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Nota para el lector El periodismo es una carrera maravillosa. Me permite ser lo entrome- tida que me plazca y hurgar en cintas, periódicos y cartas viejos. Mi profesión me permite preguntarle lo que sea a quien sea. La mayoría de las veces obtengo respuestas que se pueden corroborar con otras entrevistas y/o se pueden contrastar con hechos recogidos en algún medio de comunicación. Explorar el quién, el qué, el por qué y el cómo de las cosas me ha mantenido ocupada desde mi primer traba- jo periodístico a los quince años. La curiosidad me hizo pasar de la cobertura de noticias a los perfiles para revistas y a las biografías. La mezcla de entrevistas e investigación de archivos dio como resultado Passionate Pilgrim, el drama de la arqueóloga Alma Reed enmarcado en la década de 1920; Witness to War, la historia de la corresponsal de guerra y ganadora del premio Pulitzer Maggie Higgins, y Adventures of a Psychic, una biografía de la clarividente contemporánea Sylvia Browne. Un biógrafo debe ser detective, escritor e historiador social a par- tes iguales. Empecé La mujer de Poncio Pilato hace catorce años del mismo modo que los demás libros: investigando. En este caso, la in- vestigación me obligó a volver a la universidad. El Departamento de Lenguas Clásicas de Stanford resultó ser de un valor inestimable. Du- rante seis años, estudié con una serie de profesores brillantes que me abrieron de par en par las puertas de la Roma y la Judea del siglo I. Me sumergí en la historia, el arte, la filosofía, la literatura, la arqui- tectura y la mitología de la época, y después visité los restos del mun- do de Claudia en Roma, Turquía, Egipto y Tierra Santa. Pero ¿dónde estaba Claudia? Nació, soñó y murió. ¿Se sabía algo más de la visionaria mujer de Poncio Pilato? Por primera vez en mi vida, la biografía convencional no era suficiente. Pronto vi muy claro

Mujer de Poncio Pilatos

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Nota para e l l e c tor

El periodismo es una carrera maravillosa. Me permite ser lo entrome-tida que me plazca y hurgar en cintas, periódicos y cartas viejos. Miprofesión me permite preguntarle lo que sea a quien sea. La mayoríade las veces obtengo respuestas que se pueden corroborar con otrasentrevistas y/o se pueden contrastar con hechos recogidos en algúnmedio de comunicación. Explorar el quién, el qué, el por qué y elcómo de las cosas me ha mantenido ocupada desde mi primer traba-jo periodístico a los quince años.

La curiosidad me hizo pasar de la cobertura de noticias a losperfiles para revistas y a las biografías. La mezcla de entrevistas einvestigación de archivos dio como resultado Passionate Pilgrim,el drama de la arqueóloga Alma Reed enmarcado en la década de1920; Witness to War, la historia de la corresponsal de guerra yganadora del premio Pulitzer Maggie Higgins, y Adventures of aPsychic, una biografía de la clarividente contemporánea SylviaBrowne.

Un biógrafo debe ser detective, escritor e historiador social a par-tes iguales. Empecé La mujer de Poncio Pilato hace catorce años delmismo modo que los demás libros: investigando. En este caso, la in-vestigación me obligó a volver a la universidad. El Departamento deLenguas Clásicas de Stanford resultó ser de un valor inestimable. Du-rante seis años, estudié con una serie de profesores brillantes que meabrieron de par en par las puertas de la Roma y la Judea del siglo I.Me sumergí en la historia, el arte, la filosofía, la literatura, la arqui-tectura y la mitología de la época, y después visité los restos del mun-do de Claudia en Roma, Turquía, Egipto y Tierra Santa.

Pero ¿dónde estaba Claudia? Nació, soñó y murió. ¿Se sabía algomás de la visionaria mujer de Poncio Pilato? Por primera vez en mivida, la biografía convencional no era suficiente. Pronto vi muy claro

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que tendría que adentrarme en el desconocido reino de la imagina-ción. Mientras me deslizaba hacia un mundo nuevo, todas las pre-guntas que mi mente de reportera se hacía fueron encontrando res-puesta. Lentamente, casi con timidez, Claudia apareció ante mí y mepermitió explicar su historia.

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Prólogo

En primer lugar, debo decir que no presencié su crucifixión. Sibuscas el relato de aquel trágico suceso, no lo encontrarás en

mis palabras. Estos últimos años se ha armado mucho revuelo alrede-dor de mi intento de evitarlo y de mi súplica a Pilato relatándole misueño. Algunos, que no saben nada de lo que realmente sucedió, in-sisten en verme como una especie de heroína. Ahora dicen que el Je-sús de Miriam es un dios o, al menos, hijo de un dios.

En aquella época, Jerusalén era un hervidero. Pilato me habríaprohibido acudir a una ejecución pública, pero ¿desde cuándo im-portan las reglas? ¿Desde cuándo el riesgo me había impedido haceralgo? La verdad es que no podía soportar ser testigo de la agonía fi-nal de… de… ¿quién era, en realidad? Después de todos estos años,todavía no lo sé. Algunos judíos creían que era el Mesías, mientrasque sus sacerdotes lo llamaban «agitador de masas». Si su propia gen-te no se ponía de acuerdo, ¿cómo se suponía que debíamos hacerlolos romanos?

Recuerdo perfectamente al Pilato de aquella época: con los ojosazules y la mente tan ágil como la espada que le colgaba de la cintura.Estábamos seguros de que Judea sólo era el principio de una carrerailustre.

Isis tenía otros planes. Fue uno de mis sueños el que nos trajo a laGalia. Sí, por supuesto que sigo soñando. Pero, para variar, esta vez fueun sueño agradable. Me llevó de vuelta a Monokos, un pueblo de lacosta mediterránea. Me vi de niña, libre y sin miedo, jugando con lasolas y haciendo castillos en la arena. Germánico estaba a mi lado ob-servando, como solía hacer, mientras el viento agitaba la pluma roja desu casco. Me desperté convencida de que en Monokos estaríamos bien.

Mi consuelo son los recuerdos que empezaron aquí. Sentada solabajo el sol, con las olas rompiendo en la playa, suelo recordar esos

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días y los trascendentales años que los siguieron. Mi nieta Selene ven-drá a visitarnos. Ayer, un navío romano me trajo su carta. «Tienes queexplicarme toda la historia —me exigía—. Toda.»

Al principio, la idea me hizo estremecer. ¿Cómo podía revelar…?Los días pasan, la bruma me enfría la piel y por la noche se escucha eloleaje. Selene llegará mañana. Sé que ha llegado la hora de que hablede lo que pasó. Será bueno dejar las cosas claras.

Dejarlo todo claro por fin.

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Primera parte

MONOKOS

En el segundo añodel reinado de Tiberio

(16 d.C.)

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Capítu lo 1

Mi «don»

Tener dos madres no fue fácil. Selene, que me había dado la vida,era menuda, morena y femenina como un abanico. La otra, su

prima alta y de pelo leonado, Agripina, era nieta del divino Augusto.Mi padre era el segundo en rango dentro del ejército, sólo por de-

bajo del marido de Agripina, Germánico, comandante en jefe delejército del Rin y legítimo heredero del imperio. Al crecer en campa-mentos militares, mi hermana Marcela y yo solíamos pasar muchosratos en casa de Agripina, donde nos trataba como a sus hijas. Sentíapredilección por sus hijos, pero ellos pasaban gran parte del día conmaestros que los entrenaban en el manejo de la espada, la lanza, el es-cudo y el hacha. Las chicas nos quedábamos en casa y éramos comoarcilla que ella moldeaba.

A los diez años, el incesante parloteo de las chicas mayores meaburría. «¿Qué oficial es más guapo?» «¿Qué estola es más seducto-ra?» ¿A quién le importaba? Yo estaba leyendo a Safo cuando Agri-pina me arrancó el pergamino de la mano. Bajo el sol de la mañana,estudió mi perfil.

—Tienes una nariz verdaderamente patricia, pero ese pelo…Cogió un peine de oro de la mesa y empezó a separar un mechón

por aquí y otro por allá. Y entonces, mientras yo estaba sentada muyrígida debajo de su dominante mano, empezó a cortar. Las esclavas seapresuraron a recoger los gruesos rizos que caían al suelo.

—Así está mucho mejor. Sujeta el espejo un poco más alto —ledijo a Marcela—. Que se vea la parte de atrás y los lados.

Agripina siempre tenía muchas ideas y estaba convencida de queeran las mejores. Miré a Marcela, que inclinó la cabeza en señal de

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aprobación. Me había domesticado la salvaje melena: entresacándo-me pelo, echándomelo hacia atrás y atándomelo de forma que mis ri-zos caían como una cascada.

Agripina me miró detenidamente.—Eres bastante bonita; no eres guapa como Marcela, pero ¿quién

sabe? —Volvió a girarse hacia mi hermana—. Tú eres una rosa, esonadie lo duda, pero Claudia… déjame pensar. ¿Quién es Claudia?—Empezó a rebuscar por los cajones, sacando pañuelos y cintas, queiba descartando. Hasta que al final dijo—: ¡Claro! ¿Cómo no me ha-bía dado cuenta antes? Eres nuestra pequeña vidente, tímida y eté-rea… ¡Violeta! Éste es tu color. Llévalo siempre.

¡«Llévalo siempre»! Agripina era tan imperativa. Su entusiasmome abrumaba. Y a mamá la enfurecía.

—¡Eran tus rizos de nacimiento! —exclamó furiosa cuando volvía casa cargada con túnicas, flores, pañuelos y cintas de color violeta.Y siempre estaban así, y yo en el medio.

Todavía hoy sigo llevando ropa de color violeta y sigo estando or-gullosa de mi perfil.

Por todas partes había gente que se sentía con el derecho, inclusocon la obligación, de imponer su voluntad sobre mí. Tata y mamá,por supuesto, pero también Germánico y Agripina, a quienes llama-ba tío y tía. Mi hermana Marcela, dos años mayor que yo, deseaba do-minarme, al igual que nuestras primas ricas, Julia y Drusila, y sus her-manos, Druso, Nerón y Calígula. Este último aprovechaba cualquieroportunidad para burlarse de mí o dejarme en ridículo. Le gustabachuparme la oreja, y cuando yo le pegaba se echaba a reír. A nadiedebe extrañar que prefiriera estar sola.

Quizá fue a partir de esos momentos de soledad cuando me lle-garon las visiones. De pequeña, solía saber que se acercaba una visitaincluso antes de que los criados lo anunciaran. Sucedía de una mane-ra tan natural que me preguntaba por qué los demás se mostrabansorprendidos, o incluso desconfiados, y se imaginaban que les estabatomando el pelo. Como aquella habilidad era trivial y no me benefi-ciaba en nada, no me parecía nada del otro mundo.

Los sueños eran otra cosa. Empezaron cuando estábamos enMonokos, un pequeño pueblo en la costa sudoeste de la Galia.

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Hubo una época en la que parecía que no podía cerrar los ojos sinque me asaltara algún tipo de visión. Eran sueños fragmentados.Apenas recordaba nada y entendía todavía menos, pero siempre medespertaba con una aterradora sensación de peligro inminente. Lafrecuencia y la intensidad de esas visiones nocturnas aumentaron;me daba miedo dormirme, y yo misma me obligaba a quedarme des-pierta casi toda la noche. Y entonces, a los diez años, tuve un sueñotan horrible que jamás lo he olvidado, ni los acontecimientos que losiguieron.

Me vi a mí misma en medio de un bosque, un lugar aterrador,denso, oscuro, casi negro. Hojas mojadas golpeaban mi cara mientrasrespiraba el húmedo olor de la descomposición y temblaba en mediodel frío. Luché por liberarme, pero no podía; el sueño me tenía sub-yugada. A mi alrededor, hombres extraños y de aspecto aterradormusitaban algo que no entendía. Cuando se acercaron y me rodea-ron, vi que iban vestidos de legionarios, pero, a diferencia de los sol-dados de nuestra guarnición, la rabia y la amargura teñían sus rostros.Un hombre gigantesco, con la piel picada de viruela, dio un paso ade-lante, con un joven lobo pegado a sus talones. Aquel hombre horriblegritó pidiendo violencia. Los gritos de los demás hombres resonaronen el bosque. Cogió la espada y la dirigió hacia el lobo que estaba sen-tado fielmente a sus pies. Con un ágil movimiento, atravesó a la des-prevenida criatura. El lobo gritó, ¿o fui yo? En los últimos y horriblessegundos del sueño, el lobo se convirtió en mi tío. Quien se moría amis pies era el querido Germánico.

A pesar de que Tata y mamá vinieron enseguida a tranquilizarme,yo no podía borrar aquella horrible imagen de mi cabeza.

—Alguien quiere matar al tío Germánico —jadeé—. Tenéis quesalvarlo.

—Mañana, cariño. Ya hablaremos mañana —me prometió Tata,mientras me acariciaba suavemente. Pero la charla de la mañana fuemuy breve. Mis padres estaban de acuerdo: la pesadilla de una niñano era motivo suficiente para molestar al comandante en jefe. Dosdías después, cuando un mensajero trajo noticias de una amenaza deamotinamiento en Germania, vi que mis padres intercambiaban mi-radas de preocupación.

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En aquellos días, mi retiro era una esquina de la playa protegidapor rocas. Iba allí sola y saltaba en los charcos, donde nadie me veía,excepto las diminutas criaturas marinas que yo sentía como mías. Yallí fue donde Germánico me encontró. Se sentó en una roca, de ma-nera que sus ojos quedaban a la altura de los míos, y me dijo:

—Tengo entendido que tenemos a una visionaria en la familia.Yo aparté la mirada.—Tata dice que no es importante.—Yo me tomo muy en serio tu sueño y tendré en cuenta la ad-

vertencia. —Me acarició el hombro con su rugosa mano. Los ojos decolor miel de Germánico se entornaron con una sonrisa. Se acercó amí y, con un tono cómplice, como si estuviera hablando con un adul-to importante, dijo—: Nos vamos a Germania… todos. Agripina estáconvencida de que su presencia restablecerá la moral en aquel desdi-chado rincón del imperio. Sólo Júpiter sabe que esos pobres hombrestienen motivos de sobra para amotinarse. Algunos tienen hijos adul-tos a los que ni siquiera conocen… —Se le apagó la voz.

«¿Qué sucedía?» Observé la preciosa cara que tenía ante mí, queahora estaba preocupada, con las cejas fruncidas. Tímidamente, le dila mano.

Germánico sonrió.—Tú no tienes de qué preocuparte, pequeña. Todo saldrá bien,

lo verás con tus propios ojos. Agripina necesita una acompañante fe-menina. Le he pedido a Selene que la acompañe. Y, como mis hijosvienen con nosotros, ¿por qué no ibais a venir también tu hermanay tú?

Mamá estaba furiosa. En la privacidad de nuestra casa, decía queAgripina era una imprudente y una ridícula.

—¡Una mujer embarazada de siete meses que emprende un viajeasí! —le gritó a Tata sin saber que yo los observaba desde una glorie-ta. Su expresión se suavizó cuando lo abrazó—. Al menos, estaré con-tigo… y no en casa, muerta de miedo. Lo que me preocupa son las ni-ñas. ¿Cómo vamos a dejarlas aquí si Agripina dice que es básico quesus hijos vayan con ellos?

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Miré la sala como si la viera por primera vez. Las paredes eran deun tono carmesí bruñido del que Tata se había enamorado en Pom-peya. Mamá hizo que los pintores lo mezclaran para darle una sor-presa, y probó y rechazó muchos tonos antes de quedar satisfecha.Las cabezas esculpidas de los antepasados de la familia observabandiscretamente desde sus nichos. Recuerdos de viajes con el ejércitoañadían color y nostalgia a la sala. Había canapés cubiertos con telasde colores vivos, tapices y almohadas en colores verde y violeta.Mamá había creado un paraíso en medio de un campamento militar.Yo no quería dejarlo.

En el primer tramo del largo viaje, iba en un carro tirado por caballoscon mamá, Agripina y las demás niñas. Mi yegua castaña Pegaso ibaatada a la parte trasera del carro. Jugábamos con palabras para man-tener las mentes ocupadas, pero mi tía hablaba en una voz más alta delo habitual, recordándonos continuamente que todo iba bien. Mamáno levantaba la voz, pero miraba a Agripina con rabia. Al final deja-mos de jugar, nos dieron unos pergaminos para que leyéramos y ellasempezaron a hablar en susurros. Lo que escuché fue horrible: «Amo-tinamiento inevitable». ¿Qué iba a hacer Germánico?

Los viñedos y los pastos de la Galia dieron paso a los densos bos-ques de Germania. Los arbustos arañaban como dedos que buscan atientas. Sobre nuestras cabezas, los cuervos nos observaban. Los ja-balíes se escabullían entre el follaje. Escuché aullidos de lobos. In-cluso a mediodía, la luz era tan débil que creí que había caído en unabismo. Vi que mis primos Druso y Nerón, que cabalgaban junto aGermánico, miraban a su padre con frecuencia, y él asentía y lesdaba ánimos. Calígula iba por delante, blandiendo la espada contralas sombras.

A medida que los días pasaban y los líderes nos guiaban por ca-minos abandonados, los soldados de a pie, en columna de a dos enfondo, zigzagueaban como una serpiente marina por un suelo oceá-nico. El forzado entusiasmo de mamá y Agripina me daba más miedoque el bosque. Insistí en montar a Pegaso e ir junto a Druso, aunqueel malvado Calígula se burló de mí.

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El viaje de un mes a través de la Galia hasta llegar a Germania sehizo eterno. Por fin llegamos a los alrededores del campamento amo-tinado de la legión. En silencio, apareció un grupo de hombres bar-budos, con los ojos cautos. No se ve a ningún oficial. Germánico des-montó, muy natural, con un aire casi desenfadado. Haciendo ungesto a las tropas para que no se movieran, se acercó a los hombressolo. Tata estaba muy serio y tenía la mano en la empuñadura de la es-pada.

Los amotinados avanzaron, gritando quejas enfadados. Un hom-bre corpulento envuelto en pieles andrajosas cogió la mano de mi tíocomo si fuera a besarla; pero, en lugar de eso, se la metió en la bocapara que Germánico le tocara las encías sin dientes. Otros, con loscuerpos llenos de cicatrices y vestidos con harapos, se giraron y memiraron como si fuera una bandeja de comida. Cuando uno de ellosintentó coger las riendas de Pegaso, hice que el animal avanzara. En-tonces vi una hilera de picas, con una cabeza clavada en cada una. Losoficiales que faltan. El estómago me dio un vuelco. Se acercaron mássoldados amotinados, bloqueándonos la salida. Apreté las mandíbu-las, aunque ni siquiera así dejaron de temblar.

Germánico dio una orden:—Retroceded y dividíos en unidades.Los soldados sólo se acercaron más. Vi que los dedos de Tata se

aferraban con más fuerza a la empuñadura de la espada y me pre-gunté si Pegaso notaba el temblor de mis piernas. Druso y Nerón seacercaron a su padre. El corazón me latía con fuerza. Iba a pasar.Matarían a Tata y a Germánico y, con ellos, a Druso y a Nerón, quesiempre habían sido como mis hermanos mayores, y a Calígula, alque nunca había considerado como tal. Luego aquellos hombres fu-riosos vendrían hacia mí. Íbamos a morir todos.

Tata miró a Germánico. El comandante agitó la cabeza, se giró yse subió a lo alto de una roca. Mientras observaba tranquilamentetoda la escena, me pareció muy noble allí con su armadura y sus guar-das, con la pluma del casco agitándose al viento. Habló en voz baja,obligando a los furiosos a callarse, y rindió tributo al emperador Au-gusto, que había fallecido recientemente. Elogió las victorias de Ti-berio, el nuevo emperador, y habló de las glorias pasadas del ejército.

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—Sois los emisarios de Roma por el mundo —les recordó—.¿Qué ha pasado con vuestra famosa disciplina militar?

—Yo te enseñaré lo que ha pasado. —Un veterano entrecano ycon un solo ojo avanzó y se quitó el peto de cuero—. Los germanosme hicieron esto —le enseñó la cicatriz en el vientre—. Y tus ofi-ciales me hicieron esto —se giró y le mostró la espalda llena de ci-catrices.

Gritos de rabia resonaron mientras los hombres clamaban contraTiberio.

—Germánico debería ser el emperador —gritaron los cabeci-llas—. Eres el legítimo heredero. Lucharemos contigo hasta Roma.—Muchos apoyaron la idea, agitaron los escudos y gritaron—: ¡Llé-vanos a Roma! ¡Juntos hasta Roma! —Se apelotonaron alrededor dela roca. Me estremecí cuando vi que empezaban a golpear los escudoscon las espadas, el preludio del amotinamiento.

Germánico desenfundó la espada y la colocó frente al pecho.—Prefiero morir a traicionar al emperador.Un hombre alto y fornido, con el cuerpo lleno de cicatrices, se

abrió camino y le ofreció su propia espada.—Usa la mía. Está más afilada. Mientras la furiosa muchedumbre rodeaba a Germánico, Agripi-

na se abrió camino hasta él. Un corpulento soldado mucho más altoque ella intentó bloquearle el paso, pero ella se limitó a empujarlocon su barriga de embarazada, desafiando a cualquiera a levantarleuna mano. Las primeras filas se abrieron. Veteranos llenos de cicatri-ces que, hasta hacía un momento estaban con las armas en alto, len-tamente las bajaron.

Mientras los soldados le abrían paso, Agripina se acercó altivahasta la roca donde estaba su marido. Cuando los hombres se calma-ron, papá y yo desmontamos. Mamá y Marcela bajaron del carro y secolocaron junto a nosotros. Mamá, con los enormes ojos marrones to-davía más grandes, cogió a Tata por el brazo. Con una sonrisa de con-fianza, me cogió de la mano y, por encima del hombro, le dijo a Mar-cela que me cogiera de la otra mano. Estábamos todos temblando.

Todos los ojos se giraron hacia Germánico. Parecía tan valiente,con la voz clara y sincera.

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—En nombre del emperador Tiberio, firmo la retirada inmediatade aquellos que hayan servido veinte años o más. Los hombres con die-ciséis años de servicio se quedarán, aunque sus obligaciones se limita-rán a defender el campamento de los ataques. Se les doblará la paga.

Los soldados ayudaron a Agripina a subir a la roca. Se colocó jun-to a su marido, formando un cuadro precioso encima de la piedraplana.

—Germánico, vuestro líder y el mío —dijo ella—, es un hombrede palabra. Lo que promete, lo cumple. Lo conozco y digo la verdad.—Se quedó allí de pie, orgullosa, con la cara serena a pesar del silen-cio que acogió sus palabras.

Al final, un hombre gritó:—¡Germánico! —Otros se le unieron, e incluso hubo quien lan-

zó el casco al aire. Sus vítores casi me hicieron llorar.—Hemos tenido suerte —dijo Tata después—. ¿Qué hubiera pa-

sado si nos hubieran exigido la paga allí mismo?

Germánico había inspirado a los amotinados, y Agripina también; in-cluso mamá lo admitió. Y aunque me costara entenderlo, hasta Calí-gula recibió elogios. Había nacido en un campamento militar, llevabasandalias militares y se mezclaba en la instrucción con los soldadosdesde que gateaba. Calígula significaba «sandalias pequeñas». Ahora,casi nadie se acordaba de que su verdadero nombre era Cayo.

Al cabo de una semana, los rumores de que las tropas germanasse acercaban hicieron que los hombres se unieran. Se decidió que lasmujeres teníamos que marcharnos a la pequeña población de Colo-nia, a sesenta kilómetros. Nuestras dos familias fueron hacinadas enlo que antes había sido una posada, aunque era demasiado pequeñapara tantas personas. Odiaba nuestra vivienda estrecha y polvorienta.Odiaba no saber qué pasaba en el frente. Echaba de menos el mar.Los gruesos pinos que nos rodeaban por los cuatro costados me im-pedían ver el Rin, y también impedían que los débiles rayos del sol deinvierno llegaran al suelo. La nieve, que al principio vimos como ma-gia pura, acabó significando suciedad y un frío que calaba hasta loshuesos. Estaba abatida.

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Veía cómo, día a día, Agripina estaba más gorda. Todos decíanque iba a tener un niño. La idea la animaba y la ayudaba a combatirel intenso frío que ni siquiera el fuego lograba alejar. La informaciónsobre la operación militar, que ahora ya estaba a cientos de kilóme-tros al noreste, era esporádica y poco fiable. Y, al final, dejó de llegar.¿Dónde estaban las tropas? ¿Qué estaba pasando?

Una noche, un grito de animal en agonía mortal me despertó.Cuando me levanté, el suelo estaba frío como el hielo. Me puse minuevo abrigo de piel de lobo, muy caliente, y seguí los horribles gri-tos hasta la habitación de Agripina. Cuando llegué, me quedé allí depie, sin saber qué hacer, temblando tanto del miedo como del frío,hasta que se abrió la puerta y salió mamá.

—¡Uy! ¡Me has asustado! —dijo, y estuvo a punto de soltar elcuenco que llevaba en las manos—. Vuelve a la cama, cariño. Sólo esel hijo de Agripina, que ya llega. Cualquiera que la escuche diría quees el primer niño que nace en el mundo. Y es el sexto que pare.

Como era incapaz de imaginarme a Agripina sufriendo en silen-cio, no dije nada. La partera, regordeta como una perdiz, pasó pornuestro lado tan deprisa que sus dos ayudantes apenas podían se-guirla. Iban detrás de ella sin aliento, una con un cuenco en la mano,y la otra con una bandeja de ungüentos.

—Ya no tardará —me aseguró mamá—. Vuelve a la cama.Cerraron la puerta. Me giré, obediente, pero no conseguía alejar-

me del misterio que se escondía tras la puerta. Después de lo que pa-reció una eternidad, los gritos de Agripina cesaron. ¿Había nacido elbebé? Cuando abrí la puerta, sin hacer ruido, me asaltó el olor deaceite caliente y membrillo mezclado con menta fuerte. Mamá y lasdemás, con los rostros pálidos y demacrados, estaban alrededor de lacama de Agripina.

—No lo entiendo —susurró mamá—. Está tan llena como la pro-pia Venus. Estas mujeres están hechas para tener hijos.

La partera agitó la cabeza.—Puede que parezca Venus, pero será mejor que recemos a Dia-

na. Está en sus manos.Contuve el aliento. ¿El estado de Agripina era tan grave que sólo

podía salvarla una diosa? La partera levantó la cabeza, sorprendida.

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—Vete, niña, este no es lugar para ti.—¿Qué pasa?—Un parto de nalgas —dijo, con la voz más suave.De repente, Agripina se despertó, se incorporó, con el pelo des-

peinado y los ojos desesperados en una cara sudorosa.—¡Este niño… este niño… me está… matando! —dijo entre ja-

deos.—¡No! —escuché mi voz como si estuviera lejos—. No vas a mo-

rir. —Sin darme cuenta, había cruzado la habitación y estaba junto ala cama de Agripina. Estaba teniendo una visión, aunque estaba bo-rrosa, como si la viera a través de aguas revueltas. Cuando se hizo unpoco más clara me quedé quieta—. Te veo con un bebé… una niña.

Mamá se acercó a Agripina.—¿Lo has oído? Aférrate a sus palabras.Ella y la partera la levantaron y Agripina quedó en sus brazos. La

visión había desaparecido. De repente, el cuerpo de Agripina se con-trajo. Levantó la cabeza, con el pelo húmedo y los ojos de un animalaterrado y gritó:

—¡Diana! ¡Diosa, ayúdame!El olor a sangre, fétido aunque suave, invadió la habitación cuan-

do la partera levantó algo oscuro y arrugado. Le dio unos golpes albebé en el culo y la recompensa fue un llanto desconsolado.

—Mire, domina, mire. La niña tenía razón. Tiene una hija sana.Pero Agripina estaba tirada en la cama, como muerta. Mamá es-

taba llorando, en silencio. Le acaricié la mano.—No te preocupes. La tía se pondrá bien. Lo sé.

—Nunca tendré un hijo —le dije a mi madre a la mañana siguiente.Sonriendo, ella me colocó bien un mechón rebelde.—Espero que no lo digas por una visión. No me gustaría que te

perdieras el momento más feliz en la vida de una mujer.—¿Feliz? ¡Querrás decir horrible! ¿Por qué iba alguien a querer

pasar por eso?Ella se rió.—Si yo no lo hubiera hecho, tú no estarías aquí.

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Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono más pensativo.—El parto es una prueba, un baremo de la valentía y la resisten-

cia de una mujer, igual que la guerra para los hombres. Cuando unamujer se prepara para dar a luz, no sabe si sobrevivirá.

Miré los ojos marrones aterciopelados de mamá; los gritos deAgripina todavía resonaban en mi cabeza.

—Tener hijos es nuestra obligación para con la familia y el impe-rio —me recordó—. ¿Por qué no vas a visitar a Agripina? Quizá tedeje coger en brazos a su nueva princesa.

La voz de mamá volvía a ser dura. Supuse que Agripina volvía aser la mujer altanera de siempre.

Pasaron semanas sin tener noticias del ejército. Y un día, por fin,llegó un mensajero. Era un adolescente delgado y nos dijo que Germá-nico había sometido a los salvajes germanos. Yo lo escuchaba, rebo-sante de orgullo y felicidad. Al seguir avanzando, las tropas de Germá-nico habían llegado al bosque de Teutoburgo donde, seis años antes, ladécima parte del ejército romano había perecido salvajemente.

—Cuando fuimos a enterrar a nuestros muertos, vimos esquele-tos por todas partes —el chico se estremeció—. Sus cabezas estabanatadas a los troncos de los árboles. No sabíamos si los huesos eran deamigos o desconocidos, pero ¿qué importaba? Todos eran nuestroshermanos.

Unos días después le abrí la puerta a otro correo que llegaba sinaliento. Con los ojos rojos de miedo, describió una situación que ro-zaba la desesperación. Arminio, el general responsable de la matanza,estaba escondido en un peligroso pantano cerca del lugar de la bata-lla. Germánico estaba decidido a encontrarlo.

Pronto empezaron los rumores. Hombres heridos llegaron anuestra puerta. Habían cortado al ejército, lo tenían rodeado. Los de-sertores que huían gritaban que las fuerzas germanas venían a invadirla Galia. Y que pronto llegarían a Roma. A nuestro alrededor, los ha-bitantes del pueblo, presos del pánico, insistían en destruir el puentesobre el Rin. Agripina hizo acopio de fuerzas para salir de la cama ypuso fin a los comentarios.

—En ausencia de mi marido, yo estoy al mando —anunció—. Elpuente seguirá en pie.

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Los heridos que volvieran a pie, con palos a modo de muletas, lonecesitarían muy pronto. Agripina improvisó un hospital de campa-ña con su propio dinero y pidió a todo el mundo, desde nobles hastacampesinos, que ayudaran. Yo me dedicaba a repartir vendas y agua,a lavar las heridas y a dar de beber a los afiebrados. Entonces volvie-ron las visiones. Aunque no tenía ningún conocimiento médico, ni seme daba bien aquello, parecía que, con sólo mirarlos a la cara, podíadecir quién sobreviviría y quién no.

A última hora de mi segundo día en el hospital, me senté junto aun soldado que no debía ser mucho mayor que yo. Su herida parecíasuperficial, un alivio después de tanta sangre. Le sonreí y le ofrecíagua. Sus labios dibujaron una sonrisa de respuesta cuando alargó lasmanos para coger el vaso. Y entonces, lentamente, su cara redonda setransformó, ante mis ojos, en una calavera. Horrorizada, me levanté.

—¿Qué sucede? —preguntó él, con el vaso en la mano y mirán-dome con curiosidad, con su aspecto normal otra vez. Me inventéuna excusa y salí corriendo. Obligándome a creer que había sido unaimaginación mía, continué con la ronda. Al día siguiente me enteré deque el chico había muerto durante la noche.

Y sucedió otra vez. Y otra. A pesar de la alta competencia del per-sonal que Agripina había conseguido reunir, los hombres cuyas cala-veras se aparecían ante mis ojos acababan muertos. Cuando le ocu-rrió a un joven soldado al que apreciaba especialmente, salí llorandodel hospital.

Subí a un gran peñasco desde donde se veían las oscuras aguasdel río e hice un esfuerzo por tranquilizarme. Fue allí donde Agripi-na me encontró. Yo aparté la mirada porque no sabía qué decir. Mitía, con su seguridad propia de una reina, no entendería el miedo quesentía cada día, la sensación de impotencia al verme de pronto poseí-da por aquellas horribles imágenes. Asentí cortésmente y me levanté.

—No te vayas —me dijo, acariciándome ligeramente la mano—.Veo que estás preocupada. Es por las visiones, ¿verdad? Tienes undon.

—Sí —susurré—. No es ningún don, es una maldición.—Pobrecita. —Agripina meneó la cabeza—. Por lo que tengo en-

tendido, la visión te escoge a ti. No la puedes alejar.

28 ANTOINETTE MAY

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—¿Y qué saco con prever algo horrible si no puedo hacer nadapor cambiarlo?

—Eso puede darte mucho poder —sugirió ella.—¡No! No quiero saber cosas malas —dije, haciendo un esfuer-

zo sobrehumano por contener las lágrimas que se me acumulaban enlos ojos.

—Entonces, reza —me dijo—. Pide no ver más de lo que puedassoportar. Pide coraje para enfrentarte a tu destino.

—Gracias por entenderme. A mamá y a Marcela no les gusta ha-blar de mis visiones. Las pone nerviosas.

—Yo no me pongo nerviosa casi nunca —Agripina había recupe-rado su tono imperioso—. Será mejor que volvamos al hospital. Nosnecesitan.

Suspiré al pensar en todos aquellos hombres jóvenes y en susasustadas almas que estaban listas para salir volando.

—Están llegando muchos. Temo por el resto, por mi padre y…por Germánico.

—¿Las visiones te dicen algo?Yo meneé la cabeza.—Nunca me dicen nada cuando les pregunto.—Entonces, te lo diré yo —sonrió con seguridad—. Hace poco

que ha llegado un mensajero. Estaba a punto de anunciar las noticiascuando te he visto salir corriendo. La situación se ha puesto a nuestrofavor. Germánico sacó a los germanos del pantano. Pronto volverá,victorioso, con su ejército. Y yo les estaré esperando en el puente.

—Mi padre… ¿está a salvo?Ella dibujó una amplia sonrisa, tranquilizándome.Cuando la escuché hablar de la victoria, sentí cómo un escalofrío

me recorría todo el cuerpo, pero había algo más…—¿Estás segura de que el tío Germánico está a salvo?—Sí —respondió ella mientras se levantaba—. Pronto podrás

verlo.Agripina tenía razón. Tata volvió y Germánico fue recibido como

un héroe conquistador, aunque la imagen del joven lobo seguía pre-sente en mi mente, con la cara helada de sorpresa y angustia.

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