Martin Rivas - Alberto Blest Gana - librosmaravillosos.com Rivas - Alberto... · Martín Rivas Alberto Blest Gana 3 Preparado por Patricio Barros Capítulo 1 A principios del mes

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  • Martn Rivas www.librosmaravillosos.com Alberto Blest Gana

    Preparado por Patricio Barros 1

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    Preparado por Patricio Barros 2

    Al seor don Manuel Antonio Matta

    Mi querido Manuel:

    Por ms de un ttulo te corresponde la dedicatoria de esta novela: ella ha visto la

    luz pblica en las columnas de un peridico fundado por tus esfuerzos y dirigido por

    tu decisin y constancia a la propagacin y defensa de los principios liberales; su

    protagonista ofrece el tipo, digno de imitarse, de los que consagran un culto

    inalterable a las nobles virtudes del corazn; y finalmente, mi amistad quiere

    aprovechar esta ocasin de darte un testimonio de que, al cario nacido en la

    infancia, se une ahora el profundo aprecio que inspiran la hidalgua y el patriotismo,

    puestos al servicio de una buena causa con entero desinters.

    Recibe, pues, esta dedicatoria, como una prenda de la amistad sincera y del aprecio

    distinguido que te profesa tu afectsimo

    Alberto Blest Gana.

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    Preparado por Patricio Barros 3

    Captulo 1

    A principios del mes de julio de 1850, atravesaba la puerta de la calle de una

    hermosa casa de Santiago un joven de veinte y dos a veinte y tres aos.

    Su traje y sus maneras estaban muy distantes de asemejarse a las maneras y al

    traje de nuestros elegantes de la capital. Todo en aquel joven revelaba al

    provinciano que viene por primera vez a Santiago. Sus pantalones negros

    embotinados por medio de anchas trabillas de becerro, a la usanza de los aos de

    1842 y 43; su levita de mangas cortas y angostas; su chaleco de raso negro con

    grandes picos abiertos, formando un ngulo agudo, cuya bisectriz era la lnea que

    marca la tapa del pantaln; su sombrero de extraa forma y sus botines,

    abrochados sobre los tobillos por medio de cordones negros, componan un traje

    que recordaba antiguas modas, que slo los provincianos hacen ver de tiempo en

    tiempo por las calles de la capital.

    El modo como aquel joven se acerc a un criado que se balanceaba mirndole,

    apoyado en el umbral de una puerta, que daba al primer patio, manifestaba

    tambin la timidez del que penetra en un lugar desconocido y recela de la acogida

    que le espera.

    Cuando el provinciano se hall bastante cerca del criado, que continuaba

    observndole, se detuvo e hizo un saludo, al que el otro contest con aire

    protector, inspirado tal vez por la triste catadura del joven.

    -Ser sta la casa del seor don Dmaso Encina? -pregunt ste, con voz en la

    que pareca reprimirse apenas el disgusto que aquel saludo insolente pareci

    causarle.

    -Aqu es -contest el criado.

    -Podr usted decirle que un caballero desea hablar con l?

    A la palabra caballero, el criado pareci rechazar una sonrisa burlona que se

    dibujaba en sus labios.

    -Y cmo se llama usted? -pregunt con voz seca.

    -Martn Rivas -contest el provinciano, tratando de dominar su impaciencia, que no

    dej por esto de reflejarse en sus ojos.

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    -Esprese, pues -djole el criado; y entr con paso lento a las habitaciones del

    interior.

    Daban en ese instante las doce del da.

    Nosotros aprovecharemos la ausencia del criado para dar a conocer ms

    ampliamente al que acaba de decir llamarse Martn Rivas.

    Era un joven de regular estatura y bien proporcionadas formas. Sus ojos negros,

    sin ser grandes, llamaban la atencin por el aire de melancola que comunicaban a

    su rostro. Eran dos ojos de mirar apagado y pensativo, sombreados por grandes

    ojeras que guardaban armona con la palidez de sus mejillas. Un pequeo bigote

    negro, que cubra el labio superior y la lnea un poco saliente del inferior, le daban

    el aspecto de la resolucin, aspecto que contribua a aumentar lo erguido de la

    cabeza, cubierta por una abundante cabellera color castao, a juzgar por lo que se

    dejaba ver bajo el ala del sombrero. El conjunto de su persona tena cierto aire de

    distincin que contrastaba con la pobreza del traje, y haca ver que aquel joven,

    estando vestido con elegancia, poda pasar por un buen mozo, a los ojos de los que

    no hacen consentir nicamente la belleza fsica en lo rosado de la tez y en la

    regularidad perfecta de las facciones.

    Martn se haba quedado en el mismo lugar en que se detuvo para hablar con el

    criado, y dej pasar dos minutos sin moverse, contemplando las paredes del patio

    pintadas al leo y las ventanas que ostentaban sus molduras doradas al travs de

    las vidrieras. Mas, luego pareci impacientarse con la tardanza del que esperaba, y

    sus ojos vagaron de un lugar a otro sin fijarse en nada.

    Por fin, se abri una puerta y apareci el mismo criado con quien Martn acababa de

    hablar.

    -Que pase para adentro -dijo al joven.

    Martn sigui al criado hasta una puerta en la que ste se detuvo.

    -Aqu est el patrn -dijo, sealndole la puerta.

    El joven pas el umbral y se encontr con un hombre que, por su aspecto, pareca

    hallarse, segn la significativa expresin francesa, entre dos edades. Es decir que

    rayaba en la vejez sin haber entrado an a ella. Su traje negro, sus cuellos bien

    almidonados, el lustre de sus botas de becerro, indicaban el hombre metdico, que

    somete su persona, como su vida, a reglas invariables. Su semblante nada

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    revelaba: no haba en l ninguno de esos rasgos caractersticos, tan prominentes en

    ciertas fisonomas, por los cuales un observador adivina en gran parte el carcter

    de algunos individuos. Perfectamente afeitado y peinado, el rostro y el pelo de

    aquel hombre manifestaba que el aseo era una de sus reglas de conducta.

    Al ver a Martn, se quit una gorra con que se hallaba cubierto y se adelant con

    una de esas miradas que equivalen a una pregunta. El joven la interpret as, e

    hizo un ligero saludo diciendo:

    -El seor don Dmaso Encina?

    -Yo seor, un servidor de usted -contest el preguntado.

    Martn sac del bolsillo de la levita una carta que puso en manos de don Dmaso

    con estas palabras:

    -Tenga usted la bondad de leer esta carta.

    -Ah, es usted Martn -exclam el seor Encina, al leer la firma, despus de haber

    roto el sello sin apresurarse.

    -Y su padre de usted cmo est?

    -Ha muerto -contest Martn con tristeza.

    -Muerto! -repiti con asombro el caballero.

    Luego como preocupado de una idea repentina aadi:

    -Sintese Martn; dispnseme que no le haya ofrecido asiento. Y esta carta...?

    -Tenga usted la bondad de leerla -contest Martn.

    Don Dmaso se acerc a una mesa de escritorio, puso sobre ella la carta, tom

    unos anteojos que limpi cuidadosamente con su pauelo y coloc sobre sus

    narices. Al sentarse dirigi la vista sobre el joven.

    -No puedo leer sin anteojos -le dijo a manera de satisfaccin por el tiempo que

    haba empleado en prepararse.

    Luego principi la lectura de la carta que deca lo siguiente:

    Mi estimado y respetado seor:

    Me siento gravemente enfermo y deseo, antes que Dios me llame a su divino

    tribunal, recomendarle a mi hijo, que en breve ser el nico apoyo de mi

    desgraciada familia. Tengo muy cortos recursos, y he hecho mis ltimas

    disposiciones para que despus de mi muerte puedan mi mujer y mis hijos

    aprovecharlos lo mejor posible. Con los intereses de mi pequeo caudal tendr mi

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    familia que subsista pobremente para poder dar a Martn lo necesario hasta que

    concluya en Santiago los estudios de abogado. Segn mis clculos, slo podr

    recibir veinte pesos al mes, y como le sera imposible con tan mdica suma

    satisfacer sus estrictas necesidades, me he acordado de usted y atrevido a pedirle

    el servicio de que le hospede en su casa hasta que pueda por s solo ganar su

    subsistencia. Este muchacho es mi nica esperanza, y si usted le hace la gracia que

    para l humildemente solicito, tendr usted las bendiciones de su santa madre en la

    tierra y las mas en el cielo, si Dios me concede su eterna gloria despus de mi

    muerte.

    Mande a su seguro servidor que sus plantas besa.

    Jos Rivas.

    Don Dmaso se quit los anteojos con el mismo cuidado que haba empleado para

    ponrselos, y los coloc en el mismo lugar que antes ocupaban.

    -Usted sabe lo que su padre me pide en esta carta? -pregunt, levantndose de su

    asiento.

    -S, seor -contest Martn.

    -Y cmo se ha venido usted de Copiap?

    -Sobre la cubierta del vapor -contest el joven como con orgullo.

    -Amigo -dijo el seor Encina-, su padre era buen hombre y le debo algunos

    servicios que me alegrar de pagarle en su hijo. Tengo en los altos dos piezas

    desocupadas y estn a la disposicin de usted. Trae usted equipaje?

    -S, seor.

    -Dnde est?

    -En la posada de Santo Domingo.

    -El criado ir a traerlo, usted le dar las seas.

    Martn se levant de su asiento y don Dmaso llam al criado.

    -Anda con este caballero y traers lo que l te d -le dijo.

    -Seor -dijo Martn-, no hallo cmo dar a usted las gracias por su bondad.

    -Bueno, Martn, bueno -contest don Dmaso-, est usted en su casa. Traiga usted

    su equipaje y arrglese all arriba. Yo como a las cinco, vngase un poquito antes

    para presentarle a la seora.

    Martn dijo algunas palabras de agradecimiento y se retir.

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    -Juan, Juan -grit don Dmaso tratando de hacer pasar su voz a una pieza vecina-,

    que me traigan los peridicos.

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    Captulo 2

    La casa en donde hemos visto presentarse a Martn Rivas estaba habitada por una

    familia compuesta de don Dmaso Encina, su mujer, una hija de diez y nueve aos,

    un hijo de veinte y tres, y tres hijos menores, que por entonces reciban la

    educacin en el colegio de los padres franceses.

    Don Dmaso se haba casado a los veinte y cuatro aos con doa Engracia Nez,

    ms bien por especulacin que por amor. Doa Engracia, en ese tiempo, careca de

    belleza; pero posea una herencia de treinta mil pesos, que inflam la pasin del

    joven Encina hasta el punto de hacerle solicitar su mano. Don Dmaso era

    dependiente de una casa de comercio en Valparaso y no tena ms bienes de

    fortuna que su escaso sueldo. Al da siguiente de su matrimonio poda girar con

    treinta mil pesos. Su ambicin desde ese momento no tuvo lmites. Enviado por

    asuntos de la casa en que serva, don Dmaso lleg a Copiap un mes despus de

    casarse. Su buena suerte quiso que, al cobrar un documento de muy poco valor

    que su patrn le haba endosado, Encina se encontrase con un hombre de bien que

    le dijo lo siguiente:

    -Usted puede ejecutarme, no tengo con qu pagar. Mas si en lugar de cobrarme

    quiere usted arriesgar algunos medios, le firmar a usted un documento por valor

    doble que el de esa letra y ceder a usted la mitad de una mina que poseo y estoy

    seguro har un gran alcance en un mes de trabajo.

    Don Dmaso era hombre de reposo y se volvi a su casa sin haber dado ninguna

    respuesta ni en pro ni en contra. Consultse con varias personas, y todas ellas le

    dijeron que don Jos Rivas, su deudor, era un loco que haba perdido toda su

    fortuna persiguiendo una veta imaginaria.

    Encina pes los informes y las palabras de Rivas, cuya buena fe haba dejado en su

    nimo una impresin favorable.

    -Veremos la mina -le dijo al da siguiente.

    Pusironse en marcha y llegaron al lugar donde se dirigan, conversando de minas.

    Don Dmaso Encina vea flotar ante sus ojos, durante aquella conversacin, las

    vetas, los mantos, los farellones, los panizos, como otros tantos depsitos de

    inagotable riqueza, sin comprender la diferencia que existe en el significado de

    aquellas voces. Don Jos Rivas tena toda la elocuencia del minero a quien

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    acompaa la fe despus de haber perdido su caudal, y a su voz vea Encina brillar

    la plata hasta en las piedras del camino.

    Mas, a pesar de esta preocupacin, tuvo don Dmaso suficiente tiempo de arreglar

    en su imaginacin la propuesta que deba hacer a Rivas en caso que la mina le

    agradase. Despus de examinarla, y dejndose llevar de su inspiracin. Encina

    comenz su ataque.

    -Yo no entiendo nada de esto -dijo-, pero no me desagradan las minas en general.

    Cdame usted doce barras y obtengo de mi patrn nuevos plazos para su deuda y

    quita de algunos intereses. Trabajaremos la mina a medias y haremos un contratito

    en el cual usted se obligue a pagarme el uno y medio por los capitales que yo

    invierta en la explotacin y a preferirme por el tanto cuando usted quiera vender su

    parte o algunas barras.

    Don Jos se hallaba amenazado de ir a la crcel, dejando en el ms completo

    abandono su mujer y a su hijo Martn, de un ao de edad. Antes de aceptar aquella

    propuesta, hizo sin embargo algunas objeciones intiles, porque Encina se mantuvo

    en los trminos de su proposicin, y fue preciso firmar el contrato bajo las bases

    que ste haba propuesto.

    Desde entonces don Dmaso se estableci en Copiap como agente de la casa de

    comercio de Valparaso en la que haba servido, y administr por su cuenta algunos

    otros negocios que aumentaron su capital. Durante un ao, la mina coste sus

    gastos y don Dmaso compr poco a poco a Rivas toda su parte, quedando ste en

    calidad de administrador. Seis meses despus de comprada la ltima barra

    sobrevino un gran alcance, y pocos aos ms tarde don Dmaso Encina compraba

    un valioso fondo de campo cerca de Santiago y la casa en que le hemos visto

    recibir al hijo del hombre a quien deba su riqueza.

    Gracias a sta, la familia de don Dmaso era considerada como una de las ms

    aristocrticas de Santiago. Entre nosotros el dinero ha hecho desaparecer ms

    preocupaciones de familia que en las viejas sociedades europeas. En stas hay lo

    que llaman aristocracia de dinero, que jams alcanza con su poder y su fausto a

    hacer olvidar enteramente la oscuridad de la cuna, al paso que en Chile vemos que

    todo va cediendo su puesto a la riqueza, la que ha hecho palidecer con su brillo el

    orgulloso desdn con que antes eran tratados los advenedizos sociales. Dudamos

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    mucho que ste sea un paso dado hacia la democracia, porque los que cifran su

    vanidad en los favores ciegos de la fortuna, afectan ordinariamente una insolencia,

    con la que creen ocultar su nulidad, que les hace mirar con menosprecio a los que

    no pueden, como ellos, comprar la consideracin con el lujo o con la fama de sus

    caudales.

    La familia de don Dmaso Encina era noble en Santiago por derecho pecuniario, y

    como tal, gozaba de los miramientos sociales por la causa que acabamos de

    apuntar. Se distingua por el gusto hacia el lujo, que por entonces principiaba a

    apoderarse de nuestra sociedad, y aumentaba su prestigio con la solidez del crdito

    de don Dmaso, que tena por principal negocio el de la usura en grande escala, tan

    comn entre los capitales chilenos.

    Magnfico cuadro formaba aquel lujo a la belleza de Leonor, la hija predilecta de don

    Dmaso y de doa Engracia. Cualquiera que hubiese visto aquella nia de diez y

    nueve aos en una pobre habitacin, habra acusado de caprichosa a la suerte por

    no haber dado a tanta hermosura un marco correspondiente. As es que al verla

    reclinada sobre un magnfico sof forrado en brocatel celeste, al mirar reproducida

    su imagen en un lindo espejo al estilo de la edad media, y al observar su pie, de

    una pequeez admirable, rozarse descuidado sobre una alfombra finsima, el mismo

    observador habra admirado la prodigalidad de la naturaleza en tan feliz acuerdo

    con los favores del destino. Leonor resplandeca rodeada de ese lujo como un

    brillante entre el oro y pedreras de un rico aderezo. El color un poco moreno de su

    cutis y la fuerza de expresin de sus grandes ojos verdes, guarnecidos de largas

    pestaas, los labios hmedos y rosados, la frente pequea, limitada por abundantes

    y bien plateados cabellos negros, las arqueadas cejas y los dientes para los cuales

    pareca hecha a propsito la comparacin tan usada con las perlas; todas sus

    facciones, en fin, con el valo delicado del rostro, formaban en su conjunto una

    belleza ideal de las que hacen bullir la imaginacin de los jvenes y revivir el cuadro

    de pasadas dichas en la de los viejos.

    Don Dmaso y doa Engracia tenan por Leonor la predileccin de casi todos los

    padres por el ms hermoso de sus hijos. Y ella, mimada desde temprano, se haba

    acostumbrado a mirar sus perfecciones como un arma de absoluto dominio entre

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    los que la rodeaban, llevando su orgullo hasta oponer sus caprichos al carcter y

    autoridad de su madre.

    Doa Engracia, con efecto, nacida voluntariosa y dominante, enorgullecida en su

    matrimonio por los treinta mil pesos, origen de la riqueza de que ahora disfrutaba

    la familia, se haba visto poco a poco caer bajo el ascendiente de su hija, hasta el

    punto de mirar con indiferencia al resto de su familia, y no salvar inclume de

    aquella silenciosa y prolongada lucha domestica ms que amor a los perritos

    falderos y su aversin hacia todo abrigo, hija de su temperamento sanguneo.

    En la poca en que principia esta historia, la familia Encina acababa de celebrar con

    un magnfico baile la llegada de Europa del joven Agustn, que haba trado del viejo

    mundo gran acopio de ropa y alhajas, en cambio de los conocimientos que no se

    haba cuidado de adquirir en su viaje. Su pelo rizado, la gracia de su persona y su

    perfecta elegancia, hacan olvidar lo vaco de su cabeza y los treinta mil pesos

    invertidos en hacer pasear la persona del joven Agustn por los enlosados de las

    principales ciudades europeas.

    Adems de este joven y de Leonor, don Dmaso tena otros hijos, de cuya

    descripcin nos abstendremos por su poca importancia en esta historia.

    La llegada de Agustn y algunos buenos negocios haban predispuesto el nimo de

    don Dmaso hacia la benevolencia con que le hemos visto acoger a Martn Rivas y

    hospedarle en casa. Estas circunstancias le haban hecho tambin olvidar su

    constante preocupacin de la higiene, con la que pretenda conservar su salud, y

    entregarse con entera libertad de espritu a las ideas de poltica que, bajo la forma

    de su vehemente deseo de ocupar un lugar en el Senado, inflamaban el patriotismo

    de este capitalista.

    Por esta razn haba pedido los peridicos despus de la benvola acogida que

    acaba de hacer al joven provinciano.

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    Preparado por Patricio Barros 12

    Captulo 3

    Martn Rivas haba abandonado la casa de sus padres en momentos de dolor y de

    luto para l y su familia. Con la muerte de su padre, no le quedaban en la tierra

    ms personas queridas que doa Catalina Salazar, su madre y Matilde, su nica

    hermana. l y estas dos mujeres haban velado durante quince das a la cabecera

    de don Jos moribundo. En aquellos supremos instantes en que el dolor parece

    estrechar los lazos que unen a las personas de una misma familia, los tres haban

    tenido igual valor y sostenidos mutuamente por una energa fingida con la que cada

    cual disfrazaba su angustia a los otros dos.

    Un da, don Jos conoci que su fin se acercaba y llam a su mujer y a sus dos

    hijos.

    -ste es mi testamento -les dijo mostrndoles el que haba hecho entender el da

    anterior-; y aqu hay una carta que Martn llevar en persona a don Dmaso

    Encina, que vive en Santiago.

    Luego, tomando una mano a su hijo:

    -De ti va a depender en adelante -le dijo- la suerte de tu madre y de tu hermana;

    ve a Santiago y estudia con empeo. Dios premiar tu constancia y tu trabajo.

    Ocho das despus de la muerte de don Jos, la separacin de Martn renov el

    dolor de la familia, y en la que el llanto resignado haba sucedido a la

    desesperacin, Martn tom pasaje en la cubierta del vapor y lleg a Valparaso,

    animado del deseo del estudio. Nada de lo que vio en aquel puerto ni en la capital

    llam su atencin. Slo pens en su madre y en su hermana, y le pareca or en el

    aire las ltimas y sencillas palabras de su padre. De altivo carcter y concentrada

    imaginacin, Martn haba vivido hasta entonces, aislado por su pobreza y separado

    de su familia, en casa de un viejo to que resida en Coquimbo, donde el joven

    haba hecho sus estudios mediante la proteccin de aquel pariente. Los nicos das

    de felicidad eran los que las vacaciones le permitan pasar al lado de su familia. En

    ese aislamiento, todos sus afectos se haban concentrado en sta, y al llegar a

    Santiago jur regresar de abogado a Copiap y cambiar la suerte de los que

    cifraban en l sus esperanzas.

    -Dios premiar mi constancia y mi trabajo -deca, repitindose las palabras llenas

    de fe con que su padre se haba despedido.

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    Preparado por Patricio Barros 13

    Con tales ideas arreglaba Martn su modesto equipaje en las piezas de los altos de

    la hermosa casa de don Dmaso Encina.

    A las cuatro de la tarde de ese mismo da, el primognito de don Dmaso golpeaba

    a una puerta de las piezas de Leonor. El joven iba vestido con una levita azul

    abrochada sobre un pantaln claro que caa sobre un par de botas de charol, en

    cuyos tacos se vean dos espuelitas doradas. En su mano izquierda tena una

    huasca con puo de marfil y en la derecha un enorme cigarro habano consumido a

    medias.

    Golpe, como dijimos, a la puerta, y oy la voz de su hermana que preguntaba:

    -Quin es?

    -Puedo entrar? -pregunt Agustn entreabriendo la puerta.

    No esper la contestacin y entr en la pieza con aire de elegancia suma.

    Leonor se peinaba delante de un espejo, y volvi su rostro con una sonrisa hacia su

    hermano.

    -Ah -exclam-, ya vienes con tu cigarro!

    -No me obligues a botarlo, hermanita -dijo el elegante-, es un imperial de a

    doscientos pesos el mil.

    -Podas haberlo concluido antes de venir a verme.

    -As lo quise hacer, y me fui a conversar con mam; pero sta me despidi, so

    protesto de que el humo la sofocaba.

    -Has andado a caballo? -pregunt Leonor.

    -S; y en pago de tu complacencia para dejarme mi cigarro, te contar algo que te

    agradar.

    -Qu cosa?

    -Anduve con Clemente Valencia.

    -Y qu ms?

    -Me habl de ti con entusiasmo.

    Leonor hizo con los labios una tijera seal de desprecio.

    -Vamos -exclam Agustn-, no seas hipcrita. Clemente no te desagrada.

    -Como muchos otros.

    -Tal vez, pero hay pocos como l.

    -Por qu?

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    Preparado por Patricio Barros 14

    -Porque tiene trescientos mil pesos.

    -S, pero no es buen mozo.

    -Nadie es feo con ese capital, hermanita.

    Leonor se sonri; mas habra sido imposible decir si fue de la mxima de su

    hermano o de satisfaccin por el arte con que haba arreglado una parte de sus

    cabellos.

    -En estos tiempos, hijita -continu el elegante reclinndose en una poltrona-, la

    plata es la mejor recomendacin.

    -O la belleza -replic Leonor.

    -Es decir que te gusta ms Emilio Mendoza porque es buen mozo. Fi, ma belle.

    -Yo no digo tal cosa.

    -Vamos, breme tu corazn, ya sabes que te adoro.

    -Te lo abrira en vano; no amo a nadie.

    -Ests intratable. Hablaremos de otra cosa. Sabes que tenemos un alojado?

    -As he sabido: un jovencito de Copiap; qu tal es?

    -Pobrsimo -dijo Agustn con un gesto de desprecio.

    -Quiero decir de figura.

    -No le he visto; ser algn provinciano rubicundo y tostado por el sol.

    En este momento Leonor haba concluido de peinarse, y se volvi hacia su

    hermano.

    -Ests charmante -le dijo Agustn, que aunque no haba aprendido muy bien el

    francs en su viaje a Europa, usaba gran profusin de galicismos y palabras sueltas

    de aquel idioma para hacer creer que lo conoca perfectamente.

    -Pero tengo que vestirme -replic Leonor.

    -Es decir que me despides; bueno me voy. Un baiser ma chrie -aadi

    acercndose a la nia y besndola en la frente.

    Luego, al tiempo de tomar la puerta, volvise de nuevo hacia Leonor:

    -De modo que desprecias a ese pobre Clemente?

    -Y qu hacerle? -contest con fingida tristeza la nia.

    -Mira, trescientos mil pesos, no te olvides. Podras irte a Pars y volver aqu a ser la

    reina de la moda. Yo te doy ma parole d honneur que haras de Clemente cire et

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    Preparado por Patricio Barros 15

    pabile -dijo, queriendo afrancesar una expresin vulgar con que pintamos al

    individuo obediente, sobre todo en amores.

    Leonor, que conoca el francs mejor que su hermano, se ri a carcajadas de la

    fatuidad con que Agustn haba dicho su disparate al cerrar la puerta; y se entreg

    de nuevo a su tocador.

    Los dos jvenes que Agustn haba nombrado se distinguan entre los ms asiduos

    pretendientes de la hija de don Dmaso Encina; pero la voz de la chismografa

    social no designaba hasta entonces cul de los dos se hubiera conquistado la

    preferencia de Leonor.

    Como hemos visto, los ttulos con que cada uno ellos se presentaba en la arena de

    la galantera eran diversos.

    Clemente Valencia era un joven de veintiocho aos, de figura ordinaria, a pesar del

    lujo que ostentaba en su traje gracias a los trescientos mil pesos que tanto

    recomendaba Agustn a su hermana. Por aquel tiempo, es decir en 1850, los

    solteros elegantes no haban adoptado an la moda de presentarse en la Alameda

    en coups o calches como acontece en el da. Contentbanse, los que aspiraban al

    ttulo de leones, con un cabriol ms o menos elegante, que hacan tirar por

    postillones a la Daumont en los das del Dieciocho y grandes festividades. Clemente

    Valencia haba encargado uno a Europa, que le serva de pedestal para mostrar al

    vulgo su grandeza pecuniaria, que llamaba la atencin de las nias, y despertaba la

    crtica de los viejos, los que miran con desprecio todo gasto superfluo, desde algn

    sof predilecto, donde forman sus diarios corrillos en el paseo de las Delicias. Mas,

    Clemente se cuidaba muy poco de aquella crtica y lograba su objeto de llamar la

    atencin de las mujeres, que, al contrario de aquellos respetables varones, rara vez

    consideran como intiles los gastos de ostentacin. As es que el joven capitalista

    era recibido en todas partes con el acatamiento que se debe al dinero, el dolo del

    da. Las madres le ofrecan la mejor poltrona en sus salones; las hijas le mostraban

    gustosas el hermoso esmalte de sus dientes, y tenan para l ciertas miradas

    lnguidas, patrimonio de los elegidos; al paso que los padres le consultaban con

    deferencia sus negocios y tomaban su voto en consideracin como el de un hombre

    que en caso necesario puede prestar su fianza para una especulacin importante.

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    Emilio Mendoza, el segundo galn nombrado por Agustn Encina en la conversacin

    que precede, brillaba por la belleza que faltaba a Clemente y careca de lo que a

    ste serva de pasaporte en los ms aristocrticos salones de la capital. Era buen

    mozo y pobre. Empero, esta pobreza no le impeda presentarse con elegancia entre

    los leones, bien que sus recursos no le permitan el uso del cabriol en que su rival

    paseaba en la Alameda su satisfecho individuo. Emilio perteneca a una de esas

    familias que han descubierto en la poltica una lucrativa especulacin y, plegndose

    desde temprano a los gobiernos, haba gozado de buenos sueldos en varios

    empleos pblicos. En aquella poca ocupaba un puesto de tres mil pesos de sueldo,

    mediante lo cual poda ostentar en su camisa joyas y bordados de valor que apenas

    eclipsaba su poderoso adversario.

    Ambos, adems de su amor por la hija de don Dmaso, eran impulsados por la

    misma ambicin. Clemente Valencia quera aumentar su caudal con la herencia

    probable de Leonor, y Emilio Mendoza saba que casndose con ella, adems de la

    herencia que vendra ms tarde, la proteccin de don Dmaso le sera de inmensa

    utilidad en su carrera poltica.

    Entre estos dos jvenes haba por consiguiente dos puntos importantes de

    rivalidad: conquistar el corazn de la nia y ganarse las simpatas del padre. Lo

    primero y lo segundo eran dos graves escollos que presentaban seria resistencia

    por la ndole de Leonor y el carcter de don Dmaso. ste fluctuaba entre el

    ministerio y la oposicin a merced de los consejos de los amigos y de los editoriales

    de la prensa de ambos partidos; y Leonor, segn la opinin general, tena tan alta

    idea de su belleza, que no encontraba ningn hombre digno de su corazn ni de su

    mano. Mientras que don Dmaso, preocupado del deseo de ser Senador, se

    inclinaba del lado en que crea ver el triunfo, su hija daba y quitaba a cada uno de

    ellos las esperanzas con que en la noche anterior se haban mecido al dormirse.

    As es que Clemente Valencia, opositor por relaciones de familia ms bien que por

    convicciones, de las cuales careca, encontraba a don Dmaso enteramente

    convertido a las ideas conservadoras, al da siguiente de haberse despedido, de

    acuerdo con l, sobre las faltas del gobierno y la necesidad de atacarlo. As tambin

    hallaba la sonrisa en los labios de Leonor, cuando se acercaba a ella casi persuadido

    de que Emilio Mendoza haba triunfado en su corazn.

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    Preparado por Patricio Barros 17

    Igual cosa aconteca a su rival, que trabajaba para hacer divisar a don Dmaso el

    silln de Senador nicamente en la ciega adhesin a la autoridad, y sufra los

    desdenes de la hija cuando ya se crea seguro de su amor.

    Tales eran los encontrados intereses que se disputaban la victoria en casa de don

    Dmaso Encina.

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    Captulo 4

    Entregado a profunda meditacin se hallaba Martn Rivas, despus de arreglar su

    reducido equipaje en los altos que deba a la hospitalidad de don Dmaso. Al

    encontrarse en la capital, de la que tanto haba odo hablar en Copiap; al verse

    separado de su familia que divisaba en el luto y la pobreza; al pensar en la

    acaudalada familia en cuyo seno se vea tan repentinamente, disputbanse el paso

    sus ideas en su imaginacin, y tan pronto se oprima de dolor su pecho con el

    recuerdo de las lgrimas de los que haba dejado, como palpitaba a la idea de

    presentarse ante gentes ricas y acostumbradas a las grandezas del lujo, con su

    modesto traje y sus maneras encogidas por el temor y la pobreza. En ese momento

    haban desaparecido para l hasta las esperanzas que acompaan a las almas

    jvenes en sus continuas peregrinaciones al porvenir. Saba, por el criado, que la

    casa era de las ms lujosas de Santiago; que en la familia haba una nia y un

    joven, tipos de gracia y de elegancia; y pensaba que l, pobre provinciano, tendra

    que sentarse al lado de esas personas acostumbradas al refinamiento de su

    riqueza. Esta perspectiva hera el nativo orgullo de su corazn, y le hiciera perder

    de vista el juramento que hiciera al llegar a Santiago y las promesas de la

    esperanza que su voluntad se propona realizar.

    A las cuatro y media de la tarde, un criado se present ante el joven y le anunci

    que su patrn le esperaba en la cuadra.

    Martn se mir maquinalmente en un espejo que haba sobre un lavatorio de caoba,

    y se encontr plido y feo; pero antes que su pueril desaliento le abatiese el

    espritu, su energa le despert como avergonzado y la voluntad le habl el

    lenguaje de la razn.

    Al entrar en la pieza en que se hallaba la familia, la palidez que le haba entristecido

    un momento antes, desapareci bajo el ms vivo encarnado.

    Don Dmaso le present a su mujer y a Leonor, que le hicieron un ligero saludo. En

    ese momento entr Agustn, a quien su padre present tambin al joven Rivas, que

    recibi del elegante una pequea inclinacin de cabeza. Esta fra acogida bast para

    desconcertar al provinciano, que permaneca de pie, sin saber cmo colocar sus

    brazos, ni encontrar una actitud parecida a la de Agustn, que pasaba sus manos

    entre su perfumada cabellera. La voz de don Dmaso, que le ofreca un asiento, le

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    sac de la tortura en que se hallaba, y mirando al suelo, tom una silla distante del

    grupo que formaban doa Engracia, Leonor y Agustn, que se haba puesto a hablar

    de su paseo a caballo y de las excelentes cualidades del animal en que cabalgaba.

    Martn envidiaba de todo corazn aquella inspida locuacidad, mezclada con

    palabras francesas y vulgares observaciones, dichas con ridcula afectacin.

    Admiraba adems al mismo tiempo, la riqueza de los muebles, desconocida para l

    hasta entonces; la profusin de los dorados, la majestad de las cortinas que

    pendan delante de las ventanas, y la variedad de objetos que cubran las mesas de

    arrimo. Su inexperiencia le hizo considerar cuanto vea como los atributos de la

    grandeza y de la superioridad verdaderas, y despert en su naturaleza, entusiasta,

    esa aspiracin hacia el lujo que parece sobre todo el patrimonio de la juventud.

    Al principio, Martn hizo aquellas observaciones a hurtadillas, pues sin conciencia de

    la timidez que lo dominaba, ceda a su poder repentino, sin ocurrrsele combatirlo,

    como acababa de hacer al bajar de su habitacin.

    Don Dmaso, que era hablador, le dirigi la palabra para informarse de las minas

    de Copiap. Martn vio, al contestar, dirigidos hacia l los ojos de la seora y sus

    hijos. Y esta circunstancia, lejos de aumentar su turbacin, pareci infundirle una

    seguridad y aplomo repentinos, porque contest con acierto y voz entera, fijando

    con tranquilidad su vista en las personas que le observaban como a un objeto

    curioso.

    Mientras hablaba, volva tambin la serenidad a su espritu, gracias a los esfuerzos

    de su voluntad naturalmente inclinada a luchar con las dificultades. Y pudo, slo

    entonces, observar a las personas que le escuchaban.

    En el rincn ms oscuro de la pieza divis a doa Engracia, que se colocaba

    siempre en el punto menos alumbrado para evitar la sofocacin. Esta seora tena

    en sus faldas una perrita blanca de largo y rizado pelo, por el cual se vea que

    acababa de pasar un peine, tal era lo vaporoso de sus rizos. La perrita levantaba la

    cabeza de cuando en cuando, y fijaba sus luminosos ojos en Martn con un ligero

    gruido, al que contestaba cada vez doa Engracia dicindole por lo bajo:

    -Diamela! Diamela!

    Y acompaaba esta amonestacin con ligeros golpes de cario, parecidos a los que

    se dan a un nio regaln despus que ha lecho alguna gracia.

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    Pero Martn se fij muy poco en la seora y en las seales de descontento de

    Diamela, y dej tambin de admirar las pretenciosas maneras del elegante para

    detener con avidez la vista sobre Leonor. La belleza de esta nia produjo en su

    alma una admiracin indecible. Lo que experimenta un viajero contemplando la

    catarata del Nigara, o un artista delante del grandioso cuadro de Rafael La

    Transfiguracin dar, bien explicado, una idea de las sensaciones sbitas y extraas

    que surgieron del alma de Martn en presencia de la belleza sublime de Leonor. Ella

    vesta una bata blanca con el cinturn suelto como el de las elegantes romanas,

    sobre un delantal bordado, en cuya parte baja, llena de calados primorosos, se vea

    la franja de valenciennes de una riqusima enagua. El corpio, que haca un

    pequeo ngulo de descote, dejaba ver una garganta de puros contornos y haca

    sospechar la majestuosa perfeccin de su seno. Aquel traje, sencillo en apariencia,

    y de gran valor en realidad, pareca realizar una cosa imposible: la de aumentar la

    hermosura de Leonor, sobre la cual fij Martn con tan distrada obstinacin la vista,

    que la nia volvi hacia otro lado la suya, con una ligera seal de impaciencia.

    Un criado se present anunciando que la comida estaba en la mesa, cuando Agustn

    estaba haciendo una descripcin del Boulevard de Pars a su madre, al mismo

    tiempo que don Dmaso, que en aquel da se inclinaba a la oposicin, pona en

    prctica sus principios republicanos, tratando a Martn con familiaridad y atencin.

    Agustn ofreci el brazo izquierdo a su madre tratando de agarrar a Diamela con la

    mano derecha.

    -Cuidado, cuidado, nio! -exclam la seora al ver la poca reverencia con que su

    primognito trataba a su perra favorita-, vas a lastimarla.

    -No lo crea mam -contest el elegante-. Cmo la haba de hacer mal cuando

    encuentro esta perrita charmante.

    Don Dmaso ofreci su brazo a Leonor, y volvindose hacia Martn:

    -Vamos a comer, amigo -le dijo, siguiendo tras de su esposa y de su hijo.

    Aquella palabra, amigo, con que don Dmaso le convidaba, manifest a Martn la

    inmensa distancia que haba entre l y la familia de su husped. Un nuevo

    desaliento se apoder de su corazn al dirigirse al comedor en tan humilde figura,

    cuando veis al elegante Agustn asentar su charolada bota sobre la alfombra con

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    tan arrogante donaire, y la erguida frente de Leonor resplandecer con todo el

    orgullo de la hermosura y de la riqueza.

    Mientras tomaban la sopa slo se oy la voz de Agustn:

    -En los Frres proveneaux coma diariamente una sopa de tortuga deliciosa -deca

    limpindose el bozo que sombreaba su labio superior-. Oh, el pan de Pars! -aada

    al romper uno de los llamados franceses entre nosotros-, es un pan divino,

    mirobolante.

    -Y en cunto tiempo aprendiste el francs? -le pregunt doa Engracia, dando una

    cucharada de sopa a Diamela y mirando con orgullo a Martn, como para

    manifestarle la superioridad de su hijo.

    Mas, sea que con este movimiento no pusiera bien la cucharada en el requerido

    hocico de Diamela, sea que la temperatura elevada de la sopa ofendiese sus

    delicados labios, la perra lanz un aullido que hizo dar un salto sobre su silla a doa

    Engracia; y su movimiento fue tan rpido, que ech a rodar por el mantel el plato

    que tena por delante y el lquido que contena.

    -No ves! No ves! Qu es lo que te digo? Eso sale por traer perros a la mesa -

    exclam don Dmaso.

    -Pobrecita de mi alma -deca sin escucharle doa Engracia, dando fuertes apretones

    de ternura a Diamela, mientras que sta aullaba desesperada.

    -Vamos, cllate, polissonne -dijo Agustn a la perra, que, vindose un instante libre

    de los abrazos de la seora, se call repentinamente.

    Doa Engracia alz los ojos al cielo como admirando el poder del criador, y

    bajndolos sobre su marido, djole con acento de ternura:

    -Mira, hijo, ya entiende francs esta monada!

    -Oh, el perro es un animal lleno de inteligencia -exclam Agustn-. En Pars los

    llamaba en espaol y me seguan cuando les mostraba un pedazo de pan.

    Un nuevo plato de sopa hizo cesar el descontento de Diamela y dej restablecerse

    el orden en la mesa.

    -Y qu dicen de poltica en el Norte? -pregunt a Martn el dueo de casa.

    -Yo he vivido lejos de las poblaciones, seor, con la enfermedad de mi padre -

    contest el joven-, de modo que ignoro el espritu que all reinaba.

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    -En Pars hay muchos colores polticos -dijo Agustn-: los orleanistas, los de la

    brancha de los Borbones y los republicanos.

    -La brancha? -pregunt don Dmaso.

    -Es decir, la rama de los Borbones -repuso Agustn.

    -Pero en el Norte todos son opositores -dijo don Dmaso, dirigindose otra vez a

    Martn.

    -Creo que es lo ms general -respondi ste.

    -La poltica gata los espritus -observ sentenciosamente el primognito de la

    familia.

    -Cmo es eso de gato! -pregunt su padre con admiracin.

    -Quiero decir que vicia el espritu -contest el joven,

    -Sin embargo -repuso don Dmaso-, todo ciudadano debe ocuparse de la cosa

    pblica, y los derechos de los pueblos son sagrados.

    Don Dmaso, que, como dijimos, era opositor aquel da, dijo con gran nfasis esta

    frase que acababa de leer en un diario liberal.

    -Mam, qu confitura es sa? -pregunt Agustn, sealando una dulcera, para

    cortar la conversacin de poltica que le fastidiaba.

    -Y los derechos de los pueblos -continu diciendo don Dmaso sin atender al

    descontento de su hijo- estn consignados en el Evangelio.

    -Son albaricoques, hijo -deca al mismo tiempo doa Engracia, contestando a la

    pregunta de Agustn.

    -Cmo, albaricoques! -exclam don Dmaso, creyendo que su mujer calificaba con

    esta palabra los derechos de los pueblos.

    -No, hijo; digo que aqul es dulce de albaricoques -contest doa Engracia.

    -Confiture dabricots -dijo Agustn, con el nfasis de un predicador que cita un texto

    latino.

    Durante este dilogo, Martn diriga sus miradas a Leonor, la que aparentaba la

    mayor indiferencia sin tomar parte en la conversacin de su familia.

    Terminada la comida, todos salieron del comedor en el orden en que haban

    entrado, y en el saln continu cada cual con su tema favorito.

    Agustn hablaba a su madre del caf que tomaba en Tortoni despus de comer; don

    Dmaso recitaba a Martn, dndolas por suyas, las frases liberales que haba

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    Preparado por Patricio Barros 23

    aprendido por la maana en los peridicos, y Leonor hojeaba con distraccin un

    libro de grabados ingleses al lado de una mesa. A las siete, pudo Martn libertarse

    de los discursos republicanos de su husped y retirarse del saln.

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    Captulo 5

    Martn se sent al lado de una mesa con el aire de un hombre cansado por una

    larga marcha. Las emociones de su llegada a Santiago, de la presentacin en una

    familia rica, la impresin que le haba causado la elegancia de Agustn Encina, y la

    belleza sorprendente de Leonor, todo, pasando confusamente en su espritu, como

    las incoherentes visiones de un sueo, le haban rendido de cansancio.

    Aquella desdeosa hermosura, que no se dignaba tomar parte en las

    conversaciones de la familia, le humillaba con su elegancia y su riqueza. Era tan

    vulgar su inteligencia como la de sus padres y la de su hermano, y sta la causa de

    su silencio? Martn se hizo esta pregunta maquinalmente, y como para combatir la

    angustia que oprima su pecho al considerar la imposibilidad de llamar la atencin

    de una criatura como Leonor. Pensando en ella, entrevi por primera vez el amor,

    como se divisa a su edad: un paraso de felicidad indefinida, ardiente como la

    esperanza de la juventud, dorado como los sueos de la poesa, esta inseparable

    compaera del corazn que ama o desea amar.

    Un repentino recuerdo de su familia disip por un instante sus tristes ideas, y sac

    a su corazn del crculo de fuego en que principiaba a internarse. Tom su

    sombrero y baj a la calle. El deseo de conocer la poblacin, el movimiento de sta,

    le volvieron la tranquilidad. Adems, deseaba comprar algunos libros y pregunt

    por una librera al primero que encontr al paso. Dirigindose por las indicaciones

    que acaba de recibir, Martn lleg a la plaza de Armas.

    En 1850 la pila de la plaza no estaba rodeada de un hermoso jardn como en el da,

    ni presentaba al transente que se detena a mirarla ms asiento que su borde de

    losa, ocupado siempre en la noche por gente del pueblo. Entre stos se vean

    corrillos de oficiales de zapatera que ofrecan un par de botines o de botas a todo

    el que por all pasaba a esas horas.

    Martn, llevado de la curiosidad de ver la pila, se dirigi de la esquina de la calle de

    las Monjitas, en donde se haba detenido a contemplar la plaza, por el medio de

    ella. Al llegar a la pila, y cuando fijaba la vista en las dos figuras de mrmol que la

    coronan, un hombre se acerc a l dicindole:

    -Un par de botines de charol, patrn.

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    Preparado por Patricio Barros 25

    Estas palabras despertaron en su memoria el recuerdo del lustroso calzado de

    Agustn y sus recientes ideas, que le haban hecho salir de la casa. Pens que con

    un par de botines de charol hara mejor figura en la elegante familia que le admita

    en su seno; era joven, y no se arredr, con esta consideracin, ante la escasez de

    su bolsillo. Detvose mirando al hombre que le acaba de dirigir la palabra, y ste,

    que ya se retiraba, volvi al instante hacia l.

    -A ver los botines -dijo Martn.

    -Aqu estn, patroncito -contest el hombre, mostrndole el calzado, cuyos reflejos

    acabaron de acallar los escrpulos del joven.

    -Vea -aadi el vendedor, tendiendo un pauelo al borde de la pila-, sintese aqu y

    se los prueba.

    Rivas se sent lleno de confianza y se despoj de su tosco botn, tomando uno de

    los que el hombre le presentaba. Mas no fue pequeo su asombro cuando, al hacer

    esfuerzos para entrar el pie, se vio rodeado de seis individuos, de los cuales cada

    uno le ofreca un par de calzado, hablndole todos a un tiempo. Martn, ms

    confuso que el capitn de la ronda cuando se ve rodeado de los que encuentra en

    casa de don Bartolo, en el Barbero de Sevilla, oa las distintas voces y forcejeaba en

    vano por entrar el botn.

    -Vea patrn, stos le estn mejor -le deca uno.

    -Pngase stos, seor, vea qu trabajo, de lo fino no ms -aada otro, colocndole

    un par de botines bajo las narices.

    -Aqu tiene unos pa toa la va -le murmuraba un tercero al odo.

    Y los dems hacan el elogio de su mercanca en parecidos trminos, confundiendo

    al pobre mozo con tan extraa manera de vender.

    El primer par fue desechado por estrecho, el segundo por ancho y por muy caro el

    tercero.

    Entre tanto, el nmero de zapateros haba aumentado considerablemente en

    derredor del joven, que, cansado de la porfiada insistencia de tanto vendedor

    reunido, se puso su viejo botn y se par, diciendo que comprara en otra ocasin.

    En el instante vio tornarse en spero lenguaje la oficiosidad con que un minuto

    haca le acosaban, y oy al primero de los vendedores decirle.

    -Si no tiene ganas de comprar, pa qu est embromando.

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    Y a otro aadir, como en apndice a lo de ste:

    -Pal caso, que tal vez ni tiene plata.

    Y luego a un tercero replicar:

    -Y como que tiene traza de futre pobre, hombre!

    Martn, recin llegado a la capital, ignoraba la insolencia de sus compatriotas

    obreros de esta ciudad, y sinti el despecho apoderarse de su paciencia.

    -Yo a nadie he insultado -dijo dirigindose al grupo-, y no permitir que me insulten

    tampoco.

    -Y por qu lo insultan, porque le dicen pobre; noshotros somos pobres tambin -

    contest una voz.

    -Entonces le iremos ques rico, pu! -dijo otro acercndose al joven.

    -Y si es tan rico por qu no compr pu -aadi el primero que haba hablado,

    acercndosele an ms que el anterior.

    Rivas acab con esto de perder la paciencia y empuj con tal fuerza al hombre, que

    ste fue a caer al pie de sus compaeros.

    -Y dejis te pegue un futre -le dijo uno.

    -Levantate hom, no seis falso -dijo otro.

    El zapatero se levant con efecto, y arremeti al joven con furia. Una ria de

    pugilato se trab entonces entre ambos, con gran alegra de los otros, que

    aplaudan y animaban, elogiando con imparcialidad los golpes que cada cual asesta

    con felicidad a su adversario. De sbito se oy una voz que hizo dispersarse el

    grupo, dejando solos a los dos combatientes.

    -All viene el paco -dijeron, corriendo dos o tres.

    Y se fueron seguidos por los otros al mismo tiempo que un policial tom a Martn de

    un brazo y al zapatero de otro, dicindoles.

    -Los dos van pa entro cortitos.

    Rivas volvi del aturdimiento que aquella ria le haba causado cuando sinti esta

    voz y vio el uniforme del que le detena.

    -Yo no he tenido la culpa de esta ria -dijo-, sulteme usted.

    -Pa entro, pa entro, ende noms -contest el policial.

    Y principi a llamar con el pito.

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    En vano quiso Martn explicarle el origen de lo acaecido, el policial nada oa y sigui

    llamando con su pito hasta que se present un cabo seguido de otro soldado. Con

    stos, su elocuencia fracas del mismo modo. El cabo oy impasible la relacin que

    se le haca y slo contest con la frase sacramental del cuerpo de seguridad

    urbano:

    -Pselos pa entro.

    Ante tan uniforme modo de discutir, Rivas conoci que era mejor resignarse y se

    dej conducir con su adversario hasta el cuartel de polica.

    Al llegar, esper Martn que el oficial de guardia, ante quien fue presentado, hiciera

    ms racional justicia a su causa; pero ste oy su relacin y dio la orden de hacerle

    entrar hasta la llegada del Mayor.

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    Captulo 6

    A la misma hora en que Martn Rivas era llevado preso, el saln de don Dmaso

    Encina resplandeca de luces que alumbraban a la diaria concurrencia de

    tertulianos.

    En un sof conversaba doa Engracia con una seora, hermana de don Dmaso y

    madre de una nia que ocupaba otro sof con Leonor y el elegante Agustn. En un

    rincn de la pieza vecina rodeaban una mesa de malilla don Dmaso y tres

    caballeros de aspecto respetable y encanecidos cabellos. Al lado de la mesa se

    hallaba como observador el joven Mendoza, uno de los adoradores de Leonor.

    Doa Engracia conversaba con su cuada doa Francisca Encina sobre las

    habilidades de Diamela y sus progresos en la lengua de Vaugelas y de Voltaire,

    mientras que un hijo de doa Francisca, perteneciente a la categora de los nios

    regalones, se diverta en tirar la cola y las orejas de la favorita de su ta.

    La nia que conversaba con Leonor formaba con ella un contraste notable por su

    fisonoma. Al ver su rubio cabello, su blanca tez y sus ojos azules, un extranjero

    habra credo que no poda pertenecer a la misma raza que la joven algo morena y

    de negros cabellos que se hallaba a su lado, y mucho menos que entre Leonor y su

    prima, Matilde Elas, existiese tan estrecho parentesco. La fisonoma de esta nia

    revelaba adems cierta languidez melanclica, que contrastaba con la orgullosa

    altivez de Leonor, y aunque la elegancia de su vestido no era menos que la de sta,

    la belleza de Matilde se vea apagada a primera vista al lado de la de su prima.

    Las dos nias tenan sus manos afectuosamente entrelazadas, cuando entr al

    saln Clemente Valencia.

    -Ah!, ya viene este hombre con sus cadenas de reloj y sus brillantes, que huelen a

    capitalista de mal gusto -dijo Leonor.

    El joven no se atrevi a quedarse al lado de las dos primas por el fro saludo con

    que la hija de don Dmaso contest al suyo, y fue a sentarse al lado de las mams.

    -Sabes que te corren casamiento con l -dijo Matilde a su prima.

    -Jess! -contest sta-, porque es rico?

    -Y porque creen que t le amas.

    -Ni a l ni a nadie -replic Leonor con acento desdeoso.

    -A nadie? Y a Mendoza? -pregunt Matilde.

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    Preparado por Patricio Barros 29

    -La verdad, Matilde, t has estado enamorada alguna vez? -dijo Leonor mirando

    fijamente a su prima.

    sta se ruboriz en extremo y no contest.

    -Cuando te ibas a casar, sentas por Adriano ese amor de que hablan las novelas?

    -continu su prima.

    -No -contest sta.

    -Y por Rafael San Luis?

    Matilde volvi a ruborizarse sin contestar.

    -Mira, nunca me haba atrevido a hacerte esta pregunta. T me dijiste hace tiempo

    que amabas a Rafael; luego te negaste a toda confidencia y despus te vi preparar

    tus vestidos de novia para casarte con Adriano. A cul de los dos amabas? A ver,

    cuntame lo que ha sucedido. Ya hace ms de un ao que muri tu novio y me

    parece que es bastante tiempo para que ests haciendo papel de viuda sin serlo y

    el de reservada con tu mejor amiga. Me dices que no amabas a Adriano?

    -No.

    -Entonces, no habas olvidado a Rafael.

    -Poda olvidarle? Y puedo acaso ahora mismo? -contest Matilde, en cuyos

    prpados asomaron dos lgrimas, que ella trat de reprimir.

    -Y por qu le abandonaste entonces?

    -T conoces la severidad de mi padre.

    -Ah!, a m no me obligara nadie -exclam Leonor con orgullo-, y menos amando a

    otro.

    -Si no hubieras amado nunca, como sostienes, no diras esto ltimo -replic

    Matilde.

    -La verdad; nunca he amado, a lo menos segn la idea que tengo del amor. A

    veces me ha gustado un joven, pero nunca por mucho tiempo. Ese empeo con que

    los hombres exigen que se les corresponda, me fastidia. Encuentro en eso algo de

    la superioridad que pretenden tener sobre nosotras y esta idea hace replegarse mi

    corazn. An no he encontrado al hombre que tenga bastante altivez para

    despreciar el prestigio del dinero y bastante orgullo para no rendirse ante la

    belleza.

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    Preparado por Patricio Barros 30

    -Yo jams me he hecho reflexiones sobre esto -dijo Matilde-. Am a Rafael desde

    que le vi y le amo todava.

    -Y has hablado con l, despus que la muerte de Adriano te dej libre?

    -No, ni me atrevera a hablarle. No tuve fuerzas para desobedecer a mi padre y as

    tiene derecho para despreciarme. A veces le he encontrado en la calle: est plido

    y buen mozo como siempre. Te aseguro que me he sentido desfallecer a su vista, y

    l ha pasado sin mirarme, con esa frente altanera que lleva con tanta gracia.

    Leonor oa con placer la exaltacin con que su prima hablaba de sus amores y

    pensaba que deba ser muy dulce para el alma ese culto entusiasta y potico que

    llena todo el corazn.

    -De modo que crees que ya no te ama -dijo.

    -As lo creo -contest Matilde, dando un suspiro.

    -Pobre Matilde! Mira, yo quisiera amar como t, aunque fuera sufriendo as.

    -Ah, t no has sufrido! No lo desees.

    -Yo preferira mil veces ese tormento a la vida inspida que llevo. A veces he

    llorado, creyndome inferior a las dems mujeres. Todas mis amigas tienen amores

    y yo nunca he pensado dos das seguidos en el mismo hombre.

    -As sers feliz.

    -Quin sabe! -murmur Leonor pensativa.

    Un criado anunci que el t estaba pronto, y todos se dirigieron a una pieza

    contigua a la que ocupaban los jugadores de malilla.

    Dijimos que stos eran tres con el dueo de casa. Los dos otros eran un amigo de

    don Dmaso llamado don Simn Arenal y el padre de Matilde, don Fidel Elas. Estos

    ltimos eran el tipo del hombre parsito en poltica que vive siempre al arrimo de la

    autoridad y no profesa ms credo poltico que su conveniencia particular y una

    ciega adhesin a la gran palabra orden realizada en sus ms restrictivas

    consecuencias. La arena poltica de nuestro pas est empedrada con esta clase de

    personajes, como pretenden algunos que lo est el infierno con buenas intenciones,

    sin que pretendamos, por esto, establecer un smil entre nuestra poltica y el

    infierno, por ms que les encontremos muchos puntos de semejanza. Don Simn

    Arenal y don Fidel Elas aprobaban sin examen todo golpe de autoridad, y

    calificaban con desdeosos ttulos de revolucionarios y demagogos a los que, sin

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    Preparado por Patricio Barros 31

    estar constituidos en autoridad, se ocupan de la cosa pblica. Hombres serios, ante

    todo, no aprobaban que la autoridad permitiese la existencia de la prensa de

    oposicin y llamaban a la opinin pblica una majadera de pipiolos,

    comprendiendo bajo este dictado a todo el que se atreva a levantar la voz sin tener

    casa, ni hacienda, ni capitales a inters.

    Estas opiniones autoritarias, que los dos amigos profesaban en virtud de su

    conveniencia, haban acarreado algunos disgustos domsticos a don Fidel Elas;

    doa Francisca Encina, su mujer, haba ledo algunos libros y pretenda pensar por

    s sola, violando as los principios sociales de su marido, que miraba todo libro como

    intil, cuando no pernicioso. En su cualidad de letrada, doa Francisca era liberal en

    poltica, y fomentaba esta tendencia en su hermano, a quien don Fidel y don Simn

    no haban an podido conquistar enteramente para el partido del orden, que

    algunos han llamado con cierta gracia, en tiempos posteriores, el partido de los

    energistas.

    Sentados a la mesa del t todos estos personajes, la conversacin tom distinto

    giro en cada uno de los grupos que componan, segn sus gustos y edades.

    Doa Engracia citaba a su cuada la escena de la comida, para probar que Diamela

    entenda el francs, a lo cual contestaba doa Francisca citando algunos autores

    que hablaban de la habilidad de la raza canina.

    Leonor y su prima formaban otro grupo con los jvenes; y don Dmaso ocupaba la

    cabecera de la mesa con su amigo y su cuado.

    -Convncete, Dmaso -decale don Fidel-, esta sociedad de la Igualdad es una

    pandilla de descamisados que quieren repartirse nuestras fortunas.

    -Y sobre todo -deca don Simn, a quien el gobierno nombraba siempre para

    diversas comisiones-, los que hacen oposicin es porque quieren empleo.

    -Pero hombre -replicaba don Dmaso-, y las escuelas que funda esa sociedad para

    educar al pueblo?

    -Qu pueblo, ni qu pueblo! -contestaba don Fidel-. Es el peor mal que pueden

    hacer estar enseando a ser caballeros a esa pandilla de rotos.

    -Si yo fuese gobierno -dijo don Simn-, no los dejaba reunirse nunca. A dnde

    vamos a parar con que todos se meten en poltica?

    -Pero si son tan ciudadanos como nosotros! -replic don Dmaso.

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    Preparado por Patricio Barros 32

    -S, pero ciudadanos sin un centavo, ciudadanos hambrientos -repuso don Fidel.

    -Y entonces para qu estamos en Repblica -dijo doa Francisca, mezclndose en

    la conversacin.

    -Ojal no lo estuviramos -contest su marido.

    -Jess! -exclam escandalizada la seora.

    -Mira, hija, las mujeres no deben hablar de poltica -dijo sentenciosamente don

    Fidel.

    Esta mxima fue aprobada por el grave don Simn, que hizo con la cabeza una

    seal afirmativa.

    -A las mujeres las flores y la tualeta, querida ta -le dijo Agustn, que oy la

    mxima de don Fidel.

    -Este nio ha vuelto ms tonto de Europa -murmur picada la literata.

    -En das pasados -dijo don Simn a don Dmaso- un ministro me hablaba de usted,

    preguntndome si era opositor.

    -Yo opositor! -exclam don Dmaso-, nunca lo he sido; yo soy independiente.

    -Era para darle, segn creo, una comisin.

    Don Dmaso se qued pensativo, arrepintindose de su respuesta.

    -Y qu comisin era? -pregunt.

    -No recuerdo ahora -contest don Simn-. Usted sabe que el gobierno busca la

    gente de valer para ocuparla y...

    -Y tiene razn -dijo don Dmaso-, es el modo de establecer la autoridad.

    -Mira, Leonor, ya estn conquistando a tu pap -dijo doa Francisca.

    -No, a m no me conquistan, hija -replic don Dmaso-; siempre he dicho que los

    gobiernos deben emplear gente conocida.

    -Yo no pierdo la esperanza de verte de Senador -dijo don Fidel.

    -No aspiro a eso -repuso don Dmaso-; pero si los pueblos me eligen...

    -Aqu los que eligen son los gobiernos -observ doa Francisca.

    -Y as debe ser -replic don Fidel-; de otro modo no se podra gobernar.

    -Para gobernar as, mejor sera que nos dejasen en paz -dijo doa Francisca.

    -Pero, mujer -replic su marido-, ya te he dicho que ustedes no deben ocuparse de

    poltica.

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    Preparado por Patricio Barros 33

    Don Simn aprob por segunda vez, y doa Francisca se volvi con desesperacin

    hacia su cuada.

    Despus del t la tertulia volvi al saln, donde siguieron la conversacin poltica

    los paps y los jvenes rodearon a Leonor, que se sent al lado de una mesa.

    Sobre sta se vea un hermoso libro con tapas incrustadas de ncar.

    -Mira, Leonor -le dijo su hermano-, ya te han aportado tu lbum, que me dijiste

    habas prestado.

    -No le tena usted? -pregunt Leonor con indiferencia a Emilio Mendoza.

    -Lo he trado esta noche, seorita, como haba prometido a usted.

    -Lo llev usted para ponerle versos? -pregunt Clemente Valencia a su rival-. Yo

    nunca he podido aguantar los versos -aadi el capitalista haciendo sonar la cadena

    de su reloj.

    -Ni moi tampoco -dijo el elegante Agustn.

    -A ver el lbum -dijo doa Francisca abriendo el libro.

    -Ta, si son morsoes literarios -exclam Agustn-, mejor sera que hiciesen un poco

    de msica.

    -Lea, mam -dijo Matilde-, hay mayora por lo que mi primo llama morsoes

    literarios.

    Doa Francisca abri en una pgina.

    -Aqu hay unos versos -dijo-, y son del seor Mendoza.

    -T haces versos querido! -le dijo Agustn-, qu ests enamorado?

    Emilio se puso colorado, y lanz una mirada a Leonor, que pareci no haberla visto.

    -Es una composicin corta -dijo doa Francisca, que arda en deseos de que la

    oyesen leer.

    -Parta pues ta -le dijo Agustn.

    Doa Francisca, con voz afectada y acento sentimental, ley:

    A los ojos de...

    Ms dulces habis de ser

    Si me volvis a mirar,

    Porque es malicia a mi ver,

    Siendo fuente de placer,

    Causarme tanto pesar.

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    Preparado por Patricio Barros 34

    De seso me tiene ajeno

    El que en suerte tan cruel

    Sea ese mirar sereno

    Solo para m veneno,

    Siendo para todos miel.

    Si amando os puedo ofender,

    Venganza podis tomar,

    Pues es fuerza os haga ver

    Que, o no os dejo de querer,

    O me acabis de matar.

    Si es la venganza medida

    Por mi amor, a tal rigor

    El alma siento rendida;

    Porque es muy poco una vida

    Para vengar tanto amor.

    Emilio Mendoza.

    Al concluir esta lectura Emilio Mendoza dirigi una lnguida mirada a Leonor como

    dicindola: Usted es la diosa de mi inspiracin.

    -Y en cunto tiempo ha hecho usted estos versos? -le dijo doa Francisca.

    -Esta maana los he concluido -contest Mendoza, con afectada modestia,

    cuidndose muy bien de decir que slo haba tenido el trabajo de copiarlos de una

    composicin del poeta espaol Campoamor, entonces poco conocido en Chile.

    -Aqu hay algo en prosa -dijo doa Francisca-: La humanidad camina hacia el

    progreso, girando en un crculo que se llama amor y que tiene por centro el ngel

    que apellidan mujer. Qu lindo pensamiento! -dijo con aire vaporoso doa

    Francisca.

    -S, para el que lo entienda -replic Clemente Valencia.

    Continu por algn tiempo doa Francisca hojeando el libro, en cuyas pginas,

    llenas de frases vacas o de estrofas que concluan pidiendo un poco de amor a la

    duea del lbum, ella se detena con entusiasmo.

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    Preparado por Patricio Barros 35

    -Si dejan a mi ta con el libro, es capaz de trasnochar -dijo Agustn a su amigo

    Valencia.

    Don Fidel dio la seal de retirada tomando su sombrero.

    -Sabes que Dmaso me ha dado a entender que le gustara que su hijo se

    aficionase a Matilde? -dijo a doa Francisca cuando estuvieron en la calle-. Agustn

    es un magnifico partido.

    -Es un muchacho tan insignificante -contest doa Francisca, recordando la poca

    aficin de su sobrino a la poesa.

    -Cmo? Insignificante, y su padre tiene cerca de un milln de pesos! -replic con

    calor el marido.

    Doa Francisca no contest a la positivista opinin de su esposo.

    -Un casamiento entre Matilde y Agustn sera para nosotros una gran felicidad -

    prosigui don Fidel-. Figrate, hija, que el ao entrante termina el arriendo que

    tengo del Roble, y que su dueo no quiere prorrogarme este arriendo.

    -Hasta ahora la tal hacienda del Roble no te ha dado mucho -dijo doa Francisca.

    -sta no es la cuestin -replic don Fidel-, yo me pongo en el caso que termine el

    arriendo. Casando a Matilde con Agustn, adems que aseguramos la suerte de

    nuestra hija, Dmaso no me negar su fianza, como ya lo ha hecho, para cualquier

    negocio.

    -En fin, t sabrs lo que haces -contest con enfado la seora, indignada del

    prosaico clculo de su marido.

    Lo restante del camino lo hicieron en silencio hasta llegar a la casa que habitaban.

    Volveremos nosotros a don Dmaso y a su familia, que quedaron solos en el saln.

    -Y nuestro alojado, qu se habr hecho? -pregunt el caballero.

    Un criado, a quien se llam para hacer esta pregunta, contest que no haba

    llegado an.

    -No ser mucho que se haya perdido -dijo don Dmaso.

    -En Santiago! -exclam Agustn con admiracin-, en Pars si que es fcil egararse.

    -He pensado -dijo don Dmaso a su mujer- que Martn puede servirme mucho,

    porque necesito una persona que lleve mis libros.

    -Parece un buen jovencito y me gusta porque no fuma -respondi doa Engracia.

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    Preparado por Patricio Barros 36

    Martn, con efecto, haba dicho que no fumaba cuando, despus de comer, don

    Dmaso le ofreci un cigarro, en un rapto de republicanismo. Mas, al despedirse,

    sus amigos le dejaban medio curado ya de sus impulsos igualitarios con la noticia

    de que un Ministro se haba ocupado de l para encomendarle una comisin.

    -Despus de todo -pensaba al acostarse don Dmaso-, estos liberales son tan

    exagerados!

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    Preparado por Patricio Barros 37

    Captulo 7

    En vano protest Martn Rivas contra la arbitrariedad que en su persona se cometa,

    solicitando su libertad y prometiendo volver al da siguiente para ser juzgado. El

    oficial de guardia sostuvo la primera orden que haba impartido, con inflexibilidad

    de los granaderos de Napolen el Grande, que moran antes de rendirse.

    Rivas, cansado de protestar y de rogar, se resign por fin a esperar con paciencia la

    llegada del Mayor, entregndose a las tristes reflexiones que su extraa situacin le

    sugera.

    Ante todo pens en la explicacin que tendra que dar al da siguiente a la familia

    de don Dmaso, en caso que no pudiese obtener su libertad hasta entonces. Vea

    de antemano con vergenza la orgullosa mirada de Leonor, la risa insultante de

    Agustn y la humilladora compasin de los padres. A su juicio era Leonor la causa

    de su desagradable aventura. Su memoria le traz la bella imagen de aquella nia,

    que era imposible mirar sin emocin, y una tristeza profunda naci en su espritu al

    considerar el desdn con que ella escuchara la relacin de su desgracia. En

    aquellos momentos el pobre mozo maldijo su destino, y su corazn desesperado

    pidi cuenta al cielo de la pobreza de algunos y de la riqueza de otros. Slo

    entonces pensaba en las desigualdades injustas de la suerte y naca en su corazn

    un vago encono contra los favorecidos de la fortuna.

    Si Leonor me perdonase lo ridculo del trance en que me hallo, pensaba Martn,

    lo dems me importara muy poco, y yo sabra castigar la insolencia del que se

    atreviese a rer.

    Esta sola reflexin manifestaba que Rivas, por ms que hubiese querido huir de la

    profunda impresin que la vista de Leonor le haba dejado en el alma, slo haba

    conseguido pensar en ella.

    Me despreciar!, pensaba con amarga tristeza.

    A veces le ocurra la idea de regresar a Copiap con los cortos recursos de que

    dispona, y consagrarse all a trabajar para su familia; mas, pronto su enrgica

    voluntad le haca avergonzarse de querer quebrantar su juramento por el vano

    temor de verse despreciado de una mujer que slo haba visto una vez.

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    Preparado por Patricio Barros 38

    El Mayor lleg a las doce de la noche y concedi audiencia a Martn. Despus de la

    relacin que ste hizo del suceso, el Jefe vio que las palabras del joven hablaban

    ms en su favor que la pobreza de su traje, y dio orden de ponerle en libertad.

    Martn lleg a las doce y media a casa de su protector y encontr cerrada la puerta.

    Dio algunos ligeros golpes que nadie, al parecer, oy en el interior de la casa y se

    retir sin atreverse a hacer otra tentativa para entrar. Armse de paciencia y se

    resolvi a pasar la noche recorriendo las calles sin alejarse mucho de casa de don

    Dmaso.

    Santiago es una ciudad silenciosa desde temprano, as fue que Rivas no tuvo ms

    espectculo durante sus correras que las fachadas de las casas y los serenos que

    roncaban en cada esquina, velando por la seguridad de la poblacin.

    Al da siguiente pudo Martn entrar a la casa cuando se abra la puerta para dar

    paso al criado que iba a la plaza. ste le mir con una sonrisa burlona, que sirvi de

    precursor al joven para saborear de antemano la humillacin en que se encontrara

    pronto ante la familia de don Dmaso.

    Poco antes de la hora de almorzar baj al patio, resuelto a arrostrar la vergenza

    de su situacin antes que dejar el campo libre a las suposiciones de su husped y

    de sus hijos.

    Don Dmaso vio a Martn que se diriga a su escritorio y le abri la puerta.

    -Cmo se ha pasado la noche, Martn? -pregunt, contestando el saludo del joven.

    -Muy desgraciadamente, seor -contest ste.

    -Cmo! No ha dormido usted bien.

    -He pasado en la calle la mayor parte.

    Don Dmaso abri tamaos ojos.

    -En la calle! Y dnde estuvo usted hasta las doce, hora en que se cerr la puerta.

    -Estuve preso en el cuartel de polica.

    Martn refiri entonces circunstanciadamente su aventura. Al terminar vio que su

    protector haca visibles esfuerzos para contener la risa.

    -Siento en el alma lo que le ha sucedido -dijo don Dmaso, apelando a toda su

    seriedad-, y para olvidar este desagradable suceso hablar a usted de un proyecto

    que tengo relativo a su persona.

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    Preparado por Patricio Barros 39

    -Estoy a sus rdenes -contest el joven, sin atreverse a exigir el secreto a don

    Dmaso sobre su aventura.

    -Dispone usted de muchas horas desocupadas en el da despus de atender a sus

    estudios -dijo el caballero-, y deseara saber si usted tiene inconveniente en

    ocuparse de mi correspondencia y de algunos libros que llevo para el arreglo de mis

    negocios. Yo dar a usted por este servicio treinta pesos al mes y me alegrar

    mucho de que usted acepte mi proposicin: ser usted como mi secretario.

    -Seor -contest Martn-, acepto la ocasin que usted me presenta de corresponder

    en algo a la bondad con que usted me trata y llevar gustoso sus libros y

    correspondencia; pero me permitir no hacer igual aceptacin del sueldo con que

    usted quiere retribuir tan ligero servicio.

    -Pero hombre, usted es pobre, Martn, y as podra usted disponer de cincuenta

    pesos.

    -Quiero ms bien disponer del aprecio de usted -contest Rivas con un acento de

    dignidad que hizo sentir a don Dmaso cierto respeto por aquel pobre provinciano,

    que rechaza un sueldo que muchos en su lugar habran codiciado.

    Martn se impuso de lo que tendra que hacer en el escritorio de don Dmaso y

    ste, mientras recorra algunos papeles, pensaba, a pesar suyo, en la conducta de

    su protegido. Para ciertas hombres, un rasgo que revela desprendimiento del dinero

    es el colmo de la magnanimidad. Por manera que don Dmaso admir como un

    verdadero herosmo las palabras de Martn. El culto del oro ha tenido siempre tan

    numerosos proslitos, que una excepcin parece increble, sobre todo en los

    tiempos que alcanzamos. Al mismo tiempo que su admiracin, y tal vez como la

    nica manera de explicrsela, se ocurri a don Dmaso la idea de que Rivas tena

    sus puntillas de lo que los hombres positivos llaman quijotismo y, preocupado como

    estaba de pensamientos polticos, pens en que aquel joven sera muy fcil de

    arrastrar por las que, desde su conversacin de la noche procedente, juzgaba vanas

    palabras de libertad y de fraternidad.

    -Vea usted, don Martn -dijo despus de algunos instantes de reflexin-, Santiago

    est ahora lleno de gentes que slo se ocupan de poltica. Si usted me permite un

    consejo, le dir que tenga mucho cuidado con esos pretendidos liberales. Siempre

    estn abajo, nunca contentos y jams han hecho nada de bueno; ac para entre

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    Preparado por Patricio Barros 40

    nosotros, creo que un hombre, para perderse completamente, no tiene ms que

    hacerse liberal. En Chile, a lo menos, creo muy difcil que suban.

    La franqueza de estas palabras dio a conocer a Martn los principios polticos que

    constituan la profesin de fe con que don Dmaso aspiraba a ocupar un puesto en

    el Senado de la Repblica. Alejado del trato social y entregado nicamente a sus

    estudios, Rivas ignoraba que aquella profesin era la que ntimamente cultivan la

    mayor parte de los polticos de su patria. Su juicio recto y su noble orgullo de joven

    le hicieron concebir muy triste idea de su protector como personaje poltico. En este

    juicio tena ms parte su instinto que su criterio, porque Martn no haba pensado

    jams con detencin en las cuestiones que agitan a la humanidad como una fiebre,

    que slo calmar cuando su naturaleza respire en la esfera normal de su existencia,

    que es la libertad.

    Poco antes de almorzar, don Dmaso refiri a su mujer y sus hijos los percances

    ocurridos a Rivas.

    -De modo que ese pobre muchacho no ha dormido en toda la noche? -dijo doa

    Engracia, acariciando a Diamela.

    -Es decir, mam -dijo Agustn-, que ha pasado la noche la belle toile. Es una

    aventura deliciosa.

    -Pero oigan ustedes -repuso don Dmaso-, ese muchacho que va a comprar botines

    a la plaza y que slo tiene veinte pesos al mes para todos sus gastos, ha rehusado

    esta maana un sueldo de treinta pesos que le ofrec porque me sirviera de

    secretario.

    -Ah, ah -exclam atusndose su bozo Agustn-, es decir que quiere hacer el fiero.

    -No quiere servirte de secretario? -pregunt doa Engracia.

    -S, s, acepta el puesto; pero no admite el sueldo.

    Leonor mir a su padre como si slo entonces oyese la conversacin, y Agustn

    reclinndose en un sof:

    -Es para que le perdonen lo de los botines -dijo, contemplando con satisfaccin sus

    elegantes chinelas de taco rojo y su pantaln de maana.

    En aquel instante entr Martn, a quien haban llamado a almorzar.

    -Amigo Martn, conque se duerme mal en Santiago? -le dijo Agustn saludndole.

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    Preparado por Patricio Barros 41

    Martn se puso encarnado, mientras que don Dmaso haca seales a su hijo de

    callarse.

    -Es cierto -contest Rivas, tratando de aceptar la broma lo mejor que pudo.

    -Pero hombre -replic el elegante-, ir a buscar calzado a la plaza! Por qu no me

    dijo usted, y le habra indicado un botero francs.

    -Qu quiere usted? -contest Martn con orgullo-, soy provinciano y pobre. Lo

    primero explica mi aventura y lo segundo que un botero francs sera tal vez muy

    caro para m.

    -T nunca nos has referido las torpezas que cometiste, por ignorancia, al llegar a

    Pars -dijo Leonor a su hermano-, y por eso criticas al seor con tanta facilidad.

    Estas palabras las dijo Leonor con aire risueo, para disimular la acritud que

    envolvan, y sin mirar a Martn.

    Rivas conoci que deba dar las gracias a la nia por la defensa que acababa de

    hacer de su causa, pero su turbacin no le dej decir una sola palabra.

    Entre tanto Agustn, que conoca la superioridad de su hermana, no hall tampoco

    nada que contestar, y disimul su derrota haciendo un cario a Diamela, que su

    madre tena ya en sus faldas.

    -He contado su aventura a mi familia -dijo don Dmaso- para explicar la ausencia

    de usted anoche.

    -Y ha hecho usted muy bien, seor -respondi Martn, que haba recobrado su

    serenidad con las palabras de Leonor-. Espero que estas seoritas -aadi- me

    perdonarn mi involuntaria falta.

    -Cmo no, caballero -le dijo doa Engracia-, es un contratiempo que puede suceder

    a cualquiera.

    -Ciertamente, a cualquiera -repiti Agustn, viendo que todos tomaban el partido de

    Rivas-; lo que yo deca a usted era una plesantera sin consecuencia.

    Leonor haba aprobado con la cabeza las palabras de su madre, y Martn recibi

    esta pequea seal como la absolucin del ridculo que el origen de su aventura

    arrojaba sobre su persona.

    Despus de almorzar se inform de la situacin del Instituto Nacional y de los pasos

    que deba dar para incorporarse a la clase de prctica forense en la seccin

    Universitaria.

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    Preparado por Patricio Barros 42

    Practicadas todas sus diligencias, regres a casa de don Dmaso y se puso a

    trabajar en el escritorio de ste, repitindose para s:

    -Ella no me desprecia.

    Este idea levantaba el enorme peso que oprima a su corazn y le mostraba de

    nuevo la felicidad en los horizontes lejanos de la esperanza.

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    Captulo 8

    Desde el da siguiente principi Martn sus tareas con el empeo del joven que vive

    convencido de que el estudio es la nica base de un porvenir feliz, cuando la suerte

    le ha negado la riqueza.

    El pobre y anticuado traje del provinciano llam desde el primer da la atencin de

    sus condiscpulos, la mayor parte jvenes elegantes, que llegaban a la clase con los

    recuerdos de un baile de la vspera o las emociones de una visita mucho ms

    frescos en la memoria que los preceptos de las Siete Partidas o del Prontuario de

    los Juicios. Martn se encontr por esta causa aislado de todos. Entre nuestra

    juventud, el hombre que no principia a mostrar su superioridad por la elegancia del

    traje tiene que luchar con mucha indiferencia, y acaso con un poco de desprecio,

    antes de conquistarse las simpatas de los dems. Todos miraron a Rivas como un

    pobre diablo que no mereca ms atencin que su rada catadura, y se guardaron

    bien de tenderle una mano amiga. Martn conoci lo que podra muy propiamente

    llamarse el orgullo de la ropa y se mantuvo digno en su aislamiento, sin ms

    satisfaccin que la de manifestar sus buenas aptitudes para el estudio cada vez que

    la ocasin se le presentaba.

    Una circunstancia haba llamado su atencin, y era la ausencia de un individuo a

    quien los dems nombraban con frecuencia.

    -Rafael San Luis no ha venido? -oa preguntar casi todos los das.

    Y sobre la respuesta negativa, oa tambin variados comentarios sobre la ausencia

    del que llevaba aquel nombre, y que, a juzgar por la insistencia con que se

    recordaba, deba ejercer cierta superioridad entre los otros que as se ocupaban de

    l.

    Dos meses despus de su incorporacin a la clase, not Martn la presencia de un

    alumno a quien todos saludaban cordialmente, dndole el nombre que haba odo

    ya. Era un joven de veintitrs a veinticuatro aos, de plido semblante y facciones

    de una finura casi femenil, que ponan en relieve la fina curva de un bigote negro y

    lustroso. Una abundante cabellera, dividida en la mitad de la frente, realzaba la

    majestad de sta, y dejaba caer tras de dos pequeas y rosadas orejas sus hebras

    negras y relucientes. Sus ojos, sin ser grandes, parecan brillar con los destellos de

    una inteligencia poderosa y con el fuego de un corazn elevado y varonil. Esta

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    expresin enrgica de su mirada cuadraba muy bien con las elegantes proporciones

    de un cuerpo de regular estatura y de simtricas y bien proporcionadas formas.

    Al principio de la clase, Rivas fij con inters su vista en aquel joven, hasta que

    ste habl a un compaero despus de mirarle. En ese momento, el profesor pidi

    a Martn su opinin sobre una cuestin jurdica que se debata, y despus de darla,

    recibi una contestacin destemplada del alumno a quien acababa de corregir.

    Martn replic con energa y altivez, dejando la razn de su parte, lo que hizo

    enrojecer de despecho a su adversario.

    Entre el joven que haba llamado la atencin de Martn y el que estaba a su lado

    haba mediado la siguiente conversacin.

    -Quin es se? -pregunt Rafael, al ver la atencin con que le observaba Rivas.

    -Es un recin incorporado -contest el compaero-. Por la traza parece provinciano

    y pobre. No conoce a nadie y slo habla en la clase cuando le preguntan algo. No

    parece nada tonto.

    Rafael observ a Rivas durante algunos instantes y pareci tomar inters en la

    cuestin que ste debata con su adversario.

    Al salir de la clase, el que haba manifestado su despecho al verse vencido por

    Martn, se le acerc con ademn arrogante.

    -Bien est que usted corrija -le dijo mirndole con orgullo-, pero no vuelva a

    emplear el tono que ha usado hoy.

    -No sufrir la arrogancia de nadie y responder siempre en el tono que usen

    conmigo -dijo Martn-, y ya que usted se ha dirigido a m -aadi-, le advertir que

    aqu slo admito lecciones de mi profesor y nicamente en lo que concierne al

    estudio.

    -Tiene razn este caballero -exclam Rafael San Luis adelantndose-; t, Miguel,

    has contestado al seor con aspereza cuando l slo cumpla con su obligacin

    corrigindote. Adems, el seor est recin llegado y le debemos a lo menos las

    consideraciones de la hospitalidad.

    La discusin termin con estas palabras, que el joven San Luis haba pronunciado

    sin afectacin ni dogmatismo.

    Martn se acerc a l con aire tmido.

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    -Creo que debo dar a usted las gracias por lo que acaba de decir en favor mo -le

    dijo-, y le ruego las acepte con la sinceridad con que se las ofrezco.

    -As lo hago -le contest Rafael, tendindole la mano con franca cordialidad.

    -Y ya que usted se ha dignado hablar en mi favor -continu Rivas-, le suplico que

    cuando pueda me gue con sus consejos. Hace muy poco tiempo que habito en

    Santiago e ignoro las costumbres de aqu.

    -Por lo que acabo de ver -contest Rafael-, usted poco necesita de consejos. Lo que

    predomina en Santiago es el orgullo, y usted parece tener la suficiente energa para

    ponerlo a raya. Ya que hablamos sobre esto, le confesar a usted que interced

    hace poco en su favor porque me dijeron que era pobre y no conoca a ninguno de

    nuestros condiscpulos. Aqu las gentes se pagan mucho de las exterioridades, cosa

    con la cual no convengo. La pobreza y el aislamiento de usted me han inspirado

    simpatas, por ciertas razones que nada tienen que ver con este asunto.

    -Me felicito por tales simpatas -dijo Martn-, y me alegrar mucho si usted me

    permite cultivar su amistad.

    -Tendr usted un triste amigo -replic San Luis con una sonrisa melanclica-, pero

    no me falta cierta experiencia que acaso pueda aprovecharle. En fin, eso lo dir el

    tiempo. Hasta maana.

    Con estas palabras se despidi, dejando una extraa impresin en el nimo de

    Martn Rivas, que se qued pensativo, mirndole alejarse.

    Haba, en verdad, cierto aire de misterio en torno de aquel joven, cuya varonil y

    potica belleza llamaba la atencin a primera vista. Martn observ con curiosidad

    sus maneras, en las que resaltaba la dignidad en medio de la sencillez, y la vaga

    melancola de su voz le inspir al instante una poderosa simpata. Llam tambin la

    atencin de Rivas el traje de Rafael, en el que pareca reinar el capricho y un

    absoluto desprecio a la moda que uniform