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La danza del marinero en tierra Por Gustavo Emilio Rosales Marinero en tierra, Ambroise-Paul-Toussaint-Jules Valéry nunca dejó de anhelar la tentación de los océanos: el aprendizaje básico del cuerpo hábil para conseguir el prodigio de transmutar la sal en sol; el espíritu de cara a la libertad extrema de tenerlo todo para emprender la marcha y no poder dar un solo paso sobre la superficie de las aguas. Para mí solo, a mí solo, en mí mismo / cerca de un corazón -fuente del verso / entre el suceso puro y el vacío / de mi grandeza interna espero el eco…, escribe al inicio de El cementerio marino, el poema que lo instauró en la Historia cuando todo él hubiera querido mantenerse en las sombras de su propia inspiración, en brazos de una duermevela que persistiría en desear secreta, casi clandestinamente, pues su alimento fundamental y único habrían de ser las celebraciones solitarias del deseo. ¿Amor quizás u odio de mí mismo? Al joven Valéry le sobra imaginación, vehemencia y sensibilidad, pero le falta cuerpo para enfrentar el maremágnum de estímulos que implica la transición entre siglos. Se arrepiente sin pausa por haber renunciado al ámbito marítimo. Deserta de la carrera de Derecho en el Liceo de Montpellier. En el comienzo de su segunda década de vida, y última década del siglo XIX, conoce la literatura atroz y visionaria de Rimbaud, Baudelaire y Verlaine; pero habrán de ser el tono, el estilo y los temas de Stéphane Mallarmé los ingredientes que detonen en él un polvorín de vocación hacia el ejercicio de las letras y el pensar, ámbitos que no harán más que exacerbar su extrema capacidad de emocionarse. En 1892, al mirar a una mujer deslumbrante que pasea por las veredas de Génova, experimenta una auténtica catársis, una sublimación de amor. Es tal la fisura que este choque interior provoca en su persona, que decide replegar su subjetividad –y, por ende, su escritura- hacia una dimensión monacal: vive

Marinero en Tierra

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Ensayo sobre la filosofía de Paul Valéry. Por Gustavo Emilio Rosales.

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La danza del marinero en tierra

Por Gustavo Emilio Rosales

Marinero en tierra, Ambroise-Paul-Toussaint-Jules Valéry nunca dejó de anhelar la tentación de los océanos: el aprendizaje básico del cuerpo hábil para conseguir el prodigio de transmutar la sal en sol; el espíritu de cara a la libertad extrema de tenerlo todo para emprender la marcha y no poder dar un solo paso sobre la superficie de las aguas.

Para mí solo, a mí solo, en mí mismo / cerca de un corazón -fuente del verso / entre el suceso puro y el vacío / de mi grandeza interna espero el eco…, escribe al inicio de El cementerio marino, el poema que lo instauró en la Historia cuando todo él hubiera querido mantenerse en las sombras de su propia inspiración, en brazos de una duermevela que persistiría en desear secreta, casi clandestinamente, pues su alimento fundamental y único habrían de ser las celebraciones solitarias del deseo.

¿Amor quizás u odio de mí mismo?

Al joven Valéry le sobra imaginación, vehemencia y sensibilidad, pero le falta cuerpo para enfrentar el maremágnum de estímulos que implica la transición entre siglos. Se arrepiente sin pausa por haber renunciado al ámbito marítimo. Deserta de la carrera de Derecho en el Liceo de Montpellier. En el comienzo de su segunda década de vida, y última década del siglo XIX, conoce la literatura atroz y visionaria de Rimbaud, Baudelaire y Verlaine; pero habrán de ser el tono, el estilo y los temas de Stéphane Mallarmé los ingredientes que detonen en él un polvorín de vocación hacia el ejercicio de las letras y el pensar, ámbitos que no harán más que exacerbar su extrema capacidad de emocionarse.

En 1892, al mirar a una mujer deslumbrante que pasea por las veredas de Génova, experimenta una auténtica catársis, una sublimación de amor. Es tal la fisura que este choque interior provoca en su persona, que decide replegar su subjetividad –y, por ende, su escritura- hacia una dimensión monacal: vive frugalmente y pasa horas redactando sus meditaciones a solas, con grafía de gorrión, en miserables cuadernillos consagrados a nadie.

Gestada veintiún años después del arrebato narrado, El alma y la danza exhibe huellas de esta desmedida capacidad de entrega pasional. Los personajes que intervienen en la conversación –articulada en la estructura que Platón usó para recordar las enseñanzas de su Maestro, y respetuosa del efecto socrático de la mayéutica (el cuestionamiento que propicia el alumbramiento del saber)- tejen el primer gran texto occidental de ponderación del cuerpo en estado de danza, después de las anotaciones epistolares de Noverre y de las enigmáticas reflexiones de Doménico de Piacenza.

¡Aquí está, por fin, entrando en la excepción y penetrando en lo que no es posible!...

Tienes, lector, entre tus manos, una obra de danza insumisa y palpitante, que rayaría en lo lírico si su potencia de oda no estuviera enmarcada dentro de la luz de una inteligencia excepcional. Recuerda o entérate que Paul Válery, años después de entregar este texto (1936),

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brindó una conferencia en la Université des Annales, momentos antes de una función de Antonia Mercé, La Argentina, en la cual disertó con agudeza y amplitud acerca de los motivos y consecuencias del cuerpo transformado poéticamente por decisión de su propio movimiento consciente.

La transcripción revisada de dicha conferencia trascendió como publicación ensayística bajo el título de Filosofía de la Danza. De varios modos, El Alma y la Danza construyó los umbrales de este segundo escrito, piedra angular de la epistemología danzaria en Occidente, sin el cual Susanne Langer no hubiera podido fundar la moderna visión del arte coreográfico.

De tal forma, El Alma y la Danza es un espacio germinal de inspiración y pensamiento, pero no por ello caduco. Como La forma pura del teatro, de Witkiewicz, se trata de un escrito que ha sido poco o mal leído, especialmente en México, donde la Modernidad se construyó a partir de los paradigmas de un nacionalismo que insiste en ignorar su propia condición de cadáver, y no desde la crítica, como sucedió en otras latitudes, en las que el arte incorporó a su producción reflexiones, análisis, y debates pertinentes.

En El Alma y la Danza, los hablantes –Sócrates, Fedro, Erixímaco- son poco a poco poseídos por las visiones de la danza, hasta alcanzar el estado alterado de conciencia que en el antiguo cosmos griego se conoció como pallomené kradién –semejante a una Ménade; pero también corazón palpitante- y es entonces que la danza –como el ancestro que posee la corporeidad del chamán o vidente- habla por voz propia: dice de sí y de su nombradía, ubicada en territorio espiritual. La nueva protagonista rinde cuentas de su inicio como cuerpo que difiere voluntariamente de sí, y de su condición como inventiva particular de tiempo.

Cambio, transfiguración voluntaria del tiempo, anclaje del deseo en el presente permanente del impulso generado de forma intencional: he aquí los cimientos de la moderna teoría para la danza. Recientemente, el filósofo mexicano Raymundo Mier analizó con amplitud e inteligencia este acervo conceptual, dedicado a la danza. Su ensayo no tiene desperdicio -Mier, Raymundo; Leer a Valery: la danza, las puntuaciones de la mirada; en Maya Ramos Smith y Patricia Cardona (compiladoras), La danza en Mexico. Visiones de cinco siglos, vol. 1, Ensayos historicos y analiticos, INBA/CENIDI-Danza/Escenologia, 2002- y es lectura impostergable si es que has tenido ojos para captar la galaxia de ideas que Valéry pone en movimiento a través de este hermoso escrito que Editorial in-Fluir ha colocado en tu camino.

Paul Valéry fue, ante todo, un destino y una inspiración. Hizo todo lo posible por desaparecer, por pasar desapercibido, de largo, pero falló –incluso, en suicidarse-; y en lugar de una muerte prematura, la vida la deparó una gloria y un gran amor postreros. Su fuego escritural y la nitidez de sus ideas abonaron la gran aventura intelectual de la pandilla que elaboró la revista Tel Quel y, por ende, el sustrato conceptual que nutriría el pensamiento de una de las mejores etapas del ejercicio crítico elaborado en idioma francés: Sollers, Deguy, Bataille, Derrida y, por supuesto, Roland Barthes.

El problema de la representación de y por la danza -¿qué es y qué pretende ser?-, es colocado por Valéry, en voz de Sócrates, dentro de un ámbito certero, que no podría poseer otra condición que no fuera el filo que representa la pregunta: ¿No sienten que ella es el

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acto puro de las metamorfosis? Ingresar a este tornado de visiones opulentas, improbable lector, podría hacerte cambiar. Acepta el riesgo.

Ciudad de México, 4 de julio de 2015.