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Des-construcción NARRATIVA EN LA POSMODERNIDAD José Tono Martínez L a Posmodernidad, al decir de Lyotard, define antes que nada una condición: ésta que nos ha tocado vivir en los úl- timos años del siglo de la decepción. Y digo de la decepción porque, paradójicamente, siendo el siglo más trepidante en lo que a innova- ción tecnológica, cultural, etc., se refiere -la gran innovación, sin duda, es el poder de la comunica- ción, la capacidad acumulativa-, lo cierto es que está marcado por el acaso y la frustración de todas aquellas propuestas de cambio político y ético que encandilaron a nuestros próceres en el siglo pasado y en buena parte de éste. Parece que en este terreno, al menos en Europa Occidental, nada puede hacerse. Este impasse de lo colectivo permite que nuestras preocupaciones se desarro- llen en lo que con cierta malicia podemos denomi- nar la ivolidad del arte. En 1950 ó 60 era imposi- ble escribir como lo hago yo ahora. Muchos escri- tores quedarán marcados por esa infancia, por el tedio, vemos que lejos de ellos pasa «el sentido de las ocasiones perdidas». Algunos escriben bien pero les lta pasión, aventura, desendo, una buena esnada de perico. Las vanguardias al viejo uso -reunión de artis- tas e intelectuales, manifiesto, definición de una verdad, agrupación y desdeño de los otros- son capítulos de otra historia. La P. es enemiga de catálogos y yo, desde luego, que no me considero crítico de la literatura sino simple aficionado, no voy a hacer nada por resolver el tema. No es cuestión de buenas o malas novelas, de mejor o peor literatura, sino de rmas diferentes de abor- dar el suceso artístico. La vanguardia está rela- cionada con el término transrmación, con el ideal de modernidad, de razón. Es un débito de la Ilustración. Es el gran Principio válido no sólo para un estado sino para el conjunto de la huma- nidad. En su nombre se han cometido muchas barbaridades y es lógico que estemos muy cansa- dos de este tipo de teleologías encubiertas. La P. parte en principio de un no compromiso con esta idea totalizadora de razón: estamos, desde luego, muy decepcionados. Nos hemos hecho ladinos y la ingenuidad es casi sinónimo de idiotez. Entre ambas posturas tal vez encontremos algo en común: el sentido de la libertad. De este modo, la P. se presenta como la gran guardiana contra todos los excesos cometidos en nombre de la Mo- deidad. La vida se privatiza aún más si cabe y la dialéctica estado-estado pierde erza ante la dia- léctica ciudad-ciudad, incluso barrio-barrio. Se puede ser a lo más chovinista de cuatro o cinco personas: la patria y las banderas hacen reír. Esto 69 hace que las novelas pierdan la afición por las grandes ideas y se concentren, por ejemplo, en lo erótico, en lo callejero, en lo cotidiano. Se aban- dona la presunción. Yo deseo que esto signifique libertad. Y no creo que esta libertad de nuestro tiempo posmoderno pueda implicar un salto atrás, un giro reaccionario. La P. es integradora; supone ilusión y utopía para aceptar todas las corrientes del pa- sado y las realidades del presente: todos necesi- tamos nuestro caldito. Toda la historia es recupe- rada, puesta al día y situada en el mismo plano, de ahí la importancia de la novela histórica, que no corresponde tanto a un deseo de evasión de un mundo dicil como a otro más enrevesado que presupone la radical contemporaneidad de toda acción sucedida. Nos interesan las situaciones, no cuándo se produjeron, lo que unido a nuestro es- cepticismo nos hace prondamente inactuales. Esta capacidad de asimilación es la que anima la obra de Ernst Bloch; tal vez el último filóso clásico. Estamos, pues, no ante el fin de la Modernidad sino ante una valoración exhaustiva de ésta. El predominio de la razón lógica racionalista cede un tanto ante la razón simbólica. Hay quizás mucho de narcisismo en esta actitud, de apartamiento: el proceso de creación supone esto necesariamente: un egotismo moderado después de la bajada al metro. Cuando en otros sitios nos hemos rerido a la P. he tenido la prudencia de apartar este término de la historia del arte en cuanto tal, para no crear confusión y para analizar con mayor holgura el período de diez o más años que nos ha precedido, aun cuando muchos de los principios de Marcel Duchamp (la posibilidad de hacer arte en cual- quier momento vía descontextualización, la intro- ducción del azar), de John Cage (la validez de todo sonido, la destrucción de la tonalidad', la incorporación del ruido y la ironía en el discurso), o el barroquismo del grupo Five Architecs son peectamente asumibles en el análisis propuesto. Este último periodo al que me he referido ha

NARRATIVA EN LA POSMODERNIDAD€¦ · La actitud desenfadada del escritor hacia su propio trabajo se impone. La N. en la P. implica una crítica y una superación de la trascendentali

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Page 1: NARRATIVA EN LA POSMODERNIDAD€¦ · La actitud desenfadada del escritor hacia su propio trabajo se impone. La N. en la P. implica una crítica y una superación de la trascendentali

Des-construcción

NARRATIVA EN LA

POSMODERNIDAD

José Tono Martínez

La Posmodernidad, al decir de Lyotard, define antes que nada una condición: ésta que nos ha tocado vivir en los úl­timos años del siglo de la decepción.

Y digo de la decepción porque, paradójicamente, siendo el siglo más trepidante en lo que a innova­ción tecnológica, cultural, etc., se refiere -la gran innovación, sin duda, es el poder de la comunica­ción, la capacidad acumulativa-, lo cierto es que está marcado por el fracaso y la frustración de todas aquellas propuestas de cambio político y ético que encandilaron a nuestros próceres en el siglo pasado y en buena parte de éste. Parece que en este terreno, al menos en Europa Occidental, nada puede hacerse. Este impasse de lo colectivo permite que nuestras preocupaciones se desarro­llen en lo que con cierta malicia podemos denomi­nar la frivolidad del arte. En 1950 ó 60 era imposi­ble escribir como lo hago yo ahora. Muchos escri­tores quedarán marcados por esa infancia, por el tedio, vemos que lejos de ellos pasa «el sentido de las ocasiones perdidas». Algunos escriben bien pero les falta pasión, aventura, desenfado, una buena esnifada de perico.

Las vanguardias al viejo uso -reunión de artis­tas e intelectuales, manifiesto, definición de una verdad, agrupación y desdeño de los otros- son capítulos de otra historia. La P. es enemiga de catálogos y yo, desde luego, que no me considero crítico de la literatura sino simple aficionado, no voy a hacer nada por resolver el tema. No es cuestión de buenas o malas novelas, de mejor o peor literatura, sino de formas diferentes de abor­dar el suceso artístico. La vanguardia está rela­cionada con el término transformación, con el ideal de modernidad, de razón. Es un débito de la Ilustración. Es el gran Principio válido no sólo para un estado sino para el conjunto de la huma­nidad. En su nombre se han cometido muchas barbaridades y es lógico que estemos muy cansa­dos de este tipo de teleologías encubiertas. La P. parte en principio de un no compromiso con esta idea totalizadora de razón: estamos, desde luego, muy decepcionados. Nos hemos hecho ladinos y la ingenuidad es casi sinónimo de idiotez.

Entre ambas posturas tal vez encontremos algo en común: el sentido de la libertad. De este modo, la P. se presenta como la gran guardiana contra todos los excesos cometidos en nombre de la Mo­dernidad. La vida se privatiza aún más si cabe y la dialéctica estado-estado pierde fuerza ante la dia­léctica ciudad-ciudad, incluso barrio-barrio. Se puede ser a lo más chovinista de cuatro o cinco personas: la patria y las banderas hacen reír. Esto

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hace que las novelas pierdan la afición por las grandes ideas y se concentren, por ejemplo, en lo erótico, en lo callejero, en lo cotidiano. Se aban­dona la presunción. Yo deseo que esto signifique libertad.

Y no creo que esta libertad de nuestro tiempo posmoderno pueda implicar un salto atrás, un giro reaccionario. La P. es integradora; supone ilusión y utopía para aceptar todas las corrientes del pa­sado y las realidades del presente: todos necesi­tamos nuestro caldito. Toda la historia es recupe­rada, puesta al día y situada en el mismo plano, de ahí la importancia de la novela histórica, que no corresponde tanto a un deseo de evasión de un mundo difícil como a otro más enrevesado que presupone la radical contemporaneidad de toda acción sucedida. Nos interesan las situaciones, no cuándo se produjeron, lo que unido a nuestro es­cepticismo nos hace profundamente inactuales. Esta capacidad de asimilación es la que anima la obra de Ernst Bloch; tal vez el último filósofo clásico.

Estamos, pues, no ante el fin de la Modernidad sino ante una valoración exhaustiva de ésta. El predominio de la razón lógica racionalista cede un tanto ante la razón simbólica. Hay quizás mucho de narcisismo en esta actitud, de apartamiento: el proceso de creación supone esto necesariamente: un egotismo moderado después de la bajada al metro.

Cuando en otros sitios nos hemos referido a la P. he tenido la prudencia de apartar este términode la historia del arte en cuanto tal, para no crearconfusión y para analizar con mayor holgura elperíodo de diez o más años que nos ha precedido,aun cuando muchos de los principios de MarcelDuchamp (la posibilidad de hacer arte en cual­quier momento vía descontextualización, la intro­ducción del azar), de John Cage (la validez detodo sonido, la destrucción de la tonalidad', laincorporación del ruido y la ironía en el discurso),o el barroquismo del grupo Five Architecs sonperfectamente asumibles en el análisis propuesto.

Este último periodo al que me he referido ha

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supuesto un desorden y una revocac10n de los viejos conceptos; también una agilidad mayor en la circulación de los mismos. En este aspecto quiero citar un párrafo de un artículo publicado en La Luna de Madrid en colaboración de Borja Ca­sani: «En el corto espacio de diez años, los madri­leños nos hemos mamado así, de sopetón, más novedades que un neoyorkino en toda su existen­cia. Desde que amanecieron un tanto amenazado­res los primeros años setenta y nos descubrimos todos tan tontos y tan guapos repartidos por las cafeterías de Serrano los más privilegiados o tra­bajando de simpáticos botones de banco los me­nos agraciados, hemos sido o hemos podido ser de todo: comunistas románticos o convencidos, anarquistas provocadores, pasotas desencantados, fumadores de canutos, terroristas, jipis, yonquis, concienciados demócratas, abstencionistas, col­gados de ácido, siquiatrizados, serios currantes, mods, punquis, neorrománticos, tirados, miembros del gobierno, retros, ultras, modernos y todas aquellas cosas que en otros territorios supusieron la culminación cultural de generaciones enteras desde que en los años cincuenta apareciera el pri­mer rock and roll, la generación beat, la liberación gay, la lucha de los negros, Camus, Boris Vian, Ginsberg y Kerouac ... Todos los fenómenos han podido ser visualizados en un tiempo récord. La ciudad ha interiorizado y diluido en sí misma to­das estas experiencias como lo hacían las ciudades pioneras del oeste: improvisando, aprendiendo y

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copiando con celeridad de vértigo. Provocando, como una rápida digestión, el delirio. Una imagen falsa y lúdica del mundo. Una agradable mitifica­ción de lo moderno. Una superficialidad a prueba de bomba y un liberalismo bastante sincero.»

Lo primero destacable de este listado de fenó­menos es la separación de las viejas actitudes, tipo traumas de guerra y posguerra y demás asignatu­ras pendientes. Y a no tenemos asignaturas pen­dientes. También, en el otro extremo, queda atrás la mala conciencia del Underground, del círculo reducido que rechaza la publicidad, de lo barato porque sí. Todo puede hacerse: no es cuestión de dinero; el valor de cambio más importante es, cómo no, la sensibilidad, la imaginación y el arrojo. Tras este borrón y cuenta nueva con el pasado creo que vale la pena intentar un esfuerzo de análisis para ver lo que sucede en cierto sector de la narrativa. Precisamos una teoría: un punto de referencia sobre el qué centrar nuestro interés crítico: huir de la divagación o de la escueta mira biográfica.

El escritor comienza por vindicar el arte de narrar y se complace en lo irónico y lo divertido, dejando atrás el mundo de la denuncia, de lo trá­gico, de lo tremendo, de lo experimental. El inti­mismo es más explosivo, amoral, perverso, mu­cho más americano si se quiere. Un ciclo decisivo inaugurado por la publicación de las obras de Eduardo Mendoza, de Angel Vázquez y de Te­renci Moix. Tres líneas, la policíaca-urbana, la intimista desencantada, también urbana, y la eró­tica-exótica que en conjunto significan el nuevo hacer narrativo.

La actitud desenfadada del escritor hacia su propio trabajo se impone. La N. en la P. implica una crítica y una superación de la trascendentali­dad. Los escritores españoles tradicionales, Sam­pedro, Benet, Luis Goytisolo, Gimferrer en For­tuny, Umbral, Marsé, Juan Cruz, Villena en «Ante el espejo» , etc., han estado verdadera­mente traumatizados por el problema francés de la gran novela. Se trataba de hacer la obra cumbre y su espejo era el literario. La nueva actitud, sin olvidar las grandes prosas (Corpus Barga, Gil Al­bert, Bergamín, Ortega), se acerca mucho más a lo callejero, a lo visual, plástico o fílmico, al co­peo. Es muy difícil hablar de cosas no vividas y en consecuencia los autores se introducen en los ba­jos fondos de la ciudad y de uno mismo. Persiste una actitud bukowskiana. Es la literatura que además de los citados hacen Quim Monzó, Juan Madrid, Félix Rotaeta, Lluis Fernández con su gran última novela: Desiderata, Javier Barquín, Juan Carlos Oliver, Miguel Angel Diéguez, Eduardo Haro Ibars, Consuelo García, Jesús Fe­rrero, Pedro Sempere e, imagino, un largo etcé­tera. Incluyo aquí a Mauricio Vázquez (a pesar de ser chileno). Podemos señalar otra vertiente, fan­tástico-erótica, que pueden muy bien representar José Luis Moreno Ruiz y Gregorio Morales Vi­llena. Quedan fuera otros novelistas, tal vez un

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tanto más clásicos, que yo de momento me siento con dificultades para integrar en la lista anterior: Javier Marías, Manuel de Lope, Mariano Antolín Rato, Juan José Millás.

Lo que se recupera es la vitalidad, la desenvol­tura, el ilusionismo -recuerdo aquí el estupendo ensayo-relato sobre la Magia de Ramón Mayrata-. Podemos decir que, ciertamente, casi todo vale. El primer escéptico y el personaje menos definido es ahora el propio escritor. La N. en la P. supone un descenso de la importancia del escritor como protagonista del propio relato en beneficio de los personajes, de lo narrado, de lo situacional. Se agarra la pluma sin complejos, desde la óptica del descreimiento y el vacío. Nos encontramos en una tierra de nadie, un pasaje entre fronteras, un re­ceso en la casa de los espejos y todo ello es, sin duda, una gran ventaja. Podemos creernos cual­quier cosa. Nuestro referente mañana puede ser un anuncio publicitario -integrado este campo en el arte-, el último invento de un modisto: no llevar nada puesto, un concierto de Siniestro Total o el último cómic de Nazario. Nadie pontifica; de ahí que no es necesario que los autores se reconozcan como posmodernos. En rigor, se puede estar en la posmodernidad o ir de posmodernidad pero es imposible ser posmoderno: es casi no ser.

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Sucede, simplemente, que v1v1mos en la P. y que hay autores que son más sensibles a este hecho y hay otros que no lo son: muchos de los que se refugian en una erudición cateta. En ellos subsiste una especie de miedo a que la obra se defienda por sí misma; buscan el soporte de la Gran Cultura: el rigor mortis. Pero el gran cambio procede de esos que han comenzado a pintar (y a pintarla), a dibujar, a tocar música, etc., sin haber pasado por el Conservatorio o la Academia. Y lo hacen incluso sin demasiadas pretensiones al prin­cipio: el triunfo del amateur y el bricolage. ¿Signi­fica esto que estamos ante un arte menor? No lo creo. Son precisamente ellos los que hoy importan y a los que la gente escucha en los sectores más jóvenes y dinámicos de la sociedad.

Una sociedad en la que nadie se reconoce: y mejor porque hay algunos que tienen el careto de momia tan aburrido que ya no importa lo que digan. ¿Es esto el fin de la inteligencia? En abso­luto, en absoluto. Citando a Javier Sádaba, cuando recordaba a un gran posmoderno, José Bergamín, podemos decir que ojalá contemplemos de una vez por todas la decadencia de los � intelectuales -esa imagen grotesca del � � café Gijón- en beneficio del advenimiento � de los inteligentes.