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Miscelánea de la desazón

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Plaquette Miscelánea de la Desazón de Isui Tovar. Serie Los Antagónicos (13) Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla (IMACP).

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Isui Tovar

serie los antagónicos

Primera edición: 2012ISBN:

serie los antagónicos

D.R. © Isui TovarD.R. © Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla3 Norte No. 3, Centro HistóricoC.P. 72000 Puebla, Pue.tel. (222) 4097426 ext. 108

Impreso en México

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medioelectrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito del autor o del editor.

H. Ayuntamiento de Puebla2011 - 2014

Instituto Municipal de Arte y Cultura

Eduardo Rivera PérezPresidente Municipal de PueblaMiriam Mozo RodríguezRegidora Presidenta de la Comisión de Turismo, Arte y Cultura de PueblaMartha Patricia Sánchez MatamorosDirectora del Instituto Municipal de Arte y Cultura de PueblaRafael Navarro GuerreroSubdirector de Promoción Cultural y PatrimonialLilia Núñez GamboaFomento a la LecturaAraceli Alcayde PulidoCoordinación de DiseñoLorena Gpe. Castro ZuluetaDiseño de Portada

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Para el lobo de piedra…

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Agua de tocador clásica

Fragante y refrescante

Ingredientes: Alcohol, agua, fragancia, benzofenona 3.

Precauciones: No se aplique en piel irritada o lastimada. Si su mari-do se ha propasado con usted otra vez, es recomendable comprobar que las heridas no hayan quedado abiertas o sin cicatrizar, de lo contrario, se arriesga a revivir el dolor que seguramente ha tratado de olvidar. Pero si usted sólo tiene contusiones y hematomas enton-ces no hay de qué preocuparse. Suspenda su uso en caso de presentarse irritación, enroje-cimiento o alguna molestia; no importa que ésta sea física, mental o emocional: si el aroma causa cualquier tipo de perturbación, si le recuerda la noche en que su marido, cuando todavía no era su mari-do, la sometió por primera vez en aquel auto y no le quedó de otra más que casarse con ese animal de persona, si le revive el recuerdo de verlo teniendo relaciones sexuales con la vecina en el cuarto de los niños mientras festejaban el cumpleaños de su suegra en el jar-dín, si le provoca náuseas porque la flor de naranja es el olor favorito de ese pedazo de bestia –ahora entiende por qué la vecina también huele a agua de tocador–, entonces suspenda su uso, pero no tire el producto a la basura, su marido podría descubrir la osadía. No se deje al alcance de los niños, ellos que no tienen la culpa pero que en cada ocasión le recuerdan la imposible idea de ser libre, de viajar sola por el mundo y conocer las maravillas del exterior que sólo puede ver en la televisión –cuando tiene el tiempo de sentarse a verla–, de conocer a un hombre que la trate como la reina que realmente es, de bailar en alguna fiesta linda, de vestir un precioso vestido negro con escote en la espalda, de volver a tener el cuerpo que tuvo en su juventud. En caso de ingestión no provoque vómito, beba un litro de agua y consulte a su médico mostrando este envase. Pero si lo ha hecho intencionalmente entonces no diga nada, beba, calle y recués-tese. Espere la muerte con paciencia. Algunas veces llega, otras no.

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Hombres de traje (1)

Te sugiero que este mes tu amigo secreto sea Ciorán.Eduardo Parra

En la casa de las Montero se festejaba fervientemente al santo pa-trono. No hace falta mencionar el nombre del santo –porque no im-porta, según mi criterio– pero sí hace falta decir que las Montero –y lo escribo con mayúsculas porque de las letras soy fanático– eran tan feas y tan malas como el cerdo. Ellas eran tres, huérfanas de padre desde la adolescencia y huérfanas de madre desde hacía poco. La mayor, Ludivina, había estado casada con el anterior alcalde, pero ya que la carrera política del marido despegaba y se encaminaba a la cámara de diputados de la gran capital –y por consiguiente la moral habría de relajarse, porque en la ciudad a quién le iba a importar la trascendencia marital o la fidelidad o el temor a dios (sin mayús-culas porque mi religión es otra)– el divorcio no tardó en llegar. La segunda, Carmela, simplemente no tenía talento ni belleza –ni siquiera de la interior-, es decir, no hay más que decir. De la tercera, Benjamina, se podría decir mucho: que fue hermosa en su temprana juventud, que los hombres la seguían, que tenía cara de no ser tonta, pero… no les mentiré, ella me despreció como a todos los demás. Así que por eso las conozco, porque hace una década pretendí a Benjamina. Pero eso no importa ya, ahora las tres son desgraciadas y quizá por eso me gusta ir a su casa, para observar la desdicha que no aceptan –pues siguen creyendo que son lo mejor que le pudo haber pasado a este pueblo– aunque he de admitir que me gusta prestarle atención a Benjamina, en fin. Pero la historia que quiero contarles no es precisamente esa. Y se las quiero contar porque no sé qué hacer con ella –con la historia, no con Benjamina.

Vuelvo a comenzar. En la casa de las Montero se festejaba fervientemente al santo patrono, cada año su jardín se engalanaba, a pesar de la maldad y la fealdad de esas arpías, para recibir a las mejores familias y a los personajes ilustres del pueblo: la gente de la alcaldía, los policías (novedad, porque nunca antes habíamos te-nido policías en el pueblo), el párroco y su séquito de jóvenes, don Camilo (jefe de las mafias locales) y algunas familias decentes (su-

pongo que la mía es de esas, si no, no entiendo por qué habrían de invitarnos), etcétera. Pareciera no ser mucha la concurrencia pero a decir verdad, la fiesta rebasaba el centenar de comensales. Las imá-genes de cerdos atascándose, encimándose unos sobre otros podrían ser una buena analogía de lo que en casa de las Montero sucedía a la hora de la comida pero, después de saciar las barrigas, venía la bebedera, el baile, los fuegos pirotécnicos, los balazos, los golpes, el griterío y todo lo que sucede en un pueblo cuando la gente ha perdido la cordura. Y para eso no tengo analogía. Aún recuerdo la fiesta del año pasado, un grito de auxilio de Benjamina desató una balacera absurda que duró hasta que la verbena se deshizo. Lo peor de todo es que nadie supo nunca qué fue lo que le pasó a la mujer, por qué gritó, por qué comenzaron los balazos. La verdad es que no sé por qué voy a esas fiestas si ya sé lo que va a suceder y tampoco sé por qué las Montero siguen gastando si ya saben cómo va a ter-minar… en fin, pero la historia que quiero contarles es otra. Y se las quiero contar porque este año no hubo violencia, no hubo balazos y de todos modos la verbena se deshizo.

Había olvidado mencionar que, aunque se tratara de un pueblo, los invitados se esforzaban por vestir lo mejor del guarda-rropa. Los criados eran uniformados risiblemente, de blanco con un cinturón de tela roja y las Montero se ataviaban hasta el último cabello, ridículas y feas por supuesto. Y eso no lo había notado en otros años, es más, no me había dado cuenta de que mi mejor traje sólo lo usaba para esta fiesta. Pero para no hacer el cuento más largo me iré directamente a los sucesos. Estábamos sentados a la mesa la mayoría de los invitados, los platillos comenzaban a llegar a nues-tros lugares cuando a lo lejos pude ver a un hombre en la entrada la-teral del jardín, iba pobremente vestido y tenía la cara un poco sucia –o eso parecía o eso imaginé o eso estoy inventando, no lo sé– pensé que sería un pordiosero que, aprovechando el fandango, se acercaba a pedir un taco. Momentos después me di cuenta de que la situa-ción era distinta porque el hombre seguía en la entrada y los criados tenían cara de no saber qué hacer con él. Por curiosa, mi hermana se acercó, para después volver a mi lado y ponerme al tanto de la si-tuación. Que dizque es invitado, quiere que lo dejen pasar. Y cuál es el problema, comenté. Si es un indigente, cómo va a ser un invitado. Mientras mi hermana y yo teníamos esta pequeña conversación el hombre desapareció y la fiesta parecía volver a la normalidad y no es que el hombre haya armado alguna escena, pero por lo menos tuvo

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toda nuestra atención en aquel momento. Después de media hora de platillos –eso calculo– un hombre vestido elegantemente de traje se sentó en nuestra mesa. Con ademanes refinados, con una sonrisa cautivadora –he de admitir que su galanura me perturbó en cierto sentido, no se diga a las mujeres– con toda la seguridad que alguien puede tener, el hombre se preparó para degustar un generoso plato de mole. Sentado tan correctamente tomó la cuchara, la sumergió en el mole y la llevó directamente a la solapa de su saco, y así con-tinuó tranquilamente. Señor, ¿está usted bien? Le preguntaban las mujeres con impaciencia. Un doctor, ¡alguien llame a un doctor! Decía alguien por ahí. Pero el hombre no se inmutó, no perdió la calma, no hizo caso a la desesperación de las mujeres. Benjamina llegó y se plantó a un lado del caballero no sin antes sonreírme –o eso creo– y lo interrogó. ¿Qué le pasa? Más que pregunta era un regaño por parte de ella. Pasa que ustedes han dejado pasar al traje, ustedes le están dando de comer al traje, no a mí. A partir de ese momento todos identificamos al hombre, era el indigente que se había convertido en caballero. Benjamina no pudo contestarle, no se le ocurrió cómo hacerle un desplante –porque esa era la especia-lidad de aquella– y el hombre se limpió las comisuras, se levantó con finura de la mesa mientras el mole le escurría hasta los zapatos y se fue. Nos quedamos en silencio, no sabíamos qué sentir: si pena, si ganas de reír, si furia. Así terminó la verbena de este año.

Al día siguiente todos supimos, a partir de rumores, que se trataba del nuevo maestro de filosofía y retórica de la escuela par-ticular del párroco –y obviamente ese mismo día fue despedido–. Pero aunque supimos eso, seguíamos sintiéndonos extraños porque aquél no estaba loco –conocemos a los locos, en el pueblo siempre hay un par por lo menos– y tampoco era un cínico –a esos también los conocemos, la alcaldía está rebosante–. La verdad es que en el pueblo no sabemos qué hacer con un poeta.

Ahí, siempre ahí

El desayuno estaba servido. La mañana se había presentado con la tibieza propia de los días no memorables. La luz y la temperatura se acomodaban despreocupadamente en los cuerpos de él y de ella. En la mesa redonda y blanca permanecían todavía intactos los alimen-tos frente a él: un plato cuadrado con dos panes tostados, un huevo cocido, dos tiras de tocino fritas; a un lado permanecía una taza de café y al otro, un tarro de mermelada de naranja y un trozo gene-roso de mantequilla. Frente a ella: un plato ovalado con un omelete (hecho con dos claras de huevo) relleno de espinacas y queso, media rebanada de pan blanco; a un lado, un pequeño vaso de jugo de be-tabel y manzana bastante espeso.

Rezaron. En silencio y con los ojos cerrados, cada uno de ellos juntó sus manos en señal de oración y permanecieron así un minuto y no más, comenzaron a comer. El silencio se había roto con el sorbo que él dio al café, después de eso, se escuchaba el pequeño rechinido del cuchillo contra el plato del omelete, el tintineo de la cuchara en el tarro de mermelada, el crujir de la mordida al pan tostado. Una sinfonía de objetos y de acciones, un ritmo in crescendo que se detuvo cuando él dijo:

—Tu cabello luce extraño. Ella no contestó, se levantó de la mesa y se acercó al espejo

que adornaba esa misma habitación. Se tocó algunos rizos y regresó. —¿Ya? ¿Así? Dijo ella. Él la miró sin detenimiento y contestó:—Sí, supongo… Ella no replicó, pero en ese momento sintió cómo un aire

frío entraba por la ventana y le envolvía las piernas. Lenta y pensa-tiva siguió comiendo.

La melodía del desayuno estaba por retomarse pero él co-menzó a toser desaforadamente. Entre carraspeos y tragos de agua, la garganta de él fue recuperando la tranquilidad y poco a poco la tos desapareció.

—Has fumado demasiado.Dijo ella mientras miraba su omelete.

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Él sin palabras la observó y carraspeó por última vez. Tomó la ser-villeta de su regazo, se limpió las comisuras y antes de poder devol-verla a su pierna, él miró cómo un copo de nieve, pequeño e insulso, se posaba lentamente sobre la negrura de su café.

—¿Has visto? Dijo él.—¿Qué?—Nada, olvídalo, seguro no lo viste.Mientras él pronunciaba estas palabras, el aliento de ambos

se condensaba, sin embargo el desayuno continuaba como el cauce de los ríos, como el discurrir del tiempo: constante, inevitable, infinito.

—El dinero ya no es suficiente. Dijo ella sin mirarlo.—Bien, te daré más. Dijo él mientras hojeaba el periódico.La piel de ambos comenzaba a erizarse, sus dedos se hacían

ligeramente torpes, sus espaldas se iban encogiendo poco a poco. Por la ventana entraba sigilosamente una luz fría y difusa.

—No pienso ir a casa de tu madre el domingo. Dijo él.—Bien.En las cabezas de ambos, en la superficie de la mesa y en

toda la habitación los copos de nieve habían encontrado morada. El espejo y la vajilla ya no reflejaban nada, los vidrios ya no eran transparentes, el vaho de ambos cuerpos viajaba como dos serpien-tes en ascenso. Con dificultad ella movió los labios pero nunca pudo emitir sonido alguno. Él, batallaba con una tira de tocino. La nieve siguió cayendo, ellos siguieron comiendo. La nieve llegó a sus rodi-llas y los platos seguían rebosantes de comida. Ella gritó, el huevo cristalizado le había cortado el paladar y la sangre brotaba de su boca y caía al plato. Él no escuchó, pues entre ella y él, una pared gruesa de neblina se había plantado.

La nieve, el desayuno y ellos… ahí, siempre ahí.

Agua

Se habían metido juntos a la bañera para continuar el amor que habían comenzado una hora atrás, el juego de dos cuerpos que reto-zan por todos los rincones de la habitación del hotel los llevó a en-contrarse sentados en la tina. Después de buscar cómo acomodarse en un espacio tan pequeño no quedaban muchas alternativas: o se abrazaban, ella dándole la espalda y envuelta en los brazos de él, o se sentaban de frente; la primera opción la descartaron tácitamente, el grado de intimidad no permitía que permanecieran abrazados ha-blando de planes a futuro, terminaron de frente. Ninguno de los dos tenía pensado bañarse acompañado, en realidad nada de lo sucedido estaba pensado, ni el sexo, ni los besos, ni el mismo encuentro. Esa mañana se habían conocido en la sala de arte prehispánico, él era el encargado de la museografía, ella era la arqueóloga invitada. Nunca antes se habían visto.

Ella había preparado la tina, quería bañarse antes del en-cuentro sexual pero el deseo de ambos no pudo esperar a que el cuerpo de ella estuviera limpio. El desenfreno que habían manteni-do se detuvo, pareciera que el agua había calmado a ese par de fieras hambrientas. El silencio. En realidad habían hablado poco, ninguno de los dos había gritado o gemido tan alto, no había música, pero ahora podían respirar el silencio y ya no el deseo. Y no es que no tuvieran nada que decirse, más bien eran los pensamientos que el agua despertó en ambos cuerpos. Ella se preguntaba si aquellos ojos negros esperaban un segundo encuentro, si aquellas manos fuer-tes esperaban volver a tocar sus senos, ¿querrá mi número?, pensó. Mientras maduraba una idea, ella comenzó a sentir frío, el agua que envolvía gran parte de su cuerpo estaba perdiendo el calor: se sintió sola, pequeña, como cuando su madre la metía a bañar a golpes para quitarle los pensamientos impuros. Él no sabía si era momento de revelar su estado civil, él, que pocas veces había sido honesto con las mujeres, hoy sentía la necesidad de decirle la verdad pero al ver el pubis de ella a través del agua cristalina se paralizó: recordó aquella tarde en que su ex esposa daba a luz a un niño muerto en una tina azul marino. El sonido de los golpes de la madre furiosa y el llanto

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de la mujer con un pequeño muerto en brazos invadieron el cuarto de baño. El silencio de los pensamientos, el ruido del pasado. Ella quería decirle que se vieran por segunda vez, pero la presencia de la madre exclamando a todas voces que los hombres son el pecado no le permitía articular palabra alguna. Él pretendía explicarle que vivía solo, que podrían ir a su departamento no sólo para verse una sino muchas veces, pero no pudo, la imagen del hijo inerte flotando entre la arqueóloga y él no se lo permitió. Nadie habló. Con sonrisas nerviosas decidieron salir del agua, volvieron a besarse, volvieron a las sábanas. Durante una hora más continuaron hechos uno, des-pués, cada quien se fue a su casa.

Insomne

Era de esas noches en que has decidido meterte a la cama porque sientes sueño pero, estando ahí, arropado y preparado, simplemente no te duermes. Era de esas veces en que tratas de no pensar pero el puro intento es tan sólo un tren de ideas explicadas con imagen: y así, de repente, en mis ojos cerrados vi las escaleras de la zapatería donde trabajaba mi madre cuando yo era niña. Hacía años que no pensaba en esos años: quizá diez u once tenía yo cuando mi madre, al no saber qué hacer conmigo, me llevaba a su trabajo y me escon-día en la bodega. La zapatería era un enorme local de dos plantas unidas por unas escaleras traseras. Eran de cemento con azulejo pintado de amarillo, de ese setentero, con algunas esquinas rotas, con algunas juntas ausentes; a un lado tenía grandes ventanales que dejaban ver un patio pequeño y una pared gris adornada de musgo. Y en mis ojos cerrados estaba yo sentada en el rellano de hasta arri-ba, uno asimétrico –como todo en mi pueblo– viendo hacia abajo, hacia los escalones que descienden. O ascienden, mi padre siempre me gastaba la misma broma cuando íbamos en su Malibú 82, tomá-bamos la calle de Alvarado y me preguntaba ¿qué es, bajada o subi-da? Bajada, le contestaba. Y cuando llegábamos abajo me decía ¿no que era una bajada? Yo volteaba hacia atrás y la calle de Alvarado ya era una subida ¿Entonces qué es?

En mis ojos cerrados, estando ahí sentada, veía la luz que entraba a las escaleras, era una luz de día, entonces supe que estaba sentada un domingo por la mañana –porque de lunes a viernes mi madre me escondía sólo por las tardes, en la mañana iba a la es-cuela–. Era uno de esos domingos de misa y luego de bodega. De misa, de comprarme un pequeño pay de queso con uvas verdes en la pastelería que estaba entre la catedral y la zapatería y bodega. De misa y de vestido blanco con holanes y bies de diferentes colores y bodega. De misa y un bolso de metal dorado con un forro interno de terciopelo azul que olía a monedas y que si tenía mucho peso se abría y se le salía todo y bodega. Uno de esos domingos a los que no quisiera volver pero lo hice. Esa noche estaba ahí, sentada en el rellano con luz de día, esperaba y esperaba.

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Insomne (fragmento II)

Estoy ahí, entre la sábana y la oscuridad tibia. Ojos cerrados, cuerpo horizontal y mente maratónica. Esta vez pensé en mi abuela Palo-ma, pero no fue de repente, pensé en ella porque esa misma tarde descubrí que una palomilla de san Juan había perforado finamente buena parte de la biblia. A mi abuela le encantaba golpear a mi abuelo con la biblia. Nunca entendí tanto y tan preciso odio: le gri-taba que estaba harta de sus calcetines sucios y de su palomilla. No le reprochaba otra cosa: que no aportara dinero a la casa, que fuera infiel, un bueno para nada. Mi abuela siempre supo lo que quería y lo que no. Y ahora creo que tenía razón, a quién le importaba que mi abuelo tuviera otras mujeres y fuera pobre: eso se soporta, se traga, se puede vivir con ello pero, la peste… esa no la aguanta nadie. Como tampoco se aguanta que cada tres noches un grupo de borrachos canten desaforadamente un palomazo tras otro en el pa-tio de la casa. A mi abuela siempre le gustó dormir temprano; ocho de la noche y ella desaparecía. Nunca se divorciaron, quizá porque los tiempos lo impedían, quizá por ser un pueblo, quizá porque lo amaba. Un día mi abuelo le dijo me voy pa’ la loma y vas a llorar, y sí, vi el espanto de mi abuela en su rostro y en su pecho, como si uno de los niños pueblerinos le hubiera tronado una pequeña paloma en el oído. Pero el espanto no detuvo el odio de mi abuela, ni la paloma negra –agorera, decía ella– que se mudó a su cuarto, tampoco lo de-tuvo el diagnóstico. Yo no lo vi, pero las tías dicen que él murió en los brazos de ella, no sin antes perturbar el sueño de todos por diez largos meses e impregnar la casa con un olor insoportable.

Mi abuela ahora sola, insomne, asidua al tequila con to-ronja y sal.

La muerte entró a la casa de la abuelael día que cumplí cinco años

Dicen que yo la vi sentada en el auto del único tío varón.Dicen que inusitadamente me aferré a los brazos de mi madre.Dicen que aun así, mi tío subió solo al auto y se fue.

Era un diciembre tibio en el pueblo. Las piñatas adornaban el patio seco con sus múltiples co-

lores. Las carcajadas de los chiquillos de rancho llegaban al convite. Llegaban también las manos rebosantes de presentes: gallinas, gua-jolotes, jabón palmolive o alguna vianda.

La música sonaba y mi madre con sus hermanas se movían, sin querer, siempre al ritmo que escucharan. La fiesta no había ter-minado cuando un hombre con acotada desesperación en los ojos llegó preguntando por mi abuela. A nadie le sorprendió, estábamos acostumbrados. Doña Estela, mi abuela, era la partera y doctora del pueblo, gente abatida tocaba siempre a nuestra puerta.

Nadie se preocupó hasta que una de las tías escuchó la pa-labra muerto y el nombre del tío Beto. El pánico se apoderó de todos menos de doña Estela. Ella, vestida de entereza, con su mano estoica tomó su rebozo y partió con aquel hombre… había que re-conocer el cuerpo.

A partir de entonces una nube gris nos cobijó a todos.

El fuego todavía bailaba en la copa del árbol donde yacían un cuerpo y un auto carbonizados.Doña Estela reconoció a su hijo,vaya que lo reconoció.Cuando todos veían restos de lo que pudo ser un hombre,mi abuela vio a su hijo,vio sus ojos negros y brillosos, vio la camisa que le había planchado en la mañana, vio la sonrisa con la que todos los días metía el dedo a la comida, vio las pequeñas gotas de sudor que le salían en las sienes cuando corría, vio sus dientes de leche, vio su primer llanto, lo vio todo.

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Encogido, apocado cual niño regañado había quedado el cuerpo del tío.Las piernas dobladas, el tronco tímido, la cabeza gacha.Hizo falta la fuerza de diez hombres para arrancarlo del volante,pero sólo hicieron falta las manos amorosas de doña Estela para desentumecer los huesos yertos.Durante todo un día y una noche, la abuela lo masajeaba y le ha-blaba al oído.Aún recuerdo los dedos, las palmas y los brazos tiznados de mi abuela.

El sencillo ataúd que engalanaba el centro de la sala parecía no poder con el cuerpo del tío, ruidos de un cadáver moviente per-turbaban la incipiente calma de las tías pero un hilo de sangre que escapaba de las maderas del cajón abatía a doña Estela.No fue suficiente con enterrar al tío, los rezos no bastaron, un año de luto no alcanzó. El funeral perduró veinte años y acompañó a mi abuela hasta su propia muerte. Las manchas de sangre en la sala no se lavaron nunca, no las pisa-mos nunca, no las tocamos nunca.

La muerte entró a la casa de la abuela y se quedó con nosotros, nos acostumbramos a ella, nos habituamos a verla en los ojos de doña Estela, nos ahogó en el silencio.

Canto desde mí misma

Para Whitman, la melodía que aún suena.

Y fue tan cuerpo que fue puro espíritu…Clarice Lispector

Soy Isui, soy su hijo y su i.Nací de la niebla y del desierto, de los silencios del movi-

miento, del olor de la madera que se quema. Nací de los pueblos y ahora soy ciudad. Soy asfalto, soy plástico, soy metal. Soy todos, ellos soy, somos yo. El corazón es uno y es el de todos, la mente es una y ahí estamos todos. Sacos de piel nos contienen. Oprime la yugular y sabrás que somos más que simples hermanos, arranca una costra y sabrás que estamos hechos de lo mismo, aviéntate al vacío y sentirás lo que estamos sintiendo todos. Soy tan tierra que soy nada más que cielo, soy tan tú que queda sólo un yo, soy tan cuerpo que soy puro espíritu. Somos estos brazos que cargan el pasado, la historia; somos estas piernas que calan el tiempo.

Pero no hablemos más de mí, entonces ¿de qué hablaremos? ¿De los mares, de la tristeza, de la conciencia, del mal, del amor, de mi madre, de la muerte? Seguimos hablando de mí. Hablemos entonces de quienes fueron y de los que nunca serán. Seguimos ha-blando de mí. Hablemos entonces de la mierda, de lo sublime, de lo callado, de dios, del universo. Seguimos. Seguimos hablando de mí.

Hoy tengo tu cuerpo enfrente, no dejo de mirarlo, de olerlo. Me dan ganas de tocarlo. Tienes una mirada que niega detener su camino en alguna de tus medias lunas, tienes caderas prominen-tes capaces de guardar la vida, la muerte. En los muslos recoges la fuerza y la sutileza del aire. En el pecho, una constelación adorna tu aliento. ¿Qué más quieres? Tienes un cuerpo, potencial e infinito, hermoso y placentero.

Interrumpo, me tomo el té. El tiempo se detuvo conmigo, para mí, por mí. No envejecemos, no nacemos niños. El tiempo está disuelto aquí adentro, en la nada que guardo celosamente con el esqueleto. Es mentira que morimos de viejos, es mentira que en-vejecemos en los años, es mentira que el conocimiento viene con

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el tiempo. Morimos de rabia, de encierro, de odio. Envejecemos de resentimiento, de inercia. Con el tiempo sólo llegan las vendas en los ojos. Pero también las quitamos. Con el tiempo está todo, el tiempo somos nosotros.

También somos las palabras, el sonido, la cadencia y la rima. Las leperadas dispersas por las calles, mentadas de madre flotando en la superficie; somos cada uno de los te amo pronunciados y omi-tidos. Estas letras que lees, estas grafías que te comes con los ojos, somos el blanco y el negro de esta hoja.

Soy Isui, soy su hijo y su i.

Sal

La habitación es pequeña, no sólo tiene la cama y un chifonier en un extremo, también tiene al centro un comedor sucio y malgastado acompañado de una silla. Al pie de la ventana, en el lado opuesto, está el fregadero y junto a él una estufa angosta y llena de cochambre. En las paredes hay fotografías de otros tiempos, en algunas aparece una tenista joven, en otras los recién casados: la tenista y un hombre de cabellera rubia. Sobre el tanque de gas hay un par de raquetas viejas y empolvadas. En una esquina está una vitrina pequeña y vieja con los cristales rotos, dentro hay un velo de novia, intacto a diferencia de todo. La habitación tiene dos puertas, una de salida y otra que conec-ta con la habitación contigua, pero para abrir la segunda se necesita más de una llave y se necesita estar de este lado. Sobre la cama está la mujer, recostada, dando la espalda a todo lo que hay en el cuarto. Ella es una cincuentona marchita, ella es Regina o lo que queda de ella.

Regina abre los ojos de súbito, se levanta sin pereza. Con cierta prisa tiende la cama, toma la escoba y barre. Al acercarse a la puerta cerrada, la que no es de salida, se detiene, la mira y su ceño se frunce. Sigue barriendo pero ya no en silencio. De sus labios sale, apenas y se escucha, un reclamo. Irte, sólo piensas en irte. El soli-loquio de Regina va in crescendo pero es tan agresivo y tan veloz que no se entiende qué más dice. Termina de barrer y guarda silencio. Se cambia la ropa y el calzado. Toma una bolsa de plástico y unas llaves. Avisa en voz alta que se va. Cierra la puerta tras de sí. A un paso del umbral, Regina contempla la calle y comienza a morderse las uñas. Camina.

Ella ha entrado a un restaurante, el mesero le da la carta y se aleja. Al encontrarse sola, Regina toma una servilleta de papel y la extiende. Toma el salero, se asegura de que nadie la vea, vacía el con-tenido en la servilleta, devuelve el salero a su lugar, cierra el paquetito de sal con cuidado y lo mete en la bolsa de plástico. El mesero vuelve. ¿Qué va a ordenar? Regina titubea. No, nada. Se levanta, sale del restaurante mordiéndose las uñas.

Ahora entra a una tortería. Sus pasos son lentos, su rostro parece cansado y la bolsa de plástico se ve más grande, más llena. Una

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jovencita le da la carta y se va. Regina no mira la carta, no se asegura de que nadie la vea, tiene la mirada perdida. Busca las servilletas, el salero, hace la misma operación. En la mesa de atrás están dos policías obesos devorando unas tortas grotescas. Antes de que Regina termi-ne de vaciar la sal una cocinera grita es ella, es la que siempre viene a robarnos. Al escuchar los gritos, los policías se abalanzan torpemente sobre la sospechosa embarrándola de los restos de grasa que traían en las manos. Toman a Regina y la sacan del local. Ella no pone resis-tencia y tampoco se olvida de sus pertenencias. Traen a la mujer con los brazos sujetos por la espalda, la llevan a un callejón cercano. Ahí está la patrulla, vacía y con la torreta encendida. La azotan contra la puerta y la acorralan. Regina queda entre la patrulla y el par de vien-tres protuberantes. Ellos le hablan con palabras vulgares, le preguntan su dirección, para quién trabaja, le preguntan con quién vive, pero Regina resiste con el silencio. Le piden dinero a cambio de no llevarla a la estación de policía. Ella baja la mirada y se muerde las uñas con nerviosismo. No tengo… no tengo dinero, tra… traigo unos boletos del metro. Cansado de no obtener lo que desea, uno de los hombres le arrebata la bolsa de plástico y la vacía sobre la puerta de la cajuela. En efecto, no hay dinero pero están las llaves, los boletos del metro y muchos paquetes hechos con servilleta. El policía se emociona. No manches, la ñora trae coca. Abre uno de los paquetitos, abre otro y otro; mete el dedo índice en cada paquete y después se lo lleva a las encías, termina por reírse. Es pura pinche sal. El otro comienza a reír también mientras devuelve los paquetitos de sal a la bolsa y se guarda los boletos del metro en su pantalón. Si serás pendejo, de cuándo acá la coca se guarda en servilletas, se guarda en bolsitas chiquitas, pendejo. Las risas de los dos se vuelven cada vez más desaforadas y provocan en Regina una respiración agitada, se siente burlada, su rostro pierde la compostura, se pasa la mano por el cuello para secarse el sudor, se da cuenta que las muñecas le huelen a grasa, seguramente de la milanesa o el chorizo que rellenaba la torta de alguno de estos personajes que la han sujetado, le da asco, se está acercando un ataque de ansiedad. Se vuelve a morder las uñas. Los policías siguen riendo. Ella comienza a marearse, el cambio constante en la luz de la torreta, rojo-azul-rojo-azul, hace que todo dé vueltas, los rostros mofletudos se van distorsionando ante sus ojos. Con la respiración más agitada pide que le devuelvan su bolsa, que la dejen ir. Ella cae. Todavía entre risas, los dos policías le dan la espalda y comienzan a alejarse, Regina

desde el piso sólo ve los pies que se alejan, uno de ellos lleva la bolsa de plástico. No vemos quién dice qué pero se escucha: Ay pinche abuelita lacra, de qué asilo se escapó… Se va a morir de tanta pinche sal… Ya cállate, pobrecilla, de seguro que nadie la quiere… Sí, pinche anciana sola… La palabra “sola” se le mete a las orejas como un zum-bido. Regina ahora ve en la mano del policía no la bolsa de plástico sino la cabeza de un hombre maduro tomada de una larga cabellera dorada, chorrea sangre y súbitamente abre los ojos para luego gritar: sola. Regina corre hacia ellos, los alcanza y arrebata la macana del cos-tado derecho del más gordo. En la mente de Regina los policías han desaparecido, sólo está ella, joven, con su traje blanco y con la raqueta en mano. Del horizonte, como si el contrincante se hubiera quedado sin pelotas y no tuviera otra cosa que lanzar, comienzan a llegar ca-bezas de cabellera larga y dorada que gritan sola. Ella responde a cada una con un raquetazo. Pero las cabezas no rebotan en la raqueta, sim-plemente explotan y se convierten en un chorro de sangre. Cansada del juego, Regina se deja caer. Pasan algunos minutos. Ella despierta, está más tranquila y se ve rodeada del par de cuerpos que hacía poco estaban vivos. Sabe que tuvo un episodio de esos, de los que han aca-bado con su vida. Busca entre los restos su bolsa de plástico, verifica que la sal siga ahí. Regresa a la patrulla para buscar sus llaves, están todavía sobre la puerta de la cajuela. Se aleja limpiándose las manos y la cara, se muerde las uñas que saben a sangre.

Regina regresa a su casa. Enciende la luz. Deja lo que trae en la mesa. Abre el grifo del fregadero y comienza a lavarse la cara, los brazos, las manos, trata de quitarse la sangre que le ha quedado debajo de las uñas. Ahora se siente limpia, se siente bien. Cierra el grifo, toma sus llaves, abre la puerta, la que no es de salida. Enciende la luz de esa habitación y se queda parada en el umbral observando el gran cajón de madera que está ahí. Regresa a la mesa por la bolsa de plástico y se acerca a eso que más que caja parece ataúd. Lo abre, está lleno de sal, sólo sobresalen las manos y el rostro desollado de un hombre. Es el dueño de aquella cabeza de cabellera larga que Regina vio en la alucinación. La mujer saca de la bolsa los paquetitos de sal. De uno en uno deja caer el contenido. Se escucha lo que podría ser un estertor e inmediatamente se mueve un dedo del hombre. Ella detiene el movimiento del dedo. Le acaricia los pocos cabellos rubios que quedan mientras le platica los eventos del día. En el rostro de Regina se dibuja una sonrisa. Yo no estoy sola.

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Tres galones

—La escucho.—El fin de semana fue una jornada muy larga, ¿sabe? La es-

palda me estaba doliendo mucho, tengo un hijo de siete años que no puede caminar y la mayor parte del tiempo tengo que cargarlo, ¿usted tiene hijos?, ¿está casado? Yo me casé por amor, o eso creí, pero di el paso sin pensar, ahora no es que me arrepienta pero… me hubiera gus-tado continuar mi vida en las letras, en fin. Estoy leyendo a Margarita Yourcenar, ¿la ha leído? Ya sé que eso no le importa, usted sólo quiere saber lo que pasó el domingo, a ustedes los hombres no les importa nada. Pues ese día no leí pero me puse a lavar las calcetas blancas de los uniformes, tenía que hacerlo. En la punta y en el talón suelen ensuciarse tanto y no entiendo por qué. Tomé seis pares y los sumergí en el cubo de agua. Vertí medio vaso de cloro. El agua comenzó a burbujear, lan-zaba pequeños estallidos de mugre y me acerqué aún más, puse mis ro-dillas en el piso y pude ver que la negrura estaba siendo expulsada como si las fibras blancas gritaran por su libertad, ¿ha visto usted algo así? ¿Ha gritado usted así? Como si usted supiera lo que es ser esclavo…

—Sí, continúo. El olor del cloro comenzó a invadir todo el cuarto de lavado,

luego se impregnó en mi ropa, en mis cabellos y no pude quitar su pre-sencia de mi nariz, ya sabe cómo es el cloro. Metí las manos en el cubo y comencé a tallar las calcetas, las metía y las sacaba del agua y las volvía a tallar. La espalda me estaba matando, sentía como si cada vértebra se trepara sobre la otra y se pusieran de acuerdo todas para pellizcarme. Con las uñas removí varios centímetros de suciedad pero hubo una calceta que no se dejaba. Parecía que mis esfuerzos eran en vano, como si mis manos no tuvieran poder alguno sobre tanta mugre, sobre ese punto de mugre que no se rendía, entonces tuve que echarle más cloro y seguir tallando. Pero la calceta nomás no se volvía blanca, si yo dejaba de tallar entonces se ponía negra. No podía dejar de tallarla aunque me ardieran las manos, no podía dejar de verter más cloro. Maldita. Por eso se rompió, pero sólo fue una y no fue mi culpa, lo juro.

Sí, sí, continúo. Tomé la calceta rota y la aparté del resto, la exprimí y la metí

en una bolsa de mi delantal, tenía que esconderla porque si él se daba cuenta de mis errores entonces tendría que pagar, poner el lomo y dejar que me azotara… además, me quitaría mi libro. Seguí lavando las de-más, qué remedio. Qué importaba si era número non, de todos modos había que tenerlas listas lo más pronto posible porque si llego a equivo-carme, si llego a retrasarme entonces todos me odian, mi madre, los ni-ños, él… Me levanté del piso y tomé la cubeta, vacié el contenido en el lavadero. El agua que se marchaba entre las ranuras de cemento llevaba una carga de horror, la cochinada de los pies sudorosos, las manchas oscuras que del interior del zapato se desprenden, no entiendo por qué hay tanta mugre en este mundo. Cuando tuve las calcetas solas, moja-das pero solas, me di cuenta de que no estaban blancas del todo. Mal-dita sea. Esta vez las tallé ahí, con mis manos pero contra el lavadero. Seguían sucias. Tomé el cepillo pequeño y las restregué. No entiendo, sigo sin entender. Tallé, tallé, le juro que tallé y nada. Rompí otra. Ca-rajo. Ya sé que le dije que sólo había roto una. La exprimí y las manos comenzaron a temblarme, me costaba trabajo retorcerla para que que-dara ramplonamente seca. La metí en otra bolsa del delantal. Se hacía tarde y yo sin poder terminar con esto. No podía con tanta suciedad, no podía con mis manos tan torpes. Me ardían los ojos, la garganta, se me salían los mocos. Pero había que terminar, me quedaban cinco pares, no me podía ir sin terminar esas calcetas. Así que seguí, pero la espalda comenzó a dolerme más, quise enderezarme pero no pude, me atoré, me quedé encorvada frente al lavadero y seguí tallando con todo y la tembladera. No me va a creer pero me puse a rezar, a tallar y a rezar. Nunca había rezado, pero le pedía a dios que me ayudara, que se llevara la mugre, que dejara las calcetas blancas, que se llevara la mugre. Padre nuestro, llévate la mugre, te lo pido, te lo suplico, llévate la mugre, apár-tala de mi vista, dios, por favor, llévatela, te lo ruego, llévatela, haz de nosotros tu reino y llévate esto, no nos dejes, no me dejes en la mugre…

La mujer cayó al piso. Dos enfermeros la levantaron y la sen-taron de nuevo, la amarraron a la silla. El médico la despertó con un golpe. Abrió los ojos.

—Gasolina, pensé en la gasolina. Dicen que quita las manchas. Como pude, encorvada y temblorosa, me puse a buscar la gasolina de él. El cuarto de lavado también es la bodega, ¿sabe? No tenemos mu-cho espacio, tenemos cuatro hijos pero no tenemos una simple bodega. La encontré, eran tres galones. Y con eso me puse a lavar las calcetas y a limpiar toda la casa. Quedó muy bien todo. Ya no me duele la espalda, además, puedo volver a mi lectura de Yourcenar…

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Isui Tovar

Panecillos de amor y convención

Ingredientes:2 piezas de existencia humana

2 cucharadas de belleza (fina de preferencia)

Dulces lisonjas (al gusto)

Pequeños detalles

10 kg de promesas

Acoso (moderado)

Violencia (unas gotas)

10 kg de paciencia

1 botella de vino

Oscuridad (al gusto)

Habilidad(cualquiera que se tenga: canto, baile, comedia, etc.)

Modo de Preparación: 1. Tomamos la existencia humana y la pulverizamos de modo que no quede rastro alguno de dignidad, ética, moral, con-ciencia o respeto. Se recomienda utilizar un triturador psicológico con el accesorio llamado “maltrato y abuso infantil”. Así la existen-cia humana se desmorona fácilmente.

2. Vertimos en un bol tamaño promedio (también llamado circunstancia) el polvo de la existencia humana y las dos cucharadas de belleza. Revolvemos hasta lograr lo más parecido a una mezcla homogénea, pues la existencia humana y la belleza nunca terminan

por unirse. Sin dejar de mover la mezcla, incorporamos lentamen-te las dulces lisonjas, los pequeños detalles y los 10 kilogramos de promesas. Dejamos de mezclar hasta que hayamos conseguido una masa a punto de la felicidad.

3. Es necesario encender el horno y precalentarlo a 200 grados. La temperatura adecuada es cuando la esperanza se deja ver a través del vidrio del horno.

4. Retomamos la mezcla. Después de haberle dado un res-piro (mientras encendíamos el horno) notaremos que la mixtura ha perdido volumen y ya no está a punto de la felicidad. Pero no se preocupe, es completamente normal. Ahora añadimos el acoso y la violencia. El resultado será aún más favorable si mezclamos con nuestras manos (el sabor de la violencia es contundente si conlleva golpes), así lograremos una unión típica de la gastronomía nacional.

5. Cortamos la masa en pequeñas tiras y les damos forma de corazón. Las colocamos en una charola y las llevamos al horno. Como el proceso de cocción toma de un día a varios años, toma-remos la bolsa de 10 kilogramos de paciencia y le haremos un pe-queño orificio en el fondo. Así dejaremos que se caiga al suelo o se pierda en el infinito. Sugerencia para servir:

El panecillo puede ir acompañado de cualquier habilidad que se tenga (baile, canto, etc.) para que el bocado no sea tan amar-go. Se sugiere servir en medio de la oscuridad y se sugiere también degustar una botella de vino. Pues como diría el Chef Ovidio en su ya famoso recetario El arte de amar: “la noche y el vino estorban al juicio para valorar la belleza”.

¡Buen provecho!

Chef Tovar

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Isui Tovar

Nació en 1983 en Xalapa, Ver., pero adoptó a la ciudad de Puebla de los Ángeles como su hogar desde 2008. Es licenciada en teatro por la Universidad Veracruzana y maestra en literatura mexicana por la BUAP. Su interés se centra en la narrativa y el ensayo –literario y académico–. Algunos de sus cuentos han sido publicados en medios electrónicos y en La trampa de la medusa, antología de alumnos de la Escuela de Escritores IMACP - SOGEM Puebla. Actualmente trabaja en el proyecto de su primera novela.

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serie los antagónicos

Buenos aires: aspiro: / Brahim Z.

Se incendia la palabra / Judith Santoprieto

Mañana / Alejandro Palma

Lo que nombro con fuego / Benjamín Hernández Rojas

Bitácora del mundo de los imposibles / Gabriela Puente

Oración a un dios ausente / Guillermo Carrera

El Vademécum del apasionado ogro bipolar / Marcuan

Férrea memoria / Crónicas del Ferrocarril

Reporte Barrymore / Yussel Dardón

Pájaros / Princesa Hernández

Efluvio en las rendijas / Gina Lizeth

Toy Kids / Elsa Herrera Bautista

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Miscélanea de la Desazónde Isui Tovar

se terminó de imprimir en diciembre de 2012en los talleres de El Errante Editor, S.A. de C.V.,

Privada Emiliano Zapata No. 5947,Col. San Baltasar Campeche, Puebla, Pue., C.P. 72550.

El tiraje consta de 1000 ejemplares más sobrantes para reposición.

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