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Los Cuadernos del Pensamiento
EL CONOCIMIENTO
FALSO
Enrique Lynch
La búsqueda de la verdad ha sido la vocación pública de la filosofía. Paradójicamente, en el ejercicio de su vocación ha llegado a preguntarse si no ha estado
engañándose, dominada por aquel demonio travieso a que hacía alusión Descartes en las Meditaciones.
En la célebre vocación veridicente de la filosofía, sin embargo, no todo está tan claro. La distinción misma entre lo verdadero y lo falso ha servido muchas veces como pretexto para la arbitrariedad, para el anatema o simplemente para racionalizar la intolerancia hacia otras modalidades discursivas que la filosofía desprecia. No en vano la cultura occidental estableció sus fundamentos distinguiendo radicalmente entre el discurso de la verdad y el discurso de la apariencia, distinción que operó como fractura en el campo del saber y que, entre otras cosas, sirvió para discriminar entre réprobos y elegidos.
Fue Platón quien desterró de su República a los poetas aduciendo que permanecían prisioneros de la apariencia, mientras que los filósofos, en virtud de su excelencia en el empleo de la razón, estaban facultados para trascender el velado umbral de los sentidos y acceder al territorio de las formas y las ideas puras, a ese mundo donde nada perece, ese reino inmaculado de lo verdadero, lo inteligible, lo transparente.
Creo no exagerar si afirmo que, pese a la multiplicidad de sus manifestaciones la historia de la discriminación entre el conocimiento que aspira a la verdad y el conocimiento que no ha conseguido derrotar a sus propias ilusiones, es la repetición en terrenos distintos del viejo anatema platónico. Hoy en día, el anatema adquiere una fisonomía especial en el consabido criterio de cientificidad, aquella distinción canónica entre ciencia e ideología, que reproduce la diferencia clásica de la época moderna establecida entre episteme y doxa, entre ciencia, conocimiento bien fundado, y mera opinión.
El escepticismo frívolo y el nihilismo mal entendido, proponen abandonar la discriminación entre lo verdadero y lo falso, anatemizar a Platón y proclamar que la distinción misma ha dejado de ser pertinente, que todo conocimiento es falso, perfectible, erróneo, falaz. En definitiva, que entre un cuento y una narración científica no existe una diferencia de especie sino más bien una comunidad de género.
Podríamos suscribir la calificación pero no su
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espíritu. El ficcionalismo extraviado se asemeja peligrosamente a la sofística pero no sucede lo mismo con la problemática de la ficción, que no necesariamente se aviene con la idea del sofista de que estamos inermes frente al extraordinario poder de seducción y encantamiento del discurso, como pensaba Gorgias. Entre un narrador y un científico hay una afinidad espiritual que no comparten los charlatanes de feria, aún cuando sea cierto que todos, en mayor o menor medida, emplean ficciones para referirse al mundo.
En la situación actual tanta es la incertidumbre y la perplejidad en los distintos dominios del conocimiento que los mentirosos profesionales, los escritores de ficción, herederos de los poetas de la República platónica, encuentran auspiciosa la época presente. Presienten que ha llegado la ocasión para una rehabilitación histórica. La primera determinación en relación con el «conocimiento falso» está vinculada, pues, con la necesidad de admitir que esta rehabilitación es posible, que es deseable y útil para el saber en general, pero que sus condiciones, sus fórmulas, en definitiva, su teoría, requiere de una renovada y puesta al día teoría general de las ficciones. Esta será, entonces, una breve y modestísima contribución a esta teoría.
Un conocimiento que reconoce en su práctica f » el empleo consciente de ficciones, de conceptos, ideas, entidades, enunciados, etc., de los que no cabe predicar su verdad, ni como resultado ni como aspiración, es un conocimiento que ha introyectado, por así decirlo, su limitación, el rela-tivo alcance de sus pretensiones. Es un conoci-miento que acepta su propia falibilidad como una característica de la que no cabe sentir ver-güenza. En este caso la introyección tiene la for-ma de una renuncia: si lo pensamos bien, el cri-terio popperiano de falsabilidad de las teorías, como piedra de toque de la separación entre ciencia y creencia es una forma encubierta de renuncia a la tradicional aspiración a la verdad ya que, una vez que ha sido reconocida la falsa-bilidad de un enunciado, la verdad expresada en éste se convierte en un patrimonio transitorio que no reconoce beneficiarios ni intérpretes privilegiados. Según este principio, lo que diga po-drá ser «verdadero» pero ya no es una Verdad, de esas que sirven para darnos consuelo, una Verdad con mayúsculas.
En lugar de esta modalidad epistemológica que encubre la renuncia a la verdad quizás sería preferible ser más radicales y optar por el esquema del dictum nietzscheano: «Toda creencia es un tener por verdadero» (1), o si se prefiere una definición más antigua, las verdades son estimaciones de valor que hemos olvidado que son tales (2). En esta formulación se ha disipado la negatividad de la renuncia -Nietzsche diría que. se expresa en ello la voluntad de poder- y en su lugar aparece una inversión: la verdad deja de ser una cualidad del enunciado para convertirse en una competencia del sujeto de la enuncia-
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ción. Una verdad no es, como proponía Popper, «verdad mientras permita que se demuestre lo contrario». Sino que una verdad es tal «mientras sigamos queriendo creer que lo sea».
La noción de ficción, en cualquiera de sus usos habituales, no nos sirve para resolver los múltiples problemas que plantea semejante definición, que nos pone en manos del subjetivismo, o del PyfSpectivismo, como pensaba Nietzsche, pero nos permite representarnos el conocimiento estrechamente unido a la vida en la medida en que aparece mediado, en la ficción, por una creencia.
Tenemos aquí la primera cuestión a subrayar: en las ficciones en general, lo principal no es el eje que separa lo contenido en ellas de lo que -supuestamente- constituye lo real, no debeimportarnos su correspondencia o no correspondencia con lo real, o lo verdadero según la experiencia sensible o inteligible, sino la relaciónque toda ficción establece con nuestra creencia,la creencia asociada a ella. Si extendemos el alcance de esta afirmación podremos decir que será ficción toda representación cuyo valor de verdad se estipula por mediación de una creencia.Cuando pensamos que todo enunciado de conocimiento goza, en alguna medida, de esta propiedad, es fácil concluir que, desde este puntode vista, todo conocimiento es «ficcional» y, encierta medida, todo conocimiento es falso.
Pero este juicio puede resultar muy peligroso. Por el momento, será mejor apoyarse en la idea de que ficción y creencia se presuponen recíprocamente.
lDe qué naturaleza es esta creencia? Por ejemplo, respecto de un mito, que es una manera de ficción y que implica de suyo una creencia (de lo contrario no cabría hablar de mito), la distinción entre lo verdadero y lo falso carece de relevancia porque seguiría siendo mito tanto en uno como en otro caso. Esto se ve claro cuando observamos el tipo de ambivalencia que manifestaban los griegos hacia sus propios mitos y que, en cierto modo, nosotros hemos heredado intacta en la confianza limitada que damos, por ejemplo, al conocimiento histórico, por muy pagado de cientificidad que se nos presente. Los griegos, merced a un curioso esquema mitológico que ha estudiado brillantemente Paul Veyne (3), se mostraban un tanto arbitrarios en cuanto al grado de veracidad que cabía atribuir a sus fuentes míticas. Para Tucídides, Teseo, el compañero de Heracles, era un personaje de fábula. Sin embargo Minos, el poderoso rey de Creta, era literalmente, «de los reyes que hemos conocido por oídas, el más antiguo entre aquellos que llegaron a poseer una flota». La diferencia esencial entre el personaje mítico fabuloso, Teseo, y el no menos fabuloso Minos, que goza de este o aquel atributo de realidad, está dada por una cualidad que no nace de sus notas específicas sino que ha sido asignada por el propio historiador. La decisión de Tucídides parece
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pues, un tanto caprichosa. lPor qué es fábula Teseo y no lo es Minos? La diferencia tiene que ver con la peculiar relación que tenían los griegos, aún los más cultos, con los mitos, una relación en la que el sujeto del conocimiento se mantiene en suspenso, como indeciso, a mitad de camino entre la certeza de la verdad y la creencia.
La razón de esto es simple. La cultura clásica nace, como es sabido, de una purificación, un acto de expurgación del mythos por el /ogos. Pero esta expurgación no se parece a la lucha de Voltaire contra la superstición y en favor de la razón sino a la actitud del niño frente a los Reyes Magos quienes compran los regalos.
En el actual retorno de la temática de la ficción hay que ver, pues, una reedición de la actitud que conocimos en los griegos frente al mito. No es que retornen los mitos sino que la consciencia de los límites de la razón y lo inteligible y la certeza del error que nos asiste como una condena, nos reinstalan en el modo de creencia de los griegos pre-clásicos. Frente a ciertas características de lo ficticio, de aquello que sabemos falso, la razón adopta una posición extraña: aunque sepamos que aquello que oímos o leemos no es verdad, o que puede no serlo, de todos modos creemos en ello, es decir, le atri- e, huimos el mismo rango y categoría de lo auténticamente verdadero. Nuestra actitud, nuestra respuesta hacia las ficciones se parece, pues, al capricho de Tucídides, y en general, se parece también a esa especial indulgencia con que nuestros hijos nos perdonan por mentirles la noche de Reyes. Reacciones semejantes a ésta hay en la respuesta que damos a las opiniones políticas o hacia las «verdades» psicoanalíticas, que son, quizás, las que con mayor claridad par-ticipan de los dos mundos aparentemente opuestos: el mundo de lo real y el mundo de lo ficticio. Entre otras licencias, les otorgamos la exención de la prueba y las adoptamos sin más trámite aunque sepamos que tarde o temprano habremos de sustituirlas por otras.
En la relación con aquello que tenemos por verdadero, está planteada la idea de una pluralidad de los mundos de verdad. La ficción es -y esto puede ser considerado como una primera definición básica- una analogía de verdad: no se opone a la verdad sino que es un sub-producto de ésta, propiedad que sirve -por ejemplo- para que haya algo como la literatura, que es verdadera y falsa al mismo tiempo. En la sutil equivocidad de la literatura hay algo maravilloso, y a la vez, hay algo benéfico ya que si no pudiéramos suspender el rígido criterio de verdad, la literatura sería una versión degenerada del álgebra.
Un texto literario cambia nuestro registro de veridicción y el criterio de verosimilitud, que está determinado culturalmente. Así sucede cuando, por ejemplo, una novela nos describe los amores de Napoleón y Josefina: lo que Anthony Burgess nos cuenta acerca de estos
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ajetreados amoríos en Sinfonía Napoleónica es sin duda falso, pero no obstante pertenece a otro orden de verdad instituido por la ficción en la que esta historia está inscrita, y en este sentido, pese a ser falsa, la ingeniosa variedad de enredos y desengaños novelescos que cuenta el relato es verdadero. Su valor de verdad es analógico, semejante al valor de verdad de esa noción pensada originalmente por Leibniz y que se emplea ampliamente en lógica modal: el mundo posible. Según esta noción, el mundo posible no se hace efectivo mientras alguien, un sujeto, un oyente, un lector, no lo afirme, lo sueñe, lo crea, lo desee, lo prevea, etc. Una ficción novelesca constituye un mundo posible en el mismo momento en que el relato llega a inspirarnos cualquiera de los sentimientos vulgares, piedad, emoción, intriga, curiosidad, lascivia... que no están en el texto sino en el lector; seguramente para Joyce no sería una sorpresa descubrir cuántos adolescentes inquietos vieron satisfecha su lubricidad leyendo las fantasías de la señora Bloom, pero sí sorprendería a Herodoto saber que sus Nueve Libros de la Historia sirven para similares propósitos onanísticos. La naturaleza ficcional y maravillosa de un libro de historia tanto como la del Ulysses no se determina poéticamente sino pragmáticamente y es una facultad que le está reservada al lector.
Sin embargo la analogía de la ficción con el mito es equívoca. El mito es una información mientras que la ficción, en un sentido más estricto, escapa a los marcos estrechos del mensaje. Mito y ficción, en la medida en que reproducen en el sujeto -en nosotros que nos servimos de ambos para hallar sentido- la misma categoría de respuestas conscientes, participan del mismo orden de lo imaginario. Pero sería un error no distinguirlos. Para Kermode, por ejemplo ( 4), la falta en esta distinción seminal hizo que Northrop Frye desarrollara su tesis de que todos los relatos del mundo y de todas las épocas son variaciones de cuatro fórmulas arquetípicas de corte mítico (5). A cambio de ello Kermode propone varios criterios de diferencia (6):
a) Por una parte el hecho de que la ficciónsiempre constituye un invento que, a la postre, nos pone delante de nosotros mismos, de la medida y alcance de nuestra propia imaginación, mientras que el mito nos impide ver estos mismos límites, nos sumerge en mundos de los que no nos sentimos responsables. Por eso usamos ficciones en nuestra indagación científica y sólo nos valemos de los mitos -por ejemplo, en la antropología de las sociedades llamadas primitivas- como material para construir nuestras ficciones explicativas. Aquí se observa la enorme utilidad de lo falso: «La falsedad de una opinión no es objeción suficiente para desestimarla», sostenía Nietzsche, afirmación temeraria pero que, sin duda, es el principio operativo que permite a un físico teórico desarrollar en un plano
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estrictamente matemático hipótesis estrafalarias acerca de la naturaleza con la absoluta certeza de que, hecho el experimento, eventualmente encontrarán su validez en la realidad. Pero esto no basta, pues, tal como advierte Kermode, podríamos llegar a cometer imperdonables excesos: la validez de cualquier opinión individual acerca del pueblo hebreo quedaría probada aniquilando unos cuantos millones de judíos (7). De modo que habría que matizar esta especie de suspensión del juicio que propone Nietzsche y recordar que lo malo de las ficciones es su imperceptible tendencia a convertirse en mitos.
b) En segundo lugar, las ficciones varían connuestras necesidades mientras que los mitos no. Las ficciones están temporalizadas mientras que los mitos son atemporales. En el proceso que lleva a la creación de ficciones hay supuestas unas necesidades que deben ser satisfechas. Para eso estaba la actividad del entendimiento, según pensaba Nietzsche. El entendimiento responde a los requerimientos yoicos de adaptación al medio con ficciones, que son el producto de un trabajo imaginario para suplir a ciertas y determinadas necesidades de sentido. Los mitos, en cambio, son el precipitado de ese imaginario acumulado generación tras generación, en un largo proceso histórico, anónimo y colectivo.
c) En tercer lugar, en el proceso del conocimiento las ficciones nos sirven para descubrir cosas y, en este sentido, funcionan como agentes del cambio. Los mitos, por el contrario, actúan como agentes de la estabilidad. Mientras que las primeras tienen una aceptación condicional, los segundos nos imponen aceptación absoluta. Por esta razón, detrás de la creación de ficciones nos llega habitualmente la literatura o la ciencia, mientras que detrás del mito suele atrincherarse la ideología.
En función de esta discriminación, me inclino a promover el empleo de ficciones como alternativa al poder enajenante de los mitos. Las dos respuestas subjetivas ante las modalidades del conocimiento falso, mito y ficción, se asemejan como dos oyentes del discurso del sofista, pero es cierto que acusan un marcado contraste y constituyen dos opciones epistemológicas opuestas. De la primera surge el modelo de una filosofía sistemática y totalizante; de la segunda, en cambio, brota la posibilidad de producir filosofías edificantes, como las llama Richard Rorty, filosofías que «se ríen de la imagen clásica del hombre, la imagen que contiene la filosofía sistemática, la búsqueda de la conmensuración universal en un vocabulario final» (9).
En la ficción el sujeto coloca una verdad simulada, un sodas, una impostación que, respecto de lo verdadero, funciona como si lo sustituyese plenamente. Este como si tiene la virtud de habilitar a la creencia. Por consiguiente, la descripción que hace Hans Vaihinger de la ficción en el sentido de un como-si resulta particularmente interesante: en el como si de la ficción
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se nos presenta una noción que se finge tal, un error consciente, o bien, algo que el sujeto acepta como conscientemente falso (9). En su carácter consciente piensa Vaihinger que está su ventaja, pues si conocemos la falsedad de un enunciado o de un concepto estamos a cubierto de emplearlo inopinadamente. Es como un enmascarado que, pese al antifaz, no puede ocultarnos su auténtica identidad.
En realidad, la naturaleza propia de la ficción se nos manifiesta, según Vaihinger, en la construcción gramatical que la denuncia en el discurso, en esa extraña articulación de dos partículas: «como» y «si». La primera de ellas es, claramente, la introductoria de una oración comparativa, como cuando decimos: «La línea curva es tratada como si estuviera compuesta por una serie de infinitesimales». En este ejemplo, tiene lugar una apercepción, una construcción típicamente conceptual que no depende de la experiencia sensorial. Todo quedaría en simple comparación si además no interviniera la partícula «si». La comparación aperceptiva adopta entonces una manera peculiar que, según observa Vaihinger (10), queda a mitad de camino entre una figura discursiva, el tropo, y una auténtica analogía, entre una comparación meramente retórica y una verdadera equivalencia. No cabe duda de que se trata de una comparación diferente de las habituales. No es lo mismo que decir «los gorilas constituyen grupos de individuos como los humanos». Tampoco se parece a los tropos de la retórica, como cuando se afirma que la conducta de un individuo de pocos escrúpulos es como el tallo del olivo, y se alude con ello a lo arriesgado que sería darle la espalda. No, esta es una comparación especial. La partícula «si» introduce un elemento imposible, los infinitesimales, para sostener formalmente la comparación y permitir la inferencia.
En la calificación jurídica del desheredado de acuerdo con el Derecho Romano tenemos un ejemplo nítido de esta comparación peculiar. Para definir a alguien que ha sido desheredado se utiliza una ficción. Desde el punto de vista del derecho, el desheredado es como si fuera un heredero que muere antes del testamentario. El procedimiento es recursivo, pero es de lo más preciso: lcómo trataría un padre a un hijo muerto en el momento de disponer su testamento? Lo desheredaría de hecho, es decir, simplemente no lo incluiría en el acta.
Vaihinger advierte que la ficción, por su forma, se parece al error y a la hipótesis, con una diferencia de base: por una parte, en la ficción sabemos que estamos cometiendo un error, dice: «la ficción es el más práctico, el más consciente y el más fructífero de los errores» (11). Y, por otra parte, al esgrimir una ficción nos inscribimos dentro de una variedad del juicio hipotético, pero a consciencia de que se trata de una hipótesis que jamás será verificada por la experiencia, es un ahipótesis perversa que no será
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convalidada porque ya se sabe que es falsa. Se trata de una hipótesis que se justifica pragmáticamente, por la utilidad que presta para el avance de nuestro conocimiento.
Vaihinger presenta cuatro características básicas de las ficciones (12). La primera de ellas es la que se refiere a la relación de la ficción con la realidad, que Vaihinger califica de «violenta», pero no en el sentido de su agresividad sino en el sentido de su violación del principio de contradicción. Una ficción es autocontradictoria.
La segunda establece que una ficción, precisamente porque contradice la realidad, cambia con las condiciones que le han dado lugar, es decir, es provisional. O incluso cambia, dice Vaihinger, por efecto de las operaciones del pensamiento que, al avanzar en el proceso del conocimiento, descubre que las ficciones utilizadas hasta ese momento han dejado de tener sentido, han dejado de servir.
La tercera es su tipicidad, que las hace inconfundibles cuando se las pone, por ejemplo, al lado de las hipótesis.
Y por último, la cuarta característica es su papel como mediaciones. Las ficciones son medios para un fin determinado, es decir, aclara Vaihinger, son convenientes.
Ahora bien, la teoría de las ficciones de Vaihinger, a diferencia del de Bentham que se distingue por sustituir el modelo organicista del conocimiento por un modelo lingüístico, tiene unas implicaciones muy serias para una metateoría, que no devienen de las ideas del pensador alemán sino que brotan cuando echamos una mirada pícara, subversiva, nietzscheana, sobre sus conclusiones. Es cierto que Vaihinger alude a ficciones tales como la cosa en sí, la materia, la equidad, el cero en las matemáticas, la raíz cuadrada de menos uno, el Absoluto, y no se representa como ficción una macrorepresentación del tipo «el psicoanálisis», o «la semántica estructural de Greimas», o «la ley del valor». Sin embargo, las características apuntadas para las ficciones en general son predicables de las teorías, científicas o no. Todas las teorías participan de ellas. Todas las teorías, como las redes de Novalis, son meras tentativas de apresar regularidades y constantes en el fluir de lo real, pero como para ponerse a cubierto del engaño se proclaman falsables, no se limitan a ser hipótesis, sino que aspiran a la especial condición de los enunciados ficticios y, con ello reconocen la misma provisionalidad de estos. Son también provisionales y cambian con el avance del conocimiento y a medida que, por distintas razones, dejan de sernos útiles. Son también medios para alcanzar unos fines adecuados, o sea, se nos presentan como convenientes, apelan a nuestra creencia. Si perduran y se anquilosan, se estereotipan y pierden su valor heurístico y hermenéutico, dejan de referirnos razonablemente al mundo, y ya no nos permiten hallar sentido. Ello se debe a lo que Vaihinger llama ley de la
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preponderancia de los medios sobre los fines, fórmula grandilocuente que alude a la progresiva y necesaria cosificación de la teoría, proceso en el que -por cierto- mucho tienen que ver las instituciones, los medios de comunicación, el Estado, los intereses de sector, de grupo, de clase, etc.
Las teorías participan de estas características generales de las ficciones menos una, aparentemente: no son autocontradictorias. Pero, en rigor, lqué hay de cierto en esto? Las teorías contemporáneas desconfían tanto acerca de sus propios enunciados que con frecuencia suelen introducir su margen de error como variable. lPara qué si no se inventó la estadística? El conocido criterio de falsabilidad introduce como axioma la posibilidad de que una teoría sea negada o superada. Y no digamos el esquema de la comparación aperceptiva, el como si, sin el cual sería casi imposible la enunciación. En el estado actual del conocimiento, cualquiera de las propiedades propuestas por Vaihinger pueden ser aplicadas, con los matices del caso, a las teorías.
Las teorías no son todavía ficciones porque aún no se ha sellado la fractura platónica, aún permanece vigente el anatema.
Paradójicamente, la mediación que sellará la fractura no será el resultado de una epistemología del conocimiento falso aunque hoy en día se escuche hablar cada vez con mayor insistencia acerca del artificio, de la ilusión y del engaño como de otros tantos emblemas de esta época en que nos toca pensar. En su mayoría éstas son las voces de los malos sofistas que retornan en el momento en que sienten que empieza a resquebrajarse el otrora vigoroso paradigma de la ilustración. La mediación llegará desde la ficción misma, de la reflexión en torno a las ficciones literarias.
Sólo el discurso literario, y en particular, el narrativo, descubre con toda su riqueza no sólo la variedad de las retóricas de la enunciación que también se encuentran en otros discursos, involuntarias unas, encubiertas las más, sino además la extraordinaria pregnancia de la creencia en el modo de constitución de la verdad. El discurso de la ficción permite especular sobre la posibilidad de concebir una nueva manera de legitimar las teorías, ya no en función de una censura ontológica entre lo verdadero y lo falso sino por su pertinencia pragmática, por su utilidad en la humana necesidad que tenemos de hallar sentido. Tratadas como discursos de saber, las ficciones literarias nos develan otros mundos posibles aún no explorados, relegados o despreciados por la autoridad ominosa del anatema. En esos mundos falsos hay verdad, o sea, hay conocimiento, pues nos sirven para poner a prueba los valores de nuestra cultura; o para investigar acerca de las paradojas del tiempo; o para darnos una representación de la medida de nuestra finitud, como de algún modo servía el arte antes de que se apoderaran de él los mercaderes.
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Sin duda el conocimiento que se extrae de ellos es falso, porque sólo nos refiere las cualidades de un mundo posible pero eso no tiene por qué importarnos, si nos consuela y nos da sentido. Su legitimidad no es lógica ni abstracta sino libidinal, y su explicación no brota de una epistemología de corte clásico sino de una psicología fundamental, tal como lo intuyera Nietzsche.
Del progresivo avance de esta psicología depende que superemos por fin el anate- o ma; entonces sí, los poetas regresarán a la Ciudad.
NOTAS
(1) Cfr. La voluntad de poder, especialmente el fragmento 501, varias ediciones.
(2) Cfr. Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, varias ediciones.
(3) Paul Veyne, Los Grecs, ont-ils cru a leur mythes?,.Le Seuil, París, 1983.
(4) Frank Kermode, El sentido de un final, Gedisa, Barcelona, 1983, pág. 48.
(5) Cfr. Northrop Frye, Anatomía de la crítica, MonteAvila, Caracas, 1977.
(6) Kermode, op. cit., pág. 52.(7) Kermode, op. cit., pág. 45.(8) Richard Rorty, Lafilosofíay el espejo de la naturale
za, Cátedra, Madrid, 1983, pág. 332. (9) Cfr., Hans Vaihinger, The phi/osophy of As-/f, Rou-
tledge & Kegan Paul, Londres, 1968. (10) Vaihinger, op. cit., pág. 94.(11) Vaihinger, op. cit., pág., 94.(12) Vaihinger, op. cit., Parte I, cap. XXIV.