debería darte vergüenza; mira que intentaraprovecharte del sufrimiento de los otros.

¿Y qué hacen los dentistas?

Tú ni siquiera sabes tomar la tensión.

Aprenderé en cinco minutos.

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Un trabajo fijo es lo que necesitas.

¡Fijo! Tú estás todo el día planchando yplanchando y no ves otra cosa. Ya no haytrabajos fijos. Se han acabado. Para nada. Aver si te enteras de cómo es, mamaíta. No haymanera de encontrar uno.

Wislawa depositó otro mantel verde dobladoen el montón al lado de la ventana. Losvecinos veían ahora un partido de fútbol, ysonaba como si las voces del locutorcomentando las incidencias del encuentrofueran gritos de ¡sálvese quien pueda!

Dentro de un momento prepararé algo decena, dijo Wislawa...

¿Es verdad?, preguntó Sugus cerrando los ojos,¿es verdad que hay gente en el pueblo que vivetan alto en la montaña, tan alejada, que

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cuando susurra algo, el eco de las rocas se lorepite?

Hay sitios así.

Sugus columpió las piernas en el aire como sifuera a caminar por el techo, se levantó de unbrinco y se quedó de pie en el suelo decemento.

¿Por qué no nos volvemos al pueblo los tres,mamá?

¿Qué tres?

Tú, Zsuzsa y yo. Padre siempre contaba quehabía una casa de madera en la montaña y unbosque de pinos que todavía nos pertenecía.Podríamos vivir allí. Yo cortaría árboles; tútendrías gallinas, y Zsuzsa recogería setas y lasvendería al otro lado de la frontera, como

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aquella mujer de la que hablaba padre, ¿cómose llamaba?

¿Por qué estoy llorando?, se preguntó Wislawa.

Cultivaríamos nuestras verduras, dijo Sugus.En invierno yo podría trabajar en los remontesde esquí, y en verano cortaría leña.

No es como tú te crees. No puede ser, hijo, nopuede ser.

*

Sugus cogió el metro en dirección a Edding-ton. Se bajó en Pitón y caminó por la carreterade la costa hacia las tenerías. La carreteraestaba iluminada con farolas de luz naranja,como la de las autopistas. Cuando no pasabancamiones, oía cómo rompían las olas contra losguijarros de la playa. También le llegaba el

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olor de las tenerías. Había otros olores máscorrosivos en Troy —por ejemplo, el de lafábrica de fertilizantes de Gentilly— pero, denoche, el olor de las tenerías le hizo pensar enlas catacumbas. De kata, que en griegosignificaba abajo. Abajo, allí era donde estabasu padre.

Cuando la carretera dobló el cabo, Sugus seanimó, pues desde allí ya se veían las luces delCerro de las Ratas. Como a mucha otra gentenacida en las ciudades, le asustaban lasdistancias vacías. Corrió un poco. Enseguidallegó a sus oídos la música de una radio. Derepente todas las luces se apagaron, y luegovolvieron a encenderse. Esto sucedió variasveces seguidas. Totalmente a oscuras, la colinapoblada de barracas y chabolas parecía unperro dormido; cuando volvía la luz, era comoun oso danzarín. De las paredes de algunascasas colgaban lucecitas de colores. Estaba

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totalmente perdido, pues de noche habíandesaparecido todos los puntos de referenciaconocidos. A veces el lugar era un laberinto deluces; otras, era más negro que un pozo. Separó ante la puerta de una chabola dondeunos niños clasificaban en montones el botíndejado por los recolectores de basura: unmontón para piezas eléctricas; otro, parazapatos de mujer; otro, para medicinas.

*

¿Sabes dónde está la casa de tío Dima?,preguntó Sugus a un chico que estabafumando.

¡La Casa Azul! ¡La de la Zsuzsa!

Esa misma.

Los chicos formaron corro a su alrededor.

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Bonito cuchillo, colega.

Es viejo, muy viejo. Era de mi padre.

¿Puedo verlo?, preguntó el chico de oscurasojeras que estaba fumando.

Sugus sacó el cuchillo de su vaina y lo alzóagarrándolo por el mango de asta al tiempoque con el índice de la otra mano cubría laafilada punta. A la luz del farol de la chabolael cuchillo brilló como el agua.

La vida es tan afilada como un cuchillo. Elresto es Dios.

¿Me dejas tu pincho?

Sugus negó con la cabeza.

Te doy quince mil por él.

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Sugus volvió a negar con la cabeza.

¡Veinte mil!

No está en venta.

Todo está en venta, colega.

Pues esta noche estoy sin blanca, te lo aseguro,dijo Sugus, estoy pelado, y no pienso venderteel cuchillo.

¿Porque te lo dio tu padre?

El chico tiró el cigarrillo.

Hay cosas que no se venden, dijo Sugus.

¡Conque quieres encontrar a Zsuzsa!

Has tenido suerte, tronco, porque la

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conocemos.

¡La sensual Zsuzsa!

Para encontrarla, dijo el que quería comprarel cuchillo, sigue los postes de la luz, sin dejarde subir, hasta que pases el segundo garito a tuizquierda.

Sabes lo que son, supongo.

A ver si te crees que soy tonto, respondió

Sugus.

¡Tampoco lo es Zsuzsa!

¿Te gustaría tener a Zsuzsa de mamá?

Al llegar al garito tuerces a la derecha yenseguida verás la Casa Azul.

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*

El interior estaba tan abarrotado de cosascomo lo estaba de chabolas, adultos, niños ygallinas el Cerro de las Ratas. Había ropas,utensilios de cocina, cajas de cartón, cojines,platos, botellas, zapatos, toallas, trapos, jarras,una mesa, un colchón en el suelo, un televisor,un armario, un hornillo de gas, una bombona,un fregadero. Y, sin embargo, la habitacióntenía un orden y estaba llena de detalles quemostraban que allí vivían mujeres.

En el colchón de matrimonio pegado a lapared, las almohadas estaban colocadas enlínea recta bajo la tela que hacía decubrecama, y sobre este montículo había untapete alargado de encaje blanco. En el estantecolgado de la desnuda pared de ladrillo, losplatos estaban cuidadosamente apilados demayor a menor, los más grandes abajo, los

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pequeños encima. En el centro del techo decartón había pegada una foto de una gaviotavolando; desde la cama parecía que volabahacia uno. Lo más notable de todo era que enaquella minúscula habitación hubiera cincoespejos. El más grande, con un marco doradoen forma de ventana de iglesia, estaba apoyadocontra la pared, al lado del fregadero. Lasuperficie grisácea del espejo estaba todasalpicada de puntos negros, donde habíadesaparecido el azogue. Parecía el suelo delCerro, pero si te ponías de pie al lado delfregadero, te veías reflejado de cuerpo enteroen su oscura solemnidad.

¡Mira esto! dijo Kaja, la madre de Zsuzsa.

Alzó por los hombros la prenda que estabaplanchando. Era una americana de tweed condibujo de pata de gallo. Conforme la teníalevantada no pudo resistirse a balancearla tal

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como lo haría sobre el cuerpo de una mujer alcaminar: ajustada en los hombros, entalladasobre las caderas.

Es para Zsuzsa, explicó, la compró esta tarde.

Muy elegante, dijo Sugus.

Va con una falda a juego.

Continuó planchando alrededor de su anchamano izquierda, que mantenía muy abiertapara que no se moviera la chaqueta. Sugusobservó que una de las solapas tenía unagujero renegrido por los bordes; parecía queel tejido se hubiera quemado.

¡Eso no es nada!, dijo Kaja, como si el peso delas inmensas carnes tostadas como el pan quese desbordaban de su vestido de algodónvioleta pudiera dar tal fuerza a esas palabras

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que hicieran desaparecer el agujero.

¿Ha sido con la plancha?

Yo diría que le cayó una brasa encima.

¿Cómo?

Pues se quitaría la ropa al lado de unachimenea para que la follaran allí mismo. Daigual lo que sucediera, el caso es que sucedió.Si no le hubiera pasado nada, no estaría aquíesta noche. Las ricas no tiran una chaqueta detweed nueva. No se notará si le compras unasflores para prenderse en la solapa.

Kaja le guiñó un ojo.

¿Tienes hambre? Te calentaré un poco depolenta. Naisi está fuera, ahí detrás con lachica. Dile a ella que entre.

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En el Cerro de las Ratas no había partes llanas,salvo donde se nivelaba para construirdespués. Todas las casas de la ladera habíanempezado con un pico y una pala. Ahora quealgunas familias eran más ricas a vecesempezaban por contratar a Achille, que habíaperdido una pierna y era el propietario de unaexcavadora salvada del desgüace. Detrás de laCasa Azul había un terreno de unos cuatrometros cuadrados que había sido aplanado agolpe de pico y pala por tío Dima antes de quelo metieran en la cárcel. La idea era construirallí una habitación para Zsuzsa y Julia:entonces tío Dima y Kaja podrían dormir solosen la habitación de los espejos. La segundahabitación la ocupaba por la noche Naisi. Afin de justificar el privilegio real de laintimidad, Naisi decía que su habitación era elCuartel General. Después de que arrestaran altío Dima, las obras en la parte posterior de lacasa habían parado. Toda la madera que el tíoDima había ido reuniendo para la

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construcción estaba esparcida por el terrenito:planchas, cajones, estacas, un viejo poste deteléfono; así que parecía que el cobertizo quela familia soñaba con construir acabara devenirse abajo. Frecuentemente, en el Cerro delas Ratas resultaba difícil distinguir entre loque se estaba derrumbando y lo que estaba enconstrucción.

Naisi y Zsuzsa estaban sentados en un cajónrodeado de escombros, y Zsuzsa escuchaba a suhermano. Naisi sabía leer, pero no eran libroslo que leía. Estaba continuamente leyendo lossignos de lo que sucedía en el Cerro y abajo enla ciudad, de los nuevos chanchullos yargucias para sobrevivir y, sobre todo, de losúltimos planes para unirse a aquellos paraquienes la supervivencia ya no era unproblema. Naisi leía continuamente, por esoconsideraba que el trabajo manual era unapérdida de tiempo. Leía adondequiera quefuese: el carácter de la gente, sus mentiras, sus

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miedos, los barrios de la ciudad y los hombresque los controlaban, la disposición de losedificios, los rumores, los nuevos precios delmercado, los informes policiales, los planos dela ciudad, y cuando no estaba leyendo pensabasobre lo que acababa de leer. Hablando en lapenumbra detrás de la casa, parecía que Naisile estuviera enseñando algo a su hermana.Pero, en realidad, no era así. Era la manera deescuchar de ella y la forma en que él utilizabalas palabras.

No te lo pediría si fuera por las noches, decíaNaisi, hablo de las tardes, sólo las tardes...

Sugus se acercó. Tu traje nuevo ya estáplanchado, dijo.

Flag, quiero que me llames Lila, dijo Zsuzsa.

Lila no es un nombre.

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Es el nombre de una flor y de un perfume.

No es el nombre de una mujer.

Escucha, el trapero al que le compré el trajeestaba cantando una canción. La había escritoun amigo suyo llamado Ottay Rifat, que viveen las Tortugas. Dice así:

En la esquina de la calle

las lilas están en flor

tendré que rogar e implorar

¡lilas!, ¡oh, lilas!

dejadme pasar

dulces lilas...

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Dos perros ladraron más abajo.

Zsuzsa se puso en pie, besó a Sugus en la bocay entró en la chabola.

Es un mal presagio cuando los perros ladrande noche. En el pueblo dicen que han oídoalgo en el bosque.

Qué bien que hayas venido, dijo Naisi.Tenemos que hacer gente nueva. ¿La hasfabricado antes?

¡Tal vez hayamos hecho una la otra noche!

Necesitamos diez, cuñado.

¡Danos unos años!

Necesitamos diez para pasado mañana.

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Eso es un montón.

Con sus jetas, sus nombres y sus carnés.

¿ Documentaciones ?

Sí, documentación internacional; necesitamospasaportes.

¿Quién paga?, preguntó Sugus.

Digamos que yo pago.

¿Cuánto, Naisi?

Quinientos mil, por diez.

Deberías decirle a quien está detrás de ti, Naisi,contestó Sugus, deberías decirle que te hacepasar por tacaño. ¡Robar diezdocumentaciones por quinientos mil!

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Ya lo tenemos todo listo. No os llevará a ti y aZsuzsa más de un cuarto de hora, con unriesgo mínimo.

¿Los diez?

Si conseguís más, pagamos más. Estación deBudapest. Mañana por la noche, a las diez.Andén 17. Schlafwagen 101.

¿Qué vais a hacer con los pasaportes?

Ya te lo he dicho, Sugus, tenemos que fabricargente nueva.

En ese momento apareció Zsuzsa; llevabapuesto el traje sastre de pata de gallo. En lapenumbra sólo percibieron que se habíacambiado y que llevaba una falda estrecha quele quedaba justo encima de las rodillas, peronada más. Y, sin embargo, los dos continuaron

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mirándola. Los dos la querían. Los perroshabían dejado de ladrar. Naisi enderezó laespalda y taconeó en el suelo con una de susbotas a fin de acompasar la elegancia de suhermana. Si él era el lector que era, ella era larazón de sus ganas de leer. La amaba de lamisma manera que un músico ama uninstrumento o un piloto su coche de carreras.Todo lo que deseaba era sacar lo mejor de ella,a fin de devolvérselo en forma de su propioplacer: el placer de ser Zsuzsa. No había vistoen su vida nada tan hermoso como suhermana. En la vida de Naisi no existían loscelos, sólo había esta ambición inmensa eíntima.

Sugus la amaba sin ambición. La amaba concelos, con pasión, protectoramente.

¡Lilas! ¡Oh, lilas!

dejadme pasar...

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canturreó, y Zsuzsa abrió los brazos.

Oigo el sonido de un cuerno de caza. Esextraño el cuerno de caza, siempre alejándose,volviendo la espalda, hablando por encima delhombro. Todo en él anuncia la partida. Elcuerno de caza es tan masculino como el arpaes femenina.

Oigo el cuerno sobre la alta marquesina decristal de la estación de Budapest, sobre elandén 17, y es como el aullido de un animalsalvaje. Casi puedo tocarle la piel, tibia,sudorosa, entreverada de púas doradas, tupidacomo el fieltro. Su voz, un bramido que segolpea contra los pilares de hierro forjado,llora las heridas y los heridos que han de venir.

Sugus y Zsuzsa avanzaban por el andén 17 —ella delante, Sugus detrás—, y parecía que nose conocieran de nada. No había ningún signoque pudiera sugerirlo porque los pensamientos

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de Sugus eran invisibles e inaudibles. Pensaba:Bajo esa falda, sus piernas son altas como elcielo. ¡Pero sé dónde acaban! Otropensamiento se cruzaba con éste: ¡Dios mío,que todo salga bien!

Zsuzsa iba vestida con el traje sastre de pata degallo; prendido en la solapa, un ramito dedalias blancas que había robado Sugus aquellamisma mañana de un jardín de El Escorial.Colgada del hombro derecho, donde el músicode una banda se colgaría la tuba, llevaba unabolsa de viaje de lona negra que le habíapasado Naisi. Un turbante egipcio de colorblanco le ocultaba el cabello. Había sido suabuela quien le había enseñado la manera deatarlo.

Es una banda de muselina de algodón de porlo menos tres metros de largo. Primero ladoblas a lo ancho hasta que es una tiraestrecha y luego te la enrollas en la cabeza

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dejando al final unos cabos muy largos. Conéstos haces una trenza blanca muy apretadaque te ciñes alrededor de la cabeza, como sifuera un halo.

Zsuzsa se había pasado media hora frente aloscuro espejo pegado al fregadero estirándoseel pelo y cubriéndolo con el turbante.

¡Pareces Nefertiti!, le había dicho Naisi cuandosalían de la casa. Luego añadió: No tepreocupes si tienes que abandonar la bolsa.Schlafwagen 101. ¡El mozo tiene fama deligón!

Además del turbante, Zsuzsa llevaba gafas desol. No se podía hacer nada para disimular losdos dientes que le faltaban. Se había pintadolas uñas de un rojo sangre.

Sugus, detrás de Zsuzsa, llevaba la gabardina

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qué había sido de su padre. La etiqueta pegadaen el interior del cuello decía: Aquascutum. Supadre le había explicado esta palabra. Del latínaqua, agua, y scutum, escudo. Se la habíaregalado el dueño de un restaurante para elque Clement había abierto mil ostras conmotivo de un banquete. Un cliente la habíadejado olvidada en el restaurante un año antesy no había vuelto a buscarla. Con ella puesta,Sugus parecía una persona con trabajo fijo.Cuando lo vio probársela aquella mañana, aWislawa le dio un vuelco el corazón yvislumbró un rayo de esperanza.

Era un TEN. Transeuropeo Nocturno. Cruzabael continente y llegaba hasta el otro océano entres días. El Schlafwagen 101 era un coche-cama, y en sus elevadas ventanillas ya estabanechadas las cortinas color ámbar. El vagónestaba pintado de rojo burdeos. En su parteinferior, la más cercana al andén, alguien

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había escrito TRANSPORTE DE MIERDA con un sprayblanco.

Zsuzsa avanzó despacio, con la cabeza alta,mirando las ventanillas a través de las gafas desol y parándose una o dos veces a fin de que elmozo se fijara en ella. Y se fijó. Hizo un gestocon la cabeza y él se acercó a la puerta delvagón. Primero, le dio el equipaje, y luego sesubió al tren. Llevaba unas sandalias planas deplástico, de las más baratas, de esas quevenden en la playa, pero su forma de subir lospeldaños del vagón hizo que las sandaliasparecieran calzado del mejor, hecho a mano.

Tenía once años cuando mi abuela me enseñóa segar. Los hombres sudan tanto que su sudorse podría recoger en cubos, y mueren jóvenes,me dijo, así que lo mejor es que aprendascuanto antes.

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Y desde luego que aprendí. Cuando laguadaña está bien afilada y tiene una hoja tanfina que puedes doblarla con el pulgar y elbrillante metal centellea, no se siega con losbrazos y los hombros, sino con las caderas, sólolas caderas. La hierba sabe cuando es unamujer joven la que la corta y no un hombre.

Y por una razón parecida, el TranseuropeoNocturno se dio cuenta cuando subió Zsuzsa.

Voy a París, dijo Zsuzsa al mozo del cochecama. Así que tengo que pasar dos noches enel tren.

El mozo pensó: Es una lumi, una lumi de lujo.

Desde el andén, Sugus observaba laconversación de Zsuzsa y el mozo.

Permítame que le explique mi dilema,

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continuó ella en tono confidencial.

Fue Sugus quien le había sugerido la palabradilema mientras ensayaban aquella tarde. Delgriego dis, que significa dos, y lemma, quesignifica aquello que has percibido oentendido.

Estoy segura de que usted puede ayudarme.No tuve tiempo de hacer una reserva. Ha sidouna decisión de última hora, y ahora laperspectiva de dos largas noches sin poderdesnudarme y meterme en la cama me parecedemasiado. Si me puede encontrar una cama,cogeré este tren. Si no, tomaré el avión.

Al subir al vagón se entraba en otro mundo,muy diferente al del andén. El espacio eralimitado. En el pasillo apenas podían cruzarsedos personas; tenían que pasar de lado y aúnasí apretadamente, pero todo lo que rozabas

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era elegante, elegante e íntimo. La mayoría delos pasajeros que todavía no se habían ido adormir estaban preparándose para hacerlo:colgaban sus americanas, se quitaban loszapatos hechos a mano, sus corbatas parisinas.Como una chabola de ricos, pensó Zsuzsa.

El mozo del coche cama, vestido con ununiforme color chocolate con galones dorados,le indicó el camino hacia su cubículo. Junto ala puerta corredera había una mesa de la quecogió la lista de reservas.

Si no queda ninguna, me bajo... ¿podráayudarme a decidirme?

Pues ha tenido usted suerte, señora, hay uncompartimento vacío.

¡Maravilloso! ¿Podría verlo?

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Éste era el momento decisivo. ¿La conduciríainmediatamente a verlo? De repente, Zsuzsamodificó astutamente su aspecto: apretó loslabios y todo su rostro se endureció. El mozo sepicó y picó el anzuelo.

Sígame, señora.

La condujo por el pasillo y abrió elcompartimento número 20. Éste se solía dejarlibre para los que llegaban en el últimomomento y daban buenas propinas. Pero en elcaso de aquella lumi de lujo, el mozo nopensaba aceptar pago en dinero. La colcha dela litera tenía estampada una paloma volandorodeada de estrellas.

La suerte nunca es indiferente; está contigo oestá contra ti. En ese momento, el mozo,Zsuzsa y Sugus, los tres creían que les habíasonreído la fortuna. Sugus, porque el mozohabía dejado abierta la puerta corredera de su

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cubículo; Zsuzsa, porque el compartimentoestaba en el extremo opuesto del vagón; y elmozo, porque en cuanto cruzaran la fronterase cobraría el favor.

Los altavoces anunciaban que faltaban dosminutos para la salida del TranseuropeoNocturno, estacionado en el andén 17.

Sugus se coló en el cubículo del mozo y cerróla puerta. No era más grande que la cabina dela grúa. Los pasaportes de los pasajeros que yase habían retirado a sus compartimentosestaban cuidadosamente ordenados en uncasillero encima de la mesa. Los cogió, uno poruno, como si estuviera arrancando judíasverdes de una mata, y se los echó al bolsillo dela gabardina. Luego abrió la puerta y avanzósin prisa por el pasillo, como si estuvierabuscando a un amigo o a un compañero detrabajo. Al pasar por el compartimentonúmero 20 oyó exclamar a Zsuzsa: ¡Perfecto!

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Sugus bajó al andén dejando la puerta delvagón deliberadamente abierta, de modo queella no tuviera ningún obstáculo para saltar.

Si no le importa darme su pasaporte, señora,más tarde arreglaremos lo del billete.

Claro, cariño.

Pasmado ante la prontitud con la que habíasido pronunciada esta palabra, el mozo apenassi pudo darse cuenta de que Zsuzsa seescabullía detrás de él, rápida como un hurón.

¡Tengo que despedirme de mi madre! Me estáesperando en el andén.

El tren había empezado a moverse. Sugus,alarmado por su tardanza, estaba ya a puntode subirse en marcha, cuando apareció ella,triunfante, en la puerta del vagón. Saltó al

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andén con la suavidad de una urraca.

Arrepentido y furioso, el mozo del coche camagritó desde los peldaños:

¡Su equipaje, señora, su equipaje!, mientras eltren tomaba velocidad.

Para no atraer la atención, Zsuzsa se volvió yagitando la mano se despidió del tren quepartía. Cuando el resto de la gente empezó aaglomerarse hacia la salida, ella los siguió.

¿Los tienes?, susurró.

Catorce.

Con un movimiento lento, él le tomó la manoy la introdujo en el bolsillo de la gabardina desu padre. Ella palpó el montón. Luego, conuna sonrisa de oreja a oreja, dejó caer la cabeza

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hacia un lado y hacia el otro, como unamarioneta. Los dos se quedaron en silencio,repentinamente agotados. Estaban en unmetro en dirección hacia el norte de la ciudad.

Ese tren atraviesa las montañas de donde erami padre.

Unas montañas muy lejanas, dijo ella.

En el otro extremo del vagón un hombreempezó a cantar de pie. No cantaba porque legustara, sino para que le dieran dinero.

¿Por qué no vamos allí?, pregunto Sugus.

No seas tonto.

Podríamos coger el tren mañana.

Sí, podríamos

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Tenemos la pasta.

¿En primera?

Si tú lo quieres, Lila.

¿Y qué haremos allí?

Tengo una casa de madera en la montaña.

Decías que nunca habías estado allí.

Es la casa de mi padre. Está en lo alto de laladera, junto a una cascada. Podríamos vivirallí.

El metro se detuvo en Temple. Subieronmuchos viajeros; entre ellos, dos enanos que sesentaron detrás de Sugus y Zsuzsa.

¡Pero si decías que en el pueblo de tu padre

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sólo había leche!

Eso es lo que decía él. En el pueblo lo únicoque podemos vender es leche. Si no se lo oídecir cien veces no se lo oí ninguna.

El cantante entonaba ahora «Guantanamera».

Naisi dice que sabes ordeñar las cabras.

Dice lo primero que se le ocurre.

¿No es verdad?

¿Quién sabe?

¡Sabes matar pollos!

¡Y también mozos del vagón de coche cama!

Catorce, Lila. Con esto sacaremos setecientos

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mil.

Pasemos la noche en el hotel Patrai.

¿Dónde está?

Más allá de Chicago. Se ve desde el Cerro de lasRatas. Al otro lado de la bahía. Un sitio muygrande con muchas torres, como una catedral.¡Vayamos, Flag!

Tras ellos charlaban los dos enanos.

Estoy nervioso, decía uno.

No tienes por qué.

¿Y si nos tiran al suelo?

No puede ser; hay demasiados.

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¿Y si nos tiran por la ventana?

No es muy probable.

¿Son jóvenes y fuertes?

Tendrán tu edad más o menos, Samuel.

Y las mujeres...

Si quieres saberlo, organizan todo esto para susmujeres.

A ellas les entusiasma. Les encanta cogernosentre cinco o seis y mantearnos. Al saltar lestocamos las tetas. Y ellas chillan como locas.

El metro se detuvo en Spallanzi.

¿Te lanzan muy alto?, preguntó Samuel, elenano más joven.

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Todo lo alto que pueden, hasta las lámparas.

Sigo estando nervioso.

No ibas a esperar ganar todo ese dinero sincorrer algún riesgo.

No me importa bailar.

Son ellos los que bailan, Samuel, ¡no nosotros!

¡Nosotros nos caemos!, dijo Samuel.

Finalizada «Guantanamera», el cantanterecorrió el vagón pasando la gorra. La mayoríade los pasajeros le dieron una o dos monedas.El enano mayor sacó de la cartera un billete yse lo dio.

¡Torero! ¡Así se hace!, farfulló el cantante,quien despedía un fuerte aliento a vino.

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Sugus también sacó un billete. Había insistidoen que Naisi les pagara la mitad poradelantado y la otra mitad al entregarle lamercancía. Depositó con todo cuidado elbillete en la gorra de aquel hombre. Era unamanera de darle las gracias.

*

Al norte de la estación de Budapest seencontraba el distrito de Sankt Pauli, uno delos barrios de mala vida de la ciudad. Eran trescalles paralelas en las que un siglo anteshabían estado la mayoría de las imprentas dela ciudad. Ahora las tiendas y talleres yviviendas habían sido reconvertidos en bares,locales de strip-tease, sex shops y cientos dehabitaciones. Las prostitutas se alineaban enlas calles desde las once de la mañana. Puedodeciros las diferentes formas que utilizaban loshombres de Troy para llamarlas: furcias,

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rameras, pellejas, busconas, pelanduscas. Lospájaros que se posan en mi seto tienennombres más bonitos. Pero algunos de susapodos sugieren algo más de ternura: laArdilla, la Amorosa Lorraine, la Plumitas, laDulce Lou. Todas estas mujeres soñaban conotra vida, y en esto se parecían a la mayoría delos pobladores del planeta, salvo que ellastenían más razones.

Al final de la tercera calle estaba el bar másfamoso y más grande del distrito; se llamabaFlores. La noche de los pasaportes, Héctor, elinspector de policía, se encontraba en este bartomando una copa. Estaba melancólico ypesimista. Había salido de la comisaría deCauchy Street a las ocho, y después de cenaren un restaurante italiano se había acercado alFlores. Solamente iba cuando estaba bajo demoral. Charlaba con las chicas, que no letrataban como a un cliente, sino como a unseñor. Sabían quién era y tenían que estar a

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bien con él. Querían captarse sus simpatías,aunque les habían dicho que nunca se iba conninguna y que no soportaba las tonterías. Asíque lo trataban como a un señor. Y esto era unbálsamo para su alma malherida. Aquellanoche la Plumitas estaba hablando con él:

Conque nos llevaron a dar una vuelta en suyate, y tenía bandera paraguaya; tenía quehaber visto cómo era por dentro: duchas, bar,vídeo, asientos de cuero blanco, vasos de cristalsueco... casi nos morimos de risa cuando unode ellos dijo: lo único que quiero es dar lavuelta al mundo.

El inspector Héctor no escuchaba; pensaba:Dentro de dos meses incluso estas chicassabrán que estoy acabado. Cuando entre por lapuerta, puede que Winner diga todavía: Unwhisky, inspector, invita la casa. Tal vezseguirá haciéndolo durante un par de meses.

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Luego un día u otro terminará pensando:Pero por qué coño tengo yo que invitar a estecabrón, que pague lo que bebe. Y las chicasnuevas le echarán un ojo, y las veteranas lesdirán: Déjalo ir, guapa, era poli; no quierenada, se sienta ahí y se empalma sólo conmirarnos; nunca lo hemos visto invitar a unachica a una copa..., pasa de él, nosotras no lehacemos caso. Y cada día que pase será peor,pensó el inspector. Si dejo a Susanna es paravolver, para volver al pueblo.

Así que no volvimos hasta el lunes, decía laPlumitas. ¡No estuvo mal para el fin desemana! Pero si quiere que le diga la verdad,después de dos días en el mar me gustó volvera puerto y andar en tierra firme.

¿Sabes adonde se dirigían después?

Dijeron que a Izmir.

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¿En qué te pagaron?

¿Es ésa una pregunta que tengo que contestaraquí, inspector?

¿Una botella de champán, Plumitas?

Sería un detalle por su parte, inspector...Dólares. Nos pagaron en dólares.

Una botella de la Viuda, pidió Héctor.

Cuando alzaron las copas para brindar, él lamiró a los ojos. Tenía una mirada despiadada,hipócrita, generosa. Ella lo miró también y sequedó asombrada. Vio lo que se acercaba antesde que él mismo se diera cuenta. El inspectorvolvió a llenarle la copa; él no bebía. Apenashabía dado un sorbo, y el inspector ya le habíapuesto una mano en el muslo. Una manogrande, de campesino. Ya estamos, pensó ella.

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Las uñas de él jugueteaban como las de unniño en un vellón de lana.

¿Vamos a mi casa?, preguntó ella cuando seacabó la botella.

Dime el número. Me reuniré contigo allí.

Al salir, la Plumitas abrió unos ojos grandescomo platos a las chicas que estaban en labarra. No os lo perdáis. ¿Qué mosca le habrápicado hoy al poli?, parecía decir la expresiónde su cara. El inspector la siguió un minutodespués.

Entrar, encontrar el camino de vuelta. Laurgencia es a veces tan grande que se dejaráayudar por cualquier cosa: los excrementos, laorina, la sangre, cualquier cosa cálida,cualquier cosa que venga de dentro. Dentro:donde estábamos antes de que tuviéramos que

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aprender de la vida, antes de que nos largaranfuera.

Tenía que pasar cinco portales, calle abajo.Sabía dónde estaba ese número. Era al lado delVellocino de Oro. Le ardía el corazón. Eseardor tomaría cualquier camino de vuelta;como un perro ciego al que sólo le queda elolfato, recordaba una felicidad sin nombre.Subió las escaleras hasta el segundo piso. LaPlumitas estaba ya en deshabillée.

¡Guadañas! Cuando era joven me parecíaextraño que cortaran como cortan. Basta congolpear una sola piedra para que el filo serompa, como una dentadura mellada. La hojanegra y el filo plateado de la guadaña estánmuy cerca de la sangre, mucho más cerca queuna aguja o un hacha o un cuchillo. Y estántan cerca de la sangre por su finura. La finurade ciertas prendas de vestir.

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En el vestíbulo de mármol del hotel Patrai nohabía nada salvo un ascensor todo él de cristalenmarcado en metal dorado. Incluso el sueloera de cristal. En cuanto Sugus y Zsuzsaentraron en el ascensor, las puertas se cerrarony empezaron a elevarse —como la Virgenrodeada de ángeles al cielo— visibles desdetodos los lados.

¡Nos puede ver todo el mundo!, dijo Zsuzsaentre risas. ¿Estás seguro de que tienes laspelas?

Sugus afirmó con la cabeza. Luego dio unosgolpecitos al cristal.

Blindado, dijo.

Cuando por fin se detuvo el ascensor, seencontraron en otro gran vestíbulo; este otroen-moquetado y forrado de madera. Había

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algunos arbolillos en grandes jardineras y dos otres armaduras.

Ni un alma, dijo Zsuzsa.

¡Es la una de la madrugada!

Para su sorpresa, en la recepción situada alfondo había una anciana, más o menos comoyo. Iba vestida de negro, y sus manos estabanllenas de arrugas y mostraban signos de artritisen los nudillos; los brazos, si hubieran podidoverlos, también tenían arrugas; y, si hubieranpodido verlo, el resto de su cuerpo era muypálido.

¿Quieren una habitación?, preguntó mirandoel libro de registro.

Con baño y vistas al mar, respondió Sugus.

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¿No traen equipaje?, observó la anciana.

Lo dejamos en el aeropuerto, dijo Sugus.

Mañana nos vamos, dijo Zsuzsa agitando en elaire sus gafas de sol, así que sólo hemos traídonuestros...

Claro, claro, dijo la anciana

Nos vamos a Río de Janeiro, añadió Zsuzsa.

¿Y adonde más?, preguntó la anciana.

Nos gustaría comer algo en la habitación, dijoSugus.

Enviaré a mi nieto para que les tome nota. Sitiene la amabilidad de firmar aquí, señor,podrán instalarse en cuanto gusten.

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Sugus dudó. No es fácil inventarse un nombrede repente. No recuerdas ninguno, salvo el quete pusieron tus padres. Finalmente, se inventóMu-rat Ioannide.

Son cien mil por la habitación, dijo la anciana.

Zsuzsa estaba mirando una de las armaduras.Cada una de las piezas que protegían los dedosse doblaba por tres sitios. El metal estabafinamente grabado a la altura del pecho; y ellugar en el que iba el sexo tenía la forma de unpequeño molde para hacer pasteles.

¿Y por qué no champán, querido?, propuso sinapartar la vista del casco de la armadura.

Mi nieto les subirá una botella.

Helado, dijo Sugus.

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Tan helado como la botella que guardó Borisantes de morir en el pilón del patio.

No entiendo...

¿Cómo va a entenderlo? Era una historia delpueblo. Aquí tiene la llave de la habitación,señor. En el tercer piso.

La habitación era mucho más grande que laCasa Azul y el terrenito aplanado que habíadetrás juntos. Pero estaba casi vacía. Zsuzsa sequedó exta-siada en el umbral de la puerta.Del alto techo colgaba una lámpara de araña.En algunos lugares se habían caído las cuentasde cristal, y se veían las bombillas. Rayos deluz y sombras inundaron la habitación almoverse los cristalitos. Entre los dos grandesventanales había un televisor, y un armarioinmenso ocupaba la mitad de una de lasparedes. El entarimado había perdido casi todoel barniz y tenía un color de arena grisácea. La

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cama fiie lo que más la sorprendió. Ningunode los dos había visto antes una cama condosel. Este era un pingajo de seda amarillenta,del color del rayado de las alas de los jilgueros.Una moldura de escayola en forma de hojas deacanto bordeaba todo el techo de lahabitación.

Á

¿Qué hacemos, Flag?

Entrar y cerrar la puerta.

Entraron. Zsuzsa se quitó los zapatos y recorrióla habitación tocándolo todo. Los cuatropostes, el dosel color jilguero, los tapetes deencaje de las mesillas de noche, los picaportesde las seis puertas del armario. Corrió lascortinas de terciopelo de las dos ventanas ycontempló la noche.

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Antaño el hotel Patrai, con su playa privada,había sido uno de los favoritos de los ingleses,pero el petróleo de una planta de envasadosituada a pocos kilómetros había contaminadola costa, y donde antes estaban las casetas debaño había una estación del hidroala. Todo loque Zsuzsa podía distinguir era unaplataforma flotante de aterrizaje.

Encendió el televisor y, subiéndose la faldacomo una puta, se sentó a horcajadas en elaparato. Tres cowboys galoparon entre suspiernas. Uno de ellos se cayó del caballo. Elsheriff entró en el bar. Sus piernas morenas,cada una a un lado de la pantalla, hacían quelos actores parecieran de juguete.

Apagó el televisor con el pie y entró en elcuarto de baño. La bañera tenía manchas deóxido, y los grifos eran de cobre. Allí jugueteócon la luz, que encendió y apagó varias veces

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tirando del cordón acabado en una borla.Volvió al cuarto y se sentó al borde de la cama.La inmensa habitación y los muebles y lastapicerías pertenecientes a otro siglo y a otroimperio serían suyos por esa noche. Cogió unaalmohada y, sonriendo, la apretó contra supecho.

Veamos los pasaportes, dijo.

Sugus se los dio y ella los colocó en un montónsobre el televisor. Abrió el que estaba encima yexaminó la fotografía.

Un hombre, dijo. Lo miró de cerca. No mefiaría de él.

Le dio el pasaporte a Sugus.

Es americano. De Carolina. Nacido en 1957.Tiene los ojos azules.

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¿Hijos?

Dos.

¿Viven con él?

No lo dice.

¿Y qué más?

Dice Policía Federal.

¿Es un madero?

Eso es lo que dice.

¿No te decía que yo no me fiaría de él? Calo ala gente, Flag. A ti también te calé a la entradade la prisión de St. Joseph. Vi que eras bueno;vi que ibas a ser el hombre de mi vida. Así queno necesito saber leer. No sabría más, si leyera.

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Cogió el siguiente pasaporte del montón y loestudió. A ver si lo adivinas, dijo. ¿Hombre omujer?

Hombre.

No. Mujer. ¿Qué edad tiene?

¿Cuarenta?

No, es de mi edad. ¿De qué color tiene el pelo?

Rubio.

Vuelves a fallar. Negro, como el mío.

Zsuzsa dejó el pasaporte boca abajo sobre eltelevisor.

Y ahora hemos llegado a la pregunta másimportante. Piénsalo bien antes de responder.

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¿Es guapa?

No, para nada.

Te equivocas, es muy guapa. Lleva un traje depata de gallo, sin agujeros, y un broche de diezmillones prendido en la solapa.

Mientras decía todo esto, estiró una pierna,luego la otra, y empezó a bailar lentamentejunto a las ventanas. Sugus volvió el pasaporteque ella había dejado boca abajo. En lafotografía se veía a un hombre calvo de unoscincuenta años.

Ella dejó de bailar para observar su reacción.Durante una fracción de segundo, antes dedecir nada, pareció perdido, totalmenteperdido. Y en ese instante lo quiso más quenunca.

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Creo que se han olvidado de nuestra cena: estoes lo que dijo Zsuzsa entonces.

Sugus tomó el ascensor y bajó a recepción.Había una luz junto al mostrador. Al lado dela cabina telefónica parpadeaba un pilotoverde. Salvo eso, todo estaba quieto. Laanciana dormía profundamente en un sofápegado a la pared. Encima del sofá había ungran anuncio con las películas en cartel enTroy. Entró de puntillas detrás del mostrador.En los casilleros, junto a los ganchos de lasllaves, había apoyados varios pasaportes. Dudó.Dio una vuelta al vestíbulo. Intentó abrir laspuertas del bar y del comedor. Siguió con lasdobles de cristal del ascensor que tenían lapalabra PATRAI escrita en letras doradas.Todas estaban cerradas. No, decidió, estospasaportes no.

Zsuzsa estaba sentada con las piernas cruzadasen el centro de la cama, bajo el dosel,

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esperándolo. En aquel libro de estampas queencontré en el presbiterio el día que el señorcura Besson volvió antes de lo esperado y locerró como si fuera una contraventana —elmismo libro en el que vi la imagen de la«Caridad Romana»—, había otra querecordaré siempre. Representaba a la Reina deSaba en su tienda. Fuera era de noche; lasestrellas en el cielo recordaban cuán corta es lavida. La entrada de la tienda, que era de colorcoral con los accesorios en crema, estabaabierta de par en par, las dos piezas de lonarecogidas a cada lado con un lazo, como Iascortinas. La cara de la reina era solemne ydivertida. Creo que quería ser solemne, perono podía evitar la risa. Estaba sentada en sutienda con las manos entrelazadas entre lasrodillas. Zsuzsa, sentada en la cama, merecordó a la reina de Saba.

Se quitó el turbante egipcio sin desatarlo, ysurgió su pelo negro, vivo, brillante. Desde el

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principio de los tiempos, a lo largo y ancho delmundo, las mujeres no han dejado de lavarseel cabello, de cepillarlo, de transformarlo enuna aureola, peinándolo, trenzándolo,rizándolo. Es la única cosa, el cabello, juntocon las plumas de los pájaros, que es al mismotiempo atavío y naturaleza. Sus reflejos lorevelan: hablan de la seda, de los pájaros, delagua, del fuego, de la filigrana, de las estrellas,de los harapos y de los sueños. En la frente deZsuzsa, donde el turbante de muselina habíaestado demasiado apretado, había quedadouna marca roja.

La puerta se abrió y Sugus estaba de vuelta.

Zsuzsa le hizo sitio en su trono. Ellos eranahora el centro del mundo. Si la tierratemblaba, ellos temblarían. Cuando saliera elsol, los dos yacerían juntos bajo su luz.

La vieja está dormida como un tronco, y todo

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está cerrado, dijo.

No importa.

No hay ningún nieto. Ya te lo decía yo; a estavieja le falta un tornillo.

No, no, ella tiene sus propias razones, Flag. Yosabía que no había ningún nieto. Por eso pedíchampán. Se lo inventa y dice que es elcamarero, ¿no lo entiendes? Cuando ella llegaya no hay ningún camarero en el hotel. Estáella sola. Así que se inventa un nieto parasentirse acompañada.

¡Pero no vamos a poder comer nada!

La gente miente para sentirse menos sola. Esaes la función de las mentiras: te hacencompañía.

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Se levantó de la cama y descalza cruzólentamente la habitación hacia donde estabael armario. Mira Naisi, por ejemplo, dijo, lamitad de lo que cuenta no es verdad. Pero sino se inventara cosas, no duraría un minuto.Se ahogaría en su soledad. Abrió una de laspuertas del armario. Dentro había un espejo.También miente por mí. Yo le sigo el juegoporque —¿quién sabe?— tal vez algo de lo quese inventa podría llegar a ser verdad. Pero yosiempre sé lo que estoy haciendo. Nunca loolvides. Hay muy poca gente en el mundo quesabe lo que hace. Se cuentan historias y se lascuentan a otros para no quedarse solos. Peroyo lo sé. Lo sé. Tienes hambre, pobrecito Flag.¡Cómeme! Recuerda lo que te dije el día quenos conocimos: Me vas a comer para siempre,Flag. Abrió una segunda puerta del armario.

Mañana compraré el aparato de tomar latensión, dijo Sugus.

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¿Estás seguro? Yo no lo estoy.

Estoy totalmente seguro.

Necesitamos un montón de pasta, Flag.

¡Esta noche hemos hecho cantidad!

Hemos inventado algo hoy, ¿no?

Estuviste maravillosa.

¿Sabes qué? Cuando seas gordo te querrétodavía más. Se miraba en uno de los espejosdel armario.

¡Gordo yo!

Pues sí, gordo. Cuando tengamos un poco dedinero, entonces engordarás. Tal vez yotambién engorde al tener menos

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preocupaciones. ¿Qué dirías si fuera gordacomo mi madre?

Nunca...

El interior del armario había que tocarlo paracreerlo. Su madera no procedía de los bosques,sino de los huertos: madera de cerezo, de peral,de nogal, de melocotonero. Tan grande comouno de nuestros graneros, había sidoconstruido con la misma meticulosidad queun piano. En él se guardarían, colgadas odobladas, las ropas de toda una vida. Teníaestantes, rieles, cajones, barras, ganchosdorados y un pequeño compartimento con elfrente de cristal, como un acuario.

¿Qué guardarían aquí? se preguntó Zsuzsa.

Y de pronto supo lo que ella metería:¡melocotones! Las perchas estaban forradas de

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satén acolchado.

Me gustan los hombres con un poco debarriga, dijo, con rollitos aquí y allá dondepoder pellizcarlos...

Se quitó la chaqueta y la colgó en una percha,luego se deshizo de la falda contoneándose. Lospantys eran de encaje barato.

No voy a llevar la misma ropa dos díasseguidos, Flag. Mañana me pondré para ti eltraje de punto rosa palo. No tiene mangas, ypor detrás tiene un escote que llega hastadonde empieza el trasero. Los tirantes sonnacarados, todos cubiertos de lentejuelas. Melo pondré con medias plateadas. ¿Me estásescuchando, Flag?

Como vieja que soy me gusta el encp’e. Puedopasarme horas contemplando un encaje. Me

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demuestra que hay un orden en lo inacabado,que nada se puede ocultar, que todo está unidopor hilos. Veo todo ello cuando miro a travésde los visillos de encaje. Pero como más megusta es sobre un cuerpo, cuando se entrevé lacarne, y el encaje y la piel se provocanmutuamente con lo que falta. Las últimasprendas sobre...

¿O prefieres que mañana me ponga el vestidode pantera? Es una imitación, Flag; es depunto, como el rosa que está al lado, peromucho más ceñido, y las manchas negras soncomo huellas de zarpas, como si... como si lapantera se hubiera levantado sobre sus patastraseras y se hubieraarrimado a mí.

El armario estaba vacío.

¿Te gusta mi boa de plumas, Flag? ¡Mírala! Esnaranja y verde.

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Mientras decía esto, empezó a desabotonarse lablusa de popelín que había robado hacía unmes en uno de los supermercados Argonaut.

Esta cama debe de tener cientos de años, dijoSugus.

Es una cama para casarse en ella, añadió

Zsuzsa.

Dobló la camisa y la puso en uno de losestantes de madera de peral del armario vacío.

¿No.quieres ver mi ajuar, Flag?

Los postes están todos labrados, dijo él.

Con hojas.

Sí, hojas de parra.

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No; son hojas de higuera, dijo Zsuzsa.

Te crees que no sé la diferencia entre unaparra y una higuera.

¡Hojas de higuera! Y después de haberte casadoen una cama así, un día tienes un niño en ella,dijo Zsuzsa.

¿Niño o niña?, preguntó Sugus.

Ella dudó. Niña.

¿Como la llamaríamos?, Sugus recostó lacabeza en las almohadas.

Zsuzsa volvió a dudar. Jeanne, dijo, y se metióen el armario como si éste fuera una carrozaen la que se alejaría.

Sólo queda un caballo en el pueblo: el de

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Jeanne. Jeanne no es su verdadero nombre,pero todo el mundo la llama así porque hacemuchos años, cuando era joven y hermosa,hizo el papel de Jeanne d’Arc, montada en uncaballo blanco, en una función que seorganizó en el pueblo con ocasión del quintocentenario de la muerte de la santa. Hercule,el joven peón caminero, se enamoró de ella. Yella se casó con él porque era un mozohonrado y fuerte. Podía llevar a la espaldatroncos de varios cientos de kilos sin que supaso vacilara. Conforme pasaron los años,Hercule empezó a beber. Era como si a sufuerza le hubiera entrado sed, y luego lascarreteras que arreglaba también tuvieron sed,hasta que finalmente sus recuerdos empezarona beber también. Jeanne salvó la granja y lasseis vacas que tenían. Hoy su caballo tiene elpelo gris y más de treinta años. No pasa unsolo día sin que Jeanne le ponga los arreos y losaque al campo a trabajar. Incluso cuando haymucha nieve, lo utiliza para tirar del triángulo

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que limpia la carretera que conduce a lagranja. Hercule, que padece de trombosis enlas piernas, apenas puede levantarse de lacama. Lo máximo que puede hacer es caminarunos cien metros en zapatillas hasta el pilón yechar de comer a las gallinas. Jeanne trabajalos campos con el caballo, utilizando unamaquinaria agrícola que, en la era de lostractores, ya no se podría encontrar enninguna otra parte. Desde lejos, guiando elvolquete, ella y el caballo parecen dosfantasmas. De cerca, cuando ves su ancha caracurtida, del color del cuero, y la furia de susojos, te das cuenta de que es una mujer queacabas de encontrarte en la carretera.

Sí, Jeanne, repitió Zsuzsa desde el interior delarmario.

A través de los grandes ventanales de lahabitación inmensa se oyó el lejano sonido dela sirena de un barco. Era un barco grande.

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Nunca hemos pasado una noche entera juntos,¿verdad, Flag?

La voz con la que dijo esto —íntima, perocomo si quisiera que cada palabra fuera tanclara que pudiera oírse en el mar a modo derespuesta a la sirena del barco— hizo queSugus levantara la cabeza de la almohada.

Estaba de pie dentro del armario, enmarcadapor sus dos puertas. Desnuda. Sólo teníapuestos los pendientes, unos aros lo bastantegrandes para poder pasar un limón por ellos.

Nos es tan familiar como el pan, o el cielo.Parece que lo hubiéramos conocido, sinnombre, desde siempre. Muy jóvenes, caminode la escuela, empezamos a intentarencontrarle un nombre. Le preguntamos a laimagen de la Virgen, preguntamos a las vacasy a la luna, pero ninguna de ellas le puede dar

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un nombre. Vieja como soy, todavía no lo heencontrado. Lo único que sé es cómo nostraspasa. A unas más que a otras, pero, aunquesólo sea por un instante, nos traspasa a todas.A veces apenas se nota. Otras se recuerda parasiempre. Es una especie de fuerza. Pero no lafuerza con la que los hombres se pegan unos aotros. Por eso, tal vez, no tiene nombre. Nostraspasa y nos une al principio de todo. Nosofrece la tierra y más que la tierra: el cielo, elparaíso. Sabemos cuando sucede. Loreconocemos en nuestras trompas y ennuestras rodillas, nuestras caderas y las palmasde las manos. Nos hacemos deseables. El deseodel hombre sigue. Pero ellos nunca puedeniniciarlo. No tienen imaginación. Cada veztienen que empezar con una de nosotras.Entonces se perdona todo lo que ha sucedido.Nos convertimos en amor. Por eso nos odianlos que tienen el poder. Odian el perdón.Mientras sucede, el tiempo se detiene. Mástarde, en el curso de nuestras vidas, el tiempo

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se vengará de nosotras como no lo hace con loshombres. No puede olvidar que algo ennosotras lo obligó a detenerse una vez. Cuandotodo está perdonado, ya no queda sitio para elpoder o el tiempo. Por eso el poder y el tiempomiran con odio nuestro amor.

JDesnuda en la puerta del armario, Zsuzsasintió cómo la traspasaba esta cosa sin nombre.Quería, más de lo que hubiera deseado algonunca, compartir con Flag la promesa queentrañaba. El balanceo de los pendientesmostraba que se estaba moviendo. Todo sucuerpo temblaba, y, sin embargo, daba laimpresión de que estaba muy quieta.

Sugus se incorporó, recto como una flecha, yluego, echándose hacia delante, avanzó-por lacama a gatas en su busca.

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Ella dejó los brazos colgando, inertes. Sucuerpo bailaba por dentro, pero queríapermanecer inmóvil. Quería exponer ante losojos de Flag cada uno de sus cabellos y cadauna de las partes de sí misma que habíancrecido para convertirla en una mujer. Alzólentamente una mano. Tenía unas manosgrandes, Zsuzsa. Se tocó el vientre y luegorodeó uno de sus pequeños pechos, como si leestuviera haciendo una ofrenda.

Más que cualquier otra cosa, el amor atesoralas manos. Tal vez otras partes sean másqueridas, más besadas, más anheladas, pero lasmanos se atesoran como ninguna otra cosa,porque todas ellas han tomado, hecho, dado,plantado, recogido, alimentado, robado,acariciado, ordenado, acunado, ofrecido. Alfinal de su vida, serían las manos de Zsuzsa loque Sugus buscaría.

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La chica avanzó hacia la cama. Juntos lodesnudaron. Enseguida el ligero vaivén de loscuatro postes labrados rasgaron un poco más elastroso dosel color jilguero, y las motas depolvo de seda que cayeron sobre ellos erandoradas.

*

Hablaban en la oscuridad. Yacían abrazados, yyo oí sus voces. En el espejo del armario sereflejaba borrosa la ventana que daba al mar.Era lo único que se veía. Hablaban ensusurros.

Entra en mi tienda.

Ya estoy en ella.

Pobrecito Flag.

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Lila.

¿Nos vamos entonces?

Podríamos, ¿sabes?

Tomar un coche cama a París.

No, no; uno de largo recorrido. Lejos.

Muy, muy lejos.

Tengo la nariz en tu chocho.

Tu nariz está en mi chichi.

¡Sólo de ida!

En primera clase, y no en un tren de mala

muerte.

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Á

Nadie se dará cuenta.

No podemos, sin embargo. Piensa en tu madre.Dame tiempo a que llene el armario.

¡Qué armario ni qué tonterías!

Es demasiado pronto.

¿Quieres esperar a ser vieja? Cuando vi a mipadre en el hospital...

Acércate más.

No habrá nada mejor.

¿Mejor que qué, cariño?

Que esto.

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Nos separarán y nos quitarán todo, dijo

Zsuzsa.

Te encontraré en secreto y te pasaré cosas através de los barrotes.

Pobrecito Flag.

Si no es ahora, ¿cuándo?; si no es aquí, ¿dónde?Recuerdo sus palabras.

¿Las palabras de quién? ¿Son palabras de

amor?

No, son palabras de Murat. Hablaba del

futuro.

¡Conmigo!

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Con mi nariz en tu chichi.

Sí, sí...

Gorjearon como los bebés que se quedandormidos mientras maman. Cuando volvierona hablar, sus voces salían de los pies de lacama.

¡Yo soy la tienda, soy la tienda!

¡Ábrete, tienda!

Es de noche.

¿Hay luna?

Te veo en la oscuridad.

¡Ahora!

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Ronronearon como los hombres y mujeres, unronroneo que termina con un aullido similar ala sirena de un barco, al ladrido de un perro, alcuerno de un cazador, al llanto de unaanciana. Luego se quedaron tranquilos. Lamadera de la cama crujió.

¿Estas despierto, Flag?

¿Es ya de día?

No.

¿Esta todavía oscuro?

Cierra los ojos y te lo diré.

Probablemente lo besaba en los ojos. Lo, estababesando, en cualquier caso. Luego dijo:

Todo es blanco, Flag, blanco, blanco como las

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paredes de -esta habitación donde nos estamoscasando.

Abrázame ahora.

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VENTA

He vivido toda mi vida en el pueblo. Lo que séde Troy procede de El Mensajero —elperiódico regional—, de la televisión, de missueños, de mi corazón roto y de lo que cuentanantes de desaparecer para siempre aquellosque vuelven. He visto partir a un sinfín dehombres. Toman el autobús de mediodíadelante del Lira Republicana, y siguendiciendo adiós con la mano desde la ventanillatrasera cuando el autobús pasa por delante dela central lechera y toma las primeras curvascolina abajo. Éste es el primer paso que dan, yel más sencillo. Una vez que han dejado elpueblo y están lejos de las aguas azules denuestro río —hasta que se hagan ciudadanosde Troy, si es que llegan a serlo alguna vez—,no hay nada en el mundo de lo que puedan

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fiarse o con lo que puedan contar. Se venobligados a convertirse en zorro o en liebre.

Sugus compró el aparato de tomar la tensión.Salía de la tienda con la caja debajo del brazo,cuando un hombre le dio un golpecito en elhombro. Lo tocó de la misma forma que siestuviera llamando a una puerta. Sugus sevolvió sorprendido.

¿Necesitas a alguien que te enseñe?

Llevaba un gran sombrero de fieltro e iba bienvestido. Tenía las manos limpias. Pero surostro se escapaba hacia un lado, como si sesaliera del molde.

No, dijo Sugus, no lo necesito.

No serás capaz de operar por tu cuenta, no eneste negocio al menos. El hombre señaló la

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caja de cartón con dos serpientes impresas encolor azul bajo las letras MANO Y METRO. Necesitasque te enseñe alguien.

No, no lo necesito, dijo Sugus. Puedo aprenderen cinco minutos.

Pero necesitas un comprador.

¿Para comprar qué?

Sangre, hijo mío, sangre. ¿No te has metido enel negocio de la sangre?

Tomo la tensión a la gente; eso es todo.

Hablas de la tensión como si pudierasagarrarla. ¡Tomo! ¡Tomo! Si quieres tomaralgo, toma mi tarjeta y léela.

Le alargó la tarjeta con una seguridad total,

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como si no existiera otra cosa en la ciudad queaquel pequeño rectángulo de cartulina blanca.

La extraigo y la compro, afirmó.

En la tarjeta se leía: INSTRUMENTAL MÉDICO ZIA,

seguido de una dirección en San Isidro.

Te estoy dando un buen soplo, ¡eres nuevo enesto!

Pero no soy tonto, respondió Sugus.

Me apetece un café, dijo el hombre del gransombrero de fieltro. Te explicaré todas lastriquiñuelas del negocio tomando un café.

En lugar de un defecto, la desfiguración de sucara caída, con un ojo a la virulé, le

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proporcionaba una especie de convicción.Todas las sutilezas de la vida habíandesaparecido para él desde que le habíaaquejado esta enfermedad.

Due expressi!, pidió al camarero del café. ¿Unpastel de queso?

No.

No puedes comer porque no ganas losuficiente, joven.

Como cuando tengo hambre.

Tomarle la tensión a un cliente esextremadamente fácil, explicó, con tal de noser sordo. Pero no tienes pinta de sordo. Másbien parece que tienes ganas de escuchar. ¿Esasí?

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Usted es el que habla.

¿Un poco de pastel de queso?

Zia empezó a comer su pastel pinchándolo conun tenedor e hincándole voraces mordiscos.

Primero bombeas el aire y luego escuchashasta que hay un silencio y vuelve a latir otravez. ¿Entiendes? El corazón se calla. Mirar elpunto en el que se para y empieza a latir es loque tú llamas tomar. Hablas como si tu padrehubiera sido maestro.

Mi padre abría ostras.

Te puedes sacar unos mil quinientos con cadacliente. El precio de dos cafés en una buenacafetería, como ésta. No más de eso. Y, sinembargo, estás desechando una oportunidadde oro. No ves lo que tienes delante de las

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narices. ¿Pastel de queso?

Zia había terminado su trozo y estaba a puntode pedir otro. Se limpió la boca con unpañuelo de papel doblado.

¿Sabes de qué estoy hablando? Hablo de lasangre. Lo que bombean nuestros corazoncitos.Lo que hace funcionar el cerebro, lo que haceque el instrumento se levante. ¿Lo entiendes?Vendo sangre. Tú podrías ser uno de misproveedores. Te ofrezco la oportunidad de tuvida. Pago a mis proveedores ocho mil por litroextraído.

Así que lo que me está proponiendo escomprarme la sangre, dijo Sugus sonriendo.

¿A qué te dedicabas antes?

A las flores, contestó Sugus.

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¿Coronas y todo eso?

Dalias blancas.

Vale. No quieres decírmelo. En este negocio loque tienes que hacer es aprender a no decirexactamente lo que es, ¿entiendes? Cuandotengas un cliente bien sano, le dices que tieneun poco más de lo que marca el aparato.Entonces no te queda más remedio queprevenirle o prevenirla —las mujeres sonmucho más fáciles, porque están másacostumbradas a la sangre, másacostumbradas a perderla—. Hipertensión esla palabra clave. La hipertensión producevarices, ataques, trombosis, coágulos,migrañas, amnesia, ceguera. Puede desprenderla retina del ojo. Los clientes se preocupan. ¿Yhay alguna medicina buena?, pregunta unaseñora. Tú no mientes. Tú nunca mientes. ¿Unpoco de pastel de queso? Vale, no quieres

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comer. Yo tengo que hacerlo. Necesito azúcaren la sangre. Sí, le dices, hay medicinas, pero¡muy caras! Hay una manera mucho mássencilla y más sana, continúas diciendo.Funciona como una válvula de seguridad.Tiene la tensión alta, le explicas, porque lesobra sangre, ¡está demasiado sana! Eso de queestán demasiado sanos siempre les hace reír.Una válvula de seguridad natural, insistes... Loúnico que necesitan es que les saquen un pocode sangre. Y tú puedes arreglarlo todoespecialmente para el señor, o especialmentepara la señora, inmediatamente, dicho yhecho.

¿Y quien se encarga de sacar la sangre?

Una de mis enfermeras. Tú traes al cliente.

¿Cuanto paga?

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Ocho mil por litro, ya te lo he dicho.

No, al cliente.

Si has hecho bien tu trabajo, el cliente creeráque lo están tratando gratis. Pensará que leestán dando algo por nada. Tengo tresconsultas. Una en Chicago, otra al lado deAlexanderplatz y otra junto a Olympia. Estánabiertas todos los días entre las dos y las diez dela noche.

¿Y me dan algún anticipo?

Lo rechazaste amigo; tres veces. No quisistepastel de queso. Piénsalo. Quanto fa,Signorina?

*

Por la tarde Sugus practicó tomándole la

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tensión a Zsuzsa. La chica se remangó, y élenrolló la abrazadera hinchable en su brazolargo y delgado. El derecho. Le gustaban susbrazos como a otros hombres les gusta eldinero. Prometían todo lo que podía imaginar.

Estaban en la Casa Azul, sentados en elcolchón en el suelo, el colchón que tenía unencaje sobre las almohadas. Puso el pequeñodisco negro sobre la arteria, en el pliegue delbrazo. Oía el corazón de Zsuzsa reverberarcomo un martinete, y este sonido le hizosonreír. Se metió el estetoscopio un poco másdentro de los oídos.

Al otro lado de la habitación, la puerta delCuartel General de Naisi estaba abierta, yNaisi estaba tumbado en la cama con los ojoscerrados, calculando.

¿Estás ahí, Zsuzsa?, preguntó. ¿No te hasolvidado de la audición, mañana a las tres?

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¿Cómo iba a olvidarlo?, contestó ella.

Tampoco te comas mucho el coco, dijo.

¡Schhh!, siseó Sugus, deja ya de hablar. No oigonada.

¿Es que acaso te has vuelto sordo por mi culpa,Flag? ¿Demasiados latidos?

¡Cállate! No oigo. ¡Ya! Se ha parado. Trece.Ahora para la mínima. El di-as-tó-li-co.

No te preocupes, hermana, dijo Naisi, no esmás que un poco de strip-tease, y punto.

¡Schhh! Ocho.

Más tarde, Sugus y Zsuzsa bajaron dando unpaseo hacia el cabo. Brillaba el sol, con esa luzespecial de las tardes de otoño, cuando todo

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tiene unas sombras tan largas y oscuras que latierra —y todo lo que se eleva sobre ella—parece que se está deslizando hacia el sol. Labrisa llevaba hacia el mar la peste de lastenerías. La ropa tendida por la mañana yaestaba seca. Las gallinas dormitaban en lasombra. No había nadie haciendo cola conbidones de plástico junto a las fuentes, porquedesde septiembre habían empezado a cortar elagua entre las tres y las seis de la tarde. En losgaritos clandestinos sólo bebían loscondenados. Una calma otoñal envolvía elbarrio. Recortadas contra el cielo en lo alto delcerro, las antenas de televisión parecían losmástiles de una flota de barcos de juguetenaufragada.

Pasaron delante de una niña que jugaba conun huía hoop intentando mantenerlo en lascaderas. Zsuzsa se paró a enseñarle cómo teníaque hacer, luego corrió detrás de Sugus y,

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apretándose contra él, jugó a que desaparecía.

¡Se ha ido!, le susurró al oído, no laencontrarás aunque te vuelvas, se ha ido parasiempre, ¡para siempre!

Sabía que apretándose así por detrás contra suspiernas lo excitaba, y en ese momento le hacíagracia. Se le empinaba el rabo. Ella reía; susnarices exhalaban pequeños relinchos en elcogote del chico, donde necesitaba cortarse elpelo. Parecía un vagabundo. Se lo cortaríaantes de que empezara a ir a Alexanderplatz.Se le empinaba y se le empinaba, y además sele habían puesto encarnadas las orejas. Depronto, ella saltó a un lado, corrió delante deél y se volvió. Los pendientes, aquellos lobastante grandes para pasar un limón porellos, oscilaban en sus orejas como lascampanas de una iglesia anunciando unaboda. Te quiero, dijo, y lo besó. El la cogió envolandas.

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Y yo lloro, como lloran las viejas, al ver quetodo vuelve a empezar y al recordar.

*

Era un misterio por qué había siempre tantagente en Alexanderplatz. Estaba la estación deautobuses, pero esto no podía explicar lamultitud que se aglomeraba por la noche. Talvez, la gente fuera allí sólo porque era muygrande. Tal vez, aquel espacio desnudo, vacío,diferente del es-pácio de un parque, atraía algentío, conforme a alguna ley natural de loshombres y las calles y el Hombre. Todas lasciudades tienen un espacio así, donde secelebran las victorias, donde la muchedumbrebaila en Año Nuevo, donde empiezan yacaban las manifestaciones políticas; unespacio que pertenece al pueblo, de la mismaforma que los edificios con sus pilares y susfachadas decoradas pertenecen a los ricos.

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Cruzarlo es como cruzar un escenario. En esteescenario, en épocas de justicia suprema, secuelga de las farolas a los tiranos y a lostraidores. El público incondicional loconstituyen los pobres; todos los pobres delpasado y todos los pobres del futuro, entre losque hay muchos que van directamente alcielo, si quieres saber la opinión de unaanciana.

Los quioscos y puestos alrededor del granespacio abierto vendían periódicos, Coca-Cola,cucharillas de recuerdo, pañuelos, animales depelu-che, casetes, camisetas con YO AMO

ALEXANDERPLATZ estampado en ellas, azafrán,cámaras, ropa interior de encaje, sombrerosvaqueros, pósters, autobuses de juguetesimilares a los de verdad aparcados en laestación, pelucas, cerveza, pipas de girasol,calculadoras. Y la multitud era tan diversa yextraña como las cosas que se vendían. Era

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muy fácil distinguir entre los que acababan dellegar del pueblo en uno de los cientos deautobuses y aquellos que llevabangeneraciones establecidos en la ciudad. Si eranhombres, bastaba con mirarles el calzado; y sieran mujeres, el cabello: una cuestión degrosor en ambos casos. Los habitantes de Troycreían en las cosas finas, delicadas.

Una inmensa estatua de bronce con unafuente dominaba el extremo occidental de laplaza. En torno a esta estatua volaban y seposaban cientos de palomas, atraídas por lospuestos que vendían bolsas de alpiste para queles echaran los visitantes.

La estatua representaba a un marinero de piesobre una roca hablando a una sirena egea. Sesabía que era egea porque tenía la cola partidaen tres. La cabeza del marinero estaba cubiertade excrementos de paloma, y parecía que teníael pelo gris. La sirena estaba protegida de la

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palomina, pues el agua corría continuamentesobre ella, pero la misma agua había criadouna pátina verde en el bronce de su cuerpo.Según la leyenda, la sirena le estabapreguntando al marinero: ¿Dónde está el GranAlejandro? Y el marinero, siempre según laleyenda, le contestaba: ¡Vive y reina!

Nadie sabía en dónde. Pero la fuente estabareproducida en cientos de souvenirs, desdealfombrillas de caucho para los coches hastabroches. Era a los pies del marinero de broncedonde se encontraba la gente, si no habíanlogrado verse entre la muchedumbre.

¿Era tan famosa la estatua porque ofrecía unconsuelo frente a la muerte? Alejandro elGrande murió, quemado, en Babilonia a laedad de treinta y dos años; y, sin embargo,veinticuatro siglos después, la sirena verdeseguía queriendo saber de él.

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Sugus llegó por la mañana temprano con unasilla plegable que le había dado Naisi. Naisitenía seis iguales apiladas en un rincón de suCuartel General. Habían desaparecido de laplaya privada del hotel Atlantic durante unatormenta.

Sugus escogió un sitio a la vista del resto de losdel negocio de la sangre, pero un poco máscerca de la estatua. Le pareció que desde allípodría observar mejor todo. Se enfundó la batablanca, desplegó la silla y se sentó con elesfigmomanómetro sobre las rodillas y elestetoscopio colgado del cuello. Algunosviandantes lo miraron, algunos pusieron carasraras, ninguno se paró.

Al final de Alexanderplatz, por donde estabanlos autobuses, había un hombre sentado en elsuelo con la espalda arrimada a un árbolcontra el que estaban apoyadas dos muletas. Asu alrededor, dispuestos como un abanico,

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había varios ejemplares del periódicorevolucionario El Faro.

Delgado que ya era de por sí, Murat lo estabaaún más. Su rostro se había convertido en unamáscara que escondía detrás otro mundo.Cuando los pasajeros se bajaban de losautobuses, él levantaba la mirada y repetía: ¡ElFaro! ¡Dos mil zloti! \El Faro! El titular de laprimera plana decía: LOS TRABAJADORES DE TROY NO

SE DEJAN INTIMIDAR.

Murat creía que la humanidad avanzaríahacia un futuro más justo que él no viviríapara ver. Tal vez, sus hijos; y si no ellos, susnietos. Mientras tanto, la gente necesitaba elmensaje del periódico. Cuando llegaba a estepensamiento, hacía todo lo que podía porvenderlo voceando su nombre. El resto deltiempo, sentado en el suelo, perdido en lainmensidad de su compasión, observaba los

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pies de los viandantes.

Si Murat hubiera sabido que cien metros másallá estaba Sugus vestido con una bata blancaesperando unos clientes que nunca llegaban,habría agarrado sus muletas y se habríaacercado a compartir estos pensamientos conel joven trabajador que le había salvado lavida.

Nada es más asombroso, le habría dicho aSugus, que nuestra manera de caminar. Me dicuanta de ello al quedarme tullido. El pie semueve con mucha independencia y, noobstante, uno solo es inútil. Una pierna avanzalo más lejos que puede y luego, casiinmediatamente, tiene que parar, tiene queesperar a que su compañera la releve. Me pasotodo el día observándolas entre los autobuses.Nos olvidamos de las rodillas, la parte másignorada del cuerpo hasta que duelen o seniegan a flexionarse. Esas rodillas olvidadas

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que se flexionan, las valerosas piernas queavanzan, esperan el relevo, vuelven a avanzar,esperan, avanzan, y todo esto cada dossegundos a fin de mover un cuerpo, paso apaso, sobre la superficie de la tierra. Lasobservo entre los autobuses, Mocoso. El quesólo tiene una pierna las pasa peor que el queno tiene ninguna. Siéntate conmigo y veráscómo golpean el suelo los pies de una madrecorriendo detrás de su hijo. Cómo domesticanel asfalto los pies de los ancianos. Cómo searrastran los pies de los hambrientos. Con quélentitud, con qué esfuerzo se ganan la vida lospies de los mozos de cuerda. Los pobresutilizan los dedos de los pies, los ricos, no. Lasmanos están buscando continuamente otrasmanos. Pero el pie es perseverante, obstinado,mudo; sólo le interesa una cosa: la llegada y elpaso de su compañero. Así la humanidadavanza hacia...

Sin embargo, Murat no sabía que su joven

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amigo estaba tan cerca. Después de variashoras, Sugus se puso en pie, se acercó alquiosco y compró dos hojas de papel. Escribióen una de ellas con grandes letras: TENSIÓN ALTA =

GRAVE RIESGO, Y se lo prendió de la bata.

Una hora después le dio la vuelta a la hoja yescribió: NO DESCUIDE SU TENSIÓN. Un viejo que llevabaunas botas sin cordones se aproximó y dijo:¡Sangre joven! Sugus se levantó. ¡Vete a tomarpor saco!, dijo el hombre. No se detuvo nadiemás.

Sugus desplegó la segunda hoja de papel yescribió: UNA PRUEBA A TIEMPO PUEDE SALVARLE LA VIDA. Lagente pasaba con la vista en otra parte; nadiese paró.

En la última cara escribió: ¡SÓLO 1.000 ZLOn!

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Cinco minutos después un joven le tiraba de lamanga de la camisa y le susurraba: ¡EnAlexanderplatz nadie baja los precios, a no serque quiera quedarse sin cara!

Sugus alzó las cejas, pero su rostro no mostróexpresión alguna. Con los labios apretados, elchico señaló hacia los otros colegas en elnegocio. Sugus escupió en el suelo, recogió susinstrumentos, se quitó la bata, plegó la silla ysiguió a la muchedumbre.

Se acercó a la estatua del pescador y la fuente.El agua chorreando sobre los pechos de lasirena que quería tener noticias del GranConquistador le hizo pensar en que Zsuzsaquería llamar a su hija Jeanne. Si era niño,decidió, le llamarían Alejandro. Cuantas másoportunidades les son arrebatadas, máspiensan los hombres en ser padres.

Sin moverse del sitio, a unos pasos de la

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estatua, Sugus desplegó la silla y se subió aella. Con los aparatos a mano, examinó a lagente. Vio un grupo de turistas bien vestidos ycon cámaras. Estaban comprando alpiste paraecharles a las palomas.

¡Eh, señora! ¡Eh, usted, señora, la delsombrero!, gritó. Se la tomo gratis, y susamigos pueden mirar. Acerqúese. Sólo son dosminutos. Re-mánguese. No le dé vergüenza.¡Con esos hombros tan bonitos! ¿Tiene doloresde cabeza? Yo sí. Y le digo que aquí está lasolución. Deje que le tome la tensión. Sístole ydiástole, ¿suena a música, verdad? Se la tomogratis.

Una paloma se posó en su brazo extendido.

¡Le ofrezco un chequeo! Acérquese y le tomaréla tensión gratis.

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La mujer lo miró durante una fracción desegundo, y él vio en sus ojos que lo que deseabano era que le tomaran la tensión. La palomaalzó el vuelo.

Señora, déjeme escucharle el corazón y le diréel futuro... Le diré si va a ser mejor o peor.¿Quiere que le diga dónde está Alejandro elGrande, señora?

Alguien le tocó en el muslo. Bajó la vista y vioa Raphaele, el retratista, quien lo miraba conojos desorbitados.

No esperaba encontrarte aquí.

¿Y tú? ¿Sigues pintando el techo?

No hiciste lo que habías prometido, tesoro.

No prometí nada.

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Prometiste que te pasarías a cambio del dibujoque te regalé. ¿O no te dije que quería dibujartu linda picha?

¡Que te zurzan!

Escucha, guapo, te voy a dar un buen consejo.Este no es el lugar adecuado para tu negocio.

Nunca lograrás nada en Alexanderplatz. Se veque eres demasiado joven para la medicina.Tendrías que teñirte el pelo de blanco.Inténtalo en Sankt Pauli. Por allí la clientelaes menos remilgada. Solamente quieren sabersi van a pasar de esa noche. Pero sin la bata.Por Sankt Pauli todo lo que tenga que ver conlos hospitales significa castigo, no cuidados.Allí, sin bata, tendrías alguna posibilidad.

Esta mañana vi la marta. Corría. Nunca correa ciegas. Examina cada pequeño montículo de

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la huerta antes de saltarlo o rodearlo. Cuandolo rodea, se mantiene muy pegada al suelo.Fina, esbelta, con el color de una llama. Tanastuta como rápida. Hacía tres meses que no laveía. No sé dónde vive, pero no puede ser muylejos de la casa. Somos vecinas invisibles.Cuando nuestros caminos se cruzan es sólo porcasualidad o por error. Esta mañana corríaperseguida por un perro. La marta, cuyocráneo es más ligero que un huevo de gallina,es un signo de peligro.

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SE BUSCAEl día era joven. Los afortunados que teníantrabajo se dirigían a sus puestos; las calles deTroy estaban atestadas de tráfico; la mayoríade los que aún no se habían levantado de lacama estaban solos, muchos temían el nuevodía; el sol deslumbraba reflejándose en el mar.En la comisaría de Cauchy Street, el inspector,recostado en su silla giratoria, escuchaba a unhombre a quien no quería ver. Héctor teníacada vez peor aspecto. Se le había hinchado lacara, y tenía inflamado el dorso de las manos,donde le crecía un espeso vello negro. Cuandolo miraba a los ojos, me parecía ver crecer enellos las mareas del mar, me parecía queestaba a la deriva. Era su última semana detrabajo.

¿Cómo supo entonces quién era?, le preguntó

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al visitante.

Estoy acostumbrado a ver gente, respondió elhombre, es a lo que me dedico durante todo eldía.

Héctor asintió con un movimiento de cabeza ymiró distraídamente el retrato del presidenteenmarcado sobre la puerta.

En cuanto la vi empecé a preguntármelo.

¿A preguntarse qué?

¿Será una terrorista? No suelo hacerme estetipo de preguntas. No soy inspector de policíacomo usted. Pero había algo en aquella mujer—manoteó en el aire buscando la palabra—que me indujo a preguntármelo.

¿Dónde trabaja?

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En la Oficina de Empleo de Swansea. Mejubilo a fin de año.

A todos nos llega, dijo Héctor.

Estoy deseando, respondió el hombre.

¿Así que pensó que era una terrorista?

Sí; entonces no sabía quién era. Sólo pensé queera terrorista.

¿Yeso?

Por la manera de sentarse.

¿Se sientan de alguna forma especial losterroristas?

En ese momento, el hombre al otro lado de lamesa rebuscó en el bolsillo de la americana y

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sacando una cajita de caramelos le ofreció unoal inspector.

Desde que dejé de fumar tomo de éstos, ¿gusta?

Dentro de la caja, los caramelos de brillantescolores parecían las piececitas de un lego, conlas que, de haber suficientes, se podríaconstruir una nave espacial o una cabina deteléfonos en miniatura. Eran amarillo limón,dorado, rosa, negro, marrón.

No, gracias, contestó Héctor.

Están rellenos de regaliz.

Súbitamente Héctor pensó en la heroína. ¿Aquién se le ocurría mirar con recelo esoscaramelos?

La dejaré aquí por si cambia de opinión, dijo el

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hombre. Puso la caja encima del transmisorque ocupaba una esquina de la mesa.

Llevaba un gorro calado hasta las cejas y gafasde sol, continuó diciendo mientras mascaba elcaramelo, y en cuanto advirtió que la habíavisto, ¡clik!, cerró el bolso. Todo esto sucedía enuna mesa de un café al lado de un quiosco. Asíque me compré el periódico y crucé la calle.Luego di una vuelta a la manzana y volví aacercarme al café. ¿Me sigue usted, señorinspector? Esta vez me acerqué desde el ladoopuesto.

Héctor se levantó de la silla y caminó hasta laventana. Continúe, dijo. Cada día pasaba mástiempo mirando el edificio de Mond Bank, quese iba haciendo más y más alto. Pronto loterminarían, pero él ya se habría ido antes.

Me tomé un café en la barra, dijo el hombre,seguía sentada allí y no me había visto.

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Héctor vio una figura subiendo por una torreinvisible a la cabina de la grúa más alta. Si yofuera él, si fuera operador de grúa y no poli...

Entonces se quitó las gafas para leer la cuentay pagar. Y la reconocí, ¡al momento! Vi quiénera. Helen. Sin duda. La Helen que buscan.

¿Por qué está tan seguro?

¿Seguro? ¿Por qué estoy tan seguro? La cara deAnna Helen lleva meses en todas las paredesde la ciudad con la recompensa impresadebajo.

Es una foto de archivo muy mala, pero noteníamos otra cosa.

El visitante cogió otro caramelo y avanzó lasilla.

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Era ella, dijo, sin duda, era su Helen. ¿Havenido mucha gente?

¿Venido?

A pedir la recompensa.

Se sorprendería.

Bueno, en cualquier caso, no me quedé allí,señor inspector, la seguí.

El cabello gris del visitante, escaso, perotodavía rizado, estaba empapado en sudor.Debía de haberse pasado la vida estirándoselo.Me recordaba al de un recién nacido: igual deralo e igual de húmedo.

La seguí sistemáticamente. Cruzó la ciudad apie, lo que ya es un poco sospechoso, ¿no cree?Seguí a su Helen por todas las calles.

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Ya ha llegado, musitó Héctor.

¿Quién ha llegado, señor inspector?

El operador de la grúa.

¡Le estoy diciendo dónde vive la mujer másbuscada de Troy!

¿Dónde?

Aquí tiene la dirección.

El hombre le alargó un trozo de papel. Héctorolvidó la ventana y leyó la dirección.

En Gentilly... ¿Cómo sabe que vive allí?

Al principio no me creía que hubiera podidotener semejante suerte. Le seré franco, señorinspector, la recompensa nos ayudará a salir

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adelante con mi pensión. ¡Un millón! Tiene ensus manos toda la información que pedían,señor inspector.

No parece muy probable.

Vi donde entraba, pero no pude coger elascensor, así que no sabía a qué piso había ido.Tome un caramelo ahora, señor inspector, legustará. Entonces volvió a sonreírme la suerte.Dudaba esperando en la calle, cuando derepente se abrió una ventana y salió ella asacudir una alfombra. ¡Era el quinto piso!

Héctor volvió a la ventana. Le escucho, dijo. Lagrúa grande, la padre, pasaba sobre el brazo dela pequeña, la madre.

Cogí el ascensor y al llegar al rellano vi quehabía dos puertas. Así que llamé a los dostimbres. No abrieron en ninguno. Esto me

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animó, señor inspector, porque después detodo, yo lo había visto. ¡No podía haberse ido!Si no abría era porque estaba escondiéndose.

¿No se le ocurrió pensar en el riesgo quecorría?

Sí, pero valía la pena. ¡Un millón!Compraremos algo en el campo. Y además yame había pensado una cobertura. Me haríapasar por un vendedor de seguros. Coche.Casa. Vida. Creo que doy el tipo, no le parece.En cualquier caso, volví a llamar. Nada.Intenté escuchar a través de la puerta. Yentonces se abrió la otra, y allí estaba ella en elumbral. Y era la mujer que buscan. Su Helen.

Los ojos de Héctor volvieron a las grúas. Estarallá arriba, pensó, girando en el cielo sobre laciudad.

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Pues ya sabes dónde vivo, eso es lo que dijoella. ¿Puedo hablar con usted un momento?, lepregunté. Es sobre unas pólizas de seguros. ¿Ysabe lo que contestó?

¿Quién?

La mujer que vale un millón de zloti.

Dígamelo.

¡Olvida que me has visto, abuelo! Mientrastanto yo intentaba husmear dentro del piso. Siquieres contarla, susurró, ¡lárgate ahoramismo!

Aqui abajo en el suelo, sólo el dolor es cierto.Nada más.

Sé que he corrido un gran riesgo viniendo averlo.

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Nos ocuparemos del asunto, dijo Héctor.Tenemos su dirección, y en el caso de queconsigamos arrestar a alguien, leinformaremos inmediatamente. El sargento leacompañará a la puerta.

Héctor volvió a la ventana, y esta vez,sintiendo que se ahogaba, se desabrochó elcuello de la camisa. Fue en ese momento,después de que se fuera el visitante, cuando meacerqué a él.

¿Te acuerdas de tu tía, Héctor, la de las cabras?Un día encontró un zorro muerto entre lahierba, detrás de la casa. En torno a losafilados dientes del animal había restos deespuma.

Héctor reposó la cabeza en el cristal de laventana.

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Tu tía se estaba preguntado qué hacer, yapareciste tú. ¿Lo recuerdas? Tenías quinceaños.

Mira lo primero que he visto esta mañanacuando salí a orinar, te dijo.

Déjamelo a mí, respondiste pisando el animalcon la punta de la bota.

¿Tendré que llamar al alcalde?, preguntó tutía Helen.

No tía. Olvídalo. ¿Tienes un pico?

Hay uno en el gallinero.

Lo enterraré; tú ve a hacer el café, dijiste.

Mientras tu tía estaba moliendo el café en lacocina, llegó Daniel, el cartero.

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¿Sabes quién ha muerto?, te preguntó.

¿César, el de Sous-Chataigne?

Y entonces, Héctor, le empezaste a contar losiguiente: Esta mañana me pasó algo muyraro. Me entraron ganas de hacer del cuerpo,así que me acerqué a ese muro de allí, me soltélos tirantes y me agaché...

¡Dios nos asista!, gritó el cartero. N'o lo habíavisto. ¿Está muerto?

Sentí que algo me hacía cosquillas en el culo,mentiste.

¡Pero no era la hierba!, dijo Daniel empezandoa reírse.

Imagínate que hubiera cagado encima,continuaste.

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Si cagas sobre un zorro muerto, no coges larabia, dijo el cartero.

Lo voy a enterrar a toda prisa, añadiste, y a dosmetros, ni un dedo menos.

Tu tía Helen había seguido toda laconversación desde la ventana, y se agarraba elvientre partida de la risa. ¡Qué hombres éstos!,dijo entrecortadamente, ¡ni siquiera dejáis queuna vieja orine sobre un zorro muerto derabia!

Muchos años después de que te fueras delpueblo, tu tía aún contaba la historia ysiempre añadía con gran orgullo: Y hoy misobrino es policía y vive en Troy.

Llamaron a la puerta.

Entre.

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Acaban de informarnos sobre los pasaportesrobados en el Transeuropeo Nocturno, señor.

¿Cuándo fue eso?

Hace una semana.

Ya recuerdo; no habíamos tenido muchasuerte con la investigación.

Anoche arrestaron en el aeropuerto a unhombre con uno de los pasaportes. Responde alnombre de Pende. Andaban tras él los estupas;está acusado de varios delitos de narcotráfico.Ha cantado en el interrogatorio.

¿Ha dado algún nombre?

Dijo que le había proporcionado el pasaporteun tal Naisi. Lo tuvimos aquí hace poco. Ustedordenó que lo soltáramos.

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Me acuerdo de todo, dijo Héctor.

Conforme a la descripción de la policía delferrocarril, parece que la mujer que utilizaroncomo señuelo podría ser la hermana de Naisi.En cuanto a su acompañante, podría ser unmangante sin oficio ni beneficio que se hacellamar Sugus. Vive en Cachan.

¿Sabemos algo más de ellos?

Del percebe, nada; la gachí hace strip-tease enun club de Sankt Pauli.

¿Dónde está Pende ahora?

En el C.I.A.T.

¿Está visible?

Sí, señor.

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Iré enseguida.

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CUERPO QUERIDOEra su primera dienta. Sugus se habíainstalado en la esquina de Third Street, unaspuertas más abajo del Bar Flores. Llevaba untraje sin mangas con un bolero de tafetánsobre los hombros. Al sentarse se quitó lachaquetilla y la sujetó en el regazo. Sugusajustó la abrazadera hinchable en el inmensobrazo de la mujer. La carne se hundió como lamasa poco hecha. Y la forma de sostener lacabeza y la insistencia con la que preguntabansus apagados ojos expresaban la convicción deque la carne, toda la carne, no es más que unamofa. Hay prostitutas cuyo desapego supera alde la mayoría de las monjas. Al tocarla parasujetarle la abrazadera, Sugus sintió el calor desu cuerpo, y era un calor como nunca sehubiera imaginado que podría desprender unamujer, pues era seco, tan seco como las patas

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de un grillo.

¿Llevas mucho tiempo dedicado a esto?,preguntó la mujer. Sugus afirmó sin atreversea abrir la boca. Escuchaba atentamente a finde detectar el momento en que se volvieran aoír los latidos, en que se acabara el silencio.Dejó salir el aire lo más lentamente posible, yel mercurio descendió de forma regular. Lamujer contenía la respiración, súbitamenteansiosa. Le había estado doliendo la cabezadurante todo el día y temía una subida detensión.

Como un triunfo, sintió la vuelta de los latidos,y su mirada voló de un parpadeo al tensió-metro. El sistólico. Sugus estaba escuchandoun latido que no había parado desde queaquella mujer no era más que un embrión. Elcorazón empieza a latir treinta días después dela concepción, cuando sólo tiene el tamaño deuna miga de pan. El primer latido, que viene

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de la nada, es un don. El primer latido haceinevitable una muerte más, antes o después demuchas pasiones.

Escuchó el corazón de la mujer, que latíacomo un gong en lo alto de la escalera señorialde algún palacio. Luego el gong se quedó ensilencio, y el palacio desapareció. El corazónseguía latiendo, pero el disco del estetoscopioaplicado a la arteria no recogía ningún sonido.El diastólico.

Dieciocho-doce, dijo, está un poco alta.

No para mí, contestó ella, a menudo tengo

veinte.

El empezó a desenrollarle la abrazaderahinchable. Con sus apagados ojos, unos ojosque sólo esperaban la muerte, ella lo miró

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agradecida por las buenas noticias, y entonces,preguntándose si aquel chico sonreiría algunavez, deseó echar un trago.

Hay medicinas, dijo Sugus.

¡No me digas! La mujer se echó a reír, y la risase convirtió en una tos que la hizo escupir. ¿Deverdad crees que hay medicinas, cariñito?

La ayudó a levantarse de la silla, y ella se pusola chaquetilla.

¿Cuánto quieres?

Mil quinientos.

Introdujo no más de las yemas del índice y elcorazón de la mano derecha en el escote yextrajo los billetes.

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Una mujer más o menos de la misma edad,pero delgada y con el cabello liso teñido derubio, se paró en la acera junto a la silla deSugus; iba vestida con un traje pantalón.

Harley, dijo la mujer, te estaba buscando.

Sugus se metió el dinero en el bolsillo.

Dieciocho-doce dijiste, ¿no?

Si quiere se lo escribo.

No hace falta.

Es alta, Harley, dijo la mujer del trajepantalón.

No para mí, Fleece.

Quiero que vengas a ver a Lila.

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¿Lila?, preguntó la cliente de Sugus.

El número de circo que te dije.

Estoy perdiendo la memoria, Fleece. ¿Lila?

Ven y lo verás.

Las dos mujeres caminaron del brazo calleabajo, parándose y volviéndose lentamente,mirando al cielo, como lo harían dos señorasmayores respetables paseando por un jardín.Sugus las siguió.

Fuera del Vellocino de Oro había fotos dechicas que ponían caritas y hacían signosobscenos con las manos. Sugus las examinóuna por una. Ninguna de ellas podía serZsuzsa.

Quiero mecer a Sugus. Tengo en el granero

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una cuna que casi es lo bastante grande. Laconstruyó hace muchos años el bisabuelo quedejó tras de sí el zueco de piedra. Quiero mecera Sugus en esa cuna y cantarle una canción.Una canción que Zsuzsa podría haberaprendido de Rifat, el amigo del trapero. Unacanción que dice así:

Noche de sueño, día feliz

cero es el juguete

y nada en ninguna parte

ese no es

ese no es

tu cuerpo querido...

Con ella todos los hombres se quedan

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dormidos.

Sugus se habría despertado enseguida y, trassonreír a las chicas, se hubiera vuelto a ir consu silla a la esquina de Third Street, y otrocliente habría aparecido. Pero mientrasescuchaba mi canción, tres hombres quevenían armando mucho alboroto lodespertaron, y yo no pude impedirlo.Avanzaban por la calle enlazados por loshombros para no caerse. Parecían un animalcuyas reacciones fueran tan lentas como las deun toro. Se acercaron tambaleándose a laentrada del Vellocino de Oro. Uno de ellosbramó: ¿Por qué no vemos unos chochos? Atrompicones llegaron hasta la taquilla. Otrosacó un fajo de billetes. Sugus los observaba.Cuando el que había pagado fue a meterse elcambio en el bolsillo, un billete cayórevoloteando como una hoja en el suelo. Eraun billete color magenta de diez mil. Sugus seagachó, cogió el billete y compró una entrada.

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Desde el principio, los hombres hancomparado a las mujeres con las flores, y lasmujeres los animaron gustosas a hacerlo. Seprendían capullos en el cabello, seperfumaban, se trenzaban guirnaldas y seexhibían. Lo que dice la Biblia nunca ha sidocierto en las mujeres que conozco: «Observadlos lirios del campo, cómo crecen; no se fatiganni hilan». Las mujeres que he conocido sóloimitaban a las flores después de haberdesollado conejos, rastrillado el heno olimpiado los establos o preparado el pienso delas gallinas o acarreado la leña desde elbosque. Y, sin embargo, los hombres hacíanbien en compararnos con las flores. No porquefuéramos puras, sino porque, al igual que lasflores, fuimos creadas para atraer. Como la delas flores, nuestra belleza es delicada. Como losde las flores, los colores con los que nacimosatraen el ojo hacia nuestras partes más ocultas.

Detrás de la taquilla, al otro lado de la cortina

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de terciopelo, el Vellocino de Oro olía acerveza y a talco, a fermentación y a dulzura.No había luz natural, y las paredes estaban sinrevestir, como las de un garaje subterráneo.Una acomodadora con medias de mallacondujo al toro de tres cabezas por el pasillo.

¿Quieren en la primera fila?

Nada puede separarnos, ni siquiera una tía encueros, bramó una de las tres cabezas, iremosjuntos.

Sugus los adelantó para llegar hasta el fondodel pasillo.

¿A que no sabéis para qué se trae una sillasuplementaria ése?

¿Para qué se la traerá?

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¿Y por qué no iba a traérsela?

Yo os diré para qué.

Nos lo va a decir.

¡Para poner la polla!

Los tres hombres-toro llevaban trajes y abrigosde buen corte. De tanto aflojárselo, el nudo dela corbata les llegaba ya hasta la mitad de lacamisa.

Estarán un poco apretados, dijo laacomodadora, estas cabinas no son para tres.

Ni siquiera una tía en cueros nos separará.

Se amontonaron en aquel cubículo, que teníael tamaño de la cabina de la grúa de Yannis.

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Llamen si quieren algo, dijo la acomodadora, ycerró la puerta.

Pegado a una de las paredes del cubículo habíaun diván tapizado en el que se sentaron lostres hombres-toro, uno al lado del otro. Frentea ellos, a la altura de sus rodillas había uncristal inclinado, parecido al de la ventana dela cabina desde la que Yannis, el operador dela grúa, contemplaba la ciudad de Troy. A suspies, en la moqueta había un cáliz dorado y unordenado montón de pañuelos de papel.

Nos vamos a correr juntos, ¿o no?

Éste es mi cuento de comadre. Hay muy pocasporquerías en el mundo que yo no hayalimpiado. Y no hay nada, por lastimoso quesea, que yo no haya oído con unas orejas quecada año se hacen más grandes. Con la edad,todo lo demás encoge, y las orejas crecen.

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Se apagaron las luces de la cabina. El espacioal otro lado del cristal seguía encendido, pero,curiosamente, se filtraba muy poco de esta luz,pues la otra cara era opaca. La pantalla era deun tipo de cristal, una especie de espejo, que seinventó originariamente para las prisiones, ysólo se puede ver desde un lado del mismo. Enel negocio se le llama espejo sin azogue.

¡Que empiece ya! ¿Van a salir esos chochos oqué?

Se apagaron todas las luces. El toro tricéfaloestaba sentado a oscuras. Nadie decía nada.Cuando se encendieron las luces, apareció ella,muy, muy cerca del cristal. Parecía que apenastenía espacio para ponerse de pie. Estaba encuclillas, un quimono le cubría los hombros.Dejó que la prenda cayera lentamente al sueloy luego cambió la posición de las piernas y searrodilló echando hacia atrás los hombros y lacabeza.

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Las plantas y los talones de sus pies revelaban aquien quisiera observarlo que andaba amenudo descalza.

El cristal tenía el efecto de ampliar lo queestaban mirando los hombres desde lascabinas. Acercaba la mujer a sus ojos. Losporos eran tan visibles como las picaduras enla monda de una naranja. Se podía contarcada pelo de su cuerpo; bajo aquellapenetrante luz, cada uno se percibía tanclaramente como una pestaña. Alzó las manosdespacio. La luz reveló restos de suciedad bajosus uñas. Sus grandes manos empezaron aacariciar sus senos diminutos.

Se le están poniendo duros los pezones, gimióuna de las cabezas del toro.

¡Pequeños y bien hechos! ¡Tienen un buenmordisco!, murmuró otra.

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¡Pasa ya al coño!, susurró la tercera cabeza.

Dentro de la caja iluminada, la chica seinclinó hacia adelante hasta que su cabellorozó el suelo. Desde el principio de los tiempos,a lo largo y ancho del mundo, las mujeres nohan dejado de lavarse el cabello, de cepillarlo,de transformarlo en una aureola, peinándolo,trenzándolo, rizándolo.

Giró las caderas y se quedó de costado con lasrodillas dobladas y uno de sus escuálidosbrazos entre los muslos.

¡Venga! ¡Enséñanos el parrús!

Pegada al cristal, separó los labios con dosdedos. En el pueblo, a esa parte de la anatomíade la mujer la llamamos su «naturaleza». Condos dedos abrió los labios ondulados de sunaturaleza. Cuando una rosa está todavía

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replegada en su estuche y aún no ha sido vista,los colores de sus pétalos pueden parecerse alos que ella reveló y ofreció a la pantalla decristal.

Un estrépito de cristales rotos reverberó entodo el local. Ante los desorbitados, atónitos,seis ojos del toro, un hombre con una sillaplegable destrozó la caja iluminada, tiró alsuelo a la gachí, rompió la pantalla de sucabina y golpeó sus tres cabezas.

Los perros ladraban.

Sugus huyó. En la calle, las prostitutas lovieron pasar corriendo. Todavía había luz; esaluz de los anocheceres de otoño, el momentodel año cuando toda la naturaleza estásuspendida y nada se apresura, cuando eltiempo aminora su marcha, casi se detiene,hasta que una noche los primeros hielos locogen por sorpresa. Esta era la luz bajo la que

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corría Sugus.

Gemía por dentro mientras corría, evitandotodo sonido, toda palabra. El gemido subía ybajaba como la sirena del coche de bomberosque había llegado demasiado tarde a apagar elfuego en Cachan; aumentaba y disminuía alritmo de Zsu-Zsa. Cuanto más corría, másintenso era el gemido.

Corría por las calles abarrotadas con toda lagente que salía del trabajo a esa hora y cuyospies ya anticipaban el descanso, las zapatillas,la copa, el sofá. Se bajaban de la acera paraverlo, pues su carrera era frenética, como la deun ciervo perseguido. Lo dejaban pasar einmediatamente miraban hacia el ladocontrario para ver quién lo perseguía y porqué.

Pero no se veía a nadie detrás. Algunos

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volvieron la vista al otro lado de la calle,seguros de ver venir a alguien corriendo por laacera de enfrente. Sólo había Ias colas de lagente que esperaba el autobús, mujeres viendoescaparates, varios mendigos. Otros echaronun vistazo a las calles laterales, en donde habíafurgonetas cargando y coches que pitabandetrás. Un hombre levantó la vista esperandover un helicóptero. El cielo estaba vacío.

Y Sugus seguía corriendo. Debe de llegar tardea algo, una cuestión de vida o muerte,concluyeron los que lo vieron, pero en el fondode su corazón sabían que ningún hombrecorre de esta forma porque llega tarde.

El sol se ponía tras el polvo que lo vuelve rojo.

Corría como si nunca fuera a pararse, pues dehaberlo hecho, habría tenido que enfrentarse aTroy y a su mar, y al cielo de octubre y a lasgalaxias y al límite del universo, de cuya

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inexplicable inmensidad ya nunca podríavenir la confirmación de la verdad.

Corría entre trolebuses y motocicletas. Pasópor delante del hotel Hilton, de unsupermercado de comida para animales, deuna tienda-exposición de vehículos, deagencias de viajes, de un juzgado, de unasauna, de tiendas de traje de novia, de ropapara niño, de floristerías, de quioscos decambio de moneda, de empresas de pompasfúnebres, de cafeterías, del Caballo de Troya,pero ni tan siquiera una de todas sus promesasde victoria, derrota, placer, evasión, paz,descanso, justicia, manos tranquilizadoras,podría ya ser para él. Corrió más y más.

Hacia el oeste, se habían encendido las lucesen el Hospital de París, y sus ventanasparecían las portillas de un trasatlánticonavegando tierra adentro. Allí mismo, en lasala de maternidad de aquel hospital

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encaramado en el acantilado, Sonia, la mujerde Yannis, acababa de dar a luz un niño alque iban a llamar Alejandro. Yannis esperabala noticia en lo alto de su grúa. Sonia estabaagotada —el sudor le caía por los párpados ytenía las piernas manchadas de sangre, delcolor de las nubes en el cielo— y triunfantecon la vida que tenía ante ella. Démelo, le dijoa la comadrona que sostenía al bebé cabezaabajo, déme a mi pequeñito.

No tardaría en reventarle el corazón, y Suguscorría para que le reventara. La sangreagolpada en la garganta y en el pecho latía alcompás de sus pies veloces. Pero ya no eran suspies. Ella corría hacia él. Estaba al final dePark Avenue, y se acercaba con cada zancada.A ratos cerraba los ojos. Los viandantes seapartaban, le abrían paso, como se hace conlos locos. El tráfico se detenía y los conductoressonreían con una paciencia inimaginable a esahora en la ciudad: como si se hubieran

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convertido durante unos segundos enconductores de camellos en el desierto. Ver lalocura en los otros confiere una especie decalma. Iba vestida con el traje de panterasubido hasta las ingles y corría descalza.

El gemido no había cesado, pero sin dejar decorrer extendió los brazos hacia ella. Pasabadelante de la estación de metro de Spallanzi.Ella corría hacia él más veloz que nunca. Viosu boca mellada y sus grandes manos. Siguiócorriendo. La tenía enfrente y la oyó jadear. Lotraspasó sin dejar de correr; lo traspasó sindejar rastro.

Una colegiala que salía de la boca del metrovio venir a un hombre corriendo hacia ellacon los brazos extendidos. Se arrimó a todaprisa a la pared. El hombre pasó. Unosminutos después todavía tenía el pulsoacelerado, todavía temblaba, no porque sehubiera escapado por los pelos de ser arrollada

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por aquel hombre, sino por lo que habíaentrevisto en su rostro. Sus facciones estabantan deformadas, que ya no eran dos ojos, unanariz, una boca, unas orejas. Su cara era unpuñado de serpientes devorándose unas aotras.

Primero llevo el yunque hasta el lindero delpasto, luego me coloco sobre él, sentada en eltalud. La puntera de metal de mis botas señalaal cielo. Como siempre, mis medias de lanaestán un poco torcidas. El yunque está en susitio, entre mis escuálidos muslos, y la hoja dela guadaña, que he separado del mango,reposa en mi regazo.

¿Otra vez martillando?, pregunta Hercule.

Estoy perdiendo vista.

Déjamela un momento. Le doy la hoja, y él

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chasquea un dedo en ella. ¡Zing! Nada, noresuena. Ya no hay quien encuentre buenasguadañas. Vuelve a chasquear. Lo oyes, ¿no?No sale ninguna nota. ¡Basura!

Recuerdo una guadaña, continúa Hercule, quecuando la golpeabas cantaba como unaalondra.

Se va caminando, lenta y penosamente, haciasu casa, en donde Jean está sacando las vacas apastar, y yo me quedo sentada en el talud,agarro el martillo, sujeto la hoja en el yunquey la martilleo. Martilleo hacia la punta. Gotasde sudor empañan los cristales de mis gafas, yla curva del metal negro se desdibuja ante misojos.

Había caído la noche en Troy. Sugus seencontró solo junto a los muelles, cerca de laAduana. Había allí unos soldados iluminadoscon un reflector. Subió hasta el solar donde

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había esperado a Zsuzsa la primera noche.Había una luz encendida en el Cadillac. Sugusno se acercó. Se tumbó en el terraplén, dondecrecía un poco de hierba. Duerme, le susurré,duerme.

Lo despertó una voz en el oído, y se volvió y viouna cabeza al ras del suelo.

A veces tengo buenos sueños, dijo el hombreque había perdido ambas piernas.

Sugus lo miró fijamente, como si se hubieraquedado sordo y tuviera que leer en los labiosde la gente.

El martes pasado, soñé con coñac, dijo elhombre.

Bajo ellos, en la carretera, los soldadosjugueteaban con el reflector. El hombre tenía

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los labios grises.

Me iba a beber toda una botella, dijo el tullidoque vivía en el Cadillac, y entonces se meocurrió que era más juicioso reservar un tragopara otra ocasión. Hasta ahora no heconseguido volver a soñar lo mismo. No tienesbuen aspecto, amigo. ¿Qué te parece si nosacercamos al coche y hago un café?

Sugus no dijo nada.

El hombre de las sandalias atadas a los codossubió el terraplén arrastrándose. Le llevó largorato. A veces parecía que iba a resbalarse,como una mosca en el cristal de una ventana.Y, sin embargo, comparado con Sugus, parecíaágil y sano. Esto no le sorprendió, pues sabíaque en Troy se producían a todas horasexplosiones invisibles que destruían miembrossin nombre.

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En el coche encontró una botella de cerveza, ybajó el terraplén avanzando primero la parteinferior de la espalda, como bajaría unaescalera de mano un hombre al que no lefaltaran las piernas.

Bebe, dijo, y escúchame, amigo. Hereflexionado sobre todo ello en mi Cadillacantes de dormirme. Cuando no hay dinero,poco es lo que queda en la superficie de latierra. No es más que ceniza y escoria, como laluna. Lo mejor es dormir, si consigues conciliarel sueño. En los sueños desaparece el dinero.En todas partes. Puede que sueñes con eldinero. ¡Pero nunca sueñas que estás pagando!Por eso es tan terrible despertar. Por esodespertar es peor que el hambre. Bébete lacerveza y duérmete.

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INTERROGATORIOLas puertas de la Unidad de Interrogatorios dela comisaría de Cauchy Street estabancerradas. Para hacer lo que hacen en lanovena planta precisan un aislamiento totaldel resto de la vida y de la muerte; necesitancreer que no hubo historias antes de ellos yque no las habrá después. En su soledad, Dioscreó el mundo. Allá arriba, en la novenaplanta, intentan destruirlo, miembro amiembro. Por eso todas las puertas estabancerradas.

Oí quejidos, pasos y una voz. La voz pertenecíaal sargento Pasqua, aunque era un poco másaguda que la suya habitual. Los quejidosprovenían de Sugus. El desconsuelo que Sugussentía en su corazón lo hacía prácticamenteinmune al dolor que el sargento le estaba

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infligiendo. Se retorcía cada vez que unanueva descarga le aplastaba despiadadamenteel interior del cráneo. Pero entre una descargay la siguiente, el otro dolor era aún peor.

¿Quién estaba contigo? El sargento habíagritado tantas veces esa pregunta que las trespalabras habían perdido su significado. Paraempezar, se habían referido a un tiroteo quehabía tenido lugar la noche anterior en elCerro de las Ratas, durante el cual habíanresultado muertos Naisi y un policía.¿Quiénestabacontigo? ¿Quiénestabacontigo?Al repetirlas y repetirlas, las palabras sehabían convertido en algo similar al grito deun buitre volando en círculos sobre su presa. Ydesde muy abajo, apenas audible, llegaba unchirrido como el emitido por un topo o unratoncillo de campo. Era imposible saber si suorigen estaba en el aparato fonador delprisionero o en cualquier otro órgano de sucuerpo maltrecho. Luego se hizo el silencio. Ni

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gritos, ni chirridos, ni pasos, ni murmullos. Seabrió una puerta, y una segunda voz rompió elsilencio. Héctor dijo: Quiero ver al prisionero asolas; puede retirarse, sargento.

El sargento salió. En el sonido de sus botas, enel ritmo de sus pasos, había un orgullo férreo.Luego se oyó una respiración pesada y el jadeoque acompaña a un gran esfuerzo, como si doshombres estuvieran escalando una escarpadacumbre.

Hace mucho tiempo, durante uno de los largosveranos que pasé en el alpage con las cabras ylas dos vacas, Desirée y Rouquine, apareció unperro. Era un perro negro de tamaño medio.Nadie lo había visto antes. Estaba tendido enla hierba cerca del chalet, al lado de unafloración de roca donde a veces me sentaba acontemplar el valle y las nubes mil metros másabajo. Era un día caluroso, los grillos

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cantaban, y los tordos se habían posado en lasgencianas amarillas, que se balanceaban cadavez que venía uno nuevo u otro alzaba elvuelo. El perro era claramente muy viejo.Tenía las patas traseras tan anquilosadas quecuando andaba parecía que fuera a cagar.Había algo cómico en su torpeza. Y, sinembargo, tras verlo dar unos pasos, sentíascompasión.

Al atardecer volví a verlo. Y estabairreconocible. Al principio pensé que era otroperro. El rabo, antes caído entre las patas,estaba levantado y giraba en círculosfrenéticos, y su andar era ligero y decidido. Leacompañaba la perra marrón del chalet de LaFine. La perra debía de estar en celo, pues seolían y se lamían uno a otro bajo susrespectivos rabos. Allí los dejé.

Cuando cayó la noche, y las estrellas brillaban

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de tal forma sobre los pastos que parecía quepodías caminar hasta ellas, volvió a aparecer.Lo encontré temblando en la hierba cuandosalí a coger leña para la estufa. Estaba echadoen una extraña postura: de costado y con lacabeza hincada en el cuerpo, como si estuvieracomprobando por qué éste no quería moverse.Con bastante dificultad lo llevé adentro. Seestiró al lado de la estufa, en cuyo interiorcrepitaban los leños de pino, y cerró los ojos.Dormir no podía, pues cada pocos minutos lasconvulsiones del pecho sacudían todo sucuerpo.

La estufa se fue aquietando, y salió la luna. Através de la ventana la veíamos. Como pudo, elperro se levantó y se acercó a la puerta. Yo laabrí, y él se dirigió a las rocas donde lo habíaencontrado.

Y allí aulló. Una sola vez. Diez minutosdespués había desaparecido. Se había ido al

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bosque a morir.

Los hombres y las mujeres no son como esteperro porque tienen palabras. Con sus palabraslo cambian todo y no cambian nada. Seancuales sean las circunstancias, las palabrasponen y quitan. Ya sean las palabras habladaso las pensadas. Siempre son incongruentes,porque nunca encajan exactamente en su sitio.Por eso causan dolor las palabras y por esotambién ofrecen la salvación.

Empecemos con tu nombre. Dime tu nombrecompleto.

Lo tiene ahí escrito.

¿Cómo te llaman tus amigos?

No lo sé.

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Sugus, ¿te dice algo este nombre?

Nada.

¿Dónde estabas ayer a eso de las seis de la

tarde?

A través de la puerta cerrada oía las palabrasde Sugus y el inspector.

¿Quieres que te lo recuerde?

Me da igual.

Estabas en el Cerro de las Ratas con uncamello llamado Naisi y tenías una pistola enla mano.

El sargento me ha dicho que Naisi ha muerto.Mis hombres dispararon en defensa propia. Así

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que es verdad.

Naisi se resistió y no estaba solo; había otrasdos personas armadas con él. Estabais tres. Lostres disparabais. Naisi, su hermana y tú.

Yo no estaba allí.

Uno de mis oficiales resultó muerto en eltiroteo.

Muerto.

Si no estabas allí, ¿dónde estabas?

Las palabras habían empezado a sacar a Sugusy al inspector fuera de la estancia cerrada.

Parece que fue hace mucho tiempo. ¿Cuántosaños tienes?

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Mírelo en la ficha.

Yo tengo sesenta y cinco. ¿Viven tus padres?Mi padre ha muerto.

¿Era de Troy?

No, era de las montañas.

Como yo.

¡Salvo que él no era poli!

¿A qué se dedicaba?

Estaba en el comercio.

Mi padre era tratante de ganado, dijo elinspector. ¿En qué ramo trabajaba tu padre?

Abría ostras.

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¿Nada más?

Abrió ostras durante toda su vida.

¿Trabajas en algún sitio?

¿Usted qué cree?

O sea, que estás en paro.

Trabajé en la construcción.

¿Aquí en la ciudad?

Justo enfrente de aquí.

¿Donde están las grúas?

¡Donde estaban, querrá decir!

Todavía siguen ahí.

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¿Ah, sí?

Acércate a la ventana y las verás.

Se hizo un silencio. Los dos hombres debían deestar mirando por la ventana que daba sobreel edificio del Mond Bank.

¡Mira!, dijo el inspector, hay algo volando en loalto de la grúa grande. Es una bandera.

Al oír esta palabra1 Sugus sintió que elcorazón le iba a reventar.

No la distingo bien, dijo el inspector, me fallala vista.

Estamos en el noveno piso, ¿no?

¿La distingues tú?

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Rayas blancas y una cruz blanca sobre un azulcielo. La mayoría de las banderas no cambian.

Entonces es griega, la enseña nacional griega.

El operador era griego.

¿Lo conocías?

Hace un montón de tiempo. Se llamabaYannis. Era de la isla de Samos. Era capaz dedescorchar una botella con la grúa.

Ayer no estaba la bandera, dijo Héctor.

Yannis ponía una bandera en la grúa cada vezque su mujer daba a luz, explicó Sugus. Teníados hijas; una se llamaba Chrysanthe.Esperaba tener un niño al que llamaríaAlejandro. ¿Qué más quiere saber?

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Quiero saber dónde estabas ayer por la noche.Quiero saber de dónde sacasteis las armas.Quiero saber para quién trabajaba Naisi. Si melo dices, haré todo lo que pueda para ayudarte.En caso contrario, te prevengo ahora, las cosasse te van a poner muy feas. Matar a un policíano es algo que permitamos a nadie hacer dosveces.

Al llegar a este punto, Héctor probablementehizo algún gesto con la mano. Tal vez se lallevó al cuello indicando la acción decortárselo a alguien.

No me importa.

¿Cuánto tiempo trabajaste ahí enfrente?

Todo el que pude.

¿Te despidieron?

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Pegué al encargado.

¡No deberías haberlo hecho!

Eso mismo dijo Naisi.

Al parecer, lo admirabas mucho.

¿Admirarlo? Naisi se defendía como podía yayudaba a otros a hacerlo. Ahora está muerto.

Hay muy pocas personas a las que hayaadmirado en mi vida, dijo el inspector.

Ustedes dispararon a Naisi.

Ya te he dicho que mis hombres dispararon endefensa propia.

Lo mismo da.

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Te voy a contar algo, joven. Cuando eratodavía un niño —debía de tener unos doceaños, aún no me había ido del pueblo— ya mehabía figurado todo lo hay que saber de lavida. ¡Todo! Pero no era consciente de ello.Creía que había mucho más. Claro que habíacosas que no había hecho, cosas que no habíavisto, pero eso no eran más que detalles. Sabíalo esencial sin darme cuenta de que lo sabía.Creía que los adultos, particularmente iasmujeres, tenían secretos que yo todavía noconocía. Estos secretos les daban un poderespecial, un poder que podían usar cuandotenían problemas o cuando buscaban lafelicidad. Esos secretos me obsesionaban.Quería descubrirlos. Entonces me vine a Troy.Y después de muchos años —pues al principiono lo admitía—, después de muchos años tuveque enfrentarme al hecho de que no haysecretos. La vida no es más que lo que sabes deella cuando eres un chaval. No sé más que tú,pero puedo ayudarte; y tú puedes ayudarme a

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mí.

Aquí siguió otro silencio. Puede que los doshombres estuvieran observando las grúas, alotro lado de la ventana. Puede que estuvieranmirando a su alrededor, estudiando aquellahabitación casi vacía y alicatada con azulejosblancos, que podría confundirse con unalechería, salvo que no había leche y en una delas paredes, al lado de un anaquel para colocarlas armas, colgaban varios pares de esposas.Podrían estarse mirando uno a otro: Héctor,vestido de uniforme —pantalones azul marinoy guerrera con estrellas de latón en lascharreteras—, sus manos hinchadas; Sugus,con la mirada extraviada por la pérdida, losvaqueros rotos, la camisa sucia. Miraran lo quemiraran, ello nada tenía que ver con suspalabras. Sus palabras ya estaban muy lejos,discutiendo entre ellas sobre qué direccióntomar, insistiendo cada una sobre su propiodestino. Ambos hombres esperaban, pero

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ninguno de los dos sabía a qué.

Volvamos a la noche del doce de octubrepasado; estabas en la estación de Budapest.

No hay ninguna posibilidad de volver atrás,poli, ni la más remota. El secreto que no sabíausted a las doce es que las cosas se puedendestruir, pero no se pueden reparar. Nunca.

Estabas en el andén 17 de la estación deBudapest.

Ni siquiera Dios puede cambiar el pasado.

Y no estabas solo; te acompañaba una joven.¿Quieres que te diga quién era?

Sí, diga su nombre.

Se la conoce como Zsuzsa.

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¡Zsuzsa!

En la noche del doce de octubre, en compañíade esta mujer conocida como Zsuzsa robastecierto número de pasaportes del vagón decoche-cama del Transeuropeo Nocturno,Estaba yo solo; no había nadie conmigo.

¿Cómo lograste entrar en la cabina del mozo?

La puerta estaba abierta.

¿Dónde estaba él?

Hablaba con una viajera.

¿Una pasajera conocida como Zsuzsa?

No sé los nombres de los pasajeros, salvo los deaquellos que estaban en los pasaportes que mellevé.

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¿De qué montañas procedía tu padre?

Las Aravis.

¿Cuántos pasaportes te llevaste delTranseuropeo?

Catorce.

¿Se los diste a Naisi?

¡No se lo puede preguntar!

¿Y el nombre del pueblo de tu padre?

¿Sabía que el Transeuropeo pasa por lasAravis, poli?

¿Quería volver? ¿Quería volver tu padre?

Sí.

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Dime el nombre del pueblo.

Su nombre significa caballo-afortunado-con-una-pata-rota.

¡Estás mintiendo!

El está muerto. Muerto, del latín mortuus,mortuus. ¡Mortuus!

No hubo respuesta. Y parecía que ninguno delos dos hombres hacía ningún esfuerzo porromper el silencio. Por un momento mepregunté si se habrían ido, si habrían tomadoel ascensor interior, como había hecho elsargento Pasqua. Entonces oí susurrar alinspector: ¿Me puedes ayudar? Se oyó correruna silla y luego unos pies que se arrastraban.

Abre la ventana.

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No se abre.

Está cerrada con llave. La llave debe de estarcolgada ahí junto al anaquel. ¿Laencuentras?... Así está mejor... sienta bienrespirar un poco de aire fresco. Tu padre y yo,Sugus, éramos del mismo pueblo.

Nunca había visto ventanas que se cerrarancon llave.

Los prisioneros intentan tirarse.

¿Tirarse o suicidarse, poli?

¿Como se llamaba tu padre?

Clement.

¿Clement qué?

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Clement Gex.

¡Gex!

Ahora ya da igual.

Tu padre y yo fuimos juntos a la escuela. Nosmontábamos en el mismo trineo. ¡Dios mío!¡Muerto! ¿De qué murió?

El televisor...

Me parece que no te entiendo...

Decía que me alegro de que esté muerto.

No siempre es fácil la relación entre padres ehijos.

Yo lo quería. Del latín quaerere, pedir,necesitar.

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Conocí a su madre, tu abuela. Angeline teníael único melocotonero del pueblo, y estabamuy orgullosa de él. El árbol crecía pegado almuro sur de la casa donde tu padre vivió deniño, entre la ventana de la cocina y la pele.Lo había plantado ella misma cuando todavíaera una joven, pese a la oposición de tu abuelo,quien no quería saber nada de melocotoneros.Decía que era una locura plantar melocotonesallí. Nadie del pueblo los tenía; humedecería elmuro y en verano atraería las avispas. Pero tuabuela no cejó, y después de unos años, el árboldio unos melocotones blancos, pequeños —como una bola de billar más o menos— y muyjugosos. Jugosos, dulces y ásperos. Todavíapuedo paladearlos. Cuando había demasiadasavispas, Angeline mantenía las ventanascerradas. ¿Eres el único hijo de Clement?

Era.

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Todos queremos volver... sólo un momento aechar un vistazo. No, en busca de algo,realmente. Algo perdido. Creemos que si loencontramos, moriremos felices. Miexperiencia es que nadie muere feliz. Tal vezalguien que tenga una muerte instantánea,como Gilbert d’Ormesson en el andén delmetro. Tal vez d’Ormesson era feliz cuandomurió.

No tiene buen aspecto, poli.

Creo que necesito echarme.

Seguidamente oí un ruido que me sorpren-'dió y me desconcertó durante un momento.Era un sonido repetido, como el canto del cucoen primavera, pero la nota era menos líquida.Un chirrido seco. De repente se me ocurrió quesonaba igual que una rueda girando, yentonces lo adiviné. Alguien estabaempujando un carrito con ruedas de caucho.

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¿Me puedes levantar las piernas?

Los dos resoplaban, pero por diferentesrazones: Sugus, con el esfuerzo, y Héctor,aliviado. Luego hubo un silencio, un largosilencio del que emergió el sonido de unospasos yendo y viniendo. Siete pasos, vuelta,otros siete pasos... El recorrido se repitiómuchas veces, y las pisadas rozabansuavemente el suelo, como si fueran dadas poruna persona en calcetines o por un osoenjaulado.

No voy a conseguir volver, afirmó el inspector.

Las pisadas se acallaron.

He cometido un asesinato.

¿Qué?

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Ayer por la noche.

¿Dónde estabas?

No en el Cerro de las Ratas.

¿A quién asesinaste?

A Zsuzsa.

¡Mataste a la hermana de Naisi!

Era mi mujer.

¿Tu mujer?

La hermana de Naisi era mi mujer.

Así que estabas casado; el hijo de Clementestaba casado.

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¿Quiere saber cómo la maté?

Sin palabras no puede haber arrepentimiento.Las palabras hacen posible que todo vuelva asuceder —como la historia que estoy relatando— pero no pueden cambiar lo que hasucedido.

Yo también estoy casado; mi mujer se llamaSusanna.

Pero usted no la ha matado. Estaráesperándolo cuando vuelva a casa esta noche.

Sí, estará esperándome.

La quería.

Pero dices que la has matado.

Usted sabe que la he matado.

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No sé nada... Mejor si me quito las gafas, dijoHéctor.

La maté anoche.

Así veo un poco mejor. No quiero que melleven a casa.

Le digo que la maté ayer por la noche.

Sólo quiero quedarme aquí tumbado.

¿Qué le habrán puesto encima?

Quítame la pistolera, ¿quieres? Me aprieta.

¿Qué ropa les ponen en la morgue?

Sácame la guerrera y te será más fácil.Desabrocha la hebilla.

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¿Qué les ponen?

Túnicas.

Era tan guapa.

Hay una botella en el lavabo. Sírveme untrago.

Sugus se acercó al lavabo, lentamente, apenasrozando el suelo.

Tiene que haber un vaso por algún lado.Sírvete tú también, dijo el inspector.

Oí el tintineo de una botella, el gorgoteo dellíquido en los vasos y luego las pisadas deSugus haciendo el recorrido inverso de lajaula.

Los muertos no dejan de estar guapos, dijo el

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inspector después de dar un sorbo, los muertosno se manchan. Permanecen siemprehermosos... como mis mariposas.

1

En inglés, «bandera» es flag. (N. delaT.) La sorpresa quesiempre esperó cuando era un niño, dijoSugus, esa sorpresa podría venir después de lamuerte.

¿Por qué os peleasteis?

No nos peleamos.

¿Estabais casados y no discutisteis?

La maté sin decir una palabra.

Abre un poco más la ventana. El hijo deClement tiene razón, la sorpresa podría venir

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ahora.

Todas las mañanas cuando hay nieve, elpetirrojo viene a mi ventana, y yo la abro.Machaco el pan duro para darle las migas. Elsalta dentro y se pasea todo ufano entre mispies: el cuerpecito ahuecado, redondo comouna mandarina, y las patas finas como cerillas.Mon gamin, le digo, tu es le plus fidele detous.

Al otro lado de la puerta había un silencio demuerte. Entonces uno de ellos dijo: ¿Crees enel perdón?

Era imposible estar segura de cuál de los doshabía hecho la pregunta. Pero fue el inspectorquien habló a continuación.

Recuerdo un cura que hubo en el pueblo, dijoel inspector, se llamaba Hippolyte Castor. Tu

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padre tiene que haberte hablado de él. Erapariente suyo. El marido de una hermana delcura tenía una hermana que estaba casadacon un tío de Clement Gex. Todas lasmañanas, don Hippolyte hacía el recorridodesde la rectoral a la tienda para recoger superiódico. Lo estoy viendo. Le daba los buenosdías a todo el que se cruzaba en el camino.Don Hippolyte era muy respetado, y si de vezen cuando se le criticaba por beber un pocomás de la cuenta, siempre había alguien quesalía en su defensa diciendo: ¡Imagínate suvida! ¡Su soledad! ¿No beberías tú también devez en cuando? ¿No es ésa una razón más quesuficiente?

Héctor hizo una pausa, como si hubiera otrasrazones para beber que quisiera reconocerpero no nombrar.

En cuanto salía de la tienda, el cura empezabaa leer el periódico. Sus pies conocían el camino

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colina arriba como si fueran los de un ciego.No levantaba la vista en ningún momento. Aveces, fascinado por alguna noticia, dabamedio paso y se paraba, quedándose con unapierna suspendida sobre el suelo, como unperro de caza. Por delicadeza, los que secruzaban con él se abstenían de hablarle. Noveía nada. Caminaba muy despacio y paracuando estaba de vuelta en la rectoral, yasabía lo que había sucedido en el mundodurante las últimas veinticuatro horas. Estehombre, don Hippolyte Castor, el cura párrocodel pueblo, decía que Dios perdonaba. Decíaque el perdón era un atributo divino. Y esmás, decía que si no existiera el perdón,tampoco existiría Dios. Decía que Dios era lamisericordia infinita.

O sea, que estamos solos y sin haber sidoperdonados, susurró Sugus.

Yo soy policía, te estoy contando lo que decía

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un cura.

¿Cómo puede existir el perdón?

Tengo frío. Alcánzame la manta.

¿Y si yo tomara el barco blanco? Fue laprimera promesa que nos hicimos.

Deja la ventana como está. ¿La primerapromesa?

Zsuzsa y yo. Tomar un barco.

Ya veo que te ha fascinado. Es una Beretta 921.Puedes sacarla, si quieres.

No.

Es la mejor pistola ligera del mundo. No es lareglamentaria; ésta es mía. Semiautomática.

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Ocho cartuchos... El dolor es terrible ahora,hijo.

¿Dónde?

Por todas partes. Pásamela un momento. Aquíestá lo que llamamos el fiador. La primera vezque aprietas el gatillo funciona como unseguro. No dispara. Lo aprietas una segundavez, y entonces sí. Si quieres coger el barcoblanco, quédate con ella.

Uno de los hombres al otro lado de la puerta sequejó.

Hay cantidad de polis en este sitio. Puedo ir apedir ayuda.

¡Por lo que más quieras! ¡Ni se te ocurra!Quédate conmigo. ¿Era Zsuzsa su verdaderonombre?

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Su nombre real era Lila.

¿Trabaja en algo?

Esta muerta. Trabajaba en un peep-show.

Ya te lo he dicho. Los muertos conservan subelleza.

Se oyó un golpe sordo seguido de un jadeo, yme pregunté si Sugus habría pegado alinspector. Luego oí un sollozo. Me dio laimpresión de que los dos hombres estabanllorando.

Volveremos juntos, encontraremos el pueblo,subiremos las escaleras del Lira Republicana:pediremos champán y nos sentaremos en laterraza. Ya soy demasiado viejo. Héctor estámuy viejo; pero tú no, tú eres el hijo deClement Gex. Grita por los dos. ¡Hemos vuelto!

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¡Héctor Juradoz y el hijo de Clement Gex hanvuelto... han vuelto para quedarse, han vueltopara siempre! ¡Ayudadnos! ¡Ayudadnos!

Y Lila —¿me oye, poli?, estoy gritando paraque me oiga—, Lila me llamaba Flag.

Cuando sonó el disparo, empujé la puerta.Cedió con la inocencia de una puertaentreabierta. El silencio y la quietud de lahabitación eran igualmente inocentes. Por laventana abierta llegaba el murmullo deltráfico de última hora de la tarde. Las dosgrúas estaban paradas. Una banderita ondeabaen lo alto de la de Yannis. Héctor yacía en unacamilla quirúrgica —que sin duda tenían enla unidad a fin de reavivar a los detenidosinterrogados— tapado con una manta. Lacabeza caída hacia atrás, los ojos y la bocaabiertos de par en par: estaba muerto. Teníalos labios del color de las alas delanteras de la

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Libythea geoffroji, que es la más hermosa y lamás rara de todas las mariposas de estafamilia. Ese mismo malva pálido azulado estambién el color típico de los labios después deun infarto. Una pistolera de las que se llevanbajo el brazo colgaba vacía del picaporte de unarmario abierto al lado del lavabo. Dentro delarmario había un montón de toallas de papel.Sugus estaba desparramado boca abajo sobrelas baldosas blancas del suelo; de la herida enel corazón aún manaba sangre. La Beretta 921,que faltaba de la pistolera, estaba oculta bajosu cuerpo. Tenía un dedo todavía en el gatillo.

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VIAJEAmarrado al muelle, desluce todos los edificiosa la vista. Los hombres, las mujeres y los niñosde los pueblos sueñan con palacios. Cuantomás pobre es la casa, más perfecto será elpalacio. Y el buque blanco es un palacioflotante. Todos los camarotes son de primeraclase y todos son diferentes, con muebles yadornos y recuerdos distintos. Los viajeros queno tuvieron casa o los exiliados, los viajerosque pasaron toda su vida en una u otrainstitución benéfica tienen, en mi barco, lahabitación de sus sueños.

Un pequeño detalle lo distinguía de los otrostransatlánticos amarrados en los muelles deTroy: en ninguna de sus siete cubiertas se veíani un bote ni un chaleco salvavidas. Losescasos viandantes que se percataban de este

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extraño fenómeno discutían entre ellos acercade a qué podría deberse. Unos decían que encaso de emergencia los botes salían expulsadosautomáticamente de la bodega. Otros seencogían de hombros y se limitaban a afirmarque en un barco con semejante peculiaridadellos no pintaban nada.

El camarote de Naisi era un invernadero quenada tenía que envidiar al de un emperador:lleno de flores y de plantas, entre las cualeshabía un piano y un sintetizados El sueloestaba cubierto de alfombras de Alepo cuyasflores tejidas eran tan geométricas y tanhermosas como las rúbricas de los billetes debanco. Los colores no tenían precio. Tostadosde miel y azules de humo de leña a la luz de latarde. En bañador y sentado en una silla demimbre, como un dios del sol, Naisi probabaen el sintetiza-dor una versión de «Te cuelganlas pelotas». Las heridas del pecho estabancuradas. Las cicatrices se habían convertido en

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tatuajes, de la misma manera que con el pasode los siglos los jardines terminan siendoostentosos adornos tejidos en las alfombras. Eltatuaje más grande, originariamente la heridaque lo mató, mostraba la palma de una mano.

En otra cubierta, en otro camarote, el oficialFrey, el policía que disparó contra Naisidurante el asedio de la Casa Azul, preparababrochetas de pescado. Estaba vestido con unanorak de los que llevan los esquimales y lacapucha le cubría la cabeza. Las paredes delcamarote eran de troncos y estaban adornadascon pieles de oso. La parrilla eléctrica estaba yaencendida, a punto para asar el pescado. A sulado descansaba un perro esquimal. La radiodel camarote transmitía un partemeteorológico del Artico en el que seanunciaban temperaturas de cuarenta gradosbajo cero. El también era feliz.

Sugus y el inspector se encontraban entre los

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últimos en embarcar, salí a recibirlos cuandoavanzaban juntos por la pasarela.

Bienvenido, inspector, le dije a Héctor. ¡Québuen aspecto tiene! En la cubierta Cencontrará un bar llamado Café de la Paix. Lajoven que sirve las bebidas le tiene yapreparada una copa.

A Sugus le dije: En el camarote 316 —pegadoal tuyo, pequeño colirrojo— hay alguienesperándote.

Adelante, dijo Naisi cuando Sugus llamó a lapuerta de su camarote.

¡Pero si eres tú! ¡Pensé que ya te habías ido!,exclamó Sugus.

Ponte cómodo.

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¡Menudo camarote!

Las rosas blancas me pueden, contestó Naisi.

Se llaman Reinas de las nieves.

Sugus se acercó a la portilla. Desde aquí se veel hotel Patrai, dijo.

Yo no lo veo, observó Naisi.

Más allá de esos depósitos.

Para nada, no veo nada.

Esos no; los de Exxon.

Enséñame tu herida, dijo Naisi.

Sugus se quitó la camisa. A la altura delcorazón tenía una cicatriz, todavía con los

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puntos, en forma de Z.

Nunca pensé encontrarte en este barco, repitióSugus.

Zarpa cada tres días.

Pensé que zarpaba todas las noches.

Antes, hace mucho tiempo, era así. El horariocambió en Jerusalén cuando empezó la era delperdón.

Hablas del perdón como si fueras un poli,Naisi.

Todo el mundo es feliz en este barco. Tantospasajeros, y ni una sola tragedia; no hay penas.

¿Cientos de pasajeros?

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Miles.

Me enteré por Pasqua de lo que habíasucedido, dijo Sugus.

El nunca será admitido en este barco,respondió Naisi.

¿Crees que es inmortal?

Lo echarán por la borda para que sea pasto delos cangrejos. No lo llevarán a ningún lado.

¿Y el perdón que decía el poli?

Te olvidas de algo, cuñado. Hay cosas que notienen perdón.

¿Sabes lo que hice yo?, preguntó Sugus.

Utilizaste una Beretta 921. Una canalla

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maravillosa, ¿eh? Adoro las Berettas. Tienenun gatillo pequeñito, negro como el rabo deun cerdo.

¿Quién te lo dijo?

Las garzas. Tzaplia, en ruso. Son criaturas quevienen de lejos con un mensaje.

Así que lo saben todo, las garzas.

Todo no. Sólo el diablo lo sabe todo. Por eso laignorancia es buena. Sigue ignorante, cuñado.

¿Dónde ves las garzas?

Vienen cuando suena la música.

Seguro que volverá, volverá la pena, dijo

Sugus.

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*

¿Adonde vas?, preguntó Naisi.

Al pueblo, al pueblo de mi padre.

Es curioso como vuelven nuestros padres. Heestado pensado en ello. Antes nos parecía quepodían salvarnos de todo, nuestros padres, ypor alguna razón continuamos creyéndolo.Supongo que por eso voy a Alepo.

¿Sabes lo que hice, Naisi?

Con la pequeña canalla negra, sí.

Seguro que vuelve la pena.

Vamos a beber algo, dijo Naisi. Hay un bar enla cubierta de arriba con una pequeña pista debaile detrás.

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Los dos hombres subieron lentamente unaancha escalera flanqueada por dos mosaicosque tenían el color de un lago y en los quehabía representadas muchas especies depájaros; al fondo de ambos había garzas.

Tzaplia, dijo Naisi señalándolas.

¿Sabes lo que hice, Naisi?

Sí, ya te lo he dicho.

Naisi...

¿Está Zsuzsa a bordo?

¡Zsuzsa!

Tiene que estar aquí.

Te has vuelto loco, cuñado.

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La maté.

Nunca podrías haber hecho tal cosa. Nunca.

Sugus mató a Zsuzsa, susurró Sugus.

Hay palabras que al pronunciarlas no tienenexpresión. Su propia contundencia lo dicetodo. Ante estas palabras, Naisi sencillamenteabrió los brazos, y Sugus se arrojó a ellos.Durante varias semanas permanecieron asíabrazados en lo alto de la escalera.

*

Instalado tras una mesa en una esquina delCafé de la Paix, Héctor cantaba. Cantabamirando al frente, con la vista perdida, pero almismo tiempo fija, como si estuviera mirandouna roca situada a pocos centímetros de sucara. En esta roca oía otras voces que cantaban

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las mismas canciones de su niñez.

Una camarera le trajo una paloma doble.Poniendo el vaso helado en la mesa, vertió elagua, pues sabía exactamente cómo le gustabaa Héctor, y el líquido se volvió lechoso,perlado. Luego se sentó y empezó a cantar conél. Pasaron días antes de que se percatara de supresencia, pero cuando por fin lo hizo, lasonrisa que iluminó su cara era tan abiertaque tuvo que dejar de cantar.

¿Te sabes todas las letras?, preguntó.

Las aprendí de ti.

Te invito a una copa.

No, no necesito beber nada.

Mi mujer siempre necesitaba un trago, dijo el

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inspector. Cuando tomaba el primero a lasonce de la mañana, levantaba el brazo,delgadito como el de una niña, por encima dela cabeza, y sus diminutos pies calzados consandalias tenían que trotar para seguir a laspiernas de adulta que cruzaban el césped juntoal palomar, cuyas torcaces la asustaban; ycuando a las once de la mañana el primertrago disipaba el primer peso de su cabeza, lainmensa mano de su padre, más protectoraque el escudo de Aquiles, tomaba la suya, yjuntos caminaban, el padre muerto y la hijaasustada, por el camino de grava paraenfrentarse... a lo que pudiera traer el día. Sétodo esto ahora.

Quiero que seas feliz, dijo la mujer sentadafrente a él.

Entonces volvamos a cantar.

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Cantaron: Déla la mer, il y a t’un pré.

No logro entender, dijo el inspector, cómopuedes recordar todas las canciones.

Todos los que trabajamos en este barco, toda latripulación, explicó la camarera, somosvoluntarios.

Te sabes todas las canciones que yo me sé.

Durante nuestra vida no dimos suficienteplacer. Así que para compensarlo, nosofrecimos voluntarios como tripulación en lavuelta al mundo de este barco. Un cruceroalrededor del mundo dura un minuto.

Cantemos «Las cejas de mi amor son finascomo la punta de un lapicero», dijo Héctor.

*

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Ya hacía tiempo que el barco había levadoanclas. En la cubierta todo estaba oscuro, ovolvía a estar oscuro. Olas lentas y dilatadas,como las de un océano, mecían las negrasaguas.

Pasó un petrolero rumbo al puerto, pero eloficial de guardia en el puente de mando novio nada, ni tampoco su radar registró señalalguna, pues para los otros buques en altamar, el barco blanco no se diferenciaba de lanoche.

Tenemos que encontrarla, dijo finalmenteNaisi todavía desde lo alto de la escalera, debede estar a bordo.

Yo miraré en la cubierta superior, dijo Sugus,y tú mira en la principal; en cuanto uno laencuentre... corre a decírselo al otro.

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Bajo la cubierta todo estaba iluminado comola ladera de una montaña nevada a mediodía

cuando no hay una nube en el cielo. No habíauna veta de mi barco que no brillara aquellanoche.

Los dos hombres tenían un solo objetivo:encontrar a Zsuzsa. Pero ninguno de los dos seapresuró, pues el tiempo nada podía quitarles.

Sugus oyó música a lo lejos; procedía de la salade baile de la cubierta de popa. Decidió mirarallí primero, por si a Zsuzsa se le hubieraocurrido ir a bailar. Caminó sin prisa por uncorredor flanqueado de tiendas —que eracomo una calle, salvo que no había pobres—hacia la música. Repentinamente se paródelante de una vitrina para mirar un vestidode punto muy ceñido con manchas negras,como las del pelo de una pantera.

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En ese momento sintió una presión en lascorvas y en las paletillas. Quería extender lamano y tocar la cadera de la chica, como solíahacerlo, pero no se atrevía.

Se limitó a quedarse quieto, durante un año, yhacia el final de ese tiempo comprendió quesólo el cuerpo puede perdonar al otro cuerpo yque el perdón, si llega a darse, es el productode ese panal de ternura que segregan los doscuerpos enlazados. Con los ojos cerrados anteel escaparate vio cómo el perdón nunca puedeser fruto del juicio. El perdón no era unprincipio, sino el roce de unos labios sobreunos ojos cerrados. El prefijo per del latíntardío perdonare, refuerza la acción dedonare, donar, dar plenamente.

Se volvió para mirar a Zsuzsa. No había nadie,y, sin embargo, la palabra perdonare, dar

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totalmente, no se le iba de la cabeza y pasó aformar parte de la música que seguía sonandoy hacia la que se estaba dirigiendo. Sugusatravesó la pista bailando solo entre lamultitud de pasajeros. Estaba seguro deencontrarla. Perdonare.

En la cubierta principal, Naisi pasó delante delcasino. Sintió el silencio de la respiracióncontenida al otro lado de la cortina, y no pudoresistirse. Entró. Zsuzsa no estaba allí. Elcrupier llevaba un traje plateado de cuyaespalda salía un par de alas. Cuando Naisi seacercó, la ruleta giraba lentamente y la bolasaltaba como un dedo provocador recorriendola columna vertebral. Se paró en el diecisiete.Los jugadores que habían perdido se alejaron.

Dígame qué desea, señor, dijo el crupiersonriendo. ¿Juega para perder?

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¡No!

Para ganar, entonces. Desea ganar.

No, apostar.

¿De verdad quiere apostar?

Sí, arriesgarlo todo.

Los pasajeros aquí tienen poco que arriesgar,señor.

Encontraré algo.

Si quiere comprar fichas, ahí tiene la banca,señor.

El cajero era un niño de unos diez años quellevaba guantes blancos.

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Escucha, le dijo Naisi, yo a ti te conozco. ¿Aque vivías en el Cerro de las Ratas? Te llamasKadour; la diñaste de unas fiebres tifoideashace quince años.

El niño afirmó con la cabeza, sonriendo. Mira,Kadour, tengo que apostarlo todo. Entoncesdime con qué vas a comprar las fichas.

Tengo un piano en el camarote.

El niño, sin dejar de sonreír, moviónegativamente la cabeza.

Si gano, dijo Naisi, suponiendo que gane,tengo que llevarme un buen pico, una cifracon muchos ceros, Kadour.

Si quieres ganar, dijo el niño, te daré cincofichas; si quieres perder, te daré cincuenta. Notienes que comprarlas.

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No, respondió Naisi, tengo que apostar. ¿No loentiendes? Si gano, quiero decirle a mihermana —seguro que te acuerdas de Zsuzsa;debe de estar por algún lugar de este barco—,cuando la encuentre, quiero decirle: Toma. Estuyo. Cógelo. Cómprate todo lo que quieras...¡Todo!

Bueno, pero ¿con qué vas a comprar las fichas,Naisi?

Naisi dudó. Tenía los bolsillos vacíos. Oía girarla ruleta detrás de él y se imaginó cómosubiría hasta Zsuzsa, quien probablemente enese momento estaba bailando en la sala debaile, y cómo le daría un golpecito en elhombro...

Vale, dijo finalmente, tengo una idea. ¿Puedoapostar mi lugar en esta historia? ¿Puedocomprar fichas con eso?

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El niño se lo quedó mirando asombrado.

Si pierdo, que me borren.

El niño le dio cien fichas.

Mientras tanto pasaron los años. Naisi ganó.Héctor soñaba con las mariposas durante lanoche y cantaba durante el día. Yo pasaba lamayor parte del tiempo sentada en la cubiertade popa contemplando la estela que dejaba elbarco tras él.

Me gusta cómo se encalma la blancaturbulencia de las aguas y me gusta cómorecede y se dispersa la espuma de las olas paraconvertirse en jirones de encaje pegados a lapiel del océano.

*

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Sugus y Naisi se encontraron en lo alto de laescalera de las garzas.

¿Nada?, preguntó Naisi.

Nada.

Entonces tendrá que estar en la cubierta C.

Tú vete a la proa y yo iré a la popa.

Acabo de ganar un buen pellizco para ella,dijo Naisi, ahora puede tenerlo todo. Todo.

Le dije, continuó Sugus, le dije cuando lo de lospasaportes que quería llevarla al pueblo, yahora vamos allí, vamos hacia Caballo-afortunado-con-una-pata-rota.

Los dos hombres soñaban con dar placer aZsuzsa.

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En popa de la cubierta C había un salón depeluquería. Fue mirando uno por uno todoslos secadores hasta estar seguro de queninguna de las mujeres allí sentadas eraZsuzsa. Al lado de la peluquería había un cine.¿Cómo iba a saber a oscuras si Zsuzsa estabaallí o no? Se puso delante de la pantalla ygritó: ¡Lila, te quiero! Luego esperó. Si estabaallí, respondería. El público guardó silencio.¡Lila, te quiero! Silencio. Se volvió para mirarpor primera vez las imágenes de la pantalla.Vio a Zsuzsa. Zsuzsa le estaba lavando lacabeza a la puerta de la Casa Azul.

Al salir fuera, el viento pulsaba las jarcias; lapintura blanca deslumbraba. El barco habíaaminorado la marcha, y el agua habíacambiado. Ya no era la de un océano, sino lade un lago, sin oleaje apenas. Su calma casabacon la convicción de Sugus de que había sidoperdonado. Acodado en la barandilla, vio lacabeza de una oveja que parecía estar flotando

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en el agua. La oveja estaba viva. Entonces viootra y otra. El barco dejó atrás todo un rebañode ovejas. Es imposible que estuvierannadando, pensó, debían de tener las patas entierra firme.

*

Los dos hombres volvieron a encontrarse enmedio del barco.

Entonces tiene que estar en su camarote, dijoNaisi.

Creo que me ha perdonado, dijo Sugus.

Ya te lo decía yo.

Tú dijiste que había cosas que eranimperdonables.

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También dije eso. Intentemos en loscamarotes.

Estarán cerrados con llave.

No importa. La sobrecargo del barco los llamacamarotes, pero tú sabes lo que son realmente.

Sí, respondió Sugus, nuestras tumbas.

Así que lo único que tenemos que hacer es leerlo que está escrito en cada uno. Laencontraremos enseguida. Enseguida. ¿Has idoya a tu camarote?

He estado demasiado ocupado buscando.

Te vas a sorprender cuando entres.

Cuéntame.

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¡Es un establo lleno de vacas!

Se miraron sorprendidos de cómo el corazóntiene razones que la razón desconoce.

El barco había llegado a las Aravis. Eratemprano por la mañana, y la hierba estabatodavía blanca por la escarcha. El cuco yaentonaba su repetitivo canto. Las máquinasdel barco hacían menos ruido que un tractor.Los colirrojos, los pinzones, los paros, lasgolondrinas revoloteaban trinando, piando,llamándose unos a otros, entre los huertos y losgraneros. Los oía desde mi hamaca en lacubierta. Aquella mañana, todos, todas lascriaturas tenían ante sí una eternidad. Al salirel sol, se fundió la escarcha, y la hierba sevolvió verde.

A la altura de las portillas más bajas, las ramasnegras de los frutales acababan de abrirse enflores blancas, pero las hojas todavía no habían

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brotado. A estribor, tras una ermita, unmanzano en flor gigantesco parecía una nubedel tamaño de un pañuelo. Sólo los riscos quecoronan el pueblo estaban medio envueltos enla neblina. Cuando el sol estuvo más alto, loscampos a ambos l^dos cambiaron de color. Delverde pasaron al amarillo radiante.Cambiaron al abrir simultáneamente suspétalos millones de dientes de león.

Miraré en la cubierta F, tú ocúpate de la E,dijo Sugus, y avanzando lentamente entre loscamarotes fue leyendo todas las inscripciones.Ninguna mencionaba a Zsuzsa. Naisi bajócorriendo la escalera de toldilla desde lacubierta inmediatamente superior y agarró aSugus por el brazo.

¿Nada?

Nada.

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Naisi, escucha, supongamos... supongamos queno está en el barco.

Entonces está viva.

¿Sí?

Sí.

¡Está viva!

Lo supe desde el principio, desde la tarde quellegué, musitó Naisi. Nadie puede imaginartodas las diferentes clases de felicidad que hayen un barco así.

El barco fondeó. Y una por una todas las vacasdel camarote de Sugus bajaron por la pasarelahasta el prado. Posaban las patas con muchadeliberación y cuidado, como las mujeres de laciudad cuando andan con tacones altos sobre

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un suelo de guijarros. Cuando llegaron a lapradera, lanzaron las patas traseras al aire,saltaron, se embistieron unas a otras, corrieronen círculos. Delphine, que había tenido seisterneras, triscaba como una cabra.

Yo estaba sentada bajo el peral cuando elbarco blanco zarpó y se alejó para convertirseen la montaña que está siempre cubierta denieve. Las vacas arremetieron con fuerzacontra la hierba de mi huerto, dondeprobaron, olieron, lamieron, tragaron ycomieron tanto, que cuando se echaron bajolos árboles para rumiar la comida, se quedarondormidas. Sugus estaba tendido en la hierbano lejos de donde yo estaba sentada.

¿Ves ese campo de allá arriba, en el adret?, mepreguntó. ¿Ves el amarillo que tiene? Ese es elamarillo de los aros de Zsuzsa, aquellos queeran lo bastante grandes para pasar un limón

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por ellos.

Luego lloró a mi lado, en mi prado, duranteun milenio.

Cuando todo estuvo hecho y sus ojos se habíansecado, miró al cielo y dijo: Si me convierto enese azul, abuela, nada, nada, me podrá volvera separar de Zsuzsa.

Sí, susurré, te he quitado el abrigo de abejas, sí,no digas nada más... Duerme, Sugus, duerme.Ella vive.

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Es posible que hayas estado en Troy sinreconocer la ciudad. La carretera desde elaeropuerto es como las de otras muchasgrandes ciudades del mundo. Es una autopistay con frecuencia está embotellada. Sales de losedificios del aeropuerto, que parecen navesespaciales a medio acabar, pasas losaparcamientos atestados de coches, los hotelesinternacionales, dos o tres kilómetros dealambrado, campos baldíos, algún rebañoperdido, vallas que anuncian Coca-Cola,depósitos, una cementera, las primeraschabolas, naves industriales, los pasos elevadosde las autopistas de circunvalación, ciudades-dormitorio, una parte de la antigua murallade la ciudad, los barrios antiguos arbolados,calles comerciales abarrotadas, los nuevos,dorados, edificios de oficinas, algunas cúpulasy altos campanarios, y finalmente has llegadoa la acrópolis de la abundancia.

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Si vuelves a Troy, reconocerás a Zsuzsa. Esimposible que no la distingas de entre los milesde rostros que llenan las calles y esquinas yestaciones de todas las ciudades noche trasnoche. La reconocerás incluso de lejos. Tal vezestará cantando a cambio de unas monedas encualquier estación de la línea de metro deEddington. Tal vez estará sentada, esperando,con la falda subida hasta medio muslo y laspiernas cruzadas, en la barra de algún bar deSankt Pauli. Tal vez estará casada y con varioshijos, y cuando te la cruces vaya empujandoun cochecito de niño. No puedo saberlo, puessu vida todavía no ha concluido.

Tal vez la reconozcas en una de las naves deSanta Bárbara, adonde habrá ido a rezar.Wislawa irá siempre que pueda a esa mismacatedral a pedir por Rama y por Sugus. Pese atodo lo que ha perdido, a su pobre salud, a supoca vista, a sus estrecheces, Wislawa sacaráfuerzas para seguir un poco más, pues se ha

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posado en el árbol de Dios. No sé si las dosmujeres se encontrarán alguna vez allí, dondelos mosaicos del suelo cuentan la historia desan Jorge.

Tal vez sea en el Champ-de-Mars dondedescubras a Zsuzsa, y ella irá camino de lacárcel a visitar a alguien. Si te atreves aacercarte al Cerro de las Ratas, tal vez estéviviendo, allí en otra chabola, y parecerá unaanciana.

La pobreza, la pérdida, el dolor, la pasión, eltiempo o el dinero habrán marcado sus ojos,sus manos, su boca y la manera de mover lasmanos y la manera de poner los pies, pero nocreo que hayan cambiado su alma, pues parajugar contra este mundo, tendrá que seguircreyendo, y haciendo creer a otros, que es sucentro, su trofeo, su capital; y probablementetiene razón.

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Si dudas y te preguntas si será realmente ella—y tienes la suerte de tenerla cerca—, podrássaber por los dos dientes que le faltan y por laslargas cicatrices de la cabeza, tapadas sólo enparte por sus revueltos cabellos, antes tannegros... que es la verdadera Zsuzsa.

No te atormentes, pequeñito. ¡Vuela! Todo irábien. Vuela, amor mío.

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en los Talleres Gráficos

de Rogar, S. A.

Fuenlabrada (Madrid)

en el mes de mayo de 1993