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Lo mejor de mí de Nicholas Sparks

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«Todo el mundo creía que el amor interminable era posible. Ella también lo creyó una vez, cuando tenía 18 años...»

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LO MEJOR DE MÍNicholas Sparks

«Todo el mundo quería creer que el amor interminable era posible. Ella también locreyó una vez, cuando tenía 18 años...»

Durante la primavera de 1984, cuando todavía iban al instituto, Amanda Collier yDawson Cole se enamoraron para siempre. Aunque pertenecían a estratos socia-les muy diferentes, el amor que sentían el uno por el otro parecía capaz de desa-fiar cualquier impedimento. Pero el verano después de su graduación una serie deacontecimientos imprevistos separaría a la pareja y los llevaría por caminos radi-calmente opuestos.

Ahora, transcurridos veinticinco años, Amanda y Dawson tienen que volver a versepara el funeral de Tuck Hostetler, el mentor que encubrió y protegió su historia deamor adolescente. Ninguno lleva la vida que imaginó… y ninguno de los dos hapodido olvidar el apasionado primer amor que cambió sus vidas para siempre. Enel curso de un solo fin de semana, se preguntarán: ¿puede el amor reescribir elpasado?

ACERCA DEL AUTORNicholas Sparks nació en Estados Unidos en la Nochevieja de 1965. Su primeréxito fue El cuaderno de Noah al que siguió Mensaje en una botella, que ha sidollevado al cine, al igual que otros de sus éxitos como Noches de tormenta, Querido

John y La última canción. Es autor de más de quince obras que han sido traduci-das y publicadas en 25 países.

www.nicholassparks.es

ACERCA DE LA OBRA«Profundamente conmovedora, bellamente escrita y extremadamente román-tica.» BookList

«Una novela que te acompañará para siempre.»saLisBury Post

«Conmovedora… Cualquiera que dude sobre la existencia de su media naranja,debería leerla.» WoMaN’s oWN

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Lo mejor de mí

Nicholas Sparks

Traducción de Iolanda Rabascall

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Título original: The Best of Me© 2011 by Nicholas Sparks

This edition published by arrangement with Grand Central Publishing, New York, New York, USA. All rights reserved.

Primera edición: octubre de 2012

© de la traducción: Iolanda Rabascall© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S. L.Av. Marquès de l’Argentera, 17, pral.08003 [email protected]

ISBN: 978-84-9918-532-3

Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas,sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajolas sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcialde esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidosla reprografía y el tratamiento informático, y la distribuciónde ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos.

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A Scott Schwimer,un gran amigo.

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Las alucinaciones de Dawson Cole empezaron después dela explosión en la plataforma, el día en que debería habermuerto.

En los catorce años que llevaba trabajando en plataformaspetrolíferas, creía haberlo visto todo. En 1997, fue testigo delaccidente de un helicóptero que perdió el control durante lamaniobra de aterrizaje. El aparato se estrelló contra la cubiertay provocó una impresionante bola de fuego; Dawson sufrióquemaduras de segundo grado en la espalda cuando intentósalvar a las víctimas. En el accidente perecieron trece personas,la mayoría de las cuales viajaban en el helicóptero.

Cuatro años más tarde, después de que una grúa se des-plomara en la plataforma, un trozo de metal del tamaño deun balón de baloncesto que había salido volando casi le cer-cenó la cabeza. En el año 2004, fue uno de los pocos trabaja-dores que se quedó en la plataforma cuando el huracán Ivándesató su furia contra aquella parte del planeta. Con ráfagasde viento de más de ciento sesenta kilómetros por hora, elhuracán levantó olas gigantescas, tan impresionantes comopara que Dawson se planteara ponerse un salvavidas por si sedesmoronaba la plataforma.

Pero hubo más accidentes; la gente resbalaba, había piezasque se partían, y entre la tripulación, los cortes y los morato-nes eran el pan de cada día. Dawson había visto más huesos ro-tos de los que podía contar, y había sobrevivido a dos brotes deintoxicación alimentaria que se habían cebado en toda la tripu-lación. Dos años antes, en 2007, presenció cómo un buque de

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suministro empezaba a hundirse a medida que se alejaba de laplataforma, aunque su tripulación logró ser rescatada en el úl-timo momento por otra embarcación guardacostas que patru-llaba cerca de la zona.

Sin embargo, la explosión fue algo diferente. Dado que nohubo derrame de petróleo —en aquella ocasión, los mecanis-mos de seguridad y sus sistemas auxiliares evitaron un gravedesastre—, solo la prensa nacional se hizo eco del siniestro. Dehecho, a los pocos días, el asunto quedó completamente olvi-dado. Pero para los que estaban allí, incluido él, fue el origen denumerosas pesadillas.

Hasta aquel momento, las mañanas en la plataforma ha-bían transcurrido de un modo rutinario. Dawson estaba mo-nitorizando las estaciones de bombeo cuando de repente esta-lló uno de los tanques de almacenamiento de crudo. Antes deque tuviera tiempo de procesar lo que había sucedido, el im-pacto de la explosión lo lanzó contra una nave próxima. Acontinuación, el fuego se expandió rápidamente por todaspartes. La plataforma entera, recubierta de grasa y petróleo,se convirtió de inmediato en un infierno que engulló toda lainstalación. Otras dos fuertes explosiones sacudieron la pla-taforma de un modo aún más violento. Dawson recordabaque había arrastrado varios cuerpos para alejarlos del fuego,pero una cuarta explosión, más potente que las anteriores, lolanzó otra vez por los aires. Apenas recordaba haber caído alagua; aquel impacto debería haberlo matado. De repente, seencontró flotando en el golfo de México, a unos ciento cin-cuenta kilómetros al sur de la bahía de Vermillion, cerca delestado de Luisiana.

Al igual que la mayoría de sus compañeros, no tuvo tiempode ponerse el traje de supervivencia, ni siquiera un chaleco sal-vavidas. En medio del oleaje vislumbró a un hombre a lo lejos,con el pelo negro, que le hacía señales con la mano, como si leindicara que nadara hacia él. Dawson braceó en aquella direc-ción, bregando contra las olas del océano, cansado y aturdido.La ropa y las botas lo arrastraban hacia las oscuras profundida-des y, cuando sus brazos y sus piernas empezaron a desfallecer,supo que iba a morir. Le parecía que se había acercado bastantea su objetivo, aunque no podía estar completamente seguro de-

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bido al fuerte oleaje. En aquel instante, avistó un salvavidasque flotaba entre unos cascotes a escasos metros. Aunó las úl-timas fuerzas que le quedaban y logró aferrarse a él. Despuésse enteró de que había permanecido en el agua casi cuatro ho-ras y que había sido arrastrado un kilómetro y medio de dis-tancia de la plataforma antes de que un buque de abasteci-miento que había acudido velozmente hasta la dantesca escenalo salvara de una muerte segura.

Lo subieron a bordo y lo llevaron a una de las salas, dondese reunió con otros supervivientes. Dawson temblaba por lahipotermia y estaba confuso. Aunque su visión era un tantodifusa —más tarde le diagnosticaron una leve contusión—,supo reconocer la inmensa suerte que había tenido. Vio a hom-bres con horribles quemaduras en los brazos y en los hombros,y a otros que sangraban por las orejas o que tenían huesos ro-tos. A la mayoría de ellos los conocía por su nombre. En la pla-taforma había tan pocos espacios adonde ir —era, esencial-mente, un pequeño terreno en medio del océano— que tarde otemprano todos confluían en la cafetería, en el salón recreativoo en el gimnasio. Había un hombre, sin embargo, que solo leresultaba un poco familiar, un tipo que lo miraba fijamentedesde la otra punta de aquella sala abarrotada. Tenía unos cua-renta años, el pelo oscuro e iba ataviado con una cazadora azulque, lo más probable, le había prestado algún miembro de latripulación. Dawson pensó que parecía fuera de lugar; por suaspecto se asemejaba más a un oficinista que a un peón. Elhombre le hizo una señal con la mano, y aquel gesto activó derepente el recuerdo de la silueta que había vislumbrado en elagua. ¡Era él! A Dawson se le erizó el vello en la nuca. Antes deque pudiera identificar el motivo de su desasosiego, alguienle echó una manta por encima de los hombros y le indicó quelo siguiera hasta un rincón donde un oficial médico aguardabapara examinarlo.

Cuando volvió a sentarse, el hombre con el pelo oscuro ha-bía desaparecido.

Durante la siguiente hora fueron llegando más supervi-vientes, pero, a medida que su cuerpo entraba en calor, Dawsonempezó a preguntarse por el resto del equipo. No veía a mu-chos de los hombres con los que llevaba años trabajando. Más

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tarde supo que habían perecido veinticuatro personas. Poco apoco encontraron la mayoría de los cadáveres, aunque no to-dos. Mientras se recuperaba en el hospital, no podía dejar depensar en las familias que no habían tenido la oportunidad dedespedirse de sus seres queridos.

Desde la explosión, le costaba conciliar el sueño, y no porninguna pesadilla recurrente, sino porque no podía zafarse dela impresión de que alguien lo vigilaba. Se sentía… como si lopersiguieran, por más ridículo que pudiera parecer. Tanto dedía como de noche, de vez en cuando percibía algún movi-miento furtivo cercano, pero, cuando se daba la vuelta, no ha-bía nada ni nadie que diera sentido a su malestar. Se cuestionósi tal vez se estaba volviendo loco. El médico sugirió que podíatratarse de una reacción postraumática a causa del estrés por elaccidente, quizá su mente todavía se estaba recuperando de lacontusión. La explicación tenía sentido y parecía lógica, perono le convenció. Aun así, se limitó a asentir con la cabeza. Elmédico le recetó unas pastillas para combatir el insomnio queni se molestó en tomar.

Le dieron una baja temporal retribuida por un periodo deseis meses mientras se ponían en marcha los engranajes lega-les. Tres semanas más tarde, la empresa le ofreció un convenioy él firmó los papeles. Por entonces, ya había recibido llamadasde media docena de abogados, todos con el ávido interés enpresentar un litigio de acción popular, pero Dawson no queríacomplicaciones. Aceptó la oferta económica de la compañía eingresó el cheque el mismo día que lo recibió. Con suficientedinero en su cuenta como para que muchos lo consideraran unhombre rico, acudió a su banco y realizó una transferencia decasi toda su pequeña fortuna a una cuenta en las islas Caimán.De allí, la transfirió a una cuenta corporativa en Panamá quehabía abierto sin necesidad de mucho papeleo, antes de trans-ferirla a su destino final. Sabía que era virtualmente imposiblerealizar un seguimiento del dinero.

Solo se quedó con lo necesario para cubrir el pago del al-quiler y sus gastos. No necesitaba ni quería mucho. Vivía enun remolque al final de una carretera sin asfaltar en los con-fines de Nueva Orleans. La gente que veía la vetusta caravanaprobablemente suponía que la característica primordial que

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la redimía era que hubiera sobrevivido al huracán Katrina enel año 2005.

La desvencijada estructura de plástico se asentaba sobreunos bloques de ceniza apilados, una base provisional que, conel paso del tiempo, había acabado por convertirse en perma-nente. El remolque disponía de una habitación individual y unbaño, un angosto comedor y una cocina en la que solo había es-pacio para una nevera pequeña. El aislamiento térmico era casiinexistente, y la humedad había acabado por deformar el suelo,por lo que Dawson tenía la impresión de estar siempre cami-nando sobre un plano inclinado. El linóleo de la cocina se estabapelando por los bordes, la alfombrita estaba completamenteraída, y Dawson había amueblado el reducido espacio con obje-tos que había ido adquiriendo en tiendas de segunda mano. Niuna sola fotografía en las paredes. Aunque llevaba casi quinceaños viviendo en la caravana, no la consideraba su hogar, sinosolo un sitio donde podía comer, dormir y ducharse.

Con todo, a pesar de ser un viejo remolque, solía estar tanimpecable como las impresionantes casas que embellecían lazona histórica de Nueva Orleans. Se podría decir que Dawsonera, y siempre había sido, un maniático de la limpieza y del or-den. Dos veces al año, reparaba las grietas y sellaba las juntu-ras para que no entraran roedores ni bichos y, cuando se pre-paraba para ir a trabajar a la plataforma, fregaba los suelos dela cocina y del cuarto de baño con desinfectante, y vaciaba loscajones de víveres que pudieran echarse a perder. General-mente, trabajaba treinta días, a los que seguían otros tantos li-bres, así que cualquier alimento que no estuviera enlatado sepudría al cabo de menos de una semana, sobre todo en verano.Cuando regresaba, fregaba otra vez el remolque de arriba abajomientras lo ventilaba, y procuraba hacer todo lo posible parazafarse del olor a humedad.

Con todo, era un lugar tranquilo. En realidad, eso era loúnico que Dawson necesitaba. Vivía a un kilómetro de la ca-rretera principal, y el vecindario más cercano estaba inclusomás lejos. Después de un mes en la plataforma, eso era exacta-mente lo que quería.

Una de las cosas a las que nunca se había acostumbrado enla plataforma era al constante ruido, un ruido no natural: grúas

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reposicionando suministros sin parar, helicópteros, el bombeopermanente y los continuos golpes de metal contra metal. Erauna incesante cacofonía. En las plataformas, se extraía crudodurante las veinticuatro horas, lo que significaba que, inclusocuando Dawson intentaba dormir, el fragor no cesaba. Procu-raba ignorar el constante ruido mientras estaba allí, pero cadavez que regresaba al remolque, se quedaba impresionado por elsilencio casi perfecto incluso cuando el sol se hallaba en supunto más elevado en el cielo.

Por las mañanas, podía oír el canto de los pájaros en losárboles y, por las tardes, a veces oía cómo los grillos y las ra-nas sincronizaban su compás justo en el momento en que seponía el sol. Solía ser una experiencia reconfortante, aunquea veces aquel sonido le suscitaba un mar de recuerdos rela-cionados con su pueblo natal; en tales ocasiones, Dawson semetía en el remolque e intentaba atajar el flujo de recuerdoscon simples rutinas que dominaban su vida cuando se hallabaen tierra firme.

Comía, dormía, salía a correr, levantaba pesas y se dedicabaa restaurar su automóvil; daba largos paseos en coche, sin undestino fijo, y a veces iba a pescar; leía todas las noches, y devez en cuando le escribía una carta a Tuck Hostetler. Eso es loque hacía. No tenía ni televisor ni radio y, aunque disponía deun móvil, en su lista de contactos solo figuraban teléfonos deltrabajo. Una vez al mes, se proveía de víveres y de otras cosasimprescindibles, y también pasaba por la librería, pero nuncasalía a pasear por Nueva Orleans. En catorce años, jamás habíaestado en la bulliciosa zona de Bourbon Street, ni tampoco ha-bía visto las coloridas casas del Barrio Francés; nunca había to-mado nada en el famoso Café Du Monde ni había saboreado elcóctel Huracán en el legendario bar Lifitte’s Blacksmith. Envez de ir al gimnasio, hacía ejercicio detrás del remolque, de-bajo de una lona desgastada que había colgado de unos árbolescercanos. Los domingos por la tarde no iba al cine. Tenía cua-renta y dos años, y hacía muchos que no salía con una chica.

La mayoría de la gente no habría querido —ni habría po-dido— vivir de ese modo, pero, claro, tampoco conocían aDawson. No sabían quién había sido ni lo que había hecho, y élprefería que fuera así.

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Sin embargo, en una calurosa tarde, a mediados de junio,recibió una llamada inesperada, y los recuerdos del pasado re-cobraron su viveza. Dawson llevaba casi nueve semanas sintrabajar. Por primera vez en prácticamente veinte años, iba aregresar a su pueblo. Solo con pensarlo se ponía tenso, pero sa-bía que tenía que hacerlo. Tuck había sido algo más que unamigo, había sido como un padre. En el silencio reinante, mien-tras reflexionaba acerca de aquel año que supuso un punto deinflexión en su vida, detectó de nuevo un leve movimiento cer-cano. Se dio la vuelta con rapidez, pero no vio a nadie y volvióa preguntarse si no estaría perdiendo el juicio.

La llamada era de Morgan Tanner, un abogado de Oriental,el pueblo de Carolina del Norte donde Dawson había nacido yhabía pasado sus primeros años. Lo llamaba para informarle deque Tuck Hostetler había muerto.

—Hay ciertos asuntos pendientes que requieren que ustedlos resuelva en persona —le explicó Tanner.

Después de colgar el teléfono reservó un vuelo y una habi-tación en una pensión de la localidad. Luego llamó a una flo-ristería para encargar unas flores.

A la mañana siguiente, después de cerrar la puerta del re-molque con llave, enfiló hacia el cobertizo de hojalata situadoen la parte trasera, donde guardaba el coche. Era jueves, 18 dejunio de 2009. Dawson sostenía el único traje que tenía y unabolsa de lona en la que había más ropa y algunas otras cosasesenciales que se había dedicado a guardar durante las largashoras de vigilia.

Abrió el candado y subió la persiana; un rayo de sol se fil-tró en el interior del cobertizo e iluminó el vehículo que habíaestado reparando y restaurando desde sus años en el instituto.Era un fastback de 1969, la clase de coche que causaba admira-ción cuando Nixon era presidente; de hecho, la gente todavía segiraba al verlo pasar. Estaba impecable, como recién salido defábrica. A lo largo de los años, muchos desconocidos le habíanofrecido bastante dinero por él, pero Dawson no había acep-tado ninguna oferta.

—Es más que un coche —se excusaba, sin añadir nada más.

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Tuck habría comprendido exactamente a qué se refería.Dawson lanzó la bolsa de lona en el asiento del pasajero y

depositó el traje encima de la bolsa antes de sentarse al volante.Cuando giró la llave, el motor cobró vida con un potente ru-gido. Sacó el vehículo del cobertizo sin brusquedad, luego seapeó para bajar la persiana y volvió a colocar el candado. Entretanto, repasó mentalmente un listado de cosas para asegurarsede que no se olvidaba de nada. Al cabo de dos minutos, condu-cía por la carretera principal; media hora más tarde, estacio-naba el coche en uno de los aparcamientos del aeropuerto deNueva Orleans. Detestaba tener que dejarlo allí, pero no lequedaba más remedio. Recogió sus pertenencias antes de enfi-lar hacia la terminal, donde un billete lo aguardaba en el mos-trador de la aerolínea.

El aeropuerto estaba muy concurrido. Hombres y mujeresque andaban codo con codo, familias que iban a visitar a losabuelos o que se dirigían a Disney World, estudiantes que sedesplazaban de casa a la universidad. Los hombres de negociosarrastraban sus maletas de cabina a la vez que hablaban por elteléfono móvil. Dawson permaneció de pie en la fila que semovía a paso de tortuga, a la espera de su turno. Ya en el mos-trador, enseñó su identificación y contestó las preguntas bási-cas de seguridad antes de que le entregaran la tarjeta de em-barque.

El avión tenía que hacer escala en Charlotte durante algomás de una hora. No estaba mal. Después de aterrizar en NewBern y de recoger el vehículo de alquiler, todavía le quedaríanotros cuarenta minutos de carretera. Si el tráfico era fluido, lle-garía a Oriental a última hora de la tarde.

Dawson no se había dado cuenta de lo cansado que estabahasta que se sentó en el avión. No sabía a qué hora se había que-dado dormido la noche anterior —la última vez que miró el re-loj, eran casi las cuatro de la madrugada—, pero procuraría daruna cabezadita durante el vuelo. Tampoco era que tuviera mu-cho que hacer cuando llegara a Oriental. Era hijo único, su ma-dre los había abandonado cuando él tenía tres años, y su padrele había hecho un gran favor al mundo emborrachándose hastamorir. Hacía años que no hablaba con ningún otro miembro desu familia, ni tampoco tenía intención de retomar el contacto.

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Iba a ser un viaje relámpago. Dawson solo pensaba que-darse el tiempo justo para realizar las gestiones necesarias, niun minuto más. A pesar de que se había criado en Oriental,nunca había tenido la sensación de formar parte de aquella co-munidad. El pueblo que Dawson conocía no tenía nada que vercon la atractiva fotografía de propaganda colgada en algunasoficinas de turismo.

Casi todos los visitantes del pueblo se llevaban la mismaimpresión: Oriental era una localidad un tanto peculiar, popu-lar entre artistas y poetas, y también entre ancianos retiradoscuyo único deseo era pasar sus últimos días navegando en elrío Neuse.

Oriental cumplía todos los requisitos de pueblo pintoresco,con sus tiendas de antigüedades, sus galerías de arte y sus ca-fés; además, tenía más ferias semanales que las que parecía po-sible en un pueblo con menos de mil habitantes. Pero el verda-dero Oriental, el que Dawson había conocido de niño y deadolescente, lo conformaba una serie de familias cuyos antepa-sados habían residido en la zona desde tiempos coloniales. Per-sonajes como el juez McCall y el sheriff Harris, Eugenia Wil-cox y las familias Collier y Bennett. Ellos eran los dueños yseñores de aquellas tierras, los que se encargaban de las planta-ciones y de todas las transacciones; gente poderosa, una co-rriente subterránea, invisible pero viva, en un pueblo quesiempre había sido suyo. Y seguían gobernándolo a su antojo.

Dawson lo experimentó de primera mano a los dieciochoaños, y luego otra vez a los veintitrés, cuando decidió mar-charse para no volver nunca más.

No resultaba nada fácil residir en el condado de Pamlicocuando uno se apellidaba Cole, y menos en Oriental. Por lo quesabía, el antepasado más remoto en el árbol genealógico de losCole era su bisabuelo, que había estado en la cárcel. Variosmiembros de la familia habían sido condenados por un sinfínde fechorías: asalto y agresión, incendio intencionado, intento deasesinato e incluso asesinato consumado. La propiedad fami-liar ubicada en una zona boscosa y rocosa era como un estadoindependiente con sus propias leyes.

La propiedad de los Cole estaba salpicada por un puñado devolquetes destartalados, remolques y graneros llenos de chata-

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rra. Ni siquiera el sheriff se aventuraba a pisar aquel reducto, amenos que no le quedara otro remedio. Los cazadores prefe-rían dar un largo rodeo en vez de atravesar aquellas tierras, yaque estaban seguros de que el cartel de PROHIBIDO ENTRAR: SEDISPARARÁ A LOS INTRUSOS no era simplemente un aviso, sinouna promesa.

Los Cole eran destiladores clandestinos, traficantes de dro-gas, alcohólicos, ladrones y proxenetas; maltrataban a sus mu-jeres y se comportaban como verdaderos tiranos con sus hijos,y, por encima de todo, eran patológicamente violentos.

Según un artículo publicado en una revista, se los conside-raba el clan más cruel y sanguinario al este de Raleigh. El pa-dre de Dawson no había sido una excepción; desde los veinteaños hasta entrados los treinta, se había pasado la mayor partede sus días entre rejas por diversos delitos que incluían apuña-lar a un tipo con un picahielos después de que el hombre le cor-tara el paso con el coche en una carretera. Lo habían juzgadopor asesinato dos veces, y en ambos casos había salido absueltodespués de que todos los testigos desaparecieran como por artede magia; incluso el resto de la familia sabía que era mejor nobuscarle las cosquillas.

Dawson no podía entender cómo era posible que su madrehubiera decidido casarse con él. No la culpaba por habersemarchado, ni tampoco por no habérselo llevado con ella. Lospatriarcas en el clan de los Cole mostraban una genuina obse-sión posesiva por sus hijos, y a Dawson no le cabía la menorduda de que su padre habría perseguido a su madre hasta losconfines del mundo en busca de su hijo y que lo habría llevadode vuelta a Oriental sin mostrar ni un ápice de compasión. Élmismo se lo había dicho a Dawson en más de una ocasión, yeste nunca se atrevió a preguntarle qué habría hecho si su ma-dre se hubiera resistido. Ya sabía la respuesta.

Se preguntaba cuántos miembros de su familia todavía vi-virían en aquellas tierras. Cuando se marchó, aparte de su pa-dre, quedaba un abuelo, cuatro tíos, tres tías y dieciséis pri-mos. Después de tantos años, con los primos ya adultos y consu propia descendencia, la prole debía de ser más numerosa,pero Dawson no sentía ni el más mínimo deseo de averi-guarlo. Podía ser el mundo en el que se había criado, pero, al

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igual que le pasaba con Oriental, nunca se había sentido partede aquel clan.

Quizá su madre, quienquiera que fuera, tenía algo que vercon su forma de ser, pero él no era como ellos. A diferencia desus primos, Dawson nunca se había metido en ninguna peleaen la escuela y, además, sacaba unas notas decentes. Siempre sehabía mantenido alejado de las drogas y del alcohol, y de ado-lescente evitaba a sus primos cada vez que estos bajaban alpueblo en busca de bronca con excusas tales como que teníanque echar un vistazo a la destilería o que tenían que ayudar adesguazar un coche que había robado algún miembro de la fa-milia. Mantenía la cabeza baja y, siempre que podía, intentabaconservar una actitud discreta.

Era un acto de prudencia. Los Cole podían ser una banda demaleantes, pero eso no significaba que fueran tontos. Por puroinstinto, Dawson sabía que tenía que ocultar sus diferencias dela mejor manera posible. Probablemente, era el único niño entoda la escuela que se esmeraba en los estudios para suspenderun examen adrede, y aprendió a manipular las notas de talmodo que parecieran peores de lo que de verdad eran. Apren-dió a vaciar furtivamente una lata de cerveza en el momentoen que le daban la espalda, perforándola con un cuchillo y,cuando se excusaba para evitar ir con sus primos, se quedabatrabajando hasta medianoche.

Sus artimañas fueron efectivas al principio, pero al finalse le vio el plumero. Uno de sus maestros mencionó a unamigote borracho de su padre que Dawson era el mejoralumno de la clase; sus tías y sus tíos empezaron a darsecuenta de que, a diferencia de sus primos, aquel chico nuncainfringía la ley. En una familia que premiaba la lealtad y laconfraternidad por encima de todo, él era diferente. No podíahaber peor pecado.

Su padre montó en cólera. A pesar de que Dawson había re-cibido palizas desde pequeño —su padre sentía debilidad porlos cinturones y por las correas—, cuando cumplió doce años,las palizas se convirtieron en una cuestión personal.

Lo azotaba hasta dejarle la espalda y el pecho amoratados y,al cabo de una hora, volvía a azotarlo, esta vez centrándose enla cara y en las piernas del muchacho. Los maestros sabían lo

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que sucedía, pero fingían no darse cuenta, por temor a represa-lias con su familia. El sheriff fingía no ver los moratones niverdugones cuando Dawson volvía a casa después de la es-cuela. El resto de la familia no parecía tener ningún problemacon la situación. Abee y Crazy Ted, sus primos mayores, lepropinaban unas palizas tan espantosas como las que le daba supadre: Abee porque pensaba que Dawson se lo merecía, yCrazy Ted, simplemente por diversión.

Alto, robusto y con los puños del tamaño de unos guantesde boxeo, Abee era extremamente violento y perdía la pacien-cia con facilidad, aunque era más inteligente de lo que aparen-taba. Crazy Ted, en cambio, era malvado por naturaleza.Cuando tenía cuatro años, le clavó a otro niño un lápiz duranteuna pelea por un pastelito relleno de mantequilla y, antes deque lo expulsaran del colegio a los once años, envió a un com-pañero de clase al hospital. Incluso circulaban rumores de quea los diecisiete años había matado a un yonqui. Dawson llegó ala conclusión de que era mejor no contraatacar. En vez de eso,aprendió a protegerse mientras soportaba la tunda de palos,hasta que sus primos se cansaban o se aburrían de golpearlo, olas dos cosas a la vez.

De todas formas, se desmarcó de la familia. Jamás tendríatrato con ellos. Con el tiempo aprendió que cuanto más chi-llaba, más lo golpeaba su padre, así que permanecía callado.Su padre, además de ser un tipo extremamente violento, eraun matón, y Dawson sabía de forma instintiva que los mato-nes solo luchaban en las batallas que sabían que podían ganar.Sabía que llegaría un día en que sería lo bastante fuerte comopara desafiarlo, un día en que ya no le tendría miedo. Mien-tras recibía la lluvia de golpes, intentaba imaginar el corajeque había mostrado su madre al cortar todo vínculo con la fa-milia.

Dawson se esmeró por agilizar el proceso de independenciadel clan. Ató un saco relleno de trapos a un árbol y todos losdías se ejercitaba durante horas, atizándole puñetazos; tambiénhacía largas series de flexiones y abdominales, y levantaba pe-druscos y piezas de motor tan a menudo como podía. Antes decumplir los trece años, ya había ganado cuatro kilos de masamuscular, y aumentó otros ocho kilos cuando cumplió los ca-

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torce. También estaba creciendo. A los quince años, era casi tanalto como su padre.

Una noche, un mes después de haber cumplido los dieciséis,su padre se le acercó con un cinturón en la mano, después dehaber bebido más de la cuenta. Dawson se resistió, le arrebatóel cinturón y lo amenazó; le dijo que, como se atreviera a to-carlo otra vez, lo mataría.

Aquella noche, sin saber adónde ir, se refugió en el taller decoches de Tuck. Cuando este lo encontró a la mañana siguiente,Dawson le pidió trabajo. No había ninguna razón para queTuck se sintiera obligado a ayudarlo. No solo era un extraño,sino que, además, pertenecía a la familia Cole. El hombre sesecó las manos en el enorme pañuelo que siempre llevaba en elbolsillo trasero al tiempo que escrutaba al muchacho como siintentara averiguar sus intenciones, luego sacó un paquete decigarrillos. En esa época, Tuck tenía sesenta y un años, y hacíados que se había quedado viudo. Cuando habló, Dawson pudooler el tufo a alcohol en su aliento. Su voz era ronca, debido alos cigarrillos Camel sin filtro que fumaba desde la infancia. Suforma de hablar, como la de Dawson, era propia de una personapoco leída.

—Supongo que sabes desguazar coches, pero ¿sabes volvera montarlos?

—Sí, señor —contestó Dawson.—¿Tienes que ir a la escuela, hoy?—Sí, señor.—Entonces, cuando acabes las clases, pásate por aquí y ve-

remos qué sabes hacer.Dawson no faltó a la cita después de clase. Se esforzó por

hacerlo lo mejor que pudo. Estuvo lloviendo casi toda la tarde.Cuando Dawson volvió a colarse sigilosamente en el taller porla noche para refugiarse de la tormenta, Tuck lo estaba espe-rando.

El hombre no dijo nada. Pegó una fuerte calada a su Camelsin filtro, escrutó a Dawson sin hablar y luego se retiró a sucasa. Dawson no volvió a pasar ni una noche más en las tierrasde su familia. Tuck no le exigía ningún alquiler por dormir enel taller, y Dawson se compraba su propia comida. Con el pasode los meses, empezó a pensar en el futuro por primera vez en

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su vida. Ahorró todo lo que pudo; su único gasto fue el fast-back que compró en un desguace más las enormes jarras de téfrío que tomaba para cenar. Por las noches, después de trabajar,se dedicaba a restaurar su coche mientras bebía té y fantaseabacon la idea de ir a la universidad, algo que ningún Cole habíahecho antes. Consideró la posibilidad de alistarse en el Ejércitoo alquilar una casa. Sin embargo, antes de que pudiera tomaruna decisión, un día su padre se personó en el taller inespera-damente, acompañado de Crazy Ted y de Abee. Sus primosportaban sendos bates de béisbol. Dawson divisó el borde deuna navaja en el bolsillo de Ted.

—Dame todo el dinero que has ganado —le exigió su padresin más preámbulos.

—No —contestó Dawson.—Ya esperaba esa respuesta, por eso he venido con Ted y

Abee. De un modo u otro, obtendré lo que quiero: o me das loque me debes por haberte largado de casa, o tus primos telo quitarán a la fuerza; tú decides.

Dawson no dijo nada. Su padre se hurgó los dientes con unpalillo.

—Mira, lo único que he de hacer para acabar con tu insigni-ficante vida es montar un numerito en el pueblo. Quizás unatraco o un incendio. ¿Quién sabe? Después, dejaremos algunaspistas, haremos una llamada anónima al sheriff y esperaremosa que la ley actúe. Sabemos que pasas todas las noches solo eneste taller, así que no tendrás coartada, y te aseguro que me im-porta un pito si te pasas el resto de tus días encerrado en la cár-cel, pudriéndote entre rejas y hormigón. Así pues, ¿qué tal sinos dejamos de tonterías y me das el dinero por las buenas?

Dawson sabía que su padre no se estaba marcando un farol.Con el rostro inexpresivo, sacó el dinero de su billetera. Des-pués de que su padre contara los billetes, escupió el palillo alsuelo y sonrió.

—Volveré la semana que viene.Dawson sobrevivió. Todas las semanas se guardaba disimu-

ladamente un poco del dinero que ganaba para poder seguirrestaurando el fastback y comprar té frío, pero la mayor partede su paga semanal se la entregaba a su padre. A pesar de quesospechaba que Tuck sabía lo que pasaba, este nunca dijo nada

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al respecto, y no porque tuviera miedo de los Cole, sino porqueno era un tema de su incumbencia. En lugar de eso, empezó acocinar unas cantidades de comida desmesuradamente grandespara él solo. Entraba en el taller con un plato y le decía:

—Me ha sobrado un poco, ¿quieres?Después solía irse a su casa sin decir nada más. Aquella era

la relación que mantenían. Dawson la respetaba. Respetaba aTuck. A su manera, se había convertido en la persona más im-portante en su vida. No podía imaginar nada que pudiera alte-rar ese sentimiento.

Hasta que apareció Amanda Collier.A pesar de que hacía años que la conocía —en el condado de

Pamlico solo había un instituto, y él había ido al colegio conella prácticamente toda su vida—, la primera vez que inter-cambiaron unas palabras fue en la primavera de su penúltimoaño en el instituto. Siempre había pensado que era preciosa,pero no era el único que lo creía. Ella era tremendamente po-pular, la clase de chica que se sentaba rodeada de amigas a unamesa de la cafetería mientras los chicos intentaban llamar suatención. No solo era la delegada de la clase, sino que tambiénera una de las animadoras del equipo del instituto. Si ademásse añadía que era rica y que la sentía tan inaccesible para élcomo una actriz de la tele, era comprensible que nunca hubierahablado con ella hasta que cierto día les tocó formar pareja enel laboratorio de química.

Mientras realizaban prácticas con los tubos de ensayo y es-tudiaban juntos para los exámenes de aquel semestre, Dawsonse dio cuenta de que Amanda no era como la había imaginado.En primer lugar, le sorprendió que no pareciera importarle seruna Collier y que él fuera un Cole. Tenía una risa franca ysana, y cuando sonreía ponía carita de niña traviesa, como sisupiera algo que nadie más sabía. Su cabello era de un esplen-doroso color rubio miel, y sus ojos, como un cálido cielo esti-val. A veces, mientras garabateaban alguna ecuación en loscuadernos, ella le tocaba suavemente el brazo para preguntarlealgo, y a él se le quedaba impregnado aquel tacto en la piel du-rante horas. A menudo, por las tardes, en el taller, no podía de-jar de pensar en ella. Hasta entrada la primavera, no consiguióaunar el coraje necesario para invitarla a un helado. A medida

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que se acercaba el final de curso, empezaron a pasar más y mástiempo juntos.

Era 1984. Dawson tenía diecisiete años. Cuando el veranotocó a su fin, supo que estaba enamorado. Más tarde, cuando elaire se tornó más frío y las hojas otoñales empezaron a amon-tonarse en el suelo formando gruesas serpentinas ocres y ama-rillas, estaba seguro de que quería pasar el resto de su vida conella, por más descabellada que pareciera la idea. Al año si-guiente, continuaron estudiando en la misma clase. Cada vezestaban más compenetrados. Intentaban pasar juntos el má-ximo tiempo posible. Con Amanda le resultaba fácil ser élmismo; con ella se sentía satisfecho por primera vez en su vida.Incluso después de tantos años, a veces solo podía pensar enaquel último año que habían pasado juntos.

O, para ser más precisos, solo podía pensar en Amanda.

En el avión, Dawson se acomodó. Le había tocado unasiento junto a la ventanilla, en el centro, al lado de una peli-rroja de unos treinta años, alta y con las piernas largas. No eraexactamente su tipo, aunque pensó que era atractiva. Ella se in-clinó hacia él cuando se abrochó el cinturón y le sonrió comopara pedir disculpas.

Dawson asintió con la cabeza, pero, al ver que ella se dispo-nía a entablar conversación, desvió la vista hacia la ventanilla.Se quedó ensimismado contemplando la furgoneta de las ma-letas que se alejaba del avión, dejándose arrastrar —como decostumbre— por los distantes recuerdos de Amanda.

Se acordaba de los días que habían ido a nadar al río Neusedurante aquel primer verano, sus cuerpos húmedos, rozándoseconstantemente, y todavía podía verla encaramada en el bancode trabajo del taller de Tuck, con las rodillas encogidas entresus brazos, mientras él se dedicaba a restaurar su coche y pen-saba que lo único que deseaba en el mundo era poder seguirviéndola sentada de ese modo toda la vida. En agosto, cuando elcoche estuvo listo por fin, la llevó a la playa. Se tumbaron enlas toallas, con los dedos entrelazados, y departieron plácida-mente sobre sus libros favoritos, sus películas preferidas, sussecretos y sus sueños para el futuro.

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A veces también discutían. En tales ocasiones, Dawson en-treveía una muestra de la fiera naturaleza de Amanda. No esque estuvieran siempre en desacuerdo, aunque tampoco eraalgo infrecuente. De todas formas, por más que se enfadarancon facilidad, casi siempre zanjaban la disputa con la misma ra-pidez.

Algunas veces se picaban por nimiedades, pues Amanda eramuy testaruda. Discutían de forma acalorada durante un buenrato, sin llegar a ningún acuerdo. Incluso en las ocasiones enque Amanda lo sacaba de sus casillas, Dawson no podía evitaradmirar su honestidad, una honestidad que radicaba en el he-cho de que ella lo quería más y se preocupaba más por él queninguna otra persona en su vida.

Aparte de Tuck, nadie comprendía lo que ella veía en él. Apesar de que al principio intentaron ocultar su relación, Orien-tal era un pueblo pequeño, e irremediablemente empezaron acircular rumores. Ella se fue quedando sin amigas, y sus padresno tardaron en averiguar lo que sucedía. Él era un Cole y ellauna Collier, y eso era motivo suficiente de preocupación.

Al principio, sus padres se aferraron a la esperanza de queAmanda estuviera atravesando una fase rebelde e intentaronno prestarle excesiva atención. Sin embargo, cuando vieronque ella seguía adelante con aquella relación, empezaron aadoptar posturas más severas: le quitaron el carné de conduciry le prohibieron hablar por teléfono. Pasó el otoño confinadaen casa, como un pájaro en una jaula, y le prohibieron salir losfines de semana. A Dawson no le permitían ir a verla, y laúnica vez que el padre de Amanda habló con él lo llamó «pobremamarracho». La madre suplicó a su hija que acabara de unavez con aquella relación. En diciembre, su padre dejó de diri-girle la palabra.

La hostilidad que rodeaba a la joven pareja solo consiguióunirlos aún más. Si Dawson le cogía la mano en público,Amanda la estrechaba con fuerza, como si retara a cualquieraque osara exhortarlos a que se soltaran. Pero el chico no eraningún ingenuo; por más enamorado que estaba, era cons-ciente de que aquella relación tenía los días contados. Todosparecían conspirar contra ellos. Su padre tampoco tardó endescubrir lo de Amanda y, cada vez que pasaba por el taller

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para recoger el sueldo de Dawson, lo interrogaba con curiosi-dad. Aunque no había nada amenazador en su tono, a él le aco-metían unas violentas náuseas simplemente por el hecho deoírle pronunciar el nombre de ella.

En enero, Amanda cumplió dieciocho años. A pesar de quesus padres estaban realmente furiosos con su relación senti-mental, no fueron capaces de echarla de casa. Por entonces, aella ya no le importaba su opinión —o por lo menos, eso era loque siempre le decía a Dawson—. A veces, tras otra de las cons-tantes disputas con sus padres, se escapaba por la ventana de sucuarto en mitad de la noche e iba al taller. A menudo, él estabaesperándola, pero a veces ella lo despertaba cuando se tumbabaa su lado en el colchón que Dawson desplegaba todas las no-ches en el despacho del taller. Entonces salían a dar una vueltacerca del río, se sentaban en una de las ramas bajas de un roblecentenario y él la rodeaba con ternura con un brazo por loshombros. Bajo la luz de la luna, mientras los peces saltaban,Amanda le contaba la discusión que había tenido con sus pa-dres, a veces con un hilo de voz, y siempre procurando no he-rir los sentimientos de Dawson. Él le estaba agradecido por ladeferencia, aunque sabía perfectamente lo que los padres deAmanda opinaban de él. Una noche, al ver las lágrimas que seescapaban por debajo de las pestañas de la chica después de otrafuerte discusión, le sugirió que quizá sería más convenientepara ella que dejaran de verse.

—¿Es lo que quieres? —susurró Amanda, con la voz que-brada.

Él la estrechó con fuerza contra su pecho, al tiempo que lesusurraba:

—Solo quiero que seas feliz.La chica apoyó la cabeza en su hombro. Mientras seguía

abrazándola, Dawson pensó que nunca había detestado tantoser un Cole.

—Contigo soy feliz —murmuró ella.Más tarde, aquella noche, hicieron el amor por primera vez.

Y durante las siguientes dos décadas, Dawson siguió guar-dando celosamente aquellas palabras y los recuerdos de aque-lla noche en su corazón, consciente de que ella había habladopor los dos.

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Después de aterrizar en Charlotte, Dawson se echó la bolsade lona y el traje sobre el hombro y cruzó la terminal, sin ape-nas fijarse en el trajín a su alrededor, absorto en los recuerdosde aquel último verano con Amanda.

En primavera, ella recibió una carta de la Universidad deDuke en la que le confirmaban que había sido aceptada. Por finpodría ver cumplido uno de sus sueños desde que era niña. Elespectro de su partida, junto con el aislamiento de su familia yde sus amigos, solo intensificó el deseo de la joven pareja depasar tanto tiempo juntos como fuera posible.

Se pasaban horas en la playa y daban largos paseos en co-che, con la radio a todo volumen, o simplemente mataban elrato en el taller de Tuck. Tenían la certeza de que casi nadacambiaría cuando ella se marchara; o bien Dawson iría a Dur-ham en coche, o bien ella iría a verlo a Oriental. A Amanda nole quedaba ninguna duda de que encontrarían el modo de queaquella relación siguiera adelante.

Sus padres, en cambio, tenían otros planes. Un sábado porla mañana, en pleno mes de agosto, cuando faltaba menos deuna semana para que Amanda se marchara a Durham, la aco-rralaron antes de que pudiera escabullirse de casa. Su madre seencargó de dar el sermón, aunque Amanda sabía que su padreestaba totalmente de acuerdo.

—Esto ha ido demasiado lejos, jovencita —empezó su ma-dre y, con una voz sorprendentemente calmada, le dijo que, siseguía saliendo con Dawson, a partir de septiembre tendría quebuscarse otro lugar para vivir y hacerse cargo de sus gastos, yque, además, tampoco le costearían los estudios—. ¿Por quémalgastar dinero en la universidad si estás echando a perder tuvida?

Cuando Amanda empezó a protestar, su madre la atajó convehemencia:

—Te arrastrará a la miseria, pero entendemos que, por elmomento, eres demasiado joven para comprenderlo. Así que, siquieres gozar de plena libertad para comportarte como una

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adulta, tendrás que asumir tus responsabilidades. Quédate conDawson y destroza tu vida, si quieres; no te detendremos, perotampoco te ayudaremos.

Amanda se marchó corriendo de casa, en busca de Dawson.Cuando llegó al taller, lloraba desconsoladamente, incapaz dearticular sus pensamientos. Él la abrazó. Poco a poco fue con-tándole fragmentos de la discusión hasta que logró controlar elllanto.

—Nos iremos a vivir juntos —dijo Amanda, con las meji-llas todavía húmedas.

—¿Dónde? —le preguntó él—. ¿Aquí? ¿En el taller?—No lo sé. Ya encontraremos una solución.Dawson se quedó callado y fijó la vista en el suelo.—Tienes que ir a la universidad —le dijo.—¡No me importa la universidad! —protestó Amanda—.

¡Lo único que me importa eres tú!Él dejó caer los brazos pesadamente a ambos lados del

cuerpo.—Tú también eres lo que más me importa en este mundo,

por eso no puedo privarte de lo que te corresponde —alegóDawson.

Amanda sacudió la cabeza, perpleja.—Tú no me estás privando de nada; son mis padres, que me

tratan como si todavía fuera una niña.—Es por mí. Los dos lo sabemos. —Dawson dio una patada

al suelo—. Si amas a alguien, has de ser capaz de sacrificartepor ese alguien y dejar que se marche, ¿no?

Por primera vez, los ojos de Amanda centellearon peligro-samente.

—¿Y qué pasa si uno no quiere marcharse? ¿Acaso signi-fica que están predestinados a estar juntos? ¿Es eso lo quecrees, que simplemente se trata de un cliché? —Lo agarró porel brazo, clavándole los dedos con excesiva fuerza—. ¡Tú y yono somos una pareja cliché! ¡Hallaremos la forma de que lonuestro funcione! Conseguiré un trabajo como camarera… ode lo que sea, y alquilaremos una casa.

Dawson mantuvo el tono sosegado, en un intento de nodesmoronarse.

—¿Cómo? ¿Crees que mi padre dejará de extorsionarme?

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—¡Podríamos ir a vivir a otro lugar!—¿Adónde? ¿Con qué? Yo no tengo nada. ¿No lo entien-

des? —Dejó las palabras suspendidas en el aire. Ella no con-testó, así que continuó—: Solo intento ser realista. Estamoshablando de tu vida… y… ya no puedo seguir formando partede ella.

—¿Qué…, qué estás diciendo?—Estoy diciendo que tus padres tienen razón.—No hablas en serio, ¿verdad?En su voz, Dawson detectó algo parecido al miedo. A pesar

de que se moría de ganas de abrazarla, dio deliberadamente unpaso hacia atrás.

—Vete a casa —le ordenó.Ella avanzó hacia él.—Dawson…—¡No! —exclamó, al tiempo que retrocedía otro paso—.

¿Acaso no me estás escuchando? ¡Se acabó! ¿Lo entiendes?¡Lo hemos intentado, pero no ha funcionado! ¡La vida sigue!

La cara de Amanda adoptó un tono céreo, con una expre-sión casi fúnebre.

—Así que… ¿se acabó?En vez de contestar, Dawson tuvo que hacer un enorme es-

fuerzo para darse la vuelta y enfilar hacia el taller. Sabía que, sino se resistía y la miraba de nuevo, cambiaría de parecer, y nopodía hacerle esa trastada a Amanda. No, no podía hacerlo.Metió la cabeza dentro del capó abierto del fastback para queella no viera sus lágrimas.

Cuando Amanda se marchó, Dawson se sentó sin apenasfuerzas sobre el polvoriento suelo de hormigón al lado de su co-che. Se quedó allí durante horas, hasta que apareció Tuck y sesentó a su lado. Los dos permanecieron en silencio un buen rato.

—Has terminado con ella —comentó Tuck, al cabo de unrato.

—Lo nuestro no tenía futuro. —Dawson apenas podía ha-blar.

—Sí, eso había oído.El sol se alzaba muy alto por encima de sus cabezas, envol-

viéndolo todo fuera del taller con una sorda quietud que pare-cía casi sepulcral.

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—¿He actuado correctamente?Tuck hundió la mano en el bolsillo en busca del paquete de

cigarrillos, como si quisiera ganar tiempo antes de contestar.Propinó unos golpecitos en el paquete y sacó un Camel.

—No lo sé. Entre vosotros dos hay algo especial, no puedonegarlo. Y esa magia hará que no te resulte fácil olvidarla.

Acto seguido, Tuck le propinó unas palmaditas en la es-palda y se puso de pie. Era más de lo que nunca le había dichoacerca de Amanda. Mientras se alejaba, Dawson entrecerró losojos contra la intensa luz del sol y las lágrimas empezaron arodar de nuevo. Sabía que aquella chica siempre constituiría lomejor de él, una parte que siempre aspiraría a entender y a co-nocer mejor.

Lo que no sabía era que ya no volvería a hablar con ella nia verla nunca más. A la semana siguiente, Amanda se mudó ala residencia de estudiantes de la Universidad de Duke. Luego,un mes más tarde, él fue arrestado.

Dawson pasó los siguientes cuatro años entre rejas.

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