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1 Mario “Pacho” O’Donnell Monteagudo La pasión revolucionaria INDICE Capítulo Uno..................................................................................................................... 2 Capítulo Dos ..................................................................................................................... 4 Capítulo Tres .................................................................................................................... 5 Capítulo Cuatro................................................................................................................. 9 Capítulo Cinco ................................................................................................................ 12 Capítulo Seis ................................................................................................................... 14 Capítulo Siete ................................................................................................................. 16 Capítulo Ocho ................................................................................................................. 19 Capítulo Nueve ............................................................................................................... 21 Capítulo Diez .................................................................................................................. 23 Capítulo Once ................................................................................................................. 25 Capítulo Doce ................................................................................................................. 28 Capítulo Trece ................................................................................................................ 32 Capítulo Catorce ............................................................................................................. 35 Capítulo Quince .............................................................................................................. 37 Capítulo Dieciséis ........................................................................................................... 41 Capítulo Diecisiete ......................................................................................................... 43 Capítulo Dieciocho ......................................................................................................... 46 Capítulo Diecinueve ....................................................................................................... 49 Anexo documental .......................................................................................................... 52 POLÍTICA ...................................................................................................................... 54

Monteagudo La pasión revolucionaria - Revista online de ... · renegrida y los ojos encendidos como carbón de su hijo Bernardo, lo que daba pie a ... "Tiempo ha que sufría en el

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Mario “Pacho” O’Donnell

Monteagudo

La pasión revolucionaria

INDICE

Capítulo Uno..................................................................................................................... 2

Capítulo Dos ..................................................................................................................... 4

Capítulo Tres .................................................................................................................... 5

Capítulo Cuatro................................................................................................................. 9

Capítulo Cinco ................................................................................................................ 12

Capítulo Seis ................................................................................................................... 14

Capítulo Siete ................................................................................................................. 16

Capítulo Ocho ................................................................................................................. 19

Capítulo Nueve ............................................................................................................... 21

Capítulo Diez .................................................................................................................. 23

Capítulo Once ................................................................................................................. 25

Capítulo Doce ................................................................................................................. 28

Capítulo Trece ................................................................................................................ 32

Capítulo Catorce ............................................................................................................. 35

Capítulo Quince .............................................................................................................. 37

Capítulo Dieciséis ........................................................................................................... 41

Capítulo Diecisiete ......................................................................................................... 43

Capítulo Dieciocho ......................................................................................................... 46

Capítulo Diecinueve ....................................................................................................... 49

Anexo documental .......................................................................................................... 52

POLÍTICA ...................................................................................................................... 54

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Es noche estrellada en Lima. De la Casa de Gobierno sale alguien y se dirige con

paso vivo hacia donde lo espera su amante, Juana Salguero.

—Cuídate, Bernardo, son muchos los que le odian y desean tu muerte— le había

dicho ella, afligida.

Es un hombre esbelto, de porte atlético, casi alto, de perfil clásico, tez algo

oscura y mirada incendiada. Su éxito con las mujeres es fama extendida por toda

América.

También su talante de político y escritor.

Uno de sus biógrafos, De Vedia y Mitre, así lo describía: "Cualquiera que

analice su personalidad hallará que está fuera de cuestión, aun para sus detractores: 1°)

su inteligencia superior; 2°) su capacidad intelectual; 3°) su excepcional cultura para el

medio y para la época; 4°) su lealtad a la causa revolucionaria; 5°) que habiendo sido

puesto en prisión innumerables veces desde la iniciación revolucionaria, jamás lo fue

por causas delictivas".

Su vestimenta era, coma siempre, muy elegante: chaqueta de terciopelo,

prendedor dé zafiro y diamantes sobre su corbatín de seda, zapatos charolados, capa

negra que bailaba airosamente en cada uno de sus pasos por la calle de Belén.

De pronto, hasta entonces invisibles por la oscuridad que no horadaba la luz de

gas, surgieron dos sombras que se le echaron encima. Uno de los asaltantes, de

indisimulable aspecto indígena, lo sujetó por los brazos mientras el otro, un negro

inmenso de labios gruesos y ojos amarillentos, apoyándole su mano izquierda sobre la

boca le asestó con la otra una terrible puñalada partiéndole el corazón.

—Vaya por las que ha hecho —se escuchó.

Los asesinos huyen apresuradamente, casi sin hacer ruido sobre el empedrado

brillante de humedad nocturna. Monteagudo, que pocas semanas antes había cumplido

sus treinta y cinco años, se derrumba lentamente deslizándose contra la pared que

chirría rasguñada por el acero del puñal que le sobresale de la espalda. Extrañamente

silencioso, sin gritar de dolor ni de auxilio, se desangra inconteniblemente hasta la

muerte.

Capítulo Uno

Bernardo Monteagudo nació en Tucumán en 1789: Su padre fue el capitán de

milicias Miguel Monteagudo, y su madre, Catalina Cáceres. En su matrimonio tuvieron

once hijos, de los cuales Bernardo fue el único sobreviviente.

Alguna confusión se produjo en sus historiadores debido a que la segunda

esposa de su padre, Manuela María Aznada, en su testamento declaró que Bernardo era

el único hijo de su matrimonio con Miguel. Sin embargo, éste, en sus dos testamentos

de 1819 y 1825, aclara que Bernardo fue hijo de su primer matrimonio, en tanto que con

su segunda esposa "no tuvieron ni procrearon hijos algunos".

Miguel Monteagudo había nacido en Cuenca, España, y fue uno de los tantos peninsulares que decidió probar suerte en América. Allí se incorporó á la milicia y

formó parte de la expedición del virrey Cevallos para reconquistar la Colonia del

Sacramento. Sin mayor fortuna, y en busca de ella, se desplaza a Tucumán, donde nace

Bernardo, y continúa su periplo hasta llegar a Jujuy donde desempeñará un modesto

cargo de alcalde.

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Catalina Cáceres era esposa y madre dedicada, de origen humilde, con alguna

pincelada aymará en su piel que, de todas maneras parecía no justificar la cabellera

renegrida y los ojos encendidos como carbón de su hijo Bernardo, lo que daba pie a

murmuraciones que sugerían que el único hijo vivo de su matrimonio había sido por

obra de algún cholo vigoroso con espermatozoides más aguerridos que los de su marido

español.

El apodo de "mulato" persiguió a Bernardo Monteagudo durante toda su vida y

volvería a leerlo o a escucharlo cada vez que alguien pretendía denigrarlo. Hasta su

enconado enemigo, Juan Martín de Pueyrredón, echaría mano a ese argumento racista

para cuestionar su representatividad en la Asamblea del Año XIII, provocando la réplica

airada: "Tiempo ha que sufría en el silencio de mi corazón la infamia con que usted se

propuso cubrir mi nombre (...) alegando por pretexto anécdotas ridículas en orden a la

calidad de mis padres y aun suponiendo haber visto instrumentos públicos en Charcas,

relativos al origen de mi madre".

Durante su temprana infancia, Monteagudo se crió en una extremada pobreza lo

cual no impidió que sus padres, muy —proclives a una educación culta, hicieran todo lo

posible por iniciarlo en las letras. Por entonces era frecuente que recorrieran la campiña

ciertos maestros ambulantes que por algunas monedas, iniciaban en la lectura de la

cartilla y del catecismo a los niños que así lo solicitaban, descargando palmetazos ante

olvidos ó irreverencias. El pequeño Bernardo siempre demostró, un acentuado anhelo

por aprender, ayudado por una inteligencia precozmente despierta.

La muerte de su madre, cuando el niño había llegado apenas a los trece años, fue

trágica no sólo por la pérdida de alguien a quien Bernardo amaba entrañablemente y de

quien recibía generosos cuidados, sino también porque la relación con la nueva pareja

de su padre se hizo difícil y tensa.

Decidió entonces partir hacia Chuquisaca, a ponerse bajo la tutela de un pariente

lejano, el cura Troncoso, alentado por un padre convencido de los talentos de ese hijo

que se mostraba más sagaz y más letrado que los demás niños, aun de aquellos cuya

posición económica les hacía correr con ventaja. .

Chuquisaca, también llamada La Plata o Charcas (hoy Sucre), siempre fue la

ciudad soñada por Bernardo. De allí bajaban las chirriantes caravanas que transportaban

telas y enseres para las familias ricas de Tucumán, Córdoba y Buenos Aires, y que

traían también leyendas de aquellas ubérrimas minas en que la plata se extendía sobre el

suelo, infinita, como si Dios allí hubiese tropezado derramando el color de la Luna.

Era una de las ciudades más importantes del Virreinato del Río de La Plata. Su

proximidad a la riquísima ciudad de Potosí la ubicó en el paso del comercio colonial,

siendo ésta una de las razones por las que había sido elegida como sede de una de las

primeras universidades de la colonia, la de San Francisco Xavier.

La Universidad de Córdoba era aún más antigua, pero es ella no se dictaban

leyes ni filosofías, que eran las escuelas preferidas de los jóvenes ambiciosos y

progresistas de la época.

Influida por el jesuitismo más allá de su expulsión de tierras americanas, en sus

aulas campearon las ideas de los neoescolásticos hispánicos, como Mariana, Vittoria, y

otros, quienes, a pesar de la censura absoluta, expandían ideales de justicia y de

autodeterminación.

Ello abrió el camino para la vigorosa germinación de los postulados que

impusiera el republicanismo en Francia: Montesquieu, Diderot, Rousseau.

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Capítulo Dos

La prisión del Rey Fernando VII de España provocó graves convulsiones en las

colonias hispánicas, que buscaron formas de resolver la acefalía producida por el avance

napoleónico.

Entre ellas, la de coronar en el Virreinato del Río de La Plata a la regenta de

Portugal, exiliada con toda su corte en el Brasil, la princesa Carlota, hermana del rey de

España.

Tal idea fue promovida en Buenos Aires por muchos de los protagonistas de la

revuelta de Mayo, entre ellos Paso, Pueyrredón, Rodríguez Peña, Vieytes, Castelli.

Hasta el mismo Manuel Belgrano, quien en sus Memorias confiesa: "Como los

americanos continuasen prestando obediencia injusta a hombres que por ningún título

debían mandarnos, traté de buscar los auspicios de la Infanta Carlota, y de formar un

partido a su favor, exponiéndome a los tiros de los déspotas que se lavan con el mayor

anhelo para no perder sus mandos, y para conservar la América dependiente de la

España aunque Napoleón la dominase".

Esta iniciativa fue, sin embargo, mal recibida por los patriotas chuquisaqueños.

Desde 1797 era gobernador intendente de la Audiencia don Ramón de García Pizarro,

descendiente del conquistador del Perú, quien desempeñaba sus funciones en ostensible

conflicto con los demás oidores.

El Arzobispo Benito Moxos, persona respetada aun por quienes con él discrepan,

sostiene una conflictiva relación de envidias y resquemores con los demás integrantes

del Cabildo eclesiástico.

La manzana de la discordia fue el reconocimiento o el no reconocimiento de la

Junta Suprema de Sevilla que había asumido el poder en sustitución del Rey Fernando

VII por propia determinación. La Audiencia se negó a hacerlo, en oposición a su

presidente, García Pizarro, en tanto el Cabildo eclesiástico reconoció a la junta, a

regañadientes, y por presión de su cabeza, el arzobispo Moxos.

Los estudiantes y los jóvenes doctores aprovecharon la oportunidad para lanzar

la acusación de que todo era una maniobra para preparar subrepticiamente el campo

para el reconocimiento de la princesa Carlota, lo que calificaron de traición.

El tema de la princesa portuguesa no era una fantasía, como lo demuestra la

comunicación del 3 de marzo de 1808 remitida por el Regente de Portugal en Río de

Janeiro al Cabildo de Buenos Aires, por la que ofrece poner bajo su real protección al

pueblo de Buenos Aires "y a todo el Virreinato" guardando sus fueros y derechos, no

aumentando los impuestos, garantizando la libertad de comercio con sus aliados y "ol-

vidando lo pasado".

Esto último iba por las invasiones inglesas repelidas en el Río de la Plata y es

exteriorización palpable de la influencia del embajador inglés, Lord Strangford, de tanta

importancia en un prolongado y decisivo período de nuestra independencia. La

comunicación cambia luego de tono: "Al mismo tiempo Su Alteza Real ha ordenado al

infrascripto declarar francamente a V.E. que en caso de que estas proposiciones, que

solo se presentan a V.E. con el objeto de impedir la innecesaria fusión de sangre, no

fuesen aceptadas, Su Alteza Real se considerará en la necesidad de hacer causa común

con su poderoso aliado contra ese pueblo, y de disponer de todos los inmensos recursos

que la provincia ha puesto a su disposición y cuyo resultado no podrá ser dudoso por

más triste que pueda ser para Su Alteza Real el presenciarlo, y el pensar que naciones

unidas por los vínculos de la misma religión, por hábitos y costumbres semejantes, y

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por un idioma casi idéntico, se vean envueltas en una guerra, sacrificando sus más caros

intereses".

La torpeza de esta amenaza fue evidente, ya que a pesar de que la idea, como ya

lo hemos señalado, tenía importantes apoyos, provocó una encendida y patriótica

reacción en el Cabildo de Buenos Aires, que respondió el 20 de Abril: "Quiera V.E.

creer, poniéndolo en conocimiento de S.A.R., que el cabildo de Buenos Aires jamás

olvidará semejante afrenta, y sobre todo, puede estar segura V.E., que si estas

seductoras ofertas no pueden conmover la fidelidad de los pueblos de Sudamérica,

mucho menos son adecuadas para ellos las amenazas, acostumbrados como están a

arrostrar todos los peligros y a hacer toda clase de sacrificios en deferencia de los

sagrados derechos del más justo, más piadoso y más benigno de los monarcas".

Esta misma actitud fue, la que adoptaron desde un principio los estudiantes y

jóvenes doctores de Chuquisaca: lealtad al prisionero Rey de España, aunque la mayoría

de ellos con fina hipocresía, reivindicando "mientras tanto" el derecho a la au-

todeterminación de las colonias. Sabían que de esa manera acentuarían las divergencias

en el seno de las instituciones coloniales. Fue así que apoyaron a los oidores en su

revuelta contra García Pizarro enarbolando una declamada lealtad a Fernando VII que

les servía para subvertir el orden.

Tales circunstancias preparaban la entrada en escena del brigadier del ejército

realista, José Goyeneche, nacido en Arequipa y por lo tanto americano. Se desempeñaba

en España con el grado de capitán de Altas Milicias cuando se produjo la invasión

napoleónica. Entabló entonces oportunistas relaciones con el invasor y logró

credenciales para ocuparse en América de hacer reconocer al usurpador Rey José I,

hermano de Napoleón. Sin embargo, alertado de la negativa evolución de los

acontecimientos para las tropas francesas, se dirigió hacia Sevilla y, presentándose ante

la junta, ofreció sus servicios, obteniendo el grado de brigadier para desempeñarse en

tierras americanas.

El deán Funes escribía, sobre esté personaje en su Ensayo de la historia civil del

Paraguay, Buenos Aires y Tucumán, publicado en 1817: "En Madrid fue

colaboracionista; en Sevilla, fernandista; en Montevideo, aristócrata; en Buenos Aires,

puro realista; en el Perú, tirano".

Fue Goyeñeche quien comprendió que las sublevaciones de La Paz y de

Chuquisaca debían ser rápidamente abortadas antes de que el reguero de pólvora se

extendiese, y para ello se dirigió hacia esas ciudades al mando de un poderoso ejército,

como casi siempre sucedería, muy superior en número y armamento a los rebeldes

patriotas.

Capítulo Tres

Bernardo Monteagudo, había recibido sus grados el año anterior a la sublevación

y su padrino de tesis había sido el influyente oidor Ussoz y Mosi, quien también fue su

protector y apañador. A instancias suyas, la Audiencia designa a su protegido, una vez

graduado, Defensor de Pobres en lo Civil.

Ya era entonces evidente la capacidad de Monteagudo de granjearse la simpatía

de los poderosos, en lo que llegó a la genialidad, seduciéndolos con su notable charme,

con su inteligencia descollante y con su aspecto más que atractivo. Pero, sobre todo,

sabía hacerse absolutamente indispensable para quienes le interesaban, con el fin de

obtener algún objetivo sagazmente trazado. Ello le ganó amigos entrañables y enemigos

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irreconciliables. Fue un intrigante que a su vez debió sufrir las intrigas de los demás.

Tenía objetivos claros, que para algunos de sus historiadores siempre fueron nobles y

que para otros sólo respondían a su codicia personal, y ponía toda su capacidad; que era

mucha, para obtenerlos fuera como fuera, y costase lo que costase.

Fue así que, con tal de obtener su doctorado, no dudó en presentar una tesis

apologética hacia la monarquía hispánica: "El Rey, asegurado su trono, reina

pacíficamente y rodeado del esplendor que recibe de la misma divinidad, alumbra y

anima su vasto Reino". También: "Ninguna idea de sedición llega a agitar el corazón de

sus vasallos: todos lo miran como a imagen de Dios en la tierra, como fuente invisible

del orden y el arte predominante de la sociedad civil".

Así eran las tesis que la Universidad esperaba de sus inminentes doctores. Por lo

tanto, así era su tesis, aunque contradijese sus más hondas convicciones. Monteagudo

no fue tanto voluble y oportunista, como aún hoy se lo sigue acusando, sino

absolutamente inescrupuloso en los medios a utilizar para el logro de sus fines

apasionadamente revolucionarios. Por ello no sólo presentó tesis execrables, también

encarceló, deportó y mató. Pagando en carne propia el precio de ser encarcelado,

deportado —y muerto.

—La gente murmura, debemos ser precavidos —dice Bernardo.

—La gente es idiota y mal pensada —responde el cura Troncoso, acariciando la

cabeza del adolescente, quien se pone de pie y se aleja unos pasos.

—Será mejor que me vaya a vivir solo.

El clérigo lo observa con amorosa tristeza, lamentando que el infundio no fuese

cierto ya que hubiera entregado su alma por tener un hijo como Bernardo.

Rápidamente se comprendió con el movimiento libertario, que era la tendencia

predominante entre los estudiantes y jóvenes doctores de Chuquisaca, y no le costó

sobresalir nítidamente como uno de sus líderes, como antes lo habían sido otros

"abajeños"; que así se llamaba a quienes subían desde Buenos Aires: Moreno, Castelli,

Paso, Serrano, Oliden, Anchorena.

Otra de las motivaciones habrá sido, sin duda alguna, su humilde origen y el

resentimiento en él despertado por sentirse en inferioridad de condiciones ante sus

compañeros de más holgada posición económica. También es fácil adivinar que el haber

tenido que soportar desde niño el apodo de “mulato” por parte de quienes se permitían

desmerecerlo haya ido caldeando en su alma un fuerte deseo de venganza hacia quienes

importaron a las Américas un color de piel desconocido.

Tampoco es de despreciar la influencia ideológica que sobre el pudiesen haber

ejercido el presbítero Troncoso y el Oidor Ussoz y Mosi, ambos comprometidos con el

movimiento revolucionario.

—Ante todo eran americanos —los recordaría— y no dudaron en sacrificar el

bienestar que obtenían de los godos.

Aunque seguramente la base de su insubordinación estaba en los textos de

Montesquieu, Diderot, Rousseau, a los que se tenía acceso en Chuquisaca y que

circulaban clandestina pero profusamente, incendiando el alma de esos jóvenes

hastiados de la mediocridad impuesta por los colonizadores peninsulares y que en

cambio idealizaban hasta el fanatismo los vientos libertarios provenientes de una

Francia inflamada por ideas nuevas e inmensamente atractivas.

Dígase en favor de Monteagudo que estos ideales de cambio, de justicia, de

patriotismo, no fueron un pasajero sarampión juvenil, como fue el caso de Tomás de

Anchorena, sino que su vida fue guiada por estos principios hasta el último de sus días.

En la Universidad de San Francisco Xavier se formaron quienes representaron

en nuestra independencia la posición más radicalizada, el jacobinismo, los Moreno y los

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Castelli opuestos a las posiciones moderadas que en un principio fueron sostenidas por

el saavedrismo, convencidos aquellos de que la ruptura con la península sólo era posible

a través del terror y de la prepotencia revolucionarias. "Cuando está en juego la salud de

la patria, no se debe caer en consideraciones sobre lo justo o lo injusto, tampoco sobre

lo piadoso, ni lo cruel, ni lo laudable, ni lo ignominioso; posponiendo todo otro respeto,

comprometerse con aquel partido que le salve la vida y le mantenga la libertad

(Maquiavelo)."

Monteagudo jamás abandonaría estos principios y es por ello que una historia

oficial pacata e hipócrita lo ha condenado a la penumbra, quizá por su anatema contra

los tibios: "Americanos: ¿Cuándo os veré correr con la tea de la LIBERTAD en la

mano, a comunicar el incendio de vuestros corazones a los fríos y lánguidos que

confunden la pusilanimidad con la prudencia, la frialdad con la moderación, la lentitud

con la dignidad y el decoro, y lo que es más, el saludable entusiasmo de los verdaderos

republicanos con el delirio, la ligereza y poca madurez en los juicios?" ("Mártir o libre",

6 de marzo de 1812).

A Monteagudo lo distinguía también una indomable obsesión por la lectura.

Cuentan sus condiscípulos que era incansable en su afán de hacerse de libros que eran

difíciles de obtener por entonces, y que para ello se ganaba los favores de quienes

poseían bibliotecas bien surtidas de los textos más avanzados de la época y censurados

en las aulas, como la de Ussoz y Mosi, su padrino.

Su pasión por leer desembocó, inevitablemente, en otra pasión: la escritura.

Nadie puede robarle a Monteagudo el reconocimiento como la mejor pluma de los

primeros años de nuestra independencia, talento que lo hizo insustituible para algunas

de las figuras más importantes de la historia americana de entonces: San Martín,

O'Higgins y Bolívar. Su estilo literario, brillante para la época, que puede ser todavía

leído con placer, despojado en gran medida del amaneramiento y la artificiosidad

inevitables por entonces, reconoce la influencia de algunos de los autores más

preponderantes de aquellos años, siendo frecuentes las citas de clásicos europeos y

filósofos de la antigüedad.

No sorprende entonces que muy precozmente, a los diecinueve años, produjera

un manifiesto que circuló profusamente entre los estudiantes y profesores de la

Universidad y que sirvió para que el autor del "Diálogo de Atahualpa y Fernando VII"

se granjeara una gran popularidad. Según todo parece indicar; el Manifiesto influyó

fuertemente en las vocaciones libertarias que más tarde se desencadenaron. Despertaba

entonces quien luego sería un gran propagandista revolucionario y uno de los

intelectuales de mayor fuste de toda nuestra historia política.

Una muestra de la difusión que entonces tuvo el “Diálogo...” es que han llegado

hasta nuestros días varias copias manuscritas. En aquella época las pocas imprentas

disponibles en América no lo estaban, claro está, para la edición de manifiestos

subversivos como éste.

El historiador boliviano Guillermo Francovich, quien fuera rector de la

Universidad de San Francisco Xavier, opinó: "El diálogo del Monteagudo circuló en

forma anónima convirtiéndose en un poderoso elemento de subversión, ya que interpre-

taba con una admirable acuidad, gran acopio de doctrina y con una ardiente elocuencia

la emoción política de esos momentos. El diálogo era de una audacia excepcional. Sólo

una personalidad con una ideología perfectamente definida y con una temeridad juvenil

podía haberse atrevido a escribirlo. Y esa personalidad no podía ser otra que la de

Bernardo Monteagudo. A pesar de no tener sino diecinueve años. Monteagudo, que se

había dedicado en la Universidad al estudio del derecho y de la filosofía, era un

vigoroso escritor y un ferviente revolucionario. Fue sin duda una de las personalidades

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más brillantes y más potentes que la Universidad de Chuquisaca daría a la gesta de la

Independencia Americana. Dotado de un genio ardiente y apasionado, sediento de vida

y de acción, era al mismo tiempo un intelectual y un político".

El diálogo entre Atahualpa y Fernando VII se sitúa en los Campos Elíseos.

Hacía ya trescientos años que el Inca había muerto y se encuentra en la eternidad con el

Rey hispánico, de quien entonces, preso, pocas noticias se tenían, y a quien, no

ingenuamente, Monteagudo hace aparecer muerto.

El monarca español confiesa, entristecido, su dolor y pena ante la convicción de

que España estaba por rendirse a Francia. En cuanto Atahualpa lo interroga, recibe por

respuesta: “Fernando soy de Borbón, séptimo de aquél nombre, de todos los soberanos

el más triste y desgraciado".

El tema del diálogo es definido entonces por el Inca: "Tus desdichas, tierno

joven, me lastiman, tanto más cuanto por propia experiencia sé que es inmenso el dolor

que padeces ya que yo también fui injustamente privado de un cetro y una corona".

Aquí se demuestra la sagacidad del autor al identificar a Fernando VII con

Atahualpa, ambos monarcas destituidos y muertos por la arbitraria decisión de un

invasor. En el segundo caso el villano era Napoleón y sus huestes, pero en el primero

era la mismísima España, patria de uno de los interlocutores, el Rey Fernando.

Es evidente que Monteagudo se identifica con el Inca y éste expresa los ideales

revolucionarios del autor, quien no encubría su intencionalidad propagandística.

Fundamenta así el derecho legítimo de los americanos a obtener su independencia con

argumentos que por entonces eran sumamente originales, atrevidos e inspirados: "¿No

es cierto, Fernando, que siendo la base y único firme sus tentáculos de una bien fundada

soberanía la libre, espontánea y deliberada voluntad de los pueblos en la cesión de sus

derechos, él que atropellando este sagrado principio consiguiese subyugar una Nación y

ascender al trono sin haber subido por este sagrado escalón, sería antes que rey un tirano

a quien las naciones darán siempre el epíteto y renombre de usurpador? Sin duda que

confesarlo debes; porque es el poderoso comprobante de la notoria injusticia del

Emperador de los franceses".

Continúa: "Los más de los americanos viven reunidos en sociedad, tienen sus

soberanos a quienes obedecen con amor y cumplen con puntualidad sus órdenes y

decretos. Saben en fin que estos monarcas descienden igualmente que tú, de infinitos

reyes y que bajo de sus dominios disfrutan perfectamente sus vasallos de una paz

inalterable. Pero los estúpidos españoles, con sus ojos empañados por el ponzoñoso

licor de la ambición, creen coronados de oro y plata o al menos depositados en el

interior de aquellas sierras interminables tesoros, como las mismas cabañas de los

rústicos e inocentes indianos les parecen repletas de preciosos metales; quieren

apoderarse de todo y con seguirlo todo: protestan arruinar aquella desdichada gente y

destruir a sus monarcas. Al momento, empiezan a llover por todas partes la desolación,

el terror y la muerte".

Acorralado, el Rey argumenta sus derechos sobre las tierras, americanas porque

el Papa Alejandro VI las había cedido a sus progenitores, y de ellos las había heredado.

Es esta la oportunidad de Monteagudo para desarrollar una jurisprudencia al servicio de

la revolución: "Venero al Papa como cabeza universal de la Iglesia, pero no puedo

menos que decir que debió ser de una extravagancia muy consumada, cuando cedió y

donó tan francamente lo que teniendo propio dueño en ningún caso pudo ser suyo,

especialmente cuando Jesucristo, de quien han recibido los Pontífices toda su autoridad,

y a quien deben tener por modelo en todas sus operaciones, les dicta qué no tienen

potestad alguna sobre los monarcas de la tierra o cuando menos no conviene extraerle

cuando dice `mi reino no es di este mundo', cuando a sus apóstoles les enseña y les

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encarga que veneren a los reyes y paguen su tributo al César". Para re forzar sus

argumentos Atahualpa demuestra una inverosímil pero eficaz sapiencia del latín: "Me

admira que Alejandro VI hubiese cometido semejante atentado cuando San Bernardo le

dice: 'Quid falcem vestram in alienam extendis? Si apostolis in terdicitur dominatus

quomodo tu tibi audés usurpare?"' y continúa la larga cita...

Monteagudo embarca también a Atahualpa en una disertación sobre los derechos

naturales del hombre, reflejando la in fluencia de Rousseau en la profundidad de su

pensamiento político: "El espíritu de la libertad, nacido con el hombre, libre por

naturaleza, ha sido señor de sí mismo desde que vio la luz del mundo. Sus fuerzas y

derechos en cuanto a ella han sido siempre imprescriptibles; nunca terminables o

perecederos. Si obligado siempre a vivir inmerso en sociedad ha hecho el terrible

sacrificio de renunciar al derecho de disponer de sus acciones y sujetarse a los preceptos

y estatutos de un monarca no ha perdido el derecho de reclamar su primitivo estado; y

mucho menos cuando el despotismo lo violente a la coacción u obligado a obedecer a

una autoridad que detesta y a un Señor a quien fundadamente aborrece, porque nunca se

le oculta que si le dio jurisdicción sobré sí, y se avino a cumplir sus leyes y a obedecer

sus preceptos ha sido precisamente bajo de la tácita y justa condición de que aquel

mirara por su felicidad. Por lo consiguiente, en el mismo instante en que un monarca,

piloto adormecido en el regazo del ocio, nada mira por el bien de sus vasallos, faltando

él a sus deberes, ha roto también los vínculos de sujeción, y dependencia de sus

pueblos. Este es el sentir de todo hombre justo y la opinión de los verdaderos sabios".

Estas ideas, que mantendría Monteagudo a lo largo de su vida —por ello nos

hemos permitido citarlas in extenso—, fueron las que dieron consistencia, meses más

tarde, a la proclama revolucionaria de mayo en el Río de la Plata. No fue casual que otro

discípulo de Chuquisaca, Juan José Castelli, Pera el gran orador del 24 de mayo y que

sus argumentaciones estuvieran teñidas de la misma orientación que en el "Diálogo" ex-

presaba Monteagudo tiempo antes.

El desenlace del "Diálogo" es cuando el rey de España, convencido por los

argumentos del Inca Atahualpa, reconoce: "Si aún viviera, yo mismo lo moviera a la

libertad e independencia, más bien que a vivir sujetos a una nación extranjera".

Luego, el final a toda orquesta, en un conmovedor alegato del indígena:

"Habitantes del Perú: si desnaturalizados e insensibles habéis mirado hasta el día con

semblante tranquilo y sereno la desolación e infortunio de vuestra desgraciada patria,

despertad ya del penoso letargo en que habéis estado sumergidos. Desaparezca la

penosa y funesta noche de la usurpación, y amanezca luminoso y claro el día de la

libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los

deliciosos encantos de la independencia. Vuestra causa es justa, equitativos vuestros

designios. Reuníos, pues, corred a dar ripio a la grande obra de vivir independientes".

Un magnífico texto, literariamente valioso y políticamente No es de extrañar que

el joven Monteagudo conociera prontamente la prisión, identificado ya por los

poderosos como un elemento de peligro.

Capítulo Cuatro

La rebelión en Chuquisaca enciende su mecha cuando dos oidores, los hermanos

José y Jaime Sudáñez, que preparaban con sus colegas de la Audiencia una conspiración

para deponer a García Pizarro, son hechos prisioneros como evidencias de que éste

estaba decidido a resistir; era el 25 de mayo de 1809. Al difundirse la noticia el pueblo

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chuquisaqueño, indudablemente insurreccionado por los jóvenes revolucionarios, se

echó a la calle para exigir a García Pizarro la revisión de tal medida y también su

renuncia. Como éste aceptase lo primero, pero se negase a lo segundo, fue detenido y en

su lugar asumieron el gobierno los oidores con el título de Real Audiencia Gobernadora,

que fue apoyada por Juan Antonio Álvarez Arenales qué se había hecho cargo del

mando militar como comandante general.

Este hombre de armas, español de nacimiento pero sinceramente comprometido

con', la causa americana, fue más tarde valioso colaborador de Belgrano en el Alto Perú

y de San Martín en su toma de Lima.

Los sublevados de Chuquisaca tendieron sus tentáculos hacia La Paz; lugar

donde conspiraban desde hacía ya tiempo varias patriotas y que se pronunció el 16 de

junio bajo el liderazgo de Pedro Murillo y Manuel Jaén.

Es de gran interés conocer la proclama que desde Chuquisaca es enviada a La

Paz y que se encuentra en el Archivo General de la Nación: "Proclama de la Ciudad de

La Plata (como también se conocía entonces a Chuquisaca). A los valerosos habitantes

de la ciudad de La Paz: Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno

mismo de nuestra patria: hemos visto con indiferencia por más de tres siglos, inmolada

nuestra primitiva libertad al despotismo y tiranía de un usurpador injusto, que

degradándonos de la especie humana nos ha perpetuado por salvajes, y ',mirado como a

esclavos; hemos guardado un silencio bastante análogo a la estupidez que se nos

atribuye por el inculto español, sufriendo con tranquilidad que el mérito de los

americanos haya sido siempre un presagio cierto cíe su humillación y rumia. Ya es

tiempo pues de sacudir yugo tan funesto a nuestra felicidad como favorable del orgullo

nacional del español; ya es' tiempo de organizar un nuevo sistema de gobierno fundado

en los intereses de nuestra Patria altamente deprimida por la bastarda política de

Madrid; ya es tiempo en fin de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas

colonias, adquiridas sin el menor título y conservadas con la mayor injusticia y tiranía".

Este extraordinario documento, fechado el 18 de agosto de 1809, es decir varios

meses antes de la proclama del 25 de mayo de 1810 en el Río de la Plata, está originado,

según todas las evidencias y las investigaciones de algunos historiadores, en la pluma

del precoz Monteagudo. Su lectura limita toda engañosa especulación en torno a la

lealtad a Fernando VII de los verdaderos revolucionarios de América. Es innegable que

estas palabras apuntan en forma prístina a la ruptura definitiva de las relaciones de

sujeción entre la Metrópoli y sus colonias.

Monteagudo fue designado por la Audiencia a cargo. Del gobierno en una

misión especial que consistía en la intercepción del correo que venía desde Buenos

Aires y que antes de llegar a Chuquisaca pasaba por,, Potosí, a cargo del gobernador

Francisco de Paula Sánz, que aunque había expresado su solidaridad con el movimiento

chuquisaqueño nadie dudaba acerca de sus simpatías por las autoridades depuestas.

El tucumano es rápidamente asaltado por una partida que responde a Sánz y es

puesto en prisión. El argumenta, con la habilidad que lo caracterizó siempre, que su

misión era de absoluta lealtad con el rey de España y que tan gravísimo error no dejaría

de tener consecuencias. Quizás impresionado, el gobernador de Potosí, cuando se

entera, ordena la inmediata libertad del ardoroso revolucionario. La medida se cumple,

con demora, lo que indigna a Monteagudo y cava la fosa de Sánz; quien meses más

tarde pagará con' su vida el rencor de ese joven apasionado, dispuesto a cumplir con sus

tareas revolucionarias más allá de todas las dificultades.

Estas no tardaron en volverse a presentar ya que al llegar a Tupiza fue también

detenido y puesto en prisión, esta vez por el coronel Benito Antonio de Goyena, con el

pretexto de no haber sido notificado del cambio de autoridades determinado por los

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sucesos del 25 de mayo de 1809. El asesor de dicho coronel era Pedro José Agrelo, más

tarde destacada figura de nuestra independencia, pero por entonces al servicio de las au-

toridades realistas en el Alto Perú.

Evidencia de la ya vigorosa personalidad de Monteagudo es la habilidad y coraje

con que responde a Goyena y Agrelo. Así, cuando se lo interroga acerca de si los

oidores de Chuquisaca daban por sentado que el susodicho coronel acataría o no sus

órdenes, el abogado tucumano responde que la misma noche en que su designación fue

firmada, en conversación privada con el oidor Ussoz y Mosi y con el señor fiscal

Miguel López, les oyó decir que Goyena acataría sus órdenes, a pesar de su lealtad con

el gobernador Sánz, debido a que "tiene talento y sabe que es mucho lo que puede

perder".

No se agota aquí la velada amenaza de aquel joven engrillado ante sus poderosos

carceleros, sino que además, como al pasar, comenta que el encargo de apoderarse del

correo era para confirmar lo ya sabido: que una revolución similar a la de Chuquisaca y

La Paz había también estallado en el Río de la Plata y en Lima.

Esa primera experiencia le demostró dramáticamente cómo las insurrecciones de

La Paz y de Chuquisaca iban perdiendo vigor a medida que crecían las voces

dialoguistas y moderadas, partidarias de llegar siempre a un acuerdo con el enemigo an-

tes de combatirlo con vigor. Como si fuera posible conciliar con quien sólo sabía

doblegar a sus colonizados, convencida España de que era ese su derecho divino y una

obligación nacional.

El virrey de Lima, Abascal, ordenó al brigadier Goyeneche reprimir a los

insurrectos de La Paz, misión que cumplió con extremada crueldad, pasando por las

armas a los cabecillas Murillo, Jaén, Sagárnaga, Medina y otros. Fue mucho lo que

Monteagudo aprendió de estas jornadas, pues la insurrección fue sofocada no sólo por la

eficiencia de un ejército disciplina do, y bien armado, bajo las' expertas órdenes de un

militar de carrera como Goyeneche, sino también, y quizá principalmente, por la

anarquía desatada' en las filas patriotas corroídas por las celosas disputas entre sus

líderes, circunstancia que fue fomentada por agentes al servicio del Rey.

Como si no hubiera bastado con la natural crueldad de Goyeneche, también

intervino la perentoria orden del Virrey, quien lo conmina a "ejecutar a aquellos cuya

muerte se había suspendido y para juzgar militarmente a los demás"... El jefe realista, a

su vez, ordena: "Después de seis horas de su ejecución se les cortarán las cabezas a

Murillo y a Jaén y se colocarán en sus respectivas escorpias construidas a ese fin, la

primera en la entrada del' Alto Potosí y la segunda en el pueblo de Croico para que

sirvan de satisfacción a la Majestad ofendida, a la vindicta pública del reino y de

escarmiento a su memoria".

Para tener una idea del tenor de las demás penas valga como ejemplo la

sentencia de don Manuel Cossio: "sedicioso alborotador instrumento de los principales

caudillos en los funestos acaecimientos de todo el tiempo de la sublevación, le condeno

a que sea pasado, por la horca, luego de que sean ajusticiados los demás reos, cuya

ejecución presenciará montado en un burro de albarda" No se trataba sólo de matar sino

también de denigrar, como supremo escarmiento para que nadie volviera a intentarlo.

Luego de la represión en La Paz sobrevendría el sofocamiento de los amotinados

en Chuquisaca. Fue el virrey Cisneros quien comisionó al mariscal Vicente Nieto para

que al frente de un contingente dé 1.500 hombres se dirigiera a tornar esa plaza, lo que

se cumplió sin mayores dificultades debido a la desmoralización en que se encontraban

ya las filas patriotas. La acción de Nieto fue considerablemente distinta a la de

Goyeneche, ya que la represión no fue tan sangrienta como la de éste sino que se limitó

á condenas de azotes y de prisión para los conjurados, seguramente debido al respeto

12

que imponía la ubicación social y talante intelectual de los profesores y doctores de

Chuquisaca. También porque muchos alumnos pertenecían a familias patricias y ligadas

al poder virreinal.

Es cíe imaginar el ímpetu que Monteagudo y otros pusieron para evitar un final

tan desangelado de lo que fue el primer grito insurreccional en América del Sur, pero

sus entusiasmos se estrellaron contra la pusilanimidad de quienes se apresuraron en

entrar en disculpas y negociaciones con quienes venían a reprimirlos y así obtener

alguna posición ventajosa ante los nuevos dueños de la situación. Ni siquiera sirvió que

el valiente Arenales hubiese informado a la Audiencia de que contaban con el apoyo de

sus tropas para oponerse al avance de Nieto, lo que le valió ser tomado prisionero y

enviado a las prisiones del Callao,

"No hay duda —escribiría el abogado tucumano tres años más tarde— que los

progresos hubieran sido rápidos si las demás provincias hubiesen igualado sus esfuerzos

atropellando cada una por su parte. Mas sea por desgracia o porque quizás aún no llegó

la época, permanecieron neutrales Cochabamba y Potosí, burlando la esperanza de

quienes contaban con su unión."

Cabe pensar que con su encarcelamiento, Sánz evitó la misión principal del

joven revolucionario: insurreccionar Potosí. No consta que Monteagudo fuera sometido

a un juicio que hubiese concluido en una casi segura condena a muerte. Quizá porque

gozaba de un alto prestigio en la población de Chuquisaca y también debido a que, su

juventud lo exculpaba de mayores responsabilidades ante los ojos de los partidarios del

Rey. La liviandad con que se, lo trató hace suponer que no se tuvo en cuenta su

importancia como significativo orientador del movimiento revolucionario e inspirador

de muchas de las ideas que lo sostuvieron.

"Luego que la perfidia armada mudó el teatro de los sucesos, empezó el

sanguinario Goyeneche a levantar cadalsos, fulminar proscripciones, remachar cadenas,

inventar tormentos y apurar, en fin, la crueldad hasta oscurecer la fiereza del temerario

Desalines. Las familias arruinadas, los padres sin hijos, las esposas sin maridos, las

tumbas ensangrentadas, los calabozos llenos de muerte; sofocado el llanto porque aun el

gemir era un crimen y disfrazado, el luto el solo hecho de vestirlo mostraba cómplice al

"que lo traía." ("Mártir o Libre", 25 de mayo de 1812.)

Monteagudo no sólo era tan revolucionario de acción vigorosa, sino también,

como testigo del dolor, se obligó siempre a garantizar la memoria de su pueblo, con

pluma ágil y encendida.

Capítulo Cinco

El 25 de Mayo de 1810 estalló la sublevación en el Río de la Plata: Bernardo

Monteagudo permanecía aún en prisión.. Sabedores de que desde Lima el virrey

Abascal había ordenado a fuertes contingentes militares acudir rápidamente a Buenos

Aires en ayuda de su colega el virrey Cisneros; a los doce días de instituida la junta de

Mayo se impartió la orden de que un improvisado ejército al mando de improvisados je-

fes partiera rápidamente hacia el norte para enfrentar, aleccionados por la experiencia de

La Paz y Chuquisaca, a la represión realista.

En el camino, en Córdoba, el comandante Ortiz de Ocampo debió sofocar la

contra revuelta del prestigioso ex virrey Liniers, quien tan brillante papel había

desempeñado durante las invasiones inglesas. Fue, el deán Funes, quien por alguna

misteriosa razón había participado de las primeras reuniones conspirativas, quien lo

denunció ante el gobierno—de Buenos Aires.

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Ya preso Liniers no fueron pocos los vecinos de la ciudad docta que se

apersonaron ante el jefe patriota para interceder por la vida del francés al servicio de

España. Ortiz de Ocampo, a pesar de las taxativas órdenes que había recibido de la

junta, especialmente por parte del aguerrido Moreno, su secretario, se mostró dispuesto

a la flexibilidad y envió en tal sentido una comunicación a su gobierno argumentando

que sería mejor para el movimiento rebelde dar pruebas de su benignidad y así ganarse

las conciencias de los pobladores del virreinato.

"Pillaron nuestros hombres a los malvados —escribiría Moreno a Manuel

Chiclana— pero respetaron sus galones y cagándose (sic) en las rigurosísimas órdenes

de la junta pretenden remitirlos presos a esta dudad. Veo vacilante nuestra fortuna por

hechos de esta índole." La respuesta no pudo ser más tajante: la inmediata destitución de

Ortiz de Ocampo y su reemplazo por Antonio González de Balcarce como comandante

militar y Juan José Castelli como representante de la junta, algo así como un comisario

político y el verdadero jefe de la expedición.

Los conjurados, entre ellos Liniers, fueron fusilados en Cabeza de Tigre, con

excepción del obispo Orellana quien se salvó del sacrificio por su investidura

sacerdotal.

"En la primera victoria dejará V.E. que sus soldados hagan estragos a los

vencidos para infundir terror en los enemigos." Estas instrucciones fueron sin duda eco

de la crueldad de Goyeneche en La Paz y de la severidad de Nieto en Chuquisaca,

convencida la fracción más, radicalizada de los patriotas de que debían responder con la

misma moneda y que cualquier duda o vacilación sería bien aprovechada por un

enemigo sagaz, experimentado y muy superior en número y en pertrechos.

Las tropas de Castelli no pudieron tener mejor bautismo de fuego: la victoriosa

batalla de Suipacha en la que un acertado movimiento de González de Balcarce arrolló a

las fuerzas enemigas, que huyeron dejando en el campo un importante bagaje de armas,

municiones, prendas, mulas y caballos. Castelli informaba a Buenos Aires: "el resultado

de la acción es prueba del más encarnecido elogio de nuestro Ejército que inferior en

número y armamento supo derrotar al enemigo que eligió situación y rompió el fuego".

Es de imaginar la algarabía que tal victoria provocó no sólo en Buenos Aires

sino también en todos los confines de América donde latía el fermento revolucionario.

El Ejército del Norte pudo continuar su marcha en dirección a Lima con el apoyo de los

habitantes del Alto Perú, insurreccionando a su paso pueblos y ciudades que se adherían

a la junta del Río de la Plata.

Las buenas noticias llegaron también a la prisión que albergaba a Bernardo

Monteagudo, quien se entusiasmó al saber que su ex condiscípulo Juan José Castelli,

egresado de las aulas universitarias de la ciudad que lo mantenía en reclusión, en

Chuquisaca, iba a la cabeza de las tropas revolucionarias. Monteagudo había oído hablar

mucho del idealista Castelli, algunos años mayor que él por lo que no habían coincidido

en las aulas. Pero éstas aún guardaban el eco de sus encendidas diatribas en contra del

dominador hispánico, dejando la estela de un aguerrido carisma que durante su

permanencia en la ciudad universitaria le había granjeado no sólo la admiración de sus

condiscípulos sino también los favores de no pocas bellas mujeres de la sociedad.

Ante la noticia de la derrota de Suipacha, el anciano gobernador Nieto y el jefe

militar José de Córdoba huyeron de Chuquisaca dejando sus fuerzas en la mayor

desorientación y anarquía. Esto sin duda facilitó los planes de fuga de Monteagudo,

quien ardía en deseos de unirse a Castelli y colaborar en la marcha hasta entonces

triunfal de la sublevación. No le fue difícil huir ya que con sus poderosas dotes de

persuasión había convencido a sus carceleros de aceptar que con alguna frecuencia

bellas damiselas lo visitaran en prisión.

14

—Esta noche estaré ocupado...

Los uniformados, sonrientes, siguen la broma. —¿La misma de la última vez?.

—Las mujeres son como las corbatas, pueden ser salteadas pero nunca repetidas.

Sus carceleros, cómplices, lanzan carcajadas hacia el cielo mientras Monteagudo

desliza monedas en sus palmas.

Horas más tarde, mientras la solidaria damisela hacía ruidos y fingía estar en su

compañía, aprovechó para escalar los altos muros y perderse en la noche impenetrable.

Cuando Castelli y González Balcarce ingresan en Potosí, Monteagudo ya está

con ellos. En la cárcel de la ciudad los espera, cumpliendo las órdenes enviadas por el

jefe del ejército patriota, el gobernador de la ciudad Francisco de Paula Sanz, a quien

pronto se unen, engrillados, sorprendidos cuando intentaban huir por las serranías, el

doctor Nieto y el coronel Córdoba.

—Nadie debe dudar, ni aquí ni en el mundo, que nuestra revolución va en serio.

Seguramente Castelli no necesitaba que nadie lo convenciese de que la

revolución sólo se impondría por la fuerza y que el "ojo por ojo y diente por diente"

debía ser ejemplar. Pero tampoco cabe dudar de que Monteagudo apoyó y estimuló en

todo momento, ya designado secretario privado de Castelli, las drásticas medidas que

éste firmaría en contra de las ex autoridades realistas. Crueldad que no era sino el espejo

de la que practicaba el otro bando.

Sanz, Nieto y Córdoba fueron pasados por las armas en una medida que sigue

despertando polémica entre los historiadores, ya que malquista con los patriotas a

importantes sectores que les habían expresado su apoyo. Aunque derecho tenían Castelli

y Monteagudo a dudar del mismo.

Nicolás Rodríguez Peña, muchos años después, en un intercambio epistolar con

Vicente Fidel López le dice: "Castelli no era feroz ni cruel. Obraba de tal manera

porque así estábamos comprometidos a obrar todos. Cualquier otro, debiendo a la patria

lo que nos habíamos comprometido a darle, habría obrado como él. Lo habíamos jurado

todos, y hombres de nuestro temple no podían echarse atrás. Repróchennoslo ustedes

que no han pasado por las mismas necesidades ni han tenido que obrar en el mismo

terreno. ¿Que fuimos crueles? ¡Vaya con el cargo! Mientras tanto ahí tienen ustedes una

patria que no está ya en el compromiso de serla. La salvamos como creíamos que

debíamos salvarla. ¿Había otros medios? Así sería. Nosotros no los vimos. No creímos

que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos".

Algunos meses más tarde, en la Gazela de Buenos Aires, Monteagudo escribiría,

evidenciando que el tiempo transcurrido no había amortiguado la pasión del momento,

que "se había acercado con placer a los patíbulos de Sanz, Nieto y Córdoba, para

observar los efectos de la ira de la patria y bendecirla por sus triunfos". En esos

momentos vendrían a su memoria los sufrimientos que había experimentado por orden

de los ajusticiados, como así también la pérdida de algunos de sus mejores y más

admirados amigos que pagaron muy caro su compromiso con la revolución incipiente:

"Oh, nombres ilustres de los ciudadanos Victorio y Gregorio Lanza. Oh, intrépido joven

Rodríguez. Oh, Castro, guerrero y virtuoso. Oh, vosotros todos, los que descansáis en

esos sepulcros solitarios". La venganza está cumplida cuando escribe sobre los

ahorcados en Potosí: "Murieron para siempre y el último instante de su agonía fine el

primero en que volvieron a la vida todos los pueblos oprimidos".

Capítulo Seis

15

La situación del Ejército del Norte no podía ser más promisoria. A su paso se

habían sublevado Cochabamba, Potosí, La Paz y Chuquisaca, todo el Alto Perú, y sus

fuerzas se engrosaban con el entusiasta aporte de los lugareños, fuesen estos indios,

cholos y también jóvenes de la burguesía criolla.

Pero habría entonces de producirse un error sustancial en el que Monteagudo

tuvo participación activa, inducido por un fuerte sentimiento antirreligioso que había

ido conformándose en él como reflejo de las atrocidades cometidas en América en el

nombre de la cruz. También debido a que sus enemigos primordiales, las autoridades

españolas, ataban vínculos muy estrechos de poder y conveniencia con los dignatarios

eclesiásticos, también mayoritariamente peninsulares, por lo cual estaba convencido de

que era necesario disminuir el fuerte sentimiento religioso de los pobladores del Alto

Perú y de todo el virreinato, para facilitar el progreso (le las ideas de la revolución.

Estaba seguro de que era ésta una religiosidad artificial, sobreimpresa por el terror sobre

las antiguas deidades indígenas, y fomentadora de la ignorancia. "¡Oh, prelado impostor

y perjuro! —escribirá cuando Caracas vuelve a caer bajo el yugo español— El

Arzobispo de Caracas es español y su conducta no podía ser diferente de la que ha

observado el de Charcas y sus sufragáneos de Salta y Córdoba: canonizar desde el

santuario la nueva conquista del sanguinario opresor y encadenar de nuevo los

eslabones que Venezuela había despedazado a costa de la sangre de sus hijos."

A pesar de las protestas de algunos de sus panegiristas, no caben dudas de que el

imprudente Monteagudo pronunció sermones blasfemos en varias de las iglesias que iba

encontrando al paso del Ejército del Norte, entre ellas el templo de Lojo, en cuyo

púlpito habría pronunciado un sermón burlesco sobre el tema "La muerte es un sueño

largo". También hay testimonios de una misa negra oficiada en la iglesia de Laja, a muy

pocos kilómetros de La Paz.

No era Castelli la persona más apropiada para reprimirlo, pues él era uno de los

más conspicuos revolucionarios a la francesa, influido por el jacobinismo que también

había hecho de lo antirreligioso uno de sus emblemas principales.

A esto cabe agregar que la entrada de las tropas en La Paz se hizo, quizás

inadvertidamente, en Viernes Santo de 1811, lo que tornó irreverente y blasfemo el

bullicio y algazara de tropas; equinos, y cañones.

Corrieron rumores también de profanaciones en la iglesia de Viacha y mentas de

que algunos oficiales porteños, pasados de alcohol, nada menos que en la muy católica

Charcas, habrían arrancado y arrastrado una cruz por el suelo en son de burla hasta la

Plaza Mayor.

Estos hechos, verídicos o agigantados por la propaganda española, fueron bien

aprovechados por el hábil Goyeneche, quien tuvo algún éxito en transformar la guerra

alto peruana en una "Guerra Santa", en la que la lucha era entre cristianos y herejes.

Tanto fue así que después de la retirada de Castelli no quiso ir a alojarse al

Palacio de la Presidencia, que aquél había habitado en Potosí, sin que fuese antes

purificado con exorcismos y preces: los "arribeños" fueron entonces azorados testigos

de una pomposa procesión en que los sacerdotes lucieron ornamentos sagrados,

incensarios, hachas encendidas y abundante provisión de agua bendita, y sólo cuando

después de una larga y edificante ceremonia se creyeron expelidos los malos espíritus

esparcidos por los "abajeños", se consideró habitable el Palacio.

Pero el gran error militar de Castelli, a pesar de su superioridad luego de

Suipacha, fue haber propuesto al inescrupuloso jefe español una tregua de cuarenta días

que fue a la postre violada por el enemigo, quien bien la había aprovechado para

reaprovisionarse y juntar las tropas desperdigadas por la derrota. Esta equivocada

medida fue influida por los sucesos de Buenos Aires, donde la fracción saavedrista

16

había conseguido desplazar a aquella por la que. Castelli y Monteagudo profesaban

simpatías y que era acaudillada por Mariano Moreno, quien fue deportado, muriendo

sospechosamente en el trayecto marino hacia Londres.

Una de las consecuencias fue el envío del general Viamonte al Ejército del Norte

con el pretexto de expresar la solidaridad de la junta Grande con sus jefes aunque, tal

como quedó desnudado en una carta confidencial de Saavedra a dicho militar que

cayera en manos de Castelli, su verdadera misión era la de socavar la autoridad del

fusilador de Potosí y soliviantar a sus subordinados para obligar a su destitución y su

relevo.

El gobierno de Buenos Aires, a pesar de su cortísima vida y de lo débil de su

posición, denunciaba ya su vocación por la anarquía y las conspiraciones suicidas.

La batalla de Huaqui o de Desaguadero fue un verdadero desastre para la

rebelión patriota ya que la desbandada de sus tropas facilitó la cruel represión de todos

los focos insurreccionales que se habían abierto en el Alto Perú. Tal desazón fue

equivalente a la satisfacción experimentada en el campo realista, tanto como para

otorgarle a Goyeneche el título de Conde de Huaqui.

Para empeorar aún más la situación y aumentar el encono de los altoperuanos,

hasta no hacía mucho sus entusiastas partidarios, la desordenada huida de los "abajeños"

no ahorró saqueos ni violencias, seguramente porque lo yermo de esas tierras

altiplánicas obligaba a ello para conseguir víveres y abrigo. Pero también porque los

jefes avezados, con disciplina militar, se distinguen no sólo en un ataque certero sino

también en un repliegue ordenado. Y Castelli no lo era, pues las circunstancias habían

puesto a un doctor de Chuquisaca al frente de las tropas, las mismas que más tarde

buscarían de sustituto a un doctor de Salamanca sin vocación castrense: Manuel

Belgrano.

La indignación de los saavedristas en Buenos Aires fue grande contra los

comandantes del Ejército del Norte y de inmediato se expidió una orden de juicio

sumario para delimitar sus responsabilidades en la derrota. El abogado de la

Universidad de San Francisco Xavier fue encomendado para su defensa.

Capítulo Siete

Monteagudo llega a1 Buenos Aires que tanto soñase en buen momento, ya que

la junta Grande ha sido sustituida por un triunvirato cuya orientación está abiertamente

influida por los partidarios de Mariano Moreno.

La ciudad recostada sobre el Río de la Plata, de todas maneras de menor

importancia que Chuquisaca, ha adquirido en los últimos años un fuerte desarrollo

debido a que desde 1776 es capital del virreinato que se extiende hasta los confines del

Perú. Pero por otra parte su calidad de puerto la hace particularmente receptiva a las

influencias, por lo que Monteagudo se encuentra a su aire en un ambiente más

sofisticado, refinado, que los que hasta entonces ha conocido.

Su defensa de Castelli y de los otros jefes militares del Ejército del Norte,

acusados por la derrota de Huaqui; es eficaz y logra que aquellos sean sobreseídos,

aunque no podrá impedir que años más tarde los enemigos de Castelli vuelvan a abrir el

proceso y lo manden a prisión, donde terminará su vida consumido por un atroz cáncer

de lengua.

El interrogatorio a que se lo somete es sumamente respetuoso y sin hostilidad, y

no deja de llamar la atención que en el texto de sus declaraciones se deje establecido

17

que se le reconocen “sus luces”. Es que llega precedido de una importante aureola:

doctor graduado en Chuquisaza; de activa participación en varios episodios

revolucionarios; autor de textos de amplia difusión, sobre todo en la juventud, de no-

table apostura viril y fama donjuanesca que arranca suspiros femeninos, de preclara

inteligencia, con verbo y pluma ágiles y convincentes.

A los muy pocos días de haber arribado ya se reconoce su influencia en la

redacción del Estatuto Constitucional que se dicta el Triunvirato para regir su política

hasta que se reúna la Asamblea. Según Ricardo Piccirilli, autor de una precoz e

inteligente biografía de Bernardino Rivadavia, ha quedado establecida la influencia de

Monteagudo en dicho Estatuto.

Tampoco hubo necesidad de que pasara mucho antes de que Monteagudo

despertara las envidias que lo persiguieron en muchas circunstancias. Vicente Fidel

López, influyente contemporáneo, lo describe así: “Cuando el deán Funes caía a las

posiciones inferiores de las que no salió más, se levantaba con briosa arrogancia un

joven de cabeza mucho más poderosa, destinado también a recorrer una carrera de gran

notoriedad, pero frustrado en cada paso por vicios de carácter no menos lamentables (...)

Con talentos de un orden superior, una imaginación soberbia y agigantada como la

vegetación tropical a cuyos esplendores había abierto los ojos, don Bernardo

Monteagudo unía un temperamento sombrío y enconoso a un orgullo, mejor dicho, una

vanidad excesiva. Bullían en lo recóndito de su alma pasiones y apetitos violentos: nada

había en él de aquel ímpetu primo que distinguen los hombres de un natural ardiente,

pero franco y bueno. De su rostro mismo, bellísimos y graves como el de un dios

capitolino, partían con frecuencia destellos siniestros y duros, que de un hombre

ciertamente eminente hacían un hombre peligroso, más apto para provocar el fastidio o

la antipatía, que para inspirar con su trato el respeto de su mérito incuestionable”.

Tampoco se necesito mucho tiempo para que la única publicación de Buenos

Aires, la Gazeta, lo convocara como editorialista alternándose en dicha tarea con

Vicente Pazos Silva. Lo curioso fue que de allí en adelante los dos columnistas del

mismo periódico sostuvieron encendidas polémicas, como cuando Pazos Silva escribió:

“La conducta de los agentes de la expedición desgraciada del Perú nos ha deshonrado a

la faz del mundo y nos ha puesto al borde del precipicio. Preciso es que con

inexorabilidad se castigue, después de un juicio imparcial, a esos profanadores

sacrílegos de nuestra Santa Causa”. No escapó a Monteagudo que era él uno de los

blancos de dicho artículo, puesto que le era imposible no sentirse aludido con lo de

“profanadores sacrílegos de nuestra Santa Causa”.

Su réplica, que constituye su primera publicación en la Gazeta, se titula “El

Vasallo de la Ley al Editor”. En ella argumenta: “Nuestro mismo gobierno ha jurado

respetar la seguridad individual de todo ciudadano; una de las más augustas

prerrogativas que derivan de aquélla es no juzgar delincuente a ningún hombre mientras

los ministros de la ley no lo declaren tal; es decir, que el editor se ha arrogado el

derecho de prevenir en su juicio a todos los pueblos, inspirando resentimientos

parciales, injuriando a la armonía civil, único sostén de la libertad”.

Gran audacia la de Monteagudo, quien no vacila en ganarse la enemistad de un

influyente generador de opinión como Pazos Silva. Aunque parece evidente que contaba

ya con algunos apoyos de alto nivel, a pesar del poco tiempo que llevaba en Buenos

Aires: nada menos que Rivadavia, entonces secretario de Gobierno del Primer

Triunvirato, y también Manuel Belgrano, quien había sustituido a Cornelio Saavedra al

frente del Regimiento de Patricios.

Otro de sus primeros artículos, “A los ciudadanos Ilustrados”, se propone hacer

una incitación “a todo hombre de talento”, como él dice, “para que presten su

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colaboración a la obra que han de estar empeñados todos los patriotas para que la

reforma política que persigue la revolución alcance el mayor perfeccionamiento posible.

Todo hombre de talento es magistrado nato de su patria”. Monteagudo estaba

convencido de que el saber y la ilustración eran aliados del proceso de cambio y de

transformación revolucionarias.

En su criterio, la ignorancia era aliada de la esclavitud, por ello la Corona

española se había propuesto, como instrumento de su poderío colonial, sumergir a los

americanos en el desconocimiento, apartándolos de las fuentes del saber. Esta

convicción llevó a Monteagudo a fundar una decena de medios de difusión a lo largo de

su actividad política no sólo en la Argentina sin también en los otros países en los que

se desenvolvió. Consideraba que una de sus obligaciones, adquirida por la oportunidad

ofrecida o ganada de doctorarse en una de las universidades más prestigiosas, era la de

instruir a los que no sabían. Comportaba a quienes eran poseedores de conocimientos

pero no los compartían con sus semejantes, con la avaricia de los ricos que acumulaban

monedas, insensibles a los infortunios del prójimo. Era aristotélica su convicción de que

el mayor de los males era la ignorancia y el mayor de los bienes la sabiduría: "ilustrad a

la Nación con vuestros discursos, mientras él intrépido guerrero expone su vida por

salvar a la patria".

En este breve pero sustancial artículo, Monteagudo parece hablar de sí mismo,

evaluando que su fervor revolucionario debía canalizarse en el campo de las ideas y no

en el de las armas, para lo que no se sentía especialmente llamado. Ya en Potosí había

rechazado el grado de teniente de Milicias, que le ofreciese Arenales, para ocuparse de

las tareas políticas de la insurrección. Esa era la tesis de su artículo: la tarea revolucio-

naria no se libraba solamente en los campos de batalla sino en la cotidiana acción de

cada uno. En este caso, en la de los "ciudadanos ilustrados".

Pero no sólo actividades políticas y periodísticas desarrolló Monteagudo en

Buenos Aires; también participó activamente de su vida mundana, haciéndose habitué

de las tertulias que se desarrollaban en las casas patricias que le abrieron ampliamente

sus puertas. El no se equivocaba al especular que las relaciones allí cimentadas le

allanarían el camino hacia el poder necesario para satisfacer sus apetencias de petimetre

elevado muy por encima de sus humildes orígenes.

Su éxito mundano fue grande y para ello contó con la inestimable ayuda de su

muy agraciado aspecto físico, que hacía suspirar a las damas porteñas y enrojecer de

envidia a los hombres.

Sabedor de que en ellas siempre encontraría aliadas, y en su homenaje, para

halagarlas, dándoles una importancia que hasta entonces la sociedad porteña les negaba,

Monteagudo escribió un polémico artículo que despertó oleadas de aprobación y de

rechazo: "A las Americanas del Sud". En él desarrolla cumplidamente el importante

papel a desempeñar por las damas acordes con el movimiento revolucionario: "Si las

madres y esposas hicieran estudio de inspirar a sus hijos, maridos y domésticos nobles

sentimientos revolucionarios, y si aquellas en fin, que por sus atractivos tienen derecho

a los homenajes de la juventud, emplearan el imperio de su belleza y artificio natural en

conquistar desnaturalizados y a electrizar a los que no son, ¿qué progresos no haría

nuestro sistema?". También: "Uno de los medios de estimular y propagar el patriotismo,

es que las americanas hagan la firme y virtuosa resolución de no apreciar ni distinguir

más que al joven moral, ilustrado, útil por sus conocimientos, y sobre todo patriota,

amante sincero de la libertad, y enemigo irreconciliable de los tiranos".

A nadie escapaba que con dichas frases Monteagudo se propagandizaba a sí

mismo, erigiéndose ante las damas porteñas como el ideal de hombre en las tertulias que

pronto lo tuvieron como protagonista y que un viajero inglés, Samuel Haigh, describiera

19

así: "La sociedad de Buenos Aires es agradable. Después de ser presentado formalmente

a una familia se considera completamente correcto volver a visitarla a la hora más

conveniente, y siempre seréis bien recibidos. La noche, hora de la tertulia, es siempre la

ocasión más apropiada y elegante. Estas tertulias son deliciosas, y desprovistas de toda

ceremonia, lo que constituye parte de su encanto. Por la noche la familia se congrega en

la sala, llena de visitas, especialmente las casas de alto tono. Las diversiones consisten

en la conversación, en valses y contradanzas españolas, en música ejecutada en el piano

o la guitarra, y algunas veces canto; al entrar se saluda a la dueña de casa, y ésta es la

única ceremonia. Puede uno retirarse sin formalidad alguna, y en esta forma, si se desea,

se asiste a media docena de tertulias en la misma noche. Las maneras y la conversación

de las señoras son sencillas y agradables, dentro de una gran cordialidad".

El importante papel que había logrado Monteagudo en la vida social de Buenos

Aires, fuertemente impregnada de sentimiento revolucionario, se hace claro en una

anécdota que relata Dellepiane.

Fue en la señorial mansión de los Escalada. Las damas de la sociedad porteña se

habían reunido para contar el dinero recaudado por ellas para la compra de las armas

necesarias para el Ejército del Norte.

—Pondremos a consideración de ustedes la nota que hemos redactado con María

—dice Remedios de Escalada, novia del general San Martín.

—Yo la leeré —dice la señora de Thompson.

Al terminar, todas expresan su satisfacción y felicitan a las autoras del

manifiesto que presentarán a las autoridades al entregarles la suma recaudada para

colaborar con el exangüe Tesoro Público.

La señora de Alvear, tan sibilina como su esposo el general, se inclina sobre

María Sánchez de Thompson y le susurra al oído: —Eso no lo has escrito tú, ni tampoco

Remedios. Eso es de Monteagudo.

La indignación de la interpelada fue tal que hizo trizas el papel a la vista de

todas y, según mentas, su relación con tan inoportuna dama nunca se recompuso del

todo.

Lo cierto es que dicho documento llevaba las inconfundibles huellas digitales de

Monteagudo, evidentes en frases como "Yo armé el brazo de este valiente que aseguró

su gloria y nuestra libertad".

El joven abogado tucumano era, indiscutiblemente, un mujeriego y muchas

anécdotas se contaban acerca de sus conquistas. Las murmuraciones exageraban e

inventaban, pero lo cierto es que sostuvo affaires con algunas de las damas más

encumbradas de la sociedad porteña, fuesen solteras o casadas, y algunos de ellos

adquirieron ribetes de escándalo como cuando la señora de Sarratea fue descubierta en

actitud comprometida en pleno sarao. También se comentó sobre las tres hermanas, sólo

una de ellas célibe, que habrían desfilado por la ardorosa alcoba.

Capítulo Ocho

La opinión de Monteagudo era independiente y no se ataba a conveniencias

oficiales. Su columna en la Gazela no escatimaba críticas al gobierno cuando a él le

parecían merecidas. Su pluma airosa, que no ahorraba citas latinas o cultas referencias a

sabios de la antigüedad como Aristóteles, Polibio o Séneca, se encrespaba cuando creía

advertir en los gobernantes signos de debilidad, exigiéndoles llegar a la violencia si era

necesaria una represalia ejemplar.

20

Su obsesión era la independencia; ella llegaría años más tarde en Tucumán,

cuando finalmente, en 1816, en momentos harto difíciles para la patria hubo decisión en

declararla a pesar de la oposición de no pocos. En 1811 eran muchos menos los

partidarios de la misma, algunos por hispanófilos, porque sus intereses personales,

sociales y comerciales estaban ligados a España y temían que un cambio radical los

perjudicase. Otros, pertenecientes al bando patriota, porque consideraban que la

situación se había tornado muy complicada con el regreso de Fernando VII al trono de

España y la amenaza del envío de una poderosísima expedición que arrasaría con el

todavía débil brote rebelde. La única solución según ellos, liderados por Rivadavia, era

llegar a un acuerdo con la Corona inglesa, la que se oponía a todo arrebato

independentista puesto que por entonces pactaba una hipócrita buena relación con Es-

paña mientras maniobraba para arrebatarle el comercio en sus colonias.

Nada de esto agradaba al graduado en Chuquisaca, quien abjuraba de toda

demora o desviación del objetivo independentista, como lo manifestaba con estilo

soliviantado en sus artículos.

Muy poco tiempo pasó para que el recién llegado se ganase el odio de los

españoles y los criollos estrechamente ligados a ellos, ya que no era difícil percibir la

inquina que Monteagudo sentía hacia ellos y que siguió sintiendo a lo largo de sus agita-

dos años. Fue un tenaz y severísimo represor de sus actividades y siempre que le fue

posible los aniquiló o los expulsó. "En el primer conflicto cada español será un soldado

que aseste el fusil contra vosotros y os conduzca quizás hasta el sangriento patíbulo.

Guardaos de creer, ciudadanos, que baste para vuestra seguridad el hacerlos mudar de

domicilio; no, en todas partes son peligrosos y mucho más en esos pueblos que miran el

candor como una virtud favorita ("El Grito del Sud", enero 19 de 1813)."

No habrá de extrañar entonces que el españolísimo fray José de las Animas,

confesor de poderosos y Savonarola rioplatense, lo llamase "el réprobo".

Todo ello no hacía sino aumentar su prestigio ante los jóvenes de Buenos Aires,

aquellos que se enfervorizaban con la gesta revolucionaria y que sentían su pecho arder

de patriotismo y de ansias de lucha. Monteagudo representaba ante ellos lo que todos

ellos deseaban ser: joven y abogado, que ya había conocido más de una cárcel por su

acción levantisca, que se había probado en campos de batalla, capaz de inflamar a

quienes lo escuchaban con la convicción de sus palabras y la justicia de sus reclamos.

No fue de extrañar entonces que se le ofreciera incorporarse a la "Sociedad Patriótica",

fundada antaño por Moreno para reclutar adeptos a la causa del jacobinismo rioplatense,

y que languidecía por la falta de liderazgo.

En esa nueva tribuna arremete contra los falsos revolucionarios, de quienes se

declara feroz enemigo: "A todos he oído decir que son patriotas, pero sucede con esto lo

que con los avaros, que en apariencia son los más desinteresados y a juzgar por los

sentimientos que despliegan sus labios, se creería que el desinterés es su virtud favorita.

La esperanza de obtener una magistratura o un empleo militar, el deseo de conservarlo,

el temor de la execración pública y acaso el designio insidioso de usurpar la confianza

de los hombres sinceros; estos son los principios que forman a los patriotas de nuestra

época. No lo extrañó; el que jamás ha sido feliz sino por medio del crimen, y de la

insidia, se persuade de que hay una especie de convención entre los hombres, para ver

sólo virtuosos en apariencia".

La convicción de Monteagudo de que los peninsulares conspirarían en contra del

nuevo orden por más que en apariencia lo acatasen quedó brutalmente confirmada

cuando se descubrió que Alzaga intentaba derribar al débil Triunvirato. Lo dice Juan

Pablo Echagüe, con su ampuloso estilo: "¡Alzaga! He aquí un hombre en el cual las

desveladas sospechas de Monteagudo venían personificando, de tiempo atrás, el peligro

21

tan combatido por él desde sus primeras rebeldías. El antiguo Alcalde representaba, a

sus ojos, la España intolerante y despótica, ferozmente agarrada a sus blasones y

conquistas; el engolado menosprecio con que hidalgos y títulos nobiliarios apabullaban

al criollo; el yugo sobre las conciencias, el prurito racial, el aniquilamiento de la

emancipación, la férrea mano que estrangulaba a América".

Sus prédicas, ya que sobre conspiraciones como la de Alzaga había alertado

desde hacía ya tiempo, lo hicieron merecedor de ser el fiscal en la causa criminal

instaurada contra los confabulados. Lo acompañaban en tal tarea Agrelo, a quien antes

hemos visto desempeñándose en el Alto Perú del lado hispánico, Chiclana, Vieytes e

Irigoyen, aunque a nadie le era desconocido que por apasionamiento y por capacidad

dependía del joven y bello tucumano la decisión final del Tribunal. Esta fue tomada en

un proceso que nada tiene de objetable a diferencia de otros en los que Monteagudo

interviniese más adelante; ya que te trabajó intensamente durante varias semanas y se

aquilataron con justicia las pruebas a favor y las pruebas en contra. Pero nadie dudaba,

tampoco desde el mismo principio, que siendo Monteagudo el fiscal protagónico la

condena no podía ser otra que la muerte.

Nunca. vaciló, como antes no lo había hecho en los fusilamientos de Potosí y

como tampoco lo haría luego en otras dramáticas circunstancias de la insurrección

americana, en decretar la muerte de quienes, en su criterio, eran importantes enemigos

de la revolución.

Nadie podría afirmar que ello le causara placer pero lo cierto es que Monteagudo

siempre reveló una considerable facilidad para firmar, y responsabilizarse por ello,

sentencias de muerte. Quizás había leído a Camille Desmoulins: "El verdadero patriota

no conoce periconas, solamente conoce principios". Era Alzaga, por el bien ganado

prestigio entre criollos y españoles por su corajuda actuación durante las invasiones in-

glesas, un enemigo de cuidado, como que era su mano la que había escrito en una

comunicación secreta interceptada: "Hay que colgar las cabezas de los patriotas por las

barbas de la reja de hierro de la pirámide que erigieron para perpetuar el recuerdo de la

revolución de Mayo". Eran de los complotados los cuerpos que se bambolearon en la

Plaza de la Victoria durante varios días, para escarmiento de quienes osasen levantarse

en contra del nuevo orden. Entre los ajusticiados, a pesar de su condición religiosa,

estaba fray José de las Animas, quien así pagaba no sólo su lealtad al Rey sino también

sus críticas a Monteagudo.

Bernardino Rivadavia, quien también había firmado la sentencia, pronto

reclamó: "¡Basta de sangre!". No era esa la actitud de Monteagudo, quien ya en la

oración inicial de la rejuvenecida "Sociedad Patriótica" habría proclamado: "¡Oh patria

mía!, si yo supiera que el sacrificio de mi vida había de contribuir a nuestra redención,

yo la inmolaría esta misma noche con placer; y si yo conociera que mi brazo tendría

bastante fuerza para aniquilar a nuestros enemigos, ahora mismo tomaría un puñal,

aunque mi sangre se mezclase después con la de ellos".

Nadie duda hoy, ante su memoria, que era sincero. Y que cumplió,

dolorosamente, con lo que, entonces, a muchos quizás haya parecido sólo una bravata

juvenil.

Capítulo Nueve

La independencia de ideas de Monteagudo termina por colmar la paciencia del

Triunvirato, que se siente minado en su poder por el arraigo que tienen en la opinión

22

pública y decide clausurar la Gazeta de Buenos Aires el 13 de diciembre de 1811. No

pasa mucho tiempo antes de que Monteagudo funde su propio periódico, financiado con

los escasos recursos de que disponía, cuyo nombre es Mártir o libre, en el que escribirá

algunas de sus más recordables y conmovedoras páginas.

Eso sucedía en marzo de 1812, mes de importancia en su vida y en la de toda

América pues en. esos mismos días atracaba en Buenos Aires la goleta George Canning,

trayendo a bordo algunos militares argentinos. que habían recibido formación en Europa

y que venían a sustituir a aquellos tribunos que se habían visto obligados a conducir

tropas sin experiencia y sin vocación, como había sido el caso de Castelli y Belgrano.

Entre los pasajeros se encontraban San Martín, Alvear, Zapiola, Chilavert y otros.

No fue San Martín, sobrio y reservado, quien más atrajo al joven tucumano sino

Carlos María de Alvear, alguien de su misma edad, también de magnífica apostura viril

y de verba convincente, pero que lo aventajaba por provenir de una rica familia

aristocrática y por ser, en tiempos de guerra, militar.

Los recién desembarcados traían un objetivo claro: fundar en estas costas la

"Logia Lautaro", rama de la logia inglesa originada por Francisco de Mirada, el

precursor venezolano, y cuyo objetivo, era el de hacer triunfar la revolución en las colo-

nias españolas con la intencionalidad, aunque ello no era conocido por todos los

patriotas, de desviar sus comercios hacia la órbita de Gran Bretaña.

Alerta a todas las circunstancias que pudieran aproximarlo al poder y sabedor de

que sus apoyos eran escasos por su origen y por ser del interior, no tardó Monteagudo

en comprender el buen negocio de acercarse a dicha organización masónica. No le costó

hacerlo pues Alvear se sintió rápidamente seducido por ese joven brillante, apasionado,

que contaba ya con un periódico para difundir ideas y que también era el mentor, si bien

no todavía su presidente, de esa "Sociedad Patriótica" que muy pronto serviría como

fachada pública de la "Lautaro". No es difícil imaginarlos compartiendo cacerías fe-

meninas hacia las que se sentían particularmente inclinados y para las que estaban

especialmente dotados.

Poco se sabe de dicha logia, cuyo funcionamiento quedó oculto por juramentos

que obligaron, por lo menos, al Honor de sus componentes. Salvo aquello filtrado en

alguna correspondencia imprudente de Rodríguez Peña y las listas de una parte de sus

integrantes y la aclaración sobre sus finalidades que haría —bastante tiempo después—

el ya anciano general Zapiola a pedido de Mitre.

Se sabe positivamente que fue establecida en Buenos Aires entre mayo y junio

de 1812, que funcionó en domicilios privados que variaban según lo exigiera el recato

de sus tenidas, y que había cinco grados en sus componentes; en los primeros, los

neófitos eran iniciados en los principios de fraternidad y mutua cooperación; en los

superiores se los advertía de las finalidades políticas —independencia y constitución—

a cumplirse; en el último, de obedecer a sus matrices extranjeras.

Por la regla de la logia, los hermanos elegidos para una función militar,

administrativa o (le gobierno deberían asesorarse por el Consejo Supremo en las

resoluciones (le gravedad, y no designar jefes militares, gobernadores res de provincia,

diplomáticos, jueces, dignidades eclesiásticas, ni firmar ascensos en el ejército y marina

sin previa anuencia de los Venerables del último grado, que serían así el verdadero

gobierno del país. Tanto más fuerte y temible cuanto era oculto. Era la ley primera

"ayudarse mutuamente, sostener fa logia aun a riesgo de la vida, dar cuenta a los

Venerables (le todo lo importante, y acatar sumisamente las órdenes impartidas". Un

juez o jefe militar no podía castigar a un "hermano" sin aprobación de los Venerables.

La revelación de los secretos, aun de los nimios, estaba custodiada por tremendos

castigos que llegaban a "la pena de muerte por cualquier medio que se pudiera

23

disponer". En caso de contrariar a la logia, la persecución y desprecio de los hermanos

lo seguirían en los menores actos de su vida en absoluto e inexorable boicot. Si quería

librarse de esta persecución y al mismo tiempo alejarse de la logia, el solo remedio era

"dormirse" —en términos masónicos—, quedando desligado del voto de obediencia

pero no de los de silencio y fraternidad.

Muchas de las oscuras e inexplicables decisiones que perturbaron nuestra guerra

de la Independencia, sobre todo cuando Posadas y su sobrino Alvear dominaron

políticamente en Buenos Aires, se debieron a leyes masónicas.

Según le dijo Zapiola a Mitre, además de Monteagudo se iniciaron el canónigo

Valentín Gómez, Gervasio Antonio Posadas, Juan y Ramón Larrea Vieytes, Nicolás

Rodríguez Peña, Nicolás Herrera, Agrelo, el presbítero Vidal, Azcuénaga, Monasterio,

Tomás Antonio Valle, el padre Argerich, el padre Amenábar, el padre Fonseca, Tomás

Guido, Manuel José García, el padre Anchoris, Perdriel, los militares Murguiondo,

Ventura Vásquez, Zufriátegui, Dorrego, Pinto, Antonio y Juan Ramón Balcarce,

etcétera, que formaron el grupo mayoritario alvearista; mientras el núcleo que estuvo

con San Martín quedó limitado al mismo Zapiola, Agustín Donato, Alvarez Jonte,

Toribio Luzuriaga, Vicente López, Manuel Moreno, Ramón Rojas, Ugarteche, Lezica,

Pinto y pocos más. Sin decidirse quedaron Tagle, Carballo, Nuñez, y otros.

Capítulo Diez

Fue Monteagudo uno de los principales impulsores de la histórica Asamblea del

año XIII, dominada por la Logia, en la que cumplió una tarea destacada, como era de

esperar, siendo uno de los redactores, sino el principal, del documento firmado por

todos los constituyentes.

Ante la inminencia de dicha Asamblea había dos bandos: aquellos que opinaban

que en la misma debía declararse la independencia de las Provincias Unidas del Río de

la Plata y aquellos que eran partidarios de postergar tal decisión para no irritar a

Inglaterra.

En la Logia Lautaro también existían estas dos facciones. A ella pertenecían la

gran mayoría de los asambleístas elegidos, por lo que la posición que se resolviera en su

interior sería la que primaría en dicha convocatoria.

Ya senil, el general Zapiola transgrede el secreto masónico y confiesa a Mitre

que entonces hubo una profunda divergencia entre San Martín y Alvear, imponiéndose

este último y obligando al primero a dejar de ser Venerable y a alejarse de la partici-

pación activa de la Logia, abandonando los roces políticos y dedicándose exclusiva e

intensamente a las tareas militares.

Alvear lideraba, con el apoyo de los viejos masones, la posición

antiindependista, con la que se solidariza Monteagudo, contraviniendo sus principios

hasta entonces sostenidos, fuese por confusión política o por haber vendido su alma a

quien le ofrecía ascender en la escala de un poder inimaginable para quien había nacido

en cuna tan humilde.

Era el mismo Alvear que escribía al canciller inglés Lord Castlereagh: "Estas

Provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer a su

Gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la

generosidad y buena fe del pueblo inglés, y yo estoy dispuesto a sostener tan justa

solicitud para librarlas de los males que las afligen. Es necesario que se aprovechen los

momentos. Que vengan tropas que impongan a los genios díscolos, y un jefe autorizado

que empiece a dar al país las formas que sean del beneplácito del Rey y de la Nación, a

24

cuyos efectos espero que V.E. me dará sus avisos con la reserva y prontitud que

conviene para preparar oportunamente la ejecución".

Uno de los emisarios de Alvear, Manuel de Sarratea, reacciona patrióticamente,

al contacto con la cancillería británica: "En el negocio incoado —escribe a Posadas el

27 de marzo de 1815— descubro los medios de concluir nuestros negocios por nosotros

mismos, con nuestros propios elementos, sin que tengamos que confesarnos deudores

del favor de ningún gobierno europeo. Si alguno más adelante quisiera obligar nuestra

gratitud y hacer algo a favor nuestro, nos vendrá, muy bien sin duda (...) El Canciller

Lord Castlereagh nos ha honrado la otra noche en el debate de la Casa de los Comunes

con el honorífico título de 'rebeldes' y declarado formalmente que jamás se prestaría a

proteger a los de esta clase que traten de sacudir el yugo de sus legítimos soberanos. Su

Señoría y yo no tenemos las mismas nociones sobre lo que es rebeldía: yo considero al

rey Fernando como un rebelde puesto que se ha sublevado contra los pueblos, y no a

éstos que sólo se ocupan de repeler la agresión".

"Si es preciso pelean (contra una posible invasión española) —escribe a Alvear

el 3 de abril— espero que lo harán ustedes de modo que aumente algunos grados la

reputación que ha adquirido Buenos Aires (...) que sé saquen elementos de todo el país;

se levante un grito general y que todo el mundo que ha nacido en ese suelo concurra a

defenderlo, porque si no ignominia y ultraje es lo único que está reservado para sus

hijos (...) Salvemos la tierra y luego lavaremos nuestros trapos sucios."

La labor de Monteagudo como propagandista continúa siendo obcecadamente

intensa: no sólo escribe prácticamente todo el Mártir o Libre sino que también es el

nervio del órgano de la "Sociedad Patriótica”. El g rito del Sud, y como si esto no

bastase, también pone en marcha una publicación propia de la Asamblea a de año XIII.

Su apego a Alvear le confiere un reconocimiento social hasta entonces

desconocido y que lo enceguece, volviéndolo un personaje respetable, con pretensiones

de "dandy", vestido con llamativa elegancia y con actitudes soberbias, decidido a

secundar la ambición sin límites de su jefe, convencido de que el previsible avance del

aristócrata simpatizante de Inglaterra lo arrastrará también a él hacia posiciones del

mayor privilegio. El codicioso abogado de Tucumán sabía que, en el beligerante

escenario de América, la chance de un político civil era parasitar al poderoso militar de

turno. Y éste, entonces, era Alvear.

Así como Monteagudo era el único sobreviviente de diez hermanos, también.

Alvear perdió a sus seis hermanos y a su madre cuando él barco en el que viajaban fue

bombardeado por naves inglesas, :mientras que él salvó su vida porque pocos minutos

antes y sin razón aparente había pasado a la embarcación en la que se encontraba su

padre. Estas circunstancias paralelas identificaban a ambos en la seguridad de ser dos

elegidos, y que su supervivencia, seguramente decidida por Dios, se debía a que era

mucho lo que debían hacer en la Tierra.

Uno de los mayores servicios qué rindió Monteagudo a Alvear fue atacar con

dureza a Rivadavia en sus artículos, con frecuencia sin justificación, con convincentes

argumentos adornados con citas cultas extraídas de sus lecturas, entre las que se

contaban, según alguien que describió su biblioteca, una Historia del Lujo, La Vida de

Napoleón, las Máximas de La Rochefoucault, textos de Tácito, Polibio y Ovidio, la

Biblia y diversos tratados de Derecho Público.

"Muy fácil será conducir al cadalso a todos los tiranos si bastara para esto que se

reuniese una porción de hombres y dijesen todos en una asamblea: somos patriotas y

estamos dispuestos a morir para que la patria viva." Rivadavia era insidiosamente

acusado de ser débil y lento en sus medidas. "Entonces quedarían reducidos todos

25

aquellos primeros clamores a una algarabía de voces insignificantes, propias, de un

enfermo frenético que busca en sus estériles deseos el remedio de sus males."

Finalmente Rivadavia y el Segundo Triunvirato caen; para ello ha sido

inestimable la tarea de injuria y descrédito llevada adelante por quien merece ser

recordado como el primer manipulador de la opinión pública, lo que hoy llamamos

acción psicológica en política. Mérito quizá no demasiado loable, pero cierto.

Sobrevendrá entonces el gobierno de José Gervasio de Posadas, Director

Supremo, investido de poderes dictatoriales, tío de Carlos de Alvear y su títere, como se

vio cuando ordena el relevo de José Rondeau del mando de las tropas que están a punto

de tomar Montevideo, para que sea su sobrino quien recoja los laureles de esa

importante victoria.

Posadas y Alvear elevan a Monteagudo a posiciones de relieve dentro de su

gobierno y al mismo tiempo le adjudican tareas de importancia en la continuidad de la

Asamblea Constituyente que se extiende hasta 1815. Es este, claro, el gobierno de la

Logia que, de acuerdo a las bases de su funcionamiento, expande su poder dentro de los

distintos estamentos de la sociedad rioplatense.

Las insensatas actitudes de Posadas y los errores políticos de Alvear, dictados

por su soberbia, sumados a que las actividades de la Logia se han hecho excesivamente

desenfadadas irritando a los ciudadanos, hacen que la situación se enrarezca hasta el

punto en que Alvear decide defenestrar a su tío y asumir él mismo, abiertamente, las

riendas del poder que hasta entonces había llevado en la trastienda.

Pero es inútil, pues finalmente todo se derrumba cuando Alvear,

imprudentemente, pretende relevar a su gran enemigo, San Martín, como gobernador de

Mendoza, enviando para ello al coronel Pringles. Esto provoca la sublevación del ejérci-

to en el motín de Fontelzuelas, que tiene eco en la capital y que finalmente logra

derribar al gobierno, sustituyéndolo por Juan Martín de Pueyrredón.

Una de las típicas actitudes de Monteagudo que tantas críticas le han valido por

parte de algunos de sus contemporáneos y de no pocos historiadores: el mismo día en

que cae Alvear, su amigo y protector, Monteagudo, en la Asamblea, vota por la elección

de un Tercer Triunvirato formado por San Martín, Nicolás Rodríguez Peña y Matías

Yrigoyen.

Esa facilidad para cambiar de rumbo que exhibirá a lo largo de toda su vida

puede ser explicada como un doblez de su carácter, una obsesión acomodaticia para no

quedar nunca mal parado en relación al poder; pero también puede ser explicada por su

convicción de que era él alguien imprescindible para el proceso revolucionario y por

ende su obligación consigo mismo y con la causa patriota era no dejarse arrastrar por los

oleajes de la procelosa política rioplatense en un principio y americana más tarde.

Esta autonomía le granjeará reiterados conflictos con la “Hermandad”.

Capítulo Once

Monteagudo es hecho prisionero con otros sindicados adeptos y colaboradores

del alvearismo, entre ellos Posadas, Vieytes, Valentín Gomez y otros. Se los acusa de

estar "uniformemente comprendidos con principalidad en la fracción criminal del

ingrato y rebelde Carlos María de Alvear". Se los condena al destierro, con "destinos

ultramarinos de la Europa”, por decreto del nuevo gobierno. Berrutti, un indiscutible

testigo de la época, escribía: "Alvear es un hombre enloquecido por su ambición de

poder; perdió su honor, grados y patria, dejando un nombre de tipo no ambicioso y un

odio execrable en la ciudadanía de las Provincias Unidas".

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Monteagudo deambula durante algunos años por distintos países europeos, sobre

todo Portugal, Inglaterra y Francia, haciéndolo penosamente ya que no ha llevado

consigo fondos. A lo largo de toda su actividad pública siempre demostró una in-

conmovible honestidad no dando nunca pie a las críticas de quienes, primero en la

Argentina y en el Perú después, pretendieron acusarlo de corruptelas y de

enriquecimiento ilícito.

Durante su periplo europeo se embebe en las nuevas orientaciones políticas: el

decaimiento de los ideales republicanos que habían conducido a la Revolución Francesa

a la anarquía sangrienta, y la recuperación de orientaciones absolutistas. Esto influirá

grandemente en las nuevas ideas de Monteagudo, quien de allí en más para América

preferirá, a diferencia de lo que había hecho hasta entonces, gobiernos fuertes,

vigorosos, monárquicos o dictatoriales, que impidiesen la tendencia a la disgregación

que caracterizó a las naciones independentistas y que pusieron en riesgo de muerte su

vocación libertaria.

Ya el 27 de abril de 1812, en Mártir o Libre, expresaba su preocupación por esa

suicida vocación: "El hombre es combatido por el temor de perder lo que posee, y de no

obtener lo que desea; este estímulo sin duda es más urgente en el que ambiciona ser lo

que no es, o quizá más de lo que puede ser (...) Su primer cuidado es buscar los medios

de defensa, hacerse de partido, mostrarse a unos como virtuoso y presentar su rival a

otros como un delincuente atroz: de aquí nacen las rencillas, los chismes, las

declaraciones secretas, los rumores públicos y las desavenencias generales". Por

entonces, terminaba el artículo con una mayúscula "¡VIVA LA REPUBLICA!".

Monteagudo abrazó en Europa la causa monárquica y lo hizo, como todo en su

vida, con pasión.

Seguramente no le fue ¡fácil visitar a Rivadavia, pero alguien como Monteagudo

no tenía reparo en hacer aquello que le conviniese en el momento adecuado. Y

Rivadavia tenía excelentes relaciones y frecuente vínculo epistolar con el director

supremo Juan Martín de Pueyrredón, que tampoco simpatizaba con el tucumano.

París, 1816:

RIVADAVIA: (han sonado golpes a su puerta) ¡Adelante...! (entra Monteagudo,

desmejorado, pobremente vestido) ¿Quién es?

MONTEAGUDO: Alguien que se portó mal con usted, doctor Rivadavia, y que

todavía no tiene consuelo por eso.

RIVADAVIA: (reconociéndolo) ¡Monteagudo! ¿Qué hace usted aquí, y en ese

estado?

MONTEAGUDO: Vengo a solicitar su ayuda. aunque sé que no soy merecedor

de ella.

RIVADAVIA: Pase, siéntese. (Conversan un largo rato)

RIVADAVIA: Escribía usted muy bien, mi amigo, mejor que nadie. Pero me

parece que sus ideas fueron confundiéndose.

MONTEAGUDO: Yo anhelaba que nuestra independencia se declarase lo antes

posible y usted...

RIVADAVIA: ¿Entonces apoyó usted a Alvear quien ni siquiera dejó que la

bandera de Belgrano ondeara en el Fuerte de Buenos Aires?

MONTEAGUDO: Mi apasionamiento me llevó a equivocarme.

RIVADAVIA: Usted, como muchos más, se dejó cegar por el poder que Alvear

y su Logia le ofrecían. Quizás usted fuera sincero, quizá, pero para Alvear y otros de lo

que se trataba era de llegar al poder. Y lo lograron y yo no pude impedirlo (se levanta y

busca en su biblioteca. Lee en silencio)... "voces insignificantes".:. (insidioso). Usted

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era la más talentosa de esas voces insignificantes... la. energía no se declama, mi señor,

se ejerce.

MONTEAGUDO: No es de blando mi fama, doctor...

RIVADAVIA: No se trata de una saña fusiladora, que abate estúpidamente a

héroes como Liniers o Alzaga, me refiero a una energía bien aplicada, en el momento

justo, para derrotar al verdadero enemigo.

MONTEAGUDO: Cuando menos, podrá admitir usted, por mi miseria, que no

he lucrado con mi posición...

RIVADAVIA: No es ese el caso de su admirado Alvear, que vive como un

príncipe en las cortes europeas... Al grano, ¿qué necesita usted de mi?

MONTEAGUDO: Que convenza usted a Pueyrredón. Deseo volver al Río de la

Plata.

"Me ha hablado con juicio", escribe Rivadavia, "la experiencia debe haberle

corregido algo", y Pueyrredón cede a su solicitud. Monteagudo es autorizado para

regresar al Río de la Plata. Pero enterados sus cofrades de la Logia se dirigen al Director

Supremo exigiéndole que se impida su desembarco.

Monteagudo obra rápidamente y logra que su amigo González Balcarce,

radicado en Mendoza, quien le está agradecido por la defensa que de él hiciera luego del

desastre de Huaqui, se ofrezca como su custodio.

No es mucho el tiempo que pierde en Mendoza, y a los pocos días de llegar

cruza la Cordillera de los Andes y entra en contacto con O'Higgins y con San Martín,

quienes quedan seducidos por sus condiciones y lo incorporan a su reducido núcleo de

personas de confianza, a pesar del recelo inicial del Libertador, quien no olvida la

complicidad del joven doctor con su rival, Alveár. Pero el General era de los que ponían

la independencia y la libertad americanas por encima de todo y era lo suficientemente

astuto como para considerar a Monteagudo insustituible como político y propagandista.

Una idea de la capacidad de Monteagudo para ganarse el respeto de los

poderosos, haciéndose indispensable, la da el hecho de que es nombrado

inmediatamente auditor de guerra del Ejército de Chile, no del argentino para evitar

protestas de Buenos Aires. Pero quizá lo más notable es que el 12 de febrero de 1813,

dos meses y pocos días después de su llegada a Santiago, es el redactor de la Proclama

de la Independencia de Chile:

"Váis a proclamar la ley más augusta del código de la Naturaleza. Os váis a

declarar libres e independientes. Váis a franquear vuestros mares al comercio de todas

las naciones, que atraerán la abundancia y la cultura. Váis a abrir a nuestros hijos la

carrera del honor. Almas débiles: no creáis que este es un paso imprudente y arrojado.

El invariable sistema de España nos ha convencido en el espacio de ocho años, que ya

no hay más paz ni tranquilidad para América, que la que ella se gane por su esfuerzo y

resolución".

O'Higgins era también integrante de la Logia.

Enterado de tanta consideración hacia Monteagudo, Pueyrredón montó en cólera

y el 7 de febrero de 1818 escribe a San Martín: "Por fuera se ha dicho que usted lo

proponía para su Secretario, pero yo no puedo creerlo y estoy muy lejos de aprobarlo".

Más adelante añade: "Algunos amigos han estado aquí alarmados con la noticia de la

secretaría y recelosos de que se acercase demasiado a nosotros, iban a tratar la materia

para que Pintos escribiese a usted los inconvenientes que se presentaran. Yo por mi

parte, protesto que si él se acerca, yo me alejo". Antes ya había señalado: "Aquí son

muchos los que le odian y los que le temen. La presencia de este hombre a las

disposiciones de usted perjudicaría mucho la confianza pública que usted se ha

28

granjeado. Por fin, él no debe quedar en el Ejército y usted buscará el mejor modo de

separarlo sin desairarlo".

San Martín sale del paso con elegancia respondiendo que Bernardo Monteagudo

cumple funciones en el Ejército de Chile, que cuenta con la confianza de O'Higgins, y

que eso escapa de su jurisdicción.

Capítulo Doce

Lo cierto es que el chileno y el tucumano pasaban largas horas conversando,

tanto en el despacho como en el hogar del jefe transandino, quien escuchaba can

atención las teorías políticas de su huésped, quien lo ponía al tanto de las últimas no-

vedades europeas que tan bien había conocido durante su reciente destierro. A su vez

O'Higgins se franqueaba con Monteagudo, lo hacía partícipe de las intimidades de su

tarea de gobernante, siendo frecuentes sus referencias a los hermanos Carrera, quienes

se oponían a su gestión y soliviantaban en su contra a la opinión pública,

Fue Monteagudo quien a propósito de este tema redacta una comunicación

secreta que firma el Protector de Chile, dirigida a San Martín: "Nada extraño lo de los

Carrera; siempre han sido lo mismo y sólo variarán con la muerte; mientras no la

reciban fluctuará el país en incesantes convulsiones, porque siempre es mayor el

número de los malos que el de los buenos. Si la suerte hasta ahora nos favorece con

descubrir sus negros planes y asegurar sus personas, puede ser que en otra ocasión se

canse la fortuna y no alcance el gobierno a apagar el fuego y menos prender a los

malvados. Un ejemplar castigo y pronto es el único remedio que puede cortar tan grave

mal. Desaparezcan de entre nosotros los tres cínicos Carrera, júzgueseles y mueran,

pues lo merecen más que los mayores enemigos de América. Arrójense sus secuaces a

países que no sean como nosotros tan dignos de ser libres".

Como natural consecuencia de este aprecio personal y de la valoración de su

vigor intelectual, Monteagudo se transforma en redactor de los discursos y las

proclamas de O'Higgins. Vale la pena reproducir lo leído por el jefe chileno el 12 de

octubre de 1818, de estilo inconfundible: "Los principios que todos anhelaban ver

sancionados en la nueva constitución están bien lejos de confundirse con esas teorías

que desacreditan las revoluciones y que confunden el espíritu de novedad con el espíritu

de reforma. Ocho años ha que está en marcha la revolución; los tiempos no son los

mismos y las ideas no pueden dejar de rectificarse con la experiencia. Chile es y será

libre porque el derecho une ya la fuerza, y a la fuerza la moderación y uniformidad de

sentimientos".

Monteagudo, inclinado hacia la monarquía temperada, incita a la consagración

de O'Higgins como gobernante de poderes omnímodos; ambos convencidos, como

también luego lo estaría San Martín, de que los pueblos americanos no estaban

preparados para la democracia republicana, que debían ser aleccionados en la misma y

que ello llevaría varias generaciones, y por sobre todas las cosas, que la anarquía

inherente a dicho régimen y en estas tierras era incompatible con la organización

nacional necesaria e indispensable para responder al acoso de una gran potencia europea

como era España; posiblemente aliada con otras. Primero estaba la independencia, luego

llegaría la libertad.

Idea no descabellada en esa época ya que anidó también en el alma y el

pensamiento de no pocos de nuestros patriotas, como es evidente en la propuesta que

hace Manuel Belgrano, con el apoyo de San Martín, al Congreso de Tucumán en 1816:

"Aunque la revolución de América en su origen mereció un alto concepto de los poderes

29

de Europa, por la marcha majestuosa con que se inició, su declinación en el desorden y

anarquía, continuada por tan dilatado tiempo, ha servido de obstáculo a la protección,

que sin ella se habría logrado; así es que, en el día debemos contarnos reducidos a

nuestras propias fuerzas. Además, ha acaecido una mutación completa de ideas en la

Europa, en lo relativo a la forma de gobierno. Así como el espíritu general de las

naciones, en años anteriores, era republicanizarlo todo, en el día se trata de

monarquizarlo todo. La nación inglesa, con el grandor y majestad a que se ha elevado,

más que por sus armas y riquezas, por la excelencia de su constitución monárquico—

constitucional, ha estimulado a las demás seguir su ejemplo. La Francia lo ha adoptado.

El Rey de Prusia por sí mismo, y estando en el pleno goce de su poder despótico, ha

hecho una revolución en su reino, sujetándose a bases constitucionales idénticas a las de

la nación inglesa; habiendo practicado otro tanto las demás naciones. Conforme estos

principios, en mi concepto, la forma de gobierno más conveniente para estas provincias

sería la de una monarquía temperada, llamando la dinastía de los Incas, por justicia que

en sí envuelve la restitución de esta casa, tan inicuamente despojada del trono".

También la sociedad chilena había abierto sus salones y sus alcobas al argentino

galante y de miradas ardorosas, y sus proezas amatorias eran comentadas entre

cuchicheos y risas ahogadas. Todo parecía ir viento en popa para Monteagudo.

Pero algo sucedió que tronchó catastróficamente esta cómoda situación: el

desastre de Cancha Rayada, que pareció dar por tierra con lo logrado por los

revolucionarios en Chile y en la Argentina.

Sobreviene entonces uno de los avatares más discutibles en vida ya que, quizá

convencido de que la catástrofe había tenido mayor envergadura de la que finalmente

tuvo, se dirigió sin permiso de sus superiores a toda prisa a Mendoza, cruzando la

Cordillera en etapas vertiginosas.

Llegado allí se enteró de que San Martín no se había suicidado, como hubo de

temer, ni su ejército estaba destrozado, gracias a la acción de Las Heras que logró salvar

el grueso de las tropas en una prolija retirada en medio de la noche.

Jamás podrá dilucidarse si esta actitud de Monteagudo se debió a la cobardía y a

su capacidad, ya revelada durante la caída de Alvear, para saltar rápidamente de bando

de acuerdo a las conveniencias, o si fue, como él lo manifestase vigorosamente hasta el

fin de sus días, una maniobra para preservar la tambaleante revolución haciéndose

fuerte en territorio argentino.

Muy distinta había sido la actitud de otros, como el coronel Manuel Rodríguez,

quien desafiando el peligro y con conmovedor patriotismo había reunido una porción

significativa de las deshechas tropas presentándose ante O'Higgins y San Martín para

defender Santiago del ataque del envalentonado enemigo.

Monteagudo se encontró entonces en una situación complicada: en Mendoza,

alejado de sus protectores quienes se sentían defraudados por su actitud, como era

evidente por la absoluta falta de respuesta a las cartas que ansiosamente les hacía llegar

desde el otro lado de la Cordillera. Había que hacer algo.

La oportunidad se le presentó dramáticamente al enterarse de que en las cárceles

mendocinas estaban alojados los hermanos Juan José y Luis Carrera, por delitos

menores y que pronto serían dejados en libertad.

Seguramente recordó entonces la carta de O'Higgins a San Martín, "un ejemplar

castigo y pronto es el único remedio...". Escribe Bartolomé Mitre: "Por desgracia para

los hermanos llegaba a Mendoza, entre los fugitivos del campo de batalla y poseídos de

los pavores de la derrota, el doctor Monteagudo, auditor del Ejército de Chile. Este

personaje; cuya figura aparece en todas las hecatombes de la revolución, terrorista por

30

temperamento y por sistema, era el genio político que iba a decidir con su influencia de

revolucionario y jurisconsulto, la suerte de los presos".

Decidido a congraciarse con O'Higgins; Monteagudo se presenta ante el

gobernador Luzuriaga, quien debía su cargo a San Martín, y le manifiesta venir en

misión secreta confiada por el General.

El gobernador parece desconfiar al principio pero no pasa mucho tiempo antes

de que la seducción y la verba de Monteagudo terminan por convencerlo. Se abre así un

juicio contra quienes eran enemigos irreconciliables de San Martín y de O'Higgins.

Hacía ya años que los tres Carrera, junto a la vigorosa Javiera, su hermana,

planeaban acciones políticas, militares y hasta terroristas para desembarazarse de

quienes ellos consideraban el obstáculo para hacerse del poder en Chile y enfrentarse,

según ellos, en mejores condiciones con el invasor español.

Monteagudo se erigió, una vez más, en principal fiscal del proceso: los acusa de

un supuesto intento de fuga de su prisión mendocina. Luego de un juicio acelerado y en

muchos sentidos procesalmente cuestionable, los Carrera son condenados a muerte y la

ejecución se lleva a cabo velozmente, argumentando que "estaba autorizado en tan

terrible y extraordinario conflicto. No sólo para cumplir sumariamente la causa sino

para también proceder a la ejecución de la sentencia, sin previa consulta a la

superioridad por ser el peligro inminente".

Como Monteagudo lo anticipase, la noticia llenó de satisfacción a O'Higgins,

quien veía así despejado su camino de tan acérrimos enemigos y verdaderos obstáculos

para sus objetivos políticos como los obstinados hermanos Carrera. Tanto fue así que lo

manda llamar a Monte agudo para que regrese a Santiago y nuevamente le adjudica

tareas de gran responsabilidad en su gobierno.

Lo que quizás estaba fuera de los cálculos del tucumano era la ira que se desató

en San Martín, en primer lugar debido al engaño del que había sido objeto su fiel

Luzuriaga, cuando Monteagudo invocase su nombre arteramente. Es posible también

que, siendo Luzuriaga acólito de la Logia Lautaro, el "fusilador de Mayo", como

alguien lo llamase, haya aducido falsamente una decisión en tal sentido de la misma, lo

que explicaría su caída en desgracia con la cofradía masónica; en segundo lugar, debido

a qué San Martín, magnánimo, había prometido a Ana María Cotapos, esposa de Juan

José Carrera, la conmutación de la pena. Promesa que cumplió enviando el siguiente

mensaje a O'Higgins: "Excelentísimo Señor, si los cortos servicios que tengo rendidos

en Chile merecen alguna consideración, los interpongo para suplicar a V.E, se sirva

mandar se sobresea la causa que se sigue a los señores Carrera. Estos sujetos podrán tal

vez algún día ser útiles a la patria, y V.E. tendrá la satisfacción de haber empleado su

clemencia uniéndola al beneficio público".

Pero cuando esta comunicación llegó; la terrible sentencia hacía ya tres días que

se había cumplido, lo que fue aprovechado por los enemigos chilenos del Libertador

para acusarlo de falso y de burlarse de una viuda desconsolada.

Nótese la grandeza de San Martín, quien amnistiaba a quienes le habían dicho

lindezas como "espión asqueroso", "asalariado por los tiranos", "monstruo de

corrupción y de codicia".

Es esa actitud lapidaria, letal con sus enemigos, la que mantendrá a lo largo de

su vida Monteagudo, acorde con aquellas instrucciones que Moreno enviase a su otro

condiscípulo, Castelli, cuando éste avanzaba a la cabeza del Ejército del Norte para

asegurar la débil Revolución de Mayo: "Debe reservarse la conducta más cruel y

sanguinaria con los enemigos de la causa, la menor semi prueba de ellos, palabra,

etcétera, contra la causa debe castigarse con la pena capital, principalmente si se trata de

31

sujetos de talento, riqueza, carácter y alguna opinión; a los gobernadores y militares que

caigan en poder de la causa debe decapitárselos".

Era este el eco transoceánico de Dantón: "Bebamos la sangre de los enemigos de

la humanidad, si es necesario. ¡Qué me importa mi reputación! ¡Sea Francia libre y

perezca envilecido mi nombre...!".

La ejecución de los hermanos Carrera, que aún genera polémica en Chile y en la

Argentina no sólo por la envergadura de los ajusticiados, hoy héroes nacionales del país

transandino, sino también por las graves fallas procesales, tuvo también por razón el

convencimiento del joven abogado de que ya demasiados enemigos eran los españoles,

vencedores en Cancha Rayada y amenazando invadir Mendoza, para que O'Higgins y

San Martín tuvieran también que enfrentarse con enemigos internos tan tenaces y tan

populares como los Carrera. Es muy probable que el movimiento libertario hubiera

fracasado de no haber mediado la desaparición física de los hermanos.

La prueba de que este episodio no modificó las jacobinas convicciones de

Monteagudo fue que poco tiempo más tarde, quizás atendiendo a insinuaciones de

O'Higgins, tiene participación activa en la muerte sospechosa del abogado y coronel

Manuel Rodríguez, el exaltado patriota que tan brillante actuación tuviera luego de

Cancha Rayada, y en otros momentos de la historia chilena y que, hábil demagogo y

partidario carrerino, gozaba de gran popularidad que aprovechaba para llevar a cabo

manifestaciones en contra del gobierno de O'Higgins y San Martín.

Rodríguez había sido detenido, acusado de insubordinación al mando de los

Húsares de la Muerte, regimiento por él creado y que lucía impresionante uniforme

negro.

El secretario anuncia:

—El teniente Manuel Navarro, comandante.

—Que pase —replica el coronel Alvarado. A su lado Monteagudo hace correr

las páginas de un libro, fingiendo leer. —A sus órdenes, mi comandante.

—El señor Monteagudo tiene algo para comunicarle en nombre del gobierno.

—¿Cómo está el prisionero?

—Seguro, aunque de carácter difícil.

Monteagudo contornea el escritorio y se acerca al teniente hasta ponerle una

mano comprensiva sobre el hombro.

—La patria, teniente Navarro, nos exige muchos sacrificios, que no son

solamente ponerse frente a un cañón arriesgando la vida —el coronel Navarro escucha

con atención, revolviendo una taza de té.

—Sí, señor Auditor.

—El gobierno espera mucho de usted, teniente, y si cumple le auguro un futuro

brillante en su carrera —Monteagudo mira fijo a Navarro, quien desciende sus ojos

hasta las baldosas del piso—. Se trata de Rodríguez, grave amenaza para la causa de

nuestra libertad.

Las instrucciones son llevarlo a Quillota, poniéndolo en conocimiento, según

declarase en la indagación posterior, de que el gobierno se interesaba en "la

exterminación de Rodríguez por la tranquilidad pública y la tranquilidad del ejército".

Aplicóse entonces al coronel Rodríguez la que luego sería conocida como "ley

de fugas": alentar a un preso con engaños a escaparse para entonces ajusticiarlo con

pretexto. Así se hizo en la quebrada de Til-til, y un nuevo impedimento en los planes

patriotas de O'Higgins y San Martín desapareció del horizonte.

Pero esto colmó el vaso de alguna paciencia, de San Martín o de la Logia

Lautaro, alcanzados por la crítica de una opinión pública que hacía a Monteagudo

culpable de estos desasosiegos revolucionarios y a ellos sus mentores.

32

El doctor de Chuquisaca escribe entonces quejosamente: "Tremendos obstáculos

les quité del camino y sin embargo, para la Logia, tanto la de Buenos Aires como la

filial de Santiago, soy ahora un rebelde infiel a su ideología. Una especie de genio del

mal, reacio al lirismo evangélico que lo acompaña en sus empresas deba ser para San

Martín. Pueyrredón me odia. Acaso entre todos ellos han resuelto sacrificarme y

O'Higgins no da muestras de oponerse, a sus intenciones".

Capítulo Trece

Monteagudo es extraditado hacia Mendoza por decisión de O'Higgins; a desgano

y obedeciendo instrucciones; que también recibe el gobernador Luzuriaga de erradicarlo

de Mendoza y confinarlo en San Luis.

San Martín parece sinceramente enemistado, tanto como para escribir a

O'Higgins, el 30 de octubre de 1818: "Con ejemplares como Monteagudo y otros

hombres falsos como él, debe usted moderar su bondad, que lo lleva a proteger a unos

sujetos que no guardan ley con nadie y que no pueden producir otros resultados que

repetidos comprometimientos":

¿O se trató de órdenes de la Logia Lautaro, no tanto disgustada como decidida a

sacar del medio, temporaria o definitivamente, a uno de sus fieles ejecutores de las

medidas que consideraba conveniente para el logro de sus propósitos?

Es difícil, aunque no imposible, creer que Monteagudo haya obrado solamente

por propio impulso, sin el consentimiento o al menos la notificación de la cofradía.

Muchos de los hechos de nuestra historia, ya lo hemos señalado, no tienen otra lógica

que la de los designios de la Logia o la de sus luchas internas.

Cuando San Martín legó a Chile, aprovechando la desaparición de su adversario

Alvear, solicitó y obtuvo la autorización para crear y dar impulso a una filial en el país

trasandino, cuyo objetivo sería el de favorecer las propuestas de la alianza argentino—

chilena.

Difícil es, por el estricto cumplimiento del secreto de la hermandad —cuya

violación se pagaba con la vida— tener datos ciertos sobre la relación entre

Monteagudo y la Logia aunque es de suponer que fue conflictiva, pues sin duda se

trataba de un "hermano” demasiado soberbio y demasiado apasionado por la revolución

americana para imaginarlo en disciplinado acatamiento. Su pertenencia a la hermandad

le fue de provecho en ciertas etapas de su vida y en otras le significó ostracismos y

relegamientos.

La clandestinidad en que se desenvolvió esta institución secreta, lo que fue

notablemente respetado por sus miembros hasta el punto de que aún hoy se hace muy

difícil ahondar en su estudio, confunde muchos de los hechos de nuestra historia. Un

ejemplo liminar de esto es la renuncia de San Martín en Guayaquil, cuando se encuentra

con otro alto dignatario masónico, como era Bolívar, con quien juntamente habían

recibido la iniciación en Londres de manos del precursor Francisco Mi randa: nadie ni

nada parece desmentir que nuestro Gran Capitán se aparta de las lides revolucionarias

por precisas instrucciones de la superioridad de la Logia. Ello no disminuye el valor del

sanmartiniano renunciamiento en función de los intereses de la causa americana ya que

el argentino insiste, y quedar resentido porque el venezolano, hace caso omiso a sus

ruegos, en continuar sirviendo a sus órdenes.

33

Monteagudo entró en San Luis a disgusto, despechado por la falta de ayuda de

quienes él consideraba sus socios, a quienes creía haber sido de gran utilidad y

mereciendo gratitud por ello.

San Luis era una bella ciudad provinciana, con una sociedad conservadora,

escasa y pequeña. Es de imaginar la convulsión que provocó la llegada de este hombre

cuyas mentas se habían extendido por todo el país, aun más allá de sus fronteras, de

gallardo porte y esbelta figura vestido como un dandy europeo, de refinadas maneras y

de cultura excepcional en esas tierras.

Se presentó ante el gobernador Dupuy con una carta de Luzuriaga, su par de

Mendoza, fechada el 10 de noviembre de 1818, en l a que se cumplía con un "hermano":

"Recomiendo a Usted al doctor Monteagudo: Es decidido y ha sufrido bastan te por la

causa. En el asunto de los Carrera le traté más inmediatamente y le vi muy

recomendable. Ignoro las causas de su presente situación, pero debiendo respetarlas mi

recomendación no quiero se entienda comprometer a Usted y sí a cuanto pueda aliviar y

consolar su estado actual". Dicha amabilidad no se condecía con la comunicación

secreta que el mismo Luzuriaga enviase a O'Higgins: "Contesto su apreciable en que me

impuse de la medida de Monteagudo: lo he hecho pasara a San Luis, por de pronto,

desde Uspallata. Estos bichos siempre son bichos...".

El gobernador puntano al principio receloso fue ganado por las dotes del recién

llegado, quien lo deslumbraba con sus anécdotas, sus teorías y sus predicciones.

Fue en San Luis donde Monteagudo vivió una de las relaciones amorosas más

consistentes en su vida de mujeriego que nunca llegaba a consolidar una relación más o

menos estable y estrecha con alguna dama. Podría decirse, a riesgo de caer en la

cursilería, que Monteagudo estaba casado con la revolución americana, o con la

ambición de protagonizarla, y que a ella dedicaba todas sus pasiones y todos sus

fervores.

Era esta una mujer de la sociedad puntana de belleza antológica, que cautivó al

recién llegado como un flechazo. Sin embargo algo se interponía en su deseo, en el

deseo de alguien que no estaba acostumbrado a postergar sus ambiciones: la niña se

hallaba comprometida con un militar español confinado en la ciudad.

Integraba un grupo de oficiales de alta graduación al servicio del rey de España,

entre ellos algunos de los jefes derrotados en Maipú, que fueron generosamente

recibidos en San Luis como personas de prosapia, que circulaban con absoluta libertad y

que se relacionaron con los más encumbrados pobladores de la ciudad. Entre ellos

estaban el ex presidente de Chile, Marcó del Pont, el teniente general Bernedo, el

brigadier Ordoñez, el coronel Primo de Rivera, el coronel Morgado y otros.

Para un político de acción como Monteagudo los tiempos puntanos fueron de

ansiosa quietud, lo que enardece sus reclamos a O'Higgins: "Usted conoce bien las

causas de mi actual desgracia. Yo contaba que estando el país bajo la protección de

usted estaría seguro del influjo de mis enemigos, pero mi esperanza ha sido vana: la

fatalidad de los tiempos quiere que no haya ninguna garantía para quien tiene enemigos

poderosos".

Margarita Pringles, que así se llamaba la damisela que había perturbado el

corazón de Monteagudo, era hermana de quien luego fuera uno de los próceres máximos

de nuestras guerras independistas, el valentísimo coronel Pringles. A pesar de sus hasta

entonces infalibles ceremonias de seducción, que el doctor chuquisaqueño había ido

perfeccionando a lo largo de su agitada vida sentimental, Margarita no se rendía a sus

pies. Indiferente ante quien hizo decir a alguien que poco simpatizaba con él, Vicente

Fidel López: "Llevaba el gesto siempre sereno y preocupado, la cabeza algo inclinada

sobre el pecho pero la espalda y los hombros tiesos. Tenía la tez morena y —un tanto

34

biliosa, el cabello renegrido do y ondulado, y la frente espaciosa y de una curva

delicada, los ojos negros y grandes, entrecortados por la concentración natural del

carácter y muy poco curiosos. El oval de la cara aguda, la barba pronunciada, la voz

gruesa sin ser orzada, la boca firme. Era casi alto, de formas espigadas, la mano

preciosa, la pierna larga y admirablemente torneada, el pié correcto como el de un

árabe. Sabía bien que era hermoso y tenía orgullo en esto como de sus talentos".

Es el arrogante brigadier Ordoñez, hidalgo de prosapia hispánica, derrotado en

Maipú, quien se ha adueñado del corazón de su amada. El mismo que comunicara a San.

Martín su agradecimiento por "las inmensas atenciones de su finísimo jefe, el señor don

Vicente Dupuy".

Mala suerte la del Brigadier: se había ganado el odio de Monteagudo.

Durante las largas pláticas que sostiene con Dupuy, éste escucha con avidez los

consejos del joven fogueado ya en la revolución americanista y en varios países, que a

pesar de sus cortos años ha conocido ya la gloria y el infierno, quien mucho ha leído y

mucho ha aprendido en su contacto con importantes figuras de América y de Europa.

Termina el gobernador por convencerse de aquello que pregona su huésped y que había

escrito años antes en el El Grito del Sud: "A los españoles no se les puede tener

conmiseración, pues cualquier debilidad será aprovechada para dar el zarpazo". España

es la enemiga y el espectáculo de sus jefes paseándose libremente por San Luis y

sosteniendo estrechas relaciones con la sociedad puntana es algo que irrita su

sentimiento revolucionario.

Pronto se dicta la medida de que los confinados serían sometidos a un régimen

de mayor severidad y que deberían permanecer en sus celdas durante las noches.

Monteagudo era leal a aquello, que alguien contestase a Sócrates: "La virtud del hombre

consiste en cumplir a conciencia sus deberes de ciudadano, en hacer bien a sus amigos,

mal a sus enemigos, y cuidar que no le suceda otro tanto".

A pesar, o a favor de lo calmo de su vida, Monteagudo no puede evitar un

profundo mal humor. Es esto lo que refleja el agente chileno Luis María Irizarri, amigo

de O'Higgins y de paso por San Luis, quien recomienda no irritar a quien posee más de

una secreta clave política y lo alerta sobre lo arriesgado de mantenerlo quejoso. "Quizás

—escribe Irizarri— algún día nos pesará el chasco que le dimos cuando menos lo

esperaba".

El desdén de la señorita Pringles aumenta su inquina hacia los españoles. Ha

convencido a Dupuy de que su caída en desgracia es sólo una fachada urdida por San

Martín y por O'Higgins para protegerlo de sus enemigos; y que sigue gozando con el

privilegio de su confianza. Ardides como éste, frecuentes en él, conminaban al

gobernador puntano a hacer méritos ante quien podría favorecerlo o hundirlo en el

concepto de las máximas figuras políticas, por lo que atiende a todas sus sugerencias.

Entre ellas, la de ir apretando el torniquete a los enemigos confinados, a quienes poco a

poco va cercenándoles las facilidades de las que antaño gozaban. Hasta se les ha

prohibido enviar y recibir cartas, y sólo pueden ver el sol en horario restringido. Esto,

inevitablemente, llevará a un estallido de violencia, quizá maquiavélicamente buscado y

fomentado por Monteagudo.

Una tórrida tarde de verano, mientras el desprevenido gobernador cebaba

algunos mates en su despacho, su edecán le anuncia que una delegación de los oficiales

españoles desea verlo. Convencido de que se trataría de otra queja por el trato

cambiado, a las que últimamente había ido acostumbrándose, Dupuy los recibe con

desgano y les ofrece asiento.

En ese mismo momento el capitán Carretero se le echa encima, puñal en mano,

arrojándole varios puntazos que por milagro no lo alcanzaran. Su ayudante es muerto de

35

inmediato y se escuchan los pasos en tropel de los otros oficiales españoles que se

desparraman por la Casa de Gobierno con la intención de adueñarse de ella, hiriendo y

matando a todos los que se oponen a su voluntad.

Dio la fortuna que cerca se encontrase el coronel Pringles al mando de una

partida que de inmediato acudió en ayuda del gobernador y de los pocos que lo

acompañaban, y luego de una encarnizada y sangrienta batalla puso fin al motín. Este

estuvo cuidadosamente planeado y uno de sus objetivos era asesinar al odiado

Monteagudo y luego proveerse de armas, de caballos y de vituallas, para cruzar la

cordillera y sumarse nuevamente al ejército realista.

El pueblo de San Luis también participó de la represión echándose a las calles en

busca de los pocos prófugos que intentaron escapar y linchándolos.

Era esta otra oportunidad para que el doctor Monteagudo, graduado en la

prestigiosa universidad alto peruana, se erigiese en fiscal de los reas. Su dictamen, no

podía ser de otra manera, fue drástico y todos menos uno fueron ajusticiados. Quien se

salvó de la pena capital impuesta, por especial pedido de la llorosa Margarita Pringles,

que no vaciló en echarse a los pies de quien podía disponer de vidas o muertes, fue el te-

niente primero Juan Ruiz Ordoñez, apenas un adolescente y sobrino del novio de

Margarita, el brigadier Ordoñez.

No hubo necesidad de pasar por las armas a éste, pues murió degollado por

mano anónima durante la intentona. Dícese que cuando Monteagudo lo reconoció, casi

hundido en el charco de su propia sangre, exclamó: "Pobre mi Margarita", aunque en su

rostro seguramente fue difícil encontrar una sincera expresión de pesar.

Uno de los viajeros ingleses que entonces recorrían América, quizás agentes

encubiertos, cuenta en sus "Memorias" que, cierta vez, paseando con Bernardo

Monteagudo por las desiertas calles de San Luis, éste le expresó en un casi perfecto in-

glés, señalando un ángulo de la plaza principal: "Vea, mister Haigh, allí en ese lugar,

fue donde hice fusilar a los godos".

También le contó que su clemencia con Juan Ruiz Ordoñez no había ahorrado a

éste una declaración de culpa más allá de toda verdad, que lo hubiese hecho merecedor

de la pena capital, y que siendo pública, lo cubrió de oprobio por el resto de sus días,

comportando lo que él mismo llamó "una verdadera muerte civil". El inglés confiesa

que sintió un escalofrío pensando que se encontraba al lado de un hombre

verdaderamente cruel, a pesar de sus maneras encantadoras.

No en vano el nombrado Irizarri escribía a O'Higgins, refiriéndose al tucumano:

"Nunca está de más encender una vela a Dios para que nos haga bien y otra al Diablo

para que no nos haga mal". El mismo diablo que antes de despedirse de Haigh le pide

cortésmente que le facilite en préstamo un libro con las baladas gaélicas de Ossian...

Nunca se sabrá si antes de la partida hacia Mendoza, llamado por San Martín

nuevamente, Margarita Pringles y Bernardo Monteagudo se despidieron. Pero allí

quedaba una de las pocas mujeres que parecieron conmover los cimientos sentimentales

de ese hombre muy poco dispuesto a perder el tiempo con la tranquilidad de relaciones

sinceras y profundas. Aunque no es de extrañar que justamente haya podido enamorarse

de quien nunca se rendiría ante sus lances.

Capítulo Catorce

Las voces de mando de Cochrane, el almirante de la escuadra, a bordo de la

O'Higgins se escuchan a lo lejos impartiendo la orden de zarpar. En el puente de la San

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Martín, el Libertador argentino, conmovido, se aferra a la balaustrada guardando sus

pensamientos. A su derecha, jovial y optimista, el mismo de quien en su carta a

O'Higgins, no hacía mucho tiempo atrás había opinado: "A los que alguna vez fueron

malos, como Monteagudo, debemos tenerlos siempre alejados del lugar donde puedan

dañar y no creerles más protesta que no les arranca el escarmiento, sino la necesidad".

Pero San Martín era un militar de talento y sabía que hombres como

Monteagudo eran imprescindibles. Por eso nuevamente lo llamó a su lado y lo gratificó

con el cargo de Auditor General del Ejército Argentino. Sabía que por delante lo

aguardaba una epopeya en la que las batallas no se ganarían solamente en el campo sino

también en las ideas. Nadie superaba a Monteagudo en ese sentido, por su capacidad de

ser apasionada y racionalmente convincente, de extraer de su mente, de sus libros y de

su pluma los argumentos necesarios para justificar cualquier empresa.

El flamante Auditor habría a lo mejor conversando con Moreno sobre

propaganda política, sumergidos en la penumbra de las fondas de Chuquisaca. No en

vano el primer Secretario de la Junta de Mayo había dado instrucciones a Castelli: "Se

montará una oficina con seis u ocho sujetos que escriban cartas anónimas, fingiendo, o

suplantando nombres y firmas para sembrar la discordia y el desconcierto, dándose a

indisponer los ánimos del populacho contra los sujetos de más carácter y caudales

pertenecientes al enemigo". El Plano de Operaciones moreniano se ocupaba también de

la prensa: "Debe dar noticias muy halagüeñas, lisonjeras y atractivas ocultando en lo po-

sible los casos adversos y desastrados, porque aunque algo se sepa a lo menos que la

mayor parte de la gente no las conozca. Las derrotas se disimularán con el colorido más

aparente, y en la semana en que haya de darse al público alguna noticia adversa, el

número de gazetas a imprimir será muy escaso. En cuanto a la prensa extranjera, se

evitarán los papeles perjudiciales, los que deben secuestrarse".

San Martín también apreciaba el creciente y vigoroso espíritu americanista de

Monteagudo, quien cada vez más pensaba en términos de la Patria Grande, más allá de

las fronteras de su Argentina natal a la cual nunca más regresó, no porque no guardara

hacia ella un nunca desmentido amor filial, sino porque los vientos libertarios lo

arrastraron hacia donde se jugaba el destino americano, que era donde, tal como lo

escribiese en varias oportunidades, se dirimía la independencia de cada una de esas

naciones, entre ellas la suya.

Es Monteagudo quien redacta las proclamas que San Martín leerá a los soldados

a partir de Valparaíso, y las que también dirigirá a los pueblos del Perú. En la primera:

"Ya hemos llegado al lugar de nuestro destino y sólo falta que el valor consuma la hora

de la constancia. Acordáos de que vuestro gran deber es consolar a la América, y que no

venís a hacer conquista sino a libertar pueblos. Los peruanos son nuestros hermanos:

abrazadlos y respetad sus derechos como respetasteis los de los chilenos después de

Chacabuco ..:". En cuanto a la segunda: "El último virrey del Perú hace esfuerzos para

prolongar su decrépita autoridad. El tiempo de la opresión y el esfuerzo ha pasado. Yo

vengo a poner término a esa época de dolor y de humillación...".

Para emprender la expedición, San Martín ha debido desobedecer al gobierno de

Buenos Aires, quien lo instruía para poner sus tropas a su servicio para reprimir alguna

revuelta intestina, incorporándolo a una absurda coreografía de envidias y recelos que

iban conformando una nefasta guerra civil. El Gran Jefe se negó a ello, sabiendo que

fomentar con su intervención el desorden de las Provincias Unidas sólo serviría para

aniquilar definitivamente el movimiento revolucionario, cuyo éxito era su insobornable

prioridad.

La flota que había partido de Valparaíso desembarca por fin en El Callao, y las

tropas libertadoras se dirigen hacia Lima, entre la euforia de los pobladores que las

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reciben con un entusiasmo que luego irán perdiendo, con el correr del tiempo, hasta

transformarse en mayoritaria repulsa y conspiración.

El derrumbe de la resistencia española se debió entre otras razones a la exitosa

"guerra de zapa" llevada a cabo por Monteagudo como secretario de Guerra. Uno de sus

instrumentos para ello, no podía ser de otra manera, fue la palabra impresa.

A instancias suyas, entre el equipamiento bélico que la expedición llevó por mar

hasta el Perú, se contaba con una imprenta en la que rápidamente comenzó a editarse El

Boletín del Ejército, donde él mismo relataba las contingencias de la expedición,

haciéndolo siempre en un tono optimista y transmitiendo convicción de la victoria. Fue

allí donde no sólo los propios soldados sino también los enemigos pudieron leer que el

virrey de la Pezuela, sustituto del virrey Abascal, había enviado un oficio al General de

los Andes proponiéndole un armisticio, lo que evidenciaba su debilidad. No se

equivocaba Monteagudo al suponer que noticias de este tipo provocarían una honda

desmoralización en las filas enemigas.

La suerte vino en su ayuda cuando el 22 de octubre de 1820 fallece el auditor

general de Guerra, Antonio Alvarez Jonte, ofreciéndole de inmediato San Martín ocupar

tan importante cargo. La designación fue recibida con alborozo por O'Higgins, lo que

demuestra la magnífica relación que Monteagudo sostenía con ambos, quienes también

lo promovieron simultáneamente al grado de Coronel del Ejército.

Es innegable que en la "guerra de zapa" tan hábilmente conducida por

Monteagudo también influyeron decisivamente las redes subterráneas construidas por la

Logia Lautaro, que iba ganando adeptos en los lugares antes de que las tropas llegasen y

que creaban el ambiente favorable para sublevar las poblaciones y disminuir o impedir

la resistencia armada.

En El Boletín, Monteagudo va dejando constancia de sucesos de la expedición:

los brillantes triunfos navales que despejaron el Pacífico para la acción revolucionaria,

la deserción del batallón "Numancia" con el teniente coronel Heres y sus seiscientos

cincuenta soldados, en su mayoría colombianos, que se pasaron con armas y bagajes al

ejército patriota; la sublevación de Trujillo a cuya cabeza estuvo su intendente, el

marqués de Torre Tagle, persona que respondía a Monteagudo y llamada a ocupar

lugares de privilegio.

No era fácil esa tarea propagandista con los pobres medios con que contaba. De

ello se quejaba en una carta a O'Higgins: "La maldita imprenta me da infinito quehacer,

se ha descompuesto en los días pasados con las continuas mudanzas y no puedo

publicar ni la centésima parte de lo que ocurre. Lo siento en extremo porque es preciso

confesar que hasta ahora todo se ha hecho con la pluma".

Capítulo Quince

A pesar de las continuas deserciones de las tropas realistas y de la desazón en la

que a favor de la acción de zapa se hundía la población prohispánica del Perú, algunos

contratiempos de importancia se abatieron sobre la expedición libertadora. Uno de ellos

fue el desencadenamiento de una peste que tuvo a maltraer a soldados y a oficiales,

provocando muchas bajas por muerte e invalidez, además de una peligrosa merma de la

moral combativa.

Monteagudo fue designado por San Martín para tan ardua tarea, en la que

demostró mérito, organizando acertadamente los hospitales de campaña, la provisión de

los medicamentos necesarios, las medidas de higiene para potabilizar el agua y sanear

los alimentos, desplazándose incansablemente entre los enfermos para consolarlos,

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arengarlos y levantarles el espíritu. Por fin la plaga fue amainando. Y nuevamente fue

posible priorizar los planes de conquista.

Sabedores de que la victoria está próxima y que tareas de gobierno se

aproximan, crece en San Martín y en Monteagudo la convicción de que un sistema

republicano y democrático sería nefasto en un pueblo con tendencia al desorden como el

peruano. Es por ello que cabildean la posibilidad de una monarquía constitucional, que

tan nefastas consecuencias políticas les traerá.

Así, el 30 de mayo de 1821, el segundo d los nombrados publica en El

Pacificador, diario fundado para sostener los ideales del Ejército Libertador, un

brevísimo artículo que se supone remitido por un lector: "Muy Señor mío: por casuali-

dad ha llegado a mis manos un periódico que actualmente se publica en Londres con el

título de “Censor Americano". En ese ejercicio de ventrilocuismo, que disimula una

intención de sondear la reacción de la gente, Monteagudo continúa: "El proyecto de

Monarquía en Buenos Aires ha llamado la atención del público. Que este proyecto no es

más que la renovación de otro más antiguo en aquella parte del Nuevo Mundo, lo

acreditan los documentos publicados. Que tiene muchos y poderosos partidarios lo

aprueban las resoluciones de todo un Congreso. Que todo hombre que sabe leer y

escribir, que conoce su país y que desee el orden prefiera una Monarquía a la

continuación de una inquietud y confusión, es muy natural. Que los enemigos de la paz

y de la tranquilidad del Estado sean también los enemigos de este proyecto, parece

indisputable Nadie puede dudar que en Europa y otros mundos civilizados se hallan

interesados en la tranquilidad de aquel país. Que Príncipe sea de esta casa, o de la otra,

es cuestión más propia de los diplomáticos que de los políticos. Los intereses de cada

pueblo en particular no son los de todo el mundo, pero tampoco son inconciliables todos

ellos entre sí".

Tomás Guido, en sus escritos de mucha tiempo más tarde, afirmaba que quien

inducía a pensar de esta manera a San Martín era "su célebre ministro Monteagudo".

Ministro célebre, entre otras razones, por el eficaz hostigamiento del enemigo a través

de la difusión de las ideas del ejército patriota.

Así lo señala García del Río en su correspondencia con O’Higgins: "La verdad,

es el fenómeno más extraordinario de la guerra: derrotar a un ejército poderoso con la

fuerza sólo de la opinión sostenida con ardides bien manejados. A nosotros mismos nos

admira haber concluido un negocio al estado en que se hallan, sin adoptar una ofensiva

de guerra".

San Martín entra finalmente en Lima, el 10 de julio de 1821, y allí comenzará

una importante tarea de gobierno de Monteagudo, como primer ministro. Desarrollará

una actividad febril, rigurosa, plena en ideas que, como es constante a lo largo de su

vida, le ganará acérrimos enemigos y encendidos partidarios.

El protector, como se lo designó a instancias de la Logia y por recomendación de

Monteagudo, prefirió ocuparse de los temas militares delegando en su colaborador los

temas civiles y administrativos. No deseaba San Martín, sinceramente, hacerse cargo del

gobierno en Lima, pero fue obligado a ello por sus partidarios en la esperanza de que el

prestigio por él ganado sirviera para contener el desorden que imperaba en todo el

territorio. Tampoco le gustaba mucho la rimbombancia de “Protector de la

Independencia del Perú", pero fue convencido de que ello facilitaría las cosas en un país

tan hecho a las pompa y a los títulos. De allí en más todos sus esfuerzos estarán

dirigidos a coordinar con el otro gran Libertador de América, Simón Bolívar, los

esfuerzos finales para expulsar definitivamente a los españoles del territorio americano.

Lo que él y Monteagudo tenían en claro era que "Lo primero es asegurar la

Independencia, después se pensará en establecer la libertad sólidamente". Esta actitud

39

originó los primeros roces con la población peruana, ya que los argentinos que no

podían dejar de ser vistos como extranjeros, demostraron una excesiva voluntad de

dominio y de concentración de poder en sus manos. Para amortiguar, inútilmente, este

sentimiento, San Martín formó un primer gabinete americanista con Monteagudo, quien

ocupó la Secretaría de Guerra y Marina, con García del Río, ecuatoriano, como ministro

de Gobierno, e Hipólito Unanúe, peruano, como ministro de Hacienda.

Esto no bastó para calmar a quienes desde el primer momento conspiraron en

contra de los nuevos gobernantes, favorecidos por la firmeza de algunas medidas mal

recibidas en sectores influyentes como por ejemplo la expropiación de los bienes a

todos los ciudadanos españoles. "Bien conocéis el estado de la opinión. Entre vosotros

mismos hay un gran número que acecha y observa nuestra conducta, Yo sé cuanto pasa

en lo más recóndito de vuestras casas. Temblad si abusáis de mi indulgencia. Sea ésta la

última vez que os recuerde que vuestro destino es irrevocable y que debéis someteros a

él", proclamaba San Martín con el estilo inconfundible de su Secretario de Guerra y

Marina. También se expulsó al octogenario arzobispo de Lima, Las Heras, y para

premiar a sus soldados, se acordó que se repartieran a los jefes y oficiales del ejército

libertador quinientos mil pesos en fincas confiscadas a los españoles y que a los

soldados se les diera tierras en las provincias que eligieran de residencia, creando

inevitables resquemores.

Muy pronto Monteagudo desplaza a García del Río y ocupa también la cartera

de Gobierno, concentrando el poder político en sus manos, a favor también de que San

Martín, demasiado sensible a ingratitudes y enconos, prefiere apartarse de los vericuetos

de la vida pública.

Otra de las dificultades que hubo que enfrentar fueron las actitudes díscolas,

levantiscas del almirante Cochrane, quien se sentía llamado a responsabilidades

mayores que la de ser simplemente el jefe de la Escuadra.

Se había permitido aconsejar a San Martín, a favor de su inquina con

Monteagudo: "No vaya a creer que es su persona sino la nobleza de sus actos la que le

conquistará el amor de la humanidad. No vaya a creer que un Protector puede llevar a

término sus grandes proyectas sino procede recta y honradamente", el mismo día en que

el Jefe era ungido Protector. "Los aduladores son más peligrosos que las serpientes más

venenosas", apostrofaba el Almirante de las islas británicas, inquieto porque su

tripulación, tan mercenaria como él mismo, no había aún recibido el botín que

justificase sus desvelos.

Los peruanos que lo escuchaban, veían en el Almirante al posible recambio de

ese San Martín que parecía demasiado dominado por el petulante Monteagudo, a quien

últimamente, se decía, se le había ocurrido la descabellada idea de juntar firmas para

nombrar a San Martín Rey del Perú. Enterado de estos rumores, el Ministro de

Gobierno y de Guerra y Marina mandó investigar y prender a quienes recorrían las casas

con el pliego a firmar en una maniobra tendiente a desacreditar a los argentinos.

Pero si lo de la firma fue una patraña opositora, no lo eran los planes del "rey

José", como habían comenzado a llamarlo los limeños; en voz baja: "Es necesario que

las instituciones que se den a los pueblos estén en armonía con su grado de instrucción;

educación, hábitos y género de vida, y que no se les deben dar las mejores leyes, pero sí

las más apropiadas a su carácter, manteniendo las barreras qué separan las diferentes

clases de la sociedad para conservar la preponderancia de la clase instruida y que tiene

que perder".

La mala recepción de estas ideas por parte de la ciudadanía fue bien aprovechada

por sus enemigos como Riva Agüero, García Carrión y, claro, el almirante Cochrane.

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Monteagudo acusaba al Almirante de estar al servicio de Inglaterra, de ser un

agente de la rubia Albión, de trabajar para que América cayera en las garras de otro

imperio. También en sus artículos, a veces firmados con nombre figurado o fingiendo

cartas apócrifas de lectores, le hacía cargos de corrupción, de haberse quedado con

fondos destinados a armamentos o equipamientos de sus naves.

Pero era a él, al Ministro del Gobierno de San Martín, a quien la opinión pública

consideraba hombre de aprovecharse de su cargo para enriquecerse. Corrían rumores,

azuzados por agentes al servicio de España y de Inglaterra, de que los grifos de su casa

eran de oro, que la bañera era de mármol de Carrara, que en su palacio se llevaban a

cabo orgías interminables. "Estos porteños pretenciosos se creen que el Perú es su estan-

cia y los peruanos sus peones", murmuraban en los hogares, fondas y saraos.

U'Leary, agudo observador que no puede ser calificado un partidario de

Monteagudo; y que lo conoció en profundidad, dijo: "El corto período de su

administración puso en evidencia sus grandes dotes de estadista y el vigor de su carácter

resuelto. Era tanta su consagración a sus públicos deberes, que a pesar de sus hábitos

afeminados impulsó no sólo los negocios militares sino todo el complicado mecanismo

del gobierno, y en medio de las atenciones que el nuevo mecanismo requería, halló

tiempo para consagrarse al embellecimiento de la capital y al modo de extirpar abusos

perjudiciales y deshonrosos al estado de la civilización y la moral. La política de

Monteagudo puede haber sido imprudente, y fue a una edad prematura, pero lo presenta

como a un hombre superior a sus contemporáneos".

La palabra "afeminado", de este párrafo alude, en la aceptación de su época, en

quien siempre demostró ser un macho de altura, a los hábitos hipersofisticados de quien

vestía con terciopelo y se adornaba con perlas en el ojal, de quien gustaba usar corbatas

de seda y calzado de charol, de quien se sabía bello y que gustaba de seducir, de quien

se sabía influyente y jugaba con la envidia ajena. También Ricardo Rojas se ocupó del

tema: "Le dijeron también sibarita, porque se bañaba diariamente, se pulía las uñas,

gustaba del buen vestir y los perfumes, y esto causaba espanto donde la incuria de la

propia higiene y decoro constituía al tradición colonial".

Hábitos que Monteagudo había adquirido durante su extrañamiento europeo y

que, imprudentemente, daban pábulo a las leyendas que se tejían en su contra. Lo

mismo había sucedido con Belgrano, según relata el austero general Paz en sus

Memorias: "Inglaterra había producido un tal cambio en sus gustos, en sus maneras, y

aún en sus vestimentas, haciendo de los usos europeos demasiada ostentación, hasta el

punto de resultar chocante para las costumbres nacionales".

La verdad de los hechos indica que la obra del gobierno de San Martín y

Monteagudo fue fructífera: se creó la primera Escuela Normal de Lima; también la

Biblioteca Nacional, a. la que tanto San Martín como Monteagudo donaron parte

importante de su bibliotecas personales; se estableció la libertad de vientres, provocando

un fuerte perjuicio económico a sectores con poder; se mejoró el oprobioso sistema

carcelario de estilo hispánico; se abolió la mita y todas las formas de explotación del

indígena; se combatió el juego, lo cual generó un agudo disgusto de algunas de las más

encumbradas personalidades limeñas, ya que era ésta una costumbre fuertemente

enclavada en su idiosincrasia; se creó también la Sociedad Patriótica de Lima, a favor

de la acendrada convicción de Monteagudo de que la ignorancia era aliada de la

esclavitud, y de que la dominación española había restringido todas las posibilidades

educativas en la ciudadanía para evitar el razonamiento liberador.

Como primer ministro del Protectorado se consideró a sí mismo el presidente

natural de dicha sociedad y a su cargo estuvo la oración inaugural: "Las luces dan al

hombre el poder de dominarse a sí mismo, y de dominar en cierto modo a la naturaleza;

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ellas hacen que desaparezca ese tremendo fantasma de la casualidad a que atribuyen, los

que no piensan, la mayor parte de sus males, y descubrir un nuevo teatro, en que lo

natural es ser feliz, cuando se conocen los obstáculos juntamente con los medios de

vencerlos".

Pero una de las finalidades que había conferido a esta Sociedad Patriótica,

distinta a la rioplatense, era la de ir convenciendo a sus asociados de la necesidad de un

gobierno fuerte que se opusiera a la anarquía, de una monarquía temperada que tuviera

como objetivo principal la independencia, a través de la ordenada unión de esfuerzos,

para luego recién abrirse a la caótica algarabía de la democracia republicana.

Los enemigos de San Martín, que iban creciendo en número y en influencia,

tomaron la torpemente abandonada bandera de la democracia para oponérsele, en

especial José Justino Sánchez Carrión, hermano de gran predicamento en la Sociedad y

cabeza de un partido opositor, quien encontró también motivo de mofa y escarnio

cuando Monteagudo implantó en Perú "La Orden del Sol", en octubre se 1821, para

distinguir a los ciudadanos dignos y virtuosos, a aquellos que hubieran hecho más por la

Independencia de América. Es decir para los leales al Protectorado.

Pero los fastos que la acompañaron dieron pábulo a las sospechas de que se

trataba de entronizar a una nueva aristocracia, a una moderna nobleza surgida de la

lucha por la independencia. El trato que les correspondía era de “Honorables Señores"

para unos y de "Señorías" para otros.

Como es de imaginar, los excluidos y los antiguos nobles montaron en cólera y

encontraron campo fértil para las críticas. El sentido aristocratizante, que irritaba al

partido patriota que presumía de republicano, era obvio en la circunstancia de que

dichas distinciones eran hereditarias y se transmitían a hijos y nietos sus beneficios. El

fin perseguido, como Monteagudo lo reconociese en sus Memorias, era “restringir las

ideas democráticas; bien sabía que para traerme al aura popular no necesitaba más que

fomentarlas; pero quise hacer el peligroso experimento de sofocar en su origen la causa,

que en otras partes nos había producido tantos males”.

Peligroso experimento que mereció la dura reprobación de ese panegirista

sanmartiniano y gran historiador que fue Bartolomé Mitre: "Monteagudo, su inspirador,

que de demagogo exaltado había pasado a ser conservador ultra y después monarquista

de oportunismo; talento más brillante que sólido y de más superficie que fondo, con

espíritu más sistemático que lógico, con ideas propias y teorías incoherentes asimiladas

que aplicaba esporádicamente según sus impresiones, sin tener en consideración los

hechos superiores que las dominaban (...) San Martín y Monteagudo estaban ciegos”.

Fueron enviados a Europa ministros plenipotenciarios, García del Río y Diego

Paroissien, con el objetivo de, mancomunadamente con los enviados del Río de la Plata

y Chile, entrar en contacto con las monarquías europeas para encontrar alguna salida al

proyecto de instaurar un régimen conjunto que al mismo tiempo no comprometiese la

independencia de cada una de las colonias. Pero ni siquiera lograron convencer a los

que hubiesen sido sus aliados americanos...

Capítulo Dieciséis

La situación se agravó con el decreto del 3 de enero que prohíbe los juegos de

azar bajo el concepto de que "de nada valdría haber hecho la guerra a los españoles si no

se trataba de extirpar los vicios que nos legaran", como escribiese Monteagudo. Pero los

juegos de azar eran para los peruanos, especialmente para los limeños, mucho más que

una diversión: eran parte de su vida y de su cultura, en especial las riñas de gallos que

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movilizaban grandes cantidades de dinero que iban a dar a los bolsillos de personajes

acomodados de la sociedad. Al punto tal que la prohibición fue burlada inclusive por el

Marqués de Torre Tagle, en cuya mansión se hicieron reuniones de juego clandestinas.

Moviéndose en terreno conocido, para ganarse el favor femenino, Monteagudo

decretó que debía premiarse “El Patriotismo de las Ilustres Peruanas”, considerando que

merecían distinciones que hasta entonces sólo se habían acordado a los hombres, "pues

tenían soportados sufrimientos y vejámenes de toda clase por su valiente adhesión a los

patriotas". Esto está en línea con aquel artículo de años atrás en La Gazeta de Buenos

Aires, donde elogiaba el importante papel que las mujeres desempeñarían en la lucha

por la Independencia.

Lo cierto es que las doncellas y damas continuaron ocupando un aspecto de gran

importancia en la vida de Monteagudo, quien también en Lima supo ganarse el favor de

ellas, siendo protagonista de varios entremeses románticos, especialmente con Juanita

Salguero, con quien vivió una ardorosa relación no exenta de escándalos, que tronchó la

muerte. En crónicas sociales de la época quedó asentado el impacto producido por tan

aquilatado galán en el baile "de la Victoria"; celebrado cuando el Protector entró en

Lima, y en el que hizo su presentación en la sociedad limeña.

Soberbio y desparpajado, de conversación amena, eximio bailarín de las danzas

de moca, llamó la atención no sólo de las mujeres sino también de los hombres que lo

emulaban y envidiaban. Pero tampoco en el Perú cimentó Monteagudo una relación

estable ya que, como alguien dijese de San Martín, "los hombres de acción no tienen

tiempo de ser sentimentales".

Pero su éxito social no lo libraba de las críticas y los infundios, tomándoselo

como chivo expiatorio porque no se debía o no se quería atacar al general San Martín,

concentrándose en él las injurias y las calumnias.

La situación arribó a su máximo voltaje a raíz de la salida de San Martín para

dirigirse la Guayaquil con el objetivo de entrevistarse con Simón Bolívar. Se produce

entonces una reunión de unos cincuenta vecinos expectables convocados secretamente

por Riva Agüero, quienes se confutaban para, derribar a Monteagudo, aunque quien

había quedado a cargo del Protectorado era el Marqués de Torre Tagle, aristócrata

peruano, considerado un títere sin personalidad.

Ingenuo o indiferente ante la borrasca que se cernía sobre su cabeza,

Monteagudo aprovecha la ausencia del moderado San Martín para intensificar su

persecución contra los españoles, muchos de los cuales debieron abandonar el territorio

peruano durante su gestión; de 5.000 sólo quedan 400. Sabe que se arriesga, pero

considera que es ese su deber. Tanto como para escribir: "Conocía entonces que se me

abría un vasto campo de gloria y de peligros. Confieso que amo la gloria con pasión y

que los peligros, después de catorce años que he vivido en ellos, han perdido para mí el

prestigio que los hacen formidables". Por eso, a pesar de la alharaca que ha levantado su

acoso a encumbrados españoles de la sociedad, de fortunas exuberantes y de relaciones

influyentes, insistirá: "¿Algo más se me reprocha? Sí; que persigo a los españoles del

Perú por mezquina pasión. ¡Como si no fueran ellos de socapa los enemigos más.

tenaces e iracundos de la Independencia) ¡Como, si nadie reparase en las conspiraciones

que el españolismo de Lima sostiene, subrepticiamente o no, contra los intereses de la

causa emancipadora!".

El 31 de diciembre de 1822 expulsó del Perú a todos los peninsulares que no se

hubiesen bautizado. El 20 de enero de 1822 decretó que los expulsados dejasen al

Estado la mitad de sus bienes y a los que permaneciesen en el Perú se les prohibía todo

ejercicio del comercio. El 23 de febrero se dispuso que quienes faltasen a esta

imposición fuesen desterrados y confiscados todos sus bienes.

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Hasta llegó a prohibírseles salir a la calle con capa, y al que fu ese encontrado en

la calle después de oraciones, pena de muerte, reservada también, para todo español que

portase algún arma.

Aquellos hombres poderosos cuyos negocios se relacionaban con la metrópoli,

se juntaron para urdir una maquiavélica conspiración contra Monteagudo y organizaron

una red de infundios que rápidamente tomó cuerpo y se expandió por la sociedad. Se lo

acusaba de estar incapacitado de predicar moral, eliminando el juego, pues se trataba de

un depravado hijo de una negra y de un mal clérigo; también se hacía hincapié en la

baja extracción social en que había nacido el presumido Primer Ministro; se señalaba

que su carácter correspondía al típico porteño que quería llevarse todo por delante y que

no respetaba las particularidades del Perú; se le reprochaban imaginarios negociados

aprovechando su privilegiada posición en los asuntos públicos, acusación que se

demostró absolutamente infundada cuando al hacerse el arqueo de sus bienes no se le

encontró nada de valor, sólo aquellos adornos que lucía en su elegancia y que se

prestaron a tanta maledicencia; se le reprochaba el querer hacer de San Martín un rey o

un emperador, contrariando la vocación republicana de los limeños; se murmuraba que

en su palacio vivía como un sultán con serallo, en un lujo sufragado por el saqueo de los

fondos públicos.

A nadie se le ocurría acusar con la misma intensidad al Marqués de Torre Tagle,

culpable de no pocos de los errores del gobierno, por peruano y por saberlo adversario

de poca monta.

El 25 de julio de 1822 la conspiración estalla y los habitantes más conspicuos de

Lima le llevan al Marqués de Torre Tagle un manifiesto en el que le exigen la renuncia

del Primer Ministro. "Los verdaderos hijos del Perú, que únicamente tratan de su bien

general y de mantenerse fuertemente unidos para resistir al enemigo común que nos

amenaza, no pueden menos que representar a V.E. que todos los disgustos del pueblo

emanan de las tiránicas, opresivas y arbitrarias providencias del Ministro de Estado,

Don Bernardo Monteagudo. Por ello, pide que este detestado Ministro sea removido en

este instante, bajo el supuesto de que si no lo consiguen antes de concluirse el día, se

provocará un Cabildo Abierto, que se tratará de evitar por medio de las providencias

suaves y prudentes que sobre el caso dicte V. E."

Un elemento hábilmente explotado por los conjurados fue el de hacer correr la

voz de que en un barco a punto de zarpar saldrían desterrados algunos prestigiosos

patriotas y varios clérigos respetables, lo que alimentaba el rumor sobre las tendencias

volterianas y anticlericales del Primer Ministro, lo que hizo temer a no pocos de que la

hora podría llegarles también a ellos. Las tácticas de acción psicológicas de

Monteagudo tenían ya avezados discípulos...

El débil Marqués de Torre Tagle no se opuso a la exigencia popular y decretó la

cesantía del abogado tucumano, quien fue desterrado y embarcado en nave de guerra

con rumbo al istmo de Panamá, con la expresa indicación de no regresar jamás a tierras

peruanas, bajo amenaza de muerte dictada por el Congreso.

Capítulo Diecisiete

Monteagudo llega a Panamá, entonces provincia de Colombia, y se presenta ante

el general venezolano José María Carreño, su gobernador, presentándole la carta del

Marqués de Torre Tagle: "La salvación de la Patria y el decoro conque debe ser tratada

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la persona del honorable coronel don Bernardo Monteagudo han exigido que este

Supremo Gobierno tome la determinación de remitirlo a esa ciudad, con el objetivo de

que por aquella vía se pueda conducir a Europa o a otro punto que no sea el Estado

peruano".

Pero esta vez el doctor de Chuquisaca no, imbuido de su misión americanista.

Carreño, quien rápidamente es ganado por la personalidad de Monteagudo, lo

.pone bajo custodia del teniente coronel Francisco Burdett O'Connor, quien poco antes

había llegado para ocupar la jefatura de Estado mayor de Panamá.

En sus Memorias el militar irlandés se exaltaría: "¡Qué favor más grande el qué

me hizo. el General Carreño! ¡Qué tesoro el que me había confiado para distraerme las

horas en que me dejara libre mi batallón! Yo que antes comía en la mesa del General, no

volví más desde que me entregó a mi ilustre huésped, el señor Monteagudo de quien me

hice muy amigo y cuyo talento y vasta ilustración admiraba. El hablaba muy bien el

francés y el inglés, trajo consigo muchos cajones de libros selectos, de los que me

obsequió algunos”.

Nótese que a pesar de la premura y de la violencia con que debió partir el

argentino de Lima no dejó de llevar consigo sus preciados libros, lo que da testimonio

de su condición de auténtico intelectual. Además, llevó también al exilio a su cocinero

francés, confirmando su vocación por el buen gusto y el refinamiento.

Los testimonios de Burdett O'Connor destacan la clarividencia de su huésped

cuando augura: "¡Oh Dios mío, la pena que me causa cuando reflexiono que toda esta

guerra por nuestra Independencia es una guerra mansa, comparado a los destrozos,

matanzas, asesinatos, que hemos de ver en estos países después de haber botado al

último español de la tierra americana!".

Monteagudo se había anoticiado de que San Martín, luego de haber cedido a

Bolívar la conducción de la etapa final de la guerra libertadora, por propia decisión o

por mandato masónico, había regresado a Lima, donde rápidamente cedió el gobierno al

Congreso, convencido de que si bien había sido recibido con júbilo y simpatía ya no

había lugar allí para él. Toma la decisión de alejarse de tierras americanas hacia Europa,

con el fin de no verse involucrado en las horribles guerras fratricidas que se habían

desatado por doquier y que seguirían desatándose en las flamantes repúblicas, sin

exceptuar a su patria, la Argentina.

Su ex Primer Ministro guardará un emocionado recuerdo del Libertador y así lo

expresará en su "Memoria" del 17 de marzo de 1823, donde lo homenajea: "Sus

brillantes servicios a la causa de América desde el año XII y los que ha hecho al Perú,

abriendo la puerta para que entre a su destino, son una propiedad de la historia a la cual

nada puede defraudarse".

No es difícil imaginar, guiado por su obsesión revolucionaria, cuáles iban a ser

los siguientes pasos de Monteagudo: llegar a Bolívar, quien tenía en sus manos el

triunfo final. Quizá guiado por su ambición personal pero también movido por la

obligación autoimpuesta de velar porque aquél fuese alcanzado sin vacilaciones y con el

vigor que había que imprimirle a los cambios.

Puso empeño e ingenio en hacerle llegar reiteradas comunicaciones al Libertador

venezolano, quien finalmente le contestó que lo esperaba en Pasto, reciente escenario de

una de sus resonantes victorias militares.

El gobierno panameño le otorgó la visa correspondiente, pero Monteagudo no

contaba con los fondos necesarios para sufragar el viaje. Acudió entonces a uno de sus

amigos, rico, a quien le solicitó la suma estrictamente necesaria y a cambio le entregó

un sobre lacrado, diciéndole que lo abriera tres meses después en caso de que él no

hubiese podido aún reintegrarle la suma prestada. Así lo hizo el adinerado panameño, en

45

la fecha indicada, en presencia del irlandés Buruett O’Connor, y grande fue la sorpresa

de ambos al encontrar dentro del sobre cuatro perlas legítimas, que eran los adornos que

el "dandy" Monteagudo solía lucir en sus prendas de vestir, y que cubrían con creces lo

adeudado.

Vaya este ejemplo para constatar una vez más la probidad de este hombre

público, que contrariamente a las calumnias que se vertieron sobre él, nunca acumuló

riquezas. No era ése uno de sus defectos.

Cómo era de suponerse, como siempre había sucedido en sus contactos con los

hombres poderosos a quienes admiraba y a quienes necesitaba, el impacto que produjo

Monteagudo en Bolívar. Fue grande. El encuentro se produjo en Ibarra, a orillas del

pintoresco lago de Cuicocha. De ello da fe una recatada carta del Libertador de

Colombia: "He visto a Monteagudo y al general Necochea, el primero tiene talento y no

me ha parecido muy reservado conmigo; piensa marchar a Bogotá. (...) Ambos piensan

que se pierde el Perú si yo no voy a salvarlo”.

La frase "no ha sido muy reservado conmigo” podría aludir a que el ex ministro

de San Martín hubiese confesado a Bolívar su pertenencia a la Logia Lautaro, sabedor

de que el venezolano era una de las cabezas correspondiente.

En una carta posterior, también dirigida al presidente de Colombia, Santander,

Bolívar opina con mucho mayor entusiasmo; "Monteagudo tiene un gran tono

diplomático y sabe en esto más que otros. Tiene mucho carácter, es muy firme,

constante y fiel a sus compromisos. Añadiré francamente que Monteagudo conmigo

puede ser un hombre infinitamente útil, porque tiene una actividad sin limites en el

gabinete, y posee además un tono europeo y unos modales muy propios para una corte;

es joven y tiene representación en su persona".

El buen concepto de Bolívar lo elige para cumplir una delicada misión en

México, como es la de conseguir fondos para financiar sus ejércitos, pero luego, a punto

de embarcarse ya en Guayaquil, llega la contraorden, cuyos motivos nunca serán

conocidos es de sospechar que muchos americanos, sobre todo peruanos, habrían hecho

llegara oídos del Libertador su alarma por la proximidad de odiado ex primer ministro

del Protectorado en Lima.

Sabedor de que era estratégicamente conveniente tomar distancia por un tiempo

hasta que Bolívar lograse amenguar la animosidad en su contra, Monteagudo se

desplaza hasta Guatemala con la intención de sumarla activa y decididamente a la causa

revolucionaria. Este periplo americano alimenta en él la convicción de que la acción

independentista debe ser pensada en términos globales, continentales. Ninguna nación

americana podrá salvarse sino es juntamente con las demás, pues los graves peligros que

acechan no podrán ser vencidos en el aislamiento.

En Guatemala busca a José Cecilio del Valle, quien había lanzado la idea de

organizar un Congreso en el que se discutieran problemas comunes y se plantearan las

bases de un derecho internacional americano. Compartían ambos estadistas la fórmula

expresada por el guatemalteco: "La América será desde hoy mi ocupación exclusiva.

América de día cuando escriba; América de noche cuando piense. El estudio más digno

de un americano, es La América".

Allí lo alcanzan noticias del Perú que Monteagudo preveía y esperaba: Riva

Agüero, el conspirador, quien había escalado al gobierno con medios poco dignos, ha

sido defenestrado y deportado a Gibraltar. Está entonces abierto el camino para que

Bolívar siente sus reales en Lima y Monteagudo sabe que él le será imprescindible.

Parte entonces, a toda velocidad: "Vuelvo al Perú, mi General, y vuelvo bajo los

auspicios de Usted. Llevo una misión colosal de justificar las esperanzas que Usted y

mis amigos han concebido de mis esfuerzos. Si algún día puede Usted decir que no se

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engañó en ellas, ésta será la mayor obligación que tenga su afectísimo y obligado

amigo".

Ambos se encuentran en Trujillo, donde Bolívar prepara su entrada en Lima .

Monteagudo hace un reingreso espectacular puesto que viene acompañado nada renos

que de la prometida del venezolano, doña Manuela Sáenz de Thorne, ecuatoriana.

Quien avisa es uno de sus generales, seguramente irónico: "General, estamos

para salir a sablear a los godos y está usted cargando con mujeres, pues la señora Sáenz

ha llegado ayer tarde y también el doctor Monteagudo, de Quito. A éste se lo se lo va n

a matar en Lima, entre las manos como a gallo, porque es muy aborrecido en ella".

Quizá Bolívar haya sentido celos del largo viaje que compartieran doña Manuela

y Monteagudo. Sin embargo no lo demostró, a pesar de los puntos que calzaba la dama,

la más afortunada de sus queridas, la que compartió su lecho por más tiempo, la que

más disfrutó de su confianza.

Se la llamó “Manuelita la bella" y para la historia "La Libertadora". Ricardo

Palma trazó su retrato: "Era una equivocación de la naturaleza, de formas

esculturalmente femeninas encarnó espíritu y aspiraciones varoniles. No sabía llorar

sino encolerizarse como los hombres de carácter duro. Se la veía en las calles de Quito y

en las de Lima cabalgando a manera de hombre en brioso corcel, escoltada por dos

lanceros de Colombia y vistiendo guamán rojo con grandes borlas de oro y pantalón

bombacha de cotoña blanco. Educada por monjas en la austeridad de un claustro, era

libre pensadora. Dominaba sus nervios conservándose serena y enérgica en medio de las

batallas, y al frente de las lanzas y espadas tintas en sangre, o del afilado puñal de los

asesinos. Leía a Tácito y a Plutarco; estudiaba la historia de la Península en el Padre

Mariana, y la de América en Solís y Garcilaso; era apasionada de Cervantes, Quintana y

Homero".

Al conocer a Bolívar, había abandonado a su marido, un prestigioso médico

inglés, quien durante mucho tiempo insistió en reconquistarla, perdidamente

enamorado, recibiendo por réplica una frase que ha perdurado a lo largo de los años:

“Dejar a usted por el general Bolívar es algo; dejar a otro marido sin las cualidades de

usted sería nada".

Ante esta descripción no es de extrañar que entre Manuela Sáenz y Bernardo

Monteagudo se estableciera una fuerte corriente de simpatía, hermanados por sus

sentimientos anticlericales por la vivacidad de su espíritu, por lo desprejuiciado de sus

talentos. No ha faltado el historiador mal pensado que sospechó de los celos de Bolívar

como una de las causas de la temprana muerte del abogado tucumano.

Capítulo Dieciocho

Mientras la situación maduraba en el Perú, engendrando las condiciones óptimas

para su entrada en Lima, Bolívar organizaba comidas en las que gustaba prolongar las

sobremesas en charlas con "sus colaboradores e invitados donde se abordaban temas

variados, siempre ájenos a la marcha de la situación militar. Al general le gustaba,

parecía complacerse en ello, suscitar opiniones encontradas entre Sánchez Carrió y

Monteagudo; quienes se odiaban entrañablemente.

El peruano había logrado ser designado primer ministro del gobierno a instalarse

próximamente en la capital peruana, pero no le era indiferente la creciente confianza y

amistad que Bolívar demostraba hacia el argentino. Era la misma persona que en su

periódico El Tribuno expulsado ya Monteagudo del Perú, había publicado: "Ya todo

republicano puede decir: ¡Desde que ha caído Monteagudo no siento la montaña que me

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oprimía!". También llamaba a ajusticiarlo "sin responsabilidad cualquiera, cuando una

imprudencia o su mala aventura lo conduzca nuevamente a nuestras costas".

El apuesto argentino no olvidaba esto, tampoco que Sánchez Carrió y la Logia

republicana por él encabezada, habían sido promotores principales de su derrocamiento

y posterior destierro, como así también de la ingratitud con que San Martín fuera

recibido al regresar de Guayaquil.

En esos ágapes, en los que desfilaban entre diez y doce platos regados con

abundantes vinos, en los que se sucedían los brindis, uno tras otro, Monteagudo sabía

que podía contar con la ex señora de Thorne, aliada de sus ideas poco formales y de sus

afirmaciones a veces heréticas y escandalosas. Bolívar se divertía mucho con el ingenio

y la audacia de ambos, y ello aumentaba la inquina de Sánchez Carrió y de no pocos de

los sentados a esa mesa.

Bolívar era un conocido librepensador de ideas muy avanzadas para la época y

despreciaba la pacatería y la mojigatería del peruano, en tanto se entusiasmaba con las

intrepideces de su amante y de quien iba transformándose en su favorito.

El doctor Rebaza, quien participase de dichos encuentros, relata una anécdota

divertida: "A fines de mayo salieron de Guamachuco para Angamarca (...) y en un mal

paso se desbarrancó la mula en que iba el doctor Monteagudo, y en el peligro gritó:

‘¡Dios mío, ayúdame!’”.

No se hizo daño alguno, pues la bestia pudo contenerse. El Libertador de

Colombia le dijo entonces al peruano: Dígale Usted algo al doctor Monteagudo, que en

el peligro acaba de hacer la invocación que hemos oído". El mismo testigo presencial,

en otro párrafo, expresivamente, dice que al general venezolano le gustaba "carear" a

sus dos invitados.

Cabe aquí la reflexión sobre si Monteagudo pensaba que su seguridad estaba

garantizada cuando volviese a presentarse en Lima, de donde había sido expulsado tan

amenazadoramente. Monteagudo no era ingenuo, su agitada actividad política le había

dado una experiencia bien aprovechada por su inteligencia natural. Si decidió reingresar

en Lima fue porque fuera leal a su vocación de revolucionario, porque en su vida no

había otra cosa que un vínculo absoluto y excluyente con el proyecto planteado años

atrás, en Chuquisaca, cuando se sintió llamado a protagonizar la transformación de su

patria, y más aún de América toda. No era cobarde, estaba casado con el peligro, quizá

confiaba en su buena estrella que hasta entonces le había ahorrado mayores males a

pesar de haber sorteado situaciones de gran dificultad, comenzadas con aquella lejana

condena a muerte en Potosí.

—A partir de entonces, todo lo que siguió fue gratuito —diría, recordando quizá

lo escrito por uno de los antiguos a quien solía citar en sus escritos, Fenelón: "Antes de

lanzarse al peligro, hay que prevenirlo y temerlo. Mas, una vez en él, no nos queda otra

solución que despreciarlo".

En todo momento, desde que acudiese a sumarse a Bolívar, tenía pruebas

irrefutables de la animosidad que despertaba entre los peruanos, quienes recordaban con

espanto los destierros de tanto español con predicamento, la prohibición del juego, el fin

de la esclavitud y tantas otras medidas que los habían perjudicado, más en sus bolsillos

que en sus ideales. También estaban los sinceros republicanos que denostaban sus

inclinaciones monárquicas.

Monteagudo no podía desconocer que la mera idea de que al amparo de Bolívar

volviera a ocupar posiciones de mando, como antes lo había hecho con San Martín,

despertaba apasionados enconos basados en el temor.

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Era un condenado a muerte y él lo sabía. Pero estaba decidido a enfrentar su

destino trágico sin subvertir su esencial condición de revolucionario a ultranza. Y la

revolución americana se jugaba, en esos momentos, en la proximidad de Simón Bolívar.

Este lo valorizaba mucho y recientemente, debido a que la complejísima

situación política del Perú, donde subsistían tres fuertes destacamentos militares, en El

Callao, el Sur y la sierra, sumado a la católica dispersión en facciones del bando

patriota, le hacían indispensable alguien que pudiese aclararle algo de esta nebulosa,

también con la clarividencia y la experiencia suficientes como para proponer estrategias

adecuadas.

El general venezolano no desconocía el riesgo a correr por su favorito: “Es

aborrecido en el Perú –escribía a Santander— por haber pretendido una Monarquía

Constitucional, por su adhesión a San Martín, por sus reformas precipitadas y por su

tono altanero cuando mandaba; esta circunstancia lo hace muy temible a los ojos de los

actuales corifeos del Perú, los que me han rogado por dios que lo aleje de sus playas,

porque le tienen un terror pánico”.

Pero, ¿quién podía desprenderse de alguien tan activo, tan incondicional y tan

sagaz? Con una capacidad de trabajo verdaderamente notable, sumada a una aguda

perspicacia para encontrar solución a situaciones difíciles. Vayan como ejemplo los

párrafos del coronel Burdett O’Connor, quien relata cuando, cabalgando con

Monteagudo, éste se dio vuelta para decirle: “Ya lo he hallado”. El coronel de las Islas

Británicas lo interrogó acerca del significado de esa expresión. “La cifra”, respondió

Monteagudo. Los patriotas habían interceptado una carta del general español Canteraca

su colega Rodil, quien defendía los castillos de El Callao. En ella le avisaba sobre el

desastre de las armas españolas en Junín; la carta estaba cifrada y durante toda la

cabalgata, sin dejar de dialogar amenamente, la mente de Monteagudo había estado

febrilmente ocupada en el desciframiento de dicha clave. “Cuando lleguemos al pueblo

y o se la dictaré a Usted, y me la pondrá en limpio para entregársela al general”.

Lo que más seducía a Bolívar eran las convicciones americanistas de su

colaborador, quien así lo ayudaba a retomar aquellos impulsos de sus años mozos que

luego la realidad de viajes y batallas le habían hecho postergar.

Monteagudo era capaz de argumentar con sistema y pasión, citando filósofos de

la antigüedad y autores modernos, lo que hacía sumamente convincentes sus

desarrollos. Bolívar lo estimuló a escribir sobre el tema, lo que el argentino hizo en su

célebre artículo “Ensayos sobre la necesidad de una federación general entre los estados

hispanoamericanos y plan de su organización”, que quedase inconcluso a raíz de su

muerte.

El abogad tucumano insistía ante el rechazo general de los países de América,

para invitarlos a la gran reunión de Panamá.

Ha llegado hasta nuestros días el documento firmado con el Perú, seguramente

idéntico al propuesto a otros países: “Se reunirá una Asamblea General de los Estados

Americanos compuesta por sus plenipotenciarios con el encargo de cimentar de un

modo más sólido y establecer las relaciones íntimas que deben existir entre todos y cada

uno de ellos, y que le sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto

ante los peligros comunes, de fiel intérprete de sus tratados públicos cuando ocurran

dificultades, de juez, árbitro y conciliador en sus disputas y diferencias”.

Este proyecto encuentra buena recepción en los gobiernos de México y el Perú,

pero no así en el de Buenos Aires, y para no aparecer desairando a Bolívar, Rivadavia

contrapropone un proyecto disparado, urdido en colaboración con la Chancillería de

Portugal, proponiendo una reunión en Washington a la que se citaría a España, Portugal,

Grecia, los Estados Unidos, México, Colombia, Haití, Buenos aires, Chile y el Perú. Es

49

tanta la indignación del Libertador de Colombia que, por ser también argentino,

reprocha a Monteagudo “el viento pampero que embota el cerebro” de su compatriota.

Pero el vínculo entre ambos era firme y Bolívar lo tuvo a su lado durante la

batalla de Junín y también cuando por fin, el 6 de diciembre de 1824, hizo su ingreso en

Lima. El ministro de Estado seguía siendo Sánchez Carrión, pro los rumores de

acrecentaban respecto de que quien verdaderamente influía sobre Bolívar era

Monteagudo y muchos vaticinaban que pronto desplazaría al peruano.

Es seguro que de no haber sido por su muerte temprana el Proyecto de Unión

Americana de Monteagudo, que Bolívar apoyaba sin retaceos, hubiese progresado a

favor del entusiasmo y de la eficacia de su mentor. El historiador Vicuña Mc Kenna,

chileno, escribió: “Un hombre grande y terrible concibió la colosal tentativa de la

alianza entre las Repúblicas recién nacidas, y era el único capaz de encaminarla a su

arduo fin. Monteagudo fue ese hombre. Muerto el, la idea de la Confederación

Americana que había brotado en su poderoso cerebro se desvirtuó por sí sola”. A su vez,

el político y escritor mexicano Tornel y Mendivil, corrobora: “Se ha atribuido al

Libertador de Colombia, Simón Bolívar, la gloria de haber concebido el importante

designio de reunir un congreso de las Naciones Americanas, a semejanza de todas las

Confederaciones, tan célebres en la historia de los antiguos griegos. Mas la

imparcialidad exige que se refiera que el primero en recomendar el proyecto

verdaderamente grandioso, fue el Coronel Monteagudo, de temple muy fuerte de alma y

compañero de Campañas del General San Martín, en sus memorables de Chile y el

Perú”.

La circular enviada a los demás gobiernos por bolívar, firmada dos días antes de

la Batalla de Ayacucho, y que lleva el innegable estilo de Monteagudo, dice en uno de

sus párrafos: “Después de quince años de sacrificios consagrados a la libertad de

América, para obtener el sistema de garantías que en paz y en guerra sea el escudo de

nuestro nuevo destino, es tiempo ya de que los intereses y las relaciones que unen entre

sí a las Repúblicas Americanas, antes Colonias españolas, tengan una base fundamental,

que eternice, si es posible, la duración de estos gobiernos”. Siguen a continuación

párrafos en los que se urge a enviar los representantes a Panamá sin esperar a que todas

las repúblicas hayan aprobado la propuesta. “Si V.E. no se digna a adherir a él. Preveo

retardos y perjuicios inmensos a tiempo que el movimiento del mundo lo acelera todo,

pudiendo también acelerarlo en nuestro daño”.

El apuro de Monteagudo se debía quizás a alguna premonición sobre su futuro,

pero también a que le resultaba claro que la inminente victoria final sobre los españoles

haría que las naciones americanas se desbarrancasen en disputas intestinas que harían

chorrear sangre sin dejarles tiempo ni energías para ocuparse de las innegables ventajas

de un panamericanismo como forma de fortalecerse frente al acoso esbozado o

encubierto de las otras potencias del mundo. En su “Ensayo” puede leerse: “Sólo la

Asamblea podrá, empleando al ascendiente de sus augustos consejos, mitigar los

ímpetus del espíritu de localidad que los primeros años de la independencia será tan

activo como funesto”.

Nadie podrá negarle a Monteagudo una notable capacidad de anticipación, y

cuando se escriba la historia de instituciones como la Organización de Estados

Americanos, sería justicia reivindicarlo como uno de sus precursores.

Capítulo Diecinueve

50

Desde el 6 de diciembre de 1824, cuando entra en Lima a la vera de Bolívar,

hasta su asesinato en la calle Belén el 28 de enero de 1825, Monteagudo desarrolla una

febril actividad cumpliendo con las tareas que se le han encomendado.

También departe largamente con Bernardo O’Higgins, quien, extrañado de Chile

por los borrascosos de las naciones sudamericanas, ha ofrecido sus valiosos servicios a

Bolívar, quien, celoso de su prestigio, se limita a pedirle que lo acompañe y le brinda

una cálida hospitalidad. Lo mismo que había hecho con San Martín cuando el militar

argentino le ofreció subordinarse y servir a sus órdenes cuando se entrevistaron en

Guayaquil.

Monteagudo reinicia su encendida relación con algunas de las damas limeñas, en

especial con doña Juana Salguero, hacia cuya casa se dirigía cuando Candelario

Espinosa, el negro, y su pretexto de pedirle lumbre y le dejaron el corazón partido con

un puñal asestado con tanta fuerza que su punta sobresalía por la espalda.

Quienes encontraron el cadáver todavía tibio lo transportaron hasta el convento

de San Juan de Dios. Uno de los testigos refiere que el político argentino estaba vestido

con sofisticada elegancia y fue eso lo que permitió su rápido reconocimiento.

En su dedo lucía un anillo de oro cincelado y de su pecho colgaba una cadena

también de oro que portaba un reloj de fabricación inglesa del mismo metal; un

hermoso alfiler de corbata formado por un zafiro borlado de diamantes remataba el

pañuelo de seda anudado prolijamente en el cuello. Los asesinos ni siquiera habían

tenido la serenidad de despojarlo de las seis onzas de oro y algunas monedas de plata

que llevaba en los bolsillos.

Bolívar fue informado de inmediato de la infausta nueva y presuroso concurrió

al convento donde personalmente tomó las primeras providencias para el

esclarecimiento del crimen. Fue él quien, ante la vista de cuchillo letal, dióse cuenta de

que había sido muy recientemente afilado, por lo que dio órdenes de interrogar a todos

los barberos de la cuidad para identificar a quien había llevado a cabo tal operación.

Uno de ellos afirmó haber afilado un puñal idéntico llevado por un negro, al que

reconocería si lo volviera a ver. Instruyóse entonces por bando a que todos los criados

de las casas y otras personas de color se presentaran para recibir una inexistente boleta

amenazando con que quien no lo hiciese sería juzgado como delincuente. Fue así

reconocido Candelario Espinosa, el asesino, negro pendenciero y de mal vivir, quien ya

cargaba con una muerte en su haber.

En su primera declaración afirmó, seguramente bien instruido, que el único

motivo del asalto a ese caballero desconocido había sido robarle, pero como se resistiese

a los gritos habíase visto obligado a matarlo y a huir. Esta coartada fue fácilmente

demolida por la declaración de su cómplice Ramón Moreyra, reclutado a último

momento y que no había sido advertido de las verdaderas razones del atentado, a quien

mucho le había llamado la atención que el negro Candelario se negase, a pesar de sus

reclamos, a vaciarle los bolsillos una vez derribada la víctima. Afirmó también que de

sus labios escuchó: “Vaya por las que ha hecho”.

El libertador venezolano manda decir a Espinosa que le perdonará la vida, ya

que para delito tal sólo la horca cabía esperar, si a solas y en la mayor reserva le

confiesa el nombre de quien le había encargado matar a su estrecho colaborador.

Aceptado el pacto, grande debe de haber sido la importancia de su confesión porque

Bolívar guarda el secreto hasta casi su tumba, cumpliendo con su promesa de amnistiar

al negro, debiendo hacer uso para ello de las facultades discrecionales que le acordaba

su condición de dictador.

51

Como es de imaginar, los rumores y las especulaciones sobre el asesinato de la

calle Belén fueron muchos: se cuchicheó acerca de venganzas de esposos traicionados,

de castigos por deudas de juego impagas, de viejas y oscuras historias del abogado

argentino. Fácil es colegir que los mismos culpables se habrían ocupado de echar a

rodar distintas versiones para confundir a quienes investigaban, aunque estos nunca

demostraron demasiado celo en su tarea, como si hubiera habido temor de profundizar

en la verdad del hecho.

Quién echó luz definitiva sobre el asunto muchos años más tarde fue el general

Tomás Mosquera, quien en aquella época, a principios de 1825, era persona de

confianza del general venezolano, tanto que fue su ayudante de campo, su secretario

general y el último jefe de su Estado Mayor. Era, por lo tanto, depositario de muchos de

sus secretos.

La sala estaba casi a oscuras, iluminada por una sola bujía.

1. — Traigan al negro –ordenó Bolívar.

A Candelario Espinosa se le redondeaban los ojos por el terror.

2. — Mande, patrón...

3. — Quién te pago para que lo mataras.

4. — Nadie, se lo juro ...

Bolívar lo encara con amenazante fiereza.

5. — Escucha, Candelario, allí en el fondo de esta sala –con su dedo apunta a la

penumbra— está el alma de Monteagudo que se va a vengar de ti si no dices la verdad.

Debió de haber sido convincente la estratagema, según escribió el general

Mosquera.

“—Descubre todo y todo te perdono.”

Cayó de rodillas el asesino, y dijo estas tremendas palabras:

“—El señor Sánchez Carrión me dio cincuenta doblones de cuatro pesos en oro

para que matara a Monteagudo porque era enemigo de los negros y de los peruanos.”

Bolívar parece no haber querido contarle a su confidente, el general Mosquera,

la advertencia del negro Candelario acerca del complot que una semana antes había

puesto en peligro su propia vida. Pero el Libertador venezolano sabía ahora que debía

cuidarse de Sánchez Carrión, por lo que no era difícil pronosticar lo que sucedería poco

después.

Cuarenta días más tarde Sánchez Carrión muere misteriosamente, aquejado de

un mal extraño que lo lleva rápidamente a la tumba y que da pie a sospechar que pudo

haberse tratado de un envenenamiento. Según su jefe de Estado Mayor, quien guardase

estos secretos a lo largo de tantos años respondiendo a una precisa instrucción de

Bolívar en ese sentido, el ignoto ejecutor de Sánchez Carrión a su vez fue asesinado

pocos días más tarde, con lo que quedaba cerrado el círculo de traición y muerte que

segó la vida de un polémico personaje de nuestra historia a quien nadie, ni siquiera sus

detractores de antes y de ahora, pueden negar su admirable pasión revolucionaria:

Bernardo Monteagudo.

Bibliografía

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52

Bidondo, Emilio, Alto Perú, insurrección, libertad, independencia, Buenos Aires,

1979.

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Herreros de Tejada, El teniente coronel José de Goyeneche primer conde de

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1976.

Mitre, Bartolomé, Historia de Belgrano, Buenos Aires, 1947. — Historia de San

Martín, Buenos Aires, 1968.

Siles Salinas, Jorge, La independencia de Bolivia, Barcelona, 1992.

Soto Hall, Máximo, Monteagudo y ideal panamericano, Buenos Aires, 1933.

Anexo documental (fragmentos)

EL EDITOR.

Para una nación débil y cobarde su misma seguridad es peligrosa, porque

abandonándose a un profundo letargo está siempre próxima a perder su existencia: mas

para un pueblo intrépido y enérgico los más graves peligros son otros tantos medios de

hacerse respetable. El cobarde se acerca al peligro cuando huye de él, y el intrépido se

pone a mayor distancia cuando lo arrostra. Todos los horrores que forja la

pusilanimidad en su delirio no son sino males relativos que sólo atormentan al débil sin

tener en su objeto más de una existencia ideal. Si el temor no hubiese llegado a formar

una segunda naturaleza en el hombre el número de sus desgracias no hubiera excedido

de un prudente cálculo: pero esta pasión fanática y supersticiosa multiplica hasta lo

infinito sus miserias, previniendo su incierta y remota existencia. La intrepidez al

contrario, jamás confunde el presentimiento con la realidad, ni equivoca los males

posibles con los actuales: sólo teme a los cobardes que deben concurrir a disiparlos,

porque sabe que el mayor escollo es la languidez dé los mismos resortes que dirigen el

mecanismo de sus fuerzas morales.

Fijemos un principio para analizar sus consecuencias: la patria está en peligro, y sólo

nuestra energía, nuestra energía sola podrá salvarla. Yo veo que Roma aniquilada y

moribunda después del triunfo de Brenno, no presenta ya sino un cuadro ruinoso de su

antiguo esplendor, y que sus habitantes despavoridos huyen sin esperanza de volver a

ver a sus dioses penates: pero luego que el gran Camilo ha desde su retiro de Ardea al

frente de nuevas legiones, y el pueblo recobra su energía con el ejemplo de Manlio, el

vencedor se rinde, y se reedifica la capital del mundo, cuando parecía que sus recursos

agotados iban a poner un paréntesis eterno en los fastos de su gloria. Algo más, yo veo

que estando para sucumbir la república por el incendiario Catilina y sus cómplices, el

celo intrépido de un solo ciudadano, del orador de Arpino salvó la patria de tan gran

conflicto; y cuando el veneno parecía haber alterado su misma constitución, hasta

reducir a un índice abreviado los defensores del orden, pudo no obstante la energía del

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menor número sofocar el furor de los conjurados. Yo veo por último a un solo

Washington cuyo nombre haré su eterno elogio, destruir en las regiones del norte la

arbitrariedad y tiranía, asegurar con sus esfuerzos el patrimonio hasta entonces usurpado

a millares de hombres, y llevar a cabo sus virtuosos designios venciendo con su energía

los escollos que opone a la salud de los hombres la codicia y los resabios de la

servidumbre. Pero no busquemos en los anales del heroísmo ejemplos de que no

carecemos en el período de nuestra revolución. Hemos visto que la energía nos ha

salvado más de una vez sosteniéndonos en los conflictos y escasez de recursos con una

orgullosa firmeza, y acabamos de probar en estos últimos días, que para que el pueblo

americano despliegue su intrepidez, es preciso que los peligros se presenten

complotarlos por decirlo así, y que convergiendo sus ojos a todas partes a fin de calcular

sus recursos se vea precisado a volverlos a fijar en sus propias fuerzas para empeñarlas

con mayor ardor. Será una felicidad para un pueblo que desea ser libre el que llegue a

desengañarse y conocer, que mientras no busque en el fondo de sí mismo los medios de

salvarse jamás lo conseguirá. Es muy fácil y peligroso que el que se acostumbra a creer

que nada puede por sí mismo llegue a ser en efecto impotente para todo, y sólo calcule

sus fuerzas por los precarios auxilios que espera recibir: pero cuando conoce que su

energía es tanto más ventajosa cuanto en cierto modo inutiliza las que se le oponen, y

que su propio pecho es el muro más inexpugnable contra los ataques que la amenazan: y

considera al mismo tiempo que la fuerza moral de su espíritu dobla sus fuerzas físicas

hasta elevarlo del último grado de debilidad al supremo de vigor y robustez; entonces es

muy fácil que cien héroes reunidos triunfen de millares de imbéciles que calculan su

fuerza por el número de sus brazos, sin contar con el corazón que los anima. Todo

hombre nivela sus empresas por la opinión que tiene de sí mismo, y la proporción que

guarda es tan exacta que pueden mirarse aquellas como la más fiel expresión del

concepto que le inspira su amor propio. El carácter de un espíritu firme y enérgico es

creerse superior a todo; de consiguiente él emprenderá lo más arduo y difícil satisfecho

de que los escollos que se le presenten no harán más que abrirle el camino de la gloria.

Podrá quizá estrellarse en su sepulcro en medio de su carrera; pero aun entonces él

muere con ventaja, porque muere sin temor, y deja al cobarde un monumento que lo

aterre.

Pueblo americano, grabad en vuestro corazón estas consecuencias y su principio:

la energía sola podrá salvarnos; pero ella basta aunque los demás recursos huyan de

nosotros; no temáis a ese frenético enemigo que auxiliado de un rival vecino quiere

incendiar nuestros hogares, y usurpar por un derecho nominal de sucesión vuestra

imprescriptible soberanía. El tiene más vanidad que espíritu, más orgullo que valor; y

sus armas sólo pueden ser terribles para otros esclavos iguales a él. Nosotros

combatimos por nuestra libertad, combatimos por nuestra cara posteridad, y

combatimos por nuestra existencia natural y civil: todo el que sea capaz de sentir, lo

será de sacrificarse por tan grandes intereses: para salvarlos quizá no se necesita más

que un momento de energía, un instante de intrepidez. Corramos a la gloria, y

proscribamos de nuestra lista nacional al cobarde que huya del peligro, o al ingrato que

prefiera la esclavitud. Si alguno abandona a la patria en estos conflictos, precipitémosle

de la roca tarpeyana cargándolo de eternas execraciones.

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POLÍTICA

Si el temor y la ambición producen las facciones y éstas los partidos que devoran

al estado, es un deber de todo gobierno popular ocurrir a la influencia de aquellos dos

agentes de disturbio y prevenir sus efectos, ya que es imposible desarraigar las causas

de donde emanan. Todo hombre sensato debe estar desengañado de esa quimera

filosófica, que ha entretenido el espíritu de algunos que intentaron desnudar a los

hombres de su ropaje natural, quiero decir de sus pasiones y vicios. Yo veo al hombre

siempre el mismo en el siglo de Arístides, que en la edad de Calígula, en los tiempos de

Sócrates y en los de Nerón: veo que las lecciones de Marco Aurelio, las máximas de

Séneca y las virtudes de sus contemporáneos tuvieron estériles admiradores sin ser

jamás imitadas: veo en fin que el antiguo y nuevo mundo, las razas de los tiempos

fabulosos y las generaciones del siglo XIX, se resienten de las mismas debilidades, de

iguales extravíos y de propensiones idénticas que humillan el espíritu del que considera,

siempre aislada la justicia a un corto número de hombres, que abortan los tiempos en su

rápida carrera.

Yo bien quisiera dudar de esa humillante observación, mas por desgracia ella es

una verdad demostrada; y en la triste necesidad de suponerla, sólo debo calcular los

medios preventivos de la malicia de los hombres, demasiado propensos al espíritu de

discordia, luego que el temor o la ambición los agita. En verdad es un sentimiento

natural a todo ser débil e impotente buscar el apoyo de otro y dilatar la esfera de su

poder interesando en su auxilio al más sagaz, al más poderoso y al más fuerte, cuando le

amenaza un riesgo o le combate un peligro que aflige sus recursos individuales. Si un

funcionario público, si un militar honrado, si un ciudadano particular ven vacilar su

existencia civil por las detracciones, las imposturas y las denuncias clandestinas: si el

gobierno fomenta con su tolerancia los chismes y rencillas sordas y tiene a más la

debilidad de consentir en el menoscabo de la opinión de aquellos, es consiguiente al

temor de perderla el sobresalto, la indignación, la venganza; los celos, las quejas y todos

los demás recursos que sugiere una justa represalia en la crisis del enojo. El agraviado

ya no trata desde entonces sino de buscar prosélitos, en su dolor: persuade, seduce,

alarma, divide y en fin su pasión grita y la discordia triunfa. Es un principio en la políti-

ca que así como el déspota funda su seguridad en las denuncias, único tráfico de sus

mercenarios aduladores; la acusación es en los estados libres la salvaguardia de la

LIBERTAD individual. En un pueblo donde la denuncia sea un crimen y donde la

acusación esté autorizada por la ley, jamás la virtud podrá ser oprimida de la impostura.

Si mis acciones son conformes a las leyes eternas que me rigen y si yo estoy cierto que

las tinieblas no pueden oscurecerlas; si sé que no tengo otro enemigo que el que se me

presenta armado, el temor será en mí una pasión efímera, y descansado en mí mismo

cuidaré sólo de sostener mi opinión, mas no de arruinar la de los otros. Pero mi

conducta será del todo contraria, si sé que se me acecha en secreto y que se juzga mi

opinión en el seno de las sombras. En resultado de estas observaciones yo concluyo, que

uno de los medios preventivos de las discordias y partidos, es cerrar la puerta a las

denuncias secretas y abrir un tribunal público de acusación donde el celoso ciudadano

publique con intrepidez los crímenes del perverso y la virtud esté al mismo tiempo

segura de la saña de los impostores.

¡Que pueden al presente todos los esfuerzos de los tiranos! Sus infructuosas

campañas han abatido su coraje, sus recursos se han agotado; su crédito ha perecido y la

ilusión que los sostenía se ha disipado como el humo: las naciones han abierto los ojos y

los han fijado sobre esta guerra: la mitad de la Europa se arma contra nuestra enemiga,

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la otra mitad ve con placer la próxima ruina de esa potencia soberbia que se arrogaba el

imperio de los mares y sometía a su cruel yugo la parte más vasta de la América.

¿Con qué titulo nos imponía y dictaba leyes? ¿No es un absurdo, el que un

inmenso continente sea gobernado por una pequeña isla?, La naturaleza no ha formado

al satélite mayor que a su planeta. Estando la Inglaterra y la América en relaciones

inversas según el orden natural, era preciso que la Inglaterra perteneciente a la Europa y

la América misma. Nuestra situación, nuestras fuerzas, la tiranía de los ingleses, su

distancia, ved ahí, ved ahí los títulos que tenemos para ser independientes. Nosotros

somos libres porque queremos y porque podemos serlo: este es el orden de la naturaleza

y sin embargo se nos trata de rebeldes. El enemigo de la LIBERTAD y de la humanidad

es el verdadero rebelde: éste es el monstruo horrible que debe ser marcado por todas

partes con el sello del anatema público. ¿Nosotras rebeldes? ¿Lo es acaso el que

defiende sus hogares contra los que roban sus propiedades y arruinan sus hijos?

¿Nosotros rebeldes? ¿Y qué eran los ingleses cuando hicieron correr en el cadalso la

sangre de uno de sus reyes, cuando obligaron a otro a huir de su barbarie y a renunciar

la corona por salvar su vida? La sangre de los reyes no ha manchado nuestras manos y

sin embargo se derrama la nuestra. ¿Nosotros, en fin, rebeldes? ¡Ah! si lo somos, nos

gloriamos de tener parte en este bello título con el gran Tell, que hizo temblar al Alberto

sobre el trono; con el primer holandés que osó salvar a sus. compatriotas de la tiranía

del duque de Alba. Nuestra causa es la misma, porque es la causa de la LIBERTAD.

¡Pero, cuanto más feliz es nuestra situación! La naturaleza nos ha prodigado

todos sus dones, las artes hermosean nuestras comarcas, la industria y el Comercio

hacen reinar la abundancia. El coraje de los americanos se ha desplegado ya en los

combates: ¿quién podrá hacernos vacilar entre la guerra y una servidumbre?. La victoria

es nuestra si perseveramos; pero aún cuando la muerte fuese cierta, ¿quién no la des-

preciaría y quién no bajaría a la tumba con placer? ¿Se debe temer la muerte cuando la

vida no es sino el fruto de la esclavitud? Muramos, muramos si es preciso; ¡pero qué

digo!; olvidemos esa imagen, la felicidad va a renacer entre nosotros con la paz. Atesto

nuestras victorias, las de nuestros aliados, la caída de esos ministros cuyo orgullo causó

todas nuestras desgracias, la evacuación de la mayor parte de nuestras plazas; atesto esta

feliz unión que reina entre los americanos; atesto en fin esas leyes dictadas por la

humanidad y la sabiduría. Las leyes de Licurgo estaban escritas con sangre, nuestro

código no respira sino humanidad: Platón forjó quimera, nosotros seremos felices en

realidad. Numa era rey, y nuestros legisladores son ciudadanos libres. Ved ahí los

felices auspicios bajo los cuales se renovarán entre nosotros los bellos días de Atenas y

de Roma.

Nosotros estamos en nuestra aurora, la Europa toca su occidente; y si las

tinieblas se apresuran a envolverla, para nosotros amanecerá un día puro y risueño:

ciudades numerosas saldrán del seño de estos desiertos inmensos: nuestros buques

cubrirán los mares, la abundancia reinará dentro de nuestros muros y no se verán sobre

nuestros altares y en nuestros tribunales sino dos palabras: humanidad y LIBERTAD.

¡Ojalá pudiésemos expiar los ultrajes que han recibido ambas en América y que aún

reciben en muchas partes de la Europa! ¡Ojalá pudiésemos mostrar a nuestros antiguos

tiranos y a todos los pueblos en una sabia y justa legislación el medio de afirmar la

felicidad de los individuos y de asegurar la permanente prosperidad de los estados!

(Id. Mayo 4 y 11 de 1812.)