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 Lo incomprensible Cesar Aira Primero está la lengua que uno habla, la lengua universal y perfecta con la que pu ede ha ce rse en tender, y realmente lo entienden, po rq ue todaví a no ha y extraños. Es el estadio infantil del lenguaje, y del mundo al mismo tiempo; dentro de ese mundo transparente la comunicación tiene un máximo de eficacia, al precio de ser un mundo unipersonal. La infancia es siempre la infancia de un solo niño. Para que haya otro, debe haber una triangulación con un adulto, o con el tiempo. No es un mundo peq ueño, po rq ue es todo el mundo. Sus dimensiones est án neutralizadas, porque no hay perspectiva con la que medirlas. Es un mundo totalmente lleno de lenguaje; no quedan vacíos con los que crear una perspectiva y dar una explicación. Al niño no se le ocurre que puedan no entenderlo porque su mundo está ocupado por él mismo, y esa ocupación es su lengua. Hay poetas que han hecho de esta situación su estilo, poetas oscuros, pero que son oscuros por exceso de claridad. Es lo que dice Chesterton en el libro que le dedicó al más oscuro de los poetas ingleses. Browning, dice Chesterton, es oscuro porque lo que quiere decir lo tiene tan claro que no ve razones para explicarlo. La exégesis de cada verso de Browning sería una de esas anécdotas que tienen los padres sobre las expresiones de sus hijos pequeños, en las que hay que contar una larga historia de microscopías domésticas para que asome al fin el sentido, como un risueño parto de los montes. En 1840, cuando se publicó el primer poema de Browning, Sordello, provocó una enorme conmoción entre los lectores, porque se resistía no ya a la interpretación sino a la comprensión más elemental. Era como si estuviera en chino, y todos querían leerlo, todos se precipitaban a las librerías a comprarlo, entusiasmo que no habría despertado un libro realmente escrito en chino. Una de las historias que quedaron registradas de esa temporada, no sé si veraz (y no sé si la recuerdo bien), dice que un señor enfermo, en su lecho de muerte, gran lector toda su vida, se enteró de la aparición de Sordello y de su fama de incomprensible, y mostró el más vehemente deseo de conocerlo. Un pariente bienintencionado fue a comprarlo,

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Lo incomprensible

Cesar Aira

Primero está la lengua que uno habla, la lengua universal y perfecta con la quepuede hacerse entender, y realmente lo entienden, porque todavía no hayextraños. Es el estadio infantil del lenguaje, y del mundo al mismo tiempo; dentro

de ese mundo transparente la comunicación tiene un máximo de eficacia, al preciode ser un mundo unipersonal. La infancia es siempre la infancia de un solo niño.Para que haya otro, debe haber una triangulación con un adulto, o con el tiempo.No es un mundo pequeño, porque es todo el mundo. Sus dimensiones estánneutralizadas, porque no hay perspectiva con la que medirlas. Es un mundototalmente lleno de lenguaje; no quedan vacíos con los que crear una perspectiva ydar una explicación. Al niño no se le ocurre que puedan no entenderlo porque sumundo está ocupado por él mismo, y esa ocupación es su lengua.Hay poetas que han hecho de esta situación su estilo, poetas oscuros, pero que sonoscuros por exceso de claridad. Es lo que dice Chesterton en el libro que le dedicóal más oscuro de los poetas ingleses. Browning, dice Chesterton, es oscuro porquelo que quiere decir lo tiene tan claro que no ve razones para explicarlo. La exégesis

de cada verso de Browning sería una de esas anécdotas que tienen los padressobre las expresiones de sus hijos pequeños, en las que hay que contar una largahistoria de microscopías domésticas para que asome al fin el sentido, como unrisueño parto de los montes.

En 1840, cuando se publicó el primer poema de Browning, Sordello, provocó unaenorme conmoción entre los lectores, porque se resistía no ya a la interpretaciónsino a la comprensión más elemental. Era como si estuviera en chino, y todosquerían leerlo, todos se precipitaban a las librerías a comprarlo, entusiasmo que nohabría despertado un libro realmente escrito en chino. Una de las historias quequedaron registradas de esa temporada, no sé si veraz (y no sé si la recuerdo

bien), dice que un señor enfermo, en su lecho de muerte, gran lector toda su vida,se enteró de la aparición de Sordello y de su fama de incomprensible, y mostró elmás vehemente deseo de conocerlo. Un pariente bienintencionado fue a comprarlo,

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y se lo leyeron. Sus últimas palabras (pues expiró inmediatamente después determinada la lectura) fueron: "No entendí nada, ¡pero nada!". Es materia deespeculación si murió desesperado o, precisamente al revés, esperanzado. Quizáquiso decir: "¡Por fin no entendí algo!". Porque entender puede ser una condena. Yno entender, la puerta que se abre.

John Cage, en una rememoración de sus lecturas juveniles, decía que había unaclave muy simple para saber qué le gustaba y qué no: le gustaba lo que noentendía. Si lo entendía, lo abandonaba desilusionado. Puede parecer unaprovocación más, pero creo que todos hemos tenido la misma experiencia, yalgunos seguimos teniéndola. Al menos podemos reconocerla los que tuvimos lafortuna de ser niños antes de que existiera la nefasta literatura infantil, y lasnovelas de Dickens o Julio Verne venían en traducciones castizas llenas de palabrasincomprensibles que eran otras tantas puertas abiertas a lo desconocido. Y cuandose trataba de novelas de piratas (las de Salgari, mis favoritas), con su vocabularionáutico, directamente era chino, ese chino castellano, placer puro de lector, comodebió de serlo el chino inglés de Sordello.

Proust dijo, inolvidablemente: "Los libros que amamos parecen escritos en unalengua extranjera". Nada más cierto. Y además, entra en la lógica del arte, si esverdad, como creo que lo es, que la primera función del arte es extrañar, romperlos hábitos de la percepción y volver nuevo lo viejo. El lenguaje envejece rápido ennosotros, y los escritores que amamos nos lo renuevan. Por eso los amamos. A estalengua extranjera dentro de la lengua materna se la llama generalmente "estilo".Yo al estilo lo he llamado el "mito personal" del escritor, porque creo que terminaabarcándolo todo, la vida y la obra, en un continuo incesante. El resultado últimode la contemplación de este continuo es la transparencia. Todo escritor va hacia laclaridad perfecta, pero el camino es un rodeo por lo incomprensible. Si va a lo claro

por el camino de lo claro, suele quedarse en lo obvio, que es la forma másderrotista de la melancolía en literatura. El escritor hace un largo y tortuoso paseopor las sombras antes de llegar a la luz; y la claridad final queda impregnada deincomprensible, como las blancuras de neón del paraíso dantesco han quedadomarcadas por las espirales tenebrosas de las cavernas del infierno. La claridaddefinitiva de la obra triunfante vuelve a ser oscura, más oscura cuanto más clara, yeso asegura la eterna juventud de la obra de arte.

La frase de Proust tiene una maravillosa realización en los paíseshispanoamericanos. Si algo tuvo de bueno nuestra balcanización, fue generarveinte o treinta lenguas extranjeras dentro de la misma lengua. Los libros cubanos

que amamos los argentinos parecen escritos en una lengua extranjera; claro quepara el buen lector argentino, Borges también parece escrito en una lenguaextranjera. El continente, sus distancias y sus historias, reduplica el trabajo delescritor individual, y el continente mismo se vuelve escritor, su lengua igual ydiferente se vuelve literatura readymade.

El tesoro acumulado de la literatura hispanoamericana es la gran piedra Rosetta deesta situación paradojal de extranjeros que hablan la misma lengua. Pero unapiedra Rosetta al revés: sirve para destraducir. Porque efectivamente podemossentir la tentación de creer que es realmente la misma lengua, que cubanos yargentinos decimos lo mismo cuando pronunciamos las mismas palabras. Una

 jactancia perfectamente antihistórica, sobre todo en estos tiempos de decadenciadel sentimiento histórico, puede llevarnos a esta ilusión. Y ahí interviene la

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literatura, para reponer lo incomprensible en su lugar. Lo hace cada vez queempezamos a entender demasiado.

 Pues bien, volvamos al principio. El niño habla la lengua universal, y despliega ensus juegos la dialéctica de lo comprensible y lo incomprensible, cuya síntesis es laliteratura. El problema es que no se puede vivir siempre en la infancia. Es lo quepasó en la China (para volver una vez más a la China, si es que acaso salimos deella) en el siglo v antes de Cristo. El taoísmo es muy gratificante, con sus absurdosiluminadores, sus alquimias de cuentos de hadas y sus felices anarquías; pero tardeo temprano hay que recurrir a Confucio, si queremos que la sociedad sigafuncionando. Y el sistema de Confucio se basa en lo que los traductores (del chino)llaman "la rectificación de los vocablos", principio y fin de una política que sea deveras política. El éxito del sabio confuciano, y del político en general, se mide por elquantum de claridad que puede infundir a la comunicación que cohesiona a lasociedad.Rectificar los vocablos significa, en lenguaje más actual, ponernos de acuerdo enlas definiciones. Es una vieja utopía, y sigue siendo de las más visitadas, por

portátil y autocontenida. Por algún motivo, sin embargo, es tan irrealizable comotodas las otras. Taoísmo y confucianismo, por otros nombres literatura y política,siguen enfrentados e inconciliables, y ni siquiera en las definiciones de sus nombreshemos podido ponernos de acuerdo.

Esto creo que se debe a que la claridad sólo se puede infundir de afuera haciaadentro. El político empieza rectificando los vocablos del Estado, imponiendo lasgrandes definiciones con las que podrá entenderse la comunidad, y a partir de ahí no puede avanzar sino en una única dirección: hacia adentro, con rumbo a lasclases, a los grupos, a las familias, al individuo, hasta llegar a la nuez secreta de laconciencia del individuo. Y cuando su tarea ha terminado, cuando ha logrado quereine la claridad hasta en los más íntimos sueños de cada ciudadano, no ha hecho

más que plantar la semilla para que empiece un movimiento contrario, de adentrohacia afuera, movimiento del que la literatura es a la vez el modelo y la realización.A esta altura, la dialéctica de lo comprensible y lo incomprensible se transforma enla dialéctica del sobreentendido y el malentendido. Los dos movimientos sonsimultáneos, y sus superposiciones dibujan la historia de los libros que amamos.Dentro de una comunidad histórica, un libro es forzosamente sobreentendido,porque el movimiento centrípeto hacia la claridad hace que a ese libro lo esténescribiendo sus primeros lectores, los que viven en el barrio del autor, y ellos nopueden interpretarlo de otro modo que como un esfuerzo extra por aportar luz a lacomunicación. Hasta ahí, entendemos demasiado, y el libro se balanceapeligrosamente en el abismo de lo obvio. Tenemos la desgracia de compartir suscondiciones de producción. (Digamos entre paréntesis que hasta aquí llega toda la

literatura comercial; y yo diría más aún: que éste es el horizonte de toda la culturapopular, su condena a redundancia perpetua).

Pero con los libros que amamos se inicia de inmediato una creación de distancias.Por lo pronto, empieza a pasar el tiempo, eso es invitable, y esa distancia no dejaráde crecer. Y además, los libros se desplazan en el espacio, salen del barrio, de laciudad, de la sociedad que los produjo, van a parar a otras lenguas, a otrosmundos, en un viaje sin fin hacia lo incomprensible.

El barco que los transporta es el malentendido. Para un argentino, pensar que un

cubano crea entender a Borges o a Arlt suena tan irrisorio como debe sonar para uncubano la pretensión de un argentino de entender a Lezama Lima. Despojados desobreentendidos, a los libros sólo se los puede amar. La frase "amar por las

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razones equivocadas" es lo que los lógicos llaman "una proposición carente desentido", cualquiera que haya amado lo sabe.

 En ese barco van de contrabando las grandes definiciones confucianas: por no darmás de un ejemplo, que como todo ejemplo en realidad no es un ejemplo sino lacosa misma de la que estoy hablando, la definición de "civilización y barbarie", quesólo pudo ser entendida planamente, es decir sobreentendida, el día y la hora enque se la acuñó por primera vez, y un minuto más tarde se internó en el másintrincado mar de malentendidos, bajo la forma de interpretaciones,actualizaciones, contextualizaciones, cada una de ellas sobreentendida por uninstante, antes de emprender su propia travesía. El revisionismo suele no ser másque redefinición o transvaloración de palabras.

 Sea como sea, al final el malentendido triunfa. Ésta es la lección última, y tambiénes una lección de Proust. Está, si no me equivoco, en el segundo tomo de laRecherche, cuando, en el balneario donde veranea el narrador con su abuela,aparece una señora, la princesa de Luxemburgo, cuyos atuendos llamativos leshacen pensar a las burguesas del Gran Hotel que se trata de una prostituta que usael título como nom de guerre. Sucede que la señora es en realidad la princesa deLuxemburgo, pero eso ya no tiene importancia. Proust comenta: "Pasó todo elverano, y el malentendido no se disipó, como habría hecho en el cuarto acto de unvaudeville".Cuando yo leí esto, a los quince años, mi vida cambió. Un velo cayó en mis ojos,para siempre. La realidad no tiene cuarto acto. No tiene desenlace. El malentendidono se resuelve jamás. No se resuelve porque no es ése su destino. Para resolverlohabría que volver atrás, rebobinar, y ya se sabe que fuera de la ficción no se vuelveal pasado. El destino del malentendido es justamente el contrario: hacer avanzar eltiempo, engendrar más malentendidos, multiplicarlos y hacerlos más eficaces,

hacer de ellos verdades que sirvan para vivir y crear. El niño vive en elsobreentendido; el adulto en el malentendido. Pero debería haber algo más queesos dos viejos estadios biológicos y sociales. Quizás lo hay, y en ese caso yo ledaría por nombre "lo nuevo". O por el momento, lo incomprensible.