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Los Cuadernos Inéditos MAS BELLA SERA LA CAIDA* Gerardo Irles E 1 capitán me hizo pasar a las oficinas, donde todavía sonaba el teclear de una máquina solitaria como un grillo redac- tando partes y notas cuarteleras, y pe- netramos en un cuarto poco acogedor. -Este será tu camerino. No es muy lujoso... -añadió a modo de excusa. -No está mal. Hay incluso una silla. -Bueno, muchacho, te dejo solo para que te prepares. Esta primera tarde te presentaré yo, pero después todo va a correr de tu cuenta. -No se preocupe. Ya soy mayor. -Bien. Así me gusta. Cuando el capitán Jara del Castillo se esmó examiné más deteni damente el recinto y descubrí un clavo en una de las paredes. Me mudé la cha- queta y coloqué la otra allí. Frente a la silla había un espejo y un lꜹabo. Metí la cabeza debo del gri. Me repeiné cuidadosamente como sólo una madre lo haría con su hijo un domingo antes de ir a misa. Desenndé la guitarra. Listo. El capitán ya estaba encima del escenario y con una señal me indicó que subiera hasta allí. Pero resultaba tan dicil cómo superar uno de esos obstáculos con que se entrenan los solda- dos. El escenario medía un metro y cuarto de al- tura y a la vista no había una escalera o cosa pa- recida. En fin, trepé como supe y al llegar a la ci- ma tampoco me sentí más seguro. Cuarenta o cincuenta legionarios repartidos en una docena de mesas me miraban tan ansio- samente como si yo era una corista que les iba a enseñar las piernas. Algunos llevaban barba para esconder las cicatrices y sus brazos parecían tapias que tenían inscritas cientos de grafitis. Me sentía como un novillero delante de una ganadería de miuras. -Bueno, chicos, ya están aquí Poncho y su guitarra, al que todos hemos oído en la radio. Tiene una buena planta, verdad, y una voz de ruiseñor... -cielos, qué comparación-. Yo no sé qué más decir y seguro que andáis ansiosos por- que cierre el pico y lo abra él. Dicho esto se bajó del escenario y arranqué con la primera melodía sin más preámbulos. Bajo el palio de la luz crepuscular, cuando el cielo va perdiendo su color, quedo a solas con las olas espumosas que me mandan su rumor. Ni un lejano barquichuelo que mirar, ni una blanca gaviota sobre el mar, yo tan solo recordando la aventura que se e ... 94 Hasta la tercera canción no me atrevía a soltar prenda. Los legionarios se iban acumulando en las mesas e inexplicablemente nadie rechistaba ni lanzaba granadas de mano al estrado. Cogía cada vez más aplomo y les conté un chiste. Un tipo que acaba de cumplir treinta y tres años va a hacerse una revisión al médico y cuando el doctor le pregunta la edad para relle- nar la ficha, responde: 33 lEs grave? Era un ambiente alucinante. El que menos de aquellos sujetos había despellejado a una estan- quera, pero se enternecían como palomos torca- ces con mis canciones. Tenían rostros roces que les habrían hecho triunr en el cine de te- rror y sin embargo sus ojos se empañaban con mis canciones de Machín o José Luis. Pero los cocodrilos también lloran. Fue un éxito total. Menos mal que en un cuartel de la legión existe un horario que se ha de cumplir a rajatabla, porque si no me hubiera pasado la noche en vela sobre el escenario. El capitán me licitó esivamente como si era mi manager, y a modo de despedida me pasó un puñado de billetes arrugados pero que volverían a ser de curso legal en cuanto los plan- chase. Se iba a marchar, pero giró como una peonza sobre sus talones y me tendió una bola prensada de «hachís» con un gesto de complicidad. -Supongo que te gustará... -No lo dude, mi capitán. ¿No VEN QUE ESTE HOMBRE ES UN COLADERO? Después de los recitales acudía al hotel para cambiarme, ducharme y posteriormente me marchaba a la taberna. Los marineros ingle- ses, suecos, anceses depositan sus gorras, que me recordaban mi primera comunión, en un perchero que había a l a entrada y luego en- tablaban conversación con aquellas chicas de acento andaluz o canario, que llevaban medias de rejilla negra y abusaban del uge para los labios. La loca de los billetes de tranvía tragaba las copas de moscatel que le servían gratuitamente. De vez en cuando aparecían por el local unos americanos borrachines que dejaban aparcado su coche sport blanco de cualquier manera. Eran dos hombres con un bigotito aminado y una mujer que se cubría el pelo con un pañuelo estampado y lucía unas gas negras a pesar de la nocturnidad. La mujer resbalaba su mirada por los bíceps de los marineros que se echaban un pulso en alguna de las toscas mesas, pero los dos hombres no le iban a la zaga en sus excur- siones visuales. Cada vez que alguien abría la puerta de la ta- berna se colaba una rága de brisa de mar y de petróleo. La Camelia era la sobrina del dueño y desde que yo tenía unos ingresos regulares el tipo me

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Los Cuadernos Inéditos

MAS BELLA SERA LA

CAIDA*

Gerardo Irles

E1 capitán me hizo pasar a las oficinas, donde todavía sonaba el teclear de una máquina solitaria como un grillo redac­tando partes y notas cuarteleras, y pe­

netramos en un cuarto poco acogedor. -Este será tu camerino. No es muy lujoso ...

-añadió a modo de excusa.-No está mal. Hay incluso una silla.-Bueno, muchacho, te dejo solo para que te

prepares. Esta primera tarde te presentaré yo, pero después todo va a correr de tu cuenta.

-No se preocupe. Ya soy mayor.-Bien. Así me gusta.Cuando el capitán Jara del Castillo se esfumó

examiné más detenidamente el recinto y descubrí un clavo en una de las paredes. Me mudé la cha­queta y coloqué la otra allí. Frente a la silla había un espejo y un lavabo. Metí la cabeza debajo del grifo. Me repeiné cuidadosamente como sólo una madre lo haría con su hijo un domingo antes de ir a misa. Desenfundé la guitarra. Listo.

El capitán ya estaba encima del escenario y con una señal me indicó que subiera hasta allí. Pero resultaba tan difícil cómo superar uno de esos obstáculos con que se entrenan los solda­dos. El escenario medía un metro y cuarto de al­tura y a la vista no había una escalera o cosa pa­recida. En fin, trepé como supe y al llegar a la ci­ma tampoco me sentí más seguro.

Cuarenta o cincuenta legionarios repartidos en una docena de mesas me miraban tan ansio­samente como si yo fuera una corista que les iba a enseñar las piernas. Algunos llevaban barba para esconder las cicatrices y sus brazos parecían tapias que tenían inscritas cientos de grafitis.

Me sentía como un novillero delante de una ganadería de miuras.

-Bueno, chicos, ya están aquí Poncho y suguitarra, al que todos hemos oído en la radio. Tiene una buena planta, verdad, y una voz de ruiseñor. .. -cielos, qué comparación-. Yo no sé qué más decir y seguro que andáis ansiosos por­que cierre el pico y lo abra él. Dicho esto se bajó del escenario y arranqué con la primera melodía sin más preámbulos.

Bajo el palio de la luz crepuscular, cuando el cielo va perdiendo su color, quedo a solas con las olas espumosas que me mandan su rumor. Ni un lejano barquichuelo que mirar, ni una blanca gaviota sobre el mar, yo tan solo recordando la aventura que se fue ...

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Hasta la tercera canción no me atrevía a soltar prenda. Los legionarios se iban acumulando en las mesas e inexplicablemente nadie rechistaba ni lanzaba granadas de mano al estrado.

Cogía cada vez más aplomo y les conté un chiste. Un tipo que acaba de cumplir treinta y tres años va a hacerse una revisión al médico y cuando el doctor le pregunta la edad para relle­nar la ficha, responde: 33 lEs grave?

Era un ambiente alucinante. El que menos de aquellos sujetos había despellejado a una estan­quera, pero se enternecían como palomos torca­ces con mis canciones. Tenían rostros feroces que les habrían hecho triunfar en el cine de te­rror y sin embargo sus ojos se empañaban con mis canciones de Machín o José Luis. Pero los cocodrilos también lloran.

Fue un éxito total. Menos mal que en un cuartel de la legión existe un horario que se ha de cumplir a rajatabla, porque si no me hubiera pasado la noche en vela sobre el escenario.

El capitán me felicitó efusivamente como si fuera mi manager, y a modo de despedida me pasó un puñado de billetes arrugados pero que volverían a ser de curso legal en cuanto los plan­chase.

Se iba a marchar, pero giró como una peonza sobre sus talones y me tendió una bola prensada de «hachís» con un gesto de complicidad.

-Supongo que te gustará ...-No lo dude, mi capitán.

¿No VEN QUE ESTE HOMBRE ES UN COLADERO?

Después de los recitales acudía al hotel para cambiarme, ducharme y posteriormente me marchaba a la taberna. Los marineros ingle­ses, suecos, franceses depositan sus gorras, que me recordaban mi primera comunión, en un perchero que había a la entrada y luego en­tablaban conversación con aquellas chicas de acento andaluz o canario, que llevaban medias de rejilla negra y abusaban del rouge para los labios.

La loca de los billetes de tranvía tragaba las copas de moscatel que le servían gratuitamente. De vez en cuando aparecían por el local unos americanos borrachines que dejaban aparcado su coche sport blanco de cualquier manera. Eran dos hombres con un bigotito afeminado y una mujer que se cubría el pelo con un pañuelo estampado y lucía unas gafas negras a pesar de la nocturnidad. La mujer resbalaba su mirada por los bíceps de los marineros que se echaban un pulso en alguna de las toscas mesas, pero los dos hombres no le iban a la zaga en sus excur­siones visuales.

Cada vez que alguien abría la puerta de la ta­berna se colaba una ráfaga de brisa de mar y de petróleo.

La Camelia era la sobrina del dueño y desde que yo tenía unos ingresos regulares el tipo me

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había empezado a mimar como a un futuro miembro del clan. Tal vez me hallaba demasia­do joven, pero en su opinión yo podía sacar mu­cho provecho de mis buenas relaciones con el capitán Jara del Castillo. Había retirado a su so­brina del servicio activo, salvo algún negocio ocasional, como prenda de buena voluntad.

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La propia Camelia había sufrido una profunda transformación desde que nos habíamos conoci­do unos meses atrás. Me pedía dinero constan­temente para ropa. Y sólo quería que paseára­mos por las calles del centro, donde alternaba la crema de la ciudad, los oficiales del Ejército, los delegados de los ministerios y sus familias, los esnobs extranjeros y los turistas. Quería irse a vivir a la península.

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Los Cuadernos Inéditos

Claro que yo no podía sufragar su tren de vida sólo con mis canciones. Varios días después de mi debut, el capitán Jara del Castillo se sinceró. Más que un vocalista precisaba un contacto para el tráfico de «hachis» que controlaba. Era un método para completar su paga militar, no demasiado generosa. El cabo Maciste era quien lo obtenía en los barrios árabes, el capi­tán realizaba la gestión comercial y yo era el encargado de hacerla llegar a los clientes, quienes a su vez la distribuían en España, sobre todo en la Costa del Sol. Era una pequeña red casi de aficionados pero que nos beneficiaba un poco a todos.

Cada noche, al concluir mi actuación, el capi­tán me entregaba la mercancía y la escondía en el interior de la funda de la guitarra. Los centi­nelas me conocían de sobra.

Medía el tiempo por los cambios que introdu­cía en mi repertorio. Allí permanecí cerca de dos años que transcurrieron igual que un mes. Me había comprado un utilitario, Camelia y yo se­guíamos proyectando nuestro traslado a la península y nunca pensaba en el mañana. Me sentía una suerte de gato perezoso que ha en­contrado la casa donde tiene resuelta la vida.

Nada en la atmósfera del Hogar del legionario hacía presagiar nada anómalo. Interpreté como siempre varios boleros de Machín, otros temas como Mira, un taxi, Mariquilla, Escríbeme ... Los tipos estaban embelesados como de costumbre, corrían las jarras de cerveza con sus cimas de es­puma de mesa en mesa, y yo inicié los primeros acordes de Por qué llorar.

El amor es un microbio que no tiene compasión, y que en un decir te quiero nos gangrena el corazón. Para él no hay medicina, ni aspirinas ni café, ni vale la penicilina, ni tampocó DDT ...

Entonces tronaron los disparos. Un cargador entero que hizo a la víctima elevarse en el aire como un Nijinski. Los legionarios que estaban más próximos al que había disparado, con los ojos ebrios, se abalanzaron sobre él y uno de ellos le arreó un puñetazo bestial capaz de des­cuartizar una res.

Los hombres pedían un médico en medio del barullo y de pronto apareció el capitán Jara del Castillo echando relámpagos y centellas por ca­da poro de su uniforme. Se abrió paso hasta el legionario herido, lo examinó, y con voz irritada exclamó:

-Dejen de hacer preguntas tontas. lNo venque este hombre es un coladero?

Me bajé del escenario y me deslicé furtiva­mente hacia mi camerino. Luego salí del cuartel sin esperar a recibir el cargamento habitual. Al­go en mi interior me decía que mi destino se acababa de fastidiar.

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Aquella noche prefería la soledad. Me tomé unas copas de más en el bar del hotel -adonde había corrido la noticia de lo que había sucedido en el cuartel- y en un estado de embriaguez subí a mi habitación. Lié unos cigarrillos de «hachis» y luego me quedé absorto mirando los luminosos rojos y azules del cine de enfrente que se mezclaban como dos bebidas en una coc­telera.

A la tarde siguiente me presenté en el cuerpo de guardia del cuartel. El centinela me paró.

-Chico, se acabó la música.-Cómo -farfullé.-Que ya no hay más actuaciones. El Hogar se

ha clausurado y el capitán Jara del Castillo está arrestado. Y a me entiendes. Así que será mejor para ti que te esfumes por un tiempo.

-Bueno -repuse-. Quizá tienes razón ...Pasé una semana angustiado e indeciso. Sen­

tía unos deseos incontrolables de ver a Camelia, pero la verdad es que no atendí ninguna de sus llamadas telefónicas. Casi no me movía de la ca­ma del cuarto y me creció una barba de prófugo de la justicia.

Al cabo de esos días de incertidumbre me le­vanté, me aseé y compuesto me dirigí a una agencia de viajes, donde conseguí un pasaje para Málaga. Para aquella misma noche.

Conté el dinero de que disponía. Oculté en la guitarra todas las existencias de «hachis» que podría vender en la península, y luego las pegué con cinta aislante para que no se movieran. Des­pués embalé todas mis pertenencias.

A las diez de la noche fui al puerto y subí al barco. Me indicaron dónde se hallaba mi cama­rote individual y después de distribuir mi equi­paje salí de nuevo a cubierta. El barco empren­día las maniobras de desatraque. Los cargueros tenían la popa iluminada como para una peque­ña fiesta. Acodado en la barandilla lancé una úl­tima mirada hacia la taberna. Casi no se distin­guía el farol de la puerta.

PONCHO SE CONVIERTE EN

ROCKY VOLCAN

Permanecí lo que quedaba del verano en Má­laga. O más exactamente en Torremolinos. Los extranjeros estaban más habituados al consumo de «hachis» y de paso me bronceé el lomo. Y tu­ve un ligue con una inglesa que no se quitaba el bikini ni para dormir. Incluso cuando nos acos­tábamos en mi hotel yo tenía la sensación de que ella seguía mentalmente tomando el sol.

Había reunido una pequeña fortuna y cuando los turistas fueron evaporándose de Torremoli­nos decidí con cierta pena que ya era hora de instalarme en la capital.

El viaje en tren resultó demoledor. Cada quince minutos había una estación vacía. Y otras veces el convoy se retenía inexplicable­mente. Al amanecer me desperté cuando se di­visaba una gran ciudad.

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-lEsto ya es Madrid? -le interrogué al otroviajero que había en el compartimento.

Me observó como si yo fuera un paleto y reso­pló lacónicamente un «sí». Tenía pinta de repre­sentante de productos farmacéuticos. De haber­se pasado muchas noches molido en vagones de segunda clase.

Había visto Madrid en muchas películas y en los No-Do, pero la verdad es que me impresionaba es-

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tar allí, donde vivía tanta gente famosa. Un taxi me condujo a un hostal de la calle Argüelles. Después de acomodarme, salí a la calle y tomé unos vinos y un pincho de tortilla en una de las tascas de estudiantes. Al regresar al hostal me di cuenta de que mi ropa veraniega podría causarme un resfriado. Además me tomaban por un turista.

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Los Cuadernos Inéditos

Mi propósito era meterme en el mundillo de la canción, coger un contrato en cualquier sala de fiestas y repetir el éxito que había obtenido en Melilla. Así que a la mañana siguiente, luego de sorber un desayuno recalentado, emprendí la aventura con mi guitarra en bandolera.

Fue una semana agotadora. En todos los loca­les me contestaban lo mismo. Que ellos sólo tra­taban con los representantes. No concedían oportunidades a los novatos como en las plazas de toros. Y o les replicaba narrando mi historial, aunque cara a ellos el Hogar del Legionario de Melilla se había transfigurado en un cabaret co­mo el de Rick en la película Casablanca.

Uno de los empresarios, por fin, accedió a so­meterme a una prueba. Empecé a cantar Todauna vida, pero al medio minuto el individuo me interrumpió notoriamente indignado.

-lPero, chico, en qué año vives? -bramó des­pués de sacarse de la boca el puro que mastica­ba-. lCuál es tu repertorio?

-No le gustan los boleros, señor? Sé tambiéncanciones de Aznavour.

-A mí es posible, pero al público ya no. Aho­ra sólo gusta el rock.

iEl rock! Todo el mundo hablaba del rock. Así que era eso lo que bailaban las extranjeras en Torremolinos. Como no aprendiera el nuevo rit­mo de moda podía despedirme de mis sueños.

Aquella misma tarde entré a la sala «Consula­do», en la que actuaban «Los Sonor». Todos los del conjunto tenían una guitarra eléctrica. Y a las chicas parecía enloquecerlas y coreaban las canciones cuando el estribillo repetía «ye-ye-ye­ye-ye» ...

Entonces decidí que yo también me iba a con­vertir en una estrella del rock naciente.

Al finalizar la actuación, me introduje en los camerinos y le pregunté a uno de ellos dónde podría conseguir una guitarra eléctrica. Me dio una dirección y cuando le expliqué mi situación me dijo que me pasase por el garaje donde en­sayaban.

Diablos, la guitarra se llevó la mitad de mis ahorros. Y todavía tuve que adquirir un amplifi­cador. Tocar boleros era mucho más barato.

Localicé las señas que me había facilitado el tipo de «Los Sonor» y me convertí en un asiduo de sus ensayos. Un día me animaron a probar y Jorge me dijo que lo hacía muy bien y que debía intentar el asalto a alguna casa de discos.

Durante unos días estuve meditando el nom­bre que me convenía para mi nueva etapa musi­cal. Si la música que iba a interpretar en adelan­te era el rock, eso debía incluirlo en el nombre. y si quería transmitir pasión, fuego, rebeldía a mis fans, nada mejor que un volcán. Eso es: Rocky Volcán.

iHEY, BABY! iMADISON!

Me inquietaba el asunto del dinero. Había te­nido demasiados gastos y progresivamente mi

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nivel de vida se deterioraba. Comía en restau­rantes económicos, de esos que muestran un co­chinillo trinchado como un mártir y frutas como robadas de un museo de cera en el escaparate. Iba solo una vez por semana al cine, los domin­gos y casi siempre a sesiones con programa do­ble. Y mi vestuario lo adquiría en Saldos Arias. En el «Consulado» me dejaban pasar gratis, ya que conocía al portero. Ese era todo el lujo al que podía invitar a una chica.

Algunos domingos asistía con Jorge a las ma­tinales del Price, donde los chicos y chicas más en la onda se reunían para aplaudir a los conjun­tos de moda. Por cierto que por allí me encontré al propietario de la sala de fiestas que me había rechazado. Aprendía de todos algo, la manera de vestirme, de mover las caderas, el tipo de flequi­llo, el estilo de los guitarristas.

Un día sentí que había llegado mi hora. Que tenía que demostrar mi valía. «Los Sonor» gra­baban en la RCA-Víctor y me presenté con una recomendación de Jorge dispuesto a salir de allí con un contrato... o muerto.

El cazatalentos de la empresa quiso investigar sobre mi biografía. Yo ya había aprendido a mentir a la vez que mostraba una sonrisa de ángel.

-Vale -dijo-. Veremos qué tal lo haces.¿ Tienes algún tema propio?

Respondí afirmativamente y me citó para el día siguiente ...

En el estudio de grabación había unos músi­cos que sólo se diferenciaban de los de una ban­da municipal en que llevaban tupé, charlé un ra­to con ellos para explicarles la canción, y luego dirigiéndome al productor canté «Un, dos, tres ... ».

Hey, hey nena Mi corazón loco es-es-tá por ti Oh, oh nena Mi corazón loco es-es-tá por ti Cuando te veo pasear yo te sigo detrás y algún día te diré que mi corazón es-es-tá loco por ti Oh, oh, nena, Madison Oh, nena, nena, nena ... El tipo quedó sorprendido de verdad con mi

show. Me había puesto una camisa de hilo de oro y en medio de la canción comenzaba a dar­me tirones, a hacerla jirones y por último me la quitaba. Con el torso desnudo, y sudando a cho­rros gracias a los tés que me había tomado antes, terminaba revolviéndome por el ..-.. suelo entre hipos y jadeos como un � desquiciado... �

* Perteneciente al libro No me llames cariño, que próxi­mamente será publicado por el Instituto Juan Gil-Albert de Alicante.