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Ludwig von Mises, La mentalidad anticapitalista

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INDICEAdveflencia breve (p. 9}

P R O L O G O (p. 17}

1L A S C A R A C T E R IS T IC A S S O C IA L E S D E L C A P IT A L IS M O Y L A S

C A U S A S P S IC O L O G IC A S D E SLI V IL IP E N D IO

1. El con su m id or sob erano (p. 19)2. El ansia de m ejora eco n ó m ica (p. 21)3. S ocied ad estam en ta l y soc ied a d ca p ita lis ta (p. 22)4. El resen tim ien to de la am b ic ión frustrada (p. 26)5. E l resen tim ien to de los in te lectu ales {p. 29)6. El p reju icio an ticap ita lista de los in te lectu a les am erican os (p. 31)7. El resen tim ien to de los em p lea d o s de o fic ina (p. 33)8. El resen tim ien to de los p arien tes (p. 35)9. El co m u n ism o de B roadw ay y H o llyw ood (p. 39}

IIL A F IL O S O F IA S O C IA L D E L H O M B R E C O R R IE N T E

1. El cap ita lism o co m o es y co m o lo ve e l h om b re de la ca lle (p. 43)2. El frente an ticap ita lista (p. 50}

IIIL A L I T E R A T U R A B A JO E L C A P IT A L IS M O

1. El m ercad o de los p roductos literarios (p. 53}2. El éx ito en e l m ercad o de los libros (p. 55}3. O bservaciones sobre las novelas p o lic íacas (p. 56)

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4. La libertad d e prensa (p. 58)5. El fana lism o de la gen te d e p lu m a (p. 60)6. El teatro y las n ovelas de tesis "socia l” (p. 67)

IVO B J E C IO N E S D E C A R A C T E R N O E C O N O M IC O

A L C A P IT A L IS M O1. El argu m en to de la felicidad (p. 73)2. M ateria lism o (p. 75)3. Injusticia (p. 78)4. La lib erlad . “preju icio burgués" {p. 86)5. La libertad y la c iv iliza c ió n occid en ta l fp, 931

\ 'EL A N r iC O M llN I S M O A N T lC A P n A L IS T A

Indice alfabético (p. 105 ¡

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A D V E R T E N C IA B R E V E

Presenlación

Vuelve a aparecer, en castellano, L a m entalidad an ticap ita ­lista de Ludwig von Mises (29^1X^1881 / lO-X-1973).

No estamos, ahora, ante uno más de aquellos impresionantes estu­dios económicos — T eoría de la m oneda y el crédito (1913; edición española, Aguilar, Madrid 1936); El socialismo (1923; traducción al español, Hermes, México 1961); L a acción hum ana (1949; última versión española, Unión Editorial, Madrid 1980)—a los que el autor, hasta la aparición de esta obra (1955; primera traducción española. Fundación Ignacio Villalonga, Valencia 1957), nos tenia acostumbrados^.

Hallámonos ante cosa distinta; esta traducción, corregida y, con la obra fundamental de Mises, concordada, que al hispanoparlante curioso se ofrece, constituye un estudio de carácter psicológico, cuyo objeto residiría en desentrañar las razones por las cuales la inmensa mayoría repulsa la economía de mercado, el capitalismo, en defini­tiva, pese al cuerno de abundancia que el sistema sobre las masas derramara; ensayo éste iniciador de una nueva etapa investigadora del economista cuya labor sólo la muerte, a los noventa y dos años, interrumpiría.

‘ Las obras en esta modesta advertencia enumeradas, to son soto a líhdo enuncia­tivo, pues M ises escribió diecisiete tibros y más de doscientos artícutos importantes fV id. Bettina Bien Greaves, 1969, T h e W orks o f L u d w ig von M ises, The Foundation fo r Economic Education, Irvington-on-Hudson, .\uetia York 10533).

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Con La acción hum ana, donde resume y corona sus anteriores trabajos. Mises considera haber completado el análisis intimo, endó­geno, de la ciencia económica, de la cata láctica, como él decía, la rama más avanzada y mejor desarrollada de una todavía incompleta teoría de la actividad humana, la misiana praxeología, dedicada a estudiar las leyes inexorables, ajenas al capricho y a la voluntad de los hombres, que, en todo momento y bajo cualquier sistema de organiza­ción social, regulan la acción de los mortales, tales como efectivamente son — mente de lim itada capacidad y energías rigurosamente tasadas—, en lucha permanente contra un universo despiadado, cica­tero y hostil, donde inexorable escasez impera.

Examinada, pues, a fondo la economía, sin en modo alguno esti­mar haberla dejinitivámente agotado, pues la ciencia nunca acaba, vita brevis ars longa, entiende Mises llegado el momento de iniciar nueva singladura investigadora.

Es consciente de que la doctrina, después de aquel gigantesco paso, ya centenario, del marginalismo subjetivista (Menger, Jevons), que invalidó para siempre el objetivismo de los clásicos (Ricardo)y de los socialistas científicos (Marx, Engels), en los úllimos cincuenta años, había seguido avanzando, mediante otros dos descubrimientos también de extraordinaria trascendencia, a saber: por un lado, que el comunismo, o sea, el control público de los factores de producción, solo y aislado, carente de la información que foráneos mercados le brindan, no podría operar, al resultarle imposible el cálculo económico; y, por otro, que el intervencionismo, es decir, el mantenimiento de un mercado sí, pero de un mercado sui generis, áptero, ciego y tullido, incapaz de cumplir su función social, por hallarse intervenido, saboteado, some­tido a pertinaz soba administrativa y sindical, eso que hoy denomina­mos social-democracia, engendra situaciones peores, incluso desde el punto de vista del propio intervencionista, que aquellas otras anterio­res prevalentes, las cuales la coactiva acción estatal pretendía remediar^.

Motivación

* Im manipulación coercí(ii-a de los precios deja exnrtfiüe ni mercado; lo emascula, proi'ocando errores cada vez mayores, que darán pa.so a esas quiebras tas cuates et dirigista, cuya es ta cutpa, tuego lanío tameníará. Porque, como et ,\'obel M . Friedman destaca, de acuerdo con las ideas de otro ,\obeí, F. Hayek, el dispositii'o de los precios constituye vatiosisimo panet de información acerca de millones de siempre cambiantes datos, cuadro de señales sin cuyo concurso imposible resulta orientar

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A dispares cauces, lotalmenle ajenos al marxismo y al intervencio­nismo, habrá consecuentemente que acudir para mejorar la suerte y elevar el nivel de vida de las clases trabajadoras, por doquier, ya se trate de Occidente, del imperio soviético o del tercer mundo.

Dialéctica capciosa

La ciencia, la teoría, wertfrei siempre, no valora; simplemente expone, cuáles técnicas son más acertadas para alcanzar esto o aquello que el hombre ambiciona, haciéndole ver los costos correspondientes.

En cuanto a los fines, hay unanimidad absoluta, pues todos —liberales, comunistas, socialdemócratas, anarquistas, creyentes y ateos— todos deseamos y aspiramos a lo mismo: a que los pueblos, los obreros y los asalariados, vivan lo mejor que, en cada momento, quepa; que sean lo más felices y padezcan lo menos posible; ni niños famélicos, ni ancianos deplorables, ni tristes enfermos son del agrado de nadie; bien lamentable es su existencia; pero, mucho ojo con quienes hipócritamente desean monopolizar benevolencia y ternura; todos somos buenos y caritativos; quede esto bien claro

convenientemenle ecnnomias tan comptejas, de tan atta produclividad como tas moder­nas. Parpadeantes e incansables indicadores, ios precios, con jiisteza y celeridad, sirven: para ilustrarnos de tas continuas variaciones vatoralivas del consumidor, al reaccionar e'sle ante las mudadas realidades, personales o externas; para inducirá que la producción se conduzca siempre por tos cauces más rentables, o sea, tos de menor costo, precisamente los que permiten atender del modo, en cada caso, más amplio y cumplido post ble, los deseos de tos compradores, gentes, en su inmensa mayoría, de modesta condición; para encomendar, mediante la oportuna distribución de rentas y patrimonios, la gestión de la propiedad, mandato siempre revocable, a quienes, por inteligencia^ dedicación o mera suerte, estén, enlre sus pares, atendiendo mejor las órdene.s populares que el mercado refleja; y , finalmente, también para castigar, con sanciones graves, a quienquiera ose aliarse contra tos deseos de tas mayoritarias masas democráticas. Todo esto lo consiguen tos precios uno actu , simplemente at rejlejar las variantes valoraciones de tos consumidores; intervenidos no puden desem­peñar ese su decisivo papel social. Friedman y Hayek, por esta vía de los precios, llegan a tas mismas conclusiones misianas, o sea, la imposibilidad del cálculo económico bajo control público de tos factores de producción y la contradictoria condición del intervencionismo /"vid. Friedman, M arket M ech an ism s an d C en ­tral E conom ic P lan n in g , 1 9 8 }, American Enterprise Institute, Washington, ¡1C .}.

* FI firmante, en tesis doctoral que leyera et 15-¡1-1958, p. 187, con referenda a este tema, decía: “Conviene advertir que ta economía es una ciencia modesta, de escasos vuelos, puramente instrumental, interesada, no por tos fines, sino por tos medioi idóneos para alcanzarlos... no aclara, por ejemplo, si el empleo total, el incremento de los salarios, la multiplicación de ta riqueza y la elevación general del

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Tan pronto, en cambio, como se aborda el problema de los medios, en cuanto se indaga cuáles sean las mejores vías para alcanzar aque­llos fines universalmente aceptados, surge la controversia y la dispari­dad de aiterios. Discutamos a fondo los medios — el meollo del debate—, lo único en que las partes disienten; pero rechacemos, con energía máxima, a quienes procuran confundir las cosas, introdu­ciendo en el pleito, solapadamente, como quien no quiere la cosa, los fines, pues, dada la común conformidad a este respecto reinante, ello no supone sino ganas de perder el tiempo, abrir puertíisya franquea­das, distrayendo, del único asunto que verdaderamente vale, la aten­ción de cuantos, con honestidad y seriedad intelectual, (ksean escrutar temas de trascendencia vital para millones de hombres, mujeres yniños*.

[ j o que sólo son medios, preséntanse, por el aludido afán confusio­nario, como fines, argucia ésta montada para evitar el valorativo enjuiciamiento de la idoneidad de los aludidos medios en orden a la consecución del auténtico jln por todos ambicionado.

Tomemos un ejemplo, entre otros muchos posibles, para debida­mente esclarecer las cosas. Pretendemos elevar el nivel de vida, tanto material como espiritual, de las clases trabajadoras; he aquí la meta última, nem ine discrepante. La trampa demagógica viene ahora; tal popular enriquecimiento —dícesenos, sin aportación de prueba alguna—pasa por la igualación de rentas y patrimonios; esa iguala­ción —ya no medio, sino fin en sí, intocable por tanto— exige, a su vez, — épor qué?— la implantación de un régimen fiscal de tipo progresivo. Véase cómo la engañosa malla va envolviéndonos; la progresividad tributaria, medio, ha quedado, a título de fm , entroni­zada; su social bondad^ incuestionable. ¿Cómo zafamos de tan para- lógica opresión? Pues, simplemente, volviendo a la dicotomía entre fines y medios; rechazando que éstos, para hacerse inmunes a la

nÍL>et de nida constituyen o no objetivos dignos e interesantes de atcanzar... simpte- mente asevera que si otros, los conductores^ tos jefes, quienes tienen a su cargo ta cura fu ic a y espiritual de tos hombres (tos políticos, el (ingreso, los votantes en definitiva, agregamos ahora) consideran buenas y aconsejables aquellas metas, para conquistar­ías, fatalmente habrán de aplicar tas fórmulas que, a l efecto, han sido descubiertas por tos estudios económicos, sin que ninguna otra sistemática pueda provocar esos apetecidos resultados, sino lodo lo contrario.” Esta tesis, que mereció ta calificación de cum laude, no pudo, a ta sazón, editarse en virtud de lo ordenado por et Servicio de Censura de Libros mediante resolución de 2 5 -IV -1 958.

* V id. nota introducíoria al L iberalism o de L.v. Mises, Unión Editorial, M a d ñ d ¡982 , p. 9.

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crítica, lomen el lugar de aquéllos; sometiéndolos, en cambio, cual tales instrumentos, ajuicio dentíjico que subjetivismo alguno empañe.

Advertimos, de inmediato, por esta vía, que aquella igualación- progresividad, herramienta, con error indudable, destinada a la conse­cución de un específico objetivo — el enriquecimiento popular—, jamás cabe lo engendre, puesto que la mayor parte de las altas rentas detraídas a los ricos hubiera sido por éstos, al no poder aumentar sustancialmente el propio consumo, dedicada a inversiones rentables, es decir, a las que crean riqueza, impulsando la baja —o menor elevación— de los precios, la ampliación de la oferta de trabajo y la subida de los salarios. El Estado, en cambio, destinará los aludidos ingresos, o bien a gastos de consumo, o bien a inversiones deficitarias, que el mercado, por eso mismo, rehuye; hay dilapidación de capital, restringiéndose los puestas de trabajo, lo cual hace que, si no bajan los salarios, con sus empobrecedoras consecuencia^:, aparezca paro indo- minable. ¿Es esto lo que pretendíamos a través de la progresividad impositiva y la igualdad social?^.

Singularidad de la economía

Aquellos aludidos científicos progresos — el cálculo económico marxistay ia contradictoria condición del intervencionismo—, a cuya consecución Mises tanto personalmente contribuyera, resultaban ya, en su opinión, inconmovibles, por lo que entendía, repetimos, llegado el momento de dejar los temas de detalle al cuidado de sus seguidores, para dedicar él sus últimos años al análisis metodológico, a la investi-

Otra cosa seria si tas gentes, concienciadcu a fondo de lo que iba a suceder, prefirieran, no obstante, la iguatdad a ta riqueza. Ambas cosas son, desde luego, alractivas, si bien exclujyentes, por lo que, libremente, pero con conocimiento, hay que valorar y preferir. De darse el segundo supuesto, entonces sí; ta igualdad constituiría auténtico fin , que no medio, y el problema quedaría reducido a ver cómo mejor cabía implantarla. En relación con tos temas abordados, v. L a acción h u m an a (ed. cií.), pp. 968-971 , el dogma de Montaigne, “nadie prospera si no es a costa ajena", que contrasta con et subjetivista ‘ambas partes ganan en toda transacción libre”; 1159- ¡1 6 0 , ta fitasofía confiscatoria, “las medidas contra la propiedad no influyen en ta producción, cuya cuantia viene prefijada por la técnica”; 1 161-} 166, ta Jiscalidad expoliatoria, basada en que ‘‘la tributación progresiva daña a l rico, pero enriquece al pobre”: f2 1 2 -¡2 2 7 , la desigualdad, que el mercado, a llí donde funciona, tiende a reducir en el plano del consumo personal (vestido, alimentación, diversiones), si bien mantiene en lo patrimonial para que tos factores de producción se hallen siempre, como decíamos, en manos de quienes mejor ayer sirvieran a los consumidores.

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gación del fundamento racional de las ciencias de la acción huma­na. La singularidad epistemológica de la disciplina económica suscita, en efecto, problemas de trascendencia grande, abriéndose ante el pen­sador avenidas investigadoras apenas holladas, enormemente atracti­vas, amplias y misteriosas, donde sazonados frutos intelectuales cabe recolectar. Porque la praxeologia ha de apelar a un sistema de inda­gación, el aprioristico, /wr entero dispar al experim ental, base de las ciencias físicas.

Para descubrir lo que, en el mundo de la materia, denominamos una ley, como nadie ignora, se precisa repetir, una y mil veces, igual planteamiento, o bien bajo idénticas condiciones, o bien variando una sola de ellas, lo que, en tal caso, permite ponderar ta trascenden­cia de la presencia o ausencia de la misma. Esto, como es sabido, es experimentar, método al que cabe recurrir en lo físico, pero sólo porque allí las relaciones y los elementos intervinientes son constantes y separables.

En el terreno de las ciencias humanas, por desgracia o, tal vez, por fortuna, no cabe seguir la vía experimental, pues no encontramos aquí ni condiciones invariables, ni circunstancias individualmente valora- bles, ni cantidades mensurables en las que apoyarnos. Lo único, en esta esfera, permanente e inconmovible es la búsqueda de la felicidad por parte del hombre, felicidad subjetiva, que cada uno, según la ocasión y el momento, encarna en específico objeto. Salvo ese anhelo de alcanzar relativas felicidades, nunca, desde luego, la beatitud abso­luta, todo lo demás hállase en permanente mutación y cambio: las personales apetencias, las cuantías deseadas, las tasas de intercambio, los datos de los conjuntos operantes; cuanto para el hombre importa encuéntrase en insosegable y caleidoscópico movimiento.

Por eso, invariablemente, fracasan cuantos pretenden acudir a la ciencia matemática para abordar la economía real y verdadera, la única que interesa, donde si, alguna vez, dos y dos son cuatro, ello se produce por casual coincidencia, situación que posiblemente nunca vuelva a repetirse^.

* l ma cosecha cuádrupte no tiene por qué vater cuatro veces más que una simple; el precio de las unidades de aquélla no tienen por qué reducirse al 25 por denlo de los de ésta. Tates verdades de Perogrullo bien se las saben los agricultores, los trafuantes en granos y leu amas de casa. Los únicos, por lo visto, que las ignoran son tos sesudos economistas matemáticos, siempre enfrascados en sus ecuaciones, enteramente vanas, cuando de lo que se trata es de adoptar medidas especificas para hacer más felices — o menos desgraciados— a los hombres, a las mcucu consumidoras, en concreto. se

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.Vo queda, sin embargo, indefenso el científico humanista ante este, en apariencia, inabordable caos, pues cábele recurrir a un arma, a la que el físico no puede apelar, la de la introspección, cauce indagador que le permite descubrir y comprender las normas inexorables que rigen la acción del hombre. Quien estudia la materia inerte, ignofu por cual causa los árboles crecen hacia arriba, mientras las piedras hacia abajo se despeñan; el estudioso de lo humano, en cambio, íi sabe por qué el hombre, invariadas las restantes circunstancias, prefiere comprar en el mercado más barato y vender en el más caro.

Im necesidad de proseguir uno u otro camino investigator io, según se trate de disciplinas humanas o extrahúmanos, ya la entrevieron los escolásticos cuando distinguían la vía inductiva, la inducción, “ascender lógicamente el entendimiento desde el conocimiento de los

fenómenos, hechos o casos, a la ley o principio que virtualmente los contiene o que se efectúa en todos ellos uniformemente", de la vía deductiva, la deducción, ‘Método por el cual se procede lógica­mente de lo universal a lo particular” .

Mises iba a examinar a fondo el tema epistemológico, en esta su última singladura, que inicia con La m entalidad anticapitalista, mediante tres libros decisivos Theory and History (1957, Tale University Press), E p istem olog ical P rob lem s o f E conom ics (I960, Van .\ostrand, .\ueva Tork)y T he U ltim ate F oundation of Econom ic Science (1962, Van Mostrand, Nueva Tork), inde­pendientemente de artículos y conferencias colaterales^.

Envío

Todas estas publicaciones, particularmente La m e n ta lid ad anticapitalista, presuponen el previo conocimiento de los teoremas

olvide que tos que denominamos precios actuales son, en realidad, precios ya hislóri- cas, fruto de operaciones otrora practicadas, por lo que de poco sirven para avizorar cómo será et mañana, es decir, eso que a los mortales, de verdad, importa.

’ La Escuela de Hatamanca {Ciovarrubias, .Saravia, .Azpiticueta), mediante ta deducción introspectiva, y a en el siglo .KVI, percibió el subjetivismo del valor, aunque no alcanzó a desvelar ta marginalidad del mismo, e incluso llegó a formular una incipiente teoría cuantitativa del poder adquisitivo de la moneda. fA/id. Marjorie Grice-Hutchison, T h e School o f S a lam an ca , conferencia pronunciada el 4-IX - 79, con motivo de la reunión de ta .\iont Pelerin Socieiv en .\iadrid).

“ E p istem olog ica l VrohXcm?, fue originariamente publicado (1933) en alemán bajo el titulo G ru n d p rob lem e d er N ation a loek on om ie.

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misianos en anteriores obras desarrollados, idearios éstos resumidos y definitivamente plasmados en La acción hum ana, según al princi­pio decíamos. De ahí que, como pudiera haber algún lector novel, quien, ocupado por otros temas y quehaceres de trascendencia induda­ble, no haya podido aún dedicar a la economía el tiempo que la captación plena del misiano mensaje exige, asomándose, ahora, por primera vez, a este nuevo y sorprendente mundo, para facilitar su labor, en el deseo de ponerle rápidamente al corriente, la persona que suscribe esta breve advertencia se ha permitido agregar al texto origi­nario, con las debidas indicaciones, unas notas de pie de página, a cuyo través resulta sencillo hallar aquellos pasajes fundamentales de La acción hum ana (ed. 1980) que respaldan cuanto La m entali­dad anticapitalista, con ática concisión, meramente insinúa.

El Traductor

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P R O L O G O

El que se consiguiera desplazar ei precapitalism o, sustitu­yéndolo por el laissei faire capitalista, aum entó la población, de m odo señalado, elevando a la vez el nivel general de vida, en grado tal que carece de precedente el fenómeno. Son, hoy en día, las naciones tan to m ás prósperas cuantos menos obstáculos oponen a la libre em presa y a la iniciativa privada. Los am ericanos viven m ejor que los habitan tes de los dem ás países, sim plem ente, porque los gobernantes quis se retrasaron, con respecto a los de otras naciones, en el en torpecim iento coactivo de la vida m ercantil. Pese a tales realidades, son muchos, particu larm ente entre los in telec­tuales, quienes odian con todas sus fuerzas aJ capitalism o, hallándose convencidos de que constituye perniciosa o rgan i­zación social que sólo corrupción y m iseria engendra. Las gentes e ran dichosas y vivían bien en los felices tiempos anteriores a la revolución industrial*. Los pueblos, en cam bio, ahora, bajo el capitalism o no son o tra cosa que m asas m en­d icantes y ham brientas, desp iadadam ente explotadas por individualistas sin entrañas, bribones éstos a quienes sólo el dinero, el lucro personal, interesa. N egándose a p ro d u c irlas cosas realm ente útiles y beneficiosas, ofrecen, por el co n tra ­rio , a los consum idores sólo aq u e llo qu e les re p o rta el m áxim o provecho; con tabaco y alcohol envenenan los cuer­

A ,H ., ta revolución industrial, pp, 899-908 (N. del T,),

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pos y, m ediante periodicuchos, pornografía y necias pelícu­las, las alm as; li te ra tu ra d e g ra d a d a y d ecad en te , espec­táculos obscenos, strip-tease, films de Hollywood y novelas p o lic ía c a s e n s a m b la n la “ s u p e re s tru c tu ra id e o ló g ic a ” capitalista *.

La opinión pública, malévola e injusta, procura ap licar el epíteto capitalista a cuan to desagrada; jam ás a aquello que m erece pública aprobación. El capitalism o, pues, tiene que resultar intrínsecam ente malo. T odo lo m eritorio surge a contrapelo del sistema; todo lo nocivo, en cam bio, es su inevitable subproducto. Pretende este m odesto ensayo a n a ­lizar el porqué de tal anticapitalistica parcialidad ; descubrir las psicológicas raíces de la misma; y resaltar las inevitables consecuencias de dicho m odo de pensar.

• A .H ., la moral y el mercado, pp. 1049-1063, (N. del T.

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ILAS C A R A C T E R IS T IC A S SO C IA LES

D E L C A P IT A L IS M O Y LAS CAU SAS P SIC O L O G IC A S D E SU V IL IP E N D IO

L El con su m id or soberano

Lo característico del capitalism o es producir bienes en m asa para el consum o de la m asa, provocando, de esta suerte, una tendencia a la elevación del nivel de vida en general y al progresivo enriquecim iento de los grupos m ayo­ritarios. El capitalism o “despro le tariza” a los trabajadores, “ aburguesándolos” , a base de bienes y servicios,

El hom bre de la calle, en régim en de m ercado, es el soberano consum idor, quien, com prando o absteniéndose de com prar, decide, en ú ltim a instancia, lo que debe p rodu­cirse, en qué can tidad y de cuál calidad. Los comercios y los estab lec im ien to s que su m in is tran exclusiva o p re fe re n te ­m ente a las clases acom odadas aquellos artículos, suntuarios y lujosos, que éstas apetecen, desem peñan un papel secun­dario; son elegantes, pero modestos, de escaso peso. Las em presas de verdadero volum en, las fábricas y explotacio­nes im presionantes, hállanse, en cam bio, siempre, d irecta o indirectam ente, al servicio de las masas.

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Liì revolución induslrial, desde su inicio, co n tin u am en te , benefició a las m ultitudes. Aquellos desgraciados que, a lo largo de la historia, form aron siem pre el rebaño de esclavos y siervos, de m arginados y mendigos, se transform aron, de pronto, en los compradores, cortejados por el hom bre de nego­cios, en los clientes “que siem pre tienen razón’', pues pueden hacer ricos a los proveedores ayer pobres y pobres a los proveedores hoy ricos.

La econom ía de m ercado, cuando no se halla saboteada po r los arb itrism o s de g o b ern an tes y políticos, resu lta incom patible con aquellos glandes señores feudales y pode­rosos caballeros que, o trora, m an ten ían som etido al pueblo, im poniéndole tributos y gabelas, m ientras celebraban a le­gres banquetes con cuyas m igajas y m endrugos los villanos m alam ente sobrevivían. La econom ía basada en el lucro hace prosperar a quienes, en cada m om ento, por una razónII o tra, logran satisfacer las necesidades de las gentes del m odo m ejor y mas barato posible. Q uien está com placiendo a los consum idores progresa. Los capitalistas se a rru inan tan pronto com o dejan de invertir allí donde, con m ayor d ili­gencia, se atiende la siem pre caprichosa dem anda. Es un plel)iscito, donde cada unidad m onetaria confiere derecho a volar. Los consumidores, m ediante tal sufragio, a diario, dec iden qu iénes d eb en poseer las factorías, los cen tros com erciales y las explotaciones agrícolas. El contro lar los factores de producción constituye función social sujeta siem ­pre a la confirm ación o revocación de los consum idores soberanos*.

Esto es lo que el m oderno concepto de libertad social significa. C ada uno puede m oldear su vida de acuerdo con los propios planes. No ha de someterse a ajenos program as, elaborados por suprem as autoridades quienes im ponen las norm as correspondientes m ediante el m ecanism o coercitivo de la fuerza pública. La libertad —digám oslo claro, desde un princip io— no es nunca absoluta. Q ueda lim itada, en el caso del m ercado, pese a la ausencia de toda am enaza y violencia, por la p ropia fisiología hum ana, de un lado, y, de otro, por la na tu ra l escasez de los bienes económicos. La

• A .H ., la junción social de la propiedad, pp. 9 9 1 -9 9 3 (N . del T .).

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realidad restringe, en este p laneta , las posibilidades de sus habitantes.

No pretendem os justificar la libertad desde un pun to de vista metafísico ni absoluto. No entram os en el típico a rg u ­m ento to talitario — tan to de derechas como de izquierdas— seg ú n el c u a l, las m asas son d e m a s ia d o e s tú p id a s e ignorantes p ara saber sus “verdaderas” necesidades, por lo que necesitan de una tutela, la del buen gobernante., para no autodañarse. M enos aún nos interesa d ilucidar si, en ver­d ad , ex isten esos su p erh o m b res qu ienes, com o m íticos dem iurgos, se rían los únicos capaces de d esem p eñ ar tal tu to ría*

2. El ansia de m ejora económ ica

El hom bre de la calle, bajo el capitalism o, disfruta de bienes desconocidos en tiempos pasados, que, por ello, resul­taban entonces inaccesibles incluso para los más ricos. Los autom óviles, las televisiones y las neveras, sin em bargo, no dan la felicidad. Al ad q u irir tales accesorios, el hom bre, desde luego, se siente m ás feliz que antes; pero, en cuanto cualqu ier deseo satisface, nuevas apetencias le asaltan, T al es la natu ra leza hum ana.

Pocos am ericanos se percatan de que d isfru tan del más alto nivel de vida, de unas riquezas que la inm ensa m ayoría de quienes viven en países no capitalistas consideran fabulo­sas e imposibles de alcanzar. A lo que ya tenemos o podemos fácilm ente ad q u irir solemos d ar poca trascendencia; anhela­mos, en cam bio, cuan to está fuera de nuestro alcance. V ano es lam entar tal insaciable h u m an a apetencia. Constituye, precisam ente, el im pulso que conduce a la superación eco­nómica. Conform arse con lo poseído, absteniéndose a p á ti­cam ente de toda m ejora, no constituye virtud; más bien ac titud propia de irracionales. El sello, lo característica­m ente hum ano, consiste en no cejar nunca por aum en ta r el propio bienestar**.

• A .H ., la libertad, pp. 42 9 -4 4 0 (N . d el T .).

• • A, H ,, en torno a la felicidad^ pp. 39-43 (N, del T.

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Tal hum ana actividad, siem pre en busca de la felicidad, ha de h a lla rse , sin em b arg o , d eb id am e n te o r ie n ta d a , si quiere conseguir el objetivo deseado. Lo m alo de nuestros co n tem p o rán eo s no es que ap as io n a d am en te ap e tezcan m ayor bienestar; lo lam entab le es que apelen a medios ina­decuados para alcanzar d icha m eta, favoreciendo, sin darse cuenta, políticas contrarias a su autén tico interés personal. Dem asiado obtusos p ara percib ir las inevitables consecuen­cias que, al fmal, van a provocar, deléitanse con los pasaje­ros efectos registrados a corto plazo. Postulan m edidas que conducen al em pobrecim iento general, al desm oronam iento de la cooperación social, fundada en la división del trabajo , abocando a la barbarie *.

Sólo hay un m edio para m ejorar las condiciones m ate ria ­les de la hum anidad; im pulsar el increm ento del capital disponible a un ritm o superior al crecim iento de la p ob la­ción. C uan to m ayor sea la cuan tía del capital invertido por traba jado r, superior can tidad de bienes de m ejor calidad cab rá producir. Eso es lo que el vilipendiado sistema cap ita ­lista, basado en el lucro, desde su inicio, consiguió, habiendo lo g ra d o , h a s ta hoy , m a n te n e r el p r im ig e n io im pu lso . M añana, Dios dirá, pues la m ayoría de los gobernantes y políticos —y los votantes— no ansian o tra cosa que destru ir el sistema.

Pero ¿por qué les repugna tan to el capitalism o? ¿Por qué añoran siempre los “felices tiempos pasados? ¿Por qué lan­zan furtivas si bien deseosas m iradas a la m iserable condi­ción del o b re ro soviético, m ien tras a la v ista tienen el b ienestar que el sistema capitalista sobre los trabajadores occidentales com parativam ente derram a?

3. Sociedad estam en ta l y sociedad cap ita lista

Antes de contestar a estas preguntas es necesario poner de relieve los rasgos distintivos del capitalism o frente a los de una sociedad de tipo feudal o estam ental.

Suele la gente asim ilar a em presarios y capitalistas con los

* .A.H.. f in n r rnedioi, pp, 15.'i-161 ( \ . del T.

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nobles señorones de la sociedad esencialm ente clasista de ios siglos m edievales y de la edad m oderna. La com paración se basa en la diferencia patrim onial de unos frente a la de otros. T al paralelo, sin em bargo, pasa por alto la diferencia existente entre la riqueza de un aristócrata de tipo feudal y la del “ burgués” capitalista.

A quélla no constituía fenóm eno de m ercado; no derivaba de h a b e r p ro d u c id o bienes o servicios v o lu n ta riam en te ad q u irid o s po r los consum idores; éstos, en el en r iq u e c i­m iento y el em pobrecim iento de los grandes, nada tenían que decir, ni en trab an ni salían. Tales fortunas, por el con­trario , procedían, o bien de bélico botín, o bien de la lib era­lidad de o tro expoliador y se desvanecían por revocación del donante o por ajeno asalto arm ado (tam bién cabla que el pródigo las m albaratara). Aquellos ricos no se hallaban al servicio de los consum idores; el pueblo llano, para ellos, no contaba.

Em presarios y capitalistas, en cam bio, se enriquecen g ra ­cias al cliente que patroc ina sus negocios. Q uiebran tan p ro n to como o tro fabricante accede ai m ercado con cosas mejores o mas baratas, si no son ágiles y, a tiempo, saben adap tarse a la nueva situación.

No vamos, desde luego, a en tra r en ios antecedentes histó- í ícos de castas y clases, de hereditarias categorías, de d ere­chos exclusivos, de privilegios e incapacidades personales. Im p o rta , aq u í, tan sólo señ a la r que tales instituciones repugnan al m ercado; resultan incom patibles con el sistema capitalista libre de entorpecim ientos. Sólo cuando tales dis- rrim inaciones fueron abolidas, im plantándose el principio de la igualdad de todos an te la ley, pudo la hum anidad g o /a r de los beneficios que la propiedad privada de los medios de producción lleva aparejados *.

En una sociedad basada en jera rqu ías, castas y estam en­tos, la posición de cada uno está de an tem ano prefijada. Se nace ad sc rito a específica ca teg o ría social. T a l posición viene rígidam ente regulada por leyes y costum bres que con- fieien concretos privilegios e im ponen precisos deberes al interesado. La buena o la m ala fortuna personal, en m uy

A ,H ,. hi eionotnia xacialisln, pp. 1013-1036 (N, del T ,),

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ra ras ocasiones, puede e lev a r o re b a ja r de ca teg o ría al sujeto; por lo general, las condiciones de los distintos m iem ­bros de una clsise sólo m ejoran o em peoran al cam biar las condiciones de todo el correspondiente brazo social. El ind i­viduo, personalm ente, no form a parte de la nación; es m ero com ponente de un estam ento {Stand, étal) y , como tal, indi­rectam ente sólo, se in tegra en el cuerpo nacional. N ingún sentim iento de com unidad experim enta an te el com patrio ta perteneciente a d istin ia clase social; percibe el abism o que le separa del ajeno rango, diferencia que, incluso, el hab la y el vestido, ayer, reflejaban. Los aristócratas conversaban p re­ferentem ente en francés; el tercer estado em pleaba la lengua vernácula, m ientras las clases hum ildes se aferraban a d ia ­lectos, jergas y argots incom prensibles fuera de estrechos cír­culos. El atavío de las distintas clases tam bién era diferente; el m ero aspecto exterior bastaba p ara de la ta r la condición estam ental del paseante.

Lo curioso es que esa abolición de privilegios clasistas constituya precisam ente la esencial objeción que los sensi­bleros adm iradores de los “ felices tiempos pasados” esgri­m en contra el capitalism o. Se ha “atom izado” la sociedad; las antiguas agrupaciones “orgánicas” quedaron sustituidas por masas “am orfas” . El pueblo es soberano, sí, pero un “m alsano m aterialism o” ha a rru m b ad o las nobles norm as que antes regían. Poderoso caballero es Don Dinero. Personas carentes de valia son ricas y nadan en la abundancia , m ien­tras que otras, m eritorias y dignas, vagan por las calles sin b lanca en el bolsillo.

'Fai crítica, im plícitam ente, presupone altas virtudes en los aristócratas del anden régime\ si gozaban de superior ca te­goría y de m ayores rentas, sería ello debido a su preem i­n e n te c u l tu r a y c a lid a d m o ra l. N o vam os a v a lo ra r conductas; pero el historiador nos hace no tar que la alta nobleza estaba com puesta por los descendientes de soldados, cortesanos y “‘co rte san as” , qu ienes, con ocasión de las luchas políticas y religiosas de los siglos X V I y X V II, fueron lo bastante listos o afortunados como para sum arse al p a r­tido que, respectivam ente, en cada país, resultó vencedor.

A unque los enemigos del m ercado, bien sean conservado­res. b ien “ p rog resistas” , d isc rep an en tre sí al p o n d e ra r

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aquellas aristocráticas norm as de vida, concordes, por el contrario , se m uestran cuando condenan los principios bási­cos de la sociedad capitalista. No son los hom bres de verda­dero m érito quienes adquieren riqueza y prestigio; gentes indignas y frivolas, en cam bio, todo lo consiguen, m ediante engaños y trapacerías. Ambos grupos, los conservadores y

los “ progres” , persiguen como card inal objetivo la sustitu­ción del sistema distributivo capitalista, evidenlemenle injuslo, por o tras norm as de distribución “ más equitativas” *.

Nadie, desde luego, jam ás ha dicho que em presarios y capitalistas sean dechado de seráficas virtudes. La dem ocra­cia del m ercado se desentiende del “verdadero” mérito, de la “ ín tim a” san tidad , de la “personal” m oralidad, de la justicia “ absoluta” .

P rosperan en la palestra m ercantil, libre de trabas ad m i­nistrativas, quienes se preocupan y consiguen proporcionar a sus semejantes lo que éstos, en cada m om ento, con m ayor aprem io desean, Los consum idores, por su parte, se alienen rx ch is iv am en te a sus p rop ias necesidades, ape tencias o ( aprichos. Esa es la ley de la dem ocracia capitalista. Los (‘onsum idores son soberanos y exigen ser complacidos.

A millones de personas les gu.sta la Pinka-Pinka, bebida l)ri‘i)arada por la m ultinacional P inka-Pinka Internacional. (ÌO. No m enor es el núm ero de quienes disfrutan con las novelas policíacas, las películas “de m iedo” , los periódicos snisiu ionalístas, las corridas de toros, el boxeo, el whisky, los í igarrillos, el chicle; los votantes ab rum adoram en te apoyan a políticos arm am entistas, belicosos y provocadores. D adas lal<‘s realidades notorias, enriquécense en el m ercado quie- nrs, fh'I m odo más cum plido y más barato , satisfacen dichas vo lun tades. No son teóricas valo raciones, sino efectivas apr'rciai iones, expresadas por las gentes, com prando o abs­ten iéiulose de com prar, lo que cuenta. C abría , a m odo de consejo, decirle al despechado que critica la m ecánica mer- t ann‘1: “ Si lo que Vd. desea es hacerse rico, procure com pla- i r r al púb lico , o freciéndo le algo o m ás b a ra to o más ap e tre ib le que aq u e llo qu e a h o ra se le está b rin d an d o ; iiitrnte superar a la Pinka-Pinka, e laborando o tra bebida; la

• A.H. . iit\fKirití(it/ (le rentas, pp. 440-442 (iV. del T .).

2.S

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igualdad an te la ley le faculta, en un m ercado libre, para com petir con los más engreídos millonarios; superar al rey del chocolate., a la estrella de cine o al cam peón de boxeo; y, finalm ente, tenga presente que en modo alguno se cercena su personal derecho a despreciar todas esas riquezas, que en la industria textil o en el boxeo profesional posiblem ente alcanzara, por com poner poético soneto o filosófico ensayo. G anará, entonces, Vd. menos dinero, pero eso es todo .” T al es la ley, según indicábam os, de la dem ocracia económ ica del m ercado. Los que satisfacen las apetencias de grupos m inoritarios obtienen menos votos —dólares— que quienes se pliegan a los deseos de m ás amplios círculos. C uando se tra ta de ganar dinero, la estrella de cine supera al filósofo y el fabricante de Pinka-Pinka al m aestro sinfónico.

Bajo la consustancial sistemática del m ercado, los grandes ingresos y los más altos cargos, en principio, están a disposi­ción de todos. Pero luego viene la cicatera realidad; y ella sí discrim ina entre los mortales. H ay circunstancias persona­les, congénitas o adquiridas, que hacen que el área de ac tu a ­ción propia tenga rigurosa delim itación. U n abism o separa al necio del perspicaz; a quien sabe pensar por su cuen ta de quien sólo repite ajenas y mal in terpre tadas sandeces*.

4. El resen tim ien to de la am bición fru strada

Consignado lo anterior, vamos a in ten tar com prender por qué la gente odia al capitalism o.

Puede el sujeto, en una sociedad estam ental, a trib u ir la adversidad de su destino a circunstancias ajenas a sí mismo. Le hicieron de condición servil y por eso es esclavo. La culpa no es suya; de nad a tiene por qué avergonzarse. La m ujer, que no se queje, pues si le p regun tara; “ ¿Por que no eres duque? Si tú fueras duque, yo sería duquesa” , el m arido le contestaría: “ Si mi padre hub iera sido duque, no me habría casado contigo, tan villana como yo, sino con una linda duquesita, ¿Por qué no con.seguiste mejores padres?”

* A .H ., tics i Igualdad personal, pp. 148-150, 272 -274 (N . del T .).

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La cosa ya no pin ta del mismo m odo bajo el capitalism o. La posición de cada uno depende de su respectiva ap o rta ­ción. Q u ien no a lcan za lo am b ic io n ad o , d e jan d o p asa r oportunidades, sabe que sus sem ejantes le juzgaron y poster­garon. A hora sí, cuando su esposa le reprocha: “ ¿Por qué no ganas m ás que ochenta dólares a la sem ana? Si fueras tan hábil como tu antiguo amigo Pablo, serías encargado y vivi­ríam os m ejo r” , p e rcá tase de la p ro p ia h u m illan te in fe­rioridad.

La deshum ana, tan com entada, dureza del capitalism o en eso precisam ente estriba; en que se tra ta a cada uno según, de m om ento, haya cotribuido al bienestar de sus sem ejantes*. El grito m arxista “ a cada uno según sus m ere­cim ientos” se cum ple rigurosam ente en el m ercado, donde no se adm iten excusas ni personales lam entaciones. Advierte cada cual que fracasó donde triunfaron otros, quienes, por el contrario , en gran núm ero, arrancaron del mismo punto (le donde el interesado partió. Y lo que es peor, tales realida­des constan a los demás. En la m irad a fam iliar lee tácito re­proche: “ ¿Por qué no fuiste m ejor?” L a gente adm ira a (piien triunfa, contem plando al fracasado con menosprecio y pena.

Reconviénese al capitalism o, precisam ente, el oiorgar a todos la oportun idad de a lcanzar las posiciones más envidia­bles, posiciones que, natura lm ente , sólo pocos alcanzarán. O líanlo en la vida consigamos nunca será más que fracción m ínim a de lo orig inariam ente am bicionado.

T ratam os con gentes que lograron lo que nosotros no pudim os alcanzar. H ay quienes nos aventajaron y, a su respecto, alim entam os subconscientes complejos de inferio- riíhid. T al sucede al vagabundo que m ira al traba jador rNUible; al obrero an te el capataz; al em pleado frente al director; al director para con el presidente; a quien tiene trr»cienlos mil dólares cuando contem pla al m illonario. La i'onlian/.a en sí mismo, el equilibrio m oral, se quebran ta al v rr |>iisar a otros de m ayor habilidad y superior capacidad pnrn <*í)ntentar a los demás. La propia ineficacia queda de nuutilirsto.

A.H.. ufu))lunula<l v \uerle, p. 909 (N. del T.).

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Justus M oser inicia la larga sene de autores alem anes opuestos a las ideas occidentales de la ilustración, del rac iona­lismo, del utilitarism o y del laissez faire. Irritában le los nue­vos modos de pensar que hacían depender los ascensos, en la m ilicia y en la pública adm inistración, del m érito, de la capacidad , haciendo caso omiso de la cuna y el linaje, de la biológica edad y de los años de servicio. Insoportable sería, decia M oser, la vida en u n a sociedad donde todo exclusiva­m ente dependiera de la individual valía. Proclives somos a sobreestim ar nuestra capacidad y nuestros merecim ientos; de ah í que, cuando la posición social viene condicionada por factores ajenos, quienes ocupan lugares inferiores tole­ran la situ ac ió n —/flj cosas son ojí—conservando in tacta la dignidad y la p ropia estima, convencidos de que valen tanto o más que los otros. V aría, en cam bio, el p lan team iento si sólo el personal m érito decide; el fracasado se siente hum i­llad o ; od io y a n im o s id a d re z u m a c o n tr a q u ie n e s le superan ^

Pues bien, esa sociedad, en la que el m érito y la propia ejecutoria determ inan el éxito o el hundim iento, es la que el capitalism o, apelando a la m ecánica del m ercado y de los precios, extendió por donde pudo.

Moser, coincidam os o no con sus ideas, no era, desde luego, tonto; predijo las reacciones psicológicas que el nuevo sistema iba a desencadenar; adivinó la revuelta de quienes, puestos a prueba, flaquearían.

Y, efectivam ente, tales personas, para consolarse y recu­perar la confianza propia, buscan siem pre socorredor chivo expiatorio. El fracaso —piensan— no les es im putable; son ellos tan brillantes, eficientes y diligentes como quienes les eclipsan. Es el prevalente orden social la causa de su des­gracia; no prem ia a los mejores; galardona, en cam bio, a los m alvados carentes de escrúpulos, a los estafadores, a los explotadores, a los “individualistas sin en trañ as” . La h o n ra ­dez p ropia perdió al interesado; era él dem asiado honesto; no quería recurrir a las bajas tretas con que los otros se encum braron . H ay que optar, bajo el capitalism o, en tre la

' J u stu s M o ser . Aingún ascenso por méritos (p r im era e d ic ió n 17721 Sammihche Werk, ed . B .R . A beken , Berlin 1842, vo l 11, pp. 187-191,

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pobreza honrada o la tu rb ia riqueza; él prefirió la prim era.Esa ansiosa búsqueda de p rop icia to ria víctim a constituye

reacción p ropia de quienes viven bajo un orden social que prem ia a cada uno con arreglo a su propio m erecim iento, es dec ir, según h ay a pod ido c o n tr ib u ir a l b ien es ta r ajeno. Q uien no ve sus am biciones p lenam ente satisfechas se con­vierte, bajo tal orden social, en resentido rebelde. Los zafios se lanzan por la vía de la ca lum nia y la difam ación; los más hábiles, en cam bio, p rocu ran enm ascarar el odio tras filosó­ficas lucubraciones anticapitalistas. T an to aquéllos como éslos, lo que, en definitiva, desean es ahogar denunciadora voz interior; la íntim a conciencia de la falsedad de la propia íTÍtica alim enta su fanatism o anticapitalista.

T a l fru strac ió n , según veíam os, su rge bajo cu a lq u ie r orden social basado en la igualdad de todos an te la ley. Sólo, H¡n em bargo, es ésta indirectam ente cu lpable del resenti­m iento, pues ta l igualdad lo único que hace es poner de inaiiifiesto la innata desigualdad de los m ortales por lo que He ifllere al respectivo vigor físico e intelectual, fuerza de voluntad y capacidad de trabajo . R esalta, eso sí, despiada- ilam ente el abism o existente en tre lo que, en verdad, cada uno realiza y la valoración que el propio sujeto concede a su rjr(;utoria. D espierto sueña quien exagera la propia valía, miHtando de refugiarse en onírico m undo “m ejor” , donde «■«da uno sería recom pensado con arreglo a su “verdadero” mérito.

5* El resen tim ien to de lo s in te lectu a les

Til hom bre medio, generalm ente, no tra ta con quienes li)|(rHron triunfar en m ayor proporción que él. Se m ueve en rl circulo de otros hom bres vulgares y poco a lte rna con los »»urriores. No puede, pues, d irectam ente, advertir aquellas IHTlulas que perm iten al em presario servir con éxito a los lintmmii(lores. El resentim iento y la envidia, en su caso, no »r dit lgen, por tanto, con tra seres de carne y hueso, sino ron lrn pálidas abstracciones, tales como el capital, la direc- f ífift, I \ atl Street. Difícil es od iar a tales desdibujados fantas-

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mas con aquella am arga virulencia que suscita el adversario con quien a diario se pugna.

De ah í que el caso resulte diferente p ara aquellos que, por p a rtic u la re s c ircu n stan c ias labo ra les o po r v inculaciones familires, m antienen contacto personal con quienes cosecha­ron unas recom pensas que —entienden— a ellos les sustraje­ron. El re sen tim ien to en estos supuestos es m ayor, más doloroso, pues lo engendra el contacto directo con seres corporales. C ondenan al capitalism o porque, p a ra los ca r­gos que ellos am bicionaban, a otros prefirió.

T al es el caso de los intelectuales. Veamos, por ejemplo, a los médicos. Su ocupación y hab itual contacto les recuerda a d ia rio q u e p erten ecen a u n a profesión q u e clasifica y ordena, con ex traord inario rigor, según la respectiva cap a­cidad. Los m ás eminentes, aquellos que investigan y descu­b re n , cu y as en se ñ a n z a s los d em ás h a n de a p r e n d e r y practicar, si quieren m antenerse al día, no ha m ucho fueron amigos, com pañeros de facultad y juntos traba jaron como internos. Se siguen viendo en congresos y asambleas, a la cabecera de pacientes y en fiestas de sociedad. Algunos son amigos personales del resentido, m anteniedo con él relación frecuente; le tra ta n con la m ayor cortesfei; “colega querido” , siempre. Pero descuellan en la estim ación pública y en la cuan tía de sus honorarios; le superaron y ahora pertene­cen a distinta categoría; al com pararse con ellos se siente hum illado, si bien ha de vigilarse, cu idando de no dejar tra s lu c ir ni ren co r ni env id ia . D isim ula , po r tan to , des­viando la ira hacia diferente blanco; prefiere denunciar la organización económ ica de la sociedad, el nefando sistema cap ita lis ta . Bajo o tro o rd en m ás ju s to , su ca p ac id ad y ta len to , su celo y logros, le h u b ie ra n sido d eb id am en te premiados.

Lo mismo ocurre con abogados y profesores, artistas y actores, escritores y period istas, a rq u ite c to s y científicos, ingenieros y químicos. M uchos de ellos tam bién se sienten fru strad o s, vejados po r la e levación del co lega, an tig u o cam arada y com pañero. Las norm as éticas y de conducta profesional encubren la com petencia tras un velo de am is­tosa fratern idad , lo que hace aú n más am argo el resquem or.

O dia el intelectual, como decíamos, al capitalism o por

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cuan to encarna en viejos amigos cuyo éxito le duele; inculpa al sistema de la frustración de unas am biciones que su perso­nal vanidad hizo desm edidas.

6. El p re ju ic io a n t ic a p ita lis ta de lo s in te le c tu a le sam erican os

El prejuicio an ticap ita lista de los intelectuales no es fenó­m eno exlusivo de este ni de aquel país. Pero en los Estados Unidos se m anifiesta con ca rác ter más general y agrio. Para explicar este hecho, en apariencia sorprendente, preciso es detenerse en el exam en de esa institución llam ada la socie- dad; le monde, en francés.

Tal sociedad abarca , en Europa, a cuantos destacan. Los estadistas y líderes paralam entarios, los m inistros y subse­cretarios, los propietarios y directores de los principales d ia ­rios y revistas, los escritores famosos, hom bres de ciencia, artistas, actores, músicos, ingenieros, abogados y médicos de fam a form an, ju n to con distinguidos hom bres de negocios y descendientes de patricias familias, la buena sociedad. Todos ellos se relacionan en cocktails y comidas, fiestas de caridad, presentaciones en sociedad y salones de arte; frecuentan los mismos restaurantes, hoteles y lugares de esparcim iento. Se com placen conversando de asuntos intelectuales, m oda que, nac ida en la Ita lia del R enacim iento, fue perfeccionada al calor de los salones de París, siendo después exportada a las principales ciudades de la E uropa central y occidental. Las nuevas ideas encon traban allí un prim er eco, antes de influir en círculos m ás amplios. No se puede estud iar la historia de las bellas artes y la lite ra tu ra del siglo X IX sin percatarse del papel desem peñado por la sociedad, al estim ular o desani­m ar a artistas, músicos y escritores.

De acceso a la repetida sociedad europea gozaba quien q u ie ra , en c u a lq u ie r a c tiv id ad , h u b ie ra sobresalido . El ingreso resultaba ta l vez facilitado a los ricos o a los de sangre distinguida. Pero ni el dinero ni el linaje o to rgaban a nadie prestigio particu lar frente a quienes h ab ían triunfado en el área intelectual. Los astros de los salones parisienses no eran los millonarios, sino los m iem bros de la Academie Fran-

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(aise. Los intelectuales ocupaban el prim er plano; los dem ás p rocu raban ap aren tar, al m enos, interés vivo por los proble­mas ’del intelecto.

Esta sociedad resulta, en cam bio, desconocida en USA. La society yanqui prácticam ente queda lim itada a las familias m ás ricas. Insalvable abism o separa a los triunfantes hom ­bres de negocios de los escritores, artistas y científicos de fama; entre am bos grupos apenas si existen contactos perso­nales. Quienes figuran en el Social Register no se relacionan con quienes m odelan la opinión pública, con los precursores de ideas que determ inarán el futuro. La m ayor parte de la buena sociedad am ericana ni se interesa por los libros ni por el pensam iento. Re únese p ara ju g a r a las cartas, cotillear o h a b la r de deportes an tes qu e de lem as cu ltu ra le s . Pero incluso la jet society que lee y se cultiva, ra ram en te com unica con científicos y artistas.

C abe h a lla r histórica explicación a tal realidad. Ello no restaña, sin em bargo, la herida de la intelectualidad. Los escritores, los estudiosos y los artistas am ericanos tienden a considerar al opulento hom bre de negocios como un b á r­baro, preocupado tan sólo por ganar dinero. El ca tedrático desprecia a aquellos de sus alum nos a quienes inquieta más el éxito del equipo universitario que el triunfo científico, considerándose vejado al advertir que posible en trenador de fútbol gane más que em inente filósofo. Los investigadores, quienes continuam ente m ejoran los métodos de producción, odian a los em presarios, a los que acusan de sólo a ten d er las consecuencias m onetarias de su labor estudiosa. Significa­tivo es que haya tantos socialistas y com unistas en tre los físicos actuales. P ara ag ravar aú n más las cosas, resulta, de un lado, que tales científicos term inan tem ente se oponen a estud iar doctrina económ ica a lguna y, de otro, que todos los profesores a qu ienes a b o rd a n les aseg u ran de la ín tim a m alignidad de un sistema económ ico basado en el lucro y en el personal beneficio.

Siem pre que una clase social se aísla del resto de la nación y, sobre todo, de los m entores intelectuales, com o hace la sociedad am ericana, deviene blanco de crítica. El aislacio­nismo de los am ericanos ricos, en cierta m anera, les condena al ostracismo. Se precian ellos de constitu ir casta distin­

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guida, pero la verdad es que los dem ás así no lo entienden. .Su buscada segregación les separa, encendiendo an im osida­des que im pelen a la in telectualidad a ab raza r tendencias anticapitalistas.

7. El resen tim ien to de lo s em p leados de oficina

El trab a jad o r de corbata^ adem ás de la com ún an im adver­sión con tra el capitalism o, padece de dos espejismos peculia­res a su categoría laboral.

T ras una mesa de trabajo , escribiendo y anotando cifras, tiende, por un lado, a sobrevalorar la p ropia trascendencia. Al igual que su jefe, redacta notas y estudia ajenos escritos; m antiene conversaciones con unos y otros; celebra conferen­cias telefónicas. E n g re íd o , e q u ip a ra su ac tiv id ad con la em presarial, convencido de que form a parte de la elite rec­tora. D esprecia al tiznado operario de callosa m ano; él es un “ trab a jad o r in telectual” . Por eso se enfurece cuando com ­prueba que m uchos laboradores m anuales ganan m ás que él, teniéndoseles en m ayor aprecio. El capitalism o, evidente­m ente, no reconoce el “verdadero” valor del traba jo “cere­b ra l” , so b reestim an d o , en cam b io , la faena m eram en te m uscular de seres “ ineducados” .

El oficinista se desorienta y vuelve la espalda a la rea li­dad , por aquella ya trasnochada distinción en tre el trabajo de papel y p lum a y la labor fìsica. No advierte que su adm inistrativa activ idad se reduce a cometidos rutinarios, qu e ex igen escasa p re p a ra c ió n , m ien tras aquellos otros m enospreciados obreros, a quienes envidia, son los m ecáni­cos y técnicos altam ente especializados, que m anejan las com plicadas m áquinas y útiles de la industria m oderna. La incapacidad y falta de perspicacia del interesado queda así de manifiesto.

Por otro lado, al igual que a los titulados, tam bién m orti­fica a nuestro adm inistrativo la visión de quienes, dentro de su mismo grupo, sobresalieron. C om prueba que com pañe­ros de oficina, iguales cuando em pezaron todos a traba jar, han ascendido, m ientras re lativam ente él se retrasaba. T an sólo ayer, Pablo era de su m ism a categoría; hoy tiene, en

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cam bio, un cargo mejor, generosam ente retribuido, pese a valer menos que él. Pablo, evidentem ente, debe su ascenso a torpes m aquinaciones, única m anera de prosperar bajo el injusto sistema capitalista, raíz de todos los males y miserias, según proclam an libros y revistas y rep iten políticos e in te­lectuales.

La descripción que, en su ensayo m ás p o p u la r, hace Lenin del “control de la distribución y de la producción” refleja exactam ente la petu lancia de los em pleados y su errónea creencia de que los trabajos subalternos pueden eq u ip a ra rse a la ac tiv id ad em p resaria l. Ni L enin ni la m ayoría de sus cam aradas revolucionarios quisieron nunca analizar cómo, en realidad, funciona la econom ía de m er­cado. Del capitalism o sólo sabían que M arx lo había califi­cado como el peor de todos los males; ellos eran revolucio­narios profesionales; la subversión constituía su m eta; lo dem ás no les interesaba. Desconocían otras rentas que las de los fondos del partido, fondos que se nu trían , en un a m ínim a parte, de voluntarias aportaciones, m ientras el grueso p ro ­ven ía de coacciones, ch an ta jes y “ ex p ro p iac io n es v io­lentas” .

Hubo, desde luego, com pañeros revolucionarios quienes, antes de 1917, exiliados en E uropa cen tral y occidental, desem peñaron ocasionalm ente rutinarios empleos m ercan ti­les. Pero lo único que Lenin sabía de la activ idad em presa­ria l d e riv ab a de esta experiencia de sim ples em pleados, rellenando impresos, copiando cartas, anotando cuentas y archivando papeles.

Lenin, sin em bargo, sí veía que era diferente la función em presarial de la labor realizada por “ los ingenieros, peritos y dem ás personal técnico p rep arad o ” ; estos especialistas, bajo el capitalism o, lim ítanse a cum plir las ordenes recibi­das de los poseedores; bajo el socialismo —seguía pensando L enin— se a ten d rán a lo que los “ trabajadores arm ados” les m anden. La función de capitalistas y em presarios quedaba reducida a “controlar la producción y la distribución del trabajo y las m ercancías” . A quí es donde q uedaba corto el razonam iento porque hay más; bajo la égida del m ercado, la ac tiv id ad em p resa ria l exige d e te rm in a r cu á l sea la m anera m ejor de com binar los diversos factores de produc-

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í ión disponibles, de suerte que, en cada m om ento, resulten atendidas, en la m ayor m edida posible, las necesidades de los consumidores, o sea, resolver qué debe producirse, en qué < uan tía y de qué calidad.

Lenin no em pleaba, desde luego, en este sentido el té r­mino “co tro la r” . No percibía, como auténtico m arx istaq u e rra , los problem as de la activ idad p roducto ra bajo cual- ([uier im aginable sistema social; olvidaba la escasez de los factores de producción disponibles; la incertidum bre de las fu tu ras apeteTncias de los consum idores; la necesidad de decidir, en tre la fantástica m ultip licidad de procedim ientos mecánicos que perm iten p roducir un a m ercancía, aquel que menos oneroso resulte, p a ra así no pertu rbar, en lo posible, la obtención de otros bienes tam bién apetecidos.

En los escritos de M arx y Engeis no se en cuen tra la m enor itílerencia a tales cuestiones, y por eso lo único que Lenin dedujo de los parciales relatos que le hacían aquellos cam a- radas o casio n a lm en te ocupados en despachos y oficinas acerca del funcionam iento de la em presa m ercantil era que su m ecánica exigia m uchos papeles, fichas y números. Por ello, afirm aba que “ la contab ilidad y el contro l” son esen­ciales p ara la organización y el correcto funcionam iento de la sociedad. Pero “ la contabilidad y el control” hab ían sido com pendiados por el capitalism o hasta el m áxim o, convir­tiéndose en operaciones ex traord inariam ente simples, fáci­les, sencillas, consistentes en vigilar, registrar y docum entar, ('osas al alcance de quien qu iera supiera las cuatro reglas, leer y escrib irá

La filosofía del em pleado de oficina es esa misma.

8. El resen tim ien to de los parien tes

El incesante proceso del m ercado tiende a encom endar la ad m in is trac ió n de los factores de p ro d u cc ió n a los m ás eficientes.

Las grandes fortunas, reunidas a base de haber sabido sus

Cf. L en in , State and Revotulion (L ittle L enin L ibrary, n ú m ero 14. JMiblicada por In tern ational P ublishers, N u ev a York), pp. 83-84.

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poseedores proveer, de la m ejor m anera posible, las necesi­dades m ás urgentem ente sentidas por el público se diluyen y desaparecen tan pronto como el em presario se desvía de esa su esencial m isión. N o es insólito que el c read o r de un im portan te acervo m ercantil vea cómo su im perio com ienza a desm oronarse al decrecer la energía y vitalidad personal; cuando la edad dism inuye la propia agilidad para adaptarse a las siempres cam biantes estructuras del m ercado. Son, sin em bargo, más frecuentem ente, los sucesores quienes, con su indolencia y van idad , d ilap idan las riquezas acum uladas; si, pese a su evidente incapacidad, perviven y no se arru inan , es porque instituciones y m edidas políticas de signo antica- piialista les protegen *. E n el m ercado, para m an tener las fortunas hay que d iariam ente volverlas a ganar, en du ra com petencia con todo el m undo; no sólo con las em presas consagradas, sino, sobre todo, con nuevos y audaces con trin ­cantes, siem pre renovados, ansiosos de asaltar ajenas posi­ciones. Q uienes rehuyen la palestra m ercantil, los desm e­d ra d o s c a u s a h a b ie n te s de a n te r io re s c a p ita n e s de la industria, prefieren adqu irir valores públicos, buscando la p ro tección del E stado an te los peligros de los eventos mercantiles^.

Hay, en cam bio, familias donde las excepcionales condi­ciones requeridas para el éxito em presarial se han transm i­tido a lo largo de generaciones. Algunos de los hijos, nietos o incluso bisnietos igualan y au n superan al fundador. La riqueza no se disipa; se acrecienta. Estos casos, n a tu ra l­m ente, no son frecuentes y llam an la atención, no sólo por su rareza, sino adem ás por cuanto quienes saben am pliar y m ejorar el heredado negocio gozan de doble prestigio: el que sus antecesores m erecieron y el que ellos mismos consi­guieron. D enom inando, con intención peyorativa, patricios a tales personas, quienes no saben distinguir en tre una socie­

• A .H ., moderno amparo fisca t de ¡oí más ricos, pp. 1 165-1 166 (N. del T .).

' En Europa, hasta hace poco , cab ía p roteger una fortuna de la tor­peza o p rod iga lidad de su poseedor, in v irtién d o la en fincas rústicas, qu e q u ed ab an am paradas con tra la co m p eten c ia m ed ian te aran celes y pro­teccion ism os diversos. La in stitu ción del m ayorazgo , por su parte, ta m ­bién im ped ía d isponer del p a tr im on io al p rop ietario en perju icio de sus d escen dientes.

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dad estam ental y je ra rq u izad a y un a sociedad capitalista olvidan que se tra ta de gentes de esm erada educación, gusto refinado y elegancia personal, pericia y laboriosidad. Ind iv i­duos acaudalados en el país e incluso en ei m undo.

C onviene nos detengam os, un m om ento, en el análisis de este fenóm eno a cuyo am paro úrdense m uchas m aquinacio ­nes y propagandas anticapitalistas.

Las cu a lid ad es em p resaria le s, incluso en esas fam ilias cuya opulencia p erdu ra , no son heredadas por todos los descendientes. U no o, a lo sumo, un p ar de personas de cada generación gozan de las virtudes necesarias y es a ellos a quienes conviene confiar la gestión de las operaciones fam i­liares, si se des a que la casa progrese. Los dem ás parientes se lim itan a cob rar dividendos. El dispositivo formal, según sean las norm as legales de cada país, varía, pero el resultado final perm anece siem pre el mismo: separar a la familia en dos categorías: la de los dirigentes y la de los dirigidos.

In tegran el segundo grupo, por lo general, personas estre­cham ente em parentadas con los que podríam os denom inar

jefes, es d ec ir herm anos, prim os, sobrinos y, a ú n más a m enudo , h e rm an as, v iudas y esposas en general. Esta segunda categoría de parientes se lucra con la ren tab ilidad de la em presa, si bien sus integrantes desconocen la vida del negocio y no saben de los problem as que resuelve a diario el pariente em presario. Fueron educados en colegios e in te rn a­dos de lujo, cuya atm ósfera estaba sa tu rada de altanero desprecio co n tra los filisteos p reo cu p ad o s sólo po r g an a r dinero. Algunos de ellos no piensan m ás que en diversiones; apuestan y juegan; van de fiesta en fiesta, en costoso liberti­naje. O tros se dedican, como meros aficionados, a la p in­tu ra , a la lite ra tu rau otras artes. La m ayor parte lleva, pues, una vida ociosa e inútil.

P ero seam os ju s to s ; s ie m p re h u b o ex c ep c io n es . La fecunda ejecutoria de algunos de ellos am pliam ente com ­pensa la conducta escandalosa de juerguistas y derrochado­res. M uchos em in en tes estad istas, escrito res y e rud ito s fueron distinguidos caballeros sin ocupación. Libres de la necesi­dad de ganarse la vida, em ancipados de coacciones sociales, desarrollaron fecundos y nuevos idearios; otros convirtié­ronse en mecenas, sin cuyo concurso financiero y m oral.

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renom brados artistas no hub ieran podido realizar su labor creadora. Los hom bres de dinero desem peñaron un gran papel en la evolución in telectual y política de la G ran Bre­taña, como todo el m undo sabe, a lo largo de los últimos doscientos años, m ientras en F rancia fue le monde, la “ buena sociedad” , el am biente que perm itió vivir y prosperar a los escritores y artistas del siglo X IX .

Pero no nos interesa, ahora , ni la frivolidad de unos ni las m eritorias actuaciones de otros. Lo que conviene aqu í desta­car es el papel que ciertos parientes desem peñan en la difu­sión de doctrinas tendentes a destru ir la econom ía de m er­cado.

M uchos de ellos parten de la base psicológica de haber sido estafados por los dirigentes. R eciben siem pre poco en la distribución y los jefes dem asiado, tan to si las correspon­dien tes norm as d e riv an de disposiciones te s tam en ta ria s como si fueron librem ente pactadas en tre los interesados.

Desconocedores de la m écanica de los negocios y del m er­cado, hállanse convencidos — como M arx — de que el cap i­tal, au tom áticam ente, “engendra beneficio” . No saben leer un balance ni una cuenta de pérdidas y ganancias; ignoran por qué han de ganar más quienes ordenan y dirigen la firma. Torpes en exceso, m alician siem pre aviesas intencio­nes por parte del jefe, quien no pensaría más que en p rivar­les de sus heredadas posiciones. Por eso, continuam ente se quejan y reclam an.

Los regentes, ante tal ac titud , fácilm ente pierden los estri­bos. E stán orgullosos de los éxitos conseguidos sorteando todas las dificultades y cortapisas que a las grandes em presas oponen el gobierno y las organizaciones sindicales; hállanse convencidos de que, a no ser por su eficiencia y celo, la fo rtu n a fam ilia r h ab ría se d e rru m b ad o . P iensan que los parientes deberían proclam ar tales méritos, repu tando injus­tas y u ltrajantes aquellas quejas.

Las disputa-s domésticas en ir t jefes y parientes aléc tan sólo a los m iem bros del clan. Pero cobran trascendencia general cuando los segundos, p ara m olestar a los prim eros, se pasan al cam po anticapitalista, financiando toda clase de aven tu ­ras izquierdistas. A plauden las huelgas, incluso cuando afee-

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tau a las fábricas de las que proceden sus propias re n ta s ’. Lus revistas progresistas y los periódicos de izquierdas, en j^raii parte, se financian m ediante generosas aportaciones de ficrios parientes, quienes dotan a universidades, colegios e iiistiiuciones para que lleven a cabo estudios sociales, patroci­nando actividades de signo com unista. Com o socialistas o bolcheviques de salón desem peñan un papel im portan te en el ejército proletario que lucha contra el funesto régimen capitalista.

9. El com u n ism o de B roadw ay y H ollyw ood

Las masas, cuyo nivel de vida ha elevado el capitalism o, abriéndoles las puertas al ocio, quieren distraerse. La m ulti­tud ab a rro ta teatros y cines. El negocio del espectáculo es rentable. Los artistas y autores que gozan de m ayor p o p u la­ridad perciben ingresos excepcionales. V iven en palacios, con piscinas y m ayordom os; no son, desde luego, prisioneros dfl hambre. Hollyw^ood y Broadway, los centros m undiales de la industria del espectáculo, son, sin em bargo, viveros de com unistas. Artistas y guionistas form an la vanguardia de lodo lo presovi ético.

Varias explicaciones han sido form uladas para explicar el írnóm eno. Casi todas ellas contienen una parte de verdad, Olvídase, no obstante, por lo general, la razón principal que im pulsa a tan destacadas figuras de la escena y la pantalla hacia las filas revolucionarias.

Bajo el capitalism o, como tantas veces se ha dicho, el éxito económico es función del aprecio que el soberano con­sum idor conceda a la actuación del sujeto. E n este orden de ideas, no hay diferencia en tre la re tribución que percibe por sus servicios el fabricante y las que, por los suyos, obtienen productores, artistas o guionistas. Pese a tal sim ilitud, la ap u n tad a realidad inquieta m ucho más a quienes form an el m undo de las tablas que a quienes producen bienes tangi-

* L u josos a u to m ó v ile s , c o n u n ifo rm a d o s c o n d u c to r e s , l le v a b a n a dam as d istin gu id as a las líneas d e p iquetes, Incluso tratándose d e huetgas di rispidas contra negocios gracias a los cuales se pagaban tas citadas tim ousi- tifs (E u gen e Lyons. The Red Decade, N u eva York 1941, p. 186. El subra­yado es m ío).

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bles. Los fabricantes saben que sus cosas se venden en razón a ciertas propiedades físicas. C onfían en que ei público con­tin u ará solicitando tales m ercancías m ientras no aparezcan otras mejores o más baratas, ya que no parece probable varíen las necesidades que con estos artículos se satisfacen. Puede el em presario inteligente prever, hasta cierto punto, la posible dem anda de tales bienes; y, con algún grado de seguridad, cábele contem plar el futuro. Pero ya no sucede lo mismo en el terreno del espectáculo. La gente busca diver­siones porque se aburre; pero nada hastía tan to al especta­do r com o lo re ite ra tiv o ; cam bios, variedades, re su ltan imprescindibles; se ap laude lo novedoso, lo inesperado, lo sorprendente. El público, caprichoso y versátil, desdeña hoylo que ayer adoraba. Por eso, a la escena y a la pantalla a tem o riza tan to la v o lu b ilid ad de quienes, en taq u illa , pagan . L a gran figura am an ece un d ía rica y fam osa; m añana, en cam bio, puede hallarse relegada al olvido; le atribu la la ansiedad de que su futuro enteram ente depende de los caprichos y antojos de una m uchedum bre sólo ansiosa de diversiones. Tem e siem pre, como el célebre constructor de Ibsen, a los nuevos com petidores; a la vigorosa ju v en tu d que, un día inexorable, por desgracia, le arrum bará .

Difícil resulta, desde luego, acallar tam aña inquietud. Quienes la padecen se agarran a cualquier ilusión, por fan­tástica que sea. L legan incluso a creer que el com unism o les liberará de tan ta tribulación. ¿No dicen, acaso, que el colec­tivismo h a rá a todo el m undo feliz? Escritores em inentes ¿no proclam an a d iario que el capitalism o constituye la causa de todos los males y que, en cam bio, el laboralism o rem ediará cuantas desgracias hoy ab ru m an al trabajador'^ Si actores y artistas, con tan to ahínco, cuan to tienen dan, ¿por qué no debe considerárseles a ellos trabajadores tam bién?

Cabe afirm ar, sin tem or a caer en falsedad, que ninguno de los com unistas de Hollywood y Broadway exam inó jam ás los textos teóricos del socialismo; y menos aún preocupóse de echar ni un vistazo siquiera a los tratados de econom ía de m ercado. Precisam ente por esto, todas esas glamour girls, bailarinas y canzonetistas, todos esos guionistas y directores, que tan to pululan, ilusiónanse pensando que sus particula-

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tí's ( uitas q u ed a rán rem ediadas tan pronto como los expro- fmufoit’s sean expropiados.

Hay quienes responsabilizan al capitalism o de la estupi- ílcv. y zafiedad de la industria del espectáculo. No discu ta­mos allora el fondo del tem a. Conviene, en cam bio, resallar ,i(|uí (jue n ingún otro sector apoyó al com unism o con m ayor »•»ihisiasmo que quienes precisam ente intervienen en tan nttias exhibiciones. C uando el futuro h istoriador de nuestra r|)c)ca i>ondere aquellos significativos detalles a los que T aine Iaillo valor concedía, no dejará de notar el decisivo impulso ()iM' el izquierdism o am ericano recibió de, por ejemplo, la um iidialem nle famosa cabare tera popu larizadora del strip- lra.\(\ la que iba desnudándose, p renda a p renda, ante el| M l l ) l Í C O ’.

l'.uKciK- l.y o n s, 1. c .. p. 293,

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IILA F IL O S O F IA SO C IA L

D EL H O M B R E C O R R IE N T E

1. El cap ita lism o com o es y com o lo veel hom bre de la calle

La aparición de la econom ía, ciencia nueva, indepen­diente, y dispar de todas las dem ás disciplinas hasta en ton ­ces cultivadas, constituyó uno de los acontecim ientos más im portantes de la historia de la hum anidad*. La flam ante ciencia económ ica, en el transcurso de escasas generaciones, provocando el advenim iento del orden capitalista, trans­formó los asuntos hum anos en grado m ayor que ningún otro cam bio acaecido du ran te los diez mil años anteriores. Los ciudadanos de un país capitalista, desde que nacen hasta que m ueren, disfrutan de portentosas ventajas, producto exclusivo de esa m anera de pensar y ac tu a r inherente a dicho ordenam iento social.

Lo más asom broso de esta singular m utación estriba en que fue llevada a cabo por un m uy corto núm ero de escrito­

* A .H ., la singularidad de la economía, pp. 17 y ss. (N. del T.).

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res e investigadores y unos cuantos estadistas que habían asim ilado las enseñanzas de los primeros. No sólo las indo­lentes m ultitudes, sino incluso la m ayor parte de aquellos em presarios que llevaron a la práctica los principios del lamez faire, jam ás com prendieron la m ecánica in terna del sisisiema. A un en el apogeo del liberalism o, pocos se perca­taron de cómo, en realidad, operaba la economía de m er­cado. La civilización occidental adoptó el capitalism o por el exclusivo influjo de una reducida élile.

H ubo, du ran te las prim eras décadas del siglo X IX , perso­nas quienes, com prendiendo la inferioridad que para ellos suponía el no conocer a fondo los tem as económicos, p rocu­raron rem ediarla. E n los años com prendidos entre W aterloo y Sebastopol, los libros más solicitados en la G ran B retaña fueron los tratados de economía. Pero la m oda pasó de p ron to . El tem a re su ltab a poco am eno p a ra el púb lico lecior.

Ello se com prende por cuan to la econom ía, de un lado, se diferencia absolutam ente de las ciencias naturales y de la investigación técnica y, de o tra , guarda tan poca sim ilitud con la historia y el derecho que, por su extrañeza, repugna al principiante. Quienes se hallan habituados a recurrir, para la investigación científica, a laboratorios, bibliotecas y archivos se inquietan al tropezarse con la singularidad heu ­rística de la econom ía, singularidad que, desde luego, sobre­coge a la fanática estrechez de m iras del positivista.

Desearían, evidentem ente, todos éstos h allar en los libros de econom ía razonam ientos coincidentes con su preconce­bida im agen epistem ológica de la ciencia; quisieran creer que los tem as económicos pueden abordarse por las vías de investigación de la física o la biología. C uando advierten que, en economía, por ah í no es posible progreso alguno, quedan desconcertados y desisten de abo rd ar seriam ente unos problem as cuyo análisis requiere singular tra tam ien to m ental *.

A consecuencia de tal epistem ológica ignorancia, el p ro­greso económico atribúyenlo norm alm ente a los adelantos de la técnica v de las ciencias fisicas. C reen en la existencia

• A .H ., problemas episte7nolóPu.os de las ciencias humanas pn. 61-121 ÍN drl r . l ' . KF .

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de un au tom ático impulso que haría progresar a la h u m an i­dad. T a l tendencia —piensan— es irresistible, consustancial al destino del hom bre, y opera continuam ente, cualquiera qu e sea el sistem a po lítico y económ ico p rev a len te . No existe, para ellos, relación de causalidad alguna entre el pensam iento económico que prevaleció en O ccidente a lo largo de las dos últim as centurias y los enormes progresos, al tiem po, conseguidos por la técnica. T al progreso no sería, pues, consecuencia del liberalism o, el librecam bism o, el (ais- sez faire o el capitalism o; habríase producido inexorable­m ente bajo cualquier organización social im aginable.

Las d o ctrin as m arx is tas su m aro n p a r tid a r io s p rec isa ­m ente porque prohijaron esta popular creencia, vistiéndola con un velo pseudofilosófico g ra to tan to al espiritualism o hegeliano como al crudo m aterialism o. Según M arx, las fuerzas productivas materiales constituyen sobrehum ana en ti­dad, independiente de la voluntad y la acción del hom bre; siguen el curso que les m arcan leyes inescrutables e insosla­yables, em an ad as de ignoto p o d er su p erio r; m u d an de orientación m isteriosam ente, obligando a la hum an idad a re a d a p ta r el o rd en social a tales cam bios, rebe lándose cuando cualquier poder hum ano pretende encadenarlas. La historia esencialm ente no es o tra cosa que la pugna de las fu e rza s p ro d u c tiv a s p o r l ib e ra rs e de o p re so ra s tra b a s sociales.

E n épocas pasadas —arguye M arx — las fuerzas de p ro­ducción se cen trab an en el molino a brazo, entronizándose el feudalism o como sistema social. C uando más adelan te las insondables leyes fatales que determ inan la evolución de las fuerzas productivas sustituyeron el m olino a brazo por el m olino a vapor, el feudalismo tuvo que d ar paso al cap ita ­lismo. Desde entonces las fuerzas productivas han con ti­nuado evolucionando y su form a actual exige, im perativa­m ente, la sustitución del capitalism o por el socialismo. Los que in ten tan detener la revolución socialista están condena­dos al fracaso. Es imposible contener el proceso histórico*.

Las ideas de los llam ados partidos izquierdistas difieren unas de otras en muchos aspectos, pero coinciden en un

• A .H ., el materialismo dialéctico, pp. 130-140 (N. del T.)-

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punto: en considerar que el constante progreso m aterial co n stitu y e au to m ático proceso. El s in d ica lis ta am erican o considera n a tu ra l el nivel de v ida que disfruta. El destino le ha proporcionado com odidades negadas a los más ricos de anteriores generaciones e inalcanzables aun p a ra quienes quedan fuera de la ó rb ita am ericana. Pero, ello no olKtante, jam ás se pregun ta el yanqui m edio si el rudo individualismo del m undo capitalista pudo tener algo que ver con el naci­m iento de lo que él denom ina el sistema am ericano de vida, the american way o f Ufe. Considera, por el contrario , que en los patronos encarnan las injustas pretensiones de los explotadores^ deseosos siem pre de despojarle de lo que por legítim o dere­cho le corresponde. La evolución histórica — piensa— pro­voca de m odo fatal un aum ento continuo de la productividad del trabajo. Es evidente que, en justicia , sólo él tiene dere­cho a beneficiarse de los frutos resultanies. G racias a su actividad, se increm enta la cuo ta de bienes producidos com ­parativam ente al núm ero de obreros empleados, lo cual es cierto, si bien ello acontece sólo por cuanto opera bajo un régimen capitalista.

Porque esa alza en la llam ada productividad del trabajo se debe a las mejores m áquinas y herram ientas disponibles. Un cenienar de trabajadores produce, por unidad de tiem po, en u n a fáb rica m o d ern a , m ucho m ás de lo q u e el m ism o núm ero de obreros solía elaborar en los artesanales talleres precapitalistas. T al m ejora no se debe, desde luego, a la m ayor destreza, com petencia o esmero del trab a jad o r (la pericia del obrero m edieval, por ejemplo, era m uy superior a la de muchos productores m odernos), sino al empleo de m áquinas y herram ientas más eficaces, instaladas gracias a nuevos capitales acum ulados y correctam ente invertidos.

M arx utilizó en sentido peyorativo las palabras capita­lismo, capital y capitalistas, com o lo hace todavía hoy la m ayo­ría, incluso los órganos oficiales de p ropaganda del gobierno de los Estados Unidos. Tal despectiva term inología refleja, no o b s tan te , con en te ra ju s teza , el facto r p rin c ip a l que en g en d ró las m arav illas de las dos ú ltim as cen tu ria s , es decir, la elevación sin precedentes del nivel de vida de una p ob lación en co n tin u o crecim ien to . La ún ica d iferencia existente entre las condiciones de traba jo que hoy prevale-

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cen en los países capitalistas, con respecto a las que allí regían en la era precapitalista y aún im peran fuera del area o cc id en ta l, consiste en la d is tin ta ca p ita liza c ió n . P o rque n ingún adelanto técnico cabe im p lan ta r si previam ente no ha sido ahorrado el correspondiente capital. T an sólo el ahorro, la acum ulación de nuevos medios productivos, ha perm itido sustituir, pau latinam ente , la penosa búsqueda de alim entos a que se hallaba obligado el prim itivo hom bre de las cavernas por los m odernos métodos de producción. T an tra sc en d en ta l m u tac ió n fue posible g racias al triu n fo de aquellas ideas que, basadas en la propiedad privada de los medios de producción, proporcionaron garan tía y seguridad a la acum ulación de capitales. T odo avance por el cam ino de la prosperidad es fruto del ahorro. Los más ingeniosos inventos resultarían inútiles, en la práctica, si los factores de cap ita l precisos p ara su explotación no hub ieran sido p re­viam ente acum ulados m ediante el ahorro.

Los em presarios invierten el capital, ahorrado por terce­ros, con m iras a satisfacer del m odo m ejor las más urgentes y todavía no atendidas necesidades de ios consumidores. Ai lado de los técnicos, dedicados a perfeccionar ios métodos de producción, desem peñan, después de quienes supieron aho­rrar, un papel decisivo en el progreso económico. El resto de los hom bres no hace más que beneficiarse de la actuación de estos tres tipos de adelantados. C ualqu iera que sea su activi­dad, el hom bre de la calle no pasa de ser sim ple beneficiario de un progreso ai que en n ad a contribuyera.

La nota característica de la econom ía de m ercado con­siste en ben efic ia r a la inm ensa m ay o ría , in teg rad a por hom bres com unes, con una partic ipación m áxim a en las mejoras derivadas del ac tu a r de las tres clases rectoras, in te­gradas por ios que ahorran , los que invierten y los que inventan métodos nuevos para la m ejor utilización del cap i­tal. El in c rem en to in d iv id u a lm e n te co n sid erad o de este últim o eleva, de un lado, la utilidad m arginal del trabajo (los salarios) y, de otro, ab a ra ta las m ercancías. El m eca­nismo del m ercado perm ite al consum idor d isfru tar de aje­nas realizac iones, o b lig an d o a los tres a lud idos círculos dirigentes de la sociedad a servir a la inerte m ayoría de la m ejor m anera posible.

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C ualqu iera puede form ar parte de aquelios tres grufx)s im pulsores dei progreso so d a i. No co n stitu y en clases ni, menos aún, castas cerradas. Ei acceso es iibre; ni exige au to ­ritaria paten te ni discrecional privilegio. N adie puede vetar a nadie la en trada. Lo único que se precisa p ara convertirse en capitalista, em presario o descubridor de nuevos m étodos de producción es inteligencia y voluntad. El descendiente del rico, a veces, disfruia de ciertas ventajas, por p a rtir de puesto m ás conspicuo. Su posición, en la pugna m ercantil, sin em bargo, no por eso le resulta siem pre m ejor; antes al contrario , frecuentem ente tiene que enfrentarse con situa­ciones enojosas y menos lucrativas que las de quienes saltan a la palestra sin lastre ni tradición alguna. H a de reorgan i­zar aquél, una y o tra vez, los negocios heredados p a ra ajus­tarlos a los cambios del m ercado; así, los problem as que se p lantearon, en las últim as décadas, a los herederos de los imperios ferroviarios, problem as ciertam ente más espinosos qu e los que había de resolver el nuevo em presario cuando iniciaba el transporte autom óvil o el tráfico aéreo.

La filosofia popular del hom bre corriente deform a estas realidades del modo más lam entable. Ju a n Pérez se halla convencido de que las nuevas industrias, gracias a las cuales disfruta de una vida cóm oda que sus padres ni sospechaban, son obra de un ente mítico llam ado progreso. La acu m u la­ción de capital, el espíritu em presarial y el ingenio técnico n ad a tienen que ver con una prosperidad que, en su opi> nión, surge por generación espontánea. El increm ento y m ejo ra de la p ro d u cció n —sigue p e n sa n d o — tan sólo corresponde al elem ento laboral. A hora bien, por desgracia, en este valle de lágrim as, el hom bre tiende a explotar a sus semejantes; los em presarios se llevan la parte del león, y al obrero m anual, al creador de todas las cosas buenas —como dice el Manifiesto comunista— , no le dejan m ás que “ lo indis­pensable para que sobreviva y se rep roduzca” . Por consi­guiente, “ el obrero m oderno, lejos de prosperar gracias al progreso de la industria, se hunde cada vez más en la m ise­ria... Se transform a en m endigo y el pauperism o aum enta con m ayor rapidez que la población y la riqueza” . Los autores que así describen el sistema capitalista son conside­rados en las universidades como los m ayores filósofos y bien­

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hechores de la hum anidad y sus enseñanzas reverentem ente las escuchan millones de personas en cuyos hogares, aparte de otras com odidades, se disfruta de aparatos de radio y televisión *.

La peor explotación —aseguran aquellos universitarios, los lideres obreristas y los políticos— es la que provoca la gran industria capitalista. No ven que la característica fun­d am en ta l de esas g ran d es em presas es la p ro d u cció n en m asa p ara satisfacer necesidades de las masas. No advierten que, bajo el sistema capitalista, son los propios obreros qu ie­nes, d irecta o indirectam ente, consum en la enorm e produc­ción de las tan tem idas multinacionales.

Solía m ediar, en los prim eros días del capitalism o, p ro­longado lapso tem poral antes de que las masas pudieran disfrutar de las innovaciones y mejoras. C erteram ente ap u n ­taba G abriel T arde, hace unos sesenta años, que cualquier innovación industrial constituía, prim ero, un capricho de la m inoría y sólo más tarde se convertía en generalizada nece­sidad; lo que co m en zab a siendo m era ex tra v ag an c ia se transform aba luego en bien de uso com ún. Esto, con el au to m ó v il, to d av ía sucedió. Pero la p ro d u cció n en gran escala ha reducido y casi elim inado el aludido retraso tem ­poral. Los nuevos productos, para rep o rta r beneficios, han de fabricarse en gigantescas series, lo que obliga a ponerlos en m anos de las masas tan pronto como resultan disponi­bles. Así, por ejemplo, en los EE U U , no se registró ningún lapso apreciable en el disfrute por las m uchedum bres de la televisión, las m edias de nylon o la alim entación infantil en latada. La g ran industria desata igualitaria tendencia en los hábitos de consum o y de diversiones. La riqueza ajena, bajo la econom ía de m ercado, a nad ie em pobrece; las g ran ­des fo rtu n as jam ás p rovocan m iseria; la riq u ez a de los pocos, antes al contrario , deriva de la satisfacción p rocurada a los muchos. Los em presarios, los capitalistas y los técnicos, bajo la égida del m ercado, prosperan, como tan tas veces se ha dicho, en tan to en cuanto consiguen ap lacar, de la m ejor m anera posible, las apetencias de los consum idores**.

• A .H ., productividad y salanos, pp. 8 8 0 -8 8 9 (N . d el T .)

• * A .H ., empobrecimiento social de origen fiscal, pp. 1161-1164 (N , dei T .¡

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2. El frente an ticap ita lista

Desde que se inició el m ovim iento socialista y se quiso dar nueva vida al ideario intervencionista propio de las épocas precapitalistas, am bas tendencias fueron objeto de la más viva repulsa por parte de los expertos en m ateria econó­mica. Las ideas revolucionarias y reform adoras, en cam bio, entusiásticam ente resultaron acogidas jx)r la inm ensa m ayo­ría de los ignorantes, a impulso de las dos pasiones más poderosas: la envidia y el odio*.

La filosofía que preparó el terreno para la im plantación del liberalism o, patrocinador de la libertad económ ica plas­m ada en la econom ía de m ercado (capitalismo) y su corola­rio p o lític o , el g o b ie rn o re p re s e n ta tiv o , no p re te n d ía aniquilar las tres potestades tradicionales: la m onarquía, la aristocracia y la iglesia. Los liberales europeos se proponían sustituir ia m onarquía absoluta por la parlam entaria , pero sin propugnar el gobierno republicano. Aspiraban a abolir los privilegios de la nobleza, pero no a despojarla de sus posesiones ni de sus títulos y grandezas. A nsiaban im plan tar la libertad de conciencia suprim iendo las persecuciones de disidentes y herejes y otorgar a todas las creeencias com pleta libertad p ara la consecución de sus objetivos espirituales. Fue gracias a ello por lo que los tres grandes poderes del anden regime pudieron pervivir. C abía esperar que m o n ar­cas, a ris tó c ra ta s y eclesiásticos, tan trad ic io n a lis tas , se hubieran opuesto enérgicam ente al a taque desencadenado por el socialismo contra los principios básicos de la civiliza­ción occidental, m áxim e cuando los m arxistas ab iertam ente proclam aban que su totalitarism o colectivista no to leraría la supervivencia de cuanto consideraban los últimos restos de la tiranía, el privilegio y la superstición.

Pero, incluso a tales privilegiados, la envidia y el resenti­miento les cegó y disim uladam ente procuraron respaldar las nuevas doctrinas, relegando al olvido, por un lado, que el socialismo pensaba confiscarles todos sus bienes y, por otro, que no es posible el libre ejercicio de la religión bajo un régim en totalitario. Los H ohenzollern im plan taron en Ale-

* A .H ., racionalismo, psicología y dialéctica, pp. 148-151 (N. del T.).

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m ania lo que un observador am ericano calificó de socia­lismo m onárquico \ La au tocracia de los R om anoff se sirvió del sindicalismo para luchar con tra las aspiraciones burgue­sas de im p lan ta r el gobierno represen ta tivo^ Los aristócra­tas, virtù al m ente en todos los países europeos, acabaron co lab o ran d o con los enem igos del cap ita lism o . Teólogos em inentes, por doquier, p retendieron desacreditar el libera­lismo económico, con lo que indirectam ente apoyaban al socialismo y al intervencionism o. Algunos de los más conspi­cuos jefes del protestantism o actual —B arth y Brunner, en Suiza; N iebuhr y Tillich, en Estados Unidos, y el difunto arzobispo de C an terbury , W illiam Tem ple, en In g la te rra— condenaron ab iertam ente el capitalism o e incluso achaca­ron los excesos del bolchevism o a supuestos fracasos del m ercado.

Es posible que sir W illiam H arcourt, hace sesenta años, se equivocara al p roclam ar entonces: “ Todos somos socialis­tas.” Pero, actualm ente, gobernantes y políticos, profesores y escritores, ateos m ilitantes y teólogos cristianos, salvo raras excepciones, todos coinciden en condenar la econom ía de m ercado, alabando, por contra , la supuesta superioridad de la om nipotencia estatal. Las nuevas generaciones se educan en un am biente preñado de socialismo.

Curioso resulta analizar por qué la gente apoya a los partidos socializantes. Se presupone que “ n a tu ra l y necesa­riam ente” las personas de econom ía más débil habrían de respaldar los program as de izquierdas —dirigismo, socia­lismo, com unism o— m ientras que tan sólo a los ricos in tere­saría la pervivencia de la econom ía de m ercado. Este modo de pensar acepta como incuestionables las dos tesis básicas del socialismo: que el sistem a capitalista perjud ica a la m asa en beneficio tan sólo de los exploladores y que el socialismo m ejorará el nivel de vida del hom bre corriente.

Las gentes, sin em bargo, no apoyan al socialismo porque sepan que h a de m ejorar su condición, ni rechazan el capita-

’ Cf. E lm er R oberts, Monarchical Sodalism in Germany, N u ev a York 1913.

Cf. M ania Ciordon, Workers Before and After Lenin, Nueva York 1941,p, 30 y ss.

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ijsmo pKDrque sepan que les perjudica. Se convierten al socia­lismo porque quieren creer que con él progresarán y odian al capitalism o porque quieren creer que les daña; en verdad, la envidia y la ignorancia ciegan a los más. Se niegan te rca­m ente a estudiar economía y prescinden de la razonada im pugnación que los especialistas hacen del sistema socia­lista; estim an que, tratándose de una ciencia abstracta, la econom ía carece de sen tido . P re ten d en fiarse sólo de la experiencia; pero, sin em bargo, se resisten a acep tar un hecho experim ental tan innegable cual es la incom parable superioridad del nivel de vida en la Am érica capitalista com parado con el del paraíso soviético.

Al abo rd ar el tem a de los países económ icam ente a tra sa ­dos, se suele incurrir en idénticos errores. Estos pueblos es lógico sim paticen con el com unism o, p rec isam en te por hallarse sumidos en la miseria. N adie duda que las naciones pobres desean acabar con sus p>enurias; pero, siendo ello así, lo que deberían hacer es ado p tar el sistema que m ejor con­duce a tal objetivo: el capitalism o. Desorientados los h ab i­ta n te s de ta le s pa íses, sin e m b a rg o , p o r fa laces id eas anticapitalistas, m iran con buenos ojos al com unism o. P a ra ­dójico, en verdad, resulta que los gobernantes de los pueblos orientales, pese a envidiar la prosperidad occidental, rech a­cen el sistema que enriqueció a O ccidente, cayendo bajo el hechizo del com unism o soviético causante de la pobreza de los rusos y de todos sus satélites. Todavía m ayor extrañeza causa al observador neu tra l el que los am ericanos, quienes en m ayor grado se benefician de los frutos de la gran indus­tria cap ita lis ta , exa lten el sistem a soviético y consideren “ muy n a tu ra l” que las naciones pobres de Asia y Africa prefieran el com unism o al capitalism o.

Cabe discutir si es o no conveniente que todo el m undo estud ie econom ía en serio. A h o ra bien, existe un hecho cierto: quien hab la o escribe acerca del capitalism o y del socialismo, sin conocer a fondo las verdades descubiertas por la ciencia económica, es un irresponsable charla tán* .

* A .H., cív\\ma y economia, pp. 1266-67 (N. del T.).

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I l iLA L IT E R A T U R A BAJO EL C A P IT A L IS M O

1. El m ercado de lo s p roductos literarios

Todos y cada uno podemos, bajo el capitalism o, em p ren ­der aquellas iniciativas, aquellos proyectos, que nos conside­ram o s ca p ace s de d e s a r ro l la r . L a so c ie d a d feu d a l o esiam ental, en cam bio, im pone a sus m iem bros invariables actividades ru tinarias y no lolera que nadie se desvíe de lo trad ic io n a l. El cap ita lism o estim u la la innovación ; c u a l­quier perfeccionam iento de los sistemas de producción lleva aparejado el lucro consiguiente; quienes se aferran perezosa­m ente a métodos periclitados sufren pérdidas patrim oniales; aquel que estim a hacer algo m ejor que los dem ás no tro ­pieza con cortapisa alguna para poner de manifiesto tal particu lar habilidad.

Esa libertad , sin em bargo, tiene sus limitaciones. Hállase condicionada, como fruto que es de la dem ocracia del m er­cado, por el aprecio que a los soberanos consum idores les m erezca la co rresp o n d ien te ac tu ac ió n . El m ercad o prcs-

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cinde de si una obra es per se “ buena” o “m a la” ; exclusiva­m ente reconoce valor a aquello que un núm ero suficiente de clientes estim a interesante. Si el público com prador es torpe y no aprecia debidam ente el interés que cierto producto encierra, por excelente que sea, de nada servirán ni las fatigas, ni el tiem po, ni los gastos en su obtención incurridos.

La esencia del capitalism o rad ica —una y o tra vez lo hemos dicho— en ser un sistema de producción en m asa para la satisfacción de las necesidades de la masa. V ierte sobre el hom bre com ún un cuerno de abundancia. Eleva el nievel medio de vida a alturas que éjx)cas anteriores no podían ni im aginar, habiendo puesto al alcance de millones de personas com odidades que hace poco eran asequibles sólo a reducidas élites.

Ejem plo notable lo ofrece ei m ercado de los libros; la l i te r a tu r a — u tiliz a n d o el té rm in o en su sen tid o m ás am plio— constituye hoy una m ercancía solicitada por m illo­nes de seres. La gente lee periódicos, revistas y libros, escu­cha las emisiones radiofónicas y abarro ta teatros y cines. Los autores, productores y actores que satisfacen los deseos del público obtienen ingresos considerables. D entro del sistema social basado en la división del trabajo, aparece un nuevo grupo, com puesto por los literatos., es decir, gentes que se ganan la vida escribiendo. Estos autores venden sus obras en el m ercado por los mismos cauces que otros especialistas colocan las suyas respectivas. Q uedan , pues, integrados, a título de escritores, en la cooperación social del m ercado.

El escribir, antes del capitalism o, constituía a rte poco o nada rem unerativo. H erreros y zapateros podían vivir de su oficio; los literatos, en cam bio, no. El m anejo de la plum a era un a r te libera l, posib lem ente un p asa tiem p o , pero nunca específica profesión; noble quehacer de la gente rica, de reyes, aristócratas y gobernantes, patricios y caballeros que podían vivir sin traba jar; a ralos perdidos, escribían obispos y frailes, universitarios y m ilitares. El hom bre sin d in ero , que sen tía el irresistib le im pulso de em b o rro n a r p ág inas, h ab ía de asegurarse an tes su p le to ria fuen te de ingresos. Spinoza pulía lentes; los dos M ills, pad re e hijo, trab a jab an , a diario ,en la londinense C om pañía de Indias. Pero la m ayor parte de los escritores pobres vivían de la

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generosidad de opulentos protectores de las artes y las cien­cias. Reyes y príncipes rivalizaban en prestar apoyo a poetas y escritores. Las cortes eran el refugio de ia literatura.

El sistema, aunque m entira parezca, p>ermitía a aquellos au to res ex p resa r sus ideas con casi en te ra lib e rtad . Los mecenas no im ponían ideas específicas en m aterias filosófi­cas, estéticas o éticas a quienes protegían, ni siquiera las p rop ias; y, con va lo r y em peño , a m p a ra ro n , frecu en te ­m ente, a esos sus dependientes con tra la ira de las au to rid a ­des eclesiásticas. Es más; el artista desterrado de un a corte podía fácilmente acogerse a cualquiera o tra com itiva rival.

La visión de filósofos, historiadores y poetas, pululando entre cortesanos, soldados y meretrices, dependiendo exclu­sivam ente de los favores del déspota, hiere, sin em bargo, nuestra m oderna sensibilidad. Por eso la aparición de un m ercado propio para la producción literaria fue saludada con entusiasm o por los viejos liberales; se estaba liberando a los pensadores de las cadenas de la servidum bre; iban a prevalecer, en adelante, los idearios mejores, los de las gen­tes de m ayor preparación y cultura . ¡Qué futuro más m ara ­villoso! A m anecía una nueva edad de oro*.

2. El éxito en el m ercado de lo s lib ros

A urora tan rosada, sin em bargo, conllevaba tam bién sus riesgos.

L a l i te ra tu ra no es conform ism o, sino d isen tim ien to . Quienes sólo repiten lo que todo el m undo aprueba y desea escuchar pasan sin dejar huella. C u en ta únicam ente el inno­vador, el disidente, el heraldo de cosas nunca oídas; aquel que rehuye los cauces tradicionales y pretende sustituir las ideas y los valores viejos por conceptos nuevos. A n tiau to rita ­rio y an tigubernam ental, por definición, queda em plazado an te la m ayoría de sus contem poráneos. Y éstos, consecuen­tem ente, pocos libros, por desgracia, le com prarán.

Sea cual fuere el juicio que M arx y Nietzsche nos m erez­can, reconozcam os que avasallador fue su éxito pòstumo.

* A .H ., la ilusión fíe los viejos liberales, pp. 1248-1250.

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Ambos, no obstante, h ub ieran m uerto de ham bre de con tar sólo con los correspondientes derechos de autor. El discon­forme, el rebelde que se opone a la filosofía en boga, parca retribución espere de sus escritos.

Prevalecen, en el m ercado, las novelas cuyos tem as ag ra ­dan a las masas. No es que los com pradores prefieran siem­pre la lite ra tu ra mala; llegan a leer, a veces, por carecer de sentido crítico, incluso libros buenos. C ieno que la m ayor parte de las actuales narraciones y obras teatrales carecen de m érito; pero no cabría esperar o tra cosa cuando an u a l­m ente se lanzan al m ercado miles de títulos. N uestra época podría un día ser calificada de edad de oro de la literatura con que sólo un 0 ,1 por ciento de lo que se ed ita fuera de la categoría de las grandes obras del pasado.

M uchos críticos se com placen en achacar al capitalism o la supuesta decadencia de la literatura . Q uizás deberían más bien cu lpar a su propia incapacidad para separar el trigo de la paja. ¿Son ellos más inteligentes que sus predece­sores de hace un siglo? Hoy, por ejemplo, todos colm an de elogios a Stendhal, pero cuando, en 1842, m oría, no era más que un f)obre escritor oscuro e incom prendido.

El capitalism o ha hecho a las masas tan prósperas que todos los días com pran periódicos, libros y revistas; lo que no les ha podido p rocu rar es el buen juicio de un M ecenas o un C an G rande del la Sea la. Injusto sería cu lpar al laissez [aire de que el hom bre adocenado, hoy como ayer, sea inca­paz de apreciar el recóndito valor de las obras geniales.

3. O bservaciones sobre la s novelas po lic íacas

Precisam ente cuando el impulso an ticapitalista cobraba una violencia ya, al parecer, irresistible, nuevo género lite­rario —la novela po licíaca— tom aba cuerpo. La misma gen erac ió n b ritán ica cuyos votos llevaron al p o d er de m an era avasalladora al laborism o se extasiaba con los escri­tos, por ejem plo, de E dgar W allace. G .D .H . Cole, gran teórico del socialismo británico, tam bién cultiva la novela policíaca. T odo m arxista consecuente debería considerar ésta —quizás ju n to con las pelícu las de H ollyw ood, los

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comics y el strip-tease— la su p e re s tru c tu ra a r tís tic a de la época del sindicalism o y la socialización.

M uchos historiadores, sociólogos y psicólogos han tratado de explicar la popu laridad de tan ex traño género. El más profundo de tales estudios es el del profesor W .O . Aydelotte, quien acertadam ente destaca el interés psicológico, a efectos históricos, de dichas narraciones, que con rigor reflejan los sueños e im aginaciones de las gentes, lo cual perm ite disecar el alm a de la masa. D estaca cómo identifícase el lector con el detective, tendiendo a hacer de éste un a prolongación del propio ego^.

El hom bre frustrado, que no alcanzó la posición am bicio­nada, puede ser uno de tales lectores. Busca, según ya antes decíam os, consuelo en la supuesta injusticia del régimen capitalista; si fracasó, fue a causa de su honradez y correcto proceder; quienes, en cam bio, triunfaron, consiguieron el éxito deshonestam ente, recurriendo a m alas artes, que él, hom bre puro y de conciencia, siem pre repudió, i Si la gente supiera cuán desvergonzados son estos arrogantes advenedi­zos! Sus crím enes, po r desg racia , g en e ra lm en te , q u ed an im punes; buenos padrinos les am paran ; gozan de inm erecida reputación. Pero él sabrá desenm arcararlos poniendo de manifiesto la ín tim a perversidad de tales seres.

El argum ento típico de la novela policíaca es éste: un individuo, al que todo el m undo considera respetable e in ca­paz de jam ás hacer daño, ha com etido, sin em bargo, abom i­nable crim en. N adie sospecha. Pero hay un inteligentísim o sabueso, difícil de engañar, quien ha tenido, por desgracia, que conocer de cerca a muchos hipócritas santurrones; y, gracias a su sagacidad, logra, una vez más, salir triunfante, pues sabe pacientem ente acum ular pruebas intachables, a cuyo am paro logra siem pre llevar, convictos y confesos, ante la ju s tic ia , a innúm eros berg an tes, h ac ien d o in v a ria b le ­m ente que, al final, prevalezca la buena causa,

El d e s e n m a s c a ra m ie n to del c r im in a l q u e p re te n d e hacerse pasar por ciudadano respetable constituye tópico, estratagem a, de disim ulada tendencia antiburguesa , que no

' Cf. W illia m O . A y d e lo t te , “ T h e D e te c t iv e S to r y as a H isto r ia l S ou rce” {The Tale Review, 1949, vol. X X X I X , pp, 76-95),

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d u d a ro n en ap ro v ech a r lite ra to s del m ás elevado rango como, por ejem plo, Ibsen en Los pilares de la sociedad.

La novela policíaca em pequeñece la tesis e in troduce la figura banal del integérrim o detective que hum illa a quien tantos adm iraban . H ay, en todo ello, un tufillo de odio subconsciente hacia el “ burgués” afortunado. Con el sagaz detective contrastan , en cam bio, los inspectores de policía; son torpes y engreídos en exceso p ara descifrar el enigm a. Se les supone incluso, a veces, predispuestos, de m odo incons­ciente, en favor dei culpable, cuya posición social les im pre­siona. El de tec tive , sin em b arg o , lo g ra su p e ra r tan tas dificultades como la desidia de la policía le crea. Su triunfo supone tácita crítica de la autoridad burguesa que a tan obtusos funcionarios designa.

Tales papeles, por eso, tan to agradan a ciertos fracasados. (H ay, desde luego, o tros m uchos lectores qu e en m odo alguno pertenecen al tipo descrito.) Sueñan aquéllos, noche y día, en tom ar venganza de sus com petidores que triu n fa­ron. Se deleitan im aginando al rival “esposado y conducido an te el ju e z ” . Este género de novelas provoca a esos consu­midores un morboso placer cuando se identifican con el detective, encarnando, en el acorralado delicuente, al rival que les superó^.

4. La libertad de prensa

La libertad de prensa constituye señal típica-de las nacio­nes libres, El viejo liberalism o hizo de ella su caballo de batalla. N adie consiguió oponer sólida objeción al razo n a­m iento de los dos libros clásicos, Areopagilica^ de Jo h n M il­ton, 1644, y On Liberty, de John S tuart Mill, 1859. El poder

U n h ech o sign ificativo es e l é x ilo de circu lación d e las llam adas revisias d e casos (expose mn^azines), ú ltim am en te incorporadas a la prensa am ericana. Estas revistas se d ed ican exclu siv a m en te a desenm ascarar fechorías y viciosas co n d u cía s de g en tes q u e triunfaron, e sp e c ia lm en ie m illonarios y ce leb rid ad es d e la pan ta lla . Según .VfivsiL’íek, d el 11 de ju lio de 19.S5, una de estas p u b licacion es preveía para su p róxim o n ú m ero de septiem b re la venta de 3 .8 m illones de ejem plares. Es in d iscu tib le q u e el h o m b r e c o r r ie n te se r e g o c ija c o n la r e v e la c ió n d e los p e c a d o s — verdaderos o fa lsos— de q u ien es brillan m ás q u e él.

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ed itar sin tener que recu rrir a previa licencia constituía, para todos, presupuesto básico de la libertad de expresión.

Pero sólo allí donde hay propiedad privada de los medios de producción puede h ab e r prensa libre. Si el papel, las im prentas, etc., son, como sucede en la com unidad socia­lista, propiedad del gobierno, la libre expresión se esfuma. Las autoridades, en exclusiva, deciden quiénes tienen dere­cho a escribir y qué se vaya a ed itar y difundir. La propia R usia za ris ta , c o m p a ra d a con la U n ió n S ovié tica, nos parece, ahora, un país de prensa libre. C uando los nazis realizaron sus famosas quem as de libros, no hacían sino seguir las indicaciones de uno de los m ás celebrados autores socialistas: C ab e t^

C om oquiera que todos los países avanzan hacia el socia­lismo, la libertad de prensa, en nuestro m undo, poco a poco, va degradándose. Publicar un libro o un artículo cuyo con­ten id o m oleste al g o b e rn an te , a los g rupos m ay o rita rio s influyentes, en trañ a cada vez m ayores riesgos. No se liquida aún al disidente como en la U R SS, ni arden los m anuscritos como o tro ra en las hogueras de la Inquisición. Los viejos sistemas de censura fueron superados. Los partidos “p rog re­sistas” son más “m odernos” ; sim plem ente boicotean a aq u e ­llos escritores, editores, libreros, impresores, anunciantes e, incluso, lectores que osan m anifestar la más leve crítica de sus program as.

Todo el m undo es libre p a ra abstenerse de leer lo que no le guste e incluso p ara recom endar a otros que hagan lo mismo. Pero m uy distinto es recurrir a la am enaza y a la coacción, a las graves represalias con tra gentes cuya única cu lpa es el haber favorecido publicaciones cuyo contenido no agradó a grupos dispuestos siem pre a recurrir a la violen­cia. U n boicot sindical —o su m era am enaza— atem oriza el ánim o y subyuga la voluntad de los dueños de diarios y p ub licac iones en g en era l, qu ienes v erg o n zan tem en te se someten al d ictado de los capitostes laborales ^

Cf, C a b et, Voyat^e en Jcarie, París 1848, p. 127.

* Sobre el sistem a de boicot e sta b lec id o por la Ig lesia C ató lica , cf, P. B lanchard, “ A m erican F reed om and C ath o lic P ow er” , Boston 1949, |>[). 194-198.

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I .( Los m odernos líderes obreristas son m ucho m ás suscepti­bles que los em peradores y reyes del pasado; se irritan con facilidad; no están para brom as; su cerril disposición acabó enm udeciendo, en este terreno, a la sá tira tea tra l y cine­m atográfica.

En las salas del anden régime librem ente se representaban obras (Beaumarchais) ridiculizando a la nobleza; lo mismo hacía M ozart en inm ortal ópera; O ffenbach y Halévy, en Im Gran Duquesa de Gerolstein^ satirizaban el absolutism o, el m ili­tarism o y la vida de la corte del Segundo Im perio francés. Pero N apoleón III y los m onarcas europeos, en general, se reían a gusto contem plando comedias que les ponían como chupa de dómine. El censor de los teatros británicos de la época victoriana, el lord C ham berla in , no obstaculizó la representación de las revistas de G ilbert y Sullivan que satiri zaban las venerables instituciones am paradoras de la no escrita constitución inglesa; nobles lores llenaban los palcos m ientras, en el escenario, el conde de M o n ta ra ra t decía que “ la C ám ara de los Lores nunca pretendió a lcanzar alturas intelectuales” .

Nadie puede, ac tualm ente , desde un escenario, meterse en serio con quienes de ten tan el poder. Los sindicatos, las m utualidades laborales, las em presas socializadas, los défi­cits y tantas otras lacras del Estado benefactor son temas tab ú ; c u a lq u ie r irre sp e tu o sa a lusión a tales rea lidades resulta aviesa y condenable. Vacas sagradas son los sind ica­listas y los funcionarios de los organismos socializantes. El teatro sólo puede recu rrir a aquellos m anidos tópicos que han degradado la d ivertida opereta y las alegres comedias de Hollywood.

5. £1 fan atism o de la gente de p lum a

El observador superficial difícilm ente advierte la hoy p re­valente intolerancia del gobernante con tra el disidente, ni menos aún cala las artim añas y m aquinaciones em pleadas para ahogar la voz del contrario . Lo que él ve es que se discute m ucho y que, al parecer, nadie está de acuerdo en nada.

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Pero la verdad es otra; ese ardor, precisam ente, con que com un istas, socialistas e in te rv en c io n is tas , in teg rad o s en diversas sectas y escuelas, en tre sí se com baten oculta el que, pese a tan to perorar, hay un a serie de dogm as fundam en ta­les en torno a los cuales todos ellos en teram ente coinciden. Se m argina a los escasos pensadores independientes que p re ­tenden com batir tales idearios, dificultándoseles el contacto con las gentes. La im presionante m áqu ina de p ropaganda y p ro se litism o “ iz q u ie r d is ta ” h a t r iu n fa d o p le n a m e n te , haciendo intocables ciertos temas. La in to lerante ortodoxia de qu ienes g u stan de con sid erarse “ h e te ro d o x o s” se ha im puesto por doquier.

Confusa m ezcolanza de doctrinas diversas e incom pati­bles e n tre sí es lo qu e este “ h e te ro d o x o ” dogm atism o am para; un eclecticismo de la peor especie; caótica colec­ción de conjeturas derivadas de doctrinas falaces y concep­tos erróneos cuya im procedencia tiem po ha quedó dem os­trada; fragmentos inconexos de socialistas — “utópicos” y “científicos” — , fabianos ingleses, institucionalistas am erica­nos, sindicalistas franceses, historicistas alem anes y tecnó- cratas de todo pelaje.

R eincídese en los errores de G odw in, Carlyle, Ruskin, B ism arck , S o re l, V e b le n y leg ió n de a u to re s m enos conocidos.

H ay un dogm a axial en torno al cual coincide este cóctel ideológico, a saber, que la pobreza es consecuencia de ini­cuas instituciones sociales, que es preciso suprim ir. La ins­tauración de la prop iedad y de la em presa privada fue el pecado original que privó a la hu m an id ad de la dichosa vida del Edén; el capitalism o sólo benefició a explotadores sin entrañas; y condenó a las honradas masas trabajadoras a progresiva degradación y pobreza. Pero existe el Estado —verdadero dem iurgo— capaz él solo de doblegar al av a­riento aprovechante. La idea de “servicio” debe sustituir a la idea de “ lucro” ; ni las intrigas ni las bru talidades de los “ reyes de las finanzas” p odrán detener la ya inaplazable revolución social; deviene im perativa la planificación cen­tralizada; y habrá, entonces, ab undancia y riqueza p ara todos. Quienes im pulsan esta g ran transform ación son pro­gresistas^ pues batallan por un ideal generoso y que adem ás

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conlorm a con las leyes inexorables de la evolución histórica. Quienes se oponen son reaccionarios, por cuanto, en vano em p e ñ o , p re te n d e n d e te n e r el av a n ce in e x o ra b le del progreso.

Los progresistas abogan por m edidas que, de inm ediato, aliv iarán la suerte de las masas dolientes, a saber, la expan­sión del crédito y el aum ento de la circulación fiduciaria; los salarios mínimos coactivam ente impuestos por el Estado o los sindicatos (con la connivencia de aquél); la tasación de los precios y alquileres; y m últiples otras m edidas interven­cionistas. A nte tan ta vana palabrería, la ciencia económica se alza, dem ostrando que, por tales vías, no es posible alcan­zar los objetivos que sus propios patrocinadores desean con­seguir, provocándose situaciones todavía más insatisfacto­rias que aquellas que se pretendía rem ediar. La expansión crediticia engendra las crisis y las depresiones reiteradas; la inflación hace subir vertiginosam ente los precios; los salarios superiores a los del m ercado desatan paro indom ina ble; las tasas m áxim as reducen la producción y las mínimas provo­can la aparición de excedentes incolocables. La realidad de tales asertos ha quedado evidenciada de modo irrefutable p o r la c ie n c ia ec o n ó m ic a . N in g ú n p se u d o e c o n o m is ta izquierdista se ha atrevido a negar su certidum bre-

El cargo fundam ental que los progresistas form ulan con­tra el cap ita lism o consiste en aseg u ra r qu e la periód ica reaparición de crisis, depresiones y paro son fenómenos típ i­cos y consustanciales al sistema. Los liberales opinan preci­sam en te lo co n tra rio ; q u e las depresiones y el p a ro son consecuencia de las m edidas intervencionistas que previa­mente ad o p ta ra el gobierno p ara mejorar las cosas y enriquecer a las masas. N inguna de am bas, d iam etra lm ente opuestas, posturas debe aceptarse a fuer de dogm a indisputable. Lo m ás lógico parece sería estudiar a fondo los lem as en cues­tión, deduciendo las oportunas conclusiones, p ara después, honesta y abiertam ente, difundirlas. Ese p lanteam iento , sin em bargo, no es del agrado de los progresistas, por constarles que, de tal debate, sus idearios van a salir m alparados, heridos de m uerte. Por eso procuran disim ular el fondo de las cosas, ev itar que la condenable herejía liberal inficione las aulas universitarias, los cenáculos intelectuales y el ágora

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p ú b lica en general. A taques y ag rav ios graves so p o rta qu ienqu iera osa seguir la expuesta vía liberal, disuadiéndose al joven estudioso p ara que no lea “ tantas estupideces” *.

Existen, p a ra el dogm ático progresista, dos grupos socia­les antagónicos, que se d isputan la “ ren ta nacional” . Los te rra ten ien tes , em presario s y cap ita lis tas , “ la em p resa” , que, bajo un régim en de libertad , se ap rop iaría de la parte del león, dejando p ara “el trab a jo ” , em pleados, obreros y campesinos, tan sólo pobres migajas bastantes únicam ente para la m era supervivencia. Los trabajadores, lógicam ente irritados por la codicia de los patronos, lo natu ra l sería que ape la ran a las propuestas más radicales del com unism o, con la consigu ien te supresión de la p ro p ied ad p riv ad a . L a m ayoría, sin em bargo, es paciente y m oderada, por lo que rehiíye un radicalism o excesivo. R echaza el com unism o y, de m om ento, se aquieta, au n no percibiendo la to talidad de esas “no ganadas” rentas que, en justicia, le corresponden. A dm ite las soluciones interm edias, el dirigismo económico, el Estado-providencia, el socialismo. Acude a los in telectua­les como árbitros, considerando que ellos, no siendo belige­rantes, sabrán resistir a los extrem istas de ambos grupos y, en definitiva, apoyarán a los m oderados, m ostrándose favo­rables para con la planificación, la social dem ocracia, la protección del obrero, poniendo coto final a la abusiva codi­cia del em presariado.

Innecesario parece reincidir en detallado análisis de los desaciertos y co n trad icc io n es qu e ta l m odo de ra zo n a r encierra. B astará con destacar tres errores básicos.

Prim ero: el gran conflicto ideológico de nuestra época no gira en torno al modo de d istribu ir la “ ren ta nacional” . En ningún caso se tra ta de una lucha entre dos clases, cada una de las cuales p re tendería apropiarse el m ayor porcentaje posible de específico m on tan te a distribuir. Lo que de ver­dad ahora interesa es determ inar cuál sea, desde un punto de vista social, el sistema económ ico mejor, es decir, d iluci­d ar cuál de los dos órdenes —capitalism o o socialism o— da

• A .H ., origen intervencionista de las crisij cicticas, de las penurias y excedentes rntrcantiles, de las indominahles situaciones de desempleo, pp. 839-855 , 1 101- ^ i26 , 1150-1157 y con cord an tes (N, del T .).

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al esfijerzo hum ano la m áxim a productiv idad , elevando, en definitiva, el nivel m edio de vida de las gentes m ás rá p id a ­m ente, con m ayor am plitud y superior calidad. Pero, en cuanto tal vía em prendem os, de bruces nos dam os con el problem a de la im posibilidad del cálculo económico bajo el socialismo, sistema que, por razones intrínsecas y de defini­ción, jam ás puede racionalm ente ordenar la activ idad eco­nómica, H orroriza a los socialistas la m era insinuación del tem a, por lo que procuran escam otearlo como sea, relegán­dolo al limbo del olvido; que nadie ni siquiera lo m encione; postura con la que ponen bien de manifiesto la intolerancia de su dogm atism o. Axiom ático para ellos es que el cap ita ­lismo constituye el peor de los males, encarnando, por el contrario , en el socialismo cuan to se considera beneficioso; y esto hay que tenerlo por indiscutible; qu ienquiera propugne el análisis económico del socialismo sea anatem a. El sistema político occidental no perm ite todavía infligir castigos a la m an era rusa; a qu ienes c o n tra co rrien te osan bogar, de m om ento sólo se les insulta, denigra y boicotea, insinuando ser de perverso e inconfesable o rigen su p ro ced e r tan incom prensible^.

Segundo; no existe en lo económico diferencia apreciable en tre socialismo y comunismo. La organización social, en ambos casos, es la misma; propiedad colectiva de los medios de producción frente a propiedad privada de los mismos. Socialismo y com unism o constituyen térm inos sinónimos. Los socialistas fundam éntanse en un docum ento titulado Manifiesto ^comunista y el im perio com unista lleva por nom ­bre “ U nión de R epúblicas Socialistas Soviéticas” .

El antagonism o que, a veces, se m anifiesta en tre el com u­nismo ya establecido y los partidos socialistas extranjeros no afecta a los respectivos objetivos finales. Surge cuando la d ic tad u ra soviética pretende sojuzgar un nuevo país (al final

Lo d ich o , desde luego, no a lu d e a esos pocos profesores socialistas, quienes, ú ltim am en te , desde lu ego tarde y d e m odo insatisfactorio, han qu erid o ab ord ar los p rob lem as eco n ó m ico s que p lan tea el m arxism o. El tex io se refiere al resto de los socia listas, a los de ahora y a los de siem pre,

® En orden al in ten to de S ta lin d e form ular supuestas d istin cion es en tre soc ia lism o y com u n ism o , v. M ises, Planned Chaos, Irv ington -on - H u d son 1947, pp. 4 4 -4 6 (rep rod u cid o en la nueva ed ic ió n d e !Í)cíalism, Y ake U n iv ers iiy Press, 1951. pp. 552-553).

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lo que buscan es la conquista de Am érica) o cuando se p lan tea el tem a referente a si el asalto debe de ser de ca rác ­ter violento o de índole dem ocrática.

Los políticos, economistas y las gentes que les respaldan cuando pred ican dirigismo y bienestar social {Welfare State), sin darse cuenta, están p ropugnando las soluciones socialis­tas y com unistas. La planificación im plica que los p ro g ra­m as estatales deben p rivar sobre los particulares, prohib ién­dose a em presarios y capitalistas la inversión de sus bienes en aquello que estim en más conveniente; han de atenerse a las instrucciones del Sr. Ministro, lo que equivale aes ta ta liza r la dirección económica.

Grave error, desde luego, supone el creer que por “menos absolutas” o “menos rad icales” , las soluciones del socia­lismo, el dirigismo o el Estado providencia sean diferentes a las qu e el com unism o p ro p u g n a . No co n stitu y en , desde luego, antídotos antim arxistas. L a m oderación del socialista estriba tan sólo en que no está dispuesto a vender, como el com unista, su p a tria a los agentes de Rusia, ni m aquina la m uerte de toda la burguesía no m arxista. L a cosa, desde luego, tiene trascendencia, Pero en nada afecta a los objeti­vos finales que todos los aludidos m ovimientos persiguen.

Tercero: el capitalism o y el socialismo constituyen siste­mas sociales d iam etra lm ente opuestos. El control privado de los medios de producción y el control público de los mismos son nociones contradictorias; im pensable resulta una econo­m ía m ixta, es decir, in term edia en tre capitalism o y socia­lismo. Q uienes p ro p u g n a n esas soluciones qu e e r ró n e a ­m ente califican de intermedias no buscan un com prom iso en tre capitalism o y socialismo; están pensando en un a ter­cera fórm ula de características peculiares que debe ser pon­d erada, por sus propias circunstancias, como ente específico. Es lo que los economistas denom inan intervencionismo. El sis­tem a, desde luego, con trariam ente a lo que sus defensores piensan, no sirve p ara entrem ezclar un a gotas de cap ita ­lismo con otras tantas de socialismo. T rá tase de organiza­c ió n socia l d is t in ta , ta n to d e l u n o com o d e l o tro . El econom ista asegura, sin que por ello deba calificársele de intransigente o de extremista, que el intervencionism o no puede alcanzar los objetivos deseados; es más, viene a em peorar la

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situación, incluso desde el pum o de visia del iniervencio- nista que im planta la injerencia. D ecir esio no es caer en el fanatism o o la obcecación; sim plem ente es describir las ine­vitables consecuencias del intervencionism o.

C uando M arx y Engels, en el Manifiesto comunista, aboga­ban por ciertas m edidas iniervencionisias, no pretendían buscar salomónico arb itra je en tre socialismo y capitalism o. R ecom endaban tales m edidas — incidentalm ente, las mis­m as que constituyen la esencia del .Vízíj Deal y del Fair Deal— por considerar constituían los prim eros pasos hacia la plena instauración del com unism o. A biertam ente recono­cían que, au n cuando eran ineficaces e indefendibles, desde el verdadero punto de vista social, tenían un valor, pues, a m edida que se aplicaran, evidenciarían su propia insuficien­cia, dando así pie a nuevos ataques contra el antiguo orden, lo que perm itiría definitivam ente revolucionar el sistema de producción *.

* C om o es b ien sal)ido, en el M m ifiesio conmniiín ( 1848), M arx y E ngels, para term inar co n la exp lotación del trabajador por p a n e de la l)iirgue- sía, ira za n el sig iiien ie program a, d òc ilm en te a cep ia d o hoy por O c c i­dente;

“ El p ro letariad o debe ap rovech ar su s ijp iem acia para arrebatar el cap ita l a la burguesía, cen tra lizan d o todos los m edios de p rod u cción en m anos d el E stado, o sea, en m anos d el propio p ro letariad o con stitu id o ya en clases rectora. S ólo m ed iante desp óticas agresiones al d erech o privado de prop ied ad y a las dem ás instituciones en q u e se basa la producción burguesa podrá e llo alcanzarse. V si b ien habrá, a l princip io , q u e recurrir a arbitrism os carentes de justificación desde un p im to d e vista econ óm ico , la propia m ecá n ica de tales m ed idas hará in ev itab les sucesivos a taqu es al orden social, con lo que se acab ará por revo lucionar en teram en te el actu al sistem a p rod u ctivo . En los países m ás a van zad os con v en d rá g en e­ralm ente ad op tar las sigu ien tes d isposic iones. I) Suprim ir la prop iedad agraria, cuyas rentas se destinarán a fines de interés púb lico , 2) Im poner un duro y progresivo im puesto gen era l sobre la renta de las personas físicas, 3) A b olir toda institución h ered itaria . 4) C onfiscar los b ien es de o p o n e n te s in te rn o s y e x ilia d o s p o lít ic o s . 5) N a c io n a liz a r el c r é d ito , m ediante la im p lan tación de una b an ca en teram en te d ir ig id a por el E stado. 6) Estatificar asim ism o los m ed ios de transporte y co m u n icación . 7) A m pliar la esfera de actu a c ió n d e las industrias esta ta les ,8) Im poner a todos fa o b ligación de trabajar,9) A sim ilar ca m p o y c iu d a d , m ed ian te el o p ortu n o control d e los m o v im ien tos m igratorios. 10) Im p lan tar la ins­tru cc ió n p ú b lic a o b lig a to r ia , a través d e e sc u e la s y e s ta b le c im ie n to s exclu sivam en te regidos por el E stado” . (V id M anijlesto, pp, 7 4 y 75, Progress Publishers, M oscú 1975, ed ic ió n en lengua inglesa). (N . d el T .),

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L a Tilosofía del progresismo m ilita, pues, en favor del socialismo y del com unism o,

6. El teatro y la s n ovelas de te s is “so c ia l”

El público, seducido por las ideas m arxistas, pide novelas y com edias socialistas (“ sociales” ). Los escritores, que gene­ra lm ente com parten la m ism a ideología, se aprestan a servir la solicitada m ercancía. Suelen com enzar con detallada des­cripc ión de deso lado cu ad ro social; malorum causa, desde luego, es el capitalism o, que hunde en la pobreza y la mise­ria a las desgraciadas clases explotadas, enferm as, ignoran­tes, obligadas a vivir en hediondos lodazales, m ientras los ricos, estúpidos y corruptos, disfrutan de lujos y com odida­des sustraídas a los obreros. Lo m alo y ridículo es siem pre burgués; lo bueno y sublim e, invariablem ente, proletario.

Tales autores son de dos tipos. H ay unos que nunca cono­cieron la pobreza; nacidos de acom odadas familias urbanas, de agricultores con medios o de bien pagados técnicos, se educaron en am bientes burgueses y desconocen los círculos sociales en que sitúan a sus personajes. T ienen que docu­m entarse, antes de ponerse a redactar, acerca de esos bajos fondos que quieren describir. A bordan, sin em bargo, sus estudios llenos de prejuicios; saben ya de an tem ano lo que van a descubrir. Cónstales, ab inilio, que la vida de los asa la­riados es inim aginable, desolada y triste. C ierran los ojos a cuan to no desean ver, destacando tan sólo aquellas circuns­tancias que conform an con el preconcebido esquem a. Los socialistas les enseñaron que el orden capitalista inflige sufri­mientos sin cuento a las masas y que, cuanto más progresa, en m ayor grado em pobrece a las clases trabajadoras. Escri­b en , pues, con tesis, p ro c u ra n d o d ifu n d ir los d o g m as m arxistas,

Lo m alo de estos autores no es el que p ropendan a reflejar sólo la miseria y la desdicha. El artista debe poder lib re­m ente trab a ja r sobre el tem a que más le interese; lo pern i­cioso del caso estriba en la errónea y tendenciosa in te rp re ta ­ción que dan a la realidad social. Incapaces son de advertir que los lam entables fenómenos en cuya contem plación se

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regodean jam ás pueden achacarse al capitaHsmo; constitu­yen, por el contrario , o irritantes restos del ayer p recap ita ­lista o efectos p rec isam en te provocados po r las m edidas intervencionistas, hoy tan en boga, que p ertu rb an el norm al funcionam iento del mercado. No se percatan de que el cap i­talismo es el sistema más ap to p ara suprim ir la miseria, al m on tar la producción en gran escala, de acuerdo con los dictados de las masas consum idoras. Fijan la atención úni­cam ente en el asalariado, en su condición de obrero, sin darse cuen ta de que éste, al propio tiem po, es el principal d isfrutador de los productos que él mismo fabrica, bien sea en forma de artículos de consum o o m aterias prim as, que luego se transform arán en bienes consumibles.

D efo rm an g rav em en te la v e rd ad tales pub licac iones cuando dan a en tender que los males descritos son lógica consecuencia de la “m ecánica” capitalista. La simple com ­pulsa del núm ero de artículos en serie fabricados y vendidos p a lm a ria m e n te ev idencia que el a sa la riad o m edio d ista m ucho de conocer la m iseria auténtica,

Emilio Zola fue la figura más destacada en este tipo de lile ra iu ra “social” . Abrió la ru la que m ultitud de im itado­res, desde luego m enorm ente que él dotados, luego segui­rían. El arte, para Zola, hallábase ín tim am ente ligado a la ciencia; los descubrim ientos científicos debían constituir su base; y, en el terreno de las ciencias sociales, el gran avance h ab ía sido el m arx is ta , p ro c lam an d o qu e el cap ita lism o constituía el peor de los males y que la venida del socialismo no sólo era inevitable, sino, adem ás, a ltam ente deseable. Curiosa “colección de homilías socialistas” , se ha dicho, fueron sus novelas’. El propio Zola, con lodos sus prejuicios y todo su entusiasm o socializante, pronto sería, sin em bargo, rebasado por aventajados discípulos. Estos escritores “pro le­ta rio s” , creen sus lectores, re flejan la g en u in a re a lid ad social®. Pero la verdad es que no se lim itan a reflejar c ir­cunstanc ias fácticas; an tes al co n tra rio , in te rp re ta n los

Cf. P. M artin o , en la Encyclopaedia o f the Social Sciences, vol. X V , p, 537,

® Cr. J . F reem an , Prolet<irian Literature in the United States, An Anthology, N aeva York, 1935, pp, 9-28.

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hechos a la luz de las enseñanzas de M arx, de Veblen, de los W ebb, D icha in terpre tación constituye la base del libelo; porque, en realidad, no estam os ante obras literarias, sino ante m era p ropaganda socialista. Los dogm as en que los m anejados argum entos se apoyan resultan p a ra sus exposi­tores verdades inconcusas; y el lector, por su parte , com ulga con idénticas ideas. De ah í que, frecuentem ente, el au to r ni siquiera m encione las doctrinas en que se apoya; sólo ind i­rectam ente, alguna vez, a ellas alude.

Pero no sutilicemos; no es necesario. En cuanto dem os­trada queda la inadm isibilidad de la teoría socialista y la im procedencia de los pseudoeconóm icos argum entos en que la m ism a busca am paro , toda la tesis de los repetidos escritos se viene abajo cual castillo de naipes. Son obras que p re ten ­den aplicar a la realidad social las doctrinas anticapitalistas; en c u a n to éstas se desfondan , ca ren tes de base q u ed an aquéllas.

El segundo grupo de novelistas “proletarios” , al que antes aludíam os, se halla in tegrado por quienes nacieron en el propio am biente que describen. Se han ap artad o ya del m undo obrero, ingresando en las filas de los profesionales, y, a diferencia de los autores proletazios de origen “ burgués” , no han de dedicarse a específicas investigaciones p ara cono­cer la vida de los asalariados. Su propia experiencia, a estos efectos, resulta bastante,

Pero precisam ente dicha personal experiencia ilustra al sujeto acerca de realidades que vienen a contradecir los dogm as básicos del credo socialista. A dvierte, en efecto, el interesado la inexistencia de barreras que im pidan a los hijos inteligentes y laboriosos de padres modestos escalar posiciones mejores. El propio curriculum del au to r lo atesti­gua, Sabe bien por qué él triunfó, m ientras la m ayoría de sus herm anos y cam aradas no lo consiguió. T opó re ite rad a­m ente, en su ascensión, con otros jovénes, quienes tam bién an s iab an a p re n d e r y p ro g resar; a lgunos a lc a n zab a n las metas am bicionadas, otros fracasaban. Se percata, al in te­grarse en la sociedad burguesa, que no es tru h an e ría lo que p roporciona mayores ingresos a unos que al resto. Perviviría aú n en el círculo donde nac iera si fuera tan torpe como para dejar de ver que son muchos los hom bres de negocios y los

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profesionales, quienes, a su propia sem ejanza, deben consi­derarse self-made men, los cuales, igual que él,tam bién p artie ­ron de la pobreza. C om prende que son otras circunstancias, distintas de las im aginadas por el resentim iento socialista, las que provocan la desigualdad crem atística capitalista.

C uando tales literatos escriben lo que, como decíamos, no son más que homilías prosodalistas, faltan a la verdad. La insinceridad de sus novelas y obras teatrales las hace despre­ciables, resultando incluso inferiores a los libros de sus cole­gas de origen “burgués” , quienes, al menos, creen en lo que escriben,

Pero no se conform an los escritores socialistas con la sim ­ple descripción de las víctimas del capitalismo. Les interesa, igualm ente, reflejar la vida y m ilagros de los beneficiarios del sistema, los em presarios, esforzándose en exhibir las for­mas arteras que em plearon p a ra enriquecerse. D ado que ellos —gracias a Dios sean d adas— no dom inan tan turbios negocios, en autorizados libros de historia buscan inform a­ción, Ilustran les los especialistas acerca de cómo los “ gangs- ters fin an c iero s” y los “ voraces tib u ro n es” h ic iero n sus millones: “C om enzó su carrera como turbio traficante de ganado; com praba a los campesinos las reses vivas; condu­cíalas al mercado, donde, al peso, las vendía a los carn ice­ros, Poco antes, sin em bargo, cuidábase de darles sal en abundancia p ara que bebieran m ucha agua. U n galón de agua pesa unas ocho libras; que ingiera la vaca tres o cuatro galones y veréis que bonito precio conseguís” ^

Es así como se describen, en miles de novelas y obras teatrales, las torpes m aquinaciones del personaje m ás vil de la tram a, el hom bre de negocios. Los repugnantes cap italis­tas se hicieron ricos vendiendo acero agrietado y alim entos putrefactos, zapatos con suelas de papel y piezas de algodón que hacían pasar por tejidos de seda. Sobornaban a gober­nadores y congresistas, jueces y policías; estafaban a clientes y operarios. Son lam entables realidades; inocultables, ya.

No se dan cuen ta tales escritores de que, con sus relatos, están im p líc itam en te ca lificando de perfectos id io tas a

® Cf. W , E, VVoodward (/I .Veit American Hijlory^ N u eva York 1938, p. 608), en su biografía de un hom bre que h izo una d on ación a un se m in a n o teológico .

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m illones de am ericanos, qu ienes, ev id en tem en te , con la m ayor candidez, se dejan lim ar por el prim er bribón que se les acerca, como en el caso de las vacas infladas, en que n ingún carnicero lograba advertir el engaño. Son ganas de lom arle el pelo al lecior, pasarse de la raya, el decir, en leira de molde, que lodos los com erciantes e industriales yanquis son inocentes palom as desorientables por el garlito más ano­dino. Fábulas, m entiras, como las restantes “verdades” del socialismo científico.

El hom bre de negocios, para el escritor “ izquierdista” , es un bárbaro , un jugador, un borracho. De día, en el h ipó­dromo; de noche, en el cabaret; p a ra acabar durm iendo con la querida, “ No bastándoles a los burgueses las esposas e hijas de sus obreros, sin m encionar las prostitutas de profe­sión, com pláceles seducirse m ù tu am en te las respectivas esposas” , c lam aban M arx y Engels desde lo alto del Sinaí socialista*. Y es así, a no dudar, com o la lite ra tu ra , los libretos y guiones am ericanos más en boga describen usual­m ente al em presario estadounidense*“.

* M a rx , en a q u e lla e p o c a , b e n e f ic iá b a se a su d o m é st ic a I'ám ula, len ien d o con ella un hijo ad u lier in o , en el propio hogar fam iliar, según resulta co m ú n m en te sab ido (N, del T ,).

Vid. el b rillan te análisis de J o h n C h am b erla in , ‘’T h e Businessm an in F ic tio n ” , Fortune^ n ov iem bre 1948, pp. 134-148).

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IVO B JE C IO N E S DE C A R A C T E R N O E C O N O M IC O

AL C A P IT A L IS M O

1. El argum ento de la fe lic id ad

Los detractores del capitalism o gustan de apelar, funda- m entalm ente, a dos argum entos: en prim er lugar, que el poseer un autom óvil, un ap a ra to de televisión o una nevera eléctrica no proporciona la felicidad; en segundo térm ino, que son muchos quienes todavía carecen de tales am en id a­des, Ambos asertos son ciertos; lo que pasa es de ellos no se puede deducir cargo alguno contra el sistema capitalista.

La gente no busca un a inalcanzable felicidad absoluta; el hom bre se afana y m oviliza por suprim ir, del m odo más cum p lid o posible, específico m a les ta r y, si lo consigue, deviene más feliz o menos desgraciado de lo que, en otro caso, sería. A! adqu irir un a televisión,con su propio ac tuar pone de manifiesto que en su ind ividualizada opinión el ap a ra to va a hacerle m ás dichoso o menos infortunado, según se mire. En otro caso, habriase abstenido. La función del m édico no estriba en p roporcionar perfecto bienestar al

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paciente; lo que procura es aliviar específica m olestia, a ten ­diendo así el más íntim o deseo de todo ser vivo, a saber, alejar cuanto resulta nocivo p ara lo propia salud y vida.

Tal vez haya budistas m endicantes quienes, pese a vivir de la ajena caridad , sumidos en la suciedad y en la miseria, se sientan perfectam ente felices, sin envidiar a nabab alguno; allá ellos, beatos sean. T al género de vida resultaría, sin em bargo, insoportable p ara la inm ensa m ayoría de nuestros contem poráneos. El hom bre, norm alm ente, siente innato impulso por m ejorar la personal condición. ¿Quién podría inducir a la clase m edia am ericana a adop tar la indigente actitud oriental? El descenso de la m ortalidad infantil cons­tituye uno de los triunfos más conspicuos del capitalism o, ¿Q uién negará que este fenómeno ha reducido una al menos de las mayores causas de infelicidad de las gentes?

Absurdo, igualm ente, es el otro reproche que se hace al capitalism o, el que los progresos todavía no benefician a todos, Los más inteligentes y enérgicos desbrozan el cam ino hacia la m ejoría social; abren la m archa; el resto, poco a poco, les seguirá. Lo nuevo, como antes decíamos, consti­tuye, al principio, extem poráneo lujo, que sólo unos pocos disfrutan; luego, gradualm ente, bajo el capitalism o, va todo poniéndose al alcance de la m ayoría. No arguye en con tra del uso del calzado o del tenedor ei que el aprovecham iento de tales utensilios m uy lentam ente se extendiera y que, aún hov, haya millones que desconozcan su existencia. Los refi­nados caballeros y distinguidas dam as que adop taron el uso del jab ó n franquearon el cam ino p ara la producción del mismo en gran escala que perm itió a las masas el disfrutarlo. Quienes, estando en su m ano y gustándoles, abstiénense de ad q u irir una televisión, pensando que otros m uchos carecen del aparato , en m odo alguno están facilitando la difusión de tal m ercancía, sino todo lo co n tra rio '.

' \'id, supra, cap , II, 1, en relación con la len d en cia del cap ita lism o a reducir el in terva lo en ire la aparición del ad e la n to técn ico y su gen era li­zado uso.

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2 , M ateria lism o

H ay tam bién quienes censuran al capitalism o su burdo m ateria lism o . R econocen qu e m ejo ra in cesan tem en te el nivel de vida de las masas, pero las ap a rta de los com etidos verdaderam ente nobles y elevados. V igoriza los cuerpos; al a lm a y a la m ente, en cam b io , co n d én a las a inan ic ión . D ecaen, bajo su égida, las artes; pasaron los días de los grandes poetas, pintores, escultores y arquitectos; bazofia es lo que el capitalism o, en este terreno, aporta .

De subjetiva condición resulta siem pre la apreciación del arte; unos adm iran lo que a otros horripila; no cabe m edir ni ponderar la valía de un poem a o de una ob ra arqu itec tó ­nica, Q uienes se d e le itan co n tem p lan d o la c a te d ra l de C hartres o Las Meninas, de V elázquez, pueden calificar de zafios a quienes tales m aravillas no pasm an. iCuantos esco­lares soberanam ente se abu rren cuando tienen que ap ren ­der los estupendos versos de HamleÚ Sólo aquellos dotados del sentido de lo bello son capaces de apreciar el valor del a rtista y disfrutar con su obra. H ay m ucha hipocresía en tre los que pre tenden hacerse p asa r por gente cultivada. A dop­tan ac titud de entendidos y fingen adm iración por el arte y los artistas del ayer. No m uestran análoga sim patía por el creador contem poráneo, que aspira a consagrarse. Aquella fingida adoración por los antiguos maestros les sirve p ara m enospreciar y ridiculizar a los nuevos genios que rehúsan someterse a las modas del pasado, prefiriendo crear estilos propios,

Jo h n Ruskin fue uno de los que —ju n to con Carlyle, los W ebbs, B ernard Shaw y o tros— cavaron la fosa de la liber­tad, la civilización y la prosperidad britán ica . Individuo depravado en su vida pública y privada, glorificó la guerra y el derram am ien to de sangre; den igraba, obcecadam ente, la ciencia económ ica, cuyas enseñanzas era incapaz de com ­prender. Fue fanático d etracto r del m ercado y fogoso p an e­girista de los gremios medievales. R indió hom enaje al arte de pasadas centurias. A W histler, su gran coetáneo, en cam ­bio, le hizo objeto de ataques tan soeces, viles e injuriosos, que fue condenado por calum nia. C ontribuyó a difundir el

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m anido prejuicio de que el capitalism o no sólo constituye nocivo sistem a económ ico , sino qu e adem ás destru y e la belleza e im p lan ta la fealdad; arrasa la grandeza e in tro ­d u c e la m e z q u in d a d ; su p rim e el a r te y e n c u m b ra la inm undicia.

Es, como decíamos, de condición tan subjetiva la ap rec ia­ción de lo artístico que, en tal m ateria , nada cabe dejar apodícticam ente zanjado, con trariam ente a lo que sucede con los razonam ientos lógicos o las cuestiones de hecho. No obstante, nadie, en su sano juicio, atreveríase a m enospre­ciar la grandeza del arte capitalista.

Prevaleció precisam ente la m úsica a lo largo de aquella época “ tan m etalizada y de tan m ezquino m aterialism o” . W agner y Verdi, Berlioz y Bizet, Brahms y Bruckner, Hugo W olf y M ah le r, Puccin i y R ica rd o S trauss, iqu^ ilustre m uchedum bre! i Q ué época, cuando grandes m aestros como un Schum ann o un D onizetti pasaban casi desapercibidos, tapada su excelencia por otros genios de rango aú n superior!

Y ahí están las grandes novelas de Balzac, F laubert, M au- passant, Jens Jacobsen, Proust y los poemas de V íctor Hugo, W alt W hitm an, Rilke, Yeats. i Q ué mísero sería nuestro horizonte sin las obras de estos titanes y las de otros escrito­res no menos sublimes!

Tam poco olvidemos a los pintores y escultores franceses que nos enseñaron nuevos modos de contem plar la n a tu ra ­leza y gozar de la luz y del color.

Nadie, menos aún, puso nunca en duda que, a lo largo de la época capitalista, todas las ram as de la actividad cientí­fica progresaron como por ensalmo. Los eternos desconten­tos, sin em bargo, aho ra rearguyen que, en esencia, se tra ta de trabajos de “especialización” , echándose de m enos la labor de “ síntesis” . R esulta ello evidentem ente insostenible en el cam po de la m atem ática, la física y la biología. ¿Y qué d ec ir de la o b ra filosófica de G roce, Bergson, H usserl y W hitehead?

C ada era infunde personalidad p rop ia a sus realizaciones artísticas. No constituye a rte la servil im itación de las g ran ­des obras del pasado, sino, más bien, plagio. Sólo la o rig ina­lidad valoriza la ob ra artística. C ada época tiene su propio estilo, estilo que, la define como tal ép>oca.

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Pero no ocultem os nada y digamos lo que es lícito en favor de los adm iradores del ayer. Las últim as generaciones, ciertam ente, no legaron a la posteridad m onum entos tales como las pirám ides, los tem plos griegos, las catedrales gó ti­cas, los palacios renacentistas o las obras del barroco. En los últimos cien años se han construido m uchas iglesias y ca te­drales y, aú n en m ayor núm ero, palacios oficiales, escuelas y bibliotecas. Tales edificaciones, verdad es, carecen de origi­nalidad; lim ítanse o a copiar viejos modelos o a entrem ez­clar ya conocidos estilos diversos. T an sólo en el terreno de la vivienda y en el de las oficinas parece atisbarse cierto estilo tip iíicad o r. D icho lo a n te r io r , r id icu la p e d a n te ría resultaría negarse a apreciar la peculiar g randeza de a lgu­nas perspectivas m odernas; la silueta de N ueva York, por ejemplo. Pero, en fin, vamos a adm itir que la arqu itectu ra actual no ha alcanzado la excelencia de la antigua.

Diversas son las causas. Por lo que se refiere a los edificios religiosos, el apego de las iglesias a las formas tradicionales dificulta la innovación. El impulso que hacía levantar sun­tuosas mansiones se debilitó con la decadencia de las d inas­tías y estirpes nobiliarias. L a opulencia, diga lo que quiera la dem agogia anticapitalista, de em presarios y hom bres de negocios es, com parativam ente, tan inferior a la de los a n ti­guos reyes y príncipes que no pueden aquéllos perm itirse semejantes lujos. N adie tiene hoy medios suficientes para levan tar un Versalles o un Escorial. Podía el antiguo dés­pota, en abierto desafío a la opinión pública, encargar al artista más adm irable la fábrica im perecedera que luego pasm aría a la ignorante m ultitud . Pero, hoy en día, incluso los edificios públicos han de renunciar a toda original ex tra ­vagancia; ni comisiones ni ponencias osan apoyar al atrevido precursor; prefieren atenerse a lo norm al y consagrado; no quieren líos.

Las masas nunca supieron apreciar el arte contem porá­neo. Sólo m inoritarios cenáculos rendían m erecido hom e­naje a quienes luego todos considerarían escritores y artistas geniales. L a ausencia de sentido artístico en los más nada tiene que ver con el capitalism o; lo que pasa es que el sis­tem a enriquece de tal m odo a las m ultitudes que las gentes, de pronto, se transform an en “consum idores” ; de literatura ,

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por ejemplo, pero generalm ente de la m ala. Insustanciales novelas destinadas a lectores de escasa p reparación invaden, entonces, el m ercado. Ello, sin em bargo, no es óbice, bajo el capitalism o, p ara que quien quiera y sepa pueda, sin pedir permiso a nadie, escribir y publicar la obra m onum ental.

L ágrim as de cocodrilo d e rra m a n los críticos a n te la supuesta decadencia de las artes decorativas. C om paran los antiguos muebles, conservados en museos y nobles m ansio­nes, con el m enaje económico m asivam ente fabricado por la g ran industria, olvidando que aquellas piezas m aestras se producían exclusivam ente para los ricos. No había cofres con doradas tallas en las miserables chozas de la gente del pueblo. Quienes desprecian el m obiliario económico que utiliza el asalariado am ericano, que crucen el río G rande y contem plen las casas de los peones mejicanos carentes de lodo menaje. G uando la industria m oderna com enzó a p ro ­veer a las masas de los mil objetos necesarios para la e leva­ción del nivel de vida, su principal preocupación consistió en producir del modo más barato posible, sin preocuparse del aspecto estético. M ás tarde, a m edida que el progreso del capitalism o increm entaba la riqueza de las clases ob re­ras, los fabricantes, poco a poco, com enzaron a producir objetos cada vez más bellos y refinados. Dejando aparte sensibleros prejuicios, n ingún observador im parcial negará que, cada día, en los países capitalistas, hay m ayor núm ero de hogares cómodos y bonitos.

3. Injusticia

Son m uchos los críticos, tal vez los más apasionados del capitalism o, quienes lo condenan por su íntim a injusticia.

G avilar en torno a cómo deberían de ser las cosas cuando de otro tnodo son, por im perativo de inflexibles leyes universales, a nada conduce. Inofensivas resultan tales lucubraciones m ientras no pasen de m eras ensoñaciones. Quienes, en cam ­bio, quieren hacerlas realidad, sólo consiguen perjud icar el bienestar de los demás.

Se parte siem pre de un error grave, pero m uy extendido: el de que la natu ra leza concedió a cada uno ciertos derechos

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inalienables, por el solo hecho de haber nacido. La n a tu ra ­leza, por lo visto, es generosa; hay abundancia de todo y p a ra todos. A sisten, pues, al in d iv id u o im p rescrip tib les acciones contra la sociedad y el resto de los m ortales cuando tra tan éstos de cercenarle la parte que, para su personal disfrute, tiene reservada en ese universal condom inio. Las norm as del D erecho natu ra l, de la justicia, alzaránse siem­pre contra quien p re tenda apropiarse de lo que, en verdad, a o tro co rresponde. G en tes m alvadas, ap o y ad as p o r la m ecánica del m ercado, se ap rop ian de gran p arte de lo que es de los pobres; de ah í que haya tan ta indigencia. C om pete a la Iglesia y al Estado em pecer tan inicuas expoliaciones, velando por el interés general.

La tesis es, de cabo a rabo, f;.lsa y errónea. La natu ra leza nada tiene de generosa, sino que es avara en extrem o. Esca­tim a cuantos bienes el hom bre precisa par^ sobrevivir; cer­cados vivim os po r m alignos seres, tan to an im ales com o vegetales, dispuestos siem pre a dañarnos; las fuerzas n a tu ra ­les se d e sa ta n en n uestro perju ic io ; la m e ra p erv ivencia hemos de reconquistarla a diario. El parcial bienestar que, m erced a denodada lucha, el hom bre consigue es fruto p rin ­cipalm ente de la inteligencia, ese a rm a sublim e que, cual pandórico regalo, recibiéram os en el últim o instante. F ue­ron los m ortales, quienes, en estrecha cooperación con sus semejantes, bajo el signo de la división del trabajo , crearon cuanto los utopistas estim an gracioso don de una supuesta­m ente gentil naturaleza.

Carece pues de sentido, cuando se hab la de distribuir esa tan o n ero sam en te e n g e n d ra d a riq u eza , ap e la r a ignotos divinos m andam ientos o inventadas norm as de desconocido Derecho natura l. No se tra ta de rep artir res derelicta, donado caudal, acervo carente de dueño. Lo que se discute, en realidad, es cuál sistema en m ayor grado increm enta y m an ­tiene la producción, para así conseguir el m áxim o bienestar, la más plena satisfacción posible de todos.

El Consejo M undial de las Iglesias, organización ecum é­nica de las confesiones protestantes, declaraba, en 1948; “ La justicia exige que los habitan tes de Asia y Africa disfruten, en m ayor g rad o , de los beneficios derivados del m aqu i-

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nism o” Tal afirm ación sólo tendría sentido suponiendo que la Providencia hab ría asignado a la hum anidad en tera preciso núm ero de m áquinas y útiles, conjunto que debería ser equitativamente repartido en tre todos los pobladores del p la ­neta. Pero del tem a, el único que de verdad interesa, el dem agogo huye como del propio diablo, repitiendo incansa­ble su ciego, sordo y tullido argum ento: que los m alvados países capitalistas, en la rebatiría del reparto , se alzan siem ­pre con una porción m ayor de la que, en justicia, les corres­ponde, restringuiendo la cuota que efectivam ente llega a las m anos de los d e sg ra c ia d o s a s iá tico s y a fr ic a n o s ¡Q u é indignidad!

La verdad, contrariam ente a lo supuesto, es que ese cap i­talismo del laissez faire, que para condenarlo “por razones de m oral” el docum ento del Consejo M undial tergiversa, fue el in s tru m e n to q u e e n r iq u e c ió a los países o c c id e n ta le s , m ediante la creación de capital, posteriorm ente invertido en m áquinas y herram ientas. Si asiáticos y africanos no perm itieron, por las razones que fuere, la aparición de un capitalism o autóctono, allá ellos; ése es su problem a. O cci­dente no tiene la culpa de nada; ya hizo bastante procu­rando, d u ran te repetidas décadas, a lum brar la correcta vía. Las m edidas estatales allí im perantes im piden adem ás la en trada de capitales extranjeros, que perm itirían suplir el nacional inexistente, haciéndoles posible, entonces, a aque­llas gentes disfrutar “en m ayor grado de los beneficios deri­vados del m aquinism o” . C ientos de millones de seres, por falta de capital, siguen apegados a métodos prim itivos de producción; han de renunciar, consecuentem ente, al p rove­cho que el empleo de mejores herram ientas y más m odernas técnicas les reportaría. P ara el alivio de tales males sólo una vía tienen franca: la im plantación, sin reservas, del laissez faire capitalista. Lo que estos pueblos precisan es iniciativa privada y acum ulación de nuevos capitales, o sea, aho rrad o ­res y em presarios. C arece de sentido cu lpar a las naciones de O ccidente, en general, y al capitalism o, en concreto, de la m iseria que los pueblos atrasados, con su propio actuar, ellos mismos se infligen. V anas invocaciones a la “justic ia” .

Vid. The Church and the t^uorder o f Society, N ueva York 1948, p. J98.

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de nada les servirán; lo que deben hacer, si desean zafarse de la pobreza que les atenaza, es sustituir perniciosos sistemas económicos por el único sano y eficiente: el del laissez faire.

El nivel de vida del hornbre m edio occidental no se consi­guió a base de ilusorias disquisiciones en torno a cierta e té­rea e in co n c re ta d a justicia; se a lcanzó , p o r el co n tra rio , gracias al ac tu ar de “explotadores” e “ individualistas sin en trañ as” . La pobreza de los países atrasados se debe a que sus m étodos expoliatorios, su discrim inatorio régim en fiscal y su co n tro l c am b ia rio im p id en la inversión de ca p ita l extranjero, m ientras la política económ ica in terna dificulta la form ación del propio.

A cuantos condenan el capitalism o desde un pun to de vista m oral, reputándolo sistem a injusto, ciégales su in cap a­cidad p ara com prender qué sea el capital, cómo surge y se m antiene, y cuáles los beneficios que su empleo en el proceso de la producción procura.

El ahorro constituye la fuente única de capital. Si se con­sume la to talidad de los bienes producidos, no se forma capital. E n cam bio, si el consum o es m enor que la p roduc­ción y las m ercancías sobrantes se invierten en acertados procesos productivos, aparecen bienes supletorios que no h ab rían aparecido de faltar aquel cap ita l que en nuevos útiles fuere invertido. Porque el cap ita l encarna en específi­cos instrum entos, en productos interm edios en tre los facto­res de producción originarios — el trabajo y las riquezas n a tu ra les— que van pasando por sucesivas etapas, hasta llegar al producto de p rim er orden que se consume.

Los bienes de cap ita l se gastan; van pulverizándose en el proceso mismo de producción. Por eso, si la to talidad de los bienes producidos son consumidos; si no se separa de la producción la parte precisa para reem plazar los factores desgastados, hay consum o de capital. La u lterior p roduc­ción d ispondrá de m enores medios, lo que reducirá la p ro ­ductiv idad un ita ria del traba jo y de los recursos naturales disponibles. Para im pedir eso que cabría denom inar “des­aho rro ” o “desinversión” , es preciso dedicar un a parte del esfuerzo productivo a la conservación del capital existente, reem plazando aquellos bienes de capital que, en cada etapa

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p ro d u c tiv a , fu e ro n com o a b so rb id o s en la m e rc a n c ía fabricada.

De ah í que el capital no pueda considerarse don gratu ito de Dios o de la naturaleza. Es fruto que previsora restricción del consum o engendra. Nace y progresa gracias al ahorro; y, p a ra m antenerlo, hay que ev itar toda “desinversión” .

El capital, de por sí, no increm enta la productiv idad de los factores naturales ni la del trabajo . T an sólo cuando el ahorro se invierte de m odo inteligente, es decir, ren tab le­m ente, in c rem en ta la p ro d u c tiv id ad . El cap ita l, en o tro caso, se m algasta, disipa y desaparece.

La acum ulación de nuevos capitales, la conservación del existente y su correcta utilización exigen hum anas actuacio ­nes. P ara increm entar la p roductiv idad se precisa, por un lado, de personas que ahorren, es decir, capitalistas, cuya recom pensa es el interés, y, de otro, gentes que sepan em plear el capital disponible p ara la m ejor satisfacción de las necesi­dades de los consum idores, o sea, empresarios, cuya recom ­pensa, si aciertan a producir riqueza social, constituye la ganancia o beneficio.

Pero ni el capital (ni los bienes de capital) ni la actuación de em presarios y ahorradores bastan p ara elevar el nivel de vida de las masas, si éstas no se com portan específicam ente en cuanto al control de la nata lidad . De ser cierta la falaz “ ley de h ierro” salarial; si el trab a jad o r dedicara ín tegra­m ente sus ingresos a com er y reproducirse, todo aum ento de la producción quedaría absorbido por los nuevos seres así aparecidos. El hom bre, sin em bargo, an te mayores disponi­bilidades pecuniarias, no procede como los roedores o los microbios; los superiores ingresos se dedican a a tender satis­facciones que an te r io rm en te , po r la fuerza de las cosas, hab ía sido preciso descuidar*.

L a a c u m u la c ió n de c a p ita l en O c c id e n te su p e ra el aum ento de la población. C uanto m ayor es la cuota de capital per capita invertido más crece el valor m arginal del

• A .H ., control de la natalidad, pp. 971-979 . “ La reproducción sin c o lo ni m ed ida no au m en lar ia ia p ob lación , sin o q u e la reduciría , v ién d ose los escasos sup erv iv ien tes con d en a d o s a una v ida tan penosa y m ísera com o la de nuestros m ilenarios an tep a sa d o s” (N. d e i T .) .

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factor traba jo com parativam ente al valor m arginal de los factores m ateriales de producción. Los salarios tienden a subir. El procentaje de la producción que va al asalariado aum en ta con respecto al percentaje de la m ism a que perci­ben los capitalistas — interés— y los propietarios —renta— de aquellos factores que, en econom ía, englobam os en el con­cepto tierra^.

L a productividad del trabajo constituye expresión carente de sentido si no partim os de la idea de la productiv idad tnargi' nal de la labor de que se trate, es decir, si no ponderam os cuán to supondría la supresión de un trab a jad o r en la p ro ­ducción de referencia. Partiendo, en cam bio, de tal base, todo, de pronto, cobra sentido, pudiendo entonces evaluarse la correspondiente contribución laboral en m ercancías o en su eq u iv a len te d in era rio . No adm itim os, pues, esa idea, generalm ente aceptada, que, cuando advierte un alza de la producción, estim a haber habido uniform e increm ento de la p roductiv idad del trabajo , lo que justificaría generalizada elevación salarial. Se basa tal ideario en la ilusión de creer que cabe precisar la respectiva trascendencia de cada uno de los factores co m p lem en ta rio s de p ro d u cció n p a ra la obtención de la m ercancía fabricada. Es como pretender averiguar, cuando cortam os con unas tijeras una hoja de papel, cuál haya sido la respectiva contribución de las tije­ras (y au n de cada una de sus hojas) y la del indiviuo que las m aneja al resultado obtenido. P ara la construcción de un au tom óv il se precisa m áq u in as y h e rram ien ta s , m aterias prim as, trabajo m anual y, an te todo, los planos elaborados por los técnicos. N adie es, pues, capaz de señalar la cuota m ateria l que, en el coche term inado, corresponde a cada uno de los aludidos factores de producción em pleados*.

T o d o este p roceso para n ad a afecta al b en eficio em p resaria l, ya que ésie deriva de saber acom od ar e l uso d e los factores d e p rod u cción , lan to m ateria les co m o hu m an os, a las variacion es d el m ercado. El d esequ ilib rio en lre el p recio de los factores d e p rod u cción (m ás e l interés) y el p recio de la m ercan cía term in ad a con stitu y e el m argen de b en efic io em presarial, que será ta n to m ayor c u a n to su p erior sea e l a lu d id o desequ ilib rio . En cu a n to éste q ueda co lm a d o , e l b en e lic io la m b ién se csíijm a, Pero co m o siem pre están varian d o las m ercan tiles circunstancias, de co n tin u o reap a­recen fuentes d e beneficio.

* A .H ., lo i salín ios y su detenninación, pp. 417, 888 , 894-899 .

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Para mayor claridad, dejemos de lado, por el momento, la serie de errores en que se suele incunir al tratar estos temas. Preguntémonos simplemente: ¿cuál de los dos fac­tores de producción, el capital o el trabajo, incrementa laproductividad? P lanteadas asi las cosas, la disyuntiva, la respuesta, resulta obvia: el capital. L a producción de los Estados Unidos es hoy superior (por individuo em pleado) a la de épocas anteriores y m ayor a la de otros paisas —por ejemplo. C h in a— sim plem ente porque el obrero am ericano cuen ta actualm ente con más y mejores herram ientas. Si los bienes de capital invertidos p>or trab a jad o r no fueran supe­riores a los de hace trescientos años en los Estados Unidos o, al presente, en C hina, la producción am ericana no sería superior ni a la de entonces ni, pasiblem ente, a la de la C hina actual. Para, sin aum en ta r la cuan tía del esfuerzo laboral, increm entar la producción, lo que se requiere es la rentable inversión de adicionales capitales, que sólo el aho­rro puede generar. El aum ento general de la producción, sin necesidad de tra b a ja r m ás, se debe a la ex istenc ia de —capitalistas— ahorradores y de —empresarios— gentes que acertadam ente invierten la producción dejada de consum ir.

Si no fuera así, ¿por qué las doctrinas en boga rehuyen el tema? ¿Por qué limítanse sus partidarios, ya forzados, a negar la evidencia sin m ás explicaciones? La propia política sindical, sin em bargo, paten tiza que los capitostes gremiales advierten la certeza de un a teoría que en público m otejan de burguesa simpleza. Si no, ¿por qué procuran restringir la en trad a en el país de nuevos trabajadores y aun el acceso al propio sector laboral?

L a c ircu n stan c ia de qu e los salarios se in crem en ten , incluso en las actividades en las que la “p roductiv idad” se m antiene invariable a lo largo de los siglos, resalta que los aum entos salariales no se deben a la “ productiv idad” de cada laborador, sino a la productiv idad m arginal del factor trabajo. Cabe, en este sentido, c ita r el caso del barbero quien, prácticam ente, afeita y corta el pelo, hoy en día, de la m isma m anera que sus colegas lo hacían hace doscientos años; el del m ayordom o, que atiende al prim er m inistro británico como sus antecesores servían a P itt o a Palm ers- ton; y el de aquellos trab a jo s cam pesinos en los qu e se

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em plean los mismo útiles de hace siglos. Los correspondien­tes salarios son, sin em b arg o , m uy superio res a los que otrora , por la m isma labor, se percibía, a causa de haber aum entado la productiv idad m arginal del trabajo , siendo esta ú ltim a la circunstancia que, según decíamos, determ ina la cu an tía de aquéllos. La con tra tación de un m ayordom o d e tra e su cap ac id ad de o tra la b o r y, co n secu en tem en te , quien la utiliza ha de pagar, por el a ludido servicio, una can tid ad equivalente al increm ento de producción a que d aría lugar el em plearlo en aquella o tra supuesta explo ta­ción. El m ayordom o percibe, desde luego, superiores em olu­m entos; pero ello, no p o rq u e a h o ra desp liegue m ayores m éritos personales; el alza, antes al contrario , deriva de que los capitales invertidos han progresado con m ayor celeridad que el núm ero de brazos disponibles.

Las pseudoeconóm icas d o c trin a s qu e m en o sp rec ian la función del ahorro y de la acum ulación de cap ita l carecen de toda base. U na sociedad capitalista, com parativam ente a o tra de d istin ta índole, es siem pre más rica y próspera, ya que su organización aboga por el increm ento de cap ita l per capita y por la m ás acertada inversión del disponible. El nivel de vida de los trabajadores es superior, en la prim era, única y exclusivam ente, por la razón ind icada, correspon­diendo a los trabajadores u n porcentaje cada día m ayor de la ren ta nacional. Ni el apasionado M arx, ni Keynes el m añoso, ni ninguno de sus menos conocidos seguidores des­cubrieron jam ás falla ni p u n to débil alguno en esa autoevi- dente verdad según la cual sólo hay un m edio p ara elevar permanentemente los salarios de la totalidad de la clase trab a ja ­dora, a saber: acelerar el increm ento de cap ita l en relación co n el a u m e n to de la p o b la c ió n . Q u ie n q u ie r a estim e “ in justa” tal realidad que le eche la culpa a la naturaleza, no a sus sem ejantes*.

• A .H ., el preño de los bienes de consumo, el de los factores de producción y la función social de las ganadas y las pérdidas empresariales, pp, 3 1 6 - ^ 8 , 442-449, 495-511 , 590-594,' 864 -872 , 91 0 -9 1 5 , 9 6 7 -971 , 1079 (nota), 1256-1258. Q u ien tenga p a c ien c ia su ficiente y cu riosid ad b astan te co m o para rep a­sarse tales esp igad as pág in as, ad vertirá la certeza de unas cuanta.s cosas im p o r la n e s , g e n e r a lm e n te c o n o c id a s , si b ie n , e n la p r á c t ic a , p or lo com ú n , p o c o a ten d id as, o sea: que ev id en te d isp arid ad va lora iiva preside lo d o in tercam b io lib rem en le p actad o , tanto en esixH-ie co m o rn <litu-ni.

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4. La libertad , '^prejuicio b u rgu és’*

La civilización occidental se fraguó en in in terrum pida lucha p>or la libertad.

El hom bre ha p>odido triun far en su tenaz esfuerzo por sobrevivir y m ejorar gracias a haberse organizado social­m ente bajo el signo de la división del trabajo. T a l sociedad, sin em bargo, no puede subsistir sin la adopción de m edidas coactivas que im pidan que perjud iquen a la com unidad quienes en arm as se rebelan contra el establecido orden social. Para m an tener una pacífica cooperación en tre las gentes es preciso con tar siem pre con la posibilidad de supri­m ir, m ediante el uso de la fuerza, a cuantos p ertu rb an la t ra n q u ilid a d c iu d ad a n a . La v ida so c ie ta ria req u ie re un mecanismo conm inatorio y coactivo, es decir, el Estado y el

operación d e la q u e am bas partes in variab lem en te d erivan b en efic io (pp. 3 16-318 y 969); q u e las subjetivas va loracion es d e las gentes, com p ran d oo d ejan d o d e com prar, co n d ic io n a n , rigen y cifran el precio d e los b ienes de con su m o (pp. 495-501); que de d ich as lasas d erivan los precios d e los factores d e p rod u cción — in clu id o el h u m a n o o la b o ra l— precios q u e las a ctu acion es de los em presarios, d om in a d o s e im pelid os siem pre por voraz e in ex tin gu ib le ansia d e b eneficio , d eterm in an y p articu lar izan , b ien e n ten d id o q u e aquel lucro, bajo el m ercad o , sólo se con sigu e si dócil e in te lig en tem en te son a ten d id os los deseos de los con su m id ores (pp. 504- 511, 864-872 , 910-915); q u e fuera del m ercad o no bay precios, ni nada c^uc pueda suplir su especifica función (pp. 590-594); q u e el m ercad o es siem pre variafjle e in cierto , h a llán dose sus da tos en p erm an en te m utación (pp. 1256-1258); q u e de tal fáctica d isparidad e in d eterm in ación de las circunstancias» del m ercad o surgen las gan acias y las pérdidas em p resar ia­les (pp. 9 67 -969), las cu ales d esem p eñ a n particu lar co m etid o social. Las gan an cias, en efecto , p on en de m anifiesto q u e la m ercancía con segu id a vale, para los co n su m id o ies, m ás q u e los b ienes invertidos en la corres­p on d iente producción; por eso, el b en efic io em presaria l, cu a n to m ayor, m ás in teresante resulta para la sociedad; y d e ah í q u e resu lte n ocivo con d en arlo o perturbar su o p era tiv id ad . Las pérdidas d icen precisam en te lo con trario , q u e se están d ila p id a n d o riquezas, con agu a n te y lab oriosi­dad acu m ulad as, en fabricaciones q u e los con su m id ores su b valoran res­pecto a los factores d e prod u cción invertidos, resu ltando, en co n secu en ­cia, a ltam en te d añ in o el en m a sca ra m ien to de los m ercan tiles queb ran tos m ed ian te su b ven cion es, créd itos baratos, exon eracion es fiscales y dem ás argucias a las que los poderes p úb licos suelen ap elar para la co n tin u id a d de ruinosas ex p lo ta c io n es, in d ucidos n o rm alm en te por razones p o líticas, — ad m isib les, si se les recon oce esa su co n d ic ió n y, co n toda transparen­cia , se inform a a las gen tes— ruinosas exp lo ta c io n es, cu y o m a n ten im ien to perjudica a las clases trabajadoras, en su con ju n to , red u cien d o los salarios y provocan d o, al tiem p o, el a lza de los precios (N . d el T .).

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gobierno. Pero surge entonces o tro problem a; el de imp>edir que quienes d e ten tan el poder abusen de sus prerrogativas, convirtiendo en virtuales esclavos a los demás. La lucha por la libertad exige la fiscalización de quienes a su cargo tienen la paz pública; hay que im poner legales trabas a las au to ri­dades y a sus agentes. La libertad individual, en su aspecto político, significa seguridad contra la ac tuación a rb itra ria de quienes d irigen el ap a ra to represivo estatal. El concepto de libertad ha sido siem pre una idea genuinam ente occiden­tal. D esem éjanse o rien ta le s y occ iden ta les, fu n d a m e n ta l­m en te , en que aquéllos ja m á s bu scaro n ni, de v e rd ad , am aron la libertad individual. G loria im perecedera de la an tig u a G recia es el h a b e r sido la p rim era ag ru p ac ió n h u m an a que advirtiera la trascendencia social de institucio­nes garan tizadoras de la libertad . Recientes investigaciones parecen indicar que la filosofía griega había tenido ya p re ­cedentes orientales. Pero el concepto m oderno de libertad nace en las an tig u as c iu d ad es helén icas. Su filosofía fue ad o p tad a por R om a, quien la transm itió a E uropa, pasando posteriorm ente a Am érica. Las sociedades occidentales más fecundas c im en tá ro n se siem pre en crite rio s de lib e rtad , idearios que luego inform arían la filosofía del laissez /aire, a la cual debe la hu m an id ad esos progresos, sin precedentes, típicos de la era del capitalism o.

Las m odernas instituciones, tan to de tipo político como ju ríd ic o , e s tán co n ceb id as p a ra sa lv a g u a rd a r la lib e rtad indiviual contra el abuso de poder. El gobierno represen ta­tivo, el Estado de derecho, la independencia del poder ju d i­cial, el habeos corpus, la posibilidad de recu rrir jurisd iccional­m ente contra la A dm inistración, la libertad de p alab ra y de prensa , la separac ión de la Iglesia y el E stado y o tras m uchas similares instituciones tienen, todas ellas, idéntico objetivo: lim itar la discrecionalidad de los públicos poderes y proteger al c iudadano an te la a rb itra ried ad gubernativa. La era del capitalism o acabó con los últim os vestigios de servidum bres y esclavitudes; puso fin a la crueldad punitiva, reduciendo las sanciones p>enales a aquel m ínim o ineludible para refrenar al delincuente; suprim ió la to rtu ra y otros violentos modos de tra ta r a sospechosos e incluso a crim ina­les; abolió los privilegios, p roclam ando la igualdad de todos

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am e la ley; convirtió a los hom bres en ciudadanos libres, qu e ya no ten ían por qu é te m b la r a n te el tiran o y sus secuaces.

F ru to de este nuevo m odo de pensar fue el progreso m ate­rial que inundó O ccidente, La aparición de la g ran indus­tria m oderna, gracias a la cual, por hallarse enteram ente al servicio de la clientela consum idora, todos viven mejor, exi­gía la desaparición de reales patentes y discrecionales p riv i­legios, perm itiéndose a cualquiera desplazar a sus ocupantes de los puestos más codiciados, con lo que se im pulsaba el ascenso de los más capaces, de los más capaces desde el punto de vista de los consumidores, evidentem enre. N adie pone en duda que, p>ese al continuo increm ento de la pob la­ción, todo O ccidente goza de un nivel de vida que hace muy pocas generaciones resultaba im pensable.

No han faltado, en tre nosotros, pese a ello, quienes aboga­ran por la tiranía, o sea, por el gobierno a rb itra rio de un au tócra ta o de una reducida m inoría que somete a su volun­tad al resto de la población. Es cierto que, a p a rtir del siglo de las luces, tales impulsos se iban haciendo cada vez menos perceptibles. T riunfaba la filosofía liberal; du ran te la p ri­m era parte del siglo X IX , el avance im petuoso de sus p rin ­cipios p a rec ía irresistib le ; los m ás em inen tes pensadores hallábanse convencidos de que la evolución histórica tendía al establecim iento, por doquier, de la libertad y ni las in tri­gas ni las v io lencias de los p a r tid a rio s del o rd en servil podían ya detener tal impulso.

C uando se habla de la filosofía liberal suele pasarse por alto la trascendencia que en su génesis tuvo el estudio de la literatura clásica por parte de la élite occidental. No fa lta­ron, desde luego, entre los griegos escritores quienes, como Platón, p ropugnaban la om nipotencia estatal. Ello no obs­tante, el ideario helénico se caracterizó por constante ensal­z a m ie n to de la l ib e r ta d , pese a q u e m o d e rn a m e n te podríam os calificar de oligarquías a las ciudades-est a dos de la an tigua G recia, pues aquella libertad que los estadistas, los filósofos y los historiadores griegos repu taban como el b ien m ás p rec iad o co n stitu ía p riv ileg io reservado a un a m in o ría , denegándose a m etecos y esclavos; g o b e rn ab an unas castas hereditarias. Pese a tal realidad , no eran m enda-

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ces aquellos cantos a la libertad; tan sinceros como los p ro ­nunciam ientos de los esclavistas que firm aron la Declaración de Independencia am ericana dos mil años más tarde , inspirán­dose en la a lud ida filosofía helénica m ovim ientos tales como los de los Monarchomachs, de los Whigs*, de Althusius, de Crocio, de Jo h n Locke, o sea, el ideario que inform ó las m odernas constituciones y las declaraciones de los derechos del hom bre. Los estudios clásicos, elem ento esencial de toda educación superior europea, m antuvieron vivo el espíritu de libertad en la In g la te rra de los Estuardos, en la Francia borbónica y en la Italia sojuzgada por m u ltitud de p rínci­pes. El propio Bismarck, el m ayor enemigo, después de M et­ternich, de la libertad en el siglo pasado, atestigua que, incluso en la Prusia de Federico G uillerm o III, el gimnasium, o sea, la educación basada en la obra literaria griega y rom ana, era u n bastión de republicanism o^. Los apasiona­dos esfuerzos por elim inar los estudios clásicos de los planes de enseñanza superior, m inando la propia esencia de ésta, auspiciaron el resurgir de la ideología servil.

P ocos, h ace u n sig lo , c o n se g u ía n p re v e r el en o rm e impulso que las ideas an ti liberales, en breve plazo, ad q u iri­rían. El ideal de libertad parecía tan firm em ente enraizado qu e n ad ie pensaba p u d ie ra ja m á s ser eclipsado . D esde luego, p re tender com batir ab iertam ente la libertad, abo ­gando con franqueza por la vuelta a la servidum bre y el vasallaje, hub iera sido, a la sazón, rid iculam ente vano. Por eso, el antiliberalism o, para apoderarse de las mentes, p re­sentábase com o u n a especie de superliberalismo, que reforza­ría y am pliaría el ideario de la libertad. El socialismo, el

* A m b os térm inos se dejan en su inglés orig inario , pues p arece q u e no ex isten eq u iv a len tes v o cab los castellanos. Los Monarchomachs co n siitu ian agru p acion es rep u b lican as inglesas (sig lo X V II) opuestas a la m onarquía ab so lu ta , tom a n d o el nom bre de los círcu los a ten ien ses (siglo V I a. de J . C .) contrarios igu a lm en te a la realeza y defensores del rep u b lican ism o helén ico . Los IVhigs son b ien con o c id o s c o m o defensores del au téntico liberalism o, del lib re-cam b io , frente al partido Tory, ca rec ien d o a c tu a l­m en te aquel térm in o d e sign ificación p o lítica , pues ni los laboristas ni los liberales b ritán icos p u ed en considerarse herederos de la a lu d ida filosofía lib ertarianista (N. del T .).

* C f B ism arck, Gedanken urid Erinnerungen, N ueva Y ork 1898, voi. I. p.

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com unism o, los d istin tos p lanes económ icos consiguieron así, de tal guisa disfrazados, colarse p>or la puerta falsa.

Socialistas, com unistas y planificadores, entonces, al igual que hoy, no buscaban sino la abolición de la libertad indivi­d u a l y la im p la n ta c ió n de la o m n ip o ten c ia esta ta l. La inm ensa m ayoría de los intelectuales cree y creyó siempre que, al luchar por el socialismo, se pugnaba por la libertad. E m pezaron calificándose de izquierdistas, de demócratas-, hoy en día, dicen que son liberales.

Nos hemos referido an teriorm ente a la m otivación psico­lógica que pertu rba el razonam iento de estos intelectuales y de las masas que les siguen. A dvierte el sujeto, tal vez de m odo subconsciente —decíamos an tes—, que fue su propia insuficiencia lo que le im pidió alcanzar las altas metas por él am bicionadas; constale la lim itación de su capacidad in te­lectual y la insuficiencia de su capacidad de trabajo; pero él p rocura ocultar la verdad, a sí mismo y a sus semejantes, buscando conveniente víctim a propiciatoria. Se consuela pensando que el fracaso no se debió a su personal incapaci­dad , sino a la injusta condición de la organización económi- cosocial prevalente. Bajo el capitalism o, sólo pocos pueden plenam ente realizarse. “ La libertad , bajo el laissez faire ún i­cam ente la alcanza quien tropieza con m ilagrosa o p o rtu n i­dad o dispone de dinero suficiente para co m p ra rla” . El Estado, p>or tanto, debe intervenir, im poniendo “justicia social” . Piden la intervención estatal para que les retribuya a ellos, no con a rreg lo a su personal m ed io crid ad , sino “ según sus necesidades” .

Las gentes de ju icio poco claro, de corta inteligencia, fácilm ente son víctimas de la ilusión de creer que la libertad podrá sobrevivir bajo un régim en socialista. M ientras tal pensam iento lim itábase a vanas charlas de cafe, la cosa no tenía imp>ortancia. Pero ahora ya no se puede fantasear; la experiencia soviética ha paten tizado cuáles son las condici- nes de vida en la com unidad socialista. Los m odernos p a r ti­darios del socialismo vense, muy a su pesar, obligados, por tales hechos, a deform ar las circunstancias históricas y a

c r . H . Laski, a r tíc iilo ■'Liberty’' en la Encyclopaedia o f the Social Scien­ces, vol. IX , p. 443.

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fa lsear el significado de los vocablos, p a ra p o d er seguir haciendo creer a las gentes que socialismo y libertad son com patibles.

El difunto profesor Laski, destacado laborista, que llegó a p re s id e n te del p a r tid o , y a seg u rab a no ser com un ista , haciendo incluso gala de anticom unism o, decía que “en la Rusia soviética, u n com unista se siente plenam ente libre; no se sentiría indudablem ente igual de hallarse en la Italia fascista” . El ruso no conoce o tra libertad que la de obede­cer las órdenes del superior; tan p ronto com o se desvía lo más m ínim o de la línea del partido , puede darlo todo por perdido; uno más de los “ liquidados” . No eran , desde luego, anticom unistas aquellos políticos, funcionarios, escritores, m úsicos y científicos v íc tim as de las cé lebres “ p u rg a s” ; creían fanáticam ente en el marxismo; habían sido destaca­dos m iem bros del p artid o y desem peñaron altos cargos, reci­biendo premios y m edallas de la suprem a au to ridad , en reconocim ien to a su lea ltad al credo soviético, El único delito en que incurrieron consistió en no haber sabido ad a p ­tar a tiem po sus pensam ientos y actividades, sus escritos y composiciones, al últim o cam bio de las ideas y gustos de Stalin. Es difícil creer que estas gentes “se sintieran p lena­m ente libres” , salvo que se dé a la p a lab ra libertad un significado distinto al que todo el m undo le asigna.

E n la Italia fascista, la libertad ciertam ente escaseaba. Al adoptarse el m odelo soviético del “p artid o único” , quedó am ordazada la voz del disidente. C abe, no obstante, ap re­ciar notable diferencia entre la aplicación de un mismo principio por los bolcheviques y por los fascistas. Bajo el régim en mussoliniano, vivió el profesor Antonio G raziadei, an tiguo d ipu tado com unista, quien, hasta la m uerte, per­m aneció (lel al ideario m arxista. Recibió del gobierno, a su jubilación, la pensión que, com o catedrático , le correspon­día y pudo suscribir y publicar, en las editoriales italianas más prestigiosas, libros de p u ra ortodoxia com unista. La opresión fascista, en este caso, ciertam ente, no fue tan seña­lada como la que abatió a aquellos cam aradas rusos, qu ie­nes, en opinión de Laski, “ gozaban de plena libertad” .

Cf. Laski, 1. c ., pp. 445-446 .

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C om placía al profesor Laski repetir la p>erogrullada de que, en la práctica, libertad significa “ libertad dentro de la ley” , Y añadía que el objeto de la ley es “garan tizar aquella form a de vida que quienes contro lan el gobierno prefie­ren ” Y tiene razón; p a ra eso, c iertam ente, están las leyes del orden liberal; se procura, en efecto, m ediante la norm a legal, proteger el sistema contra quienes in ten tan encender la g u e rra civil o d e rr ib a r , ap e lan d o a la v io lencia , al gobierno establecido. Incurre, por el contrario , en grave erro r el profesor cuando agrega que, bajo el capitalism o, “ la libertad se conculca y desaparece en cuanto los pobres p re ­tenden a lterar de modo radical los derechos de propiedad de los ricos” ®.

Tom em os el caso de K arl M arx, el g ran ídolo de Laski y sus seguidores. G uando, en 1848 y 1849, organizó y dirigió la revolución, prim ero en Prusia, y, después, en otros E sta­dos alem anes, por su condición legal de extranjero , fue des­terrado, con su m ujer e hijos y un a criada, trasladándose, p rim ero , a París y, después, a Londres^. M ás ad e lan te , cuando volvió la paz y se am nistió a los instigadores de la fracasada revolución, regresó, una y o tra vez, a A lem ania. No era ya proscrito exiliado; él, sin em bargo, librem ente decidió establecer su hogar en L o n d r e s N a d i e le molestó cuando (1846) fundó la Asociación Internacional de T ra b a ­jadores, cuyo declarado objeto era p repara r la gran revolu­ción m undial. N adie detuvo sus pasos cuando, gestionando en favor de dicha agrupación, se desplazaba por E uropa. No tropezó con dificultades para escribir y pub licar libros y artículos que, por em plear la p ropia dicción del profesor Laski, “p re tend ían a lterar de modo radical los derechos de

’ Cf. Laski, 1. c ., p. 446.

” Cf. Laski, 1. c .. p, 446.

En relación con las a c liv id a d es de M arx d urante los años 1848 y1 849, veáse: Karl M arx, Chronik seines Ij^bens in FÁnzfldaton, p u b licad o por el M a rx-E n gels-L en in -In stitu t e n M oscú , 1934, pp . 43-81.

En 1845, M arx, v o lu n tariam en te , por propia d ecisión , ren u n ció a su c iu d ad an ía prusiana. C u a n d o m ás tarde, al com en zar la s e ^ n d a m itad del s ig lo X I X , q u iso lom ar p a r le a c liv a en la p o lítica de Prusia, el gob iern o rech azó su p retensión d e recobrar su p rim itiva c iu d a d a n ía . N o p udo, pues, hacerse p o lítico . Q u izá s esto ind ujéra le a jjerm anecer en I.ondres.

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propiedad de los ricos” . Y m urió tranqu ilam en te en su casa de Londres, 41, M aitlan d Park R oad, el 14 de m arzo de 1883.

O tom em os el caso del propio partido laborista inglés. Sus esfuerzos por “a lte ra r de m odo radical los derechos de p ro ­p iedad de los ricos” no fueron obstaculizados, com o bien constaba al profesor Laski, con m edida alguna con traria a la libertad .

M arx, el rebelde, pudo vivir, escribir y abogar por la revolución, con plena tranqu ilidad , en la In g la te rra victo- riana , del mismo m odo que el partido laborista practicó toda clase de actividades políticas, sin trab a alguna, en la época postvictoriana. La R usia soviética, por su lado, no tolera la más m ínim a oposición. H e ahí la diferencia en tre libertad y esclavitud.

5. La libertad y la c iv ilización occidental

E stán en lo cierto quienes im pugnan el concepto ju ríd ico y político de la libertad, criticando las instituciones que, en la práctica, la am paran , cuando afirm an que no basta el im pedir la a rb itra ried ad gubernam en tal p a ra garan tizar la libertad. Pero, al insistir en verdad tan evidente, están como in ten tando forzar una puerta ab ierta , pues n ingún liberal afirm ó jam ás que, con im pedir la a rb itra ried ad g u b ern a­m ental, q u ed ab a g aran tizad a una libertad total. La econo­m ía de m ercado concede al individuo la libertad m áxim a com patib le con el o rden social. Las constituciones políticas y las declaraciones de derechos hum anos per se no engendran libertad. Sirven tan sólo para proteger, con tra los abusos de la A d m in is trac ió n , la lib e r ta d q u e el sis tem r económ ico basado en la com petencia otorga al individuo.

Todo el m undo, bajo u n régim en de econom ía de m er­cado, ya lo hemos dicho m uchas veces, puede, de acuerdo con la división social del traba jo , perseguir aquellos objeti­vos que más le atraigan . C ábele elegir cómo desea servir a sus conciudadanos. T al derecho, en cam bio, bajo una eco­nom ía planificada, se desvanece; la au to ridad determ ina la ocupación de cada uno; puede discrecional men te prem iar y

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castigar; depende enteram ente el particu lar del capricho de quien se halla en el poder. C on el capitalism o sucede, preci­sam ente, lo contrario; todos y cualquiera pueden enfren­tarse con aquellos que ocupan las mejores posiciones, si bien h ab rá el interesado de cu idar al público de modo m ejor o más barato a como los otros lo estén haciendo. La falta de d inero no es nunca óbice, pues los capitalistas hállanse siem ­pre buscando quien de m anera más provechosa sepa inver­tir. D epende, única y exclusivamente, de los consumidores, quienes com pran sólo lo que, en cada m om ento, prefieren, el triunfar o sucum bir en las actividades mercantiles. Por lo mismo que el consum idor no queda a m erced de los p roduc­tores, el a sa la riad o tam poco pu ed e ser ex p lo tad o por el patrono. El em presario, en efecto, que deja de co n tra tar los trabajadores más idóneos, que no paga lo suficiente para atraérselos, separándolos de otros cometidos, quiebra, q u e­dando aislado. El patrono, desde luego, cuando facilita t ra ­bajo al o b re ro , no lo hace po r favorecerle; le c o n tra ta porque lo necesita para su em presa, al igual que precisa m aterias prim as y equipo industrial. El trabajador, por su parte , tam poco le está haciendo particu lar favor a quien le contra ta; si labora es porque cree que tal ocupación, todas las circunstancias concurrentes consideradas, es la que a él, operario, más le conviene.

La econom ía de m ercado constituye continuo proceso de selección social; determ ina la posición y los ingresos de cada uno. Grandes fortunas se reducen y esfuman, m ientras gen­tes nacidas en la pobreza escalan puestos preem inentes. Si ninguna posición se privilegia, si el Estado no am para a los entes ya consagrados frente al em bate de los nuevos em pre­sarios, quienes ayer adqu irieron riquezas se ven forzados a reconquistarlas d iariam ente en constante com petencia con todo el resto de la población.

La posición de cada uno, bajo el régim en libre de división del trabajo , depende del aprecio que el público com prador, del que el interesado forma parte , otorga a lo ofertado. C ada uno, al com prar o abstenerse de com prar, se integra en aquel suprem o organism o que asigna a todos, y tam bién al sujeto, específica categoría social. N adie deja de partic i­p ar en ese proceso por cuya v irtud unos tienen ingresos

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superiores y otros menores. C ualqu iera puede ap o rta r aq u e ­llos servicios que los dem ás ciudadanos recom pensan con m ayores ganancias. La libertad bajo el capitalism o significa no depender de la discrecionalidad ajena en m ayor grado que los dem ás dependen de la propia. Superior grado de libertad no cabe cuando la producción se realiza bajo el signo de la división del trabajo , resultando im pensable una au ta rq u ía individual absoluta.

El colectivismo, por fuerza, ha de acab a r siem pre abo­liendo toda libertad , convirtiendo a las gentes en esclavos de quienes de ten tan el poder, independientem ente de que el m arxism o, com o sistema económ ico, resulta inviable po r no p o d er re c u rr ir al cá lcu lo económ ico. De a h í que jam ás quepa con tem plar el socialismo, según algunos quisieran, como posible alternativa , com o peculiar, pero pensable, sis­tem a de organización social, pues, por su im practicabilidad, en aislam iento, sólo sirve p a ra desin tegrar la cooperación hum ana, provocando, indefectiblem ente, pobreza y caos *.

Al tra ta r de la libertad , dejam os conscientem ente de lado el p ro b lem a económ ico básico qu e sep a ra cap ita lism o y socialismo. L im itám onos a resaltar que, para el hom bre occidental, a diferencia del asiático, resulta consustancial vivir sin trabas, pues él m ismo, su idiosincrasia toda, fra­guóse bajo la égida de la libertad . C hina, Jap ó n , India y los países m ahom etanos no eran pueblos bárbaros antes de con­tac ta r con Occidente. A lcanzaron, siglos y aun milenios antes que nosotros, altos niveles de perfección en las artes industriales, la a rqu itec tu ra , la lite ra tu ra y la filosofía; des­arro llaron escuelas y sistemas de enseñanza; organizaron poderosos imperios. Pero, careciendo de sapiencia bastante p a ra afron tar los problem as económicos que se les iban acu­m ulando, su prim igenio ím petu fue anquilosándose, para devenir culturas aletargadas en secular m odorra histórica. Desvanecióse la genialidad in telectual y artística; pintores y escultores, escritores y oradores, servilm ente reproducían las form as trad ic io n a les; teólogos, filósofos y ju ris ta s lim itá ­banse a la ru tinaria exégesis de las obras del pasado; los

* A. H -, cómo procura la Unión Soviélica resolver el problema del cálculo econó­mico, p. 1019 (.N. del T .)

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gloriosos m o n u m en to s desm o ro n áb an se en tristes ru inas; todo yacía descoyuntado. Las gentes, sin vigor ni energía, a p á tic am en te c o n tem p lab a n la p rogresiva d ecad en c ia y general em pobrecim iento. N ada cabía hacer.

Las antiguas obras filosóficas y poéticas de O rien te sopor­tan el parangón con los mejores trabajos occidentales. Pero, desde hace muchos siglos, O rien te no ha producido n ingún libro de im portancia. Apenas algún nom bre, en tre tantos millones de seres, reluce con tenue fulgor en la noche oscura de los últimos quinientos años. O rien te tiem po ha dejó de con tribu ir al esfuerzo in telectual de la hum anidad , dando la espalda a los problem as y controversias que ag itaban a los pueblos occidentales. E uropa, perm anentem ente convulsa; O riente, sum ido siem pre en el estancam ienio y la indolente indiferencia.

Podemos hoy diagnosticar el m al. O rien te careció de lo principal; renunció a la idea de la libertad frente al Estado; nunca se rebeló con tra el tirano, ni in ten tó asegurar los derechos del individuo frente al gobernante; la a rb itra rie ­dad del déspota era sagrada, no podía ser objeto de ju icio ni condena. Fue por eso im posible m on tar un m ecanism o legal que protegiera la propiedad individual, la riqueza privada del c iu d ad an o , c o n tra la confiscación , c o n tra la in justa apropiación de la m ism a por el am o de turno. Ofuscados con la idea de que la riqueza de los ricos era causa de la pobreza de los pobres, acogían las masas con entusiasm o la expoliación gubernam ental del com erciante enriquecido. Hacíase imposible toda seria acum ulación de capital; las m endicantes turbas, azuzando a sus propios jerifaltes, sin darse cuenta, estaban autocondenándose a la pobreza, la enferm edad y la m uerte , haciendo a sí mismas prohibitivas las ventajas derivadas de la ren tab le inversión de capitales. No hab ía “ burguesía” y, consiguientem ente, no surgía esa am plia dem anda que estim ula a escritores, artistas e inven­tores. El hom bre com ún solo veía un cam ino de prosperi­dad: el servicio del príncipe. En la sociedad occidental las gentes com petían en tre sí por conseguir los mejores premios; la orien ta l constituía, en cam bio, apático conglom erado de seres todos dependientes del favor del soberano. La enérgica ju v en tu d occidental consideraba al m undo como un cam po

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de acción donde había que conquistar la fama, la em inen­cia, los honores y la riqueza; con su am bición, lo dom eñaba todo. Las lánguidas m ocedades orientales sólo sabían en tre­garse a los ru tinarios com etidos tradicionales. A quella noble confianza del hom bre occidental en su propio esfuerzo ya la can tab a Sófocles; el coro de Aniígona exalta al hom bre y su creadora capacidad , y la m ism a filosoíia rezum a la m arav i­llosa Novena Sinfonía de Beethoven, fe absoluta en la propia capacidad de reacción an te la adversidad. N ada de esto escucharon jam ás los orientales*.

¿Es posible que los herederos de quienes crearon la civili­zación del hom bre blanco renuncien a su tan caram ente conseguida libertad , convirtiéndose por propia voluntad en vasallos de la om nipotencia gubernam ental? ¿V an a lim itar sus aspiraciones a vegetar bajo un sistema que les convierte en insignificantes piezas de gigantesca m aq u in aria que sólo el todopoderoso p lanificador puede m anejar? ¿Será posible que la m entalidad que caracteriza a las civilizaciones fosili­zadas b a rra y aparte aquellas altas am biciones por cuyo triunfo millones de seres ofrendaron su vida?

Ruere in servitium —sum iéronse en el servilism o— obser­vaba Tácito , con tristeza, refiriéndose a los rom anos de la época de Tiberio.

* A .H ., decadencia de las antiffuas cu'ilizaciones, pp . 1108-1111 y 1213- 1217 (N. del T )

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VEL A N T IC O M U N IS M O A N T IC A PIT A L IS T A

Desconoce el universo la estabilidad, la inm ovilidad. El cam bio y la m utación son consustanciales a la m era existen­cia. T odo es pasajero; siem pre estamos en “ época de transi­c ión” . La vida h um ana desconoce la calm a y el reposo; constituye un proceso, nunca un síatu quo. Y, sin em bargo, tercam ente tendem os a engañarnos pensando en u n a inva­riable existencia. Las utopías, todas, quisieran poner punto fmal a la historia, instaurando algo inmóvil, perm anente y absoluto.

Obvias razones psicológicas indúcennos a pensar así. El c a m b io a l te r a n u e s tra s c o n d ic io n e s de v id a , n u e s tro am biente; hemos de readap tarnos a nuevas situaciones; se lesionan las posiciones conseguidas; se ponen en peligro los sistemas tradicionales de producción y consumo; se m olesta a quienes, de tarda inteligencia, la m utación oblígales a hacer el esfuerzo de pensar. C on traría , evidentem ente, a la p ro p ia n a tu r a le z a h u m a n a al c o n se rv a d u rism o ; y, sin em b arg o , de cond ic ión co n se rv ad o ra h a sido siem pre la posición preferida por la inerte m ayoría que, torpem ente, se resiste a m ejorar, siguiendo los cauces abiertos por las des­piertas minorías. La p a lab ra reaccionario suele aplicarse a los aristócratas y eclesiásticos que m ilitan en los partidos deno­m inados conservadores. Y, sin em bargo, los ejemplos más

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señalados de tal filosofìa registran los otros grupos; aquellos artesanos que dificultan el ingreso en sus gremios a nuevos miembros; aquellos campesinos que dem andan protecciones tarifarias, subsidios y precios mínimos; los asalariados hosti­les a las mejores técnicas, que ansian siempre políticas socia­les protectoras y restrictivas.

El vano orgullo de bohemios literatos y artistas m enospre­cia la actuación em presarial p>or en tender im plica despego hac ia lo que ellos d en o m in an actividad intelectual. Y, sin em bargo, em presarios y prom otores, en realidad , despliegan m ayor intuición y superior esfuerzo m ental que el escritor o el p in tor de tipo medio. La incapacidad cerebral de muchos que de intelectuales se autocalifican resulta paten te al com ­probar su im potencia para apreciar las condiciones persona­les e in te lec tu a les que exige el re g en ta r con éxito u n a em presa m ercantil.

Subproducto del m oderno capitalism o son todos esos frí­volos intelectuales quienes actualm ente, por doquier, p u lu ­lan; su entrom etido y desordenado ac tu ar repugna; sólo sirven p ara molestar. N ada se perdería si, de algún modo, cupiera acallarlos, clausurando sus círculos y agrupaciones,

Pero la libertad resulta indivisible; si restringiéram os la de esos decadentes y enojosos pseudoliteratos y, apócrifos artistas, estaríam os facultando al gobernante p ara que defi­n iera él cuál fuera lo bueno y cuál lo malo\ estatificaríam os, socializaríamos, el esfuerzo intelectual. ¿A cabaríam os, así, con los inútiles e indeseables? Cabe fundada duda. In d u b i­tab le , en cam bio , es que p e rtu rb a ríam o s g rav em en te la labor del genio creativo.

R epúgnanle al gobernante las ideas originales, los nuevos modos de pensar, los flam antes estilos artísticos; se resiste a toda innovación. El concederle, en estas m aterias, faculta­des decisorias im pondría por doquier la regim entación, el inmovilismo y la bastard ía artística.

La bajeza m oral, la disipación y la esterilidad intelectual de estos desvergonzados pseudoescritores y artistas consti­tuye el costo que la hum anidad ha de sop>ortar para que el genio precursor florezca im perturbado . Es preciso conceder libertad a todos, incluso a los más ruines, p ara no obstaculi­zar a esos pocos que la aprovechan en beneficio de la hum a-

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nidad. La licencia o to rgada en el siglo pasado a aquellos desaliñados tipos del quartier latin fue un a de las concausas que perm itieron la aparición de escritores, pintores y escul­tores de p rim era fila, que tal vez, en o tro caso, inéditos hub ieran quedado. El genio precisa de m ucho aire libre para respirar a gusto; si le falta, se asfixia. No son, desde luego, las frívolas doctrinas de los bohem ios las que provoca­ron el desastre; lo m alo fue que las gentes las acep taran gustosas. Tales pseudofilosofías las asim ilan, prim ero, los forjadores de la opinión pública —intelectuales, editorialis- tas, publicistas— quienes, luego, con ellas, lávanles el cere­bro a las ignaras masas. Las gentes, sin pensarlo dos veces, se adhieren a los credos de m oda, por tem or a ser consideradas rústicas y atrasadas* .

M uy perniciosa para O ccidente fue, con su sindicalismo agresivo y su célebre action direcíe, la ideología de G^eorge Sorel, fracasado in telectual francés, cuyo pensam iento, sin em bargo, pronto cautivó a los literatos europeos; fom entó decisivam ente el extrem ism o de los m ovim ientos sediciosos; cau tivó al m onarquism o galo, al m ilitarism o y al antisem i­tismo; y desem peñó im portan te papel en la formación del bolchevismo ruso, del fascismo italiano y del m ovim iento juven il alem án que desem bocó en el nazismo. H izo de los an tiguos p artid o s políticos, los cuales ú n icam en te en el terreno dem ocrático adm itían la liza, pandillas de au tén ti­cos forajidos, que sólo en tend ían el argum ento de las pisto­las. G ustaba Sorel de hacer mofa del gobierno representau- vo, del orden burgués, p redicando el evangelio de la guerra, tan to civil com o internacional. Violencia y siempre violencia fue su divisa. El presente estado de cosas se debe, en gran parte, al triunfo europeo de las ideas sorelianas.

Los intelectuales fueron los prim eros en exaltar tal pensa­m ien to ; lo p o p u la riz a ro n , pese a re su lta r esencia lm en te antiin telectual, al rehu ir el razonam iento riguroso, la deli­beración serena. P ara Sorel, sólo la acción tenía interés, es decir la revuelta desabrida e irascible. R ecom endaba siem ­pre luchar por un m ito, cualquiera que fuera su contenido. “ Si te colocas en el cam po de los mitos, inm une eres a la

* A .H ., el genio, gracioso don del cielo, pp. 221-223 (N. del '1'.)

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refutación crítica” *. i Q ué filosofía tan m aravillosa, destruir por el gusto de destruir! No hables, no razones: im ata! Sorel rechaza todo “esfuerzo in telectual” , incluso el de los teó ri­cos de la revolución. Lo que el m ito esencialm ente persigue es “ ad iestrar a la gente p ara que luche por la destrucción de tódo lo existente” . Sin em bargo, no hay que achacar la difusión de esta pseudofilosofia destructiva ni a Sorel, ni a sus discípulos — Lenin, Mussolini y R osenberg—, ni a la legión de irresponsables escritores y artistas. La catástrofe se produjo porque, du ran te m uchas décadas, pocos se tom aron la m olestia de analizar, con sentido crítico y com batividad suficiente , las san g u in a ria s ten d en c ias de tales rufianes. Incluso aquellos escritores que se resistían a acep tar la idea de una violencia sin límites ansiaban, sin em bargo, h allar in terpretaciones favorables a los peores excesos de los d ic ta ­dores. Las prim eras tím idas objeciones, m uy tarde, desde luego, surgieron, cuando los intelectuales, que aquellas tesis hab ían venido propugnando, com enzaron a advertir que ni aun la adhesión más entusiasta a la ideología to talitaria les garan tizaría a ellos de la to rtu ra y la m uerte.

Existe, hoy en día, un falso frente anticom unista. Se califi­can de “ anticom unistas liberales” , pero más exacto sería denom yiarlos “ antian ticom unistas” , pues a lo que de ver­dad aspiran es a la im plantación de un com unism o carente de aquellas c ircu n stan c ias , inheren tes e inseparab les del marxismo, que por ahora todavía repugnan al público am e­ricano. Establecen ilusoria distinción en tre com unism o y socialismo y, sin em bargo, paradójicam ente se apoyan para fundam entar su no comunista socialismo en un docum ento cuyos autores denom inaron Manifiesto comunista. De todas formas, p ara m ejor disim ular las cosas procuran sustituir el térm ino socialismo p>or vocablos más suaves, tales como pla­nificación o Estado providencia. P retenden oponerse a las aspi­raciones revolucionarias y dictatoriales de los “ rojos” , pero, en libros y revistas, colegios y un iversidades, no dejan de ensalzar, como uno de los más grandes economistas, filósofos y sociólogos, em inente benefactor, liberador de la hum ani-

' Cf. G . Sorel, Réjlexions sur la violence, 3* ed ., París, 1912, p. 49.

Cf. Sorel, I. c ., p. 46,

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dad, a Carlos M arx, el adalid de la revolución com unista y de la d ic tad u ra del pro letariado . Q uieren hacem os creer que el rem edio adecuado p a ra todos los males estriba en la im plan tación de un to talitarism o no totalitario, es decir, una especie de cuadrado triangu lar. C uando form ulan la más leve objeción al com unism o apresúranse a den ig rar el cap i­talismo aún con m ayor severidad, m edíante frases tom adas del injurioso vocabulario de M arx y Lenin. R ecalcan que aborrecen al capitalism o posiblem ente más que al com u­nism o y justifican todos los excesos de éste señalando con el dedo los “execrables horrores” del capitalism o. En defini­tiva, pre tenden luchar con tra el com unism o incitando a todos a acep tar el decálogo del Manijieso comunista*.

La v e rd ad es qu e estos “ an tico m u n is ta s lib era les” no luchan con tra el com unism o com o tal, sino con tra una o rga­nización com unista cuya m inoría gobernante no les acepta. A spiran a un orden socialista, es decir, com unista, en el cual, o bien ellos, o bien sus más íntimos amigos, m aneja rán las palancas del poder. Q u izá sea excesivo decir que p re ten ­dan liquidar a los demás; posiblem ente lo único a que aspi­ran sea a no resultar ellos mismos liquidados, pues, en la com unidad socialista, de ta l garan tía solo gozan el suprem o au tó cra ta y sus secuaces.

T odo m ovim iento “ antialgo” im plica una ac titu d p u ra ­m ente negativa. C arece de probab ilidad a lguna de triunfar. Sus apasionados ataques verbales sirven m ás bien de p ro p a­ganda al p rogram a com batido. L a gente ha de luchar por un ideal; no basta la sim ple condenación del m al, por pern i­cioso que el m ismo sea. F rente al socialismo, únicam ente un respaldo, sin reservas, de la econom ía de m ercado servirá.

T ras la triste experiencia soviética y el lam entable fracaso de todos los dem ás experim entos socialistas, bien escasas probabilidades de triunfo restarían al com unism o, si lográ­ram os desm antelar aquel falso anticom unism o.

Y, como decíamos, sólo el apoyo franco y leal al cap ita ­lismo del laissez faire im ped irá que las naciones civilizadas de la E uropa occidental, A m érica y A ustralia sean esclavizadas por la barbarie de Moscú.

*Vid. supra, p. 6 6 (N. d el T .) .

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IN D IC E A L FA B E T IC O

Ahorro, 26-47, 74.Anticomunismo, 99.Aristócratas, 24, 5L Arquitectura, 77.Asociación Internacional de Trabajadores, 92.Aydelotte, W. O ., 57.

Banh, Carlos, 51.Beaumarchais, 60.Beethoven, 97.Beneficio empresarial, 83.Bismarck, 61, 89.Blanchard, P., 59 nota.Broadway, 39.

Cabet, Etienne, 59.Cálculo económ ico, 95 nota.Capital; su acumulación m ediante el ahorro, 46-47, 84-85. Carlyle, 55, 75.Civilizaciones antiguas, 97 nota.Clases sociales, 47-48.Cole, G. D. H ., 56.Consejo M undial de las Iglesias, 79.Crédito; expansión crediticia, 62.Crisis, 63 noia.

Chamberlein, John, 71 nota.

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Deducción, 14-15.Derecho natural,80-82.Desempleo, 62 nota.Desigualdad, 25 nota.

E conom ía; la c ien c ia eco n ó m ica y las gen tes, 4 4 -45 , 52;singularidad, 43 nota; civismo, 52 nota.

Empleados de oficina, 33-34.Empresarios; la función empresarial, 47.Epistemología, problemas, 44 nota.Excedentes y penurias mercantiles, 63 nota.“ Exposé M agazines” , revistas de cüíoí, 58.

Fascismo, 91.Felicidad, 21 nota.Fisco, 36 nota, 49 nota.Freeman, J., 68 nota.Friedman, M. 10 nota.Fuerzas productivas materiales, las, 45.

Genio, 101 nota.Gilbert y Sullivan, 60.Gordon, M ania, 51 nota.Graziadei, Antonio, 91.Grecia, la antigua, 89.

Harcourt, Sir W illiam, 51.Hayek, F., 10 nota.Hohenzollern, 51.Hollywood, 39.

Ibsen, 40, 58.Inducción, 15.Intelectuales, 29-33.Intervencionismo, 65-67.Introspección, 15.

Jevons, W. S., 10.

Keynes, Lord, 85.

Laski, Harold, 92.Lenin, 35.Liberales, ilusión de los, 55 nota.Libertad, 21 nota, 86-93.Literatos y artistas, 100-101.Lyons, Eugenio, 39 nota, 41 nota.

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“Manifiesto C o m u n ista ” , 48, 64, 66, 103.Marx, Karl, 35, 3*8, 45, 55, 92,Matrrialismo d i a l i t i c o , 45 nota.Medios y fines, 1 1 - 1 3 , 22 nota,Mender, Carl, 10.Mill, ]. St. 54, 58:.Millón, John, 58.Mi«*s, 9T 0, 15, 6'4- nota.^omrchomachs, 89 nota.Moral y mercado, 18 noia.Mosf r, Justus, 28.Mozart, 60.

N atalidad , control d e la , 82.N aU iraleza, 80.Sm' Deal, -66.

Niel)uhr, Reinholci^ 51.]siietz.sche, 55,Nivrl de vida, 21-■22, 44-45.Oíícnbach, 60.Oriinte y O ccider,te, 86-88, 95-97.

pénlidas y ganancias, 85-86 nota.precios, bienes de con su m o, factores de producción, 85-86 nota, prensa, libertad d^^ 58-60. productividad ma^-ginal del trabajo, 83-85. propiedad, funciot^ social, 20 nota.

Rentas, disparidac) d e , 25 nota.Revolución industríala 17 nota.R icardo, D, V. 10.Romanoff, 51.Ruskin, John, 61, 72.Salamanca, escu ela d e , 15,Salarios, 49 nota, g 3 nota.Scala, Can Grande della , 56.Sistema soviético, 5 1 -5 2 , 91.Socialismo, 23 nota.^)citáad, La, 31-3^,Sociedad feudal, ^2-26.Sófocles, 97.Sorel, Georges, 61 101-102.Spinoza, 54.Stalin, 64 nota.,Stillivan, 60.

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T à c it o , 9 7 .Taine, 41.Tarde, Gabriel, 49.Tecnica, adelantos de la, 44-46. Tem ple William, .51.Tillich, Paul, 51.Totalitarismo, 21,

\ ' e b l e n , 6 1 , 6 9 .

W allace, Edgard, 56.Webb. Beatriz y Sidney, 69, 75. l \ 'hit’s, 89 nota.W Tii.siler, 75.W o o d w a r d , W'. E ., 7 0 n o ta .

Zola. Emilio, 68.

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