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Manuela frente al “Monumento Nacional” Monografía de grado Presentada por: Juliana Castro Torres Dirigida por: Carolina Alzate Cadavid Departamento de Humanidades y Literatura Facultad de Artes y Humanidades Universidad de los Andes Bogotá, Julio 2007

Manuela frente al “Monumento Nacional”

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Manuela frente al “Monumento Nacional”

Monografía de grado

Presentada por:

Juliana Castro Torres

Dirigida por:

Carolina Alzate Cadavid

Departamento de Humanidades y Literatura

Facultad de Artes y Humanidades

Universidad de los Andes

Bogotá, Julio 2007

Quiero agradecer a todos aquellos que en algún momento formaron parte de este proceso. Cada una

de sus preguntas, críticas y sugerencias fueron, de una u otra manera, importantes aportes para el

desarrollo de este trabajo. Agradezco especialmente a Carolina Alzate; sin su apoyo, motivación,

compromiso, dedicación y constante trabajo esta monografía no se habría podido llevar a cabo.

Gracias también a mi familia que me tuvo paciencia durante los días y las noches de trabajo, a

Camilo por su incondicional interés y ayuda y a Jorge por Todo.

¡Oh! Si ustedes se compadecieran de las lágrimas que hacen derramar por llevar adelante sus calaveradas

Manuela

Manuela frente al “Monumento Nacional”

Índice de contenidos

Introducción 1

Capítulo 1. Manuela: una nación tejida a través del diálogo 6

1.1 El narrador de Manuela: una presencia comprometida 9

1.2 El lenguaje integrador en Manuela 15

1.3 Demóstenes: Parodia de un “señorito bogotano” 21

1.4 Una mujer dueña de su propia voz 27

1.5 Las mujeres “de carne y hueso” en Manuela 29

1.6 “Te digo la verdad, que estaríamos lo mismo: somos como de nación separada” 31

Capítulo 2. Una aproximación a los primeros lectores de Manuela 36

2.1 La lectura en el siglo XIX 39

2.2 Lectura de literatura: la prensa literaria en el proceso de conformación nacional 41

2.3 “Formemos un Monumento Nacional”. El Mosaico: conformador de lectores y

lecturas en La Nueva Granada 49

2.4 Una aproximación al horizonte de expectativas de los primeros

lectores de Manuela 64

Manuela frente a sus primeros lectores: a manera de conclusión 67

“Al colocar la primera piedrezuela en el Mosaico literario…” 70

Manuela frente al “Monumento Nacional” 72

Algunas consideraciones finales 83

Bibliografía 85

1

Introducción

La primera vez que leí Manuela fue hace más o menos dos años, en el curso “Políticas de la

escritura: narrativa de fundación nacional” dictado por la profesora Carolina Alzate. Hasta ese

momento yo no sabía nada de la novela de Díaz. A pesar de haber nacido en Colombia, haber

residido toda mi vida en este país y haber tenido, desde muy pequeña, un profundo interés por la

literatura, sólo vine a saber de la existencia de Manuela hacia el final de mi programa de

pregrado. Así, cuando empecé a leer la novela no pude evitar preguntarme una y otra vez por qué

no la había leído antes, por qué casi no había oído hablar de una de las primeras novelas de gran

magnitud de la Colombia independiente, por qué, cuando antes pensaba en novelas de mediados

del siglo XIX, sólo se me venía a la mente María de Jorge Isaacs. Estas fueron las primeras

preguntas que me llevaron a pensar en el problema de la recepción de la novela de Eugenio Díaz.

Esta preocupación se intensificó unos meses después cuando releí Manuela para hacer un

pequeño trabajo acerca de la novela y empecé a buscar bibliografía sobre el tema. Me sorprendió

muchísimo lo poco que se ha estudiado esta novela, publicada por primera vez hace casi siglo y

medio. Pero me sorprendió aún más la manera en la que se habla de Manuela en las historias de

la literatura colombiana (cuando se habla de ella, pues no siempre ocurre). Frecuentemente, la

novela de Díaz se menciona en poco más de media página a través de afirmaciones como: “…por

sus imperfecciones, no puede ser considerada una obra maestra, pero sí una obra sugerente…”

(Ayala 244)1. Por supuesto, estas sorpresas generaron más y más preguntas. Después de leer

detenidamente Manuela dos veces, de haberme maravillado con sus personajes, con su agudeza

1 Esta afi rmación de Ayala es tomada del libro Manual de literatura colombiana (1984) Bogotá: Educar, 1986. Se pueden encontrar afirmaciones similares en otros t extos de literatura colombiana como: Evolución de la novela en Colombia de Antonio Curcio Altamar (Bogotá: Biblioteca Básica Colombiana, 1975), Compendio de historia de la literatura colombiana de Hurtado Matos (Bogotá: Marconi, 1925) y Resumen histórico de la literatura colombiana de Jesús María Ruano (Bogotá: Casa editorial Santafé, 1924).

2

crítica y con su riqueza lingüística, no pude sino interesarme más por esta novela. Fue entonces

cuando leí el primer prólogo de Manuela, escrito por José María Vergara y Vergara. Me llamó la

atención encontrar en este texto grandes elogios a la novela de Díaz acompañados de fuertes

críticas a su lenguaje, calificado como “incorrecto”. Pero, sobre todo, me llamó la atención el

gran énfasis que hace Vergara sobre la historia de la vida de Eugenio Díaz y su escasa educación

formal. Comprendí entonces que el asunto era más complejo de lo que imaginaba, y que para

aproximarme a mis preguntas iniciales debía estudiar con detenimiento la manera en que se

recibió Manuela desde su primer público lector. Fue en ese momento cuando surgió el proyecto

de esta monografía.

En esta monografía me propongo, entonces, explorar la manera en la que fue recibida

Manuela por sus primeros lectores: desde 1858 hasta más o menos 1865. El lapso de tiempo que

comprende a estos primeros lectores se determinó fundamentalmente a partir de dos hechos: la

primera publicación de Manuela tuvo lugar en 1858 en El Mosaico, y 1865 fue el año de la

muerte de Eugenio Díaz, hecho por el cual hubo alguna producción de textos sobre Manuela y

sobre su autor. Después de 1865 se escribió poco sobre Díaz Castro y sobre su novela, hasta 1889

cuando Manuela aparece como realización independiente, gracias a Salvador Camacho Roldán.

Por supuesto, este lapso temporal no es una camisa de fuerza; los pocos textos publicados desde

1865 hasta finales del siglo XIX también serán analizados en esta monografía, pues pueden

aportar elementos importantes para estudiar ese primer escenario de lectura al cual se enfrentó

Manuela. Así mismo, se incluirán algunos textos críticos sobre la novela de Díaz escritos en el

siglo XX, en la medida en que revelen el fuerte impacto que tuvieron las primeras lecturas de

Manuela sobre el lugar que ha ocupado esta novela en el canon literario colombiano.

Para este estudio de recepción de Manuela me apoyaré en la teoría de la estética de la recepción

propuesta por Hans Robert Jauss en su libro La literatura como provocación (1967). El teórico

3

parte de la idea de que una obra literaria no es un objeto que exista para sí mismo y que guarde un

sentido inmanente e inamovible, siempre igual para todos sus lectores. Jauss propone ver la obra

literaria “…como una partitura, adaptada a la resonancia siempre renovadora de la lectura, que

redime al texto de las palabras y lo trae a la existencia actual” (Jauss 167). Así, la valoración

estética de una obra estaría determinada por la manera en la cual dicha obra es recibida por su

público lector. Esta relación de diálogo entre la obra y el público tiene lugar a través de procesos

como la comparación de la obra “nueva” con lo ya leído, la comprensión de lecturas previas a esa

obra y su confrontación con obras parecidas (pertenecientes al mismo género, que tratan temas

similares, que tienen estilos cercanos etc.). Jauss plantea, entonces, la existencia de un “horizonte

de expectativas”, siempre cambiante y renovado por cada lectura. Este horizonte estaría

conformado, como su nombre lo indica, por las expectativas de un grupo de lectores que

comparten una tradición (tanto literaria como cultural), un contexto histórico, unas lecturas

comunes, y, posiblemente, unos cuestionamientos y preguntas comunes. Siguiendo esta idea, la

manera en la que ocurre la recepción de una obra literaria, depende de cómo entra dicha obra en

el horizonte de expectativas de un grupo de lectores (si la obra responde o no a lo que esperan los

lectores, si se limita a entrar en lo “ya conocido” o si llega incluso a trascender ese horizonte,

haciendo que las expectativas del lector se cuestionen, amplíen y/o modifiquen). Para realizar un

estudio de recepción de una obra literaria es necesario, entonces, reconstruir el horizonte de

expectativas de la comunidad lectora a la cual ésta se enfrenta. De esta manera se puede

confrontar la obra con lo que esperan sus lectores, y determinar si responde o no a lo esperado.

Para explorar la situación de Manuela frente al horizonte de expectativas de sus primeros

lectores, empezaré por analizar la novela. En el primer capítulo de esta monografía, se intentará

hacer un análisis de las críticas y propuestas que se elaboran en Manuela y de las maneras a

través de la cuales esto se lleva a cabo. Me detendré a analizar el narrador de la novela y la crítica

4

al modelo del liberal letrado neogranadino, al igual que las propuestas de Manuela con respecto

al lenguaje literario, la mujer y la nación.

En el segundo capítulo se pretenderá delimitar el horizonte de expectativas de los primeros

lectores de Manuela. Para esto, exploraré algunos de los elementos que caracterizaron la lectura

en la Nueva Granada en pleno periodo de fundación nacional, apoyándome en los estudios de

Carmen Elisa Acosta sobre la lectura en el siglo XIX, Leer literatura y Lecturas, lectores y

leídas. Después, me detendré a estudiar El Mosaico y sus objetivos, por la importancia de este

periódico en la configuración de imaginarios nacionales 2 y la difusión y producción de textos

literarios en La Nueva Granada, pero también porque este fue el lugar en el que se publicó

Manuela por primera vez. En ese sentido, estudiar el horizonte de expectativas de los lectores de

El Mosaico, nos permite estudiar también el horizonte de expectativas de los primeros lectores de

Manuela. Este estudio de El Mosaico girará en torno a tres ejes que se relacionan entre sí: el tipo

de lector que pretendía configurar el periódico (a quiénes iba dirigido El Mosaico), su

conformación de la “literatura nacional” o la “Biblioteca Neogranadina” (las obras que

recomendaba, difundía y publicaba) y el establecimiento de los criterios con los cuales se

evaluaba una obra literaria a través de las críticas, prólogos, etc. Este estudio me permitirá

caracterizar a ese primer público de Manuela, según lo que éste podía esperar de una novela

2 Para esta monografía se tomará el concepto de “ nación” propuesto por Benedict Anderson en su libro Comunidades imaginadas (1983). Según Anderson una nación puede definirse como una “ comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana” (23). En ese sentido, la nación es una idea col ectiva que es construida por un grupo de individuos que se imaginan a sí mismos como una comunidad (con una cultura, una historia y unas costumbres compartidas, al igual que un espacio físico y un tiempo simultáneo imaginados). No me referiré en detalle a la propuesta de Anderson, pues esto se sale de los obj etivos de esta monografía. Sin embargo, me parece importante que se tenga en mente la presencia de la propuesta de Anderson a lo largo de este trabajo y su importancia para entender l a manera en la que la literatura y la prensa fueron herramientas fundamentales en l a configuración de naciones (construcción de imaginarios, “ modelos”, símbolos patrios, paisajes, etc.) en el siglo XIX hispanoamericano.

5

neogranadina y, finalmente, proponer ese horizonte de expectativas al cual se enfrentó la novela

de Díaz Castro.

En la última parte de este trabajo se retomarán las propuestas y críticas de Manuela para

evidenciar la distancia que hay entre la novela de Díaz y el horizonte de expectativas de sus

primeros lectores. Me detendré, principalmente, en la distancia de Manuela con respecto a la

literatura de costumbres de la época y en los choques y divergencias que pudo haber entre las

propuestas de mujer y de nación que encontramos en la novela de Díaz y aquellas que usualmente

se hallaban en la literatura promovida y difundida por El Mosaico.

Con este trabajo, más que encontrar respuestas, pretendo llegar a una serie de hipótesis que

generen preguntas sobre Manuela y el problema de su recepción. Al ser un tema casi inexplorado,

quisiera que esta monografía se convirtiera en una invitación para que se realicen futuros estudios

sobre la novela de Díaz y otros textos literarios de la época que han pasado desapercibidos para la

crítica colombiana. A través de esta monografía también quiero resaltar la importancia de

estudiar la configuración de lecturas3 y lectores en el siglo XIX colombiano para podernos

aproximar de manera crítica a la historia de nuestra literatura y a nuestro canon literario y sus

procesos de conformación.

3 Con el término “ lecturas” me referiré en esta monografí a tanto a las obras como a las interpretaciones que de ellas se hagan, pues considero que las primeras no se pueden separar de las segundas, y menos aún en un estudio de recepción.

6

Capítulo 1

Manuela: una nación tejida a través del diálogo

¡Y todo esto a doce o catorce leguas de la capital de la república; y todo esto cuando los pueblos han comprado con su dinero y su sangre una constitución para vivir sosegados y respetados.

Demóstenes

Manuela4 ha sido una novela frecuentemente relegada a un segundo plano en las historias

de la literatura colombiana y en el canon literario del país. Aún así, la obra de Eugenio Díaz no ha

sido completamente desconocida y olvidada. En el momento en que Manuela se publicó en El

Mosaico, la novela fue ampliamente leída y suscitó comentarios y varios elogios dentro del

círculo letrado capitalino. En el siglo XX, esta novela formó parte del grupo de lecturas

obligatorias en algunos (pocos) colegios del país5. También ha despertado el interés de varios

críticos literarios y escritores (como Rafael Maya, Elisa Mújica, Raymond Williams, Tomás

Rueda Vargas, Seymour Menton y Álvaro Pineda Botero, entre otros) quienes se han preguntado

por la presencia/ausencia de esta novela en el panorama literario colombiano. A pesar de esto no

hay muchos textos críticos sobre Manuela; tampoco abundan estudios en los que se haga un

análisis de la novela.

4 Todas las citas de Manuela que aparecen en esta monografí a son de la edi ción del Círculo de l ectores de 1985. A pesar de que habría sido ideal poder manejar úni camente una de l as tres ediciones del siglo XIX (la de1858 en El Mosaico, la de 1866 en Museo de cuadros de costumbres y la de 1889 de Garnier Hermanos), ninguna de estas ediciones se encuentra completa: la de El Mosaico sólo llega hasta el capítulo octavo, a la de1866 le falta el último capítulo en el ejemplar que se conserva y la de 1889 está en tan mal estado que algunas páginas son completamente ilegibles. 5Testimonio de esto es el texto Análisis de Manuela hecho por Julio Botía Niño (Bogotá: Terranova Editores, 1993). Este texto es una especie de “ cartilla escolar” dirigida a niños y jóvenes, en la cual se hace un resumen de la novela y se habla acerca de sus personajes y de la vida del autor.

7

Por esta razón, es pertinente hacer un análisis de algunos aspectos centrales de Manuela.

Tal análisis me permitirá ver qué puede estar proponiendo esta obra y cómo lo hace, y así reunir

algunas herramientas para estudiar el problema de su recepción.

Para ubicarnos un poco haré un muy breve recuento de la novela. Me referiré sólo a la

historia principal, teniendo presente que dejo de lado muchos elementos importantes de la trama.

Manuela se abre con la historia de Demóstenes, un viajero bogotano ilustrado que llega a La

Parroquia (pueblo cuyo nombre nunca sabemos) con el objetivo de conocer la realidad rural de su

país. El primer lugar al que llegan el viajero, su criado José y su perro Ayacucho es una casa muy

precaria, cercana al pueblo, bautizada por el bogotano como la posada de Mal-Abrigo. Allí

conocen a Rosa, una trapichera de El Retiro, quien los atiende muy cálidamente y les habla

acerca del pueblo y sus habitantes. Al día siguiente don Demóstenes y José llegan a La Parroquia

y se hospedan en la casa de una familia en la que funciona un almacén. Allí viven Manuela y su

madre, doña Patrocinio, quien ha quedado viuda recientemente durante la revolución de Melo6.

Rápidamente Demóstenes, que es un liberal con una fe ciega en el progreso y la civilización,

conoce al cura Jiménez, con quien entabla una enriquecedora amistad a pesar de sus diferencias

ideológicas. A partir de este momento la narración de la novela empieza a ocuparse también de la

historia de Manuela y del pueblo en general. Durante toda la obra, Demóstenes conoce las

haciendas, sus dueños y sus familias, los arrendatarios, los trapicheros y otros habitantes de la

zona, y poco a poco se involucra en la realidad política y social de La Parroquia.

Cuando Demóstenes conoce a Manuela queda deslumbrado por su belleza y hay incluso

escenas en donde parece haber un coqueteo entre los dos personajes. Sin embargo, la relación que

se construye entre Manuela y el bogotano es una amistad sincera. Manuela se vuelve uno de los

6 Para ver más sobre la revolución de 1854, liderada por el General Melo, ver: José María Melo, los artesanos y el socialismo de Gustavo Vargas Martínez (Bogotá: Editorial Planeta, 1998).

8

interlocutores más presentes en la vida de Demóstenes; con ella entabla largas conversaciones

sobre diversos temas. Por otra parte, Manuela está viviendo una situación muy difícil: se

encuentra separada de su amado, Dámaso, porque el gamonal del pueblo, Tadeo, acosa a la joven

para convertirla en su amante y ha amenazado a Dámaso en varias oportunidades, exiliándolo de

su pueblo. A partir de esta situación se revela el estado en el que se encuentra La Parroquia,

especialmente con la llegada de las elecciones. El pueblo está dividido en dos bandos, los

tadeístas y los manuelistas. Los primeros son los simpatizantes de don Tadeo (algunos por

convicción, algunos obligados), un “draconiano” que habla en contra de los hacendados y los

calzados, y pregona ideas de liberación y revolución. Este gamonal ha reclutado trapicheros y

campesinos de la región y ha conseguido tener muchísimo poder en la zona. Tadeo manipula a

los jueces locales, y a través de la falsificación de documentos saca de su camino a quienes se

interpongan en su tarea de sabotear las elecciones. La ausencia completa del estado (tema que le

preocupa muchísimo a Demóstenes, quien cree en la constitución liberal que rige el país y la

defiende) permite que Tadeo haga en el pueblo lo que se le antoje: él dicta las leyes e impone los

castigos según le parece. El segundo bando, los manuelistas, son todos aquellos que se oponen al

régimen del gamonal. Entre ellos la figura más fuerte es Manuela, quien cuenta con el apoyo de

Demóstenes y el cura Jiménez. Ante la situación de injusticia que se vive en La Parroquia, el

bogotano se reúne con varios hacendados (don Cosme, don Blas y don Eloy, entre otros) y entre

ellos logran sacar a Tadeo temporalmente del pueblo.

La mayor parte de la novela se centra en narrar la guerra que hay entre estos dos bandos y

las desventuras que sufren Manuela y Dámaso mientras tratan de unirse para casarse. Los dos

amantes son exiliados y luego llevados a la cárcel, pero con la ayuda de Demóstenes y de varios

trapicheros y hacendados logran finalmente salir libres. Cuando todo parece estar en calma

Demóstenes se devuelve a Bogotá, tras conocer la noticia de que Manuela y Dámaso se van a

9

casar. El día de la boda, el 20 de Julio de 18567, Tadeo regresa a La Parroquia y quema la iglesia

en donde se celebra la unión de los amantes. Manuela sale gravemente herida. Durante su agonía

el cura consagra la unión, y a los pocos segundos Manuela muere de la mano de Dámaso.

1.1 El narrador de Manuela: una presencia comprometida

Empecemos, entonces, con el narrador, el lente a través del cual vemos el mundo que

presenta la novela y por tanto el que nos va a introducir en el análisis de otros elementos de la

obra. Comenzando desde lo más básico, podríamos decir que el narrador de Manuela es un

narrador extra-heterodiegético: un narrador en tercera persona que no es un personaje de la

historia. Es un narrador con focalización múltiple que tiene acceso a los pensamientos y

sentimientos de algunos personajes, principalmente Manuela y Demóstenes, relatando unos

acontecimientos que parece conocer de antemano. Su narración es lineal, se centra

principalmente en una historia, y solamente en una oportunidad (Cap XII) hace una retrospección

que lo desvía por un momento de la fábula central.

A partir de la identificación de estas pocas características podría pensarse que el narrador

de Manuela reúne muchos de los elementos que, según Doris Sommer (Foundational Fictions),

se observan de manera recurrente en las novelas de fundación nacional en América Latina: un

narrador con una evidente “omnisciencia” y una pose de conocedor del futuro de la historia

(176). Sin embargo, cuando se estudia Manuela con detenimiento, la idea que se podría tener en

un primer momento acerca del narrador como omnisciente se pone rápidamente en duda. Por una

parte, este narrador no se presenta como conocedor de toda la historia. A veces encontramos

7 Es importante notar que la historia narrada en la novela se sitúa dos años ant es de la publicación de la obra, hecho que según Álvaro Pineda Botero l e da a Manuela un caráct er testimonial y la ubica en un momento concreto de la historia de Colombia.

10

afirmaciones como: “No sabemos qué tanto alcanzaría a oír de este discurso el señor don

Demóstenes…” (100). Según Álvaro Pineda este tipo de dudas expresadas por el narrador de

Manuela, que revelan su no omnisciencia, constituyen un rasgo característico de una modernidad

incipiente (146). Por otra parte, desde los primeros capítulos de la novela es posible ver que el

narrador de Manuela se encuentra muy comprometido con lo que relata, haciendo evidente su

presencia en el texto; expresa sus apreciaciones, rechaza o exalta personajes según le parece,

evidenciando así su simpatía o desacuerdo con ciertas inclinaciones religiosas y políticas,

actitudes, visiones de mundo y demás. Por ejemplo, contándonos acerca de una conversación

entre don Cosme y don Blas, dice: “Habían comenzado por elecciones; pero como don Cosme era

un liberalón de siete suelas, y se lo iba entripando a don Blas, que era poco tolerante, tuvieron a

bien doblar la hoja” (49).

Al leer la novela se nos revela un narrador con opiniones y creencias propias, a pesar de

que nunca habla de sí mismo en primera persona. A menudo, alcanzamos a percibir la simpatía

que siente el narrador con los ideales liberales de don Demóstenes a través de comentarios como:

“Don Demóstenes era patriota y realmente humanitario; era un buen liberal y no perdía la menor

ocasión de ser útil a la causa de la civilización humana” (96). Estas apreciaciones del narrador

son complementadas por exclamaciones en las que se lamenta por la desigualdad y el atraso que

sufre la nación con respecto a Europa (a la manera de Demóstenes). Un ejemplo de esto lo

encontramos en el capítulo X en el que Rosa le cuenta al viajero bogotano acerca de la violencia

de la que fue víctima por parte de los “amos dueños de tierras”, episodio que recibe el siguiente

comentario del narrador:

Los ultrajes que la ciudadana había sufrido en sus más preciosos derechos habían

contristado el corazón humanitario de don Demóstenes […] Don Demóstenes que había

viajado y visto toda la grandeza de los hoteles y las casas más ricas de los Estados Unidos,

11

era el socialista más a propósito para apreciar en aquella situación todo el mérito de la

humildad y pobreza neogranadinas, conversando en tal salón con una estanciera descalza y

vestida con el traje más inmediato que puede haber al de los aborígenes de la tierra. ¡Oh

cuánta desigualdad delante del cuadro general de la civilización humana! ¡Cuánta distancia

entre Rosa de Mal-Abrigo y la hija de don Blas, el dueño de la hacienda! (107)

También podemos caracterizar al narrador de Manuela a través de la manera en la que

habla de las costumbres conservadoras de Alfonso Jiménez y su familia. Dice, por ejemplo: “La

casa de don Alfonso era un verdadero convento, se criaban tres hermosas niñas, que fueron

educadas según los usos del alto tono” (128). Y más adelante señala con respecto a los viajes de

estas mujeres a la hacienda La Esmeralda: “Parecía que las señoras Jiménez no salían de Bogotá,

sino por librarse de la tiranía del alto tono, como los colegiales que se liberan en el asueto de los

reglamentos y los bedeles” (129). A través de este tipo de comentarios se evidencia la opinión del

narrador con respecto a las costumbres conservadoras del “alto tono”. Sin embargo, no

encontramos un rechazo directo del narrador hacia las inclinaciones conservadoras de la familia

Jiménez, como lo vemos en el caso de don Demóstenes, por ejemplo. De hecho, el narrador ve al

señor Jiménez como un buen hombre, y exalta su generosidad y el buen trato que da a sus peones.

A pesar de que a lo largo de la novela podemos identificar algunas de las inclinaciones del

narrador, sus afinidades con ideas liberales (como la igualdad, la libertad y la fe en el progreso) y

su distancia con respecto a ciertas costumbres conservadoras (a las que a veces llama

“retrógradas” y heredadas de la colonia), no llegamos a saber con certeza cuál es su filiación

política. El narrador nunca se declara a sí mismo como perteneciente a un partido específico, y,

aunque exalta a Dios en varias oportunidades, tampoco percibimos en su narración un discurso

eclesiástico.

12

Este narrador, que jamás se identifica con un nombre, se nos presenta también como

miembro del país que describe, al incluirse en el mundo de la historia a través de expresiones

como “nuestra Nueva Granada” o “nuestras tierras bajas”. Así, el compromiso del narrador con lo

que cuenta se vuelve aún más evidente. El narrador de Manuela es alguien tan involucrado con la

realidad política y social de la novela como cualquiera de los colombianos de la época. No es

gratuito que encontremos en la narración fragmentos como: “Manuela estaba asilada bajo la

bandera de ñor Dimas, como varios presidentes y magistrados de la Nueva Granada que se han

asilado bajo las banderas de ministros residentes en Bogotá, durante los cuarenta y seis años de

nuestra independencia” (206). Aún así, el narrador de la obra de Díaz parece tener mucho

cuidado de no acaparar toda la novela para exponer su perspectiva, a pesar de que,

evidentemente, su deseo no es parecer neutral. Las apreciaciones y posiciones de este narrador

aparecen casi siempre de manera indirecta y esporádica, enredadas en la narración de

acontecimientos, y son frecuentemente contrastadas por las opiniones que expresan algunos

personajes.

Una de las características más llamativas del narrador de esta novela es la facilidad con la

que cede la voz a los personajes para que cada uno exponga su situación, su perspectiva y sus

críticas, permitiendo así la existencia de una multiplicidad de discursos que dialogan

constantemente entre sí. En esa medida, el discurso del narrador (sus inclinaciones políticas y

religiosas, su situación y su visión de mundo, e incluso su lenguaje), que se hace evidente en la

novela y que se puede caracterizar a lo largo de la narración, es sólo uno de los muchos discursos

que se oyen en la obra, y no necesariamente el predominante o el que se pretende instaurar como

“correcto”.

Siguiendo con algunas de las características del narrador de Manuela, podemos explorar el

lugar desde donde habla este narrador que hemos identificado como neogranadino. A través de la

13

manera en la que se refiere a los personajes, a sus costumbres, a los objetos y a los lugares que va

presentando, el narrador se nos revela como alguien que no pertenece exclusivamente al ámbito

rural en el que se desarrolla la obra. Su mirada hacia el mundo del campo y sus habitantes

muestra un profundo extrañamiento, y en muchas ocasiones encontramos una visión ligeramente

“exotizante” de lo que observa. Se refiere, por ejemplo, a la belleza de las mujeres del pueblo

como algo natural, ligado a lo selvático y a lo salvaje. Dice de Rosa: “El traje de Rosa no tenía

las ventajas de la riqueza sino todas las apariencias de la naturaleza selvática, porque sus enaguas

eran muy altas de los tobillos y su camisa era de mangas sumamente cortas y de tira muy

escotada” (103). Adicionalmente, vemos que se refiere a los habitantes del pueblo y del campo

como los descalzos o los calentanos y constantemente los mira como “otros”; como individuos

distintos a él, que viven y hablan de otra manera. Así, el narrador nos hace saber su condición de

“forastero”, probablemente citadino, y se preocupa por evidenciar que es además letrado y un

gran lector: “El Retiro es un trapiche que está metido en las quebradas de un terreno monstruoso,

al cual no se llega impunemente, como decía Calipso de su isla, porque está fortificado […] con

fosos llenos de barro” (44). A través de este tipo de referencias, el narrador evidencia su

formación letrada, e incluso nos invita a rastrear sus lecturas e influencias literarias a lo largo de

la obra. En la narración de Manuela encontramos numerosas expresiones y figuras literarias que

aluden directamente a la mitología griega, a la historia antigua de occidente, a Cervantes o a

Humboldt, entre otros.

Otro elemento que vale la pena resaltar de este narrador es su conciencia de estar narrando.

Con frecuencia, el narrador de Manuela se refiere a los escenarios de la historia como “las tablas

o el teatro de esta narración”. El capítulo VII empieza, por ejemplo, con la siguiente frase: “En

14

dos capítulos seguidos hemos tratado de dar a conocer…”,8 exponiendo así la estructura de su

narración (que parece plantearse, ante todo, como escrita), y más adelante encontramos que

también explica por qué decide poner mayor atención a uno u otro aspecto: “Sin embargo hay

gentes que llaman indios a los de estos sitios, sin detenerse a contemplar […] pero nosotros sí nos

detendremos a considerar por algunos momentos …” (133).

Este narrador también parece tener un tipo de lector en mente. Posiblemente le escriba a un

lector de la ciudad que desconoce por completo el mundo rural del país. Los lectores son

interlocutores que se mencionan en la narración constantemente: “…las dos señoritas habían

pasado a tratar del socialismo, cosa que les parecerá muy extraña a mis lectores” (50). Se trata,

entonces, de un narrador que decide contar una historia para alguien; hacer un relato para quienes

pueden leer acerca de una realidad que les es desconocida, pero que debe interesarles. Este

narrador quiere que su relato quede sobre un papel, dándole así existencia escrita a lo que cuenta

y a la realidad rural que describe. Esto se evidencia especialmente cuando describe

meticulosamente los paisajes de la zona y las casas de la gente que va conociendo Demóstenes en

su trayecto, deteniéndose en detalles como las imágenes religiosas que decoran la casa de Rosa y

la precariedad de su cocina y sus dormitorios. El narrador dedica algunos fragmentos a explicar,

por ejemplo, qué es un rancho o una guacharaca, como “traduciendo” para un lector no

familiarizado con este tipo de términos: “Las guacharacas son unas cañas de chontadura rajadas,

que se frotan con una astilla de palo…” (24).

8 Por supuesto, hay que tener en cuenta que Manuela fue una novela pensada para ser publicada semanalmente en El Mosaico, algo muy frecuente en la literatura de la época. Es posible que este tipo de frases encuentren parte de su razón de ser en este hecho.

15

Lo anterior nos lleva a detenernos en otra característica de este narrador, que no se puede

pasar por alto: su lenguaje. Como se verá más adelante, éste fue uno de los aspectos más

criticados de la novela, desde su primera publicación en El Mosaico.

Sin miedo a generalizar, es posible afirmar que en Manuela encontramos una voz narrativa

bastante uniforme que se va configurando poco a poco y de manera coherente, a medida que

avanza la novela. En otras palabras, reconocemos a un narrador que conserva a lo largo de la obra

una misma manera de proceder: una combinación de descripción y narración de acontecimientos

que se intercala de forma intermitente con las voces de los personajes. También percibimos un

tipo de lenguaje que se mueve constantemente entre el terreno de lo “letrado” (en cuanto a

escrito) y el terreno del lenguaje popular perteneciente a una cultura oral. Al incluir elementos del

lenguaje popular (refranes, adagios y términos) en su narración, esta voz narrativa enriquece

notablemente su vocabulario y sus posibilidades de crear imágenes literarias, lo cual le permite

construir sensorialmente el mundo rural que se configura en la novela. En cuanto a esto, el

episodio de la fiesta del angelito (Cap. XXIII) es muy ilustrativo:

La música seguía con todo vigor, en especial la carraca, que no cesaba un solo momento:

era un cuadro que merecía un pincel por separado, la figura de ñor Elías agachado,

pegándole al suelo con la carraca, sin dejar apagar la churumbela, y sin alzar a mirar a la

gente, embriagado con la dulce filarmonía de su instrumento… (290)

1.2 El lenguaje integrador en Manuela

Es difícil hablar del lenguaje del narrador dejando de lado el lenguaje de los personajes a

los que éste les cede la voz tan frecuentemente. La riqueza de esta novela, en cuanto al lenguaje

se refiere, no está dada únicamente por el narrador de la historia. A través de las voces de los

personajes Manuela se nutre de un gran número de acentos, expresiones, construcciones y

vocabulario nacidos en una zona rural. Un buen ejemplo de esto lo encontramos en la

16

conversación que tiene Estefanía con Clotilde durante la agonía de Rosa, uno de los momentos

más conmovedores de la novela. Dice Estefanía:

Todo se le ha hecho, pero Rosa no escapa de ésta […] El tasajo ni el plátano no hay para

qué nombrárselos. Rosa se muere mi señora; y por eso es que el trespiés no vagó de cantar

encima de la mata de guadua en toda la semana pasada; y dice Antoñita que lo vio volar y

sentarse en dos ocasiones sobre la casa. (327)

Gran parte de la novela está conformada por las voces de los personajes involucrados en la

historia. Entre ellos encontramos diversos tipos de lenguaje que van desde el cachaco letrado,

que parece seguir juiciosamente los diccionarios y las gramáticas, hasta el de los trabajadores del

trapiche, quienes hacen uso de una gran cantidad de palabras y decires populares de la cultura

oral.

A través de este lenguaje integrador de lo popular/oral y lo “culto”/escrito, en Manuela se

crea una voz narrativa que llama la atención sobre las posibilidades del lenguaje literario. De la

misma manera que podemos rastrear al Quijote en la narración de la novela también nos damos

cuenta de la influencia que el lenguaje de los personajes va teniendo sobre el narrador. Éste se

apropia del lenguaje popular, e incluye en su narración términos y dichos que hemos oído

previamente en boca de los personajes. En esa medida, tanto el lenguaje popular, que nace y vive

en una cultura oral, como los grandes clásicos (libros) de la literatura de occidente son fuentes de

las que el narrador bebe para configurar el lenguaje literario de su novela.

Partiendo de esta idea, es posible afirmar que en Manuela se reúnen, principalmente, dos

propuestas con respecto al lenguaje literario. En primera instancia, la novela está llamando la

atención sobre la posibilidad de integrar diferentes modos del lenguaje popular oral a la novela,

cuestionando así la noción de lenguaje “correcto”, usualmente reservado para lo escrito. Así, la

separación tajante entre el lenguaje de “la letra” (perteneciente a la reducida élite lectora-escritora

17

de las ciudades) y el lenguaje oral (del pueblo analfabeta) se resquebraja en la novela de Díaz

Castro. Con respecto a esta división social del lenguaje, que fue tan importante en América

Latina para los proyectos “civilizadores” durante el periodo de fundación de naciones, dice Ángel

Rama: la “palabra escrita viviría en América Latina como la única valedera, en oposición a la

palabra hablada que pertenecía al reino de lo inseguro y lo precario” (22). Manuela surge,

entonces, como una obra literaria que cuestiona las restricciones de validez y autorización de la

ciudad letrada (tomando el término de Rama), 9 en cuanto a su lenguaje se refiere.

Además de incluir el lenguaje popular y oral en la novela escrita, la obra de Díaz llama la

atención sobre la belleza de los diferentes tipos de lenguaje que se encuentran en la zona rural en

la que tiene lugar la historia de Manuela. En varias oportunidades tanto el narrador como

Demóstenes (los dos letrados) expresan la fascinación que experimentan al oír hablar a algunos

personajes de La Parroquia. Dice el narrador, por ejemplo:

Marta sabía leer y aunque era más verbosa y locuaz que Manuela, no tenía la gracia de

locución de ésta […] el estilo de las hijas del Llano grande, que se expresan por medio de

imágenes y figuras rápidas y bellas, y con frases de una sencillez que les ha hecho gozar de

bien merecida fama. (119)

Al calificarse el lenguaje de estas campesinas como bello, la novela de Díaz está llevando el

problema a un nivel estético. En ese sentido, no se trata únicamente de incluir en la literatura

escrita elementos del lenguaje popular iletrado, sino también de reconocer el valor estético y el

carácter poético de este tipo de lenguaje. Este elemento amplía la primera propuesta de Manuela

con respecto al lenguaje literario, al tiempo que la justifica. En otras palabras, la inclusión del

9 En su texto, La cuidad letrada, Rama propone que con l a creación de l as ciudades durante la colonia en Améri ca Latina se creó también un centro de poder urbano que, aunque no constituyó la parte material y visible del orden colonial, ejerció una labor de control y legitimación a través de los signos. Este centro de poder es el que Rama llama la ciudad letrada. A los integrant es de esta cuidad letrada les correspondía dirigir las sociedades, tarea que, según Rama, siguieron haciendo durante todo el siglo XIX independiente.

18

lenguaje oral en una novela escrita no se propone únicamente por el simple hecho de incluir (en

el sentido de no dejar de lado), sino que también se justifica en cuanto a que ese lenguaje tiene

una carga estética importante, elemento propio de la literatura.

La segunda propuesta que puede estar haciendo Manuela es llamar la atención acerca de la

necesidad que tiene la literatura de apropiarse de otros tipos de lenguaje a la hora de aproximarse

a realidades que así se lo exigen. Para ilustrar mejor esta idea vuelvo a hacer referencia al

ejemplo que cité anteriormente, el episodio de la agonía de Rosa. En este fragmento, Díaz opta

por hacer hablar a Estefanía para que a través de su voz y su lenguaje podamos conocer una

realidad (unas creencias y una forma de ver la naturaleza), que no podríamos ver de igual manera

a través del lenguaje del narrador letrado y citadino de Manuela. En otras palabras, la novela está

evidenciando la inseparable unión que hay entre el lenguaje y la realidad en la que éste se

engendra. En esa medida, Manuela llama la atención acerca de la imposibilidad de hablar de la

naturaleza, la historia y las creencias de un pueblo ignorando su lenguaje.

Hago aquí un paréntesis para señalar que el lenguaje es tematizado de diferentes maneras a

lo largo de toda la novela. Además de encontrar varios tipos de lenguaje incluidos en el texto,

éste es un tema discutido por los personajes de Manuela, y señalado frecuentemente por el

narrador. A medida que la novela nos da a conocer a los personajes, también nos informa acerca

de quiénes en La Parroquia saben leer y quiénes no. Se nos cuenta que la “ilustrada” del pueblo

es Marta, la prima de Manuela, y que tanto el cura como Tadeo leen y escriben. Adicionalmente,

los personajes hacen una diferenciación entre los letrados y los no letrados (ligada usualmente a

la división calzados-descalzos), evidenciando así cómo la distinción lenguaje escrito / lenguaje

oral está ligada a una rígida separación social y política en la Nueva Granada. Tadeo y sus

seguidores, por ejemplo, explotan esta diferenciación social para argumentar su discurso

demagógico en contra de los hacendados. En el capítulo XXVIII (capítulo cedido por el narrador

19

casi en su totalidad a Tadeo para que exponga su discurso “draconiano”), el gamonal dice: “La

deferencia actual de los descalzos a los calzados, o de los ignorantes a los que saben leer y

escribir, no es otra cosa que la sumisión del vencido en la guerra general entre ricos y pobres”

(371). En términos generales (tal vez con excepción de Marta), quienes poseen el conocimiento

de la letra escrita son aquellos que pertenecen a las clases sociales dominantes (incluido en esta

clase don Tadeo, a pesar de ser el principal denunciante de esta situación), aquellos que ejercen

su poder sobre (o en contra de) los no letrados.

Es importante notar que Manuela no es el único texto literario de su época en el que

encontramos la presencia de un lenguaje rural y oral. Ésto era frecuente en los cuadros de

costumbres, y a veces en los relatos de viajes. Sin embargo, este lenguaje juega un papel distinto

en la novela de Díaz. En primer lugar, hay una apropiación del lenguaje oral por parte del

narrador letrado, quien reconoce la belleza de este tipo de lenguaje; segundo, esta inclusión no se

hace por el simple hecho de reconocer la existencia de un “otro” que habla distinto, como ocurre

por ejemplo en María, sino que esta inclusión alberga también una propuesta estética; y por

último, el lenguaje oral y rural en Manuela se presenta con la misma autoridad y legitimidad que

el lenguaje letrado del narrador y de don Demóstenes. A través del lenguaje rural de Manuela,

Rosa o Dimas conocemos, por ejemplo, algunas de las posiciones políticas más fuertes de la

novela, posiciones que llegan a retar el discurso letrado de Demóstenes.

Algunas de las primeras críticas que recibió Manuela con respecto a su lenguaje fueron

formuladas por José María Vergara y Vergara y Carlos Martínez Silva. En la biografía de Díaz,

escrita por Vergara en 1865, en homenaje a su muerte ocurrida el mismo año, el autor dice: “Si el

señor Díaz hubiera poseído lenguaje, como poseía injenio, hubiera figurado en la primera línea de

20

los escritores castellanos”10 (91). Así mismo, en el prólogo que hace a Manuela en El Mosaico

(1858) Vergara señala que no se puede juzgar el estilo de Díaz, pues ya se ha hablado acerca de

su vida, es decir, se ha contado que el escritor de Manuela nació en Soacha y que no terminó

bachillerato. Después de ésto, Vergara pregunta: “¿Quién se atrevería a inculparle el poco culto

que dé a la diosa literaria de este siglo, a la Forma?”(16).

Esta asociación que hace Vergara entre habitante del campo y falta de lenguaje y de

cuidado en la forma, nos recuerda los planteamientos de Rama. La crítica de Vergara (teniendo

en cuenta su fundamento) parece provenir de un integrante y defensor de la cuidad letrada. Cabe

preguntarse si esa idea de que, inevitablemente, Díaz manejaba un “lenguaje descuidado” debido

a su origen (de ahí que como lectores debamos “disculparlo”) no se engendra precisamente en la

división social ligada al lenguaje de la que se habló anteriormente.

Por la misma vía, Martínez Silva afirma en 1880 que el lenguaje de la novela de Díaz era

“…por todo extremo incorrecto, el estilo vulgar y desaliñado…” (Ctd en Mújica I 16). Hay dos

elementos en este comentario que llaman la atención. Por una parte, encontramos la idea de

lenguaje “incorrecto”, que supone una oposición al “correcto”, y por otra, la utilización del

calificativo “vulgar” en términos negativos. Estos dos adjetivos parecen apuntar hacia el mismo

asunto: la inclusión (con estatuto) del lenguaje popular oral en una novela escrita. La gran

variedad de formas del castellano que encontramos en Manuela debían presentársele a Martínez

Silva (un abogado y académico conservador de gran peso en la vida política del país y reemplazo

de Miguel Antonio Caro en la dirección del periódico El Tradicionalista) como demasiado

diferentes al lenguaje “correcto” que quería promover y que se manejaba en la cuidad y en el

pequeño círculo intelectual del que él formaba parte. En ese sentido, el lenguaje de los sectores

10 Se respetará la ortografí a de los textos originales.

21

populares (del vulgo), debía ser, sin duda, “incorrecto” y por lo tanto su aparición en el texto

escrito debía ser reconocida como un error, como algo definitivamente inapropiado. Visto desde

esta perspectiva, no debe sorprendernos que Martínez no haya encontrado en Manuela una

propuesta con respecto al lenguaje literario, propuesta que desafía ese miedo a lo “vulgar” y a lo

“incorrecto”.

Lo que sí resulta sorprendente es que ya en el siglo XX algunas de las críticas que se le

hicieron a Manuela hayan seguido recorriendo el mismo terreno, como si la crítica literaria

colombiana se hubiera congelado en el tiempo. En su libro La literatura colombiana (1918),

Antonio Gómez Restrepo hace la siguiente afirmación sobre Manuela: “El estilo de Díaz es

descuidado e incorrecto, pero expresivo y pintoresco, y tiene rasgos que revelan hasta qué altura

hubiera podido elevarse don Eugenio con una más completa educación de su talento” (94). El

comentario de Gómez evidencia una lectura de la crítica de Vergara y Vergara y, posiblemente,

también de Martínez Silva. Cabe preguntarse hasta qué punto hay detrás de la crítica de Gómez

Restrepo un estudio riguroso de Manuela, o sólo un tránsito por los caminos de las “autoridades”

que hablaron sobre el tema (sobre todo si nos fijamos en la similitud que hay en las

apreciaciones, e incluso en los adjetivos utilizados).

1.3 Demóstenes: Parodia de un “señorito bogotano”

Los personajes de Manuela son otro elemento que, como el lenguaje, parecen albergar una

serie de propuestas. Aunque no me detendré a estudiar todos los personajes de la obra, hay

algunos que no se pueden pasar por alto. Empezaré por don Demóstenes, uno de los personajes

más importantes de la novela y también uno de los más presentes. Demóstenes es un viajero

bogotano que desconoce por completo la realidad rural de su país y que se sorprende con todo lo

que va encontrando durante su estadía en La Parroquia. La primera imagen que tenemos de este

22

personaje es la de un letrado que lleva sus libros a todas partes y se queja por la incomodidad de

las posadas neogranadinas, añorando el progreso y la civilización que encontró en de los pueblos

de Estados Unidos. Este viajero letrado rápidamente se interesa por entablar una conversación

con Rosa para conocer su vida y la de La Parroquia. Este último es un rasgo muy característico de

los letrados que pertenecían a la generación de la Comisión Corográfica, quienes emprendían

viajes por La nueva Granada con el ánimo de conocer su país y las costumbres de sus habitantes.

En Demóstenes esta característica se mantiene hasta el final de la novela. Demóstenes siempre

está buscando hablar con todos los personajes que conoce, mostrando un gran interés por sus

vidas y sus opiniones. A través de las conversaciones que tiene este viajero con los trapicheros,

los habitantes del pueblo, el cura y los hacendados, se abre el espacio en la novela para que

conozcamos los diferentes discursos y lenguajes que conviven en La Parroquia y sus alrededores.

La inclinación política de Demóstenes es una de las características que más rápidamente

conocemos de este personaje. Tanto el narrador como el mismo Demóstenes señalan la inmensa

fe que tiene el personaje en las ideas del liberalismo radical. Muy temprano en la novela (Cap.

III) sale a la luz el pensamiento político de Demóstenes y su firme convicción en que el futuro de

la Nueva Granada está en la educación letrada, el progreso tecnológico y científico, el cultivo de

la razón (libre de cualquier dogma religioso) y la libertad individual. El mismo Demóstenes dice

sobre sí mismo: “…tengo un corazón liberal, liberal, liberal” (73). Desde el capítulo III también

empezamos a percibir el deseo de Demóstenes de “ilustrar” al pueblo iletrado, haciéndole

entender la importancia de los valores liberales en los que él tan firmemente cree. Esta idea de

enseñar y “civilizar” al pueblo se presenta en Demóstenes de manera un poco obsesiva. Cualquier

situación le parece apropiada al personaje para exponer sus convicciones políticas. Por supuesto,

los referentes de civilización de don Demóstenes son los mismos de los de la mayoría de los

ciudadanos letrados del siglo XIX en Hispanoamérica: Europa y Estados Unidos. Esta fe en el

23

progreso y su admiración por la cultura europea se revelan en escenas como la que encontramos

en el capítulo IX, en donde Manuela le enseña a Demóstenes un baile popular para las fiestas de

San Juan. Dice Demóstenes a la joven:

-Es lo que te digo […] lo que se debe aprender es la varsoviana, el strauss y la polka que

son los bailes de alto tono, y dejarse de los usos retrógrados de los pueblos semisalvajes.

No hay que poner estorbo a los adelantos del siglo. (94)

En un principio, Demóstenes se nos presenta como un típico letrado capitalino que predica

sus ideales sin conocer realmente el país en el que vive. Su imagen de letrado está construida, a

menudo, a partir de situaciones que se tornan cómicas y que terminan revelando lo inapropiado y

hasta el carácter un poco ridículo de su proyecto liberal “civilizador”. Una escena en donde esto

se hace muy visible es el segundo encuentro de don Demóstenes y Rosa, el cual tiene lugar en el

trapiche El Retiro. Rosa le dice a don Demóstenes que es “enemiga de la clase de botas”, a lo

cual el bogotano responde: “-Yo me alegro de que tú seas socialista […] ¿De dónde has tomado

lecciones de tanto progreso?” Y sigue diciendo: “¿Quién te ha enseñado que la riqueza

acumulada en ciertas clases privilegiadas […] es contraria al espíritu de la democracia?”(103). En

seguida Rosa le manifiesta que no le ha entendido nada y le explica el por qué de su enemistad:

“- Es porque usted no sabe que un rico me acarició para reírse de mí y para desecharme luego,

quitarme la estancia y arruinar a mi familia” (104). La respuesta de Rosa introduce un giro a la

situación que evidencia lo inapropiado del comentario de Demóstenes, haciendo visible su

ingenuidad con respecto al mundo real. A través de este tipo de situaciones, la figura del liberal

letrado, que intenta organizar el mundo a partir de un discurso que ha aprendido en los libros

empieza a presentarse, no sólo ingenua, sino también ridícula, precisamente por su impertinencia.

24

No obstante, esto comienza a cambiar en la segunda mitad de la novela. A medida que

Demóstenes conoce la realidad política y social de La Parroquia se sorprende por la gran

distancia que hay entre lo que él imaginaba de un pueblo de la Nueva Granada durante un

gobierno liberal y lo que realmente se encuentra allí. Cuando conoce la situación de sometimiento

de los arrendatarios y trapicheros, exclama indignado: “-¡Oh! ¡los señores feudales! […] ¡Y en el

siglo XIX y bajo un gobierno más democrático que el de los Estados Unidos! ¡Me horrorizo, me

espanto de ver que así se desprecie la constitución!”(106). Esta sorpresa de don Demóstenes se

convierte gradualmente en un reconocimiento de su ingenuidad con respecto a lo que creía que

era la Nueva Granada. En el capítulo XVII oímos a don Demóstenes decirle al cura: “-Yo creía

cándidamente que todas esas leyes que se dan en el congreso y todos esos bellísimos artículos de

la constitución eran la norma de las parroquias, y que los cabildos eran los guardianes de las

instituciones; pero estoy viendo que suceden cosas muy diversas de lo que se han propuesto los

legisladores” (200).

La pobreza y la injusticia que encuentra don Demóstenes dejan gradualmente una huella en

el personaje. El bogotano empieza a perder la inocencia que enmarcaba sus convicciones

iniciales, y poco a poco entiende que hay en la Nueva Granada un problema social mucho más

complejo de lo que podría parecer en los textos escritos y leídos desde la capital. La figura del

intelectual citadino, convencido de las virtudes del pensamiento liberal, empieza a matizarse en la

novela, a partir del desengaño paulatino que experimenta Demóstenes. “A medida que

Demóstenes gana experiencia en los hechos diarios de la vida rural de la Colombia de mediados

del siglo XIX, va entendiendo las diferencias entre la nación que conoce a través de la

constitución y la leyes, y la nación rural inmersa en la cultura oral…” (Williams 83).

En medio del conflicto de La Parroquia, el personaje se ve envuelto en situaciones

inesperadas que nunca habrían podido ser contempladas por su “corazón liberal, liberal”. En el

25

capítulo XVII, cuando los manuelistas, los hacendados y don Demóstenes logran capturar a

Tadeo, quien intenta escapar, y lo llevan amarrado a la cárcel “como si fuera un carnero”, el

bogotano se siente muy afligido por haber tenido que contribuir en el proceso de quitarle la

libertad a un ciudadano. Con respecto a esto el narrador comenta:

Lo que a éste [Demóstenes] lo tenía más triste era el considerar el extremo a que había

llegado por su participación en los asuntos de la parroquia, y la revolución completa de sus

ideas […] se hallaba en absoluta contradicción con sus principios radicales. ¿Pero qué iba a

hacer don Demóstenes? Los tigres no se amansan con grano como las palomas. (199)

Las situaciones a las que se enfrenta Demóstenes en La Parroquia provocan un conflicto en el

personaje, pues hacen que sus acciones e ideales se contradigan. Así el personaje de Demóstenes

se despoja gradualmente del carácter un poco ridículo que cargaba al principio de la novela. Al

final nos encontramos con un Demóstenes mucho más real, menos caricaturesco, un personaje

más serio que ha sufrido un proceso a través del cual ha desvirtuado y cuestionado algunos de sus

juicios y convicciones iniciales.

Vale la pena mencionar aquí el análisis de Demóstenes que hace Seymour Menton en su

texto La novela colombiana: planetas y satélites. En él, el autor señala el parecido que hay entre

don Quijote y don Demóstenes. Dice, por ejemplo, que hay grandes similitudes entre las

relaciones que tienen el bogotano y su criado y el caballero de La Mancha y Sancho Panza. Sin

duda, estas son relaciones que se pueden establecer y que, muy probablemente, Díaz tuvo en

mente durante la creación del personaje de Demóstenes. También encontramos situaciones en

Manuela que, aunque no tendrían una equivalencia directa con episodios de Don Quijote, podrían

calificarse de quijotescas 11.

11 Un ejemplo de ésto lo vemos en el capítulo X, en el que don Demóstenes le hace una visita a Clotilde, la hija de un hacendado y a quien quiere seducir. En él, el bogotano caza una guacharaca para l a joven y al entregársela ella se enfurece y se pone muy triste, porque el ave era su mascota.

26

“Es precisamente ese ‘perfil ficticio’ y el aspecto a veces ridículo que explican la

caracterización de don Demóstenes: es una especie de don Quijote” (Menton 57). Esta afirmación

de Menton puede llegar a ser muy discutible. En primer lugar, sugiere que el personaje de

Demóstenes es sólo el resultado de la intención de Díaz de hacer una especie de don Quijote, lo

cual ignora por completo el contexto, tanto histórico como de la novela, en el que está inmerso

este personaje. En segundo lugar, la afirmación de Menton encierra la idea de que si vemos a

Demóstenes como “un Quijote bogotano”, entonces el personaje se “salva” de su carácter a veces

ridículo y cómico. Aunque es necesario señalar que Menton hace esta afirmación con el ánimo de

discutir con aquellos críticos que “… no han sabido apreciar debidamente la caracterización de

don Demóstenes” (Menton 57) y han calificado al personaje como “poco encarnado,” la

propuesta del autor deja de lado muchos aspectos del personaje, en su afán de “defenderlo”. Por

ejemplo, no tiene en cuenta la transformación que va sufriendo Demóstenes a lo largo de la

novela. Por otra parte, resultaría más enriquecedor para el análisis de Manuela cambiar el ángulo

desde el que se pueden estar formulando las preguntas. Con esto me refiero a que en lugar de

preguntarnos cómo se puede “justificar” el carácter ridículo y caricaturesco que percibimos en

Demóstenes, podríamos preguntarnos más bien cómo se presenta ese carácter ridículo, qué tanto

hay de ironía en él, qué matices tiene y qué propuesta puede haber detrás de este personaje.

Lejos de ser una falencia de la novela o una incapacidad del autor para configurar

personajes “bien encarnados”, el personaje de Demóstenes introduce un elemento de parodia e

ironía, que es central en Manuela. La imagen del liberal letrado bogotano, miembro de la ciudad

letrada, tan importante en el siglo XIX, se ve “desacralizada” a través de las situaciones ridículas

y cómicas en las que vemos a Demóstenes. Si pensamos que tanto la historia de Manuela como

su escritura y su publicación ocurrieron durante el Olimpo Radical en Colombia, esta parodia

empieza a cobrar más sentido. Según Williams, Demóstenes “…podría verse como la

27

personificación de aquella fase histórica de dominación liberal de los años 1850 a 1870 […] [en

donde] la cosmovisión liberal del momento en nada reflejaba las realidades económicas, sociales

y políticas” (83).

Visto desde esta perspectiva, el personaje de Demóstenes es una parodia del “señorito

bogotano”, por lo menos durante la primera parte de la novela. Vemos en Demóstenes a un

capitalino letrado con ideales liberales que pretende educar al pueblo “bárbaro”, sin conocer el

país en el que vive; un liberal para quien la libertad y la democracia son valores supremos, pero a

quien le parece intolerable que su novia sea católica. A través de este liberal que alberga una serie

de contradicciones, unos visos de un orden autoritario, se está haciendo un señalamiento de la

figura del letrado urbano del siglo XIX. Sin embargo, no podemos olvidar el proceso que sufre

este liberal letrado que sí se atreve a conocer la realidad rural de su país. Finalmente, Demóstenes

se devuelve a Bogotá para arreglar su relación con su novia católica, siendo consciente de que la

constitución no está hecha para el país real, al cual en últimas se desconoce en la capital.

1.4 Una mujer dueña de su propia voz

A pesar de que algunos críticos como Williams y Menton han señalado que el protagonista

de la novela de Díaz es Demóstenes, cuando se analiza el personaje de Manuela esta afirmación

se vuelve difícil de sostener. Manuela es un personaje de una fuerza arrolladora, que fácilmente

atrapa nuestra atención en la narración. Es una joven de diecisiete años, con un carácter fuerte y

unas convicciones firmes. A pesar de no ser letrada, Manuela sostiene largas discusiones con

Demóstenes acerca de temas como la igualdad y el futuro social y político del país, y es la

principal defensora de su cultura y tradiciones locales. Esta joven es quien más frecuentemente

cuestiona los ideales liberales utópicos del bogotano, desde sus fundamentos más esenciales, con

argumentos que retan el discurso letrado del viajero. Por ejemplo, es ella quien más cuestiona las

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contradicciones de don Demóstenes con respecto a la igualdad y la tolerancia. Cuando estos dos

personajes discuten sobre lo inaceptable que le parece a Demóstenes que su novia Celia sea

católica, le dice Manuela: “- Muy bien, ¿no es tolerante usted? ¿O es que usted solamente da la

tolerancia para que lo toleren, pero no para tolerar, o cómo es eso? […] Ya verá cómo ni usted ni

don Alcibíades ni don Tadeo son tales liberales, porque del decir al hacer hay mucho que ver”

(296). A través de la inteligencia de Manuela y de sus habilidades de expresión, la novela hace de

un personaje rural de la Nueva Granada (además mujer y no letrada) un interlocutor válido, capaz

de hacer aportes importantes al proyecto de nación, algo casi impensable en el siglo XIX.

Manuela es una mujer que opina y decide sobre su vida, maneja su propia voz (Ortiz 147).

Así, por ejemplo, ella decide casarse con Dámaso, a pesar de la persecución de Tadeo, y lleva su

decisión hasta las últimas consecuencias. María Mercedes Ortiz nota que el aspecto físico de

Manuela es uno de los elementos que reflejan el tipo de mujer que está proponiendo la novela de

Díaz (en oposición a María): “…La fuerza, vitalidad y salud de Manuela, el amplio uso que hace

de su cuerpo al trabajar, caminar, bailar, etc., contrastan con el cuerpo lánguido y enfermo de

María que casi nunca sale de su casa” (147). Vale la pena notar que, a diferencia de lo que podría

esperarse de una joven en el siglo XIX, Manuela es una mujer que no depende de ningún hombre,

en ningún sentido; es una mujer trabajadora, responsable de su casa y una importante consejera y

defensora de los habitantes de La Parroquia. En su relación con Dámaso, es ella quién decide qué

deben hacer, cuándo y a dónde deben huir durante la persecución de Tadeo. Tampoco tiene un

padre que la “guíe” o que decida sobre su vida, como ocurre en María. Con todas estas

cualidades, Manuela no sólo se convierte en una mujer que sale al terreno público (usualmente

reservado para el hombre)12, sino que también se hace líder social y político de La Parroquia.

12 Ver González Stephan, Beatriz. “ Modernización y disciplinamiento”, 441-442.

29

1.5 Las mujeres “de carne y hueso” en Manuela

No hay en La Parroquia ni un atisbo de la mujer “idealizada” del siglo XIX. La mujer

prudente, recatada, tímida, frágil, obediente, dependiente y doméstica está completamente

ausente y es cuestionada a través de los personajes femeninos en la novela de Díaz,

especialmente a través de Manuela. Ninguna de las mujeres de La Parroquia podría ser vista

como “el ángel del hogar” (tomando la expresión de González Stephan). Sin lugar a dudas,

Manuela es una novela de personajes femeninos que tienen una voz, hacen denuncias y expresan

su posición política: Manuela, Patrocinio, Cecilia y Marta en La Parroquia; Pía, Rosa y Matea,

trabajando en los trapiches; la Lámina en Bogotá; Melchora viviendo en el monte; Clotilde y

Juanita, las hijas de los hacendados. Con respecto esto Pineda afirma que las mujeres en Manuela

son personajes ampliamente caracterizados, lo cual contrasta con los personajes femeninos que

encontramos en otras novelas de la época como Yngermina o La hija del Calamar (yo añadiría,

María), en donde las mujeres se dibujan a través de “…clichés y metáforas desgastadas alrededor

de temas como el honor, el recato, la pureza, la belleza…” (Pineda 149). Lejos de encontrar

íconos marianos (como en la novela de Isaacs), “en Manuela, las mujeres son de carne y

hueso…” (Pineda 149).

Tal vez las dos mujeres de La Parroquia que nos podrían llegar a parecer cercanas a la

mujer “idealizada” del siglo XIX son Clotilde y Juanita. Estas dos hijas de hacendados han tenido

una educación letrada, y sabemos que son lectoras de novelas románticas. Son mujeres hermosas

que guardan un comportamiento “decente y recatado”, de “corazón sensible”, y frecuentemente

se abandonan al llanto. Aunque sus conversaciones se centran en sus líos amorosos con

caballeros que las cortejan a través de cartas, vemos en ellas dos características que las alejan del

ideal de “ángel del hogar”. En primer lugar, son mujeres inteligentes que trabajan en su hacienda

30

y organizan el trabajo de los trapicheros. En segundo lugar, son jóvenes perfectamente enteradas

de la situación política de su país. A pesar de su acomodada posición, se lamentan por las

injusticias sociales que perciben en el sistema, el sufrimiento de las mujeres trapicheras y la

situación de guerra en la Nueva Granada. Sus conversaciones terminan siempre convirtiéndose en

discusiones sobre política (como las de sus padres), en las que expresan agudas críticas al

gobierno y a la posición que ocupa la mujer en la sociedad.

Un elemento que atraviesa a los personajes femeninos en Manuela es que todas ellas son

víctimas. Las mujeres de La Parroquia y de los trapiches son víctimas de la violencia política, de

la injusticia y del abuso del gamonal, y éstas últimas también del abuso de los hacendados y de la

violencia de sus esposos; Celia y sus hermanas, miembros de la élite capitalina, son víctimas del

desplazamiento durante la guerra bipartidista y de la autoridad de su padre; Juanita y Clotilde se

quejan de la marginalidad de la mujer en su sociedad. “Ya sean madres, esposas, amantes, peonas

burladas, ricas hacendadas, recatadas damas de alcurnia, son víctimas, por lo general, de la

intransigencia masculina de la época, de la norma varonil que les exigía un honor mal entendido;

de la manipulación masculina cruel e injusta” (Pineda 149). A pesar de la fuerza de estas mujeres

y de su espíritu de lucha, la realidad social y política del país termina siempre agrediéndolas a

ellas en primer lugar. En ese sentido, la novela de Díaz está haciendo un señalamiento acerca de

la vulnerabilidad de la mujer en medio de un orden patriarcal intolerante que se extiende a todos

los círculos sociales de la Nueva Granada.

Pineda y Ortiz llevan esta idea a un nivel alegórico. Los críticos señalan que, a través de

estas mujeres, hay en Manuela una denuncia del abandono, el abuso, la violencia y la injusticia

de la que es víctima toda la nación, debido al orden político y social bajo el cual ésta se ha

pretendido conformar. Dice Ortiz: “Las mujeres atropelladas y dolidas parecen personificar a la

Colombia del siglo XIX, azotada por las guerras civiles y los conflictos partidistas” (146). Por su

31

parte, Pineda establece una equivalencia de significado entre Manuela y La Parroquia (y por esa

vía, cualquier población rural del país, de ahí que Díaz haya decidido no poner un nombre

particular a este pueblo). “En otras palabras, podría inferirse que Manuela encarna la parroquia,

esa célula del territorio nacional, símbolo de toda la República, que es mancillada y oprimida por

la supercultura capitalina de carácter varonil” (Pineda 149). Desde esta perspectiva, el sentido del

título de la novela se vuelve más abarcante. “Manuela” (como nombre, personaje y novela) sería,

entonces, La Parroquia, y por lo tanto los pueblos de La Nueva Granada, es decir, sería la nación

incipiente en la que vivió y escribió Eugenio Díaz.

1.6 “Te digo la verdad, que estaríamos lo mismo: somos como de nación separada”

A través de una serie de críticas y denuncias, Manuela presenta la nación colombiana de

mediados del siglo XIX con voces y lenguaje de sus habitantes. Hasta el momento hemos visto la

pluralidad de lenguajes y la variedad de visiones de mundo que conforman el universo de la

novela. Nos resta profundizar en el aspecto político de los discursos que arman el tejido de

Manuela para terminar de precisar su propuesta.

Manuela es una obra en la que se oyen una gran variedad de voces y de discursos políticos,

confrontados tanto en los diálogos de los personajes como en la narración de la obra (recordemos

el lenguaje integrador del narrador de la novela). De esta manera, el plurilingüismo (o

heteroglosia) del que habla Bajtín,13 propio del lenguaje novelesco, se hace evidente en esta obra.

13 El concepto de plurilingüismo (heteroglosia) es el centro alrededor del cual se edi fica la propuesta de Bajtín acerca de la novela en su libro Teoría y estética de la novela. Se parte de la idea de que el lenguaje es un fenómeno soci al; la palabra no es simplemente un signi ficante neutro, que nos di rija a un signifi cado determinado, sino que está cargada de historia y de ideología. Así, el lenguaje estaría compuesto por todas las di ferentes formas que puede tomar la palabra en la sociedad. Cada grupo, incluso cada individuo, de la sociedad aportaría una “ lengua” al lenguaje. El plurilingüismo del lenguaje está dado, entonces, por la coexistencia de diferentes “ lenguas” que dialogan entre sí al interior del lenguaje. Según Bajtín, la novela sería la represent ación de ese lenguaje plurilingüe y estrati ficado conformado de “ lenguas”, las cuales se hacen efectivas en la prosa a través de la poli fonía. “ Así el

32

Por esta razón me parece pertinente señalar algunos de los discursos políticos que encontramos

en Manuela, aunque, por supuesto, no me detendré a analizarlos todos.

En términos generales, encontramos en la novela de Díaz cuatro tipos de discursos

políticos: un discurso conservador (religioso, proteccionista y “civilizador” a través de la

religión) que oímos en el cura Jiménez; un discurso liberal, propio de la élite dominante que

ejercía el poder gubernamental en el momento (de libertad, fe en el individuo y en el progreso y

también “civilizador”, pero a través de la razón), expresado a través de don Demóstenes y hasta

cierto punto del narrador; un discurso liberal “draconiano” de revolución, populista, pregonado

por Tadeo Forero, Dimas y Melchora; y un discurso autóctono que cuestiona los otros tres

discursos, pero que a la vez reúne algunos de sus elementos (católico, liberal en ciertos

principios, partidario de una revolución “desde abajo”, y defensor de costumbres y tradiciones

locales) como el que encontramos en boca de Manuela.

Estos cuatro discursos dialogan entre sí, haciendo que Manuela sea un debate constante. El

discurso conservador del cura se ve cuestionado por el discurso liberal de Demóstenes y por el de

Tadeo, Dimas y Melchora, y viceversa. Esta situación se presenta, por ejemplo, cuando el cura

discute con Dimas acerca de su estado de “unión libre” con Melchora y en las repetidas

oportunidades en las que Demóstenes y el cura hablan sobre los que, según cada uno, son los

valores supremos de la humanidad: libertad, igualdad y progreso frente a moral, tradición y fe.

Así mismo, el discurso liberal utópico de don Demóstenes se ve enfrentado al de Manuela y al

liberal “draconiano” de Tadeo y Dimas. Por ejemplo, cuando el bogotano le dice a Dimas que es

plurilingüismo se introduce personalmente –por así decirlo- en la novela, y, materializándose en las figuras de sus hablantes, como fondo dialogizado, determina la resonancia especial de la palabra novelesca directa” (Bajtín 149).

33

“retrógrado” por no creer en la igualdad que fundamenta la constitución liberal de la Nueva

Granada, este último cuestiona el discurso del bogotano diciendo:

¿Y por qué no me saluda su persona primero en los caminos y se espera a que yo lo salude?

¿Y por qué le digo yo mi amo don Demóstenes y sumercé me dice taita Dimas? […] ¿Y por

qué los que saben leer y escribir, y entienden de las leyes han de tener más priminencias

que los que no sabemos? …(220)

Ya vimos también cómo Manuela cuestiona el discurso liberal de Demóstenes y el de Tadeo y

Dimas, y señala la distancia que hay entre las palabras de estos hombres y sus acciones. De esta

manera, todos los discursos políticos que hay en Manuela se enfrentan entre sí, creando un

concierto polifónico, un tejido plurilingüe que deja ver una serie de lenguajes e ideologías

(“lenguas”) excluidas, o por lo menos silenciadas, en buena parte de los textos de la época

escritos en la Nueva Granada.

La propuesta de lectura de Manuela que hace Sergio Escobar en su texto “Manuela de

Eugenio Díaz, o la novela sobre el impasse de fundación nacional” (2006) parte de esta última

idea. Escobar afirma que hay en Manuela un discurso contrahegemónico, fragmentario y

disperso, que atraviesa toda la novela y cuestiona tanto al discurso hegemónico (liberal) como al

discurso alternativo (conservador). Según Escobar, a través de Manuela, Díaz atribuye el fracaso

del proyecto de consolidación nacional a los sectores dominantes, quienes excluyeron del

proyecto a los pueblos y culturas subalternos locales.

Desde otra perspectiva, pero llegando a una conclusión cercana, Ortiz propone ver en

Manuela un señalamiento de Díaz con respecto a la fragmentación en la que resultó la Nueva

Granada durante los procesos de conformación de nación. La autora afirma que en la novela se

revelan las dos patrias (completamente distanciadas y desconocidas entre sí) que conformaban la

Colombia del siglo XIX: una “patria grande” (integrada por la mayoría de la población, rural e

34

iletrada) y una “patria chica” (integrada por la pequeña élite dominante, citadina, acomodada y

letrada). La primera patria está representada en la novela por Manuela, los habitantes de La

Parroquia y los trabajadores de los trapiches; la segunda, por Demóstenes, Alfonso Jiménez y los

hacendados y dueños de los trapiches.

Esta misma división que señala Ortiz la encontramos de manera explícita en la novela,

expresada por la Lámina14, quien en el capítulo VI le dice a Juanita: “Es una vida muy particular

la nuestra: guarecidas como las ratas entre los cimientos de las mejores casas de Bogotá, somos

como de nación separada” (59).

La propuesta de Manuela es, sin lugar a dudas, una propuesta de inclusión en todo sentido:

inclusión de lenguajes, tradiciones, costumbres, creencias, razas, géneros e ideologías políticas.

Las situaciones de injusticia, violencia y abandono del estado que denuncian los personajes de

Manuela surgen precisamente en esa nación separada, en esa patria fragmentada en donde no se

oyen ciertas voces, en donde se ignora por completo a los habitantes de lo que Ortiz llama la

“patria grande”. En el capítulo XXVI, frente a la tumba de su padre, Manuela le pregunta a

Demóstenes para qué les sirvió a los liberales “draconianos” la revolución de Melo de 1854 y qué

habría pasado si los “gólgotas” hubieran triunfado, a lo que el bogotano responde: “-Te digo la

verdad, que estaríamos lo mismo” (343). Y eso es precisamente lo que está mostrando Manuela,

esa es la propuesta de Díaz con respecto a la nación. No importa quién esté en el poder: mientras

se sigan ignorando las voces subalternas, mientras quienes dirijan el país sigan legislando sobre

un país que no conocen, mientras siga habiendo una nación separada, todo seguirá como en La

14 A pesar de sólo aparecer en un capítulo de la novela, la Lámina es un personaj e muy interesant e a través del cual se revela la posición marginal y vulnerable de la mujer en la Nueva Granada. Es una joven que, a pesar de pertenecer a una familia acomodada de Caqueza, tiene que huir de su pueblo a la capital por la situación del país. La joven queda huérfana y bajo el cuidado de un hombre que se llama a sí mismo su “ protector”. Se trata de un hombre tirano e intransigente que se lleva a la Lámina a una lujosa casa bogotana, donde la encierra y la maltrata. La Lámina huye también de este hombre y consigue finalmente hacerse dueña de un almacén en Bogotá, en donde trabaja con su criada.

35

Parroquia y el proyecto de consolidación nacional seguirá siendo un fracaso. Con respecto a esto

comenta Ortiz:

Y este cambio y esta comprensión constituyen una semilla de futuro que por lo demás

tristemente no ha florecido en la Colombia del siglo XXI. El país proyectado por Eugenio

Díaz Castro es todavía en la actualidad no más pero tampoco menos que un deseo y en

este sentido Manuela goza todavía de plena vigencia … (149)

Manuela no puede ser, entonces, un romance nacional en el sentido propuesto por Doris

Sommer. La unión entre los amantes es completamente improductiva y no promete un modelo de

nación próspera en el futuro. Apenas se casan Dámaso y Manuela, ella muere, y esta vez no por

una enfermedad, sino por la violencia política en la que estuvo inmerso el país desde su

independencia. Así, Eugenio Díaz construye una propuesta, a través de la denuncia y de la

inclusión, deteniéndose a analizar lo que había, lo que era la Colombia del siglo XIX y no

creando una ensoñación de lo que “debía ser”, o una añoranza de un supuesto paraíso perdido.

36

Capítulo 2

Una aproximación a los primeros lectores de Manuela

La prensa es el vínculo que une los espíritus i transmite las luces […] i es ella quien presta su brazo a la literatura. De este modo, el que escribe tiene en su mano el poder de desarrollar los más bellos principios del deber […] i es seguro que encarrilará más de un espíritu extraviado. J.J Borda15

Manuela comenzó a publicarse por entregas en El Mosaico el 24 de diciembre de 1858,

inaugurando el primer número del periódico, y tres meses después (el 9 de abril de 1859) se

suspendió su publicación, en el capítulo octavo, sin nota o explicación alguna por parte del

periódico. Cuenta José María Vergara y Vergara, en la biografía que escribe de Eugenio Díaz en

1865, que el 21 de diciembre de 1858 Díaz llegó a su casa, enviado por Ricardo Carrasquilla, con

veinte cuadernillos que contenían el manuscrito de Manuela16. Dice Vergara que esa fue la

primera vez que vio a Díaz, y que vestía ruana de bayetón y alpargatas, y comenta: “Este vestido,

que es el de los hijos del pueblo, no engañaba, […] Se veía sin dificultad que si así vestía era por

costumbre campesina; pero su piel blanca, sus manos finas, sus modales corteses, sus palabras

discretas, daban a conocer que era un hombre educado” (“El señor Eugenio Díaz” 1). A partir de

este primer encuentro, Vergara dio a Díaz la calificación de “escritor, pero de ruana”, la cual,

como veremos más adelante, resonaría en buena parte de la crítica de la segunda mitad del siglo

XIX y en algunos críticos del siglo XX.

15 Fragmento del artículo “ Formas poéticas”, publicado en El Mosaico en la “ Sección Literaria”, el 29 de enero de 1860. 16 Vale la pena notar la inconsistencia cronológica que hay en las fechas que da Vergara. A pesar de que Vergara dice en la biografía de Díaz que la primera vez que vio al autor de Manuela fue el 21 de diciembre de 1858, la fecha que encontramos al final del prólogo, acompañando la firma de Vergara, es el 14 de diciembre del mismo año.

37

Muy posiblemente, Vergara y Vergara fue el primer lector de Manuela y también su primer

crítico; fue él quien escribió el prólogo a esa primera publicación por entregas de la novela de

Díaz Castro. En este texto, publicado el 24 de diciembre de 1858 en El Mosaico, Vergara afirma

con entusiasmo: “poseemos ya la novela nacional”. El autor califica la novela de Díaz con las

siguientes palabras: “La originalidad, un tino esquisito, una observación juiciosa i una

apreciación rápida i feliz como la de todo el que está iluminado por el Jenio, son las dotes de esta

novela eminentemente nacional i provechosa” (“Prólogo” 8).

En este prólogo Vergara también se aproxima a lo que podría ser la propuesta de Manuela.

El crítico señala que, en su novela, Díaz no se propone únicamente contar una historia, sino

también reunir una serie de hechos históricos para ponerlos al servicio de una idea. Vergara

percibe en Manuela la intención de Díaz de señalar “los vicios” de la organización política de la

Nueva Granada, y ve una propuesta para “…fundarla de abajo para arriba: de la parroquia lejana

para la capital” (“Prólogo” 8).

La agudeza crítica de Vergara se hace visible en apreciaciones como la anterior. Desde muy

temprano, Vergara vio en Manuela una propuesta política y un ánimo de denuncia, que no vieron

todos sus contemporáneos (o que no evidenciaron en sus textos sobre la novela de Díaz). Una

buena parte de las críticas que se escribieron sobre Manuela, desde su publicación en 1858 hasta

finales del siglo XIX, dejan de lado este problema de la propuesta de la novela; éstas,

generalmente, se limitan a elogiar la “fidelidad” con la cual Díaz “copia” la realidad rural de la

Nueva Granada y lo conmovedores que son algunos de los episodios de la obra. A parte de

Vergara, tal vez los críticos del siglo XIX que más se acercan a ver en Manuela algo más que una

obra que “copia” las costumbres del campo de la Nueva Granada son Jorge Isaacs (en el artículo

“Manuela” de 1867) y Camacho Roldán (en el prólogo que hace a la primera edición en libro de

Manuela, publicada en París por Garnier Hermanos en 1889). Isaacs ve en Manuela una denuncia

38

de la pobreza y la ignorancia que sufren los pueblos de la Nueva Granada, y resalta la “autoridad”

de la novela para tratar esos temas, pues asegura que Díaz vivió “…en intimidad con la clase

pobre y desvalida” (Ctd en Mújica II 462). Sin embargo, el autor de María no parece preocuparse

por la propuesta que pueda albergar Manuela.

Camacho Roldán no se aleja mucho del comentario de Isaacs en este sentido. Aunque

Camacho no ve en Manuela una propuesta (sólo ve en ella una denuncia de la injusticia y la

explotación que se ejerce sobre “las masas ignorantes”), el crítico sí le da a la novela de Díaz un

poder sobre la sociedad. Camacho afirma que Manuela ha tenido un efecto en la “conciencia

oficial”, y en su “evolución” hacia un pensamiento más inclinado a proteger a los “miserables y

oprimidos” (“Prólogo” iv).

Llama la atención, entonces, la percepción de Vergara, pues, por un momento, reconoce el

carácter propositivo de la novela de Díaz, idea que tendría que esperar hasta el poeta Rafael

Maya, a comienzos del siglo XX, para volver a aparecer en la crítica colombiana. Sin embargo,

Vergara no explora la propuesta de Manuela, simplemente la menciona y sigue su crítica,

dejando de lado ese carácter propositivo de la novela de Díaz, para hablar de Manuela como una

“fiel” copia de la realidad. Así, Vergara dedica buena parte del prólogo a elogiar la “exactitud”

con la cual Díaz “pinta” la naturaleza y las costumbres de la zona rural en su novela, y su

efectividad al poner en práctica el precepto que dice: “Los cuadros de costumbres no se inventan,

sino se copian” (“Prólogo” 8)17.

Sin embargo, rápidamente Vergara, en el mismo prólogo, critica la “falta de estilo” que,

según él, se observa en Manuela. Dice el crítico que, a pesar de todos los logros señalados, “No

podemos hacer iguales elojios de su estilo; falta que pronto notará el lector, i que disculpará

17 Es importante señalar que este es el epígrafe de Manuela en su primera publicación en El Mosaico y que esta afirmación es atribuida a la escritora española Fernán Caballero.

39

pronto, sin duda, cuando conozca la vida del autor…” (“Prólogo” 8). Esa “falta de estilo” no es

realmente explicada ni argumentada por Vergara en este prólogo. A parte de las “razones” ya

señaladas en el primer capítulo de esta monografía (que Díaz vivía en el campo y que no terminó

bachillerato) Vergara sólo dice que en Manuela no “…se ostentan las terribles peripecias con que

tan sabiamente enloquecen al lector los novelistas actuales” (“Prólogo –continuación-” 16).

A pesar de que no vemos en el primer prólogo de Manuela un estudio riguroso que saque

los juicios de Vergara del terreno de la mera opinión, o que nos dé luces acerca de los criterios

con los cuales se evaluó Manuela, este texto suscita varias preguntas que son interesantes para el

estudio de la recepción de la novela de Díaz Castro. Por ejemplo, ¿por qué encuentra Vergara una

“falta” en el estilo de Manuela? ¿Por qué, como lectores, debemos “disculpar” la “falta de estilo”

de Manuela, una vez conozcamos la vida de Eugenio Díaz? ¿Qué relación puede haber, para un

hombre como Vergara, entre estos dos elementos? ¿Quiénes son esos lectores a los que se refiere

Vergara cuando hace estas afirmaciones? Y teniendo esto en mente, ¿qué podía esperar un lector

del siglo XIX de una novela nacional?

2.1 La lectura en el siglo XIX

Para poder entrar a explorar estas preguntas es necesario mirar algunos de los elementos

que caracterizaron la lectura en la Nueva Granada. En su texto Lectores, lecturas y leídas (1999),

Carmen Elisa Acosta hace una rigurosa investigación acerca de la lectura y la conformación de

lectores en Colombia a mediados del siglo XIX. La autora empieza por señalar los dos lugares en

los que, principalmente, se daba la lectura, y su importancia en el proceso de conformación de

lectores: la educación y la prensa (espacios que existían casi en su totalidad en las ciudades).

La lectura en las instituciones educativas estuvo ligada en el siglo XIX al proyecto de

construcción del ciudadano “civilizado” y “moralmente correcto” (Acosta, Lectores, 39). Ya

40

fuera en una institución de corte radical o en una católica, a los estudiantes se les enseñaba a leer

según el proyecto de conformación nacional que se tenía en mente. Con respecto a esto, afirma

Acosta: “El papel importante que se le dio a la educación como partícipe de la construcción de la

sociedad en el catolicismo como en las propuestas liberales, fue determinante en la manera como

se cultivaron en los estudiantes los procesos de aprendizaje y apropiación de la lectura”

(Lectores 67). Aprender a leer estuvo, entonces, relacionado con un proceso de selección y de

censura de los textos. Los estudiantes debían aprender a distinguir las “buenas” de las “malas”

lecturas, para así poder reconocer el mundo de lo “correcto” y lo “incorrecto”. De esta manera,

“…la educación fue la encargada de promover la construcción de un canon de uso y de

determinadas formas de lenguaje a partir de las cuales se buscaba consolidar una cultura”

(Acosta, Lectores 29).

Entre los textos incluidos en escuelas y normales de la Nueva Granada estaban los

Catecismos y otros textos religiosos, gramáticas castellanas, el Tratado de ortografía castellana

de José Manuel Marroquín (1858) y el Compendio de urbanidad de Manuel A. Carreño (1854).

Acosta señala que la lectura de literatura era bastante limitada en las instituciones educativas

precisamente por la fuerte selección y censura de los textos. Entre los pocos textos de literatura (o

sobre literatura) que leían los estudiantes en las escuelas estaban los poemas épicos de Homero,

textos de Aristóteles, poesía del Siglo de Oro español, el Manual de literatura de Antonio Gil de

Zárate (1844)18, El cantar de Mio Cid y Lecciones de literatura castellana: colección selecta de

poesías españolas y americanas publicada por José Joaquín Ortiz (1866).19

18 El manual de Gil de Zárate est á compuesto por tres volúmenes y su índice muestra los siguientes contenidos: V.1: Principios de la literatura española hasta el siglo XV, poesía sagrada y poesía didáctica, V. 2: Escritores dramáticos: Principios del teatro español antes de Lope de Rueda, teatro clási co y Lope de Vega. V. 3. Escritores en prosa: Escritores políticos moralistas y escritores sagrados, novel as pastoriles, picarescas y de costumbres (Manual de literatura: resumen histórico de la literatura española. Madrid: Boix Editores, 1844). 19 El texto de José J. Ortiz es introducido por la siguiente advertenci a, que puede dar una idea acerca de las guías a partir de las cuales se realizó la selección de su contenido: “ Una obra como la presente, destinada a andar en manos

41

A pesar de encontrarse bajo gobiernos radicales que disputaban con la iglesia el derecho a

conducir la educación, las escuelas de la Nueva Granada sólo promovían la lectura de aquellas

obras literarias que lograban pasar a través del estrecho filtro de la moral católica, obras

usualmente reconocidas como “moralmente correctas” por una tradición de siglos. Así, la

literatura producida en el siglo XIX (europea, norteamericana o colombiana) rara vez cruzaba las

aulas de clase, a pesar de que era ampliamente leída en otros espacios. “Leer literatura se

constituyó entonces en una actividad que surgió de manera periférica a la educación formal, pero

que hacía parte del mundo estudiantil y lo caracterizaba” (Acosta, Lectores 67). La lectura de

textos literarios se dio, entonces, en ese segundo espacio que señala Acosta: la prensa,

especialmente la prensa literaria.

2.2 Lectura de literatura: la prensa literaria en el proceso de conformación nacional

La proliferación de periódicos literarios en el siglo XIX nos da luces acerca de la

importancia de estas publicaciones para la conformación de espacios de lectura y cuerpos de

lectores en la Nueva Granada. A mediados del siglo XIX encontramos El Albor Literario (1845),

El Eco Literario (1873), El Museo (1859), La Biblioteca de Señoritas (1858), El Iris (1866), El

Álbum (1856), El Hogar (1869) El Mosaico (1858) El Catolicismo (1849), El Cachifo (1848) y

El Duende (1846). Estos son sólo algunos entre los muchos periódicos literarios. Con excepción

de los últimos tres, estas publicaciones se propusieron estar alejadas de los debates políticos para

ser exclusivamente literarias, diferenciándose así de la mayoría de los periódicos que circulaban

en la Nueva Granada. Su objetivo fue promover la literatura como una manera de ayudar a la

construcción de una moral social y así al progreso de la nación (Acosta Lectores 70). Por

de todos y a servir en las clases de lengua y literatura castellanas, no debe contener sino modales en los que se respete la moral” (Ctd en Acosta, Lectores 63).

42

supuesto, estos objetivos no podían estar aislados de ideologías y de proyectos de conformación

de nación relacionados, inevitablemente, con las pugnas políticas y religiosas del momento.

Es importante recordar en este punto los planteamientos de Antonio Cornejo-Polar al

respecto. En su texto “La literatura hispanoamericana del siglo XIX: continuidad y ruptura”, el

autor señala que tras los procesos independentistas y el surgimiento de las naciones en

Hispanoamérica, el papel de la prensa y la literatura empieza a cambiar, pues son los lugares en

los que se ejercen y promueven los debates acerca de cómo debe organizarse la sociedad para el

futuro. En esa medida, cambia también la relación entre las publicaciones periódicas (a través de

las cuales circulaba la literatura) y su público. Como se lee en el prospecto de El Mosaico, “en los

pueblos nacientes, como el nuestro, la prensa está llamada a ejercer una alta influencia […] La

prensa debe encarrilar la opinión pública, iluminar las sociedades” (“El Mosaico” 1). Surge,

entonces, la “opinión pública”, un cambio en la relación público-prensa (y por esa vía, público-

literatura), con respecto al periodo colonial. El lector empieza a exigirle a la prensa una

participación en la vida nacional, y una postura ante los debates políticos y religiosos (Cornejo-

Polar 13). Una de las grandes preocupaciones de la época, según Cornejo-Polar, era la formación

de una cohesión y un orden social que debía dotarse de una historia, de símbolos patrios y de

caminos definidos que llevarían a la conformación de una nación. (15). Por supuesto, la prensa y

la literatura fueron los lugares en los cuales se intentó llevar a cabo estos procesos a través del

diálogo con el público. “De esta manera, casi sin excepciones, el discurso literario de entonces

porta intenciones y contenidos políticos, o genéricamente cívicos, aunque a veces lo hiciera de

forma tangencial y solapada” (Cornejo-Polar 15). La tarea de conformar una literatura nacional y

promover una moral social (y así un imaginario de nación) implicó una selección de lo que se

debía o no leer, de lo que era y no era literario; una conformación de un canon nacional que

indicaba cuáles serían las obras “recomendadas” para un lector neogranadino.

43

Así, la prensa literaria se constituyó como una autoridad en el terreno de lo literario y uno

de los factores más importantes en la creación de un horizonte de expectativas. “El lector de la

prensa literaria podía, tan sólo en apariencia, elegir la solución de sus expectativas. Estaba ante la

oferta de textos que el periódico se encargaba de proponer en posibilidades que moldearon dichas

expectativas y a la vez se dejaban moldear por ellas” (Acosta Lectores 71).

Entre los periódicos literarios de mediados del siglo XIX, El Mosaico fue uno de los más

importantes e influyentes por varias razones. El Mosaico duró buena parte de la segunda mitad

del siglo XIX (1858-1872), con una difusión bastante amplia. Para 1860 El Mosaico contaba con

400 suscriptores, distribuidos de la siguiente manera: 30% de ellos en Bogotá y Cundinamarca,

18% en Cauca, 12% en Antioquia, 11% en Tolima, 10% en Boyacá, 10% en Santander, 2% en

Bolívar y 2% en Magdalena. El resto de los suscriptores se distribuían entre Ecuador (2%) y

Venezuela (3%)20. Según estos datos, la mayor parte de lectores del periódico se encontraba en el

interior del país, principalmente en Bogotá, Popayán, Tunja y El Socorro. Es notable la poca

distribución del periódico en Magdalena y Bolívar, en donde había un número de suscriptores

cercano al que había en Ecuador y Venezuela.

Por supuesto, estos datos son sólo un punto de partida para hacernos una idea del número

de lectores del periódico, y ubicar un poco su distribución, pues hay que tener en cuenta que, en

primer lugar, la cifra de suscriptores no incluye los números que se vendían sueltos en la agencia

del periódico en Bogotá; y en segundo lugar, debemos recordar que había varios lectores por cada

ejemplar del periódico, y que la lectura en voz alta entre grupos era bastante frecuente, sobre todo

en los pueblos de las zonas rurales en donde el analfabetismo era tan alto. Con mayor razón,

20 Estos datos son tomados del artículo de Andrés Gordillo Restrepo, “ El Mosaico (1585-1872): Nacionalismo, élites y cultura en la segunda mitad del siglo XIX”. La división política tenida en cuenta para estas estadísticas es la vigente en 1860.

44

entonces, son bastante llamativas estas cifras. Si pensamos que, según el censo realizado en 1851,

Colombia tenía una población total de 2,243,054 habitantes21, el contar con 400 suscriptores en

1860 (lo que supone un número aún mayor de lectores) es un hecho bastante significativo.

Adicionalmente, la selección, difusión y promoción de obras literarias no se dio únicamente a

través de los números del periódico. En abril de 1859 El Mosaico fundó una imprenta del mismo

nombre, la cual publicaba obras nacionales, principalmente, escogidas y editadas por los

redactores del periódico. El Mosaico tuvo como directores y colaboradores a varias de las figuras

más influyentes en la vida política y cultural del país, como José María Vergara y Vergara, Felipe

Pérez, Ricardo Carrasquilla, José Joaquín Borda, José Joaquín Ortiz, José Manuel Marroquín,

Manuel Ancízar, Agripina Samper de Ancízar, Isabel Bunch de Cortés, Jorge Isaacs, Rafael

Pombo, José María Samper y Soledad Acosta de Samper, entre otros.

A parte de la importancia de este periódico en el escenario de la prensa neogranadina y su

papel fundamental en la conformación de lectores y de lecturas a mediados del siglo XIX, El

Mosaico interesa en esta monografía por ser el lugar en el que se publicó por primera vez

Manuela. En ese sentido, los primeros lectores de la novela de Díaz fueron, en primer lugar,

lectores de El Mosaico.

El Mosaico se fundó el 24 de diciembre de 1858. El grupo inicial estaba conformado por

José María Vergara y Vergara, José Joaquín Borda, Ricardo Carrasquilla y Eugenio Díaz, quien

hizo su aporte inicial al periódico con Manuela. Pronto se unieron a este grupo José David

Guarín y José Manuel Marroquín. El Mosaico surgió como uno de los proyectos de una tertulia

21 Estos datos son tomados de David Bushnell. Colombia una nación a pesar de sí misma Bogotá: Planeta, 1994. Apéndice A, 389-392.

45

del mismo nombre, conformada por quienes fueron los fundadores del periódico, posiblemente

con excepción de Eugenio Díaz22.

Los objetivos de El Mosaico fueron dar a conocer la patria, sus usos y costumbres a través

de la literatura y ayudar a conformar una literatura nacional. La motivación nacionalista del

periódico se presenta claramente desde el principio; conformar una historia patria y una memoria

colectiva son también algunas de las preocupaciones sugeridas en el prospecto de El Mosaico.

En una palabra, nuestra patria es completamente desconocida en su parte material i moral

no sólo de los extranjeros, […] sino lo que es más triste, es desconocida de sus mismos

moradores […] nos toca trabajar con ahínco por hacer conocer el suelo donde recibimos

la vida, i donde seguirán viviendo nuestros hijos. A nosotros nos toca el elojio de las

grandes acciones, la pintura de nuestros usos i costumbres… (“El Mosaico”, 1)

Este proyecto nacional de El Mosaico es el tipo de proyecto que se propusieron las

generaciones inmediatamente posteriores a la independencia en Hispanoamérica, en todos los

campos y no sólo en la literatura (recordemos, por ejemplo, la Comisión Corográfica, liderada

por Agustín Codazzi). Como se ha señalado ampliamente (Sommer, Rama, Cornejo-Polar y

Zanetti, entre otros), la élite de letrados de las ciudades hispanoamericanas de este periodo

(hombres involucrados en la política, la literatura, la historia, la educación y la prensa) se

impusieron la tarea de consolidar una nación, lo cual pretendieron hacer discursivamente. A

través del poder de la letra, restringido aún a una fracción pequeña de la población, estos hombres

22 Esto se deduce del hecho de que, en la biografí a que Vergara hace de Eugenio Díaz, el autor asegura que antes del 21 de diciembre de 1858, él nunca había visto a Díaz. Adicionalmente, en los textos que hacen referencia a la tertulia El Mosaico, el nombre de Díaz nunca aparece. Por otra parte, tampoco encontramos mención de Díaz en los numerosos poemas que encabezan algunos números del periódico, en los cuales se nombra a los redactores de El Mosaico. Se puede ver esto en poemas como “ La redacción del Mosaico” publicado en el número 10, febrero 26 de 1859, en donde se mencionan solamente los nombres de Marroquín, Vergara, Borda y Guarín. Esto hace pensar que, aunque Díaz estuvo presente en el momento de la fundación del periódico (razón por la cual Vergara dice que es cofundador), su ingerencia en la edición y dirección de El Mosaico es más bien limitada, o por lo menos no muy reconocida en el periódico mismo.

46

se propusieron generar sentidos socializables para forjar imágenes de pertenencia y solidaridad

nacionales, y así construir una sociedad que se reconociera y pudiera ser reconocida como una

nación (Cornejo-Polar 15).

El Mosaico ofrecía pequeñas crónicas urbanas, poemas, novelas por entregas,

correspondencia de los lectores (a veces haciendo críticas sobre los textos publicados),

bibliografías, relatos de costumbres, biografías de hombres distinguidos y obituarios.

En repetidas oportunidades se declaró el objetivo meramente literario de El Mosaico,

resaltando su carácter autónomo, y la participación de integrantes de diferentes partidos políticos

en la elaboración del periódico, quienes trabajarían en pro de la conformación de una literatura

nacional. En su prospecto, el periódico aclara: “Las cuestiones políticas i los odios personales los

dejamos para mejor ocasión” (“El Mosaico” 1). Sin embargo, la religión católica siempre estuvo

presente en ese espacio “neutral”, mediatizando el discurso literario. Andrés Gordillo, en su texto

“El Mosaico (1858-1872): Nacionalismo, élites y cultura en la segunda mitad del siglo XIX”

(2004), señala que es importante tener en cuenta que el grupo de fundadores de El Mosaico era

principalmente conservador, inclinación que se reflejó en la selección de los textos publicados en

los primeros años del periódico23. Acosta lleva más lejos esta idea, y afirma que el discurso

político apareció de una u otra forma en el periódico: “La concepción de lo literario se construyó

entonces en un lenguaje indirecto en el que era posible tomar una posición sobre problemas que

23 Aunque El Mosaico fue dirigido, principalmente, por conservadores en sus primeros años, en 1865, después de la primera suspensión del periódico en 1860, la redacción de El Mosaico pasó a manos de Felipe Pérez, un hombre de inclinación liberal radi cal. En esta reapertura, el periódico se declaró vocero de la industria del comercio y del progreso, y pretendió incluir entre sus lectores a los artesanos, la clase obrera, los hacendados, tenderos y estudiantes. En la década de 1860, El Mosaico tuvo una serie de suspensiones cortas por falta de papel y de presupuesto. La reapertura de 1871 tuvo de nuevo a Vergara y Vergara entre sus principales redactores. En esta oportunidad el periódico tomó una inclinación conservadora más decl arada y un caráct er didáctico más abi erto: se propuso enseñar a las “ buenas mujeres” literatura y ci encias y advertirles cuál era la literatura perni ciosa que debía excluirse de sus lecturas. En est a última etapa de El Mosaico, el periódico “ …se concent ró en esta labor docente y censora sobre su potencial público femenino” (Loaiza 12).

47

en apariencia no eran de su competencia, lo que era otra manera de hacer política” (Acosta,

Lectores 91).

Este espacio “neutral” que permitía al periódico centrarse en lo literario fue también un

factor que ayudó a que El Mosaico lograra tener una amplia difusión, y que por lo tanto pudiera

circular durante varios años (hecho que interesó a sus fundadores desde el principio)24. Al

declararse alejado de los partidos políticos (aunque partidario de las “buenas costumbres” y de la

moral católica), el periódico podía dirigirse tanto a lectores liberales como conservadores,

ampliando así su horizonte de posibles lectores. “Así, del grupo lector básico, probablemente

conservador pero nunca señalado de manera explícita, se amplía un espacio lector en el que era

permitido el acceso a los líderes liberales que no encontraban un desacierto en participar en una

publicación que aunque católica, jamás aceptaba su pertenencia o su interés por participar de

disputas políticas” (Acosta Lectores 93).

El Mosaico también estableció diálogos con otros periódicos de diversas inclinaciones

ideológicas, lo cual ayudó a multiplicar su campo de lectores, le dio un lugar en el panorama de

la prensa nacional y legitimó su producción y selección de los textos que conformarían la

“literatura nacional”. El 22 de enero de 1859, en la sección “Historia de la semana”, El Mosaico

publicó un artículo sobre la historia de sus relaciones con otros periódicos. En este texto, El

Mosaico es visto como un jovencito tímido, nuevo en los grandes salones de la prensa, que llega

a ellos “…sin cinta siquiera en el pecho, ambicionando un puesto en la prensa de la capital”

(“Historia de la semana” 1). Apenas lo ve el refinado y cordial Porvenir, lo presenta a la

concurrencia. Después El Tiempo, cortésmente, le estrecha la mano y le ofrece una silla. Una vez

24 En el prospecto de El Mosaico, los redactores del periódico expresan su preocupación por la di ficultad que ha encontrado la prensa literaria por mantenerse en circulación. “ ¡Cuántos centenares de periódicos han aparecido entre nosotros en estos últimos años, cuya vida ha tenido que medirse por instantes! […] algunos de ellos habían comenzado a derramar desde su apari ción luz i flores que auguraban hojas dignas de brillar en la diadema de nuestra patria” (“ El Mosaico” 1).

48

sentado y acomodado El Mosaico, se acerca a él una hermosa señorita, La Biblioteca de

Señoritas, con quien establece una estrecha relación. El Catolicismo fue el único del salón que no

volteó a mirar al nuevo Joven: “Tan solo el Sr. ‘Catolicismo’ nos niega su saludo; ni siquiera se

mueve de su poltrona para mirarnos, mas no por eso lo aborrecemos” (“Historia de la semana” 1).

Aunque en este texto no se explican la razones por las cuales El Catolicismo rechazó la

posibilidad de establecer relaciones con El Mosaico, es probable que el no declararse como un

periódico católico y el mantener un diálogo con periódicos liberales como El Tiempo, hayan sido

algunos de los factores que produjeron este rechazo. Adicionalmente, vale la pena recordar la

manera en la que los sectores católicos percibían la lectura y promoción de la literatura, y su

papel en lo que Zanetti denomina la “demonización del libro”25. Con respecto a esto, Acosta

señala que en varios de sus artículos El Catolicismo se manifestó en contra de la difusión de la

literatura (especialmente del género novela), debido a que ésta podía intervenir en la

transformación de las costumbres y en el desarrollo de la moral católica. La autora cita una frase

del artículo “Educación del bello sexo”, publicado el 10 de noviembre de 1857 en El Catolicismo,

la cual ilustra muy bien la posición de este periódico con respecto a la literatura: “La lectura de

novelas y romances amatorios es otro de los medios de los que las madres de familia se sirven

para corromper a sus hijas…” (Ctd en Acosta Lectores 102).

En septiembre de 1859, El Mosaico se unió a La Biblioteca de Señoritas, periódico fundado

por Felipe Pérez en enero de 185826. La adopción de este periódico por parte de El Mosaico,

aproximó los objetivos de los dos periódicos. Sin embargo, La Biblioteca de Señoritas estaba,

25 Zanetti señal a que la abi erta censura y rechazo de cierto tipo de literatura por parte de los sectores más conservadores de los países hispanoamericanos a mediados del siglo XIX fue bastante amplia. Las novelas y rel atos de romances fueron cali ficados como inmorales, idea que se intentó di fundir como advertenci a entre la población. Esto es lo que la autora llama la “ demonización del libro”, y afirma que este proceso se ve exacerbado en Colombia, a mediados del siglo XIX, con los enfrentamientos entre los radical es y los conservadores unidos a la iglesia (133).

49

antes que nada, dirigido a mujeres jóvenes, por lo cual el acento religioso era más evidente, al

igual que los artículos de moda y “placeres domésticos”27. A pesar de que El Mosaico parecía

dirigirse tanto a hombres como a mujeres (en algunos artículos encontramos que se habla de

“lectores de ambos sexos” y también hallamos la participación de mujeres escritoras como

Soledad Acosta de Samper, Agripina Samper de Ancízar e Isabel Bunch de Cortés), la unión a La

Biblioteca de Señoritas le permitió al periódico expandir su horizonte de lectores, al incluir en él

a jóvenes lectoras.

Por supuesto, la expansión del horizonte de lectores de El Mosaico estuvo acompañada de

una delimitación de ese horizonte. La intención de conformar la “literatura nacional” trajo

consigo la conformación de un tipo de lector neogranadino, proceso que se llevó a cabo desde

varios frentes.

2.3 “Formemos un Monumento Nacional”. El Mosaico: conformador de lectores y lecturas en La Nueva Granada

Una de las estrategias que utilizó El Mosaico para delimitar y caracterizar a sus lectores fue

la reiterativa invitación por parte del periódico a “todos los escritores granadinos” para que

enviaran sus textos. En varias oportunidades encontramos anuncios como: “…rogamos a cada

uno de los escritores granadinos que envíen a las respectivas secciones sus obras. Hagamos un

tomo interesante, formemos un Monumento Nacional” (“El Mosaico -a nuestros abonados-” 1).

26 Este periódico fue un importante espacio para la participación de las mujeres en las letras de la Nueva Granada. En él escribieron figuras como Soledad Acosta de Samper. También es importante recordar que Eugenio Díaz formó parte activa de este periódico y en él publicó algunas de sus obras. 27 En el prospecto del periódico los redactores de La Biblioteca de Señoritas afirman: “ Tanto la ciudadana como la campesina encontrarán en la BIBLIOTECA una fuente inagotable de placeres domésticos; una compañera instruida i agradable para las noches del hogar; un guía seguro para penetrar sin embarazo en el mundo de la poesía i de la moda” (“ La Biblioteca de Señoritas 1). Sin embargo, es importante notar que esta es una publicación que no sólo tiene como objetivo entretener a las mujeres del hogar. En el prospecto, el periódico también se propone ser la “ urna sagrada”, en l a cual las mujeres se encargarían de guardar las semillas y productos de nuestra literatura, labor que, según los redactores de La Biblioteca, los hombres no habían podido llevar a cabo: “Confiemos a la solicitud i al patrocinio de las damas la tarea que siempre ha fracasado aquí en manos de los hombres” (“ La Biblioteca de Señoritas 1).

50

Por supuesto, no se publicaría cualquier texto; los redactores del periódico aclararon que sólo se

publicarían aquellos escritos que no se alejaran de los objetivos de El Mosaico. El 17 de

diciembre de 1859, en un artículo dirigido a sus suscriptores, el periódico afirma: “Declaramos

que El Mosaico no toca nada con la política, i que inserta todo lo que esté bien escrito, sin más

escepción que la de aquellos escritos que hieran las opiniones religiosas o la moral” (“El

Mosaico- a nuestros abonados-” 1).

Pero, ¿en qué sentido se pueden ver las invitaciones a “todos los escritores granadinos” a

enviar sus textos como una manera de delimitar el horizonte de lectores? Si se miran los números

de El Mosaico que van desde su fundación hasta más o menos 1865, es claro que la variedad de

escritores que participaban en el periódico no era muy grande. El grupo de escritores (que sería a

la vez ese “público cooperador”) era más o menos el mismo en todos los números (los hombres y

mujeres que ya se han ido mencionando). Los lectores que se hacían evidentes en el periódico

conformaban un pequeño grupo de literatos, quienes escribían para El Mosaico textos literarios,

comentarios críticos sobre las obras y cartas de sugerencias y elogios al periódico. A través de

estos textos enviados por el “público cooperador”, se pretendió establecer un diálogo entre El

Mosaico y sus lectores. Así, estos escritores-cooperadores fueron claramente reconocidos como

lectores por El Mosaico, y, en esa medida, eran la propuesta de lector más evidente. Se trataba,

principalmente, de hombres pertenecientes a una pequeña élite letrada que dirigía la vida cultural

de la Nueva Granada (recordemos que Vergara publicó en 1867 la primera Historia de la

Literatura de la Colombia independiente, Historia de la literatura en Nueva Granada, y fue

fundador de la Academia Colombiana de la Lengua). Estos hombres eran también escritores y

directores de varios periódicos, e intervenían en el sector de la educación (es el caso de Vergara,

Marroquín, Ancízar, Pérez y Ortiz, entre otros, quienes fueron profesores o directores de colegios

prestigiosos y autores de textos escolares). En suma, se trataba de miembros de la ciudad

51

escrituraria28 (tomando otro término de Rama) que formaban parte activa de la vida cultural y

política del país, redactores de constituciones, ministros e incluso presidentes (recordemos que

Felipe Pérez fue gobernador y secretario de Guerra, Samper fue un político activo y miembro del

congreso, Marroquín fue presidente de Colombia en 1902).

Aunque la mayoría de estos lectores evidentes de El Mosaico reunían varias de las

características señaladas, no podemos olvidar el público femenino que también se proponía de

manera evidente como grupo lector de El Mosaico. Como se mencionó anteriormente, el

periódico publicaba artículos de lectoras-colaboradoras como Soledad Acosta, Agripina Samper e

Isabel Bunch, aunque en un número significativamente menor al de los colaboradores

masculinos. A pesar del lugar aún marginal de la mujer en el siglo XIX, estas mujeres lograron

formar parte de la prensa y la vida cultural de la Nueva Granada. Por supuesto, el grupo lector

femenino también fue delimitado a través de las lectoras-colaboradoras elegidas para publicar en

El Mosaico. Aunque estas mujeres no actuaban en tantos campos, ni de forma tan directa como

los hombres de la ciudad escrituraria, sí eran muy cercanas a ese círculo, y formaban parte del

mismo grupo selecto de letrados de La Nueva Granada. Se trataba de mujeres nacidas en familias

acomodadas, que recibieron educación formal y que se casaron con hombres reconocidos en la

vida pública de La Nueva Granada (Soledad Acosta era esposa de José María Samper, y Agripina

Samper de Manuel Ancízar). Así, a través de sus textos (en la mayoría de los casos firmados por

28 Rama señala que el poder que se le otorgó a la pal abra escrita en las sociedades latinoamericanas desde la colonia, hizo de la ciudad letrada una ciudad escrituraria, restringida a unos pocos, y anota: “Este exclusivismo fijó las bases de una reverencia por la escritura que concluyó sacralizándola” (43). En el siglo XIX, con los procesos independentistas y la necesidad de redactar leyes, escrituras, constituciones y demás tipos de documentos, el poder de la escritura se volvió aún más incuestionable y, por lo tanto, quienes escribían podían hacer uso de ese poder. “ El corpus de leyes, edictos, códigos, acrecentado aún más desde la Independencia, concedió un puesto destacado al conjunto de abogados, escribanos, escribientes y burócratas […] Por sus manos pasaron los documentos que instauraron el poder…” (Rama 43).

52

pseudónimos, a veces masculinos) estas mujeres escritoras eran reconocidas como lectoras de El

Mosaico.

De manera similar, los lectores de El Mosaico se hacían evidentes (y se mostraban como

personas reales con un nombre) a través de las dedicatorias. Con bastante frecuencia encontramos

que los escritores de El Mosaico dedicaban sus textos a otros escritores que eran lectores del

periódico. Así, por ejemplo, Eugenio Díaz dedicó su Manuela a Ricardo Carrasquilla, Raimundo

Bernal le dedicó a Eugenio Díaz la novela Viene por mí y carga con usted y José Manuel

Marroquín le dedicó a Felipe Pérez su poema La vida del campo. En El Mosaico también se

pueden hallar artículos escritos por los redactores del periódico dedicados a un solo lector,

pidiéndole su colaboración o agradeciéndole su apoyo (es el caso de “Al Sr. Manuel Ancízar”,

publicado el 19 de Febrero de 1859).

Estas estrategias de caracterización y delimitación del horizonte de lectores mostraron de

manera evidente a unos lectores-escritores-lectores (tomando el término de Acosta) que

constituyeron la propuesta más directa de lector de El Mosaico.

Las listas de suscriptores fueron otra manera de proponer un tipo de lector a través de

personas reales, de hacer énfasis en la acogida que iba teniendo el periódico y de promover su

venta. El 29 de enero de 1860 se publicó en El Mosaico una lista de suscriptores de la capital, en

la cual se mencionan diferentes personalidades de la vida política de la Nueva Granada, rectores

y profesores de escuelas y del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Esta lista de

suscriptores evidenció a otros lectores que no colaboraban directamente con El Mosaico, pero

que también formaban parte de ese círculo de letrados de la Nueva Granada.

Vale la pena que nos preguntemos ahora por el lugar que ocupaba un escritor-lector como

Eugenio Díaz en este escenario. Como vimos, Díaz aparecía mencionado esporádicamente como

lector de El Mosaico y fue además un escritor más o menos activo en el periódico. Sin embargo,

53

el perfil de Eugenio Díaz difería en muchos aspectos del de los otros escritores-lectores. Desde el

prólogo de Vergara se sugiere que los miembros del selecto grupo del periódico veían a Díaz

como alguien distinto a ellos; como un señor mayor y de ruana, “entregado a las rudas tareas de

un trapiche”, habitante de la tierra caliente en donde “una vez fue mayordomo i otras

propietario…” (Vergara y Vergara “Prólogo –continuación” 16). Díaz era visto por estos

hombres letrados de la ciudad como un “talento natural” que para “… suplir los libros había leído

en la naturaleza” (Vergara y Vergara “Prólogo –continuación” 16); un corazón “sencillo y bueno”

que, según Vergara, no conocía la literatura extranjera29. Esta idea atravesó buena parte de la

crítica del siglo XIX y se mantuvo en algunos críticos del siglo XX como Gómez Restrepo, quien

afirma que Díaz debió “… más a su ingenio nativo que a sus conocimientos […], más a la

naturaleza que al arte” (92).

A diferencia de los otros integrantes y lectores-colaboradores de El Mosaico, Díaz vivió

buena parte de su vida en el campo, no intervino de manera directa en el sector educativo, no

tuvo cargos en el gobierno, ni tampoco formó parte activa de los conflictos políticos de la Nueva

Granada. De hecho, el mismo Eugenio Díaz se declaró, en una oportunidad, ajeno a las pugnas

políticas. Dice Díaz:

Una larga experiencia me ha enseñado que la sangre que se derrama en la Nueva Granada

para que suban a los puestos nuestros padrinos, prohombres, o candidatos es

infructuosamente perdida, porque lo mismo, con cortas excepciones (excepciones que no

valen la pena del sacrificio de la vida), mandan todos los partidos […] lo mismo es que

mande el candidato A que el candidato B… (Ctd en Mújica II 449)

29 Es importante notar que esta afi rmación no sólo la hace Vergara, sino también otros escritores de la época como Jorge Isaacs. Teniendo en cuenta que tanto Vergara como Isaacs fueron lectores de Manuela, resulta inexplicable el hecho de que estos escritores señalaran que Díaz no conocía la literatura extranjera. Hasta un lector desprevenido se daría cuenta de que en Manuela se evidencian muchas de las lecturas de Díaz, incluyendo a Homero, Cervantes, Walter Scott, Humboldt, Lamartine y Eugene Sue, entre otros.

54

Evidentemente, Eugenio Díaz no compartía muchas características con los otros

colaboradores de El Mosaico, y en esa medida, podía alejarse de la propuesta de lector evidente.

Llamo la atención sobre la posición de Eugenio Díaz con respecto a esta ciudad escrituraria

porque, como lo sugiere Elisa Mújica, vale la pena preguntarse si la “tibieza” en la recepción de

Manuela estuvo relacionada con la manera en la que se vio a su autor en el escenario literario de

la época. Esta relación es sugerida desde 1867 por Nicolás Pontón en su artículo “Don Eugenio

Díaz”. En él, Pontón afirma que Díaz no hizo todo el ruido que ha debido hacer, y que al autor de

Manuela puede aplicársele la siguiente estrofa: “-Dícenme que brotas perlas, / -Sí señor, y son de

cobre, / Mas como las brota un pobre / No hay quien se agache a cogerlas” (Ctd en Mújica, II

459). La distancia que se percibió entre Díaz y los otros escritores de El Mosaico y el comentario

de Pontón nos remiten a la relación que establece Vergara en el prólogo de Manuela entre la

“falta de estilo” de esta novela y la historia de la vida de Díaz Castro. Esta distancia y esta

relación son elementos que vale la pena tener en cuenta para explorar la recepción de Manuela,

más aún si recordamos la afirmación que hizo Vergara en la biografía de Díaz: “Si el señor Díaz

hubiera poseído lenguaje, como poseía injenio, hubiera figurado en la primera línea de los

escritores castellanos” (91).

Ya vimos cómo la propuesta de lector (colaborador) evidente de El Mosaico, las listas de

suscriptores y las dedicatorias fueron elementos fundamentales para la construcción del tipo de

lector que buscaba el periódico. Nos resta, entonces, explorar la otra manera en la cual el

periódico llevó a cabo la conformación de sus lectores. Me refiero a la selección, producción y

publicación de textos literarios, procesos con los cuales El Mosaico buscó conformar también la

“literatura nacional”.

55

El contenido de El Mosaico era más o menos similar en todos sus números, sobre todo en

los primeros años (hasta 1865), y tenía como eje central la literatura de costumbres. En términos

generales, este tipo de literatura comprendía todos aquellos textos (cuentos, poemas, obras de

teatro, artículos, cuadros y novelas) que hablaran sobre la vida cotidiana de la Nueva Granada,

que “retrataran” la geografía, la naturaleza, y por supuesto, las costumbres de sus pueblos.

Una buena parte de estos relatos de costumbres estuvo conformada por artículos de

costumbres de la ciudad, en los cuales se d-escirbían modelos sociales de diferentes habitantes

urbanos, a través de historias que se centraban en enredos (a veces iniciados por equívocos del

lenguaje) y que terminaban con una “moraleja”, la cual exaltaba tipos y comportamientos

sociales que, según los criterios y cánones de la comunidad letrada, eran “ejemplares”30. El otro

tipo de relato de costumbres que publicaba El Mosaico era el del campo, en el cual se “pintaba”

el paisaje, las costumbres, y a veces el lenguaje, de alguna zona rural de la Nueva Granada. Por

supuesto, estos escritos se generaban desde la ciudad, y por lo tanto había un contraste recurrente,

en un movimiento de vaivén, entre la voz citadina dueña del relato y el “otro” del campo

(generalmente bueno, pero víctima de la pobreza y la ignorancia). Es frecuente encontrar en este

tipo de textos la interpelación por parte de la voz urbana a los lectores; “detengámonos a

observar…” y “disculpará usted lector…” son algunas de las frases a través de las cuales el

narrador citadino (usualmente un viajero bogotano) invita al lector a ver lo que se “retrata” en el

relato. Así, a medida que se construía una Nueva Granada rural (con sus “tipos” sociales,

costumbres y paisajes), también se configuraba una imagen de lector. El lector era el

acompañante del narrador urbano, y en esa medida, era alguien que veía lo que narraba esa voz,

30 Señalo acá algunas características generales de los artículos de costumbres y su papel en la prensa hispanoamericana del siglo XIX, basándome en los estudios que hacen Acost a (Lectores 122-126), Cornejo-Polar (“ la literatura hispanoamericana…”13-14), Gilberto Loaiza (“ La búsqueda de la autonomía…” 14-15) y Carlos José Reyes (“ El costumbrismo en Colombia”) al respecto.

56

fusionándose así con ella (Acosta Lectores 125). El diálogo que se establece en este tipo de

literatura acerca al lector y al narrador, al tiempo que invita al lector a formar parte de la

construcción de ese mundo rural, de sus características y sus reglas. Con respecto a esta relación

que se establece en la literatura de costumbres entre lector y narrador (éste muchas veces

identificado en el relato con el autor real), Cornejo-Polar comenta:

De esta manera, el escritor se autoasume como representante y portavoz de la opinión

pública, o de un sector de ella, y al mismo tiempo intenta modelarla […] Así, al menos

dentro de la ficción que recubre todo el texto, el costumbrista aparece incisivamente

penetrado por un público al que tanto dice representar como desea –especialmente-

formar y dirigir. (14)

Los relatos de costumbres fueron, entonces, el tipo de literatura privilegiada por el periódico,

pues servían ampliamente a sus objetivos.

Es importante recordar que Manuela fue calificada como una novela costumbrista, y que se

presentó ante sus primeros lectores con el epígrafe: “Los cuadros de costumbres no se inventan,

sino se copian”. Esto pudo llamar la atención de los redactores de El Mosaico y ser una

característica aparentemente “atractiva” de la novela de Díaz para su inclusión en el periódico.

Esta presentación también pudo generar en los lectores de Manuela unas expectativas con

respecto al tipo de obra literaria a la cual se aproximarían; posiblemente esperaban encontrar en

Manuela una obra costumbrista (con las características, posibilidades y limitaciones propias de

este tipo de literatura). No obstante, si recordamos las denuncias políticas y las propuestas que

hallamos en Manuela, podemos desde ya intuir la distancia que hay entre esta novela y la

literatura de costumbres que pretendía “formar” moralmente a sus lectores, “aleccionarlos” a

través de la “moraleja”.

57

Otros textos publicados en El Mosaico eran los artículos de crítica literaria. Este tipo de

textos aparecían en la sección “Bibliografía”, a veces en la sección “Revista Parisiense” y otras

veces distribuidos por varias secciones del periódico. Estos textos contenían comentarios acerca

de las obras publicadas en El Mosaico, reseñas críticas de libros recientemente publicados

(usualmente en la imprenta El Mosaico), reflexiones sobre la escritura y, a veces, consejos para

escribir poesía y cuadros de costumbres. Aunque sin mucha profundidad, este tipo de escritos

ayudaron a establecer una serie de criterios a partir de los cuales se valoraban las obras literarias.

En términos generales, en ellos se muestran tres preocupaciones comunes sobre los textos

literarios: que estén “bien escritos”, que, de alguna manera, muestren, exalten o “retraten” algo

sobre la Nueva Granada y que no sean “vulgares” ni “inmorales”.

Teniendo en mente los objetivos de esta monografía, me detendré brevemente en esta

última idea, y para hacerlo tomaré un texto crítico publicado en la sección “Bibliografía”, el cual

refleja claramente estas preocupaciones. El artículo al que me refiero fue escrito por Areizipa

(pseudónimo de José María Vergara y Vergara) y publicado el 16 de Abril de 1859. Se trata de

una crítica a la novela de Raimundo Bernal, Viene por mí y carga con usted, a propósito de los

elogios que le hizo Alpha (pseudónimo de Manuel Ancízar) a esta obra.

Una de las críticas que hace Areizipa a la novela de Bernal es su “estilo lleno de

defectos”. Aunque el crítico no lo señala de manera explícita, se puede deducir de su texto que

los defectos en el estilo se encuentran en el uso de ciertas palabras que podrían considerarse

como “vulgares”, como: porquería, cochina (para referirse a una mujer) y chupar. Areizipa

rechaza este tipo de lenguaje y dice: “…yo compadezco al escritor que haya tenido que copiar

tales palabras” (139). Esta crítica nos recuerda el gran énfasis que hizo el periódico en el “buen

uso de la lengua” para el cultivo de “espíritus educados” y buenos en la Nueva Granada. Esta

crítica también nos hace pensar en la importancia que El Mosaico dio al uso de la Gramática de

58

Santiago Pérez, basada en la propuesta de Andrés Bello, y el constante elogio y promoción de la

Ortografía castellana de Marroquín. Recordemos también que la crítica que más recurrentemente

se le hizo a Manuela fue su “estilo incorrecto” y su lenguaje “desaliñado”, probablemente debido

al vocabulario y expresiones orales y rurales que incluyó Díaz en su novela. Es posible que las

“faltas” en el estilo que advierte Vergara en el prólogo de Manuela estén relacionadas con esta

calificación de “vulgar e incorrecto” que se le dio al lenguaje que se salía de las reglas de las

gramáticas castellanas, como el lenguaje oral de La Parroquia.

Otra crítica que le hace Areizipa a la novela de Bernal es que es una novela imposible de

clasificar en un tipo; no es una “novela social”, debido a que no hay en ella un “retrato

irreprochablemente fiel” de la sociedad bogotana (que a juzgar por su crítica, parece ser la

definición de Areizipa de “novela social”). Según Areizipa no hay tal “fidelidad”, pues Bogotá se

muestra como una “taberna inmunda”, a pesar de que los personajes de la novela no pertenecen a

“la última clase” de la sociedad, por el contrario, son sacerdotes, señores y señoras de la

aristocracia. Tampoco es, según el crítico, una novela de costumbres, y señala: “Hoi no hai

disculpa para un escritor de este jénero [costumbrista], después que don Eujenio Díaz acertó a

reunir en dos renglones i a revelar al vulgo la gran máxima de ‘los cuadros de costumbres no se

inventan, sino se copian’. I yo no reconozco estas costumbres…” (139). Con respecto a la historia

y las escenas de la novela, comenta Areizipa:

Si la trama es histórica, el señor Bernal ha debido despreciarla como indigna de él; si es

inventada ha hecho una injusticia a su mismo corazón, nos la ha hecho a todos

amargándonos la vida con la lectura de esas cosas que deprimen el vuelo jeneroso del

espíritu intelijente, educado, filosófico i cristiano. (139)

Encontramos en esta crítica un buen ejemplo de algunos de los criterios utilizados para

valorar una obra literaria. El primero de ellos sería que la obra debe tratar temas “dignos” de

59

aparecer en ella, es decir, temas estimulantes para un lector de “espíritu educado y cristiano”;

segundo, que pertenezca a algún género y tipo definido; y por último, que se retraten “fielmente”

escenarios de la Nueva Granada y que dicho “retrato” muestre tipos sociales preestablecidos e

ideales (“reconocidos”). Así, los miembros de las clases altas de la sociedad no pueden formar

parte de una “taberna inmunda”, pues esta no es la idea que tienen de sí mismos ni es el modelo

que se desea difundir a través de la literatura, y en esa medida, no es “real” y no puede ser un

“retrato” de la Nueva Granada.

Es importante notar que en esta crítica de Areizipa, Eugenio Díaz surge de nuevo como

ejemplo de la manera en la cual se hace una “fiel copia” de las costumbres. Esto parecería

evidenciar una lectura limitada de Manuela y un desconocimiento de esa posible propuesta que

hay detrás de la novela. Como se vio en el primer capítulo de esta monografía, más que hacer una

“fiel copia” de modelos sociales “ejemplares” o deseados para la Nueva Granada, la novela de

Díaz hace una serie de denuncias que evidencian las contradicciones que albergaban los modelos

existentes, denuncias que invitan a ejercer una mirada crítica sobre la realidad sociopolítica de la

Nueva Granada.

Areizipa termina su crítica sobre la novela de Bernal diciendo que todos los defectos de la

obra surgen de la intención del autor de poner su texto al servicio de una idea política, de mezclar

la política con la literatura. Sin duda, esta crítica nos hace pensar en Manuela y en la existencia

de una posible relación entre esta idea de Areizipa y la suspensión de la publicación de la novela

de Díaz. Por último, Areizipa señala que La Nueva Granada tiene suficientes “objetos bellos”

sobre los cuales escribir, y asegura que si el señor Bernal tomara algunos de ellos para hacer una

novela, seguramente haría una gran obra. Con este último comentario, el crítico resalta la idea de

que la literatura debe mostrar lo ejemplar y lo deseado y que, ante todo, la obra literaria es el

lugar de lo “bello” y elogiable.

60

Los últimos tipos de publicaciones de El Mosaico que señalaré como modos de configurar

una literatura nacional y un lector neogranadino son los catálogos y bibliografías. En la mayoría

de los números de El Mosaico se publicaron listas de los textos “recomendados” para los lectores.

Buena parte de las obras que aparecían en los catálogos y bibliografías eran nacionales, muchas

de ellas publicadas en el periódico o en la imprenta El Mosaico; pero también había una porción

considerable de obras extranjeras, especialmente francesas. En varias oportunidades, El Mosaico

declaró que, con la publicación de bibliografías y catálogos, el periódico buscaba conformar la

“Biblioteca Neogranadina”.

Entre los textos nacionales que se anunciaban en el primer tomo de El Mosaico (51

números) estaban Los Pizarros, El caballero de la barba negra y Atahuallpa de Felipe Pérez; El

Carnero de Juan Rodríguez Fresle (texto editado por Felipe Pérez), anunciado varias veces como

la gran obra que da cuenta del descubrimiento y la conquista de la Nueva Granada; Gramática

castellana de Santiago Pérez, recomendado como un texto que no pude faltar en una biblioteca;

y, por supuesto, el Tratado de Ortografía castellana de José Manuel Marroquín, el cual fue

ampliamente promocionado, no sólo a través de anuncios, sino también de artículos literarios.

Algunos de los textos extranjeros que se anunciaban en el primer tomo de El Mosaico eran

Don Quijote (edición de Ochoa), La Iliada, La Eneida, La cabaña del tío Tom, Lecciones de

moral cristiana de Michelet (traducido al español por José Belvet en 1858), Ollendorf para el

estudio de francés e inglés y Devocionario poético escrito por el español Miguel Agustín

Príncipe, para que las católicas lectoras de El Mosaico tuvieran el gusto de rezar en “magníficos

versos”. Aunque las obras traducidas que se encontraban a la venta eran pocas, El Mosaico se

encargó de publicar en sus números traducciones de poemas y capítulos de novelas de autores

extranjeros, al igual que tributos, homenajes e “imitaciones”. Algunos ejemplos de estas

publicaciones son: “Traducción de Horacio” por G. Sandino, “Troya i Homero” poesía por

61

Areizipa, “Elisa Moreau i Lamartine” imitación por Bardo, “Imitación de Víctor Hugo” (sin

autor), “Adiós de Byron” traducido por D.D Granados y “Montesquieu i milord Chesterfield”

traducido por la señorita V.F.

A pesar de que la mayoría de los textos anunciados en El Mosaico eran obras nacionales, es

evidente que la literatura extranjera (casi toda europea) y los clásicos grecolatinos eran también

muy importantes. Las obras nacionales que se incluían en la “Biblioteca Neogranadina” eran

obras que, según los redactores del periódico, ayudarían a construir una historia nacional

(pensemos en El Carnero o las novelas de Felipe Pérez que, aunque no tratan sobre la Nueva

Granada, sí ahondan en preocupaciones comunes a todos los países hispanoamericanos) y, en esa

medida, un imaginario de nación. Con respecto a esto, Acosta afirma que los aportes de las

bibliografías y catálogos de El Mosaico “buscaron en la construcción de una historia, la

construcción de un sentido nacional, que a la vez generaba nuevos horizontes de expectativas en

los grupos lectores” (Lectores 111). De esta manera, las obras nacionales “recomendadas” por El

Mosaico no sólo ayudarían a conformar un canon literario nacional (y con ello unas expectativas

acerca de lo que debía ser una obra nacional), sino que también tendrían gran influencia en la

búsqueda de una historia, y en la manera en la cual los neogranadinos se relacionarían con la

tradición española y su pasado colonial.

El Mosaico mostraba una posición ligeramente ambivalente con respecto a la relación entre

lo español y lo nacional en el terreno de lo literario. Por una parte, el periódico pretendía

configurar una literatura nacional que fuera reconocida como distinta a la española y libre ya del

yugo de la colonia (de ahí la gran promoción de las novelas de Felipe Pérez y la difusión y

producción de la literatura de costumbres del campo); por otra parte, se quería reconocer también

la influencia española como parte de lo nacional, y la apropiación del pasado colonial como parte

de la historia de la Nueva Granada. No podemos olvidar también el papel de la religión católica y

62

la lengua castellana en la conformación de la idea de lo nacional en la Nueva Granada. Con

respecto a esto, es importante señalar que El Mosaico también se propuso ayudar en el proyecto

de proteger las letras y la lengua castellana, difundido por Rufino José Cuervo, y pretendió

hacerlo a través de la promoción y publicación de obras exclusivamente en castellano, aunque se

tratara de traducciones. Así, el 1 de Agosto de 1860, El Mosaico publicó un artículo en el que

declara su interés por estimular el estudio de la literatura española, la cual dice que es la “…única

fuente en que hemos de beber, si queremos reestablecer nuestro lenguaje tan decaído en América

por falta de estudios i sobra de galicismos” (“La literatura española” 236).

Esto último nos lleva a preguntarnos por el papel de la literatura francesa, británica y

norteamericana en la “Biblioteca Neogranadina”. Como lo evidencian las bibliografías y

catálogos de El Mosaico, las obras de Lamartine, Michelet, Byron, Chesterfield, Victor Hugo y

Beecher, entre otros autores, eran “recomendadas” por el periódico a sus lectores. En cierto

sentido, la promoción de estas obras era un reconocimiento de su influencia sobre las letras

neogranadinas, a pesar de que no pertenecían a tradiciones que fueran vistas como heredadas

(como sí sucedió con la tradición española). Sin embargo, la defensa de la lengua castellana

implicaba una limitación de la influencia de la literatura francesa, norteamericana y británica.

El Mosaico presentaba, entonces, una posición ambivalente también con respecto a la

literatura extranjera no hispánica, lo cual se ve claramente en el caso de las novelas románticas.

Como ya se sugirió, las novelas, y aún más las novelas románticas, eran el principal blanco de

rechazo de los sectores conservadores y de la iglesia católica, quienes veían en ellas una amenaza

a las buenas costumbres y a la moral. La exaltación de las pasiones y el deseo desbordado del yo

romántico eran vistos por estos sectores como “males” que no podían promoverse ni difundirse

entre los jóvenes de la Nueva Granada. El Mosaico no estuvo exento de promover esta visión de

la literatura romántica, a pesar de que, como se vio, anunciaba obras de Lamartine y Byron en sus

63

catálogos. Así, a partir de sus artículos, el periódico construyó una imagen del lector romántico

como aquel envuelto en delirios y deseos moralmente reprochables, al igual que una imagen del

poeta romántico extraviado por sus pasiones. Acosta resalta la asociación que se estableció en

estas construcciones entre el tipo de lector y poeta, y las costumbres que ellos adoptaban, es

decir, entre la lectura y escritura de obras románticas y una determinada manera de actuar en el

mundo. La autora hace referencia a un artículo de Areizipa publicado el 29 de octubre de 1859,

en el cual se evidencian claramente este tipo de asociaciones: “Cuando leemos las calenturientas i

viciosas concepciones de un romántico, poco o nada tenemos que preguntar de su vida.

Adivinamos inmediatamente las mil ajitaciones, los errores, los extravíos de su existencia”

(“Poetas granadinos – José Fernández Madrid-” 346).

Aún así, la lectura y promoción de obras románticas formó parte importante de El Mosaico,

lo que muestra que no hubo una oposición completa y declarada a este tipo de literatura por parte

del periódico. De hecho, como se puede ver en las bibliografías y en algunos artículos, y como

señala Acosta, el periódico adoptó a Lamartine y a Victor Hugo como modelos literarios a los

que se debía seguir, pues, de alguna manera, se quería conformar una literatura “actualizada” que

fuera de la mano del “progreso” de las naciones “civilizadas”. Esta posible contradicción que

encontramos en El Mosaico con respecto a las novelas románticas (que es, en últimas, un debate

entre una visión conservadora, arraigada a una moral católica, y una visión liberal que tiene una

fe en la modernización de la nación y en la libertad del individuo), es una ambivalencia que se

presentó no sólo en la literatura sino de manera generalizada en la Nueva Granda y en las

naciones en proceso de conformación en Hispanoamérica. El deseo de modernizar las naciones

incipientes (deseo ligado a ideas liberales) estuvo siempre atravesado por la tradición católica

española, lo cual implicó una constante contradicción en los proyectos que se propusieron estas

naciones.

64

La persistencia de estructuras y mentalidades fuertemente ligadas a un complejo de

tradiciones sedimentadas a través del largo periodo colonial, aunque entraron en una fase

de importante crisis, sufrieron no sólo un reacomodo ante el embate de las nuevas

tendencias, sino se hibridizaron aún más al incorporar a título de máscara o parapeto

elementos de la modernidad. (González Stephan 432)

Así, en el campo de la literatura, El Mosaico trató con cautela la promoción de obras

románticas, y advirtió acerca de sus efectos sobre la moral, pero al mismo tiempo estas obras se

tomaban como posibles influencias. No podemos olvidar en este punto que el romanticismo

social, estudiado por Roger Picard, la búsqueda de lo popular y de lo nacional en el romanticismo

europeo, fueron elementos que resultaron muy atractivos para los escritores hispanoamericanos,

por su utilidad en los procesos de conformación de ideales nacionales (Barreda y Béjar 12).

2.4 Una aproximación al horizonte de expectativas de los primeros lectores de Manuela

Al observar las maneras en las cuales El Mosaico se propuso conformar una literatura

nacional y un lector neogranadino, se va delimitando el horizonte de expectativas que se generó a

partir de estos procesos. En primera instancia, el horizonte de expectativas del lector de El

Mosaico (y en esa medida de los primeros lectores de Manuela) incluía un interés por buscar una

literatura neogranadina, “bien escrita” y alejada de lo “vulgar”, que ayudara a establecer modelos

“ejemplares” para la nación en proceso de conformación y que promoviera la “buena moral

social” (cercana a la moral católica); una literatura a través de la cual se construyera una nación

independiente, con características propias que, sin embargo, tuviera presente su herencia española

y su necesidad de entrar al mundo “civilizado”. Así pues, encontramos que las expectativas del

lector de El Mosaico incluían también una presencia de la tradición grecolatina, de los clásicos

españoles y de la literatura moderna que se estaba produciendo en Europa. En esa medida, el

65

horizonte de lo que esperaban estos lectores estaba caracterizado por las necesidades del letrado

capitalino lector-escritor-lector que pretendía “conocer” su nación (idealizada) desde la ciudad, a

través de la literatura, y al mismo tiempo construirla por medio de su lectura y escritura.

Teniendo en mente todo lo anterior, es hora de que nos preguntemos por Manuela frente a

este horizonte de expectativas. Como ya vimos, algunas de las características de Díaz lo alejaban

de ese tipo de lector-escritor evidente propuesto por el periódico; a diferencia de lo que sucedía

con los otros redactores y colaboradores de El Mosaico, Díaz no cabía dentro del modelo de

integrante de la ciudad escrituraria. Adicionalmente, sus contemporáneos sugirieron varias veces

que Díaz no conocía la literatura extranjera, por lo cual, posiblemente, ni siquiera se buscaron sus

lecturas de la literatura grecolatina y europea en Manuela. Tampoco podemos olvidar el

comentario de Pontón que sugiere una relación entre el silencio del que fue víctima Manuela y

los prejuicios sociales de la ciudad escrituraria con respecto al origen y vida de Eugenio Díaz.

A pesar de todo esto, Manuela fue la primera novela publicada en El Mosaico, y este

periódico fue el espacio en el que Díaz dio a conocer algunos de sus artículos y obras literarias

como “Modismos del idioma” y “Federico y Cintia o La verdadera cuestión de las razas”.

Teniendo en cuenta lo reducido que era el círculo de redactores y colaboradores de El Mosaico,

surge una pregunta: ¿por qué se incluyó a Díaz en el pequeño grupo de escritores de El Mosaico,

si era visto como alguien distinto y alejado?

Hemos visto también algunas de las características de Manuela que podrían alejarla de las

expectativas de sus primeros lectores. Recordemos, por ejemplo, las propuestas de la novela de

Díaz con respecto al lenguaje: la inclusión del lenguaje oral en la novela escrita, su apreciación

estética y su legitimidad, frente al rechazo hacia lo “vulgar” e “incorrecto” que reinaba en la

ciudad escrituraria y la fidelidad que pretendía guardar este grupo hacia la norma, dictada por las

ortografías y gramáticas castellanas. Recordemos también la propuesta de nación incluyente que

66

hallamos en Manuela y su denuncia con respecto a la nación separada, frente a las características

del grupo lector de El Mosaico.

Después de hacer un análisis detenido de Manuela se ha podido observar que hay una

distancia significativa entre esta novela y las expectativas que podían tener los lectores de El

Mosaico con respecto a una “novela nacional” o a una obra costumbrista. Es inevitable

preguntarse, entonces: ¿habrá detrás de la suspensión de Manuela, la cual se hace sin explicación

alguna a sus lectores, una lectura atenta de la novela?

A lo largo de este capítulo se intentó reunir una serie de elementos que nos permitieron

aproximarnos a algunos aspectos de la relación entre Manuela y sus lectores. Sin embargo, me

gustaría detenerme en este asunto a continuación, para retomar el análisis hecho al principio de

esta monografía, y llegar así a algunas conclusiones sobre la recepción de Manuela.

67

Manuela frente a sus primeros lectores: a manera de conclusión

Después de haber leído ocho capítulos de Manuela durante tres meses, el 9 de abril de 1859

los lectores de El Mosaico dejaron de ver en sus páginas la novela de Díaz Castro; tuvieron que

esperar siete años para continuar la lectura de la obra, lo cual fue posible gracias a la publicación

del libro Museo de Cuadros de costumbres, impreso en 1866 por Foción Mantilla. Este libro

reunió obras colombianas escritas durante la segunda mitad del siglo XIX, publicadas

originalmente en periódicos literarios como El Mosaico, El Porvenir y La Biblioteca de

Señoritas, y fue el lugar en el cual se publicó completa Manuela por primera vez. Veintitrés años

después, en 1889, Manuela aparecería como realización independiente gracias a los esfuerzos de

Salvador Camacho Roldán, quien hizo posible la publicación de la novela en la editorial Garnier

Hermanos de París. Por supuesto, esta accidentada historia de publicación ha llamado la atención

de algunos estudiosos de la literatura colombiana, quienes han reconocido el problema de la

recepción de Manuela como un asunto que debe ser analizado con detenimiento.

Como ya se había mencionado, desde 1867 Nicolás Pontón empieza a poner sobre la mesa

esta preocupación en un artículo que escribe conmemorando el segundo aniversario de la muerte

de Eugenio Díaz. Dice Pontón: “Pero sea por la lentitud de la marcha literaria entre nosotros, que

no ha desarrollado completamente su gusto, sea por causas que no acierto a explicarme, el hecho

es que don Eugenio […] no hizo todo el ruido que han hecho otros literatos desde su primera

presentación en la escena…” (Ctd en Mújica II, 459). Como se ha señalado, después de esta

afirmación, Pontón sugiere que hay una relación entre el origen y la vida de Eugenio Díaz y el

poco ruido que hizo la novela.31

31 Pontón hace esta sugerencia a partir de los versos citados en el segundo capítulo de est a monografí a: “ -Dícenme que brotas perlas, / -Sí señor, y son de cobre, / Mas como las brot a un pobre / No hay quien se agache a cogerlas” (Ctd en Mújica, II 459).

68

En el siglo XX esta observación de Pontón resuena en algunos críticos literarios. En 1965,

en el prólogo que hace a la edición Bedout de Manuela, Tomás Rueda Vargas revive la pregunta

e invita a los lectores de la novela a leerla de manera crítica para apreciar el verdadero valor de la

obra, y sacarla así de su puesto secundario en la literatura colombiana. Dice Rueda:

Cuando hace poco, di una segunda lectura a la Manuela comprendí que ni yo cuando la leí

por primera vez, hace muchos años, ni los señores del Mosaico en su tiempo, ni en general

el público nuestro se ha dado siquiera aproximadamente cuenta de lo que es y vale ese

libro, ni del exacto y justo puesto que corresponde a su autor en la nómina de escritores

colombianos. (1)

Al igual que Pontón, Rueda se pregunta por el puesto que ocupa Manuela en la literatura

colombiana, y, aunque no se detiene a explorar el problema, sugiere una posible explicación del

silencio del que han sido víctimas Díaz Castro y su novela. Rueda relaciona este silencio con la

“preparación” del primer público de Manuela, introduciendo el problema en el campo de la

recepción y de la expectativas de los lectores (aunque, por supuesto, no en estos términos). Dice

Rueda: “La ‘Manuela’ caída a un barbecho mejor preparado para recibirla habría dado lugar a

una revolución tan definitiva como la que determinó en los Estados Unidos ‘La cabaña del tío

Tom’, o habría abierto a lo largo de la historia nacional un surco tan prolongado y hondo que

admitiera comparación con el labrado por Tolstoi y sus seguidores en la conciencia rusa” (2).

En el mismo año, el poeta Rafael Maya leyó un discurso en la Academia Colombiana, en el

cual señaló la “injusticia” de la crítica colombiana con respecto a Manuela, y resaltó el papel

fundador de Eugenio Díaz en el género novela, específicamente en lo que Maya llama la “novela

realista de carácter americano”. El poeta dirige la atención hacia el primer prólogo de Manuela

como una posible explicación de la situación de la novela de Díaz en el escenario literario del

país. Maya afirma que el texto de Vergara predispuso a los lectores y a la crítica y tuvo efectos

negativos sobre la difusión de Manuela. Dice Maya:

69

¿A qué puede imputarse semejante indiferencia? En gran parte a la generosa pero ingenua

presentación que del autor de ‘Manuela’ hizo Vergara y Vergara, mostrándolo como a un

hombre rústico y desprovisto de ilustración […] Naturalmente esta estampa popularizada

por los textos de literatura, y reforzada por críticos demasiado amigos de lo pintoresco,

perjudicó grandemente a don Eugenio, y llegó a creerse que su novela no era más que un

relato mazorral, escrito además en mal castellano. Como consecuencia, la novela dejó de

leerse. (La Manuela 266)

Entre los críticos y escritores que se han preguntado por la presencia/ausencia de Manuela

en el panorama literario colombiano y que han sugerido posibles explicaciones al problema de su

recepción, Elisa Mújica es quien explora más a fondo el asunto. En el estudio crítico que hace

para su compilación Novelas y cuadros de costumbres (dos tomos en donde reúne cuentos y

novelas cortas de Eugenio Díaz), Mújica hace un breve recuento histórico acerca de los

problemas que ha tenido la novela de Díaz en su publicación, recepción e inclusión en el canon.

La autora parte de la siguiente pregunta acerca de Manuela: “¿Por qué no obtuvo esa obra, repleta

de aciertos psicológicos, de extraordinaria riqueza ambiental y lexicográfica, esclarecedora de

dolorosos y significativos episodios de la historia nacional, el eco que merecía?” (Mújica I 12).

Mújica sugiere que hay una relación directa entre lo que ella llama “la tibieza” en la recepción de

Manuela y los prejuicios sociales del estrecho círculo letrado capitalino que publicaba, hacía

crítica y distribuía la literatura: “… cabe examinar si el desapego del que ha sido víctima

Manuela brotó en las capas ricas de la sociedad –las que daban la pauta sobre lo que valía la pena

leer, lo mismo que en los demás campos- de las críticas que directa o indirectamente les formuló

Eugenio Díaz” (Mújica I 23). La autora nos invita, entonces, a explorar la propuesta de Manuela

para ver cómo pudo ésta incidir en el “desapego” del que ha sido víctima la novela.

Como vemos, a pesar de que hasta hoy no hay un estudio sobre la recepción de Manuela,

este tema ha sido una preocupación más o menos presente en la crítica colombiana, e incluso se

70

han sugerido posibles caminos para su exploración. Los cuatro críticos mencionados han

señalado elementos fundamentales en el problema de la recepción de la novela de Díaz,

elementos que han ido surgiendo también en el estudio que ha pretendido llevar a cabo esta

monografía. Es importante reconocer, entonces, las preguntas y los caminos que abrieron Pontón,

Rueda, Maya y Mújica para el estudio de Manuela en la historia de la literatura colombiana, y

tenerlos en cuenta para el trabajo que nos resta: llegar a algunas conclusiones acerca de la

situación de Manuela frente a sus primeros lectores.

“Al colocar la primera piedrezuela en el Mosaico literario…”

Empecemos, entonces, retomando las preguntas que quedaron planteadas al final del

capítulo anterior. No podemos olvidar que Manuela fue la “primera piedrezuela de El Mosaico”:

la novela con la cual se inauguró el periódico. Manuela no fue, en un principio, una obra

rechazada o excluida: de hecho, fue promovida por El Mosaico en sus primeros números y fue

presentada como “la novela nacional”. Es necesario, entonces, que nos preguntemos por la

inclusión de la novela de Díaz en este periódico, pues muy posiblemente su publicación en El

Mosaico no ocurrió de manera azarosa e inmotivada. Podría pensarse que, a pesar de la “falta de

estilo” que se le criticó a Manuela y de su “lenguaje por todo extremo incorrecto”, la novela

realmente atrajo a Vergara y a los demás redactores de El Mosaico. Pero, si desde el principio

Vergara vio en la novela de Díaz “faltas” que como lectores debíamos “disculpar”, ¿qué de

Manuela fue aquello que pudo parecer atractivo a los editores del periódico?

Como ya se ha mencionado varias veces, uno de los elogios que más se le hicieron a

Manuela fue su “fidelidad” a la hora de “copiar” la naturaleza y las costumbres de la zona rural

de la Nueva Granada. Recordemos que uno de los principales objetivos de El Mosaico fue dar a

conocer la patria, sus usos y sus costumbres, a través de la literatura. En ese sentido, Manuela

71

pudo verse como una novela que mostraba “fielmente” una parte de la Nueva Granada que era

casi desconocida para los letrados de la capital.

Por otra parte, el proyecto de conformar una literatura nacional implicaba, entre otras cosas,

promover a los escritores neogranadinos, más aún si sus obras eran novelas extensas que

hablaban sobre esa nación incipiente. Con respecto a la importancia de la novela como género en

los procesos de conformación de imaginarios nacionales, Zanetti afirma que un sector de las

élites de las naciones incipientes en Hispanoamérica veía en las novelas un medio, más eficaz que

otros discursos, para aleccionar a la población alfabeta y urbana acerca de los modelos de

sociabilidad y de familia, deseados para los estados nacionales que se tenían en mente (107). El

papel de la novela en estos procesos de conformación de nación también es resaltado por

Cornejo-Polar, quien habla del caso de Colombia, específicamente. Dice el autor, refiriéndose a

los estudios de David Jiménez sobre la crítica colombiana:

…es notoriamente significativo que críticos de muy diversas tendencias, como Samper,

Vergara y Vergara o Camacho Roldán, expresaran sin reticencias sus expectativas acerca

de que la novela sería un eficacísimo instrumento para la modernización del país, para su

constitución como verdadera nación y –ciertamente- para el surgimiento de una auténtica

literatura nacional … (21)

Así, el hecho de que Manuela fuera una de las primeras novelas de gran magnitud

producidas en la Nueva Granada, pudo ser un factor que atrajera al grupo de escritores de El

Mosaico. Posiblemente, los redactores del periódico vieron en Manuela la posibilidad de jugar

ese “papel rector” que se le otorgaba al género novela32. A esto, podemos añadir el hecho de que

32 Es importante notar que en el primer prólogo de Manuela Vergara hace énfasis en la importancia del género novela para la literatura “ naciente” de la Nueva Granada. Después de afi rmar “ poseemos ya la novela nacional” para referirse a la novel a de Díaz, dice: “ Esto es mucho decir, sin que sea asegurar, que ya está perfeccionando i estableciendo aquel jénero entre nosotros; pero cuánto se adelanta!” Y dice más adelante Vergara sobre Manuela: “ Es un estreno feliz en un jénero completamente virjen” (“ Prólogo” 8).

72

Manuela fuera una novela calificada como costumbrista, lo cual implicaba que podía existir en

ella un espacio para que se insertaran discursos que oscilaban entre la representación y el juicio,

reforzando así modelos deseados y “ejemplares” (Cornejo-Polar 18). Sin duda, hay en Manuela

varios elementos que podrían calificarse como característicos de la literatura costumbrista: las

minuciosas descripciones de la naturaleza y los lugares de la zona rural del país, el tópico del

viajero bogotano y letrado que visita un pueblo de la Nueva Granada y, por supuesto, el énfasis

que se hace sobre las costumbres de los habitantes.

Al ser una larga novela que “pintaba” una zona rural de la Nueva Granada, un texto

calificado como costumbrista que tenía la facultad (por lo menos en apariencia) de reiterar

modelos “ejemplares” para la nación, la novela de Díaz pudo parecerle al grupo de El Mosaico

una obra “atractiva” que serviría a los objetivos del periódico. Sin embargo, tras una lectura

detenida de Manuela, este “atractivo” de la novela de Díaz empieza a ponerse en duda, pues

como se vio, Manuela no se limita a hacer “retratos” de comportamientos y modelos sociales

“ejemplares”. La novela de Díaz hace una serie de denuncias del orden bajo el cual se estaba

intentando establecer una nación en la Nueva Granada y unas propuestas tanto estéticas como

políticas y sociales que pudieron haber causado malestar dentro de la cuidad escrituraria. Vale la

pena, entonces, retomar la pregunta formulada al final del segundo capítulo de este trabajo:

¿Habrá detrás de la suspensión de Manuela una lectura atenta de la novela?

Manuela frente al “Monumento Nacional”

Uno de los problemas que nos plantea una lectura atenta de Manuela es que, como se ha

visto, la novela no se ajusta completamente a la literatura costumbrista de la época, lo cual

posiblemente marcó una distancia entre Manuela y algunas de las expectativas de su primer

público lector. Señalaré, entonces, dos de los elementos que podrían alejar a Manuela de lo

73

esperado y que son además fundamentales para la elaboración de la propuesta que hallamos en la

novela de Díaz: la denuncia política y el humor.

La denuncia política en Manuela se presenta de manera constante a lo largo de toda la

novela. Tanto desde el discurso de los personajes (Demóstenes, Manuela, Tadeo, Dimas,

Melchora, Estefanía y Rosa, principalmente) como algunas veces del narrador, se formulan una

serie de denuncias (desde diferentes discursos y lenguajes) acerca de la situación de abandono e

injusticia en la que se encuentra La Parroquia. Como ya se ha mencionado, se trata de denuncias

políticas muy directas que seguramente fueron bastante fuertes en la época, pues incluso hoy lo

siguen siendo. En el capítulo XXV, por ejemplo, en una conversación que tienen Estefanía y su

hija Rosa acerca de la situación de los arrendatarios, oímos de la madre la siguiente afirmación:

-Y tener nuestros amos un mundo de tierra, y mezquinarnos un tantico a los pobres. Y no

tener nosotros en propiedad ni aun los siete pies de tierra en que nos sepultan, porque

tenemos que dar tres pesos a la policía, amén de los que cobran los curas. ¡Suerte más

negra! […] ¡Andar rodando como basura de hacienda en hacienda! Por ahí se ven a orillas

de los caminos los rastros de las estancias de donde han echado a los arrendatarios. (323)

Así mismo, en el capítulo VIII, en una conversación que tienen Melchora y don Demóstenes, el

bogotano afirma que el gobierno liberal está encargado de garantizar la protección de la

población pobre de las zonas rurales, a lo que Melchora responde: “-¡Bonita protección! A mi

hermanito lo cogieron en el mercado para recluta y murió lleno de piojos en el hospital; ¡Y las

contribuciones que no vagan, ya del cabildo, ya del gobierno grande de Bogotá! ¡Muy buena me

parece la protección!” (78).

Como estos, son muchos los fragmentos de Manuela en los que hallamos denuncias

políticas. Vale la pena notar que el tipo de críticas que formula la novela de Díaz son muy

puntuales y están claramente dirigidas a un gobierno en un espacio y tiempo definidos

74

(recordemos que en la novela se dice que todo lo que allí es narrado ocurre en 1856, en una

Nueva Granada regida por un gobierno “más democrático que el de los Estados Unidos”). Este

hecho aleja a Manuela de la literatura de costumbres más tradicional, en donde, aunque era

frecuente encontrar críticas, estas eran generalmente de tipo moral; la denuncia política, que

encontramos en Manuela, no suele presentarse en este tipo de literatura. Cuando se leen los textos

reunidos en Museo de cuadros de costumbres (posiblemente la primera compilación en libro de

textos clasificados como costumbristas), la diferencia entre Manuela y la mayoría de las obras

que componen esta publicación se hace evidente. Con ciertas excepciones, como algunos textos

de Juan de Dios Restrepo, las críticas que hallamos en la literatura de costumbres suelen ser

bastante generales. Se critica mucho, por ejemplo, la falta de “civilización” de la Colombia del

siglo XIX y su atraso tecnológico y cultural con respecto a Europa (es el caso de obras como

Apuntes de un viaje de Santiago Pérez y De Honda a Cartagena de José María Samper).

También se critican actitudes y comportamientos no deseados para la nación como la

deshonestidad y el engaño (es el caso de La tienda de don Antuco de José Manuel Groot) y el

culto exagerado a Francia e Inglaterra (como ocurre en El viajero de José Joaquín Borda). Sin

embargo, no es usual encontrar en este tipo de textos denuncias o críticas puntuales (como, por

ejemplo, la situación de los arrendatarios, la desigualdad social o la ausencia del estado), a un

proyecto político al cual se responsabiliza del problema.

Una de las definiciones de costumbrismo de la época, hecha por Antonio José Restrepo33,

dice lo siguiente:

Género realista, debe ser saleroso al propio tiempo para conservar su carácter de mero

cuadro de costumbres. No aspira a conmover para re volucionar, apenas si pinta, para

33 Antonio José Restrepo (1855-1933) fue un reconocido abogado y escritor antioqueño, miembro de la Academia de Historia de Bogotá, del Congreso de Colombia y Procurador de la nación. También fue fundador de varios periódicos como La Lechuza, El Estado y La República, entre otros.

75

corregir con suave tono; ni tampoco cava en el estiércol social […] para extirpar

injusticias, remover privilegios y cambiar instituciones. Trisca por entre la maraña

humana, apunta más bien los defectos que los vicios… (Ctd en Reyes 215, mi énfasis)

De acuerdo con esta definición, Manuela se aleja notablemente del costumbrismo tradicional, por

lo menos en lo que respecta al tipo de críticas y denuncias que elabora y al espacio político desde

el que éstas se realizan.

El segundo elemento que llama la atención de Manuela frente a gran parte de la literatura

de costumbres de la época es el humor. Aunque éste es un elemento muy presente en los cuadros

de costumbres, generalmente se presenta a través de situaciones cómicas que simplemente causan

risa. Son frecuentes los enredos y malos entendidos, las descripciones o caracterizaciones

graciosas y las escenas cómicas que se acercan al chiste (por ejemplo, el bogotano elegante, de

levita, que trata de montar un caballo salvaje, mientras intenta salvar su sombrero, como ocurre

en Un día de San Juan en tierra caliente de José David Guarín). Por supuesto, en Manuela

encontramos este tipo de humor. Recordemos los malos entendidos en los que se ve envuelto

Demóstenes cuando visita por primera vez a Clotilde, o el episodio en el que meten a la cárcel al

perro Ayacucho, por considerarlo uno de los manuelistas. Sin embargo, durante la mayor parte de

Manuela, el humor toma en la novela la forma de la parodia.

Como vimos en el primer capítulo de esta monografía, las situaciones cómicas que

protagoniza Demóstenes y su carácter quijotesco, constituyen una parodia del “señorito

bogotano”, del liberal radical letrado del siglo XIX que pretende “civilizar” a un pueblo que

desconoce. También encontramos en Manuela situaciones que se tornan cómicas por el efecto de

la exageración. Es el caso de la “revolución” que tiene lugar en La Parroquia debido a la marrana

de Manuela. Este tipo de episodios, que podrían llegar a causar risa, albergan una denuncia

acerca del extremo al que ha llegado el abuso del gamonal en el pueblo y el total abandono del

76

estado. Así mismo, algunos de los comentarios de Demóstenes (generalmente aquellos que

revelan su ingenuidad con respecto al mundo real) terminan siendo comentarios irónicos de la

novela a través de los cuales se critica el orden bajo el cual se pretende conformar una nación en

la Nueva Granada. Desde los primeros capítulos de la novela se hace evidente la situación de

injusticia, abandono, desigualdad y abuso que se vive en La Parroquia. Así, cuando Demóstenes

señala las virtudes de la constitución liberal que rige el país, como lectores, no podemos dejar de

sonreírnos.

Con respecto al humor en la literatura de costumbres, Acosta señala que en este tipo de

relatos se creaba “… un discurso en un ambiente cotidiano, con un humor construido a partir de

la reiteración de lo conocido, lo que los lectores tenían en frente [...] No se buscaba la ironía, se

quería hacer presentes las costumbres” (Acosta Lectores 124). Como se ha visto, Manuela hace

algo distinto. El humor en la novela de Díaz no es un recurso utilizado sólo para amenizar la

lectura o reiterar lo conocido; es más bien una de las herramientas de las que se vale Eugenio

Díaz para hacer críticas a la situación de la Nueva Granada a mediados del siglo XIX. Al igual

que la presencia de la denuncia política directa en Manuela, el uso del humor como una

herramienta para la elaboración de la parodia y la ironía (y por esa vía de la crítica) es un

elemento que aleja a la novela de Díaz de las expectativas que podían tener los lectores de El

Mosaico con respecto a una obra de costumbres, y que, por lo tanto, pudo causar cierto rechazo.

Si adicionalmente recordamos algunas de las características de los integrantes de la ciudad

escrituraria en la Nueva Granda durante el Olimpo Radical, es inevitable pensar que la parodia

del “señorito bogotano”, por ejemplo, pudo causar bastante malestar entre el círculo letrado

capitalino.

Detengámonos ahora en las propuestas de Manuela, señaladas en el primer capítulo de este

trabajo. Empezaré por la propuesta de mujer que encontramos en la novela de Díaz. Como vimos,

77

a través de Manuela y los otros personajes femeninos, la novela propone una mujer que se aleja

notablemente del modelo de mujer del siglo XIX. Las mujeres que encontramos en Manuela,

inteligentes, “de carne y hueso”, que pueden ser interlocutoras con grandes aportes para el

proyecto de nación, son bastante distintas de las que encontramos en otros textos de la época.

Para ilustrar mejor esta diferencia tomaré como ejemplo uno de los artículos, publicados en

El Mosaico, que abordan el tema de la mujer. Se trata de un texto titulado “Destino de la mujer

sobre la tierra” (sin autor), publicado el 12 de febrero de 1859. En este artículo se lleva a cabo

una descripción de la mujer, al tiempo que se advierte sobre los “buenos” y “malos”

comportamientos femeninos. El texto enfatiza la influencia de la mujer sobre la sociedad, en la

medida en que es la responsable de la educación y la crianza de los futuros ciudadanos de la

Nueva Granada. Dice el texto:

… cuando se piensa en todo el bien i en todo el mal que puede evitar una criatura tan débil,

tan tímida, tan necesitada de apoyo i de protección, no puede uno menos que descubrir en

esto algo de providencial, no puede menos de reconocer que Dios ha unido tanta belleza a

tanta dependencia, tanto poder a tanta debilidad, para que ese poder, cuanto menos temido,

sea más irresistible […] para que esa influencia, cuanto menos combatida, sea más

constante. (57)

El artículo aconseja a las mujeres seguir el modelo de la Virgen María para que imiten su

“excelsa santidad, pudor, modestia i dignidad” para construir una familia llena de amor y así

ganarse el respeto y estimación de la sociedad. Claramente el modelo de mujer que se propone en

este texto de El Mosaico es completamente distinto al que propone Díaz en su novela. Como

vimos, la asociación de características como la dependencia, la debilidad y la timidez a la mujer

es fuertemente cuestionada en Manuela a través de sus personajes femeninos.

78

No podemos olvidar en este punto el texto de Vergara y Vergara “Consejos a una niña”,

dirigido a Elvira Silva. En él Vergara aconseja a la niña que sea sensible, delicada, pudorosa,

benévola, humilde y silenciosa:

Para mayor apoyo de la debilidad femenina, crió Dios un modelo y un espejo de mujeres en

su madre […] humilde y pudorosa el día que se le notificó su dicha; relinda y laboriosa en

su vida de familia; intercesora, benévola y humilde cuando la vida pública de su Hijo la

hizo encontrarse con la sociedad; sufriendo silenciosa y resignada cuando le tocó la prueba

del martirio; silenciosa también y también resignada cuando llegó la de su gloria […] Por

ella y en ella fue rehabilitada la mujer: fuera de ella no hay salvación posible para la mujer.

(125)

Sin duda, el tipo de mujer que se propone en Manuela debió parecer a un miembro de la ciudad

escrituraria como Vergara completamente inaceptable. La mujer independiente, que trabaja,

opina, cuestiona, denuncia, se mueve en el terreno de lo público, fuma, se baña en el río, baila,

toma aguardiente y demás acciones realizadas por Manuela constituye un tipo de mujer

completamente alejado de lo que usualmente se proponía en la literatura difundida por periódicos

como El Mosaico, y en esa medida, del horizonte de expectativas de sus lectores.

Un aspecto que llama la atención sobre de la propuesta de mujer en Manuela es el tipo de

lectora que encontramos en la novela. Es interesante notar que en la novela de Díaz (contrario a

lo que aparecía en la literatura de la Nueva Granada del siglo XIX) hay más lectoras que lectores:

Clotilde, Juanita, Marta y la Lámina (frente a Demóstenes y el cura). Estas últimas tres mujeres

constituyen la principal crítica contra el modelo de lectora generalmente difundido en el siglo

XIX: la mujer letrada que sólo se permite a sí misma leer aquello que su padre y hermanos le

autorizan (modelo representado en la novela por Clotilde). Sabemos, por ejemplo, que la Lámina

y Juanita son grandes lectoras de novelas románticas y que han leído Ivanhoe y Los misterios de

París, dos obras que también ha leído Demóstenes. En ese sentido, la biblioteca de estas jóvenes

79

podría ser bastante similar a la del viajero bogotano. Sin duda, este tipo de lectora no era el que

generalmente se promovía en la época. Recordemos el énfasis que hacía El Mosaico sobre la

importancia de que las mujeres fueran el principal público lector de textos religiosos como el

Devocionario poético de Miguel Agustín Príncipe. Recordemos también en este punto algunos de

los consejos que da Vergara a Elvira Silva con respecto a la lectura de literatura: “No leas

novelas, porque las buenas son peores que las malas, y éstas no han perdonado ningún corazón” y

“Los versos a las mujeres se hacen con mentiras y consonantes” (128).

La segunda propuesta de Manuela que pudo alejar a la novela del horizonte de expectativas

de sus primeros lectores es la inclusión del lenguaje rural y oral en la novela escrita. Ya vimos

cómo el narrador se apropia de este tipo de lenguaje en su narración y también cómo el lenguaje

oral de los personajes se aprecia como poético y aparece en la novela con la misma legitimidad

que el lenguaje letrado de Demóstenes y del narrador. También vimos la manera en la que

Manuela llama la atención sobre la necesidad que tiene un escritor de incluir en su obra

diferentes tipos de lenguaje cuando se aproxime a realidades que así se lo exijan; de la

imposibilidad de hablar de la cultura y la historia de un pueblo ignorando su lenguaje. Con

relación a esta propuesta de la novela y su distancia con respecto a lo esperado me parece

importante llamar la atención sobre las críticas que Martínez Silva y Vergara y Vergara realizan,

refiriéndose al lenguaje de Manuela, y la crítica que hace Areizipa (pseudónimo de Vergara) a la

novela de Bernal. Esta propuesta del lenguaje integrador de Manuela, sin duda, distanció a esta

novela del horizonte de expectativas de sus primeros lectores (recordemos también la importancia

que tenía la idea de lo “bien escrito” a la hora de evaluar una obra literaria, el desdeño por lo

“vulgar”, la manera en la que se entendieron estos calificativos y el poder del lenguaje escrito

sobre el lenguaje oral en la ciudad escrituraria).

80

Con respecto a este asunto del lenguaje me resta señalar que tras hacer una comparación

entre el texto de Manuela publicado en El Mosaico y el que se publicó en Museo de cuadros de

costumbres (1866), “corregido” por Ricardo Carrasquilla, José Manuel Marroquín y Vergara, no

hallé ningún cambio significativo en el lenguaje. Por supuesto, en la edición de 1866 se cambian

algunas palabras, pero no hay realmente una modificación de ese lenguaje que tantas veces se

calificó como “incorrecto”. En el capítulo primero, por ejemplo se cambia “sofocada mula” por

“jadeante mula”, “largos i destemplados aullidos” por “largos i destemplados chillidos”

(refiriéndose a los ruidos de Ayacucho) y “mamá” por “madre”. No es claro, entonces, a qué se

refiere Martínez Silva cuando afirma que, gracias el trabajo de Marroquín, Carrasquilla y

Vergara, Manuela “…vino a quedar bastante buena para que en ella brillara el raro ingenio del

autor, sin que se descubriera mucho su falta de letras y de gusto” (Ctd en Mújica I 15).

Otra propuesta que marcó una distancia entre Manuela y el horizonte de expectativas de sus

lectores, es la propuesta de nación que hallamos en la novela. Como se vio al principio de este

trabajo, la propuesta de Manuela es una propuesta de inclusión: inclusión de lenguajes, de la

mujer, de tradiciones, de ideologías políticas, de razas y de creencias. El diálogo entre diversas

voces y discursos le permite a Díaz hacer una propuesta de nación incluyente, pero no en el

sentido de simplemente reconocer la existencia de un “otro” distinto, al cual hay que “guiar” para

introducir en un orden ya establecido, sino en el sentido de tener en cuenta a todos esos posibles

“otros” que habitan la Nueva Granada como interlocutores válidos con importantes aportes para

la construcción del proyecto nacional.

La gran denuncia de la novela de Díaz, la razón por la cual Demóstenes le responde a

Manuela “Te digo la verdad, que estaríamos lo mismo”, es la distancia y el desconocimiento

mutuo entre la zona rural de la Nueva Granada y la élite letrada de la capital. Manuela resalta la

imposibilidad de conformar una nación mientras este último grupo siga ignorando los discursos

81

subalternos y legislando sobre un país que no conoce. Si recordamos las características del grupo

lector de El Mosaico, es claro que esta denuncia no debió ser bien recibida. La ciudad

escrituraria, conformada por aquellos que, en palabras de Mújica, “daban la pauta sobre lo que

valía la pena leer, lo mismo que en los demás campos”, es uno de los principales blancos de las

críticas que se formulan en Manuela. Es muy posible que la propuesta de inclusión y diálogo de

la novela de Díaz no fuera muy atractiva dentro de este grupo de letrados, el cual a través de una

actitud más bien monológica se proponía, como se lee en el prospecto de El Mosaico,

“…iluminar las sociedades, inoculando en todos los individuos las ideas de una civilización

progresiva” (1).

Recordemos también que el horizonte de expectativas de los primeros lectores de Manuela

incluía un interés por buscar una literatura nacional, formar “un Monumento Nacional”, a través

de la exaltación de modelos “ejemplares” y del elogio de las grandes acciones. Así, la propuesta

de nación incluyente que hallamos en Manuela, hecha a partir de la denuncia política directa, de

las críticas en forma de parodia, del señalamiento del lamentable estado de injusticia y abandono

en el que se encuentra la zona rural de la Nueva Granada y las contradicciones que se viven en

los centros de poder urbanos, se aleja notablemente de lo que se podía esperar de una “novela

nacional”. Una novela propositiva e incisivamente crítica como Manuela difícilmente podía

abrirse un lugar en el centro de ese horizonte de expectativas que, como se dijo anteriormente,

estaba caracterizado por las necesidades del lector-escritor-lector que buscaba construir una

nación, desde la capital, a través de su lectura y escritura.

Recordemos en este punto los planteamientos de Jauss con respecto a la manera en la que

una obra literaria se relaciona con su público lector. El teórico señala que la valoración estética de

una obra literaria, en el momento de su aparición, depende de qué tanto dicha obra satisface las

expectativas de su primer público, las supera, decepciona o frustra: “La distancia entre el

82

horizonte de expectación y la obra, entre lo ya familiar de la experiencia estética obtenida hasta

ahora y el ‘cambio de horizonte’ exigido con la recepción de la nueva obra, determina, desde el

punto de vista de la estética de la recepción, el carácter artístico de una obra literaria” (Jauss 174).

Según este autor, cuando una obra presenta cierta distancia con respecto a lo esperado, a lo ya

conocido, y exige a su lector revisar, cuestionar y modificar su horizonte de expectativas, su

valoración estética es generalmente muy positiva y se acoge como una “novedad” que puede

eventualmente convertirse en un bestseller. Sin embargo, para que esto suceda la distancia entre

la obra y las expectativas de sus lectores no puede ser abismal; la obra debe evocar en el lector

aquellas expectativas reconocibles que serán cuestionadas por ella. Siguiendo esta idea Jauss

afirma: “…hay obras que, en el momento de su aparición, todavía no pueden referirse a ningún

público específico, sino que rompen tan por completo el horizonte familiar de las expectaciones

literarias, que sólo paulatinamente puede ir formándose un público para ellas” (178).

Después de realizar un análisis de Manuela, de sus propuestas políticas, sociales y estéticas,

y de confrontarla con el escenario de lectura ante el cual se presentó esta obra por primera vez, se

llega a la conclusión de que la novela de Díaz sí se aleja notablemente de las expectativas de sus

primeros lectores. Manuela pertenecería, entonces, al segundo tipo de obras, mencionado

anteriormente: aquellas que “…en el momento de su aparición, todavía no pueden referirse a

ningún público específico…”. Así, después del “desapego” que sufrió Manuela durante los años

que sucedieron a su publicación, después del tiempo que tuvo que esperar la novela para que

fuera editada completa y luego publicada como realización independiente, en el siglo XX la

novela de Díaz empieza a resonar paulatinamente. Gracias a algunos estudiosos de la literatura

colombiana Manuela ha sido desempolvada y ha ganado visibilidad en el canon literario del país.

Hoy, cuando retomamos y releemos Manuela, nos sorprendemos con su agudeza crítica, con su

comprensión de la sociedad colombiana y con esa propuesta política de inclusión y diálogo que

83

aún no se ha hecho efectiva. Como señala Ortiz, para los lectores de hoy Manuela goza de plena

vigencia. Las preocupaciones y conflictos que afectan a la Colombia del siglo XXI se anuncian

en Manuela y se oyen a través de personajes como Dimas, quien ante la imposibilidad del

diálogo dice: “¡Qué igualdad ni qué pan caliente! No hay más igualdad que el garrote y no

dejarse uno chicotear ni de los ricos, ni de las autoridades, ni de nadie, como lo hago yo; esa es la

verdadera igualdad!” (100).

Algunas consideraciones finales

Estudiar el problema de la recepción de Manuela me permitió hacer una primera

aproximación al escenario de lectura de literatura en el siglo XIX en Colombia. De la mano de la

estética de la recepción, planteada por Jauss, me propuse analizar la manera en la que se

relacionó Manuela con las expectativas de su primer público lector, y proponer una serie de

hipótesis acerca del “desapego” del que fue víctima la novela de Díaz y del puesto secundario

que ha ocupado esta obra en el canon literario colombiano. Este estudio pretendió ser, antes que

nada, una propuesta que invita a ser cuestionada, una provocación para que se realicen futuros

estudios sobre Manuela. Así mismo, resultaría interesante hacer otros estudios de recepción de

algunos de los tantos textos del siglo XIX que han pasado desapercibidos desde su publicación en

periódicos literarios. Esto no sólo haría grandes aportes a la historia de la literatura colombiana,

sino que también ayudaría en el proceso de ampliar y relativizar nuestro canon literario, una tarea

siempre fructífera y siempre necesaria. Así mismo, estudios como el que he pretendido llevar a

cabo en esta monografía se verían notablemente enriquecidos por trabajos que también aborden

temas como la lectura, la recepción y la conformación de un horizonte de expectativas en el

público lector del siglo XIX colombiano. Reconstruir el horizonte de lecturas y lectores de hace

casi siglo y medio es un trabajo largo que debe ser realizado por varias manos y desde varias

84

perspectivas que se nutran mutuamente. Así, cada aporte en este campo ayudará a dotar de

sentido a los aportes anteriores, y por supuesto, a los posteriores. Este tipo de estudios nos

permiten también sacar a la luz una serie de textos poco o nada conocidos, dialogar con ellos

desde hoy, e incluso hallar en ellos las semillas (afortunadas y desafortunadas) de la literatura y la

realidad colombiana contemporáneas.

85

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