¡LLEGÓ EL OTOÑO!

INFANTIL 5 AÑOS

MARÍA CASTAÑA Y LOS DUENCECILLOSHace ya muchos años, en una cabaña situada en medio de un bosque, vivían seis duendecillos muy traviesos. Llevaban todos una capucha colorada y les gustaba mucho jugar y cantar.

Cada mañana uno de los duendecillos se encargaba de los trabajos de la casa mientras los demás corrían y jugaban por el bosque. Así ocurría el lunes, el martes, el miércoles, el jueves, el viernes, el sábado,…pero, cuando llegaba el domingo, todos los duendecillos habían hecho su trabajo y ninguno quería repetirlo. De manera que los domingos nadie hacía las camas, ni barría, ni quitaba el polvo, ni iba a por agua, y lo que es peor, ¡nadie hacía la comida! Así que los domingos estaban todos malhumorados y hambrientos y acababan peleando por cualquier cosa.

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Al otro lado del bosque vivían un abuelo y su nieta, una niña muy simpática, a la que todos llamaban María Castaña porque ella y su abuelo se dedicaban a coger castañas y venderlas en el pueblo.

Siempre que salían al bosque el abuelo decía a la niña:

- María, hijita, no te alejes mucho y, sobre todo, no te acerques a la casa de los duendecillos que está al otro lado del río.

- ¿Por qué, abuelo? ¿Es que los duendecillos son malos? -preguntaba la niña.

- Malos, malos, no son, pero les gusta hacer travesuras.

Un día María salió a pasear por el bosque y, sin darse cuenta, o quizás porque sentía una gran curiosidad, se fue acercando a la cabaña donde vivían los duendecillos.

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Cuando los hombrecillos vieron a la niña se pusieron muy contentos. Le preguntaron cómo se llamaba, dónde vivía y la invitaron a merendar. Pasaron la tarde jugando juntos al escondite, al corro, a las cuatro esquinitas y a muchos juegos más, hasta que la niña se dio cuenta de que era hora de volver a casa. Pero entonces los duendecillos se cogieron de las manos, la rodearon y, sin dejarla salir empezaron a cantar:

- ¡No, no y no te marcharás! ¡No, no y no te marcharás!

María, pensando que querían jugar se quedó un ratito más, pero cuando el sol se ocultó detrás de los árboles y el cielo se tiñó de color rojo, volvió a decir:

- Ahora sí que tengo que irme a mi casa.

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Pero los duendecillos volvieron a rodearla y cogidos de las manos empezaron a cantar:

- ¡No, no y no te marcharás! ¡No, no y no te marcharás!

La pobre María Castaña, cuando se dio cuenta de que los duendecillos no pensaban dejarla marchar, les dijo:

- Pero, ¿Por qué no dejáis que me vaya?

- Verás –dijeron los duendecillos-, nosotros nos repartimos los trabajos de la casa, de modo que cada día le toca a uno. Pero los domingos nadie quiere trabajar porque ya lo hemos hecho todos, y nos quedamos sin comer. Por eso los domingos tenemos muy mal humos y nos pasamos el día peleando. Mañana es domingo necesitamos que te quedes para hacernos la comida.

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- Pero el abuelo va a estar muy ocupado si no regreso a casa –dijo María Castaña.

- Mándale una nota diciendo dónde estás.

- ¿Cómo puedo hacerlo, si en el bosque no hay cartero?

- Para eso está el viejo Croc.

- ¿Y quién es el viejo Croc?

- Ahora verás.

Los duendecillos empezaron a dar palmadas y a gritar:

- ¡Viejo Croc! ¡Viejo Croc!

Entonces a lo lejos se oyó “Croc, croc” y no tardó en aparecer un gran pájaro todo de color negro menos el pico, que era de un amarillo reluciente.

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María Castaña escribió la nota para su abuelo y el pájaro la cogió con el pico y se la llevó.

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El domingo, la niña hizo la comida y los duendecillos estuvieron muy contentos y dijeron que era muy buena cocinera y que nunca habían comido tan bien.

Cuando, después de comer, María quiso marcharse, los duendecillos se lo impidieron otra vez cogiéndose las manos y cantándole:

- ¡No, no y no te marcharás!

Esta vez la niña se asustó de verdad porque no entendía lo que pasaba y se echó a llorar muy preocupada.

- Pero, ¿Por qué no puedo irme ahora, si ya os he hecho la comida?

- Sólo te dejaremos marchar si nos prometes que vendrás todos los domingos a hacernos la comida. Si no cumples tu promesa, mandaremos al viejo Croc a robaros todas las castañas.

La niña tuvo que prometérselo para que la dejaran marchar.

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El primer y el segundo domingo fue a la casa de los duendecillos a hacerles la comida como había prometido pero, la tercera semana, cansada de esta situación, decidió no ir más y se lo dijo al abuelo.

- Muy bien –dijo el abuelo-. Pero debemos cerrar bien las puertas y ventanas para que no puedan robarnos las castañas.

Por la noche, cuando ya se habían acostado, oyeron que alguien llamaba a la puerta, y una voz cansada decía:

- Por favor, ayúdenme. Soy una viejecita y me he perdido por el camino. ¿Podría decirme dónde estoy?

El abuelo se levantó enseguida a abrir y entonces se dio cuenta de que era una trampa de los duendecillos para entrar en la casa.

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En un momento, con la ayuda del viejo Croc, que llevaba un gran saco colgado del pico, cogieron todas las castañas y salieron corriendo, sin que el abuelo y la niña pudieran impedirlo.

Aquella noche hubo una gran tormenta. La lluvia caía con fuerza mientras los relámpagos iluminaban el cielo y los truenos retumbaban sin parar. Después el viento empezó a soplar como si quisiera llevarse todos los árboles del bosque.

Cuando, por la mañana, María Castaña y su abuelo se levantaron, la tormenta ya se había calmado, pero el suelo estaba cubierto de charcos y había muchas ramas caídas.

- Estos duendecillos son unos ladrones –dijo el abuelo-. Vamos a buscar al guardabosque y les obligaremos a devolvernos las castañas.

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Por más que buscaron y buscaron, no consiguieron encontrar la cabaña de los duendecillos. Cuando ya se marchaban para casa, oyeron unos lamentos que salían de entre las ramas de un gran castaño, y allí, mojados, temblorosos y asustados, estaban los duendecillos, bien acurrucados para darse un poco de calor unos a otros.

- Perdonadnos, por favor. Sabemos que nos hemos portado mal, pero prometemos no volver a hacerlo. La tormenta ha destruido nuestra cabaña y ahora no tenemos donde vivir.

Daban tanta pena, sucios de barro, asustados y con sus gorros estropeados, que el abuelo dijo:

- Si queréis, podéis venir a casa. En el pajar hay mucho sitio. Pero primero tenéis que devolvernos las castañas que nos habéis quitado.

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Los duendecillos, avergonzados, corrieron a buscar el saco que había escondido en el hueco de un árbol. Después, muy agradecidos por el ofrecimiento del abuelo, dijeron:

- Muchísimas gracias por dejarnos estar en vuestra casa. Os prometemos que vamos a hacer todo el trabajo: limpiaremos, lavaremos y arreglaremos el jardín pero, por favor, que la comida la haga María Castaña. ¡Cocina tan bien...!

Cuando llegaron a casa, fueron al pajar a acomodar a los duendecillos y ¿sabéis a quién encontraron en el agujero de una viga? Al viejo Croc, limpiándose las plumas llenas de barro.

De momento, María estaba tan enfadada con él, que no quería que se quedara en la casa, pero los duendecillos la convencieron diciéndole que era un buen

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chico. Y muy pronto se volvió tan amable que la niña le perdonó y acabaron por ser todos buenos amigos.

Así fue como los duendecillos y el viejo Croc se quedaron a vivir con María Castaña y su abuelo, y juntos lo pasaron muy bien y fueron muy felices durante muchos años.

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