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Loja de Ayer; Relatos, Cuentos y Tradiciones de Teresa Mora de Valdivieso.pdf

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El camino de los ahorcados

El viejo hospital de Loja se llamaba San Juan de Dios y estaba ubicado en el extremo nor-occidental de la ciudad. Su puerta principal daba a la calle Imbabura y al terminar los terrenos del hospital el camino se bifurcaba en dos: uno que subía directamente al barrio El Pedestal, y otro que tomaba hacia la derecha y empalmaba con un estrecho sendero que conducía a Borja y Belén, pequeños caseríos localizados en las afueras de la ciudad. Este segundo camino que linderaba los terrenos del Hospital con un inmenso y funesto farallón era conocido como el Camino de los Ahorcados. He aquí su historia o mejor dicho la leyenda que dio origen a su nombre. La lepra era antes un mal incurable además de contagioso y por este motivo eran perseguidos y reducidos a reclusión en el pabellón del Hospital conocido con el nombre de Aislado todos los enfermos que padecían de ese mal, por lo menos hasta enviarlos al Leprocomio de la capital de la República. En el Aislado del Hospital los leprosos eran atendidos por médicos que tomaban todas las precauciones para evitar el contagio y a veces sólo recetaban de lejos, aunque no faltaron también abnegados galenos que ofrendaron sus vidas en cumplimiento de tan humanitaria misión. En cambio las enfermeras no podían eludir el contacto con los enfermos y frecuentemente eran víctimas del contagio a pesar de las precauciones que tomaban. Por eso resultaba sumamente difícil encontrar personal que quisiera prestar sus servicios en el Aislado del Hospital y solamente circunstancias desesperadas obligaban a ciertas personas a trabajar en ese lugar. Tal fue le caso de Luz Marina a quien sus padres echaron del hogar por haber cometido un pecado de amor; y desde el campo donde vivía salió a la ciudad para que en el hospital curasen a su hija de pocos días de nacida que se encontraba al borde de la muerte. La niña fue recibida e internada en el pabellón de niños, pero como la madre no tenía donde hospedarse las Hermanas de la Caridad que en ese entonces regentaban el hospital le propusieron que fuese a trabajar en el Aislado. Luz María no tuvo alternativa. Allí se quedó para siempre y su hija a quien bautizó con el nombre de Ana María también se quedó a vivir allí luego de su restablecimiento y más tarde las religiosas le dieron facilidades para que reciba la instrucción primaria y un curso de enfermería que la capacitó para que pueda desempeñarse en el mismo ambiente en el cual había crecido con despreocupación y sin miedo al contagio de los enfermos que vio desfilar a lo largo de su niñez y adolescencia. A los 26 años Ana María era una jovencita alegre y vivaz a quien le gustaba cumplir pronto sus obligaciones para salir a "chivatear" por los terrenos de la parte posterior al edificio tras del cual se extendía una pronunciada colina sembrada de eucaliptos, la misma que remataba en una cima cortada a pico sobre el camino que más tarde empataría con el sendero hacia los caseríos de Borja y Belén. Desde la cima hasta el camino había un altura de por lo menos cincuenta metros y por un estrecho sendero oblicuo sobre el farallón transitaban sólo unos pocos chivos y cabras que se alimentaban con la escasa vegetación que crecía a ese lado del camino. Pero por allí bajaba también Ana María todos los días después del almuerzo, llena de alegría y entusiasmo tanto por el placer de estirar sus ágiles piernas como por la embriaguez que le producía desafiar al peligro. En uno de esos habituales paseos un día se encontró con Luís Felipe, un joven estudiante de Derecho que, con su cuaderno de apuntes bajo el brazo, caminaba lentamente por ese solitario camino revisando la materia del examen que debía rendir al día siguiente. Los grandes amores sólo necesitan de un chispazo para encenderse y luego inflamarse como un volcán. Eso les ocurrió a Luís Felipe y Ana María. Se vieron y se amaron como predestinados desde toda la eternidad. No necesitaron hablarse de inmediato sino sólo mirarse y sonreírse con infinita ternura para saber que se amarían hasta la muerte. Pero a pesar de la intensidad de sus sentimientos, sus amores fueron castos y puros y duraron mucho tiempo. Así, llevaban ya dos años de conocerse y de amarse reuniéndose todos los días en ese solitario camino que tenía al un costado la montaña y al otro una hermosa vegetación, cuando ocurrió la muerte de doña Luz Marina: la contagió un enfermo de tifoidea que había sido recluido en el Aislado del Hospital y a los pocos día murió pese a los cuidados que le prodigaron en este lugar en el cual ella había servido con tanta abnegación durante 18 años. Ana María quedó sola pues no conocía a ningún familiar. Pero el amor de Luís Felipe iluminaba su vida y formaba y formaba el único mundo en el cual deseaba estar. Por eso anhelaba que él se graduara de abogado, ya que le había prometido hacerla su esposa tan pronto culminara sus estudios y comenzara a trabajar. Pero el destino cruel les jugó una mala pasada: un día que después que después del almuerzo, Ana María se arreglaba las uñas junto a la ventana del pequeño cuarto que tenía en el hospital, sintió que una uña se le movía como si estuviera desprendida y al halarla un poquito se desprendió por completo sin causarle ningún dolor. Casi se le paraliza el corazón porque intuyó lo que aquello podía significar. Pero con la esperanza de que estuviese equivocada corrió a consultarlo con el médico de turno del Aislado. No cabía duda. Estaba contagiada de lepra y debía resignarse a vivir recluida como los demás enfermos de ese mal. ¡No! gritó desesperada y corrió hacia la colina ubicada detrás del hospital. Coronó la cima y bajo corriendo por el peligroso declive deseando íntimamente tropezar y caer para morir. pero su destreza pudo más que su deseo y llegó al camino antes de la hora de la cita, motivo por el cual Luís Felipe aún no había acudido. Buscó en el bolsillo de su blanco delantal de enfermera el lápiz y la libreta de apuntes que siempre guardaba allí para recibir las instrucciones de los médicos y escribió apresuradamente: "Perdóname Luís Felipe, por la pena que voy a causarte, pero no puedo recluirme a morir de lepra ni condenarte a ti a mirar este suplicio. Adiós mi amor: te espero en la eternidad. Tuya para siempre: Ana María". Colocó el papel en el bolsillo de modo que buena parte de él quedara visible y luego tomó varias cabuyas de las muchas que habían en el cerco de pencos contiguo al camino e hizo una fuerte soga con la cual se subió a un árbol de guabo que también estaba a la vera del camino. El un extremo de la soga amarró a una gruesa rama y el otro a su cuello. Luego se arrojó al vacío. Cuando Luís Felipe acudió a la diaria cita se extrañó de no encontrar a su amada saltando y brincando con esa natural alegría que siempre la acompañaba. Pero al fijarse en el árbol y ver allí colgado el cuerpo de Ana María, dio un grito y corrió a socorrerla. Mas ya era demasiado tarde. Su primero y único amor la hermosa, tierna y joven mujer que tanto había amado estaba muerta.

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El mensaje dejado loo confirmaba. Entonces hizo las mismas trenzas de cabuya que ella había confeccionado, las unió entre sí y amarró el un extremo a su cuello y el otro a la rama del árbol de la cual pendía el cuerpo sin vida de su amada. Así encontraron juntos a los dos cadáveres las primeras personas que pasaron por el lugar de los hechos, luego la autoridad que fue llamada apresuradamente y después todo el vecindario de aquella pequeña ciudad que entonces era Loja y que se conmovió hasta las lágrimas por la triste suerte de aquellos jóvenes. Desde entonces aquel fue llamado el "Camino de los Ahorcados" y casi nadie se atrevía a transitar por él, especialmente durante las noches pues se decía que a las doce se veía un grácil bulto blanco por el empinado sendero del farallón ubicado detrás del hospital y luego dos fantasmas corrían y jugaban por este camino hasta que asomaban las primeras luces del alba. Según la leyenda en que se basa esta narración, las almas de los dos infortunados amantes estaban "penando", es decir no podían descansar en paz porque se habían ido de este mundo sin esperar el llamado de Dios.

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Apuesta con el diablo

Luís llamado "Chontillo" o venado por la agilidad de sus piernas para correr, se había dedicado tanto al juego de los naipes que ya no pensaba en otra cosa desde que amanecía hasta el anochecer. Como su padre había muerto, debía ayudar a su madre a la manutención del hogar y por eso pasaba lustrando zapatos durante el día y por la noche asistía a la escuela. Tenía seis años cuando comenzó a trabajar de esa manera y durante unos tres o cuatro años le entregó a su madre todo el producto de su trabajo. Pero desde que se juntó con la pandilla de muchachos lustrabotas que se reunían a jugar naipes en la plaza durante las horas en que disminuía la clientela, empezó a darle cada vez menos dinero a su madre, tanto por que ya no trabajaba lo suficiente como porque empezó a hacer apuestas con los muchachos mayores que él. Así llegó el día en que no tubo absolutamente nada para darle as u madre como producto de su trabajo y como lo regañara seriamente, optó por abandonar el hogar y por las noches dormía en cualquier rincón junto a su caja de lustrabotas con la que ganaba algo para comer y lo más para seguir haciendo apuestas con sus amigotes que los esquilmaban por ser el más pequeño e ingenuo, y cuando ya no tubo dinero para seguir apostando, lo hicieron a un lado y no quisieron saber más de él. Furioso despechado y con hambre fue una noche a buscar un rincón donde dormir e iba a hacerse la señal de la cruz antes de entregarse al sueño, tal como se lo había enseñado su madre, cuando se detuvo y lleno de rabia exclamó:

¡Al diablo! ¡Al diablo mejor voy a pedirle ayuda! ¡Muy bien jovencito! le contestó enseguida una figura alta y obscura que emergió de la penumbra y que despedía un fuerte olor a azufre. ¿Quién eres...? le preguntó asustado el muchacho. Soy aquel a quien has invocado y vengo a ayudarte. ¿El diablo...? inquirió el muchacho medio muerto de miedo. El mismo respondió la negra figura. Y agregó: Dime cuanto necesitas e inmediatamente te lo daré. ¡No, no quiero nada! dijo entonces el muchacho y se hizo la señal de la cruz. Acto seguido se oyó una fuerte carcajada y el diablo desapareció dejando el lugar lleno de aquel fuerte olor a azufre con el que se había hecho presente. El Chontillo huyó de aquel lugar y fue a refugiarse en otro, pero aún así no pudo conciliar el sueño y juró dedicarse a trabajar honradamente e inclusive regresar al lugar cuando estuviera en condiciones de presentarse más decentemente ante su atribulada madre. Pero esta buena resolución solamente duró hasta que lo atrapó nuevamente la tentación de reunirse a jugar con sus amigos, ante quienes hizo alarde de que iba a conseguir mucho dinero y hasta subió las apuestas a cifras elevadísimas con la condición de que las pagaría al día siguiente. Claro que lo había hecho casi como un juego de su subconsciente que recordaba la oferta del demonio, pero cuando se enfrentó a la realidad, vio que no le quedaba otra salida que aceptarla. Así, pues tan pronto obscureció se fue al mismo sitio de aquel fatídico encuentro con el diablo y luego de acurrucarse en un rincón, llamó tímidamente: Satanás...Satanás... Enseguida surgió la repulsiva figura de aquella otra noche y le dijo: ¿Qué quieres? ¿Para qué me has llamado...? El muchacho titubeó un momento. Le costaba rendirse y entregarse tan fácilmente en manos del demonio. Pero se le ocurrió una idea y se la propuso así: ¿Qué te parece si hacemos una apuesta...? Tú me das el dinero que necesito para pagar mis deudas y para seguir jugando, apostando y viviendo a lo grande durante un año. Luego nos encontramos en la plaza y corremos una carrera desde allí al cementerio. Si tú me ganas, te entrego mi alma y allí mismo me abres las puertas del infierno. Si yo te gano queda pagada la deuda, si cualquiera de los dos se retira pierde la apuesta. ¿Aceptas...? Convenido dijo el diablo lleno de satisfacción. Le tiró al suelo un abolsa con monedas y desapareció dejando el ambiente impregnado de fuerte olor a azufre. Al otro día se fue el Chontillo a alquilar un cuarto, abrió un hueco en el piso y allí guardó el dinero. Luego fue sacando poco a poco para pagar sus deudas de juego, para comprarse ropa, para alimentarse bien, y especialmente para seguir jugando y apostando cada vez mayores cantidades, pues el dinero de la bolsa que le entregó el diablo no se agotaba nunca. Sus amigos no sabían de donde el Chontillo sacaba tanto dinero, pero se sentían felices de haber encontrado esa mina de oro y lo llevaban a todas partes no solamente para jugar y ganarle las apuestas sino para que él pague todos los gastos lo cual el muchacho hacía como que en realidad no le costaba nada. Pero el Chontillo ya no sentía ninguna alegría y solamente contaba primero los mese y luego los días y las horas que le faltaban para cumplir su apuesta con el diablo. Al fin el plazo se cumplió. El diablo se reía viendo que el Chontillo pensaba ganarle la apuesta con la ligereza de sus piernas, pero esperó el tiempo convenido y justo al año y alas doce de la noche se encontraron en la plaza los dos extraños amigos. Muy bien jovencito dijo el diablo ¿Cuáles son tus últimas condiciones...?

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No han cambiado contestó Chontillo con un profundo dejo de tristeza en su voz y agregó señala tú el sitio exacto del cementerio y el que llega primero, gana; el que llega después o se retira pierde. ¡Veo que cumples¡ comentó el diablo lleno de satisfacción y luego explicó: Frente al tumba Nro 14 del bloque central estará encendida una hoguera. La puerta del cementerio estará abierta ¡ Allí nos vemos! Da tú la señal de partida. Uno...dos...!tres! contó el Chontillo y salió disparado en una loca carrera. El diablo, que no necesitaba correr, sino que volaba manteniéndose a cierta distancia del muchacho, no esperó lo que luego habría de ocurrir. Había una gran cruz de piedra en el centro de plazoleta frente al antiguo cementerio y cuando llegó allá el Chontillo, agotado por la carrera y por el miedo se abrazó da la cruz y murmuró: ¡Jesús ten piedad de mi! Al oír esta exclamación y presenciar semejante escena de amor y de humildad, el diablo no pudo resistir y huyó dando terribles alaridos y dejando el lugar lleno de humo de la hoguera que estaba encendida frente a la tumba Nro 14 y que se apagó tan pronto el propio demonio desapareció por ella. Así el diablo perdió su apuesta y el Chontillo regresó a la casa de su madre, a quien pidió perdón de sus desvíos y desde entonces fue un muchacho bueno y correcto.

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Devuélveme mis tripas

Juan Pedro era un niño de once años que había quedado huérfano debido a que sus padres murieron en un accidente cuando él tenía pocos meses de nacido. Lo recogió su abuela materna doña Micaela una pobre mujer viuda que vivía sola y se mantenía vendiendo "chanfaina ", apetitosa comida que preparaba con las menudencias del cerdo, o sea las tripas, el corazón, etc, todo lo cual lavaba bien y luego cocinaba y cortaba en pedacitos que aderezaba con sal, pimienta, ajo molido, cebolla picada, orégano y manteca de color, para finalmente revolver con arroz y papas cocidos. Doña Mica, como la gente llamaba con cariño a la buena anciana, era todo un personaje en el apartado barrio en que vivía, desde las cuatro de la tarde comenzaba su recorrido, de puerta en puerta, vendiendo la sabrosa mercancía y a su lado siempre está Juan Pedro llevando el canasto con las hojas de achira que servían para el expendio de la fritura de doña Mica portaba en una gran cazuela que asentaba sobre la tiznada rosca de tela que llevaba sobre su cabeza. Pero ése era solamente uno de los oficios del muchacho, pues muy de madrugada debía ir a comprar el mondongo o menudencias donde los peladores de cerdos, y luego de cumplir aquella tarea y de tomar su desayuno marchaba a la escuela, de donde retornaba al medio día para el almuerzo y entonces encontraba atareada en la cocina después de que había regresado del río con la batea llena de tripas bien lavaditas y que ala sazón estaban cocinándose en las grandes ollas de barro que la anciana tenía dispuestas para el efecto. Después del almuerzo Juan Pedro regresaba a la escuela y ella se ponía a preparar la chanfaina, de modo que cuando el muchacho retornaba de la segunda sesión escolar, todo estaba listo para salir con la abuela a vender la fritura. El barrio en que vivía doña Micaela era un barrio humilde donde a veces se refugiaba la gente del hampa para echarse un trago en algunas de las cantinas de ese lugar. Por eso doña Micaela acostumbraba cerrar sus puertas tan pronto regresaba de su recorrido, que generalmente era cuando ya empezaba a obscurecer. Al muchacho le servía como cena algún refrigerio que ella también loo tomaba acompañado de caliente café negro; luego lavaba los trastos ocupados en la confección de la chanfaina, mientras Juan Pedro se dedicaba a sus tareas escolares; y cuando ambos había cumplido esos menesteres, rezaban el rosario y se acostaban a dormir cansados de la faena del día. Así transcurrieron los años de la infancia de Juan Pedro, pero pronto llegó la adolescencia con sus tentaciones y peligros y el rato menos pensado el muchacho se encontró metido en un torbellino de pasiones. El sueño que antes llegaba tan tempranamente a sus ojos, comenzó a serle esquivo y se pasaba horas pensando en lo que le comentaban sus compañeros del centro artesanal al que empezó a concurrir una vez terminada la instrucción primaria. No lo ponga al colegio había dicho a su abuela el Dr. Arriaga, su padrino, agregando: Con seis años de instrucción secundaria no saca nada porque el título de Bachiller no le sirve para ganarse la vida. En cambio tres años en una academia artesanal lo capacitan para aprender un oficio y comenzar atrabajar de inmediato, ayudándola a usted que tal vez dentro de algunos años ya no estará en capacidad de seguir trabajando como lo hace ahora. Así mismo es, mi doctorcito había contestado la abuela. Y el chico fue a parar al único centro artesanal que había en el lugar y en el cual se enseñaban diversos oficios tales como carpintería, mecánica, sastrería, etc. Juan Pedro optó por la mecánica, pero entre sus compañeros se encontró con unos muchachotes de 15, 16 y hasta 18 años de edad, quienes ya trabajaban de ayudantes durante sus horas libres en diversos talleres particulares y con el dinero que ganaban iban por las noches a las cantinas para jugar naipes, fumar y hasta tomar algunos tragos. Esto se lo contaban a Juan Pedro en la academia artesanal, haciendo alarde de hombría y hasta lo invitaban al muchacho para que los acompañara, pero como él no disponía de dinero ni podía dejar de ayudar a su abuela durante sus horas libres, por la noche se le quitaba el sueño pensando y cavilando sobre la manera de conseguir fondos para él también ir con sus compañeros a las cantinas. Cierta noche encontró una pequeña solución: Me haré quedar una parte del dinero del mondongo se dijo y al día siguiente pidió al pelador de chanchos que le diera menos de lo convenido: Este se sorprendió y preguntó al muchacho: ¿Qué pasa Hombre? ¿Acaso está malo el negocio? Así es ayer se perdió un poco de chanfaina que la gente no quiso comprar. Qué lástima pensó el buen hombre y luego murmuró en voz alta: No sé lo que estará ocurriendo ahora, pero la verdad es que siempre la chanfaina le ha faltado a doña Mica antes que sobrarle. ¡Si es para chuparse los dedos muchacho! No sé señor contestó Juan Pedro bajando los ojos para ocultar su mentira y cortando la conversación pidió que le despachara pronto arguyendo que se atrasaba a la academia. Está bien dijo el buen hombre aquí está lo que me has pedido. Ese fue el comienzo. Aquella noche, luego de la rutinaria tarea, la abuela apagó la luz y se quedó profundamente dormida. Ella siempre decía que el primer sueño era el mejor "porque el cuerpo cae rendido" y eso aprovechó el muchacho para levantarse sigilosamente e ir a la cantina en donde lo esperaban sus amigos. ¡Vaya Juan Pedro! ¿Por fin te liberaste de las polleras de tu abuela...? le dijo groseramente el más viejo de todos apenas lo vio llegar. Los otros festejaron con risotadas el pesado chiste y enseguida entro Juan Pedro al juego de cartas y a las libaciones en su honor, con lo cual lo comprometieron más para que gastara el dinero que había llevado y que no era mucho por cierto.

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Transcurrió un tiempo en ese estado de cosas. La abuela notaba que Juan le llevaba cada vez menor cantidad de mondongo, pero el muchacho se disculpaba diciendo que había subido el precio y por eso tenía que comprar menos. Mas llegó un momento en que acosado por las deudas de apuestas hechas con sus amigos, tubo que pensar en otra manera de hacer dinero. Había oído contar en alguna ocasión, que "el mondongo del cristiano era igual al del cerdo" y allí encontró una fatídica solución. Esa noche, en vez de ir a la cantina, se fue al cementerio en busca de un muerto que había sido enterrado esa tarde. Al principio tuvo miedo y estuvo a punto de abandonar de abandonar su macabro plan, pero acordándose de que no había otra manera de solucionar su problema de deudas y hasta de honor frente a los amigos que lo extorsionaban se armó de valor y se arriesgó a cumplir su propósito. No le fue difícil retirar la tierra recién amontonada sobre el pobre cajón de madera que guardaba el cadáver, ni tampoco levantar la tapa con la punta que había llevado y que le sirvió también para partir el abdomen del muerto y sacarle todo el mondongo que luego guardó en la misma bolsa encauchada que acostumbraba llevar al camal con igual finalidad. Sin embargo sentía que un sudor frío le corría por la frente y un intenso escalofrío sacudía todo su cuerpo. Hubo un momento en que estuvo a punto de desfallecer a causa del miedo y la repugnancia que esa horrible tarea le producía, pero alcanzó a colocar nuevamente la tapa del ataúd, encima la tierra y luego echó a correr como un loco hasta llegar a su casa, en donde escondió la bolsa cerca de su cama y se acostó a dormir rendido por el cansancio y la fatiga. Largo tiempo permaneció sin poder conciliar el sueño, pero al fin se quedó dormido. Pocos momentos después, y como viniendo de muy lejos, empezó a escuchar una voz cavernosa que decía: !Devuélveme mis tripas...! ¡Devuélveme mis tripas...! El corazón casi se le paraliza de espanto. Pero se tranquilizó a si mismo diciendo que era algo lejano e irreal. Mas, pasados unos minutos, volvió a escuchar la misma voz, ahora ya más clara y más cercana, que decía: Ya estoy llegando a tu casa... !Devuélveme mis tripas...! ¿Qué es esto...? se dijo el muchacho y agregó: No puede ser. Debo estar oyendo mal. Pero la voz se iba acercando más y esta vez le gritaba. ¡Ya estoy en tu puerta...! Devuélveme mis tripas...! Juan Pedro se envolvió la cabeza con las cobijas y se hizo un ovillo en la cama. Pero entonces sintió que alguien se lanzaba sobre él, al mismo tiempo que mascullaba con odio y rencor. ¡Ya estoy aquí, infeliz! ¡Devuélveme mis tripas...! ¡Devuélveme mis tripas...! ¡Devuélveme mis triiiiipas...! El muchacho dio un salto en la cama y se despertó mascando espuma. Había sido una horrible pesadilla. Pero Juan Pedro no pudo sobrevivir sino contadas horas para narrar lo sucedido, ya que después fue víctima de un ataque cerebral que lo condujo a la muerte. Prefiero llorarlo así antes que en una cárcel decía su abuela mientras que un río de lágrimas recorría los surcos de sus arrugadas mejillas. El pueblo quedó horrorizado de semejante suceso y n o quiso en mucho tiempo, volver a probar la apetitosa chanfaina que, por otro lado, ya no volvió a prepararla doña Mica, quien murió como una santa en un asilo de ancianos donde pasó el resto de su vida besando y pidiendo perdón por un crimen que ella no había cometido.

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Una cita en el cementerio

En aquella lejana época de nuestra recatada ciudad colonial cuando todos temblaban ante la sola idea de muertos resucitados, diablos y fantasmas, no faltó un joven que debido a que mucho había viajado y mucho había leído tenía pleno convencimiento de que no había nada más allá de la muerte y todo lo demás sólo era un invento de la imaginación popular. Y era el caso que ese joven, llamado Gustavo, no solamente se guardaba para si tales ideas sino que trataba de inculcarlas en la mente de los demás y especialmente de la gente joven que frecuentaba con él los altos círculos sociales. De allí que no resultase raro que durante las noches después de libar algunas copas en una cantina o luego de una reunión de amigos en una casa particular Gustavo siempre invitaba a sus acompañantes a dar una vuelta por el cementerio para demostrarles así que no había razón para tener miedo a los muertos porque ellos nunca se levantan de sus tumbas ni tampoco era verdad que el diablo anduviera merodeando por allí. Para no dar la impresión de cobardes los amigos de Gustavo aceptaban tan extrañas invitaciones, pero siempre lo hacían en grupo a fin de infundirse unos a otros el valor necesario para ir tranquilamente a pasear delante o dentro del cementerio a altas horas de la noche En ese estado de cosas transcurrieron algunos meses desde que llegó a Loja aquel joven que había viajado a Paris en sus años de adolescente acompañando a un familiar que fue a patentar un instrumento musical y luego de que les robaron el invento no quiso regresar inmediatamente para eludir la mofa de la gente y se quedó allá ingeniándose de la mejor manera no solamente para sobrevivir sino para viajar y conseguir una sólida auto educación . Por eso tenía una conversación amena, finos modales y en general un aire de seguridad y aplomo que terminó por convencer a sus amigos y llego el día en que ellos también iban con relativa naturalidad a pasear delante del cementerio e inclusive entraban a visitar las tumbas a petición del excéntrico joven que no creía en el más allá. De allí que cierto día sus amigos resolvieron gastarle una pesada broma a quien proclamaba que no tenía miedo a los muertos y aseguraba que no había nada después de la muerte: le propusieron a Gustavo que visitara el cementerio a las doce de la noche (24hoo) cuando ya no hubiera peligro de testigos inoportunos y removiera la tierra que cubría la tumba de un hombre muerto en pecado dos días antes y de quien se decía que no estaba dentro del ataúd porque el diablo se lo había llevado en alma y cuerpo aprovechando de un descuido de los familiares que lo dejaron solo durante la velación y por eso tuvieron que meter unos adobes dentro de la caja mortuoria para fingir la ceremonia del entierro. Esas son pamplinas decía Gustavo con desprecio y agregaba: Son verdaderas farsas para engañar al pueblo! ¡Son ardides para obligar a la gente ingenua que se porte bien ante el temor al diablo, al infierno y todas esas payasadas que sólo sirven para subyugar las conciencias. Pues bien un día dijeron sus amigos ha llegado el momento de que nos demuestres con hechos lo que afirmas con tanto convencimiento... . Está bien digan ustedes lo que debo hacer y tengan la seguridad de que lo haré. Dicen que aquel hombre muerto hace dos días en pecado mortal pues fue asesinado al sorprenderlo en flagrante adulterio se lo llevó el diablo en alma y cuerpo la misma noche del velorio aprovechando el descuido de familiares y amigos que dejaron solo al cadáver en horas de la madrugada. Eso no es verdad ¡Son mentiras inventadas para amedrentar a la gente! Pues bien eso es lo que queremos que nos demuestres tú. Está bien, ya lo dije antes. Ahora digan ustedes qué es lo que debo hacer. Verás dicen que aquel muerto fue reemplazado por unos adobes que pusieron en el ataúd, de modo que tú irás mañana al cementerio a las doce de la noche y luego de abrir la tumba y la caja mortuoria, comprobarás si el muerto se encuentra allí o no. ¡Perfectamente comprendido! No tengo el menor recelo y peor aún miedo de hacerlo. Pero... ¿Cómo podrán ustedes comprobar si he cumplido la tarea que me han señalado y se he constatado la presencia del muerto dentro del ataúd? Pues podría simplemente hacer acto de presencia en el cementerio y luego venir a decirles a ustedes que allí está, como puedo asegurarlo de antemano, pero en realidad a mi m e interesa demostrarlo y a ustedes también. Pues claro de otra manera no tendría valor. Así que tú no irás solo acompañado por uno de nosotros, quien comprobará todo lo que tú hagas y especialmente si encuentras o no al muerto dentro del ataúd. ¡Aceptado! Elijan ustedes al que me acompañará y mañana nos encontraremos a las doce de la noche en la puerta del cementerio. De acuerdo al plan que se habían trazado los amigos de Gustavo, el compañero elegido fue Carlos y acto seguido se despidieron no sin antes fijar el lugar y la hora en que se reunirían al día siguiente antes de acudir a la cita en el cementerio. Después de medio día el cielo comenzó a cubrirse de negros nubarrones y luego empezó a caer una ligera llovizna que se mantuvo toda la tarde e inclusive la noche. Por eso la difícil tarea que se habían impuesto aquellos jóvenes para comprobar hasta donde llegaba el desprecio de uno de ellos hacia los tradicionales temores a los muertos, al diablo y a los fantasmas, se ponía mucho más trágica de lo previsto. Sin embargo nadie podía volverse atrás: el retado se mantenía más firme que nunca frente al desafío y a los retadores aunque sea temblando de miedo no les quedaba otro remedio que seguir adelante. Con excepción de Gustavo, el grupo de amigos se reunió a las siete de la noche en una cantina del barrio de San Agustín y comenzaron a libar apresuradamente no sólo para entrar en calor debido ala crudeza del frío que les llegaba hasta los huesos sino para infundirse el coraje que tanto necesitaban para llevar a efecto aquel siniestro plan. Carlos se mostraba más nervioso que todos los demás y trataba de beber más de lo acostumbrado, pero sus amigos lo detenían diciéndole:

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Cálmate si no quieres echarlo todo a perder ¡Nadie te obligó a nada. tú mismo nos pediste que te eligiéramos para acompañar al fanfarrón de Gustavo y verle la cara que pondrá al momento preciso...Así que no vengas ahora a ponerte nervioso ni mucho menos... ¡Deja que él lo haga todo y al último..., bueno...ya tú sabes! Embozados en largas capas que les llegaban hasta los tobillos y que por su gran amplitud podían cruzárselas sobre un hombro escondiendo buena parte del rostro, a las doce de la noche llegó el grupo de amigos a la puerta del cementerio y allí encontraron a Gustavo, quién ya había estad esperándolos. De acuerdo ala usanza de la época, Gustavo también llevaba amplia capa negra sobre su traje gris e igualmente se la había cruzado sobre el hombro para ocultar la parte inferior del rostro, mientras que la superior estaba semi oculta bajo el ala de su fino sombrero de fieltro. Debajo de la capa había llevado ocultos una pala y un azadón, herramientas indispensables para cumplir su cometido. ¡Manos a la obra! dijo Gustavo lleno de entusiasmo, tan pronto se acercó en grupo de amigos. ¡A la carga! respondieron ellos con fingida alegría y lo empujaron a Carlos para que se sitúe junto a Gustavo, luego de lo cual se internaron en el cementerio los dos osados jóvenes mientras que los demás permanecieron en la puerta atentos y vigilantes. Habiendo localizado con anticipación la tumba deseada, no les fue difícil reconocerla en la obscuridad, de modo que rápidamente Gustavo retiró la tosca cruz de madera y comenzó a cavar la tierra mientras Carlos permanecía a su lado haciendo grandes esfuerzos para que no le catañetearan los dientes más por el miedo que por el frío de la noche. ¡Ayúdame a sacar la tierra con la pala mientras yo sigo cavando con el azadón! Le pidió Gustavo. ¡Esta bien! contestó Carlos y ambos comenzaron a trabajar frenéticamente de modo que pronto dieron con el pobre cajón de madera que había estado a escaso medio metro de profundidad. Muy seguro de lo que hacía Gustavo levantó la tapa del ataúd y efectivamente allí estaba el muerto, tal como lo había previsto. Una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro y le dijo a Carlos. ¿Te fijas...? Quizá ahora se convenzan de que no hay diablo y los muertos jamás se mueven de donde los dejan. Lleno de orgullo por haber ganado la apuesta volvió a clavar la tapa del ataúd y él sólo manejó la pala para devolver la removida tierra al puesto en que estuvo antes. Sólo al momento de colocar la cruz de madera en su sitio, rápidamente se agacho Carlos y pidió que le permita hacerlo. Siguiendo el plan previsto por el grupo de amigos y aprovechando que se halaban de rodillas en el piso. Carlos enredó la punta de la capa de Gustavo en el extremo inferior de la cruz y así la clavó en la tierra de modo que cuando se pusieron de pie Gustavo sintió que le halaban la capa desde el fondo de la tumba y dando un terrible alarido cayó al piso arrojando espuma por la boca. Al oír el grito de Gustavo soltaron la carcajada los amigos que se hallaban en la puerta del cementerio y corrieron adentro para celebrar con risas el éxito de su plan, pero fue terrible su sorpresa cuando encontraron exánime a Gustavo mientras que Carlos no atinaba a hablar ni a dar un solo paso. A los dos amigos tuvieron que sacarlos en brazos y correr donde un médico que felizmente pudo salvarlos, a Carlos con menos dificultad que a Gustavo, pues éste último se lesionó seriamente el corazón y fue tal el impacto que este acontecimiento causó en su ánimo que nunca más volvió a reír y peor aún a mofarse del generalizado temor a los muertos, al diablo y a los fantasmas.

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El cura sin cabeza

En medio de la calma en que vivía la ciudad de Loja en aquella época en que aún no se conocía la luz eléctrica y las pocas callejas quedaban sumidas en la obscuridad a las siete de la noche, comenzó a suscitarse un hecho que aterrorizó a la escasa y recatada población de ese entonces. Tan pronto en la iglesia mayor sonaban las doce campanadas que marcaban el filo de la media noche despertando a brujas y fantasmas, sobre el empedrado de la calle Bernardo Valdivieso (1) se escuchaba el ruido producido por los cascos de un caballo que salía a todo galope desde un recodo de la Miguel Riofrío y luego se perdía por las calles periféricas de la ciudad que entonces eran apenas estrechos callejones. Las personas que admiradas de la audacia del jinete que se atrevía a salir a esa hora de la noche se asomaban a sus puertas o balcones, sólo atinaban a ver un cuerpo con capa y sotana de cura pero...!sin cabeza! A pesar de la rapidez con la cual cabalgaba el jinete, pero dada la circunstancia de que la escena se repetía diariamente, los curiosos aseguraban que debajo de la sotana habían visto los pies del jinete sobre los estribos e igualmente las manos que sobresalían del negro manto y sujetaban fuertemente las bridas, pero nadie la vio jamás la cabeza porque definitivamente no la tenía. De allí que el "fantasma" fuera bautizado con el nombre de CURA SIN CABEZA y desde entonces no hubo en la ciudad un tema que gozara de mayor popularidad: los hombres muy valientes, por cierto aseguraban haberlo visto frente a frente, mientras que las mujeres se santiguaban cuando oían mencionar su nombre y para los niños no había mejor cosa que nombrar al "cura sin cabeza" para que se portasen bien e hiciesen lo que ordenaban los adultos. Se hallaba en su punto culminante este reinado de terror impuesto por el "cura sin cabeza" cuando ocurrió algo inesperado. Lo mejor de la sociedad lojana había concurrido a una fiesta que se dio en un a elegante casa del barrio de San Agustín en donde los convidados comieron, bebieron y bailaron hasta momentos antes de la media noche, hora en la cual todos procuraron retornar apresuradamente a sus hogares precisamente por temor a un fatídico encuentro con el "cura sin cabeza", del que decíase que iniciaba su recorrido a esa hora. Pero hubo la excepción y ella estuvo compuesta por un pequeño grupo de jóvenes que habían bebido más de la cuenta y se sintieron muy a tono como para encontrarse e inclusive desafiar al temido "Cura sin cabeza". Se quedaron en la fiesta y siguieron libando hasta que sonaron las doce campanadas de la medianoche y entonces salieron llenos de euforia para darle la cara al fantasma o lo que fuere, ya que estaban resueltos a enfrentarse hasta con el mismo diablo. Pero les falló el cálculo del tiempo y cuando llegaron a la esquina de las calles Bernardo Valdivieso y Miguel Riofrío sólo vieron alo extraño jinete que, con su caballo a todo galope, se perdió por el recodo de la calle 10 de Agosto. Más no se dieron por vencidos y mejor fueron a proveerse de lo necesario para esperar el retorno del "cura sin cabeza", pues se comentaba que solía hacerlo cuando comenzaban a disiparse las sombras de la noche. Provistos de una buena botella de licor para contrarrestar el frío de la noche y por qué no decirlo también el miedo que les inspiraba su temeraria aventura, los cuatro jóvenes fueron a apostarse a los dos costados de la calle Bernardo Valdivieso, entre Miguel Riofrío y Rocafuerte, y allí clavaron fuertes estacas entre las cuales templaron una cuerda de tal modo que, cuando llegara el caballo con su jinete, sólo pudiera pasar el primero por debajo y de la cuerda, mientras que el segundo sería derribado por la misma y allí lo atraparían los que para entonces ya estarían bastante borrachos. Las primeras horas de la madrugada pasaron con relativa calma y el efecto del licor se traducía en bromas y risas, pero la situación se puso tensa cuando escucharon las campanas que anunciaban las 4 de la mañana y el jinete- fantasma no aparecía por ninguna parte. Estaban a punto de abandonar su temeraria empresa cuando percibieron, a lo lejos, los cascos del caballo sobre el empedrado de la calle. Disimularon su presencia, a pesar de que no hacía falta debido a la obscuridad de la noche, y esperaron a que llegara el jinete y tropezara con la cuerda. Tal como lo habían previsto, llegó el caballo a todo galope y al toparse el jinete con la cuerda, cayó al suelo y sobre él se abalanzaron los jóvenes y lo inmovilizaron a pesar de que estaban temblando por el miedo. ¡Habla! le ordenaron entonces ¡habla, ya seas de este mundo o del otro! ¡No me maten! gimió una voz y entonces los jóvenes pudieron comprobar que se trataba de un hombre de carne y hueso. Una vez que le quitaron su extraño atuendo: Una sotana de cura cosida de tal manera que el cuello le quedaba sobre la cabeza, dejando sólo unos agujeros para los ojos y otros a la altura de las manos, mientras que la capa le cubría hasta los pies, el hombre- fantasma quiso huir, pero los jóvenes lo sujetaron fuertemente y le prometieron dejarlo marchar solamente después de que le hubiera contado los motivos, las razones y la historia de su extraña actitud. Se sentaron. Pues, sobre la acera de la parte posterior del convento de Santo Domingo y allí se descubrió el enigma. Juan Fernando era hijo de españoles afincados en Lima, en donde había nacido y educadose con gran esmero, pues su familia disponía de grandes recursos. Desde niño tuvo la oportunidad de relacionarse con su prima María Rosa, hija de un hermano de su padre y dadas las circunstancias de que ambos eran hijos únicos, la soledad del uno se esfumaba con la presencia del otro y así aprendieron a amarse y necesitarse hasta el punto de que más tarde les fue imposible vivir separados y al cumplir su mayor edad resolvieron unirse en matrimonio. Pero allí surgió el problema porque los padres de ambos jóvenes se opusieron rotundamente por razones de su parentesco carnal y en vista de que inclusive tenían elegidos a los consortes para sus respectivos hijos, aquel matrimonio resultaba imposible desde todo punto de vista.

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Puesta la joven ante la disyuntiva de casarse inmediatamente con un rico pretendiente o entrar en un convento, ella optó por lo segundo, pero sus tercos padres no la dejaron en Lima sino que como castigo la desterraron a un convento de Loja, atenta la circunstancia de que en esta lejana ciudad vivían unos parientes de su madre. Al despedirse de su amado, María Rosa le prometió que jamás profesaría y que solamente estaría esperándolo hasta que fuera a rescatarla; él por su parte, juró que así lo haría. Poco tiempo después un apuesto joven se presentó en el Convento de Santo Domingo de la ciudad de Loja solicitando se lo admita primero como un huésped y después, si las circunstancias lo ameritaban, como un aspirante a la Orden. En su fuero interno había resuelto su cometido, pero sino lo conseguía, de verdad se convertiría en un Religioso pues en el mundo ya no había otra meta para su vida. Como los documentos que trajo desde Lima eran excelentes, el Superior del Convento lo acogió de buen agrado y hasta comenzó a confiarle pequeñas tareas que lo ayudarían a ambientarse y a sentirse cómodo dentro de su nuevo lugar de residencia. ¡Qué lejos estaban los religiosos de imaginar que ese joven callado y austero que pasaba todo el día trabajando en el jardín o ayudando en los menesteres de la iglesia, era el mismo que por las noches se escapaba para ir a visitar a su amada que en igual situación se encontraba en otro convento de la ciudad. Asimismo los cuatro jóvenes que lograron derribarlo de su caballo y lo tenían inmovilizado exigiéndole que les revelara la verdad, se hallaban bastante lejos de imaginar que ese hombre fuera el mismo que mantenía aterrorizado al vecindario como el supuesto "cura sin cabeza". ¡Por favor tengan piedad de mí! imploró el joven. Pero ante la imposibilidad de que lo liberasen sin revelar su identidad, comenzó así su extraña historia: Soy forastero, vine desde Lima detrás de mi amada que fue desterrada a este lugar y condenada a vivir en un convento para que no se casara conmigo. Como no tenía amigos en esta ciudad, a uno de mis tíos que es fraile dominico en Lima, le pedí que me diera recomendaciones para hospedarme en el Convento de Santo Domingo de Loja. Conseguido esto, pensé que había culminado la primera parte de mi empresa. ¿Cuál fue la segunda? le interrogaron con curiosidad los captores. Voy a contarles prometió el joven pero por lo menos suéltenme para poder hacerlo con relativa calma. Ellos accedieron y el joven continuó: La segunda parte resultó aún más difícil y temeraria pero no había otra manera de cumplirla: como uno de los Padres Dominicos acudía todos los días a celebrar la misa de cinco de la mañana en la iglesia del convento donde se hospeda mi novia, me ofrecí para acompañarlo y servirle de acólito. De esta manera me puse de cuerpo entero ante los ojos de mi amada y así ella ya podía al menos abrigar una esperanza. ¿Qué hizo entonces? preguntó uno de los curiosos interlocutores. Se las ingenió para conseguir que a ella también le permitieran ayudar en la sacristía, y en un momento de descuido de la Madre sacristana, me pasó un papelito que yo apreté desesperadamente entre mis dedos y solamente pude leerlo en el retiro de mi cuarto una vez que estuve de vuelta en el convento. Allí me decía continuó el joven que a las doce de la noche me esperaría en la parte posterior del convento, lugar y hora donde yo esperaría su señal. ¿Salió ella a verte por la puerta de atrás del convento?. ¡Imposible! Sólo pude escuchar su dulce e inconfundible voz que me decía que me amaba; y con grandes esfuerzos poco a poco hice un pequeño orificio en la pared, por donde ella deslizaba su fina y pálida mano que yo cubría de besos hasta que llegaba la hora de volver a separarnos. Pero ¿por qué tenías que disfrazarte de "cura sin cabeza" para acudir a esas citas? Porque era la única manera de alejar a los curiosos y tener la seguridad de que nadie nos molestaría. De otro modo habría sido imposible concertar esas peligrosas citas. El temor al fantasma era lo único que podía guardar nuestro secreto. ¿Y de dónde sacaste el caballo y los atuendos de cura? El caballo lo tienen siempre a mono los padres Dominicos para cuando se presenta la necesidad de salir a los campos a confesar algún enfermo grave y pastorea en ese terreno vacío que da a la calle lateral, por donde hay una puerta grande que yo la dejo sin llave para poder salir y entrar sin desmontar del caballo. Lo demás fue fácil hacerlo con unos hábitos viejos que encontré en un baúl del convento y que seguramente pertenecieron a frailes ya fallecidos. ¡No hay duda de que eres bien osado! comentó uno de los captores. No habían alternativas y el amor lo supera todo replicó el limeño. ¡Termina, termina! dijeron los otros estamos ansiosos por conocer el final y fíjate que ya amanece... En todas las entrevistan nocturnas con mi amada planeábamos la fuga para el día siguiente después de la misa de cinco a la que yo concurría infaltablemente como sacristán del padre dominico, pero todos los días había algo que estorbaba nuestro plan y sobre todo ella no se arriesgaba a ponerlo en práctica. Así han transcurrido varios meses que han sido para los dos un verdadero infierno de angustia ante el temor a ser descubiertos y esto al fin ha ocurrido ahora truncando nuestro sueño de manera definitiva terminó diciendo el joven con profunda tristeza. ¡No! contestaron a coro los cuatro jóvenes lojanos que para entonces se encontraban ya repuestos de tremenda borrachera. ¿No? repitió asombrado el limeño y luego preguntó: ¿No van a entregarme ustedes a las autoridades para que me encierren e la cárcel por lo que he hecho? ¡No! volvieron a repetir los cuatro y uno de ellos, interpretando el sentimiento generoso y hospitalario que es proverbial en los lojanos, agregó:

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Te vamos a dar la ultima oportunidad de convertirte en el "cura sin cabeza" para que vayas esta noche a contarle a tu novia lo que ha ocurrido y prevenirla de que si mañana no se fuga contigo, se quedará para siempre en ese convento. Si ambos no aprovechan esta generosidad de nuestra parte, olvídate de que nos hemos visto porque si una noche más de la que te concedemos, te apareces por aquí como el "cura sin cabeza"...! Irás a parar en la cárcel con caballo y todo! Tan hermoso le pareció lo que acababa de escuchar que casi no lo creía. Los abrazó a los cuatro muchachos como a los hermanos que nunca había tenido y corrió a preparar su huída. Nunca se supo cómo y cuando lograron escapar los dos jóvenes peruanos, pero después de algún tiempo se recibió en el correo central una extraña postal que armó revuelo en el vecindario porque estaba dirigida: "A los buenos amigos que me ayudaron a escapar y a conseguir mi felicidad" f. El Cura sin Cabeza Desde entonces se tejieron más historias alrededor del "cura sin cabeza", pero el único hecho inequívoco fue que nunca volvió a vérselo en las calles de Loja; y como la postal que se recibió en el correo provenía de Lima, comentábase que seguramente estaría haciendo de las suyas en la vecina República del Perú.

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El caballero de las espuelas de oro

La feria del 8 de septiembre tan antigua como la historia de la ciudad de Loja, inicialmente atraía a muchos comerciantes peruanos y con ello generalmente venían sus familiares y amigos a disfrutar de la proverbial generosidad de los lojanos que siempre hemos sido capaces de "quitarnos el bocado de la boca según el decir de la gente para ofrecérselo al forastero que hacía "la merced" de llegar a visitarnos en esta lejana ciudad enclavada entre montañas y precipicios y a donde es tan difícil llegar por cualquier medio de comunicación. Así, pues, lo cierto es que para una de aquellas ferias cierta ocasión llegó un grupo de cinco hermosas chiquillas nativas de Piura, Perú, tan esbeltas como las palmeras de su tierra, quienes habían venido solamente de paseo y con el afán de conocer nuevas tierras y amistades. Pero las familias lojanas les abrieron las puertas de sus casas y de su corazón y las bellas jóvenes comenzaron a danzar en los salones de la más alta sociedad, disputándose todos el honor de servirlas y halagarlas de la mejor manera. Sin embargo las chicas lojanas pronto empezaron a ver que sus novios las dejaban para ir en pos de las hermosas piuranas y más tarde cundió la alarma inclusive entre las señoras casadas porque las cinco bellas se alcanzaban para todos y habían vuelto locos hasta a ciertos caballeros de respetable edad. Entonces comenzaron a cerrárseles las puertas y no tuvieron otra opción que pensar en regresar a su tierra porque hasta la gente más humilde les negó no solamente vivienda sino inclusive un vaso de agua, tan estrecho y conservador era en esa época el ambiente que se vivía en esta apartada ciudad. Pero como el diablo no descansa cuando de buscar adeptos se trata, un caballero de noble estirpe y cuantiosa fortuna que andaba loco por un a de esas beldades a pesar de sus bien cumplidos cincuenta años de edad, después de mucho cavilar sobre la manera de retener a las piuranas ubicándolas en un lugar apropiado, al fin se acordó de una casa que la tenía abandonada y que anteriormente fue una hermosa Estancia situada más arriba del Molino de las Monjas, a un costado del "camino real" que conducía de Loja a Malacatos y Vilcabamba. ¡Hombre! le dijo de improvisto al amigo con el cual estaba tratando de solucionar el problema. ¿Qué pasa...? ¡Dilo! ¡Hallé el sitio preciso para llevar a las piuranas! Otra vez me has de salir con que a esta hacienda o la de más allá, o la casa de ese o aquel arrimado...! Olvídate de eso! ni el peón más humilde te las recibe por temor a Dios, a los curas e inclusive al diablo. El diablo..., el diablo...!el diablo no existe! ¿Cuándo se convencerá de eso la gente y especialmente nuestros campesinos...? ¡Nunca! por eso ya debes convencerte tú también de que no hay más remedio que las piuranas se regresen a su tierra. Aquí ya nadie las quiere precisamente porque en ellas ven al mismo diablo en cuerpo de mujer. Pues no se van a regresar, amigo... Se van a quedar y precisamente con nosotros...!Ya verás como la vamos a pasar de lindo...! Pero ¿dónde...amigo...dónde? En la Estancia que tengo más arriba del Molino de las Monjas y a donde nadie llega precisamente por temor al diablo y los fantasmas. Tan pronto las sombras de la noche cubrían la recoleta ciudad, un grupo de cinco elegantes caballeros cuyo rostro escondían parte bajo la angosta ala del sombrero de copa y lo más bajo el fino casimir de la amplia capa que cruzaban sobre el mentón, tomaba el estrecho sendero que conducía al Molina de las Monjas y después de este seguía adelante hasta llegar a la Estancia abandonada cuya gran casa de dos pisos había resistido tranquilamente el embate de los años y el descuido de sus dueños, empleados y cuidadores que no quisieron regresar más desde que alguien aseguró que allí se había aparecido el diablo. Esto molestó mucho al dueño de la Estancia, quien decía que creía en Dios pero no en el demonio. Sin embargo nada pudo hacer debido al temor de la gente y como era dueño de muchas propiedades, a esa le dejó abandonada hasta el día que las bellas piuranas recibieron la noticia de que ya tenían a donde ir. Los enamorados caballeros se las ingeniaron para comprar o sacar de sus casas de la ciudad o de sus haciendas todo lo que las bellas podrían necesitar en su nueva residencia, mientras que ellas se empeñaron en dejarla reluciente para las grandes fiestas que se daban por la noche. Así, tan pronto se apagaba la luz del día, en la casa de la Estancia se encendían los grandes candelabros que habían llevado los galanes y luego de que estos llegaban con su acostumbrada provisión de manjares y licores, comenzaba el baile que duraba hasta la madrugada. Cuando las campanas llamaban a misa de cuatro en la iglesia de San Sebastián, los parranderos se acordaban de que debían retornar a sus hogares y emprendían el regreso evadiendo el encuentro con las personas que podían reconocerlos. Una de esas noches en que se hallaba más animado el baile al calor de las copas y de los besos que repartían las bellas piuranas, al rayar las doce llegó un caballero muy alto que vestía traje negro, camisa blanca, corbata, capa y sombrero negros. El sombrero no era de copa sino de ala ancha le cubría parte de su rostro moreno y en vez de zapatos calzaba botas de cuero negro con espuelas de oro. Al sonreír mostraba como si toda su dentadura fuese también de oro y sus ojos despedían raros fulgores. Su inesperada presencia paralizó por un momento la fiesta, pero el forastero explicó que acababa de llegar del Perú y había ido a ver a sus paisanas. Los enamorados galanes creyeron que se trataba de un pariente a quien ellas habían dado la dirección y por ese motivo lo invitaron a entrar al salón y a disfrutar de la fiesta. El forastero no se hizo repetir la invitación. Enseguida entró al salón y sacó a baliar a una de las jóvenes y lo hacía con tal desenvoltura y alegría que las muchachas también olvidaron sus recelos y empezaron a divertirse a lo grande con el nuevo

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galán, quien sacaba chispas del suelo cuando taconeaba con sus botas calzadas con espuelas de oro y al compás del taconeo siempre decía: ¡Que se rehunda...! ¡Que se te hunda...! El estribillo del forastero al principio llamó la atención de los presentes, pero luego se acostumbraron a verlo bailar como un trompo siempre repitiendo: ¡Que se te hunda...! ¡Que se te hunda...! Al fin acabaron bailando todos de la misma manera alegre y desenvuelta cantando siempre: ¡Que se te hunda...! ¡Que se te hunda...! A la noche siguiente se repitió la escena del caballero de las espuelas de oro que llegó al baile cuando el reloj marcaba las doce. Pero entonces su presencia ya fue familiar para todos y lo recibieron con exquisitas muestras de cordialidad y alegría cuanto más que la noche anterior había dejado sobre la mesa una bolsa de gamuza negra repleta de esterlinas. Enseguida empezó a danzar indistintamente con todas y cada una de las muchachas, motivo por el cual sus galanes no se mostraron celosos y antes más bien parecían contentos con el ritmo frenético de la fiesta que hacía retumbar el piso al son del estribillo: ¡Que se te hunda...! ¡Que se te hunda...! Además cuando los otros caballeros se retiraron también lo hizo el de las espuelas de oro dejando nuevamente sobre la mesa otra bolsa llena de monedas. Las piuranas no cabían de gozo con tanto mimo de los caballeros lojanos que cada noche les llevaban golosinas y licores, mientras que el caballero peruano las llenaba de dinero. Por ello pensaron que ya podían darse el lujo de contratar servidumbre y empezaron a buscarla sin alejarse demasiado de la Estancia que había sido fichada como la "guarida del pecado" y por tanto no se acercaba nadie. Ni aún sacando a relucir las monedas de oro que a montones que a montones les había regalado el caballero peruano pudieron conseguir sirvientes. El espíritu sencillo de la gente humilde se hallaba sobrecogido de temor por las maldiciones que de todo lado caían sobre las pecadoras que habían ido a habitar la Estancia abandonada. Pero un día que las piuranas se paseaban por la orilla del río Malacatos que corría cerca de allí, encontraron a una mujer flaca y escuálida que estaba lavando ropa y a su lado lloraba un niño de dos o tres años de edad tan débil y pálido como su madre. Como en toda mujer por más disipada que fuese siempre late el corazón de una madre, las piuranas se compadecieron del niño y preguntaron a la madre por la causa de su llanto. ¡Tiene hambre! contestó simplemente la mujer. ¿y por qué no le das algo? le interrogó una de las jóvenes. Porque no tengo fue la respuesta seca y cortante, pero bajó la vista para que las jóvenes no vieran dos lágrimas que se cuajaron en sus ojos. Entonces una de las muchachas tomó en brazos al niño tan liviano como una espiga y las otras pidieron a la mujer que las siguiera hasta su casa para darles de comer, como en efecto así lo hicieron minutos después. Luego la mujer contó a las jóvenes que había sido echada de la casa de los padres cuando supieron que iba a tener ese niño de un hombre que la sedujo y la abandonó. Desde entonces había vivido caminando como un autómata y sustentándose con lo que le prodigaba la caridad de la gente no tenía fuerzas para trabajar, para sonreír y hasta para hablar, tal era el estado de desnutrición en que se encontraban ella y su niño. Por eso aceptó llena de felicidad la propuesta de que se quedase allí con su hijo puesto que nada sabía de cuanto murmuraba la gente acerca de la "guarida del pecado". Los primeros días que la mujer y su hijo se quedaron a vivir en casa de las piuranas nunca se asomaron al salón de baile. Se limitaba la buena mujer a ayudar en las tares de casa y apenas obscurecía ella y el niño se retiraban a su cuarto y dormían largas horas reponiendo las fuerzas que poco llegaban a sus cuerpos debilitados por la desnutrición y la anemia. Una noche, ya repuesta de esa debilidad que le producía tanto sueño, sintió curiosidad por lo que ocurría en la sala de baile y tomando a su niño en el regazo se sentó junto a la puerta del gran salón que estaba iluminado con muchas luces y parecía temblar con los taconazos de los bailarines que golpeaban el piso al tiempo que repetían el estribillo del caballero peruano: ¡Que se te hunda...! ¡Que se te hunda...! En una de las vueltas del baile el caballero peruano acertó a pasar cerca de donde estaba la mujer con el niño. Entonces éste se aferró al cuello de la madre y rompió a llorar. ¿Qué te pasa hijito...? dijo la madre. ¡Ese hombre, mamita, ese hombre...! contestó el niño y señalaba con el dedo al caballero peruano. ¿Qué tiene ese hombre...? Le salen chispas de los pies! Son las espuelas de oro que calza sobre las botas. ¡También le salen chispas d la boca! Es su dentadura de oro. ¡Pero también le salen chispas de los ojos...! ¿De los ojos...? preguntó la mujer e hizo un esfuerzo para fijarse bien, comprobando que en efecto al caballero peruano le salían chispas de los pies, de la boca y de los ojos. ¡Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal! dijo entonces la mujer acordándose de aquella invocación que había aprendido de niña para enfrentar los momentos de peligro y terminó persignándose al mismo tiempo que decía: ¡Líbranos, Señor de todo mal!

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Todo fue pronunciar esa frase y hacer la señal de la cruz cuando el caballero de las espuelas dio un brinco que rompió el techo y por el boquete que quedó abierto como si hubiera pasado un cuerpo candente, volvió a regresar lanzando un fuerte alarido. Al caer al piso del salón volvió a pronunciar el estribillo ¡Que se te hunda...! ¡Que se te hunda...! Entonces el piso se hundió junto con todos los presente y sólo quedó junto al umbral d la sala aquella pobre mujer que tenía fuertemente abrazado a su hijo. Todos los demás desaparecieron con el piso del salón que se hundió hasta unos dos metros bajo tierra y de allí quedó saliendo humo durante varios días.

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La mula de satanás

En aquellos lejanos tiempos en que la ciudad de Loja se enmarcaba entre las calles que posteriormente se llamaron Bernardo Valdivieso, al oriente; Sucre, al occidente; Lourdes, al sur; e Imbabura , al norte, ocurrió un extraño suceso que conmovió a sus recatados moradores y se convirtió en el obligado tema de conversación de todos lo hogares lojanos que, ajenos a otra clase de diversiones, por las noches se reunían entre familiares y amigos para comentar los sucesos del día y rememorar las historias del pasado. Estas conversaciones nocturnas se realizaban a la débil luz de una lámpara de aceite en las mejores casa o de una vela de cebo en las más humildes y realmente se justificaban esas obligadas horas de ocio porque con tan mala iluminación no era posible otra cosa. En cambio aquella semi oscuridad se convertía en el ambiente propicio para el cuento, el chisme y muy especialmente para las leyendas de brujas, demonios y aparecidos, entre las que se cuenta aquella conocida con diversos nombres tales como "El Manto Guadalupano", "El Herrero Tilicas" y la "Mula de Satanás". Todos tres nombres guardan relación con una tradición que nos han contado nuestros antepasados y es como sigue. Por el año 1766, cuando era Corregidor y Justicia mayor de Loja Don Manuel Daza y Fuminaya, vino a esta ciudad procedente de la ciudad de Mexico, un joven y apuesto mancebo de origen español quien, ante la sorpresa de todos y especialmente de las jóvenes casamenteras y de las maliciosas beatas, ingresó al convento de San Francisco y vistió los hábitos con el nombre de Fray Bartolomé. Pero el demonio no tardó en hacerlo caer en la tentación y ésta se le presentó en la forma de una bella y joven mujer cuyo origen no s e conocía y vivía arrimada a un anciana a quien llamaba tía. Por su aire desenvuelto y su acento costeño, algunos decían que la joven era de Portovelo, otros citaban a Macará o Zapotillo como su lugar de origen, pero lo cierto era que su belleza y la esbeltez de su cuerpo eran evidentes. Fray Bartolomé se volvió loco por ella y muchas noches pasó desvelado pensando en la forma de escaparse del convento por las noches sin tener que saltar por las ventanas y las murallas como lo hiciera el famoso Padre Almeida en Quito. En una fría mañana en que desde muy temprano el monje se paseaba por los corredores del Convento pues no había podido dormir y se aburría dándose vueltas en el duro lecho, vio entrar al herrero que la gente le apodaba "Tilicas" y que él aceptaba de buen grado cual si fuera su propio nombre. El herrero tilicas era un buen hombre de aproximadamente de 60 años de edad y, además de los servicios que prestaba en su propio oficio, realizaba la limpieza del jardín del Convento generalmente desde las cinco y media hasta las siete y media de la mañana, hora en la cual tomaba el frugal desayuno que le obsequiaban los legos de San Francisco y antes de las ocho ya estaba en su taller para atender a la escasa clientela que lo visitaba. La limpieza del jardín la hacía el herrero Tilicas más por devoción que por interés, pues no recibía más pago que el desayuno, y como el padre Superior lo consideraba hombre de absoluta confianza le había dado una llave de la pequeña puerta del Convento por donde todos los días se repartía la comida a los pobres, a fin de que sacara una copia en su taller y pudiera entrar libremente a temprana hora de la mañana cuando aún no se habría la portería y los legos estaban ocupados en los menesteres de la iglesia. Al ver entrar al herrero por esa puerta que quedaba al extremo norte de la calle Bolívar, casi formando esquina con la Imbabura, al monje s ele abrieron los ojos y el entendimiento ante la posibilidad que rápidamente pudo vislumbrar. Disimuladamente se acercó al herrero y éste lo saludó: Buenos días, Padre Buenos días le contestó el religioso y enseguida preguntó: ¿Por qué viene al Convento tan de madrugada...? Siempre vengo a esta misma hora porque a las siete y media ya tengo que "alzarme" y con la limpieza del jardín nunca hay tiempo de sobra. Sí, claro, así es. Pero dígame: ¿Cómo pudo entrar por esa puerta...? ¡Ah! dijo con orgullo el herrero El Padre Superior me dio la llave de la puerta de los pobres para que yo hiciera una copia en mi taller y pudiera entrar de madrugada. Pero con el miedo de que pudiera perderse, hice dos y me salieron como anillo al dedo...La un ala ando a llevar y la otra la guardo para cuando se me vaya a ofrecer. Qué hábil y previsto es usted. Ya iré a su taller para pedirle que me haga unos pequeños trabajos que necesito. Cuando Vuestra Reverencia lo desee. Estoy a sus órdenes. Después de esta breve conversación, el religioso se fue a la sacristía y el herrero e improvisado jardinero prosiguió su camino. Desde aquel día Fray Bartolomé se convirtió en un asiduo visitante del herrero Tilicas, quien tenía su taller en una tienda negra como el carbón que utilizaba para la fragua y que estaba situada en la calle que hoy se llama Imbabura, entre Bolívar y Sucre, a pocos pasos de la esquina trasera del Convento de San Francisco, en donde se encontraba la puerta de los pobres. Para las primeras visitas del religiosos al herrero hubieron pequeños pretextos de una u otra cosa que el primero deseaba que hiciera el segundo. Pero luego progresó tanto la amistad que ya no hubo necesidad de pretextos para que el monje llegara donde el herrero, ya sea al taller cuando estaba trabajando, o a la tienda contigua en donde tenía su vivienda, cuando eran horas de descanso. Así llegó en día en que el fraile fue directamente al fondo del meollo, de esta manera. Oye Tilicas : cierta vez me dijiste que habías hecho dos copias de la llave para entrar al Convento por la puerta de los pobres. Si, es verdad y me resultaron perfectas. Entonces por qué no me das la un apara no tener que dar la vuelta por la portería y venir a visitarte con más frecuencia...?

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¡Claro! ¿Por qué no voy a dársela si Vuestra Reverencia es uno de los dueños del Convento...? Déjeme buscarla y se la traigo enseguida. Largos se le hicieron los minutos que tuvo que esperar hasta que regresara el herrero y casi no respiraba ni tragaba saliva como si ello pudiera estorbar para que Tilicas le trajera la llave que le abriría las puertas de la gloria terrena. Pero no fue larga la espera porque el herrero sabía donde guardaba hasta el último clavo de su taller. ¡Aquí la tiene! le dijo al fraile, entregándole la llave. ¡Gracias! contestó el religioso escondiendo la emoción que aquello le causaba, y de regreso al convento convulsivamente apretaba contra su pecho la que era para él la llave del paraíso terrenal. Desde entonces menudearon las visitas nocturnas de Fray Bartolomé a la hermosa joven que vivía a pocos metros del convento en una tienducha de mala muerte, al frente de la cual su propietaria expendía unos pocos víveres y tras del bastidor tenía su vivienda, típico modus vivendi de la gente del pueblo urbano. Pero la tienda tenía también un pequeño altillo o "mezanine" que anteriormente le servía a su dueña como sala de recibo, pero desde que llegó su sobrina se la cedió para que se instalara allí y como la grada o escalera empezaba justamente junto a al puerta de la tienda, por las noches la joven le quitaba la aldaba y el furtivo visitante llegaba directamente al entrepiso sin ser visto ni escuchado por la vieja que dormía a pierna suelta en la recámara de la tienda. Casi un año duró el idilio de los dos amantes sin que nadie se percatara de lo que acontecía debido a la facilidad con que el fraile entraba y salía del Convento a altas horas de la noche sin ser visto de nadie debido a la cercanía del lugar de las citas. Y la pasión que se había encendido en el pecho de ambos se encontraba en su punto culminante cuando repentinamente un día la joven cayó gravemente enferma. Vanos fueron todos los intentos que se hicieron para salvarle la vida. La hermosa joven que fue el encanto y la admiración de tantos hombres y que especialmente a uno lo llevó al camino del pecado y de la perdición, definitivamente sucumbió a la muerte en un horrible día de invierno. Trémulo de dolor Fray Bartolomé la acompañó en los momentos supremos de la muerte fingiendo ser un simple sacerdote que obraba en cumplimiento de su deber cuando en realidad desgarraba su corazón al ver extinguirse la vida de su amada. Cuando ella expiró y luego de que las vecinas la amortajaron con una blanca túnica en señal de que había muerto sin casarse, el mismo religioso colocó sobre sus hombros un hermoso paño guadalupano que había encargado a México y que le llegara justamente el día en que murió su bella amante. Luego clavaron la caja mortuoria y a la mañana siguiente la llevaron al cementerio y le dieron cristiana sepultura. ¡Tilicas ábreme la puerta! ¡Tilicas! ¿Que no me oyes que me abras la puerta? Por las barbas de Satanás, Tilicas, ábreme la puerta. Era un anoche horrible de relámpagos y truenos con una lluvia pertinaz que caía a chorros y el frío calaba hasta los huesos. Malhumorado, Tilicas abrió la puerta contigua a la herrería y preguntó. ¿Quién diablos se atreve a importunar así a estas horas de la noche...? Soy yo, Tilicas, necesito que me des herrando esta mula. ¿A estas horas y con este temporal...? ¡Estás loco! Mira Tilicas: te voy a pagar bien y además no me voy a mover de aquí hasta que no me saques de este apuro. Viendo la imposibilidad de resistir y también con el deseo de que pronto desaparezca de su vista ese hombre extraño a quien no recordaba haberlo conocido y que le infundía temor por su tez morena, su alto cuerpo embozado en una capa negra y su dentadura que parecía toda de oro y que brillaba en la obscuridad de la noche bajo el ala de su sombrero también de color negro, al fin le dijo: Bueno, veamos lo que se puede hacer. Mas al acercarse a la mula que no había estado quieta un solo momento, también le inspiró cierto temor y repugnancia que le obligaron a exclamar: No puedo, la mula es chúcara y no tengo quien me ayude. Yo te ayudo, Tilicas. No te preocupes. Ve a traer tu herramienta y aquí te sujeto la mula de modo que no se mueva. Fue Tilicas a la herrería y trajo lo necesario para herrar a la mula, pero cuando le hundió el primer clavo en la pata del animal, al herrero le pareció escuchar como un lastimero quejido. Como que se queja esta mula del diantre dijo asustado Tilicas. ¡Nada de que se queja ni qué ocho cuartos! replicó airado el extraño jinete, de modo que Tilicas apuró su trabajo y terminó lo antes posible. Entonces el hombre de la capa negra le tiró un abolsa de cuero y le dijo: Eso vale más que oro. Ve mañana donde tú amigo Fray Bartolomé y dile que por eso te dé el dinero que quieras. Dicho lo cual montó su mula y partió a todo galope sacando chispas de las piedras de la calle y dejando en el ambiente un fuerte olor a azufre. No bien amaneció fue el herrero donde Fray Bartolomé llevando el misterioso encargo y cuando el religioso abrió la bolsa de cuero y de allí sacó al paño guadalupano con que había amortajado a su amante, sufrió una impresión que casi lo mata. A los pocos días pidió a sus superiores que lo trasladasen a un severo monasterio de Lima en donde vivió haciendo penitencia hasta su muerte.

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El fantasma de la esquina de las monjas

En aquella época colonial en la que, según opinión de un reconocido autor, el diablo andaba suelto y los fantasmas proliferaban por todas partes, generalmente había detrás de cada uno de ellos una historia o una leyenda como la que se suscitó en nuestra ciudad alrededor de la llamada "Esquina de las Monjas". Tan pronto anochecía nadie se atrevía a pasar por la Esquina de las Monjas ubicada en ese entonces en la intersección de las calles Bernardo Valdivieso y 10 de Agosto, debido al terror que inspiraba una tétrica figura que allí se aparecía; y si la noche era obscura se destacaba más la figura de una masa informe que se movía en todas direcciones, mientras que si la noche era clara el fantasma brillaba a la luz de la luna como un bulto espectral al que nunca pudo vérsele la forma de su cara, ni sus brazos, ni sus pies..., nada que no fuere un enorme bulto blanco que inspiraba un indescriptible terror. ¿Qué misterio encerraba el fantasma de la Esquina de las Monjas? Nadie se atrevía a encararlo. Todos huían despavoridos apenas escuchaban el rumor que escapaba del choque del viento con sus vestiduras y peor aún cuando su blanca figura se erguía imponente ante los desorbitados ojos del atrevido que osaba acercarse un poco más. Así transcurrieron algunos meses y la ciudad estaba sobrecogida de temor. Pero un anoche en la que un grupo de jóvenes bebía y bromeaba alrededor de la mesa de una cantina, uno de ellos se levantó y dijo: ¡Vamos a pelear con el fantasma de la Esquina de las Monjas!. La mujer del cantinero se santiguó al escuchar semejante desacato, pero los otros jóvenes se pusieron de pie y llenos de euforia exclamaron:

!Vamos! No tardaron mucho tiempo en llegar al sitio elegido pues se encontraban cerca y para entonces la ciudad apenas tenía unas cuatro cuadras de ancho por el doble de largo. Mas cuando vieron de frente la blanca y espectral figura, retrocedieron amedrentados y pretendieron huir. Pero entonces escucharon la voz de su cabecilla que cerrando los ojos y tomando aliento gritó. ¡Alma de la otra vida!: ¿qué busacas en este mundo...? Un silencio profundo fue la única respuesta cuando el viento empezó a agitar las vestiduras del fantasma, el joven abrió los ojos y se encontró con una sábana blanca que había sido estratégicamente colocada en lo alto de la Esquina de las Monjas para ahuyentar a los transeúntes. Al mismo tiempo un hombre salió furtivamente por una de las ojivas del campanario que quedaba justamente en dicha esquina y se dio a la fuga... Una imprecación grosera salió entonces de los labios del valeroso joven que gritó a sus compañeros: !A él, amigos síganlo, que allí va el fantasma de la Esquina de las Monjas!. Y mientras ellos marchaban atrás del fugitivo, el joven cabecilla se introdujo al campanario por la misma ojiva por donde había visto salir al fantasma y allí se encontró con un bulto grácil y ligero que se apretujaba contra la pared como si quisiera desaparecer. pensó proceder con el desprecio y la dureza de las circunstancias lo ameritaban, pero en ese instante una nube desgarrada dejó penetrar la luz de la luna por una de las ojivas del campanario e iluminó una faz pálida, hermosa y cubierta de lágrimas, lo cual lo hizo detenerse y su actitud hostil casi se troncó en reverencia. Sin embargo, recordando al punto que esa mujer estuvo allí minutos antes con un hombre, volvió a sentir coraje y la obligó a descifrarle el enigma del fantasma. Don Lucas Samaniego era entonces uno de los hombres más acaudalados de Loja. Heredó una gran fortuna y como en su hogar había un solo heredero, su hijo Santiago, no tuvo reparos en invertir gran parte de esa fortuna en educarlo de la mejor manera. Después de que terminó la educación primaria lo envió a la capital para que continuase los estudios secundarios y de allí paso nada menos que a París para seguir la carrera de medicina que había elegido. Cuando regresó a Loja graduado de Médico todas las jovencitas suspiraban por él pues a su profesión, a su fortuna y a su aire de elegancia que había adquirido en Francia, se sumaban sus cualidades morales y físicas que eran excelentes, todo lo cual hacía de él, definitivamente, el soltero más codiciado de la ciudad. La familia de Santiago, por supuesto, ya le había elegido una novia entre las más distinguidas, bellas y acaudaladas damas de la alta sociedad lojana. Pero ello no impidió soñar con su amor a tantas lindas jovencitas que se hallaban en la flor de la edad, entre quienes se encontraba Amparito Espinosa, de familia decente pero pobre y que se enamoró perdidamente de Santiago desde el primer instante que lo conoció. María Amparo no abrigaba ninguna esperanza de matrimonio con Santiago y simplemente lo amaba como se ama al amor, a la primavera, al sol y a la lluvia. Por eso se pasaba largas horas soñando con él ya sea en las noches que su amor le robaba el sueño o cuando se situaba en el balcón de su modesta casa sólo para verlo pasar. Al principio él ni siquiera se dignaba mirarla, pero cuando aquello ocurrió después de varios meses de constante espera se produjo el milagro de amor y comenzó un mudo idilio que jamás conoció de palabras bonitas, de promesas ni de nada...Sólo amor en la mirada de los dos que se atraían poderosamente en todos los sitios donde se encontraban y que más tarde el comenzó a buscar en sus ojos pasando repetidas veces frente al balconcito de su casa. Al verla como se arreglaba y se ponía esplendorosa con el amor que el joven médico le inspiraba, su madre le repetía frecuentemente:

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No te ilusiones, hija. Él nunca se casará contigo... En medio de estas circunstancias un día tocó a la puerta uno de los jóvenes más apreciados de la ciudad y con todo respeto pidió hablar con los padres de María Amparo a quienes solicitó la mano de la joven. Nunca habían sido novios ni tampoco ella había sido consultada previamente, pero el joven creyó que su actuación era la más correcta para llegar a convertirse primero en el novio oficial y luego en el esposo serio y circunspecto que anhelaba ser. Un violento rechazo fue el primer impulso que brotó del corazón de María profundamente enamorada de Santiago. Mas..., pensándolo bien, creyó que había llegado la oportunidad de saber si realmente era amada. Por eso no les dio una inmediata negativa a sus padres cuando fueron a comunicarle acerca de las buenas intenciones de ese improvisado pretendiente sino que prometió pensarlo. Largo se le hizo el tiempo que tuvo que esperar para tener la oportunidad de hablar con Santiago. Al fin se encontraron en una fiesta en casa de amigos comunes y cuando él la invitó a bailar, ingenuamente le contó que alguien había ido a pedirla en matrimonio. Estaba segura que él habría de retenerla si es que verdaderamente la amaba. Pero... cuán equivocada estuvo, él era un hombre maduro y de mucho mundo; ella una pobre muchacha sencilla e ingenua a quien él muy cortésmente dejó que se fuera. Cuánto lloró y lamentó su error la enamorada joven, él también sintió esa despedida como un latigazo en su orgullo de dios herido. Pero no hubo vuelta. El formalizó su matrimonio con la elegante dama que sus padres le eligieron y a María Amparo no hubo quien la convenza de que acepte como esposo al que la pidió primero ni a ninguno de los que le propusieron después. ¡Me haré monja! dijo al fin un día la hermosa joven que apenas había cumplido los 18 años de edad y efectivamente entró en un convento de clausura que había en la ciudad. Prematuras canas pintaban la cabeza del correcto cuando un día fue llamado de urgencia porque se moría una monja del convento de clausura. Tomó su maletín y acudió presuroso a la cabecera de la moribunda. Aquella aventura de su juventud y aquel platónico amor por una jovencita tonta e insignificante habían quedado tan hondamente sepultados en sus recuerdos que jamás pudo imaginarse que podrían revivir ante la presencia de esa religiosa que agonizaba y que, al mirarla con detenimiento, lo dejó paralizado por la sorpresa e involuntariamente pronunció su nombre: María Amparo! Y como ni siquiera él mismo se había dado cuenta de cuán fuerte fue ese sentimiento que una vez sintió en lo profundo de su alma, al volver a verla después de tantos años pudo reconocer que verdaderamente la había amado. En un instante pasaron por su mente todos esos imborrables momentos de amor purísimo y cristalino que vivió junto a la jovencita que amó con el más noble de los sentimientos humanos y sintió nostalgia por esa hermosa etapa de la juventud. Pero todo eso no duró más que un instante e inmediatamente comenzó el médico a ejercer su noble profesión y aunque las manos le temblaban imperceptiblemente, examinó con cuidado a la religiosa y le prodigó las atenciones que fueron necesarias para salvarla del inminente peligro. Antes de retirarse prometió volver cuantas veces fuesen necesarias y así lo hizo y continuó haciéndolo inclusive cuando la paciente había superado ampliamente el peligro de su enfermedad. Por eso prudentemente un día la Madre Abadesa le agradeció sus servicios y el médico ya no pudo entrar en el convento. Pero el recuerdo de María Amparo ahora convertida en una hermosa y dulce religiosa se clavó como una espina en el corazón de Santiago. Ya no cabía duda de que el demonio andaba trabajando con habilidad en el alma de ambos, pues ella también no volvió a conocer la paz después de aquellas largas visitas del médico durante su penosa enfermedad. Y al fin él logró ingeniarse para citarla a las once de la noche en la torre del campanario de la iglesia, dónde siguieron viéndose por algún tiempo. Y allí estaba ahora también, pero ya no en los brazos de su amante y protegida por el fantasma que él había inventado para ahuyentar a la gente, sino acosada por el enemigo que le exigía confesar la verdad. y la verdad fue dicha tal como acabamos de conocerla. Esta es la historia del fantasma de la esquina de las monjas: una blanca sábana puesta allí por dos amantes para ocultar su prohibido amor. Y cuenta la leyenda que el joven que logró descifrar el enigma, bajó del campanario asombrado de cuanto había escuchado, y cunado sus amigos le contaron que se había escapado el hombre al que persiguieron, no les reveló el nombre del respetable profesional que había andado enredado en esa aventura ni tampoco les dijo una palabra acerca de la enamorada religiosa que encontró en lo alto de la torre. Esto se supo después de muchos años, cuando el médico se había convertido en un venerable anciano y la Religiosa murió como una santa dedicó el resto de su vida a expiar ese pecado de amor.

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Las brujas de Zamora Huayco

Tristeza gris sobre la quita ciudad a orillas del Zamora. Pesadez de siesta flotando en el ambiente. Arrimadas unas a otras las viejas casas de un solo piso, con sus patios llenos de maleza y geranios, parecen estar deshabitadas. De rato en rato una mujer sale de una habitación para volver a desaparecer en otra, sin turbar más que como una aparición la monotonía del paisaje. Las calles empedradas que por todos lados conducen a los ríos que circundan la ciudad, ahora están desiertas. Los perros durmiendo sobre las aceras también participan de la languidez habitual de la tarde. Enjaulada en la escuela de bullanguería de los niños y amarrados los hombres al trabajo, sólo la esposa cose remienda o hila en la intimidad del hogar cuando no es ella la que regresa del río con la policromía de su batea de ropa va poniendo una nota de color en las solitarias callejas. El centro de la urbe tiene casas mejor presentadas y generalmente de dos pisos, con la infaltable tienda de víveres o un desgarbado almacén frente a cuyo mostrador pasa un hombre o una mujer durmiendo la mayor parte del tiempo y atendiendo de repente entre bostezo y bostezo a la escasa clientela que diariamente le visita. Así, en una de esas casas situada en la calle principal pero hacia el sur de la ciudad, vivía una dama solterona a que pasaba igual que los demás de su oficio dormitando las tardes tras el mostrador de su almacén. Las comodidades de que gozaba y la vida sedentaria que llevaba, no pudieron por menos que volverla sumamente voluminosa y la grasa terminó borrando sus facciones otrora regulares y bonitas. Hasta que cumplió los cuarenta años había alentado la esperanza de encontrar un compañero para su solitaria vida e hizo lo posible por mantenerse esbelta y conservar algo de su hermosura, pero una vez cruzado ese dintel, la desesperanza invadió todo su ser y hasta los principios religiosos que aprendió en los lejanos años de su niñez murieron ahogados por esa ola de despecho que la inundaba. No pensó más entonces que vivir para satisfacer todos sus caprichos gastando la fortuna que había heredado de sus padres. No tengo para quien vivir ni para quien guardar mi dinero decía desdeñosamente cuando alguien le comentaba algo acerca de la vida disipada que llevaba, y como las fortunas se hacen humo cuando de ellas no se cuida, llegó un día en que la riqueza de la señorita María Filomena se redujo a unas cuatro antiguallas en muebles, aparte del almacén que cada vez se lo miraba más vacío. Mira Filuchita lo que es la vida: tus parientes ya no quieren prestarte un solo céntimo. Dicen que ya no tienes con que responder y que estás arruinada. Así llegó diciendo la vieja escuálida, misteriosa y parlanchina que la cuidó desde niña y que a raíz d la muerte de sus padres, se había convertido en la única persona que cuidaba de ella y le hacía compañía. ¡Qué me importa! contestó la dama en forma displicente y agregó: Prepárate para ir vendiendo los muebles que me quedan hasta que se acabe todo... ¡absolutamente todo! ¿Me entiendes? Pero...Filuchita ...y después de eso... ¿qué haremos? Tú verás lo que haces con tu persona. Lo que es yo me largaré de aquí y no me volverán a ver nunca, aunque por allí me muera como un perro. Y diciendo esto dio media vuelta y fue a refugiarse en su dormitorio sin alcanzar a ver la chispa de maligna alegría que brilló en los ojos de la vieja sirvienta. ¡Doña Sabina...! ¡Doña Sabina...! Soy yo Valeria ...! Abra un ratito gritaba la vieja sirvienta de la señorita Filomena a la puerta de la tienducha negra y miserable, a cuyo dintel asomó su cara otra vieja de aspecto más sucio y renegrido que la misma tienda. ¡Doña Valeria! ¿Qué vientos la traen por aquí? cuando yo creía que ya se había olvidado el camino...? ¡Ay, doña Sabina! cuando las penas llegan, no llegan solas y una tras otra nos van cerrando el cerco sin dejarnos ni una sola tranquita por donde salir. Ya ve... doña Valeria...¿Qué le dije la otra vez...? Déjese de regodeos y hagamos esa "visita" a Zamora Huayco... Pero usté no quiso ni oír y ahora anda en apuros... Ya ve lo bien que está la Josefa, la Pancha y todas las que se han de remilgos y pucheros... Pero si ahora usté quiere... mañana mismo podemos ponernos en camino porque ¡justo cae último viernes del mes! ¡Ay doña Sabina! en eso mismito he andado pensando todo este tiempo y lo único que me atajaba era la niña Filuchita... Pero ahora que la veo tan desesperada, estoy segura que no se va a negar... ¿La niña Filuchita ha dicho...? ¡Claro! Mi niña Filuchita que ahora si está dispuesta a vender su alma al diablo...!y con ella si me voy con usté de mil amores! No hay entonces de qué más hablar... Tiene esta noche y todo el día de mañana para que la convenza a su niña Filuchita y a las siete de la noche iré a la casa de ustedes para emprender el "vuelo" a Zamora Huayco. Hasta mañana... entonces... doña Sabina... Hasta mañana doña Valeria y... ¡cuidadito con volverme a fallar...! A las seis de la tarde con el tañido del Angelus, la gente acostumbraba tomar su merienda, luego se rezaba el Rosario y a las siete de la noche representaba el momento propicio para iniciar el reposo que no significaba precisamente ir a la cama sino recogerse dentro de las tertulias familiares, pues las calles alumbradas sólo de trecho en trecho por la escasa luz de los faroles no ofrecían ninguna seguridad para el viandante. A partir de aquella hora, en cambio la situación se presentaba propicia para las picardías, maldades y brujerías de quienes se escudaban a las sombras de la noche para practicar el mal. Y era precisamente a esa hora siete de la noche cuando el grupo

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de viejas que practicaban maleficios empezaba a salir de sus casuchas para dirigirse a la cueva de Zamora Huayco en donde se aseguraba que las brujas adoraban al mismo demonio. Muy puntual a la cita la vieja haraposa de doña Sabina, saboreando la dicha de su nueva conquista, a las siete estuvo en la casa de la señorita Filomena. Luego de exhortar a ésta y a su vieja criada para que renegaran de las cosas santas, les hizo repetir la fórmula que las pondría en condiciones de llegar a la cita de Zamora Huayco e inmediatamente se sintieron transformadas en algo liviano y pequeño, que cuando la vieja Sabina dijo !vamos!, se elevaron fácilmente por el aire y partieron en silencioso vuelo. Cuando volvieron a recobrar el dominio de sus facultades humanas, la señorita Filomena y doña Sabina se encontraron sentadas sobre unas grandes piedras que a manera de asientos se hallaban distribuidas en semicírculo dentro de una enorme y obscura cueva la que llegaba un rumor de un cercano río. Decenas de voces provenientes de otras tantas personas sentadas sobre las piedras, de rato en rato dejaban oír un ininteligible susurro y en medio de la cueva alumbrada por la luz de una hoguera estaba un enorme chivo con una cabeza exactamente igual a la del demonio. Un terrible escalofrío sacudió el cuerpo de la señorita Filomena y sintió el impulso de huir despavorida, pero la vieja Sabina le apretó fuertemente el brazo y los ojos de Valeria la fulminaron como dardos de fuego, de modo que comprendió que no podía echarse atrás y resolvió afrontar la situación, cuanto más que había estado resuelta a todo cuando aceptó la propuesta de las dos brujas. Después de aquellos roncos susurros que duraron momentos que le parecieron interminables, las brujas comenzaron a levantarse de sus asientos e Iban a postrarse a los pies del chivo con cabeza de demonio y luego de que le besaban las patas, recogían del suelo una bolsa de cuero llena de monedas que tintineaban al chocar unas con otras denunciando su contenido. Terminado este ritual las brujas volvían a pronunciar el estribillo que las transformaba en murciélagos, pavos u otras aves voladoras y retornaban a sus viviendas en donde luego adquirían otra vez su forma natural. ¿Qué te pareció Filuchita, la reunión de anoche en Zamora Huayco...? ¡Ay, Valeria...! dijo la señorita Filomena con un cansancio en la voz cual si hubiera regresado de un largo viaje. ¿Qué te pasa, Filuchita, qué te pasa? inquirió curiosamente la vieja. ¡Nada, nada...! Solamente siento un cansancio como si tuviera el cuerpo molido. Pero sí debo decirte que no me gustó en absoluto esa porquería de anoche. ¡Ay mi Filuchita! ya vas a tener un mes entero para descansar y más que nada para disfrutar de esas preciosas monedas de oro que trajimos del "viajecito" . A ver, trae acá para verlas, pues yo creo que no son más que pura fantasía... No hay tal. Aquí están para voz mismitico compruebes que son de oro purísimo... Y diciendo esto, la vieja hizo restallar sobre la mesa aproximadamente una docena de brillantes monedas de oro. ¡Ah! si es así concluyó la señorita Filomena bien vale la pena seguir besando las patas del chivo. Con el dinero que traía de aquellas reuniones de brujas en Zamora Huayco, volvieron los parientes los amigos y hasta los admiradores de la señorita Filomena y entre estos últimos se contaban los vecinos del cuartel de infantería que quedaba a pocos metros de su casa. Una noche cuando dos de ellos hacían guardia y se paseaban por el patio del cuartel, aproximadamente a las siete de la noche vieron salir de la casa de la señorita Filomena a dos animales que parecían pavos y en callado vuelo pasaron sobre sus cabezas en dirección a Zamora Huayco fue tan inesperado lo que vieron que no se atrevieron ni siquiera a levantar el rifle, pero tuvieron cuidado de seguir escrutando el firmamento y no se sorprendieron demasiado cuando vieron retornar silenciosamente a los animales voladores que antes habían pasado por allí. Momentos antes habían sonado las doce campanadas de la medianoche en el campanario de la iglesia de San Sebastián y los dos guardias en parte con miedo y en parte con curiosidad apuntaron su rifle en dirección de los dos animales que se acercaban volando bajo y cadenciosamente. Su error fue apuntar los dos al más grande, de modo que una sola de las pavas cayó pesadamente sobre el patio del cuartel, mientras que la otra siguió su camino hasta descender en dirección de la casa de la señorita Filomena. Cuando los guardias vieron caer al animal, corrieron a mirarlo. Pero su sorpresa no tubo límites, cuando en vez del animal, se encontraron con el cuerpo ensangrentado de la señorita Filomena. Uno de los tiros le había perforado la cabeza y otro el corazón. Entre los estertores de la muerte la agonizante pidió a los guardias que por favor la llevaran y la dejaran morir en su casa sin decir de ello un apalabra a nadie. Los guardias accedieron a su petición y luego de dejar a la moribunda en manos de la vieja sirvienta que los había estado esperando en la puerta, regresaron a su cuartel y sacrificaron a un perro para justificar el ruido de los tiros y la presencia de la sangre que había quedado regada sobre el patio.

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El muerto del confesionario

Parte de historia, parte de tradición, veamos lo que nos han contado acerca de un hombre que después de muerto acudió a un confesionario. En los albores del siglo XX era párroco de San Sebastián un sacerdote ilustre, sabio y virtuoso: el Dr Eliseo Alvarez quien recorrió campos y poblados recogiendo limosnas para la edificación de la actual iglesia de San Sebastián y por lo tanto a él se debe la realización de esa obra así como la instauración de la feria religioso comercial del 8 de diciembre, aniversario de la Fundación de Loja. En los mejores años de esta feria dicen que fue igual o mejor que la del 8 de septiembre, pero decayó notablemente desde el saqueo ocurrido en 1906 que se conoce con el nombre de "Saqueo del Ocho" por haber ocurrido en 8 de diciembre del citado año. y aunque cueste creerlo dicen que dicho saqueo se realizó por orden de un alta autoridad que, apremiaba porque no llegaban las cuotas del gobierno para el rancho (comida de los soldados) que servían al ejército acantonado en esta plaza, en vez de acudir a medios lícitos e inclusive a la filantropía de nuestra sociedad que siempre dio muestras de magnanimidad, ordenó a la soldadesca que procediera a "saquear la ciudad por el lapso de dos horas". Como es fácil de imaginar, aquella tropa hambrienta prácticamente se desbocó y arrasó la ciudad tanto en el aspecto material como moral, de modo que después de ese atrevido crimen lo único que le faltó a Loja fue arder igual que Roma en tiempos de Nerón para que así se lave y se purifique tanta miseria, pues los soldados no sólo robaron todo lo que pudieron, especialmente en las casas de las familias más acomodadas, sino que muchas mujeres fueron violadas y casi toda la gente ultrajada de una u otra manera. Por no con poca razón la voz de Loja se levantó altiva y pidió todo el rigor del castigo especialmente para la autoridad que dio esa orden fatídica. Pero el mal ya quedó hecho y la que anteriormente fue una gran feria religioso-comercial, como se dijo antes, después del saqueo quedó convertida en un asombra de lo que fue. Lo narrado anteriormente pertenece al campo de la historia. Veamos ahora lo que nos cuenta la tradición y que la gente asegura fue un hecho verídico que ocurrió algunos años después del "Saqueo del Ocho". Cuando el presbítero Dr. Eliseo Alvarez envejeció, perdió la vista y se quedó casi ciego, de modo que ya no podía trabajar y pasaba la mayor parte en la iglesia de San Sebastián ya sea orando delante del altar o sentado en el confesionario aliviando la conciencia de los fieles, de modo que allí lo encontraban a toda hora del día e inclusive la noche entera del jueves santo feche especial a la que hoy concurren la mayor parte de los fieles católicos para borrar sus pecados mediante el Sacramento de la Penitencia. Y fue precisamente en la noche de un Jueves Santo cuando ocurrió lo inesperado. Faltaban pocos minitos para las doce de la noche cuando salió en último penitente que se había reconciliado con Dios y el sacerdote iba a levantarse del confesionario porque creyó que ya no había más personas a quienes prestarles su ayuda espiritual cuando escuchó una voz desde el otro lado de la rejilla del confesionario, la cual le dijo: !Padre, quiero confesarme! Creí que ya no quedaba nadie en la iglesia... Efectivamente así es. Ya no queda nadie en al iglesia. Y usted...entonces... ¿quién es...? Yo soy un alma de la otra vida. Un hombre que murió hace tiempo sin poder confesarse y especialmente sin poder arreglar un grave asunto de conciencia... ¿Y ahora que es lo que desea? ¡Quiero que me confiese! Nadie supo que le dijo el muerto al sacerdote, pero en cambio trascendió en los medios eclesiásticos y luego en toda la ciudad que al día siguiente fue el Dr. Eliseo Alvarez a consultarle al señor obispo el grave asunto que le había planteado esa alma de la otra vida y cuya respuesta debí llevarle esa misma noche a las 24 horas al confesionario de la iglesia. Después de cenar fue el santo sacerdote a sentarse en el confesionario y al sonar las campanadas de la media noche oyó la voz del mueto que le decía. ¡Ya estoy aquí¡ ¡Muy bien! Le contestó el sacerdote ¿Me trajo la respuesta del Señor Obispo? ¡Si! Ya lo sabía y se también cuál es la respuesta. Entonces... ¿Por qué has vuelto? Porque necesito que me absuelva. Comenzó el sacerdote a rezar en latín las palabras que rompen las cadenas del pecado y cuando terminó sintió que ya nadie estaba en la iglesia. Sin embargo, haciendo un gran esfuerzo preguntó. ¿Aún está aquí? Nadie respondió.

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Entonces salió del confesionario y tomando su bastoncillo de no vidente, fue arrastrando los pies hasta llegar a la Sacristía, en donde tocó la campanilla para que acudiera alguien a llevarlo hasta su habitación en el Convento. A poco de este extraño suceso y agobiado por la edad y por las emociones que le causó haber confesado a un muerto, falleció el Dr. Eliseo Alvarez y todos dijeron que fue un santo y un gran patriota, motivo por el cual su esclarecido nombre con justicia fue puesto a una prestigiosa escuela lojana.

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La Luterana

Las persona que vivieron a fines del siglo pasado y una o dos de ella que para nuestra suerte todavía recuerdan a los personajes reales o ficticios de su época, dicen que la Luterana fue el símbolo de terror para los niños callejeros y más todavía para aquellos mayores de edad que andaban buscando aventuras amorosas en las afueras de la ciudad por donde solía vérsela brincando detrás de los cercos. La ciudad de Loja era entonces un estrecho rectángulo marginado al norte por la calle Quito, al sur por la Lourdes al Bernardo Valdivieso y al oeste por la Sucre, y aunque ya existían las prolongaciones de estas calles hacia los cuatro puntos cardinales, no pasaban de ser simples callejones que conducían hacia los dos ríos circundantes y hacia las tradicionales vías de acceso por el norte y por el sur. Marginando dichos callejones estaban las huertas y las cuadras de las solariegas casas lojanas en las que se cultivaba desde el maíz y el fréjol hasta la caña de azúcar, el café y deliciosa frutas como duraznos, membrillos, etc. De muchas de las casa ubicadas en la calle Sucre sus huertos se extendían hasta el río Malacatos y no pocas propiedades de la calle Bernardo Valdivieso llegaba hasta las mismas orillas del Zamora. Esas cuadras y huertas estaban linderadas con cercos de piedras en algunos casos y por lo general con plantas vivas de cactus o también de pencos o méjicos de los que se extraía el popular mishque, que ni siquiera lo conocen las nuevas generaciones. Y dicen que justamente detrás de esos cercos era donde pasaba la Luterana espiando a las víctimas a las cuales habría de atacar. ¿Quién era y qué hacía la Luterana...? Dicen que nadie pudo verle el rostro porque siempre usaba un amanta negra que le cubría desde la cabeza hasta la cintura y sólo dejaba un resquicio para los ojos. Vestía también una amplia falda o pollera negra que la llegaba hasta los tobillos y por ser todo un atuendo de color negro fue apodada como la Luterana, derivado de la palabra luto o duelo. Debajo de la manta aseguraban que siempre llevaba un afilado puñal y lo clavaba sin piedad en el corazón de los amantes que se aventuraban a buscar la soledad de los callejones para sus escenas de amor. Según la historia, cuento o leyenda acerca de la luterana, a la ciudad de Loja llegó un día procedente de algún lugar de la provincia una hermosa joven llamada Palmira, la cual era alta y esbelta como una palmera y sus grandes ojos negros contrastaban con la negrura de su cabellera y de sus largas pestañas, de igual manera su piel canela con la blancura de sus dientes blancos y regulares. Como es natural, la presencia de esta bella joven causó revuelo en la ciudad y fue invitada a las mejores fiestas de sociedad, en una de las cuales conoció a José Javier, a quien amó desde el mismo instante de conocerlo y mucho más todavía cunado al compás de un melancólico él la estrechó en sus brazos y musitó a su oído tiernas palabras de amor. Luego siguieron más fiestas y reuniones en donde José Javier y Palmira se encontraban y se atraían como dos imanes y vivían en un mundo que sólo existía para los dos. Pero este idilio que se creyó no iba a terminar jamás, un día se rompió bruscamente cuando José Javier se presentó en una de esas fiestas del brazo de una distinguida dama que había regresado después de realizar estudios en el exterior y de quien se decía que era la novia oficial de José Javier puesto que se habían comprometido antes de que ella se marchara al extranjero. Sin más signo de dolor que una acentuada palidez, Palmira aceptó estoicamente la nueva situación que se le presentaba, pero tan pronto pudo escabullirse de los numerosos admiradores que la asediaron al verla sola, marchó de allí y nadie volvió a verla nunca más. A quienes se interesaron en preguntar por Palmira, ya sea por sincera amistad o por mera curiosidad, sus familiares les informaron que se fue a radicarse en Quito. Y efectivamente así ocurrió, pero nunca dijeron que se desquició completamente a raíz de la terrible traición que sufrieron sus sentimientos y su amor propio, motivo por el cual tuvieron que internarla en un asilo para enfermos mentales. Largo tiempo permaneció allí la que antes fue una hermosa joven y envejeció tan prematuramente que a los 35 años tenía la cabeza completamente encanecida y el aspecto de una anciana de 70. Pero como se mostraba completamente pacífica y tranquila, un día ordenó el Director del Sanatorio que podía reintegrarse a la vida normal y Palmira regresó a Loja y a casa de aquellos familiares que la acogieron cuando le ocurrió esa desgracia. Dichos parientes de Palmira vivían cerca de la Iglesia del Carmen y con ellos acudía a oír misa los domingos, pero en un a de aquellas ocasiones quiso el destino que se encontrara en la puerta del templo con el hombre a quien tanto amó, quien para entonces se encontraba convertido en un respetable caballero al que también las canas comenzaban a pintar sus sienes, y con su esposa del brazo se disponía a entrar al servicio religioso. Entonces los ojos de Palmira que al principio se iluminaron de ternura al encontrarse con los de José Javier, repentinamente se convirtieron en dardos de fuego cuando advirtieron la presencia de aquella mujer que iba tomada de su brazo y nuevamente perdió la razón. Como una fiera se abalanzó sobre los esposos, dispuesta a matarlos, pero sus parientes la detuvieron y no faltó alguien de entre la gente que entraba a la iglesia que gritara a voz en cuello. ¡Llamen a la policía! ¡Pronto! ¡Llamen a la Policía! Entonces reaccionó la agresora y huyó. Nadie supo quien había sido ni volvieron a ocuparse de aquella pobre mujer a la que simplemente tomaron como una loca. Pero desde entonces comenzó a aparecer brincando y escondiéndose detrás de los cercos de las afueras de la ciudad aquel personaje que se apodó con el nombre de Luterana por su negro vestuario y de quien muchos creían que se trataba de un fantasma. Nadie tuvo un encuentro durante las horas del día con la Luterana, pero en cambio, tan pronto comenzaban a caer las sombras de la noche, la Luterana se agazapaba como un felino detrás de los cercos y con la agilidad de un leopardo saltaba sobre sus víctimas, quienes eran exclusivamente parejas de enamorados que buscaban la soledad de los callejones para sus citas de

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amor. Su afilado puñal los traspasaba sin compasión y enseguida huía lanzando unas carcajadas que más parecían los aullidos de una loba. Los habitantes de la ciudad estaban sobrecogidos de terror y la policía no podía atrapar a la Luterana porque sólo aparecía envuelta en las sombras de la noche y de esa manera dificultaba su cacería. Hasta que al fin a un oficial se le ocurrió un plan que, luego de perfeccionarlo cuanto fue necesario, resolvió ponerlo en práctica: Un policía disfrazado de mujer se internaría en uno de los callejones de las afueras de la ciudad y aproximadamente a las siete de la noche se le reuniría el mismo Oficial que había planeado esa estrategia y entre los dos simularían una escena de amor para que la Luterana creyese que se trataba de una pareja de enamorados. Muertos de frío y de miedo porque no estaban seguros de que la Luterana fuese un ser humano o un fantasma, se amanecieron allí el oficial y el policía, pero la Luterana no apareció, sin embargo el terco oficial no se dio por vencido y a pesar de las burlas de los demás miembros del Regimiento, a la noche siguiente otra vez se instalaron en el mismo lugar y no había pasado un ahora cuando sintieron que alguien se acercaba sigilosamente. Como no estaban desprevenidos como suponía la Luterana, tan pronto vieron brillar su afilado puñal, el Oficial gritó: Si eres alma de la otra vida ¡apártate! pero si eres persona de este mundo ¡acércate ¡ La Luterana no contestó sino que se lanzó sobre el Oficial dispuesta a matarlo, pero los dos hombres le dispararon al mismo tiempo y la Luterana cayó herida de muerte. Un tiro le había perforado la cabeza y el otro el corazón. A los pocos minutos murió. Casi todos los habitantes de la recoleta ciudad especialmente jóvenes y niños, al otro día se volcaron hacia la morgue del hospital para conocer a la luterana. Nadie pudo imaginar siquiera que esa anciana alta y flaca fuera un día aquella hermosa joven que brilló en sociedad. Sólo sus familias la reconocieron cuando movidos por la curiosidad llegaron a este lugar y se encontraron con la terrible sorpresa de que la Luterana había sido Palmira, su triste y dolida pariente, de quien juraban que jamás la vieron salir y no podían imaginarse que por las noches se escabullera, seguramente por la ventana del cuarto que le habían dado en su modesta casa de un piso y que precisamente daba a la calle. Ellos recogieron el cuerpo después de la autopsia y le dieron cristiana sepultura, con lo cual concluyó aquel reinado de terror y el nombre de la Luterana sólo quedó para la leyenda o para los cuentos que solían contar las abuelas.

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El Cristo del Milagro

El Convento o Monasterio de las Madres Conceptas fue fundado en 1596, con el patrocinio de don Juan de Alderete, Corregidor de Zamora y Yaguarzongo, quien donó la mayor parte de sus bienes para la fundación de los conventos de Santo Domingo y Conceptas de Loja. En su testamento otorgado en Valladolid. Ciudad del Corregimiento de Yaguarzongo, dispuso que después de su muerte su cuerpo fuera trasladado al convento de las Religiosas Conceptas, levantado con sus recursos, lo cual se cumplió e inclusive se conserva hasta la actualidad, en al iglesia del monasterio, un óleo de más de 300 años de antigüedad en el cual Alderete se encuentra bajo el manto de la Virgen junto a las primeras monjas del convento recién fundado. La fundación del Convento de Madres Conceptas la hizo el Ilmo. Fray Luís López de Solís, Obispo de Quito, en su memorable visita pastoral a Loja, la realizó mediante solemne ceremonia en la iglesia matriz de la misma ciudad el 28 de agosto de 1596. Más tarde, o sea el 28 de marzo de 1597, se suscribe otra acta en la que consta que, ante el Capitán Pedro de la Cadena, teniente gobernador y Justicia Mayor de la ciudad de Loja, se presentó la señora doña María Orozco, monja Concepta del Monasterio de Nuestra Señora de las Concepción de Quito, acompañada de dos monjas más, a tomar posesión en calidad de Abadesa, del Convento de Nuestra Señora de las Nieves de Loja, designada por Ilmo. Obispo de Quito. Estos datos constan en la "Historia de Loja y su Provincia" del Sr. Dr. Pío Jaramillo Alvarado, en la misma que se anota también este dato final relacionado con la fundación del Convento de Madres Conceptas. "La iglesia se reedificó siendo Abadesa doña Isabel de S. Bernardo, y su provisora la señora Sebastiana de S. Pablo que se comenzó el año de 1698, y se terminó hoy domingo 25 de octubre de 1705. Se colocó el Santísimo en su nueva y linda iglesia, y le damos infinitas gracias de que nos prestase la vida para ver ese día". Pasaron los años y ya casi nadie recuerda aquella iglesia del Monasterio de las Madres Conceptas ubicada en la esquina de las calles 10 de agosto y Bernardo Valdivieso donde luego se construyó el edificio del Banco del Azuay. Junto a esa iglesia estaba el convento de las Madres Conceptas y su entrada principal era por las calles Bernardo Valdivieso, a mitad de la cuadra comprendida entre la Rocafuerte y la 10 de agosto, allí había una ancha puerta de madera que, de acuerdo a la forma entonces usual de construir las "puertas de calle", constaba de dos hojas grandes que se abrían de par en par cuando era necesario que entren las acémilas que llevaban la "providencia" (provisiones alimenticias) al Monasterio o de lo contrario sólo se habría la pequeña puerta empotrada en la hoja derecha de la puerta grande. Tras de ella habían un patio empedrado largo y angosto, a cuyo extremo izquierdo se encontraba el torno mediante el cual las religiosas se comunicaban con el exterior y, orillando el patio, paralelos a la pared que daba a la calle, habían varios cuartuchos semejantes a celdas conventuales, en los que habitaba la portera y una viejecitas pobres de solemnidad que habían tenido esa merced de parte de la madre Abadesa. Cuenta la tradición que aproximadamente a mediados del siglo XVIII la Madre Abadesa o Superiora de la Comunidad de Religiosas Conceptas era una persona extraordinariamente devota de Cristo Crucificado y le había hecho la promesa de mandar hacer una escultura de tamaño natural para colocarla en la iglesia del Monasterio. Con tal finalidad encargaba a todas las personas que podía que le buscasen un tronco o una rama gruesa de árbol de la cual fuera posible mandar a tallar el Cristo en una sola pieza, lo que resultaba una tarea un poco difícil si se toma en cuenta que la escultura iba a ser de tamaño natural. Sin embargo la religiosa oraba todos los días pidiendo al Señor que le proporcione el madero hasta que, luego de una creciente del río Zamora, las aguas arrojaron a la orilla, justamente en dirección de la calle 10 de Agosto, un árbol que había sido arrancado de raíz por la fuerza de las aguas, de modo que los vecinos del lugar corrieron a darle la buena noticia a la madre Abadesa y luego se lo llevaron y lo dejaron en el empedrado patio exterior del Convento. Una vez que contó con el material necesario para la escultura del Cristo Crucificado, la buena Religiosa se preguntaba: ¿Y ahora a quién puedo confiarle tan delicado y excelso trabajo...? Su situación de estricto y permanente encierro, la enorme distancia con la capital de la república en donde conocía que podían realizar la obra, y hasta la dificultad de comunicarse por correo en aquella época en que una carta tardaba tanto en llegar a su destino, la hacían a veces perder las esperanzas de cumplir su objetivo, pero en cambio su devoción avivaba el fuego que por momentos estaba a punto de extinguirse y seguía orando para que Dios la ayudase en su loable empeño. Se hallaban las cosas en tal punto cuando llegó un día al torno de las Madres Conceptas un hombre extraño, alto, blanco y barbado, quien solicitó hablar con la Abadesa. Ordenó ésta que lo hicieran pasar al locutorio, donde el hombre tomó asiento y luego le habló así a la religiosa que se hallaba al otro lado de la rejilla con malla de alambre que escondía el rostro de la interlocutora: He sabido que UD. busca una persona para tallar un Cristo. Si, así es . Sé también que ya posee el madero apropiado y lo he visto en el patio antes de entrar aquí. Es verdad. Lo hallaron hacia algunos meses y es justamente como lo deseaba a fin de que el cuerpo del señor resulte entero, sin cortes... Esta bien. Creo que de ese madero puede obtenerse el cristo que usted desea. Lo grave es que no puedo encontrar la persona que realice esa obra. Por eso he venido. Para ofrecerle mi trabajo. ¡Santo Cielo! ¡Dios me lo ha enviado a Ud.! ¿Cuándo puede comenzar y dónde...? Soy forastero. No tengo donde hospedarme. Si UD. me diera uno de esos cuartos que dan al patio exterior, allí podría vivir mientras realizo la obra y éste lo haría en el mismo patio en donde se halla el madero.

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¡Cómo no voy a darle uno de esos cuartos! Se lo doy con mucho gusto, pero temo que no va estar cómodo porque son muy estrechos. No se preocupe. Lo único que me interesa es realizar la obra. Y... ¿Cuánto nos cobraría usted por este trabajo? Pues somos pobres y tal vez no podamos pagarle dijo la religiosa con miedo. No se preocupe concluyó el forastero con aplomo y acento de hombre culto. Luego agregó: Hablaremos de eso cuando hubiere terminado y siempre que la obra estuviera a su entera satisfacción. Diciendo esto se despidió de la Abadesa y esperó afuera que loe entregaran el cuarto en el cual se instaló y comenzó a trabajar desde la mañana siguiente. El extraño artífice trabajaba desde que aclaraba el día hasta que empezaban a caer las sombras de la noche y sólo descansaba los domingos y un corto momento después de la frugal comida que por el torno le pasaban las religiosas. Así cada día la obra iba tomando forma y convirtiéndose en un hermoso cristo al que, al fin, sólo le faltaba la pintura para darlo por terminado. Creyendo las religiosas que allí finalizaría la misión de aquel silencioso forastero que trabajaba con tanto ahínco, pero grande fue la alegría de la madre Abadesa cuando le pidió que mandara a comprar las pinturas necesarias para comenzar aquella delicada fase, y cuando la hubo obtenido, se puso a trabajar de inmediato y con singular maestría. Cuando el Cristo estuvo totalmente terminado las religiosas no podían creerlo, tal era la perfección con que había sido hecho; y especialmente la madre Abadesa no cabía de gozo al ver así cumplido su sueño y la promesa que le había hecho al Señor. En mística procesión las religiosas cargaron sobre sus hombres la enorme cruz sobre la cual había sido clavado el Cristo y lo llevaron a la iglesia del Monasterio, en cuyo piso depositaron la preciosa carga a la espera de que más tarde fuera colocado en el Altar Mayor. Mas, cuando hubieron pasado los momentos de euforia por la novedad del flamante y hermoso Cristo que ingresó a la iglesia del Monasterio, La Madre Abadesa regresó al torno para hablar con el artista acerca del precio que habría de pagarle por tan hermosa obra, pero no halló a nadie. Pidió a la portera que fuese al cuarto del forastero y le pidiera que se acercase al torno, pero la portera encontró el cuarto vacío y, más aún, nunca volvió a saberse de él porque desapareció tan misteriosamente como había llegado y jamás se supo de dónde vino ni a dónde se fue. Esta es la tradición del Cristo del Milagro, tal como la contaron personas nacidas a fines del siglo pasado y conocieron los lugares y los hechos, ya sea por sí mismas o porque lo escucharon de sus antepasados. El Cristo del Milagro se encuentra ahora al centro del costado izquierdo de la nueva capilla que se construyó hace pocos años y que está ubicada en la esquina de las calles 10 de Agosto y Olmedo, en donde recibe la veneración del pueblo católico de Loja.