NACIMIENTO Y DEVENIR DE LA POETA Y DE SU ESCRITURA
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87 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017 MARIE NOËL NACIMIENTO Y DEVENIR DE LA POETA Y DE SU ESCRITURA Thérèse De Scott ( 1 ) Hace unos veinte años Marie Noël (1883-1967) volvió, poco a poco, a formar parte de mis lecturas y lo hizo en forma de pregunta. Fue mi compañera durante un tiempo, e incluso llegué a equipararla con Marcel Légaut. No como poeta, sino como pensadora y como cristiana. ¿No se trataba, en su caso, de una «mutante» que escapa de un cristianismo estrecho, muy marcado por el sigo XIX, y que se aventura, muy temerosamente, hasta los umbrales del siglo XXI? Marcel Légaut, con un itinerario muy diferente, llamó «delicada emancipación» a las iniciativas intelectuales y a los compromisos orientados a distanciarse de lastres semejantes. Trabajó hasta el final para preparar el terreno de un renacimiento espiritual sin preceden- tes. Así fue como se convirtió en un cristiano de Occidente y del siglo XXI. A su manera, Marie Noël, femenina y secretamente, ¿no había caminado por las sendas de una aventura espiritual parecida? Tal era el horizonte de mi pregunta. Cuatro señales concretas, aparecidas en un breve plazo de tiem- po, llamaron mi atención cuando estaba animando unas sesiones en torno a la obra de Légaut en Marsanne, en la Drôme: una postal, una voz proveniente de la pequeña pantalla, un libro “fatigado” y un álbum de arte recién editado que cayeron en mis manos. La postal, enviada desde Auxerre, la ciudad de la poeta en la Borgoña, reproducía una acuarela de un pintor local, Roger-Marcel Bizot: una dama anciana, vestida de negro y apoyada en un bastón, bajaba por una calle estrecha, dominada por la torre de una catedral. ( 1 ) Comunicación en la abadía de Brialmont, cerca de Lieja, con ocasión de un encuentro de los grupos Légaut de Bélgica, el 27 de febrero de 1999.
NACIMIENTO Y DEVENIR DE LA POETA Y DE SU ESCRITURA
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NACIMIENTO Y DEVENIR DE LA POETA Y DE SU ESCRITURA
Thérèse De Scott (1)
Hace unos veinte años Marie Noël (1883-1967) volvió, poco a poco, a
formar parte de mis lecturas y lo hizo en forma de pregunta. Fue mi
compañera durante un tiempo, e incluso llegué a equipararla con
Marcel Légaut. No como poeta, sino como pensadora y como cristiana.
¿No se trataba, en su caso, de una «mutante» que escapa de un
cristianismo estrecho, muy marcado por el sigo XIX, y que se
aventura, muy temerosamente, hasta los umbrales del siglo XXI?
Marcel Légaut, con un itinerario muy diferente, llamó «delicada
emancipación» a las iniciativas intelectuales y a los compromisos
orientados a distanciarse de lastres semejantes. Trabajó hasta el
final para preparar el terreno de un renacimiento espiritual sin
preceden- tes. Así fue como se convirtió en un cristiano de
Occidente y del siglo XXI. A su manera, Marie Noël, femenina y
secretamente, ¿no había caminado por las sendas de una aventura
espiritual parecida? Tal era el horizonte de mi pregunta.
Cuatro señales concretas, aparecidas en un breve plazo de tiem- po,
llamaron mi atención cuando estaba animando unas sesiones en torno
a la obra de Légaut en Marsanne, en la Drôme: una postal, una voz
proveniente de la pequeña pantalla, un libro “fatigado” y un álbum
de arte recién editado que cayeron en mis manos.
La postal, enviada desde Auxerre, la ciudad de la poeta en la
Borgoña, reproducía una acuarela de un pintor local, Roger-Marcel
Bizot: una dama anciana, vestida de negro y apoyada en un bastón,
bajaba por una calle estrecha, dominada por la torre de una
catedral.
(1) Comunicación en la abadía de Brialmont, cerca de Lieja, con
ocasión de un encuentro de los grupos Légaut de Bélgica, el 27 de
febrero de 1999.
«¿Te acuerdas de Marie Noël?», me escribía una antigua
condiscípula. Apenas la recordaba. ¿Cómo decubrimos a esta
sonriente Marie Noël, en el tiempo de nuestras clases finales de
los años 40?
Con voz patética, una actriz interpretaba a “Cortège” en la pequeña
pantalla, un extracto de su «Oficio para un niño muerto». Murmullos
y gritos de dolor, de rebeldía violenta: era el drama de la propia
Marie Noël cuando encontraron a su hermano de doce años, muerto en
su cama, la víspera de Navidad de 1904… Me encontraba sola en
Bruselas cuando escuché esta emisión televisada una tarde.
En cuanto al libro «fatigado», lo había ojeado por casualidad,
estaba en una vitrina abierta, de una biblioteca en vías de
desapari- ción. Eran las Notas Íntimas (2) de quien, a los 76 años,
decía ser «her- mana» y dirigirse a las «almas inquietas» de sus
potenciales lectores. Su dominio de la prosa para pensar y expresar
la condición humana era admirable. Publicado tardíamente, este
libro había pasado desa- percibido antes para mí.
Por último, un álbum de fotos, Auxerre y Marie Noël, editado por
los monjes de «La Pierre-qui-vire». Fue el regalo de una amiga y
fue el que alentó mis exploraciones. Enseguida me di cuenta de que
tenía que desmontar los prejuicios de aquellos para quienes la
poeta de Auxerre sólo era una mera «picardía angelical», tal como
había opi- nado, a primera vista, Henri Bremond, el ilustre autor
de la Historia literaria del sentimiento religioso en Francia,
antes de que, pese a todo, viera en ella otra cosa: un genio
verdadero más que un talento.
¿Por qué escribir? Esta pregunta me interesaba. Cuando redescubrí a
Marie Noël había una exposición en París sobre la génesis de la
escri- tura en las antiguas civilizaciones de Oriente Medio.
Durante mile- nios, la escritura había producido creaciones
asombrosas. Me planteé esta pregunta en relación con la escritura
poética de Marie Noël.
Thérè se de Scot t
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(2) Notes intimes, París, Stock, 1959.
Me parecía que, en su caso, escribir le había servido de refugio,
que la luz de la escritura la había ayudado a realizar su vida, y
tam- bién a creer. Durante tiempo y tiempo, Marie había chocado con
la cuestión del Dios-Creador, al que interpretaba no como la causa
pri- mera sino como la primera de las causas segundas, lo que la
llevaba al gran problema del mal y de la muerte.
Escribir, en el caso de otros autores que entonces leía (Rainer
María Rilke, Primo Lévy, Vaclav Havel, Marcel Légaut), ¿no
significa tratar de conectar con la fuente que, en el fondo de uno
mismo, murmura algo único e imperioso? Hay que escribir. Pero,
¿qué? La respuesta permanece oculta durante mucho tiempo. Hasta
que, un día, el escritor se sorprende pensando que el don que
comparte y del que vive se convierte, por su escritura, en fuente
dentro de otro, o mejor, que por su escritura, su fuente se une a
la fuente secreta de otro. Porque la escritura es un don, igual que
se dice que la fe es un don. Como don, hay que acogerlo, quererlo y
alimentarlo. Si cree- mos el dicho «Nascuntur poetae, fiunt
oratores» (los poetas nacen, los oradores se hacen), ser poeta es
un don desde el nacimiento, mien- tras que un orador sólo llega a
serlo al cabo de un largo esfuerzo. Don de un arte que se expresa,
de un genio que se domina, la escri- tura del poeta es vida que se
entrega y que pasa a hacer confesiones sin ser indiscreta. Su
belleza formal brilla con un resplandor secreto, el del ser humano
que se alcanza a sí mismo: fruto y alimento de una tierra que
reverdece.
Pero el decir del poeta supone un importante trabajo sobre su
verbo; igual que importa entregarse y no reservarse. Mediante su
labor y puesta en obra, se va hilvanando el acto de libertad en que
todo el ser se concentra y llega a ser creador. Escribir, escribir
bien – y hablar bien también– es una actividad eminentemente humana
que proviene de tiempos muy lejanos y que se convierte en
espiritual en unas condiciones muy precisas.
Escritura literaria y poética; escritura musical; escritura
pictórica también; y además, escritura escultural e incluso
arquitectónica: cada una a su manera y según sus códigos, se
inscribe en el espacio y en el
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tiempo, jugando con lo vacío y lo lleno, el sonido y el silencio,
el ritmo y las proporciones, inscribiendo estructuras complejas,
durade- ras o volátiles, surgidas de la intuición, enmarcadas por
la razón, bajo el soplo de la inspiración.
Durante mucho tiempo el hombre ha atribuido a Dios la propia
experiencia de tornarse creador. Así se ha representado la
transcen- dencia y se ha expuesto la misteriosa actividad de las
Escrituras. Así procedía Marie Noël cuando describía la génesis de
un poema.
Las fuerzas de la naturaleza –la pasión es una de ellas– no son, en
la Creación, más que fuerzas dominadas. Toda la armonía del mundo
reside en esta victoria: un caos que encuentra su dueño.
Y Dios dijo al mar: « – No irás más lejos. » La armonía del hombre
es su victoria, el dominio sobre el caos. No hay obra de arte sin
dominio del espíritu. Al principio es el caos, la contienda oscura
de riquezas infusas. Después, el viento sopla sobre el abismo,
suscita los pensamientos, sacu- de las emociones, da ritmo a las
palabras interiores. Es la inspiración. La inteligencia sobreviene,
selecciona, elige, separa, ordena. Da a cada elemento su nombre, su
lugar, sus límites: « – Aquí el agua, aquí la tierra… No irás más
lejos. « – Aquí el día, aquí la noche… No durarás más tiempo. « –
Aquí este pensamiento, este rasgo, esta palabra, este sonido. Y
fene- ce, tú, que estás de más. Y sé tú la última, tú que te
presentaste la pri- mera, demasiado diligente. Y desnúdate. Tú,
demasiado engalanada, abstente. Aplícate las disciplinas. (3)
Estamos en el tiempo (1920-1933) de sus primeras obras –Las can-
ciones y las horas, Los cantos de las Gracias–, publicadas por
editores menores. Marie tiene cuarenta años.
Thérè se de Scot t
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(3) Notes intimes, p. 20.
Marie Noël, cuyo verdadero nombre era Marie Rouget, nació en
Auxerre, junto al Yonne, el 16 de febrero de 1883. La mayor de
cuatro hermanos y la única niña. Falleció en su ciudad natal, en su
casa, la antevíspera de Navidad de 1967. Toda su vida se desarrolló
en la Borgoña, salvo algún viaje a París, a Bélgica, a casa de sus
familiares, a casa de su padrino, Raphaël Périé, antiguo
condiscípulo de su padre, que era Inspector de la Academia, gran
aficionado a la poesía, que vivía en Blois y que se jubiló en
Nyons, en la Drôme.
Pero en la vida hay otros viajes: los que se hacen en el olvido más
sordo y más mudo del Castillo interior. […] En aquella profundidad
fue donde se dio el único gran viaje de mi vida: mi descenso a los
abismos, mi aven- tura, mi peligro. Allí fue donde tuve que ir para
después volver, cargada con el destino humano, en lugar de haberme
quedado para siempre, pura y adormecida, en mi pequeño jardín, al
resguardo de la Cruz. (4)
Auxerre, ciudad de provincias, al borde del río Yonne y a la sombra
de su catedral de St. Étienne, tan estimada, tales fueron las
raíces de Marie Noël.
Su sensibilidad extrema, elemento sin duda decisivo de cara a su
despertar poético, y su gran vivacidad de mente, no sin relación
con un equilibrio frágil, nervioso y físico, le impidieron una
escolarización regular durante la niñez. Por eso parte de sus
clases, las recibió en su pro- pio hogar, hasta su primera comunión
a los once años. Luego, salvo los dos últimos años, también asistió
con irregularidad al liceo de Auxerre.
Su padre, Louis Rouget, agregado de filosofía, enseñaba filosofía e
historia del arte en el colegio y en el liceo. Era de una gran
habilidad manual para la carpintería y la ebanistería. Un ser
honesto, justo, disci- plinado, racionalista y profundamente
agnóstico, «impregnado de Kant y de Spencer», según Raymond
Escholier, biógrafo de Marie (5).
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(4) Notes intimes, p. 104, 1933.
(5) R. ESCHOLIER, Marie Noël, La nieve que arde, p. 33 (reeditado
en 2010).
Esta generación de profesores «eran laicos militantes», según el
jesuita André Blanchet, estudioso de Marie Noël. Su idea era
«sustituir a Dios, que decían que había muerto, por la Ley, que
siempre lo estu- vo. Estos nuevos clérigos, vestidos de negro como
los curas a los que relevaban, enseñaban una obediencia que sabían
que carecía de ale- gría: obediencia no a una persona y por amor,
sino a la razón y sólo por lógica. La imaginación y la fantasía,
enemigos de la razón, no eran de fiar. La Poesía sólo se admitía
con las alas recortadas en los progra- mas de Educación. […] En una
palabra, estos universitarios conserva- ron la tendencia jansenista
de la tradición religiosa francesa» (6). Louis Rouget era «tan
lúcido que daba miedo» recuerda su hija.
Uno no podía equivocarse ni un minuto con él. Aquella lucidez aguda
suya, dañaba los sueños. Cuando le contaba una historia, me decía:
«Fantaseas!... Suprime las fantasías!» […] – ¡Ah! ¡déjame
defenderme hoy, papá: fuiste injusto contigo y con todos los demás!
No te mentía; yo veía, veía la verdad que nadie percibía. (7)
Marie Noël nos cuenta, acerca del agnosticismo de su padre, que
éste, previamente, había empleado todo su vigor intelectual en bus-
car a Dios con la máxima honestidad de su alma.
Había leído y releído el Evangelio (en griego), y también santo
Tomás de Aquino, los Padres de la Iglesia… Y no lo había
encontrado. (8)
También la hija comulgaba con esta búsqueda inacabada de su padre.
La inquietud metafísica de su padre había acabado por con-
quistarla. En 1914, Marie escribió un poema, titulado «Tinieblas»,
que le desaconsejaron publicar. Marie hace suyas en él las dudas de
su padre. Así es como comenta su poema «Tinieblas», en unas notas
inéditas:
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(6) A. BLANCHET, Marie Noël, Poetas de hoy, París, Seghers, p.
31.
(7) Ibid. p. 32.
En aquel momento (…) yo enseñaba el Evangelio a las chicas del pue-
blo y escribía los Cantos de las Gracias por compasión por la
miseria humana, pobre entre los pobres, enferma entre las enfermas,
moribun- da con los moribundos, muerta, si se puede decir así, con
los muertos. Tal vez por eso penetré demasiado pronto en la
angustia del Mal… en la inquietud metafísica de mi padre… y de
algunos más. ¿Quizá esta angustia estaba ya antes en mí (pues las
hijas y los padres se parecen)? ¿Quizá respiré en exceso su
pensamiento, escuché demasiado, leí y supe demasiado? (9)
Esta búsqueda desembocó en una crisis religiosa de extrema gra-
vedad, que la llevó a las puertas de una enfermedad mental que la
obligó a ingresar, durante un tiempo, en una casa de salud.
Mientras que los Rouget eran familia de confiteros, la familia de
la madre, Emilie Barat, prima hermana de su marido, eran contrama-
estres, viticultores y pilotos de gabarras. Emilie era una mujer
activa y alegre, la viva imagen de la Francia profunda. Emilie
solía llegar tarde a misa los domingos porque las largas homilías
la aburrían. Se sabía de memoria las viejas canciones francesas y
le gustaba cantarlas. Disfrutaba haciendo asonancias: «Enrique
reclamaba un pequeño fusil…» – «que sea gentil», terminaba mamá.
«Un pequeño sombre- ro…» – «que no sea muy feo», terminaba también.
(10)
Emilie Barat era del mismo pueblo y época que Péguy. « En mi época
–decía Péguy– todo el mundo cantaba… cantaba e improvisaba» (11).
La canción popular, «que de año en año traía hasta nosotros, medio
en broma, una enorme carga de tristeza», fue el despertador de esta
poeta que
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93 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(8) Citado por R. ESCHOLIER, p. 24.
(9) R. ESCHOLIER, p. 244.
(10) « Henri réclamait un p’tit fusil, »…« Qui soit gentil ! »
achevait la maman. « Un p’tit chapeau / qui soit très beau !
».
(11) A. BLANCHET, p. 12.
había nacido para su poesía. Marie Noël sentía tan intensamente la
melancolía de algunas canciones que se descorazonaba y ya las pri-
meras notas desencadenaban una crisis aunque luego, enseguida,
todos en la casa dejaran de cantar.
La canción popular fue, al principio, la patria de Marie, que reco-
piló un gran número de ellas, tomadas tanto de viejas colecciones
como de sus contactos con las mujeres mayores de los barrios
pobres. El ritmo era lo más importante para su alma sensible a la
música.
Estaba poseída por el ritmo. Era un verdadero demonio. Él fue quien
me desgastó el corazón.
Un redoble de tambor, un repique de campanas, dos o tres notas
escan- didas, una simple frase con cadencia y me sumergía en la
danza y mi corazón empezaba a batir. Había que pararlo y que
tranquilizarlo, tenía que hacerme dueña de él.
A los dieciocho años, cuando me emocionaba o me encolerizaba, mi
palabra enseguida ritmaba. Mi padre, al oírme, me imponía silencio…
En resumidas cuentas, como ninguna otra muchacha, mi ser era
bailarín hasta la médula de mis huesos (12)
Su abuela paterna, Marie-Théodorine Barat, fue una persona
importante en la niñez de Marie Noël. Era una cristiana de base,
«gran habladora», como decía su nieta. Esta abuela sabía muchas
his- torias de personajes del pasado, y también muchas anécdotas de
la familia. En un pasaje, Marie recuerda cómo su abuela la llevaba,
a los nueve años, a la catedral de Auxerre, durante la Semana Santa
y el Día de Todos los Santos:
Era, para mí, como entrar en un mundo sublime, distinto del otro,
donde Dios y el hombre intercambiaban palabras sorprendentes que no
tenían sentido en otros lugares. (…)
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94 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(12) A. BLANCHET, p. 17-19.
En la torre doblaban las campanas… esas admirables campanas de la
catedral de Auxerre, grupo trágico de campanas profundas que
estalla- ban bruscamente en sollozos –cinco o seis notas
desgarradoras– para volver a caer en el silencio, de donde
resurgían de nuevo después de algunos minutos de angustia con
lágrimas tenebrosas que habían ido a sacar de no sé qué pozo de
tristeza y de temor.
Esperaba temblando cada regreso de estas campanas conmovedoras… Sin
embargo, con los sacerdotes cantábamos los salmos de David, las
lamentaciones de Job. Allí escuché –a los nueve años– el
inconsolable grito del hombre. Fue entonces cuando entró en mí,
para nunca más salir.
Creo que este Job, este David, fueron mis verdaderos, mis primeros
Padres entre todos aquellos que son para nosotros, los Poetas,
Profetas y Genios. (13)
Para la poeta que nacía en ella, para la tímida joven de veinte
años, un encuentro y una amistad decisiva fue la de su padrino,
Raphaël Périé. Condiscípulo de su padre en la Escuela normal supe-
rior, y después colega suyo en el liceo de Cahors, se había casado
casi el mismo día que él. Louis Rouget era todo razón y Raphael
todo fantasía. Había abandonado la enseñanza para ser inspector de
Academia en Constantine, Chambéry, y después en Blois. Raphaël
Périé, su padrino, fue quien descubrió el don de su ahijada; él fue
quien la animó, la orientó y la aconsejó. El día de su muerte en
sep- tiembre de 1938, Marie evoca, en sus Notas Íntimas, «toda lo
huma- nidad» que él le aportó; la gracia humana que había en ella y
que él le reveló.
El viejo sabio con su hermosa cara de jeque árabe que, en algún
momen- to, me reveló la felicidad del mundo. ¡Qué ignorante era sin
él!
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95 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(13) Notes intimes, (1940) p. 306-307.
En aquel tiempo yo era joven y tenía sed; él me dio de beber. Era
joven y además fea; él me hizo creer que era hermosa. Era buena y
tenía frío; él me permitió ser un poco loca y sentir calor. Tenía
miedo y temblaba; él me dio ánimos. Temía a Dios, temía a la gente,
temía a mi padre y a mi madre; él me tranquilizó. Me escondía
dentro de mí, me escondía en la sombra, me escondía en Dios para no
ser encontrada; él me cogió y me devolvió a la tierra al pleno sol.
Tenía una gracia, una flor apretada, en el corazón, que no osaba
abrirse; él hizo que se abriera en el umbral de su puerta. Tenía en
el corazón una canción; él la echó a volar y la abrió al mundo.
(14)
Digamos algo más sobre la música. Marie Noël había aprendido piano
y armonía. Le gustaba tocar el piano con su primo Julien Barat
cuando pasaban juntos algunos días de vacaciones en Auxerre. Julien
tenía una voz de barítono bonita y haría carrera como cantante.
Marie evoca sus recuerdos de adolescente cuando escucha la música
de los versos de Verlaine: «Escuchad la dulce canción / que llora
para agrada- ros…» (Écoutez la chanson bien douce / Qui ne pleure
que pour vous plaire) y, sobre todo, la música de Fauré, Débussy,
Bach, Beethoven y Mozart. Durante las vacaciones de Pascua, después
de los oficios, los dos primos se reunían junto al piano:
Volvíamos con nuestros genios queridos… Bach, Beethoven, César
Franck, a veces Wagner, de quien lamentábamos que nos faltaran
muchas partitu- ras. Y más íntimo, nuestro Schubert, su «Viajero» ,
su «Rey de los Elfos», su «Sonámbula bajo la luna». Más alucinante
todavía, nuestro Schumann: la inspiración épica de los «Dos
granaderos», el vals demente de «Pobre Pedro», el ritmo apasionado,
el choque de espadas en los «Hermanos ene- migos». ¡Qué movimiento!
¡Lo rompíamos todo!… Y de repente, reposo en el cielo –la pura y
lenta contemplación de la noche estrellada. Salvaje o tierno,
tranquilo o loco, todo era bello para nosotros, todo era una
voz.
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96 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(14) Notes intimes, (1936-1940) p. 224-225.
Pero Mozart era el que sentíamos más cerca, Mozart, en el juego
delicio- so (y hasta en la pasión misma), nuestro más puro camarada
de entre todos los cantores terrestres y celestiales. Julien, que
hablaba todos los idiomas, lo cantaba en italiano, igual que a
Schubert y Schumann en ale- mán. Aunque yo era una ignorante en
cuestión de idiomas, cuando él cantaba, lo comprendía todo. Mozart…
Las Bodas… Don Juan… Cuando tocábamos a Mozart, la gente, atareada
en otros rincones de la casa, interrumpía su trabajo y venía a
escucharnos (15).
No voy a demorarme en las lecturas de Marie Noël, ricas y de gran
calidad –pasión de toda su vida. Su padre la había introducido en
los clásicos. Su padrino la había hechizado leyéndole poemas de
todos los países. Por sí misma, ella frecuentaba a los poetas y a
los escritores con- temporáneos, presentes en los estantes de la
biblioteca. Marie escribió sobre Valéry, Colette y Mallarmé algunas
impresiones de una fineza impecable. Poetas y ensayistas la
ayudaban a pensar y, en ocasiones, a salir del embrujo de la música
de las palabras, además.
Cuando escribo, a veces me viene un verso o dos cuyo encanto me
embruja, me emborracha, me mece, me adormece. Estoy tan musicali-
zada que ya no hay forma de pensar en otra cosa, de forzar que las
pala- bras vengan. Tengo que detenerme, distraerme, hacer un gran
esfuerzo para desprenderme del canto que me tiene presa y recobrar
el sentido de mi obra, sin el que todo se disolvería en el
silencio. En esos momentos de música –deliciosos– puedo muy bien
escribir sin darme cuenta de cometer algún disparate. Pero luego
había que llamar a la vigilante para tomar medidas de disciplina.
(16)
Lo mismo le ocurre cuando piensa en temas serios como el Mal, la
soledad, Dios y el hombre: se siente presa de vértigo y de
embriaguez:
MAR I E NOËL . NAC IM I ENTO Y DEVEN I R…
97 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(15) Notas inéditas, citadas por R. ESCHOLIER, op. cit. p.
69.
(16) Notes intimes, p. 75.
Osar pensar, disfrutar de pensar, a veces… Felicidad de poder
pensar con toda la mente, con altura, amplia, libremente, en todas
las direccio- nes, como respirar a pleno pulmón, hasta el límite,
no dentro de una habitación cerrada sino al aire libre, incluso
aunque el viento, sin miedo ante nada, trajese, mezclada en el
cielo alguna miasma, o derribara algu- na vieja estancia.
(17)
Marie tenía cuarenta años.
El encuentro con dos sacerdotes fue decisivo para que la obra de
Marie Noël saliera de su confidencialidad y para que su vida alcan-
zara su verdadera dimensión. Primero, el abbé Mugnier, de 1918 a
1944, al que R. Escholier, en connivencia con nuestra poeta, llama
«el salvador», «el consolador» ; y después el abbé Henri Bremond
(18), de 1924 a 1933. Bremond, como académico, la introdujo ante el
gran público, sobre todo católico. Uno y otro, «marginados» en la
Iglesia, sacaron a la poeta y a su obra de la sombra.
El abbé A. Mugnier era sacerdote diocesano y había sido depuesto de
sus funciones de vicario de una parroquia parisina, Sto. Tomás de
Aquino, por haberse pronunciado en una polémica a pro- pósito de un
sacerdote casado en secreto, y también por haber invi- tado a comer
a su casa a un sacerdote fundador de una «Iglesia gali- cana».
Nombrado capellán de las Hermanas de San José de Cluny en París,
vivía en la calle Méchain, cerca de Bremond. Su ocio for- zado y
sus contactos lo habían orientado hacia una especie de ministerio
informal en los medios literarios, artísticos y de la noble-
Thérè se de Scot t
98 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(17) Notes intimes, (1931) p. 79.
(18) Henri Bremond, amigo de los modernistas, especialmente del
Padre Tyrrell, jesui- ta como él, dejó la Compañía de Jesús en
1904. En la época de su encuentro con Marie Noël, acababa de
ingresar en la Academia francesa y aún trabajaba en su gran obra:
Historia literaria del sentimiento religioso en Francia. Aunque
vivía retirado en Arthez d’Asson gran parte del año, en París tenía
un apartamento en calle Méchain, cerca del abate Mugnier.
za. Rehabilitado al final, fue canónigo. Durante sesenta años llevó
un diario lleno de interés. (19)
Según afirma el Prefacio de su Diario, Mugnier «fue el último
superviviente del Sermón de la montaña. Sólo él en París podía dar
la impresión de haber presenciado y bebido de la fuente del noble e
irrealizable amor al prójimo, algo que, para la mayoría, había sido
relegado a ser una imagen sin significado alguno».
En los salones parisinos más distinguidos, el abbé Mugnier ofrecía
el aspecto desconcertante de un cura de pueblo, con sus grandes
zapa- tos cuadrados y su sotana gastada. Si se había impuesto era
por las cua- lidades más inadecuadas para un mundo como aquél:
modestia, sen- sibilidad, frescura de alma. Además, amaba la
literatura… Un día le dijo a la princesa Bibesco: «Descubro
demasiado pronto el Bien».
Marie Noël, con 35 años, escribe a Mugnier por primera vez para
pedir el «permiso del Índice», es decir, una autorización para
poder leer ciertos libros prohibidos, inscritos por la Iglesia en
su famoso Índice (20); permiso para el que la competencia de su
confesor en Auxerre no alcanzaba, según éste le había dicho. Luego,
Marie, un día de una gran angustia interior, se atrevió a pedirle
ayuda. La res- puesta se hizo esperar. Pero al fin llegó y su tono
fue afectuoso y fra- ternal: se verían en París.
Mugnier la ayudó en el plano moral y personal. Y también fue quien
reconoció primero el valor de sus poemas y luego la puso en
contacto con Bremond, lo cual, para ella, fue el comienzo de una
auténtica notoriedad. Además, la animó vivamente a escribir:
hacerlo era para ella su misión, su deber, según Mugnier. La
correspondencia que intercambiaron ambos aún no se ha publicado
pero el libro de R. Escholier, confidente y amigo durante los
últimos años de Marie, contiene muchos ecos.
MAR I E NOËL . NAC IM I ENTO Y DEVEN I R…
99 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(19) Diario de l’abbé Mugnier (1879-1939), Mercure de France,
1985.
(20) Índice: Catálogo de libros prohibidos por la Santa Sede por
motivos de orden doctrinal o moral.
«Desarróllese. Dése la libertad que necesita para respirar intelec-
tual y literariamente. ––Quédese satisfecha pero espere todavía
más. Entregue al máximo sus cualidades intelectuales y Dios la
amará aún más» (21) .
E insistía: «Piense, ame, escriba… Dios es vida. Ego sum via,
veritas et vita… Quiero que su éxito poético sea cada vez mayor,
entonces quedaré satisfecho». Y como Marie le había confiado alguna
angustia y duda de tipo religioso, Mugnier le envía esta bella
frase: «La forma de probaros Dios a usted es crear obras bellas
que, quiérase o no, son un acto de fe y de oración» (22).
Cuando Marie Noël, por recomendación de Mugnier, fue a ver al abbé
Bremond en 1924, éste le dijo: «Mademoiselle, vous avez du génie!
(Señorita, ¡hay genio en usted!» (23). Y esto que Bremond sólo
había podido leer entonces sus primeras obras, como Las canciones y
las horas, todas aún de una gracia incipiente. Con todo, Marie
tenía ya entonces un sentido profundo de lo trágico de la
existencia, de la soledad fundamental, de la angustia que trabaja
el corazón humano. Esta verdad, Mugnier la pudo sentir en los
Cantos y salmos de otoño, que no aparecerían hasta 1947. Cuando
ella fue a leer a aquel anciano casi ciego, su largo, pesado y
musical poema «Juicio», sólo habían pasado quince o veinte años
desde que atravesó los graves aconteci- mientos que resonaban
estremecedoramente en su interior. Lo mismo ocurriría con «Aullido»
y con «Oficio para un niño muerto», una especie de
«poema-blasfemia» donde Marie evocaba la muerte súbita de su
hermano menor y la desesperación de su madre (24).
Thérè se de Scot t
100 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(21) Diario del abbé Mugnier, p. 208, 225.
(22) Ibid. p. 220.
(23) Notes intimes, (Souvenirs sur l’abbé Bremond), p.
333-353.
(24) Ver Marie Noël. La obra poética, ed. Stock, p. 374 y ss.; 453
y ss.
Pese a ir en aumento el éxito de su poesía, Marie nunca fue una
«mujer de letras». No quería serlo. También era una gran prosista.
Fue Mugnier quien, a partir de 1920, le aconsejó llevar una especie
de dia- rio. Sus Notas íntimas, redactadas para ayudarse a sí misma
en su sole- dad, nos permiten ahora conocerla mejor.
Todo el encanto que tenía, toda la gracia recibida de Dios –escribe
en 1933– la he entregado en mis canciones… Aquí, en estas notas,
vierto todo lo malo que tengo, como en un rincón secreto de la
parte trasera de la casa… aquello que hay en mí de duro, de seco,
de demasiado lúcido, los guijarros agudos de mi pensamiento, que
tengo que romper uno a uno para librarme de sus aristas. Si hubiera
tenido a alguien que me hubiera ayudado desde el fondo de mí misma,
no hubiera necesitado acudir a un cuaderno como refugio. Pero ni
siquiera el sacerdote ha sabido ir lo bastante lejos como para
poder alcanzar en mí, el mal esencial. Él se pronuncia y aconseja,
y yo obedezco. Pero el mal permanece. […] Aquello que es lo más
«suyo» en un hombre, otro no lo puede digerir. (25)
Este inestimable cuaderno no era sólo su refugio. Le servía para
fijar impresiones, pensamientos, rebeldías. También contiene peque-
ños dibujos de trazos seguros, donde la mano convierte en signos lo
que la mirada «ve» y medita sobre la conexión entre la obra creada
y el tiempo. Leamos sus apuntes sobre una tarde de verano en el
campo; las frases respiran al ritmo de algunas repeticiones que
ento- nan la marcha lenta del hombre y su obra:
He aquí un momento admirable de cada tarde: el regreso de los
bueyes arrastrando el carro de la cosecha. Conducidos por un
prisionero alemán taciturno, con el torso desnudo, que les precede
con un paso cadencioso, y les pincha con la aguijadora sin siquiera
volver la cabeza, los bueyes tienen todo el aire –lentos,
majestuosos– de salir de la eternidad.
MAR I E NOËL . NAC IM I ENTO Y DEVEN I R…
101 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(25) Notes intimes. p. 124.
Quizá Booz los vio así. Y quizá sea éste el ritmo del trabajo
verdadero, el que Dios quiso para el hombre, con este porte
magnífico y este paso poderoso y sin prisa. Quizá nuestras
Catedrales fueron concebidas y construidas también sin
precipitación ni fiebre, con la segura tranquilidad del cerebro y
de las manos, y con la única pena vigorosa que le basta a cada día.
Quizá toda obra humana, ya sea que pertenezca al alma o al cuerpo,
necesita, para su belleza, tomar prestada del tiempo la grandeza.
(26)
Y he aquí una lúcida reflexión suya sobre la actividad creadora, la
parte que corresponde al genio y al talento, según las edades de la
vida:
Hay un tiempo en que la fuerza creadora y la violencia del joven
genio se lo lleva todo. Pero el talento mal madurado lo traiciona
por defecto. Después viene un tiempo en el que el genio se atempera
y el talento logrado lo domina con alegría. Es la hora no del
deseo, tampoco de la concepción, sino del alumbramiento, del hijo,
de la Obra. Al final, hay un último tiempo de experiencia en el que
el talento puede con todo lo que quiere. Pero el genio, cansado, ya
no alumbra ningún hijo. (27)
Para escribir, hace falta tiempo, silencio, soledad. Marie Noël
tuvo que luchar, a menudo sin éxito, para conseguirlos. Tras la
muer- te de su padre en 1923, y a medida que su madre iba
envejeciendo, Marie tuvo que hacerse cargo de la casa así como
gestionar otras casas propiedad de la familia. Hubo tiempos en que
tuvo que renun- ciar a escribir, no sin un gran dolor. No podía
negarse a aquel servi- cio, ni pasar por encima de la vida de otros
y proseguir su camino como poeta. Cuando se quejó de esto al abbé
Bremond, de una manera conmovedora, éste exclamó:
Thérè se de Scot t
102 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(26) Notes intimes, agosto 1946, p. 276.
(27) Notes intimes, 1940, p. 260.
– ¡Qué lástima! ¡Ah! ¡Qué lástima! – Fue lo primero que dijo. Yo
trataba de disculparme: – Monsieur l’abbé, he hecho cuanto he
podido, me he mantenido al margen lo más posible. He tratado de
aprovechar el tiempo minuto a minuto. Todo este tiempo perdido, que
le haría falta a mi obra, he reza- do novenas por él como si lo
hubiese hecho por un alma en peligro… Pero, cuanto más rezo, más
crece mi malestar. ¿Quizá quiere Dios que el canto se retire de mí?
Como M. l'abbé no decía nada, seguí defendiéndome: – Monsieur
l’abbé, creo que no hay ninguna religiosa en ningún con- vento que
haya renunciado a sí misma tanto como yo he renunciado a mí misma
en mi casa cuando acepto –acepto– no ser ya poeta… – Sí. – contestó
muy serio. – Monsieur l’abbé, a los ojos de Dios, cuando se realiza
una obra con todo el corazón, ya sea poeta o sirviente quien la
haga, ¿no vale tanto la una como la otra? – Sí. Tiene usted razón,
tanto vale lo uno como lo otro… Entonces, al escuchar el tono de su
voz, comprendí que me respondía desde la altura de su alma. También
él, el conquistador, también él aceptaba… (28)
A Marie, sus obligaciones familiares le robaban aquella soledad
sagrada. A veces trágico, a veces furioso, a veces cómico, su
lamento aún perdura.
Me siento cada vez más víctima de un desorden de cosas al que no
puedo poner remedio. Mi anciana madre, enferma todo el invierno, la
criada poco normal, una gran casa como las de antes –doce
habitaciones. Y tenemos otras casas con doce inquilinos. Lo
gestiono todo muy mal. Las casas son pobres y están viejas. Siempre
tengo que ir detrás del albañil, del fontanero. Y además está toda
el marasmo del papeleo. […]
Miro hacia atrás. Éste es el crimen de mi vida: he traicionado mi
Soledad.
MAR I E NOËL . NAC IM I ENTO Y DEVEN I R…
103 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(28) Notes intimes, p. 348-349.
Aquellos que poseen una Soledad –no todo el mundo la posee– deberí-
an defenderla con violencia, deberían sacar todas sus espinas, como
la aulaga o el acebo salvaje, para protegerla y defenderla.
Yo no tenía espinas… ¡Sí tenía! Pero las había vuelto hacia mi
interior, en contra de mí misma por temor a arañar a «los otros»
que querían recoger flores o fruta de mí.
«Los otros» vinieron en tromba, me invadieron. Todo tipo de
«otros», pero sobre todo los más cercanos, los más habituales, los
que creen que tienen derecho sobre todas mis horas y no pueden
contentarse con algún momento perdido. […]
Llegará el aislamiento de la noche… la habitación vacía y el dolor
de las ausencias, pero la Soledad sagrada, aquella en la que el Ser
se acerca y fecunda el Alma, la divina Soledad de las nupcias
creadoras, ya nunca más me será dada. ¡Demasiado tarde! Habré
muerto. (29)
En otro fragmento, Marie se compara con André Chénier, el poeta
guillotinado durante la Revolución francesa. A ella, la «decapi-
tó» su familia.
Pero, a pesar de todo, su obra llegó a su cumplimiento. Marie lo
reconoce al final de su vida. Su consagración como poeta fue en
torno a sus 70 años, cuando la Editorial Stock publicó, en 1956, lo
esencial de su poesía. Al año siguiente, Raymond Escholier publica:
Marie Noël. La nieve que arde, una rica recopilación de sus
memorias, fruto de los senderos de la confianza y de la amistad
entre ellos. Tres años después, Marie decide publicar gran parte de
sus Notas íntimas, el Diario que había ido escribiendo durante
cuarenta años, aunque con distinto ritmo según las épocas. Luego
vendrán los premios, las traducciones e incluso, en 1965, un
reportaje para la televisión fran- cesa que aún se puede
encontrar.
Thérè se de Scot t
104 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(29) Notes intimes, p. 229.
Hoy, cincuenta años después de su muerte, Marie Noël parece
olvidada… Pero no, no lo está. Hay partes de su obra que aún siguen
editorialmente vivas en Francia, y aparecen además algunos estudios
sobre ella. La Asociación que lleva su nombre, fundada al día
siguien- te de su muerte por iniciativa de R. Escholier, prosigue
un trabajo de calidad mediante la publicación de los Cuadernos
Marie Noël, la orga- nización de Coloquios y de algunas
representaciones y recitales.
En una publicación extra, consagrada al conjunto de su obra poé-
tica, Marie-Françoise Jeanneau afirma que se trata de «un gran
momento de la literatura espiritual francesa del siglo XX» (30).
Poco a poco, Marie Noël va entrando en obras colectivas sobre
autores espi- rituales del siglo XX, donde, por razón de cronología
y de orden alfa- bético, no está lejos de Marcel Légaut.
¿Cómo concluir este esbozo acerca de mi descubrimiento de Marie
Noël sino meditando su poema «La isla» (31), imagen del tor- mento
escondido de su soledad de poeta? Les invito, pues, a leer, a
recitar, a traducir este poema de gracia rebelde y de altos
vuelos.
LA ISLA
Soledad al viento, oh sin país, mi Isla, que las barcas de lejos
rodean de ímpetus y de llamadas, bajo el vuelo gris de las
gaviotas. Mi Isla, mi lugar sin puerto, ni muelle, ni villa, mi
Isla donde se alza en secreto la montaña, la más alta a la que Dios
da un golpe de talón y rechaza… Oh, Sola entre los aquilones
MAR I E NOËL . NAC IM I ENTO Y DEVEN I R…
105 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(30) De la angustia a la serenidad; un camino de poesía.
Introducción a la lectura de Marie Noël (1883-1967), París,
2002
(31) Marie Noël, tomado de «Cantos de tiempos irreales». Obra
poética, París, Stock, 1969, p. 519-520.
que sólo tienes al mar salvaje como compañía. Tiempo en que se
lamenta el aire en eternos preludios. Mi Isla donde el Amor me
llamó desde el borde de un camino de cielos, que descendía a
muerte. Espacio donde los vuelos se rompen, Soledad, Soledad,
Espacio de emoción del Corazón inmenso que sin cesar lanza al aire
sus pájaros, sin cesar por encima de aguas infranqueables, sin
cesar perdiéndolos, sin cesar recomenzando. Desolación real, tierra
loca que mece el abismo entre sus brazos macizos, Mi Isla, tú
guardas un Silencio cautivo que en vano interroga el oleaje de las
palabras.
106 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017