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Ángel MORENO, de Buenafuente y Déjate amar 4

Moreno, angel palabras entrañables

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Ángel MORENO,

de Buenafuente

y

Déjate amar 4

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Ángel Moreno, de Buenafuente

PALABRAS ENTRAÑABLES Déjate amar

Segunda edición

NARCEA, S. A. DE EDICIONES

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1" edición: marzo 1999 2" edición: setiembre 1999

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Índice

Tú eres mi preferido 7 Ábreme tu puerta 13 Déjame tu confianza 17 Déjame tu historia 19 ¿Me dejas tu naturaleza? 21 Descarga en mí tu infancia 23 Vente conmigo 27 Acompañamiento 29 Muéstrame tus heridas 31 Déjate curar 33 Déjame tu debilidad 41 Dame tu pobreza 45 Ábreme tu conciencia 51 Cuéntame tu tentación 55 El ángel consolador 61 Entrégame tu pecado 63 Déjate amar 69 Recuerda mi Palabra 73 Abandónate en mí 77 Descansa en mí 81

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Vamonos a un lugar solitario 85 Yo soy tu tierra 89 Déjame tu esperanza 91 Intercesión 93 En tu nombre 95 Tú eres mi preferido 97 Contemplación 101 Experiencia 103 Testimonio 105 Respuesta 107 Alabanza 109

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Tú eres mi preferido

Éste es mi Hijo amado, mi predilecto (Mt3,17; 17,5)

Introducción*

En el deseo de contemplar el rostro fascinante de Dios, me encuentro con la afirmación bíblica de que na­die lo ha visto ni puede verlo, pues moriría. A su vez, el texto evangélico señala que a los árboles se les conoce por sus frutos. San Juan nos confirma que Dios es amor, y se­gún el autor de la Carta a los Hebreos, nos lo ha manifes­tado desde el principio a través de la historia. Si repara­mos en los rasgos de los «preferidos» de Dios, sobre todo en pasajes del Antiguo Testamento, los segundones, las estériles, los extranjeros, los pequeños, los pobres..., des­tacan los que menos imaginaríamos que pudieran ser manifestación de rostros en los que Dios se complace. En esto se aparta de las categorías de valores y del orden de prioridades que nosotros tenemos. Mas así, en los frutos amorosos de la historia de la salvación, se nos revela hasta dónde llegan la bondad y misericordia divinas.

En la plenitud de los tiempos, el Padre nos desvela el amor de sus entrañas, a quién prefiere, a su elegido, su

* Mr 7,11; 1x11,13; Sal 103,13; Jn 4,9; I Jn 3,1-3.

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amado. Ha aparecido la bondad de Dios. En el mo­mento en que Jesús, que se había colocado en la fila de los pecadores para ser bautizado por Juan, sale del agua, el Espíritu Santo, en forma de paloma, desciende sobre El, y se oye la voz del Padre: Este es mi Hijo amado, mi predilecto (Mt 3,17). Jesús encarnaba la imagen anunciada por los profetas: Mirad a mi Siervo, a quien sostengo, mi elegido, a quien prefiero, sobre él he puesto mi espíritu (Is 42,1).

Ahora sí que ha aparecido la bondad de Dios. Tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su primogénito (Jn 3,16). En este Hijo nos encontramos con la revela­ción suprema de Dios y con nuestra semejanza, el Verbo hecho carne.

En el amor que Dios manifiesta a través de la histo­ria, sobresalen los últimos, los pobres, los humildes. En ellos se refleja especialmente la ternura entrañable, el anonadamiento divino. Todos aquellos a los que el Siervo, el que se despojó de su rango y tomó la condi­ción de esclavo, pasando por uno de tantos, se asemeja, se convierten en los privilegiados del Reino, en los pre­feridos de Dios, los iconos que reflejan el misterio, la cara oculta del rostro invisible.

Jesús, el nacido de mujer, apareció unido a nuestra carne y en ella nos revela que los pobres, los limpios de corazón, los mansos, los humildes, los que padecen hambre y sed, los perseguidos... reciben el título de di­chosos. Todo ser humano, en cuanto persona, posee la semejanza con el Hijo único de Dios, el Amado, y en Él obtiene el título de hijo por adopción y de amado de Dios.

Hombres y mujeres de toda clase, raza y condición

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social han sido declarados por la Iglesia, al cabo de la historia, del agrado de Dios, bienaventurados. Si la Iglesia hiciera un recuento, descubriríamos que no hay situación humana, por degradada que esté, que no ame y prefiera el Creador, y que en ella y desde ella se han dado ejemplos de santidad.

Cada uno somos únicos para Dios, únicos en su Hijo único. Cuanto más dejemos que aflore en noso­tros la imagen divina, más facilitaremos el sacramento del «Preferido de Dios».

En la lectura de la Biblia son posibles, entre otras muchas, dos claves interpretativas: una cristológica - los textos desvelan o narran proféticamente lo re­ferente al Hijo de María, el nacido de mujer, el Cris to- , y otra antropológica, o mejor teándrica, el hombre en relación con Dios, desde la que cada uno podemos sentirnos interpelados por la Palabra, aludi­dos, reflejados en ella, como si hubiera sido escrita para cada uno personalmente. De esta forma, en el mismo salmo en que se lee un sentido alegórico, profético, cristológico, se puede descubrir un sentido espiritual personal, una llamada concreta y amorosa por la que el creyente se siente interpelado o encuentra el gozo y la paz del acompañamiento que recibe de Dios, que sale a su encuentro a través de su Palabra en circunstancias de búsqueda, de prueba, de angustia... Son las mocio­nes del Espíritu, que siempre es bueno que sean discer­nidas debidamente

Desde esta perspectiva antropológico-teológica, a la luz de la revelación del Verbo que se hace en todo como uno de nosotros, Él, que es el Amado, el pre­dilecto, el preferido de Dios, nos introduce en esta

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relación con su Padre gracias a la acción del Espíritu Santo y nos permite, sorprendentemente, sentirnos hijos preferidos, a pesar de nuestra debilidad; me atrevo a decir, gracias a nuestra debilidad. Si vosotros, que sois malos, sentís ternura por vuestros hijos, cuánto más Dios siente ternura por sus fieles (Mt 7,11; Le 11,13; Sal 103,13).

Este argumento me conduce a la osadía de la fe, a sobrepasar el límite de lo imaginable. Un día, una mu­jer de Samaría se encontró con Jesús, que estaba sen­tado sobre el brocal del pozo de Jacob, y a la petición del Señor: Dame de beber (Jn 4,7), la mujer le con­testó: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? (Jn 4,9) Texto que bien podría res­ponder a nuestra reacción de sorpresa ante la noticia de que somos los amados de Dios: ¿Cómo tú, siendo Dios, perfecto, sin pecado, me amas a mí, que soy pe­cador, lleno de debilidades y me introduces en la filia­ción divina? O aquellas otras de Isabel ante la visita de María: ¿De dónde acá que me visite la Madre de mi Señoñ (Le 1,43)

Nunca llegaremos a comprender esta debilidad y opción gratuita y permanente de Dios por el hombre, por cada criatura, por cada persona, por ti, por mí. Los Padres de la Iglesia exultan de entusiasmo, y en esta visión no se ha llegado a mayor clarividencia que la de ellos, cuando describen la identidad del ser hu­mano por semejanza con el Verbo hecho hombre, carne, materia, sarx, y se atreven a identificarlo con su divinidad.

Sólo desde el atrevimiento de los Padres pierdo el miedo a creer que es irreverente el discurso que avanza

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en la conciencia al saberse hijo de Dios, amado y predi­lecto suyo.

Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, para llamar­nos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (...) Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sa­bemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es (IJn 3,1-3).

Contemplando los rostros que el arte ha imaginado para representar al Hijo del Hombre, descubro que al cabo de la historia se han venerado iconos, lienzos, ba­jorrelieves, esculturas que, con más o menos calidad, muestran la humanidad del más bello de los hombres en diversidad de miradas, actitudes, perfiles. Jesús es re­presentado, tantas veces, con rostro dolorido, afren­tado, crucificado. En definitiva, en la faz del «Ecce Homo» se esconden y manifiestan todos los rostros, y en ellos, el rostro del Señor.

Más viva que cualquier manifestación artística es la presencia de Cristo en todo ser humano, y de manera especial en los más desfavorecidos y en los que sufren.

Lo que hagáis con uno de estos mis pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25,40). Venid, benditos de mi Padre, a heredar el Reino que os tengo preparado desde antes de la creación del mundo (Mt 25,34).

De forma inimaginable y sin que signifique preten­sión injusta, las palabras pronunciadas sobre Jesús junto al río Jordán y las que se oyeron en lo alto del monte Tabor son aplicables a quienes, al ser sacramen-

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tos y «vicarios de Cristo», todos los seres humanos, re­ciben por gracia y adopción el título de hijos de Dios y si hijos, también amados y preferidos del Padre.

Sin querer arrogarme visiones extraordinarias o ex­periencias especiales en relación con la verdad más esencial del ser humano, su semejanza con Dios, su fi­liación divina, para adentrarme en ella, tomo como pe­dagogía y de manera no especulativa, sino amorosa, la fuerza del lenguaje y me arriesgo a transmitir en clave de relación íntima, personal y amorosa con Dios posi­bles gestos y declaraciones de su amistad con cada uno, contigo en concreto, que has tomado estas páginas como acompañamiento.

He ido escribiendo estas palabras según afloraban en mi conciencia en situaciones interiores de mi propio pro­ceso espiritual, y cada una de ellas ha sido como vaso de agua en el desierto. Cuando las he compartido con otros, siempre me las han pedido para poderlas releer despacio. Hoy te las ofrezco a ti como gesto entrañable. Yo mismo he sentido con ellas el bálsamo en las heridas. Me atrevo a brindártelas como posible alivio, a ti y a todos los que por tantas causas os podéis sentir ignorados, deprimidos, te­merosos por vuestra historia e íntima conciencia.

Desearía poner nombres propios a los que quisiera dedicar cada uno de los capítulos de este libro, pero la discreción del ministerio me lo impide. Yo sé la paz y la fuerza que se recibe en el corazón cuando acoges, aun con pudor y sonrojo, la declaración amorosa de Dios: «Tú eres mi amado», «Tú eres mi amigo», «Tú eres mi predilecto».

Con el deseo de que te encuentres abrazado, sumer­gido en el amor de Dios, mirado por El.

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Ábreme tu puerta

Estoy a la puerta y llamo (IJn 3,19-20)

Te conozco; sé que das más crédito a tus pensamien­tos lógicos, a tus investigaciones intelectuales y deduc­ciones especulativas o a la experiencia sensible y afec­tiva, y los valoras más que a la verdad que te funda y es la razón de tu existencia.

Normalmente, el sentirte mal o bien depende de lo satisfecho que estás de ti mismo, cuando deberías salir de ti y mirar un poco más allá. La paz y la alegría no dependen de tu empeño, sino de la coincidencia con la voluntad de quien intenta decirte de todas las maneras posibles que te ama y de que te abras a este ofreci­miento integrador.

Tardas mucho tiempo en comprender que tu satis­facción y sentirte a gusto contigo mismo no deben de­pender del criterio de los demás ni de que otros te en­cuentren agradable. Así, eres víctima del qué dirán y de la imagen que te figuras que tienen de ti. La verdadera satisfacción te debería venir por ser agradable a mis ojos y sobre todo, por saberte siempre amado.

Hay veces que te pesa más la conciencia por haber roto tu propia imagen y autoestima que por apartarte de mi voluntad. Más porque se ha desmitificado tu

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personalidad que por el error cometido. Cuando, ante la luz de mi presencia, en tu fragilidad tendrías siempre fuerza suficiente y, en caso de alguna debilidad, tu his­toria quedaría restaurada de raíz.

¡Cuánto te cuesta aceptar que es más acorde con mi voluntad tu debilidad que tu afán de permanecer in­vulnerable, sin necesidad de auxilio! En este caso atra­viesas tus horas más amargas porque, a pesar de que te empeñas en darte valor a ti mismo desde tus razona­mientos, chocas con un falso punto de partida, creer que todo depende de ti. Nunca podrás ser tú solo la ra­zón de sentirte totalmente colmado, aun en el caso del mayor perfeccionismo. Estás hecho para Otro. De la acogida que le prestes depende tu plenitud y la realiza­ción de tu ser esencial, de tu persona.

¿Entiendes ahora una de las razones por las que de­seo que la debilidad corresponda a tu esencia? Para que tengas siempre necesidad de mí, para que llegues a comprender que no avanzarás seriamente y con gozo interior si tu fidelidad no parte de la relación conmigo, con el amor que te ha creado y te acompaña durante todo el trayecto de tu existencia. No intento sujetarte por el miedo, ni me alegro de tu fracaso. En cada cir­cunstancia te ofrezco la posibilidad de abrirte a mi ofrecimiento.

Te pido un momento de sinceridad. Respóndeme sin rodeos ni discurso evasivo a estas preguntas:

- ¿Qué te ha traído más veces a mí, tus logros o tus fracasos?

— ¿No han sido acaso las ocasiones en que te has sen­tido necesitado o débil cuando más te has acer-

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cado suplicante, después de atravesar la rebeldía por tu amor propio herido y la tristeza por verte menesteroso? Entonces, si te sintieras perfecto, fuerte, poderoso, autosuficiente, ¿habrías prescin­dido de mí?

- ¿Comprendes la sabiduría de la debilidad y el peli­gro de la emancipación por causa de tus triunfos?

No pienses que soy cruel y que me alegra verte me­nesteroso, pero lo cierto es que, cuando por tus éxitos te emancipas de mí, corres el riesgo de la mayor infeli­cidad. Es el tiempo en que te asaltan los grandes deseos de emprender empresas rentables que te den prestigio y en las que proyectas todo tu deseo de plenitud, pero esto tiene un final fallido o agotador.

Quiero desvelarte el secreto para subsistir en toda prueba, y poder resolver todo conflicto: permanecer en la conciencia humilde de tu debilidad, y en ella, no perder la confianza en mí.

No hay realidad, hecho, acontecimiento, circuns­tancia que pueda más que mi amor, aunque te obstines en rechazarlo o en prescindir de él. Ten por seguro que no atravesaré la barrera de tu libertad. Respeto tu dig­nidad de persona, pero, aun así, intentaré que te veas en la necesidad de decidir frente a mis discretos ofreci­mientos de misericordia. Por mi parte, no cederé en mi fidelidad para contigo.

- ¿Quieres andar por el camino de la vida sanado y sin la sombra de tu historia?

- ¿Quieres vencer toda persecución propia y ajena y sentir la bondad y la esperanza como futuro, en

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vez de quedar sujeto y esclavizado al ayer, a los fantasmas obsesivos, a la obstinación de la memo­ria, que te sirve el recuerdo de tus momentos más difíciles para impedir que te levantes?

Ábreme la puerta de tu corazón, confía, da crédito a mi poder, que se manifiesta siempre en favor de toda criatura. No te obstines en tu soledad pretenciosa, re­sentida, deprimida, anclada en el orgullo herido, o en el intento de huida inconsciente para desentenderte de tu problema.

Ábrete en toda circunstancia a la relación conmigo, aunque pases un rato de sonrojo; siempre será mejor un momento de apuro que una existencia en la tinie-bla, en la oscuridad de ti mismo.

No pienses que te amenazo, lo que hago es descri­birte la experiencia que puedes vivir como alternativa a la actitud que te solicito. Por mi parte, no quisiera que te empeñaras en tu encerramiento. Por ello aguardaré sentado en el umbral de tu puerta, aunque mi cabeza se llene de rocío y mis cabellos del relente de la noche.

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Déjame tu confianza

Bendito el que confía en el Señor y pone en él su confianza.

Será como un árbol ¡unto a la acequia (Sal 1,1.3)

No quiero obligarte a comprender todo lo que acon­tece en la historia cuando, por ser libre, el hombre hace lo más violento y distante a mi voluntad. Te invito, sin embargo, a confiar en mí más allá de la evidencia apa­rente o real de la adversidad que te sucede.

El que me dejes entrar, no significa que abandones la lucha por que cambien de signo los acontecimientos y sean más acordes con mis deseos de bondad sobre la tierra. Mas, en cualquier caso, te aseguro que nada está fuera de mi mano, que dirigido a la salvación, nada es irreversible. Todo puede contribuir al bien.

Espera, confía, abandona la incesante especulación sobre las circunstancias que te rodean, no te entregues a tantas hipótesis. Si es verdad lo que ves, también es verdad mi fuerza y mi presencia que no ves, y que sin embargo, están pendientes de reconducirlo todo hacia mí.

A pesar de los criterios humanos, de cómo interpreta la sociedad algunos de los hechos en los que te hallas envuelto, lo que más importa es cómo los veo yo y cómo puedo y deseo que todo contribuya a tu pleni­tud.

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Por mi parte, aunque algunos piensen que te acon­sejo de manera extraña y manipulen mi invitación, te digo:

Pase lo que pase, confía, abandónate a mí. Te puede parecer cobardía, falta de firmeza, entre-guismo. Esos sentimientos te los dicta tu amor pro­pio o el Malo que, en definitiva, usa todos los me­dios para obstruir el camino de tu relación conmigo y se manifiesta con argumentos de responsabilidad y coherencia.

Nada más coherente que permitirme actuar en tu vida y que abandonarte a mis manos, que es la mayor fidelidad. Cuando esto sucede de verdad, es imposible engañarse.

La confianza es la defensa de los santos. Te podrás sentir perdido en medio de un bosque desconocido, con la zozobra y la pregunta a cada paso. Mas para quien confía, puede más la búsqueda que los temores, más la luz intuida que la penumbra de árboles gigan­tes. Una fuerza interior quiebra la duda, humedece el rostro emocionado, se hace compañía, sendero flore­cido, respuesta agradecida al riesgo de emprender el ca­mino.

Quien mantiene la confianza hasta en el vértigo de aullidos figurados o reales, gusta hallazgos de senderos interiores, el sabor que deja dar crédito al Invisible. So­ledad embriagadora, respuesta ilimitada, desposorios en el tálamo secreto.

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Déjame tu historia

Tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro.

Calculados estaban mis días antes que llegase el primero

(Sal 138,16)

Déjame tu historia, entrégamela, tal como esté es­crita, vivida, recordada; quiero convertirla en tu histo­ria de salvación.

Aquel primer aliento, el primer amor, el deseo ar­diente, la opción radical, el ímpetu joven, la llamada sentida, la fidelidad acrisolada..., déjamelos.

Déjame también tu rebeldía, los tramos oscuros en los que sentiste esclavitud y dependencia, cuando diste más valor a lo inmediato y te quedó el gusto amargo de la soledad, lo que tú juzgas historia negativa.

Ofréceme las horas luminosas en las que el amor, la generosidad, la valentía y la aventura configuraron tus jornadas.

Quiero toda tu historia, no sobra ninguna página de ella; quiero tanto las que te parecen bondadosas como aquellas que te avergüenza recordar.

Dame las lágrimas y los cantares, los himnos y las ele­gías, los cantos de liberación y los entonados en tiempos de exilio y esclavitud. Los quiero convertir en tu salterio.

El frescor junto al río y el sudor bajo el sol de plano.

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La gozosa experiencia de amistad abierta y la vi­vencia ensimismada.

El regalo de la vida y la experiencia de muerte. Déjame toda tu historia y, si no te guardas nada

de ella, si me dejas ser el Señor de tu historia, com­prenderás que, a pesar de tu obstinación o falta de luz, yo te atraigo y te bendigo y deseo dar a tus días el sentido más pleno.

Abandona un juicio cerrado, sin horizonte. Abandona la lectura intranscendente. Déjame ser tu guía, y te prometo que pisarás la

tierra de la promesa.

Si no te convenzo, vuelve tu mirada a la historia de mi pueblo y descubrirás cómo todo, al final, sirve para bien. Yo tengo poder para reconvertir cualquier acon­tecimiento en signo de mi providencia y en historia de salvación. Si no te dicen nada hechos tan lejanos, se­guro que conoces la historia de quienes se han fiado de mí y no les ha faltado la alegría aun en medio de la tri­bulación, ni la fuerza en las dificultades.

El día que te decidas tú también a confiar, habrás comenzado tu salida de Egipto, de la mayor esclavitud, la de ti mismo. Habrás emprendido la andadura por el camino seguro y habrás cambiado tu conciencia de va­gabundo por la de peregrino.

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¿Me dejas tu naturaleza?

Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él

(Me 3,13)

Desde el comienzo de la creación he deseado contar con mediaciones históricas humanas para hacerme pre­sente en la vida de las personas. En la plenitud del tiempo, le pedí a María de Nazaret su aceptación para dar cumplimiento a lo prometido desde antiguo. Elegí a hombres de este pueblo para que prolongaran mi gesto supremo de entrega y actualizaran constante­mente mi paso salvador en favor de todos.

Hoy quiero dirigirme a ti sin ruido ni fenómenos extraordinarios. Lo hago en lo más íntimo de tu con­ciencia, donde tú y yo nos comunicamos lo más sa­grado, y de la forma que tú sabes distinguir como pre­sencia discreta y amorosa, con la paz que produce tan sólo imaginar la acogida de la insinuación que te hago.

En este tiempo, al igual que desde antiguo, necesito de quienes acepten ser ante los demás signos de mi Providencia.

¿Puedo contar contigo? ¿Me dejas tu persona, tu cuerpo, tus manos, tu

palabra, tus gestos familiares, tu capacidad para ha­cerme presente en la vida de los que te rodean?

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Quiero que todos los días de tu vida sean, en verdad, momentos especiales, en los que los más enfermos, so­litarios y desprotegidos sientan que es cierta mi presen­cia y mi opción por el hombre.

¿Quieres ser mediación de mi persona? No te preocupes de qué tienes que hacer. Sólo te

pido tu consentimiento. Ya te diré a cada instante el gesto posible. No me gusta adelantar muchas etapas del camino, aunque sí te aseguro que iré contigo, que te acompañaré. Si aceptas mi propuesta, no tengas miedo, no me aprovecharé_de ti, siempre tendrás la oportunidad de confirmar tu decisión, de renovar tu consentimiento, y en cada encrucijada encontrarás sig­nos suficientes para saber qué es lo mejor y más con­forme con mi voluntad, para bien de aquellos a quie­nes te envío. Sin que signifique coacción, te puedo adelantar que lo que tú no hagas, ningún otro lo podrá hacer. Tú eres único para mí y tienes una vocación per­sonal. De ella dependen unas posibilidades concretas e históricas.

¿Aceptas mi llamada?

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Descarga en mí tu infancia

Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos alraneros. No prerendo grandezas que superan mi capacidad,

sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre

(Sal 130)

Ya sé que has tenido dificultades y alguna vez te has llegado a preguntar por tus antecedentes familiares y psicológicos, por el ambiente cultural que te rodeó du­rante tus primeros años y que así intentas, de manera humana, soportar y tolerar, o hasta curar tus heridas o darte explicaciones para convivir de manera pacífica contigo mismo. Quizá has llegado a encontrar causas endógenas, genéticas, patológicas, sociales, históricas, afectivas para ser como eres y aceptarte así, y aun de esta manera, no acabas de asumir la realidad como me­diación salvadora y providente a través de la que yo puedo y deseo actuar.

Escucho tus argumentos, las razones que presentas para excusarte ante mi declaración de amor y mi lla­mada, porque dices que tu debilidad no puede suscitar compasión, por ser culpable o irreversible. Que no es como en el caso de una enfermedad o limitación física, ni por motivo de pobreza material o desgracia; que en tu caso es la experiencia interior de no poder responder a lo que conoces como bueno y mejor, y por causa de ello te has apartado de mí. Que encuentras cínico reci­bir mi declaración si no tienes seguridad de mantener

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la respuesta. Prefieres no aceptar que arriesgarte a ser infiel.

En principio, parece un gesto noble por tu parte huir de mí, ya que no puedes ofrecerme la seguridad de tu reciprocidad permanente, mas lo que aparenta ser honradez, en verdad y, aunque te duela saberlo, es or­gullo sutil para no dejarme actuar. Bajo capa de cohe­rencia y responsabilidad, de madurez y rectitud, escon­des tu amor propio y con ello, impides mi proyecto.

Es posible que te hayan influido diversas circunstan­cias para que tengas la personalidad, el carácter, la ca­pacidad intelectual, el dominio de la voluntad que te definen. No obstante, yo sigo pacientemente pidién­dote todo aquello que tú piensas que no merece la pena, pero que es causa de tus caídas. Te aseguro que no cesaré hasta que te rindas y comprendas que la solu­ción a tu naturaleza débil y personalidad difícil o con sus zonas oscuras es que permitas la actuación de mi gracia, que no las destruirá, sino que las perfeccionará. No es bueno que te desprecies, ni que esperes a curarte por ti mismo con la intención de ofrecerte después y acoger entonces mi sugerencia. Sabes que todo tiene su tiempo. Déjate rehacer en tu misma persona. Nada es imposible para el que se deja amar por mí. En el Evan­gelio tienes ejemplos suficientes para comprobar que no hubo enfermedad ni dolencia que no tuviera solu­ción. Quien acudió a mí con fe y se fió, obtuvo el per­dón, recobró su salud, glorificó a Dios y se convirtió en testigo de mi paso por su vida.

Sé que choco con tus razonamientos y malos ejerci­cios de memoria, en los que te encastillas para conven­certe de que es imposible recuperar tu historia buena,

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que llevas mucho tiempo intentándolo sin éxito y por tanto, que no puedes atreverte a colaborar.

Estás resentido por tus años de infancia. Piensas que no te rodearon los medios adecuados y suficientes para el crecimiento de tu desarrollo armónico.

No deseo engañarte ni hacerte aceptar mis razona­mientos sobre tus primeros años. La historia es testigo de tu experiencia y yo respeto la autonomía de lo real sin manipular con mi poder los diferentes estímulos que hayas podido recibir en los primeros días, meses y años. Lo que sí debo y deseo decirte es que nada es im­pedimento para que yo actúe; la prueba la tienes en la pluralidad de hombres y mujeres, con tantas diferen­cias de origen, cultura, economía y época que han lle­gado a la santidad. No siempre, ni todos han tenido a su alcance aquello que, en principio, es mejor para una educación y crecimiento armónicos. ¡Cuántos niños han nacido sin amor humano, sin escuela, sin la de­fensa de sus derechos! Y, sin embargo, ten la seguridad de que cada persona lleva mi imagen divina impresa en lo más profundo y tiene, como tierra firme, mi amor, que es el que le ha dado la existencia. Desde este amor cabe que el ser humano, todo hombre y mujer, llegue a gozar la plenitud del proyecto de serlo, con tal de que en el curso de sus días se abra a la gracia por la que toda naturaleza se transforma y deja traslucir a través de sus ojos mi amor fundante.

Tú mismo puedes colaborar en este desarrollo si me dejas tu debilidad, en vez de obsesionarte con tu po­breza. Se convertirá en la mediación por la que mejor podrás ayudar a tus hermanos.

No he deseado ofenderte y mucho menos herir tu

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memoria familiar. No puedo contradecirme y abando­nar a quienes por escasez de medios u otras causas han vivido circunstancias dolorosas. Mi palabra está com­prometida, y los pobres, los limpios como niños, los que han sufrido y sufren necesidad recibirán el título de la Bienaventuranza.

No mires atrás. Si has de recordar algo, que sea la bondad y el don recibidos en tu misma existencia.

Déjame tu infancia, como un niño en brazos de su madre. No te obstines en los recuerdos del pasado, ni en echar la culpa a métodos educativos, a impactos medioambientales, cerrándote a la esperanza. Siempre dejé que los niños se acercaran a mí. Sabes que de los que son como ellos es el Reino de los Cielos. Si a pesar tuyo has sufrido heridas que han condicionado tu his­toria, yo también las conozco y te invito a la confianza. Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vues­tros hijos, cuánto más yo te daré siempre lo mejor.

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Vente conmigo

Jesús, fijando en él su mirada, le amó (Me 10,21)

En tu caso es posible que uno de los momentos más conflictivos haya sido el de tu adolescencia y primera juventud. ¡Qué importantes son esos años para el creci­miento saludable de una persona! Sé que es un tiempo duro, delicado, en el que emerge de manera emanci­pada la personalidad, momento en el que es fácil tomar un rumbo equivocado que obligará a mayor rodeo, a viajes de ida y vuelta. El vigor de esta edad sirve para camuflar el desencanto, y la independencia solitaria y egoísta tiene el precio de la tristeza.

En la juventud es muy importante la relación afec­tiva, el desarrollo abierto y generoso de la capacidad de amar. Para ti, ha sido la época de tus experiencias grati­ficantes, de tus evaluaciones intelectuales por las que has adquirido tu profesión y puesto de trabajo, las cir­cunstancias que quizá más han favorecido el creci­miento de tu amor propio y tu vanidad, y también han sido causa de tantas de tus heridas.

Años de euforias y tristezas, de utopías y hundi­mientos, de amores pulsionales y de generosidad voca-cional, de sufrir atrapamientos afectivos y de sentir gozo por la gratuita y espontánea forma de relacionarte

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con los demás. Es tiempo en que se oculta el dolor del alma, a nadie se le muestra lo vulnerable. La fuerza fí­sica contribuye a esconder y encubrir la debilidad. Los éxitos ayudan a envanecerse y emanciparse, los fracasos mueven a huida. Momento de crecer en el disimulo con actitudes prepotentes o con depresiones escondi­das que se intentan resolver con evasiones. También es el momento más privilegiado para la opción de vida ra­dical y generosa. El talante de la edad adulta va a de­pender mucho de cómo se haya atravesado esta etapa de la vida.

Si te dejaras mirar... Si te creyeras, en serio, que pro­nuncio tu nombre con amor... En esta hora he llamado a muchos y les he hecho sentir dónde iban a experi­mentar más y mejor la felicidad. Es la etapa en la que se fragua la respuesta generosa que marcará el rumbo de los pasos; por eso actúo especialmente en el corazón de cada persona.

Frecuentemente me hago el encontradizo y espero silencioso los retornos; en estos casos contengo mi emoción. Cada vez que una persona resuelve su pro­ceso aceptando su historia y entregándomela, descubre que en ella todo recupera el sabor entrañable.

Te hablo de todo esto porque sé que importa mucho que no te creas extraño ni raro y que te abras a la posi­bilidad del amor primero, aun en el caso de que se te haya roto. Si quieres, vente conmigo, cuentas con mi apoyo y mirada cariñosa.

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Acompañamiento

Sed fuertes y valientes, no temáis, no os acobardéis, que el Señor, tu Dios, avanza a tu lado,

no te dejará ni te abandonará (Dt31,6)

Día a día te muestro mi camino conduciéndote, agarrado de mi mano, por senderos cuyo transcurso ig­noras, mas yo sé el proyecto, la meta, el destino, la cumbre luminosa, le bendición como heredad.

Yo veía tu vida desde antes de tu nacimiento; la acogí, alegre, entre mis manos. Me gozaba de verte y disfrutaba contemplando tu persona fundida entre mis brazos.

Tú eres mío, diseño de mi amor, es poco que te sien­tas criatura, te he hecho luz, atalaya, testigo, mensajero entre los tuyos. Aunque sientas dolor, oscuridad, du­das, yo me uno a tus pasos. Te llevo en mis entrañas, me miro en tu semblante; en esta hora del mundo yo te envío, testimonio crecido a mi regazo.

No temas, mi pequeño, la historia; lo mismo que te amé, te lo prometo, te seguiré ofreciendo mi ternura ahora, hoy, mañana, en todo tiempo.

¿Te sorprende la brisa por tu rostro, el viento de las alas? Es mi aliento cernido por tu frente, el amor que te he tenido siempre.

No dudes de mi palabra dada. Pasarán los cielos y la tierra y seguiré dándote motivos que funden tu apa­rente riesgo, por encima y más allá de toda duda.

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Oirás el manantial constante, la respuesta perma­nente hechos paz del alma, envuelta en reiteros discre­tos, canciones y salmodias interiores. Aunque no lo oi­gas en seguida, espera.

Las bóvedas celestes guardan los sonidos de mi Pala­bra dada, como arpegios de cítaras, luz atardecida, ins­tantes colmados de misterio.

Te extrañará esta promesa y quizá llegues a pregun­tarte:

— ¿Qué tengo yo, que mi amor así procuras? - ¿Qué significo para ti, Dios mío?

Y una y otra vez te encontrarás con la declaración más permanente:

- T ú eres mi amado, tú eres mi hijo.

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Muéstrame tus heridas

El Señor es quien hiere y venda la herida (Job 5,18)

Te puede parecer de mal gusto mostrarme tus miem­bros doloridos, o quizá no aciertas a saber cómo hacerlo.

— ¿Qué es, Señor, curar en la misma herida? — ¿Qué significa, cuando te piden la capa, dar el

manto? — ¿Qué me quieres decir con no anteponer nada a tu

persona?

Me duele el alma, me duele la carne, me duele el yo. No sé curar en mi herida sin herirme y sin quizá abrir aún más la de aquellos a los que intento prestar mi au­xilio. No sé dejar mi capa y mi manto sin mostrarme desnudo y humillado. No sé desasirme de mi yo que, con la excusa de su propia necesidad, se ensimisma hasta llegar al retraimiento.

Haz resonar en mi conciencia tu Palabra que levanta de la basura al pobre. Dame tu fuerza y tu coraje para ser capaz de no anteponerme nunca a ti; ni siquiera mi pobreza sea estorbo a tu poder.

— No hay gloria sin herida, ni estigma sin esperanza. No hay gracia sin cruz, ni misterio sin dolor.

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Page 17: Moreno, angel   palabras entrañables

Es el momento de sentir la atracción del abismo in­sondable, del fuego incandescente, el riesgo de perecer desconcertado o el privilegio de tocar las llagas glorio­sas, dadoras de certezas.

Se presentan razones naturales que impiden vislum­brar algún sentido. Sólo la fe penetra a oscuras a través del muro infranqueable para la razón. A precio de cru­zar abismos, de fiarse y caminar por la ruta del despojo, al otro lado emergerá el destello que desde aquí se pre­siente luminoso.

- ¿Por qué siempre es igual en cada historia, cuando se asciende por la escala del seguimiento?

- ¿Por qué te abismas y te deslumhras al contacto con la voz hecha llamada?

¡Terrible y fascinante es el lugar donde Dios des­vela su espalda!

¡Terrible y fascinante es el arbusto que arde y no consume, mas es fuego!

Descalzo, postrado, sin palabras, es mejor no pre­guntar y abandonarse.

La historia descubrirá lo amable del relato, que hoy, por brillante, hiere los ojos.

Mientras tanto, permanece atento, en la hondura oirás mensaje inconfundible:

«No temas, no te acobardes. Soy yo quien hiere y venda, y en la herida te regalo el signo inconfundi­ble de mi paso pascual por tu existencia».

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Déjate curar

Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella

(Hb2 ,18)

Has estado a punto de entregarte a mí. Te he visto, por un momento, convencido. Creía que no serían ne­cesarios más argumentos, mas choco ahora con tus razo­namientos adultos que me responden, resistentes, desde tu interior. Ya no te fías de tus sentimientos más nobles y todo lo quieres pasar por la sensatez de lo razonable. Traes a la memoria, con obstinada crudeza, todos tus ac­cidentes del camino y parece que te oigo argumentarme:

- Si al menos la herida tuviera que ver con la infan­cia, tiempo en el que no había responsabilidad personal...

- Si todo se pudiera reducir a los movimientos emancipativos de la primera juventud, cosa de adolescente...

- Si la herida consistiera en una mala experiencia o equivocación puntual...

Y continúas:

- Cuando la fragilidad sucede teniendo todos los medios espirituales al alcance, cuando no han fal-

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Page 18: Moreno, angel   palabras entrañables

tado apoyos y cuento con la estima de muchos y sigo tropezando en la misma piedra, ¿cómo tomar tantas caídas por algo bueno? ¿Cómo dejarte per­donar y curar sin conciencia de cínico? Mi herida es crónica y supura por insensatez.

Éstos son tus razonamientos responsables, adultos, sinceros, con matices de seriedad, pero no has supe­rado el amor propio ni el orgullo. No te perdonas. ¿Re­cuerdas la consulta de Pedro: ¿Cuántas veces tenemos que perdonar, siete veces? No te digo siete veces, sino se­tenta veces siete (Mt 18,22)? Si ésta es la medida que se le pide al hombre, ¿cómo piensas que yo puedo tener una medida más pequeña? Y si yo te acojo, ¿no lo vas a hacer tú contigo mismo?

Parece que te resignas, que aceptas la historia y que asumes el error, ¡ya eres maduro!, según te dices, y no deseas dar más vueltas a las cosas, prefieres olvidar. Mas lo que estás planeando es un encerramiento obsesivo, enquistarte herido en tu suerte. Cierras en falso la he­rida. Tu sensatez te está traicionando. Estás sembrando de fantasmas tu subconsciente y un día no podrás con ellos.

No te pido que cambies, ni que te autojustifiques o resignes. Desde el principio no te urjo otra cosa que aceptes dejar en mis manos tu trayectoria de niño, de joven y la más adulta. Toda tu historia. Deja entrar la luz a tus habitaciones más profundas, deja que el sol mate todos los malos gérmenes, y que el aire fresco se lleve los miasmas.

Sé que estás resentido y hasta sufres algo de escepti­cismo, cansado de convivir con tu fragilidad. ¿Recuer-

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das al apóstol Pablo cuando describe su experiencia de lucha continua?

Para que no me engría con la sublimidad de esas reve­laciones, fue dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría. Por este motivo tres veces rogué al Señor, que se alejase de mí. Pero él me dijo: « Te basta mi gracia, para que así mi fuerza se muestre en la flaqueza (2 Co 12, 7-9).

La diferencia entre todos mis discípulos y el traidor consistió en que mientras todos se dejaron perdonar, éste, en cambio, rechazó mi mirada compasiva, hun­diéndose en su soledad y desesperación. No se abrió a la luz del perdón.

Yo tengo poder para convertir las heridas de la vida en signos luminosos, en señales de identidad gloriosa, títulos por los que se merece la mayor acogida: Estos son los que vienen de la gran tribulación y han lavado sus túnicas en la sangre del Cordero (Ap 7,14).

Gracias a mis heridas, Tomás cesó en su obstinada in­credulidad, como gracias a tus heridas, si te dejas echar en ellas el aceite y el vino del perdón, te convertiré en se­ñal luminosa para tantos que sufren, como tú, la tenta­ción de desánimo, encerrados en sí mismos y que necesi­tan del testimonio próximo y familiar de quien, herido como ellos, sin embargo no ha perecido, sino que para cuantos le rodean se ha vuelto misericordioso, sabio e iniciado en el discernimiento y en la comprensión.

Dios, para quien y por quien existe todo, juzgó conve­niente, para llevar a una multitud de hijos a la gloria,

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Page 19: Moreno, angel   palabras entrañables

perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación (Hb 2,10).

Necesito prolongarme a través de tu debilidad para que tu humanidad frágil sea mediación de mi natura­leza humana compasiva. Deseo actuar entre los hom­bres como compañero de camino que conoce las do­lencias de sus hermanos, y nada mejor que tu historia asumida e iluminada, tu madurez transformada de es-céptica en sabia, de crítica en misericordiosa, de exi­gente en comprensiva, de nerviosa en paciente, de soli­taria en compasiva, para que los que sufren se sientan acompañados a través de las huellas de los mismos su­frimientos, y no con palabras vacías o de compromiso, sino nacidas de las entrañas.

¿Te da miedo mi llamada? ¡Cómo necesito discípulos que pongan al servicio de

los demás lo que les ha supuesto su historia, que, gracias al perdón, en vez de terminar en desesperanza, se con­vierte en llamada fascinante que incita a la emulación! ¡Cómo atraen los santos que pudiendo ser como los de­más, víctimas de esclavitudes y debilidades, resuelven la encrucijada dejándose conducir por mí! Las vidas ejem­plares no son las que se apartan del común de los mor­tales, sino aquellas que, estando en medio de todos, re­suelven la encrucijada de otra manera y permiten albergar la esperanza de que es posible la superación.

Quiero tu historia clandestina, rota, vergonzosa, la que no tiene el atenuante de la infancia o de la adoles­cencia, ni se debe a accidente irreflexivo. Quiero el tramo que más te humilla y que mantienes oculto, se­creto, que a pesar de tu silencio no acabas de dominar,

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sino, por el contrario, te crece como sombra que te persigue y te hace asemejarte a alguien que teme ser descubierto en su renuncio, suspicaz ante cualquier pa­labra o gesto de confianza.

Ningún proceso vital queda fuera de mi ofreci­miento. Me habría gustado que a esta edad gozaras ya del sabor del amor primero, de la fidelidad acrisolada, de la experiencia de mi gracia, del discernimiento de mi llamada esencial, de la serenidad del corazón, de la sabi­duría de la vida. Mas, si por lo que sea, no han sucedido las cosas de manera brillante, te ruego que no desespe­res ni te hundas, resentido. ¡Cuántas veces la verdadera sabiduría penetra más por un error o una inconsciencia consumada! Nunca es tarde para comenzar de nuevo. En este caso entenderás a san Pablo y a san Agustín: Fe­liz culpa. «Dichosos pecados», dirá santa Micaela.

Tengo poder para convertir toda circunstancia en ocasión propicia para la salvación. Pablo iba a perseguir a mis discípulos, Agustín buscaba ansiosamente en el amor humano, Francisco tuvo que guardar cama en plena juventud en medio de su primera batalla, Ignacio, herido en el frente de Pamplona, luchaba con su frac­tura, Francisco de Borja tuvo que ver muerta a la señora noble a quien servía y amaba. Cada uno vivió momen­tos humanamente desgraciados, y en medio de la tris­teza, cada uno se encontró conmigo. En todos los casos me entregaron su experiencia de contingencia o de fra­caso, su desengaño humano o su vitalidad combativa.

Llevas en tu naturaleza la necesidad de ser relación y no siempre has gozado en el trato con los demás, sea porque te has sentido dominado, sea porque te has visto dependiente; en ninguna de las dos expresiones

SI

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has sido feliz. La soledad no es solución, y menos aún el escepticismo.

Has vivido el desencanto, la inquietud, la ansiedad, tienes apuntes de desengaño y las mayores heridas de tu vida tienen que ver con esta necesidad de relacio­narte con los demás. Y aun en el caso de experiencias gratificantes, has debido asumir la separación de ami­gos, de personas queridas y desposarte con la soledad.

No quiero ofrecerme como competencia de ninguna criatura, todo lo he hecho bueno para tu bien; no lo habría creado si no fuera manifestación de mi bondad. Mas toda criatura tiende a su Hacedor, y si se corta esta tendencia por afán de poseer o de retener lo creado, deja en la conciencia el gusto de la ansiedad. Tu expe­riencia de soledad es grito de tu vocación primera y úl­tima, ser enteramente mío.

No deseo herirte1 más de lo que estás ni echar más leña a la hoguera de tu allicción interna por los errores coinelitlos. Pero quiero declararle, para que al menos lo guaníes en tu memoria y conciencia, que el único que tiene capacidad de colmar totalmente tu necesidad de relación y saciar tu sed de amor soy yo. Y no creas que son frases de compromiso o bellas palabras, te lo aseguro, si te dejas acompañar por mí, gozarás de la mayor complementariedad posible, la que ya no tiene el límite de la temporalidad.

Ahora que la vida te ha dejado el reposo de su curso, que no te sirva para volverte escéptico, sino para vol­verte enteramente hacia mí, como respuesta a la voca­ción primera, el paseo de tú a tú en amistad.

Permíteme que te diga una vez más, ahora que lo comprendes mejor, que te quiero desde antes de nacer

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y sigo amándote. Si quieres, vente conmigo, acepta la amistad que te ofrezco. A los obreros de la viña no se les echó en cara la hora de acudir al trabajo, si lo hicie­ron cuando oyeron la voz del dueño.

Te puedo asegurar que nunca te dejaré desazón, an­gustia, ansiedad, dependencia. Mi amistad, además, te abrirá mucho más a todo y a todos, sin tener que pro­yectar sobre ellos tu indigencia, sino siendo testigo del amor recibido. Y sin echarles la culpa de aquello que no pueden darte.

Si acoges mis palabras, si aceptas mi mensaje, si crees mi declaración, celebrarás tu más genuina identi­dad, la imagen divina que llevas impresa en tu ser, que te permitirá amar de manera gratuita y abierta y sen­tirte amado.

No desconfíes, no tengas miedo. Por graves que ha­yan sido tus errores, nada es irreparable, siempre tienes la posibilidad de nacer de nuevo.

Sentiría que, por causa de rechazar tu historia, no disfrutaras de lo más sagrado y más identificativo de tu persona. Además, de ello depende tu alegría, tu fuerza y tu generosidad.

En definitiva, la diferencia que se da entre los huma­nos es principalmente la de que unos se sienten ama­dos y otros no. Yo te prometo como alianza perpetua, mi declaración permanente de amor por ti. El día que, aunque sólo sea por un instante, escuches dentro de ti mi voz y mi confesión amorosa, cambiará enteramente tu vida, ya no hablarás por lo que otros te dicen, sino por lo que tú has palpado y sentido.

Déjame, entonces tu vida, ya un tanto gastada, y yo te la devolveré constantemente nueva.

V)

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Déjame tu debilidad

Mi fuerza se manifiesta en la debilidad. Por eso, cuando soy débil soy fuerte

(ÍICo 12,9.10)

Déjame tu debilidad, aquello en lo que cada día sientes más fuertemente tu contingencia. Deseo actuar en ella, y a través de ella, te quiero hacer más humano en favor de los demás, sin que signifique entreguismo mediocre, indiferencia o vida de pecado.

Te descubro en pensamientos resistentes. Estás más acostumbrado a que te pidan lo más valioso de ti, tus dones y trabajos bien hechos. Yo te pido lo que más profundamente te define, tu contingencia.

Déjame todo aquello que más te cuesta asumir y que piensas es únicamente piedra de tropezar. Yo lo conver­tiré, sin que muchas veces te des cuenta, en piedra sillar en el muro de la comunidad humana, en comple­mento de tus hermanos.

Te resistes a creer que sea bueno colaborar con tu debilidad, piensas que todo habría sido mejor sin los defectos y faltas que te avergüenzan, por los que encu­bres tu historia clandestina, secreta, que ocultas a todos y hasta a ti mismo. Si es así, piensas como los hombres, no como Dios.

Te quiero como eres, a ti en concreto. Créetelo. Tengo contigo, con todo lo que tú significas un desig

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nio de amor; amor para ti y a través de ti, para todos los que te rodean, para tantos que necesitan de la me­diación humana, de la mediación semejante, para que no perezcan al creer que es imposible el seguimiento, superior a sus fuerzas, cosa de perfectos, de superhom­bres. Tengo contigo un proyecto, aún más: eres mi pro­yecto.

Te llamo a ti, con tu amor propio, tu orgullo, tu ím­petu dominador, tu corazón dividido, tu ansiedad, tu necesidad de relación, tu sensibilidad que te produce tantos rompimientos, tu cansancio, tu perfeccionismo, tu coraje.

¿Me dejas tu debilidad?

A Pedro le pedí su orgullo y su espada. A Pablo, su soberbia y su nacionalismo. A Bartolomé, su escepticismo y rivalidad. A Santiago y Juan, su afán de poder y manipu­

lación. A Felipe, su materialismo y seguridad. A Tomás, su incredulidad y su distancia. A Mateo, su afán por el dinero y seguridad. A María Magdalena, su amor derrochado y su

afán posesivo. A los de Emaús, su nostalgia y su decepción.

¿No sabes que donde está tu herida, está tu don? ¿Donde tu pecado, mi misericordia? ¿Donde tu debilidad, mi fuerza? ¿Donde tu pobreza, la riqueza? ¿Donde la tentación, mi Espíritu? ¿Donde tu fuego devorador, mi zarza ardiente?

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¿Donde tu sufrimiento, la fuente de sabiduría? ¿Donde tu necesidad y dolor, el ensanchamiento

de tus entrañas?

Arriésgate a confiar en mí y comprenderás que tengo poder para sacar bien de tu obstinada debilidad y para curar desde tus heridas crónicas.

Una vez más te pido: Déjame tu debilidad como mediación amorosa para hacerme presente en la vida de los menesterosos.

Como el aceite y el vino del samaritano o el frasco de perfume de la pecadora, como los presentes de los Magos de Oriente o el óbolo de la viuda en el templo, como los cinco panes de cebada y los dos peces del mu­chacho o la embarcación de Pedro, como el agua de Cana de Galilea o el pan sin levadura de la noche de Pascua. Necesito que me dejes lo que tú tengas, con ello haré el prodigio salvador en favor de los demás. Multiplicaré los panes, llenaré las redes, saciaré a la multitud, pero necesito que me dejes algo tuyo. Si no tienes nada material que prestarme, siempre tendrás el gesto humilde de la cananea, la reacción confiada del centurión, la plegaria del publicano, el grito del ciego, la hospitalidad de Betania...

Desde la humildad de tu naturaleza creada, desde tu conciencia de siervo que se sabe ante su Señor y Padre, con la protección de quien se tuvo a sí misma por es­clava, mi Madre, ponte en mis manos y confía. Nada es irremediable, nada es más que Dios ni hay historia humana que no sea en definitiva también divina.

¿Me dejas tu mediación, aunque sea pobre?

i s

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Dame tu pobreza

¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino

que prometió a los que lo aman? (St 2,5)

Recuerda a quién he escogido al cabo de la historia como mediación de mi presencia entre los hombres. Los ancianos, los segundones, los exiliados, las mujeres, en­tre ellas las estériles, las extranjeras, las pecadoras. Escogí a niños, pastores, enfermos, despreciados, pecadores...

No busques paralelismos externos. Aplica estas imá­genes dentro de ti mismo y descubrirás qué es lo que estoy buscando de tu persona. No me he fijado en ti por lo que tú crees que más te afirma, sino por aquello que tú más desprecias y tienes en menos. Aquello que en ti significa deterioro, debilidad, pobreza, hasta pe­cado. Lo estéril, lo caduco y segundón, aquello que a juicio de los hombres suele ser marginado, despre­ciado, criticado, que escondes en el silencio por miedo o por vergüenza, por temor al juicio y a la condena.

Para mí, nada de tu vida es indiferente y tú nunca serás despreciable ante mis ojos. Si por algo tengo in­clinación favorable hacia ti, es por aquello que tú más ocultas y nunca habrías querido que existiera en lu cuenta de debe o de haber.

El Espíritu aletea sobre el caos y el vacío, sobre el va He de los huesos secos, y le gusta actuar cuantío el es

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tado de una persona llega a su extrema debilidad física o del alma. Como el águila que revuela sobre su nidada o la clueca que desea cobijar a sus polluelos, así quiero ser para ti, como quise ser para mi pueblo.

No creas que soy cómplice de tu debilidad y po­breza. Las he permitido porque conozco que es mayor el beneficio que supone vivir pendiente de mi mano que caminar engreído o de manera emancipada porque se abunda en bienes. Quien crece dominador y con os­tentación de su riqueza, salud, ciencia, posición social, virtud... como si todo fuera suyo, sucumbe en el ma­yor autoengaño. Es el peligro de toda idolatría y lo que más se aparta de mi voluntad.

¡Cómo me duelen aquellos que, teniéndolo casi todo en la vida, son infelices porque no saben disfru­tarlo desde la rclcrcncia agradecida a su Creador! ¡Qué fácil es caer en el narcisismo cuando salen bien las co­sas! ¡Y cómo se hunden en la tristeza y en la desespe­ranza en cuanto hay alguna contrariedad, o se rebelan, violentos, sin capacidad de asumir el fracaso! ¡Cuánto resentimiento produce el afán de poseer! ¡Qué sencillo es actuar con los que lo esperan todo!

Ten por seguro, en cualquier circunstancia, que nunca podré dejar de amarte. De no ser así, no habrías existido. Es más, si cabe alguna fluctuación en mi amor inmutable y seguro hacia ti, ésta se da cuando te pre­sentas ante mí débil, necesitado, herido, derrotado, pe­cador. No interpretes mal estas palabras. Yo no deseo ningún mal para ti y menos el pecado, mas tú libre­mente has tomado caminos que te han conducido a si­tuaciones dolorosas. Si en algún momento vuelves los ojos hacia mí, ten por segura mi acogida.

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No sé si llegaré a convencerte. Te veo obstinado en no dar crédito a mis palabras que te aseguran mi amor por ti. Te busco y te espero como eres, tal y como ahora te encuentras. Si no lo crees, te ofrezco el mayor argumento que puedo darte: la entrega amorosa de Je­sús en la cruz. Mi Amado ha sido condenado entre malhechores, ha sido crucificado entre ladrones.

El que a los ojos de los hombres aparece como un proscrito, abandonado de Dios, es mi propio Hijo, a quien nunca retiré mi confianza, y su resurrección de entre los muertos te confirma mi amor por El.

No te excuses, ya sé lo que estás pensando. El no co­metió pecado ni hubo engaño en su boca. Tú me arguyes que tu debilidad es diferente, tu pobreza no es por causa de que los demás te desprecien, sino porque has experimentado el pecado y la pobreza espiritual.

Sólo te digo que si mi Hijo tomó la condición de es­clavo, pasó por uno de tantos y se anonadó hasta la muerte en cruz, ha sido para compartir contigo tu suerte y tu desgracia. La muerte del Hijo del Hombre ha sido por vosotros y por todos los hombres, para el per­dón de los pecados. Por amor.

No me gusta ponerte en comparación con otros, para que creas que tu caso se diluye en la masa innomi­nada, pero conoces el texto de las Bienaventuranzas. Cada una de ellas proclama dichosos a quienes la socie­dad llama desgraciados. Los pobres, los que lloran, los que padecen guerra, hambre, sed, injusticia, persecu­ción, los que soportan la prueba..., ¿no son acaso lla­mados desgraciados?

Es posible que se manipulen mis palabras y se dé el título de bienaventurado según las diferentes sensibili-

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dades sociales, más que por lo que yo estimo. Nada es­capa de mi mano. Tengo poder para quitar y enrique­cer, y he comprometido mi palabra en dar al pobre, consolar al que llora, saciar al hambriento, abrir al que llama, mostrarme al que busca. No intento conver­tirme en un mito que concede favores. El Espíritu se encarga, dentro de cada persona, de hacer sentir que la siembra entre lágrimas se cambia por la siega entre can­tares.

De nuevo te declaro, a pesar de tu obstinada cerra­zón en tu pobreza, que te amo, y por ello lograré trans­formar lo que sientes más áspero en fuente de gozo, no sólo porque se viva en el cielo la alegría al contemplar el retorno de los humildes, sino también porque la dis­frutan ya en este mundo los que confían en mi Palabra y se dejan conducir por ella en vez de aislarse en su de­bilidad y carencia.

Conoces el canto del Magníficat. María atisbo los valores del evangelio y llegó a proclamar que los pobres son colmados de bienes y los humillados, enaltecidos.

El problema no se plantea en razón de tu pobreza o de tu pecado, por reincidente que seas. Tu resistencia consiste en que comprendes la extraña petición que te estoy haciendo. No que venzas tu debilidad ni superes tu contingencia, sino que me las entregues como mejor don. Te gustaría presentarme las primicias, lo mejor de ti. Los sacrificios y oblaciones no me satisfacen, un cora­zón contrito y humillado, yo no lo desprecio (cf. Sal 50).

Sé que te hundes abrumado o estás a punto de ello por no poder responder a las expectativas que tienen sobre ti. Esto te produce tensión, desvelo, desajuste emocional. Deseas quedar bien ante los hombres, que

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no perciban tu carencia, y por ello te estás precipitando a la angustia y al agotamiento. La solución sería fácil si te convencieras de que yo no te amo por tu liderazgo o por tu fama. Te pido tu corazón contrito, tu espíritu humilde, tu conciencia dolorida, tu experiencia de po­breza, tu herida crónica, tu lucha ineficaz. Te busco a ti de todas las maneras posibles e intento que no te refu­gies en el activismo, ni siquiera en tu pobreza.

Deseo tomarte en mis manos, tal y como eres, sin que lo impida tu historia ni lo que en ella has hecho. Me gustaría que fueras como barro o vasija en manos de alfarero. Déjate hacer.

¿Sabes que no has sido formado con las sobras del barro de otro, que tú eres único para mí?

¿Me regalas tu pobreza?

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Ábreme tu conciencia

Tranquilicemos nuestra conciencia ante Él, en caso de que nos condene nuestra conciencia,

pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo ( I Jn3 , 19-20)

Ábreme tu conciencia, el espacio más íntimo de tu ser, tu rincón más oculto, el que en momentos de can­sancio te estremece y desde el que oyes la voz más pro­funda e insoslayable. Deja penetrar hasta ahí la luz de mi presencia, nada permanece oscuro para mí, la noche es clara como el día. Todo es transparente ante mis ojos. No porque mi mirada quiera ser inquisidora, sino por­que recibirás la compasión: Por la entrañable misericor­dia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto. Y el sol sale para malos y buenos, sin factura por alum­brar a todos los que desean su calor y su luz.

No creas que me voy a escandalizar de ti. Te he he­cho yo, y te aseguro que lo más sagrado que posees es tu propio interior, tu ser esencial. Es el secreto del rey. Nadie tiene derecho a entrar en el ámbito de tu cora­zón, es tálamo nupcial reservado para un desposorio, el que yo te ofrezco.

Es necesario que la luz penetre hasta lo más recón­dito de tu conciencia. Sabes que tu paz depende de que tengas o no zonas oscuras, repliegues producidos por miedo, vergüenza, temor, resentimiento, debilidad, cultura, psicología...

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Ten en cuenta que una de las trampas del Malo es argumentarte con mil razones para evitar la transpa­rencia de tu alma y así lograr tenerte sometido en la re­gión de las sombras y de los fantasmas y atemorizarte con la idea de que al ser justo, soy severo. Si el amor no lleva cuentas del mal, ¿cómo piensas que yo voy a rete­ner como factura tu fragilidad? Te aseguro que el día que decidas abrir enteramente tu conciencia ante mí se morirán de repente todos los espectros.

Déjame entrar con mi perdón y actuar sobre tus ac­ciones inconfesadas, tus tabúes morales, tus resenti­mientos afectivos, el reverso de tu historia que te pro­duce conciencia de no saber del todo quién eres y te divide por dentro con peligro de producirte una doble personalidad o de atentar contra tu estabilidad anímica. Y sabes que debes administrar bien el don de tu existen­cia. Los santos nos han advertido del límite que tenemos y nos han aconsejado «no quebrar el vaso» ni «corrom­per el sujeto». Si me abres la puerta de tu conciencia, gustarás la paz del que ya no se siente perseguido.

No te digo que vocees tu secreto, ni que te vacíes inútilmente por exceso de cansancio y agotamiento en quien no es mediación de mi misericordia. Hay veces que por causa de tanto sufrimiento interior parece que tu dolor es público y sientes la necesidad de verbalizar tus estigmas. Al principio experimentas alivio, mas si todo se queda en manifestación interpersonal sin re­ferencia trascendente, no te concederá la paz del cora­zón, aunque gustes efectos liberadores por el desahogo.

Yo tengo poder para reconciliar, perdonar, transfi­gurar. Si me dejas entrar aun en aquello que tú juzgas más negativo, yo puedo redimirlo.

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Si vives con medias palabras, si ocultas o pretendes ignorar lo que más veces te viene a la memoria, si te obstinas en resistirte a la voz interior y no te rindes ante su gemido o su grito, corres el riesgo de herirte, de perder la sonrisa de los labios y la claridad de tu mi­rada, y hasta cabe que logres sembrar en tu psicología manías persecutorias, cuando te ofrezco la posibilidad de liberarte de raíz de todo tormento. No juegues en esto a ser valiente, me interesa tu salud.

Ábreme tu conciencia, déjame habitar en ella. No te cierres a tu propia carne ensimismado. Sé que te influye este argumento: «¿Por qué decir a otro lo que es íntimo?» Yo conozco la identidad humana y sé lo que significa para ti el que te abras a la mediación del perdón como algo histórico, sin conformarte con pedirlo por dentro.

Seguro que lo has experimentado más de una vez. ¡Qué distinto es el tramo de historia transparente, compartido, del que se queda envuelto en tiniebla y os­curidad porque sus actos no pertenecen a la luz, sino a la noche!

Si me permites entrar en tu conciencia, te sucederá algo muy saludable, te liberaré de la suma de tus debili­dades, de tener que aguantar y disimular la dualidad que a veces hasta te puede producir perturbaciones que influyan en tu mismo estado de salud.

Reconoce que es en tu interior donde guardas la parte más noble y sensible de tu ser. Si no la cuidas, si no permites que sea iluminada, vas a caminar a tientas, inseguro, huidizo, con la torpeza del que no ve, mas con la apariencia social de ser fuerte y hasta virtuoso, con lo que te condenas a doble esfuerzo por la duplici­dad que vives, con la consiguiente quiebra y desgaste.

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No te hagas el valiente, no resistas como quien finge que está bien, sabiendo que lleva el mal por dentro. Sa­bes que se pagan muy caro las apariencias y las valen­tías externas ocultas bajo la coraza del activismo.

Es posible que hayas llegado a soterrar la voz y a en­durecer tu sensibilidad y que hayas perdido la concien­cia del mal y por ello pienses que de nada tienes que acusarte. Cabe que te hayas endurecido de tal manera que mis palabras te parezcan agua pasada y que no res­ponden a la cultura actual. Si es así, te puedo asegurar que, sin embargo, no podrás producir en tu interior la alegría que se tiene al convivir con la paz del bien hacer o de la misericordia.

Mi luz te dejará claridad, calor, capacidad de tole­rancia, sensibilidad, delicadeza. Tiene un efecto seme­jante al que produce el rayo del sol cuando atraviesa una vidriera policromada y hace que desde el interior se goce un ambiente acogedor, fascinante, misterioso.

Te importa mucho que el recinto en el que habitas todos los días no sea inhóspito, lóbrego, oscuro. ¡Qué diferente fue el cenáculo el día de la última cena, cuando era de noche, del día de Pascua, cuando llega­ron las noticias de las mujeres, al alba, o el de Pentecos­tés, cuando todo el recinto se llenó como de llamas de fuego!

No arrastres inútilmente la oscuridad y permíteme regalarte el don de la transparencia, que mantendrás si convives con la luz de mi acompañamiento.

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Cuéntame tu tentación

Descargad en Él todo vuestro agobio, pues El se interesa por vosotros

(IPe 5,7)

Si te parece que no vibras como deseas, a pesar del interés en dar fe a mis palabras y sientes el atractivo del abandono y del desánimo.

Si te surge la nostalgia de tiempos anteriores en los que vivías la emoción y los afectos que te dictaba el sentimiento religioso y contemplativo y estás a punto de creer que todo fue mentira o de época infantil.

Si el cansancio se apodera de ti y te acosa el sueño y la distracción, y te parece imposible permanecer atento y en silencio interior cuando rezas, y crees que es mejor seguir en la actividad que perder el tiempo en ensimis­mamientos y en combatir distracciones.

Si tu carne se rebela, sometida al esfuerzo constante que supone tu trabajo en favor de los demás y te pasa la factura egoísta produciéndote el desánimo y la tristeza de la batalla perdida.

Si el nerviosismo, la irritación, la impaciencia aflo­ran en tus relaciones por culpa de la falta de sosiego y de descanso con el peligro de hacerte huir y encerrarte en ti mismo, de perder amigos y correr el riesgo de cambiar de carácter por tu propia insatisfacción.

Si tienes la mente bloqueada por la obsesión que te

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invade en razón de problemas que polarizan toda tu atención y estás a punto de justificar tu indiferencia ante los demás.

Si se ausentó el gozo y la experiencia afectiva en el trato orante y te crees abandonado, con pensamientos que ponen en crisis la razón de orar y la duda hasta de mi existencia te somete a la prueba más dura por pre­sentarte el futuro al borde del abismo y de la nada.

Si el recuerdo de personas queridas, con las que de­searías convivir y no es posible, te deja el sabor de la so­ledad y estás tentado de evadirte en distracciones.

Si piensas que tu lucha por la virtud es infructífera y que el tiempo pasa sin lograr mejoras visibles con la consiguiente tentación de abandonar todo esfuerzo de superación.

Si el cambio de opción de vida se te presenta como alternativa posible, con el argumento de que aún po­drías comenzar otro camino y probar de nuevo la suerte para alcanzar la felicidad, que tienes derecho a ser feliz y a realizarte como persona.

Si te dices que es mejor ser sincero que mediocre, transparente que encubridor y desde esta valoración crees que es mejor interrumpir tu forma de vida decla­rando ante los demás tus errores y dualismos para que no te acusen nunca de ocultador y farsante...

No creas que si te digo «espera, ten paciencia», no valoro tu estado y que no me hago cargo de la tenta­ción en la que vives. Renuncia a querer saber, gustar, poseerlo todo. Hay momentos en que tan sólo se ve el paso siguiente del camino, sin tener ante los ojos el ho­rizonte. Los santos han formulado el principio de que en tiempo de turbación no se haga mudanza. Y una

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consigna que le di a Moisés fue que no levantara las tiendas del campamento cuando lo cubría la nube.

Descansa un poco, no te acuses de todo. Son llama­das de atención de tu naturaleza humana, frágil, nece­sitada también de un tiempo de paz, de amistad. Vive este momento sin echarte encima más culpabilidades.

No te instales en la mala memoria que intenta secues­trar tu esperanza. Sal de ti mismo, no te cierres. Tu exis­tencia es la prueba más evidente de que eres amado. No te juzgues en ningún caso y confía en la misericordia.

La tentación es un tiempo del Espíritu, un tiempo precioso que debes celebrar como prueba de creci­miento. Un tiempo único que te da ocasión de ofrenda. Una concreción histórica de la salvación en tu vida. Es la hora de abrirte a la gracia y de acoger cada día su acompañamiento. No te ofendas si te digo que llegarás a agradecer esta etapa de tu vida.

La tentación no queda fuera de mi amor providente; es privilegio de los que son llevados al desierto por el Espíritu. Es tiempo de comunión y de apertura, de abrirte al universo, de relativizar la circunstancia que corres el peligro de convertir en ídolo.

La tentación es tiempo de llamada y de escucha sen­sible. Su paso deja conocimiento y sabiduría. Si no se ha perecido en el combate porque se ha luchado de la mano de la confianza, no es irremediable la derrota y aunque así fuera, ya sabes mis ofrecimientos y súplicas anteriores. Todo tiempo es salvífico, también el tiempo aciago. El amor se demuestra en las ocasiones. La ten­tación es circunstancia para dar cauce al amor en vez de al egoísmo, a la confianza en vez de a la fragilidad, al combate en vez de al entreguismo.

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La tentación es tiempo de vida. Sólo el que está vivo es tentado; quien se ha entregado al mal convive con él sin sobresalto, justificado en su depravación. Mas el que resiste con la ayuda de la gracia, se convierte en profecía, y cada instante es signo de eternidad.

No obstante, si en tu conciencia permanecen las he­ridas de la derrota aunque hayas recibido el bálsamo del perdón, considera que puedes convertirte en aquel que sana a otros a pesar de su dolencia. Como el mé­dico magnánimo que, a pesar de estar enfermo, presta ayuda al que viene en búsqueda de auxilio, así tú, si das crédito a mi consejo y no mitificas la tentación y me­nos la caída, te convertirás en persona experimentada que puede salvar a otros de los mismos errores.

Te oigo replicarme: Tengo entre las manos la tarea de alcanzar la ple­

nitud humana, perfección y ternura al mismo tiempo, razón y afecto unificados. Mas pasa el tiempo sin vislumbrar la meta, cada vez la percibo más distante, no hay empeño que llegue hasta la cima en libertad de instintos. No sirven los propósi­tos fijados, la conciencia se hiere en los reiteros tor­pes, experiencia constante de pobreza. Duele el alma, desazonada, roto el ánimo por la pertinaz in­sensatez. Percepción del límite extremo. Un paso más y me hundo en el vacío.

Lo comprendes ahora, la carrera prepotente es im­posible. Otra senda distinta es el camino. Tan sólo de­bes quedar abierto a recibir, humilde, la gratuita noti­cia de saberte amado por derroche de ternura, gracias a la misericordia como suerte.

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Este es el título que te ennoblece: querido de Dios, perdonado, ungido en tus heridas, preferido. Creíste que era justa la denuncia, el grito violento o la huida depresiva. Hoy, en cambio, te quedas silencioso, agra­decido, brindando las entrañas por caricia. Sólo el per­dón te hace estar vivo y confiado. ¡Tómalo! No lo ha­gas inservible, rechazarlo es la mayor tentación.

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El ángel consolador

No perdáis ahora vuestra confianza, que tiene una gran recompensa.

Necesitáis paciencia en el sufrimiento (Hb 10,35)

Si, a pesar de la llamada al descanso y a la confianza, no alcanzas el sosiego y soportas silencioso el peso de tu cruz, considera que ningún sufrimiento es inútil y que alguien en esta misma hora se está beneficiando de tu oblación anónima y de tu aparente sinsentido.

Si en tu oración sólo hay fidelidad, expresión de fe y de reconocimiento del tú divino que te hace per­manecer a pesar de todo, ten la seguridad de que al­guien se puede estar encontrando acariciado por la experiencia sensible del amor de Dios, gracias a tu oscuridad.

Si en razón de la estima en la que te tienen y por tu conciencia de pobreza estás tentado de abandonar tu forma de vida, por creer que engañas, ¿por qué no piensas que el Señor está actuando a través de ti, a pe­sar de tu pecado, y en vez de impedir tu colaboración denunciando tu dualidad, te mueves a una vida más coherente y unificada?

No somos islas, la vida divina es circular y el Cuerpo de Cristo se beneficia de la ofrenda de cada uno de sus miembros. En la medida en que tú no demandas aten­ción, sino que te ofrendas, otros miembros más débiles

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se benefician de tu combate. Dios sabe lo que nos con­viene a cada uno en cada momento.

No desconfíes ni interpretes tu historia por lo que sientes en ella. Siempre hay alguien que gracias a tu ge­nerosidad puede salvarse de situaciones críticas, como cuando tú, de forma inesperada, percibes favores que superan tu esfuerzo. ¿Acaso no tienes experiencia de haberte sorprendido porque el efecto que produce tu trabajo es mayor que el que corresponde a lo que tú realmente has hecho?

¿Te ofendería si conocieras que la tentación que es­tás sufriendo y en la que luchas, fortalece a los débiles y ayuda a levantarse a los caídos?

¿Prefieres gustar afectivamente de la presencia del Señor o que a costa de tu insensibilidad y noche oscura otros gocen del paso de Dios por sus vidas y cambien sus costumbres?

Si no te convencen estas razones y piensas que no tiene sentido tanto dolor o ausencia de luz, te pido únicamente que dejes pasar el temporal. Un día, cuando vuelvas la mirada sobre este momento de tu historia con la perspectiva suficiente, descubrirás cómo la prueba estaba enclavada en un proceso amoroso, afirmativo, recreador de tu vida en pertenencia total a tu Señor.

Yo también tuve la tentación de pedir que pase de mí este cáliz, pero antepuse siempre la voluntad de mi Pa­dre, de quien me fiaba y que no podía querer la co­rrupción de mi vida: mas no se haga mi voluntad, sino la tuya (Mt 26,39).

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Entrégame tu pecado

Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas.

No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque soy Dios, no hombre;

Santo en medio de ti, y no vendré con ira (Os 1 1, 8-9)

Te extrañará mi propuesta, más aún cuando siempre has oído decir que el pecado es lo totalmente opuesto a mí. Es cierto. Pero también es verdad mi amor por ti, y si la barrera que dificulta nuestra relación es el fruto del mal uso de tu libertad, prefiero asumirlo, si tú me lo entregas, antes que privarme de ti.

Si crees que tu situación es irremediable; si has co­metido actos que comprometen a otras personas; si te parece que la mejor solución es desaparecer o soportar estoicamente el dolor de tu alma; si piensas que todos tendrán perdón, menos tú, te pido que vuelvas tus ojos al Evangelio.

No deseo que des coces contra el aguijón, mas ¿te has fijado en quiénes serán los primeros en el Reino de los Cielos? ¿Te escandalizo si te recuerdo que habrá la­drones y prostitutas entre esos primeros? (Mt 21,31)

Un día me acorralaron en la explanada del templo y porfiaron para que juzgara a una mujer sorprendida en adulterio. No quería intervenir, y me puse a dar largas escribiendo en el suelo, pero ante su insistencia, me in­corporé y les dije: El que esté libre de pecado que tire la

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primera piedra. Y a la mujer: Yo no te condeno, vete y no peques más.

Recuerda que en el cielo hay más alegría por un sólo pecador que se convierte que por noventa y nueve jus­tos que no necesitan penitencia. Mi alegría se funda en que, si te atreves a entregarme tus sombras ocultas es porque descubres que es posible la relación conmigo y te dejas vencer por la confianza.

Podría decirte de muchos casos para acreditar la sin­ceridad de mi ofrecimiento, mas es mejor no hablar de los pecados de los demás. Te pongo dos ejemplos. ¿Re­cuerdas el pecado de David, o la prostitución de mi pueblo, su infidelidad y cómo reaccioné ante su actitud humilde y ante el reconocimiento de su pecado?

Si el afligido me invoca, yo lo escucho y lo libro de sus angustias.

Pondré mis ojos en el humilde, en el abatido que se estremece ante mis palabras (Is 66,2).

Si tienes conciencia de pecado, ya es una bendición, pues con ello manifiestas sensibilidad. Al menos, per­maneces abierto a mi llamada y en disposición de aco­gerla.

No te pido que descargues psicológicamente tu pe­sadumbre, ni que tengas un simple desahogo verbal o emocional provocado por la tensión que experimentas, sino que te sepas criatura, con necesidad de relacio­narte conmigo. Quisiera que, en la zozobra que sientes por la voz de tu conciencia, pueda más la fuerza de la voz interior de mi Espíritu, que te invita al gesto con­fiado de atreverte a hacer la ofrenda más costosa, la de

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todo aquello que más te niega y me niega. Yo te pro­meto que no llevaré cuentas del mal.

Un principio sagrado es: No juzguéis y no seréis juz­gados, no condenéis y no seréis condenados, perdonad y se­réis perdonados. Si pido esto a mis discípulos, ¿piensas que yo usaré otra medida?

No cuesta mucho ofrecerme un sacrificio, tener un gesto piadoso en el intento de redimir las ofensas, pero sé que cuesta más desprenderse del pecado, de la reac­ción de encerramiento que produce, como la atracción del vértigo, como sentirse frente al abismo.

Es fácil evacuar resentimientos por no poder resistir la presión del fracaso personal. Mas lo que valoro es tu conciencia de pecado, el deseo de sentir mi abrazo. ¡Cómo me enternecen el pudor, el aturdimiento, la tristeza, la angustia, el miedo, el dolor, el llanto, el in­tento de amar que manifiesta el pecador" que viene hasta mí a pesar de todo!

No hay gesto que conmueva más mis entrañas que el del hombre humilde, sincero, sin doblez, transpa­rente, que se abre y confiesa su culpa, casi sin atreverse a pronunciarla.

Sé que has tenido que vencer el movimiento vani­doso, autojustificativo, moralista, cínico, depresivo, conformista, alternativas diferentes que te ofrece el Tentador.

Sé que para tomar la decisión de entregarme tu pe­cado, tienes que valorar, por encima de todas las sospe­chas, mi poder y mi ternura, confiar en mi Palabra, creer en mi promesa, asumir la coherencia de quien se reconoce pecador, afrontar tu debilidad.

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Sé que tienes que luchar con la ideología y cultura relativistas y evasivas de este tiempo y reconocer que el sentido de tu vida depende de nuestras buenas relaciones.

Sabes que me disgusta toda idolatría, que no resisto al soberbio ni al mentiroso, ni tolero el corazón arro­gante y embustero, y que el mínimo gesto de humildad me emociona.

Sé que desde la libertad, don precioso que he entre­gado al hombre, hay muchas respuestas posibles frente a la experiencia de pecado: convivir con él, negar mi existencia, legitimar la propia voluntad como suprema norma de comportamiento... Ante la conciencia de fra­caso cabe el hundimiento, o el engaño propio y ajeno. Hay quienes perecen en su obstinación y quienes se co­bijan en su debilidad para mantenerse mediocres. Comprenderás ahora por qué valoro que tú reacciones volviéndote hacia mí, sobreponiéndote a todas las otras posibilidades y despojándote de tu yo, entregándome tu pecado.

Deseo avisarte de un posible proceso favorable, aun­que también sea doloroso. En la medida en que te abras más a la vida de la gracia, más conciencia vas a te­ner de debilidad. El crecimiento de tu sensibilidad en relación con el pecado, que se manifiesta en la perma­nente necesidad de misericordia, está directamente re­lacionado con la opción de entregármelo, de no reser­vártelo y de crecer en el amor.

Bien sabes que no quiero fiscalizar tu conciencia. Lo que te pido es que descargues en mis manos tu amar­gura, tu rabia, tu dolor, tu incapacidad, tu culpa. Yo te llenaré el vacío que te produzca este arrancón.

Uno de los efectos que sentirás será el deseo de ala-

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banza, y la paz se aposentará en tu interior. Nadie te podrá arrebatar el gozo después de descargarte de tu culpa. Dichoso el que está absuelto de su culpa, al que le han sepultado el pecado (Sal 32,1)

Yo espero tu libre decisión de entregarme el peso de tu conciencia y te prometo un nuevo nacimiento, con la añadidura del don de la sabiduría.

Déjate perdonar, cruza el abismo de tu pecado y confía en quien es más que tu pobreza. No te encasti­lles en tu historia de pactos y mediocridades ni te hie­ras vanamente en tu debilidad. No es respuesta la eva­sión inconsciente ni la hipersensible conciencia autónoma que se queda sangrando sin remedio. En toda la tradición cristiana está la presencia de los me­diadores. La obediencia te librará de detener el proceso en vanos entretenimientos, incluso espirituales, en los que puedes quedar distraído y atrapado.

Sé agradecido, no hagas como los leprosos que una vez limpios se olvidaron de quien les había curado. Vuelve a quien perdona tu culpa, serena tu carne y emociona tu corazón. Tu penitencia sea al mismo tiempo alabanza y gratitud; así se convertirá en una verdadera Eucaristía, en la cual hay sacrificio, ofrenda, expiación, pero también adoración y acción de gracias.

¿Te atreverás a entregarme tu pecado?

( l

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Déjate amar

Escucha, hija, mira: inclina tu oído, olvida tu pueblo y la casa paterna; prendado está el rey de tu belleza

(Sal 44, 11-12)

Me robaste el corazón, hermana mía, novia, me robaste el corazón con una mirada tuya,

con una vuelta de tu collar. ¡Qué hermosos son tus amores,

hermana y novia mía! (Cant4, 9-10)

Ya no te pido ni siquiera que me ames. Sólo quiero que te dejes amar, que me dejes amarte.

Ten fe, abandona tus razonamientos lógicos, per­mite el paso de la noticia del amor de Dios a tu cora­zón. No te escondas, ni te defiendas con argumentos evasivos. ¡Me duele tanto que dudes de mi capacidad de ser Dios contigo! Quien ha creído en mí ha sido ca­paz de la acción de gracias y de bendecirme en medio de la experiencia más negativa e incluso de pecado y se ha atrevido, en el centro de la oscuridad, a cantar las misericordias del Señor. Quienes llegan a esta sagaci­dad han descubierto la puerta por la que entrar a la ex­periencia de gozo y de luz.

No tengas propia voluntad. Déjame actuar, despó­jate, permíteme que te tome y te convierta en here­dero, nada es más importante que tener a Dios por lote perpetuo. Todo lo demás sabe, cuando no es incluso amargo, a menos, a poco, y en el mejor de los casos, es una experiencia efímera. Dios es eterno, permanente,

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sacia, colma, embriaga, totaliza la relación, nunca es deficiente su respuesta.

No te hieras ni te abras las heridas inútilmente, pero si las tienes ocultas, sé sincero, deja que te cure la mise­ricordia. Nunca experimentarás tanto gozo como cuando le permites a Dios curarte, echar aceite en tus llagas, vendarlas y llevarte a su posada, donde te partirá el pan y te dará a beber de la copa el vino de su propia sangre.

Nada es más. Deja que Dios actúe en ti y en medio de todo posible dolor y oscuridad manifiéstale tu amor, póstrate en adoración y bendícelo, dile que lo recono­ces. No quieras librarte de lo que puede ser el mo­mento de mayor gratuidad. Que esta posible inclemen­cia resuene en tu corazón como diría san Juan de la Cruz: «Déjame sufrir y ser despreciado por ti». Nunca ganarás a Dios en generosidad.

Quiero que te sientas amado, y desde esta concien­cia vuelvo a solicitar tu respuesta como mediación para que muchos descubran la verdad más palpable en la vida de cada persona, mi amor divino. No hay testimo­nio que más ayude y fascine. Sé que hay cansancio de grandes palabras, que no bastan los discursos especula­tivos sobre las situaciones existenciales. Hay movi­mientos de retorno hacia lo afectivo y lo místico, hacia lo que se manifiesta experiencial, hacia lo gratuito e inútil, lo estético. Desde ellos albergo la esperanza de que tú seas uno de los que se abran a la cultura del amor. Los que se dejan amar se convierten verdadera­mente en hombres de Dios, testigos del Absoluto.

Necesito que intentes no proyectarte ni dominar a través de tus diferentes tareas. Mi amor se queda limi-

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tado a tu disponibilidad, a tus palabras, gestos, ora­ción. Necesito tu amor, el consentimiento al que yo te tengo, tu sí recíproco, para que el mundo crea porque nos amamos, y lo necesito a través de cuantos de cerca o de lejos se sienten más faltos de una palabra de mi existencia difundida en ti por mi amor acogido. Sólo el amor de caridad es credencial para los que más sufren. Ante ellos no valen los razonamientos, sólo el amor.

Cabe que palpes la cruz, lo aparentemente contrario a una relación agradable, mas a través de situaciones paradójicas es posible encontrarse con la muestra más acreditada de lo que define el amor más grande, que, sin reclamar nada, ni siquiera se impone por su eviden­cia. La discreción y la gratuidad son compañeras del gesto amoroso más noble.

Los ángeles no cantaron Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que aman al Señor, sino paz en la tierra a los hombres que Dios ama (Le 2,14). Por­que en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó (I Jn 4,10).

Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tu conocerás a Yahvéh (Os 2,22-23).

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Recuerda mi Palabra

Lo necio de Dios es más sabio que los hombres y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres

(ICo 1,25)

¿Acaso quieres engrosar la lista de los sabios y enten­didos de este mundo, de los sagaces y seguros? Sabes que la mayor sabiduría y la mayor fortaleza ante mis ojos es la cruz.

Te resistes a convertir en cruz tus debilidades y perma­neces resentido, con tu amor propio herido, mientras yo te ofrezco cambiar tu dolor en posibilidad amorosa. Ya lo sabes, aquello que más te niega y que hasta te avergüenza yo puedo trocarlo de ignominia en signo de amor.

El Crucificado fue tenido injustamente por malhe­chor. Si te dejas mirar por su cruz, tú mismo puedes gozar de la dimensión redentora de aquello que más te duele. La cruz es lo más sagrado de la vida, lo más in­comprensible, participa del misterio divino; es en parte la contemplación de la espalda de Dios.

Si en vez de obstinarte en tu debilidad me dejas con­vertirla en título por el que puedes compartir los pade­cimientos del Crucificado, comprenderás cómo es po­sible la experiencia de bendición y de fortaleza.

Si es verdad que tu debilidad puede ser culpable, también puedes aceptar en ella mi misericordia y así volverla redentora. Yo me apiado de los que sufren y

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los valoro especialmente haciéndolos verdaderos sacra­mentos de mi presencia.

¿Me dejas tu sufrimiento como prolongación de la cruz de mi Hijo, en favor de los que se obstinan en su pecado?

¿Tú crees que Pedro habría sido el mismo si no hu­biera tenido la experiencia de la negación? Entonces mi amargura se trocará en bienestar (Is 38,17).

¿Acaso la mujer pecadora no tenía en sus entregas la semilla de su derroche para conmigo? Al que mucho se le perdona mucho ama (cfr. Le 7,47).

Si Mateo no hubiera tenido la experiencia dolorosa de la especulación egoísta, ¿piensas que habría saltado del mostrador de los impuestos de la misma manera? Todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo (Flp 3,8).

Si Zaqueo no se hubiera aprovechado de los demás, ¿se le habría ocurrido repartir sus bienes de manera tan generosa? Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abraham, porque el Hijo del hom­bre ha venido a buscar lo que estaba perdido (Le 19,10).

Si el hijo pródigo no hubiera llegado a la extrema necesidad e indigencia por culpa de su malversación, ¿habría retornado a la casa de su Padre de la misma manera? Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro D / O Í ( I S 4 0 , 1 ) .

Si el publicano no se hubiera sentido hundido por sus pecados, ¿habría rezado de la manera que lo hizo? He oído tu plegaria, he visto tus lágrimas y voy a curarte. Te libraré (IIR 20,5).

Si la samaritana no hubiera tenido tantos amores in­completos, tanta sed, ¿habría comprendido el agua viva que yo le ofrecía?

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Si el ladrón de mi derecha no hubiera sido conde­nado y no hubiera sufrido por sus errores, ¿habría gus­tado la suerte de ser el primero en mi Reino? Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo para que también os alegréis alborozados en la re­velación de su gloria (IPe 4,13).

¿Acaso piensas que contigo seré diferente? ¿Por qué no escuchas mi Palabra y permites que tu

pecado y sufrimiento se conviertan en fuente de gracia y de misericordia para los demás?

El Señor viene con poder y su brazo manda, como pastor que cuida su rebaño. El toma en brazos los corderos, cuida de las madres (Is 40,10.11).

A los que esperan en el Señor, El les renovará el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse, y andarán sin cansarse (Is 40,31).

Tú eres mi siervo, yo te he escogido y no te he rechazado. No temas, yo estoy contigo. No receles, que yo soy tu Dios. Yo te he robustecido y te he ayudado, y te tengo de mi mano (Is 41,9-10.13-14).

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Abandónate en mí

En viento y en nada he gastado mis fuerzas, mi salario lo llevaba mi Dios

(Is 49,4)

Me alegra que te hayas hecho consciente de los dones que has recibido, que hayas asumido la responsabilidad de tenerlos y quieras que sirvan para provecho de todos.

Es bueno que aceptes la parte que te corresponde como mediación de gracia y que permitas mi interven­ción en la historia a través de ti.

Sabes que quienes son fieles a los talentos recibidos son bendecidos y se les confiere mayor confianza. En lo que se refiere a tu esfuerzo, no es bueno amilanarse, echarse atrás, esconderse bajo falsas humildades y ente­rrar lo que se te ha entregado. Mas echo de menos tu abandono en mis manos; te fías más de tus proyectos y programaciones que de mi asistencia providente, casi parece que no te hago falta, y a la hora de determinar los futuros acontecimientos, tienes en cuenta muchos detalles, pero te cuesta introducir, como elemento esencial, mi intervención en la historia, y partir, sobre todo, del principio seguro de mi acompañamiento.

Recuerda las palabras del ángel a la Iglesia de Efeso:

Conozco tus obras, tu esfuerzo y tu entereza; sé que no puedes sufrir a los malvados (...) Tienes aguante,

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has sufrido por mí y no te ha rendido la fatiga, pero tengo en contra tuya que has dejado el amor primero (Ap 2,2-3).

Trabajas como si todo dependiera de ti; no es malo, mas no dejas lugar a mi posible intervención. Te abru­mas y desasosiegas, no haces más que dar vueltas a las cosas, como si pudieras añadir un segundo más al tiempo señalado. ¡Cuánto sufrimiento injusto por esta causa!

No te echo en cara tu responsabilidad, sino tu ago­bio. No estoy en contra de tus previsiones, sino de que en ellas no cuentes con mi apoyo. No estoy en contra de tu entrega sin tiempo ni medida, sino de tu preocu­pación desmesurada, como si estuvieras solitario en lo que tienes como misión.

Deja que los muertos entierren a sus muertos (Mt 8,22). No des más vueltas a lo sucedido, a las hojas caí­das, ábrete a la semilla santa que posee toda realidad. Deja algún resquicio a mi intervención providente, sin que suponga abandono de tu responsabilidad. Debes liberarte de la desazón que a veces te alcanza porque no llegas a todo, pues te obsesiona y llega a paralizarte y malograr hasta lo que deseabas como mejor fruto de tu trabajo.

¿Te atreverías a descansar un rato junto a mí ? Permíteme acompañarte, yo quiero ir contigo donde

tú vayas. No estás solo. Sabes que una fuente de agotamiento, casi la mayor,

es la de asumir como tarea personal lo que me perte­nece a mí, dar el incremento.

En tu responsabilidad de familia, de comunidad, de

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ministerio, cabe que por nerviosismo estropees hasta lo que has hecho bien. Esta situación te acosa cuando te sientes solo al someterte a un trabajo ambicioso, pero que te figuras que será llevado exclusivamente con tus fuerzas.

¡Te crees tan responsable! ¡Eres tan eficaz! ¡Te tomas las cosas tan en serio! ¡Cómo se apodera de ti el perfec­cionismo y alimenta tu subconsciente dejándote aun­que sólo sea el rumor de tu importancia, de tu genero­sidad, de tu heroísmo! Además, sueles caer en agravios comparativos porque cuando te cansas, levantas la mi­rada y ves a otros que no hacen lo mismo que tú. En­tonces te viene la protesta, el juicio, la exigencia de que se porten igual.

¿Por qué no dejas lugar a mi Palabra? El pan y el vino se transforman por la fuerza de la Palabra y del Espíritu Santo. Con un poco de fe trasladarías monta­ñas. Te agotas escribiendo cartas, en múltiples llamadas y visitas, y no tienes tiempo de descansar un poco junto a mí. Reuniones, planes, proyectos, evaluaciones de los proyectos, corrección de las líneas que no son rentables...

¿Te fías de mí? ¿Te crees de verdad que me interesa tu tarea y que estoy detrás de tu esfuerzo? ¿O te impo­nes toda esa carga porque personalizas totalmente el trabajo sin dar tregua ni dejar sitio a otros ni a mí?

No te pido que seas más que tu maestro. Deja lugar a la gracia, a mi intervención divina, y descansarás de tu fatiga o afán pretencioso.

Echa las redes siempre en mi nombre. En intimidad de amigo te comunico la clave para

que, al menos, descanses confiado. Cuando a pesar de

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todo tu interés, cabe que también por tu fragilidad, su­cedan las cosas de manera totalmente distinta, no lo valores inmediatamente, deja pasar el tiempo. Después comprobarás cómo hasta lo aparentemente inútil se convierte en eslabón de mi historia de salvación para contigo.

Una vez que, responsablemente, has intentado reali­zar tu trabajo, despréndete de él y déjame actuar in­cluso a través de tu deficiencia y equivocación. No an­des queriendo enmendar todas las planas anteriores y entrégate confiado a mi Providencia.

¿Te harás alguna vez a la idea de que soy yo quien conduce la historia?

Te necesito, pero no asumas, quizá inconsciente­mente, el papel descreído de quien se cree responsable último de todo. Descansa en mí, abandónate en mí, confía en mí, déjame la última responsabilidad.

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Descansa en mí

Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré

(Mt 11,28)

Puedes pensar que si aceptas mi declaración de amor todo está resuelto, y que como no sucede así, no es ver­dad mi ofrecimiento, pues sigues en tu lucha y en los mismos combates, y te cansas de tantas imágenes y de­seos contrarios.

La realidad, si confías en mí, es bien diferente. En vez de entregarte a la mediocridad o a la desesperanza, en vez de sentirte sólo y angustiado, resolverías cada prueba en mis manos y abriéndote a la gracia. Sé que este trabajo supone cansancio, pero yo me compro­meto a que en el instante en que parezca que has lle­gado al límite, recibas la fuerza de lo alto.

Déjame tu agotamiento, la sensación que te acucia de no poder más, la fatiga y hasta el apunte de desespe­ranza que sientes. En unos momentos te asalta la expe­riencia de indiferencia y atonía, en otros llegas al escep­ticismo o a la hipersensibilidad.

Te aconsejo que dejes de sumar lo que has hecho. El que es de Cristo es una criatura nueva, lo antiguo ha pa­sado. Déjate reconciliar (2Co 5,17.20). Si te empeñas en mirar hacia atrás, que sea para recordar la historia de ben­dición. Y no anticipes batallas que no te han sucedido.

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No caigas en la trampa del heroísmo, de creerte im­prescindible. Acepta que no llegas o no puedes alcanzar a todo, mas sí puedes acercarte al lugar donde descan­sar un poco en mi presencia.

Has llegado a tal extremo en tu fatiga que ya ni si­quiera percibes que estás a punto de romperte. Te so­brepones con esfuerzo nuevo por circunstancias que se te echan encima sin poderlas evitar. Estás arriesgando la fidelidad, el que tu naturaleza te traicione.

Es muy fácil confundir los planos, tu condición es fuerte y sensible y cuando atraviesas las zonas de emer­gencia, no se disparan las alarmas de tus fuerzas físicas, sino las de tus sentimientos espirituales. Estas señales te hacen sufrir porque además de tu agotamiento por el esfuerzo, estás perdiendo la sensibilidad y el gusto re­ligiosos, cuando si descansaras un poco, volvería la hu­medad a tu campo, y el agua a tu sequía.

Ten en cuenta un dato, nunca la actividad debería apartarte de la oración, del deseo de celebrar cada día un encuentro conmigo, a solas, en intimidad de ami­gos. Si últimamente te justificas en la falta de tiempo, estás arriesgándote demasiado y cabe que el vacío, la sequedad que se te presentan de inmediato o poco a poco te conduzcan a la tristeza, al decaimiento, con falta de ilusión y sin ganas de comenzar de nuevo.

Uno de los motivos que más agotan, ya te lo he apuntado, es el asalto del agravio comparativo, cuando sientes que eres el que más carga lleva, mientras los de­más disfrutan de tiempo agradable y de descanso. En ese momento, aunque tengas razón, mírame a mí en la cruz, y tu paso se volverá ligero porque entonces me contemplarás precediéndote en tu entrega y evitarás así

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perecer ensimismado en tus proezas. El que quiera ser mi discípulo que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga (Le 9,23).

Si eres sincero, reconoce que casi te pesa más lo que hacen o no hacen los demás que tu propia carga. Fija en mí tus ojos. Mírame en la entrega total y amorosa y no interpretes que tu suerte es peor que la de los de­más, sino que tienes el privilegio de parecerte a mí.

En tu misión y trabajo cabe que algunos, sin darse cuenta, no te permitan tomar una tregua ni algún des­canso, que lleguen sin avisar, a deshora, a pedirte un gesto más, una presencia atenta, nueva donación y dis­ponibilidad y te asalte la tentación de decir «¡Basta!» de manera violenta.

Ven, déjame tu cansancio, la sensación de agobio y de presión que sufres, vive este instante, vívelo en mi presencia alentadora y capaz de hacer amainar el viento y calmar las aguas.

Es posible que vivas una situación confusa, de mezcla de sentimientos y que no sea sólo el cansancio físico el que te agobia, sino tu situación moral y las reacciones que se están desarrollando en tu debilidad. Sé que lo que más te fatiga es la lucha contra ti mismo. Lucha en­cubierta y causante de mirar a los otros como culpables.

¿Por qué no te abandonas y confías ? ¿Por qué intentas resolver todo sin dejar resquicio

a mi providencia, que te puede sorprender en tus quehaceres ?

Llamo a tu corazón con el deseo de ensanchar tu ánimo y de dar sentido a lo que piensas que es inútil.

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Ven, déjame tus combates interiores, tus preguntas más intempestivas, tus pensamientos confusos. Apoya la cabeza en mí y descansa un poco. No dudes en ha­cerlo, recuerda al discípulo amigo, si te apoyas, tam­bién me alegraré yo al poder compartir la misma suerte, la de quienes por amor suben por la escala de la entrega amorosa a la cumbre del anonadamiento con­fiado.

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Vamonos a un lugar solitario

Vamos a un lugar tranquilo a descansar un poco (Me 6,31)

El ritmo hacendoso, las programaciones, la necesi­dad de evaluar cada trabajo, el examen de las cotas de rendimiento, la competitividad, la lucha por un puesto de trabajo, asegurar la benevolencia de los superiores, la libertad de mercado, la necesidad de consumo, los imperativos culturales te están sometiendo a una per­manente lucha y llegan momentos en que te resientes.

No sólo es una constante en las actividades profesio­nales; la evangelización ha copiado mucho del talante empresarial. No sé si por obedecer a mi consejo de ser astutos o porque participas en las categorías un tanto especuladoras del ambiente, lo cierto es que te asalta el cansancio y te sirve de argumento para concederte al­guna distracción y alivio legítimos; mas a veces a costa de no tener tiempo para encontrarnos. Te ofrezco un descanso mayor, que serenará más plenamente tu ánimo.

Una de las fuentes de mayor agobio es querer hacer muchas cosas a la vez, sentir la presión de lo que aún te falta por terminar, creerte utilizado o sin la justa consi­deración.

Te recomiendo que no seas injusto contigo mismo.

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Siéntete privilegiado por poder trabajar y por los dones que los demás te reconocen. Gracias a ellos has reci­bido la misión o tarea que desempeñas. Dichoso el hombre que se gana el pan con sus propias manos, lo bendeciré con abundancia de bienes.

Además de tener estas normas de seguridad en tu trabajo, para que la fatiga no destruya tu paz y tu espe­ranza, te invito a detenerte al menos un poquito junto a mí.

Ven, hablemos de amistad o de lo que tú quieras. Hazme caso y vente a descansar un rato conmigo a un lu­gar tranquilo donde de tú a tú podamos saborear la ale­gría de la existencia y del amor del que eres destinatario.

Consigúelo como puedas. Si tienes tiempo para todo y para tantos, encuentra ocasión para estar con­migo. No te hagas el valiente, hay sensibilidades que se pierden si no se ejercitan. Cuando se deja de leer, des­pués se tarda mucho en gustar un libro; cuando se huye de la casa y de la soledad, se resiste uno a perma­necer un rato en silencio y lentamente se desangra el alma y se pierde el hábito de la relación interior, la que más acompaña.

Te aseguro que si te atreves a subir tú solo a lo alto del monte, a entrar en el espacio íntimo de la oración, cambiará tu rostro. El de Moisés llegó a deslumhrar. Aumentará tu felicidad y descubrirás que vale más un día en mi casa que mil fuera de ella.

Ven, no tengas miedo de acercarte. El secreto de tantos que a lo largo de la historia han entregado su vida totalmente sin fatigarse, ha sido haber encontrado un tiempo cada día en el que celebrar la amistad con­migo.

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El secreto de mi Hijo fue la relación permanente con su Abba. Yo era su descanso, su referencia, su ins­tancia íntima, salía de mí y a mí volvía. No hay peor cosa que no saber de dónde se viene ni a dónde se va. Es una experiencia de abismo que puede trastornar el comportamiento, al creerte tierra de nadie, sin que te sepas pensado, recordado, seguido, esperado.

La tentación más desestabilizadora se presenta cuando se introduce en la conciencia, por la indiferen­cia que te parece percibir, la duda sobre si le interesa a alguien tu vida o no, si da lo mismo cómo resuelvas tus problemas.

¡Qué fuerza tienen los que comienzan su jornada desde la relación conmigo y añoran el final del día para encontrarnos de nuevo!

Ven, inventa la excusa que sea para encontrar un tiempo de serenidad, y aunque al principio te cueste entrar, espera, ya verás cómo lo que oyes en esta estan­cia en ningún otro lugar lo percibes. Es la voz de las entrañas, engendradora de tu estabilidad.

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Yo soy tu tierra

Ya no te llamarán «Abandonada», ni a tu tierra «Devastada», sino que te llamarán «Mi complacencia»

y a tu tierra, «Desposada», porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido

(Is 62,4)

Una vida sin amor es una vida sin tierra. No tiene hito en su camino ni dirección en su andadura. Su rumbo gira, gira sin hallar casa permanente, estable. Emigrante, peregrino, vagabundo, huésped o amigo, mas siempre itinerante, colmado de ausencia.

Soledad que urge desahogo o se torna dramática. Pide palabras, ojos, mirada, entrañas, relación. Los ca­minos pasan veloces, sin rumbo, y la carne se torna ne­cesitada de abrazo cariñoso y beso limpio. Tierra se­dienta de amor, aunque parezca serena, madura, repleta de tareas. Mas una tierra sin amor es estéril, mientras que desposada, no se fatiga.

Conoces el simbolismo de Masada, la fortaleza a la que se retiraron un resto de mi pueblo, que al final fue­ron abatidos. Desde antiguo, Israel canta los versos del salmista por los que confiesa, confiado en mí, quién es su fortaleza.

Yo soy tu roca, tu atalaya, tu fortaleza, tu masada, tu tierra firme, tu heredad, tu copa, tu suerte, tu roca, y nadie podrá contra ella. He asegurado mi defensa y mi fidelidad. Si tú confías en esta promesa, ningún poder logrará arrebatarte de mi mano.

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Quédate un rato a mi lado, aléjate de tus preocupa­ciones habituales, ya verás cómo el tronco del árbol que oculta la visión del bosque toma su justa proporción y percibes las cosas de otra manera. Además, habremos conseguido el fin principal, que es estar juntos un rato, tan solo estar, sin más especulaciones utilitaristas.

La corporeidad reclama un espacio, un lugar donde reposar, una casa que se sienta como propia. Todos los humanos necesitan saber su tierra de origen, su patria, se identifican con su pueblo, y el carácter, la vocación, la fidelidad tendrá que ver con la referencia a la casa paterna, a la tierra nativa. En algún caso, estos térmi­nos se mitifican como referencia absoluta y nacen los exclusivismos; en otros se pierden, y eso es una circuns­tancia destructora cuando no se han dejado por libre opción. Hay quienes por fuerza deben desarraigarse de la tierra que les vio nacer y llevan siempre el sello del exilio, personas apatridas, emigrantes, que soportan de muchas maneras la tacha de sospechosas por el sólo motivo de no tener referencias vecinales.

Yo he llamado a muchos a salir de su casa, de su fa­milia, de su pueblo, mas no para dejarles en el desierto de la itinerancia, sin rumbo y con los pies sin tierra. Siempre que pido algo, antes ofrezco el intercambio. En este caso, sé lo que significa tener o no tierra pro­pia. Me comprometo a ser tu heredad, tu suerte, la tie­rra de la promesa para ti y para todos los que se fían de mi palabra.

Si tú quieres, vente conmigo a la tierra que yo te mostraré y te saciarás de bienes, sobre todo el que se experimenta cuando se vive la estabilidad más esencial, la de sentirse siempre en tierra propia.

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Déjame tu esperanza

Espera en el Señor, sé valiente, espera en el Señor que volverás a alabarle

(Sal 27,14; 42,5)

Quiero renovar contigo mi pacto de amor, mi fideli­dad. Yo no retracto mi juramento, mantengo mi op­ción por ti, yo soy fiel.

¿Acaso crees que mi palabra es pasajera? Yo hago lo que digo, mi Palabra cumple su encargo, no vuelve a mí vacía. ¿Me traerá tu acogida esperanzada, tu amor gratuito, tu opción de amigo?

No interpretes ningún acontecimiento fuera de mi Palabra, no malogres el camino del seguimiento por la tendencia a dar vueltas a las cosas encerrado en ti mismo. Espera siempre.

Si es preciso, vuelve a empezar. Sabes que tengo po­der para convertir tu contingencia en fuente de amor, si me dejas actuar a través de ti.

¿No recuerdas las cosas buenas que han sucedido en tu historia, a pesar de tu debilidad? No te paso factura por ninguna de ellas, pero, al menos, que te sirvan para afianzar tu esperanza.

¿Me entregas tu esperanza como obsequio de grati­tud, como gesto confiado?

Nunca sabes lo que va suceder, no te agobies por el mañana, cada día tiene su afán y le sobra con su dis-

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gusto. La responsabilidad te lleva a formular hipótesis, algunas de ellas puede que sucedan, otras se quedarán en meros pensamientos, todas habrán sido vividas fuera de la hora providente.

No te digo que no emplees los dones que has reci­bido para prever situaciones en un normal desarrollo de los acontecimientos, mas en todos los casos, además de tus lógicas averiguaciones sobre el futuro, ábrete a la esperanza, a pensar que el universo entero tiende a la plenitud y tú a la felicidad, y yo quiero ser garante de ellas.

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Intercesión

Si'el afligido invoca al Señor, Dios lo escucha y lo libra de sus angustias

(Sal 34,7)

¡Qué fácil es decir «Ya no puedo más»! Y ¡cuántas ve­ces se tienen títulos humanos suficientes para manifes­tar el cansancio que producen las luchas y combates de cada día!

Tú, Señor, tienes poder para dar respiro, sosiego, tregua y en vez de terminar la prueba en conflicto, en violencia y rompimiento de relaciones, se acrisola el alma a través del don de la paciencia. El recuerdo de mayores rupturas y sufrimientos que se quisiera evitar ayuda a salir de la encrucijada pacíficamente.

Ten piedad de mí.

Tu entrañable misericordia transforma la soledad en compañía; la violencia, en coraje en favor de la paz; la impaciencia, en mansedumbre; el cansancio, en tregua; el amor propio herido, en comprensión; la experiencia de ser utilizado, en amor gratuito.

Señor, repara tú mi cansancio, sé descanso en mi ta­rea, oído interior ante tu llamada a la confianza, fuente de misericordia en las entrañas, para que mi hombro sirva de apoyo a otros más decaídos.

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Tú tienes poder para convertir mis reacciones vio­lentas en ofrecimiento. La tristeza, al comprobar mi amor propio, en súplica humilde.

Ten piedad de mí.

¡Qué fácil se habla de tu amor en el momento del sentimiento amable y cuánto cuesta percibirlo en la contrariedad!

Tú, Señor, tienes poder para convertir el acoso de la prueba en búsqueda de la fuente interior y de refres­car en el momento del sofoco y del agobio, dejando en las entrañas el frescor del manantial.

Ten piedad de mí.

¡Qué fácil es la inconsciencia en el momento saluda­ble y cómo se agudiza la sensibilidad en la prueba!

Tú tienes poder de convertir el instante amargo y débil en bendición y en acción de gracias, lugar pro­picio para adquirir mayor sabiduría.

Ten piedad de mí.

¡Qué fácil es justificarse en la hora del sufrimiento y desahogar el alma con expresiones violentas o resentidas!

Tú tienes poder de transformar la crisis en movi­miento compasivo y en fuente de conocimiento personal.

Ten piedad de mí. No nos dejes caer en tentación y líbranos del Malo (Mt6,13).

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En tu nombre

Hemos estado toda la noche bregando y no hemos cogido nada,

pero en tu nombre echaremos las redes (Le 5,5)

Por tu Palabra, en tu nombre, deseo presentar de nuevo mis manos para la tarea, mi vida para tu obra, mi presencia como posible mediación amorosa para hacer llegar a mis hermanos tu entrañable acogida.

En tu nombre, aquí me tienes, acoge mis redes va­cías, mi artesanía inútil, mi noche perdida, mi humilla­ción reiterada, mi conciencia herida, mas a pesar de todo, mi nombre pronunciado por ti.

Por tu Palabra, haz de mí lo que quieras, mándame caminar sobre las aguas o a pescar, confíame la escucha de los hombres doloridos, arráncame del amable lugar de mis nostalgias, evita mi retorno a las redes, a la tie­rra nativa.

En tu nombre me atrevo a dejar mis dudas, a salir de mi ensimismamiento, de mi refugio, en el que me en­redo con mis seguridades. Quiero dar crédito a tu Pala­bra y que ella germine como semilla hasta en mi sub­consciente.

Señor, tú puedes más que mi pericia, más que mi ex­periencia, más que mi trabajo.

Por tu Palabra, en tu nombre, me abandono con­fiado en el seguimiento de tu llamada, a pesar de que

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me tienta la sospecha de mi incapacidad por tantos errores cometidos, y porque nunca me veo cerradas las heridas, que se resienten al menor golpe y reproducen los momentos en que me las hice.

Mi historia me recuerda una y otra vez mis redes va­cías, mi trabajo estéril, mi lucha inútil. Por tu Palabra, comenzaré de nuevo, mas nunca lograré cosecha si me dejas solo.

Las noticias me traen el dolor del hombre, la sospe­cha de que es imposible el entendimiento y la paz entre las gentes, y en la misma Iglesia. Por tu Palabra, aban­dono mis razonamientos lógicos y confío. Creo que has fundado tu Iglesia sobre roca y que contra ella no prevalecerán las fuerzas del mal.

La conciencia me repite a diario mi débil condición y sufro la llamada tentadora y hasta el escepticismo frente al deseo de serte fiel y generoso. Por tu Palabra, en tu nombre, me acogeré, una vez más, a tu miseri­cordia.

Ante tantos acontecimientos propios y ajenos con­trarios a tu voluntad, que demuestran, al menos, mi caña quebradiza y mi pabilo vacilante, por tu Palabra, no romperé del todo mi fragilidad ni apagaré la mecha que humea.

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Tú eres mi preferido

Éste es mi Hijo, mi elegido, escuchadle (Le 9,5)

Sé lo que estás pensando y, aunque no te atreves a responderme, te dices a ti mismo, a pesar de todos mis argumentos, que tu caso es totalmente distinto, que nada tiene que ver con la donación y entrega emblemá­tica del «Ecce Homo», ni con las diferentes debilidades de los discípulos. Que dudas de que tengas remedio y que llevas ya mucho tiempo sin poder superar tu debi­lidad. Eso me corresponde a mí. Ya sé que tú eres frá­gil, mas yo soy fuerte, y desde mi poder siempre he sentido predilección por los pequeños, los pobres, los indigentes, los que sufren; hasta por los pecadores.

¿No te crees que eres mi preferido, que a nadie amo como te amo a ti?

¿No sabes que donde experimentas tu menestero-sidad está el ensanchamiento de tus entrañas?

Arriésgate a confiar en mí y comprenderás cómo tengo poder para sacar bien de tu obstinada herida cró­nica.

En cada situación tienes la posibilidad de aceptar mi invitación a renacer y mi declaración de amor, o de

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quedarte hundido en tu insatisfacción. Pero no podrás impedirme que busque todas las ocasiones para mani­festarte mi opción por ti. No podrás justificarte en que te has equivocado una vez más y que ya no tienes re­medio. Te ofrezco constantemente mis brazos abiertos y la oportunidad de empezar de nuevo.

Sabes que se conmueven mis entrañas si eres capaz de aceptar el ofrecimiento de mi mano tendida cuando te sientes caído en la cuneta. Lo que realmente me duele es que por no sentirte débil, no tengas necesidad de mí o que aun sintiéndote, creas que es más honrado huir a la soledad de ti mismo.

Avanzarás más dejándote acompañar por mí, aun en caso de pecado, que caminando, prepotente, emanci­pado en tu vana seguridad, por el sendero de tu inde­pendencia o de tu angustia. Es mayor el crecimiento cuando te sientes tentado que cuando pactas con lo que se aleja de mi voluntad. Me alegra más tu expe­riencia de perdón agradecido que el ofrecimiento de tu esfuerzo titánico, de invulnerable un tanto vanidoso.

Te quiero a ti. Tú eres mi preferido. No renunciaré a mi amor por ti, ni lo podrás impedir, aunque te sigas obstinando en tu debilidad o emancipación. Sé que te cuesta creerlo, pero llegará un día en que me agradece­rás tu experiencia más vulnerable y débil.

Quiero construir contigo una historia de amor, y para ello necesito tu debilidad, para que así se vea siempre mi fuerza. Te amaré siempre, a pesar de todo.

No te privaré de tu contingencia, no me aprove­charé de lo que más te define como humano. Única­mente te pido que me lo dejes, o mejor, que me permi­tas caminar junto a ti en tu experiencia de pobreza. Te

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aseguro que te sorprenderás de todo lo que es posible con lo que más te cuesta asumir y con mi gracia. Si te atreves a confiar y crees en mi palabra, comprenderás que tengo poder de tomar la naturaleza de pecado y transfigurarla, como tomé el pan y el vino y los hice sa­cramento de mi cuerpo y sangre. Sí, en esta carne de pecado que tú tienes, y que yo llevé, gracias al Espíritu Santo, me mostré radiante, luminoso, y el Padre me declaró su hijo amado, para que tú, al verme semejante a ti en lo humano, te comprendas semejante a mí en lo divino. Además, deseo hacerte mediación de gracia para los demás. Si te sabes barro en mis manos, me permitirás actuar constantemente. Como el barro en manos del alfarero, que le señala el destino según su juicio, así son los hombres en manos de su Hacedor (Eclo 33,13).

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Contemplación

Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad (Sal40;Hb 10,7)

Has venido a mi orilla a preguntarme, tras la noche colmada de silencio estéril, por la carencia del fruto de mis manos y por la falta que me humilla en la concien­cia, por el vacío de mi barca prepotente. Es tanta la lu­cha en el tramo oscuro que no me importa ya recono­cer la nada entre las manos. De nuevo me siento en el vacío, cuando mi respuesta no calma mi conciencia, al ver que no satisface tu deseo. No tengo pescado para darte, ni pan de flor de harina, si es que esperas que yo aporte con mi esfuerzo los frutos de la mesa.

No tengo otra cosa que vela insomne por haber arrastrado hasta el amanecer los esfuerzos, para tener que decirte en hora tan extrema que mi cosecha no es otra que el cansancio, a veces de mí mismo.

Tú lo sabes, Señor, a esta altura de la vida te reclamo que seas mi pan y mi comida, almuerzo al alba, cena que recrea, pescado y vino en abundancia. Tú eres, en verdad, el amor que me pides y la acogida que deman­das. Sé que tú tienes poder de saciarme, con tal de que comprenda mi carencia y me acerque a las brasas en­cendidas en la orilla de tu llamada.

Señor, lo reconozco, sediento estoy de ti, ham-

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briento de tu mirada a cambio de mi vacío meneste­roso.

Tú viniste hasta mi orilla al romper el día y embar­caste en mi pobre nave. Pasaste conmigo la jornada para arrancar de mi conciencia el miedo. Has estado presente en mis tormentas, me aguardaste en las horas de fatiga hasta que surgió el grito de socorro pidién­dote que calmaras mi mar impetuoso.

No tengo argumento que me excuse de entregarte mi hogaza de cebada y los peces que tú mismo me con­cediste obtener gratis en mis redes.

«Aquí estoy» se convierte en mi respuesta abierta, abandono confiado a tu proyecto, que superará con creces mi indigencia si acojo tu Palabra.

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Exp enencia

Sus cicatrices nos curaron (IPe 2,24)

Andaba entristecido en mi conciencia por la necesi­dad constante de ser amado, tantas veces resuelta tor­pemente, mas el sentimiento se muestra intempestivo. Deseaba superar el deseo de afecto con trato semejante, de apoyar mi frente en hombro compañero y amigo. Después de probar migajas, andaba penitente en el de­sierto, reparando con ascesis el camino errado, cuando comprendí, en la contemplación del rostro del Cristo flagelado, la respuesta a mi búsqueda insaciable.

¿Quieres ser tú mi discípulo amado? ¿Quieres recostar tu cabeza en mi regazo? ¿Quieres que sea mi hombro tu apoyo amigo? ¿Quieres, por fin, no herirte huyendo, sino sa­

narte amando?

Y me quedé enmudecido ante el cariño entrañable que recibía del rostro contemplado en el icono de los padecimientos del «Ecce Homo».

¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? (Sal 5). «Un gran misterio me envuelve y me penetra. Pequeño soy y, al mismo tiempo, grande; exiguo y sublime,

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mortal e inmortal, terreno y celeste. Con Cristo soy se­pultado, y con Cristo debo resucitar, estoy llamado a ser coheredero de Cristo e hijo de Dios; llegaré incluso a ser Dios mismo»1.

Si no fuera porque son palabras dichas por quien es propuesto como modelo, no me atrevería a hacerlas mías. Y sé que de esta conciencia depende la transpa­rencia de la mirada, la esperanza de cada día, la inter­pretación diferente de todo acontecimiento, el sentido de todos los pasos del camino.

Envuelto en la presencia que me ama, la del Señor que toma mi humanidad en su persona, puedo sen­tirme recostado en su seno, apoyado en su hombro, de­trás de sus pasos, seguidor de su voz... cuando me re­concilio conmigo y, en esta corporeidad santa, según el deseo de mi Creador, convivo con la realidad sacra­mental que me acompaña, la del Verbo hecho carne, Jesucristo.

1 SAN GREGORIO NACIANCRNO: Sermón 7, en honor de su hermano Ce­sáreo, en LHR, IV, p. 387.

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Testimonio

A sus ángeles ha dado órdenes para que re guarden en rus caminos

(Sal 91,11)

Salté de pronto los abismos, experiencia inesperada en mi ir y venir por tanto viaje. No sentí miedo mien­tras caía por el barranco. Al llegar al fondo, no sufrí he­rida ni trauma en mi mente, ni tenía conciencia de hé­roe. Sólo yo sé el riesgo mortal del acontecimiento.

En ese instante lúcido abracé el despojo y entregué mi historia, en la que dejaba la estela de las obras he­chas. Y aguardé por un momento el final irremediable.

Fui consciente de la caricia amable. Los brazos invi­sibles de la Providencia me salvaron de una muerte vio­lenta. Miré de frente el llanto y el quejido, oí el estré­pito en cascada que intentaron meterse en lo más íntimo, donde se guardan, imperecederamente, imáge­nes, olores y sonidos.

Toqué por un instante el atrio de la muerte, el true­que de la vida por la desgracia, el accidente fatal en un día festivo. Al sentirme salvo, sin muestras aparentes de lesiones exteriores, hice, en gesto agradecido, la cruz como señal, signo que bendice.

El suceso me regaló la experiencia de amar en el abismo, de sentir paz en la intemperie, de agradecer la fe en la comunión de afectos y oraciones invisibles que

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en esa hora se aliaron para devolverme a la historia sin heridas.

Pensé, de esa manera inexpresable, que soy amado de Dios, liberado por Él de la desgracia, sobre todo de que sufrieran por mí tantos amigos.

Soy testigo de no haber quedado deshecho en el te­rrible acoso. Y para que no diga la historia que es poe­sía, llevé a compañeros hasta el sitio donde pude que­dar atrapado para siempre.

Se enciende el rubor en mi conciencia por si parece pretencioso mi relato. No puedo callarlo, soy testigo del perdón, del amor y de la vida.

Aquí estoy, y no soy diferente; soy humano como antes, pero ahora ungido. Llevo en lo más íntimo per-donanza, y en mis huesos, el sello del impacto violento sin estigmas.

Hoy quisiera ser himno a la hermosura amable de Dios, que salió a mi encuentro y me dejó, imborrables, las señales de no andar abandonado en los caminos.

Confieso, sin embargo, que soy olvidadizo. Mi lu­cha es vivir en esta luz que no puedo negar, mas por torpeza, o vuelvo la mirada, o la detengo, fija en el suelo. ¡Tantos signos claros del amor divino, que prue­ban es verdad mi amor primero, el amor que Dios me tiene y que se refleja en esta existencia gratuita, la de vivir salvado por manos de padre y de madre en mis tropiezos!

Quizá algunos me respondan que éste es mi caso, y yo no puedo negarlo ni discutir la defensa de cuanto digo. Así fue el suceso, y yo lo interpreté como mimo de Dios, aunque me duele no tenerlo siempre en pri­mer plano.

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Respuesta

Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero

(Jn 21,17)

Señor, me has pedido mi historia, mi debilidad, mi pecado, mi naturaleza. He sentido que no puedo resis­tir a tu solicitud con excusas o temores. Tú eres más que mi conciencia, más que mi debilidad, y si la asumo, haces de ella la fuente de tu misericordia y me­diación saludable para quienes sufren.

Sin embargo, te pido que me dejes ofrecerte algo más noble que mi contingencia, más limpio que mis días, más fiel que mi historia. Tú mismo me lo sugie­res, cuando a la hora de quedarte entre nosotros, lo has querido hacer en el trozo de pan y en el sorbo de vino.

Recibe de mi parte la tierra que me has dado, recréa­te en el día de luz y en el de tormenta. Todo es tuyo, mas me has dejado que sea yo quien reconozca por sus obras al Autor de todas ellas.

Te ofrezco lo más auténtico de la creación, su mate­ria, lo que tú has hecho enteramente bueno y existe por amor tuyo.

Recréate en el paisaje que me envuelve, en la lim­pieza del cielo y de los árboles, en la tranquilidad del monte y en el silencio, en la soledad del huerto, en lo escarpado de las grietas del barranco, en lo radiante del

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sol y en las noches de luna o en las más negras, cuando luce más el raso del firmamento.

Toma lo que me has dado, es lo más noble que tengo.

Y al tiempo, oigo una voz dentro de mí que me res­ponde, insistente:

«Te quiero a ti, te pido que me dejes tu persona, que te abras a mí, deseo hacer contigo una alianza nueva. Te busco a ti en medio de la creación. Te agradezco el pan que me ofrendas y el paisaje al que me invitas, la copa que me brindas, la bondad de todo lo creado, pero de lo que tengo deseos es de ti. ¿Quieres ser mediación de mi presencia, de mi en­trega no sólo en la creación, sino para la humani­dad? ¿Quieres ser testigo del amor más grande ante el desamor de tantos contemporáneos tuyos?

Recuerda que nadie da lo que no tiene. Ahora comprenderás por qué he deseado que aceptaras mi declaración de amor, para que tu testimonio sea desde la abundancia del corazón.»

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Alabanza

Ya viene saltando por los montes, brincando por las colinas. Mi Amado es una gacela,

es como un cervatillo (Cant 2,8-9)

He dudado, Señor, de tu presencia en esta historia humana, descrita siempre gracias a tu misericordia, al no ver con mis ojos la huella de tus manos en mi carne herida a causa de mi torpeza, por tantos golpes recibi­dos a lo largo del camino. Y sin embargo, reconozco que me has vestido con la túnica y con la capa, y en­vuelto en hermosura, lo que me confirma tu amorosa mirada sobre el mundo y también, en el tramo pe­queño de mis días, sobre mi pobre persona, tan ciega y ensimismada.

No sería justo si no certificara en esta última es­tampa que pasaste junto a mí, dejando ante mis ojos la luz que transfigura la materia y la convierte en resplan­dor ardiente de tu gloria. Majestad y sencillez, abismo y ternura, torrente y manantial al mismo tiempo. Hen­didura de la cueva, regazo íntimo, bosques y riberas en los que están fechados momentos únicos de tu paso, aunque sólo haya visto tus espaldas y no tenga testigo con quien objetivar la certeza más real de mi camino.

¡Cuántas veces he sentido el impulso irresistible de contemplar los montes revestidos de nieve, el bosque frondoso, la noche estrellada, la soledad amiga que rae

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dejaron insinuados los vestigios de tus huellas! Aquella tarde, no fue excusa el abrigo caliente del hogar, ni el atractivo ardiente de la hoguera. Nada pudo detener mis pies sobre la senda nevada, por ser mayor la atrac­ción de la belleza que el riesgo del frío o de la caída.

El sabinar brillaba en mil facetas, mientras las som­bras, en su alargamiento, crecían sobre el lienzo hú­medo del valle. La luz del sol llegaba a su poniente, cual caricias del cosmos extasiado. Se encendieron ráfa­gas brillantes, rojos y naranjas los colores del último destello.

No pude resistir tanta hermosura sin tomar ágil pluma de escribano que diera buena cuenta del hallazgo sobre esta tierra nuestra. En total ausencia de voces, no sentí vacío. El leve rumor, que se alzaba desde el lejano valle y llegaba a mí en heladora brisa, me traía la nueva de tu presencia inconfundible. La huella de mis pies marcada solitaria, a pesar de ser la única, me trajo la experiencia del gozo en las entrañas, el de ir sintiendo, sorprendentemente, compañía interior indescriptible. El amor ganaba al hielo y la alabanza, al silencio.

En la última hora de la tarde, mientras la brisa le­vantaba en polvo cual brillantes la nieve caída sobre el monte, solo, frente a la luz atardecida, descubrí la be­lleza de mi alma, haciéndome capaz de regocijo la paz que me habitaba sin esfuerzo. En mi interior reside la potencia de gozar el vestigio de tu paso, de llorar su distancia o de ignorarlo. Otros días atrás fue diferente, pues donde hoy mi alma canta, sentí escozor, acoso, nerviosismo. No hay duda que la razón radica en las entrañas. Recordé a los que hiere el frío... y a cuantos la soledad mata.

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Hoy, Señor, reconozco tu mano en mi camino, ex­tendida como la palma en la nevada. Gracias. Que ésta sea mi respuesta a tus palabras entrañables, aunque siga desdeñando, a veces, tu gesto bondadoso y la declara­ción de que me amas. Mas tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero.

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