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Lixbopolis es hugo leite

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Relato corto, premiado en el concurso "Lisboa à letra" en su edición 2013. Lixbópolis lleva al lector a través de un recorrido único por la Lisboa más lisboeta, más castiza. Un paseo por los descubrimientos personales del protagonista en que este imperdible relato nos sumergue...

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LIXBÓPOLIS

Hugo Leite

Lisboa, 2013

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Título original: Lixbópolis1ª Edición: febrero de 2014

Autor:Hugo Manuel Oliveira LeiteIlustración: Zoraida GuapoTraducción al castellano: Zoraida Guapo

ISBN:978-989-98925-0-7

Ejemplar digital acogido a licencia Creative Commons:

Reconocimiento - Sin obra derivada - No comercial: El material creado por el autor puede ser distribuido, copiado y exhibido por terceros si se muestra en los créditos. No se puede obtener ningún beneficio comercial. No se pueden realizar obras derivadas.

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LIXBÓPOLIS

Cuando entré en la calle, me detuve por instantes a observar el movimiento entorno a aquel edificio centenario de la Rua Capelo. Las entradas y salidas se hacían de forma discreta, los saludos eran formales y rectos, incluso entre compañeros que no se veían hace mucho tiempo. El único alarido lo daban los centinelas, que se encontraban allí hace años. A la puerta, en aquel día, estaba Ferreira, que me saludó con la cabeza mientras yo entraba en el atrio. El edificio, viejo y degradado, mantenía una postura solemne, con ricos azulejos y puertas ornamentadas que le daban un valor arquitectónico intemporal. Decían que en el último piso, donde nunca fui, tenían lugar los saraos de altos mandos y que la vista sobre el río desde allí encima, volvía el lugar majestuoso.

Era mi último día como policía, en la policía. Fui a entregar la placa y el arma. Cuando los entregue, los dos agentes me miraban con curiosidad, intentando desentramar el motivo de mi renuncia. Me di cuenta, o sería una impresión errada, que del otro lado del mostrador se esperaba que yo lo confesase. Pero en aquel día no correspondí. Tenía motivos que lograra presentar a mi mismo, y varios acontecimientos pudieron desencadenar este estado de ánimo mio.

Mi última noche pasó con un cadáver. Un cuarto sombrío, de un apartamento con solera en la Rua dos Prazeres. Una noche entera, únicamente haciendo una cosa: buscar algún dato de contacto para informar a un posible familiar del óbito sucedido.

Yo era bastante conocido por tener el don de encontrar a quien se desencontraba. Pero en aquel caso, vi que la mujer hindú que se encontraba en la habitación contigua, fallecida ya hace algunos días (o incluso semanas) estaba tan aislada en la vida como yo. En la sala fría y antigua, a punto de desistir de buscar una lista telefónica o un papel rasgado con un número y un nombre, o al menos con un nombre para llamar y dar la mala noticia. No pasé, durante aquellas horas, de un desconocido en una sala ajena, intentando hacer parte de ella, lo que me causaba una cierta estupefacción. Encontré una agenda telefónica, de aquellas finas de bolsillo, oliendo a moho, de tono castaño y negro, en cuyas líneas no se podía escribir nada por el espacio diminuto que había entre ellas. El papel, carcomido por el tiempo y por las polillas tenía algunos nombres escritos en un azul amarillento, casi imperceptible, presumiblemente hindús, y, a su derecha, números de teléfono extranjeros. Al primer indicativo de Lisboa, me apresuré a apuntarlo en mi bloc. Contacté. Era un sobrino, que vivía en la zona de Anjos y que vino muy de mañana al encuentro de su difunta tía.

Salí del edificio de la Rua Capelo, siendo aun las 14h00 y caminé en dirección al Largo de Camões. Fue siempre así a lo largo de estos cinco años. Cuando no tenía una dirección definida, iba hacia Camões. Subí la Rua da Misericórdia y entré en el viejo café Argemiro, para saborear mi cortado con

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Macieira. Sentado en la mesa del rincón, al fondo de la sala. Volvió el sentimiento. La ciudad se apoderó de mi. No vivía para mí, vivía para ella, dentro de ella. En el fondo, esta implicación emocional era una especie de Síndrome de Estocolmo. Con la excepción, claro, de tratarse de una ciudad y de ver yo la realidad. Mesuraba el peligro y tenía consciencia de ello.

Adoraba la noche de la ciudad y la luz nocturna me confortaba la vista. Hasta cuando trabajaba. En las noches en que estaba de centinela, y fueron muchas, comenzaba el turno oyendo lo que pasaba en la ciudad a través de la central de radio. “Aquí 11 32 llega al local y ya informa”. Aguardábamos, nos quedábamos en suspenso, intentando adivinar lo que saldría de allí. “La víctima identificó cinco sospechosos, que corrieron en dirección a Cais do Sodré”, se oían voces con una mezcla de tensión, enfado y coraje acumuladas. Cuando ocurría algún disturbio en las calles del Barrio Alto, abarrotadas de gente, antes de oírse la voz del agente en la radio, se oía la multitud de fondo. Se podía percibir como estaba la noche, en la Rua Diário de Notícias o en la multitudinaria Rua da Atalaia. Exposición y riesgo de un lado, goce y convivencia del otro. Todo no pasaba de un juego. El miedo no era la única realidad presente. El miedo es la pragmática de la metafísica. O la metafísica hecha pragmática.

La mejor parte de la noche estaba guardada para el alba. La primera claridad de la mañana pasara a la puerta de la comisaría, sintiendo la calle calada, humedecida de rocío, oyendo los primeros tranvías subiendo y descendiendo la Calçada do Combro, las camionetas de periódicos atravesando sin calma la Rua d’O Seculo, con las noticias frescas que darían mucho que discutir a aquellos que divagarían en el día que estaba por venir. Era hora de ir a casa. Cuando llegaba a mi pequeña habitación, en el tercer piso de un edificio recuperado en Alfama, na Rua do Chafariz Dentro, la rutina era la misma, ducha, desayuno, noticias de las 08h00 y cama, con el sentimiento del deber cumplido.

Salgo del café aun con el sabor del brandy, camino hacia el Largo da Trindade Coelho y, junto a la estatua del lotero, recibo una llamada. Reconozco el número y sonrío:

- Hola, soy Marina Conde de “Lixbópolis”, buenas tardes.

Una llamada de la empresa de guías turísticos con que trabajé durante cuatro años, un año después de llegar a Lisboa. Me era familiar la voz, el nombre, el innegable acento español, pero no la persona.

- ¡Buenas tardes!, correspondí.- ¿Hablo con Rui Monteiro?- Sí, el mismo.- Rui, tengo un trabajo con turistas brasileños. Han escogido la ruta del Barrio Alto y Mercês. Resulta que el guía que iba a hacer la visita ha tenido un contratiempo de última hora y me gustaría saber si está interesado en prestar este servicio mañana por la mañana.

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- Estoy disponible sí, aseguré, pero con dos condiciones. (Al día siguiente me iba. Ya tenía la maleta hecha. Es más, siempre la tuve lista).- La primera es el pago al final del servicio (no es que tardasen en la remuneración, pero como ya me iba), la segunda es que usted debe estar presente.

Gané coraje para verla. Sería por el brandy. La acción trae personalidad, lo había visto en alguna película británica. Del otro lado del auricular se hizo una pausa silenciosa, hasta que se oyó una frase que comenzó como un murmullo hasta subir de tono, en la oración final:

- Vale, trato hecho. Aparezca en el sitio habitual. Lleve el recibo que yo estaré allí para firmarlo.

Esta actividad era un extra, formaba parte de dos lados del juego: juntos, el riesgo el disfrute, en una sola jornada. Siempre fue un escape, no sólo de la profesión, sino de mí, para la ciudad. Guiaba a los turistas por calles y lugares como sólo un autóctono podría hacerlo. En aquellas horas, en aquellos lugares llenos de historias y de historia, yo me apoderaba de la ciudad. La tenía en la palma de la mano, la sentía firme en el paso, la vislumbraba más allá de las calzadas, hasta el Tajo, río donde la propia mentira, tiene el sabor de la verdad.

Al día siguiente aparecí en el sitio acordado, el Largo do Chiado, justo frente a la estatua del poeta del mismo nombre. Hacía un bello día de sol de junio. Recibí un mensaje de Marina diciendo que aparecería al final de la visita. Los turistas brasileños comparecieron a la hora marcada. Calles, miradores, casas y jardines con predicados, virtudes y dones naturales para adornarlos. Un verdadero sortilegio, esta ciudad de amarillo tostado.

Comenzamos por el inevitable Elevador da Bica, el funicular que sube y baja incansable, reposando en la cuesta como una postal. Continuamos por la Calçada do Combro, parando frente al Palácio do Correio Velho, en nombre de toda la historia que la fachada del edificio carga sobre si. Caminamos hasta el barrio de Nossa Senhora das Mercês, para dar a conocer la Praça das Flores, subiendo después por la larga Rua de São Marçal hasta el Príncipe Real. A continuación, entramos por la Rua d’O Século y bajamos hasta la Acadêmia das Ciências donde pudieron visitar la Sala Brasil, dedicada a su país. Algunos de ellos tenía raices familiares en Portugal, principalmente en el Miño, lo que fue un motivo de conversación durante la visita. Las tierras de esta provincia del norte hicieron durante largos pasos un notable paralelismo con la capital: los prados verdes y las aldeas del Miño, con sus seculares calles y la calzada de la ciudad, el arroz de sarrabulho envuelto en la bulla con el bacalhau à Bras; los “mexidos”, o para los ancianos, “formigos”, provando que eran tal manjar como el Pastel de Belém. Abierto el apetito, subimos en dirección a la Academia de Bellas Artes y comimos en la Adega do Tagarro, en la Rua Luz Soriano.

Después de un buen festín de sabores, fuimos al encuentro de las calles y travesías del Barrio Alto. La Rua da Rosa, con todos sus colores y comercio variado. Veíamos las gentes en la ventana, charlando con el vecino de enfrente

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y tendiendo la ropa blanca, mal enjuagada, con gotas escurriendo hacia la calle y siendo llevadas por el viento hacia la carretera. Cortamos por la Rua Luísa Todi, hasta el Convento de São Pedro de Alcântara y al mirador con el mismo nombre. Bello, exuberante, desde donde se puede avistar la Estação do Rossio, la piscina del Éden y la cúpula del Coliseo. Volvimos a entrar en el Barrio Alto a través de la Rua do Grémio Lusitano, entrando en un ambiente regado de bares, tasquitas y casas de fado, con talleres de artistas y mercerías a cada lado. En los números de puerta pintados en azulejos con tonalidades azules y fondo blanquecino. Todo este escenario visto en la Rua do Norte o en la de las Gáveas.

Aquel día, los brasileños lograron ver “mi Lisboa”. Circunscrita a aquel espacio típico, en que los escenarios parecían haber sido montados por mí para aquel efecto preciso, como un palco con actores característicos y un escenario real, cual pieza teatral escrita y escenificada para un público que venía de otros mundos, para descubrir el nuestro. Estaba representada la vida y el texto era la ruta concebida por mí.

Fin del viaje. Volvimos al Chiado. Los turistas agradecen y dentro de mí también les presto reconocimiento. Me congratulo en la medida en que también me prestaron un favor. Marina, a la espera, se dirige hacia mí, sonriente. Era guapa y alta, con la voz que siempre oía al teléfono. El pelo largo y con cuerpo, le caía por los hombros abajo como ondas leves, de color cobre. Los ojos azules eran envolventes e íntegros.

- Buenas tardes, afirmó mientras se dirigía hacia mí. ¿La visita ha ido bien?- Sí, dije con decisión, ha sido lo esencial de Barrio Alto.- En ese caso, como pidió, están reunidas las dos condiciones, yo estoy presente y el pago se hace al final de la visita.- Usted, porque me gustaría verla, después de estos años acordando trabajos al teléfono. El pago al final de la visita, porque parto en breve de esta ciudad.- ¿Se va?, interrogó con asombro, ¿a dónde?- Aún no sé en concreto (no sabía concretamente), tal vez a París, a trabajar con mi tío. Es acomodador en un teatro de los suburbios y necesita alguien que le ayude.- ¡Ustedes los portugueses y su manía de irse de Portugal!- Nosotros los portugueses y nuestra permanente insatisfacción “pessoaniana”. Necesito cambiar de ciudad, porque la Lisboa que veo hoy es la que me agrilhoa.- ¿Qué significa eso?- Quiero decir que me oprime, explique en un intento de ser elocuente.- Muy bien, tengo que apuntar esa palabra en mi bloc, observó Marina, pero...¿No debería cambiar su punto de vista de la ciudad en la ciudad propiamente dicha en vez de huir de ella?

De hecho, era un buen punto de vista. Ya decía Al Berto que “ de aquí nadie sale sin registro”. Ya que estaba marcado por esta ciudad que fuese para bien.

- Voy ahora a una fiesta flamenca en Alfama.

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- Yo vivo en alfama.- Estupendo, entonces vamos en la dirección correcta.Llegamos al callejón del Vigario. Se percibía que era más que un callejón, así pensado como callejuela estrecha y corta, a veces sin salida. Lo llamaría “ El callejón ese”, y una plaza o plazuela, porque se trataba de un espacio amplio hacia donde confluían otras calles. El baile flamenco tuvo lugar en el antiguo Tejo Bar. Mi primera impresión fue la de un espacio minúsculo, pero de fácil adaptación. Fácil por dos razones: Marina: cual española extravertida y locuaz, conocía a todo el mundo (o casi) y me integró en las festividades y entre los fiesteros, y el propio espacio, que más parecía un sala de estar. Las paredes, decoradas con discos antiguos y decenas de fotografías oyeron en aquella noche toques de percusión llenos de vigor y pasión, acompañados por nuestras palmas en éxtasis. Era innegable que mi corazón estaba siendo, allí mismo, completamente escrutado, tan pronto saltaba de alegría como ardía de dolor. Entre las danzas eran recitados poemas de Lorca. Renacía, bien alimentado, un sentimiento de inconformismo y unas ganas inmensas de resistir a todos los tipos de dominación y de persecución que nos quieran imponer.

Cuando salimos del bar, faltaban aun minutos para que tocaran las campanadas de la 01h00. Bajamos en dirección a la estación de metro de Santa Apolónia. Lo mínimo que podía hacer era acompañar a Marina al último carruaje de la línea azul. Esa noche entendí que el barrio de Alfama que siempre conocí, de callejuelas laberínticas y de puertas abiertas, ya no era sólo fado. Pero, a pesar de todos los cambios que el tiempo trae consigo en estas siete colinas, es cierto que nunca faltarán la poesía y el punteo de una guitarra.Al llegar al Largo do Museo Militar, Marina se detuvo y se dirigió a mí con una pregunta curiosa:

- ¿Dónde está tu vista sobre Lisboa?

Después de pensar en algunos miradores con vista completa sobre la ciudad, como el de Santa Luzia o el del Castelo de São Jorge, me di cuenta de que ninguno de ellos daría respuesta a la cuestión que me colocó. Entonces respondí:

- Mi vista, y que quede entre nosotros, se encuentra en la terraza del Hotel do Chiado. En el café de fin de tarde, observo Lisboa como es: la Baixa Pombalina, con sus calles pensadas, en forma recta, que caminan en dirección al río Tajo, amparadas por la Praça do Comércio. Al frente, vemos la Lisboa mora, conquistada por el cerco y hoy cercada de calles estrechas y tortuosas. Vemos sobretodo las gentes de Lisboa, que deambulan por el Rossio, que corren del trabajo a Terreiro do Paço, apresuradamente para coger el Ferry. Vemos sobretodo, las personas de cerca.

Al entrar en la estación azul celeste de Santa Apolónia, quise saber su lugar, su vista sobre la ciudad.

- ¡La antigua cafetería del Teatro Taborda!, respondió de pronto, como si estuviese esperando la pregunta. Allí vemos lo que está por detrás de la ciudad. La vista se refleja sobre nosotros y nos ilumina, abrazando todo el

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espacio a nuestro alrededor. Las lámparas iluminan Graça, Mouraria, a Nossa Senhora do Monte y Martin Moniz. Lo que tenemos que hacer es lo más simple: aprovechar lo que la ciudad nos da.

Me acosté curioso esa noche. Al día siguiente, como el autobús no salía de Sete Rios hasta el final de la tarde, aproveché la mañana para tener la perspectiva de ella y fui al Taborda. Fabulosa vista sobre las colinas, las casas blancas. Me detuve a observar las cuestas de Lisboa, cuando pasé todos estos años mirando hacia su lado ribereño. Súbitamente, me tocaron el hombro. Me giré y allí estaba Marina, con sus grandes ojos sonriendo, como se adivinase mis pasos del día siguiente.

- Me quedé curioso y decidí ver lo que existe por detrás de la ciudad.- Espero que te haya gustado, porque a mí siempre que vengo me trae buenos recuerdos.- Nada dije, pero pensé en lo que podría decir. Una de las frases que me vino a la memoria fueron las últimas palabras de Dostoievski, en “Noches Blancas”, en el cual “un minuto entero de felicidad bastó para llenar la vida entera de un hombre”.- ¿Y ahora? Preguntó como si supiese de antemano la respuesta.- Ahora, bajamos la cuesta del castillo, comemos por allí abajo y continuamos descubriendo la ciudad.

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SOBRE EL AUTOR:

Hugo Manuel Oliveira Leite nació en 1982, en Guimarães (Portugal). Afincado en Lisboa desde diciembre de 2006, trabaja como técnico superior de Administración Pública.

El relato “Lixbópolis” es su primera publicación, con la cual recibió el segundo premio del concurso literario Lisboa à Letra promovido por la Cámara Municipal de Lisboa, en 2013.