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DIÓCESIS DE PEREIRASEMINARIO MAYOR
“MARÍA INMACULADA”
MORAL VIDA Y BIOÉTICA: ETICA DE LA VIDA
Orientado por: Pbro. Jorge Luis Toro R
CAPÍTULO IILA CONSERVACIÓN DE
LA VIDA
INTRODUCCIÓNLa grandeza de la vida
humana exige que, una vez gestada y nacida, el
hombre la conserve y cuide de ella.
La razón de este deber ético es doble: la propia dignidad de la vida y el hecho de que quien la
posee no es dueño absoluto de la misma, sino
tan sólo su poseedor y administrador, aunque sea un «poseedor» inteligente
y no un «autómata», incapaz de tomar decisiones libres.
Cada persona debe cuidar su vida como un don: el
primer y más elevado que posee y que los creyentes afirmamos que Dios le ha
confiado guardar y defender. Este grave deber
incluye una serie de acciones sobre las que cabe
emitir un juicio ético. Cabría enumerar los dos
siguientes apartados:
a) Defenderla. En primer lugar, cada hombre tiene el deber moral de defender la vida ante el injusto agresor.
Este derecho puede ser conculcado de muy
diversas formas. La más grave es cuando se atenta contra ella produciendo su muerte, lo que acontece en
el homicidio
A este respecto, también se debe cuestionar si el Estado puede disponer de la vida de los súbditos, de forma que se legitime la pena de
muerte del ciudadano indigno.
En ocasiones, aun sin morir, la propia vida es sometida a
presiones tanto físicas como psicológicas por
agentes extraños, lo cual acontece de varios modos. Los más graves y comunes
son la tortura -física o psíquica- y la manipulación
de la mente.
b) Conservarla. También el sujeto mismo puede
atentar contra sus propia existencia bien cuando
pretende disponer de su vida mediante el suicidio o cuando otros intentan
manipularla, como puede ocurrir en algunas experimentaciones
médicas.
Otro tratamiento ético merece el caso quirúrgico
de los trasplantes de órganos. Otras veces se
ocasionan daños al mantenimiento y
protección de la salud, lo que se produce de muchas maneras, por ejemplo, en
el caso de la huelga de hambre, del alcoholismo,
la drogadicción, etc.
Estas y otras acciones merecen un juicio moral positivo o condenatorio
según los casos. El criterio moral es siempre el
mismo: “el hombre tiene obligación de conservar su
vida a cualquier riesgo y lo conculca si no cumple
adecuadamente este deber”.
Al estudio de estos temas corresponde el contenido de este II Capítulo, en el
que de modo sistemático, se articula en esos dos
grandes apartados señalados: la defensa y la conservación de la vida
humana.
En el primero se estudian los siguientes temas:
* El homicidio.* La defensa ante el injusto
agresor.* La pena de muerte.
* La tortura.* La mutilación.
* La manipulación psíquica.
En el segundo: * El suicidio y las diversas
formas de quitarse la vida: «muertes heroicas suicidas».
* La huelga de hambre. * Los trasplantes de órganos. * Las experiencias médicas
con los enfermos.* El alcoholismo y la
drogadicción.
Algunas de estas cuestiones corresponden al estudio de la moral de todos los
tiempos, como el suicidio y el homicidio. Otros temas se presentan con especial
urgencia al examen de la ética teológica actual, como son: la tortura, la
drogadicción, los experimentos médicos, etc.
Finalmente, en relación con la pena de muerte, que recibía un juicio aprobatorio, la conciencia actual siente una repulsa a
conceder al Estado el que pueda disponer de la vida de sus súbditos, aun en el
supuesto de que se trate de ciudadanos que se juzgan sociológica y moralmente
indignos.
I. LA DEFENSA DE LA VIDA HUMANA.
Ante todo es preciso enunciar los supuestos que garantizan la grandeza de
la vida humana así como el dominio que cada hombre
tiene de su respectiva existencia.
En este tema se confrontan dos ideologías.
Ambas acentúan su «dignidad», pero difieren en señalar el ámbito de
competencia que les corresponde.
La Ética Teológica profesa que sólo Dios es el dueño
de la vida por lo que el individuo no puede
disponer de ella a su antojo.
La moral laica mantiene la sentencia de que cada
hombre dispone de poder absoluto sobre su propia
vida -¡es «mi vida»!- y este derecho es total, de forma que sólo cabe limitarlo en
el caso de un uso caprichoso o si se pone en
peligro la vida de los demás.
En tal supuesto, la sociedad o el Estado deben proteger
al individuo aun de sus propios errores o locuras
cuando el interesado no la custodia como debe.
La ética teológica argumenta desde los datos bíblicos que afirman la dependencia del hombre respecto de Dios.
Pero, ante la gravedad de los temas que se debaten, parece
conveniente encontrar una plataforma común, sobre la
que se discute y sobre la cual en ocasiones cabe iniciar el
diálogo.
El principio puede ser el siguiente:
No es lícito «dañar» la vida; o sea, el existente humano debe ser defendido en todo
momento.
1. Fundamentación del valor de la vida humana
Se trata de buscar la razón última del valor de la vida del
hombre, sobre la que se apoye es diálogo efectivo entre la moral católica y la
ética civil.
Se ha acusado a la moral cristiana de profesar cierto fariseísmo cuando trata de
ensalzar el valor de la vida del hombre y, al mismo tiempo,
justificaba tantas excepciones, tales como la pena de muerte, la muerte del injusto agresor,
la muerte del enemigo en estado de guerra, la entrega del inocente para salvar la ciudad,
etc.
Al mismo tiempo, se ha criticado el que se «sacralice»
en exceso la vida con elementos teológicos, con lo
que se corría el riesgo de suponer que el hombre era un
simple administrador, sin dominio alguno sobre su
«propia existencia»
Es cierto que la moral tradicional cometía con
frecuencia una «petición de principio» pues los
principios que aducía para la condena del suicidio, por
ejemplo, eran, precisamente, los presupuestos que debía
acreditar. ¿Es qué el hombre no puede justificar su propia muerte cuando su existencia es tan poco digna de Dios?
No cabe ofrecer a Dios su propia vida, dado que Él es el dueño absoluto de ella? ¿Es que merece la pena
vivirse una vida en ocasiones tan deteriorada que produce
tedio y hastío?
Si la autoridad civil tiene el poder de emitir la pena de muerte al hombre indigno, ¿por qué no puede acabar
con su propia vida aquél que se siente indigno de ella?
Asimismo, aquellos Manuales parece que entraban en contradicción cuando
pretendían defender sin fisuras la dignidad inmensa de
la vida humana y, al mismo tiempo, admitían tantas
excepciones: si la vida del hombre goza de tal dignidad, no es fácil argumentar a favor de la pena de muerte o de la
guerra justa e incluso acreditar la tiranía.
Todavía hoy se acusa a la moral católica de oponerse al aborto y de no condenar con
la misma contundencia la pena de muerte.
Estas y otras censuras se repiten en la calle y en no pocos autores de nuestro
tiempo.
Es claro que esta crítica es en ocasiones banal e injusta y que los argumentos que
proponen no son terminantes.
Pero también es preciso reconocer que la
argumentación clásica tampoco era siempre
concluyente.
De aquí que tales ideas no encontraban obstáculo para
hablar de la dignidad del hombre y al mismo tiempo
permitir la tortura en la que esa dignidad cedía ante el bien sólo aparentemente
mayor, como podría ser la confesión de complicidad en
un delito, o revelar el nombre del criminal.
Es preciso reconocer que en este tema no es fácil evitar esas discordancias, pues
resulta difícil argumentar sobre el valor de la vida
cuando entran en juego otros valores también
importantes. Pero es preciso intentarlo para solventar
otras contradicciones que se dan en la cultura actual.
Por ejemplo, es un hecho que en nuestro tiempo se tiene una
gran sensibilidad por la dignidad del hombre y la
defensa de la vida, pero somos incoherentes, cuando nos
oponemos a la pena de muerte, pero defendemos la
licitud del aborto; o condenamos la tortura y sin embargo apostamos por el
racismo o cuando defendemos a ultranza la ecología.
Pues bien, en la búsqueda de una fundamentación
nocional que defienda la vida del hombre por encima de otros valores, cabe aducir
sólo dos argumentos:
El uno es «racional» y el otro bíblico.
Supuesta la naturaleza sobrenatural e inmortal del
alma, la prueba racional parte del concepto de pura existencia: el ser mismo del
hombre es digno, dado que le permite existir. Y «existir» es
vivir, salir de la nada y relacionarse con otros: con los padres, con los demás hombres, con el mundo.
De aquí que matar o acabar con la vida sea negar la pura existencia, por lo que privar a
alguien de ese derecho es condenarle a la nada en el
caso del no nacido, o de aniquilarle, si se mata o se maltrata al que ya vive.
La vida es digna porque goza de existencia y es
abismal la distancia que separa el «ser y el «no ser»,
es decir, es radical la discrepancia que existe entre
la «sustantividad de la existencia» y el «vacío de la
nada».
El segundo argumento es bíblico y responde al sentido
que adquiere el hombre desde el primer momento de la
creación.
En efecto, el Génesis narra con solemnidad la decisión de Dios de crear al hombre y le sitúa por encima de todo el orden creado (Gén 1-2).
El «puesto del hombre en el cosmos», según el plan
bíblico, muestra su dignidad. De aquí las maldiciones de Dios contra Caín el asesino
(Gén 4,9-14).
No obstante, el castigo impuesto por Dios al
fratricida no autoriza a nadie a acabar con su vida.
(Gén 4,15).
Finalmente el respeto a toda vida humana, Dios lo formula
en el mandamiento de «no matar» (Ex 20,13), que
reasume el deber primero del hombre frente al hombre.
Un creyente que entienda en profundidad el plan de Dios sobre el hombre y que sepa discernir el abismo entre el
ser y la nada o entre la existencia digna y maltrecha,
tiene necesariamente que encuadrarse en una ética de respeto a la vida del hombre
sea la que sea y en las condiciones en que la viva
Los deberes morales se situarán en el plano de ayuda a una «cultura a favor de la vida» y a la condena de la «cultura de la muerte». De aquí que la consigna de no
manipular la vida, sino facilitarla, no dañarla,
sino mejorarla, no «aniquilarla» sino
«protegerla».
En este sentido la vida es un valor fundamental que debe respetarse
antes de que entren en juego los juicios de valor
ético sobre aspectos concretos de la misma.
Las adjetivaciones («sana»-«enferma»;
«útil-inútil» o «caduca») no pueden negar la
sustantividad del vivir.
Por ello, el cristiano sabe armonizar ambas
afirmaciones: el valor en sí de la vida y la teonomía
radical del existente humano.
Más aún, tiene la clave para no contraponerlas. En efecto, el hombre no
se ha dado a sí mismo esa riqueza del existir, sino que la ha recibido de
otro.
• La vida, según la Biblia, es un don de Dios. • La existencia es
donación, por lo que la propia vida no se posee de modo absoluto, sino
como don y dádiva graciosa. Por
consiguiente, una vez recibida, el poseedor
debe cuidarla y defenderla.
«La vida humana es sagrada porque desde su inicio
comporta la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el
Creador, su único fin.
Sólo Dios es Señor de la vida desde el comienzo hasta su término: nadie, en ninguna
circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo
directo a un ser humano inocente»
(DV,22, CEC 2258)
Por eso, la lógica cristiana no argumenta sobre una «petición de
principio», sino sobre un razonamiento más amplio, pues aúna
elementos racionales y revelados, integra la
verdad humana sobre el valor de la vida y la
verdad divina sobre el ser del hombre, en
dependencia respecto de Dios.
Pero es preciso añadir un nuevo dato que integra esta antropología: a la
dignidad de la vida humana no se opone el hecho inexorable de la
muerte.
El sentido último de la muerte no es el
acabamiento de la existencia, sino la medida
de finitud de la vida humana.
En efecto, la existencia temporal del hombre,
a pesar de su dignidad, no es un valor
absoluto, dado que la vocación de la persona
incluye la muerte como comienzo de la existencia eterna a la que todo hombre está
llamado.
En concreto, la vida humana no es, pues, un valor absoluto, sino relativo, no es una realidad última, sino penúltima, esto explica que puedan darse situaciones en las que el amor a la vida no se oponga a la aceptación del martirio o que la
defensa de la existencia propia pueda conllevar la muerte del injusto agresor, etc.
2. El homicidio
Lo más opuesto a la vida es la muerte injusta del inocente.
La muerte violenta de otro hombre ha sido un pecado condenado de continuo por la Biblia. Se
recoge entre los preceptos del Decálogo (Ex 20,13) y el Génesis da la razón: el hombre ha sido hecho a imagen de Dios: «Quien vierte sangre de
hombre por otro hombre será sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre» (Gén
9,6).
Según la exégesis, el texto bíblico supone
que el quinto precepto condena la muerte
«arbitraria» e «ilegal», de forma que habría que traducirlo más o
menos así: «No causarás la muerte de un hombre de modo
ilegal, arbitrario y opuesto a la sociedad».
Prohíbe, pues, el «asesinato», no la «pena
de muerte». Esta versión la argumentan a
partir del verbo empleado, «rasach» que se repite pocas veces en el A.T., mientras que es más frecuente el uso de
los verbos «harag» y «hemit», que son los
habituales para significar otro tipo de muertes
En consecuencia, lo que prohíbe el séptimo
precepto es la muerte de inocente cuando se lleva a
cabo de un modo arbitrario, o sea el
homicidio propiamente dicho, es decir, el
«asesinato». No cabe, pues, aducir la fórmula de este mandamiento como prohibición absoluta, sin
excepción alguna, y como condena de cualquier
muerte.
El homicidio, como tal, ha sido siempre
considerado como un pecado
especialmente grave y aún más grave si se
trata de la muerte violenta e injusta de
un familiar
Así, la muerte violenta de otro hombre se clasificó en los primeros siglos de la Iglesia entre los crímenes (otros eran la
«apostasía» y el «adulterio») que excluían de la comunidad eclesial y eran
sometidos a la penitencia pública.
3. El terrorismo
El fenómeno del terrorismo se da casi en todos los
países con graves consecuencias, no sólo para las víctimas, sino a causa de
los males sociales que engendra: odios,
inseguridades, divisiones, venganzas... la llamada
«espiral de la violencia».
humano
Y el Catecismo de la Iglesia Católica sentencia que «el terrorismo que
amenaza, hiere y mata sin discriminación es gravemente
contrario a la justicia y a la caridad» (2297)
La condena moral del terrorismo no falta en
ninguno de los discursos que Juan Pablo II pronuncia en las naciones en las que este triste fenómeno tiene lugar.
4. La muerte del injusto agresor
En el precepto de «no matar» no se incluye la legítima
defensa ante un mal grave que puede ocasionar el injusto
agresor.
Es doctrina clásica que, en tal coyuntura, existe la obligación de defenderse, aunque como efecto se siga la muerte del
agresor. Para ello se requiere que se emplee «la debida
moderación». Es decir, que se haga uso sólo de los medios precisos para defenderse.
5. La pena de muerte
La moral católica en ciertos períodos de su historia ha
aceptado la licitud de la pena de muerte a partir de los datos
bíblicos.
No obstante, frente a lo que afirman no pocos Manuales, la enseñanza de la tradición y
del Magisterio no ha sido siempre unánime: de la
condena se pasó a la tolerancia y más tarde a la atención
generalizada entre los moralistas, de forma que desde la Edad Media se convierte en
sentencia común.
En este momento el tema se presenta a dos planos:
para aquellos que no admitan la existencia del
espíritu quizá no quepa más argumentación que la
que se fundamenta en la «unidad» y «unicidad» del
ser concebido, pues esa unicidad le confiere al
embrión una individualidad
Pero, ante el juicio moral positivo a favor de la pena de muerte, no es fácil evitar un cúmulo de preguntas: si la vida humana goza de tal valor ¿cómo justificar que a alguien se le prive de ella por medio de una ley?
¿Posee el Estado el poder de quitar la vida a un
ciudadano? ¿Es que un hombre puede ser tan
indigno que haya derecho a que se le prive de vivir?
Si la moral católica condena con tal severidad y sin
excepción el aborto en razón de que se trata de la muerte de un inocente, ¿por qué acepta la pena de muerte siendo así que pueda darse el caso de que la ley condene a un inocente?
No pocos hombres de nuestro tiempo, que se oponen a la legalización de la pena de
muerte, se formulan estas y otras cuestiones.
6. La tortura
El Diccionario de la Real Academia lo define: «grave
dolor físico o psíquico infligido a una persona, con métodos y utensilios, con el
fin de obtener de ella una confesión, o como medio de
castigo».
Los Manuales clásicos unían el estudio del homicidio y de la tortura: se trataba de dos niveles en relación al castigo
del delincuente. .
Por ejemplo, Tomás de Aquino dedica la q.64 al homicidio y la cq.65 a la
mutilación, bajo este epígrafe: «De otras injurias
o pecados de injusticia contra la persona del
prójimo». El estudio del artículo 1 lleva este título: «Si es lícito en algún caso
mutilar un miembro».
Es preciso resaltar que pocas cuestiones despiertan hoy tanta repulsa como la
tortura. Pero también cabe afirmar que en pocos temas
como en este ha habido tantos cambios acerca de su
valoración ética
7. La manipulación psíquica
Quizás más graves aún son los medios de tortura
psíquicas que se multiplican y cada día son más
sofisticados en la medida en que avanzan los fármacos y los estudios psicológicos y
aumenta la repulsa contra la tortura física.
La manipulación psíquica se considera por algunos
Estados como un medio «más limpio», pero resulta más gravoso e infamante, por cuanto el hombre es
víctima de profundas degradaciones en lo más
íntimo de su persona.
La manipulación psíquica puede adquirir múltiples formas. En
primer lugar, se deben condenar los insultos, vejaciones y
cualquier tipo de humillación a la que cabe someter a los
acusados desde el momento de la captura, en los interrogatorios
y en la fase anterior al juicio.
En ocasiones, se les somete, sin más, a la «prueba del sueño», en la que el paciente, después del largo tiempo sin dormir, no es capaz de coordinar su propio
pensamiento.
Adquieren más gravedad aún los múltiples sistemas de
conseguir confesiones a través de un tratamiento con
sustancias químicas o métodos psíquicos, mediante los cuales
se disminuye o se anula por medio de fármacos la
personalidad.
El pentotal sódico, por ejemplo, resta toda
reacción humana consciente: el individuo se convierte en un títere en
manos del verdugo.
Existen otros fármacos, como el llamado
genéricamente «suero de la verdad», mediante el
cual, el paciente es capaz de manifestar todo su
interior sin consentimiento y deliberación. Lo mismo
cabe decir de otros sistemas, como el
hipnotismo, el narcoanálisis, etc.
Pío XII llamó la atención sobre el uso de la «práctica
psicoterapéutica» " para llegar a desvelar secretos
íntimos del individuo.
El uso indiscriminado del psicoanálisis, por ejemplo,
«pone en peligro la salvaguardia de los
secretos», y como enseña el Papa, «hay secretos que es absolutamente necesario
callar, incluso el médico, aún a pesar de graves
inconvenientes personales»
De aquí que tales métodos no deben usarse con el fin
de desvelar situaciones secretas del presunto
culpable, aunque sea un delincuente.
INFORME DE LECTURA DE:
CONGR. DOCTR. de la FE¸ Donum vitae. Instrucción sobre el respeto a la vida naciente y la dignidad de la procreación. Vaticano 22-II-1987 (IV Teología)
CONGR. DOCTR. FE, (13-III-1975), Sobre la esterilización, AAS 68 (1976) (III Teología)
CONGR. DOCTR. FE, Declaración sobre el aborto, AAS 66(1974). (IIA Teología)
CONGR. DOCTR. FE, Declaración sobre la eutanasia, Vaticano 1980, AAS 72(1980). (IIB Teología)
Pablo VI, Carta Encíclica Humanae vitae. (Hno Maximiliano)Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium vitae. (Hnas Franciscanas)