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meyer M. Meyer, Cuestiones de retórica. Lenguaje, razón y seducción, Le Livre de poche, París, 1993. (Traducción Roberto Marafioti) INTRODUCCION La modernidad como realidad retórica. La retórica siempre renace cuando las ideologías se hunden. Lo que era objeto de certidumbre se vuelve problemático y es sometido a debate. En este punto, nuestra época puede compararse con el advenimiento de la democracia ateniense y con el Renacimiento italiano, dos grandes períodos para la retórica. En el primer caso, se asiste a la caída de las explicaciones míticas y del orden social aristocrático. En el segundo, a la desaparición del viejo modelo escolástico y teológico que deja lugar poco a poco a la ciencia moderna, como así también a la renovación comercial de las ciudades italianas que anuncia la era burguesa. En esos momentos intermedios y privilegiados -en que los esquemas antiguos tambalean, y los nuevos apenas se sostienen- la discusión libre y la libertad retoman sus espacios. Para mejor o para peor, nuestra época vive su era retórica. Basta, para asegurarse de ello, prender la televisión, leer el diario, escuchar a los políticos o incluso detenerse en los avisos publicitarios. La imagen debe agradar o conmover, seducir o convencer. Hay que vender y hacerse elegir, encantar o simplemente agradar a aquellos cuya atención nos importa. Todo se convirtió en "comunicación". De la amistad al amor, de la política a la economía, las relaciones se hacen y se deshacen por la falta o por el exceso de retórica. La fragilidad del hombre occidental exige consideraciones, cuidados. Para ser parte de un grupo que nos acepte, aparece la necesidad de la buena etiqueta, del vestir bien, del auto lujoso: con ellos, en tanto signos de reconocimiento, cada uno comprobará por similitud que es parte de los elegidos. El "look", la apariencia, introdujeron la retórica en la mente de nuestros contemporáneos: todo no es más que signo, mensaje, voluntad de persuadir conformando una convicción común cuyo credo es, precisamente, la preocupación de persuadir por persuadir y de agradar por agradar. Esta desubstancialización de lo comunitario que hace de aquello su propio fin, sin objeto exterior más que su misma perpetuación, encuentra su compensación en la coexistencia igualadora de signos en los que cada uno puede reconocerse en el otro. Ello no impide que la retórica, por ciega que parezca, libere igualmente al hombre de la violencia. Argumentar es haber elegido el discurso en lugar de la fuerza, incluso si es para seducir o maniobrar para hacer actuar. Los regímenes totalitarios practican un tipo de retórica propia, pero al fin, es para excusarse de permitir un libre curso a la real discusión.

M. Meyer, Cuestiones de retórica. Lenguaje, razón y ... · La imagen debe agradar o conmover, seducir o convencer. Hay que vender y hacerse elegir, encantar o simplemente agradar

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M. Meyer, Cuestiones de retórica. Lenguaje, razón y seducción, Le Livre de poche, París, 1993. (Traducción Roberto Marafioti) INTRODUCCION La modernidad como realidad retórica. La retórica siempre renace cuando las ideologías se hunden. Lo que era objeto de certidumbre se vuelve problemático y es sometido a debate. En este punto, nuestra época puede compararse con el advenimiento de la democracia ateniense y con el Renacimiento italiano, dos grandes períodos para la retórica. En el primer caso, se asiste a la caída de las explicaciones míticas y del orden social aristocrático. En el segundo, a la desaparición del viejo modelo escolástico y teológico que deja lugar poco a poco a la ciencia moderna, como así también a la renovación comercial de las ciudades italianas que anuncia la era burguesa. En esos momentos intermedios y privilegiados -en que los esquemas antiguos tambalean, y los nuevos apenas se sostienen- la discusión libre y la libertad retoman sus espacios. Para mejor o para peor, nuestra época vive su era retórica. Basta, para asegurarse de ello, prender la televisión, leer el diario, escuchar a los políticos o incluso detenerse en los avisos publicitarios. La imagen debe agradar o conmover, seducir o convencer. Hay que vender y hacerse elegir, encantar o simplemente agradar a aquellos cuya atención nos importa. Todo se convirtió en "comunicación". De la amistad al amor, de la política a la economía, las relaciones se hacen y se deshacen por la falta o por el exceso de retórica. La fragilidad del hombre occidental exige consideraciones, cuidados. Para ser parte de un grupo que nos acepte, aparece la necesidad de la buena etiqueta, del vestir bien, del auto lujoso: con ellos, en tanto signos de reconocimiento, cada uno comprobará por similitud que es parte de los elegidos. El "look", la apariencia, introdujeron la retórica en la mente de nuestros contemporáneos: todo no es más que signo, mensaje, voluntad de persuadir conformando una convicción común cuyo credo es, precisamente, la preocupación de persuadir por persuadir y de agradar por agradar. Esta desubstancialización de lo comunitario que hace de aquello su propio fin, sin objeto exterior más que su misma perpetuación, encuentra su compensación en la coexistencia igualadora de signos en los que cada uno puede reconocerse en el otro. Ello no impide que la retórica, por ciega que parezca, libere igualmente al hombre de la violencia. Argumentar es haber elegido el discurso en lugar de la fuerza, incluso si es para seducir o maniobrar para hacer actuar. Los regímenes totalitarios practican un tipo de retórica propia, pero al fin, es para excusarse de permitir un libre curso a la real discusión.

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Este uso ambivalente de la retórica existe desde siempre y no podemos escapar a ella. La cuestión es simple: ¿sirve para desenmascarar los artificios del lenguaje, los pensamientos falsos, o por el contrario es el instrumento demoníaco que los instaura, para envolver mejor aquello que oculta? Vuelve a aparecer aquí la crítica más radical que haya sido formulada contra la retórica, aquélla de Platón, que ve en la retórica al enemigo de la verdad concebida como discurso unívoco, de donde se excluye toda alternativa: para él existe la verdad de la que se ocupa la ciencia, y la opinión común, cambiante y contradictoria, que alimenta a la retórica. Paradojalmente, la retórica, de la que Platón usó y abusó, es el mejor antídoto contra los abusos del lenguaje, los desbordes metafísicos y los cerramientos ideológicos. Permite denunciarlos, simplemente porque los estudia. Los mecanismos que fabrican tanto las grandes supercherías como las mejores diversiones forman parte de la retórica que los desnuda y gracias a la cual se pueden poner en evidencia sus ardides. Hoy es poco probable que una nueva metafísica pueda alejar de nuevo a la retórica haciendo revivir la necesidad matemática como modelo de discurso y de pensamiento. Una de las características del pensamiento contemporáneo es el reconocimiento de la dimensión problemática de la existencia y de los valores. Incluso la ciencia dejó de ser analizada como una sucesión de resultados que se acumulan de manera progresiva. Así, para Popper, se asemeja más a una marcha conjetural, cuya falibilidad intrínseca torna problemático el resultado en apariencia más cierto. En resumen, todo el campo de la reflexión se muestra atravesado por esta problemática. La caída de cierto tipo de racionalidad en el siglo pasado afectó al conjunto de la tradición occidental, más allá de las críticas referidas a Descartes y al primado de la conciencia. Porque las ideas de necesidad, de verdad unívoca, de demostración, de claridad o de formalización nacen con la filosofía griega. En la época moderna, se desplazan sólo al sujeto y a la conciencia de sí mismo. El desplazamiento es en verdad importante, pero no crea la verdadera ruptura en relación al modelo milenario de una razón que afirma su necesidad precisamente en el culto de la necesidad que la alimenta. Con Marx, Nietzsche y Freud, es mucho más el papel de fundamento y de garante de esta razón por el sujeto que se encuentra conmocionado: es la idea misma de esa racionalidad, con la certeza incuestionable, interior, absoluta y antihistórica que se rechaza. Los tres se ocuparon de la retórica. Nietzsche le dedicó sus primeros cursos, Marx la analizó por medio de la ideología y Freud la vuelve a encontrar en el inconsciente, con las metáforas y las metonimias, las condensaciones y los desplazamientos como operaciones maestras. Así, con la "crisis de la razón" que nace en el siglo pasado, trastabilla la tradición entera que viene desde los griegos. El universalismo cede lugar a una auténtica metafísica modesta al estilo de Habermas, en la que todo se alcanza por condiciones ideales y teóricas de comunicación; la diferencia entre los hombres tomando el caso de la identidad y lo universal, la compasión acerca de la moral (se piensa en la ayuda a los desheredados o en los hambrientos del tercer mundo), la forma sobre el contenido. En

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efecto, la razón perdió la sustancia de antaño, sobrevive sólo a través de aquello que la retórica presenta como la expresión más pura, residual, de los contenidos pasados o sobrepasados con los cuales no acabó de terminar, incluso si no se puede más dar cuenta en absoluto. No quedan finalmente más que individuos que buscan desesperadamente presentarse frente a los otros del mejor modo posible. No queda más que la falta de poder trascenderse en un absoluto, por temor de tener que creer seriamente en él. Incluso el Yo se transformó en una realidad retórica, y es reflejo de nuestra época. Las ciencias humanas, y no sólo la filosofía, se descubrieron condicionadas por la condición retórica. Se recurrió a la hermenéutica, o a la interpretación del pasado y de los mensajes plurales que nos trasmite. Se llamó también a esto análisis poético o estético, para dar cuenta de la especificidad del campo literario y de sus figuras. Se llamó a esto incluso análisis del discurso, cuando se percibió que el sentido de nuestras intenciones era en principio siempre múltiple, y que nuestra lógica tenía no un rigor natural sino construido. Y, en derecho, se identificó la retórica con el acto mismo de juzgar una causa, y no sólo con el hecho de las defensas contradictorias. En psicología, como en ciencia política, se la ve en los fenómenos de influencia, en la búsqueda de consenso o simplemente en la manipulación de las pasiones que marcan -entre otras- a la propaganda. Finalmente, la semiología, con su ambición de cubrir el conjunto de las ciencias humanas, se dirigió a los efectos de sentido como efectos de signo, el signo que moviliza, provoca, sugiere, hace imaginar y, cada vez, convence o no de alguna cosa, de una acción para que sea realizada o no, de un juicio para que se acepte o se rechace. Pero, ¿quién tiene razón, quién tiene la "buena" concepción de la retórica? ¿El derecho, la semiología, la ciencia cognitiva y la psicología, la teoría literaria o incluso, la lógica argumentativa? Es poco decir que en esta materia reina la bruma. Pero, por el papel crucial y generalizado que la retórica tiene en las democracias contemporáneas, es imperioso volver a las fuentes, a sus fundamentos, a su unidad. Se quiera o no se quiera, la retórica volvió a aparecer entre nosotros invadiendo lo real cotidiano en sus múltiples formas, e incluso en sus forzamientos, modificando las maneras de pensar y de descifrar la realidad. Más que nunca, para defenderse, o simplemente para comprender lo que teje nuestra modernidad, la pregunta acerca de la unidad y del funcionamiento del discurso -tanto en las múltiples relaciones que sostienen los hombres entre sí como en relación a sus valores- debe ser formulada, expresa y sistemáticamente.

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Capítulo 1 ¿Qué es la retórica?

La retórica es el arte de hablar de lo que plantea problemas en los asuntos civiles, de modo de persuadir

Quintiliano, Instituciones oratorias. 1. Del arte de hablar a la expresión de la subjetividad. Se conoce la definición de retórica: el arte de hablar bien, de probar la elocuencia delante del público para ganarlo. Esto va de la persuasión a la voluntad de agradar: todo depende de la causa, de lo que se juega, del problema que lleva a alguien a dirigirse a otro. El carácter argumentativo está desde el inicio: se justifica una tesis por los argumentos pero el adversario hace otro tanto. La retórica, en este caso, no se diferencia en nada de la argumentación. Se trata de un procedimiento racional de decisión en situación de incertidumbre, de verosimilitud, de probabilidad. La retórica, para los antiguos, recubre tanto el arte de hablar bien -o elocuencia- como el estudio del discurso y las técnicas de persuasión y de manipulación. El hablar-bien trata acerca de las formas de explicarse pero no puede dejar de lado la justicia de las tesis defendidas. El estilo y la justicia, en suma. Escuchemos a Quintiliano sobre este punto: "Lo que mejor caracteriza (a la retórica) es haberla definido como la ciencia de hablar bien, porque esto abarca a la vez a todas las perfecciones del discurso e incluso de la moralidad del orador, ya que no se puede hablar bien si no se es un hombre de bien". Para otros, como Platón, la retórica es sofística, no tiene nada de positivo. El sofista era una especie de abogado que podía jugar sobre los diversos sentidos de las palabras y los conceptos si ello servía a su tesis, independientemente de que fuera justa o no. Lejos de descansar en el carácter moral del orador, la sofística podía venderse a todas las causas y fue presentada ante todo como el discurso de los incompetentes, de aquéllos que hacen "mucho ruido y pocas nueces". Estar dispuesto a defender cualquier cosa es no saber nada. En reacción contra esta retórica, Platón va a desarrollar la filosofía como discurso apodíctico, con el concepto de verdad en el centro, cuya norma se señalará, antes de cualquier otra característica, por la exclusión de toda contradictoriedad posible. La metafísica será la respuesta a la retórica, una respuesta que ignora toda interrogación como tal, no subordinada a la verdad proposicional, necesaria y por tanto sin

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debate. ¿En qué se convierte la retórica a partir de todo esto sino en una manipulación de la proposición, una ilusión de verdad, una ignorancia desafortunada? El discurso verdadero, el logos, no conoce la opinión, la contingencia, la posibilidad de verdad contraria que sería, por definición, un error. La verdad es sin división o no es. La ambigüedad, lo plural del sentido, la apertura a la multiplicidad de opiniones no son entonces más que las palabras maestras del incompetente que se esfuerza por hablar de todo para dar la impresión de que sabe de lo que habla. La dialéctica según Platón es un juego de preguntas y respuestas, pero es ante todo la expresión de esta verdad única y unívoca que debe surgir de la discusión porque es siempre presupuesta por ella. Este surgimiento del saber descansa, más allá de la discusión, sobre una realidad estable, hecha de verdades preestablecidas, las Ideas a las que la dialéctica está subordinada y de las cuales no es más que su revelación. Así definida, la verdadera retórica es la filosofía. Los problemas auténticos no son objeto de debate en el sentido en que lo entiende la retórica, sino que son parte de la ciencia porque no se prestan a una sola respuesta: las respuestas múltiples no desaparecen de la ciencia; ellas dejan el problema intacto, librando, a él y el hombre que lo sostiene, a la deriva de las opiniones contradictorias. Luego de este movimiento de expulsión de la retórica fuera del campo del logos, centrado en la apodicticidad, se asistirá a su lenta descomposición. Incluso Aristóteles, a pesar de su obra inmensa de codificador de la retórica, no podrá impedir esta evolución. Se encuentran por otra parte en su Retórica todas las dificultades ligadas a la coexistencia, en el seno de un mismo campo, de lo literario y del razonamiento, las pasiones y la discusión política o judicial. La moral interviene en el nivel de la credibilidad, la honorabilidad del orador. La política opera en el nivel de los fines que se debaten: es ella la que los fija. La lógica y la dialéctica se presentan por el uso de argumentos. Finalmente la poética no parece casi separarse de la retórica ya que es un asunto de estilo y de agenciamiento discursivo. ¿Qué queda como propio de la retórica, que ella estaría consagrada a preservar? Esta disciplina de contornos híbridos -que Aristóteles se esforzó por salvar de la nada en la que quería hundirla Platón- queda tal vez con una especificidad que supo explotar la modernidad: el papel de la subjetividad. Por cierto, no se llama como entre los griegos, pero se puede a pesar de todo indicar su marca y su presencia a través de la contingencia de las opiniones, de la libre expresión de las creencias, de las oposiciones entre los hombres, quienes buscan afirmar sus diferencias o por el contrario sobrellevarlas para extraer un consenso. ¿Pero, es esto suficiente para caracterizar en verdad el dominio del que se ocupa la retórica? ¿No va a acabar en otras ciencias como la psicología o la sociología? 2. Diversas definiciones de retórica.

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A lo largo de la historia, la retórica tuvo un número considerable de definiciones más o menos concurrentes, que se excluían unas veces pero que otras también se recubrían parcialmente. Todavía hoy se puede señalar la ausencia de unidad en este dominio, como si se perpetuara la vaguedad y el oprobio original que le asignan. Recorramos brevemente las acepciones que se dan. Fue, en principio, una técnica de persuasión 1, y es así como Perelman la define después de veinte siglos: "El objeto de esta teoría es el estudio de las técnicas discursivas que permiten provocar o acrecentar la adhesión de los sujetos a las tesis que se les presenta para su asentimiento".2 Claramente la retórica se ve reducida a la argumentación, a un razonamiento cuyo fin es persuadir. La referencia al arte de la oratoria, a la elocuencia pública, parece ausente, y con ella, la idea de estilo y ornamento literario. La retórica se anuncia como "racional", si se puede decir. Sin embargo, el concepto de persuasión remite a la adhesión, y de manera general, a la respuesta del auditorio. Esta puede nacer de los efectos de estilo, que producen sentimientos de placer y de adhesión. Se verá allí un "discurso bello", o se lo encontrará simplemente placentero o agradable para escuchar, lo que alude más a las emociones que despierta o sobre las cuales juega la Razón como tal. La subjetividad, hace un instante negada, parece resurgir. Con ella, se desembocará en temas alrededor de la manipulación, la ideología, la propaganda y la publicidad. La evolución histórica no fue muy complaciente hacia el lado argumentativo de la retórica. Hay que decir que las monarquías feudales y los imperios, cristianos o no, no eran lugares propicios para la libre discusión. La retórica tendrá cada vez menos que ver con la argumentación propiamente dicha y se reducirá cada vez más al lenguaje del cortesano, a las fórmulas bellas o a la ornamentación estilística y literaria. Al final aparece deshilvanada entre una teoría de las figuras de estilo y una teoría de los conflictos -o argumentación en sentido estricto- cara al derecho y a la competencia oratoria. Pero la descomposición de la retórica no se detendrá allí. En el corazón del razonamiento, donde la retórica se defiende contra la lógica, y en el centro de las figuras de estilo, donde se debate contra la poética, se ubica una realidad común: el lenguaje.

1 Aristóteles, Retórica, 1355 b 25.

2 C. Perelman y L. Olbrechts, Tratado de la argumentación. La nueva retórica, Gredos,

Madrid, 1989, pág. 45.

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También, con el desarrollo prodigioso que nuestro siglo tuvo en este dominio -la lingüística en el inicio y la psicología cognitiva en el final-, se asiste al nuevo despliegue de la retórica en términos de discurso y efectos de sentido. Lo literal y lo figurado, el decir y el querer-decir, lo implícito connotado por el enunciado o a inferir por la enunciación, van a delimitar "la nueva retórica". Se vinculará a la pragmática, es decir al vínculo entre el enunciado y el enunciador, recubriendo de este modo la vieja noción griega de "ethos". Hoy se hablará más de intención y de actos de habla en los que lo dicho se desprende del decir: así, el contenido de una promesa se llevará al hecho de prometer, en consecuencia al hecho de decir que se promete; una orden, al hecho de ordenar y así sucesivamente: cuando se dice, se hace (Austin). Esta visión de lo implícito tomó una nueva dimensión gracias a la teoría de Searle sobre los actos de habla y a la teoría de Ducrot acerca de los marcadores argumentativos 3, los que sugieren una conclusión implícita al mismo tiempo que tienen una inscripción en la lengua. Finalmente, quedaría el impacto en el auditorio, que parecería demasiado difícil de precisar como para definir la retórica. Pero aún allí se vio a otras disciplinas adueñarse de la cuestión, tales como la psicología y la sociología. ¿Qué queda entonces de la retórica sino un conjunto disparatado de definiciones? No es inútil resumirlas para tratar de ver si, a pesar de todo, no subsiste una racionalidad y una especificidad detrás de la diversidad. La retórica es entonces tradicionalmente "el arte de hablar bien" pero lo que recubre el adverbio "bien" es demasiado rico para aclarar el sentido. Remite a una multitud de fines: 1. Persuadir y convencer, crear asentimiento. 2. Agradar, seducir o manipular, justificar (a veces a cualquier precio) las ideas para hacerlas pasar como si fueran verdaderas, porque lo son, o porque se cree en ello. 3. Hacer pasar lo verosímil, lo probable y la opinión, con buenas razones y argumentos, sugiriendo inferencias o extrayéndolas por otro lado. 4. Sugerir lo implícito a través de lo explícito. 5. Instituir un sentido figurado, inferir de lo literal, descifrar a partir de él, emplear para ello figuras de estilo.

3 Sobre este punto se puede consultar del mismo autor Lógica, lenguaje y argumentación,

Hachette Universidad, Bs. As. 1989.

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6. Hacer uso del lenguaje figurado y estilizado, literario. 7. Descubrir las intenciones de aquél que habla o escribe, poder atribuir razones a su decir, entre otros modos, a través de su dicho. Cada uno encontrará aquí su definición incluso si las características se superponen. Así se comprende bien cómo se puede pasar de la retórica como razonamiento no formal a la retórica como inferencia de un sentido figurado, y de éste, al reconocimiento de las intenciones del locutor como criterio de sentido, más allá de lo literal, y para captar ese literal. Otro ejemplo: de la inferencia del sentido a aquél de un implícito figurado en el mismo lenguaje, no hay más que un paso; se vuelve a tropezar con la concepción de Ducrot que hace de la argumentación una marca interna a la lengua, una marca explícita en favor de una conclusión que no aserta pero que transmite. Se pueden ver similitudes y puntos de contacto entre la retórica-seducción y la retórica-adhesión, la argumentación que convence y la ideología que hace comprar, o la propaganda que hace creer y a veces actuar. De allí a convertir en el criterio de la retórica la acción sobre las pasiones y las emociones a través del lenguaje más que a través de la verdad, hay un salto, y se sabe que fue el que dio Platón. Así, se ve la proximidad entre la retórica concebida como el arte de hablar bien (el arte de la oratoria) y la retórica literaria, en que la forma juega un papel determinante. El placer del lenguaje, el encuentro estético, caen de esta manera en el interior de la retórica, que parece avalar desde el inicio lo que revela la producción y la recepción de formas de discurso ornamentales y estilizados. Todos estos recubrimientos y separaciones forman parte del campo retórico desde siempre y fue así dividido desde el inicio para hacer lugar, a veces de un modo escolar, artificial o escolástico, a todas estas orientaciones. Recordemos las grandes divisiones tradicionales: "Las partes [de la retórica] son la invención, la disposición, la elocución, la memoria y la acción. La invención comprende la búsqueda de razones verdaderas o parecidas a las verdaderas que pueden apoyar una causa; la disposición consiste en poner en orden estas razones; la elocución tiene por finalidad apropiarse de las palabras y los pensamientos a través de los medios brindados por la invención. La memoria tiene por objeto grabar fielmente en el espíritu los pensamientos. La acción regula el gesto y la voz y las pone en armonía con el sujeto y el lenguaje" 4.

4 Cicerón, De l'invention, I, vii, Geslou, Garnier, 1835, p. 216.

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Históricamente cada una de estas separaciones tendieron a independizarse. Sin embargo detrás de la invención, la disposición y la narración, que constituyen las grandes articulaciones específicas del espacio retórico, se esconde una cierta racionalidad que la tradición ha ocultado. 1. La invención es una búsqueda. Se plantea pues una pregunta, un problema -una causa si se trata de un proceso (Cicerón), porque lo que es una causa se identifica por aquello que se pregunta-, y se esfuerza por encontrar elementos favorables para ganar la adhesión. Esta puede ir de la persuasión a la seducción, y de la argumentación al juego de las pasiones, ya que trata de suscitar una respuesta favorable al problema planteado. ¿Qué hay que hacer después que se encontró la respuesta? Hay que exponerlo. 2. La disposición llena esta función. Pone en orden las ideas y las estructura según un espacio plausible y racional. Se apoya para ello en hechos y en aquéllos que parecen verdaderos, en evidencias igual que en pasiones y opiniones. Para captar al público hay que llamar su atención sobre el asunto por: a) el exordio; luego conviene proceder a b) la narración de hechos que expone la solución, argumentando con los pro y los contra, antes de volver a tomar por allí * c) la peroración que sintetiza mostrando la adecuación de la solución al problema planteado. Aquí también, argumentación y pasión van a coexistir, pero en otra perspectiva que en la invención. En la disposición, no se trata más de exponer un problema sino de lo que allí se responde, como si este problema en el fondo, no hubiera debido nunca ser planteado tal como no se había planteado más. No queda más que pasar a la acción, transformar las ideas en palabras. 3. De donde la elocución, que se transformará en el lugar más específico de la retórica literaria, en tanto estilo propio del momento enunciativo. 4. La acción, ayudada por la memoria, prepara la voz con los gestos y la mímica. Es el cuadro o el contexto de la argumentación pero también el de los efectos mediáticos, de amplificación o atenuación, de imagen y de sonido. En el fondo, si se mira bien, la invención (inventio en latín, heurisis en griego; de allí la palabra heurística) consiste en tratar el asunto; la disposición expone la respuesta, y la elocución la hace pasar. La acción, la memoria y la acción [acción acción]no son más que elementos confluyentes. Señalemos que la retórica judicial, la defensa si se prefiere, o la argumentación jurídica en general dio su tono sobre todo en la época romana. Las grandes articulaciones se transformaron sólo en el exordio, la narración, la argumentación y la peroración 5.

5 M. Patillon, Eléments de rhétorique classique, Nathan, 1990, p. 12 y sig.

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El exordio sostiene la cuestión de la que se trata, la retoma y debe comunicar el interés de este asunto al auditorio. La narración la presenta de manera favorable a través de una exposición, ganando al auditorio para la causa que se defiende y entonces para que se elija la solución que se presenta. La argumentación trata de esta elección evaluando los pro y los contra, para hacer aparecer la respuesta propuesta como una buena solución. La peroración concluye mostrando la adecuación de la solución al problema sometido a examen. 3. La unidad definicional de la retórica. La retórica trata de las causas que se defienden o de las tesis que se sostienen, pero todos son asuntos. * ¿Qué elementos se encuentran aquí? Hay alguien que se expresa y que se dirige a otro. Para convencerlo, para agradar, para poner distancia. Si uno se ubica desde la perspectiva del orador, es la voluntad de agradar, de persuadir, de seducir, de convencer lo que se impone como determinante, y poco importan los discursos bellos o los argumentos racionales. Si se encara el punto de vista del auditorio, lo que cuenta es más el desciframiento de las intenciones, y, partiendo del carácter del orador, la inferencia que se puede realizar a partir de lo que se enuncia literalmente. Queda un tercer punto de vista: el del medio mismo, el lenguaje o la imagen, el mensaje. Allí, lo que cuenta, son las marcas implícitas sugeridas, el sentido lingüístico y las condiciones pragmáticas de su ocurrencia, los tipos de discurso empleados, la narración o la argumentación. Así, detrás de las siete definiciones de retórica se esconde al fin de cuentas una estructura bien precisa, la relación entre el yo y el otro (ethos y pathos, según Aristóteles) a través de un lenguaje (logos) o simplemente un instrumento de comunicación. La retórica es el encuentro de los hombres y del lenguaje en la exposición de sus diferencias y de sus identidades. Se afirman para reencontrarse, para encontrar un momento de comunión o, por el contrario, para advertir la imposibilidad, y comprobar el muro que los divide. De allí nuestra definición: la retórica es la negociación de la distancia entre los sujetos. Esta negociación tiene lugar a través del lenguaje (o para ser más general, a través de un lenguaje), racional o emotivo, poco importa. La distancia puede ser reducida, acrecentada o mantenida, según el caso. Un fiscal que trata de provocar la indignación querrá impedir toda aproximación, toda identificación entre el acusado y los jueces. Por el contrario, un abogado que defiende para buscar atenuantes va a buscar puntos de contacto, parecidos, entre los jueces y el inculpado. La distancia es el tema de la retórica, incluso si el objeto del debate está particularizado en un tema: "La retórica es la facultad de considerar, para cada asunto, lo que es propio para persuadir"6. En resumen,

6 Aristóteles, Retórica, 1355b 25, C.-E. Ruelle, Livre de Poche, Paris, 1991, p. 82.

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"discutimos sobre cuestiones que admiten soluciones diversas, porque nadie delibera sobre hechos que pueden no haber sido, ser o deber ser de otro modo que como ellos son presentados"7. De allí la definición general que proponemos de retórica: es la negociación de la distancia entre los hombres a propósito de una cuestión, de un problema. Esto puede reunirlos u oponerlos, pero remite siempre a una alternativa. A pesar de la cita de Aristóteles, en la que se ha indicado la importancia de la problemática, no se podría aceptar la limitación de la retórica al arte de persuadir, sin perder otras dimesiones. Ya que transmitir lo implícito, por ejemplo, no es necesariamente sugerir una conclusión en vistas a convencer a alguien acerca de cualquier cosa, sino que eso puede querer significar alguna cosa a alguien, informarlo de los que se piensa acerca de un asunto, planteado explícitamente o no. Ello no impide que haya una constante en la relación retórica que Aristóteles percibió claramente. Es precisamente la relación entre los sujetos, lo que supone un locutor y un interlocutor (o un auditorio). Se encontrará más tarde esta relación bajo diferentes formas. Por ejemplo:

YO ASUNTO (los temas que se debaten)

OTRO

JAKOBSON EMISOR MENSAJE RECEPTOR

BÜHLER EXPRESION DENOTACION PERSUASION O EMOCION

7 Ob. Cit., 1357a, p. 87.

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AUSTIN ILOCUTIVO LOCUTIVO PERLOCUTIVO

ARISTOTELES ETHOS LOGOS PATHOS

Para volver a las fuentes, consideremos esta relación tal como la desarrolla Aristóteles. El orador está simbolizado por el "ethos": su credibilidad descansa en su carácter, su honorabilidad, su "virtud", en resumen, en la confianza que se le brinda. El auditorio está representado por el "pathos": para convencerlo, hay que emocionarlo, seducirlo, e incluso los argumentos fundados en la razón deben apoyarse en las pasiones del auditorio para poder suscitar la adhesión. Queda en fin el tercer componente, el más objetivo, el "logos", el discurso que puede ser ornamental, literario, o incluso rígidamente literal y argumentativo. Todo dependerá del tema subyacente o expresamente planteado, y en consecuencia del tratamiento discursivo que convenga emplearse. Es aquí que comienza verdaderamente la retórica: un tema surge y no es posible que tenga una solución única 8. Se ve de qué manera el Sofista pudo deslizarse en los equívocos del lenguaje y en las incertidumbres de la razón. Se ve también por qué, más que condenar, fue preciso responder y teorizar cueste lo que cueste alrededor de este espacio de respuestas múltiples. Por "logos" se entenderá rara vez la toma en consideración de la problemática y de la problematicidad en general. Se verá más como lo que remite al orden de las cosas, lo que corresponde a los referentes del discurso, lo que constituye los hechos y las opiniones que se debaten, las tesis que son objeto de discusión, las causas que se defienden en un proceso, etc. Aristóteles está en el inicio de esta evolución porque nunca se pregunta acerca de lo que es evidente. Pero para él tampoco uno se pregunta sobre lo problemático: se discuten tesis opuestas sobre las cuales la mayoría o los más sabios que fundan autoridad están en desacuerdo y a propósito de las cuales forman un nuevo acuerdo. Estas tesis sólo son defendibles si la verdad es ya probable y más o menos segura 9. Lo que le hace decir a Aristóteles que una interrogación dialéctica, lejos de ser 8 Citemos una vez más a Aristóteles: "No se debe, en efecto, considerar toda proposición ni todo problema como dialéctico; ya que ningún hombre en posesión del buen sentido, avanzará más de lo que le permite el buen criterio, ni planteará asuntos sobre los que hay evidencias para todo el mundo o para la mayoría" (Tópicos, 104 a5). En otras palabras, un tema se debate cuando constituye una tesis que algunos, en los que se confía, defienden frente a lo que es comúnmente admitido.

9 Tópicos, 104 a3-105 a9.

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un verdadero proceso de cuestionamiento, es en realidad una puesta a prueba de una tesis "probable para todo el mundo, para la mayoría o para los más sabios"10. Interrogar es hacer admitir una proposición opuesta pero igualmente probable confrontándola, entre otros, a los argumentos del adversario. Se trata de llegar tanto como sea posible a la proposición excluyente de su contrario, esperando que la ciencia pueda decidir apodícticamente, es decir, apelando a la necesidad. No es entonces lo problemático lo que hay que conceptualizar, sino las respuestas que no aparecen y que se querría que aparecieran. La retórica sería un paliativo a la lógica, lo que se emplea para responder apelando a la probabilidad, a falta de algo mejor: la verdad exclusiva, proposicional. Una solución de compromiso. Pero si se juzgan los problemas de la retórica a la medida de lo que impide tratarlos como problemas, como alternativas, con A y no-A como co-presentes, ¿no se corre el riesgo de condenarla una vez más midiéndola por lo que no es, y en relación a lo que es claramente inferior en sus resultados? ¿La retórica no es entonces el discurso de los ignorantes o, incluso peor, de los manipuladores? Para que haya A y no-A, entonces la verdad de una de estas proposiciones excluye apodícticamente a la otra, hay que ignorar cuál es la correcta, cuáles de las dos son probablemente verdaderas o verosímiles, porque en sí mismas, proposicionalmente hablando, no pueden ser simultáneamente verdaderas. En síntesis, es como si después de haber querido rehabilitar a la retórica, Aristóteles le planteara una exigencia que no podría satisfacer, el orden proposicional, con su ideal de erradicación de la problemática y de toda alternativa, al fin de cuyo proceso la necesidad afirmativa se impone. En el fondo, la ambigüedad, de cuya confusión ya se había apuntado a propósito de la retórica, tiende a la inconmensurable problematicidad que debe traducir el "logos", mientras que este último está constituido en vistas a su erradicación. El "logos" plantea la respuesta de antemano, una respuesta que se asimila a la supresión de la problemática, por la necesidad de una solución en sí misma necesaria. ¿No sería necesario reinsertar a la Retórica en el seno de una teoría de la problematicidad y del cuestionamiento que los conciba como tales? En efecto, la retórica por su pluralidad de sentido, la argumentación por su contradictoriedad, escapan a esta norma proposicional, lo que las coloca por fuera de la razón, de la racionalidad tal como se las concibe tradicionalmente ("la persuasión como la emoción obedecen a motivos irracionales", se escucha repetir). La retórica se transforma en una suerte de valetodo, pero para un modelo de razón en resumidas cuentas estrecho. Hay en verdad debates, incluso si su posibilidad subsiste como un misterio. Por eso, la proposición no tiene unidad y menos la medida del pensamiento. Hay que señalar que lo que sobreentiende la razón y el discurso, para prestarse tanto a la contradictoriedad como a la unicidad, es el problema o el asunto. Se opondrá a un problema que, así, constituirá

10 Ibid.

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un diferendo, o incluso, se acordará sobre un tema. En resumen, la retórica no trata de una tesis, de una respuesta preestablecida que no responde a nada, sino de la problematicidad que afecta a la condición humana, en sus pasiones, en su razón y en su discurso. 4. Los grandes problemas de la retórica. Lo que enfrenta y aproxima a los hombres, aun cuando lo haga no más que por un momento, participa de esta distancia que es el objeto último de la retórica. Aristóteles es, sin embargo, más preciso. Habla de lo útil, lo justo, y de la belleza o lo honorable. A cada una de estas problemáticas asocia un género oratorio determinado. Para el justo, se dispone de la "lógica" jurídica; para lo útil, el género es el político o el deliberativo; y para lo bello, lo elogioso o lo honorable, está el género epidíctico. Aquí importa la adhesión, el acuerdo o la admiración por el virtuoso. En el género judicial, se trata de ver lo que ha sido justo, o si aquello lo fue. En el género deliberativo, la preocupación es saber si conviene o no tomar tal o cual decisión. ¿Por qué adoptar tal clasificación? Aristóteles parte del principio de que es en las fallas de la ontología que se juega la emergencia de los géneros. Es acerca de lo que es que se debe regular el logos. La retórica se ocupa de lo que es pero que hubiera podido ser de otra manera. El papel del tiempo aquí es capital, porque crea alternativas: Sócrates es peludo, y es calvo; si este discurso puede ser coherente, entonces excluye toda contradicción, esto alude al carácter sucesivo de la realización de los opuestos. Hay entonces lo que hubiera podido ser de otra manera: es el pasado lo que define al acto judicial. Hay lo que podría ser de otro modo ahora. Se vuelve al género epidíctico. Se aprueba o desaprueba, se "quiere" o "no se quiere". En fin, hay lo que podría ser de otra manera en el futuro: es la acción política, la decisión a tomar, aquella que es la más útil para las personas o la Ciudad. Y está el género deliberativo. Queda, al lado de lo que es, pero que habría podido, puede o no podría no ser, todo lo que no es pero podría ser. En resumen, la retórica frente a la poética. Todas estas clasificaciones, que nos parecen hoy arbitrarias, descansan en último análisis en la obsesión ontológica: decir, es decir lo que es. La lógica y la ciencia confluyen. Si lo que es hubiera podido de modo verosímil ser de otra manera, se tiene la retórica. Si lo que no es hubiera podido ser a pesar de todo, se tiene la ficción, objeto de la poética. Y si lo que es es verdaderamente de otro modo, se tiene la física, la ciencia del movimiento y del devenir. Por el contrario, si se deja de pensar el discurso y la razón a partir de la pregunta por el ser, no es sólo la oposición de la retórica y la poética la que va a dejar de tener sentido, sino también la clasificación de los géneros que todos apelan a la posibilidad de "no ser" según las tres modalidades posibles que define la temporalidad. En sí mismas,

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las líneas de demarcación están lejos de funcionar por sí mismas y en numerosos casos, estos tres géneros se confluyen. ¿Hay otra lógica que la de la exigencia ontológica para dar cuenta de estos grandes problemas? Claramente, lo útil, lo justo y lo verosímil (o las buenas maneras dignas de alabanza) son expresiones de la contingencia, por oposición a la necesidad de la verdad y del bien. Lo útil y lo justo remiten a un bien que podría no ser -o que hubiera podido no ser-, es si se lo desea, es lo preferible, del mismo modo que lo verosímil es el debilitamiento de una verdad que es puramente contingente. No impide que se pueda volver a encontrar sin mucha dificultad lo justo y lo útil, lo verosímil y lo honorable en otros géneros oratorios fuera de aquéllos que se indican específicamente. ¿Quién negaría lo justo en la decisión política o la aprobación de los contemporáneos? ¿Quién olvidaría de hablar de lo verdadero en un proceso o en un discurso político? Escuchemos a Quintiliano: "No creo como aquéllos que con una división demasiado cómoda, pero más específica que verdadera, han circunscripto el género demostrativo (= epidíctico) en cuestiones que interesan a la moral, lo deliberativo en aquéllo que mira la utilidad y lo judicial en quienes tienen relación con la justicia. Estos tres géneros, por el contrario, se prestan un apoyo mutuo. En efecto, ¿en un elogio, no se trata de lo que es justo y útil? ¿En una deliberación, no se incluyen puntos referidos a la moral? Y en las defensas, ¿no hay algo de todo esto?" 11 Se tiene así el sentimiento de que todas las nociones se deslizan y se mezclan una vez que la retórica se apodera de ellas, como si su objeto perdiera en el análisis toda su especificidad. ¿Cómo conmoverse una vez que la retórica ha estallado? Si se pone el acento en el pathos, se tiene la retórica-manipulación. Si se ubica en el logos, se tiene una visión lógica y argumentativa, incluso lingüística, de la retórica, independiente de los efectos de adhesión del auditorio y de los valores transmitidos por el orador. En fin, si la retórica se encuentra analizada a partir del ethos, se tiene una retórica en la que el papel de los sujetos, su "moral", se vuelve determinante: de manera general, son determinantes sus intenciones, ya sean éstas manipuladoras o no. En realidad, si todo se mezcla, ello incluye a los interlocutores, los que utilizan el lenguaje, cómo se presentan los unos a los otros según una distancia variable que intentan negociar a través de una asunto particular que, indirectamente, los pone a ellos mismos en cuestión. La justificación es auto-justificación: descansa en valores, pero también en la búsqueda de aprobación, el "reconocimiento", y para llegar allí, los hombres buscan gustar y conmover. Pathos, logos y ethos se encuentran sin que se puedan separar con precisión. Justificarse implica a los argumentos (logos), pero también la toma

11 Quintiliano, Instituciones oratorias, III, Cap. IV, p. 226.

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en consideración del otro (pathos), a quien se quiere agradar para hacerse aceptar o para manipularlo (ethos). En síntesis, no hay casi distancia entre los hombres que no haya que justificar, y es lo que hacen sin cesar, presentándose como tal o cual, explicándose a partir de sus posiciones respectivas. Si hay una racionalidad retórica, hay que verla como una lógica de la identidad y de la diferencia, identidad entre ellos o identidad de una respuesta para ellos, a pesar de la diferencia entre ellos y entre sus múltiples opiniones y saberes. Si Aristóteles quiere separar los géneros -las problemáticas, los objetos retóricos- ello incluye sin duda, más allá de la preocupación ontológica, su método. Quiere disociar la pregunta del quién, del qué y del cómo. Para el quién, se tiene el ethos y el pathos, para el cómo, se tiene el logos y los géneros retóricos; en fin, para el qué, el objeto de estos géneros y de la retórica en general, se tiene lo útil, lo justo y lo verosímil o lo honorable. Cualquiera que sea, es inevitable que lo útil, lo justo y lo agradable o lo verosímil, o incluso lo honorable de característica epidíctica, se mezclen en toda relación retórica, cualquiera sea su aspecto dominante: el yo que presenta, el interlocutor que toma la decisión, el discurso a donde confluyen el placer estético y la verosimilitud. No queda sino una racionalidad interrogativa subyacente a las grandes preguntas retóricas en función precisamente de la más o menos grande problematicidad del tema tratado. Cuánto más cierta es una temática, una causa, menos se trata de decidir: se alaba o se desaprueba, se acepta o se rechaza. La pasión con la opinión que acompaña es el único juez. Se pronuncia en función de lo que se siente. Por el contrario, cuanto más dudoso es un asunto, más hay que discutir, menos es depositario el otro de la decisión, y más se confronta con una problematicidad plural que hay que hacerse cargo sin relevo externo. Se observa que es la variación de la problematicidad la que define los géneros retóricos posibles; esta problematicidad es tributaria de los medios de resolución a disposición. En el género deliberativo, nadie a priori es depositario del juicio resolutorio, salvo que tenga la autoridad, natural o institucional. En materia judicial, el problema existe, pero menos firmemente que antes, porque hay reglas de juicio, alimentadas entre otras por el derecho. Finalmente, está el último caso, el de la alabanza, del elogio fúnebre, aquél donde se observa que una pregunta se formula sin ser verdadera o radicalmente problemática: la respuesta está allí, ofrecida, a disposición. Se puede explicar todo esto de manera diferente, y precisar que, para toda pregunta, se dispone o no de la solución, y si no se dispone, ya se la puede encontrar por medios presentes, inventados o no con ese propósito (como el derecho o los reglamentos políticos), ya hay que resolverla sin tener a mano los criterios para decidir. Si vamos más lejos, no se duda en decir que una pregunta es más incierta cuanto menos se reduce a una alternativa, más abre un espacio de alternativas múltiples. No se

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trata de aprobar o desaprobar, de juzgar un asunto que hubiera podido reducirse a una u otra alternativa, sino que conviene encontrar la respuesta más útil, la más adecuada entre todas las posibles, incluso crear una alternativa. Claramente, la distinción que propone Aristóteles entre estos tres grandes géneros retóricos descansa ante todo en criterios de resolución, en el hecho que la respuesta depende de una norma. En realidad, hay en cada uno de los géneros el mismo proceso que en una obra que es a la vez calificativa (o atributiva), explicativa y determinante del hecho. Todo se mezcla, todo se vuelve a encontrar. El derecho, por ejemplo, funciona como regla de juicio para algunos tipos de preguntas que define, allí donde, para otros problemas, se recurre a otro corpus en general menos codificados, pero que se evoca y que sirven de manera análoga. De allí los lugares comunes, la moral, el "sentido común", los valores vigentes, incluso la ciencia constituida. 5. Tabla sintética: la racionalidad interrogativa del campo retórico. La tabla que se ve a continuación permite situar los tres grandes géneros retóricos unos en relación a los otros en función de la variabilidad interrogativa que los caracteriza. LOGOS ║ problematicidad ║ ║ resolución ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ ---------║--------------------║-------------║------------------║-------------║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ problematicidad║ pregunta ║ deliberativo (el ║ útil ║ decisión ║ máxima ║ dudosa, ║ debate político) ║ ║ ║ ║ sin criterio║ ║ ║ ║ ║ de resolu- ║ ║ ║ ║ ║ ción ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ problematicidad ║ pregunta ║ judicial ║ justo ║ juicio ║ grande ║ incierta ║ (el proceso) ║ ║ ║ ║ pero con ║ ║ ║ ║ ║ criterios ║ ║ ║ ║ ║ (por ej.: ║ ║ ║ ║ ║ el derecho) ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ problematicidad ║ pregunta ║ epidíctico ║ verosímil/║ adhesión ║ débil ║ resuelta ║ elogio fúnebre ║ agradable/║ ║ ║ ║ conversación ║ honorable ║ ║ ║ ║ cotidiana ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ PATHOS ║ ETHOS ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║ ║

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De este modo una pregunta dudosa puede serlo no sólo porque no se conoce la respuesta, sino sobre todo porque no se dispone de los medios para resolverla, medios comunes compartidos por los protagonistas y destinados a crear un acuerdo sobre la buena y justa respuesta. La consecuencia de esto es que el ethos juega un papel determinante: la credibilidad de aquél que habla y propone su "autoridad", va a poner un freno en la repregunta, teóricamente sin fin, de las respuestas propuestas. La autoridad descansa por otra parte, a menudo, en la institucionalización: el rol social, el "lugar" que ocupa el orador ("¿Es un especialista o no sobre este asunto?", se preguntará el interlocutor) van a operar a pleno en el debate político, en la toma de decisión. Mientras que en una oración fúnebre, por ejemplo, poco importa quién habla del difunto: lo importante es decirlo bien. La conversación cotidiana, hecha de puntos de vista y de opiniones que se las comunica libremente, obliga a la misma regla: la autoridad, la institucionalización del orador no actúan casi en la aprobación o la alabanza buscada a través de este tipo de discurso. El pathos, aunque presente, es también relativamente limitado, está en todo caso codificado. No es que no se pueda conmover al orador cuando se trata de ganarlo para su causa, sino que habiéndosele dado el papel mínimo al auditorio en la relación epidíctica, la pasión se reduce al placer estético o a la reacción convencional. Se llora en los entierros, se goza en los casamientos. Se tiene un discurso agradable o conforme a las circunstancias, que consagra lo que el auditorio espera escuchar en tales situaciones. Esta será la manera en la que el discurso lo afecta en tanto que respuesta que engendrará el sí o el no, el "me gusta" o el "no me gusta". El juego de pasiones en la deliberación es totalmente distinto, porque la ausencia de criterios de resolución predeterminados o aceptados a priori por las partes obliga a los unos y los otros a jugar un teclado retórico, de la argumentación más racional a la emotividad más fuerte. El derecho ocupa una posición intermedia. Constituye por sí mismo una fuente de respuestas, y el debate está institucionalizado. No depende del abogado o del juez; además el procedimiento codifica el proceso de preguntas. Las preguntas son aquí más problemáticas que en la oración fúnebre o la conversación: se trata de saber si el acusado es culpable, de qué es culpable, y en virtud de qué lo es. Un triple movimiento: el "si" remite del hecho del sujeto, el "qué", a la atribución, y la última cuestión, el "en virtud de qué", a la norma que justifica la respuesta misma; aun si hay pregunta. * Del elogio a la deliberación se observa que se recurre más a la pasión, y que se produce una institucionalización mayor del orador como criterio de resolución. En el fondo, esto vuelve a presentar la pregunta bajo el ángulo de lo que la resuelve. Esto sucede cada vez más cuando la pregunta es incierta y en consecuencia polémica. La manipulación está tanto más presente cuanto esta problematicidad corre el riesgo de reaparecer a pesar de la respuesta, o, más precisamente, en la respuesta misma.

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Vamos ahora hacia lo que lleva a los especialistas en retórica a aislar los tres grandes niveles de problematicidad en el continuo de lo interrogativo, al punto de consagrarlos en géneros autónomos. 6. La pregunta en la obra. Para captar el mecanismo de la interrogatividad consideremos el ejemplo más general que se pueda. ¿Qué ocurre cuando nos preguntamos acerca del progreso en la Historia? ¿Qué se busca saber cuando nos planteamos esta pregunta, y qué debe responder aquél que se halla frente a ella? En primer lugar, se puede preguntar si hay tal progreso: es el hecho mismo el que está en cuestión. Pero si este hecho no estuviera en cuestión, ¿de qué se trataría la pregunta? Si alguien se interroga, por ejemplo, acerca de la Revolución Francesa, no duda del hecho, como lo podría hacer interrogándose acerca del progreso de la Historia. ¿Qué solicita? Ya que el hecho está fuera de cuestión, la respuesta buscada debe sin embargo ser explicada. Dar una razón es responder acerca de esto que está fuera de discusión, estando indirectamente en cuestión el hecho de la interrogación que lo lleva. Cuando uno se pregunta por la Revolución Francesa, no se pregunta si se produjo, sino lo que hizo que se produjera. En realidad, incluso cuando se interroga acerca de un hecho admitido como tal, el propósito de la razón buscada alcanza ineluctablemente a redefinirlo de algún modo. Explicar la Revolución Francesa es a pesar de todo redefinirla, ofrecer una descripción, una narración. Las preguntas están mezcladas. Queda por considerar un tercer elemento. Cuando se trata de una pregunta, cualquiera que sea, se pronuncia siempre indirectamente sobre ella al mismo tiempo, se acepta que se plantee o que se la rechace, se explica de hecho una posición acerca de su pertinencia. Supongamos, por ejemplo, que alguien pregunta si mi mujer está embarazada: puedo responder diciendo que eso no le interesa. Rechazar una pregunta es incluso responder acerca de ella, porque, haciéndolo, se elimina también la pregunta, pero por una vía distinta a la respuesta directa. Ésta legitima indirectamente la pregunta; es, en el ejemplo elegido, reconocer que el que la plantea tiene el derecho de hacerlo. Toda pregunta contiene tres: 1) ¿Es legítima y de dónde viene? Se trata de la pregunta que trata el mismo tema. 2) Lo que está en cuestión, ¿existe? ¿Se está de acuerdo sobre el hecho o sobre el objeto mismo? 3) ¿Cuál es el hecho? Ilustraremos estos tres tipos de interrogación con la ayuda de un ejemplo clásico, tomado de Shakespeare: Brutus asesinó a César, su padre adoptivo, el maestro de Roma. ¿De qué se trata este asunto? ¿Qué pregunta se plantea a partir de este hecho, qué es lo que hace que haya tragedia y conflicto?

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En resumen, se vuelve a encontrar esta triple interrogación en todo cuestionamiento retórico, pero uno entre ellos puede aparecer como predominante y, al mismo tiempo, delimitar un género o toda una problemática retórica. En primer lugar, si se plantea una pregunta, esto proviene de una regla, de una norma o de un estado de cosas normal que se encuentra cuestionado por el acto o el propósito de alguien. Brutus mata a César: esto plantea un problema, porque, normalmente, no se debe matar, y menos matar al padre o al jefe de Estado. La Retórica para Herencio -que algunos atribuyeron a Cicerón- llama pregunta de derecho (juridicialis) la problemática que surge en respuesta a la violación de lo que es normal o normativo. Tres actitudes pueden constituir las líneas de defensa de Brutus: puede negar la norma, y afirmar que era legítimo matar a César. Se pronuncia de inmediato sobre el tema en cuestión y la rechaza como no válida. Niega la validez de la acusación. El debate es por supuesto político si elige este modo de defensa porque deberá justificar el asesinato a los ojos de sus conciudadanos. Hay que pronunciarse sobre la norma y no a partir de ella. En segundo lugar, puede simplemente negar el hecho mismo. "César no murió asesinado por mí, yo estaba fuera del lugar del hecho", podría retrucar. Se piensa en alguien que fue acusado de robo, y que se defendería mostrando que el propietario, habiendo encontrado el objeto en cuestión, lo había sólo perdido. , La Retórica de Herencio llama pregunta conjetural a este tipo de preguntas que llevan al hecho mismo, porque se trata de saber antes que nada si el hecho se produjo. Se pasó de ¿por qué? a ¿qué? o ¿qué cosa? Lleva a un tema, a un sujeto. En tercer lugar, Brutus podría admitir el hecho y la acusación que se le hace, pero negar que haya asesinado al hombre providencial, al padre de la patria que era César. Liberó a Roma del tirano, y es así que hay que considerar al acto ante todo. Lejos de ser un asesino, es un salvador. La pregunta lleva a lo que es el acto. En derecho esto se llama la calificación. Cicerón llama a estos tres tipos de interrogación la pregunta de género, la pregunta de hecho y la pregunta de nombre: el género del delito que suscita la acusación contra Brutus, el hecho mismo que se le reprocha, y la calificación de este hecho (es un crimen, y no una acción para la libertad de Roma) están implicados en el género judicial. "Hay pregunta de nombre cuando, de acuerdo con el hecho, se busca el nombre que hay que darle. Naturalmente, si en este género de causas el debate no se plantea sobre el nombre, no es que se esté de acuerdo sobre la cosa misma y que el hecho no sea constante, sino que como cada uno lo encara de un punto de vista diferente, cada uno también le da un nombre distinto. Hay que definir la cosa y hacer una descripción breve. Por ejemplo, se tomaron los vasos sagrados en una capilla particular: ¿el culpable tiene que ser juzgado como un ladrón o como un sacrílego? Es evidente que se debe en

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este caso definir el robo y el sacrilegio y mostrar, por una descripción, que la cosa de la que se trata debe ser llamada con otro nombre que aquél que le dan los adversarios. Hay pregunta de género cuando, si se está de acuerdo con el hecho, de acuerdo incluso con el nombre que hay que darle, no se lo está acerca de las relaciones, de su importancia, en una palabra, de sus cualidades; cuando se trata de saber, por ejemplo, si una cosa es justa o injusta, útil o inútil, y generalmente todas las veces que es necesario calificar un hecho, el nombre está fuera de cuestión 12". Si se mira con detenimiento, se puede observar la preponderancia de la pregunta de nombre o pregunta atributiva en ciertas circunstancias que definen el género epidíctico. El elogio fúnebre, por ejemplo, no se plantea ni sobre un hecho ni sobre la enunciación misma de la que está en cuestión, a saber que conviene alabar los méritos del muerto. Se juzgará a este elogio por todo lo que será dicho sobre el difunto, por las numerosas cualidades que se le habrá sabido reconocer. No hay verdaderamente debate. Se trata de aprobar (o no) el discurso y los atributos que serán mencionados a propósito del muerto, como la manera en que se los pronunciará. Lo que está en cuestión es lo que era la persona para todos aquéllos a quienes su deceso ha unido. La pregunta que se plantea acerca de los hechos, de los estados de las cosas, de los actos, vuelve a la investigación más complicada que en el género epidíctico. Interesa justificar la existencia de un problema, su definición, en virtud de una norma en relación a la cual se plantea y calificar aquello que se juzga en consecuencia. Hay robo, muerte o violación de las leyes de la sociedad: es preciso poder indicar, en tal o cual acto, que hubo robo, muerte o infracción a las leyes. Es preciso un derecho para realizar tal juicio, pero es necesario sobre todo poder identificar los hechos como relevantes de lo que el derecho califica como condenable y que plantea algún problema. * Finalmente, después del género judicial, está la interrogación deliberativa, que se plantea no sólo sobre lo que hay que hacer y sobre la pregunta para saber si es esta o aquella cosa, sino que hay que decidir las preguntas que conviene debatir. No hay derecho para la prescripción anticipada, en función de la cual se podría pronunciarse. Se puede ahora construir el siguiente cuadro:

PREGUNTA QUE QUE COSA POR QUE

Objetos hechos calificación razón

12 Cicerón, De l'invention, I, Cap. IX, p. 218-219

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discurso (dominante en y para la respuesta) géneros (dominante interrogativo)

sujeto judicial

predicado epidíctico

enunciación deliberativo

Sin embargo las cosas no son tan simples como parecen, pues, como ya se vio, se encuentra el problema de la calificación en materia judicial. Se podría planear un debate político que se refiera a la pura retórica, como un discurso, por ejemplo, acerca del desempleo. Todo el mundo acuerda sobre este problema, acerca del hecho y de lo que hay que pensar desde el punto de vista moral y social. Finalmente se puede igualmente imaginar una conversación en la que la argumentación fuera más radical que la del elogio fúnebre. La autoridad, el ethos del orador, sería determinante, y el pathos puesto en juego, menos esencial. En realidad, el punto crucial aquí no es tanto la distinción de los géneros como lo que la sostiene: los modos de interrogación y su unidad eventual. La génesis del logos está allí. La pregunta sobre el hecho, o a qué remite al sujeto; aquello acerca de qué cosa determina al atributo, y finalmente aquello referido al por qué justifica el lazo entre los dos primeros, ya sea en virtud de las mismas cosas, ya sea en virtud de la enunciación: aquí, lo que hace decir "p", allí, lo que hace que "x" sea "x" y lo que tiene como fuente no en cualquier discurso sino en el mismo "x". Si se retoma el ejemplo referido a la Revolución Francesa, lo que está sobre el tapete no es el hecho en sí mismo, sino lo que es, es decir lo que hace que se haya producido, habiendo sido esto o esto otro. Lo que hace que se vuelva a redescribir el hecho en función de su explicación y de los predicados que le son atribuidos en el curso de esta explicación. Se pueden restringir las preguntas y preguntarse entonces: ¿Qué es la Revolución Francesa? ¿Por qué ocurrió tal suceso? ¿Qué ocurrió precisamente? Pero se advierte que a pesar de estas divisiones en la interrogación -que resultan de la diferencia entre lo que se postula o presupone como fuera de cuestión y lo que se busca- todas las preguntas están relacionadas. Es difícil aislar la pregunta acerca del hecho de la explicación de su descripción o de su redescripción. Finalmente, el hecho mismo va a hacer emerger los atributos pertinentes planteados por la explicación. Se entiende bien que la retórica jurídica, por ejemplo, pueda reunir en sí los tres momentos, como la deliberación. Hay sólo ciertos tipos de preguntas o de respuestas que se focalizan: o sobre la conformidad a los valores y a las leyes, o incluso sobre la calificación de los sucesos, pero los tres momentos son indisociables si se concentra sobre la interrogatividad más que sobre la proposicionalidad que resulta de ella.

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Ya que la interrogatividad se descompone en tres momentos distintos, remite a tres posibilidades de negación (o de afirmación). Para el proposicionalismo, la negación no se consideró como una respuesta o una modalidad de respuesta a una pregunta que sería su sentido. Se la comprende como una proposición completa, como el revés de otra, aquélla que niega. La negación no es una operación primitiva, porque ninguna remite a su origen, la interrogación, no es posible ni concebible en esta visión proposicional del pensamiento. Ahora bien, si se dirige a distintas negaciones de una proposición general, ¿qué se puede deducir de ello? Si se le dice a alguien que no tiene cura, que "las serpientes son venenosas", se puede considerar que esta persona, por su actitud, niega esta proposición. ¿En qué consiste esta negación? Puede admitir la proposición de base que afirma que tales criaturas son peligrosas y, si a pesar de todo pasa sin temor, ello significa que no reconoce la serpiente en el x que encuentra. La negación lleva aquí en este caso a la existencia del sujeto. Pero puede también reconocer que el ser encontrado es una serpiente; lo que niega no es la existencia del sujeto sino el predicado: como acepta el hecho de que las serpientes son venenosas y que x es una serpiente, la sola negatividad que queda es la que consiste en rechazar la idea que todas las serpientes son venenosas. Después del cuestionamiento del hecho, aparece el del atributo propuesto. Si se da que no se admite la proposición inicial, surge una tercera eventualidad de la negación: la que se plantea sobre la respuesta misma. En lugar de aceptar que las serpientes son venenosas -algunas o todas-, se sostiene lo contrario, lo que vuelve a significar que ninguna lo es. Se niega la proposición global, se la rechaza como respuesta posible, y por este hecho, nada impide ponerse del lado de las serpientes. Si se recapitula, se encuentra en presencia de una negación de hecho, de la calificación atributiva, y finalmente, de toda la respuesta como tal. Y se vuelve a caer en los tres géneros retóricos, con sus dominantes interrogativas respectivas, como tantas modalidades de respuesta a una proposición, pero que son, de hecho, articulaciones interrogativas particularizadas y autonomizadas. sujeto predicado I I I I existencia calificación I I I I ---------------- respuesta--------------------- Pero, ¿puede plantearse una negación acerca del sujeto sin calificarlo al mismo tiempo? ¿Reconocer un x más que un y, negar que esto sea un x, no es ya calificar lo que

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se ve? En otros términos, ¿todas estas operaciones aisladas por la retórica clásica no están ligadas en y por la interrogatividad que las sostiene? 7. El tríptico argumentativo. No hay una concepción unificada de la argumentación que haya atravesado la historia. Por una razón: los tipos de debate, los grandes géneros que diferenciaba la retórica clásica, no eran concebidos en términos de interrogatividad. A pesar de este principio explicativo, la argumentación no podría marginar a la lógica proposicional, de la cual ella funciona como un desvío, un poco como actúan la cotidianidad y el sentido común en relación a la filosofía que busca aquietar esa señal pero dando cuenta de ello. En resumen, hay tres grandes posibilidades interrogativas que se desprenden de la estructura interrogativa general. No se autonomizan necesariamente, más bien se complementan, incluso si se las aísla en géneros retóricos a partir de Aristóteles, y si, a continuación, los teóricos lo hicieron, según la perspectiva que quisieran privilegiar, el todo de la argumentación. * Pero si se mira más de cerca, los tres momentos se interpenetran más o menos, y la singularización de uno entre ellos no es más que un momento, precisamente, en una estrategia argumentativa que es siempre más global que la radicalización parcial que parece. * Recordemos en qué consisten estas tres grandes articulaciones interrogativas: la factualización que lleva al qué, donde se pregunta si tal o cual hecho se produjo; el qué cosa que concierne a la calificación del hecho. Así, no se pregunta para saber, por ejemplo, si tal o cual individuo está muerto -lo que es admitido-, sino se pregunta si se trata de un crimen o de un accidente. Finalmente, viene un tercer nivel interrogativo, que es en realidad un meta-nivel, ya que se trata de preguntas de legitimidad: legitimidad de aquél que habla, de su derecho a preguntar, de las razones que puede invocar, de las normas argumentativas que se reconocerán como válidas, de hecho o de acuerdo común explícito. En el primer tipo de interrogación, se percibe la argumentación como la dialéctica, emplea los lugares de resolución en el debate; es la tradición que va de Aristóteles a Toulmin y a Perelman. Se busca saber si una proposición (el qué objetal: que esto, por ejemplo, se produjo) es verdadera, si un hecho o un suceso tuvo efectivamente lugar. La resolución da acuerdo y adhesión: si el proceso es implícito se tendrá la alabanza, el placer de escuchar "la verdad", es decir aquello que se creía y adhería, la confirmación de su opinión. El segundo tipo de argumentación que va a aparecer está ligado a la pregunta acerca de qué cosa: ¿Cómo calificar los hechos? ¿Cuáles son los atributos pertinentes? Se está aquí en la retórica del sentido, de las figuras, de la interpretación del sentido, y no del debate contradictorio. La argumentación reúne el campo lingüístico a través de la hermenéutica y la pragmática. La resolución no es más del orden del acuerdo sino sería

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necesario expresarse en relación a la idea de verdad o verosimilitud, se tendría la exigencia de la interpretación justa o de la credulidad voluntaria. La reacción es sobre todo de orden estético. En cuanto a la tercera concepción argumentativa, se refiere al por qué, las razones de las razones, la elección de las normas previas a todo acuerdo. Algunos han visto en ello, como Habermas, un lugar en el que la argumentación se hace trascendental. Es el meta-nivel que justifica el uso de la argumentación, frecuentemente por motivos morales, éticos. El objeto del debate no es más el sentido como en la segunda visión de la argumentación, sino la identidad y la diferencia entre los sujetos. Éstos llevan a comunicar lo que los identifica; en consecuencia, lo que los separa: el contenido es subsidiario, es el pretexto conversacional para la comunicación el que lleva lo que es en relación a otro. Para sintetizar, se puede incluir en el cuadro siguiente las tres grandes concepciones de la argumentación y lo que les corresponde.

Concepciones de la argumentación

Objeto de la argumentación

Problema debatido

Respuesta dada por el argumento

Naturaleza de la respuesta y fundamento del acuerdo

Dialéctica Pragmática y lingüística Comunicación y teoría del acuerdo entre sujetos

¿Qué? factualización ¿Por qué es qué cosa? calificación ¿Por qué? legitimidad

contradicción el sentido, la intepretación la identidad y la diferencia

aprobación la significación el reconocimiento, definición de lo que se debe admitir (o rechazar), la norma y la

verídico estético ético (y político)

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conformidad a la norma

La teoría de la interrogación nos enseña que es a veces azaroso aislar estos diferentes momentos argumentativos en el seno de una argumentación global. De este modo, la conformidad con los valores comunes, así como las pasiones, están a menudo presentes en los argumentos que tratan sobre la calificación. Es entonces muy difícil elaborar una teoría verdaderamente completa de la argumentación a partir de uno u otros de estos niveles; tanto más cuanto la concepción interrogativa permite integrarlos y articularlos. 8. Retórica blanca vs. retórica negra. La puesta en evidencia de la interrogatividad permite captar una oposición entre los dos usos de la retórica, aquél que lleva a manipular los espíritus y aquél que, a la inversa, echa luz a los procedimientos de la primera, y de manera más general, a todos los mecanismos de inferencia no lógica. Platón ubicaba a los poetas y a los sofistas en el mismo campo porque unos y otros se esforzaban en hacer pasar por verdaderos o verosímiles los discursos desnudados de verdad. Jugaban con las palabras, con el sentido, presentaban como sencillo lo que hubiera debido aparecer como problemático. De allí la idea de ficción y también la manipulación por el lenguaje, que puede hacer pasar por respuesta lo que es pregunta. La confusión entre la respuesta y la pregunta es también la fuente de es "retórica negra", como la llamaba Barthes, una retórica que se arregla para volver concluyente, verídico y justo, lo que en realidad forma una pregunta. Importa pues, para captar la esencia del pensamiento, restablecer sin cesar la diferencia entre pregunta-respuesta, lo que he llamado la diferencia problematológica 13. Gracias a la toma en consideración de esta diferencia, se pueden distinguir dos tipos de uso de la retórica, aquél que es crítico y lúcido en relación a los procedimientos discursivos, y aquél que lleva a enceguecer al interlocutor, o en todo caso a adormecerlo. La retórica blanca, si se puede recurrir a este término, no deja de lado la interrogatividad por su respuesta, sino que, por el contrario, expresa lo problemático sin ocultarlo jamás en sus argumentos y sus respuestas. Cubre a la vez el estudio de la retórica y su uso. La relación pregunta-respuesta en la negociación de la distancia entre los que preguntan es analizada en forma práctica, incluso implícitamente. Pero la retórica blanca se inclina también sobre el modo en el que esta interrogatividad se recubre en la respuesta que se ignora más o menos como tal, que es más o menos manipuladora,

13 Cfr. M. Meyer, De la problématologie, Bruxelles, Mardaga, 1986.

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ideológica, y quién rechaza la interrogación para "pasar" delante de él a quien se dirige en tanto que discurso. * Todo discurso es, de alguna manera, una respuesta. El discurso retoma y presupone siempre un cuestionamiento. Siempre hay una pregunta para alguna cosa, que está oculta en la respuesta, que no se presenta como tal. ¿Es por ello que todo discurso es manipulador por el hecho de esta ocultación misma, y que está más o menos modulado según los contextos? Es decir, ¿el locutor se esfuerza cada vez para agradar, seducir, incluso manipular? Sin duda se podría encontrar en todo uso discursivo tal voluntad. Pero esto no impide el considerar cierto aspecto formal del discurso. Considerarlo interrogativamente o, a la inversa, no preocuparse por esta interrogatividad, es todo lo que separa a la retórica blanca de la retórica negra, el uso crítico de la manipulación o del cierre. De todas maneras, el problema del locutor maneja su discurso. Es en esto que se diferencian la argumentación y el estilo, la "retórica de los conflictos", en la que se discuten tesis opuestas -como en un juicio- y la "retórica de las figuras" que forma la armazón de la literatura. Se podría oponer la argumentación, que trata de preguntas que dividen a los sujetos, y la retórica, que hace como si ellas estuvieran resueltas. Ésta sería manipuladora, aquélla racional. Es en principio bajo este ángulo que especialistas contemporáneos como Toulmin y Perelman se esforzaron por rehabilitar la argumentación en un marco renovado de racionalidad. Pero la distinción no es productiva. La argumentación no trata de responder directamente a una pregunta: si digo "es la una" en respuesta a la pregunta "¿Qué hora es?, no hay ningún argumento; sólo si el problema es otro (por ejemplo: "¿Es tiempo de ir a comer?") esta frase puede servir de argumento para la respuesta, pero lo hace indirectamente. La oposición entre retórica y argumentación sobre la base de la explicitación o no de las preguntas se desvanece como distinción general. La retórica es a menudo empleada cuando se argumenta expresamente a partir de una pregunta. Se conocen los preceptos en vigencia a partir de los griegos para ser eficaz cuando se argumenta. No estipular de entrada la pregunta para debilitar la facultad crítica del adversario, emplear argumentos aceptables por él pero relativamente alejados de la conclusión, apoyarse en analogías de las que se sabe que el adversario está convencido desde el inicio, etc. En resumen, la buena argumentación, lejos de decir lo que constituye como pregunta y de estipular luego cómo se la resuelve y por qué, recurre a lo que Schopenhauer llama estratagemas: "Si se quiere llegar a una conclusión, que no se deja prever, sino que se obtiene sin aprobar premisas y dispersándolas en el curso de la conversación, sin las cuales el adversario se arrojará en numerosas argucias; o si es dudoso que el adversario las conceda, que se planteen las premisas de estas premisas, que se edifiquen los pro-silogismos; que se arregle para hacer aprobar las premisas de varios pro-silogismos de

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este género, pero sin orden, y confusamente, que se esconda en consecuencia su juego, hasta que se haga aprobar todo lo que se desea. Entonces, que se maneje de lejos la conducta del asunto. Aristóteles indica reglas en los Tópicos, libro VIII, capítulo I. No es necesario dar ejemplos 14." El problema puede ser explícitamente planteado como puede figurarse. Ello no impide ni argumentar por ficción, ni agradar en una defensa; allí, en función de las preguntas que se debaten, aquí porque algunas preguntas desaparecerán como tales a partir del discurso jurídico. Se piensa en la defensa que trata acerca de las emociones, es decir con las respuestas previas de los jueces, que despierta o recuerda, sin resolverlas jamás por sí misma. Modo de agradar sin tener que convencerlos. De allí, la frontera entre retórica blanca y retórica negra no tiene que ver con el modo de interrogar: aquélla que preside la emisión del discurso como también la determinación de las modalidades de recepción. Existe el agradar y seducir como voluntad, y existe el agradar y el seducir como efectos. El estudio de la retórica la "blanquea" en la medida en que, por allí, se esfuerza por desmontar los mecanismos de respuesta, ya sea que estén ocultos o no. Pero, ¿qué decir del uso de la retórica? ¿La respuesta se explica siempre como tal? En principio se puede descubrir y desmontar lo que se encuentra en cuestión. Ninguna ilusión es invencible. Aún hay que sobrepasar el encanto de las respuestas ofrecidas para develar las preguntas que perpetúan o que se proponen resolver. La lucidez consiste en responder estas preguntas y en responder por o para sí mismo si es necesario, no acomodar las soluciones planteadas que el vendedor, el político o el propagandista quieren hacer pasar. En el fondo, la diferencia entre la retórica blanca y la retórica negra alude a una diferencia de actitud, incluso si la doble posibilidad está inscripta en el uso del lenguaje. Esta distinción, por clásica que sea, deja de costado la verdadera pregunta acerca de saber por qué los hombres se dejan manipular, a veces de manera totalmente consciente y deliberada. La mujer sabe que el hombre trata de seducirla y que lo que responde remite en realidad a un deseo que sería brutal e inaceptable si se expresara directamente. El espectador sabe que tal o cual producto no tiene las cualidades mostradas por la publicidad y es sólo la voluntad de venta lo que lo explica. Lo mismo para el político, aparentemente preocupado por el bienestar de sus electores. La pregunta verdadera no se sitúa tanto en el nivel del ethos, de la voluntad o no de seducir y manipular, sino en el pathos, es decir de la aceptación más o menos consciente de esta manipulación. ¿No existiría, en relación al discurso figurado, un espacio de libertad en la interpretación y la aceptación que se crea y que permite a los receptores pronunciarse acerca de lo que se propone sin tener que decir brutalmente no? ¿No hay en la seducción, cualquiera sea, una etapa suplementaria que retrasa la

14 Schopenhauer, L'art d'avoir toujours raison, Circé, 1990, p. 27-28.

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respuesta final y en consecuencia el eventual rechazo y, por tanto, el rechazo del otro como tal? ¿No hay una especie de buena educación del alma en la figuratividad, un respeto que permite evitar sin combatir, rechazar sin negar? Todo lleva a creer que la manipulación consentida descansa en el doble lenguaje por el cual no resulta engañado e incluso, por el que se tiene necesidad de diferir su propia decisión sin tener que afrontar directamente al otro. Un grado de libertad mayor si se quiere, que sólo los inocentes tomarán como una traición de la verdad una e indivisible de la que los receptores del mensaje serán víctimas a pesar de sí mismos. Pero es cierto a veces que la ingenuidad es grande y que ciertas épocas, cultivadas y escolarizadas, engendran e incluso refuerzan, la ausencia del sentido crítico y del cuestionamiento general. Reprochar al discurso el ser manipulador se transforma en realidad en el reproche al discurso por ser. Pues está en la naturaleza de la discursividad el presentarse ante todo como respuesta, incluso está en el poder de los hombres el decidir ver esta característica o no, aceptarlo o no, jugar el juego o no, buscar los problemas subyacentes o no y, en fin, pronunciarse sobre ellos libremente o confiándose en lo que otros proponen, a menudo en función de sus propios intereses. Si la retórica es culpable, lo es como lo puede ser la medicina o las ciencia en general. ¿Se condenará la medicina porque los médicos pueden utilizar sus conocimientos para hacer el mal como lo hicieron en los campos nazis o en las prisiones argentinas? Lo mismo ocurre con el lenguaje: sirve a la verdad, pero no basta para garantizarla. Puede recubrir la mentira, puede seducir y convencer, como también puede manipular y llevar al error. Precisamente, si la retórica es útil, ello tiene que ver con que permite llevar a los hombres a ejercer en plena conciencia el sentido crítico y su juicio. Pero en el fondo, ¿de dónde viene el razonamiento?