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1 PRÓLOGO (Apuntes biográficos de Manuel Monterrey) Señalábamos en los apuntes que en 2004 hicimos a la figura del poeta pacense Manuel Monterrey, en un trabajo titulado Escritores extremeños en los cementerios de España, tomo II, págs. 199-212 (Beturia Ediciones), como también lo comenta el profesor Manuel Simón Viola en su Introducción y Notas a la Antología de Manuel Monterrey que se publicó por la Diputación Provincial de Badajoz, Colección “Clásicos extremeños”, 1999, la falta un estudio serio y profundo sobre el

Manuel Monterrey. Apuntes biográficos

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Señalábamos en los apuntes que en 2004 hicimos a la figura del poeta pacense Manuel Monterrey, en un trabajo titulado Escritores extremeños en los cementerios de España, tomo II, págs. 199-212 (Beturia Ediciones), como también lo comenta el profesor Manuel Simón Viola en su Introducción y Notas a la Antología de Manuel Monterrey que se publicó por la Diputación Provincial de Badajoz, Colección “Clásicos extremeños”, 1999,

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PRÓLOGO

(Apuntes biográficos de Manuel Monterrey)

Señalábamos en los apuntes que en 2004 hicimos a la figura del

poeta pacense Manuel Monterrey, en un trabajo titulado Escritores

extremeños en los cementerios de España, tomo II, págs. 199-212 (Beturia

Ediciones), como también lo comenta el profesor Manuel Simón Viola en

su Introducción y Notas a la Antología de Manuel Monterrey que se

publicó por la Diputación Provincial de Badajoz, Colección “Clásicos

extremeños”, 1999, la falta un estudio serio y profundo sobre el

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Modernismo y sus seguidores secundarios, que, a la postre, son los que

mejor reflejan las corrientes de sensibilidad y el gusto de una época.

Y seguíamos diciendo, que la bibliografía existente sobre este

movimiento literario de principios de siglo, solamente estudia a sus

seguidores de más envergadura, dejando olvidados a lo que podríamos

llamar poetas menores, normalmente arrinconados en provincias, sujetos a

condicionantes sociales atávicos y sin ningún nexo de unión con los

círculos bohemios de Madrid, ciudad en la que creció y se desarrolló este

movimiento literario (y artístico en todas sus ramas), tan importante para el

posterior devenir de la literatura española y de la lírica principalmente.

Efectivamente, y podemos verlo en infinidad de ocasiones, cuando

se hace un estudio sobre un movimiento literario o artístico, y más

concretamente sobre lo que se ha dado en llamar generaciones literarias,

normalmente se tiende a simplificar el estudio señalando a los personajes

que han conseguido alcanzar fama o prestigio literario, olvidando

completamente a aquellos otros artistas o literatos que aún habiéndose

quedado en posiciones menos brillantes por falta de apoyos publicitarios

(muchas veces inmerecidamente), son tan importantes como los primeros a

la hora de hacer un estudio pormenorizado de una época concreta. Esto que

estamos señalando lo podemos ver perfectamente cuando se estudia a la

llamada Generación del 98, cuyo Santo y Seña, decimos nosotros,

podríamos encontrarlo en las palabras de Miguel de Unamuno, cuando

señala que España les dolía en el cogollo del corazón, y en el que siempre

ha prevalecido en su estudio, más la cronología de los escritores reseñados

como tales, que el espíritu de sus vidas y de sus obras, faltando siempre en

esa lista hombres de la talla de un Ricardo Macías Picavea, uno los

personajes más representativos del 98, pero el menos recordado, por poner

un claro ejemplo de lo que venimos señalando, cuyo libro: El problema

nacional, Madrid, 1899, sería muy interesante fuera lectura obligada por

nuestros universitarios, para entender hoy día los problemas que

convulsionaron a España en aquellos fatídicos y angustiados años de

incertidumbre política, económica y social.

No digamos ya si de lo que se trata es sobre los numerosísimos y

contradictorios estudios realizados a partir de los años setenta de pasado

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siglo sobre la mal denominada Generación del 27, donde ha prevalecido

(no siempre, ¡claro!, pero sí en innumerables ocasiones) la intencionalidad

política como resultado de los acontecimientos surgidos a partir de la

incivil confrontación del 36-39, y en la que se ha realzado hasta la

categoría de mitos exclusivos a ciertos poetas, principalmente a los

sacrificados por el bando nacional, hasta el punto de ser convertidos en

mártires de la causa democrática, mientras que a otros poetas, escritores y

artistas se les condenaba al ostracismo, al repudio y al olvido, por el único

pecado de haber sido tibios o estar claramente a favor de los que se alzaron

en armas contra la República, sin tener nunca en cuenta el valor y la

importancia de su obra artística o literaria.

Sucede lo mismo en el trabajo que ahora le entregamos: es el

Modernismo, una cierta corriente heterodoxa que se contrapone con el

movimiento postromántico vigente hasta esos momentos, cuyo inicio se ha

fijado en 1888 con la publicación del libro Azul, de Rubén Darío, que

queda consagrado desde ese momento como el gran santón de esta nueva y

provocadora corriente literaria. Esta nueva tendencia, que denominaba y

designaba una cierta tendencia de renovación social y religiosa, se aplicó

en el campo de las artes a movimientos literarios surgidos en los últimos

veinte años del siglo XIX, cuyos rasgos más comunes eran un marcado

anticonformismo y un gran esfuerzo de renovación. Naturalmente, en un

principio, el apodo de modernistas era empleado con un cierto matiz

despectivo. Fue Rubén Darío y otros importantes personajes de las letras

hispanoamericanas los que deciden coger el término con un punto de

provocación y orgullo, hasta hacerle perder su denominación peyorativa.

En Hispanoamerica, donde surge y tiene mayor fuerza en los

primeros momentos dicho movimiento literario, son muchos e importantes

los escritores que participaron de una estética semejante a la del

Modernismo: José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Enrique Gómez

Carrillo, Amado Nervo, José Asunción Silva, Salvador Rueda, Leopoldo

Lugones, Enrique Larreta, José Santos Chocano, etc., y fueron

considerados como precursores o de pleno derecho del nuevo movimiento

literario que con tanto vigor iba a introducirse en España de la mano de

Rubén Darío y en el que destacarían escritores de la talla de Francisco

Villaespesa, Manuel Machado, Alonso Quesada, Manuel Reina Montilla,

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Eduardo Marquina, Alberto Álvarez de Cienfuegos, etc., dejando sin

nombrar un numeroso grupo de poetas menos conocidos para el gran

público, no queriendo nosotros cansar innecesariamente al futuro lector.

Naturalmente, estos movimientos literarios estaban siempre

vinculados a grandes ciudades –en este caso, como en otros muchos, a

Madrid, ciudad a la que acudía todo aquel que quería triunfar en el

desconcertante y complicado mundillo de las letras–, quedando muy

alejadas el resto de poblaciones de segundo y tercer orden –refiriéndonos

siempre al número de sus habitantes–, a los que raramente llegaban, o

llegaban muy tarde, las convulsiones que de vez en vez se producían en el

anquilosado mundo de la cultura española.

Extremadura era por aquellos años de principios de siglo una región

pobre en donde los muchos recursos naturales de su feraces campos eran

mal explotados y, desde luego, injustamente mal repartidos sus beneficios,

que repercutían directamente a favor de los grandes propietarios de los

inabarcables latifundios. Sin embargo, a diferencia de otras regiones

españolas con los mismos grandes problemas de tipo social y económico, el

hecho de ser dos provincias con un gran número de tropas acuarteladas en

su interior –sobre todo en la ciudad de Badajoz–, hacía que este desfase

económico entre dos mundos sociales antagónicos y siempre enfrentados,

pareciera que suavizaba la convivencia, al haber muchos pequeños

comerciantes que vivían directamente del negocio con dicha tropa, y que

recaudaban el suficiente dinero como para hacer más llevadera la vida

económica de la pequeña ciudad fronteriza.

Por otra parte, a principios de siglo XX, Cáceres y Badajoz eran dos

provincias que vivían una de espalda a la otra, sin ningún tipo de relación

política o comercial, como bien se encargaron de potenciar con fines

determinados los políticos madrileños: en lo militar, Badajoz pertenecía a

la 3ª Región Militar con base en Sevilla; Cáceres a la 1ª con sede en

Madrid. En lo religioso, Badajoz pertenecía a la Diócesis de Sevilla;

Cáceres a la de Toledo. En lo cultural, sin ningún tipo de centros para el

estudio de grados medios o superiores, los estudiantes que tenían la fortuna

–nunca mejor dicho– de/para estudiar una carrera superior, los pacenses se

inclinaban preferentemente por Sevilla o Salamanca, mientras que los

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cacereños marchaban a la ciudad charra o Madrid. Estos desfases

interprovinciales, perfectamente estudiados y orquestados desde Madrid,

hicieron, durante muchos años, que las dos provincias hermanas ni se

conocieran, ni se trataran, ni mucho menos sintieran los problemas de la

otra como algo que les compitiera, pertenecientes ambas de la misma

región extremeña.

Fue a partir del desastre del 98, con un país arruinado en lo

económico tanto como en lo moral y con miles de hombres extremeños –

entre otros, ¡claro!– muriendo en campos de batalla completamente

desconocidos para el ciudadano humilde mientras que los hijos de los

pudientes terratenientes y comerciantes, que habían pagado en dinero

contante y sonante su excedencia de cupo, paseaban tranquilamente las

calles de los pueblos y ciudades españolas, lo que hizo levantar la voz y

enfrentarse directamente con un gobierno incapaz y corrupto que había

llevado al país a una onerosa ruina y a la muerte a sus hombres jóvenes, a

cambio de prebendas para la elitista clase militar a la que no le cabían las

medallas en el pecho por unos hechos de guerra en los que nunca

participaron y de llenar las bolsas de los miserables comerciantes que

hacían con sus negocios de armas y comestibles pingües beneficios.

Es partir de este momento cuando el mundo de la cultura española

se alza en armas (naturalmente literarias) contra los gobiernos de turno y

buscan otras soluciones para un país que ya no aguanta por más tiempo

tantos despropósitos. Y aunque la mayoría de ellos eran personajes de la

burguesía más conservadora, y reaccionaria, completamente ajenos al

drama en el que vive el pueblo llano, consiguen despertar a éste pueblo de

la apatía en el que hasta esos momentos viven sesteando y en la más

cristiana resignación, a la espera del milagro que les resuelva los problemas

de supervivencia.

Es en 1899, aún en pleno desconcierto político por la pérdida de los

últimos territorios de Ultramar, cuando aparecerá en Cáceres uno de los

proyectos culturales más importantes de Extremadura y en el que van a

participar, por primera vez y conjuntamente, tanto escritores de la Alta

como de la Baja Extremadura, en un estimable afán por darle a la tierra

extremeña unas señas de identidad cultural que hasta esos momento

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carecía. Nos estamos refiriendo, naturalmente, a la publicación de la

Revista de Extremadura, cuya singladura, afortunada y fructífera

singladura cultural, llegará hasta 1911, bajo de la dirección de Publio

Hurtado y Daniel Berjano, dejando tras de sí una maravillosa etapa de

divulgación cultural y científica y en la que participaron todos los grandes

hombres de la cultura extremeña.

Cuando cerró su cabecera por falta de recursos económicos, la

sustituyó, con el mismo empuje y ganas de servir a la región, la Revista

pacense Archivo extremeño, dirigida por don Juan Rincón, entre cuyas

páginas podemos encontrar colaboraciones de hombres tan importantes

como: Menéndez Pelayo, Reyes Huertas, el mismo Jesús Rincón, López

Prudencio, Mario Roso de Luna, Enrique Segura, Carolina Coronado, etc. y

que hoy es presa difícil de encontrar para los bibliófilos extremeños.

Archivo extremeño duró, como la cacereña Revista de Extremadura, hasta

1911.

Estos primeros proyectos de agitación y reivindicación cultural en

Extremadura dirigidos al gran público desde una revista, van a sembrar las

bases para otros proyectos de mayor dimensión, proyectos que

afortunadamente siguen vigentes y con renovados bríos en los momentos

actuales. El primero de ellos nacerá en Badajoz con la fundación en 1925

del Centro de Estudios Extremeños, con la finalidad, según rezan sus

estatutos de: promover, impulsar, proteger y realizar trabajos de

investigación de la historia y el estado coyuntural de Extremadura;

publicación de documentos referentes o que para Extremadura tengan

interés, la edición de obras inéditas o deficientemente publicadas de

autores extremeños; reconocimiento y publicidad de las bellezas artísticas

y naturales de Extremadura, de sus fuentes de riqueza, de sus problemas,

de sus posibilidades, de sus peculiaridades fonéticas, lexicográficas y

sintácticas, de sus caracteres etnográficos y antropológicos, de sus

costumbres en todos los órdenes. Poco tiempo después aparecerá su órgano

de difusión llamada por entonces Revista del Centro de Estudios

Extremeños, para, años más tarde, a partir de 1945, pasar a llamarse,

Revista de Estudios Extremeños, que ha llegado hasta nuestros días con

renovadas fuerzas, siendo considerada una de las mejores revistas

culturales y científicas españolas.

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Sería impensable intentar enunciar en tantos años como lleva de

fructífera vida a tantos y tan buenos colaboradores como ha tenido y tiene

actualmente la Revista de Estudios Extremeños, cuyo primer director fue el

insigne escritor y periodista pacense don José López Prudencio.

El segundo proyecto, nacido en tierras cacereñas en 1945, bajo la

dirección de Tomás Martín Gil, Fernando Bravo y Bravo, José Canal

Rosado y Jesús Delgado Valhondo, es la Revista literaria Alcántara, que ha

tenido varias etapas pero que sigue actualmente con mucho vigor y en la

que a lo largo de su trayectoria han colaborado personajes tan importantes

como: Antonio Rodríguez-Moñino, Miguel Muñoz de San Pedro, Fernando

Bravo, Pedro Caba Landa, Manuel Monterrey, Jesús Delgado Valhondo,

Miguel Serrano Gutiérrez, Enrique Segura, Juan Luis Cordero, Valeriano

Gutiérrez Macías, etc. que, todos ellos, han conseguido darle un prestigio

reconocido por el mundo de las letras españolas.

Después vendría el venturoso nacimiento de numerosas revistas

literarias y artísticas a llenar el amplio espacio cultural extremeño, entre las

que podemos recordar Alor, Alor Novísimo, Capela, Guadalupe, El

Urugallo, Ars et Sapientia, Saber Popular, Etnicex, Piedras con raíces,

Cuadernos populares, etc., y muchas otras que vamos a dejar de nombrar

en este artículo para no aburrir al lector.

Creemos, y estamos muy seguros en este caso de lo que decimos,

que nada nace por generación expontánea. Muy por el contrario, sobre todo

en el mundo de la cultura, los cimientos que se pongan hoy, son el seguro

éxito del mañana, como muy bien vamos a poder ir viendo a continuación.

Extremadura, lo venimos diciendo desde el comienzo de estos

apuntes, no tenía en los primeros años del siglo XX una base cultural que

sustentara sus pretensiones por salir del atraso que la paralizaba y que la

señalaba como una de las más atrasadas regiones españolas, tanto en su

desarrollo cultural y académico como en el económico, siendo sus

hombres, en una sociedad preferentemente campesina sin tierra, sujetos de

explotación y emigración a otras tierras, si no más ricas, sí mejor

administradas y distribuidas sus riquezas.

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Pero estos movimientos culturales que hemos venido señalando a

través de sus revistas, irán dando con los años sus deseados resultados y

harán florecer en Extremadura un nuevo campo donde la Justicia, la

Igualdad, y la protección al ciudadano ya no serán un regalo generoso de

los poderosos de la tierra, sino una conquista de libertad personal a través

del trabajo y de la cultura, que tendrá su glorioso epílogo con la creación de

la Universidad de Extremadura, tan importante, tan fundamental para

nuestra tierra.

A partir de los años veinte del pasado siglo se van a ir dando en

Extremadura –preferentemente en Badajoz, en un principio– las

condiciones necesarias para creer que lo que venimos diciendo no es un

sueño, sino una realidad fruto del trabajo de unos hombres que han

apostado muy fuerte para sacar a Extremadura de la frustración en la que se

vive. Pero el comienzo es de muchos años anteriores: Un acontecimiento

aparentemente tan simple como fue la llegada a Badajoz, en 1902, de

regreso a Madrid desde Portugal y después de visitar a su amigo Felipe

Trigo, del insigne poeta modernista Francisco Villaespesa, va a ser el

detonante que inicie una de las aventuras más brillantes y enriquecedoras

de la recoleta capital de provincias. Villaespesa, por aquel entonces joven,

gallardo y en plenitud de su fama como poeta, alteró el sosiego de los

círculos literarios de la ciudad y entusiasmó a casi todos los jóvenes

extremeños de principios de siglo. Congenió rápidamente con Monterrey,

un humilde poeta relojero que tenía el respeto de los demás poetas

extremeños, así como con otros conocidos hombres de letras pacenses. Es

conocido y fue muy comentado en aquellos tiempos, el enamoramiento del

bohemio y caprichoso poeta, de una joven emeritense amiga de Trigo;

amores turbulentos como corresponden a un Don Juan en plenitud de fama

y truncados por la falta de sinceridad del galán. Hasta tal punto, que tuvo

que salir de mala manera de la ciudad, ayudado por el escritor Enrique

Segura y por nuestro poeta, con quien había intimidado, de tal manera, que

años más tarde, en 1908, prologaría uno de sus mejores poemarios:

Madrigales floridos.

Vamos nosotros ahora a recoger los datos biográficos apuntados en

nuestro anterior trabajo:1

del hombre que, a nuestro parecer, y motivo de

estas páginas, fue el aglutinador y más tarde dinamizador del mundo

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literario pacense y, por consiguiente, del extremeño: “Manuel Monterrey

había nacido en Badajoz, en la plaza de San Andrés, un 15 de octubre de

1877, hijo de una humilde familia en la que el padre regentaba una barbería

en el humilde barrio de La Estación, donde casi todos sus habitantes

trabajaban como peones de la misma estación de ferrocarriles. Poeta de

amplia trayectoria, fue introductor y principal impulsor y protagonista de

importantes iniciativas literarias en nuestra región, como muy bien nos lo

recuerda el escritor Enrique Segura.

Son muchos los factores que contrarrestan el buen hacer y el mejor

querer de Monterrey: su propia reclusión en una ciudad como Badajoz, tan

alejada y abandonada de toda inquietud cultural, anclada en

convencionalismos conservadores; su poco cuidado en seleccionar los

trabajos que con asiduidad se le solicitaban desde diferentes medios, dando

siempre y con generosidad respuesta a lo pedido; su falta de preparación

académica; su autodidactismo, etc. han hecho que su figura y su obra se

hayan ido difuminando y olvidando con el paso de los años, no habiendo

merecido la atención –salvo rara excepción, como es el caso de Álvarez

Lencero, y poco más– de los estudiosos regionales posteriores.

Pero no siempre fue así: considerado en sus comienzos de escritor

como un miembro menor de la Generación del 98, Monterrey fue un poeta

elogiado por hombres tan importantes de su tiempo, como lo fueron Ángel

González-Blanco, Francisco Villaespesa, así como de sus paisanos y

amigos Antonio Reyes Huertas, José López Prudencio o Enrique Segura.

Lo primero que uno observa y siente cuando lee la poesía de

Manuel Monterrey y vamos conociendo los escasos datos que de su

biografía se poseen, en su sencillez elevada a virtud. Hombre humilde, hijo

de una familia donde ganarse el pan diario era un ejercicio de imaginación,

toda su vida laboral estará ligada a una de las familias pacenses dedicadas a

la joyería–relojería: los Álvarez Buiza, en cuya tienda de la Plaza de San

Juan, los que hemos vivido en dicha ciudad, hemos visto durante años al

entrañable poeta –relojero detrás de las cristaleras, con su lente incrustada

en su ojo, reparando incansable y tenaz las maquinarias estropeadas, una

vez que los años le fueron apartando de la actividad comercial por los

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pueblos de Extremadura, Andalucía y Portugal, siempre ligado a la misma

familia pacense.

Los únicos datos biográficos que conocemos, sobre todo referentes

a su infancia, son los que el mismo poeta nos da en un poemario narrativo

titulado: Como se empieza, incluido más tarde en su libro: Viajante de vía

estrecha (1929). Por ellos sabemos que tuvo que dejar los estudios para

ponerse a trabajar como recadero en una tienda. Esta falta de formación

académica, siempre será una losa en toda su vida de creación literaria,

aunque lo superará con su gran sentido de observación, su riqueza de

léxico, la brillantez de imágenes y metáforas, así como la cristalina

sonoridad de su rima.

Salvo una corta etapa de su vida, en la que por motivos

profesionales como viajante de una casa comercial tiene que viajar y

conocer Andalucía y Portugal, Monterrey permanecerá siempre en

Badajoz, donde se instalará definitivamente en el año 1897 como empleado

para todo de la relojería de don José María Álvarez-Buiza, que se inaugura

ese mismo año, y en la que permanecerá hasta su jubilación 50 años más

tarde, datos que él mismo comunica en una carta a su amigo y confidente

Antonio Reyes Huertas.

Esta es la imagen más conocida que se tiene del poeta–relojero: sus

amigos, siempre se lo encontrarán en sus idas y venidas por el Campo de

San Juan, detrás de la luna de los, por entonces, bien surtidos escaparates,

faenando en el diario arreglo de las estropeadas maquinarias de relojería o

atendiendo solícito a presuntos clientes compradores.

Como señalábamos anteriormente, poca era la actividad cultural

que se desarrollaba en una pobre y olvidadas ciudad de provincia como era

Badajoz por aquellos primeros años del nuevo siglo XX. Monterrey

frecuentaba en su juventud la Sociedad Espronceda, donde se daban

representaciones teatrales de Echegaray y de los hermanos Quintero, siendo

nuestro joven e inquieto poeta uno de sus actores, junto a otros jóvenes de

la ciudad; por aquellos primeros años del siglo escribiría una obrita

dialogada, titulada: Estampas íntimas. Nubes que pasan.

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Otro de los lugares de reunión literaria existentes en la ciudad y a la

que existía Monterrey, era el Café La Estrella, donde había una tertulia en

la que lo jóvenes pacenses medían sus armas y en donde se comentaban las

pocas noticias que a la ciudad llegaban sobre el mundo de las letras.

En 1903, Manuel había contraido matrimonio con una hermosa

joven, Elena Olguera Torres, con la que se instala a vivir en el barrio de La

Estación, en la Plaza del Progreso, y con la que tardará en tener

descendencia: los hijos del matrimonio mueren al poco de nacer, sumiendo

a la pareja en un mundo de tristeza y melancolía que arrastrarán hasta la

muerte.

En este domicilio hacen amistad con la familia Benedicto, cuyos

hijos le querrán como a un padre; apadrinan al menor, José Manuel y a la

muerte del poeta, éste nombrará a otra hija, Isabel, depositaria de los pocos

libros y papeles que le quedaban en su nuevo y expoliado domicilio.

Debido a las frecuentes enfermedades y achaques que sufre su

esposa Elena y para que no se quede sola en una barriada tan extrema y

carente de toda comodidad –carecían de luz y de agua– el matrimonio

decide trasladarse al centro de la ciudad, donde alquilan una vivienda en la

calle Vasco Núñez de Balboa, nº 28.

Monterrey, más tranquilo ante la proximidad del nuevo domicilio,

seguirá trabajando como relojero hasta que su salud va acortando sus

quehaceres profesionales: sobre 1930 deja su representación comercial y

deja de hacer viajes, a los que había vuelto, y en 1935 dejará

definitivamente el taller para dedicarse exclusivamente a la atención de los

clientes.

Elena, su mujer, que durante los años que vivieron juntos había

cuidado con mimo al poco realista y poco práctico poeta, fue consiguiendo

alcanzar una cómoda posición económica que le permitió –no con el total

agrado de ella– financiar algunas ediciones a Monterrey. Enferma, sorda y

minada por múltiples achaques, murió en el año 1947.

Page 12: Manuel Monterrey. Apuntes biográficos

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Hay un antes y un después de la muerte de su esposa Elena en la

vida de Manuel Monterrey; si con su esposa la vida le fue cómoda y su

tiempo corresponde al período más fructífero de su creación poética, a la

muerte de ésta, viejo, sin hijos, viviendo en una casa alquilada y enfermo,

su vida profesional se reducirá a supervisar el trabajo de los demás

empleados de la relojería, como hombre de confianza de los Álvarez-Buiza.

En cuanto a su creación literaria durante los años 30 y 40, sus

colaboraciones en prensa fueron disminuyendo hasta casi desaparecer,

como consecuencia del menor espacio que los diarios de la época ofrecían

a la poesía. Tan sólo en los años 50 y hasta el final de su vida, hay un

resurgimiento en su labor de creación, que aparecerá en revistas

especializadas regionales, alguna de las cuales, Gévora, –por ejemplo–,

había fundado y dirigido el mismo Monterrey.

Son los años en que conoce a poetas jóvenes tan importantes para

las letras extremeñas como lo serán Manuel Pacheco, Jesús Delgado

Valhondo y Luis Álvarez Lencero, entre otros muchos, con quienes, aparte

de su magisterio, les unirá una sincera amistad que llevará a este último a

velar por el viejo poeta en los momentos más tristes de su vida, enfermo y

totalmente dominado en su pobre voluntad por la familia que había metido

en su casa para que lo cuidaran.

Monterrey, desasistido, viviendo en unas condiciones infrahumanas

en su propia vivienda alquilada, muere de neumonía el 14 de diciembre de

1963, a los 86 años de edad.

Recuerdo, recien llegado de mi pueblo a la ciudad de Badajoz y

viviendo en la barriada de San Roque, cómo en las excursiones que

hacíamos los muchachos al Parque de la Legión, o a la jardines de la Plaza

de San Andrés, muchas mañanas nos encontrábamos paseando por entre los

bien cuidados parterres al viejo y sucio poeta, en un estado de total

abandono, cuya mirada seguía jubilosa las cortas faldas de las muchachas

estudiantes que nos acompañaban y su petición, educada y lastimosa de

algún cigarrillo, que siempre conseguía de nuestras manos, y su

agradecimiento por prestarle atención a sus graciosos chascarrillos o al

recitado de alguna de sus poesías. Tengo que reconocer que no supimos

nunca, en aquellos años de juventud alocada, de la verdadera importancia

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de aquel pobre hombre cubierto con una sucia gabardina y tocado

permanentemente con su roída boina que suplicaba atención y cariño, y que

hoy pretendo enmendar en lo que pueda con estos apuntes biográficos.

Decíamos anteriormente, refiriéndonos a la fructífera semilla

cultural sembrada a través de las revistas literarias extremeñas, que, por

aquellos años finales de los 40 y hasta los 70 del pasado siglo, Badajoz

conoce un auge sin precedentes en lo que al mundo literario y cultural se

refiere, cuya cabeza visible es un humilde relojero y buen poeta

modernista, cuyo maestro había sido Rubén Darío a través de Villaespesa,

y viejo conocido nuestro de anteriores trabajos 2, Manuel Monterrey, con

quien rápidamente congenia Lencero, que lo hace su maestro, preceptor y

amigo, y con el que va a comenzar una de las aventuras literarias más

interesantes del mundo cultural extremeño de la época. Nos referimos a la

publicación de la revista de poesía Gévora, cuyo primer número

confeccionado por Álvarez Lencero y dirigido por Manuel Monterrey va a

aparecer el 10 de septiembre de 1952, dando entrada a un importante y –

hasta esos momentos– desconocido número de poetas extremeños, así

como a confirmar la obra de otros ya conocidos como era el ya nombrado

Manuel Pacheco. El máximo techo lo consigue Gévora cuando abre sus

páginas a poetas de Hispanoamérica, principalmente con ocasión del

número extraordinario dedicado al pintor Pablo Picasso, en 1958.

Del origen de esta revista nos habla Antonio Salguero Carvajal en su

magnífico trabajo: Gévora. Estudio de una revista poética de Extremadura,

publicada por la Diputación de Badajoz, en 2001, y en la que hace un

amplísimo estudio del panorama cultural de Extremadura durante las

décadas de los 50 a los 70. De los primeros pasos de Gévora nos dice:

Gévora nació el 10 de septiembre de 1952 por una iniciativa de Manuel

Monterrey Calvo y Luis Álvarez Lencero que, desde hacía tiempo, venían

madurando publicar en una revista la producción lírica de los poetas de

Badajoz a semejanza de otras publicaciones que, en muchos lugares de la

geografía nacional, difundían la poesía de su entorno inmediato: "Gévora

nació entre aquel mueble escritorio que tenía el poeta relojero Manuel

Monterrey y la mesa de trabajo de Luis Álvarez Lencero, en el Instituto

Nacional de Previsión. El (río) Gévora brotó de las zapatillas de paño de

orillo de Monterrey y la juventud de Luis”.

Page 14: Manuel Monterrey. Apuntes biográficos

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El germen de esta empresa editorial se localiza en el deseo de

Monterrey de crear una publicación parecida a un periódico de antaño y

editada a ciclostil. La idea, largamente madurada por el viejo poeta, sedujo

a Lencero y el empeño de ambos tomó cuerpo cuando los dos amigos

comenzaron a difundirlo y encontraron una acogida entusiasta entre los

escritores de la capital pacense: “Y un buen día pensaron en crear unas

hojas de poesía, hecha por ellos en ciclostil y lanzarlas al mundo poético,

gratuitamente. Cada uno puso cuarenta duros en el negocio. Y el número 1

de Gévora salió a la calle (…). Luis debía andar por los veintinueve años y

don Manuel frisaba en los setenta. El proyecto editorial enseguida contó

con la colaboración del Grupo de Gévora y el beneplácito de los poetas de

Badajoz, que necesitaban una revista donde poder publicar sus escritos”.

El alma de la nueva revista fue Manuel Monterrey hasta el número

56-57, que apareció en noviembre de 1957: “Toda esta labor desinteresada

se la impone este poeta insigne que se llama Manuel Monterrey. Sin

embargo, en Gévora no aparece en ningún momento su nombre como

responsable directo de la edición, porque su humildad no le permitía

atribuirse honor alguno. No obstante, él mismo descubre su paternidad en

una carta que le dirigió a Jesús Delgado Valhondo: Desde luego la revista

gusta y se lee porque raro es el día que no me trae el cartero 3 ó 4 cartas

con colaboradores nuevos lo mismo de España que de América. En fin creo

que mientras yo viva GÉVORA vivirá” 3.

La Revista Gévora había sido anteriormente estudiada por Arsenio

Muñoz de la Peña, de cuyo trabajo saca Salguero Carvajal los

entrecomillados, y publicado anteriormente en la prestigiosa Revista de

Estudios Extremeños, Volumen 40, nº 3, 1984..

Muchos son los méritos que podemos atribuirle al poeta Manuel

Monterrey, no siendo el menor su obra poética ya publicada, pero, creemos

nosotros, que el mayor de ello es el de haber sabido aglutinar a su alrededor

–es verdad que con la ayuda impagable de Álvarez Lencero– a la mayoría

de los hombres de letras o con inquietudes culturales de Extremadura. La

lista sería larga y como ejemplo de ellos nombraremos al poeta afincado en

Montijo (Badajoz) Rafael González Castell, el incombustible mecenas Pepe

Page 15: Manuel Monterrey. Apuntes biográficos

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Díaz–Ambrona, quien merecería un trabajo de reconocimiento por su

impagable labor en aquellos años, Leonor Trevijano de Pruneda y su

esposo, el zafrense Antonio Zoido, Antonio Vaquero Poblador, Manuel

Pacheco, Jesús Delgado Valhondo, Rodríguez Perera, Enrique Segura,

Julio Cienfuegos, el uruguayo Hugo Emilio Pedemonte, afincado en

Badajoz y casado con una extremeña… etc.

Durante cerca de diez años y 83 números en la calle, la Revista

Gévora, siempre dirigida (por lo menos aparentemente y así queda para la

historia) por Manuel Monterrey y maquetada en su totalidad por Lencero,

será el órgano de expresión de un grupo de hombres de letras inasequibles

al desaliento. Releer en nuestros días van valioso documento es un

verdadero gozo, así como un reconocimiento a los hombres que la hicieron

posible. (Gévora, hojas de poesía. Biblioteca Nacional, signatura Z/10736).

El día 15 de diciembre, siguiente a la muerte de Monterrey,

aparecerán en el periódico Hoy de Badajoz tres esquelas anunciando la

muerte del poeta (de sus familiares, de los empleados de la relojería

Álvarez–Buiza y de sus compañeros los poetas de la capital), así como un

artículo de Julio Cienfuegos al que seguirán otros de Manuel Pacheco,

Tomás Rabanal Brito, etc. Un año más tarde, el 21 de marzo de 1964 y en

el mismo periódico Hoy se publica un: Homenaje de los Poetas de

Extremadura a Manuel Monterrey.

Fue, que nosotros sepamos, si exceptuamos el poemario de Álvarez

Lencero en 1970, titulado Tierra dormida (el libro fue escrito poco después

de la muerte de Monterrey, pero no sabemos el por qué Lencero tardaría

muchos años en darlo al público), con un sentido prólogo de Antonio

Zoido, del que nosotros, en homenaje al poeta pacense y al prologuista

vamos a recuperar algunos pasajes, el último recuerdo a un hombre

excepcional como lo fue Manuel Monterrey: Álvarez Lencero, poeta de

tremenda inspiración pero de delicadísimas y susurrantes motivaciones en

su obra, se tropieza con un anciano cristalizado en niño y poeta. Y le

fascina su humanidad, casi desvalida, pero de luminosos aunque

vergonzantes méritos. Descubre en su figura, paleta y arriscada, un oculto

tesoro de virtudes elementales, un humano resplandor andante. Y en su fe y

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monolítica inclinación amorosa, un extraño ejemplo de ascética renuncia

impregnada de viviente lirismo. Luis ve en don Manuel al poeta-hombre y

al hombre-poeta. No al poeta-signo que destacara nuestro Pemán frente a

Goethe, sino al poeta realidad vital cuyo sendero merece ser seguido y

admirado.

Es, ya lo hemos reseñado, el último recuerdo por escrito a un hombre

bueno, excelente poeta, que amó a su tierra y que se sintió comprometido

con el mundo literario extremeño, mucho más allá de sus posibilidades

personales e intelectuales, y del que vamos a recuperar uno de los poemas,

concretamente el soneto Cuerpo presente, para nosotros el más triste,

rotundo y dolorido de dicho poemario:

CUERPO PRESENTE

Te miro y quiero hablarte y no me atrevo

esta noche ante ti, cuerpo presente,

y te lloro y te lloro amargamente

muerto mío lo mucho que te debo.

Me parece mentira y te compruebo

con tus manos cruzadas, seriamente,

tú ahí tan cerca y tan distante, enfrente,

y yo ahogado en el llanto que me bebo.

Dime por qué me miras de ese modo

si estoy para escucharte aquí callado

y me espanta tu boca así entornada…

Pero ya tu silencio lo habla todo:

Mañana tu cadáver enterrado

será sólo ceniza, olvido y nada.

Las mismas personas que tenían el deber de cuidarle y que tan mal se

portaron en los últimos años de vida del poeta, cometieron el imperdonable

desaguisado de quemar o de deshacerse de los papeles que Monterrey

guardaba con tanto cariño, privándonos de parte de su creación y,

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seguramente, de sus papeles más íntimos, tan necesarios hoy que de nuevo

renace la obra de este entrañable hombre de letras, para conocer en

profundidad su amargada existencia.

Decíamos al principio, que Monterrey era un poeta limitado por su

precaria formación intelectual; él era el primero en reconocerlo y en carta

del 17 de diciembre de 1945 a su gran amigo y confidente Antonio Reyes

Huertas le confiesa: No me hará mella la crítica, dirá de mí lo que soy y

está en los tuétanos de mis huesos, un escritor mediocre y tan contento.

Sólo puedo decir a esas diatribas que soñé con ser poeta, pero que la vida

no me dio tiempo a serlo, porque me faltó disciplina literaria, tiempo y

escenario para construir el guiñol de la imaginación.

Sin embargo y a pesar de estas quejas, era un hombre de una fuerte

personalidad, muy amable, humilde y reconocido tanto por la gente popular

de la ciudad como por los propios poetas que le admiraban y le respetaban

en su trabajo de creación. El 21 de abril de 1959, tanto las autoridades

como los poetas pacenses le hicieron un homenaje y le pusieron su nombre

a una glorieta del Parque de Legión, tan conocido por el poeta en sus

diarios y solitarios paseos. Muchos años más tarde, en 1982, y estando

presente quien esto escribe, en la misma glorieta, le fue levantado un busto

de bronce, obra del escultor José Sánchez Silva.

Monterrey fue durante toda su vida un lector incansable; conocedor

de la literatura de su tiempo, en su biblioteca estaban los mejores poetas del

Siglo de Oro, de la moderna poesía española e hispanoamericana, como

también lo mejor de la poesía portuguesa, que él tradujo a los diarios y

revistas regionales. Isabel Benedicto, la ferviente depositaria de sus libros,

guarda lo que quedó de su biblioteca, obras de los más importantes

novelistas de su época: Felipe Trigo, Ricardo León, Valle–Inclán,

González–Blanco, J. Octavio Picón, Amado Nervo, Martínez Sierra, etc.,

así como un considerable número de obras maestras de autores franceses:

Flaubert, M. Prevot, Verlaine, Gautier, Zola, Shendhal, etc.

Manuel Monterrey mantuvo durante muchos años de su vida un

intenso intercambio epistolar y de manera muy señalada con su gran amigo

el escritor de Campanario, Antonio Reyes Huertas, cartas hoy en manos de

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José María Basanta Barros, inéditas en su mayoría, o dadas a conocer con

cuentagotas. Sin embargo, el amigo de ambos escritores, el también escritor

navarro afincado en Badajoz, Enrique Segura Otaño, en su: Para un estudio

crítico–biográfico del novelista Antonio Reyes Huertas, Diputación

Provincial de Badajoz, 1953, publicado en una tirada de 100 ejemplares (en

mi poder el número 60), pone a disposición del lector hasta un total de 36

cartas de Reyes Huertas a Manuel Monterrey, donde de una manera precisa

pueden sacarse datos de su vida y de sus obras por un espacio de siete años

(la primera está fechada en febrero de 1944 y la última el 6 de agosto de

1951), que complementan la escasez de noticias sobre nuestro autor,

anteriormente citado.

El nombre de Monterrey era ya conocido desde principios de siglo

por los habituales de la prensa diaria, en donde el poeta y en lugar

preferente –normalmente– va dando a la luz algunos poemas sueltos que

más tarde servirán como grueso de su obra cuando publique sus poemarios

en forma de libro. Así, aparecen composiciones suyas en Nuevo Diario de

Badajoz, Noticiero Extremeño, etc.; su primer libro se publicará en 1906,

con el título de Mi primer ensayo. En 1907 le seguirá Mariposas azules,

prologada por López Prudencio y en 1908 Madrigales floridos, con

prólogo de Francisco Villaespesa; en 1910 ve la luz Lira provinciana, cuyo

prólogo está firmado por el crítico Andrés González–Blanco. Como

curiosidad, señalar que en el mismo año de 1910 aparecerá Nostalgias, un

librito con obras de Monterrey y de Reyes Huertas que habían conseguido

un premio por la congregación de los Luise de Badajoz y que será el último

libro de poesía que escriba Reyes Huertas, que se dedicará desde ese

momento a la novela costumbrista, preferentemente, el cuento, etc. en el

periódico Correo de la mañana de Badajoz, dirigido por el escritor y

periodista López Prudencio aparecerá reseñado por Enrique Segura su

poemario Palabra líricas, 1916, el 28 de mayo de 1917, cuyo prólogo

corre a cargo de Marcos Suárez Murillo.

Es muy difícil hacer una crítica objetiva sobre la obra de Manuel

Monterrey. La personalidad entrañable del poeta fue siempre un escudo

protector que nadie quiso traspasar para no herir los sentimientos de tan

querido personaje. Por otra parte, Monterrey siempre elegirá para prologar

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sus poemarios a escritores relevantes de las letras, pero amigos suyos o

muy cercanos al grupo literario del que formaba parte.

Salvo excepciones como Los quince abriles (1925) y Rosas de

amor, todos los poemarios restantes, los ya reseñados, así como los escritos

posteriormente, serán arropados por prólogos que buscó en el entorno de

sus amistades. El viajante de vía estrecha (Julio Acha); Medallones

extremeños I (1945, Enrique Segura); Medallones extremeños II (1949,

Francisco Vaca Morales); Pétalos de sombra (1958, Enrique Segura).

Siendo un poeta cuyas obras no traspasan las fronteras regionales, las

críticas sobre su obra se centrarán en la presa de la región extremeña, sobre

todo en la de Badajoz, en la que Monterrey venía participando asiduamente

desde principios del siglo, la cual era –además– dirigida por amigos

íntimos del poeta, como los ya nombrados repetidamente López Prudencio,

Reyes Huertas o Enrique Segura Otaño.

Este respeto y enorme cariño por tan querido personaje que, como

decimos, anula la tan necesaria crítica a cualquier obra literaria, se

prolongará después de su muerte con la etopeya de tono elogioso y

elegíaco que Julio Cienfuegos publica en el periódico Hoy, de Badajoz, el

día después de su muerte (15-12-63) y en el ya citado Homenaje póstumo a

Manuel Monterrey publicado en el mismo periódico el 21n de marzo del

64, con la colaboración de lo más granado del mundo de la letras

extremeñas del momento.

Pedro Romero de Mendoza se queja de esta toma de posiciones y les

reprocha: ¡Qué fácil habría sido para nosotros pasar como de largo ante

estos testimonios de prosaísmo! No decir nada en estas ocasiones es más

cómodo que hacer un reproche. De los cucos es el callar cuando conviene.

Empero, tal silencio no sería una obra buena, una acción ejemplar.

Manuel Monterrey no es un valor sin cotización, es en todo caso un valor

perdido, extraviado del verdadero camino de la poesía. Y hay que

decírselo, aunque nos duela dar este fuerte aldabonazo en su conciencia

estética.

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Hace ya algunos años que la ciudad de Badajoz, en su imparable

expansión, traspasó el límite de los muros del viejo cementerio; ya nada es

silencio alrededor de los tapiales donde descansan los restos del querido

vate extremeño y el ruido de los automóviles que raudos circulan por las

amplias avenidas que circundan los viejos enterramientos, harán imposible

el tranquilo platicar del poeta con su admirada Carolina Coronado, o con su

querido y admirado alumno e hijo adoptivo Luis Álvarez Lencero, allí

también enterrados y olvidados.

Un mundo nuevo se expande por los alrededores, donde la muerte no

tiene ningún sentido. Lujosos restaurantes, barrios bulliciosos, discotecas

ruidosas hasta altas horas de la madrugada, viven de espaldas a unos muros

donde el poeta duerme su sueño eterno, sin una mano hermosa que le

acerque una flor, ni unos bellos labios, que él con tanto acierto cantó, le

recen una oración.

En un humilde nicho del citado cementerio pacense, situado en el

Departamento 4º, Fila 2ª, número 238, comparten los restos del poeta su

reducido espacio con otros dos enterramientos: su madre Soledad Calvo

Vázquez, fallecida el día 2 de agosto de 1933, y los de su esposa Elena

Olguera (¿) Torres, fallecida el 28 de febrero de 1947.

Una lápida de mármol negro, arruinada por el paso del tiempo y la

humedad nos denuncia, acusándonos, del olvido del lugar de reposo, a la

espera de que algún estudioso de estos nuevos tiempos autonómicos rescate

su figura de escritor y poeta, que sirva de homenaje a tan entrañable como

humilde personaje.

Con ese deseo y esa ilusión se han pergeñado estos sencillos apuntes

biográficos”.