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parábola del río emilio 1. mazariegos

Mazariegos Emilio - Parabola Del Rio

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parábola del río

emilio 1. mazariegos

parábola del río

EMILIO L. MAZARIEGOS

TERCERA EDICIÓN

® © Ediciones Centro Vocacional La Salle Fray Luis de León, 16 - 47O02 Valladolid ISBN: 84-85871-04-9 Depósito legal: S. 289-1988 Printed in Spain Impresión: Gráficas Ortega, S.A. Polígono El Montalvo - Salamanca, 1988

A mis padres, Asunción y Benito, en las Bodas de Oro matrimoniales, con inmensa ternura.

A mis hermanos, Anita y Goyo, en sus Bodas de Plata matrimoniales, con cariño.

La montaña 14 El manantial 18 La riada 22 El cauce 26 El río 29 El espejo 33 El arco iris 37 El paraguas 40 La voz 43 El muro 46 Las muletas 50 Unhilillo 54 El sueño 58 El chopo 62 El renacuajo 65 El sauce 68 La rana 71 La paloma 74 La luna 78 El camino 81 La armonía 85 ...y el brocal 88

El que beba agua de ésta vuelve a tener sed; el que bebe el agua que yo voy a dar nunca más tendrá sed: porque esa agua se le convertirá dentro en un manantial que salta dando vida sin término.

Juan 4, 14

La montaña

Grande y espléndida, la montaña dormía exten­dida al sol. Los párpados le caían pesados sobre unos ojos redondos y redondos como lunas llenas. Sintió un no sé qué y abrió un ojo. Dejó caer su párpado como cortina de terciopelo y siguió durmiendo. La montaña parecía vivir un sueño maravilloso.

La montaña era silenciosa. Vivía hacia dentro. Un dentro tan enorme y pleno que un día tenía que despertar cosquilleada por la vida que milenios y milenios llevaba en sus entrañas. La montaña tenía vida. Una vida como un mar sin playas o un valle sin montañas. Algún día la montaña tendría playas y mares donde su vida galoparía en caballo apenas agarrada a su crin.

La montaña era feliz. Las noches y los atardece­res caían sobre ella como sobre un cachorrillo arre­bujado al sol, cae la caricia de su madre. Las lunas dejaban caer a chorro su luz blanca sobre su rostro y las estrellas tiritaban de alegría al contacto con su piel fresca y limpia. La brisa de la noche la hacía encogerse y el rocío de la mañana desperezarse feliz como un niño puro y libre. La montaña era vida y felicidad.

La montaña era única. Sólo ella se levantaba en el ancho desierto que se perdía entre nubes de arena y sol pesado. Ella era como una torre empinada en el otero o como un campanario subido sobre la aldea. La montaña sentía un calorcillo dentro de sí como dueña y señora. 14

Rodeaba la montaña un desierto. Un desierto sin caminos. Un desierto perdido. Un desierto extendido al sol como una sábana blanca, inmaculada, fina. La montaña en sus noches eternas oía el canto bello del viento llevando entre sus dedos los granos indefen­sos de la arena.

El desierto era árido. Árido como la mano de un hombre de campo. El desierto era sensible como los labios de una niña recién estrenada en el amor. El desierto sabía a eco y a paso ligero, a sed y a monotonía, a inmensidad y a soledad, a fiebre y a delirio. El desierto aún no conocía los caminos. El desierto no existía. No. Todo era aún desierto, un único camino llamado desierto.

No había surgido aún el oasis. La vida estaba oculta en las entrañas de la montaña. La vida y la libertad. La vida y la fuerza. La vida y lo desconocido.

Un día, la montaña abrió sus ojos bellos y lumi­nosos. Redondos como dos ruedas de carro dando vueltas y más vueltas por los caminos polvorientos. Los ojos de la montaña se estremecieron y se alarga­ron pesadamente hasta colocar la punta de sus ye­mas sobre la arena seca y dura. Sintió cortarse los dedos y dominada por un no sé qué de ternura posó su mano hecha palma suave sobre la arena caliente. Su mano se hizo algodón y seda y caricia inconteni­ble. El desierto dejó caer dos lágrimas pesadas que duramente arrancó de su pecho.

Otro día la montaña volvió a abrir los ojos sobre el desierto y la luz de su mirada hizo estremecer el mar de arena.

—¿Por qué los ojos de la montaña se han vuelto para mí?, dijo entre sueños la arena.

Pasaron los días. Semanas y meses llovieron sobre la montaña. Hasta que un día la montaña dejó oír su voz:

—¡Libertad! Y volvió al silencio. Otro día dijo:

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—¡Vida! Y de nuevo volvió a decir: —¡Raíz! Y otra vez entró en su mar de silencio. Pasaron años. Primaveras y veranos se enveje­

cieron. Vinieron inviernos y la montaña volvió a hablar: «Camino». Y al día siguiente: «Vida». Y de nuevo: «Libertad». Y después el eco llevó en sus alas un arcoiris que cubrió de color el desierto inmenso. Dijo:

—Libertad... Vida... Camino... Raíz... Vida... Li­bertad.

Después la montaña se hizo silencio. Y sueño salpicado de brazos abiertos y árboles creciendo y caminos sin pisadas y troncos cortados y agarrados a la tierra, raíz a raíz. Sintió frío y quiso darse media vuelta. Se dijo:

—No; no me moveré. El desierto está también dormi­do y no quiero cortar su bello sueño. Esperaré.

A la mañana siguiente la montaña sintió sed. El desierto se le había llegado a los labios. Movió su lengua, la deslizó suavemente sobre los labios y dijo:

—Agua. No sabía lo que había dicho. Volvió a decir: —Agua. Y la sed se le agarraba aún con mayor fuerza a su

boca, como un desierto. No supo cómo. De dentro, del fondo de sí misma,

desde su interior, desde aquella zona más oculta, desde su interioridad, desde su ser mismo de monta­ña, desde su raíz, desde su manantial sintió surgir como fuerza de vida. Sintió a borbotones llegarle hasta la boca sedienta la vida del manantial. Quiso gritar. Quiso decir al desierto algo que buscaba liber­tad dentro de sí y tuvo que callar. Sus labios estaban mojados. Su boca sabía a frescura, pureza, transpa­rencia. Desde dentro surgía la vida. Ahora tenía un nombre: «Agua». Agua de manantial. Tenía dentro la vida y quería hacerla correr. Era suya y la quería 16

hacer cercana al desierto. Quería volar en alas de libertad, derramarse en agua viva.

La montaña sintió una ternura infinita por la arena sedienta del desierto. Se dijo:

—Te haré feliz. Te daré vida. La montaña, la montaña grande y espléndida, se

sentía feliz. Sería libre en las aguas fecundas de su manantial generoso. La montaña sonrió.

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El manantial

La montaña sabía a milenarios de silencio y a centenarios de soledad. La montaña había vivido desde dentro, haciendo pozo sin fondo en su mismi-dad. Ella era profundidad silenciosa, transparente y pura. Ella era hondura perdida en una soledad infini­ta. Ella era raíz siempre viva buscando siempre la raíz. Ella era origen siempre despierto tacteando su inmensidad. Ella era «siempre más» sin conseguir nunca agarrarlo con sus manos abiertas de par en par.

La montaña vivía. No tenía vida. Ella era vida. Sentía ríos de felicidad al saberse vivir. Escuchaba los latidos de su vivir y saltaba de gozo como una corza salvaje. La montaña escuchaba su vida en el silencio de los años, sin calendarios. Ella estaba presente, despierta, íntegra, totalizada, integrada. Ella se sen­tía pacífica, serena, equilibrada, unificada. Ella se apretaba a sí misma contra su pecho y experimenta­ba una sensación de armonía, de belleza y paz que le hacía romper en lágrimas gruesas y profundas.

La montaña adoraba la soledad. Se había hecho a la soledad. Esa soledad sonora que su ser oía cada atardecer. Su soledad era penetración, intimidad, fusión, encuentro. Su soledad era abrazo y comuni­cación. Su soledad era transformación callada. Su soledad era despertar a otras vidas que nunca imagi­naba. Su soledad era cambio constante, dinamismo radical, vida sin término.

La montaña amaba el silencio. Un silencio preña­do de presencia. Un silencio nacido de lo oculto. Un 18

silencio encharcado en el misterio. Un silencio empa­pado de palabras sin palabras, de gestos sin gestos, de ternura indecible. La montaña se había hecho silencio.

En la soledad y el silencio la montaña se había encontrado a sí misma. Su rostro era el suyo. Sus ojos miraban sus ojos y sus manos cogían sus ma­nos. La montaña tenía aquella identidad que le brotaba de dentro. La montaña era. Su ser era su ser. Ella no se confundía con el desierto ni nunca había soñado ser desierto. La montaña no sabía de másca­ras ni caretas. No sabía de muletas y soportes. Ella vivía desde dentro, agarrada al origen, a la vida. Ella tenía fuerza de manantial.

Porque «el dentro» de la montaña, el silencio y la soledad de la montaña, se le habían convertido en manantial. Ella vivía desde el manantial. Ella experi­mentaba una vida que chorreaba energía y libertad. Ella sentía que su pecho estaba hinchado y reventa­ba una pureza que las aguas le traían a cada paso. Se sentía dinámica, fuerte, segura, lanzada. Se sentía llena de existencia en la corriente del manantial. Se sentía salir de sí para entrar en esa vida. La montaña existía.

La montaña llegó un día que se confundió con el manantial. Para ella la masa enorme de tierra y piedra que cubría su ser profundo apenas era como una gran capa negra que envolvía su ser como a un estudiante en la noche. Ella era manantial. Ella era vida.

La montaña se dijo: —Quiero vivir. Y la montaña oyó una voz más profunda que

decía: —Mi vida es tu vida. La montaña calló. Luego volvió a escuchar: —Tu raíz en mi raíz, tu manantial, en mi manantial. Y la montaña dijo que sí.

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Pasaron los años. Una noche la montaña soñó. Soñó que sus aguas, su vida, su manantial quería romper rocas, cabalgar en veloz caballo salvaje. So­ñó volar en alas de mariposas y al viento del atarde­cer. Soñó volar en la brisa de la mañana. Soñó que era como un río, que se alargaba, que crecía y crecía, que entraba en el desierto y envolvía en sus aguas los mil granitos de arenas frágiles e indefensos. Se dio cuenta de que era poderosa, de que a su paso arrasa­ba todo, de que lo hacía y deshacía todo, nuevo y viejo. Ella, la serena, la tranquila, la pacífica monta­ña se había hecho en sus aguas andarina y peligro­sa. Sintió miedo. Y despertó sobresaltada.

La montaña oyó la voz del manantial. Era algo así como si le arrancasen un hijo de sus entrañas. La voz se acercaba con fuerza. Era como una protesta y un canto de libertad. Era eso. Era vida, mil vidas sueltas. La montaña se puso de puntillas y escuchó conteniendo el aliento:

—Pero, ¿yo quién soy? ¿Cómo soy? ¿Qué hago aquí y ahora? Mi vida, ¿tiene sentido? ¿Vale la pena vivir para hacer lo que estoy haciendo? ¿Qué hago parada? Y si camino, ¿hacia dónde voy? ¿Tengo miedo de arrancarme, de ser libre? Me duele alargarme hasta perderme en el mar? ¡El mar! ¡El mar! ¡El mar!

La montaña no sabía lo que era el mar. Estaba tan distante... Era tan extraño a su vida.

—¿Para qué el mar? ¿Llegaré al mar? Sí, ¿llegaré a eso que llaman mar en las aguas arrancadas a mis entrañas? ¿No será un sueño? Utopías. Yo quiero vivir la realidad. Mi realidad.

Pero la montaña sabía que su vida ya no era quedarse allí. Su vida era caminar, quisiera o no quisiera, al encuentro de eso que llamaban mar. Y sintió vértigo. Vértigo de lo grande. Vértigo de saber que dejaría de ser montaña en sus aguas y que dejaría de ser río en el mar. Y se quedó callada. Volvió al silencio y a su soledad. Y cerró los ojos.

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Era imposible. Era inútil querer pasar la vida. Quería vivir... tenía que entregarse al dinamismo de las aguas. Quería vivir... tenía que romper fronteras, abrir caminos, pasar entre las rocas para salir a la libertad, para nacerse libre en sus aguas. Aguas preñadas de vida en el silencio y soledad de sus entrañas. Libre como un pájaro. Libre en la vida con alas a punto de volar.

La riada

Ocurrió al rayar el día. Como un impulso nuevo. La vida brotaba libre y desbocada como un potro salvaje en la pradera. La vida surgía como mil olas furiosas contra el acantilado. La vida despertaba como el vuelo de una bandada de golondrinas sobre el océano.

Fue de golpe. Fue casi sin pensarlo. Como las cosas grandes de la vida. Fue sencillamente. Porque la montaña había acunado este sueño cientos de años. ¿Para qué pensarlo más?, se dijo. ¿Acaso las cosas se resuelven con sólo pensarlas?, volvió a decirse. Y en aquel momento silencioso de su mente en blanco, aceptando el riesgo y la aventura, entrando en ritmo de lo nuevo y soñado, la montaña hecha agua pura se abrió en torrentes desbordados.

Fue un estruendo maravilloso. Fue como la traca final de un fuego de artificio. Fue como el aplauso ensordecedor de una victoria. Las aguas eran libres. Las aguas se arrancaban veloces en busca de cami­nos nuevos. Las aguas sentían en sus venas el vérti­go de lo desconocido. Pero ellas se sentían seguras, firmes. Porque las aguas estaban agarradas, estaban como con un inmenso cordón umbilical unidas al manantial. Tenían vida. Tenían dinamismo. Tenían raíz. Había base y seguridad en su libertad apenas iniciada.

En un primer impulso hubo una gran confusión. «¿Dónde ir? ¿Seguiremos unidas gota a gota?». Y las aguas iban todas unidas, gota a gota, en riada incon­tenible. Eran felices en la unidad. Felices y fuertes en la vida que llevaban dentro. 22

Caminaron días y días. Querían experimentarlo todo. Cruzaron desiertos y desiertos. Y la tierra que besaban se estremecía en un gozo único. Las aguas hechas riada se dieron cuenta que algo nuevo deja­ban a su paso. Supieron que aquella que reventaba al contacto de su piel con la tierra se llamaba vida. Y pronto explotó como un surtidor encantado la vida por los rincones más increíbles, por las explanadas más inmensas, por los campos y campos extendidos al sol. Brotaba la vida. Era como un himno de mil voces gritando la alegría de vivir.

Y la hierba pequeñita y frágil del camino, porque ya había caminos, suspiró incontenible. Y el chopo se levantó de puntillas para alargarse más hacia el cielo. Y el sauce, y la mimbre, y el abeto y la margarita escondida y el lirio y la bella rosa... dije­ron, guiñando el ojo, que sí, que era bello vivir. Sencillamente bello.

El pardal pió. Y la alondra levantó el vuelo en la mañana. Y el jilguero y el ruiseñor columpiaron sus trinos en el aire libre. Un cervatillo saltó de gozo y el lobo miró la luna en un aullido eterno en la noche. Todo, hasta el frágil gorrioncillo estremeció de vida.

El desierto se convirtió en vergel. Y la vida des­puntaba nueva y trasparente. Todo vivía al contacto del agua. Y allá, en las entrañas de la montaña, el manantial gozaba en silencio y soledad el milagro de su seno derramado por la tierra. Y la montaña decía que ella era como la madre de todo lo nuevo y bello que existía. Y se sintió vieja y eterna, al mismo tiempo.

El manantial no sabía de cálculos. El manantial se había lanzado en riada incalculable. El manan­tial no sabía de lógicas ni de medidas. El manantial nunca calculó, porque su ilusión era dar y hacer feliz. El manantial no sabía lo que era egoísmo. Cuanto más daba su fuerza aumentaba. Cuanto más se derramaba sobre la tierra su caudal crecía y crecía como un amanecer.

La riada, en su danza frenética, no se dio cuenta hasta dónde había llegado. Cuando abrió los ojos, su vida, su fuerza estaba descontrolada. La riada lo había inundado todo. Todo bajo sus aguas. Todo preñado de su frescura. La riada sintió miedo de haber ido tan lejos y quiso retroceder. Pero, ¿cómo volver? No había caminos. La riada se entristeció y le cayó la cabeza cansada entre las manos. Sumergida en el calor de aquellas manos grandes como abani­cos, o como astas de molinos de viento, durmió. Y soñó.

Soñó que era pequeña e indefensa. Tierna y frágil. Que todos la acariciaban y cubrían a besos. Mil caricias sobre sus mejillas. Se sintió libre. Su vida era el juego. Y su deseo, tener. Tener cosas. Lo conseguía todo llorando. Y a veces pataleando. Pero siempre lo conseguía todo. Se dio cuenta que era como un globo hinchado a punto de estallar. 24

Luego, en un segundo sueño, descubrió que el globo se le había reventado. Que ella era como un globo reventado. Se sentía envuelta en mil proble­mas. Cubierta de tantas fuerzas opuestas. No tenía rostro y no sabía dónde ir. ¡Estaba tan sola!

Después soñó que estaba llena de vida de nuevo. Que se lanzaba a conquistar la tierra entera. Y que síi pie pisaba fuerte. En ella bullía la vida y el ansia de libertad. Quería vivir. Amaba vivir. Vivía.

Después soñó que había pasado algo serio en su vida. Que era diferente. Que se sentía madura. Que había llegado a algo.

Por fin volvió a soñar y se vio cansada. Como si las aguas se hubieran parado. Y no supo qué hacer. Uno, dos, tres, cuatro... ¡Eran sueños! Sólo sueños. Despertó y se dijo:

—Sacude tu cabeza. Despierta y vive. ¡Eres riada!

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El cauce

La montaña. El manantial. La riada. Una vida nueva saltando primaveras.

No todo fue primaveras. Las aguas desbordadas se sintieron dispersas. La riada no salía de su confu­sión. No se aclaraba. No sabía responderse al «qué hago». ¿Se podía hacer todo? ¿Podía estar en todo? No sabía responderse al «dónde voy». ¿Se podía ir a cualquier sitio, caminar y caminar sin rumbo, sin destino, sin meta a la que llegar? La riada sintió en su carne lo que era la dispersión, la confusión, el ruido, el ajetreo y la locura. Sintió la derrota en su ser derramado. Y pensó.

Pensó que había salido de la montaña para llegar a algún sitio. Que no se sentía bien de vagabundo; como un pordiosero que duerme en cualquier cune­ta y come la limosna que sea. Pensó que una vida así, sin sentido, sin orientación, sin meta, no valía la pena. Y estuvo tentado de volver a su origen.

Las aguas se dieron cuenta que la situación era difícil, que era preciso abrir una puerta. Cualquier cosa menos quedarse en la encrucijada. El problema era: ¿Qué camino tomar? ¿Me engañaré? ¿Acertaré? No sabía. Una palabra le inquietó dentro: Aventu­rarse. Eso, pero de otra manera diferente. No volve­ría a vivir la experiencia de la riada. Porque en ella se sentía mareado, con ganas de vomitar. Se sentía fuera de sí mismo.

Pensó de nuevo y le subió hasta ahogarle una nueva palabra:

Optar. 26

Eso, era eso lo que no había hecho. Pero, ¿cómo optar? ¿Por qué? ¿Hasta qué punto? ¿Y su libertad? ¿Y su vida? ¿No sería una equivocación escoger un camino y adentrarse sólo por él? ¿No sería una amenaza el orientar su vida tan joven, tan libre, tan sin estructuras ni convencionalismos?

Se sintió mal cuando pronunció la palabra «es­tructura». No, de ninguna manera. Nunca estructu­raría su vida. No necesitaba soportes. Nació libre y en libertad quería vivir.

Abrió los ojos y se vio ante una luz roja que le cegaba. Miró de frente y la luz permanecía inmóvil. Como un stop eterno prohibiendo andar. No podía pararse. Necesitaba andar, seguir adelante, vivir con dinamismo. Soñó que una luz verde se abría ante su mirada confusa y que en ella comenzaba un camino. Quizo dar un paso', pero de pronto tropezó con el semáforo rojo. Esta era la realidad. Y la realidad también era que tenía que salir de aquel laberinto de caminos sin camino, de aquella encrucijada estúpi­da, de aquella gigantesca tela de araña en que había caído. Sintió miedo. ¿Cómo arrancarse de las garras de la telaraña? No había otra solución: era preciso matar la araña.

Quería ser libre, pero de otra manera. Quería ajustar su vida, sus aguas, a un camino que le ayudase a llegar. Quería adentrarse por un camino... eso, era eso: un cauce. Esa era la palabra que espera­ba. Un cauce para sus aguas. Un cauce para su vida. Un cauce para su libertad. Un cauce que le diese rumbo, horizonte, salida. Un cauce que fuese como una luz que iluminase siempre su marcha.

No sabía cómo hacer. No sabía cómo salir de aquella agitación, de aquella confusión, de aquel desorden, de aquel ruido. No sabía cómo cortar con aquella dispersión. Con todo tenía vida. Se sentía unido al manantial. De él había salido. De él recibía la fuerza para vivir. De él dependía todo. Y con su

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mente voló hasta la montaña. Y con su mente llegó hasta el manantial.

—Ya sé, ya sé que tu deseo se ha realizado. Ya sé que tu experiencia te ha llevado lejos de mí y de ti. Ya sé que eres una turbia y desordenada riada sin control. Necesi­tas serenarte. Necesitas encontrarte. Necesitas vocacio-narte. Necesitas ser tú misma. Necesitas orientarte. Necesitas escoger, hacer una opción, una. Necesitas un camino, dijo la montaña desde el manantial.

Después la riada se calló. La montaña pasó su mano grande y cariñosa sobre el rostro de las aguas desbordadas y dijo muy bajito, casi al oído, con infinita dulzura:

—Necesitas una cura de silencio. Necesitas un clima de soledad. Haz silencio dentro de ti. Entra en tu soledad, en tu interior, y verás cómo la vida vuelve, entra en cauce.

La riada despertó con fuerza. Como si un calam­bre hubiera sacudido todo su ser. Otra vez aquella palabra: Cauce. Cauce era lo que necesitaba. Cauce. Cauce para su vida. Cauce que encaminase sus aguas. Porque estaba decidida a llegar a la meta, a encontrarse en su destino. Y no lo dudó más.

Respiró hondo. Volvió a respirar. Abrió los bra­zos. Los volvió a cerrar. Abrió las manos y las levantó en alto. Miró la luz de la noche y la luna blanca y silenciosa le cayó en paz y serenidad sobre su alma. Las estrellas tiritaron de alegría. Eran testi­go de que algo comenzaba en serio. Algo mudaba de sentido. Algo encontraba su rumbo. Eran testigo de que poco a poco, lenta, muy lentamente, decidida, muy decididamente, las aguas dejaban de ser riada y se juntaban en bella armonía adentrándose en la tierra virgen que se abría llena de esperanzas: el cauce.

No era un sueño. Las aguas deshechas en riada tenían ahora un nuevo nombre: el río.

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El río

—¡Oh, si yo hubiera sabido antes lo que era vivir en cauce, caminar unido, ser aguas en armonía! Lo he aprendido siguiendo el cauce, haciendo camino. El cauce se ha hecho mi libertad y mi fuerza. El cauce me ha dado un nombre: ¡río!

Yo canto ser río.. Yo canto mi vida hecha río. Yo canto mi libertad orientada, mi libertad con un respeto grande por los otros, mi libertad con princi­pio y fin.

Yo soy río. Mis aguas me dan mi ser y yo les doy mi identidad. Yo soy río y soy lo que soy, soy aquello para lo cual salí de la montaña.

Yo soy río y no quiero ser chopo esbelto, ni luna de plata, ni sol radiante. Soy río que se alarga dando cauce a su vida. Soy río que sabe a aguas.

Yo soy río y camino alegre. He aprendido a hacer camino caminando y a fecundar todo a mi paso. Yo dejo vida en cada salto y en cada paso de mis aguas. Dejo el agua hecha hoja verde y rama y hierba insignificante. Yo dejo a mi paso la alegría en la chopera con mil pájaros a saltar de rama en rama.

Yo soy río y dejo mi vida hecha agua fresca para la paloma que cae sedienta en mis riberas. Yo soy río y dejo mi agua libre para que el cordero y la oveja, el león y la pantera, se junten en mi trasparencia. Yo soy río para todos.

Yo soy río y a mi paso ha brotado la vida hecha pueblos. Yo he juntado en colmena lo que estaba disperso.

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Yo soy río y quiero seguir siéndolo. Río sin fron­teras. Río sin cálculos. Río en cauce. Soy feliz. Vivo. Mi vida es mi luz. Mi vida estremece mi vida. Alguien vive en mí. Lo sé. Lo experimento. Alguien vive en mí como el bebé en el seno de la madre. Aún más: soy yo quien vivo en él. Su vida, es mi vida. Su vivir es mi vivir. Para mí la vida es su vida.

Alguien vive en mí en silencio. Alguien que es como una fuerza de tormenta en la montaña. Al­guien que es como la luz transparente. Alguien que es como la belleza de una rosa que perfuma mi ser. Alguien que sabe a bien, a verdad, a libertad. Me siento vivir.

Yo soy río. Soy río desde el origen. Soy río desde la montaña. Soy río desde la frescura incontenible del manantial.

Soy río. Mi madre es la montaña. La llevo en mis entrañas como un canto de liberación. Mi ser sabe a montaña. Sabe a su silencio y a su soledad. Sabe a su interioridad y a su hondura. Sabe a vida.

Soy río. Mi ser sabe a agua de manantial. Es algo así como el espíritu que me anima. Es algo así como el viento que no sabes de donde viene ni a donde va pero que oyes su voz. Algo así como lo que me marca, lo que me da mi identidad. Si la montaña no me hubiera dado sus aguas, si la montaña no me hubiera dado su vida de manantial hoy no sería río.

Soy río y le grito al cauce mi vida. Soy río y sigo el cauce como quien ha encontrado la brecha por donde entrar. Soy río y le digo al cauce que no se canse de ser mi camino, que no se canse de acompa­ñar mi ser de peregrino.

Soy río. Soy peregrino en el silencio. Soy dina­mismo y tienda levantada en cada amanecer. Soy para andar, soy para la aventura, soy para lo desco­nocido, soy para lo nuevo, soy para el mañana, soy futuro a galope de mis aguas.

Soy río. Y siento en mi ser la vida que me brota. El pececillo y el renacuajo. La rana y la salamandra. 30

El cangrejo y la anguila,... un mundo que me cruza sin parar me han nacido dentro. Soy fecundo como la montaña. He dado vida nueva como la montaña. Es una odisea.

Yo sé que en mi vida hay raíces eternas. Yo sé que vivo desde el origen. Yo sé que me alargaré mientras me llegue la vida de la montaña. Yo sé que un día llegaré a mi destino y me convertiré en mar inmenso sin fronteras ni playas. Yo sé que un día mi sueño será realidad: unir la montaña con el mar.

Entonces seré libre. Entonces seré la armonía que buscaba. Lo llevo dentro de mí. Nadie me lo demos­trará. Lo llevo dentro de mí. Es mi experiencia. Es una voz que me nace dentro y habla en el silencio de mis aguas. Entonces, cuando llegue, alcanzaré la armonía de mi ser. Y me convertiré en mar. Seré inmenso. Seré, seré... ¡absoluto!

Yo sé que voy dejando, en mi marcha, todo atrás. Yo sé que no puedo quedarme detenido ni en la rama, ni en el canto del ruiseñor. Yo sé que dejo todo atrás y camino buscando la libertad total que sólo la alcanzaré cuando llegue al mar.

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Soy río. Quiero gritarlo. Soy río y vivo. Amo mi vida y no quiero cortarla. Amo mi vida y no quiero morir en cosas que me agarren y no me dejen seguir mi marcha. Grito que vivo. Grito que vivir es mi vida. Grito que la vida es el don de la montaña. Que es mía porque ella me la dio. Que es mía y quiero que viva. Que es mía unida a ella.

¡Oh, seguiré mi camino como un árbol que crece! ¡Oh, seguiré mi camino porque vivo!

¡Oh, te grito, a ti, montaña y manantial de mi vida!

¡Oh, te grito a ti, mar de mi libertad, libertad de mi destino!

¡Te grito!

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El espejo

Nunca se había mirado. ¿Por qué lo iba a hacer? Nunca se sintió ombligo, centro. Nunca se subió al podium. Nunca oyó aplausos que le emborracharan. Nunca se sintió importante. Nunca pensó en él.

Hasta que un día —maldito aquel día—, el río se miró en sus aguas. En sus aguas de superficie. Ape­nas en el cristal de encima. Y se sintió extraño. Se detuvo en el espejo y se contempló largamente. Ojos en los ojos. Eran los mismos ojos. Aliento en el aliento.

Y sin darse cuenta posó sus labios húmedos en los labios del espejo. El río se había enamorado de sí mismo.

No sé cuánto duró aquel beso. No sé lo que dejó en sus labios. Desde aquel entonces el río era otro.

Ya no miraba al cauce. Hasta se sentía incómodo en él. Ya no miraba al chopo que le cantaba a su paso. Ya no sentía el ala suave de la golondrina sobre su rostro. Ni la caricia de la juncia, ni el adiós de los juncos que gritaban amigos.

El río se olvidó de la vida que había dejado a su paso. Sus ojos se quedaron ciegos de tanto mirarse. Ciegos y sucios. Y la impureza le llegó al corazón. El río se sabía sucio. Sucio de sí mismo.

Quiso abrir los ojos y ya no podía. Miró dentro de sí y no vio nada. La vida que él había engendrado dentro se le escapaba sin darse cuenta. El pececillo se sentía extraño en sus aguas. Nadie escuchaba el canto de las ranas en la noche silenciosa y plateada. Nadie aplaudía el salto vertiginoso de la trucha

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alegre. Nadie le decía al cangrejo escondido que saliese, que levantase sus antenas y viviese un po-quillo a flor de piel.

El río dejó de ser espacio de libertad. El río dejó de ser clima donde se está bien. El río se convirtió en algo distante y vacío, en algo pesado y turbio. El río se hizo hielo que molestaba su vida.

El río se había quedado parado en su mirada. Mirarse era para el río su vivir. Y el río fue perdiendo vida y se convirtió en un maniquí repugnante. Se hizo máscara y carnaval. Se hizo careta. El río poco a poco fue perdiendo su originalidad. Ni supo ser crea­tiva. Ni supo ser alegre de verdad.

Lo más triste de todo fue que el río olvidó su manantial. Olvidó la montaña madre. Olvidó su origen. El río se hizo como un gatito arrugado, como un ovillo, y se hecho a dormir.

Roncaba el río en su siesta. Roncaba. No podía soñar. Los sueños sólo son posibles con un corazón libre, despojado de sí mismo, desnudo en la traspa­rencia de las aguas.

El río roncaba. Y sus ronquidos eran molestos. Todos los pececillos y hasta la molesta rana huyeron de su presencia. Fueron a esconderse en el último rincón de sus aguas heladas.

El río había perdido el calor. Había perdido el calor de la montaña. El río seguía roncando y la garganta se le volvía seca. El río sintió sed y bebió en sus aguas. Eran heladas. Y sus entrañas saltaron convulsivas. ¿Qué había pasado?

El río roncaba. Roncaba y en sus ronquidos molestos y secos se podían descubrir que su cansan­cio era su ritmo, que su cansancio no le llevaría hasta él mar. El río había perdido la libertad que soñaba en sus aguas saladas.

El río, encogido en sí, hecho un cordón umbilical de sí mismo, hecho como una pelota de goma negra y pesada, no se movía. Había perdido su ser. Y todo, por mirarse en sus aguas. 34

La vida se había escapado de su marcha y el río caía su cabeza hasta hundirse y ahogarse sin reme­dio. El río dejó de ser río.

La montaña sintió que algo raro pasaba en su río. La montaña quiso llamar desde lejos, quiso le­vantar su mano, quiso ser madre, pero el río, dormi­do, ciego, sordo en sus ronquidos, no oía nada.

El río se hizo apenas aguas estancadas. El río dejó de ser río porque dejó de mirar a la montaña. El río se miró en sus aguas y pensó que él podía ser centro, que él era importante, que de él dependía la vida, todo. Le creció el orgullo como crece la noche. Y se sintió negro de importancia.

El río ya no tenía más ojos que los suyos, ya no tenía más horizonte que él mismo. El río comenzó a quedarse en él, como una hierba seca se queda prendida a la rama.

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Algo más pensó el río. Algo más que nunca había pensado. El río se dio cuenta de su poder, de que no necesitaba de nadie, de que la montaña quedaba allá, atrás, de que lo que importaban eran sus aguas. El río se sintió poderoso, señor, como dueño de todo. Luego se volvió a mirar y dijo:

—Ahora despierto de un sueño. Quiero ser yo, quiero ser libre, quiero arrancarme, sí, arrancarme de la mon­taña.

El espejo tembló. Todo el rostro de las aguas se le subieron al cristal. Era como un monstruo. Era como algo que revienta de egoísmo y de orgullo. Y tuvo miedo.

36

El arco iris

¿Dónde estaban sus amigos? ¿Dónde quería ir a parar el río? Sucedió lo de siempre. Fue así.

El primero que se acercó al río fue el sol. Dijo: —Hermano río, tú y yo cabalgamos juntos. Tus

aguas y mis rayos tienen el mismo sabor de trasparencia. Tú y yo damos vida.. Tú y yo nos necesitamos.

Mira, hermano río, tus aguas están amenazadas. Tus aguas han comenzado a enflaquecer. Ya no tienen la fuerza de los primeros días. Cuando yo me acueste entre los brazos de la alta montaña tú seguirás roncando en tus aguas paradas.

Después fue la luna: —Hermano río, ya no puedo mirarme en tus aguas.

Ya no reconozco en tus aguas mi rostro blanco. Aún, aún, cuando soy apenas media luna puedo mirarme. Dentro de siete noches cuando mi luna esté llena, no cabrá en tus aguas. Hermano río, ¿por qué has cortado con el manantial?

Siguieron las estrellas: —Nosotras, hermano río, jugábamos en tus aguas

plateadas. Tú bebías estrellas en tus noches serenas. Nosotras temblábamos de ternura cuando desde el fondo de ti saltaban nuestros hermanos pececillos a jugar con cada una de nosotras, estrellas. ¿Por qué no vuelven a ser tus aguas blancas?

Un día nevó. Y dijo la nieve: —Hermano río, tengo pena en posarme en tus aguas.

Siento en mi blancura la suciedad de tu rostro. Tú y yo no podemos hacer armonía. Hermano río, ¿qué has hecho?

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La noche dijo: —Eras, hermano río, mi compañero despierto. Con­

taba contigo. Eras un camino vivo, una pista sobre quien caminar. Tu murmullo en mi silencio sabía a paz. Her­mano río, ¿por qué?

Después habló el viento: —Ya no siento, hermano río, tu piel suave sobre mis

dedos. Te sigo acariciando y tú no te estremeces. Te llego en un murmullo y tú no me oyes. Te cubro como un velo de novia y tú no me haces caso. Estás ausente de mí, hermano río. Despierta.

El amanecer: —Ya no te alegras, hermano río, con mi luz recién

amanecida. Ya no sé recrearme en tus aguas. La noche sigue sobre ti y yo me siento lejos, lejos de tu rostro. Hermano río, tú fuiste testigo de mi belleza, de la luz temblando sobre ti. Vuelve, vuelve, hermano.

También dijo algo la paloma. —No, no volveré a ti. Buscaré otras aguas. Pero,

¿adonde iré? Me faltas tú. Mis alas blancas no pueden lavarse en tu piel sucia. Hermano río, ya no me atraes, ya no consigo llegarme a ti en vuelo raudal.

El corderillo dijo: —Hermano río, yo sigo blanco e inocente. Tú, sucio

y enmascarado. Ya no sé chapotear en tus aguas. No puedo. Hermano, ¿qué has hecho?

El gorrioncillo: —Yo sé que nada te puedo decir, hermano río. Yo no

soy nada. Pero tú, has dejado de ser tú mismo. Ya no me saben bien tus aguas. Están sucias. No tienen pureza. No tienen vida.

Después fue el caballo: —Tengo la boca llena de espuma, hermano río. Tenía

sed y vine a hundir mi hocico en tus aguas. No, no puedo beberte. Me siento defraudado. Hermano, te dejo. Iré al galope.

Ahora era un pececillo: —Soy yo sólo a hablarte, hermano río. Mis herma­

nos apenas pueden hacerlo. Nos sentimos mal. Ya no nos 38

das vida. No podemos respirar en tus aguas. Ya no eres espacio fresco y libre para vivir. Hermano, ¿hasta cuándo?

Por fin fue el arcoiris. Dijo: —Ahora vengo yo, hermano río. Soy el último. Yo

vengo en señal de paz. En señal de armonía. Como mis hermanos, te pido que vuelvas a ser tú. Que abras tu mano al manantial. Que vuelvas al origen. Todos sobre ti como un arcoiris de paz, hermano.

El río sólo oyó palabras. El río sólo vio bultos. El río no supo decir nada. El río había perdido la presencia de todo y se había vuelto él solo, una soledad inmensa y vacía, una soledad inaguantable. El río seguía envuelto en su ronquido somnoliento.

El paraguas

El río sacó sus manos de aquellos bolsos sucios y rotos. Levantó los brazos al viento. Y como por magia, abrió un gran paraguas negro. Sobre él, para él, metido en él, como en la boca negra de un lobo, el río se protegió en el paraguas. Su mundo quedó reducido al espacio negro de un paraguas inmenso. El paraguas había sido la respuesta al son de paz de todo aquel mundo de arcoiris que pedía reconcilia­ción, armonía.

Desde aquel día el río vivió bajo el paraguas. Ni soles, ni lunas, ni luz de estrellas. Todo era cortado con la lona negra del paraguas. Una vida negra se levantaba sobre el río. Sin horizonte. Sin ojos de ver más allá del paraguas. Sin espacio para su libertad.

El paraguas era típico. Hecho a su medida. Era su misma medida, su misma identidad. Casi una doce­na de ballestas servían de soporte a aquella lona negra insoportable a los ojos del sol y de la luna. Insoportable por limitada, por cerrada, por imper­meable. Las ballestas saltaron una a una.

—Soy yo. La ballesta del poder. Me siento fuerte. Soy capaz de hacer las cosas por mí misma. Soy yo quien tengo energía y orgullo para superar cualquier problema. Yo. Soy yo. He dicho yo. Yo. Yo. Yo.

Todo está perfecto, dijo la segunda ballesta. Soy ballesta de un paraguas que es el mismo río. Quiero aclararme porque en cuestiones de técnica todo es exacto, todo es preciso. Todo está programado. Calculado. Es sólo dar al botón y el paraguas se abre. Sólo dar al botón y el paraguas se cierra. Así mis aguas. 40

—Vaya, es hora de mirar por encima del hombro. Tengo lo suficiente para no necesitar de nadie, se dijo la ballesta del tener. Lo importante son las cosas. Y yo las tengo. Las cosas son dominio, son importantes. Las cosas que tengo me hacen respetable. Lucharé por ellas. Seguiré acumulando hasta reventar. Palpar. Tocar. Sentir. Eso es la vida.

—No necesito de nadie. Solo, bajo mi paraguas. Solo, porque ya aprendí. La misma vida me ha enseñado. ¿Quién me da lecciones? Ya sé andar por ahí sin necesi­dad de consejos. La vida se aprende en los golpes, en el ajetreo, en la vida, dijo la ballesta de la experiencia.

—Bueno, no existe otra ley. Yo soy un agujero, y otro agujero... Tengo necesidades. Yo soy piel, y piel, me gusta la suavidad. Yo soy sensación, y sensación, me encanta la sorpresa. Yo soy delicadísimo, finísimo, me chifla el buen gusto, el buen paladar, el sabor. Yo soy yo. Yo, para mí. Yo, para mimarme. «Yo», dijo la ballesta del placer.

—¿Pararse? ¿Pensar? ¡Contemplar la luna...! ¡Mirar al sol...! Qué estupidez. Lo importante es hacer, hacer, producir, fabricar, hacer, hacer..., dijo la ballesta del hacer.

—Bueno, la verdad es que no tengo horizonte. Que me he quedado a oscuras con este paraguazo. Pero bueno, aquí estoy con el río. Yo soy el río. No sé a dónde voy. No sé por qué estoy aquí. No me importa. Vamos tirando. Qué más da. Adelante, dijo la ballesta de la mentira.

Luego la lona negra se estremeció. Le pareció estúpido haber dado razones de su vida que no necesitaba razón. Además lo importante era el río, aquí y ahora. Lo importante era la vida independien­te, sin necesidad de paternalismo. ¿Acaso no había llegado a la madurez?

Y el río, bajo el gran paraguas, lo vio todo confu­so, todo negro, todo sin sentido. Pero bueno, él había optado «por el sin-sentido». Pero bueno, ¿a qué temer si lo que hacía lo estaba realizando porque quería? No eran las ideas lo que le importaban al río, eran las obras. 41

Sintió que los ojos le quemaban. Un escozor inaguantable le nacía de dentro. Los restregó. Pasó los dedos una y otra vez. Se dio cuenta que lloraba. Lloraba de no ver. Estaba ciego. ¡Ciego!

Tan ciego que no quería la vida con dependencia de nadie. Tan ciego que había perdido el sentido del origen, del manantial. Tan ciego que no le importa­ba el destino, la meta hacia donde caminaba. Tan ciego que él era para sí principio y fin, origen y meta. El lo era todo. Pero al mismo tiempo sentía una derrota, una náusea, un vacío, un nada que le asustaba.

Luego respiró hondo. Volvió a respirar y se dijo: —Lo hecho, hecho; vivo en la mentira, soy mentira.

Mentira y vida al mismo tiempo. Y calló. El paraguas se había convertido en una venda. El

río estaba pronto para ir al paredón. Pero, ¿quién iba a fusilar al río? ¿No le protegían las ballestas que agarraban la lona negra y pesada? ¿Quién quería matar al río? No, no se trataba de matar el río. El mismo río había comenzado, en su ceguera, un camino de suicidio.

La voz

—Te contaré una historia. Es de sabor oriental, querido río. Cierra un momento tu paraguas y escu­cha. Es así:

Había una vez un cantero. Un hombre sencillo y llano de aldea que todos los días tomaba el camino de la montaña para comenzar su jornada de trabajo. Su oficio era cortar piedras de la dura montaña y hacer losas que luego vendía. Era trabajador y nun­ca le faltó clientela. Era feliz. Feliz con lo que era.

Un buen día fue a casa de un hombre rico para colocar unas losas. Al entrar en sus aposentos quedó admirado de que el ambiente estaba caldeado, en las paredes colgaban unos bellos cuadros y en cada rincón un jarrón decorado con un ramo enorme de lindas flores.

El cantero quedó mundo. De su interior brotó un pensamiento sincero:

—¡Oh, si yo fuera rico! No tendría que trabajar tanto y aguantar el peso del sol y el sudor en mi jornada de trabajo.

Apenas dejó manifestar su deseo se oyó la voz del buen espíritu de la montaña:

—Serás rico. Tu deseo será cumplido. Y el cantero se volvió rico. Al llegar a su barraca

encontró en su lugar una bella casa y delante un jardín con una fuente desbordando vida.

El cantero se olvidó de su vida pasada. Era rico y vivía bien.

43

Un día pasó delante de su casa un rey llevado en un sillón por cuatro criados y acompañándole una comitiva. El hombre rico dijo:

—Oh, si yo fuera rey me llevarían también en un sillón y un empleado sostendría un quitasol delante de mí para librarme de los rayos del sol.

El espíritu de la montaña se dejó oír. Y la voz exclamó:

—Será cumplido tu deseo. Serás rey. Y llegó a ser rey. Y era paseado en su sillón

dorado y un empleado vestido de rojo llevaba un quitasol que le protegía de los rayos del sol.

Llegó el verano. Arreciaron los calores. Y los rayos implacables del sol cayeron sobre la tierra, cayeron sobre los rostros de los hombres. Hasta el rostro del rey quedó quemado. El rey se dijo:

—Pero, ¿qué tipo de gobernante soy? ¿El sol es más poderoso que yo? Pues quiero ser sol.

El buen espíritu de la montaña dejó oír su voz de nuevo y dijo:

—Será concedido tu deseo. Serás sol. Y fue sol. Fue tan recio que envió sus rayos sobre

la tierra aún con más violencia. Y arrasó. Agostó todo. Mas un día una nubécula,

frágil e insignificante, se puso ante sus rayos. El sol enfurecido exclamó:

—¿Cómo? ¿una simple nube que lleva el viento es más poderosa que yo, que no me deja llegar mis rayos hasta la tierra? Pues quiero ser nube.

Y fue nube. La nube detenía los rayos del sol. Se inundaron

los campos, se rompieron los diques, y todo quedó sumergido en las aguas caudalosas. Pero un día la nube se dio cuenta que, firme, segura, empinada y desafiante, una roca permanecía inmóvil a la fuerza de las aguas. La nube dijo:

—¿Cómo? ¿una sencilla roca de la montaña es más poderosa que yo? Pues quiero ser roca.

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El buen espíritu de la montaña le dijo: —Se cumplirá tu deseo. Serás roca. Y fue roca. Ni riadas, ni lluvias torrenciales, ni

fuerzas de aguas desbordadas consiguieron mover la roca.

Mas un día la roca oyó un ruido extraño. Era en su base. Era un ruido en otros tiempos conocido. Abrió sus ojos. Se inclinó. Y mirando atenta vio allá, en la base, un hombrecillo, un cantero, —picapedre­ro como él—, que con una paciencia infinita iba sacando losas de la dura roca. El antiguo picapedrero dijo:

—¿Como?, un miserable y ruin hombre es más poderoso que yo? Pues quiero ser hombre.

Y fue hombre. La voz del buen espíritu de la montaña volvió a concederle su deseo.

Y volvió a ser el sencillo picapedrero que todos los días ganaba al sol y a la lluvia el pan cotidiano. Limpiaba el sudor con un pañuelo que los canteros usan en el Japón y era feliz y dichoso con lo que era, con lo que había sido en un principio.

El cantero no olvidó que quien deja de ser aquello que fue en un principio y que le dio su identidad nunca en la vida será nada y vivirá en una ansiedad e insatisfacción continuas.

—«Sí, amigo río», dijo la voz de la montaña. «Esta es una historia oriental. Es un poco la tuya. Has perdido tu identidad por arrancarte de mí. Has perdido la vida por querer vivir a tu estilo, por tu cuenta. Todo lo que hagas te conduce a una situación. Lo sepas o no lo sepas, lo quieras o no lo quieras. Las cosas no aparecen porque sí. Se van forjando en cada paso».

Y la montaña volvió a su silencio.

45

El muro

El río había decidido ser él mismo. Ser «sólo río». Había escogido, sin escoger, ser aguas estancadas. Había llegado, sin querer llegar, a una situación límite. El río tenía que vivir él sólo, tenía que buscar fuerza para caminar en sí mismo, tenía que alimen­tar sus aguas, dar rumbo a su caudal, desde él mismo. El río tenía que ser para sí todo.

Había cortado con la montaña. Había roto con el manantial. Había querido ser «adulto» a su estilo y ahora no tenía más remedio que vivir hasta las últimas consecuencias aquella situación.

El río sabía que algo en él no funcionaba. Que quería luz, luz clara, como las aguas primeras, en sus pensamientos, y sólo conseguía ver turbio, confu­sión. Su cabeza era una noche negra y pesada.

El río se sentía nervioso, cansado, agitado. Su mundo de dentro era una agitación, un torbellino, una contradicción constante. Se sentía angustiado, vacío. Se sentía con ansiedad y con angustia. Sentía miedo. Miedo de sí mismo. Se daba cuenta de que se sabía estúpido, sin saber por qué vivía, sin saber qué hacer. El río no era ya el primer río. Y se arrebujó en sí mismo.

A veces el río tenía ganas de hundirse en sus aguas. Hundirse hasta ahogarse. El río estaba tenta­do de suicidio.

—¿Para qué vivir así?, ¿Para qué todo este mundo que tengo y que me asfixia?. 46

Y el río se sentía desanimado, derrotado, nada. Nada y vacío. Absurdo.

Nada le llenaba. Creía que su libertad, su vida de placer, su hacer lo que le daba la gana eran la solución a su vida; y ahora, al experimentar las cosas, encontraba en las mismas cosas una respues­ta de asco, de náusea, de insatisfacción.

El río se vio envuelto en la mentira. Vivía la mentira de su vida, una mentira existencial. El río había perdido la pureza de sus aguas y en él no se veía nada. Había dejado de ser él.

Un día el río se dio cuenta de que algo le ponía nervioso, de que las cosas habían llegado donde él no hubiera querido. Se dio cuenta del olor denso y repugnante que surgía de él mismo. Se dio cuenta de que aquel olor era de muerte, que olía a podredum­bre. No pudo más. Respiró hondo y se quedó parado, como alguien que ha dejado de tener razones para vivir.

El río supo una cosa: había llegado a una situa­ción límite. Supo que ya no podía sacar más jugo a aquella vida. Supo que estaba cautivo, preso, domi­nado. Supo que estaba confundido en aquella confu­sión. Y el río tuvo la experiencia de que su vida no tenía salida, de que estaba contra la pared, contra el muro.

—«Y ahora, ¿a dónde voy? ¿Qué hago? ¿Cómo salgo de esta situación?».

Y el río quiso huir de aquella situación. Metió la mano en su bolso viejo y roto y sacó no sé qué que lo tragó con un sorbo de la sucia agua. Luego se quedó mirando como al vacío. Después se le agrandaron los ojos como si quisieran salir de sus concavidades. Y al instante sus ojos danzaban, bailaban una danza vertiginosa. El río estaba como en otro mundo. Co­mo si hubiera emprendido un viaje a un país desco­nocido.

Duró poco. Despertó al sentir el frío y el olor de las aguas y no supo ni pensar, ni decir nada, ni 48

reaccionar. Era una piltrafa, un payaso, era una marioneta, un espantapájaros. Era una miseria que apenas tenía vida.

Solo. Deprimido. Sumido en su angustia. Aburri­do. Con ganas de vomitar, de vomitar a sí mismo, el río quería llorar y no pudo. Quería sentir a su lado el rostro dulce de la madre montaña y no consiguió reclinar su cabeza sobre ella. Quería dormir tranqui­lo en alas del manantial transparente y no pudo hacerlo.

De pronto le subió un calor agrio de dentro de sus entrañas. No era vómito. Era como si algo aún quedase con vida dentro de él. Algo que aún tuviese raíz. Sintió como ganas de pureza, de limpiarse, de zambullirse en las aguas del manantial y luego su­birse a la montaña y secarse al sol. Sintió ganas de ser como un niño, como un bebé y ser acariciado. Sintió ganas de dormir y al final se adormeció.

—Pobre río, dijo la luna. Yo te cubro con mi manto plateado. Pobre río, duerme que quiero que descanses, que quiero que tu vida vuelva a tus aguas, quiero que seas el amigo inseparable de mis noches silenciosas.

Durmió el ría. Durmió cansado y solo. Sin vida. Durmió porque no quería vivir. Tal vez el sueño sea una manera de vivir, de mal vivir, de no-vivir. Tal vez el sueño sea la última solución a una vida sin-sentido, sin razones para vivir despierto. Tal vez el sueño sea la última situación límite para aquel que, harto de todo, desearía entrar en un sueño y desper­tar en otro distinto, distinto a esa experiencia pesada y desgarradora de una vida sin vida.

La noche larga. El sueño pesado. Una vida contra el muro. Esta era la realidad a la que el río había llegado. Nunca lo imaginó. Pero ésta era la realidad desnuda y cruda.

49

Las muletas

El cauce se había mantenido callado. Sentía su piel, sus labios, sus ojos, sus manos, todo su ser, que día a día se iba secando. Porque hubo meses en que el sol se agarró al río sin manantial con sed de fiebre. Bebió sus aguas como intuyendo que un día no podría poner sus labios en aquellas aguas hediondas. Y aún más: como si intuyese que un día apenas podría llegar al cauce seco.

Lo mismo hizo el viento. Vendavales enfurecidos cogieron en el hueco de sus manos las aguas aún aprovechables. Y el río se sintió cada vez más pobre, más disminuido, más bajo, más rastrero, más en tierra, más caído.

Las estrellas lloraron. Lágrimas silenciosas. Las estrellas sintieron no poder jugar a mil guiños con las aguas limpias y plateadas de las noches silencio­sas.

El sol no dijo nada. Enmudeció. Las estrellas tampoco dijeron nada. Se envolvieron en un silencio estremecedor. Pero el cauce, el cauce que era piel a piel del río, el cauce que había nacido para el río. el cauce que era camino para que el río siguiese cre­ciendo no pudo más. Con infinita pena le dijo al río casi, casi muerto. Era como un consejo de amigo para amigo que no tiene solución. Le dijo así:

—Te voy a contar una historia. No sé a quién la oí. Me dijeron que una vez un famoso aviador volaba solo. Sin saber por qué, cayó en un sinfín de monta­ñas nevadas. Kilómetros y kilómetros de soledad y nieve. Inmensidades e inmensidades de soledad de muerte. 50

El pobre piloto cuando despertó del golpe se en­contró envuelto en una sábana blanca y fría. Pensó luego en la muerte. Vio su avión deshecho y tuvo ganas de morir como el pobre avión.

Luego se puso en pie. Miró a su alrededor y no encontraba ayuda por ningún sitio. ¿Qué hacer? ¿Ponerse a gritar? ¿Quién oiría sus gritos? ¿Quién le daría respuesta amiga? Su situación estaba en el límite. Se encontraba contra el muro.

En un primer momento se quedó como parado. Su mente en blanco. No, no era momento de llorar. No era momento de aceptar el fracaso. No era mo­mento de envolverse en la desesperación. No era momento de acabar.

Luego sintió que sus piernas estaban heladas. Las palpó y se dijo que de seguir así quedaría congelado, paralizado, inútil. No quiso aceptar ser momia. Y aún sintió más miedo porque la noche se le venía encima.

Soplaba el viento. Le atizaba el rostro la nieve. Los restos del aviórr estaban tapados, sepultados. Sólo con sus fuerzas, el piloto arriesgado y decidido, oyó una voz que le hablaba dentro de sí:

—«Anda, si no andas, mueres». Esta era la voz. Esta era la realidad. El tenía que

sobrevivir. El tenía que encontrar fuerzas de donde fuese para seguir caminando. No, él no podría llegar lejos con unas muletas. Se acordó de que en su mochila, que tenía al lado, había coñac. Y pensó en animarse con él. Lo bebió con ganas pero luego pensó: No, no es el coñac quien me puede animar. No, yo con esa muleta no llegaré lejos.

Volvió a oír otra vez la voz dentro: —«Anda, si no andas, mueres». Y comenzó a andar. Descubrió que ni el alcohol,

ni la poca comida que tenía, ni..., ni..., ni... eran capaces de conducirle a la salvación de la vida. Todo aquello eran parches y él con parches no podría

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llegar lejos. Decidido lanzó fuera de sí las muletas, ese mundo de soportes fáciles e inútiles, y comenzó a andar.

El tenía una razón fuerte: era vivir. Era la vida. Era querer seguir siendo, querer seguir caminando, querer dar cauce a la vida que llevaba dentro. Y siguió caminando.

Caminó y caminó hasta que la noche del primer día se le echó encima. Estaba cansado. Estaba con sueño y hambre. Estaba solo. Tuvo ganas de pararse, de tumbarse en la nieve fría, helada, a descansar, pero la voz no le dejó:

—«Anda, sí no andas, mueres». Y el hombre siguió caminando. Hizo la noche

entera de camino. Le amaneció y el sol le despertó de su cansancio. Su camino era romper paso a paso la nieve helada. /

Pasó un día. Pasaron dos, tres noches. El piloto, —EL HOMBRE— seguía caminando sin parar. Sintió más hambre, más sueño, más cansancio, más ganas de tumbarse en la nieve pero la voz de su interiori­dad, la voz de dentro le decía a cada paso:

—«Anda, si no andas, mueres». Y así después de siete días sin comer, sin dormir,

sin descanso ni soporte, animado por la fuerza que tenía en su interior, un amanecer divisó a lo lejos un pueblo. Su corazón saltó de júbilo. Sus fuerzas eran fuerzas de hombre que sabía lo que quería. Levantó los ojos y la voz y se dijo: «He llegado».

La voz le volvió a decir en el silencio de su interior:

—«Anda, si no andas, mueres». Y el hombre, solo e inundado en un mar de nieve

y hielo, surgiendo, como el ave fénix de sus cenizas, vivió animado desde su dentro, desde su misma vida.

Esta es la historia, río hermano. No, con muletas no podrás andar y morirás un día.

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Un hilillo

El cauce estaba seco. La vida dentro del río había muerto. La chopera, el sauce, el junco, la hierbecilla del ribero también habían muerto de pie. Secos palos desafiando el paisaje desolado. Y todo porque el río un día decidió, casi sin pensarlo, decidió en su estilo de vivir inconsciente, que no necesitaba del manan­tial.

El río nunca pensó que todo lo que se hace conduce a un término. No pensó que lo que hoy se hace construye o destruye el futuro. El río no pensó que las cosas envuelven hasta las últimas conse­cuencias. El río pagaba ahora la última situación, la última consecuencia.

El río había dejado de ser río. Un cauce seco y nada más. Un cauce como una herida profunda abierta en la tierra. Toda la vida de mil pájaros, de animales salvajes e insectos maravillosos habían huido de su entorno buscando vida en otras partes. La muerte nunca atrae. La muerte mata siempre.

El río había muerto. No; no del todo. Un hilillo, apenas un hilillo de agua, de vida, corría allá, perdi­do en el fondo del cauce entre la hierba seca. Tiritaba de frío, pero se alegraba de vivir. El hilillo dijo:

—Aquí estoy, hermano río. No me oyes porque yo soy tú reducido a mi pequenez. Tú me has dejado hecho un regatillo, mejor aún, un hilillo. Verás, aunque no me oigas te lo voy a contar. Fue así.

Cuando tú, en tu orgullo, en tu ambición, en tu poder, cuando tú en tu afán de ser importante y no necesitar de los demás, cuando tú huíste de la casa de la madre 54

montaña y desagradecido volviste las espaldas a quien te dio la vida, cuanto tú te quedaste solo, sucio, mal oliente, sin dinamismo... entonces yo quise seguir viviendo.

Soy vida pequeñita, soy tu esperanza, soy esa voceci-11a que quiere despertarte, soy un inicio de respuesta a tu problema, soy el primer paso de un camino nuevo que tú tienes que andar.

Mira, hermano, yo le dije a la madre montaña que no quería separarme de ella. Yo comencé a ser una gota, otra gota, como las lágrimas de pena que la madre montaña derramaba cada día y cada noche porque tú te habías alejado de ella. Hoy las gotas, una a una, se han converti­do en un hilillo, eso, un hilillo que nos une a ti, aunque sin vida, y a mí al manantial fecundo.

Te vengo a decir que he llegado hasta ti muy de puntillas, muy en soledad, muy en esperanza. Vengo a infundirte vida. Quiero qtíe el desierto en que te has envuelto se convierta en vergel. Quiero que los huesos descarnados se revistan de carne. Quiero que vuelvas a ponerte en pie y camines de frente levantada, hermano río.

Verás, no soy quién para decirte nada. Yo también lloro tu desgracia. Yo también siento tu muerte. Pero, hermano río, aún es tiempo, aún es hora de comenzar, aún puedes volver a vivir. No importa lo que hiciste, no importa el fracaso a que llegaste. Mira, surge de tus cenizas, levántate de tu derrota, abre los ojos de tu ceguera y comenzarás a ser tú. Tú, pero unido siempre al origen, a la montaña, al manantial. No olvides que tu vida fue vida en ti mientras viviste con la vida del manantial hecha tu vida. Vuelve a vivir.

Después el hilillo de agua se calló. Esperaba que el río hablase aunque estuviese muerto, esperaba que el río levantase su voz. No escuchó palabra. No oyó ningún movimiento. Sintió la sensación de que era inútil seguir hablando. Pero a pesar de todo, a pesar de que lógicamente la situación no tenía solu­ción, el hilillo vivo siguió hablando con una ternura indecible:

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—Hermano río, comienza de nuevo. Ábrete al ma­nantial. No pactes con el desánimo. Sé constante y emprende un camino nuevo. Tú eres para llegar al fin, a la meta. Anda, camina otra vez. Busca, lucha, supérate, pon alas a tu vida deshecha.

Hermano río, entra en desafío de lo desconocido. Enfrenta tus problemas. Inicia una respuesta, sólo ini­ciar. Tienes que crecer, que avanzar, que dar vida a las aguas que un día fueron tu vida. No te conformes con la situación que vives; rasga, corta, abre caminos. Hermano río confía en ti, confía en los que están a tu lado, confía en la montaña, en el manantial. No esperes que nadie venga a resolver tus problemas. Eres tú mismo a volver al origen para poder llegar a tu destino.

El hilillo se calló. Supo hacer lo que en aquel momento necesitaba el río: quedarse a su lado, no abandonarlo, acompañarlo, estarse allí, sin más, esperando. El hilillo de agua tenía esperanza. Le nacía la esperanza de dentro. Se la daba al manan­tial. Había una seguridad, una certeza de que un día el cauce volvería a estar lleno de agua pura de manantial, de que la vida volvería de nuevo a saltar dentro de sus aguas y de que a su paso brotaría la hierba verde, y el chopo volvería a desafiar el azul del cielo y el pájaro posaría sus patitas y abriría su pico y revolotearía con miedo encima de sus aguas. La esperanza estaba agarrada en el cauce seco.

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El sueño

¿Por qué soñó aquel amanecer el río? ¿No era señal de que aún vivía?

Las palabras del hilillo de agua habían desperta­do el alma del río. Como un hormigueo, como unos pasos de algodón, como el vuelo de un buho en la noche, lenta, muy lentamente, su corazón abría las alas. Unas alas al viento de la esperanza. Unas alas aún rotas, aún desplumadas, aún sin vida.

Aquella noche fue decisiva para el río. No roncó. Su sueño fue sereno. Un sueño que resucitaba una vida bella y dinámica vivida años y años. Aquella noche el río experimentó que la noche es para lo grande, que en la noche todo se agiganta, que en la noche el silencio se hace palabra.

El río no soñó con la hermana e inseparable luna. Ni soñó con el sol sediento que le robó en el último sorbo su última gota de agua. Ni soñó con las estrellas, saltarinas y alegres. El río ya sabía lo del manantial. Lo había pensado en el silencio. Sabía que el hilillo tenía razón. La tenía porque en él había vida. El río no soñó con la montaña. Ahora no era su deseo llegar en alas del sueño hasta la montaña madre. Pero el río sentía que le nacía dentro un cariño silencioso por quien le dio el ser. No sabía explicarlo. Era bueno que así fuese.

Aquel amanecer el río quiso llegar en sueños donde no llegó por haber perdido la raíz, el manan­tial, el origen de su vida. El río soñó con vida. Una vida infinita, inmensa, desbordante. Una vida como 58

mil niños saltando en una fiesta o como mil globos subiendo por el azul del cielo o una traca en la noche de un fin de fiesta. El río quería aplaudir. Quería saltar. Quería gritar. Quería abrir los ojos grandes como lunas llenas. Quería respirar hondo. Quería abrazar, abrazar un mundo lleno de vida.

El río sentía dentro de sí que le nacía la vida como un globo que se iba hinchando. El río tenía miedo de que aquella vida le estallase y quedase todo en un estampido ensordecedor. El río no podía aguantar aquel inmovilismo, aquella muerte, aque­lla parada eterna en que se había metido. El río comenzó a caminar, a volar en alas de un sueño maravilloso.

Sin saber cómo, se encontró en la playa de un mar azul. Sin saber cómo, se sintió respirando las purezas de las aguas limpias, transparentes, bellas. Sin saber cómo, se vio envuelto en el murmullo constante de las olas que iban y venían, subían y bajaban como un columpio eterno. Sin saber cómo, sintió en su piel la espuma suave y amiga de la ola que estallada contra la roca salpicaba su piel seca aún. Sin saber cómo, miró al mar dentro y vio perderse las aguas plateadas en un camino sin camino, en un horizonte sin horizonte. Sin saber cómo, le nacieron en las entrañas ganas locas de vivir.

El río no lo pensó. Arregazó sus ropas y se metió en el mar. Las olas le acariciaban, le saltaban por encima, le cubrían una y mil veces, le envolvían con una ternura que él no había imaginado. Luego, siguió avanzando y se dio cuenta que su aguas dulces habían perdido el sabor. Sus labios sintieron el salado de las aguas, y cuando quiso darse cuenta se había convertido en mar. Ya no era río. Era mar.

Saltó de alegría. Saltó de gozo al saberse mar. Se dio cuenta de que su camino era no parar, llegar, aun con el mayor esfuerzo, hasta su destino: el mar. Era aquí, en el mar, en la absolutez del mar donde se

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sentía realmente libre. Llegar al mar, morir en él, era un paso maravilloso. Era como comenzar a vivir de otra manera mejor, era como entrar en una vida sin término. Era poner el pie en un agua para siempre.

No supo las horas que estuvo en el mar. Porque el río había perdido la noción del tiempo y del espacio. Para él el mar no tenía espacio. Era tanta la inmensiad comparado con la pequenez de sus aguas de río apenas. Para él el mar no jugaba con el

tiempo. En el mar se vivía, era una vida que no era preciso calcular, una vida que rompía la necesidad de andar corriendo para llegar a algún lugar. En el mar el río ya había llegado. Ahora se trataba de vivir sin más. Vivir de la vida maravillosa del mar.

El río se preguntó en su sueño: —¿No será que el manantial y el mar son la misma

vida que yo procuro? ¿No será el mar aquellas aguas 60

maravillosas que brotaron de la montaña y que viven ahora en esta inmensidad sin fronteras? ¿No seré yo, río, sencillamente río, el cauce de la vida desde la montaña al mar? ¿No será la vida del manantial la vida que yo, río, he de llevar al mar?

El río despertó. El sol le cegaba los ojos. Llevó su mano enjuta a la cara y restregó los ojos. ¿Había sido sueño o realidad? Comenzaba a ver, pero apenas una lucecilla tan frágil y diminuta como el hilillo de agua que le despertó.

El río se dijo: —Todo comienza por algo pequeño. El camino se

inicia en el primer paso. Me levantaré. Iré a la montaña y le diré: —Madre montaña, dame un beso de paz.

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El chopo

No podía aquel atardecer dejar sus hojas al juego de la brisa. No podía estremecerse en el murmullo de la brisa. El chopo no tenía hojas. Una a una habían caído como en un otoño inesperado.

El chopo se sentía triste. Los pardales no corrían volando a buscar en sus ramas abrigo para la noche. Ni siquiera su sombra valía la pena sobre el camino.

El chopo, hecho ramas secas, el chopo viejo y casi sin vida, el chopo gallardo y siempre levantado como un centinela, había muerto de pie. Como mueren los árboles. El chopo había muerto a los ojos de los gorriones que no se posaban en sus ramas y a la caricia del viento que no encontraba eco en sus hojas.

No; el chopo también tenía un suspiro de vida, un Millo que le hacía vivir por dentro.

El chopo tenía raíz. Una raíz profunda. El chopo había crecido al lado del río y desde que el río cortó con el origen el chopo fue creciendo para abajo, fue creciendo en profundidad, fue interiorizando la tie­rra en busca de agua para mantener la vida. El chopo, aunque no parecía, vivía desde la raíz. Como vive todo lo que tiene vida.

También habló el chopo. Dijo: —Aquí me tienes, hermano río. Me has dejado seco y

feo. Me has dejado desnudo y solo. Aquí sigo a tu lado. He sido ojos abiertos a tu orgullo. He sido oídos en escucha a tus pasos inciertos. He sido manos extendidas a tu cauce seco. Sigo aquí, porque quiero vivir. 62

Yo bebía las aguas de tu manantial. Mi corazón se alegraba y saltaba de su frescura. Yo tenía vida. Fui plantado a tu vera. Y he crecido al galope de tus aguas. Tu generosidad me hizo fuerte en mi raíz, profundo en mi base, firme en mi origen. Mi vida ha arrancado siempre desde lo escondido, desde lo oculto, desde la raíz. Es mi manantial.

No lo olvides, amigo río, nadie vive desde las hojas, por muy bellas que sean. Nadie vive desde las ramas por frondosas que parezcan. Nadie vive desde la superficie, desde lo superficial. Yo he vivido siempre desde el interior de mi vida, desde «mi chopo-dentro». Desde esa realidad que nadie ve pero que yo experimento en mi carne viva.

Hermano río, gracias a tu agua, a tu vida, yo crecí. Sentía la vida dentro de mí y me lanzaba cada amanecer a escalar mi misma vida, a seguir creciendo, a buscar mi camino. Yo crecía impulsado por una fuerza que me venía de lo alto. Allá en el azul del cielo yo buscaba mi copa, allí quería llegar. Tú, al mar que mataste. Yo, al cielo que me has cortado.

Yo soy como un centinela, soy como una vela encen­dida que irradia en su llama luz de mediodía. Yo soy hacia arriba, hacia lo alto. Mi patria está en la altura, en la cumbre, en la cima de la montaña donde nadie haya puesto su pie. Yo subo. Mi patria no es la tierra donde habito. Mi patria no es lo de abajo. Yo busco las cosas de arriba, lo que un día será de verdad y para siempre. En mí hay dimensión de trascendencia. Y ha de llegar.

Hermano río, vuelve a tu origen. Llena tu cauce. Camina a tu destino. Tú tienes un principio y un fin. No puedes destrozar tu vida rompiendo con los extremos de su existencia. No puedes poner un muro a lo que da razón de ser a tu vida. Mira, aprende hermano mío, aprende que la vida no es tuya, que la vida ha sido dada, que la madre montaña, generosa y tierna, fecunda y amiga, te dio el ser para que tú dieses vida a otros seres.

Ayúdame, hermano, en mi escalada. Ayúdame a subir a la altura. Ayúdame a seguir creciendo y caminar

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por mi senda. Ayúdame a subir tus aguas en la copa de mis ramas hasta lo alto, hasta el azul del cielo.

El chopo calló. Se hizo mudo en sus ramas secas. El chopo calló pero la raicilla que aún tenía vida, un hilo de vida, sintió estremecerse en su ser. Ella lleva­ría la esperanza al río. Ella se juntaría al hilillo de agua y los dos compartirían la vida y serían vida para el río seco y el chopo viejo.

Una nube se puso delante del sol. El chopo viejo sintió frío en sus huesos. Se lamentó de no tener ropa para cubrirse. Se lamentó de que el río estuviese callado. Callado en su muerte.

El chopo volvió a hablar: —Hermano río, si no quieres por ti, hazlo por noso­

tros. Te necesitamos. Yo quiero dar cauce a mi sed de infinito. Yo quiero dar cauce a mi ser que busca y clama trascendencia. Yo quiero dar cauce a mi vida que quiere vivir para siempre. Oye, te grito desde mi voz sin fuerzas, desde mi vida seca, desde mi existencia seca pero en pie. Respóndeme. Sal de tu egoísmo, de tu ceguera, de tu estupidez.

El río sin saber por qué, se sintió molesto. «¿Estu­pidez? ¿Habré sido un estúpido? ¿Estupidez?...».

...Y las aguas muertas que él mató rompieron en un llanto que el río oyó: «¡Estupidez! ¡Estupidez! ¡Estu­pidez!».

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El renacuajo

Perdido entre la lama, confundido con el barro, agarrado a la tierra seca, un renacuajo daba sus últimos coletazos de vida. El renacuajo, pequeño e indefenso, estaba condenado a morir. Él no quería la muerte. El había nacido para seguir viviendo. El quería vivir como hasta hace poco.

¿Quién tenía la culpa de aquella situación suya? ¿Quién tenía la culpa de que él no llegase a ser algo más que un renacuajo en camino de transforma­ción, de crecimiento? Como el río que buscaba el mar, como el chopo que suspiraba por la altura, el pobre renacuajo gritaba su derecho a vivir.

No era quién para hablar. Le estaban matando sin contar con él. También él tenía su derecho de opinión, de expresar lo que pensaba. Tenía sobre todo el derecho de vivir.

El renacuajo pensó, casi sin fuerzas, que el río tenía la culpa. Pensó que quién era el río en su orgullo, en su prepotencia, en su afán de decidirlo todo, en su poder de tomar decisiones por nadie. La suya era la que iba a dar a su vida sentido. Y nadie iba a vivir por él, nadie podía decidir por él. Y él quería vivir, quería la vida, quería ser.

Por fin, el renacuajo dijo: —Yo también, hermano río, tengo una palabra que

decirte. Tú has hecho de tu vida una muerte. Tú has cortado con quien te hace cada día nacer. Tu nacimiento está al alcance de tu mano. Tú no lo has querido y tienes la experiencia de una vida acabada. ¿Por qué has sido tan orgulloso? ¿Por qué no reconoces tu fallo?

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Hermano río, yo quiero vivir. Déjame llegar a ser lo que llevo dentro de mí. En mí hay también manantial, hay raíces, hay vida que espera crecer. No mates mi esperanza. Déjame nacer, sí, nacer a una vida mejor. Yo quiero decirte que me escuches, que tengo derecho a hablarte, derecho a que tomes en cuenta mi opinión.

No pienses que por ser pequeño lo mío no vale nada. La vida nunca es pequeña. La vida es un don, es algo dado y quien nos la dio no lo hizo con cálculos. Tu egoísmo, hermano río, ha hecho que, tú que ya no vives, tú que estás muerto, quieras que todo muera. Quieres proyec­tarte en nuestra muerte.

Hermano río, déjame nacer. Déjame con vida. Yo no soy un estorbo. Vivo a tu lado. Yo no quiero suplantarte, no soy ambicioso. Sólo ambiciono vivir. Sí contigo, her­mano río, hubieran hecho lo mismo que has hecho tú con nosotros... ¿qué te hubiera pasado?

Yo no te creo problemas. A tu lado hay vida para todos. No seas asesino de lo que tú mismo has dado vida. Acéptame, acógeme, hazme tuyo. No me rechaces, her­mano. Acógeme y llegaré a ser.

El pobre renacuajo no sabía qué decir. Su voz era suave, sin revolverse contra nadie.

Suplicaba con ternura. Pedía que se le respetase la vida, que quería seguir viviendo, que las aguas volviesen al cauce y todo se llenaría de alegría.

Sintió que le fallaban las fuerzas. Sintió que la respiración se hacía cada vez más difícil. Sintió que pronto sería tierra seca. Nadie se acordaría de él.

De pronto el renacuajillo sintió como una fuerza dentro de sí. Era como el último impulso de vida. Y comenzó a cantar:

—«Aguas, volved. Aguas del manantial amigo, llegad a tiempo. Aguas preñadas de vida, caminad a prisa, haceos río

aunque el río no lo quiera. Aguas que nacéis cada día del origen de la vida, llegad

hasta mí, pequeño e indefenso, y despertadme hecho vida.

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Aguas frescas de la montaña madre, abrios en cami­nos de libertad y animad todo lo que está muriendo.

Aguas que sois vida de mi vida, devolvedme el ser». El río escuchó el canto del pequeño renacuajo. Se

dio cuenta que hablaba de «nacer». Sí, de volver a nacer. El río sintió que en sus venas apagadas podía de nuevo correr la vida, que —¿por qué no?— él estaba dispuesto a volver a nacer.

No sabía cómo. No sabía si tendría fuerzas para volver a nacer. De pronto se le iluminó la mente y recordó aquellos tiempos de vida que él había nacido de lo alto, que su vida brotaba de la montaña. Se dijo:

«¡Nacer de lo alto!» Calló y volvió a decir: —Pero ¿cómo volveré otra vez a la montaña, a lo

alto? ¿Cómo entraré en el seno de mi madre montaña? Y el río se quedó callado. Después una voz le

nació dentro: —Nacer del agua, hermano. Nacer de la vida, herma­

no. Nacer volviendo a la fuente con humildad, con ver­dad, con transparencia.

El río calló. Dentro de su ser le nació un hilillo de humildad. Comenzaba a reconocer que quien no vive unido a los otros se vuelve en su orgullo como una roca dura y seca que aplasta todo. El río respiró hondo. Algo comenzaba a nacerle dentro. Tan pe­queño como el renacuajillo que antes le pedía vida, derecho a la vida, nacer para vivir.

El sauce

Tiritando de frío, cansado de vivir y no vivir, solo y triste, el sauce colgaba sus ramas desnudas sobre el cauce seco. Eran muchos los años que había perma­necido al lado del río, acompañando su marcha y diciendo adiós a las aguas saltarinas. Eran muchos los años que los otoños arrancaron sus hojas, una a una, y quedó desnudo en las manos del frío invierno. Eran muchos los años que brotó con alegría en nueva vida al calor del sol fresco y vibrante de una primavera gozosa. Eran muchos los años que el sauce dio sombra a las aguas, a su paso.

Ahora estaba viejo. Viejo y solo. El río orgulloso y desligado del manantial le había ayudado a acelerar su vejez, su muerte. Y él, aunque viejo, quería vivir, tenía también como el renacuajillo, derecho a la vida. El quería apagarse como se consume una ceri­lla. Quería apagarse, y en el último estallido de vida, quemar las yemas de los últimos dedos que lo sostu­vieran.

El sauce se sentía triste. Triste en su soledad. Todo era lejano para él. Todo pasaba a su lado y él quedaba siempre atrás. Nadie daba importancia a sus ramas viejas y caídas. Nadie sabía soñar con sus tiempos nuevos y radiando energía cuando fue pro­tagonista de mil aventuras. El sauce se decía que si la vida sería así. Que si con las cosas viejas se hace eso, arrinconarlas. El sauce se decía que un final tan triste no valía la pena, o una vida llena de vida, no podía terminar así. 68

El estaba allí. Estaba agarrado al río. A lo suyo. A los suyos. El permanecía en pie. Despierto, despierto, porque casi apenas dormía. Las noches, las lunas, las estrellas eran contadas una a una, dos a dos, cien a cien. Sabía la intensidad de luz de cada estrella y conocía el viento con su silbido suave a cada hora de la noche.

El sauce sabía del silencio de las noches. Las noches para el viejo sauce no eran para dormir. Eran para recordar, para vivir en sus recuerdos, para soñar en realidades que un día vivió. Las noches eran largas, a veces pesadas, a veces eternas. El sauce viejo contaba las horas de la noche como quien espera la luz del amanecer para comenzar a vivir fuerzas, pero vivir otra vez. El sauce oía la noche que pasaba en una, dos, mil campanadas del implacable reloj que le acercaba, envejeciéndole, ca­da día más al término de sus días.

El sauce callaba. Lo suyo era callar. El sauce se conformaba. Lo suyo era conformarse.

El sauce se metía en su silencio. Lo suyo era no molestar. El sauce se sentía inútil. Lo suyo era no estorbar. El sauce sabía por sauce viejo más que aquel mundo que le rodeaba. El sauce esperaba un día mejor, un día donde se acabaría la soledad, un día no lejano donde comenzaría a ser él mismo, donde contarían con él y él volvería a ser importante en una vida nueva, única, maravillosa.

El sauce por fin habló: —Hermano río. Yo también te ¡lamo «hermano».

Hermano río, aquí estoy cansado, encorvado, arrugado y sin apenas con fuerza para caminar. Estoy de pie porque de pie quiero morir. Mira las arrugas de mis manos: te pido una gota de agua, apenas una gota para poder seguir viviendo. Mira las arrugas de mi rostro. Te pido un sorbo de agua, apenas un sorbo para lavar mi piel encogida. Mira mis espaldas encorvadas, te piio un poquitín de agua, apenas un chapuzoncillo para que mi cuerpo se estremezca y sienta las ganas de enderezarse.

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Hermano río, ya soy viejo. Vive tú por mí. Se tú mis manos ya cansadas. Sé tú mis ojos ya casi en las tinieblas. Sé tú mis oídos, apenas capaces de oír pasos distantes. Sé tú la vida que ya casi no tengo. Tú, río hermano, dame vida, quiero seguir viviendo.

Río querido, yo no soy una cosa, yo no soy un estorbo. Dame la esperanza que me falta para llegar a la meta. Yo quiero llegar. Lo de atrás, no me dice nada. Las cosas que dejé en el camino, perdidas quedaron. Los esfuerzos, allí adormecieron, allí donde los dejé. Todo, todo queda atrás. Ahora sólo quiero ir hacia adelante, hacia la meta. Alguien me espera. Alguien que es eterno en su ternura, alguien que sabe amar sin contar con correspondencias, alguien que acoge siempre.

Hermano río, yo voy a partir pronto. Pero déjame vivir un poco más. Lo necesito como el último sprint de mi vida. Tú, tú, tú, río hermano, hoy estás vacío, te has vuelto viejo. Viejo por perder tu origen, viejo por querer vivir tú solo, viejo por no tener una interioridad, una fuerza dentro que te anime.

Río querido, la vida está siempre escondida. La vida está agarrada como una raíz, como un manantial. La vida no hace barullo, está callada, silenciosa. La vida es como un tesoro escondido. «Es preciso venderlo todo, todo, para encontrarla».

El sauce calló. Y lloró. Era su llanto una voz de esperanza.

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La rana

Toda la luz de la noche, para su canto. Todo el silencio de la noche escuchaba su canto. Toda la soledad de la noche era el clima para su canto.

Un canto monótono. Un canto molesto. Un canto pesado y torpe. Un canto bello y desagradable.

La rana sabía que nunca cantaba sola. Su voz apenas tenía fuerza para ser oída. Siempre la rana cantaba en grupo. Como una gran orquesta afinada en sus desafinos. \

La rana tenía unos ojillos inquisidores. Unos ojillos apenas saltones. Unos ojillos que le temblaban como una lucecilla de amanecer. La rana miraba sin ver, la rana veía sin mirar. La rana estaba allí, quieta, sola, casi también sin vida.

La rana tenía una boca grande. Toda ella era boca. Una boca de lado a lado capaz de ser un tiovivo para el mundo entero. La rana abría su boca en la noche y se sentía feliz cantando.

El canto de la rana era como un grito. Ella tan diminuta, tan pobre, tan despreciada, marginada. Ella que no tenía tierra propia. Vivía donde podía, donde la dejaban. A veces, en el agua. Se zambullía en la profundidad con miedo a ser perseguida. A veces en tierra. Y no se sentía segura porque la tierra no era suya. Una vida en tensión, una vida de un lado para otro. La rana era la eterna emigrante. Era una vida a saltos, la suya, una vida a sobresaltos.

La rana había vivido siempre al lado del río, del río en agonía. La rana amaba el río.

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La rana quería vivir allí, junto al río. La rana sintió hambre. Y abrió su boca, en canto,

llorando hambre. Tenía hambre, porque el río le había matado su vida de sobrevivencia. Tenía ham­bre y abría la boca, mil bocas que tuviera, pidiendo una gota de agua, una gota o una migaja para distraer su barriguita flaca y vacía.

La rana abría una boca, era todo boca, que gritaba injusticia. Y ella tenía derecho, no a una limosna. Tenía derecho a comer, era lo suyo lo que pedía. La rana se sentía sólo piel. Una piel inflada y hueca como una pandereta en manos de un niño.

La rana sentía frío. Quería arroparse. No podía. La rana quería un hueco para vivir en las aguas y no tenía hueco para vivir en las aguas. La rana, la rana, la rana... era el grito de tantas ranas como ella que malvivían, malvivían porque el río así lo quiso, porque el río les cortó toda la fuente de vida.

Pobre rana. Pobre canto de la rana. Su canto en la noche no era escuchado por nadie. Todo dormía en la noche menos la rana que pedía vida, la que se le había negado. Pobre rana, seca la garganta, sin fuerzas para seguir gritando. Pobre rana y mil ranas más como ella.

La rana abrió la boca y dijo: —Río, río hermano, oye mi canto. No te tapes los

oídos. No me vuelvas las espaldas. Escúchame. Sólo te pido que me escuches. Apenas tengo voz. Ya sé que te molesto con mi canto siempre igual y monótono. Soy torpe. No sé hablar. No tengo razones bonitas para convencerte. Sólo quiero estar junto a ti, así, pobre, desnuda, sin casa, hambrienta, hecha una piltrafa. Eso soy. ¿Eso es vida, hermano río?

Fuiste egoísta. Quisiste todo el agua para ti. Te hinchaste hasta reventar. Hoy no tienes vida. Estás seco y a punto de morir como yo.

No olvides, hermano río, quien cierra su mano, quien se convierte en un egoísta, quien sólo mira para sí y se hace centro del mundo, quien sube y sube a costa de los 72

otros, quien se eleva y se eleva hasta la cima de la montaña, no olvides hermano río, que un día caerá, un día sus labios besarán con rabia la tierra, un día se verá reducido a miseria.

La rana calló. Era el silencio de los humildes, de los que no viven, de los que no tienen ni voz ni voto, era la voz que nunca es oída, era la voz sin voz.

Después la rana sintió dentro de sí una fuerza que nunca había tenido. Le dijo al río:

—Hermano río, los colosos caerán un día. Los dioses morirán un día. Los que os hartasteis, un día pasaréis hambre. Los que ahora reís, un día lloraréis. Los que nadáis en la abundancia, un día os quedaréis despojados en el barro. Los que ahora tenéis todo, un día os quedaréis con las manos vacías. Los que ahora vivís en la opulencia, un día pediréis una gota de agua para aliviar el calor ardiente de vuestros labios.

Y dijo aún más: —Los que hoy vivís como en un cielo, ya tenéis

vuestra recompensa. Se acabó vuestra esperanza. No tendréis otro paraíso.

La rana cerró su boca. Enmudeció en su canto. Entornó sus ojillos y se entregó a la luz amiga de la luna. El río no dijo nada.

73

La paloma

Radiante y blanca, veloz y ligera, cruzaba el azul despejado la paloma. Traía fuerza en sus alas. Lleva­ba en su vuelo vida al viento. Todo su ser inmacula­do era un canto de belleza y libertad.

Los ojos vivos. Los ojos abiertos, despiertos, vigi­lantes, daban a la blancura de la paloma el encanto de mil niños jugueteando en la arena y el sabor fresco de la playa.

La paloma traía sed en su pico. La paloma traía cansancio en su vuelo. La paloma había cruzado montes y valles, cielos y prados, campos y caminos hasta llegar al río que ella había soñado. La paloma gozaba en su vuelo de las aguas limpias y frescas, de las aguas chorreando vida arrancada al manantial. La paloma deseaba encontrarse con las aguas, con la frescura de la vida. La paloma llegó.

Quedó confusa. No sabía dónde posar sus patas rojas. La paloma pensó que se había equivocado, que aquello no era el río que esperaba. La paloma busca­ba, esperaba vida y encontró muerte. La paloma buscaba armonía y encontró destrucción.

Posó. Miró. Movió sus alas. Quiso dar un paso y no lo hizo. No supo qué pensar. La paloma se sentía mal, no era aquel su ambiente.

Ella, que traía en sus alas mensaje de paz. Ella, que traía en su pico el ramo de olivo fresco. Ella, que traía dentro de sí vida para dejarla en cualquier rama, en cualquier ribera. Ella, ella... tuvo que recor­dar lo que sus ojos habían visto en su vuelo largo y que nunca quiso creer. 74

Ella traía en su corazón muerte. Muerte que había visto en los campos. Ella había cruzado mun­dos de ruido, destrucción, desastre, aplastamiento, desolación y sangre. Ella había cruzado campos de odio, de hermanos contra hermanos, de dientes afi­lados contra dientes. Ella había cruzado mundos de mentiras, mundos de palabras y más palabras que proclamaban paz y hacían guerra. Ella había cruza­do campos de lobos contra lobos, picos contra picos, uñas contra uñas, coces contra coces, garras contra garras. Ella había cruzado campos donde la muerte era la única señal que aún se levantaba como una bandera rasgada al viento. Ella que había oído el clarín de la guerra, una guerra para matar, para destruir, para arrasar, para aniquilar.

La paloma estaba triste. No quiso dar crédito a lo que vio en su vuelo desde la altura, pero ahora, al posar sus alas en el cauce seco, al sentir el olor de la muerte, al ver la tierra agrietada y rota, ella no tuvo más remedio que dejar su corazón derramarse en el dolor. La paloma no quería más muerte. Ella quería vida, la vida que venía a buscar en las aguas del río seco y no encontraba.

En un arrullo lleno de ternura y compasión la paloma dijo:

—Hermano río, amigo de mis vuelos. Hermano río, caminante en mi camino. Hermano río, vuelo eterno en las alas del cauce. ¿Por qué has dejado de volar? ¿Por qué has cortado tus alas? ¿Quién te arrancó, una a una, las plumas de tu vuelo? ¿Quién cortó tu vida hasta dejarla hecha un montón de plumas dispersas? ¿Quién dejó tu vuelo hecho barro rudo y agrietado en tu cauce?

Vuela, hermano, vuela. Surge de tus cenizas. Abre tus alas y lánzate sembrando vida, paz, alegría y bien en tu camino. Ábrete en tu vida y siembra campos de vida a tu paso. Surge, hermano río, que la vida te espera. Surge, que tus hermanos esperan tu vida. Vuela y lleva paz.

La paloma se quedó quieta. Como una efigie. Sencilla y pura. Y volvió a decir:

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—Hermano río, haz armonía en tu ser. Busca la unidad. Haz silencio, haz paz en tu vida. Da la mano, ábrete gozoso al manantial, vuelve a la montaña y acoge dentro de ti toda su vida, todo su caudal.

Hermano río, haz la paz en ti haciendo la paz con tu origen, haciendo unidad con quien te dio la vida. Haz la paz en ti y serás feliz, fecundo, y la vida surgirá de nuevo como una primavera.

Hermano río, haz la paz en tu ser desde la humildad, desde la verdad, desde la transparencia. Haz la guerra a tu orgullo, a tu soberbia, a tu afán de destacar, de ser el primero, de pisar a los demás, y verás que en ti nace una vida que no imaginabas y que será puerta abierta, en fraternidad incomparable, con todo lo que vive.

La paloma aún dijo más antes de levantar su vuelo:

—La paz nace de la vida de dentro del ser. La muerte surge de la muerte dentro del no-ser. Opta por la paz y tu

paso será siembra de paz, de vida. Así es mi vuelo, hermano río.

El río esta vez sintió que una ternura de niño puro le brotaba de dentro. Sintió que la paloma había dejado en sus aguas, aún sin aguas, blancura, pureza de nueve, vuelo de transparencia. Se sintió nuevo, como si su vida fuese un algodón llevado por el viento, por la brisa suave. Quiso dejarse ir, pero no pudo. Aún no había llegado el momento. Le faltaba algo: un rayo de luz, luz blanca, para volver a ver. Porque el río había decidido en su interior ser eterno peregrino en la luz.

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La luna

Fue la última noche. Una noche gigante para la historia del río. Fue la noche que dio luz de alborada a su cauce seco. Aquella noche el río supo lo que aún no sabía, supo que necesitaba «ojos de ver», ojos desde el corazón purificado para poder emprender de nuevo el éxodo.

Aquella noche experimentó que ya no podía estar más tiempo parado. Que su vida dejada, hecha tierra seca, no podía seguir así. Aquella noche quería ver. Era un desafío. Ver en la noche. Ver sin ver. Ver en la oscuridad. Ver en las tinieblas.

El río quería dar cauce de nuevo a aquella vida que sus hermanos le habían ido dejando en su relación amiga. Quería dar vida a aquel hilillo de esperanza que le quemaba dentro. El río descubrió que para ver era necesario tener otros ojos. Los ojos de la lógica, del cálculo, de la razón fría del pensa­miento por el pensamiento, de las ideas encadena­das, todo ese mundo, a la hora de vivir, a la hora de ser, no daba respuesta verdadera a su vida.

Aquella noche el río se dio cuenta que era en la noche cuando se podían ver las estrellas. Que era en la noche cuando la luz tenía más brillo. Que era en la noche cuando la llama atraía más. Que era después de la noche cuando nacía el amanecer.

El río descubrió que la luz que él necesitaba no le nacía de la cabeza, le surgía de dentro, de su interio­ridad. Era eso lo que estaba descubriendo. Descubría que su mundo de dentro era la gran fuerza, era la 78

gran verdad, era la gran luz que daría ritmo, vida a sus aguas.

El río descubrió que el manantial, la vida del pozo, está en lo profundo, allá en la oscuridad, en el silencio y paz de las aguas. Descubrió que sólo bu­ceando en ellas, solo interiorizando, sólo penetrando, sólo yendo hasta el fondo llegaría a encontrar la vida, llegaría a encontrarse.

Aquella noche el río supo callar. Supo escuchar en el silencio otras razones silenciosas para vivir. Descubrió que la vida es un don, que es dada, que la vida nace de alguien que vive dentro, descubrió que vivir es aceptar esa vida, es vivir la vida del otro en el interior del ser. Descubrió que sólo puede sobrevivir, aquel que está animado desde dentro.

El río llegó a intuir que era la luz, la luz verdadera la que daba vida verdadera. Descubrió que la menti­ra es destrución y ruina, que la mentira ciega y da muerte. Descubrió que necesitaba manantiales de luz, manantiales de verdad, manantiales de vida.

El río no sabía cómo. Pero la verdad era que se sentía inundado, como bañado, sumergido en un mar de luz. Abrió los ojos y se encontró con los ojos de la luna. No supo qué decir. La luna, su eterna compañera, le dijo en un canto lleno de dulzura:

—Toma mi luz, hermano río. Toma mi luz y hazla vida en tu ser. Entra en mi luz blanca y destierra tus sombras

pesadas, tus noches eternas. Bebe mi luz y refresca como en un baño de prima­

vera. Haz luz y sabrás que la vida chorrea fuerza y dina­

mismo, belleza y paz. Entra en mi luz y sabrás saborear las cosas en su

bondad. Entra en mi luz y sabrás descubrir mundos nuevos de

belleza. Entra en mi luz y tu vida será ma libertad a rau­

dales. 79

Para ti mi luz de luna llena, hermano río. Para ti mi luz en la noche silenciosa: escucha el

silencio de la luz. Para ti mi luz hecha compañera inseparable de tu

nuevo camino. Para tí mi luz y tu horizonte se alargará hasta el mar

deseado. Rompe tinieblas, rompe oscuridades, rompe dudas y

vacilaciones, rompe indecisiones y sufrimientos, rompe fronteras y muros infranqueables, camina en la luz y serás libre.

Hazte luz. Hazte verdad. Hazte pureza y transparen­cia. Hazte de nuevo río luminoso.

La luna calló. Una nube cubrió su rostro. El río pasó su mano sobre los ojos y sintió que le brotaban lágrimas de luz. Una luz que chorreaba pureza. Una luz que le hacía verdad definitivamente.

El río se dijo: —Madre montaña, quiero tus aguas. Destruye la

barrera que coloqué entre tú y yo. Madre montaña, mañana al amanecer volveremos a ser armonía, unidad, paz. Antes de dormir mi última noche de muerte deposita en mi frente tu beso de paz.

La montaña estaba allí presente. Al lado del pobre río sin fuerzas. Besó su frente y luego dejó en su ser la esperanza un día perdida. Mañana amane­cería.

80

El camino

El camino un día quedó atrás. El camino un día quedó marcado por aquellas sandalias ligeras en su paso, soñadoras de aventuras. El camino fue un día camino de ida.

Alguien quedó subido en su dolor en el otero. La montaña madre había acompañado, paso a paso, al río joven que se alejaba de sus entrañas.

Llevaba en su mochila aguas frescas y juveniles, llevaba ilusiones y sueños, llevaba proyectos y sor­presas. Llevaba, sin saberlo, una historia triste que él solo bebería hasta el último trago.

El camino de ida le llevó lejos. Lejos y distante de la montaña. Feliz y dichoso, dinámico y protagonis­ta, con ganas de conquistar el mundo y romper mil barreras, la vida se le presentaba bella, única, aquí y ahora. El río alejado se sentía libre, independiente, dueño y señor de sí mismo. El río era él.

Después, caído en la telaraña, el río fue viviendo, fue sacando de su saco una a una, la vida que llevó de casa. El río fue gozando en noches sin horas y en noches sin medidas. El río fue dejando su ser agarra­do a la tela fina de la araña y poco a poco la araña caía sobre él hasta chuparle la útima gota de sus aguas.

El río supo de soledad. Supo de abandono. Supo de aburrimiento. Supo de angustia y depresión. Supo de ingratitud. Supo que la vida tenía además de una rosa de primavera, una hoja amarilla y caída de otoño y una rama seca de invierno. El río supo, en el

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golpe de su huida de casa, supo que sólo en el hogar, allí donde el amor dura siempre, sólo en el hogar podría calentarse en su frío y secarse sus ropas empapadas.

El camino de ruptura con la madre montaña le había llevado al hambre de todo. A sentirse pobre y miserable. A querer andar con muletas. A querer caminar y no tener fuerzas para hacerlo. El río supo que sus aguas sin manantial comenzaron a oler mal, a que todos se apartasen de su olor repugnante; y supo algo más, supo que las cosas, las cosas se acaban y acaban con quien las tiene. Supo que desde su destrucción, desde sus cenizas tenía que surgir de nuevo.

El río supo que sólo entrando dentro de sí, me­tiéndose en lo profundo de su ser, allí donde la vida aún vivía en un hilillo, supo que volvería a ser. El río se asustó, se paralizó, se quedó petrificado cuando al andar aquel camino de entrar dentro de sí, de llegar al fondo de sí, al llegar... se encontró, sin saberlo, con la casa dejada, se sintió con la madre montaña, allí en su ser, en sus entrañas. El río supo que quién le había dado el ser nunca le había abandonado.

El río supo que no era todo pensar, que no era todo reconocer el mal camino andado, que no era todo sentirse una piltrafa. El río supo algo más, supo decir: «Me levantaré y volveré a mi casa, a la madre montaña». Y el río se levantó.

Sin fuerzas. Flaco y deshecho, pero con el cora­zón despuntando en esperanza, el río comenzó a desandar el camino. Sus espaldas vueltas a la mon­taña, ahora eran espaldas vueltas a la vida que un día le había deshecho. El río comenzó a andar, paso a paso, y aún en su caminar encontró la marca ya débil y frágil de la antigua sandalia.

El río quería llegar. El río sentía que ya estaba cerca. El río sentía que su interior cantaba una canción nueva, canción de quien vuelve desde la lejana ausencia. El río, casi sin fuerzas, casi sin 82

pasos, el río seguía paso a paso, al encuentro de la montaña.

Y fue así de sencillo. También la montaña estaba de camino. También ella estaba a su espera. Tam­bién ella corría a su encuentro. Y los dos se abraza­ron. Los dos abrieron sus brazos. Los dos juntaron sus mejillas. Los dos sintieron la humedad de unas lágrimas. Los dos se cubrieron de besos. Los dos callaron. Nadie dijo nada. Era el silencio, el abrazo sincero la gran palabra del encuentro. Los dos pusie­ron su frente sobre sus hombros. Los dos sintieron que la vida comenzaba a surgir. Que la vida nueva brotaba del encuentro. Que en la unidad de los dos, el río que había vuelto y la montaña madre, la vida comenzaba de nuevo.

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Cuando se separaron se miraron a los ojos. Nadie lloraba. Nadie decía nada. La realidad era. El río había comenzado a ser otra vez río. El río tenía sus manos en las manos de la montaña. Y las apretaba con una ternura infinita.

La montaña sonrió. El río sintió que su sonrisa era un mar de música y fiesta. El río, sin saber cómo, se estremeció. Algo le había tocado muy dentro. No; no eran las manos de la madre montaña, de su origen, de su principio de vida, que él nunca más soltaría. Era algo diferente. El río se dio cuenta que su cauce estaba lleno, que sus aguas habían vuelto a dar vida y que su marcha, su ritmo de peregrino había descubierto de una vez por todas que tenía meta, fin, destino, que no era río por ser río sin más. Había descubierto que su destino era el mar. Un mar para su deseo infinito, para su sed insaciable de libertad. La fiesta había comenzado. Era así: ha­bía muerto y ahora de nuevo vivía. Había que cele­brarlo.

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La armonía

Todo había quedado atrás. Los lamentos se per­dieron en la noche del olvido. Todo volvió a tener vida. Una vida sin término.

El río cantaba viejas melodías al ritmo de su marcha. Era el chopo en sus ramas verdes y en sus hojas frescas que se estremecía de vida a su paso. Era el juncal que se apretaba reventando amaneceres. Era el sauce que lloraba vida, su vida misma. Era el renacuajo y el pececillo que surcaban sus aguas cristalinas y frescas. Era la rana en su canto y en su zambullida inesperada en sus aguas acogedoras. Era la paloma limpia y blanca rozando sus alas en estre-mecedora gratitud. Era la luna, bella y serena, dan­zando silenciosa en sus aguas transparentes. Era el sol, de bruces, bebiendo sin medida. Eran las estrellas guiñando y saltando en libertad incontrolada. Era el prado verde, y el ribero, y la chopera y el grillo y el gorrión y el lebratillo que saboreaban vida en sus aguas generosas.

El río era feliz. El río sentía en su ser manantiales infinitos. El río se dejaba ir resbalando de piedra en piedra su ser en libertad. El río era bienaventurado. Como si en su camino ya viviese el gozo de haber llegado al mar.

Era él. Era con la fuerza de todo su ser unido. En él había unidad. En él todo estaba centrado, todo estaba integrado, todo estaba totalizado. El río sabía que tenía raíz, que ahora vivía desde su yo profundo,

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desde su misma existencia. Había aprendido que existir era salir de sí, olvidarse, perderse. Había aprendido que existir era entrar en otra vida, en un mundo maravilloso de ternura, verdad y belleza. Había aprendido que quien no sabe morir a sí mismo nunca tendrá vida sin término.

El río sabía ahora que la libertad no podía ser ruido, dispersión, ajetreo, vértigo. Sabía ahora que todo aquello que aturde, que agita, que cansa, que confunde y descontrola, todo eso, no es libertad. Había aprendido que la libertad no viene en lluvia de tormenta, no salta en fuegos de artificio. Había aprendido que la libertad se conquista palmo a pal­mo, que la libertad se construye día a día en un esfuerzo continuado.

El río había aprendido que lo importante en la vida, en su vida, no era el cambiar por cambiar, el querer experimentarlo todo, el ser como una veleta que es movida a cualquier viento. Había aprendido que la libertad se hace con rumbo, sabiendo hacia dónde se va, descubriendo el camino.

El río había aprendido que lo importante en la vida es ser fiel, es permanecer, es perseverar, es tener esperanza, es saber comenzar siempre. Había apren­dido que la libertad no es posible en el desorden, en el caos, en el jaleo, en el río revuelto. Había aprendido que la libertad se hace orden, un orden que sitúa cada cosa en su sitio. Un orden que hace que cada cual camine por su ruta, que todos se muevan en armonía.

El río había aprendido que la armonía es el ser mismo de la vida. Que donde no hay unidad, integra­ción, armonía, no hay existencia. Había aprendido que el secreto de la fuerza para vivir, para poder superar las dificultades, está en hacer silencio, en hacer unidad dentro del ser. Había aprendido que en la armonía el ser se despierta a mundos insospecha­dos. Que en la armonía la vida vive, la vida es vida, la vida vale la pena. 86

El río sentía en sus aguas que sus aguas arranca­ban de la vida sin fin del manantial de la montaña. Por eso el río se dijo en su interior que quería quedarse, que quería centrarse, que quería situarse en el ser mismo del manantial.

El río descubrió que al vivir en armonía con el manantial él mismo era como un manantial, como una fuente que saltaba con fuerza incontenible. El río descubrió por experiencia que la idea sobre el origen, las ideas sobre la raíz de la vida, los pensa­mientos sobre la vida con origen, con principio, se quedan sólo en ideas si no se las vive en profundidad.

El río supo que la vida se vive y hace vivir. El río supo que en él había vida para siempre. Y abriendo sus ojos al término de su camino, descubrió que estaba ya en el mar, que él era mar aun sin llegar. Y se sintió feliz en su libertad definitiva.

No necesitaba hablar más. El río, en su unidad, en su armonía, se hacía silencio fecundo en sus aguas. El río desde ahora quería ser paz, paz en plenitud para cualquier mano extendida que encon­trase en su camino.

El río sabía que su vida tenía sentido. La «armonía de su ser» era el nuevo nombre que en su existencia tenía «la palabra vida». Vida para él era «armonía».

...y el brocal

Siempre andaba por los caminos. Se había hecho Camino. Siempre decía al viento la verdad de su palabra. Se había hecho Verdad. Siempre despertaba vida a su paso. Se había hecho Vida.

Fatigado del camino, llevando en su pie la caricia del polvo libre y el olor a tomillo fresco, se sentó en el brocal del viejo y solitario pozo. Era mediodía y el sol caía denso y abrumador sobre la aldea. El pozo estaba cercano y distante, como una llamada, como un desafío para ir a su encuentro. Estaba allí. Solo. Fatigado. Silencioso. Sereno y pacífico. Inundado de un mar de armonía. Era él. Y esperaba la hora.

Ella venía cansada y triste. Arrugada el alma y roto el cuerpo. No había luz en su mirada ni sonrisa en su boca. Suelto el cabello, el rostro duro y tenso, así se acercó al pozo solitario.

Para ella sólo existía la piedra, la cuerda, el valde y un agua que nunca saciaba su sed. Con la monoto­nía de otros días fue bajando el peso de su sed hasta el agua insaciable. Luego lo agarró en el cuenco de sus manos y de bruces, hundiendo su dolor en las aguas, bebió hasta lamer la última gota. Después llenó el cántaro y pensó en irse.

Tenía la mano agarrada al frágil barro de su cántaro. Tenía entre sus manos vacías el barro de su cántaro siempre vacío. Tenía el barro en su corazón y en sus ojos, en sus labios y en todo su ser enveje­cido. 88

Ella no sabía otros caminos. Para ella no existían otros horizontes. Todo su mundo era llenar la sed de su barro y volverla a llenar. Tenía sed porque su agua, el que ella bebía, era agua sin manantial, agua, sencillamente agua.

El, rompió el silencio. También tenía sed. Ella se quedó extrañada. Tenía el corazón viejo y gastado, duro. El pidió de beber. Ella no entendía. Los ojos sucios, el barro y la costra de sus noches negras le habían hecho ciegos los ojos de dentro. Ella no tenía dentro. Estaba vacía como su cántaro.

El volvió a hablar. Le dijo algo de conocer otros mundos, de experimentar gratuidad, belleza, verdad. Le dijo de liberarse de la ceguera y descubrir alguien que le daría de beber. Alguien que pondría en sus labios torrentes de agua fresca. Alguien que le daría un agua viva.

Ella no llegó con su corazón sucio y gastado a la pureza del «agua viva» que él le ofrecía. Ella sólo entendía de lo que sus manos palpaban: del brocal, de la cuerda, del valde, de las cosas a su alcance. Para ella no existían mundos nuevos, ni amaneceres. Ella vivía la pequenez, el círculo de su cántaro de barro.

El le habló de ese agua que ella bebía cada día. De ese agua que su corazón bebía y no le saciaba la sed. Le habló de ese agua que ella buscaba insatisfecha, nerviosa, cansada, y que no saciaba su sed. Ella descubrió que le decía verdad: «ella nunca se sentía feliz bebiendo aquel agua».

Después, él volvió a hablar. El sol abrasaba. La hora del mediodía era un clima sediento que aún agigantaba la sed de la mujer. El seguía sentado en el brocal. Sereno y transparente. Pacífico y único en su mirada. Había luz y pureza en sus ojos. Había suavi­dad y dulzura en su palabra. Dijo que quien bebiese del agua que él tenía que nunca más volvería a tener sed.

Ella sentía algo extraño al lado de aquel que hablaba de «agua», de «agua viva». Ella quería enten-

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der, penetrar, acercarse a lo que él decía pero su barro aún estaba agarrado a su corazón disperso y desintegrado.

Ella intuyó en la nueva palabra que le dijo algo que en el fondo de ella misma estaba a nacer. Al oír hablar de aquel agua que en su interior se volvería como un manantial que mana sin término, ella sintió que su ser despertaba a algo nuevo, insospe­chado, aún no vivido.

Habló de vida eterna. Habló de agua para siem­pre. Habló de encontrar en la interioridad de ella misma la raíz, el manantial, la fuente, el origen de su existencia.

Ella no pensó más. Pidió de beber. De beber ese agua nueva, ese agua que hace olvidar todos los cántaros de barro y todos los pozos sin fondo. Pidió de beber para no volver a tener más sed.

El camino había quedado atrás. Y ella había dejado en el polvo pegajoso de aquel camino el pie descalzo de su pisada siempre igual. Ella tenía que volver. Volver para traer hasta el pozo, hasta el brocal, hasta las aguas nuevas todos los pasos dados en su ceguera buscando apagar su sed.

Ella dijo verdad. Llamó por quien no era suyo. Llamó cinco veces a los que le dejaron la boca seca y los ojos en lágrimas. Llamó una vez más a quien día a día, noche a noche, iba secando el pozo sin fondo de su existencia.

Ella sintió que dentro de sí, en el yo profundo, en la zona más silenciosa de su ser, le surgía vida, le nacía un manantial. Ella le miró con ojos nuevos. Y vio verdad, belleza, transparencia, pureza, luz. Sintió que de sus ojos caía en gotas de libertad el barro sucio y seco que no le dejaron ver el camino de su vida desorientada. Sintió que la luz le surgía y las cosas cobraban nuevo color. Descubrió que él era diferente, que él no daba sed, sino que la quitaba. Se dio cuenta que él era el camino que ella en el fondo de su ser siempre soñó. Y sintió que el alma se 90

levantaba, se hacía presente, vigilante, despierta pa­ra comenzar a seguirle. Ella, aun sin ponerse a caminar, se dio cuenta que su vida comenzaba a tener camino cierto.

Luego él le habló de libertad, de espíritu, de verdad. Le habló de abrir la vida a lo bello, a lo verdadero, a lo bueno. Le habló de levantar los ojos a lo alto, a la cumbre, de salir de sí y entrar en tierra nueva, donde las sandalias estorban a los pies libres, donde la vida se hace vida para siempre. El le habló de despertar dentro de ella, en su ser mismo, en su interioridad. Le dijo que no buscase el agua fuera, que estaba dentro, que era preciso entrar en el silencio de ella misma, que era preciso ser peregrino en el silencio. Le dijo que en el fondo de su ser estaba la Vida, la vida que ella en el fondo, sin saberlo, buscaba. Le dijo que en su interior encontraría la serenidad, la armonía, la paz, la plenitud. Le dijo que encontrándose dentro de sí misma encontraría a Aquel que buscaba sin saberlo.

Después ella habló de Alguien que iba a llegar, de alguien que le enseñaría todo, que le daría la razón de su vida, que le daría la vida misma que ella buscaba. Ella dijo de él, que cuando llegase, ella lo sabría todo, todo sobre su vida, todo sobre su nueva existencia, porque él se lo comunicaría en su inti­midad.

Después él, ya descansado de la fatiga, alegre de haber recorrido un nuevo camino, le dijo que aquel que ella esperaba era él mismo, el que estaba hablan­do con ella.

Luego llegaron otros. El pozo siguió dando agua, agua que no quitaba la sed. El sol seguía cayendo abrasador. La tierra estaba seca y caliente. Ella se fue en silencio. Tenía prisa por decir. Prisa por contar. Prisa por comunicar. Ella se sentía como un río, como un río que crece, que avanza, que corre feliz en sus aguas. Ella, sin su cántaro de barro, había vuelto a la aldea, ágil como una corza, libre como una 92

gaviota. Ella había dejado todas sus sedes en el barro viejo. Había dejado todo su ser disperso, roto, vacío e insatisfecho en el cántaro de barro. Allí quedaba, junto a aquellos que llegaron tarde. Ellos nada sa­bían de su viejo cántaro. Allí quedó el barro en el brocal junto a él. Junto a quien le dio un agua nueva, un agua viva, un agua cogida en el cuenco de su mano, del manantial.

Ella fue derramando su agua fresca en la sed del mediodía, casa por casa. Ella tenía pozo en su ser. No necesitaba volver al brocal de piedra. Sentía un naciente que daba sentido a su vida en el fondo de su profundidad. Ahora podía ofrecer un agua diferente. Ahora ella podía saciar su sed y dar de beber otra agua.

Hacía calor. Quemaba el sol. Ella llegó al pozo radiante y recién amanecida. Tenía el rostro bello, los ojos luminosos como luz de estrellas y en sus labios la pureza de la nieve de montaña se hacía sonrisa libre y sincera. Con ella llegaron otros. Otros que también bebieron de aquella «agua viva». Otros que hicieron de él fuente, manantial en su aldea. Otros que creyeron porque sus ojos vieron que El era la Vida que buscaban.

Como un río, como un río de aguas vivas, la vida había hecho de ella un ser nuevo, un ser en esperan­za. La Vida había hecho de ella camino con rumbo cierto. Su vida tenía sentido. Estaba dentro de ella y no lo sabía. Estaba dentro de ella y lo había olvidado. Estaba dentro de ella, la Vida, el Agua viva, y al encontrarla olvidó, perdido en el brocal del pozo, el viejo cántaro de barro.

«Quien tenga sed que venga a mí y beba», dice El, Jesús, La Vida.

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El último día, el más solemne de las fiestas, Jesús, de pie como estaba gritó: Quien tenga sed que se acerque a mí; quien crea en mí, que beba. Como dice la Escritura: «De su entraña manarán ríos de agua viva».

Juan 7, 37-38

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• Hombres nuevos en camino. • Parábolas de unas alas. • El hombre que entró en el juego. • Jaque (tres días de convivencias cristianas con adolescentes). • La fiesta de los amigos de Jesús (catequesis de la Primera

Comunión).