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MEMORIAS DE UN CARRERO PATAGÓNICO ASENCIO ABEIJÓN

Memorias de Un Carrero Patagónico - Asencio Abeijón

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Crónicas de Asencio Abeijón

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Page 1: Memorias de Un Carrero Patagónico - Asencio Abeijón

MEMORIAS DE UN CARRERO PATAGÓNICO

ASENCIO ABEIJÓN

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PROLOGO

¿Un nuevo libro de viajes? Tal vez sí, pero al mismo tiempo algo muy distinto. No en galera como las descripciones de viajeros ingleses y algún francés o alemán por nuestras pampas en el siglo pasado, o el de algún turista explorador mochilero de las presentes décadas, en trenes, automóviles, aviones o buses. No, este viaje que emprenderá el lector lo hará en carro, desde el pescante. Y el relator será un auténtico carrero con décadas de oficio y manos callosas de tanto agitar las riendas.

Pocas veces se ha dado esto en la literatura de viajes, en los libros de memorias o recuerdos: que un trabajador de uno de los oficios más rudos desgrane así sus apuntes, como él mismo denominó a estas páginas, con un idioma tan rico que sirve hoy para medir casi como único testimonio de las primeras décadas de este siglo qué palabras se empleaban en ese rincón de nuestro Far South, cómo hacían entenderse las gentes que provenían de todas las regiones del país y del mundo.

Pero empecemos por él. Por el carrero y autor Asencio Abeijón. Este patagónico de pura cepa nació en Tandil (en Berlín existe el dicho: todo berlinés típico nació en Silesia o en Sajonia). En nuestra Patagonia se da mucho eso, principalmente debido a los viejos pobladores que vinieron de otras latitudes. Hoy, nuevas generaciones señalan con orgullo que ellos son NIC, nacidos y criados en la Patagonia. Vio la luz en esa ciudad bonaerense, igual que otro notable narrador patagónico: don Ramón Gorráiz

Beloqui, el conocido «cronista a caballa»'. Ya en 1903, los padres de Abeijón se trasladaron a Comodoro –hacía apenas dos años que se había fundado esa ciudad chubutense– en busca de mejor futuro. Pero oigámoslo a él mismo: «Mi papá vino para acá con cuatro hijos. Era el 1903, y no había médicos ni farmacias; ni escuelas, nada. Había coraje». Sí, coraje, un término en desuso, un término de un código fenecido en las actuales épocas. Un coraje con un gran contenido de resignación. Resignación porque se sabía que la única manera de seguir adelante era con eso: con coraje. Y si no preguntémosle a las parturientas en esas soledades, a los ovejeros quebrados al caer del caballo, a las madres que veían volar de fiebre a sus pequeños. «Conocíamos a todo el mundo –nos informa Abeijón poco antes de morir– la gente que pasaba no era mucha. Papá puso un boliche en arroyo La Mata, un paraje a quince kilómetros en el camino a Sarmiento. A nuestra llegada habría seis o siete casitas en el pueblo, pero con cada llegada de barco se juntaban treinta o cuarenta carros de lana. Venían los carritos de las aguadas de Rosales y la Mata con seis barriles de agua. Ese trabajo de abastecimiento llevaba una jomada con buen tiempo. Otro problema era la falta de escuela. En 1906 vino un médico, Carlos Canavechio: la familia Pereyra lo había hecho venir y se le pagaba entre todos.», y seguirá con sus imágenes: «El día más alegre del pueblo, de toda su historia fue el día en que llegó Isidro Quiroga. En cambio, cuando se descubrió el petróleo, es mentira que la gente salió a golpear latas ni nada; más bien decían:

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‘¡qué mala suerte! ¿vio?’ Porque era una frustración por el agua. Como todo chico, yo miraba pasar la gente»1.

A leer y escribir aprenderá en la estancia Gastaldi. Luego seguirá estudios con los salesianos en el pueblo de Deán Funes. De ahí pasará a Rawson y ya con 19 años, los curas lo ponen como maestro para enseñar a los que recién comienzan. Un año después entrará en Y.P.F. donde lo eligen delegado gremial. El general Mosconi lo cesantea no sólo por sindicalista sino por sus artículos en un diario local. Comenzará entonces su vida errante donde cosechará las experiencias que anotará pacientemente y que serán la base de sus posteriores crónicas y libros: será carrero, resero, camionero y contratista de esquila. Conocerá la cárcel, en Rawson, por motivos políticos. Más tarde funda los periódicos El trueno y El crítico y desde ese momento alternará el periodismo con la política. Será redactor en El Chubut y en El Patagónico y legislador provincial en dos períodos. En 1971, en Comodoro Rivadavia se publica su primer libro: Apuntes de un carrero patagónico.

Cuando, en 1973, quien escribe estas líneas leyó esta edición propuso de inmediato a la Editorial Galerna una edición nacional con el agregado de tres relatos más de Abeijón que habían sido publicados en El Patagónico, de Comodoro Rivadavia: El derrumbe, El cruce del Río Senguer y Fuego en Comodoro.

En el prólogo a esa primera edición nacional escribí, entre otros párrafos: «Tengo el presentimiento de que este libro de Abeijón será, apoco, una lectura obligada en colegios secundarios de las más apartadas regiones nuestras. Porque así como nosotros, cuando jóvenes, conocimos Misiones a través de Horacio Quiroga, las pampas a través de Enrique Guillermo Hudson y los cuentos de Benito Lynch, y Santa Fe por los relatos de Mateo Booz así, muy pronto, nuestros adolescentes encerrados en las cuatro paredes de nuestras monstruosas ciudades soñarán con la Patagonia viajando con el carrero Abeijón. Así como los chilenos del norte conocieron el frío sur de su país por intermedio de los sencillos e incisivos relatos de

Francisco Coloane (Tierra del Fuego, Cinco marineros y un ataúd verde, Rumbo a Puerto Edén). Sí, mi mejor manera de sentirme en esas amadas tierras de la Patagonia de ambos lados de la cordillera es leer, de vez en cuando, en voz alta, algunos renglones de Abeijón y otros de Coloane. Ya mi querido Joseph Conrad ha empezado a juntar polvo: no lo necesito tan seguido».

Abeijón no había leído a Conrad, sin embargo hay páginas que no tienen que envidiarle en dramatismo y sugerencias, y parecen sacadas de Tifón: por ejemplo, Un embarque con mar de fondo y Fuego en Comodoro.

Además del idioma nuevo formado en esas latitudes a principios de siglo, el valor principal de Abeijón está en el haber descrito con detallismo de grabador los personajes de la estepa, personajes que el tiempo ha hecho desaparecer: el chulenguiador, el carrero, el cazador de

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leones, el campiador, el nutriador, el tumbiador, que son los protagonistas junto al mar patagónico, el viento siempre constante, la nieve, las piedras, el polvo y la vegetación achaparrada que no se rinde.

La literatura regional comenzó, muchas veces, en el siglo XVIII o XIX, con los relatos de los viajeros europeos consignados en sus diarios de viaje. Muchos orígenes de pueblos se pudieron reconstruir precisamente sobre la base de esos diarios de viaje o recuerdos. Un ejemplar típico de ello es el libro Un poblador de las pampas, del estanciero inglés Richard Arthur Seymour, que consigna sus experiencias entre 1865 y 1868 en la zona de Fraile Muerto, la actual Bell Ville cordobesa .

Es interesante comparar el libro de Abeijón con el de Seymour, a pesar del distinto paisaje y de la diferencia de épocas.

Mientras Abeijón nos relata de primera mano conceptos, opiniones y creencias de la gente local, el inglés nos trasmite a través de su interpretación cuál era el pensamiento de los pobladores con respecto a ciertos temas. El siguiente párrafo de Seymour es sugestivo. Expresa que la estancia que compro estaba a «tresáentas millas de distancias de las tolderías y se nos informó que los indios sentían el mayor terror por las armus de fuego, y que nunca soñarían en atacar a unos ingleses bien armados y guarnecidos en una casa de verdad, agregándosenos que aquellos se limitaban a hacer incursiones anuales en busca de caballos o vacunos extraviados, fáciles de arrear. Se nos dijo también que nunca tocaban las ovejas, y a que éstos no eran capaces de marchar tan rápidamente como lo efectuaban ellos. En resumen, nos fueron presentados los salvajes más como unos pestilentes gitanos de los solitarios alrededores de algún pueblo inglés, que como un serio peligra»5.

Un contemporáneo de Asencio Abeijón, Alfredo Fiori, uruguayo de nacimiento que como él fue a vivir desde muy niño al sur argentino, en este caso a la zona de San Julián, escribió páginas de gran valor histórico regional. Vivió allí hasta su madurez y fue, pese a su juventud, uno de los dirigentes más activos de las huelgas rurales patagónicas del ‘21 y ‘22, de trágico fin. Fue también carrero, ovejero, arreador y changador. Luego fue a residir a Buenos Aires donde su vida cambió totalmente. Hizo una pequeña fortuna en el comercio y fue benefactor de las letras y de las artes. Fundó el teatro Patagonia en el centro de la ciudad, que se constituyó –en la década del cincuenta– en una de las salas más importantes de la capital argentina. Escribió tres libros: La conciencia en el arte, Con el corazón en la mano y Futuro gobierno del mundo. En el segundo de ellos dejó testimonio de su vida patagónica. Es notable la descripción del carácter de dos mujeres patagónicas en el capítulo Mujeres heroicas. Alfredo Fiori escribió, además, muchos folletos sobre la vida en el sur, con el seudónimo de Juan Patagonia.

Larga sería la lista de autores patagónicos desconocidos en el resto del país. Pero me voy a detener en uno: Elias Chucair, de la localidad rionegrina de Ingeniero Jacobacci. Si las próximas generaciones sabrán cómo fueron los comienzos de esa población, su historia, y

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sus personajes de todo este siglo, se lo deberán a él. Primero, por una publicación que sacó a la luz regularmente donde fue reproduciendo los testimonios de viejos pobladores, y luego la de los viajeros. Hasta los nombres de los viajantes de comercio de Buenos Aires que pasaban regularmente por allí, el nombre de las posadas y hotelitos, la de los médicos y abogados y la de los hijos que partieron hacia la gran ciudad. También sus investigaciones históricas son notables como El maruchito hacedor de milagros en la meseta patagónica, La inglesa bandolera y otros relatos patagónicos y Partidas sin regreso de árabes en la Patagonia.

Pero, si no son descubiertos por Buenos Aires, los intelectuales patagónicos han decidido descubrirse entre ellos. Fue así como comenzaron las ediciones patagónicas. Para dar una muestra debemos mencionar al libro Sur del mundo, editado por el diario El Patagónico al cumplir su primer cuarto de siglo, con textos de los narradores sureños Asencio Abeijón, Gregorio Álvarez, Diego Angelino, David Aracena, Donald Borsella, Aquilino E. Isla, Héctor Méndes, Luisa Peluffo y del santacruceño Héctor Peña . Pero, para conocer todo ese mundo extremo y mágico hay que empezar a leer como guía un pequeño y sabio libro: El otro lado de los viajes del etnólogo e iconólogo chubutense Rodolfo Casamiquela, que ha editado la Editorial Universitaria de la Patagonia. En apenas 63 páginas está la trágica historia de los habitantes primitivos, luego las relaciones de los blancos con los indios, las etnias precolombinas e históricas y la caracterización de las culturas históricas. Tiene juicios profundos –y a mi parecer definitivos– sobre las campañas de Rosas y Roca, y acerca de la actuación de los salesianos y de otras religiones cristianas en la denominada civilización del indígena.

Es decir, antes de subirse al pescante del carro lanero de don Asencio Abeijón; con la luz del candil de la madrugada, repasar a Casamiquela para conocer la historia de esa magia que se va a encontrar en el paisaje.

Al regreso empezará el gusto por lo nuestro: conocer la tierra a través de quienes la amaron y sintieron. Por supuesto, tendré que volver una y otra vez al gran clásico, el Hudson de Allá lejos y hace tiempo, Días de ocio en la Patagonia y En tierra purpúrea para después solazarnos con Hudson a caballo, del olvidado Luis Franco. Y de Hudson, pegar la vuelta y releer a Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles. Y después buscar sendas casi desconocidas como la que marcó Luis Armando Espeche en su Vida de petroleros, a través de la selva salteña y del desierto patagónico, o gozar del paisaje cuyano con El pájaro brujo, de Juan Draghi Lucero.

El epitafio de la tumba de Hudson, ese escritor traveller, reza así: «.Amó a los pájaros, los lugares verdes, el viento en los matorrales y vio el brillo de la aureola de Dios». Se me ocurre que la tumba de nuestro carrero patagónico, don Asencio, debería tener estas palabras: «Amó el desierto, sostuvo la mirada del guanaco y siguió el rastro del león

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cebado, escuchó a la gente sencilla, se asomó a las bahías luminosas y enfiló con su carro hada la ruta final de las estrellas sureras».

OSVALDO BAYER

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LA CHULENGUIADA

Antes de que el Sol de ese diciembre de 1910 refleje sus rayos en los filos y puntas de los cerros más altos, el chulenguiador., polvoriento y andrajoso, ensilla su caballo al que, en el transcurso de la breve noche del verano patagónico, ha dejado atado a soga, para que no se aleje mucho del lugar ni se llene de pasto hasta el punto de no poder sobrellevar bien las violentas corridas a que lo ha de someter en las primeras horas de la madrugada.

Para el trajín violento, y hasta peligroso, que significa la caza del ágil y veloz guanaquito de pocos días, es imprescindible aprovechar al máximo el fresco de la mañana, y un buen estado físico del caballo.

Después que el sol calienta, no hay cabalgadura capaz de resistir por mucho rato esa enloquecida persecución de las cuadrillas de guanacos con crías, ágiles y resistentes, huyendo con velocidad que asombra, a través de campos dilatados y desprovistos de agua, quebrados, montosos y pedregosos en partes, y en otras arenosos hasta dificultar la marcha.

Además, las cuadrillas de guanacos con crías que defender, fogueados en las corridas que, año tras año les destruye la descendencia, adquieren extraordinario sentido para elegir en su fuga los terrenos de características más adecuadas para dificultar la persecución del tenaz chulenguiador, también fogueado en las artimañas defensivas de los animales.

En el atardecer del día anterior, el hombre ha divisado desde mangrullos distantes la ubicación de las distintas cuadrillas, y su experiencia le hace saber con precisión en qué lugar podrá sorprenderlos al amanecer del día siguiente.

Por ello, sabe también el número de chulenguitos que hay en cada cuadrilla, las horas o días que cada uno puede tener de edad, y la resistencia que podrán oponer a su persecución.

Con tales observaciones se forma su plan de trabajo para el día siguiente, y, al tranco, para reservar caballo, regresa a su campamento, hábilmente disimulado en una hondonada con matorrales espesos, muy adecuada para evitarle encuentros con el dueño del campo, que no tolera chulenguiadores en su predio.

Después de comer un asadito, plato único de todo buen chulenguiador, prepara su cama con el recado, y duerme hasta que el brillo de las estrellas, al debilitarse, indica que la aurora se aproxima.

Nuevamente su menú, de asado y mate amargo, y con las primeras claridades del alba, está en marcha para aprovechar la fresca.

Son incomparablemente hermosos los amaneceres patagónicos, cuando no hay viento. Desde lejos y debilitado por la distancia, llega el bullicio que indica faenas de esquila, en

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una estancia que las quebradas ocultan, y que sólo la serenidad de esas mañanas diáfanas hace posible escuchar.

Lamentoso balar de ovejas y corderos en el corral; ladrar de los perros que trabajan; agudos silbidos de los ovejeros, y sus enérgicas voces de mando a los perros, siempre acompañadas de palabras gruesas, que los ecos repiten.

Todo esto ha roto la tranquilidad silenciosa de la noche que sólo un levísimo trepidar de la tierra interrumpía, casi imperceptible, motivado por un pozo de gas en llamas en las proximidades de Comodoro Rivadavia, y que, pese a la distancia de más de cuatro o cinco leguas, reflejaba, hacia el Este, un tenue fulgor rojizo, que se pierde con los primeros vestigios de la aurora.

Indiferente a todo, el chulenguiador repecha al trotecito de su caballo una cuesta suave, a cuyo final se forma una planicie en la que él calcula hallar a una de las cuadrillas que observó en el atardecer del día anterior.

Sabe que, en la época de cría, los guanacos pastan en los faldeos y lugares altos, desde donde les resulta fácil vigilar, a la distancia, cualquier peligro que se avecine.

Demuestran preferencia por los lugares en que el color de su piel se adapta al del terreno y los matorrales que lo circundan, lo cual los hace menos visibles a los ojos de los poco expertos.

Sus cálculos no engañan al chulenguiador. A unos dos mil metros de distancia ve a la cuadrilla que pasta esparcida. Es mucha distancia para emprender una persecución exitosa, puesto que el chulengo, al día de haber nacido, ya es corredor y resistente.

El hombre se oculta con gran premura, buscando la oportunidad de acercarse algo más sin ser visto, para darles la atropellada inicial por sorpresa, pero al instante, el relincho peculiar del vigilante mascota (guanaco macho, jefe y cuidador de la cuadrilla, de la cual ha desplazado en tremenda y ruidosa pelea a los rivales de su sexo); le indica que éste ya lo ha descubierto, y con su grito de alerta pone sobre aviso a las hembras y a sus crías.

Desde ese momento se entabla un duelo de astucia entre el hombre y el animal, tratando cada cual de hacerse el zonzo, pero siempre con la intención de desorientar al adversario.

Sabiendo que iniciar la persecución desde esa distancia sólo le servirá para cansar caballo inútilmente, el chulenguiador cambia de rumbo, en un simulado alejamiento. Su intención es dar un rodeo siguiendo un cañadoncito que lo oculta a la vista de los guanacos, para tomarlos desde menor distancia.

Después de su relincho de advertencia el guanaco mascota simula pastar, como creyendo en el simulado retiro del hombre, pero apenas éste desaparece de la vista, el animal, siempre

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haciendo como que come, se dirige al tranco hasta el filo de la planicie para observar el rumbo que sigue el cazador.

Su vista y sus oídos penetrantes están en permanente observación y de tanto en tanto levanta su largo cogote negro, haciendo como que mira a la cuadrilla a su cargo, pero sus ojos observan de soslayo al cazador que se cree invisible. La simulación en la lucha por la vida.

El hombre desaparece en una quebrada, y al suave galope de su caballito criollo bordea el cañadón siguiendo una cuesta poco empinada, por la cual espera subir con mayor rapidez y menos desgaste de caballo a la cercana pampita, tomando desprevenida a la cuadrilla, pero apenas ha recorrido un corto trecho, de nuevo ve frente a sí, en el filo de la planicie, emerger el cogote tieso del guanaco que lo vigila.

Ante esto, el hombre sigue simulando indiferencia, pero deja escapar una interjección gruesa, propia del lugar y la impaciencia, que le ocasiona el hecho de ver descubiertas sus intenciones.

Sabe que, si hubiese podido iniciar el ataque desde ese lugar, y por sorpresa, en esa atropellada le habría sido fácil atrapar cuatro o cinco chulenguitos y, a la vez, hacer que la cuadrilla, en su huida, se desplazara en dirección al lugar en que él tenía su tropilla, lo cual le habría permitido cambiar caballo de refresco, con muy poca pérdida de tiempo. Una verdadera lucha entre veteranos patagónicos.

Da un nuevo relincho el mascota, y la cuadrilla, que pasta dispersa, con suave y elegante galopito, se concentra nerviosa cerca de él, pero no inicia la fuga, ni lo hará, hasta que el mascota le indique la dirección en que deba hacerlo.

Reunida en vigilante expectativa, cada hembra con su cría al lado, colocada de forma que su cuerpo la oculta a la vista del chulenguiador, la cuadrilla observa con los cogotes enhiestos, a la espera de que el mascota, en un relincho, emita la orden final.

Comprende el chulenguiador que ya ha perdido las ventajas de la sorpresa, pero antes de apurar la situación, efectúa una nueva tentativa para hacer prevalecer su astucia.

Da vuelta su caballo y comienza a galopar, alejándose de la cuadrilla. Desaparece en un zanjón, y luego reaparece unos cien metros más adelante, siempre alejándose, a la vez que observa cómo el guanaco mascota no lo pierde de vista. El cazador supone que con esta estratagema el animal creerá en su alejamiento definitivo, y se confiará.

En cuanto llega a una hondonada que lo oculta a la vista del guanaco, varía de dirección, tomando nuevamente rumbo hacia la cuadrilla. Se interna sin que lo vean, en el zanjón, e inclinado sobre el recado aprovecha el terreno arenoso para galopar sin hacer ruido, y

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dando un rodeo de más de dos mil metros, siempre oculto, encara al fin la subida a la planicie; por el lado opuesto al de antes.

Pero lo primero que ve frente a él, parado en el filo de la loma, es al guanaco mascota, el cual ha ido bordeando la altura de la meseta disimulándose en cada mata, mientras observa al enemigo y adivina sus intenciones.

Ya seguro del ataque, el mascota emite un nuevo relincho, más corto que los anteriores y, al mismo tiempo, en un elegante movimiento se abalanza y gira a la vez sobre sus patas traseras galopando unos treinta metros en dirección opuesta al chulenguiador, con lo cual le indica a la cuadrilla hacia qué lado debe emprender la fuga.

Luego disminuye un tanto su galope, retrasándose un poco y variando levemente de rumbo, a la espera de que el perseguidor, al hacer su aparición en el borde de la cima y verlo tan cerca, se engañe y lo persiga a él.

El hombre deja de lado toda simulación que ya sabe inútil, y dando a su caballo un sonoro rebencazo, inicia el ataque en forma directa, por la pendiente elegida con un pesado galope.

Cuando llega al borde de la planicie, ya la cuadrilla, que ha sacado ventaja mientras el cazador subía, se va alejando a galope lento, como reservando energías, mientras que el mascota que cubre la retirada sigue su galope más lento y, a ratos, hace como que se halla rengo, dejando que el hombre se le acerque hasta menos de diez metros, en una desesperada tentativa de que, creyéndolo presa fácil, se entusiasme en su persecución y se desvíe de la dirección que sigue la cuadrilla.

Esta galopa en forma ordenada, graduando su velocidad con la de los pequeños chulengos, a los cuales, mientras corren, ubican de forma que con su cuerpo lo tapan a la vista del chulenguiador.

Ya en plena planicie, el perseguidor lanza su caballo a toda rienda en pos de la fugitiva cuadrilla, la cual se agrupa más y aumenta la velocidad de su fuga, obedeciendo a un nuevo y breve relincho del mascota.

Este sigue en forma desesperada sus tretas tendientes a atraer sobre sí al cazador. Se desvía y cuando ve que el hombre, sin ocuparse de él, sigue persiguiendo a la cuadrilla, vuelve a gran velocidad, cruza por delante del chulenguiador a menos de cinco metros de distancia y, en ese preciso instante, finge un tropiezo y de inmediato una simulada renquera que, por supuesto, no tiene éxito.

Antes de diez minutos de carrera, un chulenguito de pocas lloras comienza a rezagarse, con gran desesperación de la madre que se rezaga con él, emitiendo de tanto en tanto gemidos lamentosos que son una afligida invitación a realizar un esfuerzo supremo, hasta que la llegada del perseguidor la obliga a abandonarlo ante la seguridad de una defensa inútil.

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Violentamente llega el hombre y sofrena su caballo, arrojándose de él antes que termine de detenerse y, sobre el mismo movimiento, con el cabo del rebenque aplica un fuerte golpe en la débil cabeza del animalito, que se desploma con un corto y penoso gemido de criatura.

Antes de medio minuto el jinete ha montado nuevamente a caballo y parece volar en pos de la cuadrilla, que ha sacado alguna ventaja.

De golpe, la persecución se ha tornado ruidosa y endiablada.

Gambeteando obstáculos y saltando matorrales y zanjones, la cuadrilla desciende velocísima por una pendiente pronunciada y pedregosa, elegida intencionalmente porque saben que así aumentan las dificultades del implacable perseguidor.

Cruzan un pequeño valle y encaran una cuesta arriba, que les resulta ventajosa porque en ella se desplazan con relativa facilidad.

Pero el chulenguiador conoce al detalle el terreno en que actúa, y realiza una cortada que le disminuye la distancia y la dificultad de la cuesta arriba. En enloquecida carrera, avanzan zigzagueando entre mogotes y matorrales con su jadeante y sudoroso caballo y, en el calor de la persecución, ni siquiera se da cuenta que los espinosos molles, la mala espina y los calafates hacen jirones sus ropas y desgarran sus carnes.

El ruido de la persecución ha ahogado todos los rumores típicos del lugar, terminando con el orden y la tranquilidad mañaneros.

Casi de entre las patas del veloz caballo remonta asustado y ruidoso vuelo en varias direcciones una bandada de martinetas, que intercalan silbidos en su vuelo y hacen dar una espantada al caballo que casi despide de su lomo al chulenguiador; quien se enoja e insulta.

Un zorrino rezagado, que se dirige a descansar a su cueva, se detiene, con sorpresa y enojo, frente a ese sonoro tropel, rodar de piedras y crujir de ramas. Alza amenazante su peluda cola rosilla y se abalanza con su característico desafío fanfarrón.

La avalancha de animales en fuga lo envuelve en un torbellino de patas y de polvo, haciéndolo rodar como pelota de trapo, y el hermoso y simpático, pero maloliente animalito, huye derrengado por pisotones perdidos, después de lanzar su rociada de líquido de un olor nauseabundo.

Perseguidos y perseguidor pasan como bólidos por entre un rebaño de ovejas con corderos que pastan extendidos, produciendo entre ellos un gran desparramo, con extravío y estropear de corderaje.

Si el dueño del campo viera tamaño entrevero entre sus ovejas y el daño que le ocasiona, se pondría furioso y el chulenguiador se vería obligado a pelear o disparar igual que los guanacos.

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Más adelante, tropiezan con una bandada de avestruces, sembrando entre ellas el pánico y el desparramo. En todas direcciones se desplazan corriendo los asustados choiques, zigzagueando entre matas y coirones, con pronunciadas inclinaciones de cuerpo a izquierda y derecha, timoneando estas maniobras con rápidos movimientos del cogote y de las alas. Por momento, se asemejan a remolinos de plumas que el viento arrastra a ras de tierra.

Un chulenguito, cuya vista no ha adquirido aún suficiente desarrollo, se rezaga y galopando sin rumbo se acerca incauto al cazador, confundiendo su silueta con la de un guanaco. Sin desmontar, el hombre lo mata de un talerazo en la cabeza y prosigue la persecución buscando nuevas presas.

Un vistazo relámpago a un matorral, un médano o una protuberancia del terreno, le basta para ubicar más tarde, el lugar en que deberá hallar las piezas cobradas, para venir más tarde a cuerearlas.

Si el terreno es tan uniforme que resulta difícil de distinguir, el hombre arroja su boina, su pañuelo o su saco, sobre un matorral que lo haga visible con facilidad y así localizará luego los chulenguitos muertos.

En una hondonada montosa, la cuadrilla desaparece a la vista del jinete, para reaparecer casi de inmediato en el extremo opuesto.

Nota el cazador que, en esos pocos segundos, uno de los chulenguitos que huían en el entrevero, ha desaparecido como tragado por la tierra y, de inmediato, sabe la causa de ello: se trata de una tentativa extrema y conmovedora a que recurren las madres como último recurso para tratar de salvar a la cría, cuando la notan agotada de cansancio por la violenta carrera.

Aprovechando cualquier desnivel del terreno y en el momento en que se saben fuera de la vista del perseguidor, sin disminuir su carrera, dan al chulenguito un empellón de costado, arrojándolo entre el matorral que lo oculta.

¡Prodigio de la naturaleza! Pese a que aún no tiene treinta y seis horas de edad, ya el instinto del animalito le hace entender que ese empelloncito del amor maternal le indica que se trata de la única posibilidad de salvación que le queda. De ahí no se moverá. Disimulado en el matorral, echada a ras de tierra con el cogote extendido en el piso, consciente del peligro, permanecerá hasta que la madre vuelva a buscarlo, siempre que el rebenque o el cuchillo del chulenguiadora, quien difícilmente engaña la estratagema, no lo haya sacrificado.

Acosada en extremo, la cuadrilla comienza a dispersarse.

Abriéndose en abanico los animales toman distintas direcciones y el desparramo obliga al hombre a decidirse por una determinada pieza, alejándose de las demás. Es como si

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hubiesen dejado librado al destino el señalar a quién le ha de tocar la desdicha de atraer sobre sí el interés del despiadado perseguidor.

Este se decide por una hembra cuya cría parece denotar mayor cansancio y tras ella exige al máximo su caballo comenzando a acortar distancia sin hacer caso del mascota, que trata de defender a su congénere, cruzando nuevamente frente al cazador, fingiendo un galope cansado.

En plena velocidad, el caballo pisa en una cueva de tucutucu y rueda violentamente, arrojando al jinete a tres metros de distancia entre nubes de tierra, matorrales espinosos y malas palabras, pero con la gran suerte de no ser apretado por el animal en su caída.

El caballo se incorpora masticando arena y el hombre también lo hace al instante, lleno de espinas, tierra y rabia.

Recoge el rebenque y la rotosa gorra y monta en el acto renovando la carrera.

Debido al acaloramiento no siente el dolor del golpe, aunque más tarde lo ha de sentir con creces, porque las rodadas son frecuentes y, aun en el caso de no resultar con quebraduras graves, los golpes arruinarán su cuerpo en pocos años.

Aún logra atrapar otro chulenguito y persigue a otro, pero los guanacos, ahora dispersos, han obtenido ventaja y galopan moderados dando resuello a las crías que se han salvado, pero antes de detenerse totalmente observan si el chulenguiador, detenido a unos mil metros de distancia con el fin de acomodar el recado, cambia realmente de rumbo.

Conoce la cuadrilla y el guanaco mascota, que el caballo, totalmente cubierto de sudor espumoso, jadeante y tembloroso por el enorme esfuerzo realizado, ya no está en condiciones de darles alcance.

Las guanacas madres de los chulengos perdidos, en cuanto se ven separadas de su cría, se desvían a un costado de la cuadrilla fugitiva y luego, dando un rodeo vuelven al lugar en que se vieron separadas de ellos.

Si lo hallan vivo en el escondite en que lo han dejado en veloz fuga, cosa común, lo hacen levantar y se alejan con él en alegre galopito, tratando de no ser observados por el cazador.

Cuando lo hallan muerto lo olfatean y luego lentamente se alejan a una prudente distancia y se ubican en alguna pequeña elevación del terreno. Así se quedan en completa inmovilidad, con el cuerpo medio encogido, como si tuvieran frío, vuelto hacia el lugar de su tragedia, echando hacia atrás el cogote medio formando una «S» de modo que los ojos miren a lo alto.

Parece que en medio de silencioso llanto clamaran al cielo reclamando contra la persecución de que se les hace objeto.

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La corrida ha durado más de dos horas sin cambio de caballo, por lo cual el chulenguiador, en vista de que el sol ya comienza a apretar, resuelve regresar hasta conseguir caballo de refresco.

Vuelve al tranco, por el camino andado, cuereando al paso los chulengos que fue volteando en la corrida. Tres chulengos en la primera atropellada de la mañana no es para estar disconforme, aún cuando la caza habría sido más que duplicada si el guanaco macho, cuidador de la cuadrilla, no le hubiera impedido tomarla de sorpresa.

Si su tropilla no se halla cerca, cualquier caballo ajeno que encuentre a mano le servirá al hombre para no perder tiempo.

El chulenguiador, por lo general, es hábil para agarrar caballo a campo y poco delicado en lo concerniente a los certificados de propiedad.

En su marcha de regreso al campamento observa a la distancia, con vista de águila, la ubicación de nuevas cuadrillas de guanacos con crías y hace cálculos sobre la que le ha de resultar más conveniente para la próxima corrida de la tarde.

Su campamento es de lo más simple. Al reparo de una mata de molle, restos de un fogón y, a un costado, una cabeza de vaca que hallada de casualidad hace de asiento, y una pequeña bolsa de lona con algo de agua. Cerca del fogón una pequeña pavita ahumada y un mate con forro de vejiga y sobre las ramas del molle, un piche asado a las brasas, bastante sucio de ceniza y una bolsita con yerba.

La cama la lleva en el recado. Calienta el agua y toma mate, mientras estaquea los cueritos de chulengo a la sombra de las matas y, más tarde, un pedazo de piche frío, sin vino ni galleta, le servirá de almuerzo y tal vez de cena. Hace fuego con leña bien seca, para que el humo no lo delate ante el dueño del campo.

Más tarde, cuando refresque, saldrá a efectuar nuevas corridas, para lo cual ha tomado, de antemano, la precaución de ubicar sus caballos en un lugar estratégico que le permita cambiar caballo en el menor tiempo posible. Salvo un encuentro con el dueño del campo, las corridas se desarrollan con más o menos los incidentes ya descriptos.

La chulenguiada es la caza típica de la Patagonia. Violenta, peligrosa, emotiva y casi siempre clandestina, tiene el sabor de lo prohibido, el aliciente de la ganancia y la tranquilidad triste del desierto.

Sería el deporte ideal para los magnates ociosos tan aficionados a la caza del zorro artificiosa y ventajera, pero se lo impiden las incomodidades y privaciones que le son propias.

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Quienes ante las vidrieras de los negocios de las ciudades contemplan embelesados los abrigados y hermosos quillangos de guanaquitos patagónicos, mundialmente famosos, casi siempre ignoran las vicisitudes de su origen y los dolores de cabera que ocasionan.

El chulenguiador constituye una pesadilla para los hacendados grandes o pequeños en el sur de nuestra Patagonia. Cuando la época de la chulenguiada se aproxima es frecuente oír comentarios sobre que, en tal o cual establecimiento ganadero, grande o pequeño ha desaparecido un caballo o una tropilla. Si cuando ésta vuelve a aparecer en la querencia (muchas veces no vuelve más) lo hace en el más deplorable estado físico, es señal segura de que la han utilizado sin permiso para correr chulengos.

El chulenguiador clandestino no guarda para con los caballos ajenos las consideraciones que tiene con el propio.

Tampoco la tiene para con los alambrados, ni pierde tiempo en cerrar una tranquera, si con ello corre el riesgo de que se le escape un chulengo.

Además, la chulenguiada coincide con la fecha de las faenas de esquila entre noviembre y diciembre, momentos en que los hacendados se ven en la necesidad de reforzar el personal de trabajo tomando peones por día o por contrata, demostrando mayor interés por aquellos que tienen perro y caballo.

Pero ya sea porque la chulenguiada se considere más libre, más aliviada y productiva o por esa inclinación nata de nuestros hombres de campo a ser libres y no trabajar bajo patrón, invariablemente se da el caso de que, a la iniciación de las esquilas, la mayoría de los brazos disponibles, aun aquellos que han pasado todo el invierno tumbiando en las estancias y engordando los caballos en sus potreros, se alejan con cualquier pretexto y la mayoría se va a chulenguiar.

También el chulenguiador tiene tropiezos en su oficio. El más temido por ellos es el policía ventajero que, obedeciendo a denuncias de los dueños de campos o a sus apremios financieros motivados por sus farras o sus familias numerosas y sus sueldos bajos, se presenta de improviso en el campamento del chulenguiador.

Casi por regla general, la presentación del policía se produce cuando ya la campaña del chulenguiador está casi al final o sea cuando ya tiene un buen número de pieles acumuladas en su campamento.

Como primera exigencia pide que le presente el permiso para chulenguiar en la zona. Si el hombre lo tiene, le pide los documentos personales y si éstos están en regla (cosa poco común) le pide el certificado de propiedad de los caballos.

El noventa y cinco por ciento de los chulenguiadores es atrapado en alguna de estas infracciones o en las tres y así se encuentra, de golpe y porrazo, en dificultades de orden

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legal ante la autoridad, lo mismo que suele acontecerle a los nutriadores de los lagos de Sarmiento o costa del río Deseado.

En tales circunstancias, el chulenguiador se halla en la ilternativa de ser conducido preso, perdiendo a la vez las pieles y los caballos, más la oportunidad de hacer algunas changas antes (¡ue llegue el invierno, o compartir sus cueros de chulengo con el policía, dándose por muy contento si es a vamos y vamos (mitad y mitad).

Como no es raro que el chulenguiador tenga también alguna cuenta vieja con autoridades de más al Norte, siempre termina aceptando como socio ventajero al policía que lo apremia. Por ello, los chulenguiadores evitan en lo posible actuar en jurisdicción donde hay autoridad afecta a chulenguiar sin cansar caballo.

Estas sutilezas de la chulenguiada han adquirido relieve nacional. A ello se debe que la palabra chulenguiar haya tomado fama en las ciudades con un doble sentido, o sea como algo que se adquiere por medios poco lícitos, más con astucia que con legalidad y que, sin ser un delito grave, es algo que se hace perjudicando los intereses de un segundo.

Pese a los edictos prohibitivos y a su aplicación legal o ilegal por parte de la autoridad, en cada año no se salva ni el cinco por ciento de los chulengos, por lo cual el guanaco, extraordinariamente abundante en la Patagonia, comienza a disminuir en forma visible.

El día que su extinción sea total habrá desaparecido la parte principal de la fauna patagónica y una gran fuente de riqueza.

Entonces, en todo el mundo pasarán a ser una reliquia del pasado esos vistosos e incomparables abrigos de cama, conocidos con el nombre de quillangos patagónicos.

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UN EMBARQUE CON MAR DE FONDO

Llovizna del Sur. En la rada del golfo San Jorge, embravecido, frente a Comodoro Rivadavia en 1910, el vapor Camarones cabecea, violentamente sacudido por la marejada gruesa. Sujeto al ancla y dando el frente a la tormenta, parece un potro encabritado, tironeando del palenque. Las aguas se agitan, enturbiadas por el mar de fondo, y en lo que abarca la vista la playa aparece ribeteada de blanco por la espuma de las rompientes que braman con monótona persistencia.

Más de doscientas personas, de las más diversas nacionalidades, pero con neto predominio de españoles, se han reunido en la playa para despedir a los que viajan y presenciar el emocionante embarque con mar de fondo, en el cual la competencia entre dos empresas navieras rivales, por ganar tiempo, exponen la vida de los pasajeros.

Desapareciendo en las hondonadas de agua y emergiendo en las crestas de las olas, se acerca la chata de embarque, atada al costado de la pequeña lancha remolcadora que la conduce como a caballo ladero.

Ya en la orilla le arrojan desde la playa las livianas sogas, para que atados en ellas, manden los cabos de amarre y al tiempo que se intercambian gritos de saludos en dialectos españoles entre los marineros de la chata, hispanos en un ciento por ciento y la gente de la playa, mayoría de igual nacionalidad, los avezados lobos del mar Cantábrico saltan de la embarcación insensibles al agua fría que les llega casi hasta la cintura, ya listos para iniciar el embarque, que debe hacerse a pulmón.

Sujeta a los gruesos cabos de amarre, la chata es juguete de las olas; se abalanza con la proa en alto, se lanza sobre la playa a impulso de la marejada ruidosa, golpea contra los bancos de pedregullo suelto y sigue luego a las olas en su retroceso violento, hasta que el tirón de los cabos la sujeta, repitiendo después el movimiento, como si con ello pretendiera liberarse.

Con mar tan malo, no es posible colocar la planchada ni afirmar la chata contra la playa para que el pasaje suba por sí solo, porque las olas la destrozarían inmediatamente.

Habrá que alzar a pulso a más de ochenta personas, en lo cual los avezados marineros son expertos. A los hombres los llevan a horcajadas, y a las mujeres, entre dos marinos, con las manos enlazadas, formando asiento, hasta depositarlas en la sacudida chata, donde otros las reciben. Se generalizan los diálogos, con tanto acento español, que por momentos se tiene la impresión de hallarse en una región de España, aunque las palabras poco recomendables se pronuncian en criollo neto.

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La lancha remolcadora se aleja hacia el zarandeado barco en busca de otra chata, para cargar el abundante equipaje. Navega con gran agilidad, ya elevada sobre las aguas, que se alzan como infladas desde el fondo, ya perdida en los embudos que se forman, como si las mismas fuesen absorbidas desde abajo.

Da la impresión de haber sido tragada por las olas, hasta que reaparece en las crestas de ellas.

En la playa se inicia el embarque, en medio de la expectativa propia de las cosas difíciles. Hay inquietud, que los hombres disimulan y las mujeres no; hay abrazos de despedida y llantos, mientras los marineros se imparten a gritos las instrucciones en su acento inconfundible de gallegos, según el decir del público patagónico, que no hace distingos de provincias entre los españoles: a todos los llaman gallegos o vascos.

En el vaivén del trabajo, prosigue el intercambio de noticias con los españoles de tierra, hacendados, carreros, comerciantes, alambradores y también policías; la palabra Bilbao, Coruña, Asturias, Abelleira, Barcelona y tantas regiones de España son mencionadas en ruidoso parloteo, a la vez que se maldice a la condenada guerra de Melilla, mientras la chata, siempre juguete del temporal, prosigue sus corcovos, sus balanceos, su tironear de los cabos.

Cada aproximación a la orilla es aprovechada por los marineros que, en parejas, con el agua hasta cerca de la cintura, llevando a las mujeres en los brazos como hamaca, apuran a depositarlas en la chata donde son recibidas por otros marineros empapados, antes que las olas alejen la embarcación a aguas más profundas.

Los niños lloran a gritos cuando los acercan al agua. Se aferran furiosos a los marineros; patalean y rasguñan, hasta que son recibidos en la chata por manos cariñosas.

A los hombres los arrojan al interior de la chata, sin extremar mucho la suavidad. De tanto en tanto, estallan carcajadas entre la concurrencia de la playa a causa de la acumulación de pedregullo suelto que la marejada mueve, algún marinero que conduce a un hombre a horcajadas resbala y cae al oleaje, entre cuyas espumas el pasajero se revuelve desesperado hasta que aquél se incorpora con presteza y, tomándolo de nuevo, lo deposita empapado en la chata y encara nuevamente la cuesta de pedregullo en busca de otro.

El público comenta risueñamente estos episodios y afirma que la resbalada al agua o la llegada feliz a la chata dependen en mucho del monto de la propina y que los más amarretes son los que más se mojan: al marinero, ya totalmente empapado, poco le importa un chapuzón más, si con ello alecciona a un mezquino. Se trabaja entre ruido de marejada y vociferaciones.

Tendido en un catre de cuero que oficia de camilla, seis marineros luchan por embarcar a un hombre enfermo y dolorido. Las ruedas de una carreta le han roto las dos piernas, que

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luego se le infectaron durante el trayecto de cincuenta leguas recorrido con la áspera lentitud de un carro, mientras la gangrena avanza. Internados en las olas, que los azotan, los marineros sostienen el catre en alto para evitarle mojaduras, mientras lo animan con respeto y un silencio compasivo se ha hecho entre el público.

El intento falla tres veces consecutivas, dificultado por el fuerte balanceo y los alejamientos de la embarcación. El hombre se contorsiona de dolor y se esfuerza por no gritar. Suda, y su rostro está amarillento por lo que sufre. A la cuarta tentativa, logran ubicarlo en la ya casi repleta chata. Esta se está convirtiendo en un infierno a causa del mareo: vómitos, arcadas, llantos de niños, gritos.

El viento cambia al Este y con ello arrecia la tormenta. Las olas agrandadas se suceden casi ininterrumpidamente. Se lanzan potentes y ruidosas sobre la playa. Se estrellan en la restinga y las barrancas cercanas con ruido apagado, como explosión subterránea, después se alejan, arrastrando con ellas toneladas de pedregullo, con fragor semejante al que produce el viento cuando azota una montaña.

La noche no está lejos, y se apresura el embarque antes que llegue la oscuridad. El buque debe seguir viaje antes que la empresa rival le tome mucha delantera.

Inesperadamente llega el contratiempo: uno de los gruesos cabos de amarre, que sujetan a la chata, cede a los violentos tirones y comienza a cortarse. Se alarma el capataz de maniobras, pues sabe que el otro cabo solo no podrá resistir el esfuerzo a que lo someten las olas.

Los marineros tratan de disimular la situación de apremio, pero en tierra hay demasiados expertos en el oficio y pronto el peligro, con sensación de angustia, se contagia al público. Todos comprenden que con la rotura inevitable del segundo cabo, la chata quedará a la deriva ya merced de las olas que no tardarán en darle vuelta campana, encerrando bajo ella a toda su carga humana.

En el mástil de la Subprefectura se iza el gallardete de advertencia urgente al buque y a la lancha de remolque. En la chata y en el público de la playa estalla simultáneo un clamoreo de alarma y gesticulaciones desesperadas. «¡A bordo!», «¡A bordo!», «¡A bordo!», «¡Se rompe el cabo!... ¡A bordo!... ¡A bordo!» Gritos y silbidos agudos de llamadas tratan de sobreponerse al fragor de la tormenta para llegar hasta la lancha remolcadora, la que se halla casi a un kilómetro de distancia en marcha hacia el buque, capeando el temporal, ajena al peligro que se cierne sobre la zarandeada chata.

El griterío acrece por instantes: «¡A bordo!... ¡Apura lanchero!... ¡A bordo!», «Se da vuelta la chata!... ¡A bordo, timonel!».

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Brazos, pañuelos, sacos y sombreros se agitan al aire en llamamiento desesperado y de pronto más de cien revólveres comienzan a atronar el aire con sus disparos, para advertir a la lancha, que sigue alejándose.

Pero de pronto se la ve detenerse: al ser izada sobre una ola parece haber oído el bullicio, advirtiendo el peligro. Se la ve maniobrar dificultosamente, tratando de dar vuelta, mientras el timonel hace señales de que ya acude.

La situación de la chata empeora con cada golpe de mar. Un pasajero con una niña en brazos se arroja al mar para ganar la orilla. Las olas lo derriban, lo envuelven, le arrebatan la niña, pero desde la playa, dos marineros se internan en el agua y los rescatan a tiempo. Por suerte, nadie imita esa actitud de pánico. En la playa, tres mujeres se han arrodillado y rezan mirando al cielo, mientras en la orilla pedregosa, prácticamente todo el pueblo de Comodoro Rivadavia se ha unido en tres minutos a los pedidos de auxilio: «¡A bordo!... ¡A bordo!» «¡Fuerza la máquina lanchero!... ¡A bordo que se ha roto el cabo!».

En medio de tanta algarabía y pánico, sólo dos hombres parecen insensibles a todo lo que no sea su trabajo: son los dos marinos que, de pie en el interior de la chata, manejan los cabos casi trágicos.

Con serenidad que admira, realizan prodigios de pericia para demorar en lo posible la rotura total de los dos, dando lugar con ello a que la lancha remolcadora llegue a tiempo para prestar auxilio.

Cuando la chata avanza sobre la playa al lomo de las olas, ellos toman cabo envolviéndolo con rapidez en el cabrestante, y cuando el oleaje retrocede con fuerza de ciclón, arrastrando consigo a la embarcación, los marinos aflojan los cabos poco a poco, dando soga para mantener la tensión regulada, haciendo que el cabo bueno soporte el mayor esfuerzo, evitando así, que un tirón seco los corte como piolines. Entre sí, se imparten las instrucciones con precisión. Sólo se refleja su sensación de inquietud, en las rápidas y sucesivas miradas hacia el mar, para observar a la lancha remolcadora que, a seiscientos metros más lejos y, en lucha despareja, se bate contra el oleaje que pretende detenerla. Describe un semicírculo peligrosamente cerrado para ganar minutos y enfila con fuerza hacia el lugar de peligro.

Hunde la proa en las olas, desaparece en las hondonadas de agua, reaparece luego en lo alto de las crestas, chorreando espuma y se desliza de las mesetas líquidas cuesta abajo en los embudos; siempre en su pequeña cubierta que las olas barren, un tripulante ya de pie firme a pesar del balanceo, con las piernas separadas a modo de tijera, y dando la impresión de estar atornillado a la lancha, lleva en las manos una soga a modo de lazo, con la cual lanzará el cabo de auxilio a la chata, en caso de llegar a tiempo. Jadea la caldera exigida al máximo, mientras en la playa la confusión aumenta en la misma proporción en que disminuye la resistencia de los cabos, uno de los cuales ya se ha cortado totalmente,

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tornando problemática la resistencia del otro, que desde ese momento soporta el esfuerzo solo.

La chata recibe ahora el embate de las olas en posición sesgada, y el cabo comienza a cortarse. Aumentan los pedidos de auxilio, las señas desesperadas, el remolineo de gente sin ton ni son. Parece que los minutos fueran horas, que la lancha que corre en auxilio forzando máquina, nunca hubiera andado tan lerda, que la borrasca aumenta por instantes, como apurada por terminar con todo. Parece ya imposible que la ayuda pueda llegar a tiempo.

Hay desesperado furor contra la empresa del buque: «¡A bordo!... ¡A bordo!... ¡Apura lanchero, que llegas tarde!... ¡A bordo!». (¡Muera la Compañía!... ¡Al agua el capitán!... ¡A bordo!... ¡A bordo pronto!». La marea, en su máxima altura, comienza a arrastrar algunos equipajes estibados en la orilla, pero nadie se fija en ello. Un nuevo sacudón, y el cabo restante se corta con crujido seco. La chata, ya sin gobierno, es arrastrada por la tormenta diez metros mar adentro, girando a la deriva... La gente se agolpa como fascinada, hasta la orilla misma de las aguas, atronando con los gritos de auxilio y los disparos de las armas. «¡Pronto!... ¡Pronto, por favor!... ¡A bordo, lanchero!». Aunque por momentos la lancha de remolque, oculta por las hondonadas de agua, no se ve, el intenso humo de su pequeña chimenea indica que corre encarando la borrasca.

Un golpe de mar toma a la chata sin gobierno. La inclina embarcando agua, pero no llega a volcarla porque la tomó medio de frente. Quedó atravesada a merced de la próxima ola, que avanza con furia mientras aumenta de tamaño con presagio de tragedia, pero en su cresta apareció también la lancha remolcadora, entre nubes de espuma y humo. Se lanza veloz por esa pendiente de agua, tomándole una pequeña ventaja y desde cinco metros le arroja un cabo de amarre que manos hábiles envuelven con rapidez en el cabrestante de la chata, y sobre el mismo movimiento, la lancha retrocede, poniendo el cabo en tensión para que la ola tome a la chata de frente.

El golpe de mar fue violento. La chata aún no enfrentada totalmente a la avalancha de agua escoró peligrosamente y de su interior se elevó un pavoroso clamor de miedo. Crujió el maderamen por la fuerza del impacto potente, como si fuese a quebrarse, pero el cabo nuevo resistió bien y la chata quedó de frente a la lanchita y a la tormenta, como un bagual al que el lazo sujeta de golpe en su carrera.

Increíblemente, por menos de un minuto se ha evitado la tragedia. Los gritos de auxilio, que en los últimos segundos habían cedido a un silencio de horror, se transformaron de improviso en aplausos, vivas y gritos de aprobación a la labor hábil y valiente de los marineros españoles.

Con silbidos de su caldera a punto de reventar, la lanchita tira, remolcando a la repleta chata hacia mar abierto, fuera del peligro de las rompientes. Después, aprovechando el

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intervalo entre dos olas, la aborda de costado, se afirman rápido los cabos laterales, y en un subir y bajar entre la marejada, toma rumbo hacia el Camarones, desde el cual, mediante los catalejos, se han seguido con inquietud los detalles del peligroso contratiempo.

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El TUMBIADOR

Después de un recorrido agotador, de casi cuatro leguas, la tropa de chatas ha acampado en las inmediaciones de un zanjón provisto de agua algo salobre pero pasable para tomar mate, casi a la puesta del sol, con tiempo muy bueno, y que se aprecia más, luego de varios días de ventarrones.

Diez carreros, y algunos pasajeros que viajan con sus familias en la caravana, rodean el agradable fogón en que chirrían los asados, mientras circulan los últimos mates que preceden a la cena.

Sin mucho apuro llega en ese momento un jinete, que se baja del caballo después de pedir permiso, pero antes de que se lo concedan. Recorre la rueda de personas que circundan el fogón, saludando a todos, uno por uno, con extrema amabilidad, como si se tratara de viejos conocidos, y dando la mano incluso a los niños de menos de dos años.

Acepta sin hacérsela repetir, y al tiempo que recibe un mate, la invitación a desensillar y pegar un tajo, pero aclara que lo hace por no despreciar, y para que no lo tomen por rogado, porque la verdad es que está muy apurado y tiene mucho que hacer.

Siempre con la palabra en la boca, agrega que a pesar de lo mucho que tiene que hacer y de tantas preocupaciones, que lo tienen sin apetito, ya que se ha encontrado con buenos amigos, los va a acompañar en la churrasqueada.

Sobre la misma conversación, saca el cuchillo de la cintura, y con singular maestría, corta un buen pedazo de asado, alabando la habilidad del cocinero, mientras que con el rabo del ojo observa por dónde anda en circulación la bota de vino para ponérsele lo más cerca posible, encontrándose con ella como por pura casualidad.

Algunos de los carreros, que lo conocían, en voz baja hicieron saber a los demás que se trataba de un tumbiador profesional.

El tumbiador es un tipo característico de la Patagonia, llamado así por su permanente costumbre de recorrer, con su caballo, su perro y sus mañas, amplias zonas de la región, parando varios días en cada casa, siempre sin trabajar, comiendo tumba de arriba, hasta que los dueños de casa empiezan a ponerle mala cara.

Abunda bastante, y es un verdadero maestro de la simulación y la vagancia caminera, no carente de gracia.

Anda siempre en busca de trabajo, pero nunca lo encuentra por su gran habilidad en esquivarle: antes de llegar a un puesto o estancia, por disimuladas averiguaciones hechas de antemano, ya sabe que en ese lugar no necesitan a nadie para trabajar.

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Cuando los lugares de su predilección no abundan, porque en todas partes hay trabajo y requieren peones, el tumbiador llega simulando que campea un caballo, o cualquier otro animal, con mucha urgencia, con lo cual deja el terreno preparado para una alejada oportuna, en caso de que le ofrezcan trabajo con insistencia.

Para el buen tumbiador, no hay secretos en lo referente a las mañas necesarias para prolongar todo lo posible su permanencia en un lugar que le resulta cómodo. Si en la casa hay niños, el tumbiador siempre busca la forma de hacérseles simpático.

Su viveza de vago experimentado, y que dispone de tiempo para observarlo todo, le indica que en los niños, está la debilidad de los padres.

Casi siempre tiene la precaución de llegar cerca del anochecer, cuando ya está cercana la hora de cenar.

Mientras está en la cocina, afanándose en dar conversación interesante a los presentes, observa con disimulo cuando en la mesa ponen un plato más. El, que mentalmente ha contado cuántos son en la casa, sabe que ese plato es para él, pero se hace el desentendido y sigue charlando.

Recién cuando los de la casa se aprestan a sentarse a la mesa, el tumbiador se levanta y tiende la mano como para despedirse.

Cuando le dicen que se quede a comer, medio se hace el interesante y exclama: «Pero, ¿No se me hará tarde?», y cuando le dicen que ya le han puesto el plato en la mesa se hace el sorprendido y acepta la invitación diciendo: «Pero, ¡No se hubieran molestado!... ¡Y bueno, ya que está», y se sienta a la mesa, y se seguirá sentando por muchos días, si los dueños de casa no lo echan o le ofrecen trabajo.

Si en la casa nota muy buena predisposición para invitarlo, se hace repetir la invitación dos o tres veces, pero si nota que hay algo de frialdad, entonces acepta al primer invite, para evitar el riesgo de que no se lo repitan y lo dejen ir.

La llegada de un tumbiador a una casa de campaña equivale a la llegada de un correo noticioso: el trae noticias de toda clase, y si no las tiene las inventa.

Procura siempre que éstas sean de la conveniencia o agrado de los dueños de casa. Por el tumbiador se sabe que Fulano está por vender las ovejas y poner boliche. Que a Zutano le robaron un caballo, y que no dio cuenta a la policía porque no tenía los certificados del animal. Que la viuda de Mengano se está por casar con un hombre mucho más joven que ella y que a Perengano le pegaron una puñalada, porque lo encontraron carneando ajeno.

En el transcurso de la primera comida, el tumbiador sondea el ambiente creado por su llegada, y si lo halla favorable, de inmediato comienza a preparar el terreno para prolongar

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su estada por el mayor tiempo posible, siempre que no se le atraviese el fantasma del trabajo. Una de sus tretas, por ejemplo, es la de decir que Fulano le había dicho que, sin falta para esta fecha, lo iba a esperar en este lugar. Dice que le extrañó mucho no encontrarlo allí, porque había quedado en traerle unos certificados de mucha urgencia y unos pesos que le debe desde hace tiempo.

Agrega que el tal Fulano le recomendó mucho que no dejara de venir a ese lugar, y que, en caso de que él no hubiera llegado, lo esperara, porque seguramente iba a llegar de un momento a otro.

Con fingida preocupación manifiesta que la impuntualidad de Fulano lo perjudica mucho, porque tiene mucho que hacer, y no puede perder tiempo. Que de ninguna manera hubiese venido, si no fuera porque Fulano le aseguró que estaría esperándolo aquí. A lo mejor le ha pasado algo. Lo de los pesos por cobrar, dice que no le interesaría tanto, pero lo que siente son los certificados y el tiempo que pierde, teniendo tanto que hacer.

Por supuesto, todo lo que dice con respecto a Fulano son mentiras, pero le sirven al tumbiador como pretexto para pedir permiso por unos días de estada hasta que llegue Fulano que, a lo mejor, «llega esta misma noche, como puede llegar dentro de unos días», «porque me está pareciendo que es algo macaneador». Y así, con poca diferencia de pretextos en cada lugar, inicia siempre el tumbiador cada racha de tumbiada.

Generalmente, el tumbiador es madrugador, lujo que puede permitirse, porque siempre está descansado, pero su madrugada, aunque él hace alarde continuo de ella, es una cosa inútil, ya que se pasa la mañana sin hacer nada, sentado al lado del fuego, gastando la leña que no corta y la yerba que no paga.

Cuando la patrona se apresta para ir hasta el pozo a traer un balde de agua, el tumbiador, muy diligente, le toma el balde de las manos y se apresura a traer el agua.

Rara vez llega a cortar unos palos de leña para la cocina: por lo general, sus tareas de comedido las limita a afilar los cuchillos, carnear un capón, hacerle un banquito al nene, traer la vaca y otros trabajitos que no requieren sudor.

La psicología de un tumbiador experimentado le indica que la forma más práctica para pasarse los días comiendo tumba en casa ajena es no caer en desgracia ante la patrona de la casa. Por lo tanto, trata por todos los medios de congraciarse con ella.

Sabe que, aun cuando el hombre es el que da las órdenes en la casa, siempre lo hace procurando no contrariar lo que piensa la mujer y que por lo mismo, si alguien en la casa no es muy del agrado del patrón, no por ello debe tener miedo de que lo echen; pero si ese alguien le es antipático a la patrona, ya puede ir preparando las pilchas, porque en cuestión de días, tendrá que salir con ellas al hombro cañadón arriba, espantando teros, porque el patrón lo ha echado.

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Por ello, en forma disimulada o por intermedio de terceros, estudia el carácter e inclinaciones de la patrona de casa. El hijo predilecto de ésta es también el preferido del tumbiador.

A él le hace pequeñas atenciones, y cede a sus caprichos. Ya le construye un pequeño látigo, o unas boleadoras de juguete, lo pasea en su caballo, le caza un pajarito o lo lleva a traer la vaca.

Si se entera que la patrona aborrece a determinada persona de la vecindad, el tumbiador no desperdicia oportunidad de hablar mal de esa persona, en su afán de congraciarse.

Es muy habituado a dormir a la intemperie, pero cuando tiene pocas pilchas, acepta dormir en el galpón o en alguna pieza destinada a guardar cachivaches, en la cual cuelga la infaltable cola de vaca para sostener el peine grueso de peinarse y el fino para despiojarse, a la cabecera de la cama, tendida en el piso, y junto al también infaltable espejito, con un dibujo femenino que, según él, le regaló Fulana.

Si de casualidad tiene pilchas buenas, tal como un quillango o una lona, entonces prefiere dormir a campo raso, y se alegra si llueve o hace frío, porque ello le da oportunidad de hablar de lo buenas que son sus pilchas, en especial el quillango, hecho con cueritos de chulengo, «que cazó él» y que le cosió Mengana, y con el cual «se ríe del viento y las heladas».

Así pasa los días, comiendo de arriba, sin trabajar, y mintiendo a gusto. De tanto en tanto, se sube a alguna meseta, y desde allí otea el horizonte lejano, como demostrando su impaciencia, porque Fulano no llega. Después regresa fingiéndose enojado y como hablando solo, pero en la seguridad de que los chicos lo oyen y que luego se lo contarán a los padres, se pasea nervioso, diciendo que Fulano, con su tardanza, lo ha jodido, porque le está haciendo perder una punta de pesos y «¡teniendo tanto que hacer!».

Algún fingido malestar, que quién sabe qué puede ser, es también un motivo que utiliza el tumbiador para quedarse unos días más en tal o cual lugar. Pero esta estratagema la usa poco porque el malestar para ser bien fingido tiene que demostrarlo también con falta de apetito a la hora de comer, lo cual no es del agrado de ningún tumbiador.

Finalmente, cuando se entera de que tal o cual día el dueño de casa tiene que limpiar una aguada, traer unas carretas de leña o encerrar las ovejas para curar sarna, resuelve cambiar de aires.

Si el dueño le ofrece pagarle para que se quede unos días más y le ayude a realizar esos trabajos, elude el compromiso diciendo que él, de buenas ganas, se quedaría a ayudarle sin cobrarle nada, pero que le es completamente imposible hacerlo, porque para estos días quedó comprometido para ir a tal estancia, a construir un corral o una aguada y que de

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ninguna manera puede demorarse un día más porque tiene mucho que hacer y el estanciero se le va a enojar si se demora, porque no quiere que nadie le haga los trabajos si no es él.

Dice que la culpa es de Fulano, porque le hizo perder tantos días por esperarlo; de lo contrario tendría tiempo de hacer los trabajos en los dos lugares. «En cuanto lo encuentre, voy a cantar las cuarenta y capaz que hasta le pego unos planazos, para que no sea macaneador.».

En ocasiones, el tumbiador llega. a una estancia donde están trabajando, pero lo hace justo cuando las tareas tocan a su fin.

Ayuda a hacer lo muy poco que falta, lamentándose a cada momento por no haber llegado antes, por culpa de Fulano, que no lo dejaba salir de su casa, porque sin él no sabía hacer unos trabajos que tenía entre manos.

También culpa a Fulano diciendo que «lo engañó para que no sefuera sin terminarle esos trabajos». Que también le dijo que los trabajos en esta estancia recién comenzaban mañana y que, por eso, él llegó cuando terminaban las tareas, creyendo que recién empezaban, y haciéndose el afligido exclama a cada momento: «¡Qué lástima que llegué tarde!».

Estratagemas parecidas usa siempre. En oportunidades, pasa todo un invierno en determinada casa, sin trabajar, comiendo en la mesa con los dueños y engordando el caballo en el potrero ajeno.

Los dueños lo soportan porque la escasez de peones es mucha en la Patagonia y tienen la esperanza de que al llegar la época de los trabajos puedan contratarlo como operario, porque el tumbiador, según él, sabe hacer de todo.

Pero al aproximarse la época de actividad, fingiendo haber recibido una carta urgente de un amigo o familiar que «se halla muy enfermo y quiere que él se vaya a poner al frente de la estancia.», ensilla su caballo y se manda a mudar, lamentando la mala suerte de que justo ahora, que viene la época de los trabajos y que él iba a ayudar sin cobrarle nada, le llega esta mala noticia que lo obliga a marcharse.

Esto no impide que, meses más tarde, y con nuevos pretextos, llegue de nuevo a esa estancia, a repetir la tumbiada, trayendo ya en su mente la disculpa necesaria para irse cuando comience la temporada de tareas.

Por lo general, la conversación del tumbiador es insulsa y alabanciosa; habla casi siempre de sí mismo, contando sus propias hazañas, comúnmente imaginarias.

Los éxitos que ha visto realizar a otras personas, los cuenta como hazañas hechas por él y los numerosos papelones que él ha hecho se los atribuye a otros. Su charla versa, casi

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siempre, sobre peleas, domas, carreras, trabajos fuertes, éxitos amorosos, etc., en los cuales siempre se coloca como el personaje sobresaliente.

A veces tiene un pañuelo o una tabaquera vistosamente bordada, que la ha comprado o bien, en algunas de las veces que ha estado preso en Rawson, se la ha hecho algún compañero de pabellón.

Con ella se hace el indiferente y la exhibe seguido, con fingido disimulo. Si se la piden para verla, la entrega con fantasía diciendo que se la regaló Fulana o Zutana, que casi siempre son muchachas lindas y admiradas en amplias regiones, pero que al tumbiador nunca le han dado ni los buenos días.

Cuando de alguna estancia lo han echado por flojo o por charlatán nunca lo cuenta, pero si nota que el asunto ha trascendido, él se hace el reservado y misterioso, y en forma indirecta y como haciéndose el que no quiere decirlo, charla en forma ambigua, como para que se crea que lo han echado por amores afortunados, por envidia, debido a su gran habilidad en todos los trabajos y porque él no es amigo de andar con cuentos.

Las estancias grandes, especialmente cuando el mayordomo es inglés o alemán, son terreno prohibido para el tumbiador.

Si llega antes de la puesta del sol, pidiendo permiso para desensillar y pasar la noche, le contestan que todavía el sol está alto y que, por lo tanto, aún tiene tiempo de llegar hasta el puesto de Fulano o hasta el boliche de Mengano.

Cuando el tumbiador es zorro viejo y llega justo a la puesta del sol y con el pretexto de que tiene el caballo cansado, le dan permiso para pasar la noche, pero a la mañana siguiente, en cuanto sale el sol, le arriman el caballo al palenque, lo cual, en el campo, significa una insinuación terminante a que, en cuanto termine de tomar mate y churrasquear, ensille su caballo y se mande a mudar a otra parte.

El tumbiador nunca cuenta que en tal estancia lo echaron o no le dieron permiso para desensillar, porque ello indicaría que es persona mal vista y serviría de mofa.

El cuenta que el míster (mayordomo) es muy amigo suyo y que le insistió mucho para que se quedara unos días en la estancia, cosa que él, pese a la gran amistad que lo une al mayordomo, no pudo aceptar porque tiene mucho que hacer.

Agrega que el míster le rogó mucho para que se quedara de capataz, aunque sea por unos meses, pagándole muy buen sueldo y una habitación en la estancia, pero que él no lo aceptó porque esa plata él la saca en dos patadas en cualquier lugar en que se ponga. El tumbiador siempre acompañado de un perro, tan inútil como el dueño, al cual alaba continuamente como insuperable perro ovejero, diciendo que es capaz de salir solo al campo, solo repunta las ovejas, solo corta rastro y solo trae las haciendas al corral.

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Asegura que en muchas partes le han querido cambiar una majada por el perro, pero que él no aceptó el cambio porque, como tiene tanto que hacer, el perro le es indispensable.

Otro tanto hace con el caballo, que muchas veces es ajeno, pero si es de su propiedad a cada momento y con cualquier pretexto, muestra el certificado del Juez de Paz.

Exagera el monto de la suma en que lo ha comprado, como también las condiciones sobresalientes del animal. Repite que en tal o cual región (siempre lejana para que no le averigüen la verdad), corriendo carreras con su caballo, ganó plata como agua y que se vino de esos lugares porque ya nadie le quería correr y porque en esta zona en que se halla, tiene mucho que hacer.

Si en el apero o la vestimenta tiene alguna prenda buena la exhibe jactanciosamente, muy en especial en presencia de mujeres.

Las prendas ordinarias que tiene, ya se trate del rebenque, las riendas, las botas, etc., el tumbiador siempre, y con cualquier motivo, dice que no son suyas. Que las suyas se las prestó a Fulano o Mengano por hacerle una gauchada y que después éste en lugar de devolverle las suyas, que eran de mejor calidad, le devolvió estas porquerías después de mucho tiempo.

Dice que estas cosas le pasan a él por ser demasiado bueno, pero que desde hoy no le va a prestar nada a nadie.

Es difícil establecer, por conversación, de qué lugar es un tumbiador, porque de cualquier región que se hable el tumbiador siempre asegura que él conoce esos lugares como la palma de la mano.

Lógicamente, en su condición de vago ambulante conoce mucho, pero ni la mitad de lo que él asegura conocer.

Cuando escucha conversaciones referentes a regiones distantes, presta una disimulada atención, grabando en su memoria nombres de personas, lugares y acontecimientos.

Esto después le sirve para mencionarlos como cosas vividas o presenciadas por él, asegurando que ha estado en esas zonas y citando nombres como prueba de ello. Por estas causas es que si a un tumbiador se le cuentan los años de vida por el tiempo y la cantidad de lugares en que asegura haber estado, siempre resulta que tiene noventa o cien años más de los que figuran en sus documentos personales.

Nunca falta en la charla imaginativa de un tumbiador la mención de una tía muy rica, un padre estanciero o un hermano doctor, de familia muy distinguida, que se hallan en lugares lejanos y que vuelta a vuelta le escriben para que vaya con ellos, pero él no quiere ir porque

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gracias a Dios y a sus buenos brazos y habilidad para el trabajo nunca le faltan sus buenos pesos en el bolsillo.

De inmediato y como atajándose con tiempo, agrega: «únicamente en este momento me encuentro sin plata, por habérsela prestado a Fulano, pero creo que hoy ha de llegar a devolvérmela, aunque, me parece que ya está tardando demasiado».

El tumbiador es muy poco afecto a albergarse en los pueblos por la razón de que los fonderos casi siempre lo tienen catalogado por alguna cuenta atrasada que él había quedado en pagar sin falta en cuanto venda la lana, cobre unos miles de pesos que le debe esta o aquella gran estancia por fletes que le hizo con su tropa de diez chatas o reciba un giro que le manda su tía millonaria para que le vaya a administrar las estancias. Le asegura al fondero que el giro, seguramente, va a llegar mañana o pasado, pero que él no puede quedarse a esperarlo, porque tiene mucho que hacer.

Para completar la farsa sale un momento a recorrer los boliches del pueblo a la espera de que le paguen las copas y al poco rato llega de nuevo al hotel, con aires de que ha solucionado el problema.

Le dice al fondero que recién viene del banco y que le dejó orden al gerente para que mañana, en cuanto llegue el giro, se lo pague al hotelero, para que éste se cobre su cuenta y el resto se lo tenga hasta que él vuelva.

Luego le pide al fondero que le preste unos pesos para el viaje y que luego también se los descuente de la plata del giro, que va a llegar mañana o pasado. Le dice que el sobrante se lo guarde hasta que él vuelva, pero que si en caso le llega a hacer falta plata que la use no más sin reparo y que después arreglarán porque él no lo va a apurar.

De este modo, si el fondero no tiene la suficiente cancha en lo que es un tumbiador, además del dinero del hospedaje, perderá lo que le preste para el camino y hasta que llegue el giro imaginario.

Suele trasladarse al pueblo con motivo de los festejos de alguna fecha patria, en la que se realizan actos populares con sus correspondientes asados con cuero, carreras, sortijas y tabeadas.

En estas últimas, actuando como grupí de algún jugador ventajero en tabeadas o carreras, no le es difícil armarse de algunos pesos, que le ayudan a aumentar sus fanfarronadas.

Pero de pronto la noticia llega a oídos del comisario, quien hace traer a su despacho al tumbiador y luego de unas horas de calabozo y un buen sermón le da unas horas de plazo para que desaparezca del pueblo o trabaje. El tumbiador opta, sin vacilar, por desaparecer del pueblo y de la zona si es necesario.

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De nuevo en el campo, en cada población en que hace escala, cuenta profusamente y con exageración su estada en el pueblo; sus grandes gastos; lo caro que cuestan los hoteles; sus hazañas en las domas y carreras; sus éxitos amorosos, etcétera.

Sólo omite contar la verdad sobre el emplazamiento policial.

A cambio de ello, dice que en el pueblo todos le pedían que se quedara y que el Comisario, del que es muy conocido, se puso muy contento en cuanto lo vio y que a la fuerza lo llevó a su casa, para que no anduviera gastando en hotel.

Con gran soltura cuenta que por nada lo quería dejar salir, ofreciéndole su casa por todo el tiempo que quisiera quedarse.

Asegura que posiblemente el Comisario se quedó resentido por el desaire que le hizo al no aceptarle la invitación, pero que a él no le importa porque, aunque son muy conocidos desde hace tiempo, él no la va con los milicos, y además no podía demorarse más porque tiene mucho que hacer.

Alguna changa muy aliviada, algún cuerito de zorro o chulengo, cazados sin mucho esfuerzo y algunos pesos prestados (que devolverá en cuanto le paguen una tropilla de un pelo que vendió, pero que todavía no le han pagado un peso) forman el presupuesto con que el tumbiador va tirando.

Esto, en lo que se relaciona con su presupuesto real, porque en lo referente al imaginativo, lo forman la venta de lana, de la estancia tal o la herencia que está por recibir.

El tumbiador a fuerza de mentir y contar grandezas llega, con el tiempo, a creer sus propias mentiras y en la convicción de que también los demás se las creen y lo consideran personaje de importancia, se posesiona en tal forma del papel, y en lugar del pobre diablo que en realidad es, él se imagina un ser valiente, trabajador, rico y muy listo.

El tumbiador que .se menciona al principio de estas líneas y que es una calcomanía de todos los de su especie no demuestra mucho apuro por acostarse o seguir viaje: repleto de mate, asado y con buenos tragos de vino, sentado cerca del fogón, con un auditorio en el que no faltaban las damas y que según a él le parecía se admiraban de las cosas que contaba, se hallaba como en un paraíso y seguía su charla alabanciosa.

Algunos de los presentes, europeos novicios en las modalidades patagónicas y que no conocían aún a este espécimen, le creían sus exageraciones: no llegaban a entender las guiñadas de ojos y frases irónicas de los que ya llevaban varios meses o años en el Sur, ni las tiradas de lengua que los carreros le hacían al tumbiador; para divertirse con sus embustes.

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Finalmente, el patrón de la tropa de carros, gran conocedor del ambiente patagónico, se pone de pie y guiñando un ojo a los presentes por sobre el hombro del tumbiador; dice: «Bueno, muchachos: vamos a dormir porque mañana al amanecer tenemos que remover la carga de algunas chatas. Tal vez el amigo que nos acompaña en el fogón nos pueda dar una mano en ese trabajo tan pesado. ¿Verdad, amigo?».

No le falló el tiro al veterano carrero. El tumbiador se puso de pie diciendo: «Muy bien pensado, patrón. Lástima que yo no les podré ayudar porque ahora que me acuerdo, mañana al amanecer tengo que estar sin falta en el establecimiento de Zutano, quien desde hace tiempo me anda insistiendo para que le tome las ovejas a medias».

«Yo no quiero, porque tengo mucho que hacer, pero la hija de Zutano, que tiene dieciocho años, es la que más me insiste para que me quede con ellos. Tengo que seguir viaje esta misma noche.». «¡Quémacana... que no nos pueda ayudar!» dicen a coro los carreros. Saben que al amanecer, el tumbiador estará muy lejos de donde haya trabajo.

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VIAJANDO DE CARA AL VENTARRÓN

La puesta del Sol, con su horizonte oeste rojo, fue un seguro presagio de mal tiempo para los carreros, el ventarrón se acercaba.

AI desatar los caballos de tiro, se adoptan las precauciones. El aparejo es amontonado entre las varas de los carros y atado para que no sea volado por el viento. Las improvisadas camas a la intemperie se tienden debajo de los carros o al reparo de las matas. Antes de acostarse los más rezagados, ya se insinúan los primeros vestigios del viento, en forma de brisa suave y un tenue rumor que desaparece y reaparece, aumentando cada vez su fuerza. Las nubes corren en el firmamento y con ello dan la impresión de que fuera la Luna la que corre. El rumor de los matorrales sacudidos por la brisa en aumento se hace más notable y a ello se agrega, de pronto, las molestias de las arenas en movimiento, que dan en la cara de los incautos que duermen sin taparse la cabeza. Comienzan a oírse algunas voces de impaciencia provenientes de los bisoños. Algunas ollas, platos y baldes vacíos que no han sido puestos a recaudo comienzan a rodar sobre el suelo pedregoso a impulsos del viento, con su latoso ruido.

Es apagado el fogón para que el viento al esparcir sus chispas no ocasione algún incendio y los últimos carreros rumbean a sus pilchas con groseras imprecaciones contra el viento, a la vez que pronostican la posibilidad de que dure quince días seguidos. Una hora más tarde, el vendaval ha adquirido toda la violencia ruidosa que le ha valido la fama de infernal. Con zumbido ululante, baja de los elevados cerros que bordean el cañadón, cayendo sobre la tropa en descanso con mil silbidos de distintas tonalidades, al pasar con fuerza por entre las hendiduras y cordajes de las chatas y carretas. Siempre, como acompasados por el bramido, se suceden los ruidos más diversos, golpeteo continuo de los látigos colgados de los elevados pescantes de las chatas, rodar de tachos vacíos de un lado a otro, repiqueteo de millones de granos de arena al estrellarse contra todos los objetos, empujados con furia por el viento, semejando una fuerte granizada. Las grandes lonas que cubren la mercadería de las chatas, sacudidas con violencia por las ráfagas, producen continuos y sonoros chicotazos, como si fueran enormes mantas mojadas, sacudidas por manos de gigantes. En las cimas y faldeos de los cerros próximos, el rugido del huracán, al castigar peñascos y matorrales con una velocidad de ciento cuarenta kilómetros por hora, llega con bramar de temporal marino. Parece el rumor producido por la caída de agua de una gigantesca catarata distante.

En el radio ocupado por los carros hay rezongos entre los bisoños que no han sabido preparar sus camas de acuerdo con las indicaciones de los veteranos y ahora el viento les arrebata las pilchas que deben buscar a tientas y a medio vestir en las tinieblas, hallando sólo pinchazos y rasguños en los matorrales. Tratan de encender fósforos, que el viento apaga, y vociferan furiosos con criollas malas palabras, que es lo primero que aprenden,

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hasta que la voz de algún veterano les dice a gritos, desde sus pilchas, que deben aguardar al amanecer y las hallarán enganchadas en los matorrales. Sólo los habituados a las circunstancias, duermen bien. Para los demás, la noche resulta larga, entre el ruido del temporal, el fresco y las molestias de la arena que se filtra en todos los recovecos. Por ello sienten alivio cuando el rojizo resplandor del fogón, oscilante por el viento, es encendido por el madrugador caballerizo que con inmovilidad de estatua toma mate sentado junto al fuego antes de salir a buscar la caballada. Ello les indica que pronto llegará el día.

Una hora más tarde, cuando el amanecer ya se insinúa, se oye el rumor típico de la caballada, que se acerca arreada por el caballerizo. Tintineo de campanillas de las yeguas madrinas, crujir del matorral aplastado, relinchos, sonar de las basaduras en suelo pedregoso, silbar del caballerizo y sus gritos a los animales, ladrar de algún perro. La caballada es rodeada cerca de los carros. Mascullando su mal humor contra el mal tiempo, los carreros se acercan a la caballada con cabestros en mano, para ir atando los caballos a los tiros. Ya han tomado mate y comido churrasco sazonado por la arena. Los pasajeros reunidos en torno del fuego semiapagado toman mate lavado y casi frío, después de haberse afanado en buscar la ropa que el viento les ha llevado en la noche. Tienen la cara cubierta de polvo. Algunos desafiando el agua fría se lavan la cara en un manantial, pero esto resulta contraproducente, porque de inmediato la tierra que levanta el viento, se les pega al rostro húmedo, formando un revoque más molesto que el polvo. Hay gran confusión en la búsqueda de las prendas perdidas. Las mujeres se afanan en tranquilizar a las criaturas que lloran por el frío y las molestias del viento. Algunos alcanzan a tomar café con tierra y comer un bocado de asado medio frío, casi crudo, cuya arena les hace rechinar los dientes, y se apresuran a recoger sus cosas para colocarlas sobre los carros.

Es tarea difícil atar los caballos a los carros cuando hay viento. Aparte de la ceguera y empuje del viento sobre la persona, su impulso arranca de las manos las piezas que se van colocando sobre el caballo, de modo que cada movimiento hay que repetirlo dos o tres veces o solicitar la ayuda de alguien que se las sostenga mientras colocan otra. En el lugar del rodeo, de la caballada inquieta por el viento y el fresco de la madrugada, todo se vuelve silbidos de apaciguamiento a los caballos que no se dejan agarrar, amenazas contra este o aquel animal mañero, nombres de caballos, groseras maldiciones. Una babel de malas palabras dichas en los más raros acentos extranjeros. Todo hay que hablarlo a gritos para sobreponerse al ruido del viento.

AI fin, con casi una hora de atraso sobre lo normal, los carros están listos para emprender la marcha. Los carreros, de pie, sobre los elevados pescantes, se calan las antiparras. Las familias se acomodan como mejor pueden al reparo de las lonas y la primera chata se pone en marcha con ruido de piedras trituradas por las llantas de acero y bamboleándose con peligro de vuelco, en un camino sembrado de zanjas y laderas. Una por una van entrando al camino, y forman una larga fila zigzagueante, manteniendo una distancia de cien metros entre carro, para que la polvareda que levanta la marcha del delantero moleste lo menos

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posible al que le sigue. Es dificultosa la marcha de las chatas contra el viento. El pescante de conducción, a casi tres metros de altura, para mejor visual y manejo de los tiros, es el más expuesto a la furia del ventarrón y en cualquier descuido o barquinazo una ráfaga puede arrebatar de su asiento al carrero, arrojándolo entre las patas de los caballos y las ruedas del carro. Hay experiencias.

Las ocho o diez largas riendas de soga con que se dirige a los principales tiros, son sacudidas y enredadas entre sí con tirones falsos, que siembran desconcierto entre los catorce caballos que, aturdidos también por el viento, tratan de salirse del camino con peligro de vuelco. El látigo, de cabo flexible, larga cuerda y una sotera en la punta, utilizado para castigar y mantener pareja la tensión de los tiros, resulta ineficaz, porque al tratar de utilizarlo, la fuerza del viento vuelve hacia atrás la cuerda y la envuelve en el cuerpo del conductor. Los gruesos granos de arena que el viento levanta, se estrellan por momentos en las caras de los carreros, arrancándoles maldiciones impublicables. Se calan las antiparras, pero su eficacia es relativa porque con el calor de los ojos y el frío del exterior se empañan y hay que limpiarlas seguido, lo que resulta difícil teniendo las manos ocupadas por las riendas y el látigo, cosas que no deben descuidarse, dada la nerviosidad de los caballos azotados por el vendaval. Así, el manejo que con tiempo bueno se hace con facilidad, alternándolo a veces con canciones, en días de viento resulta penosamente difícil. El día es frío, por momentos sin sol, ligeramente oscurecido por la gran cantidad de arena que flota en el aire semejante a niebla. A la distancia y en distintos puntos se elevan grandes remolinos de tierra que asemejan columnas blanquecinas buscando el cielo, y son indicios de que en esos lugares hay médanos en formación, salinas o lechos de aguas secas.

La tropa se detuvo. Marchando en sentido contrario a los carros, venía a pie una mujer con una criatura ensangrentada en brazos. Cien metros más atrás la seguía un niño que lloraba y la llamaba sin ser oído y, distante trescientos metros, venía una niña de unos nueve años, tratando de ayudar a un hermanito menor a quien el viento derribaba de tanto en tanto. La desesperación de la mujer rayaba casi en la locura. Mientras guardaba una pistola, salió un disparo que fue a herir a la niña de seis años. Como el marido andaba recorriendo el campo, la desventurada madre, con la hijita herida en brazos, se lanzó al camino corriendo hacia Comodoro, distante diez leguas, clamando por un médico, sin advertir que los demás hijos la seguían detrás. La herida se desangraba. Las mujeres bajaron de los carros para auxiliarla. Una vagoneta liviana que venía atada a la culata de una de las chatas, fue de inmediato atada con cuatro de los mejores caballos y en ella se hizo subir a la mujer y a sus hijitos. Un matrimonio de pasajeros se ofreció para conducirlos hasta Comodoro y la vagoneta arrancó con galope de urgencia hacia el auxilio médico. El caballerizo salió a recorrer el campo en busca del padre de la criatura herida para darle la noticia, mientras la tropa reanudó el viaje, siempre castigada por el ventarrón. La depresión lógica que los efectos del ventarrón ocasionan sobre el ánimo de los patagónicos bisoños se ha

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transformado en amargura y desaliento frente al cuadro doloroso que en forma tan cruda e imprevista se ha presentado en el camino.

Dos horas después, ya sobre la pampa elevada, el efecto del viento se hace sentir con mayor intensidad, como si duplicara su violencia aprovechando la falta de cordonadas que constituyen reparos. Los caballos de tiro marchan bajando la cabeza como buscando abrigo y los conductores inclinan la misma para resguardarse de un verdadero bombardeo de arena gruesa y piedrecillas finas que el viento levanta. La pampa ofrece un aspecto desolador, como falta de toda manifestación de vida. Sólo algunas ovejas, de acuerdo a su costumbre atávica, pastan enfrentando al viento y aprovechando, porque su altura se los permite, el reparo rasante de los coirones violentamente sacudidos por el huracán. Toda manifestación de fauna silvestre, avestruces, guanacos y hasta el zorro, busca refugio en las quebradas, incluso el piche, el zorrino y la martineta se quedan en sus refugios, a la espera de que amaine la tormenta, para salir en busca de alimento.

El mejor paliativo para el carrero que va al pescante, el cigarrillo, tampoco puede permitírselo con el viento, porque este se lo apaga o se lo enciende con exceso y luego le produce quemaduras arrojándole las chispas a la cara. Sólo algunos gringos con sus pipas con tapa se permiten el lujo de fumar mientras manejan. Las horas se hacen largas. A veces la caravana en su pesada marcha efectúa pronunciadas curvas para bordear algunos profundos cañadones y evitar laderas, pendientes o peligrosas subidas. Entonces la variación del rumbo, la coloca de forma que recibe el huracán de costado, lo cual resulta más aliviado, pero como la meta es al Oeste, pese a las continuas curvas de la güeya, casi siempre la marcha es de cara al viento.

Desde lo alto, se ven en los profundos cañadones grupos de caballos que se apretujan al reparo de los matorrales, mientras los vacunos, echados al abrigo de las matas, rumean con paciencia, esperando que calme para pastar. En alguna casa lejana se ve una gran polvareda de corral, que indica la penosa tarea de trabajar la hacienda, cuyo movimiento ayuda al vendaval a levantar nubes de polvo de arena y estiércol seco.

El patrón de la tropa ha resuelto no efectuar la parada del mediodía, debido a la gran dificultad y pérdida de tiempo que significa atar y desatar los caballos con día de viento y armar campamento tan sólo por dos horas. AI pasar por el campamento de algunas tropas de carros que por el mal tiempo o por haber perdido algunos animales de tiro no marchan ese día, se detienen un momento para preguntar desde el pescante por el estado del camino más adelante o por la cantidad de agua de tal o cual manantial o laguna y a la vez insultar al tiempo reinante. Los acampados, a su vez, luego de hablar pestes del tiempo, preguntan si no han visto por casualidad caballos de tal color y tal marca que se les han perdido desde ayer. No aceptan la invitación a tomar mate y la tropa sigue su marcha. Dos de los acampados se arriman con sendos porrones de ginebra y, conforme pasan las chatas, convidan a los ocupantes con un trago.

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Acampan poco después de media tarde porque los caballos, debido al doble esfuerzo a que los somete el viento, demuestran cansancio. Hay que darles tiempo para que pasten algo y descansen hasta el día siguiente. A falta de matorrales para reparo, extienden lonas al costado de las chatas. Escasea el agua, sólo utilizan para cocinar y tomar mate. Unicamente a las mujeres y a los niños se les permite lavarse la cara. A los hombres que pretenden hacerlo, les dicen que no sean mariquitas o que no se las den de hijos de Anchorena y que los males de la güeya hay que afrontarlos como vengan. Es increíble el efecto que estas pullas hacen en los bisoños, quienes por no sufrirlas, se adaptan en poco tiempo a las más rudas dificultades. No se pueden hacer asados, porque el viento los cubre de arena. Se cocina puchero en grandes ollas. Los remolinos de viento invaden por momentos el refugio del campamento. Sacuden el fuego levantando nubes de arena y ceniza. Arrastran brasas encendidas, que parecen estrellitas corriendo por el suelo en la oscuridad de la noche y que hay que apagar para evitar el incendio de alguna chata.

En esas noches de pesadillas que se prolongan por días o por semanas seguidas, sólo los muy habituados duermen casi normalmente. En las mujeres el ventarrón produce invariablemente efectos nocivos. Una gran depresión de ánimo, con crisis nerviosas, tristeza y nostalgias de pagos y familia, con convulsión de llanto que tratan de evitar. Y más de un hombre novicio se tapa la cabeza con las pilchas, para verter lágrimas acobardado por la continuidad del viento. Quince días de viento fuerte, aturden a todos y dificultan los trabajos, amontona arena en el camino haciéndolo pesado, tapa las aguadas, seca los campos, enflaquece las caballadas y la hacienda.

La partida y marcha del día siguiente, al igual que las de los tres días que siguen, son desarrolladas con las dificultades del primer día. Los ánimos están tensos, las mujeres casi histéricas y el viento sin miras de parar. Al quinto día de marcha, llegan al filo de la pampa, en Cañadón Pedro. Desde el alto filo se divisa el gran bajo del Valle Hermoso, incluso los lagos y la cordonada de San Bernardo. Inmensas ráfagas de viento convierten el extenso valle en un furioso mar de arena, que por momentos tapa a la vista toda su superficie. Entre ráfaga y ráfaga puede verse en el largo camino que se pierde en la lejanía, la polvareda levantada por alguna tropa de carros y algún arreo en marcha, que pronto vuelven a perderse entre el polvo.

Para bajar la pronunciada pendiente del Cañadón Pedro es necesario trabar las ruedas de las chatas y, a veces, atarle caballos en la culata, para que tirando hacia atrás impidan que se desbarranque. Como el cañadón es tomado de costado por el viento, en él se siente un agradable reparo, mientras que arriba en la pampa que terminan de dejar, continúa fragoroso el temporal.

Dos horas después, están en el boliche de Cañadón Pedro, lugar bastante reparado, donde resuelven descansar unos días, hasta que calme el viento. En el bajo, aunque hay bastante polvareda y viento, no es comparable al temporal cuyo fragor de cataratas llega desde

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arriba y que hace decir a una mujer, mientras se persigna, que se parece al llanto penoso de millares de condenados al infierno. En ese lugar los alcanza de vuelta la vagoneta que había regresado hasta Comodoro Rivadavia llevando a la niñita gravemente herida.

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LA CAMPEADA PATAGÓNICA

El descanso de dos días que la tropa de chatas tomó en Cañadón Pedro para dar un alivio a la caballada y que, de paso será aprovechado por los carreros para reparar algunos arneses (aperos), no puede ser aprovechado por el caballerizo, que tiene que salir a campear los animales perdidos, hasta hallarlos.

La tarea de campear, o sea recorrer en detalle extensas y quebradas zonas del campo en busca de animales extraviados, es uno de los más pesados y aborrecidos trabajos del campo especialmente cuando hay que hacerlo con tiempo ventoso.

Todavía no han desaparecido las estrellas cuando el caballerizo, sentado cerca del fuego que termina de encender en el campamento, toma mate mientras sobre las brasas se hace un churrasco, que será su comida de todo el día.

Mientras sorbe el mate, el hombre está inmóvil, como una estatua, con la vista puesta en el fuego, sin preocuparse de las molestias del viento. Su imaginación, por fuerza del oficio de años, recorre los lugares por los que deberá campear los caballos y barajando posibilidades sobre el rumbo que puedan haber tomado.

Después ensilla el nochero y sale al campo. Lo hace de mal humor porque, ducho en esas lides, sabe que su tarea ha de resultar muy difícil, a causa del mal tiempo.

Con el ventarrón los animales buscan los bajos con matorrales y a su reparo pasan largas horas.

A esta dificultad se agrega la niebla de arena que levanta el viento, lo cual hace que sea imposible divisarlos desde una distancia relativa y sólo la casualidad y mucho andar y andar puede hacer que se los halle, cuando ya prácticamente el campeador se encuentra encima de ellos.

Marcha hacia el Oeste, porque siendo en ese rumbo la querencia de los caballos supone que, casi con seguridad, han tomado esa dirección al separarse del grueso de la tropilla.

Desecha la costumbre de cortar rastro. Este es el medio más eficaz para guiarse en las campeadas; consiste en seguir los rastros de los animales hasta dar con ellos, que a veces son los que se buscan y otras no, pero ahora, con el viento que sopla y tratándose de campos arenosos, los rastros son borrados en menos de media hora.

Al tranco sube una meseta, en cuya cima se forma una pampita y desde esa altura divisa con suma atención una amplia zona baja. Luego, a tranco lento, bordea el filo de la mesetita, siempre mirando hacia los bajos observando atentamente con sus ojos irritados

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por la tierra y llorosos por el fresco de la mañana, cada matorral, cada peñasco, cada montículo de tierra, cada animal que se distinga a la distancia que da su vista.

A distancia y con neblina de tierra cualquier caballo puede parecer un matorral y cualquier matorral puede parecer un caballo.

No viendo nada de lo que busca desciende de la meseta, siempre al tranco y volviendo seguido la cabeza a un lado y otro con lentitud atenta, siempre observando cuidadosamente cada ondulación de terreno, cada grupo de matorrales... siempre temeroso de pasar de largo cerca de los animales o errarlos en alguna quebrada engañosa, lo cual para un buen campeador sería un desprestigio ante todos los carreros y caballerizos a lo largo de toda la güeya que pronto empezarían a llamarlo Ojo de piche.

Revisa algunos zanjones y hondonadas pequeñas pasando cerca de algunos grupos de yeguarizos para convencerse de que entre ellos no hay ninguno de los que él campea.

Luego sube a un cerro elevado y puntiagudo, especie de mangrullo natural y gigantesco, cuyas laderas cubiertas de pedregullo suelto dificultan la marcha del caballo con riesgo de cansarlo.

Desmonta y sube a pie llevando al caballo del cabestro y una vez en la cima vuelve a montar para divisar desde mayor altura.

Estrecha y sin vegetación es la cúspide del cerro, y en ella el viento sopla con fuerza arrolladora como si pretendiera arrojar del lugar al jinete con su caballo.

Silba el vendaval agitando las cerdas del caballo y el poncho del campeador se sacude con estrépito; inmóvil en la alta cima, oteando con fijeza el horizonte, parece un monumento en un pedestal gigante.

Desde esa altura, con sólo hacer girar lentamente al caballo, abarca hacia los cuatro puntos cardinales una amplia extensión de campo. Ni señal de sus animales. En lontananza, como a unas tres leguas, mezcladas entre las nubes de polvo, se distinguen apenas dos tropas de carros marchando a poca distancia una de otra por el camino del Valle Hermoso.

En un faldeo distante, algo borroso por la lejanía, divisa ocho animales yeguarizos y tiene un sobresalto de alegría porque el número coincide con los que él busca.

Observa con mayor fijeza y sufre una decepción al notar entre ellos la presencia de uno de color blanco y otro tobiano: no hay coincidencia en los colores de los caballos que él busca, y por lo tanto, no son los que anda campeando.

De no haber sido por los animales con color blanco, visibles a mayor distancia, aun con tiempo poco claro, habría tenido que galopar casi dos horas llegando casi hasta ellos antes de convencerse de que no eran los campeados. Por lo menos se ahorró ese tiempo.

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Baja del cerro. Marcha al trote, como una legua, siempre volviendo la cabeza a un lado y otro, siempre revisando los lugares montosos, bordeando los cañadones, despuntando las quebradas.

Cruza lugares con montes tupidos y espinosos que le desgarran la ropa.

Al pasar por una aguada revisa los numerosos caballos que hay en sus cercanías sin hallar ni señas de los suyos.

Para un momento para dar agua a su caballo y darle dempo a mordisquear pasto, mientras fuma un cigarrillo. Cuando se campea con mucho viento no se puede fumar mientras se anda cabalgando, porque el soplar del ventarrón apaga el cigarrillo o, lo que es peor, lo enciende en llamaradas, que molestan el rostro y hasta llegan a producir quemaduras en la ropa.

Pronto reanuda la campeada porque ya es más de media tarde... y el sol camina.

Marcha unas dos leguas más. Llega a un cerro y lo encara.

Desde su cima repasa con vista de águila un amplio contorno. En un cañadón, medio oculto entre los montes, divisa cinco caballos: él busca ocho, pero bien puede ser que los tres restantes se hallen ocultos al reparo de los matorrales o que se hayan cortado solos. Desciende del cerro y comienza a caminar hacia los animales avistados, perdiéndolos de vista por momentos de acuerdo a las ondulaciones del terreno.

Cuando ya se halla a media legua de ellos la mayor visibilidad de los pelajes y en especial la presencia de un animal tordillo lo convence de que no son los suyos y que debe orientar la campeada hacia otros rumbos. Con un rebencazo al caballo y una mala palabra cambia de dirección... y sigue la búsqueda que ya lleva más de diez horas continuas sin comer.

Leguas hacia el Norte, leguas hacia el Sur, leguas al Oeste y al Este, siempre sin resultado. Nuevos cañadones, nuevos cerros, nuevos montes con espinas... pampas pedregosas, nuevas puntas de caballos que nunca son los que busca... siempre viento; cada vez más hambre. Ya casi está perdiendo la esperanza de hallarlos en lo que resta del día. De nuevo distingue a mucha distancia varios animales, entre los cuales, no hay ninguno de color blanco... ¡A lo mejor!...

Galopa una media legua hacia ellos y los observa con mayor atención. Insulta al viento que le dificulta la visión. Sigue observando. Ve a uno de los animales, que se hallaba echado, levantarse y caminar y en la forma de hacerlo nota que son bueyes y no caballos.

Nuevo cambio de rumbo, nuevos rebencazos al caballo, nuevas malas palabras para su suerte, para el viento, para su oficio, pero no para la Patagonia. El patagónico autóctono nunca está disconforme con su región. Está de pésimo humor.

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Infructuosamente sigue su recorrido mientras pasan las horas, con aumento del ventarrón, que cada vez hace más difícil otear a la distancia, ¡Y sin poder cortar rastro!...

Revisa al paso gran cantidad de tropillas y caballadas en la posibilidad de que los que él busca pudieran haberse cortado en puntas y mezclado a otros. El viento fuerte y continuado influye aun en los hábitos naturales de los animales.

Con una parte de los animales extraviados que halló daría por terminada la campeada del día.

Encara una bajada con tal cantidad de pedregullo suelto que el caballo prácticamente baja resbalando medio sentado, como por un tobogán, haciendo rodar millares de piedras que agregan su ruido al del ventarrón.

Sigue la recorrida por los terrenos más diversos notando que el caballo ya empieza a aflojar. No es para menos, pues lleva recorridas más de quince leguas en zona escabrosa.

Si no halla los que busca, lo cambiará aunque sea por uno ajeno; la cosa es no quedar a pie, en medio del campo. Siguen las leguas de recorrido y las horas pasando.

A lo lejos, desde una cordonada alta, observa la presencia de un jinete detenido en el filo de un cerro alto mirando el terreno. Lo ve marchar al tranco, observar las hondonadas, detenerse de tanto en tanto con la mirada fija en puntos distantes y determinados, mirar a un lado y otro mientras marcha... Seguramente se trata de otro caballerizo, bueyero o mulero que anda campeando.

Dirige su caballo en esa dirección con la intención de inquirirle posibles noticias de los caballos que busca y nota que el otro jinete hace lo mismo.

Al trote y galope van disminuyendo la distancia que los separa. Por momentos se pierden de vista en las hondonadas o mesetas para reaparecer poco después a menor distancia y de nuevo desaparecer...

Cuando se avistan de nuevo, tan sólo los separa una distancia de cien metros. Desde esa distancia los caballos se saludan con un relincho y los perros son los primeros en juntarse con su acostumbrado saludo de olfateo receloso.

Se allegan los hombres y sin desmontar se dan la mano con el lacónico saludo:

–¡Buenas tardes! ¿Qué tal?

–Ya lo ve, paseando un poco.

–¡Qué tiempo perro! ¿No?

–Sí. Bastante. Lindo para tomar mate en el fogón.

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–¡Ya lo creo! ¡Qué desgracia ser pobre!

Después se apean, y manteniendo a los caballos por medio del cabestro, comienzan las mutuas explicaciones e intercambios de noticias sobre el verdadero objetivo de cada uno.

El recién llegado es boyero de una tropa de carretas de bueyes que, desde hace dos días, se halla detenida en su marcha por habérseles perdido cinco bueyes de los mejores.

Lleva dos días campeando. Ha recorrido más de diez leguas a la redonda sin hallar ni rastros ni noticias. ¡Ni que se los hubiera tragado la tierra! ¡También con este viento!... ¡Como para cortar rastro! .

Se agachan en cuclillas al reparo de una mata, y mientras conversan, se intercambian la tabaquera por un armado (cigarrillo de fábrica).

Con muchos detalles se inquieren mutuas noticias sobre los animales que buscan, mencionando señas especiales de los mismos, color de pelaje y marcas que para mayor claridad van dibujando con el dedo sobre la tierra.

Todo buen campeador mientras recorre el campo durante horas y más horas, en busca de sus animales, maquinalmente observa todo caballo, muía o buey que halla en su trayecto, solos o en grupos grandes o pequeños.

Con sorprendente prolijidad, sin necesidad de papel ni lápiz, casi con indiferencia, va grabando en su memoria los animales que ve, contándolos si se trata de grupos menores de quince o veinte y calculando su cantidad, con singular aproximación cuando se trata de puntas más numerosas.

Le queda grabado en el cerebro, además del número, el color del pelaje de cada una, la marca de propiedad, si alguno iba maneado o con bozal; si iba alguno con señal de haber sudado; si otro tenía cola larga y otro recién tusado; en qué lugar se hallan y en qué rumbo caminaban.

Si el grupo de animales se halla pastando en direcciones distintas, saben que lo hacen sin intención de alejarse mucho del lugar. Si pastan todos conservando la misma dirección, sabe que se trata de animales que no son del lugar y rumbean hacia la querencia y que después de llenarse un poco, emprenderán un tranco continuado hacia la misma.

Noticias por este estilo se cambian los dos hombres. Después de fumar, el boyero saca de la maleta un piche asado a las brasas y ambos comen mientras conversan de animales perdidos, sin echar de menos la falta de galleta ni de vino, y después de comer se limpian con la manga del saco o la punta del poncho la boca brillosa de grasa de piche y sucia de tierra.

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Es enorme el alivio del boyero cuando el caballerizo, luego de escuchar atentamente sus descripciones, le dio noticias de los cinco bueyes que buscaba.

Los había visto haría unas tres horas como a unas dos leguas de distancia en el nacimiento del cañadón del Gato Montés, en una hondonada con mucho monte y una lagunita de agua echados al reparo de unas matas. Al parecer estaban muy llenos, por lo cual, seguramente no se iban a levantar a comer, hasta cerca del anochecer.

Debía tener cuidado de no errarlos, porque estaban en un lugar muy escondido y es fácil que uno pase casi por encima de ellos y no los vea. Todavía podía llegar hasta donde están antes que lo agarre la noche.

Casi incrédulo de contento, el boyero se pone de pie, listo para montar y salir en busca de los bueyes que le han dado tanto trabajo. Para mayor convencimiento, aunque sin necesidad, vuelve a describir el color de los animales perdidos.

El caballerizo se lo confirma de nuevo y a la vez le describe nuevamente y con aumento de detalles el lugar donde hallará a los ansiados bueyes. Lo hace con satisfacción y hasta con cierto orgullo de hacer esa gauchada.

El boyero vuelve a preguntar por las marcas de propiedad, pese a que el otro ya se las había dicho y hasta dibujado en el suelo, y el caballerizo se las repite. Ya totalmente seguro el boyero golpea el suelo con el pie y se golpea la bota de potro con la lonja del rebenque: «¡Pero ni que estuviera ciego!... ¡Pero si he pasado dos veces por ese lugar!... ¡Culpa de este viento de... miércoles! ¡No sabe usted, amigo, la gauchada que me ha hecho!». Vuelve a las preguntas ya innecesarias, porque ya le han sido contestadas, pero que se le contestan de nuevo, pacientemente y hasta con agrado por parte del caballerizo.

–Había uno barcino, gordo, ¿no?

–Sí, pues.

–Entonces son esos no más. ¿Vio uno azulejo aspa torcida?

–Sí. Ahí estaba echado.

–¡Claro, claro! Son los míos. ¿Y uno manchado, con collar?

–Sí. Ahí vi que andaba uno.

–Sí, sí, sí... Entonces son esos nomás. ¡Qué suerte! ¿Notó un colorado, panza blanca?

–¡Sí, cómo no! Estaba con los otros.

–¡Clavado! Son los que busco. No hacen falta más señas. ¿Y uno medio bayo, con patas blancas? ¿Lo vio? –Sí. Estaba al lado de un monte de molle.

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–¡No ve... no ve...! ¡Son esos... son esos! No hace falta preguntar más. ¿Cómo caramba no los vi? ¿Por casualidad, no se fijó si dos de ellos tenían contramarca en la paleta?

–Sí. Dos estaban contramarcados en la paleta.

–¡Son los mismos... son los mismos! Saldré en seguida a buscarlos. Pero, ¡fíjese usted si seré animal! ¡Pasar tan cerca y no verlos!...

El bueyero habla casi a gritos de tan contento que se halla y, mientras tanto, le aprieta la cincha al caballo para seguir viaje.

Después le toca al caballerizo preguntar por sus caballos, haciendo la descripción de las marcas de los mismos y el color de pelo de cada uno, que el bueyero escucha con atención.

En parte tuvo suerte: el boyero lo anotició de que en la mañana de ese día habíase encontrado con el marucho de la tropa de carros de muías, perteneciente al chileno Quilográn, que andaba campeando tres muías.

Este le informó que hacía pocos momentos había visto seis animales, cuya marca y pelaje coincidían con los buscados por el caballerizo. Iban como una legua más allá de Cañadón Minoli, ya cerca del Campamento del Gringo de las Piedras y como rumbiando para el lado de la Aguada del Pajarito.

También le dijo el mulero, que por la forma en que iban caminando los caballos él se dio cuenta de que se trataba de animales que se habían cortado de alguna caballada y se iban rumbo a la querencia, por lo cual él los dio vuelta y los arrió como media legua en rumbo contrario, por si alguno los andaba campiando. Entre ellos había uno que tenía media manea en una mano, otro tenía un vaso medio torcido y también había uno con la cola tusada y otro con sólo dos herraduras.

Cuando dos campeadores se encuentran en el campo se pasan un buen rato intercambiando noticias sobre marcas y colores de caballos o bueyes perdidos.

En ellas se refiere no solamente a los animales que ambos campean, sino también a otros que han visto en sus zigzagueantes recorridas, con el fin de que, si más tarde se encuentran con alguien que los ande campiando, estar en condiciones de anoticiarlo.

Pero ahora, ambos tienen apuro, porque la noche se les viene encima. Nuevo pase de la tradicional tabaquera hecha con cogote de avestruz y, con un hasta la vista y un que le vaya bien, salen al galope cada cual en su rumbo y seguido por su perro.

El bueyero va un tanto apenado porque no ha podido retribuirle al caballerizo la buena noticia, tan completa como éste se la dió a él. Por eso, cuando ya se habían separado unos treinta metros, se detuvo y a gritos volvió a recordarle los lugares por los cuales él había

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campeado durante el día, recomendándole que no perdiera tiempo, ni cansara caballo, buscando por esos parajes, porque «yo sé bien que por ahí no están».

El caballerizo, también a gritos, le mencionó nuevamente el lugar donde había visto los bueyes, recomendándole que «tenga cuidado de no errarlos».

Mientras galopa hacia el lugar donde le ha dicho que se encuentran los seis caballos, el caballerizo no deja de observar con atención hacia un lado y otro siempre con el continuo girar de cabeza hacia todos lados, cosa normal en todo campeador. Tiene la esperanza de que aunque sea de casualidad, halle los dos que aún faltan.

Casi a la puesta del sol halla los seis caballos que le anoticiara el bueyero. Rumbiaban nuevamente hacia la querencia y de no haber sido porque el mulero los había hecho volver atrás en la mañana no habría podido hallarlos por muchos días.

Desensilló el montado, que ya estaba bastante aplastado por la dificultad del ventarrón y los campos quebrados y ensilló uno de los animales hallados.

Los arreó a galope tendido unas dos leguas, hasta el lugar donde se hallaba la caballada, dejándolos en el lugar, después de haber maneado a los dos más porfiados para la querencia, para evitar que durante la noche se corten de nuevo.

Revisó la caballada, para cerciorarse de que no se habían perdido otros animales y emprendió el regreso al campamento desde donde había iniciado, en la madrugada, su recorrido de más de dieciséis horas de andar y andar.

Mientras regresa, aprovechando los últimos rayos del sol poniente, recorre cerros y cañadones con la esperanza de hallar los dos animales que aún le faltan. Sobre el filo de la noche distingue como a una legua de distancia, la silueta de dos animales.

Como ya está entre dos luces, no alcanza a distinguir si son los que él busca y resuelve dar un galope hasta ellos, aunque se aleja nuevamente una legua del campamento y ya lo está agarrando la noche.

Cuando se halla a menos de media legua de ellos, a pesar de la penumbra, nota que no son caballos, sino bueyes. Renegando por esa legua hecha al pedo regresa al boliche, casi con dos horas de noche.

Agitadas por el viento, aún brillan algunas hogueras en los campamentos, rodeadas por algunos carreros y pasajeros que, como están descansados y no tienen sueño se entretienen en contar mentiras cerca del fuego.

Desensilla el caballo y lo ata a soga, para que pueda mordisquear algún pastito.

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Con cansado paso el hombre se dirige hacia el fogón de su campamento ansioso de tomarse unos mates antes de comer.

Tiene el rostro cubierto de polvo gredoso y blanquecino, lo que hace que se le destaque más la boca y el blanco de los ojos.

Su vista está enrojecida por la irritación del polvo que levanta el viento. Parece que tuviera colocada una máscara. Su ropa está desgarrada por los montes espinosos y las manos muestran rasguños ensangrentados, que el viento y la arena han secado.

Silencioso, con un seco Buenas noches, se acerca al fogón. Le ofrecen un mate, que no acepta, y se arrima al lugar donde guarda su mate sobre unas ramas de campamento y comienza a ponerle yerba.

Es muy común entre caballerizos, reseros y otras personas de campo, la norma de cebarse ellos mismos su mate en su propio mate, para tomar más tranquilo y más a gusto. Es un hábito que posiblemente se adquiere, al agregarse al temperamento, ya de por sí solitario del patagónico, las permanentes marchas, sin compañía, por el campo extenso, con el humor aguijoneado por accidentes del trabajo que realiza y por el castigar del viento.

Toma mate mientras calienta la olla con puchero sobre las brasas del fogón. Las personas presentes sólo le hacen preguntas triviales, porque saben que no le agrada que lo interroguen sobre lo que puede no haberle salido bien. Contesta con monosílabos.

El patrón, o mejor dicho el jefe de la tropa de chatas al que los ladridos de los perros han advertido la llegada del campiador, aparece en el círculo que forma el fuego, ansioso por inquirir noticias sobre el resultado de la búsqueda.

De pie, en camiseta, con las manos metidas en la amplia faja vasca, entre lacónicas preguntas e iguales respuestas, se va enterando del campo recorrido, lo que aún falta por recorrer, los animales hallados y el rumbo que puedan haber tomado los que todavía falta encontrar y los posibles lugares en que el caballerizo pudo haberlos errado a causa del viento.

–¿Cómo le ha ido, Pedro?

–Regular, regular no más.

–¿Qué tal la campiada?

–Y... cuanto, cuanto no más.

–¿Encontró algunos?

–Sí. Algunos encontré.

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–¿Muchos?

–No muchos.

–¿Como cuántos?

–Y... seis no más.

–¿Habían ido a parar muy lejos?

–Sí. Bastante.

–¿Hasta dónde?

–Y... hasta la Quebrada del Gato.

–¿No tuvo noticias de los otros dos?

–No. No tuve.

–¿Llegó hasta los Bajos Blancos?

–Sí, llegué.

–¿No los habrá errado entre los Bajos Escondidos?

–Y... Puede ser.

–Entre los que encontró, ¿están los más urgentes?

–Y... Capaz no más... Depende.

–¿Está el cadenero del gringo Charles?

–Sí, pues.

–¿Y el varero de la chata verde?

–Está.

–¿Entonces, podremos seguir viaje mañana temprano?

–Tal vez.

Mientras contesta, el caballerizo come unas presas de puchero, sin utilizar plato, sacadas directamente de la olla, ensartadas en la punta del cuchillo. Come sin importarle la tierra con que se la rocía el viento y lo hace con tanto apetito y gusto que casi todos los que lo miran, se sienten con ganas de pegar un tajo.

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Habiendo aparecido el varero y el cadenero que faltaban y que en la marcha de una chata son los caballos clave, el patrón considera que se puede proseguir el viaje en la madrugada.

El caballo varero, que va enjaezado en las varas de la chata, y el cadenero, que tira delante de él, llevan colocadas las principales riendas de la chata y son como el timón de la misma.

Su adiestramiento es difícil y cuando estos dos animales clave no son bien amaestrados, todo el conjunto de caballos de los tiros se desarmonizan; la conducción del enorme vehículo se hace difícil y existe peligro de volcar en cualquier momento.

El caballerizo deberá arrimar la caballada al amanecer y una vez que la tropa haya partido tendrá que reanudar la campeada de los dos animales que faltan, hasta hallarlas o asegurarse de que no se encuentran en la zona. Por la tarde o al día siguiente alcanzará a la tropa.

El amor propio, en cuanto se refiere al sentido de la responsabilidad en el buen desempeño de su trabajo, es, por lo general, muy grande en quienes desempeñan trabajos en caminos largos, ya sea como reseros, carreros o caballerizos.

Por ello, el caballerizo, en cuanto supo que ya la tropa de chatas no tendría que estar detenida por algo referente a su misión, se puso de mejor humor, a lo cual también contribuyeron las presas de puchero comidas.

Se tomó una cebadura de mate, para asentar el puchero y hasta convidó a los demás, contra su costumbre habitual.

Alguien le retribuyó con un trago de Bols, haciendo circular el porrón y la conversación, más o menos, se encadenó. Hubo alguna chanza discreta que el caballerizo soportó bien y hasta respondió con otras.

Algunas preguntas sobre si el caballerizo de Fulano había encontrado los caballos; si el bueyero Vargas habría hallado los bueyes; si la tropa de muías del chileno todavía estaría parada en la güeya por no haber encontrado las muías, fueron las conversaciones cambiadas.

Algunos jóvenes novicios contemplaban con respeto al polvoriento caballerizo y se mostraban extrañados porque los carreros no demostraban una mayor importancia por el trabajo que el hombre realizaba.

Después el caballerizo improvisó su cama al reparo de una mata, valiéndose del recado. A la mañana tendrá que levantarse aún oscuro, para arrimar la caballada y después seguir campiando.

El viento seguía aullando, incansable en su furioso chocar contra carros, corrales, matas y cerros.

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DOS QUE TRAEN NOTICIAS DE LA CARCEL

El desembarco en Comodoro Rivadavia de dos hombres procedentes de la cárcel de Rawson, llegados en el vapor Presidente Mitre, coincidió casi justo con la salida de una tropa de diez chatas para la región cordillerana en el último viaje de la temporada. Esto puso muy contentos a los ex reclusos, porque de lo contrario habrían tenido que pasar el invierno en la costa, y a los carreros, porque ello significaba una ayuda en el trabajo y además una variación en las noticias y conversaciones, fuera del eterno tema de animales perdidos y caminos malos.

Uno de ellos, era un suizo procesado por lesiones graves y el otro un taciturno paisano que, luego de permanecer cuatro años preso acusado de robar un capón, salió absuelto de culpa y cargo. Era tan filósofo que cuando le mencionaban la injusticia de que había sido objeto, se limitaba a decir: «Y bueno, por lo menos aprendí a leer y a escribir».

El suizo, que no aceptó el arreglo del sumario propuesto por el comisario sumariante a cambio de doscientos pesos y una tropilla, tuvo que permanecer casi dos años en Rawson, para salir con una condena de seis meses. Además, lo mismo perdió la tropilla, porque los certificados adolecían de fallas, y el revólver Colt, que fue agregado al sumario como cuerpo del delito, aun cuando el que llegó a Rawson no era Colt sino de marca barata.

En el viaje de Apeleg a Rawson, pasando por Sarmiento, Comodoro, Madryn, Trelew, pasó tres meses. A los tres días de haberle tomado declaración indagatoria en Rawson, el Juez Letrado tuvo que viajar a Buenos Aires donde permaneció tres meses y como el Juez que quedó a cargo del Tribunal ya había actuado en su causa como fiscal, no pudo actuar como Juez y el asunto quedó estacionado. ¡Qué gran negocio habría hecho pagando los doscientos pesos!

La cárcel de Rawson se compone de tres pabellones, con unos veinte encausados en cada uno. Duermen en tablas colocadas sobre caballetes, con colchón de paja y frazadas bastante pasables para quien está habituado a dormir en el recado a la intemperie. La conversación es invariablemente sobre el proceso de cada uno y las posibilidades de zafar bien. En las primeras noches es difícil dormir porque, cada media hora, el guardián de facción hace sonar el silbato, que de inmediato es contestado por los guardias de los demás pabellones, luego por los de guardias en las plataformas de los muros y, finalmente, por los policías que rodean el edificio carcelario. Una vez acostados es prohibido incorporarse sin previo permiso del custodia, aun cuando se trate de una cuestión urgente. Los celadores son bastante humanos. Los guardiacárceles no tanto.

Antes de acostarse los ponen en fila y el jefe de celadores pasa alumbrándoles la cara con el farol y contándolos como ovejas y a veces los palpan. El mínimo cuchicheo, de cama a

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cama, es reprendido enérgicamente por el guardiacárcel en la parte exterior de la puerta de rejas.

En las noches, si alguien solicita levantarse para necesidades fisiológicas mayores el guardiacárcel le pregunta si no se trata de mañas. Luego hace sonar el silbato y concurre un celador y dos guardiacárceles armados que lo conducen afuera, donde se hallan los retretes, guardados por una puertita que sólo cubre la mitad del cuerpo mientras los guardias lo observan con el Máuser listo.

El mate es prohibido en el pabellón, salvo en las horas de merienda. También se prohíbe fumar, pero estas cosas pueden hacerse sin limitación durante los recreos en el patío general, los que se hacen turnando un día cada pabellón y al mismo hay que salir con todas las pilchas para lavar. Se prolonga todo el día. Esa es la oportunidad que los ocupantes de los distintos pabellones aprovechan para conversar entre sí. Aunque al recreo sale un solo pabellón, los ocupantes de los restantes piden permiso para salir a los retretes y luego se mezclan en conversación con los que están en recreo y cuando se trata de reclusos que se portan bien, los celadores se hacen los desentendidos por un buen rato y nunca lo hacen de mal modo. En los recreos se aprovecha para lavar cada cual su ropa.

Se toca silencio para acostarse a las ocho de la noche y se levanta a las siete de la mañana, lo que no es madrugar, para quienes están acostumbrados a levantarse a las cuatro de la madrugada. Hay que desarmar la cama y envolver las pilchas. Después hay un desayuno de mate cocido bastante claro y amargo, con tres galletas que deben durar hasta la noche. Todo resulta sabroso. A mediodía el almuerzo, siempre puchero de vaca o capón, y sopa con algunos fideos. Por la noche, a las seis y media, guiso de fideos con grasa y pimentón barato.

Para el reparto de la comida hay que formar fila con el plato en la mano frente a la olla repleta de carne, y un celador le va colocando en el plato, sin mirarle la cara, o haciéndolo con mucho disimulo, un trozo de carne sobre el cual el encausado no puede emitir queja porque corre el riesgo de ir al calabozo sin el trozo.

En oportunidades, alguien al que le toca una tumba grande y sabrosa, la cambia con otro por un pedazo muy inferior, pero que tiene un hueso, con preferencia si es de caracú. Esto lo hace para luego labrar el hueso a mano, valiéndose de un simple clavo, con lo cual forman artísticos objetos que luego venden. Es notable ver cómo personas que en libertad son incapaces de pegar un botón, en la cárcel se transforman en verdaderos artífices para tejer carpetas y tabaqueras, con una prolijidad que envidiaría la mujer más hacendosa.

Lógicamente, en la cárcel abundan los encausados por fulleros, tahúres y explotadores de lenocinios. Estas personas raras veces carecen de dinero y son serviciales y gauchos con los encausados más pobres. Pero sufren hasta el martirio la circunstancia de no poder hacer juegos de azar y para aliviarse forman cualquier apuesta: ya sobre el tiempo a venir; sobre

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el resultado de tal o cual expediente; el resultado de este o aquel acto electoral. Como los dados y naipes son perseguidos en rigurosas requisas han recurrido a la más original carrera: la carrera de piojos.

Esta original carrera que a todos puede parecer una exagerada fantasía, es cosa real y bastante común en la cárcel, con el agregado de que en el desarrollo de la misma las partes en pugna deben desarrollar habilidad y práctica para hacer correr a los poco gratos parásitos, y se da la circunstancia de que casi siempre gana el parejero conducido con mayor habilidad, conducción en la que, por supuesto, no figura monta, rienda ni rebenque.

Distante unos treinta centímetros uno de otro, se marcan dos círculos de unos diez centímetros de diámetro y exactamente en el centro de cada uno se coloca al respectivo parásito. El primero de éstos que llega desde el centro a la circunferencia ha ganado la carrera.

La habilidad del jockey consiste en evitar que el piojo se quede quieto o dando vueltas en el lugar, comience a caminar en forma oblicua, alargando el camino o a variar de dirección. Con un soplido lento, se lo hace poner en marcha y, de inmediato, se lo sopla desde atrás para obligarlo a una mayor velocidad; pero para esto hay que tener gran precisión en el soplo, porque si éste resulta demasiado fuerte da vuelta al parásito dejándolo patas para arriba y entonces se considera que el parejero ha rodado y queda fuera de carrera.

Igualmente acontece cuando el parásito varía de dirección y hay que obligarlo a rectificarla mediante soplidos cautelosos, pero que peligran de hacerlo rodar. El primero en tocar la raya de la circunferencia, ganando la carrera, por lo general salva también su vida. Un jockey hábil para soplar puede correr hasta dos parejeros. Hay en la cárcel una sección llamada El Anexo, donde los presos, por ser de causas leves, tienen más franquicias y menos reglamentos, pero también es menos exigida la limpieza, lo cual contribuye a la proliferación de parásitos de cualquier tamaño.

Por ello, los presos, lo llaman el Stud de Palermo, aludiendo a los piojos parejeros. Frente a esta original diversión tanto los guardiacárceles como los celadores hacen, en lo posible, la vista gorda y a veces entran en las apuestas.

Varios troperos pidieron noticias al suizo sobre un personaje muy conocido de la mayoría de los presentes. Era un ladrón y ratero incorregible, pero de un carácter simpático, de conversación que resultaba entretenida y muy jocosa por su tonalidad arrevesada. Se lo conocía por el apodo de el TurcoJulio y tenía veintiséis entradas en Rawson, conociendo también las cárceles de Río Gallegos y Viedma. Tenía gran habilidad para hacer el sonso y en todas las oportunidades en que se lo descubrió robando, aun en aquellas con violación de puertas, jamás se le hallaron armas, ni esgrimió los puños en son de ataque o defensa. Se hacía el borracho y se dejaba pegar. Su única arma era un frasco de medio litro de caña, que le servía para comprobar su borrachera.

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De acuerdo a las noticias en la cárcel era personaje solicitado por el conocimiento que tenía de la misma y su espíritu comedido para ayudar a los novicios. Mandaba saludos para varios conocidos y, a la vez, que le mandaran unos pesos para el abogado, porque podía jurar que se estaba comiendo una cana injusta.

En sus conversaciones solía dar lecciones poco convenientes como consejos. Para robar en una habitación ocupada, decía, hay que abrir la puerta en forma natural, porque si el ocupante no se despierta con ese ruido ya es difícil que se despierte luego. Por si se hubiese despertado y por miedo se fingiera dormido, conviene desfigurarse el rostro con unos anteojos y bigotes. Si se despierta al abrirse la puerta, todo se arregla pidiendo disculpas por la equivocación.

Era psicólogo. En una oportunidad, en una sastrería de Comodoro Rivadavia vio una campera que le gustó y resolvió robarla. Entró en la tienda vistiendo un sobretodo, encima de un pullover del color de la campera elegida. Le entregó el sobretodo al sastre para que le pegara los botones y mientras el sastre lo hacía, él, con todo desparpajo y casi en la cara del sastre, se puso la campera. Cuando el sastre terminó su trabajo atentamente lo ayudó a ponerse el sobretodo, sin advertir que el cliente al entrar no tenía campera. Esto, decía, nunca debe intentarse si en el negocio hay una mujer, porque éstas de un solo golpe de vista graban en su mente todos los detalles de la vestimenta de quien entra. En caso de que el sastre se hubiese apercibido de la sustracción de la campera no había mayor riesgo, porque podía alegar que se la estaba probando para comprarla y llevarla, pero que le quedaba mal. El robo más fácil de defender, según el Turco Julio, era el realizado casi a la vista.

En momento, el Turco Julio manifestaba (como siempre) que se hallaba preso por su mala suerte. De una peletería de Comodoro Rivadavia robó dos valiosos cueros de zorro colorado de la cordillera, los cuales le regaló a una amiga de cabaret, junto con el importe para hacerlos curtir. Le aseguró que él mismo los había cazado en Alto Río Mayo. Esta falta de franqueza lo perdió al Turco, porque la mujer, ignorando la verdadera procedencia, los llevó a curtir a la misma peletería de la que habían sido robados, donde los conocieron, y el Turco fue a parar una vez más a Rawson .

Ante semejante acumulación de antecedentes y condenar, (veintiséis entradas) el Juez Letrado lo condenó a reclusión por tiempo indeterminado en Ushuaia. Como nada quedaba por perder, el Turco Julio apeló la sentencia ante la Cámara Federal de Apelaciones con asiento en La Plata.

Cuatro meses más tarde llegó la bomba inesperada: la Cámara de Apelaciones, teniendo en cuenta la falta de agresividad demostrada siempre por el Turco Julio y su norma de no usar armas jamás, ni resistirse al ser descubierto, revocó el fallo del Juez Letrado y lo condenó a dos años y medio de prisión y como ya los tenía casi cumplidos fue puesto en libertad. En cuanto estuvo en la calle, el Turco Julio se arrodilló a la entrada de la cárcel, junto a las garitas de los guardianes y comenzó a rezar dando gracias a Dios por la sentencia.

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Dos meses más tarde estaba de regreso en la cárcel de Rawson y entonces le fue aplicado el artículo de reclusión por tiempo indeterminado en Ushuaia, para donde fue embarcado.

Troperos de la región norte de San Martín requirieron noticias sobre la clase de reclusión recaída en el proceso que se seguía a una persona de la región, de nombre Erasmo, quien había dado muerte en forma alevosa al ocupante de un campo lindero al suyo. De acuerdo a las normas vigentes en esos años (1910) ambos habían ocupado con ovejas los respectivos campos fiscales para luego elevar el correspondiente permiso de ocupación a la Dirección de Tierras y Colonias de Buenos Aires.

Pero Erasmo, hombre de pocos escrúpulos, enterado de que su vecino había demorado el requisito de la solicitud, vio en ello una oportunidad para quedarse también con el campo del mismo. Como andaban en buenas relaciones, lo invitó a su puesto con el pretexto de que viera unos caballos que le ofrecía en venta, y como se hallaban solos, mientras tomaban mate, lo mató de dos balazos. Luego, con el revólver del muerto se disparó un tiro de refilón a sí mismo, descargó otros en las paredes del puesto, y se presentó en la comisaría de Norquincó haciendo la denuncia.

De acuerdo a la modalidad de la fecha, no habiendo médico en la amplia región, el cadáver fue enterrado con el testimonio de dos personas, una de las cuales, falsamente, manifestó haber presenciado la pelea en defensa propia.

En esa forma, el comisario sumariante no tuvo mayor dificultad en arreglar el sumario que, junto con el detenido, fue remitido a Rawson. El Juez Letrado, aunque tenía firmes sospechas sobre la alevosía del crimen no halló ningún asidero legal para aplicar una sentencia ejemplar y hubo de limitarse a condenarlo a tres años de prisión, por homicidio con atenuante, y como ya llevaba casi dos años preso, recuperaría la libertad en el término de ocho meses.

Pero tanto el criminal como su abogado, basados en el acomodo del sumario, consideraron el fallo muy severo y apelaron la sentencia ante la Cámara de Apelaciones de La Plata, en la seguridad de lograr una absolución de culpa y cargo, sin que el proceso afecte el honor del procesado.

Tres meses más tarde, enterado de que el expediente terminaba de llegar de vuelta a Rawson, tuvo la certeza de su libertad y regaló todos sus enseres a los demás procesados, de quienes al día siguiente se despidió, cuando lo hicieron llamar del Juzgado para notificarle el fallo de la Cámara Federal.

Una hora después, desde el patio, los presos lo vieron regresar a la cárcel, sostenido por dos celadores y dos policías, en un total estado de postración: vociferaba, lloraba y reía con carcajadas de loco. Le venían vómitos y escupía al cielo. En el Juzgado agredió al Juez y al abogado. Debieron llevarlo a la enfermería, donde le aplicaron enérgicos calmantes. Los

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presos sentían lástima por él, pero a la vez también sentían una especie de repulsión por esa persona fría en el crimen y tan cobarde frente a la adversidad.

La Cámara de Apelaciones halló visibles fallas en la instrucción de la causa y revocó el fallo del juez Letrado que lo condenaba a tres años de cárcel, elevando la pena a veinticinco años. Poco después lo llevaron a la cárcel de Ushuaia.

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EL ATAQUE DEL PUMA EN RÍO CHICO

Esa noche, el arreo maltrecho por casi cuatro meses de marcha acampó en el bajo de unos elevados cerros que formaban como una especie de corral gigantesco. En ese lugar, la ronda parecía innecesaria, pero los reseros veteranos aconsejaron reforzar la vigilancia, porque habían notado rastros de puma. Además, la nerviosidad demostrada por perros y caballos más la presencia de alguna osamenta de guanaco “descogotado” indicaban en firme la presencia del “león” en la zona. También se dispuso que la hoguera permaneciese encendida en el campamento.

Fue después de la medianoche cuando un súbito movimiento de espanto en la hacienda quebró la aparente tranquilidad: miles de balidos atemorizados, crujir del monte aplastado por el ganado en fuga, ladrar enfurecido de los perros, bufar de los caballos, y de inmediato agudos silbidos y gritos de apaciguamiento lanzados por los reseros, quienes, tomados de sorpresa, saltaron de entre las pilchas y, con los “winchesters” en la mano, corrieron hacia el rodeo dando tumbos entre los matorrales espinosos y en medio de maldiciones y malas palabras. ¡El león en el rodeo!, anunció la voz de los baqueanos y de inmediato sus estridentes silbidos azuzando a los perros aumentaron la confusión en la oscuridad.

Los reseros se abren en amplio semicírculo tratando de tomar en medio al rodeo en confusión. Algunos han alcanzado a montar a caballo “en pelo” y otros corren a pie, llamando a gritos a los perros para evitar que, en su afán de perseguir al puma, se mezclen entre la hacienda aumentando el desparramo y la confusión. En las tinieblas, no se ven unos a otros.

En la oscuridad fue difícil contener al ganado enloquecido de miedo, pero se logró con la ayuda de los perros y lo adecuado de la rinconada donde acampaban. Los reseros novicios se hallaban intranquilos: pese a lo mucho que habían oído hablar a los veteranos respecto de la cobardía del “león”, trataban de andar en pareja lo más cerca posible de los baqueanos y de los perros y sin atreverse a internarse solos en la oscuridad.

Al borde del rodeo, dos ovejas agonizaban, desangrándose por la vena yugular abierta por la tremenda garra cazadora del puma. Las retiraron para que no fueran motivo de inquietud al recién aquietado rodeo y de inmediato efectuóse una prolija revisión por los alrededores de la hondonada, “cortando rastro” con los perros, pero sin hallar la más mínima huella que delatara al “león”. Aunque extrañados, los gauchos atribuyeron esto a que tal vez la rastrillada del ganado en fuga pudo borrar los rastros de la fiera.

Los nerviosos perros porfiaban por meterse en el rodeo, lo que se atribuyó a desorientación y a su afán nato de defender a la hacienda. Considerando alejado al león, se abandonó su

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búsqueda, aumentando por las dudas el número de rondadores y la intensidad de la fogata en el campamento, situados a unos cien metros del rodeo.

Mientras tomaban mate antes de acostarse, comentaban en rueda de fogón los daños y costumbres del puma. Un hombre incorporado al grupo de reseros esa misma tarde contó que había poblado con ovejas esa región del Río Chico, pero en menos de un año unos “leones cebados” le destruyeron más de la mitad de la majada y todos los potrillos y terneros. Fracasó en su intento de destruirlos mediante el envenenamiento de las reses muertas y luego enterradas por el “león”, porque éste en su desconfianza nunca vuelve a comer un bocado de los animales muertos por él, si luego de muertos han sido tocados por la mano del hombre, cosa que descubre siempre su fino olfato. También le resultó ineficaz la persecución por medio de los perros. El puma es caminador y resistente y los perros no pueden matar a uno ya desarrollado. Su misión consiste en atacarlo hasta que “se empaca” y entonces resulta fácil al hombre matarlo a balazos y aun con un garrote. Las trampas también son ineficaces, porque nota en ellas la mano del hombre y las rehúye.

En la imposibilidad de “limpiar” su campo de “leones”, que incluso llegaron a matarle dos de sus mejores perros ovejeros mientras los atacaba en su refugio, optó por vender todo e incorporarse al grupo de reseros sin cobrar nada, prestando su valiosa ayuda de hombre conocedor y con la esperanza de hallar en el trayecto algún campo que le resultara más conveniente... Bruscamente la conversación fue cortada por un nuevo movimiento de espanto en el rodeo, que los hombres, ya alertas, pudieron contener con rapidez. Una nueva recorrida por los contornos se realizó sin el mínimo rastro del puma y, sin embargo, una nueva oveja que agonizaba sangrante en el lugar del rodeo daba la prueba de una nueva incursión contra el mismo.

Los gauchos tuvieron la certeza de hallarse frente a un “león” ya muy “corrido” y en esas condiciones la fiera adquiere notable astucia para eludir la persecución del hombre y aun de los perros. Aquietada la hacienda y sin rastros del puma, volvieron al campamento resueltos a esperar el día despiertos. Los rondadores casi cercaban el rodeo, dando la impresión de que ni aun un gato podría acercarse al mismo sin ser notado.

Pero antes de quince minutos, un nuevo y ruidoso entrevero en la hacienda anunció el tercer ataque del “león” y aunque la llegada de los reseros al lugar fue casi simultánea, sólo hallaron dos nuevas ovejas caídas que se desangraban moribundas, pero total ausencia de la fiera.

Los reseros, aun los más conocedores, se hallaban asombrados: nunca habían tenido noticias de un “león” tan misterioso. Parecía atacar desde el aire y evaporarse de inmediato. Luego de una rápida batida por los contornos, se reunieron nuevamente en torno del rodeo llamándoles mucho la atención la actitud de los perros reacios a participar en el rastreo campo afuera y tenaces en su persistencia de aproximarse al rodeo.

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A la tenue claridad del alba que llegaba, el capataz notó en medio de la majada un círculo vacío, formado por ovejas que se apretujaban con miedo desesperado, tratando de subirse unas sobre otras, como tratando de evitar un peligro. En este movimiento, abrieron como una callejuela que comunicaba con el círculo hueco y por ella lo vieron: bien agazapado a ras de tierra para ocultarse a la vista de hombres y perros, pegado a un matorral cuyo color combinaba con el color de su pelo, se hallaba un puma de excepcional tamaño. El misterio quedó aclarado.

Después de cada atropellada, en la que alcanzaba a matar uno o dos animales, al notar que los reseros se aproximaban el astuto “león” se ocultaba entre las mismas ovejas a las que la estrechez de la hondonada y el empeño de los reseros en mantenerlas reunidas impedía abrirse como para que el escondrijo quedara al descubierto. La oscuridad de la noche, por su parte, impedía a los reseros notar ese hueco en el interior del rodeo, lo que también podía atribuirse a la existencia de algún peñasco en el lugar.

Ello también explicaba la falta de rastros del puma en los contornos y, en la nerviosidad del entrevero, pasó inadvertida a los baqueanos la insistencia de los perros a los que su fino olfato indicaba la presencia del “león” escondido entre las ovejas.

Al grito de “¡Guarda, que aquí está el león!”, dieron paso a la hacienda, que se retiró en avalancha veloz. Al verse descubierto, el puma trató de escapar, pero la arremetida furiosa y simultánea de siete perros furiosos que lo rodearon lo obligó a “empacarse”. De un tremendo salto se arrimó a un elevado peñasco de pared vertical y de espaldas al mismo, de forma que le cubría la retaguardia, afrontó el ataque de la jauría que lo atacó por tres lados atronando el amanecer con sus ladridos de coraje y furor. Con las armas listas los hombres se ubicaron de forma que el “león” no pudiera huir, pero don Ceferino, el dueño del arreo, ordenó no disparar las mismas porque en la semipenumbra reinante podía herirse a los perros.

Semirrodeado de enemigos, pero ya con protección del peñasco a sus espaldas, el puma comenzó a defenderse como un verdadero maestro de la pelea.

Sentado sobre sus patas traseras, para tener más libertad de movimiento en las garras delanteras, gachas las orejas en forma que casi no se le notan, la boca a medio abrir mostrando sus formidables colmillos, alerta los ojos, como midiendo puntería y meneando lentamente su larga cola en señal de furor, lanzaba de improviso cortas arremetidas hacia adelante, acompañadas de velocísimos zarpazos de izquierda y de derecha, y de bufidos atemorizantes, hacía retroceder a los perros.

Al retroceder, la jauría, organizada y “canchera” lo hacía con rapidez pero en ordenado semicírculo, manteniendo la formación de combate y siempre tan cerca del puma que sus peligrosos zarpazos casi les rozaban los hocicos. En sus fugaces arremetidas, el puma

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nunca se alejaba tanto del peñasco protector como para que los perros pudieran atacarlo desde atrás.

Al retroceder, siempre lo hacía dando frente, semisentado con pasitos cautelosos hacia atrás hasta tocar con el anca el peñasco que le impedía ser rodeado y llevando medio en el aire una de las manos con las garras chispadas, aunque al dar el zarpazo, lo hacía simultáneamente con las dos, a la izquierda, a la derecha, hacia arriba y hacia abajo, con rapidez de saeta y estirando el cuerpo en forma notable con elasticidad de goma.

Balanceaba ligeramente su esbelto cuerpo, como si fuera a dar un salto, para mantener en alternativa la atención de los perros. Al bufar abría la boca sonando sus tremendos colmillos, manteniendo los ojos sin el más leve pestañeo que pudiera ser aprovechado por los perros, pero sin dejar de vigilar fugazmente a los hombres, en los que notaba a sus principales enemigos. Se notaba en sus peligrosas arremetidas con bufidos, zarpazos y chasquear de dientes, su intención de asustar a la perrada para que ésta le abriera camino, pero éstos, adivinando sus intenciones, no le daban calce para intentar la escapada. Como si leyeran las intenciones en los ojos de la fiera, en cuanto ésta se aprestaba a saltar al frente, los perros de los costados arreciaban su ataque y sus ladridos, llegando casi a morderlo en los flancos, con lo que lo obligaban a concentrarse en la defensa.

Repetidamente se dejaban casi alcanzar por sus arremetidas como buscando que éste, entusiasmado en el ataque, se alejara del peñasco y así poder rodearlo totalmente, pero el puma por lo visto no era la primera vez que actuaba en esa clase de entreveros y ponía especial cuidado en no descuidar su retaguardia. Era un espectáculo de una heroicidad imponente, ese animal que ya casi sin esperanzas se batía sin aflojar contra enemigos diez veces superiores.

Desaparecida ya la oscuridad protectora, acosado cada vez con mayor brío por la jauría y con los hombres listos para intervenir con las armas de fuego, el puma estaba irremediablemente perdido. En el revolear de sus ojos como atisbando la más remota posibilidad de fuga, se notaba que él lo sabía, como sabía también que no podía esperar cuartel, pero no cedía en la defensa. Caería en su ley. Los reseros sujetaban a los perros novicios, para evitar que su inexperiencia los hiciera fácil presa de las garras y colmillos del “león”. No chumbaban a la jauría para no enceguecerla en el ataque. La pérdida de un buen perro es un grave inconveniente para un cuidador de ovejas; pero un galleguito, resero novicio, imprudentemente arrojó un palo contra el puma (que en el aire lo desvió de un zarpazo) y al mismo tiempo azuzó a gritos a los perros, lo cual estuvo a punto de motivar la salvación del puma y el desastre para algunos perros y tal vez hombres. La jauría enceguecida, en una acometida imprudente se arrimó tanto al puma levantando una nube de polvo, que la fiera en un movimiento desesperado, pero con control perfecto, tomó de un zarpazo a uno de los perros arrojándolo bajo de sí mismo.

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Ni siquiera miró al perro atrapado. Atentas sus garras y colmillos a la defensa, lo metió entre su barriga y patas posteriores y siguió enfrentando a sus atacantes. La vacilación de un segundo en éstos habría bastado al puma para destrozar de una dentellada la cabeza de su prisionero, pero los hombres advertidos del peligro estallaron en un coro de gritos y silbidos, que concentró en ellos la atención del “león”, salvando así al perro de las mandíbulas mortales. El pobre animalito atrapado recurrió a su instinto de conservación. No estaba mal herido ni realizó el menor movimiento de defensa o fuga. Conocía la táctica del puma y sabía que el menor movimiento le significaría una dentellada de muerte.

De lomo al suelo, las patas tiesas hacia arriba y la boca medio abierta como con miedo a cerrarla, desde su incómoda posición observaba de soslayo el ataque cada vez más persistente de sus congéneres y los movimientos de los hombres que podían salvarlo. A su vez la jauría, como sabiendo que un titubeo de su parte podía ser la muerte de su compañero, arreciaba en sus furiosas acometidas, cada vez más ruidosas, cada vez más audaces... No eran aún oportunas las armas de fuego; podía herirse al perro atrapado o a otro y si el disparo no resultaba fulminante, el puma en su salto agónico podía herir de paso a algún resero, y un zarpazo en tales circunstancias podía ser de gravedad...

Provisto de un largo garrote y amparado en el ataque bullicioso de los perros, uno de los veteranos se va aproximando muy lentamente y con extrema cautela por un costado del apremiado puma. Este no deja de advertir ese nuevo peligro que sabe el más grave y lo demuestra en fugaces miradas de inquietud. Parece medir la posibilidad de dejarlo acercar para amagarle un zarpazo, o jugarse todo tratando de romper en un salto gigante el cerco de perros cada vez más envalentonados por la proximidad del hombre, pero ya la luz del día y la presencia de tantas personas parecen convencer a la acorralada fiera de la imposibilidad de una fuga por sorpresa, decidiéndola a caer en su reducto.

Bombardeando a sus atacantes con bufidos, zarpazos y dentelladas sonoras, su anca contra el peñasco hábilmente sin soltar al perro atrapado en la presión de sus verijas y patas traseras, centímetro a centímetro se va corriendo hacia el costado opuesto al que ve avanzar al hombre. Pero también por el otro costado un hombre avanza con disimulo, revoleando con lentitud unas boleadoras avestruceras. Ya la vista veloz del puma no alcanza a cubrir todo el espacio desde el que es atacado, pero se sigue batiendo sin la más leve señal de agotamiento o miedo. Al fin el hombre provisto de las boleadoras, desde una distancia de tres metros y aprovechando una violenta arremetida de los perros, desde un costado aplicó un golpe de bola en la nariz del puma, su parte más vulnerable. Con un bufido cortado el “león” dio un salto sin control y cayó a tierra hecho un ovillo, recibido por las dentelladas ya inútiles de la jauría. Un nuevo golpe, “por las dudas”, y el cuerpo fue pasando a la naturalidad que da la muerte.

El perro que pasara por tan amargo trance se unió a sus compañeros ladrando su alegría, insensible ya al dolor del zarpazo, por la dicha de haber salvado la vida. El puma muerto

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era de tamaño poco común y en buen estado de gordura y desarrollo propio de los que se crían cebados en la matanza de ovejas. Medía un metro y cincuenta desde el hocico al nacimiento de la cola. Al cuerearlo, le hallaron viejas mordeduras de perros y dos cicatrices de bala, que daban la clave de su gran veteranía en la pelea y su astucia para eludir la persecución de hombres y perros adquirida en distintos entreveros.

Los pumas ya “cebados” en la matanza de hacienda matan incluso potrillos y terneros bastante desarrollados. Es animal que huye de la presencia del hombre y sólo puede ser peligroso cuando, empacado y acorralado, atropella para abrirse paso repartiendo tremendos zarpazos y dentelladas.

Cuando matan varias ovejas sólo les sorben la sangre y comen la parte delantera y grasosa del pecho. Tienen la costumbre de enterrar la res para alimento de reserva, pero sólo en circunstancias de apremio vuelven a comer de ella y nunca si notan que en la misma anduvo un hombre.

Cuando actúa solo, mata una oveja o dos para comer y beber sangre, pero si se trata de una hembra con cachorros, luego de comer prosigue la matanza con el fin de adiestrar a sus crías en el arte de la caza para que aprendan a bastarse solos. En tales casos pasan horas ensayando en la matanza y se ha dado el caso de que en una sola noche una “leona” con dos cachorros ya desarrollados hayan matado más de treinta ovejas y, como actúan en silencio y en la oscuridad de la noche, sólo de casualidad o por el “venteo” de los perros se puede descubrirlos en su depredación. Incluso se allegan hasta el corral a matar ovejas como en el caso relatado. Hemos dicho ya cómo su desconfianza los hace casi invulnerables a la trampa y al veneno. La forma más fácil para cazarlos es encendiendo fogatas en la entrada de su cueva y luego taponarla para que el humo los asfixie. En cautividad desde cachorros llegan a domesticarse, pero siempre son peligrosos debido a su mal humor y sus terribles garras. Son gatos gigantes. Río Chico, desierto y con sus serranías de piedra e innumerables cuevas, era lugar adecuado para los pumas.

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UN NUTRIADOR NOVICIO EN EL LAGO COLHUE–HUAPI

Las conversaciones en el fogón de los carreros, siempre consistentes en temas comunes de caminos malos, cuestas peligrosas y mención de la fuerza de la caballada de cada uno y la habilidad personal para conducir la chata, eran menos bulliciosas esa noche. De las dieciséis chatas que componían la caravana salida desde Comodoro Rivadavia, la mitad se había separado en la Pampa del Castillo, tomando rumbo hacia el lago Buenos Aires y pasando por el Rastro del Avestruz. El resto siguió el camino noroeste, hacia Sarmiento y Buen Pasto.

Por ello cuando un sulky llegó al campamento conduciendo a dos personas procedentes de Sarmiento, les insistieron en pasar la noche con ellos, porque esto significaba novedades e intercambio de noticias y como los viajeros se hallaban con hambre y cansados no hicieron rogar la invitación, a la vista del mate y costillares en el asador.

Uno de ellos era un joven catalán, de hablar alegre y arrevesado. Llevaba ambas manos y antebrazos vendados y pronto acaparó la atención de carreteros y pasajeros. Enterado de que pronto llegaría un barco en el que viajaba un médico a Comodoro Rivadavia, iba a hacerse curar las heridas ocasionadas por el hielo del lago Colhué–Huapi, hacía más de dos meses y que ni el boticario de Sarmiento ni el curandero le pudieron mejorar. Había venido de España eludiendo tres años de milicia y la carnicería de Melilla. Contaba con gracia los percances sufridos por su desconocimiento de las costumbres y tareas patagónicas y por ellos los carreros, previendo jocosos episodios, le pidieron que relatara el incidente del hielo en los lagos de Sarmiento.

Se había combinado en sociedad con un criollo para cazar nutrias, de piel valiosa, en el lago Colhué–Huapi, en Sarmiento, en la cual el catalán ponía unos pesos ganados como mozo y peón en Comodoro Rivadavia, para comprar trampas y víveres y el criollo ponía su experiencia en el ramo de nutriador y sus conocimientos de la región. El carrito con los caballos se los prestó un pariente de Comodoro.

En junio establecieron su campamento en el margen este del lago y comenzó la espera de las escarchas que endurecieran la superficie del agua, como para soportar el peso de una persona, poder llegar hasta las manchas de huncales y cazar las nutrias a garrotazos. Pero pasaban los días y semanas sin que el invierno se hiciera sentir como para helar el lago.

Veían a las nutrias de codiciada piel merodear entre los islotes de huncal tupido y disponían de muy pocas trampas. La nutria es animal cauteloso y veloz para desaparecer en el agua, bajo la cual se halla invisible la entrada de su madriguera, que luego cava extendiéndola hacia arriba hasta dejarla por sobre el nivel del agua, lo que le da un seguro refugio, cuya entrada el agua oculta.

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Cuando la superficie del lago está escarchada, la necesidad de alimento y su hábito al frío, hacen que salgan a la superficie, perforando para ello la capa de hielo a la manera de las focas en la Antártida. Luego caminan por entre los tupidos huncales que emergen del agua formando islotes, marcando senderitos en los cuales es fácil colocar las trampas. Pero más fácilmente y más abundantes se las caza a garrotazos porque los animalitos, para refugiarse en el agua y huir a sus cuevas, deben hacerlo por el boquete que han abierto en la capa de hielo o entre las plantas, y cuando son atacadas lo hacen en forma atropellada y un tanto ciega. Por lo cual resulta fácil a un cazador ubicado junto al boquete, matarlas por decenas a garrotazos, mientras otro las espanta entre los bancales.

La nutria no huye al descubierto, sino que prefiere zigzaguear por los senderitos hasta llegar al boquete por ella abierto, en cuya puerta halla la muerte con ventaja para el cazador. Pero a casi un mes de espera, las heladas no se hacían presentes con la intensidad que ellos necesitaban. Si un día o dos escarchaba, luego venía un viento que derretía el hielo, y mientras tanto la caza era casi nula y los víveres disminuían.

Al fin el criollo, considerando que la campaña ya resultaría muy poco productiva, resolvió abandonar el campamento e irse a la estancia La Oriéntala, donde le ofrecían trabajos a contrata muy ventajosos para fin de invierno. El catalán no quiso seguirlo porque no entendía esa clase de trabajos y además había invertido en la aventura todos sus pesitos y quería por lo menos salvar la plata. La caída de algunas nutrias en las trampas lo había entusiasmado y con lo que había visto y oído contar al criollo ya le parecía que tenía suficiente práctica para actuar solo. A poco de irse el socio ya una serie de escarchas sucesivas fueron endureciendo la superficie del lago.

Con alegría notó el catalán que gran cantidad de nutrias jugueteaban por el hielo, a unos ciento cincuenta metros de la orilla, pasando de un islote de hunco a otro. Consideró que, con la escarcha de la noche próxima, ya al día siguiente el hielo tendría consistencia de sobra para resistir su peso. Esa noche se acostó con el pensamiento de la recuperación del dinero invertido, una buena ganancia, la instalación de un negocio de repostería en Comodoro Rivadavia, un viaje a España y tal vez un casamiento. Soñó con las nutrias y los garrotazos que les iba a pegar.

Antes de amanecer ya estaba de pie. Tomó mate y churrasqueó, y al salir el sol y comenzar el trajinar de las nutrias se armó de un cabo de látigo para usar como garrote y hallando la capa de hielo muy resistente, se encaminó lentamente sobre ella rumbo a los islotes de huncos, entre los cuales las nutrias al verlo se refugiaron y desde ahí lo observaban entre curiosas y desconfiadas.

Ya al borde del huncal, el inexperto cazador abandonó toda prudencia, se lanzó entre el mismo enarbolando el garrote y aplastando de un garrotazo a la primera nutria que halló a tiro, a la vez que lanzaba un grito de triunfo y entusiasmo... Pero en el mismo instante, la escarcha, que entre los huncales es menos resistente debido al abrigo de las plantas, se

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quebró ruidosamente y el hombre se hundió hasta las axilas, dando un grito de horror por la impresión del agua helada.

Largó el garrote y maquinalmente extendió los brazos en cruz consiguiendo afirmarse en los crujientes bordes de hielo, lo que le evitó sumergirse bajo la capa de escarcha, con horrible muerte. Dio repetidos gritos pidiendo auxilio, que en esa soledad sólo Dios podía darle. Después, ya algo más sereno, intentó un cauteloso movimiento para subir al hielo firme, pero éste crujió con sonidos que se extendían a un lado y otro, siguiendo la dirección de las grietas que se formaban y que a los oídos del desventurado parecían estruendos pavorosos.

Quedó inmóvil y aterrado; notó que el pelo se le ponía de punta y toda su vida pasada desfiló por su mente en medio minuto. A pesar del frío su frente se cubrió de sudor. Se vio perdido y jamás pudo imaginar que la muerte tuviera tan espantoso aspecto. Hizo una nueva y suave tentativa y de nuevo oyó el terrorífico crujir del hielo al resquebrajarse... Le pareció que sus pies tocaban el fondo fangoso del lago y ello aumentó su espanto... Siempre había oído decir que éste era absorbente y que poco a poco, tragaba a sus víctimas sin devolverlas jamás. Volvió a pedir auxilio, clamando a Dios, a la Virgen y a su madre.

Si en ese momento le hubieran dicho que lo iban a zafar de tan tremenda situación para luego fusilarlo a los cinco minutos, se hubiera alegrado. Tal era la zozobra que lo invadía, al ver tronchados sus sueños dorados en una muerte horrible, bajo una lápida de escarcha. De nuevo se quedó inmóvil, no sabía por cuánto tiempo.

Ya no tenían ilación sus pensamientos. Estos volaban desde personas que se habían salvado de trances difíciles, a otras que habían aparecido muchos días después de muertas. ¿Por qué no atendió el aviso del destino y se fue con su socio? Recordó a una persona ahogada con su caballo, bajo el agua escarchada del Río Senguer.

De nuevo su patria, su madre, su hermana, su novia y la llorosa despedida en el puerto de Barcelona. Era ateo, pero clamaba a Dios. Ahora lloraba más de tristeza que de miedo, y entre la nubosidad de su vista llorosa vio a su perro que se aproximaba trotando por la superficie de la escarcha. Se detuvo a cinco metros de distancia, y con las orejas gachas, fijaba en él sus ojos tristes meneando la cola y gimiendo con el gemir de los perros junto al dueño moribundo. Entonces tuvo la sensación de no estar solo y ello le dio ánimo para seguir luchando. Le habló al perro y éste respondió siempre con gemir triste y cariñoso, al tiempo que a medio agazapar, retrocedió hacia la orilla como invitándolo a confiar en Dios y seguirlo. Entre los huncales, las nutrias asomaban sus cabezas dentudas, observando como perplejas y sin rencor, el trance desesperado de quien las había atacado y ahora se defendía de la muerte. Parecían desear su salvación.

Alentado por la presencia del perro, afirmó los extendidos brazos sobre los bordes del hielo que lo asustó con su crujido. Esperó unos segundos y luego volvió a levantarse lenta, muy

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lentamente, centímetro a centímetro, anhelante, lleno de miedo, deteniendo y reanudando el movimiento según si el crujir de la capa de escarcha aumentaba o disminuía.

Delante de él y a sus costados, las rajaduras veteadas de la escarcha se prolongaban zigzagueantes por más de tres metros; emergiendo por algunas de ellas finas burbujas de agua. ¡Cómo pesaban sus botas llenas de agua! Debió haber subido al hielo con alpargatas.

En un infierno de incertidumbre, se fue elevando en movimiento imperceptible, hasta quedar tendido boca abajo sobre la resquebrajada capa de hielo que lo sostenía apenas. Notaba un levísimo mecerse de la misma hacia arriba y hacia abajo, debido al movimiento interno de las aguas, con un chirrido sordo que para el hombre tenía la significación de una sentencia de muerte. A cada instante, tenía la impresión de que la escarcha cedía y él bajaba vivo a su tumba de agua y fango, con bóveda de hielo. Sufre el suplicio de quien se halla pendiente sobre el vacío de un abismo, sujeto a una rama que con su crujir, le anuncia que no resiste más. Respira muy despacio.

Miedo de moverse y de quedarse quieto. Pero al fin se impone el espíritu de conservación y muy suavemente, comienza a arrastrarse como una oruga, deteniéndose a cada instante, según el crujir del hielo. El perro retrocede lentamente delante de él, siempre gimiendo y conservando la misma distancia como si supiera que si se le acerca, su peso ayudaría a romper la escarcha.

Sigue su arrastrar el hombre, con la mirada ansiosa fija en el perro y éste sigue su retroceso haciendo cada vez menos tristes sus gemidos como si ellos fuesen una cuerda invisible que lo va tirando. Pasan los minutos que parecen horas y crece su coraje a medida que disminuye el crujir del hielo, y así recorre casi cien metros. Recién cuando el perro se arrima gozoso a él, lamiéndole las manos, se atreve a incorporarse y así recorre la distancia que lo separa de la orilla.

El perro ladra y retoza con alegres saltos y las nutrias ya de nuevo recorren los huncales, pero al fracasado cazador ya no le interesan:«¡Váyanse al diablo, todas las nutrias habidas y por haber!».

Ya en la tierra, se dejó caer agotado. Después de unos minutos, se incorporó, como dudando de hallarse vivo y observó el trayecto de hielo tan penosamente recorrido arrastrándose. Dos listas rojas y paralelas que venían desde el huncal a la orilla, le llamaron la atención. Parecía sangre. Entonces se miró los brazos y vio en manos y antebrazos, importantes cortaduras producidas por los afilados bordes del hielo quebrado. Eran muchas y algunas llegaban casi al hueso, aunque para suerte suya, no había sido afectado ningún tendón que pudiera motivar invalidez de miembros. Sangraban en abundancia, lo cual, unido a la ansiedad del peligro y la intensidad del frío, le impedía sentir dolor. De nuevo lo invadió la depresión. No conocía la región y Sarmiento distaba casi veinte leguas. Tratar de

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llegar a pie con tanta pérdida de sangre, era absurdo, y una demora en la cura, con el frío y la suciedad, significaba una gangrena segura y luego la muerte.

Se allegó hasta el campamento y trató de contener la pérdida de sangre utilizando vendajes de una camisa vieja, pero con una sola mano el resultado era muy relativo, y pronto las manchas rojas de la hemorragia afluían a través de ese envoltorio de trapos viejos. El dolor comenzó a hacerse sentir. Salió del campamento sin saber adonde dirigirse, con remota esperanza de hallar los caballos o alguna casa donde pudiera ser auxiliado.

La emoción vivida y la pérdida de sangre comenzaron a producirle debilidad, y se dejó caer sentado en una mata de duraznillo, como abandonándose en manos del destino. La mañana era serena y de sol radiante. El conjunto de cantos y silbidos de aves del lago de los montes cercanos, se le antojó de una tristeza infinita y un preludio de muerte. ¡Haberse salvado del lago, para venir a morir detrás de un monte, como un guanaco!

Apoyó la frente en las rodillas sobre las vendas sangrientas de los brazos e intercaló llanto triste con los pensamientos de tiempos, lugares y hechos dichosos, mientras el perro sentado a su lado lo miraba con tristeza, comprendiendo su nueva dificultad. Fue dejando pasar el tiempo...

Un ladrido medio apagado del perro con miedo de turbar sus pensamientos lo volvió a la realidad y sus ojos nublados de lágrimas siguieron la dirección en que miraba el animal, que se había incorporado. No vio nada, pero le pareció oír algo como el rodar de pedregullo pisado por un caballo y el crujir de ramas quebradas por su desplazamiento. Pensó que sería un caballo solo pero pronto el chasquear de un rebencazo y el canturrear, entonando la canción en boga «Pobre mi madre querida», le hizo saber que llegaba un ser humano. Con rapidez se secó los ojos.

«¡Por favor, amigo!» gritó alzando los brazos ensangrentados. El jinete lo vio y de inmediato torció el rumbo de su caballo dirigiéndose al galope hacia el herido, para detener junto al mismo su caballo receloso.

El perro, ya alegre, se juntó con los perros del jinete tan providencialmente llegado, y que tal vez era el único que andaba en muchas leguas a la redonda. Este, observando con sorpresa al ensangrentado catalán, rompió el silencio con un: «.¡Pero amigo!, ¿Qué le ha pasado?».

La emoción embargaba al fracasado cazador, casi al punto de hacerlo sollozar, impidiéndole hablar. Le pareció venido del cielo y nunca creyó que la llegada de un ser humano significara tanto. Le vio ribetes de héroe y tartamudeando, le contó el percance.

El jinete, luego de oírlo, desmontó del caballo diciendo: «¡Qué macana amigo!¡Hay que tener cuidado cuando no se es baqueano!».

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De inmediato le arregló los vendajes hasta casi contener la pérdida de sangre, luego lo ayudó a montar en su caballo y lo condujo al campamento, donde le preparó el mate y un churrasco y, mientras el ya tranquilo herido comía, él salió a buscar los caballos cortando rastro, y como era campeador práctico, en una hora estuvo de vuelta con ellos. Ató tres caballos al carrito del nutriero y antes de cargar al carro las demás cosas, le preguntó si quería dejar el campamento armado, para volver al mismo cuando se sanara, pero el catalán le juró por todos los santos, que «no trataría de catear nutrias ni aun cuando se las trajeran en jaulas».

Ante tan categórica respuesta, el hombre cargó todo en el carro, ayudó al catalán a subir y atando su caballo ensillado a la culata, tomó el manejo y emprendieron rumbo a Sarmiento, donde llegaron después de medianoche.

Pese al empeño del agradecido nutriador, en querer recompensarlo, no quiso aceptar ningún dinero:

«Las gauchadas en el camino, sólo se pagan con gauchadas», le dijo, y sólo aceptó como regalo un porrón de ginebra Bols, que costaba un peso y que colgó a los tientos del recado cuando regresó al lago para seguir viaje. No volvió a verlo más y sólo supo que había partido con un arreo para Punta Arenas en el año 1907.

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NOCHES SIN PILCHAS NI FUEGO EN PAMPA DEL CASTILLO

Los carreros, muy divertidos en esa reunión de campamento matizada por el relato detallado y en pintoresca forma por el nutriador fracasado, le pidieron que contara algún nuevo percance de su iniciación como patagónico, y el catalán no se hizo rogar, recomendando a algunos españoles recién llegados de su país que prestaran atención, porque las cosas en la práctica no eran tan fáciles como parecían desde el fogón.

No le agradó la forma de trabajo que tenía en una comparsa de vascos, portugueses e italianos y algún criollo, que se ocupaban de contratas de alambrados, aguadas, etc., y un buen día salió a caballo desde Pampa del Castillo rumbo a los bajos del Mangrullo, donde había un belga y algunos vascos amigos recién establecidos con ovejas que cuidaban en campos sin alambrar. No había camino marcado, pero a él, con lo poco que había andado y lo mucho que había oído conversar en los fogones, le parecía que ya sabía suficiente como para rumbear solo, cortando campo. Con el anochecer cercano se halló zigzagueando entre tupidos matorrales de malaespina, molle y calafate que desgarraban su ropa y también el cuero sin tener la seguridad de que iba en buen rumbo. El caballo, ya al tanto del escaso dominio que el jinete tenía sobre él, ex profeso se metía por los matorrales más espinosos, fregando contra ellos las piernas doloridas del hombre, ya ensangrentadas, como si con ello pretendiera convencerlo de que era la hora de acampar.

Al pasar por un lugar, donde un matorral de molle de características especiales, y una osamenta de guanaco, le hicieron conocer que hacía menos de una hora ya había pasado por el mismo, tuvo la certeza de que había perdido el rumbo, y daba vueltas desorientado. La cosa, en la práctica, ya no le parecía tan fácil como en rueda de fogón. Insistió, y tomando como guía un cerro inconfundible, comenzó a marchar hacia él. Lo perdió de vista al cruzar una hondonada, pero al salir de ésta, siguió su marcha hacia el mismo ya seguro de haberse orientado como un criollo viejo, pero esta seguridad se le esfumó, cuando luego de casi una hora de marcha se halló nuevamente en el lugar del matorral y la osamenta de guanaco.

Perdió la serenidad. No podía comprender cómo daba vueltas para volver siempre al mismo lugar. Ya no le era posible orientarse. La forma de los cerros, que le habían recomendado como buena guía, a él le parecían ahora todos iguales, y lo confundían más. Hasta el sol, guía principal y la más recomendada, ahora le daba la impresión de que se estaba poniendo por donde debía aparecer en la mañana. ¡Todo al revés! La típica confusión del extraviado. Vueltas y más vueltas, para caer siempre al mismo lugar.

Pero en la rueda del fogón del campamento (cátedra de novicios), había oído decir que en situaciones como la que él pasaba en ese momento, no es conveniente marchar de noche. Se debe acampar y acostarse hasta que la salida del sol lo oriente de nuevo. Lo que dice Martín Fierro: «Observe con todo esmero, en donde el sol aparece.». Y más adelante: «Y si

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duerme, la cabera ponga para el lado que va». Esto último, no lo pudo cumplir, porque ya no sabía para qué lado iba.

Optó por desensillar, ató el caballo a soga para que comiera algo, y a unos veinte metros de distancia preparó su cama con el recado y se acostó, teniendo la precaución de colocar a la cabecera el revólver y el cuchillo de acuerdo a lo escuchado en los fogones, y se durmió sin comer.

Habría dormido una hora, cuando un fuerte bufido del caballo, acompañado del crujir de matorrales aplastados, lo despertó asustado en medio de la mayor oscuridad. Su espanto pudo ser motivado por cualquier animal inofensivo que apareció de improviso, pero el catalán de inmediato pensó en el puma o algún bandido, y aunque le habían dicho en el fogón que el león es cobarde ante la presencia del hombre, no sentía interés en hacer una comprobación personal al respecto. No obstante hizo coraje, y tomando el revólver salió del lecho y se dirigió, en paños menores, hacia donde había atado el caballo, para apaciguarlo, cosa que debió haber hecho con un simple silbido, sin abandonar las pilchas.

Al ver acercarse esa figura con ropas desconocidas en medio de la oscuridad, sin siquiera anunciarse con una voz o un silbido apaciguador, el caballo se asustó más, y en la espantada dio un tirón cortando el lazo que lo sujetaba, alejándose con trote y bufar receloso. Entonces le silbó, y el animal se detuvo a observarlo, con piafar receloso. En su apresuramiento y falta de práctica, el catalán quiso acercarse corriendo a agarrar al animal y tropezó contra un matorral cayendo al suelo.

Este movimiento imprudente y la extraña vestimenta asustó más al caballo, que comenzó a alejarse al trote, perdiéndose pronto entre la oscuridad y los matorrales, rumbo a la querencia. Lo persiguió unos metros, pero comprendiendo que no lograría alcanzarlo y renegando contra sí mismo, por su falta de táctica y su imprudente apresuramiento, resolvió volver a acostarse y dormir hasta la llegada del día.

Caminó unos cien pasos en la oscuridad, buscando la cama, sin dar con ella. Casi a tientas desanduvo lo andado sin hallarla. Se puso más intranquilo, caminó tanto a la izquierda como a la derecha varias veces, y ni señales de las pilchas. Ya asustado, anduvo en idas y venidas varias veces, variando el rumbo en cada una, pero todo fue inútil.

Ya desesperado, comenzó a caminar en círculo, abriendo el mismo cada vez más, convencido en que así, al fin, tendría que tropezar con la ansiada cama, pero aunque anduvo circulando casi una hora, sólo consiguió lastimarse en las espinosas matas, tropezar en los mogotes y hasta chocar con un zorrino que lo roció con su desagradable líquido. Por suerte, al salir de la cama se había calzado las botas, que le resguardaban los pies de las espinosas tunas y de las piedras.

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Estaba afligido. Primero le pareció un gran contratiempo el haber perdido el rumbo; luego le pareció que eso era una insignificancia comparado con la pérdida del caballo, y ahora eso le parecía cosa de juguete frente a la desgracia de perder la cama, quedando en medio del campo, la oscuridad y el frío sin pantalones, saco ni gorra. ¡Y qué largas son las noches en el Sur, ya en el mes de mayo!

Para contrarrestar la brisa helada que llegaba de la Pampa del Castillo quiso prender fuego, pero se tironeó los pelos de rabia, al darse cuenta de que había dejado en el pantalón los fósforos y un pedernal que llevaba por si se humedecían aquéllos. ¡Cuántas veces le habían dicho los veteranos que en la Patagonia, cuando se duerme a campo, conviene no desvestirse, por si hay que levantarse de improviso, o el viento le vuela las pilchas!

Pensó que entre tanta oscuridad el león podría saltarle encima sin que pudiera hacer uso del revólver. ¿Por qué, en vez del revólver no llevó los fósforos? Haciendo fuego, el puma no se atreve a arrimarse. Lamentaba no haber emprendido el viaje acompañado por un perro, que lo habría sacado de todos esos apuros. ¡No acertaba ni una! Recordó haber leído y oído decir que los indios, para hacer fuego, se valían de dos palos de leña que frotaban con fuerza entre sí y de inmediato resolvió hacer lo mismo.

A tientas, recogió dos palos de malaespina, y con renovado aliento comenzó a frotarlos entre sí durante media hora, adoptando las más diversas posturas, hasta que comenzó a sentir calambres, consiguiendo hacer que se calentaran un poco, pero sin señas de encenderse, por más que repitió la operación varias veces. Al fin abandonó la tentativa sin más beneficio que el de entrar en calor y sudar por la violencia del movimiento de frotar.

Esto motivó que luego, debido a la humedad del sudor, el frío se hiciera sentir con más intensidad. Entonces comenzó a saltar, hizo flexiones, bailó y zapateó... Se sentía ridículo y pensó en la opinión que se formarían sobre él en sus pagos, si lo vieran en medio de la noche helada y oscura del desierto patagónico bailando jotas y fandanguillos, solo, en paños menores y con las botas. Los bailes disminuían el frío, pero lo cansaban, y en cuanto se quedaba quieto diez minutos aumentaba el tormento del frío. Sólo el grito de los zorros interrumpía el silencio de la noche.

Caía una ligera helada y las horas parecían ser eternas.

Todos los movimientos realizados para combatir el frío lo habían agotado y el sueño amenazaba con vencerlo. Pero reaccionaba por fuerza de voluntad, recordando las advertencias de que una persona en tal situación, si se entrega al sueño, aunque sea sólo por un minuto, es casi seguro que no despierta más.

Comenzó a caminar lentamente, como para no cansarse y entumirse totalmente de frío. Caminaba encogido, tropezando vuelta a vuelta con matas y mogotes, y en cada caída, sentía deseos de no levantarse; pero luego, aunque con dificultad, se incorporaba y seguía.

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Forzaba la vista tratando de descubrir algún vestigio de aurora. Ya no le interesaba el rumbo ni pensaba hallar su cama. Caminaba para no morir, con un lento y errante andar. Le parecía hallarse en las tinieblas de un infierno helado.

Lastimado por las espinas, se tambaleaba al borde de su última resistencia, cuando notó en el horizonte el primer vestigio de la aurora, que se presentaba precisamente en el lado opuesto al que él esperaba. No cambió rumbo, porque de cualquier forma, no sabía a dónde iría a parar. Volver sus rastros, en ese terreno pedregoso, sólo lo podría hacer un veterano. El tan esperado día lo tomó en el filo de una elevada planicie, y desde ella, observó en el bajo una columna de humo que se elevaba recta, favorecida por la mañana serena, indicando la presencia de una vivienda a unos tres mil metros de distancia.

Galvanizado por el alegrón, se lanzó por la cuesta abajo, sin hacer caso de los montes cuyas espinas terminaban de desgarrar sus ropas interiores y también parte de la piel. Recién se detuvo cuando los perros sorprendidos por su presencia, le salieron al encuentro ladrando amenazadores y encrespados. Los contuvo la voz del puestero, un vasco que salió a la puerta con el cuchillo en una mano y una costilla de asado en la otra y se quedó perplejo mirando esa extraña aparición que los perros rodeaban recelosos.

El catalán conoció al puestero, por haberse hospedado juntos en el hotel de Comodoro Rivadavia, y le dijo: «Buen día, don Ignacio, ¿No me conoce?». El vasco lo conoció más por el acento catalán que por la figura, y exclamó en su sonora y característica modalidad vasca: «Pero caramba, Jacinto, ¿qué andando pasando hombre, qué andando pasando? ¡Arrediez! Pero ¿dónde dejando ropa y caballo, Jacinto, dónde dejando hombre?». Luego lo tomó de un brazo y lo entró, siempre diciendo: «¡Pero pasando cocina, hombre, pasando cocina y churrasqueando. Después contando!».

Como alegre de tener compañía, el vasco pasó el porrón de Bols y luego mate, mientras arrimaba el asado al fuego para que no enfriara. Le prestó unas bombachas, un saco y una boina para que se vistiera, y momentos después el catalán, entre bocados de asado y tragos de vino de la bota, contaba su cómica y amarga aventura que jamás olvidaría, narración que el vasco interrumpía con sus estruendosas carcajadas y expresiones en lengua de su tierra, palmazos en las rodillas, como si el pobre catalán estuviera contando una alegre aventura en la que se hubiese divertido mucho.

Luego de oír totalmente la relación del percance, le dijo, a manera de consuelo: «¡No haciendo mala sangre, Jacinto, no haciendo mala sangre, hombre, porque todos recién llegados de Europa, pasando igual hasta poner baqueanos, sí... sí! Cuando yo recién llegado, queriendo un día caballo arisco boliar, como ver hacer a criollos. Pero boliadoras enredando cuerpo mío y una bola golpeando cabera, y vasco Ignacio caer de caballo, y quedando dormido en campo más de una hora, quedando dormido, sí... sí».

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Luego ensilló dos caballos y salieron juntos en busca de las pilchas extraviadas. En cinco años, el vasco se había convertido en un veterano patagónico y cortando rastro con ayuda de los perros, pronto hallaron la cama del catalán a unas dos leguas de distancia. Dos leguas que, con las vueltas dadas por el hombre durante la noche, sumaban más de seis, y... además, los bailes y zapateos. Pero lo que más exasperó al pobre catalán en cuanto hallaron las pilchas fue notar que, a menos de cinco metros de donde se hallaba la cama, estaban los dos palos de leña que con tanto ahínco y desesperación había frotado entre sí tratando de encender fuego a la manera de los indios, y también las marcas dejadas en la tierra por sus furiosos bailes y zapateos ensayados para no acalambrarse de frío... Era el colmo.

¡Perecer casi de frío y sueño, casi encima de las abrigadas pilchas, donde además tenía los fósforos! Después observaron el trozo de lazo dejado por el caballo al huir, comprobando que se había cortado, debido a que había sido mascado por un zorro hambriento, seguramente el mismo que provocó la primera espantada del caballo y despertó al hombre.

Un silbido y una voz dados desde la cama habrían bastado para ahuyentar al zorro y entonces no habría habido aventura.

El vasco, cada vez más divertido con las vicisitudes del catalán, que lo hacían quejarse de la Patagonia, decía: «¡Paciencia, jacinto, paciencia hombre! ¡Porrazos de Patagonia, ya pronto aquerenciando... sí, sí! ¡Yo nunca dejando Patagonia, no, no!... ¡Pero a lo que es, nunca tampoco volviendo agarrar boliadoras!... ¡Arrediez hombre! ¡Dicen que cabera de vasco dura, pero a lo que es, esas bolas mucho más duras... sí, sí!»

El original remedo de la forma de hablar del vasco que el catalán hacía con el no menos original acento de su tierra divertía a los carreros, quienes insistían en el relato de nuevas aventuras, hasta que el típico ruido de una ráfaga de viento al castigar el monte anunció cambio de tiempo. Entonces comenzó el renegar y el decir malas palabras. El Sol se había puesto con horizonte rojizo en el Oeste, y poco después los remolinos de arena que el viento arrastraba puso de mal humor a los troperos que preveían tal vez para varias semanas de ventarrones, que había que afrontar de cara y cada cual, en medio de rezongos, se fue a meter entre las pilchas de la cama que el viento pugnaba por arrancar.

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REZAGOS BRUTALES: LA PELEA

Aquel día en que la tropa de chatas atracó al galpón, donde estaban esquilando a máquina, a cargar lana, era uno de los que pueden llamarse día de mala. Estaban de mal humor los diez esquiladores, porque la hacienda que esquilaban tenía arrugas y arena que desafilaba la herramienta. Estaba de mal humor don Ramón, dueño de la majada, porque los esquiladores rezongaban y esquilaban mal. El contratista de esquila estaba de mal humor porque el dueño de la hacienda le llamaba la atención a cada momento por el mal trabajo que efectuaba su gente. Estaba de mal humor el cocinero, porque los esquiladores le protestaban por la comida, diciendo que los asados estaban crudos y quemados, los pucheros recocidos y el mate cocido, aguado y amargo; los agarradores andaban con cara hosca porque cada esquilador les protestaba diciendo que a él le tocaban las ovejas más difíciles de esquilar. Un día común en las esquilas, en que los hombres con los nervios en tensión a causa del cansancio de meses en ese trabajo muy pesado y sucio, suelen estar inaguantables unos con otros, al extremo de que basta la más insignificante insinuación personal, para que los genios exasperados y predispuestos a la réplica ofensiva reaccionen brutalmente, provocando consecuencias trágicas. Y ese día, la tragedia parecía flotar en el ambiente.

El dueño de la hacienda era persona práctica y tesonera en el trabajo de cuidar ovejas, pero de una modalidad concorde en el lugar y la época, capaz de matar o hacerse matar en una pelea, antes que ceder en una disputa en la que se consideraba con la razón de su parte.

En las comparsas de esquiladores, criollos en su mayoría por tratarse del trabajo temporario que más se amolda a su temperamento, suelen a veces infiltrarse elementos poco deseables, debido a que los territorios del Sur, por ley, han sido designados como lugar de confinamiento para delincuentes en reincidencia. A la vez, por tratarse de regiones extensas poco pobladas, bravías y sobre todo muy escasas de policía, voluntariamente suelen exiliarse en el Sur desertores o infractores a la Ley Militar, homicidas en pelea, que no han querido entregarse para ser juzgados por no estar unos meses detenidos, desacatados a la policía por las más distintas faltas, etc. En realidad no son criminales peligrosos, sino endurecidos en el medio ambiente, capaces de quedarse sin recursos por ayudar a una familia en la mala, o de provocar la desgracia de una familia, matándose entre amigos por la discusión de un tiro de taba. A fuerza de hablar de peleas y muertes y de admirar a matones desalmados, se adquiere el hábito cruel. Se repudia el asesinato a traición, pero una vez iniciada una discusión violenta se mata por no aflojar ante los demás, por amor propio sin considerar el daño inmenso ocasionado a seres inocentes que dependen de la víctima. Un producto de la mezcla del aventurero de la conquista con el indio bravio del desierto.

Luego del almuerzo, y la siesta interrumpida por la reanudación del trabajo, los ánimos están caldeados al máximo. Entre silbidos, ladrar de perros y agitar latas con piedras para

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apurar a los animales, los ovejeros embretan las ovejas, el motor inicia su ruidosa marcha y los esquiladores, todos a la vez, atropellan al brete para robar, o sea que cada esquilador agarra y manea al lado de su manija tres o más ovejas, elegidas entre las más fáciles para esquilar, iniciando de inmediato la esquila. De ahí para adelante, el trabajo de agarrar y manear los animales que deben ser esquilados queda por cuenta de los agarradores.

Don Ramón, el dueño de la hacienda, le observa a un esquilador, llamado Mollera, que uno de los animales que ha maneado es un cordero de la última temporada y que no debe ser esquilado. El esquilador replica que no es un cordero, sino un borrego de año. Don Ramón insiste en que es un cordero y que debe largarlo, pero el esquilador le da unos golpecitos en el pecho diciendo: «A mí ningún gallego me va a enseñarlo que es un cordero o un borrego».

Fue una falta de respeto, poco concebible con la época. Don Ramón era un hombre maduro, casado y con cinco hijos, mientras que Mollera apenas tenía veinticinco años. Además, el pedido, por venir del dueño del animal cuestionado, era razonable. Pálido por la irritación, el dueño de la hacienda exclamó: «¡Nunca le di confianza a usted, como para que me golpee el pecho!», y la respuesta fue: «¡Se lo golpeo a usted y a cuatro como usted!».

El esquilador tenía en la cintura una daga de doble filo de unos treinta y cinco centímetros de largo. Don Ramón permaneció medio minuto inmóvil, blanco de rabia, luego dio media vuelta y se dirigió a su habitación donde tenía sus cosas. El esquilador se acomodó la daga y siguió esquilando sin levantar la cabeza. Sabía que podría haber pelea, pero estaba seguro de que el hacendado, que seguro había ido a buscar armas, no lo atacaría sin previo aviso. La máquina ya funcionaba en ruidosa marcha, y los esquiladores, que habían presenciado el incidente, ya más tranquilos, comenzaron a esquilar.

Don Ramón regresó a los pocos minutos y en la cintura se le notaba un revólver calibre 38. Observó a todos sin decir nada. Entró al brete, y apartó dos corderos. Disimuladamente, el esquilador inmediato al del incidente, le avisó a éste, que ni siquiera levantó la cabeza y siguió inclinado, esquilando. Don Ramón se acercó. Vaciló unos segundos como tratando de dominarse, pero al observar que el animal que estaba esquilando Mollera era el mismo que él le había pedido que largara, se decidió por lo peor: se inclinó sobre el esquilador y tocándole levemente el hombro, lo invitó a salir del galpón, y repetirle afuera lo que antes le había dicho. Luego se enderezó y quedó esperando. El esquilador siguió su trabajo como si nada hubiera oído. Hizo un movimiento al animal para cambiarlo de posición, y sobre el mismo, con rapidez de refucilo, soltó la manija y se incorporó de un salto, con la daga en la mano, aplicando a su antagonista sorprendido una furiosa puñalada al tiempo que le gritaba insultos y desafíos.

Ante un ataque que no esperaba en esa forma, don Ramón dio un salto hacia atrás, respondiendo al desafío y disparando el revólver, disparo que no dio en el blanco, tal vez a causa de la puñalada recibida.

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Una horrorizada gritería se levantó en el galpón y los corrales. «¡Guarda!... ¡No peleen!... ¡Atájenlos!...».

Pero era peligroso interponerse entre esos dos hombres, ciegos y enloquecidos de rabia y sangre. Los perros, que parecen conocer esas circunstancias, saltaron al brete entre asustados y furiosos, con tremendo bullicio de ladridos en tomo de los contendientes, mientras que las ovejas, espantadas por los ladridos, corrían de un lado a otro del brete. En el salto hacia atrás dado por don Ramón, y que le hizo errar el tiro, se distanció del esquilador. Pero éste, no queriendo perder la ventaja del cuchillo en el cuerpo a cuerpo, saltó con rapidez para ultimarlo. Don Ramón hizo otro disparo, pero una de las ovejas que corría por el brete le rozó las piernas, haciéndolo trastabillar y errar nuevamente el tiro.

Recibió dos nuevas puñaladas, y hubiese resultado totalmente acribillado, pero otra de las ovejas en fuga llevó por delante a Mollera, que debió retroceder varios pasos para no caer de espaldas. Al instante, y siempre vociferando desafíos e insultos que don Ramón contestaba en la misma forma, dio un salto de puma para seguir apuñalando, pero un balazo que recibió en el pecho lo sujetó en el aire y cayó de rodillas.

Se incorporó de inmediato y con mano y daga ensangrentadas, pero ya con menos bríos, avanzó vociferando amenazas hacia su contrario, que ensangrentado, con los intestinos asomando por dos de las horribles heridas, con el brazo extendido hacia abajo, pero sin soltar el revólver, se había apoyado en la pared del brete y respondía a los desafíos del que se acercaba para ultimarlo. En ese momento, el contratista de la máquina esquiladora, con una pala que halló a mano, le aplicó un golpe en la daga haciéndosela saltar de la mano, instante que aprovecharon las demás personas para interponerse y separar a los enemigos, que seguían intercambiándose insultos y desafíos, como si el furor de que estaban poseídos, no les permitiera sentir el dolor de las heridas ni las palabras a gritos de quienes intentaban calmarlos.

La desagradable y espeluznante escena no había alcanzado a durar un minuto. La confusión era inaudita; nadie se acordaba de detener el motor de esquilar, ni las manijas que giraban locas golpeando el piso en forma peligrosa con sus afiladas puntas de acero. Desde el campamento, los carreros despertados de su siesta corrían hacia el galpón dando gritos de alarma. Rodeado de hombres asustados, el hacendado soltó el revólver y se dejó deslizar a tierra con lentitud, retando siempre al esquilador que, sostenido por sus compañeros, se alejaba tambaleante, volviendo de tanto en tanto el cuerpo para responder a los desafíos. Al pasar cerca del contratista, le dijo: «Siento no poder cobrarle, por haberme hecho saltarla daga de la mano en el mejor momento». El mismo ayudó a preparar la cama en el recado, y al notar una pistola Parabellum que siempre tenía en la cabecera, se la pasó a un amigo diciendo con amargura:

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«Toma. Te la regalo. Cómo habrá sido de mala mi suerte, para tener que peleara daga, teniendo esta arma en el recado. Maldito gallego». Se acostó, y diez minutos más tarde había muerto.

El hacendado fue conducido a la cama, donde se trató como mejor se pudo de contener la pérdida de sangre y entrarle los intestinos. Mientras le efectuaban la rudimentaria cura y preparaban con toda premura una vagoneta para transportarlo a Comodoro Rivadavia a unas seis leguas de distancia, a cada momento preguntaba como obsesionado: «¿Murió el otro?», y cuando le respondían que no, se maldecía a sí mismo, por haberse dejado aventajar y haber errado el primer tiro. Cuando lo vinieron a buscar para subirlo a la vagoneta, volvió a preguntar si el otro había muerto, y cuando le contestaron que era cadáver hacía cinco minutos, sonrió y dijo: «Ya me parecía que lo había asegurado bien». No volvió a pronunciar palabra y trasladado a Comodoro, murió dos días después.

Hubo dos días de ocio, hasta que llegó la policía de Comodoro Rivadavia para la instrucción del sumario, durante los cuales, el muerto permaneció tapado con una lona. La esposa de don Ramón debió hacerse cargo de casi cuatro mil ovejas, en campo sin alambrar, y siendo sus cinco hijos todos menores de edad, supo afrontar la situación.

Antes de la llegada de la policía, varios esquiladores y peones del campo ensillaron sus caballos y se fueron a los cerros, desde cuya altura y ocultos a la distancia por los matorrales, espiaban hasta que la autoridad levantó el cadáver y se alejó. Era común en esos años que una importante cantidad de patagónicos carecieran totalmente de documentos y además su salida del Norte se hubiera producido dejando cuentas pendientes con la ley. No obstante, en justicia, hay que reconocer que eran escasos los ladrones o asesinos con alevosía.

Homicidas, en peleas por cuestiones de poca monta, tahúres, desacatados a la policía, infractores a las leyes militares, algunas quiebras fraudulentas, explotadores de mujeres, etc., constituían el mal elemento al que se recluía en los territorios del Sur.

Por espacio de varias semanas, las conversaciones eran del principal interés para el noventa y cinco por ciento de los pobladores. Y a un relato seguía otro: por ejemplo, dos hacendados ocupantes de campos linderos, que se hallaban enemistados por cuestiones de los lindes respectivos. Un día se hallaron los dos en el campo y luego de un cambio de palabras, sacaron los revólveres de calibre 44, muy comunes por esos años, ya boca de jarro, se dispararon al mismo tiempo, cayendo en tierra ambos al primer balazo. No obstante desde el suelo, los dos siguieron baleándose hasta estar agonizantes, quedando uno de ellos al morir, con sólo una bala en el revólver y el otro alcanzó a descargar todas las balas antes de quedar muerto.

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Otra pelea dramática fue protagonizada en la serranía del San Bernardo, en la región de Sarmiento, por dos hermanos, hijos de un alemán y una aborigen, que tuvieron varios hijos, algunos de los cuales se habían baleado entre ellos anteriormente.

Los dos que se mencionan se llevaban muy mal entre ellos, y habían prometido matarse en cuanto se encontraran. Esa oportunidad llegó en ocasión en que uno de ellos se hallaba en un boliche de la campaña conversando con el bolichero, cuando accidentalmente llegó el otro hermano, se bajó del caballo y entró al negocio.

El que estaba hablando cambió de conversación, y en voz alta le dijo al bolichero: «Y como usted bien sabe mi amigo, aquí en Buen Pasto, no hay más torito quejo». El otro captó la indirecta y se dio vuelta diciendo: «¿ Y quién le ha hecho creer esa macana, torito de palenque?». Fue suficiente: salieron a relucir los revólveres 44 y se balearon hasta caer a tierra. Al ruido de los disparos llegó el jefe de Correos, e inclinándose hacia uno de ellos le preguntó qué había ocurrido. La respuesta fue: «Este hijo de mala madre me ha matado, pero yo me lo merezco, por haberle errado el primer tiro». Y como ya casi en la agonía exhalara un gemido de dolor, el otro hermano también gravemente herido le dijo al jefe desde el suelo: «Mire si será flojo el indio de... miércoles. Cómo se queja». Los dos murieron a las pocas horas.

Afortunadamente, esa modalidad brutal de hacerse matar o matar tan sólo por amor propio, o sea por no aflojar aun cuando no se tenga razón, poco a poco fue siendo barrida por otra más civilizada, proveniente de la gran cantidad de europeos que llegaban a la Patagonia con conceptos muy distintos del amor propio y del valor cuya demostración no consideran que necesariamente deba demostrarse matándose entre amigos, por discusiones que tienen su origen en cuestiones de escasa importancia,

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TREINTA HORAS DE AGONÍA EN LA NIEVE

El día desapareció sin que en algún momento hubiera decrecido la intensidad de la nevada, que ya tenía una a altura de casi cincuenta centímetros y con la noche arreció el tormento. Caminaba con pasos espaciados para reservar en lo posible fuerzas en el caso de que parara la nevazón o llegara el nuevo día. Tal vez serían las cinco de la mañana, cuando la nevazón comenzó a disminuir y poco después cesó totalmente, apareciendo algunas estrellas. Ello lo animó a seguir su tremenda lucha contra el frío, el hambre y el sueño que lo martirizaban, porque en cuanto amaneciera podría orientarse con seguridad. No era fácil resistir hasta la llegada del día, porque su resistencia ya estaba al límite. Conforme el cielo aclaraba, iba en aumento el frío y comenzó a helar y a soplar una leve brisa del Sur. Al fin comenzó a aclarar. La luz del día trajo un mayor sufrimiento por el frío. Sus ropas comenzaron a endurecerse por la escarcha, pegándose a su cuerpo.

Sus botas, aunque de buena calidad, ya estaban quemadas por la nieve... En lontananza alcanzó a ver dos jinetes arreando caballos... Seguramente andaban en su busca y aunque sabía que a esta distancia no podrían verlo, agitó los brazos haciendo señas con la boina, pero los jinetes se perdieron de vista pronto, en una dirección que lo alejaba de ellos.

Su andar se fue tornando casi maquinal y cuando llegaba a algún lugar donde la altura de la nieve era mayor, caía al suelo y cada vez le era más difícil incorporarse. Sólo su extraordinaria fuerza de voluntad lo mantenía en lucha. El sol salió brillante y muy frío y su reflejo en la nieve comenzó a molestarle la vista dolorosamente.

Conoció el lugar donde se hallaba, notando que en su marchar extraviado se había alejado más de siete leguas de su casa, y se dio cuenta de que, a no mucha distancia, había un profundo cañadón en el que estaban establecidos con ganadería dos argentinos. Con paso exhausto cambió de rumbo en esa dirección. En un recorrido menor de trescientos metros se cayó tres veces, y en la última apenas logró levantarse. De pronto, casi sin esperarlo, se halló en el filo de la loma que formaba el cañadón y casi de inmediato, vio el puesto, de cuya chimenea salía humo. En su alegría trató de apresurar la marcha cuesta abajo en la pendiente y cuando quiso darse cuenta se había metido hasta la cintura en un baldón de nieve formado al reparo de una gran mata de molle. Se desplomó de nuevo y, pese al gran esfuerzo realizado, no pudo volver a incorporarse. Lo invadió una inmensa amargura al pensar que tendría que morir con el auxilio a la vista. Su garganta estaba enronquecida y desde el puesto nunca podrían oírlo y menos verlo, porque la mata de molle lo impedía, aunque él, por entre los intersticios de las ramas cargadas de nieve, veía perfectamente el puesto a menos de dos kilómetros de distancia. Un pensamiento providencial lo animó. ¡Los perros! Ellos podrían oírlo pese a la debilidad de su garganta y, con sus ladridos, avisarían a sus dueños. Quiso silbar, pero sus ateridos labios se lo impidieron. Entonces puso las manos en la boca a manera de bocina y empleando todas las fuerzas que le daba su

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desesperación, lanzó un grito ronco, desarticulado, pero bastante apagado. Un coro de ladridos le respondió desde el puesto y, a través del ramaje del molle, vio tres perros casi juntos que ladraban en su dirección. Casi de inmediato se abrió la puerta del rancho y dos hombres, uno de ellos con el mate en la mano, salieron a mirar alternativamente hacia los perros y hacia el lugar para donde estos ladraban.

Tuvo un nuevo temor: si no se incorporaba, los hombres no podrían verlo por sobre la mata de molle y a lo mejor creían que la actitud de los perros era motivada por el paso de algún puma u otro animal y volverían a entrar en el puesto. Notaba que se consultaban entre ellos, indecisos y atentos.

Jugó su última carta: apoyándose en un mogote formado por un coirón helado hizo un esfuerzo sobrehumano y se puso de pie sobresaliendo sobre el molle, agitando la boina con la mano y emitiendo un lamentoso y ahogado pedido de auxilio, para volver a caer de inmediato sobre la nieve. Pero a través de las ramas pudo notar que lo habían visto, porque uno de los hombres arrojó el mate sobre la nieve y a dificultosas zancadas comenzó a correr en su dirección, mientras el otro descolgó unas riendas y corrió hacia un corral, de donde salió a caballo galopando hacia el filo del faldeo, con la rapidez que se lo permitía la nieve.

Entonces, como dando ya por terminada su tremenda lucha, aflojó toda la tensión de su cuerpo, confiándose a los hombres que corrían presurosos en su ayuda. Los perros, siempre ladrando, se adelantaron a sus dueños y no tardaron en llegar al matorral observando al caído con gruñidos recelosos y encrespado el pelo del cogote, pero casi de inmediato, como conociendo su trágica situación, comenzaron a gemir y a agitar la cola en forma cariñosa, a la vez que dirigían ahora sus ladridos en dirección a sus amos, como pidiéndoles que se apresuraran.

Diez minutos después, casi simultáneamente llegaron los dos hombres que lo ayudaron a levantarse exclamando: "¡Don Carlos...! ¡Pero qué le ha pasado, amigo...! ¡Cómo anda a pie!". La emoción de auxilio solidario ahoga al hombre que, con intensa emoción apenas alcanza a balbucear: "¡Aquí me tiene, amigo, de nuevo en la mala!".

A caballo lo introdujeron a la casa, donde luego de despegarle las ropas adheridas al cuerpo por el hielo, lo friccionaron con nieve y le dieron a beber café caliente y ginebra. La entrada en calor aumentó en forma extraordinaria el dolor de las quemaduras de la escarcha.

Cuatro horas más tarde llegó una de las comisiones que lo buscaban. Después llegaron otras que, al terminar de caer la nieve, habían podido localizar sus rastros y seguirlos. Ante la gravedad de las quemaduras, una de las comisiones salió en busca de sus familiares y de una mujer con buenos conocimientos de medicina y cirugía, doña María de Gastaldi, establecida con su marido en, "Las Vertientes", a cinco leguas de distancia, cuidando ovejas a interés. Era decidida, valerosa y hábil para el caballo, aun en las noches más malas.

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Llegaron de vuelta al día siguiente, pero poco se pudo hacer a favor del herido que, pese a las curas efectuadas, murió a los dos días de haber sido hallado.

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EL DERRUMBE

Días de viaje dificultoso, entre caminos barrosos y a veces nieve, llevaba el pullman de la empresa Lloví, con sus treinta pasajeros en viaje de Comodoro Rivadavia a Chile, con punto final en Puerto Aysén, ya sobre el Océano Pacífico. De Paso Beleiro al Oeste, casi en el límite con Chile y al comienzo de la Cordillera boscosa y con valles pantanosos, el viaje se hace más dificultoso, y más frecuentes las encajaduras. Al final hubo que pasar la noche con el vehículo empantanado, durmiendo unos en las butacas y otros haciendo fuego al reparo de bosques en el Campamento del Zorro, ya internado en territorio chileno. Por suerte la leña, aunque mojada, es abundante y arde bien.

Día amargo habían pasado los pasajeros, a causa de las lentas tramitaciones aduaneras en los dos puestos de la frontera. Primero en el Puesto Fronterizo de la Gendarmería Nacional en el Hito 45, donde la revisación de los equipajes y documentación es rigurosa. Se decomisaron bastantes productos y objetos, cuya exportación estaba prohibida en ese año de 1949. Se producen discusiones y a veces, súplicas largas por parte de los pasajeros, que alegan razones de uso personal y primera necesidad. Lloran algunas mujeres, pero los funcionarios se muestran reacios. Todo esto se hace a la intemperie y por momentos entre nevisca con viento frío. En el lugar no existe ninguna clase de negocio donde el pasajero pueda resguardarse o adquirir alimentos, porque debido a un convenio entre los dos países, entre los puestos fronterizos de Argentina y Chile, una distancia de unos cinco kilómetros, no se permite la instalación de ninguna clase de casa de negocio.

Luego de cuatro horas de revisación en el puesto de Gendarmería Nacional, se reinicia el viaje lleno de peripecias hasta llegar al retén de Carabineros de Chile. Tres horas para recorrer cuatro kilómetros, marchando por un camino blando, entre agua, mogotes de piedra y pantanos.

Nueva descarga de equipajes para revisación de los mismos y de la documentación. Con menos demora, porque Carabineros no requisa nada. Sólo se limita a la revisación y anotación en planilla jurada, que luego los interesados deberán presentar ante la aduana en Coyhaique, donde deberán pagar el impuesto o en su defecto la mercadería será devuelta a la Argentina.

Sigue después el viaje por caminos accidentados y montañosos. Se repiten las encajaduras; hay que colocar las cadenas en las ruedas del vehículo a cada momento para salvar pasos pantanosos, y luego sacarlas, para que las piedras en camino firme no las corten ni arruinen los neumáticos. Muchas veces los pasajeros deben empujar el vehículo o tirarlo con sogas para salvar pasajes blandos o cuestas resbalosas. El pasaje, hombres, mujeres y niños, van con sueño, frío y hambre. Desde las 4 de la mañana que han salido de Rio Mayo, sólo han probado algunos bocados fríos que los escasos previsores llevaban.

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A las 4 de la mañana llegan a la localidad de Coyhaique. Han empleado 17 horas para recorrer 45 kilómetros de cordillera boscosa, y dado la época del año y el estado de los caminos, el viaje debe considerarse bueno. Coyhaique, población chilena con mezcla de modalidad argentina en la tonada al hablar, en la vestimenta y en la comida. Mezcla del poncho, chaqueta y faja de huaso, con la bota criolla y a veces la bombacha. Diez años atrás, desde la frontera chilena hasta Río Mayo, predominaba el acento y algunas modalidades chilenas. Ahora, con motivo del intenso tráfico de ciudadanos chilenos hacia la Argentina, para trabajar en el petróleo, las esquilas y la mayoría de la mano de obra, que luego regresan a Chile, la modalidad argentina lentamente se infiltra en Coyhaique y localidades fronterizas chilenas a la vez que el acento trasandino disminuye en la región de Río Mayo, aunque algunas palabras de uso chileno se hacen costumbre en la Argentina.

A las 2 de la tarde, el pullman reanuda la marcha hacia Puerto Aysén, donde los pasajeros tomarán el barco, único medio para viajar al norte de Chile, y que dista 60 kilómetros de caminos montañosos. Mucha lluvia. Los ríos y numerosos arroyos corren torrentosos. Caminos que encaran grandes cuestas en montañas de roca. Extensos bosques con enormes árboles de hasta un metro de diámetro y gran altura, muchos de ellos quemados en los grandes incendios provocados para luego sembrar pasto en esos lugares y ocuparlos con hacienda. Cascadas de agua que bajan furiosas de las elevadas montañas, peladas en las alturas, lujuriosamente boscosas más abajo, y en sus cúspides con coronación de nieve y niebla. Carretas de bueyes que conducen leña o mercaderías. Carretas totalmente de madera de un solo árbol. Con dos rodajas del tronco, se fabrican las dos ruedas, no siempre muy redondas y con alfajías, largas y resistentes, se fabrica el pértiga, los yugos y la carrocería, todo atado con sogas y con total ausencia de hierro. Verdor permanente y caminos en zig zag que van por los faldeos de las altas montañas tan estrechos que cuando se encuentran dos vehículos que marchan en sentido inverso, para pasar, deben maniobrar cuidadosamente para no caer a los precipicios.

Arreos de ovejas o vacunos, marchan apiñados por el camino de los vehículos, rumbo al embarcadero de Puerto Aysén, para ser llevados a los mercados de consumo del norte. El pullman (la góndola en Chile), debe detenerse para dar tiempo a que los reseros, en medio de silbidos y ladrar de los perros, hagan a un lado la hacienda para dar paso al ómnibus. Si el arreo es numeroso, se demora hasta media hora en pasarlo. Se ven obligados a marchar por el camino de vehículos, debido a la estrechez del espacio, bordeado en un lado por el río y en el otro por las empinadas montañas cubiertas de bosques y cortadas por decenas de arroyuelos que bajan de ellas. Puentes colgantes, sobre precipicios de cuarenta o más metros, bajo los cuales corren torrentosos ríos y que al pasar el pullman sobre ellos, oscilan formando un oleaje de maderas ruidosas, que impresionan a los novicios. Huertas al costado del camino, todas las casas de madera. Algunas pequeñas villas, con escuela, y escolares que marchan hacia ellas, indiferentes a la lluvia. Se ha descendido por una cuesta impresionante de camino angosto y en espiral, bordeado por abismos.

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Ahora el pullman marcha cuidadosamente, por un profundo y angosto cañón, que bordean altísimas montañas de piedra, cubiertas de bosques. Una belleza natural, impresionante y sin artificio. El camino corre por el faldeo de la montaña en partes a cien metros de altura, donde los obreros que lo construyeron debían trabajar sobre andamios bamboleantes, sujetos a cables, mientras perforaban la pared para colocar dinamita y abrir camino en la dura roca. El camino de Coyhaique a Aysén, es accidentado, peligroso, pero de piso firme. Las frecuentes paradas y maniobras para dar paso en los encuentros con otros vehículos, dificultadas por la lluvia, producen demoras y ya es de noche.

Se va bordeando el río Simpson, ahora colmado de agua por su confluencia en el Maniguales. Se ha pasado el puente colgante de El Balseo, el kilómetro 32 y la hermosa cascada de La Virgen, ahora impresionante en su ruidosa caída desde treinta metros de altura, siempre por un camino aprisionado entre el río crecido y la montaña de roca y bosques, el imponente Farallón con total obscuridad a los costados, con ruido de agua y de motor exigido. Al filo de la media noche, el camino lleva muestras de ser cortado en cualquier momento por el agua. Algunas alcantarillas ya se pasan con dificultad y de tanto en tanto, desprenden desde la montaña algunas fracciones de tierra, y ramas junto con piedras, lo que significa la posibilidad de derrumbes grandes. Se detiene el ómnibus y el conductor con dos carabineros que han subido en El Balseo, se internan a pie entre la obscuridad, alumbrados por sus linternas. En lo alto de la montaña, hay un ruido sospechoso que va en aumento. La lluvia es tupidísima. Pasan varios minutos...

De pronto por el camino alumbrado por los potentes faros del ómnibus detenido, aparecen el conductor y los carabineros a todo correr y gritando. Sus capotes y ponchos negros, mojados y que la luz de los faros tornan brillosos, les da el aspecto de seres misteriosos que emergen de entre el agua y las tinieblas. Gritan, y hacen señas con las linternas encendidas. «.¡Atrás... Atrás... Atrás... ¡¡Viene un derrumbe!». Desde lo alto, comienza a oírse algo como el silbar de aire comprimido que se escapa. Ayudado por las señales de las linternas, el pullman comienza a retroceder en marcha atrás, por el camino angosto y resbaloso, con riesgo de irse contra la montaña o precipitarse al río.

Los gritos de alerta se han contagiado, y todos los pasajeros gritan al unísono: «¡Atrás... Atrás...! ¡Pronto que nos agarra un derrumbe! ¡Atrás...!».

Casi al instante, a unos cien metros delante del ómnibus, comienzan a oírse los golpes de rocas y árboles que caen desde la cumbre de la montaña y que la oscuridad impide ver. Después un tremendo estrépito, como de mil morteros que explotan, y que provienen de millares de piedras y árboles cayendo desde doscientos metros de altura junto con torrentes de agua, notándose chispas producidas por las rocas al estrellarse. De pronto un estampido como de una potente bomba y de inmediato otro mayor, de características realmente ensordecedoras. Un bloque de roca, tal vez de centenares de toneladas, carcomido en su base por el paso de las aguas en millares de años, y ahora impelido por la tremenda presión

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de la misma, acumulada en un dique natural formado por árboles y piedras amontonadas por las corrientes, cede a la presión y se precipita al vacío. Choca contra una saliente de la montaña, produciendo espantoso estruendo y una llamarada de fuego. En el mismo instante, desviado el ángulo de su trayectoria a causa del impacto, cruza sobre el río y se estrella contra la montaña de enfrente, distante unos cien metros, con tanta violencia de choque y fricción, que produce un trueno aturdidor y una llamarada viva en el flanco de la montaña que parece salir del agua, cuando la mole se hace pedazos en el fondo del río desplazando toneladas de agua. La luz de la llamarada ilumina por un segundo esa escena de infierno.

Piedras, árboles, tierra y agua se precipitan desde lo alto con fragor de artillería pesada. Dos enormes árboles se chocan en el aire como dos gigantes trenzados en pelea, o como si pretendieran ayudarse entre sí mientras caen al abismo. Enseguida oscuridad y estruendo. Olor a humo y a quemazón. Millares de partículas de piedras diminutas, astillas y agua pulverizada caen sobre el ómnibus y las personas que se hallan a su costado. Sensación de que la montaña se precipita encima de todos. Hay histéricos gritos de horror y las mujeres se santiguan, estrechando en brazos a sus hijos. Rumor de balidos aterrados se oyen por una fracción de segundo.

Después, las explosiones disminuyen paulatinamente hasta cesar del todo, quedando sólo el bramar del agua que cae de la montaña hasta que a la media hora, tal vez por haberse terminado el agua acumulada en el dique formado por árboles y piedras en lo alto de la misma y roto por la presión, el ruido disminuye a lo normal. El pasaje ya más tranquilo, sale del ómnibus y explora a la luz de las linternas los efectos del derrumbe. El camino ha desaparecido bajo el alud, y en su lugar hay ahora una loma de más de siete metros de altura por unos veinte de ancho, formada por rocas, árboles y tierra barrosa. En vehículo, no habrá paso por más de una semana.

A consecuencia de una barrera formada por el alud, el río comienza a crecer peligrosamente comenzando a invadir el camino con su desborde, pero cuando los pasajeros se preparan para ponerse a salvo en la cuesta de la montaña, la fuerza de la correntada rompe con violencia el obstáculo y el nivel del río vuelve a ser normal. Parte del pasaje vuelve a apiñarse en el pullman mientras otros, junto con los carabineros, tratan de abrir paso por sobre el obstáculo, para pasar a pie al otro lado.

Dos horas más tarde, del lado opuesto aparecen varias linternas. En la obscuridad se oye el grito: «¡Ah, de la góndola!». Cuando se le responde que están todos bien, agrega la voz: «¡Harta suerte les ha deparado Dios! ¡Los creíamos aplastados por el derrumbe!». Es una patrulla de auxilio formada por carabineros, soldados y civiles mandados desde Puerto Aysén. Hasta allá había llegado, aunque amortiguado, el ruido del derrumbe, y sabiendo que el pullman cargado de pasaje venía en camino y demoraba en llegar, ante la posibilidad de un desastre salieron en su auxilio. Tan sólo un arreo de treinta y dos vacunos que se

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hallaba acampado en el lugar, desapareció totalmente bajo el alud, mientras sus dos reseros se alejaron a tiempo, juntándose con el pasaje del ómnibus.

Formando una doble fila de personas por sobre los escombros del derrumbe, se logró pasar a todo el pasaje al lado opuesto donde los esperaban camiones y carros de auxilio, sobre los cuales siempre afrontando la lluvia, emprendieron viaje a Puerto Aysén.

Ya con día claro llegó el maltratado pasaje al puerto, mojados, somnolientos, con hambre y cansancio. Puerto Aysén se halla al nivel del Océano Pacífico, entre altas montañas e interminables bosques, debido a lo cual no es frío.

Aunque era temprano, casi toda la población se hallaba en movimiento y con cierta alarma: el Río Aysén, en el que desaguan el Simpson, el Maniguales, el de Los Palos y otros menores, corría en forma imponente. En la curva oeste del pueblo, ya casi en el estuario de Chacabuco en el Pacífico, los vecinos consternados, contemplaban cómo la pujanza del río, socavaba con rapidez el terreno de la población, amenazando a las viviendas. Dos casas de madera, ya evacuadas por sus moradores, se hallaban con su mitad en el aire, oscilantes sobre las aguas, mientras sus afligidos dueños, trabajaban con desesperación arrancando puertas y ventanas para salvar algo. Pocos minutos después se cortan las sogas con que tratan de mantenerlas sus angustiados propietarios y se precipitan al torrentoso río donde en un momento son destrozadas en forma ruidosa por la correntada que arrastra grandes árboles y hasta algunos animales muertos. Entre tantos despojos era arrastrado un buey, aún vivo, que realizaba esfuerzos desesperados para mantenerse a nado y arrimarse a la orilla: Al pasar cerca de un grupo de personas que trabajaban para salvar una casa, lanzó un balido penoso como clamando ayuda y después desapareció, atrapado entre los troncos de los árboles arrastrados por la corriente.

Un grupo de personas rodeaba a tres mujeres que lloraban lanzando gritos histéricos. Dos niños de 6 y 8 años que salieron de la casa en un descuido habían desaparecido. En el lugar donde los vieron mirando la correntada, aparecía desmoronado el río. Las mujeres se arrojaban al suelo tratando de zafarse de quienes las sostenían para correr hacia el río en busca de los niños, y costaba trabajo sostenerlas y calmarlas. Su desesperación era grande y justificada. Minutos después llegan dos carabineros, que traen en brazos a los niños sanos y salvos. La naturaleza había obrado un verdadero milagro: al caer al río el espacio de terreno en que se hallaban los niños, éstos fueron a dar sobre las raíces de dos enormes árboles entrelazados que el agua arrastraba.

Entre esa maraña de raíces y ramas entrelazadas, quedaron los niños enredados y 30 metros más adelante, en una saliente de la barranca del río de Los Palos, los árboles vararon, y casi por casualidad, allí hallaron los carabineros a los dos niños. La lluvia prosigue pero la gente trabaja normalmente.

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En Aysén, caen anualmente seis metros de agua de lluvia por año, contra ciento cincuenta o doscientos milímetros, que caen en la zona central y costera de la Patagonia argentina.

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EL CRUCE DEL RIO SENGUER

Lluvias y deshielos cordilleranos hacen que el Río Senguer corra pujante y caudaloso. Su anchura en Paso Moreno, punto adecuado para el vadeo con carros, no pasa de los setenta metros, pero su lecho inconsistente, de pedregullo movible, más la violenta correntada, tornan muy peligroso el paso para las pesadas chatas de catorce caballos de tiro. Corre octubre de 1905. Una semana llevan ya detenidas en ambas márgenes del río las caravanas de chatas, carros de muías y carretas de bueyes, totalizando más de treinta vehículos que van o regresan a Comodoro Rivadavia. Se impacientan los carreros ante la posibilidad de una prolongada permanencia de la corriente crecida, producto de un invierno que fue nevador, sin deshielos prematuros, y aburren los días de paro forzoso, que transcurren entre charlas y mentiras de fogón.

Menudean entre los troperos los desafíos mutuos sobre quién será el primero en atreverse a intentar el cruce del peligroso río, lo cual se consideraría una consagratoria demostración de coraje, maestría en la conducción de la chata y capacidad de fuerza de la caballada de tiro. Sin embargo, se impone la lógica prudencia y las apuestas no pasan de las frases fanfarronas, sin que nadie exponga en el temerario intento su carro, sus caballos, su vida... Pero los días vuelan y en las extensas hueyas patagónicas hay que aprovechar al máximo el

corto verano sureño. Por ello, ante una pequeña disminución de la creciente, los carreros más prácticos y corajudos se deciden a efectuar una tentativa. Se extreman las medidas de precaución; hay consultas y cambios de opiniones entre los más veteranos, y luego de una previa y minuciosa exploración del lecho del río en el lugar del vadeo, operación que se efectuó a caballo, se consideró probable el cruce, pese a que la correntada llegaba a los ijares de los animales. Prolijamente, y entre variados y nerviosos comentarios, es separada la más grande de las chatas, con caballos elegidos entre los más mansos, más fuertes y más acostumbrados a esas circunstancias. Se inicia la maniobra incierta.

De pie sobre el elevado pescante de la chata, el más hábil de los carreros dedica su atención a las largas y numerosas riendas, a la tensión regulada de los tiros ya la manija giratoria de los frenos. Imparte instrucciones a los seis cuarteadores. La misión de éstos, dos a cada costado de los caballos de tiro y dos al frente, abriendo la marcha, es guiar a los caballos de tiro por el camino prefijado, que el agua oculta, evitando así desvíos peligrosos que puedan llevar a pozones escondidos, ocasionando caídas de los caballos y enredo en las cuartas. Semejante inconveniente produciría el desvío del animal varero y el cadenero, que son el timón del gigantesco carro, y el vuelco del mismo en las torren tosas aguas. Resoplando inquietos y con pisar receloso, se internan los caballos punteros en la corriente de agua, que comienza a cubrirse de espuma. Alzan las patas, como marcando el paso, y las bajan lentamente, como tanteando el terreno que no pueden ver. A medida que se internan a mayor profundidad, más resoplan y se inclinan en sentido contrario a la correntada, para

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contrarrestar su pujanza en aumento. Cuando el varero, y la parte delantera de la chata entran al agua, aumenta el chasquear de látigos y los silbidos y gritos de aliento a los caballos, exigiéndoles el mayor esfuerzo. A su vez, los cuarteadores gritan y aplican rebencazos a sus montados que, ya casi a nado, e intuyendo el peligro, medio se abalanzan, redoblando el esfuerzo que la correntada dificulta.

Los carreros se detienen ansiosos en la orilla del agua, crispando los dedos en el cabo de los látigos, mientras la chata se interna en el río cuyas aguas se estrellan violentas contra las ruedas y la carrocería, formando espumosos remolinos que parecen hervir. Ahora, los pobres caballos cinchan afanosos entre la corriente, que debido a la inclinación que les motiva el esfuerzo casi les llega al lomo, dificultando su equilibrio. Silencio total en ambas orillas. Ya el vehículo ha llegado a mitad del río, cuando uno de los caballos pierde firmeza en un pozón y cae con patético pataleo...

Un cuarteador acudió en su ayuda y aunque logró que de nuevo haga pie ya se había producido el espanto en el resto de los animales de tiro. Pese a los esfuerzos inauditos del conductor y los cuarteadores para controlar al varero y al cadenero en medio del agua, manteniendo la chata en ruta, ésta se desvía en sentido favorable a la corriente, hacia mayor profundidad, saliéndose del terreno explorado de antemano. Estalló un clamoreo de angustia en ambas márgenes del río:

–¡Guarda!... ¡Guarda!... ¡Guarda!

Ya descontrolada y fuera de ruta, la chata entra en un pozón con tremendo barquinazo, lo que obliga al carrero a soltar las riendas y aferrarse al pescante para no ser lanzado al agua. Entonces sobreviene la catástrofe. Faltos de control desde las riendas varios caballos enredados en sus aperos caen, siendo cubiertos por las espumosas aguas. En desesperado entrevero, se han desviado hacia la parte barrancosa y allá queda la chata encajada, con peligrosa inclinación y violentamente batida por la correntada. Con los animales ya atemorizados al máximo, fracasan todos los esfuerzos que en medio del agua agitada realizan los seis cuarteadores para aquietarlos. Parece un combate cuerpo a cuerpo, en medio del río.

Dieciséis caballos, sujetos a la chata por los aperos que les impiden nadar, se debaten amontonados en enorme y desesperada confusión, con ruido de chapoteo, de cadenas, y con relinchos de terror. Ese relincho o alarido tan raro como impresionante, que parece paralizar la sangre.

Se abalanzan. Vuelven a caer unos encima de otros. Se hunden. Vuelven a reaparecer emitiendo el fatídico grito de muerte. Cunde la consternación entre los veteranos carreros.

–¡Corten los tiros!... ¡Salven los caballos!, se oye unánime gritería.

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Consternados e impotentes, los cuarteadores sacan sus cuchillos y cortan las cuartas de sus montados y salen a las orillas con dificultad. Era inútil y peligroso actuar en medio de ese torbellino de agua turbulenta y animales enloquecidos. Reflejando en su rostro una desesperación sin límites, el dueño de la chata desciende presuroso del pescante. Lleva desenvainado entre los dientes el filoso cuchillo. Con el agua llegándole hasta más arriba de la cintura se lanza temerariamente al remolino de caballos y comienza a cortar cuartas y riendas, ya soltar cadenas para salvar a sus animales de la muerte. Secundado por otros jinetes, los cuarteadores tratan de internarse nuevamente en las aguas para ayudarlos a retirarlos de su peligrosa situación; pero sus caballos, espantados por el espectáculo que presencian, retroceden y se abalanzan enloquecidos, negándose a obedecer pese a las espuelas, los rebencazos y vociferaciones de los hombres.

Desde ambas márgenes, se incita a gritos al carrero en desgracia, para que abandone el peligroso salvataje. Pero él parece no oír y prosigue afanoso la defensa de su único capital. Con ayuda del cuchillo ha librado seis caballos. Algunos de ellos ya han salido a la orilla y trotan desorientados, arrastrando las cuartas cortadas. Otros son llevados por la correntada, mientras luchan por hallar un lugar sin barrancas, que les permita salir a la orilla. Cinco ya han perecido y sus cuerpos, aún sujetos por las cuartas, se mueven en sube y baja, al compás del movimiento del agua.

De pronto, el carrero tambalea. Por efectos del acalambramiento por frío, se lo ve perder fuerzas y ceder al empuje de las aguas.

–¡Agárrese a la chata, don francisco! le gritan cincuenta voces. Trata de hacerlo, pero ya no alcanza. Se pone de espaldas a la corriente, tratando de mantenerse fírme. Pero ésta puja, y resistiéndose vacilante, poco a poco es empujado a. mayor profundidad. Aterrado, ve cómo en las orillas fracasan las tentativas para acudir en su ayuda. Con los dientes apretados a causa del calambre, y los ojos extremadamente abiertos, su rostro refleja todo el horror de las circunstancias. Tiene los brazos alzados fuera del agua, y en la mano crispada mantiene aún el cuchillo que le sirviera para cortar las cuartas de los aperos. Lanza un clamor en demanda de auxilio, que sabe imposible, y volviendo la vista, ya a una orilla, ya a otra, ve el confuso movimiento de los carreros, que ensayan inútilmente tentativas de ayuda. Como entre brumas, cree percibir a la distancia algo así como un jinete rojo, que avanza a toda rienda de su caballo. Ve cómo dos personas que trataran de llegar hasta él, sujetos a sendos lazos, son vencidas por la fuerza del agua, debiendo ser sacados a la orilla medio acalambrados de frío.

Le parece ver de nuevo al jinete rojo, que sigue avanzando cada vez más rápido y cada vez más cerca. Cada vez más cerca. Después, su vista se nubla y pierde la noción de lo que está sucediendo, con un nuevo y angustioso grito de auxilio, que se pierde entre el gritar desordenado de los carreros. Algunos de éstos desvían la mirada para no ver el trágico fin del desventurado compañero de hueya...

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El grito de mando a un caballo, el tropel del mismo al caracolear, y el chasquido de un fuerte rebencazo, variaron el panorama y la atención de todos. Montado en brioso caballo (señal segura de que no pertenecía a la Repartición) un policía llega con velocidad de saeta. Violentamente se sofrena el animal, al borde mismo de la orilla barrancosa, de metro y medio de altura. Gira y se abalanza, caracoleando rebelde ante las aguas torrentosas, pero el milico es hábil jinete. Sin desmontar, arroja a tierra el sable, el revólver, la casaca roja y el képis y de inmediato impulsando el cuerpo hacia las aguas, aplica a su montado las espuelas y el rebenque. Con elegante salto y un bufido de coraje se lanza el animal al agua en sonoro chapuzón, levantando millares de chispitas. Gira confuso al principio y luego nada hasta la mitad del río. Virando después corriente en contra, se dirige resuelto hacia el hombre que, ya casi inconsciente, con el agua llegándole casi a las axilas y manteniendo siempre en alto el peligroso cuchillo, se mantiene en pie por instinto de conservación. Parece no oír la voz del policía que mientras se acerca penosamente a él le grita:

–¡Aguantate un minuto, don Francisco, que ya lo ayudo! /.Largue el cuchillo!

Por su estado de aturdimiento el hombre no entiende, y el cuchillo constituye un peligro tanto para el jinete como para el caballo o el mismo accidentado. El jinete, que se mantiene sereno, se yergue, apoyándose en un estribo, y con el pie aplica un fuerte golpe en el codo del carrero, haciéndole saltar el cuchillo de la mano. Sobre el mismo movimiento, al ver que el hombre, ya vencido, se hunde, se inclina y lo aferra de los cabellos. Lo afirma contra el recado, gritándole:

–¡Agárrese fuerte, amigo!¡Tratemos de salir de ésta!

A partir de ese momento, comienza la dramática lucha para ganar la orilla. Con el hombre prendido a su costado, el caballo debe afrontar doble presión de la correntada y, tomado de costado por la misma, poco a poco comienza a ser llevado hacia aguas más profundas, marginadas en más de mil metros por barrancas a pique, que toman imposible la salida a la orilla. El agua forma en partes terribles remolinos, que asemejan embudos giratorios con succión al fondo. Hacia ellos, siempre sin cesar en la lucha, son arrastrados metro a metro hombres y caballo. La presencia de la enorme chata en medio del río contribuye a que la furia de las aguas sea más turbulenta.

Con vista experta, el policía observa el panorama, sin ver posibilidad de salvación, pero no abandona a su auxiliado. Por el frío y el esfuerzo que realiza, el caballo está llegando al límite de su resistencia. Trata de hacerlo nadar en sesgo, sin resultado. Inexorablemente, la corriente los acerca a los trágicos remansos, en los que acaba de desaparecer el cuerpo de un caballo ahogado...

El característico zumbar de un lazo le pasó cerca de una oreja. De inmediato oyó el sonar metálico de la argolla del mismo, al golpear contra la argolla del bozal de su caballo, y entonces lo vio ceñirse al pescuezo del animal y ponerse en tensión por la fuerza que se le

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hacía desde la orilla. Fue un tiro de lazo magistralmente perfecto. Hecho en forma apresurada, desde treinta y cinco metros, al largo máximo del lazo, y con precisión matemática. Si hubiera distado medio metro más, el lazo habría resultado corto para salvarles la vida.

Los carreros, que mientras el caballo era arrastrado hacia los remolinos lo seguían maquinalmente por la orilla, al grito de:

–¡Bravo! ¡Bravo!, corrieron a prestar ayuda al hábil y oportuno enlazador.

Ahora, con el lazo tirado por varias personas, el caballo del que se aferran los dos hombres es arrastrado corriente arriba, como una barca en sirga, hasta llegar al lugar del paso sin barranca, saliendo a la orilla empapado y tembloroso por el frío y el esfuerzo.

Circula el porrón de ginebra Bols, para dar calor.

Apenas veinte minutos han transcurrido desde que la chata se había internado en el río. El carrero, que se halla inconsciente, es friccionado con ginebra, que también se le da a beber. En ese momento, socavado por la corriente el terreno en que se asienta, y cediendo al empuje violento de las aguas que se estrellan contra ella, la chata, que parece barco escorado, vuelca con estruendo en medio del río, levantando nubes de espuma. Caída de costado, emerge medio metro fuera de las aguas, que se estrellan en su carrocería y luego, sonoramente, le pasan por encima, arrastrando bultos de mercadería que el agua lleva en círculos ondulantes hasta hacerlos desaparecer en los remolinos.

En media hora, el dueño ha perdido el trabajo de diez años y, abatido, contempla la inmensidad de su desastre. Ocho de sus mejores caballos, incluidos los de más difícil adiestramiento, se han ahogado, sujetos alas cuartas. El aparejo, perdido o muy dañado, y la pesada chata, volcada en medio del río, en una forma muy difícil de salvar. El dueño del cargamento, que también viajaba acompañando al carrero fletador, ha perdido la mercadería adquirida para consumo de todo el año. Los pesados y redondos tercios de yerba, con sus pelagos de distintos colores, giran sobre sí mismos, llevados por la corriente, a la vez que giran en torno al remolino de agua, como planetas en órbita, semejando también monstruos acuáticos, con pelo y sin cabeza.

Se resolvió en acuerdo general aplazar toda tentativa de cruce hasta tanto no amengüe la corriente, y también no abandonar el lugar hasta sacar del río la chata volcada. Entre el tintineo de las campanillas de las yeguas madrinas, las numerosas caballadas se esparcieron lentamente pastando por el campo. Al calor de uno de los fogones, seca el policía su uniforme de rojo pimentón, sin sacárselo, mientras comentan las incidencias pasadas. Cuelga a los tientos un porrón de ginebra que le regalan «para quitar el frío». Después de tomar mate y churrasquear, se pone el poncho para ocultar el rojo delator de su uniforme, ya que va en una misión difícil, y se despide con un «Hasta la vuelta, amigos. En otra

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oportunidad tomaremos las copas juntos». Montando en el pingo que resultara tan providencial, parte al galope, flotando al viento las hilachas de su viejo poncho...

Entonces, alguien que lo conoce de antes, cuenta en el fogón su historia, que es la historia de muchos patagónicos. Era entrerriano. Muy diestro en el manejo de armas de fuego. Por cazar carpincho s sin permiso, en el campo de un rico, y resistirse al comisario, tuvo que escapar de su provincia, decidiendo radicarse en el sur de la Patagonia, porque oía decir que allá los campos eran libres. Además, se averiguaba muy poco la vida de cada uno. Como se tenía fe para marinero, en Buenos Aires sentó plaza de marino en el vapor «Presidente Roca». La navegación en el agua dulce del Paraná le resultó muy distinta a la del agua salada en el mar, y al pasar frente al tormentoso Cabo Corrientes el hombre se mareó, causando hilaridad entre los demás marineros, portugueses y españoles, veteranos en las tormentas del mar.

El papel de marino mareado no le resultó agradable, y por ello en cuanto el barco atracó a Comodoro Rivadavia se quedó en tierra, como cualquier pasajero, sin siquiera cobrar su paga. Pasaron los meses. Pasó de peón a patrón y viceversa, varias veces. En contratas de esquila, de alambrados. Con la venta de algunos cueros de chulengo o zorro y el premio que le pagaron por la caza de algunos pumas «cebados» juntó, en dos años, mil pesos. Casi una fortuna. Le gustó la Patagonia por lo libre y brava, y se le despertó la vocación de estanciero. Compró quinientas ovejas para poblar un campo que había elegido en Río Mayo, a unas sesenta leguas de Comodoro, y comenzó a arrearlas personalmente, con el fin de ahorrar algunos pesos con que construir el puestito y comprar los «vicios» del año. Durante el arreo se alojó una noche en el boliche de un turco, donde había corral. Aburrido de rondar de noche y arrear durante el día, quiso aprovechar la seguridad de las ovejas en el corral, para dormir tranquilamente en cama y bajo techo.

Era timbero de corazón, pero hacía más de dos años que se había aguantado lejos del juego, a pura fuerza de voluntad. Esa tranquila noche sin ronda, la tentación fue demasiado fuerte, y resolvió probar suerte, «sólo por un par de horas».

Así fue como se trabó en una partida de monte criollo, con un portugués, un andaluz y un argentino que, «de casualidad», estaban en el boliche. Resultado: que después de pasarse toda la noche en la mesa de juego al amanecer del nuevo día tuvo que venderle las ovejas al bolichero, perdiendo plata, para pagar las deudas del juego. «¡Cosas del destino!», decía luego,«¡después de tantos días de aneo y rondas, sin perder ni una oveja, justo en el corral, donde las creía más seguras, las vengo a perder todas!».

Horas más tarde siguió arreando las ovejas, pero ahora lo hacía como peón del bolichero que, según lo supo después, había entrado en combinación con los otros jugadores, que eran buscas, para ganarle la majadita. Se tragó la rabia. Prefiriendo guardar silencio antes que pasar por sonso. Les tomó aversión a los buscas y en cuanto dejó las ovejas en el campo del turco se fue a Sarmiento y sentó plaza de milico para reventarlos en cuanta ocasión se

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presentara. El caballo que montaba, y con el cual había realizado la hazaña del salvataje, había pertenecido a un poblador inglés que, en su establecimiento de la cordillera fue asesinado junto con su esposa por un siniestro bandolero.

Después de apropiarse del dinero y del caballo, el asesino degolló a las dos criaturas del matrimonio, según él «para que no sufrieran por quedar guachos». Se internó en Chile. Un día dio con dos carabineros que conducían detenido a un criminal. Se presentó a ellos como un poblador argentino que debía efectuar diligencias en el retén y exhibió sus documentos: era riojano. Lo invitaron a ir con ellos y compartir el campamento, donde pasaron la noche. Al reanudar la marcha del día siguiente, aprovechó el momento en que los carabineros estaban por montar para disparar sobre ellos, por la espalda, dándoles muerte y poniendo en libertad al criminal. Volvieron a la Argentina, y enterados de que un poblador había vendido una caponada, lo asesinaron para robarlo.

El comisario de policía de Sarmiento encargó al policía entrerriano que saliera en busca del criminal y le trajera «aunque sea el cuero», tomándose todo el tiempo necesario. Aceptó la misión, porque no le desagradaban las carreras bravas y, al mes de andar en gira, supo por informes que el criminal en compañía de otros dos malhechores (uno de ellos el que libertó al asesinar a los carabineros) se hallaba acampado en las montañas del Alto Arroyo Chalía. Era un lugar muy poco accesible, y también era cosa de loco tratar de detener, él solo, a tres asesinos decididos y de buena puntería. Tampoco era cuestión de dejarlos escapar y, si perdía un mes en viaje a Sarmiento o Comodoro Rivadavia en busca de refuerzos, era seguro que al volver ya no los hallaría. Enterado de que los tres bandidos tenían graves cuentas pendientes con los carabineros de Chile, resolvió abrogarse facultades de cancillería. Por Lago Blanco y Valle Huemules se internó en Chile, y en el retén de Balmaceda se puso al habla con los carabineros.

El jefe del retén era hombre práctico y como tal resolvió proceder de acuerdo a la lógica, dejando a un lado el papeleo.

Aceptó mandar en compañía del policía argentino a dos de los carabineros más valientes, conocedores de la región y ansiosos de castigar el cobarde asesinato de sus colegas. La citada comisión «interministerial» se internó veinte leguas en territorio argentino y cuatro días después sorprendió en su campamento a los tres bandidos, que nunca creyeron que pudieran hallarlos y menos atacarlos en tan apartado paraje. Parapetados, resistieron a balazos la orden de detención. Los carabineros eran admirables tiradores y antes de una hora los dos compinches del delincuente argentino resultaron gravemente heridos y él, que no demostró ser muy valiente, se entregó. Uno de los carabineros resultó levemente herido en un brazo, y el caballo del policía argentino también fue lastimado por una bala. El bandolero, al entregarse, lo hizo para salvar su vida y con la seguridad de que mientras lo conducían detenido, ya fuera a Rawson en la Argentina, o a Punta Arenas en Chile, cualquiera de los lugares a más de setecientos kilómetros de distancia y por trayectos

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desiertos, no le faltarían oportunidades de escaparse. Además, siempre había tenido la precaución de no dejar con vida a ninguno que fuese testigo de sus crímenes. Por ello, la justicia de cualquiera de los dos países, aun sabiéndolo un sanguinario bandolero, no podría condenarlo.

El policía y los carabineros pronto llegaron a un acuerdo. El argentino, en pago de su caballo herido, se quedó con el espléndido parejero que el criminal robara a los asesinados ingleses, y los carabineros resolvieron llevarse el criminal a Chile, para juzgarlo por el asesinato de los dos carabineros. Los heridos murieron. Su fanfarrona confianza y su indiscreción le fueron fatales al bandolero detenido. Disponía de dinero como para pagar buenos abogados, en Argentina o Chile. Ofreció coima para que lo dejaran libre, y de lo contrario amenazó con denunciar la violación territorial por parte de cualquiera de los países. Esto motivó una nueva consulta entre el policía y los carabineros, llegando a la conclusión de que el bandido en su amenaza decía la verdad. Mucho sacrificio, gastos y peligro, para conducir al detenido en el largo trayecto a Rawson o Punta Arenas, y una vez allá libertad por falta de pruebas para éste y amonestación, proceso, detención o cesan tía para los autores del procedimiento, por detención indebida, abuso de autoridad, violación territorial y usurpación de cargo. Puras trampas leguleyas para tapar el crimen a cambio de dinero.

La «invasión territorial» iba a ser motivo de mucho revuelo en ambas capitales, si era manejada por hábiles leguleyos, de esos que mezclan la profesión de abogados con la de encubridores. En la consulta, llegaron a lo siguiente: un asesino con tan horrendos crímenes en la conciencia constituye un gran peligro si se lo deja en libertad, pero también hay que evitar las complicaciones injustas a quienes arriesgan la vida persiguiendo a los criminales. En definitiva, todo tiene solución. Los tres se pusieron en viaje conduciendo al asesino a Balmaceda, en Chile, por un trayecto cordillerano, pasando por peligrosos desfiladeros y profundos precipicios. Siete días después llegaron al retén de carabineros, pero sin el detenido...

A la pregunta del Jefe del retén sobre el resultado de la misión respondió uno de los carabineros: «Haría mala suerte tuvo el ‘gallo’ por botarse a macanudo. Mientras lo traíamos detenido quiso escapar y se despeñó en el precipicio de un desfiladero. El colega argentino, que nos acompaña, fue testigo del accidente».

El Jefe, hombre práctico y carabinero veterano en los entreveros de fronteras, hizo constar estas aseveraciones en el expediente. Caer a un precipicio por refalada o empujado por las circunstancias siempre tenía el mismo resultado. Además, el hecho había ocurrido tan en el límite fronterizo que tanto podía ser tierra chilena como argentina. Tierra de nadie, en el vocablo militar. Si se indagaba mucho el asunto podía incurrirse fácilmente en violación territorial, lo cual era cosa «harto delicada». Como esta teoría era compartida también por

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el representante de la policía argentina, según criterio del entrerriano, sellaron el pacto con un apretón de manos y se archivó el expediente.

Cuando el argentino, a su regreso, pasó por la Cordillera en el desfiladero donde se había despeñado el «gallo» vio a los cóndores que revoloteaban sobre el precipicio y pensó que «ni siquiera el cuero»iba a poder llevarle al comisario de Sarmiento.

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FUEGO EN COMODORO

Sin que nadie pudiera especificar el motivo, todos le hallaron mensaje de tragedia a ese misterioso resplandor rojizo y movible, que en un anochecer de noviembre de 1909 concentró la sorprendida atención de los quince carreros acampados para pasar la noche en el alto filo de la Pampa del Castillo.

Se pasaron la voz al notarlo y por espacio de algunos minutos, suspendieron la tarea de desatar los caballos, mientras observaban en silencio y algo cohibidos la novedad misteriosa. Parecía situada a unas 14 leguas hacia el Este, más o menos próxima al mar, y donde se halla situado el pequeño caserío de Comodoro Rivadavia. Se hizo más acentuado al cerrar la noche, siendo más notable su reflejo rojo en algunas nubes distantes y en la punta de algunos cerros elevados disminuyendo de tanto en tanto, muy levemente la oscuridad de esa noche sin luna.

Con curiosa incertidumbre, comentan los troperos ese aparente incendio, lejano y gigantesco, que da a las nubes del horizonte. Este un tinte ligeramente sangriento como las puestas de sol que preceden a los días de fuerte viento. Alguien lo compara al resplandor de un barco en llamas, comparación que estremece a todos, porque es muy reciente aún el recuerdo doloroso del incendio del vapor "Presidente Roca", naufragado en Punta Cantor, Península Valdés, y entre los presentes, había quienes aún llevaban luto por familiares perecidos en la espantosa tragedia que consternó a toda la Patagonia cuando todavía no se había olvidado la epidemia de difteria que asoló la población infantil de Comodoro en el año 1907–1908.

¿Será un incendio en el pueblo? Imposible. Todas las casas de la aldea incendiadas no darían semejante resplandor. Hasta el momento de acostarse los carreros hacen conjeturas, mientras rodean el fogón que en un círculo de cincuenta metros esparce un resplandor rojo, imitación en miniatura de ese otro que llama la atención de todos. Convienen en que sea lo que sea tiene ribetes de fatalidad. Cuando reinician el viaje al amanecer, persiste el misterioso resplandor de la aurora, hasta que la luz del día lo desvanece.

El resplandor reaparece con el crepúsculo, cuando la tropa de carros acampa nuevamente, después de una jornada de cuatro leguas, cuesta abajo por el cañadón de El Tordìllo. Ahora es más visible, y por momentos, como a impulso de una leve brisa del lado del mar, hay un casi imperceptible rumor de trueno apagado, como si la tierra se estremeciera levísimamente.

Es a mitad de la jornada del siguiente día, mientras la tropa ha desatado para almorzar y hacer la siesta, cuando se enteran de la realidad del suceso y se confirman los presentimientos del drama.

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Un sulky en viaje de Comodoro Rivadavia a Sarmiento, se detiene en el improvisado campamento. Apenas dados los buenos días, y aceptada la invitación a bajarse y almorzar, sus dos ocupantes cuentan con desordenado apresuramiento la novedad siniestra: ha explotado un pozo de petróleo. Hay muertos y personas con quemaduras graves. No hay médico. El más cercano está en Rawson, a más de 600 kilómetros de distancia. No hay farmacia; ni remedios. La gente no sabe qué hacer. Por telégrafo han pedido a Rawson la presencia del doctor Angel Federicci, pero es difícil que llegue a tiempo, porque están muy graves… De Buenos Aires dicen que mandarían un barco con médicos y medicamentos pero que no podrá ser antes de ocho días... El pozo continúa ardiendo y no puede ser apagado con bombas de agua. . Dicen que puede explotar el subsuelo, aunque los entendidos dicen que eso es imposible,.. El doctor Federicci ya salió reventando caballos desde Rawson, pero por mucho que apure, no podrá llegar antes de cuatro días. Casi no hay camino y son 120 leguas...

Después de unos mates, ya moderados los comentarios y preguntas atropelladas y mientras almuerzan con el plato sobre las rodillas, los viajeros relatan el penoso hecho...

Fue en las primeras horas de la tarde del día 10 de noviembre, cuando se produjo la explosión, al originarse una fricción de herramientas metálicas en la boca del pozo. La detonación tremenda y el ruido de la llamarada, tapaban los gritos de los trabajadores heridos. Llegó hasta Comodoro con ruido de cañonazo apagado, y a los 15 minutos, a lomo de parejero, llegó la noticia y el pedido de auxilio. A toda rienda de sus caballos, en sulkys, carros y hasta a pie, llegó más de la mitad del pueblo a ese infierno, donde se desarrollaban escenas de tragedia. De un campamento más cercano habían llegado los primeros auxilios. Hubo intensa confusión. Sin nadie que dirigiera, cada cual preparaba el auxilio por separado con más voluntad que éxito. Dos de los desventurados obreros del pozo incendiado yacían a poca distancia del fuego, que alcanzaba una altura de casi cincuenta metros. Al parecer estaban agonizantes. Otro se alejaba con penoso esfuerzo, ayudado por un compañero sangrante y con la ropa en girones chamuscados. A 150 metros otro corría desorientado. Tenía el rostro desfigurado. Gesticulaba y gritaba. En algunos lugares de su ropa, había pequeñas llamitas que se avivan con el correr desesperado. Iba sin rumbo, y chocó contra uno de los jinetes que acudían en su ayuda. Lloraba.

A una cuadra del siniestro, vehículos y jinetes debieron detenerse porque los caballos espantados por el espectáculo pavoroso y atronador, se negaron a seguir.

A pie se acercaron hasta donde se los permitió el calor del incendio y el humo de la madera en combustión. Dos hombres ayudaban a una persona desnuda que apenas se tenía en pie mientras un tercero, provisto de un balde y un jarro, le echaba agua fría sobre las horribles quemaduras. El agua le corría por el cuerpo y llegaba a tierra con color de sangre. Por el mover de los labios se notaba que el hombre quería hablar, pero la dificultad de las heridas y el fragor del fuego impedían oírlo. En pocos minutos se le había desfigurado el rostro.

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La confusión era tremenda e iba en aumento según aumentaba la concurrencia.

Trescientos metros en torno al lugar trágico, todo asemejaba el desorden de un ejército en derrota que se ha quedado sin jefes. Idas, venidas y corridas de un lado a otro. Gritos que el estruendo ahoga. Gestos y señales que nadie entiende. Clamores pidiendo un médico que está a 120 leguas de distancia.

Al galope tendido de sus caballos, dos jinetes aprovechan lo parejo del terreno para acercarse al pozo ardiente. Con sus ponchos humedecidos han tapado un costado de la cabeza de los caballos para que no vean el fuego. Al apearse, se lo sacan de un tirón para que los animales no huyan, y de inmediato cada cual toma a uno de los heridos que yacen cerca de las llames y los arrastran dificultosamente hasta un lugar donde otros les prestan ayuda. Tratan de resguardarse con los ponchos mojados. .

Como las llamas debido a la mezcla del gas con el aire, recién se inician a cuatro o cinco metros de altura. el calor es menos al lado del pozo, que a 50 metros de distancia. La torre se recalienta al rojo y luego se desliza a plomo sobre la boca infernal, tomándose en un montón de hierros sin forma, por entre los cuales fluye violento el gas en llamas, aumentando la potencia de sus bramidos.

En carros son llevados los heridos hasta Comodoro y en el Hotel Coletto se improvisa un hospital, sin médicos ni enfermeras, sin medicinas. Impresiona el aspecto de esos desventurados. No tienen cejas ni pestañas y sus bigotes y cabellos están chamuscados. Sus rostros hinchados y sangrientos, están como sus manos, llenos de resquebrajaduras semejantes a la greda cuando después de una lluvia, el sol fuerte la reseca. Despiden molesto olor a carne quemada, y al moverlos la piel se les desprende en pedazos. Francisco Fernández, Juan Pevet, Máximo Abásolo, Barros, Salso, Peral, etc., trabajan en las curaciones. Luchan contra infinidad de consejos medicinales pues en semejantes circunstancias, todos se sienten médicos. Fernández es el único que tiene nociones de farmacia.

Se hacen presentes tres mujeres que traen algunos desinfectantes y sábanas limpias para vendajes Su presencia causa alivio. Es misteriosa y grande la sensación de esperanza que da la presencia y la ayuda femenina en esos torbellinos de desamparo y tragedia. Todo el pueblo se agolpa al hotel–hospital y observa con expresión de amargura esa cámara de inauditos sufrimientos. Hay heridos ya inconscientes y otros están sentados en las camas. Todos se quejan, y muy seguido recorren sus cuerpos temblorosos espasmos de dolor. Uno de ellos no quiere que lo curen. Está sentado en la cama, y con voz ahogada por el llanto que trata de contener, le pide a un compatriota suyo que está a su lado, que anote la dirección de su familia en Europa para avisarle su muerte, y le mande 100 pesos que le dio a guardar a Pevet. Sin mucho convencimiento, el amigo que también está algo herido, le dice que las quemaduras son superficiales y que el Dr. Federicci ya viene en viaje. Pero él

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con infinito descorazonamiento le muestra las manos sin piel, diciendo que eso no es superficial y que el médico no llegará a tiempo.

En medio de tantas tribulaciones, el telégrafo aporta su incomparable ayuda. Está ya en comunicación con el médico de Rawson. Se trata de seguir sus indicaciones, aunque se tropieza con la falta de medicamentos...

El jefe de correos de Rawson, que por momentos hace de telegrafista y hasta de cartero al oír las primeras vibraciones telegráficas, se acerca al pequeño aparato con la indiferencia que da el oficio y la costumbre. Pero el amigo con el que conversaba y que en esos momentos le ceba mate observa cómo su rostro, súbitamente, refleja atención y ansiedad a la vez que toma el lápiz y comienza a hacer febriles anotaciones que de inmediato pasa al amigo diciéndole con excitación: "Hubo una gran explosión de petróleo en Comodoro Rivadavia. Hay muertos y heridos graves y piden que vaya enseguida el doctor Federicci, pero que antes les diga por telégrafo lo que deben hacer mientras él llega. No tienen doctor ni remedios. ¡Es muy urgente! Por favor, montá en mi caballo y avisále al médico y al Gobernador…

Concentra nuevamente su atención en el telégrafo, mientras el amigo monta a caballo de un salto y se apresura a cumplir el encargue. El Gobernador anda en gira por el interior. Diez minutos después el médico se hace presente junto al aparato telegráfico y dicta sus instrucciones, que el telegrafista transmite: "Que no les pongan agua fría.”

–“Ya se les ha puesto a todos desde el primer momento" – les responden.

–“Limpieza y desinfección" –ordena.

–“No hay desinfectantes y las heridas están llenas de tierra y carbón" – es la contestación.

Consternado, pero con voz serena, el médico dicta sus instrucciones, adaptándolas a lo que hay. Pasa de la técnica moderna, a los más modestos curativos caseros. Él se pondrá en camino dentro de media hora. Pide que en cada oficina telegráfica del largo trayecto, le tengan informes sobre el estado de tos heridos. Él dará instrucciones al respecto. Marchará día y noche. Que en cada oficina telegráfica del camino, tengan establecidas postas con caballos de refresco para el cambio de los tiros".

El cura salesiano llega jadeante hasta la casa del médico, cuando éste se apresta a emprender el largo trayecto en la "volanta" de la Gobernación. Viene cargado de paquetes y seguido por tres agitados alumnos del colegio que también portan bultos de remedios. Casi la totalidad de los medicamentos del modesto hospital salesiano se pone a disposición del médico, quien los acepta agradecido, pero no acepta que el sacerdote lo acompañe, para no recargar el coche facilitando así la rapidez de la marcha por el mal camino.

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El padre Vachina acepta el razonamiento. Se santigua mientras el coche parte y levanta la mano, trazando una cruz en su dirección, mientras ruega a Dios porque el médico llegue a tiempo para salvar esas vidas.

El cura y el médico son amigos personales, coincidentes en el desinterés pero adversarios irreconciliables en ideas políticas y sociales. Era común verlos pasearse por el amplio patio del colegio, discutiendo acaloradamente en su idioma sobre política, con gran contento de los alumnos, que interrumpían sus juegos para observarlos, aun sin entenderlos. El cura criticaba la usurpación del poder temporal del Papa por parte de Italia. El médico la defendía con tesón, y hasta había luchado por ella en sus años de estudiante. Era ateo, "anarquista" y estas ideas, lo habían obligado a salir de Europa y a ellas debía la Patagonia la suerte de tenerlo. Preconizaba una pronta época sin militarismo, capitalismo, curas ni patrones. Aprobaba en lo militar a San Martín y Garibaldi y en lo civil a Sarmiento, Massini y Pestalozzi. Por su parte, el sacerdote, le demostraba su pesadumbre, por el hecho de que un hombre que, con tanta capacidad y desinterés curaba el cuerpo de los enfermos, envenenara con sus ideas la mente y el alma del pueblo.

El padre Crestanello siempre decía que el doctor Federicci era "un hombre ejemplar", a pesar de sus ideas. El personal del Colegio, al igual que todos los alumnos no pudientes, era atendido gratuitamente por el médico "anarquista" y por su parte los Salesianos siempre tenían su modesto hospital, único en setecientos kilómetros a la redonda, a disposición de sus enfermos.

La marcha por el escabroso camino a medio trazar y poco transitado, es violenta y al filo de la Pampa de Trelew la furia del viento Oeste, destroza la capota de la volanta inconveniente que se hace más sensible cuando al caer la tarde el viento disminuye y es reemplazado por un chaparrón con escarchilla. Deben detenerse varios minutos para resguardar los medicamentos contra la humedad. Cambian caballos en la oficina telegráfica de Dos Pozos. Desde Comodoro Rivadavia hay noticias de apremio. El viaje sigue en medio de la oscuridad de una noche que la escarchilla caída en la tarde torna muy fría. Por momentos deben detenerse para hacer fuego y calentarse.

Junto con el tercer cambio de caballos realizado antes del amanecer, les tienen un costillar asado. Las improvisadas postas, se han organizado mandando "chasques" a caballo desde las oficinas telegráficas, a los más cercanos establecimientos ganaderos, y se efectúan con regularidad. Ningún establecimiento ha mezquinado la prestación de caballos. Pasan las horas. Con caballos de refresco la marcha continúa, ahora bordeando el mar con un medio día caluroso que al atardecer, vuelve a tornarse frío, porque de nuevo llega el viento Oeste refrescado por la escarchilla de las elevadas pampas. Otra noche molesta.

A las dos de la mañana un hecho jocoso pero molesto, despierta la hilaridad de los dos acompañantes (un vasco y un aborigen). En la oscuridad, atropellaron a una pareja de zorrinos que respondieron a ello con su infaltable y hedionda rociada de líquido maloliente,

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que la naturaleza les ha dado como defensa, y cuyo tufo es de larga duración. Protesta el anciano médico en su léxico pintoresco. El vasco se permite algunos chistes mientras que el taciturno paisano se limita a murmurar por lo bajo: "Delicao el gringo". Luego como las protestas, justificadas por cierto, continúan, detiene el vehículo y enciende unos matorrales verdes, que luego apaga con paladas de tierra, para que arroje mucho humo. Luego coloca al coche y sus ocupantes de forma que la dirección del viento los envuelva en la humareda, con lo cual el olor a zorrino desaparece.

La marcha del tercer día no tiene variantes: malos caminos, fuertes vientos alternados con chubascos de agua. Las leguas se hacen largas.

Seis leguas antes de llegar a Camarones, los exigidos caballos dan muestras de agotamiento a causa del camino pesado por la lluvia y con un fuerte viento en contra. Por suerte desde el pueblo previeron el contratiempo y destacaron dos chasques de auxilio con caballos descansados, logrando así recuperar el tiempo. De Camarones parten a la media hora, siempre apremiados por los llamados angustiosos desde Comodoro Rivadavia.

Ahora el viaje es más pesado, porque marchan en subida hacia la Pampa de Malaespina.

Pese a sus años, el doctor Federicci soporta con estoicismo la brutal marcha por el camino poceado, el sueño, el frío, el viento y el sol fuerte. Le molesta una afección a la vista que le ha costado la pérdida de un ojo, con malas perspectivas para el otro. Su vocación profesional y espíritu caritativo, no le permiten claudicar. Sigue apurando la marcha.

El vehículo no puede soportar la endiablada carrera y a siete leguas de Camarones, saltan los rayos de una rueda y vuelcan recibiendo magullones.

Desde la estancia "La Logia", los observan con largavista desde un cerro que hace de "mangrullo", y antes de media hora, han llegado en su auxilio, con un vehículo y caballos de refresco. Una nueva noche de frío los recibe en la Pampa. Desde Malaespina, les mandan al camino, cambio de caballos y un coche para que los siga; en previsión de roturas. Apenas toman mate y comen un piche asado. Ahora el camino por la pampa es bastante regular, y marchan al galope tendido de los tiros. Un chasque a caballo los precede, para anunciar su arribo a Malaespina y preparar y alistar todo para seguir viaje. Las vibraciones telegráficas los acompañan desde Rawson. Que no falten caballos, por favor. En Malaespina hay malas noticias de Comodoro. Uno de los heridos ha muerto y otro está en agonía. Los demás, muy graves. Los improvisados médicos están dominados por la consternación y la impotencia. Claman que no saben qué hacer. Mencionan gangrenas, infecciones. Mientras comen apurados junto al aparato telegráfico, el médico dicta sus instrucciones al telegrafista. Coraje y paciencia, recomienda. Por algo ha estado en un hospital de sangre en su lejana patria. Le comunican que desde Comodoro hasta más allá de Salamanca, ya se han establecido postas para cambio de caballos cada tres leguas para

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apresurar la marcha. Llegan de noche a Salamanca, y siguen las noticias de apremio. Uno de los heridos no pasará la noche. Los demás deliran.

El coche es sustituido por otro, por haber engranado un eje. Al amanecer, ya no lejos del final de la pampa, se percibe rojizo y débil por la distancia, el tenue resplandor del fuego trágico. Dos accidentes seguidos les hacen perder más de cuatro horas. El coche rompe el perno del tren delantero. Lo sustituyen por el vehículo que los sigue, pero a dos leguas, por una rodada del caballo varero, rompe una vara, que debieron empalmar para seguir. El auxilio de la próxima posta, se demoró. Había extraviado los caballos que se asustaron de un puma, mientras esperaban en la noche. Cambian el coche averiado, y poco después la marcha sigue en cuesta abajo por el cañadón Ferraiz, y siempre con acompañantes que los esperan en el camino... Ya de noche, enfrentan el pozo en llamas. Se sienten subyugados por esa demostración de la naturaleza desatada. La angosta llamarada de cincuenta metros de altura ya se inclina o se yergue ruidosa, redoblando su bramar al influjo de su tremenda lucha contra un ventarrón que sopla a más de 140 kilómetros por hora. Camino siempre malo.

Son las 11 de la noche cuando entre nubes de tierra que levanta el viento, el vehículo se detiene ante la fonda que oficia de hospital. Encorvado por el cansancio y los golpes recibidos en el largo traqueteo desciende del mismo el doctor Ángel Federicci. Pese a la hora y al mal tiempo, allá se ha reunido la casi totalidad de los vecinos de Comodoro, que por los "chasques" estaban enterados de su próximo arribo. Es tal el alivio que sienten al verlo que a pesar del ambiente de tragedia estallan aplausos. . Lo rodean palmeándolo con afecto. Alguien lo toma de un brazo, y una voz de mujer le dice: "Pronto, doctor, Se está muriendo...”

Antes de cinco minutos, mientras le bajan los medicamentos, ya está examinando a los pacientes. En la sala hay aves de dolor y hedor de muerte. Uno falleció a la hora. El médico lo previó a primera vista, y sólo consiguió aliviarle un poco de sufrimiento con un calmante... Fue sepultado junto a sus compañeros, marcados sus sepulcros con una cruz con el epitafio escrito a lápiz de carpintero, que el tiempo no tardó en borrar. Sus nombres han de figurar sin pena ni gloria en el papeleo de los archivos, y son la vanguardia de los mártires de la riqueza petrolera argentina...

La ciencia pudo arrebatar cuatro a la muerte. En barco, el doctor Federicci los condujo al hospital Salesiano de Rawson. Esta deuda aún no se pagó ni en dinero ni en homenaje. El nombre de ese médico, no figura en Comodoro Rivadavia. Este no fue su único mérito: siempre se desplazó hacia los cuatro puntos cardinales del desierto territorio, en largas distancias, llevando el desinteresado beneficio de su ciencia y su filantropía. Su nombre es popular en Rawson y Trelew, pero falta su monumento.