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MAS ALLA DE LAS FRONTERAS

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La emigración de España hacia América no siempre ha sido la de los indianos que regresan con fortuna; generalmente al drama de la ida, al cabo de un tiempo, tenían que enfrentarse al drama de la vuelta, que casi nunca ocurría, precisamente por esto, por no haber logrado fortuna.En esta obra se dan la mano las dos emigraciones, la de América y la de Europa.Se desarrolla en una aldea asturiana, con el personaje protagonista ausente, porque está emigrado, pero siempre presente…

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GUADIMIRO RANCAÑO LÓPEZ

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MÁS ALLA DE LAS FRONTERAS

DRAMA EN TRES ACTOS

Dedicatoria: A todos los emigrantes

que, en la presente obra, puedan encontrar

cierto grado de semejanza con su propia vida. EL AUTOR

© Guadimiro Rancaño López ISBN: Depósito Legal: AS-01075-2010 Edición: Bubok Publishing S.L.

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“MÁS ALLÁ DE LAS FRONTERAS"

PERSONAJES:

MARTA

LUIS

MARGARITA

MIGUEL

DOÑA ANA

ANTONIA

MAURICIO

DON ROSENDO

CAMILO

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PRIMER ACTO CUADRO I

La escena transcurre durante las pri-

meras horas de la mañana, en una casa solarie-ga de una aldea del occidente asturiano.

Al abrirse el telón, aparece una amplia sala donde, a primera vista, destaca su confort, aunque se aprecia cierto contraste en la decora-ción por la alternancia entre mobiliario clásico y

moderno. Todo está correcto y parece haber un sitio para cada cosa y estar cada cosa en su sitio.

A la derecha del espectador está la puerta de la calle, la cual da directamente a la sala, después de recorrer un corto pasillo que desemboca en la misma bajo un arco y cortinas verdes. En el

mismo lado derecho, hay una escalera que conduce al primer piso, donde se encuentran las habitaciones de la mansión. Y entre la puerta y la escalera, un viejo reloj de pared.

Al fondo, frente al espectador, un am-

plio ventanal que da al jardín, tras cuyas cortinas

se dibujan las sombras de los verdes árboles. A la izquierda, hay una salida que conduce al jardín, siendo al mismo tiempo una entrada más de la casa, puesto que, por una puerta oculta al público, se puede entrar a la cocina y a otras dependencias de la planta baja.

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En el lateral izquierdo, en primer pla-

no, está la puerta de la cocina, y a continuación una antigua chimenea empotrada en la pared.

Paralelo al foro, y partiendo de este mismo late-ral izquierdo, un pequeño tabique se adentra un poco en escena, formando el vestíbulo que co-munica con la puerta del jardín.

Finalmente, en el centro, un largo sofá,

una mesita, dos sillones y alguna silla; como

elementos de ornamentación: macetas, cuadros y otros objetos propios para colocar sobre algún mueble, por ejemplo sobre una pequeña bibliote-ca. Indudablemente, no hace falta decir que este caserón pertenece a la familia más rica del pue-blo, los Señores Hernández.

Los rayos del sol, abriéndose paso por entre el ramaje de los árboles, penetran a través

del foro en el amplio salón. En él reina un silen-cio absoluto, solamente se oye el "tic-tac" del viejo reloj.

Por la escalera aparece Doña Ana. Es una señora de mediana edad, aunque tirando a madura. Viste de luto y no tiene motivos para ello. Su andar y comportamiento es concreto, casi rígido. Su carácter es duro. Descendiendo los últimos peldaños se dirige hacia el centro de

la sala. Desde allí echa una mirada a todos los

rincones, como comprobando que todo está en orden, pero al llegar al reloj se detiene un ins-tante; primero como dudando y luego segura, da media vuelta y queda frente a la parte izquierda del foro.

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DOÑA ANA.- ¡Camilo! ¡Camilo! (Guarda silencio unos instantes y grita por tercera vez.) ¡Camilo!

(Por la puerta del foro aparece Camilo, un viejo criado de la casa, se descubre, y sostiene la gorra entre las manos; su edad sobrepasa los sesenta años; ante la presencia de Doña Ana, demuestra temor y una reverencial obediencia.)

CAMILO.- Buenos días, señora. ¿Diga, señora? DOÑA ANA.- Oiga, Camilo, ¿le ha dado usted cuerda, ayer por la noche, al reloj? CAMILO.- Sí, señora. Como todas las noches, a las doce.

DOÑA ANA.- Pues bien. Entonces no me negará,

dado que fue la última persona en acostarse, que fue el último en abandonar la sala. CAMILO.- No, señora.

DOÑA ANA.- Dígame, ¿esa maceta, que debería estar junto al reloj, está en su sitio? CAMILO.- No, señora.

DOÑA ANA.- Pues bien, ¿a qué espera entonces?

(Camilo se acerca a la maceta que

está casi pegada al reloj y la mueve ligeramente. Tanto es así, que apenas se percibe que la ha movido. Cuando termina el simulacro, se levanta

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y se aleja un poco de ella, como observando su nueva ubicación.) DOÑA ANA.- ¡Eso ya es otra cosa! Ahora puede

retirarse. CAMILO.- Si, señora. Como usted mande.

(Camilo desaparece por el foro y Doña Ana, satisfecha, entra en la cocina. A los pocos

segundos, se siente abrir le puerta de la calle, y

por entre las cortinas verdes aparece Antonia. Se trata de una mujer de una edad muy similar a la de Doña Ana, pero su forma de vestir y su apa-riencia son completamente distintas. A primera vista se adivina en ella el prototipo de mujer arrabalera, lenguaraz, adulona y envidiosa; mientras que Doña Ana aparenta una refinada

educación, mal disimulada por su escasa cultura.

Casi desde el umbral, después de echar una mirada a toda la sala, llama según costumbre.)

ANTONIA.- ¿No hay nadie en esta casa? (Transcurren unos instantes y a continuación sale Doña Ana.) DOÑA ANA- ¡Antonia! mujer, pasa, no te quedes

ahí.

ANTONIA.- Buenos días, Doña Ana. ¡Ay, pero qué bonito tiene todo esto! ¿Y esa maceta? ¡Qué preciosidad de planta!

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DOÑA ANA.- ¿Verdad que hace bonita, ahí junto al reloj?

ANTONIA.- ¡Está preciosa! ¡Usted tiene un gusto para la casa…! En cuanto pasan quince días sin venir, ya me encuentro con sorpresas. Y ahora que hablo de sorpresas: "sorpresa" fue la mía cuando el otro día entré en casa "Xan". ¿Sabe que se han comprado una cocina de gas, de esas

que tienen horno y todo? Pues sí, la han compra-

do. Y, según me dijo Lucinda, fue con le ayuda de la hermana que tiene sirviendo en Gijón. Pero a mí me parece que debe ser algo más que sirviendo... DOÑA ANA.- Tienes razón, Antonia. ¡Qué será... lo que no hacen esas desvergonzadas por el

mundo!

ANTONIA.- ¡Claro que sí! (Simulando andares y cogiendo la falda.) ¡Hay que ver cómo venía el año pasado por el verano! No había moza en todos los pueblos de alrededor que la aventajase

en vestir y en lujo. ¡Y eso de casa "Xan" no sale, desde luego! DOÑA ANA.- Ven, siéntate. (Se sientan) Lo que yo te decía: "ellas dicen que sirviendo, pero..."

ANTONIA.- Sí, claro, hasta que se las descubre.

¿Se acuerda, hace dos años, cuando la hija de "Pachu" vino embarazada? Pues también decían que "sirviendo" para unos señores muy ricos de Madrid... "Ya, ya... sirviendo..."

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DOÑA ANA.- Sin remedio… hoy día la juventud está perdida. Fíjate que el domingo pasado, cuando estaba yo en misa, había una pareja a mi

derecha, dos bancos más atrás, que estaban cogidos de la mano. ¡Ya no se tiene respeto, ni en la casa del Señor!

(Por el foro aparece Camilo, que trae unos cuantos troncos en los brazos. Al ver a

Doña Ana y Antonia, sentadas juntas y charlando

animadamente, se detiene un instante. Duda entre retroceder o seguir. Luego decide seguir y se hace dos o tres cruces.) ANTONIA.- Es verdad. ¡Ay, no me haga recordar! También cuando estaba yo el otro día en misa… (Doña Ana se percata de la entrada de Camilo y

volviéndose, al tiempo que corta a Antonia, le replica.)

DOÑA ANA.- ¡Camilo! (Camilo se asusta y deja caer uno o dos troncos al suelo, que recoge atemorizado.) ¡Cuántas veces le tengo que decir

que no escuche detrás de las puertas! CAMILO.- Señora, yo no, no, no esta... DOÑA ANA.- ¡Cállese! Y no se quede ahí quieto, ponga los troncos en la chimenea.

CAMILO.- Sí, señora. (Deposita los troncos en la chimenea y la escena queda en silencio unos segundos, hasta que doña Ana le pregunta.) DOÑA ANA.- ¿Ya ha regado mis plantas, Camilo?

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CAMILO.- No, señora. Pero ya, ya... DOÑA ANA.- ¡Pero usted no ve que el sol empie-

za a calentar con fuerza! ¡Váyase y riéguelas inmediatamente! CAMILO.- Sí, señora. (Aún temblando se dirige hacia el foro mientras habla para sí.) A las doce, darle cuerda al reloj y dejar la maceta en su

sitio; a primera hora de la mañana, regar las

plantas de la Señora y tener cuidado no cojan una insolación los troncos… digo las plantas, y que no falten los troncos de la chimenea... DOÑA ANA.- ¡Es imposible con él! Lleva treinta años a mi servicio y siempre tengo que estar diciéndole lo que hay que hacer.

ANTONIA.- Pues como le iba diciendo, el otro día

cuando estaba yo en misa, pasé una vergüenza enorme. Mire, entraron dos chicas que, según averigüé después, son las hijas del ingeniero que está abajo en las obras del río… Como le iba

diciendo, las faldas no les llegaban ni a la mitad del muslo, bueno, casi una cuarta por encima de la rodilla; “mini-falda”, dicen que se llama. Yo estaba con mi Luis y mi Andresito y tuve que levantarme y llevarlos para dos filas adelante.

Luego, cuando llegué a casa, Andre-

sito se lo contó al padre. ¡Fíjese, el crío, no ha cumplido todavía los siete años! Y claro, Pedro me riñó porque decía que los críos no pensarían nada malo si yo no me hubiera levantado. Pero como usted comprenderá, aunque Luis ya es

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mayor, todavía sigue siendo un crío, no podía permitir que estuviesen viendo aquel escándalo.

DOÑA ANA.- Cada día la juventud está perdiendo más el respeto a la Casa de Dios. Pero la culpa es nuestra, de los padres.

Y ahora que hablas de Luis, dime: ¿Nieves estará que arde de envidia, verdad?,

porque ella también quiso mandar al hijo para

Montevideo, pero cuando esperaba que la her-mana se lo reclamase, no volvió a tener noticias suyas. ANTONIA.- ¡No se puede imaginar! El otro día cuando le dije que mi hijo ya tenía todos los papeles arreglados, y que solamente estábamos

esperando a que nos mandaran el aviso para embarcar, le castañeteaban los dientes de envi-

dia. DOÑA ANA.- ¡Pues, ya verás cuando se entere que tu tío es un viejo solterón, millonario, y que

lo lleva para convertirlo en su heredero! ANTONIA.- Se lo diré en el lavadero, para que se chinche delante de todas las vecinas. ¡Ay, doña Ana! Es ya el día de hoy, aun antes de marchar, que ya me envidian todas. Hasta la viuda del

Molino se interesa por mi Luis, a lo mejor pen-

sando que su hija, algún día, pueda ser algo más que pretendiente de mi hijo. ¡Jamás!... En cuanto abandone el pueblo, la olvidará. Además, mi Luis está muy por encima de esa mocosa. Permito lo que hay entre su hija y él porque es cosa de chiquillos, y no vendría al caso hacerle que la

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olvide ahora, puesto que eso ocurrirá en cuanto llegue a Montevideo.

DOÑA ANA.- ¿Para cuándo tiene la fecha de embarque? ANTONIA.- En el aviso que nos mandaron, dice que debe estar en Vigo, para terminar los trámites, a finales de mes. Pero la fecha para

embarcar la tiene el siete de septiembre.

DOÑA ANA.- Así es que… si marcháis mañana, ¿todavía tenéis que esperar allí casi quince días? ANTONIA.- Sí, pero va solo mi marido. Yo me quedo, porque si no son muchos gastos. Y además, no hay quien atienda la casa. Y ahora

con los preparativos de su marcha, son muchas las cosas que he dejado atrasadas.

DOÑA ANA.- Me imagino lo atareada que habrás andado todos estos días, y más hoy que tienes que dejar el equipaje listo.

ANTONIA.- Sí, y ahora que me recuerda lo del equipaje… venía a buscar el paquete que va a enviar por Luis para sus familiares, así ya podré cerrar las maletas.

DOÑA ANA.- Ya lo tengo listo. Espera un segundo

que enseguida te lo traigo.

(Doña Ana sale por la puerta de la coci-na y queda en la sala Antonia, que se levanta y va hasta la chimenea para curiosear algunos objetos que hay sobre la misma. Mientras

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sostiene uno de ellos en la mano, aparece por la escalera la hija de Doña Ana, Margarita. Al per-catarse de sus pasos, se sobresalta y lo deja en

el sitio, mientras se vuelve para ver quién llega.

Margarita es una chica joven, entre los quince y los dieciséis años; es simpática y su sonrisa es de una sinceridad asombrosa; no se adivina en ella un ápice de maldad, aunque a

veces gusta de hacer travesuras, pero en el

fondo tiene un corazón sano y generoso.) MARGA.- Buenos días, Antonia. ¿Espera usted a mamá? ANTONIA.- Sí. Pero ya sabe que estoy aquí. Enseguida viene.

MARGA.- Ah, bien. Entonces la dejo. Me voy

hasta casa de Marta, para invitarla a que venga esta tarde aquí. Y recuérdele a Luis que no se olvide de venir.

ANTONIA.- ¿Qué es lo que hacéis aquí hoy? MARGA.- Una pequeña despedida a Luis de los amigos. La dejo, si no mamá no me dejará salir. ¡Adiós!

ANTONIA.- Hasta luego, Margarita.

(Apenas se va Margarita, regresa Doña Ana con el paquete en la mano, que entrega a su amiga, que continúa de pie.)

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DOÑA ANA.- Toma. Puedes ponerlo en cualquier lugar, que no rompe. La dirección la lleva puesta aquí.

ANTONIA.- Doña Ana, no deje de mandar más si quiere; por llevarlo no se preocupe, ya procuré no coger nada de por ahí, pensando en usted. DOÑA ANA.- No, Antonia. No voy a mandar más

que esto.

ANTONIA.- Bueno, como usted quiera.

(Por la escalera entra Don Rosendo, el marido de Doña Ana. Es bastante mayor que ella. Viene fumando en pipa; sólo por eso Doña Ana le dirige tal mirada que sin hablar se sabe su

significado. Parece ser que esto es lo único en que Doña Ana no puede dominarlo, pues sólo por

fumar combate frente a su esposa, dado que las demás batallas las tiene perdidas.) DON ROSENDO.- Buenos días, vecina. ¿Tan

temprano… y por aquí? ANTONIA.- Sí, don Rosendo. Mañana se marcha mi hijo y tengo que dejarlo hoy todo preparado.

(A Doña Ana parece como si le es-

torbara la presencia de su marido. Este se acerca

hasta la chimenea y desde allí sigue hablando con Antonia, también como si ignorara a su mujer.) DON ROSENDO.- ¿Cuántos años tiene el chico?

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ANTONIA.- Ha cumplido diecisiete años.

DON ROSENDO.- Demasiado joven… lo mandáis

por el mundo. (En este diálogo de Antonia y Don

Rosendo, Doña Ana no interviene, pero muestra su nerviosismo, no ya solamente por la presencia de su marido, sino más bien por la conversación que éste sostiene con Antonia, y por no poder

ella replicarle puesto que está su amiga delante.)

ANTONIA.- ¡Cuántos han marchado más jóvenes que él, Don Rosendo! ¡Mire mi tío, que es quien lo reclama, lo mandaron por el mundo con quince años y apenas sabiendo leer y escribir! ¡Y fíjese la fortuna que ha hecho! Sin embargo, mi Luis está preparado de todo y tiene ya muchos cono-

cimientos.

DON ROSENDO.- Sé que Luis es inteligente y está preparado. Pero, por experiencia, puedo decirte que nunca se está suficientemente prepa-rado, sobre todo teniendo diecisiete años. Es una

edad en que se necesita la voz paterna para que nos guíe y nos aconseje. Quizás la edad más difícil de toda la juventud.

(Doña Ana, viendo que la conversa-ción se está saliendo de sus límites, enfrenta a

Don Rosendo con una mirada fulminante que le

intimida un poco e interrumpe el diálogo, mien-tras que Antonia lo prosigue. Don Rosendo mien-tras tanto, como comprendiendo la tormenta que se avecina, coge una revista y se pone a hojearla al tiempo que se sienta en el sofá, dando disimu-ladas chupadas a su pipa.)

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DOÑA ANA.- No le hagas caso, Antonia. Siempre ha sido así de pesimista. Si necesitaras algo, no dudes en venir a pedírmelo.

ANTONIA.- No se preocupe. Así lo haré. Bueno, no puedo entretenerme más, les dejo. Hasta luego Don Rosendo. DON ROSENDO.- (Levantando la cabeza y

mirándole las piernas.) Adiós… Antonia.

ANTONIA.- A lo mejor, más tarde, necesito algo. DOÑA ANA.- Cualquier cosa que sea, ven a buscarla.

(Doña Ana y Antonia desaparecen por

entre las cortinas verdes, y se queda solo en escena Don Rosendo, quien apaga la pipa,

guardándola en el bolsillo y preparándose para la regañina, que comenzará tan pronto como Doña Ana entre.

Las cortinas se abren bruscamente y aparece Doña Ana con una nueva máscara, con un nuevo carácter.) DOÑA ANA.- Eres un pobre desgraciado, Rosen-do. Jamás creí que tu ruindad llegara a tal punto

de bajeza. ¿Qué pretendías, contarle tu fracaso

en América? Pero claro, se lo contarías a tu manera y de forma que hasta pareciese emotivo. ¿No te das cuenta que siempre has sido un fracasado? Has estado en América cuando tantos otros, vecinos y amigos, lo han estado y se han hecho ricos.

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Luego viniste para España, mintiendo;

diciendo que estabas de paso, cuando habías venido para quedarte definitivamente, sin otro

dinero que el que traías empleado en tu buena ropa, la cual llamaba la atención a todo el mun-do.

Después te casaste conmigo, porque tenía dinero. ¡Me engañaste! Y ahora pretendes

ensañarte con un pobre chico que va en busca de

fortuna, y que sin lugar a dudas la encontrará.

¿Y lo de las piernas…? ¡Nunca dejarás de ser un viejo verde! DON ROSENDO.- (Mascullando para sí, sin que Doña Ana lo oiga.) Más vale viejo verde que

joven pasa… (Elevando la voz.) Permíteme una objeción. No va, lo mandan…

DOÑA ANA.- Yendo o mandándolo triunfará. Mientras que tú allí y aquí has sido un fracasado, un cobarde, “que ni siquiera tiene el valor de

enfrentarse al vicio que lo llevará al otro mundo”.

(Doña Ana se va retirando hacia la es-calera, mientras que Don Rosendo, cuando men-ciona “vicio”, se lleva la mano a la pipa acari-ciándola.)

DOÑA ANA.- Bien sabes que me refiero a “fu-mar”. Cada vez que el médico te visita, te manda dejarlo. Pero no, ¡no lo dejes!, ¡no lo dejes!, ¡fuma!, ¡fuma hasta que revientes!

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(Doña Ana desaparece por la escalera y Don Rosendo en cuanto advierte su ausencia, se vuelve para comprobarlo. Inmediatamente deja

la revista que aún sigue hojeando, y saca de nuevo la pipa acompañada de un paquete de tabaco picado, que huele respirando hondo como si fuese pura salud.

Satisfecho por el buen olor, procede a

llenarla. Cuando la tiene preparada, se guarda el

paquete y la sujeta con los dientes, mientras busca el encendedor. Una vez que tiene todo a punto y cuando va a absorber la primera boca-nada, unos pasos que vienen del foro le dejan paralizado, hasta que decide volverse dirigiendo su mirada hacia la escalera. Al no ver a nadie allí, se mira hacia la parte izquierda y comprueba

que es Camilo, que entra con un recipiente de agua.

Tranquilizado, se vuelve a acomodar en

el sillón y absorbe la primera bocanada sabo-reándola largamente; luego espira el humo

pretendiendo lanzar anillos al aire y se vuelve ligeramente dirigiéndose a Camilo.) DON ROSENDO.- ¿Es usted, Camilo? CAMILO.- Sí, señor. Venía a regar las plantas de

la señora, con el permiso del señor.

DON ROSENDO.- Venga hombre, déjate de “señor”. Siéntate aquí conmigo. CAMILO.- Pero, Don Rosendo, ¡Si baja la seño-ra…!

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DON ROSENDO.- No me llames don Rosendo. Rosendo a secas, como yo a ti, “Camilo”. Camilo y Rosendo, Rosendo y Camilo.

CAMILO.- Pero… ¿si baja tu mujer? DON ROSENDO.- No bajará. Está preparándose para ir a la tienda. Como tiene que pasar por el pueblo…

CAMILO.- Bueno, como tú quieras, Rosendo. Pero, ¿si baja por cualquier cosa…? DON ROSENDO.- Camilo, ¿a ti te hace mal fu-mar? CAMILO.- No, no me hace mal.

DON ROSENDO.- ¿Entonces por qué no fumas?

CAMILO.- Fumo, pero no delante de tu mujer. Tengo el tabaco escondido en mi habitación.

DON ROSENDO.- ¿Te hace mal beber? CAMILO.- Tampoco. Yo creo que me hace bien. DON ROSENDO.- A mí sí. Me lo ha dicho el médi-co… y mi mujer. Pero dime una cosa: ¿bebes?

CAMILO.- Sí. También tengo una botella escondi-da en mi habitación. DON ROSENDO.- Oye, ¿sabes que tengo curiosi-dad por conocer tu habitación? ¿Por qué no me llevas a ella?

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CAMILO.- Pero, ¿las plantas de la señora? DON ROSENDO.- ¡Al diablo las plantas de la

señora!

(Camilo y Don Rosendo se dirigen hacia la parte izquierda del foro. Cuando ya están a punto de salir, Don Rosendo se para y, espirando una gran bocanada de humo hacia la

sala, vacía en una maceta próxima las cenizas de

su pipa.

Las luces se apagan y queda la es-cena a oscuras unos segundos.)

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CUADRO II

(La tarde del mismo día. La escena está

tal y como había quedado, sólo que por el foro, a través del ramaje del jardín, ya no entran los rayos del sol que la iluminaban por la mañana.

Al encenderse las luces, se encuentra en la sala Margarita, quien se dispone a preparar

todo para cuando lleguen los amigos. Tararea

una canción moderna y se muestra inquieta, moviéndose de un sitio para otro, sin permane-cer en ningún lugar fijo. Entra en la cocina y sale al poco tiempo con algunas cosas, las cuales dispone sobre la mesa u otro lugar de la sala.

Descendiendo por la escalera, llega Mi-

guel. Es el hermano de Margarita, un poco mayor que ella. Viene poniéndose un jersey.)

MIGUEL.- Marga, ¿hace mucho que sa-

lieron papá y mamá?

MARGA.- No, hace poco todavía. MIGUEL.- ¿A qué hora volverán? MARGA.- No sé. Pero tenían la consulta con Don Rafael para las siete. Y luego estaban invitados a

cenar con el doctor y su mujer, porque hoy es el

cumpleaños de ella. MIGUEL.- ¡Estupendo! Entonces no les tendre-mos aquí, por lo menos hasta las diez. MARGA.- ¿A dónde vas?

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MIGUEL.- Quedé en ir a buscar a Luis.

(Miguel se encuentra junto a las cor-

tinas, y cuando está hablando llaman a la puerta, pero él no se entera.) MARGA.- Ve a la puerta. MIGUEL.- Si ya me voy, no hace falta que me

eches.

MARGA.- ¡Es que han llamado! MIGUEL.- En ese caso, iré a abrir.

(Miguel desaparece por entre las cortinas y al poco tiempo regresa abriéndolas

bruscamente.)

MIGUEL.- ¡Aquí te traigo a “Marta”, y ya me voy a por su astronauta, el único que puede alcan-zarla!

MARGA.- Hola, Marta. Llegaste a tiempo para ayudarme. Pasa. Y tú… hermanito, estás más chalado que una cabra. Anda ve a buscar a Luis. Pero no tardéis. MARTA.- Me alegra que hayáis preparado esta

despedida para Luis. Pero, ¿cómo te ha dejado tu

mamá? MARGA.- Mamá no sabe nada. MARTA.- ¿Estás segura?

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MARGA.- Claro que sí. Para estarlo, se lo he contado esta mañana a la madre de Luis, y como ella habrá creído que mamá lo sabía, seguro que

no le fue con el cuento. Pero no te preocupes ahora, si mamá lo sabe o no… ¡Qué importa eso! Cuéntame algo de esta semana. ¿Qué hicisteis el domingo? MARTA.- Fuimos a la romería.

MARGA.- Pero… ¿dónde estuvisteis? Yo no os he visto en todo el baile. MARTA.- Es que no hemos estado en el baile. MARGA.- ¡No me irás a decir que estuvisteis en la cantina!

MARTA.- No, tampoco. Ni en el baile ni en la

cantina, pero hemos estado en la romería… ¡Jamás podré olvidar este domingo! MARGA.- ¿Por qué? ¡Cuéntame!

MARTA.- No lo podré olvidar porque he compren-dido que de verdad amo a Luis. ¡Le quiero, le quiero con todas mis fuerzas! Marga, ¿sabes lo que es vivir, no solamente en una misma, sino en otra persona a la vez? Así nos queremos… que

es como si uno estuviera dentro del otro… (Mar-

ga hace un gesto de picardía entre escandalizada y admirada. Pero Marta no se da por aludida y continúa.)

¡Si vieras… qué bonito se veía todo des-de la colina de La Peña! Bajo nuestros pies

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teníamos la romería, llena de colorido y de alegría, de la cual nos llegaban los compases de la música transportados por una suave brisa, que

nos arrullaba además con el murmullo de las hojas del fresno bajo el cual nos habíamos cobijado; el río, que nos saludaba con el reflejo de los rayos del sol; el valle, con sus dos eternas caras, una sombreada y la otra llena de luz, compitiendo en belleza; las montañas, señalando

con los índices de sus picos al cielo, marcando el

trozo de firmamento que corresponde a nuestro valle.

Por primera vez comprendía el valor de todo cuanto nos rodeaba… Sí, Marga, tene-mos que perder algo, para valorarlo de veras. Yo nunca me había parado a pensar si nuestro valle

era tan bonito, tan maravilloso, como para quedarse horas y horas extasiada contemplándo-

lo. Y el domingo lo hice. Lo hice en su compañía, compartiendo sus sentimientos con los míos. Y realmente es desesperante pensar que todo eso… no volveremos a compartirlo en un período muy

largo de tiempo. MARGA.- Lo comprendo, Marta. También a mí me pasa lo mismo cuando, al empezar el curso, me tengo que marchar para el colegio.

MARTA.- Pero… eso es distinto, Marga. Tú sabes

que te vas por unos meses y que, en cada periodo de vacaciones, regresarás a tu casa. Sin embargo, el caso de Luis es completamente diferente.

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El va a buscar un porvenir, una vida

nueva en un continente lejano. Y allí donde la encuentre tiene que radicarse y permanecer,

para abrirse camino… Y no se abre en unos días, eso lleva años… MARGA.- ¿Y tú, vas a esperarle todo ese tiempo, aunque sean muchos años?

MARTA- Sí, lo esperaré. Pero no van a ser nece-

sarios tantos años, puesto que en cuanto le sea posible, me va a reclamar. MARGA.- Lo hará. Luis te quiere, no lo olvides. MARTA.- Lo sé. Pero por momentos…, tengo miedo a esta separación. Me entra como una

sensación extraña, como si tuviera miedo a perderle. Sin embargo, ¡qué tontería!, estoy

completamente segura de él. MARGA.- Lo comprendo. Yo creo que a mí me pasaría lo mismo. Pero… ¡qué tontería!, tienes

razón, Luis te quiere. Bueno, y… no nos ponga-mos melodramáticas. Se trata de celebrar el comienzo de un feliz futuro para ti y para Luis, y no de una despedida eterna. Este viaje tenía que realizarse. Ambos merecéis un destino mejor que ser caseros en una tierra que ni siquiera os

pertenece, o eternizaros en la mísera renta de un

viejo molino. MARTA.- Esos pensamientos fueron justamente los que me dieron valor para animarle en la decisión tomada por sus padres. Y puedo decirte que me alegra, puesto que de hoy en adelante

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empezaré a vivir una vida distinta, menos sacrificada y más humana que la del pueblo…, o al menos soñarla.

MARGA.- Desde luego que sí. Y dentro de poco la empezaréis a vivir los dos juntos. Tú y él. Conozco bien a Luis. Aunque nos venimos peleando desde pequeños, nos hemos querido siempre como hermanos, y entre nosotros nunca

ha habido secretos, ni tampoco los hay ahora.

Por eso estoy segura de lo que te digo. MARTA.- Nunca me has hablado de esto. Así que, cuando empezó lo nuestro, ¿al mismo tiempo que lo sabías por mí, también lo sabías por él? MARGA.- Sí, por ambos.

MARTA.- Y, ¿cómo nunca me has dicho nada?

MARGA.- Porque los dos me lo teníais prohibido. MARTA.- ¡Qué gracioso! Eres una buena amiga,

la mejor amiga que he tenido y que tendré. Si me lo permites, yo también te considero como una hermana. MARGA.- Esa consideración, bien sabes que te es correspondida. Y además, me gusta tener más

hermanos, porque el único que tengo es un

cabezota. Y ahora que hablo de ese cabezota, “seguro que hizo un rodeo por casa de Rosario, antes de ir a buscar a Luis, de lo contrario ya deberían estar aquí. MARTA.- Creo que ya están… ¡la puerta!...

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MARAGA.- Ah, sí, deben ser ellos.

(Mientras esperan que Luis y Miguel

aparezcan por entre las cortinas, Marga se ade-lanta unos pasos para recibirlos.) MARGA.- ¡Qué, hijito! ¿Ya has refrescado? MIGUEL.- Sí, hermanita. En los pétalos de una

“rosa”.

MARGA.- ¡Qué cara dura! (A Luis.) Te estábamos esperando, y este sinvergüenza antes de ir a buscarte pasó por casa de “su marchita flor”.

(Al decir “su marchita flor”, Marga se dirige a Miguel, y entonces éste se le acerca

para contestarle. Mientras tanto, Luis se adelanta unos pasos y se acerca a Marta. Se abrazan

cariñosamente y se quedan contemplando a los dos hermanos que empiezan a discutir.) MIGUEL.- “Te equivocas, hijita”. Puede que tú te

marchites en cuanto te falta el mes de mayo, pero ella es flor de verano, de otoño, de invierno y de primavera. MARTA.- Si ya decía yo que era pariente del pino. Pues cada vez que la veo, está más escu-

chimizada.

MIGUEL.- Por eso reverencias al pino cada Navi-dad y te emociona su recuerdo.

(Marga, con gesto despectivo, se vuelve y le abandona, terminando así aquel jue-

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go o farsa, acercándose a Luis y Marta. Con una agradable sonrisa en los cuatro, empieza la escena a tomar vida real. Marta se separa un

poco de Luis y permanece más al lado de Marga.) LUIS.- Siempre estáis lo mismo. (Refiriéndose a Marga y a Miguel.)

MIGUEL.- Cosas de mi hermanita. ¿Le gusta

pelearse? Pues venga pelea. Quiere desquitarse durante las vacaciones del resto del año que no nos vemos. MARGA.- ¡Cómo… que pelearse! ¡Qué culpa tengo yo de que te guste ese palillo!

LUIS.- (Intercediendo.) No, no. No empecéis de nuevo. Bueno, ¿y a santo de qué viene esta

fiesta? MIGUEL.- ¿Te parece poco… “el que un amigo se nos vaya, para volver rico dentro de unos años”?

LUIS.- Creo que exageráis mucho. MARGA.- No, Luis. Tú triunfarás. Además, ya vas casi como hijo adoptivo de Don Jacinto. ¿A quién va dejar la fortuna ese ricachón, sino a ti?

LUIS.- Pero, daos cuenta de que yo a él no lo conozco, ni él a mí. MARTA.- Eres su familiar más allegado en América. Eso es bastante.

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LUIS.- La sangre llama, o dicen que llama. No sé si será cierto.

MIGUEL.- Supongamos que triunfaras. Que te hicieras rico. ¿Qué harías? LUIS.- Lo primero, llevar a Marta. MIGUEL.- No, no. Yo voy mucho más allá. Ya has

llevado a Marta. Os habéis casado. Tenéis cierta

edad y sois muy ricos, como los Rodríguez, por ejemplo. LUIS.- Pues, regresar para Asturias. Pero no a pasear, sino definitivamente. MIGUEL.- ¿Y en Asturias?

LUIS.- Vendría para el pueblo…

(A partir de este momento, la esce-

na se envuelve en una atmósfera irreal y los cuatro coinciden en un común sueño que se

desarrolla con tanta normalidad como si lo estu-vieran viviendo.) LUIS.-…Y lo transformaría por completo. Empe-zaría por comprar vuestras tierras, las que tenéis en manos de caseros, y se las entregaría a ellos

en propiedad.

MARGA.- ¡No! ¡Ni hablar! Eso nos corresponde a nosotros. Somos los herederos de los Hernández y podemos hacer con nuestras tierras lo que nos plazca. Daremos a cada uno la casería que traba-ja, pues a mí también me parece injusto que

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habiendo vivido cada familia tres o cuatro generaciones en una misma casa, todavía no les pertenezca.

LUIS.- De acuerdo. Estáis en vuestro derecho. El paso siguiente será poner en manos de los campesinos los medios técnicos y modernos suficientes para trabajar el campo. En América las tierras se trabajan con tractores y la mallega

no se hace a mano como aquí, con mallos, dale

que te dale al trigo, sino con máquinas. Se traerá el agua al pueblo y se harán desagües, pozos negros o lo que sea, pero ya no se volverá a vaciar la bacinilla por la ventana, ni discurrirán las purinas de las cuadras por las caleyas... MIGUEL.- Habrá que cambiar el sistema de las

viviendas, construyendo las cuadras fuera de casa, pues las actuales no reúnen ninguna

condición higiénica. Lo que la Universidad me ha enseñado, lo pondré en práctica acondicionando el pueblo.

MARGA.-Y yo abriré una escuela. Cambio mi cátedra de Instituto en la ciudad por una peque-ña escuela rural, puesto que en la ciudad siem-pre habrá quien me sustituya. MARTA.- Y yo fundaré una casa cuna, para que

las madres no dejen a sus pequeños sin ningún

cuidado, cuando se marchen a hacer las labores del campo. Y en mi guardería tendrán juguetes y todos los cuidados que los niños necesitan.

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LUIS.- Todas estas ideas, sólo que unificadas, son el gran sueño que, con vuestra ayuda y mi fortuna, voy hacer realidad.

Tú Miguel, podrás poner la carrera al

servicio de este pueblo y de los pueblos cerca-nos, mejor, de la Provincia entera… si pudiera ser ¡de toda España!, ¡del mundo entero!, porque serás el mejor arquitecto.

Aquí vamos a necesitar un edificio para cobijar a todos los niños de la comarca que no tengan medios suficientes para su educación, y se la vamos a dar; así los que tengan talento podrán ir a la universidad y el resto tendrán la educación elemental para enfrentarse a la vida, pero desde una igualdad de oportunidades, sin

que nadie sea más que nadie.

Yo me pregunto: ¿por qué la gente se ha tenido que apropiar de algo que no es suyo, sino de todos? Ese es el mal del mundo. La tierra es de los hombres, como el aire que respiramos.

Por lo tanto, al igual que el aire, no nos podemos adjudicar un trozo, la mitad o toda ella, puesto que no nos corresponde. Todos la debemos disfrutar, dado que a nadie en particular le ha sido adjudicada desde un principio. Dios puso al hombre sobre ella y al hombre se la ha concedi-

do. ¡Todos descendemos del hombre! ¡Y todos

somos seres humanos!

Pues nosotros haremos eso, aunque sea a pequeña escala; daremos la tierra al que la trabaja y su beneficio revertirá sobre la comuni-dad que educará a todos los hijos, y éstos a su

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vez también revertirán sobre ella el beneficio de su educación… Y de este modo lograremos un mundo feliz…, sin esclavos ni esclavistas, sin

amos ni vasallos, sin señores ni sirvientes…, solo trabajadores, cada uno en una escala según su capacidad…, pero iguales, sin diferencias…

MARGA.- Me entusiasma la idea, Luis. Nosotros cedemos esta casa, el jardín y la finca que la

rodea. De esta manera ya podemos empezar.

MARTA.- En primer lugar, habrá que construir un jardín infantil para que los vecinos empiecen a dejar los niños aquí cuando salgan al campo. MIGUEL.- ¡Ya lo tengo ideado! Será maravilloso.

MARGA.- De momento, tenemos que convertir algunas habitaciones en aulas.

LUIS.- Si. Pero nosotros no podemos encargar-nos de todo. Tú, Marga, te encargarás de buscar profesores y asumir la responsabilidad de los

estudios. Marta será la responsable del jardín de infancia y de la enseñanza de párvulos. Tendrás que rodearte de personal adecuado. Miguel, la ampliación y conservación del recinto, queda a tu cargo.

¡Os imagináis! Ya han pasado cinco

años y nuestro recinto cobija a cientos y cientos de seres felices.

(Marta se halla en el foro, mirando a través del ventanal por entre las cortinas.)

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MARTA.- ¡Mirad! ¡Mirad! ¡Son felices! ¡Comple-tamente felices! A los chicos del Fondo del Cam-po ya no les cuelgan las velas, ni van vestidos

con harapos. ¡Y los de Santiago! ¡Pobres!, ya se les terminó el salir al amanecer con un mendrugo de pan y el rebaño de ovejas… ¡Míralos, míralos cómo disfrutan!

MIGUEL.- ¡Lo hemos logrado! Fue un enorme

sacrificio, pero lo hemos logrado: laboratorios,

talleres, granjas, gimnasios, piscinas, parques infantiles, aulas… ¡Todo! ¡Lo hemos logrado! MARGA.- Si, todos son felices. En las aulas, en los talleres, en la granja, en los laboratorios, en los parques infantiles. ¡Lo hemos logrado!

LUIS.- Lo hemos logrado, pero es posible que el mundo no comprenda nuestra verdad o no quiera

comprenderla. ¡Nuestra solución está planteada! Ahora la respuesta es de ellos, de la sociedad.

(En esos momentos llaman a la

puerta. Todos se quedan atónitos y, por unos instantes, sin tomar ninguna solución.) MARGA.- ¡La respuesta! MIGUEL.- ¿Qué respuesta?

MARTA.- ¡Sí, sí! ¡La sociedad! ¡La respuesta! LUIS.- Iré a abrir.

(Luis sale y al cabo de unos segun-dos, durante los cuales los demás permanecen

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sin moverse, regresa con Mauricio. Un chico joven, de una edad similar a la de ellos.)

MARGA.- (Adelantándose un poco.) Pase, señor “sociedad”.

(Todos se acercan a él y le conducen

al centro de la escena. Mauricio queda extraña- do de este recibimiento y un poco asombrado

por el comportamiento de sus amigos.)

MARTA.- Entre y vea la felicidad de nuestros niños. MIGUEL.- Sí, contemple la maravillosa obra del hombre cuando está guiado por su corazón.

MAURICIO.- (Como asustado.) Pe... pe... pero, yo… no, no…

LUIS.- Vea, vea y maravíllese. MAURICIO.- ¡Yo no veo nada!

LUIS.- Esa es la respuesta de los insensatos, de los que cierran su corazón a la lógica y a la realidad.

TELON (FIN DEL PRIMER ACTO)

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SEGUNDO ACTO

CUADRO I

(Han pasado dos años. La escena es la misma del acto anterior; sólo hay un pequeño cambio, las macetas. Casi todas las plantas son distintas a las anteriores.

La sala está iluminada por los rayos de sol que entran por el foro; mientras, Camilo está regando las plantas. Lo hace con cuidado, una por una, quitándoles al mismo tiempo alguna hoja que pudieran tener seca, por lo que perma-nece en escena durante un rato.

Cuando está junto a la maceta que hay al lado del reloj, aparece por la escalera don

Rosendo, que baja muy despacio, y entra en la sala caminando sigilosamente. Se dirige hacia la parte izquierda del foro, intentando cruzar sin ser visto por nadie que pudiera estar en la cocina,

que es hacia donde dirige la mirada. Cuando ya está a punto de salir, Camilo hace un ruido y entonces don Rosendo se sobresalta quedando cortado, casi sin moverse. Al dar la vuelta y com-probar de donde procede, espira con satisfacción el aliento aprisionado y le habla en voz baja.)

DON ROSENDO.- ¿Está ahí mi mujer? CAMILO.- No, no está. Puedes hablar en voz alta. DON ROSENDO.- (Levantando el tono de voz.) Menudo susto me has dado. Creí que era ella.

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CAMILO.- Tu mujer salió hace poco tiempo. Habrá ido a casa de "su comadre". Pero, ¿a dónde ibas tan sigilosamente?

DON ROSENDO.- A darle los buenos días. (Acercándose a Camilo como para preguntarle un secreto.) Dime, ¿esa botellita que tenemos a medias, está en su sitio?

CAMILO.-Sí, está donde siempre. Puedes ir a

saludarla, pero ya sabes que el médico… DON ROSENDO.- ¡El médico…! Allá voy. Ah, si viene mi mujer, estoy en el jardín. Ya sabes…

(Don Rosendo desaparece por el foro y Camilo sigue en su tarea. Apenas desaparece

Don Rosendo, llega a la sala, procedente de las habitaciones, Margarita. Trae un paquete que

contiene ropa.) MARGA.- Buenos días, Camilo.

CAMILO.- (Se vuelve, y con la regadera entre las manos saluda a Marga) Buenos días, Margarita. ¿Te marchas de casa? MARGA.- Traigo este paquete de ropa para que me lo guarde en su habitación, hasta que se

vaya mamá. Es para Marta.

CAMILO.- ¿Por qué no la dejas en la tuya? MARGA.- Es que ayer me preguntó por ella y yo le dije que la había dejado en el Colegio. Tengo miedo que vaya a curiosear y me la encuentre.

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CAMILO.- Está bien. Pero... el caso es que tu padre está ahora en la mía.

MARGA.- No importa. Él ya lo sabe. (Resuelta) Iré yo a llevarla. CAMILO.- ¡No! No, deja, yo iré. MARGA.- De acuerdo, como usted quiera. Traiga

esto, yo seguiré regando las plantas.

(Marga continúa con la labor de Ca-

milo y éste desaparece por el foro, regresando al poco tiempo, después de haber dejado el paque-te.) CAMILO.- Ya está. No, no… no le eches tanta

agua a esa. (Se acerca a Marga y coge nueva-mente la regadera.) Esta necesita menos agua

que las demás.

(Marga se aparta hasta el pie de la escalera, con intención de irse.)

MARGA.- Cuando papá y mamá se hayan ido, avíseme, Camilo. Pues si no ha venido Marta todavía, iré yo a llevárselo a su casa.

(Marta desaparece por la escalera e

inmediatamente se siente el ruido de haberse

abierto la puerta de la calle, apareciendo al poco tiempo Doña Ana por entre las cortinas. Camilo, instintivamente, pone más atención y empeño en su trabajo. Doña Ana entra hasta el centro de la sala y no viendo allí a Don Rosendo le pregunta por él.)

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DOÑA ANA.- ¿No ha bajado todavía el Señor, Camilo?

CAMILO.- (Acercándose con disimulo hacia el foro y dirigiendo su voz hacia la parte izquierda) Sí, señora. El señor está en el… ¡jardín! Porque el señor ha salido al… ¡jardín! Pero si la señora desea, iré a buscar al señor al… ¡jardín!

(Camilo se muestra nervioso y cada

vez que pronuncia “jardín”, más fuerte que el resto de la frase, se va corriendo hacia el foro hasta que termina casi junto a la salida.) DOÑA ANA.- ¿Qué le ocurre, Camilo? No, no, deje. Yo iré.

(Se queda inmóvil y Doña Ana se le acerca con intención de salir, pero en esos

momentos aparece Don Rosendo. Camilo vuelve a su trabajo.) DOÑA ANA.- Rosendo, tengo que hablarte.

DON ROSENDO.- (Como disculpándose.) Salí un instante al jardín a ver tu invernadero, pero yo ya estoy listo, podemos irnos cuando quieras. DOÑA ANA.- No se trata de eso. Es de nuestra

hija.

DON ROSENDO.- ¿De Margarita? DOÑA ANA.- Sí. Tienes que prohibirle rotunda-mente que siga frecuentando la casa de Marta. Todo el pueblo murmura de nosotros.

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DON ROSENDO.- Pero no veo nada malo en que...

DOÑA ANA.- ¿Ah, no? Se pasa allí todo el día trabajando y charlando con todas las personas que van al molino, como si fuera una cualquiera, una molinera… ¡La hija de los Hernández, no debe rebajarse a servir a quienes les sirven!

DON ROSENDO.- Está bien. Le hablaré esta

tarde. DOÑA ANA.- Oiga, Camilo, ¿ya se ha levantado la señorita? CAMILO.- No, señora.

DOÑA ANA.- Pues dígale de mi parte que tiene totalmente prohibido salir de casa hasta que

regresemos. CAMILO.- Sí, señora.

DOÑA ANA.- Y no se olvide de regar las plantas del jardín. Hoy hará un día de mucho calor. CAMILO.- Sí, señora, descuide.

(Don Rosendo y Doña Ana salen. Ca-

milo al quedarse solo respira hondo como si

respirase libertad, y se dirige al sofá, donde se acomoda tras haber dejado la regadera sobre la mesa. Una vez sentado, saca de un bolsillo inter-ior de la chaqueta un frasco, y de él echa un largo trago que saborea incluso después de retirarlo de la boca.

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Margarita aparece nuevamente por la escalera.)

MARGA.- ¿Ya se fueron? CAMILO.- (Volviéndose sobre el asiento.) Sí, acaban de irse. MARGA.- Marta no vino, ¿verdad?

CAMILO.- No. MARGA.- Entonces iré yo a llevarle el paquete. CAMILO.- Margarita..., no debería decírtelo pero... tu madre no quiere que vayas a casa de Marta.

MARGA.- ¿Qué no quiere? Pero...

CAMILO.- Ya sabes cómo es tu madre. MARGA.- Demasiado bien lo sé. Pero, ¿ha dicho

que no vaya a casa de Marta? CAMILO.- Si, eso ha dicho. MARGA.- Mamá vive equivocada de época. Se cree que aún estamos en tiempos feudales. Pero

no es verdad. A veces pienso que no es buena, y

por más que lo intento no puedo quitarme esta idea de la cabeza. Aunque al final siempre encuentro una disculpa. Sin embargo, si piensa obligarme a ello, esa disculpa no volverá a aparecer jamás en mi mente.

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CAMILO.- No es que... sea mala, pero... tú ya sabes que...

MARGA.- No, Camilo, no finja. No se moleste en disculparla. Sé bien lo que siente por ella, y es lógico.

Vive equivocada, y eso bien lo sabemos todos. Pero ninguno nos atrevemos a oponernos

a su voluntad, sino que actuamos como si fué-

ramos sus títeres: papá, usted, Miguel y yo.

A papá le tiene dominado desde un principio. Yo intenté ayudarle en algunas ocasio-nes, pero comprendí que él ya no deseaba salir de ese estado de despersonalización. Su sentido de lo responsable está absorbido por el de ella, y

ya no desea volver a tenerlo, resultándole incluso aceptable carecer de él.

A usted le ocurre otro tanto, y como "ha

sido siempre un fiel servidor de la casa", ya lo tiene todo arreglado.

Miguel no quiere tocar este tema. Y

yo... yo no puedo soportarlo. No es humano que por una persona suframos todos. CAMILO.- No. No lo es. Pero nosotros estamos

hechos a esto, y ella no se haría a lo otro. Así

que… es preferible que todo siga como hasta ahora, puesto que no le pusimos remedio a tiempo. MARGA.- Es mi madre, y como a tal la obede-ceré, pero sus consejos o mandatos han de ser

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como corresponde a una madre, puesto que si así no fuera, no dudaría en desobedecerlos.

En primer lugar, creo que esa prohibi-ción no es justa. Marta es una buena chica, y mi mejor amiga. Su madre se encuentra enferma. Y de hoy en adelante, hasta que se me terminen las vacaciones, seguiré ayudándola, como lo vengo haciende durante estos pocos días que

llevo aquí. ¿No es eso justo?

CAMILO.- Lo es, Marga. Pero también lo es la obediencia a tu madre. MARGA.- No, cuando con la desobediencia se hace algo humano y justo. Si los padres se equivocan y los hijos vemos su error, ellos

deberían aceptar nuestros puntos de vista.

CAMILO.- Pero no los aceptan.

(Llaman a la puerta y Marga, cuando iba a contestar, se queda inmóvil hasta escuchar la

segunda llamada. Entonces va hacia la misma, la abre y entra con Marta.

Si en los demás, la huella de los dos años no se percibe, en Marta, sí. Ya no es aquella chica alegre, llena de ilusión que vimos en el

primer acto. Ahora está triste y en su rostro

demacrado percibimos la huella del sufrimiento. Entran en la sala charlando.) MARGA.- Ahora mismo iba a ir yo a tu casa. MARTA.- Me retrasé un poco, porque mamá hoy

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se sintió mal por la mañana y tuvo que volver acostarse. Buenos días, Camilo.

CAMILO.- Buenos días, Marta. MARGA.- Tráigame el paquete que llevó antes para allá.

(Camilo sale y se quedan solas Marga y

Marta.)

MARTA.- ¿De verdad que esa ropa ya no te sirve? MARGA. – ¡Claro que no! ¡Qué cosas tienes! Ayer estuvimos mamá y yo mirando lo que me hacía falta para el próximo curso, y toda esta ropa

tuvimos que dejarla a un lado, porque ya no me servía.

MART.A. – No sé como agradecértelo. MARGA.- No diciendo nada. Es lo mejor.

(Entra Camilo y le entrega el paquete

a Marga, quien lo pone en el sofá. Mientras tanto, Marta se acerca al foro y allí permanece mirando por entre las cortinas el jardín.)

CAMILO. – Tengo que hacer en el jardín. Si me

necesitas, llámame. MARGA. – No, porque yo me voy a ir con Marta. Lo mismo le digo, dado que voy a estar en su casa.

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(Camilo abandona la sala. En la es-cena reinan unos instantes de silencio. Marga se queda mirando a Marta quien continúa como una

estatua observando el jardín.) MARGA.- Marta, no te tortures. Eso ocurrió hace ya mucho tiempo. Fue solamente un sueño. MARTA. – (Nerviosa y a punto de llorar.) Hace

dos años. Lo recuerdo bien. Y no fue un sueño.

Lo he visto como lo estoy viendo ahora, como lo veo cada vez que miro a través de estos venta-nales. ¡Cientos y cientos de seres felices! ¡Com-pletamente felices! (Apoya su cara contra los cristales y al mismo tiempo que grita entre sollozos, golpea con el puño sobre el marco del ventanal.) ¡Felices! ¡Felices! ¡Felices!

MARGA.- ¡Marta! ¡Marta! (Se acerca a ella y

cogiéndola por los hombros la aparta del venta-nal. Marta sigue sollozando.) MARTA.- Luis… Luis estaba entre ellos... ¡Lo… lo

he visto! ¡Lo he visto!

(Marta se apoya sobre los hombros de Marga y esta trata de contenerla.) MARGA.-Cálmate, Marta. Vamos a sentarnos.

Tranquilízate. Tienes que olvidarte de todo. Así

no haces más que consumirte cada vez más. MARTA.- Olvidar... olvidar. Hace dos años que vengo olvidando y no he podido. En todos los sitios encuentro recuerdos: en el valle..., en cada rincón del pueblo, en tu casa…

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MARGA. – Tranquilízate, no llores, con eso no adelantas nada.

MARTA.- ¡Nos ha mentido..., nos ha engañado a las dos, y a mí más que a ti! MARGA. – Yo creo que todavía no deberíamos juzgarle…

MARTA. – Pero dime... ¿por... por qué no ha

escrito? ¿Por qué no ha escrito? MARGA.- Tampoco lo ha hecho a su casa. MARTA.- ¿Crees que le habrá pasado algo? MARGA.- No. Esas cosas se saben enseguida.

MARTA.- Entonces... entonces no tiene disculpa.

Me ha olvidado. Nos ha olvidado a todos. MARGA.- Si fuese así, es difícil de comprender. Pero no debemos alimentar esta creencia. Acuér-

date que aquel día dijo aquí mismo: "Si me hiciera rico lo primero que haría, sería llevar a Marta a mi lado". ¿Quién sabe si no es esa la sorpresa que nos aguarda después de este silen-cio?

MARTA.- No sé, Marga. Ya no sé qué pensar.

MARGA.- Debemos tener paciencia. Comprendo lo que significa este silencio para ti. Pero Luis es un buen chico. No te olvidará jamás.

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MARTA.- Será mejor que me vaya. No puedo dejar mucho tiempo a mamá sola.

MARGA.- Espera un instante. Subo a decirle a Miguel que me voy, y te acompaño.

(Marga sube la escalera y queda sola en escena Marta. Empieza a recorrer los lugares del día de la despedida de Luis y va acariciándolos,

soñadora, uno por uno, bien con la mirada o

permaneciendo a su lado, hasta terminar en el ventanal sosteniendo con una mano las cortinas y con la sien apoyada sobre el cristal, al tiempo que extravía su mirada en el jardín. El vacio de la escena, se llena de repente con las voces de Luis, Miguel, Marga y la suya propia,

repitiendo: ¡Son felices! ¡Felices! ¡Lo hemos logrado! ¡Lo hemos logrado! De fondo, como si

procediesen del jardín, se oye una suave melodía mezclada con risas y gritos de niños que juegan y son felices. Las luces se apagan.)

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CUADRO II

(A los pocos segundos se ilumina la es-

cena de nuevo. En el sofá ya no está el paquete, ni Marta se encuentra en la ventana. Miguel está sentado en una de las butacas leyendo un libro.

Se siente un golpe seco en la puerta y, casi inmediatamente, Mauricio atraviesa las

cortinas parándose a la entrada de la sala como

buscando a alguien. Está agitado, jadeante y no logra apagar el grito que le sale de lo más pro-fundo, grito que hace a Miguel abandonar el libro y ponerse de pie en espera de averiguar lo que le pasa.) MAURICIO.- ¡Miguel! ¡Miguel! ¡Miguel…! ¡Miguel,

carta! ¡Hemos recibido carta! (Se pone casi histérico.) ¡Viene de América! ¡Tiene que ser de

Luis! MIGUEL.- Trae acá. Deja ya de enarbolarla. ¿A quién va dirigida?

MAURICIO.- ¡A tu nombre! ¡No trae remite pero tiene que ser de Luis! ¡Toma, ábrela! ¡Ábrela! ¡Ábrela de una vez!

(Miguel logra por fin coger la carta de

las manos de Mauricio y nervioso, no encuentra

el modo de abrirla, dándole unas cuantas vueltas antes de hacerlo.

Se sienta en la butaca donde había dejado el libro en el reposa brazos y Mauricio impaciente lo hace sobre el libro.)

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MIGUEL.- Mauricio, ten cuidado, el libro… MAURICIO.- (Levantándose y antes de que

Miguel saque la carta del sobre.) ¡Pronto! ¿Qué dice? MIGUEL.- Ten calma hombre. Aún no me ha dado tiempo a sacarla.

(Mauricio coloca el libro encima de

la chimenea y se hace sitio entre Miguel y el brazo del sofá, intentando ayudarle.)

MAURICIO.- ¡Pronto, termina de una vez, a ver qué dice!

MIGUEL.- Ya, ya. Pero es que viene muy dobla-

da.

MAURICIO.- ¡Huy…, haces perder la paciencia a cualquiera! Ya, a ver qué dice.

(Desdoblándola después de una

gran ansiedad por parte de ambos, la empiezan a leer devorando los renglones, haciéndolo al principio Miguel en voz alta.)

MIGUEL.- (Leyendo.) Montevideo, julio…

MAURICIO.- (Interrumpiéndole.) Sigue, deja la fecha.

MIGUEL.- (Continúa leyendo.) Queridos amigos Miguel y Mauricio. Sé que la estaréis leyendo los

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dos, pues Mauricio no se perdería el espectáculo, y os voy hacer una súplica antes de continuar; si no estáis solos disimulad que se trata de una

carta mía, diciendo que es de cualquier otro amigo y guardándola hasta que la podáis leer solos. (Miguel y Mauricio se miran y a continua-ción echan una recelosa mirada a su alrededor, para continuar leyéndola.)

Os agradezco el cumplimiento de esta

petición mía y ahora voy a explicaros el motivo de por qué os la hago. (Nuevamente se cruzan una rápida mirada y vuelcan su vista y atención sobre el papel, leyendo los dos al mismo tiempo, pero en voz baja. A medida que van avanzando en la carta se van experimentando en sus rostros ciertos cambios de asombro y de tristeza a la

vez, lo que hace que una vez terminada de leer, se levanten en silencio y se dirijan cada uno a un

lugar diferente del escenario, quedando pensati-vos unos instantes. Luego se miran y rompen aquel silencio de intriga en que les sumió la carta. En su conversación sigue reinando el

suspense.) Debemos decírselo a Marta. MAURICIO.- (Después de reflexionar unos instan-tes.) ¿Tú crees que adelantaríamos algo con ello? MIGUEL.- (Pausadamente.) No. Nada.

MAURICIO.- Luis era y sigue siendo nuestro mejor amigo. Nos pide que guardemos silencio sobre su carta y creo que debemos hacerlo. MIGUEL.- Marta también es nuestra amiga.

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MAURICIO.- Cierto. Pero no adelantaríamos nada con contárselo. Lo único que haríamos sería aumentar un dolor más a los que ya padece: la

gravedad de su madre y el silencio de Luis. MIGUEL.- Tienes razón. Si al menos nos mandara la dirección, podríamos contestarle y ponerle al corriente de todo esto… Quizás hubiese algún arreglo.

MAURICIO.- Es probable. MIGUEL.- Escribiremos a la dirección del tío. MAURICIO.- ¿Otra vez más? ¿Cuántas han sido ya las cartas que hemos recibido devueltas con “domicilio desconocido”?

MIGUEL.- No me acordaba. Sería inútil insistir

nuevamente. MAURICIO.- La única solución, es esperar.

(Por la parte izquierda del foro, en-tra Doña Ana. Viene del jardín, quizás de arreglar sus flores.) DOÑA ANA.- ¿Aún no vino tu hermana?

MIGUEL.- No, mamá.

DOÑA ANA.- (Sarcástica.) Espero que se acuerde de que ésta es su casa y se decida volver a ella. Si no llevo mal la cuenta, ésta será la tercera noche que falta de casa.

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MIGUEL.- La madre de Marta está grave y la necesitan. No es solamente ella la que va a ayudarles.

DOÑA ANA.- Esa, por lo menos, es la disculpa de ahora. Pero me gustaría preguntarle en esta ocasión cuál era la de antes.

(Doña Ana abandona la sala y quedan

Miguel y Mauricio solos. Miguel parece avergon-

zarse del comportamiento de su madre ante Mauricio.) MAURICIO.- ¿Tu madre no quiere que vayáis a la casa del Molino, verdad? MIGUEL.- Ni a la del Molino ni a muchas otras. Si

por ella fuera, nos pasaríamos todo el verano encerrados en casa, paseando por el jardín y

saliendo de caza o de pesca con los amigos que invitásemos de la ciudad. MAURICIO.- En parte tiene razón. Tú, el día de

mañana serás un gran ingeniero, con un lujoso despacho en una enorme fábrica. Tendrás un precioso chalet a las afueras de la ciudad, y al pueblo solamente vendrás algunos domingos a cazar al bosque con tus amigos. Nosotros segui-remos siendo labradores, y nuestra amistad no

será lo mismo.

MIGUEL.- Pero, ¿por qué, Mauricio?, dime por qué. MAURICIO.- Pues por… por eso, porque siempre ha sido así. Porque tú serás un gran señor, un

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ingeniero como quiere tu madre y no un arqui-tecto como querías tú, y nosotros sólo seremos aldeanos; muchos, caseros de tu madre.

MIGUEL.- “Siempre ha sido así”… ¿Y porque siempre haya sido así, va a tener que seguir siéndolo? No, no seguirá siéndolo. Y si lo ha de seguir, yo no seré un gran señor, seré ingeniero, pero seguiré siendo vuestro amigo.

MAURICIO.- Eso se dice. Pero ya verás, cuando tengas el título pertenecerás a otro mundo, el mundo de los de arriba. MIGUEL.- Los de arriba… los de abajo… Mauricio, yo no sé quién ha establecido esa barrera, pero tal como tú piensas, nunca desaparecerá. Y tiene

que desaparecer, tiende a desaparecer. Hoy día, ya no es tan difícil estudiar. Esa frontera que tú

crees infranqueable, no lo es tanto. Muchos la cruzan y cada vez lo harán más. Pero debemos ser los jóvenes quienes lo hagamos, puesto que los viejos, al igual que mi madre, siguen aferra-

dos a su mundo, a sus tradiciones, y por más que no quieran, los nuevos tiempos les harán cambiar; nosotros les haremos cambiar, haremos que el mundo cambie con nuestra constancia y nuestro trabajo, bien en la universidad, bien en los talleres, bien en el campo, pero con fe en

poder lograr un mundo mejor, más justo, sin

“señores”; sí con ingenieros, con peones, con labradores… cada uno en su puesto pero como seres iguales…

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MAURICIO.- Yo… (Como si hubiera oído un ruido en la puerta, dirige su mirada hacia allí escu-chando atentamente.) Creo que entra alguien.

(Los dos clavan las miradas en las corti-

nas, guardando unos instantes de silencio en espera de que aparezca la persona que ha entra-do. Segundos después, entra Marga. Los dos se asombran al verla aparecer. Entra en silencio,

completamente deprimida y sin mirar tan siquie-

ra si hay alguien en la sala. Se dirige hacia el sofá, se desploma sobre él ahogando su angustia en un llanto conmovedor que muestra cuán desconsolada se encuentra.

Inmediatamente después, Miguel y Mauricio se le acercan. Miguel la coge por los

hombros, intentando averiguar qué le ocurre.)

MIGUEL.- Marga… por favor, ¿qué te ocurre? (Marga continúa llorando desesperada. No pu-diendo, aunque lo intenta, decírselo.)

MIGUEL.- ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha ocurrido?

(Marga le mira fijamente como inten-tando decirle algo y nuevamente estalla en un llanto aún más fuerte que el anterior.)

MIGUEL.- ¡Marga! ¡Marga! MARGA.- (Incorporándose, para dejarse caer nuevamente.) La… la madre… de Marta… ¡ha muerto!

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(Se derrumba sobre el sofá y continúa llorando. Miguel y Mauricio sin decir palabra, sólo intercambiando una mirada, abandonan precipi-

tadamente la sala.

Doña Ana aparece por la escalera, acercándose resuelta para hablarle a su hija. Marga no siente su llegada y continúa llorando.)

DOÑA ANA.- Marga, tengo que hablarte inmedia-

tamente.

(Margarita al oír la voz de su madre, cesa en el llanto y se levanta mirándola fijamen-te, pero con una mirada repleta de odio. Retro-cede unos pasos en dirección a la escalera, sin por ello dejar de enfrentarla con la mirada.

Inmediatamente después se agarra a la barandi-lla, echa a correr en dirección a su habitación.

Las luces se apagan y ya en la oscuridad se oye la voz agria de Doña Ana en un grito seco.)

DOÑA ANA.- ¡Marga!

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CUADRO III

(Al encenderse las luces, aunque el es-

cenario sigue siendo el mismo, se observa un pequeño cambio: por el foro ya no entran los rayos de sol, algunas de las macetas faltan y la chimenea está encendida. En el sitio que antes

ocupaba la maceta, junto al reloj de pared, ahora

hay un árbol de Navidad escasamente adornado. Al levantarse el telón, se ve a Camilo

agachado frente a la chimenea arrimando un tronco al fuego. A continuación acerca las dos manos al mismo, y al tiempo que las frota, se incorpora, quedando igualmente de pie al lado de

ella. Acaba de llegar de la calle y por lo tanto aún viste la bufanda y otra ropa de abrigo, propia del

frío invierno reinante. A lo largo de toda esta escena, por intervalos, se oye el silbido del vien-to, lo cual da idea de la ventisca que invade la noche.

La puerta de la cocina se abre y entra

Don Rosendo con una botella de champagne y cinco copas. Se dirige hacia la mesa y no ve a Camilo hasta el momento en que deja la botella en el centro de la mesa y las cinco copas distri-

buidas. Al volverse queda mirándolo y no se

atreve a hacerle una pregunta que tendrá por respuesta lo que ya está viendo.) DON ROSENDO.- ¿No han venido? CAMILO.- No, Rosendo. Este último tren también

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pasó por el apeadero sin detenerse. DON ROSENDO.- No lo puedo creer. ¡Mis hijos

faltando en una noche vieja! Es la primera vez, después de muchos años, que no la celebramos todos juntos. Aún no puedo creerlo. CAMILO.- (Alejándose de la chimenea y quitán-dose la ropa de abrigo que le empieza a sobrar.)

A ti, no te dejarían solo, Rosendo. Pero aún no se

les ha olvidado… (Se interrumpe al darse cuenta que no debería haber dicho esto.) DON ROSENDO.- “No se les ha olvidado”… ¿qué? CAMILO.- No…, nada.

DON ROSENDO.- ¡Camilo! ¿Qué es? ¿Qué es lo que no se les ha olvidado?

CAMILO.- No debería decírtelo. Pero… a tanto conducirá el que lo sepas, como el que no.

Tú has conocido bien a Marta, la hija de la viuda del Molino… ¿La crees capaz de la infamia que le han levantado? DON ROSENDO.- No, nunca lo he creído.

CAMILO.- Pero, tampoco nunca te has parado a

pensar en… ¿quién podría estar interesado en dicha infamia, y qué fines intentaría lograr con ella? DON ROSENDO.- No. La verdad que…

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CAMILO.- Pues los fines, en parte, los ha logra-do: Marta ha abandonado el pueblo, y ese era el primordial.

Y el que, en la opinión de la gente que-

de el recuerdo de Marta “como una perdida”, según se demostró por boca de algunas “honora-bles señoras” que ocupan reclinatorio los domin-gos en misa, afirmando haber visto algunas

mañanas, después de la muerte de la viuda, salir

de la casa del Molino a algunos hombres; eso… ¿a quién beneficia?

Lo cierto es que Marta tuvo que aban-

donar el pueblo, y la suerte ayudó a esa “intere-sada persona”, puesto que lo hizo no solamente para fuera del pueblo sino para fuera de España.

De esta manera ya no había peligro de

que sus hijos siguieran frecuentando su amistad. Sobre todo el peligro que rodeaba a Miguel, por creer en un posible noviazgo entre ambos.

DON ROSENDO.- (Con la mirada llena de ira y dirigiéndola hacia la escalera.) ¿Ella…? CAMILO.- Sí, ella. Por ella, por su infamia, Marta tuvo que irse.

La mayor parte de las noches no pue-

do dormir, pensando en esa desgraciada criatura, sola por el mundo. DON ROSENDO.- (Se deja caer en el sofá y con la mano apoyada en la frente, contesta en un gemido de ira y dolor al mismo tiempo.) ¡No

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podía imaginar que su maldad llegara a tanto! CAMILO.- Ya no tiene remedio.

DON ROSENDO.- Pero lo ha tenido, Camilo, ¡lo ha tenido! ¡Yo! ¡Yo soy el único responsable! CAMILO.- ¿Qué dices?

DON ROSENDO.- Sí. Hay algo que tú no sabes,

pese a que ya han pasado tantos años. CAMILO.- ¿Pero qué tiene que ver lo que haya pasado entonces, con lo de ahora? DON ROSENDO.- Sí, tiene que ver. Si yo me hubiera portado como un hombre, esto no

hubiera ocurrido.

(Levantándose.)Antes de conocer a Ana, yo amaba a una chica muy bonita de un pueblo cercano. Pero yo era demasiado ambicioso y aspiraba a más que una muchacha pobre,

aunque fuese bonita. En Ana encontré esa ambición. Y, aunque la herencia que traje de América se me esfumó, el acento y la ropa permanecieron por un tiempo, y con ellos pude deslumbrarla y no me fue difícil vencer su resistencia. Cuando empezamos a barajar fechas

para una posible boda, un buen día me llegó la

noticia de que la muchacha que había cortejado en ese pueblo cercano, estaba embarazada. Entonces yo le propuse a Ana la anulación de nuestro compromiso, exponiéndole mi deseo de cumplir con la otra. Y su respuesta fue ¡no!, no a dejarla en evidencia con todo preparado para la

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boda.

Primer "no" al que accedí, así como a

sus posteriores decisiones, entre ellas la de comprar el silencio de aquella muchacha con dinero.

Al poco tiempo, aquella chica vino a vi-

vir a este pueblo: era la mujer del molinero. La

historia de ahí en adelante ya la sabes. Quedó

viuda a los pocos años y de su matrimonio, una sola hija, Marta.

(Camilo queda asombrado por el relato de Don Rosendo y no sabe qué contestar. Los dos guardan silencio unos instantes. Pero al ver a Don Rosendo tan deprimido por el dolor que le

causa sentirse responsable de la desgracia, primero de la madre y después de la hija, le

habla con intención de animarle.) CAMILO.- Ya no se puede hacer nada. No tienes por qué torturarte. De esto tú ya no tienes la

culpa. DON ROSENDO.- ¡No! ¡Eso sí que no! Déjame al menos sentirme culpable. Es la única satisfacción que puedo tener. La ausencia de mis hijos en esta noche, sería por mí… si supieran la verdad.

"Si supieran la verdad"... ¿Quién sabe si, en el fondo, sin saberla, la sienten? Si no, ¿por qué ese cariño hacia una hermana que no saben que lo es? ¡Claro! Su ausencia también es por mí. Me saben culpable. ¡Y es que soy culpa-ble!

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CAMILO.- Es mejor que nos vayamos a acostar. Es ya muy tarde.

DON ROSENDO.- No. Por una vez no huyamos de la verdad. Esperaremos a las doce y brindaremos por el Año Nuevo. Así podremos darnos cuenta mejor, de ¡cuán solos estamos!, ¡a qué soledad conduce nuestra culpa!; bueno… ¡mi culpa!

CAMILO.- (Sentándose.) Como tú quieras.

DON ROSENDO.- Te agradezco que te quedes acompañándome. Hay momentos en que uno ne-cesita tener al lado alguien que le comprenda, puesto que siente necesidad de hacer un balance de su vida. Y hoy... yo siento esa necesidad. (Dirigiéndose a la chimenea y apoyándose sobre

ella pensativo.) Es triste, después de haber alcanzado una edad avanzada como la mía, mirar

a nuestro alrededor y encontrar el vacío. Un vacío que premia el "fruto" de nuestra vida. (Violento para consigo mismo.) Y el fruto de mi vida, es el vacío… la soledad, la angustia, el

remordimiento…

(Después de un silencio.) Fui un joven lleno de ilusiones. Creo que como todos los jóvenes. El día que mis padres me comunicaron la noticia de mi viaje América, pegué un gran

salto de alegría. Aquello era entrar de repente en

mis propias fantasías: "Ya me veía de regreso al pueblo inmensamente rico y admirado por todos los vecinos. Incluso el día de la llegada se haría una gran fiesta y todo el pueblo con la banda, iría a esperarme a la estación gritando ¡viva Don Rosendo! ¡Viva Don Rosendo!"

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DON ROSENDO.- Te agradezco que te quedes acompañándome. Hay momentos en que uno ne-cesita tener al lado alguien que le comprenda,

puesto que siente necesidad de hacer un balance de su vida. Y hoy... yo siento esa necesidad. (Dirigiéndose a la chimenea y apoyándose sobre ella pensativo.) Es triste, después de haber alcanzado una edad avanzada como la mía, mirar a nuestro alrededor y encontrar el vacío. Un

vacío que premia el "fruto" de nuestra vida.

(Violento para consigo mismo.) ¡Y el fruto de mi vida, es el vacío… la soledad, la angustia, el remordimiento…!

(Después de un silencio.) Fui un joven lleno de ilusiones. Creo que como todos los jóvenes. El día que mis padres me comunicaron

la noticia de mi viaje a América, pegué un gran salto de alegría. Aquello era entrar de repente en

mis propias fantasías: "Ya me veía de regreso al pueblo inmensamente rico y admirado por todos los vecinos. Incluso el día de la llegada se haría una gran fiesta, y todo el pueblo con la banda

iría a esperarme a la estación gritando ¡viva don Rosendo! ¡Viva don Rosendo!"

Pero aquellos vivas cesaron de repetirse

en mi ilusión de niño, tan pronto como puse pie en el Nuevo Mundo y tuve que buscármelas por

mí mismo. Entonces comprendí, por primera vez

en mi vida, lo que significaba "valor humano". Yo no lo reconocía a través de esas dos palabras, pero empecé a darme cuenta que había "un algo' que no se respetaba. Deduje su significado cuan-do empecé a comprender que había "un algo" que sí se respetaba: "el valor económico". Por él

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eran respetadas las personas, por él se las apreciaba y consideraba, por él se las trataba humanamente, como seres, como personas. Ahí

tenía la respuesta. A los que carecíamos de ese "valor económico" no nos trataban como a personas; por lo tanto, lo que no se respetaba era el "valor humano".

No tardé en averiguar cómo se conse-

guía aquel "valor económico" y ese fue el golpe

más duro asentado a los cimientos de mis ilusiones, el que terminó por destruirlos. Dicho "valor" se conseguía a costa de no respetar el "valor humano" de los demás. Entonces dije: ¡No! ¡No a la América! ¡No a las riquezas obteni-das de este modo!

Fue aquella la mejor decisión tomada en toda mi vida, y me vine para España; pero

durante el viaje de regreso, tuve tiempo de pensar en lo que había dejado atrás y en lo que se me avecinaba: mi vuelta al pueblo; una vuelta sin dinero, que los vecinos tomarían como un

rotundo "fracaso". No, no podía admitir que había fracasado. Miles y miles de españoles se encontraban en el extranjero en las mismas circunstancias que yo, pero eso ellos no lo comprendían, porque ninguno de esos miles y miles habían vuelto para quedarse, admitiendo

que no siempre se triunfa en la emigración.

Así que no tuve más remedio que tomar

esta decisión, la que tú ya conoces. Y fue la equivocación más grande de mi vida.

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CAMILO.- No es tu equivocación solamente, Rosendo. Es la nuestra, la de todos. Lo que ocurre es que las consecuencias, desgraciada-

mente, siempre recaen sobre unos pocos, aun-que la culpa sea de unos muchos.

(Empiezan a sonar las doce en el viejo reloj y los dos quedan en silencio mirándolo. Ante el silencio de la escena, la ventisca suena

con más fuerza a través de los ventanales del

jardín. Don Rosendo se acerca a la mesa y des-tapa la botella de champagne. Llena las cinco copas. Luego, uno en cada esquina de la mesa, cogen dos copas y dejan tres en el centro. A continuación brindan por ellas.) DON ROSENDO.- Por mis tres hijos.

(Chocan sus dos copas y beben en si-

lencio. La ventisca parece azotar aún con más ímpetu los ventanales. Las luces se apagan lentamente y cae el telón.)

(FIN DEL SEGUNDO ACTO)

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TERCER ACTO

CUADRO I

(Este tercer acto y último se desarrolla en la vivienda de la Casa del Molino. La escena representa una amplia cocina con tres puertas y

una escalera que conduce a la planta baja donde

se encuentra el molino. Es una vivienda de una casa de aldea,

pobre y con pocas comodidades. A la derecha, en primer plano, hay una puerta que conduce a una habitación. En el mismo lateral, ya cerca del foro, está la puerta que lleva a la escalera de la planta

baja. En el foro, hacia la derecha, una ventana. En la parte izquierda está la puerta de le calle.

En el lateral izquierdo, en primer lugar, hay una puerta que da a otra habitación. Después está la cocina, y más allá un tabique que se adentra un poco en escena, paralelo al foro, formando entre

ambos el vestíbulo de la entrada. En el centro de la escena, una mesa larga y algunas sillas a su alrededor. A su derecha, una silla baja y una mesita que es el lugar adecuado para que el ama de casa se siente y atienda sus labores de costura.

Colgados de las paredes o dispuestos en otros lugares, diversos utensilios propios de la casa.

Al levantarse el telón, está en escena

Marta. Ocupa la silla y mesa de costura. Sobre la

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mesa tiene una caja y un pequeño montón de ropa. En las manos una prenda que cose.

Han pasado algunos años, y no han pa-sado en vano. Después de unos instantes, parali-za su trabajo y queda pensativa. Nuevamente lo vuelve a reanudar, pero tan solo por unos se-gundos, y vuelve a quedar pensativa. En su mente hay algo que bulle y no deja de darle

vueltas, algo que la tortura.

Por la puerta de la calle aparece Camilo.

Al verla tan pensativa, se para y guarda silencio, luego se le acerca.) CAMILO.- ¿Nuevamente pensativa, Marta? Pero, ¿por qué te sigues entristeciendo de esa manera?

MARTA.- (Levantándose.) ¡Y el niño!

CAMILO.- No te preocupes. No se cae, ya anda solo.

MARTA.- (Preocupada.) ¡Ay Camilo!, pero si comenzó hace unos días… ¿Cómo lo deja solo? CAMILO.- No está solo. Llegó Miguel y está jugando con él. Pero contéstame: ¿por qué sigues triste?

MARTA.- (Dirigiéndose a la ventana para com-probar si verdaderamente su hijo está en com-pañía de Miguel.) Por favor, no hablemos de eso. CAMILO.- Sí, tenemos que hablar, mientras tú sigas en este estado de ánimo.

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MARTA.- Pero, ¿en qué estado de ánimo quiere que me encuentre, después de todo cuanto me ha ocurrido y de haber pasado casi seis años sin

noticias suyas? CAMILO.- No lo comprendo. Has soportado con entereza los dos años de emigración en Alema-nia, con todo lo que allí has pasado: primero el sacrificado trabajo y las malas condiciones de

vida en los barracones de emigrantes; luego el

desengaño de aquel canalla cuando fingiéndote cariño te abandonó poco antes de casaros; más tarde, cuando regresaste al pueblo, afrontaste la realidad y luchaste hasta vencer, para borrar aquella infamia que te habían levantado; y ahora... ahora que todo ha pasado… ¿vas hacer que un recuerdo paralice tu vida?

MARTA.- Aquello era necesario para seguir

adelante. Marchar del pueblo se presentaba como una solución a la mentira levantada sobre mí, ya que si las cosas me hubieran ido allí, como pensaba antes de salir de España, no

tendría necesidad de otra demostración en mi defensa, puesto que bastaría el ejemplo de mi vida... Pero la realidad no es como se sueña, y yo tuve que acogerme a la que me correspond-ía...

Durante varios días lo pensé muy a fon-

do. Tenía que decidirme por uno u otro camino. A muchas otras chicas que llegaron a Alemania con mi misma ilusión, les ocurrieron cosas semejantes, y la mayoría no renunció en su empeño de conseguir el objetivo que les había llevado allí: ganar dinero, tener mucho dinero. Y

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para ello, eliminaron en primer lugar el “obstácu-lo” que se les avecinaba, puesto que en Europa existían medios modernos para ello, como por

ejemplo un fin de semana en Inglaterra. Elimina-do el “obstáculo”, algunas pronto encontraban unas manos amigas que les ayudaban en los comienzos de su denigrante carrera... Y hoy día no es difícil encontrar muchas chicas de esas en algunas calles da Hamburgo o en los barrios

bajos del Elba y otras ciudades.

Pero no, yo… ¡no, no podía llegar a eso!

No podía dar un paso semejante; si lo hiciera sería traicionar mis principios, los de mi madre, todo aquello por lo que mi madre había pasado para que yo estuviese en este mundo.

Y yo no era de esas; había tenido mala suerte, un amor no correspondido, después de

un tremendo desengaño; y debía seguir adelan-te, por ese hijo… “aquel hijo que, un día, fui yo para mí madre”; y sobre todo debía volver con la cabeza muy alta al pueblo, para trabajar y luchar

sola, desde el molino, por mi hijo, para hacer que las arpías se tragasen su infamia.

Por eso tuve las fuerzas necesarias para volver y gracias a su ayuda, a la de Miguel y a la de Marga, puedo enfrentarme a todo.

CAMILO.- Pues bien, ahora también tienes nues-tra ayuda para olvidar. Tienes que olvidarlo, Marta. MARTA.- ¡No! ¡No puedo olvidarlo, no quiero olvidarlo! (Nuevamente vuelve a la ventana.) Si

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él ha dejado de quererme, yo aún le sigo que-riendo, igual que el primer día, más que el primer día.

CAMILO.- ¿Pero no comprendes, que lo vuestro ha sido una ilusión de niños? Los años pasan, y la vida deja de ser una ilusión para convertirse en realidad. Tú misma has vivido esa realidad, que no corresponde en absoluto a tu ilusión. Y

hoy día...

MARTA.- Sí. Hoy día, mi realidad es que tengo a mi hijo y que debo cuidarlo, educarlo.... Sí, Camilo. Lo cuidaré, lo educaré, lo sacaré adelan-te porque es mi vida, mi ilusión... ¿Ve? No puede dejar de haber ilusiones, aunque una tras otra nos conduzcan al fracaso. (Se asoma a la

ventana y mira con ternura al exterior.) Bueno…, mi niño no es ningún fracaso.

CAMILO.- No quiero meterme en tus sentimien-tos, pero tampoco quiero volver a verte así...

(Miguel aparece por la puerta de la ca-lle. Nada más verlo, sin tan siquiera darle tiempo a hablar una sola palabra, Marta se dirige a él.) MARTA.- ¿Le has dejado solo?

MIGUEL.- No soy capaz de traerlo. Está con los

demás chavales y... ¿sabe, Camilo?, mi ahijado ya les pega a los otros. MARTA.- ¡Ay Miguel! Camilo..., vaya usted a buscarlo.

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CAMILO.- Sí.

(Abandona la escena y quedan solos

Marta y Miguel. Aunque Marta intenta disimular su estado de ánimo, Miguel enseguida se lo nota.) MIGUEL.- ¿Qué te ocurre, Marta?

MARTA.- ¿También tú? Perdóname... es que es

mi forma de ser así. MIGUEL.- Antes no lo era. MARTA.- He cambiado de un tiempo para acá. MIGUEL.- No se puede cambiar así, de pronto. Tú

sigues siendo la misma.

MARTA.- No es verdad. Ya no soy la misma. MIGUEL.- Para mí, seguirás siendo siempre la misma. Cuando te fuiste, sentí perder más que a

una amiga, a una hermana.

Marta, mientras estuviste ausente lo pensé muy a fondo. Y llegué a la siguiente con-clusión:”Si yo hubiera estado en el pueblo, tú no te hubieras marchado”. Y hoy te digo lo que en

aquella ocasión no pude: Marta, ¡casémonos!

MARTA.- ¡Pero…, Miguel….! MIGUEL.- No digas nada. Nos iremos a Madrid. Tengo la carrera terminada, solamente me falta un año de prácticas. Allí podremos educar a tu

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hijo, a nuestro hijo. MARTA.- No, Miguel. Eso no es posible. No

puedes sacrificar tu vida por mí. MIGUEL.- Marta, yo te quiero. MARTA.- Debes terminar ese año de prácticas. Yo, ahora, puedo arreglármelas con el molino, y

el niño aquí, en el pueblo, es feliz. La gente está

cambiando, ya lo ves, además cuento con Camilo.

(Miguel echa la mano al bolsillo co-mo para sacar algo, pero como por un mandato interior se detiene y la saca vacía.)

MIGUEL.- ¿Él...? ¿Aún sigues...? No puedes estar toda tu juventud esperando. Ahora somos

jóvenes y debemos emprender un camino, el camino que apoye nuestro porvenir. Juntos podemos emprenderlo, Marta. Yo te quiero.

MARTA.- (Casi llorando.) Eres muy bueno. Yo no merezco tanto. MIGUEL.- Eso sí que no. Tú mereces mucho más. Marta, dime que sí y me convertirás en el hombre más feliz.

MARTA.- (Una lágrima logra escapársele del pantano contenido de su llanto y se desliza lentamente por la mejilla.) Me... has… me has cogido así de sorpresa... Dame algo de tiempo. Dame algo de tiempo…

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MIGUEL.- Lo tienes. Pero no más de veinticuatro horas. Mañana daremos la noticia. (Entra Camilo y desde el foro le habla a Marta.)

CAMILO.- Está mucho mejor en el prado, con los otros niños, que en casa; además, no hay quien pueda arrancarle de allí, le tomó gusto al andar. (Dirigiéndose a la escalera del molino.) Voy a ver cómo sigue la faena ahí abajo.

MARTA.- Iré yo a buscarlo.

(Marta sale y queda en escena Mi-guel y Camilo. Este último está al lado de la escalera que conduce a la planta baja.)

MIGUEL.- Camilo, no se marche. Quiero hablar

con usted.

CAMILO.- (Acercándose.) Bueno, tú dirás. MIGUEL.- Quiero hacerle una pregunta. Dígame, ¿Marta aún sigue pensando en Luis, verdad?

¿Todavía cree que volverá? CAMILO.- Que vuelva…, quizás no. Por eso lo empieza a convertir en un ideal, y como a un ideal se entrega, en pago de sus errores. Cada vez me preocupa más. Últimamente se encierra

en sí misma de una manera absoluta, y no hay

quien la saque de su tristeza, ni el niño… MIGUEL.- Tenemos que hacer algo. CAMILO.- No sé… al principio pensé que el no tener noticias, le ayudaría a olvidarlo. Pero ahora

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comprendo que justamente eso es lo que convierte su amor en un ideal.

MIGUEL.- Camilo, hay algo que usted no sabe; yo he tenido una carta de Luis. CAMILO.- (Incrédulo.) ¿Que has tenido una carta de Luis?

MIGUEL.- Si, hace tres años. He guardado el

secreto porque él me lo pidió. Pero ahora soy de la misma opinión que usted. Si Marta supiera que Luis envió noticias, pero sin ser para ella, que se encuentra bien y que sin embargo no le escribe, entonces ese ideal se vendría abajo. CAMILO.- ¿Tienes ahí la carta?

MIGUEL.- Creo que sí. (La busca en el bolsillo y

se la entrega. Camilo se pone a leerla. Mientras tanto Miguel se pasea nervioso y sigue hablan-do.) Hace unos momentos, no sabía qué hacer, dudaba entre si se la debía dar o no. Sin

embargo cuando salí de casa, la cogí seguro de que la carta era la única solución, fue como un presentimiento. Y cuando metí la mano en el bolsillo, para sacarla, sentí un escalofrío y una voz interior que me decía que no debía enseñár-sela.

Pero ahora lo veo claro, esa carta es la solución. Nada más leerla, comprenderá que su espera es inútil. (Camilo, cuando termina de leerla se sienta y, con ella entre las manos, queda pensativo.) ¡Esa! ¡Esa es la solución! ¡La carta!

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CAMILO.- "La solución..." Sinceramente, ¿pien-sas que esta carta es la solución?

MIGUEL.- Pues yo… no sé. CAMILO.- No, Miguel. Si Marta supiera que la emigración a Luis le condujo a su misma expe-riencia, la misma que por desgracia les ha tocado vivir a tantos emigrados, eso le uniría más a él y

no lo olvidaría. Tenemos que encontrar otro

camino. MIGUEL.- Yo ya tengo la solución, Camilo; no pensaba decírselo hasta mañana pero, si prome-te guardar el secreto, se lo diré hoy. CAMILO.- Prometido.

MIGUEL.- Marta y yo, vamos a casarnos.

CAMILO.- (Levantándose.) ¡Qué! MIGUEL.- Tenía pensado comunicarlo mañana.

Ella me pidió ese plazo. CAMILO.- (Asustado.) ¡No! ¡No puede ser! MIGUEL.- ¿Cómo? Es que yo la quiero…

CAMILO.- ¡No puedes casarte con ella!

MIGUEL.- Camilo, ¿qué le ocurre? La amo since-ramente y no me importa nada de lo que ha pasado. No es compasión, es amor. CAMILO.- Pero… ¿no comprendes...?

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MIGUEL.- ¿No comprendo, qué? CAMILO.- ¡Que no te puedes casar con ella!

MIGUEL.- (Exaltándose.) ¿Por qué? ¿Por qué? CAMILO.- Porque... (Ya más calmado.) ...porque Luis está camino de España.

MIGUEL.- ¡Eso no es cierto! ¿Qué pretende?

¿Qué es lo que pretende? CAMILO.- Impedir esa boda, porque no puede llevarse a cabo. MIGUEL.- ¿Cómo…? Y… ¿por qué?

CAMILO.- ¿Cómo? Diciéndole a Marta que se han recibido noticias de Luis y que no tardará en

llegar a España. ¿Por qué? Porque Marta y tú..., Marta y tú sois hermanos.

(El gesto de asombro de Miguel es

casi indescriptible. Camilo y él están frente a frente, paralizados, inmóviles. Las luces se apagan.)

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CUADRO II

(La misma escena. Al encenderse las lu-ces, Camilo se pasea por ella preocupado. Luego se sienta y, apoyándose en la mesa, queda pensativo.

El ensimismamiento en que está sumido

no le permite oír el ruido de la puerta de la calle

que se abre y cierra. Pasados unos instantes, aparece en el foro Luis. Mira a uno y otro lado de la escena. Ve a Camilo, pero se queda inmóvil en la entrada.

Camilo se levanta con intención de bajar

al molino, dirigiéndose hacia la escalera, cuando

ve a Luis. Inmediatamente también queda in-móvil. Los dos permanecen unos segundos como

estatuas. Al cabo de los cuales, como si de sus marmóreas figuras brotara un torrente de vida, tras dos agudas exclamaciones, se precipitan el uno sobre el otro en un emocionante abrazo.)

CAMILO.- ¡Luis! LUIS.- ¡Camilo!

(Se abrazan largamente, con una

emoción tal que ninguno de los dos sabe qué

decir.) LUIS.- ¿Y Marta? ¿Dónde está Marta? CAMILO.- No tardará en venir.

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LUIS.- ¿Cómo está? CAMILO.- Bien. Desesperada por no tener

noticias tuyas. LUIS.- ¿Y la madre? CAMILO.- Desde que te fuiste han ocurrido muchas cosas. La madre ha muerto hace tres

años.

LUIS.- No lo sabía... CAMILO.- ¿Has estado ya en tu casa, o en la de Miguel? LUIS.- No. Vine directamente aquí. ¿Cómo están

Miguel, Marga, Don Rosendo y Mauricio?

CAMILO.- Todos están bien. LUIS.- Y… ¿Por mi casa?

CAMILO.- Lo mismo. LUIS.- (Respira profundamente, como si todo estuviera igual que cuando se fue.) Nuevamente en casa. Aún me parece imposible poder estar aquí.

CAMILO.- Otro tal imposible me parece a mí. Has llegado en el momento en que te necesitábamos. En el momento justo. LUIS.- ¿En el momento en que me necesitaban?

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CAMILO.- Es muy largo de explicar. Pero, ¿por qué no nos has escrito? ¿Cómo es que te has olvidado de Marta?

LUIS.- No me he olvidado de Marta, ni de uste-des... Esto también es muy largo de explicar. CAMILO.- ¿Tan largo, que tu silencio no merece una disculpa? ¿Ese silencio… que le habías pro-

metido a Marta que no iba a existir…?

LUIS.- No es ningún secreto. Pero quizás no resulte muy comprensible para el que no lo ha vivido. CAMILO.- ¿Por qué no ha de resultar comprensi-

ble?

LUIS.- Porque, forzosamente, paro los ojos de la mayoría, el que se va a América tiene que vol-ver rico. Y yo no he vuelto rico. Ni he entrado por la puerta grande al pueblo.

Hace dos días que llegué a Asturias, y

he empleado todo un día para llegar desde Ovie-do. Primero cogí un carbonero y luego uno de los camiones que vienen e recoger la leche.

¿Es así como vienen los indianos? Yo

aún recuerdo, siendo niño, cuando vinieron los hijos de Jesusa de Minguxón con aquel haiga de cristales tintados, verde, enormemente largo… cuando por aquí lo único que se veía era algún cacharro negro de los años veinte que servía de taxi.

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CAMILO.- Tu llegada significa lo mismo para nosotros, tus amigos, vengas en haiga o en el camión de la leche.

LUIS.- Lo sé. Y eso fue lo que me hizo vencer el temor de verme ante todo el pueblo como un fracasado. "Un fracasado...” ¡Qué errónea calificación! ¡Y pensar que a ella se debe el que miles de jóvenes españoles estén sacrificando

inútilmente su vida en América!

CAMILO.- Es injusto, lo comprendo Luis... LUIS.- ¿Injusto? ¡Es un crimen! Como yo hay miles, ¡miles de jóvenes!, que se sienten fraca-sados porque no han hecho dinero, y continúan en América, con su vida y su juventud enterrada

en la negra noche de la emigración. Algunos, con la insistencia de los años, a duras penas salen

adelante y logran ser dueños de un pequeño negocio que sobrevive con la cadena de nuevas ilusiones frustradas; las de aquellos otros que ellos reclaman con la promesa de abrirse camino

a una vida mejor.

¿Se acuerda cuando yo estaba prepa-rando para marcharme, y del día de la partida? CAMILO.- Claro que me acuerdo.

LUIS.- Pues bien, esa es la ilusión con que todos los jóvenes preparan su marcha. Y detrás de esta marcha, por lo general, siempre hay un tío, un familiar o un vecino. En todos los casos, supues-tamente rico. Aunque cuando llegamos allí vemos que toda su riqueza consiste en un bar,

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un almacén, o ambas cosas a la vez, que él mismo atiende.

Bueno, no voy a salirme de mi caso. ¿Recuerda quién me reclamaba? CAMILO.- Un tío de tu madre. LUIS.- Muy rico. ¿No era eso lo que se decía?

CAMILO.- Llevaba muchos años en América y todos aquellos que venían a pasear, decían que tenía una gran fortuna. LUIS.- Durante el viaje, soñando desde la baran-dilla lo que había tras el horizonte y pensando en todo lo que hacía por mí, llegué a tomarle cariño.

Su soledad, sin familiares, la edad avanzada…, todo eso hacía que me necesitase y yo iba dis-

puesto a ayudarle como si fuera un hijo.

Estos, fundamentalmente, fueron los pensamientos que ocuparon mi mente durante

los últimos días del viaje. Estaba deseando llegar para abrazarlo. Me lo imaginaba en el puerto de Montevideo, agitando su sombrero. Pero fue allí donde recibí mi primer desengaño, mi primera gran desilusión.

CAMILO.- ¿No te vino a esperar?

LUIS.- No. En su lugar envió al encargado de uno de sus negocios con la furgoneta. Era un chico gallego, muy en el papel de encargado, pero queriendo congratularse conmigo hizo un rodeo enseñándome lo más monumental de la ciudad:

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la Plaza Artigas, la calle 18 de Julio, el Palacio Legislativo…, concluyendo el rodeo directamente en el almacén que él regentaba en nombre de mi

tío.

Se trataba de un negocio de unos cinco o seis empleados, al estilo de la cantina del pueblo, en cuanto que se vendía de todo, pero muy grande. Allí me enseñaron mi alojamiento:

una cama entre otras tres camas, donde haría-

mos nuestra vida tres de los empleados y yo. La cocina la teníamos en la misma habitación. Cuando terminé de colocar mis cosas, vino el Encargado y fuimos a ver a mi tío. Nuevamente en la furgoneta recorrimos algunas calles y nos paramos ante un lujoso bar. Entramos y en la caja estaba él. Me hizo un gesto con la mano y

me acerqué a la barra, indicándome que entrase en la cocina. Allí fue donde me recibió y donde

me indicó en lo que consistiría mi trabajo. Que según pude ir comprobando en adelante era: levantarse a las siete para preparar el desayuno, cada uno el suyo, desayunar y limpiar el local;

abrir a las ocho y hacer jornada continua hasta las nueve o hasta las diez, según los días; después hacer la cena, lo mismo que el desayuno y la comida, cada uno preparaba lo que comía, y después de cenar había que preparar los encar-gos para el día siguiente; finalmente podíamos

estirar los huesos en aquella asfixiante cueva

hasta el día siguiente a las siete de la mañana. Y así un día tras otro, durante todo el

año. ¡Ah!, los festivos y domingos, solamente abríamos hasta las dos de la tarde.

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Lo que sí era cierto, es que se ahorraba

mucho dinero, todo el sueldo, mejor dicho, el pequeño sueldo, pues no había tiempo para

gastarlo. CAMILO.- Tenía razón Don Rosendo… Sigue habiendo un algo, el "valor humano", que no se respeta para poder amasar una fortuna. ¿No es ese el método que se sigue utilizando?

LUIS.- Sí, Camilo. Explotan a sus compatriotas, a los nativos... Ahora veo claro el que los urugua-yos no puedan ver a los emigrantes, pues somos nosotros los que vamos a sabotearles su Consti-tución, violando la jornada de trabajo, las condi-ciones de vida...

CAMILO.- Realmente es triste, cuando todo eso podríamos obtenerlo igualmente en España si

hiciéramos ese mismo grado de sacrificio. LUIS.- Pero sigue siendo injusto. Si para vivir hay que denigrar de esa manera al ser huma-

no…, prefiero no vivir así; somos personas y no máquinas. CAMILO.- También es cierto. Tu decisión ha sido la mejor. De sacrificarse que sea en España, junto a los tuyos.

Parece como si la misma intuición os guiara a ambos… Marta también ha regresado pese a.... LUIS.- ¿Marta?

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CAMILO.- Ah, es verdad. Ya te dije antes, que durante tu ausencia han pasado muchas cosas.

En primer lugar: ¿La sigues queriendo? LUIS.- Sí. Más que nunca. CAMILO.- Pues presta atención a lo que te voy a decir, y no saques conclusiones anticipadas.

LUIS.- Es que… ¿Acaso Marta estuvo en el extranjero? CAMILO.- Escúchame bien. Desde que te fuiste, difícilmente la vida podía golpear de tal manera a una persona, como lo hizo con Marta. Esa es la verdad.

Primeramente, tu ida significó un duro

golpe para ella; y más aún, después, tú silencio. Ese silencio que si no fuera por el gran amor por ti, no te hubiera perdonado nunca. A esto siguió la muerte de la madre, el único ser querido que

le quedaba. Ya te puedes imaginar lo que significó para ella.

Se quedó sola, completamente sola y sin ningún amparo. Sólo tenía a sus amigos Miguel y Marga, aunque contra la voluntad de

Doña Ana, lo que hizo que Marta, al saberlo, se

fuera del pueblo y emigró a Alemania. LUIS.- ¿A Alemania? CAMILO.- Sí.

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LUIS.- ¿Sola? CAMILO.- Sí.

LUIS.- ¡Pero, si ella nunca había salido de aquí! CAMILO.- No, pero de estar sola, le era lo mismo estarlo aquí que fuera de aquí.

LUIS.- No comprendo cómo…

CAMILO.- Ni aunque lo intentes lo comprenderás. (Breve pausa.)Luis, ocurrió lo que piensas, el pueblo no vino en su ayuda. Si lo hicieran correr-ían el riesgo de que Doña Ana, la Casa de los Hernández, les retirase su amistad, y eso signifi-caba mucho para ellos.

LUIS.- Si yo hubiera escrito… ella no se hubiera

marchado. CAMILO.- Si hubiera sabido de ti, no se habría sentido tan sola, y eso le ayudaría en los tiempos

difíciles que tuvo que soportar. LUIS.- Empiezo a sentirme culpable, Camilo. Yo lo que intentaba con mi silencio, no era otra cosa que evitar el que pudiera juzgarme mal, al no poder ofrecerle todavía..., al no poder cumplir mi

promesa, la promesa que casi nadie puede cum-

plir.

¡Sin embargo ella... lo hizo, me ha es-perado! CAMILO.- Hay algo que todavía no sabes… Es

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aquello a lo que me refería cuando te dije: "Y no saques conclusiones anticipadas".

LUIS.- ¿Además de haber tenido que emigrar? CAMILO.- Sí, además. Marta te esperó cuatro años. Cuatro años de abnegado sacrificio, que significan el doble. Y vuelvo a repetirte, se encontraba sola, completamente sola en el

mundo.

Una promesa, la promesa de un canalla,

hubiera perdido para siempre su vida, si Marta no fuese una chica honrada, con la cabeza bien puesta sobre los hombros. (Luis, que cree saber lo ocurrido, queda mirando a Camilo como aterrado.)

Sí, Luis, sufrió un desengaño, un duro

golpe que la vida le asestó a traición. (Luis se sienta y golpea la mesa con el puño izquierdo, mientras se tapa la cara con la otra mano, al tiempo que ahoga un desesperado grito.)

LUIS.- ¡No! (Solloza.) CAMILO.- Marta tiene un hijo.

(Al sollozo de Luis a la sentencia de

Camilo, sigue un silencio de interrogación, que

deja paso al llanto que Luis trata de reprimir y que, sin embargo, le desborda.) CAMILO.- (Acercándose.) No la culpes a ella. Ni a ti tampoco.

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LUIS.- (Con odio a sí mismo.) ¿A quién si no? ¡Yo, yo tengo toda la culpa!

CAMILO.- Todos tenemos algo de culpa. Luis, yo también fui joven… y en cierta ocasión me adju-diqué para mí solo toda la culpa de algo muy grave. Eran tiempos de guerra, yo estaba en el frente y ocupábamos un pueblo pequeño, pero clave para el acceso a la carretera general. Hacía

poco tiempo que me había casado, mi mujer era

de allí y vivíamos juntos.

Cuando la situación se agravó, nos die-ron la orden de evacuar el pueblo, pero yo accedí al deseo de mi mujer de quedarse. Toda su familia se había ido salvo ella.

Una noche cayeron sobre nosotros. Yo estaba de guardia en el puesto de mando. Ape-

nas tuvimos tiempo de coger las armas. Quedé malherido e inconsciente durante varias horas, aunque tuve suerte, porque, cuando recobré el conocimiento, la herida de la pierna sólo presen-

taba un orificio de entrada y salida, sin mayores daños.

En el puesto no había nadie vivo, sólo yo, y puesto que aquel era un lugar de paso, los enemigos continuaron su marcha. Tan pronto

como pude, me levanté y medio arrastrándome

busqué a mi mujer. La encontré… ¡la encontré, sí, pero en un estado espantoso! ¡Aquellos cana-llas, después de abusar de ella, la habían mata-do!

Desde entonces vivo atormentado… Por

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mí… se había quedado… ¡Por mi insensatez, aquellos asesinos acabaron con su vida! Nunca me lo he podido perdonar.

¡Para qué seguir luchando! ¡Ya nada

importaba! Así fue como entré al servicio de la Casa de los Hernández…, como podía haberme echado a los caminos pidiendo o podía haberme pegado un tiro, pero decidí subsistir.

Sin embargo ahora, los años me mues-tran otra visión de las cosas; Amanda y yo vivimos allí, en medio de las balas, nuestra luna de miel, nuestra historia de amor, que quizás no hubiéramos podido disfrutar después, y lo que le ocurrió no fue por mi culpa sino por culpa de aquella guerra fratricida que no era sino el

fracaso de todos nosotros.

Como tampoco tú tienes hoy toda la culpa de lo que lo que le ocurre a Marta, todos somos un poco culpables…

LUIS.- Quizás tenga razón, Camilo. No debía habérmelo tomado así. CAMILO.- Yo ya soy viejo, pero me gustaría que te sirviera de algo mí consejo, porque la vida siempre es igual: "ilusiones"... "desengaños"... y

luego viene la parte final, la más importante:

"lucha" o "desesperación".

Por desgracia, aprendí tarde esta lec-ción, pero sí a tiempo para poder transmitírtela: ¡lucha, Luis, lucha y sigue adelante siempre!

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LUIS.- No la olvidaré.

(Se siente ruido en la puerta y los dos

guardan silencio. Se cruzan una mirada interro-gativa. Ansiosos esperan que aparezca la perso-na que ha entrado.

Por el foro entre Marta, ve a Luis y se queda de una pieza. Contiene el llanto, aunque

no las lágrimas que se derraman por sus meji-

llas, y permanece indecisa sin saber qué hacer. Luis rompe esta indecisión y adelantán-

dose unos pasos pronuncia su nombre también emocionado.) LUIS.- ¡Marta!…

(Marta se le acerca aún indecisa,

pero no soporta la situación y se echa en sus brazos llorando. Se besan. Las luces se apagan y cae el telón.)

FIN

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© Guadimiro Rancaño López

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