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«MEDEA EXUL» MANUEL FERNANDEZ-GALIANO

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«MEDEA EXUL»

MANUEL FERNANDEZ-GALIANO

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En el acre, vivo frescor de la mañana primave­ral, las gradas del teatro de Dioniso se van llenan­do. Como siempre, los atenienses acuden a las re­presentaciones con un talante complejo en que se mezclan la tradicional reverencia religiosa hacia el rito báquico, la expectación del fino conocedor de matices literarios y la alegría un poco infantil del que viene a liberar su espíritu, oprimido por la bre­ga diaria, en la catarsis de una comunión colectiva. No importa que la aglomeración resulte a veces de­masiado grande, que los bancos no sean cómodos, que la elemental ingeniería teatral deje todavía tan­to a la ilusión del espectador. Parece que este año, el 431, será el último de la larga etapa que empezó hace casi medio siglo, el día en que el andamiaje de asientos se vino abajo. Fue un acierto, evidente­mente, el aprovechar desde entonces la ladera de la Acrópolis como terraplén, magníficamente emplaza­do de cara al golfo, para las sucesivas filas de es­pectadores. Pero el público encuentra ya demasia­do ingenuos los rústicos dispositivos de los tiempos de Esquilo, apenas compatibles con el mayor movi­miento y con las sorpresas escénicas que desde Só­focles se dan en el teatro. Los atenienses tendrán ante sí un bonito edificio de madera con bastidores pintados, pasillos ocultos para el desplazamiento de

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los actores entre escena y escena y, sobre todo, una estupenda máquina ascensora en que dará sus vere­dictos finales el dios que venga a romper el nudo de la acción. Ahora todavía se ve a la divinidad trepar más o menos ágilmente a un tejadillo, y esto es poco serio. Claro está que aquí no viene uno con grandes exigencias, sino con esa inefable sensación que co­lorea cada año las mejillas del espectador en el gran momento del certamen trágico: el orgullo de ser ateniense.

Se han vivido realmente cincuenta grandes años. Los más viejos de entre los espectadores recuerdan todavía, como episodio inolvidable de su juventud, la derrota persa en Salamina; muchos de entre los aquí presentes han conocido los tiempos de ruptura y humillación de Esparta con la feliz conclusión de la tregua. Inmediatamente se levantó en el horizon­te la estrella de Feríeles, primer ciudadano de una democracia sui generis. Los éxitos se amontonaron sin pausa. Los espíritus más sutiles, como Sófocles en su Antígona, empezaron a inquietarse ante aque­lla desmedida exaltación de la personalidad que po­dría llegar a hallarse alguna vez en colisión con las eternas leyes divinas; pero los propios enemigos del sistema democrático, como el viejo oligarca que escribió La república de los atenienses quizá en fe­cha no lejana a la de esta representación a que va­mos a asistir, tienen que reconocer que, incluso des­de un punto de vista hostil, las cosas funcionan en Atenas con una cierta lógica que garantiza el éxito. Los atenienses dominan a los isleños agrupados en

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la Liga ática; una sublevación tan peligrosa como la de Samos ha sido aplastada ; el prestigio de la ciudad se ha proyectado hacia el exterior en las empresas colonizadoras de Turios y Anfípolis; la creación ar­tística, plasmada de modo especial en las maravillas de la Acrópolis, y la literaria están en pleno apogeo; los metecos acuden por centenares a sumarse a la expansión económica. Todo parecería, en fin, mar­char a maravilla si no se vislumbraran en el hori­zonte nubarrones amenazadores. El pueblo, natural­mente, no los ve o no les atribuye importancia; pero los pensadores, siempre propensos al pesimismo, arrugan sus nobles frentes de intelectual y dan vuel­tas al porvenir de Atenas en la soledad fecunda de sus gabinetes de trabajo.

Porque quizá Feríeles ha sobrestímado sus re­cursos y menospreciado en demasía la capacidad de resistencia de los pueblos peloponesios.

Los últimos años han presenciado, sucesivamen­te, un conflicto entre Corinto y Corcira, su antigua colonia, con consiguiente petición de auxilio a Ate­nas por parte de ésta y una serie de escaramuzas productoras de gran tensión; un ultimátum de los atenienses a la ciudad calcídica de Fotidea, cuya si­tuación política era un poco ambigua, y el estable­cimiento de un bloqueo ante la postura recalcitrante, apoyada por Corinto, de los potideatas; y, finalmen­te, un drástico decreto por el que los megareos, an­tiguos rivales de Atenas en comercio exterior, que­daban excluidos del tráfico marítimo con la Liga entera. Todo ello hacía verdaderamente inviable la

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continuación de la tregua. Los peloponesios, después de bastantes dudas, terminaron por declarar un es­tado de guerra virtual, aunque sin intención de pro­ceder a verdaderas hostilidades mientras los rigores de la mala estación lo impidieran; y, además, el invierno del 432-431 podía ser aprovechado para el planteamiento diplomático de nuevas exigencias. Es­tas cumplían, como suele ocurrir en casos tales, una doble finalidad: si los atenienses cedieran, los pelo­ponesios podían renunciar a la guerra sin descrédito ; si Pericles se mostraba negativo, perdería puntos an­te la opinión neutral y ante los propios pacifistas de Atenas. El estadista no está en el mejor momento. Fatigado y un poco viejo, no puede olvidar que una dura oposición le va a los alcances. Tres personas de su confianza han sido atacadas una tras otra co­mo medios indirectos para herirle: el filósofo Ana-xágoras, que tuvo que expatriarse por haber soste­nido, según la acusación de Cleón, que el sol era una piedra incandescente; Fidías, el gran escultor, a quien un tal Menón consiguió llevar a la cárcel por supuesto robo de marfil del destinado a la esta­tua de la Atenea Virgen; y por último, Aspasia, que a duras penas acababa de salvarse, entre las pro­testas de Pericles, de una acusación de impiedad y proxenetismo dirigida a ella por el comediógrafo Hermipo.

No faltaban, pues, al hijo de Jantipo motivos de desánimo. Pero aquel no era momento para volverse atrás. Pericles preveía tiempos difíciles ; estaba con­vencido de que el ceder no conduciría sino a nuevas

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reivindicaciones; sabía que, llegada la guerra, los atenienses se verían reducidos a abandonar los cam­pos para concentrarse en la ciudad si querían sor­tear las primeras arremetidas de Esparta. Y así lo decía sinceramente. Pero los oyentes, anestesiados por su inveterado optimismo, no reaccionaban con la suficiente viveza ante aquellos peligros que tan lejanos aparecían. Y, apenas terminados los días más duros de la estación invernal, en que los ejércitos no habían podido moverse, subían al teatro en bus­ca de su diaria ración de fantasía.

Veamos pasar a algunos de ellos. Quizá encontre­mos figuras más interesantes en los vomitorios que en el propio proscenio. Aquí está, por ejemplo, Es-trepsíades —o Filocleón, o Estratocles, ¿qué más da?—: un tipo renegrido y correoso que cometió error capital al trocar la apetecible vida del campo —con las claras mañanas junto al rico panal rodea­do de abejas zumbadoras, y el magro yantar de pan, queso y aceitunas bajo la sombra reconfortante de un olivo, y el cielo purísimo surcado por el humo de los hogares vespertinos, y el rústico catre en la alcoba olorosa a cuero y grasa de oveja— por des­igual matrimonio con una señorita de la buena so­ciedad ateniense. El resultado, como era de prever, fue desastroso; la disparidad en las costumbres y aspiraciones era total; él no podía perder el viejo hábito de los madrugones campestres, y ella gustaba de dormir hasta muy tarde ; él hubiera preferido una casa modesta, pero limpia y que no apestara a cos­méticos ni estuviera sembrada de raras y nunca

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vistas prendas íntimas; a ella le habría gustado un marido algo intelectual, más formado a la moderna, más afín al grupo de amigos en que pululaban escri­tores del nuevo ditirambo, jóvenes engreídos de ten­dencia oligárquica, militares fanfarrones y belicis­tas. Nada de esto le gusta a Estrepsíades, que será algún día gran admirador de las comedias de Aris­tófanes y cuyo ideal es, en poesía, el viejo Esquilo; en política, la añeja generación de los hombres de Estado que vivían y dejaban vivir; y en cuanto a diversiones, las consabidas tertulias a la puerta del tribunal, adonde suele ser llamado a juzgar, o en el agora matutina, junto al tenderete del barbero o del perfumista.

A su lado camina un adolescente de aspecto agra­dable y despejado. Es su hijo, nacido un poco tar­díamente. Ya desde muy temprano se planteó una grave disensión entre los esposos. Ella quería que el niño llevara algún nombre aristocrático con evo­caciones más o menos ecuestres, como Crisipo o Ca-lípides; él proponía denominarle con el sensato ape­lativo de su propio padre, Fidónides, que lleva en sí la idea de ahorro y parsimonia. Hubo que llegar a un compromiso y llamarle híbridamente Fidípides. Pero, por desgracia, en el carácter del muchacho, que empieza ya a dejar traslucir su personalidad, no se da el equilibrio que a partir de su nombre ha­bría que esperar. Ahora es todavía pronto para en­juiciarle, pero un observador experto e imaginativo podría describimos ya cómo será dentro de unos años Fidípides: deportista empedernido, apasionado

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por los caballos hasta extremos morbosos ; derrochón sempiterno, sobre todo si se trata de quedar bien ante sus elegantes cofrades ; aficionado a los vestidos caros, a las joyas finas, a los ungüentos importados. Llevará el cabello largo y bañado en perfumes; pa­sará el día en la palestra o el hipódromo y la noche en simposios de gentes bien educadas ; se le encontra­rá de ordinario con jóvenes brillantes y prometedores, como ese futuro favorito de Atenas que es Alcibíades, o mozos más maduros, como Critias, descontento ya con la blandura y desorden de la democracia, o tal vez un inseparable amigo mayor como consejero sen­timental y social.

De momento, el pequeño Fidípides —o Bdelicleón, o Evélpides, ¿por qué no?— sigue difícilmente a su padre entre la patulea de mayores que le estrujan y pisotean. Ya entraron uno y otro. Ya los tenemos sentados. Una ojeada hacia la primera fila, en que no están todavía las autoridades; otra hacia atrás, desde donde un amigóte gasta con grandes voces una broma obscena a Estrepsíades; otra hacia los lados. En un asiento no muy lejano está la venerable figura del laureado Sófocles, que acude una vez más al certamen en cumplimiento de un deber cívico; un poco más allá, otro de los protagonistas de la fiesta, Eurípides. El muchacho no le conocía; su padre, que tantas veces le ha visto en todas partes, se lo señala con el dedo. Fidípides, con risotada picara, hace un comentario sobre su fealdad. Estrepsíades sonríe. En esa antipatía que parece iniciarse sí que van a estar de acuerdo los dos. Lo cual, por otra parte, no

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es una originalidad: pues se trata de un sentimiento que casi todos los atenienses comparten.

¡Curioso tipo, este Eurípides que viene, como casi todos los años, a competir con su tetralogía! La naturaleza o las circunstancias parecen haberle pri­vado de todos los atributos necesarios para gozar de popularidad. En primer lugar, su origen es oscu­ro. Se cuentan mil leyendas o verdades sobre su vi­da, de la que él, por otra parte, no se molesta en re­ferir nada claro. Dicen, por ejemplo, que su origen es humildísimo: buhonero de los más modestos, su padre; verdulera, su madre; estamos, pues, muy le­jos de las brillantes familias a que dieron lustre acre­cido Esquilo o Sófocles. En realidad no procede del territorio ático propiamente dicho, sino de la veci­na isla de Salamina; y hay quien conoce una mis­teriosa gruta frente al mar a que suele retirarse el poeta en sus períodos creativos o en sus accesos de misantropía. Porque es hombre insociable, inaccesi­ble y tristón. Su vida familiar es un enigma. Como suele ocurrir, las gentes encuentran divertida la po­sibilidad de devaneos inñeles por parte de una no bien identificada esposa. El caso es que Eurípides no se mezcla con el pueblo en los grandes momentos de la ciudad, ni toma parte en campañas militares, ni se sabe que haya ocupado ningún cargo. Ni, des­de luego, gusta de los espectáculos deportivos: De todos los infinitos males que aquejan a la Hélade, ninguno hay peor que la raza de los atletas, dirá más tarde en una vibrante invectiva. Lo curioso es que su padre, engañado por un oráculo donde se

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predecían triunfos agonales, quiso formarle de niño para el ejercicio físico, pero hubo de llegar luego a la conclusión de que los agones aludidos por el dios eran concursos trágicos. En efecto, del poeta no constan, si se prescinde quizá de la pintura, otras aficiones que los libros o el trato filosófico con pen­sadores que al anticuado y honesto Estrepsíades pa­recen calamitosos: aquel Anaxágoras que por mu­chos años viva en Lámpsaco, adonde hubo que echar­le; y ese extravagante Pródico, siempre envuelto en mantas, maestro de la sinonimia y de la sutil disertación sobre diferencias entre los verbos «que­rer» y «desear», «gozar» y «disfrutar»; o Protágo-ras, que en casa del propio Eurípides se atrevió a leer aquello blasfemo de Sobre los dioses no puedo saber si existen o sino existen. ¡Otro que tal, el bue­no de Protágoras, con su cuento gramatical de que a la artesa de amasar hay que llamarla la KapSóirri y no la KápSo.Tos, pues lleva artículo femenino! So­fistas, embaucadores, que no nos van a traer nada bueno con esas teorías... Y, en cuanto al propio Eurípides, ¿qué es, en definitiva, lo que ha aportado al teatro? ¿Triunfales magnificaciones de Atenas, como Los persas de Esquilo? ¿Serenas y hermosas admoniciones contra la desmesura, como la Antígo­na? Nada de eso.

Se presentó por primera vez cuando Estrepsía­des era un muchacho. El autor tampoco tendría mu­chos años más. Obtuvo sólo el tercer premio, cosa que jamás ha ocurrido a Sófocles, siempre vencedor o segundo como máximo ; y hasta después de catorce

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años no consiguió ser el primero. ¿Por qué? ¡Por algo será! Pues porque este hombre, que no puede ver a las mujeres, él sabrá por qué, aunque todos nos lo suponemos, se divierte presentándonos a unos monstruos femeninos que no se sabe si producen más horror o asco: en aquella presentación inicial era, por cierto, esta misma Medea de hoy, que con­vence a las Pelíades para que metan a su padre en una caldera hirviente en que las muy ignorantes creían que iban a rejuvenecerle. Pero ¿cómo pensa­ba ganar con ese despropósito ? Pues no escarmentó : a la vez siguiente, dale con Medea, esta vez como mujer del calzonazos de Egeo y madrastra malvada del propio Teseo, nuestro héroe inmortal; y, en se­guida, aquella joven barragana de Amintor que se venga del desaire de Fénix haciendo que su padre le mande sacar los ojos ; y luego Estenebea y Fedra, jugando la misma mala partida a Belerofontes e Hi­pólito con evidente falta de originalidad; y no co­mentemos lo de Aérope y sus relaciones adulterinas con Tiestes, porque eso es ya el colmo. Pero ¿es que para Eurípides no hay ninguna mujer buena ?

— Sí, claro, dicen que también sabe presentar heroínas que sufren en silencio. Pero ¡qué sufrimien­tos ! Ya era cosa de risa, en aquella primera ocasión. Los escirios, con la desgraciada Deidamía embaraza­da de Aquiles, y el majadero de Licomedes preocupa­do por si tendría o no pleuritis... Luego vino la serie de siempre... Alcmena, Dánae... Ni la una ni la otra, pobrecitas, sabían por lo visto lo que les pasaba... Y de Pasífae, ¿para qué vamos a hablar? Todo lo

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más, todo lo más, Laodamía, aquella viuda de Protesilao que decide tirarse a la hoguera mor­tuoria de su esposo. Bueno, después de todo no hizo más que lo que debía. Como Alcestis, de la que tanto habla la gente. Sí, sí, mucha ab­negación, pero hay que acordarse de con qué insistencia pedía a Admeto que no se volviera a casar... En fin, veremos esta vez. Tenemos anun­ciado el Dictis; y también otro Füoctetes, con el que querrá hacer la competencia a aquel ya antiguo de Esquilo; y un drama satírico. Los segadores, de esos que se le suelen dar tan mal... Y la competencia es dura; con Sófocles no hay quien pueda, y además Euforión, el hijo de Esquilo, que tampoco es malo... Pero sí, sí, ya me callo. Ya está la clásica nodriza en escena.

Ojalá que jamás la nave Argos las azules Simplégades en bu^ca de la tierra de Coicos traspasara, ni caer por jamás debió en los valles del Pelión la madera...

La pobre nodriza, bondadosa, pero no muy agu­da, sale a la puerta del palacio para explicamos, en un mar de confusiones, lo que en parte ya sabíamos. Ante todo, que Medea tuvo que dejar su tierra mo­vida por una verdadera pasión amorosa hacia Jasón. Esto a Estrepsíades, tan poco exigente en sus rela­ciones eróticas, no le acaba de convencer. Ni, proba­blemente, a casi ningún espectador. Los coetáneos

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de Eurípides saben separar bien el furor pasional de la plácida vida doméstica de burgueses y burguesas.

Ahora Medea está en Corinto con su marido y sus hijos. Al público esta circunstancia le interesa mu­cho. ¿Cómo va a salir del paso Eurípides, atrevién­dose nada menos que a situar la acción en la ciu­dad que en estos días está aguzando las armas con­tra Atenas? Unos versos más adelante, el pedagogo describirá una bonita escena de paz : la de los viejos charlando y jugando al chaquete en torno a las aguas míticas de la fuente Pirene. Estrepsíades, que todos los días en el agora oye pestes de los corintios, que­da mal impresionado ante esta serena neutralidad que denuncia aquí al autor como tibio patriota. Ade­más ¿no refiere la vieja leyenda que los matadores de los hijos de Medea fueron precisamente los de aquella ciudad? ¿Cómo es que aquí, según cuentan los que han estado en los ensayos, se les descarga de tan grave culpa? Algún enterado anda ya propa­lando el sabroso rumor de que al poeta le han dado los corintios cinco talentos para que modifique la leyenda; y el público, crédulo como todos los de su clase, se lo cree a pies juntillas.

Pero volvamos a la nodriza. Medea no lo estaba pasando del todo mal gracias a sus esfuerzos por agradar a los ciudadanos y obedecer siempre a Ja­són; pero ahora todo son gritos, lloros, reproches. Su esposo ha decidido abandonarla para casarse con la hija del rey Creonte. Medea, exhausta, en ayunas, no tiene fuerzas más que para gemir. Y la nodriza, que la conoce bien, está asustada. ¡Mira a los niños

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de una manera! ¡Es tan fértil en trazas y está tan poco acostumbrada a las humillaciones! El público se encuentra ya sobre aviso: está muy reciente toda­vía el Tereo de Sófocles, con la escalofriante vengan­za de la agraviada Procne.

Ahora vienen por el lateral los dos niños, sofo­cados de correr y jugar, y tras ellos el pedagogo, un vejete ridículo y lleno de importancia. La situa­ción empeora. Ha oído decir que Creonte, temeroso ante la posible reacción de Medea, quiere ahora ex­pulsarla del país juntamente con sus hijos. Al peda­gogo, hombre bataneado por la vida y conocedor pesimista de la naturaleza humana, no le sorprende ya nada. Y, cuando está enfrascado en una rociada de pedestres refranes, se oye desde dentro, a través de la puerta abierta, la voz de Medea en unos lúgu­bres anapestos.

— ¡Ay, ay, ay, desgraciada de mí con mi pena' — ¡Ay, ay, ay, yo quisiera morir!

Las primeras palabras de la protagonista no anuncian nada bueno. La vieja, asustada y llena de humilde afecto hacia sus pupilos, pide al preceptor que desaparezca con ellos ; pero el pedagogo, aturru­llado, los introduce precisamente en la sala donde está Medea. Vuelve ésta, ya francamente, a su tema tétrico. ¡Que mueran los niños, que muera el padre, que se venga abajo la casa entera! La nodriza ataca también ella la vena de la sabiduría popular. Los ti­ranos —y Medea es uno de ellos— son terribles.

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Mandan siempre, nunca obedecen, tienen caprichos. ¡Cuánto mejor la aurea mediocritas de una vida sen­cilla!

Entre tanto, las quince corintias del coro empie­zan a responder a la salmodia de Medea, todavía in­visible, con consejos banales. ¡Siempre igual, los po­bres coristas! ¡Siempre atormentados por la dificul­tad de complacer simultáneamente al déspota y a la justicia! Nuevos anapestos; primeros cantos corales mezclados con más vulgaridades filosóficas del ama; y ya está aquí Medea. Verdaderamente se ha hecho esperar.

Su máscara, como todas las trágicas de la época, es un poco esquemática y deja todo el juego psíquico a la intuición del espectador. Afortunadamente, éste tiene el suficiente sentido estético para ponerse en si­tuación aun a través de los mediocres medios expre­sivos del «atrezzo» y aun pasando por la convención de que el personaje sea representado por un varón. No importa. Estrepsíades y Fidípides se hallan plena­mente sumergidos en la magia literaria del tema.

Ya ha pasado lo peor del ataque. Medea está —o finge estar, pues de una maga oriental se puede es­perar todo— más tranquila. Su largo parlamento tie­ne cierta coherencia. Ante todo una extensa lamenta­ción, encaminada evidentemente a ganarse el coro, sobre los males de ser mujer. Aquí Estrepsíades muestra de modo ostensible su desacuerdo. La heroí­na se queja de la necesidad de comprar marido con la dote, de la vergüenza que supone el tener un dueño del propio cuerpo, de la casi imposibilidad de

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un divorcio para la mujer, de las dificultades de la vida conyugal para las jóvenes inexpertas, de la so­ledad de la esposa en el hogar mientras el marido anda por la calle. A Fidípides, que ha visto última­mente a las mujeres llevar una vida de relación un poco mayor, esta última lamentación le parece razo­nable. Su padre, en cambio, no anda lejos de la ex­presión que empleará Feríeles al año siguiente en el epitafio : a las mujeres honradas lo mejor es que na­die las vea en la calle ni hable de ellas ni para bien ni para mal. Pero ¿qué dice ahora Medea ?

Y cuentan ote nosotras que en la casa nos quedamos sin riesgos mientras ellos pelean con la lanza. ¡Mal razonan! ¡Tres veces batallar escudo en ristre a parir una vez preferiría!

Murmullos en el público. ¿Cómo se atreve Eurí­pides a rebajar así los méritos del pueblo vencedor en Maratón y Salamina, a desmoralizar de tal modo a quienes quizá mañana tengan que salir para el istmo?

La sorpresa ha hecho a los espectadores perderse unos versos. Medea está haciendo al coro la ordinaria petición de silencio sobre sus planes. Esto es un ab­surdo, pero necesario. ¿Cómo aceptar que las jóvenes corintias, paisanas de Creonte y de su hija, resulten cómplices de su dueña en una maquinación que de­bería horrorizarlas? Ahora bien, si no fuera así, ¡adiós tragedia! Hay que resignarse a ello.

Entrada del «barba»: Creonte, rey del país y

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padre de la prometida de Jasón. El hombre está mo­lesto: la papeleta, verdaderamente, es difícil. En el fondo, al monarca le da mucha pena Medea, a la que, por otra parte, teme con instintiva repugnancia ha­cia las mujeres listas y, encima, bárbaras. Pero, cla­ro, si se blandea está perdido. Medea intenta tranqui­lizarle. Aquí parece como si el mismo Eurípides, a quien su propia genialidad hace impopular, planteara su caso ante los ciudadanos. Es mejor poseer una in­teligencia normal que dotes extraordinarias. Al pen­sador le llaman ocioso, y al que es hábil le envidian. Eurípides, harto de no triunfar, tendrá que pasar sus últimos meses en las inhóspitas tierras de Macedonia ; a Medea, que viene de la Cólquide con reputación de sabia hechicera, se la mira con malos ojos. Pero ¿será ella realmente tan perversa? Creonte empieza a ceder terreno. Unos arrumacos más y concederá un día de plazo para preparar el viaje. Hace mal. Y lo peor es que lo sabe.

Mutis de Creonte. Medea se explaya con las cria­das. Es el primero de los tres famosos monólogos. Ahora parece una fría y lúcida profesora en un día inspirado. En primer lugar, es evidente que Creonte es tonto. Eso está claro. Ahora se trata de decidir el medio de venganza. Al parecer no piensa en los hijos de ella misma y de Jasón, como temía la nodri­za, sino en la que va a ser pareja de recién casados. ¿El fuego, el acero, el veneno? Ya se verá. Pero, de momento, otra cuestión: ¿adonde se retirará? A casa no puede ir: no olvidemos que para escaparse con el argonauta tuvo que matar a su hermano inocente.

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Es cierto que tiene recursos mágicos: no en vano es nieta del Sol y venera como diosa protectora a Hé-cate. Pero, en último término, no los necesita.

En efecto, el público, que ha visto, digámoslo asi, el tercer acto, la tragedia Egeo, antes que el segundo, sabe que el rey de Atenas va a aparecer como mensa­jero salvador. Esperemos, pues, nuevos acontecimien­tos; y que el coro entone laudes de las pobres muje­res tan infamadas.

Eurípides, con extraordinaria pericia, está ha­ciendo lo que quiere con el público. De momento, Me­dea resulta antipática por su dureza y perfidia, no sólo a Estrepsíades, antifeminista en el fondo como el noventa por ciento de los atenienses, sino también a su hijo y a la mayor parte del público. Si seguimos así, esto se convertirá en un vulgar cuento de buenos y malos de una pieza. Pero aquí está Jasón. Todo va a cambiar.

Al menos para Fidípides. El padre no es hombre que hile tan sutil en cuanto a matices. Además, en su juventud oyó recitar algo de Pindaro. Aquellos ver­sos magníficos de la cuarta Pitica:

Y llegó con el tiempo el hombre extraordinario de las dos jabalinas. Una doble veste le recubría: el indumento común de los magnetes que a su cuerpo admirable se ceñía y una piel de pantera para guardarse de la helada lluvia.

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Ni había recortado de su pelo los bucles admirables que de fuego su espalda llenaban por entero.

El Jasón heroico, al que todos recuerdan, reúne en sí maravillosas dotes de juventud, belleza y gallardía. Va a recorrer medio mundo en pos del mágico vello­cino: es fuerte y sabe lo que es. No resulta extraño que Medea, la arisca y primitiva doncella llena de ardores, caiga subyugada ante el griego recién arri­bado. Siglos más tarde, el patetismo barroco de Apo-lonio nos contará cómo el desvergonzado Eros hirió con su flecha a la heroína y cómo

marchaba saltando y riéndose el dios de la sala de altos techos; y abajo inflamábase el dardo en

el alma de Medea al igual de una hoguera. Lanzaba al

Esónida brillantes, frecuentes miradas; de angustia su pe­

cho jadeó entrecortado; perdió la memoria de todo y dejó él corazón derretirse con suaves dolores.

Sí, pero las cosas son como son. En el público hay más de un maduro ciudadano que, como Jasón, su­cumbió un día a la tentación del exotismo y los en­cantos juveniles de una extranjera conquistada, por ejemplo, al azar de las campañas militares. Atenas se acaba de asomar al exterior después de unos decenios de relativa paz. En marzo del 457, siendo joven Es-

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trepsíades, 177 hombres de una sola tribu murieron heroicamente en las más dispersas regiones : Chipre, Egipto, Fenicia, Egina, Mégara. Otros, con más suer­te, volvieron cargados de botín o unidos a una her­mosa y apasionada concubina. Pero Pericles estaba siempre al quite. Por aquel camino, la población ateniense corría derecha al mesticismo con todos los peligros que ello implica. Y en el año 451-450 se dic­tó una ley que restringía la ciudadanía a los hijos de padre y madre atenienses. Con ello, los ya no jóvenes ex combatientes a quienes la primera arruga, la pri­mera adiposidad, las rarezas normales en una ex­tranjera drásticamente trasplantada habían hecho empezar a arrepentirse de la travesura, debieron de encontrar un magnífico pretexto. Sobre todo si la ley, como es probable, tenía carácter retroactivo. Entonces, el ciudadano se podía creer en la obligación de procurarse como fuera herederos legítimos de un patrimonio inaccesible a los pobres bastardos ya nacidos. Esto es lo que Jasón va a hacer. Y lo que quizá haría Estrepsíades si hubiera alguna manera de quitarse de encima a aquella mujer latosa. Y lo que Fidípides, en su extrema juventud, comienza ya a no comprender. Como tampoco el creciente sec­tor del público que cree ya más en los instintos y en la naturaleza que en la convención que, después de todo, son las leyes.

El caso es que los veinte años últimos deben de haber dado mucho que hablar en cuanto a ese pro­blema siempre nuevo y siempre viejo. El público, silencioso, espera el agón que se presiente próximo.

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Jasón, al que una caracterización realista habría presentado quizá panzudo y calvo, argumenta con cierta pobreza de recursos.

¡Estas mujeres son terribles! No dejan hablar, se apasionan, todo lo ven de modo simplista. Y además ¡qué obsesión siempre con el mismo tema, que si el amor, que si la fidelidad, que si la gratitud! Pero ¿es que la cama va a ser todo ? ¿Es que no hay cosas más importantes en la vida? Aquí está él, un hombre honesto lleno de buenos propósitos. Se casa nada me­nos que con la hija de un rey ; progresa él, hace pro­gresar a sus hijos, que ahora son atenienses de ínfi­ma categoría y que van a tener futuros hermanitos de familia distinguidísima. Sí, es cierto que las gentes humildes —la nodriza, el pedagogo, el coro— toman partido más bien por Medea, pero es que no entien­den el aspecto social, la razón de Estado que late en el problema. Jasón, en aras de la paz, está dispuesto a todo: dinero desde luego, todo el que ella necesite, y cartas de recomendación a algún amigo de otra ciu­dad para que la trate bien. ¿Qué más va uno a que­rer? Pues no hay manera: esta mujer empezó por insolentarse con Creonte, poniéndole de mal humor, y ahora hay que ver la sarta de insensateces que voci­fera. ¡Barbaridades, claro está! ¿Qué podría uno es­perar de una extranjera estrambótica que no se da cuenta de la suerte que ha tenido? Conocer los refi­namientos de Grecia, vivir en un país civilizado, que sus hechicerías gocen de una cierta reputación. Pero, en fin, no hay más que aguantar pacientemente el chaparrón y dejarla que, con los ojos llenos de odio,

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silbe como una serpiente sus maldiciones llenas de eses:

εσωσά σ', ώς ΐσασιν Ελλήνων δσοι...

Υ que se queje de lo mucho que ella hizo por Ja­

són, que era entonces el desterrado, y de cómo, por culpa suya y del amor, se enemistó primero con su propia familia, y luego con la de Pellas, de modo que ahora ¿adonde va a ir? ¿Quién la va a acoger? Sin ciudad, sin esposo, sin fortuna, sin siquiera un ele­

mental signo de pertenencia a la comunidad helénica, ¿qué va a ser de Medea?

Parte del público está con un verdadero nudo en la garganta. Y Eurípides también. El comprende me­

jor que nadie la soledad terrible en medio de una gran multitud. El ve muy clara la figura de esta desven­

turada mujer a quien ninguna raíz familiar, social o nacional ata los pies al terruño. Dos siglos y pico más tarde, Ennio escribirá en latín dos tragedias sobre Medea. A Cicerón le impresionó aquel pasaje en que la protagonista, llena de propia miseratio ac maeror, vibraba lastimeramente en su monólogo:

Quo nunc me uortam ? Quod iter incipiam ingredi ? Una de estas tragedias se llama Medea exul. «Me­

dea la desterrada». También Eurípides es un deste­

rrado. De Atenas y de sí mismo. Por eso pone en estas líneas lo mejor de su alma.

Pero el tiempo corre y la tragedia también. Las doncellas del coro, profundamente compadecidas de Medea, piensan aterradas en los males que el furor

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erótico puede llegar a ocasionar. Y, de pronto, apa­rece Egeo. Otro personaje un poco romo, como todos lo que se mueven en torno a Medea. Viene de viaje, con una prisa enorme ; su diálogo con la heroína, bas­tante banal, está situado justamente en el centro de la obra. Y no sin intención. Desde aquí, los hechos se van ya a precipitar. Gracias, sobre todo, a un episodio un poco traído por los pelos y que más tarde Aris­tóteles criticará. No parece, ciertamente, que el poeta haya estado feliz en la justificación del meteòrico paso de Egeo por la escena. Si, la verdad es que Co­rinto está en plena ruta de Delfos a Trecén; pero no por ello deja de sorprendernos esta visita del monarca ateniense, que vuelve angustiado de consultar al orá­culo sobre la esterilidad de su matrimonio. Al prin­cipio, obsesionado con su tema, no hace gran caso a Medea. Que un marido quiera dejar a su mujer no es, después de todo, caso tan insólito. Pero ahora se trata de un nuevo matrimonio, y esto sí es importan­te. Egeo, aunque hombre flemático, entra al fin en si­tuación. Planes y juramentos. Medea, por vía natural o mágica, le dará los hijos tan añorados. Y Egeo no tolerará nunca que los de Corinto se venguen de ella. Lo cual evidentemente intentarán hacer. Porque ya es hora de que el coro, escandalizado al fin ante tales propósitos, conozca el verdadero plan. Engañará a Jasón fingiendo resignarse ; matará a la princesa ; se atreverá finalmente a asesinar a sus propios hijos. Ahora verá Jasón lo terrible que es la situación de Egeo. Medea, a quien todos niegan todo, va a arras­trar a los demás en su desastre.

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Ya no hay nadie en el público que sienta simpa­

tía hacia ella. Primero, la falsa palinodia ante Jasón. El muy necio no sospecha nada. Luego viene con los niños el pedagogo, que, siempre en la luna, piensa que las cosas están arregladas. Parece que esto se acaba; que no falta sino la escena ñnal de sangre y desastre. Pues no, Eurípides, el maestro en intrigas, reserva una sorpresa: ese maravilloso monólogo se­

gundo en que se mezclan sin separación posible el odio, la dignidad herida, la desesperación, la ternu­

ra. El poeta muestra que lo es, y en gran manera, abandonando el fácil recurso, que todavía se daba en Las Pelíades y Egeo, de la presentación de Medea como una especie de bruja de cuento infantil. Dos veces, ante la mirada inocente de las criaturas, está a punto la heroína de renunciar al desatino que va a cometer ; dos veces puede más en ella el genio malo que el bueno. Todavía una tercera vacilación frente a la dulzura del beso, la blanda tibieza de la piel, el frutal aliento de las bocas limpias; pero tampoco en esta ocasión prevalecerá la piedad.

Sí, comprendo el horror a que me atrevo, pero vencen mi juicio las pasiones, el peor de los males para el hombre.

Tremenda αμηχανία la de Medea aquí ; como tre­

mendo también el problema de Fedra, a quien Eurí­

pides presentará tres años después por segunda vez en una nueva versión de Hipólito. Los ojos del hom­

bre, abiertos finalmente al abismo de su propia al­

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ma. Los espectadores recuerdan el άρτι μανθάνω, «ahora me doy cuenta», con que el esposo Admeto llega en la Alcestis al fondo mismo de su infelicidad. Muchos años más tarde, en Las Bacantes, la reina Agave repetirá άρτι μανθάνω al volver en sí del delirio menádico. Medea lo sabe todo; pero no es aquí, como cualquier humano, más que un pobre monstruo bicéfalo en lucha consigo mismo. Ya Ho­

mero y Arquíloco mostraban al héroe monologando con su corazón rebelde. Ya Heráclito señaló, con su grañsmo habitual, que la pasión, el θυμό ,̂ se com­

pra lo que apetece al precio del alma entera. Allí cerca está sentado un hombre que nunca falta a los estrenos de Eurípides. Estrepsíades, que le conoce de referencias, está muy lejos de suponer que un día correrá a pedirle que enseñe a sofistizar a su hijo. Sócrates conoció a Heráclito precisamente gra­

cias a un rollo prestado por Eurípides; pero, en este punto concreto de la batalla del juicio y las pasiones, su sano optimismo pedagógico le hace discrepar a la vez del ñlósofo y del poeta. A los pocos días, un cu­

rioso le preguntó, en conversación que mucho más tarde contaron a Jenofonte, si consideraba como sa­

bios y dueños de sí mismos a los que, conociendo lo que hay que hacer, obran de modo contrario; y él contestó que no, sino como hombres necios y de dé­

bil natural. La virtud, en deñnitiva, no es otra cosa que conocimiento. Si Eurípides respondió a esto co­

rroborando su tesis en boca de la propia Fedra; si, a su vez, Platón ofreció otra réplica del filósofo frente a Protágoras, es cosa que aquí importa me­

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nos. Lo que está claro es que la lucha interna de Medea con su pasión, que en Apolonio va a tener desarrollo bellísimo y que llega hasta Ovidio {uideo meliora proboque/ deteriora sequor), adquiere aquí un vigor gigantesco.

¿Y qué más? Mucho y poco. La tragedia galopa hacia su climax. Ante el mensajero que viene a con­

tar la muerte atroz de Creonte y su hija, Medea exulta de júbilo al principio para terminar dudando por última vez. Pero la tarea debe ser rematada has­

ta el final: el elemento demònico, irracional que todos llevamos dentro (no en vano habló el sabio Heráclito del íj9os άνθρώττω δαίμων) ha tomado ya posesión firme del alma de la protagonista. Ahora el público escucha horrorizado los gritos de los hijos moribun­

dos en el interior de la escena. Acude Jasón desalado desde la calle; todo su empeño está ahora en salvar a los niños, cómplices involuntarios del doble asesi­

nato sobre los que teme que recaiga la venganza de los corintios. Pero la verdad es aún peor: el coro le informa de que ya es tarde. El héroe, loco de dolor, llama con grandes voces a los criados e intenta for­

zar la puerta atrancada. En estos momentos todos los espectadores tienen la vista fija en él: será muy difícil que nadie repare en que, disimuladamente, la protagonista está subiendo a la azotea, donde se des­

cubre un brillante carro tirado por dragones alados. Se oye desde lo alto la voz de Medea. Jasón que­

da petrificado. La dicción clara, melodiosa, ultrate­

rrena indica que la nieta del Sol está ya, y no sólo físicamente, en el nivel mítico a que le dan acceso

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SUS virtudes mágicas. No ha sido preciso el refugio ofrecido por Egeo. Es inútil que el héroe, vir dolorum hacia quien ahora afluye a torrentes la compasión del público, se desgañife impotente en insultos y amenazas. El público se acuerda de la escena ñnal de Belerofontes, con el protagonista intangible, en su Pegaso etéreo, ante la ira de Preto. Medea, imperté­rrita, no es ya la leona en celo herida en lo más hon­do de sus sentimientos, sino una más de las sonrien­tes diosas carniceras de los viejos mitos. Lejana, muy lejana. Parece como si el carro alado fuera real­mente perdiéndose en el aire. Y en escena, ante los ojos del público purgado en su alma por el terror y la compasión, un pobre hombre vencido.

A Estrepsíades no le ha gustado la obra ; a Fidí­pides sí. Años más tarde, padre e hijo llegarán a las manos en una discusión sobre el arte de Eurípides. Este tarda un poco más en abandonar su asiento. Ha percibido muy bien, con su gran experiencia tea­tral, que los espectadores irán encontrando tantos más defectos a la tragedia cuanto más ceda el trau­matismo de su tremendo desenlace. Parece perfilar­se incluso el veredicto del jurado, que se atendrá a la más pura ortodoxia escalafonal: primer premio a Euforión, hijo del inolvidable Esquilo; segundo a Sófocles; tercero, una vez más, a Eurípides. Alguien le toca en el hombro. Es un amigo que viene del ago­ra. La gente está agolpada en torno a alguien que ha llegado corriendo desde Platea. Unos tebanos han querido apoderarse por fuerza de la ciudad. Se ha combatido toda la noche en las calles oscuras y fan-

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gosas. Los aliados de Platea tendrán que intervenir; Esparta ayudará al otro bando. El coro inmortai de la Medea ha sorprendido a Atenas en el punto exac­to en que, terminada la gloriosa ascensión, se anun­cia inevitable el declive.

Desde antiguo dichosos fueron los Erecteidas, que, nacidos de los dioses felices, en una tierra sacra, inviolada, de la sabiduría más excelsa se alimentan, marchando con sempiterna gracia por el brillante éter donde dicen que antaño fue engendrada la dorada Harmonía por las nusve santas Musas de Pieria.

Eurípides ha quedado solo. Desterrado en medio de un rumoroso pueblo de cien mil almas. Como Me­dea. Medea exul.