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Los Obvios - Soledad Arrieta

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Fecha de catalogación: 22/03/2011

Diseño de Tapa e ilustraciones interiores: Carlos A. Arrieta

[email protected]

© 2011 Soledad Arrieta

Reservados los derechos.

ISBN 978-987-1377-95-4

Contacto con la autora: [email protected]

Blog de la autora: www.cotidianidadeshumanas.blogspot.com

Este libro se terminó de imprimir en el mes de marzo de 2011 en: Creadores

Argentinos

Av. San Juan 1146 Piso 10º Dto. A

(C.P. 1147) Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Telefax (054 11) 4-304- 7283

E-mail: [email protected]

Sitio web: www.creadoresargentinos.com

Arrieta, Soledad

Los obvios. - 1a. ed. - Buenos Aires : Creadores

Argentinos, 2011.

140 p. ; 21x15 cm.

ISBN 978-987-1377-95-4

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

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Soledad Arrieta

Los Obvios

Creadores Argentinos

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A todas las Dudosas y todos los Dudosos.

A quienes recién están empezando a animarse a dudar.

A quienes hace tiempo que dudan.

A quienes con su trabajo diario se ocupan de combatir la obviedad.

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Los Obvios

La señora lo mira como si la vida se estuviera derritiendo en una olla de fondue. El

resto no lo nota, porque no fue fusilado. Lamen el cemento las suelas mientras las

campanas de la catedral acribillan los tímpanos de los Obvios, quienes se persignan una

y otra vez tras pasar frente a ella. Los Dudosos ya no creen en Dios, ni en las

campanadas, pero ellos son otro tema.

Inocencia no les sobra a los Obvios, aunque saben actuarla como profesionales del

teatro. Magritte los hubiera pintado con una sandía por cabeza. Caminan haciéndose los

despistados y el mundo es una película yanqui mal filmada, pero de Hollywood. No

entienden mucho de filosofía ni de pasión, pero son ases en economía y en traición;

creen que una madre es una madre y que un tumor es un tumor.

Transpiran con olor a rosas y se asustan cuando un lavacoches pronuncia sus

palabras mágicas. Sostienen que el rock, las marchas y la homosexualidad son cosa de

negros y diferencian con elevados fundamentos a los negros de alma de los de piel.

Parafrasean a Maquiavelo con orgullo y alaban la obra de Santo Tomás, pero jamás se

animaron a leer algo de Marx.

Están en todos lados y en ninguno a la vez, beben agua mineral, toman siempre un

tentempié, firman con costosas lapiceras contratos importantes y no entienden nada del

reino del revés. Sonríen cómplices ante la perversa publicidad de su político preferido,

siempre pensando en restituir la paz social.

Reniegan de los precios y del mozo que no les trae el café, del pibe que les pide una

moneda, de la secretaria que se enfermó, de la camisa beige que les quemó la empleada

con la plancha, de los subsidios, de las villas, del frío y del calor. Donan fortunas para

que otros Obvios de menor categoría (porque hay categorías de Obvios) les limpien las

patitas a los pingüinos, pero no se conmueven ni por falsedad al ver a un niño sin

desayunar.

Al menos dos veces a la semana juegan al tenis y sacan a sus perros de raza a

caminar, nada como verlos dejar su popó lejos de casa piensan sin un mínimo intento

de disimulo. Cuando se enteran de que hay una huelga, es mejor no estarles cerca. Sus

hijos no aprenden castellano, pero es un honor escucharlos speak en inglés. Respetan

mucho a las maestras, pero sólo a esas (también Obvias) que jamás cortarían un puente

y sienten vergüenza de ver a sus pares haciendo el ridículo ahí, mientras murmuran por

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lo bajo ojalá den la orden, ojalá den la orden.

Tienen siete vidas, no prestan ninguna —a veces las alquilan, pero no sueñes, a vos

no; no tenés ese nivel—. Escondida en algún lugar de su casa suele haber siempre un

arma, eso sí: nunca está cargada, aunque por las dudas… mejor prevenir que lamentar.

Piden mano dura y colimba, porque saben que los mejores tiempos fueron de la mano de

algún general que les mantuvo limpito de pobres el camino para salir a pasear sin que el

olor les genere jaqueca.

Usan corbatas serias y fruncen el ceño cuando alguien pisa sus lujosos zapatos. Los

Obvios se ríen despacito, con la boca cerrada y sin exagerar. Cambian de auto como de

amante y de propiedades como de pesos por dólares o euros según lo sugiera el diario

Clarín. Extrañan los tiempos del riojano traidor. Siempre caminan erguidos y sin mirar.

Rezan todas las noches por un mundo mejor, sin abortos ni pobres ni

contaminación. Como saben que sin abortos los pobres se reproducen, porque son como

conejos que no pueden parar de copular, consideran que como mucho a los tres años de

edad hay que matarlos, para que no crezcan y pretendan robar alguna de sus ostentosas

adquisiciones ni arruinen el paisaje en los semáforos de la ciudad.

Así de Obvios son los Obvios, tan distintos a los Dudosos que los miran de reojo

mientras hablan sobre ellos sin que lo noten, que lloran por saberlos disgregando cada

vez más a la sociedad, que escriben y cantan y pintan sobre esto y sueñan con espiarlos

disfrutando de su obra sin poderla interpretar.

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s

Atracones de versos burgueses

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Las trece campanadas

Las campanas comenzaron a sonar: trece veces ese día, descomunalmente. Casi

nadie las contaba nunca, pero esos pocos que sí, se quedaron paralizados en medio de la

calle mirando hacia la catedral como si se avecinara el apocalipsis. Una señora de

dimensiones considerables se cayó de traste al piso, tuvieron que levantarla entre cuatro.

Uno de los siete perros empezó a ladrar con furia hacia la iglesia y algunos pensaron,

sin decirlo, que estaba poseído por el demonio. El bebé en el cochecito que llevaba la

pareja rubia chillaba como un condenado. El cielo se oscureció levemente, casi a punto

de llover. Un taxi chocó de atrás a una camioneta elegante y quien la manejaba se bajó a

patotear al chofer.

Entre tanto, en un barrio desde el cual no se escuchaban las campanadas, un nene

de ocho años le confesaba a su madre que no creía en Dios. La madre, que venía de

tener una fuerte discusión con su patrón porque éste amenazaba con despedirla si no

accedía a acostarse con él, optó por ignorarlo en lugar de sentarse a dialogar, ya habría

tiempo para convencerlo. A ochenta y dos kilómetros de allí, cuatro jóvenes jugaban a

la ruleta rusa y, un poquito más lejos, un hombre asesinaba a su ex mujer con una

botella de vodka rota.

Peleando por la primicia, los medios de comunicación ya se hacían eco de la noticia

que, al cabo de media hora, estaba saliendo del país. A los cuarenta y cinco minutos

había llegado a Italia, donde los miembros del Vaticano enloquecieron de ira y

empezaron a maldecirse unos a otros. Los ciudadanos romanos comenzaron a

aglomerarse en las afueras de ese palacio exigiendo una explicación y se desesperaron

al observar el humo rojo que emergía del mismo. El Papa, que aún no había recibido

ningún sillazo, salió por el balcón con los brazos abiertos y en alto repitiendo “la casa è

in ordine”, pero nadie le creyó.

Transcurridas dos horas la gente andaba por las calles con muñecos de Jesús

prendidos fuego. En EE.UU. y en Rusia preparaban las naves dispuestas a partir hacia

otro planeta. Todas las personas que aún no habían encendido el televisor ni la radio ni

habían hablado con nadie, seguían con su neurosis convencional, sin sobresaltos.

Finalmente, a las cinco menos cuarto de la tarde, el obispo de la catedral de las

trece campanadas apareció en TV por cadena mundial declarando que el error había

sido de su Jorobado, quien al tocar por doceava vez se dobló el tobillo y tiró sin querer

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de la cuerda.

El Jorobado fue llevado a Roma, donde se lo ahorcó públicamente en la plaza.

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Julieta

Cierto día, Maitén especuló con la posibilidad de no volver a despertar. Puso a

calentar aceite para freír unos buñuelos que había preparado durante la mañana,

desconectó los artefactos eléctricos de la casa, abrió dos centímetros cada una de las

ventanas, quitó las telarañas de los techos, almorzó, lavó su plato, llamó a Ernesto para

despedirse y se acostó a dormir la siesta.

Se llevó un vaso con güisqui a la habitación, vació la caja de pastillas para dormir y

se quitó los anteojos dejándolos en la mesita de luz. Ya estaba lista. Recordó que no

había repasado los muebles del comedor y que había dejado la llave puesta en la

cerradura. Se levantó y previno los dos posibles inconvenientes que podrían suscitarse:

que Ernesto no pudiera entrar y que quienes vinieran después pensaran que era una

mugrienta.

Escuchó la puerta, pero se quedó quieta oyendo los pasos por el pasillo. Él se

arrodilló junto a la cama mientras lloraba como un niño; ella estaba segura de que traía

el cuchillo consigo. Tal como sospechaba, lo hizo. Esperó unos minutos antes de

sentarse y contemplarlo. Se bajó de la cama por el otro lado y llamó a la policía. Dos

horas y media después, un patrullero y una ambulancia llegaban a su casa. Al fin podría

limpiar la sangre.

Su plan había sido magnífico: no era una asesina pero tampoco era Julieta. Qué

orgullosa se sentía de conocer tan a fondo la psiquis de ese hombre.

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Boceto

Sus ojos serían azules y se verían tristes. Tendría una cicatriz apenas perceptible

sobre la ceja derecha y éstas, las cejas, serían gruesas. Las pestañas, sin duda, arqueadas

aunque no muy largas. Su nariz sería pronunciada, posiblemente con un lunar pequeño

del lado izquierdo llegando a la punta. No, el lunar por ahora no. Y sus ojos bien

podrían ser oscuros, pero siempre tristes como el olvido, como los de Malena. Por el

momento serían azules. Tendría los labios gruesos y una sonrisa amplia que no se vería

porque sería impertinente en su estado. Y cuando sonriera se le harían hoyuelos. Pero

esto no pasaría, no debo distraerme.

Su piel sería clara. Luego habrá tiempo para oscurecerla. Cabello castaño,

desprolijo, como si en él se expresaran sus propias ideas. Tendría un sombrero

encasillándolas. Un sombrero de paja, algo arruinado, viejo, de su abuelo. O de su

padre, un sombrero no vive tanto tiempo.

Sería alto, mas no se notaría porque estaría sentado sobre una mesa, con los pies

sobre la silla. No, mejor al revés, sentado en la silla, con los pies sobre la mesa,

estirado, casi recostado. Pero entonces sí se notaría su altura. Estaría sentado, ya veré

qué pasa con sus pies. Habría una botella en su mano. Aunque esos son accesorios, no

suman por ahora.

Tendría la espalda grande, un poco encorvada, amplia, fuerte. Y en ella un tatuaje,

algo simple: una caja. Una caja es sencilla a primera vista, pero se vuelve misteriosa al

pensar qué puede haber en ella, podría desviar la atención. Mejor sin caja. Sin tatuaje,

directamente. Aunque en realidad no se ve-ría, porque estaría vestido, por lo tanto

tendría una caja —con todos sus misterios— tatuada en el medio de la espalda, quizás

inclinada hacia la derecha y un poco abierta, para generar más intriga aún.

Usaría camiseta blanca y un jardinero de jean añejo, gastado, bastante roto.

Alpargatas blancas y sucias. De todas formas no dejaría que se vean sus pies. Aunque

quizá, si estuvieran sobre la mesa o sobre la silla… Lo ideal sería que estén abajo, que

no se vean. Tendría una pulserita tejida en la muñeca. Se la habría comprado a un

artesano que pasaba por el lugar.

Tal vez podría apreciarse mejor la espalda si estuviera sentado mirando hacia la

mesa con los brazos acunando su cabeza, descansando. Y se vería desde atrás. Pero

entonces su rostro no tendría sentido. O sería una incógnita más.

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En una mano tendría la botella. Habría estado fumando, el cenicero estaría repleto.

La botella sería de vino. No, sería de vodka.

Tendría la camiseta arremangada y se podrían ver sus brazos poblados de pelos

mientras sostienen su cabeza. El sombrero podría caerse y taparlos. Debería cuidar eso.

Pensándolo bien, no aparecerá. Habría estado allí, porque estaría la silla corrida, el

cenicero lleno, la botella destapada. Pero él ya se habría ido. Que quede a merced de la

imaginación de quien lo observe.

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El misterioso amigo de Ernesto

Era el amigo de mi amigo Ernesto. Lo habría visto unas tres veces en total, aunque

la segunda no cuenta ya que, en realidad, fueron menos de cinco minutos. El día que me

lo presentó me di cuenta de que era algo extraño, pero me imaginé que sólo sería mi

prejuiciosa visión femenina.

Ernesto y yo conversábamos acerca de una conferencia a la que habíamos asistido

unos meses atrás, que se repetiría en noviembre. Su amigo no emitía una sola palabra, ni

siquiera me respondió cuando le pregunté a qué se dedicaba. Nos despedimos

estrechándonos las manos y no volví a verlo hasta la noche de la fiesta azul.

Todo comenzó alrededor de la una de la madrugada cuando, en medio de la

diversión, se me ocurrió salir a tomar un poco de aire. Me apoyé contra un paredón,

inspiré profundo y relajé la cabeza. Enseguida sentí una respiración en mi cuello y

despegué abruptamente los párpados. Él caminaba hacia atrás, alejándose de mí en

dirección a la casa, sin apartar sus ojos de los míos. Inconfundible gesto. En toda la

noche no volví a cruzármelo. Supuse que se habría ido.

Para entonces Ernesto estaba a miles de kilómetros en su luna de miel. No podía

molestarlo con tal banalidad. Llegué a casa un poco mareada, cansada, apoyé la cabeza

y me dormí sin siquiera sacarme la ropa. Soñé que abría los ojos y este ser sin nombre

estaba acostado en el techo, violando toda ley de gravedad, mirándome desde ese punto

fijamente. Desperté aterrada, sudando como un animal, temblando.

Fui al baño a lavarme la cara. En cuanto levanté la vista, en el espejo estaba él. Mis

manos eran de hombre. Me desnudé y mi cuerpo era el de él. Ahí surge la tercera vez,

que se volvió eterna.

Ese mismo día comencé a preguntarme quién era esa mujer tan extraña que mi

amigo Ernesto me presentó aquella tarde en la que conversábamos sobre el congreso.

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Cleopatra

La puerta se cerró y, como era de esperar, no reconocí a nadie. A menos de dos

pasos una dama (creo) ya me estaba ofreciendo una copa que acepté por cortesía.

De alguna manera la situación era divertida, aunque difícil. Implicaba ser un

desconocido, un nadie o, peor aún, un alguien que en nada se parece a quien se es de la

puerta hacia fuera. Algunas máscaras eran graciosas, otras generaban una suerte de

morbo mientras las más ingeniosas evocaban ni más ni menos que un frío temeroso

desde la mismísima columna vertebral.

Yo estaba vestida de Cleopatra, como siempre, pero mi cara (por si acaso) estaba

cubierta con un antifaz en tonos violetas que escondía por completo cualquier rasgo

distintivo. Sólo quien supiera de mi lunar me reconocería. Pero no había nadie en ese

lugar que alguna vez lo hubiera visto. Ni ahí ni en ningún lado.

El vampiro miraba con erotismo mi cuello, predeciblemente, mientras la princesa

rusa, a unos metros de distancia, le regalaba miradas de desprecio dejando en evidencia

la pista de que algo había entre ellos.

El emperador romano miraba al sacerdote con cierta ansiedad, hasta que por fin éste

se acercó y le rozó la mano, invitándolo al juego de seguirlo, hasta donde yo los perdí

de vista.

Tarzán y Gatúbela preparaban tragos tras una barra de madera con lucecitas de

colores. Me daba la impresión de que entre ellos existía cierto rechazo, de que no se

llevaban bien. Pero este dato, a mi parecer, hacía más entretenido el espectáculo.

Seguí caminando; brujas que jugaban a hechizar reyes, odaliscas que seducían sin

piedad al Tío Sam, Batman que te-nía unos anteojos ridiculísimos sobre el antifaz para

poder contemplar mejor a la monja de minifalda, y yo, que seguía mi rumbo intentando

no perderme en esos absurdos detalles.

Subí la escalera tropezando con todo tipo de personajes ya inconscientes, pasé por

el primer piso mirando sólo hacia abajo a mi andar (no me parecía propio andar

levantando la vista justo en el primer piso) y llegué a la última escalera, aquella que

llevaba a la terraza donde estaba la pileta. (Aún no logro responderme cómo hacía para

sentirse cómodo el estúpido sobre la reposera con el disfraz del gran pez).

En ese sector de la casa estaban los disfraces más cómicos. Bin Laden se desvivía

por las dos geishas que estaban sentadas respectivamente en sus rodillas. Alguien tiró

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algo muy pesado al agua haciendo que ésta, enfurecida, salte empapando a todos los que

estaban a su alrededor. Escuché su voz quejándose y la seguí ansiosa.

Cómodamente en una reposera, con una botella de champagne en la mano y la

mirada irreconocible, mientras una sensual india le hacía masajes en los hombros,

estaba Ptolomeo XIII. Siempre suceden cosas similares en la modernidad cuando una se

casa con un hombre menor, sobre todo si ese niño es su hermano.

Me acerqué con cuidado por detrás, apartando a la india sensual, y le susurré al

oído “Te encontré”. Giró bruscamente el cuello al reconocer mi voz y clavó sus ojos,

que temblaban de miedo, en los míos. “¿Cómo supiste?” pudo balbucear entre ese

miedo que se iba convirtiendo, apacible, en un veneno letal. “Es que esa máquina que

hasta aquí te trajo, amor mío, fue diseñada a mi orden, a tus espaldas, haciéndote creer

que era tu secreto y tu creación. Puedo asegurarte que la usé mucho más de lo que

podrías imaginar”.

Desde el mismo lugar en el que estaba parada sostuve su cabeza mientras pasaba un

dulce filo por su cuello sin piedad. Me fui siguiendo el mismo recorrido, quizás

aprendiendo un poco más de lo que veía. Crucé la puerta y ordené que destruyeran la

máquina del tiempo.

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Agonía

Ernesto miraba el techo como esperando que le diera una señal, algún guiño, un

hasta siempre, quizás, un dormite de una vez. Sin embargo la fiebre no le permitía

relajarse, temblaba de a ratos con el calor o con el repentino frío que se colaba por sus

sábanas.

La puerta cerrada no le permitía oír los murmullos que seguramente lo evocarían en

la sala, su madre, allí, y Maitén.

Maitén. Maitén que no paraba de llorar y había salido de la habitación para no

angustiarlo con su propio dolor. Su madre debía estar abrazándola mientras le

acomodaba la blusa coral y le corría el pelo de los hombros, despejándole el pecho y el

cuello.

En la ventana, acomodado bloqueando el único espacio que permitía que se filtre

algo de luz solar, el gato gordo y antipático que lo miraba de reojo burlonamente, sin

sonreír.

Serían las dos de la tarde, con suerte las tres. Sabía que el calor era intolerable, pero

no podía prescindir de las frazadas: el frío lo azotaría sin piedad otra vez. La nieve

comenzaría a brotar del maldito techo nuevamente, luego se derretiría porque haría

calor llenando el piso de agua y, de repente, un viento gélido que la congelaría

volviéndola hielo. Hielo que podría hacer que Maitén o su madre al ingresar a la

habitación patinaran y cayeran y, quizá, se partieran la cabeza y él tuviera que llorar.

Pero Ernesto no estaba con ánimos de llorar. Si sólo pudiera sacarle una sonrisa a

ese gato… Sabía que la realidad distaba muchísimo de esa posibilidad. Que moriría sin

haberlo escuchado reír, sin haber conocido sus dientes. Desagradecido gato gordo,

pensaba, desagradecido.

Golpes suaves en la puerta. Ernesto aclaró su voz para poder darle ese tono

agonizante que tanto precisaba. Pasá Maitén. Se abrió la puerta con el crujido que lo

fascinaba (de chico pasó demasiadas horas abriéndola y cerrándola sólo por ese placer).

Entró sigilosa, en puntitas de pie. Acercó el sillón a la cama y se sentó como si se

estuviera acomodando en una nube. Estaré muerto ya, pensó Ernesto, y ella no pudo

aguantarlo y se arrojó a las vías del tren para acompañarme. Imposible, era el olor del

gato el que invadía aún la habitación. No lo creía capaz de seguirlo, con toda su

antipatía y su indiferencia.

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Ella no tenía rastros de dolor en las facciones. Tenía el maquillaje intacto, una

sonrisa disimulada pero que denunciaba una presencia reciente. Él estaba seguro de

haberla visto llorar. Quizá lo había imaginado, producto de las alucinaciones que

podían conllevarle tan alta fiebre.

Cruzó las piernas y encendió un cigarrillo esperando, con cara de inocente, que

Ernesto tosiera. Se levantó y caminó sensual y pausadamente hasta la ventana, empujó

al gato hacia adentro (siempre que era desplazado de algún lado hacía un ruido que

perturbaba a Ernesto. Lo sabía y por eso lo seguía haciendo). Levantó la persiana y el

sol lo invadió todo filtrándose por cada rincón de la habitación.

Esperaba ansioso por esa luz pero, al llegar, en el fondo le molestó por no haber

podido proveérsela él mismo. Las cuatro, seguramente eran las cuatro de la tarde ya.

Además de la luz, comenzó a ingresar un calor agobiante por la ventana. El gato se

había subido a la cama y estaba a sus pies. Lo hubiera pateado de no quererlo tanto.

Su mamá ingresó por la puerta sin previo aviso. Traía consigo una bandeja con una

tetera y tostadas. Tres. Tres tostadas. Ni una más ni una menos. Sabía cómo alterarlo.

Sonó el timbre. Ambas salieron de la habitación dejándolo a solas con el felino que

seguía sin mirarlo. Media hora había pasado, al menos.

Puerta que se abre sin previo aviso otra vez, pánico que estremece cada rincón del

cuerpo, sudor, calor, frío, miedo.

Ambas entraron aceleradas, Maitén cerró nuevamente la persiana, la madre bajó al

gato de la cama que hizo su horrendo ruido acostumbrado y caminaron con prisa hacia

la puerta, mientras él preguntaba qué pasa, quién era. Maitén dio media vuelta, se

acercó a la cama, le dio un beso en la frente y le tapó la cabeza. Era el médico, Ernesto,

hoy tampoco te vas a morir. La puerta se cerró de un golpe mientras él escuchaba al

gato reír, por primera vez.

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Cartero

El cartero malhumorado llegó como todos los jueves dando tres fuertes golpes en la

puerta. Era el hombre más feo que había visto en mi vida. Yo lo observaba a través del

visor, demoraba sólo para hacerlo enojar más (me agradaba ver cómo su ojo derecho se

enrojecía). Sabía que jamás se atrevería a matarme aunque le encantaría. Caminé sin

prisa hacia la puerta, su alteración ya estaría al borde del colapso. Sin embargo sonreía.

Me entregó el paquete que traía y se fue, dejándome ese sabor amargo en la boca.

Puse a recalentar el agua para mate, cambié la yerba y, terminado el ritual, me senté

con el paquete. No podía dejar de pensar en la sonrisa de ese siniestro hombre, ¿por qué

sonreiría? ¿Qué motivo tendría? Ya no podría esperar ansiosa los jueves ese

acontecimiento. Aunque quizá me estaba adelantando a los hechos y el jueves siguiente

volvería a la normalidad.

Sin embargo, llegó con la misma estúpida actitud feliz. Esperé al próximo, lo

mismo. Cuestión que al cuarto jueves con esa sonrisa espantosa, fui al correo dispuesta

a quejarme.

En cuanto puse un pie en el establecimiento noté que estaba vacío, habiendo sólo

una persona en el mostrador, a quien me acerqué para preguntarle por el encargado. A

los tres metros de distancia ya me había dado cuenta de que era el mismo miserable que

me llevaba la correspondencia, con la infame sonrisa del último tiempo. Me sorprendió

que lo hubiesen ascendido. Quizás ese fuera el motivo de su sonrisa. Tal vez la semana

siguiente su reemplazo fuera mucho más malhumorado y gruñón que él. Esa hipótesis

me agradaba.

Me hizo pasar por una incómoda puertita hacia un pasillo que me llevaría al

despacho de su jefe. Quedé sola y nadie me atendía. Empecé a molestarme. Diez

minutos pasaron. Cuando la puerta se abrió sentí un mareo, creí que estaban tomándome

el pelo. ¡¡ERA ÉL!! ¡¡Otra vez era él!! Se habría escabullido por algún pasillo interno,

pensé. Lo miré con mi peor cara. Me invitó a entrar amablemente. Era satisfactorio su

gesto, había vuelto a la normalidad.

—Pase por acá por favor, póngase cómoda —dijo con mala voz.

—Discúlpeme, no comprendo cómo es el organigrama en este lugar —se echó a

reír con maldad. Tomó mi brazo y me acercó hacia una ventana por la cual podía verse

todo el establecimiento. Mis ojos no podían creer lo que veían, pensé en la posibilidad

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de estar soñando.

Eran miles de hombres idénticos a él trabajando. Parecían clones. La angustia me

poseyó, no entendía nada de lo que estaba sucediendo.

—¿Cómo puede ser esto? ¿Es una secta? ¿Son experimentos genéticos? ¿¡Qué es

esto!?

Evidentemente, mi alterado tono de voz alto alertó a todos los trabajadores, quienes

giraron hacia el vidrio. Debo admitir que me invadió un miedo tremendo y que lo único

que quería era salir corriendo de ese lugar. Pero la intriga me obligaba a quedarme.

El que estaba dentro de la oficina conmigo sirvió dos vasos de agua. Lo agarré de

inmediato.

—Espere, no se lo tome todavía —me dijo arrebatándome el vaso con cierta

violencia—. Prefiero que antes vea lo que va a suceder.

Bebió toda el agua de un solo trago, se paró y me dio la espalda. Al instante volvió

a voltear y, para mi sorpresa, ya no era él. Era mucho más siniestro de lo que yo

esperaba, más parecido al diablo que a un cartero clonado. Era Adolf Hitler.

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Espera

No le gustaba mucho el clima. A decir verdad, sentía un poco de miedo. Colgaban

unas telas rojas a modo de decoración, estéticamente no eran agradables a la vista. El

olor era extraño, aunque lo conocía muy bien. Tabaco y sándalo. El segundo para tapar

el primero, sin éxito. Se escuchaba el diálogo lejano, sin distinción de las palabras: dos

mujeres y ella.

Pensaba en cómo sería físicamente. Se imaginaba una mujer muy voluptuosa, con

los labios y las uñas y el vestido rojo. El vestido en realidad no, pero en su imaginación

combinaba perfectamente si era de ese color. La boca y las uñas rojas. El pelo rubio,

abultado, quizás algo ajado, unos rulos grandes armados adrede y desarmados por las

horas allí.

Se imaginaba que usaba un perfume muy dulce, tal vez demasiado, que impregnaba

por completo ese pequeño cuarto que, suponía, no debía tener más de dos por dos. Ese

aroma probablemente sí distraía del olor a cigarrillo. Y claro, sería lógico, ¿qué altura

tendría el lugar? ¿Dos metros más? ¿Un cubo sería? Lo ponía un poco nervioso la

exactitud.

Había un gato gordo, muy grande, sentado en una de las sillas de lo que venía a ser

una sala de espera. Tenía los ojos entrecerrados y abría la boca enorme cada tanto para

bostezar. Se acercó a hacerle una caricia, en afán de que fuera mimoso y jugara al

cómplice de la espera. Pero en cuanto se levantó, el gato despectivo dio un salto al suelo

y se alejó caminando con femineidad por el pasillo, hacia donde estaba ella, con sus

labios y sus uñas rojas, con su rubio cabello y sus ojos negros enormes. Esto último se

le había ocurrido mientras tanto.

Encendió un cigarrillo, imaginó que no se podía, por eso el sándalo intentando

disimular. Pero la espera lo tenía demasiado ansioso como para no hacerlo. Y cómo le

hubiese gustado tener alguna copita a mano. Pitó ferozmente una y otra vez, lo devoró

en pocos minutos.

No lo había notado antes: en la pared había un reloj. Con la angustia que le

generaban los relojes… Seis y veinticinco de la tarde. Ya habían pasado veinticinco

minutos desde que aguardaba allí, se estaba molestando lo suficiente como para irse,

pero tenía necesidad de verla, aunque sea, después de tanto haberla imaginado. Se

negaba a rendirse y escapar. Las intrigas, claro estaba, no residían sólo en su apariencia,

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sino en todo lo que luego vendría, eso que en realidad lo había llevado hasta ese lugar.

Se escuchó la puerta, un sonido perturbador y alentador al mismo tiempo en ese

preciso momento de dubitación. Tacones deambulaban por el pasillo y de pronto se

dirigían a la sala, a su sala, en la que él aguardaba transpirando de la emoción. Una de

las mujeres estaba vestida de negro, con un vestido casi pintado en el cuerpo, y en sus

ojos se advertía la resaca de un llanto desconsolado, mientras él se preguntaba cómo no

la había oído llorar. La otra la sostenía del hombro, seguramente la habría acompañado

a ella, porque no presentaba los signos que se imaginaba que él mismo tendría al salir.

Pasaron por la puerta sin siquiera un ademán de saludo, unas irrespetuosas, pensó,

aunque comprendió que quizá no estaban en condiciones. Nuevamente puerta, tacos,

cercanía.

—Buenas tardes, señor.

—Buenas tardes, señorita.

—Pase por aquí.

Mientras caminaban él la observaba; no se parecía en nada a lo que había

imaginado: ni el pelo, ni los labios, ni las uñas.

—Póngase cómodo.

—Gracias.

Conforme ella se acomodaba como una rutina vulgar que la abrumaba

cotidianamente, él pensaba en cómo podría sentirse cómodo en un lugar así, lleno de

misterios, ahogado de respuestas.

—Cuénteme, ¿qué lo trae por aquí?

—Bueno, quizá le suene raro, pero tengo 38 años y jamás me enamoré.

—Ajá —respondió sin mirarlo a los ojos, mientras mezclaba las cartas.

—Deseo profundamente enamorarme y quiero saber si eso va a ocurrir.

Ella terminó de mezclar, le pidió que haga tres cortes y empezó.

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Soledad Arrieta 24

Fascinación

El mar se veía hermoso desde la roca en la cual estaba sentada. Mientras tanto, el

sol me acariciaba sutilmente los pechos y la brisa fresca me devolvía a la realidad.

Escuché unos pasos sigilosos que venían desde atrás y, mucho antes de que pudiera

darme vuelta, sentí un golpe seco en la nuca que me desvaneció.

Cuando me desperté estaba sentada en una pequeña laguna de losa, la mitad de mi

cuerpo yacía bajo el agua. Ensordecida por el mareo que aún me invadía giré como pude

el cuello buscando al culpable. Las paredes eran azulejadas y tenían una guarda con

dibujos que me resultaban familiares.

Me entristecía la imposibilidad de salir de ahí, por más fuerza que hiciera con mis

brazos sólo lograría dar un salto y quedar inmovilizada en el piso. Junto al lugar donde

estaba sentada había un recipiente con agua, de una forma extraña. Un poco más lejos

un recipiente de las mismas características, pero más alto. No podía ver qué había en su

interior. Se me ocurría que de todo lo que había ahí adentro podía fluir algún líquido.

El dolor en mi cuello me obligó a reposar la cabeza y no pude seguir observando.

La amargura me inundaba.

No sabía qué hacer. No tenía muchas opciones, así que comencé a cantar. De un

momento a otro se escuchó un fuerte ruido en la puerta y entró un hombre que no hizo

más que observarme, me temo que no se animó a dirigirme la palabra o creyó que no lo

comprendería. Bajó una tapa que tenía el recipiente que estaba más cerca y se sentó a

disfrutar de mi voz. Hasta que no tuvo más remedio que matarse.

Las horas pasaban y yo seguía esperando que un tritón azul viniera a mi rescate

atravesando los obstáculos de sequía para arrancarme de las garras de la bestia humana,

como en aquellos cuentos que la abuela me contaba cuando era pequeña.

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Soledad Arrieta 25

Manera

Entonces nos bajamos del auto, estaba oscuro y no andaba un alma por esa ruta. Él

me miraba como si yo de alguna manera (siempre tejía esa manera en su habilidosa

mente) tuviera la culpa.

Ese mismo día habíamos tenido una discusión bastante fuerte, basada en la

posibilidad de que me trasladaran al exterior por trabajo. Él no tenía intenciones de

mudase y yo no tenía intenciones de dejar mi trabajo; después de todo era gracias al

mismo que sosteníamos la mayoría de nuestros gastos. Pero pasó, discutimos y a la

noche debíamos ir a cenar a lo de unos amigos que vivían en la ciudad, por lo cual

tratamos de componernos para parecer lo más normales posible (pese a la consciencia

que ambos teníamos de que esa normalidad no era más que una polaroid que se iba

oxidando con el tiempo y sin las ganas).

Llegamos a lo de ellos, siempre tan cordiales y con sus tantos modales burgueses y

las velas y el vino carísimo y la comida elaborada por la cocinera de la casa (porque

tenían cocinera, además de mucama) y luego el champagne y el postre y el veneno y la

muerte. Todo como de costumbre, como toda vez que íbamos a visitarlos. Nunca me

quedó bien claro qué era lo que nos unía a ese matrimonio de burbujas (que flotaban por

separado, alejadas del mundo y distanciados de ellos mismos por esa muralla de jabón

que, supongo, en algún momento fusionaban, al menos para hacer el amor). Y cuando

digo todo como de costumbre digo que en un momento de la velada, también, (en ese

momento en que la situación ya no soportaba más hipocresía y que sólo queríamos

teletransportarnos a nuestra propia locura de una vez por todas) explotó la lamparita del

comedor y los vidrios se desparramaron por el piso generando algún que otro rasguño

en alguna que otra piel que alcanzaron a rozar. Digo, también, que su gato amorfo y

siniestro vomitó unas siete veces. Y digo, además, que a ella le agarró una jaqueca

insoportable y a su marido una descompostura de estómago fulminante (por desgracia

no lo fulminó literalmente).

Nos subimos al auto entorpecidos por el malhumor. Y nuevamente surgió el tema:

“Yo me quiero ir y no quiero una vida mediocre acá, Vos no querés vivir acá porque

estás encaprichada, no, yo quiero progresar y vos quedarte aplastado y bla, bla, bla”.

Teníamos casi dos horas de viaje. Habían pasado unos diez minutos cuando dejamos de

hablarnos. Imagínense ustedes lo tedioso de la situación. A los cuarenta y cinco ya no

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aguantaba más, tenía una necesidad urgente de que se detuviera, de descargar toda mi

desesperación a través del aire, del soplo de una brisa encariñada con el mundo que me

permita arrojar alguna de todas esas lágrimas que tenía acumuladas y se rehusaban a

salir por su propia voluntad.

“Frená por favor, no me siento bien. No la hagas más difícil, no nos retardemos,

todo lo que quiero es llegar a casa y descansar”. Mi rostro se fue deformando y

proyectando una especie de reflejo de lo que la bronca puede generar cuando oprime el

pecho desde la impotencia de no poder gritar, de no poder actuar.

El auto se detuvo. “Ahora sí me das el gusto, ahora que ya me lo negaste, ahora que

ya no te lo pido. Se paró solo. No sé que pudo haber pasado, voy a ver. Pará, te

acompaño”. Él tenía ese gesto de ira que yo bien conocía y tan insoportable me

resultaba. Entonces nos bajamos del auto, estaba oscuro y no andaba un alma por esa

ruta. Él me miraba como si yo de alguna manera (siempre tejía esa manera en su

habilidosa mente) tuviera la culpa. Me alejé para prender un cigarrillo. Y ese árbol que

no había visto (ni él), que no estaba enclenque (supongo) y que no azotaba ningún

viento, se le cayó encima.

Me quedé sola, ahí, en el medio de la nada, sin una llovizna que me abrigue de esa

realidad tan horripilante. Y me empecé a reír como loca. A carcajadas, cada vez más

fuertes. No me reía por su muerte, no se vaya a malinterpretar. Me reía porque él lo

sabía todo. Y le daba tanto miedo esa verdad que nunca se animó a reprochármela.

La lamparita de la pareja burbuja, el gato amorfo vomitando compulsivamente, la

cabeza de ella, el estómago de él, el auto descompuesto, el árbol derribado. Qué suerte

que la mente a veces pueda ser tan poderosa. Qué suerte y qué desgracia. Pero qué

suerte al fin.

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Cuenta regresiva

Había empezado la cuenta regresiva. La bala se alejaba de él como si nunca le

hubiese perforado un pulmón dejándolo inconsciente y, luego en el hospital, muerto.

Sus tres viudas ya no lloraban en el funeral que él no quería tener.

El policía lo miraba desafiante mientras emitía palabras que no llegaba a distinguir

por la distancia, pero ya no sacaba el arma para apuntarle y disparar, ni se interponía la

mujer embarazada en la secuencia del primer balazo.

El dueño de la joyería lo atendía con amabilidad y no apretaba ningún botón de

alarma mientras él le exigía que pusiera el dinero y las joyas en su bolso, ya que decidía

no hacerlo, conmovido por la mirada confiada de su interlocutor.

Esa mañana optaba por no salir a robar y quedarse tomando mate con el sol

acariciándole el rostro a través de la ventana, mientras su perro lo miraba desde el

rincón con cierta complicidad.

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Me declaro culpable

La conocí un 9 de enero en la biblioteca de la calle 67, trabajaba ahí hacía unos

meses y ella iba al menos una vez por semana, aunque no llegaba a verme. Sus ojos

parecían dos dagas con una gota de sangre en cada punta. Así me envolvían en su

misterio y asesinaban a cada hombre que con ellos se cruzaba.

“¿Qué estudiás?”. Te pregunté aquella tarde, ¿te acordás? “Nada y todo”, fue tu

respuesta, mientras no le dabas tregua a mis ojos que se estaban desangrando. Sonreíste

como si me odiaras, como si odiaras a todo el que dentro de ese espacio estaba. Y yo me

reí. “Los siete locos, de Arlt, estoy buscando” me dijiste. Esperaba impaciente que

alguna lámpara se encendiera en mí para responderte algo que te cautivara. “Enseguida”

te dije, siendo víctima de la absurda quietud mental que me generabas. Y cuando volví

ya no estabas, ¿te acordás, Maitén? Te habías ido y yo te vi por la ventana, caminabas

con un vestido celeste que volaba con el viento.

Serían las nueve de la mañana cuando llegué. Él me miraba como si me tuviera

miedo. Sí sí, a él me refiero. Me miraba como si yo fuese una psicópata, como si lo

fuera a lastimar. Trató de hacerse el gracioso pero realmente daba pena verlo sonreír

entre unos dientes nerviosos y llenos de mentiras.

No, no me está entendiendo.

Él quería ser amable, pero se notaba que no podía, que algo lo inquietaba.

Claro. Pero quería disimular.

Ella estaba casi todos los días ahí. Al principio sólo iba a retirar algún libro, luego

tomó la costumbre de quedarse allí a leer.

¿Él? No, pobre hombre, si es un pan de Dios. Ella también lo es ¿eh? No vaya usted

a creer.

¿Ah?, yo química. No. Y, porque empecé a trabajar, los libros quedaron de lado, en

fin, lo que sucede a menudo ¿vio?

Sí, Ernesto, poco después de esa tarde en que cruzamos esas pocas palabras te

animaste. No entiendo cómo tardaste tanto.

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Disculpe señor, me dirijo a usted.

Yo estaba leyendo para ese entonces “Noticia de un secuestro”, lo recuerdo

perfectamente porque él se acercó a hacerme un comentario sobre la obra. Se sentó,

cambió su cara de pobre hombre por una que inspiraba un poco más de serenidad y

conversamos un rato, hasta creo que nos reímos.

No, fui yo la que lo invité a mi casa.

¿Hace falta que le relate eso? No estoy de acuerdo.

Mejor así. Más o menos hasta las 7 u 8 de la mañana ya que, me dijo, tenía que

pasar por lo de sus padres a cambiarse antes de ir a la biblioteca.

Tres veces.

Arroz con atún.

Vino. Tinto.

No recuerdo.

No, la primera vez fue antes de cenar.

Las otras dos después. ¿Tiene sentido?

No, no lo recuerdo.

Pero ¿de qué le sirve saber qué música escuchamos esa noche? No la desperté, salí

sin hacer ruido, aunque creo que cuando llegaba a la puerta se despertó.

No, no dijo nada, escuché crujir la cama, nada más.

Por eso.

No, ese día no fue. Esa semana no fue, no apareció, creí que no quería volver a

verme.

Una tarde que se sentaron juntos en la mesita del fondo. Se reían, parecían

cómplices. Y después se fueron juntos ¿eh?, yo me quedé silbando bajo cerca de la

puerta hasta que cerraron. Y por una semana ella desapareció. Con don Raúl creímos

que la había asesinado. Y, cara de loco tiene, pero tal como dijo doña Sonia, era un pan

de Dios.

Es, es, claro, disculpe.

León Gieco.

Ajá.

No, ninguno de los dos.

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Claro, fue una semana. Porque mi novio volvió de Misiones, donde estaba hacía un

mes por trabajo. Le habían dado esa semana de vacaciones y quise disfrutarla con él, ya

habría tiempo para los libros.

No, señor, él lo sabía. Y también era libre cuando nos separaba la distancia.

No, señor, discúlpeme pero no se lo voy a permitir. Dios sabe cuánto amé a ese

hombre.

No, señor, a mi novio.

En Nigeria. Sí, ahí lo mataron, junto a otros 6 voluntarios.

No, no me voy a explayar sobre eso, no viene al caso.

Volvió y me explicó, no quería entrar en razón.

No, señor, yo no entendía. Pero lo acepté. Me enamoré perdidamente de ella. Siete

meses juntos todos los días. Desapareció otra vez y no volví a verla. Hasta hoy.

¿Cómo se le ocurre? No, no podía buscarla, supuse que habría vuelto su novio y

que estaría con él. Jamás me imaginé.

Yo le pregunto, señor, ¿qué tiene que ver esto con el crimen? ¿Somos considerados

sospechosos por amarnos?

¿Ella le dijo eso? Es mentira, también me amaba. Se le empezó a notar cuando sus

ojos dejaron de ser dagas y se convirtieron en mariposas.

Al fin, muchas gracias.

Hasta mañana.

Hasta mañana.

Hasta mañana.

Hasta mañana.

Hasta mañana.

—Cuánto hacía que no nos veíamos, Maitén.

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—Es verdad. Qué extraño cruzarnos acá. Y por esto.

—¿Por qué me mirás así?

—No sé, estás raro.

—Creés que fui yo, ¿no?

—Ay, Ernesto, por favor, siempre el mismo paranoico.

—Entonces decime, ¿quién creés que fue?

—Sos ingenuo ¿eh? Eso es algo que siempre me gustó de vos.

—Dale, Maitén, ¿qué pensás?

—No pienso, sé.

La verdad es que había estado muy confundida. Pasé un mes yendo y viniendo

desde que mi novio me dijo que se había enamorado de otra mujer, que no volvería. Iba

de noche a la biblioteca, cuando ya no había nadie.

Velas, no podía prender la luz.

No señor, hubiese sido muy evidente.

Por la ventana de atrás, que no tenía vidrio hacía años y nadie se había dignado a

arreglarla.

¿Quiere dejarme continuar y después hace las preguntas que se le antoje hacer?

Gracias. Esa noche hacía mucho frío y yo no me había llevado abrigo. Entonces la

vi. Estaba ahí acomodada en una estantería. Toda su colección. Cada uno de sus libros.

Si bien me gustaba como escribía, nunca pude leerlo mucho ya que lo relacionaba

directamente con ciertos grupos sociopolíticos que me alteraban.

¿Me deja proseguir? Después le contesto, ¿le parece?

Bueno, todas sus obras. Bajé uno a uno sus libros. Los apilé. Y los quemé. Así de

simple. Ahora sí, pregunte lo que quiera.

¿Homicidio? Pero yo no maté a Borges, ¡quemé sus libros! No, señor, me parece

tremenda su acusación. Son elementos inertes, no le encuentro explicación a lo que dice.

Sí, señor.

No, en lo absoluto.

Mire, puedo pagarlos.

Un libro no es una persona.

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Tampoco.

No, señor, no puedo aceptar estos cargos.

¿Hasta cuándo?

Está bien. Ya llegará mi abogado.

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Réquiem

Se acercó a él dándole un beso en la frente. No estaba segura de que fuera una

despedida, sólo ella tenía la verdad. La tía abuela vestida de negro y transpirada le

apretaba la mano contagiándole un poco su sudor. La transmisión le hacía imposible

notar si ahora ella transpiraba o si los restos que quedaron en su palma izquierda eran

ajenos. Aún no había podido llorar, no para los demás, no hacia afuera, aunque la

situación le generaba una angustia muy íntima.

El día también estaba muriendo, nadie sospechaba que iba a renacer. O quizá sí,

pero no los que rodeaban el ataúd con ese morbo que tanto caracteriza a las situaciones

similares. Alguien estaba rechinando los dientes, seguramente alguien que no lo conocía

como correspondía para acompañarlo en esa situación, ya que a Ernesto le perturbaba

ese sonido.

La tía abuela se sonaba la nariz con un ruido desagradable, sus secreciones (que

eran tan reales como su aspecto) atormentaban el ambiente, volvían tediosa la situación,

ya no la aguantaba. Estaba a punto de rogarle que se fuera. Pero no podía, Ernesto se lo

reprocharía. Optó por salir a fumar un cigarrillo alejándose de ese grupo de animales

que nada entendían de la circularidad.

Camilo, el padre, salió apurado tras ella y comenzó a hablarle monótonamente

sobre cosas que ni siquiera estaba escuchando, era como una voz lejana que no llegaba a

llamar la atención de sus sentidos. Y de repente la abrazó y lloró y sus secreciones

también le molestaban. Estaba desesperada, no sabía dónde ir. La muerte estaba más

presente entre esa gente que en el ataúd.

Entró alterada solicitando a los visitantes que la dejaran a solas con él. No

soportaba más sus presencias, pese a que ya estaba escrito que en algún momento

debían irse. En cuanto ingresó de nuevo sintió algo de pánico producto de la situación,

se sentía observada, señalada. Después de todo era la primera vez que veía a su marido

muerto. Y esperaba que fuera la última, le resultaba un sufrimiento demasiado severo,

demasiado intenso, demasiado real. Superado el pánico, esperó a que saliera del lugar la

última persona para sentarse en paz.

Sin embargo bien sabía que la paz, al menos esa noche, no existiría para ella.

Siempre había estado en contra de ese rito de los velorios, al igual que él. No creían en

la muerte definitiva y les generaba muchísima repulsión el pensar en un cadáver

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expuesto de esa forma tan siniestra. No entendía quién la había convencido de todo ese

circo, pero ya no tenía opción; estaba en el baile y debía bailar.

Se sentó cerca y le dio otro beso en la frente. Podía notar la resaca de una mueca,

quizás una sonrisa. Lo miraba fija e intensamente a los ojos (siempre que se hacía el

dormido eso le generaba gracia y se echaba a reír, dejando al descubierto la falsedad de

su sueño).

Pero nada hacía, ningún gesto. Sus fuerzas estaban centradas en desconcentrarlo, en

traerlo de vuelta. En tomar sus manos tibias y besar sus labios que en ese momento

parecían los de una estatua. Por fortuna para ella faltaba poco tiempo, muy poco, unos

minutos quizá.

Aunque todo eso que faltaba era aún lo peor. Ahora era ella quien estaba

transpirando y quien secretaba esas sustancias que tanto repudiaba; imploraba que nadie

se le acerque.

Todos los personajes ingresaron otra vez, sin previo aviso. La tía abuela volvió a

tomar su mano y a transmitirle su secreción, apretándola cada vez más fuerte, hasta que

en un rapto de valentía la abrazó, haciendo que sienta todo su cuerpo pegajoso y sus

ropas adheridas y ese olor tan de cerca.

Mientras la abrazaba, la tía abuela sacó de su bolso un cuchillo. Y se lo clavó en la

espalda dejando que su punta le saliera por el pecho, quedando éste a la vista de todos.

Las caras horrorizadas que aún podía reconocer con sus ojos entrecerrados la

desesperaban un poco más de lo que ya estaba. La secreción roja, intensa, brotaba

inconteniblemente manchando sus manos, su vestido, el piso, el ataúd, a su difunto

marido. Nadie se esperaba ese final. No para ella.

Era extraño, pero siempre había planificado su muerte de una forma menos

dramática. Quizás encerrada en un baño con un frasco de pastillas. Quizás encerrada en

un ascensor con un ataque de claustrofobia que le cortara la respiración. Pero no así. No

en manos de una tía abuela transpirada. No con un cuchillo atravesándola de lado a

lado.

Los aplausos retumbaron en toda la sala. Las luces se encendieron. Los ocho

personajes se pararon dando las gracias. El telón se cerró.

Maitén se acercó a su marido (aún chorreando pintura roja) y le preguntó, al oído y

entre risas, cómo lograba mantenerse así durante tanto tiempo.

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Trabajos

—Su trabajo es el más divertido del mundo —le dijo la niña pelirroja—. Cuando

sea grande quiero ser como usted. Verá: mis papás nunca sonríen cuando trabajan y

tampoco cuando vuelven a casa porque todavía están mal por lo que hicieron durante el

día. Yo pensaba que estaban enojados, pero mamá me explicó que no siempre que los

grandes tienen mala cara es que están enojados, a veces están pensativos. Ellos siempre

están así. El otro día fui a visitar a mi papá a su trabajo y vi que estaba contento, jamás

lo está. Se ve que la rubia que salió de abajo del escritorio cuando entré le estaba

haciendo cosquillas en los pies. Cuando fui a contarle muy contenta a mi mamá, se puso

muy pensativa, yo creía que se iba a alegrar. Y un día se suspendieron las clases en mi

escuela y, cuando llegué a casa, mamá estaba en la pieza con el señor que había ido a

arreglar la cama. Pero mi papá dijo que la cama no estaba rota y se puso más pensativo

todavía. Por eso, yo no quiero ser pensativa, quiero ser feliz como usted.

Esa noche, cuando el payaso llegó a su casa, se lavó la cara y se acostó junto al

cuerpo dormido de su mujer. Simplemente la abrazó y lloró.

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Instinto

Él no advierte que lo estoy mirando. Y si lo supiese, por la más fría respiración,

sería fatal.

Él no sabe que nunca, jamás, había conocido a nadie como él y que ahora estoy a

unos pasos de su presencia. Que tan sólo con imaginar su mirada clavada en algún sitio

de mi cuerpo, muero del temor y de la intriga que me provocan proyectar lo que luego

va a pasar.

Él ni siquiera pensaría que alguien como yo lo acecharía sabiendo, al mismo

tiempo, que él me acecha y que calculó tantas veces y tan minuciosamente este

encuentro —cómo se-ría, cada paso, cada movimiento, cada sensación, por mi hechizo,

por este conjuro que sabe a muerte, mía, suya, de ambos—. Y pensar que en el fondo

nos gustaría ser amigos.

Pero es aquí donde aparece el instinto del hombre, y el mío. Algunos lo llaman

supervivencia.

Sin embargo, mucho tiempo después, mi piel estará abrigando su frío por las

noches o será la alfombra que sus pasos han de adorar. Quizá me venda o me regale

burlándose del alma que me arrebató.

Él, fuerte, con una mirada un tanto violenta (y otro tanto temerosa) detenida cerca

mío. Con su arma de fuego temblando por escupir su amargura en medio de esta selva

que no esperaba su visita...

Y yo... un simple tigre.

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Reconocidos desconocidos

La habitación estaba vacía por completo, sólo sus sillas y ellos o viceversa.

No tenían mucho por hacer más que mirarse en sus propias soledades, en sus

propias rutinas, observar ciertos tics que a esas instancias podían resultar incluso

entretenidos.

Lo más divertido de la situación era que jamás se habían visto la cara hasta

entonces (aunque sabíamos que se habían deseado en silencio cientos de noches,

relamiéndose entre sueños, gozando el cuerpo del otro). Era estimulante por más que a

ellos les generara un temor que no les hacía tanta gracia.

Primera vez que pasaban un tiempo juntos y ya estaban aburridos, no encontraban

qué hacer para pasar el rato y no tenían más opción que esperar (más allá de la historia

del mes entero en Grecia reposando y saltando en la cama de aquella casa prestada

por alguien que no recordábamos quién era y esa otra semana y media en Andalucía

tan lejos y tan cerca de todo en ese hotelucho del frente azul).

Intentaron hablar pero no se llevaron bien, no reconocían sus propias voces

(aquellas que conocían a la perfección después de tantas y tan largas manifestaciones

de sensaciones al oído), incluso iban notando de a poquito, con las pocas palabras que

pronunciaban, que ni siquiera coincidían en el idioma.

Probaron sintiéndose, acariciándose: él los pechos de ella, ella la espalda de él,

probaron respirándose, rozando casi los labios, enfrentando el aliento a fin de

reconocerse (era sabida la adicción que les generaban sus cuerpos).

Intentaron degustarse, lamiéndose mutuamente el cuello, sentir ese sabor que debía

recordarles algo, que debía regalarles alguna sensación positiva (recordábamos los

detalles de cómo se bañaban en saliva para luego secarse con el calor de sus propias

pieles).

Nos sentíamos un poco intrusos en esa vida que no nos pertenecía (no del todo),

pero era nuestro trabajo y no podíamos dejar de hacerlo por más que las emociones se

nos estuvieran haciendo pedazos. Así estábamos, tras el vidrio cuyo espejo de su lado

impedía que ellos nos vieran, con los ojos repletos de lágrimas contenidas.

Nos daba tanta pena saber que habíamos ideado a estos seres sin haber previsto que

tendrían sentimientos… Se enamoraron y no lo sabíamos. Cómo evaluarlo previamente,

cómo conocer el amor antes de que se manifieste. Pero era demasiado peligroso para el

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resto de la humanidad que ellos sintieran. Nos costó muchísimo llegar a esta decisión,

mas optamos por resetearlos. Y dolió, más para nosotros que para ellos, quienes no lo

notaron, creíamos. Quitamos algunos componentes que podrían ser los precursores de

estas emociones indeseadas, pensando que sería el fin.

Al despertar yo estaba con él y mi compañero con ella, cada uno en un consultorio.

Lo primero que hizo él al abrir sus ojos fue preguntar por ella. Lo primero que hizo ella

al abrir sus ojos fue preguntar por él. Nos enternecimos mucho, por eso elegimos

reunirlos en esa habitación. Y sin embargo no logran reconocerse, todavía. Si al menos

pudiéramos confesarles lo que no son…

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Bulimia de poesía

Qué horrorosas son las máscaras,

qué mentira.

Cuánta bulimia de poesía

que termina en una cloaca

se da atracones de versos

burgueses.

Y salís vos

con el antiguo antifaz del cotillón iluminado de la esquina

a mentirles una vez más

la estupidez que necesitan escuchar para sentirse

volar

lejos de los olores que generan arcadas

bulimia de poesía, pienso

nadie puede leer los pensamientos.

Sonríen

son las máscaras más caras

desalmadas

aplauden con euforia

intolerante.

Vomitan lo que no pudieron digerir,

una verdad.

Tal vez.

O una desidia.

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Las sombras de los postes de luz

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Qué bonita vecindad

Celebrábamos esa tarde que los vecinos terminaron de mudarse. No tendríamos que

soportar más esos domingos en los que desde temprano ya empezaban a hacer ruido y

desaparecerían para siempre las peleas con los palos de escoba a través de la pared.

—¿Cómo no nos avivamos antes? —me dijiste con tu oscura mirada desde la

penumbra del living.

—Tal vez en el fondo nos gustaba —te respondí.

Con eso bastó. Te paraste, por primera vez en tantos años, y me dejaste ver que no

llegabas ni a la mitad de la altura que tenías en 1994. Y ni hablemos de cuando estaban

de moda las plataformas camufladas con los pata de elefante…

Ciento y pico tenías. Más de ciento veinticinco años, seguro; me acuerdo que

cuando los cumpliste te hicimos una fiesta, cinco al cubo, ¡al cubo!, qué manera de

tomar y bailar, parecía que tenías la mitad.

Cuando los infelices de al lado llegaron, lo primero que hicieron fue ese agujerito

en la pared del baño. Me daba gracia que no te dieras por aludido, era todo tan obvio.

¡Cómo le excitaba a la rubia verte defecar, abuelo! Pasa que vos ya no escuchabas bien

y aún no teníamos plata para el audífono, pero enseguidita se encerraba en la habitación

con el marido la muy sucia.

Cabalgaba toda la tarde sobre ese pobre pedazo de carne que ya ni para el desquite

servía. Yo veía todo el espectáculo a través del espacio por el que les robábamos el

cable; qué lamentable ese hombre, cómo no se iba a excitar ella viendo a un viejo

defecar.

—¿Cuándo va a dejar de llorar ese bebé? —me preguntaba todas las noches

Laurita.

—Calma, preciosa, tené paciencia, ya va a pasar, en algún momento va a dejar de

ser bebé —le explicaba. Pero su odio fue creciendo todas las noches hasta que el nene

también creció. ¡Qué desgracia, abuelo! ¿Te acordás?

La rubia regaba la madreselva y puteaba contra las abejas. De repente vio que algo

atrás de los jazmines se movía sin cesar. Y los enganchó justo, abuelo, qué quilombo

que hizo. Está bien que Laurita ya estaba pisando los cuarenta, soltera y virgen como le

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aconsejé, y que el chico cuyo nombre no recuerdo apenas si tenía once. Pero no se

abusó ¿eh?, pongo las manos en el fuego por mi hija, él la sedujo hasta que la pobrecita

no aguantó más.

¿Cuánto tiempo duró lo de las ratas envenenadas? ¿Te acordás cuando te comiste

una y te tuvimos que llevar al hospital? Te la bancaste como un duque ¿eh?, ni un

gemidito largaste. No parabas de piropear a la enfermera gorda. Ahí fue cuando les

prendí fuego el patio, ya no toleraba más tanta violencia.

Concretamente, lo que terminó de sacarme de mis cabales fue la carta de lectores

repleta de injurias que publicaron en el diario. Eso sí que no podía dejárselos pasar.

Nunca te enteraste, pero decidí jugar a la bruja de Blancanieves y darles de comer de su

propia manzana.

Cociné un bizcochuelo de vainilla e incluí, como parte del mejunje, una rata

envenenada. Los muy ingenuos creyeron que de verdad iba en son de paz. Al pibito lo

tuvieron que operar de apendicitis y a nosotros nos cayó la cana con una orden de

arresto (ahora sabés por qué). Menos mal que pude convencer al policía de que éramos

inocentes, a los ochenta y cinco es innegable que aún conservo intactos mis talentos.

Como era de esperar, una de las dos familias sobraba en el vecindario. Obviamente

yo no hubiese dado el brazo a torcer. Esa tarde celebrábamos nuestro triunfo cuando te

paraste y eras tan pequeño que no llegabas ni a los cincuenta centímetros… No me

dejaste disfrutar ni eso, abuelo, ni eso. O sería que en el fondo nos gustaba y que, en

realidad, después de veinte años de convivencia los extrañaríamos.

Cerramos las ventanas y sellamos los agujeros hasta que lleguen los próximos, a

quienes aún esperamos. Si mi intuición no falla, será un matrimonio de jóvenes recién

casados, sin hijos ni ruidos; tendremos que esforzarnos en inventar otro pretexto.

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LOS OBVIOS

Soledad Arrieta 43

Toco tu boca

Me miraba serio desde el otro lado del vidrio. Cualquiera que no supiera hubiese

dicho que venía a matarme. No se movía, sus ojos tampoco. Nadie comprendería cuánto

habíamos vivido juntos.

Estaba viejo, pero yo también lo estaba.

Había escrito algo sobre él la noche anterior. Luego había abollado el papel y lo

había arrojado al cesto de basura. Generalmente asumía esa actitud cuando no me

gustaba lo que leía. También cuando no me gustaba lo que pensaba, por esa torpeza y

esa ignorancia que me obligaron a adoptar.

Movió sus labios desde afuera mientras hacía una seña. Bebí el último trago de ese

café quemado, me abrigué y salí. Nevaba como aquella tarde que yo no protagonicé.

En el fondo no me sorprendía la ausencia de gente, siempre había sido así.

—Te estás congelando —dije mientras besaba su mejilla.

—Estoy acostumbrado —murmuró mientras abría la petaca para tomar un trago.

El viento helado rasguñaba nuestras caras al descubierto. Saqué del bolsillo de mi

campera un cigarrillo que a los pocos segundos de tensión se había consumido. Su

mirada silenciosa me inquietaba y esperaba con ansiedad su próxima palabra. Hurgó

aceleradamente en su bolso y sacó un paquete envuelto con papel madera. Agarró mi

mano y lo puso allí. Mis labios se congelaban de no hablar.

Le agradecí mientras se me escapaba una lágrima.

—Es tuyo —respondió mientras se alejaba. Nunca más volvería a verlo.

Ahora estaba sola en el medio de un desierto blanco repleto de ausencias, recuerdos

y dolores. Hubiese preferido esos ojos fríos que no desentonaban con el clima.

Entré nuevamente al lugar, dejando el paquete sobre la mesa. Me desabrigué y me

senté, señalándole al mozo que me trajera otro café. Aún tiritaba.

Permanecí un rato mirándolo sin tocarlo. Tenía la seguridad de que mi vida podía

cambiar en un instante. Lo agarré agitándolo cerca de mi oído, esperando escuchar algo,

todavía no le encuentro sentido a esa actitud. Lo dejé otra vez en la mesa y empecé a

desenvolverlo con lentitud.

Llevaba años escondida en ese pueblo. Mi dolorosa experiencia me decía que no

podía permitir que volvieran a atraparme.

Era ese libro. Doblada en su interior, la carta, mi pasaje a la salvación.

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LOS OBVIOS

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Paris, 12 de febrero de 1984

Estimada Lucía:

Tengo claro que esta carta llegará a tus manos muchos años después de este

momento. Es muy probable que para entonces no me reconozcas y que, incluso, me

haya cambiado el nombre para poder seguir mi vida. Desconozco el paradero al que te

la haré llegar, por el momento. Muchas cosas habrán cambiado, pero sé que voy a

encontrarte.

Hoy ha muerto nuestro secuestrador y estoy feliz, porque somos libres. Comienza

una nueva vida. Ya lo ves, Maga, podrás volver a la realidad.

Adjunto el resultado de lo que hizo con nosotros. Te resultará incomprensible, pero

me conmovió leerla. Te recomiendo que la guardes en un lugar seguro y que, si algún

día querés recordar esos tiempos que compartimos, aunque más no fuera a la fuerza, la

leas.

Con afecto,

Horacio Oliveira.

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LOS OBVIOS

Soledad Arrieta 45

Y vivieron infelices para siempre

Todos los días llegaba a las siete de la tarde. Se sentaba en la tercera mesa del lado

de las ventanas y me pedía un café mediano. Podía pasar horas con esa taza observando

a través del vidrio, con su libretita amarillenta en la que casi nunca anotaba nada. Decía

ser escritor.

Fumaba seis cigarrillos durante su estadía. Ni uno más ni uno menos, sin importar

el tiempo de permanencia. A veces hablaba con la ausencia. Otras veces llegaba su ex

mujer y conversaban en voz baja. Ella jamás pedía café.

A diferencia de todos los que frecuentaban este lugar, él tenía rostro. Era envidiable

que sus ojos tuvieran expresión y que su boca estuviera rodeada por labios

tentadoramente carnosos, como los de antes. Que además de orificios nasales tuviera

nariz, ¡y qué nariz! Parecía llegado de otro planeta.

Un buen día se fue del bar dejando su libreta sobre la mesa. Aún guardo la sospecha

de que lo hizo a propósito. La abrí con mucha intriga, pero estaba vacía. Se me ocurrió

buscar en otras páginas y allí apareció, muy en el medio de la nada, la misma frase que

pusieron en su lápida: “Había una vez millones de personas en el mundo. Con los años

terminaron de arrancarles la identidad. Y vivieron infelices para siempre.”

Él había sido el último, probablemente tenía razón.

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9:06

Me desperté y eran las 9:06 exactamente, al igual que los últimos tres días. La

alarma no había sonado. Algo dentro de mi cabeza me obligaba a abrir los ojos a esa

hora. Rugí como todas las mañanas mientras me arrastraba a la cocina. A medida que

avanzaba, una baba verde iba dejando su huella en el piso. Otra vez no iba a salir de mi

casa y seguía pensando en Gregorio Samsa, el muchacho que me había robado el

corazón.

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LOS OBVIOS

Soledad Arrieta 47

Unicornio

Me preguntaba si realmente valía la pena estar sentada en ese sillón mirando el reloj

en lugar de estar montando un unicornio en una playa desierta. Mi gurú me había

contado que cuando no queremos estar en un lugar, cerramos los ojos e

instantáneamente estamos en otro. Entonces ahora estaba allí, en la playa con el

unicornio. Pero la sombra de su cuerno proyectó la hora en la arena y eso me

estremeció. Mejor vuelvo al sillón y a esa maniática utopía de querer que el tiempo se

detenga. Golpean la puerta y me obligo a deslizarme hasta ella. Cuando la abro, una

avalancha de arena ingresa a mi hogar. Descubro que estoy en el lugar inadecuado y que

el tiempo se quebró sin pedirme permiso. Me ahogo con el polvillo que quedó

suspendido en el aire y empiezo a cantar con los ojos cerrados. Al abrirlos me encuentro

en esa plaza que tantas veces compartimos, recostada en el césped, junto al unicornio

que me mira con tus pupilas clavadas en las mías. Me asusta esa coincidencia y lo

empujo alejándolo de mí. Noto que a su lado hay un precipicio y lo veo caer sin

distinguir el fondo en que iba a estrellarse. Mis lágrimas empiezan a rodar y me

despierto a tu lado, estás mirándome con los ojos del unicornio.

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Soledad Arrieta 48

Copos de nieve

El primer copo de nieve cayó justo en mi mesita de luz, donde estaba ese libro de

rimas de Bécquer que nunca me gustó pero hacía unas semanas que intentaba leer

porque se me habían terminado los libros de la biblioteca del comedor, donde el

segundo copo de nieve cayó: justo sobre el libro de Galeano que él me había regalado

cuando todavía era mi amigo.

Pero volvamos al primer copo de nieve que cayó justo en mi mesita de luz

apagando también el cigarrillo que aún no había terminado de fumar mientras pensaba

en el budín de chocolate que estaba sobre la mesada, mas el tercer copo de nieve cayó

justo arriba de él y se derritió estropeándolo y dejándome con las ganas de saborearlo.

Pero volvamos al primer copo de nieve que cayó justo en mi mesita de luz donde

estaba la libreta naranja en la cual anotaba, al despertar, los sueños que me habían

resultado interesantes y, tal como era de esperar, corrió la tinta; igual daba lo mismo,

porque sabía que esa noche iba a tener un sueño de lo más interesante si no hubiese sido

porque el cuarto copo de nieve cayó justo en mi frente despertándome.

Pero volvamos al primer copo de nieve que cayó justo en mi mesita de luz donde

estaba la foto en la que él me rodeaba con su brazo izquierdo y, como no me gusta que

me fotografíen, admito que festejé que se arruinara mientras se me ocurría imprimir una

nueva para reemplazarla aunque, previsiblemente, el quinto copo de nieve cayó justo en

la impresora estropeándola.

Pero volvamos al primer copo de nieve que cayó justo en mi mesita de luz al lado

de la cama en la cual estaba acostada y me levanté molesta a mirar por la ventana qué

pasaba afuera, pero fue en vano: del otro lado del vidrio no nevaba y el sexto copo de

nieve cayó justo en la cabeza del gato que pegó un grito desgarrador y me pregunté ¿por

qué carajo está nevando acá adentro? Y los últimos copos de nieve caían justo sobre

mí, ahogándome.

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Extraterrestres

El paisaje monótono me generaba un aburrimiento indescriptible, hasta que

apareció la nave espacial junto al colectivo en que viajaba y pude ver a ese extraterrestre

parado frente a mi ventana, inspeccionando. Al cabo de unos minutos, muchos de ellos

rodearon el vehículo y lo destruyeron con ametralladoras creyendo, en su ignorancia,

que habían asesinado a todos los que allí viajábamos.

Al ingresar al micro y descubrirme, uno de ellos me dijo algo así como “venimos en

son de paz” y yo pensé inmediatamente “estos deben ser los neuróticos asesinos de la

Tierra”, mientras agradecía una vez más a la vida ser habitante de Marte.

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Fantasma

Hace diez años yo estaba muerto. Caminaba por la avenida San Juan cuando un

motociclista pasó y me disparó por error. Fallecí en el acto.

No sé qué fue de mi cuerpo, pero mi alma se quedó a hacerte compañía por las

tardes, esas en que te duele tanto tomar mates sola. Ponés la música del Polaco bien

fuerte para no escuchar mi voz que todavía te asusta y te sentás a mi lado en la mesa. No

lo sentís, pero mi mano izquierda siempre está sobre tu hombro derecho.

Aquella tarde de marzo te fuiste corriendo y te seguí. ¡Cuánto morbo en esta

sociedad! “Murió”, te dijo el médico con cara de nada. ¿Cómo que morí? ¡Eso fue hace

diez años! Qué locura que te hayan hecho esperar tanto para liberarte. No recuerdo qué

pasó el resto de ese día. Mas sí que a la tarde siguiente me cebaste un mate y acariciaste

mi mejilla mientras se te escapaba de los labios la promesa de una eternidad

abrazándome, mamá.

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El agua estaba por todos lados

El agua estaba por todos lados. En los espacios vacíos que quedaban entre los

ladrillos de la pared, en el hoyuelo que se hacía en tu mejilla cuando sonreías, en la

maceta que tenía la planta muerta, en mis zapatos nuevos, en la pava a punto para el

mate, en la chimenea que nunca funcionó, en los cigarrillos viejos que quedaron en el

cajón de las medias de cuando dejé de fumar, en la guitarra que se estaba pudriendo

sobre la silla de la pata chueca, en la sonrisa de la imitación del cuadro de La Gioconda,

en la lágrima que cayó del ojo del payaso que decoraba la cuna del bebé que no tuvimos

cuando te fuiste, en las burbujas que salían de mi boca cuando quería hablar, en la

cerradura de la puerta del placard que tenía tu ropa. El agua estaba por todos lados, me

escribías quejándote a modo de justificativo por tu partida. Yo no quería tener una casa

en el útero de una ballena, me reprochabas, cuando ambos sabíamos que eras vos quien

reclamaba una vida fuera de lo convencional y que me alejara de los libros de biología.

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No es lo que parece

Ahora no puedo explicarte claramente de qué corno se trata todo esto pero, con más

tiempo y mayor claridad conmigo misma, intentaré que lo comprendas. No te voy a

mirar a los ojos y decir una frase típica al estilo no es lo que parece; entraste y lo viste,

no te puedo mentir. No me grites, yo te estoy hablando con tranquilidad. Es que hacía

frío, hace frío, y yo estaba sola y la cama estaba helada. Cuando lo vi ahí parado, en lo

primero que pensé fue en el calor que podría darme. No, no me estoy justificando, estoy

tratando de entender mi propia actitud para que vos también la entiendas. Lo hice pasar

porque me sentía sola y, no te lo voy a negar, ya planeaba algo más que compañía.

Esperá, no te vayas; hablemos o, al menos, escuchame, porque él ya está muerto, ¿qué

más pensás hacer? Aunque te resulte increíble, en este momento todo lo que siento es

culpa y una fuerte angustia. Lo único que necesitaba era su piel. Y ahora todo lo que

necesito es tu abrazo, ¿me abrazás? Sé que estás triste, pero no llores, vení. Hay muchos

corderos como él, aunque fuera tu preferido.

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Ganas

Tenía tantas ganas de pedirle otro café… pero el médico se lo había prohibido, así

que las hizo un bollito que guardó en el bolsillo. En cuanto salió del bar, Braulio

encendió el cigarrillo permitido del día y lo disfrutó como si faltaran veinticuatro horas

para el próximo. Cruzó hacia la plaza y notó que alguien había escrito algo en el árbol

junto a su banco. Se acercó a inspeccionar.

Mientras tanto, en el bolsillo, la gana de café dialogaba con la gana de otro

cigarrillo.

—Estoy harta de que me guarde acá, ¿qué se cree éste?

—Sí, yo también estoy harta. Pero a vos al menos no intentó matarte, como a mí.

—Shhhh, hablen más despacio que algunas acá queremos dormir —susurró la gana

de chocolate desde el fondo.

—¿Y vos qué hacés acá? ¿A qué te referís con “estamos”? —chilló indignada la

gana de café.

—A ver, a ver, ¿qué es esto? ¿No hay paz en este bolsillo? —se intrometió la gana

de güisqui.

—¡Ah, no! Esto es un descontrol, ¿cuántas somos? —pre-guntó desconcertada la

gana de cigarrillo.

—Una, dos… siete, nueve… dieciséis. ¡Dieciséis!

—Mmm… Somos muchas para un solo bolsillo me parece. Ni siquiera estamos

cómodas —reflexionó la gana de café—. ¿Y si nos fugamos?

—¡Eso, eso! ¡Organicemos una fuga!

De a poquito todas las ganas comenzaron a planificar su fuga. Saldrían de a una, sin

que nadie lo note. Aun no había consenso acerca de qué harían una vez que estén en

libertad, la votación sería en contacto con la naturaleza.

Braulio se había olvidado los anteojos en su casa antes de salir. Resignado por no

poder leer el mensaje del árbol, se sentó en su banquito a reflexionar. En medio de esa

introspección, comenzó a notar que le faltaba algo. El cigarrillo le generó asco y tos, así

que lo apagó, pensando que quizás ahora sí podría dejarlo para siempre. Pero de a poco

iba sintiendo que se deshacía, que le empezaban a faltar “cosas”. Siguiendo con su

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reflexión, notó que ya no tenía ganas de nada, ni siquiera de vivir, y se acurrucó

esperando a que la muerte se lo llevara, tal como lo hizo unas horas después.

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El pastorcito

Es probable que esta vez no sea en serio, pensó el pastorcito, mas a quién le

importa. Ni bien se acomodó bajo el naranjo, comenzó a silbar jugando al distraído. De

repente, de atrás de una montaña de paja, apareció el lobo. Su cara se transformó,

horrorizada, mientras se atragantaba con el silbido. ¡Viene el lobo! ¡Viene el lobo!,

empezó a gritar de manera consecutiva y alzando cada vez más la voz.

Como en el pueblo ya estaban acostumbrados al poco original chiste del pastorcito,

lo ignoraron. El lobo, indignado por la situación, se acercó a una casa y sopló con todas

sus fuerzas, dejando al descubierto a los tres chanchitos que tomaban cerveza mientras

miraban un partido de fútbol. Uno de ellos se hizo pis encima. El otro se tapó los ojos

con sus patitas de adelante y se acurrucó junto al último que, ebrio como estaba, no

podía parar de reír.

Ya fuera de sus cabales ante la irrespetuosidad del chancho borracho, el lobo sacó

de su bolsillo una escopeta con la que rompió la cerradura de la casa de la niña de la

caperuza roja. El problema fue que no recordaba cuántos años habían pasado desde la

última visita y, esa niña, ya era toda una mujer que estaba en el sillón apretando con el

príncipe que se ha-bía casado un lustro atrás con la muchacha blanca envenenada, de

quien se había separado hacía dos meses. Cuestión que, sin comerse a nadie (porque con

la abuelita se había empachado en su momento y recordaba tristemente lo mal que le

había caído su carne), decidió marcharse.

Una paloma desafiante defecó en la cabeza del pastorcito, despertándolo. Tampoco

esta vez, suspiró.

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Narración

El teléfono no paraba de sonar, las hojas volaban por la habitación. Y vos ahí, ahí

mirando como si todo estuviera en orden. Si tan sólo ella no hubiera sido tan taxativa, si

me hubiese dejado respirar nueve minutos más. Esa puta nube que no se mueve de

arriba de mi techo, lo que daría porque deje de llover. Necesito encontrar ese cuaderno.

¡¿No podés descolgar esa mierda?! Ya sé, no podés. Y ese tipo que está desesperado

revoleando papeles por los aires soy yo, cómo me creció la barba, qué demacrado estoy,

mirá la panza que tengo, el olor ¿no te afecta? No, qué te va a afectar a vos. A ver,

levantate. ¡Correte digo! Qué guacho que sos, no podés haber estado sentado encima

todo este tiempo mientras yo revolvía la habitación sin decirme nada, sos una porquería.

A ver, página 48: “La lluvia cesó y pudo ver a través de la ventana un rayo de sol. Se

acomodó suavemente en la silla azul y el gato se le sentó encima. Atendió el teléfono

sabiendo que era ella diciéndole que aún estaba viva. Al escuchar su voz respiró

profundo y disparó”.

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Los Ernestosaurios

Cuentan que hace muchos años un hombre llamado Noé construyó un arca para

salvarse, junto a su familia y otros animalejos, del supuesto diluvio universal. En la

conocida fábula bíblica, este señor reúne a diversas especies para preservarlas llevando

dos ejemplares de cada una.

Por entonces aún existía una clase de ser vivo que nadie jamás quiso volver a

recordar: los ernestosaurios. Tenían forma esférica, su piel era violeta y su tamaño podía

compararse con la estatua del Buda de Leshan. Lo más asombroso de estos bichos era

que tenían la capacidad de, a medida que rodaban, absorber todo lo que a su paso se

cruzaba llevándolo a su interior. Nunca se supo a ciencia cierta qué les deparaba a las

víctimas allí, pero era sabido que no las masticaban ni digerían: simplemente las

guardaban. Los rumores oscilaban desde la posibilidad de que al traspasar la piel se

murieran hasta que cada uno tuviera en sus adentros a sociedades reducidas, idea que

necesariamente llevaba a nuevas hipótesis acerca de cómo serían las mismas.

Con el tiempo dejaron de estar en circulación, casi ni se veían. Cuando Noé inició

el proceso de selección de los animales recordó su existencia.

—¡Jirafa! ¡Jirafa! Ven y tráeme un pedazo de ernestosaurio urgente.

—Pero Noé, eso es injusto —respondió la jirafa en su idioma—. Estás llevando una

pareja de cada especie, ¿por qué reducir a los ernestosaurios a sólo una fracción de

ellos?

—Cállate o te degüello, haz lo que te pido.

La jirafa se fue cabizbaja en busca de uno de ellos y cumplió con su cometido.

Dicen los que saben que el diluvio jamás llegó y que un ernestosaurio quedó

agujereado y salió por allí el primer hombre que, al ver y recordar lo que sucedía afuera,

decidió volver a entrar y enmendar con urgencia, desde adentro, la piel de su animal sin

lograrlo, ya que fue interceptado por un hipopótamo bajo las órdenes de Noé y sometido

a un interrogatorio.

—No puede ser que estés igual si han pasado tantos años, ¿cuál es el secreto que se

esconde en el interior de estos seres?

—No puedo revelarlo. Sólo decirte que allí la eternidad está asegurada, así como la

felicidad y la bondad. Pero sólo para los pocos que somos dignos de ingresar.

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—Patrañas. Quiero entrar y verlo, ¡llévame contigo!

El hombre negó esta posibilidad a Noé y fue sometido a un sinnúmero de torturas

para que aceptara. Aunque había olvidado el detalle de que jamás podría dañarlo.

Alterado por la situación, el constructor del famoso Arca decidió enviar al simio a

curar al único espécimen que quedaba a la vista para que, luego, los elefantes lo hicieran

rodar sobre él a fin de ser absorbido, seguro de su dignidad para ingresar a ese

submundo.

Noé murió aplastado por el ernestosaurio y nunca se volvió a hablar de esta especie,

bajo amenaza de muerte.

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Otoño

En el mismo pueblo que cada uno de los años anteriores de su vida, Ernesto pintaba

el paisaje que recreaba con oleos durante los otoños, frente al lago, habiéndole colocado

previamente la fecha al marco que luego usaría, para no confundirse.

A medida que los otoños iban pasando, Ernesto se ocupaba de recomponer

cualquier cambio que se hubiera suscitado en el paisaje, como las ramitas y el pájaro

naranja que faltaban en esta ocasión respecto a la primera, allá por 1984.

Tenía la manía de dejar el cielo para el final, aunque la lógica le dijera que debería

ser lo primero; gozaba de desafiarla. Llegado este paso, descubrió que le faltaban los

oleos necesarios para recrear su color.

Pensó en quitarse la vida, pero decidió romper sus propios esquemas y pintar, esta

vez, un cielo rosado que anunciara el viento inexistente.

Al finalizar, y sin previo aviso, el pueblo sufrió la misma tragedia que aquel ficticio

Macondo.

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Poeta

—¿A qué te dedicás? —me preguntan a menudo.

—Soy poeta —respondo orgullosa.

—Pero, ¿de qué trabajás? —insisten.

—Mi trabajo es escribir.

—Bueno, ¿cómo comés?

—Con lo que escribo.

—¿Quién te paga?

—Nadie.

—¿Con qué comprás la comida?

—No compro comida.

—¿Qué comés?

—Hojas —en este punto la conversación se vuelve tediosa y la cara de mi

interlocutor siempre denota desprecio—. ¡Cómo hojas y bebo tinta! —reafirmo.

—Disculpame, pero ¿no te cae mal alimentarte así? ¿No te genera indigestión, por

ejemplo? —ríen.

—No, porque luego vomito poemas; pero no te esfuerces —vuelvo a sentirme

orgullosa—, jamás lo entenderías.

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Punta Alta

El pueblo olía muy raro, lo noté desde que me bajé del colectivo. Olía a porquería,

a ciudad estresada, a que algo (más allá de su ya lejana muerte) había cambiado en él.

Las veredas seguían desprolijas, torcidas, malhumoradas. El perro que asomaba la

mitad de su cuerpo por sobre el medio paredoncito sin ladrar, seguía ahí. Los loros

gritando por el cielo y chocándose entre sí a lo pavote me obligaron a mirar hacia arriba.

Entonces, descubrí que los árboles y las palmeras estaban pelados, desnudos, y me

preocupé. ¿Anunciarán algo estas aves? Aún no me había cruzado con ningún habitante

humano, pero el horario volvía comprensible la situación.

Cuando llegué a la esquina, mirando hacia abajo como de costumbre, vi los

primeros pies con zapatos marrones recién lustrados. El pantalón gris pinzado, el

cinturón con la hebilla plateada reluciente, la camisa blanca marcando la perfecta

redondez de la panza dura, los hombros aburridamente caídos. Seguí subiendo mi vista

y noté que era acéfalo. Me alarmé mucho al principio, mas al continuar con mi caminata

comprobé que todos allí tenían la misma condición.

Con el bolso aún en la mano regresé a la terminal y subí al primer micro que me

trajera de nuevo a mi ciudad, donde la acefalía existe, pero las cabezas fisonómicas de

la gente están en su lugar.

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Rutina

Hacía unos días que estaba durmiendo en el living de la casa. Fue Maitén quien

tomó la decisión, desacertada y malintencionada, ya que a las cinco de la mañana el sol

me pegaba en todo el cuerpo asfixiándome con su calor. Era insoportable estar ahí, pero

aguantaba normalmente hasta las ocho, cuando ella se iba a trabajar.

A las seis y media encendía la radio (tengo la certeza de que sabía cuánto me

molestaba escuchar a ese locutor gritando desde tan temprano) y daba vueltas entre el

baño y la habitación durante una hora. Mientras tanto, con mi malhumor, escuchaba:

Buenos días queridos oyentes, comienza un calurosísimo día en la ciudad

(como si no lo hubiera notado), la temperatura actual es de 34° y se

espera un importante ascenso para lo que resta de la jornada (creo que

ese hombre estaba complotado con Maitén para deprimirme). El cielo está

completamente despejado. Vamos con el resumen de lo que hay que saber

antes de salir a la calle (claro, como salgo tanto…): El puente carretero

se encuentra cortado por manifestantes frutícolas; una señora se arrojó

del séptimo piso de un edificio ubicado en la avenida principal, sólo se

habría quebrado las piernas; el gobernador de la provincia decide

dejarse los bigotes en busca de dejar de pasar desapercibido evocando a

su antecesor; la presidenta de la nación anuncia que utilizará el

equivalente al dinero invertido en “fútbol para todos” a la construcción

de casas de emergencia en el norte del país; la oposición, por su parte,

sugiere que con el equivalente que menciona podría construir al menos

cuarenta y tres barrios nuevos en Capital, proponen que no se construya

nada y que sea destituida por Duhalde. Y, por si esto fuera poco, la

respuesta a la pregunta que todos se están haciendo en sus casas: ¿se

viene el fin del mundo? En minutos desarrollaremos esta información,

quédese ahí, no se mueva, una breve tanda comercial y enseguida

regresamos. (Uffff)

Menos mal que antes de irse la apaga. Termina con su rutina y, previo a su partida,

me riega, me hace algún comentario al estilo: “¡qué linda que estás hoy!”, “¿qué te pasa

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que estás tan caída?” o similar, y se va.

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La Vieja

Hace tiempo que aquí nadie cree en los milagros. El día que Roberto llegó agitado a

casa y me dijo que había sucedido uno, sin pensarlo hice sus maletas y lo puse de patitas

en la calle. Para mi sorpresa, cuando fui al hospital, el enfermero que se parecía a Rick

Blaine me confirmó que la abuela Clotilde había salido del coma. Cabe aclarar que

habían pasado más de seis décadas desde entonces y que ahora tenía ciento cuarenta y

siete años. Inmediatamente llamé a mi marido pidiéndole que volviera, quien retrucó

que sólo un milagro lo haría volver conmigo sabiendo que tendría a la vieja en casa, y

que yo no creía en ellos.

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Meteorito

Todavía no era el momento, aunque tampoco sabía si podría distinguirlo. Habían

pasado siete horas y cuarenta y dos minutos: todo seguía en su lugar. Algo había hecho

mal, se imaginaba. Sino, todo eso era un disparate al mejor estilo de su tío el

sanjuanino. Volvió a mirar por el telescopio y notó que el meteorito estaba un poco más

cerca o se veía un poco más grande. Nuevamente se arrodilló y suplicó a Jehová que no

llegara a su tierra.

—Pequeño, ¿qué es lo que haces? —preguntó un espectro que apareció a su lado—,

¿por qué no estás advirtiéndole al resto del mundo que son sus últimas horas?

—No me creerían, no tiene sentido. Mas Jehová lo va a detener y nada sucederá.

—Ay mi niño, no sé qué clase de historias te han contado, pero es importante que

sepas que tú eres Jehová, Alá, Dios o como quieras llamarlo. Este es tu universo y

puedes hacer lo que gustes con él.

—No señor, está usted equivocado. Mi tío el sanjuanino me dijo que si yo rezaba

podía salvar a todos, que era la única forma.

—Mira pequeño: si has llegado hasta aquí es porque necesitabas un desafío. Aquí lo

tienes, no lo desperdicies con palabras. Anda, tienes el poder de hacer lo que desees.

Tan pronto como el espectro se fue disolviendo en el aire, el niño frunció el ceño,

alzó el puño derecho y se inclinó imitando a algún superhéroe de historieta. Casi sin

notarlo comenzó a flotar y en pocos minutos llegó al meteorito. Contrariamente a lo que

pensaba, se encontró con una mesa grande y seis tipos sentados jugando a las cartas.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen acá tan panchos? ¿Por qué no frenan esta

cosa?

El más anciano lo miró mientras pitaba el habano que te-nía en la mano:

—Ese es tu universo y este el nuestro. Vos ves estrellitas, una luna y políticos

gritones que no tienen idea de nada, te divertís con la televisión o con una pelota.

Nosotros jugamos la misma partida de cartas todas las noches y sabemos quién va a

ganar y con qué estrategia, pero no hacemos nada para detenerlo. Ustedes hacen

exactamente lo mismo.

El niño se echó a llorar desconsoladamente mientras suplicaba entre lágrimas que lo

detuvieran.

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Pasados cinco minutos ya estaba acomodado en la mesa jugando a las cartas por

primera vez, aquella en la que aprendería quién ganaría cada partido y cómo lo lograría.

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Pañuelo

Todas las mañanas se acercaba a ella para dejarle un beso en el hombro mientras

dormía boca abajo. Ese día, como tantos otros, encontró un pañuelo en la mesa de luz.

Sin hacer ruido lo agarró y, haciéndolo un bollito, lo guardó en su bolsillo. Camino al

trabajo decidió inspeccionarlo. Estaba seco y endurecido. Quizá llevaba unos días allí,

pero ¿cómo no lo había notado? ¿De cuándo sería? Enceguecido por la ira, agarró el

pañuelo y lo rompió en siete pedazos.

Al mediodía, de regreso en su hogar, notó que su mujer aún estaba dormida. Se

acercó con sigilo a ella y le besó nuevamente el hombro, pero no se despertó. Estaba

fría, seca y dura. ¿Cómo no lo había notado? ¿Desde cuándo estaría así?

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Pensamiento

—¿Qué estabas pensando?

—Pensaba en un pensamiento. No es gran cosa, pero es lo que pienso cuando me

preguntás en qué estoy pensando y bloqueás lo que verdaderamente tenía en la cabeza.

—¿Y cómo es ese pensamiento?

—Tiene forma de signo de pregunta y pies muy grandes y ojos muy oscuros.

Clavó su mirada en la mía y sonrío.

—Alejate mejor. Nunca sale nada productivo de nuestros encuentros —típica frase

del espejo siempre que empiezo a responderle pavadas.

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Útero

Y de pronto, casi sin cerrar los ojos, estaba otra vez dentro de aquella mujer. Le

costaba distinguir si era la misma. Hubiese dado cualquier cosa por poder encender

alguna lámpara. El regocijo que sentía le indicaba que ciertamente ya había estado allí,

aunque fuera irreconocible para su capacidad memorial. De golpe se hizo la luz y ya no

la quería, no necesitaba escapar sino quedarse para siempre en esa piscina confortable

pese a que, sabía, no podía. No podía no pasar a ser un neonato y luego un niño y un

adolescente y de nuevo él, que se reincorporaba en su sesión de hipnosis regresiva

mientras su terapeuta lo miraba atento ante su posición fetal rígida y temblorosa al

despertar.

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Ruido

No sabía exactamente de dónde provenía ese sonido. Parecía un taladro, pero era

imposible que lo fuera: no habían taladros en ese pueblo. Pensó en el inventario de

herramientas de sus habitantes, ninguna podía retumbar así. Luego de una ardua

búsqueda despertó a su esposa, quien lo asistió de inmediato, para que le indicara dónde

hallaría la libretita de los interrogatorios. Tardó unos minutos en alistarse, se retocó el

peinado con gomina, lustró de manera veloz pero eficiente sus zapatos de cuero marrón,

se colocó la bufanda y el sobretodo y salió.

Ya en la calle, con la libretita celeste y la lapicera en mano, Teodoro comenzó a

golpear puertas a fin de actualizar el inventario.

—¿Tiene usted algún elemento ruidoso clandestino? —preguntaba increpante.

Todos respondieron que no, excepto uno:

—Debo confesarle algo, Sr. intendente —balbuceó don Adriano—. Yo tengo un

teléfono celular aquí.

—¡Válgame Dios! —exclamó Teodoro—. ¿Cómo se atreve? Conoce muy bien las

reglas de Silenciolandia y las ha violado —don Adriano se lamentaba—. No queda otra

opción más que desterrarlo del pueblo. Tiene doce horas para juntar a su familia y a sus

partencias e irse. Y recuerde muy bien: Si menciona a alguien la existencia de este

lugar, no tendremos más remedio que buscarlo y asesinarlo.

Luego del mal trago, el intendente siguió su rumbo, apenado por la certeza de que

el ruido que se oía jamás podría ser el de un teléfono celular. Terminó de recorrer las

casas y nada. Decidió caminar hasta la plaza Sin Pájaros y sentarse a buscar una

explicación lógica al suceso. Tomó asiento en el banquito de la intersección entre los

caminitos Charles Chaplin y Mímica y encendió un cigarrillo.

De pronto, el ruido se hizo mucho más intenso y escuchó un duro golpe detrás de

él. Se paró, dio media vuelta con tranquilidad y los vio: eran tres hombres chinos

vestidos del mismo color que, luego, con la ayuda del traductor de los diecisiete

idiomas, pudieron explicar que buscaban escapar de prisión y sin notarlo atravesaron el

mundo, apareciendo inintencionadamente en el secreto pueblo de la tranquilidad.

Los tres chinos fueron perdonados y aceptados en la comunidad como habitantes

dado que nadie, salvo el traductor de los diecisiete idiomas, se entendía con ellos y no

serían motivo de bullicios molestos.

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Inquilina

La mujer de la foto sonreía. Su gesto era malicioso, no lo hacía por placer. Otras

veces lloraba, sobre todo cuando yo sonreía. Pero me fui adaptando a su presencia en la

casa que, después de todo, era prestada. ¿Quién era yo para andar desacomodando los

adornos? En esas tres semanas no pude dejar de sentirme observada por ella. Hasta que,

a punto de irme, comprendí que mi foto también estaría allí.

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Vos, el universo y yo

El vino flota en la habitación

deberías abrir los ojos de vez en vez

o escuchar cuando las sombras de los postes de luz

hacen el amor sin gozar.

Por entonces

éramos tan viejos

que no podíamos ni mover las piernas

para dar el salto

a aquello que ya no es

ni se animaría a ser.

Nosotros también flotamos

y el humo se disuelve en el mar

que aún no existe

pero existirá

aunque te empeñes

en crucificarte sobre una duda de metal.

No insistas más

recordá que en esos tiempos

teníamos la sonrisa de la ilusión

la utopía del viajante que cree que llegará

y todo lo demás

lo podíamos ver

o tocar respirando por la piel de los poros

del mañana que nunca fue después.

Quisiera alcanzar el vino

desparramado por el aire

y los vidrios de la botella

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que se partió junto a la cama

antes de que naciéramos

vos, el universo y yo.

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Un navajazo a la ilusión

Un navajazo a la ilusión

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Se acerca

Casi se puede respirar su presencia. Tiene un aroma agridulce, extraño,

nauseabundo. Sus pasos se escuchan lejanos pero sé que viene en esta dirección,

despacio, sin levantar sospechas. Yo no la espero.

Me pregunto hace cuánto que se está acercando, por qué eligió acecharme a

escondidas y señalarme como su próxima víctima. Qué le hice yo o, simplemente, qué

hice. Ya siento su mirada clavada en mi nuca, ella no lo sabe.

Un huracán de viejas sensaciones se cuela en el sabor de mi boca llevándome a un

pasado no tan lejano, en el cual nada se parecía a lo que es o era demasiado similar.

Miro a mi alrededor y el mundo se tiñe de aquel color que hoy no sé definir porque no

recuerdo.

Puedo abrir mi mano y ver en sus líneas una quimera tan lastimosa que se parece a

mi existencia. Me reprocho no haberla abierto y destruido antes. Ahora es tarde, ella

está llegando.

En este instante respira en mi espalda creyendo que no la siento. Juega con mi pelo

asumiéndome inconsciente, sin presentir siquiera que estoy aún despierta y que algo en

mí amenaza con levantarse. Sabe que no lo haré.

Me dejo tomar por el cuello, sus dedos fríos aprietan mi garganta sin hacerme

llorar. Entonces usa la otra mano y, con ambas, logra abrir mi piel, pero no me duele.

Observo la sangre que fluye, recorre todo mi cuerpo, mancha el piso, salpica mis pies…

Tal vez me vacía.

Gira a mi alrededor hasta quedar frente a mí. Inyecta el veneno de sus ojos en los

míos y la veo meter su cabeza por la herida, comienzo a llorar por primera vez. De a

poco va ingresando todo su cuerpo, me posee, dejo de ser yo para, en unos instantes, ser

ella y borrar todo lo que hasta aquí escribí.

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Canje

Quise abrir los ojos pero estaban tapados con una venda. Oscuridad, solamente. No

se escuchaban sonidos cercanos, sí quejidos lejanos. Sí un eco que no estaba en el

mismo lugar que yo, que no me pertenecía. Tenía la boca seca, todo me dolía, estaba

sentada, atada y poco podía comprender. No era que no recodaba, tal vez no quería

hacerlo. Y de pronto unos pasos que se acercaban y una puerta que se abría y los

mismos pasos que se acercaban más aún.

No sentía miedo. No pasaban por mi mente los momentos más felices ni mis

personas queridas. Sólo intentaba controlar la respiración. Llevarla al punto en el que

ella fuera la única capaz de protegerme. Olía a alcohol. Una mano acariciaba mi pierna

perversamente. Debía evitar emitir cualquier sonido.

Otra vez la puerta, nuevos pasos, conversación. Qué familiar me resultaba una de

las voces. No entendía de qué hablaban, no quería entenderlo. Encendieron la radio con

el volumen altísimo.

Empecé a temblar. No sé de qué, no sé por qué, por quién, si por ellos o por mí.

Manos en mi pelo, en mi mejilla, en mi escote, entre mis piernas. Se escuchó un golpe,

apagaron la radio y apareció en escena una tercera voz. Y pude distinguir a lo lejos un

llanto, varios llantos, quejidos; sufrimiento que se respiraba.

Un cachetazo. Me preguntaban por él, no respondía. No podía darme el lujo de que

conozcan mi voz, no así, no en este momento en que mis gestos no podían cobrar vida.

Creo que empecé a llorar. Me costaba mantener esa respiración y ese silencio.

Arrastraron algo por el piso; tiempo después comprendí que no era algo sino

alguien.

Muchos años después entendí un poco de lo que había sucedido, nunca todo,

aunque la historia la escuché cientos de veces. Sucede que luego de que salí de ese

infierno quise borrarlo, no saber más. Hasta hoy, que elijo contarlo casi como si lo

estuviera viviendo, como si estuviera escuchando esos quejidos, ese llanto.

Junio del 79, para entonces tenía dieciséis años. En mi pueblo no se sabía muy bien

lo que sucedía en el resto del país, aunque los grandes estaban muy preocupados. Papá y

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mamá siempre se reunían por la noche con sus amigos, quienes contaban historias

espeluznantes sobre lo que estaba pasando en la capital. Hacia allá había partido mi

“amigovio”, como le llamaban mis viejos, a estudiar medicina. Cada dos semanas venía

a visitarnos.

La última vez vi en sus ojos tanto miedo que me costaba confrontar esa mirada. Me

acuerdo que me dijo que iba a pasar mucho tiempo hasta que volviera. Cuánto lloré, no

podía desprenderme de su abrazo. Partió, como todas aquellas veces, pero sabiendo que

no volvería.

Hace poco supe de él, fue lo que me motivó a escribir mi historia. Está viviendo en

Polonia, tiene una esposa, dos hijos (una nena y un nene) y un perro. Tiene heridas que

jamás cicatrizaron producto de esa partida sobre la que nunca me contó. Pero dice que

es feliz. Aunque yo imagine su mirada.

Eso (ese) que arrastraron, quedó inmóvil a mis pies. Se reían, disfrutaban. Se

escuchó un disparo. Hablaban de que había llegado él, evidentemente eso los hacía

felices. De golpe me quedé dormida. Quizá yo misma induje ese sueño. Sé que tuve

pesadillas; en ellas estaban mis papás, mis hermanos y el abrazo de Ernesto. Cuando me

desperté creí que había pasado un siglo, que ya estaría en un lugar a salvo o, en su

defecto, muerta. Pero seguía ahí. El olor a alcohol que me invadió el primer día se había

convertido en un olor hediondo. Me sentía lastimada, que cada rincón de mi cuerpo

estaba herido, ultrajado, violado. Otra vez preguntaron por él. Otra vez no respondí. Me

pegaron hasta desmayarme. Y no tuve más opción que dejarme morir, abandonar mis

fuerzas y permitirle a la muerte que hiciera su trabajo.

Así estaba cuando irrumpió nuevamente esa voz que tan familiar me resultaba.

Ordenó que me quitaran la venda y me obligó a mantener los ojos cerrados. “Es ella. La

puta que lo parió, es ella. Llévenla ya mismo”. No entendía nada. Quién era él, por qué

yo era ella. Esta vez me durmieron de un golpe.

Me desperté en un terreno baldío en mi propio pueblo, con las manos y los pies

atados y los ojos aún vendados. Grité hasta cansarme. Un hombre se acercó y me

auxilió. Recuerdo que no podía mantenerme en pie, que me llevó en brazos hasta lo de

mis padres. Ellos lloraban desconsoladamente y yo seguía sin entender. Estaba mareada,

sólo mi cuerpo estaba ahí, aunque ya no era el de entonces.

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Soledad Arrieta 78

Cuando cumplí los dieciocho, mis papás me contaron de esa voz familiar que me

atormentó y me regaló la posibilidad de vivir sin que yo se lo haya pedido porque, en

verdad, lo único que quería era morir. Me recordaron a ese tío, hermano de mi madre, al

que dejamos de ver cuando yo tenía diez. Me explicaron las diferencias ideológicas que

provocaron ese distanciamiento y que fue a la primera persona a la cual recurrieron

cuando desaparecí. Y todo lo que eso les costó. Me contaron que sus amigos, Tito y

Roxi, fueron parte de ese canje, entre otras cosas.

Noviembre del 2009, hoy tengo cuarenta y seis años. El tiempo pasa rápido. Pero

nunca pasó tan lento como aquella vez. Desde que Ernesto se contactó conmigo no hay

un solo día en el cual no busque al hermano de mamá. Yo también quiero hacer un

canje.

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Pared

—¿Estás despierto?

—Sí, acá estoy. ¿Todavía no dormís?

—No, tengo mucho frío —tragó saliva—, y estoy muerta de miedo.

—Pero no pasa nada, che. Quedate tranquila, linda, de verdad, yo te voy a cuidar.

—¿Vos? ¿Estás tranquilo?

—Claro, estoy cerca tuyo. ¿Querés que inventemos una canción?

—Yo no canto bien.

—Yo tampoco, pero sé tocar la guitarra. Dale, hagamos una canción y te prometo

que en cuanto nos vayamos la cantamos desafinado con música y todo —ella escuchó

cómo sacaba del bolsillo un papel y lo desdoblaba. Se paró y empezó a moverse.

—¿Qué hacés?

—Busco luz, no veo nada así. Ahí está, te quiero leer algo —un fuerte ruido

impidió la lectura, él rápidamente se acomodó, ambos hicieron silencio—. Ya pasó,

linda, ¿estás bien? No llores, por favor.

—¿Cómo sos?

—Como me imagines.

—¿Vos cómo me imaginás?

—Como sos.

—¿Vamos a salir algún día de acá?

—Sí, bonita, intentá dormirte, dale.

—No quiero que nos separe esta pared, me gustaría acurrucarme con vos para no

tener tanto frío.

—Pensá que es así, imaginate que te estoy abrazando. ¿Te gusta?

—Sí, me gusta.

Ambos se fueron quedando dormidos y la noche pasó entre ruidos que los

despertaban cada tanto hasta que la luz del amanecer comenzó a filtrarse por pequeños

atajos hacia el mundo exterior.

—Buen día, linda, ¿cómo dormiste? —ella no respondía—. ¡Eu! ¡Despertate!

¡Decime algo!

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—¿A quién le hablás, pibe? —interrumpió una voz ronca y masculina.

—¿Dónde está? —el otro empezó a reír sarcásticamente.

—¡Ruffo! —gritando hacia la habitación contigua—. Acá el zurdito este quiere

saber qué pasó con la piba que estaba guardada al lado de su sucucho, ¡vení a darle las

explicaciones que reclama!

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Frente a frente

Sentados frente a frente, en silencio, con su respiración y sus gestos casi

imperceptibles, cabizbajos, tristes, con una canto por dentro y ninguna voz por fuera.

Con una caricia en el alma y un regocijo en el cuerpo. Así, como pasaron los años. Con

una suerte de nostalgia y alegría. Con una incomunicación presente en todos los

sentidos. Con un dolor acostumbrado y una felicidad perezosa.

Como dos soledades acomodadas en la cotidianidad de quien no tiene por qué reír.

Como dos amantes que alguna vez gozaron de un encuentro o dos o tres. Como dos

secuencias aburridas de una rutina pero encaminadas con y para ella. Como un disco

que no puede mantener la armonía de la melodía que regala. Como un libro sobre el

cual se ha derramado café borroneando sus mejores textos. Como un cigarrillo que se

apaga posado en su boca.

Olía a melancolía y a aburrimiento. Sonaba a un tic tac aletargado por su propia

voluntad. Ni siquiera una tecla de aquel piano, pensaban. Sabía a frustraciones y a

ginebra.

Ambos estaban cansados. Sus párpados pesaban como juicios, como no deberían

salvarse, como recordaban a Mario. Ya lo sabían. Estaban listos, las salidas ya no

existían, no eran posibles. Eran los mismos rostros de hacía treinta y siete años y se

habían visto de tantas formas diferentes en sus tantas facetas...

Ernesto se paró. Descolgó el espejo y lo dio vuelta apoyándolo contra la pared

mientras se despojaba del terror que sentía cada vez que se pensaba en soledad.

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Homicidio

Él se comportaba como un hombre cualquiera. Llegaba los martes a las siete de la

tarde, pagaba mi alquiler a quien maneja este alboroto y se quedaba conmigo durante

dos horas. En ese lapso de tiempo, como todos, hacía lo que quería conmigo. Utilizaba

mi cuerpo creyendo que yo no tenía sentimientos (como los demás) en su egoísta

búsqueda de placer.

Mientras me ultrajaba, veía en su rostro un gesto de euforia casi pervertida. El

sudor espeso bajaba por su cuello en esos meses de abrumante calor mientras yo

soportaba la abrasante y desagradable textura de sus manos en mi cuerpo, a veces

vestido, a veces desnudo, mezclada con el hediondo aroma que se escapaba de su piel.

Cuando terminaba (con una satisfacción que le salía por los poros, por los ojos, por

las orejas, por la nariz con ese aire brusco y agitado) me daba un beso en la frente y me

tiraba en ese sillón, testigo de tantos cuerpos, de tantas manos, de tantos proyectos de

personas que nunca se concretaron.

En cuanto cruzaba la puerta me limpiaba la frente con un asco y una repugnancia

que no sentía por los demás. Me incorporaba para demostrarme que era verdad que yo

tenía vida, aunque se encargaran de querer recordarme una y otra vez que no era más

que un objeto de satisfacción.

Hoy creo que sí lo sabía, tenía gestos que el resto de los clientes no. De alguna

manera notaba en sus ojos una especie de expectativa, como si esperara que de repente

mi boca se abriera para decirle que no era uno más, que lo mirara profundamente, no

con la mirada perdida al igual que a los otros, que le dijera algo, que sentía al menos una

cosquilla, que el placer fuera alguna vez compartido.

Incluso tengo la certeza de que terminaba diez minutos antes del horario pautado

sólo para prender su cigarrillo negro y echarme el humo en la cara aguardando la

posibilidad de que, al menos, le dedique una tos.

Esa vez no terminó diez, sino cuarenta y cinco minutos antes. Me sentó sobre sus

rodillas, en el roñoso sillón, y me habló al oído. Me contó que él no era feliz. Y que lo

que hacía conmigo era sólo para aprender, para cuando llegara el momento oportuno.

Pero aquella tarde fue distinto. Ese martes extremadamente caliente que impedía la

respiración de cualquier ser vivo, yo presentía que iba a pasar algo diferente. Algo

distinto, pero no tanto como se fueron dando las cosas. Todo transcurrió con

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normalidad, hizo lo que quiso conmigo, con mi cuerpo cansado y frágil tras una jornada

con muchos más clientes que de costumbre y, diez minutos antes de partir, prendió su

agobiante tabaco negro.

Me agarró casi con ternura por el cuello y clavó sus ojos en los míos durante un

eterno instante, con la mirada un poco perdida y otro poco emocionada. De pronto

empezó a gritar “Hablame, hablame, por favor, decime algo, emití un puto sonido, una

mísera palabra, reíte, llorá, hacé algo ¡pero ya!” Debo admitir que me asusté pero

proseguí inmutable, no podía aceptar la idea de regalarle esa satisfacción.

Me arrastró hasta el baño y (tal como no esperaba) sumergió mi cabeza en el

inodoro dejándome varios segundos allí mientras yo, aún, seguía inmóvil. Salvajemente

me sacó de allí, entre sollozos y una desesperación que se le notaba en el temblor

neurótico de la voz, me levantó por el aire y me arrojó contra la pared.

Pero no esperaba mi actuación final, eso es lo que más placer me generó, saber que

en el fondo jamás se lo hubiese podido imaginar. Agarró su saco desteñido por el uso,

su aburrido maletín y caminó hacia la puerta, a la cual sólo podía llegar a través del

pasillo, debiendo pasar sí o sí por la puerta del baño, donde estaba yo, en teoría

agonizando una sin vida de la que siempre gozó. En ese mismo momento di un salto con

la tijera en la mano y llegué a su espalda, sitio que elegí para clavarla unas doscientas

treinta y cuatro veces. Y me dejé caer. Lloré, debo admitirlo. Pero de rabia.

Enseguida dejé la tijera en su sitio y corrí hacia el sillón, acomodándome en la

posición en la cual él siempre me dejaba. No habría pasado ni un minuto cuando el que

maneja todo este alboroto vino a golpear la puerta alertando sobre el tiempo

transcurrido. Al no oír respuesta alguna ingresó. Y lo vio.

Llamó a la mucama llenándola de preguntas absurdas. Llamó a la policía, a la

ambulancia, esperando que aún estuviera vivo. Se llevaron el cuerpo. Y la amable

señora, que seguramente conocía mi secreto, se puso a limpiar el lugar. Cuando estuvo a

solas conmigo se acercó al sillón, me miró con un tinte amenazante y me dijo: “vos

sabés que yo sé que fuiste vos y que no puedo decirlo”.

¿Decirlo? ¡¿Decirlo a quién? ¿Para qué?! Sabía que si hablaba la iban a incriminar,

hay que tener muchas evidencias por cubrir para terminar diciendo que un títere que se

alquila para practicantes del arte fue el autor de un homicidio.

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Beige

Y nunca lo olvidaste. Yo sabía que las cosas iban a ser así, estaba segura, aunque

pintáramos las paredes de otro color y cambiáramos la ubicación de los muebles.

Aquella tarde en que te dije que ya no te quería como entonces, te desvaneciste en

la silla sin despegar tu mirada de la mía, sin regalarme ni una sola lágrima. Dijiste que

llamarías a tu padre, pese a mi advertencia de que no te aceptaría: ya nadie te aceptaba.

¿Te acordás que la iguana se puso como loca? Qué miedo que me dio, pensé que

iba a salirse de la pecera. O que vos ibas a entrar en ella, como esa vez cuando eras más

menudito. En cuanto recobraste la consciencia, te paraste y fuiste con calma hasta el

equipo de música a poner los grandes éxitos de Gardel, supongo que con la única

intención de molestarme.

Me puse a llorar como una loca, aunque eso ya lo sabés. Si hubiese tenido un hacha

a mano, no dudes que te habría partido la cabeza. Empezaste a reírte cada vez más

fuerte y fue ahí cuando me acerqué y te abracé, sin intenciones de lastimarte, por más

que te haya clavado un poco las uñas en los brazos. Entonces tus ojos se llenaron de

pena y aproveché para apagar la música y disfrutar de tu respiración compungida

rodeada de silencio.

Te llevé hasta la cama como pude y te recosté antes de salir, sabés que no soy el

tipo de mujer que puede dejar a un hombre enclenque tambaleando en la cocina. Agarré

mis cosas y crucé la puerta dispuesta a no regresar jamás.

Comencé a caminar hacia el centro para despejarme, pero a las cinco cuadras me di

cuenta de que me había olvidado el rouge en el mueblecito negro del baño. Y pensé en

que seguro ya lo habías quemado. No me entusiasmaba la idea de volver, aunque lo

hice.

Cuando llegué no vi humo ni fuego desde afuera, lo cual me reconfortó. Pero ya

habías cambiado la cerradura, siempre tan impulsivo. Golpeé con fuerza y no salías,

hasta que tras mi insistencia la puerta se abrió y apareció ella.

Toda una princesa rusa paseándose en bata por la que hasta hace menos de diez

minutos era mi casa. Fue un golpe bajo. Pero lo peor fue entrar y ver las paredes de otro

color y los muebles ubicados de otra manera. ¡Qué rapidez para deshacerte de los

recuerdos! No dije nada y atravesé la cocina enfurecida, directo al baño a buscar mi

rouge. Decidí aprovechar la ocasión del espejo para retocarme los labios allí, sin

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embargo al abrirlo descubrí que no era el tono que yo usaba: era beige. Eso sí que era

imperdonable.

Salí enloquecida, con toda mi rabia saliéndome por la piel, dispuesta a matarlos a

los dos. Pero la princesa rusa ya no estaba y las paredes habían vuelto a su color original

y los muebles a su ubicación. Vos estabas otra vez tirado en la cama fingiendo que nada

había sucedido. Te pegué un cachetazo para que te despiertes y no hubo reacción de tu

parte. La iguana dormía en calma.

Volví a salir y decidí no regresar nunca más. Caminé por el centro hasta el

amanecer, esquivando borrachos y perros en celo que no me dejaban en paz. Estaba

fulminada y no tenía dónde ir a dormir. Todavía no me perdono haber reincidido otra

vez haciendo caso omiso a mi decisión. Pero de nuevo la cerradura estaba cambiada. La

princesa rusa me abrió la puerta en bata, ahora con cara de demacrada y una pizca de

enojo. Entré y los colores y los muebles eran otros, nuevamente, los mismos que la

primera vez. Vos te levantaste molesto, recuerdo que me preguntaste qué hacía ahí y te

respondí que vivía ahí. Le dijiste a la chica alta, morocha y linda que me alcance un

vaso de agua y me acomodaste en una silla sentándote a mi lado. Dijiste palabras tan

tontas, tan vulgares. Te hubiese perdonado cualquier cosa, hijo, pero no la vulgaridad.

Repitiendo palabras como un loro estúpido, remarcándome la disolución de nuestro

amor.

La princesa, que escuchaba paradita en un rincón, se iba poniendo poco a poco de

peor humor. Hasta que encendió un cigarrillo y eso me terminó de alterar. Con la tijera

chiquita que siempre llevaba en la cartera le pinché los ojos hasta que se durmió. Cómo

llorabas, hijo, cómo llorabas cuando te despertaste y todo era como entonces y yo ya me

había deshecho de su cadáver… Sé que vas a poder olvidarte, algún día, tengo fe.

Mientras tanto, no pienso dejarte solo ni una vez, mi amor.

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Flotando

—Me agarraste desprevenido, che —dijo en tono nervioso mientras se refregaba los

ojos y escondía algo en su mano derecha.

—Siempre desprevenido vos… ¿Vamos?

—Dale, dejame un minuto que termino con unas cositas y estoy con vos.

Rocío salió de la habitación y se acomodó en el sillón del respaldo caído.

Escuchaba lejana la voz de su marido pero no llegaba a distinguir sobre qué hablaba ni

con quién, aunque tampoco le interesaba demasiado.

Llegaron al cine e hicieron el amor como todas las semanas. A la salida se

acercaron a los grupos que comentaban sobre la película para tener argumento cuando

les preguntaran qué tal había estado. Volvieron a su casa y se acostaron a dormir.

A la mañana siguiente, mientras él aún descansaba, Rocío se sintió tentada de

revisar entre sus cosas, pero desistió. Luego, cada uno partió por su lado y no volvieron

a verse hasta la noche. Cenaron las empanadas que les habían sobrado a los dueños de

casa y se sentaron en el sillón del respaldo caído con dos copas de vino rosado a

conversar mientras todos dormían.

—¿En qué andabas hoy?

—Eh… En nada.

—Dale, mi amor, no te conocí ayer, andabas en algo raro. ¿No querés contarme?

—Estimo que te vas a enojar…

Ella bebió el vino que quedaba en la copa de un solo trago y se inclinó hacia él.

—Ni lo pienses —le dijo con la mirada eyectada de ira.

—Ya pasamos por esto, preciosa, no me lo hagas otra vez.

—Por eso, ya pasamos esto, creí que era una etapa superada.

—Pero…

—Pero nada. Si querés reencarnarte, hacelo solo, yo vivo feliz así y no lo pienso

cambiar. No tenemos obligaciones, nada por pagar, nada por cumplir, nadie nos ve,

nadie nos controla. Es la vida ideal.

—No quieras convencerme, de verdad quiero dejar de ser un fantasma, pero no

puedo permitirme volver sin vos.

—No llorisquees, que cada vez que lo hacés se desvela el nene.

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A la mañana siguiente, cuando él se despertó, Rocío ya no estaba a su lado. En su

lugar había una nota en la cual decía que había reflexionado y lo dejaba en libertad, que

se iba para siempre a fin de que hiciera lo que verdaderamente sentía.

Transcurridas unas pocas horas, él volvió a nacer y ella está junto a su cuna cuidándolo

mientras su mamá se repone del parto.

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Soledad

Caía el sol mientras sus párpados se mecían como dos abanicos que van en cámara

lenta dejando entrever el camino gris de una lágrima de ausencia. No dormía y tampoco

despertaba. Fumaba y pensaba. Con mucha voluntad respiraba y se permitía vivir. Por

momentos también se permitía sonreír.

Vivían en una casa de colores cálidos y de aromas delicados. Humilde, pequeña,

pero acogedora. Aquella mañana atolondrada en que se habían visto por primera vez

decidieron no dejar de verse jamás. Aquella tarde escondida tras algún árbol en que se

dieron ese primer beso decidieron no dejar de besarse jamás. Aquella noche de invierno

estremecedor en que por primera vez degustaron sus cuerpos salvajes, desnudos de

etiquetas, decidieron no dejar de amarse jamás.

Ella lo esperaba en el café de los gallegos de a la vuelta, en el cual le permitían al

polaco porteño tocar el bandoneón cobijándose del frío de la vereda y quedarse con el

cincuenta por ciento de lo que recaudara entre los clientes.

Apretaba el cigarrillo con rabia y su mano aún temblaba un poco. Mientras tanto, se

deleitaba con el agradable sonido que emitía el instrumento del músico (seguramente

fuera un motivo más para su temblequeo).

Entró apurado, acelerado, agitado. Se sentó, volvió a pararse para darle un beso en

la mejilla, y de nuevo se sentó. Ambos callados. Constantemente él, con un aire

nervioso, miraba hacia atrás esperando a que el mozo se acerque.

—¿Qué pasó ahora, Maitén?

—No está por ningún lado. Hace días que no está por ningún lado. No sé qué hacer,

Ernesto, ayudame por favor.

—No sé qué esperás. Dale, no te pongas así. Es grande, se sabe cuidar sola. Nada

más dale un poco de libertad. Vení, vamos a caminar de la mano como tanto te gusta.

Olvidate por un rato. Te va a hacer bien.

—Quiero ir a visitar a mi familia. Pero esta vez quiero que me acompañes, no

quiero viajar sola.

—Maitén, ya lo hablamos muchas veces esto. Andá vos, yo no puedo ir y lo sabés.

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LOS OBVIOS

Soledad Arrieta 89

Era de noche en el colectivo, miraba por la ventanilla y no veía nada, sólo su reflejo

en la ventana, que a veces le generaba miedo y otras veces pena. Qué habría pasado con

Malena. Dónde estaría. Por qué desaparecería así, tan abruptamente. Por qué Ernesto

estaría tan tranquilo. ¿La habría asesinado? No podría, con esos ojos no podría,

pensaba. No entendía, de todas formas, cómo aún él no perdonaba a sus padres. Nada

tenía coherencia con nada. Pero así le gustaba, con las dudas incluidas. Y mientras

menos preguntas hiciera, más a salvo se encontraría y más feliz se sentiría.

Introdujo la llave en la cerradura con cuidado, Ernesto aún estaría durmiendo. Entró

casi en puntillas, dejó lentamente el bolso en el suelo aunque tal vez lo dejó en el aire

sin notarlo. Se demoró en el baño intentando despabilarse. Puso la pava al fuego y

preparó el mate. Armó la bandeja como de costumbre e ingresó en silencio a la

habitación. Pero él no estaba allí.

También me abandonó, al igual que Malena, pensó. Como todos aquellos a quienes

de verdad amaba. No la sorprendía: la aterraba. Y otra vez ese temblor...

Sus padres llegaron cuando la luna empezaba a asomarse. Era inconcebible lo que

decían. Era ilógico. Era anormal para ella. Quizás eran los dueños de la razón. Y ni

Ernesto ni Malena existieron jamás. Qué sola estaba… Qué sola y qué vacía. Con quién

habría hablado todo este tiempo, a quién habría besado, con quién habría hecho el amor.

A quién habría criado durante diecisiete años.

Caía el sol mientras sus párpados se mecían como dos abanicos que van en cámara

lenta dejando entrever el camino gris de una lágrima de ausencia. No dormía y tampoco

despertaba. Fumaba y pensaba. Con mucha voluntad respiraba y se permitía vivir. Por

momentos también se permitía sonreír. Sonreír de su propia locura, de su propia

soledad, que la acechaba en cada rincón. Maitén, se decía, ya va a aparecer alguien que

te quiera. Comenzaba a plantearse la posibilidad de que ella tampoco existiera, mientras

corría entre lágrimas a mirarse al espejo.

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Tiempos

Sabía que estaba respirando en su nuca. Podía escuchar su respiración, podía

sentirla, húmeda y espesa en el cuello. Sabía que sus labios no estaban rozándola, pero

la distancia era ínfima. No lo iba a mirar. No le iba a hablar. No le iba a decir ni siquiera

con el pensamiento que se fuera, tampoco le iba a rogar que se quedara. Sus manos

contorneaban su cuerpo sin llegar a tocarla pero generando ese calor que tanto deseaba.

Había dejado de oír la música y sin embargo podía escuchar los pasos del reloj.

Cualquier movimiento podía espantarlo, era imposible darse el lujo de moverse.

Un hombre y una mujer estaban pegados al vidrio, espiando, entre burlona y

sensualmente. De pronto eran muchos hombres y mujeres.

Su respiración seguía marcando los tiempos del momento. Cada vez era más veloz

y más intensa. Pero no tenía voz.

Ella necesitaba tanto que la toque... Tampoco tenía tacto.

Y no podía mirarlo. Jamás se había animado a voltear la cabeza, sabía que lo

perdería.

La respiración se espesaba más aún y le brotaban tres lágrimas de los ojos. Una se

perdía en su boca, otra en su escote y la última no llegaba a desprenderse de su mejilla.

Eran su lengua, esa que nunca había logrado sentir.

De repente su jadeo comenzó a normalizarse y dejó de sentir su cercanía y las

lágrimas dejaron de ser su lengua para convertirse en su veneno. En cuanto sintió que se

alejaba se fue aflojando, volteó lentamente y él ya no estaba allí. Las caras en la ventana

tampoco.

Otra vez, como todas esas noches, se sentó en la cama a llorarlo como lloraría a un

amor perdido, a un amor inconcluso o a cualquier amor. Y sin embargo tenía tan claro

que no lo era. Cuánto lo deseaba, cuánto añoraba la noche, el reloj, las manos que no la

tocaban. Algún día, pensaba, le iba a pedir que se fuera para siempre.

A medida que pasaban los minutos iba volviendo en sí, al lugar en el que estaba,

que no tenía ventanas, puertas, colores, cama, reloj, nada. Que no tenía más respiración

que la suya. Que no tenía aire ya, siquiera.

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Sesión

Mis ojos se volvieron claros como los tuyos.

—Quizá lo miraste demasiado y te mimetizaste —dijo mi psicóloga minutos antes

de que la matara.

Puede ser que te haya mirado mucho, que haya buscado mi reflejo por ahí y, al no

encontrarlo, me convertí en vos. ¿Y qué? También sigo siendo un poco yo, pero ¿por

qué tenía que notarlo? ¿Qué ganaba con refregarme esa verdad en la cara?

Me acuerdo de la tarde en que te vi por primera vez, estabas encandilado, como si

la lámpara bajo la cual estabas te molestara. No quería intimidarte, odio molestar a la

gente. Pero parece que mi cometido fracasó. Hasta creo que lloraste.

—Me preocupa tu conducta. Tu soledad te está asfixiando, estás buscando

sentimientos que no existen, que inventás —jugaba con sus anteojos, parecía nerviosa—

. No es la primera vez que actuás así.

No, no era la primera vez que me enamoraba, no te voy a mentir justo a vos,

Ernesto, que tanto me conocés. Pero tus ojos tienen un “algo” que me pierde, a lo que

no puedo resistirme, ¿sabés? No quería dejarte ciego cuando te los saqué, esa no era la

intención.

—A ver si entiendo: ¿le recortaste los ojos a una foto y los pegaste en el espejo? —

tenía esa voz tan chillona que destruía los tímpanos, sobre todo cuando preguntaba—.

¿Te das cuenta de lo que está pasando acá? ¿Qué pensás?

¿Qué le iba a responder? ¿Qué estaba enamorada? Si igual no iba a creerme. Si ni

vos me creés. Esbocé algunas palabras ridículas refiriéndome a tu belleza, a todo lo que

me generabas, mientras observaba cómo su ceja izquierda se iba arqueando hacia arriba

con ese toque irónico típico de los psicoanalistas, hasta que se escapó de su boca esa

frase, con ese sarcasmo que no podría transmitirte aunque quisiera. Salté sobre ella y la

ahorqué, apreté su cuello con la violencia contenida durante toda la sesión por varios

minutos hasta que empezó a cambiar el color de su piel. Vos y yo sabemos que tus ojos

no están en el espejo.

Ahora mi propio cuello está morado pero sé que salió de mí para siempre.

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Sinfonía

Conocía a la perfección ese sonido. Era como un canto que había estado

involucrado en toda su vida y que, en realidad, muy poco tenía que ver con ella. El

aroma a eucalipto se colaba por la ventana, entrometiéndose en sus sentidos,

violentamente. Pero cuánta paz que le traía. La música de las hojas se calmaba y se

excitaba y se volvía a calmar. Una sinfonía exquisita, pensaba.

El sol le regalaba su última luz, advirtiéndole que en unos instantes moriría hasta el

día siguiente. Las sombras se volvían largas y agresivas, como anunciando la desgracia,

la soledad. Buscaba llenar su copa y seguir, con el tímido silencio de quien ya ha dicho

demasiado o no tiene qué decir. De quien ya ha gritado y ha corrido y ha volado y

ahora, en su vejez, ya no puede hacerlo.

Le gustaba estarse así, quieta, con ese goce que estremece, que confunde, que

motiva y a la vez apabulla. Olvidándose de que alguna vez había existido un reloj, un

tiempo, una edad, un amor, un amante, una melancolía. De que alguna vez sólo habría

sentido ese goce entre algunas sábanas y, de pronto, entre algunas risas. Y olvidarse del

reproche de lo que no fue, de lo que pudo haber sido y no se animó o, simplemente, de

lo que sí fue y no disfrutó.

Ese aroma del eucalipto, esos colores a su alrededor, esa música estimulante del

viento y de la primavera, ese beso de hace tantos años, ese no, no puedo irme con vos,

me quedo. Esa mirada de ternura y de complacencia que intentaba cubrir con ramas una

angustia imposible de disimular. Todo lo que no fue y todo lo que fue.

Y el aroma y los colores y la música fueron induciéndola a ese sueño hermoso,

lleno de cobardía, que fue su vida.

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Soledad Arrieta 93

Calle

Ni una hoja cae de este árbol, ni una hoja. Ni una gota que pueda saciar mi sed esta

tarde de calor avasallante. Ni un suspiro tan cerca de mis hombros como necesitaría

para guardar en mis párpados esta noche. Ni la palmera tiene intenciones de hacerme

compañía para guardarme reparo del sol que amenaza con calcinarme.

La noche, pronto llegará. No me alcanza con que el reloj de su casa también se haya

derretido. No hoy, no su casa, que tan mía fue. Hoy espero algo más, algo que me

deslumbre, que me sorprenda, que me desvele una vez más. Que no me tenga piedad.

Especial, para guardar como un tesoro pero sin valor.

Algún resto de la comida que a alguien le sobró en el cesto de basura. La sombra de

algún obsesionado que se acerque a conversarme como si no estuviera en soledad, como

si necesitara ser comprendido sin asumir que yo ya no estoy para entender a nadie, ni

siquiera a mí.

Que el viento me trajera el aroma de alguna reunión ajena no estaría mal. El olor a

la felicidad de saberse acompañado. Que de pronto algún pájaro me dedicara una

canción o dejara de agredirme. Que un gato se acomodara en mis pies, que el perro de la

esquina no me ladrara más. Que en el barcito de a la vuelta se juntaran tres muchachos a

hacer música y pudiera identificarme con alguna melodía y, con suerte, hasta recibir

alguna caricia.

Él ya no va a volver conmigo, lo sé. Presiento que yo también me voy a morir.

Cuántas veces me lo dijo: tenés que aprender a valerte por tus medios, el día que yo me

muera te vas a quedar en la calle, mientras yo me divertía haciéndole creer que no lo

entendía y jugaba a que me retara, así era más agradable todo.

Suponía ese final. El último tiempo, aunque no me dijera nada, yo me daba cuenta

de que los médicos entraban y salían y de que él tenía los ojos muy tristes, no era el

mismo de siempre. Para qué preguntar, si igual no iba a entender que yo necesitaba la

verdad, por más que me destrozara el alma.

Todavía hacía frío por entonces, el verano aún no nos hostigaba. Me desperté más

temprano que él, como de costumbre. Pero cuando lo quise despertar, por muchos

intentos que hice, no pude. Me quedé así, sintiendo lo poco que quedaba de su calor en

esa helada mañana. No quería salir a pedir ayuda y tener que desprenderme de su

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cuerpo, algún día llegaría alguien. Tres días pasaron hasta que vinieron por nosotros.

A él se lo llevaron, supongo que a enterrarlo o a tirarlo a la basura, si después de

todo no había nadie que lo quisiera en el mundo, más que yo. Y a mí, a la calle, ni

siquiera una familia sustituta me buscaron.

Aprendí a valerme por mis medios. Me divierto muchísimo cada vez que pasa

alguien en una moto o una bicicleta y los corro para que aceleren y se asusten. Me

divierto cobijando a los gatos cuando los otros perros se les hacen los malos. Pero a

veces tengo hambre, porque no encuentro nada que comer. Y otras, muchas otras, lo

extraño demasiado...

Se acerca el camión basurero, quizás allí esté eso tan especial que esperaba para

esta noche.

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Soledad Arrieta 95

Salvo el niño

Cuando se me terminaron las telas empecé a pintar las paredes. Usé tantos colores

como pude crear, todo tenía sentido.

A mi derecha podía ver el parque, con una fuente de agua, con personas paseando,

felices; con personas paseando, angustiadas; con personas robando, resignadas; con

personas vendiendo, agobiadas; con personas jugando, entusiasmadas.

A mi izquierda había un muelle, el mar precioso me regalaba algunos reflejos, la

luna me miraba día y noche, las estrellas eran inamovibles, la calma no permitía que ni

una brisa irrumpa en ese instante preciso en que todo se detuvo.

Frente a mí, el living de una casa, una familia, padre, madre y tres hijos, todos

acomodados armoniosamente en el espacio. El padre sentado en el sillón con un vaso de

güisqui, la cabeza reclinada reflejando el estrés que lo abrumaba. La madre en el otro

extremo con una falda que cubría sus rodillas, las piernas cruzadas y un cigarrillo en la

mano izquierda. Dos de los niños eran mellizos, armaban un rompecabezas con una

expresión de dicha que daba pena interrumpir. Y el tercer hijo sentado en la alfombra,

tipo indiecito, con cara de aburrido, la cabeza reclinada hacia la derecha apoyada en su

manito apuñada.

Detrás de mí, estaba la vista de una ciudad. Se podían ver los edificios

perfectamente acomodados, las calles atiborradas de gente y de autos de muchos

colores. Era un día soleado aunque las altas edificaciones robaban un poco de esa

maravillosa luz a quienes transitaban.

Y el techo. No fui muy original, pero me pareció poético. El techo era el cielo. No

era la continuidad del cielo del muelle ni de la ciudad ni del parque. Era un cielo

distinto. Estaba cubierto por nubes cargadas que amenazaban con que en pocos instantes

podía comenzar a llorar desconsoladamente inundándolo todo, el parque, el muelle, el

living de la familia feliz salvo el niño y la ciudad. Era un cielo en el que no podían

distinguirse estrellas ni lunas ni soles, ni siquiera me quedaba claro a mí, siendo su

creador, si era un cielo de noche o de día. Era tan real…

Fui muy dichoso mientras todo permanecía así. Cuando vi mi obra terminada rompí

en una emoción intensa. Me sen-tía ahí, en el lugar que quería estar y en todos los

lugares al mismo tiempo, lo sabías, eras consciente de ello. Y sin embargo en cuanto

pusiste un pie en la sala tenías que escupirme esa aterradora verdad en la cara. El piso

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Soledad Arrieta 96

no había sido pintado.

Pero, ¿qué iba a pintar en el piso? ¿Pasto? ¿Tierra? ¿Cemento? No podía soportar

tantas ideas vulgares.

En cuanto te fuiste tuve que darte la razón aunque supiera que ya no volverías a

corroborarlo. Y mezclé tantos, tantos colores, tantos. Y todo el piso eran manchas de

uno y de otro color. Y no me gustó. Y decidí pintar una escalera. Y la pinté.

Una escalera que bajaba al mismísimo infierno, que me asustó y opté por pintarle

encima un río, donde podía ahogarme. Lo pinté y después no me animaba a entrar en la

habitación por miedo a no poder salir.

Entonces se me ocurrió una idea aún mejor, quizás algún día lo sepas. Pinté, en

todo el piso de esa sala, un gran espejo. En él se reflejaban el parque, el muelle, la

familia feliz salvo el niño y la ciudad. Pero no era un espejo si en él no estaba yo.

Porque sino jamás podría pisarla. Y se me ocurrió que iría pintando mi reflejo ante cada

posición que tomase allí dentro. Eso hice, hasta que se me acabó el espacio.

Descubrí que ya todo era en vano. Que mi reflejo había recorrido cada instante,

cada milímetro de ese lugar. Y elegí pasar al lado de adentro. Quizá, si me metía en el

espejo, luego podría pasar a las paredes y al techo, descubrir cada espacio viviéndolo,

sin ningún tipo de límites.

Lo hice, aunque no lo creas. Entré a este otro mundo sin advertir que estaba por

llover y que ya no tendría forma de salir porque el espejo se borraría con las lágrimas

feroces del cielo, tal como ocurrió.

No me creés, ya lo sé. Porque ahora me visitás en este lugar tan frío, tan

horriblemente blanco y húmedo en el que no tengo ni un pincel, ni un color, aunque te

esmeres en traerme, ni nada que se parezca a mí, ni a un espejo, ni a vos ni a nadie.

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Me abandonó

Esa mañana desperté y no la sentí conmigo. Se había ido, me había abandonado sin

más, sin decirme nada ni dejar una cortante nota sobre la mesa. Sus cosas aún estaban

desparramadas por la casa, su aroma impregnaba las paredes y el vaso de agua en la

mesa de luz todavía tenía su sabor.

Quise mentirme y pensar que podría superarlo, que ya llegaría otra a suplir su

inquietante ausencia. Creer que no me hacía falta, que no iba a extrañarla, incluso que la

odiaba por su partida abrupta y desconsiderada.

Al segundo día el nerviosismo me ganó y salí a buscarla por las calles, en todos los

rostros, debajo de todas las copas de todos los árboles. Vagué seis noches por veredas

inhóspitas sin resultados favorables. Pegué carteles con su rostro en las columnas del

alumbrado público, para que quien la reconociera le avisara cuánta falta me hacía, por lo

menos, una elocuente explicación.

De nada sirvió. Con el paso de las horas que se hacían días que se hacían meses,

comprendí que no llegaría otra y que ella, tan cocorita a la hora de escapar, había sido la

única. Mi vida no tendría más sentido. Debería buscar otra profesión, ya no llegaría a

buen puerto con la pintura.

Mientras tanto, me quedaré en casa. Mi inspiración seguirá paseando por ahí, quizá

muy lejos de mi lugar en el mundo. La seguiré esperando y le tenderé los brazos sin

rencor por si algún día decide volver.

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Ausencia de Dos

Desde aquí el cielo parece aún más lejos. Cuatro pequeños de unos seis años

fabrican su próxima ilusión de tierra que, como toda ilusión, se la lleva el tiempo y la

consume el azar. Uno de ellos tiene la cara totalmente sucia; no puedo identificar si sus

marcas provienen de un simple juego, manchas de barro, o son signos que olvidó el

odio, la violencia, la crueldad de aquel que no se animó a dar amor.

Hay un grupo de palomas a mis pies a las que acostumbro alimentar. No es una

cuestión de solidaridad o amabilidad, más bien un puñado de lástima, un desconsuelo

que tiende a identificarme.

A lo lejos un murmullo invariable suele atraer mi atención por su monotonía.

Las hormigas gozan en su desfile la triste misión de servir, pese a que el sol las

aplasta, así, como el pie de uno de los niños que juega con tierra puede hacerlo.

Se acerca un hombre que pide limosnas, no lo veo, lo intuyo. Mi vista no alcanza a

ver lo que teme. La miseria. El resentimiento. Inútil esperanza. Pero, ¿qué es una

esperanza hoy? Aún no conozco la famosa fe ante un beso frío de adiós que carga en sus

espaldas un hasta nunca, escurrido en la deformidad que demuestran los ojos

transparentes con lágrimas, sabiendo que sus hombros poseen un lenguaje oculto. ¿Por

qué siento que tantos dedos me señalan, que tantas miradas me perforan?

Sí, el sol desaparece, como toda vida eterna, al atardecer. La noche comienza a

imponerse, como la guerra y el dolor.

Los niños ya no están, pero un par de ojos oscuros aún inquietan algo en mí. La

tortura. El pueblo comienza a morir su sueño, ¿ha de morir el mío?

No padezco sed ni hambre.

Comienzo a acurrucarme en este banco hasta quedar parcialmente dormida (uno de

mis ojos debe mantener la vigilia).

Han pasado seis horas. El sol volverá a empalagarme en unos minutos. Otra vez es

hoy y presiento que mañana también va a serlo.

Camino hasta mi casa. Allí me espera mi mejor aliada, mi acompañante, mi amiga,

mi único vínculo desde aquel tan lejano y tan cercano abril: la ausencia.

¿Y qué es la ausencia si existe un espejo que reclama una explicación sobre en

dónde pasé la noche? Me delata el polvo en los ojos y el ropaje desgarrado del alma.

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Soledad Arrieta 99

Otra vez ese murmullo invariable. Otra vez esa pérfida canción.

Otra vez la sangre, el grito… soy eso. Sólo un grito en medio de una plaza que

nadie quiere escuchar. Y ya ni siquiera estoy en ella. Pero mi perseverancia se pone en

pie y camina esas tres cuadras. Aquí estoy otra vez. Arrullando en mis brazos siete

meses de amor que, acurrucado en mi vientre, aún oigo galopar. Lo cuidé, juro que lo

amé. A él también. Es que tal vez se torna difícil sumergir la mano en sangre y olvidar.

Mis manos continúan teñidas de rojo y de color café.

¿Cómo se mantiene un mundo apartado del mundo?

El grito de un pequeño desesperado. Quizá fue sin querer. Pero de la mano se

escaparon juntos.

La tierra comienza a desgarrarse y mi reclamo es aún más intenso. De sus grietas

surgen manos y, a medida que se escapan, una estaca las perfora. Mas sus uñas

prosiguen, como todo, arañando los troncos de los árboles. Y mi voz logra opacarse ante

una joven pareja con un bebé en brazos.

Otra vez las sombras me anuncian la llegada de la noche. Y voy a dormir en mi

cama.

Mis párpados comienzan a despedirse. Alterada por la inmune certeza de volver a

respirar, obligo a mis ojos a expulsar sus deshechos. Pero mis lágrimas están en aquel

cielo, que desde aquí parece aún más lejano. Aturdida por el quejido de mis pies me

deslizo hacia un pasaje al mundo exterior.

Y aquí están nuevamente esas palomas eufóricas, ansiosas por las migajas de pan

que mi mano (ya no como aquella) otorga. Ellas también reclaman lo que les

arrebataron. Ellas jamás eligieron volar, es una mera fábula.

Me veo en el reflejo que otorga la tierra y aquella nube me recuerda que hoy es hoy

y que no debo olvidarlo. Esta tierra que impacta mi desdicha no es más que aquella que

derrumbó el sueño de los cuatro niños.

Puede que sean latidos. Nunca quise verlo.

Aún no logro recordar cómo se llaman. Sí, así también está bien.

¿Qué hacer cuando el aciago destino se impone ante la piel de seres tan pequeños

como uno y tan inmensos como él? ¿Cómo manumitir esta dolencia?

Nada puede captar tanto mi atención como los minuciosos pasos de la gente, parece

que anduviera descalza sobre un pavimento ardiente al que teme pisar.

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Soledad Arrieta 100

El mundo gira en sí como ha de girar un desquiciado sobre su vida. La vida gira en

sí tal como el mundo sobre mi eje. Es que él (ellos) fueron mi único eje.

En los árboles nacen nuevas hojas, nuevas vidas que luego el viento va a

desparramar, así, como desparrama el amor y el odio, el dolor y la alegría, el orgullo y

la vanidad.

Es extraño, estamos en otoño y en este momento el viento debería estar haciendo su

cruento deber. ¿Será que para él también existe el arrepentimiento? Seguramente jamás

halle el perdón, así como tampoco una retribución por el grandioso acto de atraer la

lluvia que se aproxima. El cielo se me torna gris. Logro sentir sus lágrimas en mis

hombros, comprender su mensaje: llora por mí, por ellos, por nosotros, conmigo.

Calla la palabra muerte, no estremezcas más mi nuca, por favor, meditador

silencioso.

Parto en busca de un techo y lo imagino cubierto entre mis brazos, protegido de la

lluvia, con sus ojos inmensos, con sus pequeñas manos.

Jamás voy a olvidar esta tarde. Hace unas horas recibí la noticia. Y aunque hayan

pasado dos meses nunca voy a olvidar esa mañana de marzo, esa en que me anunció que

debía irse allí en busca de un mísero pedazo de tierra que reconstruiría el honor de muy

pocos. A pesar de todo vamos a ganar. Sé que el diario va a sorprenderme en su portada

con la noticia y él, el más valiente.

Siento que la habitación se mueve. Siento que no hay nada, ni cama, ni piso. Sólo

un sueño. Y qué lindo sería despertar de este cuento. Saldría de él y asesinaría al

todopoderoso que me esclavizó haciéndome partícipe de esta infamia, manejando mi

vida. Jugando con ella, con la muerte, con un ser muy chiquitito. Y con un amor muy

gigante.

Veo luces de colores en todos lados, ya no siento la piel, ya no quiero despertar.

Quiero dormir un sueño eterno y abrir los ojos, por ejemplo, en un 29 de noviembre de

otro año, mucho más lejano. Poder despegarlos y no reconocer el velador que no

funciona ni el quejido de una cama abandonada.

Pero ya no voy a despertar. No quiero seguir soñando lo mismo tantas noches. No

quiero aborrecer el monótono paisaje. No quiero escuchar más gemidos de dolor ni

llantos desesperados, ni oírlo, ni verlo en un espejo, abrazándome. En un retrato. En mi

inmortal profecía.

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Soledad Arrieta 101

Ya que mañana, otra vez, va a ser el mismo día y mi vida ronda en él.

Posiblemente logre arrastrarme hasta la cocina y beber a tibios sorbos un café

acalambrado. Y escapar de mi casa e ir al lugar en que me pidió casamiento.

Añorando que llueva, para que se haga más corto pero más duradero, que el agua

me llegue al cuello y me ahogue llevándome en su corriente hasta algún lugar oscuro

más allá y que luego me vuelque y me halle sin reclamo, sin dolor, sin espasmos de

amargura, ni envidia y resentimiento hacia la felicidad.

Me siento más sola que nunca. Hoy, esta noche, sólo abro la ventana y veo ante mí

un cielo opaco en el que no lo encuentro. Miro a todos lados y él no está.

Hoy está marcada mi sentencia, quizás una abrupta reconciliación.

Hoy estoy decidida a asumir que alguna vez fui amada y me brindé al amor. Que

fuimos las personas más felices, que nuestra vida era ideal, como la luna (que ya no me

mira). Que lo vi a los ojos empapados de ilusión y le dije que en julio o agosto nacería

la ternura proveniente de este amor. Esa misma tarde nadé en un mar de dulzura junto a

una propuesta de miles de esta luna juntos, de miles de noches, de toda la vida, allí en

nuestro banco. Luego naufragué en ese mismo mar.

Y todos esos dedos me señalaron y todos esos ojos me interrogaron, mucho

después. Pero todos los rostros que me apuñalan, que me asesinan, que me torturan, aún

no logran derribarme.

No aguanto más sufrir por un cielo lejano, por desilusiones ajenas a mi dolor y a mi

rencor, a pesar de que no sé a qué se debe, a pesar de que aún no encuentro el papel

empapado y desteñido que debo llevar en el cuello, el que me colgaron sin preguntar.

Saber que tras mis pisadas hacia una casa que cree ser mi esclava, los niños comentan

sus hipótesis mientras me siguen y susurran y más de una vez, al ver mi rostro

despedazado por la humedad, se asustan y salen corriendo.

Recibo la noticia de tu muerte, sin motivo, sin excusa. El miedo, la desolación, la

muerte. Quise retenerlo al lado mío, puedo jurarlo. Pero prefirió irse con vos y confío

que allí (dónde, no sé) lo cuidás muy bien.

Es hoy cuando me hallo frente a un frasco de pastillas oxidadas y reflexiono: cada

nuevo día (aún casi treinta años después) es aquel día. ¿Para qué? Y decido escapar…

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LOS OBVIOS

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Secreto

—Entonces, ¿cuál es tu secreto?

—¿Secreto? Yo no tengo secretos —respondió Ernesto sin despegar la vista del

ovillo que estaba formando con la lana.

—Vamos, no sos tan distinto como querés creer. Todos tenemos secretos.

—No creo que sea tan así como lo planteás. Y si fuera así, ¿el tuyo cuál sería?

—No te lo puedo decir —contestó Maitén, intentando captar su atención.

—¿Tan grave es?

—No, pero si te lo dijera ya no sería secreto.

—¿Y?

—Y me tendría que buscar otro nuevo, todos necesitamos tener secretos. Y justo

ahora sería bastante complicado.

—Hace rato que no me toca un mate…

—Porque tengo las manos ocupadas, sosteniendo la lana. ¿No querés saber por qué

quiero saber tu secreto si yo no te voy a contar el mío? —preguntó mientras se

desmarañaba para cebar un mate lavado y tibio.

—¿Debería?

—No, no deberías. Pero supuse que te intrigaría.

—Son pocas las cosas que me intrigan hoy, linda.

—Por ejemplo…

—¿Por ejemplo qué?

—Algo que te intrigue…

—A ver —soltando el ovillo y adaptando la postura de Le Penseur— … No sé, no

se me ocurre nada.

—Dale, pensá un poco más, hacé el esfuerzo.

—¿Qué es lo que en realidad querés saber?

—Nada, simplemente estoy buscando pasar el tiempo, estoy aburrida con esta

porquería.

—Me intriga lo que va a pasar ahora.

—¿Ves? Ahí vamos bien. A mí también me intriga.

—Incluso me genera un poco de culpa. ¿A vos? —le entregó el mate señalándole

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LOS OBVIOS

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que lo continúe.

—Muchísima. Es difícil pensar cómo vamos a hacer para seguir, se nos puso

demasiado difícil todo —tomó el mate de un solo sorbo y volvió a cebar para él.

—Falta poquito para terminar esto. Esperemos que dure.

—Sí —suspiró profundamente, haciendo un ruido notorio—… Creo que

tendríamos que empezar a pensar en tener hijos.

—¿Hijos? ¡Pero vos estás completamente loca! —gritó alterado, dejando con

bronca el mate sobre la mesa y tirando la lana ovillada hacia la pared, arruinando el

trabajo de toda la tarde—. Somos hermanos, Maitén ¿vos me estás tomando el pelo?

—No, Ernesto. No te pongas así, por favor —suplicó llorisqueado—. Ese sería

nuestro secreto. Además, no tenemos que hacer nada nosotros. Acá hay jeringas como

para no tener que contactarnos físicamente. Sería difícil, pero es cuestión de probar.

—Disculpame —se sentó suavemente, intentando disimular su enojo—, pero creo

que todo lo que vino pasando terminó con lo poco de cordura que te quedaba.

—No, no nos estamos entendiendo. Decime sino, ¿qué va a pasar? ¿Vamos a

quedarnos sentados esperando la muerte sin hacer nada por nuestra especie?

—Ya sabés lo que pensé siempre de nuestra especie, eso no ha cambiado.

—Ernesto, por favor, razoná. A ver, supongamos que en un año o dos yo me

muriera y te quedaras solo en el mundo, ¿qué harías?

—Saldría. Y listo.

—Si ese es el objetivo de que estemos acá, entonces salgamos ahora y terminemos

con toda esta ridiculez —se paró y fue hacia el baño, dando un portazo. Permaneció allí

al menos media hora.

—Al fin salís. Vení, sentate y charlemos un rato —con un tono de voz dulce,

mientras ella, como si fuera una niña, se acurrucaba sobre sus rodillas—. Esto fue una

decisión de ambos. Podríamos habernos quedado como todos y haber sufrido las

mismas consecuencias. Sin embargo, decidimos resguardarnos acá para sobrevivir, para

estar un rato más juntos, o qué sé yo. Pero jamás para salvar a la especie. Cuando nos

muramos nosotros dos, ya está. Creo que, como humanos, ya es demasiado pedir que

ahora estemos conversando, deberíamos habernos derretido como el resto.

—Te estás olvidando de una cuestión —dijo, trasladándose a su silla—. No te

considero tan ingenuo como para creer que en verdad somos los únicos. Quizás acá en

la tierra sí, es muy probable. Pero antes de detonar, seguramente los yanquis se fueron.

Convengamos que decidieron sacrificar a la humanidad porque el 99,3% se estaba

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muriendo de hambre y el 0,7% que no, estaba allá.

—En eso puede ser que tengas razón. Pero de todas formas, nunca vamos a poder

salir, no sabemos qué hay arriba, puede ser muy peligroso.

—Por eso, Ernesto, empecemos a armar nuestra estirpe —insistió mientras se

llevaba la pava a la cocina para calentar el agua.

— ¿Y cómo sería eso exactamente...?

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Soledad Arrieta 105

Un domingo

Los domingos tienen tendencia destructiva. No importa si estamos en pareja, con

amigos, con familia o solos. Los domingos tienen un instinto asesino en su esencia.

Muchas veces pensé que era un día que debería desaparecer. O que la consigna

generalizada debería ser quedarse durmiendo todo el día, no abrir los ojos.

Y esto, aunque parezca una locura, sucedió un domingo. Un domingo de junio, para

ser precisa, ya con mucho frío acechando tras la ventana, tras la puerta, tras las paredes.

Un domingo de ésos sola, sin nadie a quien recurrir, con un suplicio de desahogo dando

vueltas por mi imaginación, con miles de ideas inconclusas, con todos los proyectos que

dejé en el aire aquel día en que decidí morirme de una fantasía. Y fue morirme de ella,

no destruirla. Porque vivía en ella. Algún día, alguien encontrará pedacitos suyos por

distintos lugares y la reconstruirá. Eso no era mi vida.

Cuatro años de un matrimonio lleno de soledades, mentiras y terceros me dejaron

en claro que la vida no se parece a ese mapa que nos plantean. Es sólo la que se quiere

vivir y no la que nos imponen o nos imponemos. Pero lo interesante comenzó aquel

domingo de junio, con mucho frío acechando tras la ventana, tras la puerta, tras las

paredes. Un domingo dos años después, en que me levanté medio atontada por el vodka

que el sábado me había acompañado. Recuerdo que no salía el sol, que era todo gris,

nubes, intento de lluvia que no llegaba a serlo. No estaba deprimida. Tampoco estaba

feliz.

Me cambié sin poder cambiar mi dolor de cabeza y la rabia que sentía porque mi

existencia fuera esa y no otra. Un amor que se disolvió. Un proyecto que fracasó. Un

árbol que nunca creció. Un libro que jamás pude terminar de leer. Algo que creí me

pertenecía.

Salí, respiré, caminé, fumé, lloré, pensé, me quise, me odié. Y volví. Estaba

sonando el teléfono cuando entré. La voz que me llamó por mi nombre nada tenía de

familiar. Era un hombre. Un hombre con una voz atrapante, melancólica, como la

música de un bandoneón, que me hablaba sin conocerme, a quien no le importaba si aún

tenía el maquillaje del día anterior o si tenía las medias corridas. Que estaba ahí, del otro

lado del teléfono, quien sabe dónde, ocupando mi tiempo vacío de mí y de todo y de

todos.

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Así iba mi domingo, con una voz poco familiar, con un desconocido haciéndome

hablarle de mí misma y yo gustosa respondiendo, después de todo hacía tanto que no

me preguntaban por mí que ya ni siquiera sabía describirme. Qué me hace bien, qué me

hace mal, qué me perturba, qué me estimula, no lo sabía. Sólo sabía que había pasado

mucho tiempo en el lugar equivocado, con la persona, el entorno y mi propia

personalidad equivocados. No decía nada de él. Ni su nombre, ni su edad, ni por qué.

Porqué.

Y de repente se hizo lunes. Se hizo lunes y yo no estaba en el trabajo. Lunes y aún

no había dormido. Lunes y no me había dado cuenta del paso de la noche. Me seguía

preguntando y seguía respondiendo. En un momento yo misma me pregunté si sería un

loco buscando una vida para escribir el guión de una película, o algo similar, pero

enseguida me respondí que hubiese buscado una persona más interesante. Lunes y

seguía hablando con el desconocido. Martes, y seguía hablando con el desconocido.

Miércoles y así. Caí en la cuenta de que no había comido en esos días. No había ido al

baño, no había tomado pastillas, no había hecho nada más. Me preocupé.

Corté el teléfono bruscamente y corrí al baño a vomitar nada. Me miré al espejo y

no vi a nadie. Caminé por el pasillo y no oí mis pasos. Respiré y no sentí el aire. Abrí

las ventanas y el viento helado no me destruyó la piel. Quise agarrar el vaso y no podía.

Me miré la mano y no estaba. Me miré los pies y no estaban. Me busqué y me busqué y

no me encontré.

Me acurruqué en un rincón, despacito, por miedo a quebrarme por no ser nada. El

teléfono no paraba de sonar, me atormentaba. Tenía tantas ganas de llorar, pero las

lágrimas no salían.

Golpes en la puerta, leves, después desesperados. Voces del otro lado, ¿estás ahí?,

y cómo responder, si en verdad no estaba. Horas más tarde un señor que abre la puerta.

Mis dos hermanos ingresan acelerados, sin verme, revolviendo todo, buscando algo,

algún indicio, un nosequé. Y yo sin poder hablarles, gritándoles en vano que no se

asusten, cada vez más fuerte, en un estado de locura y desesperación que sólo en ese

momento concebí. Se fueron.

Pasaron los días, semanas, gente extraña exploraba el lugar, mis padres y mis

hermanos a menudo, hasta Ernesto vino a recoger algunas cosas.

Poco a poco la casa se fue quedando vacía, sola. Aunque estaba yo.

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Un mes habría transcurrido y ahora una familia vive conmigo. Él, un ejecutivo

aburrido y absurdo. Ella, un ama de casa postergada, gritona e infiel. Y el hijo… Un

pequeñín de 3 ó 4 años que todos los días se sienta un rato a hacerme compañía.

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Sueño de papel – Muerte de papel

Me despiertan unas luces extrañas, ¿qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿A quién

pertenecen estas voces tan desconocidas? Me estoy encandilando, casi no puedo pensar,

por favor, apáguenlas. No lo había notado, estoy acostada y el calor atormenta

perversamente mis cinco sentidos (¿o eran seis? Ya no lo recuerdo). Voy a intentar

sentarme, con cuidado, no sé qué me estará esperando ahora. Recuerdo que la última

vez que me distraje, un puercoespín gigante estaba a punto de deglutirme.

¿Médicos? ¿Enfermeros? Discúlpenme, ¿quiénes son ustedes y por qué me tienen

aquí? Silencio. Que temor me genera el silencio cuando no lo necesito. Por favor, no

me ignoren, ¿qué hago aquí?

¡¡Por Dios!! ¡Esa soy yo! No es posible, estoy soñando. Si estuviera en ese estado

en el cual me veo no podría verme, en realidad, sólo sentirme y quizás escucharme

pensar, con suerte sentir algún dolor. No, no, esa no soy yo. Además estoy demasiado

pálida, parece que estuviera muerta. Definitivamente es un sueño, así que voy a

disfrutarlo, me bajo de esta camilla ridícula. Ahora que lo noto, estoy vestida, como de

costumbre. Ay, cuesta pisar, debo estar teniendo un calambre mientras duermo. Un

poquito de equilibrio, por favor. Ahí está, mejor me apuro a irme.

Tal como lo suponía, un hospital. Por qué será que siempre sueño con estas

situaciones tan extremas, siempre al borde de la muerte o del abismo o de la locura o de

la cordura.

¿Cómo puede ser que la gente esté esperando tirada en el piso? Aunque, a decir

verdad, se ve mejor la que está en el piso que la que está en los sillones. Camino

deprisa, sólo quiero ver el sol. Salida, salida, flecha, la sigo, ¡allá voy, claridad!

Como era de esperar conociendo mis desdichas, el sol no está, es de noche. Linda

noche, cálida noche, necesito un cigarrillo, ¿por qué no tengo en mis bolsillos? Necesito

fumar, urgente, siento angustia, una opresión horrenda en el pecho.

Señor, disculpe, por favor, ¿me convidaría un cigarrillo? La gente está cada vez

más maleducada. ¿Y este edificio? ¿Nuevo? No lo recordaba. Algo no anda bien. Pero,

¿cómo va a andar bien si es un sueño? Un sueño que bien podría haber escrito en un

papel añejo, desolado, que podría haber quedado en mi mesita de luz de cuando era

niña, de cuando una fantasía era meramente dormirme sobre una nube y despertar

soñando en ella, quizás, este mismo sueño.

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La gente no me mira a los ojos. Se ve que el tiempo me ha vuelto más insulsa de lo

que esperaba. O será que me volví invisible, el inconsciente es tan alucinante como los

elefantes de Dalí, esos de piernas largas, arañas de elefantes o elefantes de arañas de

cuatro patas. Ya sé, voy a entrar a un kiosco. Señorita, ¿cómo le va...? Señorita… ¡SE

ÑO RI TA! Sí, soy invisible, que ingrata noticia. ¿Cuánto puede durar? ¿Un par de

horas más? ¿Serán las cinco? ¿Las seis? Voy a ir hasta la plaza a ver el reloj. Qué

espanto, todo decorado festivamente, que mal gusto que tengo. Pensar que en verdad

odio las navidades. ¿Y EL RELOJ? No, era lo único que me faltaba. Así nunca voy a

saber cuándo termina todo esto. Si me acuesto a dormir, seguramente, cuando me toque

despertarme dentro de este sueño será la hora de despertarme del sueño real.

Me gusta esto de poder sentir tan nítidamente esta locura, el pasto está mojado y me

perturba, pero no va a impedirme dormir. Dormir. Dulces sueños, Maitén. Descansá,

hay mucho por hacer cuando despiertes.

¿Qué pasa? ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando ahora? Voy para atrás, estoy

corriendo hacia atrás, vértigo, vértigo, quiero despertar urgente, despertate Maitén, dale,

despertate, por favor, Maitén. ¿Feliz 2020? ¡¿2020?! Mi cabeza no tiene límites, no lo

puedo creer. Despertate de una vez, o vas a vomitar todo.

No, no, el hospital otra vez no, por favor, por favor, por favor…

De nuevo las luces perversas, cómo me gustaría que fueran rayos de luz colándose

por mis ventanas. Sigo con esta tos insoportable, no la había tenido en el paseo. ¡Ah!

¡Sí! ¡Es la luz en mi ventana! Uff, que tranquilidad. Voy a darme una ducha urgente así

me despabilo, qué lejos que llegué esta vez, son las siete y media de la mañana.

Lo que me faltaba, no se calienta el agua, detesto hacerlo con agua fría. Bueno, no

hay tiempo, voy a dejar la pava puesta para el mate así está lista cuando termine.

Que refrescante. Ahora a desayunar. Qué buenos mates, que lindo clima, me

quedaría acá, no quiero salir a trabajar. ¿Y si llamo para avisar que estoy enferma? No

sé, no sería correcto. Aunque podría ser una buena opción. Timbre, ¿quién puede ser tan

temprano? Pará, Maitén, ese no es tu timbre. Y si lo fuera alguien estaría prendido a él

como si de una urgencia se tratara.

No, no, no, ¿qué pasa? No otra vez. Hacia atrás, vértigo, vértigo otra vez, mi panza,

me duele la panza, basta por favooooor…

El sonido, no es un timbre. Es mi ritmo cardíaco. La luces, la camilla. Se escucha

acelerado, no me gusta, algo no anda bien, otra vez. Peleala, Maitén, peleala, vos podés

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salir de ésta. Escucho el sonido final, como en las películas. ¿Seguirá siendo un sueño?

Todavía me puedo levantar.

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Muerte de vos

Muerde con el hombro la mejilla de un anciano

y no importa

mira de reojo a los niños infelices

y a los nuestros de ellos

propios y ajenos

cargados de siniestros piropos.

Prendo un cigarrillo

que sabe también a ella

como si estuviera comprimida

en un absurdo cilindro de cianuro

tan cerca está y tan lejana

como la vida calma

durmiendo en un colchón de telarañas.

Está en mi copa y en mis manos solitarias

en mi cuello insípido y mis labios amargos

esperando a que el hartazgo

le venda un navajazo a la ilusión

y la lluvia sea ácida mientras me baño

sin tu piel acariciando

ni un mísero arrebato de locura.

Aquí la espero

con las piernas cruzadas y las venas atentas

tardará en llegar, me anunció en un guiño,

pero estoy sola y ya no la respeto

para no desafiarla

con porta ojeras en ayunas

y temblores de huracanes que no matan

ni rasguñan.

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ÍNDICE

Los Obvios ....................................................................................................................... 7

Atracones de versos burgueses ...................................................................................... 9

Las trece campanadas ....................................................................................................... 9

Julieta .............................................................................................................................. 12

Boceto ............................................................................................................................. 13

El misterioso amigo de Ernesto ...................................................................................... 15

Cleopatra ......................................................................................................................... 16

Agonía ............................................................................................................................ 18

Cartero ............................................................................................................................ 20

Espera ............................................................................................................................. 22

Fascinación ..................................................................................................................... 24

Manera ............................................................................................................................ 25

Cuenta regresiva ............................................................................................................. 27

Me declaro culpable........................................................................................................ 28

Réquiem .......................................................................................................................... 33

Trabajos .......................................................................................................................... 35

Instinto ............................................................................................................................ 36

Reconocidos desconocidos ............................................................................................. 37

Bulimia de poesía ........................................................................................................... 39

Las sombras de los postes de luz ................................................................................. 40

Qué bonita vecindad ....................................................................................................... 41

Toco tu boca ................................................................................................................... 43

Y vivieron infelices para siempre ................................................................................... 45

9:06 ................................................................................................................................. 46

Unicornio ........................................................................................................................ 47

Copos de nieve ............................................................................................................... 48

Extraterrestres ................................................................................................................. 49

Fantasma ......................................................................................................................... 50

El agua estaba por todos lados ........................................................................................ 51

No es lo que parece ......................................................................................................... 52

Ganas .............................................................................................................................. 53

El pastorcito .................................................................................................................... 55

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Narración ........................................................................................................................ 56

Los Ernestosaurios .......................................................................................................... 57

Otoño .............................................................................................................................. 59

Poeta ............................................................................................................................... 60

Punta Alta ....................................................................................................................... 61

Rutina ............................................................................................................................. 62

La Vieja .......................................................................................................................... 64

Meteorito ........................................................................................................................ 65

Pañuelo ........................................................................................................................... 67

Pensamiento .................................................................................................................... 68

Útero ............................................................................................................................... 69

Ruido .............................................................................................................................. 70

Inquilina .......................................................................................................................... 71

Vos, el universo y yo ...................................................................................................... 72

Un navajazo a la ilusión ............................................................................................... 74

Se acerca ......................................................................................................................... 75

Canje ............................................................................................................................... 76

Pared ............................................................................................................................... 79

Frente a frente ................................................................................................................. 81

Homicidio ....................................................................................................................... 82

Beige ............................................................................................................................... 84

Flotando .......................................................................................................................... 86

Soledad ........................................................................................................................... 88

Tiempos .......................................................................................................................... 90

Sesión ............................................................................................................................. 91

Sinfonía ........................................................................................................................... 92

Calle ................................................................................................................................ 93

Salvo el niño ................................................................................................................... 95

Me abandonó .................................................................................................................. 97

Ausencia de Dos ............................................................................................................. 98

Secreto .......................................................................................................................... 102

Un domingo .................................................................................................................. 105

Sueño de papel – Muerte de papel ................................................................................ 108

Muerte de vos ............................................................................................................... 111

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