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Nagash El Hechicero

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000 años antes de la era de Sigmar, el Imperio de Nehekhara se abrió paso entre las áridas tierras del desierto al sur del Viejo Mundo.Sin que sus gentes lo sepan, este poderoso Imperio está a punto de derrumbarse. Una lucha por el poder supremo condenará este territorio y a sus habitantes para siempre. Esta es la amarga historia del ascensión de Nagash, un rey sacerdote cuya búsqueda por la inmortalidad desatará una plaga de muerte y maldad en una época en la que los muertos volverán del Más Allá.

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Una nueva entrega de Tiempo deLeyendas, la precuela del salvajemundo de fantasía de Warhammer.

2000 años antes de la era deSigmar, el Imperio de Nehekhara seabrió paso entre las áridas tierrasdel desierto al sur del Viejo Mundo.Sin el conocimiento de sus gentes,este poderoso Imperio está a puntode derrumbarse. Una lucha por elpoder supremo condenará esteterritorio y a sus habitantes parasiempre. Esta es la amarga historiadel ascensión de Nagash, un rey

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sacerdote cuya búsqueda por lainmortalidad desatará una plaga demuerte y maldad en una época en laque los muertos volverán del MásAllá.

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Mike Lee

Nagash, elhechicero

Los muertos volverán delMas Allá

Tiempo de Leyendas. Nagash 1

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ePub r1.0epublector 14.01.14

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Título original: Nagash the SorcererMike Lee, 2008Traducción: Aida Candelario Castro

Editor digital: epublectorePub base r1.0

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Es un tiempo de leyendas,una era de dioses y demonios,de reyes y héroes agraciados

con el poder de lo divino.

Las manos de los dioses hanbendecido la árida tierra deNehekhara dando origen a la

primera gran civilizaciónhumana a orillas del

serpenteante río Vitae.

Los nehekharanos moran en

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ocho orgullosas ciudadesestado, cada una con su

propia deidad patrona, cuyasbendiciones forjan el

carácter y el destino de sugente. La mayor de todas

ellas, situada en el centro deesta antigua tierra, es

Khemri, la legendaria CiudadViviente de Settra el

Magnífico.

Cientos de años antes, Settraunió las ciudades de

Nehekhara para formar elprimer imperio de la

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humanidad y declaró que logobernaría para siempre. Lesordenó a sus sacerdotes quedesentrañaran el secreto dela vida eterna, y cuando al

final el gran emperadormurió, su cuerpo fue

sepultado en el interior deuna poderosa pirámide hasta

el día en el que sussacerdotes liches hicieranregresar su alma de la otra

vida.

Tras la muerte de Settra, sugran imperio se dividió y el

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poder de Khemri declinó.Ahora, entre las sombrasembrujadas del templo

funerario de Khemri, unsacerdote brillante y

poderoso cavila sobre lascrueldades del destino ycodicia la corona de su

hermano.

Se llama Nagash.

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LIBRO UNO

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UNOUna oración antes de

la batalla

Oasis de Zedri,en el 62.º año de Qu’aph el Astuto(-1750, según el cálculo imperial)

Akhmen-hotep, el Querido por losDioses, rey sacerdote de Ka-Sabar y

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señor de las Cumbres Quebradizas,despertó entre sus concubinas en lashoras previas al amanecer y escuchó losdébiles sonidos del gran ejército que lorodeaba. Los sonidos se percibían agran distancia en la quietud del desierto;podía oír los lejanos mugidos de losbueyes mientras los sacerdotes pasabanentre las manadas, y los relinchos de loscaballos en el corral, al otro extremo deloasis. Del norte llegaba eltranquilizador tintineo de campanas deplata y el repique de címbalos de latónmientras los jóvenes acólitos de Nerurecorrían el perímetro del campamento ymantenían a raya a los hambrientos

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espíritus del desierto.El rey sacerdote inspiró hondo el

aire perfumado y se llenó los pulmonescon el incienso sagrado que, ardía en lostres pequeños braseros de la tienda.Sentía la mente despejada y el espíritutranquilo, lo que tomó como un buenaugurio en puertas de una batalla tantrascendental. El frescor de la noche deldesierto contra la piel le resultabaagradable.

Akhmen-hotep se soltó de los brazosde sus mujeres moviéndose con cuidadoy salió de debajo del peso de las pielesque se utilizaban para dormir. Cayó derodillas delante del ídolo de bronce

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bruñido situado en la cabecera de lacama y se inclinó ante él, dándole lasgracias al shedu por proteger su almamientras dormía. El rey sacerdote mojóla yema del dedo en el pequeño cuencode incienso que se encontraba al pie delídolo y ungió la frente del adusto toroalado. El ídolo pareció brillar bajo latenue luz mientras el espíritu de suinterior aceptaba la ofrenda y el ciclopreceptivo volvía al punto de partida.

Se oyó un ruido en el grueso lino quecubría la entrada del recinto. Menukhet,el sirviente favorito del rey sacerdote,entró arrastrándose y pegó la frente alsuelo arenoso. El anciano vestía un

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faldellín de lino blanco y sandalias decuero de gran calidad, con unas tiras quele llegaban casi hasta las rodillas. Unancho cinturón de cuero le rodeaba lacintura y llevaba una cinta de pelo,también de cuero y con piedrassemipreciosas engastadas sobre la frentearrugada. Una capa corta de lana leenvolvía los estrechos hombros paraproteger los huesos del frío.

—Que las bendiciones de los diosesrecaigan sobre vos, alteza —susurró elsirviente—. Vuestros generales, Suseb yPakh-amn, os aguardan fuera. ¿Quédeseáis?

Akhmen-hotep levantó los

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musculosos brazos por encima de lacabeza y se estiró hasta rozar el techo dela tienda con las manos. Como toda lagente de Ka-Sabar, era un gigante; medíaalgo más de dos metros y diezcentímetros. A los ochenta y cuatro añosestaba en la flor de la vida, aún eraenjuto y fuerte a pesar de los lujos delpalacio real. Sus anchos hombros y lasuperficie lisa de su rostro mostrabanlas cicatrices de numerosas batallas,cada una de ellas una ofrenda a Geheb,dios de la tierra y dador de fuerza.Hacía mucho tiempo que a los reyessacerdotes de Ka-Sabar se losconsideraba guerreros temibles y líderes

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de hombres, y Akhmen-hotep era unauténtico hijo de la deidad patrona de laciudad.

—Tráeme mis vestiduras de guerra yque mis generales me atiendan —ordenó.

El esclavo favorito inclinó la cabezarapada una vez más y se retiró.Momentos después, media docena deesclavos entraron en el recinto; llevabanarcones de madera y un taburete decedro para que se sentara el rey. Aligual que Menukhet, los esclavos ibanataviados con faldellines de lino ysandalias, pero llevaban las cabezascubiertas con hekh’em, los finos velos

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ceremoniales que impedían que losindignos vieran al rey sacerdote en todasu gloria.

Los esclavos trabajaron con rapidezy en silencio en tanto preparaban a suseñor para la guerra. Echaron másincienso sobre las brasas y le ofrecieronvino a Akhmen-hotep en una copa deoro. Mientras bebía, manos hábiles lelimpiaron y aceitaron la piel y le ataronla corta barba formando una trenza contiras entrelazadas de cuero brillante. Lovistieron con un faldellín plisado delmejor lino blanco, le colocaronsandalias de cuero rojo en los pies y lerodearon la cintura con un cinturón

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compuesto de placas de oro batido conincrustaciones de lapislázuli. Le ciñeronanchos brazaletes de oro, grabados conlas bendiciones de Geheb, alrededor delas muñecas y le pusieron un yelmo debronce rematado con un león que rugía,sobre la cabeza rapada. A continuación,dos esclavos de más edad le colocaronla armadura de bandas de cueroentretejidas alrededor del fuerte torso yun ancho collar de oro, conincrustaciones de jeroglíficos deprotección contra flechas y espadas,alrededor del cuello.

Mientras los armeros terminaban sustareas, una pareja de esclavos cubiertos

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con velos entraron en el dormitorio conbandejas de dátiles, queso y pan conmiel para que su señor interrumpiera elayuno. Tras ellos llegaron dos noblesnehekharanos con armadura que cayeronde rodillas ante el rey sacerdote ytocaron el suelo con la frente.

—Levantaos —ordenó Akhmen-hotep.

Los generales se pusieron encuclillas, y el rey sacerdote se acomodóen su silla de cedro.

—¿Qué nuevas hay del enemigo?—El ejército del Usurpador ha

acampado a lo largo de la cordillera, alnorte del oasis, como esperábamos —

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contestó Suseb.El paladín de Akhmen-hotep recibía

el apodo del León de Ka-Sabar y eraalto incluso entre su propia gente; encuclillas, su cabeza estaba casi a lamisma altura que la del rey sacerdote,que estaba sentado, lo que lo obligaba atorcer el cuello muy levemente paramostrar la adecuada deferencia. Elpaladín llevaba el yelmo bajo uno de susfuertes brazos. El rostro apuesto y demandíbula cuadrada estaba bienafeitado, al igual que la cabeza de pieloscura.

—Sus últimos guerreros llegaronhace sólo unas horas y parece que han

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sufrido mucho durante la larga marcha.Akhmen-hotep frunció el entrecejo y

preguntó:—¿Cómo lo sabes?—Los centinelas que tenemos en el

perímetro norte pueden oír los quejidosy murmullos de temor que salen delcampamento enemigo, y no hay indiciosde tiendas ni de que estén encendiendofogatas —explicó Suseb.

El rey sacerdote asintió con lacabeza.

—¿Qué dicen nuestrosexploradores?

Suseb se volvió hacia su compañero.Pakh-amn, el jefe de Caballería del

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ejército, era uno de los hombres másacaudalados de Ka-Sabar. Su aceitadocabello negro formaba tirabuzones y sedesparramaba sobre sus hombroscaídos, y su armadura estaba decoradacon rombos de oro. El generalcarraspeó.

—Ninguno de nuestros exploradoresha regresado aún —informó mientrasinclinaba la cabeza—. Seguramentellegarán en cualquier momento.

Akhmen-hotep desechó la noticiacon un gesto de la mano.

—¿Y los presagios? —preguntó.—La Bruja Verde ha ocultado su

rostro —declaró Pakh-amn, refiriéndose

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a Sakhmet, la funesta luna verde—, y unsacerdote de Geheb aseguró haber vistoun león del desierto cazando solo entrelas dunas al oeste. El sacerdote dijo queel león tenía las mandíbulas manchadasde sangre.

El rey sacerdote miró a los dosgenerales con el entrecejo fruncido.

—Son augurios magníficos, pero ¿ylos oráculos? ¿Qué dicen? —quisosaber.

Ahora le tocó a Suseb inclinar lacabeza con pesar.

—El gran hierofante me hagarantizado que realizará unaadivinación tras los sacrificios de la

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mañana —dijo el paladín—. No hahabido ocasión todavía. Incluso lossacerdotes de mayor rango estánocupados con tareas de baja categoría.

—Por supuesto —terció Akhmen-hotep.

El rey sacerdote hizo una ligeramueca al recordar la sombra que habíacaído sobre Ka-Sabar y las otrasciudades de Nehekhara apenas un mesantes. Todo sacerdote y acólito al quehabía tocado esa marea de oscuridadhabía muerto momentos después, y losgrandes templos habían quedadodiezmados.

Akhmen-hotep no le cabía la menor

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duda de que la vil sombra se habíagenerado en la infestada Khemri. Todoslos males que habían asolado la TierraBendita a lo largo de los últimosdoscientos años se le podían achacar altirano que reinaba allí, y el reysacerdote había jurado que Nagash porfin, respondería ante los dioses de suscrímenes.

* * *

Los sacerdotes de Ptra le dieron la

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bienvenida al amanecer con el sonar delas trompetas. En la llanura que había alnorte del gran oasis, los guerrerosreunidos de la Hueste de Bronce de Ka-Sabar relucían como un mar de llamasdoradas. Al este, la línea erosionada delas Cumbres Quebradizas estabagrabada con una cruda luz amarilla,mientras las interminables y onduladasdunas del Gran Desierto —lejos, aloeste— aún seguían envueltas ensombras.

Akhmen-hotep y los nobles del granejército, rutilantes con sus galasmarciales, se congregaron junto a lasaguas del oasis y les ofrecieron

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sacrificios a los dioses. Se quemóincienso poco común para ganarse elfavor de Phakth, dios del cielo yproveedor de justicia rápida. Los noblesse hicieron cortes en los brazos ydejaron que sangraran sobre las arenaspara apaciguar al gran Khsar, dios deldesierto, y rogarle que azotara alejército de Khemri con su toquedespiadado. Se trajeron bueyes jóvenesa trompicones hasta el altar de piedra deGeheb y se vertió su sangre en brillantescuencos de bronce que luego se pasaronentre los señores allí congregados. Losnobles tomaron largos tragos,suplicándole al dios que les prestara su

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fuerza.El último y mayor sacrificio se

reservó para Ptra, el más poderoso delos dioses. Akhmen-hotep se adelantó,rodeado por sus altísimos Ushabtis. Losleales guardaespaldas del rey sacerdotellevaban las marcas del favor de Geheb;tenían la piel dorada y sus cuerpos semovían con la fuerza y la agilidad delleón del desierto. Avanzaban con aireamenazador alrededor del rey sacerdoteportando enormes espadas a dos manosque relucían en sus manos como garras.

Se había cavado un gran pozo alborde del oasis, a la vista del ejércitoreunido, y se había apilado dentro

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madera seca traída desde Ka-Sabar a laque se prendió fuego. Los sacerdotes deldios del sol rodeaban la fogataentonando la invocación del Avancehacia la Victoria. Akhmen-hotep se situóante las hambrientas llamas y extendiósus fuertes brazos. A su señal, gritos yalaridos sacudieron el aire mientras losUshabtis traían a rastras a una veintenade esclavos jóvenes y los lanzaban a lasllamas.

Akhmen-hotep se unió al cántico delos sacerdotes, apelando a Ptra para quedesatara su cólera sobre Nagash elUsurpador. A medida que el humo seennegrecía por encima del fuego y el

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aire se endulzaba debido al olor a carneasada, el rey sacerdote se volvió haciaMemnet, el gran hierofante.

—¿Qué augurios hay, santidad? —preguntó con respeto.

El sumo sacerdote de Ptra brillabadebido a la gloria reflejada del dios delsol. Su cuerpo bajo y redondo ibaataviado con una túnica entretejida conhilos de oro, y unos brazaletes doradosle pellizcaban la, blanda carne de losbrazos morenos. Sobre el pecho llevabael pulido disco solar de oro del templo,que estaba grabado con jeroglíficossagrados y mostraba la imagen de Ptra ysu ardiente carro de guerra. Un brillo de

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sudor le cubría el rostro carnoso,incluso tan temprano.

Memnet se humedeció los labios connerviosismo y volvió el rostro hacia lasllamas. Sus ojos hundidos, oscurecidospor una gruesa franja de kohl negro, norevelaban ninguno de los pensamientosíntimos del sacerdote. Estudió lasformas que el humo adoptaba durantelargo rato, mientras se convertía la bocaen una fina línea.

Se hizo el silencio sobre los noblesdesperdigados, roto sólo por elhambriento crepitar de las llamas.Akhmen-hotep miró al gran hierofantecon el entrecejo fruncido.

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—Los guerreros de Ka-Sabaresperan vuestras palabras, santidad —loanimó—. El enemigo aguarda.

Memnet observó los onduladosjirones de humo entrecerrando los ojos.

—Yo… —comenzó, y luego sequedó callado. Se retorció las manosrechonchas.

El rey sacerdote se acercó al hombremás bajo.

—¿Qué veis, hermano? —preguntó,sintiendo el peso de las miradasexpectantes de un millar de nobles sobresus hombros. Fríos dedos de temor lerecorrieron la espalda.

—No…, no está claro —respondió

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Memnet con voz apagada.Levantó la mirada hacia el rey y un

destello de miedo apareció en sus ojosbordeados de negro. El gran hierofantevolvió a mirar el fuego de lossacrificios. Respiró hondo.

—Ptra, Padre de Todo, ha hablado—anunció; su voz iba cobrando fuerzaen tanto adoptaba las cadenciasceremoniales—. Mientras el sol brillesobre los guerreros de los fieles, lavictoria está asegurada.

Un gran suspiro recorrió a laconcurrencia, como una ráfaga de vientodel desierto. Akhmen-hotep se volvióhacia sus nobles y levantó su gran

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khopesh de bronce hacia el cielo. La luzdel dios del sol se reflejó en el afiladoborde curvo.

—¡Los dioses están con nosotros! —exclamó, y su potente voz se extendiópor encima de los murmullos de lamultitud—. ¡Ha llegado el momento delimpiar la mácula de maldad de laTierra Bendita! ¡Hoy, el reino de Nagashel Usurpador llegará a su fin!

Los nobles congregadosrespondieron con una gran ovación,alzando sus cimitarras y gritando losnombres de Ptra y Geheb. Sonaron lastrompetas, y los Ushabtis echaron haciaatrás sus cabezas doradas y rugieron,

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mostrando sus colmillos leoninos haciael cielo sin nubes. Al norte del oasis, lasapretadas filas del gran ejército hicieronsuyo el grito, a la vez que golpeaban lasarmas contra las caras de sus escudosbordeados de bronce y lanzabandesafíos en dirección al campamentoenemigo, a más de una milla dedistancia.

Akhmen-hotep regresó a sus tiendasa grandes zancadas mientras pedía sucarro. Los nobles reunidos siguieron suejemplo, ansiosos por unirse a susguerreros y cosechar la gloria que losaguardaba. Nadie le prestó más atencióna Memnet, salvo sus temerosos y

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agotados sacerdotes. El gran hierofantemantenía la mirada clavada en lasllamas; sus labios se movían en silenciomientras trataba de desentrañar losaugurios que guardaban en su interior.

A una milla de distancia, a lo largodel cerro rocoso que se extendía aambos lados del antiguo caminocomercial que llevaba a la lejana Ka-Sabar, los guerreros de Khemri yacíancomo un ejército de cadáveres sobre elsuelo polvoriento.

Habían marchado noche y día,quemándose bajo el sol y congelándoseen la oscuridad, impulsados por el látigode sus generales y la implacable

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voluntad de su rey. Leguas y leguaspasaban bajo sus pies calzados consandalias, con escasas pausas paradescansar o comer. Años de hambruna yprivaciones habían reducido sus cuerposa poco más que tendones y hueso. Elejército se movía con rapidez,serpenteando camino abajo como unavíbora del desierto mientras seabalanzaba sobre su enemigo. Viajabancon lo mínimo, sin tener que cargar conel peso de una caravana de provisioneso exageradas comitivas de sacerdotes.Cuando el ejército se detenía, losguerreros se desplomaban en la tierra ydormían. Al llegar el momento de

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ponerse en camino de nuevo, selevantaban en silencio y avanzabanarrastrando los pies. Comían y bebían enmarcha, ingiriendo puñaditos de granocrudo acompañados de sorbos de aguade las petacas de cuero que llevaban ala cadera.

A aquellos que morían durante lamarcha los dejaban al lado del camino.No se pronunciaban ritos por ellos, ni seofrecían ofrendas para propiciar elfavor de Djaf, el dios de la muerte.Tales cosas les estaban prohibidasdesde hacía mucho a los ciudadanos dela Ciudad Viviente.

Los cadáveres se marchitaban bajo

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el despiadado calor del sol. Ni siquieralos buitres los tocaban.

Mientras la luz del alba se ibaextendiendo por la tierra pedregosa ylos guerreros de la hueste de Broncegritaban los nombres de sus dioses haciael cielo, los guerreros de Khemri fuerondespertándose de su exhausto sueño.Levantaron las cabezas y parpadearon,abatidos, al oír el estruendo, volviendosus rostros manchados de polvo hacia eloasis y el resplandeciente ejército quelos aguardaba.

Un sonido seco y susurrante,parecido a un coro de langostaspululando, surgió de las sombras de los

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oscuros pabellones que se habíanlevantado tras las silenciosas filas delejército. Moviéndose despacio, como siestuviera dentro de un sueño, el ejércitode Nagash se puso en pie una vez más.

—Es como si marcharan hacia lamuerte —apuntó Suseb el León mientrasobservaba cómo las filas del ejércitoenemigo descendían del cerro,arrastrando los pies y formaban en elborde de la brillante llanura.

El alto paladín se encontraba junto asu rey en la plataforma del carroblindado de Akhmen-hotep yaprovechaba la leve elevación paramirar por encima de las cabezas de sus

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tropas reunidas. Líneas dobles dearqueros constituían la vanguardia delejército; sostenían sus altos arcos demadera y cuerno preparados mientras elenemigo se situaba lentamente a tiro. Lascompañías de lanceros, casi veinte milen total, esperaban tras ellos,extendiéndose como un muro de carne ybronce de casi dos millas de largo. Losespacios entre las compañías dejabanpasillos para los grupos de jinetesligeros y aurigas, que el rey sacerdoteoptó por mantener en reserva en laretaguardia de la hueste que aguardaba.En cuanto el ejército de Khemrirompiera filas, pensaba desatar la

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caballería sobre los guerreros quehuyeran y masacrarlos hasta el último deellos.

Sería una guerra sin cuartel. Laguerra en la Tierra Bendita no era asínormalmente, pero Nagash no era unauténtico rey. Su reino de pesadilla en laCiudad Viviente era una abominación, yAkhmen-hotep pensaba borrar su máculapara siempre.

El rey sacerdote y su guardaespaldasfueron conducidos hasta el centro de lalínea de batalla, al otro lado del antiguocamino comercial. Una multitud desacerdotes y sus séquitos aún seguíansaliendo del oasis y abriéndose paso

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hasta la retaguardia del ejército,envueltos en nubes de incienso yportando los iconos de sus dioses anteellos. Hashepra, el hierofante de Geheb,de piel color bronce, había llegadoprimero y ya estaba absorto en susoraciones. Su pecho desnudo mostrabarayas hechas con sangre de sacrificios ysu voz profunda entonaba la invocaciónde la Carne Inconquistable.

Akhmen-hotep estudió la masa defiguras oscuras que se extendíalentamente por la llanura delante de suejército. Los lanceros y los hacheros sejuntaban en compañías irregulares,mezclados con pequeños grupos de

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arqueros cubiertos de polvo. Su marchararrastrando los pies levantaba una nubede polvo que ocultaba los movimientosde otras unidades que aún seguían en elcerro. Al rey sacerdote le pareció verpequeñas unidades de caballeríamoviéndose despacio por el cerro, peroera difícil saberlo con certeza.

El enemigo está agotado y sus filasse han visto mermadas por laprecipitada marcha. ¡Ved lo bajo que hacaído la gente de la Ciudad Viviente!Contamos con casi el doble decompañías a nuestras órdenes.

El paladín señaló los flancos delejército.

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—Ordenémosles a nuestras alasizquierda y derecha que avancen.Cuando se entable la batalla, podremosrodear al ejército del Usurpador ymachacarlo.

Akhmen-hotep asintió con unmovimiento de cabeza y aire pensativo.Había contado con eso cuando habíaalzado el estandarte de guerra contra lalejana Khemri y había apelado a losotros reyes sacerdotes para que seunieran contra el Usurpador. Nagash notoleraría que lo desafiaran. Lo habíademostrado en Zandri, más dedoscientos años antes. Por eso, Akhmen-hotep no había ocultado su avance sobre

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la Ciudad Viviente, pues sabía queNagash se apresuraría a ir a suencuentro antes de que esa chispa derebelión pudiera inflamar el resto deNehekhara. Así que ahí estaba eldemonio, a cientos de leguas de casa,tras haber presionado a su ejército másallá de lo que cualquier humano podríaresistir en un arrebato de furia tiránica.

Nagash había hecho justo lo que élquería. Era como un obsequio de losdioses, y sin embargo, Akhmen-hotep nopodía sacarse de encima un malpresentimiento mientras observaba cómosus enemigos formaban para la batalla.

—¿Hemos recibido informes de

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nuestros exploradores? —preguntó elrey.

Suseb hizo una pausa.—No, alteza —admitió, y luego se

encogió de hombros—. Probablementelas patrullas del Usurpador los hayanperseguido hasta el desierto durante lanoche y aún estén regresando a nuestraposición. No cabe duda de que prontosabremos de ellos.

El rey sacerdote apretó con loslabios.

—¿Y todavía no hay noticias deBhagar? —inquirió.

Suseb negó con la cabeza. Bhagarera la ciudad nehekharana más cercana,

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un poco más que un pueblo comercial, yestaba situada al borde del GranDesierto. Sus príncipes habíanprometido su pequeño ejército a lacausa de Akhmen-hotep, pero no habíahabido ni rastro de sus fuerzas desdeque la hueste de Bronce habíacomenzado su lenta marcha. El paladínse encogió de hombros.

—¿Quién sabe? —comentó—. Talvez los hayan retrasado las tormentas dearena o quizá Nagash haya enviado unaexpedición punitiva contra ellostambién. Poco importa. No necesitamossu ayuda contra una chusma como esta.

Suseb cruzó sus fuertes brazos y le

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lanzó una mirada de desdén a losguerreros del Usurpador que seaproximaban.

—Esto no será una batalla, alteza.Los mataremos como si fueran corderos.

—Tal vez —contestó el reysacerdote—, pero has oído las historiasque llegan de Khemri igual que yo. Si lamitad de lo que los mercaderes dicen escierto, la Ciudad Viviente se haconvertido en un lugar realmente oscuroy espantoso. ¿Quién sabe con quéhorribles poderes está tratando elUsurpador?

Suseb se rió entre dientes.—Mirad a vuestro alrededor, alteza

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—terció, señalando la crecienteconcurrencia de sacerdotes con unamplio movimiento de la mano—. ¡Losdioses están con nosotros! ¡Que Nagashtrate con sus demonios, el poder de laTierra Bendita arde en nuestras venas!

Akhmen-hotep escuchó y se animócon las palabras de Suseb. Podía sentirel poder de Geheb ardiendo en susextremidades, aguardando a serdesatado sobre el enemigo. Consemejantes bendiciones a su mando,¿quién podría oponérseles?

—Sabias palabras, amigo mío —dijo, agarrando el brazo de Suseb—.Los dioses nos han puesto al enemigo en

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bandeja. Es hora de asestar el golpemortal. Ve a ponerte al frente de loscarros de guerra. Cuando dé la señal,aplasta al enemigo bajo tus ruedas.

Suseb inclinó la cabeza con respeto,pero una alegre mueca iluminaba suapuesto rostro ante la perspectiva deentrar en batalla. El León saltó conelegancia de la plataforma y, deinmediato, uno de los Ushabtis y unarquero alto y de vista aguda ocuparonsu lugar en el carro del rey.

Solo con sus pensamientos, Akhmen-hotep volvió a estudiar la fuerzacontraria que se aproximaba. Era ungeneral hábil y experimentado; ver las

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silenciosas filas del enemigo queavanzaban arrastrando los pies deberíahaberlo llenado de un entusiasta júbilo.Una vez más, intentó deshacerse de unacreciente sensación de temor.

El rey sacerdote le hizo señas a unode sus mensajeros para que se acercara,y le dijo:

—Informa al jefe de Arqueros deque debe comenzar a disparar en cuantoel enemigo se ponga a tiro.

El muchacho asintió con la cabeza,repitió la orden palabra por palabra ysalió corriendo en dirección a la líneade batalla.

Akhmen-hotep volvió el rostro hacia

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la intensa luz del sol y aguardó a que seentablara el combate.

Los guerreros de Khemri bajaron enavalancha por el cerro como si se tratarade agua que se derramara de una copa,se desplegaron formando un arco oscuropor la llanura blanca y se dirigieron demanera inexorable hacia la Hueste deBronce. Nobles de ojos hundidos ibande un lado a otro detrás de suscompañías irregulares mientras loscímbalos entrechocaban y los tamboresbatían marcando un ritmo fúnebre.Escuadrones de jinetes desaliñadosavanzaban tras los soldados de a pieentrando y saliendo sigilosamente como

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sombras fantasmales de la nube depolvo que levantaban los pies en marchade la infantería.

Los cuernos gemían a lo largo de lalínea de batalla enemiga, apenas a cientocincuenta metros. Los arqueros de Ka-Sabar permanecían veinte metros pordelante de la infantería regular: tres milhombres, dispuestos en tres compañías,con una docena de flechas por hombreclavadas en la arena, a sus pies. A laseñal, los arqueros sacaron las primerasflechas de la arena y las colocaron enlos potentes arcos compuestos. Laspuntas de flecha de bronce brillabanintensamente mientras las apuntaban

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hacia el cielo sin nubes. Los arqueros sedetuvieron durante un latido —losmúsculos les sobresalían en brazos yhombros—, y luego el cuerno de señalesemitió una única nota penetrante y losarqueros dispararon a la vez. Lascuerdas de los arcos zumbaron y tres milflechas de junco, dotadas de velocidadgracias a las oraciones a Phakth, diosdel cielo, cayeron silbando en medio delas filas enemigas.

Los guerreros de Khemri seagacharon y levantaron sus escudosrectangulares. Las puntas de flechaatravesaron la madera contrachapadacon un furioso golpeteo. Los hombres

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gritaron y cayeron tras ser alcanzados enel brazo o la pierna, o se desplomaron,inertes, en el suelo accidentado. Lainfantería aminoró la marchamomentáneamente bajo la espantosalluvia, pero continuó presionando haciadelante con denuedo. Instantes despuésde la primera descarga, una segundatrazaba un arco hacia el cielo, y luegouna tercera. A pesar de todo, el enemigopresionó al frente mientras suscompañías mermaban despacio bajo laconstante lluvia de disparos.

Entonces, se oyó un estruendo decascos, y varios escuadrones decaballería ligera salieron a la carga de

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la nube de polvo en dirección a la líneade arqueros. Los soldados de caballeríaempuñaron sus propios arcos de cuernocompactos y los guerreros de Khemrisoltaron una descarga irregular mientrasse abalanzaban sobre los arqueros. Lasflechas volaron de un lado a otro a todavelocidad por el campo de la muerte.Caballos y hombres cayeron en mediode una masa de tierra y rocapulverizadas, pero los arqueros de lahueste de Bronce se sobrepusieron a losdisparos enemigos. Protegidos por lasinvocaciones de sus sacerdotessagrados, la mayoría de las flechas deKhemri se partieron o rebotaron en la

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piel desnuda sin causar daño.Aun así los jinetes se echaron

encima de la delgada línea de arqueros,haciendo caso omiso de las atrocespérdidas que les infligían los arqueros.Las cimitarras de bronce destellaban enlas manos de los jinetes mientras seacercaban. A treinta metros, losarqueros dispararon una última descargahacia las líneas delanteras de los jinetes,y luego dieron media vuelta y sedirigieron a toda velocidad hacia laprotección de su línea de batalla.

Una entusiasta ovación surgió de lasprimeras líneas de la hueste de Broncemientras se preparaban para la carga

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enemiga. Los jinetes de Khemrifustigaron las ijadas de sus monturas,pero los caballos, cansados, no pudieronalcanzar a los arqueros, que huían.Frustrados, frenaron a menos de unadocena de metros de los gritos de lainfantería, y luego dieron media vuelta yse retiraron, dejando a varios centenaresde hermanos caídos desparramados porel campo de batalla.

No obstante, los sacrificios de lacaballería le proporcionaron tiempo ydistancia a la infantería del Usurpador,que ya estaba casi sobre sus enemigos.Con un último tañido de címbalos y unrepiqueteo de tambores de cuero, las

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silenciosas compañías se lanzaron haciadelante blandiendo hachas de piedra ymazas de mango corto por encima de losescudos tachonados de flechas. Los dosejércitos se unieron con el estrépitohueco del entrechocar de carne, maderay metal, salpicado de feroces gritos ylos alaridos de los moribundos.

Los guerreros de la hueste de Bronceno retrocedieron ni un solo paso ante lafuerza de la carga enemiga. Llenos delvigor de Geheb, su dios patrón,astillaron escudos, destrozaron huesos ehicieron trizas a sus enemigos. Décadasde rabia acumulada contra el tirano deKhemri encontraron voz en un rugido

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ávido e inarticulado que resonó desdelas filas de los guerreros de Ka-Sabar.Akhmen-hotep y los sacerdotes queentonaban cánticos notaron cómo losecos les retumbaban en la piel y sesintieron sobrecogidos por el sonido.

El polvo se estaba haciendo másdenso alrededor de la agitada mala deguerreros, lo que dificultaba la visión.Akhmen-hotep frunció el entrecejomientras estudiaba las últimas filas desus soldados de infantería. Estabanpresionando hacia delante, ansiosos portomar parte en la matanza, lo que tomócomo una buena señal. El rey sacerdotebuscó a los sacerdotes de Phakth. Los

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vio cerca de allí, envueltos en nubes deincienso aromático.

—¡Gloria al dios del cielo queacelera nuestras flechas en la batalla! —gritó—. ¿El gran Phakth extenderá sumano y nos limpiará el polvo de losojos?

Sukhet, sumo sacerdote de Phakth, seencontraba en el centro de lossacerdotes que entonaban cánticosorando con la rapaba cabeza inclinada.Abrió un ojo y miró al rey sacerdote,enarcando una fina ceja.

—El polvo le pertenece a Geheb. Siqueréis que se quede quieto,importunadlo a él en lugar de al Halcón

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del Aire —repuso el sacerdote con suvoz nasal.

El rey sacerdote miró a Suseb con elentrecejo fruncido, pero no siguiópresionando. En lugar de ello, se volvióhacia su trompeta.

—Toca avance general —ordenó.Los cuernos gimieron, resonando de

un extremo a otro de la línea. Lospaladines de las compañías de infanteríalevantaron las espadas manchadas desangre y les gritaron órdenes a sushombres. Los guerreros dieron un pasoal frente entre gritos, y luego otro. Laslanzas con puntas de bronce, asestandogolpes y estocadas, derramaron sangre a

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raudales, y los agotados guerreros de laCiudad Viviente cedieron terreno.

Paso a paso, los guerreros de Ka-Sabar hicieron retroceder al enemigopor donde había llegado. Treparon sobrelos cadáveres ensangrentados de loscaídos hasta que la sangre les manchólas tiras de las sandalias hasta lostobillos. Entretanto, las compañías quese encontraban en los extremos de lalínea de batalla comenzaron a torcersehacia dentro intentando rodear alenemigo, que se retiraba. La caballeríaligera de Khemri hostigó los flancos delos lanceros con disparos de flecha,pero hizo poco por disminuir la

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velocidad del inexorable avance.Akhmen-hotep le hizo señas al

auriga, que cogió las riendas dobles yfustigó el tiro de caballos para que sepusiera en marcha. El carro se movió enmedio del estruendo de las ruedas conborde de bronce siguiendo el ritmo delejército que avanzaba.

Apareció un mensajero procedentedel flanco derecho con el rostroencendido por la excitación.

—¡Suseb pide permiso para atacar!—exclamó con voz aflautada.

El rey sacerdote lo pensó unmomento, maldiciendo la nube de polvo.Al final, negó con la cabeza.

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—Aún no —contestó—. Dile alLeón que aguarde un poco más.

Así que el avance continuó. Lahueste de Bronce se desplazaba demanera inexorable por la llanura,acercándose lenta pero constantemente ala cordillera. El carro de Akhmen-hoteprebotaba y se sacudía por encima de loscadáveres que habían quedado atrás trasel combate. Los sacerdotes de la ciudadse encontraban muy por detrás de él,ocultos por el polvo del avance,mientras la agitada nube seguíaocultando los enfrentamientos que sedesarrollaban por delante. Podía oír eltraqueteo de las ruedas del carro lejos, a

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izquierda y derecha, y los relinchosnerviosos de los caballos en tanto lacaballería seguía el ritmo de lainfantería. El rey sacerdote escuchóatentamente el timbre de la batallaesperando los primeros indicios de quehabían penetrado las filas de lascompañías enemigas y estas se batían enretirada.

A pesar de la continua y despiadadamasacre, los guerreros de la CiudadViviente se negaban a ceder. Cuanto másse acercaban a los silenciosospabellones negros que flanqueaban elcerro, más fuerte luchaban. Se apretabancontra los escudos de los lanceros

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enemigos como si la muerte que seavecinaba ante ellos fuera preferible alo que les aguardaba a su espalda.

En menos de una hora, el combateestaba casi al pie de la cordillera baja.Desde la cima rocosa, a lo que más seasemejaba la batalla era al bordegiratorio de una tormenta de arenailuminado desde el interior por intensosdestellos intermitentes de color bronce.

Unas figuras aguardaban en silencioen la ladera, observando la tormenta quese aproximaba. Compañías de caballeríapesada esperaban entre las oscurastiendas de lino, sus estandartes colgabanlánguidamente en el aire caliente y en

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calma. Grupos más pequeños deinfantería pesada, ataviados conarmadura de cuero y que portabanescudos bordeados de bronce,permanecían arrodillados conestoicismo ante los grandes pabellonesesperando la llamada a la batalla.

Un grupo de sacerdotes seencontraba en el centro de la línea, fuerade la tienda más grande. Altos y regios,llevaban túnicas negras del cultofunerario de Khemri, aros conincrustaciones de zafiros y rubíesadornándoles las cabezas rapadas, y lasbarbas estrechas atadas con tiras de orobatido. Tenían la piel morena desvaída y

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los rostros aguileños demacrados, peroun poder oscuro flotaba sobre elloscomo un sudario invisible, haciendo queel aire matutino brillara a su alrededorcomo un espejismo.

Esos hombres aterradoresaguardaban junto a un esclavo anciano yencorvado que permanecía en cuclillas asus pies y observaba el desarrollo de labatalla abajo, en la llanura. Los ojosazules del esclavo, que estaba ciego ycasi desdentado, aparecían empañadospor cataratas lechosas, y tenía la pielmorena seca y arrugada como si fuerapergamino envejecido. Mantenía lacalva cabeza ladeada, sosteniéndola en

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precario equilibrio sobre el esqueléticocuello. Un fino hilo de baba le colgabade los labios temblorosos.

Lentamente, la cabeza arrugada seenderezó. Una agitación se fueextendiendo entre los sacerdotesreunidos, que avanzaron arrastrando lospies y con los rostros expectantes. Laboca del esclavo se movió.

—Es la hora. Abrid las tinajas —dijo con una voz asolada por el dolor yel peso de demasiados años.

Los sacerdotes le hicieron unareverencia al esclavo ciego en silencio yentraron en la tienda. Dentro había dossarcófagos tallados en brillante mármol

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negro y verde apropiados para loscuerpos de un poderoso rey y su reina.Tenían siniestros jeroglíficos de podergrabados en la superficie y el aire querodeaba los féretros era frío y húmedocomo una tumba. Los sacerdotesapartaron la mirada de la espantosafigura tallada sobre el sarcófago del reyy se arrodillaron ante ocho pesadastinajas situadas al pie del mismo.

Los sacerdotes cogieron las tinajascubiertas de polvo y las sacaron al airelibre. Cada uno de los recipientes dearcilla vibraba de manera invisible ensus manos haciendo que un zumbidograve e inquietante les retumbara por los

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huesos.Despacio y con temor, los

sacerdotes dejaron las tinajas en elsuelo desigual. Cada recipiente estabaprecintado con una gruesa tira de ceraoscura grabada con hileras decomplicados jeroglíficos. Cuando todaslas tinajas estuvieron en su sitio, loshombres sacaron sus irheps, las dagasceremoniales curvas que se utilizabanpara extraer los órganos de los muertosantes del sepelio. Los sacerdotes searmaron de valor y cortaron los sellosde cera. El murmullo se volvió másfuerte e insistente de inmediato, como elzumbido de incontables avispas

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furiosas. Las gruesas tapas de arcillatraquetearon con violencia sobre lastinajas.

Cerca de allí, los caballosrespingaron violentamente y seapartaron de los recipientes sin sellar.Los sacerdotes estiraron las manostemblorosas y sacaron las tapas.

* * *

Akhmen-hotep levantó la mano parahacerle señas a su trompeta. Ese era el

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momento de hacer que avanzaran loscarros y los jinetes para atravesar lalínea enemiga de una vez por todas.

De repente, la agitada nube de polvodesapareció. El rey sacerdote sintió unviento frío deslizándose por la piel delbrazo que mantenía levantado y la carnedesnuda se le puso de gallina.

La cortina de polvo subió por laladera rocosa del cerro, encogiéndosesobre sí misma. Durante un vertiginosoinstante, Akhmen-hotep pudo ver elcampo de batalla con todo detalle. Violas compañías de infantería enemiga,que se movían penosamente, reducidas agrupos irregulares de guerreros

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atormentados que se habían vistoobligados a retroceder hasta casi elmismo pie de la cordillera. Por detrásde ellos, el rey sacerdote vislumbró laladera rocosa, que ascendía hacia unalarga hilera de tiendas de lino negro yescuadrones de jinetes, cuyas monturasse empinaban y corcoveaban.

Entonces, descubrió a los sacerdotesy sus tinajas altas y pesadas. El polvoformaba remolinos que daban vueltassobre los recipientes abiertos, y luegoAkhmen-hotep los vio oscurecersepasando de un castaño claro a un marrónoscuro, y después a un negro liso ybrillante.

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Un zumbido furioso y runruneante seextendió por la ladera rocosa y envolvióa los combatientes, atravesandoarmadura y carne y haciendo vibrar loshuesos. Los caballos se sacudieron yrelincharon con los ojos blancos demiedo. Los hombres dejaron caer laslanzas y se taparon los oídos con lasmanos para intentar bloquear elespantoso ruido.

El rey sacerdote observó concreciente terror mientras las columnascolor ébano se estiraban hacia arriba yexpulsaban una cortina de turbulentaoscuridad que se extendió como tintapor el cielo.

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DOSSegundos hijos

Khemri, la Ciudad Viviente,en el 44.º año de Khsar el Sin Rostro.

(-1968, según el cálculo imperial)

El séptimo día después de su muerte, elcuerpo del rey sacerdote Khetep se sacódel templo de Djaf, en la partemeridional de la Ciudad Viviente, y se

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transportó dentro de un palanquín colorébano hasta la Casa de la Vida Eterna.El palanquín no lo llevaban esclavos,sino que descansaba sobre los hombrosde los fuertes Ushabtis de Khetep, y lospoderosos paladines del rey marchabancon las cabezas inclinadas y la piel, enotro tiempo radiante, manchada de polvoy ceniza.

Un multitudinario cortejo fúnebreabarrotaba las calles de la CiudadViviente para rendirle homenaje aKhetep mientras pasaba el palanquín.Los hombres y los niños caían derodillas y pegaban los rostros a la tierra,y las madres lloraban y se arrancaban

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mechones de cabello mientras llamabana Djaf, el dios de la muerte, para quedevolviera a su monarca a la tierra delos vivos. Se vertió agua extraída del ríoVitae, el gran río de la Vida, sobre loslados del palanquín en medio dellorosas oraciones. Los alfarerossacaron las copas y cuencos que sehabían cocido el día de la muerte deKhetep y los hicieron añicos en la calleal paso del rey sacerdote. En la zona delos mercaderes, los comerciantesacaudalados lanzaron monedas de oro alsuelo delante del cortejo; el metalpulido reflejaba la luz del fuego sagradode Ptra y resplandecía bajo los pies en

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marcha de los Ushabtis.En comparación, las calles de los

barrios nobles que rodeaban el palaciopor el norte permanecían silenciosas yen calma. Muchas familias estaban deluto o preparando los exorbitantesrescates con los que esperabanrecuperar a los familiares que habíanperdido tras la desastrosa derrota en lasafueras de Zandri una semana antes. Elambiente de tristeza y terror cubría elcortejo como un sudario abrumando alos fieles. Khetep había reinado sobreKhemri durante más de veinticinco añosy, mediante una mezcla de diplomacia ydestreza militar, había obligado a las

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ciudades de Nehekhara a dejar de ladosus contiendas y vivir unidas en paz.Nehekhara había disfrutado de una erade prosperidad nunca vista desde el granSettra, quinientos años atrás.

Todo eso había desaparecido en ellapso de una sola tarde a orillas delVitae. Los guerreros zandrianos habíandestrozado al poderoso ejército deKhetep y los Ushabtis habían fracasadoen su sagrado deber de proteger al rey.La noticia se había extendido por laTierra Bendita como una tormenta depolvo que lo hubiera arrasando todo a supaso, y el futuro era incierto.

La silenciosa procesión se abrió

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camino hasta los jardines del palacio,donde los miembros de la casa del reybordeaban el gran paseo que llevaba altemplo fúnebre de Settra. Nobles yesclavos por igual se postraron en elpolvo mientras el palanquín se acercaba.Muchos lloraban abiertamente, puessabían que pronto se unirían al poderosorey en su viaje a la otra vida.

Settra había construido su templo aleste del palacio, mirando río abajo,donde el Vitae conducía al pie de lasMontañas del Alba, como símbolo delviaje del alma tras la muerte. El paseodaba a una gigantesca explanada contecho, y este reposaba sobre hileras de

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enormes columnas de arenisca quellevaban directamente hasta la granentrada del templo. Las sombras bajo elamplio techo de cedro resultaban frescasy fragantes tras el calor seco e intensodel día. Los pasos resonaban de unamanera extraña entre las columnas, demodo que el andar pesado yacompasado se transformaba enlastimeros golpes de tambor.

Una puerta de nueve metros de altopermanecía abierta en el otro extremo dela explanada; estaba densamente talladacon jeroglíficos sagrados y laflanqueaban imponentes estatuas debasalto de aterradores guerreros con

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cabeza de búho: los horex, sirvientes deUsirian, el dios del averno.

Una procesión de solemnes figurassalió a grandes zancadas de las sombrasque se extendían al otro lado de la granpuerta mientras los Ushabtis seaproximaban. Los sacerdotes ibanataviados con túnicas ceremoniales delblanco más puro y tenían la piel morenamarcada con cientos de jeroglíficospintados con alheña, sagrados para elculto. Todos los sacerdotes llevabanmáscaras de oro batido, idénticas a lasmáscaras funerarias de los grandes reyesque yacían en sus tumbas en las arenasdel este, y anchos cintos de oro

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adornados con topacio y lapislázuli lesceñían la cintura.

Los sacerdotes aguardaron ensilencio mientras los Ushabtis dejaban,por fin, el palanquín en el suelo ydescorrían las gruesas cortinas queocultaban el cuerpo del rey sacerdote.Habían envuelto a Khetep con fuerza enun blanco sudario funerario, con lasmanos cruzadas sobre el estrecho pecho.El rostro amortajado del gran rey estabacubierto con una elaborada máscarafuneraria.

Por una sola vez en sus vidas, losgrandes Ushabtis cayeron de rodillas yse postraron ante otra persona que no

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fuera su rey y señor. Los sacerdotesfunerarios ignoraron a los poderosospaladines. Se acercaron al palanquín ysacaron con cuidado el cuerpo delexaltado rey a su cargo. De dos en dos,transportaron el cadáver amortajadosobre los hombros y lo llevaron alinterior del templo de Settra, donde sólolos muertos y sus sirvientes eternospodían entrar.

Antaño, los servicios del cultofunerario se reservaban únicamente paralos reyes sacerdotes de Khemri. Con eltiempo, sus prácticas se habíanextendido por toda Nehekhara y habíanaumentado para abarcar a las familias

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nobles que disfrutaban del favor del reysacerdote. En ese momento, hasta lasfamilias más humildes podían adquirirlos servicios de un sacerdote para quese ocupara de sus seres queridos,aunque el precio era alto. A nadie leimportaba pagar el coste, incluso si eranecesario escatimar y ahorrar toda unavida para obtener ese privilegio. Lapromesa de la inmortalidad era unobsequio al que no se podía ponerprecio.

Los sacerdotes introdujeron elcuerpo del rey en las profundidades deltemplo a través de enormes cámaras dearenisca con las paredes cubiertas de

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intrincados mosaicos que representabanla gran migración desde el este y el GranPacto con los dioses, ocurridas más desiete siglos antes. En aquellas paredes,Ptra conducía a la gente al gran yvivificador río Vitae, y Geheb sembrabala oscura tierra con abundantes cultivospara que estuvieran sanos y fuertes.Tahoth el Sabio le enseñaba a la gentelos secretos para darle forma a la piedray erigir templos, y una vez construidaslas primeras ciudades, la gloriosa Asaphse alzaba de los juncos que crecían juntoal río y seducía a la gente con lasmaravillas de la civilización.

Había otra cámara más allá de

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aquellas maravillosas salas, oscura y detecho bajo. La arenisca roja y lisa dabapaso a brillantes bloques de basaltopulido unidos con tanta astucia que no seveía ninguna grieta entre las piedras.Los tallados estaban realzados aquí yallá con leves toques de polvo de plata yvaliosa perla machacada: paisajes dellanuras fértiles y un ancho río a lasombra de una imponente cadena demontañas que dominaba el lejanohorizonte. Los detalles estaban borrososy resultaban aún más efímeros debido ala luz cambiante de las lámparas deaceite que titilaban alrededor de lasandas de mármol situadas en el centro

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de la habitación. La Tierra de losMuertos resultaba una imagencautivadora, como un espejismo delprofundo desierto que llamaba demanera seductora a quien lo veía paradesvanecerse en cuanto se acercaba.

Los sacerdotes depositaron elcuerpo del rey sobre las andas yretiraron el sudario de hilo conreverencia. Los miembros de su séquitohabían limpiado el cuerpo de Khetep enel campo de batalla y los sacerdotes deDjaf lo habían lavado además con unasolución de hierbas antiguas y sales detierra. El rostro anguloso del gran reyparecía sereno, aunque ya tenía las

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mejillas y los ojos hundidos y mostrabaun extraño tono negro azulado en losfinos labios.

Un silencioso desfile de acólitosentró y salió de la habitación en filamientras los sacerdotes trabajaban.Portaban tinajas de barro de cara tinta ymagníficos pinceles de pelo de camellopara pintar la piel de Khetep conjeroglíficos de conservación einviolabilidad, además de botes dehierbas crudas, agua perfumada y aúnmás sales de tierra. Por último, entró ungrupo de cuatro sacerdotes jóvenes quetransportaban los botes de alabastro conintrincados tallados, en los que se

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guardarían los órganos vitales de Khetephasta que finalmente resucitara.

Los sacerdotes de alto rangotrabajaron con rapidez, preparando elcuerpo para conservarlo. Los sacerdotesde los templos de la ciudad habíananunciado que la coronación delheredero de Khetep y su sagradomatrimonio debían tener lugar alatardecer, dentro de sólo siete horas, asíque quedaba poco tiempo antes delsepelio del rey muerto. En cuanto seretiró el sudario funerario, se reunieronen círculo alrededor de las andas y sevolvieron hacia las estatuas de Djaf yUsirian, que flanqueaban una puerta

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ceremonial situada en la pared orientalde la cámara. El Sacerdote de mayorrango, Shepsu-het, levantó las manosteñidas y se preparó para pronunciar lainvocación de la Puerta Abierta, elprimer paso para obtener el permiso deUsirian para que algún día el espíritu deKhetep regresara a la Tierra Bendita.

Justo cuando el sacerdotecomenzaba a hablar, sintió que unescalofrío le recorría la espalda. Lanuca le picó bajo el peso de una miradafría y hostil, igual que sufriría un ratónbajo la mirada fija de una cobra.

Shepsu-het se volvió hacia la vagafigura que permanecía de pie en la

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entrada de la cámara. Los otrossacerdotes hicieron lo mismo y cayeronrápidamente de rodillas al reconocerla.

Nagash, hijo de Khetep, granhierofante del culto funerario de laCiudad Viviente, se dignó dirigirles unamirada de desdén a los sacerdotesarrodillados.

—¿Qué significa esto? —preguntócon una voz clara y resonante.

Los sacerdotes de mayor rango semiraron unos a otros con aprensión; seles notaba la inquietud en la posturaencorvada y los movimientos furtivos.Al final, se volvieron hacia Shepsu-het,que se armó de valor y respondió:

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—El tiempo apremia, santidad —dijo; la máscara que llevabaamortiguaba su anciana voz—. Penséque querríais que comenzáramos losritos inmediatamente.

Nagash se quedó mirando alsacerdote largo rato y luego honró aShepsu-het con una sonrisa amarga. Consólo treinta y dos años, Nagash era elgran hierofante más joven de cualquierciudad en la historia de Nehekhara y supresencia física llenaba la cámarafuneraria. Era alto para la gente deKhemri y prefería el atuendo de unpríncipe guerrero a las sobriasvestiduras de un sacerdote. Llevaba un

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faldellín de lino blanco atado con unancho cinto de cuero de primera calidad,con incrustaciones de rubíes y adornosde oro en forma de escarabajos. Unasmagníficas sandalias de cuero rojo leenvolvían los pies, y una túnica abierta,de mangas anchas, le cubría loscorpulentos hombros y la parte superiorde los musculosos brazos. Su pechoamplio y bronceado mostraba lascicatrices de batalla que había obtenidoen los primeros y desenfrenados años dela edad adulta y que aún destacabancontra su piel morena.

Poseía los rasgos apuestos de supadre, pero no había ni rastro de la

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calidez de Khetep; contaba con unmentón cuadrado y una nariz aquilina,pero sus ojos eran del color del ónicepulido. Llevaba la estrecha barba atadaformando una cola con tiras de orobatido, al estilo de la casa real, y elcuero cabelludo rapado y cubierto deaceite para que la superficie reluciera.

—Una vez más, demostráis por quésoy yo el gran hierofante en lugar de vos—repuso Nagash mientras se adentrabaen la habitación.

Se movía con la elegancia de unfelino de la selva, deslizándose casi sinhacer ruido por el suelo de piedra.

—Sois un viejo idiota, Shepsu-het.

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Voy a atender a mi padre yo solo. —Hizo un gesto con la mano en direccióna la entrada que había a su espalda—.Fuera de aquí. Os mandaré a buscar sínecesito la asistencia de una partida demonos que no saben más que cotorrear.

Los sacerdotes de mayor rangotemblaron ante la severa mirada deNagash. Se levantaron rápidamente,como un solo hombre, y salieron de lahabitación arrastrando los pies. Shepsu-het fue el último; su expresión resultabailegible bajo los lisos rasgos dorados desu máscara. Mientras este salía, la figurade un joven sacerdote atravesó laentrada sin hacer ruido y entró en la

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cámara. A diferencia de Nagash, eljoven iba ataviado de maneraconservadora, con una túnica blanca yun sencillo cinto de oro, pero unasonrisita insolente iluminaba su rostrocruzado por una cicatriz, y sus ojosmarrones eran agudos y calculadores.

—Ese os va a traer problemas,señor —murmuró, observando cómoShepsu-het se perdía de vista.

Nagash rodeó los pies de las andas ycruzó los brazos mientras estudiabadetenidamente el cuerpo muerto de supadre.

—Supongo que piensas que deberíamatarlo —comentó con aire distraído.

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El joven sacerdote se encogió dehombros y respondió:

—Debe tener ciento cincuenta años.Hay hierbas que podrían acabar en suvino: cosas sencillas que se puedenencontrar en las cocinas del templo,pero que resultan mortales cuando secombinan del modo adecuado. O unáspid podría terminar en el suelo de losbaños de los sacerdotes. Ya ha ocurridootras veces.

Nagash se encogió levemente dehombros escuchando sólo a medias. Suatención se concentraba en el cuerpo quetenía delante mientras buscaba pistasque revelasen cómo había muerto el rey

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sacerdote. La piel de Khetep tenía unmatiz amarillo debido a la capa denatrón que los sacerdotes le habían dadoal cadáver, pero eso no podía ocultardel todo el tono gris y pálido del cuerpo.Aunque era de edad avanzada, con cienaños, Khetep aún poseía una parte de lafuerza ofensiva de la que habíadisfrutado en la flor de la vida. Nagashestudió la formación de los músculosdel rey, observando con el entrecejofruncido las líneas oscuras de las venasdel cadáver y el vientre hinchado.

—Demasiado vino y lujos —dijoentre dientes—. Vuestra derrota estabaescrita en las líneas combadas de

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vuestro cuerpo, padre. Vuestras gloriasos debilitaron.

El joven sacerdote se rió entredientes y apuntó:

—Yo pensaba que para eso servíanlas glorias, maestro.

Khefru era el primogénito de unaadinerada familia de mercaderes que sehabía divertido gastando el dinero de supadre en vino y partidas de dados.Había recibido la cicatriz que ledesfiguraba el lado izquierdo de la caraen una pelea de borrachos con cuchillosen el exterior de una casa de juegos. Suadversario, el hijo de un noble poderosode la corte de Khetep, murió pocos días

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después. Antes de que tuviera quehacerle frente a una ejecución, Khefruhabía comenzado una nueva vida en elculto funerario. Era un pésimo estudiosoy un sacerdote mediocre, pero contabacon un ingenio agudo y unempecinamiento singular que a Nagashle resultaban útiles. Había elegido aKhefru para que fuera su sirvientepersonal el mismo día en que seconvirtió en gran hierofante de Khemri.

—La gloria es para los idiotas —declaró Nagash—. Es un veneno quesocava la voluntad y disminuye laresolución de una persona. Khetep loaprendió por experiencia propia.

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Khefru enarcó una ceja en direccióna su señor y dijo:

—No cabe duda de que vos habríaisreinado de manera muy diferente.

Nagash fulminó al joven sacerdotecon una mirada torva. A los dieciséisaños había seguido al ejército de supadre en dirección este a través delantiguo Valle de los Reyes, y luego haciael sur, hacia las selvas tórridas que,según la leyenda, habían sido la cuna desu gente. A lo largo de tres años, Khetephabía luchado contra las hordas dehombres lagarto que acechaban por allíy había comenzado la construcción de lagran fortaleza de Rasetra, que serviría

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de bastión contra sus constantesincursiones en la ciudad aijada deLybaras. Cuando Khetep fue abatido porla fiebre, Nagash asumió el mando de laexpedición. Durante casi seis meseshabía conducido a los guerreros de supadre en una despiadada campañacontra sus enemigos que culminó, porfin, en la brutal batalla que habíadestruido a los caciques lagarto localesy había pacificado la región.

Durante aquellos seis meses, habíagobernado como si fuera rey y habíacontrolado el reino con mano de hierro;sin embargo, cuando Khetep se recuperólo suficiente para emprender el largo

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camino a casa, le había entregadoRasetra a uno de sus generales y habíatraído a Nagash de regreso a la CiudadViviente con él. A los miembros de laexpedición que habían sobrevivido seles había prohibido hablar del brevereinado de Nagash. Se lo había elogiadopor ser un guerrero poderoso, pero nadamás, y al llegar a Khemri el rey habíaenviado a Nagash al templo de Settrapara que comenzara sus estudios. Ahora,trece años después, Rasetra era unaciudad pequeña aunque próspera con supropio rey sacerdote.

El gran hierofante apoyó la palma dela mano en la empuñadura de los irheps

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con piedras preciosas que llevaba en elcinturón.

—Si las familias nobles le pasaransu herencia al primogénito, como hacenen las tribus bárbaras allá en el norte,las cosas serían completamentediferentes —opinó Nagash—. Encambio, las fortunas se pasan a lossegundos hijos y a nosotros nos confinanen los templos.

—Los primogénitos se entregan a losdioses a cambio de la Tierra Benditaque ellos nos cedieron —dijo Khefru,recitando el viejo dicho conconsiderable amargura—. Podría serpeor. Al menos no nos sacrifican como

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hacían antiguamente.—Los dioses deberían aceptar

cabras y estar contentos —soltó Nagash—. Nos necesitan mucho más quenosotros a ellos.

Khefru cambió el peso del cuerpo deun pie a otro, pues de pronto se sintióincómodo. Le echó una mirada depreocupación a las estatuas de aspectoadusto situadas en el otro extremo de lahabitación.

—No lo diréis en serio —apuntórápidamente—. Sin ellos, la tierra semarchitaría. El antiguo pacto…

—El antiguo pacto nos vendió uncuenco de arena a cambio de

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servidumbre eterna —aseguró Nagash—. Los dioses se ofrecieron a hacerflorecer nuestros campos y mantener eldesierto a raya a cambio de adoración ydevoción. Piensa en ello, Khefru.Estaban dispuestos a entregarnos elparaíso a cambio de oraciones y lasofrendas de los primogénitos. Losdioses estaban desesperados. Sinnosotros, son débiles. Podríamoshaberlos esclavizado, haber hecho quecedieran a nuestra voluntad. En lugar deello, estamos sometidos; les entregamosuna fuerza que podríamos aprovecharmejor nosotros mismos. El auténticopoder se encuentra aquí, en este mundo

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—aseguró Nagash, mientras dabagolpecitos sobre las andas de mármolpara poner mayor énfasis en suspalabras—, no en el otro. Creo queSettra lo comprendía. Por eso buscó elsecreto de la vida eterna. Sin el temor ala muerte, los dioses no ejerceríanningún dominio sobre nosotros.

—Un secreto que ha eludido al cultofunerario durante más de quinientos años—señaló Khefru.

—Eso es porque nuestra hechiceríadepende de la beneficencia de losdioses —contestó Nagash—. Susenergías alimentan todos nuestros ritos einvocaciones. ¿Crees que nos ayudarán a

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escapar de sus garras? —El granhierofante apretó los puños—. Nopienses que me halago a mí mismocuando digo que poseo la mejor mentede toda Nehekhara. En trece años heaprendido todo lo que el culto sabeacerca del proceso de la vida y lamuerte. Tengo el conocimiento, Khefru;lo que me falta es el poder.

Mientras hablaba, a Nagash se leenfebrecieron los ojos y su voz se alzóhasta ser casi un grito. La intensidad delas emociones del gran hierofante dejóatónito a Khefru.

—Un día lo encontraréis, señor —balbuceó el joven sacerdote, sintiendo

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miedo de pronto—. No cabe duda deque sólo es cuestión de tiempo.

Nagash hizo una pausa. Parpadeó,dio la impresión de que se serenaba yañadió:

—Sí, por supuesto. Sólo hace faltatiempo.

El gran hierofante bajó la miradahacia el cuerpo de su padre. Desenvainóel cuchillo curvo de bronce que llevabaal cinto.

—Trae la primera tinaja —ordenó—. No pienso permitir que Shepsu-hetme acuse de no cumplir con misdeberes.

Khefru fue rápidamente hasta las

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tinajas de alabastro que aguardaban ycogió una tallada con la imagen de unhipopótamo. Los canopes estabandestinados a guardar los cuatro órganosvitales del rey muerto: hígado,pulmones, estómago e intestinos, yestaban tallados con jeroglíficos que losconservarían hasta el momento en que selos necesitara una vez más.

El joven sacerdote dejó la pesadatinaja junto a Nagash y murmuró unaoración a Djaf dios de la muerte, antesde sacar la tapa. Nagash sostuvo la hojade bronce sobre el vientre de su padre.Hizo una breve pausa, saboreando elmomento.

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—No hay ni el más mínimo indiciode heridas —observó—. Quizá le fallóel corazón en lo más violento de labatalla.

Khefru negó con la cabeza.—Fue hechicería, señor —aseguró

—. Oí que el ejército zandriano invocóun hechizo que golpeó al rey sacerdote ysus generales, muy por detrás de la líneade batalla. Ninguna de las guardas quecolocaron nuestros sacerdotes pudodetenerlo. Cuando Khetep cayó, nuestroejército se desanimó y los guerreros deZandri hicieron retroceder a nuestroshombres de manera desordenada.

Nagash pensó en ello y dijo:

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—Pero el patrón de Zandri esQu’aph. Eso no se parece a la sutilezadel dios de las serpientes.

—Aun así, señor, eso es lo que medijeron —repitió Khefru, encogiéndosede hombros.

Nagash bajó las manos mientrasponía cara de pocos amigos y realizó elprimer corte: seccionó el abdomen, delombligo al esternón. El vientre del reyse desinfló inmediatamente y derramó unnauseabundo y burbujeante torrente defluido alquitranado que rebasó el bordede las andas y cayó al suelo.

Khefru se apartó del apestosolíquido tambaleándose, mientras soltaba

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una maldición entre dientes. Nagashtambién retrocedió, arrugando elentrecejo, sorprendido. Después de unmomento, el torrente viscoso disminuyó,y el gran hierofante atravesó concuidado el charco pegajoso paraacercarse de nuevo al cuerpo de Khetep.

Usando la punta del cuchillo, añadiócuatro cortes perpendiculares paraensanchar la incisión y apartó uno de lospliegues de piel. Lo que había dentrohizo que Nagash soltara un silbido desorpresa al verlo.

Los órganos del rey sacerdote sehabían fundido unos con otros debido aalgún tipo de fuerza mágica. Los

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intestinos y el estómago se habíanapergaminado y formaban una bola llenade nudos, hasta el punto de que resultabaimposible decir dónde terminaba unórgano y comenzaba el otro. Asimismo,el diafragma y los pulmones se habíandeformado y habían originado masasbulbosas de carne enferma. Era como siun gran cáncer se hubiera comido aKhetep desde dentro.

El gran hierofante no conocía ningúndios que pudiera hacer tal cosa. Khefruse fue acercando con cuidado a la mesa.Arrugó la cara asqueado cuando vio loque le había ocurrido Khetep.

—¿Qué vil hechicería podría hacer

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una cosa así? —preguntó con vozentrecortada.

Nagash ya no lo estaba escuchando.El gran hierofante se había inclinadosobre el cadáver de su padre mientrasestudiaba absorto los restos retorcidosdel gran rey. Un extraño y ávido brillosurgía de las profundidades de sus ojososcuros.

Al mediodía, la gran explanada quese encontraba en el exterior del palacioestaba llena de nobles con sus séquitos,que aguardaban para presentar ofrendaspor el sepelio de Khetep y jurarlelealtad a su heredero. El personal de lacasa real había montado pequeñas

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tiendas de lino de vivos colores paraproteger a los nobles de lo peor delcalor del sol y los esclavos iban de acápara allá con jarras de vino aguado queenfriaban en las cisternas situadas en elfondo del palacio. El hedor de losanimales destinados a los sacrificiossaturaba el aire en calma mientras cadauna de las familias nobles intentabasuperar a sus rivales con espléndidasofrendas de corderos, bueyes e inclusounos cuantos valiosos caballos. Nagashmiró con el entrecejo fruncido yexpresión severa el nocivo espectáculoen tanto él y Khefru se dirigían a laCorte de Settra. Sabía que para cuando

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terminasen las ceremonias la granexplanada se asemejaría a un cercado undía de mercado. El mal olor persistiríadurante semanas.

La muchedumbre se iba volviendomás densa a medida que se acercaban ala cámara de audiencias del rey. Unadocena de los guardaespaldas Ushabtisde Thutep flanqueaba la ancha escalinataque conducía al resonante salón,resplandecientes con sus petos de oropulido y las relucientes espadas. Losrostros de los fieles eran jóvenes yferoces. Aún eran poco más queacólitos; la piel les brillaba gracias a lasagrada bendición de Ptra, pero sus

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cuerpos todavía no habían desarrolladolos físicos perfectamente musculados delos guerreros elegidos del Gran Padre.Detrás de la hilera de guardaespaldashabía un ajetreado puñado de esclavosde palacio cargando tablillas de cera yrollos de pergamino de gran calidad.Rodeaban a una figura alta ycircunspecta de mediana edad quellevaba el círculo de oro del gran visirde Khetep.

Nagash se abrió paso entre lamultitud sin esfuerzo, como si fuera uncocodrilo atravesando las aguas oscurasdel Vitae. Los esclavos se apartaronvelozmente del camino del gran

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hierofante y se postraron en el suelocaliente y mugriento mientras susseñores se quedaban callados einclinaban la cabeza en señal de respeto.El hijo mayor de Khetep los ignoró atodos y cada uno de ellos.

Los Ushabtis inclinaron la cabezapor turnos mientras Nagash ascendíamajestuosamente por los escalones dearenisca, y los sirvientes de palacio seretiraron rápidamente hacia las sombrasdel edificio. Así pues, sólo quedó elgran visir, que cruzó los brazos concalma y esperó a que Nagash seacercara.

—Que los dioses os bendigan,

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santidad —lo saludó Ghazid, inclinandola cabeza respetuosamente ante el granhierofante.

Aunque como mínimo tenía cientodiez años, el gran visir aún estabadelgado y en forma; todavía poseía laenergía veloz y rapaz de las tribus deldesierto de las que provenía. Contaba laleyenda que había sido bandido en sujuventud, pero que se había aliado conKhetep cuando el joven rey sacerdotehabía intentado hacer entrar en vereda alas tribus del desierto. Khetep acabóconfiando enseguida en el audaz einteligente miembro de la tribu y cuandoel ejército regresó a Khemri, Ghazid se

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fue con ellos. Ghazid fue nombrado granvisir rápidamente y había servido a lacasa real desde entonces. Habíademostrado ser un hábil consejero y unamigo fiel para el rey, y muchos creíanque gran parte de la renaciente gloria dela ciudad se le podía atribuir a él contoda razón. Sus agudos ojos azules nopasaban nada por alto y no le temía aningún hombre ni bestia. Nagash loodiaba desde que era niño.

—Por favor, reservaos esos buenosdeseos para vos, gran visir —dijoNagash con una fría sonrisa—. Vengo ainformar a mi hermano de que los ritospor nuestro gran padre han concluido. Se

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le dará sepultura en la Gran Pirámide enunas pocas horas, conforme a los deseosde los sacerdotes.

El gran hierofante inclinó la cabeza,aparentando respeto.

—Khemri sufrirá otra pérdida máscuando os adentréis en la oscuridadjunto a él.

—¡Ah, santidad!, estáis malinformado —repuso Ghazid, suavemente—, sin duda debido a vuestro dolor ylos deberes de vuestra condición. ¡Ay!,Khetep me prohibió acompañarlo alaverno. Mientras agonizaba en el campode batalla, ordenó que me quedara paraayudar a su hijo a superar los primeros

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días de su reinado.—Ya… veo —contestó Nagash—.

Algo así es inaudito. Supone un granhonor, por supuesto.

—Y una gran responsabilidad —añadió Ghazid. Sus ojos azules mirabana Nagash fijamente—. Los tiempos depaz y prosperidad inducen a gente queen general es razonable a tomardecisiones imprudentes.

El gran hierofante asintió con lacabeza con gravedad y dijo:

—Sabias palabras como siempre,Ghazid. Entiendo por qué mi padrevaloraba tanto vuestros consejos.

Ghazid le restó importancia con un

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ademán de la mano.—En realidad, vuestro padre nunca

necesitó mis consejos —aseguró—. Entodo caso, a menudo le daba demasiadasvueltas a sus decisiones. Si hice algopor él, fue inducirlo a tomar medidascuando la situación lo requería. Esmejor asestar un golpe rápido paramatar a una víbora antes de que puedaempinarse y amenazar con atacar.

Nagash entrecerró los ojos,pensativo.

—Bien dicho, Ghazid. Bien dicho.El visir sonrió y añadió:—Me complace poder ayudar, como

siempre —contestó, inclinando la

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cabeza una vez más. Se hizo a un ladomientras hacía un gesto en dirección a lapuerta abierta de la cámara—. Vuestrohermano está recibiendo ofrendas de lasembajadas de la ciudad en este mismomomento. Se alegrará de oír la noticia.

Nagash asintió bruscamente con lacabeza y reanudó su ritmo rápido,pasando entre las macizas columnas dearenisca que sostenían el techo de laCorte de Settra y situándose enpresencia de las imponentes estatuas debasalto de Asaph y Geheb, que seerguían a cada lado de la altísimaentrada. Geheb se encontraba a laderecha de la puerta, agarrando con la

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mano izquierda la hoz de la siega ysosteniendo la derecha en alto en ungesto de rechazo para impedirles el pasoa los espíritus de la desdicha o lamalevolencia. Asaph mantenía lasmanos cruzadas sobre el pecho a modode saludo; su glorioso rostro mostrabauna expresión serena y atrayente. Eltocado de la diosa y las pulseras quellevaba en las muñecas estabandecorados con pan de oro, que tambiénrelucía en la hoja curva que Gehebsostenía en la mano. Los ídolos suponíanun despliegue de enorme riqueza ypoder. Sólo traer el rugoso basaltodesde las Cumbres Quebradizas hasta el

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este había requerido diez años y sehabía cobrado las vidas de más decuatro mil esclavos. Pero todo esopalidecía en comparación con el gransalón que se encontraba detrás.

La Corte de Settra era una cámararectangular de más de doscientos pasosde largo y cuarenta de ancho, bordeadade grandes columnas de mármol pulidoque sostenían el techo a más de catorcemetros de altura sobre el relucientesuelo de piedra. Las paredes y el suelode arenisca estaban recubiertos desecciones cuadradas de lujoso mármolcolor púrpura atravesado por vetas deónice y oro reluciente, que

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resplandecían a la luz de muchísimaslámparas de aceite de bronce pulidosituadas a lo largo de toda la cámara. Elaire en el interior del magnífico espacioresonante era fresco y fragante; estabaperfumado con costoso incienso queardía en braseros cerca de la espléndidatarima que se encontraba en el otroextremo de la sala.

Antaño, la Corte de Settra había sidola mayor cámara de audiencias de todaNehekhara, superadas sólo por elderroche del Palacio Blanco en Quataralgunos siglos después de la muerte deSettra. En aquella época, toda la noblezade Khemri podía caber en el interior del

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espacio de altos techos, con sitio desobra para sus familias y esclavos. Hoy,sin embargo, la cámara de audienciasestaba abarrotada casi hasta los topes, elmurmullo de las voces se fundíaformando un rugido constante parecidoal del oleaje que resonaba en el espacioentre las enormes columnas. Incluso aNagash le sorprendió, por un momento,el abrumador espectáculo que seextendía ante él.

Durante el reinado de Khetep, susinagotables esfuerzos por unir todaNehekhara —si no como un imperio,entonces como una confederación deciudades-estado aliadas— habían

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supuesto tanta negociación y arte paragobernar que las otras ciudadesnehekharanas se habían visto obligadasa crear embajadas permanentes en elinterior de la Ciudad Viviente.Delegados de cada una de estasembajadas llenaban la sala, todosportaban espléndidos regalos paraacompañar a Khetep en la otra vida yconsolidar su relación con su sucesor.Desde donde él se encontraba, Nagashpudo ver a los miembros de unadelegación procedente de Bhagar, consus negras túnicas para el desierto yturbantes susurrando entre sí; losacompañaban una docena de esclavos

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que llevaban urnas de valiosas especiastraídas del sur en caravana. Cerca deallí, los gigantes de piel dorada de Ka-Sabar cruzaron sus enormes brazos yobservaron atentamente la recepción; asu lado había unos arcones abiertos quecontenían lingotes de bronce pulido.Algo más lejos, a la derecha, el granhierofante descubrió una multitud decortesanos y nobles ataviados con lastúnicas de seda y los faldellines largosde la lejana Lahmia. Tenían un aspectocauto como siempre, pero Nagash notóla fatiga que lastraba sus párpados yembotaba sus expresiones. No cabíaduda de que muchos de los lahmianos

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habían escoltado a la joven prometidade Thutep por el gran río hasta Khemri:un viaje difícil en el mejor de los casos,pero aún más agotador cuando se teníaque hacer de forma apresurada.Ociosamente, se preguntó qué otrosregalos habrían traído los ricos ydecadentes lahmianos para honrar a supadre muerto.

En ese momento, la atención de loslahmianos, y de hecho la de casi todoslos demás presentes en la cámara, secentraba en el gran desfile que se dirigíahacia la magnífica tarima. Filas denobles vestidos con sencillos faldellinesblancos y mantos cortos avanzaban

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escoltados por altos Ushabtis conreluciente piel verde y largo y finocabello negro. Nagash reconoció a losfieles con un respingo. Se trataba de losguerreros elegidos de Zandri, el artíficede la derrota de Khemri.

Khefru, que también se había fijadoen la procesión, susurró:

—¿Qué puede significar esto, señor?Nagash le hizo señas a su sirviente

para que guardara silencio. Se desviórápidamente a la derecha, frunciendo elentrecejo, y comenzó a abrirse caminoentre las profundas sombras que seproyectaban detrás de las columnas, a lolargo de la gran pared. Docenas de

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esclavos reales iban y veníanafanosamente a su lado en la oscuridad,cada uno concentrado en sus propiosasuntos y sin percatarse del personajeque se movía entre ellos.

—Nekumet, el rey sacerdote deZandri, es un hombre reflexivo y artero—dijo Nagash entre dientes—. Buscó laguerra con Khemri por aquellasabsurdas disputas comerciales el añopasado y ahora intenta reemplazarnoscomo la potencia preeminente enNehekhara. Esto no es más que elsiguiente paso en su gran estrategia.

El gran hierofante avanzó todo lorápido que permitía su condición y en

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pocos minutos llegó al otro extremo dela cámara de audiencias, donde Ushabtisalerta y de vista aguda vigilaban lassombras. Los jóvenes guardaespaldasinclinaron la cabeza al ver aproximarsea Nagash y le permitieron deslizarse ensilencio en medio de la multitud devisires y cortesanos presentes al pie dela tarima.

Nagash notó enseguida que losvisires estaban preocupados. Susurrabanentre sí en voz baja y movían las manoscon gestos apremiantes y vehementesmientras hablaban de losacontecimientos que estaban teniendolugar. Lleno de impaciencia, el gran

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hierofante se abrió paso a empujonesentre la muchedumbre de ancianosfuncionarios hasta que se encontró casiante el trono del rey.

El trono de la Ciudad Viviente eraantiguo y había sido tallado en unaelegante madera oscura, con un finoveteado que no se encontraba en ningúnlugar de Nehekhara. Según la leyenda, lohabían traído de las selvas situadas alsur y el este de la Tierra Bendita durantela mítica Gran Migración, mientras quealgunos aseguraban que lo habíanconstruido con madera sacada del sur enlos primeros años del reinado de Settra.Descansaba en lo alto de la gran tarima,

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bajo una enorme estatua de Ptra, el GranPadre. El ídolo, que llegaba casi hastael techo, estaba hecho de areniscarecubierta de láminas de oro batido. Eldios del sol apretaba la mano derechacontra el pecho en señal de bienvenida,mientras extendía la izquierda en gestode rechazo para proteger al reysacerdote de Khemri de los males delmundo.

También había un trono más pequeñosobre la tarima, apartado a la derecha ydos escalones más abajo, más cerca delsuelo, donde los ciudadanos de Khemriacompañaban a su rey. En los primerosdías de la Ciudad Viviente, el dios

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patrón de Khemri era Ptra y, bajo losauspicios del dios del sol, Settra elGrande pudo transformar Nehekhara enun grandioso imperio. No obstante, estono le bastó al poderoso rey, y con eltiempo, su poder y orgullo crecierontanto que creyó que podría encontrar unmodo de desafiar a la muerte y reinarsobre la Tierra Bendita hasta el fin delos tiempos. Entonces fue cuando nacióel culto funerario de la ciudad, más desetecientos años atrás, y en vida deSettra su sumo sacerdote reemplazó alde Ptra y se convirtió en el granhierofante de Khemri.

La casa dirigente de Khemri aún

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tenía una tremenda obligación, no sólopara con Ptra, sino para con todos losdioses de la Tierra Bendita. Aunque lagente de Nehekhara se encontró con losdioses por primera vez cerca de dondese alzaba ahora la ciudad de Mahrak, amuchos cientos de leguas al este, era enKhemri, sobre las orillas del río Vitae,donde tuvo lugar el Gran Pacto que dioorigen a la Tierra Bendita. Ptra y losdioses juraron proporcionar un paraísopara que los nehekharanos vivieran enél, siempre y cuando estos les rindieranculto y erigieran templos en su nombre.Además, cada casa noble ofrecería a suprimogénito como un obsequio para los

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dioses, para que fueran sus sacerdotes ysacerdotisas. En Khemri, el primogénitose entregaba a Ptra como la encarnaciónviva de la gran promesa entre hombres ydioses.

Cuando Settra fundó el cultofunerario se arriesgó a romper el pactosagrado que hacía posible su gloriosoimperio. Puesto que no podía entregar asu primogénito a los dioses, decidiócumplir su promesa de otro modo:desposando a una sacerdotisa de Ptra.La reina de Settra, la gran Hatsushepra,era una hija de la corte real de Lahmia.Desde entonces, una hija de Lahmia secasaba con el rey sacerdote de Khemri

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para garantizar la prosperidad de laTierra Bendita.

El trono de la reina estaba vacío. Laesposa de Khetep, Sofer, estaba orandoen el templo de Djaf preparándose paraunirse a su marido aquella tarde, perohabía alguien de pie junto al trono máspequeño, con la mano apoyada de modocasi posesivo en el brazo de elaboradostallados. La extraña violación deldecoro llamó la atención del granhierofante, que levantó la mirada haciala figura situada en los escalones, amenos de una docena de pasos dedistancia. A Nagash se le cortó larespiración.

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Nagash advirtió enseguida que eramuy joven; aún quedaba mucho para quesu belleza alcanzara la plenitud. Sucuerpo grácil iba ataviado conmaravillosa seda amarilla traídadirectamente de la extraña tierra que seextendía al otro lado del mar, al este deLahmia. Pulseras de delicado ámbarcolor miel decoraban sus morenasmuñecas, y un collar de oro y rubíes lerodeaba el delgado cuello. Tenía unaboca pequeña, una nariz puntiaguda querealzaba sus pómulos altos y finos, yojos grandes y almendrados del color deesmeraldas pulidas. A pesar de sujuventud, se erguía junto al trono vacío

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con gran aplomo y dignidad. Era serenay absolutamente radiante. Con el tiempo,la prometida de Thutep podríaconvertirse en la mejor reina queNehekhara hubiera conocido jamás.

Nagash no se había sentido nuncacautivado por una mujer, en ningúnmomento de su vida. La idea delcompromiso o dependencia emocionalle resultaba repelente y no podría sermás que un obstáculo en sus ambiciones,y sin embargo, en cuanto vio a la reina,Nagash se encontró presa de un deseoespantoso y ardiente. Las manos, quemantenía ocultas en el fondo de lasamplias mangas, se le cerraron

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formando zarpas para apresarla. Pensaren los horrores que podría infligirle auna carne tan santificada casi borrótodas las demás ambiciones de la mentedel gran hierofante. La atronadoraovación de la multitud congregada fue loúnico que sacó a Nagash de su cruelensueño y lo hizo concentrarse una vezmás en el asunto que tenía entre manos.

El trono del rey sacerdote tambiénpermanecía vacío. Thutep, el herederoforzoso, se encontraba al pie de latarima ante un dignatario de Zandrilujosamente vestido. El hermano deNagash aún llevaba las galasceremoniales de un príncipe real; iba

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ataviado con un faldellín plisado y unmanto corto de lino blanco bordado conhilo de oro. Unos brazaletes de oro secerraban alrededor de sus morenosbrazos y un aro con un único rubíengastado descansaba sobre su frente.Aunque no poseía las faccionesrefinadas de su padre y hermano mayor,Thutep tenía un rostro expresivo y susojos brillaban con encanto natural. Elembajador zandriano, cuya túnica verdemar estaba decorada con perlas deprimera calidad y lisas esmeraldas enfirma de lágrima, le hizo una profundareverencia al rey. El cabello y la barbaoscuros del embajador estaban llenos de

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rizos, que brillaban debido al aceitearomático, y una alegre sonrisailuminaba su rostro.

Nagash frunció el entrecejo alreconocer la mayor parte de los rostrosde los jóvenes que permanecían en filasapretadas detrás del embajador. Muchosde los hombres presentaban cardenalesamoratados en extremidades y pecho, yvarios lucían vendajes recientesmanchados de sangre. Todos ellos sinexcepción mostraban expresionesabatidas y mantenían el mentón bajo,avergonzados. Se trataba de los noblesque habían sido hechos prisionerosdurante la desastrosa derrota, sólo un

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mes atrás. Nagash captó la naturalezadel plan de Zandri enseguida y observóa su hermano, pensativo.

—El pueblo de la Ciudad Vivientele agradece a Nekumet, vuestro gran rey,esta muestra de caridad y clemencia —declaró Thutep, cruzando las manossobre el pecho mientras hacía unaprofunda reverencia—. ¡Que su regresomarque una nueva era de paz yprosperidad para la gente de la TierraBendita!

Se oyeron ovaciones una vez más.Khefru se inclinó hacia su señor y lepreguntó:

—¿Zandri devuelve todos sus

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prisioneros sin ni siquiera pedir unrescate simbólico? ¡Es una locura!

Nagash procuró ocultar la amargaconsternación que sentía.

—En absoluto —respondió el granhierofante—. El gesto no se hace enbeneficio de Thutep, sino de los otrosembajadores.

Cuando Khefru observó perplejo asu señor, Nagash le lanzó una mirada deirritación.

—¿No lo ves? Es un insultocuidadosamente calculado y la tácticadiplomática de apertura de Nekumet. Alalardear de que nos devuelve a nuestrosnobles sin exigir un fuerte rescate, le

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está diciendo al resto de Nehekhara queno suponemos una amenaza para él. —Abarcó toda la cámara con un bruscomovimiento de la mano—. Khetep estámuerto y los chacales dan vueltasesperando apoderarse de toda lainfluencia que les sea posible. Zandriacaba de saltar al frente de la manada, yThutep es demasiado ingenuo paraverlo.

Thutep se volvió de pronto, como sihubiera captado el sonido de su nombre.Su mirada se posó en Nagash y, despuésde un momento, su sonrisa se ensanchó.

—Bienvenido, hermano —saludó,haciéndole señas al gran hierofante para

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que se acercara—. Me alegra queestuvieras aquí para presenciar el fin denuestra contienda con Zandri. Ahorapodremos dejar a un lado el pasado yolvidarlo.

Nagash se dignó dirigirle una miradafría e implacable al embajador deZandri.

—He venido a informaros de que elcuerpo de nuestro padre está preparadopara su viaje —le dijo a su hermano—.Lo llevaremos a la Gran Pirámide unahora antes de la puesta de sol, conformea los deseos de los sacerdotes.

El embajador oyó la noticia y suexpresión se volvió sombría. Le dirigió

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una inclinación de cabeza a Thutep yapuntó:

—Aunque fuimos a la guerra contravuestro padre, era un guerrero audaz yun gran rey, y lloramos su muerte juntocon el resto de Nehekhara. Por lo tanto,nos gustaría ofrecer humildemente unobsequio en nombre del pueblo deZandri para acompañar a Khetep en suviaje a la otra vida.

Thutep recibió la noticia con ungrave gesto afirmativo de la cabeza.

—Muy bien —accedió—. Veamosese obsequio.

El embajador hizo una seña y seprodujo un revuelo en el otro extremo de

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la procesión. Un puñado de fornidossalvajes, desnudos de cintura paraarriba, apartaron a un lado a los antiguosprisioneros, que estaban esperando elpermiso de Thutep para regresar con susfamilias; llevaban a rastras a tres figurasvestidas de negro, a las que depositaronrápidamente a los pies del embajadorantes de retirarse a toda velocidad.

Nagash estudió a las tres figuras conatención. Eran altas y delgadas e ibanataviadas con una extraña combinaciónde harapientas túnicas de lana y algunaespecie de coraza de cuero oscuro queles cubría el torso el abdomen. Dos delas figuras eran femeninas y tenían un

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cabello largo y blanco que les colgabaformando una maraña despeinada hastala cintura. El pelo del hombre era negrocomo el azabache y casi tan largo e igualde enredado. Su piel, lo poco queNagash podía ver de la misma, era másblanca que el alabastro. Tenían unasfacciones delicadas y de huesos finos,con barbillas puntiagudas, naricesangulosas y pómulos marcados. Eranhermosos, de un modo extraño y casiespantoso, y a pesar de que parecíanfrágiles comparados con losnehekharanos que los rodeaban, poseíanun aura de amenaza que lodesconcertaba de algún modo. El

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hombre levantó la mirada hacia Nagash.Tenía una expresión relajada y unamirada ausente en los ojos negros. Leshabían suministrado una potente droga alos tres.

Susurros de curiosidad seextendieron por la sala. Thutep se quedómirado a las extrañas criaturas con unamezcla de fascinación y repugnancia,como si se hubiera encontrado con ungrupo de cobras.

—¿Qué son? —preguntó.—Se llaman a sí mismos druchii,

alteza —contestó el embajador conrapidez—. Su barco encalló a ciertadistancia de nuestras costas durante una

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terrible tormenta hace tan sólo unosmeses y han permanecido como esclavosen la casa real desde entonces.

Al oír la palabra esclavo, el druchiivolvió la cabeza en dirección alembajador y soltó algo entre dientes enuna lengua sibilante y serpentina. Elhombre de Zandri palideció al oírlo,pero se recuperó con rapidez.

—Son una maravilla, ¿verdad? —dijo—. Es el deseo de nuestro rey queatiendan al espíritu de Khetep en la otravida.

La oferta sorprendió a Thutep. Losbienes materiales eran una cosa y quealguien de fuera ofreciera esclavos para

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que se ocuparan de un rey muerto, algomuy distinto.

—Bueno, ciertamente es un obsequiogeneroso —respondió despacio, pues noquería ofender.

Nagash observaba todo elintercambio con creciente interés. ¿Aqué estaba jugando la delegación deZandri? Resultaba evidente que aquelloera mucho más complejo de lo queparecía. Entonces se fijó en que una delas mujeres se enderezaba e inclinaba lacabeza para concentrarse. Intentó hablar,arrastrando las palabras de suespeluznante idioma, pero de todasformas Nagash sintió emanar de ella una

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leve oleada de poder, como si se tratarade un gélido viento del desierto.

Se puso tenso: de pronto, estabaalerta. ¿Podría ser verdad? El granhierofante se volvió hacia Thutep.

—La oferta de Zandri es inaudita —comenzó, esforzándose por no alterar lavoz—, pero eso no hace que esté fuerade lugar. Sugiero que aceptemos suobsequio con el espíritu en que seofreció, alteza.

Thutep sonrió, encantado.—Que así sea —anunció—. Habría

que llevar a los esclavos al templo —ledijo a Nagash—. ¿Os encargáis de ello?

Nagash esbozó una sonrisa.

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—Nada me gustaría más —contestó.

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TRESEl visir negro

Oasis de Zedri,en el 62.º año de Qu’aph el Astuto(-1750, según el cálculo imperial)

Gritos de angustia y miedo rasgaron elaire por encima del campo de batallamientras una oscuridad sobrenaturalbajaba como una veloz marea por la

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ladera rocosa y se deslizaba por lasarenas manchadas de sangre. Akhmen-hotep, rey sacerdote de Ka-Sabar,observó cómo las compañías deinfantería enemiga encontraban nuevasfuerzas a medida que la sobrecogedorasombra se extendía sobre sus cabezas.Se lanzaron hacia delante contra las filasde la hueste de Bronce, despedazando yacuchillando con fiereza a los guerrerosgigantes que tenían ante ellos. El rey nosabía decir si esa ferocidad reciéndescubierta se debía al valor o al terror.

El carro sobre el que iba Akhmen-hotep retrocedió dando bandazosmientras el auriga maldecía y batallaba

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con los frenéticos caballos. El espantosozumbido latía e iba y venía rítmicamentealrededor de los guerreros, que luchabanhaciendo que resultara difícil pensar. Elrey sacerdote vio pasar guerreroscorriendo junto al carro en grupos dedos y tres que huían del combate yregresaban al soleado oasis. Suscompañías estaban flaqueando; elrepentino cambio de circunstanciashabía llevado su coraje al límite.

La oscuridad envolvió las filas delos guerreros enemigos y se extendiósobre la línea de batalla. Los hombresgritaron, aterrorizados. Cada vez másguerreros de las filas de retaguardia de

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las compañías de Akhmen-hotep dabanmedia vuelta y huían en lugar deenfrentarse a la sombra mágica.

El rey sacerdote soltó una maldicióny miró a su alrededor con crecientedesesperación. La marea de negrurapasaría sobre él en cuestión desegundos. Debía actuar deprisa yrecuperar el control de sus tropas antesde que la resolución de las mismas sedesmoronase por completo.

Sus guardaespaldas Ushabtis yaestaban reaccionando; estaban situandosus carros alrededor del rey sacerdotepara conseguir una formación defensivamás apretada. Akhmen-hotep avistó a

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los mensajeros que le quedaban, loscuales permanecían unos metros pordetrás de su carro y observaban laoscuridad que se avecinaba conpalpable terror.

—¡Mensajeros! —gritó mientras leshacía señas—. ¡Aquí! ¡Deprisa!

Los cuatro muchachos corrierongustosos hacia la seguridad del carro.Akhmen-hotep alargó la mano.

—¡Aquí arriba! ¡Agarraos! —exclamó por encima del estruendo.

Mientras subían a bordo, miró desoslayo hacia el este buscando lacompañía de carros de Sukhet. Si lasprimeras líneas cedían, el León y sus

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hombres tendrían que contraatacar a losguerreros de Nagash paraproporcionarle a la infantería tiempopara retirarse y reagrupar a susunidades. Sin embargo, los carros no seveían por ninguna parte. El polvo seestaba levantando una vez más y loúnico que el rey sacerdote podía vereran formas borrosas que corrían de unlado a otro en medio de la nube depolvo.

No había tiempo que perder. Teníaque darles órdenes a sus hombresinmediatamente o se encargarían ellosmismos del asunto. El rey sacerdote notóla bilis en el fondo de la garganta

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mientras buscaba el carro de sutrompeta. Gracias a los dioses, elhombre había mantenido la calma y lehabía ordenado a su auriga quepermaneciera cerca, a la izquierda deAkhmen-hotep.

—¡Toca a retirada! —gritó el reysacerdote.

A cinco metros de distancia, eltrompeta asintió con la cabeza y se llevóel cuerno de bronce a los labios.

La nota larga y gemebunda resonópor el campo de batalla, y entonces lamarea de sombra sobrenatural cayósobre ellos.

Akhmen-hotep sintió que un viento

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gélido le rozaba el cuello desnudo y porencima de su cabeza el aire susurró ycrujió debido al zumbido de alas deinsectos. Durante unos instantes, el reysacerdote no pudo ver nada mientras lacreciente nube tapaba el sol abrasador, yuna oleada de terror infantil se cerrócomo un torno alrededor de su garganta.Los sonidos se amplificaron de un modoextraño en la oscuridad. Oyó las ferocesmaldiciones del auriga y los resuellosaterrorizados de los caballos por encimadel entrechocar de las armas y los gritosde los guerreros desde la línea debatalla, a docenas de metros dedistancia. En todo caso, parecía como si

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la intensidad de los enfrentamientos sehubiera redoblado y llegara de todasdirecciones a la vez.

Los ojos del rey sacerdote seadaptaron gradualmente al cambio y losdetalles del campo de batalla tomaronforma a su alrededor. El velo deoscuridad situado por encima de losguerreros bullía y se movíaconstantemente, lo que permitía que sefiltrara suficiente luz para sumir lallanura en una especia de crepúsculoperpetuo. Podía ver el tenue reflejo delas lanzas y yelmos de la hueste deBronce, luchando aún con los guerrerosdel Usurpador. Sus compañías estaban

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cediendo terreno, de manera lenta peroconstante, aunque la orden de retiradales había devuelto parte de su antiguoespíritu y disciplina. Sin embargo, porlo que el rey sacerdote podía ver, habíamontones y montones de rezagadostambaleándose por el campo de batalla.Akhmen-hotep se animó al comprobarque muchos de ellos parecían dirigirsede nuevo a sus compañías a lo largo dela línea, aunque otros daban vueltasaparentemente conmocionados oconfusos.

No todo estaba perdido, segúncalculó el rey sacerdote. Hacia el sur,aún podía ver el oasis bañado por la luz

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de Ptra. Si la hueste era capaz dereplegarse hasta la luz del sol en orden,podrían mantenerse firmes y rechazar elrepentino ataque del Usurpador, peroAkhmen-hotep sabía que no lo lograríansin ayuda.

El rey sacerdote miró a susmensajeros y preguntó:

—¿Cuál de vosotros es el corredormás rápido?

Los cuatro muchachos se miraronunos a otros. Al final, el más pequeñolevantó la mano.

—Me llaman Dhekeru, alteza —dijocon cierto orgullo—, porque soy velozcomo un ciervo de montaña.

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Akhmen-hotep sonrió.—Dhekeru. Eso está bien. —Apoyó

una mano ancha sobre el hombro delmuchacho—. Ve a decirles a lossacerdotes que se dirijan rápidamente alnorte para reunirse con nosotros. Losdioses deben estar a nuestro lado siqueremos imponernos.

Dhekeru asintió con la cabeza. Elrostro del joven tenía una expresión deceñuda determinación, aunque el reysacerdote podía sentir como el pequeñocuerpo del mensajero temblaba bajo sumano. Akhmen-hotep le dio al muchachoun tranquilizador apretón en el hombro,y entonces Dhekeru desapareció, saltó

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de la parte posterior del carro y seadentró corriendo en la penumbra.

El rey sacerdote se puso derecho ytrató de hacer un balance de lacontinuada. La línea de batalla, al norteera una agitada turba de siluetas. Laexperiencia le dijo que habíanretrocedido unos cincuenta metros hastaentonces, y estaban cediendo terreno conrapidez. Se oyeron más chillidos deterror en el aire, y gritos de confusiónresonaron de un lado a otro de la línea.

Akhmen-hotep frunció el entrecejo.Había aún más rezagados avanzando atrompicones por la llanura, por detrásdel ejército en retirada. ¿De dónde

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salían?Entonces, algo pesado se estrelló

contra el costado del carro, a la derechadel rey sacerdote, junto a su arquero. Elhombre, asustado, soltó un grito yretrocedió tambaleándose mientras unafigura intentaba trepar por el lateralblindado de bronce. Akhmen-hotep viouna mano ensangrentada estirarse haciael arquero y agarrarlo por la coraza decuero, y luego, para horror del reysacerdote, la figura tiró hacia atrás conuna fuerza sorprendente y arrastró alarquero por encima del lateral.

Los caballos relincharon,aterrorizados. Akhmen-hotep oyó cómo

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el auriga maldecía a causa del susto ychasqueaba el látigo; el carro se lanzóhacia delante dando tumbos. El reysacerdote se tambaleó y a tientas, buscóel khopesh a su costado mientras lafigura recortada se arrastraba más porencima del borde del carro y alargaba lamano para agarrarlo. Un espantosohedor emanaba del atacante, y Akhmen-hotep percibió el olor a sangre amarga eintestinos reventados como si fuera uncadáver al que acabaran de dar muerte.

De pronto, la figura se acercó máscon un silbido borboteante, y el reysacerdote, en medio de la penumbra, sedio cuenta de que aquello era

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exactamente lo que era.Se trataba de uno de los

atormentados soldados del Usurpador,vestido únicamente con un faldellínharapiento y manchado de sangre. Teníael pecho deformado, pues se lo habíaaplastado la rueda recubierta de broncede un carro, y una punta de lanza habíaabierto la mejilla del guerrero antes dedesviarse hacia abajo, contra la base delcuello, y dejar un enorme agujerosangrante. Un pliegue de pielensangrentada colgaba del lado de lapálida cara de la criatura y el reysacerdote alcanzó a ver hueso pálidomientras la mandíbula se abría para

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soltar otro silbido de reptil.Antes de que la criatura pudiera

alcanzarlo, el Ushabti de Akhmen-hotepse situó entre ellos con un gruñido y unborroso movimiento de su espada ritual.Bronce resonó contra hueso, y elmonstruo no muerto cayó hacia atrás porencima del lateral del carro. La cabezacercenada rebotó una vez contra laplataforma de madera del vehículo ydesapareció en medio de la oscuridad.

Los sonidos de la batalla rugían a sualrededor mientras el resto del séquitode Akhmen-hotep era atacado. Un carropasó a toda velocidad en dirección surcon tres enemigos agarrados colgando

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de los lados. El rey sacerdote se diocuenta de que una de las criaturasllevaba las correas de cuero y bronce desu propio ejército.

Akhmen-hotep contuvo un grito dehorror. Los poderes profanos de Nagasheran mucho mayores de lo queimaginaba. ¡Los muertos se levantabande la tierra ensangrentada para cumplirsus viles órdenes!

Uno de los mensajeros soltó unchillido de terror. El rey sacerdote sedio media vuelta rápidamente, pero elmuchacho había desaparecido; lo habíanarrastrado hacia la oscuridad. Los otroschicos gimieron, aterrados, mientras se

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apiñaban en la parte delantera del carro.Al lado del rey sacerdote, su lealguardaespaldas permanecía con los piesmuy separados y la espada ritual alzada,listo para proteger a su señor decualquier enemigo, estuviera vivo o no.

Oyeron el sonido de la madera alastillarse y los relinchos frenéticos decaballos enloquecidos a su izquierda.Akhmen-hotep vio que uno de losaurigas había perdido el control de susanimales y las bestias presas del pánicohabían descrito una curva demasiadocerrada y habían hecho volcar el carro.Se le hizo un nudo en el estómago al verel destello de un objeto de bronce dando

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vueltas por la arena. Se trataba delcuerno de señales del trompeta. Más deuna docena de cadáveres ambulantes seestaban reuniendo junto al carro roto ysus aturdidos ocupantes. Alcanzaronprimero al arquero del carro ydespedazaron su cuerpo inconscientecon hachas de piedra.

Akhmen-hotep oyó cómo el aurigachillaba aterrorizado, pero entonces elUshabti designado para proteger altrompeta se alzó entre los guerreros nomuertos con un rugido leonino y laemprendió a golpes con ellos con suespada ritual. El guerrero gigantelanzaba cuerpos rotos dando vueltas por

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los aires con cada golpe de la espada,cobrándose una espantosa cosecha entrela muchedumbre blasfema, pero cadavez se iban acercando más guerreroscaídos desde todas direccionesblandiendo armas ensangrentadas otratando de agarrar al fielguardaespaldas con manos avariciosasparecidas a zarpas.

Akhmen-hotep luchó por mantener elequilibrio mientras su carro girababruscamente y emprendía el regreso endirección al oasis. Estiró el cuellointentando comprobar qué estabaocurriendo a lo largo de la línea debatalla. Por lo que pudo ver, la retirada

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se había estancado y sus compañíasestaban siendo atacadas por delante ypor detrás, sembrando una mortíferaconfusión entre las tropas. El reysacerdote apretó los puños, frustrado;sin su trompeta, no tenía modo alguno decomunicarse con sus hombres. Pensó enel pobre y valiente Dhekeru, corriendodesarmado por una llanura plagada demuertos vivientes, y su expresión sevolvió sombría.

No había nada más que él pudierahacer. Su supervivencia estaba en manosde los dioses.

Atrás, a lo largo de la cordillera ensombras, el aire tembló debido a otro

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furioso zumbido parecido al de laslangostas. Cada una de las silenciosastiendas que rodeaban el pabellón centraldel ejército contenía un sarcófago debasalto pulido en posición vertical, alque atendían un grupo de esclavos deojos apagados que se encogían demiedo. El creciente zumbido incitó aesas desdichadas figuras a actuar pese alterror, y aferraron las pesadas tapas depiedra y las apartaron a un lado.

De las profundidades de los féretrosde piedra brotaron silbidos como deserpiente y risas crueles y hambrientasque hicieron que los esclavos cayerande rodillas y pegaran la cara al suelo

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rocoso. Manos pálidas y de venasnegras agarraron los bordes de lossarcófagos y, uno a uno, una veintena demonstruos con forma de hombressalieron de sus camas frías y seadentraron en la acogedora oscuridad.

Se movían con la arrogancia depríncipes que no conocían más ley quela suya. Tenían la piel blanca como latiza y los labios y las puntas de losdedos de un negro azulado debido altinte de la sangre vieja y muerta. Anillosde oro y plata relucían en sus dedoscomo garras y aros enjoyadosdescansaban sobre sus frentes dealabastro. Todos iban ataviados para la

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guerra con petos de cuero con tachuelas,que les cubrían el torso, y casquetes debronce batido.

Uno de ellos era más alto que elresto y tenía un aspecto demacrado yparecido al de un buitre incluso con laarmadura de primera calidad y la gruesacapa negra. Su tienda se alzaba a laderecha del gran pabellón y llevaba elaro ornamentado de un visir sobre lacabeza calva. El noble tenía las mejillashundidas, lo que resaltaba sus pómulosde marcados ángulos y barbillapuntiaguda.

Arkhan el Negro contempló elcampo de batalla y se sintió satisfecho

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con lo que vio. Echó los labios haciaatrás, formando una sonrisa malévolaque dejó ver una boca llena de dientesmanchados y acabados en punta. El visirde Khemri se pasó una lengua negroazulado sobre aquellas puntasirregulares mientras sentía las órdenesexpresadas sin palabras de su señor.

—Así se hará —susurró con una vozapagada y ronca.

Luego, le hizo una seña a unmensajero que aguardaba a la sombradel pabellón del señor.

—Ve a ver al jefe de Cráneos y dileque comience —le ordenó al asustadomuchacho.

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Después dio media vuelta y sedirigió dando rápidas zancadas hacia elescuadrón de caballería pesada queesperaba en formación en la ladera,delante de su tienda.

Caballos y jinetes por igualinclinaron la cabeza y temblaron cuandoel noble no muerto se acercó. Lamontura de Arkhan era una yegua negramedio loca marcada con jeroglíficosmágicos que la ataban a su voluntad. Elanimal puso los ojos en blanco conmiedo ante la aproximación de su amo,sacudió la cabeza y entrechocó losdientes parecidos a cinceles mientras elguerrero subía con elegancia a la silla.

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El visir se volvió hacia sus hombressonriendo con crueldad al notar el modocomo se estremecieron bajo su mirada.

—La hueste de Bronce ya está contrael yunque —gruñó—. Ahora viene elmartillo.

Arkhan señaló con un dedo con garraa su trompeta y le ordenó:

—Haz la señal para que lacaballería gire a la derecha. Cargaremoscontra su flanco izquierdo y los haremoshuir.

El visir del Usurpador sacó unacimitarra de bronce de aspecto siniestrode la vaina y golpeó las ijadas de sucaballo con los talones. El animal se

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lanzó hacia delante con un chillidoatormentado y las filas de caballeríapesada siguieron su ejemplo. Por toda lacordillera, los paladines inmortales deNagash se hicieron cargo de susguerreros y prestaron atención algemebundo toque de la trompeta.

El mensajero de Arkhan corrió entrelas tiendas funerarias y avanzó concuidado por la cima rocosa hastadesaparecer tras la cara septentrional dela cordillera, fuera de la vista de losejércitos que combatían. Allí, a lo largode la ladera opuesta, aguardaba unadocena de máquinas de guerra conruedas, construidas con pesados troncos

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de cedro y clavos de bronceembrujados.

Una única tienda cubierta de polvopermanecía junto al antiguo caminocomercial, que se extendía directamenteentre la línea de máquinas de guerra ysus silenciosas unidades. Un hombrebajo y de hombros anchos, con ojospequeños y oscuros, y un rostro redondoy con papada, salió de la tienda cuandoel muchacho se acercó y respondió almensaje del visir con un gruñido. Setrataba del ingeniero jefe, a quienNagash había elegido para que llegase adominar los secretos de las temiblesmáquinas como se las describía en

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antiguos manuscritos robados de unanecrópolis en la lejana Zandri. Tras suéxito, Nagash le había arrancado lalengua al hombre para que no pudieracompartir lo que había aprendido connadie más.

El jefe de Cráneos le dio permiso almensajero para que se retirara y subiópor el camino. Las unidades de lasmáquinas de guerra se pusieron atrabajar inmediatamente. Algunos seocuparon de la tarea de tirar hacia atrásdel brazo de lanzamiento de cadacatapulta, mientras que otros sevolvieron hacia la docena de grandescestas de mimbre y las destaparon para

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dejar al descubierto pilas colmadas decráneos de sonrisas maliciosasmarcados con grupos de jeroglíficosarcanos.

A los pocos minutos, los brazos delas catapultas estaban asegurados, y lascestas de cuero, llenas de la truculentamunición. Cuando todo estuvo listo, elingeniero levantó la mano y soltó unfuerte grito inarticulado.

Un parpadeante fuego verde surgióde pronto de cada una de las cestas delas catapultas y el jefe de cada unidadtiró rápidamente de las cuerdas dedisparo. Los brazos de las catapultasgolpearon contra las abrazaderas, y

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centenares de cráneos ardientes yaullantes surcaron la oscuridad porencima del cerro.

Akhmen-hotep hizo descender sukhopesh sobre el cráneo de uno de sussoldados caídos mientras el cadávertrataba de subirse al carro. La espada debronce encantada destrozó la coronilladel guerrero y las espinillas desnudasdel rey quedaron salpicadas de masaencefálica. La cosa se desplomó yresbaló por la parte posterior del carro,mientras el guardaespaldas del rey hacíapedazos a dos más que intentaban subirpor el otro lado.

El rey y su séquito se habían estado

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batiendo en retirada a ritmo constantepor la llanura con la esperanza deencontrar a los sacerdotes de la ciudaddirigiéndose al norte desde el borde deloasis. Los cadáveres los atacaban desdetodas direcciones. Muchos acabaronaplastados bajo las ruedas del carro,pero otros intentaron saltar sobre loslomos de los caballos o entrar en laplataforma del vehículo. Las criaturasno muertas se habían llevado a rastras alos dos últimos muchachos mensajeros ylos caballos se tambaleaban debido alagotamiento y a muchísimas heridasleyes. Por lo que veía, la mayoría de susUshabtis aún seguían con él, pero se

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encontraban a casi media milla de dondecombatía el ejército y todavía no habíani rastro de los hombres santos de Ka-Sabar.

De pronto, el rey sacerdote oyó unextraño y aflautado coro de gritossobrenaturales que llegaba del cerro.Akhmen-hotep volvió la mirada pordonde habían venido y vio unaparpadeante lluvia de ardientes esferasverdes que descendían trazando un arcosobre las compañías que batallaban.

La lluvia de cráneos aullantes sediseminó sobre los ejércitosenfrentados, cayendo entre amigos yenemigos por igual; sin embargo, si los

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guerreros de Khemri estaban habituadosa tal horror, la hueste de Bronce no loestaba. Los espeluznantes proyectilesexplotaron entre sus filas, los bañaroncon abrasadores fragmentos y lesllenaron los oídos con chillidos deagonía y desesperación. Rodeada portodas partes de enemigos vivos ymuertos, incluidos los cadáveresensangrentados de los suyos, la huestede Bronce se había visto empujada másallá de los límites de su coraje. Gritosde terror surgieron de los hombres, y lascompañías en combate comenzaron adeshacerse a medida que los guerrerosle volvían la espalda al enemigo y

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corrían como almas que llevara eldiablo.

Akhmen-hotep vio demasiado tardela trampa que le había tendido elUsurpador. Nagash había desplazado susfuerzas por la llanura a través de uncampo plagado de muertos de Khemri, ylos guerreros de la hueste de Bronce,presas del pánico, se replegarían hacíalos mortíferos brazos de aquellos a losque ya habían dado muerte. El reysacerdote sintió que la cabeza le dabavueltas debido a la catástrofe que sedesarrollaba ante él.

Justo cuando todo estaba perdido, lapenetrante nota de una trompeta sonó en

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el flanco derecho y un estruendo deruedas de carros hizo temblar el suelopor detrás del ejército que se batía enretirada. Suseb el León también habíavisto el peligro y había conducido a susguerreros en una arrolladora carga através del campo de batalla. Akhmen-hotep se quedó observando mientras elpaladín y sus doscientos carros salían dela nube de polvo con gran estruendo ysus ruedas dotadas de cuchillas seabrían paso entre los guerreros nomuertos, que se vieron sorprendidos ensu camino. Los arqueros dispararondesde la parte posterior de los carros yatravesaron los cráneos de los

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monstruos de movimientos lentos conflechas con puntas de bronce al pasar.

Los carros se desviaronruidosamente hacia el flanco izquierdo,dejando una franja de cuerposdespedazados a su paso. Muchas de lascompañías del ejército estaban en plenahuida, pero al menos Akhmen-hoteptenía una oportunidad para volver aformar a los supervivientes y tal vezcambiar el curso de la batalla una vezmás, ¡si podía encontrar a los malditossacerdotes!

—¡Sigue! —le gritó el rey sacerdotea su auriga.

El hombre usó el látigo e hizo

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avanzar a sus tambaleantes caballos altrote, dirigiéndose más al sur, hacia eloasis.

* * *

Arkhan el Negro observó cómo unasegunda oleada de cráneos aullantessurcaba rápidamente el aire por lo alto ycaía sobre los flancos en fuga delenemigo. El centro había cedido, perolos flancos seguían resistiendo ante laarremetida. En algún lugar por detrás de

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las líneas enemigas oyó el gemido detrompetas y el estruendo sordo de ruedasde carro. ¿La caballería pesada de Ka-Sabar se estaba replegando a toda prisa,o se trataba de un contraataquedesesperado? No había forma de decirloa esa distancia.

El visir aferró las riendas mientrasinspeccionaba cómo los veinteescuadrones de caballería pesada seconcentraban a lo largo del extremooccidental del cerro. Quinientos metrosal sur, el flanco izquierdo del ejércitoenemigo estaba enzarzado en un combatesin tregua con la infantería de Khemri.Hacían caso omiso del peligro que se

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congregaba como una cobra en la laderaque había delante de ellos.

Descendería formando una oleadaimparable, cabalgando entre sus tropas yestrellándose contra las filas debilitadasdel enemigo como un rayo. La infanteríacedería y la masacre comenzaría. Elvisir se imaginó la sangre calientesalpicándole la piel y se estremeció porla expectativa.

Arkhan alzó su espada curva yenseñó los dientes ennegrecidos.

—¡A la carga! —gritó, y gimierontrompetas resonantes.

Despacio al principio y luegocogiendo velocidad, cinco mil jinetes se

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echaron encima de los desprevenidosguerreros de Ka-Sabar, formando unaavalancha de carne y bronce.

Mientras las trompetas aullabancomo si se tratara de las almas de loscondenados, los jinetes de Khemribajaron con gran estruendo por la laderarocosa hacia las asediadas compañíasde la hueste de Bronce. Arkhan el Negrofustigó su montura embrujada y se situóa la cabeza de sus guerreros a la carga,ansioso por cubrirse de sangre humana.El aire resonaba con gritosdesesperados mientras la caballeríapesada daba rienda suelta a su rabia ymiedo y se lanzaba en medio de la

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batalla.Las alas de la hueste de Bronce se

habían curvado hacia dentro en eltranscurso de la batalla mientras losguerreros trataban de rodear al ejércitode Khemri, que era más pequeño; sulínea de batalla se torcía formando unalarga y reluciente media luna, cuyosextremos aún peleaban para empujar asus adversarios hacía el centro delejército. Esto les proporcionó a losjinetes atacantes una oportunidad paravolver las tornas a los lanceros delflanco izquierdo del enemigo yacometieron a las compañías tanto desdedelante como desde el lateral.

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No obstante, los guerreros de Ka-Sabar eran luchadores duros ydecididos, hábiles en las artes de laguerra. A la vez que la caballería deArkhan llegaba a la base del cerro, lascompañías enemigas sintieron el peligroque se les venía encima y trataron demover sus líneas para hacerle frente a lanueva amenaza. Con el ojo bueno,Arkhan vio cómo las filas de lancerosvacilaban y se fragmentaban mientrasintentaban apartarse de los incesantesataques de la infantería de Khemri yprepararse para el impacto del ataque dela caballería; sin embargo, los soldadosde a pie de Nagash, tanto vivos como

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muertos, presionaban de manerainexorable contra las formacionesenemigas que combatían. Arrastrabanescudos y se empalaban en lanzas,abriéndose paso a la fuerza entre losguerreros gigantes y rompiendo aún mássu cohesión. Segundos antes delimpacto, Arkhan vio las expresiones dedesesperación que aparecieron en losrostros de sus enemigos al comprenderque sus frenéticas maniobras no habíanservido para nada.

Riéndose con crueldad, Arkhancondujo a sus hombres a través de lasdelgadas líneas de la infantería y haciael centro de los guerreros de Ka-Sabar.

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Los soldados de a pie de Khemri, queestaban demasiado agotados odemasiado preocupados para evitar lacarga, se vieron apartados salvajementepor el peso de los caballos o acabaronpisoteados bajo los cascos. Sus muertesno significaban nada para él, puesempezarían a atacar de nuevo.

El primer golpe del visir fue contrauno de sus propios hombres; sucimitarra descendió con un destello ygolpeó a un tambaleante hachero que seencontraba entre él y el enemigo quehabía escogido. La hoja se hundió en launión entre el cuello y el hombro delsoldado, que salió disparado

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acompañado de un chillido y un mar desangre. El olor de la misma hizoenloquecer a Arkhan. Rugiendoávidamente, espoleó su caballo paraadentrarse en el bosque de lanzas quetenía delante, mientras su espadaoscilaba a derecha e izquierda trazandogolpes devastadores. A su alrededor lacarga de los jinetes de Khemri dio en elblanco y fracturó las compañías engrupos de hombres que luchabandesesperadamente. Las espadas y lashachas destellaban mientrasdespedazaban mangos de lanzas y seestrellaban contra los bordes de losescudos bordeados de bronce. Los

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lanceros caían con los cráneosdestrozados, las gargantas rajadas oaferrándose los muñones de los brazosamputados. Los caballos se retorcían ychillaban empalados en puntas de lanzade bronce o arrastrados al suelo debidoa la tremenda fuerza de los guerrerosgigantes. A la derecha de Arkhan, unlancero veterano agarró las riendas deun caballo de guerra que se encabritaba,tiró de la cabeza con tanta fuerza que lerompió el cuello con un desagradablecrujido de huesos y luego hundió sulanza en el pecho del jinete mientras lamontura muerta se desplomaba.

Hasta montado a horcajadas en su

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caballo, Arkhan se encontró mirando asus altísimos adversarios casi cara acara. Incluso mientras retrocedíantambaleándose ante la fuerza de la cargade la caballería, atacaban al visir desdetodos lados. Una centelleante punta delanza se le hundió en el costadoizquierdo, justo debajo de las costillas,y otra le atravesó el muslo derecho y seclavó en las costillas de su caballo.Silbando como una víbora, Arkhandecapitó a un hombre que se encontrabaa su derecha y le cortó la mano a unlancero a su izquierda. Su espadadestellaba y giraba esparciendo chorrosde sangre humeante en un amplio arco

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mientras derribaba a un enemigo trasotro. El poder nigromántico que ardía ensus venas le proporcionaba la mismafuerza y más velocidad que a susenemigos, y sus adversarios caían comotrigo bajo la espada manchada de sangredel visir.

El enemigo retrocedió ante elterrible poder de Arkhan llamando a vozen cuello a sus dioses o gritando conconsternación. Una lanza que alguienhabía arrojado golpeó al visirdirectamente en el pecho y le perforó elpulmón. Se la arrancó con la manoizquierda y la volvió a lanzar con unaexpresión desdeñosa y ensangrentada;

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luego se irguió en la silla y comenzó asalmodiar con un discordante tonosibilante. Un poder invisible hizocrepitar el aire alrededor de Arkhanmientras pronunciaba el hechizonigromántico, y los hombres a los quehabía dado muerte comenzaron amoverse. Los guerreros muertos, a losque les manaba sangre a chorros de lasespantosas heridas, se pusieron en piecon aire aturdido en medio de los gritosde horror de los suyos.

El impacto de la terrible carga y eldestino de sus hermanos caídos fueronmás de lo que el enemigo pudo soportar.Los lanceros cedieron, amontonándose

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sobre la compañía que se encontraba asu lado y desbaratando la formación ensu prisa por escapar. Los jinetes deArkhan atropellaron a los lancerosmientras trataban de huir espoleando suscaballos en dirección al agolpamientode cuerpos y repartiendo mandobles consus espadas manchadas de sangre. Elpánico de los hombres que huían resultócontagioso y acabó afectando a todos losguerreros con los que entraron encontacto. La caballería que avanzabaapenas había alcanzado a la segundacompañía enemiga cuando esta tambiénflaqueó y cedió ante la arremetida.Ellos, a su vez, retrocedieron contra la

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tercera compañía en la línea; eran tantosque incluso los guerrerosincondicionales se vieron arrastrados enmedio del tumulto.

Los jinetes continuaron avanzandoexultantes, sembrando el terror y elpánico entre sus enemigos. Variosescuadrones ya habían logrado rodear lacreciente turba de tropas en fuga y sehabían encontrado con una pantalla decaballería ligera. Los jinetes enemigosdispararon una descarga cerrada deflechas a bocajarro contra los flancos delos jinetes de Khemri, lo que derribó amás de una veintena de hombres de sussillas e hizo que sus monturas cayeran

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retorciéndose al suelo. Uno de losescuadrones de Arkhan dio media vueltapara enfrentarse a la caballería ligera ehizo ademán de atacarlos, pero losjinetes de Ka-Sabar se detuvieroninmediatamente y galoparon hacia el suren busca de la seguridad del oasis.

La tercera compañía estaba luchandopor mantenerse unida contra la marea desus camaradas que se batían en retirada.Las formaciones ya se habíanfragmentado en grupos grandes deguerreros aislados, pero esos hombreseran más duros que sus compañeros y,aunque parecía increíble, se esforzabanpara no ceder terreno. Los jinetes los

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rodearon como si fueran lobos,acercándose rápidamente y lanzandounos cuantos golpes veloces antes deapartarse de nuevo, pero el mayoralcance de la lanza y la fuerza de loshombres de Ka-Sabar jugaban a sufavor. Los hombres y los caballosmuertos se amontonaban alrededor delos adustos lanceros, ralentizando elpeso de la carga de Arkhan yofreciéndoles a los guerreros que sereplegaban la posibilidad de escapar.Maldiciendo con odio, el visir sopesósus opciones. La carga de la caballeríase había quedado prácticamente sinfuerza. ¿Debería retirarse, reagruparse y

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volver a atacar, o convocar a suscompañeros inmortales y aplastar a esostestarudos?

Arkhan titubeó y en esos brevesinstantes perdió su oportunidad. Enmedio del estruendo de ruedasbordeadas de bronce y el mortíferozumbido de las cuerdas de arco, unamasa oscura de carros blindados salió atoda velocidad de la nube de polvodesde detrás del centro del ejércitoenemigo que se batía en retirada y corrióal rescate del tambaleante flancoizquierdo.

Las flechas zumbaron en medio delremolino de jinetes y originaron una

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mortífera confusión entre sus filas, yluego los carros armados con cuchillasse hundieron entre ellos. Las armasgiratorias montadas en los ejes de loscarros, cada una tan larga como la hojade una espada, se abrieron paso entrelas patas de los caballos de Khemri,hirieron de muerte a docenas y llenaronel aire con sus escalofriantes chillidos.Grandes cimitarras de broncedestellaron en las manos de losguerreros que iban montados en la parteposterior de esas pesadas máquinas deguerra y acabaron con jinetes ycadáveres ambulantes por igual.

La fuerza de la carga enemiga

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sorprendió a los jinetes de Arkhan. Loscarros revestidos de bronce de Ka-Sabar no se parecían en nada a lasmáquinas más ligeras y veloces que sepodían encontrar en los ejércitos deotras ciudades de Nehekhara, y enmanos de un comandante competente suimpacto resultaba devastador. Unaovación se alzó de la hueste de Bronceante la repentina aparición y lastambaleantes compañías de lancerosparecieron recobrar parte de su corajeperdido. Arkhan supo que tenía queactuar con rapidez antes de que loscarros ocasionaran tanto daño quetuviera que retirarse de nuevo al cerro.

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La idea de enfrentarse a su señor yadmitir su derrota era demasiadoespantosa como para considerarla.

Arkhan soltó una feroz maldición yespoleó su caballo herido paraintroducirse de cabeza y al galope enmedio de los carros enemigos. Lasflechas zumbaban con furia a sualrededor. Una se le clavó en el hombro,a pero apenas sintió el golpe. Estababuscando entre las atronadoras máquinasde guerra al paladín que las guiaba. Sipudiera encontrar a ese hombre ymatarlo, eso seguramente dejaríaconsternado al resto.

Divisó al hombre casi de inmediato:

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un gigante delgado y de piel oscura quese encontraba a la vanguardia del ataqueenemigo y blandía un khopesh a dosmanos como si no fuera más que unjunco hueco. El paladín ya estabasalpicado de sangre y una docena decaballos y sus jinetes yacían destrozadosy ensangrentados a su paso.

Arkhan supo que se trataba de Susebel León. No podía ser otro. El paladíndel rey de Ka-Sabar estaba consideradouno de los mejores guerreros vivos detoda Nehekhara.

El visir sonrió con frialdad. Él yallevaba cien años matando a hombrescomo ese antes de que Suseb el León

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hubiera nacido siquiera.Al otro lado del campo de batalla, el

poderoso paladín avistó la forma oscuradel visir. El León abrió muchos los ojosal ver al pálido inmortal.

Arkhan alzó su cimitarraensangrentada para retarlo y clavó lasespuelas en las ijadas de su caballo.

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CUATROLa corrienteinconstante

Oasis de Zedri,en el 62.º año de Qu’aph el Astuto(-1750, según el cálculo imperial)

Akhmen-hotep oyó el estruendo de loscascos al oeste y apretó los dientes en

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un gesto de furia impotente. Lacaballería ligera de Pakh-amn se estababatiendo en retirada ante el repentinoataque del Usurpador. Los gritos ychillidos que llegaban desde el otroextremo de la línea de batalla se habíanfundido formando un rugido informe ymonótono de puro ruido. No se tratabadel sordo repiqueteo metálico de labatalla, sino del sonido de puracarnicería. Si el flanco izquierdo nohabía cedido ya, estaba a punto dehacerlo.

Grandes cantidades de hombrespasaban junto al carro del rey sacerdotecomo una avalancha aparentemente

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interminable; sus rostros carecían deexpresión debido al terror y elagotamiento. Tras ellos venía unainexorable marea de muertos vivientes,un nuevo ejército de carne no muerta,animada por una voluntad desalmada ymaligna.

Había gritado hasta quedarse roncointentando volver a formar a sushombres y hacer que regresaran alcombate. Al principio, tuvo cierto éxito:reunió rezagados aquí y allá y lesordenó regresar a las desgastadascompañías; sin embargo, en cuantoaparecieron los cadáveres arrastrandolos pies, perdieron el valor una vez más.

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A menos que se pudiera hacer algopara contener a las criaturas no muertas,la hueste de Bronce sería destruida porcompleto, y si los temibles guerreros deKa-Sabar no podían competir conNagash el Usurpador, Nehekhara estabacondenada sin remedio.

No había habido ningún indicio delos sacerdotes durante el largo replieguea través de la llanura. Akhmen-hotep seresignó al hecho de que el jovenDhekeru no había tenido ningunaposibilidad contra los horrores queacechaban en la oscuridad. Lo único quequedaba era llegar al oasis y oponerresistencia con la esperanza de que la

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vil mancha de oscuridad no seextendiera más.

Entonces, un brillo perlado surgió asólo unos metros por delante del carroque retrocedía. El auriga gritó asustado,pero el rey sacerdote tranquilizó alamedrentado hombre apoyándole unamano en el hombro. Podía oír el sonidode voces que se mezclaban entonando uncántico constante y decidido.

—¡Los sacerdotes! —exclamó connuevos ánimos. ¡Su mensaje habíalogrado pasar, después de todo!

Momentos más tarde, Akhmen-hotepy su Ushabti guiaron a sus carros másallá de una hilera de sacerdotes de Neru

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con túnicas blancas, que permanecían depie sin temor en el camino de lascriaturas que se aproximaban mientrasentonaban la invocación del CentinelaVigilante. La nacarada luz de la diosa dela luna irradiaba de su piel hacíaretroceder a la oscuridad y les ofrecíaun refugio a los asustados guerreros. Alotro lado de la hilera de fielessacerdotes, Akhmen-hotep descubrió asu suma sacerdotisa, Khalifra,ofreciéndole plegarias y sacrificios a sudiosa. Más allá, vio a Memnet y a lossacerdotes de Ptra reunidos discutiendoen tono grave con Suseb, y lossacerdotes de Phakth.

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Una voz retumbante y parecida a lade un toro se alzó por encima del lejanofragor de la batalla y los confusos gritosde los guerreros que se replegaban.Hashepra, el sumo sacerdote de Geheb,de músculos de hierro, se dirigía agritos a los soldados de la hueste deBronce.

—La oscuridad viene y se va, perola gran tierra no se mueve —exclamó—.¡Manteneos firmes, como las montañas,y Geheb os bendecirá con la fuerza paraderrotar a vuestros enemigos!

El poder de la voz de Hashepra y supresencia severa e intimidanteprodujeron el efecto deseado en los

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hombres: les devolvieron el valor ydetuvieron su precipitada huida. Ladisciplina se iba restableciendo demanera lenta pero constante. ¿Selograría a tiempo?

Unos gemidos extraños ysobrenaturales surgieron de la penumbracuando los primeros no muertosalcanzaron la barrera de luz de luna queproyectaban los sacerdotes de Neru. Lascriaturas vacilaron mientras alzaban lasextremidades ensangrentadas paraprotegerse la cara del resplandor.Sisearon y gritaron, pero por elmomento no pudieron avanzar más.Akhmen-hotep le ofreció una plegaria de

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agradecimiento a la consorte celestial yluego le ordenó a su auriga que lollevara hasta Memnet.

Los sacerdotes del sol y el cielodejaron de lado sus acaloradas palabrascuando el rey sacerdote se acercó, peroAkhmen-hotep pudo ver la tensióngrabada profundamente en sus caras.Bajó del carro antes de que este sehubiera detenido del todo y corrió hacialos hombres de rostro adusto.

—Gracias a los dioses querecibisteis mi mensaje —comenzó.

Memnet frunció el entrecejo.—¿Mensaje? No hubo ningún

mensaje.

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—Cuando vimos desatarse laoscuridad, supimos que nos llamaríais—terció Sukhet—; aunque ninguno denosotros podría haber esperado la magiablasfema con la que cuenta ahora elUsurpador.

—Ya veo —dijo Akhmen-hotep envoz baja—. ¿Y qué pasa con esta viloscuridad? ¿No podéis disiparla?

—Lo máximo que podemos hacer esimpedir que se extienda más —respondió bruscamente Sukhet,dirigiéndole una mirada avinagrada alrey—. No se trata de una simple nube depolvo o ceniza, sino de algo vivo, quizásun enjambre de escarabajos o langostas

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reunidos con un propósito diabólico. Semueve con el viento y no se puedeapartar con facilidad.

—¿Y la luz del Gran Padre,entonces? —Le preguntó Akhmen-hotepal gran hierofante—. ¿No podéis invocara Ptra para que queme esta brujería y laborre del cielo?

—¿No creéis que ya lo he intentado,hermano? —dijo Memnet con tonosombrío. El gran hierofante tenía elrostro pálido y los ojos muy abiertos acausa del miedo—. He suplicado. Herealizado sacrificios ¡He alimentado lasllamas con mis sirvientes personales,pero Ptra no me escucha!

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Akhmen-hotep negó con la cabeza yapuntó:

—Lo que decís no tiene sentido. ElGran Pacto…

—Lo que el gran hierofante quieredecir es que nos están interfiriendo —intervino Suseb con aire lúgubre—. Nosé cómo. —Lanzó una mirada depreocupación hacia el lejano cerro—.Hay una hechicería en juego distinta detodo lo que yo haya conocido. ¡Es eltipo de magia más abyecta, la obra delos demonios!

—¡Entonces, debéis atacarla contodo el poder de que dispongáis! —repuso Akhmen-hotep—. ¡Invocad al

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relámpago! ¡Abrasad el cielo con elfuego de Ptra! ¡Golpead al Usurpadorcon toda la cólera de los dioses!

—No sabéis lo que estáis pidiendo—contestó Sukhet; la petición del reysacerdote lo había impresionado deverdad—. El precio de tal poder…

—¡Pagadlo! —ordenó el rey—.¡Ningún coste es demasiado grande paralibrar a la Tierra Bendita de semejantemonstruo! Le ha chupado la sangre anuestras ciudades, ha aterrorizado anuestra gente y ha vaciado nuestroserarios, y si nos derrota aquí, ¿creéisque Nagash se conformará con unrescate de oro o lingotes de bronce?

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¿Habéis olvidado lo que le hizo aZandri, allá en la época de nuestrospadres? Eso palidecerá en comparacióncon la venganza que descargará contranosotros por desafiarlo.

—Pero los augurios… —se quejóMemnet—. Intenté advertiros. Mientrasbrilló el sol, tuvimos nuestraoportunidad, pero ahora…

Akhmen-hotep dio un pasoamenazador hacia su hermano mayor.

—En ese caso, haced que vuelva abrillar —gruñó.

El gran hierofante comenzó aprotestar, pero de pronto un sonido débily agudo se alzó, desenfrenado y claro,

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por encima del tumulto, resonando desdelas dunas que había al oeste. Lascabezas se volvieron buscando el origendel sonido. Sukhet, que tenía el oído másfino debido a la gracia de su dios, ladeóla cabeza para prestar atención.

—Cuernos —informó—, perohechos de hueso, no de bronce.

—¿Otra trampa del Usurpador? —preguntó Memnet.

—No, esta vez no —contestóAkhmen-hotep. Su rostro se arrugó alesbozar una sonrisa de triunfo—. ¡Lospríncipes de Bhagar han llegado, porfin!

A tres cuartos de milla de distancia,

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donde la sombra antinatural delUsurpador no dejaba verlos, cuatro miljinetes con túnicas salieron al galope delas cegadoras arenas del desierto y sedirigieron a toda velocidad hacia elcombate. Los príncipes mercaderes deBhagar habían enviado a todos lossoldados de los que pudieron prescindirpara ayudar a sus aliados en la luchacontra Nagash, y no había mejoresjinetes en toda la Tierra Bendita. En laantigüedad, habían sido bandidos queasaltaban las caravanas nehekharanas yregresaban a las dunas como si fueranfantasmas, pero en tiempos de Settra loshabían domado y les habían dado la

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bienvenida al Imperio. Desde entonces,habían prosperado como comerciantes,aunque nunca habían olvidado suscostumbres bélicas.

Los jinetes de Bhagar conocían elGran Desierto igual que un hombreconoce a su primera esposa. Sabían desus modos cambiantes y sutemperamento salvaje, sus dones ocultosy sus oscuros secretos, y sin embargo,mientras cabalgaban en ayuda de Ka-Sabar se vieron acosados una y otra vezpor feroces tormentas de arena y sendasfalsas que les costaron valiosísimos díasen medio de las arenas abrasadoras.Cuando sus exploradores avistaron la

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creciente oscuridad que teñía elhorizonte, se habían temido lo peor yhabían presionado a sus fogososcorceles del desierto al máximo.

Con el audaz Shahid ben Alcazzar ala cabeza, primero entre sus iguales enBhagar y al que llamaban el Zorro Rojopor su piel, los jinetes del desierto sezambulleron sin temor en la oscuridadantinatural que se cernía sobre la granllanura y se encontraron detrás de unaagitada masa de soldados de caballeríaque amenazaban el flanco izquierdo dela hueste de Bronce. Invocando a losespíritus de sus antepasados, hicieronsonar sus cuernos de guerra de hueso y

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se lanzaron a la batalla. Los jinetes decabeza sacaron jabalinas cortas, dotadasde lengüetas, de las aljabas quecolgaban junto a sus rodillas y laslanzaron hacia la apretada masa decaballería pesada, mientras aquellos quese encontraban más atrás preparabanpoderosos arcos compuestos y gruesasflechas con plumas rojas. Los potentesproyectiles podían atravesar un escudode madera a cuarenta pasos y los jinetessabían cómo usarlos para lograr unefecto mortífero.

El repentino ataque sembró lamuerte y la confusión entre las filasenemigas, y los escuadrones de

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caballería pesada se desperdigaron antela arremetida. Veloces como una manadade lobos, los asaltantes del desiertodieron media vuelta y regresaron a todavelocidad por donde habían llegado,dejando a un centenar de soldados decaballería muertos y desparramados porel suelo ensangrentado. Luego, despuésde cien metros, se detuvieron, se dieronla vuelta y se lanzaron contra el enemigouna vez más, abriéndose paso sinesfuerzo entre los caballos de guerramás pesados y derribando a los hombresde sus sillas. Furiosos, los jinetes deKhemri intentaron salir en supersecución y los asaltantes del desierto

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comenzaron a atraerlos, sin prisa perosin pausa, hacia el oeste lejos de lascompañías de lanceros en combate.Arkhan oyó los gimientes cuernos de losjinetes del desierto justo cuandocomenzaba su ataque y se dio cuenta delpeligro en el que se encontraban susguerreros. Estaban atrapados entre dosfuerzas enemigas, y si los carroslograban reagruparse y atacar a sushombres una vez más, era muy probableque cedieran por la presión. Sin aviso,la corriente de la batalla amenazaba convolverse contra ellos. El visir seabalanzó sobre Suseb el León siseandocomo una víbora. Asimismo, el paladín

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de la hueste de Bronce ordenó que sucarro avanzara alzando su poderosokhopesh. El arquero que se encontrabana su lado levantó su arco, pero Suseb lodetuvo con una mirada severa. Esa seríauna, batalla entre héroes, o eso pensabael León.

Mientras la distancia entre ellosdisminuía, Arkhan comenzó a salmodiar.Sintió el poder oscuro bullendo en susvenas y en el último momento estiró lamano izquierda y desató una tormenta decrepitantes rayos color ébano contra losocupantes del carro. Chillidos y gritosde furia respondieron al visir mientrasse apartaba del carro que se acercaba a

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toda velocidad, y de sus cortantescuchillas.

Tras una docena de metros, diomedia vuelta y vio que el carro blindadodel paladín se había detenido. El aurigayacía a los pies de Suseb; su cuerpo eraun cascarón humeante, y el León luchabapor desenredar las riendas del carro delas manos apergaminadas del cadáver.Entretanto, el arquero del paladín saltóde la parte posterior del carro y se situóentre Arkhan y su enemigo. El visir serió al verlo y espoleó su montura.

El arquero era un hombre valiente.Su rostro era una máscara de rabia, perose movía con tranquila eficiencia

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mientras tiraba de una flecha de juncohacia su mejilla y la disparaba contra elinmortal que se le venía encima. Arkhanle dio un tirón a las riendas en el últimominuto, intentando esquivarla, y laflecha le impactó en el brazo izquierdoen lugar de hundírsele en el corazón.

Arkhan se le echó encima antes deque el arquero pudiera sacar otra flecha.Su cimitarra silbó por el aire y el cuerposin cabeza del arquero cayó haciadelante, sobre el polvo.

No obstante, la muerte del arquero lehabía proporcionado al León el tiempoque necesitaba, y con un grito de rabiasacudió las riendas y el carro se puso en

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marcha de nuevo con una sacudida.Suseb manejó la enorme máquinamagistralmente, haciéndola girar en uncírculo cerrado, pero no antes de queArkhan pasara a toda velocidad. Unavez más, su cimitarra pasó zumbando,trazando un arco decapitante, pero lahoja se estremeció en su mano como sihubiera golpeado teca maciza. Alparecer, el León gozaba del favor deldios de la tierra.

A pesar de la velocidad del ataquede Arkhan, este sintió el viento de laespada de Suseb al hender el aire amedio centímetro a su espalda. Siguióadelante, dejando atrás al paladín pero a

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menos de diez pies tiró furiosamente delas riendas. Su corcel sacudió la cabezacon ira y piafó mientras el visir hacíaque diera media vuelta para otra pasada.

Suseb seguía luchando por controlarel carro con una mano mientras miraba aArkhan por encima del hombro. Estabahaciendo virar la máquina de guerra,pero demasiado despacio. Sonriendocomo un demonio, Arkhan se abalanzósobre la espalda del León en tantosostenía la espada sobre su cabeza.Comenzó a salmodiar una vez más.Volutas de fétido vapor negro empezarona subir en espirales desde el filo de suarma.

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El León observó cómo seaproximaba el visir con una expresiónde estoica resolución. En el últimomomento, la sensación de triunfo deArkhan se transformó en inquietud.Cuando Suseb soltó las riendas delcarro, supo que lo había engañado. Elpaladín se convirtió en una masaborrosa en movimiento mientras girabasobre los talones y trazaba un círculocon su enorme espada para asestar unveloz golpe de revés.

Los reflejos antinaturales delinmortal fueron lo único que lo salvó.Tiró de las riendas una vez más y lacarga del caballo de guerra se detuvo

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tan sólo un momento. La espada deSuseb dibujó un reluciente arco pordelante de Arkhan en lugar deatravesarlo y cortó el grueso cuello delanimal en su lugar. El cuerpo sin cabezadel caballo se tambaleó hacia laderecha, de modo que tanto la monturacomo el jinete se estrellaron con fuerzacontra el carro del León. Se oyó elsonido de la madera al astillarse y elmetal al rajarse. Arkhan golpeó ellateral de la máquina de guerra con unimpacto aplastante y perdió el sentido.

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* * *

Una ovación se alzó de las asediadasfilas de la hueste de Bronce al oír elsonido de los cuernos de guerra deBhagar. Sus aliados habían llegado justoa tiempo, justo cuando se los necesitaba.Akhmen-hotep sintió que lo invadía undesenfrenado sentimiento de esperanza.¿Podrían ganar cuando todo parecíaestar perdido?

El rey sacerdote contempló aMemnet y Sukhet una vez más.

—¿Lo veis? ¡Los dioses no nos hanabandonado! —exclamó—. Ahora nos

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corresponde a nosotros demostrar quesomos dignos de su ayuda. ¡Invocad supoder y destruyamos al Usurpador deuna vez por todas!

Una sobrecogedora expresión cubrióel rostro de Sukhet mientras escuchabala petición de Akhmen-hotep, peroasintió con la cabeza, de todos modos.

—Así se hará —respondió con vozsombría, y condujo a sus sacerdotes acierta distancia para comenzar lasinvocaciones.

El rey sacerdote se volvió haciaMemnet y preguntó:

—¿Y vos, gran hierofante? ¿El GranPadre Ptra nos ayudará cuando lo

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necesitamos?Memnet se acercó al rey.—No uses ese tono conmigo,

hermanito —dijo en voz baja—. ¿Nooíste lo que dijo Sukhet? Los dioses noson soldados a los que se pueda darórdenes como a tus guerreros. Exigiránun alto precio por tal poder, ¡y seremosnosotros los que lo paguemos, no tú!

El rey se mantuvo indiferente.—Si tienes miedo de invocar a tu

dios, Memnet, entonces ve a hincarte derodillas ante Nagash. Esas son lasúnicas opciones que nos quedan.

El rostro de Memnet se crispó enuna máscara de rabia, tan repentina e

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intensa que el Ushabti dio un pasoprotector hacia el rey, y cerró las manosrollizas formando puños temblorosos. Elgran hierofante enfadado, apretó lamandíbula, pero cuando habló no fuepara proferir imprecaciones contra elrey sacerdote. En lugar de ello, comenzóa salmodiar con voz acalorada.

Akhmen-hotep vio cómo las gotas desudor se amontonaban en el rostroredondo de Memnet, y luego sintió unaráfaga de aire caliente rozándole la piel,que rápidamente se convirtió en unagitado remolino de viento. Lacrepitante y chirriante nube de oscuridadque se cernía en lo alto se agitó como un

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mar tempestuoso. Estrechas lanzas deferoz luz de sol se abrieron paso através de la masa agitada, tocando elsuelo un instante antes de que la sombrase las tragara. Ardientes formas negrascayeron al suelo alrededor de Akhmen-hotep y sus guerreros, formando unalluvia constante y creciente. El rey sedio cuenta de que se trataba decaparazones y escarabajos de tumbas,cada uno tan grande como el puño de unhombre adulto.

La voz de Memnet se volvió másfuerte y se alzó sobre el viento aullanteen contrapunto a la voz aguda y nasal deSukhet. El sacerdote de Phakth el dios

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del cielo, parecía estar sufriendo unterrible dolor.

Akhmen-hotep se sobresaltó al sentirque se le destapaban los oídos y luegooyó a sus soldados gritar asustados ysobrecogidos mientras un relámpago enzigzag se estrellaba contra el lejanocerro.

El trueno que se oyó a continuaciónfue como si hubiera llegado el fin delmundo.

* * *

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Arkhan abrió los ojos de pronto en elpunto culminante del ruido; la sacudidadel trueno fue tan grande que por unmomento el visir pensó que alguien lohabía golpeado.

Estaba tendido de espaldas a unosmetros de los restos retorcidos del carrode su enemigo. El impacto de su caballomuerto había destrozado la ruedaizquierda de la máquina de guerra yhabía volcado el pesado vehículo, y loscuatro caballos que tiraban de él sealejaban galopando despavoridos yarrastraban el yugo roto tras ellos.Caballos y hombres gritaban a sualrededor en medio de la penumbra, y su

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caballería, rodeada por dos lados,luchaba por sobrevivir.

Arkhan se levantó como pudomientras maldecía. Tenía la piernaizquierda débil y rígida. Se dio cuentacon retraso de que un fragmento debronce del tamaño de una daga lesobresalía del muslo derecho. Se loarrancó con la mano izquierda y seobligó a ponerse en pie. Unestremecimiento recorrió al inmortal ysintió cómo el conocido y atroz dolorsurgía en sus tripas. Los esfuerzos y lasheridas que había recibido habíanconsumido gran parte del elixir vital desu señor y una mortal lasitud comenzó a

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extenderse por sus extremidades.Inspeccionó los restos del carro de

Suseb estremeciéndose de miedo. ¿Elpaladín habría sobrevivido?

Vio como la masa de madera y metalse movía. Las retorcidas chapas debronce crujieron y estallaron y Arkhansintió que lo invadía el temor cuando lacabeza y los hombres del Leónaparecieron con gran esfuerzo ante suvista.

Desesperado, el visir alzó su espaday entonó el Conjuro de Llamada. Lamagia oscura era inconstante, se resistíaa su control debido a su estadodebilitado, pero tres de los soldados de

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caballería muertos de Arkhan seagitaron y se levantaron con grandificultad.

—¡Matadlo! —ordenó el visir,señalando a Suseb.

Los guerreros no muertos avanzarontambaleándose. Un soldado se sacó unajabalina del pecho y se la lanzó alpaladín atrapado. Golpeó a Suseb en elhombro izquierdo atravesándole laarmadura pero no la carne bendita dedebajo. El León rugió furioso y redoblósus esfuerzos logrando ponerse derodillas. Con la mano derecha, arrancóun trozo irregular de chapa de bronce delos restos y lo arrojó dando vueltas

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contra el cadáver ambulante que seencontraba más cerca. El impactoaplastó el cráneo del resucitado traslanzarlo al suelo.

Entre maldiciones, Arkhan cargócontra él junto al resto de sus guerreros,con la esperanza de dar muerte alpaladín antes de que pudiera liberarse.

Uno de los soldados de caballeríamuertos arremetió contra Susebatacándolo con un hacha. La hoja depiedra rebotó en el cráneo del paladíndejando un corte poco profundo a lolargo de un lado de su cabeza. El otrotrató de agarrarle la garganta con manosensangrentadas. Suseb cogió a la

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criatura desarmada por el brazo y lalanzó contra el guerrero que empuñabael hacha. Los torpes resucitados seenredaron el uno con el otro y sedesplomaron, retorciéndose; antes deque pudieran levantarse de nuevo, elLeón agarró su enorme khopesh yatravesó ambos cuerpos con un único yresonante golpe.

Al sentir una oportunidad, Arkhansaltó hacia delante y arremetió contra elrostro de Suseb. El paladín vio venir elgolpe e intentó apartarse, pero lacimitarra dejó un profundo tajo en lamejilla morena del guerrero. El visirsoltó una carcajada al ver la herida,

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pero la sensación de triunfo le durópoco. El khopesh del León parpadeó porel aire y el inmortal retrocediórápidamente, justo a tiempo de evitarque le cortara ambas piernas.

Suseb flexionó sus fuertes piernascon un enérgico rugido y se liberó de losrestos. Su enorme espada tejió unmortífero diseño por el aire mientrasavanzaba sin temor hacia el visir.

—Asqueroso cobarde impío —gruñó—. Es una deshonra manchar mihoja con un enemigo tan indigno, pero loharé con mucho gusto si así libro almundo de tu presencia y la de los de tucalaña.

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Arkhan soltó un rápido conjuro ylanzó un rayo de poder nigrománticocontra el León. Le dio a Suseb justo enel pecho. El paladín bramó de dolor,pero prosiguió su implacable avance.

Otro relámpago golpeó la tierra, esavez cayendo en medio de una compañíade guerreros de Khemri, cerca delcentro de la línea de batalla. El truenoque llegó a continuación ahogó los gritosde asombro y consternación.

Entonces, para horror de Arkhan, unrayo de sol atravesó el velo deoscuridad de su señor y se reflejó en laespada del León. Su carne fría tembló alverlo y, por primera vez, temió que

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existiera la posibilidad de serderrotado.

Un viento tormentoso sopló hacia elnorte a través del campo de batalla,aullando con la furia de un dios. Losrayos azotaban la tierra como si setratara del látigo de un jefe de obra,arañando el cerro en medio de unacreciente lluvia de ardientescaparazones de escarabajo. Cada vezmás rayos de sol lograban abrirse pasoentre la agitada nube y acababan con losmuertos vivientes en cuanto los tocaban.

En el interior del pabellón negro,una multitud de esclavos se postró en elpolvo delante del lúgubre sarcófago del

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rey e imploró que los liberara. En lassombras de la parte posterior delrecinto, el anciano esclavo delUsurpador volvió su rostro ciego haciael cielo y profirió una carcajada ronca yespantosa.

Se oyó un silbido y el chirrido de lapiedra, y la tapa del sarcófago del rey seabrió. Un aullante coro de espíritusatormentados y una ráfaga de aire heladoenvolvieron a los aterrorizadosesclavos, que alzaron las manossuplicándole a su amo y señor.

Nagash el Inmortal, rey sacerdote deKhemri, salió de su féretro embrujadoen medio de un agitado nimbo de almas

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aullantes. Envuelto en trémulo vaporetéreo, el señor de la Ciudad Vivienteno le prestó atención a las súplicasreverentes de sus esclavos. Fuegocompacto verde ardía en sus ojoshundidos y crepitaba a lo largo delbáculo de metal oscuro que aferraba conla mano izquierda. Las caras de loscuatro cráneos que remataban elespantoso cayado rielaban con un podersobrenatural y desdibujaban el aire a sualrededor.

El apuesto rostro surcado de arrugasy las fuertes manos del rey eran delcolor de la porcelana y relucían comohueso pulido desde los pliegues de su

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oscura túnica carmesí. Se cubría lacabeza calva con un casquete de orobatido grabado con extraños jeroglíficosen una lengua desconocida para loshombres civilizados.

Los esclavos se apartaronrápidamente del camino del reyinmortal, encogiéndose de miedomientras Nagash se volvía hacia elsarcófago más pequeño, que aguardabajunto al suyo. La figura tallada en lasuperficie era serena y hermosa: unadiosa de la Tierra Bendita en plenajuventud. Una fría sonrisa torció losfinos labios del nigromante. Extendió lamano derecha, y los espíritus que lo

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rodeaban descendieron por su brazo sedeslizaron por la superficie del féretro.La tapa de mármol tembló y luego seapartó despacio. Un gemido quedo ytorturado se alzó de las profundidadesdel sarcófago. Nagash prestó atención,saboreando el sonido. Su sonrisa setomó cruel.

—Ven —ordenó.La voz del rey era burbujeante y

chirriante; salía resollando de unospulmones destrozados.

Despacio, dolorosamente, la figuraapareció. Iba ataviada con inestimablebrocado de seda y llevaba un tocado dereina hecho de oro sobre la frente.

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Pulseras con incrustaciones de brillanteszafiros colgaban de sus frágiles muñecasy arrugaban la piel seca y parecida apergamino de debajo. Se apretabadolorosamente las manos como garrascontra el pecho marchito y mantenía lacabeza inclinada bajo el peso de susgalas reales. Mechones de cabellodesvaído y quebradizo habían escapadode los pliegues de su tocado y se rizabancontra sus mejillas hundidas y amarillas.El tiempo había desgastado lasdelicadas curvas de su rostro, dejandosólo bordes angulosos y una boca fina ycasi sin labios. Sus articulacionescrujían como cueto seco mientras se

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movía, atraída hacia el nigromante comosi tirase de ella una cuerda invisible.

Unos brillantes y hermosos ojosverdes relucían como esmeraldas en elrostro momificado de la reina, en el quehabía quedado grabado un sufrimientotan profundo que resultabaincomprensible para un ser humano.

Los esclavos guardaron silenciomientras su reina avanzaba entre ellos.Hundieron la cara en el polvo y setaparon los oídos con las manos para nooír sus gritos lastimeros.

Nagash agitó la mano una vez más yla pesada portezuela de la tienda seapartó. Condujo a su reina hacia el

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rugiente tumulto, haciendo caso omisode la ira de los dioses y los hombres. Elnigromante recorrió el campo de batallacon la mirada y su sonrisa se transformóen un aborrecible gesto de desdén.

—Enséñales —le ordenó a su reina,que alzó los brazos atrofiados hacia elcielo y dejó escapar un largo ydesgarrador gemido.

Akhmen-hotep sintió el cambio amás de una milla de distancia. El vientoy los relámpagos se detuvieron en unsolo instante, de forma tan repentina queel rey se encontró poniendo en duda suspropios sentidos. A continuación, lasusurrante oscuridad de lo alto pareció

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aumentar y le llenó los oídos con suzumbido, y los sacerdotes comenzaron agritar.

Les había dado la espalda a Sukhet yMemnet cuando el fuego y los rayoshabían empezado, dejándolos con susconjuros mientras trataba de evaluar elefecto que tendrían en la batalla.Entonces, se giró al oír susexclamaciones de angustia y vio que losdos hombres se habían postrado. Unescalofrío recorrió al rey ante laexpresión de absoluto terror escrita ensus rostros.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. Ennombre de todos los dioses, ¿qué ha

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pasado?Por un momento, dio la impresión de

que ninguno de los dos lo oía. Luego,Memnet susurró:

—Estamos acabados.—¿Acabados? —repitió el rey

sacerdote. Un creciente miedo le atenazóel corazón—. ¿Qué significa eso?¡Habla!

—La Hija del Sol —gimió Memnet.El gran hierofante tenía la piel

colorada y los ojos enfebrecidos.Akhmen-hotep podía sentir el calor queirradiaba de él en oleadas palpables.

—¿Neferem? —inquirió el reysacerdote, sorprendido—. ¿Qué le pasa?

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¿Todavía está viva?—¡La ha esclavizado! —exclamó el

gran hierofante entre dientes—. ¡Nagashla ha atado en cuerpo y alma!

La noticia dejó a Akhmen-hotepatónito.

—Eso es imposible. Ella es el pactohecho carne. Su espíritu ata a los dioses.

—No me preguntes cómo —contestóel gran hierofante.

Parecía más un niño asustado queuna encarnación viva de Ptra. Extendióuna mano temblorosa hacia el norte.

—¡Puedo sentirla, hermano! Nopuedes imaginarte su sufrimiento. Lascosas que le ha hecho… ¡No puedo

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soportarlo!—¡En ese caso, debemos hacer algo!

—declaró el rey.—Nuestro poder no puede tocarla

—exclamó Memnet—, ni se puedendirigir las bendiciones de los diosescontra ella. ¡Mira! ¡Incluso la luz deNeru falla en su presencia!

Horrorizado, Akhmen-hotep volvióla mirada hacia el norte. Memnet teníarazón, la poderosa guarda de la consortecelestial había fallado y los no muertosse estaban acercando una vez más. Losacólitos de la diosa se habían retiradohacia su suma sacerdotisa con losrostros pálidos por la impresión.

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Khalifra lloraba abiertamente,aferrándose el vientre con las manoscomo si la hubieran apuñalado.

El rey tenía el cuerpo frío y pesado.Asombrado, se dio cuenta de queincluso el don de la fuerza de Geheb lehabía fallado.

Los dioses habían abandonado a loshombres de Ka-Sabar.

* * *

La enorme espada de Suseb se estrelló

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contra la guarnición de Arkhan con lasuficiente fuerza como para hacer caeral visir de rodillas. El inmortal chocócontra el suelo con violencia y rodó a unlado justo a tiempo para esquivar otroveloz golpe dirigido a su cabeza. En sudesesperación, Arkhan lanzó unmandoble de revés contra el tobillo delpaladín, pero la cimitarra giró contorpeza en su mano y rebotó en lapantorrilla de Suseb. Arkhancomprendió con asombro que el golpedel paladín había doblado su preciadaarma.

Arkhan siguió rodando y evitó porlos pelos otra estocada que le dio de

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refilón en el hombro. El León era igualde rápido y fuerte que su tocayo; susdones divinos rivalizaban incluso conlos de los Ushabtis. Pensando conrapidez, se puso de espaldas y extendióla mano izquierda mientras escupíapalabras de poder. Un rayo de energíasaltó de sus dedos y golpeó al paladínen el pecho. Suseb soltó un gruñido dedolor, pero su paso no vaciló nunca. Elvisir se había quedado casi sin poder.

—No podéis escapar al castigodivino tan fácilmente —rugió el León—.¡El momento de vuestro juicio se acerca!

Suseb llegó hasta el visir con unúnico y veloz paso e hizo descender su

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imponente espada. Una vez más, Arkhanintentó esquivar el golpe, pero en esaocasión su endeble cimitarra se partiócon un discordante sonido metálico.

El inmortal apartó a un lado la hojarota y levantó la mano vacía.

—¡Me rindo! —exclamó mientras sellevaba la mano izquierda a la espaldapara coger la daga que ocultaba en elcinto—. ¡Tened clemencia, León de Ka-Sabar! ¡Nagash pagará cualquier rescateque pidáis!

Una ira justificada iluminó el rostrode Suseb al hablar:

—¿Os atrevéis a suplicar clemencia,sirviente del Usurpador? ¡Si los dioses

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quieren perdonaros, que detengan mimano!

El León echó el arma hacia atrás.Durante un brevísimo instante pareciótambalearse, como si de pronto laespada pesara más que antes, y Arkhanvio su oportunidad. Su mano izquierdasubió rápidamente trazando un golpedesde abajo y se oyó un golpe sordo,como un cuchillo hundiéndose enmadera.

Suseb se detuvo con la boca abierta.Despacio, su mirada bajó hasta el mangode la daga que le sobresalía del pecho.Impulsada con fuerza sobrehumana, laafilada hoja se había hundido en su

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cuerpo.El paladín avanzó medio paso con el

rostro desencajado por el esfuerzomientras intentaba inspirar una vez más,pero la daga había atravesado elcorazón del León. La gran espada deSuseb se le escapó de las manos, y elpaladín cayó lentamente de rodillas.

Arkhan mostró sus dientesirregulares en una sonrisa lenta yperversa. Deliberadamente, se puso enpie poco a poco y cogió el arma deSuseb. Luego, se agachó y le susurróbajito en el oído:

—Parece que los dioses han hablado—dijo.

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Exclamaciones de desesperaciónescaparon de las gargantas de loshombres de Suseb cuando el visirgolpeó el cuello del León con la pesadahoja. Debido a lo débil que estaba,Arkhan necesitó dos golpes torpes paraseparar la cabeza del paladín de loshombros.

Akhmen-hotep oyó los gritos dedesesperación que surgieron del flancoizquierdo del ejército y supo que labatalla estaba perdida. Los acólitos deNeru habían huido llevándose a su sumasacerdotisa mientras los no muertos quemerodeaban por el lugar se acercaban.Los Ushabtis del rey habían desmotado y

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lo habían rodeado con las espadasdesenvainadas, esperando sus órdenes.

Hashepra, sumo sacerdote de Geheb,se acercó al rey. El rostro del rechonchosacerdote mostraba una expresiónafligida, sus morenas mejillas estabansurcadas de lágrimas, pero su voz semantenía igual de fuerte que siempre.

—Tengo cuatro compañías delanceros en formación esperandovuestras órdenes, alteza —informó—.¿Qué queréis que hagamos?

El rey sacerdote se sintió perdido enmedio de la oscuridad sobrenatural. Loscimientos de su mundo se habíandesmoronado en el transcurso de una

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sola mañana; se sentía vacío.—Salvaos —contestó apenado—.

Ordenad a los trompetas que toquen aretreta. Nagash se ha impuesto.

Hashepra retrocedió, sorprendido,como si Akhmen-hotep lo hubieragolpeado. El sacerdote comenzó aprotestar, pero no se podía negar eldesastre que se estaba desarrollando asu alrededor. Al final asintió con lacabeza y fue a transmitir la orden altrompeta.

Los Ushabtis guiaron al reysacerdote de regreso a su carro y loalejaron rápidamente en dirección aloasis. Memnet había desaparecido;

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aparentemente se lo habían llevado suspropios sacerdotes.

Akhmen-hotep avistó el cadáver deSukhet desde el carro. El sumoSacerdote de Phakth yacía en el suelo;su rostro era una máscara dedesesperación. La encarnación viva deldios de la justicia tenía el cuellocortado.

Una hora después, Arkhan subiórenqueando la ladera rocosa hacia elpabellón de su señor. Las últimascompañías de la hueste de Bronce quehabían sobrevivido lograron abrirsepaso a través de la oscuridad y cayeronde rodillas bajo la brillante luz del sol

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del oasis. Los adláteres no muertos deNagash se detuvieron al borde de lasombra, incapaces de seguirpersiguiéndolos. El visir dudaba de quehubiera más de cien guerreros deKhemri vivos repartidos por toda lallanura.

Casi una docena de figuras de pielmarfileña aguardaban hambrientas fuerade la tienda de su señor. Clavaron lamirada en Arkhan con odio apenasdisimulado mientras este pasaba entresus hermanos y entraba en la tienda sinanunciar su llegada.

Nagash aguardaba dentro, rodeadode su séquito de fantasmas y atendido

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por su reina y sus esclavos. Tresinmortales estaban arrodillados a lospies de su señor bebiendo a grandestragos y haciendo mucho ruido con loscálices de oro que sostenían con manostemblorosas.

Arkhan captó el embriagadorperfume del vivificador elixir y se hincóde rodillas. Se arrastró por el polvohasta los pies de Nagash, mientras losfantasmas lo rodeaban rozándole la pielcon dedos de hielo y gimiéndole al oído.

—Traigo nuevas de vuestra victoria,señor —dijo con voz ronca.

—Habla, entonces —respondióNagash con frialdad.

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Arkhan se pasó la lengua por loslabios fríos. La sed era atroz. Todas lasvenas de su cuerpo estaban marchitas yle dolían. Con un esfuerzo, continuó:

—La hueste de Bronce se ha dado ala fuga y hemos obligado a los jinetes deBhagar a abandonar el campo de batalla.

—Aun así tu caballería siguepersiguiéndolos —dijo Nagash.

—Así es, señor así es —repitió elvisir, levantando la mirada hacia el rey.La reina se encontraba a la derecha deNagash y un poco por detrás delnigromante. Arkhan evitó su mirada fijay angustiada.

—Deberíamos llamar a nuestros

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jinetes inmediatamente antes de que seagoten demasiado.

—La confusión reina entre la huestede Bronce. Huyen para salvar sus vidaspor el camino comercial hacia Ka-Sabar. Al menos la mitad de ellos yacenmuertos allá abajo, en la llanura. Si losperseguimos, podríamos destruirloscompletamente…

El rey negó con la cabeza.—No habrá persecución —declaró

Nagash—. El ejército debe regresar aKhemri de inmediato. Los reyes deRasetra y Lybaras también se han alzadocontra nosotros y ahora mismo susejércitos marchan a través del Valle de

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los Reyes.La noticia desconcertó a Arkhan. Por

un momento, olvidó incluso su terriblesed.

—¿Y nuestros aliados de Quatar? —preguntó.

—Le he enviado un mensaje al reysacerdote Nemuhareb —contestóNagash—. Se ha puesto en marcha parabloquear el extremo occidental del valley está seguro de que puede hacerretroceder a los rebeldes.

El visir estudió el rostro de su señor.—No estáis convencido —afirmó.—Debemos hacerle frente a esta

rebelión desde una posición de fuerza

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—respondió el nigromante—. La batallade hoy no ha sido sino la primera demuchas. Preveo que nos espera una largay enconada guerra. Debemos reunir anuestros aliados y prepararnos para latormenta. —Un ávido destello brilló enlos ojos oscuros de Nagash—. Nosencargaremos de Ka-Sabar más tarde.¡Antes de que hayamos acabado,controlaremos toda Nehekhara yhabremos restablecido el gran Imperiode Settra!

«Que los dioses os oigan», habríadicho en otro tiempo Arkhan. Ahora elvisir simplemente sonrió y preguntó:

—¿Qué queréis que haga, señor?

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—Por ahora, bebe. Luego, ve allamar a tus jinetes errantes. Salimospara Khemri al anochecer —dijoNagash mientras extendía la mano.

Ghazid, el esclavo de ojos azulesdel rey, salió de la oscuridadarrastrando los pies desde el otroextremo de la tienda con un cáliz de oroen las arrugadas manos. El recipienterebosaba un espeso líquido carmesí. Lasmanos de Arkhan se cerraron de formaespasmódica mientras el líquido seaproximaba.

El visir le quitó la copa al esclavodemente y bebió el contenido conavidez, olvidando todo pensamiento de

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guerra y conquista.

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CINCOUna tormenta llega del

este

Valle de los Reyes,en el 62.º año de Qu’aph el Astuto(-1750, según el cálculo imperial)

Algo se movía al otro lado de lasPuertas del Alba.

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Era casi mediodía. Rakh-amn-hotep,el primero de su nombre, rey Sacerdotede Rasetra, se pasó una mano callosapor la cabeza rapada y entrecerró losojos bajo la intensa luz del sol. El airetitilaba en los confines del Valle de losReyes lanzando brillantes destelloscontra las nubes de polvo terroso que sealejaban con el viento al paso delejército aliado. El polvo fino ycentelleante se había convertido en supeor enemigo durante la larga yagotadora marcha por el sinuoso valle.Se adhería a la piel, obstruía gargantas yojos, y serraba los ejes de los carros.Desde donde se encontraba el rey

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rodeado por sus Ushabtis en la cima deuna colina baja, justo al lado del amplioCamino del Templo, podía ver grandesnubes de polvo que envolvían elestrecho paso en el extremo occidentaldel valle, ocultando cualquier peligroque pudieran haber dispuesto contraellos.

Había algo ahí fuera. De eso estabaseguro. Pero ¿qué?

Rakh-amn-hotep enganchó lospulgares romos en las sisas de su pesadacamisa de escamas y trató de situarla enuna posición más cómoda. Había pasadomucho tiempo desde la última vez quehabía marchado por las arenas del

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centro de Nehekhara y podía soportar elcalor, pero le ardía la piel debido a lagruesa capa de arena que lo rozaba bajoel peso de la armadura. El rey sacerdoteera un hombre bajo y muy corpulento, depecho ancho y rostro franco y belicoso.La punta de la lanza de un hombrelagarto le había dejado un hoyuelopermanente en la mejilla izquierdacreando la ilusión de una sonrisa. Era unhombre salvaje y astuto, cruel con susenemigos e implacable cuando seenfadaba, y el rey sacerdote de Rasetraa menudo estaba enfadado por algo. Supequeña ciudad, situada cerca del bordede las tórridas selvas meridionales, se

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encontraba constantemente amenazadapor tribus de salvajes hombres lagarto.No pasaba un año en el que losrasetranos no tuvieran que rechazardestacamentos de asalto o conducirexpediciones punitivas hacia la espesurapara quemar aldeas y tomar rehenes enlas tribus más grandes.

Años de combate contra losmiembros de las tribus habían dejado sumarca en el rey sacerdote y susguerreros. Llevaban faldellines máslargos y pesados de grueso algodón queles llegaban más abajo de las rodillas yestaban recubiertos de cuero curtido quesacaban de los enormes lagartos de

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trueno que se abrían paso por la espesavegetación de la selva. Se cubrían lostorsos con gruesas camisas de escamosapiel de lagarto con placas óseastraslapadas para desviar dientes ogarras. La extraña armadura les daba alos rasetranos un aspecto salvaje yexótico que contrastaba de maneraespectacular con el sencillo ytradicional atuendo de sus aliados.

A la ciudad de Lybaras, por el otrolado, no se la conocía por su destreza enla guerra. Su patrón era Tahoth, el diosdel conocimiento y el saber, y susriquezas, si se las podía llamar así,provenían de sus magníficas academias

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y artífices más que de violentasincursiones o conquistas. A sus noblesno les interesaban las joyas ni las ropaselegantes, sino que más bien invertíansus fortunas en pergaminos y extrañosinstrumentos, recipientes de cristal pococomún y artefactos arcanos de bronce ymadera.

Desde donde estaba el rey deRasetra, resultaba difícil diferenciar aun noble lybarano de un esclavo. Ambosgustaban de vestir un sencillo faldellínde color pardo y funcionales sandaliasde cuero, junto con una capa marrónoscuro que les llegaba por debajo de lacintura. Rakh-amn-hotep se fijó con el

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entrecejo fruncido en que la únicadiferencia radicaba en la cantidad deadornos de cristal y baratijas de metalque los nobles llevaban adondequieraque fuesen. Incluso sus Ushabtis eranextraños: sus cuerpos no presentabanninguna de las bendiciones físicas de losotros dioses y sus armas componían unavariopinta colección de palos, cuchillosy rollos de cuerdas fuertementetrenzadas. Sus ojos eran lo único querevelaba su naturaleza divina. Eranpenetrantes, de un gris casi luminoso, tanduros e incisivos como una roca afilada.Nada parecía escapárseles, menoscogerlos desprevenidos.

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Hekhmenukep, rey sacerdote deLybaras, se encontraba en medio de unabulliciosa multitud de visiresparlanchines y nerviosos escribas a tansólo unos metros a la derecha de Rakh-amn-hotep. El rey atisbaba con atenciónpor un largo tubo de madera recubiertode latón pulido, que mantenía enequilibrio sobre el hombro desnudo deun esclavo que permanecía inmóvil.Hekhmenukep era tan alto y delgado queresultaba casi esquelético. El faldellínle colgaba con languidez hasta la partesuperior de las huesudas rodillas y lacaída de la capa sólo realzaba lainclinación de sus estrechos hombros.

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Una fina cadena de oro rodeaba el largocuello del rey y de ella colgaba unaextraña colección de discos de cristalbordeados de alambre de cobre, plata ylatón. Rakh-amn-hotep pensó que separecía más a un mampostero que alsoberano de una poderosa ciudad.

—¿Y bien? —quiso saber el rey deRasetra—. ¿Veis algo o no?

Los visires que rodeaban aHekhmenukep se movieron inquietosante el tono autoritario de Rakh-amn-hotep, pero el rey no pareció inmutarse.

—La luz del sol convierte el polvoen una cortina que no deja dearremolinarse —contestó, entrecerrando

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los ojos para mirar por su extrañoartilugio—. Hay destellos de luz yalguna que otra sombra, pero resultadifícil discernir lo que significa. —Elrey sacerdote se enderezó—. ¿Quizás osgustaría intentarlo? —le ofreció,haciendo un gesto hacia el tubo.

Rakh-amn-hotep miró el extrañoobjeto con el entrecejo fruncido.

—No sé mucho de Tahoth y su modode hacer la cosas —gruñó—. Dudo queme bendiga con una visión especial.

El comentario hizo queHekhmenukep soltara una carcajada.

—No hacen falta oracionesespeciales en este caso —aseguró—.

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Simplemente, mirad por el tubo. Elcristal ayudará a vuestros ojos.

Rakh-amn-hotep tenía sus dudas,pero la necesidad de información loalentó a intentarlo. En el terreno llanoque quedaba al oeste de la colina, losejércitos de Rasetra y Lybaras estabansaliendo a toda prisa del camino paraformar su línea de batalla al agudogemir de las trompetas. En algún lugarpor delante, en medio de aquella agitadamasa de polvo, en el extremo del valle,se encontraba la avanzada de lacaballería ligera del ejército. Mediahora antes, un jinete de la avanzadahabía llegado al galope por el camino

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con un mensaje de su comandante:habían avistado tropas enemigas en lasPuertas del Alba. No habían tenidonoticias desde entonces. ¿La caballeríaligera había encontrado un pequeñodestacamento de tropas y lo habíaahuyentado, o estaba luchando por suvida contra todo el ejército de Quatar?

Había sabido desde el principio quela marcha por el valle sería una carreracontra el tiempo. El Valle de tos Reyesera un lugar siniestro, lleno de viejamagia y espíritus inquietos queembrujaban las tumbas de los antiguosnehekharanos. Allí no crecía nada y elagua más cercana se encontraba a casi

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cien leguas de distancia. Las paredesaltas y escarpadas del valle obligaban alos viajeros a atravesarlo de un extremoa otro. El extremo oriental, conocidocomo las Puertas del Anochecer, estabadefendido por la ciudad de Mahrak y suejército de sacerdotes guerreros. Elextremo occidental, conocido como lasPuertas del Alba, estaba protegido porla Guardia de la Tumba de Quatar.Rakh-amn-hotep sabía que si sucampaña iba a contar con algunaesperanza de éxito, tendrían que llegar alas Puertas del Alba antes de que Quatarse enterase de que se acercaban y semoviera para bloquear la entrada del

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valle. Si la Guardia de la Tumbacontrolaba las Puertas del Alba, elejército aliado tendría que arriesgarse aun asalto brutal y sangriento o dar mediavuelta y retirarse por donde habíavenido. Desde que habían salido deMahrak, el ejército aliado se habíadesplazado con una rapidezsorprendente por el sinuoso vallegracias, en gran medida, a los extrañoscarros flotantes de los lybaranos. Loscarros, que se mantenían suspendidosmuy por encima del suelo del vallemediante el viento caliente del desierto,podían transportar los suministros delejército y seguir el ritmo de las tropas

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en lugar de verse obligados a ir a pasode tortuga por culpa de las rebeldesyuntas de camellos o bueyes. El ejércitohabía cubierto casi cien leguas en sólolos cinco primeros días y Rakh-amn-hotep se había atrevido a creer que suplan tendría éxito.

«¡Cómo se ríen los dioses cuandolos hombres se atreven a teneresperanzas!», pensó el rey sacerdote conamargura. Se acercó a grandes zancadasal extraño invento de Hekhmenukep yatisbó de mala gana por el extremo deltubo de madera.

Al principio, lo único que pudo verfue un borroso círculo blanco. Comenzó

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a apartarse del tubo con el entrecejofruncido y de pronto la imagen se aclaróun poco. Rakh-amn-hotep se quedóinmóvil y advirtió que estaba viendo lasagitadas nubes situadas al otro lado delvalle casi con la misma claridad que siestuvieran a tan sólo unos metros. El reysacerdote volvió la mirada haciaHekhmenukep.

—¿Cómo es que los diosescomparten tal poder sin pedir nada acambio? —preguntó.

El rey de Lybaras cruzó los delgadosbrazos y sonrió. Como si se tratara de unprofesor dirigiéndose a un jovenestudiante, contestó:

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—Tahoth nos enseña que los donesde la creación están ocultos en el mundoa nuestro alrededor. Si somosinteligentes, podemos desvelar susmisterios y reclamarlos. De este modo,honramos a los dioses.

Rakh-amn-hotep intentó encontrarlesentido a sus palabras, pero renunciócon un encogimiento de hombros.Cuando acamparan esa noche leofrecería un sacrificio a Tahoth yconsideraría la deuda saldada.

Al volverse, el rey de Rasetradescubrió que había perdido la imagende nuevo. Se apartó del tubo concuidado, frunciendo el entrecejo, hasta

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que una vez más el otro extremo delvalle quedó a la vista.

«Polvo y más polvo», observó el reycon irritación. Entonces, vio un destellode bronce parpadeando en medio de laoscuridad: el reflejo de un yelmo, talvez, o la punta de una espada. Acontinuación, una sombra borrosaoscureció la nube de polvo durante unbreve instante. Grande y de movimientosrápidos, se trataba sin lugar a dudas deun hombre a caballo.

—La avanzada ha entabladocombate y está peleando en nuestro ladode la entrada del valle —murmuró contono sombrío.

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Rakh-amn-hotep se frotó el marcadomentón, pensativo. Años de experienciaen el campo de batalla le sugerían lo queestaba ocurriendo tras el manto depolvo. La avanzada contaba con cincomil soldados de caballería ligera, másque suficientes para aplastar a unapequeña guarnición de infanteríadesprevenida en el transcurso de mediahora. En cambio, aún seguíancombatiendo; cabalgaban como locos deacá para allá en medio de la espesa nubede polvo en lugar de abrirse paso por laentrada del valle como se les habíaordenado.

—¡Qué Khsar los desuelle vivos! —

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maldijo Rakh-amn-hotep—. La Guardiade la Tumba ha llegado antes quenosotros a las Puertas del Alba.

Hekhmenukep abrió mucho los ojosa causa de la sorpresa.

—¡Cómo es posible! —exclamó—.No desplazamos más deprisa de lo queha marchado nunca ningún ejército ynuestros exploradores no encontraroncentinelas a lo largo del camino.

—¿Quién sabe qué poderes posee elvil Usurpador? —repuso una vozcortante detrás de los dos reyes—. Hareinado injustamente en Khemri durantemás de doscientos años. No meextrañaría que todo lo malvado que hay

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en Nehekhara estuviera a sus órdenes.Los reyes se volvieron mientras

Nebunefer el Justo subía penosamentelos últimos metros hasta la cima de lacolina y cojeaba con mucho dolor hastaellos. El anciano sacerdote estabacubierto con una fina capa de polvo quebañaba su rostro surcado de arrugas yempañaba su casquete de bronce. Loatendían media docena de sacerdotes ysacerdotisas de alto rango, todos elloseducados en los grandes templos deMahrak, la Ciudad de los Dioses. Loshierofantes vestían túnicas de lino deprimera calidad en varios coloresbrillantes, desde el reluciente amarillo

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del dios del sol a La mezcla de marrónoscuro y verde intenso de Geheb. Rakh-amn-hotep se fijó en sus expresionesferoces con secreta diversión. ¿Durantecuánto tiempo había instado el ConsejoHierático de Mahrak a actuar conmoderación ante los crecientes crímenesde Nagash, alegando que los dioses seencargarían de impartir justicia? Eso fueantes de que la sombra se extendieradesde Khemri y acabara con las vidasde miles de sacerdotes y acólitos portoda Nehekhara. A los pocos días deaquel espantoso acontecimiento, elConsejo estaba haciendo sonar eltambor de la guerra. Utilizando a los

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hierofantes de Rasetra y Lybaras demediadores, habían negociado unarápida alianza entre las tres ciudades yhabían abierto sus inmensos cofres parafinanciar una campaña que liberara aKhemri de una vez por todas.

Por desgracia, parecía que lo únicoque el Consejo Hierático estabadispuesto a proporcionar era oro. Rakh-amn-hotep había solicitado uncontingente de los legendariossacerdotes guerreros de Mahrak paraque acompañaran al ejército aliado,pero Nebunefer y su pequeño séquitoeran los únicos de los que la ciudadpodía prescindir.

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—Si Nagash sabe que venimos,podríamos tener que hacerle frente a losejércitos combinados de Khemri yQuatar —gruñó Rakh-amn-hotep—. Nosserá totalmente imposible derrotarlos alos dos.

Nebunefer negó con la cabeza demanera decidida y repuso:

—Nuestros espías en Khemri noshan informado de que el Usurpador hallevado a su ejército al sur paraenfrentarse a la hueste de Bronce de Ka-Sabar. La masacre de hombres santospor toda Nehekhara ha estimulado aAkhmen-hotep a declararle la guerra a laCiudad Viviente.

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Hekhmenukep asintió, pensativo.—Es una grata noticia, pero ¿y el

resto de ciudades? —dijo.—Numas y Zandri están del lado de

Nagash, junto con Quatar —contestóNebunefer—. En cuanto a las ciudadesmenores, Bhagar probablemente seguiráa Ka-Sabar, mientras que Bel Aliadpermanece leal a Khemri.

—¿Y Lahmia? —inquirió el rey deRasetra—. Su ejército es tan grandecomo el mío y el de Hekhmenukepjuntos.

—Hemos enviado una embajada aLahmia para instarlos a actuar —informó Nebunefer, encogiéndose de

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hombros—, pero por el momentopermanecen neutrales.

—Esperando a ver qué bando seimpone —refunfuñó Rakh-amn-hotep.

—Tal vez —contestó Nebunefer—.Lahmia tiene antiguos lazos con laCiudad Viviente. Es posible que noestén dispuestos a tomar las armascontra Neferem.

Hekhmenukep frunció el entrecejo.—Nadie ha visto a Neferem desde

hace más de un siglo. Seguramente aestas alturas ya está libre de Nagash —dijo.

—No —repuso Nebunefer coninquietud—. La Reina del Alba no ha

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muerto. Lo sabríamos si fuera así.De pronto, un coro de gemebundas

trompetas resonó a lo largo de la líneade batalla aliada. Rakh-amn-hotep sevolvió de nuevo hacia el caóticoremolino que se extendía por el extremooccidental del valle. Podía ver lasmanchitas negras de figuras danzando enlos bordes irregulares de la nube.Arrugó el entrecejo mientras acercaba elojo al artefacto de Hekhmenukep paraintentar ver de quién se trataba. Duranteunos instantes, lo único que pudo ver fueun panorama de bullente polvo, peroluego avistó a un jinete de la avanzada.El caballo del guerrero estaba

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empapado de sudor y el jinete estabacubierto de polvo. Mientras el reyobservaba, el guerrero colocó una flechaen el arco y disparó hacia el remolinode polvo, antes de retirarse una docenade metros del borde de la nube. Lomismo estaba ocurriendo a lo largo detoda la nube de polvo a medida que losmaltrechos escuadrones de caballeríaligera se replegaban hacia su ejército.

Momentos después, Rakh-amn-hotepvio el motivo. Un muro de escudosblancos tomó forma mientras salían dela nube de polvo; iban volviéndose másgrandes y definidos de un momento aotro. Despacio, inexorablemente, las

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primeras compañías de la Guardia de laTumba se adentraban en el valle paraenfrentarse a los enemigos que losaguardaban.

—¿Qué ocurre? —inquirióHekhmenukep—. ¿Qué veis?

Por un momento, Rakh-amn-hotep nopudo dar crédito a sus ojos.

—El rey de Quatar es impaciente —contestó—. En lugar de esperar unasalto, ha decidido salir a enfrentarse anosotros aquí. —Sacudió la cabeza,asombrado—. Nemuhareb ha cometidoun error imprudente. Con suerte,podremos hacérselo pagar.

—¿Cómo? —quiso saber el rey de

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Lybaras.Rakh-amn-hotep atisbó a través del

tubo de visión otra vez. Por extraño queresultara, tenía que admitir que esetrasto era una herramienta muy útil.Calculó la velocidad de la marcha delenemigo y decidió que contaban con otramedia hora antes de que la Guardia de laTumba estuviera a tiro. El rey volvióhacia Hekhmenukep y preguntó:

—¿Cuánto tardarían vuestrasmáquinas de guerra en estar listas?

El rey de Lybaras miró a sus visires.—Treinta minutos —contestó—.

Puede ser que algo menos. A estasalturas deberían estar a sólo media milla

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por detrás de nosotros.Rakh-amn-hotep sonrió.—En ese caso, vamos a tener la

oportunidad de comprobar si son lamitad de ingeniosas de lo que aseguráis—respondió, y luego llamó a losmensajeros que aguardaban al pie de lacolina.

Los siguientes treinta minutostranscurrieron en medio de una oleadade movimiento mientras el ejércitoaliado se preparaba para la batalla quese avecinaba. Las compañías dearqueros avanzaron veinte pasos pordelante de la infantería y se prepararonpara disparar. Por detrás de ellos, la

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línea de batalla se extendía una milla ymedia a través del valle, con el Caminodel Templo atravesándola por la mitadaproximadamente. Las compañías deinfantería de Rasetra ocuparon el centroy el flanco izquierdo del ejército,mientras que los guerreros de Lybaras sesituaron en el derecho. La asediadacaballería ligera de la avanzada seretiró al norte, reforzando aún más elflanco derecho. La caballería pesada delejército aguardaba cien metros pordetrás del flanco izquierdo: unosdoscientos carros rasetranos, de los quetiraban feroces lagartos de la selva dedos patas en lugar de caballos. Los

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guerreros de Rasetra habían estadoutilizando lagartos para la batalladurante más de cien años, pero esa erala primera vez que los empleaban contraotro ejército de Nehekhara. Rakh-amn-hotep los mantuvo muy atrás, ocultos enla parte posterior de un cerro bajo,donde no se los veía. Su paladín,Ekhreb, los conduciría a la batalla.

Por detrás del flanco izquierdo, loslybaranos seguían esforzándose parasituar sus catapultas en posición. Habíantraído ocho de esas enormes máquinasde guerra con el ejército, y sus equiposestaban preparando a toda prisamontones de piedras para cargadas en

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los anchos cestos de mimbre.Todo el peso de la Guardia de la

Tumba de Quatar marchaba contra lafuerza aijada. El patrón de Quatar eraDjaf, el dios deja muerte, ya losguerreros de la ciudad se les temía conrazón por su destreza en el campo debatalla. Su infantería llevaba unaarmadura de cuero pintada de blanco,portaba pesados escudos de madera ysus enormes espadas podían partir a unhombre en dos de un solo golpe. Sedecía que sus Ushabtis tenían cara dechacal y podían matar con el más leveroce de sus espadas.

La Guardia de la Tumba avanzaba

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ofreciendo un frente ancho, compañíasde arqueros intercaladas entre lainfantería pesada. Una numerosa fuerzade soldados de caballería pesada y dosgrandes compañías de carros iban trasellos. La caballería ligera y unacompañía de carros se desviaron alnorte, amenazando el flanco derechoaliado, mientras que la compañía decarros restante se mantuvo en reservacerca del rey sacerdote Nemuhareb y suséquito.

Rakh-amn-hotep estudió el ejércitoenemigo con atención. La Guardia de laTumba tenía fácilmente el mismo tamañoque su fuerza combinada y contaba con

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más caballería pesada. Se volvió haciasu trompeta.

—Haz la señal para que losarqueros disparen cuando estén listos —ordenó y luego se dirigió a Nebunefer—. ¿Creéis que el rey de Quatarrespetará las viejas costumbres, oluchará hasta la muerte?

—Dependerá de si cuenta conalguno de los lugartenientes de Nagashentre su séquito —contestó el viejosacerdote, encogiéndose de hombros—.Lo sabremos muy pronto, en cuantoaccionéis vuestra trampa.

El rey de Rasetra gruñó para susadentros.

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—Suponiendo que funcione —dijoentre dientes.

Abajo, en el campo de batalla, losarqueros tensaron los arcos ycomenzaron a disparar. Un aluvión deflechas oscureció el cielo y cayó entrelos guerreros de Quatar, que alzaron losescudos para protegerse de la mortíferalluvia. Aquí y allá un guerrero cayó conuna flecha hundida en el pecho o elcuello, pero el resto continuópresionando hacia delante. Los arquerosenemigos devolvieron los disparosmientras aún estaban en marcha, y aRakh-amn-hotep le impresionó lafirmeza y la precisión de sus descargas.

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Arqueros de ambos bandos caían amedida que el combate adquiriríaenvergadura.

A la derecha, la primera catapultalanzó su carga de piedras por los airescon un estallido sordo. Los proyectiles,cada uno tan grande como la cabeza deun hombre, alcanzaron una buenadistancia y cayeron entre la infantería,que avanzaba. Los escudos se astillarony los hombres, destrozados, sedesplomaron pero el avance prosiguió.Rakh-amn-hotep se volvió haciaHekhmenukep.

—¿Y las otras máquinas de guerra?—preguntó.

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El rey de Lybaras respondió con unaenigmática sonrisa.

—Dejarán notar su presencia cuandoestén preparadas.

Rakh-amn-hotep torció el gesto.¿Cuando estuvieran preparadas? ¿Quéclase de respuesta era esa? Ocultando undestello de irritación, le hizo señas unavez más a su trompeta.

—Toca la señal para que el flancoizquierdo avance —ordenó.

El cuerno resonó inmediatamente. Enel flanco izquierdo, los guerreros deRasetra marcharon hacia delante alzandolos escudos y preparando pesadas mazascon cabeza de piedra. Los arqueros que

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se encontraban en su camino dispararonuna última descarga antes de recoger lasflechas que no habían usado y retirarsepor los estrechos pasillos entre lascompañías de infantería. En cuanto hubopasado el último arquero, las compañíascerraron filas y le presentaron un frentecontinuo al enemigo. En cuestión deminutos, sus escudos estuvierontachonados de astas de flechas mientraslos arqueros quataris continuabandisparando.

Momentos después, las dos fuerzasde la izquierda se unieron con unchirriante estrépito de carne, metal ypiedra. El estruendo de la batalla resonó

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por el terreno abierto en contrapunto alos constantes estallidos de lascatapultas situadas a la derecha. En eseflanco, los soldados de la caballeríaligera del enemigo estaban tratando deabrirse paso alrededor del borde de laslíneas aliadas, pero hasta el momento lacaballería de la avanzada los estabamanteniendo a raya. La infanteríaenemiga se tambaleó bajo la lluvia depesadas piedras, pero continuópresionando con gran determinación.Tras ellos, los carros se prepararon parasumar su fuerza a la inevitable carga.

Rakh-amn-hotep estudió eltranscurso de la batalla hasta ese

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momento y se quedó satisfecho. Lastropas de la izquierda estaban luchandocontra la Guardia de la Tumba y lascompañías rasetranas ya estabanretrocediendo, mientras un constante ríode heridos se apartaba tambaleándosedel combate y buscaba refugio tras sulínea de batalla. El rey buscó lasreservas quataris. Los carroscontinuaban en la retaguardia, cerca delrey enemigo.

Transcurrieron largos minutos. Lascompañías del centro se encontraron conun estruendoso chirrido, mientras que elavance enemigo por la derecha zozobróbajo el incesante bombardeo. A la

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izquierda, las compañías rasetranasestaban comenzando a flaquear. Seguíasin haber ningún indicio de las restantesmáquinas de guerra. Rakh-amn-hotep lelanzó una mirada de preocupación aHekhmenukep, pero se contuvo.

Pasó otro minuto y las primerascompañías del flanco izquierdoempezaron a replegarse. La Guardia dela Tumba presionó hacia delante,golpeando sin cesar con sus pesadasespadas. La carnicería era espantosa.Los hombres caían con los cráneospartidos o los brazos cercenados, y ríosde sangre apaciguaban las nubes depolvo que rodeaban a los guerreros en

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combate.El repliegue en el flanco izquierdo

comenzó a cobrar velocidad. Mientrasuna compañía se replegaba, las situadasa cada lado se retiraban rápidamentetambién. En unos instantes, todo elflanco se estaba dirigiendo con rapidezhacia la retaguardia.

Rakh-amn-hotep oyó un débilgemido de trompetas hacia el centro dela fuerza enemiga. Los carros de reservase habían puesto en marcha y avanzabanrápidamente rebotando por el terrenorocoso hacia el flanco izquierdo. El reyenemigo presentía la victoria.

—Ordenen que el flanco izquierdo

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emprenda una retirada general —mandó.Sin embargo, los acontecimientos

que se desarrollaban en el suelo semovían con ritmo propio. Lascompañías que se retiraban cogieronvelocidad, tropezando entre ellas en suprisa por escapar de las espadas de laGuardia de la Tumba. El enemigopresionó hacia delante con avidez y loscuernos gimieron mientras los carrosquataris se apresuraban a unirse a lainminente masacre.

Rakh-amn-hotep se volvió hacia eltrompeta.

—¡Envía la señal! —gritó.Las complejas notas resonaron por

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el campo de batalla. Las compañías quese batían en retirada reanudaron el pasode inmediato y se curvaron hacia atrás,como si se tratara de una puertabalanceándose en una bisagra, paradespejar el camino para los carrosrasetranos. Rakh-amn-hotep oyó elsalvaje y gemebundo grito de loscuernos de la selva en tanto sucaballería pesada descendía por el cerroy se abalanzaba sobre la desprevenidaGuardia de la Tumba.

Entonces, una gran conmoción seextendió por el flanco derecho. El rey deRasetra se volvió y vio dos altísimascolumnas de polvo que se alzaban por

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detrás de la línea de batalla enemiga,casi en medio de los carros quataris queestaban avanzando. Un silbido débil yapagado se extendió sobre el tumulto dela batalla y unas sombras enormes semovieron en el interior del manto denubes. Luego se oyó un estrépitodesgarrador, y el rey observó conasombro cómo un carro y sus caballossalían volando como juguetes por losaires.

Las máquinas de guerra lybaranashabían hecho acto de presencia, por fin.

Salieron arrastrándose de enormeshoyos en la tierra blanda sobretraqueteantes patas de madera y bronce.

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El vapor, que calentaban gracias a lasbendiciones de Ptra, silbaba en tubos debronce e impulsaba patas segmentadas yenormes tenazas de ampliosmovimientos. Una cola del tamaño de unariete se curvaba sobre cada máquinadando bandazos, destrozaba carros concada golpe. Las construcciones, quetenían forma de enormes escorpiones detumbas, cayeron sobre la retaguardia delas compañías enemigas con una rapidezy una potencia desconcertantes. Encuestión de momentos, carros einfantería por igual se encontraban enplena retirada.

A la izquierda, la carga de los carros

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rasetranos había provocado unaimpresión similar. La infantería quatarise tambaleó bajo el repentinocontraataque y los carros penetraron suslíneas. Entretanto, el caos reinaba entrelos carros quataris; los enormes lagartoscon colmillos que tiraban de lacaballería enemiga habían aterrorizado asus caballos. Había una desenfrenadarefriega en progreso, pero las fuerzasquataris se vieron atrapadas entre loscarros rasetranos y su infantería, quehabía comenzado a avanzar una vez más.

El golpe final llegó por el flancoderecho. A los soldados de la caballeríaligera enemiga les entró el pánico al ver

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las enormes máquinas de guerralybaranas y abandonaron el campo debatalla. Viendo su oportunidad, losjinetes de la avanzada rodearon elflanco quatari y se abalanzaron sobre elrey enemigo y su séquito. Cercado, conla retirada cortada, Nemuhareb, reysacerdote de Quatar, ofreció surendición.

El camino hacia Khemri habíaquedado abierto.

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SEISVida y muerte

Khemri, la Ciudad Viviente,en el 44.º año de Khsar el Sin Rostro

(-1968, según el cálculo imperial)

A última hora del día, sacaron a Khetep,rey sacerdote de Khemri, de la Casa dela Vida Eterna para que emprendiera suviaje hacia la otra vida. El cuerpo del

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rey estaba envuelto en tiras de linoblanco de la mejor calidad, cada una deellas marcada con los jeroglíficos delRío y la Tierra, con una caligrafíaesmerada y precisa para preservar lacarne de Khetep del paso de los años. Elrey tenía las manos cruzadas sobre elpecho y una larga cadena de oro,llamada ankh’ram, enrollada alrededorde las muñecas. La cadena anclaría elespíritu de Khetep a su cuerpo para quepudiera encontrarlo de nuevo tras siglosen la otra vida. Su máscara funeraria deoro, a la que habían dado forma concuidado en vida del rey los mejoresartesanos de la Ciudad Viviente,

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brillaba con calidez bajo la luz deúltima hora de la tarde. Guirnaldas defragantes flores rodeaban el cuerpo delrey y llenaban el aire con su vibranteperfume.

Ocho sacerdotes ataviados contúnicas blancas y una capa hecha deondeantes tiras de lino que simbolizabanla resurrección de la carne transportabanel palanquín. Ocultaban sus rostros trasserenas máscaras de oro, y susmovimientos eran lentos y ritualmenteprecisos. Trece acólitos con túnicasblancas seguían al palanquín con lascabezas cubiertas de ceniza blanca y losojos pintados de negro con kohl, y

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entonando la invocación del Avancehacia el Anochecer al ritmo de tamborescubiertos de piel. En último lugar,avanzaba dando grandes zancadas elgran hierofante con todo su esplendorfunerario; portaba en la mano izquierdael gran Báculo de las Eras. Nagashvestía la túnica y la capa blancasrituales, cuyo tejido estaba bordado conjeroglíficos sagrados con hilo de oro, yun pectoral de oro grabado con el sol, elchacal y el búho. El gran hierofantellevaba el rostro cubierto de cenizablanca, lo que le daba un color como deotro mundo a sus facciones frías yapuestas.

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Una silenciosa multitud esperaba ellento cortejo en la gran explanada fueradel templo. Thutep y la casa realaguardaban al lado derecho de laprocesión; sus regias galas desentonabancon las rugosas manchas de ceniza queles tiznaban las mejillas y la frente. Uncentenar de sirvientes que permanecíandetrás de los miembros de la casaportando los solemnes bienes queacompañarían a Khetep a la otra vida.

Todos aquellos que habían servidoal rey en vida se encontraban a laizquierda de la procesión y continuaríanasegurando su bienestar una vez muerto:cuarenta sirvientes y escribas ancianos,

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todos ellos con los respectivosinstrumentos de su oficio envueltoscuidadosamente en fardos de tela; másde un centenar de esclavos de ojoshundidos y expresiones sombrías, y enúltimo lugar, las estoicas figuras de lasdos docenas de Ushabtis que habíansobrevivido a la última batalla de su reya orillas del río Vitae. Los Ushabtisformaban en una figura de un cuadradohueco e iban ataviados con sus mejoresgalas de batalla y sus relucientesespadas rituales preparadas. En elinterior del cuadrado estaban los tresbárbaros que el rey Sacerdote de Zandrihabía ofrecido para honrar la muerte de

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Khetep. Los druchii seguían atados concadenas y mostraban expresionesembotadas debido a los efectos del vinoadulterado con drogas. Los bárbarospermanecían separados unos de otros,con las cabezas erguidas y los ojososcuros ardiendo de odio.

Moviéndose al acompasado ritmo delos tambores, el cortejo atravesó laexplanada y entró en la ciudadpropiamente dicha seguido de laacongojada multitud. Caminaban enmedio de un resonante silencio. Todaslas tiendas tenían los postigos cerradosy habían vaciado el gran bazar; inclusoel lejano puerto, normalmente vibrante

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de actividad, estaba desierto. La gentede la Ciudad Viviente le habíapresentado sus respetos a su rey por lamañana, pues, según una antigua ley, seles prohibía presenciar el último viaje asu cripta. Las monedas de oro que losmercaderes habían esparcido por lamañana seguían tiradas en la callepolvorienta; no las habían tocadomendigos ni ladrones.

En el centro de la ciudad, el cortejogiró al este, dejando atrás las murallasde la ciudad a través de la Puerta deUsirian hacia los fértiles campos quehabía al otro lado. Al norte, una bandadade garzas reales alzó el vuelo desde los

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juncos que bordeaban las orillas delVitae; avanzaron en paralelo al cortejoun momento y luego descendieron paraperderse de vista de nuevo. Al este, elterreno ascendía ligeramente. Lastumbas más grandes ya se veían a lolejos abarrotando el horizonte como sise tratara de los tejados de una extensaciudad. Por encima de todas se alzabaimponente la Gran Pirámide; la luz delsol poniente teñía sus lados inclinadosde carmesí.

El camino estaba bien cuidado; secomponía de arena apisonada y piedra, ylos ciudadanos se ocupaban de él cadaaño como parte de su servicio

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obligatorio al rey. En menos de mediahora, se encontraron el primer altar: unaalta estatua de basalto de Usirian, a sólounos pasos a un lado del camino. Losviajeros que iban o venían de la grannecrópolis habían dejado ofrendas decomida y vino a los pies de la estatua.Más adelante, la procesión pasó junto aaltares a Neru y Djaf, a Ualatp, el dioscarroñero, e incluso al espantoso Sokth,dios de los envenenadores. Todo elmundo tenía una razón para temerle a undios u otro mientras se dirigía a la granciudad de tumbas.

Tras una hora en el camino, elcortejo llegó al desigual borde de la

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necrópolis. La procesión coronó unapequeña colina y la llanura que seextendió ante ellos apareció abarrotadade tumbas pequeñas y cuadradasconstruidas de arenisca y decoradas deun modo rudimentario con escriturasagrada e imaginería religiosa. Setrataba de los panteones de los pobres,de aquellos que se pasaban toda la vidaahorrando dinero suficiente para pagarlas atenciones de un sacerdote funerario.Una tumba podía albergar treinta ocuarenta cuerpos: una familia extensaentera, amontonados unos sobre otroscomo ladrillos de barro. Los panteonesaumentaban formando una caótica

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expansión por el terreno desigual; amenudo los edificaban las propiasfamilias en cualquier parcela de tierradespejada y llana que pudieranencontrar. Algunas de las rudimentariastumbas se habían abierto con el paso delos años, de modo que las alimañas ylos carroñeros se habían comido loscuerpos que guardaban en su interior.Enormes buitres negros planearon apoca altura sobre la parte superior delas tumbas o se posaron en los techoserosionados y observaron la procesióncon sincero interés mientras pasaba elsarcófago.

El camino terminó, a todos los

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efectos, y el cortejo se vio obligado aseguir con cuidado una ruta sinuosa através del laberinto de estrechossenderos y callejones sin salida entre lasgastadas criptas. No era insólito que losciudadanos se perdieran si seadentraban demasiado en la necrópolis ya aquellos que no podían encontrar lasalida al anochecer algunas veces no selos volvía a ver. No obstante, lossacerdotes conocían cada recodo y girode la gran ciudad, pues, en muchossentidos, la necrópolis era su hogar tantocomo la Casa de la Vida Eterna.

Cuanto más se adentraban, másgrandes y refinadas se volvían las

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tumbas. Se encontraron con magníficasestructuras de basalto o areniscatalladas con jeroglíficos de protección ygrabados de los dioses en todas susformas. Allí estaban sepultadas lasfamilias de mercaderes o comerciantesprósperos, rodeadas de altares yestatuas que proclamaban su devoción ala vez que obligaban a sus vecinos amantener una respetuosa distancia.Incluso así, las criptas estaban lo máspegadas posible, llenando todocentímetro cuadrado de espaciodisponible.

Por fin, mientras el sol proyectabalargas sombras entre las revueltas

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criptas de piedra, la procesión llegó auna gran llanura situada en el centro dela necrópolis donde los grandes reyes dela antigüedad habían erigido sus tumbas.La tumba negra de Settra se alzaba en elcentro de la llanura: una inmensaestructura cuadrada de mármol negro tangrande como el palacio de Khemri. Elgran rey y los miembros de su casa seencontraban en su interior, además deesclavos, soldados, guardaespaldas,carros y caballos, todos preparados parael día en el que se los llamara para quehollaran la tierra una vez más. Laspuertas de la gran tumba estaban hechasde piedra recubierta de oro sin tratar y

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las enormes paredes estaban talladascon miles de poderosos jeroglíficos einvocaciones contra el mal.

Se tardó veinte años en construir latumba de Settra y más de dos milesclavos perecieron antes de que seterminara la labor. Todos los reyes quele siguieron habían intentado superarlogastando sumas astronómicas de dineropara construir criptas cada vez másgrandes y espléndidas con las queproclamar su grandeza a las futurasgeneraciones. Por ello, Khetep comenzóa levantar su tumba desde el día en quese convirtió en rey sacerdote de Khemri.La Gran Pirámide tardó veinticinco años

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en completarse y les costó la vida acerca de un millón de esclavos. Nadiesalvo el rey sabía cuántas riquezas sehabían empleado en su construcción. Elmismo día en que finalizaron las obras,Khetep había ordenado queestrangularan a su arquitecto jefe y losepultaran en una cámara especial en suinterior.

La estructura dominaba el bordeoccidental de la llanura; se alzaba a másde ciento veinte metros en el aire yeclipsaba todas las tumbas que larodeaban. Había ocho niveles separadosdentro de la pirámide y dos másexcavados bajo tierra: espacio

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suficiente para una dinastía entera y losmiembros de sus casas.

Un ancho sendero de piedra blancaconducía a la entrada de la GranPirámide, que se había levantado paraque se asemejara a la fachada de laCorte de Settra. En la cima de laescalinata aguardaba una veintena desacerdotes funerarios, como si fueranfantasmas silenciosos quepermanecieran a la sombra de lasgrandes estatuas de Neru y Geheb, y unadocena de altas urnas de vino estabanapoyadas en las piedras que habíadelante de ellos.

Una docena de sacerdotes armados

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del templo de Usirian velaban elexterior de la tumba con los rostrosocultos tras máscaras de oro con formade búho. Mientras la procesión sedetenía al pie de la escalinata, el líderde los horex dio un paso al frente yexclamó en voz alta:

—¿Quien viene aquí?Nagash levantó el Báculo de las

Eras y respondió:—Ha venido el rey. Su tiempo en la

tierra ha terminado y su espíritu sedirige al anochecer. Esta es la casa en laque descansará.

El horex hizo una profundareverencia y se apartó.

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—Que el rey entre —entonó el líder—. Se le ha preparado un lugar.

Los portadores del palanquínpasaron junto a los guardianes ensilencio, subieron la escalinata yentraron en la tumba acompañados delos acólitos que ayudarían a lossacerdotes a completar el sepelio.

Nagash subió la escalinata quellevaba a la tumba y ocupó su lugar juntoa los portadores de vino. El granhierofante se volvió hacia la multitudque aguardaba y extendió los brazos.

—El rey ha entrado en su casa —entonó—. ¿Dónde están los fieles que lohonrarán y le servirán durante toda la

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eternidad?Inmediatamente, una figura alta y

digna salió de la muchedumbre y subiólos anchos escalones. La esposa deKhetep, Sofer, tenía puesto un vestido debrocado de seda atado con un cinto deoro con incrustaciones de zafiros yesmeraldas. Llevaba el largo cabellonegro aceitado y recogido en rizosapretados, y el aro de una reinadescansaba sobre su frente. No teníamás de ciento veinte años y su rostroaún carecía de arrugas y era hermoso.La reina se situó ante Nagash y dijo:

—Yo soy la esposa de Khetep. Milugar está a su lado. Dejadme entrar y

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yacer con él.Nagash inclinó la cabeza con respeto

y extendió la mano. Khefru salió de lamultitud de sacerdotes que aguardabansosteniendo un cáliz de oro.

Llenó la copa con vino envenenado yse la pasó a su señor. El gran hierofantele ofreció el vino a su madre.

—Bebed, esposa fiel, y entrad en lacasa de vuestro marido —dijo con unasonrisa.

Sofer miró el cáliz y vaciló sólo unmomento. Luego, respiró hondo y cogióel veneno de manos de su hijo. La reinacerró los ojos, apuró el cáliz y se lodevolvió a Nagash. Otro sacerdote

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apareció de inmediato y la cogió de lamano. La condujo hacia la cripta, dondela aguardaban envolturas de lino y unsarcófago.

Después vinieron los Ushabtis.Todos tomaron la copa envenenada casicon gratitud, contentos de escapar a losojos acusadores de los vivos y reanudarsu tarea de cuidar del rey. Incluso antesde que el último de los fieles se hubieramarchado, se produjo un revuelo entrelos esclavos al sentir que se acercaba suhora. A más de uno hubo que subirlo arastras por los escalones de piedra yobligarlo a beber el vino sagrado, paragran consternación de la casa real.

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Cuando entraron al último esclavo en lacripta, llegó el momento de lossacrificios. Una vez más, Nagashextendió los brazos ante la multitud, quehabía quedado reducida, y proclamó:

—Hagámosle ofrendas a Usirian,que guía las almas a través de laoscuridad, para que Khetep disfrute deun viaje tranquilo hasta la otra vida.

Nagash se volvió hacia Khefru.—Que traigan a los bárbaros —

ordenó.Khefru asintió con la cabeza y les

hizo señas a tres de los sacerdotes queaguardaban. Descendieron la escalinatarápidamente y agarraron a los

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insensibles druchii. Los bárbarossilbaron y bufaron como felinos furiososmientras los llevaban a rastras ante elgran hierofante.

Khefru se adelantó con la copa.Inmediatamente, las dos mujerescomenzaron a maldecir a Nagash en sulengua cruel y sibilante. El hombremostró los dientes a modo de unsilencioso gruñido.

—Mátanos y acaba de una vez —dijo—, pero ten esto en cuenta: aquelque acabe con nuestras vidas estarámaldito, ahora y para siempre. Sustierras se convertirán en ceniza y lacarne se le marchitará y se le caerá de

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los huesos.Khefru titubeó al oírlo, hasta que

Nagash lo estimuló a moverse con unamirada airada. Los druchii no hicieronningún movimiento para resistirse y,cuando les colocaron la copa en loslabios, bebieron su ración mirando aNagash a los ojos todo el tiempo. Uno auno, se desplomaron sobre las piedras yse quedaron inmóviles.

Para cuando se hubo completado elúltimo sacrificio, casi se había puesto elsol. Thutep y los miembros de la casareal tuvieron que dirigirse al norte atoda velocidad a través de la necrópolisguiados por raudos acólitos hasta llegar

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al borde del río. Allí le aguardaba suprometida.

Mientras el cortejo llevaba a Khetephasta su tumba, un tipo diferente deprocesión había salido de Khemri: unaflota de barcazas suntuosamenteequipadas se había abierto camino ríoabajo para participar en la boda. Todoslos embajadores nehekharanos estabanpresentes para ser testigos, además detodas las familias nobles de la CiudadViviente.

Thutep llegó a las orillas invadidasde juncos del Vitae justo mientras losúltimos rayos de sol tocaban el agua consuaves destellos dorados. Neferem se

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encontraba en el bajo con las manoscruzadas sobre el pecho en señal debienvenida y una sonrisa en su radianterostro. Ella era el obsequio del Sol y elRío, la hija de la Tierra y la portadorade belleza y sabiduría. Thutep vadeópesadamente por el agua para tomarla dela mano y guiarla hasta la orilla dondeesperaba Amamurti, hierofante de Ptra.

Una gran ovación surgió de losnobles reunidos cuando se selló elmatrimonio y se renovó el pacto entrelos nehekharanos y los dioses; el nuevorey subió a su reina a bordo de labarcaza real y la llevó de regreso a losfestejos que los aguardaban en Khemri.

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Nadie se percató de que Nagash noestaba entre los que le deseaban muchafelicidad a su hermano y loacompañaban de regreso a casa.Permanecía en las sombras, a la orilladel río, observando cómo se alejabanlas barcazas impulsándose río arriba. Laluna blanca había salido y losmurciélagos descendían en picado sobrela orilla cazando insectos. Algo másabajo, un cocodrilo se deslizó en el aguacon un débil chapoteo.

El gran hierofante sonrió ligeramentey regresó a la necrópolis.

Antorchas de junco mojadas en breasilbaban y chisporroteaban en los

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apliques a lo largo de las paredes de lacámara de piedra. Era una habitaciónamplia, de cuarenta pasos de largo, perosin terminar, las paredes aún eran dearenisca sin cubrir, y la cámara estabacompletamente vacía salvo por los trescuerpos tumbados en el suelo.

La puerta de piedra que conducía ala cámara se abrió con un chirrido.Khefru entró sosteniendo su antorcha enalto. Nagash lo siguió con prontitud.

El gran hierofante se acercórápidamente a los tres druchiis inertes ylos estudió largo rato.

—¿No hubo problemas? —lepreguntó a Khefru.

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—No, señor —contestó el sacerdotecon una sonrisita de suficiencia—.Simplemente esperé hasta que todos semarcharon a la ciudad y luego los entréa rastras.

Nagash asintió con la cabeza conaire pensativo. Se arrodilló primerojunto al druchii varón y se sacó unfrasco diminuto del cinto. Le abrió laboca con cuidado al bárbaro y le vertiódos gotas de un líquido verdoso sobre lalengua. Luego, pasó a la primera de lasmujeres. Acababa de terminar con lasegunda cuando el hombre inhalóprofunda y convulsivamente, y se irguióde repente. El bárbaro soltó una sarta de

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maldiciones en su lengua materna y en surostro apareció una expresión salvajemientras la habitación con la mirada.

—¿Dónde estoy? —inquirió elbárbaro.

Hablaba nehekharano de maneraaceptable, aunque su acento hacía quepareciera el silbido de una cobra.

—A mucha profundidad bajo tierra—contestó Nagash—. Te encuentras enuna cripta en los recovecos más hondosde la Gran Pirámide.

El bárbaro frunció el entrecejo.—El vino… —comenzó.—Bebisteis de una urna diferente

del resto. Khefru se aseguró de que

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bebierais una poción que dio laimpresión de que estabais muertos, envez de causaros la muerte directamente.

—¿Con qué propósito? —preguntóel druchii con cautela.

Nagash sonrió y dijo:—¿Con qué propósito? Tenéis algo

que quiero. Estoy dispuesto a hacer untrato para conseguirlo.

—¿Qué es lo que podríamosofrecerte?

—El rey sacerdote de Zandriasesinó a mi padre con hechicería: unamagia oscura y temible ante la quenuestros sacerdotes no pudieron hacernada. —Le dirigió una mirada cómplice

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al bárbaro—. Vosotros realizasteis esehechizo para él, ¿verdad?

—Tal vez —respondió el druchii,sonriendo con frialdad.

Nagash fulminó al bárbaro con lamirada y añadió:

—No disimules. Los hechos sonevidentes. Nekumet no cuenta con lahabilidad para dominar ese tipo demagia y los efectos del hechizo no separecían a nada que yo haya visto nunca.Os convenció para que usarais vuestrahechicería para ayudarlo en la batalla, yluego, cuando comprendió el auténticoalcance de vuestro poder, os traicionó.

—Continúa —dijo el druchii

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mientras se le iba desvaneciendo lasonrisa.

—Nekumet no quiso mancharse lasmanos con vuestra sangre. Supongo queamenazasteis con maldecirlo también aél en algún momento de vuestrocautiverio, así que en cambio os envió aKhemri. De ese modo nosotros osmataríamos y sufriríamos lasconsecuencias en su lugar.

—Muy bien, muy bien, pequeñohumano —siseó el druchii—. ¿Y todoeste teatro ha sido simplemente parasatisfacer tu curiosidad?

—Por supuesto que no —repusobruscamente Nagash—. Quiero los

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secretos de vuestra hechicería.Enseñadme a manejar el poder del quedisponéis y a cambio os dejaré enlibertad.

El druchii soltó una carcajada.—¡Qué maravilla! —exclamó con

desdén—. Nekumet dijo casiexactamente lo mismo. ¿Por qué deberíaconfiar en ti?

—Vaya, ¿no es evidente? —contestóNagash, ensanchando la sonrisa—.Porque estáis a doce metros bajo tierraen una tumba diseñada para matar a todoaquel que deambule por sus salas. —Elgran hierofante cruzó los brazos—. Yaos he enterrado vivos, druchii. La única

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opción que os queda es darme lo quequiero.

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SIETELa ira de Nagash

Camino comercial de Khemri,en el 62.º año de Qu’aph el Astuto(-1750, según el cálculo imperial)

El ejército del Usurpador estaba másmuerto que vivo tras la sangrientabatalla en Zedri. Los cuerpos de losmuertos, animados mediante la

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hechicería de Nagash, sólo podíanmoverse en medio de la oscuridad, asíque la hueste se levantaba al atardecer ymarchaba hasta justo antes del amanecer,cuando montaban las tiendas en el centrodel ejército para su señor y suspaladines. Cuando la luz del solaparecía sobre las CumbresQuebradizas, al este, los cadáveresputrefactos se hundían lentamente en latierra hasta que el camino comercial seasemejaba por completo a un campo debatalla con cadáveres desparramadospor todas partes. Entretanto, lasmenguantes filas de los jinetes y losguerreros vivos comían lo que podían y

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dormían por turnos, aguardando elsiguiente ataque.

Aunque habían llegado demasiadotarde para volver las tornas en Zedri, losjinetes de Bhagar estaban decididos ahacerle pagar caro al ejército de Nagashsu victoria. Moviéndose sin ser vistosentre las dunas, los asaltantes deldesierto siguieron de cerca a la lentahueste y atacaron sus flancos en unainterminable serie de incursionesrelámpago. Salían del desierto como unrepentino torrente lanzando jabalinas ydisparando flechas contra las filasenemigas, y luego daban media vuelta yescapaban de nuevo hacia el desierto, al

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oeste del camino comercial, antes deque se pudiera organizar una defensaeficaz. Cuando los jinetes de Arkhanintentaban perseguirlos, las más de lasveces caían en una emboscadacuidadosamente tendida. Las bajasaumentaban, pero para disgusto de losasaltantes del desierto los muertossimplemente se levantaban y regresabanal campamento del Usurpador.

A medida que transcurrían los días,las tácticas de los asaltantesevolucionaron. Los exploradoresseguían el progreso del ejército por lanoche y le presentaban su informe aShahid ben Alcazzar justo después del

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amanecer. Luego, los lobos del desiertoatacaban el campamentoaproximadamente a mediodía, puessabían que se enfrentarían a menos de untercio de los guerreros del Usurpador.Algunas veces le tendían emboscadas alas patrullas a caballo de Arkhan. Otras,atrapaban a unos cuantos guerreros sinvida de Nagash y los arrastraban haciala arena, donde los desmembraban y lesprendían fuego. Y, en ocasiones,situaban en su punto de mira el corazóndel campamento, intentando alcanzar lastiendas y las monstruosidades quedormían en su interior. Los asaltanteslograban penetrar en el campamento un

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poco más cada vez.Casi una semana después de la gran

batalla en el oasis, el Zorro Rojocalculó que era hora de atacar en serio.Cinco días de constantes escaramuzashabían dejado a los guerreros vivos deNagash agotados y sus efectivos sóloeran un poco mayores que los de losjinetes que le quedaban a Ben Alcazzar.El príncipe de Bhagar convocó a suscaciques y expuso su plan.

El amanecer del sexto día encontróal ejército del Usurpador acampado enuna llanura rocosa, donde el caminopasaba cerca de las estribaciones de lasCumbres Quebradizas. El desierto que

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se extendía al oeste retrocedía en esepunto, hasta que el límite de las arenasaparecía a varias millas de distancia.Por primera vez, los que quedaban vivosdel ejército de Khemri pudieronrelajarse un poco, creyendo que sucampamento estaba mucho más seguro.

Tras la línea de las lejanas dunas,Ben Alcazzar y dos tercios de suscaciques se reunieron ante Ahmet benIzzedein, el hierofante de Khsar Bhagar.El príncipe del desierto y sus elegidosse descubrieron los brazos, se hicieronlargos cortes con sus dagas de bronce ydejaron que la sangre cayera en uncuenco de oro a los pies de Ben

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Izzedein. El dios del desierto era un servoraz y sólo le entregaba sus dones aaquellos dispuestos a hacer sacrificiospersonales en su nombre.

Ahmet ben Izzedein se arrodilló anteel cuenco y comenzó a entonar lainvocación del Viento Embravecido.Sacó su cuchillo para añadir su propiasangre al cuenco y, a continuación, cogióun puñado de arena y sopló. Se formóuna sibilante lluvia sobre la superficiedel charco carmesí.

El viento del desierto se agitóinmediatamente alrededor de losguerreros reunidos, lo que levantó unahiriente cortina de arena en el aire. Para

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cuando se subieron de un salto a lassillas de sus elegantes corceles, untorbellino rugía a su alrededor. Susgritos de guerra se perdieron en mediodel hambriento rugido de Khsar, perosus cuernos de hueso se abrieron pasocomo cuchillos a través del ruido ehicieron que los asaltantes cruzaran lasdunas y atravesaran a toda velocidad lallanura rocosa hacia el ejército enemigo.

Los guerreros vivos de la hueste deNagash vieron la sibilante nube que seextendía sobre ellos y supieron lo queauguraba. Se pusieron en pie de un saltocon temor, alargando las manos paracoger sus armas o las riendas de los

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caballos asustados. Las trompetasresonaron para dar la voz de alarma ylos guerreros de la Ciudad Vivienterespondieron tan deprisa como susagotados cuerpos lo permitieron. Encuestión de minutos, grupos harapientosde caballería pesada se lanzaron decabeza hacia la tormenta, mientrascompañías de lanceros formaban enmedio de los cuerpos endescomposición de los suyos y sepreparaban para recibir la cargaenemiga.

De todos los dioses, Khsar el SinRostro era el menos predispuesto haciael género humano y cumplía el Gran

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Pacto a regañadientes como mucho. Susdones eran a menudo de doble filo y susadoradores sólo apelaban a él si nohabía más remedio. La rugiente tormentaque había invocado el Hierofante benIzzedein azotó a amigos y enemigos porigual, ocultando la batalla entre losasaltantes y la caballería en medio deuna sibilante y marcada vorágine. Losjinetes chocaron literalmente al surgir dela oscuridad y se asestaron unos a otrosun puñado de golpes frenéticos antes desepararse y desaparecer una vez más. Elávido viento destrozó los chillidos delos moribundos y los cuerpos de losmuertos quedaron reducidos a huesos

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erosionados en pocos instantes.No obstante, los asaltantes del

desierto de Bhagar estaban en suelemento. Ocultándose la cara con susturbantes en señal de devoción a su dios,leían el cambiante patrón de los vientosy sabían cómo atisbar a través de lanube de arena para encontrar a susenemigos. Cabalgaban con una habilidadsobrenatural, como si sus corcelespudieran leerles el pensamiento. Loscaballos del desierto eran una razaaparte; se creía que eran el único donque Khsar le entregaba de verdad a sugente, y sus dueños los valoraban porencima de los rubíes. Los asaltantes

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chocaban con sus enemigos una y otravez, y en la mayor parte de las ocasionesdejaban a un jinete de Khemritambaleándose en la silla odesangrándose en el suelo.

Caballos sin jinete salierontropezando de la tormenta y galoparonhacia la relativa seguridad delcampamento del Usurpador. Lascompañías de lanceros observaron cómola tormenta se acercaba a ritmoconstante y aferraron las armas contemor. Sus paladines gruñeron la ordende apretar las filas, formando un murocontinuo de escudos y lanzas ante elviento embravecido.

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La tormenta de arena se extendiósobre los guerreros como una sibilante ycegadora oleada, hiriéndoles los ojos yarañándoles cada centímetro de pielexpuesta. Las primeras líneasretrocedieron como si hubieran sufridoel impacto de una carga enemiga, perolas filas traseras escondieron lascabezas tras los escudos y empujaronpara mantener la línea intacta. De lapenumbra salieron volando jabalinasque cayeron entre las filas y se clavaronen escudos o atravesaron cuero parahundirse en la carne de debajo. Loshombres chillaban y caían; sus gritosreflejaban dolor y dicha a partes iguales,

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como si la muerte no supusiera tanto unfinal como una liberación de loshorrores que habían soportado.

Los jinetes, que salieron de latormenta como fantasmas, hicieron quesus monturas se encabritaran ante elmuro de escudos y acuchillaron concimitarras y hachas. Cortaron puntas delanzas y abollaron yelmos, y aquí y allá,hirieron brazos y cuellos sin protección.Cayeron más hombres, pero antes de quesus compañeros pudieran reaccionar, losjinetes habían dado media vuelta yhabían desaparecido una vez más enmedio del torbellino.

Sin embargo, la línea resistió

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formando un arco de bronce entre latormenta y los silenciosos pabellonesque se extendían por el camino quequedaba tras ellos. Los guerreros lesgritaron palabras de ánimo a loshombres que tenían delante y saltaron alfrente para llenar los huecos que habíandejado sus camaradas muertos. Sucoraje era desesperado y constante;todos sabían lo que les ocurriría a susfamilias allá en casa si no lograbancontener a los asaltantes.

Estaban tan decididos a mantenersefirmes ante el torbellino que no sepercataron del silencioso grupo deasaltantes que estaba desplegándose por

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las estribaciones del lado este yabalanzándose sobre el extremo opuestodel campamento. Un puñado de soldadosde caballería pesada era lo único que seinterponía en su camino, pero cayeroncon rapidez acribillados por flechasprocedentes de los potentes arcos de losasaltantes. Estos atravesaron el terrenosembrado de cadáveres y se dirigieron atoda velocidad hacia las tiendasdesguarnecidas situadas a sólo unoscientos de metros de distancia.

Del centro del campamentosurgieron gritos de alarma y estridentestoques de trompeta. Los esclavossalieron tambaleándose de las tiendas

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hacia la brillante luz del sol, blandiendocuchillos y garrotes de madera paradefender a sus señores. Los hombres deBhagar los cortaron como si fueranjuncos o los clavaron a la tierra con susjabalinas con lengüetas, pero elsacrificio de los esclavos retrasó a losatacantes unos pocos y valiosossegundos. Mientras el último de elloscaía, el aire bulló debido al zumbido deincontables alas, y los asaltantes dejaronescapar un grito de consternacióncuando una columna de escarabajosgiratoria se extendió sobre el grupo detiendas y ocultó el sol de mediodía.

Arkhan apartó a un lado la pesada

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tapa del sarcófago y se puso en pie de unsalto; el cerebro le dolía debido a lavirulenta orden de su señor. Los sonidosde batalla se oían muy cerca, y el visircomprendió al instante lo que habíaocurrido. El inmortal agarrórápidamente la espada de Suseb demanos de un sirviente que permanecíade rodillas y se lanzó hacia la oscuridadantinatural.

Dos jabalinas lo golpearoninmediatamente y se le hundieron en elpecho tanto desde la izquierda comodesde la derecha. El visir se tambaleóbajo el doble golpe, pero extendió lamano izquierda y soltó un espantoso

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conjuro entre dientes. Una tormenta derayos mágicos salió despedida de susdedos y atravesó la masa de jinetes quetenía delante: hombres y caballos fueronarrojados chillando al suelo.

Un asaltante del desierto apareciódesde la derecha tratando de golpear aArkhan con su cimitarra. El visir girósobre los talones, balanceó su enormekhopesh de bronce y le cortó las patasdelanteras al caballo. El animal seestrelló contra el suelo chillando yretorciéndose, y lanzó al jinete de lasilla. El asaltante cayó con agilidad y sevolvió para enfrentarse a Arkhan, perolo último que vio fue el destello de la

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espada del inmortal mientras chocabacontra su cráneo.

Las jabalinas y las flechas zumbabanpor los aires y los gritos de los jineteslo llenaban todo. Los asaltantes estabanentre las tiendas y atacaban a todo el queencontraban, y los gritos de los hombresy los caballos resonaban por laoscuridad mientras los inmortalesdespertaban y se unían a la agitadabatalla. El visir se abalanzó sobre elenemigo gruñendo una feroz maldición.Impulsado por el fuego del elixirprofano de Nagash, Arkhan se zambullóen la tambaleante multitud de asaltantesdel desierto que tenía delante. Los

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hombres cayeron muertos de sus sillas ose encontraron atrapados bajo loscuerpos de sus monturas, que seretorcían mientras el visir abría unasangrienta senda entre ellos.

A continuación, se oyó un crecientecoro de gritos furiosos y gemebundos, yun espeluznante brillo verde tiñó laoscuridad que se extendía a la izquierdade Arkhan. El coro fantasmal fueaumentando hasta alcanzar un volumenenloquecedor, al que se unieronrápidamente los frenéticos gritos de losvivos. Una profunda conmoción recorrióla multitud de asaltantes que rodeaba alvisir, y luego, de pronto, desaparecieron

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alejándose al galope como locos endirección al desierto. Arkhan se diomedia vuelta rápidamente buscando lacausa de la repentina retirada y vio aNagash rodeado de casi una veintena dehombres que se retorcían y gritaban. Elnigromante tenía las manos levantadashacia el cielo y sus ojos brillaban conuna luz siniestra mientras desataba a suséquito de fantasmas sobre susenemigos. En tanto el visir observaba,los espíritus se enroscaron comoserpientes alrededor de los hombres quechillaban y se introdujeron a través delas bocas abiertas y de los lagrimales enbusca de sus almas. Dejaron tras ellos

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caparazones humeantes y marchitoscontorsionados en posturas de muerteatroz.

La repentina y antinatural oscuridady la ira del nigromante al que habíandespertado pusieron a los asaltantes deldesierto en fuga. La tormenta de arena seiba retirando a medida que losadoradores de Khsar escapaban hacia laseguridad de las dunas. Arkhan alzó suespada robada y se burló de losasaltantes que huían. A continuación,estuvo a punto de tambalearse a causadel furioso llamamiento sin palabras desu señor.

El visir atravesó con rapidez el

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campo de batalla y cayó de rodillas anteel rey. Las ideas se le agolpaban en lacabeza mientras trataba de entender larepentina furia de Nagash.

—¿Qué ordenáis, señor? —preguntó, pegando la frente al suelo.

—Quatar ha caído —anuncióNagash—. Han derrotado a Nemuhareby a todo su ejército.

Los fantasmas que rodeaban alnigromante se hicieron eco de su enfadosilbando como un puñado de víborasfuriosas.

—Los reyes rebeldes lo hanarrestado y se han hecho con el controlde la ciudad.

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La noticia dejó atónito al visir.¿Apoderarse de la ciudad? Tal cosa eraalgo insólito. Las batallas entre reyes seresolvían en el campo de batalla y elperdedor le pagaba un rescate u otraindemnización al vencedor. Algunasveces se perdía territorio u otrosderechos, pero derrocar a un rey y tomarsu ciudad era algo sin precedentes.

—Esos rebeldes no respetan la ley—contestó Arkhan con cuidado,mientras se pasaba la lengua por losdientes irregulares.

Tampoco era necesario decir que elenemigo se encontraba a menos de unassemanas de marcha de Khemri, mucho

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más cerca que el maltrecho ejército deNagash.

—Piensan debilitarme privándomede Quatar, pero en cambio se han puestoen mis manos —dijo Nagash—. Losreyes de Numas y Zandri no tolerarán latoma del Palacio Blanco y estaránencantados de unir sus ejércitos al míopara expulsar a los rebeldes de nuevohacia el Valle de los Reyes. —Elnigromante apretó los puños y sonriócon avidez—. Luego, nos dirigiremos aLybaras y Rasetra por turnos y lasharemos entrar en vereda. Este será elprimer paso en la construcción de unnuevo Imperio nehekharano.

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Arkhan recorrió el campo de batallacon la mirada, observando lo quequedaba del ejército de reclutas deKhemri. Casi todos los recursos de laCiudad Viviente habían ido a parar algran plan de Nagash durante los últimoscien años. Esa lastimosa fuerza deinfantería y caballería era lo máximoque se podía reunir para desafiar a Ka-Sabar y ese ejército suponía un horriblevestigio de lo que había sido. El visirsabía de sobra la dureza con la que sehabía recurrido a Numas y Zandri paraque proporcionaran tributos parafinanciar la construcción de la poderosapirámide del dios viviente. Sus ejércitos

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estarían en una condición poco mejorque el de Khemri, y aunque el espantosopoder de Nagash podía movilizar loscuerpos de los guerreros caídos, Arkhanpodía ver que los esfuerzos de lacampaña habían consumido incluso lasprodigiosas reservas de fuerza del rey.Con Rasetra y Lybaras controlando elPalacio Blanco, se encontraban en unaposición realmente precaria.

—Numas y Zandri necesitarántiempo para reclutar a sus ejércitos —apuntó Arkhan—, y tiempo es algo de loque apenas disponemos. Nuestrosenemigos están en condiciones de llegara Khemri en este mismo momento,

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mientras esos lobos del desierto nospisan los talones…

El rey sacerdote lo interrumpió conuna cruel risita.

—¿Dudas de mí, visir? —preguntó.—¡No, alteza! —contestó Arkhan,

rápidamente—. ¡Nunca! ¡Vos sois eldios viviente, señor de la vida y lamuerte!

—Así es —asintió Nagash—. Hedesafiado a la muerte y he postrado a losdioses. Soy el señor de esta tierra y todolo que contiene. —El nigromanteextendió la mano, señalando con undedo pálido hacia la cabeza de Arkhan—. Tú miras a tu alrededor y ves

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calamidad, a nuestro ejército destrozadoy rodeado por nuestros enemigos, peroeso es porque tu mente es débil, Arkhanel Negro. Permites que el mundo tedirija a su antojo. Ese es el modo depensar de un simple mortal —soltó—.Yo le hago omiso a la voz de estemundo, Arkhan. En cambio, lo domino.Lo dejo a mi voluntad.

El rostro frío y apuesto de Nagash seiluminó de pasión. El manto espíritusque lo rodeaba se estremeció y gimiócon desesperación, y khan pudo sentircómo el poder de la tumba irradiaba delrey como si se tratara de un frío vientodel desierto.

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El visir pegó la cara al polvo unavez más.

—Lo entiendo, señor —dijo contemor—. La victoria será vuestra si asílo disponéis.

—Sí —contestó Nagash entredientes—. Así será. Levántate, visir —ordenó mientras se volvía bruscamente yse dirigía a grandes zancadas a supabellón—. Nuestros enemigos hanhecho su jugada. Ahora lacontraatacaremos.

Arkhan siguió a Nagash acomodandosu paso al del rey. De tanto en tantopisaba a uno de los asaltantes deldesierto a los que Nagash había dado

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muerte; sus cuerpos crujían comomadera quemada bajo sus pies.

—Llama a tus jinetes —dijo el rey—. Cabalgarás enseguida hacia Bhagary desatarás mi ira sobre la casa de lospríncipes del desierto.

Él asintió con la cabeza mientras seesforzaba por evitar que su rostrorevelara la inquietud que sentía. Tras lasangrienta batalla en Zedri y lasconstantes escaramuzas que se habíanproducido desde entonces, sólo lequedaban algo menos de tres milsoldados de caballería, vivos y muertos.

—Será un largo camino a través deterritorio enemigo —respondió.

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Le horrorizaba la idea de cruzar elduro terreno desértico que sus enemigosconocían tan bien. Él y los otrosinmortales tendrían que enterrarse en laarena para escapar al despiadadoresplandor del sol.

—Conquistarás Bhagar en cinco días—anunció Nagash.

Arkhan abrió mucho el ojo bueno.—Pero tendríamos que cabalgar día

y noche —exclamó antes de que pudieracontenerse.

El nigromante no le prestó atención ala impertinencia del visir y continuó:

—Te llevarás a dos Sheku’metcontigo. Utilízalos de uno en uno para

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conservar sus fuerzas.Arkhan levantó la mirada hacia la

sombra que se arremolinaba y crepitabaen lo alto. Las Tinajas de la Noche eranuna herramienta poderosa, pero habíaque alimentar a los grandes escarabajoscon una dieta constante de carne paramantener su vínculo mágico. La comidano había escaseado en el campo debatalla de Zedri, y desde entonces,Nagash había enviado a los escarabajosa darse un festín con los cuerpos de susguerreros no muertos. Arkhan habíavisto soldados cubiertos por unabullente alfombra de insectos marchandoaún imperturbablemente por el camino

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comercial mientras los escarabajoshoradaban sus órganos putrefactos y lesdesollaban la piel del cráneo.

—Así se hará, señor —respondió elvisir. No se podía decir otra cosa—. ¿Yqué haréis vos y el resto del ejército?

—El jefe de Cráneos se hará cargode los guerreros vivos y de volver allevar el ejército a Khemri —dijoNagash mientras llegaban al granpahelión.

Los esclavos se postraron cuando elrey se acercó, y una pareja de gimientesespíritus se apartaron flotando del ladodel rey para retirar la gruesa portezuelade lino que daba entrada a la tienda. La

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torturada figura de Neferem seencontraba nada más entrar y, cuando elrey le hizo una seña, la reina se acercócon mucho dolor a su lado, arrastrandolos pies.

—Yo regresaré a Khemri deinmediato y convocaré a los reyes deNumas y Zandri a un consejo de guerra—añadió Nagash. El rey se volvió haciaArkhan—. Recuerda que debes tomarBhagar en cinco días: ni más ni menos.Esto es lo que debes hacer cuando salgala luna el quinto día.

El visir escuchó las instruccionesdel rey sin expresión. Mantuvo lamirada fija en los ardientes ojos del

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nigromante e intentó apartar la imagende Neferem de su mente.

—Como ordenéis —respondiócuando Nagash terminó—. El destino deBhagar está escrito.

El rey clavó en su visir una miradadestinada a examinar su conciencia ypareció satisfecho de no encontrarla.

—Recuerda, Arkhan el Negro, ve ymodela el mundo a mi gusto y seguirásdisfrutando de mi favor.

A continuación, el dios viviente alzóla mano hacia el cielo y gritó unaretahíla de sílabas ásperas con su vozdestrozada. El enjambre que se agitabasobre él comenzó a zumbar de inmediato

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y giró como un remolino, manteniendo elequilibrio sobre la palma de la mano delnigromante. Los bordes delanteros de lagran sombra se encogieron mientras untorrente de escarabajos descendía, entredestellos y zumbidos, formando unacolumna que se arremolinaba alrededorde Nagash y su reina. Las dos figurasperdieron nitidez y luego desaparecieronpor completo.

Arkhan sintió como el aire deldesierto pasaba a toda velocidad junto asus hombros atraído desde todasdirecciones hacia el bullente embudoque tenía delante. Luego, en un instante,la columna de parpadeante quitina saltó

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hacia el cielo como si se tratara delrestallido del látigo de un jefe de obraarrastrando una voluta de polvo que giraa su paso.

Nagash y la Hija del Sol se habíanesfumado.

El visir estudió el espacio vacíodonde había estado el rey y unaexpresión sombría cruzó su rostrocubierto de cicatrices. A su alrededor,los esclavos se levantaron rápidamentey se pusieron a trabajar desmontando lastiendas que habían armado sólo unascuantas horas antes. En lo alto, lasombra viviente comenzó a estrecharsemás a medida que los insectos, libres de

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la voluntad de Nagash, empezaban aposarse en la tierra en busca de comida.El constante avance de la luz del solsacó a Arkhan de sus pensamientos.Despacio al principio, y luego cada vezmás deprisa, empezó a dar órdenes.

En menos de dos horas, el visir y susjinetes se dirigían al oeste, hacia elimplacable desierto. Una agitada nubede escarabajos hambrientos searremolinaba sobre el centro de lacolumna, protegiendo a Arkhan y a suslugartenientes inmortales de laabrasadora luz de Ptra.

A media tarde, el ejército estaba denuevo en marcha, arrastrando

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cansinamente los pies hacia el norte porel antiguo camino comercial.

Las compañías de los muertos, a lasque ya no animaba la voluntad de suseñor, quedaron abandonadas para quese pudrieran bajo el abrasador sol deldesierto. Más de un alma cansada volvióla vista atrás hacia las figuras inmóvilesy les envidió su suerte.

* * *

Una franja de bullente y crepitante

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sombra pasó a escasa altura sobre laCiudad Viviente poco después delanochecer. Cruzó rápidamente la partesuperior de la muralla meridional, dejóatrás a los centinelas que se acurrucabanen cuclillas sobre las almenas y bajó porlas descuidadas calles del barrio de losAlfareros. Los tejados de lassemiderruidas casas de ladrillos debarro estaban desiertos a pesar del calordel largo día y ni siquiera los perrosmerodeaban por los montones dedesperdicios desparramados por losestrechos callejones. De la mismamanera, el barrio de los Mercaderespermanecía en silencio y con los

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postigos bien cerrados. Las plazas delGran Bazar se encontraban vacías, lospuestos tenían un aspecto ruinoso y laslosas estaban cubiertas de arena. Losdistritos nobles, que quedaban más alnorte, eran los únicos que mostrabanalgún indicio de vida; la guardia de laciudad patrullaba las calles en grandesgrupos bien armados al otro lado depatios cerrados con barricadas y altosmuros rematados con fragmentos decerámica y cristal rotos. Incluso elextenso complejo del palacio de Settraaparecía oscuro y desprovisto de vida.La única luz que se veía en algún lugardel horizonte se encontraba lejos, al

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este, más allá de las murallas de laciudad, donde serpenteantes destellos derelámpagos color añil se arrastraban porlos laterales de una enorme pirámidenegra que se alzaba desde el centro de lagran necrópolis de Khemri.

El sibilante enjambre de escarabajosse retorció como una serpiente hacia elgran palacio, despidiendo humeantescaparazones de insecto a su paso. Porfin, cayó como una flecha en la granexplanada de la Corte de Settra y vertióun torrente de moribundos escarabajos,que se retorcían sobre la silenciosaplaza. Tras agotar su energía vitaldurante el extenuante vuelo al norte, el

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último escarabajo repiqueteó inánimecontra el suelo alrededor de Nagash y sureina.

A la vez que el rey ponía los piessobre la tierra, cientos de esclavosbajaron rápidamente la escalinata deledificio y se humillaron ante su señor.Tras ellos llegó un pálido inmortalvestido con un faldellín teñido decarmesí y sandalias de cuero rojo. Elguerrero llevaba el torso envuelto entiras de armadura de cuero rayada, yanchos brazaletes también de cuero lecubrían los antebrazos. Una capa de pielhumana desollada ondeaba a su pasomientras se acercaba a Nagash dando

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rápidas zancadas y caía de rodillas enactitud de súplica.

El rey sacerdote saludó al inmortalcon la cabeza.

—Levántate, Raamket —ordenó—.¿Cómo le ha ido a la ciudad en miausencia?

—Se ha restablecido el orden, alteza—respondió el inmortal de inmediato.

Raamket poseía unas faccionesanchas y romas, como las de una estatuatoscamente labrada, con cejas gruesas yuna nariz protuberante que se había rotovarias veces. Sus ojos oscurosmostraban poca imaginación ointeligencia, aunque eran fríos y firmes

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como una roca.—No ha habido más disturbios

desde que el ejército partió hacia el sur.—¿Y los cabecillas?—Algunos han sido capturados —

contestó Raamket—. Otros se quitaronla vida antes de que pudiéramosdetenerlos. El resto ha huido de laciudad.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?—inquirió Nagash, entrecerrando losojos con desconfianza.

Raamket se encogió de hombros yrespondió:

—Porque no los hemos encontrado,señor. Hemos registrado la ciudad a

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conciencia, de un extremo a otro. —Unaleve sonrisa cruzó el rostro impasibledel inmortal—. Interroguépersonalmente a muchos de losmercaderes de la ciudad. Juraron que lamayoría de los sacerdotes habían huidoal este, hacia Quatar.

Nagash consideró la información.—Relaja las patrullas —ordenó—, y

luego ofrece doble ración de grano: paracualquiera que dé información acerca delos disidentes que aún se oculten en laciudad. Si quedan rebeldes, se volveránaudaces en cuanto se enteren de que elPalacio Blanco ha caído.

Los ojos oscuros de Raamket

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brillaron al oír la repentina noticia.—¿El este se ha alzado contra

nosotros? —preguntó. El salvajeinmortal pareció alegrarse con laperspectiva.

—Lybaras y Rasetra han decididodesafiarme —contestó el rey con tonosombrío—, y sospecho que no estánsolas.

Nagash se dirigió rápidamente haciala escalinata que llevaba a la Corte deSettra, dejando que los sirvientesrodearan a la reina y la acompañaran alpalacio. Raamket siguió a Nagash,acomodando su paso al del maestro.

—¿Cómo nos encargaremos de esos

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traidores? —quiso saber el guerrero.—Envía mensajeros a Numas y

Zandri —dispuso Nagash—. Convoca alos reyes para que acudan a petición míaa la Corte de Settra dentro de cuatrodías para asistir a un consejo de guerra.Volveremos a tomar Quatar, y luego eleste se ahogará en un mar de sangre.

Raamket sonrió dejando ver unosdientes blancos limados hasta ser muypuntiagudos y dijo:

—Así será, señor.

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OCHOLluvia roja

Ciudad desértica de Bhagar,en el 62.º año de Qu’aph el Astuto(-1750, según el cálculo imperial)

En la mañana del quinto día, los jinetesde Arkhan coronaron las dunas que sehallaban al este de Bhagar y encontrarona Shahid ben Alcazzar y sus jinetes

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esperándolos justo al otro lado de laverde extensión del caravasar de laciudad.

El visir frenó su caballo de batallamarcado con runas en la cima de la dunasituada más lejos y soltó una sarta demaldiciones fruto de la incredulidadhacia el cielo envuelto en sombras.Había presionado a sus guerrerosimplacablemente, deteniéndose sólo alamanecer y al anochecer para abrir lasTinajas de la Noche y luego cerrarlas denuevo. Había matado por el caminocaballos y hombres a montones paradespués devolver sus cadáveres a lasfilas cuando sus cuerpos exhaustos no

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podían resistir más. Otros más fueronsacrificados para alimentar a losvoraces escarabajos. Sus huesosrelucían ahora blancos bajo la penumbrasobrenatural; eran soldados graciasúnicamente a la hechicería negra. Todopara poder dejar atrás a los jinetes deben Alcazzar y atacar su hogar antes deque lograran organizar una defensaapropiada y, sin embargo, ¡habíanconseguido ganarle!

Cuando se quedó sin maldicionesque arrojarle al indiferente cielo,Arkhan se recostó en la silla e hizo unrápido balance de la situación. Susjinetes, casi dos mil en total, se

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encontraban desplegados formando máso menos un arco a lo largo de la línea dedunas a izquierda y derecha. Aquinientos metros de distancia, losasaltantes del desierto aguardaban enuna línea irregular agrupados alrededorde los ondeantes estandartes de suscaciques. La avanzada de Arkhan, queestaba compuesta por poco más dedoscientos jinetes, constituía unadelgada pantalla en el terrenointermedio entre las dos fuerzas.

—Hazle la señal a Shepsu-hur paraque se repliegue —ordenó el visir,volviéndose, furioso, hacia su trompeta.

El hombre se llevó el cuerno a los

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labios mientras asentía, cansado, con lacabeza y tocó una compleja serie denotas. Un poco después, la avanzada seestaba retirando por el terreno ondulado.Arkhan se fijó en que los asaltantes deldesierto no hacían ningún esfuerzo paraperseguirlos.

Para presentar su informe Shepsu-hur dejó a sus jinetes al pie de la duna yespoleó la agobiada montura para quesubiera por la pendiente arenosa. Elinmortal iba envuelto en vendas de linoy cuero del cuello a los pies, que lecubrían casi cada centímetro de piel. Surostro destrozado era lo único quepermanecía sin cubrir, de modo que

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quedaban a la vista las espantosasheridas que había recibido en la batallaen el palacio sólo unas cuantas semanasantes. Por más elixir mágico de Nagashque bebiera, este no había bastado paracurar las heridas abiertas en las mejillasy la frente del noble ni para restaurarlelos labios arrugados y el irregular cabode la nariz. Cuando hablaba, el huesocarbonizado asomaba a través deldesgarrón que el inmortal tenía en elmentón.

—Los jinetes llegaron menos de unahora antes que nosotros —dijo elinmortal lisiado con voz áspera—.Algunos se retiraron hacia la ciudad

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cuando aparecimos.—Seguramente para decirles a los

suyos que huyeran hacia el desierto —añadió Arkhan.

Sabía que algunos ciudadanosescaparían, no se podía evitar. Lasgentes de Bhagar eran devotosseguidores de Khsar y conocían bien losentresijos del desierto. La mayoría, noobstante, estaban atrapados. Siintentaban huir, sus hombres losatropellarían con los caballos.

—¿Cuántos jinetes hay? —preguntó.Las envolturas de cuero crujieron

cuando el inmortal se encogió dehombros.

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—Puede ser que tres mil —contestó—, pero sus caballos están reventados.Los presionaron hasta sobrepasar loslímites del agotamiento para llegar antesque nosotros.

—En ese caso, esto no durará mucho—apuntó el visir, asintiendo gravementecon la cabeza.

Arkhan llamó a su trompeta mientrasdesenvainaba su enorme khopesh.

—¡Toca la orden de atacar! —exclamó—. ¡Seguiremos presionandohasta llegar a la ciudad, cueste lo quecueste!

Las notas del trompeta entonaron eltoque de rebato a lo largo de las dunas y

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la masa de jinetes emprendió eldescenso por la ladera arenosa. Shepsu-hur hizo que su montura diera mediavuelta y se adelantó para alcanzar suescuadrón. Arkhan golpeó a su caballode batalla con las rodillas para queavanzara al trote mientras los miembrosde su séquito cerraban filas a sualrededor.

Bhagar era una ciudad próspera,pero bastante pequeña. Sus príncipes notenían nada que temer de los bandidos ynunca había sido tan rica como parallamar la atención de las ciudades másgrandes, situadas al norte y este. Porende, sus dirigentes nunca habían visto

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la necesidad de gastar sumasexorbitantes en construir una murallaalrededor de la ciudad.

Ahora sus jinetes intentaban formaruna barrera viva contra los guerreros delvisir, pero Arkhan podía ver cómo losorgullosos asaltantes se encorvaban enlas sillas y las cabezas de susmagníficos caballos colgaban casi a rasde suelo. «Habría sido mejor que Shahidben Alcazzar hubiera conservado lasfuerzas de sus hombres», pensó Arkhan.Tal vez no hubiera salvado la ciudad,pero al menos podría haber vivido paravengarse en otra ocasión. Ahora elaltivo príncipe del desierto moriría con

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ellos.Los jinetes de Khemri se

desplegaron por el ondulado terrenoarenoso al llegar al pie de las dunas.Los inmortales avanzaban en cabeza,seguidos de los adustos y silenciososcadáveres de los hombres que habíanformado parte de sus escuadrones. Lossoldados de caballería vivos sequedaron rezagados, pues loscompañeros muertos que cabalgabanentre ellos los ponían nerviosos. Muypor delante, los orgullosos caballos deldesierto del enemigo sacudieron lacabeza y piafaron en la arena cuando lesllegó el olor a carne putrefacta.

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Sin, embargo, los asaltantes deldesierto seguían esperando sin tomarninguna medida mientras sus enemigosse acercaban. Arkhan atisbó a través dela penumbra con su único ojo, tratandode localizar a Ben Alcazzar y su séquito.¿Cuál era el estandarte del príncipe? Elvisir no se acordaba.

Trescientos metros… doscientoscincuenta. Gritos enloquecidos y agudosgemidos surgieron de los inmortales, ylos caballos apretaron el paso para ir amedio galope. Una sombra fuecubriendo a los asaltantes del desierto amedida que el borde delantero de lanube de escarabajos se extendía sobre

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ellos. Arkhan vio como se convertían enadustas siluetas que se recortaban conmarcado contraste en la exuberantevegetación del oasis para caravanas quetenían a la espalda.

Entonces, una figura situada en laretaguardia de los jinetes del desiertolevantó una reluciente cimitarra hacia elcielo. Atrapó el último rayo de sol, quedestellaba con el furioso fuego de Ptra, yluego Arkhan oyó un débil grito que seabrió paso entre el creciente estruendodel ruido de los cascos.

Un viento caliente silbó a través dela caballería que se aproximaba. Arkhansintió su áspero roce en las mejillas. A

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continuación, el silbido aumentó devolumen hasta convertirse en un rugido avoz en cuello, y el mundo desaparecióen medio de una estrepitosa vorágine dearena.

Arkhan se llevó una mano a la caracon una amarga maldición. Caballos yhombres gritaron sorprendidos yasustados. La tormenta de arena azotó lapiel expuesta como un millón decuchillos invisibles; la ropa e incluso elcuero se deshilacharon bajo suimplacable toque. La montura embrujadadel visir se empinó y sacudió ladolorida cabeza. Arkhan tirósalvajemente de las riendas y luchó por

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seguir sentado.La arremetida sólo duró unos

segundos. Se estrelló contra la fuerza deKhemri con toda la potencia de unacarga de caballería, y cuando la murallade arena hubo pasado, la caballeríapesada estaba desperdigada ydesorientada; se había quedado sinempuje. El siguiente sonido que oyeronfue el mortífero zumbido de las flechas yel espeluznante grito de los asaltantesdel desierto mientras pasaban a la cargatras el salvaje viento de Khsar.

A Shahid ben Alcazzar lo llamabanel Zorro Rojo por algo. Aunque estabancasi agotados, los jinetes de Bhagar no

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estaban indefensos ni mucho menos.Una lluvia de flechas y jabalinas

barrió la asombrada fuerza de Khemri.Hombres y animales cayeron al suelo,muertos o agonizantes. Entonces, lacarga de los asaltantes del desierto dioen el blanco, y el bronce entrechocó conel bronce en una feroz y agitada refriega.

La violencia del ataque de Bhagarpodría haber destrozado a la fuerza deKhemri desde el principio si todos losjinetes hubieran sido seres vivos decarne y hueso, pero los inmortales y susguerreros muertos eran inmunes almiedo y miraban las jabalinas y lasflechas con desdén. Los soldados de

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caballería vivos retrocedieron ante elataque, pero los muertos levantaron susarmas y siguieron luchando.

Tres soldados de caballería presasdel pánico pasaron a toda velocidadjunto a la corcoveante montura deArkhan. Con un gruñido, el visir losmató con una descarga de rayosmágicos, y luego soltó el aterradorconjuro de Nagash y devolvió loscadáveres a la batalla. Los cuerposhumeantes de los caballos se pusieronen pie con torpeza y los caparazonesennegrecidos de sus jinetes se subieronde nuevo a las sillas. Los soldados decaballería volvieron sus rostros

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derretidos hacia el visir un momento ydespués, como uno solo, dieron mediavuelta y se lanzaron hacia la refriega.

Un asaltante del desierto se soltó dedos jinetes de Khemri con un grito y seabalanzó sobre Arkhan con los ojoscentelleando de odio. El visir hizo quesu caballo diera la vuelta e invocó elpoder del elixir de Nagash.

La sangre le ardió y fue como si eljinete atacante se desplazara conmovimientos lentos y lánguidos. Arkhanapartó la espada del jinete y le abrió elpecho de un tajo mientras el guerreropasaba avanzando pesadamente; luegopronunció el conjuro arcano que ataría

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al muerto a sus órdenes. El cadáverempapado de sangre del asaltanteapenas había golpeado el suelo antes deponerse en movimiento de nuevo: selevantó con torpeza y se alejótambaleándose en busca de sus antiguosparientes.

Por todo el campo de batalla, losmuertos se levantaban del suelo y seabalanzaban sobre los vivos. Loshombres de Bhagar gritabanaterrorizados mientras los cadáveresensangrentados se les aferraban a laspiernas, agarraban las riendas o losatacaban con cuchillos y puños. Losasaltantes golpeaban a los no muertos

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con espadas y hachas, cercenandobrazos y hundiendo cráneos, pero porcada cadáver que caía otro aguardabapara ocupar su lugar, y a los hombres deBhagar les quedaban muy pocas fuerzastras el largo y desesperado viaje por eldesierto.

Aun así la encarnizada batalla seprolongó, ya que ninguno de los dosbandos estaba dispuesto a ceder terreno.Las fuerzas se encontrabanentremezcladas y no se sabía quiéndominaba. Arkhan miró a su alrededorbuscando a su trompeta y encontró almuchacho en el suelo, a poca distancia,con una flecha clavada en el ojo. El

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visir se dio cuenta con un gruñido deque ya apenas necesitaba el cuerno. Losmuertos cumplirían sus órdenes segúnsus deseos y a cada minuto que pasabamás de ellos se unían a su bando.

De pronto, Arkhan oyó unestruendoso silbido lejos, a su derecha,y una columna de polvo y arena se alzócomo un puño hacia el cielo. Hombres ycaballos se vieron atrapados en ella ysalieron volando por los aires comojuguetes. El visir enseñó sus dientesirregulares. Debía tratarse del hierofantede Khsar de la ciudad y, sin duda, BenAlcazzar se encontraría por allí cerca.Arkhan espoleó su caballo y, con un

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grito, se dirigió hacia la columna detierra que se iba desmoronandolentamente; los miembros que aúnquedaban vivos de su séquito losiguieron de cerca.

Apeló una vez más al poder delelixir que fluía por su sangre y vadeópor un mar de cuerpos hinchados yespadas a la deriva. Acabó con todo loque encontró a su paso, ya fuera amigo oenemigo. Todos los hombres a los quedaba muerte se levantaban tras él sereincorporaban a la batalla con lasexpresiones todavía petrificadas en elangustioso momento de la muerte.

Tras lo que pareció una eternidad de

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masacre, Arkhan se encontró con unpuñado de jinetes del desierto rodeadospor una creciente marca de cadáveresque trataban de acuchillarlos ymorderlos. El visir reconoció a BenAlcazzar de inmediato, con su armadurade cuero negro y el ondeante turbante. Elpríncipe montaba un fogoso caballo deguerra blanco, con las ijadas casirosadas a causa de la sangre, y sucimitarra estaba manchada de rojo ytenía muescas casi hasta la empuñadura.Lo rodeaba una docena de los suyos, quelanzaban mandobles y puñaladas contrala horda que los envolvía con adusta ysilenciosa determinación. Los guerreros

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habían aprendido que un cadáver sincabeza no se levantaba de nuevo ymanejaban sus espadas como verdugosabatiendo a un lento guerrero no muertotras otro. Los obtusos cadáveres yaestaban siendo obligados a trepar sobrelas pilas amontonadas de suscompañeros para alcanzar a su presa.Arkhan observó, sorprendido, que dosde los cuerpos sin cabeza que sehallaban cerca del príncipe tenían lapiel de porcelana de los inmortales.

Junto a Ben Alcazzar se encontrabaun hombre con túnica marrón sobre uncorcel grisáceo que blandía un onduladobáculo de madera en lugar de una

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espada. Mientras el visir miraba, elhombre apuntó con su báculo a un grupode jinetes que se encontraba cerca y lebramó una súplica a Khsar. La arenasituada bajo los jinetes estalló haciaarriba de inmediato con un estruendoparecido a un viento de tormenta y elevósus cuerpos destrozados unos diezmetros por el aire.

Arkhan miró a su alrededor entremaldiciones, buscando algo que arrojar.Avistó el cuerpo de un caballo debatalla cerca de allí con una jabalinaque le sobresalía del costado y seacercó para cogerla. El asta conlengüeta no se soltó con facilidad, ni

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siquiera pese a la fuerza sobrehumanadel visir, pero al final sostuvo el armamanchada de sangre en sus manos.

Se produjo otra ráfaga de aire a sólouna docena de pasos a la derecha deArkhan. Esa vez levantó a la mitad delséquito del visir y los mató poraplastamiento. Arkhan se volvió en lasilla con un grito salvaje y le lanzó lajabalina al hierofante con todas susfuerzas.

El sacerdote vio cómo el arma sedirigía a toda velocidad hacia él casi enel último momento y levantó el báculoen un desesperado intento por bloquearel lanzamiento de Arkhan. Si la jabalina

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la hubiera arrojado una mano mortal, elsacerdote quizá lo habría logrado;siendo así las cosas, el hierofantesimplemente no fue lo bastante rápidocomo para evitar que la punta de broncedel arma se le hundiera en el pecho y lotirara de la silla.

Shahid ben Alcazzar vio caer alsacerdote y siguió la trayectoria de lajabalina hasta Arkhan a unos diez metrosde distancia. El visir clavó la mirada enlos ojos oscuros del príncipe, sonrió yluego pronunció el conjuro de Llamada.

Un momento después, el caballo delpríncipe se encabritó, asustado, y BenAlcazzar se tambaleó cuando el cadáver

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del sacerdote trató de sacarlo de la silla.Las dos figuras forcejaron un momento.Luego, con un grito feroz, Ben Alcazzarechó la espada hacia atrás y la hundió enel cráneo de su hermano mayor.

Mientras el cadáver del sacerdotecaía sin fuerzas al suelo, el príncipemiró a su alrededor como loco y sólovio un mar de avariciosas manosensangrentadas y rostros flácidos einánimes. Algunos de los que trataban deagarrarlo con avidez eran antes susamigos o primos. Al final, Ben Alcazzarse volvió de nuevo hacia Arkhan y gritó:

—¡Basta! ¡Detened esta oleada dehorrores y me rendiré!

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El príncipe levantó las manos y,sacándose el turbante, dejó aldescubierto la angustia grabadaprofundamente en su apuesto rostro.

Arkhan alzó la mano y con un solopensamiento sus guerreros no muertosretrocedieron un paso y se quedaroninmóviles. De un lado a otro del campode batalla, el clamor de losenfrentamientos disminuyórepentinamente. El visir hizo que sucaballo avanzara poco a poco, hastasituarse a sólo unos metros del príncipe.Sonrió.

—¿Qué entregaréis para que vuestragente sobreviva? —preguntó.

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—Tomad lo que queráis —respondió Ben Alcazzar con voz sorda.Las Lágrimas surcaban sus morenasmejillas—. Hay suficiente oro en Bhagarpara convertiros en rey, Arkhan elNegro. Pagaré cualquier precio quepidáis.

Los oscuros ojos de Arkhanrelucieron.

—Hecho —dijo, y el destino deBhagar quedó escrito.

* * *

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Los reyes llegaron a Khemri más omenos al mismo tiempo, a primera horade la tarde del quinto día después delregreso de Nagash. Los reyes sacerdotesde Numas, Seheb y Nuneb, gemelos,viajaron al sur a través de los fértilesterrenos fluviales situados al norte delVitae con un séquito a caballo deUshabti, visires, escribas y esclavos.Cruzaron el gran río en transbordador yllegaron al desierto puerto de la ciudadjusto cuando las barcazas reales deZandri se acercaban a la orillaimpulsándose con pértigas. Los visiresde las dos partidas reales se observaroncon reserva diplomática y luego les

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dieron órdenes bruscas entre dientes asus esclavos para que comenzaran adesembarcar lo más rápidamenteposible.

A los pocos minutos, la plazaempezó a llenarse de caballos, carros,palanquines y muchísimos esclavosfrenéticos, mientras cada cortejo tratabade lograr la precedencia sobre el otro.El visir jefe de Zandri dio el pasotáctico de ordenar que dejaran elguardarropa del rey a bordo de subarcaza, ahorrando casi media hora enla descarga. Para no ser menos, el visirjefe de los señores de los caballos sedio cuenta de la maniobra subrepticia y

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envió un mensaje al otro lado del ríopara informar de que sólo se debíantraer los carros de los reyes gemelos,encomendándoles a los demás miembrosdel séquito que fueran caminando elresto del camino hasta el palacio. Sedepositó oro en las manos de losbarqueros para que redoblaran susesfuerzos y se liberó a las tripulacionesde las barcazas de sus obligaciones paraque se pusieran a trabajar en la descargade los miembros de la casa real.Algunos esclavos perdieron elequilibrio y cayeron al río, pero nadiepudo dedicar un momento a ayudarlos.

Al final, a pesar de los colosales

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esfuerzos y los grandes sacrificios porambas partes, los reyes llegaron alpuerto casi a la vez. Los visires, quehabían peleado hasta empatar, seinclinaron de manera cortante uno anteotro desde lados opuestos de la plazaabierta.

Fue sólo entonces cuando losfuncionarios advirtieron la inquietud delos guardaespaldas reales y sepercataron de lo silenciosa y oscura quese había vuelto la Ciudad Viviente.Recorrieron con la mirada los muellesdesiertos, iluminados únicamente por elbrillo plateado de Neru, y sepreguntaron si serían ciertos todos los

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rumores que habían oído acerca del reyde Khemri, por el que no pasaban losaños.

Apenas los personajes reales habíanpisado el puerto cuando una solitaria ypálida figura apareció en el bordemeridional de la plaza. Raamket seacercó a los tres reyes con su capa depiel desollada desplegándose comoespantosas alas alrededor de sushombros.

—Nagash, el dios viviente, os da labienvenida —anunció, haciendo unaprofunda reverencia—. Es un honor paramí acompañaros a su presencia.

Antes de que los asombrados reyes

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pudieran ofrecer una respuesta, el visirles hizo una señal a los reyes gemelosde Numas y luego dio media vuelta ypartió a paso ligero hacia el palacio. Elorden de precedencia había quedadofijado y un mandato entre dientes delvisir hizo que los carros realesavanzaran traqueteando por las losas yque Amn-nasir y su criados de gestoadusto los siguieran lo mejor quepudieran.

El cortejo descendió por las callesvacías del distrito noble, asombrándoseal ver los complejos de viviendastapiados y las puertas tachonadas debronce. Las grandes puertas del palacio

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permanecían abiertas, pero no habíaguardias vigilando la entrada.Asimismo, la gran explanada de la Cortede Settra estaba desierta, salvo por losmurciélagos que descendían en picado ylos lagartos que correteaban mientrascazaban entre los montones de arena. Nohabía trompetas que anunciaran sullegada ni acólitos de túnicas blancasque los bendijeran con sal y el alegresonido de los címbalos. Turbados, losreyes gemelos de Numas bajaron de suscarros y se reunieron con Raamket en laescalinata que conducía a la Corte deSettra para aguardar la llegada de Amn-nasir, mientras dejaban que los visites

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hablaran entre dientes con temor ysupervisaran el desembalaje de losobsequios de los que se le iba a hacerentrega al rey de Khemri. Losobservadores Ushabtis de los reyesgemelos, ataviados con faldellinesblancos y armaduras de cuero decoradascon medallones de turquesa y oro,rodeaban a sus protegidos reales ylanzaban miradas intimidatorias hacialas profundas sombras que envolvían laplaza.

Quince minutos después, ladelegación de Zandri llegó serpenteandoa la explanada, y Amn-nasir se unió asus pares reales con tanta dignidad

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ofendida como pudo lograr. El reysacerdote de Zandri era un hombre bajoy fornido, y caminaba con el andarbamboleante de quien ha pasado toda lavida en el mar. A la venerable edad deciento veinte años, hacía tiempo quehabía dejado atrás sus años en el mar,pero seguía teniendo un cuerpo delgadoy fuerte. En comparación, los señoresgemelos eran altos y feéricos, con ojosde veloces movimientos y faccionesangulosas y muy marcadas. Bandas deoro batido decoraban sus esbeltosbrazos y llevaban el cabello negrorecogido en coletas idénticas. Lossoberanos de ambas ciudades le debían

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sus riquezas al comercio: esclavosprocedentes del norte salvaje en el casode Zandri, y manadas de caballos de lamejor calidad criados en las llanurasque rodeaban Numas. Juntosrepresentaban a las ciudades más ricasde toda Nehekhara y seguían siéndoloporque se aliaban con el rey sacerdotede Khemri.

Raamket no perdió el tiempo conceremonias. En cuanto Amn-nasir sereunió con ellos, el visir hizo unareverenda en silencio y los guió,dejando atrás las altas columnas, haciala Corte de Settra. Las estatuas de Asaphy Geheb se perdían entre las sombras

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con los pies cubiertos de pilas de rocacarbonizada y rota.

Más allá, el gran salón estaba oscurocomo una tumba. La única luz proveníadel rey sacerdote de Khemri, quepermanecía sentado en un antiguo, tronode madera y estaba rodeado del agitadoy trémulo brillo de su séquito fantasmal.

Raamket entró rápidamente en elsalón mientras sus sandalias susurrabansuavemente por el suelo de mármol. Lostres se miraron unos a otros con airevacilante, toda idea de precedenciaolvidada, hasta que por silenciosoacuerdo entraron juntos a la cámara consus guardaespaldas siguiéndolos de

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cerca. Sus pasos resonaron en el vastoespacio y los Ushabtis toquetearon susarmas con nerviosismo, sintiendo ojosocultos que los observaban desde laoscuridad por todo el salón.

Al pie de la tarima, Raamket cayó derodillas ante su señor. El agitado nimbode resplandecientes espíritus contemplóa los tres reyes con ojos vacíos ygemidos débiles y aterradores. Su brillofunerario perfilaba la parte inferior delas piernas de la gran estatua de Ptrasituada detrás del trono de madera,dejando ver cicatrices irregulares yagujeros abiertos en la areniscaenchapada en oro. A la derecha de

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Nagash, la fantasmagórica luminiscenciarecortaba el lado del trono más pequeñode la reina. De vez en cuando, el ir yvenir de la luz sobrenatural recorría lapunta huesuda de un hombro envuelto enimpecable brocado de seda o el bordede un resplandeciente tocado de oro.

Nagash estaba repantigado sobre elornamentado trono de Settra con lacabeza apoyada en la palma de la manocon aire reflexivo. Estudió a los tresreyes con frialdad, sus ojos eran comopartículas de obsidiana pulida.

—Saludos, reyes del norte y el oeste—dijo el nigromante con voz rasposa—.La Ciudad Viviente os da la bienvenida.

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Los regios gemelos de Numaspalidecieron al oír la voz destrozada deNagash y no pudieron lograr unarespuesta. Amn-nasir, que era más viejoy fuerte, dominó su profunda inquietud ycontestó:

—Vuestro llamamiento supuso unagran sorpresa. Pensábamos que osencontrabais lejos, en el sur,respondiendo al desafío de Ka-Sabar.

—Ciertas circunstancias quetuvieron lugar en el este me obligaron aregresar —explicó Nagash—. Sin duda,estaréis enterados de la batalla que seprodujo en las Puertas del Alba.

Amn-nasir les lanzó una mirada de

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reojo a los reyes gemelos de Numas.—Circulan rumores —admitió—. Se

dice que han derrotado a la Guardia dela Tumba y que los reyes sacerdotes deRasetra y Lybaras han tomado el PalacioBlanco.

—No es un rumor —anunció Nagash—. Hekhmenukep y Rakh-amn-hotep,ese traicionero hijo de Khemri, hanviolado el antiguo código de guerra queestableció Settra y han derrocado allegítimo soberano de Quatar. Ahoraestán en disposición de marchar sobre laCiudad Viviente.

El rey sacerdote de Khemri seenderezó despacio en el antiguo trono y

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clavó la mirada en sus invitados.—No se trata de una simple

contienda entre reyes. ¡Estos insensatoshan atraído el caos sobre todaNehekhara y debemos responderles!

—Pero… ¿qué queréis quehagamos? —tartamudeó Nuneb—.Vuestros guerreros se encuentran amuchos días de distancia, ¿no es así?

—Y nosotros no disponemos del oroni del tiempo para reclutar un ejército—añadió Seheb.

—Ocurre lo mismo en Zandri —coincidió Amn-nasir—, como biensabéis, alteza.

—En cuanto un cocodrilo prueba la

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carne humana, ya no quiera, otra cosa —gruñó Nagash—. Esos reyes proscritoshan tomado Quatar y piensan apoderarsede Khemri después. ¿Creéis que sedetendrán ahí? Si no nos mantenemosunidos contra ellos, no cabe duda de quenos conquistaran uno a uno.

—¿Y Lahmia? —inquirió Seheb. Lamirada del joven rey se desvió connerviosismo hacia la silueta encorvadasentada en el trono de Neferem—. ¿Cuáles la posición de Lamashizzar?

—¿O Mahrak? —dijo Nuneb—.Seguramente, el Consejo Hieráticorepudiará lo que han hecho Rasetra yLybaras.

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—El Consejo Hierático —repitióNagash con una expresión que rebosabadesdén—. Hekhmenukep y Rakh-amn-hotep son sus peones. ¡Planeandestruirme, y como sois mis aliados,también os destruirán!

—¿Esto es por lo que le hicisteis alos templos de Khemri? —quiso saberAmn-nasir—. ¿O está relacionado con laoscuridad que cayó sobre Nehekharahace varias semanas?, ¿la que se cobróla vida de tantos jóvenes sacerdotes yacólitos?

—Es porque los hierofantes deMahrak me ven como una amenaza a sucorrupto dominio —contestó Nagash,

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mirando furioso y con los ojosentrecerrados al rey sacerdote deZandri.

—¿Porque sois un dios viviente? —preguntó Amn-nasir con malicia.

Un destello de triunfo brilló en losojos oscuros del nigromante, quecontesto:

—Porque he vencido a la mismamuerte.

—Sea como sea, eso no cambia elhecho de que los ejércitos de Rasetra yLybaras se encuentran a unas pocassemanas de marcha de Khemri —apuntóel rey sacerdote de Zandri sin inmutarse—. Los guerreros zandrianos no han

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combatido en siglos. Nuestras armasestán embotadas, y nuestras armadurashechas jirones.

—Numas no está mejor —dijoSeheb—. Nuestros nobles son pobres ynuestro erario está prácticamenteagotado. —Extendió las manos en ungesto de impotencia—. Necesitaríamosaños para reconstruir nuestrodescuidado ejército.

El rey sacerdote de Khemri escuchóa los reyes y asintió con la cabeza.

—Entonces, los tendréis —aseguró—. Contendré a nuestros enemigosmientras preparáis vuestras ciudadespara la guerra.

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Seheb y Nuneb se miraron uno a otrocon nerviosismo, y luego a Amn-nasir.El rey sacerdote de Zandri observó aNagash con cautela.

—¿Cómo es eso posible? —preguntó Amn-nasir.

Nagash se puso en pie y sonrió sinhumor a los tres reyes.

—Id a casa y preguntadle a vuestrossacerdotes, Amn-nasir. Peguntadlescómo solían castigar sus dioses aaquellos que los desafiaban. Luego,considerad lo afortunado que sois de serun aliado de Khemri.

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* * *

Pocas horas después, los tres reyes sehabían marchado; emprendieron elregreso a sus hogares con los obsequiosaún en sus manos y las mentesatribuladas con pensamientos de guerra.La oscuridad cayó con fuerza sobre laCiudad Viviente mientras se aproximabala medianoche y un palanquín colorébano, transportado por una docena depálidos esclavos que avanzabanarrastrando los pies, salió del palaciode Settra a través de las calles desiertascon rumbo a la Puerta de Usirian. Al

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este, el cielo nocturno estaba iluminadocon extrañas luces cambiantes ycrepitantes destellos de relámpagoscolor añil.

En el interior del bamboleantevehículo, Nagash permanecía sentadocon las piernas cruzadas sobre losalmohadones, con el Báculo de las Erasa su lado y un gran libro abierto ante él.Oscuros jeroglíficos y diagramasarcanos resaltaban con claridad en lasquebradizas páginas de papiro amarilloiluminadas por el agitado halo deespíritus que rodeaba al rey de laCiudad Viviente. El nigromante trazó laslíneas curvas con un meditabundo dedo,

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preparándose para el ritual que leesperaba.

Los esclavos llevaron a su señor porel largo camino hacia la necrópolis; suspies golpeaban rítmicamente sobre laspiedras barridas. Los extensos campossituados al sur del camino, en otrotiempo repletos de cereales, ahora seencontraban en su mayor parte enbarbecho. Al norte, a lo largo de lasriberas del río, los juncos crecían sincontrol. Los antiguos altares estabanabandonados y mostraban indicios dedescuido, y los esclavos miraban contemor hacia la oscuridad, preguntándosequé clase de espíritus malignos estarían

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observándolos desde las sombras.Por fin, se acercaron a la vasta

ciudad de los muertos. Las tumbasamontonadas brillaban bajo loscambiantes velos de luz que colgabansobre el centro de la necrópolis:extrañas y siniestras cortinas de colorverde y púrpura parecían fusionarse enel aire y retorcerse formando extrañosdiseños por encima de la inmensapirámide situada en el corazón de laciudad. Más grande que la tumba deSettra, más grande aún que la GranPirámide de Khemri, los ladosinclinados de la Pirámide Negra deNagash descollaban sobre todo lo

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demás. Elaborada a partir de mármolnegro extraído de las canteras de lasMontañas del Alba, la pirámide era másoscura que la noche; es más, lafantasmagórica tormenta de luces que searremolinaba sobre ella no se reflejabaen su mate superficie negra. Franjas derelámpagos color índigo subían enespirales y crepitaban por los cuatrolados de la pirámide, uniéndose en elpico puntiagudo y centelleando a travésde las cortinas de color que se agitabanen lo alto. El monumento irradiabapoder en ondas palpables que envolvíanlas tumbas circundantes y bajaban porlos serpenteantes callejones de la

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necrópolis.Los esclavos transportaron el

palanquín hasta la base de la pirámidede ébano y cayeron de rodillas ensilencio; las extremidades les temblabanno de inercia, sino de puro y atávicomiedo. Nagash salió del palanquín deinmediato, con el gran libro suspendidoen el aire a su lado, y atravesó conrápidas zancadas el arco de entradaplagado de sombras.

Al otro lado se extendía un estrechopasillo de piedras negras y apretadas,talladas con hileras e hileras dejeroglíficos ordenados con esmero. Nohabía estatuas de oro ni mosaicos de

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vivos colores que decorasen las paredesde la cripta, ni apliques para antorchasque dividieran la ininterrumpidasucesión de símbolos arcanos. LaPirámide Negra no era un lugar paraalbergar el cuerpo de un rey muerto; sehabía construido para aprovechar lasenergías del otro mundo.

La vasta estructura contenía más decien salas, tanto en el interior de lapirámide como excavadasprofundamente bajo la tierra. Se habíantendido atroces conjuros de malencauzamiento y muerte por sus pasillose intersecciones, y se habían empleadotodas las artimañas de los constructores

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de tumbas de Khemri para matar a losintrusos no deseados con trampas sutilesy mortíferas. Nagash era el único que lasconocía todas y bajó rápidamente porlos oscuros corredores y atravesóenormes cámaras resonantes abarrotadasde mamotretos ocultistas y siglos deexperimentos arcanos. Se dirigió almismo centro de la pirámide, hasta unapequeña sala de piedra emplazadaexactamente bajo el pico de laimponente estructura, situado a más deciento veinte metros por encima. Lacámara tenía forma piramidal; el suelo ylas paredes estaban construidos cadauno con una sola losa de mármol negro

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tallada con cientos de sigilos yjeroglíficos. El rey sacerdote habíagrabado un inmenso y complejo símboloen el suelo de piedra y lo habíataraceado con oro. Había empleadoveinte años aprendiendo el arte de suelaboración antes de arriesgarse aintentarlo. No se le podía confiar anadie más una tarea tan delicada yprecisa.

Nagash cruzó con cuidado las líneasdel gran símbolo y se situó en el centro.La medianoche casi había llegado. En elcorazón de la pirámide podía sentir elmovimiento de las lunas y las estrellasen lo alto siguiendo sus cuidadosas y

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acompasadas trayectorias. Lascorrientes de magia oscura, que se veíanatraídas por el aire desde la misma cimadel mundo, se arremolinaban y bullíancontra los laterales negros de la tumba.

Nagash levantó las manos hacia elcielo y pronunció las primeras palabrasdel gran ritual con su voz quebrada yáspera.

Lejos, al sur, el cielo permanecíadespejado, con una bóveda decentelleantes estrellas en lo alto. Neru,la brillante luna, se iba hundiendo aloeste y la funesta Sakhmet, la BrujaVerde, relucía con crueldad mientrasArkhan y sus guerreros sacaban a la

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gente de Bhagar a la llanura situadaentre la ciudad y el caravasar.

Habían atado con cuerdas a Shahidben Alcazzar y sus príncipes deldesierto, junto con sus familias yesclavos, y los rodeaba un cordón dejinetes no muertos. Tras ellos iban loscomerciantes, artesanos, granjeros,mendigos y ladrones: toda la gente de laciudad formando una masa desconsoladaque avanzaba arrastrando los pies. Loshabían atado con enormes hileras decadenas para esclavos que se extendíanmás de una milla y retrocedían por elcamino comercial hasta el corazón de laciudad.

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Lo que quedaba de la fuerza acaballo de Arkhan esperaba en lallanura con las riquezas de la ciudadreunidas entre ellos: una manada demagníficos caballos del desierto, quepiafaban con los ojos muy abiertos, losmaravillosos dones de Khsar. EnNehekhara, donde la posición social deun noble se medía en parte por elnúmero de caballos que tenía en lacaballeriza, la yeguada prácticamentevalía su peso en oro Los príncipes y sushijos lloraron abiertamente al ver a susqueridos compañeros en manos de susenemigos.

Ben Alcazzar caminaba a la cabeza

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de la vasta procesión rodeado de susesposas e hijos. Su rostro parecía depiedra, pero sus ojos oscuros estabanllenos de dolor. «Cualquier precio», lehabía dicho a Arkhan en el campo debatalla mientras la sangre de su propiohermano le manchaba las manos: lo quefuera para que su gente pudierasobrevivir. A pesar de lo espantosos quehabían sido sus temores, nunca se habíaimaginado que llegaría a eso.

Arkhan aguardaba con sus jinetes enla llanura. Quedaban menos de dos mil,y casi todos estaban ensangrentados ymuertos. Los asaltantes del desiertohabían luchado como demonios para

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defender su hogar, clavándoles cuchillosa sus enemigos incluso mientras morían.Más de una cuarta parte de losinmortales que acompañaban a la fuerzahabían perdido la vida; sus cuerposdecapitados estaban sepultados bajo laspilas de enemigos muertos. Calculó quela fuerza del visir había sido aniquiladados veces, y oscura y pura magia y negravoluntad eran lo único que los habíasacado del apuro.

Los jinetes no muertos condujeron alos príncipes del desierto al centro de lallanura. Arrearon las hileras de cadenaspara esclavos para que se situaran aizquierda y derecha, a unos cincuenta

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metros unas de otras, formando largasprocesiones de consternadas y llorosasfiguras. Arkhan le dio un toquecito a sucaballo para que avanzara, lo seguíanShepsu-hur y una veintena de inmortalesde rostro adusto, que sostenían espadasdesenvainadas en las manos. El visirpudo sentir cómo la sangre comenzaba aaporrearle en las venas, un ritmo lento eimplacable que le latía como una oscuramarea por el cerebro. Palabras,demasiado débiles para entenderlas,susurradas de manera espantosa en susoídos.

Arkhan frenó a su caballo delante deShahid ben Alcazzar. El príncipe del

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desierto lo vio acercarse y, por unmomento, el fuego del desafío iluminósus oscuros ojos.

—Que todos los dioses os maldigan,Arkhan el Negro —dijo con una voz quese le había quedado ronca por la tristeza—. ¿Qué clemencia es esta, queconvierte a mi gente en esclavos?

—Sobrevivirán —contestó el visircon frialdad—, por un tiempo, al menos.Esa es la clemencia de Nagash.

El pulso se estaba volviendo másfuerte; le recorría el cuerpo en oleadas.Los otros inmortales también lo sentían;sus cuerpos se balanceaban en las sillas,atrapados por su poder. La mano de

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Arkhan se tensó sobre la empuñadura desu espada.

—He cumplido mi promesa —dijo,enseñando los dientes irregulares—.Ahora debéis pagar el precio.

La expresión desafiante de Shahidflaqueó. Bajó la mirada hacia sus manosencadenadas.

—Me habéis privado de libertad —exclamó—. ¿Qué más debo pagar?

Las palabras resonaban en los oídosde Arkhan, ásperas e insistentes. Lavista se le tiñó de rojo bajo el martilleode la sangre en las sienes y su respuestasalió en forma de un gruñidoinarticulado mientras levantaba la

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espada hacia el cielo.Detrás del visir, el bronce destelló

bajo la luz verde de la luna cuando losjinetes desenvainaron sus dagas curvas ylas clavaron en los cuellos de layeguada del desierto. Los caballoschillaron y sacudieron la cabeza,esparciendo chorros de sangre humeantepor la arena, mientras los cuchillosseguían brillando y cayendo paramasacrar a los inestimables corceles deBhagar.

La gente de la ciudad profirióalaridos de incredulidad ydesesperación al ver cómo acaban conlas vidas de sus caballos. El rostro de

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Shahid ben Alcazzar se volvióceniciento ante el espectáculo. Laimpresión de la masacre le traspasó elcorazón más profundamente que ningunaespada. Arkhan vio cómo la luzabandonaba los ojos del príncipe deldesierto mucho antes de hundir laespada en el cuello de Ben Alcazzar.

Gritos y gemebundas súplicassurgieron de los caciques y losmiembros de sus casas mientras losinmortales se metían entre ellosarremetiendo con sus espadas aizquierda y derecha con golpes brutalesy sangrientos. Los hombres se lanzaronhacia las espadas que descendían para

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proteger a sus esposas con su últimoaliento, y las madres intentaban cubrirlos cuerpos de sus aturdidos ysilenciosos hijos. Los menudillos de loscaballos de los inmortales se tiñeron derojo debido a la sangre humeante.

La gente de Bhagar se rasgó lasvestiduras y se mesó el cabello condesesperación mientras la obligaban apresenciar la matanza. Por muyespantoso que fuera el derramamiento desangre, aún eran peores las figurasespectrales que se alzaban con unsufrimiento indecible de los cuerposmutilados y eran atraídas hacia unagirante columna de almas aullantes que

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se alzaba hacia el cielo iluminado por laluz de las estrellas y se alejaba a todavelocidad formando una retorcida franjahacia el lejano norte.

* * *

Un rugiente viento agitó el espacio en elinterior de la Pirámide Negra y movió latúnica de Nagash mientras el ritual delnigromante se acercaba a su puntoculminante. La magia oscura descendiópor los lados de la gran cripta atraída

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por los símbolos arcanos tallados en losextensos laterales y se canalizó a travésde conductos abiertos ingeniosamente enla piedra.

El poder fluyó hacia Nagash ygracias a él se estiró con su voluntad através de cientos de leguas y se apoderóde las energías muertas de las casasnobles de Bhagar y sus corcelesencantados. Atrajo sus espíritusatormentados hasta él, hacia la piedranegra de la pirámide, y alimentó conellos el ritual que había preparadoconcienzudamente.

Por encima de la enorme pirámide,el cielo nocturno se cargó de nubes

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oscuras que se arremolinaban.Relámpagos color añil saltaron de lapiedra negra hacia el cielo y prendieronfuegos profanos en el fondo de labullente neblina. Dolor, agonía y muerte,extraídos de un millar de espíritusatormentados, afluyeron a la crecientetormenta.

En las profundidades de la pirámide,Nagash levantó el Báculo de las Erashacia el pico de piedra situado sobre sucabeza y gritó una única sílaba arcana.Se produjo un destello de luz y untorrente de almas gimieron a coro, yluego, en un instante, la turbulentatormenta de lo alto se desvaneció,

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dejando el mundo aturdido y silenciosoa su paso.

A cientos de leguas de distancia, loscentinelas que recorrían las murallas deQuatar se fijaron en las nubes oscurasque se estaban congregando sobre laciudad procedentes del oeste.

Muchos de ellos eran de Rasetra yestaban acostumbrados a las repentinastormentas de la selva meridional, asíque no le prestaron mucha atención a lacreciente tempestad.

Las nubes se amontonaron a ritmolento y constante sobre la ciudad ytaparon las estrellas de lo alto. Horasdespués, las primeras y pesadas gotas

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comenzaron a caer. Golpetearoncopiosamente contra las piedras ysalpicaron sobre los yelmos de lossoldados. Algunos volvieron la carahacia el cielo y probaron la lluvia queles goteaba en los labios. Era caliente yamarga, sabía a cobre y ceniza. Selimpiaron el mentón y, al levantar lasmanos hacia las parpadeantes antorchas,vieron que las tenían resbaladizas por lasangre.

Una lluvia roja cayó sobre todaQuatar, tiñó el Palacio Blanco de colorcarmesí y llenó las calles de charcos desangre. Se precipitó sobre losciudadanos que dormían en sus tejados y

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salpicó los rostros de los sacerdotes quesalieron apresuradamente de sus templosy se quedaron mirando el cielo,boquiabiertos.

El espantoso aguacero duró hasta unminuto antes del amanecer.

Cuando terminó, toda la ciudadhumeaba como un altar para sacrificios.

Al caer la noche las primeraspersonas comenzaron a enfermar ymorir.

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NUEVESecretos ocultos en la

sangre

Khemri, la Ciudad Viviente,en el 44.º año de Qu’aph el Astuto(-1966, según el cálculo imperial)

El emisario de Quatar se acercó al tronodel rey al son de los tambores de piel y

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el tañido de una grave campana debronce, a la cabeza de un desfile decortesanos ataviados con lino colorhueso y magníficas máscaras de oro.Tras ellos avanzaban una veintena deesclavos bárbaros de piel pálida,desnudos salvo por tiras de algodón devivos colores atadas al cuello y losbrazos como si fueran las plumas depájaros cantores. Portaban arconesabiertos de sándalo y bronce pulido ensus callosas manos llenos de monedasde oro, valiosas especias y otros tesorosexóticos. Era media tarde y el aire en elinterior de la Corte de Settra estabacargado de agitadas nubes de incienso.

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La gran asamblea llevaba en marcha másde cuatro horas y los nobles de la ciudadlanzaban miradas de impaciencia haciala tarima y cambiaban el peso delcuerpo de un pie a otro conincomodidad. En el exterior, un nuevoacólito había asumido el papel delPtra’khaf, y convocaba a los ricos ypoderosos para que acompañaran a surey con su voz dulce y cantarina. Nagashcreyó notar un deje de desesperación enla llamada del joven.

El gran hierofante se desplazó entrelas profundas sombras que seproyectaban tras las altísimas columnasde mármol de la cámara mientras

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observaba cómo se desarrollaban losjuegos de Estado en la gran procesióndelante de la tarima. En tiempos deKhetep, la sala se habría llenadofácilmente en sus tres cuartas partesdurante la gran asamblea mensual, conlos segundos hijos de cada familia nobley emisarios de todas las ciudades deNehekhara presentes. La última vez quela cámara había acogido tal multitudhabía sido el día del sepelio del antiguorey; no obstante, dos años después, sóloestaba ocupado poco más de un terciodel gran salón. Ghazid y los sirvientesdel rey habían desplegado a losmiembros del séquito desde la tarima

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hasta casi el centro de la sala para hacerque la concurrencia pareciera másgrande de lo que era en realidad.

—Desconfiad de los nobles queportan regalos —murmuró Khefru porencima del hombro de Nagash—. Pareceque el viejo Amamurti ha decidido queya está harto. Me pregunto si regresaráal Palacio Blanco o si a continuación seesfumará rumbo a la corte de Zandri.

Casi invisible entre las profundassombras, Nagash miró con desdén haciael emisario y su séquito, y comentó:

—A juzgar por la suntuosidad de susregalos, Amamurti subirá a bordo de unabarcaza hacia Zandri al caer la tarde.

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Lamentará su generosidad en cuantollegue a la costa. A ese viejo verde le vaa costar muy caro ganarse el favor deNekumet por delante de las embajadasque ya están acampadas allí.

Desde el momento de la muerte deKhetep a orillas del Vitae, el poder y lainfluencia de Khemri habían escapadocomo granos de arena de las débilesmanos de su sucesor. El enviado deRasetra había sido el primero endespedirse de la corte de Thutep, enmedio de promesas de eterna buenavoluntad y apoyo a las políticas deKhemri. Luego, habían partido lospríncipes del desierto de Bhagar,

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seguidos de los enviados de Bel Aliad yLybaras. A los pocos meses, llegó aKhemri la noticia de que los dignatariosse habían establecido en Zandri en sulugar, rindiéndole homenaje a la corte deNekumet. A paso lento pero seguro, elnúcleo de poder se iba alejando de laCiudad Viviente por vez primera en lahistoria y, a pesar de sus vehementesdiscursos y nobles ideales, parecía queThutep no podía hacer nada paraimpedirlo.

Incluso las casas nobles de Khemrihabía comenzado a perderle respeto a laautoridad del rey. Ninguna de lasfamilias más poderosas optaba por

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asistir a la gran asamblea pese alllamamiento real. Al principio habíanofrecido detalladas excusas y su sinceropesar, pero ahora simplementeignoraban la llamada del Ptra’khaf enfavor de otras actividades. Muchas delas casas menores habían hecho lomismo, y mientras el gran hierofantecontemplaba a los nobles con aspectoaburrido congregados en el salón,descubrió que reconocía a menos de lamitad de ellos.

No es que Nagash hubiera sido parteintegrante de la corte de Thutep desde laascensión de su hermano. Durante losdos últimos años había pasado casi

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todas las noches en las cámaras secretasdel interior de la pirámide, intentandollegar a dominar las artes mágicas de losdruchii. Había dedicado meses aaprender su lengua degenerada y horas aescuchar sus sibilantes disertacionesacerca de la naturaleza de la magia.Todo lo que le decían confirmaba lo quepensaba: los dioses no eran las fuentesdel poder del mundo. La magiaimpregnaba la tierra, invisible yomnipresente como el viento deldesierto. Aquellos sensibles a su rocepodían dirigir su flujo, siempre y cuandocontaran con una mente aguda y unapoderosa voluntad. Eso era lo que

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decían los druchii y no obstante, a pesarde poner todo su empeño, Nagash nosentía nada.

El gran hierofante hizo una pausajunto a la redondeada mole de unacolumna de mármol, con su apuestorostro oculto entre las sombras.

—Una sala llena de chacales yperros sarnosos —observó, estudiando ala muchedumbre con una expresiónavinagrada—. ¿Quiénes son estosidiotas?

Khefru se situó al lado de su señor yrespondió:

—Terceros y cuartos hijos en sumayor parte, sin perspectivas ni

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herencia. La mayoría está aquí pordeudas públicas u otros delitos menores.Vuestro hermano les exige que asistan ala gran asamblea para ayudar a repararsus fechorías. —El joven sacerdoteesbozó una sonrisita de complicidad—.Conozco a muchos de ellos bastantebien.

—¿Como a quién? —preguntó elgran hierofante, entrecerrando los ojoscon aire pensativo.

—Bueno… —murmuró Khefru. Hizoun gesto con la cabeza hacia un grupo denobles que se encontraban en el ladoopuesto del salón—. Fijaos en esapartida de ratas de allá. No encontraréis

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peor grupo de borrachos y jugadores entodo Khemri. El alto del medio se llamaArkhan el Negro. Degollaría a su propiamadre por una bolsa de monedas.

Nagash arqueó una estrecha ceja ypreguntó:

—¿Arkhan el Negro?—Si estuviéramos lo bastante cerca

para verle los dientes, no tendríais quepreguntar —respondió Khefru con unarisita suave—. Mastica raíz de juseshcomo un vulgar pescador y tiene unasonrisa que parece una copa de vinoaplastada. Gasta la mayor parte de sudinero mal habido en favores en eltemplo de Asaph y se dice que tiene que

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pagar el doble antes de que ninguna delas sacerdotisas se acerque a él.

—Mi hermano nos pone a todos enridículo —dijo Nagash entre dientesmientras sacudía la cabeza, indignado.

Apretó las manos con furia alrecordar el cadáver arruinado de supadre y el espantoso poder que lo habíadestruido: ¡un poder que permanecíatercamente fuera de su alcance! La bilisle ardió en el fondo de la garganta alpensar en todo lo que él podría hacercon sólo una migaja de esa fuerza atroz.Se volvió hacia Khefru.

—Cualquiera de estos servirá —comentó con un gesto despectivo de la

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mano—. Promete lo que haga falta, perosé discreto.

—Conozco a la persona adecuada,señor —respondió Khefru, asintiendorápidamente con la cabeza—. Podéisconfiar en mí.

La expresión de su rostro le dijo aNagash que el joven sacerdote sabíaperfectamente lo que ocurriría en casode que fracasara.

Nagash le dio permiso a Khefru paraque se retirara con una seca señal de lacabeza, y los dos se separaron: el jovensacerdote se deslizó en silencio hacia laparte posterior de la multitud, mientrasel gran hierofante continuaba avanzando

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a través de las sombras hacia la grantarima. El enviado de Quatar habíallegado y estaba en el otro extremo delsalón. Su voz profunda y estudiadaresonaba en las columnas y el alto yoscuro techo.

—Gran rey de la Ciudad Viviente,en nombre de Quatar os ofrezco estostesoros y un grupo de magníficosesclavos del norte como muestra denuestra estima. Con gran pesar debemosdespedirnos y esperamos que estosobsequios nos recomienden con cariñoante vos en nuestra ausencia.

Era casi media tarde y la granasamblea concluiría en cuanto el

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emisario hubiera recibido permiso parapartir. Entonces, traerían a la reina deThutep para que impartiera bendicionesa todos los niños que hubieran nacidodesde la última luna nueva. Nagashplaneaba ponerse cómodo en lassombras y observar a la Hija del Sol unrato. No la había visto desde el sepeliode Khetep, pero pensaba en ella amenudo. Era exquisita, una flor perfectacuidada en los templos de Lahmia desdesu juventud y no se parecía a ningunamujer que él hubiera conocido nunca. Elgran hierofante se preguntó cómo seríaposeer a alguien así.

Absorto en sus codiciosos

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pensamientos, Nagash no se percató dela figura vestida con una túnica blancaque aguardaba en su camino hasta estarcasi sobre ella. La mujer llevaba lasvestiduras ceremoniales de una matronade Ptra; su robusta figura estabatotalmente cubierta, salvo por las manosfuertes y arrugadas que manteníaapretadas con vigor a la altura de lacintura. Su rostro permanecía oculto trasuna máscara de oro que brillabadébilmente bajo la luz que se reflejabade las lámparas de aceite de la cámara.La matrona hizo una profunda reverenciamientras Nagash se acercaba.

—Que las bendiciones del Gran

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Padre recaigan sobre vos, santidad —dijo con voz profunda.

La matrona hablaba con un cantarínacento lahmiano. Nagash miró a la mujercon el entrecejo fruncido.

—No necesito tus bendiciones,matrona —repuso de manera cortante.La respuesta pareció divertir a lamatrona.

—Da igual —contestó—. Os salgoal encuentro en nombre de la reina.Neferem desea hablar con vos.

—¿De verdad? —murmuró Nagashmientras su apuesto rostro revelaba unatisbo de sorpresa—. ¡Qué honor taninesperado! ¿Cuándo debo reunirme con

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ella?—Ahora, si tenéis la bondad —

respondió la matrona, haciendo un gestohacia la oscuridad que se extendía másallá de la tarima—. La reina aguarda enla antecámara que hay al otro lado delgran salón. ¿Os llevo hasta allí?

Nagash soltó un resoplido.—Yo nací en estos salones, mujer.

No te molestes en acompañarme —dijo,y dejó a la matrona haciendo una torpereverencia tras él mientras se alejabadando rápidas zancadas en medio de lapenumbra.

Sus ojos oscuros tenían un aspectomeditabundo mientras consideraba las

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razones para ese sorprendentellamamiento. Por lo general, la Hija delSol no mantenía audiencias privadas connadie salvo el rey.

Las sombras se volvieron másprofundas a medida que Nagash pasabajunto a la gran tarima. Thutep estabasentado en el borde del trono de Settra yle sonreía con educación al emisarioquatari mientras este proseguía con sulargo discurso de despedida. Unapequeña multitud de guardaespaldas yfuncionarios atendía los deseos del reyen la oscuridad justo después de latarima. Nagash pasó rápidamente a sulado y se acercó a tres puertas de piedra

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muy separadas situadas en la pared delfondo de la cámara. Estatuas de losdioses hacían guardia junto a cada unade las entradas: Neru en la puerta de laizquierda; Ptra, en el centro, y Geheb, ala derecha. Dos Ushabtis vigilaban lapuerta del centro con sus enormesespadas rituales en las manos y la pielreluciendo suavemente debido a labendición del dios del sol. Una matronaaguardaba con ellos con aplomo ypaciencia. La mujer se inclinó con garbomientras Nagash se acercaba y les hablóen voz baja a los fieles, que asintieroncon gravedad y se apartaron. El granhierofante respondió a la matrona con

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una rápida mirada y abrió la puerta depiedra de un empujón.

La antecámara era pequeña y estabamuy iluminada gracias a más de unadocena de lámparas de aceite queparpadeaban en hornacinas en lasparedes de arenisca. Alfombraslahmianas de primera calidad,importadas de las Tierras de la Seda, aleste, cubrían el suelo, y el aire estabacargado de una nube de incienso acre.

Habían colocado divanes bajosformando un círculo abierto en el centrode la habitación, todos mirando hacia unsillón con almohadones decorado conpan de oro. Neferem, la Hija del Sol,

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estaba sentada de cara a la puerta con laespalda recta y los brazos apoyadosligeramente sobre los brazos del sillón.Llevaba el deslumbrante tocado de orode la reina de Khemri y un anchopectoral de oro con incrustaciones depiedras preciosas y lapislázuli sobre elpecho. Tenía los ojos ensombrecidoscon kohl oscuro y su piel brillaba comoel bronce a la luz del fuego. Esbozó unaleve sonrisa mientras Nagash seaproximaba, y el gran hierofante sesorprendió al sentir que se le acelerabael pulso en respuesta. ¡El idiota deThutep no se merecía una esposa así!

Nagash se acercó a la reina tomando

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nota de la media docena de matronasque permanecían apoyadas sobre lasrodillas a una discreta distancia en elotro extremo de la habitación. Se inclinócon soltura ante la Hija del Sol.

—¿Me habéis llamado, santidad? —preguntó.

—Que las bendiciones del GranPadre recaigan sobre vos, granhierofante —contestó Neferem con unavoz oscura e intensa como la miel.

Hablaba con el musical acento delos lahmianos y todos sus movimientosestaban llenos de gracia y aplomo. Lareina señaló un diván situado a suderecha.

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—Por favor, sentaos. ¿Os apeteceuna copa de vino, o tal vez algo decomer?

—No bebo vino —respondióNagash—. Enturbia los sentidos ycorrompe la mente, y no tolero ningunade las dos cosas. —El gran hierofante seacomodó en el borde del diván—. Peroos lo agradezco de todas formas.

Al otro lado de la habitación, lasmatronas se movieron con inquietud,pero la reina se mantuvo serena.

—Mi marido estuvo hablando devos el otro día —comenzó—. Os havisto muy poco desde la muerte devuestro gran padre.

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Nagash se encogió de hombros.—Mi hermano y yo nunca hemos

estado muy unidos —explicó—, y misdeberes con el culto requieren gran partede mi tiempo.

Nagash entrecerró los ojos conactitud pensativa. Había procuradoocultar sus visitas a la Gran Pirámide enese último par de años. ¿Cabría laposibilidad de que Thutep lo estuvieraespiando?

—Tened la certeza de quecomprendo que el clero debe hacerlefrente a las exigencias de los dioses ylos hombres —aseguró la reina con unamirada que daba a entender que sabía de

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lo que hablaba—, y como granhierofante del culto funerario de Khemrivuestra influencia se extiende más alláde la Ciudad Viviente a sacerdotesliches de toda Nehekhara. Algunosincluso dirían que vuestro poder puedecompetir con el del Consejo Hieráticoen Mahrak.

Nagash sonrió levemente.—Todos los hombres mueren,

santidad. Esa es la única fuente denuestra influencia. —Le restóimportancia con un ademán de la mano—. Los grandes misterios de la vida y lamuerte ocupan mis intereses. No tengotiempo para las insignificantes políticas

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del clero.Un revuelo recorrió una vez más a

las silenciosas matronas. Neferemobservó al gran hierofante un momento,apoyando el mentón en la punta de losdedos, y comentó:

—Pero los reyes de Nehekharaconfían en los sacerdotes por superspicacia y sabiduría, ¿no es así?

—Algunos más que otros —observóNagash—. Por ejemplo, los reyessacerdotes de Lahmia, en particular, semantienen indiferentes a las peticionesde los hombres santos.

—Creo que eso depende del consejo—lo rebatió la reina—, y de su fuente.

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Nagash cruzó los brazos sobre elpecho y contempló a Neferem concalma.

—¿Y qué consejo queréis que dé,santidad?

La Hija del Sol le sonrió.—Vuestro hermano tiene una audaz

visión para la Tierra Bendita —contestó—. Vuestro padre trajo una época de pazy prosperidad para Nehekhara. Thutepquiere basarse en eso y unificar la tierrauna vez más.

Nagash miró a la reina, arqueandouna ceja.

—¿Quiere restaurar el Imperio deSettra?

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—No un imperio —explicó Neferem—, una confederación de iguales unidospor lazos de comercio e interesesmutuos. —Sus ojos relucieron de pasión—. Todos somos un mismo pueblo, granhierofante, unidos a los dioses pormedio de un pacto de fe. La TierraBendita nos pertenece a todos. ElImperio de Settra sólo insinuó lasglorias que podríamos lograr en cuantodejáramos a un lado nuestrasrivalidades.

El gran hierofante soltó un resoplidoburlón.

—¿Queréis que el pueblo de Khemricrea que son iguales que esos

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mugrientos ladrones de caballos deBhagar? ¡Eso es intolerable!

Neferem se enderezó en el sillón, ysu hermoso rostro adoptó una expresiónaltiva.

—Son iguales —aseguró—, y ambasciudades podrían beneficiarse de unacuerdo como ese. ¿Qué ha conseguidoNehekhara tras siglos de guerra salvoestancamiento y muerte?

—La muerte es inevitable —dijoNagash—. ¿Por qué debería un hombrehacer un canje por algo cuando puedeapoderarse de ello? —El gran hierofantese puso en pie—. Khetep lo comprendía.Los reyes sacerdotes de Nehekhara

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cedían ante su autoridad porque era ungran general y temían el poder de suejército.

—Y mirad cuánto duraron sus logrostras su muerte —respondió Neferem—.La corte de Khemri está prácticamentevacía. El miedo puede obligar a loshombres, pero no puede mantenerlosunidos mucho tiempo.

—No sin un refuerzo constante —respondió Nagash entre dientes—.Thutep entregó toda la autoridad de laque disponía Khemri cuando decidió nobuscar venganza contra Zandri por lamuerte de nuestro padre. —Hizo ungesto brusco hacia la cámara—. Las

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grandes casas lo desdeñan, y él no hacenada. En este momento, no mesorprendería que más de uno estuvieraconspirando contra él. ¿Cómo esperaforjar una gran confederación de reyescuando no puede controlar a su propiacorte?

La reina se puso rígida.—¿Y qué os gustaría que hiciera?—Lo que yo quiera no viene al caso

—dijo Nagash, bruscamente—. SiThutep quiere reinar sobre Khemri, debederramar su buena cuota de sangre.Deben rodar cabezas, tanto aquí comofuera de nuestras fronteras. Así es comolas ciudades se vuelven ricas y

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poderosas, no por acudir a sus vecinos eimplorar ayuda.

Neferem apretó la mandíbulalevemente ante el tono despectivo deNagash, pero su voz sonó firme alhablar.

—No puedo negar que la visión demi marido se vuelve más difícil delograr a cada día que pasa —confesó—.Podemos ver las ambiciones de Zandri,gran hierofante. Esperaba poderconvenceros para que intervinierais afavor de vuestro hermano. Si las otrasciudades accedieran a ayudar a formarun frente unido contra Nekumet…

—¿Con qué fin? ¿Para que puedan

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tirar sus espadas y convertirse en unanación de mercaderes? —Nagash hizouna mueca de desagrado—. ¿Ypensasteis que me prestaría a semejanteestupidez? Me insultáis, santidad.

El rostro de Neferem se quedóinmóvil.

—En ese caso, lamento haberosofendido —contestó con tono neutro—.No os robaré más tiempo, granhierofante. Mi marido me había habladolargo y tendido de vuestra brillantez, yyo sé lo que es dejar las aspiraciones aun lado y servir a las necesidades de untemplo. Había esperado ofreceros unpapel a la hora de forjar el futuro de

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Khemri.El gran hierofante le hizo una

profunda reverencia a la reina.—Que yo forjara el futuro de

Khemri requeriría una corona —dijocon frialdad—. Por ahora, ese privilegiole corresponde al rey sacerdote deZandri.

Nagash dio media vuelta y sedespidió de la reina. Los asombradossusurros de las matronas lo siguieronmientras regresaba a las sombras de laCorte de Settra. Mientras había estadocon Neferem la gran asamblea habíaconcluido y el salón se iba convirtiendoen un hervidero de murmullos a medida

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que los jóvenes nobles de la ciudadsalían a toda prisa hacia la soleada tardeen busca de un entretenimiento mejor. Unpuñado de madres jóvenes y nerviosasestrechaban a sus bebés al pie de la grantarima esperando las bendiciones de laHija del Sol. Thutep ya se habíamarchado, había salido por la puerta deNeru, situada en la parte posterior de lacámara.

La gran tarima estaba desierta.Nagash hizo una pausa cerca.

—Una corona —murmuró pensativo,levantando la mirada hacía el trono deSettra.

Sin que la menguante multitud se

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diera cuenta, Nagash subió los escalonesde piedra y se situó junto a la antiguasilla. Apoyó la mano en el brazo deltrono y contempló las espaldas delremolino de nobles con los ojos llenosde oscuros y terribles pensamientos.

* * *

El brujo druchii frunció el entrecejo enel centro de la cámara de piedra.

—¿Estás seguro de que esto dadirectamente al norte? —preguntó

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Malchior en su lengua sibilante.Nagash levantó la mirada de las

páginas de su libro.—Por supuesto —respondió—. La

pirámide está perfectamente alineadacon los cuatro puntos cardinales. Esvital para mantener el aura deconservación en el interior de la tumba.¿No sabéis de geomancia en vuestratierra?

—Geomancia —repitió el brujo consoma—, ¡qué pintoresco! —Avanzó yapoyó un dedo enfundado en un guantenegro contra la arenisca—. ¿Qué más daque este material sea un mal conductorde magia? El mármol funciona mucho

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mejor.Nagash miró a la figura de piel

pálida torciendo el gesto. Dos años deencarcelamiento no habían hecho muchopara atemperar la arrogancia de los tresdruchii. En cuanto hubieron aceptado lostérminos del acuerdo de Nagash, habíanexigido rápidamente de todo, desdealimentos de primera calidad a libros yotros entretenimientos; al parecer,consideraban que no era nada más quelo que les correspondía. El granhierofante les había seguido la corriente,dentro de lo razonable. Con el tiempo,su prisión se había expandido hastaincluir más de una docena de cámaras

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adyacentes, y Nagash había puestomucho esmero en amueblarlas de modoque gozaran de cierta comodidad.

La gran cámara en la que habíareanimado a los druchii la primera vezse había convertido en su taller y losmárgenes estaban abarrotados deestantes para libros, mesas y sillas.Nagash estaba en cuclillas en el centrodel espacio con un gran libroencuadernado en cuero abierto ante él.Las gruesas páginas estaban cubiertascon abundantes notas dictadas por losdruchii y copiadas con la letra deNagash. Desde que había comenzado suinstrucción, Nagash había puesto por

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escrito todo lo que le habían enseñado,tanto para su propia consulta como paragarantizar que sus tutores siguieransiendo sinceros. En el suelo, junto a surodilla, había un pincel de pelo decaballo y un pequeño bote de tinta.

—Mármol y oro —dijo Drutheiraentre dientes.

La grácil bruja de cabello blancoestaba repantigada como una cobratomando el sol en un diván bajo al otrolado de la cámara, mientras dibujabauna serie de jeroglíficos nehekharanoscon una uña elegantemente acabada enpunta.

—Esta maldita tierra está demasiado

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lejos del norte. Apenas puedo sentir unatisbo de poder aquí.

—Tal vez sea esta pirámide —apuntó Ashniel, que levantó los ojososcuros del libro que estaba leyendo ycontempló a Nagash con odio. Ladruchii se enderezó y extendió susbrazos blancos y esbeltos sobre la mesade lectura, estirándose como un gato—.Deberíamos estar enseñándote fuera alaire libre, no encerrados en esteespantoso túmulo.

Nagash soltó un gruñido dediversión mientras cogía el pincel y latinta.

—Dijo el león desde la trampa del

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cazador —contestó—. Quizá sea culpade vuestra percepción, druchii. Lapirámide es un potente foco de energíasmísticas. El culto funerario ha sepultadoa nuestros reyes en estas criptas durantesiglos para mantener las invocacionesde restauración.

Los bárbaros parecían haberseasignado papeles desde los primerosdías de su encarcelamiento. Malchior sehabía encargado de la mayor parte de latutela de Nagash, marcando un difícil yexigente ritmo de clases y ejercicios.Drutheira ayudaba a Malchior durantelas lecciones más complicadas, peroprefería centrar sus energías en

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actividades más físicas y, a pesar de losrepetidos fracasos, sus intentos deseducirlo no habían disminuido lo másmínimo. Entretanto, Ashniel siempretrataba al gran hierofante con desprecio,se ceñía a sus libros y leía convoracidad acerca de la cultura y religiónnehekharanas y, lo que era másimportante, la construcción de suscriptas.

Nagash tenía muy claro desde elprincipio que se suponía que Malchior yDrutheira debían distraerlo, cada uno asu modo, mientras Ashniel se manteníaal margen y buscaba un modo deliberarlos de la tumba de Khetep. La

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odiosa bruja había procurado no dejarrastros, pero no había sido suficiente, yNagash y Khefru habían encontradopruebas de que Ashniel había logradoatravesar la primera capa de trampasque rodeaban las estancias de losdruchii y estaba haciendo progresoslentos pero constantes explorando elnivel inferior de la cripta. La batalla deingenio —mantenerse un paso pordelante de la bruja cambiando laposición y naturaleza de las trampas—se había convertido en un amenopasatiempo para Nagash y su sirvientefavorito.

El gran hierofante mojó el pincel en

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la tinta negra, consultó el mamotretoabierto ante él y comenzó a pintar elsigilo en el suelo.

—¿Estás seguro de que estofuncionará? —preguntó mientras trazabalas complicadas líneas con cuidado.

—No estoy seguro de nada en estelugar —gruñó Malchior. El brujo cruzólos brazos y observó cómo el sigilotomaba forma en el suelo de piedra—.Drutheira tiene razón: esta tierra es undesierto en más de un sentido. Losvientos de magia son muy débiles,apenas agitan el éter, y como he dichoinfinidad de veces, los tuyos tienen unacomprensión muy débil de la magia, en

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el mejor de los casos.El brujo dejó que lo que insinuaba

su afirmación quedara flotando en elaire: «Puede que no seas capaz de haceresto». Nagash aferró el pincel con fuerzaen la mano y se concentró en elaborar elsigilo.

—Si esto no funciona, entonces¿qué? —preguntó de manera cortante.Malchior se encogió de hombros.

—No hay nada más —contestó—.Este ritual no es ni siquiera una parteaceptada de nuestra tradición mágica. Esel tipo de cosas que practican losconjuradores de sombras y las brujas delos bajos fondos que carecen de la

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voluntad para aprovechar los vientos demagia. —Extendió las manos—. Si esteintento falla, la culpa es tuya, humano.He intentado todo lo que se me ocurre.

Entonces, un murmullo de vocesresonó en el corredor, al otro lado deltaller. Nagash levantó la vista de sulabor cuando Khefru entró en lahabitación con una figura encapuchada ala zaga.

—Aquí está, señor —anuncióKhefru con una reverencia—.Permitidme que os presente a Imhep, dela casa de Hapt-amn-kesh. Deberíaservir a vuestros propósitos en todos lossentidos.

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La figura encapuchada se tambaleóligeramente sobre sus pies. Imhep sedescubrió la cabeza con manostemblorosas. Era joven, de sólo sesentaaños aproximadamente, con ojosgrandes y llorosos, y una barbillahundida. Una corta peluca negradescansaba torcida sobre su cabezarapada.

—Es un honor, gran hierofante —saludó, arrastrando levemente laspalabras—. Vuestro sirviente dijo queme habías solicitado a mípersonalmente.

—¿Lo has drogado? —preguntóNagash, mirando a Khefru con el

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entrecejo fruncido.—Pues… sí —confesó el joven

sacerdote—. Me pareció prudente,considerando las circunstancias.

El gran hierofante le dirigió unamirada de preocupación a Malchior.

—¿Eso causará problemas?La idea pareció hacerle gracia al

druchii, que respondió:—Eso depende de cuánto quieras

esforzarte en tu lección. —Señaló lasfluidas líneas negras—. Simplemente tencuidado de que ese idiota no roce tuduro trabajo con esos pesados pies.

Imhep recorrió con la mirada lacámara poco iluminada con un aire de

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aturdido interés, prestando especialatención a las dos brujas.

—¿Qué…? Es decir…, ¿en quépuedo serviros, santidad? —preguntó—.Mi amigo Khefru mencionó unarecompensa de alguna clase.

—Tiene deudas —terció Khefru—.Imhep juega a veces, ¿sabéis?

Nagash observó al joven nobledetenidamente, fijándose en la ausenciade anillos u otras joyas y en el faldellíny las sandalias gastados.

—Por lo que veo es de los quepierde mucho. ¿Sus deudores nopreguntarán por él?

Khefru se encogió de hombros.

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—Tal vez, pero ¿qué averiguarán?Nadie me vio con él, señor. Tuvemuchísimo cuidado.

—Tomamos un vino buenísimo —intervino Imhep, torciendo el rostroflácido en una sonrisita—. ¿Dóndedijiste que fue eso, amigo Khefru?

Nagash se inclinó y terminó el sigilocon unos cuantos trazos diestros delpincel, y luego le hizo señas conimpaciencia a su sirviente.

—Tráelo aquí —ordenó—, pero tencuidado con los jeroglíficos.

Khefru cogió a Imhep del brazo ycondujo al hombre drogado a través dela sala como si fuera un niño.

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—Mira por dónde pisas —le indicóal noble mientras se acercaban al bordedel sigilo—. Eso es. Justo en el centro.

Imhep se tambaleó en medio delcírculo, lo que obligó a Nagash aagarrarlo de los brazos y mantenerlofirme.

—Perdonadme, santidad —sedisculpó el joven con una risita—. Noestoy seguro de si os seré de muchaayuda en este momento. Como dije, eraun vino buenísimo.

—Quítale esa capa —ordenóMalchior.

Tras una señal afirmativa de Nagash,Khefru se acercó rápidamente y le quitó

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la capa de los hombros a Imhep de untirón. El pecho estrecho y huesudo delnoble quedó al descubierto.

—¡Con cuidado! —gritó Imhep—.¡Es mi capa buena! La voy a necesitarluego.

El brujo, despacio, dio una vueltaalrededor del borde del sigilo.

—¿Dónde están los instrumentos? —inquirió.

Imhep volvió la cabeza al oír la vozde Malchior.

—¿Qué está diciendo el bárbaro? —quiso saber.

Khefru se llevó la mano al cinto ysacó dos largas agujas de bronce. El en

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noble abrió mucho los ojos.—¡Por el amor de Ptra! ¿Para qué es

eso?Malchior se deslizó como una

serpiente hacia Khefru con los ojosbrillantes y le quitó delicadamente lasagujas de las manos al sacerdote.

—Sí —murmuró—. Esto servirá. —Se volvió hacia Nagash—. Sujétalo.

Nagash agarró el maxilar inferior deImhep y le hizo volver la cabeza de untirón hasta estar frente a frente. El nobledejó escapar una exclamación desorpresa que se transformó en un gritode dolor cuando el druchii entró en elsigilo y le clavó la primera aguja a

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Imhep en la parte inferior de la espalda.El joven noble cayó de rodillas

gritando de dolor. Nagash observó comoMalchior apoyaba la mano libre contrala cabeza de Imhep y la inclinaba haciaun lado, exponiendo los tendones deldelgado cuello del noble. Con una ávidasonrisa, el brujo clavó la segunda agujaen la coyuntura del hombro y el cuello, ytoda la parte superior del cuerpo deImhep se quedó rígida. Malchior hundióaún más la aguja en el pecho de Imhep.

—Recuerda nuestras conversacionessobre los grupos de nervios y sus usos—comentó con tono desapasionado—.Esto mantendrá al sujeto alerta y

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sufriendo, pero será incapaz deinterferir.

Nagash miró a Imhep a los ojos,atraído por el brillo de dolor queirradiaba de sus profundidades.

—¿Y el sufrimiento es importante?—preguntó.

Drutheira se rió entre dientes.—No es esencial —admitió—, pero

desde luego resulta entretenido.El brujo frunció el entrecejo ante la

interrupción.—Antes estábamos hablando de la

arenisca —continuó—. Algunos objetosfísicos canalizan y almacenan magiamejor que otros, pero ninguno funciona

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tan bien como la carne y el hueso. Loshumanos, como he dicho, tienen unacomprensión muy débil de la magia,pero como todas las cosas vivas, suscuerpos acumulan poder a lo largo deltiempo. —Malchior recorrió la mejillade Imhep con la uña—. ¿Puedessentirlo?

Fascinado, Nagash extendió la manoy la apoyó en la frente del noble.Despejó la mente e intentó emplear lastécnicas que el brujo le había enseñado.Después de un momento, negó con lacabeza y contestó:

—No siento nada.Malchior sonrió.

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—Entonces, apoya los dedos en laaguja —indicó.

La mirada del gran hierofante sedetuvo en la aguja que sobresalía deltorso de Imhep. Estiró la mano convacilación y apoyó un dedo en elextremo redondeado. El noble se pusorígido y abrió mucho los ojos de dolor.

El metal tembló contra el dedo deNagash. Estaba frío al tacto…, yentonces lo sintió, como un débil hilo defuego latiendo contra su piel.

—Sí —susurró Nagash—. Sí… —Una sobrecogedora y ávida luz surgió ensus ojos—. Al fin.

El brujo se irguió por encima del

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hombro de Imhep; un espantoso júbilo leiluminaba el rostro.

—Dame tu cuchillo —pidió.Nagash se llevó la mano a tientas al

cinto. La pulsación de poder enviaba unestremecimiento por todo su cuerpo quese iba acelerando junto con el pulso deImhep. Entregó su cuchillo curvo sinvacilar, haciendo caso omiso de laprotesta en voz baja de Khefru.Malchior apartó la peluca del noble y lalanzó a un lado.

—Ahora extraeremos ese poder a lasuperficie —explicó, apoyando la puntadel cuchillo contra el cuero cabelludode Imhep—. Horas de sufrimiento le

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darán forma y lo fortalecerán mientras tuvíctima lucha por sobrevivir. Cuandosea el momento oportuno, le cortaremosel cuello y su fuerza vital se derramarásobre tus manos. Entonces será cuandocomenzará de verdad tu educación.

Lenta y cuidadosamente, el druchiiempezó a hacer cortes en la piel deImhep. Nagash observó cómo el brujotrabajaba. Después de un momento, pasóuna página de su libro e hizo esmeradasanotaciones.

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DIEZNuevas de guerra

Ka-Sabar, la Ciudad del Bronce,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

En la Ciudad del Bronce el viento deleste recibía el nombre de EnmeshnaGeheb, pues era el lado de la ciudad laque contenía el mayor parte del

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complejo de fundiciones de Ka-Sabar.El aliento de Geheb apestaba acarbonilla y a cobre quemado mientraslingotes de mena extraídos de lasCumbres Quebradizas se fundían engrandes crisoles y se combinaban conbarras de níquel para producir broncede gran calidad. Durante siglos, Ka-Sabar había sido considerada unaciudad industrial y se había hecho ricacomerciando con todo, desde hebillaspara cinturones y armazones para ruedasa espadas de primera calidad yarmaduras de escamas. En esos aciagosdías, la demanda de sus bienes eramayor que nunca. Los hornos de la

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ciudad iluminaban el cielo oriental porla noche y un perpetuo manto de humoacre envolvía sus forjas. Caravanasfuertemente armadas descendían por elcamino comercial procedentes de Quatarportando arcones de oro y plata, yregresaban cargadas de espadas yhachas, petos de escamas y escudos,lanzas con puntas de bronce y cestas depuntas de flecha. Rasetra y Lybarasestaban gastando enormes sumas (granparte del dinero provenía de préstamosdel Consejo Hierático de Mahrak) paraequipar a sus ejércitos, cada vezmayores. La enorme entrada de riquezashabía dejado atónitos a los visires de

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Akhmen-hotep, pero el rey comprendíala desesperación que impulsaba elfrenético gasto. Él también había estadorehaciendo febrilmente sus fuerzasdestrozadas tras la aplastante derrota enZedri, seis años atrás. Mientras eseprofano monstruo de Nagash reinarasobre la Ciudad Viviente, ni una solaalma estaba a salvo en Nehekhara.

La noticia de la masacre en Bhagarhabía llegado con los primerosrefugiados de ojos hundidos de laciudad del desierto, menos de tressemanas después de que Akhmen-hotephubiera regresado a Ka-Sabar. Durantesemanas enteras, la ciudad se había

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quedado paralizada por el terror y eldolor; sus ciudadanos miraban hacia elnorte con creciente temor mientrasaguardaban la llegada de la horda depesadilla del Usurpador. Luego, unmensajero llegó por el caminocomercial trayendo cartas de los reyesde Rasetra y Lybaras. ¡Se habían alzadocontra el Usurpador, habían tomadoQuatar por asalto y estaban endisposición de liberar Khemri! Akhmen-hotep redactó rápidamente una cartadeclarando su apoyo a los reyes deloeste, y después pasó el resto del día enel templo de Geheb, agradeciéndoles alos dioses la liberación de su gente.

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Transcurrió un mes sin noticiasmientras Ka-Sabar lloraba a sus hijosmuertos y consideraba el futuro.Akhmen-hotep envió un mensajero trasotro al Palacio Blanco en busca denoticias de sus nuevos aliados. Noregresó ninguno. Al final, tras seislargos meses, el rey despachó unapequeña fuerza de sus Ushabtis y unescuadrón de jinetes a Quatar para queaveriguaran lo que pudieran.

Dos meses después, los Ushabtisregresaron a pie; traían un relato dehorror y desesperación. La misma nochede la masacre en Bhagar, el cielo habíallorado sangre sobre Quatar y, a los

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pocos días, toda la ciudad se había vistoconsumida por una plaga como nuncaantes había visto la Tierra Bendita. Laenfermedad atacaba a hombres yanimales con igual ferocidad y los hacíaenloquecer con una fiebre intensa ysalvaje. Menos de una semana después,la ciudad se había consumido en mediode una orgía de asesinato y destrucción.Los ejércitos aliados acabarondiezmados, destrozados desde dentro amedida que compañías enterassucumbían a la fiebre y se abalanzabansobre sus compañeros guerreros. Losreyes de Rasetra y Lybaras se habíanvisto obligados a huir de la ciudad

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abandonando a sus ejércitos en busca dela seguridad de Mahrak, en el otroexterno del Valle de los Reyes. Segúnlos rumores, planeaban reclutar másguerreros y regresar con un contingentede sacerdotes guerreros del ConsejoHierático para limpiar la ciudad yreanudar el avance sobre Khemri.

Sin embargo, mientras los meses setransformaban en años, quedó claro laque los sacerdotes de Mahrak no podíanencontrar un modo de contrarrestar lamaldición que había caído sobre laciudad.

Akhmen-hotep no tenía ninguna dudade que Nagash era la fuente de la

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terrible plaga. La idea hizo que seestremeciera hasta el fondo del alma.Con denuedo, el rey comenzó areconstruir su ejército destrozado yaprepararse para lo peor.

Nagash no se movió de Khemri trasla espantosa plaga. Aunque los ejércitosde sus enemigos habían quedadodevastados, al parecer al ejército delUsurpador no le había ido mucho mejor.Para colmo de males, una temporada deterribles tormentas de arena habíallegado del Gran Desierto y habíabarrido el centro de Nehekhara, demodo que había resultado prácticamenteimposible viajar durante semanas

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enteras. Se produjo una especie de puntomuerto. Los restos destrozados de losejércitos occidentales aún controlabanel Palacio Blanco de Quatar, mientrasque Nagash era libre de obrar susmaldades en la Ciudad Viviente. Eldestino de la Tierra Bendita pendía deun hilo mientras ambos bandos seapresuraban a reconstruir sus fuerzasdevastadas y comenzar la guerra denuevo.

* * *

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Lentamente, el visir quedó a la vistamientras subía los escalones de areniscaque conducían al salón del Consejo. Elviento caliente que recorría la ciudadprocedente del este hacía ondear sutúnica. Los inclinados rayos de solbrillaron sobre el casquete de broncedel funcionario y se reflejaron en losanillos de oro que adornaban las manosanchas y cubiertas de cicatrices delhombre. Hizo una profunda reverenciaante el rey y el pequeño grupo de noblesque estaban sentados o daban vueltaspor la cámara azotada por el viento.

—El emisario de Mahrak ha llegado,alteza —anunció.

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Akhmen-hotep se volvió al oír lavoz áspera del visir. Estaba caminandode un lado a otro de la sala, como teníapor costumbre, recorriendo a grandeszancadas las anchas losas junto a lascolumnas bajas y achaparradas quesostenían el borde oriental del techo dela sala del Consejo. La cámara carecíade paredes, ya que descansaba sobre elpalacio real, en el centro de la ciudad,que a su vez se encontraba en la cima deuna de las numerosas estribaciones delas Cumbres Quebradizas. El rey de Ka-Sabar podía posar la mirada a lo largo yancho de sus dominios, desde las forjasque se extendían formando una media

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luna humeante, al este, hasta losperturbadores templos de piedra de losdioses que llenaban el barrio de losSacerdotes, al oeste. Una fina capa dehollín cubría los lados redondeados delas columnas orientales, y remolinos dearena y polvo recorrían, arrastrados porel viento, el suelo de piedra de lapequeña cámara, lo que hacía que el reyy sus nobles se acordaran del dios de latierra al que rendían culto.

El sillón del rey, un objeto enormeelaborado con trozos de maderapetrificada y pesados accesorios debronce, daba a la escalinata desde elotro extremo de la estancia. Una

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veintena de sillas más pequeñas formabaun irregular círculo ante él; estabanreservadas para los nobles másimportantes de la ciudad y los aliadosmás cercanos del rey. Estaban ocupadasmenos de la mitad.

A la izquierda del sillón del rey seencontraba Memnet, el gran hierofantede Ptra. A la derecha estaba repantigadoPakh-amn, el jefe de Caballería del rey,junto con una docena de hijos jóvenes delas familias nobles de la ciudad.Muchísimos grandes señores de Ka-Sabar no habían regresado de la debaclede Zandri y el liderazgo había recaídoen hombros, en su mayor parte, sin

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experiencia. Ni Khalifra, la sacerdotisade Neru, ni Hashepra, el hierofante deGeheb, estaban presentes, y el rey sentíasu ausencia profundamente. La repentinallegada del emisario había dejado aAkhmen-hotep con poco tiempo parareunir a sus consejeros, y a los líderesreligiosos casi nunca se los veía fuerade sus templos en esos días. El nuevohierofante de Phakth, un sacerdotellamado Tethuhep, no había sido vistonunca en público. Su portavoz asegurabaque Tethuhep estaba ocupado conoraciones para la defensa de la ciudad,pero Akhmen-hotep sospechaba que elsucesor de Suskhet aún no estaba

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preparado para asumir sus deberesoficiales.

La verdad fuera dicha, Pakh-amn yMemnet no estaban mucho mejor. ParaAkhmen-hotep era evidente que loshorrores que habían presenciado seisaños atrás habían dejado muy marcadosa los dos hombres. El gran hierofanteera una figura demacrada y de ojoshundidos; su rostro había envejecidoprematuramente desde la aciaga batalla.Aunque seguía siendo un personajepoderoso e influyente en la ciudad,Memnet se había vuelto cada vez másdistante y retraído a cada año quepasaba. Pakh-amn había sufrido aún más

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desde su regreso a la ciudad. Akhmen-hotep no había ocultado la precipitadaretirada del joven noble del campo debatalla, y su prematura vuelta a Ka-Sabar, más de tres días antes que el rey,hizo que muchos en la ciudad pusieranen duda el valor de Pakh-amn. Despuésde la batalla se ausentó de la corte delrey durante más de un año y circulabanrumores de que había recurrido a laleche del loto negro para librarse deldolor de su deshonra. Él también teníalos ojos hundidos y aspectomeditabundo, y le temblaban los dedosmientras sostenía una copa de vino conambas manos.

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Aldimen-hotep estudió al Consejo unmomento y luego le hizo un grave gestode asentimiento con la cabeza a su visir.

—Que pase —ordenó el rey.El visir hizo otra reverencia y se

retiró escaleras abajo. Menos de unminuto después oyeron los pasosacompasados de los Ushabtis del rey ycuatro de los fieles aparecieron anteellos escoltando a un sacerdote muyanciano, que vestía la túnica amarillovibrante de un servidor de Ptra. A pesarde su avanzada edad, el emisario semovía con una confianza y fuerzasorprendentes, y sus ojos oscuros eranagudos y brillantes. Su mirada se posó

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en Memnet, y el gran hierofante selevantó de su silla de un salto como si lohubieran pinchado.

—¡Nebunefer! Que las bendicionesde Ptra recaigan sobre vos, santidad —tartamudeó Memnet. El gran hierofantese apretó las manos e hizo una profundareverencia—. Es un honor inesperado…

El emisario de Mahrak se anticipó aMemnet levantando una mano.

—¡Quieto! —ordenó bruscamente—.No he venido a inspeccionar vuestroscofres, gran hierofante. Traigo nuevaspara vuestro hermano el rey. —Nebunefer inclinó la cabeza con respetoante Akhmen-hotep—. Que las

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bendiciones del Gran Padre recaigansobre vos, rey de la Ciudad del Bronce.

—Y sobre vos —contestó Akhmen-hotep con tono neutro—. Hacía muchotiempo que no llegaba un emisario de laCiudad de la Esperanza. ¿Las tormentasdel desierto también azotan Mahrak?

Nebunefer miró al rey enarcando unafina ceja.

—Las tormentas son creaciónnuestra, alteza. El Consejo Hierático hahecho todo lo posible para mantener alblasfemo a raya en Khemri, para que vosy vuestros aliados podáis recuperarosde vuestras terribles pérdidas.

El rey contempló a Nebunefer un

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momento.—Le agradecemos su ayuda al

consejo —respondió con cuidado—.¿Esto significa que Mahrak estápreparada para enviar a sus sacerdotesguerreros a la batalla contra elUsurpador?

Nebunefer le dedicó al rey un secogesto negativo con la cabeza.

—Aún no es el momento oportuno—contestó—. Los reyes de Rasetra yLybaras han reclutado nuevos ejércitos yestán preparados para reanudar lacruzada contra el blasfemo.

—¡Ah!, ya veo —dijo Akhmen-hotep—. Así que el Consejo Hierático ha

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limpiado Quatar, por fin, de suespantosa maldición, ¿no? El emisariohizo una pausa.

—Se ha dejado que la plaga siguierasu curso —explicó—. Muchas de lasfamilias nobles de la ciudad hansobrevivido, incluidos Nemuhareb y lafamilia real, además de unos cuantoscientos de soldados que habían sidoacuartelados en el interior del PalacioBlanco, pero el resto sufrióterriblemente.

Akhmen-hotep asintió gravementecon la cabeza.

—Las caravanas que llegaban delnorte traían historias atroces: calles

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cubiertas de ceniza y huesos humanos,casas cerradas con barricadas pordentro y llenas de cuerpos mutilados, yosarios abarrotados de cráneosquemados. Quatar es, en verdad, laciudad de los muertos.

—Y así crece el ejército delmonstruo —terció Pakh-amn, levantandosus ojos bordeados de rojo paraclavarlos en el emisario. Su voz erapoco más que un graznido y tenía losdientes manchados de azul oscuro trasaños de beber la leche del loto—.Decenas de millares de muertos están asus órdenes, sacerdote. ¡Quatar estásiendo sitiada en este mismo momento!

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La vehemencia presente en la voz dePakh-amn sorprendió a Nebuneferdurante un breve momento.

—El Consejo Hierático ha oído lashistorias de la batalla de Zandri y se hantomado medidas para poner a losciudadanos de Quatar fuera del alcancede Nagash. Los miembros del cultofunerario de la ciudad que sobrevivierontrabajaron día y noche para sellar a losmuertos en tumbas cuidadosamenteprotegidas en la necrópolis de la ciudad.—El emisario volvió a concentrarse enel rey—. Lo que es más, lasdescripciones de los enfrentamientos enZandri y Bhagar nos revelan que Nagash

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o uno de sus supuestos inmortales debenestar presentes para levantar los cuerposde los muertos, y no dispondrá de esaoportunidad en Quatar.

El rey apretó las manos detrás de laespalda y contempló la parte oriental dela ciudad; sentía el aliento de Gehebcontra la piel.

—Habéis dicho que Rasetra yLybaras han reclutado nuevos ejércitos.

—Rasetra marcha hacia el Valle delos Reyes en este mismo momento.Rakh-amn-hotep ha congregado a todoslos guerreros que posee la ciudad eincluso incluye compañías salvajescompuestos por bestias de la jungla en

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su ejército. Hekhmenukep y losingenieros guerreros de Lybaras hanvaciado sus legendarios arsenales y sedirigen a toda prisa a Quatar con unalegión de temibles máquinas de guerrapara contraatacar a la horda no muertadel blasfemo. En menos de un mes,estarán acampados a las puertas deQuatar y marcharán sobre la CiudadViviente en cuanto los presagios seanfavorables.

Pakh-amn murmuró algo con tonosombrío sobre su copa de vino tomó unlargo trago. Akhmen-hotep le lanzó unamirada dura al noble pero no dijo nada.En cambio, inspiró hondo y se volvió

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hacia Nebunefer.—¿Qué quiere el Consejo Hierático

de Ka-Sabar? —preguntó.El emisario esbozó una leve sonrisa

ante la actitud franca del rey.—Los espías que tenemos en Khemri

nos han informado de que Nagash no hapermanecido ocioso desde que extendiósu maldición sobre Quatar. Ha sometidoa los reyes de Numas y Zandri a suvoluntad, y ha vaciado sus cofres parareclutar un poderoso ejército. Se estáncongregando en las llanuras de laCiudad Viviente, aunque las constantestormentas han entorpecido susmovimientos de manera considerable.

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—Nebunefer hizo una pausa—. Esposible que el destino del ejército seaKa-Sabar, gran rey, pero el consejoopina que es más probable que se dirijaa Quatar primero y cierre el Valle de losReyes.

Akhmen-hotep hizo un gesto deasentimiento con la cabeza.

—Nagash no es idiota. Si puedemantener a raya a Rasetra y Lybarastomando las Puertas del Alba, entoncespodrá encargarse de nosotros con calma.

El rey consideró la situación. Eltamaño de los ejércitos orientalesobraría en su contra durante el camino,haciéndolos progresar muy lentamente.

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Los ejércitos del Usurpador, en cambio,se encontraban más cerca de Quatar ypodían desplazarse a mayor velocidad.Después de todo, Nagash no tenía quepreocuparse de la comida ni el aguapara sus tropas. La idea hizo que unescalofrío recorriera la espalda del rey.

—Las próximas semanas seráncruciales —continuó Nebunefer—.Rasetra y Lybaras deben cruzar sinpercances el Valle de los Reyes. Encuanto hayan llegado a las llanuras delotro lado, la ventaja en la batalla serásuya. Por lo tanto, debemos tomarmedidas para desviar la atención deNagash sobre Quatar un tiempo.

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Un opresivo silencio descendiósobre la cámara del Consejo, rotoúnicamente por el sibilante aliento deldios. La mirada de Memnet pasó contemor de su hermano a Nebunefer.

—¿Qué queréis que hagamos,santidad? —preguntó con voztemblorosa.

—Proponemos atacar a Nagashdesde una dirección inesperada —contestó el emisario con ojos relucientes—. A pesar de su supuesto talento, elblasfemo también es un rey mezquino yarrogante. Cualquier derrota, por muypequeña que sea, es un insulto para sudesmesurado orgullo y se verá obligado

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a responder. —Nebunefer extendió lasmanos—. La hueste de Bronce seencuentra en una posición ideal paraasestar tal golpe.

Akhmen-hotep miró al otro hombrecon el entrecejo fruncido.

—¿Y dónde queréis que ataquemos?—inquirió.

—En Bel Aliad, al otro lado delGran Desierto.

Pakh-amn dejó escapar un sonidoahogado mientras el vino se derramabapor encima del borde de su copainclinada. Las toses jadeantes deldemacrado noble se transformaronrápidamente en amargas carcajadas en

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tanto se levantaba tambaleándose de lasilla. Muchos de los jóvenes nobles delConsejo se miraron unos a otrosavergonzados y consternados, pero unospocos se unieron a las risas de Pakh-amn creyendo entender el chiste.

—Un plan audaz salido de una pandade sacerdotes muertos de miedo —soltóPakh-amn, clavando en Nebunefer unamirada de odio—. ¡Vuestro queridoConsejo se sienta en cojines perfumadosy nos deja a nosotros para que luchemoscontra los ejércitos de los condenados!¡Habéis oído historias de lo que ocurrióen Zandri, pero no estuvisteis allí! ¡Elcielo no se cubrió de bullente oscuridad

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sobre vuestras cabezas! ¡Vuestrosamigos no se transformaron encadáveres que bufaban y trataban deagarraros con sus garras!

Akhmen-hotep atravesó la cámaradel Consejo con dos largas zancadas ygolpeó al jefe de Caballería en un ladode la cabeza. El noble cayó al suelo y sucopa vacía repiqueteó melodiosamentepor las piedras. Las espadas destellaroncuando los Ushabtis del rey seadelantaron preparados para cumplir lasórdenes de Akhmen-hotep.

—Si me avergüenzas una vez más, temataré, Pakh-amn —dijo el rey confrialdad—. Ahora largo. El Consejo ya

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no te necesita.A una señal del rey, los cuatro

Ushabtis se acercaron y rodearon alnoble. Pakh-amn se puso en pie de modovacilante, masajeándose el verdugónrojo que había dejado la mano abiertadel rey. Con una última mirada cargadade odio dirigida a Nebunefer, el jefe deCaballería fue escoltado velozmentefuera del salón.

El rey esperó hasta que Pakh-amnhubo desaparecido de la vista antes deinclinar la cabeza ante el emisario.

—Os ofrezco mis disculpas —dijo—. Ka-Sabar no pretende insultar anuestros honorables aliados. Dicho esto,

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sin duda debéis comprender el… reto…que supone tal empresa. Como bienhabéis dicho, Bel Aliad se encuentra alotro lado del Gran Desierto.Tardaríamos meses en rodearlo, y esonos llevaría peligrosamente cerca deKhemri por el camino.

—No proponemos rodear eldesierto, sino atravesarlo —contestóNebunefer—. Existen antiguas rutas através de la arena por las que solíanviajar las caravanas siglos atrás.

—Muchos de los oasis situados a lolargo de esas rutas hace tiempo que sesecaron —repuso el rey—, y de todasformas no habrían sido suficiente para

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mantener a un ejército.El emisario sonrió.—El desierto guarda más secretos

de los que conocéis, Akhmen-hotep. Lospríncipes bandidos de Bhagar podíantrasladar, y de hecho lo hacían, grandesgrupos de jinetes por el desierto avoluntad, y sabemos que hay casi uncentenar de refugiados bhagaritas aquíen la ciudad. Pedídselo, alteza. Ellospueden guiaros a través del desierto.

—¿Por qué deberían hacerlo? —preguntó el rey.

La pregunta desconcertó alsacerdote.

—¿Por qué? Por venganza, por

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supuesto. Nagash debe pagar por lo quele hizo a Bhagar. ¿No estáis de acuerdo?

Akhmen-hotep ignoró la pregunta delemisario.

—Y si atacamos Bel Aliad, entonces¿qué? —inquirió.

—Ocupáis la ciudad un tiempo —explicó el emisario—. Saqueáis lascasas de los nobles y los mercados deespecias. Matáis a los que apoyen alblasfemo de Khemri. Cuando llegue lanoticia a la Ciudad Viviente de quehabéis conquistado la ciudad, Nagash severá obligado a ordenarle a su ejércitoque os ataque. Desde Bel Aliad podríaisamenazar la ciudad de Zandri, y eso es

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algo que no se puede permitir. Paracuando lleguen sus guerreros, ya habréisdesaparecido de nuevo en el desierto yhabréis atraído al ejército del blasfemohasta cientos de leguas en direcciónopuesta a Quatar.

La propuesta de Nebunefer inquietóprofundamente al rey. ¿Ocupar laciudad? ¿Saquear sus riquezas y matar asus líderes sin más ni más? Eso era loque hacían los bárbaros, no losnehekharanos civilizados; pero elUsurpador había hecho cosas muchopeores en Bhagar y no se detendría allí.Como rey, tenía el deber de defender asu gente, costara lo que costase. Sólo le

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cabía esperar que los dioses loperdonasen cuando llegara el momentode juzgar su alma. Akhmen-hotep sevolvió hacia su hermano.

—¿Qué opináis, gran hierofante? —quiso saber.

Memnet palideció bajo la miradainquisitiva del rey. El gran hierofante noera ni sombra de lo que había sido. Noquedaba ni rastro del líder religiosoorgulloso y seguro de sí mismo que seisaños atrás había exigido venganza porlas muertes de sus compañerossacerdotes. Había salido del campo debatalla de Zandri siendo un hombredistinto, herido hasta su misma alma por

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lo que había visto y había hecho. Sehabía distanciado del rey desde entoncesy no había hablado nunca del precio quehabía pagado por invocar los fuegos desu dios contra el Usurpador.

El gran hierofante metió las manosen las mangas y una vez más paseó sumirada asustada del rey a Nebunefer.Con fuerza de voluntad, se armó devalor y contestó:

—Guiadnos, ¡oh, rey!, y osseguiremos.

Akhmen-hotep respiró hondo yasintió con un gesto de cabeza y aire degravedad. Fuera, el aliento del diosquedó en calma.

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—Entonces, está decidido —anuncióel rey sacerdote—. Haced sonar lastrompetas y convocad a nuestrosguerreros. La hueste de Bronce se dirigea la guerra una vez más.

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ONCEEl juego de los reyes

Quatar, el Palacio Blanco,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

Rakh-amn-hotep, rey sacerdote deRasetra, se aferró a la barandilla delbarco flotante con sus dedos regordetesy cubiertos de cicatrices en cuanto

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escuchó el estruendo de advertencia delos espíritus del viento en lo alto.Efectivamente, se oyó un crujido de lonay la enorme cámara de aire se contrajo alo largo de sus treinta metros de longitudpara hacer descender el casco demadera del barco flotante como si fuerauna embarcación coronando la cima deuna altísima ola. El rey contuvo un gritode miedo mientras la nave descendíatrazando un veloz y elegante arco parasalir del Valle de los Reyes y pasarsobre la pared en forma de media lunade las Puertas del Alba.

Rakh-amn-hotep, que se encontrabaen la proa del barco flotante, sintió el

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viento caliente y terroso golpeándole lacara y observó cómo el polvorientoterreno pasaba a aterradora velocidad.Dejaron atrás las fortificaciones quecerraban el extremo occidental del valleen menos de un minuto y, con ojosllorosos, pudo ver las piedrasrelucientes del Camino del Temploserpenteando por la pendiente pocoempinada hacia la ciudad de Quatar. Lasmurallas de la ciudad y el palaciocentral presentaban un suave colorcrema el bendito sol de Ptra habíadesteñido gran parte de las espantosasmanchas rojas que había dejado la lluviamaldita de Nagash. Si el dios se

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mostraba complaciente, antes de quepasaran otros diez años no quedaría nirastro de la pesadilla que el Usurpadorle había ocasionado a la ciudad.

Las grandes llanuras del centro deNehekhara se extendían más allá de laciudad y daban lugar a un extenso yondulado panorama de terreno arenosomarcado con caminos comerciales queformaban líneas de piedra blanca. Paraalivio del rey, la cámara de aire de loalto se hinchó una vez más en respuestaal coro de sacerdotes que salmodiabanen la popa teórica de la nave, y el barcoflotante se enderezó a unos cien metrospor encima del suelo. Mientras luchaba

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por controlar su agitado estómago, el reypudo ver las faldas afiladas de lasCumbres Quebradizas extendiéndose amodo de una vasta línea hacia el norte yel sur, y la amplia franja del vivificadorrío Vitae alejándose serpenteando haciael oeste, en dirección al lejano mar. Laorilla meridional del río estababordeada de una densa franja de colorverde vibrante, mientras que al norte seextendían los fértiles campos de lasLlanuras de la Abundancia, donde losseñores de los caballos de Numascuidaban de sus yeguadas y cosechabanlos cereales que alimentaban a granparte de Nehekhara.

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Por suerte, no vio columnas depolvo ni enjambres de figuras vestidasde metal atravesando las llanuras endirección a Quatar. Las onduladasllanuras estaban desiertas hasta llegar alas brillantes Fuentes de la Vida Eterna,envueltas en niebla, a muchas leguas alnoroeste. Los ejércitos de Nagash aúnno se habían movido de los campossituados fuera de Khemri, quepermanecía oculta bajo una masa desiniestras nubes color púrpura justo alborde del horizonte noroccidental. Porel momento al menos, Quatar y lasfuerzas acampadas fuera de la mismaestaban a salvo.

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Un inmenso y ordenado campamentohabía surgido en los amplios campos aloeste de la ciudad. Líneas de tiendas decolor pardo estaban situadas encuidadas hileras, organizadas porcompañías y dispuestas alrededor de uncuadrado central que contenía plazas dearmas, tiendas de suministros y herreríaportátiles. Ordenadas columnas decarros desenganchados llenaban unaplaza abierta cerca de un corralprovisional para caballos, y tres camposcolindantes estaban abarrotados deformas voluminosas y pesadas envueltasen zarcillos de vapor y finas volutas dehumo más oscuro para sacrificios. Rakh-

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amn-hotep divisó enormes catapultas,escorpiones de guerra y altísimosgigantes hechos de madera tallada ychapas de bronce. El ejército de Lybarashabía llegado con toda su fuerza y al rey,avezado a la lucha, le resultó unespectáculo aterrador. Los espíritus delaire silbaron y retumbaron en lo alto, ycon un crujido de maderos y un gemidode cables, el gran barco flotante giró enredondo y comenzó a descender. Rakh-amn-hotep vio que se dirigían a una granllanura situada al sur del Camino delTemplo, a menos de una milla delperímetro del campamento lybarano.Otros tres barcos flotantes ya habían

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aterrizado en la llanura arenosa yestaban descargando tinajas desuministros pasándoselos a largas hilerade esclavos que esperaban. Los barcosflotantes quedaban ocultos bajo lasenormes cámaras de lona que conteníanlos espíritus del aire que mantenían lanave en alto. Los habían construido apartir de cascos modificados deembarcaciones fluviales y colgaban bajolas cámaras mediante una telaraña deresistentes cables más gruesos que elbrazo de un hombre. Cada casco podíatransportar una enorme cantidad decarga en las bodegas, incluida unacompañía entera de soldados, si sus

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estómagos podían con el viaje.Cuando el barco flotante lybarano se

había encontrado con el ejércitorasetrano una semana antes y se habíaofrecido a llevar a Rakh-amn-hotep pordelante hasta Quatar, el rey había dejadoatrás gran parte de su equipaje y habíacargado la nave con una compañía mixtade Ushabtis e infantería pesada. Susgritos de miedo y gemidos de mareohabían supuesto una interminable fuentede diversión para la pequeña tripulacióndel barco flotante. El rey no envidiaba alos esclavos a los que se les asignaría latarea de limpiar las bodegas de carga.

La embarcación descendió trazando

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un lento y grácil arco hacia el campo, sedesvió ligeramente hacia el sur y sedeslizó hasta detenerse con un crujidode arena y grava, exactamente como sifuera una embarcación fluvialdeslizándose hasta la orilla. Para cuandouno de los acólitos del barco hubolanzado una escalera de cuerda por laborda, los primeros Ushabtis del rey yahabían subido a cubierta y estabanvolviendo los rostros hacia el sol,agradecidos. Conteniendo una sonrisairónica ante su malestar, el rey lesordenó a sus tropas que desembarcaranprimero. No tuvo que esperar mucho.

Durante el desembarco llegaron tres

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carros procedentes de la ciudadmanejados por miembros de la casa realde Hekhmenukep. Uno de los visires delrey bajó con cuidado del carro decabeza y aguardó pacientemente a queRakh-amn-hotep descendiera del barcoflotante. Hizo una profunda reverenciamientras el rey de Rasetra se apartabade la escalera.

—Mi señor, el rey sacerdote deLybaras, os envía saludos, alteza —dijoel visir—. Os pide que os reunáis con élen el Palacio Blanco, donde os ofreceráun refrigerio tras vuestro viaje.

El corpulento rey plantó los pies enla arena y se tambaleó. Era como si su

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cuerpo siguiera cayendo por el aire ytenía las rodillas débiles como las de unrecién nacido.

—Adelante —contestó con unademán distraído, e intentó concentrarseen caminar los diez metros que loseparaban del carro que esperaba sincaer de bruces en el suelo.

En cuanto el rey y sus Ushabtissubieron, el carro dio media vueltatrazando un círculo cerrado y atravesótraqueteando el campo de aterrizajehacia el Camino del Templo. El viaje sevolvió bastante más suave una vez quellegaron a la superficie de piedra, yenseguida los conductores hicieron que

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sus caballos se lanzaran camino abajocon un potente medio galope. Tras elvertiginoso ritmo del viaje por aire, alos hombres de Rasetra el paso lespareció muy lento.

En menos de media hora lasmurallas manchadas de Quatar surgieronimponentes ante los carros, y Rakh-amn-hotep vio que las puertas de la ciudadestaban abiertas y libres de tráfico,incluso aunque eran las primeras horasde la tarde. Sólo había un puñado deguerreros montando guardia en lasmurallas y el rey se fijó en que llevabanlos faldellines de color pardo de lossoldados lybaranos en lugar del blanco

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decolorado de la Guardia de la Tumbade Quatar.

Había oído que la ciudad habíasufrido enormemente en manos de la vilmaldición de Nagash, pero Rakh-amn-hotep no tenía ni idea de lo que esosignificaba en realidad, hasta que loscarros atravesaron la puerta abierta yentraron en una calle desierta que en sudía había conducido al animadomercado de la ciudad. Las casas y lastiendas que flanqueaban el caminoestaban cubiertas de una fina capa deceniza blanca y muchas entradas seveían manchadas de hollín de los fuegosque se habían encendido durante la

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plaga. Pilas de desperdicios secos seamontonaban en los estrechos callejoneso a lo largo de los lados de la calle,pero no había animales hurgando entrela basura en busca de comida. Un densomanto de silencio colgaba sobre laescena amortiguando incluso eltraqueteo y el chirrido de las ruedas delos carros. El hedor acre a maderaquemada y carne carbonizabaimpregnaba el aire en calma. Lejos, alnordeste, columnas de humo gris sealzaban lánguidamente hacia el cielomientras los sacerdotes del cultofunerario entregaban aún más cadáveresa las llamas purificadoras de Ptra.

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La plaga había acabado hacía másde un año y los supervivientes todavíaestaban ocupándose de los cuerpos quehabían quedado atrás.

Siguieron adelante a través del bazarvacío, levantando nubes de ceniza ypolvo, y luego atravesaron el barrio delos Mercaderes. Allí, el ojo experto delrey vio las reveladoras señales del pasode la violencia. Muchas casas habíansido saqueadas por grupos de víctimasenloquecidas por la plaga y las pilas demuebles rotos y cerámica hecha añicosse amontonaban fuera de las entradasteñidas de humo. Las siniestras manchasque aparecían en las paredes de algunas

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casas daban una vaga idea del funestodestino de sus propietarios.

A pesar de lo terrible que era ladestrucción en el barrio de losMercaderes, los distritos noblessituados más allá habían sufrido aúnmás, como si los ciudadanos culparan desu sufrimiento directamente al rey y suspartidarios. Habían entrado en todas lascasas y las habían quemado, e inclusohabían abierto los muros de algunaspropiedades trabajando frenéticamentecon picos y palas. Habían derribadoparedes y los tejados se habían hundidocuando los soportes de madera al finalse habían quemado. En algún momento

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del pasado, los trabajadores habíanabierto una senda a través de losescombros en el centro de la calle, y loscarros se vieron obligados a avanzar enfila india mientras dejaban atrásmontones de ladrillos rotos y maderacarbonizada y astillada.

Únicamente cuando ya seencontraban casi en las murallasmanchadas del Palacio Blanco, hallaronlos primeros indicios de vida. Lamagnífica estructura, construida pararivalizar, y luego, en última instancia,sobrepasar, las glorias del palacio deSettra en Khemri, estaba rodeada depequeños parques decorativos y amplias

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plazas dotadas de fuentes que seabastecían de manantiales que pasabanpor debajo de la ciudad. Los parquesestaban llenos de desgastadas tiendascubiertas de ceniza, de chozasdestartaladas fabricadas con ladrillos debarro que se desmenuzaban, y de figurasdemacradas y de ojos hundidos, vestidascon túnicas harapientas, que seamontonaban cansinamente alrededor delas fuentes cubiertas de polvo lavandoropa o llenando jarras con agua. Lospocos supervivientes de los años deplaga observaron pasar los carros conexpresiones de sufrimiento y terror.

El Palacio Blanco se alzaba como

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una isla de estabilidad en medio de lamiseria y la desesperación de Quatar.Aunque sus muros aún mostraban lasmarcas de la vil maldición de Nagash, elcaos y el salvajismo que se habíanapoderado del resto de la ciudad habíandejado el palacio completamenteintacto. Guerreros de la casa real deQuatar hacían guardia a las puertas delpalacio ataviados con armaduras decuero blanco y portando sus enormesespadas curvas. Inclinaron la cabeza conaire grave mientras los carros pasaban,y el desfile siguió adelante bajando porun amplio paseo bordeado deimponentes estatuas de los sirvientes

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con cabeza de chacal de Djaf. Al oeste,Rakh-amn-hotep podía ver la moleblanca del templo funerario, mientrasque al este se alzaba el imponentePalacio del Anochecer, el templo deldios de la muerte. El palacio seencontraba delante; se trataba de unaextensa estructura recubierta de mármolblanco, que descollaba como una esfingesobre los demás edificios de la ciudad.

La escolta de Rakh-amn-hotep lollevó por el amplio paseo hasta unapequeña plaza que se abría delante de laancha escalinata del palacio. Allí,dispuestos en apretadas filas de diezhombres de fondo, aguardaba una

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compañía de guerreros ataviados con lapesada armadura de escamas de lainfantería rasetrana. Un guerrero alto yde hombros anchos, cuya pielresplandecía gracias al poder del diosdel sol, se encontraba a la cabeza. Elpaladín saludó alzando la espadamientras los carros se aproximaban y,como uno solo, los guerreros soltaronuna jubilosa ovación al ver a su rey.

Los carros se detuvieron delante delas tropas reunidas, y Rakh-amn-hotep leordenó a su conductor que diera mediavuelta para poder ver y ser visto mejorpor los guerreros rasetranos. Esbozandouna feroz sonrisa, el rey alzó los brazos

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a modo de saludo.—¡Almas incondicionales! —

exclamó—. Hace demasiado tiempo queno veo vuestros rostros y me llena dealegría veros con la moral tan alta.Durante seis largos años, unos pocos devosotros habéis conservado esta ciudadante la calamidad. Durante seis largosaños, vosotros solos os habéisinterpuesto entre el monstruo de Khemriy los reinos del este. ¡Toda Rasetra sabede vuestras valerosas hazañas! Vuestrosnombres se han pronunciado con honoren los templos y he recompensadogenerosamente a vuestras familias comomuestra de agradecimiento por vuestro

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servicio. Nuestros hermanos y primos sehan puesto en marcha haciendo temblarla tierra con su furia. ¡Pronto estaránentre vosotros y nos dirigiremos al estepara terminar el trabajo que empezamoshace tanto tiempo!

Una vez más, los guerreros soltaronuna gran ovación y golpearon las mazascontra los escudos a manera de saludo.Sus rostros esbozaron sonrisas deorgullo al oír las palabras de aprecio desu rey y sólo la dura expresión de susojos oscuros insinuaba la terribleexperiencia que se habían vistoobligados a soportar. Ekhreb, el paladíndel rey y comandante del destacamento,

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se apoyó en una rodilla mientras el reydescendía del carro.

—¡Nada de eso, por los dioses! —declaró Rakh-amn-hotep, haciéndoleimpacientes señas con la mano a supaladín—. Después de todo a lo que tú ytus hombres habéis tenido que hacerlefrente, no deberían volver a pedirte quete inclinaras nunca ante otro hombre.

El rey se acercó a grandes zancadasy agarró al paladín por los brazos, casiponiendo en pie a la fuerza al hombremás alto.

—Bienvenido, alteza —contestóEkhreb con voz profunda.

El paladín era de complexión fuerte;

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había sido bendecido con la fuerza y lavitalidad de uno de los hijos favoritosde Ptra. Tenía un rostro ancho y unamandíbula cuadrada, y sus ojos oscurosdestellaban bajo una frente gruesa yprominente. La luz del sol brillaba sobresu cabeza afeitada y se reflejaba en losaros de oro que llevaba en las orejas. Suancha boca se torció formando unasonrisa irónica.

—Seis años es demasiado tiemposin vuestra presencia.

—Eres muy amable, amigo mío —contestó Rakh-amn-hotep.

—Para nada. Pensábamos queregresarías en menos de un año. De

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hecho, dijisteis algo por el estilo justoantes de partir.

—Es posible que fuera un pocooptimista en mis cálculos.

—Nosotros llegamos a la mismaconclusión después del cuarto año, máso menos.

Los dos hombres se rieron entredientes, y luego la expresión del rey sevolvió seria una vez más.

—¿Ha sido muy malo? —preguntóen voz baja.

La sonrisa abandonó el rostro deEkhreb y su expresión se volvió sombríamientras luchaba por encontrar laspalabras adecuadas. Al final, suspiró.

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—Ha sido espantoso —dijo—.Ninguno de nosotros llevará una vidavirtuosa después de esto. No hayinfierno que los dioses puedan crear quepueda igualarse a lo que hemos tenidoque hacerle frente aquí, en Quatar.

Rakh-amn-hotep hizo una mueca alver la expresión que apareció en elrostro de su paladín. Inspeccionó lasfilas de hombres exultantes situadas a laespalda de Ekhreb.

—¿Esto es todo lo que queda?¿Apenas una compañía de hombres, decuarenta mil almas?

El paladín asintió con la cabeza.—Sólo los dioses saben cuántos

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desertaron y se dirigieron a casa durantelos primeros meses. Intentamosdetenerlos, pero en cuanto la fiebre seadueñó de la población apenaspodíamos seguir vivos. El ejércitolybarano quedó prácticamente destruidoantes de que hubieran transcurrido losseis primeros meses. Nosotrossobrevivimos sólo porque nosreplegamos y cerramos las puertas delpalacio contra la turba. —Ekhreb seencogió de hombros—. Ojalá pudieraobsequiaros con relatos de coraje, perola verdad es que nos escondimos trasestos muros y rogamos para podersobrevivir. Al final, nos dimos cuenta de

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que la plaga no podía entrar en elpalacio.

Rakh-amn-hotep frunció el entrecejo.—¿Y por qué no? —preguntó.La expresión de Ekhreb se tomó

sombría.—Nosotros también nos lo

preguntamos —explicó—. Finalmente laúnica explicación que tenía sentido eraque Nagash no quería. Nemuhareb temeque el Usurpador tenga un destinoespecial en mente para él y su familia.

El ceño del rey se hizo máspronunciado.

—¿Nemuhareb ha causado algúnproblema?

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Ekhreb negó con la cabeza.—Ninguno —aseguró—. Está

destrozado, ahoga sus pesadillas en vinoy leche de loto negro. Nosotros somos laúnica razón de que no lo hayandestronado.

—Me sorprende que haya alguiendispuesto a ocupar su lugar —murmuróRakh-amn-hotep con tono sombrío—.¿Cuántos ciudadanos quedan?

—Sólo los dioses lo saben —respondió Ekhreb—. Menos de mil,seguro. Hemos hecho que patrullas derescate peinen cada distrito de la ciudady seguimos encontrando cuerpos. Laciudad es una inmensa tumba. Tardará

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generaciones en recuperarse, si es quelo hace.

El rey hizo un gesto de asentimientocon la cabeza.

—Entiendo por qué los lybaranosdecidieron acampar fuera de lasmurallas —comentó.

—¿Y nuestro ejército? —inquirió elpaladín—. ¿Cuándo llegará?

—Aún tardará algunas semanas —respondió el rey con un suspiro—.Todavía estábamos a varios días dedistancia del Valle de los Reyes cuandoel barco flotante lybarano nos encontró.Ha sido una marcha lenta desde Rasetra.Contamos con sesenta mil soldados de

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infantería y caballería, más otros docemil soldados bárbaros y sus lagartos detrueno. —Rakh-amn-hotep sacudió lacabeza—. Nunca debería haber dejadoque Guseb me convenciera de traer a loslagartos. Hasta ahora no han causadomás que problemas. Por suerte, pareceque Nagash no tiene prisa por marcharsobre la ciudad, lo que había sido miprincipal motivo de preocupación.

—Podéis darles las gracias aHekhmenukep y Nebunefer por eso —dijo Ekhreb.

—¿A Nebunefer? —preguntó el rey,alzando las cejas, sorprendido—. ¿Quéestá haciendo aquí ese viejo intrigante?

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—Llegó con los lybaranos —contestó el paladín—, y luego partiócasi de inmediato rumbo a Ka-Sabar.Corre el rumor de que han urdido unplan para mantener a Nagash distraídomientras reunimos a nuestras fuerzas.

—No sé si me gusta cómo suena eso—repuso el rey, levantando la miradahacia el palacio con el entrecejofruncido—. Vamos, viejo amigo —gruñó, haciéndole señas a Ekhreb—. Eshora de averiguar qué han estadohaciendo nuestros aliados mientras heestado fuera.

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* * *

La torre negra se alzaba como la hoja deuna espada de piedra en medio de unarremolinado mar de arena. Seencontraba justo al borde del GranDesierto y se veía azotadaconstantemente por las tormentas querecorrían aullando las dunas calientes.El efecto erosivo de la arena habíapulido los grandes bloques de basaltoque componían la superficie exterior dela torre, hasta lograr un acabado deespejo. El sonido que la arena producíacontra la piedra era como el silbido de

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cientos de miles de serpienteshambrientas buscando la más mínimagrieta o imperfección para metersedentro.

Y, sin embargo, el trabajo en la torrecontinuaba, incluso con el embravecidoviento en contra. Proseguía día y noche.Un ejército de esclavos les daba forma alas piedras y las transportaba hasta labase de la torre, donde aún mástrabajadores las subían a rastras por unaenorme rampa en espiral queserpenteaba sinuosamente alrededor dela alta aguja, hasta alcanzar una altura demás de sesenta metros. La rampa estabahecha de madera y pieles atadas con

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gruesos rollos de cuerda, y se sacudía ytemblaba terriblemente en medio de latormenta. Se había venido abajo muchasveces, derribada por las fuertes rachasde viento o serrada por la abrasivaarena, y en cada ocasión, muchísimostrabajadores acababan aplastados bajoel peso de los maderos caídos y lapiedra astillada.

Los que tenían suerte no se volvían alevantar. La mayoría, sin embargo,apartaba de un empujón las vigas caídasy se abría camino como podía entre laarena, cavando con manos destrozadas ocon las afiladas puntas de los huesos delos dedos. Algunos se retorcían dejando

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atrás pedazos de carne y músculos queen su día envolvían sus huesosrelucientes. Su fuerza provenía de unavoluntad pura e implacable y golpeabasus almas atrapadas como un azote.

La gente de Bhagar no conocía elhambre, el dolor ni la fatiga. El últimode ellos había muerto más de tres añosantes a los pies de la torre negra deArkhan colocando las primeras piedrasen su sitio. El aliento de su dios rugíacon impotencia a su alrededor, azotandosus cuerpos y vaciando sus ojos, y sinembargo, la torre continuaba creciendo.

Construir la torre era una idea queArkhan tenía desde hacía tiempo, se

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remontaba al principio de laconstrucción de la poderosa pirámide desu señor. Cuando se encontró enposesión de varios miles de esclavostras la conquista de Bhagar, el visir viosu oportunidad. Mientras su señor seconcentraba en reclutar a sus ejércitosen Khemri, Arkhan propuso erigir laciudadela para vigilar los accesosmeridionales de la ciudad de otro ataquede la lejana Ka-Sabar, o tal vez inclusouna sublevación en Bel Aliad, la Ciudadde las Especias. El Rey Imperecedero loconsideró y accedió.

La verdad era que Arkhan deseabadistanciarse de Nagash por una razón

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completamente diferente: a saber, elelixir vivificador del rey. Lo irritaba elpoder que Nagash tenía sobre él envirtud de aquella terrible pócima, perola fórmula mágica de la misma seguíaescapándosele. Si debía continuarsirviendo al rey desde su sede en latorre negra, entonces Nagash no tendríamás alternativa que enseñarle al visircómo elaborar el elixir por sí mismo, oeso había pensado él.

Cada seis meses llegaba unmensajero procedente de Khemriportando un arcón sellado que conteníaseis frascos de elixir, lo justo para beberuno al mes. La privación lo dejaba débil

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y sediento todo el tiempo, y a pesar desus esfuerzos, nunca podía guardarsuficiente líquido para estudiar suspropiedades mucho tiempo.

Durante los dos primeros años trasla masacre de Bhagar, los esclavoshabían cavado hondo en el terrenorocoso con picos y palas rudimentariosy habían construido el primero de losnumerosos pisos de la torre a más dequince metros bajo tierra. Arkhan llamóa canteros de Khemri para queorientaran a los esclavos en su labormientras sus jinetes no muertosmontaban guardia desde las dunas de losalrededores. Más tarde, se envió a los

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esclavos de regreso a su ciudad natal yse los puso a trabajar demoliendo suscasas para conseguir la piedra necesariapara formar los cimientos de la torre.

La cámara subterránea más profundase reservó para Arkhan. Aunque notenían nada que ver con la magníficaeminencia de la cripta de mármol de suseñor, las cámaras servían a lasnecesidades inmediatas del inmortal. Sehabía tardado la mayor parte de un añoen trasladar a los miembros de su casadesde la Ciudad Viviente hasta la lejanatorre debido a las embravecidastormentas, y muchos leales servidoreshabían perecido por el camino. Al resto

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los mató con veneno en cuanto llegaron.Ahora lo atendían en la penumbra de susantuario, con sus cuerpos marchitosenvueltos en túnicas del lino más negroy bordadas con sigilos arcanos deconservación.

Arkhan se encontraba en el interiorde su santuario enfrascado enmanuscritos de sabiduría arcana yestudiando las profundidades color rubíde uno de sus valiosísimos frascos deelixir cuando oyó un débil y sibilantesusurro en los oscuros rincones de lahabitación. Durante un brevísimoinstante, pensó que la inquisitiva arenapor fin había logrado entrar en la torre

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negra empujada por el implacable odiode Khsar el Sin Rostro, a cuya gentehabía matado Arkhan. Un terror purorecorrió las venas del inmortal. Luego,de repente, cogió rápidamente unaparpadeante lámpara y cruzó lahabitación desterrando las profundassombras situadas ante él.

La luz de la lámpara se reflejó enrelucientes caparazones negros. Unaavalancha de escarabajos estabaentrando por las grietas de lamampostería e iba formando unahirviente alfombra por el suelo delsantuario.

Arkhan retrocedió un paso,

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aferrando con fuerza el frasco de elixiren la mano mientras se preparaba paralanzar un feroz conjuro. Los escarabajosse unieron en el centro de la cámara,saltaron en el aire con un secorepiqueteo de alas y se arremolinaronformando una bullente y reluciente nube.

Las palabras del conjuro murieronen los labios de Arkhan mientras la nubeadoptaba una forma conocida.

—Leal servidor —dijo una vozdesde las profundidades de la susurrantenube.

Surgía de mandíbulas que chirriabany alas que zumbaban, patas queescarbaban y caparazones cubiertos de

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polvo, pero su identidad erainconfundible. Arkhan se inclinó,asombrado, ante la imagen de Nagash.

—Aquí estoy, señor —contestó elvisir, metiéndose el frasco en la manga—. ¿Qué ordenáis?

—Nuestros enemigos marchancontra nosotros una vez más —anuncióel nigromante. El contorno borroso delrostro de Nagash se volvió hacia el visir—. Nuevos ejércitos se estáncongregando en Quatar y la hueste deBronce cruza el Gran Desierto paraatacar Bel Aliad.

—¿Cruzar el desierto? ¡Eso esimposible! —exclamó Arkhan—. Las

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tormentas…—Las tormentas son obra de los

cobardes sacerdotes de Mahrak —dijoNagash entre dientes—. Esperanentorpecer nuestros esfuerzos y ocultarlos movimientos de sus tropas. En estemismo momento, los refugiados deBhagar guían a los guerreros de Ka-Sabar por las sendas secretas de lastribus del desierto. Llegarán a Bel Aliaden menos de dos semanas. No obstante,desconocen que hay un traidor entreellos, alguien que me ha tendido cultodurante muchos años, desde la derrotaen Zedri. Él nos pondrá a la hueste deBronce en bandeja y luego la mismísima

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Ciudad del Bronce.Los pensamientos se agolparon en la

mente de Arkhan mientras analizaba elrepentino giro de los acontecimientos.

—Mis guerreros están preparados,señor —anunció—. ¿Qué queráis quehagamos?

—Coge a tus jinetes no muertos ydirígete a Bel Aliad —ordenó elnigromante—. En cuanto llegues, esto eslo que debes de hacer.

El nigromante le contó a Arkhan suplan con voz sibilante y crujiente. Elvisir escuchó con la cabeza inclinadamientras contemplaba la caída deAkhmen-hotep y la gente de Ka-Sabar.

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DOCEUna corona codiciada

Khemri, la Ciudad Viviente,en el 44.º año de Geheb el Poderoso

(-1962, según el cálculo imperial)

La joven esclava estaba arrodilladasobre el suelo de piedra en el centro delcírculo mágico con el cuerpo rígido porel dolor mientras Nagash entonaba el

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conjuro de Cosecha. La muchacha habíallegado a la Ciudad Viviente sólo dosdías antes en un barco de esclavosprocedente de Zandri; la habíanatrapado lejos, en una incursión en lastierras bárbaras, al norte. Mantenía losbrillantes ojos azules clavados enNagash con terror ciego. Tenía la bocamuy abierta en un paralizado alarido dedolor y dejaba ver unos dientes finos yblancos, y una lengua que se retorcía. Letemblaban los hombros mientras luchabapor respirar. El Gran Hierofante habíaprocurado dejar bastante flexibilidad asus músculos para que la jovenrespirase suficiente aire para poder

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mantenerse consciente y alerta. Habíansido precisos muchos meses eincontables experimentos antes de sercapaz de lograr un control tan preciso.

La potente voz de Nagash resonó enlas paredes de piedra de su santuariobajo la Gran Pirámide mientrasproseguía con el salvaje y despiadadocántico. Hablaba en nehekhem, no en lalengua corrupta y parecida a la de unaserpiente de sus prisioneros. Suconocimiento de la magia bárbara habíaaumentado a pasos agigantados en lostres años que habían transcurrido desdeque había acabado con la vida de aqueldesventurado idiota de Imhep. Verter

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sangre y deshacer las ataduras de carney hueso que rodeaban a un espírituviviente eran cosas que ahora hacía contotal naturalidad.

Las palabras del ritual resonabancomo el tañido de una campana yaumentaban progresivamente devolumen mientras Nagash concentrabasu voluntad en el fatigado corazón de laesclava. Los latidos de la jovencomenzaron a martillar al ritmo de lavoz de Nagash en tanto entonaba susalmodia y el aire que había entre elloscrepitó a causa de un poder invisible. Elgran hierofante apretó los puños y sintióel calor de la fuerza vital de la chica

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contra la piel. Su voz se alzó hasta serun jubiloso chillido mientras el cánticoaumentaba de ritmo y comenzaban asalir volutas de humo formandoespirales de la pálida piel de la esclava.La joven dejó de temblar. Las venas ledestacaban con claridad en las sienes ya lo largo del cuello. Nagash sintiócómo el latido del corazón de la jovenaumentaba hasta alcanzar un maravillosopunto culminante. Luego, su cuerposufrió un único y violento espasmo, yestalló en medio de una columna desibilantes llamas verdes.

Nagash metió las manos en lasbullentes llamas y sintió como el poder

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le corría por la piel mientras agarraba elcuello de la esclava. Con una inhalacióny un esfuerzo de voluntad, atrajo lafuerza vital de la joven hacia el interiorde su propio cuerpo. Las venas leardieron y los últimos gritos de laesclava le resonaron silenciosamente alo largo de los huesos. Todo terminó enun momento, y el cuerpo de la muchacha,una vez consumido todo rastro de poder,se desplomó convertido en un montón dehuesos humeantes a los pies de Nagash.

Eso no era más que un preludio, unmodo de hacer acopio de fuerzas para eltrabajo de verdad, que estaba a punto decomenzar. Envuelto en niebla etérea y

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reluciendo con energía profana, el granhierofante extendió los brazos una vezmás y se concentró en la jaula de maderaque se encontraba un par de metros másallá del borde del círculo mágico. Unasfiguras de tez morena se agitaron en elinterior, semiocultas por las cambiantessombras que proyectaban lasparpadeantes lámparas de aceite de lahabitación. Eran hermanos, un chico yuna chica en la flor de la vida y de noblelinaje, a los que Khefru habíaencontrado en las casas de vino cercadel puerto. El descubrimiento había sidoun golpe de suerte. Los requisitos deNagash para su siguiente experimento

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habían sido muy específicos y se habíavisto obligado a esperar meses para quela pareja cayera en las garras del jovensacerdote.

Con las últimas sílabas del conjurode Cosecha aún resonando en la cámara,Nagash comenzó su siguiente ritual. Lasprimeras frases eran bastante simples;servían para centrar la concentración delgran hierofante; pero aumentaronrápidamente en cadencia y complejidada medida que comenzaban las primerasfases de la trasformación.

Había aprendido enseguida que elpoder de un alma humana tenía límites.Cuando Imhep exhaló su último suspiro

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y vertió su sangre vital sobre las manosde Nagash, el gran hierofante sintió quelas venas se le transformaban en fuego yse creyó un dios; pero aquellamaravillosa energía se habíadesvanecido demasiado pronto. Unaúnica vida humana podía alimentar unhechizo druchii menor, pero nada más.Malchior había respondido a sufrustración encogiéndose de hombros.Un alma no era sino un soplidocomparada con los salvajes vientos demagia que alimentaban los ritualesmayores de los druchii.

El brujo lo había sabido desde elprincipio. Se trataba de otra más de las

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arteras trampas de los bárbaros.Malchior podía cumplir los términos desu acuerdo enseñándole a Nagash losconjuros y rituales de la tradiciónmágica druchii con plena conciencia deque el gran hierofante nunca acumularíasuficiente poder para intentar loshechizos más potentes. Tal esfuerzorequeriría veintenas, por no decircientos de almas, un proceso demasiadodifícil de manejar en un solo rito y enuna escala demasiado grande para evitarque Thutep y los nobles de la ciudad lonotasen. Sin duda, Malchior esperabaque el ansia de poder de Nagash lollevara a actuar con imprudencia y

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autodestrucción. En cambio, el granhierofante comenzó a aplicar sus reciéndescubiertos poderes en otra dirección,concretamente la tradición arcanaacumulada del culto funerario de Settra.

Durante más de dos mil años, elculto de la vida eterna había sondeadolos oscuros misterios de la vida y lamuerte. Sus antiguos mamotretos estabanllenos de rituales teóricos para utilizarel alma y manipular el funcionamientoinvisible de la carne y el hueso. Hastaahora, sin embargo, sus ritos prácticoseran de poca importancia comparadoscon los de los druchii porque lossacerdotes liches dependían de los

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dones de los dioses para alimentar susconjuros. Todo eso había cambiadocuando Imhep había vertido su sangrevital sobre las manos de Nagash.

Ese nuevo conjuro se basaba en unrito más antiguo que había encontrado enel conjunto de tradiciones arcanas delculto. Nagash había dedicado la mayorparte de un año a modificar yperfeccionar el ritual para adaptarlo asus planes. Ahora lo pondría a prueba.

El cántico arcano salió retumbandocomo un trueno de la lengua de Nagashimpulsado por las energías que le habíarobado a la muchacha esclava. Seconcentró en las dos formas imprecisas

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que permanecían agachadas en el otroextremo de la jaula y extendió las manoshacia ellos. Los jóvenes hermanos sedesplomaron en el sueloinmediatamente, gimiendo de miedo ydolor. El poder surgió de las puntas delos dedos de Nagash y recorrió susformas desnudas.

Nagash llevó a cabo el conjurodurante casi una hora, hasta que losúltimos vestigios de energía robadaescaparon de sus dedos. Mientras el ritoconcluía, pronunció un nombre.

—Shepresh —dijo, y bajó losbrazos.

Se hizo el silencio, sólo

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interrumpido por suaves sonidosahogados procedentes del interior de lajaula y el susurro de un pincel de tinta enun rincón del santuario, a la izquierda deNagash.

Khefru continuó anotando susobservaciones en un enorme libroencuadernado en cuero bastante tiempodespués de que el rito se hubieracompletado. Los antiguos tutores deNagash no estaban presentes. Desde quehabía comenzado a aplicar sus reciéndescubiertas habilidades a la sabiduríadel culto funerario, el gran hierofantedescubrió que cada vez necesitabamenos la presencia de los druchii.

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Nagash sospechaba que muy pronto suprolongado acuerdo llegaría a su fin.

El joven sacerdote hizo una últimaanotación con el pincel y levantó lamirada hacia su señor.

—¿El rito ha funcionado? —preguntó.

Nagash les dedicó una última miradaa las figuras que lloriqueaban en elfondo de la jaula y le quitó importanciacon un ademán.

—Es demasiado pronto para saberlo—respondió mientras salía con cuidadodel círculo, dando grandes zancadas—.La transformación sólo ha comenzado aechar raíces. Sabré más cuando regrese

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esta noche. —El gran hierofante cruzólos brazos sobre el pecho—. ¿Te hasocupado de los preparativos dentro dela ciudad?

Khefru asintió gravemente con lacabeza mientras tapaba el bote de tinta ydejaba a un lado el pincel. Los últimosseis años habían dejado su marca en elantiguo noble. Aunque seguía siendomuy joven según el criterio nehekharano,el sacerdote había acabado teniendo unaspecto demacrado y con los ojoshundidos al servicio de las actividadescada vez más peligrosas de su señor.Tenía el rostro cetrino e hinchado traspasar demasiadas noches en casas de

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vino buscando víctimas para su señor yhabía comenzado a afeitarse la cabezapara disimular los mechones grises quehabían comenzado a salirle en lassienes. La larga cicatriz que tenía ellado izquierdo de la cara daba lugar a unsurco blanco e irregular en la mejillarolliza.

—Todo está dispuesto, señor —contestó—. La casa está preparada y losesclavos conocen sus tareas.

Nagash estudió a Khefru con cautela.—No pareces muy dispuesto —

comentó.Khefru cerró el mamotreto con

cuidado y lo levantó del escritorio.

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—No me corresponde a mí decirlo,señor —contestó mientras lo volvía acolocar en un estante lleno devolúmenes similares.

—Cierto —respondió el granhierofante—. Habla, de todas formas.

El joven sacerdote meditó suspalabras cuidadosamente.

—Lo que estáis considerando es unaimprudencia —comenzó—. Esoshombres son cobardes e idiotas. Ostraicionarán en un instante…

—Sacarán mucho más provechoconmigo que con mi hermano —lointerrumpió Nagash—. Igual que tú, si teacuerdas.

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—No es así como lo verán —insistió Khefru—. No tienen poder,riquezas ni influencia. Thutep y lasgrandes casas los aplastarían, y losaben. Por mucha persuasión queempleéis no los persuadiréis de locontrario.

Nagash sonrió con frialdad.—¿Convencerlos? Ni falta que hace.

Cuando llegue el momento, se habránautoconvencido.

La mirada de Khefru se desvió haciala jaula situada en el otro extremo de lahabitación. Su expresión se tomó tensa.

—¿No hemos tentado suficiente a lasuerte? —preguntó—. He perdido la

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cuenta de todas las personas que hemosmatado. Están empezando a circularrumores por los distritos fluviales.

—¿Suerte? —soltó Nagash—. Lasuerte es una idea que las mentes débilesutilizan para justificar sus fracasos. —Elgran hierofante se acercó al jovensacerdote—. ¿Te has vuelto débil,Khefru? Nuestro trabajo no ha hechomás que comenzar.

El joven sacerdote miró a Nagash alos ojos y su rostro palideció.

—No, señor —aseguró con rapidez—. No soy débil. Ordenad y os serviré.

Nagash estudió la cara de Khefrulargo rato.

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—Vamos, entonces —dijo, y sealejó.

Khefru observó como el granhierofante salía de la cámara pocoiluminada y emprendía el largo ysinuoso camino hacia la superficie. Unatos húmeda y borboteante surgió de lasprofundas sombras del interior de lajaula. Con una última y temerosa miradahacia las formas que se retorcían dentro,el sacerdote corrió tras su señor.

* * *

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En el mundo más allá de la cripta eracasi medianoche. Neru colgaba,brillante y llena, sobre la inmensanecrópolis, recortando las estructuras depiedra con una fantasmal luz plateada yoriginando pozos de impenetrablenegrura en los estrechos caminos de enmedio; entretanto, Sakhmet, la BrujaVerde, brillaba, siniestra y roja, justosobre el horizonte oriental. Nagash yKhefru se abrieron paso solos entre lascasas de los muertos, escuchando elcastañeo de los chacales entre lascriptas más pobres, al suroeste. Noencontraron ningún peligro en el trayectohasta el lejano camino. Antiguamente, no

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era raro que bandas de ladrones yprofanadores de tumbas merodearan porla extensa ciudad de las tumbas, peroeso había acabado en los últimos años.En la ciudad abundaban los rumores deque algo siniestro y espantoso habíaarraigado en la necrópolis de Khemri ya aquellos que se atrevían a adentrarseen sus calles después del anochecer nose los volvía a ver.

Desde luego, al gran hierofante no lehabían faltado sujetos en los primerosdías de sus estudios, ni les había faltadoentretenimiento a sus tutores. Caminaronen silencio por la senda funeraria,dejando atrás altares abandonados

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semienterrados en la arena y manchadosde excrementos de aves. La brillante luzde la luna tiñó las laderas de las lejanasdunas y recortó la amplia extensión delas alas de una garza real mientrasemprendía el vuelo desde la orilla delrío, al norte. Una manada de chacalesseguía a la pareja a poca distancia desdela necrópolis; sus formas pegadas alsuelo trotaban por las crestas de lasdunas y sus ojos brillaban comomonedas pulidas mientras estudiaban alos dos hombres. Con cada milla quepasaba, los carroñeros se ibanacercando cada vez más a la pareja,hasta que al final Nagash se volvió y

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clavó una mirada desafiante en el másgrande. El líder de la manada sostuvo lamirada del nigromante unos momentos, yluego dejó escapar un aullido espantosoy agudo y desapareció sobre la cresta deuna duna de arena; el resto de la manadalo siguió de cerca.

Las puertas de la Ciudad Viviente secerraban por la noche, pero al granhierofante se le permitía entrar sin darlesiquiera el alto. Según una antiguatradición, a los sacerdotes del culto deSettra se les permitía entrar y salir porla Puerta de Usirian en cualquiermomento del día o de la noche, debido asus obligaciones entre las criptas

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situadas fuera de la ciudad. Al otro ladode la puerta, las calles del distrito de lostemplos estaban silencio. A lo lejos, losdos hombres pudieron oír los débilescánticos de las sacerdotisas de Nerusurgiendo del complejo de su templomientras llevaban a cabo su vigilianocturna para proteger a Khemri de losespíritus de las inmensidades desérticas.

Justo al otro lado del distrito de lostemplos, Khefru condujo a su señor a uncallejón determinado de antemano,donde aguardaban un palanquín y ochoportadores de aspecto nervioso. Hizoentrar rápidamente a Nagash, y losportadores se pusieron en marcha de

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inmediato, se adentraron en el barrio delos Mercaderes y giraron al norte, dondecasas de vino y antros de vicioflanqueaban las calles laterales justo alsur de los barrios ricos de la ciudad.

Aquí las calles aún estaban muyconcurridas, incluso siendo tan tarde.Grupos de borrachos entraban y salíantambaleándose de las tabernas y lascasas de juego, o se ponían en cuclillasfuera de las tiendas y se pasaban jarrasde cerveza o jugaban a los dados. Niñospequeños con rostros mugrientoscorreteaban por los callejones y seofrecían a ayudar a los más borrachos aencontrar su destino para desplumarlos

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por el camino. Estallaban peleas cuandolas partidas de dados se animaban o lasdiscusiones entre borrachos sedescontrolaban. Pequeños grupos deadustos vigilantes de la ciudad rondabanpor la zona armados con faroles yresistentes travesaños rematados debronce, dispersando a los peoresalborotadores con furiosos gritos yduros golpes en los hombros y laspiernas de los infractores.

El palanquín pasó inadvertido entelos trasnochadores y los vigilantes degesto adusto, y al final giró a la derechay bajó por un estrecho callejón, cerca dela calle de los Labradores del Cobre.

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Khefru trotó por delante del palanquínhasta una puerta empotrada iluminadapor una pequeña lámpara colgante deaceite. El sacerdote llamó a la puertasuavemente mientras los portadoresbajaban el palanquín al suelo. La puertase abrió con un ruido de cerrojos justocuando Nagash salía al aire nocturno. Elgran hierofante miró con cautela arriba yabajo del oscuro callejón, y atravesórápidamente la entrada para llegar a unpequeño patio cubierto de basura. Dosde los esclavos domésticos de Nagash lehicieron una profunda reverencia a suseñor y aseguraron rápidamente lapuerta.

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El gran hierofante abarcó el patiocon una mirada despectiva. Las losasagrietadas estaban cubiertas de arena ylas malas hierbas crecían en el aguaestancada de una fuente muerta hacíamucho tiempo. Las ratas se escabullíanpor las sombras al pie de las paredesllenas de agujeros.

—¿Este tugurio es lo mejor quepudiste encontrar? —le preguntó aKhefru.

—Queríais anonimato, ¿no es cierto?—repuso Khefru con aire desuperioridad—. ¿Habríais preferido unacasa solariega en los distritos, nobles, ala vista de todos los esclavos chismosos

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y las viudas entrometidas? —contemplóla deteriorada casa, haciendo un gestode satisfacción con la cabeza—. Lossitios como este son comunes cerca delos barrios más sórdidos. Los nobles olos comerciantes los compran y los usancomo lugares de encuentro, y luego losvenden de nuevo cuando les apetece.Las personas del lugar ven entrar y salirgente a todas horas y no le danimportancia, y está muy cerca de loslocales favoritos de algunos de vuestrosinvitados.

—Vale, vale —dijo bruscamenteNagash. Se volvió hacia los dosesclavos—. ¿Están todos?

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—El último llegó hace una hora,señor —respondió un esclavo mientrasencajaba el cerrojo que faltaba en susitio.

—Sin duda, a estas alturas ya sehabrán bebido la mayor parte del vino—comentó Khefru con tono sombrío—.No es un buen modo de comenzar unaconspiración, señor.

El gran hierofante hizo caso omisode la impertinencia del sacerdote.

—Llevadme hasta ellos —lesordenó a los esclavos.

Nagash siguió a los dos hombres porel patio y, a través de una entradaabierta, llegaron a un pasillo estrecho y

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sin amueblar iluminado por dosparpadeantes lámparas de aceite. Másesclavos iban de aquí para allá por elcorredor, portando jarras de vino vacíasy fuentes de comida consumidas amedias. El sonido de una voz apagadasurgió del otro extremo del pasilloseguida de estentóreas carcajadas.

Los esclavos condujeron al granhierofante por el corredor y a través deuna serie de pequeñas habitacionesabarrotadas de trozos de muebles rotos.Cada habitación tenía más luz que laanterior, hasta que Nagash se encontróen una antecámara bien iluminada quelindaba con el gran salón de la casa. El

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rumor de voces y el tintineo de copas demetal llegaban desde el otro lado de dosentradas con cortinas al extremo opuestode la antecámara.

Nagash les hizo señas a los esclavospara que se hicieran a un lado y, con unabreve mirada por encima del hombro aKhefru, se enderezó la túnica y atravesórápidamente la entrada más cercana.

A diferencia del resto de la casa, elsalón había sido lujosamente decoradocon mobiliario procedente de losaposentos del gran hierofante en elpalacio real. El suelo estaba cubiertocon alfombras de primera calidad,elaboradas en la lejana Lahmia, y se

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habían dispuesto magníficos divanes conalmohadones de seda formando uncírculo irregular alrededor de unimponente sillón hecho de oscuramadera pulida. Doce jóvenes noblesestaban tumbados en los divanes orepantigados sobre las alfombras,bebiendo vino y picoteando trocitos decarne o pescado de platos de cobrerepartidos entre los juerguistas. El humoaromático del caro incienso salíaformando volutas de los braserossituados en los rincones de lahabitación.

Todos se volvieron a mirar cuandoel gran hierofante entró en la habitación.

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Los rostros colorados por el vino y lasprocacidades reflejaron ex presiones dedesconcierto, y luego de sorpresa, amedida que los invitados reconocían alhombre que había llegado tarde albanquete.

Nagash avanzó y se detuvo junto alsillón de madera oscura reservado parael anfitrión de la cena. Mientras lasvoces ebrias guardaban silencio, elhombre que estaba recostado en el sillónse enderezó con una risita.

—¿Y ahora qué? ¿Tendremosbailarinas —preguntó, mirando porencima del hombro— con la piel pálidacomo la luz de la luna y el cabello negro

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como…?Su sonrisita lasciva se transformó en

desmedido asombro al ver quién seencontraba a su lado.

El noble y el sacerdote se quedaronmiraron largo rato. Luego, Arkhan elNegro comenzó a reír. La expresión delgran hierofante se tornó adusta.

—¿Te hago gracia? —preguntó envoz baja.

Arkhan sonrió, dejando ver susdientes estropeados.

—Estuvimos haciendo conjeturassobre quién podría ser nuestromisterioso anfitrión —contestó, y estallóuna vez más en carcajadas—. Raamket

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pensó que podría tratarse de otro intentodel rey para mantenernos lejos de lascasas de vino. —Levantó el vaso haciaNagash—. Y aquí estáis.

Raamket, un bruto de ojos oscuroscon cara de pendenciero del muelle, lelanzó una mirada asesina a Arkhan. Losnobles soltaron ebrias carcajadas ante laincomodidad de su amigo. Otro noble,un hombre llamado Meruhep, pescó unacría de anguila de un cuenco quesostenía en el regazo y la estudió a la luzde la lámpara.

—Nuestro amigo Raamket parecesaber un poco más de la cuenta. ¡Tal veztenemos un espía entre nosotros! —

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apuntó mientras echaba la cabeza haciaatrás y sorbía ruidosamente la anguila.

Más carcajadas llenaron lahabitación. Nagash esperó en silenciohasta que las risas se apagaron. Miró aArkhan con frialdad. Después de unmomento, la sonrisita del noble sedesvaneció, y este se levantóhoscamente del sillón. Nagash seacomodó con gracilidad en el asiento.

—Un burdo intento de hacer unabroma, pero ha acertado —dijo el granhierofante—. De hecho, la razón de queestéis aquí es que sabéis de primeramano lo equivocado y peligroso que seha vuelto el reinado de mi hermano.

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Arkhan resopló en su copa de vino.—El único peligro que yo veo es

morir de aburrimiento —repuso—. Esasgrandes asambleas se vuelven másinsoportables cada mes.

—Mi hermano os trata como a niños—afirmó Nagash—. Es humillante, nosólo para vosotros, sino también paraKhemri, porque le deja ver al mundoque nuestro rey es un hombre débil.

—¿Qué haríais vos en su lugar? —inquirió Meruhep con una sonrisita desuficiencia—. ¿Llevarnos a rastras albazar y cortarnos las manos?

El gran hierofante hizo como si nohubiera oído la pregunta.

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—Thutep se ha autoconvencido deque los humanos son compasivos ygenerosos por naturaleza. Piensa que siaguantáis suficientes reuniones reales,las virtudes de la responsabilidad cívicase os filtrarán en la cabeza como gotasde agua fresca. Cree que puedeconvencer a los reyes de Nehekhara deque dejen de lado siglos de guerra porun progresista interés personal y lastentaciones del comercio. —Laspalabras goteaban como veneno de lalengua de Nagash—. ¿Y en qué se habeneficiado nuestra ciudad en losúltimos seis años? Las grandes casas deKhemri desoyen el llamamiento real

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siempre que estiman conveniente yactúan según sus propios intereses.Barrios enteros de los distritos noblesse encuentran vacíos porque Zandri haatraído a las embajadas de nuestrasciudades hermanas. Las Ciudad de lasOlas ha usurpado el papel de Khemricomo la ciudad más importante deNehekhara por vez primera en siglos. ¿Ypara qué? Para que Thutep puedanegociar precios de cereales más bajoscon Numas e importar alfombras libresde impuestos de Lahmia. Por eso, hemoscambiado nuestra primacía, por cuentasen un ábaco.

Varios nobles se movieron

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intranquilos ante la vehemencia de laalocución de Nagash. Uno de ellos, uncalavera apuesto y despreocupadollamado Shepsu-hur, se recostó en sudiván y observó al gran hierofante concautela.

—Santidad, si las cosas son tangraves como las pintáis, ¿por qué lasgrandes casas no han tomado medidascontra Thutep? —preguntó—. ¿No es asícomo surgió vuestra dinastía en primerlugar?

Nagash le dirigió una mirada dura aShepsu-hur, pero asintió con la cabeza asu pesar. Khetep había sido de sangrereal, pero no era el hijo de Rakaph, el

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anterior rey. Cuando Rakaph murió alfin, su esposa, la reina Rasut, desacatóla antigua ley y reclamó el trono duranteun breve periodo de tiempo, temiendoque los reyes de Numas o Zandritrataran de suplantar a su pequeño hijo yreivindicar la ciudad como suya.Finalmente, el Consejo Hierático deMahrak logró convencer a Rasut paraque cediera el trono y regresara aLahmia, donde murió poco tiempodespués. Se nombró a Khetep, el lealvisir de Rakaph, para que gobernara laciudad como regente, hasta que el hijode Rasut alcanzara la edad adulta.

Menos de un mes después de la

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muerte de Rasut, el joven herederomurió de una fiebre repentina, y Khetepse convirtió en rey sacerdote de Khemri.

—Por el momento, la situaciónactual favorece a las grandes casas —continuó Nagash—. Cuando reinaba mipadre, mantenía su poder e influencia araya, pero ahora pueden desobedecerabiertamente la autoridad del rey yamasar sus fortunas como quieran. —Seencogió de hombros—. No me cabeduda de que con el tiempo una de lascasas se creerá lo bastante fuerte comopara hacerse con el trono, pero nuncatendrán la oportunidad. Zandri sepropone convenirse en el poder

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preeminente en Nehekhara, pero paraque eso sea posible Khemri debe quedardestruida para siempre. El rey Nekumetestá haciendo acopio de fuerzas en estemismo momento. En poco tiempo, quizásunos años, se volverá lo suficientementeaudaz como para atacarnos. Cuando esoocurra, la Ciudad Viviente doblará lacerviz ante Zandri y se convertirá en suvasalla para siempre.

Los nobles allí congregados nosupieron cómo responder a ladeclaración, lisa y llana, de Nagash.Muchos clavaron la vista en sus copasde vino o les lanzaron miradas furtivas asus compañeros. Arkhan fue el único

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que se atrevió a contestar.—Se trata de noticias nefastas sin

duda, santidad, pero ¿qué esperáis quehagamos al respecto? No tenemos poder,riqueza ni influencia. —El noble lededicó una sonrisa estropeada al granhierofante—. Supongo que podríamosdesafiar a Nekumet a beber o a unapartida de dados. ¿Qué os parece?

Raamket fulminó a Arkhan con lamirada.

—Yo no lo intentaría —comentóentre dientes—. He visto cómo lanzaslos dados.

La habitación estalló en carcajadas acosta de Arkhan. El noble mostró los

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dientes ennegrecidos y les gruñó ebriosjuramentos a sus amigos, y por unmomento, toda conversación acerca dereyes y conquistas quedó en el olvido.Nagash simplemente se quedó allísentado, paciente e impasible como unaserpiente, hasta que al final las risas seapagaron y los rostros de sus invitadosadoptaron una expresión solemne unavez más.

—El poder fluye —prosiguió comosi la interrupción no se hubieraproducido—. Cambia de manos másfácilmente de lo que se podría pensar.Sin duda, mi hermano es un excelenteejemplo de ello. —Nagash estudió a los

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nobles reunidos uno por uno—. Ahoracarecéis de poder, es cierto, pero esopodría cambiar.

Arkhan se inclinó hacia delante ycolocó la copa en el suelo.

—¿Y vos podríais encargaros deeso? —preguntó.

El gran hierofante sonrió confrialdad.

—Por supuesto —contestó—. Lasantiguas costumbres están llegando a sufin. Khemri tendrá un nuevo rey y debenservirle hombres crueles y despiadados,hombres a los que no les dé miedomancharse las manos de sangre y hacerque la gente tema a la Ciudad Viviente

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una vez más. —Nagash observósucesivamente a los invitadoscongregados—. Podéis ser más ricos ypoderosos de lo que jamás podáis habersoñado, si sois los hombres despiadadosque busco.

Meruhep sorbió ruidosamente otraanguila.

—Sois un tonto si creéis que ospodéis convertir en rey —repuso consoma—. Sois sacerdote. El Consejo deMahrak nunca lo permitiría.

—¡Esos impostores no tienen podersobre mí! —gruñó Nagash, aferrando losbrazos del sillón con las manos—. Suautoridad es una mentira y un día los

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aplastaré. ¡Ya nos han atado a lavoluntad de los falsos dioses demasiadotiempo!

Los jóvenes nobles se quedaronmirando boquiabiertos al granhierofante; estaban demasiadoasombrados para hablar. Meruhep negócon la cabeza desdeñosamente mientrasrebuscaba en el cuenco que sostenía enel regazo. Tras un largo momento,Arkhan rompió el silencio.

—Yo soy un hombre despiadado,santidad —declaró en voz baja—, perovos ya lo sabíais o no estaría aquí.

—Yo también —anunció Raamketacaloradamente—. Comprobadlo.

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Shepsu-hur se rió entre dientes.—Yo puedo ser despiadado cuando

estoy en vena, santidad —dijo.Uno a uno, los otros nobles sumaron

sus voces al coro. Arkhan había estadoen lo cierto: Nagash había escogido acada hombre cuidadosamente basándoseen las recomendaciones de Khefru. Apesar de las bravatas propias de lajuventud, eran hombres desesperados ydesgraciados, con muchísimas deudas ysumidos en sus vicios. La promesa deobtener riquezas y poder los tentóinmensamente, y ninguno de ellos teníamucho que perder más allá de sus vidasdesperdiciadas.

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Sólo uno se contuvo. La expresiónde Meruhep se fue volviendo cada vezmás desdeñosa a medida que aumentabala algarabía a su alrededor. Al dejar elcuenco a un lado, derramó vino yanguilas flácidas por el suelo.

—¡Sois todos unos idiotas! —soltómientras les lanzaba miradas de furia asus compañeros. El joven noble señaló aNagash con ira—. ¡Él no tiene poder! Suculto es una farsa creada para satisfacerla vanidad de un rey. ¿Pensáis que lasgrandes casas se quedarán de brazoscruzados y le dejarán destronar a suhermano? ¿Creéis que incluso Thutep semostrará clemente cuando se entere de

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esto? No. Vuestras cabezas acabaránensartadas en estacas fuera del palacio.—Meruhep se volvió de nuevo haciaNagash—. Y, creedme, el rey lodescubrirá de un modo u otro. Estascosas nunca se mantienen en secretomucho tiempo…

El joven noble se detuvo a la mitadde la frase, frunciendo el entrecejo. Porun momento, fue como si hubieraperdido el hilo, y luego abrió mucho losojos y se dobló en dos con un gritoahogado de dolor que dio pasorápidamente a alaridos de angustia.

Los hombres se pusieron en pieapresuradamente entre exclamaciones de

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sorpresa. Algunos lanzaron las copas devino al suelo temiendo algún tipo deveneno. Uno, un primo lejano deMeruhep, se acercó con vacilación allado del noble herido, pero se detuvo enseco al ver la expresión del rostro deNagash. El gran hierofante mantenía lamirada fija en el noble que se retorcía,mientras movía los labios recitando ensilencio.

Shepsu-hur también se fijó en la carade Nagash. Su mirada se posó enMeruhep, y luego abrió mucho los ojos,horrorizado.

—Neru bendita —exclamó,señalando el suelo—. ¡Las anguilas!

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Los nobles congregados siguieron elgesto de Shepsu-hur. El cuenco volcadode Meruhep se encontraba en el suelo yun puñado de anguilas hervidas seretorcía y abría y cerraba la boca comosi fuera un grupo de serpientes en elcreciente charco de vino.

Las exclamaciones de horror yconsternación llenaron el salón, y losjóvenes se apartaron aterrorizados delcuerpo de Meruhep, que se sacudía en elsuelo. A los pocos segundos, suschillidos se transformaron engorgoteantes gritos ahogados, y la sangrecomenzó a calarle la túnica de lino. Susmovimientos se volvieron

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descontrolados y se convirtieron enespasmos de muerte a medida que lasanguilas se abrían paso a mordiscos porsu abdomen.

En unos pocos minutos, Meruhephabía muerto y yacía en un charcoformado por sus fluidos corporales.Unas figuras largas y pálidas seretorcieron entre la sangre y la bilis, yluego se fueron quedando inmóviles unaa una. Cuando la última criatura huborecuperado su aspecto inerte, Nagashlevantó la mirada hacia la impresionadamultitud.

—Sin duda, todos entendéis lanecesidad de mantener esta empresa en

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secreto —dijo con calma. Hizo señas endirección a las sombras que seproyectaban en los rincones de lahabitación y los esclavos se acercaronrápidamente para llevarse el cuerpo deMeruhep a rastras—. Por el momento,no hace falta que hagáis nada, salvoesperar.

Nagash levantó la mano de nuevo, yKhefru apareció procedente de laantecámara. El joven sacerdote llevabaun rollo de papiro en las manos.

—Por ahora, lo único que necesitode vosotros es vuestros nombres —dijoKhefru—. Apuntadlos en este rollo juntocon los de cualquier otro noble al que

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penséis que se puede convencer paraque se una a nuestra causa.

Khefru se acercó primero a Arkhan yle pasó el papiro mientras buscaba unpincel de tinta que llevaba metido en lamanga. El noble tenía los ojos clavadosen el rastro de sangre que había dejadoel cadáver de Meruhep, con una mezclade ávido interés y repugnancia. Con unesfuerzo, apartó la mirada de la escenade pesadilla y le echó un vistazo alpapiro en blanco.

—¿Firmamos…, firmamos esto consangre? —preguntó Arkhan con tonovacilante.

La pregunta sorprendió a Nagash.

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—¿Con sangre? —respondiómaliciosamente—. Por supuesto que no.¿Quién te crees que soy? ¿Una especiede bárbaro?

* * *

Horas después, Nagash salió de ladeteriorada casa y les indicó a losportadores del palanquín que regresarana la necrópolis. Estos lo hicierontemerosos mientras sus pisadasresonaban por las calles desiertas de la

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ciudad. Faltaba poco para la hora de losmuertos, cuando la luz de Neru casihabía desaparecido y los espíritus de lasinmensidades desérticas podían vagarpor la tierra en busca de presas.Sakhmet emitía una luz intensa justosobre el horizonte occidental y losportadores no dejaban de lanzar miradasasustadas por encima del hombro comosi la Bruja Verde les estuviera pisandolos talones. Cuando al fin llegaron a laGran Pirámide, Khefru tuvo queprometerles que les doblaría el salariopara hacer que esperasen entre lastumbas frecuentadas por chacales.

Nagash no advirtió nada de eso. Se

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levantó del palanquín sin mediar palabray entró velozmente en la enorme tumba.Las lámparas de aceite seguíanencendidas dentro de su santuario Cogióuna y avanzo a toda prisa, sosteniéndolaen alto por encima de la cabeza paradesterrar las sombras que ocultaban elcontenido de la jaula de madera situadaen el extremo opuesto de la habitación.

Nagash oyó unos agudos lloriqueosde terror al llegar al recinto. Una luzamarilla brillaba en los ojos muyabiertos y enloquecidos de un joven quehabía apretado el cuerpo temblorosocontra la esquina más alejada de la jaulapara intentar escapar a la suerte que

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había sufrido su hermana. El cuerpo dela joven yacía casi a los pies del granhierofante rodeado de un charco desangre semicoagulada y fluidoscorporales. La piel se le había hinchadocomo si fuera una salchicha y luegohabía reventado; una repugnante mezclade carne cancerosa y sangre malolientese había esparcido por el suelo depiedra. Los huesos manchados en mediode la sangre pastosa eran lo único queapuntaba a que el cadáver era humanosiquiera.

Nagash se lanzó a abrir con torpezala cerradura que aseguraba la puerta dela jaula. Luego, introdujo la mano y

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agarró al joven del pelo. Sacó a rastrasde la jaula a la figura, que no dejaba degritar como si fuera un cabrito que uncarnicero hubiera escogido paramatarlo, y examinó cada centímetro desu cuerpo desnudo.

El gran hierofante sonrió. El joven,que se llamaba Shepresh, estabacompletamente ileso. La maldición quese había cobrado la vida de su hermanano lo había tocado a pesar de la sangrenoble que compartían.

Sonriendo todavía, Nagash arrastróa la llorosa figura hasta el círculo ritualpara comenzar una vez más el conjurode Cosecha. Khefru entró entonces en la

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habitación; llevaba el papiro enrolladoque habían traído de la reunión.

—¡Los nombres! —exclamó Nagash,extendiendo la mano—. ¡Los nombres!¡Tráelos!

La hora de los muertos se acercaba yhabía trabajo atroz por hacer.

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TRECELa hoja de doble filo

Bel Aliad, la Ciudad de las Especias,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

El jinete bhagarita bajó a toda velocidady sin esfuerzo por las estrechas sendasdel campamento del ejército, brillandocon una luz trémula como si fuera un

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fantasma en medio de la penumbraprevia al amanecer. Las campanas deplata atadas a los arreos de cuero delcaballo del desierto producían unextraño y sobrenatural contrapunto alrepiqueteo de los cascos del animal,haciendo que un escalofrío de terrorrecorriera a los guerreros de la huestede Bronce mientras se dirigíarápidamente al centro del campamento.Los nuevos reclutas se levantaron de lospetates y salieron a trompicones al pasodel jinete; se preguntaron a qué veníatanta urgencia mientras los veteranosintercambiaban miradas adustas y cogíansus piedras de afilar o comenzaban a

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hacerles reparaciones de última hora asus armaduras.

La hueste de Bronce de Ka-Sabarestaba acampada en el borde occidentaldel Gran Desierto; sus tiendas seextendían formando una gran media lunadesde la desembocadura del estrechouad que les había servido de refugiodurante las últimas diez millas decamino. El viaje a través de las dunasles había llevado muchas semanas,incluso con la infalible orientación decasi un centenar de jinetes bhagaritas.Marchaban por la noche y se refugiabandurante el abrasador calor del día, yantes de que concluyera la primera

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semana, incluso los guerreros másfuertes habían recorrido con la mirada lainterminable extensión de arena y habíantemido no encontrar nunca el modo devolver a salir. No obstante, sus guíascumplieron su promesa, y la hueste deBronce nunca estuvo a más de tres díasde un oasis del desierto o una reservaoculta de tinajas de agua selladas,comida conservada e incluso alimentopara sus caballos. Los guías entraban encada oasis y abrían cada reserva con unlamento espeluznante, mientras sacabansus cuchillos y se cortaban las mejillas amodo de ofrenda a su ávido dios sinrostro. Para cuando el ejército llegó al

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otro extremo del desierto, los guíasestaban pálidos, tenían los ojosdesmesuradamente abiertos, temblabancomo si tuvieran fiebre y le mascullabanoraciones a Khsar entre dientes.

Los bhagaritas habían conducido alejército a una llanura rocosa a sólo unamilla del Camino de las Especias, quese extendía a lo largo del bordeoccidental del desierto, a poco más decinco millas de Bel Aliad. Mientras losguerreros de la hueste de Broncellegaban tambaleándose a la llanuracomo si los hubieran despertadobruscamente, los bhagaritas seenvolvieron en túnicas fúnebres del

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blanco más puro y se enrollaron losturbantes alrededor de las cabezas,formando un complejo arreglo llamadoEshabir el-Hekhet, la máscaradespiadada. Se preparaban para vengara sus parientes masacrados con unaorgía de justificado derramamiento desangre.

La orden de atacar no había llegado.En lugar de ello, Akhmen-hotep mandóque el ejército acampara y les ofrecieraplegarias a los dioses. Acaban decompletar una extenuante caminata através de las arenas del Gran Desierto eincluso los bhagaritas admitieron aregañadientes que el ejército podía

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esperar otro día y recuperar parte de susfuerzas.

Transcurrió un día y luego otro. Pasóun tercer día y el ejército aún no semovía. Los bhagaritas se impacientaron.¿El rey sacerdote no se daba cuenta deque tarde o temprano una caravana o unpastor daría con el campamento yadvertiría a sus enemigos? Trataron deexponerle sus argumentos al rey, peroAkhmen-hotep se mantuvo impasible.Sacó a los jinetes del campamento y lesordenó que se dirigieran al norte parareconocer el terreno y traer noticias dela ciudad y su gente.

Cinco días después de que el

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ejército surgiera del desierto, un jinetebhagarita cabalgaba hacia la tienda delrey como si los aullantes espíritus de lasinmensidades desérticas estuvieranpisándole los talones.

El jinete encontró a Akhmen-hotep ysus generales mientras estos comenzabansus oraciones matutinas. Le habíansacrificado a Geheb un toro joven, unode los cinco valiosos animales quehabían traído con ellos.

Por el desierto. Hashepra, elhierofante del dios de la tierra,permanecía de pie delante de los noblesarrodillados, con los musculosos brazosabiertos y sosteniendo en alto el

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ensangrentado cuchillo para sacrificios.Dos jóvenes acólitos, que no tenían másde doce años, sostenían el gran cuencode bronce con manos temblorosas pararecoger la sangre del moribundo animal.

Las cabezas se alzaron concuriosidad al oír el ruido de los cascosy los Ushabtis del rey se pusieron en piey formaron una imponente línea en elcamino del jinete. El bhagarita frenó sucaballo a una distancia prudencial de losguardaespaldas y saltó con gracilidad dela silla.

—¡Gran rey! —exclamó el jinete—.¡Han descubierto vuestro campamento!¡Los guerreros de Bel Aliad se estaban

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congregando en las llanuras que hay alsur de la ciudad y se están preparandopara atacar!

Gritos asustados y llamadas a lasarmas resonaron entre los nobles allícongregados, algunos llegaron incluso acruzar el campamento corriendo parapreparar a sus guerreros para la batallaque se avecinaba. De todos ellos,Akhmen-hotep fue el único quepermaneció de rodillas con las manostendidas a modo de súplica y la cabezainclinada mientras oraba. Aquellosnobles que se encontraban más cerca delrey observaron a Akhmen-hoteppreocupados, sin estar seguros de qué

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hacer.Entre ellos, estaba Pakh-amn. El jefe

de Caballería seguía sin contar con elapoyo del rey, pero Akhmen-hotep habíainsistido en traerlo cuando el ejércitohabía partido hacia Bel Aliad. Segúnuna antigua costumbre, el jefe deCaballería era uno de los generales jefesdel rey en tiempos de guerra, y Akhmen-hotep había ordenado que semantuvieran todas las viejas tradiciones.Pakh-amn, por su parte, habíadesempeñado sus obligaciones condiligencia y lealtad frías.

El jefe de Caballería asimiló laescena que se estaba desarrollando y

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respiró hondo.—¿Qué ordenáis, alteza? —preguntó

con fría formalidad.Aún tenía ojeras y las mejillas

hundidas debido al rastro del loto, perosu voz era sobria y fuerte.

Akhmen-hotep no respondió alprincipio, mientras movía los labiosrecitando una silenciosa oración. Sepasó las manos por el rostro y por elcuero cabelludo rapado como siestuviera apartando el miedo y lasdudas.

—Terminaremos de rendirlehomenaje a Geheb —anunció en vozbaja— y luego llamaremos al gran

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hierofante y le ofreceremos sacrificios aPtra para que nos guíe hacia la victoria.

Mientras hablaba, el rey inclinó lacabeza ante Hashepra. El hierofanteasintió con la cabeza y le hizo señas asus acólitos, que trajeron el anchocuenco lleno hasta el borde. Pakh-amnapretó los labios manchados, formandouna línea fina y furiosa.

—El tiempo apremia —repuso—. Elenemigo podría echársenos encima enmenos de una hora. Puesto que sirven alUsurpador por propia voluntad, dudo deque se molesten en dedicarles largasoraciones a los dioses.

—Razón de más para que nosotros

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demostremos nuestra devoción —contestó el rey con calma—. Noluchamos por gloria ni por oro.Luchamos para defender la TierraBendita y para cumplir el pacto entredioses y hombres.

—Los guerreros de Bel Aliad noapreciarán la diferencia cuando esténdispersando a nuestras compañíasdesorganizadas y prendiéndole fuego anuestras tiendas —dijo Pakh-amn contono agrio.

Akhmen-hotep aceptó impasible elcuenco para sacrificios y se lo llevó alos labios. Cuando se lo devolvió a losacólitos, tenía la barbilla manchada de

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sangre.—Lo que ocurra hoy será la

voluntad de los dioses —aseguró el rey.Miró de manera significativa a losacólitos que aguardaban—. ¿Le vas amostrar tu devoción al dios de la tierra opiensas seguir discutiendo y retrasandomás al ejército, Pakh-amn?

El noble le lanzó una miradavehemente al rey. Comenzó a contestar,pero se contuvo en el último momento y,en su lugar, cogió con impaciencia elcuenco bordeado de rojo. El resto de losnobles congregados hicieron lo mismomientras lanzaban miradas de aprensiónhacia el norte.

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* * *

La luz de primeras horas de la mañanase posó como un hierro al rojo vivosobre el rostro y el cuello de Akhmen-hotep. A su alrededor, la hueste deBronce se lanzó hacía delante al son demiles de pies y el intenso ritmo de lostambores. El aire situado por encima delejército estaba lleno de remolinos depolvo que cubrían las gargantas de loshombres y les pegaban los ojos. Seencontraban a tres millas al norte delcampamento y avanzaban formando unalínea continua, aunque irregular, hacia la

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Ciudad de las Especias y el ejército quelos aguardaba. Se daba la circunstanciade que los temores de Pakh-amn habíansido en vano. Aunque los guerreros deKa-Sabar hablan empleado más de doshoras en formar y prepararse para partir,el ejército de Bel Aliad no había sidomás rápido. Para cuando los dosejércitos aparecieron uno ante el otro, lahueste defensora sólo había logradorecorrer una milla.

Se encontraron en una llanura rocosaque limitaba con el Camino de lasEspecias al oeste y el margen deldesierto al este. Akhmen-hotep podíaver las murallas de Bel Aliad alzándose

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al norte, a lo largo del horizonte. Loscombatientes de la Ciudad de lasEspecias se desplazaron más o menos enorden, haciendo retroceder a paso lentopero seguro al centenar de jinetesbhagaritas que intentaban proteger elavance de la hueste de Bronce. BelAliad contaba con su propia caballeríaligera. Después de todo, la ciudad lahabían fundado originariamenteexiliados de Bhagar más decuatrocientos años atrás, pero susmonturas eran animales normales ycorrientes traídas de Numas más quedones del dios del desierto. Susescuadrones avanzaron a trompicones

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haciendo conversiones por la llanuracomo si fueran bandadas de avesfuriosas, antes de regresar rápidamente ala seguridad de su ejército, que nodejaba de avanzar. Los jinetes deldesierto se retiraron de manera lentapero constante y recibieron losmovimientos enemigos con burlas yalgún que otro disparo de arco.

El grueso del ejército enemigosumaba ocho mil hombres, o esoaseguraban los exploradores bhagaritas:una fuerza grande, pero al igual que sucaballería ligera carecía de calidad. BelAliad era la ciudad más pequeña dignade tal nombre de toda Nehekhara. Para

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defenderse de los asaltantes del desiertoy proteger a sus numerosas caravanasmercantes, los príncipes de la ciudadgastaban una fortuna en mantener unejército permanente de mercenarios ymatones a sueldo. Sus arquerosprovenían de los temibles arquerosmarinos de Zandri y sus dos grandescompañías de la ciudad contaban con elrefuerzo de cuatro mil mercenarios delnorte que habían contratado entre lastribus bárbaras y habían traído al sur abordo de barcos mercantes alquiladospara que tomaran las armas bajo elestandarte de Bel Aliad.

Los bárbaros eran unas bestias

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enormes, hediondas y peludas; vestíanpieles apelmazadas y largas túnicasgrasientas que aseguraban con anchoscinturones de cuero alrededor de lacintura. Aunque eran primitivos ydesconocían las correctas artes de laguerra, esos mercenarios resultabantemibles luchadores con lanza y escudoo blandiendo mortíferas espadas debronce con forma de hoja, traídas de suescarpada tierra natal. A la cabeza delejército iban los príncipes mercantes ysus criados, que desdeñaban las tácticasde caballería de sus antepasados y en sulugar, luchaban desde la parte posteriorde carros ligeros y veloces como otros

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ejércitos civilizados.Contra este ejército, la hueste de

Bronce sólo pudo reunir cuatro milhombres, además del centenar de jinetesbhagaritas que les habían servido deguías. Seis años no habían sido tiemposuficiente para que Ka-Sabarrestableciera sus fuerzas destrozadas,pues las compañías de infantería pesadade la Ciudad del Bronce requerían unadiestramiento y una preparación físicaprolongados para luchar con lanza,escudo y armadura de escamas.Akhmen-hotep sólo había conseguidoalinear dos compañías de infanteríacompletas, aparte de una numerosa

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fuerza de quinientos carros y un millarde arqueros adiestrados. El resto de suejército se componía de compañíassueltas de aspirantes a guerreros, a losque habían obligado a servir comoimprovisada infantería ligera. Cadaaspirante llevaba sólo un pequeñoescudo redondo, una espada corta y unaaljaba de jabalinas ligeras con lengüetasidénticas a las armas de caza quemuchos de ellos habían utilizado deniños. Los habían instruidoimplacablemente en los campos deadiestramiento fuera de la ciudad, peronadie sabía a ciencia cierta lo eficacesque resultarían en el campo de batalla.

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Cuando la hueste de Bronce habíasalido de Ka-Sabar, todos habíanesperado no tener que llegar a combatir.Ahora las compañías estaban alineadasjusto delante y a los lados de la lentainfantería pesada, y cada hombresostenía una jabalina en la mano, sinapretar. Los arqueros del ejércitoformaban una larga línea detrás de lascompañías pesadas, con los arcosencordados y preparados, mientras quetras ellos avanzaban los carros delejército.

El ejército de Bel Aliad se habíadetenido con vacilación al otro lado dela llanura y estaba reagrupando a sus

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compañías. Dos hileras de arquerosmercenarios se encontraban lejos, pordelante, con las flechas colocadas ypreparados para disparar. Tras ellos seaglomeraba una ruidosa turba deguerreros bárbaros con los rostrospintados con tintes azules y rojos y laperspectiva del derramamiento desangre iluminándoles las caras greñudas.

Al ver a la hueste de Bronce, losmercenarios comenzaron a golpear susarmas contra los bordes de los escudosy a aullar como una manada de hienas,de modo que llenaron el aire conextraños gritos de guerra pronunciadosen sus lenguas guturales. A Akhmen-

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hotep le pareció avistar los estandartesde las compañías de la ciudad al otrolado del remolino de bárbaros y unatrémula columna de polvo que debíaprovenir de los carros del ejército. Lacaballería ligera de Bel Aliad seaglomero alrededor de los flancos delejército, amenazando con atacar una vezmás a la delgada línea de caballeríabhagarita que ocupaba el terrenointermedio entre los ejércitos.

Akhmen-hotep levantó la mano paraordenar que el ejército se detuviera.Sonaron las trompetas, y el rey diomedia vuelta y bajó de un salto de laparte posterior del carro blindado. Sus

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Ushabtis se reunieron con élinmediatamente, rodeando al reysacerdote con un círculo de relucientebronce. Pakh-amn bajó de su carro cercade allí y se acercó rápidamente al ladodel rey, junto con los otros generales,los miembros de su séquito y los líderesreligiosos de Ka-Sabar. Hashepra sehabía vestido para la guerra; ibaataviado con armadura de escamas debronce y portaba su martillo habitual.Khalifra, la suma sacerdotisa de Neru,sostenía una lanza bendecida en laesbelta mano. Memnet era el único queestaba desarmado y su rostro tenía unaspecto pálido y céreo bajo la intensa

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luz del día.El rey sacerdote aguardó hasta que

la asamblea se hubo reunido e hizo ungesto afirmativo con la cabeza con airede gravedad.

—Que las bendiciones de los diosesrecaigan sobre vosotros —les dijo—. Eldía de la batalla ha llegado y, hastaahora, todo marcha según lo previsto.

Pakh-amn cruzó los brazos.—¿Queréis decir que planeasteis

esto? —preguntó—. ¿En lugar de caersobre Bel Aliad y tomarla por asalto,queríais enfrentaros a su ejército encampo abierto, donde su superioridadnumérica obraría en nuestra contra?

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Akhmen-hotep observó al jefe deCaballería con frialdad.

—¿Pensabais que íbamos a entrarsigilosamente en Bel Aliad comoladrones en medio de la noche ymasacrar a sus ciudadanos mientrasdormían? Eso es lo que hace elUsurpador, Pakh-amn. Nosenfrentaremos a los hombres de BelAliad según las correctas reglas de laguerra, como han hecho los reyessacerdotes desde los tiempos de Settra.Se mostrará demencia si la piden y seexigirán rescates.

Una expresión de asombro cruzó elrostro de Pakh-amn, seguida de una de

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comprensión.—Por eso os entretuvisteis tanto

tiempo en el campamento —apuntó condesdén—. Queríais que nosdescubrieran. ¿Por qué no enviasteissimplemente un mensajero invitándolosa pelear? ¿No habría sido eso lo máscivilizado?

Hashepra dio un paso hacia Pakh-amn, fulminando con la mirada al jovennoble.

—Una vez más olvidáis cuál esvuestro lugar —le advirtió—. Aquí, enel campo de batalla, se os puede mataren el acto por hablar así.

—No me cabe duda de que eso le

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convendría al rey —soltó Pakh-amn—,pero no cambiará la verdad de a lo quenos enfrentamos. ¿Os habéis olvidadotodos de lo que ocurrió en Zedri? ¡Lasantiguas tradiciones se han acabado! ¡Sino lo aceptamos, Nagash nos destruirá!

—¡Las antiguas tradiciones son loúnico que nos separa de ese monstruo!—exclamó el rey—. Si renunciamos anuestras creencias y luchamos como elblasfemo, ¿en qué somos mejores queél? —Alzó el puño hacia el cielo—.¡Mientras vivamos, las antiguastradiciones perdurarán! Mientras yorespire, la Tierra Bendita vive conmigo.

Los ojos oscuros de Pakh-amn

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brillaron de desprecio, pero le hizo unareverencia al rey.

—Guiadnos, entonces —respondió—, mientras viváis.

Hashepra, furioso, gruñó y comenzóa levantar el martillo, pero el rey, lodetuvo alzando la mano.

—¡Regresad a vuestros carros! —les ordenó a sus guerreros y luego sevolvió hacia los hierofantes reunidos—.Quedaos aquí e invocad los poderes delos dioses para que nos ayuden. Si BelAliad de verdad se ha puesto de parte deNagash, no habrá sacerdotes entre ellos.Vuestras bendiciones podrían volver lastornas a nuestro favor.

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Khalifra cruzó los brazos con aireregio, pero tenía el rostro surcado dearrugas por la tensión. La hermosasacerdotisa parecía haber envejecidodécadas desde la espantosa batalla en eloasis.

—Daremos lo que podamos —aseguró con tono grave.

Hashepra cruzó los fuertes brazos yasintió con la cabeza también.

—Si Bel Aliad se ha puesto de partede Nagash, no necesitarán sacerdotes —apuntó Memnet con voz apagada—.Podrán apelar al poder del Usurpador.

El rey miró a su hermano mayor alos ojos, y una expresión sombría cubrió

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su rostro.—En ese caso, tendremos que

confiar en el coraje y el bronce divino—contestó—. Es lo único que se puedehacer.

Akhmen-hotep estudió a susgenerales reunidos, en especial a subelicoso jefe de Caballería. La derrotaen Zedri había dejado en el alma heridasmás profundas que en la carne. Sabíaque la confianza del ejército se habíadebilitado, casi hasta llegar a larebelión. Lo que había visto habíadejado a Pakh-amn, en particular, muymarcado. ¿Podía confiar en él? Duranteun fugaz instante, Akhmen-hotep se vio

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tentado a destituir al jefe de Caballeríade su puesto y enviarlo de regreso alcampamento, pero comprendió deinmediato que hacer eso supondríamandar una señal equivocada al restodel ejército. Si veían que la fe del rey enellos estaba tan debilitada como paraarrestar a uno de sus generales, suresolución podría desvanecerse como lacera bajo el sol del mediodía. Debíancreer que aún quedaba fuerza en losviejos vínculos de deber y devoción,que el pacto entre hombres y dioses aúnera fuerte y que había algunas cosas enel mundo que ni siquiera Nagash elUsurpador podía hacer a un lado.

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El rey inspiró hondo y tomó unadecisión. Le hizo señas a su trompeta.

—Ordénale a los bhagaritas quetanteen a los jinetees enemigos por laderecha y que luego se retiren a laretaguardia, pasando por el desierto —indicó.

Hashepra frunció el entrecejomientras escuchaba la orden del rey.

—¿Nos privaréis de nuestracaballería ligera al comienzo de labatalla?

—Nuestros guías se han vestido deblanco una vez más y llevan la máscaradespiadada —dijo Akhmen-hotep—.Están sedientos de venganza, pero no

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permitiré que nuestra causa se veaempañada por la matanza de inocentes.Los bhagaritas tendrán que aguardar elmomento oportuno hasta que Nagash ysus inmortales deban rendir cuentas porsus crímenes. Los trompetas alzaron suscurvos cuernos de bronce y tocaron unacomplicada serie de notas. El rey sevolvió hacia Pakh-amn mientras elsonido se apagaba.

—Yo guiaré el avance de la mitad delos carros formando el centro delejército —explicó el rey—. Cuandoempecemos a movernos y el polvo lleneel aire, coge a la mitad restante ydirígete al flanco izquierdo. Encárgate

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de ocultar tus movimientos detrás de lascompañías de aspirantes para que elenemigo no sospeche que estáis allí. Yollamaré la atención del príncipe y suscarros. Espera y busca el momentooportuno para atacar.

Pakh-amn miró al rey a los ojos ypareció entender lo que Akhmen-hoteple estaba ofreciendo. Asintió despaciocon la cabeza.

—No os fallaré, alteza —aseguró.—Entonces, regresa a tus carros —

ordenó el rey—, y que los dioses nosconcedan la victoria.

Mientras los generales y el séquitodel rey se dirigían corriendo a sus

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puestos, Akhmen-hotep se volvió hacialos hierofantes.

—¿Los dioses nos ofrecerán sufavor hoy, santidades? —preguntó envoz baja—. Bebí mucha sangre de toroesta mañana y, sin embargo, no sentínada. La fuerza de Geheb no arde en misvenas.

Memnet se negó a mirar a suhermano a los ojos.

—Os lo advertí —dijo quedamente—. Os dije en el oasis que habríaconsecuencias por abusar del poder delos dioses.

Hashepra le dirigió una miradaavinagrada al gran hierofante y luego

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inclinó la cabeza ante el rey.—No temáis, alteza —aseguró—.

Geheb no se ha olvidado de sus hijosfavoritos. Sentiréis su presencia entrevosotros mientras os lanzáis a la batalla.

Khalifra tocó el musculoso brazo delrey y sonrió afectuosamente.

—Neru siempre está con nosotros,alteza —añadió—. Su luz brillaeternamente en la oscuridad. No temáis.

El rey sacerdote de Ka-Sabar leshizo una reverencia a los personajessantos y se sintió tranquilo. Dio mediavuelta sonriendo y se dirigió dandorápidas zancadas a su carro, seguido desus leoninos Ushabtis. Sus dudas y

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temores iban desapareciendo a cadapaso gracias al acompasado sonido delos pies y el repiqueteo de armas yarmaduras. El clamor del campo debatalla batía contra sus huesos como untambor. Durante un momento, pudoolvidar los horrores que habíapresenciado y el gran sufrimiento quehabía vivido la Tierra Bendita a lo largode la vida del rey. Durante un momento,estuvo de nuevo en tiempos de su padre,y del padre de su padre, haciendo laguerra por riqueza y poder y por lagloria de sus dioses.

Akhmen-hotep subió a su pesadocarro y agarró la empuñadura de su

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reluciente espada. Le hizo señas a sutrompeta con un ademán.

—¡Ordena que el ejército avance!—exclamó.

Los cuernos de bronce sonaron porel campo de batalla y, como una sola,las compañías de la hueste de Bronce sepusieron en marcha. Mientras el carrodel rey se ponía en marcha con unasacudida en medio de un estruendo deruedas bordeadas de bronce, Akhmen-hotep se irguió y examinó la disposiciónde sus fuerzas y las del enemigo. Lascompañías de la ciudad de Bel Aliadestaban reunidas detrás de una líneairregular compuesta de cuatro grupos

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grandes de mercenarios. Entre las dosgrandes unidades de infantería, Akhmen-hotep pudo ver una profusión deestandartes, que seguramente adornabanlos carros de los príncipes mercaderes ysu líder: Suhedir al-Khazem, el guardiánde las Sendas Ocultas.

En el extremo derecho de la líneaenemiga, Akhmen-hotep pudo divisar unborroso remolino de polvo. Losbhagaritas se estaban retirando hacia eldesierto, con suerte atrayendo haciaellos a la caballería ligera del enemigosituada en ese flanco. Reflejando lasformaciones de Bel Aliad en el otroextremo de la llanura, las dos compañías

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pesadas de la hueste de Broncemarchaban en el centro de la línea debatalla y, entre ellas, avanzaban la mitadde los temidos carros de Ka-Sabar.Pakh-amn y la otra mitad de la fuerza decarros ya se habían puesto en marcha; sehabían desviado hacia a la izquierda,detrás de dos compañías de aspirantesen movimiento. Aún más atrás seencontraba la compañía de arqueros dela hueste, todavía oculta a los ojos delenemigo.

Los guerreros de la hueste de Broncecontinuaron avanzando, desplazándose apaso lento pero seguro. El rey echó unvistazo a la izquierda, intentando

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vislumbrar a la caballería ligeraenemiga situada a ese lado, pero nopudo verla. Los gritos de aviso quesurgieron de las filas de las compañíasde infantería hicieron que el reyvolviera a centrar su atención en elfrente y vio una nube de juncos oscurosy parpadeantes trazando un arco por elcielo soleado por encima de suscabezas. Los hombres maldijeron ylevantaron sus escudos de madera con laparte superior redondeada, y losguerreros de los carros se agacharondetrás de los flancos revestidos debronce de sus máquinas. Las flechascayeron, zumbando malévolamente por

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el aire, y Akhmen-hotep sintió un picorcaliente en la piel mientras lasbendiciones de Geheb recaían sobre él.

Las puntas de bronce de las flechasgolpearon contra las caras de losescudos o chocaron contra armaduras deescamas y cuero. Los hombres gruñerony se tambalearon bajo la aterradoralluvia, pero los guerreros se arrancaronlas flechas de los chalecos y las tirarona un lado con desdén. Las saetasgolpeaban su morena piel y rebotaban,desviadas por el poder del dios de latierra. La hueste de Bronce prorrumpióen ovaciones al descubrir que Gehebestaba con ellos. Akhmen-hotep enseñó

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los dientes y les hizo señas de nuevo asu trompeta.

—¡Ordena que los aspirantesavancen! —gritó—. ¡Arqueros,preparados!

Dos señales resonaron a lo largo dela hueste y recibieron por respuesta losgritos vehementes de los jóvenes de lascompañías de aspirantes. Con lasjabalinas preparadas, los guerreros conarmadura ligera apretaron el pasotrotando velozmente a través de lallanura hacia los soldados de a pie y losarqueros mercenarios. Los arqueros deZandri, impresionados por el fracaso desu primera descarga, se prepararon para

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disparar de nuevo; las tropas bárbarasaullaban como bestias y agitaban susarmas con entusiasmo mientrasobservaban cómo se aproximaba lainfantería ligera.

Los arqueros enemigos lanzaron otradescarga más, y luego se replegaronrápidamente por sendas preparadasentre la turba de bárbaros en tanto losaspirantes se acercaban. A sesentapasos, los lanzadores de jabalinasaceleraron el ritmo. A cincuenta,echaron los brazos hacia atrás yarrojaron una lluvia de armas conlengüetas contra los bárbaros queaguardaban. Las jabalinas cayeron entre

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los mercenarios y se clavaron enescudos o atravesando pieles y gruesastúnicas. Los hombres rugieron y cayeronal suelo, aferrando las astas de madera.

A cuarenta pasos, los aspirantessacaron más jabalinas de sus aljabas ylas arrojaron, y luego otra vez a treintapasos. A veinte, lanzaron de nuevo.Entonces, se amilanaron y echaron acorrer hacia sus líneas. Burlas yobscenidades los siguieron, hasta que, asetenta pasos de distancia, los aspirantesdieron media vuelta, sacaron másjabalinas y avanzaron una vez más. Lasdescargas de jabalinas cayeron contralos escudos de los mercenarios,

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ocasionaron terribles heridas y matarona unas cuantas veintenas de hombres, yde nuevo, justo cuando los aspirantesestaban casi al alcance de las armas delos bárbaros, dieron media vuelta ysalieron corriendo.

Durante el cuarto de esos ataques,Akhmen-hotep oyó trompetas y sonidosde batalla, lejos, a su izquierda. Lacaballería ligera enemiga habíaintervenido en ese flanco intentadoatropellar a las compañías de infanteríaligera. En el centro y a la derecha, sinembargo, los bárbaros ya habíanrecibido todo lo que podían soportar.Aguijoneados hasta que los sacaron de

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quicio, los mercenarios renunciaron atoda sensación de disciplina y cargaronhacia delante, ansiosos por contraatacara los lanzadores de jabalinas.

Una vez cumplida su labor, losaspirantes pusieron pies en polvorosa ysiguieron corriendo para arrastrar a losbárbaros a través de la llanura hacia lainfantería pesada de la hueste de Broncey los arqueros situados detrás.

Akhmen-hotep levantó su espada.—¡Arqueros, preparados! —ordenó.El rey observó cómo la línea de

mercenarios corría hacia sus compañíasformando una bullente oleada de carne ybronce. A cincuenta metros, bajó su

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arma.—¡Fuego!Una lluvia de mortíferas flechas

surgió de la retaguardia de la hueste deBronce, y cuando descendió entre losmercenarios que iban a la carga, sembrómuerte entre el hervidero de guerreros.Los hombres cayeron a cientos y, por unmomento, la persecución flaqueó antelas crecientes bajas. No obstante, losmercenarios se encontraban a más dedoscientos metros de distancia del restode su ejército, fuera del alcance de susarqueros y del apoyo de las compañíasde la ciudad. Las trompetas sonaron conurgencia desde los carros enemigos;

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intentaban en vano hacer regresar a losguerreros y reagrupar susdesorganizadas compañías, peroAkhmen-hotep no tenía la más mínimaintención de darles tal oportunidad.

El rey sacerdote de Ka-Sabar echóla cabeza hacia atrás y soltó un ferozgrito.

—¡Guerreros de la hueste deBronce! ¡Atacad ahora y redimid vuestrohonor! ¡Por la gloria del dios de latierra, a la carga!

La tierra tembló a causa del rugidode dos mil voces y el estruendo de loscascos cuando el ejército de Ka-Sabaraccionó su trampa.

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CATORCELas arenas manchadas

de sangre

Camino Comercial occidental cercade las Fuentes de la Vida Eterna,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

—Alguien está haciendo señales —

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anunció Ekhreb mientras se enderezabacon gracilidad del bajo diván cubiertode cuero y señalaba con su copa de vinohacia el cielo.

Rakh-amn-hotep levantó la miradade sus mapas con un gruñido decansancio y observó el aire manchadode polvo entrecerrando los ojos. Losreyes de Rasetra y Lybaras habíaninstalado su campamento de mediodía alabrigo de un par de dunas, justo a unlado del camino comercial occidental,reuniendo los enormes y chirriantescarromatos de la corte lybarana paraformar un círculo defendible a la sombrade un pequeño palmeral. En el interior

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del círculo de carromatos, los sirvienteslybaranos habían extendido gruesasalfombras sobre el terreno arenoso yhabían colocado mesas y divanes paraque los reyes y sus generales estuvierancómodos. Cuando el rey de Rasetra violos enormes carromatos por primeravez, le había comentado con sorna y envoz baja a Ekhreb lo blandos que eranHekhmenukep y los nobles lybaranos; noobstante, después de más de una semanade marcha hacia Khemri, el belicosorasetrano tuvo que admitir que habíamodos mucho peores de llevar a cabouna campaña.

A pesar de todo, su afán por llegar a

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la Ciudad Viviente y limpiar la TierraBendita de Nagash y sus adláteres, losmovimientos de los ejércitos aliadoshabían sido terriblemente lentos. Elejército rasetrano había tardado casi dossemanas en recorrer el Valle de losReyes, incluso con la ayuda de losbarcos flotantes lybaranos, y en cuantolos dos ejércitos se unieron en Quatar lamarcha avanzó casi a paso de tortuga.Las pesadas catapultas y otras máquinasde guerra elaboradas por los lybaranosse averiaban con frecuencia, lo querequería horas para sustituir ejescombados o ruedas rotas, y las tropasauxiliares de la selva del ejército

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rasetrano sólo podían hacerle frente alabrasador calor del desierto durantecortos periodos de tiempo antes de tenerque descansar y tomar más agua.

Los ejércitos aliados se extendían alo largo del camino comercial durantemuchas millas. Como si fuera un gusanomedidor, la cola de la hueste dejaba sucampamento por la mañana, y por lanoche, se instalaba en el campamentoque habían ocupado las unidades decabeza del ejército durante la nocheanterior.

A un ritmo tan lento, el rey y suséquito se levantaban de sus pieles alamanecer, dedicaban largo rato a sus

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desayunos y oraciones, y empezaban porfin los asuntos del día mientras lastropas pasaban lentamente. Cuando lasrestantes unidades del ejército aparecíana la vista a última hora de la tarde, lacomitiva pasaba una hora o dosconsultando con los comandantes de laretaguardia y la caravana deprovisiones. Luego, mientras el sol seponía tras del velo de polvo al oeste, elcampamento viajaba unas cuantas horasy alcanzaba a las compañías de cabezadel ejército.

Según los cálculos originales deRakh-amn-hotep, a esas alturas losejércitos aliados ya deberían haber

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llegado a las afueras de Khemri. Tal ycomo estaban las cosas, aún seencontraban aproximadamente a dosdías de marcha de las Fuentes de la VidaEterna, a poco más de medio camino desu objetivo. Las dos fuerzas, y las tropasauxiliares rasetranas en particular,estaban consumiendo provisiones a unritmo sorprendente, sobre todo aguadulce. A los enormes lagartos de truenohabía que empaparlos literalmente conella a intervalos regulares para impedirque se les secara la gruesa piel, hasta elpunto de que sus cuidadores habíanestado consumiendo medias racionesdurante días para poder mantener vivos

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a los animales a su cargo.—¿Y ahora qué, por todos los

dioses? —refunfuñó Rakh-amn-hotep,atisbando hacia la mole recortada de lacaja flotante lybarana.

El artilugio era muy pequeñocomparado con los grandes barcosflotantes: una caja, algo más pequeñaque un carro, suspendida mediantecables de una cámara esférica llena deespíritus del aire. Toda la estructura sepodía cargar en la parte posterior de unode los enormes carromatos lybaranos yse sacaba cada vez que los reyesacampaban. La caja se mantenía atada ados carromatos por medio de un trozo de

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resistente cuerda y se alzaba hasta unaaltura de más de treinta metros.

Los lybaranos tenían siempre tresmuchachos en la caja escrutando lacampiña en millas a la redonda con susingeniosos tubos para ver y esperandomensajes desde la vanguardia delejército. Mientras Rakh-amn-hotepobservaba, uno de los chicos levantó unplato del tamaño de una fuente y hechode bronce pulido y atrapó los rayos dela gloriosa luz de Ptra para dirigir unaserie de brillantes destellos hacia eloeste. Después de un momento, elmuchacho bajó el artefacto de señales ylos vigías esperaron atentamente una

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respuesta. Ekhreb tomó un sorbo de vinoy se limpió el sudor de los ojos.

—Quizá no sea más que lacaballería informando de que hanllegado a los manantiales —comentó.

El rey resopló con amarga diversión.—No me explico cómo puedes ser

tan optimista —respondió. Ekhreb seencogió de hombros con filosofía.

—Sobreviví seis años en Quatar. Yano me preocupa gran cosa.

—Eso es. Hurga más en la herida —gruñó el rey. Se puso en pie con esfuerzoy movió los hombros para volver acolocarse el pesado abrigo de escamasen su sitio—. Como sigas así, le elevaré

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una petición al gran hierofantesolicitando que te nombre rey sacerdoteen mi lugar. Luego, yo podría dedicarmea vivir la vida despreocupada de unpaladín del rey.

—¡Los dioses no lo quieran! —exclamó Ekhreb, fingiendo horrorizarse—. Sois demasiado feo para ser unpaladín como es debido.

—Si lo sabré yo —contestó el reycon una risita.

Su sonrisa se desvaneció cuando unode los muchachos pasó sin miedo porencima del borde de la caja flotante y sedeslizó ágilmente por una de las largascuerdas. El joven mensajero

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desapareció detrás de uno de losdescomunales carromatos, y Rakh-amn-hotep atravesó la extensión de alfombraspara esperar la llegada del chico juntoal rey lybarano.

Como hacía casi cada día demarcha, Hekhmenukep estaba sentado auna mesa baja y ancha cubierta de hojasde papiro escritas con toda suerte dediagramas e invocaciones arcanos.Media docena de sus criados seaglomeraban alrededor de los bordes dela mesa en pleno debate acerca deextraños temas de ingeniería o alquimia,mientras el rey estudiaba los diagramasa través de uno de sus discos con borde

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de bronce y hacía notaciones con unpincel de tinta de pelo fino. Un esclavopermanecía de rodillas a la izquierda deHekhmenukep, sosteniendo una copa devino para que el rey se refrescara,mientras que otro agitaba el aire porencima de la cabeza del erudito con unabanico hecho de plumas de pavo real.El rey parecía completamente a gusto,enfrascado en un mundo de proporcionesy cálculos. Rakh-amn-hotep sintió que loinvadía un amargo sentimiento deenvidia por la indiferencia del lybarano.

Hekhmenukep levantó los ojos de sutrabajo justo cuando el mensajero seabría paso serpenteando con agilidad

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entre los carromatos estacionados ypasaba corriendo ante los vigilantesUshabtis rumbo al rey. El rey lybaranopasó la mirada, desconcertado, de Rakh-amn-hotep al muchacho de ojos muyabiertos.

—¿Sí? ¿Qué ocurre? —preguntó.—Ha llegado una señal solar de

Shesh-amun —anunció el joven,refiriéndose al paladín lybaranoresponsable de la vanguardia aijada—.Dice: jinetes enemigos al este de losmanantiales sagrados.

—Maldición —bramó Rakh-amn-hotep, apretando los puños cubiertos decicatrices—. ¿El enemigo cuenta con

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muchos efectivos?El mensajero retrocedió un paso ante

el furibundo tono del rey.—Mil perdones, alteza. No lo ha

dicho.—Shesh-amun no habría informado

si no fuera así —apuntó Hekhmenukepcon calma.

La noticia no complació al reyrasetrano. Se volvió haciaHekhmenukep.

—Creí que habíais dicho que lahueste de Bronce estaba atrayendo alejército de Nagash hacia Bel Aliad —repuso.

—Así es —contestó el rey lybarano,

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y luego se encogió de hombros,pensativo—. Quizá Nagash decidiódividir sus fuerzas. Si ese es el caso,eso aún podría obrar a nuestro favor.

—Si controláramos los manantialessagrados, estaría de acuerdo con vos —gruñó Rakh-amn-hotep—. Tal y comoestán las cosas, nuestras reservas deagua son muy bajas. Si no llegamos a losmanantiales muy pronto, el calor mataráa nuestras tropas más deprisa queNagash.

Hekhmenukep frunció el entrecejo.—¿Cuánto tiempo? —quiso saber.El rey rasetrano contuvo un

sentimiento de irritación. ¿Cómo era

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posible que desconociera lasnecesidades de su propio ejército?

—Un día o dos. Desde luego, no más—declaró Rakh-amn-hotep—, y ya escasi media tarde.

El rey comenzó a caminar de un ladoa otro por las alfombras considerandosus opciones. Si tenían mucha, muchasuerte, la caballería enemiga no seríamás que una fuerza de reconocimiento ola vanguardia del ejército de Khemri.Una vez que llegó a una decisión, volvióla mirada hacia el rey lybarano.

—Voy a adelantarme para tomar elmando de la vanguardia y ver a qué nosenfrentamos —anunció, y luego se

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volvió hacia Ekhreb—. Reúne unafuerza mixta de infantería ligera yarqueros, más todos los jinetes quepuedas conseguir, y reúnete conmigocuanto antes —ordenó.

Ekhreb asintió con la cabeza y sepuso en pie velozmente.

—¿Cuál es vuestro plan? —inquirióel paladín.

La pregunta pareció divertir al reyrasetrano.

—¿Mi plan? Voy a bajar por elcamino con todos los guerreros quepueda reunir y matar a todo ser vivo queencuentre entre mi posición y losmanantiales. —Le dio una palmadita a

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Ekhreb en el hombro—. No teentretengas, viejo amigo —dijo y salióapresuradamente del campamentollamando a gritos a sus aurigas con vozáspera.

* * *

Los gritos de aviso se alzaron porencima del clamor mientras lastrompetas gemían por el campo debatalla y las tropas bárbaras de BelAliad soltaban ávidos gritos irregulares.

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Akhmen-hotep levantó su khopesh conmuescas y manchado de sangre y bramócon voz ronca:

—¡Aquí vienen otra vez!¡Preparados!

Los cuernos resonaron, haciéndolesseñales a la hueste de Bronce y a loslejanos sacerdotes, y en medio de unrepiqueteo de metal y madera lascompañías de infantería se prepararonuna vez más. La encarnizada batalla sehabía prolongado durante horas, yendo yviniendo por la llanura sembrada decadáveres. El plan de Akhmen-hotep deponer en fuga a los mercenariosbárbaros con una sola carga veloz había

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fracasado, y a pesar de las numerosasbajas, los bárbaros se habían negado aceder. Luchaban con un coraje temerarioque rayaba la desesperación.

Más de una vez a lo largo deltranscurso de la sangrienta batalla, elrey se preguntó qué cosas aterradorasles habrían contado los príncipesmercaderes acerca de su cacique deKhemri. Si no hubiera sido por unaoportuna caga de los carros de Pakh-amn en el flanco izquierdo, el ejército sehabría visto rodeado durante del primerataque. El jefe de Caballería habíademostrado su valía una y otra vez a lolargo del día, rechazando ataques de

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caballería y salvando a la infanteríaligera situada en su flanco de ladestrucción total.

De no ser por la disciplina y lahabilidad de las compañías veteranas dela hueste de Bronce, la batalla ya sehabría perdido. Una y otra vez,resistieron lluvias de mortíferas flechasy el aplastante peso de los ataques de lainfantería bárbara. Los mercenariosenemigos se habían visto reducidos acuatro compañías irregulares y losdisparos de los arqueros zandrianoshabían disminuido, lo que sugería que seestaban quedando sin flechas.

Una unidad de caballería ligera

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todavía acechaba al borde del flancoderecho del enemigo. Ya habíanatrapado a la infantería ligera deAkhmen-hotep en dos cargas porsorpresa y los habían vapuleadoseveramente, y estaban esperando otraoportunidad para atacar. El rey searrepintió de haber enviado a los jinetesbhagaritas a la retaguardia y habíadespachado un mensajero para volver allamarlos, pero eso había sido casi doshoras antes y aún no había reaparecido.

Mientras los cansados veteranoscerraban filas y preparaban las lanzas,Akhmen-hotep avistó una oleada demovimiento al otro lado del campo de

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batalla. Los carros de Bel Aliad y susdos compañías de la ciudad, a las quehabían mantenido de reserva desde elcomienzo de la batalla, estabanavanzando por el centro de la línea debatalla enemiga. Era ya la última horade la tarde, y sus tropas estabanexhaustas, al igual que los mercenariosenemigos. Los príncipes mercadereshabían llegado a la conclusión de que elsiguiente ataque decidiría la batalla. Elrey recorrió con la mirada a susmaltrechas tropas y pensó queprobablemente tuviera razón.

—¡Mensajero! —exclamó Akhmen-hotep, y un muchacho se acercó

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corriendo al lateral del carro del rey—.Diles a los arqueros que concentren susdisparos en las compañías de la ciudad—ordenó.

El mensajero repitió la ordenpalabra por palabra y se dirigió comouna exhalación hacia los arqueros queaguardaban. Por un momento, el reyconsideró la posibilidad de enviarlesotro mensajero a los sacerdotes paraimplorar otra súplica más a los dioses,pero cambió de idea encogiéndose dehombros. Los dioses no estaban ciegos.Podían ver lo desesperada que era lasituación. Si les negaban su poder, laguerra ya estaba perdida. El rey hizo

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descender su espada trazando un amplioarco.

—¡Adelante! —les gritó a sushombres, y la formación de carros sepuso en marcha.

Se encontraban a unas docenasmetros por detrás de la línea principalde batalla, situados entre las doscompañías de veteranos. Una pequeñacompañía de infantería ligera que el reyhabía trasladado desde el flancoizquierdo estaba cubriendo el hueco enese momento. Los agotados aspirantessintieron acercarse los carros y seretiraron, agradecidos. Tenían las capasrasgadas y manchadas de sangre, y

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muchos de ellos llevaban jabalinastorcidas o astilladas que habíanrecuperado de los cuerpos de loscaídos. Unos cuantos levantaron susarmas saludando al rey, mientrasdesfilaban junto a los carros queavanzaban y pasaban a la reservan.

El clamor de las tropas enemigas fueaumentando de volumen a medida quelos bárbaros apretaban el paso. Sunaturaleza salvaje los atraía a la batallacomo polillas ala llama, y comenzaron atomarle la delantera al ritmoacompasado de las compañías de laciudad. Entonces, la primera descargade flechas de los arqueros de Ka-Sabar,

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pasó silbando por lo alto y se hundió amodo de lluvia mortífera entre lainfantería enemiga. Los hombres setambalearon después de que lesatravesaran los finos chalecos de cueroy los casquetes de bronce. Los gritos delos heridos impulsaron a losmercenarios que habían sufrido unaespantosa descarga tras otra durante lamayor parte del día. Sus roncos gritosde guerra se transformaron en frenéticosalaridos mientras emprendían una cargadesenfrenada con la esperanza deencargarse de sus enemigos antes de quelos arqueros pudieran disparar denuevo.

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Los hombres gritaron órdenes entrelas compañías de veteranos y la huestede Bronce se preparó para recibir lacarga. Akhmen-hotep sintió un rayito deesperanza cuando los mercenariosrompieron filas con las tropas de laciudad. Observó cuidadosamente loscarros que avanzaban, esperando a vercómo reaccionarían los príncipesmercaderes. La línea de máquinas deguerra vaciló un momento; luego, sonóun irregular coro de cuernos de guerra, ylos carros se lanzaron hacia delantetratando de prestarle su peso al ataquede los mercenarios.

Akhmen-hotep sonrió con ferocidad.

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Parecía que los dioses los bendecían,después de todo. El rey estudió el ritmode la carga de las tropas enemigasesperando el momento en el que losmercenarios se hubieran entregado a susataques.

La infantería enemiga apareció tantopor la izquierda como por la derecha, yconvergió en las filas ininterrumpidas delanceros con armadura de bronce.Ignoraron a los aspirantes, pues habíanaprendido por amarga experiencia quelos hombres con jabalinas simplementese replegarían ante su carga y losdejarían expuestos a más disparos deflechas. Los aspirantes, por su parte,

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esperaron pacientemente, sosteniendosus armas con lengüetas. En cuantocomenzara la refriega, se acercaríancorriendo y arrojarían sus saetas abocajarro hacia los flancos de losmercenarios.

Las dos fuerzas se unieron con unatronador estruendo de madera y metal.Las dos compañías de veteranos setambalearon bajo el impacto, pero lafuerza de Geheb los llenaba ysoportaron el asalto. Los bárbaroscayeron bajo las punzantes lanzas de lahueste o fueron derribados por escudoscon borde de bronce, pero presionaronhacia delante en un brutal frenesí,

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lanzando golpes con hachas con muescasy espadas desafiladas. Aunque susextremidades eran duras como la teca yllevaban los cuerpos envueltos enescamas de bronce de primera calidad,aquí y allá el arma de un enemigo dabaen el blanco y un guerrero de Ka-Sabarcaía al suelo.

En ese momento de contacto,mientras los bárbaros estabanconcentrados en los enemigos que teníandelante y las compañías de la ciudadsoportaban una lluvia de flechas, loscarros de los príncipes mercantes seencontraron en el terreno intermedioentre las dos fuerzas, solos y sin apoyo.

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Akhmen-hotep sonrió con ferocidad ylevantó su espada.

—¡A la carga! —ordenó.Los cuernos gimieron y, con un grito

furibundo, los pesados carros de lahueste de Bronce avanzaron con granestruendo y pasaron entre las compañíasde infantería que combatían paraestrellarse contra los flancos mezcladosde las dos compañías de bárbaros. Laspesadas ruedas con borde de bronce ylas cuchillas como guadañas se abrieronpaso a través del remolino de tropasaplastando extremidades y partiendotorsos. Las cuerdas de los arcoszumbaron mientras los arqueros

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disparaban contra la aullante masa deguerreros. A una distancia tan corta, laspotentes flechas atravesaban porcompleto sus objetivos y, a menudo,golpeaban al siguiente hombre de lalínea. Los nobles y los Ushabtisarremetieron contra los mercenarios consus espadas curvas; atacaban suscabezas y los hombros expuestos, yocasionaban heridas atroces.

Los bárbaros cedieron bajo latemible carga en poco tiempo y sereplegaron a ambos flancos de losimponentes carros y Akhmen-hotep losllevó hacia delante a través de la líneade batalla enemiga y directamente hacia

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los príncipes mercaderes, queavanzaban. Los nobles de Bel Aliadvieron las enormes máquinas de guerrade bronce que se les venían encima y suformación se detuvo presa del pánico,como si fuera una caravana ante unarepentina y feroz tormenta de arena.Aunque superaban en número a loscarros de Ka-Sabar, eran mucho másligeros y no podían competir con losguerreros veteranos de la hueste deBronce. Varios nobles que seencontraban alrededor de los bordes dela formación intentaron girar susmáquinas y alejarse rápidamente delcamino de la pared de carne y metal que

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se aproximaba, mientras que otros selanzaron hacia delante en un audazdespliegue de resolución. El resultadofue desorden y caos, lo que privó a laformación de gran parte de su fuerza enun momento crítico.

Las flechas frieron restallando de unlado a otro por el aire a medida que losarqueros de ambas formacionesintercambiaban disparos. Una flechachocó contra el borde del carro deAkhmen-hotep y tras rebotar, le dio en lacadera. El rey apartó la flecha de unmanotazo como si fuera una mosca quele hubiera picado. Caballos y hombresgritaron cuando otras flechas dieron en

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el blanco, pero los sonidos se perdieronen un convulso y retumbante estruendomientras las formaciones se unían.

Akhmen-hotep oyó cómo su aurigasoltaba un grito de aviso, y el carro viróbruscamente a la derecha. Un carroenemigo pasó de largo, casi demasiadodeprisa para seguirlo. La cuchillaparecida a una guadaña sujeta al cubodel carro de Ka-Sabar, que era máspesado, golpeó a la máquina enemiga enel flanco y destrozó el casco de mimbreen medio de una lluvia de juncosastillados. El arquero que viajaba en elcarro disparó una flecha descontroladaque pasó con un chasquido junto a la

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cabeza del rey y luego se perdió entre elpolvo de la agitada refriega.

El campo de batalla temblaba acausa del entrechocar de las armas y losalaridos de los moribundos. A laizquierda de Akhmen-hotep, el Ushabtide su carro arremetió con su espadaritual contra una máquina enemiga quepasaba; su temible fuerza rajó el cascodel carro enemigo y despedazó a suconductor. Lejos, a la derecha, perdidoen medio de la nube de polvo, se oyó elsonido de la madera al astillarse, y unarueda de carro rota se elevó por el airedetrás del vehículo del rey, queavanzaba a toda velocidad.

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Akhmen-hotep se apoyó contra laparte delantera de su carro e intentóinterpretar la confusión que lo rodeaba.Revisó las formas borrosas de losestandartes tratando de encontrar al líderde Bel Aliad. Un rápido desafío podríaponer fin a la batalla, si a los príncipesmercaderes aún les quedaba una pizcade honor.

Un estruendo de ruedas llegó desdela derecha, y un carro de Bel Aliadsurgió del polvo. El auriga desvió sumáquina expertamente, pasando junto alvehículo del rey por la derecha. Elarquero que iba en la parte posterior delcarro tensó su arco y disparó justo en el

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momento en que Akhmen-hoteparremetía con su espada. La flechagolpeó al rey en la parte redondeada delhombro, atravesó las escamas de broncey se hundió en la carne, pero no antes deque la espada del rey le hiciera un corteal auriga en el brazo derecho. El hombredejó escapar un grito angustiado y cayóde costado, lo que hizo que los caballosvirasen bruscamente a la izquierda yvolcasen el carro.

El rey se arrancó la flecha con ungruñido y la tiró a un lado mientrassentía cómo la sangre caliente seextendía por el interior de la armadura.

Por lo que podía calcular, casi

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habían atravesado toda la formaciónenemiga. Oyó un lejano ruido parecidoal del oleaje, que iba aumentado a suizquierda, pero estaba demasiado lejospara que al rey le importara en esemomento. Miró desenfrenadamente entodas direcciones, buscando algúnindicio del líder enemigo.

¡Allí! A la derecha y unas docenasde metros más adelante, descubrió unpuñado de carros que permanecíaninmóviles, de los que ondeaba unaprofusión de estandartes de vivoscolores. Debía tratarse del príncipeenemigo y sus guardaespaldas. Akhmen-hotep le hizo notar su presencia a su

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auriga haciéndole señas con la espada, yel otro hombre hizo girar la máquina deguerra en redondo. Se abalanzaron sobreel enemigo como una lanza al vuelo,apuntando directamente al carro situadoen el centro del grupo.

El príncipe y su séquito vieron elpeligro de inmediato, pero había pocotiempo para conseguir que sus caballosse movieran. Dos de los guardaespaldasintentaron avanzar y bloquearle el pasoa Akhmen-hotep, pero sus caballos nopudieron ponerse en marcha lo bastantedeprisa. En lugar de ello, el carro delrey golpeó la máquina del príncipecomo un rayo, hizo añicos el casco de

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mimbre y volcó el vehículo.Akhmen-hotep saltó del carro aún en

marcha y corrió hacia un guerrero alto ydelgado, ataviado con una armadura debronce bruñido y una túnica para eldesierto de brillantes tonos amarillos yazules. Sus hombres —un arquero que,según era evidente, se había roto elbrazo en el choque, y su aurigadesarmado— interpusieron sus cuerposen el camino del rey, pero Akhmen-hotep los hizo a un lado como si fueranniños. Esto, sin embargo, le proporcionótiempo suficiente al príncipe paradesenvainar su espada y prepararse parael ataque del rey.

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El príncipe de Bel Aliad era unhombre valiente, aunque no un guerrero.Su cimitarra trató de alcanzar el rostrode Akhmen-hotep con un torpe golpe derevés que el rey apartó desdeñosamentecon su arma. Su contragolpe surcó velozel aire y se detuvo contra el cuello delpríncipe.

—Rendíos ante mí, Suhedir al-Khazem, o preparaos para saludar avuestros antepasados en la otra vida —gruñó Akhmen-hotep. El príncipe setambaleó y se le escapó la espada de lamano temblorosa.

—Me rindo. ¡Por todos los dioses,me rindo! —exclamó, mientras caía de

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rodillas como si lo hubiera vencido unaterrible carga y alzaba las manos paraquitarse el turbante amarillo. El rostrodel príncipe era juvenil aunque estabaojeroso, demacrado y transido de estrés—. ¡Perdonadle la vida a mi gente,alteza, y todas las riquezas de Bel Aliadserán vuestras!

Una sensación de alivio envolvió alrey de Ka-Sabar, pero mantuvo unaexpresión adusta e inescrutable.

—No somos monstruos —le aseguróal príncipe—. Os habéis enfrentado anosotros de manera honorable y ostrataremos de la misma manera. Dadle laseñal a vuestros hombres de que dejen

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de luchar y discutiremos los términosdel rescate.

El príncipe llamó a su trompeta ydio la orden, gustoso. A juzgar por laexpresión de su rostro, a Akhmen-hoteple pareció que se alegraba de haberperdido la batalla. Ya no tenía queseguir a las órdenes del monstruo que seagazapaba en el trono de Khemri.

Los cuernos sonaron una y otra vez,abriéndose paso entre el estruendo de labatalla. Transcurrieron largos minutosantes de que el clamor se apagara y elpolvo comenzara a asentarse. Unaovación surgió de las filas de la huestede Bronce, y luego, de pronto, se vio

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interrumpida por gritos de confusión yexclamaciones furiosas. Akhmen-hotepmiró, desconcertado, al príncipe, peroSuhedir al-Khazem también parecíaperplejo.

El ruido de un carro se aproximabaprocedente del noroeste. Un pocodespués, Akhmen-hotep avistó elmaltrecho carro de Pakh-amnatravesando el campo de batalla a todavelocidad hacia ellos. Mientras seacercaba, el rey pudo ver la expresiónafligida que presentaba el rostro deljoven noble.

—¿Qué pasa? —gritó Akhmen-hotepen tanto el carro se detenía con gran

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estruendo—. ¿Qué ha ocurrido?Pakh-amn miró atemorizado a

Suhedir al-Khazem, y luego se dirigió asu rey.

—El mensajero ha regresado delcampamento —contestó el noble.Akhmen-hotep frunció el entrecejo.

—¿Y qué? —preguntó.—No pudo encontrar a los jinetes

bhagaritas —dijo Pakh-amn con vozsombría—. Los guardias delcampamento dicen que nunca llegaron.

El rey se quedó confundido unmomento.

—Pero ¿adónde más iban a ir? —comenzó, y luego se le heló la sangre.

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Se volvió despacio, dirigiendo lamirada al norte, hacia Bel Aliad.Suhedir al-Khazem, que había estadoescuchando el intercambio de palabras,dejó escapar un grito de desesperación.

Los primeros zarcillos de humo sealzaban por encima de la lejana Ciudadde las Especias.

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QUINCELecciones de muerte

Khemri, la Ciudad Viviente,en el 45.º año de Ptra el Glorioso(-1959, según el cálculo imperial)

Los grandes arquitectos de Khemri nohabían reparado en gastos paraasegurarse de cubrir todas lasnecesidades espirituales del difunto rey

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Khetep en la otra vida. Construyeroncámaras en el interior de la GranPirámide para almacenar altas tinajas decereales y pescado seco, dátilesconfitados, vino y miel. Habíahabitaciones llenas de lujoso mobiliarioy arcones de madera de cedroabarrotados de suntuosas prendas paraque el rey las vistiera. Una sala conteníaun par de halcones momificados y elarco favorito del rey, en el caso de quedeseara ir de caza en los campos delparaíso. Y otras cámaras guardaban loscaballos momificados del rey y un grancarro hecho de bronce y madera dorada.

Incluso había una habitación larga y

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baja que contenía una magníficaembarcación fluvial, con remerosmomificados incluidos, por si elpoderoso rey deseaba navegar por elgran Río de la Muerte.

La sala más fastuosa de todas estabaconstruida muy por encima de lascámaras funerarias del rey, situada en elmismo corazón de la Gran Pirámide.

Allí los arquitectos habían levantadoun espléndido salón del trono, amaltísimas columnas y losas de mármolpulido incluidas. Una majestuosa tarimase alzaba en el fondo del salón y sobreella descansaba un trono, hecho no demadera, sino de la obsidiana pulida más

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oscura. Flanqueando el trono habíaimponentes estatuas de Ptra y Djaf, conrostro adusto, pero con las manosalzadas en señal de bienvenida.

Había más estatuas intercaladasentre las columnas que se extendían acada lado de la cámara: Neru y Asaph,Geheb y Tahoth, todos los dioses deNehekhara, todos ellos esperando lallegada del espíritu del rey muerto. Puesel trono situado en el fondo de la sala noera para Khetep, sino para Usirian, elsiniestro dios del averno.

En ese gran salón era donde Khetepsería juzgado por los dioses. Si habíallevado una vida virtuosa, se le

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permitiría entrar en los campos doradosdel paraíso. De lo contrario, Usirianarrojaría el espíritu del rey a lasaullantes inmensidades del averno paraque sufriera allí por toda la eternidad o,al menos, hasta el momento en que lossacerdotes funerarios pudieran hacerregresar su alma y devolverlo a la tierrade los vivos.

Aquí era donde Nagash convocaría asu aliados nobles, más de cuarenta entotal, y presidiendo desde el trono negrode Usirian trabajaría para socavar elendeble reinado de su hermano. Si aArkhan, Raamket o a los otros jóvenesnobles les desconcertaba la profunda

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demostración de sacrilegio delnigromante, ninguno de ellos fue lobastante estúpido como para decirlo.También estaba el hecho de que habíamantenido su palabra y los habíaconvertido en hombres muy ricos ypoderosos.

Habían transcurrido tres años desdeque habían escrito sus nombres enaquella casa ruinosa cerca de la calle delos Labradores del Cobre y en esetiempo una espantosa plaga se habíaextendido por las grandes casas deKhemri. La enfermedad disolvíaliteralmente a sus víctimas desde dentrohacia fuera durante un periodo de días o

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a veces semanas. Se pagaron inmensasfortunas a los templos de Asaph y Tahothpara curar a los enfermos, pero lomáximo que podían lograr lossacerdotes era prolongar la agonía delos afectados. Nadie sobrevivía alabrazo de la plaga y los sanadores nopodían comprender cómo se propagabala enfermedad. Ni esclavos, ni guardiasni funcionarios sufrieron daño alguno;sólo los que tenían sangre nobleparecían correr riesgo. Todos, claro,salvo aquellos cuyos nombres estabanescritos en la lista de Nagash.

A medida que el número de víctimasmortales se elevaba y las grandes casas

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se veían diezmadas, muchos puestos devital importancia de la corte de Thutep,algunos de los cuales habían pertenecidoa la misma familia durante siglos,quedaron vacantes. Al final, eldesesperado rey no tuvo más alternativaque entregarles esos títulos a los únicosnobles que aún respondían a su llamadaa la gran asamblea. Las fortunas deKhemri estaban desapareciendodemasiado deprisa. Aparte de una brevemuestra de estima.

—¿Cómo le va al comercio decaravanas? —preguntó Nagash mientrasobservaba a los nobles allí congregadospor encima de los dedos unidos.

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Habían encendido los braseros delgran salón del trono, lo que arrojabalargos dedos de luz más allá de lasimponentes columnas y proyectaba lassiniestras sombras de los dioses depiedra por las losas de mármol. Khefruse movía en silencio entre los aliadosdel nigromante y ofrecía un refrigerio alos que así lo deseaban.

Shepsu-hur agarró una copa de vinode la bandeja de madera del sacerdotemientras pasaba. Thutep lo habíanombrado jefe de las puertas, lo que leconfería responsabilidad para gravar lascaravanas mercantes que entraban ysalían de Khemri con impuestos. Eso

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incluía el tráfico fluvial desde Zandri ylos envíos de cereales que llegaban alsur procedentes de Numas.

—Los precios casi se han duplicadoen el bazar —contestó mientrasdegustaba el vino—. Cereales, especias,bronce: comerciantes de todas lasciudades están complicando la vida enel mercado.

El nigromante asintió con la cabeza.—Es obra de Zandri —declaró—.

El rey Nekumet nos está asfixiando. Haconvencido a los otros reyes paraaumentar las tarifas sobre lasexportaciones hacia Khemri parainterrumpir nuestro comercio. —Nagash

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posó la mirada en Raamket—. Sin duda,esto ha multiplicado el contrabando pordiez.

Raamket cruzó los gruesos brazos.Habían nombrado al fornido noble jefede varas, por lo que estaba a cargo de laguardia de la ciudad. Con la ayuda deNagash, Raamket había utilizadorápidamente su autoridad para controlartambién las bandas criminales deKhemri.

—A las bandas del puerto y deldistrito de la puerta sur les está yendomuy bien —respondió con una risita—.Piensan pasarles de nuevo los bienes alos comerciantes del mercado a la mitad

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de la tarifa normal, una ganga estos días,pero las bandas se harán ricas.

Nagash hizo un gesto negativo con lacabeza.

—No —repuso—. Informa a lasbandas de que vendan sus bienes almismo precio que los comerciantesextranjeros. Nos conviene que la ciudadsufra un tiempo.

Raamket frunció el entrecejo ante lanoticia.

—No querrán oír eso —apuntó.—Si no escuchan, entonces córtales

las orejas —dijo el nigromante—.Cuando llegue el momento de queThutep ceda su corona, será…

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preferible… que el pueblo apoye sudestitución. —Se volvió hacia Arkhan—. ¿De qué humor está la gente en estemomento?

Arkhan esperó hasta que Khefru seacercó, y luego cogió una copa. Vació lamitad del vino de un solo trago y sequedó mirando el resto con el entrecejofruncido. Como jefe de la leva, eraresponsabilidad suya mantener el censoanual y asegurarse de que todociudadano adulto cumpliera su serviciocivil anual. En tiempos de guerra,también se le exigiría que reuniera lastropas de lanceros que formarían elgrueso del ejército de Khemri.

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—Los rumores están circulando,como pedisteis —contestó—. Losdioses están castigando a las grandescasas por permitir que Thutep echarapor la borda la primacía de Khemri. Nohizo falta mucho esfuerzo para que lagente empezara a repetirlo.

Shepsu-hur sorbió su vino,pensativo.

—Si le hacemos creer a la gente quela plaga es obra de los dioses, ¿no haráque se vuelquen con los sacerdotes?Pensaba que no era eso lo quequeríamos.

Nagash sonrió con frialdad.—Pueden ofrecerles todo el dinero y

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la devoción que quieran a lossacerdotes, siempre y cuando loshombres santos no puedan detener laplaga —contestó.

El nigromante se inclinó haciadelante sobre el trono de ébano.

—El tiempo de Thutep en el trono deSettra casi ha llegado a su fin de formanatural. La gente está descontenta. Unascuantas semanas más de hambre ymiseria, y estarán preparados para quemi hermano caiga. Por ahora debemosrecuperar nuestras fuerzas y disponemospara un último brote de la supuestaplaga. Esta vez, la enfermedad sepropagará más allá de las grandes casas

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y atacará a los mercaderes de la ciudad.Eso debería bastar para inflamar losfuegos del descontento. —Nagash agitóuna mano para despedirlos—. Mañanahay luna nueva. Regresad aquí amedianoche con vuestras ofrendas yrealizaremos el conjuro de Cosecha.

Con eso, la audiencia concluyó. Losnobles apuraron sus copas y las dejaronsobre el suelo de mármol. Luego, seretiraron de la resonante cámara sinmediar palabra. Momentos después sóloquedaba Khefru, que estaba recogiendodiligentemente las copas y colocándolasen una bandeja de madera que manteníaen equilibrio apoyada contra la cadera.

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Nagash observó a su sirviente con airepensativo.

—Me estás ocultando algo —dijo.Khefru negó con la cabeza.—No sé qué queréis decir, señor.—Puedo verlo en la rigidez de tu

postura y en el modo en que evitascuidadosamente mi mirada —explicó elnigromante con frialdad—. No meinsultes intentando recurrir alamentables subterfugios, Khefru. Nosería prudente.

Un leve estremecimiento hizo quelos hombros del joven sacerdotetemblaran. Se detuvo un momento,recobrando la calma, y luego dejó la

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bandeja de madera y se enderezó.—Tengo miedo de que os estéis

volviendo demasiado audaz, señor —contestó—. Thutep no está tan ciego nies tan tonto como pensáis. Lasdesapariciones están atrayendo cada vezmás la atención. Vuestros supuestosaliados sacan a rastras a docenas devíctimas de las calles cada mes paravuestros rituales…

—Arkhan y el resto deben aprenderlos rudimentos de las artesnigrománticas si han de serme útiles —soltó Nagash, interrumpiéndolo—, yhace falta mucho poder para mantener lamaldición durante el cambio de luna. —

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El nigromante se movió con irritación enel trono—. La energía se disipademasiado deprisa. Es como llenar unajarra de vino usando las manosdesnudas.

—Pero el riesgo… —comenzóKhefru, extendiendo las manos en ungesto de impotencia—. Vuestros aliadosse están volviendo demasiado atrevidos.Agarran las primeras víctimas con lasque se encuentran, y muchas de ellastienen familias que las echan de menos.Sé a ciencia cierta que algunas personashan ido a los templos para implorar quese lleve a cabo una investigación formal.Sólo es cuestión de tiempo antes de que

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un mercader adinerado o un vecindariolleno de familias acongojadas le paguelo bastante al clero para empezar unainvestigación seria. Después no pasarámucho más antes de que el rey se veainvolucrado.

—¿Y qué? —gruñó Nagash—.Hemos trabajado durante los últimostres años para dejar al rey sin poder. Lasgrandes casas están prácticamenteextintas y mis hombres controlan todaslas funciones esenciales de la ciudad. Entodo caso, me imagino que podríamosencontrar un modo de hacer que lainvestigación sirva a nuestros propiosfines, dejando al clero en evidencia

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como un puñado de tontos corruptos yentrometidos. —Mientras lo decía,Nagash vio que Khefru palidecía. Elnigromante se inclinó hacia delanteatentamente—. ¡Ah! Ahora veo elmeollo del asunto. Después de todo loque hemos aprendido, todo lo que hemoshecho…, sigues teniéndole miedo alclero.

—No…, no, no es a ellos —balbuceó Khefru. Su rostro cetrinomostró una expresión transida de miedo—. No le tengo miedo a ningún hombrede este mundo salvo a vos, señor, pero¿y los dioses? Les hemos estafadodocenas de almas humanas a Djaf y

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Usirian. A estas alturas, su cólera debeser muy grande.

—Y, sin embargo, no han hecho nada—repuso Nagash con desdén—. ¿Sabespor qué? Porque podemos llegar ausurparles su poder. Estamosdilucidando los secretos de la vida y lamuerte, Khefru. Sin el temor a morir y laamenaza del castigo divino, los diosesperderán su dominio sobre lahumanidad.

—Sí, sí, entiendo todo eso —respondió el joven sacerdote; la cicatrizde cuchillo realzaba la expresiónafligida de su rostro—. Pero todavía nosomos inmortales. La muerte aún nos

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aguarda, y después, el juicio divino.Hemos…, hemos hecho cosas atroces,señor. No hay infierno en las enseñanzasde Usirian lo bastante espantoso paranuestros crímenes.

—Déjame a mí esas cosas, Khefru—dijo Nagash con tono frío—. Todo asu debido tiempo. Por ahora, debemoscentrarnos en quitarle la corona aThutep. ¿Lo entiendes?

Khefru asintió con la cabeza aregañadientes.

—Lo entiendo, señor.Hizo una rápida reverencia y retomó

su labor. El joven sacerdote recogió lascopas de vino y se dirigió al corredor

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lateral, que conducía a los nielesinferiores donde estaban situadas lacripta de Khetep y el estudio de Nagash.Justo cuando llegaba a las columnas quebordeaban el lado norte de lahabitación, se detuvo.

—Una cosa más, señor —dijo—.Vuestros invitados han hecho muchosprogresos explorando la cripta en losúltimos días. Creo que Ashniel casi haencontrado la salida. ¿Deberíaintroducir la siguiente serie de trampas?

Nagash se recostó en el trono con elrostro abstraído.

—Déjame eso a mí también —respondió.

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* * *

Habían dejado que los braseros sefueran apagando en el gran salón deltrono de la Gran Pirámide. Casi cuatrohoras después de medianoche,despedían un sombrío brillo rojo que ledaba a la enorme cámara un siniestrotinte color sangre. La luz rojiza apenasllegaba por encima de la altura de lacabeza a lo largo de las altísimascolumnas de piedra y formaba charcosen los anchos escalones de la grantarima.

El silencio se extendía por el frío

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aire de la sala interrumpido únicamentepor los sigilosos sonidos de losescarabajos de tumbas mientrasescarbaban. Entonces se oyó un débilsonido, como el susurro de la piel contrala piedra, y un suave silbido que casi sedividía en palabras.

Unas formas oscuras se movieronentre las sombras más allá de lascolumnas, en el lado norte de lahabitación. Los sibilantes susurros sealzaron de nuevo, como si se tratara deuna conversación entre tres víboras. Acontinuación, una grácil forma saliódeslizándose de la oscuridad y sedirigió al centro del salón del trono.

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Unas manos pálidas se alzaron, echaronhacia atrás una capucha de algodónnegro y dejaron ver los rasgos angulososde Ashniel, la bruja druchii. Girólentamente sin moverse del lugar comosi intentara deducir dónde se encontrabala cámara en relación con el resto de laenorme pirámide y a qué distanciapodría estar de la libertad.

En cuestión de momentos, suscompañeros se reunieron con Ashniel.Drutheira llevaba la capucha hacia atrás,dejando que el cabello blanco le cayerasobre los estrechos hombros. Su bellezaetérea se había transformado en unatensa máscara de esfuerzo y aferraba una

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daga improvisada creada picando unfragmento roto de obsidiana. Malchiorla seguía cojeando y soltandomaldiciones en voz baja, entre dientes.El asta de un dardo con lengüetasobresalía del muslo izquierdo deldruchii y cada paso dejaba un charquitode sangre reluciente sobre el mármol.Resultaba evidente que el dominio deAshniel de las numerosas trampas de lacripta aún dejaba bastante que desear.

Los tres druchii se reunieron ysusurraron una vez más; estaba claro quediscutían acerca de la dirección en laque deberían ir. Entonces una voz fríaresonó en la oscuridad y los paralizó

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con su intensidad depredadora.—Estáis muy cerca —dijo Nagash

desde las sombras que rodeaban el tronode ébano.

La tela susurró contra la piedracuando el nigromante se puso en pie ydescendió despacio los escalones,adentrándose en la luz rojiza. Sostenía elBáculo de las Eras en la mano izquierday mantenía los ojos oscuros clavados enlos bárbaros. Nagash sonrió; fue ungesto carente de calidez o humor.

—¿Os digo en qué dirección ir? —preguntó mientras señalaba hacia laentrada situada en el otro extremo de lasala—. Cuando el espíritu del rey

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muerto es juzgado y aceptado en elparaíso, puede abandonar la GranPirámide y viajar a la otra vida. Así quelos arquitectos construyeron un largocorredor inclinado allí para facilitarle elpaso.

Ashniel le dirigió a Nagash unamirada de puro odio.

—Qué pena que un espíritu nonecesite una puerta real —dijo entredientes—. El pasillo es puramentesimbólico y termina en un muro depiedra. —Se irguió cuan alta era y miródesdeñosamente al nigromante—. Hepasado mucho tiempo leyendo acerca delos extraños ritos funerarios de tu gente.

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—La bruja dio media vuelta y señalóhacia las sombras que recorrían la paredsur de la cámara—. Habrá otra entradaallí que conduzca a las criptassuperiores. Después, estará el corredorque lleva al exterior.

Nagash inclinó la cabeza con aireburlón.

—El pasillo aguarda, bruja. Loúnico que se interpone entre vosotros yvuestra libertad… soy yo. —Extendiócompletamente los brazos—.Derrotadme con vuestra magia y podréisiros.

Malchior dio un paso renqueantehacia la tarima.

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—¿Qué clase de truco es este? —soltó, aunque el movimiento no fue másque un amago.

Más rápidamente de lo que podíacaptar la vista, el brujo alzó la mano ypronunció entre dientes una sarta desílabas líquidas que hicieron que el airecrepitara con poder mágico.

Nagash reaccionó sin vacilar,girando el Báculo de las Eras yentonando una abjuración en el precisomomento en el que un rayo de luz blancaazulada salía a toda velocidad de lamano de Malchior. El hechizo destructorse lanzó hacia Nagash. Luego, pareciódeshacerse a medio camino de su

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objetivo, al encontrarse con el contrahechizo del nigromante, y se desvaneciócon un atronador estallido.

Mientras los irregulares zarcillos deenergía mágica lo envolvían, Nagashcambió de táctica: lanzó la mano abiertahacia delante y gritó un hechizo. Seprodujo un fogonazo de calor y dardosde fuego trémulo recorrieron el aireentre el nigromante y el druchii. Losbárbaros se dispersaron desviando losrayos mágicos con contra hechizos. Losdardos grabaron cráteres fundidos en laslosas de mármol y arrancaronfragmentos de las imponentes columnasde piedra que flanqueaban el salón del

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trono.Ashniel rodeó a Nagash por la

izquierda, mientras soltaba un conjuroblasfemo y lanzaba un rayo de sibilanteoscuridad que surgió de sus manosabiertas. Nagash lo rechazó con otroveloz contra hechizo. El rayo dio en elBáculo de las Eras y se desvió más alládel nigromante con un rugido atronador,chocando contra el trono de ébano deUsirian y fundiéndolo hasta formar uncharco humeante de roca líquida.

Malchior atacó a Nagash unmomento después, golpeando alnigromante en el costado con una lanzade crepitante energía. Nagash, que aún

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estaba concentrado en su contra hechizo,pudo disipar la mayor parte del poderdel golpe, pero el resto de la energía delhechizo le arañó las costillas como sifueran las garras de un león y le prendiófuego a su túnica.

El nigromante se tambaleó. Con unrugido, gritó una sarta de sílabas. Elfuego que le lamía la túnica parpadeó yse apagó canalizándose en forma de unatralla de llamas que descargó sobreAshniel. La bruja cortó el chorro deenergía con una facilidad despectiva.

De pronto, una tormenta de sombrasque se arremolinaban rodeó a Nagash.Una figura pálida surgió de las sombras,

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como si pasara danzando junto alnigromante, y un ardiente dolor atravesóel brazo del hechicero. Nagash diomedia vuelta, pero Drutheira ya estabafuera de su alcance; había desaparecidoen medio de la oscuridad mágica conuna carcajada cargada de odio. Lasangre le bajaba abundantemente por elbrazo debido al tajo que le habíacausado la daga de la bruja.

El aire del interior de la cámaravibraba por el entrechocar y elestruendo del poder mágico. Otro rayode poder se abrió paso por el manto desombra de Drutheira, y Nagash sintióque todo el costado izquierdo le

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estallaba de dolor cuando el hechizo lerozó la cadera. Lo hizo girar como sifuera el juguete de un niño y casi loderribó de la tarima. Cayó con fuerzasobre el costado derecho, lo que lo libróde un torrente de dardos crepitantes quele había lanzado Ashniel.

Nagash contuvo el dolor que ledesgarraba los nervios y trató de ponersus ideas en orden. Los druchiis teníanmucha más experiencia con la hechiceríaque él, pero había pensado que sinmagma pura —los vientos de magia,como ellos los llamaban— a la querecurrir sería capaz de contrarrestar sushechizos con facilidad. Estaba claro que

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los bárbaros no habían compartido todolo que sabían. Sin embargo, Nagashposeía sus propios secretos.

Las impenetrables sombras lorodearon una vez más. El nigromanteabandonó sus contra hechizos y aferró elbáculo con ambas manos, buscando unrevelador indicio de piel pálida.

Dio la impresión de que Drutheiradanzaba en la oscuridad hacia él y seaproximaba a Nagash desde el costado.Dejó que se acercara, y luego arremetiócontra ella con el báculo. La bruja viovenir el golpe e intentó apartarse de unsalto, pero el nigromante la alcanzó enel tobillo derecho y la hizo tropezar. La

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mujer cayó con un alarido y bajórodando dolorosamente los escalones depiedra de la tarima.

Mientras la bruja caía, Nagash selevantó apoyándose en una rodilla ygritó un contra hechizo que disipó lassombras como si se tratara de humo.Notaba la garganta cerrada y dolorida, yel cuerpo le estaba empezando a temblarpor el esfuerzo. De inmediato, tuvo lasensación de que algo le presionaba lapiel y blandió el Báculo de las Erashacia delante, mientras rayos de poderse dirigían hacia él desde el frente y elcostado. Garras de fuego desgarraron unlado de la cara de Nagash y dos

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sacudidas que le golpearon el cuerpo lodejaron sordo. Un dolor atroz lerecorrió el pecho como si unos dedos dehierro se hubieran hundido en la carne yel músculo que había debajo de la piel.

Durante instante de mareo, Nagashse debatió al borde de la inconsciencia.Logró regresar por pura fuerza devoluntad y buscó la figura herida deMalchior, que seguía de pie en el centrodel salón del trono. El nigromante apretóel puño derecho y comenzó a salmodiar.

Nagash sabía que la púa conlengüeta que el brujo tenía clavada en lapierna estaba contaminada con veneno,un veneno doloroso y debilitante que en

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ese mismo momento recorría las venasdel druchii. De algún modo, el brujopodía continuar luchando a pesar delintenso dolor del veneno, pero entoncesel nigromante multiplicó su virulenciapor diez. El druchii se quedó rígido amitad del cántico, los músculos se letensaron como cables bajo la piel. Elbrujo empezó a soltar espuma por laboca. Cayó y comenzó a retorcerse porla piedra llena de cráteres, hasta que unaráfaga de abrasadores rayos procedentede los dedos del nigromante desgarró elcuerpo del druchii como si se hubieratratado de cuchillos. La sangre hirviendosalpicó el suelo, y el cuerpo

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despellejado del brujo quedó inmóvil.Nagash todavía no había terminado

con Malchior. Notó el sabor de la sangremientras soltaba el conjuro de Cosechay consumió el alma del brujo. Laesencial vital de Malchior fluyó dentrode su cuerpo como un río de hielo,desvaneciendo el dolor de sus heridas yllenándole las venas de poder.

Drutheira yacía al pie de la tarimadoblada en dos a causa del dolor. Habíacaído sobre el brazo derecho, que teníatorcido en un ángulo incómodo. Con ungruñido, Nagash la señaló con un dedo ypronunció un feroz hechizo. La brujalevantó el brazo bueno y gritó un contra

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hechizo, pero la fuerza del ataque delnigromante la golpeó como una tormentadel desierto. En la pálida piel de labruja aparecieron gotas de sangre que sefueron extendiendo rápidamente amedida que un violento viento mágico learrancaba la carne en retorcidos jirones.La bruja quedó destrozada en uninstante; sus entrañas se esparcíanformando un ensangrentado abanicodetrás de sus huesos humeantes. Nagashentonó de nuevo el conjuro de Cosecha ydevoró la esencia vital de la bárbara.

Un rayo de poder abrasador seestrelló contra el nigromante, peroNagash apenas lo sintió. La energía se

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disipó como humo anulada por la ráfagade poder del alma de Drutheira. Sevolvió hacia Ashniel, que aún seguíacerca de la pared sur de la cámara, ydesató una ondulante sucesión de rayosmágicos. La bruja respondió a susataques con temible rapidez, desviandomuchos de los rayos y desvaneciendo elresto. Crepitantes detonaciones rajaronlas piedras y levantaron bocanadas depolvo en el aire que rodeaba a ladruchii, pero Ashniel resultó ilesa.

La bruja contraatacó con un alarido.Nagash sintió que la tarima que teníadebajo comenzaba a moverse y ahundirse. Se concentró en las piedras,

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que se estaban volviendo negras y seestaban fundiendo como si se tratara dela boca de un hoyo enorme. Elnigromante gritó un contra hechizo yvolcó sus recién adquiridas energías enel conjuro, lo que hizo que las piedrasrecuperaran una vez más la solidez.

Antes de que Ashniel pudiera lanzarel siguiente ataque, Nagash desencadenóotro torrente de rayos contra la bruja. Denuevo, la bárbara los desvió conhabilidad casi despreocupada. Mássacudidas resonaron por la cámara yprovocaron que afiladas partículas depiedra salieran zumbando por el aire.

Ashniel se tambaleó ante la

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arremetida, pero le dirigió una sonrisamaliciosa al nigromante.

—Un truco ingenioso, humano —exclamó—, pero esos dos eranaficionados comparados conmigo. Tusataques son potentes aunque torpes, y tusenergías, limitadas. Puedo contrarrestartus hechizos indefinidamente y, cuandote hayas agotado, me haré un nuevo parde guantes con tu piel.

Nagash crispó el rostro de rabia ycomenzó a salmodiar de nuevo. Unviento furioso y aullante surgió delnigromante y descendió bramando de latarima en dirección a la bruja. Ashniellevantó las manos, y el viento se enroscó

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a su alrededor. Las losas situadas bajolos pies de la druchii estallaron enpedazos y los agudos ecos de la piedraal astillarse llenaron el aire.

—¿Lo ves? —dijo la bruja con unacarcajada—. Tus hechizos no puedentocarme.

Nagash inspiró hondo. El poder delas almas de los druchii se estabadesvaneciendo y le dejaba la gargantadolorida y desgarrada.

—¿Qué te hace pensar que esehechizo era para ti? —preguntó con vozronca.

La sonrisa de Ashniel flaqueó. Labruja entrecerró los ojos con cautela y,

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con un bufido como el de un felinofurioso, dio media vuelta rápidamente yvio los pies agrietados y astillados deAsaph, la diosa del amor.

Se volvió de nuevo hacia Nagash,desconcertada, justo en el momento enque la cabeza de la diosa caía sobreella. La cabeza de piedra, del tamaño deun carro, aplastó a la druchii y se hizoañicos.

Nagash pronunció el conjuro deCosecha por última vez y absorbió laesencia vital de Ashniel. El dolor sedesvaneció y fue reemplazado por la fríadicha del triunfo.

El nigromante examinó el escenario

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de la carnicería. Velos de polvocolgaban en el aire teñidos de rojo porla luz amortiguada de los braseros.

—Gracias por la lección —dijo conuna sonrisa.

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DIECISÉISLa creciente oscuridad

Bel Aliad, la Ciudad de las Especias,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

Para cuando Akhmen-hotep y susguerreros llegaron a Bel Aliad, losjinetes bhagaritas habían matado a todoser vivo que pudieron encontrar. Los

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cuerpos aparecían amontonados a lolargo de las estrechas calles; habíanacabado con sus vidas mientrasintentaban escapar de los veloces jinetesdel desierto.

Cuando los ciudadanos, presas delpánico, se habían refugiado en sus casas,los despiadados bhagaritas habíanlanzado antorchas y lámparas de aceiterobadas por las ventanas y habíanesperado con los arcos preparados.Ancianos, mujeres y niños yacíanapilados junto a las puertas de sus casas,atravesados por flechas y lanzas. Losbhagaritas se habían adentrado en lamasacre hasta que sus túnicas blancas y

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las cruces de sus caballos habíanacabado empapados de sangre inocente.

El hedor de la sangre derramada senotaba intensamente en el aire, inclusoen el famoso Bazar de las Especias.Habían rajado los toldos de brillantescolores del mercado de especias yhabían derramado una fortuna en hierbasexóticas; tras romper las urnas lashabían pisoteado en la tierra. Habíanllevado Bel Aliad a la ruina en el lapsode una sola tarde. Los jinetes deldesierto le habían arrancado el corazónen respuesta a todo lo que ellos habíanperdido, y ahora permanecían sentadossobre sus monturas y clavaban la

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mirada, enmudecidos, en el horror quehabían causado, con los brazos de lasespadas colgando sin fuerza y lososcuros ojos vacíos de todopensamiento o sentimiento.

Akhmen-hotep se adentró dandofuertes zancadas en el Bazar de lasEspecias rodeado de sus Ushabtis y lossoldados de la caballería ligera dePakh-amn. Habían dejado los carros enel límite de la ciudad, ya que habríaresultado imposible guiar las pesadasmáquinas de guerra por las calles sinatropellar a la gente masacrada de BelAliad.

La espada manchada de sangre del

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rey tembló en su mano al ver las figurascongregadas de los jinetes. La rabia y ladesesperación invadieron a Akhmen-hotep y, cuando intentó hablar, lo únicoque pudo pronunciar fue un inarticuladorugido de angustia, que resonó en laplaza cubierta de cadáveres. Loscaballos del desierto se asustaron al oírel espantoso sonido, sacudieron lacabeza y retrocedieron, alejándose delrey que avanzaba; pero los bhagaritascalmaron a los animales con vocestristes y bajaron de las sillas confúnebre elegancia. Dieron unos cuantospasos hacia el rey y dejaron las espadascon cuidado en el suelo, junto a sus pies.

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Algunos levantaron las manos y seaflojaron los turbantes mostrando suscuellos, mientras que otros se abrieronlas túnicas manchadas de sangre ydejaron al descubierto sus pechosagitados por el esfuerzo. Habíanvengado a sus familiares asesinados yahora se preparaban para reunirse conellos en la otra vida.

En ese momento, Akhmen-hotep loshabría complacido de buena gana. Clavóla mirada en sus ojos muertos y se sintióenfermo de rabia.

—¿Qué infamia es esta? —gritó—.¡Esta gente no os había hecho nada!¿Creéis que a vuestros seres queridos

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les alegra lo que habéis hechos? ¡Habéisasesinado a madres y a sus bebés! Estono es obra de guerreros, sino demonstruos. ¡No sois mejores que elUsurpador!

La imprecación azotó a losbhagaritas como el golpe de un látigo.Uno de los jinetes chilló como un felinodel desierto y cogió rápidamente suespada, pero no dio más de dos pasoshacia el rey antes de que uno de losUshabtis de Akhmen-hotep se adelantaray lo matara. Los guardaespaldas del reyavanzaron desplegándose en masa, conlas espadas rituales titilando, pero loscontuvo un grito autoritario, no de

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Akhmen-hotep, sino de Pakh-amn, el jefede Caballería.

—¡Deteneos! —exclamó el jovennoble—. ¡Es al rey a quien lecorresponde quitarles la vida a losjinetes, no a vosotros!

Manteniendo su juramento, los fielesse detuvieron, esperando la orden de suseñor. Akhmen-hotep se volvió al oíracercarse a Pakh-amn y fulminó al noblecon la mirada, mientras este frenaba sucaballo junto al rey.

—¿Piensas abogar por sus vidas,Pakh-amn? —soltó—. ¡Han perdido elderecho a vivir por lo que han hecho!

—¿Creéis que estoy ciego, alteza?

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—respondió bruscamente el noble—.He visto la masacre igual que vos, perosus ejecuciones deben esperar si vos yyo deseamos ver Ka-Sabar una vez más.

Akhmen-hotep contuvo una ferozcontestación. Por muy terrible que fueraoírlo, Pakh-amn tenía razón. Sin losbhagaritas nunca encontrarían el caminode regreso a través de las arenasinexploradas del Gran Desierto y eldeber del rey para con su pueblo estabaantes que cualquier otra consideración.La justicia para la gente de Bel Aliadtendría que esperar.

—Apresadlos —les dijo a losUshabtis con voz apagada—. Quitadles

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los caballos y las espadas, y llevadlosde regreso al campamento.

Los Ushabtis bajaron las espadas demala gana, pero hicieron lo que el reyles ordenó. Los jinetes del desierto noofrecieron resistencia mientras lesataban las manos detrás de la espaldacon cuerda sacada de sus sillas y manosextrañas cogían las bridas de suscaballos sagrados. Para ellos, sus vidashabían terminado.

—Deberíamos llevarlos por una rutaindirecta —sugirió Pakh-amn—, no seaque los nobles de la ciudad los vean.Reuniré algunos soldados y meencargaré de apagar los incendios.

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Akhmen-hotep asintió moviendo lacabeza con dificultad.

—¿Qué le diré a Suhedir al-Khazem? —preguntó, incapaz de apartarla mirada de los cuerpos destrozados yretorcidos que llenaban la plaza. El jefede Caballería inspiró hondo.

—Diremos que a algunos denuestros jinetes se les fue la manodurante la batalla y se produjeronalgunos saqueos. Nada más. Si lescontamos la verdad, habrá un motín.

Incluso maltrechos y desarmados,los nobles y los miembros de lascompañías de la ciudad que habíansobrevivido componían una fuerza

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numerosa y los términos del rescate queel rey había ofrecido significaban quelos mantendrían en el campamento conuna guardia mínima. Los mercenariosbárbaros serían atados en hileras decadenas para esclavos y regresarían conel ejército: estos eran los salarios deguerra en la Tierra Bendita.

Akhmen-hotep lo consideró y asintiócon la cabeza. Al final, tendrían quecontarle la verdad al príncipe y a sushombres, pero no ese día No era capazde hacerlo.

—Ocúpate de ello —indicó,cansado, y le hizo una señal a Pakh-amnpara que se fuera.

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El rey se quedó solo en medio de laplaza empapada de sangre mientras sellevaban a los jinetes bhagaritas y Pakh-amn les daba órdenes bruscamente a lossuyos. Sus anchos hombros sehundieron, y Akhmen-hotep cayó derodillas entre los cuerpos de losinocentes.

—Perdonadme —dijo mientras seinclinaba para apoyar la frente contralas piedras calientes—. Perdonadme.

* * *

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El sol poniente tenía un tono rojo comola sangre fresca mientras se día detrásde las brumas por encima de las Fuentesde la Vida Eterna. Borrosas nubesblancas se agitaban lentamente en el airecaliente enroscándose en forma degruesos zarcillos alrededor de las cimasde las altas dunas, a sólo unas pocasmillas de distancia de donde seencontraba Rakh-amn-hotep. Estabacubierto de una pasta de sudor, polvo yarena debido a las sinuosas escaramuzasde la caballería a últimas horas de latarde y le dolía el hombro izquierdo acausa de la flecha de un jinete que habíapenetrado unos centímetros más allá de

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las gruesas escamas de su chalecoblindado. Tenía la garganta y las fosasnasales cubiertas de barro y le daba laimpresión de que los ojos se lequedarían pegados si los cerraba más deunos segundos. Para su mente cansada,las brumas parecían ondularse yextenderse hacia él como los acogedoresbrazos de una amante. Anhelaba sentirese roce fresco y limpio, peropermanecía justo fuera de su alcanceprotegido por una larga y delgada fila dejinetes de Numas y lanzas de Khemri.

La fuerza enemiga estaba desplegadaa lo largo de la base de una hilera dedunas bajas que se extendía

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aproximadamente en dirección sur, y suflanco izquierdo ocupaba ambos ladosdel camino comercial occidental queconducía a la Ciudad Viviente. El gruesode la caballería enemiga se habíaretirado hacia el lado norte del camino,sin duda para disuadir cualquier intentode flanqueo en esa dirección. Lossoldados de la caballería numasiresultaban temibles a caballo, casi tantocomo los príncipes del desierto deBhagar, y a pesar de que los superabanen número considerablemente, se habíanimpuesto a los lybaranos en la mayoríade las escaramuzas diarias.

Rakh-amn-hotep los había

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presionado mucho, pues al principiohabía creído que la caballería numasi noera más que un destacamento grande dereconocimiento al que habían enviadopara reunir información acerca de lasituación en Quatar. El enemigo se habíabatido en retirada a ritmo lento peroconstante ante su avance, algunas vecesdando media vuelta y lanzándose haciadelante para soltar una descarga deflechas o intercambiar golpes de espadacon un escuadrón de lybaranos que losacosaba demasiado de cerca. Habíaestado seguro de que al final acabaríancediendo y retirándose al norte y eloeste en cuanto el día estuviera llegando

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a su fin, pero ahora se daba cuenta conamargura de que los jinetes simplementeeran una vanguardia como sudestacamento y que lo habían retenido eltiempo suficiente para que el resto de sufuerza formara para la batalla.

La mayoría de la caballería lybaranaestaba dispuesta formando una ampliamedia luna a cada lado del reyrasetrano: cerca de tres mil soldados decaballería ligera y una magnífica fuerzade mil quinientos guerreros decaballería pesada. La caballería pesadaestaba situada a la izquierda del rey yaún seguía relativamente fresca al finaldel día. Rakh-amn-hotep los había

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mantenido a ellos y a sus Ushabtis en lareserva, pues no quería agotarlos conconstantes persecuciones cuando podríanecesitarlos después.

A la derecha del rey, los caballos delos escuadrones de caballería ligeraaguardaban con las cabezas gachas y lasijadas machadas de espuma. Los jinetesvertieron valiosísima agua de losfrascos de cuero que llevaban a lacadera en gruesos trapos de algodón ylos sostuvieron en alto para que suscansadas monturas los lamieran.

Rakh-amn-hotep miró con elentrecejo fruncido hacia el sol que ibadescendiendo. Aún faltaban unas dos

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horas para que se pusiera. Si no podíanencontrar un modo de atravesar la líneaenemiga, significaría otro día en la arenaconsumiendo toda el agua que lequedaba al ejército. Las tropas delUsurpador parecían sumar al menosquince mil hombres, incluidos los dosmil soldados de la caballería numasi alos que se habían enfrentado antes, y ensu mayor parte, eran infantería ligera yunas cuantas compañías de arqueros.Por lo general, el rey rasetrano habríaestado tentado de confiar en Ptra eintentar una carga concentrada, pero lamayor parte de sus tropas estabanprácticamente exhaustas. ¿Le quedaban

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suficientes fuerzas para penetrar la líneaenemiga?

El rey se volvió y le hizo señas alcomandante del contingente lybarano,que se encontraba con su séquito a sólounos pasos de distancia. Shesh-amun erauno de los aliados más incondicionalesde Hekhmenukep, y a pesar de suavanzada edad, se comportaba con lafuerza y el vigor de un joven. Era largo ydelgado como el cuero viejo, y la piel sele había vuelto casi negra tras pasarlargas décadas trabajando bajo el soldel desierto. El paladín era un hombrefranco y directo que no toleraba de buengrado a los idiotas y que no tenía tan

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buena opinión de sí mismo como paraque no se lo pudiera convencer para queatendiera a razones. Se había ganado lasimpatía del rasetrano enseguida. Rakh-amn-hotep se inclinó por encima delborde de su carro mientras Shesh-amunse acercaba.

—Necesitamos pasar entre estoschacales —dijo el rey en voz baja—.¿Tus hombres tienen fuerzas para unapelea más?

—¡Oh!, agradecerán la oportunidadde enfrentarse a alguien que no da mediavuelta y sale huyendo al primer indiciode problemas —gruñó Shesh-amun—.Esos ladrones de caballos numasis han

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hecho que se les suba la sangre a lacabeza, pero sospecho que se tratabajustamente de eso. —El paladín volvióla cabeza y escupió en el suelo—. Estándispuestos y los caballos también, perono os sorprendáis si empiezan a caersemuertos si la pelea se prolongademasiado.

El rey rasetrano asintió gravementecon la cabeza.

—Bueno, promételes toda el aguaque puedan beber si logramos penetrar yllegar a los manantiales. Puede ser queeso los mantenga vivos un poco más.

—Haré correr la voz —contestóShesh-amun.

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Justo cuando comenzaba a alejarsesonó un cuerno al otro lado de las dunas,al este de los cansados jinetes. Elpaladín dirigió la atenta mirada a lolejos.

—¿Esperáis a alguien? —preguntó.Rakh-amn-hotep se enderezó y miró

hacia el este. Efectivamente, unaserpenteante franja de polvo se alzabadesde el camino comercial.

—Así es, pero ya casi había perdidola esperanza de que viniera —respondió—. Están llegando refuerzos —leinformó a Shesh-amun—. Prepara a tushombres para entrar en acción.

El paladín hizo una rápida

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reverencia y se alejó corriendo paratransmitir la orden. Minutos después,Rakh-amn-hotep oyó el estruendo de loscascos y un escuadrón de caballeríaligera pasó a toda velocidad sobre lasdunas para unirse a la línea de agotadosjinetes. Se alzaron cansadas ovacionesde la vanguardia cuando comenzaron allegar los refuerzos, y el rey aguardóbuscando el carro de Ekhreb entre lacolumna de tropas. Lo vio de inmediato,dando botes tras la caballería ligera.Rakh-amn-hotep alzó la espada a modode saludo, y el carro ligero se desvió dela línea de marcha y se detuvo junto alrey.

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—¡Te dejé allá en el campamentohace tres horas! —Le gritó Rakh-amn-hotep al paladín—. ¿Te has perdido? ¡Loúnico que tenías que hacer era seguir elmaldito camino!

Ekhreb saltó de la parte posteriordel carro y llegó junto al rey con dosrápidas zancadas.

—Tiene gracia —repuso el paladín,suavemente—. Vos, sermoneándome porllegar tarde. He reunido seis milhombres para vos en dos horas. ¿Losenvío de vuelta al campamento?

—No seas grosero —respondió elrey—. Puedo hacer que te decapiten poreso, ¿sabes?

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—Eso habéis dicho —comentóEkhreb— muchísimas veces.

Rakh-amn-hotep avistó unacompañía de infantería ligera rasetranaque cruzaba las dunas trotando al este.

—¿Qué me has traído, exactamente?—inquirió.

—Mil soldados de caballería ligera,cuatro mil de infantería ligera y mil denuestras tropas auxiliares de la selva —informó Ekhreb—. Me pareció que losescamosos podrían infundirle algo demiedo al enemigo.

—¿Ningún arquero? —preguntó elrey con dureza.

El paladín hizo un visible esfuerzo

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por no poner los ojos en blanco.—No dijisteis nada de arqueros,

alteza.El rey contuvo una respuesta

sarcástica. Ekhreb tenía razón, despuésde todo.

—Tendremos que confiar en losarcos de la caballería ligera, entonces—masculló.

Ekhreb cruzó los brazos y clavó losojos en la lejana línea enemiga.

—No es una gran fuerza —comentó—. Parece que la diversión de Akhmen-hotep logró su objetivo.

—Tal vez —contestó el rey—, perono hace falta que sea muy grande,

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siempre que nos impida llegar a losmanantiales.

Rakh-amn-hotep estudió ladisposición del enemigo y concretó suplan.

—Forma a la infantería en líneajusto aquí —le indicó a su paladín— ycoloca a las tropas auxiliares a laderecha. —Luego, le hizo una seña aShesh-amun. Cuando el lybarano llegó,le ordenó—: Vuelve a llevar a tucaballería ligera al otro lado de lasdunas que tenemos detrás y comienza atrazar un círculo a nuestra derecha, haciael camino.

Shesh-amun frunció el entrecejo.

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—Pero estarán esperando eso —repuso.

El rey le restó importancia a suspreocupaciones con un ademán.

—Algunas veces debemos darle alenemigo lo que está buscando —le dijoal paladín—. No involucres a tushombres en batalla campal a menos queno quede más alternativa. Simplementepresiona lo más lejos que puedasalrededor del borde de su línea. Te darédiez minutos para poner a tus jinetes enmarcha antes de que avancemos.

Aunque era evidente que aún teníasus dudas, Shesh-amun le hizo unareverencia al rey y comenzó a gritarles

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órdenes a sus tropas. Ekhreb ya leshabía transmitido las órdenes del rey atos refuerzos aliados. Las compañías deinfantería aliadas ya estaban formandouna línea irregular delante de lacaballería aliada y las formas verdeoscuro de las tropas auxiliares de laselva se estaban situando entre loscarros del rey y la caballería ligeralybarana. Los hombres lagarto erancriaturas gigantescas y pesadas, y teníanla piel escamosa tatuada con extrañosdiseños en espiral que se extendían porsus músculos ondulados. Sosteníanenormes garrotes en las manos congarras, hechos con pesados trozos de

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madera tachonados de esquirlasirregulares de brillante piedra negra.Les colgaban cráneos humanos decuerdas de cuero sin curtir alrededor delas cinturas desnudas y sus poderosascabezas en forma de cuña se parecíantremendamente a las de los grandescocodrilos de las leyendasnehekharanas. Los caballos de guerraentrenados pusieron los ojos en blanco yse removieron, nerviosos, al sentir elacre hedor de las criaturas, pero loshombres lagarto no les prestaronatención.

Mientras la infantería formaba parala batalla, la caballería ligera del flanco

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derecho comenzó a retirarse lentamentepor encima de las dunas al este. Rakh-amn-hotep esperaba algún tipo dereacción por parte de la línea enemiga,pero las tropas del Usurpador noemitieron ningún sonido.

Ekhreb cruzó los musculosos brazosy examinó los movimientos de las tropascon ojo experto.

—¿Dónde me queréis? —le preguntóal rey.

—¿A ti? —gruñó Rakh-amn-hotep—. Te quiero justo a mi lado, porsupuesto; de ese modo no podrás decirque te perdiste de camino a la batalla.

Ekhreb le dedicó una expresión

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maliciosa al rey.—Vivo para servir, alteza —

contestó con ironía—. ¿Y ahora qué?Rakh-amn-hotep contó los minutosmentalmente.

—Ordena que el centro y el flancoizquierdo avancen —indicó—. Lacaballería pesada atacará con lainfantería.

El paladín asintió con la cabeza ytransmitió las órdenes inmediatamente.Las trompetas sonaron y la líneairregular de guerreros alzó los escudos ymarchó hacia el enemigo seguida de lacaballería ligera a unos doce metros pordetrás. Al otro lado del accidentado

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terreno situado entre los dos ejércitos,los arqueros enemigos esperaban en doslargas líneas de hostigadores delante delas compañías de infantería. Mientras elrey observaba cómo la distancia entrelas dos fuerzas se reducía, se encontródeseando contar con unos cuantossacerdotes del cielo lybaranos para daral traste con la puntería del enemigo.Este pensamiento provocó una débilpunzada de sospecha en la mente delrey: ¿dónde estaban los hechiceros delenemigo? Había oído las historias de loque había ocurrido en Zandri años atrás.Ahora que sus fuerzas se habían vistoimplicadas, se encontró preguntándose

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qué terribles sorpresas les tendríapreparadas el ejército del Usurpador.

El aire se oscureció por encima delos ejércitos que se aproximaban cuandolos arqueros enemigos dispararon suprimera descarga. La infanteríarasetrana apretó el paso de inmediato yalzó los escudos de madera paraprotegerse de la mortífera lluvia. Ladescarga de flechas golpeó sus objetivoscon un espantoso repiqueteo de broncecontra madera. Los hombres gritaron, yaparecieron huecos en las compañíasque progresaban, pero el resto siguiópresionando. Más flechas titilaron por elaire mientras la caballería ligera

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devolvía el fuego enemigo disparandoalto, por encima de las cabezas de lainfantería, que avanzaba. Lejos, a laizquierda, se oyó un estruendo bajo amedida que la caballería pesadaespoleaba a sus monturas para quefueran a un potente medio galope y lascompañías enemigas de ese flancobajaron las relucientes lanzas pararecibir la inevitable carga.

Los arqueros del enemigodispararon una segunda descarga, yluego se retiraron a un lugar más seguro,mientras los guerreros rasetranos se lesechaban encima. Rakh-amn-hotep asintiócon la cabeza, pensativo.

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—Muy bien —le dijo a Ekhreb—.Ordénales a las tropas auxiliares queataquen.

Ekhreb gritó una orden, y un pesadotambor respondió marcando unacadencia queda y terrible. Con unsilbido parecido a un viento deldesierto, la compañía de hombreslagarto se levantó de su posición encuchillas, saltó hacia la línea de batallaenemiga y cubrió el terreno rápidamentecon sus largas zancadas. El aire se llenóde chillidos y espantosos gritosgorjeantes mientras los guerreros de laselva avanzaban, y a Rakh-amn-hotep lecomplació comprobar que las tropas de

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la izquierda vacilaban al oír el sonido.Por toda la línea de batalla, los

guerreros de los ejércitos contrarioschocaron en medio de un retumbanterepiqueteo de madera y bronce. Losgritos de los muertos y los moribundosse proyectaban con claridad por encimadel estruendo, y los heridos de gravedadcomenzaron a apartarse de lascompañías en combate y a regresartambaleándose por donde habían venido.A la izquierda, la caballería pesada seestrelló con gran estruendo contra elmuro de escudos enemigo lanzandocuerpos destrozados sobre suscompañeros mientras introducían una

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cuña en las dos compañías enemigas.Las espadas descendieron entredestellos trazando brillantes arcos,partiendo cráneos y rajando torsos, y losfrenéticos caballas se empinaron yarremetieron con sus terribles cascoscontra la multitud que gritaba.

A la derecha, los hombres lagarto seabalanzaron sobre sus enemigos enmedio de un espeluznante coro desibilantes chillidos y gemidosinhumanos. Su piel escamosa desviabaprácticamente todo salvo las lanzadasmás fuertes, y sus garrotes de guerramachacaban escudos de madera y huesospor igual hasta convertirlos en astillas

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irregulares. El rey observó cómo laarremetida hacía retroceder aterrorizadaa la infantería enemiga, pero la mayorparte de su atención se centraba en lacaballería ligera que seguía más abajo,en el flanco derecho. Sus caballos seempinaban y chillaban a causa del olorde los extraños hombres lagarto, pero demomento mantenían sus posiciones en elextremo opuesto del camino. Unoscuantos soldados de caballería lanzarondisparos desviados hacia las frenéticascriaturas, pero sin ningún efectoapreciable.

Transcurrieron los minutos y elenfrentamiento continuó. Las fuerzas

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enemigas habían flaqueado bajo laferocidad inicial del ataque aliado, perohabían recuperado su determinación, ysu superioridad numérica se estabacomenzando a notar contra la infanteríarasetrana. La caballería pesada de laizquierda se estaba viendo rodeadalentamente por un mar de guerreros querugían y acuchillaban, y estabaintentando liberarse de la muchedumbre.El simple peso de sus enemigos estabahaciendo retroceder a las compañías deinfantería de la izquierda y el centro. Ala derecha era donde únicamente seguíahabiendo signos de éxito, a medida quelos hombres lagarto se cobraban un

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terrible precio entre los humanos conarmadura ligera. Rakh-amn-hotep, sinembargo, sabía por experiencia que loshombres lagarto no podrían sostenertales esfuerzos durante mucho tiempo,sobre todo bajo ese calor abrasador.Antes de que pasara mucho más tiempocomenzarían a flaquear y tendría queretirarlos o arriesgarse a ver como losaplastaban.

Entonces, el rey alcanzó a ver unmovimiento más a la derecha. Unescuadrón de caballería enemiga estabadando media vuelta para dirigirse más alnorte. Un minuto después lo siguió otroescuadrón, y luego otro. Habían

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descubierto el movimiento de flanqueode los jinetes lybaranos y se estabandesplazando para contrarrestar elintento, pese a dejar a la maltrechainfantería de la derecha sin apoyo.

Rakh-amn-hotep sonrió y desenvainósu espada.

—Es hora de acabar con esto —gruñó—. Los Ushabtis avanzarán contrala derecha —le dijo a Ekhreb mientrasseñalaba con la espada hacia la unión enla que la derecha del enemigo seencontraba con el centro—. ¡Abríospaso y llegad hasta los manantiales!

Como uno solo, los Ushabtis gritaronel nombre de Ptra el Glorioso y

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levantaron sus relucientes armas hacia elcielo. La compañía emprendió el avanceen medio de un toque de trompetas yadquirió velocidad a medida que losaurigas fustigaban las ijadas de suscaballos. Mientras avanzaban con granestruendo, los carros modificaron suformación y se extendieron formandouna cuña que apuntaba como una lanzahacia el punto vulnerable de la líneaenemiga.

El suelo se sacudió bajo lasatronadoras ruedas de las máquinas deguerra. Los rasetranos situados en lasfilas traseras de las compañíasenzarzadas en la pelea vieron acercarse

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a su rey y alzaron las voces soltando unaovación llena de energía, que alentó losesfuerzos de sus compañeros. Duranteun breve momento, la línea ajada avanzóun solo paso, y luego los carros seestrellaron contra la línea de batalla.Los soldados de infantería ligera sevieron salvajemente apartados por lostiros de caballos a la carga, opisoteados bajo los cascos y las ruedasbordeadas de bronce. Las cuerdas de losarcos chasquearon mientras los arquerosde los carros disparaban a bocajarrocontra las tropas enemigas concentradas,y las figuras con armadura de losUshabtis recogieron una atroz cosecha

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con sus enormes espadas con forma dehoz. Rakh-amn-hotep golpeó con suespada y destrozo el cráneo de unguerrero que se dirigía hacia él gritando.A continuación, apartó la afilada puntade una lanza.

—¡Sigue adelante! —le bramó a suauriga, y el hombre hizo restallar ellátigo con ganas mientras le gritaba aPtra para que le diera fuerzas a su brazo.

Los soldados de infanteríaretrocedieron ante el impacto y losrasetranos avezados en la luchaaprovecharon la ventaja hundiendo lacuña aún más en la línea. Las tropasenemigas del flanco derecho se vieron

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aisladas de las compañías contiguas yabandonadas a merced de los voraceshombres lagarto, que les arrancaban lacabeza a los muertos y moribundos y lasmachaban con sus espantosasmandíbulas. Sin el apoyo de lacaballería ligera, los lanceroscomenzaron a flaquear, y un momentodespués, les falló la resolución; echarona correr y subieron a trompicones yayudándose con las manos por la laderaque tenían detrás. Los guerreros de laselva fueron tras ellos, silbando ygritando sus salvajes gritos de guerra.

Rakh-amn-hotep soltó un rugido detriunfo.

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—¡Virad a la derecha! —ordenó.Lentamente, los carros comenzaron a

ejercer presión sobre el flancodesprotegido de las compañías situadasen el centro del enemigo. Las flechasrecorrieron los laterales y la retaguardiade las formaciones enemigas y el pánicose extendió. Cuando los guerrerosenemigos vieron que su flanco izquierdose había desmoronado, dieron mediavuelta y echaron a correr. A los pocosminutos las laderas estaban plagadas detropas que huían. Los rasetranos lespisaban los talones como si fueranlobos, matando a todos los hombres quepodían alcanzar. Sólo el agotamiento

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contuvo a las tropas aliadas queavanzaban con dificultad y fue lo únicoque impidió que la retirada seconvirtiera en una huida empapada ensangre.

El alivio y una sensación de triunfoinvadieron el cuerpo cansado del rey. Labatalla había durado menos de mediahora, a juzgar por la altura del sol. Laardiente esfera de Ptra habíadesaparecido en medio de un charco deluz carmesí a lo largo del horizonteoccidental. «Con algo de suerte —pensóel rey—, la vanguardia llegará a lascharcas vivificadoras antes delanochecer».

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La infantería rasetrana trepó por laladera tras sus enemigos y desaparecióal otro lado de la cima de las dunas.Para la caballería y los carros fue másduro, ya que la arena cedía bajo loscorcoveantes cascos de los caballos.Rakh-amn-hotep estaba ocupadoconsiderando cómo continuaría con lapersecución empleando elementosfrescos procedentes de la caballeríaligera del ejército cuando su carrocoronó, por fin, la cuesta y se deslizóhasta detenerse con torpeza.

Rakh-amn-hotep estiró una manopara recobrar el equilibrio tras larepentina parada, con una maldición a

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medio camino de sus labios, cuando sedio cuenta de que toda la persecuciónaliada se había parado en seco. Lossupervivientes del ejército enemigocorrían desordenadamente por unaamplia llanura rocosa hacia losmanantiales. Y, con una fría sensación decomprensión, el rey vio por qué.

Al otro lado de la extensa llanura,formando justo al borde de losmanantiales envueltos en bruma, seextendía una línea de soldados deinfantería y arqueros que iba de unextremo a otro del horizonte. Laensangrentada luz del sol brillaba sobrebosques de lanzas y redondeados

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escudos pulidos. Había decenas demiles de hombres. Enormes bloques decaballería pesada aguadaban más allá dela línea de lanzas, y escuadrones máspequeños de caballería ligeramerodeaban por la parte delantera de lalínea de batalla como si fueran manadasde chacales hambrientos.

—¡Por todos los dioses! —susurróRakh-amn-hotep, sobrecogido.

Ahora lo entendía. La fuerzaenemiga a la que acababa de derrotar noera más que la vanguardia de la huesteprincipal del Usurpador.

Ekhreb detuvo su carro junto al rey.—¿Qué hacemos ahora? —gritó.

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Rakh-amn-hotep sacudió la cabezamientras observaba las legiones desilenciosos guerreros que esperaban alotro lado de la llanura.

—¿Qué podemos hacer? —contestócon amargura—. Tenemos que retirarnosy llevarle la noticia al resto del ejército.Mañana deberemos reunir todosnuestros efectivos y luchar por nuestrasvidas.

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LIBRO DOS

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DIECISIETEAtaque y retirada

Bel Aliad, la Ciudad de las Especias,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

El vino de dátiles era espeso yempalagosamente dulce. Akhmen-hotephizo una mueca mientras se llevaba lacopa a los labios y tomaba otro trago.

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Dentro de la tienda del rey, el aireestaba fresco y en calma. No se habíanencendido lámparas de aceite ni sehabía agregado carbón al fuego paraprotegerse del frío de la noche. Sóloatendían al rey dos esclavos, que lomiraban con los ojos muy abiertos ypermanecían arrodillados y temerosos acada lado de la entrada de la tienda.

La tienda de Akhmen-hotep daba aloeste, de modo que entraron largos einclinados rayos de luz de luna cuandoapartaron la portezuela de lino. Fuera, elcampamento estaba en silencio, salvopor la lejana música de los acólitos deNeru mientras llevaban a cabo su vigilia

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de medianoche.El rey levantó los ojos hacia la

redonda figura que se recortaba contrael frío resplandor de la luna.

—¿Qué quieres, hermano? —preguntó con una voz que muchas copasde vino habían vuelto áspera.

Memnet no respondió al principio.El gran hierofante permaneció en laentrada un momento, dejando que susojos se adaptaran a la penumbra, y luegose introdujo arrastrando, los pies conaire cansado y se sentó en una sillacerca del rey. Hizo una seña, y unesclavo se movió rápidamente rozandoel suelo arenoso para colocar una copa

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en la mano del sumo sacerdote.—Se me ocurrió que podríamos

tomar una copa —dijo Memnet,pensativo, mientras aspiraba el fuertearoma de los dátiles. Puso mala cara—.¿No hay agua para el vino?

Akhmen-hotep tomó otro sorbo.—No lo bebo por el sabor —repuso

en voz baja.El gran hierofante asintió con la

cabeza, pero no dijo nada. Tomó unsorbo de vino de prueba antes decomentar:

—No puedes culparte por lo queocurrió. Es la naturaleza de la guerra.

—Guerra —gruñó Akhmen-hotep en

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dirección a su copa—. Esto no es laguerra como nuestros padres laconocían. Esto…, ¡esto es grotesco! —Apuró el vino y fulminó con la mirada auno de los esclavos, que se acercaba agatas con una nueva jarra de vino—. Ycuanto más duro luchamos, peor se pone.

Se volvió bruscamente haciendo queel esclavo vertiera el espeso vino sobrela mano del rey.

—¿Qué nos está ocurriendo,hermano? —inquirió Akhmen-hotep. Ladesesperación estaba grabada en susapuestas facciones—. ¿Los dioses noshan abandonado? Mire donde mire, loúnico que veo es muerte y destrucción.

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—Sostuvo la copa rebosante ante él; susojos oscuros tenían una mirada sombría—. A veces, temo que incluso siderrotamos al Usurpador, nunca noslibraremos de su mácula.

Memnet clavó los ojos en su copa unrato. Dio otro sobo.

—Quizá no debamos hacerlo —contestó suavemente.

El rey se quedó muy quieto.—¿Qué quieres decir? —preguntó.Memnet no respondió al principio.

Su expresión se tomó angustiada, yAkhmen-hotep comprobó lo asoladosque habían quedado sus rasgos desdeaquel aciago día en Zedri. El rostro del

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sacerdote era como una máscara que lequedara mal descansara precariamentesobre su cráneo. Dio un trago de vinomás largo y suspiró profundamente.

—Nada es eterno —dijo al final—.No importa lo que creamos. —El sumosacerdote se recostó en la silla mientrashacía girar la copa pulida en las manos—. ¿Quién se acuerda de los nombres delos dioses a los que venerábamos en lasselvas antes de llegar a la TierraBendita? Nadie. Ni siquiera lospergaminos más antiguos que hay enMahrak hablan de ellos. —Levantó lamirada hacia el rey—. ¿Nosabandonaron o los abandonamos

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nosotros a ellos?Akhmen-hotep miró a su hermano

con el entrecejo fruncido.—¿Quién sabe? —contestó—. Era

una época diferente. No somos los queéramos antaño.

—Eso es lo que quiero decir —continuó el sumo sacerdote—. Preguntassi los dioses nos han abandonado. Talvez sería mejor preguntar si nos hemosdistanciado de ellos. Nagash podría serel heraldo de una nueva era para nuestragente.

—¿Cómo puedes decir eso? —gruñóAkhmen-hotep—. ¡Precisamente tú!

Memnet no se inmutó ante el tono

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acusatorio del rey.—El papel de un sacerdote consiste

en algo más que en hacer sacrificios yreunir diezmos. También somos losportadores de verdades más profundas.Esa es la responsabilidad que nosimpusieron los dioses. —Su mirada seposó en las sombras que se proyectabansobre el suelo—. No siempre esagradable oír esas verdades.

Akhmen-hotep consideró laspalabras de su hermano mientrasescudriñaba las profundidades de sucopa. La desesperación que lo carcomíale dejaba el rostro lívido. Entonces, aritmo lento pero constante, se le

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endureció la expresión. Juntó las cejas yapretó los labios formando una líneafina y decidida.

—Te diré lo que creo —comenzódespacio—. Creo que la verdad es loque nosotros queremos que sea. De locontrario, ¿para qué necesitaríamosreyes?

Se llevó la copa a los labios y laapuró de un largo trago. Luego, sostuvoel recipiente vacío a la altura de losojos. Apretó el puño, y los tendones deldorso de su mano cubierta de cicatricesse tensaron como cuerdas mientrasaplastaba lentamente la copa de metal.

—Nada está predestinado, siempre y

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cuando tengamos el valor para lucharpor lo que creemos. —Tiró la copa alsuelo—. Destruiremos al Usurpador yarrojaremos su espíritu a lasinmensidades desérticas, que es su lugar.Volveremos a poner esta tierra en orden,¡porque yo soy el rey y ordeno que asísea!

Memnet levantó la mirada hacia elrey y lo estudió durante un largo rato.Sus ojos eran como oscuros lagos, sinfondo e inescrutables. Un amago desonrisa pasó fugazmente por su cara.

—No esperaba menos de ti, hermano—dijo.

Cuando el rey iba a contestar, unos

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débiles sonidos procedentes de más alláde los límites de la tienda lo obligaron ahacer una pausa. Frunció el entrecejomientras escuchaba atentamente. Memnetladeó la cabeza y también prestóatención.

—Alguien está gritando —comentó.—No es sólo uno —respondió el

rey, pensativo—. Quizá sea Pakh-amn asus soldados de regreso al campamento.Han estado toda la tarde apagando losincendios en la ciudad.

El gran hierofante clavó los ojos enlos posos de la copa.

—No le quites el ojo de encima aese, hermano —le advirtió—. Se vuelve

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cada día más peligroso.Akhmen-hotep negó con la cabeza,

quitándole importancia, y repuso:—Pakh-amn es joven y orgulloso,

desde luego, pero ¿peligroso?Sin embargo, incluso mientras lo

decía, recordó el tenso enfrentamientode ese día justo antes de la batalla.«Guiadnos, entonces, mientras viváis».

—Ha recuperado parte del respetoque perdió en Zedri —continuó el sumosacerdote—. Sus soldados de caballeríaaclamaron su nombre cuando concluyóla batalla.

—¿Y eso qué tiene de malo? —preguntó el rey, aunque no pudo evitar

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sentir una punzada de aprensión.—El jefe de Caballería ha dejado

claro que está en contra de la guerrapara derrotar al Usurpador —dijo elgran hierofante—. ¿Quién sabe lo quepodría hacer si se encuentra en unaposición de influencia sobre gran partedel ejército?

Los gritos aún sonaban lejanos, perose iban volviendo más intensos pormomentos. Al final, el rey no pudoaguantarlo más.

—¿Qué quieres que haga, hermano?—inquirió mientras cogía su espada—.Pakh-amn me ha servido bien en elcampo de batalla hoy. No tengo ninguna

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razón para sospechar de él.—Ni la tendrás, si es listo —le hizo

notar Memnet—. Vigílalo de cerca. Eslo único que pido.

Akhmen-hotep fulminó al sacerdotecon la mirada.

—Ya es bastante malo que tengamosque protegernos de los ardides delblasfemo —gruñó—. Ahora quieres queponga en duda el honor de mis nobles.

Antes de que Memnet pudieraofrecer una respuesta, el rey agarró suespada de una mesa cercana y saliódando veloces zancadas hacia el fríoaire nocturno. Con un esfuerzo devoluntad, intentó desterrar los graves

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comentarios de su hermano, de su mente,mientras se dirigía rápidamente hacialas voces flanqueado por cuatroUshabtis que habían estado montandoguardia fuera de la tienda del rey.

Los gritos se propagaban confacilidad en el aire gélido procedentesdel borde occidental del campamento.Akhmen-hotep apretó el paso al oír lossonidos de alarma que se estabanextendiendo por las tiendas de la huestede Bronce. Los hombres estabansaliendo a trompicones hacia laoscuridad con la armadura a medioponer y las armas en la mano. Undestello de movimiento a su derecha

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llamó la atención del rey. Vio a dosacólitos de Neru bajando a tropezonespor una senda colindante mientrasllevaban a un tercer acólito casi arastras entre ellos. Tenían las vestidurasceremoniales salpicadas de sangre. Elrey echó a correr, mascullando unamaldición.

A medida que se acercaba al bordedel campamento, Akhmen-hotepcomenzó a encontrar grupos de hombrespresas del pánico que corrían en la otradirección. Llevaban los faldellinesmanchados de polvo y hollín, y teníanlos rostros pálidos de miedo. Loshombres no notaron la presencia del rey

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entre ellos; pasaron a su lado a todavelocidad como una bandada de pájarosasustados, concentrados en nada másque en correr hacia el este lo másrápidamente posible.

Cinco minutos después el rey sehallaba en el borde del extensocampamento, donde se encontró con unaescena de caos y confusión. Un noble acaballo gritaba órdenes e intentabacontrolar a su corcoveante montura almismo tiempo, mientras un pequeñogrupo de guerreros abría el rudimentariorecinto que retenía a los prisionerosbárbaros que habían hecho en batalla.Un segundo recinto, construido para

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albergar a los miembros apresados delas compañías de la ciudad de BelAliad, ya estaba abierto y losprisioneros daban vueltas, confundidos,por la llanura iluminada por la luz deluna.

Akhmen-hotep corrió hacia el jineteque gritaba y, en el último momento,cayó en la cuenta de que se trataba dePakh-amn.

—¿Qué está pasando? —le gritó aljefe de Caballería.

Pakh-amn se volvió en la silla yclavó unos ojos muy abiertos en larepentina aparición del rey.

—¡Ya vienen! —exclamó con voz

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ronca.—¿Qué? —preguntó el rey. Miró a

su alrededor tratando de entender laescena—. ¿Quién viene?

El joven noble observó la multitudde prisioneros que pululaban por allí ymaldijo para sí mismo. Se inclinó hastaque su rostro quedó a sólo unoscentímetros del rey.

—¿Quién creéis? —contestó entedientes—. La gente de Bel Aliad se halevantado en masa, alteza. Cayeronsobre nosotros cuando salíamos de laciudad y mataron a un tercio de mishombres. El resto corrimos todo elcamino de regreso al campamento, pero

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aun así no tenemos mucho tiempo. Losmuertos también se están levantando delcampo de batalla y se dirigen hacia aquíen este mismo momento.

Akhmen-hotep sintió que se lehelaba la sangre al oír la noticia.

—Pero no había hechiceros en laciudad —protestó, aturdido—. Hedir al-Khazem lo juró.

—Id a ver la carnicería en laspuertas de la ciudad si no me creéis —gruño Pakh-amn—. Ancianos con losestómagos abiertos, madres degolladasniños pisoteados. ¡Se echaron sobrenosotros desde los callejones y lascalles laterales, y destrozaron a mis

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hombres a mano limpia!La sorpresa del rey desapareció ante

el tono mordaz del joven noble Fulminócon la mirada al jefe de Caballería yreplicó:

—Aun así, tenemos las guardas. Lossacerdotes de Neru.

—Están muertos o agonizando —replicó bruscamente—. Les tendieronuna emboscada hace poco rato mientrashacían su recorrido. Oímos ruido decascos lejos, al norte, probablementesoldados de caballería ligera armadoscon arcos. Las guardas sagradas de Neruno tienen poder sobre una descarga deflechas.

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El rey apretó los dientes al oír lanoticia, recordando a los tres acólitosheridos que había visto antes. Considerórápidamente la situación que se estabadesarrollando y se le cayó el alma a lospies al comprender que había caído enuna trampa. La batalla que habíanlibrado antes aquel mismo día sólohabía sido un preludio pensado paraagotar a sus hombres y aumentar aúnmás las cifras de las fuerzas enemigas.El rey inspiró hondo.

—Menos mal que se te ocurrióliberar a los prisioneros —dijo,jadeando.

Pakh-amn enseñó los dientes.

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—Si los dioses son bondadosos, losdemonios irán a por ellos primero y nosproporcionarán tiempo para salir deaquí —contestó entre dientes. Ladespiadada táctica del nobledesconcertó al rey.

—Formaremos a la hueste aquí —ordenó—, entre Bel Aliad y elcampamento. Quizá podamos encontraralgunas armas sobrantes y armar a lascompañías de la ciudad…

Pakh-amn fulminó al rey con lamirada y perdió el control por completo.

—¿Estáis loco? —repusobruscamente—. Incluso aunquecontáramos con tiempo para formar al

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ejército, los hombres están agotados ylos caballos reventados, y los muertosno se molestarán en formar compañías ymarchar a la batalla. Nos rodearán porlos flancos y se abalanzarán comohormigas sobre el campamento.

—Entonces, ¿qué quieres que haga,jefe de Caballería? —bramó Akhmen-hotep en tono amenazador.

Pakh-amn parpadeó ante el tono delrey, quizá comprendiendo lo mucho quese había sobrepasado.

—Debemos huir —respondió conuna voz más apagada— ahora mismo,mientras aún hay tiempo. Reunir a losbhagaritas y ver si podemos perdernos

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entre la arena.El rey hizo una mueca de desagrado,

pero las palabras del joven noble teníancierto sentido. Si presentaba batalla, searriesgaba a hacerle el juego aún más asu enemigo. Al rey no le gustaba la ideade una huida tan ignominiosa, pero yahabían hecho lo que habían venido ahacer. Habían cumplido su obligaciónpara con sus aliados. Ahora su únicaobligación era para con ellos mismos ysu ciudad.

Un grupo de bárbaros comenzó agritar a la izquierda del rey, mientrasseñalaban hacia el oeste y farfullaban ensu lengua gutural. Akhmen-hotep se

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apartó del caballo de Pakh-amn y atisbóhacia el oeste.

Al principio, dio la impresión deque la accidentada llanura estuvieraondulando lentamente, como lentas olaspor la superficie de un río, pero cuandolos ojos del rey se acostumbraron a lassombras pudo distinguir cabezasredondas y gachas, y hombros hundidosde aspecto oscuro y andrajoso bajo laluz plateada de Neru. Una desgarbadaturba de figuras se acercaba alcampamento renqueando ytambaleándose en silencio. Algunosblandían hachas o lanzas, mientras queotros trataban de agarrar a sus lejanas

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presas con manos vacías yensangrentadas. La parte delantera de lahorda se encontraba a menos de unamilla de distancia y avanzaba a un ritmolento e incesante. Akhmen-hotep sintiósu hambre ciega como si fuera la fríahoja de una espada contra la piel.

Los hombres de las compañías de laciudad también vieron a las criaturas nomuertas. Algunos llamaron convacilación a las figuras que seacercaban, pensando que sus familiareshabían venido a pagar el rescate por suliberación.

La masacre comenzaría en unosminutos y el pánico se extendería como

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un viento del desierto por elcampamento. El rey sabía que tendríanque actuar con rapidez si querían contarcon alguna oportunidad de escapar.Lleno de angustia, el rey se volvió denuevo hacia Pakh-amn.

—Ve a despertar a tus, jinetes —leordenó la joven noble—. Tendréis queser nuestra retaguardia mientrasintentamos retirarnos.

Pakh-amn se quedó mirando al reydurante un largo rato; sus ojos oscurosquedaban ocultos en las sombras. Alfinal, hizo un cortante gesto deasentimiento con la cabeza y espoleó sucaballo para que se pusiera al galope. El

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rey observó cómo el jefe de Caballeríadesaparecía adentrándose en elcampamento, y luego comenzó a darlesórdenes a sus guardaespaldas.

—Despertad a los comandantes delas compañías inmediatamente —lesindicó—. Decidles que reúnan a sustropas y cojan todo lo que puedancargar. Nos vamos en quince minutos.

Los Ushabtis hicieron una rápidareverencia y se alejaron corriendo haciala oscuridad. Akhmen-hotep miró a sualrededor y vio que los mercenarios yase habían marchado; habían huidodesordenadamente en dirección sur. Losguerreros de Bel Aliad se dirigían al

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oeste, formando una muchedumbreharapienta y llamando a las figuras quereconocían vagamente entre la horda quese aproximaba.

Ardiendo de vergüenza, Akhmen-hotep le dirigió una breve plegaria aUsirian; le pidió que sus almas pudieranencontrar el camino hacia la otra vidasin percances. A continuación, diomedia vuelta y corrió hacia el centro delcampamento.

* * *

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Los muertos vivientes de Bel Aliadfueron metódicos en su labor.Persiguieron a trompicones a susparientes, que no dejaban de gritar, lostiraron al suelo y los apuñalaron conlanzas, o los rajaron con garras ydientes. Los guerreros de las compañíasde la ciudad huyeron en todasdirecciones, pero estaban agotados trasun largo día de batalla y los invadió unterror que no atendía a razones al ver alos monstruos manchados de sangre queen su día habían sido sus esposas ehijos. Unos intentaron luchar cogiendopiedras y trozos de madera y atacandoen vano a la marea de implacables

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cadáveres. Algunos trataron de ocultarseentre el accidentado terreno,encogiéndose tras rocas o enterrándoseen montones de arena, hasta que dedostorpes y avariciosos se cerrabanalrededor de sus cuellos. Otrossuplicaron clemencia recurriendo aaquellos de la horda a los que conocíanpor su nombre. En todos los casos, elresultado fue el mismo. Los hombresmorían, lenta y aterradoramente, y luego,a los pocos minutos, se levantaban denuevo y se unían a la cacería.

Cuando ya no quedaron más hombresde las compañías de la ciudad, elejército no muerto rastreó la oscuridad

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en busca de los hombres del norte depiel pálida. Los enormes bárbarosprofirieron salvajes juramentos yapelaron a sus rigurosos dioses,mientras luchaban aplastando cráneos yrompiendo huesos, incluso a la vez quedientes fríos y secos se cerraban sobresus gargantas. A pesar de su resistencia,la horda también se cobró sus vidas.

Los últimos en morir fueron losorgullosos soberanos de la ciudad.Salieron tambaleándose del campamentodesierto de la hueste de Bronce y seencontraron a su gente esperándolos enla accidentada llanura. En silencio, conreverencia, los muertos de Bel Aliad

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rodearon a los príncipes y losdespedazaron. A Suhedir al-Khazem selo comieron vivo sus tres hijas, mientrasél observaba con una muda y desmedidasensación de horror cómo le hundían losdedos en el vientre y le arrancaban lasentrañas.

Entretanto, la hueste de Bronce deKa-Sabar huía y se adentraba cada vezmás en el desierto transportando sólo loque los agotados soldados podíanecharse a la espalda. Avanzaban ensilencio, lanzando temerosas miradashacia atrás, en dirección a sus tiendasabandonadas, y preguntándose cuándoencontrarían su rastro los primeros

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grupos de cadáveres desgarbados ydaría comienzo la larga cacería.

* * *

Sentado sobre su caballo putrefacto enuna duna de arena al norte, Arkhan elNegro observó cómo el ejército seretiraba hacia el despiadado desierto ysonrió. Durante un momento, justo antesde que los muertos de la ciudad llegaranal campamento enemigo, había temidoque Akhmen-hotep presentara batalla en

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lugar de batirse en retirada. Eso habríacomplicado los planes de su señor. Porsuerte, el rey sentenciado había decididocaer en la trampa.

El inmortal aguardó con pacienciaimperecedera hasta que el últimoguerrero enemigo hubo desaparecido alotro lado de las onduladas colinas dearena. Luego, le dio un toquecito a sumontura muerta para que avanzara enmedio de un crujido de cuero viejo y untraqueteo de huesos. Su escuadrón dejinetes esqueleto lo siguió de inmediato,mientras el repiqueteo de sus arreosresonaba bajo la menguante luz de laluna.

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DIECIOCHOSellado en piedra

Khemri, la Ciudad Viviente,en el 45.º año de Ptra el Glorioso(-1959, según el cálculo imperial)

Los gemidos de las víctimas drogadas yaterrorizadas creaban un agudocontrapunto a los frenéticos cánticos queresonaban en el gran salón del trono en

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el interior de la Gran Pirámide. Nagashse encontraba dentro de un círculo ritualcuidadosamente señalado, no lejos dedonde la bruja bárbara Drutheira habíaencontrado una truculenta muerte menosde veinticuatro horas antes. Khefru habíatrabajado frenéticamente para retirar loscuerpos y luego encontrar una parte sinmarcas en el suelo en la que poder trazarel círculo ritual. Lo que quedaba de lacabeza hecha añicos de Asaph y losespeluznantes restos que había debajoeran las únicas pruebas que aúnpermanecían del duelo mágico que sehabía librado la noche anterior.

Los braseros ardían intensamente y

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las nubes de incienso colgaban porencima de los nobles reunidos. Loscuarenta aliados de Nagash estabanpresentes, divididos en dos grupos deveinte. Mientras una veintena de losnobles permanecía alrededor delperímetro del círculo y se sumaba a lasinvocaciones, el resto vigilaba de cercaa los sacrificios que esperaban. Muchasde las víctimas eran esclavoscomprados en el mercado cerca delpuerto ese mismo día. Otros eranborrachos o jugadores que tuvieron lamala suerte de encontrarse en el lugarequivocado en el momento equivocado,cuando pasó uno de los hombres de

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Nagash. Tenían los sentidos embotadospor el vino o la raíz de loto negro, o loshabía adormecido el suave narcóticomezclado con el incienso que se estabaquemando, pero aun así no podían dejarde darse cuenta del atroz destino que losaguardaba.

Nagash iniciaba cada ritual. Supotente voz se alzaba hasta alcanzar unpunto culminante mientras la víctimaatrapada en sus garras comenzaba aarder. Se embebía sus almas y entretejíala energía en el conjuro más grande quehabía comenzado horas antes,alimentando la maldición que continuabaasolando a los ciudadanos de noble cuna

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de Khemri. Bajo la túnica ritual, llevabael torso vendado de los hombros a lacintura y tenía las mejillas quemadas acausa del roce de la magia druchii. Losbrazos, sobre todo el que le había heridoDrutheira, le dolían hasta el mismohueso.

Apenas podía moverlos, y muchomenos agarrar a los esclavos que nodejaban de retorcerse mientrasarrancaba el alma. Lo que lo sosteníaera el recuerdo de su victoria sobre susantiguos tutores y la certeza de que eltrono que había codiciado tanto tiempoestaba casi al alcance de su mano. Otrasemana, quizá dos, era tiempo suficiente

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para que la plagase cobrase a losúltimos miembros de la alta nobleza dela ciudad y provocara que los furiososciudadanos causaran disturbios, y élestaría preparado para actuar.

La víctima que tenía en sus manosrelajó los músculos y sus alaridos sefueron reduciendo hasta ser un quejidoentrecortado mientras su cuerpoestallaba en una sibilante columna dellamas verdes. Nagash sintió como elfuego mágico le lamía los brazos y echóla cabeza hacia atrás, lleno de júbilo, amedida que la fuerza vital del joven lorecorría. No era la primera vez quesentía el embriagador y fugaz torrente de

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juventud y se preguntaba si habría algúnmodo de apropiarse de ese vigor.

Nagash apenas si notó que el cuerpodel esclavo se desmenuzó y se convirtióen ceniza en sus manos. Agregó la fuerzavital robada al tejido de la maldición yle puso fin al conjuro de Cosecha. Elnigromante se tambaleó ligeramente,ebrio tras experimentar tanto poder.Según sus cálculos, hasta ahora habíansacrificado la mitad de la abundantecosecha de la noche.

—Podéis retiraros —les indicó a loshombres que permanecían alrededor delcírculo—. Enviadme a los otros. —Luego, le hizo señas a Khefru, que

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aguadaba entre las sombras cerca de latarima—. Vino —ordenó.

El sirviente se acercó con unapequeña jarra y una copa hecha de orobatido. Nagash le arrancó la jarra de lamano a Khefru y se la llevó a los labios.Bebió abundantemente para saciar suardiente sed.

—Mejor —dijo con voz roncamientras le devolvía la jarra a susirviente.

El recipiente se escurrió entre losdedos flojos de Khefru y se hizo añicossobre las piedras, donde el vino semezcló con la ceniza amontonada de lossacrificios.

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—¡Imbécil! —gruñó Nagash—.Sécalo de inmediato. ¡Bébetelo si hacefalta! Si tu falta de cuidado pone enpeligro las inscripciones rituales. —Elnigromante hizo una pausa al notar depronto la expresión de atontado horrorque apareció en el rostro del jovensacerdote. Nagash le dio un bofetón a susirviente—. ¿No has oído ni una palabrade lo que te he dicho?

El rostro cetrino de Khefrupalideció. Señaló con un dedotembloroso hacia el puñado de víctimasque gemían.

—Esa chica de ahí —dijo—, lajovencita con el aro de oro alrededor

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del brazo.Con irritación, Nagash miró con el

entrecejo fruncido a la apiñada masa dedesdichados. Después de un momentovio la muchacha a la que se refería elsacerdote. Era muy joven, ágil y fuerte, ysus ojos tenían una forma ligeramenteexótica. Calculó que una chica comoella debía haber costado su peso enplata en la subasta.

—¿Qué pasa con ella, maldita sea?—preguntó.

—No es una esclava —contestóKhefru con la voz cargada de temor—.¿No lo veis? Es lahmiana. Ya la he vistoantes. ¡Es una de las criadas personales

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de la reina!La noticia le dio que pensar a

Nagash.—Seguro que no —dijo mientras

observaba a la chica más de cerca—.Quizá la cogieron en una incursión y eraparte de alguna caravana con rumbo aLybaras o puede que incluso a Mahrak.

—¡No! —gimió Khefru—. ¡La hevisto en el palacio! ¿Quién subastaríauna esclava con un aro de oro todavíaalrededor del brazo? —El sacerdoteperdió el control y agarró el brazoizquierdo de Nagash—. ¡Os headvertido acerca de esto una y otra vez!Alguien, quizá Shepsu-hur, quizá

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Arkhan, se ha vuelto perezoso ydescuidado, y coge a la primera personade la que se encapricha, ¡y ahoraestamos acabados! ¡La reina nodescansará hasta que no descubra quiénse ha llevado a su criada!

Nagash se quitó de encima alaterrorizado Khefru. Le hizo señas conimpaciencia al segundo grupo de nobles,entre los que curiosamente seencontraban tanto Shepsu-hur comoArkhan.

—¡Deprisa! —ordenó bruscamente—. Traedla a ella primero, a la joven, ladel aro de oro en el brazo. ¡Ahora!

Khefru abrió mucho los ojos,

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horrorizado.—No pensaréis matarla, ¿no? —

preguntó.El nigromante apretó los puños.—¿Crees que podemos enviarla de

nuevo al palacio después de todo lo queha visto? —repuso entre dientes—.Reúne lo que te quede de coraje, idiota.Casi hemos llegado al final. En otrasemana, dos a lo sumo, nada de estoimportará ya.

Para sorpresa de Nagash, Khefru senegó a ceder.

—¡No podéis hacerlo! —exclamó—. No lo…

Antes de que pudiera decir nada

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más, un grito feroz resonó por el salóndel trono; procedía del lado sur de lacámara y fue seguido de exclamacionesde sorpresa y miedo por parte de losadláteres de Nagash.

La multitud situada a lo largo de laparte sur de la cámara parecióretroceder ante un intenso resplandordorado que brillaba entre dos columnasen mitad de la sala. Nagash vio cómoArkhan, que iba a la cabeza del segundogrupo de nobles y arrastraba a la jovencriada por el brazo, echaba un vistazo ala derecha y palidecía de la impresión.La criada se soltó de las garras deArkhan y, llorando de alivio, corrió

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hacia la luz.Nagash se dio media vuelta, se

acercó rápidamente a la tarima y subiólos resquebrajados escalones de piedra,hasta que pudo ver por encima delremolino de gente presa del pánico. Deinmediato, se encontró con la miradafuriosa de su hermano, Thutep.

El joven rey iba vestido como sifuera a la guerra; se protegía con un petode bronce y llevaba tiras de cueroentrelazadas que le cubrían brazos ypiernas. Sostenía un reluciente khopeshen la mano derecha y el tocado de orode Settra descansaba sobre su frente.Una docena de sus Ushabtis rodeaba a

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Thutep y era de ellos de donde proveníala luz dorada de Ptra, que brillaba comouna lámpara y hacía retroceder lasterribles sombras de la sala. Los fielestambién llevaban armas y armaduras, yen sus apuestos rostros se reflejabanexpresiones de rabia justificada. En elinterior del círculo protector de losguardaespaldas, unos pasos por detrásdel rey, se encontraba la regia figura deHapshur, la suma sacerdotisa de Neru.La Sacerdotisa aferró su fino bastón demando y miró, furiosa, el tumulto que larodeaba. A la izquierda de Thutep, lajoven criada de la reina se arrodillo alos pies del rey y pegó la frente a las

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losas.Cuando Thutep vio a su hermano, su

atractivo rostro se crispó paraconvertirse en una máscara deapesadumbrada ira.

—Ghazid intentó advertirme sobre ti—le dijo a Nagash; su potente voz seabrió paso entre el clamor como uncuchillo—. Afirmó que eras unaamenaza; no sólo para mí, sino paraKhemri. ¡Y, por los dioses, ahora veoque siempre tuvo razón!

Nagash le dedicó una fría sonrisa alrey.

—Ese fue tu problema desde elprincipio, hermano. Siempre fuiste

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demasiado sentimental; siempre tuvistedemasiado miedo de herir a los que terodeaban. Querías que te amaran —dijocon desdén—, pero para que un reypueda gobernar deben temerle.

El nigromante extendió los brazosabarcando toda la cámara.

—Nadie en toda Nehekhara te teme,hermano, y yo menos que nadie.

—¡Hereje! —exclamó Hapshur,blandiendo su bastón contra Nagash—.¡Sois una abominación ante los dioses yun traidor a vuestro clero! ¡El momentode vuestro juico se acerca!

Thutep apuntó a Nagash con suespada curvada y declaró:

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—No hay escapatoria, hermano. Lascompañías de la guardia de la ciudadrodean la pirámide y sabemos dónde seencuentran todas las salidas. En nombrede Ptra, el Gran Padre, tú y tusseguidores estáis arrestados. Cuando elsol salga mañana seréis procesados porvuestros crímenes en la plaza del templode Khemri y los sirvientes de los diosesos juzgarán.

Los adláteres de Nagash dejaronescapar gemidos de desesperación, peroel nigromante sólo sintió una crecienteoleada de rabia helada.

—Entonces, ¿quieres un juicio,hermano? —contestó—. ¡Que así sea!

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El nigromante extendió la mano,soltó una retahíla de sílabas arcanas ydesencadenó un torrente de dardosencendidos y chisporroteantes quepasaron rápidamente por encima de lascabezas de sus hombres y destrozaron aHapshur. La suma sacerdotisa soltó unprolongado chillido mientras unosdientes mágicos trituraban su cuerpo.Thutep y sus guardaespaldas recibieronsalpicaduras de sangre y carne picada.

—¡Destruidlos! —ordenó Nagash.Al verse ante semejante despliegue

de poder, sus hombres no dudaron enobedecer. Los nobles sacaron cuchillosy espadas y se abalanzaron sobre los

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guardaespaldas del rey desde todasdirecciones. No obstante, a pesar de quelos hombres de Nagash los aventajabanampliamente en número, los doceresplandecientes guardaespaldas erantotalmente superiores. Bendecidos porPtra con rapidez y fuerza sobrehumanas,además de una vida consagrada alperfeccionamiento de las artes delcombate, los jóvenes fieles seenfrentaron a los nobles con un ferozgrito de júbilo y dieron comienzo a unaterrible masacre.

A pesar de lo jóvenes yrelativamente inexpertos que eran losUshabtis, su destreza y ferocidad

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resultaban atroces. Los nobles cayeroncomo trigo maduro; la mayoría perdió lavida antes de poder asestar un golpesiquiera. A menos que se hiciera algo, lalucha terminaría en cuestión de pocosminutos.

Nagash pronunció entre dientes elconjuro de Cosecha y absorbió laenergía vital de los nobles muertos. Consus almas en estado puro borboteando ensus venas, extendió las manos otra vez ydesató hechizo tras hechizo, lanzandorayos de pura oscuridad contra elapretado círculo de guardaespaldas.Cada rayo encontró un blanco;atravesaron sin esfuerzo la armadura de

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los fieles y desgarraron la carne y elmúsculo que había debajo. Los Ushabtisse tambalearon ante los golpes, perosiguieron luchando; sus votos a Ptra lossostenían.

Los adláteres del nigromante sevolvieron más cautelosos y concentraronsus esfuerzos en los guardaespaldas másheridos. Un Ushabti retrocedió cuandouno de los rayos de Nagash ledespellejó el lado derecho de su cara.Intuyendo una oportunidad, uno de losnobles se lanzó hacia delante y hundiósu espada en la garganta delguardaespaldas. Incluso mientras el fielcaía, el arma se desplazó en un golpe de

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revés y cortó a su atacante por la mitad;y los dos hombres murieron casi almismo tiempo.

Nagash cosechó el alma del noblemoribundo y continuó castigando a losfieles con descargas de la magia letal.Cuando los Ushabtis arremetieron haciadelante intentando utilizar a los hombresde Nagash para protegerse de loshechizos, el nigromante abrió pozos desombras a sus pies. Los supervivientesse echaron hacia atrás, buscando terrenomás seguro, pero los atravesó con rayosde chisporroteantes llamas negras. LosUshabtis no tenían que preocuparse sólode Nagash, ya que Arkhan y unos

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cuantos de los nobles más hábiles con lamagia también tomaron parte. Lanzarondardos a bocajarro contra losatribulados Ushabtis, los golpearondesde direcciones inesperadas y crearonmás oportunidades para sus compañerosnobles.

Thutep se mantuvo firme en todomomento y dirigía gritos de ánimo a sushombres. Más de una vez intentósumarse a la pelea, sólo para verseempujado hacia atrás por susguardaespaldas. El valor y la lealtad deestos eran un regalo para la vista, perouno a uno los fieles fueron aplastados. Alos pocos minutos del comienzo de la

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lucha, el último Ushabti sucumbiómientras hundía la espada en el pecho deotro de los hombres de Nagash.

Los nobles que habían sobrevividotreparon sobre los cuerpos de suscompatriotas muertos y rodearon al reycomo si fueran chacales. Thutep leslanzó una mirada desafiante a losesbirros del nigromante con la espada enristre. Sin pensarlo, bajó los ojos haciala muchacha, que seguía encogida demiedo a sus pies, y le murmuró unarápida orden. Rauda como un ciervo, lajoven se puso en pie de un saltoagradecida y se adentró corriendo en lassombras que se extendían detrás de

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Thutep, huyendo hacia la superficie y lasalvación.

Fue el último acto libre que hizoThutep. En ese momento, Nagash lanzóun potente hechizo que se adueñó de lamente de su hermano. Este se pusorígido y el rostro se le aflojó adoptandouna expresión de horror mientras Nagashejercía su voluntad sobre el rey.

Los esbirros del nigromante vieronla transformación del rey y apartaron lasmanos. La mayoría retrocediótambaleándose de agotamiento; estabanagradecidos más allá de lo que podíanexpresar con palabras por que la batallahubiera terminado. Un círculo de

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cadáveres destrozados y sangrantesrodeaba al rey y a sus guardaespaldascaídos. Algo más de la mitad de loshombres de Nagash habían muerto y elresto se consideró afortunado de nocontarse entre ellos.

Nagash bajó de la tarima mientrasmantenía aún inmovilizado a su hermanoempleando la magia y el peso de suprodigiosa voluntad. Se acercó al rey; eltriunfo iluminaba sus frías facciones. Elnigromante se situó delante de Thutepcon los ojos centelleantes. Despacio,con parsimonia, levantó las manos ycogió el tocado real.

El cuerpo de Thutep tembló de

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indignación, pero no pudo conseguir quesus músculos le obedecieran. Elnigromante sonrió.

—Adelante —dijo—, mátame. Aúnsostienes tu espada. Lo único quenecesitas es la voluntad para usarla. —Nagash se tomó su tiempo paracolocarse el tocado de Settra sobre lafrente y luego cogió la mano de laespada de Thutep por la muñeca—. Ven.Deja que te ayude.

Levantó el brazo de la espada deThutep y colocó el borde curvo delkhopesh contra su garganta.

—Así. Lo único que necesitas es unsimple giro de muñeca y abrirás la

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arteria. ¿Qué podría ser más sencilloque eso? Vamos. No te detendré.

A Thutep le tembló todo el cuerpo.Tenía los ojos muy abiertos y fijos, y lacara roja por el esfuerzo. Una lágrimasolitaria le bajó por la mejilla. Elkhopesh no se movió.

Nagash adoptó un aire despectivo.—¡Qué patético! —dijo, y se apartó

—. Cogedlo y seguidme.De repente, la fuerza que sujetaba al

rey desapareció. Thutep, que todavíatiraba de sus ataduras, prácticamentecayó en los brazos de los adláteres deNagash. Le arrancaron la espada de lasmanos y le retorcieron los brazos detrás

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de la espalda. El rey colgó sin fuerzasen sus garras mientras los nobles salíandel salón siguiendo a Nagash.

Llevaron al rey a través del pasadizonorte hacia las profundidades de lapirámide donde estaba enterrado supadre Khetep. La cripta del rey muertoera una entre muchas reservadas no sólopara su esposa, guardaespaldas ycriados, sino también para sus hijos. LaGran Pirámide estaba pensada paraalbergar a una dinastía entera.

Nagash abría la marcha hacia lascriptas iluminando el camino con unapálida luz sepulcral que parecía emanarde su piel. Thutep comprendió enseguida

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lo que estaba ocurriendo y comenzó aforcejear con sus captores.

—No puedes hacer esto, hermano —dijo—. ¡La gente no lo permitirá! Eresun sacerdote; te has consagrado a losdioses. ¡No puedes ocupar el trono!

—Yo no me he consagrado a ningúndios, hermano —soltó Nagash—. Servía la voluntad de Settra, rey de reyes,pero esa época ha quedado atrás. Estanoche ha nacido una nueva era. Es unapena que no vayas a ver cómo sedesarrollan sus glorias.

Thutep simplemente se resistió conmás fuerza, hasta que dos hombrestuvieron que agarrarlo por cada brazo y

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arrastrarlo por las piedras frías yhúmedas.

—¡Te has vuelto loco! —exclamó—.¡Los otros reyes se alzarán en tu contra!¿Es que no lo ves?

—Comprendo las realidadespolíticas mucho mejor que tú, hermanito—contestó Nagash, bruscamente—. Quevengan. Estaré esperándolos.

Nagash hizo una pausa. Habíanllegado al final de un largo corredorflanqueado de paredes suaves y lisas.Los arquitectos las habían dejado sinadornar a propósito, para que tras lamuerte de Thutep una multitud deartesanos pudiera venir y crear

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elaborados mosaicos que describiríanlas glorias de su reinado. Al final delcorredor había una estrecha entradaflanqueada por dos horex de piedra. Unaenorme losa descansaba contra la pared,a la derecha de la abertura.

La luz del nigromante penetró unpoco en la cámara funeraria dejando veruna pequeña habitación con más paredesdesnudas y un pedestal destinado acontener el sarcófago del rey. Nagashhizo una seña, y sus hombres empujarona Thutep hacia dentro. Cayó con fuerzacontra el pedestal de piedra y se dio lavuelta con expresión aún desafiante.

—¿Tienes agallas para matarme con

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tus propias manos, hermano? —gruñó—.¿O te quedarás ahí en el pasillo yenviarás a tus chacales a terminar eltrabajo? Los dioses no toleran elasesinato de un rey. Ha sida así desdelos albores de la civilización. Al acabarcon mi vida, te condenarás a ti mismo.

Nagash simplemente soltó unacarcajada mientras sus hombres poníanmanos a la obra a su alrededor.

—No pienso matarte, hermano —repuso—. Ni ninguno de mis hombres tepondrá una mano encima. No meatrevería, pero no por la razón queimaginas. Hay otra ley con la que tengoque tener cuidado, ¿sabes?, una aún más

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antigua que la tú has descrito: la quedice que al asesino de un hombre le estáprohibido casarse con su viuda.

La expresión de sorpresa y angustiaque apareció en el rostro de Thutep fuepara morirse de risa. Nagash saboreócada momento, hasta el mismo instanteen el que Arkhan y sus hombresempujaron la losa de piedra paracolocarla en la entrada. Y enterraronvivo al rey.

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DIECINUEVESangre y agua

Las Fuentes de la Vida Eterna,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

Los sacerdotes estuvieron ocupadostoda la noche mientras el ejército sepreparaba para la batalla. Los acólitosde Neru recorrieron el extenso

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perímetro del campamento aliadoalzando los ojos hacia la cara de ladiosa y llenando el aire frío con cánticospara contener a los espíritus de lasinmensidades desérticas. Alrededor delas fogatas, los martillos repiqueteabancontra el bronce mientras los guerrerosles hacían reparaciones de última hora alos carros o arreglaban sus arneses debatalla. Los hombres rezaban mientrastrabajaban. Algunos apelaban a Ptrapara que azotara a los enemigos quetenían delante, mientras que otros lesuplicaban al poderoso Geheb que lesprestara la fuerza para vencer a susadversarios. Otros más le dirigían

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oraciones al lívido Djaf, dios de lamuerte, rogando que sus golpes fueranlimpios y certeros. El traqueteo y elmurmullo de la enorme hueste semezclaban con los gemidos de losbueyes, las cabras y los corderos amedida que los sacerdotes iban sacandoa sus animales de os corrales parasacrificarlos y los llevaban tirando deellos ante los altares manchados de rojosituados en el centro del campamento. Elclamor del ejército iba y venía por laarena como el agitado aliento de unainmensa bestia de la naturaleza.

El ejército del Usurpador aguardabaa poco más de tres millas de distancia,

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al otro lado de las onduladas dunas yuna ancha llanura rocosa. Pequeñasfogatas parpadeaban entre los cientos detiendas oscuras y, de vez en cuando, elrelincho nervioso de un caballo llegabaa oídos de los centinelas aliados; peropor lo demás en el campamento enemigoreinaba una calma extraña e inquietante.

En el centro del inmensocampamento, rodeado de muchísimosUshabtis atentos, Rakh-amn-hotepescuchó los informes de susexploradores y consideró el campo debatalla para el próximo día. Muchodespués de haberles dado permiso a suscapitanes para que regresaran a sus

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tiendas, el rey se sentó en una sillaplegable y examinó detenidamente elgran mapa dispuesto ante él, estudiandolas posiciones de sus tropas y las delenemigo. De vez en cuando, su paladín,Ekhreb, se levantaba de su silla, situadacerca de la entrada de la gran tienda, yllenaba la copa vacía del rey con unamezcla de hierbas y vino aguado. En elotro extremo del recinto central de latienda, el rey de Lybaras estabarecostado en un diván manchado depolvo. Las hojas de papiro quedescansaban en su regazo se agitabanligeramente mientras Hekhmenukeproncaba con la barbilla apoyada sobre

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el estrecho pecho.Dos horas antes del alba, los

esclavos del ejército se levantaron delfrío suelo y empezaron a preparar eldesayuno. Se repartieron cuencos degachas de avena entre los miles deguerreros de expresión adusta, junto conun trozo de pan ácimo del tamaño de lapalma de una mano y una sola taza deagua. Entre las tiendas de los nobles,aquellos que se animaron a comerdesayunaron pan y aceitunas, queso decabra y aves de río. Su vino era espesoy resinoso, pues no se podía dedicaragua a diluirlo.

Media hora antes del amanecer, a

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medida que el cielo iba palideciendo aleste, el ejército empezó a congregarse.Los caballos bajaron con gran estruendopor los estrechos senderos delcampamento cuando los reyes lesdespacharon las primeras órdenes deldía a sus compañías. Los jefes de filasles gritaron órdenes a sus soldados, lossacaron de sus tiendas y los hicieronformar en hileras. El ruido de unestruendo provocado por el hombre y unviolento chillido del vapor se oyeron enla parte nordeste del campamento, loque hizo que los animales de lacaballería rasetrana se encabritaran ypiafaran asustados mientras las

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máquinas de guerra lybaranas cobrabanvida. Seis inmensas figuras se irguieronlentamente en el cielo cada vez másiluminado. Las pesadas placas delblindaje chirriaban y crujían al rozarunas contra otras.

La tierra tembló cuando los gigantesse pusieron pesadamente en pie. Susrostros, tallados en madera y revestidosde cobre bruñido, mostraban semblantespensados para ganarse el favor de losdioses: la cara de un sabueso gruñendo,en honor de Geheb; el chacal astuto yenigmático predilecto de Djaf, o elhalcón arrogante y cruel de Phakth. Losguerreros de Rasetra y Lybaras se

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quedaron mirando, sobrecogidos,mientras las grandes máquinas de guerralevantaban enormes mazas de piedra ydaban los primeros pasos hacia elcampo de batalla. Pocos se percataronde que los escorpiones de guerra delejército no estaban por ninguna parte. Aligual que su patrón, Sokth, las sigilosasmáquinas se habían escabullido por lanoche y habían dejado solamentemontones de arena revuelta como testigode dónde habían estado.

El movimiento de las máquinas deguerra provocó gritos de respuestaprocedentes de la parte sureste delcampamento a medida que las máquinas

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de guerra vivas del ejército rasetranolevantaban sus hocicos blindados ydesafiaban a los lejanos gigantes. Loslagartos de trueno eran criaturasenormes y jorobadas con patasachaparradas del tamaño de troncos deárbol y fuertes colas que se sacudían ytenían una protuberancia en el extremocomo si fueran mazas. Las bestias semostraron aletargadas bajo el frío deprimeras horas de la mañana, a pesar dehaber dormido sobre arena calentadagracias al efecto de una veintena degrandes hogueras. Sus cuidadores,delgados y ágiles hombres lagarto de lasselvas meridionales, obligaron a las

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criaturas a ponerse en pie pinchándolascon largos palos parecidos a lanzas ytreparon por sus costados hasta las sillasde madera y lona atadas a los lomosblindados de las bestias. Grupos detropas auxiliares de hombres-lagartoabarrotaban el campo alrededor de susenormes primos, susurrando entre sí ensu lengua sibilante y vibrante. Algunospresumían de los cráneos manchados desangre que habían conseguido en batallael día anterior, invitando a suscompañeros a probar los trofeos conrápidos movimientos de sus oscuraslenguas bífidas.

Justo cuando los primeros rayos de

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sol surgieron por encima del lejanohorizonte, un coro de trompetas resonódesde el centro del campamento, y lainfantería se puso en marcha. El bordedelantero de la línea de batalla, veintemil hombres, se dividió en diezcompañías, que se extendían casi cincomillas de norte a sur, y avanzaron bajola atenta mirada de sus comandantesnobles y las ásperas maldiciones de susjefes de filas. La caballería iba trasellos: ocho mil soldados de caballeríaligera, cinco mil de caballería pesada ydos mil carros, además de otras veintemil tropas de reserva y auxiliares. Trasellos, moviéndose a grandes zancadas en

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medio de los remolinos de polvo, veníanlas titánicas máquinas de guerra deLybaras y los lagartos de trueno deRasetra con sus bramidos. En últimolugar, se encontraban las procesionesmulticolores de los sacerdotes delejército: sirvientes de Ptra y Geheb,Phakth y Neru, e incluso sacerdotes deTahoth el sabio con sus relucientesvestiduras de cobre y cristal.

Los ejércitos del este marchaban a labatalla con el sol naciente a la espalda ylas sombras de la noche retirándose anteellos.

La proa del barco flotante cabeceó yse bamboleó mientras el sol agitaba el

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aire por encima de las onduladas dunas.Rakh-amn-hotep se alegró de haberresistido el impulso de tomar undesayuno abundante antes de dirigirse ala línea de batalla. A su lado,Hekhmenukep se balanceaba como unapalmera en medio de una tormentamientras les transmitía instrucciones asus encargados de señales con la mismafacilidad que si estuviera recostado ensu tienda, allá en el campamento. El reyde Rasetra se agarró a la barandilla deproa con una mano de nudos blancos ydecidió no ponerse en evidencia delantedel rey erudito.

Muchísimos lybaranos abarrotaban

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las cubiertas del barco flotante mientrasla embarcación seguía desde el aire alejército que avanzaba. Cuatro equiposde encargados de señales bordeaban lasbarandillas de la nave, aferrando susreflectores de bronce en forma de discoy midiendo periódicamente el ángulo delabrasador sol. Detrás de ellos, unacompañía de arqueros permanecíasentada con las piernas cruzadas en elcentro de la cubierta, con los arcoslargos colocados muy a mano mientrascharlaban o jugaban partidas de dados.A popa, rodeando el complicadoconjunto de timones del barco flotante,dos docenas de jóvenes sacerdotes les

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entonaban invocaciones a los espíritusdel aire que mantenían la nave en alto.Más al este, muy por detrás del ejércitoen avance, venía el resto de los barcosflotantes lybaranos. Las sietemajestuosas embarcaciones proyectabanlargas sombras sobre el terrenoondulado situado bajo sus quillas.

Sesenta metros por debajo, elejército aliado avanzaba a ritmoconstante a través de la accidentadallanura hacia el enemigo que aguadaba.A esa distancia, no llegaban a oídos deRakh-amn-hotep ni rastro del estruendoy el traqueteo de un ejército en marcha,lo que sólo servía para intensificar su

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inquietud.—Me siento como un espectador

aquí arriba —comentó casi para símismo. Le echó una mirada aHekhmenukep—. ¿Estáis seguro de queesto funcionará? ¿Y si el ejército nopuede leer nuestras señales?

El rey de Lybaras le dirigió unasonrisa condescendiente a Rakh-amn-hotep.

—Hay encargados de señaleslybaranos con cada compañía —explicócomo si estuviera tranquilizando a unniño inquieto—. Hemos pasado siglosperfeccionando este sistema concomplicados juegos de guerra. No puede

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fallar.Rakh-amn-hotep se quedó mirando

al rey lybarano, pensativo.—¿Cuántas veces lo habéis usado en

una batalla real? —inquirió. La sonrisasatisfecha de Hekhmenukep flaqueó unpoco.

—Bueno… —empezó.—Eso es lo que me temía —gruñó el

rey rasetrano.Durante un breve momento, se

planteó pedirle a Hekhmenukep que lodejaran en el suelo con el resto delejército; pero que se dieran órdenesdesde el suelo y el aire sóloincrementaría el riesgo de confusión.

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Frunciendo el entrecejo, concentró suatención abajo, en el campo de batalla, ytrató de entender la disposición delenemigo.

Desde la posición estratégica deRakh-amn-hotep, el ejército delUsurpador aparecía dispuesto ante élcomo fichas en un mapa de batalla.Compañías de arqueros zandrianosvestidos de azul formaban una línea dehostigadores unos cincuenta metros pordelante de un auténtico muro de lancerosenemigos, anclados en el caminocomercial al norte y extendiéndose másde cuatro millas en forma de media lunapoco profunda al sur. Las compañías

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enemigas eran menos numerosas, peromás grandes por separado que lasformaciones aliadas: cinco filas por lastres de los aliados. El rey descubrió aúnmás compañías en reserva detrás de lasfilas delanteras reforzando el centro y laderecha del enemigo. Por lo que podíacalcular, las fuerzas combinadas delUsurpador superaban en número a lainfantería aliada en más de veinte milhombres. Grandes escuadrones decaballería ligera numasi merodeabanpor los flancos del ejército enemigoalerta ante cualquier intento de rodear lalínea de batalla y un gran bloque desoldados de caballería pesada esperaba

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detrás de un grupo de dunas a lo largodel flanco izquierdo del enemigo. Dosformaciones más aguardaban en laretaguardia de la fuerza del Usurpador,pero las envolvían las brumas quesurgían de los manantiales: «Carros, oquizás incluso catapultas», conjeturó elrey.

—Setenta, tal vez ochenta milsoldados —caviló Rakh-amn-hotep—.Parece que la diversión de Ka-Sabar enel sur no ha tenido tanto éxito comoesperábamos. Deben de ser todos loscombatientes de Khemri, Numas yZandri combinados. —Se apoyó contrala barandilla mientras estudiaba las

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formaciones más detenidamente—. Sinembargo, no hay tiendas, como seinformó en Zedri. ¿Dónde están elUsurpador y sus monstruos de pielpálida?

Hekhmenukep consideró la pregunta.—Tal vez estén escondidos en las

brumas que rodean los manantiales —sugirió.

—Tal vez —coincidió Rakh-amn-hotep—. En Zedri sólo se dejó vercuando su ejército estaba al borde de laderrota. Es posible que crea que puedesacar esta batalla adelante basándosesolamente en la fuerza de su ejército.

El rey cruzó los brazos y miró a los

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soldados enemigos con el entrecejofruncido.

—No. Aquí hay algo más. Algo vamal, pero no sé decir exactamente qué.

Hekhmenukep se reunió con el reyrasetrano en la barandilla y pasó largorato contemplando la accidentadallanura. Al final, dijo:

—¿Dónde están los cuerpos?—¿Cuerpos?El rey lybarano señaló la llanura con

un amplio movimiento de la mano yañadió:

—Aquí es donde os enfrentasteis ala vanguardia del enemigo ayer, ¿no? Medijisteis que hubo centenares de muertos

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de ambos bandos.—Más del suyo que del nuestro —

terció Rakh-amn-hotep.—Pero ¿qué ha pasado con los

cuerpos? —preguntó el lybarano—. Lallanura debería estar cubierta decadáveres hinchados y bandadas debuitres, pero ahí no hay nada.

Rakh-amn-hotep consideró laspalabras del otro hombre.

—¡Eso es! —exclamó al final—.¡Sí, tiene que ser! Nagash utilizó sudeplorable magia para animar a losmuertos y… —Recorrió el campo debatalla con la mirada buscando pistas—.Podría haberlos hecho adentrarse en las

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brumas para ocultarlos como fuerza dereserva.

—¿Y por qué no enterrarlossencillamente en el suelo dondecayeron? —sugirió Hekhmenukep—. Deese modo podrían aparecer detrás denosotros cuando nuestras compañíasavanzaran.

El rey rasetrano negó con la cabezay repuso:

—El terreno es demasiado rocosopara eso y además veríamos el suelorevuelto desde aquí. —Estudió ladisposición del enemigo una vez más—.El enemigo ha reforzado sus líneas en elcentro y a la derecha, y ha dejado el

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flanco izquierdo relativamente débil.Quieren que lancemos nuestro pesocontra la izquierda atrayéndonos haciadelante mientras sus compañías serepliegan y luego responden con unacarga de su caballería pesada parapararnos en seco. Eso nos dejademasiado estirados y débiles en suflanco derecho, listos para uncontraataque desde el sur. —Rakh-amn-hotep señaló hacia las dunas más alládel flanco derecho del enemigo—. Losmuertos están esperando allá en la arena—anunció—. Eso es lo que estáplaneando Nagash. Me jugaría la vida aque es así.

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Hekhmenukep pensó en eso antes dedecir:

—No le encuentro defectos a vuestrorazonamiento, pero ¿cómocontraatacamos?

—Trasladaremos el grueso denuestras reservas al sur —ordenó el reyrasetrano—. Alertad a los comandantespara que estén atentos ante posiblescontraataques. Luego, nos encargaremosde volverles las tornas a las fuerzas delUsurpador que están al norte.

Rakh-amn-hotep empezó a darinstrucciones a los encargados deseñales lybaranos que aguardan allícerca; sus órdenes iban mostrando cada

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vez mayor velocidad y seguridad en símismo a medida que las piezas de suplan de batalla encajaban perfectamente.A los pocos minutos, los encargados deseñales se habían puesto manos a laobra y les enviaban mensajes mediantedestellos a los soldados del suelo. Elrey rasetrano sonrió con ferocidadmientras el ejército aliado se ponía enmarcha.

* * *

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Incluso con las maravillas de las señalessolares lybaranas, modificar ladisposición del ejército aliado ocupógran parte de la mañana. Enormes nubesde polvo se arremolinaron encima de lallanura ocultando los movimientos delas compañías aliadas mientras sedirigían a sus nuevas posiciones. Apartede algunos tanteos poco sistemáticos porparte de la caballería ligera enemiga alsur, el ejército del Usurpador no realizóningún movimiento para obstaculizar lasmaniobras de los aliados.

Rakh-amn-hotep sorbía vino aguadode una copa de oro mientras el ejércitocompletaba los ajustes finales a lo largo

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de la gran llanura. Hekhmenukepaguarda al lado del rasetrano,considerando las fuerzas enemigas queesperaban.

—Cuatro horas y apenas se hanmovido —comentó—. Es como si no lesimportáramos en absoluto.

—¡Oh!, les importamos —contestóRakh-amn-hotep—, pero no les convienesalir a desafiarnos. ¿Recordáis el errorde Nemuhareb en las Puertas del Alba?Podría haberse quedado sentado y haberdefendido las fortificaciones en laspuertas y probablemente habernosobligado a retroceder, pero se dejódominar por su orgullo. Nagash sabe que

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cuenta con el tiempo a su favor. Tienelos manantiales a su espalda. Lo únicoque debe hacer es mantenernos a raya, yel calor hará el trabajo por él. —Elrasetrano tomó otro sorbo de vino—.Por eso debemos arriesgarlo todo en unúnico asalto violento. O penetramos suslíneas con el primer intento oprobablemente no lo consigamos nunca.Cada ataque sucesivo será más débilque el anterior.

Un encargado de señales situado enla barandilla de estribor les envió undestello de respuesta a las fuerzas delsuelo. El noble a cargo del equipo seacercó con rápidas zancadas a los reyes

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que aguardaban e hizo una profundareverencia antes de informar:

—Todo está listo, altezas.Rakh-amn-hotep asintió con la

cabeza.—Muy bien —contestó, y le sonrió a

Hekhmenukep—. Hora de Lanzar losdados —dijo mientras se volvía hacia elencargado de señales—. Envía la ordenpara comenzar el avance.

La orden se transmitió entre loshombres y, en poco tiempo, todos losdiscos de bronce estaban enviando laseñal mediante intensas ráfagas de luz.Los reyes escucharon el gemido de loscuernos de guerra abajo en la llanura y,

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con un estruendo sordo, la extensa líneade batalla de los ejércitos orientalesemprendió su ataque.

Rakh-amn-hotep había traslado todoel peso de la infantería aliada hacia elsur, desplegándola contra el centro y elflanco derecho de la hueste delUsurpador. Diez mil guerrerosrasetranos marchaban en las filasdelanteras avanzando hombro conhombro con los anchos escudos demadera levantados ante ellos. Llevabanlos rostros morenos pintados conintensas rayas amarillas, rojas y blancas,al estilo de los brutales hombreslagartos y fetiches de plumas y

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articulaciones óseas atados a lascabezas de sus mazas de piedra. En laretaguardia de cada compañíamarchaban grupos de arquerosrasetranos vestidos con gruesos abrigoshasta el tobillo hechos de piel delagarto. Cada arquero contaba con unesclavo que caminaba a su ladoportando haces de flechas con punta debronce para que el arquero pudieratensar el arco y disparar en marcha.

Compañías más pequeñas deinfantería ligera lybarana iban detrás delos rasetranos, armadas con pesadasespadas y hachas. Avanzaban a pocadistancia por detrás de la infantería

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pesada, como chacales moviéndose deun lado para otro detrás de una manadade leones del desierto. Su tarea noconsistía en hacerles frente a enemigosvivos, sino en blandir sus espadascontra los cuerpos de guerreros caídos,tanto aliados como enemigos, quequedaran atrás al paso del avance delejército. Aún más al este, las reservasde infantería del ejército estabandispuestas en forma de media luna,cubriendo el flanco meridional delejército que avanzaba y buscandoindicios de un ataque sorpresa desde lasdunas.

Mientras las líneas de batalla

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avanzaban, las catapultas lybaranasentraron en acción y lanzaron piedrasredondeadas del tamaño de ruedas decarro trazando arcos por encima de lascabezas de las tropas aliadas. Losproyectiles se estrellaron contra lasapretadas filas de la infantería enemigay lo aplastaron todo a su paso. En mediode salpicaduras de madera astillada,carne y hueso merelados, los gritos delos heridos y los moribundos se alzaronpor encima del estruendo sordo de piesmarchando.

Cuando las compañías aliadas seencontraron a doscientos metros de susenemigos, los temidos arqueros

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zandrianos tensaron sus arcos yoscurecieron el cielo con descarga trasdescarga de flechas. Las puntas deflecha de bronce traquetearon contra losescudos de la infantería rasetrana o sehundieron en sus gruesos abrigosescamosos. Aquí y allá cayó un guerrerocuando un asta de junco logró abrirsepaso a través de una grieta en su pesadaarmadura, pero enseguida los arquerosrasetranos comenzaron a devolverles elfuego a los arqueros de Zandri, y laintensidad de los disparos del enemigoempezó a disminuir.

Los arqueros enemigos cedieronterreno ante la hueste aijada que

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avanzaba mientras continuabandisparando hasta agotar sus pequeñasreservas de flechas. A continuación, seretiraron tras la protección de susmaltrechas compañías de infantería. Losrasetranos prosiguieron su avance lentoy constante, ahorrando energías bajo elcalor abrasador, hasta que los dosejércitos se unieron con un estrépitolento y chirriante de armas y armaduras.La infantería enemiga se enfrentó a losguerreros aliados escudo contra escudo,atacando a sus enemigos con largaslanzas arrojadizas, mientras que losrasetranos arremetieron contra lossoldados con armadura ligera con sus

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brutales armas con cabeza de piedra.Los endurecidos guerreros de la

selva provocaron una carnicería atrozentre sus enemigos menos hábiles; suarmadura lo rechazaba todo salvo losgolpes más fuertes. La línea enemiga securvó ante la arremetida, pero muypronto la infantería pesada comenzó acansarse bajo el peso de su equipo y elcalor del sol, y el avance empezó aflaquear. Una avalancha de reservasenemigas se dirigió al centro y laderecha para reforzar la línea de batalladel Usurpador.

—El avance está flaqueando —anunció Hekhmenukep—. Vuestros

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hombres no podrán seguir con estomucho más tiempo.

Rakh-amn-hotep apoyó las manos enla barandilla del barco flotante y asintiócon la cabeza. Podía ver con claridadque la ofensiva contra el centro y laderecha del enemigo no podría surtirefecto, ya que la infantería pesadaestaba intentado abrirse paso por lafuerza entre un auténtico mar de tropasenemigas. No obstante, el ataque habíacumplido su cometido y había hecho quegran parte de las tropas de reserva delUsurpador se alejasen y dejaron elflanco izquierdo del enemigo aún másvulnerable que antes. Los comandantes

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enemigos que se encontraban en el suelono podían ver las concentraciones de losejércitos contrarios como él, y con laventaja de su posición estratégicasemidivina, sabía exactamente dónde ycuándo atacar. Si su enemigo hubierasido cualquier otro, el rey rasetrano lehabría tenido lástima.

—¿Algún indicio de ataque desde elsur? —inquirió.

Hekhmenukep negó con la cabezamientras respondía:

—Nada por el momento.—En ese caso, han esperado

demasiado —aseguró Rakh-amn-hotep.Satisfecho, se volvió hacia los

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encargados de señales—. Enviad laseñal para que comience el ataquecontra la izquierda del enemigo.

* * *

Abajo, en el campo de batalla, lossacerdotes eruditos lybaranos leyeronlas parpadeantes señales y levantaronlas manos hacia las altísimas figuras quetenían ante ellos. Entonando conjuros yórdenes cuidadosamente formuladas,desataron a las máquinas a su cargo

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sobre la línea enemiga.Los maderos crujieron y los

mecanismos gigantes traquetearon ygimieron cuando las seis máquinas deguerra gigantes avanzaron pesadamentecontra el flanco izquierdo del enemigo.Grupos de enormes hombres lagarto ysus pesadas bestias de guerra trotarontras ellos y llenaron el aire con ferocesgritos y aullidos de guerra.

La línea de hostigadores de losarqueros enemigos flaqueó al ver lasmáquinas de guerra que avanzaban y,cuando la primera descarga de flechasrepiqueteó sin causar daños contra susarmazones de madera y bronce, los

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arqueros pusieron pies en polvorosa trasla dudosa protección de sus lanceros. Lainfantería de Khemri se mantuvo firmeen tanto las máquinas gigantes seaproximaban, quizá confiando en que surey inmoral los salvase.

Los gigantes cubrieron la distanciaintermedia en unas cuantas docenas dezancadas y se introdujeron entre losapiñados guerreros lanzando cuerposrotos y aullantes hacia el cielo con cadamovimiento de sus patas. Sus enormesmazas descendían describiendo unacurva como si fueran péndulos,esculpiendo franjas sangrientas entre elgentío. Frenéticos guerreros se

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abalanzaron entre gritos contra losgigantes clavando sus lanzas en lasuniones entre las pesadas chapas de lasmáquinas, pero sus armas no podíanpenetrar lo bastante hondo para alcanzarlas uniones vulnerables. Las máquinasde guerra no aminoraron nunca lamarcha mientras se adentraban a ritmoconstante en las destrozadas compañíasenemigas. En los profundos surcosensangrentados que abrían sus piesavanzaban los salvajes hombres lagarto,que cayeron sobre los atónitos guerreroscon sus feroces mazos con punta depiedra.

El pánico se extendió como una

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tormenta de arena por el flancoizquierdo del enemigo, y la línea rotadel Usurpador retrocedió tambaleándoseante el aplastante asalto. Mientras lospaladines de Khemri intentaban volver aformar a sus compañías, que se batían enretirada, el suelo estalló bajo sus pies enmedio de una lluvia de roca y arenarevuelta cuando los escorpiones deguerra lybaranos tendieron suemboscada. Las pinzas con borde debronce cortaron en pedacitos a losaterrorizados guerreros o los hicieronpapilla las sacudidas de los aguijonesde los escorpiones. En unos pocosminutos, la resistencia organizada se

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vino abajo a medida que los lanceros deKhemri se acobardaban y huían hacia eloeste.

Mientras el flanco izquierdo delenemigo se desmoronaba, alejándose delos gigantes a modo de una veloz marea,en lo alto el aire se vio desgarrado conchillidos sobrenaturales y arcos deparpadeantes llamas verdes quesurgieron de catapultas ocultas entra labruma en la retaguardia de la huesteenemiga. Grupos de aullantes cráneosembrujados llovieron sobre los gigantesque avanzaban a grandes zancadas y sehicieron añicos contra las chapas demadera y bronce en medio de

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explosiones de fuego mágico. En unmomento, dos de las inmensas máquinasse vieron envueltas en llamas mientraslos ardientes fragmentos lograbanabrirse paso a través de brechas en suschapas blindadas y le prendían fuego asus vulnerables armazones. Lavelocidad de su avance disminuyócuando el creciente calor les ablandó lasruedas dentadas de bronce y lesdesgastó los huesos. Los gruesos cablesde cobre se partieron bajo la tensión enaumento, sacudiéndose como si fueranlátigos gigantes y destrozando lasmáquinas desde dentro. Un gigante conel semblante con cabeza de chacal de

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Djaf murió primero, volando en milpedazos en medio de una lluvia de metalirregular y madera astillada cuando surecipiente de vapor reventó con unaatronadora explosión. Un gigante concabeza de halcón cayó después cuandolas articulaciones de bronce de susrodillas quedaron destrozadas yprovocaron que la máquina cayera haciadelante sobre una docena de lanceros deKhemri que estaban replegándose.Horrorizados, los sacerdotes lybaranosles dirigieron cánticos a sus máquinasde guerra ordenándoles que se retirasen,pero no antes de que dos gigantes másrecibieran múltiples impactos y

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ardieran.A pesar de lo demoledora que

resultó la descarga, no fue suficiente.Mientras los dos últimos gigantes quehabían sobrevivido se retiraban, lastropas auxiliares de hombres lagartollevaron a cabo su ataque entre losazotes de los escorpiones de guerra, y elflanco izquierdo del enemigo continuódesintegrándose. Más al oeste,resonaron las trompetas cuando se leordenó a la caballería pesada numasique entrara en acción para intentarsalvar la situación.

Hekhmenukep profirió una retahílade furiosas maldiciones cuando el cuarto

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gigante se detuvo con una sacudida y,tras volar en pedazos, fueron arrojadosfragmentos de metal fundido sobre elcampo de batalla.

—¡Os dije que no servían para estaclase de batalla! —exclamó,consternado—. ¡Los gigantes estabanpensados como armas de asedio paraderribar las murallas de la ciudadcuando llegáramos a Khemri!

—Si desarticulamos al ejército delUsurpador aquí, no será necesario unsitio —repuso Rakh-amn-hotep,bruscamente—. Vuestras máquinas noshan sido muy útiles. El flanco enemigoha quedado destrozado y la victoria está

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a nuestro alcance. —El rey rasetranoseñaló hacia el oeste—. Enviad avuestros barcos flotantes contra lascatapultas del enemigo y vengaos,Hekhmenukep. Es hora de asestar elgolpe mortal.

Con eso, se volvió hacia losencargados de señales y comenzó adarles una tercera serie de órdenes a lastropas situadas en el suelo.

El rey de Lybaras sacudió la cabezacon tristeza al ver los restos en llamasdesparramados por el campo de batallahacia el noroeste.

—¡Qué espantoso desperdicio! —dijo mientras observaba cómo décadas

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de trabajo se convertían en cenizas antesus ojos.

* * *

Los jinetes numasis supieron que algohabía ido terriblemente mal por elfrenético sonido de las trompetas quelos llamaban a la batalla. Espolearon asus caballos para coronar el cerrosituado al este y vieron la devastación yel desastre que se desarrollaban anteellos. Cerraron filas impertérritos y se

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abalanzaron hacia el grueso del avanceenemigo.

Ocho mil de los mejores soldadosde caballería pesada de Nehekharacayeron sobre los hombres lagarto quemerodeaban por el lugar con las puntasde sus lanzas reluciendo siniestramentebajo el sol de mediodía. Como si setratara de una avalancha de carne ybronce, se echaron encima de losaullantes bárbaros, hasta el últimomomento, cuando a los caballos algalope les llegó el hedor acre de loshombres lagarto y retrocedieronconfundidos y asustados. Los jinetesmaldijeron y lucharon con sus monturas,

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repentinamente presas del pánico, y elcaos se extendió por las ordenadas filasde la caballería justo cuando la cargaalcanzaba su objetivo.

Los enormes hombres-lagarto seestrellaron contra el suelo, atravesadospor puntas de lanza o pisoteados por losfrenéticos caballos. Algunos de losbárbaros derribaron con ellos a losanimales, que no paraban de chillar,cerrando sus mandíbulas de reptilalrededor de los cuellos de los caballos.Mazas de piedra sacaron de golpe a loshombres de sus sillas o los arrojaron alsuelo fuertes manos con garras. Losgigantescos lagartos de trueno bramaron

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y azotaron a los soldados de caballeríacon sus enormes colas, aplastandohombre y caballo por igual.

Como si se tratara de dos bestiasenfurecidas, las formaciones se atacaronla una a la otra en medio de undesenfrenado y confuso tumulto. Loshombres-lagarto y sus bestias de guerraeran por separado más fuertes y teníanmayor capacidad de recuperación, perotambién se veían superados ampliamenteen número. Los expertos jinetes deNumas recuperaron rápidamente elcontrol de sus monturas y aprovecharonsu ventaja contra los bárbarosvaliéndose de la velocidad de sus

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caballos para lanzar ataquescoordinados contra sus enemigos, queeran más lentos. Uno tras otro, losbárbaros fueron derribados, y unadocena de lanzas atravesó su gruesapiel.

Martirizado por las lanzas de losjinetes más allá de lo que podía resistir,uno de los lagartos de trueno dejóescapar un rugido aterrorizado y semarchó con gran estruendo por dondehabía venido. Como en el fondo eranbestias gregarias, el resto de lasenormes criaturas hizo lo mismo y sefueron tras el primero que se retiraba.La caballería numasi, gravemente

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vapuleada a causa del enfrentamiento, sedetuvo tambaleándose y trató dereorganizar su dispersa formación, hastaque un siniestro estruendo que seprodujo al este les advirtió de unainminente catástrofe.

Los carros rasetranos, dos milunidades, atravesaron la llanura congran estrépito en dirección a losagotados jinetes numasis. Una lluvia deflechas cayó entre los exhaustossoldados de caballería pesada; derribóguerreros de sus sillas y mató caballos.Aterrorizados, sus comandantesordenaron que la caballería se retiraseante los carros que se les echaban

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encima, con la esperanza de ganartiempo para organizar un contraataque;no obstante, el repliegue se transformórápidamente en una retirada completacuando los diezmados guerreros seacobardaron frente el incesante avancedel enemigo.

Por detrás de la carga de los carrosde Rasetra, cinco mil soldados decaballería pesada lybaranos y rasetranosatravesaron la llanura a toda velocidad ydoblaron hacia el sur para hundirse en elcentro del enemigo. Al verse atacadasen el flanco por la carga concentrada dela caballería, las compañías enemigasflaquearon y luego cedieron. Las

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trompetas enviaron señalesdesesperadamente desde la parteposterior del ejército del Usurpador ylas reservas restantes se adelantaronrápidamente para formar una:retaguardia y cubrir el repliegue delejército. En lo alto, los barcos flotanteslybaranos se deslizaron sobre las tropasenemigas que huían camino de lascatapultas del Usurpador. Mientraspasaban por encima de las máquinas deasedio, los guerreros arrojaron cestasllenas de piedras y afilados trozos demetal por la borda, dejando caer unalluvia de destrucción sobre las máquinasde guerra. Aterrorizados ante la

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repentina y mortífera lluvia, los equiposde las catapultas, rompieron filas yecharon a correr, huyendo hacia lasprotectoras brumas de los manantiales.

Al otro lado de la llanura, losejércitos del este alzaron sus armasensangrentadas y gritaron,entusiasmados, para corear los nombresde sus dioses hacia el pálido cielo azul.Por detrás de la exhausta infanteríapesada, los guerreros de Lybarascontinuaban con su nefasta labor,recorriendo con sus pesadas espadas unextenso campo lleno de los cuerpos delos muertos.

Las ovaciones resonaron en las

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cubiertas del barco flotante mientras laatribulada retaguardia del enemigo seretiraba bajo una constante lluvia dedisparos de flecha hacia las protectorasbrumas de los manantiales.Hekhmenukep se volvió hacia su aliadoy le hizo una reverencia, lleno deadmiración.

—La victoria es nuestra, Rakh-amn-hotep —dijo—. Vuestra estrategia hasido perfecta.

El rey rasetrano se encogió dehombros.

—¿Quién no podía triunfar conmáquinas como estas a sus órdenes? —Respondió, golpeando la barandilla de

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la nave flotante con un nudillo—. Podíaver todos los movimientos del enemigodispuestos ante mí como si estuvierajugando una partida de príncipes yreyes. Puede ser que por fin hayamosencontrado la respuesta a la vil brujeríade Nagash.

Abajo, en la llanura, la caballeríaaliada iba de un lado a otro detrás delenemigo, que se batía en retirada comosi fuera una manada de lobosacercándose cada vez más al remolinode nubes y su promesa de la dulce yvivificadora humedad. Hekhmenukepseñaló a los jinetes con un gesto de lamano.

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—¿Ordenaréis una persecucióngeneral? —inquirió.

Rakh-amn-hotep negó con la cabeza.—A pesar de lo mucho que me

gustaría aplastar al enemigo, nuestrossoldados están cansados y mediomuertos de sed —repuso—, y debemosencargarnos de los cuerpos de losmuertos antes de seguir adelante. —Señaló con la cabeza hacia las agitadasbrumas—. Empujaremos hacia delantecon la caballería, tomaremos las fuentesy atenderemos a nuestros heridos junto alos manantiales sagrados.

Las Fuentes de la Vida Eterna, unantiguo obsequio de la diosa Asaph,

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eran legendarias por sus propiedadescurativas y sólo el gran río Vitae eramás reverenciado por la tradiciónnehekharana. Hekhmenukep asintió conla cabeza.

—Ahora que los barcos flotantes hanvaciado sus bodegas podríamosadelantarnos con los jinetes y cargaragua mientras el resto del ejército seocupa de los muertos y los heridos —apuntó.

El rey rasetrano consideró esa idea.—Es un plan razonable —dijo. Le

hizo señas al encargado de señales quese encontraba más cerca—. Avisad a lacaballería y a los carros para que

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continúen avanzando.Se les transmitieron las órdenes a

los jinetes y a las siete embarcacionesque flotaban en los bordes de lasbrumas. Cuando la nave de los reyesllegó a su lado, toda la armada comenzóa descender con elegancia hacia lasnacaradas nubes blancas. Los hombresse aglomeraron alrededor de lasbarandillas de cada barco, ansiosos porsentir la primera caricia sagrada de airefresco y húmedo.

Rakh-amn-hotep observó cómo labruma se alzaba por encima de la quilladel barco flotante y se extendía ensilencio por encima de las barandillas.

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Se le enroscó alrededor de los brazosextendidos y pasó como un velo por surostro; sin embargo, en lugar de sentirhumedad vivificadora contra la pielreseca, sólo notó aire seco y muerto y elolor a humo polvoriento en la garganta.Hekhmenukep tosió y otros miembros dela tripulación dejaron escaparexclamaciones de perplejidad.

Momentos después, el barco flotanteatravesó las capas de bruma y salió alaire libre a menos de treinta metros porencima del suelo. Rakh-amn-hotep abrióy cerró los ojos, que tenía secos y leescocían, y recorrió con la mirada lagran cuenca accidentada y sus plateadas

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charcas de agua sagrada. Lo que vio lollenó de horror.

La gran cuenca, surgida de lasagrada unión entre Asaph y el poderosoGeheb, contenía docenas de charcasirregulares bordeadas de sinuosossenderos cubiertos de abundante musgoverde. No obstante, las sagradas aguasplateadas habían sido profanadas.Habían llenado todas las charcas con loscadáveres putrefactos de los hombresque habían muerto en la batalla del díaanterior. Amplias manchas de sangre ybilis mancillaban las charcasvivificadoras de Asaph y cubrían susuperficie con una capa de suciedad y

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corrupción. Los guerreros de la huestedel Usurpador que se batían en retiradaestaban retrocediendo en fila a través dela cuenca. Su antiguo pánico se habíacalmado y sus compañías estabanvolviendo a formar lentamente mientrasse retiraban por los que habían sidosagrados senderos.

Los hombres cayeron de rodillas abordo de los barcos flotantes,enmudecidos por la atrocidad delcrimen de Nagash. Las manos deHekhmenukep temblaron sobre labarandilla.

—¿Cómo? —tartamudeó incapaz deapartar la mirada de la profanación—.

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¿Cómo ha podido hacer esto?Rakh-amn-hotep no pudo responder.

Las palabras no habrían sido suficientes.Un vasto mar de tiendas se extendía

al otro lado de la gran cuenca rodeadode compañías de espadachines conpesadas armaduras. Ocultos del solgracias a los vapores contaminados delos manantiales, los inmortales de pielpálida de Nagash permanecían a plenavista rodeando una gran tienda negra quese agazapaba como una araña en elcentro del campamento.

El rey rasetrano clavó los ojos en lalejana reunión de monstruos y, en eseinstante, sintió el peso de una mirada

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inmensa y desalmada, como si lehubieran puesto presionando un cuchillofrío contra la piel. Por vez primera en suvida, el rey guerrero tuvo miedo deverdad.

A continuación, de entre los pálidosinmortales, una columna de oscuridadque giraba se elevó a gran altura en elaire. Chocó contra el remolino de nubesy se extendió hacia fuera, como si setratara de un charco de tinta hirviendo.Mientras el borde delantero de la ola sedirigía a toda velocidad hacia losbarcos flotantes que se mecían en elaire, Rakh-amn-hotep escuchó elzumbido cada vez mayor de las

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langostas.—Media vuelta —exclamó con voz

entrecortada—. ¿Me oís? ¡Media vuelta!¡Deprisa!

Los hombres comenzaron a gritaralrededor del rey mientras el enjambrede voraces insectos se extendía por elbarco flotante. Rakh-amn-hotep setambaleó al sentir miles de patasdiminutas correteándole por la pielcuando la ola lo envolvió. Le azotaronel rostro, le arañaron los ojos y lemordieron la cara. El rasetrano rugió derabia y repugnancia mientras le dabamanotazos en vano al enjambre. Undolor punzante le recorrió las manos

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desnudas y las muñecas. Retrocediótambaleándose y cayó sobre la cubierta,con lo que aplastó cientos de insectoshambrientos bajo su cuerpo.

Por encima del rugiente zumbido delenjambre y los gritos de los hombresaterrorizados, el rey rasetrano oyó elruido de algo que crujía y se desgarrabaen lo alto. Con la sangre corriéndole porla cara, Rakh-amn-hotep se apartó losinsectos de sus ojos el tiempo suficientepara alcanzar a ver que una ondulantealfombra de langostas estabadestrozando la gran cámara de aire quemantenía el barco flotante en alto.Mientras él observaba, la lona se rajó,

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se deshilachó como una alfombrapodrida, y los espíritus del aireatrapados en su interior quedaronliberados.

Se produjo un siniestro crujido demaderos y luego Rakh-amn-hotep sintióque el estómago le daba una sacudidacuando el barco flotante se precipitóhacia el suelo.

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VEINTEEl largo y duro camino

El Gran Desierto,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

Los jinetes-esqueleto atacaron de nuevojusto antes del anochecer, abalanzándosesobre el ejército que se batía en retiradacon el sol teñido de rojo sangre a la

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espalda. Los secos caballos y sus jinetesparecían deslizarse por la arena. Suscuerpos, cocidos por el calor deldesierto, no eran nada más que cuerohecho jirones, hueso y tendón curado, yjuntos no pesaban mucho más que unhombre vivo. Los guerreros situados a lacabeza de la columna apenas tuvierontiempo de gritar una advertencia antesde que las primeras flechas dieran en elblanco.

Los chillidos y gritos roncosprocedentes de la cabeza del ejércitodespertaron a Akhmen-hotep de sualetargamiento. Él y los supervivientesdel ejército llevaban caminando desde

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medianoche; huían adentrándose cadavez más en el desierto después delataque de pesadilla en las afueras de BelAliad. La caballería enemiga los habíahostilizado en todo momentorecorriendo la desordenada columna avoluntad y dejando un rastro de muertosy heridos a su paso. Los jinetes nomuertos, que apenas sumaban treinta, noeran lo bastante numerosos como paraocasionar una destrucción generalizada,pero lo que le faltaba en número losuplían con una determinacióninagotable y aborrecible. Temiendo quelos vengativos muertos de Bel Aliad losalcanzaran, Akhmen-hotep había hecho

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que el ejército siguiera avanzandodurante toda la noche y bajo elabrasador calor del día. Ahora recorríanla arena tambaleándose, delirando acausa del agotamiento y el despiadadoazote del sol.

El rey levantó la cabeza al oír elclamor procedente de la parte delanterade la hueste.

—¡Escudos! —gritó con voz ronca,mientras aparecían los primeros jinetesenemigos.

La montura del esqueleto iba agalope tendido, y Akhmen-hotep podíaver cómo se le movían los hombros através de agujeros irregulares en la piel

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y podía escuchar el débil golpeteo desus cascos resquebrajados contra elsuelo blando. Franjas de piel parecida apergamino se agitaban como pendonesensangrentados en el cráneo blanqueadodel jinete en tanto recorría la columna atoda velocidad con el curvo arco decuerno en ristre. Mientras el rey miraba,el jinete tensó la cuerda con unmovimiento suave y disparó una flechaal pasar como una exhalación junto auno de los carros que aún le quedaban alejército. Se oyó un chillidoespeluznante, y uno de los caballos delcarro se desplomó.

Soltando maldiciones a través de los

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labios resecos, Akhmen-hotep se dirigiótambaleándose hacia el jinete que seacercaba al galope. El aire se llenó degritos a su alrededor, pero el rey no lesprestó atención. Lo único que leimportaba en ese momento era detener almonstruo maldito antes de que matara aotro de los caballos. Levantó su pesadokhopesh, rugiendo de frustración y rabia,e intentó darle al esqueleto; pero eljinete aún estaba fuera de su alcance. Elgolpe le salió desviado y el asaltantepasó rápidamente, preparando otraflecha para una víctima situada másabajo en la línea.

—¡Aquí estoy! —gritó Akhmen-

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hotep mientras el jinete se alejaba algalope—. ¡Da la vuelta y enfréntate amí, abominación! Da muerte al rey deKa-Sabar, si te atreves…

De pronto, el rey sintió que unamano fuerte se le cerraba alrededor dela nuca y lo lanzaron hacia atrás como sino fuera más que un niño. Un arma silbópor el aire. Akhmen-hotep notó un olor acuero mohoso y polvo de hueso y luegooyó un espantoso crujido. Algo afiladole golpeó la mejilla y rebotó, y acontinuación, vio los trozos destrozadosde un caballo esqueleto y su jineterodando por la arena, delante de él.

—Tened cuidado, alteza —la voz

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grave de Hashepra, el hierofante deGeheb, retumbó junto al oído del rey. Elenorme sacerdote retrocediósigilosamente, con el martillo listo yarrastrando a Akhmen-hotep con él—.Dominaos, no vaya a ser que hagáisflaquear la confianza en sí mismos devuestros hombres. Tal y como están lascosas, ya nos encontramos en unaposición lo bastante difícil.

Akhmen-hotep contuvo condificultad el rugido de rabia impotenteque se le acumulaba en la garganta. Otrojinete enemigo pasó a toda velocidadmientras numerosas flechas leatravesaban el cuerpo. Mientras el rey

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miraba, la criatura se sacó una de laslargas saetas del pecho, la encajó en elarco y la disparó contra un caballo vivo.La imagen extraña y casi absurda llenóal rey de frustración y desesperación.

—Por todos los dioses, ¿cómo sesupone que vamos a enfrentarnos a estascosas? —susurró con voz ronca—. Cadahombre que matamos se levanta denuevo. Cada pariente que perdemos alzasus manos muertas contra nosotros.

Con esfuerzo, plantó los pies y seretorció para escapar de las manos deHashepra.

—Y por cada una de estasmonstruosidades con la que acabamos,

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aparecen diez más en su lugar. —Sevolvió hacia el hierofante—. Decidme,sacerdote, ¿cómo puede un hombrederrotar a un enemigo tan innumerablecomo las arenas?

El hierofante de Geheb se quedómirando al rey a los ojos un largo rato, yAkhmen-hotep vio un reflejo de supropia desesperación en el rostro delsacerdote.

—Sólo los dioses lo saben —contestó al final, y luego se apartó—.Regresad a los carros, alteza. Elenemigo nos ha adelantado por elmomento. Anochecerá pronto y tenemosmucho que discutir.

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Akhmen-hotep observó como elsacerdote regresaba penosamente y conaire cansado a la línea de carrosabollados situados a menos de unadocena de metros de distancia. Lasombría mirada que había visto en losojos de Hashepra le había helado lasangre.

—Los dioses lo saben —dijo, y tratóde sacar fuerzas de aquellas palabras—.Los dioses lo saben.

Aturdido, el rey se reunió conHashepra en su carro. Durante el caosde la retirada, las máquinas de guerra sehabían visto obligadas a servir decarromatos provisionales para llevar

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todas las provisiones que habíanrescatado del campamento, además deproporcionarles transporte a lossacerdotes y nobles heridos. Dos figurasdescansaban inquietas entre sacos decereal y tinajas de agua en la parteposterior del carro del rey. Habíancolocado a Khalifra, suma sacerdotisade Neru, lo más cómoda posible entre lacarga. El cabo de una flecha lesobresalía del hombro izquierdo y teníael rostro demacrado y con fiebremientras dormía. Memnet estaba sentadoa su lado; tenía las cetrinas faccionesbañadas en sudor. El gordo sacerdotesostenía un paño húmedo contra la frente

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de Khalifra.—Debemos acampar pronto —

estaba diciendo Memnet mientrasAkhmen-hotep se acercaba—. Loshombres y los animales estáncompletamente exhaustos. Si seguimosadelante, mataremos a más hombres queel enemigo.

—Si nos detenemos, el enemigo nosatacará en masa —repuso el rey,cansado—. Nos aplastarán.

—No sabemos si hay alguien másahí fuera además de los malditos jinetes—contestó Hashepra—. Alteza,deberemos parar tarde temprano. Mejorahora mientras todavía tenemos fuerzas

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para defender el campamento.—Además, debemos hacer balance y

ver cuántos hombres nos quedan —señaló Memnet—. Y no digamos yaprovisiones.

—Y debemos hablar con losbhagaritas —continuó Hashepra—.Necesitamos encontrar una reserva deprovisiones o un oasis pronto.

—Vale, vale —concedió Akhmen-hotep, levantando las manos en señal derendición—. Acamparemos aquí y nospondremos en marcha mañana antes delalba. Avisad a los hombres.

Una vez tomada la decisión, lasfuerzas parecieron abandonar al rey. Las

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extremidades le pesaban como si fuerande plomo y, en ese momento, no queríanada más que arrastrarse bajo ladiscutible sombra que se proyectabadebajo del carro y dormir. Hasheprahabía comenzado a darles órdenes a ungrupo de mensajeros que esperaban allícerca cuando oyeron el sonido de unoscascos que se aproximaban a ellosdesde la parte posterior de la columna.

Akhmen-hotep se volviórápidamente pensando que los jinetes deNagash habían decidido dar mediavuelta y atacarlos de nuevo, pero a lavez que levantaba su espada el reycomprobó que tanto caballo como jinete

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eran figuras de carne y hueso en lugar decuero y hueso. A medida que el jinete seaproximaba, Akhmen-hotep vio que setrataba ni más ni menos que de Pakh-amn, y al rey se le ocurrió que no habíavisto al jefe de Caballería desde elataque de la noche anterior.

—¿Dónde has estado? —preguntósin preámbulos cuando el joven noblefrenó a su exhausta montura junto alcarro.

El rostro de Pakh-amn reveló unarranque de irritación ante el tono delrey.

—He estado organizando laretaguardia y haciendo balance de

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nuestra situación —respondió de maneracortante—. Pensé que quizás os gustaríaconocer el estado de nuestro ejército,alteza.

Hashepra se molestó por el tonoimperioso del joven noble, peroAkhmen-hotep se anticipó a él con ungesto de la mano.

—Bien. Veámoslo, entonces —ledijo al jefe de Caballería.

—Nos quedan dos mil quinientoshombres, más o menos —empezó eljoven noble—, aunque cerca de untercio sufre heridas de algún tipo. Nadiecuenta con equipo alguno para acampar,aunque puede ser que una cuarta parte de

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los hombres lograran escapar delcampamento con comida para un par dedías metida en las bolsas de los cintos.—Pakh-amn hizo un gesto con la cabezahacia los carros—. Espero que a vos osfuera mejor con la caravana deprovisiones antes de que huyéramos.

—Eso aún está por verse —repusoAkhmen-hotep—. ¿Y los bhagaritas?

La expresión de Pakh-amn se tomóadusta.

—Ya fuera por la voluntad de losdioses o por el plan del propio Nagash,los bhagaritas sufrieron mucho durantela noche —contestó—. Algunos hombresjuran que los asaltantes-esqueleto se

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esforzaron por matar a los bandidos deldesierto. Del centenar que nosacompañó desde Ka-Sabar, quedanmenos de veinte. —Se encogió dehombros—. Tal vez si todavía hubierantenido sus espadas cuando comenzó elataque, podrían haberse defendidomejor.

La cara de Hashepra se ensombrecióde rabia.

—Es hora de que alguien te enseñemodales a golpes, chico —dijo en vozbaja.

—Basta, santidad —declaróAkhmen-hotep—. Recodad lo quedijisteis acerca de darles ejemplo a los

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hombres. El jefe de Caballería sóloofende a sus antepasados con uncomportamiento tan mezquino.

Pakh-amn soltó un resoplido burlón.—¿Mezquino? —repitió—.

Solamente digo la verdad. Si el rey noes lo bastante fuerte como para hacerlefrente, entonces no es un auténtico rey.

—Está la verdad y también está lasedición —apuntó Memnet—. El reypodría hacer que te ejecutaran porhablar así, Pakh-amn.

El jefe de Caballería fulminó con lamirada al gran hierofante y contestó:

—Se me ocurren unos mil hombresque no estarían de acuerdo con vos,

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sacerdote.Akhmen-hotep se puso tenso. De

pronto, la advertencia que Memnet lehabía hecho la noche anterior resonó ensu mente: «¿Quién sabe lo que podríahacer si se encuentra en una posición deinfluencia sobre gran parte delejército?».

Si daba la orden, Hashepra acabaríacon la vida del joven noble con un sologolpe de su martillo. Justo cuando laorden acudía a sus labios, Pakh-amn sevolvió hacia él y dijo:

—Perdonadme, alteza. Al igual quevos, estoy muy cansado, y tengo losnervios de punta. Pero me alegra decir

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que todo no está perdido aún.—¿Y cómo es eso? —inquirió el

rey.—He estado hablando con los

supervivientes bhagaritas —explicó elnoble—. Conocen una reserva deprovisiones a un día a caballo de aquí.

—Un día a caballo son dos días omás a pie —rebatió Hashepra—. Lamitad del ejército habrá muerto antes deque lleguemos allí.

Pakh-amn asintió con la cabeza.—A menos que vaciemos los carros

y los enviemos por delante para reunirprovisiones —sugirió—. Yo podríallevar a los bhagaritas que quedan como

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guías y escoltas, además de unos cuantoscientos de hombres escogidos. Luego, undía después, vos marcháis con el restodel ejército y os reunís con nosotros amedio camino, cuando nosotros yaregresamos. Es difícil, pero noimposible.

Akhmen-hotep hizo una pausa y sequitó la arenilla que le rodeaba los ojosmientras trataba de estudiardetenidamente el plan del noble. Parecíasensato… si pudiera confiar en el jefede Caballería. ¿Podía arriesgarse adespachar todos sus carros y la mayoríade sus guías bajo las órdenes de Pakh-amn? Incluso si escogía a otra persona

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para guiar la expedición, ¿cómo podríasaber con certeza que el hombre no erauno de los simpatizantes de Pakh-amn?Luego, el jefe de Caballería podríaescabullirse en medio de la noche yreunirse con sus compatriotas, dejandoal ejército a su suerte, para regresar sinpeligro a Ka-Sabar.

El rey recurrió a su hermano enbusca de consejo. Memnet no habló,pero la expresión de sus ojos oscuros lodecía todo. Akhmen-hotep suspiró ynegó con la cabeza.

—No podemos arriesgarnos aperder los carros ni los guías —dijo—.Racionaremos las provisiones y nos

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dirigiremos al oasis como podamos.Pakh-amn abrió mucho los ojos al

oír la decisión del rey, pero luego apretóla mandíbula, furioso.

—Así se hará —contestó con voztensa—, pero morirán hombresinnecesariamente a causa de ello. Osarrepentiréis de esta decisión, Akhmen-hotep. Ya lo veréis.

El noble dio media vuelta y sedirigió con rápidas zancadas hacia sucaballo. Akhmen-hotep lo observómarcharse mientras le daba vueltas a laidea de ordenar el arresto de Pakh-amn.¿Arrestarlo prevendría un motín o loprovocaría?

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Cuando se dio cuenta, Hashepra leestaba zarandeando el hombro consuavidad.

—¿Qué haremos, alteza? —preguntóel hierofante.

Akhmen-hotep se sacudió=como sidespertara de un sueño. El caballo algalope de Pakh-amn ya se encontraba amucha distancia de camino hacia laparte posterior de la hueste.

—Acampad —indicó el rey sinánimo—. Después, escoged algunoshombres en los que confiéis y haced queinspeccionen las provisiones.Empezaremos a racionar la comidainmediatamente. Enviad mensajeros a

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buscar a cualquier servidor de Neru quepueda haber sobrevivido. Vamos anecesitar una guardia para proteger elcampamento en cuanto anochezca.

Hashepra asintió con la cabeza.—¿Y luego? —preguntó.El rey se encogió de hombros.—Luego, intentamos sobrevivir toda

la noche —contestó con voz apagada.

* * *

Las sensaciones penetraron lentamente

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la oscuridad: un dolor punzante en elpecho, los hombros y la espalda y,después el creciente rugido de miles devoces que gritaban. Agua fresca yligeramente aceitosa le lamía la parteinferior de las piernas y le acariciaba lapiel reseca. Durante un instante, sucerebro se vio invadido por sensacionesenfrentadas de puro terror y mareantealivio.

Un momento más tarde, la cacofoníade sonidos que rodeaba a Rakh-amn-hotep se dividió en el conocido ruidodel campo de batalla. Los heridoschillaban a su alrededor suplicandoayuda, mientras que a lo lejos cientos de

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hombres gritaban enérgicamentepidiendo la sangre de sus enemigos deforma vigorosa. El rey rasetrano se diocuenta aturdido de que probablemente seestuvieran refiriendo a él.

El rey parpadeó despacio y seencontró tendido boca abajo al borde deuna de las grandes charcas sagradas. Nosabía cómo había llegado allí. Lo últimoque recordaba era que había visto cómola cámara de aire del barco flotante sedeshacía y había sentido que la cubiertadescendía bajo sus pies mientras la granembarcación se precipitaba hacia latierra.

Rakh-amn-hotep colocó las manos

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debajo del cuerpo con una mueca dedolor e intentó levantarse. Sintió unapunzada de dolor que le recorrió elcostado derecho del pecho. Lo másprobable era que se hubiera fracturadouna costilla en el momento del choque.Seguramente había salido despedidocuando el casco de madera se habíaestrellado contra el suelo. Gracias a losdioses había logrado evitar por muypoco la profunda charca que tenía a lospies. Si hubiera caído un metro máscerca, se habría ahogado, sin duda, enlas aguas sagradas de Asaph.

«No, ya no son sagradas», secorrigió el rey. Con un bufido de

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repugnancia, sacó los pies rápidamentedel agua invadida de cadáveres y selimpió el residuo grasiento deputrefacción humana que se le habíaadherido a la piel. Tan cerca del agua elhedor de la corrupción resultabatangible y cubría la garganta seca deRakh-amn-hotep.

El rey se dio la vuelta entre tosesroncas y trató de hacer balance de suentorno. Los restos del barco flotantedescansaban a sólo unos diez metrosaproximadamente. Una mortaja de lonahecha jirones y una alfombra de insectosque se agitaban y mordisqueabancubrían parcialmente sus maderos

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hechos añicos. Para su horror, el rey viopersonas que forcejeaban enterradasbajo la masa de langostas. Una levantóla mano hacia el cielo como si lesuplicara ayuda a los dioses. El hombretenía tres dedos roídos hasta el hueso.Pocos barcos flotantes lybaranos habíansalido mejor parados. Rakh-amn-hoteppudo ver cascos rotos esparcidos por lacurva oriental de la gran cuenca ydocenas de hombres aturdidos y heridosque intentaban escapar de los restos.

Al oeste, oleadas de sonidosresonaron al otro lado de la cuencaprocedentes de los guerrerosconcentrados de la hueste del

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Usurpador. Por lo que el rey rasetranopodía ver, las compañías que se habíanbatido en retirada habían ido a pararcontra las reservas ocultas de Nagash, ylos paladines inmortales del Usurpadorestaban reagrupando con ira sus filas. Lagran masa de soldados desordenados eralo único que se interponía entre lossupervivientes aliados y las impacientescompañías de Nagash. Eso cambiaría encuestión de minutos.

Rakh-amn-hotep se acercótambaleándose a un grupo de lybaranosse alejaban a gatas de las ruinas de subarco flotante.

—¿Dónde está vuestro rey? —

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inquirió con voz ronca—. ¿Dónde estáHekhmenukep?

Cuando los aturdidos tripulantes selo quedaron mirando sin articularpalabra, el rasetrano les dio una patadaen el trasero.

—¡En pie, desgraciados! —ordenó—. ¡Tenemos que salir de aquí, peronadie se va hasta que encontremos aHekhmenukep!

La voz autoritaria del rey hizo quelos tripulantes regresaran tambaleándosepor donde habían venido y empezaran abuscar apresuradamente alrededor delos restos del barco flotante.

—¡Que los heridos se pongan en

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marcha! —gritó Rakh-amn-hotep trasellos—. ¡Todo hombre que no puedamoverse hay que cargarlo!

Mientras los tripulantes buscaban, elrey centró su atención en lossupervivientes de los otros barcosflotantes. Muchos acudieron en masa aloír el sonido de su voz, y también lospuso a trabajar. Se recogieron del suelolargas tiras de lona rota paraproporcionarles camillas rudimentariasa los heridos más graves, y el reyempezó a enviar grupos pequeños haciael este en cuanto estuvieron organizados.

—¡Aquí! —llamó uno de loslybaranos mientras hacía señas con la

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mano frenéticamente—. ¡Está aquí! ¡Elrey está aquí!

Hekhmenukep estaba tendido a sólounos metros de la proa destrozada delbarco flotante. Milagrosamente, se habíalibrado de los estragos del enjambre delangostas, mientras que dos hombres quehabían caído a tierra aproximadamentemedio metro más cerca del accidentehabían acabado reducidos a relucientesesqueletos. Cuando Rakh-amn-hotepllegó a donde se encontraba el rey, dossúbditos de Hekhmenukep estabantratando de ayudarlo a ponerse en pie.El soberano lybarano estaba pálido, seencorvaba de dolor y unas manchas de

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brillante espuma roja le salpicaban lascomisuras de la boca. Rakh-amn-hotepmasculló una maldición.

—Una costilla le ha perforado unpulmón —anunció el veterano guerrero—. Colocadlo sobre un trozo de lona yllevadlo con el ejército cuanto antes. Noos preocupéis demasiado por que estécómodo. Ahora mismo, la velocidad eslo más importante.

Mientras los tripulantes se apurabana obedecer, el bramido de los cuernosde guerra y las voces entremezcladas demiles de guerreros impacientessacudieron el aire. Al otro lado de lacuenca, el ejército del Usurpador se

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había puesto en marcha una vez más.El rey rasetrano gruñó como un

sabueso viejo y marcado. Se les habíaacabado el tiempo.

—¡Moveos! —les ordenó a loshombres que quedaban—. Ayudad a losheridos cuanto podáis. ¡Ahora, largo!

Los lybaranos no necesitaron que lesinsistieran más y huyeron para salvar susvidas ante el ejército que avanzaba. Enun momento, el rey se encontró solofrente a la lejana horda del Usurpador.Maltrecho pero con el espíritu intacto,les volvió la espalda a sus enemigos yfue tras sus hombres.

Tras él, los guerreros del Usurpador

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soltaron un inarticulado rugido sedientode sangre y se lanzaron hacia delante,rompiendo filas en su deseo de alcanzara los lybaranos. Los guerreros enemigosse encontraban a más de media milla dedistancia y se veían obligados a seguirlos serpenteantes senderos que rodeabanlos manantiales envenenados, pero lomismo se podía decir de Rakh-amn-hotep y sus hombres, muchos de loscuales apenas se podían mover. A cadamomento que pasaba, los brutalessonidos de la persecución aumentaronde volumen en los oídos del rey.

Entonces, por delante, Rakh-amn-hotep divisó jinetes que se abrían

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camino con cuidado entre las charcas.Se trataba de soldados de caballeríaligera lybarana, la vanguardia de lafuerza de persecución que había seguidoa las compañías enemigas en retiradahasta la cuenca. Mientras el rey miraba,los jinetes ayudaron a sus compañeros asubir a lomos de sus caballos ycomenzaron a retroceder por dondehabían venido. A los camilleros no lesquedó más remedio que seguir adelantecomo pudieron con sus cargas, peroahora avanzaban bajo la protectoramirada de la caballería ligera.

Uno de los soldados de caballeríadescubrió a Rakh-amn-hotep y espoleó a

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su caballo hacia delante con un grito.Frenó junto al rey y se bajó de la sillade montar sin vacilar.

—Vuestro paladín espera con loscarros rasetranos allá —dijo, jadeando,mientras señalaba con la cabeza hacialas brumas que se veían al este—.Coged mi caballo, alteza. Casi tenemosal enemigo encima.

Rakh-amn-hotep miró hacia atrás,por donde había venido, y le asombróver lanceros enemigos a menos de cienmetros de distancia.

—Vuelve a subir a la silla —ordenó—. Dos pueden montar igual de bien queuno. Además, lo más probable es que me

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caiga si intento montar esta bestia solo.El soldado de caballería volvió a

saltar con gratitud sobre el lomo de sucaballo y, con esfuerzo, ayudó al rey asubir detrás de él. Una flecha silbó porel aire a su derecha, y luego otra. Eljinete tiró de las riendas y espoleó lamontura para alejarse de la hueste queavanzaba. Zigzagueó con gran habilidadentre el agolpamiento de figuras que sebatían en retirada, chapoteandoocasionalmente por las charcas pocoprofundas para sortear grupos másgrandes de hombres.

Muchos minutos después alcanzaronel otro extremo de la cuenca y sus

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zarcillos de bruma. Un centenar decarros rasetranos aguardaban allí en unaespecie de retaguardia. Sus ruedasestrechas y su considerable peso lesimpedían penetrar más en el terrenoescabroso de la cuenca. Ekhreb seencontraba cerca y ordenada a loscamilleros que cargaran a los heridos enlos carros según iban llegando. Laexpresión del paladín se relajóconsiderablemente al ver acercarse a surey.

Rakh-amn-hotep bajó de manerapoco elegante de la silla y estrechó lamuñeca del soldado de caballería enseñal de agradecimiento antes de

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acercarse a Ekhreb.—El maldito Usurpador nos llevaba

ventaja desde el principio —gruñó—.La batalla en la llanura sólo tenía elobjetivo de agotarnos y consumir toda elagua que nos quedaba. Ahora haenvenenado la única fuente de agua encincuenta millas. Si nos quedamos aquí,sus reservas penetrarán nuestrasdefensas antes de que anochezca y luegohabrá una masacre.

Ekhreb escuchó la nefastavaloración con calma.

—¿Qué queréis que hagamos? —preguntó.

Rakh-amn-hotep apretó los dientes.

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—Nos retiraremos de nuevo, malditasea. De regreso a Quatar, aunque sólolos dioses saben cómo vamos a lograrlo.Nagash nos perseguirá. Sería un tonto sino lo hiciera. Lo atraeremos hasta lasmurallas de la ciudad e intentaremosaplastarlo allí.

—¿Y si el Usurpador todavía noslleva ventaja? —apuntó el paladín.Rakh-amn-hotep lo miró con el entrecejofruncido.

—Bueno, si te hace sentir mejor,probablemente hayamos muerto todos desed mucho antes de que eso sea unproblema —respondió. Ekhreb se rió,aunque no era su intención.

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—Mirad quién es el optimista ahora—comentó, y llevó al rey hasta el carroque aguardaba.

Las portezuelas de la tienda degruesa lona se hicieron a un lado y ladébil luz gris de la neblinosa cuenca sefiltró en la penumbra de la carpa deNagash. Raamket entró rápidamente,agradecido de escapar incluso de latenue luminosidad de los abrasadoresrayos de Ptra. Llevaba la mayor partedel cuerpo protegida con armadura yenvolturas de cuero, y solamente lacabeza y las manos estaban aldescubierto. Su capa de piel humanaondeó tras él como las alas de un buitre

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mientras se acercaba al ReyImperecedero y se apoyaba en unarodilla.

—La hueste enemiga se estáretirando, señor —anunció Raamket—.¿Qué ordenáis?

* * *

Nagash estaba sentado en el antiguotrono de Khemri, que se había sacadodel palacio de Settra por vez primera ensiglos. La inquietante figura del rey

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estaba envuelta en los sepulcraleszarcillos de su séquito fantasmal, cuyosdébiles gemidos tejían un aterradorlamento entre las sombras opresivas.Los reyes satélites del nigromanteatendían los deseos de Nagash. Amn-nasir, el orgulloso rey de Zandri en otrotiempo, estaba sentado en una silla derespaldo bajo a la izquierda de Nagash ybebía vino aderezado con loto negromientras su rostro reflejaba unaexpresión angustiada. Los reyes gemelosde Numas se sentaban uno al lado delotro a la derecha del nigromante ysusurraban con aprehensión entre ellos.En la parte posterior de la tienda, el

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sarcófago de mármol del ReyImperecedero descansaba junto al de sureina. El sarcófago de Neferem estabacerrado. Ghazid, el criado delnigromante, permanecía de rodillas allado del féretro de piedra y acariciabala superficie pulida con una temblorosamano arrugada mientras susurraba convoz débil y aflautada.

El Rey Imperecedero se puso en pieen medio de un remolino de espíritusatormentados y se dirigió a grandeszancadas a la abertura de la tienda. Conun ademán, el manto de espíritus sedeslizó hacia delante y apartó laportezuela de la tienda.

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Nagash observó desde las sombrasla menguante luz del día y sonrió.

—Partimos hacia Quatar —anunció—, donde aplastaremos a esos reyesrebeldes.

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VEINTIUNOEl elixir de la vida

Khemri, la Ciudad Viviente,en el 46.º año de Ualatp el paciente

(-1950, según el cálculo imperial)

El Rey Sacerdote de Khemri cruzó losbrazos y estudió con el entrecejofruncido el gran mapa de pergaminodesplegado ante él.

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—¿Dónde están ahora? —lepreguntó Nagash a su visir.

Arkhan el Negro rodeó enseguida laesquina de la larga mesa y se situó allado del rey. El noble consultórápidamente una nota garabateada en unpergamino hecho jirones, y luego deslizóel dedo a lo largo del gran caminocomercial, al oeste de Khemri.

—Según los últimos informes denuestros exploradores, el ejército deZandri está aquí —dijo, señalando unpunto que aproximadamente estaba a unasemana de marcha de la CiudadViviente.

La otra media docena de nobles que

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atendían al rey, incluyendo a Raamket,que parecía un matón, y a un Shepsu-hurde aspecto cansados se inclinaron sobrela mesa para oír mejor a Arkhan porencima del sonido de voces y el pasarde páginas en la biblioteca del rey. Labiblioteca, que tradicionalmente era unlugar silencioso y solitario reservadopara el rey y la familia real, ocupabacasi un ala entera del palacio. En sujuventud, Nagash había dedicadomuchos años a estudiar minuciosamenteantiguos mamotretos en la biblioteca y amerodear por los archivos polvorientosy poco iluminados de los nivelesinferiores del ala. Ahora que era rey, la

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gran cámara de arenisca se habíaconvertido en su sala de mando, dondellevaba a cabo la mayor parte de losasuntos del reino.

Aunque ya era bien entrada la tarde,la habitación estaba abarrotada deescribas, mensajeros y esclavos deaspecto agobiado; todos se ocupaban desus cosas bajo la mirada dedesaprobación del encargado superiorde la biblioteca. Había sido más omenos igual durante días, desde que elcomerciante bhagarita había llegado alpalacio con valiosas noticias paravender: el rey Nekumet de Zandri habíareunido a sus guerreros y se estaba

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preparando para liberar a la CiudadViviente de las garras de Nagash elUsurpador. Por primera vez endieciocho años, Khemri estaba enguerra.

La noticia del inminente ataque nohabía resultado una gran sorpresa. Esmás, Nagash llevaba bastante tiempoesperando tal paso y había estadorealizando los preparativos necesarios.La noticia de la caída de Thutep sehabía extendido por toda Nehekharacomo un viento de tormenta y habíaprovocado exclamaciones deindignación y consternación en lospalacios de las otras grandes ciudades.

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No era tanto el acto de destituir aThutep lo que resultaba tan detestable,pues la mayoría había considerado queel joven rey era tonto e ingenuo, sino elhecho de que Nagash había violado elGran Pacto al reclamar la corona. Comoprimogénito, su vida les pertenecía a losdioses y, por lo tanto, había sentado unpeligroso precedente que los demásreyes no podían tolerar. Para empeoraraún más las cosas le había prohibido ala esposa de Thutep, Neferem, reunirsecon su marido en la otra vida, comoexigía la costumbre, lo que hacíapeligrar el pacto y ofendía gravemente alos dioses.

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Nagash había perdido la cuenta delnúmero de delegaciones furiosas quehabía enviado la ciudad santa de Mahrakpara exigir su inmediata abdicación afavor del hijo de Thutep. Sospechabaque, entretanto, el Consejo Hieráticohabía estado despachando enviados alas otras ciudades con la esperanza dereclutar un ejército para sacarlo deltrono por la fuerza. Hasta ahora, sinembargo, los reyes de Nehekhara habíanpreferido aguardar el momento oportunoy esperar a que los dioses, o más bienlos furiosos ciudadanos de Khemri,tomaran cartas en el asunto y lesahorrasen los gastos de una costosa

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campaña militar.Durante nueve años, los dioses

habían mantenido un extraño silencio, yla gente de Khemri había aceptado eldominio de Nagash con una especie deaturdida pasividad. Su ascenso al poderhabía señalado el fin de años de plaga yhabía marcado el comienzo de una erade calma y estabilidad. El rey repuso lasfilas de la nobleza al concederles títulosa miembros destacados de la clasemercante y sofocó el crimen medianteacuerdos privados con los elementoscriminales de la ciudad. Los agentes deRaamket identificaban rápidamente a losdisidentes y se ocupaban de ellos

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calladamente, lo que le proporcionabacarta banca al rey para dedicarse a susobjetivos inmediatos.

Nagash había sabido desde elprincipio que sólo sería cuestión detiempo antes de que el rey Nekumet secreyera lo bastante fuerte como paramarchar sobre Khemri. Ahora el trabajode los últimos años se vería puesto aprueba.

—¿Qué hemos averiguado de lacomposición del ejército? —inquirió elrey.

Arkhan consultó de nuevo sus notas.—Nuestros exploradores informan

de ocho mil soldados de infantería, una

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mezcla de compañías de lancerosprofesionales y tropas auxiliaresbárbaras, además de dos mil arqueros ymil quinientos carros.

Miradas de reojo y murmullosinquietos pasaron entre los nobles. Elejército de Zandri era casi el doble degrande que el de Khemri. Nagash asintiócon la cabeza, pensativo.

—El rey Nekumet ha congregado unafuerza ideal para enfrentarse a la nuestra—comentó—. Está claro que sus espíaslo han mantenido bien informado. —Leechó una mirada a Raamket—. ¿Ynuestras tropas?

—Las últimas compañías de

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lanceros y arqueros salieron de laciudad a media tarde, como ordenasteis—contestó el noble—. La caballeríaligera y los carros están terminando losúltimos preparativos en este mismomomento.

Nagash respondió al informe con uncortante gesto de la cabeza y se volvióhacia Shepsu-hur.

—¿Y nuestras fuerzas? —preguntó.El apuesto noble le dirigió al rey una

desenfadada sonrisa.—Todo está preparado —contestó

con soltura—. Podemos partir encualquier momento, alteza.

Nagash estudió el mapa unos

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momentos más y después asintiómoviendo la cabeza con aire satisfecho.

—En ese caso, no hay nada más quediscutir —dijo—. La caballería partiráen dos horas según lo planeado. Shepsu-hur, tú saldrás de Khemri una horadespués de la medianoche. Tienes quellegar al lugar de encuentro, aquí —continuó el rey, mientras señalaba unpunto a lo largo de la orilla del río Vitae—, al amanecer.

Shepsu-hur le hizo una reverencia alrey, y el resto de los nobles lo tomócomo la señal para marcharse. Arkhanenrolló rápidamente el mapa deNehekhara y se fue con una veloz

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reverencia. Dos horas dejaba muy pocotiempo para prepararse y aún quedabamucho por hacer. Nagash los apartó desu pensamiento de inmediato y volvió aconcentrarse en los libros y pergaminosque había cubierto el mapa del visir.

Había libros y manuscritos sobrearquitectura encima de una ancha hojaque representaba una pirámidemonumental, muchísimo más grandeincluso que la Gran Pirámide. Lapirámide contenía más de una docena deniveles de cámaras cuidadosamentedispuestas, más de la mitad de las cualespenetraban muy por debajo del nivel delsuelo, y los márgenes del plan

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arquitectónico estaban llenos demedidas precisas y listas de materialesque se emplearían en la construcción dela pirámide. Toneladas y toneladas demármol negro, además de cientos dekilogramos de plata y tinajas de piedraspreciosas trituradas.

El coste de los materiales deconstrucción solamente arruinaría a lasgrandes ciudades de Nehekhara dosveces. No obstante, en opinión deNagash, hasta el último trozo eraabsolutamente esencial. Basándose entodo lo que había aprendido de losdruchii, más las observaciones de susexperimentos a lo largo de la última

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década y media, eso era lo mínimo queharía falta para atraer los vientos deoscura magia hasta Nehekhara yacumular su poder para que él pudierautilizarlo.

El coste de tal empresa no lepreocupaba, sino que se trataba de unproblema relativamente trivial, en lo quea Nagash concernía. Lo que lodesconcertaba, una y otra vez, eran loscálculos de la mano de obra que seríanecesaria para levantar una construccióntan inmensa. El rey recorrió con un dedouna serie de cifras situadas en el margeninferior del plano y llegó una vez más ala inevitable conclusión: de doscientos a

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doscientos cincuenta años.Nagash apoyó las palmas de las

manos sobre la mesa y revisó suscálculos de nuevo, intentando encontrarun modo de completar su grandiosodiseño en menos de una vida. Estaba tanconcentrado que transcurrieron variosminutos antes de que el rey se dieracuenta de que la cámara de la bibliotecaestaba en completo silencio.

El rey frunció el entrecejo, levantóla mirada de su trabajo y se encontró aNeferem y su séquito de doncellas en elcentro de la habitación. La Hija del Solvestía sus galas reales, incluidos eltocado ceremonial y el pesado colgante

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de oro de la reina de Khemri. Llevabalos ojos verdes delineados con kohl y lehabían espolvoreado ligeramente loslabios con perla machacada; pero talesadornos parecían ordinarioscomparados con la belleza natural deNeferem. Ni siquiera la fría mirada dedesprecio que le dirigió al reydesmerecía su hermosísima presencia.

Todos los que se encontraban en lacámara —esclavos, eruditos, incluso losquejumbrosos bibliotecarios superiores— habían caído de rodillas y habíaninclinado la cabeza hacia el suelo enpresencia de la reina.

—Dejadnos —ordenó Nagash, y los

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presentes salieron apresuradamente dela habitación.

El rey estudió a Neferem,evaluándola. Tras casi veinte años ya sehabía convertido en la legendaria beldadque los dioses se habían propuesto quefuera y, sin que pudiera evitarlo, Nagashsintió el ansia del deseo con másintensidad aún.

—Veo que por fin te has quitado esamaldita túnica de luto —observó—.Vuelves a parecer una reina. ¿Esosignifica que has cambiado de opinión?

Neferem hizo caso omiso de lapregunta del rey.

—Quiero ver a mi hijo —dijo.

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Su voz se había vuelto más gravecon los años; un océano de lágrimasamargas la había erosionado.

—Ni hablar —contestó Nagash contono frío.

—Te vas a llevar a Suskhet a laguerra contigo —contestó la reina. Lavoz le tembló por la rabia apenasreprimida—. Monstruo desalmado, noes más que un niño.

—Me doy perfecta cuenta de la edadde Suskhet —repuso el rey—. Créeme,preferiría dejarlo aquí, pues sin dudaserá una carga para mi séquito duranteuna campaña tan difícil, pero no medejas otra alternativa. ¿De qué otro

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modo puedo garantizar que no cometerásalguna estupidez mientras no estoy?

Los ojos de Neferem brillaron acausa de las lágrimas. Las contuvo conactitud desafiante y habló con toda ladignidad de la que fue capaz.

—Mi lugar está con mi marido —dijo—. Tú más que nadie deberíassaberlo.

—Con el tiempo te reunirás con él,pierde cuidado —respondió Nagash—.Lo rápido que eso ocurra dependeexclusivamente de ti.

—¡Nunca me casaré contigo! —exclamó Neferem. Aparecieron laslágrimas. Ardientes de rabia, bajaron

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trazando rayas negras por sus perfectasmejillas—. Tu patética obsesión measquea. Mantenerme prisionera en estepalacio otros cien años sólo hará que teodie más.

Nagash había rodeado la mesa yestaba a medio camino de la reina antesde saber lo que estaba ocurriendo. Teníala mano levantada, lista para golpear.Las doncellas de Neferem gimieron,aterrorizadas y desesperadas, y seabalanzaron hacia delante para colocarsus cuerpos entre Nagash y su queridareina. La Hija del Sol no hizo ni el másmínimo gesto, sino que simplementefulminó al rey con la mirada, como si lo

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desafiara a golpearla.El rey se quedó completamente

inmóvil, con las piernas paralizadas amedia zancada. Respiró hondo y seobligó a aflojar el puño.

—¡Dejad de rebuznar! —Les gruñóNagash a las doncellas, quelloriqueaban, y luego le dirigió una duramirada a la reina—. No importa lo másmínimo lo que sientas por mí —aseguróentre dientes—. Y ya veremos lotestaruda que eres después de que hayanpasado cincuenta años y tu hijo te hayaolvidado. —Se acercó lentamente—. Laelección es tuya, Neferem. Sométete amí, ahora o después.

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Un estremecimiento, provocado porla rabia y el dolor combinados, sacudióel cuerpo de la reina. Lágrimas negrascayeron de sus mejillas y salpicaron elsuelo de piedra, pero Neferem no cedió.

—Déjame ver a mi hijo —repitió—.Por favor, deja que su madre lo bendigaantes de que parta a la guerra.

Nagash se la quedó mirando unmomento, mientras consideraba supetición. Se acercó dando otro paso; surostro sólo estaba a unos centímetros delde Neferem. Miró a la reina a los ojos ysonrió.

—Suskhet no necesita tusbendiciones —dijo en voz baja—.

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Estará a mi lado todo el tiempo. Piensaen eso mientras estamos fuera, Neferem,y confórmate.

* * *

Dos horas después, los últimoselementos del pequeño ejército deKhemri salieron de la Ciudad Vivienteen medio de una fanfarria de trompetas yel estruendo de los cascos de loscaballos. Arkhan el Negro estaba almando de los escuadrones de caballería

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ligera, mientras que Nagash cabalgaba ala cabeza de los carros, de los que seencargaban los hijos noblesrecientemente elevados a tal dignidad delas nuevas grandes casas. Al lado delrey se encontraba Sukhet, un muchachode quince años de aspecto serio quevestía la armadura de su padre, que nole quedaba bien, mientras se dirigía a labatalla. Salieron por la puertaoccidental de la ciudad y bajaron por elgran camino comercial a la vista decualquier espía que el rey Nekumettuviera dentro de la ciudad. Lasdelegaciones de los templos de Khemrivieron partir al rey sin haber llegado a

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pronunciar sus bendiciones. Nagash noles había realizado ofrendas a los diosesantes de ir a la guerra ni había solicitadola compañía del clero para apoyar alejército. Tal cosa, que ellos supieran,era inaudita.

Se adentraron en la oscura noche deldesierto, avanzando a buen ritmo por laancha calzada empedrada. No pasómucho tiempo antes de que los velocescaballos alcanzaran la cola de lainfantería del ejército. Nagash ordenóuna breve parada para recalcarles a loscomandantes de las compañías lanecesidad de llegar al próximo punto deencuentro a tiempo, y luego la caballería

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siguió adelante.Una hora después de medianoche,

los jinetes llegaron al campamentoprincipal del ejército de Khemri, cercade la orilla del río Vitae. Allí el reyconsultó una última vez con Arkhan, queasumiría el mando de toda la fuerza decaballería, y después no hubo nada quehacer salvo esperar a que amaneciera.

Shepsu-hur llegó exactamente a suhora, justo mientras los primeros rayosde luz aparecían sobre las CumbresQuebradizas, que quedaban al este. Losenormes barcos de carga de ampliosvientres se bamboleaban comohipopótamos en el ancho río mientras el

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sol naciente iluminaba desde atrás suscascos y los largos remos parecidos apatas de araña. No bien el primer barcode carga hubo atracado en la orilla, elrey dio la orden de embarcar.

A lo largo del día, cuatro milquinientos hombres atravesaronpenosamente las aguas poco profundasdel margen del río y subieron a bordo dela flota de Shepsu-hur. A última hora dela tarde, las quince naves estuvieroncargadas; sólo dejaron atrás lacaballería ligera y los carros. Arkhan yla caballería continuarían hacia el oestea lo largo del camino para hostigar a lasfuerzas del rey Nekumet y mantener la

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atención de su ejército.Cuatro noches después, la flota de

barcos de carga abandonó las hoguerasde vigilancia del ejército de Zandri sinque la vieran y continuó hacia el mar.

* * *

Las embarcaciones procedentes deKhemri llegaron a la desembocadura delrío Vitae justo después del amanecer delsexto día y se adentraron lentamente enel agitado oleaje azul del Gran Océano.

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Desde allí, sólo había unas millas hastael puerto de Zandri. Los barcos de cargase abrieron pasó más allá del rompeolasformando un conjunto desordenado y sedirigieron a los primeros muelles vacíosque pudieron encontrar. El encargadodel puerto y sus aprendices, que aúntenían cara de sueño, al principio nosupieron qué pensar de las repentinasllegadas. ¿Formaban parte de unaexpedición de esclavos, o se trataba deuna flota comercial que había llegadoantes de lo previsto? Los barcos nollevaban banderas y tenían el mismodiseño que las naves comercialescosteras que utilizaba Zandri, así que el

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encargado del puerto se rascó la cabezay comprobó sus registros. Los primerosbarcos ya habían atracado y estabandesembarcando soldados antes de quecayera en la cuenta de lo que estabaocurriendo y diera la voz de alarma. Elejército de Khemri tomó la ciudad porasalto. Con todo su ejército lejos, aleste, Zandri estaba prácticamenteindefensa frente al ataque de Nagash.Las pocas compañías de la guardia de laciudad que trataron de oponerse a losdesembarcos acabaron destrozadas enmenos de una hora, y luego las tropas deNagash cayeron sobre los indefensoshabitantes de la ciudad.

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El pillaje de Zandri duró treshorrorosos días. Las fuerzas de Nagashse abrieron paso de un extremo a otro dela ciudad, saqueando y quemándolo todosistemáticamente. Vaciaron los grandesmercados de esclavos y cargaron susbienes humanos en las naves de Khemri.Saquearon las casas nobles de la ciudady esclavizaron a las familias. Sacarontodas las mercancías valiosas de losalmacenes hasta que ya no cupo nadamás en los barcos del ejército y leprendieron fuego al resto junto con dostercios de los barcos atracados en elpuerto. Mientras esto ocurría, lasembajadas de las otras grandes ciudades

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se refugiaron en los templos de laciudad y observaron con el más absolutoterror cómo Nagash se vengaba portodas las humillaciones que el reyNekumet le había infligido a Khemri.

La mañana del cuarto día, lostraumatizados supervivientes de laciudad salieron a hurtadillas a las callesy descubrieron que sus torturadores sehabían marchado. Los barcos de carga,repletos de bienes saqueados y miles deesclavos, habían soltado amarras yhabían partido durante la noche.Entretanto, el ejército de Nagash habíapasado por la puerta oriental de Zandri yhabía emprendido la marcha por el gran

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camino comercial tras el rey Nekumet ysus guerreros.

Nagash le marcó un ritmo brutal a suejército; lo hizo marchar todo el día yparte de la noche en un intento poralcanzar a las fuerzas de Zandri.Acampaban junto al camino y comíancualquier cosa que tuvieran a mano antesde lograr descansar unas pocas horas. Acontinuación, se levantaban al alba ycomenzaban el proceso de nuevo. Por elcamino, adelantaron a varias caravanasmercantes que se dirigían al este conprovisiones para los zandrianos y lesaliviaron la carga.

Transcurrieron dos extenuantes

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semanas antes de que los exploradoresdel ejército de Khemri localizaran lasfogatas del campamento de Zandri.

Los incesantes ataques de lossoldados de caballería de Arkhan habíanhecho que el enemigo se viera obligadoa marchar casi a paso de tortuga y habíaindicios de que se estaban quedando sinprovisiones. Con todos los exploradoresde Zandri desplegados hacia el este,buscando al ejército de Nagash en ladirección equivocada, el rey Nekumet nise imaginaba que el grueso de lasfuerzas de Khemri estaba acampado enel camino a sólo unas millas por detrásde sus tropas.

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Mientras el ejército de Khemri seinstalaba cansadamente en la arena aambos lados del camino, Nagash lesordenó a sus hombres que levantaran unatienda para él unos cientos de metrosmás al oeste, lejos del grueso delejército. Sukhet, el joven príncipe,quedó al cuidado de Raamket, y el reyenvió a Khefru a buscar a uno de losmuchísimos esclavos que el ejércitohabía traído de Zandri. La batallacomenzaría en serio al alba, pero laintención de Nagash era que losmovimientos de apertura tuvieran lugaren las frías horas de oscuridad.

Crear el círculo ritual resultó difícil

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en el terreno desigual del centro de latienda y le recordó a Nagash elproblema casi insalvable al que seenfrentaría por la mañana. El enemigoaún los doblaba en número y sushombres estaban casi exhaustos tras lalarga marcha. El uso de hechicería seríafundamental en la próxima batalla, pero¿cómo podría recurrir a la fuerza vitalnecesaria para lanzar sus hechizos? Seencontraría demasiado lejos de la líneade batalla para aprovechar las muertesde sus hombres y los de Nekumet, ysería difícil crear y mantener uncomplicado círculo ritual en terrenoabierto. Era un problema para el que aún

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no había encontrado una solución.Nagash acababa de completar el

círculo cuando Khefru regresóarrastrando a un joven esclavo. Elmuchacho, un bárbaro norteño deextremidades largas, estaba en estadocasi catatónico por el agotamiento, elhambre y el miedo. Entró a trompiconesen la tienda como un toro parasacrificios, atontado y sin comprendersu destino. El rey se imaginó a Khefrudegollando al bárbaro y vertiendo susangre en un cuenco de cobre,exactamente igual que harían aquellosidiotas con su sonrisitas tontas en elcampamento de Zandri.

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El rey hizo una pausa y frunció depronto el ceño, absorto en suspensamientos. Khefru captó el cambiode actitud de su señor y le dirigió unamirada de preocupación al bárbaro.

—¿No es adecuado? —preguntó elsacerdote—. Os aseguro que es fuerte yestá sano.

Nagash le hizo un gesto a Khefrupara que guardara silencio. Las ideas seagolpaban en su cabeza mientrasconsideraba las posibilidades. El reyasintió para sí mismo y arrastró el piepor el círculo ritual para borrar laslíneas cuidadosamente formadas.

—¿Qué estáis haciendo? —inquirió

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Khefru, frunciendo el entrecejo,confundido.

—Quítale esa túnica —ordenóNagash. Se acercó a un arcón de cedrosituado junto a la portezuela de la tienday sacó un pincel y un frasco de tinta—.Luego ve a buscarme un cuenco debronce. Quiero probar un experimento.

Khefru sacudió la cabeza a causa deldesconcierto, pero hizo lo que le habíaordenado. Nagash utilizó dos agujas decobre para paralizar al esclavo y, acontinuación, comenzó a pintar lossímbolos rituales del conjuro deCosecha directamente sobre la pálidapiel del bárbaro. Para cuando Khefru

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regresó con un cuenco apropiado, elcuerpo del esclavo estaba cubierto dejeroglíficos.

—En nombre de todos los dioses,¿qué es esto? —preguntó Khefru,mirando fijamente el cuerpo del esclavo.

—El nombre de los dioses, en efecto—respondió Nagash.

En el proceso, había realizadomejoras en las marcas rituales,adaptando el conjuro al nuevoprocedimiento que había previsto.

—Tenía la respuesta justo delantedesde el principio, Khefru. Lossacerdotes drenan la sangre del toro delsacrificio y la comparten con el rey y

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sus hombres antes de la batalla. ¿Porqué?

Khefru arrugó el entrecejo con airepensativo.

—Para que puedan recibir losbeneficios del ritual —dijo.

—Exacto —asintió Nagash—. ¿Ypor qué la sangre? Porque contiene laesencia vital del animal. ¿Lo ves? ¡Elpoder reside en la sangre! —Elnigromante se puso derecho y sacó sudaga curva—. Ven aquí y prepara elcuenco.

El rey estiró la mano y agarró unpuñado de pelo del esclavo. Le inclinóla cabeza hacia delante y le puso la hoja

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del cuchillo bajo el mentón. Khefru tuvoel tiempo justo de colocar el cuenco enposición antes de que Nagash le cortarael cuello al bárbaro de oreja a oreja.Mientras la sangre humeante llenaba elcuenco, comenzó a entonar el conjuro deCosecha.

Momentos después, el cuerpoinánime del esclavo cayó al suelo.Nagash limpió la daga usando el pelodel esclavo, y luego sostuvo unatemblorosa mano sobre el cuenco. Losojos se le iluminaron de codicia.

—Puedo sentirlo —susurró—. ¡Elpoder está aquí, en la sangre! —Alargólas manos—. ¡Dámelo! ¡Deprisa!

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Khefru le ofreció el cuenco y, sintitubear, Nagash se lo llevó a los labios.Estaba caliente y tenía un gusto amargo;la sangre le chorreó por la barbilla y lemanchó la túnica, pero el sabor hizoarder sus sentidos. La energía delesclavo fluyó dentro de él y llenó al reyde una fuerza diferente a todo lo quehabía experimentado antes. Pleno deavaricia, tomó tragos cada vez másgrandes, hasta que la sangre le bajó engruesos chorros por el pecho.

Nagash dejó que el cuenco vacíocayera de sus dedos. Su piel irradiabapoder como una forja irradia calor.

—Más —dijo entre dientes—. ¡Más!

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La mirada que le dirigió a Khefruhizo que el joven sacerdote saliera de latienda a trompicones, aterrorizado.

Ardiendo de vitalidad robada,Nagash echó la cabeza hacia atrás yprofirió una espantosa carcajada detriunfo. A continuación, empezó a tejerlos conjuros que sellarían la perdiciónde Zandri.

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VEINTIDÓSLos espíritus de las

inmensidadesaullantes

El Gran Desierto,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

Los jinetes-esqueleto atacaron el

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campamento provisional del ejércitonumerosas veces en el transcurso de suprimera noche en el desierto e hicieronlo mismo cada noche a partir deentonces.

Salían de la oscuridad —el sonidoseco de los cascos casi no se oía en lascambiantes arenas— y disparaban unadescarga o dos de flechas contra elagolpamiento de hombres antes de darmedia vuelta rápidamente y desaparecerde nuevo en la noche. Los guerreros sedespertaban sobresaltados al oír losgritos de los heridos y se ponían en pieapresuradamente, creyendo que lashordas no muertas de Bel Aliad los

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habían alcanzado al fin. Tambaleándosede agotamiento, temblando de miedo,aferraban sus armas con manos tensas ybuscaban de manera frenética la fuentedel ataque; pero para entonces elenemigo ya hacía mucho tiempo que sehabía ido. Fríos y frustrados, loshombres de la hueste de Bronce al finalse envolvían de nuevo en sus capascortas y trataban de calmarse losuficiente para poder dormir. Luego, unahora o dos después, los jinetes atacabanuna vez más.

En algunas ocasiones, los jinetesdisparaban al azar contra elcampamento. Otras, buscaban blancos

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específicos. Le disparaban a cualquiersacerdote que pudieran ver, sobre todoal puñado de acólitos de Neru quehabían sobrevivido al ataque en lasafueras de Bel Aliad. La guarda quecolocaban alrededor del campamentomantenía a los jinetes no muertos acierta distancia, pero había que añadir ala invocación mágica una vigiliaconstante todas las noche. Akhmen-hotepse vio obligado a enviar una escolta conpesada armadura acompañando a losacólitos para protegerlos de las flechasenemigas mientras recorrían elperímetro bajo la reluciente luna.

Era una labor arriesgada y uno o más

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de los guardaespaldas de los acólitosresultaban heridos cada noche, pero sinla guarda protectora el ejército eravulnerable a más cosas, aparte de losjinetes de Nagash. El Gran Desierto erael hogar de una multitud de espíritushambrientos y malignos que sealimentaban de los vivos, y sus aullidosse podían oír entre las dunas cuando laluz de la luna era tenue.

Cada vez que amanecía, el ejércitodescubría que se había reducido un pocomás con respecto al día anterior. Losheridos morían por la noche, después deque los vencieran sus heridas o el airehelado los hiciera enfermar. La fiebre de

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Khalifra empeoró cuando apareció unainfección alrededor de la flecha conlengüeta que tenía clavada en el hombro.Aguantó, delirando, cuatro días más;pero, a pesar de los constantes cuidadosde Memnet, la suma sacerdotisa al finalsucumbió. Sus acólitos prepararon sucuerpo lo mejor que pudieron y laenvolvieron en lino rescatado de losdesperdicios para el largo camino acasa.

Una cuadrilla especial bajo lasupervisión de Hashepra, el hierofantede Geheb, retiraba los cuerpos de losguerreros rasos del campamento. Sinque sus compañeros los vieran,

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desmembraban metódicamente loscadáveres y les sacaban los órganospara que Nagash no pudiera sumarios asus blasfemas filas. Hashepra lesencomendaba sus espíritus a Djaf yUsirian, y los cuerpos mutilados seenterraban bajo la arena.

Había poca agua y todavía menoscomida para que el ejército siguieraadelante. A los tres días tuvieron queempezar a matar a los caballos heridos ya racionar la carne con cuidado para quetodos los guerreros tuvieran algo almenos que comer. No se desperdiciónada. Incluso la sangre se recogiócuidadosamente en los grandes cuencos

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para sacrificios de Geheb y se les dio alos hombres de trago en trago. Noobstante, los constantes ataquesnocturnos tuvieron su efecto: minaron lafuerza de los hombres y aminoraron supaso.

Pasaron ocho días antes de que lahueste de Bronce llegara a la primerareserva de provisiones bhagarita. Losasaltantes del desierto que habíansobrevivido se habían vuelto hoscos yagresivos desde la retirada de BelAliad. Estaban furiosos con el rey porhaberles quitado las espadas y haberlosdejado a merced de los ciudadanos nomuertos de la ciudad, y sin embargo, se

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sentían paradójicamente resentidos deque aún no les hubieran permitido moriry reunirse con los suyos como habíanesperado. Los guerreros de la hueste lostrataban con hostilidad manifiesta, puesculpaban a los bhagaritas más que aNagash de su actual sufrimiento.Después de que una pandilla deaspirantes a guerreros atacara a uno delos guías y casi lo matara a golpes, elrey se vio obligado a usar a los Ushabtispara proteger a los bhagaritas de susguerreros.

Tras más de una semana en eldesierto, hambrientos y huyendo de unimplacable ejército de muertos, los

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hombres de Akhmen-hotep se estabanconvirtiendo en sus peores enemigos.

—¿Cuánto? —preguntó el reymientras permanecía sentado bajo lafresca sombra que proyectaba la paredde la cañada.

Su voz sonó como un graznido secoy áspero, y tenía los labios agrietadospor la sed. Al igual que el resto delejército, sólo bebía tres tazas de agua aldía y la última ración había sido más decuatro horas antes.

El ejército había llegado a la tercerade las reservas de suministrosbhagaritas: una serie de cuevas ocultasentre los estrechos desfiladeros de una

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cadena de escarpados precipicios dearenisca que se alzaban comoerosionados monumentos de la arena deldesierto. Cuando llegaron, los guerrerosse habían deslizado apresuradamentecomo lagartos bajo la sombra de lasserpenteantes cañadas, haciendo casoomiso de las serpientes y escorpionesque, sin duda, se resguardaban bajo losescombros situados en la base de losprecipicios. Muchos guerreros habíandesechado su pesada armadura debronce desde hacía días; después fueronlos escudos e incluso los yelmospulidos. Algunos ya ni siquiera llevabanarmas; se habían deshecho de hasta el

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último gramo de peso que fuerainnecesario. Estaban desgreñados ymugrientos, y sus ojos carecían debrillo, eran poco más que animalespreocupados por sobrevivir en unatierra hostil. Los Ushabtis del rey eranlos únicos que conservaban sus armas yarneses; aún cumplían con sus sagradosjuramentos de servicio a su dios y a surey. Los leoninos fieles parecían nohaber sufrido las privaciones de labrutal retirada, sustentados en cuerpo sino en espíritu por los dones delpoderoso Geheb. Componían la fuertemano derecha del rey y tal vez fueran loúnico que mantenía unido al ejército

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después de todo lo que había sufrido.Hashepra suspiró mientras se

limpiaba la suciedad de las manos yechó una mirada por encima del hombrohacia la cueva baja que se abría en elotro extremo de la pared de la cañada.

—Gracias a los dioses, hay unmanantial dentro, pero sólo ocho tinajasde cereal —dijo.

Akhmen-hotep procuró ocultar sudecepción. Memnet, que permanecía asu lado en cuclillas, se removió ensilencio. El gran hierofante habíaperdido mucho peso en el transcurso dela campaña. Su rostro, antes redondo,tenía las mejillas hundidas, y su amplio

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contorno se había reducido tan rápidoque la piel le colgaba de la cintura comosi fuera un saco medio vacío. Aunquepodría haber reclamado una parte mayorde comida con toda justicia, el sumosacerdote había tomado incluso menosque el rey. En todo caso, el viaje depesadilla a través de la arena parecíahaber hecho al gran hierofante másfuerte y seguro de sí mismo que nunca, yAkhmen-hotep se encontró dependiendoen gran medida de su hermano a medidaque la situación empeoraba.

—Las reservas son cada vez máspequeñas —apuntó el rey cansado.Hashepra asintió con la cabeza.

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—Sinceramente, no creo que losbhagaritas esperasen vivir lo suficientepara tener que preocuparse por un viajede regreso —respondió—. Supongo queagotamos las reservas principalescamino a Bel Aliad. Lo único que quedason guaridas de bandidos como esta.

Akhmen-hotep se pasó una arrugadamano por el rostro e hizo un gesto dedolor al rozar las llagas que tenía en lafrente y las mejillas.

—Ocho tinajas no nos durarán másde un par de días. ¿A qué distancia estála próxima reserva?

El hierofante de Geheb hizo unamueca y contestó:

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—Tres días, más o menos, pero losbhagaritas dicen que se encuentra alnorte de aquí, no al este.

—¿Y la más cercana en direccióneste?

—Dicen que a una semana por lomenos.

El rey negó con la cabeza.—Tendremos que matar más

caballos. ¿Cuántos quedan? —preguntó.Hashepra hizo una pausa intentandopensar. Memnet levantó la cabeza y seaclaró la voz con una tos ronca.

—Doce —dijo.—Doce caballos de un millar —

murmuró Akhmen-hotep, cavilando con

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amargura sobre tantas riquezas perdidas.La retirada había resultado más

ruinosa que una derrota en el campo debatalla. El rey no se hacía idea de cómose recuperaría su ciudad.

—Los bhagaritas aún tienen veinte—apuntó Memnet—. Podríamosempezar con esos.

—Los jinetes preferirían perder elbrazo derecho, y los caballos son loúnico que tenemos para garantizar sucooperación —repuso el rey.

Hashepra se puso en cuclillas juntoal rey.

—Los hombres no lo verán así —dijo en voz baja—. Ya se quejan de que

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se les dé de comer a los caballosbhagaritas mientras el ejército pasahambre. Pronto podríais veros obligadoa ponerles una guardia también.

Akhmen-hotep le dirigió una miradade preocupación al sacerdote ypreguntó:

—¿Las cosas se han puesto tan mal?Hashepra encogió sus fuertes

hombros.—Es difícil de decir —respondió—.

Mis acólitos han oído algunoscomentarios aquí y allá. Los hombresestán hambrientos y asustados. No sefían de los bhagaritas y les molesta quelos protejáis.

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—Pero eso es una locura —dijo elrey entre dientes—. A mí me gusta tanpoco como a cualquiera, pero sin losbhagaritas no lograremos salir deldesierto con vida.

—Esto no tiene nada que ver con lalógica, alteza —comentó Hashepra,sacudiendo la cabeza—. A estas alturas,los hombres casi no están en su sanojuicio.

—No —terció Memnet—. Loshombres no son el problema. Es Pakh-amn. Los está volviendo en vuestracontra, hermano, y le estáis dejando quelo haga.

Akhmen-hotep contempló el suelo

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que tenía entre los pies con el ceñofruncido. No había visto mucho al jefede Caballería desde la primera nocheque habían pasado en el desierto. Eljoven noble permanecía en la parteposterior del ejército; según afirmaba,mantenía una retaguardia en caso de queNagash atacara a la columna en masa,pero habían pasado semanas y talamenaza aún no se había materializado.

Hashepra miró a Memnet condesconfianza y dijo:

—Puede ser que Pakh-amn sea ungranuja arrogante, pero no es un traidor.Ha servido hábilmente al rey desde quesalimos de Ka-Sabar.

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—¿De verdad? Tengo mis dudas —repuso el gran hierofante—. Disfruta dela admiración de los guerreros sin verseobligado a tomar difíciles decisionespara mantener al ejército con vida. ¿Hahecho algún esfuerzo por reducir elresentimiento de los hombres?

Hashepra no tenía respuesta para lapregunta del sacerdote. Akhmen-hotepapretó la mandíbula tercamente.

—Un motín no aumentaría nuestrasposibilidades de sobrevivir —protestó.

—Pakh-amn no quiere un ejército,quiere un trono —aseguró Memnet—.No le importaría salir de este desiertosolo, con tal de que Ka-Sabar fuera

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suya.—¡Basta! —exclamó bruscamente el

rey, interrumpiendo a su hermano con uncortante gesto de la mano—. Ya he oídotodo esto antes. Si Pakh-amn se proponeponerse en mi contra, que lo haga.Entretanto, vaciemos esta reserva ysigamos adelante. Estamos malgastandoun tiempo precioso.

El rey se puso en pie de modovacilante. Como un solo hombre, losUshabtis se levantaron de las sombrascon gracilidad y lo siguieron mientrasAkhmen-hotep regresaba junto a loscarros que le quedaban al ejército.Hashepra observó cómo se alejaba el

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rey con expresión pensativa.—Aquí hay algo siniestro en juego

—reflexionó—. Los acólitos de Neruhan encontrado lugares en los que hanalterado sus guardas nocturnas. Alguienestá saliendo a hurtadillas delcampamento bien entrada la noche, perohasta ahora los centinelas no han podidoatraparlo.

Memnet levantó la mirada haciaHashepra con expresión concentrada.

—¿Se lo habéis dicho al rey? —preguntó.

—Aún no —dijo el hierofante—. Nome interesa empezar una caza de brujas.La moral del ejército ya es lo bastante

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frágil. Mis acólitos y yo estamosinvestigando el asunto discretamente.Decidme, ¿tenéis alguna prueba de lasintenciones de Pakh-amn?

—No —admitió Memnet, negandocon la cabeza—. El jefe de Caballeríaes demasiado hábil para eso. Lo únicoque podemos hacer es esperar algúnindicio de que esté a punto de dar elpaso. Me temo que el aviso llegará conpoco tiempo, por eso le he rogado a mihermano que tome medidas antes de quesea demasiado tarde.

Hashepra asintió con la cabeza.—Bueno, ahora al menos tengo una

dirección en la que buscar —apuntó

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mientras se ponía en pie—. No lequitaré el ojo de encima a Pakh-amn yveré qué se trae entre manos. Quizápueda sacar a la luz suficientes pruebaspara ponerlo en evidencia.

—Les rogaré a los dioses quetengáis éxito, santidad —dijo Memnet,asintiendo con la cabeza, pero el granhierofante no sonaba demasiadooptimista.

* * *

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Tres días después, Hashepra habíamuerto. Sus acólitos lo encontraron aprimeras horas de la mañana bienenvuelto en su capa. Cuandodesenrollaron la tela hecha jirones,descubrieron un escorpión negro giganteacurrucado en el hueco entre el hombroy el cuello del hierofante. No había sidoel primero en perecer de ese mododesde el comienzo de la retirada, pues alos hijos de Sokth les gustaba refugiarseentre los vivos y atormentarlos con susespantosos aguijones. El veneno delescorpión negro hacía que el cuerpo sequedara rígido como una piedra, yHashepra había muerto en angustioso

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silencio, incapaz de emitir ni un solosonido a medida que el veneno se abríapaso hasta su corazón.

La noticia de la muerte de Hasheprallenó al resto del ejército desupersticioso terror, y los hombresempezaron a hacerle ofrendas a Sokthcon parte de sus raciones ya exiguas conla esperanza de que el dios de tosenvenenadores les perdonara la vida.Akhmen-hotep trató de impedir estapráctica, argumentando que el miedo eraun veneno en sí mismo, pero loshombres no quisieron escuchar y, por lotanto, se debilitaron aún más.

Al final, el rey se vio obligado a

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matar a cuatro más de los valiososcaballos y racionar la carne y la comidacon cuidado para llevar al ejército hastala siguiente reserva de los bandidos,pero se encontró con que las cuevashabían sido vaciadas mucho tiempoantes. La rabia y la desesperaciónhabían resultado palpables entre loshombres y el resentimiento contra losbhagaritas casi condujo a un motín. LosUshabtis del rey fueron los únicos quelograron mantener vivos a los guías deldesierto. No obstante, esa noche matarony descuartizaron a dos de sus caballos,lo que provocó gemidos de horror yamargas maldiciones por parte de los

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jinetes del desierto cuando sedescubrieron los huesos a la mañanasiguiente. Nunca se supo quiénes fueronlos autores del hecho.

La noche de su decimoquinto día enel desierto, los acólitos de Neru y susexhaustos guardaespaldas murieron enuna brutal emboscada justo antes delamanecer. Los hombres, que teníanmucha experiencia buscando indicios deatacantes, a caballo, se vieronsorprendidos cuando una docena dearqueros-esqueleto surgieron de la arenaal otro lado de la guarda protectora delcampamento y les dispararon. Lainfantería pesada fue la primera en

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morir, las flechas les atravesaron elcuello o se les clavaron en la espaldacasi a bocajarro. Luego, los atacantesdirigieron sus arcos hacia los acólitosque huían. Para cuando llegaron losrefuerzos, los esqueletos habíandesaparecido, y el ejército habíaperdido la poca protección con la quecontaba contra la voraz noche.

A partir de ese momento, Akhmen-hotep se vio obligado a mantener a lamitad del ejército despierto mientras laotra mitad lograba dormir unas pocashoras, turnando los grupos cada cuatrohoras. Los ataques de los jinetes-esqueleto continuaron y las bajas

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aumentaron. Los guerreros a los quesorprendían durmiendo estando deguardia perdían el derecho a su raciónde comida para el día siguiente, lo queequivalía a una sentencia de muerte. Contan pocos carros restantes, a loshombres que ya no podían caminar habíaque dejarlos atrás.

Sin prisa pero sin pausa, losespíritus del desierto se iban acercando.Las pesadillas atormentaban a loshombres que dormían, y extrañas figurasacechaban los bordes del campamento ala luz de la luna. Algunas veces, loshombres despertaban y trataban deadentrarse en la arena, jurando que oían

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las voces de sus esposas o hijos. Aaquellos que lo lograban no se losvolvía a ver.

Los bhagaritas condujeron alejército a una reserva vacía tras otra ysoportaron las recriminaciones del reycon miradas de hosco desprecio. Elnúmero de caballos se redujo hasta quepara cuando llegó el vigésimo cuartodía, el último de los que tiraban de loscarros había muerto. Según los guías, lapróxima reserva se encontraba a más decinco días de distancia. Los bhagaritasya no decían a ciencia cierta cuántosdías más necesitarían para llegar al otroextremo del desierto.

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Los días pasaban y los víveresdisminuían. Grupos de hombrescomenzaron a merodear alrededor de lahilera de estacas donde mantenían a losúltimos caballos bhagaritas, a pesar delas miradas de advertencia de losUshabtis, a los que les habían asignadoprotegerlos. Por muy desesperados queestuvieran, ninguno de los guerreros seatrevió a probar suerte contra los fieles,pero no se podía decir lo mismo de losbhagaritas.

La trigésima noche de la retirada,mientras criaturas extrañas y salvajes semovían de un lado a otro y aullaban enla oscuridad más allá del borde del

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campamento, los asaltantes del desiertose encomendaron a Khsar y seescabulleron del puñado de Ushabtisque aún los custodiaban. Aunque losfieles eran más que capaces de rechazarlos avances de sus hambrientosparientes, sus habilidades no eranequiparables a la astucia y el sigilo delos bhagaritas, que eran ladrones decaballos de una destreza casisobrenatural. Los asaltantes llegaron alas estacas y subieron a pelo sobre susmonturas, antes de que los fielessupieran qué estaba ocurriendo.

Gritos de alarma resonaron por elcampamento mientras los jinetes del

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desierto espoleaban a sus queridoscaballos y dejaban atrás a lossorprendidos guardaespaldas paraadentrarse en la arena. Unos cuantoshombres intentaron ir tras los jinetes,pero ninguno llegó muy lejos. Losanimales divinos de Khsar seguíansiendo tan veloces como el viento deldesierto y escaparon como humo de lasmanos extendidas de los guerreros. Susjinetes, libres al fin, echaron las cabezashacia atrás y levantaron los brazos haciael cielo, sintiendo el martilleo de loscascos y el susurro del viento contra lapiel una última vez.

Sin comida ni agua, los últimos

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hombres de Bhagar y sus amadoscaballos se adentraron en el desiertoinexplorado encomendándose al abrazode su dios sin rostro.

Después de que los hombres deBhagar se fueran, no quedó nada quehacer salvo marchar hacia el este yrogarles a los dioses que los salvaran.

El ejército menguó rápidamente,como si se tratara de granos de arenaderramándose de una copa rota. Loshombres morían por la noche, se losllevaba la locura o el hambre, osimplemente caían al suelo durante lamarcha y se negaban a levantarse denuevo. La hostilidad de los guerreros se

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apagó, junto con cualquier otra emoción.El desierto los había privado de todopensamiento y sentimiento, y ahora sóloesperaban para morir.

Entonces, cuando la hueste bronceestaba en su momento de mayordebilidad, los jinetes de Nagashasestaron el golpe más certero de todos.La noche del trigésimo segundo día,lograron pasar fácilmente sin que losvieran los centinelas de mirada perdiday dejaron que los atónitos guerrerosdescubrieran su obra con las primerasluces del alba.

Habían dejado diez tinajas decereales y quince de agua a plena vista,

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distribuidas uniformemente alrededordel irregular campamento. Los hombresse abalanzaron sobre ellas condesesperación. Cuando las tinajasestuvieron vacías, hicieron pedazos losgruesos recipientes y lamieron elinterior hasta dejarlo limpio.

A continuación, con un poco decomida en la tripa, los guerreros de lahueste de Bronce se sentaron y pensaronen lo que podría significar el extrañoregalo.

* * *

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Akhmen-hotep despertó, sobresaltado.En lo alto, el cielo nocturno aparecíabrillante y despejado, salpicado detitilantes estrellas.

No había pretendido quedarsedormido. El rey se incorporóparpadeando como un búho en medio dela oscuridad. Un puñado de sus Ushabtislo rodeaba mientras con la miradaregistraban el campamento con actitudvigilante. El resto recorría el perímetro,alerta ante el próximo movimiento delenemigo. Si los esqueletos se proponíanrepetir la táctica de la noche anterior, elrey tenía intención de impedírselo.

Sus guardaespaldas tenían órdenes

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estrictas de ahuyentar a los esqueletos ydestruir toda comida o agua que dejarandetrás. Akhmen-hotep sabía que era elúnico modo de ocuparse del peligro.Los víveres eran más mortíferos quecualquier lanza o cuchillo. Con ellos,Nagash podría hacer pedazos a la huestede Bronce.

De pronto, tres de los Ushabtis sepusieron en pie con las espadas enristre. Una figura se aproximabaabriéndose paso con cuidado entre losgrupos de hombres dormidos. Mientrasse acercaba, el rey vio que se trataba deMemnet. El rey hizo señas para que losfieles se relajaran y se levantó para

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reunirse con su hermano.Akhmen-hotep notó que el gran

hierofante estaba alterado. Tenía elrostro demacrado y pálido, y los ojosmuy abiertos por el miedo.

—Ha llegado el momento —susurró—. ¡Están dando el paso en este mismoinstante!

El miedo, y peor, una terribledesesperación, invadieron al rey.

—¿Quiénes? —preguntó.Memnet se retorció las temblorosas

manos y contestó:—Una veintena de nobles menores y

sus hombres, un centenar de guerreros,puede ser que más. El agua y la comida

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fueron la última gota. Creen que sinegocian con Nagash, les permitiráregresar a Ka-Sabar en paz.

Akhmen-hotep asintió moviendo lacabeza con aire de gravedad. Si llamabaa todos sus guardaespaldas, podríaacabar con el corazón de laconspiración. Una docena de Ushabtistenía poco que temer de un centenar deguerreros famélicos.

—¿Dónde está Pakh-amn? —inquirió.

—Aquí estoy —respondió el jefe deCaballería.

Pakh-amn y una docena de nobles sedirigían hacia el rey y sus guardias con

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armas en las manos. El rostro del jovennoble estaba tenso de ira.

—Vuestros hombres se han vuelto envuestra contra, alteza —anunció—. Lasconsecuencias de vuestra insensatez alfinal han podido más que vos.

Akhmen-hotep oyó sonidos deenfrentamientos y los gritos de losguerreros moribundos resonaron al otrolado del campamento. Susguardaespaldas estaban siendo atacadospor los hombres a los que habían estadointentando proteger.

—¿Pensabas cortarme el cuellomientras dormía? —le gruñó a Pakh-amn—. ¿O tenías planeado entregarme como

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regalo a tu nuevo señor de Khemri?La acusación golpeó al joven noble

como un mazazo. Hizo una pausa conexpresión afligida. Aprovechando laoportunidad, el rey alargó la mano paracoger su espada.

—¡Matadlos! —le ordenó a susUshabtis, y los cinco guardaespaldas selanzaron al ataque sin vacilar haciendodestellar sus espadas rituales.

Los gritos de alarma y el sonido delchoque de las espadas llenaron el airémientras Pakh-amn y los noblesretrocedían ante el violento asalto de losUshabtis. Los hombres caían como trigobajo las espadas de los fieles; sus vidas

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eran segadas por veloces golpes queatravesaban sus armaduras sin esfuerzo.Pakh-amn luchó frenéticamente, gritandomaldiciones mientras desviaba un ataquetras otro. Una espada ritual le descargóun golpe de refilón contra el brazo quesostenía el arma, y luego otra le cortó elmuslo. El noble se tambaleó, pero siguiópeleando y parando golpes con furiamientras la sangre le manaba por encimade la rodilla y salpicaba sobre la arena.

En un momento, los guerreros dePakh-amn habían muerto. El jefe deCaballería aguantó unos cuantossegundos más, pero era evidente que laherida de la pierna le había cortado la

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arteria y la vida se le estabaescurriendo. Tropezó y la espada de unUshabti se le hundió en el pecho. Con unquejido, Pakh-amn se desplomólentamente sobre el suelo.

Akhmen-hotep se acercó al nobleherido de muerte. La pena le oprimía elcorazón, pero su rostro era una máscarade rabia.

—Id a ayudar a vuestros hermanos—les indicó a los fieles—. Regresad ami lado cuanto antes. —Con un gruñido,le quitó la espada de la mano a Pakh-amn de una patada—. Yo me ocuparé deeste.

Los Ushabtis corrieron a adentrarse

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en silencio en la oscuridad. Akhmen-hotep observó cómo el chorro de lasangre que manaba de la pierna de Pakh-amn se debilitaba a ritmo constante. Eljefe de Caballería se encontraba en elumbral entre este mundo y el otro.

—¡Maldito idiota! —lo reprendióAkhmen-hotep—. Te habrían honradocuando regresáramos a Ka-Sabar. ¿Porqué no podías conformarte con eso?¿Por qué tenías que intentar reclamar mitrono también?

Una extraña expresión apareció en elrostro sin sangre de Pakh-amn.

—Os habéis vuelto… —susurró eljoven noble mientras le goteaba la

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sangre de la comisura de la boca—. Oshabéis vuelo loco…, alteza. Los diosesos han… abandonado… al fin. Vine…, asalvaros.

La expresión furiosa del rey flaqueó.—¡Mientes! —dijo—. Sé lo que has

planeado. Memnet me advirtió. —Sevolvió hacia su hermano—. Díselo…

Notó el frío cuchillo cuando se ledeslizó en el pecho. El dolor fueincreíble. Akhmen-hotep abrió la bocaconmocionado mientras miraba a suhermano a los ojos.

Memnet, en otro tiempo el granhierofante de Ptra, fulminó a su hermanocon la mirada.

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—Intenté decírtelo —comenzó—. Lointenté. Allá en Bel Aliad, ¿te acuerdas?Las antiguas costumbres han terminado,hermano. Nagash se ha convertido en elseñor de la muerte. ¡Ha derrocado a losdioses! Si queremos prosperar, debemosrendirle culto. ¿Por qué no podíasverlo?

Al rey le fallaron las rodillas. Sedesplomó arrancándole el cuchillo aMemnet de las temblorosas manos.Akhmen-hotep cayó de espaldas junto alcuerpo de Pakh-amn. El jefe deCaballería miraba fijamente hacia elcielo mientras las sendas de las lágrimasse secaban en las esquinas de sus ojos

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muertos.El rey sacerdote de Ka-Sabar volvió

los ojos hacia las estrellas, buscando losrostros de sus dioses.

* * *

Arkhan el Negro salió del desierto conun centenar de jinetes tras él. Losenfrentamientos en el campamentohabían concluido. Los Ushabtis sehabían cobrado una temible venganzapor la muerte de su rey antes de

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sucumbir ellos también. Había cuerpospor todas partes que proporcionaban unsangriento testimonio de la últimabatalla de la hueste de Bronce. El visirmostró los dientes negros en unatruculenta sonrisa.

Los hombres se postraron mientrasel inmortal y su séquito se acercaban,encogiéndose y temblando de miedo.Algunos se arañaban la cara y gemíancomo niños, pues la cordura los habíaabandonado al fin. De tos cuatro milguerreros que habían seguido a Akhmen-hotep en su infortunada expedición,sobrevivían menos de quinientos.

El inmortal guió su montura no

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muerta por una larga senda invadida decadáveres que llegaba hasta el mismocentro del campamento. Memnet, eltraidor, lo aguardaba allí, junto alcuerpo de su hermano. El sacerdotecaído aún tenía las manos manchadas desangre.

Arkhan frenó el caballo endescomposición delante de Memnet y ledirigió una mirada altanera al infeliz.

—Arrodíllate ante el ReyImperecedero de Khemri —ordenó.Memnet se estremeció al oír la voz deArkhan, pero levantó la cabeza en ungesto de desafío.

—Yo sólo me arrodillo ante mi

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señor —repuso el traidor—, y ese noeres tú, Arkhan el Negro.

El inmortal soltó una risita. Depronto, un viento bronco y violentosurgió entre la compañía de esqueletosque se encontraba a su espalda. Memnetpensó primero que el sonido era unaespacie de carcajada, y quizá lo fuera,pero no provenía de gargantas secassino del movimiento de los insectos quesalieron en avalancha de cuencas deojos vacías y bocas abiertas o quesurgieron de las profundidades deheridas irregulares. El enjambre tomóvuelo arremolinándose hasta formar unacolumna de bullente vida que descendió

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delante de Memnet y adoptó la imagende Nagash.

—Inclínate ante tu señor —bramó lavoz del nigromante.

Memnet cayó de rodillas con unaexclamación de miedo mientras decía:

—¡Os oigo, poderoso señor! ¡Oigo yobedezco! Todo se ha hecho comoordenasteis —informó, indicando con ungesto el cuerpo del rey—. ¿Lo veis?¡Akhmen-hotep, vuestro odiadoenemigo, ya no existe!

La cabeza del constructo pareciócontemplar al rey muerto y luego sevolvió hacia Memnet una vez más.

—Lo has hecho bien. Ahora ponte en

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pie y recoge tu recompensa —dijo.Memnet se levantó con gran

dificultad mientras se retorcía lasmanos. Arkhan desmontó y se acercócon aire despectivo. A regañadientes, leofreció un frasco de líquido rojo.

—La inmortalidad es tuya —anuncióel rey—. Cógela y ve a reinar Ka-Sabaren mi nombre.

Memnet cogió el frasco y observó elcontenido con una mezcla desobrecogimiento y repugnancia.

—Como ordenéis, ReyImperecedero —contestó—. Mishombres necesitarán comida y agua paracompletar la marcha.

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Arkhan echó la cabeza hacia atrás ysoltó una carcajada. Memnet se encogióal oír el espantoso sonido.

—Os hemos dado toda la comidaque teníamos —dijo con frialdad—.Pierde cuidado. Tus guerreros pronto nola necesitarán.

—¿Recuerdas todo lo que te heenseñado? —preguntó el nigromante.

—Lo recuerdo —respondió Memnet—. Todos los sueños… Aún los tengograbados en la cabeza. Conozco losconjuros, señor, cada frase, cada sílaba.

—Entonces, bebe el elixir y el podersobre los muertos será tuyo —declaróNagash—. Bebe. Tu ejército espera.

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Memnet se quedó mirando el frascoun momento más, y luego sacó el tapón yse bebió el elixir de un trago. Unestremecimiento sacudió su cuerpoconsumido, y Memnet cayó al suelo conun grito, retorciéndose yconvulsionándose a medida que el elixirle ardía por las venas.

Arkhan se apartó del espectáculocon una expresión de asco. Miró haciael oeste, donde el resto del ejército deMemnet se iba acercando lentamente porencima de las dunas. Todos loscadáveres de Bel Aliad —hombres,mujeres y niños—, además de losmercenarios masacrados de la ciudad y

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los muertos en el campo de batalla de lahueste de Bronce, cruzaban la arena ensilencio, arrastrando los pies. El sol deldesierto los había derretido hasta no sernada más que trozos de carne curtida yhuesos blanqueados. Y sumabanmillares.

La imagen de Nagash tembló y sedeshizo para transformarse una vez másen una áspera y agitada columna deinsectos. Atravesó la arena a todavelocidad, envolviendo la forma deArkhan, y luego retrocedió como unciclón del desierto hacia el cielonocturno y se llevó al inmortal con él.

Cuando Memnet recobró por fin el

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conocimiento, estaba solo, salvo por lasalmas destrozadas del ejército de suhermano y los rostros sonrientes y encarne viva del suyo.

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VEINTITRÉSLas Puertas Blancas

El camino comercial occidental,cerca de Quatar, la Ciudad de los

Muertos,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

Como un gigante herido, el ejército

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aliado se abrió paso a trompicones ytambaleándose por el serpenteantecamino de regreso a Quatar, y dejó unrastro de carne y sangre con cada pasolento y pesado.

Rakh-amn-hotep mantenía al ejércitoacampado durante la peor parte delcalor del día y en camino por la noche;creía que el ejército perseguidor delUsurpador no podría lograr un ataqueimportante bajo el abrasador sol de Ptra.La caballería numasi había llevado acabo ataques de tanteo al amanecer y alanochecer, pero en cada ocasión losrechazaron sin grandes pérdidas. Por loque el rey rasetrano podía deducir, la

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fuerza principal de Nagash seencontraba a medio día de marcha aloeste siguiéndolos obstinadamente porel camino comercial.

Rakh-amn-hotep creía que Nagashestaba aguardando el momento oportuno,igual que un chacal espera a que supresa se debilite bajo el calor deldesierto antes de aprestarse a caer sobreella.

La derrota en las Fuentes de la VidaEterna perseguía al rey rasetrano, unhombre que había pasado toda su vidade adulto en el campo de batalla. Habíatrazado y había planeado la marchahacia el oeste durante más dos de años

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y, al final, Rakh-amn-hotep habíadescubierto que ni siquiera estabalibrando la misma clase de batalla quesu enemigo. Había leído todas lasdescripciones de la batalla de Zedri y secreía mejor general que Nagash yAkhmen-hotep, pero aun así habíacometido el fatídico error de enfrentarseal Usurpador como si fuera un reymortal al mando de un ejércitocivilizado.

Nagash, sin embargo, no se dejabainfluir por feroces asaltos o velocesmovimientos de caballería. La idea dever a miles de sus ciudadanos, el almade su ciudad, muertos en el campo de

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batalla le resultaba poco más queirritante. Él podía aguantar golpes queaplastarían a un rey mortal, y selevantaría de nuevo.

Rakh-amn-hotep había comenzado aperder las esperanzas de que algún díase libraran de Nagash.

Más de tres semanas después de labatalla en las afueras de las Fuentes dela Vida Eterna, el rey sólo podía pensaren mantener al ejército con vida un díamás. La retirada había sido unaexperiencia penosa y amarga; sinninguna duda, la marcha más dura en lalarga vida de Rakh-amn-hotep. Lo másdifícil había sido sobrevivir aquellos

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primeros días tras la batalla. Con losbarriles de agua vacíos, el rey les habíaordenado a los Ushabtis que peinaran elejército en busca de toda gota de líquidoque pudieran encontrar. Confiscarontodo el vino restante que llevaban losnobles del ejército y el líquido delibaciones para sacrificios que habíatraído la multitud de sacerdotes.

Los soldados de caballería semantuvieron con vida recurriendo alantiguo truco bandido de beber una tazade la sangre de sus caballos cada día.Incluso así, los guerreros y los animalesde la hueste se debilitaron con rapidez, ymuchos heridos sucumbieron en cuestión

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de días. Los constantes esfuerzos de lossacerdotes lybaranos eran lo único queconseguía que su rey, Hekhmenukep, aúnse aferrara a la vida.

Puesto que la hechicería de Nagashhabía destruido los barcos flotanteslybaranos, el ejército aliado pagó elprecio de viajar sin una caravana deprovisiones apropiada. Había pocoscarromatos de los que hacer uso, lo queobligó a Rakh-amn-hotep a enviardestacamentos de caballería ligera enuna larga y peligrosa marcha al nortepara intentar sacar agua del río Vitae, amuchas leguas de distancia. Los jinetesnumasis hostigaban a los soldados de

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caballería todo el tiempo, pero su corajey determinación hicieron que el ejércitosiguiera aguantando mucho después dellegar al borde del colapso.

Sin embargo, los ejércitos habíansufrido mucho en términos de hombres,animales y pertrechos. Los lybaranoshabían visto cómo destruían todas ycada una de sus máquinas de guerra,pues aquellas que habían sobrevivido ala batalla se habían quedado sin energíay no habían podido mantener el ritmo dela rápida retirada del ejército. Antes quepermitir que las construcciones cayeranen manos del Usurpador, los ingenierosdel ejército habían atravesado las

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guardas de unión que mantenían a losespíritus del fuego de las máquinas en susitio. Las explosiones resultanteshicieron pedazos las máquinas en mediode atronadores estallidos de madera,metal y vapor. Algunos ingenieros jefeslybaranos, hombres que habían dedicadogran parte de sus vidas a crear esasmáquinas maravillosas, se entregaron alas llamas.

Los rasetranos también sufrieron,sobre todo las tropas auxiliares de laselva. El racionamiento de aguasignificó prácticamente una sentencia demuerte para los lagartos de truenogigantes, cuyos cuerpos ya habían sido

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puestos a prueba casi hasta el límite porel clima seco. La última de las grandesbestias murió menos de una semanadespués de la batalla y la cifra dehombres-lagarto disminuyó rápidamentea partir de entonces. Durante las largasmarchas nocturnas, el gélido aire deldesierto arrastraba los sonidos de loscantos fúnebres de los bárbaros mientraslloraban la pérdida de sus parientes. Elcanto se fue extinguiendo poco a poco,todas y cada una de las noches, hastaque al final dejó de oírse.

Lo único que quedaba del anteriororgulloso ejército aliado era una hordadesaliñada de hombres y caballos

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debilitados. Rakh-amn-hotep tuvo queocuparse de evitar que sus guerrerostiraran sus pesadas armas y armaduraspara aligerar la carga durante la marcha.Ya había establecido castigos severospara guerreros de los que se habíadescubierto que habían abandonado suequipo de guerra, y sin embargo, cadanoche, la retaguardia se encontraba confardos de armadura de cuero y yelmos,espadas de bronce y lanzas. El reyhabría empezado a ordenar queempalasen a los infractores si hubieratenido madera de sobra. Por todos losdioses, no pensaba llevar al ejército deregreso a Quatar y descubrir que habían

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tirado todas las herramientas quenecesitarían para evitar que la ciudadcayera en manos de Nagash.

Gracias a los dioses, el ejército seencontraba cerca de la Ciudad Blanca.Las Cumbres Quebradizas dominaban elhorizonte oriental, con sus recortadasfaldas de un negro apagado contra labóveda azul intenso del cielo.

El carro de Rakh-amn-hotep sedirigía hacia el oeste; regresabasiguiendo la larga y sinuosa línea deavance del ejército. El rey dedicabagran parte de la noche a deambular deaquí para allá a lo largo de la huesteaijada, comprobando el estado de las

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compañías y recordándoles a los noblessus responsabilidades. Se trataba de unarutina debida a un antiguo hábito forjadoen las campañas en la selva que seextendía al sur de Rasetra y que al rey lehabía sido útil en el pasado.

Se encontraban casi en el centro dela columna que marchaba lentamente,pasando junto a lo que quedaba de lacaravana de provisiones y los enormescarromatos de la corte lybarana.Algunos sacerdotes avanzaban al ladodel chirriante carromato que contenía aHekhmenukep con las cabezasinclinadas mientras oraban para que elrey sobreviviera. En tanto el carro de

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Rakh-amn-hotep pasaba con granestruendo, uno de los hombres santos seenderezó y le hizo señas al rey, casiinterponiéndose en el camino delvehículo.

Rakh-amn-hotep contuvo un ceño dereproche y le tocó el hombro al aurigapara indicarle que se detuviera. Loscansados caballos no necesitaron muchoestímulo y dejaron caer las cabezasmientras resoplaban por el polvo enbusca de algo que pudiera conteneralgunas gotas de humedad.

El rey rasetrano miró al sacerdoteque se aproximaba, entrecerrando losojos en medio de la oscuridad.

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—¿Nebunefer? —preguntó alreconocer al enviado de Mahrak—.¿Desde cuándo os habéis convertido ensanador?

—Uno no necesita el don de lasanación para orar por la salud de ungran rey —repuso el anciano sacerdotecon tono frío.

Tenía la voz ronca y áspera y surostro demacrado parecía aún másadusto y agobiado por laspreocupaciones tras las privaciones dela larga retirada; pero el brillo de susojos oscuros permanecía igual deindómito que siempre.

El rey rasetrano asintió con la

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cabeza a regañadientes y se guardó susdudas. Nebunefer había permanecidocon el contingente de sacerdotes delejército desde que habían dejado Quatar,pero de algún modo seguía en contactodirecto con los miembros del ConsejoHierático allá en Mahrak y con losespías que tenía repartidos por todaNehekhara.

—¿Qué tal le va a Hekhmenukep? —preguntó.

—Su estado es grave —contestó elanciano sacerdote—. Sus sirvientestemen que una infección le ha afectadolos pulmones. —Nebunefer cruzó losbrazos y clavó los ojos en el otro

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hombre—. El rey necesita los serviciosde un templo, y muy pronto, o me temoque no sobrevivirá.

Rakh-amn-hotep hizo un gesto haciael este.

—Quatar está casi a la vista —respondió—. Deberíamos llegar a suspuertas mañana por la noche temprano.

Nebunefer se mantuvo impasible.—Mañana por la noche podría ser

demasiado tarde, alteza. Si la ciudadestá tan cerca, deberíamos seguiradelante. Podríamos estar en Quatarantes del mediodía.

El tono de mando presente en la vozdel sacerdote enfureció al rey rasetrano.

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—Los hombres están agotados —gruñó—. Sí hacemos que sigan adelantedespués del alba, bajo todo el calor deldía, podríamos perder a muchos. ¿Lavida de un rey vale la de unos cuantoscientos de guerreros?

Nebunefer enarcó una fina ceja.—Me sorprende que me hagáis esa

pregunta, alteza.Rakh-amn-hotep soltó un resoplido.—Ahora mismo necesito lanceros y

soldados de caballería, no reyes —dijo.—Pero el rey no es sólo un hombre,

como bien sabéis —rebatió Nebunefer—. También representa a sus soldados.Si Hekhmenukep muere, no hay ninguna

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garantía de que la hueste lybarana no selleve su cuerpo a casa y deje que osenfrentéis a Nagash solo.

Rakh-amn-hotep admitió agriamenteque el viejo intrigante tenía razón. Sevolvió y se quedó mirando hacia el esteun momento, intentando calcular ladistancia que quedaba hasta Quatar.Sabía que otro contingente de jinetesdebía volver del río en algún momentocerca del amanecer. Podría sersuficiente.

—Veremos cómo están las cosassegún nos vayamos acercando al alba —decidió el rey al final—. Si los hombrespueden, seguiremos adelante. Si no,

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quizá tengáis otro día de oraciones pordelante.

Durante un momento dio laimpresión de que Nebunefer continuaríacon la discusión, pero tras captar la duramirada de los ojos del rasetrano,simplemente le hizo una reverencia alrey y se alejó para alcanzar el carromatode Hekhmenukep.

—Da media vuelta —gruñó—.Volvamos a la cabeza de la columna.

El auriga asintió moviendo la cabezay restalló las riendas mientras reprendíaa los caballos para que se pusieran denuevo en marcha. Trazaron un arco haciael este dando tumbos y se

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reincorporaron al camino comercial unavez más. Rakh-amn-hotep les prestópoca atención a los hombres queavanzaban penosamente mientras elcarro recorría la columna con granestrépito; estaba absorto contraponiendoel riesgo de una marcha forzada a laposibilidad muy real de perder aHekhmenukep y a los lybaranos con él.

Esperaba que la noche no les tuvierareservadas otras sorpresas.

* * *

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Cuando Arkhan recibió el llamamientose encontraba a más de tres millas aleste, rondando por el camino comercialcon un escuadrón de jinetes numasis ypisándole los talones al ejércitoenemigo que se batía en retirada. Lanube de langostas que había descendidosobre el inmortal surgida de laoscuridad había asustado a los numasisy sus caballos, que aún estaban vivos.Arkhan les lanzo una mirada dedesprecio a sus antiguos aliadosmientras los insectos silbaban y girabanpor encima de su cabeza.

—Regresa a mi tienda, sirvientefavorito. —Arkhan oyó las palabras en

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medio del susurro de quitina y elzumbido de alas apergaminadas—. Lahora de la represalia se acerca.

Arkhan le cedió el mando delescuadrón a su capitán numasi con laorden de que se aproximasen yentablasen combate con la retaguardiadel enemigo durante toda la noche.Luego, se apartó, hizo que su caballo nomuerto diera media vuelta y se adentró atoda velocidad en la oscuridad.

El ejército del Rey Imperecedero sehabía desplegado en una formación demedia luna que se extendía más de tresmillas de punta a punta. Sus brazosestirados se alargaban ávidamente hacia

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la hueste enemiga, que huía. La mayoríade los guerreros de las primeras líneashacía mucho que habían muerto; el airedel desierto les había curtido la carne ylos cadáveres albergaban escarabajosexcavadores y escorpiones negros deldesierto. Avanzaban lenta eimpasiblemente tras sus enemigos.Cuando el rey y sus inmortales deteníanel ejército al amanecer, ellospermanecían en filas ordenadas,cociéndose al sol, hasta que llegaba elmomento de marchar de nuevo.

En cambio, el resto de la hueste,menos de un tercio de las tropas de laciudad de Khemri y lo que quedaba de

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los ejércitos aliados de Numas y Zandri,recorría el camino comercial unascuantas millas por detrás de lavanguardia, con las cabezas gachas porel hambre y el miedo. Los vivostemblaban al ver a los muertos vivientesmientras hacían señales con disimulopara protegerse del mal cuando creíanque ninguno de los inmortales de Nagashestaba mirando. El Rey Imperecederolos presionaba sin clemencia. No seatendían las heridas ni les daban decomer más de una escasa ración de aguay cereales al día. A Nagash le interesabamuy poco la condición de sus cuerpos,pues cuando llegase el momento sus

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guerreros lucharían, de un modo u otro.Las compañías de guerreros vivos

apartaron la mirada y aferraron suslanzas con manos temblorosas cuandoArkhan pasó a toda velocidad. Encontróel pabellón de su señor cerca de la parteposterior de la columna, situado en untrozo llano de arena a unos cientos demetros del camino. Habían montadootras tiendas cerca, y Arkhan vio amuchos de los ingenieros del ejércitotrabajando a un ritmo frenético bajo lasevera mirada de varios de losinmortales del rey. Había oído rumoresacerca de las últimas innovaciones deNagash en el campo de batalla y suponía

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que se estaban llevando a cabo enprevisión de la próxima batalla enQuatar.

Más de una veintena de monturas nomuertas esperaban fuera de la tienda desu señor cuando Arkhan se aproximó, yeste disimuló con cuidado una mueca dedesaprobación. Desde que se habíareincorporado al ejército unas cuantassemanas atrás, se había esforzado enevitar a sus compañeros inmortales. Losaños de la soledad en su torre negrahabían hecho que se volviera impacientey desconfiara de la compañía de otros,en particular de los suyos. Se preparó,bajó de la silla y entró en la tienda de su

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señor sin dirigirles ni una mirada desoslayo a los esclavos que se encogíande miedo fuera.

El recinto principal de la tiendaestaba abarrotado de figurasarrodilladas, y todas ellas atendían alrey. Arkhan vio a Raamket, ataviado conuna nueva capa de piel humanadesollada y la figura vendada deShepsu-hur. Los inmortales observaron aArkhan con la mirada fija y hambrientade una manada de chacales, y élrespondió enseñando los dientesdestrozados.

Nagash, el Rey Imperecedero, estabasentado en el antiguo trono de Khemri en

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la parte posterior del recinto flanqueadopor sus inquietos aliados. Arkhan pudocomprobar de inmediato que la campañahabía dejado su huella en los tres reyes.Amn-nasir, el rey sacerdote de Zandri,estaba en estado casi catatónico; teníalos ojos vidriosos y la expresión flácidapor los efectos del loto negro. Seheb yNuneb, los reyes gemelos de Numas,habían mantenido la cordura por elmomento, pero ambos jóvenes parecíanpreocupados e inusitadamente retraídos.Uno de ellos, Arkhan no sabría decircuál, no dejaba de morderse las uñascuando pensaba que nadie estabamirando. El inmortal podía oler la

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sangre en las puntas de los dedos del reydesde el otro extremo del recinto.

El visir rebasó con paso firme a losinmortales arrodillados y cayó derodillas justo a los pies de Nagash.Podía oír los débiles gemidos delséquito fantasmal del nigromante que searremolinaba por encima de su cabeza.

—¿Qué ordenáis, señor? —preguntó.

Nagash se enderezó en el trono.—Nos acercamos a Quatar —

anunció el Rey Imperecedero—, y hallegado el momento de que el cobarderey de la Ciudad Blanca pague por sucapitulación en las Puertas del Alba. —

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El nigromante alargó la mano—. Te voya enviar con estos inmortales a la grannecrópolis de Quatar y allí reclutaréisun ejército de venganza para tomar laciudad de manos de nuestros enemigos.Cuando los reyes rebeldes del estelleguen a las murallas de Quatar,estaréis allí para bloquearles el paso ysellar su perdición.

Arkhan comprendió, entonces, laestrategia que había motivado la lentapersecución del ejército enemigo porparte del nigromante. Los había estadoarreando hacia delante en dirección aQuatar, donde planeaba atraparloscontra las murallas de la ciudad y

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aplastarlos sin misericordia. El visirvolvió la mirada hacia los inmortalesque permanecían de rodil Con tantosjuntos podrían reclutar un ejércitoconsiderable entre las casas de losmuertos, con mucho suficiente paraarrollar a la escasa guarnición deQuatar, y después ¿quién sabía? LaCiudad Blanca necesitaría un nuevo rey.

El visir sonrió e inclinó la cabezaante Nagash.

—Se hará como ordenáis, señor —dijo—. Somos vuestra flecha devenganza. Lanzadnos y volaremosdirectamente hasta el corazón de vuestroenemigo.

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El Rey Imperecedero le dirigió unasonrisa macabra al visir.

—Cuento con ello, leal sirviente —contestó. Luego, hizo una seña y desdelas sombras aparecieron esclavosportando copas rebosantes de líquidocarmesí—. Bebe —ordenó Nagash—.Llena tus extremidades de vigor para labatalla que está por venir.

Arkhan se puso en pie al instantesintiendo la repentina tensión que fuellenando el aire a medida que losinmortales reaccionaban a la presenciadel elixir. Un esclavo se situó delantedel visir y le ofreció el primer trago.Arkhan se encontró mirado fijamente los

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ojos azules de Ghazid mientras cogía elrecipiente con ambas manos y bebía conavidez. El sabor del poder hizo que sucuerpo se estremeciera.

El resto de los inmortales se lanzóen tropel hacia delante como si fueranchacales alrededor de un cadáver.Ghazid los observó en tanto bebían ysoltó una socarrona carcajada de júbilomientras sus ojos relucían de locura.

* * *

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El aullante enjambre cruzó a todavelocidad la cara de la luna demadrugada, pasando sin que lodescubrieran por encima de las cabezasdel ejército enemigo, que se retirabahacia el este. Volando más deprisa queun halcón nocturno, se dirigieronveloces hacia la gran llanura situada alpie de las Cumbres Quebradizas, dondelas torres de Quatar se alzaban comosepulcros blancos bajo las estrellas.Volutas de humo ascendían hacia el cielonocturno procedentes de los distritosmás pobres de la ciudad, donde aúnseguían encontrando víctimas de laplaga y entregándolas a las llamas.

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El enjambre, que se arremolinaba ybullía, pasó por encima de la ciudadcasi desierta y sus furtivos centinelas enpos del vasto complejo de tumbas que seextendía al pie de las montañas quehabía al este de Quatar. El enormeenjambre pareció cernirse sobre lanecrópolis un momento, hinchándoseprimero a un lado y luego al otro comosi buscase entre el laberinto de criptas.A continuación, la nube viviente sepreparó y se lanzó hacia el sur paracruzar el camino que llevaba desdeQuatar hasta las Puertas del Alba y seasentó entre las tumbas gastadas y apunto de desmoronarse de los

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ciudadanos más pobres de la ciudad.Una lluvia de humeantes

caparazones de insectos muertos cayóentre las tumbas cuando los inmortalesse detuvieron tras el largo vuelo desdeel pabellón de Nagash. Arkhan hizo unapausa un momento para orientarse ymedir la altura de la luna. Calculó quequedaban menos de tres horas para queamaneciera. No había tiempo queperder.

Los inmortales se transmitieronórdenes entre dientes. Se abrieron enabanico rápidamente entre las tumbaspara espaciarse y seguir un diseñoarcano que les habían enseñado siglos

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atrás. Arkhan se situó en el centro de latelaraña mágica con las venasrebosantes de poder inhumano. Buscócon los sentidos y notó las corrientes demagia que surcaban el aire. Incluso acientos de leguas de distancia podíasentir el pulso de la Pirámide Negracomo si se tratara del atronador corazónde un dios.

Arkhan levantó las manos hacia elcielo negro y comenzó la graninvocación. Uno a uno, sus compañerosinmortales fueron tomando parte, hastaque sus atroces voces hicieron temblarel aire. La magia oscura se diseminócomo una mancha entre las tumbas, se

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filtró irresistiblemente por entre lasfachadas agrietadas y se extendió sobrelos cuerpos amortajados del interior. Elvisir sabía que los pobres no podíanpermitirse las intrincadas guardas deprotección que normalmente se incluíanen las tumbas de la nobleza, lo quefacilitaba mucho su labor.

El ritual se prolongó durante más deuna hora y fue aumentando encomplejidad y poder hasta que a Arkhanle pareció que podía sentir la energíabulléndole por la piel. Tenues cortinasde polvo se alzaron por encima de lasinnumerables tumbas a medida que sucontenido empezaba a moverse y

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empujaba las delgadas paredes depiedra. Los portales se resquebrajaron yse desplomaron en medio de una lluviade escombros, mientras los primerosguerreros del nuevo ejército de Arkhansalían a la oscuridad arrastrando lospies.

Cientos y cientos de esqueletosabandonaron a rastras sus tumbas condiminutas chispas de luz sepulcraliluminándoles las cuencas oculares.Envolturas andrajosas y mugrientasondeaban en sus extremidades mientrasse dirigían en silencio y arrastrando lospies hacia el oeste en respuesta a lavoluntad de Arkhan. Se dividieron en

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compañías en el accidentado terrenosituado a las afueras de la necrópolis,obedeciendo los esfuerzos subordinadosde los demás inmortales. En menos dedos horas el ejército de muertos sumabatreinta mil unidades, lo que ponía aprueba las capacidades nigrománticasde Arkhan.

El cielo iba palideciendo al este.Arkhan sabía que al amanecer su controlse debilitaría cuando se viera obligadorefugiarse de los rayos del sol. Pronto lagente de Quatar miraría hacía el este demanera suplicante, implorando que loslibrasen de la espectral horda queazotaba sus murallas.

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Nadie viviría para ver el amanecer.

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VEINTICUATROSangre de príncipes

Khemri, la Ciudad Viviente,en el 46.º año de Ualatp el Paciente

(-1950 según el cálculo imperial)

El rey sacerdote de Khemri se situó bajoel abrasador sol de mediodía y trató deno pensar en sangre.

Se encontraba sobre una plataforma

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de capataz al borde de la Llanura de losReyes, observando trabajar a los peonesen los cimientos de la Pirámide Negra.Por orden de Nagash, la gran llanurasituada en el corazón de la necrópolis deKhemri se había transformado. Su planpara la pirámide hacía uso de hasta laúltima hectárea de espacio disponiblereservado para futuros reyes y exigíaaún más. Muchísimas criptas máspequeñas se habían desmontado y sehabían trasladado a otras partes de lanecrópolis para hacerle sitio a zonas detallado de piedra, andamiadas y pilas deresiduos. Se había construido un anchopaseo que se extendía hacia el norte

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desde la gran llanura, lo que habíarequerido la demolición de todavía máscriptas para poder traer enormesbloques de mármol de las barcazasamarradas a lo largo del río. En esemomento, lo estaban utilizando pararetirar cientos de carretadas de tierraarenosa a medida que el ejército deesclavos de Nagash excavaba lascámaras subterráneas de la pirámide.Cuando estuviera completa, la PirámideNegra eclipsaría a todas las demásestructuras de la necrópolis. Es más,sería la estructura individual más grandede toda Nehekhara. Las ambiciones delrey no requerían menos.

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Nagash se rodeó el pechofuertemente con los brazos. A pesar delcalor del día, sentía los huesosquebradizos y fríos, y un dolorosocansancio empezaba a minarle larobustez de las extremidades.Necesitaría volver a alimentarse pronto.Meses de experimentos le habíanpermitido perfeccionar el proceso paraextraer vitalidad de sangre viva, perosus efectos eran demasiado fugaces.Dependiendo de la calidad de la fuente,el rey podía disfrutar de unos cuantosdías de vigor juvenil o una semana a losumo.

Los beneficios eran asombrosos.

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Nagash no podía recordar haber contadocon tal fuerza ni claridad depensamiento en toda su vida, pero cadavez que la marea de sangre se retiraba lodejaba sintiéndose más débil ydesdichado que nunca. Por mucho quecomiera o descansara, nada podía borrarel espantoso frío que se le metía en loshuesos ni la alarmante debilidad que lodejaba indefenso como un niño. La únicarespuesta era encontrar otra fuente desangre.

Afortunadamente, el rey las tenía enabundancia.

Había media docena decampamentos de esclavos situados

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alrededor de la necrópolis de la ciudad,rodeados de perímetros de zanjas ybarricadas de maderos afilados ypatrullados por jinetes del ejército delrey. Desde el saqueo de Zandri, sehabían reunido más de treinta miltrabajadores para el grandioso plan deNagash, incluidos el grueso del ejércitode rey Nekumet y dos tercios de susciudadanos. Aún seguían llegando máscada día, a medida que las otras grandesciudades de Nehekhara enviabantributos para asegurarse de no correr lamisma suerte que Nekumet y su gente.

La batalla en el camino haciaKhemri había sido rápida y decisiva

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gracias en gran medida a la gran fuerzade tropas mercenarias zandrianas. Lossupersticiosos bárbaros norteños notenían fe en los dioses de la TierraBendita y, por lo tanto, no disfrutaban dela protección de los conjuros de lassacerdotisas de Neru. Eso los dejabavulnerables a la hechicería de Nagash, ya lo largo de la noche, este habíaatormentado a los guerreros con todasuerte de visiones fantasmales ypresagios de muerte. A medianoche, losbárbaros ya estaban aterrorizados y apunto de amotinarse, y cuando Nekumety sus nobles intentaron restablecer elorden, los mercenarios se sublevaron.

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El caos se fue abriendo paso por elcampamento enemigo a medida que elejército de Zandri se atacaba a sí mismoa lo largo de horas de enfrentamientosconfusos y brutales. Para cuandoamaneció, los mercenarios que aúnquedaban vivos se las habían arregladopara escapar del campamento zandrianoy se alejaron dando tumbos hacia el sur,adentrándose más en el desierto. Losrestantes soldados de Nekumet estabanagotados, hambrientos y desanimados, ysu campamento había quedadoprácticamente destruido. Al alba, losaturdidos supervivientes empezaron asalvar lo que pudieron de los restos, y

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entonces, el ejército de Nagash aparecióen pleno orden de batalla en el caminopor detrás de ellos.

A pesar de todo lo que habíansoportado la noche anterior, las tropasde Nekumet lograron formar y presentarbatalla, pero poco después fueronatacados también por la caballería deArkhan, y la línea de batalla zandrianase deshizo rápidamente bajo la presión.A media mañana, el rey Nekumet leofreció a Nagash los términos de surendición, pero el rey de Khemri no losaceptó. No habría términos. Zandri serendiría sin condiciones, o seríanmasacrados sin excepción. Consternado,

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Nekumet no tuvo más alternativa queobedecer.

Al final del día, los supervivientesdel ejército de Zandri ya habían sidodesarmados y atados en hileras decadenas para esclavos para la largamarcha hasta Khemri. A Nekumet, al quehabían despojado de su corona y sutúnica real, lo vistieron de arpillera y loenviaron a casa a lomos de una mulapulgosa. No fue hasta que llegó a lapuerta destrozada de Zandri cuando seenteró de lo que Nagash le había hecho asu ciudad.

La noticia de la batalla se extendiórápidamente por Nehekhara como un

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viento de tormenta transmitida por loshorrorizados embajadores que huían delas ruinas de Zandri. En Khemri, unamultitud de ciudadanos llenó los grandespaseos para ovacionar el regreso de surey victorioso. La preeminencia de laCiudad Viviente había quedadorestablecida con un único golpe brutal, yla gran labor de Nagash podía empezaren serio.

El rey examinó la extensión de lasexcavaciones una vez más y asintiómoviendo la cabeza con aire pensativo.Un pequeño séquito de eruditos yesclavos permanecía a su lado portandocopias de los planos de la pirámide para

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que Nagash pudiera consultarlos. A laderecha del rey se encontraba Arkhan elNegro, que iba ataviado con una túnicade primera calidad y llevaba anillos deoro que le había robado a los nobleszandrianos derrotados. Había sido bienrecompensado por sus esfuerzos contrael ejército de Nekumet y ahora era elvisir jefe del rey, el encargado desupervisar la construcción de laPirámide Negra. Además había sido elprimero de los vasallos de Nagash enprobar el elixir vivificador y disfrutardel vigor de la juventud una vez más.

Nagash midió el progreso de lasexcavaciones y calculó que estaban

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marchando bien.—Continúa según lo planeado —le

indicó a su visir—. Las excavacionesseguirán adelante día y noche hastaconcluirlas.

—¿Eso incluye a nuestrosciudadanos, o sólo a los esclavos? —inquirió el visir con cuidado.

Para acelerar más la construcción,Nagash había ordenado que pusieran alos delincuentes de la ciudad en loscampamentos de esclavos y se envió a laobra a todo ciudadano al que lecorrespondiera realizar su servicio civilanual. Hasta que no se terminara laenorme estructura, se desatenderían los

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caminos e infraestructuras de Khemri.Nagash consideró la pregunta y agitó

la mano efusivamente.—Reserva las tareas más difíciles y

peligrosas para los esclavos, pero todosdeben seguir cumpliendo con su parte —contestó.

Arkhan hizo una reverencia.—Se hará como ordenéis —dijo—,

pero las muertes entre los esclavosaumentarán. Ya hemos perdido a unnúmero considerable debido al hambre ylas enfermedades.

—¿Enfermedades? —preguntó elrey, frunciendo el entrecejo—. ¿Cómo esposible?

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El visir se removió, incómodo, en elsitio. Él también sentía los primerosretortijones de hambre; tenía los ojoshundidos y las manos le temblabanligeramente de frío.

—Los sacerdotes de Asaph y Gehebno han sido particularmente diligentes ala hora de limpiar los campamentos deenfermedades —explicó—. Me hequejado a los hierofantes, pero aseguranque sus sacerdotes están ocupados enotros asuntos.

—Como intentar socavar miautoridad —gruñó Nagash.

Los templos de la ciudad habíansido una molestia constante desde su

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ascensión. Enviaron patriarcas a lasgrandes asambleas invitándolo a liberara Neferem y a aceptar abdicar en cuantoSuskhet llegara a la edad adulta. Susacólitos hicieron correr el rumor entre elpueblo de que a los dioses lesdesagradaba su reinado y quecastigarían a Khemri a menos que loobligaran a renunciar. No cabía duda deque obedecían órdenes del ConcejoHierático de Mahrak, que tenía graninterés en mantener su autoridad sobrelos asuntos nehekharanos. Si pensaraque podría salirse con la suya, Nagashhabría enviado gustosamente a susguerreros a vaciar los templos y poner a

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los malditos sacerdotes a trabajar en elcampamento de esclavos; sin embargo,por desgracia, el Consejo aún teníademasiado poder e influencia sobre lasotras grandes ciudades, así que por elmomento debía soportar su interferencia.

Un escalofrío sacudió el fuertecuerpo del rey. Cruzó los brazos conmás fuerza y miró los cimientos de lapirámide con el ceño fruncido.

—Todos los trabajadores quefallezcan, sobre todo los que mueran enla obra, se deben añadir a la estructurainterior de la pirámide. Entiérralos en elsustrato. Suma su sangre y huesos almortero de las paredes. No importa

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cómo lo hagas exactamente, siempre ycuando sus muertes sean parte de laconstrucción de la pirámide. ¿Loentiendes?

El visir asintió con la cabeza. Detodos los vasallos del rey, Arkhan era elque tenía conocimientos más sólidos delos principios de la nigromancia. Lasenergías de muerte almacenadas en elinterior de la pirámide ayudarían aponer la estructura en sintonía con lasinvocaciones de Nagash y hacerla másreceptiva a los débiles vientos de lamagia oscura.

—Así se hará —aseguró mientrashacía otra reverencia.

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Satisfecho, Nagash estaba a punto demarcharse y regresar a sus estudios en elpalacio cuando vio a Khefru subiendo atoda prisa los escalones de laplataforma del capataz. Al igual queArkhan, el joven sacerdote tambiénhabía recibido el elixir mágico, aunqueen el caso de Khefru este sólo participópor orden expresa del rey. La renuenciade su sirviente desconcertaba a Nagash,pero era evidente que la maltrecha saludde Khefru se había beneficiado tantocomo la del resto, de la inyección delvigor mágico.

El joven sacerdote se acercó al rey ehizo una reverencia. Nagash observó al

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otro hombre atentamente.—¿Por qué no estás en el palacio?

—exigió saber.Entre otras cosas, Khefru era el

responsable de vigilar a Neferem y a suhijo, que permanecían aislados la unadel otro en partes diferentes del palacio.Khefru hizo una pausa para recobrar elaliento. Bajo la fuerte luz del sol, su pieltenía un tono amarillo pálido yenfermizo.

—Una avanzada llegó a la ciudadhace una hora con la noticia de que unadelegación real procedente de Lahmiaestá en camino. Se espera que el reyLamasheptra llegue a última hora de la

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tarde y solicitará una audiencia en lagran asamblea de esta noche —dijo.

La expresión del rey seensombreció.

—Y, sin duda, Lamasheptra insistiráentonces en ver a su hermana Neferem ya su hijo.

—La avanzada no mencionóexplícitamente tal petición —apuntó eljoven sacerdote con cuidado.

Nagash lo fulminó con la mirada.—No seas idiota —gruñó—. ¿Por

qué si no iba el rey lahmiano a dejar susantros de vicio y atravesar mediaregión?

Un ligero estremecimiento se

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apoderó del cuerpo de Nagash, que lodominó con los dientes apretados. Porun momento, se preguntó si habríatiempo para alimentarse antes dereunirse con Lamasheptra, pero la ideatenía demasiado de debilidad, así que laapartó a un lado.

—Sinceramente, no es una sorpresa—continuó—. Sólo era cuestión detiempo antes de que Lamasheptra lograraarmarse de valor y viniera a poner aprueba la fuerza de las antiguas alianzas.—Le dirigió una mirada fulminante aKhefru—. ¿Cuántos guerreros ha traído?

—Un puñado de Ushabtis y unescuadrón de jinetes. Nada más —

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contestó el sacerdote, encogiéndose dehombros.

Nagash asintió con la cabeza.—Es ese caso, no estará planeando

cometer ninguna imprudencia. Muy bien—dijo mientras le hacía un gestoimpaciente con la mano a Khefru—.Informales a Neferem y Sukhet de quevan a asistir a la grao asamblea estanoche. Quién sabe, puede que ver a suhijo después de tantos años quiebre laresolución de Neferem por fin. Eso casiharía que la farsa de esta noche valierala pena.

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* * *

La delegación lahmiana llegó a la Cortede Settra en medio de una fanfarria detrompetas y el rítmico tintineo decascabeles para los tobillos,acompañados del susurro de la seda y elgolpeteo de carne suave sobre elmármol pulido. Las conversaciones sedetuvieron, y todos se volvieron a mirarcuando media docena de jóvenesbailarinas se abrió paso por elreluciente pasillo dando vueltas entreserpenteantes cintas de color naranja,amarillo y rojo como si fueran espíritus

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del sol. Nobles hastiados procedentesde toda Nehekhara olvidaron lo quehabían estado diciendo un momentoantes mientras alcanzaban a vertentadores hombros desnudos, caderasredondeadas y brillantes ojos oscuros.

Detrás de las bailarinas, llegó el reylahmiano, que recorrió el pasillo agrandes zancadas en medio de unagozosa nube de incienso narcótico.Lamasheptra era delgado y elegante; suspasos resultaban igual de ligeros yrápidos que los de las bailarinas que loprecedían. Se trataba de un hombrejoven y apuesto, poco más que unmuchacho. Los reyes de Lahmia se

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casaban muy tarde, pues aseguraban quele servían mejor a su diosaembebiéndose toda la decadencia que suciudad tenía que brindar. A Lamasheptraaún le quedaban muchas décadas deadoración, con su rostro suave y sinarrugas del color de la miel oscura yunos límpidos ojos marrones. Tenía lanariz aguileña, una boca amplia ysensual enmarcada por una barba muycorta y un pelo negro muy rizado que lellegaba por debajo de los hombros. Adiferencia de lo que acostumbraba lamayoría de los jóvenes nobles,Lamasheptra llevaba una túnica larga ysuelta, de delicada seda amarilla y

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abierta en el pecho, y pantalones de sedaestampados. Anillos de oro brillaban ensus suaves dedos y un pendiente con unreluciente rubí engastado colgaba dellóbulo de su oreja izquierda. Los noblesreunidos clavaron los ojos en el reylahmiano como si fuera una especie deanimal exótico, y Lamasheptra se deleitócon esa atención.

No hacía mucho, la Corte de Settraera un resonante espacio vacío, inclusodurante las grandes asambleas del reyThutep. Ahora el lugar estaba más llenoque nunca. Una multitud de nobles reciénascendidos, engalanados con faldellineschillones y capas cortas, se quedaron

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mirando boquiabiertos el desfilelahmiano; entretanto, los embajadores deNumas, Rasetra, Lybaras y Ka-Sabarpermanecían en apretados grupos, llenosde preocupación y cuchicheando entresí. Los primeros emisarios habíanempezado a llegar menos de un mesdespués de la victoria del rey sobreZandri y habían escuchado con temormientras Nagash les informaba acercade la nueva situación en Nehekhara.Después de lo que le había ocurrido aZandri, nadie se atrevió a contradecir alhombre al que algunos llamaban elUsurpador.

Al otro extremo del gran salón,

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agrupados como si fueran una manada desiniestros chacales, estaban los elegidosdel rey, sus visires y capitanes, aquellosque le habían servido primero y mejor.Observaron cómo Lamasheptra y suséquito se acercaban con la miradaintensa de un predador. Entre ellos,sentado en el oscuro trono de Settra elGrande, se encontraba el rey Nagash.Mantenía la mirada clavada en loslahmianos que se aproximaban, pero surostro mostraba una expresión fríamenteneutral.

A una docena de pasos de la tarima,las bailarinas dejaron de girar e hicieronuna reverencia mientras sus cintas de

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seda ondeaban sinuosamente a sualrededor como lenguas de fuego.Lamasheptra pasó entre las jóvenes y seacercó al pie de los peldaños de piedra,tanto que Arkhan y Shepsu-hur tuvieronque hacer una reverencia y dejar pasaral rey.

Lamasheptra extendió las manos enseñal de saludo y le dirigió a Nagashuna sonrisa deslumbrante y estudiada.

—Saludos, primo —le dijo alUsurpador—. Soy Lamasheptra, cuartodel mismo nombre, hijo del granLamasharazz. Es un honor conoceros,por fin.

—En ese caso, me alegro por vos —

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respondió Nagash con calma. La sonrisano llegó a las profundidades de sus ojososcuros—. Hacía mucho tiempo que loshijos de Lahmia no atendían al rey de laCiudad Viviente.

Había empezado a pensar que vos yvuestro padre pretendíais insultarme.Por los rostros de las bailarinas pasaronfugazmente expresiones de sorpresa,pero Lamasheptra no mordió el anzuelo.

—Es un largo viaje hasta la CiudadViviente, primo —apuntó el rey,lahmiano con soltura—. Tambiénpodríais decir que el lento río o elcamino arenoso pretenden burlarse devos.

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Se oyeron risas nerviosas entre lamultitud, con lo que se ganaron miradasde advertencia de parte de los elegidosdel rey. Lamasheptra hizo como si no sehubiera dado cuenta.

—Ni se me ocurriría ofender a unprimo mío, sobre todo a uno que se hahecho con un trono tan temible.

—Bien dicho —contestó Nagash; suvoz estaba llena de suave amenaza—.¿Cuál es, entonces, la razón de estaoportuna visita?

—¿Qué más, primo? Deber ylealtad, y amor por la familia —dijoLamasheptra—. Antes de que mi padre,que en gloria esté, muriera me hizo

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hacer jurar ante la diosa que le ofreceríasus bendiciones a su sobrino Sukhet, alque nunca llegó a conocer. También mepidió que me despidiera de su parte desu hermana, Neferem. Y por eso, parahonrar a mi padre, he hecho este largoviaje.

—Por Neferem y por Sukhet, pero¿no por mí, vuestro primo? —inquirióNagash.

Lamasheptra se rió, como si Nagashfuera el ingenio personificado.

—¡Como si pudiera ignorar al granRey Sacerdote de Khemri! Por supuesto,he venido a honraros y a garantizaros laconstante estima de Lahmia.

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—Nada me complacería más —respondió Nagash—. Durante siglos,Khemri ha valorado la estima de Lahmiamucho más que la de cualquier otraciudad. Entonces, supongo que Lahmiase unirá a las otras ciudades deNehekhara y nos brindará un pequeñoobsequio como muestra de esta estima.

La sonrisa del lahmiano no flaqueó.—Uno no puede ponerle precio a la

estima, primo —comentó—. ¿Qué clasede obsequio os satisfaría?

—Mil esclavos —respondióNagash, encogiéndose de hombros—.Sin duda, un obsequio modesto para unaciudad tan rica.

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—¿Mil esclavos al año? —preguntóLamasheptra, frunciendo el entrecejo.

—Por supuesto que no —repusoNagash con una risita—. Mil esclavos almes para ayudar en la gran obra queestoy construyendo en la necrópolis deKhemri, y en favor de la paz, porsupuesto.

—La paz. Por supuesto —contestó ellahmiano—. Y un precio más pequeñodel que se le obligó a pagar a Zandri,estoy seguro.

—Así es —asintió Nagash—. Mealegra ver que lo entendéis.

El lahmiano asintió con la cabeza.—Perded cuidado, primo. Entiendo

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muchas cosas —aseguró. Luego, hizo ungesto con la cabeza hacia el trono máspequeño situado a la derecha de Nagash—. A quien no veo es a mi noble tía y suhijo. He oído tantas historias acerca dela legendaria belleza de Neferem quesiempre he anhelado verla por mímismo. —Hizo una leve reverencia endirección al trono—. Traigo un obsequiopara ella de parte de la gente de Lahmiacomo muestra de su constante amor ydedicación a la Hija del Sol. Espero queme permitáis entregárselo.

—Siempre nos complace recibirobsequios de las grandes ciudades —dijo Nagash con tono displicente—.

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Traedlo y veámoslo.Lamasheptra sonrió de oreja a oreja

y le hizo una seña a su séquito. Unapequeña figura apareció en medio de losguardaespaldas, cortesanos y esclavos, yse acercó rápidamente a la base de latarima. Nagash vio que se trataba de unmuchacho de poco más de quince años,pero que llevaba la túnica amarillobrillante de un sacerdote de Ptra. Eljoven se situó al lado de Lamasheptra yle hizo una profunda reverencia aNagash.

El rey de Khemri fulminó almuchacho con la mirada.

—¿Esto es alguna especie de

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broma? —preguntó.—Una reacción comprensible, primo

—contestó Lamasheptra con una risita—, pero os aseguro que Nebunefer es unsacerdote plenamente consagrado. Lossacerdotes de Mahrak declaran que es eljoven con más talento de su generación yque el Gran Padre tiene en mente undestino especial para él. Por ahora, sinembargo, atenderá a la reina y seocupará de sus necesidades espirituales,puesto que a ella le es imposible asistira los ritos en el templo de la ciudad.

Nagash se esforzó por disimular suirritación. Tuvo que admitir que elpetimetre lahmiano era muy hábil, pero

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¿cuáles eran sus motivos? ¿El ConsejoHierático lo había sobornado para metera su pequeño espía en el palacio, oLamasheptra era un aliado servicial delos malditos sacerdotes?

Podía rechazar el obsequio, porsupuesto, pero hacerlo sugeriríadebilidad, y Mahrak simplementeenviaría uno tras otro hasta que no lequedase otra alternativa. Nagashobservó al muchacho con desconfianza.El rostro de Nebunefer mostrabafranqueza y confianza; estaba lleno de laseguridad en uno mismo de la juventud.El rey se preguntó a qué sabría la sangredel muchacho y sonrió.

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—Bienvenido, chico —le dijoNagash a Nebunefer—. Sirve bien a lareina y, con el tiempo, serásrecompensado.

Nebunefer hizo otra reverencia. Eltriunfo iluminó los ojos de Lamasheptra.

—¿Dónde están mi querida hermanay su hijo? —inquirió—. Había pensadoque la encontraría aquí, presidiendo antesus invitados y leales súbditos, comodeben hacer los buenos soberanos.

Nagash estudió a Lamasheptradurante un largo y silencioso rato.Luego, levantó la mano derecha e hizouna seña hacia las sombras que seproyectaban detrás del trono.

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De la oscuridad surgieron susurrosseguidos del sonido de piesarrastrándose. La primera persona queapareció no fue Neferem, ni siquieraSukhet, sino un anciano renqueante ydestrozado, al que parecía que loshuesos le llenaban la piel como si fueranfragmentos de arcilla. Tenía la cabezacalva y llena de cicatrices, y los labiosflácidos y temblorosos, pero sus ojosazules eran perspicaces y tenían unbrillo febril. Ghazid, el anterior granvisir de Khemri, se volvió e hizo gestosen dirección a las sombras como un niñollamando a sus compañeros de juegos.No era consciente de los rostros que lo

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miraban fijamente entre la multitud. Lasmiradas de horror y compasión ya nosignificaban nada para él. Nagash lehabía perdonado la vida la noche quehabía enterrado vivo a su hermano, perono por piedad. Había dejado al ancianoen manos de sus vasallos, que lo habíantorturado con inventiva durante muchosaños. La edad y el gran dolor habíandesgastado su mente anteriormenteaguda, hasta que fue poco más que unniño en el cuerpo de un anciano.Entonces, Nagash se lo había devuelto aNeferem y Sukhet como obsequio.

Ghazid le hizo señas a un joven altoy de aspecto noble para que saliera a la

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luz. Iba vestido con nobles galas, con unfaldellín y una capa del más purobrocado de seda y llevaba el tocado deoro de un príncipe sobre la frente.Sukhet poseía las apuestas facciones desu padre y el porte temible de su insigneabuelo, con ojos penetrantes y un mentónfuerte y cuadrado. La multitud reunidadejó escapar una exclamación al verlo.El porte regio del joven parecióimpresionar incluso a Lamasheptra.

Sukhet, hijo de Thutep, se comportócon gran dignidad y aplomo. Dejó atrásel gran trono como si estuviera vacío ydescendió los peldaños de piedra hastasituarse delante del rey lahmiano. Una

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oleada de inquietud recorrió a loselegidos del rey al ver al joven príncipe.Arkhan, en particular, observó a Sukhetcomo si fuera una forma de serpienteparticularmente venenosa.

Lamasheptra le sonrióafectuosamente a Sukhet, sin notar alparecer las miradas de aprensión de losnobles que lo rodeaban. Comenzó ahablar, pero las palabras se le secaronen la garganta al ver salir a la Hija delSol de la oscuridad que se extendía trasel trono de Nagash.

Vestía un sencillo vestido del blancomás puro ajustado con un cinturón decuero y cobre bruñido que le colgaba

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suavemente sobre las caderas. Le habíanlavado el largo cabello negro conaceites perfumados y lo llevabarecogido en una trenza gruesa que lellegaba casi hasta la cintura. Los ojosverdes de la reina destacaban en lasórbitas oscurecidas con kohl, pero no sele había añadido ningún otro bálsamo nitinte a su rostro. Llevaba los piesdesnudos, al igual que la frente: lagruesa capa de oro y el maravillosotocado de la reina habían quedado atrás,junto con las pulseras y anillos de oroque había traído con ella de la lejanaLahmia. Neferem, reina de la CiudadViviente e Hija del Sol, se envolvía en

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angustia y pérdida. Su cara era unamáscara pálida, hermosa pero inmóvil,como la imagen tallada sobre unsarcófago.

La reina no era la joven doncellaque había sido una vez. La vida y lapérdida habían dejado huella en susrasgos y habían hecho que envejecieraprematuramente. La resonante corte sellenó de gritos ahogados al verla, eincluso Lamasheptra se sorprendió. Elrey retrocedió medio paso,tambaleándose como si la imagen de lareina fuera un golpe físico. Durante unbrevísimo instante, sus ojos marrones leecharon un vistazo al hombre que se

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sentaba en el trono de Khemri y luegodespacio, de manera reverencial, el reyde Lahmia se arrodilló ante Neferem.

En medio de un murmullo de tela, elresto de la corte hizo lo mismo. Algunosse arrodillaron con elegancia, mientrasque otros simplemente cayeron derodillas maravillados. En un momentolos únicos hombres que seguían de pieeran los elegidos del rey, que sedirigieron unos a otros inquietas miradasde aprensión, y el hijo de la reina,Sukhet.

El príncipe se volvió y vio a sumadre por vez primera en casi unadécada.

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Nagash estudió a la pareja porencima de los dedos unidos y luchó paracontener la rabia. Eso había sido unerror. Debería haber organizado unencuentro privado entre Lamasheptra ySukhet en lugar de permitir eseespectáculo. Había pensado demostrarsu control sobre la esposa y el herederode Thutep permitiéndoles un brevemomento en la cámara, pero no habíacontado con la superstición y elsentimentalismo perdurables del pueblo.

Sukhet miró a su madre a los ojos y,en ese momento, perdió el control. Todadignidad quedó en el olvido mientrascorría hacia su madre y estiraba las

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manos para coger las de ella. Neferemextendió las manos hacia él como siestuviera soñando; un leve ceño dedesconcierto traspasaba su sorpresa. Elpríncipe le cogió las manos y se lasllevó a la frente en señal de veneración.

El rey de Khemri no le prestabaatención a la sensiblera escena. Sumirada se centraba únicamente enLamasheptra. El lahmiano observaba amadre e hijo con una expresión desobrecogimiento que no podía ocultardel todo la calculadora mirada queapareció en sus ojos oscuros.

En ese momento, Nagashcomprendió que Sukhet debía morir.

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* * *

Fueron a por él de madrugada, cuando elresto del palacio estaba durmiendo. Lacelda de Sukhet se encontraba dosniveles por debajo del extenso palacio,en una estrecha cámara reservadaanteriormente para guardar especias yvinos caros. Toda la sección llevabadécadas abandonada, desde los tiemposde Khetep. Khefru y Ghazid eran losúnicos que iban y venían por sus oscuroscorredores esos días y el servidor deNagash era el único que tenía la llave dela cámara de Sukhet.

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Khefru iba delante, sosteniendo unalámpara de aceite con una manotemblorosa. El sacerdote recorrió demodo certero los laberínticos pasilloshasta que al final se encontró con unapuerta sin marcas hecha de pesada tecacubierta de cicatrices. Khefru hurgó ensu túnica un rato antes de sacar una largavarilla de bronce sin brillo que encajóen la enorme cerradura de madera ybronce de la puerta.

El mecanismo giró con un ruidofuerte. Cuando Khefru empezó a abrir lapuerta, Arkhan el Negro se adelantó yapartó al sirviente de un empujón, lo quehizo que la lámpara de aceite se

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estrellara contra el suelo. Raamket yShepsu-hur entraron rápidamente en lacelda sin hacer ruido detrás del visir.

La cámara era pequeña; apenasmedía doce pasos por seis. Había unacama estrecha colocada contra unapared larga, con un arcón de cedro alfinal para la ropa del príncipe. Frente ala cama había una mesa estrecha con unasilla y una pequeña lámpara de aceitedonde el príncipe podía comer o leer loslibros que le traían de la biblioteca.Aunque se le permitía caminar por losjardines del palacio dentro de ciertoslímites cuidadosamente proscritos, lapequeña habitación había sido el hogar

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de Sukhet durante casi diez años.Ghazid se levantó de su camastro

situado justo dentro de la puerta con sumaltrecho rostro boquiabierto de terror.Dejó escapar un inarticulado grito demiedo parecido al de un niño cuandoRaamket lo agarró por los brazos y loapartó de en medio. El criado chocócontra la pared de piedra que había allado de la mesa y cayó desplomado sinsentido.

Sukhet se levantó de un salto de laestrecha cama mientras los dos noblesse acercaban a él. Raamket lo alcanzóprimero y cerró una mano fuertealrededor del brazo izquierdo del

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príncipe. El brazo derecho de Sukhetdescendió con un destello trazando unrápido arco, y Raamket dejó escapar unrugido de dolor. El mango de unpequeño cuchillo para comer sobresalíade la clavícula del otro hombre, a sólounos centímetros a la derecha del cuello.

Shepsu-hur se acercó y estrelló elpuño contra el rostro del príncipe demodo que le rompió la nariz aguileña yle partió el labio. La cabeza de Sukhetse echó hacia atrás y golpeó la paredpor encima de la cama, y el joven sedesplomó.

Raamket y Shepsu-hur agarraron alpríncipe por las piernas y lo arrastraron

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bruscamente hasta el suelo. Ghazid, quehabía recobrado el sentido, se encogiócontra la pared y comenzó a gemir,aterrorizado. Sukhet escupió sangre eintentó soltarse de las garras de susagresores, pero entonces una sombracayó sobre él desde la entrada de lacelda. Nagash se irguió ante el jovenpríncipe, agarrando con firmeza doslargas agujas de cobre en las manos.

—¡Mantenedlo inmóvil! —ordenóbruscamente.

El olor cobrizo de la sangrederramada flotaba en el aire cerrado dela cámara y hacía que el rey casi semareara por el hambre.

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Shepsu-hur y Raamket agarraron conmás fuerza los brazos del príncipe, conel rostro contraído por el esfuerzo.Nagash se lanzó hacia delante como unaserpiente al ataque y hundió las agujasen su sitio. El cuerpo de Sukhet se quedóparalizado de dolor, lo que hizo queGhazid gimiera aún más fuerte.

—¡Hacedlo callar! —gruñó Nagash,y Raamket empezó a golpear al anciano.

A una señal del rey, Shepsu-hur lequitó la túnica al príncipe y la tiró a unlado.

—¡La tinta! —ordenó Nagashmientras se volvía y estiraba la manohacia Khefru, que aún permanecía en el

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corredor.El joven sacerdote vaciló aferrando

el pincel y el frasco de tinta en lasmanos. Una expresión de terror marcabasus facciones amarillentas e hinchadas,pero había probado el elixir del rey másde una vez y una tenue chispa de hambrebrillaba en sus ojos.

—Seguro que hay otro modo —tartamudeó Khefru—. No podemoshacer esto, señor. A él no.

—¿Te atreves a cuestionarme? —preguntó el rey entre dientes—.¿Precisamente tú? Es de carne y hueso,igual que todos los demás a los quesecuestraste en las calles de ciudad. ¡No

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es distinto de los esclavos a los que lesextrajiste la sangre y luego te la bebisteen una copa de oro!

—¡Es un príncipe! —exclamóKhefru—. El hijo de Thutep y la Hijadel Sol. ¡Los dioses no nos perdonarán!

—¿Los dioses? —repitió Nagashcon incredulidad—. Pequeño imbécil.Ahora nosotros somos dioses. El secretode la inmortalidad es nuestro. —Hizo ungesto hacia el príncipe herido—. Sucuerpo está cargado de poder divino.Imagina cuánto más dulce, cuánto máspotente será. ¡Puede ser que nonecesitemos volver a beber en cienaños!

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El rostro de Khefru se contrajo deangustia.

—¡Si lo que queréis es sangredivina, matad entonces a un sacerdote!—exclamó—. Si él muere, perdéisvuestro dominio sobre Neferem, yLahmia podría declararnos la guerra.¿Eso es lo que queréis?

—Neferem no se enterará de esto —respondió Nagash con frialdad—, hastaque yo decida contárselo. Ni tampocoLahmia. —Dio un paso amenazadorhacia Khefru—. Sukhet tiene que morir.Es demasiado peligroso para dejar quesiga viviendo. ¿No viste cómo reaccionóla gente ante él en la corte?

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—Pero la reina… —farfulló Khefru.—¡La reina no gobierna aquí! —

bramó Nagash—. No me dirás que esabruja te tiene embelesado, ¿verdad?Porque si prefieres que coja la sangre deun sacerdote, puedo abrirte las venasaquí y ahora.

Khefru retrocedió ante la vozmalévola del rey, justo hacia los brazosde Arkhan, que lo sujetó con fuerza. Elsacerdote levantó la mirada hacia elrostro macabro del visir y su valor seesfumó. Le ofreció la tinta y el pincel alrey con manos temblorosas.

Nagash cogió los instrumentos y sevolvió de nuevo hacia el cuerpo rígido

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del príncipe. Sus ojos resplandecían deavaricia.

—Tened un cuenco preparado encuanto termine con los jeroglíficos —indicó mientras se arrodillaba junto aSukhet—. No quiero desperdiciar ni unasola gota.

* * *

Horas después, Nagash recorrió eloscuro corredor que llevaba a losaposentos de la reina con su túnica

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ondeando tras él como si fueran las alasde un águila del desierto. La sangre lerugía en las sienes y le ardía por lasvenas: sangre robada, caliente por lavitalidad de la juventud y la divinidaddel linaje real.

Los guardianes que permanecíanfuera de la puerta de la reina eranhombres endurecidos, crueles eincorruptibles. Como los carceleros dela reina, estaban preparados para morirde un momento a otro para mantenersacrosantos los aposentos de la reina,pero todos temblaron como niñosasustados ante la repentina aparición delrey. Miraron a Nagash a los ojos y

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entrevieron el terrible poder que ardíaen sus profundidades, como si fuera laabrasadora mirada de Usirian. Losguardianes cayeron de rodillas todos ala vez y pegaron las frentes a la piedramientras sus cuerpos temblaban demiedo. El rey no les prestó atención,pasó a su lado como un viento detormenta y abrió la pesada puerta degolpe con un roce de la mano izquierda.

Un coro de gritos asustados surgióde inmediato entre las criadas quedormían en la gran antecámara. Lasmujeres se levantaron de sus lechosaterrorizadas, gritando el nombre de suseñora y suplicándoles ayuda a los

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dioses.—¡Silencio! —exclamó Nagash

mientras apretaba el puño izquierdo yrecitaba un conjuro mentalmente.

Las sombras de la gran habitación seespesaron inmediatamente como tinta yse tragaron a las mujeres en su gélidoabrazo. Nagash cruzó de formamajestuosa las alfombras amontonadas,dejó atrás los cuerpos silenciosos ytemblorosos, e irrumpió en el dormitoriode Neferem.

La cámara estaba lujosamenteterminada; contaba con un relucientesuelo de mármol y un alto balcón quedaba al norte, hacia el gran río. Neferem

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se había levantado rápidamente de lacama y se había cubierto el cuerpo conuna sábana de seda. El cabello negro,que llevaba suelto, se le derramaba porlos hombros desnudos y sus ojosbrillaban como los de un felino a la luzde la luna. Por primera vez, en el rostrode Neferem apareció una expresión deauténtico miedo.

Nuevamente, Nagash la miró y eldeseo se apoderó de él. Con el poderque bullía en su cuerpo —poder quehabía extraído de las venas del hijo deNeferem—, sabía que podría tomar todolo que deseara de ella. Sonrió como unchacal.

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—He estado pensando —empezódespacio.

Neferem no dijo nada. Tenía elcuerpo rígido por la tensión. De repente,Nagash se dio cuenta de que la reina sehabía colocado casi de espaldas albalcón situado al otro extremo de lahabitación. Si se acercaba un paso más,estaba seguro de que se tiraría por elbalcón. La idea sólo hizo que la desearaaún más.

—Cuando te vi en la asamblea hoy,junto con tu hijo, comprendí que lo quete había hecho estaba mal —dijoNagash. Señaló el dormitorio con ungesto del brazo—. No está bien

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mantenerte encerrada aquí arriba comosi fueras un pájaro enjaulado. No puedoposeerte de ese modo. Tu voluntad esfuerte, casi tanto como la mía, y ya hasdicho que preferirías morir a sometertea mí. Cada año que pasa simplemente tealeja más, hasta que un día te despojarásde tu carne mortal y te reunirás con tumarido en la otra vida.

Una expresión cautelosa apareció enel rostro de Neferem. Su cuerpo serelajó muy levemente.

—Lo que dices es cierto —respondió—. Si pensabas quebrar mivoluntad reuniéndome con Sukhet estatarde, has logrado justo lo contrario.

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—¡Oh!, ya lo sé —aseguró el rey—.Tu voluntad es muy fuerte, casi tantocomo la mía. Ahora lo veo. Y por eso hevenido a liberarte.

La Hija del Sol miró a Nagash,desconcertada.

—¿Qué quieres decir? —inquirió.—Quiero decir que tienes que elegir

—explicó el rey con una sonrisa—.Aquí y ahora, juro ante los dioses que nole haré daño a Sukhet a partir de estemomento. No lo utilizaré para forzartenunca más. —Dio un lento paso haciadelante—. Eres libre para elegir tupropio destino. Quédate aquí como estásy gobierna a mi lado, o bebe esto y la

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vida como la conoces terminará.Nagash levantó la mano derecha. En

ella sostenía una pequeña copa de oromedio llena de un líquido oscuro. Elelixir aún estaba tibio, recién salido deljoven corazón de Sukhet. La reinaexaminó la copa. Su rostro se quedóinmóvil y en calma.

—¿Me juras que Sukhet estará asalvo?

—A partir de este momento podráhacer lo que desee —aseguró Nagash—.Lo juro por todos los dioses.

La Hija del Sol asintió con la cabezay tomó una rápida decisión.

—Entonces, dame la copa —dijo.

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—¿Estás segura? —preguntó Nagash—. En cuanto hayas bebido de la copa,ya no habrá vuelta atrás.

Neferem levantó la barbilla y ledirigió una mirada altiva a Nagash.

—Nunca he estado más segura denada en mi vida —respondió—. Quevenga la oscuridad. Estoy cansada deesta vida triste y espantosa.

El nigromante sonrió.—Como desees, ¡oh, reina! —dijo y

le pasó la copa—. Bebe, esposa fiel. Elefecto será rápido e indoloro.

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VEINTICINCOEl camino de huesos

Quatar, la Ciudad de los Muertos,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

El ejército del este había marchado todala noche y había seguido adelantedespués del amanecer apresurando suspasos hacia la Ciudad de los Muertos.

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Las primeras compañías coronaronlas altas dunas situadas en el bordeoccidental de la Llanura de Usirian justoantes de mediodía, y cuando vieron laCiudad Blanca brillando bajo laabrasadora luz, alzaron las manos haciael cielo y le dieron gracias al GranPadre por haberlos salvado. Bajarontambaleándose y a trompicones la laderaarenosa, rompiendo filas mientrassucumbían a la promesa de agua fría,comida fresca y un camastro a la sombradonde podrían dormir sin miedo. Losnobles que estaban al mando de lascompañías hicieron un intentodesganado de restablecer la disciplina,

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pero tenían las gargantas cubiertas depolvo, y después de semanas de estrictasraciones tenían más hambre de la quehabían tenido nunca en su vida. Cuandolas subsiguientes formaciones llegaronal borde de la llanura y vieron laprecipitada desbandada hacia la ciudadtambién tomaron parte, hasta que cuandoRakh-amn-hotep alcanzó las dunas conel centro del ejército se encontró conuna auténtica marea de cuerpos morenosque se extendía por el terreno rocosohacia las murallas manchadas de Quatar.

El rey frenó su carro mientrassoltaba una sarta de amargasmaldiciones. La vanguardia de la turba

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se encontraba a más de una milla dedistancia. No había modo de detenerlos,pero Rakh-amn-hotep juró que haríaazotar a sus comandantes antes deacabar el día. Su presencia en la cimade la duna mantuvo al resto del ejércitoalineado. Pudo ver la tentación en losojos de los hombres, pero una mirada ala expresión furiosa del rey fuesuficiente para recordarles suadiestramiento, y mantuvieron ladisciplina mientras seguían adelantehacia Quatar.

Rakh-amn-hotep esperó allí mientrasel resto de la hueste pasaba en fila,cociéndose bajo el aire polvoriento y en

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calma en tanto esperaba a las unidadesdelanteras de la retaguardia del ejército.La larga y terrible retirada no habríaterminado hasta que el último hombre dela última compañía atravesara laspuertas de ciudad.

El auriga del carro del rey se secó lareluciente frente y sacó una petaca decuero fino del cinturón. Se la ofrecióprimero al rey, pero Rakh-amn-hotepdeclinó el ofrecimiento con estoicismo.

—Bebe hasta saciarte —le dijo alhombre—. Yo puedo esperar.

Rakh-amn-hotep se sorprendiócuando el chirrido y estruendo de lasruedas de los carros llegaron a sus oídos

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varios minutos después. Se encontróparpadeando aturdido, en dirección aloeste.

—¿Tan pronto? —murmuró—. ¡Porlos dioses!, ¿esto es todo lo que nosqueda?

Los restantes carros del ejército ysus escuadrones de caballería pesadapasaron ante el rey en orden, cansadospero orgullosos de su difícil laborcubriendo la retaguardia del ejército. Delos carros rasetranos tiraban caballosque habían sacado de la caravana deprovisiones cuando los veloces lagartosde la selva perecieron con el calor. Losaurigas alzaron las armas en una cansada

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señal de saludo al rey.Ekhreb, el paladín del rey, apareció

con el último escuadrón de retaguardia ala silla de una yegua manchada depolvo.

—¿Qué has hecho con tu carro,maldito idiota? —inquirió el rey.

—Se lo cambié a una princesabandida por una taza de agua fresca —respondió el paladín con vozdeliberadamente inexpresiva.

—¿No trató de engatusarte con susotros encantos?

—Puede ser que sí. Estabademasiado ocupado bebiendo.

El rey esbozó una risita cansada y

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preguntó:—¿Qué le pasó a tu carro?Ekhreb suspiró.—Golpeamos demasiadas rocas

atajando de un lado a otro del camino.La rueda izquierda se rajá. Por suerte, lacaballería tiene muchos caballos demás.

—¿Algún indicio de persecución?—inquirió el rey, pero el paladín negócon la cabeza.

—No desde el alba —contestó—.Unos jinetes numasis nos tantearon justoantes de que las lunas se pusieran, perose retiraron hacia el oeste antes de queamaneciera.

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Rakh-amn-hotep asintió moviendo lacabeza con aire pensativo.

—Supusieron que acamparíamos alalba como siempre —apuntó—. Ahoraestán a más de medio día de marcha pordetrás de nosotros. Esa es la primerabuena noticia que hemos tenido ensemanas.

—Y no antes de tiempo —coincidióEkhreb. Hizo un gesto hacia la lejanaturba que recorría la llanura—. Loshombres han llegado al límite de susfuerzas.

—Sólo la mitad —respondió el reycon irritación—. Es una vergüenza, perola culpa es de los oficiales. Después de

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que hayamos descansado un día piensodejar las cosas claras, créeme.

—Y habrá muchos gemidos yrechinar de dientes en la ciudad deQuatar —añadió el paladín con unasonrisa compungida.

Ekhreb observó un momento lasfiguras que corrían, y luego frunció elceño, desconcertado. Rakh-amn-hotepestaba a punto de ordenar que su carroavanzara de nuevo cuando captó laexpresión del rostro del paladín.

—¿Qué ocurre? —preguntó.—No estoy seguro —contestó

Ekhreb—. ¿No os parece extraña laciudad?

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Al otro extremo de la Llanura deUsirian, la ciudad de Quatar brillabacomo un espejismo del desierto. Susmurallas blancas, en otro tiempomanchadas con la lluvia roja de la atrozplaga de Nagash, se habían blanqueadogracias a años de implacable luz de sol,y desprendían un resplandor de calorcomo la arcilla recién salida del horno.La Ciudad de los Muertos relucía comoun sepulcro nuevo y los hombres delejército aliado corrieron hacia ella conlos brazos abiertos y roncos gritos dealegría.

Ninguno de los exhaustos guerrerosse fijó en que las puertas de Quatar aún

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seguían cerradas en un momento en elque debería haber habido un escasoaunque constante flujo de tráficoentrando y saliendo de la ciudad. Ni lesextrañó la ausencia de humo flotandosobre los tejados. Todas las chimeneas yhornos de arcilla se habían enfriadodurante la noche.

Los guerreros llegaron a la frescasombra de las murallas de la ciudad ycayeron de rodillas, jadeando y enalgunos casos llorando de alivio.Nobles con la cara colorada gritaron endirección a las almenas, llamando a unguardia para que abriera las puertas.Después de un momento, los demás

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hombres hicieron suyo el grito ychillaron lo bastante fuerte como paradespertar a los muertos.

En la oscuridad de la torre deguardia oriental de la ciudad, el clamordespertó de pronto a media docena defiguras pálidas. Maldijeron,sorprendidas, al oír el sonido de cientosde voces gritando y, asustadas yconfundidas, les ordenaron a susguerreros que despertasen.

A lo largo de toda la ancha pasarelaque se extendía sobre la murallaoccidental, miles de guerreros esqueletocomenzaron a moverse. Cráneosblanqueados se levantaron de la

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pasarela de piedra, volviéndose de unlado a otro en busca de sus enemigos.Los huesos traquetearon y chirriaronmientras cogían arcos y flechas o atadosde jabalinas con punta de bronce. No seoyeron órdenes a gritos ni el estridentetoque de los cuernos de guerra.Silenciosos y decididos, los guerrerosno muertos se pusieron en pie yapuntaron a los hombres indefensossituados debajo.

Los guerreros que se encontraban enla llanura casi no percibieron la primeradescarga sibilante de flechas. Loshombres cayeron muertos sin emitirapenas un sonido o se desplomaron,

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asombrados, mientras el dolor de susheridas se hacía sentir. Los vítores y losruegos desesperados de sus compañerosahogaron los gemidos de los moribundosdurante varios segundos más, hasta queuna descarga irregular de jabalinasoscureció el cielo por encima de suscabezas y cayó formando una mortíferalluvia entre la tambaleante turba. Lasexclamaciones de alivio setransformaron en chillidos asustadosmientras muchísimos hombres resultabanheridos o morían. Los hombres gritaronpresas del pánico y la confusión.Algunos agitaron los brazosdesesperadamente en dirección a las

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demacradas siluetas que se encontrabansobre la muralla creyendo que losdefensores de la ciudad les estabandisparando por error. Los oficialesgritaron órdenes contradictorias: unosactuaron por instinto e intentaron formara los hombres en compañías, mientrasque otros ordenaron una retiradacompleta y se replegaron hacia el restodel ejército. Los hombres atrapados enmedio, aturdidos por el agotamiento y elhambre, murieron en el sitio.

Cuando las primeras flechasempezaron a volar, Rakh-amn-hotep nopudo dar crédito a lo que veía. Se pasóuna mano por la cara y entrecerró los

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ojos bajo la intensa luz, convencido deque se había equivocado. Entonces, oyóel débil sonido de los gritos y elestridente toque de los cuernos desde elcentro del ejército y se dio cuenta de laespantosa verdad.

—¡Por todos los dioses! —dijo elrey en voz baja; la desesperación lehabía entumecido la voz—. Nagash hatomado Quatar. ¿Cómo demonios…?

Ekhreb soltó una maldición mientrascogía su espada.

—¿Qué hacemos, alteza? —preguntó.

Todo pareció darle vueltas al rey. Setambaleó y se aferró al lateral del carro

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para recobrar el equilibrio.—¿Hacer? —repitió con la voz

cargada de consternación—. ¿Quépodemos hacer? ¡Ese monstruo siemprenos lleva ventaja! Es como si conocieratodos nuestros pensamientos…

—Si eso fuera verdad, tendríamos asus hombres pisándonos los talones,conduciéndonos a la masacre —repusoel paladín bruscamente con un tono tancortante que azotó al rey como un golpe—. Controlaos. Nagash no es un diosomnisciente. Ha tomado Quatar, peroaún no estamos rodeados. Todavíatenemos espacio para maniobrar, perolos hombres necesitan instrucciones.

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¿Qué ordenáis?Rakh-amn-hotep retrocedió ante el

tono severo del paladín, pero laspalabras de Ekhreb produjeron el efectodeseado. La rabia reemplazó a lasorpresa y la desesperación, y el reycomenzó a pensar.

—Muy bien —gruñó el rey—.Salgamos de este lío. —Clavó los ojosen la lejana ciudad y negó moviendo lacabeza con amargura—. No podemosvolver a tomar la ciudad, no en lascondiciones en las que estamos. —Unavez más, la desesperación amenazó conabrumarlo, pero Rakh-amn-hotep hizolos sentimientos a un lado—. Tendremos

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que seguir con la retirada.El paladín asintió con la cabeza.—¿Al sur, bajando por el camino

comercial hacia Ka-Sabar, o al norte,hacia el río Vitae? —inquirió.

—Ninguna de las dos —gruñó Rakh-amn-hotep—. Si vamos al norte, Nagashpuede atraparnos contra el río ydestruirnos. Y Ka-Sabar está demasiadolejos al sur. Sin provisiones,perderíamos a más de la mitad delejército por el camino. —Con unaexpresión sombría en el rostro, señalóhacia el este, más allá de la Ciudad delos Muertos—. No, tendremos querodear Quatar y arriesgarnos con el

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Valle de los Reyes. Es más defendible, yMahrak se encuentra en el otro extremo.Sabemos que podemos encontrar unrefugio seguro allí.

El rey no señaló que tal retiradasignificaría el fin de la gran campañacontra el Usurpador. Nagash losperseguiría hacia el este, y de ese día enadelante, los ejércitos del este noestarían combatiendo por Nehekhara,sino por la supervivencia de su gente.Lo más probable era que la alianzallegara a su fin mientras cada rey tratabade hacer las paces con Khemri.

Rakh-amn-hotep recorrió la Llanurade Usirian con la mirada y sintió cómo

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cambiaban las mareas de la guerra, quese le escapaba de manera inexorable delas manos.

—Forma a tus jinetes y carros —leindicó a Ekhreb, y señaló hacia elsureste—. Tú guiarás el avancealrededor del borde meridional de laciudad en caso de que el enemigo intentebloquearnos el paso hacia el valle. Sinadie se interpone, sigue hasta lasPuertas del Alba y toma lasfortificaciones. Hay cisternas yalmacenes en el interior de las murallas.Cogeremos todo lo que podamos llevary veremos si los lybaranos puedenencontrar un modo de derrumbar las

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puertas por detrás de nosotros. Esopodría hacernos ganar un día o dos más.

Ekhreb aceptó las órdenes de Rakh-amn-hotep con un seco gesto afirmativode la cabeza. Después de todo lo quehabía visto durante la batalla en lasfuentes y la nefasta retirada posterior, laidea de destruir las antiguas puertas nole causó la más mínima sorpresa.

—¿Y vos? —le preguntó al rey.El rasetrano indicó con la cabeza el

caos que se extendía por la llanura.—Yo voy bajar ahí a reagrupar a

esos malditos idiotas y a ponerlos enmarcha —contestó. Alargó mano—.Vete, viejo amigo —le dijo a su paladín

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—. Te veré en el valle al otro lado delas Puertas del Alba. Para entonces yase me habrá ocurrido un castigoapropiado por haberme cantado lascuarenta.

Ekhreb cogió sus riendas.—Podríais relevarme del mando y

enviarme a casa —sugirió—. Sería unadecepción terrible, pero supongo quepodría vivir con ello.

—Como todos, ¿no? —contestó elrey.

Los dos guerreros se separaron y selanzaron una vez más a hacer que elejército retrocediera del borde de ladestrucción.

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* * *

Arkhan despertó en medio de laoscuridad. Sentía el movimiento de susguerreros esqueleto como si fueranavispas zumbando dentro de su cerebro.

Estaba sentado en el Trono de Marfilde Quatar. Tenía la cara y las manospálidas manchadas de negro debido a lasangre a medio secar de losentretenimientos de la noche anterior. Unpuñado de inmortales dormía sobre elsuelo salpicado de sangre alrededor deltrono rodeado de los desechos de susfestejos. La mayoría de los hermanos no

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muertos del visir se habían dispersadopor la ciudad con la llegada delamanecer, buscando su propio refugiosolitario donde esperar a que la luz deldía se apagara. Parecía que él no era elúnico inmortal que se volvía cada vezmás solitario y desconfiado con el pasode los años.

El visir experimentó un momento dedesorientación, como si lo hubierandespertado de pronto de un sueño. Podíasentir una parte de su improvisadoejército en acción lejos, al oeste;probablemente eran los arqueros quehabía situado a lo largo de la muralla dela ciudad. Aunque los no muertos eran

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prolongaciones de su voluntad, lacapacidad de Arkhan para sentir susactividades resultaba vaga como mucho,a pesar de su creciente habilidad. En esemomento la conexión era aún másendeble, y comprendió, sobresaltado,que era mediodía y que el aborreciblesol se encontraba casi directamentesobre su cabeza.

Los otros inmortales estabanempezando a agitarse, atisbando concautela en medio de la oscuridad delsalón del trono. Raamket se puso en piecon prontitud, envuelto en un nuevofaldellín y un abrigo hasta la rodilla desuave carne. Nagash había sido muy

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específico en cuanto al destino deNemuhareb, el rey sacerdote de Quatar,pero menos con respecto al resto de lafamilia del rey. El inmortal les habíaarrancado la piel con cuidado a lospequeños hijos de Nemuhareb.

—¿Qué está pasando? —preguntóRaamket entre dientes.

La voz del noble, que iba ataviadocon piel humana y estaba salpicado desangre seca, sonó débil y asustada comola de un niño.

—El enemigo está aquí —gruñóArkhan mientras saltaba del trono.

A su espalda se oyó un susurro decarne y un débil goteo de sangre cuando

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el viento de su paso agitó lo quequedaba del señor de las Tumbas. Pororden del Rey Imperecedero, habíandesollado vivo a Nemuhareb y habíanestirado su piel, con los nervioscuidadosa y mágicamente conservados,en el mástil de un estandarte y la habíanpintado con runas nigrománticasutilizando la sangre del corazón del rey.Cuando finalmente el ejército de Nagashpartiera de Quatar, llevarían la pieldesollada y el alma atormentada deNemuhareb ante ellos como advertenciapara aquellos que desacatasen lavoluntad de Khemri.

—Los malditos reyes del este

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llevaron a sus ejércitos a marchasforzadas el resto de camino hasta Quataren lugar de esperar un día más comosuponía Nagash —continuó Arkhan,cuya ira aumentaba por momentos.

Se maldijo a sí mismo por ser unidiota. Después de semanas acosando aAkhmen-hotep y a la hueste de Broncepor el Gran Desierto, se había permitidofestejar demasiado la fácil conquista deQuatar. Ahora, en lugar de tener alejército de Nagash inmovilizando a susenemigos contra las murallas de laciudad y masacrándolos, Arkhan se veíaante la tarea de detener a los ejércitosdel este con los despojos que había

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sacado de la necrópolis de la ciudad.Los arqueros y lanzadores de jabalinassituados en las murallas eran las tropasmejor armadas con las que contaba, ysus inmortales estaban atrapados en elinterior de sus refugios mientras el solbrillara en lo alto.

Las manos manchadas de sangre delvisir se cerraron formando puños deimpotencia. Furioso, le envió una únicay violenta orden a su ejército no muerto.

En ese momento, a Arkhan no lequedaba nada por hacer salvo matar atantos hombres del este como pudiera.

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* * *

El extremo oriental de la Llanura deUsirian se había transformado en campode muerte. Cientos de hombres muertosy moribundos abarrotaban el terrenorocoso bajo las murallas de Quatar y lasflechas seguían trazando arcos por elbrillante cielo. Los supervivientes de lasdesventuradas compañías de losejércitos aliados estaban en plena huida,pisoteándose unos a otros en su prisapor escapar a la mortífera lluvia.Mientras corrían, manos óseas surgieronde la tierra suelta e intentaron agarrarlo

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por los tobillos. Los hombres cayerongritando en tanto la tierra se agitaba einnumerables esqueletos aparecían depronto del suelo en medio de lossoldados presas del pánico y seabalanzaban sobre ellos con dientesirregulares y dedos como garras.

Los pocos que sobrevivieron a lasfauces de la aterradora trampa deArkhan se replegaron hacia el grueso dela hueste oriental e hicieron queestremecimientos de terror ydesesperación recorrieran sus filas. Loshombres vacilaron, pues las dificultadesde la larga retirada ya los habíanempujado hasta el límite de su

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determinación. Los oficiales lesdirigieron gritos de aliento y profirieronviolentos juramentos para intentarmantener a los guerreros alineados, perodurante unos momentos dedesesperación el ejército aliado setambaleó al borde del colapso.

Entonces, justo cuando todo parecíaperdido, el sonido de los cuernos deguerra se extendió entre el estruendo, yla tierra retumbó como un tambor bajo elgolpeteo de miles de cascos cuando lacansada caballería del ejércitodescendió por el flanco derecho de lacolumna y se lanzó una vez más a larefriega. Se abrieron paso a golpes entre

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parte de la desgarbada horda deesqueletos haciendo pedazos suscuerpos y aplastándolos bajo sus cascosantes de girar al sur y rodear la ciudad,que estaba en manos del enemigo.

Aunque la carga sólo había detenidoparte del ataque enemigo, le devolvió alejército una porción del coraje quehabía perdido y detuvo la ciega oleadade pánico. Rakh-amn-hotep llegó alcentro del ejército momentos después,pasó ante las asustadas compañías y supresencia les sirvió de estímulo. El reyles gritó imprecaciones a los guerrerosque se batían en retirada, deteniéndolosen seco por medio de la mera e indómita

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fuerza de su presencia. Haciendo casoomiso a las flechas que silbaban por elaire a su alrededor, envió a lasdestrozadas compañías a la parteposterior de la columna y formó unalínea de batalla para recibir a la hordaque avanzaba hacia ellos.

Los esqueletos atacaron en oleadas,arañando los escudos y los yelmos delos exhaustos lanceros, pero con el rey asu espalda las compañías semantuvieron firmes y rechazaron unataque tras otro. Los hombres de lasfilas traseras cogieron rocas y lasarrojaron contra los desgarbadosesqueletos para aplastar cráneos y partir

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cajas torácicas.Después de hacerle frente a cinco

ataques diferentes, Rakh-amn-hotep lestransmitió una orden a sus encargados deseñales, y el ejército comenzó a avanzar.Las compañías presionaron haciadelante, paso a paso, abriendo una sendaa través de los monstruos y rodeandolentamente el perímetro de la ciudadhacia las Puertas del Alba.

Las flechas siguieron lloviendosobre los guerreros desde las murallasde Quatar, pero la distancia era muygrande y pocas dieron en el blanco.Rakh-amn-hotep recorrió el ejército queavanzaba de un extremo a otro

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animándolos a seguir presionando contrala marea de huesos.

Transcurrió una hora y luego otra.Agotado más allá de lo razonable, elejército continuó peleando pasando alsur de Quatar y luego abriéndose caminoa la fuerza hacia el este. El rey rasetranose concentró en formar una retaguardia apartir de las vapuleadas compañíassituadas en la parte posterior de lacolumna, quedándose con ellas yrechazando a lo que quedaba de losatacantes enemigos, mientras el resto dela hueste se retiraba sin peligro fuera desu alcance.

Los disparos de los arqueros

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disminuyeron a ritmo constante a medidaque sus existencias de flechas seagotaban, y menos de doscientosesqueletos permanecían aún en lallanura calcinada por el sol paradesafiar a la hueste que se batía enretirada. La espantosa turba realizó unúltimo intento contra la retaguardia, yesa vez los soldados del esterespondieron con tanta ferocidad que nosobrevivió ninguno de los espeluznantesguerreros.

Solos y sin oposición en el campode batalla, los soldados de retaguardiaalzaron sus lanzas y alabaron a losdioses y a Rakh-amn-hotep por la

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victoria; sin embargo, cuando losguerreros se volvieron para rendirhomenaje a su rey, encontraron su carrovacío. Rakh-amn-hotep yacía en el sueloa sólo unos metros de distancia con elauriga de su carro arrodillado a su lado.Una flecha, una de las últimasdisparadas desde las murallas de laciudad, había alcanzado al audaz rey enel cuello.

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VEINTISÉISLa Ciudad de los

Dioses

Quatar, la Ciudad de los Muertos,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

Siempre y cuando bebiera el elixir de suseñor, Arkhan el Negro era inmortal. Por

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lo tanto, si se aplicaba dolor del modoadecuado se podía hacer que este durasemucho, muchísimo tiempo.

El visir se retorció y gorjeó enmedio de un pegajoso charco de suspropios fluidos cubierto por un mantohúmedo y quitinoso de escarabajos detumbas. Hacía mucho que losescarabajos le habían roído la ropa y lamayor parte de la piel y le habíanmordisqueado la carne que había debajohasta convertirla en una pulpa a medidaque se abrían camino hacia los tiernosórganos del interior. Cuando intentabaseguir gritando, el aire silbaba de formapoco melodiosa a través de los enormes

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agujeros que tenía en el cuello y loúnico que salía de su boca abierta eranlos crujidos y desgarros que producíancientos de pares de mandíbulas.

Nagash estaba sentado con laespalda recta en el trono de Quatar, y lapiel de su antiguo soberano se agitaba asu espalda. Sus inmortales, además delos reyes satélites de Numas y Zandri,atendían al rey mientras este le mostrabasu desagrado al visir. Los paladines nomuertos de Nagash observaban elsufrimiento de Arkhan con expresionesprecavidas y contenidas. Nunca antes leshabían mostrado el martirio que se lepodía hacer soportar a uno de los suyos,

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y todos ellos temían ser los siguientes.Para los reyes, sin embargo, el horrorera aún peor. Seheb y Nuneb se habíandesplomado antes con los ojos muyabiertos y febriles a causa de laimpresión. A sus Ushabtis no les quedómás alternativa que agarrar a los reyesgemelos por los brazos y sostenerlosderechos a la fuerza hasta que Nagashdeclarase que la audiencia habíaterminado. Amn-nasir bebía y bebía dela copa que aferraba en la manotemblorosa, pero por más vino y lotomachacado que bebiera nada podíahacerle olvidar la escena que sedesarrollaba a sus pies.

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Los escarabajos llevaban trabajandomás de una hora y entre los pedazoshechos jirones de carne roja que aún seadherían al cuerpo de Arkhan se podíanver huesos amarillentos. Con un susurroy un movimiento del séquito fantasmaldel nigromante, Nagash estiró la mano yel enjambre de escarabajos huyó delcuerpo destrozado del visir en medio deuna chirriante marea correteando por elsuelo de mármol y sobre los pies consandalias de los inmortales.

—Me has fallado —dijo el ReyImperecedero. Se puso en pie y seacercó a la figura devastada de Arkhan—. Te puse a nuestros enemigos en

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bandeja, y tú dejaste que seescabulleran.

El cuerpo de Arkhan tembló y sesacudió. Volvió el rostro destrozadohacia su señor. Sangre y otros fluidos seacumulaban en sus cuencas ocularesvacías. Su mandíbula se movió contorpeza impulsada por unos cuantosjirones restantes de músculo, pero elúnico sonido que pudo lograr fue unresuello débil y torturado.

El Rey Imperecedero alargó lamano, y Ghazid, su criado, apareció deentre las sombras situadas detrás deltrono. El desdichado ciego sostenía unancho cuenco de cobre lleno hasta

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rebosar de un espeso y humeante fluidocarmesí, y caminaba con desmesuradocuidado, como si tuviera miedo dederramar una sola gota. Unestremecimiento recorrió a losinmortales al oler el elixir. Uno o dosincluso perdieron el control y dieron unpar de pasos hacia el cuenco, con loslabios azules estirados en un rictus desed. Nagash los detuvo con una solamirada.

Durante largos minutos, sólo se oyóel susurro de los pies del criado sobrelas piedras, y la respiración irregular ysibilante de Arkhan.

Apenas habían transcurrido siete

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horas desde la emboscada que habíatenido lugar fuera de las murallas de laciudad. El grueso de la hueste de Nagashhabía llegado menos de dos horasdespués de que se pusiera el sol. Encuanto el rey se dio cuenta de que lohabían engañado, había empujado a sustropas hacia delante con celodespiadado, pero para entonces ya erademasiado tarde. Los ejércitos del estese habían retirado hacia el Valle de losReyes y los lybaranos habían logradoderrumbar las Puertas del Alba trasellos. La horda de esqueletos del rey seestaba abriendo paso entre losescombros con la infatigable energía de

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los muertos vivientes, pero pasaríanhoras, quizá días, antes de que sepudiera despejar un camino para dejarpasar al ejército.

La llanura situada en las afueras dela Ciudad de los Muertos estabaalfombrada con los cuerpos de loscaídos. Unos cinco mil soldadosenemigos habían muerto en la batalla,pero muchos más habían logradoescapar. La noticia no había complacidoal Rey Imperecedero.

Ghazid se detuvo junto a su señor.Nagash clavó la mirada en lasprofundidades del cuenco y colocó lamano contra la espesa superficie roja.

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La mirada del nigromante se posó enel cuerpo destrozado del visir. Suscriados fantasmales se estiraron haciaArkhan, le enroscaron zarcillos etéreosalrededor de brazos y piernas, y luego lolevantaron del suelo. Quedó suspendidoen vertical delante de su señor, colgandocon torpeza como una marioneta hechaañicos. La sangre manaba de la carnemordisqueada en hebras largas yespesas.

Nagash dio un paso adelante yapretó la mano ensangrentada contra lacara de Arkhan. El inmortal se pusorígido; los huesos y los cartílagoscrujieron con un sonido húmedo

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mientras la mezcla mágica empezaba atrabajar restaurando el cuerpo del visir.Sus extremidades se retorcieron ychasquearon en tanto los músculos ytendones, entretejiéndose, las volvían acolocar en su sitio. La sangre manó achorros de las arterias y venas rajadas, yse derramó sobre el mármol a medidaque el corazón de Arkhan cobrabafuerza; luego fue disminuyendo a ritmoconstante mientras los vasos se cerrabany se cubrían de una pálida película depiel.

Más cartílago apareció en el cuellode Arkhan. El pecho del visir se hinchócon una angustiosa inspiración, y este

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dejó escapar un grito atormentado.El Rey Imperecedero apartó la mano

de la cara de Arkhan. La marca roja dela palma y las yemas de sus dedosdesaparecieron en cuestión de unmomento, como si fuera agua absorbidapor la tierra reseca. Arkhan seestremeció convulsivamente, y despuéshabló. Sus palabras surgieron con vozentrecortada mientras sus labios volvíana crecer para cubrirle los dientes.

—Lo… hicimos… todo —tartamudeó—. Todo lo que… se podía…hacer. —Arkhan se estremeció de nuevo.Puso en blanco los ojos recién formados—. Llegaron… a la luz del día.

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—¡Habría sido mejor que hubierasardido y hubieran cumplido misórdenes! —exclamó Nagash y losbraseros parpadearon como si loshubiera golpeado un viento del desierto.

—¡Matadme entonces! —respondióArkhan—. Arrojadme a las llamas si asílo deseáis, señor.

Nagash le dirigió una miradacalculadora a su visir.

—Tal vez con el tiempo —dijo—.Por ahora continuarás sirviéndome.Marcharemos sobre Mahrak en cuanto sehaya despejado un camino hacia elvalle.

Se produjo un revuelo entre la

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concurrencia, y el rostro de Amn-nasirse levantó de las profundidades de sucopa.

—¿Mahrak? —preguntó con vozronca, como si aquel nombre tuvierapoco sentido para él.

Seheb dejó escapar un gemido, yNuneb se puso rígido.

—No podemos hacer eso —repusoSeheb mientras los labios le temblabande miedo—. ¡No osaremos marcharsobre la Ciudad de los Dioses! Vaisdemasiado lejos…

—Ninguna ciudad de Nehekharanecesita dos soberanos —apuntó Nagashcon frialdad mientras se volvía y

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clavaba en Seheb una miradadespectiva. El nigromante señaló aNuneb—. Traedlo aquí.

Media docena de inmortales sedirigió de inmediato hacia los reyesgemelos. Sus Ushabtis se movieron paraprotegerlos mientras dirigíanrápidamente las manos a las espadas quellevaban colgadas a la espalda.

—¡No! —exclamó Seheb. El jovenrey cayó de rodillas—. ¡Perdonadme,alteza! Me…, me expresé mal.Simplemente quise decir que hemoshecho retroceder a los invasores. Eloeste está seguro, y hemos descuidadonuestras ciudades durante muchos años.

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—Miró a su alrededor con temor,deteniéndose en Amn-nasir en busca deapoyo y recibiendo a cambio sólo unamirada con los ojos entrecerrados—. Siqueréis completar la destrucción deRasetra y Lybaras, muy bien, pero ¿dequé serviría atacar Mahrak?

—¿Con quién te imaginas queluchamos, imbécil? —gruñó Nagash—.¿Crees que esos insignificantes reyes seatreverían a desafiar a Khemri solos?No, Mahrak es el corazón de estarebelión. El Consejo Hierático me temeporque he averiguado la verdad sobreellos y sus ineptos dioses. —Elnigromante levantó la mano manchada

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de sangre y apretó el puño—. CuandoMahrak caiga, los reyes del este seinclinarán ante mí y nacerá un nuevoImperio.

Seheb se quedó mirando al ReyImperecedero con los ojos brillantes demiedo. Los inmortales se encontraban asólo unos pasos de distancia, esperandola orden de Nagash. Armándose devalor, pegó la frente al suelo como lohabría hecho un esclavo ante su amo.

—Como ordenéis, alteza; así se hará—dijo—. Hagamos que Mahrak sedoblegue ante vuestro poder.

Nagash consideró a los reyesgemelos un momento más, y luego les

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hizo una seña a los inmortales para quese apartaran.

—La última batalla casi ha llegado—dijo mientras las pálidas figurasregresaban a sus sitios—. Servidme bieny prosperaréis. La misma inmortalidadserá vuestra.

A otro gesto de la mano delnigromante, sus espíritus soltaron aArkhan. El visir cayó desplomado; aúnestaba demasiado débil para mantenerseen pie, pero tenía la piel intacta una vezmás. Nagash estudió al visir, quepermanecía en el suelo, y asintiómoviendo la cabeza con aire pensativo.

—Las maravillas de la era que se

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avecina serán abundantes —anunció.

* * *

Sólo los dioses salvaron a los ejércitosdel este, o eso creían sus guerreros.

Encontraron las Puertas del Albaabandonadas, algo inaudito desde lostiempos de Settra, cientos de años atrás.Ekhreb y sus jinetes tomaron lasfortificaciones sin incidentes yencontraron los almacenes bienabastecidos de comida, agua y

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pertrechos, lo suficiente para sustentaral ejército en la larga marcha haciaMahrak. Todas las compañías cogieronsus propias provisiones mientrasatravesaban las puertas y entraban en elValle de los Reyes, e incluso lograrondescansar unas cuantas horas mientraslos ingenieros lybaranos buscaban unmodo de derribar las fortificaciones.

Entretanto, corrió el rumor de queuna flecha había matado a Rakh-amn-hotep, el rey rasetrano, mientras luchabajunto a la retaguardia en las afueras deQuatar. Hekhmenukep, el rey sacerdotede Lybaras, todavía se aferraba a lavida, pero nadie sabía por cuánto

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tiempo. Los nobles de la hueste que aúnvivían comenzaron a hablar de regresara sus casas. Aquella tarde, por espaciode unas cuantas horas, el ejército setambaleó una vez más al borde de ladestrucción.

Entonces, la noticia se extendió porlas filas: ¡Rakh-amn-hotep seguía vivo!La flecha del enemigo lo había herido degravedad, pero sólo la suerte habíaquerido que la saeta no tocara lasarterias principales. La retaguardia lotrajo a las fortificaciones, donde lossacerdotes del ejército se encargaron deél.

A continuación, cuando los

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ingenieros lybaranos hubieron hecho sulabor, las trompetas resonaron desde lacima de las fortificaciones, y el ejércitoformó en el lado occidental de lamuralla. En medio de una fanfarria decuernos, una columna de carros atravesólas puertas y recorrió lentamente toda lacolumna. Los agotados lybaranosgritaron entusiasmados al ver a su reymontado en el carro de cabeza. La fiebrede Hekhmenukep había remitido a lolargo de la tarde y el rey sacerdote leshabía ordenado a sus Ushabtis quepreparasen su carro para que sushombres pudieran ver que se encontrababien. Logró poco más que mantenerse

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erguido mientras se dirigía a la partedelantera del ejército, pero el gesto tuvoel efecto deseado. Una vez recobrada lamoral, el ejército reanudó la largaretirada en dirección este, hacia Mahrak.Tras ellos, las antiguas fortificacionesconstruidas por el primer rey de Quatarse derrumbaron en medio de unestruendo de roca chirriante y unacreciente cortina de polvo blanca comola tiza.

La destrucción de las puertas leproporcionó al ejército dos días enteros.La hueste aliada hizo buen uso deltiempo; corrió toda la noche y la mitaddel siguiente día por el ancho camino

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polvoriento que recorría el vallesagrado. Acamparon a la sombra de lastumbas más antiguas de Nehekhara,donde las tribus daban sepultura a suslíderes antes de la creación de lasgrandes ciudades. Se había dotado degran poder a las antiguas rumbas y lossacerdotes de los ejércitos aliadoshicieron uso de ese poder, con una buenadisposición que no habían demostradonunca durante la marcha hacia el oeste.Llamaron a los espíritus del desierto ytejieron ingeniosas ilusiones paraatrapar y confundir a sus perseguidores,mientras los asaltantes a caballo tendíansangrientas emboscadas para cualquier

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jinete enemigo que presionarademasiado cerca a la columna que sebatía en retirada.

* * *

Dos días después de la batalla enQuatar, el cielo hacia el oeste se volviónegro como la brea, como si se trataradel centro de una rugiente tormenta dearena, y el ejército aliado supo queNagash y sus fuerzas habían entrado enel Valle de los Reyes. Envueltos en

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aullante negrura, los inmortales y lascompañías de los muertos persiguieron alos ejércitos aliados sin pausa. Mientrasla horda no muerta daba con las trampasque habían tendido los sacerdotes,truenos y extraños rugidossobrenaturales sacudieron el valle, y losrelámpagos iluminaron los bordes de lasnubes de polvo mientras los ejércitosmarchaban de noche.

El espacio entre los dos ejércitos sefue cerrando a ritmo lento peroconstante. Los inmortales aprendieron arechazar las ilusiones de los sacerdotesy sus poderes nigrománticos lespermitieron apartar o destruir a los

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espíritus que enviaban en su contra.Saquearon las antiguas tumbas paraencontrar más cuerpos con los quereabastecer sus filas, dejando nada másque escombros y ruinas a su paso. Cadanoche que pasaba, se acercaban más a supresa, hasta que la retaguardia delejército estuvo enzarzada en constantesescaramuzas con los exploradores y lacaballería ligera numasi.

No obstante, el terreno en el Valle delos Reyes era favorable para el combatedefensivo. Grupos de criptas de piedraimpedían cargas de caballeríaconcentradas y proporcionabanposiciones defendibles a la infantería y

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los arqueros. No había espacio paraflanquear a la retaguardia aliada, y losdefensores podían replegarse de unalínea de fortificaciones improvisadas ala siguiente. Los atacantes no muertospresionaron con fuerza contra laretaguardia y las bajas aumentaron, perolos pertinaces defensores lograron evitarque las tropas de Nagash se acercaran algrueso de, la hueste que se batía enretirada.

Dos semanas después, con lasturbulentas nubes de polvo alzándoseimponentes a su espalda, la vanguardiade los ejércitos orientales llegó a lasPuertas del Anochecer, y los guerreros

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del este cayeron de rodillas y les dieronlas gracias a los dioses por haberlossalvado.

Las Puertas del Anochecer eranmuchísimo más antiguas que sus primasdel oeste. Algunos eruditos inclusoafirmaban que los grandes obeliscos depiedra que marcaban la entrada al valleeran anteriores a la Gran Migración,aunque nadie quería hacer conjeturassobre quién podría haber erigido unasestructuras tan imponentes ni por qué.Las enormes columnas de piedra, ochoen total, se elevaban más de treintametros sobre el suelo del valle y estabandispuestas una al lado de otra a lo largo

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del antiguo camino que serpenteaba porla base del valle. En tiempos de Settra,se habían construido muros bajos desdelos extremos del valle hasta la base delos obeliscos, pero la construcción sedetuvo poco después cuando una terribleplaga se extendió por los equipos detrabajo. Los arquitectos lo tomaroncomo un indicio del desagrado de losdioses y no se realizaron más intentospor fortificar el extremo oriental delvalle. Un extenso pueblo deconstrucciones de piedra y ladrillos debarro que en su día había mantenido alos trabajadores aún se alzaba a uncuarto de milla al este de las grandes

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puertas. Con el tiempo, los templos deDjaf y Usirian se lo habían apropiadocomo lugar de descanso para losperegrinos que querían visitar lastumbas de sus antepasados en el interiordel valle. El pueblo bulló de actividadmientras los ejércitos del este recorríanen fila las estrechas calles y buscabansitios para acampar.

Habían llevado a Rakh-amn-hotep alcentro del pueblo y lo habían alojado enuna casa solariega abandonada que enotro tiempo había pertenecido a unarquitecto real lybarano. Lotransportaron en un palanquínimprovisado sobre numerosas capas y

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almohadones, y sus Ushabtis lo llevaroncon el máximo cuidado. Ekhreb y unescuadrón de jinetes impidieron que loscuriosos y los que querían desearle unapronta recuperación se acercaranmientras metían al rey en la casa.

Aunque toda la tropa sabía de sumilagrosa supervivencia y de hecho estales había servido de estímulo a losguerreros muchas veces durante la duramarcha por el valle, lo que poca gentesabía era que la punta de flecha debronce se había incrustado en lacolumna vertebral del rey. Rakh-amn-hotep podía mover los ojos y emitir undébil gruñido si le formulaban una

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pregunta sencilla, pero eso era todo. Aefectos prácticos, era un hombre vivoatrapado en un cuerpo inánime.

Los criados del rey pusieron a Rakh-amn-hotep lo más cómodo que pudieronen una zona apartada de la casa,mientras Ekhreb y los capitanes delejército se reunían y empezaban a hacerplanes para defender las Puertas delAnochecer de la horda de Nagash. Rakh-amn-hotep permanecía tendido a la tenueluz de media docena de lámparas deaceite y escuchaba los murmullosprocedentes del salón de la casasolariega, en tanto una docena desacerdotes le vendaban la herida y le

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lavaban el cuerpo con agua tibia yaceites perfumados.

Prácticamente había amanecido. Elejército se encontraba acampado casipor completo en las puertas; los últimosescuadrones de la retaguardia eran losúnicos que aún seguían llegando tras lasescaramuzas nocturnas. De pronto, el reyoyó un alboroto en la calle a la que dabala casa, y exclamaciones de sorpresa enla puerta de la vivienda. Lasconversaciones se interrumpieronrepentinamente en el salón, y lossacerdotes que atendían al reyintercambiaron miradas de preocupacióna medida que el jaleo que se oía cerca

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de la parte delante de la vieja casaaumentaba.

El oído de Rakh-amn-hotep se habíavuelto tan agudo como el de unmurciélago desde que había resultadoherido. Notó que las voces seadentraban en la casa. Unos momentosdespués, fue evidente que, de hecho,venían hacia él. Su mirada se posó en lapuerta de madera de la habitación.

Los sacerdotes allí reunidos sepusieron en pie con nerviosismo cuandose oyeron pisadas en el pasillo, al otrolado de la puerta. El pestillo hizo ruidoy Ekhreb entró rápidamente. El paladínseguía cubierto del polvo blanco del

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camino y se veía una expresión nerviosaen su apuesto rostro. Se acercó al rey,pasando por alto las miradassobresaltadas de los sacerdotes, e hizouna reverencia.

—Nebunefer está aquí con unadelegación del Consejo Hierático deMahrak —anunció con tono grave—.Desean veros.

Los dos hombres se miraron a losojos. Si para un hombre era unavergüenza que lo vieran en un estado tanlisiado, mucho más lo era para un rey.Ekhreb parecía dispuesto y preparadopara enviar a los delegados de regreso aMahrak si el rey así lo deseaba.

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Después de un momento, Rakh-amn-hotep respiró hondo y dejó escapar unúnico gruñido: «Sí».

Ekhreb inclinó la cabeza una vezmás y regresó a la entrada.

—El rey sacerdote de Rasetra os dala bienvenida —dijo hacia la oscuridad.

Los sacerdotes que se encontrabanpresentes inclinaron la cabeza, seretiraron rápidamente hacia los bordesde la habitación, y luego se arrodillaroncuando Nebunefer atravesó la entrada agrades zancadas. El anciano sacerdotehabía prescindido de su túnicamanchada de polvo y llevaba lasvestiduras doradas de un sumo sacerdote

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de Ptra. Tras él venían cuatro figurascuyas facciones estaban completamenteocultas bajo el vaporoso algodón de lascapas y las capuchas.

Los miembros de la delegación seacercaron al lado del rey e hicieron unaprofunda reverencia. Nebunefer alzó lasmanos.

—Que las bendiciones de Ptra elGlorioso recaigan sobre vos, alteza —recitó el sacerdote—. Vuestro nombre sepronuncia con veneración en los templosde la gran ciudad, donde se eleva comouna agradable melodía para llenar losoídos de los dioses. —Nebunefer sevolvió y señaló a las figuras

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encapuchadas con un amplio movimientode la mano—. El Consejo Hierático hasido informado de vuestras heroicashazañas, gran rey, y desea entregaroseste obsequio como muestra de sugratitud —anunció el sacerdote con airede gravedad.

Nebunefer hizo otra reverencia y seapartó. Como una sola, las figuraslevantaron las manos y se echaron lascapuchas hacia atrás. Varios de lossacerdotes que se encontraban en lahabitación dejaron escapar un gritoahogado de sorpresa.

Rakh-amn-hotep se encontrómirando cuatro máscaras de oro

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idénticas, todas ellas trabajadas por unmaestro artesano para capturar laesencia de una diosa. Su perfecciónresultaba impresionante, desde los ojosalmendrados a las suaves curvas de lasmejillas y la promesa de los labioscarnosos. El oro batido brillaba a la luzde las lámparas y, en las cambiantessombras, parecía como si las máscarasle sonrieran cariñosamente al rey. Unassombras negras se concentraban en labase de los cuellos largos y pálidos delas sacerdotisas. Cada una de lasjóvenes llevaba un collar de áspidesnegros para proteger su virtud ydemostrar su devoción a la diosa Asaph.

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Las sacerdotisas se reunieronalrededor de la cabeza del rey yestiraron las pálidas manos decoradascon sinuosos tatuajes de alheña. Rakh-amn-hotep sintió sus frescas cariciasmientras le quitaban los vendajes y lerozaban suavemente el rostro. Luego,colocaron las manos sobre la herida yempezaron a salmodiar a coro.

El conjuro fue largo y arduo, puesrequería una combinación desincronización, delicadeza y poder. Lasmanos de las sacerdotisas formaron unfino tejido alrededor de la herida del reysacaron la punta de flecha de bronce dela columna vertebral de Rakh-amn-hotep

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y soldaron la carne a su paso. Paracuando terminaron, las lámparas deaceite se habían apagado y la brillanteluz de la mañana entraba en forma deinclinados rayos en la habitación desdeel pasillo.

Tres de las sacerdotisas se pusieronlas capuchas y se retiraron hacia laentrada. La cuarta estudió al rey ensilencio un momento y luego se inclinóhacia él hasta que su perfecta máscarade oro quedó a escasos centímetros delrostro de Rakh-amn-hotep. Las agitadaslenguas de los áspides le hicieroncosquillas al rey en la barbilla.

Unos ojos grandes y oscuros se

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clavaron en los del rey. La sacerdotisaexhaló, y Rakh-amn-hotep pudo sentirlode algún modo a través de la máscara,como si el aire hubiera atravesado loslabios redondeados de la diosa. Elaliento de la joven era cálido y suave yolía a vainilla.

—Levantaos —susurró lasacerdotisa—. Levantaos y alabad aAsaph.

Con estas palabras, la sacerdotisa seretiró, se levantó de nuevo la capuchasobre la cabeza y salió en silencio de lahabitación con su séquito tras ella.Rakh-amn-hotep las vio partir. Respiróhondo. Un débil estremecimiento le

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recorrió el cuerpo. Le temblaron losdedos. Entonces, despacio, con muchodolor, el rey se incorporó. Pasó laspiernas por encima del borde delpalanquín y efectuó otra inspiraciónprofunda y convulsa. Luego, se apretólas manos contra la cara.

—Bendita sea Asaph —dijo con vozáspera.

—Bendita sea Asaph —repitióEkhreb con aire de gravedad. Nebunefersonrió.

—Me alegra veros bien, gran rey.Dado todo lo que vos y vuestra gentehabéis hecho en la larga guerra contra elUsurpador, esto es lo mínimo que

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podíamos hacer.El rey rasetrano bajó las manos y le

dirigió una mirada severa al sacerdote.—Ya iba siendo hora —gruñó.La sonrisa de Nebunefer se

desvaneció.—¿Perdón?—Hay como un millar de hombres

entre este punto y las Fuentes de la Vidacuyos huesos se blanquean al sol porquenuestros sanadores no pudieronsalvarlos —contestó el rey—. ¿Dóndeestaban las sacerdotisas de Asaphentonces? —El rey logró ponerse en piecon un gruñido—. ¿Dónde estaban lossacerdotes de Mahrak cuando una plaga

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de locura se propagó por Quatar?Hemos marchado, hemos luchado yhemos sangrado por vuestro bien,Nebunefer. Nagash está casi a vuestraspuertas, y ya es hora de que vos yvuestros hombres santos os unáis a lalucha.

El tono del rey irritó al ancianosacerdote.

—Os hemos abierto nuestras arcas avos y a Hekhmenukep —dijobruscamente—. ¡Hemos pagado porvuestros ejércitos por partida doble!

—¡Podéis quedaros con vuestromaldito oro! —repuso Rakh-amn-hotep—. ¡Nos habríamos enfrentado a ese

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monstruo aunque nos hubiera arruinado!El rey dio un paso hacia el anciano

mientras aumentaba su rabia. Luego, secontuvo. Respiró hondo con esfuerzo ycontinuó:

—Vos marchasteis con nosotros,Nebunefer. Estuvisteis en Quatar. Habéisvisto los cuerpos. Decenas de millaresde muertos… Aunque ganemos, puedeser que nuestras ciudades nunca vuelvana ser las mismas. Si el ConsejoHierático hubiera estado con nosotros enel oeste…

-No es tan simple, alteza —contestóNebunefer.

—He oído las historias de la batalla

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en Zedri —insistió Rakh-amn-hotep—.Sé que el hecho de que Nagashprofanara a Neferem le ha dado el poderpara invalidar vuestras invocaciones,pero ¡por todos los dioses! Las cosasque vuestros sacerdotes podrían haberhecho para apoyarnos, lejos de la líneade batalla…

—Sabéis mucho menos de lo quecreéis —repuso Nebunefer entre dientes.Comenzó a decir algo más y luego sedetuvo. El anciano sacerdote les dirigiótina mirada dura a los hombres santossituados alrededor de la habitación—.Dejadnos —ordenó.

Cuando los sacerdotes se marcharon,

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Nebunefer miró con recelo a Ekhreb,pero Rakh-amn-hotep cruzó los brazostercamente y dijo:

—Se merece oír esto tanto como yo,incluso más.

Nebunefer frunció el entrecejo, peroal final encogió los huesudos hombros.

—Muy bien —concedió con unsuspiro—. ¿Sabéis por qué Neferemdeja nuestras invocaciones sin poder?

El rey rasetrano consideró lapregunta y luego contestó:

—Porque ella representa el pactoentre los dioses y los hombres, razónpor la que Settra coaccionó al ConsejoHierático para que le permitieran

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desposar a la Hija del Sol hace cientosde años. Buscaba unir el pacto gradoque gobernaba toda Nehekhara a su casae impedir que el Consejo de Mahrakvolviera sus poderes en contra suya.

—Pero —repuso Nebunefer con undedo en alto— el gran rey nocomprendió enteramente el significadode su matrimonio. La Hija del Sol norepresenta el pacto sagrado; ella es elpacto hecho carne.

Rakh-amn-hotep miró al sacerdotecon el entrecejo fruncido y preguntó:

—¿Por qué harían los dioses talcosa?

Nebunefer esbozó una leve sonrisa.

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—Como señal de fe —respondió—,fe en que nuestros antepasadoscumplirían su promesa de hacerlesofrendas y rendirles culto a los dioses.

El rey asintió con la cabeza,pensativo.

—Y Nagash reclamó como suyo estepacto. Por todos los dioses, es unusurpador en más de un sentido.

Nebunefer sacudió la cabeza conarrepentimiento y añadió:

—A pesar de su cacareadainteligencia, Nagash no parececomprender del todo lo que ha hecho. Siquisiera, podría disponer de los poderesde los dioses a cambio de sacrificio y

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adoración. Por muy terribles que hayansido las cosas, si no hubiera sido por laarrogancia del Usurpador, podría habersido peor.

—Eso está por verse —gruñó Rakh-amn-hotep—. Puesto que Neferemrepresenta el pacto, ella es el conductopara el poder de los dioses. Pero estascosas funcionan en ambos sentidos.

El anciano sacerdote asintió con lacabeza.

—Nuestras ofrendas no llegan a losdioses ni sus dones nos bendicen acambio —dijo—. Nagash nos ha aisladode nuestro poder, alteza. No hemosactuado hasta ahora porque no

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podíamos.La mano del rey se desvió hacia su

cuello.—Pero lo que las sacerdotisas

acaban de hacer… —comenzó.Nebunefer suspiró.

—Toda una vida de devoción a losdioses nos transforma. Nuestras almasse cargan de poder divino. Ahora eso eslo único que nos queda —indicó con lacabeza hacia la puerta—. Esas cuatrosacerdotisas renunciaron parte de susalmas para que podáis volver a caminar.

—¡Por todos los dioses! —susurróRakh-amn-hotep—, ¿cómo vamosdetener a ese monstruo? Su ejército

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llegará aquí una hora después de que seponga el sol. Debemos detenerlo en lasPuertas del Anochecer.

—No podemos detener a Nagashaquí —dijo Nebunefer—. Las puertasestán poco fortificadas y vuestrosejércitos ya han sufrido terriblesataques.

—A mis hombres no les falta coraje—gruñó el rey rasetrano—, sobre todoahora que la bestia les pisa los talones.

Nebunefer se rió entre dientes.—Después de todo lo que vuestros

guerreros han hecho, nadie pondrá nuncaen duda su coraje —aseguró—; pero sise quedan aquí, al amanecer los habrán

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aplastado. Preguntadle a vuestro hombresi no me creéis.

El rey miró a su paladín. Ekhrebfrunció el entrecejo, pero hizo un gestode asentimiento con la cabeza a su pesar.

—Tiene razón, alteza —dijo—.Estos muros no se construyeron lobastante altos ni lo bastante anchoscomo para detener a un ejércitodecidido, y a los hombres no les quedanada más que dar. Lucharán si loordenáis, pero no durarán mucho.

—¿Qué queréis que hagamos,entonces? —le preguntó Rakh-amn-hotep al sacerdote con un suspiro.

—Retiraros —contestó Nebunefer

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—. Regresar a vuestras ciudades yreconstruir vuestros ejércitos.

—¿Y qué pasa con Nagash?—Nagash se propone conquistar

Mahrak —dijo el anciano sacerdote—.Lleva mucho tiempo soñando conhumillarnos y ahora tiene laoportunidad. —Se volvió hacia el rey—. Tenéis razón, alteza. Ha llegado elmomento de que paguemos nuestrodiezmo de sangre. Nos enfrentaremos alUsurpador en la Ciudad de la Esperanza,hasta que vos y Hekhmenukep podáisregresar y levantar el sitio.

—Podrían pasar años, Nebunefer —respondió el rey—. Vos mismo habéis

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dicho que el Consejo Hierático se haquedado impotente.

Otra leve sonrisa cruzó el rostro deNebunefer.

—Yo no utilicé la palabra impotente,alteza. Aún contamos con nuestrosUshabtis y la ciudad está protegidamediante guardas que incluso a Nagashle costaría atravesar. Perded cuidado.Resistiremos todo el tiempo que seanecesario.

Rakh-amn-hotep comenzó a darvueltas por la cámara mal iluminada. Letemblaban las rodillas, pero después desaber lo que se había hecho paradevolverle las extremidades no creía

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que pudiera volver a sentarse de nuevo.—¿Y Lahmia? —quiso saber—.

Esos libertinos no han hecho nada, nisiquiera cuando Nagash se apoderó desu real hija y asesinó al hijo de esta.¿Cuánto tiempo piensan que puedenquedarse sentados viendo cómo ardeNehekhara?

—Hemos enviado emisarios aLahmia muchas veces —explicóNebunefer—. Se niegan a actuarmientras Neferem siga atada alUsurpador.

El rey se rió con amargura.—Para mí, eso sería razón de sobra

para actuar. —Le echó una mirada a

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Ekhreb—. ¿Qué hora es?—Falta una hora para el mediodía,

alteza.Rakh-amn-hotep suspiró. Había

mucho que hacer y poco tiempo.—Quiero que nuestras fuerzas estén

en camino a media tarde —le ordenó asu paladín.

Ekhreb esbozó una sonrisa forzada.—Otra larga marcha —comentó—.

Los hombres empezarán a arrepentirsede todas esas oraciones por vuestrorápido restablecimiento.

—No lo dudo, pero por lo menosesta vez se dirigirán a casa. —Rakh-amn-hotep se volvió hacia Nebunefer—.

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Cualquier tipo de provisiones quepudierais darnos…

—Vienen de camino en este mismomomento —interrumpió el sacerdote—.También podéis llevaros los carromatos.Esperamos que nos los devolváis a sudebido tiempo.

El rey le hizo una señal con lacabeza a Ekhreb, que le dedicó unaprofunda reverencia y salió rápidamentede la habitación. Momentos después selo pudo oír gritándoles órdenes a loscapitanes que aguardaban en el salón.

Nebunefer le hizo una reverencia aRakh-amn-hotep.

—Con vuestro permiso, alteza, debo

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partir —dijo—. Hay mucho que hacer enMahrak antes de que llegue el ejércitodel Usurpador.

El rey asintió con la cabeza, pero suexpresión se tomó grave.

—No puedo hablar por Lybaras,pero ni mi gente ni yo no osabandonaremos. Dicho eso, no puedogarantizar cuándo regresaremos. Quizátengáis que aguantar muchísimo tiempo.

Nebunefer sonrió y contestó:—Con los dioses, todo es posible.

Hasta que volvamos a vernos, Rakh-amn-hotep. En esta vida o en lasiguiente.

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VEINTISIETEEl Rey Imperecedero

Khemri, la Ciudad Viviente,en el 62.º año de Qu’aph el Astuto(-1750, según el cálculo imperial)

El hedor de la carbonilla y la carnechamuscada impregnaban el airenocturno que soplaba a través de laentrada abierta de la Corte de Settra. A

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lo lejos se oían gritos débiles y chillidosaterrorizados. Khemri, la CiudadViviente, estaba en llamas.

—Explicad esto —les exigió Nagasha sus inmortales. Su voz fría resonódébilmente por el gran espaciotenebroso—. Esta es la tercera nocheseguida que ha habido disturbios en elbarrio de los Mercaderes.

Los nobles con túnicas negras, cienen total, se movieron con inquietud en lacámara en sombras y se lanzaroncautelosas miradas de soslayo unos aotros. Al final, Raamket dio un pasoadelante y aventuró una respuesta.

—Es lo mismo de siempre —dijo

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gruñendo—. La cosecha fue escasa y elcomercio se resintió. Se juntan en laplaza del mercado como ovejas y sequejan de las mismas cosas una y otravez. Al caer la noche, se vuelven lobastante audaces como para causarproblemas. —El noble se encogió dehombros—. Matamos a los agitadorescuando los atrapamos, pero el resto delvulgo no parece captar el mensaje.

—Entonces, tal vez estáis siendodemasiado selectivos —apuntó el reybruscamente. Se inclinó hacia delante ensu trono y fulminó a Raamket con lamirada—. Envía a tus hombres al barrioy mata a todo hombre, mujer y niño que

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encuentres. Mejor aún, empálalos enpinchos alrededor de las murallas de laciudad para que toda matrona que tengaque ir a Sacar agua pueda oír sus gritosde agonía. Hay que restaurar el orden,¿lo entiendes? Mata a todos los que hagafalta para poner fin a esos vergonzososdisturbios.

Arkhan el Negro se encontraba a laderecha de Nagash, cerca de la tarima.Tomó un trago largo de la copa quesostenía en la mano y clavó los ojos ensus profundidades.

—Matar a tanta gente serácontraproducente —repuso con tonograve—. Nuestras reservas de

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trabajadores ya son bastante escasas taly como están las cosas, por no decirnada de la guardia de la ciudad o elejército. Todo ciudadano al queejecutamos sólo somete a más presión alos que siguen vivos.

Lo vacía que estaba la Corte deSettra daba fe de la observación delvisir. Si antes el salón estaba atestadode nobles serviles y embajadoresintrigantes, ahora sólo quedaban el rey ysus inmortales, junto con un puñado deesclavos y la silenciosa reina deNagash. De un modo u otro, la PirámideNegra había consumido a todos losdemás.

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Había supuesto una labor colosal,mucho mayor que las peorespredicciones del rey. Solamente extraerel mármol y transportarlo había ocupadoa miles de trabajadores y habíarequerido expertos canteros paraseleccionar y darle forma correctamentea los enormes bloques color ébano. Losaccidentes y las desgracias se habíancobrado numerosas vidas, tanto en lacantera como en la obra: un cable separtía o los agotados trabajadores noprestaban atención y los hombres moríangritando de dolor bajo toneladas demármol negro. En los primeros diezaños, Nagash había acabado con la

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mitad de los esclavos que habíaapresado en Zandri y seguían muriendomás cada día.

No obstante, el trabajo prosiguió.Cuando ocurría algún contratiempo,Nagash les ordenaba a sus jefes de obraque trabajaran hasta bien entrada lanoche. La guardia de la ciudad envió untorrente constante de jugadores,borrachos y ladrones a los campamentosde esclavos de las afueras de lanecrópolis para intentar detener lacreciente oleada de víctimas. Cuando sequedaron sin delincuentes, enviaron atodo aquel que cogían en las callesdespués del anochecer. Las grandes

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ciudades también continuaronentregándole sus diezmos mensuales aKhemri, comprando así la paz con elUsurpador con un flujo constante desangre y dinero.

Pero no fue suficiente. Laconstrucción se retrasaba sobre el plazoprevisto año tras año. Nadie en Khemricreía que la estructura pudieracompletarse antes de que Nagashmuriera. Los años se sucedían, pero elrey de la Ciudad Viviente no parecíasentir el paso del tiempo, ni tampoco susvasallos, cuyo poder y riqueza en laciudad aumentaban con cada década quetranscurría. Empezaron a circular

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rumores entre los nobles menores de lacorte: ¿Nagash había desentrañado losmisterios más profundos del cultofunerario? ¿Los dioses lo habíanbendecido para que guiara a Nehekharaa una nueva era dorada?

Entonces, Neferem comenzó aaparecer al lado del rey durante lasgrandes asambleas, sentándose en eltrono más pequeño y asumiendo losdeberes de una reina, y los rumorestomaron un rumbo mucho más sombrío.

A medida que pasaban los años y elnúmero de muertes continuabacreciendo, el servicio civil anual paralos ciudadanos de Khemri se prolongó

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de un mes a seis y luego hasta ocho. Loscampos situados a las afueras de laciudad quedaron en barbecho por faltade agricultores, y Khemri empezó agastar gran cantidad de oro en importarmás cereales del norte. El comercio seresintió por falta de artífices yartesanos, y los precios subieron. Lanueva era dorada de Khemri perdió sulustre con rapidez.

Lahmia fue la primera de las grandesciudades en retirar a sus embajadores yno cumplir con su diezmo mensual.Otras siguieron su ejemplo rápidamente:Lybaras, luego Rasetra, Quatar y Ka-Sabar. Habían calculado que a Khemri

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no le quedaba suficiente población parareclutar un verdadero ejército parahacer valer sus exigencias, y teníanrazón. El rey juró que el trabajo en lapirámide continuaría, costara lo quecostase. Nagash modificó el decretosobre el servicio civil una vez más paraque todo padre e hijo mayor de cadacasa de la ciudad, del vulgo y de lanobleza, sirviera sin interrupción hastacompletar la enorme construcción.

La corte se vació con rapidez. Unascuantas familias nobles intentaron huirdirectamente de la ciudad dirigiéndose ala dudosa seguridad del este. Nagashenvió un escuadrón de caballería ligera

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tras ellos después de ofrecer cienmonedas de oro por la cabeza de todohombre, mujer y niño que atraparan. Fueuna especie de apuesta, pues no habíamodo de estar seguro de que los jinetesseguirían las órdenes en cuanto hubierandejado Khemri atrás, y Nagash no podíaenviar un inmortal al mando del grupo.Por mucho que el rey y sus vasalloselegidos se hubieran vuelto inmunes alpaso del tiempo y poderosos más allá dela comprensión de los mortales, noobstante pagaban un alto precio por susdones. La luz del sol de Nehekhara lesquemaba la piel como una tea y minabasu terrible fuerza obligándolos a buscar

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refugio en los sótanos o criptas másprofundos durante el día. El problemahabía desconcertado al rey durantedécadas y la respuesta seguíaeludiéndolo. Era como si el mismo Ptrase opusiera a la voluntad de Nagash,azotándolos a él y a sus inmortales confuego.

—Los sacerdotes —murmuróNagash con tono sombrío—. Ellostienen la culpa de esto.

Sabía que era cierto. Los sacerdotesgozaban de inmunidad ante el serviciomilitar obligatorio o el servicio civil ypasaban los días enfurruñados en sustemplos, buscando modos de minar su

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autoridad. Preguntaban por Sukhetconstantemente, y Nagash sospechabaque tenían espías en el palacio buscandodónde estaba encerrado.

Arkhan se removió, inquieto.—Sin duda tenéis razón, señor, pero

¿qué podemos hacer? Atacarlosequivale a atacar a Mahrak, y si lohiciéramos, toda la región se alzaríacontra nosotros.

Nagash asintió con la cabeza conaire distraído, pero su mirada se posó enNeferem. La reina permanecía sentadacon la espalda recta en su silla sinmostrar reacción ante lo que se decía.Nagash se preguntó si ella también

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estaría confabulada con los sacerdotes.Había sido necesario darle el elixir

a Neferem. Estaba decidido a poseer subelleza, aunque tardara mil años enacabar con su resistencia. Nagash habíavisto cómo había afectado el elixir a lavoluntad de sus vasallos, que se veíanincapaces de resistir su seductorainfluencia, y esperaba que ella tambiénsucumbiera. Aunque la había vuelto másindiferente.

No obstante, había dejado deacosarlo con preguntas acerca de suhijo. Eso, al menos, era una bendición.

El rey sospechaba que el problemaera aquel artero sacerdote, Nebunefer.

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Nagash estaba seguro de que era unespía enviado por Mahrak, y podíaentrar y salir libremente del palacioahora que el rey y sus inmortales teníanque dormir todo el día. El rey decidióque era necesario hacer algo con aquelhombre, algo rápido y mortal, e iba atener que ocurrir pronto. Mahrak podríaprotestar todo lo que quisiera.

Unas sombras cruzaron entonces laentrada abierta que llevaba a la cámara.Los inmortales se pusieron en guardia deinmediato, mientras dirigían las manos alas espadas que llevaban atadas a loscinturones. Nagash frunció el entrecejocon curiosidad. ¿Cuándo hacía desde la

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última vez que un ciudadano habíaasistido a una de las grandes asambleas?¿Veinte años? ¿Más?

—Preséntate —anunció el rey. Suvoz resonó bruscamente por la quietud—. ¿Qué tienes que decir?

Siguieron unos momentos devacilación antes de que una única figuraapareciera en la entrada. El hombre seacercó a la tarima con pasos lentos ytitubeantes, recortado contra la entradailuminada por la luna situada a suespalda. Nagash notó enseguida que setrataba de un anciano, torcido y casidestrozado por el peso de los años.Cuando hubo recorrido tres cuartas

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partes del largo y resonante pasillo, elrey reconoció de quién se trataba ysintió que lo invadía un sentimiento deira.

—¿Sumesh? ¿Por qué no estás en lapirámide? ¿Qué ha ocurrido?

Un revuelo recorrió a los inmortalesmientras el último arquitecto de laPirámide Negra que aún seguía vivo seacercaba arrastrando los pies con muchodolor en presencia del rey. Sumesh teníamás de doscientos treinta años, unauténtico vejestorio según el criterionehekharano. Aunque Nagash se habíaasegurado de convertirlo en un hombremuy rico, Sumesh estaba demacrado y

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tenía el cuerpo contrahecho por la edad.Sus manos como garras temblaban ytenía los hombros encorvados.

Sumesh no respondió al principio.El arquitecto se acercó con aire resueltoal pie de la tarima y se arrodilló concuidado sobre la piedra antes delevantar el rostro hacia el rey.

—Alteza —comenzó con voztrémula—, tengo el honor de informarosde que la última piedra se ha colocadohace una hora. La Pirámide Negra estácompleta.

Durante un momento, Nagash nopudo creer lo que oía. Un brillo detriunfo apareció en sus ojos oscuros.

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—Lo has hecho muy bien, maestroarquitecto —lo felicitó—. Estoy endeuda contigo y me aseguraré de queseas bien recompensado.

No bien las palabras escaparon desus labios, Arkhan se situó detrás deSumesh y le cortó el cuello de oreja aoreja. Los inmortales gruñeron conavidez mientras la sangre del anciano sederramaba sobre los escalones demármol y su cadáver se desplomaba decabeza sobre las piedras. Nagashestudió el creciente charco carmesí quese iba extendiendo a sus pies y sonrió.

—Parece que se ha presentado unasolución —dijo.

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El rey despachó sus órdenesinmediatamente. Se mandó que losesclavos regresaran a sus campamentosy recibieran una ración adicional decomida y vino. A Arkhan, Raamket y alresto de los inmortales los envió a lascalles de la ciudad para poner fin a losdisturbios por cualquier medio que fueranecesario. A continuación, Nagash dejóa la reina al cuidado de Ghazid e hizoque Khefru lo condujera a través de lascalles iluminadas por los incendioshacia la necrópolis, donde aguardaba lanueva pirámide.

Se la podía ver durante millas a lolargo del camino que llevaba a la

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necrópolis; descollaba sobre lasinsignificantes criptas y daba laimpresión de tragarse la luz de la luna.La Pirámide Negra era más oscura quela noche y sus bordes tenían un aspectoafilado contra el cielo color añil. Arcosde pálidos relámpagos se arrastrabanocasionalmente por la pulida superficieenviando impulsos de poder invisibleque envolvían la piel de Nagash.

La pirámide era un colector y unimán de magia oscura, y durantedoscientos años, se había saturado delos espíritus de decenas de miles deesclavos. Esa energía recorría suspiedras relucientes, almacenada con un

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único objetivo: un ritual distinto de todolo que Nagash había realizado nunca.

El palanquín cruzó una ampliaexplana hecha de losas de mármolapretadas y se detuvo ante una aberturasin adornos ni ninguna característicaespecial, situada en la base de lapirámide. No se trataba más que de unaabertura cuadrada en un lado de la granestructura, sólo lo bastante grande comopara que dos personas entraran una allado de la otra. Nagash y Khefruatravesaron la entrada, y la oscuridaddel otro lado los engulló.

A un gesto del rey, una pálida luzsepulcral de color verde que se filtraba

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a través de las mismas piedras bañó elcorredor que se extendía más allí Elsuelo, las paredes y el techo delpasadizo estaban cubiertos deintrincados tallados, con miles dejeroglíficos colocados con rigurosocuidado por canteros expertos. Nagashpasó los dedos por los tallados mientrassubía por el corredor en declivesaboreando el inmenso poder que seagitaba en el interior de la estructura.

—Sí —susurró—. El alineamientoestá completo. Puedo sentir cómoaumentan las energías.

Khefru avanzaba seis pasos pordetrás del rey. Su rostro era una máscara

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de terror.—Sumesh se ha superado a sí mismo

—comentó en voz baja—. Ha terminadomeses antes de lo previsto.

—Así es —asintió Nagash, y soltóuna risita al caer en la cuenta.

El poder que lo recorría era muchomás dulce y más potente que ningúnvino, y lo embebió en parte.

Condujo a Khefru en direcciónascendente entre la luz nacarada, através de un serpenteante embrollo depasillos y cámaras austeras y vacías quelatían con energías nigrománticas. Señory sirviente recorrieron el laberinto conla facilidad que daba la familiaridad.

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Nagash había trasladado susinvestigaciones arcanas y, más tarde, sumorada, a la pirámide cinco años antes,mientras los grupos de trabajo luchabanpor completar la parte superior de laestructura. Los trabajadores conocíanmuy bien el alcance de las mortíferastrampas sembradas por toda la pirámidey sabían perfectamente que no debíanpasar sin autorización más allá de laszonas sin terminar de la obras.

Al final, el rey llegó al corazón de lainmensa pirámide: la cámara ritual. Setrataba de una gran habitación octogonal,con las paredes curvadas hacia arribapara formar una cúpula con facetas por

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encima de un complejo círculo ritual, deunos quince pasos de ancho, talladodirectamente en el suelo de mármol ycon incrustaciones de ónice y platatriturados. Se habían tallado miles decomplicados jeroglíficos en lasrelucientes paredes, cada unominuciosamente diseñado paraconcentrar las energías de muertealmacenadas en el interior de lapirámide y canalizarlas hacia el círculoritual. Nagash se detuvo un momento enla entrada, estudiando la interacción deenergías que fluían por las paredestalladas y el suelo con el círculograbado. Al final, asintió con la cabeza

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en un gesto de adusta satisfacción.—Es perfecto —dijo con una

sonrisa de chacal. Atravesó lahabitación con actitud reverencial yocupó su lugar en el centro del círculoritual—. Ve al santuario y reúne mislibros —le ordenó a su sirviente—. Haymucho trabajo que hacer y no quedademasiado tiempo antes de queamanezca.

Khefru se quedó un momento más enla entrada de la cámara con unaexpresión de preocupación.

—¿Qué ritual, señor? —preguntócon voz apagada.

—El que marcará el comienzo de

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una nueva era —contestó el reycompletamente ebrio debido al poderque tenía a su disposición—. Los falsosdioses deben perecer para dejarle pasoal auténtico señor de la humanidad.

Nagash, que estaba de espaldas aKhefru, no pudo ver la expresión dehorror grabada en las demacradasfacciones del sirviente.

—No…, no podéis estar pensandoen matar a los dioses, señor. No esposible.

Khefru se encogió incluso mientraslo decía, esperando una furiosainvectiva de su señor, pero parecía queNagash estaba de un humor magnánimo.

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—¿Matarlos? No. Por lo menos, noal principio —repuso con calma—.Primero debemos privarlos del poderque le han robado a nuestra gente.Cuando los sacerdotes de Nehekharahayan muerto, los templos se vaciarán, ylos dioses ya no recibirán la adoraciónque los sostiene.

Khefru exclamó, horrorizado:—¡Eso rompería el pacto! ¡Sin él, la

tierra morirá!Nagash se volvió hacia su sirviente.—Después de todo este tiempo,

todavía no lo entiendes, ¿verdad? —preguntó como si hablara con un niño—.La vida y la muerte carecerán de sentido

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en cuanto yo sea el señor de Nehekhara.No habrá miedo al hambre ni a laenfermedad. ¡Piensa en eso! ¡Mi imperioserá eterno, y un día se extenderá portodo el mundo!

Khefru sólo pudo quedarseembobado ante la declaración del rey.Después de un momento, el brillo detriunfo desapareció del rostro deNagash.

—Ahora vete —indicó con frialdad—. Ya es la hora de los muertos, y hayque hacer muchos preparativos.

El rey se afanó durante varias horasen la cámara ritual realizando el trabajopreliminar para su conjuro. Khefru

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permanecía al margen tomando notasprecisas como le habían ordenado ytrayendo polvos y pinturas arcanos delsantuario situado varios niveles másabajo. Su rostro, iluminado desde atráspor las parpadeantes energías querodeaban a su señor, mostraba unaexpresión pensativa y profundamentepreocupada.

Al final, cuando el amanecer seabrió pasó sobre las lejanas montañas.Nagash dio por concluido el trabajo.

—Está casi completo —dijo—.Mañana a medianoche, la invocación yaestará lista.

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* * *

Mientras el sol se abría camino por elcielo en lo alto, Nagash salió de lacámara ritual y siguió un serpenteantepasadizo que bajaba un nivel hasta sucripta. Muchos de sus inmortales sehabían establecido en los pisosinferiores de la pirámide, por orden delrey, y era probable que ya estuvieranprotegidos en sus sarcófagos de piedra.

La cripta era una pirámide enminiatura con cuatro paredes inclinadasque acababan en punta sobre el lugar dedescanso del rey. Había poderosos

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conjuros grabados en cada uno de losmuros y los símbolos estaban rellenosde gemas en polvo para aumentar lalongevidad y la potencia de los mismos.Brillaban con una luz interna cuandoNagash entró en la cámara.

En el centro de la habitación habíauna tarima baja de piedra y, sobre ella,descansaba un sarcófago de mármoldigno de un rey.

Khefru se adelantó rápidamentemientras Nagash se dirigía a grandeszancadas a la tarima; se acercó alsarcófago y agarró la tapa de piedra.Empleando una fuerza sobrenatural,levantó la cubierta con un suave

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movimiento, que había repetidoinfinidad de veces, y la dejó a un lado.

En el interior del féretro de piedrahabía almohadones perfumados yramitos de hierbas aromáticas guardadospara que el rey estuviera cómodo.Nagash entró sin titubear y se tumbó. Elrecinto de mármol canalizaba lasenergías de la pirámide y ayudaba arestablecer su mente y su cuerpomientras entraba en una especie detrance cataléptico.

En cuanto estuvo instalado, Khefrulevantó la tapa una vez más y se preparópara colocarla en su sitio. Vaciló en elúltimo momento. Nagash le echó una

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mirada de impaciencia a su sirviente.—¿Qué ocurre? —preguntó

bruscamente—. Puedo ver la miradainquisitiva en tus ojos. Suéltalo ya.

—Os… —Comenzó—, os ruego quelo reconsideréis, señor. Vuestrapirámide está terminada, pero Khemri ensu totalidad es débil. Si arremetéiscontra los sacerdotes, no habrá vueltaatrás.

El rostro del rey se endureció paraconvenirse en una máscara de rabia.

—Con el poder a mi disposición,puedo coger mil hombres y derrotar atodas las ciudades de Nehekhara. No secansarían, no tendrían miedo, no

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titubearían, pues no morirían. Eres unidiota, Khefru. Antes pensaba que erasun hombre ambicioso, pero la verdad esque siempre has sido un cobarde. Noposees la fuerza para hacerle frente a loshados y elegir tu propio destino.

Khefru se quedó mirando al rey unmomento más y puso cara larga.

—Quizá tengáis razón, señor —dijomientras deslizaba la tapa de piedra denuevo en su sitio—. Dormid bien.

* * *

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Nagash despertó al oír un extrañosonido chirriante por encima de él. Porun momento, no entendió qué estabaoyendo. Su mente seguía sumida enembriagadores sueños de venganza yconquista. ¿Había imaginado el ruido?¿Lo habían producido paisajes deensueño de ciudades ardiendo y llanurasde hueso blanqueado?

Entonces, un hilito de piedra le cayósobre el pecho, y supo que no se tratabade un sueño, sino de algo mucho peor.Alguien estaba perforando un agujero ensu sarcófago.

Se oyó un chirrido de metal cuandosacaron una herramienta de la brecha.

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Los pensamientos se le agolpaban en lacabeza mientras trataba de entender loque estaba ocurriendo, y luego algoespeso y frío cayó formando un chorritoconstante sobre su pecho.

«Aceite para lámparas», comprendiócon una creciente sensación de horror.Alguien pretendía quemarlo vivo dentrode su féretro.

Empujó con fuerza la tapa de piedracon un gruñido inarticulado, pero lacubierta se mantuvo firme. Más gritosacalorados se sucedieron por encima deél, y el vertido de aceite cesórepentinamente. Lo siguiente queatravesara la perforación sería un

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algodón al rojo vivo.Hirviendo de rabia, Nagash colocó

las manos contra la tapa del sarcófago ybramó un feroz conjuro. El poder de lapirámide fluyó hacia como un torrente, yla tapa de piedra estalló con un fogonazode calor una atronadora detonación.

En un espacio tan reducido, la ondaexpansiva aturdió y cegó al rey. Duranteun brevísimo instante, sintió una punzadade dolor lacerante, luego una ráfaga deaire y el silbido de las llamas. ¡Laexplosión le había prendido fuego alaceite que le empapaba la túnica!Nagash gritó de rabia y dolor,respirando en medio de una bola de

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llamas que le hizo bajar garras al rojovivo por la garganta y hacia lospulmones.

Sordo y ciego, Nagash no pudohacer nada salvo apelar al poder de lapirámide una vez más. Una fría ráfaga deviento surgió del sarcófago, apagó lasllamas y le arrancó del torso la túnicaempapada en aceite. Él pronunció otroconjuro con voz ronca y salió de formaprecipitada del féretro humeante como sifuera un murciélago, con los brazos muyextendidos mientras saltabadirectamente hacia el aire.

Había hombres gritando en lapequeña cámara: un confuso murmullo

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de órdenes, juramentos sagrados yamargas maldiciones. Nagash fue aparar contra el techo e intentó obligar asus ojos a funcionar. El poder bulló enlas cuencas de los ojos y le causó aúnmás dolor, pero las manchas de color dela vista se aclararon.

Los cadáveres humeantes de unosjóvenes yacían desparramados por lacámara del rey; los cuerpos estabandesgarrados por la metralla del estallidode la tapa de piedra. Cuatro hombres,que habían estado de pie junto a laentrada y se habían salvado de la peorparte de la onda expansiva, se abrieronen abanico por la habitación y

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levantaron las manos como si quisieranabjurar del rey. Nagash sintió su poderde inmediato y luego reconoció lastúnicas que llevaban. ¡Sacerdotes!

Uno de ellos, un joven sacerdote dePtra, alzó las manos y profirió unabrusca invocación. Se produjo undestello de luz dorada y una llamaradasalió disparada de las manos abiertasdel hombre.

Nagash se apartó a la derecha conuna maldición y pronunció un hechizo dedesvanecimiento incluso mientras dabavueltas por el aire. La llama sagradagolpeó el techo y le quemó la cara y lasmanos antes de hundirse bajo el peso de

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su contra hechizo. Sin titubear, Nagashestiró rápidamente la mano y lanzó unaráfaga de dardos color ébano desde lasyemas de sus dedos. Estos atravesaronal joven sacerdote como si fueranflechas, golpeándolo en el brazoderecho, el pecho y el cuello. Elsacerdote se desplomó retorciéndose yatragantándose con su propia sangre.

Una voz retumbante bramó palabrasde poder, y Nagash sintió que el aire asu alrededor temblaba. Los fragmentosde piedra que estaban en el suelo seagitaron y luego surcaron veloces el airehacia él. El rey utilizó su poder de vuelouna vez más para atravesar la habitación

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y escapar a la mortífera lluvia. Se leclavaron esquirlas en las piernas, perola peor parte del ataque no le afectó.

Todos los sacerdotes que habíansobrevivido se estaban concentrando enél. De pronto, el viento que lo sosteníase rebeló como silo dominara lavoluntad de otro hombre. Este hechocogió a Nagash desprevenido y lo hizocaer al suelo, justo cuando otrallamarada atravesaba el lugar en el quehabía estado. Cayó de costado conmucho dolor mientras escuchaba losgritos furiosos de los sacerdotes queintentaban coordinar sus ataques.

Tendido en el suelo de piedra,

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Nagash quedaba parcialmente ocultodetrás de su humeante sarcófago.Alcanzó a ver las piernas de uno de susatacantes y pronunció bruscamente unferoz conjuro. De inmediato, el suelosituado bajo el agresor se transformó enun pozo de oscuridad y el sacerdote tuvotiempo de soltar un grito aterrorizadoantes de desaparecer.

El rey oyó las exclamaciones desorpresa de los dos atacantes que aúnseguían vivos y que se encontraban en ellado opuesto del sarcófago. Sus vocesse transformaron en un susurro mientrasdiscutían qué hacer a continuación.Nagash miró a su alrededor

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rápidamente, buscando algún modo devolverles las tornas a los dossacerdotes. Su mirada se posó en trescuerpos que se encontraban a suizquierda y se acordó de pronto de suúltima conversación con Khefru, sólounas cuantas horas antes. Sin pensarlo,estiró la mano hacia los cuerpos ycomenzó a improvisar.

El poder de la pirámide fluyó através de sus dedos hacia los cadáveres.Durante un momento, no pasó nada.Luego, uno de los muertos se movió.Despacio, con torpeza, el cadáver sepuso boca abajo e intentó levantarse.

Se oyeron más susurros nerviosos al

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otro lado del féretro y después se hizo elsilencio. Nagash se preparó mientrasobservaba al desgarbado cadáveratentamente. Cuando se puso en pietambaleándose, los sacerdotes lo vierony atacaron. Una ráfaga de viento atrapóal cadáver y lo elevó en el aire porencima del sarcófago, donde unallamarada le atravesó el pecho y leprendió fuego.

Los dos sacerdotes soltaron unaexclamación de triunfo justo mientras selevantaba sin hacer ruido en el ladoderecho del féretro y azotaba a losatacantes con una tormenta de rayosnigrománticos.

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Mientras los muertos sedesplomaban, Nagash se dirigió atrompicones hacia la entrada. A medidaque el impulso de la batalla se ibadesvaneciendo, un torrente de doloramenazó con arrollarlo. Recurrió a lapirámide de nuevo entre maldiciones,para acallar el dolor y tratar de curarsus heridas.

Una figura se encontraba justo fuerade la entrada. Nagash se paró en seco yalzó la mano derecha. Acompañó elgesto con un silbido.

—Soy yo, señor —dijo Khefru. Elsirviente entró en la habitación con unaexpresión de horror y sorpresa en el

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rostro—. Intenté…, intenté llegar a vos atiempo —tartamudeó—. Se introdujeronhasta aquí justo antes que yo.

—En efecto —gruñó el rey. Su voz,que surgía de una garganta dañada porlas llamas, sonó casi salvaje.

Khefru clavó la mirada en el cuerpoquemado del rey, paralizadomomentáneamente por la enormidad delo que había ocurrido.

—Estáis herido —dijo con voztemblorosa—. Por favor, dejad que meocupe de vuestra garganta.

Se acercó y tocó con vacilación elcuello quemado del rey con las yemasde los dedos. El gesto cubrió el

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movimiento de su mano derecha, queempujó una daga de punta finadirectamente hacia el corazón del rey.

Los dos hombres se quedaroninmóviles, atrapados en un macabrocuadro vivo. Khefru soltó un gruñido,intentando hundir más el cuchillo, peroNagash le había agarrado la muñeca. Lapunta del cuchillo había penetrado pocomenos de tres centímetros en el pechodel rey.

—¿Has creído que no lo adivinaría?—le preguntó Nagash. El tono de su vozno tenía nada que ver con sus heridas—.¿Cómo si no podrían haber llegado lossacerdotes a mis aposentos?

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Un destello de miedo recorrió elrostro de Khefru, y luego su expresión seendureció mientras se rendía a loinevitable.

—Fuisteis demasiado lejos —repuso con ferocidad—. ¡Erais elsacerdote más poderoso de Khemri!Podríais haber llevado una vida rica eindolente. Pero en cambio lo tirasteistodo por la borda a cambio de esta.¡Esta pesadilla! ¡Es espantoso! —exclamó—. ¿No veis en qué os habéisconvertido? ¡Sois un monstruo!

Khefru empujó la daga con susúltimas reservas de fuerza intentadoterminar lo que había empezado, pero el

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arma no se movió ni un centímetro.Nagash levantó la mano izquierda y

la apoyó contra el pecho de Khefru.—Un monstruo no —repuso—. Un

dios, un dios viviente. Soy el señor de lavida y la muerte Khefru.Lamentablemente, fuiste demasiadodesleal para creerme, así que deboenseñártelo.

El rey cerró la mano izquierda yrecurrió al poder de la pirámide. Khefruse quedó rígido, con los ojosagrandados y la boca abierta profiriendoun grito silencioso. Nagash comenzó unconjuro y le dio forma a las palabrassobre la marcha, concentrando su

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voluntad con un propósito singular. Elcuerpo del sirviente comenzó asacudirse.

Nagash apartó la mano izquierda delpecho de Khefru y, al hacerlo, extrajo unbrillante filamento de energía a la vez.Los ojos del rey no se apartaron ni unmomento de los de Khefru, mientraslenta e implacablemente le sacaba elalma del cuerpo a su sirviente.Entretanto, la juventud robada de Khefruescapó a la vez, lo que hizo que sucuerpo se marchitara y sedescompusiera ante los ojos de Nagash.Cuando hubo terminado, un chorrito depolvo fue lo único que se deslizó de la

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mano derecha que mantenía apretada.El fantasma de Khefru flotaba

delante del rey, gimiendo suavemente deterror y dolor.

—Ahora me servirás por siemprejamás —le dijo Nagash al espíritu—.Estás unido a mí. Mi destino es el tuyo.

El rey se volvió y encontró a Arkhany a los otros inmortales en la parteexterior de la entrada a la cámara.Estaban débiles y desorientados, pueslos habían despertado bruscamente de susueño.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntóArkhan con una exclamación ahogada.

Nagash observó a sus hombres con

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frialdad.—Nos han traicionado —contestó.Lleno de una furia gélida, Nagash

ascendió por las serpenteantes rampashasta la cámara ritual de la pirámide. Sumente trabaja con rapidez para crear unaimagen de lo que se proponían susenemigos. La traición de Khefru no eraun hecho aislado. Se había dirigido alclero y se había ofrecido a guiarlos a lacámara de la cripta, pero a Nagash no lecabía la menor duda de que lossacerdotes tenían planes propios aúnmayores. En ese mismo momento,estarían en el palacio buscando aNeferem y convenciéndola para que se

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hiciera con el control de la ciudad. Nose trataba de un asesinato, sino de ungolpe de Estado.

Sus enemigos habían actuado antesde tiempo, sin duda sorprendidos por lafinalización anticipada de la pirámide.Con más tiempo para planear y reunirsus recursos, los sacerdotes podríanhaber tenido éxito. En cambio, habíanfracasado y su sino estaba decidido.

El rey entró apresuradamente en lacámara ritual y se concentró. Todos loselementos estaban en su sitio. Sólo teníaque pronunciar el conjuro, y la era delos dioses y los sacerdotes llegaría a unespantoso final.

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El poder aumentó en el interior de laPirámide Negra cuando comenzó elconjuro de Nagash. Todos los esclavosque habían muerto durante suconstrucción, más de sesenta mil almas,se concentraron mediante la furia del reyen un terrible hechizo.

Por encima de la pirámide, el cielocomenzó a combarse, y luego aoscurecerse. Brotaron nubes negrasdonde no había habido ninguna,iluminadas desde dentro por medio deviolentos relámpagos. La densidad y elpoder de la tormenta antinatural sevolvieron cada vez más intensos, yproyectaron su sombra como un

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creciente charco por la necrópolis deKhemri. Donde se posaba, los muertostemblaban con inquietud en sus tumbas.

Durante más de media hora laenergía se fue volviendo más potentehasta que dio la impresión de que elcielo se partiría bajo su peso atroz.Entonces, con un chillido espantoso ydesgarrador, la tormenta se desató enforma de una irresistible oleada querecorrió el cielo a modo de una serie deondas de color ébano.

La sombra de la furia de Nagash seextendió a todos los rincones deNehekhara en el lapso de sólo unosminutos. La oscuridad se cernió sobre

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las grandes ciudades y todo sacerdote oacólito al que tocaba la sombra moría enun angustioso instante. Aquellos que porpura suerte se encontraban protegidospor piedra fueron los únicos quesobrevivieron al azote del poder delnigromante.

Nagash supo de inmediato que suritual sólo había surtido efectoparcialmente. Había actuado demasiadodeprisa y su rabia y sed de venganzahabían empañado su concentración.Habían muerto miles, desde luego, peroaún no era suficiente.

Las reservas de poder nigrománticodel interior del templo se habían

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debilitado, pero quedaba bastante poderpara una única invocación. Nagashpronunció las palabras de poder, y unacortina de polvo y sombra se extendiódesde la necrópolis y cayó sobreKhemri, envolviendo a la CiudadViviente en una noche artificial.

El rey se volvió hacia sus inmortalesy le ordenó a Raamket:

—¡Coge a dos tercios de loselegidos y cubre los templos de sangre!¡Mata a todo hombre o mujer santo queencuentres!-A Arkhan, Shepsu-hur y elresto, Nagash simplemente les dijo-:Seguidme.

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* * *

Había docenas de cuerpos con túnicasdesparramados por la explanada situadaen el exterior del palacio real. Nagashcondujo a sus veinticinco hombresdirectamente a la Corte de Settra, dondeencontró a la reina y a los sumossacerdotes de la ciudad. Estabandiscutiendo como niños, cada uno deellos con una idea diferente de lo que sedebía hacer a continuación. La mayoríatenían el rostro lívido y estaban al bordedel pánico, después de que la sombradel rey hubiera caído sobre la ciudad.

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Las miradas de Nagash y Neferem secruzaron desde extremos opuestos de laenorme sala en sombras. Una expresiónde puro odio iluminó el rostro de lareina, y los sacerdotes se volvieronhacia el rey con una mezcla de rabia yterror reflejada en sus caras.

—Matados —les ordenó Nagash asus hombres—, a todos salvo aNeferem. Ella es mía.

Los inmortales no vacilaron.Espadas y cuchillos surgieron de susfundas mientras atravesaban la cortecorriendo. Los sumos sacerdotescomenzaron a hablar inmediatamente,lanzando las manos y pronunciando una

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desconcertante serie de invocaciones;pero Nagash estaba preparado. Unassombras se extendieron por las baldosasde mármol y surgieron de la oscuridadque se proyectaba hacia el otro lado delas altas columnas que flanqueaban elpasillo central. Se abalanzaron sobre lossacerdotes como si fueran buitres,paralizando sus corazones al igual quele habían robado la voluntad a Thutep,el antiguo rey.

Los sumos sacerdotes de la CiudadViviente eran más fuertes que el difuntohermano de Nagash. Amamurti, elanciano sumo sacerdote de Ptra, se zafódel puño de sombra del rey y arrojó una

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llamarada hacia el otro extremo delsalón. Esta golpeó a Shepsu-hur de llenoen el pecho y le prendió fuego alinstante. El inmortal gritó de miedo ydolor mientras su piel se fundía con elcalor. Se tambaleó, dándose golpecitosdesesperadamente en el pecho y la cara,y luego, con fuerza de voluntad, recobróla calma y continuó corriendo paraacortar la distancia con el hombre que lohabía herido.

Otro inmortal cayó al suelo despuésde que un puñado de proyectiles depiedra casi le cortara las piernas. Elviento zarandeó a los guerrerosamenazando con levantarlos por los

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aires. Arkhan avistó al hierofante dePhakth y detuvo su invocación paraarrojar una daga. El sumo sacerdotecayó de rodillas, aferrando el cuchilloque había atravesado su cuello.

Los inmortales se les echaronencima antes de que los hierofantespudieran preparar otra oleada dehechizos. Las espadas destellaron ypartieron a los hombres por la mitad. Elhierofante de Djaf se enfrentó al ataquede frente y mató a un inmortal con unsolo golpe de su espada, antes de queotro hundiera su cuchillo en el ojo delsumo sacerdote. Arkhan llegó junto alhierofante de Phakth caído y lo despachó

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con un rápido golpe de su arma.Nagash recorrió el pasillo tras sus

guerreros, lanzando un nuevo conjuro. Amedida que los sacerdotes fueroncayendo, les fue arrancada su esenciavital del cuerpo y las ató como habíahecho con Khefru. Una a una, sus formasgemebundas se vieron atraídas por elaire hacia el rey y formaron un séquitoantinatural alrededor de su cuerpo.

Los sumos sacerdotes de Asaph yBasth fueron los siguientes en caer, lescortaron la cabeza mientras intentabanluchar contra los inmortales espaldacontra espalda. El hierofante de Tahothmurió después, suplicando misericordia

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mientras Arkhan le rajaba el cuello. Elresto se replegó subiendo a la tarima yformando una barrera entre la reina y loshombres de Nagash. Mientras lo hacían,el sumo sacerdote de Sokth recibió unadaga en la pierna y cayó sobre lospeldaños. Un inmortal saltó sobre élcomo un león del desierto y le hundiólos dientes en la cara.

Eso sólo dejaba a Amamurti y alhierofante de Geheb. El sumo sacerdotedel dios de la tierra ya estaba sangrandodebido a media docena de heridas, perocontinuaba rechazando a sus atacantescon brutales movimientos de su martillomanchado de sangre. Un inmortal se

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volvió demasiado audaz e intentó heriral hierofante en las rodillas. El sumosacerdote apartó al guerrero con unaplastante golpe de su martillo, pero esocreó la abertura que Arkhan estababuscando. Veloz como una víbora, saltóhacia delante e hizo descender sureluciente khopesh. El martillo delhierofante, junto con su brazo, rebotócon un sonido húmedo por los escalonesde piedra.

El hierofante de Ptra gritó el nombrede su dios y lanzó una sibilantellamarada por los peldaños hacia losinmortales, que avanzaban. Tres de ellosrecibieron todo el impacto y cayeron

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desplomados formando pilas de huesosennegrecidos y carne burbujeante. Antesde que Amamurti pudiera lanzar otrainvocación lo alcanzaron tres dagasvoladoras, una de las cuales le perforóel corazón. El sumo sacerdote cayólentamente en la tarima junto a la formaparalizada de Neferem, mientras suesencia vital se le escapaba por los ojosy la boca abierta.

Nagash atravesó la carniceríadespacio. Con un gesto de la manoapagó las llamas que azotaban el cuerpode Shepsu-hur, y luego ascendió lospeldaños hasta quedar a la misma alturaque la reina. Por primera vez, Nagash se

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fijó en la forma aterrorizada de Ghazid,que permanecía agachado con temor a lasombra del trono de Settra.

La mirada de Nagash regresó aNeferem. La Hija del Sol temblaba derabia mientras luchaba por romper eldominio que Nagash ejercía sobre ella.Mucho Tiempo atrás quizá lo hubieralogrado, pero las décadas bebiendo elelixir de Nagash habían afectado a suvoluntad.

—¿Dónde está esa serpiente deNebunefer? —gruñó el rey—. Sé que éltuvo parte en esta traición.

—No está aquí —contestó la reinacon actitud desafiante—. Lo envié lejos

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por si los sacerdotes no conseguíanmatarte. —Intentó moverse paraechársele encima con los puñosapretados, pero la voluntad de Nagash lamantuvo inmóvil—. ¡Pase lo que paseaquí, al menos él vivirá para reclutar alas otras grandes ciudades en tu contra!

—¿Te atreves a desafiarme, a tulegítimo rey? —bramó Nagash.

—¡Mataste a mi hijo! —dijoNeferem entre dientes—. Khefru me locontó todo.

—¿Te dijo que te bebiste la sangrede Sukhet una hora después? —repusoNagash—. Sí. Le debes tu constantejuventud a su asesinato.

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Las lágrimas gotearon de loslagrimales de Neferem, pero el odiosiguió presente en su rostro.

—Mátame y acaba de una vez —siseó—. Ya no importa. Has derramadola sangre de hombres santos, Nagash.Los dioses fraguarán tu tuina muchomejor que yo.

—¿Crees que esto es espantoso? —preguntó, señalando el montón decuerpos destrozados y sangrantes. Losfantasmas se agitaron a su alrededorgimiendo lastimeramente—. Esto no esmás que el prólogo, mi estúpidareinecita. Todavía no he comenzado asembrar las semillas de la masacre por

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Nehekhara. Cuando acabe, Mahrakestará en ruinas, y los viejos dioses,acabados para siempre. Y tú estarás ami lado y me verás hacerlo.

La mano izquierda de Nagash saliódisparada hacia delante y rodeó elcuello de Neferem.

—Desde el primer momento que tevi, supe que tenía que poseerte —dijo—. Ese momento ha llegado.

Neferem comenzó a hablar, pero elcuerpo se le puso rígido de prontocuando Nagash empezó a salmodiar. Elpoder recorrió el cuerpo de la reina ysurgió de pronto de sus ojos y de suboca abierta a modo de un torrente de

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brillante luz verde. Su fuerza vital le fuearrancada y fluyó hacia Nagash comouna corriente lenta e inexorable. Un gritodébil y torturado surgió de la gargantade la reina: un sonido de angustia ydolo: atroz que parecía no tener fin.

De la piel de Neferem se alzaronzarcillos de humo. Su carne se contrajoy su piel se arrugó como cuero seco. Elflujo de energía que manaba de sucuerpo comenzó a disminuir. Se leencorvaron los hombros y la cabeza sele meneó sobre el cuello casiesquelético, pero de algún modo la reinaseguía viva.

Nagash le extrajo la vida hasta que

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no pudo sacar más. En el lapso de unminuto, la Hija del Sol había quedadotransformada en un horror viviente; losvínculos del pacto sagrado sustentabande algún modo su cuerpo. Las piernasatrofiadas le fallaron, y Neferem sedesplomó dolorosamente sobre latarima, justo al lado del trono de Settra.

Nagash estudió a Neferem ensilencio. Los inmortales mirabanfijamente al rey y su reina, horrorizadosy sobrecogidos. Detrás del trono, ocultoentre las sombras, Ghazid se sostenía lacabeza con las manos lloraba.

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VEINTIOCHOLa Ciudad de los

Dioses

Mahrak, la Ciudad de la Esperanza,en el 63.º año de Ptra el Glorioso(-1744, según el cálculo imperial)

Un humo gris azulado envolvía los milesde templos de la ciudad de Mahrak y

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llenaba el aire con aromas a sándalo,incienso y mirra. Una profusión decuernos, címbalos y campanas de plataresonaba una y otra vez por las estrechascalles y las grandes plazas donde losfieles se reunían para orar y hacersacrificios. Los sacerdotes mataronrebaños enteros de bueyes, cabras ycorderos, y arrojaron su carne y susangre a las llamas. En algunas casas,les dieron copas de vino rociado conloto negro a esclavos jóvenes, y luegolos condujeron a las hogueras parasacrificios que ardían delante del granPalacio de los Dioses. Por toda laCiudad de la Esperanza, manos

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suplicantes se alzaron hacia lo altoimplorándole al cielo que los librase dela terrible oscuridad que se aproximabadesde el este.

La gente tenía motivos para creerque los dioses intervendrían. En elcentro de la ciudad, rodeada por unaexplanada cercada por un muro en elcorazón del Palacio de los Dioses, seencontraba la Khept-amshepret, lamilagrosa Piedra Hendida, que habíasalvado a las siete tribus de la extincióndurante los días más aciagos de la GranMigración.

Privados de sus hogares, privadosde sus dioses, completamente

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debilitados por la acción del sol y lainterminable y abrasadora arena, lastribus habían llegado a esa gran llanuray habían descubierto que ya no podíancaminar más. Antaño sus dioses habíansido los espíritus de árboles y losmanantiales de la selva, de la pantera, elmono y la pitón.

Allí, en ese gran páramo vacío, lastribus, en su desesperación, le oraron alsol y al cielo azul que los salvaran y sussúplicas conmovieron a Ptra. El GranPadre. Este extendió la mano y una granroca situada en medio de las tribus separtió con un sonido parecido a untrueno.

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Atónitas, las tribus se congregaronalrededor de la piedra hendida; y vieroncómo comenzaba a manar agua fresca ydulce por las grietas de bordes afilados.Las tribus bebieron y, a la vez, secortaron las manos con las afiladísimaspiedras para ofrecer así sus primerossacrificios a los dioses del desierto. Enlos días sucesivos, se juró el Gran Pactoy la Tierra Bendita nació.

Mahrak comenzó como un grupo detemplos, uno para cada uno de los docegrandes dioses y un espléndido palacio,donde las tribus podían reunirse y rendirculto en los principales días santos delaño. Sin prisa pero sin pausa, la ciudad

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creció alrededor de esas grandesestructuras, como las ciudades suelenhacer, primero con distritos deviviendas modestas para alojar a lostrabajadores que construían los templos,y luego con mercados bazares donde loscomerciantes podían venir a vender susmercancías. Después, mientras pasabanlos siglos y las tribus se extendían portoda Nehekhara para fundar otrasgrandes ciudades, la riqueza e influenciade Mahrak fueron aumentando a medidaque los lejanos soberanos buscaban lossabios consejos y las oraciones de lostemplos.

Los templos eran construcciones

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gigantescas, pues habían ido creciendojunto con sus florecientes fortunas: eltemplo de Geheb era un imponentezigurat que dominaba el horizonte al estey estaba iluminado en la cima por unarugiente llama que no se había apagadoen cuatrocientos años. Cerca de allí, eltemplo de Djaf consistía en un extensocomplejo de edificios enormes y bajos,construidos a partir de losas de mármolnegro, mientras que al oeste, al otro ladode los jardines perfumados de Asaph, latorre color marfil de Usirian se alzabaen medio de un extenso e intrincadolaberinto, formado por paredes dearenisca pulida.

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El Palacio de los Dioses, la sede delpoder del Consejo Hierático deNehekhara, estaba situado al pie de unaenorme pirámide que se alzaba más desesenta metros hacia el cielo. En la cimahabía un inmenso disco de oro pulidoque atrapaba los rayos del sol yreflejaba la gloria de Ptra en forma dereluciente faro, que se podía ver enmuchas leguas a la redonda a través delas llanuras orientales. Todos lostemplos, incluso el amplio campo deobeliscos negros erigido en homenaje alterrible Khsar el Aullante, brillabandebido a adornos de oro, plata y broncepulido, y estaban rodeados de barrios

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amontonados formados por edificios deladrillos de barro cuyas estrechas callessólo veían el sol cuando la luz de Ptra seencontraba suspendida directamentesobre sus cabezas.

Mahrak era la más antigua, grande yespléndida entre las grandes ciudades deNehekhara; hogar de sacerdotes,sacerdotisas y eruditos, y de las decenasde miles de comerciantes, artesanos,trabajadores y peregrinos que losservían. Muchas de las familias másacaudaladas de Nehekhara manteníanresidencias en la ciudad y, en siglospasados, un torrente constante devisitantes nobles se dirigía a la ciudad

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en busca de bendiciones o consejos. Esohabía sido antes de reinado delUsurpador de Khemri.

Al oeste, los remolinos de nubesnegro azulado ya habían dejado atrás lasPuertas del Anochecer y se abalanzabanrápidamente sobre la Ciudad de losDioses. De pie en las almenas, cerca dela puerta occidental de Mahrak,Nebunefer introdujo los delgados brazosen los pliegues de su túnica y asintió conla cabeza en un adusto gesto desatisfacción. Los ejércitos de Rasetra yLybaras se estaban retirando hacia elsureste; el polvo que levantaban a supaso aún colgaba en el aire de últimas

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horas de la tarde a lo largo del horizontemeridional, pero el ejército delUsurpador no mostraba indicios deperseguirlos. Nagash quería ajustarcuentas con el Consejo y lo lograría,costara lo que costase. Nebuneferesperaba que el precio fuera más de loque el Usurpador pudiera pagar, aunqueeso no iba a detenerlo.

Un viento caliente sopló sobre lasalmenas, lleno de polvo y del olor ahumedad de una tumba. Una delgadahilera de guerreros permanecía a lolargo de las murallas esperando lallegada del enemigo. Mahrak nuncaantes había necesitado un ejército e,

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incluso mientras el poder del Usurpadoraumentaba en Khemri, el ConsejoHierático se negó a plantearse reclutaruno. Eso habría equivalido a admitir queel poder de Nagash sobrepasaba al delos dioses. Sin embargo, cada templocontaba con su propio cuerpo deUshabtis y no había mejores guerrerosen toda la Tierra Bendita.

Los fieles eran los paladines de losdioses, hombres que dedicaban susvidas a servir a su deidad y proteger alos creyentes de todo daño. A cambio desu devoción, los dioses les otorgabanmaravillosos y sobrecogedores dones enproporción a la fuerza de la fe de cada

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Ushabti y la valía de sus acciones. Enotras ciudades nehekharanas, losUshabtis protegían al rey sacerdote, queera una encarnación viva de la voluntadde su dios; pero en Mahrak los fielesprotegían los templos y a las personasdel Consejo Hierático, que en virtud desu condición sólo se veían superadas enimportancia por los dioses.

En la lejana Ka-Sabar, los Ushabtisde Geheb era gigantes con la piel decolor pardo rojizo, colmillos leoninos yunos ojos que brillaban con luz tenue; enMahrak, sin embargo, los fieles deGeheb se transformaban en altísimosleones parecidos a hombres, con la

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temible fuerza de un felino del desierto ylas manos acabadas en mortíferaszarpas. Los Ushabtis de Ptra eran titanesde piel dorada demasiado hermosos eimponentes para mirarlos. Sus vocestenían el tono puro de las trompetas ysus manos podían destrozar espadas.

Según una antigua tradición, cadatemplo reunía como máximo cincuentade esos guerreros santos, y estos estabancongregados a lo largo de la muralla entoda su gloria: seiscientos guerrerossantos contra los millares de Nagash.

Por muy poderosos que fueran losUshabtis de Mahrak, no eran las únicasdefensas de la ciudad. Vastos e

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imperecederos poderes se habíanentretejido en las murallas y cimientosde la ciudad: espíritus del desierto ysirvientes divinos de los dioses quedespertaron al acercarse la horda deNagash. Estos guardianes no estabanligados por medio del pacto, al menosno en un sentido directo, y por lo tanto,la voluntad de la Hija del Sol no podíaapartarlos. El Usurpador estaba a puntode aprender que los dioses, aunqueatados, no estaban indefensos ni muchomenos.

Un revuelo recorrió las filas de losfieles a lo largo de las almenas, a laderecha de Nebunefer. El anciano

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sacerdote se volvió y vio tres figurasimperiosas ataviadas con vestiduras decolor amarillo, marrón y negro, quebajaban por la muralla hacia él.Nebunefer hizo una profunda reverenciamientras su señor, Nekh-amn-aten, elhierofante del gran Ptra, se aproximaba.Flanqueando al sumo sacerdote seencontraban Atep-neru, el inescrutablehierofante de Djaf, y el agresivo yceñudo Khansu, hierofante de Khsar elSin Rostro.

—Qué honor tan inesperado,santidades —dijo Nebunefer—. Sinduda, vuestra presencia les aportaráinspiración y coraje a los fieles.

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Nekh-amn-aten le indicó alsacerdote que guardara silencio con unirritado gesto de la mano.

—Ahorraos los tópicos —gruñó elhierofante—. Todo ese tiempo quehabéis pasado entre reyes os hacorrompido por completo, Nebunefer.Nunca en la vida he oído tantastonterías.

Nebunefer extendió las arrugadasmanos y sonrió con arrepentimiento. Elhierofante había nacido en Mahrak y nohabía salido de la ciudad ni una solavez. Que el anciano sacerdote supiera,esa era la primera vez que Nekh-amn-aten pisaba la muralla de la ciudad.

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—Seguramente, tenéis razón,santidad —respondió con diplomada—.Las cortes de nuestros aliados estánplagadas de toda clase de facilidades ycomodidades, sin duda, nada que vercon la vida severa de la que disfrutamosaquí.

Khansu fulminó a Nebunefer con lamirada por su tono impertinente, peroNekh-amn-aten no pareció oírlo. Elhierofante metió las manos en lasmangas de sus gruesas vestiduras dealgodón, se acercó al borde de lasalmenas y clavó la mirada en lasturbulentas nubes que oscurecían elhorizonte occidental.

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—Nunca debería haber dejado queme convencierais —comentó agriamente—. Deberíamos haber mantenido anuestros aliados cerca y haber dejadoque Nagash concentrara sus atencionesen ellos.

—¿Con qué fin, santidad? —preguntó el anciano sacerdote con unsuspiro—. Los ejércitos de Rasetra yLybaras han peleado como leones, perose han quedado sin fuerzas. Si no sehubieran ido, como Rakh-amn-hotepestaba dispuesto a hacer, estaríamosaquí presenciando cómo losmasacraban.

Nekh-amn-aten gruñó con irritación

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y repuso:—Y Nagash habría dedicado gran

parte de la fuerza de su ejército endestruirlos, quizá dejándolo demasiadodébil para desafiarnos.

A Nebunefer le sorprendió la rabiaque sintió ante la crueldad delhierofante. Tal vez sí que había pasadodemasiado tiempo entre los reyessacerdotes, después de todo.

—La ventaja es nuestra, santidad —aseguró con contundencia—. Dejaremosque el Usurpador se dé una y otra vezcontra nuestras murallas mientrasnuestros aliados reconstruyen susejércitos y regresan para terminar lo que

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han comenzado.Atep-neru se volvió hacia

Nebunefer.—¿Cuánto tiempo tardarán,

sacerdote? —inquirió con voz sepulcral—. ¿Dos meses? ¿Diez? ¿Un año, talvez?

Khansu soltó un gruñido deirritación y repuso:

—¿Un año? ¡Qué estupidez! Latemporada de campaña casi ha acabado.En cuanto Nagash vea que no puedeatravesar nuestras defensas, se dirigirá aLybaras o quizá se retire a Quatar.

Nebunefer respiró hondo y seesforzó por ocultar su irritación.

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¿Cuántas veces tenía que repetir lomismo?

—¿Qué le importan a Nagash lastemporadas de guerra? —preguntó—.Sus guerreros no hacen falta en Khemripara recoger la cosecha. —El ancianosacerdote se encogió de hombros—. Porél, sus míseros súbditos pueden morirsede hambre; de hecho, muertos leresultarían aún más útiles. No, sequedará aquí, en este lado del Valle delos Reyes, hasta que todas las ciudadesorientales hayan ardido o se hayaninclinado ante él. Y que no os quepa lamenor duda: comenzará su campañaaquí. Sabe que hemos enviado a Rasetra

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y Lybaras contra él, y puede ser queincluso sospeche que estuvimos detrásdel ataque en Bel Aliad. Si conquistaMahrak, la guerra podría terminar de unsolo golpe. Acordaos de esto: nosatacara con todo lo que tiene y, si nopuede vencer nuestras defensas,podríamos tener que hacerle frente a unsitio largo y prolongado.

Nekh-amn-aten recogió las manosdetrás de la espalda mientras seguíacontemplando las nubes cada vez másextensas.

—¿Cuánto tiempo puede resistir laciudad un sitio así? —quiso saber. Atep-neru se dio golpecitos en la barbilla con

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un largo dedo.—No nos faltará agua —apuntó—.

Las cisternas están llenas y la PiedraHendida sigue siendo una fuente para loscreyentes. Si racionamos los víveres delos almacenes, podríamos aguantar tresaños si fuera necesario.

Nekh-amn-aten se volvió haciaNebunefer.

—Tres años —repitió mientras suexpresión se iba ensombreciendo—.¿Creéis que llegará a tanto?

El anciano sacerdote recordó laúltima vez que habló con el reyrasetrano: «Quizá tengáis que aguantarmuchísimo tiempo». Nebunefer sostuvo

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la mirada de preocupación de su señor.—Sólo los dioses pueden decirlo —

contestó.

* * *

Los ejércitos del Rey Imperecederollegaron a la ciudad santa justo unaspocas horas después de medianoche; unasibilante marea de cuero seco y huesospolvorientos se había acercado por lasdunas. Las filas de los no muertoshabían aumentado de manera

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espectacular en el transcurso de laimplacable marcha a través del valle.Arqueros esqueleto de Zandri formabanlíneas de hostigadores delante de lostraqueteantes lanceros y óseos jinetesnumasis avanzaban en silencio pordetrás de la infatigable línea de batalla,escoltando a los capitanes inmortales deNagash. Más atrás, hacia la retaguardiade la silenciosa y repiqueteante horda,otras creaciones más atroces recorríanpesadamente la arena impulsadas por lavoluntad de sus implacables señores.

Cuando la inmensa hueste de Nagashhabía partido de Khemri rumbo a lasFuentes de la Vida Eterna, había estado

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compuesta únicamente de hombresvivos. Ahora sólo quedaban menos deuna cuarta parte. Manadas de chacalestrotaban tras el ejército por la noche ygrandes bandadas de aves carroñerasdaban vueltas en silencio sobre ellosdurante el día. Las sobras para loscarroñeros eran escasas, pero, noobstante, la presencia de tanta muerte ydescomposición resultaba demasiadoatractiva como para que la ignorasen.

Un viento sobrecogedor ygemebundo silbó a través de las filas delos no muertos tirando de jirones raídosde ropa y trozos desgarrados de cuero opiel humana parecida a pergamino. Su

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aliento arrastró velos de arena y polvo,y formó remolinos que se elevaron porencima de los cráneos blanqueados delos guerreros y alimentaron el turbulentomanto de oscuridad que envolvía a lahueste para protegerla del abrasadorroce del sol.

La constante y aullante tormenta depolvo obligó a los inmortales y a losguerreros vivos del ejército a marcharcon los hombros envueltos en capas concapuchas para el desierto apretadas confuerza alrededor del rostro. El constanterugido de la tormenta dejó entumecidosy medio sordos a los hombres de Zandriy Numas, y hubo que sacrificar a más de

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un caballo después de que los remolinosde fina arenilla les hubieran sacado losojos. Había sido igual durante semanas ysemanas, mientras Nagash los empujabaa lo largo del espantoso valle en pos delos ejércitos del este.

Habían esperado encontrar a susenemigos aguantando en las Puertas delAnochecer en un último intentodesesperado de contener al ReyImperecedero. Durante los últimos días,el ejército había estado avanzando amarchas forzadas con la esperanza dealcanzar el otro extremo del valle ycoger a sus enemigos desprevenidos;pero cuando la vanguardia de los jinetes

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esqueleto llegó a las puertas descubriólas murallas bajas abandonadas, y elpueblo situado al otro lado,inquietantemente silencioso. Furioso, elinmortal al mando de la vanguardiahabía enviado a un mensajero en buscade un jinete numasi vivo lo suficienteinteligente como para interpretar lashuellas que habían encontrado al otrolado de la ciudad. Por lo que el agotadojinete podía ver, no habían dado con susenemigos por sólo unas pocas horas.Cuando Nagash recibió la noticia,ordenó que el ejército avanzara encompleto orden de batalla, esperandoatrapar a los ejércitos aliados en las

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puertas de Mahrak. Un traqueteo a pocomás de una milla de las murallas de laciudad santa. Tras una silenciosa orden,la enorme hueste occidental se detuvocon los capitanes inmortales de Nagashfrenaron sus caballos en estado dedescomposición y levantaron lascabezas al sentir las corrientes de poderque se enroscaban sin descanso por laarena que tenían delante. A mediocamino entre Mahrak y el ejércitoinvasor se extendía una tenebrosa ycambiante línea de demarcación, dondeel velo de sombra de Nagash empujabacontra las antiguas guardas de la ciudad.Al otro lado de la agitada línea de

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oscuridad, las llanuras situadas delantede Mahrak tenían un aspecto pálido yreluciente bajo la luz plateada de Neru.

El cielo sobre Mahrak era un tapizazul cobalto entretejido con hilos decentelleante diamante. Fuegos devigilancia ardían encima de las murallasde la ciudad bañando secciones de lasalmenas a modo de focos de luz líquidade color naranja. No había unamuchedumbre de soldados presas delpánico luchando por atravesar la puertaoccidental de Mahrak, lo quedesconcertó a los inmortales. Salvo porlas potentes energías que rodeaban laciudad, Mahrak parecía

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sorprendentemente tranquila.Pasaron horas mientras el resto del

ejército se situaba en posición y seenviaron mensajeros desde lavanguardia para informar al ReyImperecedero. Una vez más se trajo alos cansados jinetes numasis ytranscurrieron aún más horas antes deque los jinetes establecieran que losejércitos aliados habían rodeado laciudad hacia el sur y se estabanretirando en dirección a sus hogares.Cuando la noticia llegó a los inmortalesdel rey, muchos supusieron que seguiríancon la persecución, y trasladaron a susinfatigables jinetes más al sur de la línea

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de batalla.Las órdenes de Nagash, cuando se

transmitieron alrededor de medianoche,sorprendieron a muchos de suscapitanes. Se les ordenó a los jinetesnumasis que asegurasen el flanco delejército al sureste y vigilasen la retiradade los ejércitos aliados, y se hizoavanzar a las compañías de reserva y selas formó detrás de la línea de batallaprincipal. Los intendentes y sus esclavosse pusieron a trabajar montando tiendasy construyendo corrales para loscaballos de los carromatos un cuarto demilla por detrás del ejército, mientraslos armeros sacaban sus forjas portátiles

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y los ingenieros de sitios empezaban aarrastrar sus lentas y pesadas máquinashacia la ciudad que los aguardaba. Unoscarromatos los seguían entre crujidoscargados de cestas de sonrientes cráneosy barriles de brea maloliente.

El ataque contra la Ciudad de losDioses comenzaría en las horas previasal alba.

* * *

Arkhan el Negro iba de un lado a otro en

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medio de la oscuridad anterior alamanecer deseando tener un caballo.

El ávido viento había disminuidoconsiderablemente a lo largo de laúltima media hora dejándole un zumbidoen los oídos y los nervios alterados porla ausencia de sonido y presión. Lamayor parte del remolino de polvo sehabía asentado y, si hubiera contado conuna montura, podría haber observado elejército desde un extremo de la línea debatalla al otro, lo cual era precisamenteel objetivo. Los capitanes necesitaríanla visibilidad para dirigir a suscompañías y los ingenieros de sitiosprecisarían observar cómo caía su

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artillería durante la marcha hacia lasmurallas.

Más de ochenta mil cadáverespermanecían en apretadas filas de veinteen fondo dispuestos en una irregularformación de media luna que se extendíadurante casi tres millas de norte a sur.Otros cuarenta mil lanceros aguardabanen la reserva rodeando las posiciones dedisparo de cincuenta pesadas catapultas.Entre la línea de batalla principal y lasreservas, había escuadrones de jinetesno muertos con sus capitanes inmortales,además de cinco mil arqueros esqueleto.Los arqueros seguirían de cerca a lascompañías de lanceros barriendo las

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almenas enemigas con una lluviaconstante de flechas, mientras las tropasde asalto atacaban la puerta principal.La caballería entraría en acciónúnicamente cuando la puerta hubieracaído, cargando a través de la brechapara sembrar el caos y la muerte portoda la Ciudad de la Esperanza.

Arkhan observó que ninguno de losaliados vivos del Rey Imperecederotomaría parte en el ataque. Los numasispermanecían lejos al sureste,aparentemente protegiendo el flanco delejército de las fuerzas orientales que sebatían en retirada. Se había colocado alas tropas de Zandri en el flanco

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septentrional y se les había permitidopermanecer en el campamento hastanuevas órdenes.

Era evidente que Nagash no se fiabade sus vasallos, en especial en loconcerniente a Mahrak. El visircomprendía perfectamente la crecienteparanoia de su señor.

Desde el desastre en Quatar, Arkhanno había estado al mando ni tan sólo deuna partida de reconocimiento. Dehecho, el rey le había prohibido hastallevar la espada y la armadura durante lalarga marcha. Ni siquiera se le permitíair a caballo. Salvo ordenarle quemarchara desnudo detrás de la caravana

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de provisiones del ejército, Nagashhabía sometido a Arkhan a todahumillación posible. El visir habíallegado a sospechar que la única razónde que no lo hubiera destruido en el actoera que pudiera servir de constanterecordatorio al resto de los capitanes deNagash.

Durante un tiempo, Arkhan habíacreído que al final el castigo cesaría, yvolvería a ganarse el favor del rey.Ahora no estaba tan seguro y sepreguntaba qué iba a hacer al respecto,en el caso de que fuera a hacer algo.

El visir recorrió a grandes zancadasla línea de batalla por detrás de los

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jinetes que aguardaban órdenesbuscando a un inmortal en particular. Lamayoría de las figuras pálidas quedivisó le dirigieron un saludo burlón oadoptaron un aire despectivo. Arkhanmantuvo una expresión neutral. Perotomó nota de todos y cada uno de losdesaires. «Si yo puedo caer, tambiénvosotros, y cuando eso ocurra, estaréesperando», pensó.

Por fin, cerca del centro de la línea,avistó al que estaba buscando. Shepsu-hur estaba sentado sobre la silla de suóseo caballo de guerra, con el yelmo debronce apoyado en la silla entre losmuslos y las manos ocupadas pasando

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una piedra de afilar por el borde de uncuchillo acabado en punta. Se pusoligeramente tenso y se volvió en la sillacomo si sintiera el peso de la mirada deArkhan. Trozos de lino seco sedesprendieron de sus extremidadesquemadas al moverse, y su rostrodestrozado se ladeo con curiosidad alver a su antiguo señor. Después deconsiderarlo un momento, el paladínlisiado enfundó el cuchillo, hizo que sucaballo diera media vuelta y se acercóal visir. Como la mayoría de losinmortales de Nagash, Shepsu-hur ya nose molestaba en usar riendas: a uncaballo muerto le traía sin cuidado una

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brida; lo dirigía únicamente la voluntaddel jinete.

—Ya no queda mucho —dijo Arkhana modo de saludo mientras el inmortalse aproximaba.

Shepsu-hur asintió con la cabeza; susenvolturas de cuero seco crujieron ychirriaron al moverse.

—Me sorprende que no vengas connosotros —comentó con su vozdevastada—. Esperaba que Nagash tedevolviera el mando a tiempo para elasalto. Es una tontería no hacer uso de tutalento cuando hay tanto en juego.

Los toscos elogios le habrían dadoánimos a un mortal, pero Arkhan sólo

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sintió resentimiento contra su señor porel evidente desaire.

—Han pasado semanas —gruñó—.Supongo que Nagash se ha olvidado demí. Estoy seguro de que Raamket oalgún otro comenzó a intrigar paraocupar mi puesto en cuanto caí endesgracia.

Shepsu-hur asintió moviendo lacabeza con aire de gravedad.

—Se trata de Raamket, lo que estoyseguro que no es ninguna sorpresa. No tehiciste ningún favor quedándote en esatorre tuya tantos años.

El visir hizo un gesto afirmativo conla cabeza.

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—Muy cierto —contestó.Observó a Shepsu-hur y se preguntó

si al inmortal le había irritado algunavez el vínculo de Nagash como a él. ¿Élera el único que había intentadoliberarse de las cadenas de su señor?Seguro que no.

—¿Cuántos aliados crees que tieneRaamket en la corte? —preguntó. Elpaladín se encogió de hombros haciendoque otra lluvia de tela quebradiza cayeraal suelo.

—Me imagino que no muchos.Nunca ha sido muy popular, sobre todoal principio; pero ahora que goza de laconfianza del señor, eso cambiará sin

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duda. —Shepsu-hur estudió a Arkhan,pensativo—. ¿Por qué lo preguntas?

—Sólo estoy considerando misopciones —respondió Arkhan concuidado.

Shepsu-hur asintió con la cabeza.Cuando el inmortal comenzaba acontestar se oyó un grito procedente dela retaguardia del ejército y una serie defuertes ruidos sordos retumbaron a lolargo de la línea de batalla a medida quelas catapultas entraban en acción. Hacesde pálida luz verde trazaron arcos porencima de los lanceros que aguardabanmientras fardos de cráneos embrujadoscaían hacia las murallas de Mahrak.

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Unos cuernos tronaron cerca de allí,y Arkhan vio una llamarada de fuegomágico a unas cuantas veintenas demetros a su derecha. Una falange decadáveres atrofiados que llevabanescudos con la superficie blanca ygrandes espadas había aparecido en laladera de una alta duna, en laretaguardia de los jinetees queesperaban la orden de atacar: loscadáveres de la escolta real de Quatar,atados al servicio de Nagash y portandoel estandarte desollado de su antiguorey. El Rey Imperecedero se encontrabadetrás de las filas de la Guardia de laTumba; lo rodeaba su séquito espectral,

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y Raamket y un puñado de esclavos loatendían de cerca. Al lado de Nagashcaminaba la figura destrozada deNeferem, cuyo rostro marchito yretorcido era una máscara de silenciosodolor.

Arkhan sintió la orden no expresadacon palabras del nigromante zumbándoleen el cerebro como si fuera un enjambrede voraces langostas. Un revuelorecorrió a los jinetes que aguardaban.Shepsu-hur se enderezó en la silla.

—Ya empieza —anunció con vozáspera mientras cogía el yelmo.

El inmortal saludó a Arkhan con lacabeza antes de colocarse el yelmo.

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—Volveremos a hablar de Raamket ysus aliados en cuanto acabe la batalla —prometió.

Las catapultas dispararon de nuevo yarrojaron sus aullantes proyectilescontra la ciudad. Las primerascompañías de lanceros se pusieron enmarcha con un repiqueteo de hueso,madera y metal, formando una silenciosae inexorable marea hacia las murallas dela ciudad. Arkhan sintió temblar la tierraal paso de ochenta mil pares de pies.

—¿Cuánto calculas que durará? —lepreguntó al paladín.

Shepsu-hur dirigió la mirada haciala Ciudad de la Esperanza.

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—Una hora. Puede ser que menos.En cuanto abramos una brecha en lapuerta, la ciudad estará sentenciada. —Se encogió de hombros—. Quizá serindan antes de llegar a eso.

—¿A Nagash le interesa unarendición?

El inmortal miró a Arkhan y lededicó una sonrisa enseñando loscolmillos.

—El Rey Imperecedero ha dicho quea cada hombre que le traiga un sacerdotevivo le pagará su peso en oro. Al resto,hay que matarlos directamente.

La noticia sorprendió al visir.—¿Matarlos? ¿No esclavizarlos? —

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inquirió.Shepsu-hur negó con la cabeza a

modo de respuesta.—Hoy, la era de los antiguos dioses

llega a su fin —dijo—. Los templosarderán y los fieles serán pasados acuchillo.

—Los hombres de Numas y Zandrise indignarán —declaró, recordando lareacción de los reyes en el palacio deQuatar—. Podrían sublevarse.

Shepsu-hur hizo que su caballo dieramedia vuelta. El inmortal miró haciaatrás por encima del hombro.

—Los hombres de Numas y Zandripodrían ser los siguientes —dijo, y fue a

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reincorporarse a sus tropas.Arkhan observó como la caballería

se ponía en marcha detrás de losimplacables lanceros y miró más allá,hacia las silenciosas murallas de laCiudad de los Dioses. Energíasinvisibles crepitaban por el aire,arremolinándose por encima del ejércitoen movimiento como si se tratara de unatormenta en formación. Una brisa tiró dela túnica del visir levantando zarcillosde polvo y arenilla. Arkhan no sabíadecir si era cosa de Nagash o si algunaotra fuerza se estaba despertandomientras el ejército emprendía lamarcha.

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* * *

En la cima de una duna cercana, Nagash,el Rey Imperecedero, observaba avanzara su ejército y pensaba en el fin deMahrak.

Fuegos compactos ardían por lallanura donde los fardos de cráneosaullantes no habían llegado a lasmurallas de la ciudad. Mientras elnigromante miraba, las catapultaslanzaron otra salva, y esa vez numerososproyectiles dieron con la distanciaadecuada. Estallaron contra las murallasen medio de lluvias de un verde

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asqueroso, compuestas de hueso yarenisca rota, o golpearon las almenasentre abrasadoras llamaradas.

Las compañías de lanceros sedesplazaban a un ritmo lento yacompasado, avanzando en una anchalínea hacia la muralla occidental deMahrak. Casi habían llegado a la líneade demarcación donde el velo delnigromante se encontraba con lasguardas defensivas de la ciudad.

Nagash se volvió hacia su reina.—Échalas abajo —le indicó a

Neferem, señalando hacia el campoiluminado por las estrellas.

El Rey Imperecedero ya estaba

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haciendo acopio de su poder,recurriendo a las energías de laPirámide Negra situada a cientos deleguas de distancia. Cuando las guardasse vinieran abajo, su velo mágicoavanzaría rápidamente, y la oscuridadcaería sobre la Ciudad de la Esperanza.

Las primeras filas de lancerosalcanzaron las guardas de la ciudad.Neferem alzó sus brazos atrofiados ysoltó un largo grito de desesperación.

Abajo, en la llanura, la brisacomenzó a intensificarse y empezó alevantar cintas de arena en el aire endirección a la ciudad que aguardaba.Las compañías de lanceros continuaron

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avanzando bajo los disparos de lascatapultas, seguidas por treintaescuadrones de caballería ligera, alfrente de los cuales iba un tercio de susinmortales. Tras ellos avanzaban milesde arqueros esqueleto, con sus altosarcos preparados. Ellos llevarían a cabola mayor parte del combate en cuanto lascompañías llegaran a las murallasdisparando contra los defensores de laciudad, mientras estos atacaban alremolino de lanceros desde lo alto.

La marcha de los lanceros habíahecho que un constante y vibrante sonrecorriera el terreno rocoso, pero eseritmo se vio interrumpido por lentas y

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pesadas pisadas. Pum…, pum…, pum…Coronaron la línea de dunas a la vez

que las catapultas disparaban otra salvacontra la ciudad. Eran ocho altísimasfiguras, cada una de casi cinco metrosde alto y elaborada a partir de huesosfundidos y tendones parecidos a cables.Los gigantes de hueso blandían enormesgarrotes hechos con mástiles de barcoscortados y unidos con gruesas tiras debronce. Creados a la manera de loscomplicados gigantes de metallybaranos, atacarían la puerta de laciudad y la echarían abajo, y asíallanarían el terreno para que lacaballería iniciara la masacre.

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El viento continuaba aumentando,levantando cada vez más polvo en elaire, por encima de la llanura. El mantode sombra del nigromante estabaempezando a deshilacharse atraídoinexorablemente hacia el crecientevórtice.

Miles de esqueletos marchabanhacia delante con sus yelmos abolladosy las puntas de sus lanzas brillandodébilmente bajo la luz menguante de lasestrellas. Las guardas de la ciudad nohabían caído.

Durante un breve instante, el ReyImperecedero se quedó atónito. Agudizóla fuerza de su orden acelerando el ritmo

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de sus tropas. Los gigantes de huesoincrementaron el paso para acortar lasdistancias con rapidez en relación conlas compañías que avanzaban.

En lo alto, las nubes de polvobullían; un brillo que recordaba a unhorno las iluminaba desde dentro. Elviento había aumentado de fuerza hastaconvertirse en un furioso rugidoparecido al de un león. Entonces, se oyóun estallido ensordecedor, como el deuna roca rajándose al sol, y comenzó acaer una lluvia de fuego sobre losmuertos vivientes.

Trozos girantes de roca del tamañode ruedas de carromato descendieron de

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las nubes dejando ardientes estelascarmesí y cayeron entre las apretadasfilas de lanceros, lanzando sus trozospor los aires en medio de columnas detierra y llamas. Cada impacto retumbópor la llanura como el golpe de unmartillo, cayendo uno sobre otro tandeprisa que se fundieron en un titánico yatronador rugido.

Se abrieron enormes huecos en lascompañías de lanceros, pero losguerreros esqueleto no vacilaron nisintieron temor. Impulsados por el látigoinvisible de la voluntad de su rey, loslanceros cerraron filas y continuaronavanzando. Los cuerpos siguieron

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adelante penosamente; las envolturas seles iban quemando mientras caminaban.Las catapultas prosiguieron disparando,pero a medida que los cráneos surcabanlas nubes, se hacían pedazos y sedesviaban hacia el este para caer sobrelos esqueletos.

Furioso, Nagash se dio media vueltarápidamente hacia su reina. Agarró aNeferem del pelo y le hizo girar lacabeza con brusquedad, de modo que sele agrietó la piel seca del cuello.

—¡Rompe su poder! —ordenó—.¡Rómpelo!

Neferem alzó los brazos débilmentecon el rostro deformado por el dolor y

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el terror. Gimió como un alma perdidagritando su tormento al cielo, pero fueen vano.

Los inmortales habían penetrado lasguardas y apretaron el paso mientras laspiedras ardientes caían a su alrededor,zigzagueando entre los lanceros enapuros y corriendo hacia la puerta. Losgigantes hicieron lo mismo, en algunoscasos abriéndose paso sin misericordiaentre los lanceros que se interponían ensu camino. Una roca cayó y, golpeando aun gigante en plena frente, le destrozó elcráneo deforme. La construcción sincabeza se tambaleó un momento, luegose enderezó y siguió adelante.

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Cuando los jinetes a la cargaestuvieron a menos de cien metros de lasmurallas de la ciudad, el terreno arenosoque tenían delante se agitó y estallólevantando una cortina de polvo hacia elcielo. La caballería, que iba demasiadodeprisa para detenerse, se sumergió enla ondeante pared y se perdió de vista.

Durante un momento, Nagash nopudo ver nada, y a continuación, unaforma pequeña salió dando vueltas de lanube como si fuera un trozo de cerámicavolando por los aires. Por una cuestiónde suerte, golpeó a un gigante de huesoen el pecho y se hizo añicos en medio deuna lluvia de fragmentos. El nigromante

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se dio cuenta con retraso de que laforma había sido la mitad de un caballono muerto.

El polvo estaba empezando ahacerse menos denso y se podían verformas grandes y oscuras moviéndose enlas profundidades. Más cosas salieronvolando de la nube, como si fueranfragmentos desperdigados por el vaivénde fuertes golpes.

Los gigantes casi habían llegado a lacortina de polvo. Levantaron susgarrotes y los balancearon, trazandomovimientos amplios y pesados queabrieron estelas turbulentas a través delvelo y dejaron al descubierto enormes

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formas leoninas con los costados delcolor de las arenas del desierto. Una deellas se volvió contra los gigantes ysaltó hacia delante con las zarpasextendidas.

Golpeó al gigante en el pecho. Lasgarras destrozaron el tórax fusionado yabrieron surcos en la pelvis delconstructo. El monstruo era por lomenos tan grande como el gigante;poseía un cuerpo que recordaba al de unleón y una potente cola que se sacudía,pero la cabeza de la bestia no era la deun león. Tenía una melena rojiza y ojosrasgados amarillos, pero la cara era lade un hombre.

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La esfinge enseñó unos colmillosenormes y arremetió contra el cuello delgigante para partirle las vertebrasnudosas con un único y potentemordisco. La construcción cayó bajo elpeso del monstruo, y la esfinge ladestrozó con sus zarpas parecidas asables.

Más esfinges surgieron de un saltode la nube de polvo que se ibaasentando, con la piel cubierta de trozosaplastados de hueso y tiras pálidas detejido. Se adentraron como unaexhalación entre los gigantes restantes,demasiado deprisa para que sus torpesarmas las tocaran, y les desgarraron las

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patas con colmillos y garras. Uno a uno,los constructos se estrellaron contra elsuelo y fueron hechos pedazos.

Nubes de flechas atravesaron lallanura y cayeron entre las esfingescuando los arqueros supervivientes sesituaron a distancia de tiro. Losmonstruos levantaron la cabeza ytrataron de morder las flechas como sino fueran más que moscas picándolos y,luego reanudaron su truculenta labor.

Los lanceros seguían empujandohacia delante bajo la lluvia de fuego,pero ahora avanzaban por separado o engrupos aislados de cinco o diezguerreros. Sus compañías estaban

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destrozadas y los arqueros padecíanbajo el asalto celestial. La llanuraestaba alfombrada de huesos humeantesy trozos rotos de armas y armaduras.

Nagash enseñó los dientes en unsilencioso gruñido, alzó el rostro haciael cielo y rugió de rabia. Abajo, en elcampo de batalla, los esqueletos que aúnsobrevivían se tambalearon al oír elsonido, se volvieron y empezaron aretirarse.

Las esfinges daban vueltas por elaccidentado terreno al pie de lasmurallas de Mahrak como felinoshambrientos clavando una mirada torvaen las demás fuerzas del nigromante. Los

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restos de la caballería y sus capitanesinmortales crujían bajo sus zarpas. Nohabía sobrevivido ni un jinete.

Las enormes bestias sacudieron lascabezas y le rugieron con actituddesafiante a los esqueletos, que sebatían en retirada. Sus caras parecidas alas de un humano mostraban unaexpresión iracunda a la par que triunfalmientras caminaban entre los huesosdestrozados de la horda.

Más allá de la Ciudad de laEsperanza comenzaron a aparecer losprimeros rayos del amanecer.

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VEINTINUEVEEl señor de unastierras muertas

Mahrak, la Ciudad de la Esperanza,en el 63.º año de Djaf el Terrible

(-1740, según el cálculo imperial)

Los esclavos comenzaban su labor alanochecer, cruzando con cautela la línea

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de sombras en cuanto el sol desaparecíadetrás de las nubes mágicas al oeste.Trabajaban en grupos de cincuenta osesenta: un tercio de ellos arrastrabacarretillas mientras el resto recogíabrazados de huesos rotos o arreos decuero desgarrados y cargaban losvehículos lo más pronto posible.Compañías de arqueros esqueletovigilaban a los recolectores de huesosdesde justo detrás de la línea dedemarcación, listos para dispararle acualquier esclavo que perdiera el valore intentara regresar antes de llenar sucarretilla. Cuanto más se acercaban loscarroñeros a las murallas de Mahrak,

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más miedo les entraba.Arkhan el Negro permanecía en la

cima de la misma duna baja desde la queNagash había desatado su primer ataquecontra la ciudad de los sacerdotes yobservaba el avance de un grupo derecolectores de huesos en concreto, quese encontraba unos cuantos cientos demetros más adelantado que el resto. Unescriba estaba sentado en la arena cercade allí, sosteniendo un escritorio portátilen equilibrio sobre las rodillas,preparado para anotar las observacionesdel visir. Detrás de ellos la inmensaciudad de tiendas estaba despertando; selevantaba tras el sueño del largo día y se

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disponía para otra tediosa nochevigilando la línea de sombras yesperando a que la ciudad cayera.

Cuatro años después del catastróficocomienzo del sitio, la llanura occidentalde Mahrak estaba alfombrada de huesosastillados, armaduras desgarradas yarmas rotas. Se habían arrojadoincontables millares de guerreros contrala ciudad y las abrasadoras piedras loshabían destrozado o habían acabadohechos añicos bajo las zarpas de losguardianes, dotados de la fuerza de loselementos.

Se había enviado compañía trascompañía hacia las pacientes fauces de

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los defensores de ciudad, usando todatáctica imaginable que Nagash y suscapitanes pudieron idear. Lanzaroncomplicados amagos y movimientos deflanqueo con la esperanza de arrollar lasguardas defensivas. Apoyaron losasaltos con intensos bombardeos ymuchísimos gigantes torpes hechos dehueso. Incluso fabricaron construccionesexcavadoras para intentar abrir un túnela través del campo de la muerte; perotodo fue en vano. Las defensas deMahrak eran tan infatigables y ferocescomo los atacantes no muertos deNagash, y a medida que los meses setransformaban en años, la llanura situada

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en las afueras de la ciudad se ibaconvirtiendo en un inmenso campo dehuesos.

La carnicería se había vuelto tangrave que los sitiadores tuvieron queempezar a emplear esclavos paradespejar sendas a través de los restospara permitir moverse a las tropas. Sedescargaron carretadas de huesos enenormes campos mortuorios en la parteposterior del ejército, donde los acólitosdel rey rebuscaban entre los restos enbusca de partes apropiadas para volvera montar guerreros útiles oconstrucciones de sitio más grandes.Más al oeste, destacamentos carroñeros

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peinaban las necrópolis de Khemri,Numas y Zandri entrando en criptas decampesinos y despertando nuevosreclutas para restaurar el maltrechoejército de Nagash.

El coste de mantener el sitio sehabía vuelto tan riguroso que lasenergías almacenadas de la PirámideNegra se habían reducido de manerapeligrosa. Raamket recibió la orden deregresar a Khemri después del primeraño de sitio para reunir nuevas almaspara sacrificios. Corrió el rumor de quese enviaron barcazas de esclavosnorteños río abajo procedentes deZandri todos los meses para que

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murieran en las profundidades de lapirámide.

El Rey Imperecedero se lo habíadejado claro a sus vasallos: aunquetardaran diez años, o diez mil años, elsitio de Mahrak continuaría hasta que laCiudad de los Dioses ya no existiera.

Arkhan atisbó entre la crecientepenumbra más allá de la línea desombras y calculó el avance deldestacamento carroñero.

—Doscientos metros —dijo, y elpincel del escriba susurró por el papiro—. Nada todavía.

El destacamento se encontraba muypor delante de los otros carroñeros; se

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abría paso entre montones de huesoastillado que les llegaban casi a lasrodillas. El cielo permanecía despejadopor encima de los esclavos, como seesperaba. A lo largo del último año, lossitiadores habían comenzado a tantearlas guardas de la ciudad de diferentesformas, reuniendo información acerca desu funcionamiento con la esperanza deencontrar un modo de deshacerlas.Habían averiguado que grupos de cienhombres o menos podían cruzar la líneade sombra sin desencadenar la lluvia delfuego, y podían acercarse sin peligrohasta a un cuarto de milla de la ciudad.Sin embargo, una vez pasado ese límite,

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caían presas de las esfinges.Se produjo cierto debate acerca de

cuántos de esos espíritus del desiertoprotegían Mahrak. Varios observadoresaseguraban que no más de mediadocena, mientras que otros insistían enque había al menos una veintena. Elproblema era que los espíritus iban yvenían a voluntad en el interior de lazona de un cuarto de milla fuera de lasmurallas de la ciudad. Podíandesaparecer en el terreno arenoso y salirde una nube de polvo a cientos demetros de distancia, atacando con unavelocidad sobrecogedora, antes deesfumarse una vez más. A pesar de

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esforzarse al máximo, las tropas deNagash aún no habían herido ni a unasola esfinge, y menos aún la habíanmatado.

No obstante, el sitio no eracompletamente desigual. Aunque losguerreros de Nagash no pudieran entraren Mahrak, al menos podían asegurarsede que no saliera nada. Las patrullasnumasis habían interceptado numerosaspartidas de búsqueda de alimento a lolargo de los dos últimos años, y despuésde suficiente tortura, los prisioneroshabían confesado las desesperadascondiciones que se vivían en el interiorde la ciudad. Las reservas de comida de

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Mahrak se habían agotado hacía muchotiempo. Ya no quedaban caballos, nitampoco ninguna rata. Habían estalladoenfrentamientos en los alrededores deltemplo de Basth cuando una multitud deciudadanos hambrientos persiguieron alos gatos sagrados del templo. Lostemibles Ushabtis de Mahrak, losguerreros santos más imponentes de todaNehekhara, se encontraron empleandosus poderes contra los creyentes de laciudad en un desesperado esfuerzo pormantener el orden.

La noticia había complacido aNagash al principio. Parecía que laciudad podría caer en cualquier

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momento, pero la expectativa del rey seconvirtió pronto en decepción. Mahraksiguió aguantando, noche tras espantosanoche, mientras no cabía duda de que alsur los reyes de Rasetra y Lybarasestarían reconstruyendo sus destrozadosejércitos para presentar batalla una vezmás.

El sonido de cascos al otro lado dela duna llamó la atención de Arkhan.Miró de soslayo por encima del hombroy vio un mensajero que llevaba una capapara el desierto con capucha, bajandocon torpeza de la silla de montar de unayegua de aspecto enfermizo. Arkhanfrunció el entrecejo y volvió a

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concentrarse en los esclavos que seacercaban poco a poco a la lejanaciudad. Fuera lo que fuese lo que eljinete tuviera que decir, ya se enteraría.Era poco probable que resultara demucha importancia.

El mensajero subió con calma laduna redondeada; la ruidosa respiraciónle resonaba en la garganta. Arkhanescuchó acercarse los fatigados pasosdel hombre, hasta que pudo notar elhedor grasiento de la enfermedad que sefiltraba por los poros del infeliz. Lospálidos labios del visir formaron unamueca de desagrado. Cuando el hombrehabló, su voz fue un estertor sibilante.

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—Primero, ofrecemos huesos. Ahorasacrificamos carne y sangre a los leonesdel desierto —comentó.

Arkhan sintió un frío destello deirritación. Antaño habría hecho que elotro hombre sufriera terriblemente portal impertinencia.

—¿Tienes un mensaje para mí? —gruñó—. ¿O has decidido arriesgar tuvida malgastando mi valioso tiempo?

El mensajero lo sorprendió con unarisa flemática.

—Las arenas del tiempo se nosescapan rápidamente de los dedos,Arkhan el Negro —añadió en voz baja.

La irritación dejó paso a la

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indignación. Arkhan se volvió contra elmensajero apretando los pálidos puños yse encontró clavando la mirada en elrostro cetrino y angustiado de Amn-nasir, el rey sacerdote de Zandri.

El inmortal luchó por impedir que lasorpresa se reflejase en su cara. Le echóuna mirada furtiva al escribano que seencontraba allí cerca y que estabaobservando el intercambio de palabrascon aterrada fascinación.

—Déjanos —le ordenó Arkhan—.Le transmitiré mis observaciones al reypersonalmente.

El escriba empezó a oponerse, perose lo pensó mejor al ver la mirada de

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amenaza que apareció en los ojos deArkhan. Cogió su material sin mediarpalabra y bajó a toda prisa por la otracara de la duna. Cuando el escriba ya nopodía oírlos, Arkhan se volvió hacia elrey.

—¿Qué significa esto? —preguntóentre dientes.

Los ojos hundidos de Amn-nasir seagradaron levemente ante el tono delvisir, aunque quizá se trataba solo de laspalabras de Arkhan atravesando el velode vino y raíz de loto que se habíaapoderado de la mente del rey. Amn-nasir logró esbozar una sonrisa fugaz,que dejó ver una boca llena de dientes

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manchados y putrefactos.—Deseaba ver por mí mismo cuánto

ha caído el orgulloso visir del rey —contestó suavemente.

Parte de la antigua rabia de Arkhanregresó. Abrió completamente losbrazos.

—En ese caso, mirad —dijo condesdén—. Empapaos bien, alteza.

La sonrisa del rey sacerdote volvióa aparecer. Un brillante hilito de baba sele escapó por la comisura de la boca yse lo limpió distraídamente con unamano temblorosa.

—Ni el más poderoso entre nosotrosestá a salvo de la ira de Nagash —

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observó.Arkhan contuvo una respuesta

cortante. ¿Qué sentido tenía negarlo?Amn-nasir lo había visto retorcerse

como un gusano en el palacio de Quatar.Recordó las últimas palabras deShepsu-hur antes de que cabalgara haciasu muerte bajo las murallas de Mahrak.

«Los hombres de Numas y Zandripodrían ser los siguientes».

Se oyó un lejano estruendoprocedente de Mahrak, seguido del débilsonido de los gritos. Arkhan se volvióde nuevo hacia la llanura mientrassoltaba una maldición y vio que lacarnicería ya había comenzado.

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Tres esfinges se erguían sobre losaterrorizados esclavos arremetiendocontra los hombres que gritaban conenormes zarpas embadurnadas desangre. Los cuerpos volaban por losaires como muñecos de paja, abiertos encanal por las garras de los monstruos.Parecía que la mitad de los esclavos yahabía muerto, y el resto huíandespavoridos de regreso hacia la líneade sombras.

—Vamos —murmuró Arkhanfurioso. Estudió atentamente la llanurade huesos que se extendía alrededor delos esclavos que huían—. ¡Arriba,maldita sea!

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Dio la impresión de que una de lasesfinges saltaba perezosamente haciadelante entre un grupo de esclavosaterrorizados, aplastando a varios bajoel peso de sus garras y atrapando otrocon los colmillos. El monstruo partió alesclavo en dos de un mordisco, escupiólos trozos, y luego empezó a abalanzarsesobre otra víctima, cuando de pronto elsuelo se agitó alrededor de los esclavosen apuros y la esfinge saltó hacia elcielo como un gato asustado.

Unas figuras enormes y bajassurgieron de la tierra a ambos lados dela esfinge. Unas tenazas de bordesirregulares y del tamaño de un hombre

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adulto trataron de atrapar las patas delmonstruo, y colas segmentadas hechasde reluciente hueso intentaron golpear ala criatura en los costados con aguijoneslargos como espadas. Tresconstrucciones de hueso, creados conforma de enormes escorpiones detumbas, rodearon al espíritu del desiertoy lo apuñalaron en los costados una yotra vez, suscitando espantosos rugidoscasi humanos de rabia y dolor.

La esfinge herida se retiróarrastrando una pata trasera paralizada ytratando de morder con actituddesafiante a las construcciones quecorreteaban ante ella. Los escorpiones

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presionaron hacia delante sin dar tregua,desplegándose para atacar a la criaturadesde tres direcciones diferentes a lavez. Una repentina ráfaga de vientorecorrió la llanura levantando una nubede arena alrededor de las figuras queforcejeaban, y las compañeras demanada de la esfinge atacaron. Losmonstruos leoninos adquirieron forma alsalir del remolino de arena y saltaronsobre los escorpiones, intentandomorder las colas de las construccionescon sus potentes mandíbulas. El hueso seastilló y los fragmentos salieron volandopor el aire, mientras los espíritus seensañaban con las construcciones.

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En cuestión de segundos, lainfortunada emboscada había terminado.Los seis monstruos dieron vueltasalrededor de las construccionesdestrozadas durante un tiempo mis, yluego les volvieron la espalda a losesclavos que huían y se retiraron haciaagitadas nubes de arena. Sus pielesoscuras se fundieron con la girantearena, y entonces se perdieron de vista.

Arkhan observó los cuerpos rotos delos escorpiones y sacudió la cabeza conirritación. Seis meses de conjuros ytrabajo, todo había desaparecido encuestión de momentos. El visir hizo unamueca.

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—Bueno, esta vez conseguimos herira una de las bestias —comentó entredientes—. Supongo que es un progreso.

Amn-nasir lanzó un gruñido dedesdén, lo que a su vez le provocó undoloroso acceso de tos.

—Nagash ha cometido un graveerror de cálculo —dijo al final el rey—.Nos ha mantenido aquí durante añosmientras nuestras ciudades se arruinan ynuestros enemigos se vuelven másfuertes. Si hubiéramos marchado sobreRasetra y Lybaras inmediatamente,habríamos acabado con esta guerra en unmes. Pero ahora…

—¿Qué? —lo interrumpió Arkhan,

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entrecerrando los ojos con recelo. El reyvaciló.

—El aguante de todo hombre tieneun límite —añadió con una voz casidemasiado débil para que el inmortalpudiera oírlo.

El visir estudió el rostroatormentado del rey.

—O aguantamos, o morimos —contestó.

—Todos los hombres mueren —dijoAmn-nasir—. A veces una buena muertees preferible a una vida desdichada.

Arkhan hizo un gesto negativo con lacabeza.

—Tuvisteis vuestra oportunidad de

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alzaros contra Nagash hace muchosaños, pero en cambio doblasteis lacerviz. Ahora es demasiado tarde.

—Tal vez sí, y tal vez no —contestóel rey enigmáticamente.

—Dejaos de jueguecitos —repusoArkhan, bruscamente—. Hablad sinrodeos o callaos.

—Como gustes —dijo Amn-nasir—.El rey sacerdote de Lahmia está decamino con un ejército tras él.

El visir abrió mucho los ojos.—¿Estáis seguro? —inquirió,

dándose cuenta de lo tonto que sonabaincluso mientras la pregunta salía de suslabios.

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Amn-nasir sonrió de nuevodisfrutando de la sorpresa de Arkhan.

—Mis exploradores losdescubrieron ayer. Llegarán aquí por lamañana —contestó.

La emboscada fallida quedó en elolvido. Las ideas se agolparon en lamente de Arkhan mientras intentabacaptar las repercusiones de la inminentellegada de los lahmianos.

—Un ejército —murmuró—. ¿Porqué? ¿Lamashizzar viene para ponersedel lado de Nagash, o de la gente deMahrak?

Amn-nasir se encogió de hombros.—Los lahmianos son conocidos por

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ser unos oportunistas. Sin duda,Lamashizzar intuye que el equilibrio depoder está cambiando y trata deaprovecharlo para sus propios fines.

Arkhan consideró esa informaciónantes de preguntar:

—¿Cómo de grande es el ejércitolahmiano?

—Quizás unos cincuenta o sesentamil soldados —respondió el rey—. Unamezcla de infantería y caballería pesada,todos ataviados con una armaduraextraña y estrafalaria.

El visir sacudió la cabeza. Nagashcontaba con más del doble de soldadosacampados en las afueras de Mahrak.

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—Si Lamashizzar mide sus fuerzascon el Rey Imperecedero, conseguiráque lo destruya —apuntó.

—Si lucha solo, sí —estuvo deacuerdo Amn-nasir, asintiendo despaciocon la cabeza.

El inmortal y el rey se quedaronmirando el uno al otro durante un largo ytenso momento.

—¿Los hombres de Numas estánconsiderando la posibilidad desublevarse también? —preguntó Arkhanen voz baja.

—No hablo por Numas —contestóAmn-nasir con expresión inescrutable.

Arkhan se acercó al rey.

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—Sois un estúpido por contarmeesto —dijo entre dientes—. Nagash merecompensaría bien por este tipo deinformación.

La amenaza dejó indiferente a Amn-nasir.

—¿Ahora quién está empleandojueguecitos? —arguyó—. ¿Crees que tuseñor puede mostrar gratitud después detodo este tiempo? Aunque le confesarasa Nagash todo lo que te he dicho y dealgún modo él confiara lo bastante en tipara actuar en consecuencia, ¿de verdadcrees que cambiaría algo?

—¿Para qué hablar conmigosiquiera? —quiso saber el visir—.

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Tenéis razón. Ya no tengo influencia nipoder. El rey me encarga tareas deínfima importancia cuando le apetece, ysólo me proporciona alimento suficientepara llevar a duras penas una existenciadébil y miserable.

Pensó en decir más, pero lavergüenza lo contuvo. Durante añoshabía recibido poco más que gotas delvaliosísimo elixir de su señor lo que lodejaba en un tormento constante.Desesperado, había empezado acomplementar su exiguo alimento consangre de animales. La sangre amarga decaballos, chacales, incluso buitres,alivió en parte su terrible sed, pero no

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hizo nada por devolverle la vitalidad.A lo largo de los últimos años,

Arkhan había considerado más de unavez desaparecer en el desierto yregresar a Khemri. Sabía dónde estabanescondidos los mamotretos arcanos deNagash, en el corazón de la PirámideNegra, y en algún lugar de aquellaspáginas se hallaban las fórmulas paraelaborar el espantoso elixir. Esasfórmulas lo liberarían de las garras deNagash para siempre; pero las largas yabrasadoras leguas entre Mahrak y laCiudad Viviente lo amilanaban en sudébil estado.

—Tú sabes más sobre Nagash y sus

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poderes que nadie —apuntó Amn-nasir—, y tienes razones más que suficientespara desear su caída. Esta es tuoportunidad, probablemente tu únicaoportunidad, para librarte de él. Si vas aver a Lamashizzar y le ofreces compartirlos secretos de Nagash, podría bastarpara convencerlo.

Arkhan frunció el entrecejo.—¿Convencerlo? —El visir sintió

que su rabia regresaba—. Toda estaaudaz palabrería sobre una revuelta esuna fantasía, ¿verdad? Ni siquierahabéis hablado con Lamashizzar. Quesepáis, los lahmianos podrían pensarque Mahrak está a punto de

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desmoronarse y venir para tratar deganarse el favor de Nagash. Queréisusarme como pretexto para promover laidea de la rebelión y evaluar la reacciónde Lamashizzar antes de arriesgarvuestro propio pellejo.

Por primera vez, los ojos nubladosde Amn-nasir se ensancharon con ira.

—Piensa lo que te parezca, visir —repuso con tono frío—. Nunca hepretendido saber lo que piensaLamashizzar. Pero eso no cambia nadade lo que te he dicho.

El rey levantó las manostemblorosas y se colocó la capucha parael desierto.

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—Tú y yo sabemos mejor que nadieen qué se convertirá Nehekhara siNagash triunfa —afirmó Amn-nasir—.Mahrak no puede aguantar mucho más y,sin duda, Lamashizzar lo intuye. Cuandoeso ocurra, la oscuridad se extenderápor el este, y el Rey Imperecedero seconvertirá en el señor de una tierramuerta. Estamos al borde del abismo,Arkhan. Esta es nuestra últimaoportunidad para apartarnos del abismode la ruina.

Arkhan no respondió al principio.Clavó la mirada en la llanura cubiertade huesos y pensó en Bel Aliad yBhagar, e incluso en Khemri.

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—El señor de una tierra muerta —murmuró. Respiró hondo—. Debopensar en esto, alteza. ¿Decís queLamashizzar llegará mañana?

El visir volvió la mirada hacia elrey, pero Amn-nasir se había ido y yaestaba subiéndose de nuevo a la silla desu yegua enfermiza. Arkhan observómientras el rey se marchaba y consideróel futuro.

* * *

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A una docena de leguas al sureste deMahrak se extendía una cordillerairregular de montañas de cimas planasseparadas por cañones estrechos,paredes empinadas y barrancostraicioneros. Durante siglos el terrenohabía sido un refugio para los bandidosdel este, hasta que el padre de Nagash,Khetep, lo había limpiado sin piedaddurante sus campañas meridionaleshacía más de doscientos años. Muchasde las empinadas montañas eran unlaberinto de cuevas; algunas conteníanpozos ocultos y reservas de provisionesconstruidas por bandas de bandidos. Ungeneral hábil podría haber escondido un

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ejército en ese terreno accidentado, queera exactamente lo que había hechoRakh-amn-hotep.

Habían tardado más de tres meses ensituar a las compañías de guerreros enposición. Se desplazaron por la nochepara ocultar el polvo de su marcha y noencendieron fuegos, salvo un puñado deescasos hornos enterrados en el fondode las cuevas de las montañas. Primero,llegó la caballería, que estableció unpiquete para contener a los exploradoresnumasis y montó guardia junto a lasreservas de provisiones, que trasladaronmediante rápidos grupos de carromatosque se enviaron por delante de las

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compañías de infantería. Para cuando elrey rasetrano llegó al extensocampamento, se habían congregado másde cuarenta mil guerreros aguardando lallamada a la batalla. En las semanassiguientes, habían llegado otros veintemil soldados, completando casi elejército.

La hueste no era sino una pálidasombra de la orgullosa fuerza que habíamarchado sobre Khemri hacía cuatro yaños medio. No había hombres lagartode las profundas selvas con sus enormesbestias de guerra ni escuadrones develoces carros tirados por reptilessilbantes y de dientes serrados. Se había

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hecho entrar en servicio a todos loscaballos de Rasetra y se había armado atodos los viejos veteranos y jóvenesinexpertos, a los que se cubrió conpesadas escamas y se los introdujo en elcrisol de la guerra. Ese era el germen desu gente. Si esa última campañafracasaba significaría el fin de suciudad. No quedaría nadie para manejarlos molinos ni las forjas, ni paramantener el mercado en funcionamiento.En menos de una generación, la selvareclamaría Rasetra una vez más.

Rakh-amn-hotep calculaba que sepodría decir lo mismo de Lybaras. Losguerreros de la Ciudad de los Eruditos

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habían estado llegando a lo largo delúltimo mes y los ancianos y los escribasjóvenes y torpes que llenaban las filasde sus compañías de lanceros resultabaninconfundibles. Se imaginó las enormesbibliotecas y escuelas de ingeniería yfilosofía resonantes y vacías. Lasgrandes máquinas de guerra y losmaravillosos barcos flotantes deLybaras ya no existían, y quizá no se losvolviera a ver nunca.

Un suave viento soplaba desde lasmontañas al oeste, y Neru brillaba en loalto del cielo mientras el rey rasetranopermanecía sobre una cresta baja yesperaba la llegada de las últimas

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unidades del ejército que se esperaban.Sus Ushabtis se encontraban cerca deallí, envueltos en túnicas y capuchaspara el desierto a fin de ocultar susdones divinos. Dos escribas estaban encuclillas en la base de una roca grande,comparando listas de suministros yhaciendo anotaciones en tablillas decera con agujas romas de cobre. Ekhrebse encontraba a un lado de los escribas,estudiado sus anotacionescuidadosamente, y luego se acercó alrey. Saludó con la cabeza a Rakh-amn-hotep y a la figura alta y delgada situadaa la derecha del rey.

—Todo está preparado —dijo el

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paladín en voz baja—. Las compañíashan sacado sus suministros para elcamino y estarán listas para ponerse enmarcha al alba.

Rakh-amn-hotep asintió moviendo lacabeza con gravedad.

—¿El piquete está seguro? —inquirió.

Ekhreb hizo un gesto afirmativo conla cabeza.

—Los numasis no han estadopatrullando con tanto empuje los últimosmeses. Cuando llegan a enviar patrullas,casi nunca se alejan más de unas cuantasleguas del campamento. —Suspiró—.Espero que eso no signifique que

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Mahrak ha capitulado por fin.No habían tenido noticias de la

Ciudad de la Esperanza durante muchotiempo. Pequeñas patrullas dereconocimiento se las habían arregladopara acercarse sigilosamente a Mahrak alo largo de los años y traer noticias delsitio, pero Rakh-amn-hotep habíasuspendido las misiones justo antes deempezar a enviar a sus tropas hacia elnorte. No quería arriesgarse a que unode sus exploradores fuera hechoprisionero y desvelase la posición delejército.

Después de un momento, el robustorey hizo un gesto negativo con la cabeza.

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—Si Mahrak hubiera caído, lahueste de Nagash estaría abalanzándosesobre Lybaras en este mismo momento—repuso.

No obstante, en el fondo, la intuicióndel rey le decía que la ciudad estaba apunto de venirse abajo. El hecho de quehubieran aguantado tanto tiempo era unaespecie de milagro macabro. Pensó enNebunefer y se preguntó si el ancianosacerdote seguiría vivo.

Un revuelo se extendió por losUshabtis. Uno de ellos señaló hacia elsur y el rey escudriñó la penumbra.

—Aquí están —anunció Rakh-amn-hotep con aire solemne.

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La nube de polvo que levantaba lacolumna creaba una tenue mancha en elcielo iluminado por la luna. Rakh-amn-hotep vio primero un pequeño escuadrónde carros, sin duda los Ushabtis del rey,y luego venía un carromato pintado deoscuro del que tiraban seis caballos.Una última compañía de lancerosavanzaba con determinación por elterreno escabroso detrás del carromatode la corte lybarana.

Mientras el rey observaba, dosexploradores rasetranos salieron aldescubierto procedentes de un oscurodesfiladero situado más al sur y fueron aencontrarse con la columna. Se produjo

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un breve intercambio de palabras y unode los exploradores condujo alcarromato y sus guardaespaldas hacia lacresta en la que aguardaba Rakh-amn-hotep. El otro explorador hizo que sucaballo diera media vuelta y llevó a lacompañía de lanceros hacia un barrancocercano, donde los soldados podríantomar una comida decente y dormir unascuantas horas antes de que comenzara lamarcha al día siguiente.

Rakh-amn-hotep les hizo señas a suscompañeros y empezó a descender de lacresta en dirección al carromato que seaproximaba. Los Ushabtis lybaranosllegaron primero, bajaron de sus carros

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e inclinaron la cabeza con respeto anteel rey rasetrano mientras este seacercaba.

El carromato, el último vestigiomaltrecho de la espléndida corte móvilde Hekhmenukep, se detuvo con untraqueteo momentos después. Unosesclavos se acercaron corriendo a laparte posterior del vehículo, abrieronlas puertas de madera y colocaron unaescalera en el suelo justo a la misma vezque el rey lybarano salía.

Hekhmenukep había sanado biendesde la batalla en las fuentes. Arrugasprofundas poblaban las esquinas de losojos del rey sacerdote, y este se movía

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con más cuidado de lo que podríahaberlo hecho años atrás; pero por lodemás parecía estar bien de salud. Pisóterreno firme y se acercó a Rakh-amn-hotep, seguido de un joven de aspectoserio y ataviado con una túnica real.

—Saludos, viejo amigo —saludóHekhmenukep con tono sombrío. Sevolvió e hizo un gesto hacia sucompañero—. Permitidme presentaros ami hijo y heredero, el príncipe Khepra.

Khepra dio un paso al frente y lehizo una reverencia al rey rasetrano.

—Es un gran honor —dijo con vozgrave y una expresión llena de seriedadjuvenil.

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Rakh-amn-hotep le dirigió al jovenuna cortés inclinación de cabeza.

—A cambio, dejad que os presente ami hijo —contestó mientras señalaba aldelgado joven vestido con una túnicaque se encontraba allí cerca—. Este esel príncipe Shepret.

Al oír su nombre, la figura contúnica se adelantó e hizo una reverencia.Se echó hacia atrás la tela que le cubríala cara para dejar al descubierto unasfacciones angulosas y aquilinas, y unossorprendentes ojos verdes.

—El honor es nuestro —apuntóShepret.

Aunque físicamente era casi todo lo

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contrario que el rey rasetrano, robusto yde facciones bien marcadas, el tono duroy los modales bruscos de Shepret eranexactamente iguales a los de su padre.Hekhmenukep le sonrió a Rakh-amn-hotep.

—Parece que vos y yo pensamos delmismo modo —comentó.

—Así es —contestó el rey rasetrano—. Ya es hora de que la generación másjoven deje su impronta en el mundo.

Pero Hekhmenukep no pudo dejar denotar la expresión que acompañó a laspalabras de Rakh-amn-hotep.

Ambos hombres comprendían queesa era la última oportunidad de salvar

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sus hogares. Si no conseguían derrotar aNagash en Mahrak, las ciudades del esteestaban condenadas. Era mejor que sushijos lucharan y murieran en el campode batalla a que doblaran la cerviz anteel Usurpador.

—Espero que hayáis cuidado biende mis tropas estos últimos meses —dijo Hekhmenukep, cambiando de tema.

El rey rasetrano asintió con lacabeza.

—Todo está preparado —explicó—.Ahora que habéis llegado, nospondremos en marcha mañana al alba.No tiene sentido esperar más de lonecesario y arriesgarnos a que los

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exploradores de Nagash nos descubranpor casualidad.

Hekhmenukep hizo un gesto deasentimiento con la cabeza.

—¿Y el Usurpador no sospechanada? —inquirió.

—Que sepamos, no tiene ni idea deque estamos aquí —respondió Rakh-amn-hotep—. Su atención se centra porcompleto en Mahrak, y sus aliadosnumasis no están protegiendo el flancocomo deberían. Atacaremos elcampamento numasi mañana deimproviso y nos abriremos paso hastalas posiciones de Nagash antes de quesepan qué está pasando.

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—¿Y el ejército de Zandri? —preguntó Hekhmenukep—. ¿Hay algúnindicio de ellos?

Rakh-amn-hotep negó con la cabeza.—Suponemos que están más al

norte, protegiendo el flancoseptentrional del Usurpador, demasiadolejos para suponer mucha diferencia encuanto comience el ataque. Para cuandopuedan sumarse a la batalla, ya se habrádecidido el resultado.

Hekhmenukep consideró el plan yasintió con la cabeza. Los dos reyessabían que las fuerzas del enemigosuperaban ampliamente a las suyas ennúmero. El factor sorpresa era esencial

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si querían tener alguna esperanza dederrotar a la horda de Nagash.

—Roguemos por que podamos pasarinadvertidos unas cuantas horas más —dijo—. El futuro de toda Nehekharadepende de ello.

A treinta metros de distancia habíados hombres tendidos detrás de otrocerro rocoso escuchando atentamente.Las voces de los dos reyes se trasmitíancon facilidad por el frío aire nocturno.Al final, el grupo subió a bordo delcarromato de la corte lybarana y laprocesión subió hasta un valle ocultodonde aguardaba el grueso del ejércitoaliado.

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Los dos exploradores numasisesperaron más de media hora, muchodespués de que los últimos ecos delpaso del carromato se hubieran apagado.Despacio y con cuidado, salieron de sushoyos camuflados y se deslizaron comosombras hasta la base del cerro dondeesperaban sus caballos. Sin mediarpalabra, los dos hombres se subieron alas sillas y se separaron mientrasatravesaban el desierto a toda velocidadpara llevarle la noticia a su señor.

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TREINTAEl fin de todo

Mahrak, la Ciudad de la Esperanza,en el 63.º año de Djaf el Terrible

(-1740, según el cálculo imperial)

El ejército lahmiano llegó a Mahrak amedia mañana del siguiente día enmedio de una fanfarria de trompetas y ellíquido revoloteo de cientos de

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estandartes de seda amarilla. Primerollegaron escuadrones de caballeríapesada rodeando el perímetroseptentrional de la ciudad sitiada yformando una sinuosa columna dependones de vivos colores. Loscolgantes de plata que se habían añadidoa los arreos desprendían destellosglaciales bajo la brillante luz del sol,contrastando con las extrañas camisas yespinilleras de escamas negras como elcarbón que llevaban los jinetes. Detrásde la caballería pesada veníanescuadrones más pequeños de arquerosa caballo que viajaban en monturas depelo brillante y patas delgadas.

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Llevaban arcos cortos y potentescruzados sobre las sillas de maderaparecidos a las temibles armas de losvencidos bhagaritas.

Por detrás de los arqueros a caballomarchaban largas columnas de lancerosbajo varios estandartes de seda queanunciaban las identidades de sus noblespatrocinadores. Los soldados de a piellevaban oscuras armaduras de metalsemejantes a las de la caballería, y susespadas y las puntas de sus lanzasestaban fabricadas con el mismomineral.

A primera vista, las últimascompañías de infantería lahmianas

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también parecían ser lanceros, salvo queno portaban escudos y eran menosnumerosas que las compañías de a pienormales. Cada guerrero marchabasosteniendo un palo largo contra elhombro, pero al observarlos más decerca se hacía patente que estas armasno eran lanzas. De hecho, casi niparecían armas. Un tercio del objeto síera un palo de madera dura, casi delmismo grosor que el antebrazo de unhombre, y estaba rematado en el extremocon una cabeza de metal oscuro. El restodel objeto estaba hecho de bronce sinbruñir y sujeto con más tiras de metaloscuro. Los artesanos habían tallado el

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bronce para que se asemejara a la pielescamosa de un temible lagarto, y lapunta de bronce del objeto se parecía ala sonriente boca con colmillos de uncocodrilo. Las mandíbulas talladasestaban separadas y se abrían para dejarver huecos oscuros en su interior.

Los escoltas zandrianos querecibieron a los lahmianos estudiaron alos extraños guerreros con una mezclade curiosidad y terror. Era bien sabidoque Lahmia era un lugar lejano yexótico, y que sus gentes comerciabancon misteriosos bárbaros en las Tierrasde la Seda allá en el este. Lo que vieronsólo sirvió para confirmar sus

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expectativas.El ejército se detuvo a menos de

unos cuantos cientos de metros de lasposiciones zandrianas y comenzó amarcar rápidamente con estacas unperímetro como si se preparase paraacampar. En medio del grupo, avanzabauna procesión de carromatos de vivoscolores que, sin duda, contenían al rey ysus criados. Los recién llegados noparecieron prestarle mucha atención alos demacrados zandrianos que losmiraban fijamente ni a la llanuracubierta de huesos que se extendía haciael oeste desde las murallas de Mahrak ylas turbulentas nubes de oscuridad que

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colaban en el cielo más allá.No se podía decir lo mismo de la

gente que se encontraba en el interior dela ciudad sitiada. Cuando aparecieronlos primeros estandartes amarillos alnorte, la noticia se propagó como unatormenta del desierto por las callesmugrientas y atestadas de cadáveres deMahrak. Para cuando el ejércitolahmiano se detuvo delante delcampamento zandriano, media docena deUshabtis ya habían subido a lo alto de lamuralla septentrional de la ciudadcargando a una débil figura con túnicaque pesaba poco más que un niño.Despacio y con cuidado, dejaron a

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Nebunefer de pie en el suelo y loayudaron a colocar las arrugadas manossobre las almenas para sostenerse. Acontinuación, se retiraron a unarespetuosa distancia.

Nebunefer observó cómo loscarromatos del rey lahmiano aparecíanante su vista, seguidos de una largahilera de carromatos de provisiones muycargados. La mente del ancianosacerdote aún seguía siendo aguda, caside un modo prodigioso, esos días. Habíallegado a aprender que el hambre tendíaa concentrar los pensamientos de unapersona, al menos durante un cortotiempo.

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Según los indicios, era evidente queLamashizzar no tenía intenciones delevantar el sitio. Durante diez largosaños, los lahmianos habían visto cómose desarrollaba la guerra contra Nagashy se habían negado a comprometerse conun bando u otro. Nebunefer pensaba queestaban esperando a ver qué bando seimponía antes de implicarse. Ahora, alparecer, ya habían tomado una decisión.

Un Ushabti se acercó y le hizo unareverencia al sacerdote mientras leofrecía una pequeña taza de ardillarebosante de un líquido humeante.Nebunefer cogió la taza con ambasmanos agradeciendo el calor a pesar del

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brillante sol de media mañana. Tomó unsorbito de té, té lahmiano, notó contristeza, importado a un alto precio delas Tierras de la Seda y comprado paralos almacenes del templo años atrás. Elté tenía un sabor delicado y floralcuando se combinaba con aguaprocedente de la Piedra Hendida. Era loúnico que le quedaba al clero. Dejabanlas diminutas hojas en remojo hasta queno quedaba nada, y luego se las comíantambién.

Nadie sabía cuántos ciudadanosquedaban en Mahrak. Cientos habíanmuerto en disturbios cuando lossuministros de comida menguaron y

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muchos centenares más sucumbierondespués de que todos se debilitarandemasiado para luchar. Familias enterasse habían retirado a sus hogares yenviaban a los más jóvenes y fuertes abuscar comida, o cuando se acabó laesperanza, a robar un veneno de efectorápido en la tienda del boticario. Noquedaba ni una sola botica intacta enninguna parte de la ciudad. Losdesinteresados esfuerzos de lossacerdotes de Geheb y Asaph eran loúnico que había impedido que estallarauna plaga años antes.

Corrían innumerables rumores decanibalismo en los distritos más pobres

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de la ciudad a medida que lasdesesperadas y hambrientas familias seabalanzaban sobre los cadáveresconsumidos que se amontonaban en lascalles. El Consejo Hierático declaró lapena de muerte para este delito, pero nose hicieron muchos esfuerzos por buscara los autores. La verdad era que nadiequería saber si había algo de cierto enlas historias.

Nebunefer sorbió su té despacio,haciendo un gesto de dolor cuando losretortijones se apoderaban de su vientrede vez en cuando, mientras observabacómo los lahmianos organizaban undesfile real para recibir al Usurpador.

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Mientras contemplaba la escena, sumente regresó a la última vez que habíahablado con el rey rasetrano. Sepreguntó qué habría sido de Rakh-amn-hotep y dónde estaría ahora. A unhombre podían ocurrirle muchas cosasen cuatro años. Quizás el rey aún teníaintenciones de mantener su viejapromesa. Si era así, Nebunefer temíaque los rasetranos no llegarían a tiempo.

—Pensé que os encontraría aquí —dijo una voz sepulcral junto al oído deNebunefer.

El anciano sacerdote se quedóparpadeando un largo momento sin quepudiera entender de dónde había salido

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el sonido. Volvió la cabeza, aturdido, yvio el rostro pálido y chupado de Atep-neru, el hierofante de Djaf El largo sitiohabía hecho que el sacerdote tuviera unaspecto aún más cadavérico del quetenía al principio, pero las privacionesdel hambre no parecían acosarlo tantocomo a Nebunefer, o a los otrossacerdotes.

—Atep-neru, me alegro de veros —saludó Nebunefer. Su voz era un débilsusurro a pesar del té lahmiano—. Hacíamucho tiempo que no salíais del recintode vuestro templo. Había empezado atemerme lo peor. —Hizo un gesto haciael norte—. Supongo que habías venido a

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ver la llegada de los lahmianos.El hierofante de Djaf miró al

anciano sacerdote frunciendo elentrecejo con aire de preocupación.

—En absoluto —contestó—. Hevenido a convocaros al Palacio de losDioses. Hay que tomar decisionesimportantes.

Nebunefer tomó un sorbo de té ehizo una mueca de dolor cuando otroretortijón le atacó las tripas.

—No tengo nada útil que añadir —repuso mientras hacía un cansado gestonegativo con la cabeza—. Nekh-amn-aten habla por nuestro templo, comosiempre. Él puede decidir por sí mismo.

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—Nekh-amn-aten ha muerto —anunció Atep-neru con voz monótona—.Tomó veneno en algún momento de lanoche. Por derecho de jerarquía, ahorasois el hierofante de Ptra.

Al principio Nebunefer no pudoresponder. Clavó la mirada en la tazaque sostenía en las manos y esperó hastaque el espantoso dolor que se adueñó desu corazón se calmara.

—Le ruego a Usirian que lo juzguecon amabilidad —dijo al final. Luego, elanciano sacerdote respiró hondo y seenderezó—. ¿Qué decisiones hay quetomar?

Atep-neru cruzó los delgados

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brazos.—Nekh-amn-aten insistía en emplear

el desafío contra Nagash —explicó—.Ahora que ya no está, Khansurecomienda una respuesta impetuosa ydestructora.

El otro sacerdote asintió con lacabeza en señal de comprensión. Elhierofante de Khsar se había vuelto cadavez más desenfrenado e imprevisible amedida que el sitio se prolongaba.

—¿Qué sugiere? —inquirió.—Un ataque, por supuesto —

respondió Atep-neru—. No sólo con losUshabti, sino con todas las personas quequeden en la ciudad. Un último gesto de

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desafío mientras aún nos queden fuerzaspara combatir.

Nebunefer sacudió la cabeza y dijo:—Eso no sería un combate. Sólo un

glorificado suicidio en masa.—Eso es justo lo que yo pienso —

asintió Atep-neru—. Khansu es unidiota, pero ha puesto de su lado avarios miembros del Consejo. Necesitovuestro apoyo para proponer un planrazonable.

—¿Cómo cuál? —quiso saber elanciano sacerdote.

—Vaya, la capitulación, porsupuesto —contestó—. Algo quedeberíamos haber hecho hace mucho

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tiempo y haberle ahorrado muchosufrimiento a nuestra gente. —Elhierofante extendió las manos—. Nagashtiene que ver que estamos en un puntomuerto. Cada día que el Usurpadorcontinúa aquí, él y sus aliados venmenguar las fortunas de sus ciudadesnatales. Estoy seguro de que estaríadispuesto a negociar el final del sitio.

—Suponiendo que tuvierais razón,¿qué pasa con nuestros aliados?Estaríamos traicionándolos —respondióNebunefer con un suspiro. El ceño deAtep-neru se hizo más pronunciado.

—Nuestros aliados nos hanabandonado —dijo bruscamente—. Han

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pasado cuatro años, Nebunefer. No vana venir. Nadie va a salvarnos si nosomos nosotros mismos.

Nebunefer se quedó mirando a Atep-neru y vio la absoluta convicción que sereflejaba en los ojos del hierofante. Fianciano sacerdote suspiró,encontrándose más cansado de lo que sehabía sentido nunca en su larga vida. Sevolvió para contemplar el campamentolahmiano una vez más y sacudió lacabeza con tristeza.

—Adelante —concedió Nebunefer—. Reunid al Consejo en el Palacio delos Dioses. Yo… —dijo, y bajó lamirada hacia las profundidades de su

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taza—, yo voy a terminar mi té.El hierofante hizo un cortante gesto

de asentimiento con la cabeza.—En ese caso, os veré en el palacio

—respondió—. No nos hagáis esperarmucho tiempo. Con Lamashizzar aquí,nuestra posición se vuelve máspeligrosa por momentos.

Atep-neru dio media vuelta y sedirigió rápidamente a la escalera de laalmena.

Nebunefer vio como se alejaba elhierofante, y luego se volvió de nuevohacia el ejército lahmiano. Observó losestandartes de seda ondeando con elviento del desierto y sorbió todo el té

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que le quedaba. La sensación de pérdidaque experimentó lo atravesó porcompleto, como una brillante espada enel calor de la batalla.

Ese sería el último día de Mahrak.La valerosa resistencia de la ciudadhabía llegado a su fin, ya fueradesperdiciada en una carga condenadaal fracaso o vendida como tela barata enel mercado. Esas eran las únicasopciones que quedaban.

El anciano sacerdote se bebió losúltimos posos amargos y estudió la raravacía largo rato. Luego, estiró la mano y,soltándola, la lanzó en un arcodescendente por encima de la muralla de

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la ciudad.Nebunefer cayó en la cuenta de que

había una tercera opción.

* * *

Los lahmianos no se molestaron enenviar un mensajero a la tienda del ReyImperecedero y esperar a ser invitados auna audiencia. Menos de una horadespués de su llegada, organizaron unaprocesión y se pusieron en marcha haciael centro del campamento de Nagash.

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Anunciaron su llegada con el son de lastrompetas y el entrechocar de loscímbalos y las campanas, por lo quellenaron el aire con un derroche de ruidofestivo. Los guerreros de Zandri seapartaron mientras la procesiónatravesaba su campamento,maravillados ante los jinetes dearmadura oscura y el palanquín lacadode negro que encabezaban un desfile decriados ataviados con colores brillantesque acarreaban docenas de fardos yarcones de madera.

La noticia de la llegada del ejércitose extendió rápidamente por elcampamento, apartando a los inmortales

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que le quedaban a Nagash de sus puestospara atender a su señor. La Guardia dela Tumba del rey, que había reunido atodos sus efectivos a toda prisa mientrasla procesión se acercaba, se hizo a unlado y permitió que los nobles de pielpálida entraran en fila apresuradamenteen la cavernosa tienda de su señor.

Arkhan el Negro entró entre ellos sinque lo vieran y se dirigió furtivamente alas sombras que se proyectaban en laotra esquina del recinto, pocoiluminado. Examinó la crecientemultitud buscando algún indicio deAmn-nasir o los reyes gemelos deNumas, pero los vasallos mortales de

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Nagash no estaban por ninguna parte.El Rey Imperecedero ya se

encontraba presente. Estaba sentado enel trono de Khemri en el otro extremodel recinto y lo atendía su criado ciego,Ghazid. Neferem estaba ausente. Inclusohabían sacado apresuradamente supequeño trono.

Proliferaban las conjeturas. Arkhanprestó atención a los sibilantes susurrosde sus compañeros inmortales. Muchosrazonaban que Lamashizzar habíaalcanzado la mayoría de edad y habíavenido a jurarle lealtad a Nagash. Otrosespeculaban que el joven rey desafiaríaa su señor para que le devolviera a

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Neferem. Otros más creían queLamashizzar esperaba interceder a favorde los sacerdotes de Mahrak. Arkhancruzó los brazos y se acomodó paraobservar cómo se desarrollaba laaudiencia.

Los atronadores cuernos y losresonantes címbalos se acercaron. Sehizo el silencio en la corte de Nagash.Tras una orden en voz baja del ReyImperecedero, Ghazid recorriórenqueando el pasillo entre losinmortales que aguardaban y salió de latienda.

La música que llegaba de fuera seapagó. Entonces, después de unos

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momentos, comenzó de nuevo, mássuave y más melodiosa. Las portezuelasde la tienda se hicieron a un lado, y unaveintena de vistosos músicos entróllenando el oscuro recinto con las notascristalinas de flautas de plata, címbalosy campanas. Los lahmianos no leprestaron atención a la espantosaconcurrencia que ocupaba la oscuraextensión del recinto. Se desplegaronrápidamente a ambos lados de laabertura y continuaron tocando mientraslos primeros cortesanos emprendían lalarga procesión hacia el trono deNagash.

Cada uno de los nobles vestidos con

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seda se aproximó al Rey Imperecederocon un espléndido obsequio: rollos deseda de la mejor calidad, arcones dedelicado jade o collares doradosdecorados con relucientes piedraspreciosas. Los cortesanos hicieron unareverencia ante el trono y se apartaronalternativamente a derecha e izquierda,formando filas que se extendían por todoel pasillo hasta la entrada de la tienda.

Tras largos minutos, después de queel último cortesano se hubiera inclinadoy hubiera regresado con soltura a sulugar asignado, se produjo otro claroson de trompetas y la melodía de losmúsicos de la entrada fue aumentando de

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volumen hasta alcanzar un puntoculminante. Entonces, en medio delsilencio que se produjo a continuación,Lamashizzar, el joven rey sacerdote deLahmia, entró en la tienda abarrotada degente.

El ejército sitiador se había enteradojusto el año anterior de queLamasheptra, el antiguo rey de la Ciudaddel Alba, había sucumbido al fin a laspresiones de una larga vida deindolencia y excesos. A una edadavanzada había engendrado un hijo y unahija con una de sus esposas, y suheredero, Lamashizzar, acababa dellegar a la edad adulta. El joven rey se

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dirigió con la espalda recta y actitudorgullosa hacia el trono de Nagash,ataviado con una elaborada versión delas escamas oscuras que vestía el restode su ejército. El rey lahmiano nollevaba yelmo, lo que permitía que sulargo y rizado cabello negro sederramara por sus hombros rectos yenmarcara su rostro delgado y apuesto.Sus grandes ojos marrones eran agudosy brillantes, como los de un halcón, y eljoven rey honró a la corte de Nagashconcediéndole una sonrisa afectuosa ydeslumbrante. Sostenía contra el pechocon el brazo izquierdo un extrañogarrote de madera y metal parecido a un

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cetro. Al igual que los objetos quellevaban sus hombres, el garrote del reytenía forma de cocodrilo sonriente conunas fauces abiertas y pulidas.

El rey lahmiano se acercó a Nagashsin el más mínimo indicio de miedo ehizo una respetuosa reverencia al pie deltrono. El Rey Imperecedero contempló aLamashizzar con una mirada fría y torva.

Nagash hizo una mueca de desdén.Su séquito fantasmagórico gimió contemor.

—Olvidas cuál es tu lugar,muchacho —dijo Nagash—. Arrodíllateen presencia de tus superiores.

El tono de odio de la voz del

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nigromante atravesó el aire como uncuchillo. Entonces, un revuelo recorrió alos inmortales cuando el rey lahmianoechó la cabeza hacia atrás y soltó unacarcajada.

—Los años os han tratado mal,primo —contestó Lamashizzar—. ¿Osfallan los ojos después de tantos siglos?No soy un muchacho, sino el rey de unagran ciudad, igual que vos, y por ello ossaludo afectuosamente y os ofrezco estosobsequios como muestra de mi estima.

Se oyeron susurros escandalizadosentre los miembros de la corte. Muchosmiraron a Lamashizzar con sinceroasombro, pensando que el joven había

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perdido el juicio. Arkhan se acercófurtivamente, ahora aún más interesadoen el intercambio de palabras. Nagashse enderezó. Sus manos se cerraronsobre los brazos del trono.

—¿Qué significa esto? —preguntócon frialdad.

Lamashizzar puso cara de sorpresa yrepitió:

—¿Significar? Vaya, simplementereafirmar los estrechos lazos entrenuestras dos ciudades. He seguidovuestras campañas con gran interés,primo. Me avergonzó veros estancadostanto tiempo aquí en Mahrak, así que miprimer acto como rey de Lahmia fue

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reclutar un ejército y marchar en vuestraayuda.

Arkhan vio que Nagash se quedabalívido. El nigromante se inclinóligeramente hacia delante.

—¿Estás aquí para ayudarme? —inquirió.

—¡Oh, sí! —aseguró Lamashizzar.Su porte cambió levemente mientrashablaba. El alborozo desapareció de susfacciones y su voz adoptó un tono duro—. Por el amor que sentimos porKhemri, y por mi tía, vuestra reina, losguerreros de Lahmia están preparadospara entregaros Mahrak en bandeja. Loque los dioses os han negado durante

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cuatro largos años, nosotros os loofreceremos en el lapso de una tarde.

Se hizo un atónito silencio en lacorte. Arkhan observó a Nagashatentamente, esperando que reaccionaracon violencia. En cambio, un amago desonrisa cruzó los labios del nigromante.

—¿Cuánto pides? —preguntó el ReyImperecedero.

Lamashizzar hizo otra reverencia.—Ni se me ocurriría aprovecharme

de vos en circunstancias tan nefastas —aclaró el joven rey—. Simplementequiero que Khemri y Lahmia disfruten dela estrecha relación que han tenidonuestras ciudades desde los tiempos del

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poderoso Settra.La expresión de Nagash se

endureció una vez más.—Basta de fingimientos —gruñó—.

¿Qué quieres?El joven rey extendió las manos.—¿Qué más hay que valga la pena

compartir? —preguntó mientras sevolvía para contemplar a los inmortalescongregados con una sonrisa, aunqueArkhan vio el brillo frío y calculadorque apareció en los ojos deLamashizzar.

»Queremos poder —puntualizó ellahmiano, volviéndose de nuevo haciaNagash—. Compartid con nosotros el

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secreto de la vida eterna, y Mahrak serávuestra.

La llaneza de la petición escandalizóa Nagash.

—Te estás extralimitando —declaróel Rey Imperecedero. Lamashizzar negódespacio con la cabeza.

—¡Oh, no! —replicó—. Os logarantizo, primo. No me extralimito.Sois vos el que ha perdido el rumbo yhabéis llevado vuestro reino al borde dela destrucción.

El joven rey señaló hacia el este, endirección a Mahrak, antes de continuar.

—Habéis derrotado un ejército trasotro, pero esta ciudad de sacerdotes

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continua desafiándoos —dijo—. Lallanura de huesos de ahí fuera es pruebade su poder. Con el tiempo acabaránmuriendo todos de hambre, quizás enotros seis meses, quizás en otros dosaños, pero la ciudad no caerá ni siquieraentonces. No podréis derribar suspuertas ni saquear sus templos, y estehecho servirá de estímulo a vuestrosenemigos, que seguirán oponiendoresistencia mientras la arena se adueñade vuestras ciudades.

—¿Y crees que puedes triunfardonde yo no he podido? ¡Eres un idiota!—soltó Nagash.

Lamashizzar sonrió una vez más,

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pero había una expresión decidida ensus ojos.

—En ese caso, nuestros huesos sedesparramarán por la llanura en lasafueras de Mahrak y vos no habréisperdido nada —contestó.

Los inmortales allí congregadosobservaban, absortos, mientras los dosreyes pugnaban. El Rey Imperecederoestaba furioso, pero Lamashizzar no sedejó intimidar. El joven rey habíaconsiderado su posición cuidadosamentey estaba seguro de que él tenía las deganar. Arkhan estudió la expresión deNagash con atención y le sorprendióencontrar un atisbo de tensión que no

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había visto nunca. Era posible queLamashizzar tuviera razón.

Mientras Nagash consideraba laoferta del joven rey, la portezuela de latienda se apartó y un inmortal entróapresuradamente en el recinto. Haciendocaso omiso de la tensión que serespiraba en el lugar, el capitán le hizouna reverencia al rey y exclamó en vozalta:

—¡El Consejo Hierático ha enviadoun representante a tratar con vos bajouna bandera de tregua!

Lamashizzar escuchó la noticia yabrió mucho los ojos por la sorpresa. Susonrisa de triunfo flaqueó. A su espalda,

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Nagash relajó las manos que aferrabanel trono. Sus ojos brillaron como los deuna víbora.

—Tomo nota de tu oferta de ayuda—le dijo el Rey Imperecedero aLamashizzar—, pero no hará falta.

El rey lahmiano se volvió de nuevohacia Nagash e hizo una reverencia.

—Entonces, me despido —respondió Lamashizzar con soltura—.Quizá podamos volver a hablar mástarde.

Nagash sonrió. Los espíritus que lorodeaban se arremolinaron asustados.

—¡Oh!, sin ninguna duda —aseguró—. Volveremos a hablar muy pronto.

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Lamashizzar giró sobre los talones yse batió en retirada con aire majestuoso;sus criados lo siguieron de cerca. Loslujosos obsequios continuaron donde loshabían dejado, formando líneas torcidashasta la entrada de la tienda. Nagashobservó cómo se marchaban loslahmianos, saboreando su consternación.

Cuando el último cortesano hubohuido, el nigromante hizo una señal conuna mano en forma de garra.

—Traedme al emisario —ordenó.Minutos después, la portezuela de la

tienda se apartó de nuevo y dosinmortales acompañaron a un ancianoarrugado al interior del recinto.

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Sostenían al emisario por los brazosmientras lo llevaban por el pasillo haciael trono, de modo que sus pies consandalias apenas rozaban el suelo. AArkhan, el débil y marchito mortal no lepareció más que un mendigo cubierto depolvo, pero Nagash le echó un vistazo alemisario y se puso en pie rápidamente.

Los inmortales llegaron al trono yobligaron al emisario a arrodillarsedelante del Rey Imperecedero. Nagashbajó la mirada hacia el anciano; eltriunfo iluminaba su rostro.

—Esto es un regalo inesperado —dijo—. Esperaba encontrarte encogidode miedo en algún templo en el corazón

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de la ciudad o escondido detrás de esosidiotas que forman tu supuesto Consejo.¿Te han enviado hasta mí como unaespecie de ofrenda de paz, Nebunefer?¿Un obsequio para convencerme de queaplaque mi ira?

Nebunefer apoyó una mano en larodilla doblada y, despacio y con muchodolor, se puso en pie. Los inmortalesalargaron las manos hacia él de nuevo,pero esa vez el anciano sacerdote seenfrentó a ellos con una mirada severa.Oleadas de calor irradiaron de su piel,que brilló como metal extraído de laforja. Los dos paladines no muertosretrocedieron bufando con recelo.

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El sacerdote se concentró de nuevoen Nagash.

—He venido a negociar en nombrede la gente de Mahrak —contestó conuna voz que era poco más que unsusurro.

Nagash entrecerró los ojos,pensativo.

—¿Los ciudadanos han desafiado alConsejo y quieren rendirse? —inquirió.

Nebunefer miró desdeñosamente alRey Imperecedero.

—Imbécil presuntuoso —dijo convoz áspera—. Estoy aquí para negociarlas condiciones de tu rendición.

Todos volvieron la cabeza. Los

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inmortales se quedaron boquiabiertos aloír la bravata del anciano sacerdote.Luego, uno a uno, comenzaron a reírse,hasta que el recinto en sombras se agitópor el alboroto. Nagash los hizo callarcon una orden no expresada conpalabras.

—¿Tu querida ciudad está al bordede la destrucción, y tú vienes aquí aburlarte de mí? —preguntó elnigromante entre dientes.

—¿Crees que esto es una broma? —Le espetó el anciano sacerdote—.Piénsalo mejor. Tu sitio ha sido uncompleto fracaso. En cuatro años no hasconseguido llegar a menos de diez

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metros de las murallas de la ciudad. Haycientos de miles de huesosdesparramados entre este punto y laspuertas de Mahrak. La verdad es quehemos perdido la cuenta del número deasaltos que hemos rechazado. —Nebunefer cruzó los brazos—. Laciudad no caerá en manos de alguiencomo tú, Nagash. Los dioses no lopermitirán.

—Los dioses —repuso Nagash condesdén—. Esos charlatanes incorpóreos.Su tiempo ha acabado. El imperio queestá por llegar, mi imperio, será eterno.

Nebunefer soltó una carcajada entreresuellos, y contestó:

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—Settra pensaba lo mismo, y ahoralos escarabajos están escarbando en sustripas. A ti te pasará igual, Nagash. Noeres más que otro insignificante tiranoque ascenderá y caerá como todos losdemás, y cuando mueras, los dioses teesperarán en el lugar del juicio final.Seguro que están deseando verte.

—¡Ningún dios podría juzgarme! —bramó Nagash—. ¡He quemado sustemplos y he matado a sus sacerdotes!¡Muy pronto su querida ciudad será mía,y entonces sus nombres caerán en elolvido para siempre!

Nebunefer negó con la cabeza.—Eres un idiota —dijo—. Un idiota

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arrogante e iluso que se cree igual a losdioses. Sin embargo, no eres lo bastanteinteligente para entender un sencillohecho: mientras exista el pacto, no sepuede derrocar a los dioses. Estánunidos a nosotros, igual que nosotrosestamos unidos a ellos, y nada de lo quehagas cambiará nunca eso. ¿No lo ves?¡Tu patética cruzada contra los diosesestaba condenada al fracaso desde elprincipio!

El anciano sacerdote estabaprovocando al nigromante. Arkhan sedio cuenta de inmediato, pero no podíaentender el motivo. Nagash, sinembargo, no lo veía. ¿Cuántas veces

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había soñado con ponerle las manosencima a Nebunefer después de latraición de aquella noche en el palacioreal? Ahora tenía al sacerdote en susgarras, y Nebunefer había avivado elodio del rey al máximo.

Nagash apretó las manos. Dio unpaso hacia el sacerdote, y luego sequedó inmóvil. Abrió mucho los ojos ysu expresión se transformó en una detriunfal comprensión.

—Por supuesto —susurró—. Hetenido la respuesta justo delante todo eltiempo.

El Rey Imperecedero soltó un ferozgrito de júbilo y se lanzó hacia delante

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para agarrar al anciano sacerdote delcuello.

Nebunefer abrió mucho los ojos.Aferró las muñecas de Nagash,intentando liberarse de las manos delnigromante, pero no podía competir conla fuerza antinatural del rey. Nagashlevantó al sacerdote del suelo y losacudió como si fuera un muñeco detrapo.

—¡No pude verlo! —exclamóNagash, riéndose como un demonio—.¡Tenía el poder de los dioses en misgarras y nunca me di cuenta! ¡Mahrakestá sentenciada, Nebunefer, y morirássabiendo que su destrucción fue posible

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gracias a ti!Nebunefer seguía forcejeando,

tirando de las muñecas de Nagash cadavez con menos fuerza. Un odio purobrillaba en los ojos del anciano.Entonces, se oyó un chasquido seco,como el sonido de una rama podrida alpartirse, y la cabeza de Nebunefer cayóhacia atrás en un ángulo que no eranormal.

Nagash tiró el cuerpo del sacerdotemuerto.

—¡Traedme a la reina! —rugió—.¡La caída de los viejos dioses estápróxima!

En ese momento, la portezuela de la

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tienda se abrió una vez más. Unmensajero entró tambaleándose,manchado de polvo y medio muerto defatiga.

—¡Los ejércitos de Rasetra yLybaras se acercan! —anunció,jadeando—. ¡Estarán aquí en menos deuna hora!

Los inmortales soltaron silbidos desorpresa. Nagash, el Rey Imperecedero,simplemente sonrió.

—Llegarán demasiado tarde —dijo.

* * *

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A poco más de una legua al sureste, losejércitos aliados se extendieron por lasonduladas llanuras como un viento detormenta abalanzándose sobre elcampamento numasi. Ocho mil soldadosde caballería componían la vanguardiade la hueste, con Ekhreb al frente y elresto del ejército siguiéndolos de cerca.Su avance levantaba enormes columnasde polvo hacia el cielo, pero habíandejado de lado el sigilo a favor de lapura velocidad. Si los dioses losacompañaban, los numasis no tendríantiempo de formar una defensa adecuada.

Ekhreb sintió el viento en el rostromientras los caballos atravesaban la

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llanura al galope y lo invadió unsentimiento de dicha salvaje. Pareció,por fin, quitarse de encima el peso detodas las amargas derrotas a medida quese acercaban para librar una últimabatalla con el enemigo. Aquí, la ventajaera suya. La batalla les pertenecería aellos.

Ekhreb, que cabalgaba en medio delos jinetes aliados, guió a su potentecaballo hasta la cima de una alta dunaarenosa y se precipitó por la otra cara.Al otro lado se extendía una ampliallanura, de una milla de ancho más omenos, que terminaba en otro alto grupode dunas. Un conjunto de nubes oscuras

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se arremolinaba más allá de las lejanasladeras y las partes superiores de lostemplos de Mahrak salpicaban elhorizonte septentrional.

En medio, formando por la llanura,había escuadrones de jinetes numasis:doce mil soldados de caballeríaalineados y formados para la batallaalrededor de los estandartes de susreyes gemelos.

Los numasis desenvainaron lasespadas al ver a la vanguardia aijada.La luz del sol se reflejó en un bosque debronce pulido. En un instante, la dichade Ekhreb se transformó en cenizas. Loshabían descubierto de algún modo. El

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arriesgado plan de Rakh-amn-hotephabía fracasado.

En el centro de la línea de batallaenemiga, los reyes gemelos alzaron lasmanos. Los cuernos de guerra bramaronuna sola nota, y los numasis comenzarona avanzar.

Los cuernos gimieron por el extensocampamento de los sitiadores llamandoa la hueste no muerta a la guerra. Losinmortales salieron de la tienda del ReyImperecedero y se dispersaron, casidemasiado deprisa para que la vista locaptara. Se subieron de un salto a suscaballos esqueleto y se alejaron a todavelocidad en una docena de direcciones

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diferentes, componiendo ya la intrincadaserie de órdenes que volvería a situar adecenas de miles de soldados paraenfrentarse a la repentina llegada delenemigo.

No habían tenido noticias de losreyes numasis que se encontraban al sur,pero informes fragmentarios indicabanque la caballería ya se había reunido yavanzaban para hallarse con el enemigo.Los capitanes de Nagash eligieron unalínea de cerros bajos a unos cientos demetros por detrás del campamentonumasi para colocar su línea de batallainicial. Se trasladaron a toda prisacompañías de lanceros al sureste y se

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las hizo formar a lo largo de la laderadelante de la línea de cerros, a la vezque se enviaban mensajeros al nortepara llamar a los arqueros zandrianospara que entraran en acción deinmediato. A los pocos minutos, elgrueso del ejército de Nagash, por lomenos cien mil soldados de infantería ycaballería no muertos, se había puestoen marcha desviándose al sureste parapresentar un muro de hueso y metaldelante del avance de las fuerzas deleste. Más atrás de la línea de batalla, losingenieros de sitios aplicaron el látigocontra las espadas de sus esclavosmientras luchaban por orientar sus

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inmensas catapultas hacia el enemigo alataque.

En medio del caos, ocho enormescompañías de guerreros esqueleto, todala fuerza de reserva de Nagash de cuatromil soldados, se agitó bajo la furiosavoluntad de Nagash y emprendió lamarcha hacia la línea de sombras. ElRey Imperecedero avanzaba tras elloscon aire amenazador, rodeado de suGuardia de la Tumba y un gran séquitode esclavos. Una veintena deaterrorizados criados transportaban elsarcófago de piedra de la reina deNagash sobre los hombros desnudos.

Arkhan el Negro iba a la zaga de la

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macabra procesión, deseandoardientemente contar con su armadura ysu espada. Estuvo tentado de volvercorriendo a su tienda raída y vestirsepara la batalla, a pesar de las maliciosasórdenes de Nagash: era mejor que lotorturasen de nuevo que perder la cabezaen un encuentro fortuito con un jineteenemigo.

No es que tuviera idea de lo queharía si tuviera armas y armadura. ¿Aquién se enfrentaría? Parte de élalbergaba la idea de que aún podríavolver a ganarse el favor del ReyImperecedero si se desenvolvía bien enla batalla, pero ¿para qué? ¿Para

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regresar a la esclavitud suplicando aldobladillo de su señor gotas de suterrible elixir?

Oleadas invisibles de podercrepitaron por el aire. Los cuernosgimieron y la tierra tembló bajo lospasos de decenas de miles de pies enmarcha. Para Arkhan, era como si loscimientos del mundo se estuvieransacudiendo debajo de él. Moviéndosecomo si estuviera soñando, el visir sevio arrastrado tras su señor.

Las compañías de reserva delejército se detuvieron traqueteando aapenas unos centímetros de la línea desombras. Las magias enfrentadas

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creaban cambiantes oleadas de luz yoscuridad que iluminaban las carasputrefactas de los guerreros. Al oeste,lejos pero acercándose cada vez más, seoyeron los pesados pasos de gigantes.

Nagash apareció en medio de lascompañías de esqueletos con su túnicaondeando en el aire espectral que seestaba levantando detrás del ejército nomuerto. En la mano izquierda sostenía elpoderoso Báculo de las Eras, que estabaadornado con los espíritus atormentadosdel séquito fantasmal del rey.

El nigromante se acercó al borde dela línea de sombras y sintió el poder delas guardas de la ciudad bulléndole por

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la piel. Cuando depositaron el sarcófagode la reina en el suelo a su espalda, sevolvió y extendió la mano derecha. Losespíritus que rodeaban el báculorecorrieron el féretro de piedra,apartaron la tapa y luego extrajeron elcuerpo marchito de Neferem. La reinaquedó suspendida en sus garras comouna muñeca rota, dejando caer un rastrode trocitos de lino mugriento y pielhecha jirones. Ghazid, que se encontrabacerca del féretro, volvió su rostro ciegohacia la forma flotante de la reina ysoltó un gemido torturado.

Nagash atrajo a su reina hacia él. Lalínea de sombras retrocedió en respuesta

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a la presencia de Neferem.—Tú eres la llave —dijo, bajando

la mirada hacia el rostro atormentado dela reina—. Tú eres el pacto hecho carne.Ve y abre las puertas de la ciudad.

El nigromante dejó a Neferem en elsuelo. La reina se tambaleó de modovacilante mientras volvía el rostroapergaminado de un lado a otro comouna niña perdida. Un gemidoatormentado escapó de sus labios.Entonces, con un brusco empujónNagash la hizo atravesar la línea desombras.

Un fortísimo viento se levantó deinmediato alrededor de la reina y el aire

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crepitó ruidosamente a causa de lacreciente tensión. Nagash avanzaba unoscuantos pasos por detrás de Neferem,con el rostro fijo como en una malévolamáscara. Sus guerreros hicieron lomismo momentos después, y miles ymiles atravesaron las guardas.

Arkhan enseñó los dientesdestrozados al sentir la repentina oleadade energías que se alzó de la arenaalrededor de Nagash y sus guerreros.Incluso los esclavos lo notaron, gritarony se cubrieron la cara esperando sentirla despiadada ira de los dioses encualquier momento. Ghazid dejó escaparotro gemido de desesperación y avanzó

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tambaleándose con las manos levantadashacia el cielo.

La furia del viento fue aumentando acada paso que daba Neferem,desparramando montones de huesosblanqueados y levantando columnas dearena y tierra en el aire. Del suelocomenzaron a elevarse oleadas de calor,incluso aunque las nubes cada vez másnumerosas cubrían la cara del sol.

Impertérrito, Nagash hizo avanzar aNeferem y a sus tropas. Podía sentircomo la presión iba aumentando sobrelas guardas de la ciudad a medida quesus conjuros cuidadosamente formuladosse veían obligados a hacerle frente a una

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paradoja. Las guardas fueron creadaspara proteger a los creyentes deaquellos que amenazaban a la Ciudad delos Dioses. En virtud del vínculo conNagash, la reina no muerta era ambascosas.

Nubes oscuras bulleron con furia enlo alto y el hedor del azufre impregnó elaire. Destellos de luz color naranjabrillaron en el interior de las nubes, ylas primeras llamaradas comenzaron acaer sobre las compañías queavanzaban. Feroces truenos golpeaban elcielo con cada piedra que caía como silas guardas estuvieran empezando aresquebrajarse debido a la presión.

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Piedras en llamas abrieron sendasabrasadoras a través de las compañíasque avanzaban. Un ardiente proyectil sedirigió como una flecha directamentecontra Neferem y Nagash; sin embargo,a la misma vez que caía en picado haciala tierra, la roca comenzó a deshacerse,hasta que estalló sin causar daños a unadocena de metros del objetivo buscado.Una oleada de intenso calor envolvió ala reina rizándole la túnica seca y la pielparecida a pergamino. Nagash alzó subáculo hacia el cielo y soltó un rugidode triunfo.

El viento estruendoso y el calorabrasador se volvieron más fuertes a

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cada paso. El agitado movimiento de lasnubes aumentó, y la lluvia de fuego seredujo. Las sacudidas consecutivas queagitaron el aire por encima de las tropasque avanzaban desgarraron el interior delas nubes. Arcos de relámpagos colorvioleta azotaron la llanura como elflagelo de un jefe de obra.

Se encontraban casi a mitad decamino de las murallas de la ciudadcuando aparecieron las esfinges.Surgieron como espectros del remolinode polvo, rugiendo y abriendo ycerrando las fauces con temor ante laatroz imagen de la reina. El abrasivopolvo había hecho jirones la inestimable

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túnica de la reina y le había arrancado eltocado de oro, y su piel comenzó adeshilacharse como si fuera hiloputrefacto. Neferem siguió adelantesufriendo el azote de la tormenta y laferoz voluntad de Nagash. Sus gritos seperdieron entre el estruendo de losespíritus del desierto y la furia delviento. Las esfinges sacudieron sustemibles cabezas y retrocedieron ante lareina como perros apaleados.

El calor se había vuelto intenso; eracomo estar ante la misma puerta de ungran horno. Nagash vio que su túnicaempezaba a humear y se detuvo,estupefacto. Sus tropas se pararon detrás

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de él, pero Nagash no dejó de empujar aNeferem hacia delante, presionando sintregua contra las antiguas guardas. Lalínea de sombras se estaba contrayendopor detrás del nigromante; el borde seestaba deshilachando bajo la arremetida.Una oscuridad profana fluía como tinta asu paso.

Se oyó un trueno y, durante uninstante, Neferem quedó envuelta en unhalo de violentos relámpagos. Su cuerpoestalló en llamas, pero la voluntad deNagash siguió empujándola haciadelante. Los brazos se le cayeron cuandoel fuego se comió los tendones y elmúsculo curtido, y el brillante cabello

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ardió en medio de una repentina lluviade chispas.

Una figura pasó tambaleándose juntoal Rey Imperecedero y se adentró en elcalor abrasador. Ghazid, fiel hasta elfinal, siguió los pasos de su reina. Lapiel se le ennegreció en cuestión demomentos y se le prendió fuego a latúnica, pero el antiguo visir no titubeó.

Las esfinges bramaron y seretorcieron, atormentadas, mientras lasguardas mágicas empezaban a hacerseañicos debido a la presión. El crecientecalor se volvió tan intenso que el mismoaíre pareció brillar. De Neferem sólo seveía la silueta de un esqueleto envuelto

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en fuego de color naranja y violeta.A más de media milla de distancia,

Arkhan sintió la tensión presente en elaire como si se tratara de cuchillosromos que le rasparan la piel. Losesclavos que se encontraban a sualrededor cayeron muertos mientras lesmanaba sangre de ojos y oídos.

Entonces, sin previo aviso, lapresión se desvaneció, reventó comouna burbuja, y se hizo un silencioensordecedor por el campo de huesos.Neferem había desaparecido; su cuerpose había convertido en cenizas. Elcadáver ennegrecido de Ghazid yacía asólo unos metros, con una mano

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extendida aún, tratando de alcanzar a suamada reina.

Montones de tierra y arena cayeronformando repiqueteantes cortinas por lallanura. Con un último y menguanterugido, las esfinges se transformaron enjirones de humo que desperdigó elviento cada vez más débil, y laoscuridad cayó sobre Mahrak, la Ciudadde los Dioses.

En la llanura repleta de huesos,Nagash alzó las manos hacia el cielo ysoltó un rugido de triunfo.

—¡La era de los dioses haterminado! —exclamó—. ¡De hoy enadelante, la gente de Nehekhara le

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rendirá culto a su Rey Imperecedero!Nagash bajó su antiguo báculo y sus

guerreros esqueleto se lanzaron haciadelante. Entre ellos marchaban tresaltísimos gigantes que levantaron susenormes garrotes y avanzaron sobre lapuerta de la ciudad. La masacre de losciudadanos de Mahrak comenzaría encuestión de minutos.

Al sureste se oyó un estruendo detrompetas, y Arkhan comprendió que losejércitos del este habían llegado, justo atiempo para ver caer Mahrak.

El visir se tambaleó de pronto bajoel feroz azote de la voluntad de su señor.Desde el otro lado de la llanura de

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huesos, Nagash le ordenó al inmortal:«Busca a Amn-nasir y dile que ataque alos lahmianos inmediatamente».

El visir hizo un esfuerzo porresponder, pero el nigromante ya habíadirigido sus pensamientos a otro lugar.Arkhan se encontró de rodillas, rodeadode los cadáveres de los esclavosmuertos. Sus rostros atormentados lomiraban fijamente; no le cabía duda deque sus expresiones de miedo y dolorreflejaban la de él.

Arkhan el Negro se puso en pietambaleándose y fue en busca del rey deZandri.

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* * *

La destrucción final de la Hija del Solresonó por la Ciudad de los Dioses yluego se extendió hacia fuera, sobre losejércitos que combatían y hacia todoslos rincones de Nehekhara. Todos lossacerdotes y acólitos, todos los audacesUshabtis, la sintieron como un espada dehielo que se les hundió sin avisar en elcorazón. Cuando esta se retiró, notaronel poder de los dioses escapando de suscuerpos como si fuera su sangre vital,una herida que no podría restañar lamano de ningún sanador. Desvalidos y

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horrorizados, supieron que el pacto sehabía roto, y sintieron como los diosesse alejaban de ellos para siempre.

Era el principio del fin. Nehekharaya no era un lugar bendito.

* * *

Rakh-amn-hotep y Hekhmenukeptambién lo percibieron cuando el pactose rompió y comprendieron lo queauguraba. Los Ushabtis gritaronhorrorizados tirándose de la barba y

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golpeándose el pecho mientras suspoderes divinos comenzaban adesvanecerse.

Los reyes supusieron lo quepresagiaba el espantoso cambio, peroninguno de los dos dijo ni una palabra.Sus guerreros seguían avanzando;faltaban apenas unos minutos para quese enfrentasen a la horda no muerta delUsurpador.

Era el fin de todo. Lo único querestaba era luchar hasta que la oscuridadlos arrollara.

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* * *

Una ovación se alzó entre los inmortalesde Nagash cuando los gigantes de huesollegaron a las puertas de la ciudad por elnordeste. El sitio había terminado y lavictoria final estaba próxima.

Al otro lado del campo de la muerte,delante de la línea de batalla no muerta,escuadrones de veloces jinetes numasisse estaban replegando ante el avance delos ejércitos orientales. Una paredininterrumpida de jinetes lybaranos yrasetranos de más de dos millas de largohizo retroceder a la caballería enemiga a

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través de su campamento y hacia suspropias líneas.

Cuando los lanceros que avanzabanestuvieron a cincuenta metros de losesqueletos que los aguardaban, los reyesgemelos les hicieron una señal a sushombres, y los numasis emprendieronuna retirada completa replegándoserápidamente por estrechas sendas entrela infantería no muerta y formando en laretaguardia del ejército.

En cuanto los numasis se quitaron deen medio, compañías de arqueros nomuertos se adelantaron y levantaron susarcos negros. Nubes de saetas de juncooscurecieron el cielo por encima del

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terreno de la muerte y la batalla finalcomenzó.

Al norte, el campamento zandrianoera un escenario de caos. Los hombrescaían de rodillas y les suplicaban a losdioses que los perdonasen o agitaban lospuños y les gritaban maldiciones a losgigantes de hueso y a los esqueletos queatacaban las murallas de Mahrak. Loslentos y pesados golpes de los gigantesresonaban por la llanura mientrasechaban abajo las puertas de la ciudad.

Consumidos por el dolor y la rabia,muchos combatientes zandrianosatacaron a Arkhan con puños y cuchillosmientras este intentaba abrirse paso

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hasta la tienda del rey. El inmortalignoró los débiles golpes gruñendo derabia y apartó a aquellos idiotas de sucamino. Una flecha pasó silbando una odos veces, pero el visir no le prestóatención.

Otra pelea parecía estar fraguándosefuera de la tienda de Amn-nasir. Variosmensajeros de los capitanes de Nagashestaban discutiendo furiosamente con losmiembros del séquito y losguardaespaldas del rey de Zandri, queestaban medio locos de rabia. El visir sefijó en una docena de criados lahmianosvestidos de seda que se manteníanalejados de la enconada disputa. Estos

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miraron a Arkhan con cautela cuando elinmortal se abrió paso entre el gentío aempujones y atravesó bruscamente laentrada de la tienda.

Amn-nasir y Lamashizzar seencontraban en el recinto principalrodeados de una docena de Ushabtis deaspecto afligido. Los guardaespaldas seabalanzaron sobre Arkhan de inmediato,desenvainando sus terribles espadas,pero ambos reyes intervinieronrápidamente.

Amn-nasir inclinó la cabeza congratitud ante Arkhan mientras losUshabtis se apartaban. Lamashizzarcontempló al inmortal de modo

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inescrutable. Arkhan presintió que habíainterrumpido otro acalorado debate.

—¿Has tomado una decisión? —preguntó Amn-nasir.

Arkhan se volvió hacia el rey deLahmia.

—Ofrecisteis el poderío de vuestroejército a cambio del don de la vidaeterna —dijo el inmortal—. El ReyImperecedero nunca os revelará lossecretos de su elixir, pero yo puedohacerlo.

Las puertas de la ciudad cayeronhacia dentro en medio de un estruendode madera astillándose. Como uno solo,los esqueletos supervivientes que se

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encontraban fuera de las murallas deMahrak se lanzaron en tropel haciadelante, atravesando la abertura contorpeza mientras los gigantes volcabansu atención en trepar por encima de lasalmenas de arenisca.

Al otro lado de las puertas rotasestaba situada la plaza abierta donde seencontraban seiscientos resueltosguerreros santos. Los Ushabtis deMahrak encomendaron sus almas a losdioses que ya no escuchaban susplegarias y se adelantaron corriendopara luchar y morir conforme a susvotos. Chocaron contra la horda deesqueletos como un viento voraz y

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despedazaron a los atacantes no muertosa cientos. Cuando los gigantes de huesopasaron sobre las murallas de la ciudad,los Ushabtis les golpearon las enormespiernas hasta que se fueron desplomandouno a uno.

Los defensores de la ciudadlucharon como héroes de leyenda, perosu fuerza iba disminuyendo con cadagolpe, y cada vez daban en el blancomás lanzas enemigas. Uno a uno, losmagníficos Ushabtis cayeron, aplastadospor manos gigantes o desangrándose acausa de infinidad de terribles heridas.Sin prisa pero sin pausa, laaglomeración de esqueletos obligó a los

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supervivientes a apartarse de laspuertas. Nagash guió a sus guerreros congran pericia, utilizando callejones ycalles laterales para aislar y rodear alos defensores antes de sepultarlos bajouna marea de metal y hueso.

Cuando el último Ushabti murió, lostres gigantes y casi quince milesqueletos habían caído bajo susrelucientes espadas: un último gesto defe y honor condenado al fracaso ante lanoche devoradora.

Haciendo caso omiso de héroescaídos o dioses abandonados, los milesde esqueletos restantes marcharon sobrelos templos de la ciudad. Nagash, al que

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rodeaba su Guardia de la Tumba, sedirigió hacia el Palacio de los Dioses.

* * *

Los cráneos aullantes trazabanresplandecientes arcos de fuego mágicopor encima del campo de batallamientras los ejércitos del este y el oestese atacaban con lanzas, hachas yespadas. Los guerreros de Rasetra yLybaras peleaban como demonios y seintroducían en las filas de los no

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muertos; pero el enemigo superabaampliamente en número a suscompañías. Los reyes aliados habíanasignando todas las compañíasdisponibles a la línea de batalla y aunasí las tropas enemigas estabanrodeando de manera inexorable a lascompañías que combatían por losflancos. Sin prisa pero sin pausa, elejército enemigo presionó hacia delante,cerrándose alrededor de las tropasaliadas como las mandíbulas de uncocodrilo.

Los inmortales, que intuyeron queellos dominaban, enviaron a la mitad delos suyos y a sus escoltas de caballería

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al galope hacia el flanco derecho. Losreyes numasis los vieron partir ycomprendieron que el momentofundamental estaba próximo. En cuantola caballería rodeó al flanco aliado, eldestino del ejército quedó escrito.

Seheb y Nuneb cogieron sus riendasy les hicieron señas a sus capitanes. Losescuadrones de caballería comenzaron amoverse sin ningún tipo de fanfarria,acercándose poco a poco al flancoderecho del ejército. Cuando losinmortales y sus soldados de caballeríaligera cruzaron por delante de lacaballería numasi que avanzaba, losgemelos enviaron otra señal. Las

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espadas salieron con un destello de susvainas, y los escuadrones aumentaron lavelocidad y se pusieron a medio galope.

Las cabezas pálidas se volvieron aloír acercarse a los jinetes numasis. Losinmortales sonrieron como chachales ylevantaron sus armas en señal de saludo.

Seheb y Nuneb correspondieron a lasonrisa y devolvieron el saludo. Acontinuación, sus espadas descendierontrazando un arco feroz.

—¡A la carga! —exclamaron losgemelos, y los suyos respondieron conun espeluznante rugido y el estruendo delas trompetas.

La caballería numasi atacó a los

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inmortales y sus jinetes por el flanco,aislando a los escuadrones no muertos yaplastando a los guerreros. Durante unoscuantos momentos cruciales, la repentinainversión de papeles pilló a losinmortales desprevenidos, y su sorpresase reflejó en la ausencia de resistenciapor parte de sus guerreros. Losveteranos jinetes segaron a losesqueletos como si fueran trigo, y prontolos capitanes de piel pálida seencontraron rodeados de docenas detitilantes espadas.

Gruñendo de miedo y de rabia, lostreinta inmortales trataron de liberarsedel gentío a golpes de espada y de

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reincorporarse a sus compañeros, queobservaban la batalla sin que pudieranhacer nada a más de una milla dedistancia. Sólo lo lograron unos pocos.

* * *

En el lado opuesto del campo de batalla,Ekhreb y la caballería aliada que aúnaguardaba se agitaron al oír el sonido delas trompetas numasis.

—Esa es la señal —les dijo elpaladín a sus lugartenientes—. Vamos.

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Ekhreb aún estaba un tantoasombrado por la sorprendente oferta denegociación de los reyes numasis.Estaba a punto de ordenarle a lavanguardia aliada que cargara contra losjinetes enemigos cuando de pronto lossoberanos enemigos bajaron las armas yse adelantaron bajo un símbolo detregua. Le contaron al paladín rasetranoque ya habían visto suficientes horroresal servicio de Nagash y se habíannegado a reconocer los juramentos deservirle. Todo el ejército estabapreparado para cambiar de bando, si losreyes del este los aceptaban.

El problema era que no había tiempo

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para discutirlo. Los ejércitos estaban enmarcha e, incluso con el apoyo de losjinetes numasis, la ventaja de lasorpresa se estaba escabullendorápidamente. Ekhreb tuvo que decidir sise podía confiar en los reyes gemelos.Una mirada a sus ojos angustiados bastópara convencer al paladín. Él sabíaperfectamente cómo se sentían.

La caballería aliada se dirigió aloeste a lo largo de un barranco que leshabían señalado los jinetes numasis.Esto sirvió para ocultar sus movimientosdurante más de una milla, vaciando losescuadrones situados en el flanco más ala derecha del ejército enemigo. Los

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esqueletos ya habían avanzado muchodesplegándose de manera inexorablealrededor del flanco del ejércitooriental, que era más pequeño. Eso dejóa sus filas traseras expuestas a larepentina aparición de la caballeríaaijada.

Los numasis se estaban desplazandomás hacia el este, sembrando laconfusión a lo largo de la retaguardia dela línea de batalla enemiga. Seheb yNuneb habían cumplido su palabra.Ekhreb alzó su pesada espada con unasonrisa feroz.

—¡Por Rasetra! ¡Por Lybaras! ¡Porla gloria de los dioses! ¡A la carga! —

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ordenó.Con un salvaje rugido, la caballería

aijada avanzó en medio de un granestruendo mientras sus espadas emitíantenues destellos en la penumbra. Loslanceros no muertos, que estabanconcentrados con obcecación en lainfantería enemiga que tenían delante, nose dieron cuenta del peligro que corrían,hasta que fue demasiado tarde.

* * *

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Nagash se encontraba en el borde de lagran explanada que se extendía delantedel Palacio de los Dioses cuando oyó eldébil ruido de las trompetas al suroestey el jubiloso clamor de miles dehombres vivos. Se detuvo justo cuandoestaba a punto de ordenarle a su Guardiade la Tumba que asaltara el palacio delos decadentes sacerdotes, y centró suatención a través de los ojos de variosde los paladines no muertos de suhueste. Lo que vio hizo que una sarta delas maldiciones blasfemas llegara a suslabios.

¡Los numasis lo habían traicionado!Ya habían matado a la mitad de sus

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inmortales o los habían puesto en fuga, yahora estaban abalanzándose con fuerzasobre el resto. Una carga sorpresa decaballería enemiga había golpeado elflanco derecho de su vasto ejército, yeste estaba a punto de desmoronarse.Por el momento, el centro y el flancoizquierdo de su ejército estabanaguantando, pero sus capitanes sufríanataques directos y no podían guiar a suscompañías irracionales con eficacia.

Una ira pura y ponzoñosa invadió alnigromante. Cómo había anhelado abrirde golpe las puertas del Palacio de losDioses y ver cómo aquellos idiotas delConsejo Hierático salían arrastrándose

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sobre el vientre suplicándole que lesperdonase sus inútiles vidas. ¡Ahora ibaa verse privado de su justa recompensaa apenas cien metros de su objetivo!

No obstante, había asuntos másurgentes de por medio que la simplediversión. Sus reservas no estaban enposición, sino que estaban arrasando lascalles de Mahrak y destrozando lostemplos de la ciudad. Tendría queasumir él mismo el mando de lascompañías en el campo de batalla, yluego sacar a sus guerreros de la ciudadde inmediato. Con estos efectivosadicionales tendría soldados más quesuficientes para detener el ataque contra

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el flanco derecho y recuperar lainiciativa contra el enemigo. Primero,sin embargo, necesitaba que susmaltrechas fuerzas recuperasen toda suenergía.

Nagash recurrió al poder de laPirámide Negra y comenzó el conjuro deLlamada. Al otro lado de la ciudad, losciudadanos muertos de Mahrakempezaron a moverse.

Allá, en la llanura repleta de huesos,el flanco derecho del ejército de Nagashvolvió a formar brevemente bajo elazote de la voluntad del nigromante,pero la presión de la caballería deEkhreb y los lanceros rasetranos hizo

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retroceder a las compañías deesqueletos. Los inmortales que aúnseguían vivos, al verse libres delesfuerzo de pelear y dirigir a la enormehueste al mismo tiempo, empujaron a losjinetes numasis hacia el oeste eimpidieron que las tropas aliadasrodearan el flanco derecho porcompleto. Las tropas de Nagash sevieron totalmente aisladas de sucampamento y, sin prisa pero sin pausa,obligadas a retroceder contra lasimplacables murallas de Mahrak.

Los inmortales miraban, furiosos,hacia el norte, preguntándose dóndeestaba el ejército de Zandri. Habían

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enviado casi una docena de mensajerosexigiendo su apoyo, pero ninguno de losjinetes había regresado.

En medio del caos de la batalla, losinmortales no advirtieron que lascatapultas del ejército habían guardadosilencio, ni pudieron ver el humo que sealzaba de sus tiendas en medio de lapenumbra mágica.

Mientras los guerreros de Zandriinvadían el campamento de Nagash, lastropas de Lamashizzar formaron yavanzaron hacia el sur, acercándose alas fuerzas del nigromante desde elnorte. Los guerreros habían plegado susestandartes de color amarillo brillante y

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se habían embadurnado las caras conceniza, lo que los ocultaba un tanto bajoel manto de sombras que cubría laciudad. Habían llegado a menos de cíenmetros del flanco derecho en apuros delenemigo justo cuando la primera oleadade refuerzos de Nagash cruzó atrompicones la puerta hecha añicos deMahrak.

Lamashizzar, que observaba elprogreso su ejército desde el lomo deuna yegua negra como el carbón, ordenóque sus compañías de hombres dragónavanzaran.

Nagash lanzó a los muertos deMahrak precipitadamente contra las

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tropas enemigas intentando frenar suavance bajo el peso de los miles decuerpos que se movían arrastrando lospies. Los cadáveres consumidos dehombres, mujeres y niños cruzaron lapuerta tambaleándose y se lanzaronsobre las lanzas orientales, mientras elRey Imperecedero reunía a suscompañías de esqueletos en el interiorde la ciudad y las hacía volver a salirpor la puerta en orden.

El rey salió en último lugar, a lacabeza de su Guarida de la Tumba. Susinmortales se animaron al ver el ReyImperecedero y redoblaron los esfuerzosde las compañías en el centro y a la

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izquierda. La encarnizada batallallevaba librándose más de dos horas, ylas tropas orientales estaban cada vezmás débiles. Nagash agrupó a susreservas a la derecha y se preparó paracontraatacar. Controlar una fuerza tanenorme y mantener el manto de sombrasen lo alto estaba consumiendo susreservas mágicas rápidamente, y ledejaba poco poder para dedicarlo ahechizos destructores. Eso vendríadespués, en cuanto hubiera rechazado elasalto enemigo y hubiese recuperado laofensiva.

El rey se fijó entonces en lossoldados con armadura negra que

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estaban avanzando despacio desde elnorte, casi perpendiculares a la murallaoccidental de Mahrak.

¡Los malditos lahmianos! O habíanhecho huir a los hombres de Zandri, olos hombres de Amn-nasir se habíanvuelto unos traidores como los cobardesnumasis. Fuera como fuese, elnigromante sabía que tendrían queocuparse de ellos de inmediato o, de locontrario, no le dejarían espacio paramaniobrar a su ejército. Las fuerzas queavanzaban desde tres lados losatraparían contra las murallas de laciudad y los harían pedazos.

Nagash desplazó a las compañías de

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reserva del ejército hacia el norteancladas en el centro por medio de suselecta Guardia de la Tumba. Con otraserie de órdenes no expresadas conpalabras, le devolvió el control delgrueso del ejército a sus inmortales, yluego se dirigió al norte detrás de susguardaespaldas. El Rey Imperecederohizo uso del resto de sus reservas cadavez más limitadas y comenzó a entonarun aterrador conjuro.

A una orden de Lamashizzar, lascuatro compañías de hombres dragón secolocaron rápidamente delante de lasfilas preparadas de las compañías delanceros y formaron en bloques

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compactos de cuatro filas en fondo: Lafila delantera de cada compañía seapoyó en una rodilla permitiendo así quela fila de detrás apoyara sus bastonesdragón en los hombros de los hombresde delante.

Cinco compañías de guerrerosesqueleto avanzaron hacia los hombresdragón en medio de un atronadorgolpeteo de madera, metal y hueso.Resultaban un espectáculo aterrador,pero los hombres dragón formaban laelite del ejército lahmiano,cuidadosamente seleccionados por suinteligencia y fuerza de voluntad. Pocaspersonas tenían el valor necesario para

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manipular el mortífero e imprevisiblepolvo de dragón que fabricaban losalquimistas del Lejano Oriente.

Los esqueletos se acercaron enformación cerrada, avanzandoimplacablemente hacia las líneaslahmianas. Mientras se aproximaban, loshombres dragón sacaron unos trozos dealgodón humeante de los frascos quellevaban a la cintura. Soplaron a ritmoconstante sobre las mechas paramantener encendidos los extremosardientes mientras la distancia con elenemigo se iba reduciendo. Dos de lascuatro compañías apuntaron al centro dela línea enemiga con las bocas de sus

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bastones dragón. Los escudos blancosde las tropas en el medio resultabanobjetivos excelentes en mitad de la débilluz.

A cincuenta metros, Lamashizzar lesordenó a los hombres-dragón queentraran en acción. Cada guerreroacercó su mecha encendida a un agujerodiminuto perforado en un lado delbastón. Dos mil dragones escupieronlenguas del fuego y lanzaron bolas deplomo del tamaño de piedras parahondas contra las filas enemigas enmedio de una estela de azufre y elensordecedor estruendo de un truenoprovocado por el hombre.

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El ruido fue atroz. Nagash no habíaescuchado nunca nada igual. Lo siguióun espantoso y repiqueteante sonido dedesgarro cuando un aluvión deproyectiles invisibles se abrió pasoentre las compactas formaciones de sustropas. Los escudos se hicieron astillas,y las extremidades y los torsosestallaron en medio de una lluvia defragmentos. La sobrecogedora lluviaatravesó las compañías de delante aatrás zumbando malévolamente por elaire como avispones de río. Un temibleimpacto alcanzó al rey en el hombroizquierdo golpeándolo como un puño através de la tela, el músculo y el hueso.

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Una furiosa oleada de punzante dolorarrastró las palabras del conjuro.Nagash se tambaleó mientras se llevabala mano derecha al hombro y, alapartarla, la notó resbaladiza a causa dela sangre viscosa. Le habían abierto unagujero del tamaño de su pulgar a travésde la túnica, y las vestiduras y la telaque lo rodeaba estaban empapadas desangre.

Durante un momento, una cortina deapestoso humo negro impidió que elnigromante viera. Cuando se despejó, sequedó atónito al ver el alcance de losdaños que había causado el ataquelahmiano. Su Guardia de la Tumba había

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sufrido la peor parte y casi tres cuartaspartes de la compañía pesada habíasaltado por los aires. Cerca de un terciodel resto de sus compañías tambiénhabían sido destruidas. Lossupervivientes seguían avanzando conobstinación, pero las compañíasenemigas se estaban moviendo. Variaronde posición para que las dos filasdelanteras cambiaran el lugar con lasque tenían detrás, y apuntaron a susguerreros con más de aquellosespantosos bastones.

Unas trompetas sonaron al nordeste.Nagash pudo oír un estruendo de cascosy supo que los lahmianos habían hecho

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intervenir a su caballería. Los jinetescon armadura negra cargaron dejandoatrás a las compañías de lancerossituados en el flanco derecho lahmiano yse abrieron paso a golpes de espadaentre los cadáveres resucitados deMahrak, dispersando a los últimosrefuerzos que le quedaban a Nagash ysellando la destrucción de su ejército.

Por delante del rey, sus esqueletoscasi habían alcanzado las filasdelanteras de lanzadores de fuegolahmianos, pero el enemigo ya habíapreparado la segunda descarga. Furioso,Nagash luchó por hacer a un lado eldolor y convocar su poder, pero incluso

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mientras lo hacía sabía que llegaríademasiado tarde.

En lo alto, el manto de las sombrasse estaba debilitando y dejaba pasarfinos rayos de brillante y dorada luz delsol. Los inmortales del rey lanzarongritos de terror y consternación. Nagash,el Rey Imperecedero de Khemri, bramóuna amarga maldición mientras el mundoestallaba por delante de él en destellosde voraces llamas.

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EPÍLOGOEl ataúd de almas

Khemri, La Ciudad Viviente,en el 63.º año de Djaf el Terrible

(-1740, según el cálculo imperial)

Dos meses después de la batalla deMahrak, el ejército de los Siete Reyesllegó a los alrededores de Khemri. Nohabía ejércitos que se opusieran a su

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avance ni una muchedumbre conrecipientes de agua sagrada para darlesla bienvenida entre vítores a suslibertadores. Los campos situados en lasafueras de la gran ciudad estabanyermos, y las puertas, abiertas yabandonadas. Los buitres se posaban enlas almenas y los chacales bajabansigilosamente por las calles llenas dearena. Se trataba de un lugar desolado yembrujado, marcado por siglos de terrory empapado de sangre inocente. Losexploradores del ejército, veteranoscurtidos en el combate todos ellos, senegaron a entrar siquiera en la ciudadsalvo cuando el sol brillaba en lo alto.

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Había sido una larga y arduapersecución desde los campossepulcrales en las afueras de la Ciudadde los Dioses. En Mahrak, los hombresdragón del ejército lahmiano habíandestrozado a las reservas de Nagash yhabían dejado conmocionado al resto dela hueste del Usurpador. A medida quelos ejércitos aliados empezaban apresionar con más fuerza a la horda nomuerta, el manto de sombras quecolgaba sobre la ciudad comenzó adeshacerse. Rayos de luz tenueatravesaron la penumbra alentando a losguerreros aliados y aterrorizando a susenemigos. Se corrió el rumor entre los

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ejércitos orientales de que habíanmatado a Nagash, y un gran grito detriunfo se elevó de sus filas mientrasobligaban a retroceder a los horrorososesqueletos del Usurpador contra lasmurallas de la ciudad saqueada.

Cuando el sol se abrió paso entre lassombras cada vez más débiles, losinmortales que aún sobrevivían en elejército del Usurpador supieron quetodo estaba perdido. Su única esperanzade supervivencia era atravesar el cercocada vez más apretado e intentarescapar. Los inmortales reunieron a lacaballería que les quedaba y, con ungemido de cuernos de guerra, se

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abalanzaron sobre los guerreros aliadosque se extendían por el borde occidentalde la llanura. Se trataba de los lancerosy la caballería del flanco derecho de losejércitos aliados, que habían librado losenfrentamientos más duros del día yestaban a punto de desplomarse deagotamiento.

La repentina carga del enemigocogió a los guerreros desprevenidos, y apesar de una enconada pelea, losinmortales lograron franquear sus líneasy escapar hacia el oeste. Huyeron através del caos y las llamas de sucampamento, y se dirigieronrápidamente hacia las Puertas del

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Anochecer, esperando perderse en elValle de los Reyes antes de que el mantode oscuridad se deshiciera porcompleto.

Los inmortales sacrificaroncompañías enteras de infantería paramantener a raya a sus perseguidores.Menos de diez mil soldados deinfantería y caballería no muertosllegaron al Valle de los Reyes, dejandolos huesos de más de cien mil guerrerosdesparramados por los campos al este.Antes de que terminara el día, elsobrecogedor ejército del Usurpadorhabía quedado prácticamente destruido.

Al principio, no se pensó en una

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persecución, pues el solo hecho delevantar el sitio de Mahrak ya había sidolo suficientemente desalentador. Suvictoria había sido más grande y total delo que habían creído posible. Seenviaron hombres a reunir provisionespara la larga marcha hacia el este yentretanto, los reyes centraron suatención en la devastada ciudad y susciudadanos.

Descubrieron enseguida que Mahrakera una ciudad sólo de nombre. Suscasas y mercados estaban vacíos y habíaincendios fuera de control en muchos desus templos. A última hora de la tarde,después de que la lucha hubiera

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terminado, los pocos supervivientes dela ciudad salieron del Palacio de losDioses y lloraron agradeciendo susalvación. La mitad del poderosoConsejo Hierático en otro tiempo,además de unos cuantos centenares deconsternados ciudadanos hambrientos,eran lo único que quedaba. Muchísimossacerdotes murieron esa primera nocheal ser incapaces de sobrellevar lacerteza de que habían perdido a susdioses para siempre.

* * *

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Allá en la llanura de huesos, compañíasde soldados peinaron el campo debatalla en busca de supervivientes. Loscuerpos de los inmortales muertos sellevaron a la ciudad y se arrojaron a unarugiente hoguera que habían encendidoen la explanada situada en el exteriordel Palacio de los Dioses. No se pudoencontrar el cuerpo del Usurpador ni elde su visir, Arkhan el Negro.

Así pues, los ejércitos aliados sepusieron en marcha en persecución de loque quedaba de la hueste del Usurpador.Persiguieron al ejército que huía por elValle de los Reyes y encontraron unapertinaz resistencia por parte de las

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tropas de retaguardia del enemigo;además, sufrieron constantesemboscadas de destacamentos de jinetesesqueleto. El grueso de las compañíasdel Usurpador que habían sobrevividolibró una enconada acción dilatoria enlas Puertas del Alba, pero las tropasaliadas lograron abrirse paso entre lasruinas después de tres días de durosenfrentamientos. Fuera de las puertas deQuatar, los perseguidores se encontraroncon el atroz estandarte de batalla delUsurpador tejido con la piel viva del reyNemuhareb. Alguien lo había plantadode modo que mirase hacia las callesdesiertas de la ciudad. Nadie supo decir

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por qué lo habrían abandonado así.Hicieron algunos prisioneros en los

caminos comerciales al oeste de Quatar,en su mayor parte comerciantesaterrorizados que transportaban lingotesde bronce de Ka-Sabar a Khemri. Losreyes aliados se enteraron por ellos dela traición de Memnet, el antiguohierofante de Ka-Sabar, y de su reinadode pesadilla sobre la Ciudad delBronce. También supieron que Raamket,uno de los principales lugartenientes delUsurpador, todavía ocupaba la CiudadViviente con una pequeña guarnición deinmortales y guerreros no muertos. Lahueste siguió adelante preparándose

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para una última batalla fuera de lasmurallas de Khemri y descubrió unaciudad de fantasmas y calles silenciosasy resonantes.

No encontraron por ninguna parte aRaamket ni a su guarnición. El granpalacio de Settra estaba vacío. Habíaindicios de que lo habían saqueado másde una vez y que, después del últimointento, alguien había intentadoprenderle fuego. Los exploradoresaliados sospechaban que Raamket y susguerreros habían huido hacía más de unasemana, quizás a Zandri o a Numas, oincluso por el Camino de las Especiashacia Bel Aliad. Nadie lo podía decir a

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ciencia cierta. Cuando la guarnición sefije, los pocos habitantes que quedabantambién habían huido dejando la ciudada los carroñeros.

Al segundo día después de llegar aKhemri, unos guerreros esqueleto lestendieron una emboscada a las patullasaliadas en el interior de la necrópolis dela ciudad. Durante el resto del día, lainfantería aijada se abrió paso por laciudad de los muertos librando unasangrienta partida del juego del gato y elratón con los monstruos no muertos quemerodeaban entre las criptas.

Enseguida se hizo patente que lastropas restantes del Usurpador habían

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establecido un círculo de defensasalrededor de la Pirámide Negra.Hicieron falta dos días más de difícilesenfrentamientos antes de destruir a losúltimos guerreros no muertos, y luegolos reyes concentraron su atención en lapirámide y los secretos que contenía.

* * *

Gritos y gruñidos salvajes resonaronprocedentes de la oscuridad. Unguerrero, con el rostro brillando de

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sudor bajo el yelmo cónico, se apartó dela entrada sin rasgos característicos dela pirámide y exclamó:

—¡Están sacando a otro!Los siete reyes se levantaron de sus

sillas situadas a la sombra de un granpabellón montado a una docena demetros de la entrada a la pirámide y sesituaron una vez más bajo la abrasadoraluz del sol. Un millar de guerrerosllenaban la gran explanada con losas demármol que había fuera de la pirámidede Nagash. Habían estado montandoguardia en la parte exterior de la entradadesde el amanecer, observando laspartidas de caza fuertemente armadas y

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los equipos de ingenieros que habíanestado entrando y saliendo de la cripta alo largo del día. Enderezaron loshombros cansados y prepararon susarmas de nuevo, mientras la pirámideentregaba a otro de sus monstruos.

El inmortal chilló de dolor cuandolo hicieron salir a la luz del sol. Era altoy de complexión fuerte, llevaba el pechodesnudo y las mandíbulas abiertaschorreando hilos de sangre oscura. Lapartida de caza le había atado los brazosal noble no muerto a la espalda con unalazada de soga gruesa, y luego le habíanclavado las puntas de dos lanzasresistentes en la espalda, justo debajo de

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los omóplatos. Dos hombres en cadalanza condujeron al monstruo a laexplanada, hacia una zona de losasmanchadas de sangre cerca del centro.Los cuerpos decapitados de otros doceinmortales estaban colocados unos allado de otros cerca de allí, con su pielpálida oscureciéndose bajo el calor deldía.

Los cazadores hicieron presiónsobre las lanzas en el lugar de ejecucióny obligaron al aullante inmortal aponerse de rodillas. Los reyes seacercaron seguidos de susguardaespaldas y paladines.Hekhmenukep y Rakh-amn-hotep

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caminaban uno junto al otroacompañados por Khansu, el hierofantede Mahrak y señor de facto de la ciudaddevastada. Los reyes del oeste —Seheby Nuneb de Numas y Amn-nasir deZandri— avanzaban acierta distancia delos reyes orientales, cada uno sumido ensus pensamientos. Lamashizzar, reysacerdote de Lahmia, mantenía unaactitud muy reservada; sorbía vino deuna copa de oro y hablaba en voz bajacon varios miembros de su séquitocubiertos con velos. Cuando seencontraron lo suficientemente cercapara ver la cara del inmortal conclaridad, se detuvieron.

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Rakh-amn-hotep estudió lasfacciones del monstruo un rato, y luegonegó con la cabeza.

—No lo conozco —dijo. Se volvióhacia Amn-nasir—. ¿Quién es?

El rey de Zandri frunció el entrecejo.Su cuerpo estaba más demacrado ydebilitado que nunca y el ojo izquierdole temblaba débilmente. Se rumoreabaque estaba intentando dejar el lotonegro, pero la lucha se estaba cobrandoun precio espantoso.

—Tekhmet, creo —respondió Amn-nasir con voz ronca—. Era uno de loscapitanes en Mahrak. Un señor menor yun aliado de Raamket. Nadie importante.

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—¡Traidor! —siseó el inmortal,escupiendo coágulos de sangre sobre laspiedras—. ¡El señor se vengará de ti!¡De ti y de los cobardes de Numas!¡Todos vosotros sufriréis una eternidadde dolor!

Rakh-amn-hotep le hizo un gestoseco con la cabeza a Ekhreb. El paladínse adelantó con un enorme khopeshmanchado de sangre apoyado contra elhombro. Al ver la espada, el inmortalempezó a retorcerse y aullar de miedo,empujando contra las lanzas hasta quelas puntas le atravesaron el pecho.Ekhreb llegó hasta el inmortal en cuatrozancadas mesuradas y, sin

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contemplaciones, balanceó su pesadaespada trazando un brillante arco. Lacabeza de Tekhmet rebotó dos veces porlas piedras y se detuvo cerca de los piesde Amn-nasir.

Los hombres de la partida de cazaarrancaron sus armas del cuerpoTekhmet y le hicieron una reverencia alos soberanos, respirando agitadamentepor el esfuerzo.

—Ese es el último, altezas —anunció el jefe—. Hemos vaciado todaslas criptas en la base de la pirámide.Muchas parecían haber sidoabandonadas hace algún tiempo.

Rakh-amn-hotep asintió con la

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cabeza y contestó:—Habéis demostrado mucho arrojo.

Ten la seguridad de que tú y tus hombresseréis bien recompensados por lo quehabéis hecho hoy. Todos los hombres delas partidas de caza habían sidovoluntarios dispuestos a enfrentarse alas profundidades de la pirámide deNagash en busca del rey y sus sirvientes.En el transcurso del día, más de la mitadde ellos había tenido un finalespeluznante en los confines de lainquietante cripta.

Khansu estudió los cuerpos tendidossobre las losas.

—Trece —contó el hierofante—.

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Eso aún deja más de una docena dedemonios que siguen sin aparecer,incluidos Raamket y ese diablo deArkhan, por no decir nada de Nagash.

Rakh-amn-hotep vio que Amn-nasirse removía inquieto y se dio cuenta deque el rey de Zandri tenía la miradaclavada en Lamashizzar. El rey rasetranomiró al lahmiano con el entrecejofruncido.

—¿Ibais a decir algo? —inquirió.Lamashizzar se encogió de hombros.—Sin duda, el resto de los

inmortales se ha escondido en otro sitio.Puede ser que en Ka-Sabar o incluso enZandri o Numas. ¿Esos mercaderes que

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cogimos en el camino comercial nomencionaron que Arkhan tenía unaciudadela en algún lugar al norte de BelAliad? —El joven rey hizo un gestonegativo con la cabeza—. Esta guerra noha terminado ni mucho menos, amigosmíos. Acordaos de lo que os digo:estaremos cazando a los inmortales deNagash durante muchas décadasvenideras.

Hekhmenukep cruzó los brazos conaire pensativo, y apuntó:

—Pero, si eso es cierto, entoncesestá claro que Nagash ya no tiene elcontrol. Debe estar muerto o, por lomenos, gravemente herido.

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—Estaba con la Guardia de laTumba fuera de las puertas de Mahrak—afirmó Lamashizzar—. Podría jurarlo.Mis hombres dragón abatieron alUsurpador junto con sus guardaespaldas.O sus inmortales rescataron su cuerpo ylo trajeron con ellos, o está enterradodebajo de los montones de huesos en lasafueras de la Ciudad de los Dioses.

—Nagash no se quedó atrás enMahrak —repuso Rakh-amn-hotep—.Hice que mil hombres buscaran al pie delas murallas. No. Está aquí, en algunaparte. Tekhmet y los otros inmortalesvolvieron aquí por algún motivo.

Uno de los ingenieros de

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Hekhmenukep surgió de lasprofundidades de la pirámide y seacercó a los reyes reunidos. El lybaranole hizo una reverencia a Hekhmenukep ydijo con nerviosismo:

—Creemos que hemos encontrado lacámara del rey, alteza. Está en losniveles superiores, justo debajo de lacámara ritual, en el centro de lapirámide. —El erudito se sacó un trapodel cinturón y se limpió el sudor de lacara—. El acceso a la cámara estáprotegido por varias trampas mortales.Por vuestra propia seguridad, os ruegoque reconsideréis el entrar en la sala.Seguro que un cuadro de paladines

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podría llevar a cabo la tarea igual debien.

Hekhmenukep negó con la cabeza,pero fue Rakh-amn-hotep el querespondió al ingeniero.

—Hoy ya han muerto suficientes denuestros hombres dentro de esa malditacripta —sentenció el rasetrano—. Estodebemos hacerlo nosotros mismos.

El ingeniero hizo otra reverencia yretrocedió para seguir esperando junto ala entrada de la pirámide.

Rakh-amn-hotep contempló a suscompañeros reyes.

—Coged vuestras espadas —indicócon aire de gravedad—. Es hora de que

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Nagash pague por sus crímenes.Un criado se acercó al rey rasetrano

y le pasó su espada. Rakh-amn-hotep lacogió sin mediar palabra y se dirigióhacia la entrada de la pirámide; Ekhreblo seguía un paso por detrás. Cuando seencontraba a medio camino, notó untirón en la manga.

El rey se volvió y vio a Amn-nasir.El rey de Zandri estaba desarmado ytenía una expresión grave en el rostro.Amn-nasir les dirigió una mirada depreocupación a los otros reyes, quetodavía estaban a cierta distancia, yluego dijo:

—Debemos hablar de una cosa,

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Rakh-amn-hotep.El rasetrano contuvo una oleada de

ira y contestó:—Comprendo vuestra renuencia,

Amn-nasir, pero es importante que nosenfrentemos a Nagash juntos.

—¡No! —exclamó el rey de Zandri—. ¡No se trata de eso! Hay algo quedebéis saber acerca de Lamashizzar y loque ocurrió durante la batalla enMahrak. ¡El lahmiano no es de fiar!

Rakh-amn-hotep miró a Amn-nasircon el entrecejo fruncido.

—En nombre de todos los dioses,¿de qué estáis hablando? —exigió saber.

Amn-nasir empezó a hablar, pero

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Ekhreb hizo un leve gesto deadvertencia.

—Lamashizzar se acerca —avisó envoz baja.

El zandriano asintió con la cabeza.—Seguiremos hablando esta noche

—le dijo a Rakh-amn-hotep, y luego sehizo a un lado cuando el resto de reyesse unió a ellos.

Durante un momento, el rasetranoestuvo tentado de seguir presionando aAmn-nasir, pero observó que el sol seestaba hundiendo hacia el horizonte y nodeseaba verse sorprendido en lapirámide después de que anocheciera.Fuera lo que fuese lo que el rey quería

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decirle, parecía nimio comparado con loque les aguardaba en el santuario deNagash.

—Muy bien —dijo, haciéndoleseñas al ingeniero—. Llévanos hasta lacámara.

El nervioso ingeniero condujo a lossiete reyes hacia las profundidades de lagran cripta, avanzando en virtud de unalámpara de aceite y un complejo mapagarabateado sobre un trozo grande depergamino. Rakh-amn-hotep se diocuenta de pocos detalles mientras seabrían paso a través del laberinto decorredores, cámaras escasamenteiluminadas y sinuosas rampas. La

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oscuridad del lugar resultaba opresiva;empujaba contra la débil luz de laslámparas y colgaba como una mortajasobre el rey. Por los hombrosencorvados y las expresiones deaprehensión de los otros soberanos, elrasetrano se dio cuenta de que ellostambién lo sentían.

Después de lo que pareció unaeternidad, el ingeniero se detuvo al piede un largo pasillo inclinado que setorcía hacia arriba durante casi veintemetros antes de terminar en un par dealtísimas puertas de roble. Se habíancolocado lámparas a intervalos de tresmetros a lo largo del pasadizo

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iluminando docenas de marcas hechascon tiza sobre las paredes conintrincados tallados y por el suelo. Ungrupo de lybaranos igual de nerviososesperaba al pie del pasadizo mirandofijamente hacia las puertas conaprensión.

—El corredor está flanqueado pormuchas clases diferentes de trampas —explicó el ingeniero de cabeza—.Hemos marcado con tiza todos losdisparadores que hemos podidoencontrar, pero…

Se encogió de hombros en un gestode impotencia. El rasetrano asintió conla cabeza y preguntó:

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—¿Y nadie ha entrado en la cámaradel rey?

—¡Tahoth bendito! ¡Claro que no!—Bien —contestó Rakh-amn-hotep.El rey rasetrano desenvainó su

espada y empezó a subir con cuidadohacia las puertas.

Resultaba una proeza considerableevitar las reveladoras marcas de tizaescritas en el suelo, pues requeríaefectuar una danza lenta y cuidadosa a lolargo del pasadizo. Las puertas situadasal final del corredor estaban hechas debasalto. Habían esculpido la superficiede las mismas con un bajorrelieve deNagash sosteniendo el Báculo de las

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Eras y alzándose sobre una multitud dereyes y sacerdotes arrodillados. Rakh-amn-hotep frunció el entrecejo mientrasapoyaba una mano contra la puerta de laizquierda y abrió el pesado portal de unempujón.

Al otro lado había una cámara concuatro lados, cuyas paredes de basaltose inclinaban hacia dentro para formaruna segunda pirámide. Las paredes, elsuelo y el techo estaban grabados conmiles de complicados jeroglíficos, conincrustaciones de piedras preciosastrituradas que emitían siniestrosdestellos a la luz de la lámpara. Unsarcófago de mármol con intrincados

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tallados descansaba sobre una tarima depiedra en el centro de la cámara.

Ondas de energía mágica latían en elinterior de la cámara inflamando losnervios de Rakh-amn-hotep. Débilesecos, gritos de terror y sufrimiento ibany venían en sus oídos. Cada paso através de la cámara hacía que al rey lesubieran oleadas de desesperación porla espalda.

Rakh-amn-hotep agarró su espadacon fuerza y se acercó al sarcófagooscuro. Algún instinto le decía que elataúd no estaba vacío. El ajuste decuentas final con el Usurpador habíallegado, por fin.

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El rey rasetrano esperó junto alsarcófago, hasta que los siete reyesestuvieron a su lado. Todos ibanarmados salvo Amn-nasir y sujetabansus armas ya preparadas.

Rakh-amn-hotep colocó la mano enel borde de la tapa del ataúd. Los demáshombres hicieron lo mismo.

—Por Ka-Sabar y Bhagar —dijo elrasetrano—. Por Quatar, Bel Aliad yMahrak.

—Por Akhmen-hotep y Nemuhareb—añadió Hekhmenukep—. Por Thutep yShahid ben Alcazzar.

—Por Nebunefer, leal servidor dePtra —apuntó Khansu—. Y por

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Neferem, la Hija del Sol.Rakh-amn-hotep levantó su espada.—¡Que se haga justicia! —exclamó,

y empujó la tapa del ataúd.La parte superior del sarcófago se

apartó, y un torrente de langostas yrelucientes escarabajos surgió de laoscuridad y llenó el aire con el susurroseco de las alas.

Los reyes se apartarontambaleándose del ataúd, mientrasgolpeaban frenéticamente la pared deinsectos que salían a borbotones. Elsonido del enjambre en el reducidoespacio limitado resultaba casiensordecedor. Entonces, de forma tan

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repentina como había aparecido, la nubede insectos se marchó bajando a todavelocidad por el pasadizo situado a susespaldas.

Atónito, Rakh-amn-hotep se pasóuna mano temblorosa por el rostro.Durante un momento se había vistotransportado hacia atrás en el tiempo,cuando otro enjambre se había extendidosobre su barco flotante por encima delas Fuentes de la Vida Eterna. Sesacudió de encima el espantosorecuerdo y se acercó al ataúd de nuevo.Esa vez lanzó todo su peso contra latapa de piedra e hizo que cayera al suelocon gran estruendo. Con la espada en

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ristre, el rasetrano echó un vistazodentro.

El sarcófago del Rey Imperecederoestaba vacío.

Dejaron una compañía entera delanceros para vigilar la pirámide encuanto cayó la noche. Habían preparadouna hoguera en el centro de la granexplanada y habían entregado loscuerpos de los inmortales a las llamas.Más tarde, después de que los sietereyes se hubieran rendido y hubieranregresado a su campamento en lasafueras de la embrujada Khemri, unequipo de obreros bloqueó la entrada dela pirámide con un enorme bloque de

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granito que habían encontrado en otrolugar de la necrópolis. No era más queuna medida temporal, ya que por lamañana los ingenieros lybaranos sepodrían manos a la obra para sellar lapirámide de verdad, asegurándose así deque sus malvados poderes no pudieranvolver a utilizarse nunca.

Eso le importaba poco al pequeñogrupo de hombres que se dirigiósigilosamente al otro extremo de lapirámide poco después de medianoche.Había más de una entrada a la grancripta, si uno sabía dónde encontrarlas.El líder del grupo tocó una serie dehendiduras apenas visibles en la

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superficie lisa de la pirámide y un portalangosto se abrió con levísimo chirridode piedra.

Una vez dentro, el grupo encendiópequeñas lámparas de aceite y siguió asu guía a través de un laberinto deestrechos pasadizos y enormes cámarasresonantes que los conducía de manerainexorable hacia el centro de lapirámide. Su camino terminó por fincuando llegaron a una pared lisa al otroextremo de un largo corredor inclinado.El guía pasó los dedos por la piedrahasta que encontró una hendiduradiminuta. Se oyó un débil chasquido, yuna sección de la pared se abrió hacia

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dentro.Las figuras cubiertas con capas

atravesaron la entrada en silencio. Suguía ya estaba moviéndose por la grancámara situada al otro lado y encendíauna serie de lámparas de aceite másgrandes con la facilidad de alguien queestaba muy familiarizado con el lugar. Elcreciente resplandor desveló estantesabarrotados de rollos de pergamino ygruesos libros encuadernados en cuero,además de anchas mesas atestadas deuna plétora de objetos arcanos hechosde vidrio, metal y hueso. Minuciososesqueletos, algunos humanos, otros deanimales, se mantenían unidos con cable

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y estaban expuestos en varios rinconesde la habitación. Los hombresrecorrieron la cámara con la mirada conadmiración, asombrados de la meraabundancia de conocimientos queguardaba en su interior.

Uno hombre situado en medio delgrupo levantó las manos y se apartó lacapucha. Lamashizzar alzó su lámparade aceite por encima de la cabeza yclavó la mirada con codicia en lasnumerosas estanterías con libros.

—Nunca dijiste que había tantos —susurró—. Nunca conseguiremossacarlos todos.

—No los necesitamos todos —

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repuso Arkhan.El inmortal atravesó la biblioteca de

Nagash hasta situarse delante de untramo de pared aparentemente desnudo.Palpó la piedra con cuidado, buscandola palanca oculta, receloso de lastrampas explosivas situadas en la paredalrededor de la misma. Al final encontrólo que estaba buscando y, con un suavetirón, una parte de la pared se abriódejando al descubierto un nicho quecontenía cuatro mamotretosencuadernados en cuero. Los labios delinmortal se estiraron formando unaespantosa sonrisa.

—Los otros libros sólo son registros

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de los experimentos de Nagash. Estosson los que contienen todo lo queaprendió, incluido el secreto de suelixir.

Arkhan sintió que el pulso se leaceleraba al cerrar las manos alrededorde los libros. Aquí, al fin, estaban losconocimientos que ansiaba. Regresaría asu torre con los libros y desentrañaríasus secretos, empezando con la fórmulapara el elixir vivificador de Nagash. Elhambre ya era tan grande que leatravesaba las entrañas como uncuchillo. Pronto recuperaría todas susfuerzas y luego dilucidaría los hechizosmás esotéricos de su señor. ¿Quién

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podía decir lo que podría ocurrirdespués de eso? El poder de losantiguos dioses estaba roto, y la región,devastada por la guerra. La gente deNehekhara necesitaría un nuevo líderpara los aciagos tiempos que lesesperaban.

—¿Dijisteis que iban a sellar lapirámide? —Le preguntó Arkhan al reylahmiano mientras colocaba los librosen una bolsa de cuero que colgaba desus hombros—. ¿Qué harán luego losreyes?

—La búsqueda continuará —respondió Lamashizzar—. Rakh-amn-hotep tiene intenciones de marchar sobre

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Ka-Sabar después. Seheb y Nuneb handicho que piensan regresar a Numas yregistrar la ciudad en busca de indiciosde tus compañeros inmortales, mientrasque Khansu y Hekhmenukep planeanregresar a Quatar. Se habla de que unode los hijos del rey lybarano podríaconvenirse en rey de la ciudad.

Arkhan asintió con la cabeza conaire distraído aún de espaldas aLamashizzar y sus hombres. Sólo erancinco y, con sus sentidos sobrenaturales,podía situar a todos y cada uno de ellosalrededor de la gran sala. Bajó la manoy sacó una daga estrecha que habíaocultado en la manga. A pesar de lo

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débil que estaba, todavía podía competircon cinco hombres normales.

—¿Y Amn-nasir? ¿No tenéis miedode que pueda contarle a alguien nuestropequeño acuerdo? —inquirió.

Lamashizzar fingió un suspiro, ycontestó:

—Por desgracia, el rey de Zandrisufrió un terrible accidente cuandosalíamos de la pirámide hace un rato.Me temo que disparé sin querer una delas numerosas trampas de Nagash apesar de las marcas de tiza que dejaronlos ingenieros lybaranos. Trágicamente,Amn-nasir iba justo detrás de mí. Losdardos envenenados no me tocaron, pero

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uno le dio a él en el brazo. Murió antesde que pudiéramos volver a sacarlo a lasuperficie.

La sonrisa del visir se ensanchó. Eseera un cabo suelto del que no tenía quepreocuparse. En cuanto Lamashizzar ysus hombres estuvieran muertos, cogeríalos mamotretos de Nagash ydesaparecería en el desierto.

—Qué traición tan extraordinaria —comentó el visir con aprobación—.Supongo que no debería sorprenderme.

Rápido como una serpiente, elinmortal dio media vuelta y se abalanzósobre el primer lahmiano. El hombreapenas tuvo tiempo de gritar antes de

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que Arkhan lo agarrara por el hombro ylo hiciera volverse. Lo degolló con untajo de la daga y se dirigió haciaLamashizzar.

De pronto, se produjo un destello dela luz naranja y un trueno. Un fuerteimpacto se estrelló contra el pecho deArkhan, justo por encima del corazón.

El inmortal se tambaleó. Miró al reylahmiano, que sostenía una versión enminiatura de un bastón dragón en lamano extendida. Una voluta de humosalía de las mandíbulas de bronce deldragón.

La mirada de Arkhan se posó en elagujero ennegrecido que tenía en el

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pecho. La oscuridad presionaba losbordes de su campo de visión. Intentóhablar, pero sus pulmones se negaron arespirar. Lentamente, el inmortal sedesplomó en el suelo.

El rey lahmiano se acercó al cuerpotendido boca abajo de Arkhan y estudiósu rostro detenidamente.

—Coged al monstruo y todos loslibros que podáis cargar —les ordenó asus criados con voz dura—. Para mediamañana quiero estar de camino aLahmia.

Lamashizzar se agachó y sacó loslibros de la bolsa de Arkhan. Mientrassus criados saqueaban la biblioteca del

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nigromante, abrió el primero de losmamotretos arcanos de Nagash y empezóa leer.

* * *

A cientos de leguas al nordeste, dondelas Llanuras de la Abundancia dabanpaso a las accidentadas estribaciones delas Cumbres Quebradizas, la bullentenube de langostas consumió sus últimasreservas de fuerza y se precipitó haciala tierra en una estela de humeantes

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caparazones de insectos.Con un zumbido discordante y

crepitante, los últimos insectos chocaroncontra el suelo arrasado y se separaronen medio de un espantoso repiqueteo dequitina y fluidos hirviendo. Envuelta enel vapor de miles de langostas hechaspedazos, una figura humana saliótambaleándose del centro de la masamoribunda y avanzó a trompicones unospocos y dolorosos pasos antes de caerde rodillas.

No podía decir a ciencia ciertacómo había llegado a este páramo. Losrecuerdos revoloteaban al borde de suconciencia como fantasmas,

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persiguiéndolo con su significado yluego desapareciendo cuando intentabaatraparlos.

Un profundo dolor lo atravesó comoun cuchillo caliente. Tenía el brazoizquierdo doblado con fuerza contra elpecho, como una soga que hubieranenrollado demasiado apretada. Lehabían abierto un agujero irregular en elbrazo, haciendo añicos el hueso yprovocando que los músculos secontrajeran. Tenía dos agujeros más enel pecho, uno a la derecha del esternón,justo debajo del pulmón, y el otro a unpalmo por encima del ombligo. Bilis yotros fluidos escapaban de las heridas y

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apestaban a corrupción.El rostro le ardía de fiebre. Levantó

la mano buena y se la apretó contra lafrente, donde encontró otra heridahorrible. Le habían hecho un agujeroirregular en el cráneo, cerca de la sien.Los bordes del hueso estaban astilladosy se le clavaron como agujas en losdedos. El roce hizo que le martilleara lacabeza y le provocó más oleadas deardiente dolor que le palpitaron por elcerebro.

Había habido una batalla. Podíaescuchar los sonidos de la misma en sucabeza: el repiqueteo del bronce y elgolpeteo seco de los huesos mientras

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hombres no muertos avanzaban hacia elenemigo; un ejército, su ejército,marchando contra una pared de llamasde color naranja y estallando enpedazos, y luego una serie de ataquesinvisibles golpeándolo uno tras otro ysumiéndolo en la oscuridad.

Recordó manos tirando de él,arrastrándolo a través de la negrura, yuna eternidad de voces que gritaban y eltumulto de la batalla. Cuando por finregresó la luz, era gris y desenfocada.Unas figuras oscuras revoloteaban porencima de él y pudo oír susurros ásperosque una o dos veces se convirtieron engritos feroces.

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«¡Míralo! ¡La carne no se le cierrapor mucha sangre que le demos! ¿Quéclase de magia es esta?».

«Lo llevaremos a la pirámide. Allíhay poder suficiente para sanarlo».«¡Acaba con él! ¡Coge su sangre paranosotros! ¡Si no nos dispersamos, losreyes orientales nos matarán a todos!».

«¡Cobarde! ¡Vete, entonces, y atentea las consecuencias! ¡Cómo sufriráscuando el señor sane de nuevo!».

Las discusiones continuaron hastaque no pudo aguantar más y maldijo alas voces con palabras de poder hastaque huyeron como aves asustadas.

Después, mucho después, lo llevaron

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a una oscuridad fresca y vibrante. Elpoder, suave y sensual, le acarició supiel y se le hundió en las heridas. Lasvoces regresaron susurrándole súplicas:«Apelad a la pirámide, señor. Sanad.¡Por favor! ¡El enemigo se acerca!».

Lo llamó y el poder fluyó dentro deél, pero lamió sus heridas inútilmente.Trató de obligarlo a que lo curase, perono obedecía intentara lo que intentase.Era como si, de algún modo, le hubieranarrebatado los secretos para blandir elpoder dejándolo vacío.

Le habían arrebatado muchas cosas,de eso estaba seguro.

Algún tiempo después se habían

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oído gritos de miedo y los sonidos de labatalla una vez más. Una voz lo llamópidiéndole que huyera, y luego guardósilencio. Durante mucho tiempo después,sólo hubo oscuridad.

Luego, oyó voces extrañas, llenas deira y de la promesa de la destrucción.Sus enemigos lo habían encontrado porfin. La rabia y el terror lo consumieronhasta que el poder que aumentaba bajosu piel amenazó con destrozarlo. Lapiedra chirrió contra la piedra dejandopasar una cuchilla de la luz ardiente, ydespués llegó el sonido cada vez mayorde alas.

Nagash volvió la cabeza de un lado

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a otro, asimilando toda la extensión delpáramo. Nada se movía entre las piedrasirregulares y la arena sin vida. Con unsonido que fue mitad quejido, mitadgruñido, se obligó a ponerse en pie conmucho dolor y se dio la vuelta,volviendo la mirada hacia la estela decaparazones destrozados que seextendían hacia el verde horizonte alsuroeste.

Sentía los huesos fríos y losmúsculos débiles. El dolor era lo únicoque lo hacía seguir adelante, negándolecualquier posibilidad de paz. Nagashbuscó el poder que había sentido en lafresca oscuridad de la pirámide, pero no

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había nada allí. Él estaba igual de roto yvacío que los caparazones humeantessituados a sus pies.

Apretando la mano buena, Nagash elhechicero echó la cabeza hacia atrás y leaulló su rabia a los cielos. Maldijo latierra verde situada al borde del mundoy que antes había sido suya.

Tambaleándose, exhausto, dio mediavuelta y miró hacia el norte, hacia lasinmensidades desérticas. De algúnmodo, sus enemigos lo habían relegadoa este lugar. Seguro que esperaban quemuriera y que su espíritu se perdierapara siempre en esta tierra vacía.

Fue entonces cuando lo vislumbró:

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un murmullo de poder, allá a lo lejosentre las cimas irregulares al nordeste.Era débil y efímero; se le escurría de lamente sin esfuerzo cuando intentabaconcentrarse en él. No era queimportase. El poder estaba allí,llamándolo en medio del páramo.

Con una expresión adusta en elrostro, Nagash dio un vacilante pasohacia delante, y luego otro. Una punzadade dolor le recorrió el cuerpo, pero sacófuerzas de ello, obligando a sus piernasa avanzar con implacable resolución. Unviento frío le azotó el cuerpo y leintrodujo dedos de hielo en las heridas,pero él aceptó el dolor de buena gana.

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El páramo lo sostendría y, un día, selo haría pagar a sus enemigos, hasta queel mundo entero no fuera más queespíritus aullantes y huesos secos yblanqueados.

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PERSONAJES

Khemri: La Ciudad Viviente, enotro tiempo capital del Imperiode Settra.Thutep: rey sacerdote deKhemri.Neferem: la Hija del Sol, reinade Khemri.Sukhet: príncipe de Khemri,hijo de Thutep.

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Nagash: primogénito de Khetep,gran hierofante de Khemri.Amamurti: hierofante de Ptra.Khetep: antiguo rey sacerdote,muerto en combate.Ghazid: gran visir de Khetep.Arkhan: un disoluto noblemenor, más tarde visir deNagash.Raamket: un disoluto noblemenor.Shepsu-hur: un disoluto noblemenor.Khefru: sirviente de Nagash.Malchior: brujo druchii.Drutheira: bruja druchii.

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Ashniel: bruja druchii.Zandri: La Ciudad de las Olas,rica y poderosa.Nekumet: rey sacerdote deZandri.Amn-nasir: hijo de Nekumet.Shepsu-het: hierofante deQu’aph.Lahmia: La Ciudad del Alba,extraña y decadente.Lamasheptra: rey sacerdote deLahmia y hermano de Neferem.Lamashizzar: el hijo del rey.Ka-Sabar: La Ciudad delBronce, industrial y militarista.Akhmen-hotep: rey sacerdote

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de Ka-Sabar.Suseb el León: el paladín delrey.Pakh-amn: jefe de Caballería,un general del ejército.Memnet: gran hierofante dePtra.Hashepra: sumo sacerdote deGeheb.Sukhet: sumo sacerdote dePhakth.Khalifra: suma sacerdotisa deNeru.Rasetra: Antigua colonia deKhemri, ahora una ciudadindependiente.

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Rakh-amn-hotep: rey sacerdotede Rasetra.Guseb: gran hierofante de Ptra.Ekhreb: paladín de Rasetra.Lybaras: La Ciudad de losEruditos y de inventosmaravillosos.Hekhmenukep: rey sacerdote deLybaras.Shesh-amun: paladín deLybaras.Mahrak: La Ciudad de laEsperanza, cuna de la antiguareligión.Nekh-amn-aten: hierofante dePtra, miembro del Consejo

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Hierático.Atep-neru: hierofante de Djaf,miembro del Consejo Hierático.Khansu: hierofante de Khsar,miembro del Consejo Hierático.Nebunefer: sacerdote de Ptra yemisario de Mahrak.Quatar: El Palacio Blanco,guardián del Valle de los Reyes.Nemuhareb: rey sacerdote deQuatar, señor de las Tumbas.Numas: Granero del Reino.Seheb y Nuneb: reyesSacerdotes gemelos de NumasAnkh-memnet: hierofante dePhakth.

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Bhagar: Una poblacióncomercial en el Gran Desierto.Shahid ben Alcazzar: príncipede Bhagar.Bel Aliad: Una poblacióncomercial en el Camino de lasEspecias hacia el sur.Suhedir al-Khazem: guardián delas Sendas Ocultas, príncipe deBel Aliad.

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EL PANTEÓNNEHEKHARAN

La gente de la Tierra Bendita venera avarios dioses y diosas, tanto mayorescomo menores, como parte de un antiguoacuerdo conocido como el Gran Pacto.Según la leyenda, los nehekharanos seencontraron por primera vez con losdioses en el lugar que ahora ocupa

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Mahrak, la Ciudad de la Esperanza. Elsufrimiento de las tribus conmovió a losespíritus eternos, que los socorrieron enmedio del páramo del desierto. Acambio de la adoración y devocióneternas de los nehekharanos, los diosesse comprometieron a convertirlos en ungran pueblo y a bendecir sus tierrashasta el fin de los tiempos.

Cada una de las grandes de ciudadesde Nehekhara le rinde culto a una de lasdeidades mayores como patrona, aunquela devoción a Ptra, el Gran Padre, espreeminente. Al sumo sacerdote de untemplo nehekharano se lo denominahierofante. En todas las ciudades salvo

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en Khemri, al sumo sacerdote de Ptra sele llama gran hierofante.

Además de al clero, todos lostemplos nehekharanos adiestran a unaorden de guerreros sagrados conocidoscomo los Ushabtis. Todos los Ushabtisconsagran su vida al servicio de sudeidad patrona y, a cambio, se lesconceden habilidades sobrehumanas.Estos dones sitúan a los Ushabtis entrelos guerreros más poderosos de toda laTierra Bendita. Desde los tiempos deSettra, el primer y único emperadornehekharano, los Ushabtis de cadaciudad han ejercido de guardaespaldasdel rey sacerdote y su casa.

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Los catorce dioses y diosas másdestacados de Nehekhara son lossiguientes:

Ptra: también llamado elGran Padre, Ptra es el primeroentre los dioses y el creador delgénero humano. Aunque se lerinde culto por toda Nehekhara,las ciudades de Khemri yRasetra lo reivindican como supatrón.

Neru: diosa menor de la lunay esposa de Ptra. Protege a todoslos nehekharanos de los males dela noche.

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Sakhmet: diosa menor de laluna verde, también llamada laBruja Verde. Es la intrigante yvengativa concubina de Ptra ytiene celos del amor del GranPadre por el género humano.

Asaph: diosa de la belleza,la magia y la venganza. Asaph esla diosa patrona de Lahmia.

Djaf: el dios de la muerte,con cabeza de chacal. Djaf es eldios patrón de Quatar.

Khsar: el feroz y malignodios del desierto. Es un dioscruel y ávido al que veneran lastribus del Gran Desierto.

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Phakth: el dios del cielo concabeza de halcón y proveedor dejusticia rápida.

Qu’aph: el dios de lasserpientes y la sutileza. Qu’aphes el dios patrón de Zandri.

Ualatp: el dios con cabezade buitre de los carroñeros.

Sokth: el traicionero dios delos asesinos y los ladrones.

Basth: la diosa de la graciay el amor.

Geheb: el dios de la tierra ydador de fuerza. Geheb es eldios patrón de Ka-Sabar.

Tahoth: el dios del

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conocimiento y guardián de lastradiciones sagradas. Tahoth esel dios patrón de Lybaras.

Usirian: el dios sin rostrodel averno. Usirian juzga lasalmas de los muertos y decide sison dignas de pasar a la otravida.