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Matar a Lutero

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Autor de mayor venta en España. Captura las escenas "detrás de bambolinas" en la vida de Martín Lutero. Poderosa ficción histórica. "Temo más lo que está dentro de mí, que lo que viene de fuera".—Martín Lutero Un cuento apasionante de Martín Lutero de las mismas páginas de la historia.

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© 2011 por Mario EscobarPublicado en Nashville, Tennessee, Estados Unidos de América. Grupo Nelson, Inc. es una subsidiaria que pertenece completamente a Thomas Nelson, Inc. Grupo Nelson es una marca registrada de Thomas Nelson, Inc. www.gruponelson.com

Todos los derechos reservados. Ninguna porción de este libro podrá ser reproducida, almacenada en algún sistema de recuperación, o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio —mecánicos, fotocopias, grabación u otro— excepto por citas breves en revistas impresas, sin la autorización previa por escrito de la editorial.

Las citas bíblicas son de las siguientes versiones y son usadas con permiso:La Santa Biblia, Versión Reina-Valera Antigua; traducción por Casiodoro de Reina en 1569, revisión por Cipriano de Valera en 1602.

Citas bíblicas marcadas “rvr60” son de la Santa Biblia, Versión Reina-Valera 1960 © 1960 por Sociedades Bíblicas en América Latina, © renovado 1988 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usados con permiso. Reina-Valera 1960® es una marca registrada de la American Bible Society, y puede ser usada solamente bajo licencia.

Editora general: Graciela Lelli

Diseño: Blomerus.org

ISBN: 978-1-60255-463-4

Impreso en Estados Unidos de América

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«Temo más lo que está dentro de mí que lo que viene de fuera».

—Ma rt í n Lu t e r o

«Tengo tres perros peligrosos: la ingratitud, la soberbia y la envidia. Cuando muerden dejan una herida profunda».

—Ma rt í n Lu t e r o

«Ya que Dios nos ha dado el papado, gocémoslo».

—Pa Pa Le ó n X

«Gran vergüenza y afrenta nuestra es que un sólo fraile (Martín Lutero), contra Dios, errado en su opinión contra toda la cristiandad, así del tiempo pasado de mil años ha, y más como del presente, nos quiera pervertir y hacer conocer, según su opinión, que toda la dicha cris-tiandad sería y habría estado todas horas en error. Por lo cual, yo estoy determinado de emplear mis reinos y señoríos, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma».

—eM P e r a d o r Ca r L o s V

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Era media noche cuando el grupo de caballeros abandonó la ciudad. Los

cascos de los caballos repiquetearon en el empedrado de sus calles hasta

atravesar el Rin, la antigua frontera entre el civilizado mundo de Roma y

los bárbaros. No habían tenido tiempo para recoger el equipaje, una grave

amenaza se cernía sobre el protegido del príncipe Federico de Sajonia y no

había tiempo que perder.

El grupo era reducido: tres escoltas y el propio Lutero, que cabalgaba

torpemente sobre el caballo, poco acostumbrado a montar. El pobre monje

se esforzaba por no retrasar el paso de su escolta.

Mientras los fugitivos recorrían los campos próximos a la ciudad, sus

habitaciones eran registradas por soldados del emperador Carlos.

Uno de los capitanes, Felipe Diego de Mendoza, rebuscó por los

jergones e incluso debajo de la cama.

—¿Por qué buscas ahí Felipe? —le preguntó el otro oficial.

—Uno nunca sabe dónde se refugian estos herejes —dijo con su voz

socarrona.

—Ha volado el pájaro —comentó el compañero.

—Alguien le ha advertido, ahora tendremos que seguirlo por toda Alemania —se quejó Felipe.

—Ya sabes que su detención no es oficial, el monje aún tiene el indulto

—–contestó su compañero.—Papel mojado, tenemos órdenes de encontrarlo y matarlo sin mira-

mientos. Los españoles no nos andamos con remilgos. Cogeremos a ese mal

Prólogo

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nacido, le cortaremos la cabeza y se la llevaremos en bandeja al emperador —dijo Felipe.

Los cuatro soldados salieron de la habitación. Fuera de la casa les esperaban otros cinco hombres a caballo.

—Será mejor que nos demos prisa, aún podemos alcanzarles —dijo Felipe, mientras espoleaba a su caballo.

—Pero, si desconocemos su destino —dijo el compañero.—¿Dónde se esconde la zorra? En su guarida. Hay que tomar el camino

a Sajonia, vuelven a Wittenberg.Por segunda vez en aquella noche fresca de mayo, un grupo de caba-

lleros cruza el Rin. Todavía se puede olfatear el miedo del monje hereje en el aire, piensa el capitán Felipe, mientras galopa sobre su caballo en dirección a Sajonia.

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—Excelencia —dijo el criado, temeroso.El príncipe podía ser terrible cuando se enfadaba. Federico se levantó

de la cama con dificultad, la humedad del río le paralizaba el cuerpo, se aproximó a la puerta y con voz fuerte preguntó:

—¿Quién diablos osa molestar mi sueño?—Hay noticias de Lutero.El príncipe abrió presuroso la puerta e hincó la mirada en el criado.—Decidme, ¿a qué esperáis?—Lo siento excelencia, pero uno de sus soldados ha visto partir a un

grupo de españoles tras los pasos de su protegido.—¡Maldición! Worms es un nido de espías. Que salga ahora mismo

Jakob con veinte hombres, debe advertirles y procurar que Lutero no regrese a Wittenberg, allí no está seguro. Será mejor que le escondamos un tiempo —dijo el príncipe, meditabundo.

—Pero, ¿a dónde tienen que llevarle?—Que se dirijan al castillo de Wartburg, pero que nadie los vea entrar.

Lutero tiene que cambiar sus ropas y guardarse de extraños hasta que le crezca la barba y se le pueble la rasura. ¿Entendido? —dijo Federico enfadado.

—Sí, excelencia.—Pues apresúrate, el tiempo apremia —dijo el príncipe con un gesto

al criado.El hombre corrió escalera abajo y puso en pie a parte de la escolta del

príncipe. Jakob era el mejor mercenario de Sajonia y sus hombres los más

1Worms, 2 de mayo de 1521

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fieros de Alemania. Sin duda, el fraile estaba en buenas manos, pensó el criado después de dar las instrucciones del príncipe a sus soldados.

Un tercer grupo de hombres salió de la ciudad al galope; aunque habían partido los últimos, tenían que llegar los primeros a su destino.

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Era mediodía cuando llegaron al pueblo. Atravesaron el puente empedrado

y pararon a comer. Estaban hambrientos después de toda una noche cabal-

gando, pero afortunadamente parecía que nadie les había seguido.

Entraron en la posada, pidieron algo de cerveza, queso y pan. Cuando

Lutero se sentó frente a la mesa, comió con avidez; en los últimos días

apenas había tomado bocado, por miedo a que lo envenenaran. Eran

tantos y tan poderosos los enemigos que buscaban terminar con él que no

estaba a salvo en ninguna parte.

—¿Tiene hambre, doctor? —preguntó su amigo Schurf.

—No lo negaré, aunque vuestra amistad es más preciada que el pan

—contestó Lutero alegre, sobreponiéndose de sus temores.

—Entramos en Worms en un carro tapizado de terciopelo y ayer

partimos de noche como ladrones —se quejó Pedro Suaven, su abogado

y consejero.

—Ya sabes que las Sagradas Escrituras dicen que hay que ser mansos

como corderos, pero astutos como serpientes. ¿Qué nos esperaba en la

ciudad? Tal vez la horca —dijo Justo Jonás, el teólogo.

En la mesa de al lado, cuatro escoltas comían aparte, con los ojos

puestos en la entrada y la mano sobre la espada. Su jefe, Juan Márquez,

bebía vino dulce, era la única manera de poder tragar los malos caldos de

Alemania, pero no quitaba ojo a Lutero, debía protegerle de cualquier

peligro, aunque él mismo le hubiera estrangulado sin dudarlo ante una

orden de su señor Federico.

2Bensheim, 2 de mayo de 1521

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—La verdad es que, tal y como fue el viaje de ida, nunca hubiera

pensado que volviéramos a casa de este modo. Alemania te recibía como

a un héroe —dijo Pedro Suaven.

—Los mismos que aclamaron a Jesús a su entrada a Jerusalén, después

pidieron su crucifixión —dijo Lutero tomando algo de queso.

—La gente salía a ver la escolta. Nos acompañaban cuarenta caballe-

ros, debían de pensar que éramos reyes o cardenales —bromeó Schurf.

—Muchos me animaron —confesó Lutero—, ¿os acordáis de aquel

hombre que me dio el retrato de Savonarola?

—Hasta el bueno de Bucero salió a tu encuentro —dijo Justo Jonás.

—Para advertirme que no fuera a Worms. Únicamente fui allí por obe-

diencia a Dios, respeto al emperador y agradecimiento al príncipe Federico

—dijo Lutero más serio.

—Has salido ileso, ¡brindemos por ello! —dijo Pedro Suaven.

Los cuatro hombres chocaron sus jarras y se entregaron a la comida en

silencio, como si estuvieran en la receptoría de un convento.

Juan Márquez comió rápido y se acercó a la puerta. Desde su salida

de la ciudad se encontraba inquieto. No creía que el emperador dejara

escapar tan pronto a su presa, tampoco el legado del Papa se conformaría

con volver a Roma con las manos vacías. Tenían que apresurarse y entrar

en Sajonia antes de que les dieran alcance.

—Doctor Martín. Tenemos que partir —dijo Márquez acercándose al

monje.

Lutero miró al hombre y con una sonrisa le dijo:

—Estimado guardián, disfrutamos de un merecido descanso. Somos

hombres de letras y no estamos acostumbrados a la vida de los soldados.

—Imagino que no quiere terminar en la hoguera, doctor Martín. Mi

misión es llevarle de regreso a Wittenberg y lo llevaré ¡pardiez!, cueste lo

que cueste.

El grupo de amigos se alborotó. ¿Quién se creía ese mercenario español

que se atrevía a tratar de esa manera al teólogo más grande de Alemania?

—Entiendo su preocupación, pero estamos en manos de Dios

—contestó Lutero.

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—En manos de Dios o del diablo, no me importa, pero debemos partir antes de que nos den alcance, porque cuando lleguen los hombres del emperador no importara a cuál de los dos invoque su señoría.

—¡Qué impertinencia! —dijo Justo Jonás.Lutero se puso en pie e intentó calmar los ánimos.—Partamos. No quiero poner en más apuros al príncipe Federico, yo

también estoy deseando llegar a casa.—Tendremos que evitar las ciudades. Sería mejor que se vistiera con

otras ropas —dijo Márquez, señalando el hábito de Lutero.—¡Es increíble! —exclamó Schurf.—Todo el mundo le conoce —dijo Márquez—, pero si fuera de gentil-

hombre, al menos pasaría inadvertido.—Todavía soy monje agustino, no puedo renunciar a mis hábitos

—dijo Lutero muy serio.—Sea, pero salgamos ya —dijo Márquez impaciente.El grupo se dirigió a sus monturas y partió de la ciudad en dirección a

Darmstadt. Apenas una hora más tarde, Felipe Diego de Mendoza entró en Bensheim con los caballos reventados por la marcha. Preguntó en varias posadas hasta que en la última, la más cercana al puente, tuvo una esclarecedora charla con el posadero.

—¿Llegaron hoy a la ciudad varios caballeros acompañados por un monje agustino? —preguntó Mendoza en tono amenazante al posadero.

—No sabría decirle —contestó temeroso el hombre.—¿Y si te quemo la posada y violo a tu hermosa hija? ¿Sabrías decirme

entonces?El posadero le miró aterrorizado. Los españoles tenían fama de fieros,

pero aquel parecía el mismo demonio con su barba negra y cana, unos grandes ojos negros y el pelo largo y rizado.

—Estuvieron aquí hace una hora.—Mejor, posadero. ¿A dónde se dirigían?El hombre dudó un segundo y el español le tomó por la pechera y le

balanceó.—Hablaron de Darmstadt y de Wittenberg —dijo el posadero con los

ojos cerrados y temblando.

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—Nos sacan poca ventaja. Ponnos rápidamente algo de pan y carne. Partimos en diez minutos —dijo Felipe Diego de Mendoza.

Los mercenarios se sentaron a la mesa y comieron con avidez, bebieron abundantemente y partieron como alma que lleva el diablo. Mientras cabalgaban a toda velocidad por los bosques de Hesse, una sola idea bullía en la mente de Mendoza: una bolsa de oro por la cabeza de Lutero y otra por todos sus amigos, era la paga prometida y estaba dispuesto a cualquier cosa por conseguirla.

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Jorge Frundsberg se acercó temeroso al emperador Carlos V. A pesar de su

corta edad, Su Majestad era conocido por su mal humor. El joven Carlos

se había criado sin su madre, alejado de su abuela, en la corte de Flandes,

y desconocía las delicadezas y el protocolo de otros hombres de estado.

Carlos era caprichoso, impaciente e impetuoso. Había heredado en parte

la belleza de su padre Felipe, pero era testarudo como su madre Juana. Los

ojos claros, el mentón prominente y el pelo corto y rubio contrastaban

con sus modales despóticos y antojadizos. Delgado, pero con un cuerpo

musculoso, buen comedor y amante, el emperador siempre pensaba más

en los placeres terrenales que en los del otro mundo.

—¿Por qué me molestas, viejo Frundsberg? —preguntó el emperador

mientras desayunaba.

—El monje ha huido.

—¿Qué? ¡Maldición! ¿Acaso ese hombre no respeta nada? Le permito

venir a la Dieta, le doy mi salvoconducto a pesar de estar excomulgado

por el Papa y se escapa como un vulgar ladrón. ¿Es que nadie me obedece

en Alemania?

—Le teníamos vigilado, pero Federico es muy astuto y logró sacarlo de

la ciudad a media noche —dijo el anciano.

—Mi abuelo Maximiliano era muy comprensivo con los altivos

alemanes, pero eso ha terminado. Aunque tenga que ser a latigazos,

someteré la Germania, como lo hizo César —dijo el joven fuera de sí.

3Worms, 2 de mayo de 1521

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—Hemos enviado un grupo de mercenarios para apresarle, aunque dis-cretamente, al fin y al cabo todavía lleva salvoconducto imperial —dijo el anciano.

—Tenme informado en todo momento. He prometido al Papa la cabeza del agustino y la tendrá.

—Sí, excelencia.El emperador se quedó a solas con sus ayudas de cámara, después llamó

a su perro preferido y le dio un muslo de pavo.—Si no fuera por mis perros estaría solo, rodeado de ineptos y traidores

—dijo el emperador después de dar un sonoro suspiro.Le terminaron de vestir y se preparó para otra tediosa reunión de la

Dieta; en cuanto pudiera, acabaría con esos cenáculos inútiles en los que los nobles y los príncipes no paraban de hablar de sus derechos y privilegios. En España había empezado con mano dura, sometiendo a los parlamentos y destruyendo a los comuneros. Alemania no correría mejor suerte.

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La ciudad estaba inquieta y eso preocupaba a Nicolaus Hausmann. Aunque, a decir verdad, Alemania entera se encontraba expectante. Apenas habían pasado unos días desde la comparecencia de Lutero ante el emperador y corría el rumor de que el monje estaba muerto, el príncipe encarcelado y los deseos de reformar la Iglesia, cercenados. Nadie se extrañaba de esos rumores, el reformador Juan Huss ya había sufrido esa misma suerte un siglo antes. Los alemanes no se fiaban de Roma y la corte del Papa no se fiaba de ellos.

Hausmann subió al púlpito inquieto, tenía que predicar aquella tarde, pero su mente estaba en otra cosa.

«Hermanos y hermanas, nuestro querido Lutero está en peligro. El hombre que ha traído luz y serenidad a nuestros corazones, aquel que ha rescatado la Palabra de Dios de las manos de los impíos, ahora es juzgado por ellos. Seguramente, como los apóstoles en Jerusalén, será empujado a callar pero, como ellos, dirá a ese Sanedrín “que no puede dejar de hablar lo que ha visto y ha oído”».

Un murmullo recorrió la iglesia. Estudiantes, campesinos y burgueses llenaban los bancos y muchos permanecían de pie o sentados en el suelo. El entusiasmo de Lutero había transformado la ciudad y muchos se acercaban por las tardes para escuchar sus vivos discursos. Aquellos hombres y mujeres eran los mismos que habían impedido que se colocaran las condenas papales y que habían quemado junto al profesor la bula que le excomulgaba. Ahora temían la suerte de su maestro, si a él le sucedía algo, la espada de Roma también caería sobre ellos.

4Wittenberg, 2 de mayo de 1521

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«Oremos esta noche por la suerte de nuestro amigo el doctor Martín Lutero, si alguien puede sacarle de todo peligro es Dios», dijo Hausmann.

Toda la congregación asintió. El hombre bajó del púlpito y fue el primero en ponerse de rodillas encima del frío suelo de piedra. Todos se arrodillaron y juntos comenzaron a orar el Padrenuestro. Lo que descono-cían es que, a muchas leguas de allí, el teólogo y profesor estaba a punto de jugarse la vida de nuevo.

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El grupo estaba extenuado. Habían tomado el camino más difícil del viaje. Tenían que atravesar la región boscosa de Odenwald, a cuyos pies estaba Bensheim. Juan Márquez había tomado aquel camino con la esperanza de dejar atrás a cualquier perseguidor, pero la humedad del bosque y sus serpenteantes caminos dificultaban la marcha a gente poco acostumbrada a cabalgar.

Justo Jonás se quejaba todo el rato de su maltratada espalda y Pedro Suaven no dejaba de preguntar cuándo descansarían. La actitud de Lutero era muy distinta. Había pasado la mayor parte de su vida en la austeri-dad de la orden de San Agustín, añadiendo a la rigurosa regla monacal sus propias penitencias. Apenas comía, dormía sobre el suelo de su celda, vestía el andrajoso y áspero habitó marrón, lo que había menguado su salud y endurecido su semblante, pero al mismo tiempo aumentado su capacidad de adaptarse a las más duras condiciones de vida.

El padre de Martín siempre le había tratado con rigor, aunque no podía decir de él que no hubiera sido justo y le hubiera otorgado privilegios que los hijos de los mineros no podían permitirse. La prosperidad de su padre le había permitido estudiar en la escuela de Mansfeld, después asistió por un año a la escuela de la Catedral de Magdeburgo, con los Hermanos de la Vida Común, completando su educación en la Abadía Franciscana de Eisenach, donde aprendió música, su gran afición.

El deseo de su padre era que estudiara leyes, pero el temor a morir que le sobrevino en medio de una tormenta le había hecho encomendarse a Santa Ana y prometerle convertirse en monje. Al poco tiempo ingresó en

5Lautertal, 2 de mayo de 1521

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el monasterio agustino de Erfurt y su padre le dejó de hablar, hasta que se convenció de la verdadera vocación de su hijo.

La vida monacal le gustaba, aunque no satisfacía todas sus inquietudes.

—¿En qué piensas, Martín? —le preguntó Schurf, que conocía la capacidad del monje para la meditación.

—Recuerdo el camino que me ha llevado hasta esta absurda huida. Si he de morir, ¿qué importa?, ¿quién soy yo? Un agustino, un mensajero de la verdad, pero si yo perezco, Dios levantará a veinte mejores para continuar su obra.

Al final del camino divisaron la aldea de Scheuerberg. Un puñado de casas en mitad del bosque, pero por lo menos la seguridad de tener un plato caliente y un jergón en el que dormir. El grupo se detuvo antes de entrar en la aldea. Dos hombres se adelantaron y comprobaron que no había peligro.

—¿Hay alguna posada? —preguntó Justo Jonás.El español frunció el ceño. Ni las damas eran tan endebles y gemebun-

das como aquellos doctores.—Tendremos suerte si un campesino nos ofrece un plato de sopa

caliente y un pajar —dijo el capitán Márquez.—Pues será mejor que regrese a Worms. Yo no temo por mi vida —dijo

Justo Jonás.—Lo lamento, pero vuesa merced tiene su destino ligado al nuestro. Si

los hombres del emperador le encuentran, le obligarán a indicarles nuestro camino —afirmó el español.

Entraron en una amplia casa de campo, el dueño les salió al encuentro y llegó a un acuerdo con el capitán. Después se sentaron a una amplia mesa de madera y dos de las criadas les sirvieron sopa de ajo, pan, algo de chorizo y leche. Esta vez todos estaban sentados juntos, menos los dos hombres de guardia. Comían en silencio, hasta que el dueño les preguntó:

—¿A dónde se dirigen? No es ésta tierra de paso hacia ninguna parte y no creo que hayan venido a propósito hasta aquí personas tan gentiles.

—Si le digo la verdad... —empezó a explicar Justo Jonás, pero el español le hincó la mirada y éste agachó la cabeza, mientras sorbía la sopa.

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