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El soldadito de Sarajevo La misma vieja cuchara

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El soldaditode Sarajevo

La misma vieja cuchara

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LA MISMA VIEJA CUCHARAEL SOLDADITO DE SARAJEVO

1ª PARTE

TAMBORES DE GUERRA1 El vuelo de la memoria sobrepasa, a veces, los recuerdos. ¿O son los recuerdos quienes no alcanzan a instalarse en la memo-ria? Es la inconsistencia o ambivalencia del hacer humano la que se abandona a la inercia y no es capaz de fijar la historia.

Este zigzag de la memoria es particularmente propio de ciertos terri-torios que parecen estar instalados encima de un volcán, aunque, tal vez, el volcán sea el fenómeno inverso: que sean los territorios los que se hayan transformado en ebullición volcánica.

Relatar estas líneas desde fuera o desde dentro, como observadores o como participantes, como espectadores o como actores, continúa siendo un filón cuyas historias se suceden casi siempre de forma trá-gica. Hay sitios en Europa, particularmente llamativos, que han con-vulsionado sus cimientos. Las guerras pueden con todo, pero obede-cen a motivos, regularmente bastardos, de quienes toman las armas para declarar esa tragedia.

La península balcánica, sin ir más lejos, es un ejemplo repetido a lo largo del siglo XX y que como poco sufrió tres grandes explosiones de ambición de dominio, que produjeron el sufrimiento de los ciudada-nos. Parecería que el ritmo de los Balcanes fuera uniforme y repeti-tivo, por cuanto combina el tiempo de la acción y del reposo. Suena a muerte y reparación; conjuga la devastación y la construcción; derriba o acaba con la fe y emerge la esperanza. Y todo a su debido tiempo. El siglo XX fue un segmento largo y corto de la línea que tra-zan los seres humanos. Por la lógica de la subsistencia, el tiempo no

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es una demolición continua, aunque sea un efecto de su movimiento. La propia ruina ha de reconstruirse para que, otra vez, se arruine. Los seres humanos se mueven entre la confusión: nunca saben si las causas son consecuencias o éstas son aquellas, cuando se habla de enfrentamientos que se cubren de sangre, de dolor y de muerte.

Nos cuentan siempre la vida o la historia al revés. Afirman que la fe y la esperanza son el motor del movimiento humano, cuando, en reali-dad, se constata que la pérdida de ambas se encuentra entre las rui-nas con las que ellos mismos se arruinan.

Había una vez una tierra, tan lejana y tan cercana, a la que nadie prestaba mucha atención y que, sin embargo, como un Guadiana, aparecía y desaparecía del mapa de Europa. Como todas las tierras, era fértil y sufría períodos de sequía. Sus asentamientos se consolida-ban al tiempo que sus instituciones bailaban con los vaivenes de los meteoros humanos. Tierra de promisión anegada por un aluvión de pueblos que con sus mochilas al hombro habían comenzado a arar los campos. El tiempo fue favorable y, ante sus inclemencias, supieron levantar defensas. Vivían y convivían. Alegrías, tristezas y otros sen-timientos intermedios a modo de puentes se sucedían. Celebraban el nacimiento y enterraban sus muertos. Sin saberlo, no hacían más que estar dentro de los ciclos de la vida y de su no retorno. Almacenaban el pan y consumían la fe, en aras de que la existencia fuera llevadera. Se conocían y, a la vez, se miraban de reojo. Pronto empezaron a sen-tir orgullo de ser como eran y fueron construyendo tradiciones como recuerdo de sus primeros asentamientos. Alcanzaron una conciencia propia, aquella que se deriva de pertenecer a un grupo. Ya no eran nómadas dispersos, sino que estaban dentro del muro del “nosotros”. Aprendieron, pues, a identificarse entre ellos; y solo en la medida en que no salían de sus grupos. No necesitaban ninguna otra referencia: estaban fundidos en la misma vieja cuchara. Construyeron una nación, es decir, cultivaron unos sentimientos propios de identidad, suficientes y necesarios, para estar vivos, tranquilos y sentirse a gusto.

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Había, no obstante, en esa misma tierra, tan lejana y tan cercana, a la que nadie prestaba mucha atención, otros territorios que se habían formado y forjado a su imagen y semejanza. Grupos que terminaron por adquirir conciencia de sí mismos y se miraban en sus propios espejos.

El viento balcánico esculpió de Norte a Sur estas cadenas sueltas con las que las distintas naciones se encadenaban y se desencadenaban. Vivían conformes, con los contratiempos estacionales habituales, con los roces humanos previsibles y con los inciertos acontecimientos del porvenir.

Los eslovenos, al Norte, con el colapso de la monarquía austro-hún-gara en 1918, se unieron al Reino de los serbios y croatas lo que más tarde sería Yugoslavia, aunque bastaron “diez días” para que Eslove-nia se independizara en 1991 al enfrentarse a las fuerzas armadas federales de Yugoslavia.

Los croatas, al Este, resistieron al estado títere que los alemanes crearon, dirigido por el partido fascista y ultranacionalista Ustachá, al unirse al movimiento partisano antifascista organizado por el Par-tido comunista de Yugoslavia que terminó por expulsarlo del país. En 1990, tras la era post-Tito, el Mariscal, Croacia se declaró indepen-diente, en guerra declarada contra su minoría serbia. El menor sufri-miento de los croatas se debió al respaldo alemán, en una extraña compensación del apoyo recibido a las Fuerzas del Eje.

Los serbios, en la mitad Centro-Sur, pronto adquirieron un impor-tante papel bajo la égida paradójica del Mariscal Tito, croata, que al impulsar una férrea política multiétnica contuvo los soterrados nacionalismos que componían la república federal de Yugoslavia. En el ámbito de los acontecimientos, ellos fueron el desencadenante del ruido de la guerra por las exigencias que mostraban de poder y de sometimiento a los restantes pueblos. Estuvieron, como enemigos, en todas las guerras balcánicas.

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Los bosnios, en la otra mitad del Centro-Sur, fueron los “mártires” de la descomposición de la ex Yugoslavia. Su cualidad de víctimas no les eximió de las ruinas de la guerra que ellos también aportaron, pero sufrieron como ningún otro pueblo una guerra de exterminio, personificada en el asedio de Sarajevo y en la masacre de Srebrenica. Y curiosamente, los serbios estuvieron enfrente, aunque supusieran solo el tercio de la población de Bosnia.

El viento histórico sopló, como todos los vientos, a ráfagas y acom-pañó el devenir y construcción de las sociedades balcánicas que, de sol a sol, sembraban y recogían sus cosechas. Los etesios, vientos anuales de esta tierra, representaron la fuerza y, aun tiempo, la calma en la región. La bonanza y el movimiento del viento presagiaban como dientes de sierra el trasiego que los pueblos balcánicos dibujaban en sus mapas de identidad y en sus atlas políticos. Al ser de razas y etnias distintas (la historia de esta región está marcada por la penetración en ella, hace cuatro mil años, de pueblos indoeuropeos que se insta-laron en las riberas del Adriático y sobre el Egeo; y en los siglos V y VII se instalaron los eslavos provenientes de Ucrania), la tendencia fue cultivar lo propio, a veces simplemente por razones de defensa, entendido como un valor a conservar y transmitir la historia de la colectividad a las generaciones venideras. Los pueblos balcánicos basaron su identidad en el testimonio, en el ejemplo, como elemen-tos de educación y de cohesión. A ellos se unió la lengua, cristalizada quizá por motivos políticos, en uno y canónico idioma: el serbocroata, que sirvió para hacer salir a las naciones de su ensimismamiento y establecer nexos con otras naciones que no estaban tan lejos, sino pegadas a sus propias fronteras. Incluso el nacionalismo exagerado por necesidades prácticas se olvida de su ideología y consiente en hablar con otros que no son ellos. Juegan, en una especie de mercado, a vender su estilo de vida. En apariencia, que los nacionalistas ten-gan enfrente a nacionalistas inversos puede determinar un equilibrio basado más bien en el miedo que guarda la viña y mirarse de reojo, aunque quieran o sientan que es de soslayo, que es una forma de

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mirar por encima. A fin de cuentas, este encuentro de identidades, de naciones, de pueblos, aireadas en esa lengua compartida y común, era contrapesado por otro elemento identitario de unión y desunión: la religión. La mera división del Imperio Romano determinó tam-bién el ámbito de la religión. Croacia y Eslovenia, regiones occiden-tales de esta tierra de paso, fueron cristianizadas por el Imperio de Occidente y son, por tanto, mayoritariamente católicas y tienen un alfabeto latino. Serbia, en cambio, lo fue por el Imperio de Oriente y es de religión cristiana ortodoxa, teniendo un alfabeto cirílico. Los bosnios, tras la desaparición de Bizancio, fueron colonizados por los turcos que los convirtieron al islam.

De nuevo, los vientos que atravesaron la península hicieron de escul-tor y modelaron, tallaron o esculpieron en barro, piedra, madera… figuras de bulto o estatuas que los mismos vientos, en otro momento, derribaron y destruyeron. Es la manifestación del destino, como si esta tierra de paso a la que se le ha colocado como línea divisoria de dos mundos antagónicos, fuera siempre un laboratorio de imperios grandiosos, borrando las identidades de los pueblos aborígenes. Y es que en el ámbito político existió la misma tendencia disgregadora e integradora, si por estos términos se entiende crear la Gran Ser-bia, proyecto megalómano, que cerrara en falso las diferencias; o el federalismo, eslabón que le faltaba a las cadenas sueltas de la penín-sula, que uniera a los pueblos en una identidad compartida o, por así decirlo, en compartir varias identidades. Siempre, pues, estuvo el problema del separatismo, condenable porque quita a las personas, a las naciones, la identidad o impone una identidad a sangre y hie-rro, aunque estos adjetivos se civilicen en forma de instituciones que integren formalmente la diversidad.

Había una vez una tierra, tan lejana y tan cercana, a la que nadie prestaba mucha atención y que, sin embargo, frente a estos “gua-dianas” de la raza, de la lengua, de la religión y de la política, había

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que canalizar. Esta tierra de paso, de naturaleza volcánica, erigida y arruinada por las acciones políticas, se calmó en manos del Mariscal, tras el horror de la guerra. Era tiempo de apagar el cráter de Europa que había abierto una gran oquedad en su tierra por donde habían salido, a lo largo de cuatro interminables años, humo, llamas y mate-rias encendidas y derretidas. La misión se antojaba enorme porque la península balcánica, entre otros recuerdos, había hecho, a su vez, de volcán en la primera gran guerra. Los tiempos tristes y amargos del final de la muerte preludiaban una situación cubierta de cenizas que inexcusablemente había que limpiar. Era normal que los pueblos solucionasen sus tragedias apelando a sus recursos. Y uno de ellos siempre es la ley del péndulo, oscilando de extremo a extremo. Esta oscilación puede controlarse externamente a través de una mano fuerte, manu militari, u observando su movimiento replicante, que no se ve alterado por fuerzas externas. En la tierra de ensueños, el Mariscal tomó las riendas con el fin de evitar la fragmentación del territorio, para extinguir el permanente riesgo de que el volcán vol-viese a entrar en erupción. Y fue tiempo de aleccionar a sus pueblos con un nacionalismo impuesto de manera férrea, pero con tintas de alimentar las conciencias de los habitantes que habían de seguir un trayecto paralelo frente a la división de Europa en bloques. El nacio-nalismo del Mariscal jugó, en una extraña paradoja, con la libertad, con la autonomía y con la independencia, por más que su fundación se levantara sobre ideas comunistas, que algunos, en la otra parte del continente, calificarían como imposible. Había, pues, una vez una tierra, tan lejana y tan cercana, donde se mezclaron y encontraron tres grandes civilizaciones: la católica occidental europea, la orto-doxa eslavo-bizantina y la musulmana árabe-turca. Una tierra con dos alfabetos, tres grandes religiones, cinco lenguas principales, seis naciones, seis repúblicas y siete países circundantes con los cuales compartía fronteras, grupos étnicos y lenguas. Sin embargo, y tal vez esta fuese en sus inicios el sueño del Mariscal, esta variedad era la

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expresión de una fraternidad, como soldaditos de plomo, ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara.

Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como estaban, con sus mismos uniformes oscuros, gorros de lana y botas militares. El serbo-croata, por sí mismo, era la lengua materna de tres cuartas partes de la población de la península, lo que ofrecía un elemento de cohesión. El ámbito militar y el uso de la misma lengua unificaron la afiliación étnica y lingüística en las que no coincidían. El Maris-cal consiguió poner sobre la mesa a estos soldaditos y a estos hom-bres con una política de igualdad por la que fue internacionalmente renombrada y que funcionó bastante bien, a pesar de los numerosos problemas en su aplicación.

2 En la mesa donde el niño los acababa de alin-

ear había otros muchos juguetes, pero el que más

interés despertaba era un espléndido castillo de

papel. Por sus diminutas ventanas podían verse

los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arboli-

tos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces

de lago, en el que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes

de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito

de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del cas-

tillo.

Irina Vasíliev era una joven de 22 años, con el pelo rubio y largo como los rayos de sol; su piel era blanca como el marfil con unas sonrosadas mejillas; sus labios eran finos y carnosos de color rosado; su expre-sión era alegre y, cuando sonreía, se iluminaba su rostro alargado. Su nariz era pequeña; sus ojos azules como el mar Adriático y llenos de vida estaban enmarcados en unas largas y gruesas pestañas negras; y arriba del todo, unas delgadas cejas rubias definidas a la perfección.

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Ella tenía la típica figura de una bailarina de ballet. Era alta, delgada y tenía una pose recta, pero a la vez suelta, como si fuese natural; sus piernas eran largas y terminaban en unos diminutos pies que siem-pre movía grácilmente al andar. Ella siempre era alegre, soñadora, fuerte, humilde; le preocupaba cuanto le rodeaba y le gustaba ayudar a los demás.

Nació en una familia de militares en la ciudad de Zenica. Sus abuelos paternos se conocieron allí, cuando su abuelo fue a visitar las instala-ciones de la enfermería militar en las cuales trabajaría la que termi-naría siendo su esposa.

Tenía dos años y a su padre, un alto cargo del ejercito, lo destinaron a Sarajevo y desde entonces vivían allí. Su madre murió cuando ella tenía 4 años en un accidente de coche que conducía su padre, que siempre se culpa por la pérdida de su esposa y por ello sobreprotege a Irina. Su padre era hijo único, así que la única familia que le que-daba a parte de él eran sus abuelos, a los que veía durante el verano y navidad.

Desde pequeña tuvo una educación estricta en la que sus actividades diarias eran la danza, tocar el piano y por supuesto ir a la Universidad.

El poco tiempo libre que tenía lo dedicaba a estudiar, la mayor parte del tiempo en la Biblioteca nacional, pues allí mismo tenían una sala de danza donde ella recibía sus clases; la menor parte del tiempo a salir con sus amigos, con los que frecuentemente compartía coche para ir a la Universidad.

Irina Vasilev se levantó esa mañana temprano, como de costumbre; fue hacia su baño y se miró en el espejo fijamente. Durante unos segundos, se quedó perpleja al ver el aspecto que tenía: sus preciosos ojos azules se veían ensombrecidos por culpa de unas ojeras. “¿Por qué me quedé hasta tan tarde?, sabía que hoy tendría que ir a la Uni-versidad. ¿Por qué?”, se decía todo el rato a ella misma.

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Cogió unos vaqueros y una camiseta y se empezó a vestir rápidamente, viendo cómo el minutero del reloj no paraba de avanzar. Salió de su habitación y se dirigió hasta la cocina a desayunar.

– Hola, señorita. ¿Qué le apetece desayunar hoy? – Nada, Greta. Solo he venido a coger una tostada. – Pero, señorita, tiene que tomar algo más, si no tendrá hambre más tarde.

– Da igual, ya me comeré algo en la cafetería cuando tenga ham-bre. Por cierto, ¿sabe si mi padre se ha levantado ya?

– Oh, sí lo sé. Hoy se ha levantado de un humor de perros -Irina la miró aterrada-. Tranquila, no es por su escapada de ayer, es por algo de trabajo, no debes preocuparte -dijo guiñándole un ojo

– ¡Gracias! -gritó.

Se subió al coche que le esperaba al otro lado de la puerta. Cuando entró vio a Alexander uno de los chicos que vivía en el palacio junto a su padre igual que ella; también estaba Tanya que tenía 17 años, serbia al igual que Irina, y vecina de Nikolai, un joven bosnio que iba a la Universidad con Irina y que al igual que la familia de Tanya era frecuentemente invitado al palacio. Todos la esperaban impacientes, pues debido a su retraso llegarían tarde.

– ¿Qué tal la fiesta de ayer?-dijo Alexander burlonamente. – Cállate, Alex -dijo ella malhumorada-. Lo último que necesito oír ahora es tu voz.

– Tranquila, no lo decía con mala intención. – Cállate -dijo Nikolai con cara de pocos amigos.

El resto del trayecto solo hubo silencio, algo que pareció agradarles a todos excepto a Alex.

-Ya hemos llegado -dijo el chofer.

Irina miró por la ventana y vio cómo la gente entraba en aquella vieja Universidad, abrió la puerta del coche y se dirigió silenciosamente hasta su clase.

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– Irina, Irina -le susurró Lara. – ¿Qué quieres? – Nada, solo quería saber qué tal la fiesta de ayer. – Volví pronto a casa, así que tampoco me enteré de mucho.

Mientras hablaban en susurros lo sucedido en la fiesta, Irina se quedó mirando a la nada hasta que dejó de hablar. Estaba demasiado can-sada para continuar y sabía que le esperaba un duro y largo día. Solo el sonido del timbre del final de la clase la sacó de sus pensamientos. El resto de horas se pasaron rápidamente hasta que el coche volvió para recogerles.

Al llegar de la Universidad, Irina subió a su habitación, tiró la mochila al suelo, se tumbó en la cama y, mientras se le cerraban los ojos, llegó Tanya.

– Irina, ven a comer -le dijo. – Enseguida voy -le contestó mientras se desperezaba.

Unos minutos después, Irina ya bajaba por las escaleras para ir al comedor y cuanto más se acercaba más murmullos escuchaba en su interior.

– Hola -saludó, apoyada en el marco de la puerta. – Hola Irina -le saludó efusivamente Tanya, mientras ella se sen-taba en su sitio.

Los sirvientes fueron llenando rápidamente los platos que había en la mesa y la comida transcurrió tranquila, con alguna que otra pequeña conversación, hasta que el padre de Alexander entró rápidamente en el comedor seguido por los padres de Tanya, Nikolai e Irina. Todos ellos tenían una sonrisa en la cara e irradiaban felicidad. Unos segun-dos después, entró el coronel y, en ese momento, todos se levantaron y se pusieron firmes al verle. Cuando terminó la comida Irina volvió a su habitación y miró el reloj. Eran casi las tres de la tarde así que empezó a hacer trabajos para clase hasta que llegó la hora de ir a ballet. La clase se le hizo eterna debido al cansancio. Mientras volvía