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ESP 3932 1 ESP 3932 Introducción a la literatura hispánica: estudio de textos Prof. J. M. Ruano de la Haza ÍNDICE Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas ............................................... 2 Leandro Fernández de Moratín, La comedia nueva Acto I.................................................................................. 31 Acto II ................................................................................. 41 Juan Valera, Pepita Jiménez Cartas de mi sobrino .............................................................. 52 Paralipómenos ....................................................................... 84 Cartas de mi hermano ............................................................ 117 Horacio Quiroga El almohadón de plumas ........................................................ 125 El hombre muerto ................................................................. 127 Juan Darién ......................................................................... 129 Emilia Pardo Bazán La mayorazga de Bouzas ..................................................... 135 El encaje roto ...................................................................... 140 Águeda............................................................................... 142 La enfermera ....................................................................... 145 El gemelo ........................................................................... 147 La argolla ........................................................................... 149 Diálogo .............................................................................. 151

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ESP 3932 1

ESP 3932

Introducción a la

literatura hispánica: estudio de textos

Prof. J. M. Ruano de la Haza

ÍNDICE

Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas ............................................... 2 Leandro Fernández de Moratín, La comedia nueva

Acto I.................................................................................. 31 Acto II .................................................................................41

Juan Valera, Pepita Jiménez Cartas de mi sobrino .............................................................. 52 Paralipómenos .......................................................................84 Cartas de mi hermano............................................................117

Horacio Quiroga El almohadón de plumas ........................................................125 El hombre muerto.................................................................127 Juan Darién .........................................................................129

Emilia Pardo Bazán La mayorazga de Bouzas ..................................................... 135 El encaje roto ......................................................................140 Águeda...............................................................................142 La enfermera .......................................................................145 El gemelo ...........................................................................147 La argolla ...........................................................................149 Diálogo ..............................................................................151

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ESP 3932. TEXTOS 2

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER (1836-1870)

Rimas

[1]

Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar, y, otra vez, con el ala a sus cristales jugando llamarán; pero aquéllas que el vuelo refrenaban tu hermosura y mi dicha al contemplar, aquéllas que aprendieron nuestros nombres... ésas... ¡no volverán! Volverán las tupidas madreselvas de tu jardín las tapias a escalar, y otra vez a la tarde, aún más hermosas, sus flores se abrirán; pero aquéllas, cuajadas de rocío, cuyas gotas mirábamos temblar y caer, como lágrimas del día... ésas... ¡no volverán! Volverán del amor en tus oídos las palabras ardientes a sonar; tu corazón, de su profundo sueño tal vez despertará; pero mudo y absorto y de rodillas, como se adora a Dios ente su altar, como yo te he querido..., desengáñate: ¡así no te querrán!

[2] Yo sé un himno gigante y extraño que anuncia en la noche del alma una aurora, y estas páginas son de ese himno cadencias que el aire dilata en las sombras. Yo quisiera escribirle, del hombre domando el rebelde, mezquino idioma, con palabras que fuesen a un tiempo suspiros y risas, colores y notas. Pero en vano es luchar, que no hay cifra capaz de encerrarle; y apenas, ¡oh, hermosa!, si, teniendo en mis manos las tuyas, pudiera, al oído, cantártelo a solas.

[3]

Saeta que voladora cruza, arrojada al azar, y que no se sabe dónde temblando se clavará; hoja que del árbol seca arrebata el vendaval, sin que nadie acierte el surco donde al polvo volverá; gigante ola que el viento riza y empuja en el mar, y rueda y pasa, y se ignora qué playa buscando va; luz que en cercos temblorosos brilla, próxima a expirar, y que no se sabe de ellos cuál el último será; eso soy yo, que al acaso cruzo el mundo sin pensar de dónde vengo ni a dónde mis pasos me llevarán.

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ESP 3932. TEXTOS 3

[4]

Sacudimiento extraño que agita las ideas, como huracán que empuja las olas en tropel; Murmullo que en el alma se eleva y va creciendo, como volcán que sordo anuncia que va a arder; Deformes siluetas de seres imposibles; paisajes que aparecen como al través de un tul; Colores que fundiéndose remedan en el aire los átomos del iris que nadan en la luz; Ideas sin palabras, palabras sin sentido; cadencias que no tienen ni ritmo ni compás; Memorias y deseos de cosas que no existen; accesos de alegría, impulsos de llorar; Actividad nerviosa que no halla en qué emplearse; sin riendas que le guíe caballo volador; Locura que el espíritu exalta y desfallece; embriaguez divina del genio creador...

Tal es la inspiración. Gigante voz que el caos ordena en el cerebro y entre las sombras hace la luz aparecer; Brillante rienda de oro que poderosa enfrena de la exaltada mente el volador corcel; Hilo de luz que en haces los pensamientos ata; sol que las nubes rompe y toca en el zenit; Inteligente mano que en un collar de perlas consigue las indóciles palabras reunir; Armonioso ritmo que con cadencia y número las fugitivas notas encierra en el compás; Cincel que el bloque muerde la estatua modelando, y la belleza plástica añade a la ideal; Atmósfera en que giran con orden las ideas, cual átomos que agrupa recóndita atracción; Raudal en cuyas ondas su sed la fiebre apaga; oasis que al espíritu

devuelve su vigor... Tal es nuestra razón. Con ambas siempre en lucha, y de ambas vencedor, tan sólo al genio es dado a un yugo atar las dos.

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ESP 3932. TEXTOS 4

[5] No digáis que, agotado su tesoro, de asuntos falta, enmudeció la lira; podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía. Mientras las ondas de la luz al beso palpiten encendidas, mientras el sol las desgarradas nubes de fuego y oro vista, mientras el aire en su regazo lleve perfumes y armonías, mientras haya en el mundo primavera, habrá poesía. Mientras la humana ciencia no descubra las fuentes de la vida, y en el mar o en el cielo haya un abismo que al cálculo resista, mientras la humanidad siempre avanzando no sepa a dó camina, mientras haya un misterio para el hombre, habrá poesía. Mientras se sienta que se ríe el alma, sin que los labios rían; mientras se llore, sin que el llanto acuda a nublar la pupila; mientras el corazón y la cabeza batallando prosigan, mientras haya esperanzas y recuerdos, habrá poesía. Mientras haya unos ojos que reflejen los ojos que los miran, mientras responda el labio suspirando al labio que suspira,

mientras sentirse puedan en un beso dos almas confundidas, mientras exista una mujer hermosa, habrá poesía.

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ESP 3932. TEXTOS 5

[6]

Espíritu sin nombre, indefinible esencia, yo vivo con la vida sin formas de la idea. Yo nado en el vacío, del sol tiemblo en la hoguera, palpito entre las sombras y floto con las nieblas. Yo soy el fleco de oro de la lejana estrella, yo soy de la alta luna la luz tibia y serena. Yo soy la ardiente nube que en el ocaso ondea, yo soy del astro errante la luminosa estela. Yo soy nieve en las cumbres, soy fuego en las arenas, azul onda en los mares y espuma en las riberas. En el laúd, soy nota, perfume en la violeta, fugaz llama en las tumbas y en las ruinas, yedra. Yo atrueno en el torrente y silbo en la centella, y ciego en el relámpago y rujo en la tormenta. Yo río en los alcores, susurro en la alta yerba, suspiro en la onda pura, y lloro en la hoja seca.

Yo ondulo con los átomos del humo que se eleva y al cielo lento sube en espiral inmensa. Yo, en los dorados hilos que los insectos cuelgan, me mezco entre los árboles en la ardorosa siesta. Yo corro tras las ninfas que, en la corriente fresca del cristalino arroyo, desnudas juguetean. Yo, en bosques de corales que alfombran blancas perlas, persigo en el océano las náyades ligeras. Yo, en las cavernas cóncavas do el sol nunca penetra, mezclándome a los gnomos, contemplo sus riquezas. Yo busco de los siglos las ya borradas huellas, y sé de esos imperios de que ni el nombre queda. Yo sigo en raudo vértigo los mundos que voltean, y mi pupila abarca la creación entera. Yo sé de esas regiones a do un rumor no llega, y donde informes astros de vida un soplo esperan.

Yo soy sobre el abismo el puente que atraviesa, yo soy la ignota escala que el cielo une a la tierra. Yo soy el invisible anillo que sujeta el mundo de la forma al mundo de la idea. Yo, en fin, soy ese espíritu, desconocida esencia, perfume misterioso de que es vaso el poeta.

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ESP 3932. TEXTOS 6

[7]

Como la brisa que la sangre orea sobre el oscuro campo de batalla, cargada de perfumes y armonías en el silencio de la noche vaga: Símbolo del dolor y la ternura, del bardo inglés en el horrible drama, la dulce Ofelia, la razón perdida, cogiendo flores y cantando pasa.

[8]

Del salón en el ángulo oscuro, de su dueña tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo, veíase el arpa. ¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas, como el pájaro duerme en las ramas, esperando la mano de nieve que sabe arrancarlas! ¡Ay!—pensé— ¡cuántas veces el genio así duerme en el fondo del alma, y una voz, como Lázaro, espera que le diga «¡Levántate y anda!»

[9]

Cuando miro el azul horizonte perderse a lo lejos, al través de una gasa de polvo dorado e inquieto, me parece posible arrancarme del mísero suelo y flotar con la niebla dorada en átomos leves, cual ella deshecho. Cuando miro de noche en el fondo oscuro del cielo las estrellas temblar como ardientes pupilas de fuego, me parece posible a do brillan subir en un vuelo y anegarme en su luz, y con ellas en lumbre encendido fundirme en un beso. En el mar de la duda en que bogo ni aun sé lo que creo; sin embargo estas ansias me dicen que yo llevo algo divino aquí dentro.

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ESP 3932. TEXTOS 7

[10]

Besa el aura que gime blandamente las leves ondas que jugando riza; el sol besa a la nube en occidente, y de púrpura y oro la matiza; la llama, en derredor del tronco ardiente, por besar a otra llama se desliza; y hasta el sauce, inclinándose a su peso, al río que le besa, vuelve un beso.

[11]

Los invisibles átomos del aire en derredor palpitan y se inflaman, el cielo se deshace en rayos de oro, la tierra se estremece alborozada. Oigo, flotando en olas de armonías, rumor de besos y batir de alas; mis párpados se cierran... ¿Qué sucede? Dime. –¡Silencio! ¡Es el amor que pasa!

[12]

–Yo soy ardiente, yo soy morena, yo soy el símbolo de la pasión; de ansia de goces mi alma está llena; ¿A mí me buscas? –No es a ti, no. –Mi frente es pálida, mis trenzas de oro; puedo brindarte dichas sin fin; yo de ternura guardo un tesoro: ¿A mí me llamas? –No, no es a ti. –Yo soy un sueño, un imposible, vano fantasma de niebla y luz; soy incorpórea, soy intangible; no puedo amarte. –¡Oh, ven, ven tú!

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ESP 3932. TEXTOS 8

[13]

Porque son, niña, tus ojos verdes como el mar, te quejas; verdes los tienen las náyades, verdes los tuvo Minerva, y verdes son las pupilas de las houris del Profeta. El verde es gala y ornato del bosque en la primavera; entre sus siete colores brillante el iris lo ostenta; las esmeraldas son verdes; verde el color del que espera, y las ondas del océano y el laurel de los poetas. Es tu mejilla temprana rosa de escarcha cubierta, en que el carmín de los pétalos se ve al través de las perlas. Y, sin embargo, sé que te quejas porque tus ojos crees que la afean, pues no lo creas, que parecen sus pupilas húmedas, verdes e inquietas, tempranas hojas de almendro que al soplo del aire tiemblan. Es tu boca de rubíes purpúrea granada abierta que en el estío convida a apagar la sed con ella.

Y, sin embargo, sé que te quejas porque tus ojos crees que la afean, pues no lo creas, que parecen, si enojada tus pupilas centellean, las olas del mar que rompen en las cantábricas peñas. Es tu frente que corona, crespo el oro en ancha trenza, nevada cumbre que el día su postrera luz refleja. Y, sin embargo, sé que te quejas porque tus ojos crees que la afean, pues no lo creas, que, entre las rubias pestañas, junto a las sienes semejan broches de esmeralda y oro que un blanco armiño sujetan. Porque son, niña, tus ojos verdes como el mar te quejas; quizás, si negros o azules se tornasen, lo sintieras.

[14]

(Imitación de Byron) Tu pupila es azul y, cuando ríes, su claridad suave me recuerda el trémulo fulgor de la mañana que en el mar se refleja. Tu pupila es azul y, cuando lloras, las trasparentes lágrimas en ella se me figuran gotas de rocío sobre una violeta. Tu pupila es azul y, si en su fondo como un punto de luz radia una idea, me parece en el cielo de la tarde una perdida estrella.

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ESP 3932. TEXTOS 9

[15]

Te vi un punto y, flotando ante mis ojos, la imagen de sus ojos se quedó, como la mancha oscura orlada en fuego que flota y ciega si se mira al sol. Adondequiera que la vista clavo, torno a ver sus pupilas llamear, mas no te encuentro a ti, que es tu mirada, unos ojos, los tuyos, nada más. De mi alcoba en el ángulo los miro desasidos fantásticos lucir; cuando duermo los siento que se ciernen, de par en par abiertos sobre mí. Yo sé que hay fuegos fatuos que en la noche llevan al caminante a perecer; yo me siento arrastrado por tus ojos, pero adónde me arrastran, no lo sé.

[16]

(Tú y yo. Melodía.) Cendal flotante de leve bruma, rizada cinta de blanca espuma, rumor sonoro de arpa de oro, beso del aura, onda de luz: eso eres tú. Tú, sombra aérea, que cuantas veces voy a tocarte, te desvaneces ¡como la llama, como el sonido, como la niebla, como el gemido del lago azul! En mar sin playas onda sonante, en el vacío cometa errante, largo lamento del ronco viento, ansia perpetua de algo mejor: eso soy yo. Yo, que a tus ojos, en mi agonía, los ojos vuelvo de noche y día; yo, que incansable corro, y demente, !tras una sombra, tras la hija ardiente de una visión!

[17] (Serenata)

Si al mecer las azules campanillas de tu balcón, crees que suspirando pasa el viento murmurador, sabe que, oculto entre las verdes hojas, suspiro yo. Si al resonar confuso a tus espaldas vago rumor, crees que por tu nombre te ha llamado lejana voz, sabe que, entre las sombras que te cercan, te llamo yo. Si se turba medroso en la alta noche tu corazón, al sentir en tus labios un aliento abrasador, sabe que, aunque invisible, al lado tuyo, respiro yo.

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ESP 3932. TEXTOS 10

[18]

Hoy la tierra y los cielos me sonríen, hoy llega al fondo de mi alma el sol, hoy la he visto... La he visto y me ha mirado... ¡Hoy creo en Dios!

[19]

Fatigada del baile, encendido el color, breve el aliento, apoyada en mi brazo, del salón se detuvo en un extremo. Entre la leve gasa que levantaba el palpitante seno, una flor se mecía en compasado y dulce movimiento. Como en cuna de nácar que empuja el mar y que acaricia el céfiro dormir parecía al blando arrullo de sus labios entreabiertos. ¡Oh, quién así –pensaba– dejar pudiera deslizarse el tiempo! ¡Oh, si las flores duermen, qué dulcísimo sueño!

[20]

Cuando sobre el pecho inclinas la melancólica frente, una azucena tronchada me pareces. Porque al darte la pureza de que es símbolo celeste, como a ella te hizo Dios de oro y nieve.

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ESP 3932. TEXTOS 11

[21]

Sabe, si alguna vez tus labios rojos quema invisible atmósfera abrasada, que el alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada. [22]

–¿Qué es poesía?, dices, mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía... eres tú.

[23]

¿Cómo vive esa rosa que has prendido junto a tu corazón? Nunca hasta ahora contemplé en el mundo junto al volcán la flor.

[24]

(A ella. No sé...) Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo; por un beso... ¡Yo no sé qué te diera por un beso!

[25]

(Dos y uno) Dos rojas lenguas de fuego que a un mismo tronco enlazadas se aproximan y, al besarse, forman una sola llama; dos notas que del laúd a un tiempo la mano arranca, y en el espacio se encuentran y armoniosas se abrazan; dos olas que vienen juntas a morir sobre una playa y que, al romper, se coronan con un penacho de plata; dos jirones de vapor que del lago se levantan y, al juntarse allá en el cielo, forman una nube blanca; dos ideas que al par brotan; dos besos que a un tiempo estallan; dos ecos que se confunden: eso son nuestras dos almas.

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ESP 3932. TEXTOS 12

[26]

Cuando en la noche te envuelven las alas de tul del sueño y tus tendidas pestañas semejan arcos de ébano, por escuchar los latidos de tu corazón inquieto y reclinar tu dormida cabeza sobre mi pecho, diera, alma mía, cuanto poseo : ¡la luz, el aire y el pensamiento! Cuando se clavan tus ojos en un invisible objeto y tus labios ilumina de una sonrisa el reflejo, por leer sobre tu frente el callado pensamiento que pasa como la nube del mar sobre el ancho espejo, diera, alma mía, cuanto deseo: ¡la fama, el oro, la gloria, el genio! Cuando enmudece tu lengua y se apresura tu aliento y tus mejillas se encienden y entornas tus ojos negros, por ver entre sus pestañas brillar con húmedo fuego

la ardiente chispa que brota del volcán de los deseos, diera, alma mía, por cuanto espero, la fe, el espíritu, la tierra, el cielo.

[27]

Voy contra mi interés al confesarlo; pero yo, amada mía, pienso, cual tú, que una oda sólo es buena de un billete del Banco al dorso escrita. No faltará algún necio que al oírlo se haga cruces y diga: –Mujer, al fin, del siglo diez y nueve, material y prosaica... ¡Boberías! Voces que hacen correr cuatro poetas que en invierno se embozan con la lira: ¡Ladridos de los perros a la luna! Tú sabes y yo sé que, en esta vida, con genio es muy contado el que la escribe y con oro cualquiera hace poesía.

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ESP 3932. TEXTOS 13

[28] (¡Duerme!) Despierta, tiemblo al mirarte; dormida, me atrevo a verte; por eso, alma de mi alma, yo velo mientras tú duermes. Despierta, ríes y al reír tus labios inquietos me parecen relámpagos de grana que serpean sobre un cielo de nieve. Dormida, los extremos de tu boca pliega sonrisa leve, suave como el rastro luminoso que deja un sol que muere. ¡Duerme!

Despierta, miras y, al mirar, tus ojos húmedos resplandecen, como la onda azul en cuya cresta chispeando el sol hiere. Al través de tus párpados, dormida, tranquilo fulgor vierten, cual derrama de luz, templado rayo, lámpara trasparente. ¡Duerme! Despierta, hablas y, al hablar, vibrantes tus palabras parecen lluvia de perlas que en dorada copa se derrama a torrentes. Dormida, en el murmullo de tu aliento acompasado y tenue, escucho yo un poema que mi alma enamorada entiende. ¡Duerme! Sobre el corazón la mano me he puesto porque no suene su latido y de la noche turbe la calma solemne. De tu balcón las persianas cerré ya porque no entre el resplandor enojoso de la aurora y te despierte. ¡Duerme!

[29]

Cuando, entre la sombra oscura, perdida una voz murmura turbando su triste calma, si en el fondo de mi alma la oigo dulce resonar, dime: ¿es que el viento en sus giros se queja, o que tus suspiros me hablan de amor al pasar? Cuando el sol en mi ventana rojo brilla a la mañana, y mi amor tu sombra evoca, si en mi boca de otra boca sentir creo la impresión, dime: ¿es que ciego deliro, o que un beso en un suspiro me envía tu corazón? Y en el luminoso día, y en la alta noche sombría, si en todo cuanto rodea al alma que te desea, te creo sentir y ver, dime: ¿es que toco y respiro soñando, o que en un suspiro me das tu aliento a beber?

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ESP 3932. TEXTOS 14

[30]

Sobre la falda tenía el libro abierto; en mi mejilla tocaban sus rizos negros; no veíamos las letras ninguno creo; sin embargo guardábamos hondo silencio. ¿Cuánto duró? Ni aun entonces pude saberlo. Sólo sé que no se oía más que el aliento, que apresurado escapaba del labio seco. Sólo sé que nos volvimos los dos a un tiempo, y nuestros ojos se hallaron ¡y sonó un beso! Creación de Dante era el libro; era su Infierno. Cuando a él bajamos los ojos, yo dije trémulo: –¿Comprendes ya que un poema cabe en un verso? Y ella respondió encendida: –¡Ya lo comprendo!

[31]

Asomaba a sus ojos una lágrima y a mi labio una frase de perdón habló el orgullo y se enjugó su llanto, y la frase en mis labios expiró. Yo voy por un camino; ella, por otro; pero, al pensar en nuestro mutuo amor, yo digo aún: –¿Por qué callé aquel día? Y ella dirá: –¿Por qué no lloré yo ?

[32]

Nuestra pasión fue un trágico sainete, en cuya absurda fábula, lo cómico y lo grave confundidos, risas y llanto arrancan. Pero fue lo peor de aquella historia que, al fin de la jornada, a ella tocaron lágrimas y risas, y a mí, sólo las lágrimas.

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ESP 3932. TEXTOS 15

[33]

Pasaba arrolladora en su hermosura y el paso le dejé; ni aun a mirarla me volví, y, no obstante, algo a mi oído murmuró: –Ésa es. ¿Quién reunió la tarde a la mañana? Lo ignoro; sólo sé que en una breve noche de verano se unieron los crepúsculos, y... fue.

[34]

Es cuestión de palabras y, no obstante, ni tú ni yo jamás, después de lo pasado, convendremos en quién la culpa está. ¡Lástima que el Amor un diccionario no tenga donde hallar cuándo el orgullo es simplemente orgullo y cuándo es dignidad!

[35] Cruza callada, y son sus movimientos silenciosa armonía; suenan sus pasos, y al sonar recuerdan del himno alado la cadencia rítmica. Los ojos entreabre, aquellos ojos tan claros como el día, y la tierra y el cielo, cuanto abarcan, arden con nueva luz en sus pupilas. Ríe, y su carcajada tiene notas del agua fugitiva; llora, y es cada lágrima un poema de ternura infinita. Ella tiene la luz, tiene el perfume, el color y la línea, la forma, engendradora de deseos, la expresión, fuente eterna de poesía. ¿Qué es estúpida? ¡Bah! Mientras callando guarde oscuro el enigma siempre valdrá lo que yo creo que calla mas que lo que cualquiera otra me diga..

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ESP 3932. TEXTOS 16

[36] ¡No me admiró tu olvido! Aunque, de un día, me admiró tu cariño mucho más; porque lo que hay en mí que vale algo. eso…, ni lo pudiste sospechar.

[37] Si de nuestros agravios en un libro se escribiese la historia y se borrase en nuestras almas cuanto se borrase en sus hojas, ¡te quiero tanto aún! ¡Dejó en mi pecho tu amor huellas tan hondas, que sólo con que tú borrases una, las borraba yo todas !

[38] Antes que tú me moriré; escondido en las entrañas ya el hierro llevo con que abrió tu mano la ancha herida mortal. Antes que tú me moriré; y mi espíritu, en su empeño tenaz, se sentará a las puertas de la muerte, esperándote allá. Con las horas los días, con los días los años volarán, y a aquella puerta llamarás al cabo... ¿Quién deja de llamar? Entonces, que tu culpa y tus despojos la tierra guardará, lavándote en las ondas de la muerte como en otro Jordán; allí donde el murmullo de la vida temblando a morir va, como la ola que a la playa viene silenciosa a expirar; allí donde el sepulcro que se cierra abre una eternidad, todo cuanto los dos hemos callado, allí lo hemos de hablar.

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ESP 3932. TEXTOS 17

[39] Los suspiros son aire, y van al aire. Las lágrimas son agua, y van al mar. Dime, mujer, cuando el amor se olvida, ¿sabes tú adónde va? [40] ¿A qué me lo decís? Lo sé: es mudable, es altanera y vana y caprichosa; antes que el sentimiento de su alma, brotará el agua de la estéril roca. Sé que en su corazón, nido de sierpes, no hay una fibra que al amor responda; que es una estatua inanimada..., pero... ¡es tan hermosa!

[41] Su mano entre mis manos, sus ojos en mis ojos, la amorosa cabeza apoyada en mi hombro, Dios sabe cuántas veces con paso perezoso hemos vagado juntos bajo los altos olmos que de su casa prestan misterio y sombra al pórtico Y ayer... un año apenas, pasado como un soplo, ¡con qué exquisita gracia, con qué admirable aplomo, me dijo al presentarnos un amigo oficioso: –Creo que en alguna parte he visto a usted! ¡Ah, bobos, que sois de los salones comadres de buen tono, y andabais allí a caza de galantes embrollos: qué historia habéis perdido, qué manjar tan sabroso para ser devorado sotto voce en un corro, detrás del abanico de plumas y de oro...! Discreta y casta luna, copudos y altos olmos, paredes de su casa, umbrales de su pórtico, callad, y que el secreto

no salga de vosotros. Callad, que por mi parte yo lo he olvidado todo; y ella... ella, no hay máscara semejante a su rostro.

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ESP 3932. TEXTOS 18

[42] Tú eras el huracán, y yo la alta torre que desafía su poder. ¡Tenías que estrellarte o que abatirme...! ¡No pudo ser! Tú eras el océano, y yo la enhiesta roca que firme aguarda su vaivén. ¡Tenías que romperte o que arrancarme...! ¡No pudo ser! Hermosa tú, yo altivo; acostumbrados uno a arrollar, el otro a no ceder; la senda estrecha, inevitable el choque... ¡No pudo ser!

[43] Cuando me lo contaron, sentí el frío de una hoja de acero en las entrañas; me apoyé contra el muro, y un instante la conciencia perdí de donde estaba. Cayó sobre mi espíritu la noche, en ira y en piedad se anegó el alma. ¡Y entonces comprendí por qué se llora, y entonces comprendí por qué se mata! Pasó la nube de dolor... Con pena logré balbucear breves palabras... ¿Quién me dio la noticia?... Un fiel amigo... Me hacía un gran favor... Le di las gracias.

[44] Dejé la luz a un lado, y en el borde de la revuelta cama me senté, mudo, sombrío, la pupila inmóvil clavada en la pared. ¿Qué tiempo estuve así? No sé; al dejarme la embriaguez horrible del dolor, expiraba la luz y en mis balcones reía el sol. Ni sé tampoco en tan terribles horas en qué pensaba o qué pasó por mí; sólo recuerdo que lloré y maldije, y que en aquella noche envejecí.

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ESP 3932. TEXTOS 19

[45] Como en un libro abierto leo de tus pupilas en el fondo. ¿A qué fingir el labio risas que se desmienten con los ojos? ¡Llora! No te avergüences de confesar que me quisiste un poco. ¡Llora! Nadie nos mira. Ya ves: yo soy un hombre... y también lloro.

[46] En la clave del arco ruinoso cuyas piedras el tiempo enrojeció, obra de cincel rudo campeaba el gótico blasón. Penacho de su yelmo de granito, la yedra que colgaba en derredor daba sombra al escudo en que una mano tenía un corazón. A contemplarle en la desierta plaza nos paramos los dos: –Y ése –me dijo– es el cabal emblema de mi constante amor. ¡Ay! Es verdad lo que me dijo entonces; verdad que el corazón lo llevará en la mano..., en cualquier parte... pero en el pecho, no.

[47] Me ha herido recatándose en las sombras, sellando con un beso su traición. Los brazos me echó al cuello y, por la espalda, partióme a sangre fría el corazón. Y ella prosigue alegre su camino, feliz, risueña, impávida. ¿Y por qué? Porque no brota sangre de la herida. Porque el muerto está en pie.

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ESP 3932. TEXTOS 20

[48] Yo me he asomado a las profundas simas de la tierra y del cielo, y les he visto el fin o con los ojos o con el pensamiento. Mas ¡ay! de un corazón llegué al abismo y me incliné un momento, y mi alma y mis ojos se turbaron: ¡Tan hondo era y tan negro!

[49] Como se arranca el hierro de una herida, su amor de las entrañas me arranqué; aunque sentí al hacerlo que la vida ¡me arrancaba con él! Del altar que le alcé en el alma mía, la voluntad su imagen arrojó; y la luz de la fe que en ella ardía ante el ara desierta se apagó. Aún, para combatir mi firme empeño, viene a mi mente su visión tenaz... ¡Cuándo podré dormir con ese sueño en que acaba el soñar!

[50] Alguna vez la encuentro por el mundo, y pasa junto a mí; y pasa sonriéndose, y yo digo: –¿Cómo puede reír? Luego asoma a mi labio otra sonrisa, máscara del dolor, y entonces pienso: –Acaso ella se ríe, como me río yo.

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[51] Lo que el salvaje que con torpe mano hace de un tronco a su capricho un dios, y luego ante su obra se arrodilla, eso hicimos tú y yo. Dimos formas reales a un fantasma de la mente, ridícula invención, y hecho el ídolo ya, sacrificamos en su altar nuestro amor.

[52] De lo poco de vida que me resta, diera con gusto los mejores años, por saber lo que a otros de mí has hablado. Y esta vida mortal y, de la eterna lo que me toque, si me toca algo, por saber lo que a solas de mí has pensado.

[53] Olas gigantes que os rompéis bramando en las playas desiertas y remotas, envuelto entre la sábana de espumas, ¡llevadme con vosotras! Ráfagas de huracán que arrebatáis del alto bosque las marchitas hojas, arrastrado en el ciego torbellino, ¡llevadme con vosotras! Nubes de tempestad que rompe el rayo y en fuego enciende las sangrientas orlas, arrebatado entre la niebla oscura, ¡llevadme con vosotras ! Llevadme, por piedad, a donde el vértigo con la razón me arranque la memoria. ¡Por piedad ! ¡Tengo miedo de quedarme con mi dolor a solas!

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ESP 3932. TEXTOS 22

[54] Cuando volvemos las fugaces horas del pasado a evocar, temblando brilla en sus pestañas negras una lágrima pronta a resbalar. Y, al fin, resbala y cae como gota de rocío al pensar que cual hoy por ayer, por hoy mañana, volveremos los dos a suspirar.

[55] Entre el discorde estruendo de la orgía acarició mi oído, como nota de música lejana, el eco de un suspiro. El eco de un suspiro que conozco, formado de un aliento que he bebido, perfume de una flor que oculta crece en un claustro sombrío. Mi adorada de un día, cariñosa, –¿En qué piensas? –me dijo. –En nada...–En nada, ¿y lloras? –Es que tengo alegre la tristeza y triste el vino.

[56] Hoy como ayer, mañana como hoy, ¡y siempre igual! Un cielo gris, un horizonte eterno y andar..., andar. Moviéndose a compás, como una estúpida máquina, el corazón. La torpe inteligencia del cerebro, dormida en un rincón. El alma, que ambiciona un paraíso, buscándole sin fe, fatiga sin objeto, ola que rueda ignorando por qué. Voz que, incesante, con el mismo tono, canta el mismo cantar, gota de agua monótona que cae y cae, sin cesar. Así van deslizándose los días, unos de otros en pos; hoy lo mismo que ayer...; y todos ellos, sin gozo ni dolor. ¡Ay, a veces me acuerdo suspirando del antiguo sufrir! Amargo es el dolor, ¡pero siquiera padecer es vivir!

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[57] Este armazón de huesos y pellejo, de pasear una cabeza loca se halla cansado al fin, y no lo extraño, pues, aunque es la verdad que no soy viejo, de la parte de vida que me toca en la vida del mundo, por mi daño he hecho un uso tal, que juraría que he condensado un siglo en cada día. Así, aunque ahora muriera, no podría decir que no he vivido; que el sayo al parecer nuevo por fuera, conozco que por dentro ha envejecido. Ha envejecido, sí, ¡pese a mi estrella! Harto lo dice ya mi afán doliente, que hay dolor que, al pasar su horrible huella, graba en el corazón, si no en la frente.

[58] ¿Quieres que, de ese néctar delicioso, no te amargue la hez ? Pues aspírale, acércale a tus labios y déjale después. ¿Quieres que conservemos una dulce memoria de este amor ? Pues amémonos hoy mucho, y mañana digámonos: –¡Adiós!

[59] Yo sé cuál el objeto de tus suspiros es; yo conozco la causa de tu dulce secreta languidez. ¿Te ríes?… Algún día sabrás, niña, por qué: Tú lo sabes apenas, y yo lo sé. Yo sé cuándo tú sueñas, y lo que en sueños ves; como en un libro, puedo lo que callas en tu frente leer. ¿Te ríes?… Algún día sabrás, niña, por qué: Tú lo sabes apenas, y yo lo sé. Yo sé por qué sonríes y lloras a la vez; yo penetro en los senos misteriosos de tu alma de mujer. ¿Te ríes?... Algún día sabrás, niña, por qué; mientras tú sientes mucho y nada sabes, yo que no siento ya, todo lo sé.

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[60] Mi vida es un erial, flor que toco se deshoja; que en mi camino fatal alguien va sembrando el mal para que yo lo recoja.

[61] (Melodía Es muy triste morir joven, y no contar con una sola lágrima de mujer.) Al ver mis horas de fiebre e insomnio lentas pasar, a la orilla de mi lecho, ¿quién se sentará? Cuando la trémula mano tienda, próximo a expirar, buscando una mano amiga, ¿quién la estrechará? Cuando la muerte vidríe de mis ojos el cristal, mis párpados aún abiertos, ¿quién los cerrará? Cuando la campana suene (si suena en mi funeral) una oración al oírla, ¿quién murmurará? Cuando mis pálidos restos oprima la tierra ya, sobre la olvidada fosa, ¿quién vendrá a llorar? ¿Quién, en fin, al otro día, cuando el sol vuelva a brillar, de que pasé por el mundo, ¿quién se acordará?

[62] (Al amanecer) Primero es un albor trémulo y vago, raya de inquieta luz que corta el mar; luego chispea y crece y se dilata en ardiente explosión de claridad. La brilladora lumbre es la alegría, la temerosa sombra es el pesar. ¡Ay! ¿En la oscura noche de mi alma, cuándo amanecerá?

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ESP 3932. TEXTOS 25

[63] Como enjambre de abejas irritadas, de un oscuro rincón de la memoria salen a perseguirme los recuerdos de las pasadas horas. Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo inútil! Me rodean, me acosan, y unos tras otros a clavarme vienen el agudo aguijón que el alma encona.

[64] Como guarda el avaro su tesoro, guardaba mi dolor; le quería probar que hay algo eterno a la que eterno me juró su amor. Mas hoy le llamo en vano y oigo, al tiempo que le acabó, decir: –¡Ah barro miserable, eternamente no podrás ni aun sufrir!

[65] ¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero de los senderos busca; las huellas de unos pies ensangrentados sobre la roca dura; los despojos de un alma hecha jirones en las zarzas agudas, te dirán el camino que conduce a mi cuna. ¿Adónde voy ? El más sombrío y triste de los páramos cruza, valle de eternas nieves y de eternas melancólicas brumas; en donde esté una piedra solitaria, sin inscripción alguna, donde habite el olvido, allí estará mi tumba.

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[66] Llegó la noche y no encontré un asilo; y tuve sed... mis lágrimas bebí, ¡Y tuve hambre! ¡Los hinchados ojos cerré para morir! ¿Estaba en un desierto? Aunque a mi oído, de la turba llegaba el ronco hervir, yo era huérfano y pobre... El mundo estaba desierto... ¡para mí!

[67] ¡Qué hermoso es ver el día coronado de fuego levantarse, y, a su beso de lumbre, brillar las olas y encenderse el aire! ¡Qué hermoso es tras la lluvia del triste otoño en la azulada tarde, de las húmedas flores el perfume aspirar hasta saciarse! ¡Qué hermoso es cuando en copos la blanca nieve silenciosa cae, de las inquietas llamas ver las rojizas lenguas agitarse! Qué hermoso es, cuando hay sueño, dormir bien... y roncar como un sochantre... y comer... y engordar... ¡Y qué desgracia que esto sólo no baste!

[68] No sé lo que he soñado en la noche pasada. Triste, muy triste, debió ser el sueño, pues despierto la angustia me duraba. Noté al incorporarme húmeda la almohada, y por primera vez sentí al notarlo de un amargo placer henchirse el alma. Triste cosa es el sueño que llanto nos arranca, mas tengo en mi tristeza una alegría... ¡Sé que aún me quedan lágrimas!

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ESP 3932. TEXTOS 27

[69] (La vida es sueño. Calderón) Al brillar un relámpago nacemos, y aún dura su fulgor cuando morimos: ¡tan corto es el vivir! La Gloria y el Amor tras que corremos, sombras de un sueño son que perseguimos: ¡despertar es morir!

[70] ¡Cuántas veces, al pie de las musgosas paredes que la guardan, oí la esquila que al mediar la noche a los maitines llama! ¡Cuántas veces trazó mi silueta la luna plateada, junto a la del ciprés, que de su huerto se asoma por las tapias! Cuando en sombras la iglesia se envolvía, de su ojiva calada, ¡cuántas veces temblar sobre los vidrios vi el fulgor de la lámpara! Aunque el viento en los ángulos oscuros de la torre silbara, del coro entre las voces percibía su voz vibrante y clara. En las noches de invierno, si un medroso por la desierta plaza se atrevía a cruzar, al divisarme el paso aceleraba. Y no faltó una vieja que en el torno dijese a la mañana, que de algún sacristán muerto en pecado acaso era yo el alma. A oscuras conocía los rincones del atrio y la portada; de mis pies las ortigas que allí crecen las huellas tal vez guardan. Los búhos, que espantados me seguían con sus ojos de llamas, llegaron a mirarme con el tiempo como a un buen camarada. A mi lado sin miedo los reptiles

se movían a rastras hasta los mudos santos de granito creo que me saludaban.

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[71] No dormía; vagaba en ese limbo en que cambian de forma los objetos, misteriosos espacios que separan la vigilia del sueño. Las ideas que en ronda silenciosa daban vueltas en torno a mi cerebro, poco a poco en su danza se movían con un compás más lento. De la luz que entra al alma por los ojos los párpados velaban el reflejo; mas otra luz el mundo de visiones alumbraba por dentro. En este punto resonó en mi oído un rumor semejante al que en el templo vaga confuso al terminar los fieles con un Amén sus rezos. Y oí como una voz delgada y triste que por mi nombre me llamó a lo lejos, ¡y sentí olor de cirios apagados, de humedad y de incienso ! Entró la noche y del olvido en brazos caí cual piedra en su profundo seno. Dormí y al despertar exclamé: –¡Alguno que yo quería ha muerto!

[72] Primera voz Las ondas tienen vaga armonía, las violetas suave olor, brumas de plata la noche fría, luz y oro el día; yo algo mejor: ¡Yo tengo Amor! Segunda voz Aura de aplausos, nube radiosa, ola de envidia que besa el pie, isla de sueños donde reposa el alma ansiosa, dulce embriaguez: ¡la Gloria es! Tercera voz Ascua encendida es el tesoro, sombra que huye la vanidad. Todo es mentira: la gloria, el oro; lo que yo adoro sólo es verdad: ¡la Libertad! Así los barqueros pasaban cantando la eterna canción y, al golpe del remo, saltaba la espuma y heríala el sol. –¿Te embarcas?, gritaban; y yo sonriendo les dije al pasar: –Yo ya me he embarcado; por señas que aún tengo a ropa en la playa tendida a secar.

[73] Cerraron sus ojos que aún tenía abiertos, taparon su cara con un blanco lienzo, y unos sollozando, otros en silencio, de la triste alcoba todos se salieron. La luz que en un vaso ardía en el suelo, al muro arrojaba la sombra del lecho; y entre aquella sombra veíase a intervalos dibujarse rígida la forma del cuerpo. Despertaba el día, y, a su albor primero, con sus mil ruidos, despertaba el pueblo. Ante aquel contraste de vida y misterio, de luz y tinieblas, yo pensé un momento: –¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos! De la casa, en hombros, lleváronla al templo y en una capilla dejaron el féretro. Allí rodearon sus pálidos restos de amarillas velas

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y de paños negros. Al dar de las Ánimas el toque postrero, acabó una vieja sus últimos rezos; cruzó la ancha nave, las puertas gimieron, y el santo recinto quedóse desierto. De un reloj se oía compasado el péndulo, y de algunos cirios el chisporroteo. Tan medroso y triste, tan oscuro y yerto, todo se encontraba que pensé un momento: –¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos! De la alta campana la lengua de hierro le dio volteando su adiós lastimero. El luto en las ropas, amigos y deudos cruzaron en fila formando el cortejo. Del último asilo, oscuro y estrecho, abrió la piqueta el nicho a un extremo. Allí la acostaron, tapiáronle luego y con un saludo

despidióse el duelo. La piqueta al hombro el sepulturero, cantando entre dientes, se perdió a lo lejos. La noche se entraba, reinaba el silencio; perdido en las sombras, yo pensé un momento: –¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos! En las largas noches del helado invierno, cuando las maderas crujir hace el viento y azota los vidrios el fuerte aguacero, de la pobre niña a veces me acuerdo. Allí cae la lluvia con un son eterno; allí la combate el soplo del cierzo. Del húmedo muro tendido en el hueco, ¡acaso de frío se hielan sus huesos…! ¿Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuela el alma al cielo? ¿Todo es vil materia, podredumbre y cieno? No sé; pero hay algo que explicar no puedo, que al par nos infunde

repugnancia y duelo, al dejar tan tristes, tan solos los muertos! [74] Las ropas desceñidas, desnudas las espadas, en el dintel de oro de la puerta dos ángeles velaban. Me aproximé a los hierros que defienden la entrada, y de las dobles rejas en el fondo la vi confusa y blanca. La vi como la imagen que en leve ensueño pasa, como rayo de luz tenue y difuso que entre tinieblas nada. Me sentí de un ardiente deseo llena el alma; como atrae un abismo, aquel misterio hacia sí me arrastraba. Mas ¡ay! que, de los ángeles, parecían decirme las miradas: –El umbral de esta puerta sólo Dios lo traspasa.

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[75] ¿Será verdad que, cuando toca el sueño, con sus dedos de rosa, nuestros ojos, de la cárcel que habita huye el espíritu en vuelo presuroso? ¿Será verdad que, huésped de las nieblas, de la brisa nocturna al tenue soplo, alado sube a la región vacía a encontrarse con otros? ¿Y allí desnudo de la humana forma, allí los lazos terrenales rotos, breves horas habita de la idea el mundo silencioso? ¿Y ríe y llora y aborrece y ama y guarda un rastro del dolor y el gozo, semejante al que deja cuando cruza el cielo un meteoro? Yo no sé si ese mundo de visiones vive fuera o va dentro de nosotros. Pero sé que conozco a muchas gentes a quienes no conozco.

[76] En la imponente nave del templo bizantino, vi la gótica tumba a la indecisa luz que temblaba en los pintados vidrios. Las manos sobre el pecho, y en las manos un libro, una mujer hermosa reposaba sobre la urna, del cincel prodigio. Del cuerpo abandonado, al dulce peso hundido, cual si de blanda pluma y raso fuera, se plegaba su lecho de granito. De la sonrisa última el resplandor divino guardaba el rostro, como el cielo guarda del sol que muere el rayo fugitivo. Del cabezal de piedra sentados en el filo, dos ángeles, el dedo sobre el labio, imponían silencio en el recinto. No parecía muerta; de los arcos macizos parecía dormir en la penumbra, y que en sueños veía el paraíso. Me acerqué de la nave al ángulo sombrío con el callado paso que llegamos junto a la cuna donde duerme un niño. La contemplé un momento, y aquel resplandor tibio, aquel lecho de piedra que ofrecía próximo al muro otro lugar vacío, en el alma avivaron

la sed de lo infinito, el ansia de esa vida de la muerte para la que un instante son los siglos... Cansado del combate en que luchando vivo, alguna vez me acuerdo con envidia de aquel rincón oscuro y escondido. De aquella muda y pálida mujer me acuerdo y digo: –¡Oh, qué amor tan callado, el de la muerte! ¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo!

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ESP 3932. TEXTOS 31

LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN

La comedia nueva o El café

(1792)

P E R S O N A S

D. ELEUTERIO, joven dramaturgo DOÑA AGUSTINA, su esposa

DOÑA MARIQUITA, su hermana D. HERMÓGENES, pedante

D. PEDRO, hombre rico D. ANTONIO

D. SERAPIO, apasionado del teatro PACO, camarero

La escena es en un café de Madrid, inmediato a un teatro.

El teatro representa una sala con mesas, sillas y aparador de café; en el foro una puerta con escalera a la habitación principal, y otra puerta a un lado que da paso

a la calle.

La acción empieza a las cuatro de la tarde, y acaba a las seis.

A C T O I

ESCENA PRIMERA D. ANTONIO, PACO

(D. Antonio sentado junto a una mesa; Paco paseándose.) D. ANTONIO: Parece que se hunde el techo, Paco. PACO: ¿Señor? D. ANTONIO: ¿Qué gente hay arriba, que anda tal estrépito? ¿Son locos? PACO: No, señor; poetas. D. ANTONIO: ¿Cómo poetas? PACO: Sí, señor, ¡así lo fuera yo! ¡No es cosa! Y han tenido una gran comida.

Burdeos, pajarete, marrasquino, ¡uh! D ANTONIO: ¿Y con qué motivo se hace esa francachela? PACO: Yo no sé; pero supongo que será en celebridad de la comedia nueva que

se representa esta tarde, escrita por uno de ellos. D. ANTONIO: ¿Conque han hecho una comida? ¡ Haya picarillos ! PACO: ¿Pues qué, no lo sabía usted? D. ANTONIO: No, por cierto. PACO: Pues ahí está el anuncio en el diario. D. ANTONIO: En efecto, aquí está. (Leyendo el diario que está sobre la mesa.)

COMEDIA NUEVA, INTITULADA: EL GRAN CERCO DE VIENA. ¡No es cosa! Del sitio de una ciudad hacen una comedia. Si son el diantre. ¡Ay, amigo Paco, cuánto más vale ser mozo de café que poeta ridículo!

PACO: Pues, mire usted, la verdad, yo me alegrara de saber hacer, así, alguna cosa...

D. ANTONIO: ¿Cómo? PACO: Así de versos... ¡Me gustan tanto los versos! D. ANTONIO: ¡Oh! los buenos versos son muy estimables; pero hoy día son

tan pocos los que saben hacerlos; tan pocos, tan pocos. PACO: No, pues los de arriba bien se conoce que son del arte. ¡Válgame Dios,

cuántos han echado por aquella boca! Hasta las mujeres.

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ESP 3932. TEXTOS 32

D. ANTONIO: ¡Oiga! ¿También las señoras decían coplillas? PACO: ¡Vaya! Allí hay una Doña Agustina, que es mujer del autor de la

comedia… ¡Qué! si usted viera… Unas décimas componía de repente... No es así la otra, que en toda la mesa no ha hecho más que retozar con aquel D. Hermógenes, y tirarle miguitas de pan al peluquín.

D. ANTONIO: ¿D. Hermógenes está arriba? ¡Gran pedantón! PACO: Pues con ése se ha estado jugando, y cuando la decían: Mariquita, una

copla, vaya una copla, se hacía la vergonzosa; y por más que la estuvieron azuzando a ver si rompía, nada. Empezó una décima y no la pudo acabar, porque decía que no encontraba el consonante; pero Doña Agustina, su cuñada… ¡Oh! aquélla, sí. Mire usted lo que es... Ya se ve, en teniendo vena.

D. ANTONIO: Seguramente. ¿Y quién es ése que cantaba poco ha, y daba aquellos gritos tan descompasados?

PACO: ¡Oh! ése es D. Serapio. D. ANTONIO: ¿Pero qué es? ¿Qué ocupación tiene? PACO: Él es... Mire usted. A él le llaman Don Serapio. D. ANTONIO: ¡Ah! sí. Ese es aquel bullebulle que hace gestos a las cómicas, y

las tira dulces a la silla cuando pasan, y va todos los días a saber quién dio cuchillada; y desde que se levanta hasta que se acuesta no cesa de hablar de la temporada de verano, la chupa del sobresaliente, y las partes de por medio.

PACO: Ese mismo. ¡Oh! ése es de los apasionados finos. Aquí se viene todas las mañanas a desayunar, y arma unas disputas con los peluqueros que es un gusto oírle. Luego se va allá abajo, al barrio de Jesús. Se juntan cuatro amigos, hablan de comedias, altercan, ríen, fuman en los portales. D. Serapio los introduce aquí y acullá hasta que da la una, se despiden, y él se va a comer con el apuntador.

D. ANTONIO: ¿Y ese D. Serapio es amigo del autor de la comedia? PACO: ¡Toma! Son uña y carne. Y él ha compuesto el casamiento de Doña

Mariquita, la hermana del poeta, con D. Hermógenes. D. ANTONIO: Qué me dices? ¿D. Hermógenes se casa? PACO: ¡Vaya si se casa! Como que parece que la boda no se ha hecho ya,

porque el novio no tiene un cuarto, ni el poeta tampoco; pero le ha dicho

que con el dinero que le den por esta comedia, y lo que ganará en la impresión, les pondrá la casa y pagará las deudas de D. Hermógenes, que parece que son bastantes.

D. ANTONIO: Sí serán. ¡Cáspita si serán! Pero, y si la comedia apesta, y por consecuencia ni se la pagan ni se vende, ¿qué harán entonces?

PACO: Entonces, ¿qué sé yo? Pero, ¡qué! No, señor. Si dice D. Serapio que comedia mejor no se ha visto en tablas.

D. ANTONIO: ¡Ah! pues si D. Serapio lo dice, no hay que temer. Es dinero contante, sin remedio. Figúrate tú, si D. Serapio y el apuntador sabrán muy bien dónde les aprieta el zapato, y cuál comedia es buena, y cuál deja de serlo.

PACO: Eso digo yo; pero a veces... Mire usted, no hay paciencia. Ayer, ¡qué! les hubiera dado con una tranca. Vinieron ahí tres o cuatro a beber ponch, y empezaron a hablar, hablar de comedias, ¡vaya! Yo no me puedo acordar de lo que decían. Para ellos no había nada bueno: ni autores, ni cómicos, ni vestidos, ni música, ni teatro. ¿Qué sé yo cuánto dijeron aquellos malditos? Y dale con el arte, el arte, la moral y... Deje usted, las. . . ¿Si me acordaré? Las. . . ¡Válgate Dios! ¿Cómo decían? Las...Las reglas... ¿Qué son las reglas?

D. ANTONIO: Hombre, difícil es explicártelo. Reglas son unas cosas que usan allá los extranjeros, particularmente los franceses.

PACO: Pues, ya decía yo: esto no es cosa de mi tierra. D. ANTONIO: Sí tal, aquí también se gastan, y algunos han escrito comedias

con reglas; bien que no llegarán a media docena (por mucho que se estire la cuenta) las que se han compuesto.

PACO: Pues, ya se ve; mire usted, ¡reglas! No faltaba más. ¿A que no tiene reglas la comedia de hoy?

D. ANTONIO: ¡Oh! eso yo te lo fío: bien puedes apostar ciento contra uno a que no las tiene.

PACO: Y las demás que van saliendo cada día tampoco las tendrán; ¿no es verdad usted?

D. ANTONIO: Tampoco. ¿Para qué? No faltaba otra cosa sino que para hacer una comedia se gastaran reglas. No, señor.

PACO; Bien; me alegro. Dios quiera que pegue la de hoy, y luego verá usted

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ESP 3932. TEXTOS 33

cuántas escribe el bueno de D. Eleuterio. Porque, lo que él dice, si yo me pudiera ajustar con los cómicos a jornal, entonces… ¡Ya se ve! mire usted si con un buen situado, podía él...

D. ANTONIO: Cierto. (Aparte. ¡Qué simplicidad!) PACO: Entonces escribiría. ¡Qué! todos los meses sacaría dos o tres

comedias... Como es tan hábil. D. ANTONIO: ¿Conque es muy hábil, eh? PACO: ¡Toma! poquito le quiere el segundo barba; y si en él consistiera, ya se

hubieran echado las cuatro o cinco comedias que tiene escritas; pero no han querido los otros, y ya se ve, como ellos lo pagan. En diciendo, no nos ha gustado, o así, andar ¡ qué diantres ! Y luego, como ellos saben lo que es bueno, y en fin, mire usted si ellos... ¿No es verdad?

D. ANTONIO: Pues ya. PACO: Pero, deje usted, que aunque es la primera que le representan, me

parece a mí que ha de dar golpe. D. ANTONIO: ¿Conque es la primera? PACO: La primera. Si es mozo todavía. Yo me acuerdo... Habrá cuatro o cinco

años que estaba de escribiente ahí en esa lotería de la esquina, y le iba muy ricamente; pero como después se hizo paje, y el amo se le murió a lo mejor, y él se había casado de secreto con la doncella, y tenía ya dos criaturas, y después le han nacido otras dos o tres; viéndose él así, sin oficio ni beneficio, ni pariente ni habiente, ha cogido y se ha hecho poeta.

D ANTONIO: Y ha hecho muy bien. PACO: Pues, ya se ve; lo que él dice, si me sopla la musa, puedo ganar un

pedazo de pan para mantener aquellos angelitos, y así ir trampeando hasta que Dios quiera abrir camino.

ESCENA II D. PEDRO, D. ANTONIO, PACO

D. PEDRO: Café. (D. Pedro se sienta junto a una mesa distante de D. Antonio; Paco le sirve

el café.)

PACO: Al instante. D. ANTONIO: No me ha visto. PACO: ¿Con leche? D. PEDRO: No. Basta. PACO: ¿Quién es éste? (A D. Antonio, al retirarse.) D. ANTONIO: Este es D. Pedro de Aguilar: hombre muy rico, generoso,

honrado, de mucho talento; pero de un carácter tan ingenuo, tan serio y tan duro, que le hace intratable a cuantos no son sus amigos.

PACO: Le veo venir aquí algunas veces; pero nunca habla, siempre está de mal humor.

ESCENA III D. SERAPIO, D. ELEUTERIO, D. PEDRO, D. ANTONIO, PACO

D. SERAPIO: ¡Pero, hombre, dejarnos así ! (Bajando la escalera, salen por la puerta del foro.) D. ELEUTERIO: Si se lo he dicho a usted ya. La tonadilla que han puesto a mi

función no vale nada, la van a silbar, y quiero concluir ésta mía para que la canten mañana.

D. SERAPIO: ¿Mañana? ¿Conque mañana se ha de cantar, y aún no están hechas ni letra ni música?

D. ELEUTERIO: Y aun esta tarde pudieran cantarla, si usted me apura. ¿Qué dificultad? Ocho o diez versos de introducción, diciendo que callen y atiendan, y chitito. Después unas cuantas coplillas del mercader que hurta, el peluquero que lleva papeles, la niña que está opilada, el cadete que se baldó en el portal; cuatro equivoquillos, etc., y luego se concluye con seguidillas de la tempestad, el canario, la pastorcilla y el arroyito. La música ya se sabe cuál ha de ser: la que se pone en todas; se añade o se quita un par de gorgoritos, y estamos al cabo de la calle.

D SERAPIO: ¡El diantre es usted, hombre! Todo se lo halla hecho. D. ELEUTERIO: Voy, voy a ver si la concluyo; falta muy poco. Súbase usted. (D. Eleuterio se sienta junto a una mesa inmediata al foro; saca papel y

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tintero y escribe.) D. SERAPIO: Voy allá; pero... D. ELEUTERIO: Sí, sí, váyase usted, y si quieren más licor, que lo suba el

mozo. D. SERAPIO: Sí, siempre será bueno que lleven un par de frasquillos más.

¡Paco! PACO: ¿Señor? D. SERAPIO: Palabra. (D. Serapio habla en secreto con Paco y vuelve a irse por la puerta del

foro; Paco toma del aparador unos frasquillos y se va por la misma parte.) D ANTONIO: ¿Cómo va, amigo D. Pedro? (D. Antonio se sienta cerca de D. Pedro.) D. PEDRO: ¡Oh, señor D. Antonio! No había reparado en usted. Va bien. D. ANTONIO: ¿Usted a estas horas por aquí? Se me hace extraño. D. PEDRO: En efecto lo es; pero he comido ahí cerca. A fin de mesa se armó

una disputa entre dos literatos que apenas saben leer. Dijeron mil despropósitos, me fastidié, y me vine.

D. ANTONIO: Pues con ese genio tan raro que usted tiene, se ve precisado a vivir como un ermitaño en medio de la corte.

D. PEDRO: No, por cierto. Yo soy el primero en los espectáculos, en los paseos, en las diversiones públicas; alterno los placeres con el estudio; tengo pocos, pero buenos amigos, y a ellos debo los más felices instantes de mi vida. Si en las concurrencias particulares soy raro algunas veces, siento serlo; pero ¿qué le he de hacer? Yo no quiero mentir, ni puedo disimular, y creo que el decir la verdad francamente es la prenda más digna de un hombre de bien.

D. ANTONIO: Sí; pero cuando la verdad es dura a quien ha de oírla, ¿qué hace usted?

D. PEDRO: Callo. D. ANTONIO: ¿Y si el silencio de usted le hace sospechoso? D. PEDRO: Me voy. D ANTONIO: No siempre puede uno dejar el puesto, y entonces... D. PEDRO: Entonces digo la verdad. D. ANTONIO: Aquí mismo he oído hablar muchas veces de usted. Todos

aprecian su talento, su instrucción y su probidad; pero no dejan de extrañar la aspereza de su carácter.

D. PEDRO: ¿Y por qué? Porque no vengo a predicar al café. Porque no vierto por la noche lo que leí por la mañana. Porque no disputo, ni ostento erudición ridícula, como tres, o cuatro, o diez pedantes que vienen aquí a perder el día y a excitar la admiración de los tontos y la risa de los hombres de juicio. ¿Por eso me llaman áspero y extravagante? Poco me importa. Yo me hallo bien con la opinión que he seguido hasta aquí, de que en un café jamás debe hablar en público el que sea prudente.

D. ANTONIO: ¿Pues qué debe hacer? D. PEDRO: Tomar café. D. ANTONIO: ¡Viva! Pero hablando de otra cosa, ¿qué plan tiene usted para

esta tarde ? D. PEDRO: A la comedia. D. ANTONIO: ¿Supongo que irá usted a ver la pieza nueva? D. PEDRO: ¿Qué, han mudado? Ya no voy. D. ANTONIO: ¿Pero, por qué? Vea usted sus rarezas. (Sale PACO por la puerta del foro con salvilla copas y frasquillos que

dejará sobre el mostrador.) D. PEDRO: ¿Y usted me pregunta por qué? ¿Hay más que ver la lista de las

comedias nuevas que se representan cada año, para inferir los motivos que tendré de no ver la de esta tarde?

D. ELEUTERIO: ¡Hola! Parece que hablan de mi función. (Escuchando la conversación.) D. ANTONIO: De suerte que, o es buena, o es mala. Si es buena, se admira y

se aplaude; si por el contrario, está llena de sandeces, se ríe uno, se pasa el rato, y tal vez...

D. PEDRO: Tal vez me han dado impulsos de tirar al teatro el sombrero, el bastón y el asiento, si hubiera podido. A mí me irrita lo que a usted le divierte. (Guarda D. Eleuterio papel y tintero y se va acercando hasta ponerse en medio de los dos.) Yo no sé: usted tiene talento, y la instrucción necesaria para no equivocarse en materias de literatura; pero usted es el protector nato de todas las ridiculeces. Al paso que conoce usted y elogia las bellezas de una obra de mérito, no se detiene en dar iguales aplausos a lo

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más disparatado y absurdo; y con una rociada de pullas, chufletas e ironías, hace usted creer al mayor idiota que es un prodigio de habilidad. Ya se ve, usted dirá que se divierte; pero amigo…

D. ANTONIO: Sí, señor, que me divierto. Y por otra parte, ¿no sería cosa cruel ir repartiendo por ahí desengaños amargos a ciertos hombres, cuya felicidad estriba en su propia ignorancia? ¿Ni cómo es posible persuadirles?...

D. ELEUTERIO: No, pues... Con permiso de ustedes. La función de esta tarde es muy bonita, seguramente; bien puede usted ir a verla, que yo le doy mi palabra de que le ha de gustar.

D. ANTONIO: ¿Es éste el autor? (D. Antonio se levanta y después de la pregunta que hace a PACO vuelve a

hablar con D. Eleuterio.) PACO: El mismo. D. ANTONIO: ¿Y de quién es? ¿Se sabe? D. ELEUTERIO: Señor, es de un sujeto bien nacido, muy aplicado, de buen

ingenio, que empieza ahora la carrera cómica; bien que el pobrecillo no tiene protección.

D. PEDRO: Si es ésta la primera pieza que da al teatro, aún no puede quejarse; si ella es buena, agradará necesariamente, y un gobierno ilustrado como el nuestro, que sabe cuanto interesan a una nación los progresos de la literatura, no dejará sin premio a cualquiera hombre de talento, que sobresalga en un género tan difícil.

D. ELEUTERIO: Todo eso va bien; pero lo cierto es que el sujeto tendrá que contentarse con sus quince doblones que le darán los cómicos (si la comedia gusta) y muchas gracias.

D. ANTONIO: ¿Quince? Pues yo creí que eran veinte y cinco. D. ELEUTERIO: No, señor, ahora en tiempo de calor no se da más. Si fuera

por el invierno, entonces... D. ANTONIO: ¡Calle! ¿Conque en empezando a helar, valen más las

comedias? Lo mismo sucede con los besugos. (D. Antonio se pasea. D. Eleuterio unas veces le dirige la palabra y otras se

acerca hacia D. Pedro que no le contesta ni le mira. Vuelve a hablar con D. Antonio parándose o siguiéndole lo cual formará juego de teatro.)

D. ELEUTERIO: Pues, mire usted, aun con ser tan poco lo que dan, el autor se

ajustaría de buena gana, para hacer por el precio todas las funciones que necesitase la compañía; pero hay muchas envidias. Unos favorecen a éste, otros a aquél, y es menester una tecla para mantenerse en la gracia de los primeros vocales, que… ¡Ya, ya ! Y luego, como son tantos a escribir y cada uno procura despachar su género, entran los empeños, las gratificaciones, las rebajas... Ahora mismo acaba de llegar un estudiante gallego con unas alforjas llenas de piezas manuscritas: comedias, zarzuelas, dramas, melodramas, loas, sainetes... ¿Qué sé yo cuánta ensalada trae allí? Y anda solicitando que los cómicos le compren todo el surtido, y da cada obra a trescientos reales, una con otra. ¡Ya se ve! ¿Quién ha de poder competir con un hombre que trabaja tan barato?

D. ANTONIO: Es verdad, amigo. Ese estudiante gallego hará malísima obra a los autores de la corte.

D. ELEUTERIO: Malísima. Ya ve usted cómo están los comestibles. D. ANTONIO: Cierto. D. ELEUTERIO: Lo que cuesta un mal vestido que uno se haga. D. ANTONIO: En efecto. D. ELEUTERIO: El cuarto. D. ANTONIO: ¡Oh! sí, el cuarto. Los caseros son crueles. D. ELEUTERIO: Y si hay familia. D. ANTONIO: No hay duda, si hay familia es cosa terrible. D. ELEUTERIO: Vaya usted a competir con el otro tuno, que con seis cuartos

de callos y medio pan tiene el gasto hecho. D. ANTONIO: ¿Y qué remedio? Ahí no hay más sino arrimar el hombro al

trabajo: escribir buenas piezas, darlas muy baratas, que se representen, que aturdan al público, y ver si se puede dar con el gallego en tierra. Bien que la de esta tarde es excelente, y para mí tengo que...

D. ELEUTERIO: ¿La ha leído usted? D. ANTONIO: No, por cierto. D. PEDRO: ¿La han impreso? D. ELEUTERIO: Sí, señor. ¿Pues no se había de imprimir? D. PEDRO: Mal hecho. Mientras no sufra el examen del público en el teatro,

está muy expuesta, y sobre todo, es demasiada confianza en un autor novel. D. ANTONIO: ¡Qué! No, señor. Si le digo a usted que es cosa muy buena. ¿Y

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dónde se vende? D. ELEUTERIO: Se vende en los puestos del Diario, en la librería de Pérez, en

la de Izquierdo, en la de Gil, en la de Zurita, y en el puesto de los cobradores a la entrada del coliseo. Se vende también en la tienda de vinos de la calle del Pez, en la del herbolario de la calle Ancha, en la jabonería de la calle del Lobo, en la...

D. PEDRO: ¿Se acabará esta tarde esa relación? D. ELEUTERIO: Como el señor preguntaba. D. PEDRO: Pero no preguntaba tanto. ¡Si no hay paciencia! D. ANTONIO: Pues la he de comprar, no tiene remedio. PACO: Si yo tuviera dos reales. ¡Voto va! D. ELEUTERIO: Véala usted aquí. (Saca una comedia impresa, y se la da a D. Antonio.) D. ANTONIO: ¡Oiga! es ésta. A ver. Y ha puesto su nombre. Bien, así me

gusta: con eso la posteridad no se andará dando de calabazadas por averiguar la gracia del autor. (Lee D. Antonio.) “Por D. ELEUTERIO CRISPíN DE ANDORRA... Salen el emperador Leopoldo, el rey de Polonia y Federico, senescal, vestidos de gala, con acompañamiento de damas y magnates, y una brigada de húsares a caballo.” ¡Soberbia entrada! Y dice el emperador:

Ya sabéis, vasallos míos, Que habrá dos meses y medio Que el turco puso a Viena Con sus tropas el asedio, Y que para resistirle Unimos nuestros denuedos, Dando nuestros nobles bríos, En repetidos encuentros, Las pruebas mas relevantes De nuestros invictos pechos.

¡Qué estilo tiene! ¡Cáspita! ¡Qué bien pone la pluma el pícaro!

Bien conozco que la falta Del necesario alimento Ha sido tal, que rendidos De la hambre a los esfuerzos, Hemos comido ratones, Sapos y sucios insectos.

D. ANTONIO: Estos insectos sucios serán regularmente arañas, polillas,

moscones, correderas... D. ELEUTERIO: Sí, señor. D. ANTONIO: ¡Estupendo potaje para un ventorrillo de Cataluña! D. ELEUTERIO: ¿Qué tal? ¿No le parece a usted bien? (Hablando a D. Pedro.) D. PEDRO: ¡Eh! a mí, qué... D. ELEUTERIO: Me alegro que le guste a usted. Pero no, donde hay un paso

muy fuerte es al principio del segundo acto. Búsquele usted... ahí... por ahí ha de estar. Cuando la dama se cae muerta de hambre.

D. ANTONIO: ¿Muerta? D. ELEUTERIO: Sí, señor, muerta. D. ANTONIO: ¡Qué situación tan cómica! ¿Y estas exclamaciones que hace

aquí, contra quién son? D. ELEUTERIO: Contra el visir, que la tuvo seis días sin comer, porque ella no

quería ser su concubina. D. ELEUTERIO: ¡Pobrecita! ¡Ya se ve! el visir sería un bruto. D. ELEUTERIO: Sí, señor. D. ANTONIO: Hombre arrebatado. ¿Eh? D. ELEUTERIO: Sí, señor. D. ANTONIO: Lascivo como un mico, feote de cara, ¿es verdad? D. ELEUTERIO: Cierto. D. ANTONIO: Alto, moreno, un poco bizco, grandes bigotes. D. ELEUTERIO: Sí, señor, sí. Lo mismo me le he figurado yo. D. ANTONIO: ¡Enorme animal! Pues no, la dama no se muerde la lengua. ¡No

es cosa cómo le pone! Oiga usted, D. Pedro. D. PEDRO: No, por Dios; no lo lea usted.

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D. ELEUTERIO: Es que es uno de los pedazos más terribles de la comedia. D. PEDRO: Con todo eso. D. ELEUTERIO: Lleno de fuego. D. PEDRO: Ya. D. ELEUTERIO: Buena versificación. D. PEDRO: No importa. D. ELEUTERIO: Que alborotará en el teatro si la dama lo esfuerza. D. PEDRO: Hombre, si he dicho ya que... D. ANTONIO: Pero, a lo menos, el final del acto segundo es menester oírle. (Lee D. Antonio; y al acabar, da la comedia a D. Eleuterio.)

EMP. Y en tanto que mis recelos... , VISIR. Y mientras mis esperanzas... SENESC. Y hasta que mis enemigos... EMP. Averiguo, VISIR. Logre, . . . SENESC. Caigan, . . . EMP. Rencores, dadme favor,... VISIR. No me dejes, tolerancia,... SENESC. Denuedo, asiste a mi brazo,... TODOS. Para que admire la patria El mas generoso ardid Y la más tremenda hazaña.

D. PEDRO: Vamos, no hay quien pueda sufrir tanto disparate. (Se levanta impaciente, en ademán de irse.) D. ELEUTERIO: ¿Disparates los llama usted? D. PEDRO: ¿Pues no? (D. Antonio observa a los dos, y se ríe.) D. ELEUTERIO: ¡Vaya, que es también demasiado! ¡Disparates! Pues no, no

los llaman disparates los hombres inteligentes que han leído la comedia. Cierto que me ha chocado. ¡ Disparates ! Y no se ve otra cosa en el teatro todos los días, y siempre gusta, y siempre lo aplauden a rabiar.

D. PEDRO: ¿Y esto se representa en una nación culta?

D. ELEUTERIO: ¡Cuenta que me ha dejado contento la expresión! ¡Disparates! D. PEDRO: ¿Y esto se imprime, para que los extranjeros se burlen de nosotros

? D. ELEUTERIO: ¡Llamar disparates a una especie de coro entre el emperador,

el visir y el senescal! Yo no sé qué quieren estas gentes. Si hoy día no se puede escribir nada, nada que no se muerda y se censure. ¡Disparates! ¡Cuidado que ! . . .

PACO: No haga usted caso. D. ELEUTERIO: (Hablando con PACO hasta el fin de la escena.) Yo no hago

caso; pero me enfada que hablen así. Figúrate tú, si la conclusión puede ser más natural, ni más ingeniosa. El emperador está lleno de miedo por un papel que se ha encontrado en el suelo sin firma ni sobrescrito, en que se trata de matarle. El visir está rabiando por gozar de la hermosura de Margarita, hija del conde de Strambangaum, que es el traidor...

PACO: ¡Calle! ¡Hay traidor también! ¡Cómo me gustan a mí las comedias en que hay traidor!

D. ELEUTERIO: Pues, como digo: el visir está loco de amores por ella; el senescal, que es hombre de bien si los hay, no las tiene todas consigo, porque sabe que el conde anda tras de quitarle el empleo, y continuamente lleva chismes al emperador contra él; de modo que como cada uno de estos tres personajes está ocupado en su asunto, habla de ello, y no hay cosa más natural.

(Saca la comedia y lee.)

Y en tanto que mis recelos,... Y mientras mis esperanzas,... Y hasta que mis...

¡Ah! señor D. Hermógenes, a que buena ocasión llega usted. (Guarda la comedia, encaminándose a D. Hermógenes, que sale por la

puerta del foro.)

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ESCENA IV D. HERMÓGENES, D. ELEUTERIO, D. PEDRO, D. ANTONIO, PACO

D. HERMÓGENES: Buenas tardes, señores. D. PEDRO: A la orden de usted. (D. Pedro se acerca a la mesa en que está el diario; lee para sí, y a veces

presta atención a lo que hablan los demás.) D. ANTONIO: Felicísimas, amigo D. Hermógenes. D. ELEUTERIO: Digo, me parece que el señor D. Hermógenes será juez muy

abonado para decidir la cuestión que se trata; todo el mundo sabe su instrucción y lo que ha trabajado en los papeles periódicos, las traducciones que ha hecho del francés, sus actos literarios, y sobre todo, la escrupulosidad y el rigor con que censura las obras ajenas. Pues yo quiero que nos diga...

D. HERMÓGENES: Usted me confunde con elogios que no merezco, señor D. Eleuterio. Usted solo es acreedor a toda alabanza, por haber llegado en su edad juvenil al pináculo del saber. Su ingenio de usted, el más ameno de nuestros días, su profunda erudición, su delicado gusto en el arte rítmica, su...

D. ELEUTERIO: Vaya, dejemos eso. D. HERMÓGENES: Su docilidad, su moderación... D. ELEUTERIO: Bien; pero aquí se trata solamente de saber si... D. HERMÓGENES: Estas prendas sí que merecen admiración y encomio. D. ELEUTERIO: Ya, eso sí; pero díganos usted lisa y llanamente si la comedia

que hoy se representa es disparatada o no. D. HERMÓGENES: ¿Disparatada? ¿Y quién ha prorrumpido en un aserto

tan… D. ELEUTERIO: Eso no hace al caso. Díganos usted lo que le parece, y nada

más. D. HERMÓGENES Sí, diré; pero antes de todo conviene saber que el poema

dramático admite dos géneros de fábula. Sunt autem fabulae, aliae simplices, aliae implexae. Es doctrina de Aristóteles. Pero lo diré en griego para mayor claridad. Eisi de ton mython oi men aploi oi de peplegmenoi. Cai gar ai praxeis...

D. ELEUTERIO: Hombre; pero si.. D. ANTONIO: Yo reviento. (Siéntase, haciendo esfuerzos para contener la risa.) D. HERMÓGENES: Cai gar ai praxeis on mimeseis oi... D. ELEUTERIO: Per… D. HERMÓGENES: Mythoi eisin iparchousin. D. ELEUTERIO: Pero, si no es eso lo que a usted se le pregunta. D. HERMÓGENES: Ya estoy en la cuestión. Bien que, para la mejor

inteligencia, convendría explicar lo que los críticos entienden por prótasis, epítasis, catástasis, catástrofe, peripecia, agnición, o anagnórisis: partes necesarias a toda buena comedia, y que según Escalígero, Vossio, Dacier, Marmontel, Castelvetro y Daniel Heinsio...

D. ELEUTERIO: Bien, todo eso es admirable; pero... D. PEDRO: Este hombre es loco. D. HERMÓGENES: Si consideramos el origen del teatro, hallaremos que los

megareos, los sículos y los atenienses... D. ELEUTERIO: D. Hermógenes, por amor de Dios, si no... D. HERMÓGENES: Véanse los dramas griegos, y hallaremos que Anaxippo,

Anaxándrides, Eúpolis, Antíphanes, Philípides, Cratino, Crates, Epicrates, Menecrates y Pherecrates...

D. ELEUTERIO: Si le he dicho a usted que... D. HERMÓGENES: Y los más celebérrimos dramaturgos de la edad pretérita,

todos, todos convinieron, nemine discrepante, en que la prótasis debe preceder a la catástrofe necesariamente. Es así que la comedia de El cerco de Viena...

D. PEDRO: Adiós, señores. (Se encamina hacia la puerta. D. Antonio se levanta y procura detenerle.) D. ANTONIO: ¿Se va usted, D. Pedro? D. PEDRO: ¿Pues quién, sino usted, tendrá frescura para oír eso? D. ANTONIO: Pero si el amigo D. Hermógenes nos va a probar, con la

autoridad de Hipócrates y Martín Lutero, que la pieza consabida, lejos de ser un desatino...

D. HERMÓGENES: Ese es mi intento: probar que es un acéfalo incipiente cualquiera que haya dicho que la tal comedia contiene irregularidades

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absurdas; y yo aseguro que delante de mí ninguno se hubiera atrevido a propalar tal aserción.

D. PEDRO: Pues yo delante de usted la propalo, y le digo que por lo que el señor ha leído de ella, y por ser usted el que la abona, infiero que ha de ser cosa detestable; que su autor será un hombre sin principios ni talento, y que usted es un erudito a la violeta, presumido y fastidioso hasta no más. Adiós, señores. (Hace que se va, y vuelve.)

D. ELEUTERIO: Pues a este caballero le ha parecido muy bien lo que ha visto de ella.

(Señalando a D. Antonio.) D. PEDRO: A ese caballero le ha parecido muy mal; pero es hombre de buen

humor, y gusta de divertirse. A mí me lastima en verdad la suerte de estos escritores que entontecen al vulgo con obras tan desatinadas y monstruosas, dictadas, más que por el ingenio, por la necesidad o la presunción. Yo no conozco al autor de esa comedia, ni sé quién es; pero si ustedes, como parece, son amigos suyos, díganle en caridad que se deje de escribir tales desvaríos; que aún está a tiempo, puesto que es la primera obra que publica; que no le engañe el mal ejemplo de los que deliran a destajo; que siga otra carrera en que, por medio de un trabajo honesto, podrá socorrer sus necesidades y asistir a su familia, si la tiene. Díganle ustedes que el teatro español tiene de sobra autorcillos chanflones que le abastezcan de mamarrachos; que lo que necesita es una reforma fundamental en todas sus partes; y que mientras ésta no se verifique, los buenos ingenios que tiene la nación, o no harán nada, o harán lo que únicamente baste para manifestar que saben escribir con acierto, y que no quieren escribir.

D. HERMÓGENES: Bien dice Séneca en su Epístola diez y ocho que... D. PEDRO: Séneca dice en todas sus Epístolas que usted es un pedantón

ridículo a quien yo no puedo aguantar. Adiós, señores.

ESCENA V D. ANTONIO, D. ELEUTERIO, D. HERMÓGENES, PACO

D. HERMÓGENES: Yo pedantón! (Encarándose hacia la puerta por donde se

fue D. Pedro. D. Eleuterio se pasea inquieto.) ¡Yo, que he compuesto siete prolusiones grecolatinas sobre los puntos más delicados del derecho!

D. ELEUTERIO: ¡Lo que él entenderá de comedias cuando dice que la conclusión del segundo acto es mala!

D. HERMÓGENES: Él será el pedantón. D. ELEUTERIO: ¡Hablar así de una pieza que ha de durar lo menos quince

días! Y si empieza a llover... D. HERMÓGENES Yo estoy graduado en leyes, y soy opositor a cátedras, y

soy académico, y no he querido ser dómine de Pioz. D. ANTONIO: Nadie pone duda en el mérito de usted, señor D. Hermógenes,

nadie; pero esto ya se acabó, y no es cosa de acalorarse. D. ELEUTERIO: Pues la comedia ha de gustar, mal que le pese. D. ANTONIO: Sí, señor, gustará. Voy a ver si le alcanzo y, velis nolis, he de

hacer que la vea para castigarle. D. ELEUTERIO: Buen pensamiento; sí, vaya usted. D. ANTONIO: En mi vida he visto locos más locos.

ESCENA VI D. HERMÓGENES, D. ELEUTERIO, PACO

D. ELEUTERIO: ¡Llamar detestable a la comedia! ¡Vaya, que estos hombres

gastan un lenguaje que da gozo oírle! D. HERMÓGENES: Aquila non capit muscas, Don Eleuterio. Quiero decir que

no haga usted caso. A la sombra del mérito crece la envidia. A mí me sucede lo mismo. Ya ve usted si yo sé algo...

D. ELEUTERIO: ¡Oh! D. HERMÓGENES: Digo, me parece que (sin vanidad) pocos habrá que... D. ELEUTERIO: Ninguno. Vamos, tan completo como usted, ninguno. D. HERMÓGENES: Que reúnan el ingenio a la erudición, la aplicación al

gusto, del modo que yo (sin alabarme) he llegado a reunirlos. ¿Eh? D. ELEUTERIO: Vaya, de eso no hay que hablar; es más claro que el sol que

nos alumbra. D, HERMÓGENES: Pues bien. A pesar de eso, hay quien me llama pedante, y

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casquivano, y animal cuadrúpedo. Ayer, sin ir más lejos, me lo dijeron en la Puerta del Sol delante de cuarenta o cincuenta personas.

D. ELEUTERIO: ¡ Picardía ! ¿Y usted qué hizo? D. HERMÓGENES: Lo que debe hacer un gran filósofo. Callé, tomé un polvo,

y me fui a oír una misa a la Soledad. D. ELEUTERIO: Envidia todo, envidia. ¿Vamos arriba? D. HERMÓGENES: Esto lo digo para que usted se anime, y le aseguro que los

aplausos que... Pero, dígame usted, ¿ni siquiera una onza de oro le han querido adelantar a usted a cuenta de los quince doblones de la comedia?

D. ELEUTERIO: Nada, ni un ochavo. Ya sabe usted las dificultades que ha habido para que esa gente la reciba. Por último hemos quedado en que no han de darme nada hasta ver si la pieza gusta o no.

D. HERMÓGENES: ¡Oh! ¡corvas almas! Y precisamente en la ocasión más crítica para mí. Bien dice Tito Livio que cuando...

D. ELEUTERIO: ¿Pues qué hay de nuevo? D. HERMÓGENES: Ese bruto de mi casero... El hombre más ignorante que

conozco. Por año y medio que le debo de alquileres, me pierde el respeto, me amenaza...

D. ELEUTERIO: No hay que afligirse. Mañana o esotro es regular que me den el dinero; pagaremos a ese bribón, y si tiene usted algún pico en la hostelería, también se...

D. HERMÓGENES: Sí, aun hay un piquillo. Cosa corta. D. ELEUTERIO: Pues bien. Con la impresión, lo menos ganaré cuatro mil

reales. D. HERMÓGENES: Lo menos. Se vende toda seguramente. (Vase PACO por la puerta del foro.) D. ELEUTERIO: Pues con ese dinero saldremos de apuros; se adornará el

cuarto nuevo: unas sillas, una cama y algún otro chisme. Se casa usted. Mariquita, como usted sabe, es aplicada, hacendosilla y muy mujer: ustedes estarán en mi casa continuamente. Yo iré dando las otras cuatro comedias, que pegando la de hoy, las recibirán los cómicos con palio. Pillo la moneda, las imprimo, se venden; entretanto ya tendré algunas hechas y otras en el telar: Vaya, no hay que temer. Y sobre todo, usted saldrá colocado de hoy a mañana: una intendencia, una toga, una embajada, ¿qué sé yo? Ello es que

el ministro le estima a usted. ¿No es verdad? D. HERMÓGENES: Tres visitas le hago cada día. D. ELEUTERIO: Sí, apretarle, apretarle. Subamos arriba, que las mujeres ya

estarán... D. HERMÓGENES: Diez y siete memoriales le he entregado la semana última. D. ELEUTERIO: ¿Y qué dice? D. HERMÓGENES: En uno de ellos puse por lema aquel celebérrimo dicho del

poeta: Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres.

D. ELEUTERIO: ¿Y qué dijo cuando leyó eso de las tabernas? D. HERMÓGENES: Que bien; que ya está enterado de mi solicitud. D. ELEUTERIO: Pues, no le digo a usted. Vamos, eso está conseguido. D. HERMÓGENES: Mucho lo deseo para que a este consorcio apetecido

acompañe el episodio de tener qué comer, puesto que sine Cerere et Bacho friget Venus. Y entonces. ¡Oh! entonces… Con un buen empleo y la blanca mano de Mariquita, ninguna otra cosa me queda que apetecer sino que el cielo me conceda numerosa y masculina sucesión.

(Vanse por la puerta del foro.)

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ACTO II

ESCENA PRIMERA DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, D. SERAPIO,

D. HERMÓGENES, D. ELEUTERIO

(Salen por la puerta del foro.) D. SERAPIO: El trueque de los puñales, créame usted, es de lo mejor que se ha

visto. D. ELEUTERIO: ¿Y el sueño del emperador? DOÑA AGUSTINA: ¿Y la oración que hace el visir a sus ídolos? DOÑA MARIQUITA: Pero a mí me parece que no es regular que el emperador

se durmiera, precisamente en la ocasión más... D. HERMÓGENES: Señora, el sueño es natural en el hombre, y no hay

dificultad en que un emperador se duerma, porque los vapores húmedos que suben al cerebro...

DOÑA AGUSTINA: ¿Pero usted hace caso de ella? ¡Qué tontería! Si no sabe lo que se dice. ¿Y a todo esto, qué hora tenemos?

D. SERAPIO: Serán. Deje usted. Podrán ser ahora... D. HERMÓGENES: Aquí está mi reloj, que es puntualísimo. Tres y media

cabales. DOÑA AGUSTINA: ¡Oh! pues aun tenemos tiempo. Sentémonos, una vez que

no hay gente. (Siéntanse todos, menos D. Eleuterio.) D. SERAPIO: ¿Qué gente ha de haber? Si fuera en otro cualquier día... pero

hoy todo el mundo va a la comedia. DOÑA AGUSTINA: Estará lleno, lleno. D. SERAPIO: Habrá hombre que dará esta tarde dos medallas por un asiento de

luneta. D. ELEUTERIO: Ya se ve, comedia nueva, autor nuevo y... DOÑA AGUSTINA: Y que ya la habrán leído muchísimos, y sabrán lo que es.

Vaya, no cabrá un alfiler; aunque fuera el coliseo siete veces más grande. D. SERAPIO: Hoy los Chorizos se mueren de frío y de miedo. Ayer noche

apostaba yo al marido de la graciosa seis onzas de oro a que no tienen esta tarde en su corral cien reales de entrada.

D. ELEUTERIO: ¿Conque la apuesta se hizo en efecto? ¿Eh? D. SERAPIO: No llegó el caso, porque yo no tenía en el bolsillo más que dos

reales y unos cuartos… Pero ¡cómo los hice rabiar! y qué... D. ELEUTERIO: Soy con ustedes; voy aquí a la librería, y vuelvo. DOÑA AGUSTINA: ¿A qué? D. ELEUTERIO: ¿No te lo he dicho? Si encargué que me trajesen ahí la razón

de lo que va vendido, para que... DOÑA AGUSTINA: Sí, es verdad. Vuelve presto. D. ELEUTERIO: Al instante.

ESCENA II DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, D. SERAPIO,

D. HERMÓGENES

DOÑA MARIQUITA: ¡Qué inquietud! ¡qué ir y venir! No para este hombre. DOÑA AGUSTINA: Todo se necesita, hija; y si no fuera por su buena

diligencia, y lo que él ha minado y revuelto, se hubiera quedado con su comedia escrita y su trabajo perdido.

DOÑA MARIQUITA: ¿Y quién sabe lo que sucederá todavía, hermana? Lo cierto es que yo estoy en brasas; porque, vaya, si la silban, yo no sé lo que será de mí.

D. HERMÓGENES: ¿Pero por qué la han de silbar, ignorante? ¡Qué tonta eres, y qué falta de comprensión!

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DOÑA MARIQUITA: Pues, siempre me está usted diciendo eso. (Sale Pipi por la puerta del foro con platos, botellas, etc. Lo deja todo en el mostrador, y vuelve a irse por la misma parte.) Vaya que algunas veces me... ¡Ay, D. Hermógenes! no sabe usted qué ganas tengo de ver estas cosas concluidas, y poderme ir a comerme un pedazo de pan con quietud a mi casa sin tener que sufrir sinrazones.

D. HERMÓGENES: No el pedazo de pan, sino ese hermoso pedazo de cielo, me tiene a mí impaciente hasta que se verifique el suspirado consorcio.

DOÑA MARIQUITA: ¡Suspirado, sí, suspirado! Quién le creyera a usted. D. HERMÓGENES: ¿Pues quién ama tan de veras como yo cuando ni Píramo,

ni Marco Antonio, ni los Tolomeos Egipcios, ni todos los Seleúcidas de Asiria sintieron jamás un amor comparable al mío?

DOÑA AGUSTINA: ¡Discreta hipérbole! Viva, viva. Respóndele, bruto. DOÑA MARIQUITA: ¿Qué he de responder, señora, si no le he entendido una

palabra? DOÑA AGUSTINA: ¡Me desespera! DOÑA MARIQUITA: Pues digo bien. ¿Qué sé yo quién son esas gentes de

quien está hablando? Mire usted, para decirme: Mariquita, yo estoy deseando que nos casemos. Así que su hermano de usted coja esos cuartos, verá usted como todo se dispone; porque la quiero a usted mucho, y es usted muy guapa muchacha, y tiene usted unos ojos muy peregrinos, y... ¿Qué sé yo? Así. Las cosas que dicen los hombres.

DOÑA AGUSTINA: Sí, los hombres ignorantes, que no tienen crianza ni talento, ni saben latín.

DOÑA MARIQUITA: ¡Pues, latín! Maldito sea su latín. Cuando le pregunto cualquiera friolera, casi siempre me responde en latín, y para decir que se quiere casar conmigo, me cita tantos autores... Mire usted qué entenderán los autores de eso, ni qué les importará a ellos que nosotros nos casemos o no.

DOÑA AGUSTINA: ¡Qué ignorancia! Vaya, D. Hermógenes, lo que le he dicho a usted. Es menester que usted se dedique a instruirla y descortezarla; porque, la verdad, esa estupidez me avergüenza. Yo, bien sabe Dios que no he podido más; ya se ve, ocupada continuamente en ayudar a mi marido en sus obras, en corregírselas (como usted habrá visto muchas veces), en

sugerirle ideas a fin de que salgan con la debida perfección, no he tenido tiempo para emprender su enseñanza. Por otra parte, es increíble lo que aquellas criaturas me molestan. El uno que llora, el otro que quiere mamar, el otro que rompió la taza, el otro que se cayó de la silla, me tienen continuamente afanada. Vaya, yo lo he dicho mil veces, para las mujeres instruidas es un tormento la fecundidad.

DOÑA MARIQUITA: ¡Tormento! ¡Vaya, hermana, que usted es singular en todas sus cosas ! Pues yo si me caso, bien sabe Dios que…

DOÑA AGUSTINA: Calla, majadera, que vas a decir un disparate. D. HERMÓGENES: Yo la instruiré en las ciencias abstractas; la enseñaré la

prosodia; haré que copie a ratos perdidos el Arte magna de Raimundo Lulio, y que me recite de memoria todos los martes dos o tres hojas del diccionario de Rubiños. Después aprenderá los logaritmos y algo de la estática; después...

DOÑA MARIQUITA: Después me dará un tabardillo pintado, y me llevará Dios. ¡Se habrá visto tal empeño! No, señor; si soy ignorante, buen provecho me haga. Yo sé escribir y ajustar una cuenta, sé guisar, sé planchar, sé coser, sé zurcir, sé bordar, sé cuidar de una casa; yo cuidaré de la mía, y de mi marido, y de mis hijos, y yo me los criaré. Pues, señor, ¿no sé bastante? Que por fuerza he de ser doctora y marisabidilla, y que he de hacer coplas. ¿para qué? ¿Para perder el juicio? Que permita Dios si no me parece casa de locos la nuestra, desde que mi hermano ha dado en esas manías. Siempre disputando marido y mujer sobre si la escena es larga o corta, siempre contando las letras por los dedos para saber si los versos están cabales o no, si el lance a obscuras ha de estar antes de la batalla o después del veneno, y manoseando continuamente gacetas y mercurios para buscar nombres bien extravagantes, que casi todos acaban en of y en graf, para embutir con ellos sus relaciones... Y entretanto, ni se barre el cuarto, ni la ropa se lava, ni las medias se cosen; y lo que es peor, ni se come ni se cena. ¿Qué le parece a usted que comimos el domingo pasado, D. Serapio?

D. SERAPIO: Yo, señora, ¿cómo quiere usted que...? DOÑA MARIQUITA: Pues lléveme Dios, si todo el banquete no se redujo a

libra y media de pepinos, bien amarillos y bien gordos, que compré a la puerta, y un pedazo de rosca que sobró del día anterior. Y éramos seis bocas

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a comer, que el más desganado se hubiera engullido un cabrito y media hornada sin levantarse del asiento.

DOÑA AGUSTINA: Ésta es su canción. Siempre quejándose de que no come, y trabaja mucho. Menos como yo, y más trabajo en un rato que me ponga a corregir alguna escena, o arreglar la ilusión de una catástrofe, que tú cosiendo y fregando, u ocupada en otros ministerios viles y mecánicos.

D. HERMÓGENES: Sí, Mariquita, sí; en eso tiene razón mi señora Doña Agustina. Hay gran diferencia de un trabajo a otro, y los experimentos cotidianos nos enseñan que toda mujer que es literata y sabe hacer versos, ipso facto se halla exonerada de las obligaciones domésticas. Yo lo probé en una disertación que leí a la Academia de los Cinocéfalos. Allí sostuve que los versos se confeccionan con la glándula pineal, y los calzoncillos con los tres dedos llamados pollex, index e infamis; que es decir, que para lo primero se necesita toda la argucia del ingenio, cuando para lo segundo basta sólo la costumbre de la mano. Y concluí, a satisfacción de todo mi auditorio, que es más difícil hacer un soneto que pegar un hombrillo, y que más elogio merece la mujer que sepa componer décimas y redondillas que la que sólo es buena para hacer un pisto con tomate, un ajo de pollo, o un carnero verde.

DOÑA MARIQUITA: Aún por eso en mi casa no se gastan pistos, ni carneros verdes, ni pollos, ni ajos. Ya se ve: en comiendo versos, no se necesita cocina.

D. HERMÓGENES: Bien está, sea lo que usted quiera, ídolo mío; pero si hasta ahora se ha padecido alguna estrechez (angustam pauperiem que dijo el profano), de hoy en adelante será otra cosa.

DOÑA MARIQUITA: ¿Y qué dice el profano? ¿que no silbarán esta tarde la comedia?

D. HERMÓGENES: No, señora, la aplaudirán. D. SERAPIO: Durará un mes, y los cómicos se cansarán de representarla. DOÑA MARIQUITA: No, pues no decían eso ayer los que encontramos en la

botillería. ¿Se acuerda usted, hermana? Y aquél más alto, a fe que no se mordía la lengua.

D. SERAPIO: ¿Alto? ¿uno alto, eh? Ya le conozco. (Levántase.) ¡Picarón, vicioso ! Uno de capa. que tiene un chirlo en las narices. ¡Bribón! Ése es un

oficial de guarnicionero, muy apasionado de la otra compañía. ¡Alborotador! que él fue el que tuvo la culpa de que silbaran la comedia de El monstruo más espantable del ponto de Calidonia, que la hizo un sastre, pariente de un vecino mío; pero yo le aseguro al...

DOÑA MARIQUITA: ¿Qué tonterías está usted ahí diciendo? Si no es ése de quien yo hablo.

D. SERAPIO: Sí, uno alto, mala traza, con una señal que le coge... DOÑA MARIQUITA: Si no es ése. D. SERAPIO: ¡Mayor gatallón! ¡Y qué mala vida dio a su mujer! ¡Pobrecita!

Lo mismo la trataba que a un perro. DOÑA MARIQUITA: Pero si no es ése, dale. ¿A qué viene cansarse? Éste era

un caballero muy decente, que no tiene ni capa, ni chirlo, ni se parece en nada al que usted nos pinta.

D. SERAPIO: Ya, pero voy al decir. ¡Unas ganas tengo de pillar al tal guarnicionero! No irá esta tarde al patio, que si fuera... ¡eh!... Pero el otro día, qué cosas le dijimos allí en la plazuela de San Juan. Empeñado en que la otra compañía es la mejor, y que no hay quien la tosa. ¿Y saben ustedes (Vuelve a sentarse.) por qué es todo ello? Porque los domingos por la noche se van él y otros de su pelo a casa de la Ramírez, y allí se están retozando en el recibimiento con la criada; después les saca un poco de queso, o unos pimientos en vinagre, o así; y luego se van a palmotear como desesperados a las barandillas y al degolladero. Pero no hay remedio; ya estamos prevenidos los apasionados de acá, y a la primera comedia que echen en el otro corral, zas, sin remisión, a silbidos se ha de hundir la casa. A ver...

DOÑA MARIQUITA: ¿Y si ellos nos ganasen por la mano, y hacen con la de hoy otro tanto?

DOÑA AGUSTINA: Sí, te parecerá que tu hermano es lerdo y que ha trabajado poco estos días para que no le suceda un chasco. Él se ha hecho ya amigo de los principales apasionados del otro corral; ha estado con ellos; les ha recomendado la comedia, y les ha prometido que la primera que componga será para su compañía. Además de eso, la dama de allá le quiere mucho; él va todos los días a su casa a ver si se la ofrece algo, y cualquiera cosa que allí ocurre, nadie la hace sino mi marido. D. Eleuterio, tráigame usted un par de libras de manteca. D. Eleuterio, eche usted un poco de alpiste a ese

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canario. D. Eleuterio, dé usted una vuelta por la cocina y vea usted si empieza a espumar aquel puchero; y él, ya se ve, lo hace todo con una prontitud y un agrado, que no hay más que pedir; porque en fin el que necesita, es preciso que... Y por otra parte, como él, bendito sea Dios, tiene tal gracia para cualquier cosa, y es tan servicial con todo el mundo. ¡Qué silbar! No, hija, no hay que temer; a buenas aldabas se ha agarrado él para que le silben.

D. HERMÓGENES: Y sobre todo, el sobresaliente mérito del drama bastaría a imponer taciturnidad y admiración a la turba más desenfrenada e insipiente.

DOÑA AGUSTINA: Pues ya se ve. Figúrese usted una comedia heroica como ésta, con más de nueve lances que tiene. Un desafío a caballo por el patio, tres batallas, dos tempestades, un entierro, una función de máscara, un incendio de ciudad, un puente roto, dos ejercicios de fuego y un ajusticiado; figúrese usted si esto ha de gustar precisamente.

D. SERAPIO: ¡Toma, si gustará! D. HERMÓGENES: Aturdirá. D SERAPIO: Se despoblará Madrid por ir a verla. DOÑA MARIQUITA: Y a mí me parece que unas comedias así debían

representarse en la Plaza de los Toros.

ESCENA III

D. ELEUTERIO, DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, D. SERAPIO, D. HERMÓGENES

DOÑA AGUSTINA: Y bien, ¿qué dice el librero? ¿Se despachan muchas? D. ELEUTERIO: Hasta ahora... DOÑA AGUSTINA: Deja; me parece que voy a acertar: habrá vendido...

¿Cuando se pusieron los carteles? D. ELEUTERIO: Ayer por la mañana. Tres o cuatro hice poner en cada

esquina. D. SERAPIO: Ah, y cuide usted (Levántase.) que les pongan buen engrudo,

porque si no...

D. ELEUTERIO: Sí, que no estoy en todo. Como que yo mismo le hice con esa mira, y lleva una buena parte de cola.

DOÑA AGUSTINA: El Diario y la Gaceta la han anunciado ya, ¿es verdad? D. HERMÓGENES: En términos precisos. DOÑA AGUSTINA: Pues irán vendidos... Quinientos ejemplares. D. SERAPIO: ¡Qué friolera! Y más de ochocientos también. ¿He acertado? DOÑA AGUSTINA: ¿Es verdad que pasan de ochocientos? D. ELEUTERIO: No, señor, no es verdad. La verdad es que hasta ahora, según

me acaban de decir, no se han despachado más que tres ejemplares; y esto me da malísima espina.

D. SERAPIO: ¿Tres no más? Harto poco es. DOÑA AGUSTINA: Por vida mía, que es bien poco. D. HERMÓGENES: Distingo. Poco, absolutamente hablando, niego;

respectivamente, concedo; porque nada hay que sea poco ni mucho per se, sino respectivamente. Y así, si los tres ejemplares vendidos constituyen una cantidad tercia, con relación a nueve, y bajo este respecto los dichos tres ejemplares se llaman poco, también estos mismos tres ejemplares, relativamente a uno, componen una triplicada cantidad, a la cual podemos llamar mucho, por la diferencia que va de uno a tres. De donde concluyo: que no es poco lo que se ha vendido, y que es falta de ilustración sostener lo contrario.

DOÑA AGUSTINA: Dice bien, muy bien. D. SERAPIO: ¡Qué! ¡si en poniéndose a hablar este hombre! DOÑA MARIQUITA: Pues, en poniéndose a hablar probará que lo blanco es

verde, y que dos y dos son veinte y cinco. Yo no entiendo tal modo de sacar cuentas... Pero, al cabo y al fin, las tres comedias que se han vendido hasta ahora, ¿serán más de tres?

D. ELEUTERIO: Es verdad, y en suma, todo el importe no pasará de seis reales.

DOÑA MARIQUITA: Pues, seis reales, cuando esperábamos montes de oro con la tal impresión. Ya voy yo viendo que si mi boda no se ha de hacer hasta que todos esos papelotes se despachen, me llevarán con palma a la sepultura. (Llorando.) ¡Pobrecita de mí!

D. HERMÓGENES: No así, hermosa Mariquita, desperdicie usted el tesoro de

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perlas que una y otra luz derrama. DOÑA MARIQUITA: ¡Perlas! Si yo supiera llorar perlas, no tendría mi

hermano necesidad de escribir disparates.

ESCENA IV D. ANTONIO, D. ELEUTERIO, D. HERMÓGENES, DOÑA AGUSTINA,

DOÑA MARIQUITA

D. ANTONIO: A la orden de ustedes, señores. D. ELEUTERIO: ¿Pues cómo tan presto? ¿No dijo usted que iría a ver la

comedia? D. ANTONIO: En efecto, he ido. Allí queda D. Pedro. D. ELEUTERIO: ¿Aquel caballero de tan mal humor? D. ANTONIO: El mismo. Que quieras que no, le he acomodado (Sale PACO

por la puerta del foro con un canastillo de manteles, cubiertos, etc., y lo pone sobre el mostrador.) en el palco de unos amigos. Yo creí tener luneta segura; ¡pero qué! ni luneta, ni palcos, ni tertulia, ni cubillos; no hay asiento en ninguna parte.

DOÑA AGUSTINA: Si lo dije. D. ANTONIO: Es mucha la gente que hay. D. ELEUTERIO: Pues no, no es cosa de que usted se quede sin verla. Yo tengo

palco. Véngase usted con nosotros, y todos nos acomodaremos. DOÑA AGUSTINA: Sí, puede usted venir con toda satisfacción, caballero. D. ANTONIO: Señora, doy a usted mil gracias por su atención; pero ya no es

cosa de volver allá. Cuando yo salí se empezaba la primer tonadilla, conque...

D. SERAPIO: ¿La tonadilla? DOÑA MARIQUITA: ¿Qué dice usted? (Levántanse todos.) D. ELEUTERIO: ¿La tonadilla? DOÑA AGUSTINA: ¿Pues cómo han empezado tan presto? D. ANTONIO: No, señora, han empezado a la hora regular. DOÑA AGUSTINA: No puede ser, si ahora serán...

D. HERMÓGENES: Yo lo diré. (Saca el reloj.) Las tres y media en punto. DOÑA MARIQUITA: ¡Hombre! ¿Qué tres y media? Su reloj de usted está

siempre en las tres y media. DOÑA AGUSTINA: A ver... (Toma el reloj de Don Hermógenes, le aplica al

oído, y se le vuelve.) Si está parado. D. HERMÓGENES: Es verdad. Esto consiste en que la elasticidad del muelle

espiral… DOÑA MARIQUITA: Consiste en que está parado, y nos ha hecho usted

perder la mitad de la comedia. Vamos, hermana. DOÑA AGUSTINA: Vamos. D. ELEUTERIO: ¡Cuidado que es cosa particular! La casualidad de... DOÑA MARIQUITA: Vamos pronto. ¿Y mi abanico? D. SERAPIO: Aquí está. D. ANTONIO: Llegarán ustedes al segundo acto. DOÑA MARIQUITA: Vaya, que este D. Hermógenes... DOÑA AGUSTINA: Quede usted con Dios, caballero. DOÑA MARIQUITA: Vamos aprisa. D. ANTONIO: Vayan ustedes con Dios. D. SERAPIO: A bien que cerca estamos. D. ELEUTERIO: Cierto que ha sido chasco, estarnos así fiados en... DOÑA MARIQUITA: Fiados en el maldito reloj de D. Hermógenes.

ESCENA V D. ANTONIO, PACO

D. ANTONIO: Conque estas dos son la hermana y la mujer del autor de la

comedia? PACO: Sí, señor. D. ANTONIO: ¡Qué paso llevan! Ya se ve, se fiaron del reloj de D.

Hermógenes. PACO: Pues yo no sé qué será; pero desde la ventana de arriba se ve salir

mucha gente del coliseo. D. ANTONIO: Serán los del patio, que estarán sofocados. Cuando yo me vine

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quedaban dando voces para que les abriesen las puertas. El calor es muy grande; y por otra parte, meter cuatro donde no caben más que dos es un despropósito; pero lo que importa es cobrar a la puerta, y más que revienten dentro.

ESCENA VI

D. PEDRO, D. ANTONIO, PACO D. ANTONIO: ¡Calle! ¿Ya está usted por acá? Pues, y la comedia, ¿en qué

estado queda? D. PEDRO: Hombre, no me hable usted de comedia (Siéntase.) que no he

tenido rato peor muchos meses ha. D. ANTONIO: ¿Pues qué ha sido ello? (Sentándose junto a Don Pedro.) D. PEDRO: ¿Qué ha de ser? Que he tenido que sufrir (gracias a la

recomendación de usted) casi todo el primer acto, y por añadidura, una tonadilla insípida y desvergonzada, como es costumbre. Hallé la ocasión de escapar y la aproveché.

D. ANTONIO: ¿Y qué tenemos en cuanto al merito de la pieza? D. PEDRO: Que cosa peor no se ha visto en el teatro desde que las musas de

guardilla le abastecen... Si tengo hecho propósito firme de no ir jamás a ver esas tonterías. A mí no me divierten; al contrario me llenan de, de… No, señor, menos me enfada cualquiera de nuestras comedias antiguas, por malas que sean. Están desarregladas, tienen disparates; pero aquellos disparates y aquel desarreglo son hijos del ingenio, y no de la estupidez. Tienen defectos enormes, es verdad; pero entre estos defectos se hallan cosas que, por vida mía, tal vez suspenden y conmueven al espectador, en términos de hacerle olvidar o disculpar cuantos desaciertos han precedido. Ahora, compare usted nuestros autores adocenados del día con los antiguos, y dígame si no valen más Calderón, Solís, Rojas, Moreto cuando deliran que estotros cuando quieren hablar en razón.

D. ANTONIO: La cosa es tan clara, señor D. Pedro, que no hay nada que oponer a ella; pero, dígame usted, el pueblo, el pobre pueblo, ¿sufre con paciencia ese espantable comedión?

D. PEDRO: No tanto como el autor quisiera, porque algunas veces se ha

levantado en el patio una mareta sorda que traía visos de tempestad. En fin, se acabó el acto muy oportunamente; pero no me atreveré a pronosticar el éxito de la tal pieza, porque, aunque el público está ya muy acostumbrado a oír desatinos, tan garrafales como los de hoy jamás se oyeron.

D. ANTONIO: ¿Qué dice usted? D. PEDRO: Es increíble. Allí no hay más que un hacinamiento confuso de

especies, una acción informe, lances inverosímiles, episodios inconexos, caracteres mal expresados o mal escogidos; en vez de artificio, embrollo; en vez de situaciones cómicas, mamarrachadas de linterna mágica. No hay conocimiento de historia, ni de costumbres; no hay objeto moral, no hay lenguaje, ni estilo, ni versificación, ni gusto, ni sentido común. En suma, es tan mala y peor que las otras con que nos regalan todos los días.

D. ANTONIO: Y no hay que esperar nada mejor. Mientras el teatro siga en el abandono en que hoy está, en vez de ser el espejo de la virtud y el templo del buen gusto, será la escuela del error, y el almacén de las extravagancias.

D. PEDRO: ¡Pero no es fatalidad que, después de tanto como se ha escrito por los hombres más doctos de la nación sobre la necesidad de su reforma, se han de ver todavía en nuestra escena espectáculos tan infelices! ¿Qué pensarán de nuestra cultura los extranjeros que vean la comedia de esta tarde? ¿Qué dirán cuando lean las que se imprimen continuamente?

D. ANTONIO: Digan lo que quieran, amigo D. Pedro, ni usted ni yo podemos remediarlo. ¿Y qué haremos? reír o rabiar: no hay otra alternativa... Pues yo, más quiero reír que impacientarme.

D. PEDRO: Yo no, porque tengo serenidad para eso. Los progresos de la literatura, señor D. Antonio, interesan mucho al poder, a la gloria y a la conservación de los imperios; el teatro influye inmediatamente en la cultura nacional; el nuestro está perdido, y yo soy muy español.

D. ANTONIO: Con todo, cuando se ve que... Pero ¿qué novedad es ésta?

ESCENA VII D. SERAPIO, D. HERMÓGENES, D. PEDRO, D. ANTONIO, PACO

D. SERAPIO: PACO muchacho. Corriendo, por Dios, un poco de agua.

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D. ANTONIO: ¿Qué ha sucedido? (Se levantan D. Antonio y D. Pedro.) D. SERAPIO: No te pares en enjuagatorios. Aprisa. PACO: Voy, voy allá. D. SERAPIO: Despáchate. PACO: ¡Por vida del hombre! (PACO va detrás de D. Serapio con un vaso de

agua. D. Hermógenes, que sale apresurado, tropieza con él, y deja caer el vaso y el plato.) ¿Por qué no mira usted?

D. HERMÓGENES: ¿No hay alguno de ustedes que tenga por ahí un poco de agua de melisa, elixir, extracto, aroma, álcali volátil, éter vitriólico, o cualquiera quintaesencia antiespasmódica, para entonar el sistema nervioso de una dama exánime?

D. ANTONIO: Yo no, no traigo. D. PEDRO: ¿Pero qué ha sido? ¿Es accidente?

ESCENA VIII DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, D. ELEUTERIO, D. HERMÓGENES, D. SERAPIO, D. PEDRO, D. ANTONIO, PACO

D. ELEUTERIO: Sí, es mucho mejor hacer lo que dice D. Serapio. (Doña Agustina muy acongojada, sostenida por D. Eleuterio y D. Serapio.

La hacen que se siente. PACO trae otro vaso de agua, y ella bebe un poco.) D. SERAPIO: Pues, ya se ve. Anda, PACO, en tu cama podrá descansar esta

señora... PACO: ¡Qué! si está en un camarachón que... D. ELEUTERIO: No importa. PACO: ¡La cama! la cama es un jergón de arpillera y... D. SERAPIO: ¿Qué quiere decir eso? D. ELEUTERIO: No importa nada. Allí estará un rato, y veremos si es cosa de

llamar a un sangrador. PACO: Yo, bien. Si ustedes... DOÑA AGUSTINA: No, no es menester. DOÑA MARIQUITA: ¿Se siente usted mejor, hermana?

D. ELEUTERIO: ¿Te vas aliviando? DOÑA AGUSTINA: Alguna cosa. D. SERAPIO: ¡Ya se ve! el lance no era para menos. D. ANTONIO: ¿Pero se podrá saber qué especie de insulto ha sido éste ? D. ELEUTERIO: ¿Qué ha de ser, señor, qué ha de ser? Que hay gente

envidiosa y mal intencionada que… ¡Vaya! No me hable usted de eso, porque... ¡Picarones! ¿Cuándo han visto ellos comedia mejor?

D. PEDRO: No acabo de comprender. DOÑA MARIQUITA: Señor, la cosa es bien sencilla. El señor es hermano mío,

marido de esta señora, y autor de esa maldita comedia que han echado hoy. Hemos ido a verla; cuando llegamos estaban ya en el segundo acto. Allí había una tempestad, y luego un consejo de guerra, y luego un baile, y después un entierro... En fin, ello es que al cabo de esta tremolina, salía la dama con un chiquillo de la mano, y ella y el chico rabiaban de hambre; el muchacho decía: “Madre, déme usted pan”, y la madre invocaba a Demogorgón y al Cancerbero. Al llegar nosotros se empezaba este lance de madre e hijo… El patio estaba tremendo. ¡Qué oleadas! ¡qué toser! ¡qué estornudos! ¡qué bostezar! ¡qué ruido confuso por todas partes!… Pues, señor, como digo: salió la dama, y apenas hubo dicho que no había comido en seis días, y apenas el chico empezó a pedirla pan, y ella a decirle que no le tenía, cuando para servir a ustedes, la gente (que a la cuenta estaba ya hostigada de la tempestad, del consejo de guerra, del baile y del entierro) comenzó de nuevo a alborotarse. El ruido se aumenta; suenan bramidos por un lado y por otro, y empieza tal descarga de palmadas huecas y tal golpeo en los bancos y barandillas, que no parecía sino que toda la casa se venía al suelo. Corrieron el telón, abrieron las puertas, salió renegando toda la gente, a mi hermana se la oprimió el corazón, de manera que... En fin, ya está mejor, que es lo principal. Aquello no ha sido ni oído ni visto; en un instante entrar en el palco y suceder lo que acabo de contar, todo ha sido a un tiempo. ¡Válgame Dios! ¡en lo que han venido a parar tantos proyectos! Bien decía yo que era imposible que...

(Siéntase junto a Doña Agustina.) D. ELEUTERIO: ¡Y que no ha de haber justicia para esto! D. Hermógenes,

amigo D. Hermógenes, usted bien sabe lo que es la pieza; informe usted a

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estos señores... Tome usted: (Saca la comedia, y se la da a D. Hermógenes.) léales usted todo el segundo acto, y que me digan si una mujer que no ha comido en seis días tiene razón de morirse, y si es mal parecido que un chico de cuatro años pida pan a su madre. Lea usted, lea usted, y que me digan si hay conciencia ni ley de Dios para haberme asesinado de esta manera.

D. HERMÓGENES: Yo, por ahora, amigo D. Eleuterio, no puedo encargarme de la lectura del drama. (Deja la comedia sobre una mesa. PACO la toma, se sienta en una silla distante y lee.) Estoy de prisa. Nos veremos otro día, y...

D. ELEUTERIO: ¿Se va usted? DOÑA MARIQUITA: ¿Nos deja usted así? D. HERMÓGENES: Si en algo pudiera contribuir con mi presencia al alivio de

ustedes, no me movería de aquí; pero... DOÑA MARIQUITA: No se vaya usted. D. HERMÓGENES: Me es muy doloroso asistir a tan acerbo espectáculo;

tengo que hacer. En cuanto a la comedia, nada hay que decir; murió, y es imposible que resucite, bien que ahora estoy escribiendo una apología del teatro y la citaré con elogio. Diré que hay otras peores; diré que si no guarda reglas ni conexión, consiste en que el autor era un grande hombre; callaré sus defectos...

D. ELEUTERIO: ¿ Qué defectos ? D. HERMÓGENES: Algunos que tiene. D. PEDRO: Pues no decía usted eso poco tiempo ha. D. HERMÓGENES: Fue para animarle. D. PEDRO: Y para engañarle y perderle. Si usted conocía que era mala, ¿por

qué no se lo dijo? ¿Por qué, en vez de aconsejarle que desistiera de escribir chapucerías, ponderaba usted el ingenio del autor, y le persuadía que era excelente una obra tan ridícula y despreciable?

D. HERMÓGENES: Porque el señor carece de criterio y sindéresis para comprender la solidez de mis raciocinios, si por ellos intentara persuadirle que la comedia es mala.

DOÑA AGUSTINA: ¿Conque es mala? D. HERMÓGENES: Malísima.

D. ELEUTERIO: ¿Qué dice usted? DOÑA AGUSTINA: Usted se chancea, D. Hermógenes; no puede ser otra

cosa. D. PEDRO: No, señora, no se chancea; en eso dice la verdad. La comedia es

detestable. DOÑA AGUSTINA: Poco a poco con eso, caballero, que una cosa es que el

señor lo diga por gana de fiesta, y otra que usted nos lo venga a repetir de ese modo. Usted será de los eruditos que de todo blasfeman, y nada les parece bien sino lo que ellos hacen; pero...

D. PEDRO Si usted es marido de esa (A D. Eleuterio.) señora, hágala usted callar; porque aunque no puede ofenderme cuanto diga, es cosa ridícula que se meta a hablar de lo que no entiende.

DOÑA AGUSTINA: ¿No entiendo? ¿Quién le ha dicho a usted que...? D. ELEUTERIO: Por Dios, Agustina, no te desazones. Ya ves (se levanta

colérica, y D. Eleuterio la hace sentar.) cómo estás... ¡Válgame Dios, señor! Pero, amigo (A D. Hermógenes), no sé qué pensar de usted.

D. HERMÓGENES: Piense usted lo que quiera. Yo pienso de su obra lo que ha pensado el público; pero soy su amigo de usted, y aunque vaticiné el éxito infausto que ha tenido, no quise anticiparle una pesadumbre, porque como dice Platón, y el Abate Lampillas...

D. ELEUTERIO: Digan lo que quieran. Lo que yo digo es que usted me ha engañado como un chino. Si yo me aconsejaba con usted, si usted ha visto la obra lance por lance y verso por verso, si usted me ha exhortado a concluir las otras que tengo manuscritas, si usted me ha llenado de elogios y de esperanzas; si me ha hecho usted creer que yo era un grande hombre, ¿cómo me dice usted ahora eso? ¿Cómo ha tenido usted corazón para exponerme a los silbidos, al palmoteo, y a la zumba de esta tarde?

D. HERMÓGENES: Usted es pacato y pusilánime en demasía... ¿Por qué no le anima a usted el ejemplo? ¿No ve usted esos autores que componen para el teatro, con cuánta imperturbabilidad toleran los vaivenes de la fortuna? Escriben, los silban, y vuelven a escribir, vuelven a silbarlos, y vuelven a escribir... ¡Oh, almas grandes, para quienes los chiflidos son arrullos y las maldiciones alabanzas !

DOÑA MARIQUITA: ¿Y qué quiere usted (Levántase.) decir con eso? Ya no

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tengo paciencia para callar más. ¿Qué quiere usted decir? ¿Que mi pobre hermano vuelva otra vez...?

D. HERMÓGENES: Lo que quiero decir es que estoy de prisa y me voy. DOÑA AGUSTINA: Vaya usted con Dios, y haga usted cuenta que no nos ha

conocido. ¡Picardía! No sé como (Se levanta muy enojada, encaminándose hacia D. Hermógenes, que se va retirando de ella.) no me tiro a él... Váyase usted.

D. HERMÓGENES: ¡Gente ignorante! DOÑA AGUSTINA: Váyase usted. D. ELEUTERIO: ¡Picarón! D. HERMÓGENES: ¡Canalla infeliz !

ESCENA IX D. ELEUTERIO, D. SERAPIO, D. ANTONIO, D. PEDRO, DOÑA

AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, PACO

D. ELEUTERIO: ¡Ingrato! ¡embustero! Después (Se sienta con ademanes de abatimiento.) de lo que hemos hecho por él.

DOÑA MARIQUITA: Ya ve usted, hermana, lo que ha venido a resultar. Si lo dije, si me lo daba el corazón... Mire usted qué hombre: después de haberme traído en palabras tanto tiempo, y lo que es peor, haber perdido por él la conveniencia de casarme con el boticario, que a lo menos es hombre de bien, y no sabe latín, ni se mete en citar autores como ese bribón... ¡Pobre de mí! con diez y seis años que tengo, y todavía estoy sin colocar, por el maldito empeño de ustedes de que me había de casar con un erudito que supiera mucho... Mire usted lo que sabe el renegado (Dios me perdone): quitarme mi acomodo, engañar a mi hermano, perderle, y hartarnos de pesadumbres.

D. ANTONIO: No se desconsuele usted, señorita, que todo se compondrá. Usted tiene mérito, y no la faltarán proporciones mucho mejores que las que ha perdido.

DOÑA AGUSTINA: Es menester que tengas un poco de paciencia, Mariquita. D. ELEUTERIO: La paciencia (Se levanta con viveza.) la necesito yo, que

estoy desesperado de ver lo que me sucede. DOÑA AGUSTINA: Pero, hombre, ¿qué no has de reflexionar…? D. ELEUTERIO: Calla, mujer; calla por Dios, que tú también... D. SERAPIO: No señor, el mal ha estado en que nosotros no lo advertimos con

tiempo... Pero yo le aseguro al guarnicionero y a sus camaradas que si llegamos a pillarlos, solfeo de mojicones como el que han de llevar no le... La comedia es buena, señor, créame usted a mí; la comedia es buena. Ahí no ha habido más sino que los de allá se han unido y...

D. ELEUTERIO: Yo ya estoy en que la comedia no es tan mala, y que hay muchos partidos; pero lo que a mí...

D. PEDRO: ¿Todavía está usted en esa equivocación? D. ANTONIO: (Aparte, a D. Pedro. Déjele usted.) D. PEDRO: No quiero dejarle; me da compasión… Y sobre todo, es demasiada

necedad después de lo que ha sucedido, que todavía esté creyendo el señor que su obra es buena. ¿Por qué ha de serlo? ¿Qué motivos tiene usted para acertar? ¿Qué ha estudiado usted? ¿Quién le ha enseñado el arte? ¿Qué modelos se ha propuesto usted para la imitación? ¿No ve usted que en todas las facultades hay un método de enseñanza y unas reglas que seguir y observar; que a ellas debe acompañar una aplicación constante y laboriosa, y que sin estas circunstancias, unidas al talento, nunca se formarán grandes profesores, porque nadie sabe sin aprender? ¿Pues por dónde usted, que carece de tales requisitos, presume que habrá podido hacer algo bueno? ¿Qué? ¿No hay más sino meterse a escribir, a salga lo que salga, y en ocho días zurcir un embrollo, ponerle en malos versos, darle al teatro, y ya soy autor? ¿Qué, no hay más que escribir comedias? Si han de ser como la de usted o como las demás que se la parecen, poco talento, poco estudio y poco tiempo son necesarios; pero si han de ser buenas (créame usted) se necesita toda la vida de un hombre, un ingenio muy sobresaliente. un estudio infatigable, observación continua, sensibilidad, juicio exquisito, y todavía no hay seguridad de llegar a la perfección.

D. ELEUTERIO: Bien está señor. Será todo lo que usted dice, pero ahora no se trata de eso. Si me desespero y me confundo, es por ver que todo se me descompone, que he perdido mi tiempo, que la comedia no me vale un cuarto, que he gastado en la impresión lo que no tenía…

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ESP 3932. TEXTOS 50

D. ANTONIO: No, la impresión con el tiempo se venderá. D. PEDRO: No se venderá, no señor. El público no compra en la librería las

piezas que silba en el teatro. No se venderá. D. ELEUTERIO: Pues, vea usted, no se venderá, y pierdo ese dinero, y por otra

parte… ¡Válgame Dios! Yo, señor, seré lo que ustedes quieran: seré mal poeta, seré un zopenco; pero soy hombre de bien. Ese picarón de D. Hermógenes me ha estafado cuanto tenía para pagar sus trampas y sus embrollos, me ha metido en nuevos gastos, y me deja imposibilitado de cumplir, como es regular, con los muchos acreedores que tengo.

D. PEDRO: Pero ahí no hay más que hacerles una obligación de irlos pagando poco a poco, según el empleo o facultad que usted tenga, y arreglándose a una buena economía.

DOÑA AGUSTINA: ¡Qué empleo ni qué facultad, señor! Si el pobrecito no tiene ninguna.

D. PEDRO: ¿Ninguna? D. ELEUTERIO: No, señor. Yo estuve en esa lotería de ahí arriba; después me

puse a servir a un caballero indiano, pero se murió, lo dejé todo, y me metí a escribir comedias, porque ese D. Hermógenes me engatusó y...

DOÑA MARIQUITA: ¡Maldito sea él! D. ELEUTERIO: Y si fuera decir estoy solo, anda con Dios; pero casado, y con

una hermana, y con aquellas criaturas... D. ANTONIO: ¿Cuántas tiene usted? D. ELEUTERIO: Cuatro, señor, que el mayorcito no pasa de cinco años. D. PEDRO: ¡Hijos tiene! (Aparte, con ternura. ¡Qué lástima!) D. ELEUTERIO: Pues si no fuera por eso... D. PEDRO: (Aparte. ¡Infeliz!) Yo, amigo, ignoraba que del éxito de la obra de

usted pendiera la suerte de esa pobre familia. Yo también he tenido hijos. Ya no los tengo; pero sé lo que es el corazón de un padre. Dígame usted: ¿sabe usted contar? ¿Escribe usted bien?

D. ELEUTERIO: Si, señor, lo que es así cosa de cuentas, me parece que sé bastante. En casa de mi amo... Porque yo, señor, he sido paje... Allí, como digo, no había más mayordomo que yo. Yo era el que gobernaba la casa, como, ya se ve, estos señores no entienden de eso. Y siempre me porté como todo el mundo sabe. Eso sí, lo que es honradez y… ¡ vaya ! Ninguno

ha tenido que… D. PEDRO: Lo creo muy bien. D. ELEUTERIO: En cuanto a escribir, yo aprendí en los Escolapios, y luego

me he soltado bastante, y sé alguna cosa de ortografía... Aquí tengo... Vea usted... (Saca un papel y se le da a D. Pedro.) Ello está escrito algo de prisa, porque ésta es una tonadilla que se había de cantar mañana… ¡Ay, Dios mío!

D. PEDRO: Me gusta la letra, me gusta. D. ELEUTERIO Si, señor, tiene su introduccioncita, luego entran las coplillas

satíricas con su estribillo, y concluye con las... D. PEDRO: No hablo de eso, hombre, no hablo de eso. Quiero decir que la

forma de la letra es muy buena. La tonadilla, ya se conoce que es prima hermana de la comedia.

D. ELEUTERIO: Ya. D. PEDRO: Es menester que se deje usted de esas tonterías. (Volviéndole el

papel.) D. ELEUTERIO: Ya lo veo, señor; pero si parece que el enemigo... D. PEDRO: Es menester olvidar absolutamente esos devaneos; ésta es una

condición que exijo de usted. Yo soy rico, muy rico, y no acompaño con lágrimas estériles las desgracias de mis semejantes. La mala fortuna a que le han reducido a usted sus desvaríos necesita, más que consuelos y reflexiones, socorros efectivos y prontos. Mañana quedarán pagadas por mí todas las deudas que usted tenga.

D, ELEUTERIO: ¿Señor, qué dice usted? DOÑA AGUSTINA: ¿De veras, señor? ¡Válgame Dios! DOÑA MARIQUITA: ¿De veras? D. PEDRO: Quiero hacer más. Yo tengo bastantes haciendas cerca de Madrid;

acabo de colocar a un mozo de mérito que entendía en el gobierno de ellas. Usted si quiere podrá irse instruyendo al lado de mi mayordomo, que es hombre honradísimo, y desde luego puede usted contar con una fortuna proporcionada a sus necesidades. Esta señora deberá contribuir, por su parte, a hacer feliz el nuevo destino que a usted le propongo. Si cuida de su casa, si cría bien a sus hijos, si desempeña como debe los oficios de esposa y madre, conocerá que sabe cuanto hay que saber, y cuanto conviene a una

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mujer de su estado y sus obligaciones. Usted, señorita, no ha perdido nada en no casarse con el pedantón de D. Hermógenes; porque según se ha visto, es un malvado que la hubiera hecho infeliz; y si usted disimula un poco las ganas que tiene de casarse no dudo que hallará muy presto un hombre de bien que la quiera. En una palabra, yo haré en favor de ustedes todo el bien que pueda; no hay que dudarlo. Además, yo tengo muy buenos amigos en la corte y... Créanme ustedes, soy algo áspero en mi carácter, pero tengo el corazón muy compasivo.

DOÑA MARIQUITA: ¡Qué bondad! (D. Eleuterio, su mujer y su hermana quieren arrodillarse a los pies de D.

Pedro; él lo estorba, y los abraza cariñosamente.) D. ELEUTERIO: ¡Qué generoso! D. PEDRO: Esto es ser justo. El que socorre la pobreza, evitando a un infeliz la

desesperación y los delitos, cumple con su obligación; no hace más. D. ELEUTERIO: Yo no sé cómo he de pagar a usted tantos beneficios. D. PEDRO: Si usted me los agradece, ya me los paga. D. ELEUTERIO: Perdone usted, señor, las locuras que he dicho y el mal

modo... DOÑA AGUSTINA: Hemos sido muy imprudentes. D. PEDRO: No hablemos de eso. D. ANTONIO: ¡Ah, D. Pedro! ¡qué lección me ha dado usted esta tarde! D. PEDRO: Usted se burla. Cualquiera hubiera hecho lo mismo en iguales

circunstancias. D. ANTONIO: Su carácter de usted me confunde. D. PEDRO: ¡Eh! los genios serán diferentes, pero somos muy amigos. ¿No es

verdad? D. ANTONIO: ¿Quién no querrá ser amigo de usted? Vaya, vaya, yo estoy loco

de contento. D. PEDRO: Más lo estoy yo; porque no hay placer comparable al que resulta de

una acción virtuosa. Recoja usted esa comedia (Al ver la comedia que está leyendo PACO.), no se quede por ahí perdida y sirva de pasatiempo a la gente burlona que llegue a verla.

D. ELEUTERIO: ¡Mal haya la comedia (Arrebata la comedia de manos de Pipi, y la hace pedazos.), amén, y mi docilidad y mi tontería! Mañana, así

que amanezca, hago una hoguera con todo cuanto tengo, impreso y manuscrito, y no ha de quedar en mi casa un verso.

DOÑA MARIQUITA: Yo encenderé la pajuela. DOÑA AGUSTINA: Y yo aventaré las cenizas. D. PEDRO: Así debe ser. Usted, amigo, ha vivido engañado; su amor propio, la

necesidad, el ejemplo y la falta de instrucción, le han hecho escribir disparates. El público le ha dado a usted una lección muy dura, pero muy útil, puesto que por ella se reconoce y se enmienda. Ojalá los que hoy tiranizan y corrompen el teatro por el maldito furor de ser autores, ya que desatinan como usted, le imitaran en desengañarse.

FIN

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JUAN VALERA

PEPITA JIMÉNEZ

(1874)

NESCI LABI VIRTUS.

El señor Deán de la catedral de..., muerto pocos años ha, dejó entre sus papeles un legajo que, rodando de unas manos en otras, ha venido a dar en las mías, sin que, por extraña fortuna, se haya perdido uno solo de los documentos de que constaba. El rótulo del legajo es la sentencia latina que me sirve de epígrafe, sin el nombre de mujer que yo le doy por título ahora; y tal vez este rótulo haya contribuido a que los papeles se conserven; pues creyéndolos cosa de sermón o de teología, nadie se movió antes que yo a desatar el balduque ni a leer una sola página. Contiene el legajo tres partes. La primera dice: Cartas de mi sobrino; la segunda, Paralipómenos, y la tercera, Epílogo.—Cartas de mi hermano. Todo ello está escrito de una misma letra, que se puede inferir fuese la del señor Deán. Y como el conjunto forma algo a modo de novela, si bien con poco o ningún enredo, yo imaginé en un principio que tal vez el señor Deán quiso ejercitar su ingenio componiéndola en algunos ratos de ocio; pero, mirando el asunto con más detención y notando la natural sencillez del estilo, me inclino a creer ahora que no hay tal novela, sino que las cartas son copia de verdaderas cartas, que el señor Deán rasgó, quemó o devolvió a sus dueños, y que la parte narrativa, designada con el título bíblico de Paralipómenos, es la sola obra del señor Deán, a fin de completar el cuadro con sucesos que las cartas no refieren. De cualquier modo que sea, confieso que no me ha cansado, antes bien me ha interesado la lectura de estos papeles; y como en el día se publica todo, he decidido publicarlos también, sin más averiguaciones, mudando sólo los nombres propios, para que, si viven los que con ellos se designan, no se vean en novelas sin quererlo ni permitirlo. Las cartas que la primera parte contiene parecen escritas por un joven de

pocos años, con algún conocimiento teórico, pero con ninguna práctica de las cosas del mundo, educado al lado del señor Deán, su tío, y en el Seminario, y con gran fervor religioso y empeño decidido de ser sacerdote. A este joven llamaremos don Luis de Vargas. El mencionado manuscrito, fielmente trasladado a la estampa, es como sigue:

I

CARTAS DE MI SOBRlNO

22 de marzo. Querido tío y venerado maestro: Hace cuatro días que llegué con toda felicidad a este lugar de mi nacimiento, donde he hallado bien de salud a mi padre, al señor Vicario y a los amigos y parientes. El contento de verlos y de hablar con ellos, después de tantos años de ausencia, me ha embargado el ánimo y me ha robado el tiempo, de suerte que hasta ahora no he podido escribir a usted. Usted me lo perdonará. Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria. Todo me parece más chico, mucho más chico, pero también más bonito que el recuerdo que tenía. La casa de mi padre, que en mi imaginación era inmensa, es sin duda una gran casa de un rico labrador, pero más pequeña que el Seminario. Lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre todo, son deliciosas. ¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están cubiertas de hierbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman los vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva. Es portentosa la multitud de pajarillos que alegran estos campos y alamedas. Yo estoy encantado con las huertas, y todas las tardes me paseo por ellas un

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par de horas. Mi padre quiere llevarme a ver sus olivares, sus viñas, sus cortijos; pero nada de esto hemos visto aún. No he salido del lugar y de las amenas huertas que le circundan. Es verdad que no me dejan parar con tanta visita. Hasta cinco mujeres han venido a verme, que todas han sido mis amas y me han abrazado y besado. Todos me llaman Luisito o el niño de don Pedro, aunque tengo ya veintidós años cumplidos. Todos preguntan a mi padre por el niño cuando no estoy presente. Se me figura que son inútiles los libros que he traído para leer, pues ni un instante me dejan solo. La dignidad de cacique, que yo creía cosa de broma, es cosa harto seria. Mi padre es el cacique del lugar. Apenas hay aquí quien acierte a comprender lo que llaman mi manía de hacerme clérigo, y esta buena gente me dice, con un candor selvático, que debo ahorcar los hábitos, que el ser clérigo está bien para los pobretones; pero que yo, que soy un rico heredero, debo casarme y consolar la vejez de mi padre, dándole media docena de hermosos y robustos nietos. Para adularme y adular a mi padre, dicen hombres y mujeres que soy un real mozo, muy salado, que tengo mucho ángel, que mis ojos son muy pícaros y otras sandeces que me afligen, disgustan y avergüenzan, a pesar de que no soy tímido y conozco las miserias y locuras de esta vida, para no escandalizarme ni asustarme de nada. El único defecto que hallan en mí es el de que estoy muy delgadito a fuerza de estudiar. Para que engorde se proponen no dejarme estudiar ni leer un papel mientras aquí permanezca, y además hacerme comer cuantos primores de cocina y de repostería se confeccionan en el lugar. Está visto: quieren cebarme. No hay familia conocida que no me haya enviado algún obsequio. Ya me envían una torta de bizcocho, ya un cuajado, ya una pirámide de piñonate, ya un tarro de almíbar. Los obsequios que me hacen no son sólo estos presentes enviados a casa, sino que también me han convidado a comer tres o cuatro personas de las más importantes del lugar.

Mañana como en casa de la famosa Pepita Jiménez, de quien usted habrá oído hablar, sin duda alguna. Nadie ignora aquí que mi padre la pretende. Mi padre, a pesar de sus cincuenta y cinco años, está tan bien, que puede poner envidia a los más gallardos mozos del lugar. Tiene además el atractivo poderoso, irresistible para algunas mujeres, de sus pasadas conquistas, de su celebridad, de haber sido una especie de Don Juan Tenorio. No conozco aún a Pepita Jiménez. Todos dicen que es muy linda. Yo sospecho que será una beldad lugareña y algo rústica. Por lo que de ella se cuenta, no acierto a decir si es buena o mala moralmente, pero sí que es de gran despejo natural. Pepita tendrá veinte años; es viuda; sólo tres años estuvo casada. Era hija de doña Francisca Gálvez, viuda, como usted sabe, de un capitán retirado,

Que le dejó a su muerte sólo su honrosa espada por herencia,

según dice el poeta. Hasta la edad de dieciséis años vivió Pepita con su madre en la mayor estrechez, casi en la miseria. Tenía un tío llamado don Gumersindo, poseedor de un mezquinísimo mayorazgo, de aquellos que en tiempos antiguos una vanidad absurda fundaba. Cualquiera persona regular hubiera vivido con las rentas de este mayorazgo en continuos apuros, llena tal vez de trampas, y sin acertar a darse el lustre y decoro propios de su clase; pero don Gumersindo era un ser extraordinario, el genio de la economía. No se podía decir que crease riqueza; pero tenía una extraordinaria facultad de absorción con respecto a la de los otros, y en punto a consumirla, será difícil hallar sobre la tierra persona alguna en cuyo mantenimiento, conservación y bienestar hayan tenido menos que afanarse la madre naturaleza y la industria humana. No se sabe cómo vivió; pero el caso es que vivió hasta la edad de ochenta años, ahorrando sus rentas íntegras y haciendo crecer su capital por medio de préstamos muy sobre seguro. Nadie por aquí le critica de usurero, antes bien le califican de caritativo, porque siendo moderado en todo, hasta en la usura lo era, y no solía llevar más de un 10 por 100 al año, mientras que en toda esta comarca llevan un 20 y hasta un 30 por 100, y aun parece poco.

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ESP 3932. TEXTOS 54

Con este arreglo, con esta industria y con el ánimo consagrado siempre a aumentar y a no disminuir sus bienes, sin permitirse el lujo de casarse, ni de tener hijos, ni de fumar siquiera, llegó don Gumersindo a la edad que he dicho, siendo poseedor de un capital importante sin duda en cualquier punto, y aquí considerado enorme, merced a la pobreza de estos lugareños y a la natural exageración andaluza. Don Gumersindo, muy aseado y cuidadoso de su persona, era un viejo que no inspiraba repugnancia. Las prendas de su sencillo vestuario estaban algo raídas, para sin una mancha y saltando de limpias, aunque de tiempo inmemorial se le conocía la misma capa, el mismo chaquetón y los mismos pantalones y chaleco. A veces se interrogaban en balde las gentes unas a otras a ver si alguien le había visto estrenar una prenda. Con todos estos defectos, que aquí y en otras partes muchos consideran virtudes, aunque virtudes exageradas, don Gumersindo tenía excelentes cualidades: era afable, servicial, compasivo, y se desvivía por complacer y ser útil a todo el mundo, aunque le costase trabajos, desvelos y fatigas, con tal que no le costase un real. Alegre y amigo de chanzas y de burlas, se hallaba en todas las reuniones y fiestas, cuando no eran a escote, y las regocijaba con la amenidad de su trato y con su discreta, aunque poco ática, conversación. Nunca había tenido inclinación alguna amorosa a una mujer determinada; pero inocentemente, sin malicia, gustaba de todas, y era el viejo más amigo de requebrar a las muchachas y que más las hiciese reír que había en diez leguas a la redonda. Ya he dicho que era tío de la Pepita. Cuando frisaba en los ochenta años, iba ella a cumplir los dieciséis. Él era poderoso; ella pobre y desvalida. La madre de ella era una mujer vulgar, de cortas luces y de instintos groseros. Adoraba a su hija, pero continuamente y con honda amargura se lamentaba de los sacrificios que por ella hacía, de las privaciones que sufría y de la desconsolada vejez y triste muerte que iba a tener en medio de tanta pobreza. Tenía, además, un hijo mayor que Pepita, que había sido gran calavera en el lugar, jugador y pendenciero, y a quien después de muchos disgustos había logrado colocar en La Habana en un empleíllo de mala muerte, viéndose así libre de él y con el charco de por medio. Sin embargo, a los pocos años de

estar en La Habana el muchacho, su mala conducta hizo que le dejaran cesante, y asaeteaba con cartas a su madre pidiéndole dinero. La madre, que apenas tenía para sí y para Pepita, se desesperaba, rabiaba, maldecía de sí y de su destino con paciencia poco evangélica, y cifraba toda su esperanza en una buena colocación para su hija que la sacase de apuros. En tan angustiosa situación empezó don Gumersindo a frecuentar la casa de Pepita y de su madre y a requebrar a Pepita con más ahínco y persistencia que solía requebrar a otras. Era, con todo, tan inverosímil y tan desatinado el suponer que un hombre que había pasado ochenta años sin querer casarse pensase en tal locura cuando ya tenía un pie en el sepulcro, que ni la madre de Pepita, ni Pepita mucho menos, sospecharon jamás los en verdad atrevidos pensamientos de don Gumersindo. Así es, que un día ambas se quedaron atónitas y pasmadas cuando, después de varios requiebros, entre burlas y veras, don Gumersindo soltó con la mayor formalidad, y a boca de jarro, la siguiente categórica pregunta: —Muchacha, ¿quieres casarte conmigo? Pepita, aunque la pregunta venía después de mucha broma y pudiera tomarse por broma, y aunque inexperta de las cosas del mundo, por cierto instinto adivinatorio que hay en las mujeres, y sobre todo en las mozas, por cándidas que sean, conoció que aquello iba por lo serio, se puso colorada como una guinda y no contestó nada. La madre contestó por ella. —Niña, no seas mal criada; contesta a tu tío lo que debes contestar: Tío, con mucho gusto; cuando usted quiera. Este Tío, con mucho gusto; cuando usted quiera, entonces y varias veces después, dicen que salió casi mecánicamente de entre los trémulos labios de Pepita, cediendo a las amonestaciones, a los discursos, a las quejas, y hasta al mandato imperioso de su madre. Veo que me extiendo demasiado en hablar a usted de esta Pepita Jiménez y de su historia; pero me interesa, y supongo que debe interesarle, pues si es cierto lo que aquí aseguran, va a ser cuñada de usted y madrastra mía. Procuraré, sin embargo, no detenerme en pormenores, y referir, en resumen, cosas que acaso usted ya sepa, aunque hace tiempo que falta de aquí. Pepita Jiménez se casó con don Gumersindo. La envidia se desencadenó contra ella en los días que precedieron a la boda,

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y algunos meses después. En efecto, el valor moral de este matrimonio es harto discutible; mas para la muchacha, si se atiende a los ruegos de su madre, a sus quejas, hasta a su mandato; si se atiende a que ella creía por este medio proporcionar a su madre una vejez descansada y libertar a su hermano de la deshonra y de la infamia, siendo su ángel tutelar y su providencia, fuerza es confesar que merece atenuación la censura. Por otra parte, ¿cómo penetrar en lo íntimo del corazón, en el secreto escondido de la mente juvenil de una doncella, criada tal vez con recogimiento exquisito e ignorante de todo, y saber qué idea podía ella formarse del matrimonio? Tal vez entendió que casarse con aquel viejo era consagrar su vida a cuidarle, a ser su enfermera, a dulcificar los últimos años de su vida, a no dejarle en soledad y abandono, cercado sólo de achaques y asistido por manos mercenarias, y a iluminar y dorar, por último, sus postrimerías con el rayo esplendente y suave de su hermosura y de su juventud, como ángel que toma forma humana. Si algo de esto o todo esto pensó la muchacha, y en su inocencia no penetró en otros misterios, salva queda la bondad de lo que hizo. Como quiera que sea, dejando a un lado estas investigaciones psicológicas que no tengo derecho a hacer, pues no conozco a Pepita Jiménez, es lo cierto que ella vivió en santa paz con el viejo durante tres años; que el viejo parecía más feliz que nunca; que ella le cuidaba y regalaba con un esmero admirable, y que en su última y penosa enfermedad le atendió y veló con infatigable y tierno afecto, hasta que el viejo murió en sus brazos, dejándola heredera de una gran fortuna. Aunque hace más de dos años que perdió a su madre, y más de año y medio que enviudó, Pepita lleva aún el luto de viuda. Su compostura, su vivir retirado y su melancolía son tales, que cualquiera pensaría que llora la muerte del marido como si hubiera sido un hermoso mancebo. Tal vez alguien presume o sospecha que la soberbia de Pepita y el conocimiento cierto que tiene hoy de los poco poéticos medios con que se ha hecho rica, traen su conciencia alterada y más que escrupulosa; y que, avergonzada a sus propios ojos y a los de los hombres, busca en la austeridad y en el retiro consuelo y reparo a la herida de su corazón. Aquí, como en todas partes, la gente es muy aficionada al dinero. Y digo

mal como en todas partes: en las ciudades populosas, en los grandes centros de civilización, hay otras distinciones que se ambicionan tanto o más que el dinero, porque abren camino y dan crédito y consideración en el mundo; pero en los pueblos pequeños, donde ni la gloria literaria o científica, ni tal vez la distinción en los modales, ni la elegancia, ni la discreción y amenidad en el trato, suelen estimarse ni comprenderse, no hay otros grados que marquen la jerarquía social sino el tener más o menos dinero o cosa que lo valga. Pepita, pues, con dinero y siendo además hermosa, y haciendo, como dicen todos, buen uso de su riqueza, se ve en el día considerada y respetada extraordinariamente. De este pueblo y de todos los de las cercanías han acudido a pretenderla los más brillantes partidos, los mozos mejor acomodados. Pero, a lo que parece, ella los desdeña a todos, con extremada dulzura, procurando no hacerse ningún enemigo, y se supone que tiene llena el alma de la más ardiente devoción, y que su constante pensamiento es consagrar su vida a ejercicios de caridad y de piedad religiosa. Mi padre no está más adelantado ni ha salido mejor librado, según dicen, que los demás pretendientes; pero Pepita, para cumplir el refrán de que lo cortés no quita a lo valiente, se esmera en mostrarle la amistad más franca, afectuosa y desinteresada. Se deshace con él en obsequios y atenciones; y siempre que mi padre trata de hablarle de amor, le pone a raya echándole un sermón dulcísimo, trayéndole a su memoria sus pasadas culpas, y tratando de desengañarle del mundo y de sus pompas vanas. Confieso a usted que empiezo a tener curiosidad de conocer a esta mujer; tanto oigo hablar de ella. No creo que mi curiosidad carezca de fundamento, tenga nada de vano ni de pecaminoso; yo mismo siento lo que dice Pepita; yo mismo deseo que mi padre, en su edad provecta, venga a mejor vida, olvide y no renueve las agitaciones y pasiones de su mocedad, y llegue a una vejez tranquila, dichosa y honrada. Sólo difiero del sentir de Pepita en una cosa: en creer que mi padre, mejor que quedándose soltero, conseguiría esto casándose con una mujer digna, buena y que le quisiese. Por esto mismo deseo conocer a Pepita y ver si ella puede ser esta mujer, pesándome ya algo, y tal vez entre en esto cierto orgullo de familia, que si es malo quisiera desechar, los desdenes, aunque melifluos y afectuosos, de la mencionada joven viuda. Si tuviera yo otra condición, preferiría que mi padre se quedase soltero.

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Hijo único entonces, heredaría todas sus riquezas, y como si dijéramos, nada menos que el cacicato de este lugar; pero usted sabe bien lo firme de mi resolución. Aunque indigno y humilde, me siento llamado al sacerdocio, y los bienes de la tierra hacen poca mella en mi ánimo. Si hay algo en mí del ardor de la juventud y de la vehemencia de las pasiones propias de dicha edad, todo habrá de emplearse en dar pábulo a una caridad activa y fecunda. Hasta los muchos libros que usted me ha dado a leer, y mi conocimiento de la historia de las antiguas civilizaciones de los pueblos del Asia, unen en mí la curiosidad científica al deseo de propagar la fe, y me convidan y excitan a irme de misionero al remoto Oriente. Yo creo que no bien salga de este lugar, donde usted mismo me envía a pasar algún tiempo con mi padre, y no bien me vea elevado a la dignidad del sacerdocio, y aunque ignorante y pecador como soy, me sienta revestido por don sobrenatural y gratuito, merced a la soberana bondad del Altísimo, de la facultad de perdonar los pecados y de la misión de enseñar a las gentes, y reciba el perpetuo y milagroso favor de traer a mis manos impuras al mismo Dios humanado, dejaré a España y me iré a tierras distantes a predicar el Evangelio. No me mueve vanidad alguna; no quiero creerme superior a otro hombre. El poder de mi fe, la constancia de que me siento capaz, todo, después del favor y de la gracia de Dios, se lo debo a la atinada educación, a la santa enseñanza y al buen ejemplo de usted, mi querido tío. Casi no me atrevo a confesarme a mí mismo una cosa; pero contra mi voluntad, esta cosa, este pensamiento, esta cavilación acude a mi mente con frecuencia, y ya que acude a mi mente, quiero, debo confesársela a usted; no me es lícito ocultarle ni mis más recónditos e involuntarios pensamientos; usted me ha enseñado a analizar lo que el alma siente, a buscar su origen bueno o malo, a escudriñar los más hondos senos del corazón, a hacer, en suma, un escrupuloso examen de conciencia. He pensado muchas veces sobre dos métodos opuestos de educación: el de aquellos que procuran conservar la inocencia, confundiendo la inocencia con la ignorancia y creyendo que el mal no conocido se evita mejor que el conocido, y el de aquellos que, valerosamente y no bien llegado el discípulo a la edad de la razón, y salva la delicadeza del pudor, le muestran el mal en toda su fealdad

horrible y en toda su espantosa desnudez, a fin de que le aborrezca y le evite. Yo entiendo que el mal debe conocerse para estimar mejor la infinita bondad divina, término ideal e inasequible de todo bien nacido deseo. Yo agradezco a usted que me haya hecho conocer, como dice la Escritura, con la miel y la manteca de su enseñanza, todo lo malo y todo lo bueno, a fin de reprobar lo uno y aspirar a lo otro, con discreto ahínco y con pleno conocimiento de causa. Me alegro de no ser cándido y de ir derecho a la virtud, y en cuanto cabe en lo humano, a la perfección, sabedor de todas las tribulaciones, de todas las asperezas que hay en la peregrinación que debemos hacer con este valle de lágrimas, y no ignorando tampoco lo llano, lo fácil, lo dulce, lo sembrado de flores que está, en apariencia, el camino que conduce a la perdición y a la muerte eterna. Otra cosa que me considero obligado a agradecer a usted es la indulgencia, la tolerancia, aunque no complaciente y relajada, sino severa y grave, que ha sabido usted inspirarme para con las faltas y pecados del prójimo. Digo todo esto porque quiero hablar a usted de un asunto tan delicado, tan vidrioso, que apenas hallo términos con que expresarle. En resolución, yo me pregunto a veces: este propósito mío, ¿tendrá por fundamento, en parte, al menos, el carácter de mis relaciones con mi padre? En el fondo de mi corazón, ¿he sabido perdonarle su conducta con mi pobre madre, víctima de sus liviandades? Lo examino detenidamente, y no hallo un átomo de rencor en mi pecho. Muy al contrario, la gratitud lo llena todo. Mi padre me ha criado con amor; ha procurado honrar en mí la memoria de mi madre, y se diría que al criarme, al esmerarse conmigo cuando pequeño, trataba de aplacar su irritada sombra, si la sombra, si el espíritu de ella, que era un ángel de bondad y de mansedumbre, hubiera sido capaz de ira. Repito, pues, que estoy lleno de gratitud hacia mi padre; él me ha reconocido, y además, a la edad de diez años me envió con usted, a quien debo cuanto soy. Si hay en mi corazón algún germen de virtud; si hay en mi mente algún principio de ciencia; si hay en mi voluntad algún honrado y buen propósito, a usted lo debo. El cariño de mi padre hacia mí es extraordinario, es grande; la estimación en que me tiene, inmensamente superior a mis merecimientos. Acaso influya en

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esto la vanidad. En el amor paterno hay algo de egoísta; es como una prolongación del egoísmo. Todo mi valer, si yo le tuviese, mi padre le consideraría como creación suya, como si yo fuera emanación de su personalidad, así en el cuerpo como en el espíritu. Pero de todos modos, creo que él me quiere y que hay en este cariño algo de independiente y de superior a todo ese disculpable egoísmo de que he hablado. Siento un gran consuelo, una gran tranquilidad en mi conciencia, y doy por ello las más fervientes gracias a Dios, cuando advierto y noto que la fuerza de la sangre el vínculo de la naturaleza, ese misterioso lazo que nos une, me lleva, sin ninguna consideración del deber, a amar a mi padre y a reverenciarle. Sería horrible no amarle así, y esforzarse por amarle para cumplir con un mandamiento divino. Sin embargo, y aquí vuelve mi escrúpulo, mi propósito de ser clérigo o fraile, de no aceptar, o de aceptar sólo una pequeña parte de los cuantiosos bienes que han de tocarme por herencia, y de los cuales puedo disfrutar ya en vida de mi padre, ¿proviene sólo de mi menosprecio de las cosas del mundo, de una verdadera vocación a la vida religiosa, o proviene también de orgullo, de rencor escondido, de queja, de algo que hay en mí que no perdona lo que mi madre perdonó con generosidad sublime? Esta duda me asalta y me atormenta a veces; pero casi siempre la resuelvo en mi favor, y creo que no soy orgulloso con mi padre; creo que yo aceptaría todo cuanto tiene si lo necesitara, y me complazco en ser tan agradecido con él por lo poco como por lo mucho. Adiós, tío: en adelante escribiré a usted a menudo y tan por extenso como me tiene encargado, si bien no tanto como hoy, para no pecar de prolijo.

28 de marzo. Me voy cansando de mi residencia en este lugar, y cada día siento más deseo de volverme con usted, y de recibir las órdenes; pero mi padre quiere acompañarme, quiere estar presente en esa gran solemnidad y exige de mí que permanezca aquí con él dos meses por lo menos. Está tan afable, tan cariñoso conmigo, que sería imposible no darle gusto en todo. Permaneceré, pues, aquí el tiempo que él quiera. Para complacerle me violento y procuro aparentar que me gustan las diversiones de aquí, las jiras campestres y hasta la caza, a todo lo

cual le acompaño. Procuro mostrarme más alegre y bullicioso de lo que naturalmente soy. Como en el pueblo, medio de burla, medio en son de elogio, me llaman el santo, yo por modestia trato de disimular estas apariencias de santidad, de suavizarlas y humanarlas con la virtud de la eutropelia, ostentando una alegría serena y decente, la cual nunca estuvo reñida ni con la santidad ni con los santos. Confieso, con todo, que las bromas y fiestas de aquí, que los chistes groseros y el regocijo estruendoso, me cansan. No quisiera incurrir en murmuración ni ser maldiciente, aunque sea con todo sigilo y de mí para usted; pero a menudo me dio a pensar que tal vez sería más difícil empresa el moralizar y evangelizar un poco estas gentes, y más lógica y meritoria que el irse a la India, a la Persia o a la China, dejándose atrás a tanto compatriota, si no perdido, algo pervertido. ¡Quién sabe! Dicen algunos que las ideas modernas, que el materialismo y la incredulidad tienen la culpa de todo; pero si la tienen, pero si obran tan malos efectos, ha de ser de un modo extraño, mágico, diabólico, y no por medios naturales, pues es lo cierto que nadie lee aquí libro alguno, ni bueno ni malo, por donde no atino a comprender cómo puedan pervertirse con las malas doctrinas que privan ahora. ¿Estarán en el aire las malas doctrinas, a modo de miasmas de una epidemia? ¿Acaso (y siento tener este mal pensamiento, que a usted sólo declaro), acaso tenga la culpa el mismo clero? ¿Está en España a la altura de su misión? ¿Va a enseñar y a moralizar en los pueblos? ¿En todos sus individuos es capaz de esto? ¿Hay verdadera vocación en los que se consagran a la vida religiosa y a la cura de almas, o es sólo un modo de vivir como otro cualquiera, con la diferencia de que hoy no se dedican a él sino los más menesterosos, los más sin esperanzas y sin medios, por lo mismo que esta carrera ofrece menos porvenir que cualquiera otra? Sea como sea, la escasez de sacerdotes instruidos y virtuosos excita más en mí el deseo de ser sacerdote. No quisiera yo que el amor propio me engañase: reconozco todos mis defectos; pero siento en mí una verdadera vocación, y muchos de ellos podrán enmendarse con el auxilio divino. Hace tres días tuvimos el convite de que hablé a usted, en casa de Pepita Jiménez. Como esta mujer vive tan retirada, no la conocí hasta el día del convite; me pareció, en efecto, tan bonita como dice la fama, y advertí que tiene con mi padre una afabilidad tan grande, que le da alguna esperanza, al menos miradas las cosas someramente, de que al cabo ceda y acepte su mano.

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Como es posible que sea mi madrastra, la he mirado con detención y me parece una mujer singular, cuyas ,condiciones morales no atino a determinar con certidumbre. Hay en ella un sosiego, una paz exterior, que puede provenir de frialdad de espíritu y de corazón, de estar muy sobre sí y de calcularlo todo, sintiendo poco o nada, y pudiera provenir también de otras prendas que hubiera en su alma; de la tranquilidad de su conciencia, de la pureza de sus aspiraciones y del pensamiento de cumplir en esta vida con los deberes que la sociedad impone, fijando la mente, como término, en esperanzas más altas. Ello es lo cierto que, o bien porque en esta mujer todo es cálculo, sin elevarse su mente a superiores esferas, o bien porque enlaza la prosa del vivir y la poesía de sus ensueños en una perfecta armonía, no hay en ella nada que desentone del cuadro general en que está colocada, y, sin embargo, posee una distinción natural, que la levanta y separa de cuanto la rodea. No afecta vestir traje aldeano ni se viste tampoco según la moda de las ciudades: mezcla ambos estilos en su vestir, de modo que parece una señora, pero una señora de lugar. Disimula mucho, a lo que yo presumo, el cuidado que tiene de su persona; no se advierten en ella ni cosméticos ni afeites; pero la blancura de sus manos, las uñas tan bien cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcritud con que está vestida, denotan que cuida de estas cosas más de lo que se pudiera creer en una persona que vive en un pueblo y que además dicen que desdeña las vanidades del mundo y sólo piensa en las cosas del cielo. Tiene la casa limpísima y todo en un orden perfecto. Los muebles no son artísticos ni elegantes; pero tampoco se advierte en ellos nada de pretencioso y de mal gusto. Para poetizar su estancia, tanto en el patio como en las salas y galerías, hay multitud de flores y plantas. No tiene, en verdad, ninguna planta rara ni ninguna flor exótica; pero sus plantas y sus flores, de lo más común que hay por aquí, están cuidadas con extraordinario mimo. Varios canarios en jaulas doradas animan con sus trinos toda la casa. Se conoce que el dueño de ella necesita seres vivos en quien poner algún cariño; y, a más de algunas criadas, que se diría que ha elegido con empeño pues no puede ser mera casualidad el que sean todas bonitas, tiene, como las viejas solteronas, varios animales que le hacen compañía: un loro, una perrita de lanas muy lavada y dos o tres gatos, tan mansos y sociables que se le ponen a uno encima.

En un extremo de la sala principal hay algo como oratorio, donde resplandece un Niño Jesús de talla, blanco y rubio, con ojos azules y bastante guapo. Su vestido es de raso blanco, con manto azul lleno de estrellitas de oro, y todo él está cubierto de dijes y de joyas. El altarito en que está el Niño Jesús se ve adornado de flores, y alrededor macetas de brusco y laureola, y en el altar mismo, que tiene gradas o escaloncitos, mucha cera ardiendo. Al ver todo esto no sé qué pensar; pero más a menudo me inclino a creer que la viuda se ama a sí misma sobre todo, y que para recreo y para efusión de este amor tiene los gatos, los canarios, las flores y al propio Niño Jesús, que en el fondo de su alma tal vez no esté muy por cima de los canarios y de los gatos. No se puede negar que la Pepita Jiménez es discreta: ninguna broma tonta, ninguna pregunta impertinente sobre mi vocación y sobre las órdenes que voy a recibir dentro de poco han salido de sus labios. Habló conmigo de las cosas del lugar, de la labranza, de la última cosecha de vino y de aceite y del modo de mejorar la elaboración del vino; todo ello con modestia y naturalidad, sin mostrar deseo de pasar por muy entendida. Mi padre estuvo finísimo; parecía remozado, y sus extremos cuidadosos hacia la dama de sus pensamientos eran recibidos, si no con amor, con gratitud. Asistieron al convite el médico, el escribano y el señor Vicario, grande amigo de la casa y padre espiritual de Pepita. El señor Vicario debe de tener un alto concepto de ella, porque varias veces me habló aparte de su caridad, de las muchas limosnas que hacía, de lo compasiva y buena que era para todo el mundo; en suma, me dijo que era una santa. Oído el señor Vicario, y fiándome en su juicio, ya no puedo menos de desear que mi padre se case con la Pepita. Como mi padre no es a propósito para hacer vida penitente, éste sería el único modo de que cambiase su vida, tan agitada y tempestuosa hasta aquí, y de que viniese a parar a un término, si no ejemplar, ordenado y pacífico. Cuando nos retiramos de casa de Pepita Jiménez y volvimos a la nuestra, mi padre me habló resueltamente de su proyecto: me dijo que él había sido un gran calavera, que había llevado una vida muy mala y que no veía medio de enmendarse, a pesar de sus años, si aquella mujer, que era su salvación, no le quería y se casaba con él. Dando ya por supuesto que iba a quererle y a casarse,

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mi padre me habló de intereses: me dijo que era muy rico y que me dejaría mejorado, aunque tuviese varios hijos más. Yo le respondí que para los planes y fines de mi vida necesitaba harto poco dinero, y que mi mayor contento sería verle dichoso con mujer e hijos, olvidado de sus antiguos devaneos. Me habló luego mi padre de sus esperanzas amorosas, con un candor y con una vivacidad tales, que se diría que yo era el padre y el viejo, y él un chico de mi edad o más joven. Para ponderarme el mérito de la novia y la dificultad del triunfo, me refirió las condiciones y excelencias de los quince o veinte novios que Pepita había tenido, y que todos habían llevado calabazas. En cuanto a él, según me explicó, hasta cierto punto las había también llevado; pero se lisonjeaba de que no fuesen definitivas, porque Pepita le distinguía tanto y le mostraba tan grande afecto, que, si aquello no era amor, pudiera fácilmente convertirse en amor con el largo trato y con la persistente adoración que él le consagraba. Además, la causa del desvío de Pepita tenía para mi padre un no sé qué de fantástico y de sofístico que al cabo debía desvanecerse. Pepita no quería retirarse a un convento ni se inclinaba a la vida penitente: a pesar de su recogimiento y de su devoción religiosa, harto se dejaba ver que se complacía en agradar. El aseo y el esmero de su persona poco tenían de cenobíticos. La culpa de los desvíos de Pepita, decía mi padre, es sin duda su orgullo, orgullo en gran parte fundado; ella es naturalmente elegante, distinguida; es un ser superior por la voluntad y por la inteligencia, por más que con modestia lo disimule: ¿cómo, pues, ha de entregar su corazón a los palurdos que la han pretendido hasta ahora? Ella imagina que su alma está llena de un místico amor de Dios, y que sólo con Dios se satisface, porque no ha salido a su paso todavía un mortal bastante discreto y agradable que le haga olvidar hasta a su Niño Jesús. Aunque sea inmodestia, añadía mi padre, yo me lisonjeo aún de ser ese mortal dichoso. Tales son, querido tío, las preocupaciones y ocupaciones de mi padre en este pueblo, y las cosas tan extrañas para mí y tan ajenas a mis propósitos y pensamientos de que me habla con frecuencia, y sobre las cuales quiere que dé mi voto. No parece sino que la excesiva indulgencia de usted para conmigo ha hecho cundir aquí mi fama de hombre de consejo; paso por un pozo de ciencia; todos me refieren sus cuitas y me piden que les muestre el camino que deben seguir. Hasta el bueno del señor Vicario, aun exponiéndose a revelar algo como

secretos de confesión, ha venido ya a consultarme sobre varios casos de conciencia que se le han presentado en el confesonario. Mucho me ha llamado la atención uno de estos casos, que me ha sido referido por el Vicario, como todos, con profundo misterio y sin decirme el nombre de la persona interesada. Cuenta el señor Vicario que una hija suya de confesión tiene grandes escrúpulos porque se siente llevada, con irresistible impulso, hacia la vida solitaria y contemplativa; pero teme, a veces, que este fervor de devoción no venga acompañado de una verdadera humildad, sino que en parte le promueva y excite el mismo demonio del orgullo. Amar a Dios sobre todas las cosas, buscarle en el centro del alma donde está, purificarse de todas las pasiones y afecciones terrenales para unirse a Él, son ciertamente anhelos piadosos y determinaciones buenas; pero el escrúpulo está en saber, en calcular si nacerán o no de un amor propio exagerado. ¿Nacerán acaso, parece que piensa la penitente, de que yo, aunque indigna y pecadora, presumo que vale más mi alma que las almas de mis semejantes; que la hermosura interior de mi mente y de mi voluntad se turbaría y se empañaría con el afecto de los seres humanos que conozco y que creo que no me merecen? ¿Amo a Dios, no sobre todas las cosas de un modo infinito, sino sobre lo poco conocido que desdeño, que desestimo, que no puede llenar mi corazón? Si mi devoción tiene este fundamento, hay en ella dos grandes faltas: la primera, que no está cimentada en un puro amor de Dios, lleno de humildad y de caridad, sino en el orgullo; y la segunda, que esa devoción no es firme y valedera, sino que está en el aire, porque ¿quién asegura que no pueda el alma olvidarse del amor a su Creador, cuando no le ama de un modo infinito, sino porque no hay criatura a quien juzgue digna de que el amor en ella se emplee? J' Sobre este caso de conciencia, harto alambicado y sutil para que así preocupe a una lugareña, ha venido a consultarme el padre Vicario. Yo he querido excusarme de decir nada, fundándome en mi inexperiencia y pocos años; pero el señor Vicario se ha obstinado de tal suerte, que no he podido menos de discurrir sobre el caso. He dicho, y mucho me alegraría de que usted aprobase mi parecer, que lo que importa a esta hija de confesión atribulada es mirar con mayor benevolencia a los hombres que la rodean, y en vez de analizar y desentrañar sus faltas con el escalpelo de la crítica, tratar de cubrirlas

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con el manto de la caridad, haciendo resaltar todas las buenas cualidades de ellos y ponderándolas mucho, a fin de amarlos y estimarlos; que debe esforzarse por ver en cada ser humano un objeto digno de amor, un verdadero prójimo, un igual suyo, un alma en cuyo fondo hay un tesoro de excelentes prendas y virtudes, un ser hecho, en suma, a imagen y semejanza de Dios. Realzado así cuanto nos rodea, amando y estimando a las criaturas por lo que son y por más de lo que son, procurando no tenerse por superior a ellas en nada, antes bien, profundizando con valor en el fondo de nuestra conciencia para descubrir todas nuestras faltas y pecados, y adquiriendo la santa humildad y el menosprecio de uno mismo, el corazón se sentirá lleno de afectos humanos, y no despreciará, sino valuará en mucho el mérito de las cosas y de las personas; de modo que, si sobre este fundamento descuella luego y se levanta el amor divino con invencible pujanza, y no hay ya miedo de que pueda nacer este amor de una exagerada estimación propia, del orgullo o un desdén injusto del prójimo, sino que nacerá de la pura y santa consideración de la hermosura y de la bondad infinitas. Si, como sospecho, es Pepita Jiménez la que ha consultado al señor Vicario sobre estas dudas y tribulaciones, me parece que mi padre no puede lisonjearse todavía de ser muy querido; pero, si el Vicario acierta a darla mi consejo, y ella le acepta y pone en práctica, o vendrá a hacerse una María de Ágreda o cosa por el estilo, o, lo que es más probable, dejará a un lado los misticismos y desvíos y se conformará y contentará con aceptar la mano y el corazón de mi padre, que en nada es inferior a ella.

4 de abril. La monotonía de mi vida en este lugar empieza a fastidiarme bastante, y no porque la vida mía en otras partes haya sido más activa físicamente; antes al contrario, aquí me paseo mucho a pie y a caballo, voy al campo, y por complacer a mi padre, concurro a casinos y reuniones; en fin, vivo como fuera de mi centro y de mi modo de ser; pero mi vida intelectual es nula: no leo un libro ni apenas me dejan un momento para pensar y meditar sosegadamente; y como el encanto de mi vida estribaba en estos pensamientos y meditaciones, me parece monótona la que hago ahora. Gracias a la paciencia que usted me ha

recomendado para todas las ocasiones, puedo sufrirla. Otra causa de que mi espíritu no esté completamente tranquilo es el anhelo, que cada día siento más vivo, de tomar el estado a que resueltamente me inclino desde hace años. Me parece que en estos momentos, cuando se halla tan cercana la realización del constante sueño de mi vida, es como una profanación distraer la mente hacia otros objetos. Tanto me atormenta esta idea y tanto cavilo sobre ella, que mi admiración por la belleza de las cosas creadas, por el cielo tan lleno de estrellas en estas serenas noches de primavera y en esta región de Andalucía; por estos alegres campos, cubiertos ahora de verdes sembrados, y por estas frescas y amenas huertas con tan lindas y sombrías alamedas, con tantos mansos arroyos y acequias, con tanto lugar apartado y esquivo, con tanto pájaro que le da música, y con tantas flores y hierbas olorosas: esta admiración y entusiasmo mío, repito, que en otro tiempo me parecían avenirse por completo con el sentimiento religioso que llenaba mi alma, excitándole y sublimándole en vez de debilitarle, hoy casi me parecen pecaminosa distracción e imperdonable olvido de lo eterno por lo temporal, de lo increado y suprasensible por lo sensible y creado. Aunque con poco aprovechamiento en la virtud, aunque nunca libre mi espíritu de los fantasmas de la imaginación, aunque no exento en mí el hombre interior de las impresiones exteriores y del fatigoso método discursivo, aunque incapaz de reconcentrarme por un esfuerzo de amor en el centro mismo de la simple inteligencia, en el ápice de la mente, para ver allí la verdad y la bondad, desnudas de imágenes y de formas, aseguro a usted que tengo miedo del modo de orar imaginario, propio de un hombre corporal y tan poco aprovechado como yo soy. La misma meditación racional me infunde recelo. No quisiera yo hacer discursos para conocer a Dios, ni traer razones de amor para amarle. Quisiera alzarme de un vuelo a la contemplación, esencial e intima. ¿Quién me diese alas como de paloma para volar al seno del que ama mi alma? Pero ¿cuáles son, dónde están mis méritos? ¿Dónde las mortificaciones, la larga oración y el ayuno? ¿Qué he hecho yo, Dios mío, para que Tú me favorezcas? Harto sé que los impíos del día presente acusan, con falta completa de fundamento, a nuestra santa religión de mover las almas a aborrecer todas las cosas del mundo, a despreciar o a desdeñar la naturaleza, tal vez a temerla casi, como si hubiera en ella algo de diabólico, encerrando todo su amor y todo su

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afecto en el que llaman monstruoso egoísmo del amor divino porque creen que el alma se ama a sí propia amando a Dios. Harto sé que no es así, que no es ésta la verdadera doctrina, que el amor divino es la caridad, y que amar a Dios es amarlo todo, porque todo está en Dios, y Dios está en todo por inefable y alta manera. Harto sé que no peco amando las cosas por el amor de Dios, lo cual es amarlas por ellas con rectitud; porque, ¿qué son ellas más que la manifestación, la obra del amor de Dios? Y, sin embargo, no sé qué extraño temor, qué singular escrúpulo, qué apenas perceptible e indeterminado remordimiento me atormenta ahora, cuando tengo, como antes, como en otros días de mi juventud, como en la misma niñez, alguna efusión de ternura, algún rapto de entusiasmo, al penetrar en una enramada frondosa, al oír el canto del ruiseñor en el silencio de la noche, al escuchar el pío de las golondrinas, al sentir el arrullo enamorado de la tórtola, al ver las flores o al mirar las estrellas. Se me figura a veces que hay en todo esto algo de delectación sensual, algo que me hace olvidar, por un momento al menos, más altas aspiraciones. No quiero yo que en mí el espíritu peque contra la carne; pero no quiero tampoco que la hermosura de la materia, que sus deleites, aun los más delicados, sutiles y aéreos, aun los que más bien por el espíritu que por el cuerpo se perciben, como el silbo delgado del aire fresco cargado de aromas campesinos, como el canto de las aves, como el majestuoso y reposado silencio de las horas nocturnas, en estos jardines y huertas, me distraigan de la contemplación de la superior hermosura, y entibien ni por un momento mi amor hacia quien ha creado esta armoniosa fábrica del mundo. No se me oculta que todas estas cosas materiales son como las letras de un libro, son como los signos y caracteres donde el alma, atenta a su lectura, puede penetrar un hondo sentido y leer y descubrir la hermosura de Dios, que, si bien imperfectamente, está en ellas como trasunto o más bien como cifra, porque no la pintan, sino que la representan. En esta distinción me fundo, a veces, para dar fuerza a mis escrúpulos y mortificarme. Porque yo me digo: si amo la hermosura de las cosas terrenales tales como ellas son, y si la amo con exceso, es idolatría: debo amarla como signo, como representación de una hermosura oculta y divina, que vale mil veces más, que es incomparablemente superior en todo. Hace pocos días cumplí veintidós años. Tal ha sido hasta ahora mi fervor

religioso, que no he sentido más amor que el inmaculado amor de Dios mismo y de su santa religión, que quisiera difundir y ver triunfante en todas las regiones de la tierra. Confieso que algún sentimiento profano se ha mezclado con esta pureza de afecto. Usted lo sabe, se lo he dicho mil veces; y usted, mirándome con su acostumbrada indulgencia, me ha contestado que el hombre no es un ángel, y que sólo pretender tanta perfección es orgullo; que debo moderar esos sentimientos y no empeñarme en ahogarlos del todo. El amor a la ciencia, el amor a la propia gloria, adquirida por la ciencia misma, hasta el formar uno de sí propio no desventajoso concepto; todo ello, sentido con moderación, velado y mitigado por la humildad cristiana y encaminado a buen fin, tiene, sin duda, algo de egoísta; pero puede servir de estímulo y apoyo a las más firmes y nobles resoluciones. No es, pues, el escrúpulo que me asalta hoy el de mi orgullo, el de tener sobrada confianza en mí mismo, el de ansiar la gloria mundana, o el de ser sobrado curioso de ciencia; no es nada de esto; nada que tenga relación con el egoísmo, sino en cierto modo lo contrario. Siento una dejadez, un quebranto, un abandono de la voluntad, una facilidad tan grande para las lágrimas; lloro tan fácilmente de ternura al ver una florecilla bonita o al contemplar el rayo misterioso, y ligerísimo de una remota estrella, que casi tengo miedo. Dígame usted qué piensa de estas cosas; si hay algo de enfermizo en esta disposición de mi ánimo. 8 de abril. Siguen las diversiones campestres, en que tengo que intervenir muy a pesar mío. He acompañado a mi padre a ver casi todas sus fincas, y mi padre y sus amigos se pasman de que yo no sea completamente ignorante de las cosas del campo. No parece sino que para ellos el estudio de la teología, a que me he dedicado, es contrario del todo al conocimiento de las cosas naturales. ¡Cuánto han admirado mi erudición al verme distinguir en las viñas, donde apenas empiezan a brotar los pámpanos, la cepa Pedro-Jiménez de la baladí y de la de Don-Bueno! ¡Cuánto han admirado también que en los verdes sembrados sepa

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yo distinguir la cebada del trigo y el anís de las habas; que conozca muchos árboles frutales y de sombra, y que, aun de las hierbas que nacen espontáneamente en el campo, acierte yo con varios nombres y refiera bastantes condiciones y virtudes! Pepita Jiménez, que ha sabido por mi padre lo mucho que me gustan las huertas de por aquí, nos ha convidado a ver una que posee a corta distancia del lugar, y a comer las fresas tempranas que en ella se crían. Este antojo de Pepita de obsequiar tanto a mi padre, quien la pretende y a quien desdeña, me parece a menudo que tiene su poco de coquetería, digna de reprobación, pero cuando veo a Pepita después, y la hallo tan natural, tan fresca y tan sencilla, se me pasa el mal pensamiento e imagino que todo lo hace candorosamente y que no la lleva otro fin que el de conservar la buena amistad que con mi familia la liga. Sea como sea, anteayer tarde fuimos a la huerta de Pepita. Es hermoso sitio, de lo más ameno y pintoresco que puede imaginarse. El riachuelo que riega casi todas estas huertas, sangrado por mil acequias, pasa al lado de la que visitamos; se forma allí una presa, y cuando se suelta el agua sobrante del riego, cae en un hondo barranco poblado en ambas márgenes de álamos blancos y negros, mimbrones, adelfas floridas y otros árboles frondosos. La cascada, de agua limpia y transparente, se derrama en el fondo formando espuma, y luego sigue su curso tortuoso por un cauce que la naturaleza misma ha abierto, esmaltando sus orillas de mil hierbas y flores, y cubriéndolas ahora de multitud de violetas. Las laderas que hay en un extremo de la huerta están llenas de nogales, higueras, avellanos y otros árboles de fruta. Y en la parte llana hay cuadros de hortaliza, de fresa, de tomates, patatas, judías y pimientos, y su poco de jardín con grande abundancia de flores, de las que por aquí más comúnmente se crían. Los rosales, sobre todo, abundan y los hay de mil diferentes especies. La casilla del hortelano es más bonita y limpia de lo que en esta tierra se suele ver, y al lado de la casilla hay otro pequeño edificio reservado para el dueño de la finca, y donde nos agasajo Pepita con una espléndida merienda, a la cual dio pretexto el comer las fresas, que era el principal objeto que allí nos llevaba. La cantidad de fresa fue asombrosa para lo temprano de la estación, y nos fueron servidas con leche de algunas cabras que Pepita también posee. Asistimos a esta jira el médico, el escribano, mi tía doña Casilda, mi padre y yo; sin faltar el indispensable señor Vicario, padre espiritual, y más que padre

espiritual, admirador y encomiador perpetuo de Pepita. Por un refinamiento algo sibarítico, no fue el hortelano, ni su mujer, ni el chiquillo del hortelano, ni ningún otro campesino quien nos sirvió la merienda, sino dos lindas muchachas, criadas y como confidentas de Pepita, vestidas a lo rústico, si bien con suma pulcritud y elegancia. Llevaban trajes de percal de vistosos colores, cortos y ceñidos al cuerpo, pañuelo de seda cubriendo las espaldas y descubierta la cabeza, donde lucían abundantes y lustrosos cabellos negros, trenzados y atados luego, formando un moño en figura de martillo, y por delante rizos sujetos con sendas horquillas, por acá llamados caracoles. Sobre el moño o castaña ostentaba cada una de estas doncellas un ramo de frescas rosas. Salva la superior riqueza de la tela y su color negro, no era más cortesano el traje de Pepita. Su vestido de merino tenía la misma forma que el de las criadas, y, sin ser muy corto, no arrastraba ni recogía suciamente el polvo del camino. Un modesto pañolito de seda negra cubría también, al uso del lugar, su espalda y su pecho, y en la cabeza no ostentaba tocado, ni flor, ni joya, ni más adorno que el de sus propios cabellos rubios. En la única cosa que noté por parte de Pepita cierto esmero, en que se apartaba de los usos aldeanos, era en llevar guantes. Se conoce que cuida mucho sus manos y que tal vez pone alguna vanidad en tenerlas muy blancas y bonitas, con unas uñas lustrosas y sonrosadas; pero si tiene esta vanidad, es disculpable en la flaqueza humana, y al fin, si yo no estoy trascordado, creo que Santa Teresa tuvo la misma vanidad cuando era joven, lo cual no le impidió ser una santa tan grande. En efecto, yo me explico, aunque no disculpo, esta pícara vanidad. ¡Es tan distinguido, tan aristocrático, tener una linda mano! Hasta se me figura, a veces, que tiene algo de simbólico. La mano es el instrumento de nuestras obras, el signo de nuestra nobleza, el medio por donde la inteligencia reviste de forma sus pensamientos artísticos, y da ser a las creaciones de la voluntad, y ejerce el imperio que Dios concedió al hombre sobre todas las criaturas. Una mano ruda, nerviosa, fuerte, tal vez callosa, de un trabajador, de un obrero, demuestra noblemente ese imperio; pero en lo que tiene de más violento y mecánico. En cambio, las manos de esta Pepita, que parecen casi diáfanas como el alabastro, si bien con leves tintas rosadas, donde cree uno ver circular la sangre pura y sutil, que da a sus venas un ligero viso azul; estas manos, digo, de

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dedos afilados y de sin par corrección de dibujo, parecen el símbolo del imperio mágico, del dominio misterioso que tiene y ejerce el espíritu humano, sin fuerza material, sobre todas las cosas visibles que han sido inmediatamente creadas por Dios y que por medio del hombre Dios completa y mejora. Imposible parece que el que tiene manos como Pepita tenga pensamiento impuro, ni idea grosera, ni proyecto ruin que esté en discordancia con las limpias manos que deben ejecutarle. No hay que decir que mi padre se mostró tan embelesado como siempre de Pepita, y ella tan fina y cariñosa con él, si bien con un cariño más filial de lo que mi padre quisiera. Es lo cierto que mi padre, a pesar de la reputación que tiene de ser por lo común poco respetuoso y bastante profano con las mujeres, trata a ésta con un respeto y unos miramientos tales, que ni Amadís los usó mayores con la señora Oriana en el período más humilde de sus pretensiones y galanteos: ni una palabra que disuene, ni un requiebro brusco e importuno, ni un chiste algo amoroso de estos que con tanta frecuencia suelen permitirse los andaluces. Apenas si se atreve a decir a Pepita «buenos ojos tienes», y en verdad que si lo dijese no mentiría, porque los tiene grandes, verdes como los de Circe, hermosos y rasgados; y lo que más mérito y valor les da es que no parece sino que ella no lo sabe, pues no se descubre en ella la menor intención de agradar a nadie ni de atraer a nadie con lo dulce de sus miradas. Se diría que cree que los ojos sirven para ver y nada más que para ver. Lo contrario de lo que yo, según he oído decir, presumo que creen la mayor parte de las mujeres jóvenes y bonitas, que hacen de los ojos un arma de combate y como un aparato eléctrico y fulmíneo para rendir corazones y cautivarlos. No son así, por cierto, los ojos de Pepita, donde hay una serenidad y una paz como del cielo. Ni por eso se puede decir que miren con fría indiferencia. Sus ojos están llenos de caridad y de dulzura. Se posan con afecto en un rayo de luz, en una flor, hasta en cualquier objeto inanimado; pero con más afecto aún, con muestras de sentir más blando, humano y benigno, se posan en el prójimo, sin que el prójimo, por joven, gallardo y presumido que sea, se atreva a suponer nada más que caridad y amor al prójimo, y cuando más, predilección amistosa en aquella serena y tranquila mirada. Yo me paro a pensar si todo esto será estudiado; si esta Pepita será una gran comedianta; pero sería tan perfecto el fingimiento y tan oculta la comedia, que

parece imposible. La misma naturaleza, pues, es la que guía y sirve de norma a esta mirada y a estos ojos. Pepita, sin duda, amó a su madre primero, y luego las circunstancias la llevaron a amar a don Gumersindo por deber, como al compañero de su vida; y luego, sin duda, se extinguió en ella toda pasión que pudiera inspirar ningún objeto terreno, y amó a Dios, y amó las cosas todas por amor de Dios, y se encontró quizás en una situación de espíritu apacible y hasta envidiable, en la cual, si tal vez hubiere algo que censurar, será un egoísmo de que ella misma no se da cuenta. Es muy cómodo amar de este modo suave, sin atormentarse con el amor; no tener pasión que combatir; hacer del amor y del afecto a los demás un aditamento y como un complemento del amor propio. A veces me pregunto a mí mismo si al censurar en mi interior esta condición de Pepita no soy yo quien me censuro. ¿Qué sé yo lo que pasa en el alma de esa mujer, para censurarla? ¿Acaso, al creer que veo su alma, no es la mía la que veo ? Yo no he tenido ni tengo pasión alguna por vencer: todas mis inclinaciones bien dirigidas, todos mis instintos buenos y malos, merced a la sabia enseñanza de usted, van sin obstáculos ni tropiezos encaminados al mismo propósito; cumpliéndole se satisfarían no sólo mis nobles y desinteresados deseos sino también mis deseos egoístas, mi amor a la gloria, mi afán de saber, mi curiosidad de ver tierras distantes, mi anhelo de ganar nombre y fama. Todo esto se cifra en llegar al término de la carrera que he emprendido. Por este lado se me antoja a veces que soy más censurable que Pepita, aun suponiéndola merecedora de censura. Yo he recibido ya las órdenes menores; he desechado de mi alma las vanidades del mundo; estoy tonsurado, me he consagrado al altar, y, sin embargo, un porvenir de ambición se presenta a mis ojos, y veo con gusto que puedo alcanzarlo y me complazco en dar por ciertas y valederas las condiciones que tengo para ello, por más que a veces llame a la modestia en mi auxilio, a fin de no confiar demasiado. En cambio, esta mujer, ¿a qué aspira ni qué quiere? Yo la censuro de que se cuida las manos; de que mira tal vez con complacencia su belleza; casi la censuro de su pulcritud, del esmero que pone en vestirse, de yo no sé qué coquetería que hay en la misma modestia y sencillez con que se viste. ¡Pues qué! ¿La virtud ha de ser desaliñada? ¿Ha de ser sucia la santidad? Un alma pura y limpia, ¿no puede complacerse en que el cuerpo también lo sea? Es extraña esta malevolencia con que miro el primor y el aseo de Pepita.

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¿Será tal vez porque va a ser mi madrastra? ¡Pero si no quiere ser mi madrastra! ¡Si no quiere a mi padre! Verdad es que las mujeres son raras; quién sabe si en el fondo de su alma no se siente inclinada ya a querer a mi padre y a casarse con él, si bien, atendiendo a aquello de lo que mucho vale mucho cuesta, se propone, páseme usted la palabra, molerle antes con sus desdenes, tenerle sujeto a su servidumbre, poner a prueba la constancia de su afecto y acabar por darle el plácido si. ¡Allá veremos! Ello es que la fiesta en la huerta fue apaciblemente divertida: se habló de flores, de frutos, de injertos, de plantaciones y de otras mil cosas relativas a la labranza, luciendo Pepita sus conocimientos agrónomos en competencia con mi padre, conmigo y con el señor Vicario, que se queda con la boca abierta cada vez que habla Pepita, y jura que en los setenta y pico años que tiene de edad, y en sus largas peregrinaciones, que le han hecho recorrer casi toda la Andalucía, no ha conocido mujer más discreta ni más atinada en cuanto piensa y dice. Cuando volvemos a casa de cualquiera de estas expediciones, vuelvo a insistir con mi padre en mi ida con usted, a fin de que llegue el suspirado momento de que yo me vea elevado al sacerdocio; pero mi padre está tan contento de tenerme a su lado y se siente tan a gusto en el lugar, cuidando de sus fincas, ejerciendo mero y mixto imperio como cacique, y adorando a Pepita y consultándoselo todo como a su ninfa Egeria, que halla siempre y hallará aún, tal vez durante algunos meses, fundado pretexto para retenerme aquí. Ya tiene que clarificar el vino de yo no sé cuántas pipas de la candiotera; ya tiene que trasegar otro; ya es menester binar los majuelos; ya es preciso arar los olivares y cavar los pies a los olivos; en suma, me retiene aquí contra mi gusto; aunque no debiera yo decir «contra mi gusto», porque le tengo muy grande en vivir con un padre que es para mí tan bueno. Lo malo es que con esta vida temo materializarme demasiado: me parece sentir alguna sequedad de espíritu durante la oración; mi fervor religioso disminuye; la vida vulgar va penetrando y se va infiltrando en mi naturaleza. Cuando rezo padezco distracciones; no pongo en lo que digo a mis solas, cuando el alma debe elevarse a Dios, aquella atención profunda que antes ponía. En cambio, la ternura de mi corazón, que no se fija en un objeto condigno, que no se emplea y consume en lo que debiera, brota y como que rebosa en ocasiones por objetos y circunstancias que tienen mucho de pueriles,

que me parecen ridículos, y de los cuales me avergüenzo. Si me despierto en el silencio de la alta noche y oigo que algún campesino enamorado canta, al son de su guitarra mal rasgueada, una copla de fandango o de rondeñas, ni muy discreta, ni muy poética ni muy delicada, suelo enternecerme como si oyera la más celestial melodía. Una compasión loca, insana, me aqueja a veces. El otro día cogieron los hijos del aperador de mi padre un nido de gorriones, y al ver yo los pajarillos sin plumas aún y violentamente separados de la madre cariñosa, sentí suma angustia, y, lo confieso, se me saltaron las lágrimas. Pocos días antes trajo del campo un rústico una ternerita que se había perniquebrado; iba a llevarla al matadero y venía a decir a mi padre qué quería de ella para su mesa: mi padre pidió unas cuantas libras de carne, la cabeza y las patas; yo me conmoví al ver la ternerita, y estuve a punto, aunque la vergüenza lo impidió, de comprársela al hombre, a ver si la curaba y conservaba viva. En fin, querido tío, menester es tener la gran confianza que tengo yo con usted para contarle estas muestras de sentimiento extraviado y vago, y hacerle ver con ellas que necesito volver a mi antigua vida, a mis estudios, a mis altas especulaciones, y acabar por ser sacerdote para dar al fuego que devora mi alma el alimento sano y bueno que debe tener. 14 de abril. Sigo haciendo la misma vida de siempre y detenido aquí a ruegos de mi padre. El mayor placer de que disfruto, después del de vivir con él, es el trato y conversación con el señor Vicario, con quien suelo dar a solas largos paseos. Imposible parece que un hombre de su edad, que debe tener muy cerca de ochenta años, sea tan fuerte, ágil y andador. Antes me canso yo que él, y no queda vericueto, ni lugar agreste, ni cima de cerro escarpado en estas cercanías, adonde no lleguemos. El señor Vicario me va reconciliando mucho con el clero español, a quien algunas veces he tildado yo, hablando con usted, de poco ilustrado. ¡Cuánto más vale, me digo a menudo, este hombre, lleno de candor y de buen deseo, tan afectuoso e inocente, que cualquiera que haya leído muchos libros y en cuya

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alma no arda con tal viveza como en la suya el fuego de la caridad unido a la fe más sincera y más pura! No crea usted que es vulgar el entendimiento del señor Vicario: es un espíritu inculto, pero despejado y claro. A veces imagino que pueda provenir la buena opinión que de él tengo de la atención con que me escucha; pero, si no es así, me parece que todo lo entiende con notable perspicacia y que sabe unir al amor entrañable de nuestra santa religión el aprecio de todas las cosas buenas que la civilización moderna nos ha traído. Me encantan, sobre todo, la sencillez, la sobriedad en hiperbólicas manifestaciones de sentimentalismo, la naturalidad, en suma, con que el señor Vicario ejerce las más penosas obras de caridad. No hay desgracia que no remedie, ni infortunio que no consuele, ni humillación que no procure restaurar, ni pobreza a que no acuda solícito con un socorro. Para todo esto, fuerza es confesarlo, tiene un poderoso auxiliar en Pepita Jiménez, cuya devoción y natural compasivo siempre está él poniendo por las nubes. El carácter de esta especie de culto que el Vicario rinde a Pepita va sellado, casi se confunde con el ejercicio de mil buenas obras: con las limosnas, el rezo, el culto público y el cuidado de los menesterosos. Pepita no da sólo para los pobres, sino también para novenas, sermones y otras fiestas de iglesia. Si los altares de la parroquia brillan a veces adornados de bellísimas flores, estas flores se deben a la munificencia de Pepita, que las ha hecho traer de su huerta. Si en lugar del antiguo manto, viejo y raído, que tenía la Virgen de los Dolores, luce hoy un flamante y magnífico manto de terciopelo negro bordado de plata, Pepita es quien le ha costeado. Estos y otros tales beneficios, el Vicario está siempre decantándolos y ensalzándolos. Así es que cuando no hablo yo de mis miras, de mi vocación, de mis estudios, lo cual embelesa en extremo al señor Vicario, y le trae suspenso de mis labios; cuando es él quien habla y yo quien escucho, la conversación, después de mil vueltas y rodeos, viene a parar siempre en hablar de Pepita Jiménez. Y al cabo ¿de quién me ha de hablar el señor Vicario? Su trato con el médico, con el boticario, con los ricos labradores de aquí, apenas da motivo para tres palabras de conversación. Como el señor Vicario posee la rarísima cualidad en un lugareño de no ser amigo de contar vidas ajenas ni lances escandalosos, de nadie tiene que hablar sino de la mencionada mujer, a quien visita con frecuencia, y con quien, según se

desprende de lo que dice, tiene los más íntimos coloquios. No sé que libros habrá leído Pepita Jiménez, ni qué instrucción tendrá; pero de lo que cuenta el señor Vicario se colige que está dotada de un espíritu inquieto e investigador, donde se ofrecen infinitas cuestiones y problemas que anhela dilucidar y resolver, presentándolos para ello al señor Vicario, a quien deja agradablemente confuso. Este hombre, educado a la rústica, clérigo de misa y olla como vulgarmente suele decirse, tiene el entendimiento abierto a toda luz de verdad, aunque carece de iniciativa, y, por lo visto, los problemas y cuestiones que Pepita la presenta le abren nuevos horizontes y nuevos caminos, aunque nebulosos y mal determinados, que él no presumía siquiera, que no acierta a trazar con exactitud, pero cuya vaguedad, novedad y misterio le encantan. No desconoce el padre Vicario que esto tiene mucho de peligroso, y que él y Pepita se exponen a dar sin saberlo en alguna herejía; pero se tranquiliza, porque, distando mucho de ser un gran teólogo, sabe su catecismo al dedillo; tiene confianza en Dios, que le iluminará, y espera no extraviarse, y da por cierto que Pepita seguirá sus consejos y no se extraviará nunca. Así imaginan ambos mil poesías, aunque informes, bellas, sobre todos los misterios de nuestra religión y artículos de nuestra fe. Inmensa es la devoción que tienen a María Santísima, Señora nuestra, y yo me quedo absorto de ver cómo saben enlazar la idea o el concepto popular de la Virgen con algunos de los más remontados pensamientos teológicos. Por lo que relata el padre Vicario, entreveo que en el alma de Pepita Jiménez, en medio de la serenidad y calma que aparenta, hay clavado un agudo dardo de dolor; hay un amor de pureza contrariado por su vida pasada. Pepita amó a don Gumersindo como a su compañero, como a su bienhechor, como al hombre a quien todo se lo debe, pero la atormenta, la avergüenza el recuerdo de que don Gumersindo fue su marido. En su devoción a la Virgen se descubre un sentimiento de humillación dolorosa, un torcedor, una melancolía que influye en su mente el recuerdo de su matrimonio indigno y estéril. Hasta en su adoración al niño Dios, representado en la preciosa imagen de talla que tiene en su casa, interviene el amor maternal sin objeto, el amor maternal que busca ese objeto en un ser no nacido de pecado y de impureza.

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El padre Vicario dice que Pepita adora al niño Jesús como a su Dios, pero que le ama con las entrañas maternales con que amaría a un hijo, si le tuviese, y si en su concepción no hubiera habido cosa de que tuviera ella que avergonzarse. El padre Vicario nota que Pepita sueña con la madre ideal y con el hijo ideal, inmaculados ambos, al rezar a la Virgen Santísima, y al cuidar a su lindo niño Jesús de talla. Aseguro a usted que no sé qué pensar de todas estas extrañezas. ¡Conozco tan poco lo que son las mujeres! Lo que de Pepita me cuenta el padre Vicario me sorprende, y si bien más a menudo entiendo que Pepita es buena, y no mala, a veces me infunde cierto terror por mi padre. Con los cincuenta y cinco años que tiene, creo que está enamorado, y Pepita, aunque buena por reflexión, puede, sin premeditarlo ni calcularlo, ser un instrumento del espíritu del mal; puede tener una coquetería irreflexiva e instintiva, más invencible, eficaz y funesta aún que la que procede de premeditación, cálculo y discurso. ¿Quién sabe, me digo yo a veces, si a pesar de las buenas obras de Pepita, de sus rezos, de su vida devota y recogida, de sus limosnas y de sus donativos para las iglesias, en todo lo cual se puede fundar el afecto que el padre Vicario le profesa, no hay también un hechizo humano, no hay algo de magia diabólica en este prestigio de que se rodea y con el cual emboba a este cándido padre Vicario, y le lleva y le trae y le hace que no piense ni hable sino de ella a todo momento? El mismo imperio que ejerce Pepita sobre un hombre tan descreído como mi padre, sobre una naturaleza tan varonil y poco sentimental, tiene en verdad mucho de raro. No explican tampoco las buenas obras de Pepita el respeto y afecto que infunde por lo general en estos rústicos. Los niños pequeñuelos acuden a verla las pocas veces que sale a la calle y quieren besarle la mano; las mozuelas le sonríen y la saludan con amor; los hombres todos se quitan el sombrero a su paso y se inclinan con la más espontánea reverencia y con la más sencilla y natural simpatía. Pepita Jiménez, a quien muchos han visto nacer, a quien vieron todos en la miseria, viviendo con su madre, a quien han visto después casada con el decrépito y avaro don Gumersindo, hace olvidar todo esto, y aparece como un ser peregrino, venido de alguna tierra lejana, de alguna esfera superior, pura y

radiante, y obliga y mueve al acatamiento afectuoso, a algo como admiración amantísima a todos sus compatriotas. Veo que distraídamente voy cayendo en el mismo defecto que en el padre Vicario censuro, y que no hablo a usted sino de Pepita Jiménez. Pero esto es natural. Aquí no se habla de otra cosa. Se diría que todo el lugar está lleno del espíritu, del pensamiento, de la imagen de esta singular mujer, que yo no acierto aún a determinar si es un ángel o una refinada coqueta llena de astucia instintiva, aunque los términos parezcan contradictorios. Porque lo que es con plena conciencia estoy convencido de que esta mujer no es coqueta ni sueña en ganarse voluntades para satisfacer su vanagloria. Hay sinceridad y candor en Pepita Jiménez. No hay más que verla para creerlo así. Su andar airoso y reposado, su esbelta estatura, lo terso y despejado de su frente, la suave y pura luz de sus miradas, todo se concierta en un ritmo adecuado, todo se une en perfecta armonía, donde no se descubre nota que disuene. ¡Cuánto me pesa de haber venido por aquí y de permanecer aquí tan largo tiempo! Había pasado la vida en casa de usted y en el Seminario; no había visto ni tratado más que a mis compañeros y maestros; nada conocía del mundo sino por especulación y teoría; y de pronto, aunque sea en un lugar, me veo lanzado en medio del mundo, y distraído de mis estudios, meditaciones y oraciones por mil objetos profanos.

20 de abril.

Las últimas caras de usted, queridísimo tío, han sido de grata consolación para mi alma. Benévolo como siempre, me amonesta usted y me ilumina con advertencias útiles y discretas. Es verdad: mi vehemencia es digna de vituperio. Quiero alcanzar el fin sin poner los medios; quiero llegar al término de la jornada sin andar antes paso a paso el áspero camino. Me quejo de sequedad de espíritu en la oración, de distraído, de disipar mi ternura en objetos pueriles; ansío volar al trato íntimo de Dios, a la contemplación esencial, y desdeño la oración imaginaria y la meditación

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racional y discursiva. ¿Cómo sin obtener la pureza, cómo sin ver la luz he de lograr el goce del amor? Hay mucha soberbia en mí, y yo he de procurar humillarme a mis propios ojos, a fin de que el espíritu del mal no me humille, permitiéndolo Dios, en castigo de mi presunción y de mi orgullo. No creo, a pesar de todo, como usted me advierte, que es tan fácil para mí una fea y no pensada caída. No confío en mí: confío en la misericordia de Dios y en su gracia, y espero que no sea. Con todo, razón tiene usted que le sobra en aconsejarme que no me ligue mucho en amistad con Pepita Jiménez; pero yo disto bastante de estar ligado con ella. No ignoro que los varones religiosos y los santos, que deben servirnos de ejemplo y dechado, cuando tuvieron gran familiaridad y amor con mujeres fue en la ancianidad, o estando ya muy probados y quebrantados por la penitencia, o existiendo una notable desproporción de edad entre ellos y las piadosas amigas que elegían; como se cuenta de San Jerónimo y Santa Paulina, y de San Juan de la Cruz y Santa Teresa. Y aun así, y aun siendo el amor de todo punto espiritual, sé que puede pecar por demasía. Porque Dios no más debe ocupar nuestra alma, como dueño y esposo, y cualquiera otro ser que en ella more ha de ser sólo a título de amigo o siervo o hechura del esposo, y en quien el esposo se complace. No crea usted, pues, que yo me jacte de invencible, y desdeñe los peligros y los desafíe y los busque. En ellos perece quien los ama. Y cuando el rey profeta, con ser tan conforme al corazón del Señor y tan su valido, y cuando Salomón, a pesar de su sobrenatural e infusa sabiduría, fueron conturbados y pecaron, porque Dios quitó su faz de ellos, ¿qué no debo temer yo, mísero pecador, tan joven, tan inexperto de las astucias del demonio, y tan poco firme y adiestrado en las peleas de la virtud? Lleno de un provechoso temor de Dios, y con la debida desconfianza de mi flaqueza, no olvidaré los consejos y prudentes amonestaciones de usted, rezando con fervor mis oraciones y meditando en las cosas divinas para aborrecer las mundanas en lo que tienen de aborrecibles pero aseguro a usted que hasta ahora, por más que ahondo en mi conciencia y registro con suspicacia sus más escondidos senos, nada descubro que me haga temer lo que usted teme.

Si de mis cartas anteriores resultan encomios para el alma de Pepita Jiménez, culpa es de mi padre y del señor Vicario y no mía, porque al principio, lejos de ser favorable a esta mujer, estaba yo prevenido contra ella con prevención injusta. En cuanto a la belleza y donaire corporal de Pepita, crea usted que lo he considerado todo con entera limpieza de pensamiento. Y aunque me sea costoso el decirlo, y aunque a usted le duela un poco, le confesaré que si alguna leve mancha ha venido a empañar el sereno y pulido espejo de mi alma en que Pepita se reflejaba, ha sido la ruda sospecha de usted, que casi me ha llevado por un instante a que yo mismo sospeche. Pero no: ¿qué he pensado yo, qué he mirado, qué he celebrado en Pepita, por donde nadie pueda colegir que propendo a sentir por ella algo que no sea amistad y aquella inocente y limpia admiración que inspira una obra de arte, y más si la obra es del Artífice soberano y nada menos que su templo? Por otra parte, querido tío, yo tengo que vivir en el mundo, tengo que tratar a las gentes, tengo que verlas, y no he de arrancarme los ojos. Usted me ha dicho mil veces que me quiere en la vida activa, predicando la ley divina, difundiéndola por el mundo, y no entregado a la vida contemplativa en la soledad y el aislamiento. Ahora bien, si esto es así, como lo es, ¿de qué suerte me había yo de gobernar para no reparar en Pepita Jiménez? A no ponerme en ridículo, cerrando en su presencia los ojos, fuerza es que yo vea y note la hermosura de los suyos, lo blanco, sonrosado y limpio de su tez, la igualdad y el nacarado esmalte de los dientes que descubre a menudo cuando sonríe, la fresca púrpura de sus labios, la serenidad y tersura de su frente, y otros mil atractivos que Dios ha puesto en ella. Claro está que para el que lleva en su alma el germen de los pensamientos livianos, la levadura del vicio, cada una de las impresiones que Pepita produce puede ser como el golpe del eslabón que hiere el pedernal y que hace brotar la chispa que todo lo incendia y devora; pero yendo prevenido contra este peligro, y reparándome y cubriéndome bien con el escudo de la prudencia cristiana, no encuentro que tenga yo nada que recelar. Además que, si bien es temerario buscar el peligro, es cobardía no saber arrostrarle y huir de él cuando se presenta. No lo dude usted: yo veo en Pepita Jiménez una hermosa criatura de Dios, y por Dios la amo como a hermana. Si alguna predilección siento por ella, es por

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las alabanzas que de ella oigo a mi padre, al señor Vicario y a casi todos los de este lugar. Por amor a mi padre desearía yo que Pepita desistiese de sus ideas y planes de vida retirada y se casase con él; pero prescindiendo de esto, y si yo viese que mi padre sólo tenía un capricho y no una verdadera pasión, me alegraría de que Pepita permaneciese firme en su casta viudez, y cuando yo estuviese muy lejos de aquí, allá en la India o en el Japón, o en algunas misiones más peligrosas, tendría un consuelo en escribirle algo sobre mis peregrinaciones y trabajos. Cuando, ya viejo, volviese yo por este lugar, también gozaría mucho en intimar con ella, que estaría ya vieja, y en tener con ella coloquios espirituales y pláticas por el estilo de las que tiene ahora el padre Vicario. Hoy, sin embargo, como soy mozo, me acerco poco a Pepita; apenas la hablo. Prefiero pasar por encogido, por tonto, por mal criado y arisco, a dar la menor ocasión, no ya a la realidad de sentir por ella lo que no debo, pero ni a la sospecha ni a la maledicencia. En cuanto a Pepita, ni remotamente convengo en lo que usted deja entrever como vago recelo. ¿Qué plan ha de formar respecto a un hombre que va a ser clérigo dentro de dos o tres meses? Ella, que ha desairado a tantos, ¿por qué había de prendarse de mí? Harto me conozco y sé que no puedo, por fortuna, inspirar pasiones. Dicen que no soy feo, pero soy desmañado, torpe, corto de genio, poco ameno; tengo trazas de lo que soy: de un estudiante humilde. ¿Qué valgo yo al lado de los gallardos mozos, aunque algo rústicos, que han pretendido a Pepita: ágiles jinetes, discretos y regocijados en la conversación, cazadores como Nembrot, diestros en todos los ejercicios del cuerpo, cantadores finos y celebrados en todas las ferias de Andalucía, y bailarines apuestos, elegantes y primorosos? Si Pepita ha desairado todo esto, ¿cómo ha de fijarse ahora en mí y ha de concebir el diabólico deseo y más diabólico proyecto de turbar la paz de mi alma, de hacerme abandonar mi vocación, tal vez de perderme? No, no es posible. Yo creo buena a Pepita y a mí, lo digo sin mentida modestia, me creo insignificante. Ya se entiende que me creo insignificante para enamorarla, no para ser su amigo; no para que ella me estime y llegue a tener un día cierta predilección por mí, cuando yo acierte a hacerme digno de esta predilección con una santa y laboriosa vida. Perdóneme usted si me defiendo con sobrado calor de ciertas reticencias de

la carta de usted, que suenan a acusaciones y a fatídicos pronósticos. Yo no me quejo de esas reticencias; usted me da avisos prudentes, gran parte de los cuales acepto y pienso seguir. Si va usted más allá de lo justo en el recelar, consiste sin duda en el interés que por mí se toma y que yo de todo corazón le agradezco.

4 de mayo.

Extraño es que en tantos días yo no haya tenido tiempo para escribir a usted; pero tal es la verdad. Mi padre no me deja parar y las visitas me asedian. En las grandes ciudades es fácil no recibir, aislarse, crearse una soledad, una Tebaida en medio del bullicio: en un lugar de Andalucía, y sobre todo teniendo la honra de ser hijo del cacique, es menester vivir en público. No ya sólo hasta el cuarto donde escribo, sino hasta mi alcoba penetran, sin que nadie se atreva a oponerse, el señor Vicario, el escribano, mi primo Currito, hijo de doña Casilda, y otros mil, que me despiertan si estoy dormido y me llevan donde quieren. El casino no es aquí mera diversión nocturna, sino de todas las horas del día. Desde las once de la mañana está lleno de gente que charla, que lee por cima algún periódico para saber las noticias, y que juega al tresillo. Personas hay que se pasan diez o doce horas al día jugando a dicho juego. En fin, hay aquí una holganza tan encantadora, que más no puede ser. Las diversiones son muchas, a fin de entretener dicha holganza. Además del tresillo se arma la timbirimba con frecuencia, y se juega al monte. Las damas, el ajedrez y el dominó no se descuidan. Y, por último, hay una pasión decidida por las riñas de gallos. Todo esto, con el visiteo, el ir al campo a inspeccionar las labores, el ajustar todas las noches las cuentas con el aperador, el visitar las bodegas y candioteras, y el clarificar, trasegar y perfeccionar los vinos, y al tratar con

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gitanos y chalanes para compra, venta o cambalache de los caballos, mulas y borricos, o con gente de Jerez que viene a comprar nuestro vino para trocarle en jerezano, ocupa aquí de diario a los hidalgos, señoritos o como quieran llamarse. En ocasiones extraordinarias hay otras faenas y diversiones que dan a todo más animación, como en tiempo de la siega, de la vendimia y de la recolección de la aceituna; o bien cuando hay feria y toros aquí o en otro pueblo cercano, o bien cuando hay romería al santuario de alguna milagrosa imagen de María Santísima, adonde, si acuden no pocos por curiosidad y para divertirse y feriar a sus amigas cupidos y escapularios, más son los que acuden por devoción y en cumplimiento de voto o promesa. Hay santuario de éstos que está en la cumbre de una elevadísima sierra, y con todo no faltan aún mujeres delicadas que suben allí con los pies descalzos, hiriéndoselos con abrojos, espinas y piedras, por el pendiente y mal trazado sendero. La vida de aquí tiene cierto encanto. Para quien no sueña con la gloria, para quien nada ambiciona, comprendo que sea muy descansada y dulce vida. Hasta la soledad puede lograrse aquí haciendo un esfuerzo. Como yo estoy aquí por una temporada, no puedo ni debo hacerlo; pero, si yo estuviese de asiento, no hallaría dificultad, sin ofender a nadie, en encerrarme y retraerme durante muchas horas o durante todo el día, a fin de entregarme a mis estudios y meditaciones. Su nueva y más reciente carta de usted me ha afligido un poco. Veo que insiste usted en sus sospechas, y no sé qué contestar para justificarme sino lo que ya he contestado. Dice usted que la gran victoria en cierto género de batallas consiste en la fuga: que huir es vencer. ¿Cómo he de negar yo lo que el Apóstol y tantos santos Padres y Doctores han dicho? Con todo, de sobra sabe usted que el huir no depende de mi voluntad. Mi padre no quiere que me vaya; mi padre me retiene a pesar mío; tengo que obedecerle. Necesito, pues, vencer por otros medios, y no por el de la fuga. Para que usted se tranquilice, repetiré que la lucha apenas está empeñada; que usted ve las cosas más adelantadas que lo que están. No hay el menor indicio de que Pepita Jiménez me quiera. Y aunque me quisiese, sería de otro modo que como querían las mujeres que usted cita para mi ejemplar escarmiento. Una señora bien educada y honesta, en nuestros días,

no es tan inflamable y desaforada como esas matronas de que están llenas las historias antiguas. El pasaje que aduce usted de San Juan Crisóstomo es digno del mayor respeto, pero no es del todo apropiado a las circunstancias. La gran dama que en Of, Tebas o Dióspolis Magna, se enamoró del hijo predilecto de Jacob debió de ser hermosísima; sólo así se concibe que asegure el Santo ser mayor prodigio el que Josef no ardiera, que el que los tres mancebos que hizo poner Nabucodonosor en el horno candente no se redujesen a cenizas. Confieso con ingenuidad que, lo que es en punto a hermosura, no atino a representarme que supere a Pepita Jiménez la mujer de aquel príncipe egipcio, mayordomo mayor o cosa por el estilo del palacio de los Faraones; pero ni yo soy como Josef, agraciado con tantos dones y excelencias, ni Pepita es una mujer sin religión y sin decoro. Y aunque fuera así, aun suponiendo todos estos horrores, no me explico la ponderación de San Juan Crisóstomo sino porque vivía en la capital corrompida, y semigentílica aún, del Bajo Imperio; en aquella corte, cuyos vicios tan crudamente censuró y donde la propia emperatriz Eudoxia daba ejemplo de corrupción y de escándalo. Pero hoy, que la moral evangélica ha penetrado, más profundamente en el seno de la sociedad cristiana, me parece exagerado creer más milagroso el casto desdén del hijo de Jacob que la incombustibilidad material de los tres mancebos de Babilonia. Otro punto toca usted en su carta que me anima y lisonjea en extremo. Condena usted como debe el sentimentalismo exagerado y la propensión a enternecerme y a llorar por motivos pueriles, de que le dije padecía a veces; pero esta afeminada pasión de ánimo, ya que existe en mí, importando desecharla, celebra usted que no se mezcle con la oración y la meditación, y las contamine. Usted reconoce y aplaude en mí la energía verdaderamente varonil que debe haber en el afecto y en la mente que anhelan elevarse a Dios. La inteligencia que pugna por comprenderle ha de ser briosa; la voluntad que se le somete por completo es porque triunfa antes de sí misma, riñendo bravas batallas con todos los apetitos y derrotando y poniendo en todas las tentaciones, el mismo afecto acendrado y ardiente, que, aun en criaturas simples y cuitadas, puede encumbrarse hasta Dios por un rapto de amor, logrando conocerle por iluminación sobrenatural, es hijo, a más de la gracia divina, de un carácter firme y entero. Esa languidez, ese quebranto de la voluntad, esa ternura enfermiza,

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nada tienen que hacer con la caridad, con la devoción y con el amor divino. Aquello es atributo de menos que mujeres: éstas son pasiones, si pasiones pueden llamarse, de más que hombres, de ángeles. Sí; tiene usted razón de confiar en mí, y de esperar que no he de perderme porque una piedad relajada y muelle abra las puertas de mi corazón a los vicios, transigiendo con ellos. Dios me salvará y yo combatiré por salvarme con su auxilio; pero, si me pierdo, los enemigos del alma y los pecados mortales no han de entrar disfrazados ni por capitulación en la fortaleza de mi conciencia, sino con banderas desplegadas, llevándolo todo a sangre y fuego y después de acérrimo combate. En estos últimos días he tenido ocasión de ejercitar mi paciencia en grande y de mortificar mi amor propio del modo más cruel. Mi padre quiso pagar a Pepita el obsequio de la huerta y la convidó a visitar su quinta del Pozo de la Solana. La expedición fue el 22 de abril. No se me olvidará esta fecha. El Pozo de la Solana dista más de dos leguas de este lugar, y no hay hasta allí sino camino de herradura. Tuvimos todos que ir a caballo. Yo, como jamás he aprendido a montar, he acompañado a mi padre en todas las anteriores excursiones en una mulita de paso, muy mansa, y que, según la expresión de Dientes, el mulero, es más noble que el oro y más serena que un coche. En el viaje al Pozo de la Solana fui en la misma cabalgadura. Mi padre, el escribano, el boticario y mi primo Currito iban en buenos caballos. Mi tía doña Casilda, que pesa más de diez arrobas, en una enorme y poderosa burra con sus jamugas. El señor Vicario en una mula mansa y serena como la mía. En cuanto a Pepita Jiménez, que imaginaba yo que vendría también en burra con jamugas, pues ignoraba que montase, me sorprendió, apareciendo en un caballo tordo muy vivo y fogoso, vestida de amazona, y manejando el caballo con destreza y primor notables. Me alegré de ver a Pepita tan gallarda a caballo; pero desde luego presentí y empezó a mortificarme el desairado papel que me tocaba hacer al lado de la robusta tía doña Casilda, y del padre Vicario, yendo nosotros a retaguardia, pacíficos y serenos como en coche, mientras que la lucida cabalgata caracolearía, correría, trotaría y haría mil evoluciones y escarceos. Al punto se me antojó que Pepita me miraba compasiva, al ver la facha

lastimosa que sobre la mula debía yo de tener. Mi primo Currito me miró con sonrisa burlona, y empezó en seguida a embromarme y atormentarme. Aplauda usted mi resignación y mi valerosa paciencia. A todo me sometí de buen talante, y pronto hasta las bromas de Currito acabaron al notar cuán invulnerable yo era. Pero, ¡cuán sufrí por dentro! Ellos corrieron, galoparon, se nos adelantaron a la a la vuelta. El Vicario y yo permanecimos siempre serenos como las mulas, sin salir del paso y llevando a dona Casilda en medio. Ni siquiera tuve el consuelo de hablar con el padre Vicario, cuya conversación me es tan grata, ni de encerrarme dentro de mí mismo y fantasear y soñar, ni de admirar a mis solas la belleza del terreno que recorríamos. Doña Casilda es de una locuacidad abominable, y tuvimos que oírla. Nos dijo cuanto hay que saber de chismes del pueblo, y nos habló de todas sus habilidades, y nos explicó el modo de hacer salchichas, morcillas de sesos, hojaldres y otros mil guisos y regalos. Nadie la vence en negocios de cocina y de matanza de cerdos, según ella, sino Antoñona, la nodriza de Pepita Jiménez, y hoy su ama de llaves y directora de su casa. Yo conozco ya a la tal Antoñona, pues va y viene a casa con recados, y, en efecto, es muy lista: tan parlanchina como la tía Casilda, pero cien mil veces más discreta. El camino hasta el Pozo de la Solana es delicioso; pero yo iba tan contrariado que no acerté a gozar de él. Cuando llegamos a la casería y nos apeamos, se me quitó de encima un gran peso, como si fuese yo quien hubiese llevado a la mula y no la mula a mí. Ya a pie, recorrimos la posesión, que es magnífica, variada y extensa. Hay allí más de ciento veinte fanegas de viña vieja y majuelo, todo bajo una linde: otro tanto o más de olivar, y, por último, un bosque de encinas de las más corpulentas que aún quedan en pie en toda Andalucía. El agua del Pozo de la Solana forma un arroyo claro y abundante, donde vienen a beber todos los pajarillos de las cercanías, y donde se cazan a centenares por medio de espartos con liga, o con red, en cuyo centro se colocan el cimbel y el reclamo. Allí recordé mis diversiones de la niñez y cuántas veces había ido yo a cazar pajarillos de la manera expresada. Siguiendo el curso del arroyo, y sobre todo en las hondonadas, hay muchos álamos y otros árboles altos que, con las matas y hierbas, crean un intrincado laberinto y una sombría espesura. Mil plantas silvestres y olorosas crecen allí

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de un modo espontáneo, y por cierto que es difícil imaginar nada más esquivo, agreste y verdaderamente solitario, apacible y silencioso que aquellos lugares. Se concibe allí en el fervor del mediodía, cuando el sol vierte a torrentes la luz desde un cielo sin nubes, en las calurosas y reposadas siestas, el mismo terror misterioso de las horas nocturnas. Se concibe allí la vida de los antiguos patriarcas y de los primitivos héroes y pastores, y las apariciones y visiones que tenían de ninfas, de deidades y de ángeles en medio de la claridad meridiana. Andando por aquella espesura, hubo un momento en el cual, no acierto a decir cómo, Pepita y yo nos encontramos solos: yo al lado de ella. Los demás se habían quedado atrás. Entonces sentí por todo mi cuerpo un estremecimiento. Era la primera vez que me veía a solas con aquella mujer y en sitio tan apartado, y cuando yo pensaba en las apariciones meridianas, ya siniestras, ya dulces, y siempre sobrenaturales, de los hombres de las edades remotas. Pepita había dejado en la casería la larga falda de montar, y caminaba con un vestido corto, que no estorbaba la graciosa ligereza de sus movimientos. Sobre la cabeza llevaba un sombrerillo andaluz, colocado con gracia. En la mano el látigo, que se me antojó como varita de virtudes, con que pudiera hechizarme aquella maga. No temo repetir aquí los elogios de su belleza. En aquellos sitios agrestes se me apareció más hermosa. La cautela, que recomiendan los ascetas, de pensar en ella, afeada por los años y por las enfermedades, de figurármela muerta, llena de hedor y podredumbre y cubierta de gusanos, vino, a pesar mío, a mi imaginación; y digo a pesar mío, porque no entiendo que tan terrible cautela fuese indispensable. Ninguna idea mala en lo material, ninguna sugestión del espíritu maligno turbó entonces mi razón ni logró inficionar mi voluntad y mis sentidos. Lo que sí me ocurrió fue un argumento para invalidar, al menos en mí, la virtud de esa cautela. La hermosura, obra de un arte soberano y divino, puede ser caduca, efímera, desaparecer en el instante; pero su idea es eterna, y en la mente del hombre vive vida inmortal, una vez percibida. La belleza de esta mujer, tal como hoy se me manifiesta, desaparecerá dentro de breves años: ese cuerpo elegante, esas formas esbeltas, esa noble cabeza, tan gentilmente erguida sobre los hombros, todo será pasto de gusanos inmundos; pero si la

materia ha de transformarse, la forma, el pensamiento artístico, la hermosura misma, ¿quién la destruirá? ¿No está en la mente divina? Percibida y conocida por mí, ¿no vivirá en mi alma, vencedora de la vejez y aun de la muerte? Así meditaba yo, cuando Pepita y yo nos acercamos. Así serenaba yo mi espíritu y mitigaba los recelos que usted ha sabido infundirme. Yo deseaba y no deseaba a la vez que llegasen los otros. Me complacía y me afligía al mismo tiempo de estar solo con aquella mujer. La voz argentina de Pepita rompió el silencio, y sacándome de mis meditaciones, dijo: —¡Qué callado y qué triste está usted, señor don Luis! Me apesadumbra el pensar que tal vez por culpa mía, en parte al menos, da a usted hoy un mal rato su padre, trayéndole a estas soledades, y sacándole de otras más apartadas, donde no tendrá usted nada que le distraiga de sus oraciones y piadosas lecturas. Yo no sé lo que contesté a esto. Hube de contestar alguna sandez, porque estaba turbado; y ni quería hacer un cumplimiento a Pepita, diciendo galanterías profanas, ni quería tampoco contestar de un modo grosero. Ella prosiguió: —Usted me ha de perdonar si soy maliciosa; pero se me figura que, además del disgusto de verse usted separado hoy de sus ocupaciones favoritas, hay algo más que contribuye poderosamente a su mal humor. —¿Qué es ese algo más? —dije yo—, pues usted lo descubre todo o cree descubrirlo. —Ese algo más —replicó Pepita— no es sentimiento propio de quien va a ser sacerdote tan pronto, pero sí lo es de un joven de veintidós años. Al oír esto, sentí que la sangre me subía al rostro y que el rostro me ardía. Imaginé mil extravagancias, me creí presa de una obsesión. Me juzgué provocado por Pepita, que iba a darme a entender que conocía que yo gustaba de ella. Entonces mi timidez se trocó en atrevida soberbia, y la miré de hito en hito. Algo de ridículo hubo de haber en mi mirada, pero, o Pepita no lo advirtió, o lo disimuló con benévola prudencia, exclamado del modo más sencillo: —No se ofenda usted porque yo le descubra alguna falta. Esta que he notado me parece leve. Usted está lastimado de las bromas de Currito y de hacer (hablando profanamente) un papel poco airoso, montado en una mula

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mansa, como el señor Vicario, con sus ochenta años, y no en un brioso caballo, como debiera un joven de su edad y circunstancias. La culpa es del señor Deán, que no ha pensado en que usted aprenda a montar. La equitación no se opone a la vida que usted piensa seguir, y yo creo que su padre de usted, ya que está usted aquí, debiera en pocos días enseñarle. Si usted va a Persia o a China, allí no hay ferrocarriles aún, y hará usted una triste figura cabalgando mal. Tal vez se desacredite el misionero entre aquellos bárbaros, merced a esta torpeza, y luego sea más difícil de lograr el fruto de las predicaciones. Estos y otros razonamientos más adujo Pepita para que yo aprendiese a montar a caballo, y quedé tan convencido de lo útil que es la equitación para un misionero, que le prometí aprender en seguida, tomando a mi padre por maestro. —En la primera nueva expedición que hagamos—le dije—, he de ir en el caballo más fogoso de mi padre, y no en la mulita de paso en que voy ahora. —Mucho me alegraré—replicó Pepita con una sonrisa de indecible suavidad. En esto llegaron todos al sitio en que estábamos, y yo, me alegré en mis adentros, no por otra cosa, sino por temor de no acertar a sostener la conversación, y de salir con doscientas mil simplicidades por mi poca o ninguna práctica de hablar con mujeres. Después del paseo, sobre la fresca hierba y en el más lindo sitio junto al arroyo, nos sirvieron los criados de mi padre una rústica y abundante merienda. La conversación fue muy animada, y Pepita mostró mucho ingenio y discreción. Mi primo Currito volvió a embromarme sobre mi manera de cabalgar y sobre la mansedumbre de mi mula: me llamó teólogo y me dijo que sobre aquella mula parecía que iba yo repartiendo bendiciones. Esta vez, ya con el firme propósito de hacerme jinete, contesté a las bromas con desenfado picante. Me callé, con todo, el compromiso contraído de aprender la equitación. Pepita, aunque en nada habíamos convenido, pensó sin duda, como yo, que importaba el sigilo para sorprender luego, cabalgando bien, y nada dijo de nuestra conversación. De aquí provino, natural y sencillamente, que existiera un secreto entre ambos; lo cual produjo en mi ánimo extraño efecto. Nada más ocurrió aquel día que merezca contarse. Por la tarde volvimos al lugar como habíamos venido. Yo, sin embargo, en

mi mula mansa y al lado de la tía Casilda, no me aburrí ni entristecí a la vuelta como a la ida. Durante todo el viaje oí a la tía sin cansancio referir sus historias, y por momentos me distraje en vagas imaginaciones. Nada de lo que en mi alma pasa debe ser un misterio para usted. Declaro que la figura de Pepita era como el centro, o mejor dicho, como el núcleo y el foco de estas imaginaciones vagas. Su meridiana aparición, en lo más intrincado, umbrío y silencioso de la verde enramada, me trajo a la memoria todas las apariciones, buenas o malas, de seres portentosos y de condición superior a la nuestra, que había yo leído en los autores sagrados y en los clásicos profanos. Pepita, pues, se me mostraba en los ojos y en el teatro interior de mi fantasía, no como iba a caballo delante de nosotros, sino de un modo ideal y etéreo, en el retiro nemoroso, como a Eneas su madre, como a Calímaco Palas, como al pastor bohemio Kroco la sílfide que luego concibió a Libusa, como Diana al hijo de Aristeo, como al Patriarca los ángeles en el valle de Mambré, como a San Antonio el hipocentauro en la soledad del yermo. Encuentro tan natural como el de Pepita se trastrocaba en mi mente en algo de prodigio. Por un momento, al notar la consistencia de esta imaginación, me creí obseso; me figuré, como era evidente, que en los pocos minutos que había estado a solas con Pepita junto al arroyo de la Solana nada había ocurrido que no fuese natural y vulgar; pero que después, conforme iba yo caminando tranquilo en mi mula, algún demonio se agitaba invisible en torno mío, sugiriéndome mil disparates. Aquella noche dije a mi padre mi deseo de aprender a montar. No quise ocultarle que Pepita me había excitado a ello. Mi padre tuvo una alegría extraordinaria. Me abrazó, me besó, me dijo que ya no era usted solo mi maestro, que él también iba a tener el gusto de enseñarme algo. Me aseguró, por último, que en dos o tres semanas haría de mí el mejor caballista de toda Andalucía; capaz de ir a Gibraltar por contrabando y de volver de allí, burlando al resguardo, con una coracha de tabaco y con un buen alijo de algodones: apto, en suma, para pasmar a todos los jinetes que se lucen en las ferias de Sevilla y Mairena, y para oprimir los lomos de Babieca, y de Bucéfalo, y aun de los propios caballos del Sol, si por acaso bajaban a la tierra y podía yo asirlos de la brida.

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Ignoro qué pensará usted de este arte de la equitación que estoy aprendiendo; pero presumo que no le tendrá por malo. ¡Si viera usted qué gozoso está mi padre y cómo se deleita enseñándome! Desde el día siguiente al de la expedición que he referido, doy dos lecciones diarias. Día hay durante el cual la lección es perpetua, porque nos lo pasamos a caballo. La primera semana fueron las lecciones en el corralón de casa, que está desempedrado y sirvió de picadero. Ya salimos al campo, pero procurando que nadie nos vea. Mi padre no quiere que me muestre en público hasta que pasme por lo bien plantado, según él dice. Si su vanidad de padre no le engaña, esto será muy pronto, porque tengo una disposición maravillosa para ser buen jinete. —¡Bien se ve que eres mi hijo! —exclama mi padre con júbilo al contemplar mis adelantos. Es tan bueno mi padre, que espero que usted le perdonará su lenguaje profano y sus chistes irreverentes. Yo me aflijo en lo interior de mi alma, pero lo sufro todo. Con las continuadas y largas lecciones estoy que da lástima de agujetas. Mi padre me recomienda que escriba a usted que me abro las carnes a disciplinazos. Como dentro de poco sostiene que me dará por enseñado, y no desea jubilarse de maestro, me propone otros estudios extravagantes y harto impropios de un futuro sacerdote. Unas veces quiere enseñarme a derribar para llevarme luego a Sevilla, donde dejaré bizcos a los ternes y gente del bronce, con la garrocha en la mano, en los llanos de Tablada. Otras veces se acuerda de sus mocedades y de cuando fue guardia de corps, y dice que va a buscar sus floretes, guantes y caretas y a enseñarme la esgrima. Y, por último, presumiendo también mi padre de manejar como nadie una navaja, ha llegado a ofrecerme que me comunicará esta habilidad. Ya se hará usted cargo de lo que yo contesto a tamañas locuras. Mi padre replica que en los buenos tiempos antiguos, no ya los clérigos, sino hasta los obispos andaban a caballo acuchillando infieles. Yo observo que eso podía suceder en las edades bárbaras, pero que ahora no deben los ministros del Altísimo saber esgrimir más armas que las de la persuasión. —Y cuando la persuasión no basta—añade mi padre—, ¿no viene bien

corroborar un poco los argumentos a linternazos? El misionero completo, según entiende mi padre, debe en ocasiones apelar a estos medios heroicos, y como mi padre ha leído muchos romances e historias, cita ejemplos en apoyo de su opinión. Cita en primer lugar a Santiago, quien sin dejar de ser apóstol, más acuchilla a los moros que les predica y persuade en su caballo blanco; cita a un señor de la Vera que fue con una embajada de los Reyes Católicos para Boabdil, y que en el patio de los Leones se enredó con los moros en disputas teológicas, y, apurado ya de razones, sacó la espada y arremetió contra ellos para acabar de convertirlos; y cita, por último, al hidalgo vizcaíno don Íñigo de Loyola, el cual, en una controversia que tuvo con un moro sobre la pureza de María Santísima, harto ya de las impías y horrorosas blasfemias con que el moro le contradecía, se fue sobre él espada en mano, y si el moro no se salva por pies, le infunde el convencimiento en el alma por estilo tremendo. Sobre el lance de San Ignacio contesto yo a mi padre que fue antes de que el santo se hiciera sacerdote, y sobre los otros ejemplos digo que no hay paridad. En suma, yo me defiendo como puedo de las bromas de mi padre y me limito a ser buen jinete sin estudiar esas otras artes, tan impropias de los clérigos, aunque mi padre asegura que no pocos clérigos españoles las saben y las ejercen a menudo en España, aun en el día de hoy, a fin de que la fe triunfe y se conserve o restaure la unidad católica. Me pesa en el alma de que mi padre sea así; de que hable con irreverencia y de burla de las cosas más serias; pero no incumbe a un hijo respetuoso el ir más allá de lo que voy en reprimir sus desahogos un tanto volterianos. Los llamo un tanto volterianos porque no acierto a calificarlos bien. En el fondo mi padre es buen católico, y esto me consuela. Ayer fue día de la Cruz y estuvo el lugar muy animado. En cada calle hubo seis o siete cruces de mayo llenas de flores, si bien ninguna tan bella como la que puso Pepita en la puerta de su casa. Era un mar de flores el que engalanaba la cruz. Por la noche tuvimos fiesta en casa de Pepita. La cruz, que había estado en la calle, se colocó en una gran sala baja, donde hay piano, y nos dio Pepita un espectáculo sencillo y poético que yo había visto cuando niño, aunque no le recordaba.

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De la cabeza de la cruz pendían siete listones o cintas anchas, dos blancas, dos verdes y tres encarnadas, que son los colores simbólicos de las virtudes teologales. Ocho niños de cinco o seis años, representando los siete Sacramentos, asidos de las siete cintas que pendían de la cruz, bailaron a modo de una contradanza muy bien ensayada. El Bautismo era un niño vestido de catecúmeno con su túnica blanca; el Orden, otro niño de sacerdote; la Confirmación, un obispito; la Extremaunción, un peregrino con bordón y esclavina llena de conchas, el Matrimonio, un novio y una novia, y un Nazareno con cruz y corona de espinas, la Penitencia. El baile, más que baile, fue una serie de reverencias, pasos, evoluciones y genuflexiones al compás de una música no mala, de algo como marcha, que el organista tocó en el piano con bastante destreza. Los niños, hijos de criados y familiares de la casa de Pepita, después de hacer su papel, se fueron a dormir muy regalados y agasajados. La tertulia continuó hasta las doce, y hubo refresco; esto es, tacillas de almíbar, y, por último, chocolate con torta de bizcocho y agua con azucarillos. El retiro y la soledad de Pepita van olvidándose desde que volvió la primavera, de lo cual mi padre está muy contento. De aquí en adelante Pepita recibirá todas las noches, y mi padre quiere que yo sea de la tertulia. Pepita ha dejado el luto, y está ahora más galana y vistosa con trajes ligeros y casi de verano, aunque siempre muy modestos. Tengo la esperanza de que lo más que mi padre me retendrá ya por aquí será todo este mes. En junio nos iremos juntos a esa ciudad, y ya usted verá cómo, libre de Pepita, que no piensa en mí ni se acordará de mí para malo ni para bueno, tendré el gusto de abrazar a usted y de lograr la dicha de ser sacerdote.

7 de mayo. Todas las noches, de nueve a doce, tenemos, como ya indiqué a usted, tertulia en casa de Pepita. Van cuatro o cinco señoras y otras tantas señoritas del lugar, contando con la tía Casilda, y van también seis o siete caballeritos, que suelen jugar a juegos de prendas con las niñas. Como es natural, hay tres o cuatro noviazgos.

La gente formal de la tertulia es la de siempre. Se compone, como si dijéramos, de los altos funcionarios: de mi padre, que es el cacique; del boticario, del médico, del escribano y del señor Vicario. Pepita juega al tresillo con mi padre, con el señor Vicario y con algún otro. Yo no sé de qué lado ponerme. Si me voy con la gente joven, estorbo con mi gravedad en sus juegos y enamoramientos. Si me voy con el estado mayor, tengo que hacer el papel de mirón en una cosa que no entiendo. Yo no sé más juego de naipes que el burro ciego, el burro con vista y un poco de tute o brisca cruzada. Lo mejor sería que yo no fuese a la tertulia; pero mi padre se empeña en que vaya. Con no ir, según él, me pondría en ridículo. Muchos extremos de admiración hace mi padre al notar mi ignorancia de ciertas cosas. Esto de que yo no sepa jugar al tresillo, siquiera al tresillo, le tiene maravillado. —Tu tío te ha criado—me dice—debajo de un fanal, haciéndote tragar teología y más teología, y dejándote a obscuras de lo demás que hay que saber. Por lo mismo que vas a ser clérigo y que no podrás bailar ni enamorar en las reuniones, necesitas jugar al tresillo. Si no, ¿qué vas a hacer, desdichado? A estos y otros discursos por el estilo he tenido que rendirme, y mi padre me está enseñando en casa a jugar al tresillo, para que, no bien lo sepa, lo juegue en la tertulia de Pepita. También, como ya dije a usted, ha querido enseñarme la esgrima, y después, a fumar y a tirar a la pistola y la barra; pero en nada de esto he consentido yo. —¡Qué diferencia—exclama mi padre—entre tu mocedad y la mía! Y luego añade riéndose: —En sustancia, todo es lo mismo. Yo también tenía mis horas canónicas en el cuartel de Guardias de Corps; el cigarro era el incensario, la baraja el libro de coro, y nunca me faltaban otras devociones y ejercicios más o menos espirituales. Aunque usted me tenía prevenido acerca de estas genialidades de mi padre, y de que por ellas había estado yo con usted doce años, desde los diez a los veintidós, todavía me aturden y desazonan los dichos de mi padre, sobrado libres a veces. Pero ¿qué le hemos de hacer? Aunque no puedo censurárselos, tampoco se los aplaudo ni se los río.

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Lo singular y plausible es que mi padre es otro hombre cuando está en casa de Pepita. Ni por casualidad se le escapa una sola frase, un solo chiste de estos que prodiga tanto en otros lugares. En casa de Pepita es mi padre el propio comedimiento. Cada día parece, además, más prendado de ella y con mayores esperanzas de triunfo. Sigue mi padre contentísimo de mí como discípulo de equitación. Dentro de cuatro o cinco días asegura que podré ya montar y montaré en Lucero, caballo negro, hijo de un caballo árabe y de una yegua de la casta de Guadalcázar, saltador, corredor, lleno de fuego y adiestrado en todo linaje de corvetas. —Quien eche a Lucero los calzones encima—dice mi padre—, ya puede apostarse a montar con los propios centauros; y tú le echarás los calzones encima dentro de poco. Aunque me paso todo el día en el campo a caballo, en el casino y en la tertulia, robo algunas horas al sueño, ya voluntariamente, ya porque me desvele, y medito en mi posición y hago examen de conciencia. La imagen de Pepita está siempre presente en mi alma. ¿Será esto amor?, me pregunto. Mi compromiso moral, mi promesa de consagrarme a los altares, aunque no confirmada, es para mí valedera y perfecta. Si algo que se oponga al cumplimiento de esa promesa ha penetrado en mi alma, es necesario combatirlo. Desde luego noto, y no me acuse usted de soberbia porque le digo lo que noto, que el imperio de mi voluntad, que usted me ha enseñado a ejercer, es omnímodo sobre todos mis sentidos. Mientras Moisés en la cumbre del Sinaí conversaba con Dios, la baja plebe en la llanura adoraba rebelde el becerro. A pesar de mis pocos años, no teme mi espíritu rebeldías semejantes. Bien pudiera conversar con Dios con plena seguridad, si el enemigo no viniese a pelear contra mí en el mismo santuario. La imagen de Pepita se me presenta en el alma. Es un espíritu quien hace guerra a mi espíritu; es la idea de su hermosura en toda su inmaterial pureza la que se me ofrece en el camino que guía al abismo profundo del alma donde Dios asiste, y me impide llegar a él. No me obceco, con todo. Veo claro, distingo, no me alucino. Por cima de esta inclinación espiritual que me arrastra hacia Pepita, está el amor de lo infinito y de lo eterno. Aunque yo me represente a Pepita como una idea, como una poesía, no deja de ser la idea, la poesía de algo finito, limitado, concreto,

mientras que el amor de Dios y el concepto de Dios todo lo abarcan. Pero por más esfuerzos que hago, no acierto a revestir de una forma imaginaria ese concepto supremo, objeto de un afecto superiorísimo, para que luche con la imagen, con el recuerdo de la verdad caduca y efímera que de continuo me atosiga. Fervorosamente pido al cielo que se despierte en mí la fuerza imaginativa y cree una semejanza, un símbolo de ese concepto que todo lo comprende, a fin de que absorba y ahogue la imagen, el recuerdo de esta mujer. Es vago, es oscuro, es indescriptible, es como tiniebla profunda el más alto concepto, blanco de mi amor; mientras que ella se me representa con determinados contornos, clara, evidente, luminosa, con la luz velada que resisten los ojos del espíritu, no luminosa con la otra luz intensísima que para los ojos del espíritu es como tinieblas. Toda otra consideración, toda otra forma, no destruye la imagen de esta mujer. Entre el Crucifijo y yo se interpone, entre la imagen devotísima de la Virgen y yo se interpone, sobre la página del libro espiritual que leo viene también a interponerse. No creo, sin embargo, que estoy herido de lo que llaman amor en el siglo. Y aunque lo estuviera, yo lucharía y vencería. La vista diaria de esa mujer, y el oír cantar sus alabanzas de continuo, hasta al padre Vicario, me tienen preocupado; divierten mi espíritu hacia lo profano, y le alejan de su debido recogimiento; pero no, yo no amo a Pepita todavía. Me iré y la olvidaré. Mientras aquí permanezca, combatiré con valor. Combatiré con Dios, para vencerle por el amor y el rendimiento. Mis clamores llegarán a Él como inflamadas saetas, y derribarán el escudo con que se defiende y oculta a los ojos de mi alma. Yo pelearé como Israel, en el silencio de la noche, y Dios me llagará en el muslo y me quebrantará en ese combate, para que yo sea vencedor siendo vencido.

12 de mayo.

Antes de lo que yo pensaba, querido tío, me decidió mi padre a que montase en Lucero. Ayer, a las seis de la mañana, cabalgué en esta hermosa fiera, como

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le llama mi padre, y me fui con mi padre al campo. Mi padre iba caballero en una jaca alazana. Lo hice tan bien, fui tan seguro y apuesto en aquel soberbio animal, que mi padre no pudo resistir a la tentación de lucir a su discípulo, y después de reposarnos en un cortijo que tiene media legua de aquí, y a eso de las once, me hizo volver al lugar y entrar por lo más concurrido y céntrico, metiendo mucha bulla y desempedrando las calles. No hay que afirmar que pasamos por la de Pepita, quien de algún tiempo a esta parte se va haciendo algo ventanera y estaba a la reja, en una ventana baja, detrás de la verde celosía. No bien sintió Pepita el ruido y alzó los ojos y nos vio se levantó, dejó la costura que traía entre manos y se puso a mirarnos. Lucero, que, según he sabido después, tiene ya la costumbre de hacer piernas cuando pasa por delante de la casa de Pepita, empezó a retozar y a levantarse un poco de manos. Yo quise calmarle, pero como extrañase las mías, y también extrañase al jinete, despreciándole tal vez, se alborotó más y más y empezó a dar resoplidos, a hacer corvetas y aun a dar algunos botes; pero yo me tuve firme y sereno, mostrándole que era su amo, castigándole con la espuela, tocándole con el látigo en el pecho y reteniéndole por la brida. Lucero, que casi se había puesto de pies sobre los cuartos traseros, se humilló entonces hasta doblar mansamente las rodillas haciendo una reverencia. La turba de curiosos que se había agrupado alrededor rompió en estrepitosos aplausos. Mi padre dijo: —¡Bien por los mozos crudos y de arrestos! Y notando después que Currito, que no tiene otro oficio que el de paseante, se hallaba entre el concurso, se dirigió a él con estas palabras: —Mira, arrastrado; mira al teólogo ahora, y, en vez de burlarte, quédate patitieso de asombro. En efecto, Currito estaba con la boca abierta, inmóvil, verdaderamente asombrado. Mi triunfo fue grande y solemne, aunque impropio de mi carácter. La inconveniencia de este triunfo me infundió vergüenza. El rubor coloró mis mejillas. Debí ponerme encendido como la grana, y más aún cuando advertí que Pepita me aplaudía y me saludaba cariñosa, sonriendo y agitando sus lindas manos.

En fin, he ganado la patente de hombre recio y de jinete de primera calidad. Mi padre no puede estar más satisfecho y orondo; asegura que está completando mi educación; que usted le ha enviado en mí un libro muy sabio, pero en borrador y desencuadernado, y que él está poniéndome en limpio y encuadernándome. El tresillo, si es parte de la encuadernación y de la limpieza, también está ya aprendido. Dos noches he jugado con Pepita. La noche que siguió a mi hazaña ecuestre, Pepita me recibió entusiasmada, e hizo lo que nunca había querido ni se había atrevido a hacer conmigo: me alargó la mano. No crea usted que no recordé lo que recomiendan tantos y tantos moralistas y ascetas; pero, allá en mi mente, pensé que exageraban el peligro. Aquello del Espíritu Santo de que el que echa mano a una mujer se expone como si cogiera un escorpión, me pareció dicho en otro sentido. Sin duda que en los libros devotos, con la más sana intención, se interpretan harto duramente ciertas frases y sentencias de la Escritura. ¿Cómo entender, si no, que la hermosura de la mujer, obra tan perfecta de Dios, es causa de perdición siempre? ¿Cómo entender tampoco, en sentido general y constante, que la mujer es más amarga que la muerte? ¿Cómo entender que el que toca a una mujer, en toda ocasión y con cualquier pensamiento que sea, no saldrá sin mancha? En fin, respondí rápidamente dentro de mi alma a estos y a otros avisos, y tomé la mano que Pepita cariñosamente me alargaba y la estreché en la mía. La suavidad de aquella mano me hizo comprender mejor su delicadeza y primor, que hasta entonces no conocía sino por los ojos. Según los usos del siglo, dada ya la mano una vez, la debe uno dar siempre, cuando llega y cuando se despide. Espero que en esta ceremonia, en esta prueba de amistad, en esta manifestación de afecto, si se procede con pureza y sin el menor átomo de liviandad, no verá usted nada malo ni peligroso. Como mi padre tiene que estar muchas noches con el aperador y con otra gente del campo, y hasta las diez y media o las once suele no verse libre, yo le sustituyo en la mesa del tresillo al lado de Pepita. El señor Vicario y el escribano son casi siempre los otros tercios. Jugamos a décimo de real, de modo que un duro o dos es lo más que se atraviesa en la partida.

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Mediando, como media, tan poco interés en el juego, lo interrumpimos continuamente con agradables conversaciones y hasta con discusiones sobre puntos extraños al mismo juego, en todo lo cual demuestra siempre Pepita una lucidez de entendimiento, una viveza de imaginación y una tan extraordinaria gracia en el decir, que no pueden menos de maravillarme. No hallo motivo suficiente para variar de opinión respecto a lo que ya he dicho a usted contestando a sus recelos de que Pepita puede sentir cierta inclinación hacia mí. Me trata con el afecto natural que debe tener al hijo de su pretendiente don Pedro de Vargas, y con la timidez y encogimiento que inspira un hombre en mis circunstancias, que no es sacerdote aún, pero que pronto va a serlo. Quiero y debo, no obstante, decir a usted, ya que le escribo siempre como si estuviese de rodillas delante de usted a los pies del confesonario, una rápida impresión que he sentido dos o tres veces; algo que tal vez sea una alucinación o un delirio, pero que he notado. Ya he dicho a usted en otras cartas que los ojos de Pepita, verdes como los de Circe, tienen un mirar tranquilo y honestísimo. Se diría que ella ignora el poder de sus ojos, y no sabe que sirven más que para ver Cuando fija en alguien la vista, es tan clara, franca y pura la dulce luz de su mirada, que, en vez de hacer nacer ninguna mala idea, parece que crea pensamientos limpios; que deja en reposo grato a las almas inocentes y castas, y mata y destruye todo incentivo en las almas que no lo son. Nada de pasión ardiente, nada de fuego hay en los ojos de Pepita Como la tibia luz de la luna es el rayo de su mirada. Pues bien, a pesar de esto, yo he creído notar dos o tres veces un resplandor instantáneo, un relámpago, una llama fugaz y devoradora en aquellos ojos que se posaban en mí. ¿Será vanidad ridícula sugerida por el mismo demonio? Me parece que sí; quiero creer y creo que sí. Lo rápido, lo fugitivo de la impresión, me induce a conjeturar que no ha tenido nunca realidad extrínseca; que ha sido un ensueño mío. La calma del cielo, el frío de la indiferencia amorosa, si bien templado por la dulzura de la amistad y de la caridad, es lo que descubro siempre en los ojos de Pepita. Me atormenta, no obstante, este ensueño, esta alucinación de la mirada extraña y ardiente.

Mi padre dice que no son los hombres, sino las mujeres, las que toman la iniciativa, y que la toman sin responsabilidad, y pudiendo negar y volverse atrás cuando quieren. Según mi padre, la mujer es quien se declara por medio de miradas fugaces, que ella misma niega más tarde a su propia conciencia, si es menester, y de las cuales, más que leer, logra el hombre a quien van dirigidas adivinar el significado. De esta suerte, casi por medio de una conmoción eléctrica, casi por medio de una sutilísima e inexplicable intuición, se percata el que es amado de que es amado, y luego, cuando se resuelve a hablar, va ya sobre seguro y con plena confianza de la correspondencia. ¿Quién sabe si estas teorías de mi padre, oídas por mí, porque no puedo menos de oírlas, son las que me han calentado la cabeza y me han hecho imaginar lo que no hay? De todos modos, me digo a veces, ¿sería tan absurdo, tan imposible que lo hubiera? Y si lo hubiera, si yo agradase a Pepita de otro modo que como amigo, si la mujer a quien mi padre pretende se prendase de mí, ¿no sería espantosa mi situación? Desechemos estos temores, fraguados, sin duda, por la vanidad. No hagamos de Pepita una Fedra y de mí un Hipólito. Lo que sí empieza a sorprenderme es el descuido y plena seguridad de mi padre. Perdone usted, pídale a Dios que perdone mi orgullo; de vez en cuando me pica y enoja la tal seguridad. Pues qué, me digo, ¿soy tan adefesio para que mi padre no tema que, a pesar de mi supuesta santidad, o por mi misma supuesta santidad, no pueda yo enamorar, sin querer, a Pepita? Hay un curioso raciocinio, que yo me hago, y por donde me explico, sin lastimar mi amor propio, el descuido paterno en este asunto importante. Mi padre, aunque sin fundamento, se va considerando ya como marido de Pepita, y empieza a participar de aquella ceguedad funesta que Asmodeo u otro demonio más torpe infunde a los maridos. Las historias profanas y eclesiásticas están llenas de esta ceguedad, que Dios permite, sin duda para fines providenciales. El ejemplo más egregio quizá es el del emperador Marco Aurelio, que tuvo mujer tan liviana y viciosa como Faustina, y, siendo varón tan sabio y tan agudo filósofo, nunca advirtió lo que de todas las gentes que formaban el imperio romano era sabido; por donde, en las meditaciones o memorias que sobre sí mismo compuso, da infinitas gracias a los dioses inmortales porque le

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habían concedido mujer tan fiel y tan buena, y provoca la risa de sus contemporáneos y de las futuras generaciones. Desde entonces no se ve otra cosa todos los días sino magnates y hombres principales que hacen sus secretarios y dan todo su valimiento a los que lo tienen con su mujer. De esta suerte me explico que mi padre se descuide, y no recele que, hasta pesar mío, pudiera tener un rival en mí. Sería una falta de respeto, pecaría yo de presumido e insolente si advirtiese a mi padre del peligro que no ve. No hay medio de que yo le diga nada. Además, ¿qué había yo de decirle? ¿Que se me figura que una o dos veces Pepita me ha mirado de otra manera que como suele mirar? ¿No puede ser esto ilusión mía? No, no tengo la menor prueba de que Pepita desee siquiera coquetear conmigo. ¿Qué es, pues, lo que entonces podría yo decir a mi padre? ¿Había de decirle que yo soy quien está enamorado de Pepita, que yo codicio el tesoro que ya él tiene por suyo? Esto no es verdad; y sobre todo, ¿cómo declarar esto a mi padre, aunque fuera verdad, por mi desgracia y por mi culpa? Lo mejor es callarme; combatir en silencio, si la tentación llega a asaltarme de veras, y tratar de abandonar cuanto antes este pueblo y de volverme con usted.

19 de mayo.

Gracias a Dios y a usted por las nuevas cartas y nuevos consejos que me envía. Hoy los necesito más que nunca. Razón tiene la mística doctora Santa Teresa cuando pondera los grandes trabajos de las almas tímidas que se dejan turbar por la tentación; pero es mil veces más trabajoso el desengaño para quienes han sido, como yo, confiados y soberbios. Templos del Espíritu Santo son nuestros cuerpos, mas si se arrima fuego a sus paredes, aunque no ardan, se tiznan. La primera sugestión es la cabeza de la serpiente. Si no la hollamos con planta valerosa y segura, el ponzoñoso reptil sube a esconderse en nuestro seno. El licor de los deleites mundanos, por inocentes que sean, suele ser dulce al

paladar, y luego se trueca en hiel de dragones y veneno de áspides. Es cierto; ya no puedo negárselo a usted. Yo no debí poner los ojos con tanta complacencia en esta mujer peligrosísima. No me juzgo perdido; pero me siento conturbado. Como el corzo sediento desea y busca el manantial de las aguas, así mi alma busca a Dios todavía. A Dios se vuelve para que le dé reposo, y anhela beber en el torrente de sus delicias, cuyo ímpetu alegra el Paraíso, y cuyas ondas claras ponen más blanco que la nieve; pero un abismo llama a otro abismo, y mis pies se han clavado en el cieno que está en el fondo. Sin embargo, aún me quedan voz y aliento para clamar con el Salmista: ¡Levántate, gloria mía! Si te pones de mi lado, ¿quién prevalecerá contra mí? Yo digo a mi alma pecadora, llena de quiméricas imaginaciones y de vagos deseos, que son sus hijos bastardos: ¡Oh hija miserable de Babilonia, bienaventurado el que te dará tu galardón; bienaventurado el que deshará contra las piedras a tus pequeñuelos! Las mortificaciones, el ayuno, la oración, la penitencia serán las armas de que me revista para combatir y vencer con el auxilio divino. No era sueño, no era locura; era realidad. Ella me mira a veces con la ardiente mirada de que ya he hablado a usted. Sus ojos están dotados de una atracción magnética inexplicable. Me atrae, me seduce, y se fijan en ella los míos. Mis ojos deben arder entonces, como los suyos, con una llama funesta; como los de Amón cuando se fijaban en Tamar; como los del príncipe de Siquén cuando se fijaban en Dina. Al mirarlos así, hasta de Dios me olvido. La imagen de ella se levanta en el fondo de mi espíritu, vencedora de todo. Su hermosura resplandece sobre toda hermosura; los deleites del cielo me parecen inferiores a su cariño; una eternidad de penas creo que no paga la bienaventuranza infinita que vierte sobre mí en un momento con una de estas miradas que pasan cual relámpago. Cuando vuelvo a casa, cuando me quedo solo en mi cuarto, en el silencio de la noche, reconozco todo el horror de mi situación y formo buenos propósitos, que luego se quebrantan. Me prometo a mí mismo fingirme enfermo, buscar cualquier otro pretexto para no ir a la noche siguiente a casa de Pepita, y sin embargo voy. Mi padre, confiado hasta lo sumo, sin sospechar lo que pasa en mi alma, me

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dice cuando llega la hora: —Vete a la tertulia. Yo iré más tarde, luego que despache al aperador. Yo no atino con la excusa, no hallo el pretexto, y en vez de contestar: —No puedo ir—, tomo el sombrero y voy a la tertulia. Al entrar, Pepita y yo nos damos la mano, y al dárnosla me hechiza. Todo mi ser se muda. Penetra hasta mi corazón un fuego devorante, y ya no pienso más que en ella. Tal vez soy yo mismo quien provoca las miradas si tardan en llegar. La miro con insano ahínco, por un estímulo irresistible, y a cada instante creo descubrir en ella nuevas perfecciones. Ya los hoyuelos de sus mejillas cuando sonríe, ya la blancura sonrosada de la tez, ya la forma recta de la nariz, ya la pequeñez de la oreja, ya la suavidad de contornos y admirable modelado de la garganta. Entro en su casa, a pesar mío, como evocado por un conjuro; y, no bien entro en su casa, caigo bajo el poder de su encanto; veo claramente que estoy dominado por una maga cuya fascinación es ineluctable. No es ella grata a mis ojos solamente, sino que sus palabras suenan en mis oídos como la música de las esferas, revelándome toda la armonía del universo, y hasta imagino percibir una sutilísima fragancia que su limpio cuerpo despide, y que supera al olor de los mastranzos que crecen a orillas de los arroyos y al aroma silvestre del tomillo que en los montes se cría. Excitado de esta suerte, no sé cómo juego al tresillo, ni hablo, ni discurro con juicio, porque estoy todo en ella. Cada vez que se encuentran nuestras miradas se lanzan en ellas nuestras almas, y en los rayos que se cruzan se me figura que se unen y compenetran. Allí se descubren mil inefables misterios de amor, allí se comunican sentimientos que por otro medio no llegarían a saberse, y se citan poesías que no caben en lengua humana, y se cantan canciones que no hay voz que exprese ni acordada cítara que module. Desde el día en que vi a Pepita en el Pozo de la Solana, no he vuelto a verla a solas. Nada le he dicho ni me ha dicho, y, sin embargo, nos lo hemos dicho todo. Cuando me sustraigo a la fascinación, cuando estoy solo por la noche en mi aposento, quiero mirar con frialdad el estado en que me hallo, y veo abierto a mis pies el precipicio en que voy a sumirme, y siento que me resbalo y que me

hundo. Me recomienda usted que piense en la muerte; no en la de esta mujer, sino en la mía. Me recomienda usted que piense en lo inestable, en lo inseguro de nuestra existencia y en lo que hay más allá. Pero esta consideración y esta meditación ni me atemorizan ni me arredran. ¿Cómo he de temer la muerte cuando deseo morir? El amor y la muerte son hermanos. Un sentimiento de abnegación se alza de las profundidades de mi ser, y me llama a sí, y me dice que todo mi ser debe darse y perderse por el objeto amado. Ansío confundirme en una de sus miradas; diluir y evaporar toda mi esencia en el rayo de luz que sale de sus ojos, quedarme muerto mirándola, aunque me condene. Lo que es aún eficaz en mí contra el amor, no es el temor, sino el amor mismo. Sobre este amor determinado, que ya veo con evidencia que Pepita me inspira, se levanta en mi espíritu el amor divino en consurrección poderosa. Entonces lodo se cambia en mí, y aun me prometo la victoria. El objeto de mi amor superior se ofrece a los ojos de mi mente como el sol que todo lo enciende y alumbra, llenando de luz los espacios; y el objeto de mi amor más bajo, como átomo de polvo que vaga en el ambiente y que el sol dora. Toda su beldad, todo su resplandor, todo su atractivo no es más que el reflejo de ese sol increado, no es más que la chispa brillante, transitoria, inconsciente de aquella infinita y perenne hoguera. Mi alma, abrasada de amor, pugna por criar alas, y tender el vuelo, y subir a esa hoguera, y consumir allí cuanto hay en ella de impuro. Mi vida, desde hace algunos días, es una lucha constante. No sé cómo el mal que padezco no me sale a la cara. Apenas me alimento; apenas duermo. Si el sueño cierra mis párpados, suelo despertar azorado, como si me hallase peleando en una batalla de ángeles rebeldes y de ángeles buenos. En esta batalla de la luz contra las tinieblas, yo combato por la luz; pero tal vez imagino que me paso al enemigo, que soy un desertor infame; y oigo la voz del águila de Patmos que dice: «Y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz»; y entonces me lleno de terror y me juzgo perdido. No me queda más recurso que huir. Si en lo que falta para terminar el mes mi padre no me da su venia y no viene conmigo, me escapo como un ladrón; me fugo sin decir nada.

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23 de mayo.

Soy un vil gusano, y no un hombre; soy el oprobio y la abyección de la Humanidad; soy un hipócrita. Me han circundado dolores de muerte, y torrentes de iniquidad me han conturbado. Vergüenza tengo de escribir a usted, y no obstante le escribo. Quiero confesárselo todo. No logro enmendarme. Lejos de dejar de ir a casa de Pepita, voy más temprano todas las noches. Se diría que los demonios me agarran de los pies y me llevan allá sin que yo quiera. Por dicha, no hallo sola nunca a Pepita. No quisiera hallarla sola. Casi siempre se me adelanta el excelente padre Vicario, que atribuye nuestra amistad a la semejanza de gustos piadosos, y la funda en la devoción, como la amistad inocentísima que él le profesa. El proceso de mi mal es rápido. Como piedra que se desprende de lo alto del templo y va aumentando su velocidad en la caída, así mi espíritu ahora. Cuando Pepita y yo nos damos la mano, no es ya como al principio. Ambos hacemos un esfuerzo de voluntad y nos transmitimos, por nuestras diestras enlazadas, todas las palpitaciones del corazón. Se diría que, por arte diabólico, obramos una transfusión y mezcla de lo más sutil de nuestra sangre. Ella debe de sentir circular mi vida por sus venas, como yo siento en las mías la suya. Si estoy cerca de ella, la amo; si estoy lejos, la odio. A su vista, en su presencia, me enamora, me atrae, me rinde con suavidad, me pone un yugo dulcísimo. Su recuerdo me mata. Soñando con ella, sueño que me divide la garganta, como Judit al capitán de los asirios, que me atraviesa las sienes con un clavo, como Jael a Sisara; pero a su lado, me parece la esposa del Cantar de los Cantares, y la llamo con voz interior, y la bendigo, y la juzgo fuente sellada, huerto cerrado, flor del valle, lirio de los campos, paloma mía y hermana. Quiero libertarme de esta mujer y no puedo. La aborrezco y casi la adoro. Su espíritu se infunde en mí al punto que la veo, y me posee, y me domina y me humilla. Todas las noches salgo de su casa diciendo: «Ésta será la última noche que

vuelvo aquí, y vuelvo a la noche siguiente. Cuando habla, y estoy a su lado, mi alma queda como colgada de su boca; cuando sonríe, se me antoja que un rayo de luz inmaterial se me entra en el corazón y le alegra. A veces, jugando al tresillo, se han tocado por acaso nuestras rodillas, y he sentido un indescriptible sacudimiento. Sáqueme usted de aquí. Escriba usted a mi padre que me dé licencia para irme. Si es menester, dígaselo todo. ¡Socórrame usted! ¡Sea usted mi amparo!

30 de mayo. Dios me ha dado fuerzas para resistir y he resistido. Hace días que no pongo los pies en casa de Pepita, que no la veo. Casi no tengo que pretextar una enfermedad, porque realmente estoy enfermo. Estoy pálido y ojeroso; y mi padre, lleno de afectuoso cuidado, me pregunta qué padezco y me muestra el interés más vivo. El reino de los cielos cede a la violencia, y yo quiero conquistarlo. Con violencia llamo a sus puertas para que se me abran. Con ajenjo me alimenta Dios para probarme, y en balde le pido que aparte de mí ese cáliz de amargura; pero he pasado y paso en vela muchas noches entregado a la oración, y ha venido a endulzar lo amargo del cáliz una inspiración amorosa del espíritu consolador y soberano. He visto con los ojos del alma la nueva patria y en lo más íntimo de mi corazón ha resonado el cántico nuevo de la Jerusalén celeste. Si al cabo logro vencer, será gloriosa la victoria, pero se la deberé a la Reina de los Ángeles, a quien me encomiendo. Ella es mi refugio y mi defensa; torre y alcázar de David, de que penden mil escudos y armaduras de valerosos campeones; cedro del Líbano, que pone en fuga a las serpientes. En cambio, a la mujer que me enamora de un modo mundanal procuro menospreciarla y abatirla en mi pensamiento, recordando las palabras del Sabio y aplicándoselas. Eres lazo de cazadores, le digo; tu corazón es red engañosa, y tus manos redes que atan; quien ama a Dios huirá de ti, y el pecador será por ti

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aprisionado. Meditando sobre el amor, hallo mil motivos para amar a Dios y no amarla. Siento en el fondo de mi corazón una inefable energía que me convence de que yo lo despreciaría todo por el amor de Dios: la fama, la honra, el poder y el imperio. Me hallo capaz de imitar a Cristo; y si el enemigo tentador me llevase a la cumbre de la montaña y me ofreciese todos los reinos de la tierra porque doblase ante él la rodilla, yo no la doblaría; pero cuando me ofrece a esta mujer, vacilo aún y no la rechazo. ¿Vale más esta mujer a mis ojos que todos los reinos de la tierra; más que la fama, la honra, el poder y el imperio? ¿La virtud del amor, me pregunto a veces, es la misma siempre, aunque aplicada a diversos objetos, o bien hay dos linajes y condiciones de amores? Amar a Dios me parece la negación del egoísmo y del exclusivismo. Amándole, puedo y quiero amarlo todo por Él, y no me enojo ni tengo celos de que Él lo ame todo. No soy celoso ni envidioso de los santos, de los mártires, de los bienaventurados y de los mismos serafines. Mientras mayor me represento el amor de Dios a las criaturas y los favores y regalos que les hace, menos celoso estoy y más le amo, y más cercano a mí le juzgo, y más amoroso y fino me parece que está conmigo. Mi hermandad, mi más que hermandad con todos los seres, resalta entonces de un modo dulcísimo. Me parece que soy uno con todo, y que todo está enlazado con lazada de amor por Dios y en Dios. Muy al contrario cuando pienso en esta mujer y en el amor que me inspira. Es un amor de odio, que me aparta de todo menos de mí. La quiero para mí, toda para mí y yo todo para ella. Hasta la devoción y el sacrificio por ella son egoístas. Morir por ella sería por desesperación de no lograrla de otra suerte, o por esperanza de no gozar de su amor por completo, sino muriendo y confundiéndome con ella en un eterno abrazo. Con todas estas consideraciones procuro hacer aborrecible el amor de esta mujer; pongo en este amor mucho de infernal y de horriblemente ominoso; pero como si tuviese yo dos almas, dos entendimientos, dos voluntades, y dos imaginaciones, pronto surge dentro de mí la idea contraria; pronto me niego lo que acabo de afirmar, y procuro conciliar locamente los dos amores. ¿Por qué no huir de ella y seguir amándola sin dejar de consagrarme fervorosamente al servicio de Dios? Así como el amor de Dios no excluye el amor de la patria, el amor de la humanidad, el amor de la ciencia, el amor de la hermosura en la

naturaleza y en el arte, tampoco debe excluir este amor, si es espiritual e inmaculado. Yo haré de ella, me digo, un símbolo, una alegoría, una imagen de todo lo bueno y hermoso. Será para mí, como Beatriz para Dante, figura y representación de mi patria, del saber y de la belleza. Esto me hace caer en una horrible imaginación, en un monstruoso pensamiento. Para hacer de Pepita ese símbolo, esa vaporosa y etérea imagen, esa cifra y resumen de cuanto puedo amar por bajo de Dios, en Dios y subordinándolo a Dios, me la finjo muerta, como Beatriz estaba muerta cuando Dante la cantaba. Si la dejo entre los vivos, no acierto a convertirla en idea pura, y para convertirla en idea pura, la asesino en mi mente. Luego la lloro, luego me horrorizo de mi crimen, y me acerco a ella en espíritu, y con el calor de mi corazón le vuelvo la vida, y la veo, no vagarosa, diáfana, casi esfumada entre nubes de color de rosa y flores celestiales, como vio el feroz Gibelino a su amada en la cima del Purgatorio, sino consistente, sólida, bien delineada en el ambiente sereno y claro, como las obras más perfectas del cincel helénico, como Galatea, animada ya por el afecto de Pigmalión, y bajando llena de vida, respirando amor, lozana de juventud y de hermosura, de su pedestal de mármol. Entonces exclamo desde el fondo de mi conturbado corazón: «Mi virtud desfallece; Dios mío, no me abandones. Apresúrate a venir en mi auxilio. Muéstrame tu cara y seré salvo.» Así recobro las fuerzas para resistir a la tentación. Así renace en mí la esperanza de que volveré al antiguo reposo no bien me aparte de estos sitios. El demonio anhela con furia tragarse las aguas puras del Jordán, que son las personas consagradas a Dios. Contra ellas se conjura el infierno y desencadena todos sus monstruos. San Buenaventura lo ha dicho: «No debemos admirarnos de que estas personas pecaron, sino de que no pecaron.» Yo, con todo, sabré resistir y no pecar. Dios me protege.

6 de junio.

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La nodriza de Pepita, hoy su ama de llaves, es, como dice mi padre, una buena pieza de arrugadillo; picotera, alegre y hábil como pocas. Se casó con el hijo del maestro Cencias, y ha heredado del padre lo que el hijo no heredó: una portentosa facilidad para las artes y los oficios. La diferencia está en que el maestro Cencias componía un husillo de lagar, arreglaba las ruedas de una carreta o hacía un arado, y esta nuera suya hace dulces, arropes y otras golosinas. El suegro ejercía deleite inocente, o lícito al menos. Antoñona, que así se llama, tiene o se toma la mayor confianza con todo el señorío. En todas las casas entra y sale como en la suya. A todos los señoritos y señoritas de la edad de Pepita, o de cuatro o cinco años más, los tutea, los llama niños y niñas, y los trata como si los hubiera criado a sus pechos. A mí me habla de mira, como a los otros. Viene a verme, entra en mi cuarto, y ya me ha dicho varias veces que soy un ingrato, y que hago mal en no ir a ver a su señora. Mi padre, sin advertir nada, me acusa de extravagante, me llama búho, y se empeña también en que vuelva a la tertulia. Anoche no pude ya resistirme a sus repetidas instancias, y fui muy temprano, cuando mi padre iba a hacer las cuentas con el aperador. ¡Ojalá no hubiera ido! Pepita estaba sola. Al vernos, al saludarnos, nos pusimos los dos colorados. Nos dimos la mano con timidez, sin decirnos palabras. Yo no estreché la suya; ella no estrechó la mía, pero las conservamos unidas un breve rato. En la mirada que Pepita me dirigió nada había de amor, sino de amistad, de simpatía, de honda tristeza. Había adivinado toda mi lucha interior; presumía que el amor divino había triunfado en mi alma, que mi resolución de no amarla era firme e invencible. No se atrevía a quejarse de mí; conocía que la razón estaba de mi parte. Un suspiro, apenas perceptible, que se escapó de sus frescos labios entreabiertos, manifestó cuánto lo deploraba. Nuestras manos seguían unidas aún. Ambos mudos. ¿Cómo decirle yo que no era para ella ni ella para mí; que importaba separarnos para siempre? Sin embargo, aunque no se lo dije con palabras, se lo dije con los ojos. Mi severa mirada confirmó sus temores la persuadió de la irrevocable sentencia.

De pronto se nublaron sus ojos; todo su rostro hermoso, pálido ya de una palidez traslúcida, se contrajo con una bellísima expresión de melancolía. Parecía la madre de los dolores. Dos lágrimas brotaron lentamente de sus ojos y empezaron a deslizarse por sus mejillas. No sé lo que pasó en mí. ¿Ni cómo describirlo aunque lo supiera? Acerqué mis labios a su cara para enjugar el llanto, y se unieron nuestras bocas en un beso. Inefable embriaguez, desmayo fecundo en peligros invadió todo mi ser y el ser de ella. Su cuerpo desfallecía y la sostuve entre mis brazos. Quiso el cielo que oyésemos los pasos y la tos del padre Vicario, que llegaba, y nos separamos al punto. Volviendo en mí, y reconcentrando todas las fuerzas de mi voluntad, pude entonces llenar con estas palabras, que pronuncié en voz baja e intensa, aquella terrible escena silenciosa: —¡El primero y el último! Yo aludía al beso profano; mas, como si hubieran sido mis palabras una evocación, se ofreció en mi mente la visión apocalíptica en toda su terrible majestad. Vi al que es por cierto el primero y el último, y con la espada de dos filos que salía de su boca me hería en el alma, llena de maldades, de vicios y de pecados. Toda aquella noche la pasé en un frenesí, en un delirio interior, que no sé cómo disimulaba. Me retiré de casa de Pepita muy temprano. En la soledad fue mayor mi amargura. Al recordarme de aquel beso y de aquellas palabras de despedida, me comparaba yo con el traidor Judas, que vendía besando, y con el sanguinario y alevoso asesino Joab, cuando, al besar a Amasá, le hundió el hierro agudo en las entrañas. Había incurrido en dos traiciones y en dos falsías. Había faltado a Dios y a ella. Soy un ser abominable.

11 de junio.

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Aún es tiempo de remediarlo todo. Pepita sanará de su amor y olvidará la flaqueza que ambos tuvimos. Desde aquella noche no he vuelto a su casa. Antoñona no parece por la mía. A fuerza de súplicas he logrado de mi padre la promesa formal de que partiremos de aquí el 25, pasado el día de San Juan, que aquí se celebra con fiestas lucidas, y en cuya víspera hay una famosa velada. Lejos de Pepita me voy serenando y creyendo que tal vez ha sido una prueba este comienzo de amores. En todas estas noches he rezado, he velado, me he mortificado mucho. La persistencia de mis plegarias, la honda contrición de mi pecho han hallado gracia delante del Señor, quien ha mostrado su gran misericordia. El Señor, como dice el Profeta, ha enviado fuego a lo más robusto de mi espíritu, ha alumbrado mi inteligencia, ha encendido lo más alto de mi voluntad y me ha enseñado. La actividad del amor divino, que está en la voluntad suprema, ha podido en ocasiones, sin yo merecerlo, llevarme hasta la oración de quietud afectiva. He desnudado las potencias inferiores de mi alma de toda imagen, hasta de la imagen de esa mujer; y he creído, si el orgullo no me alucina, que he conocido y gozado en paz, con la inteligencia y con el afecto, del bien supremo que está en el centro y abismo del alma. Ante este bien todo es miseria; ante esta hermosura es fealdad todo; ante esta felicidad todo es infortunio; ante esta altura todo es bajeza. ¿Quién no olvidará y despreciará por el amor de Dios todos los demás amores? Sí, la imagen profana de esa mujer saldrá definitivamente y para siempre de mi alma. Yo haré un azote durísimo de mis oraciones y penitencias, y con él la arrojaré de allí, como Cristo arrojó del templo a los condenados mercaderes.

18 de junio. Esta será la última carta que yo escriba a usted. El 25 saldré de aquí sin falta. Pronto tendré el gusto de dar a usted un

abrazo. Cerca de usted estaré mejor. Usted me infundirá ánimo y me prestará la energía de que carezco. Una tempestad de encontradas afecciones combate ahora en mi corazón. El desorden de mis ideas se conocerá en el desorden de lo que estoy escribiendo. Dos veces he vuelto a casa de Pepita. He estado frío, severo, como debía estar; pero ¡cuánto me ha costado! Ayer me dijo mi padre que Pepita está indispuesta y que no recibe. En seguida me asaltó el pensamiento de que su amor mal pagado podría ser la causa de la enfermedad. ¿Por qué la he mirado con las miradas de fuego con que ella me miraba? ¿Por qué la he engañado vilmente? ¿Por qué la he hecho creer que la quería? ¿Por qué mi boca infame buscó la suya y se abrasó y la abrasó con las llamas del infierno ? Pero, no: mi pecado no ha de traer como indefectible consecuencia otro pecado. Lo que ya fue no puede dejar de haber sido, pero puede y debe remediarse. El 25, repito, partiré sin falta. La desenvuelta Antoñona acaba de entrar a verme. Escondí esta carta, como si fuera una maldad escribir a usted. Sólo un minuto ha estado aquí Antoñona. Yo me levanté de la silla para hablar con ella de pie y que la visita fuera corta. En tan corta visita, me ha dicho mil locuras que me afligen profundamente. Por último, ha exclamado al despedirse, en su jerga medio gitana: —¡Anda, fullero de amor, indinote, maldecido seas; malos chuqueles te tagelen el drupo, que has puesto enferma a la niña y con tus retrecherías la estás matando! Dicho esto, la endiablada mujer me aplicó, de una manera indecorosa y plebeya, por bajo de las espaldas seis o siete feroces pellizcos, como si quisiera sacarme a túrdigas el pellejo. Después se largó echando chispas. No me quejo, merezco esta broma brutal, dado que sea broma. Merezco que me atenacen los demonios con tenazas hechas ascua.

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¡Dios mío, haz que Pepita me olvide; haz, si es menester, que ame a otro y sea con él dichosa! ¿Puedo pedirte más, Dios mío? Mi padre no sabe nada, no sospecha nada. Más vale así. Adiós. Hasta dentro de pocos días, que nos veremos y abrazaremos. ¡Qué mudado va usted a encontrarme! ¡Qué lleno de amargura mi corazón! ¡Cuán perdida la inocencia! ¡Qué herida y qué lastimada mi alma!

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II

PARALIPÓMENOS No hay más cartas de don Luis de Vargas que las que hemos trascrito. Nos quedaríamos, pues, sin averiguar el término que tuvieron estos amores, y esta sencilla y apasionada historia no acabaría si un sujeto, perfectamente enterado de todo, no hubiese compuesto la relación que sigue.

*** Nadie extrañó en el lugar la indisposición de Pepita, ni menos pensó en buscarle una causa que sólo nosotros, ella, don Luis, el señor Deán y la discreta Antoñona sabemos hasta lo presente. Más bien hubieran podido extrañarse la vida alegre, las tertulias diarias y hasta los paseos campestres de Pepita durante algún tiempo. El que volviese Pepita a su retiro habitual era naturalísimo. Su amor por don Luis, tan silencioso y tan reconcentrado, se ocultó a las miradas investigadoras de doña Casilda, de Currito y de todos los personajes del lugar que en las cartas de don Luis se nombran. Menos podía saberlo el vulgo. A nadie le cabía en la cabeza, a nadie le pasaba por la imaginación, que el teólogo, el santo, como llamaban a don Luis, rivalizase con su padre, y hubiera conseguido lo que no había conseguido el terrible y poderoso don Pedro de Vargas: enamorar a la linda, elegante, esquiva y zahareña viudita. A pesar de la familiaridad que las señoras del lugar tienen con sus criadas, Pepita nada había dejado traslucir a ninguna de las suyas. Sólo Antoñona, que era un lince para todo, y más aún para las cosas de su niña, había penetrado el misterio. Antoñona no calló a Pepita su descubrimiento y Pepita no acertó a negar la verdad a aquella mujer que la había criado, que la idolatraba y que, si bien se complacía en descubrir y referir cuanto pasaba en el pueblo, siendo modelo de

maldicientes, era sigilosa y leal como pocas para lo que importaba a su dueño. De esta suerte se hizo Antoñona la confidenta de Pepita, la cual hallaba gran consuelo en desahogar su corazón con quien, si era vulgar y grosera en la expresión o en el lenguaje, no lo era en los sentimientos y en las ideas que expresaba y formulaba. Por lo dicho se explican las visitas de Antoñona a don Luis, sus palabras y hasta los feroces, poco respetuosos y mal colocados pellizcos, con que maceró sus carnes y atormentó su dignidad la última vez que estuvo a verle. Pepita no sólo no había excitado a Antoñona a que fuese a don Luis con embajadas, pero ni sabía siquiera que hubiese ido. Antoñona había tomado la iniciativa, y había hecho papel en este asunto, porque así lo quiso. Como ya se dijo, se había enterado de todo con perspicacia maravillosa. Cuando la misma Pepita apenas se había dado cuenta de que amaba a don Luis, ya Antoñona lo sabía. Apenas empezó Pepita a lanzar sobre él aquellas ardientes, furtivas e involuntarias miradas que tanto destrozo hicieron miradas que nadie sorprendió de los que estaban presentes, Antoñona, que no lo estaba, habló a Pepita de las miradas. Y no bien las miradas recibieron dulce pago, también lo supo Antoñona. Poco tuvo, pues, la señora que confiar a una criada tan penetrante y tan zahorí de cuanto pasaba en lo más escondido de su pecho.

*** A los cinco días de la fecha de la última carta que hemos leído, empieza nuestra narración. Eran las once de la mañana. Pepita estaba en una sala alta al lado de su alcoba y de su tocador, donde nadie, salvo Antoñona, entraba jamás sin que llamase ella. Los muebles de aquella sala eran de poco valor, pero cómodos y aseados. Las cortinas y el forro de los sillones, sofás y butacas eran de tela de algodón pintada de flores; sobre una mesita de caoba había recado de escribir y papeles; y en un armario, de caoba también, bastantes libros de devoción y de historia. Las paredes se veían adornadas con cuadros, que eran estampas de asuntos

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religiosos; pero con el buen gusto, inaudito, raro, casi inverosímil en un lugar de Andalucía, de que dichas estampas no fuesen malas litografías francesas, sino grabados de nuestra Calcografía, como el Pasmo de Sicilia, de Rafael; el San Ildefonso y la Virgen, la Concepción, el San Bernardo y los dos medios puntos, de Murillo. Sobre una antigua mesa de roble, sostenida por columnas salomónicas, se veía un contadorcillo o papelera con embutidos de concha, nácar, marfil y bronce, y muchos cajoncitos donde guardaba Pepita cuentas y otros documentos. Sobre la misma mesa había dos vasos de porcelana con muchas flores. Colgadas en la pared había, por último, algunas macetas de loza de la Cartuja sevillana, con geranio-hiedra y otras plantas, y tres jaulas doradas con canarios y jilgueros. Aquella sala era el retiro de Pepita, donde no entraban de día sino el médico y el padre Vicario, y donde a prima noche entraba sólo el aperador a dar sus cuentas. Aquella sala era y se llamaba el despacho. Pepita estaba sentada, casi recostada en un sofá, delante del cual había un velador pequeño con varios libros. Se acababa de levantar, y vestía una ligera bata de verano. Su cabello rubio, mal peinado aún, parecía más hermoso en su mismo desorden. Su cara, algo pálida y con ojeras, si bien llena de juventud, lozanía y frescura, parecía más bella con el mal que le robaba colores. Pepita mostraba impaciencia; aguardaba a alguien. Al fin llegó, y entró sin anunciarse la persona que aguardaba, que era el padre Vicario. Después de los saludos de costumbre, y arrellanado el padre Vicario en una butaca al lado de Pepita, se entabló la conversación.

*** —Me alegro, hija mía, de que me hayas llamado; pero sin que te hubieras molestado en llamarme, ya iba yo a venir a verte. ¡Qué pálida estás! ¿Qué padeces? ¿Tienes algo importante que decirme? A esta serie de preguntas cariñosas empezó a contestar Pepita con un hondo suspiro. Después dijo: —¿No adivina usted mi enfermedad? ¿No descubre usted la causa de mi

padecimiento? El Vicario se encogió de hombros y miró a Pepita con cierto susto, porque nada sabía, y le llamaba la atención la vehemencia con que ella se expresaba. Pepita prosiguió: —Padre mío, yo no debí llamar a usted, sino ir a la iglesia y hablar con usted en el confesonario, y allí confesar mis pecados. Por desgracia, no estoy arrepentida; mi corazón se ha endurecido en la maldad, y no he tenido valor ni me he hallado dispuesta para hablar con el confesor, sino con el amigo. —¿Qué dices de pecados ni de dureza de corazón? ¿Estás loca? ¿Qué pecados han de ser los tuyos, si eres tan buena? —No, padre, yo soy mala. He estado engañando a usted, engañándome a mí misma, queriendo engañar a Dios. —Vamos, cálmate, serénate; habla con orden y con juicio para no decir disparates. —¿Y cómo no decirlos cuando el espíritu del mal me posee ? —¡Ave María Purísima! Muchacha, no desatines. Mira, hija mía: tres son los demonios más temibles que se apoderan de las almas, y ninguno de ellos, estoy seguro, se puede haber atrevido a llegar hasta la tuya. El uno es Leviatán, o el espíritu de la soberbia; el otro Mamon, o el espíritu de la avaricia; el otro Asmodeo, o el espíritu de los amores impuros. —Pues de los tres soy víctima; los tres me dominan. —¡Qué horror!... Repito que te calmes. De lo que tú eres víctima es de un delirio. —¡Pluguiese a Dios que así fuera! Es, por mi culpa, lo contrario. Soy avarienta, porque poseo cuantiosos bienes y no hago las obras de caridad que debiera hacer; soy soberbia, porque he despreciado a muchos hombres, no por virtud, no por honestidad, sino porque no los hallaba acreedores a mi cariño. Dios me ha castigado, Dios ha permitido que ese tercer enemigo, de que usted habla, se apodere de mí. —¿Cómo es eso, muchacha? ¿Qué diablura se te ocurre? ¿Estás enamorada quizás? Y si lo estás, ¿qué mal hay en ello? ¿No eres libre? Cásate, pues, y déjate de tonterías. Seguro estoy de que mi amigo don Pedro de Vargas ha hecho el milagro. ¡El demonio es el tal don Pedro! Te declaro que me asombra. No juzgaba yo el asunto tan mollar y tan maduro como estaba.

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—Pero si no es don Pedro de Vargas de quien estoy enamorada. —¿Pues de quién entonces? Pepita se levantó de su asiento; fue hacia la puerta, la abrió; miró para ver si alguien escuchaba desde fuera, la volvió a cerrar; se acercó luego al padre Vicario, y toda acongojada, con voz trémula, con lágrimas en los ojos, dijo casi al oído del buen anciano: —Estoy perdidamente enamorada de su hijo. —¿De qué hijo? —interrumpió el padre Vicario, que aún no quería creerlo. —¿De qué hijo ha de ser? Estoy perdida, frenéticamente enamorada de don Luis. La consternación, la sorpresa más dolorosa se pintó en el rostro del cándido y afectuoso sacerdote. Hubo un momento de pausa. Después dijo el Vicario: —Pero ése es un amor sin esperanza, un amor imposible. Don Luis no te querrá. Por entre las lágrimas que nublaban los hermosos ojos de Pepita brilló un alegre rayo de luz; su linda y fresca boca, contraída por la tristeza, se abrió con suavidad dejando ver las perlas de sus dientes y formando una sonrisa. —Me quiere—dijo Pepita con un ligero y mal disimulado acento de satisfacción y de triunfo, que se alzaba por cima de su dolor y de sus escrúpulos. Aquí subieron de punto la consternación y el asombro del padre Vicario. Si el santo de su mayor devoción hubiera sido arrojado del altar y hubiera caído a sus pies, y se hubiera hecho cien mil pedazos, no se hubiera el Vicario consternado tanto. Todavía miró a Pepita con incredulidad, como dudando de que aquello fuese cierto y no una alucinación de la vanidad mujeril. Tan de firme creía en la santidad de don Luis y en su misticismo. —¡Me quiere! —dijo otra vez Pepita, contestando a aquella incrédula mirada. —¡Las mujeres son peores que pateta! —dijo el Vicario— Echáis la zancadilla al mismísimo mengue. —No se lo decía yo a usted? ¡Yo soy muy mala! —¡Sea todo por Dios! Vamos, sosiégate. La misericordia de Dios es infinita. Cuéntame lo que ha pasado.

—¿Qué ha de haber pasado? Que le quiero, que le amo, que le adoro; que él me quiere también, aunque lucha por sofocar su amor y tal vez lo consiga; y que usted, sin saberlo, tiene mucha culpa de todo. —¡Pues no faltaba más! ¿Cómo es eso de que tengo yo mucha culpa? —Con la extremada bondad que le es propia, no ha hecho usted más que alabarme a don Luis, y tengo por cierto que a don Luis le habrá usted hecho de mí mayores elogios aún, si bien harto menos merecidos. ¿Qué había de suceder? ¿Soy yo de bronce? ¿Tengo yo más de veinte años? —Tienes razón que te sobra. Soy un mentecato. He contribuido poderosamente a esta obra de Lucifer. El padre Vicario era tan bueno y tan humilde, que al decir las anteriores frases estaba confuso y contrito, como si él fuese el reo y Pepita el juez. Conoció Pepita el egoísmo rudo con que había hecho cómplice y punto menos que autor principal de su falta al padre Vicario, y le habló de esta suerte: —¡No se aflija usted, padre mío; no se aflija usted, por amor de Dios! ¡Mire usted si soy perversa! ¡Cometo pecados gravísimos y quiero hacer responsable de ellos al mejor y más virtuoso de los hombres! No han sido las alabanzas que usted me ha hecho de don Luis, sino mis ojos y mi poco recato los que me han perdido. Aunque usted no me hubiera hablado jamás de las prendas de don Luis, de su saber, de su talento y de su entusiasta corazón, yo lo hubiera descubierto todo oyéndole hablar, pues al cabo no soy tan tonta ni tan rústica. Me he fijado además en la gallardía de su persona, en la natural distinción y no aprendida elegancia de sus modales, en sus ojos llenos de fuego y de inteligencia, en todo él, en suma, que me parece amable y deseable. Los elogios de usted han venido sólo a lisonjear mi gusto, pero no a despertarlo. Me han encantado porque coincidían con mi parecer y eran como el eco adulador, harto amortiguado y debilísimo, de lo que yo pensaba. El más elocuente encomio que me ha hecho usted de don Luis no ha llegado ni con mucho, al encomio que sin palabras me hacía yo de él a cada minuto, a cada segundo, dentro del alma. —¡No te exaltes, hija mía!—interrumpió el padre Vicario. Pepita continuó con mayor exaltación: —Pero ¡qué diferencia entre los encomios de usted y mis pensamientos! Usted veía y trazaba en don Luis el modelo ejemplar del sacerdote, del misionero, del varón apostólico; ya predicando el Evangelio en apartadas

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regiones y convirtiendo infieles, ya trabajando en España para realzar la cristiandad, tan perdida hoy por la impiedad de los unos y la carencia de virtud, de caridad y de ciencia de los otros. Yo, en cambio, me le representaba galán, enamorado, olvidando a Dios por mí, consagrándome su vida, dándome su alma, siendo mi apoyo, mi sostén, mi dulce compañero. Yo anhelaba cometer un robo sacrílego. Soñaba con robársele a Dios y a su templo, como el ladrón, enemigo del cielo, que roba la joya más rica de la venerada Custodia. Para cometer este robo he desechado los lutos de la viudez y de la orfandad y me he vestido galas profanas; he abandonado mi retiro y he buscado y llamado a mí a las gentes; he procurado estar hermosa; he cuidado con infernal esmero de todo este cuerpo miserable, que ha de hundirse en la sepultura y ha de convertirse en polvo vil, y he mirado, por último, a don Luis con miradas provocantes, y, al estrechar su mano, he querido transmitir de mis venas a las suyas este fuego inextinguible en que me abraso. —¡Ay, niña, niña! ¡Qué pena me da lo que te oigo! ¡Quién lo hubiera podido imaginar siquiera! —Pues hay más todavía—añadió Pepita—. Logré que don Luis me amase. Me lo declaraba con los ojos. Sí, su amor era tan profundo, tan ardiente como el mío. Su virtud, su aspiración a los bienes eternos, su esfuerzo varonil trataban de vencer esta pasión insana. Yo he procurado impedirlo. Una vez, después de muchos días que faltaba de esta casa, vino a verme y me halló sola. Al darle la mano lloré; sin hablar me inspiró el infierno una maldita elocuencia muda, le di a entender mi dolor porque me desdeñaba, porque no me quería, porque prefería a mi amor otro amor sin mancilla. Entonces no supo él resistir a la tentación y acercó su boca a mi rostro para secar mis lágrimas. Nuestras bocas se unieron. Si Dios no hubiera dispuesto que llegase usted en aquel instante, ¿qué hubiera sido de mí? —¡Qué vergüenza, hija mía! ¡Qué vergüenza!—dijo el padre Vicario. Pepita se cubrió el rostro con entrambas manos y empezó a sollozar como una Magdalena. Las manos eran, en efecto, tan bellas, más bellas que lo que don Luis había dicho en sus cartas. Su blancura, su transparencia nítida, lo afilado de los dedos, lo sonrosado, pulido y brillante de las uñas de nácar, todo era para volver loco a cualquier hombre. El virtuoso Vicario comprendió, a pesar de sus ochenta años, la caída o

tropiezo de don Luis. —¡Muchacha —exclamó—, no seas extremosa! ¡No me partas el corazón! Tranquilízate. Don Luis se ha arrepentido, sin duda, de su pecado. Arrepiéntete tú también, y se acabó. Dios os perdonará y os hará unos santos. Cuando don Luis se va pasado mañana, clara señal es de que la virtud ha triunfado de él, y huye de ti, como debe, para hacer penitencia de su pecado, cumplir su promesa y acudir a su vocación. —Bueno está eso —replicó Pepita—; cumplir su promesa... acudir a su vocación... ¡y matarme a mí antes! ¿Por qué me ha querido, por qué me ha engreído, por qué me ha engañado? Su beso fue marca, fue hierro candente con que me señaló y selló como a su esclava. Ahora, que estoy marcada y esclavizada, me abandona, y me vende, y me asesina. ¡Feliz principio quiere dar a sus misiones, predicaciones y triunfos evangélicos! ¡No será! ¡Vive Dios que no será! Este arranque de ira y de amoroso despecho aturdió al padre Vicario. Pepita se había puesto de pie. Su ademán, su gesto tenían una animación trágica. Fulguraban sus ojos como dos puñales; relucían como dos soles. El Vicario callaba y la miraba casi con terror. Ella recorrió la sala a grandes pasos. No parecía ya tímida gacela, sino iracunda leona. —Pues qué —dijo, encarándose de nuevo con el padre Vicario—, ¿no hay más que burlarse de mí, destrozarme el corazón, humillármelo, pisoteármelo después de habérmelo robado con engaño? ¡Se acordará de mí! ¡Me la pagará! Si es tan santo, si es tan virtuoso, ¿por qué me miró prometiéndomelo todo con su mirada? Si ama tanto a Dios, ¿por qué hace mal a una pobre criatura de Dios? ¿Es esto caridad? ¿Es religión esto? No, es egoísmo sin entrañas. La cólera de Pepita no podía durar mucho. Dichas las últimas palabras, se trocó en desfallecimientos. Pepita se dejó caer en una butaca, llorando más que antes, con una verdadera congoja. El Vicario sintió la más tierna compasión; pero recobró su brío al ver que el enemigo se rendía. —Pepita, niña—dijo—, vuelve en ti; no te atormentes de ese modo. Considera que él habrá luchado mucho para vencerse; que no te ha engañado; que te quiere con toda el alma, pero que Dios y su obligación están antes. Esta vida es muy breve y pronto se pasa. En el cielo os reuniréis y os amaréis como

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se aman los ángeles. Dios aceptará vuestro sacrificio y os premiará y recompensará con usura. Hasta tu amor propio debe estar satisfecho. ¡Qué no valdrás tú cuando has hecho vacilar y aun pecar a un hombre como don Luis! ¡Cuán honda herida no habrás logrado hacer en su corazón! Bástete con esto. ¡Sé generosa, sé valiente! Compite con él en firmeza. Déjale partir; lanza de tu pecho el fuego del amor impuro; ámale como a tu prójimo, por el amor de Dios. Guarda su imagen en tu mente, pero como la de criatura predilecta, reservando al Creador la más noble parte del alma. No sé lo que te digo, hija mía, porque estoy muy turbado; pero tú tienes mucho talento y mucha discreción, y me comprendes por medias palabras. Hay además motivos mundanos poderosos que se opondrían a estos absurdos amores, aunque la vocación y promesa de don Luis no se opusieran. Su padre te pretende: aspira a tu mano, por más que tú no le ames. ¿Estará bien visto que salgamos ahora con que el hijo es rival del padre? ¿No se enojará el padre contra el hijo por amor tuyo? Mira cuán horrible es todo esto, y domínate por Jesús Crucificado por su bendita Madre María Santísima. —¡Qué fácil es dar consejos! —contestó Pepita sosegándose un poco—. ¡Qué difícil me es seguirlos, cuando hay como una fiera y desencadenada tempestad en mi cabeza! ¡Si me da miedo de volverme loca! —Los consejos que te doy son por tu bien. Deja que don Luis se vaya. La ausencia es gran remedio para el mal de amores. Él sanará de su pasión entregándose a sus estudios y consagrándose al altar. Tú, así que esté lejos don Luis, irás poco a poco serenándote, y conservarás de él un grato y melancólico recuerdo, que no te hará daño. Será como una hermosa poesía que dorará con su luz tu existencia. Si todos tus deseos pudieran cumplirse... ¿quién sabe...? Los amores terrenales son poco consistentes. El deleite que la fantasía entrevé, con gozarlos y apurarlos hasta las heces, nada vale comparado con los amargos dejos. ¡Cuánto mejor es que vuestro amor, apenas contaminado y apenas impurificado, se pierda y se evapore ahora, subiendo al cielo como nube de incienso, que no el que muera, una vez satisfecho, a manos del hastío! Ten valor para apartar la copa de tus labios, cuando apenas has gustado el licor que contiene. Haz con ese licor una libación y una ofrenda al Redentor divino. En cambio, te dará Él de aquella bebida que ofreció a la Samaritana; bebida que no cansa, que satisface la sed y que produce vida eterna.

—¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Qué bueno es usted! Sus santas palabras me prestan valor. Yo me dominaré; yo me venceré. Sería bochornoso, ¿no es verdad que sería bochornoso que don Luis supiera dominarse y vencerse y yo fuera liviana y no me venciera? Que se vaya. Se va pasado mañana. Vaya bendito de Dios. Mire usted su tarjeta. Ayer estuvo a despedirse con su padre y no le he recibido. Ya no le veré más. No quiero conservar ni el recuerdo poético de que usted habla. Estos amores han sido una pesadilla. Yo la arrojaré lejos de mí. —¡Bien, muy bien! Así te quiero yo, enérgica, valiente. —¡Ay, padre mío! Dios ha derribado mi soberbia con este golpe; mi engreimiento era insolentísimo, y han sido indispensables los desdenes de ese hombre para que sea yo todo lo humilde que debo. ¿Puedo estar más postrada ni más resignada? Tiene razón don Luis: yo no le merezco. ¿Cómo, por más esfuerzos que hiciera, habría yo de elevarme hasta él, y comprenderle, y poner en perfecta comunicación mi espíritu con el suyo? Yo soy zafia, aldeana, inculta, necia; él no hay ciencia que no comprenda, ni arcano que ignore, ni esfera encumbrada del mundo intelectual adonde no suba. Allá se remonta en alas de su genio, y a mí, pobre y vulgar mujer, me deja por acá, en este bajo suelo, incapaz de seguirle ni siquiera con una levísima esperanza y con mis desconsolados suspiros. —Pero, Pepita, por los clavos de Cristo, no digas eso ni lo pienses. ¡Si don Luis no te desdeña por zafia, ni porque es muy sabio y tú no le entiendes, ni por esas majaderías que ahí estás ensartando! Él se va porque tiene que cumplir con Dios; y tú debes alegrarte de que se vaya, porque sanarás del amor, y Dios te dará el premio de tan grande sacrificio. Pepita, que ya no lloraba y que se había enjugado las lágrimas con el pañuelo, contestó tranquila: —Está bien, padre; yo me alegraré; casi me alegro ya de que se vaya. Deseando estoy que pase el día de mañana, y que pasado, venga Antoñona a decirme cuando yo despierte: «Ya se fue don Luis.» Usted verá cómo renacen entonces la calma y la serenidad antigua en mi corazón. —Así sea—dijo el padre Vicario; y convencido de que había hecho un prodigio y de que había curado casi el mal de Pepita, se despidió de ella y se fue a su casa, sin poder resistir ciertos estímulos de vanidad al considerar la

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influencia que ejercía sobre el noble espíritu de aquella preciosa muchacha. Pepita, que se había levantado para despedir al padre Vicario, no bien volvió a cerrar la puerta y quedó sola, de pie, en medio de la estancia, permaneció un rato inmóvil, con la mirada fija, aunque sin fijarla en ningún objeto, y con los ojos sin lágrimas. Hubiera recordado aun poeta o a un artista la figura de Ariadna, como la describe Catulo, cuando Teseo la abandonó en la isla de Naxos. De repente, como si lograse desatar un nudo que le apretaba la garganta, como si quebrase un cordel que la ahogaba, rompió Pepita en lastimeros gemidos, vertió un raudal de llanto, y dio con su cuerpo, tan lindo y delicado, sobre las losas frías del pavimento. Allí, cubierta la cara con las manos, desatada la trenza de sus cabellos y en desorden la vestidura, continuó en sus sollozos y en sus gemidos. Así hubiera seguido largo tiempo, si no llega Antoñona. Antoñona la oyó gemir, antes de entrar y verla, y se precipitó en la sala. Cuando la vio tendida en el suelo, hizo Antoñona mil extremos de furor. —¡Vea usted —dijo—, ese zángano, pelgar, vejete, tonto, qué maña se da para consolar a sus amigas! Habrá largado alguna barbaridad, algún buen par de coces a esta criaturita de mi alma, y me la ha dejado aquí medio muerta, él se ha vuelto a la iglesia, a preparar lo conveniente para cantarle el gorigori, y rociarla con el hisopo y enterrármela sin más ni más. Antoñona tendría cuarenta años, y era dura en el trabajo, briosa y más forzuda que muchos cavadores. Con frecuencia levantaba poco menos que a pulso una corambre con tres arrobas y media de aceite o de vino y la plantaba sobre el lomo de un mulo, o bien cargaba con un costal de trigo y lo subía al alto del desván, donde estaba el granero. Aunque Pepita no fuese una paja, Antoñona la alzó del suelo en sus brazos, como si lo fuera, y la puso con mucho tiento sobre el sofá, como quien coloca la alhaja más frágil y primorosa para que no se quiebre. —¿Qué soponcio es éste? —preguntó Antoñona—. Apuesto cualquier cosa a que ese zanguango de Vicario te ha echado un sermón de acíbar y te ha destrozado el alma a pesadumbres. Pepita seguía llorando y sollozando, sin contestar. —¡Ea! Déjate de llanto y dime lo que tienes. ¿Qué te ha dicho el Vicario? —Nada me ha dicho que pueda ofenderme—contestó al fin Pepita.

Viendo luego que Antoñona aguardaba con interés a que ella hablase, y deseando desahogarse con quien simpatizaba mejor con ella y más humanamente la comprendía, Pepita habló de esta manera: —El padre Vicario me amonesta con dulzura para que me arrepienta de mis pecados; para que deje partir en paz a don Luis; para que me alegre de su partida; para que le olvide. Yo he dicho que sí a todo. He prometido alegrarme de que don Luis se vaya. He querido olvidarle y hasta aborrecerle. Pero mira, Antoñona, no puedo, es un empeño superior a mis fuerzas. Cuando el Vicario estaba aquí, juzgué que tenía yo bríos para todo, y no bien se fue como si Dios me dejara de su mano, perdí los bríos y me caí en el suelo desolada. Yo había soñado una vida venturosa al lado de este hombre que me enamora; yo me veía ya elevada hasta él por obra milagrosa del amor; mi pobre inteligencia en comunión perfectísima con su inteligencia sublime; mi voluntad siendo una con la suya; con el mismo pensamiento ambos; latiendo nuestros corazones acordes. ¡Dios me le quita y se le lleva, y yo me quedo sola, sin esperanza ni consuelo! ¿No es verdad que es espantoso? Las razones del padre Vicario son justas, discretas... Al pronto me convencieron. Pero se fue, y todo el valor de aquellas razones me parece nulo; vano juego de palabras; mentiras, enredos y argucias. Yo amo a don Luis, y esta razón es más poderosa que todas las razones. Y si él me ama, ¿por qué no lo deja todo y me busca, y se viene a mí y quebranta promesas y anula compromisos? No sabía yo lo que era amor. Ahora lo sé: no hay nada más fuerte en la tierra y en el cielo. ¿Qué no haría yo por don Luis? Y él por mí nada hace. Acaso no me ama. No, don Luis no me ama. Yo me engañé; la vanidad me cegó. Si don Luis me amase, me sacrificaría sus propósitos, sus votos, su fama, sus aspiraciones a ser un santo y a ser una lumbrera de la Iglesia; todo me lo sacrificaría. Dios me lo perdone..., es horrible lo que voy a decir, pero lo siento aquí, en el centro del pecho; me arde aquí, en la frente calenturienta: yo por él daría hasta la salvación de mi alma. —¡Jesús, María y José!—interrumpió Antoñona. —¡Es cierto; Virgen Santa de los Dolores, perdonadme, perdonadme..., estoy loca..., no sé lo que digo y blasfemo! —¡Sí, hija mía, ¡estás algo empecatada! ¡Válgame Dios y cómo te ha trastornado el juicio ese teólogo pisaverde! Pues si yo fuera que tú, no la tomaría contra el cielo, que no tiene la culpa, sino contra el mequetrefe del

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colegial, y me las pagaría o me borraría el nombre que tengo. Ganas me dan de ir a buscarle y traértele aquí de una oreja, y obligarle a que te pida perdón y a que te bese los pies de rodillas. —No, Antoñona. Veo que mi locura es contagiosa y que tú deliras también. En resolución, no hay más recurso que hacer lo que me aconseja el padre Vicario. Lo haré aunque me cueste la vida. Si muero por él, él me amará, él guardará mi imagen en su memoria, mi amor en su corazón; y Dios, que es tan bueno, hará que yo vuelva a verle en el cielo, con los ojos del alma, y que allí nuestros espíritus se amen y se confundan. Antoñona, aunque era recia de veras y nada sentimental, sintió, al oír esto, que se le saltaban las lágrimas. —Caramba, niña—dijo Antoñona—, vas a conseguir que suelte yo el trapo a llorar y que berree como una vaca. Cálmate, y no pienses en morirte, ni de chanza. Veo que tienes muy excitados los nervios. ¿Quieres que traiga una taza de tila? —No, gracias. Déjame... ya ves cómo estoy sosegada. —Te cerraré las ventanas, a ver si duermes. Si no duermes hace días, ¿cómo has de estar? ¡Mal haya el tal don Luis y su manía de meterse cura! ¡Buenos supiripandos te cuesta! Pepita había cerrado los ojos; estaba en calma y en silencio, harta ya del coloquio con Antoñona. Ésta, creyéndola dormida, o deseando que durmiera se inclinó hacia Pepita, puso con lentitud y suavidad un beso sobre su blanca frente, le arregló y plegó el vestido sobre el cuerpo, entornó las ventanas para dejar el cuarto a media luz, y se salió de puntillas, cerrando la puerta sin hacer el menor ruido.

*** Mientras que ocurrían estas cosas en casa de Pepita, no estaba más alegre y sosegado en la suya el señor don Luis de Vargas. Su padre, que no dejaba casi ningún día de salir al campo a caballo, había querido llevarle en su compañía; pero don Luis se había excusado con que le dolía la cabeza, y don Pedro se fue sin él. Don Luis había pasado solo toda la mañana, entregado a sus melancólicos pensamientos, y más firme que roca en

su resolución de borrar de su alma la imagen de Pepita y de consagrarse a Dios por completo. No se crea, con todo, que no amaba a la joven viuda. Ya hemos visto por las cartas la vehemencia de su pasión; pero él seguía enfrenándola con los mismos afectos piadosos y consideraciones elevadas de que en las cartas da larga muestra, y que podemos omitir aquí para no pecar de prolijos. Tal vez, si profundizamos con severidad en este negocio, notaremos que contra el amor de Pepita no luchaban sólo en el alma de don Luis el voto hecho ya en su interior, aunque no confirmado; el amor de Dios, el respeto a su padre, de quien no quería ser rival, y la vocación, en suma, que sentía por el sacerdocio. Había otros motivos de menos depurados quilates y de más baja ley. Don Luis era pertinaz, era terco: tenía aquella condición que bien dirigida constituye lo que se llama firmeza de carácter, y nada había que le rebajase más a sus propios ojos que el variar de opinión y de conducta. El propósito de toda su vida, lo que había sostenido y declarado ante cuantas personas le trataban, su figura moral, en una palabra, que era ya la de un aspirante a santo, la de un hombre consagrado a Dios, la de un sujeto imbuido en las más sublimes filosofías religiosas, todo esto no podía caer por tierra sin gran mengua de don Luis, como caería, si se dejase llevar del amor de Pepita Jiménez. Aunque el precio era sin comparación mucho más subido, a don Luis se le figuraba que si cedía iba a remedar a Esaú, y a vender su primogenitura y a deslustrar su gloria. Por lo general, los hombres solemos ser juguete de las circunstancias; nos dejamos llevar de la corriente, y no nos dirigimos sin vacilar a un punto. No elegimos papel, sino tomamos y hacemos el que nos toca, el que la ciega fortuna nos depara. La profesión, el partido político, la vida entera de muchos hombres pende de casos fortuitos, de lo eventual, de lo caprichoso y no esperado de la suerte. Contra esto se rebelaba el orgullo de don Luis con titánica pujanza. ¿Qué se diría de él, y sobre todo, qué pensaría él de sí mismo, si el ideal de su vida, el hombre nuevo que había creado en su alma, si todos sus planes de virtud, de honra y hasta de santa ambición se desvaneciesen en un instante, se derritiesen al calor de una mirada, por la llama fugitiva de unos lindos ojos, como la escarcha se derrite con el rayo débil aún del sol matutino?

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Estas y otras razones de un orden egoísta militaban también contra la viuda, a par de las razones legítimas y de sustancia; pero todas las razones se revestían del mismo hábito religioso, de manera que el propio don Luis no acertaba a reconocerlas y distinguirlas, creyendo amor de Dios, no sólo lo que era amor de Dios, sino asimismo el amor propio. Recordaba, por ejemplo, las vidas de muchos santos, que habían resistido tentaciones mayores que las suyas, y no quería ser menos que ellos. Y recordaba, sobre todo, aquella entereza de San Juan Crisóstomo, que supo desestimar los halagos de una madre amorosa y buena, y su llanto y sus quejas dulcísimas y todas las elocuentes y sentidas palabras que le dijo para que no la abandonase y se hiciese sacerdote, llevándole para ello a su propia alcoba, haciéndole sentar junto a la cama en que le había parido. Y después de fijar en esto la consideración, don Luis no se sufría a sí propio el no menospreciar las súplicas de una mujer extraña, a quien hacía tan poco tiempo que conocía, y el vacilar aún entre su deber y el atractivo de una joven, tal vez más que enamorada, coqueta. Pensaba luego don Luis en la alteza soberana de la dignidad del sacerdocio a que estaba llamado, y la veía por cima de todas las instituciones y de las míseras coronas de la tierra: porque no ha sido hombre mortal, ni capricho del voluble y servil populacho, ni irrupción o avenida de gente bárbara, ni violencia de amotinadas huestes movidas de la codicia, ni ángel, ni arcángel, ni potestad criada, sino el mismo Paráclito quien la ha fundado. ¿Cómo por el liviano incentivo de una mozuela por una lagrimilla quizá mentida, despreciar esa dignidad augusta, esa potestad que Dios no concedió ni a los arcángeles que están más cerca de su trono? ¿Cómo bajar a confundirse entre la oscura plebe, y ser uno del rebaño, cuando ya soñaba ser pastor, atando y desatando en la tierra para que Dios ate y desate en el cielo, perdonando los pecados, regenerando a las gentes por el agua y por el espíritu, adoctrinándolas en nombre de una autoridad infalible, dictando sentencias que el Señor de las alturas ratifica luego y confirma, siendo iniciador y agente de tremendos misterios, inasequibles a la razón humana, y haciendo descender del cielo no como Elías, la llama que consume la víctima, sino al Espíritu Santo, al Verbo hecho carne y el torrente de la gracia, que purifica los corazones y los deja limpios como el oro? Cuando don Luis reflexionaba sobre todo esto, se elevaba su espíritu, se encumbraba por cima de las nubes en la región empírea, y la pobre Pepita

Jiménez quedaba allá muy lejos, y apenas él la veía. Pero pronto se abatía el vuelo de su imaginación, y el alma de don Luis tocaba a la tierra y volvía a ver a Pepita, tan graciosa, tan joven, tan candorosa y tan enamorada, y Pepita combatía dentro de su corazón contra sus más fuertes y arraigados propósitos, y don Luis temía que diese al traste con ellos.

*** Así se atormentaba don Luis con encontrados pensamientos, que se daban guerra, cuando entró Currito en su cuarto sin decir oxte ni moxte. Currito, que no estimaba gran cosa a su primo mientras no fue más que teólogo, le veneraba, le admiraba y formaba de él un concepto sobrehumano desde que le había visto montar tan bien en Lucero. Saber teología y no saber montar desacreditaba a don Luis a los ojos de Currito; pero cuando Currito advirtió que sobre la ciencia y sobre todo aquello que él no entendía, si bien presumía difícil y enmarañado, era don Luis capaz de sostenerse tan bizarramente en las espaldas de una fiera, ya su veneración y su cariño a don Luis no tuvieron límites. Currito era un holgazán, un perdido, un verdadero mueble, pero tenía un corazón afectuoso y leal. A don Luis, que era el ídolo de Currito, le sucedía como a todas las naturalezas superiores con los seres inferiores que se les aficionan. Don Luis se dejaba querer; esto es, era dominado despóticamente por Currito en los negocios de poca importancia. Y como para hombre como don Luis casi no hay negocios que la tengan en la vida vulgar y diaria, resultaba que Currito llevaba y traía a don Luis como un zarandillo. —Vengo a buscarte—le dijo—para que me acompañes al casino, que está animadísimo hoy y lleno de gente. ¿Qué haces aquí solo, tonteando y hecho un papamoscas? Don Luis, casi sin replicar, y como si fuera mandato, tomo su sombrero y su bastón, y diciendo: «Vámonos donde quieras», siguió a Currito, que se adelantaba, tan satisfecho de aquel dominio que ejercía. El casino, en efecto, estaba de bote en bote, gracias a la solemnidad del día siguiente, que era el día de San Juan. A más de los señores del lugar, había muchos forasteros, que habían venido de los lugares inmediatos para concurrir

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a la feria y velada de aquella noche. El centro de la concurrencia era el patio, enlosado de mármol, con fuente y surtidor en medio y muchas macetas de don-pedros, gala-de-Francia, rosas, claveles y albahaca Un toldo de lona doble cubría el patio, preservándole del sol. Un corredor o galería, sostenida por columnas de mármol, le circundaba; y así en la galería, como en varias salas a que la galería daba paso, había mesas de tresillo, otras con periódicos, otras para tomar café o refrescos, y, por último, sillas, banquillos y algunas butacas. Las paredes estaban blancas como la nieve del frecuente enjalbiego, y no faltaban cuadros que las adornasen. Eran litografías francesas iluminadas, con circunstanciada explicación bilingüe escrita por bajo. Unas representaban la vida de Napoleón I, desde Toulon a Santa Elena; otras, las aventuras de Matilde y Malek-Adel; otras, los lances de amor y de guerra del Templario, Rebeca, Lady Rowena e Ivanhoe; y otras, los galanteos, travesuras, caídas y arrepentimientos de Luis XIV y la señorita de la Valliere. Currito llevó a don Luis, y don Luis se dejó llevar, a la sala donde estaba la flor y nata de los elegantes, dandies y cocodés del lugar y de toda la comarca. Entre ellos descollaba el conde de Genazahar, de la vecina ciudad de... Era un personaje ilustre y respetado. Había pasado en Madrid y en Sevilla largas temporadas, y se vestía con los mejores sastres, así de majo como de señorito. Había sido diputado dos veces, y había hecho una interpelación al Gobierno sobre un atropello de un alcalde-corregidor. Tendría el conde de Genazahar treinta y tantos años; era buen mozo y lo sabía, y se jactaba además de tremendo en paz y en lides, en desafíos y en amores. El Conde, no obstante, y a pesar de haber sido uno de los más obstinados pretendientes de Pepita, había recibido las confitadas calabazas que ella solía propinar a quienes la requebraban y aspiraban a su mano. La herida que aquel duro y amargo confite había abierto en su endiosado corazón no estaba cicatrizada todavía. El amor se había vuelto odio, y el Conde se desahogaba a menudo, poniendo a Pepita como chupa de dómine. En este ameno ejercicio se hallaba el Conde cuando quiso la mala ventura que don Luis y Currito llegasen y se metiesen en el corro, que se abrió para recibirlos, de los que oían el extraño sermón de honras. Don Luis, como si el mismo diablo lo hubiera dispuesto, se encontró cara a cara con el Conde, que

decía de este modo: —No es mala pécora la tal Pepita Jiménez. Con más fantasía y más humos que la infanta Micomicona, quiere hacernos olvidar que nació y vivió en la miseria hasta que se casó con aquel pelele, con aquel vejestorio, con aquel maldito usurero, y le cogió los ochavos. La única cosa buena que ha hecho en su vida la tal viuda es concertarse con Satanás para enviar pronto al infierno a su galopín de marido, y librar la tierra de tanta infección y tanta peste. Ahora le ha dado a Pepita por la virtud y por la castidad. ¡Bueno estará todo ello! Sabe Dios si estará enredada de ocultis con algún gañán, y burlándose del mundo como si fuese la reina Artemisa. A las personas recogidas, que no asisten a reuniones de hombres solos, escandalizará sin duda este lenguaje les parecerá desbocado y brutal hasta la inverosimilitud, pero los que conocen el mundo confesarán que este lenguaje es muy usado en él, y que las damas más bonitas, las más agradables mujeres, las más honradas matronas suelen ser blanco de tiros no menos infames y soeces, si tienen un enemigo, y aun sin tenerlo, porque a menudo se murmura, o mejor dicho, se injuria y se deshonra a voces para mostrar chiste y desenfado. Don Luis, que desde niño había estado acostumbrado a que nadie se descompusiese en su presencia ni le dijese cosa que pudiera enojarle, porque durante su niñez le rodeaban criados, familiares y gente de la clientela de su padre, que atendían sólo a su gusto, y después en el Seminario, así por sobrino del Deán, como por lo mucho que él merecía, jamás había sido contrariado, sino considerado y adulado, sintió un aturdimiento singular, se quedó como herido por un rayo, cuando vio al insolente Conde arrastrar por el suelo, mancillar y cubrir de inmundo lodo la honra de la mujer que amaba. ¿Cómo defenderla, no obstante? No se le ocultaba que si bien no era marido, ni hermano, ni pariente de Pepita, podía sacar la cara por ella como caballero; pero veía el escándalo que esto causaría cuando no había allí ningún profano que defendiese a Pepita, antes bien, todos reían al Conde la gracia. Él, casi ministro ya de un Dios de paz, no podía dar un mentís y exponerse a una riña con aquel desvergonzado. Don Luis estuvo por enmudecer e irse; pero no lo consintió su corazón, y pugnando por revestirse de una autoridad que ni sus años juveniles, ni su rostro, donde había más bozo que barbas, ni su presencia en aquel lugar consentían, se

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puso a hablar con verdadera elocuencia contra los maldicientes y a echar en rostro al Conde, con libertad cristiana y con acento severo, la fealdad de su ruin acción. Fue predicar en desierto, o peor que predicar en desierto. El Conde contestó con pullas y burletas a la homilía; la gente, entre la que había no pocos forasteros, se puso del lado del burlón, a pesar de ser don Luis el hijo del cacique; el propio Currito, que no valía para nada y era un blandengue, aunque no se rió, no defendió a su amigo, y éste tuvo que retirarse, vejado y humillado bajo el peso de la chacota.

*** —¡Esta flor le faltaba al ramo! —murmuró entre dientes el pobre don Luis cuando llegó a su casa, y volvió a meterse en su cuarto, mohíno y maltratado por la rechifla, que él se exageraba y se figuraba insufrible. Se echó de golpe en un sillón, abatido y descorazonado y mil ideas contrarias asaltaron su mente. La sangre de su padre, que hervía en sus venas, le despertaba la cólera y le excitaba a ahorcar los hábitos, como al principio le aconsejaban en el lugar, y dar luego su merecido al señor Conde; pero todo el porvenir que se había creado se deshacía al punto, y veía al Deán que renegaba de él; y hasta el Papa, que había enviado ya la dispensa pontificia para que se ordenase antes de la edad, y el prelado diocesano, que había apoyado la solicitud de la dispensa en su probada virtud, ciencia sólida y firmeza de vocación, se le aparecían para reconvenirle. Pensaba luego en la teoría chistosa de su padre sobre el complemento de la persuasión de que se valían el apóstol Santiago, los obispos de la Edad Media, don Iñigo de Loyola y otros personajes, y no le parecía tan descabellada la teoría, arrepintiéndose casi de no haberla practicado. Recordaba entonces la costumbre de un doctor ortodoxo, insigne filósofo persa contemporáneo, mencionada en un libro reciente escrito sobre aquel país; costumbre que consistía en castigar con duras palabras a los discípulos y oyentes cuando se reían de las lecciones o no las entendían, y, si esto no bastaba, descender de la cátedra sable en mano y dar a todos una paliza. Este método era eficaz, principalmente en la controversia, si bien dicho filósofo

había encontrado una vez a otro contrincante del mismo orden, que le había hecho un chirlo descomunal en la cara. Don Luis, en medio de su mortificación y mal humor, se reía de lo cómico del recuerdo; hallaba que no faltarían en España filósofos que adoptarían de buena gana el método persiano; y si él no le adoptaba también, no era a la verdad por miedo del chirlo, sino por consideraciones de mayor valor y nobleza. Acudían, por último, mejores pensamientos a su alma y le consolaban un poco. —Yo he hecho muy mal—se decía—en predicar allí; debí haberme callado. Nuestro Señor Jesucristo lo ha dicho: «No deis a los perros las cosas santas, ni arrojéis vuestras margaritas a los cerdos, porque los cerdos se revolverán contra vosotros y os hollarán con sus asquerosas pezuñas.» Pero no, ¿por qué me he de quejar? ¿Por qué he de volver injuria por injuria? ¿Por qué me he de dejar vencer de la ira? Muchos santos Padres lo han dicho: «La ira es peor aún que la lascivia en los sacerdotes.» La ira de los sacerdotes ha hecho verter muchas lágrimas y ha causado males horribles. Esta ira, consejera tremenda tal vez los ha persuadido de que era menester que los pueblos sudaran sangre bajo la presión divina, y ha traído a sus encarnizados ojos la visión de Isaías, y han visto y han hecho ver a sus secuaces fanáticos al manso Cordero convertido en vengador inexorable, descendiendo de la cumbre de Edón, soberbio con la muchedumbre de su fuerza, pisoteando a las naciones como el pisador pisa las uvas en el lagar, y con la vestimenta levantada y cubierto de sangre hasta los muslos. ¡Ah, no, Dios mío! Voy a ser tu ministro; Tú eres un Dios de paz, y mi primera virtud debe ser la mansedumbre. Lo que enseñó tu Hijo en el sermón de la Montaña tiene que ser mi norma. No ojo por ojo, ni diente por diente, sino amar a nuestros enemigos. Tú amaneces sobre justos y pecadores, derramas sobre todos la lluvia fecunda de tus inexhaustas bondades. Tú eres nuestro Padre, que estás en el cielo, y debemos ser perfectos como Tú, perdonando a quienes nos ofendan, y pidiéndote que los perdones porque no saben lo que se hacen. Yo debo recordar las bienaventuranzas. Bienaventurados cuando os ultrajaren y persiguieren y dijeren todo mal de vosotros. El sacerdote, el que va a ser sacerdote, debe ser humilde, pacífico, manso de corazón. No como la encina, que se levanta orgullosa hasta que el rayo la hiere, sino como las

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hierbecillas fragantes de las selvas y las modestas flores de los prados, que dan más suave y grato aroma cuando el villano las pisa. En estas y otras meditaciones por el estilo transcurrieron las horas hasta que dieron las tres, y don Pedro, que acababa de volver del campo, entró en el cuarto de su hijo para llamarle a comer. La alegre cordialidad del padre, sus chistes, sus muestras de afecto, no pudieron sacar a don Luis de la melancolía ni abrirle el apetito. Apenas comió; apenas habló en la mesa. Si bien disgustadísimo con la silenciosa tristeza de su hijo, cuya salud, aunque robusta, pudiera resentirse, como don Pedro era hombre que se levantaba al amanecer y bregaba mucho durante el día, luego que acabó de fumar un buen cigarro habano de sobremesa, acompañándole con su taza de café y su copita de aguardiente de anís doble, se sintió fatigado, y según costumbre, se fue a dormir sus dos o tres horas de siesta. Don Luis tuvo muy buen cuidado de no poner en noticia de su padre la ofensa que le había hecho el conde de Genahazar. Su padre, que no iba a cantar misa y que tenía una índole poco sufrida, se hubiera lanzado al instante a tomar la venganza que él no tomó. Solo ya don Luis, dejó el comedor para no ver a nadie, y volvió al retiro de su estancia para abismarse más profundamente en sus ideas.

*** Abismado en ellas estaba hacía largo rato, sentado junto al bufete, los codos sobre él y en la derecha mano apoyada la mejilla, cuando sintió cerca ruido. Alzó los ojos y vio a su lado a la entremetida Antoñona, que había penetrado como una sombra, aunque tan maciza, y que le miraba con atención y con cierta mezcla de piedad y de rabia. Antoñona se había deslizado hasta allí sin que nadie lo advirtiese, aprovechando la hora en que comían los criados y don Pedro dormía, y había abierto la puerta del cuarto y la había vuelto a cerrar tras sí con tal suavidad, que don Luis, aunque no hubiera estado tan absorto, no hubiera podido sentirla. Antoñona venía resuelta a tener una conferencia muy seria con don Luis; pero no sabía a punto fijo lo que iba a decirle. Sin embargo, había pedido, no se sabe si al cielo o al infierno, que desatase su lengua y que le diese habla, y

habla no chabacana y grotesca, como la que usaba por lo común, sino culta, elegante e idónea para las nobles reflexiones y bellas cosas que ella imaginaba que le convenía expresar. Cuando don Luis vio a Antoñona arrugó el entrecejo, mostró bien en el gesto lo que le contrariaba aquella visita, y dijo con tono brusco: —¿A qué vienes aquí? Vete. —Vengo a pedirte cuenta de mi niña—contestó Antoñona sin turbarse—, y no me he de ir hasta que me la des. En seguida acercó una silla a la mesa, y se sentó enfrente de don Luis con aplomo y descaro. Viendo don Luis que no había remedio, mitigó el enojo, se armó de paciencia, y, ya con acento menos cruel, exclamó: —Di lo que tengas que decir. —Tengo que decir—prosiguió Antoñona—que lo que estás maquinando contra mi niña es una maldad. Te estás portando como un tuno. La has hechizado, la has dado un bebedizo maligno. Aquel angelito se va a morir. No come, ni duerme, ni sosiega por culpa tuya. Hoy ha tenido dos o tres soponcios sólo de pensar en que te vas. Buena hacienda dejas hecha antes de ser clérigo. Dime, condenado, ¿por qué viniste por aquí y no te quedaste por allá con tu tío? Ella, tan libre, tan señora de su voluntad, avasallando la de todos y no dejándose cautivar de ninguno, ha venido a caer en tus traidoras redes. Esta santidad mentida fue, sin duda, el señuelo de que te valiste. Con tus teologías y tiquismiquis celestiales, has sido como el pícaro y desalmado cazador, que atrae con el silbato a los zorzales bobalicones para que se ahorquen en la percha. —Antoñona —contestó don Luis—, déjame en paz. Por Dios, no me atormentes. Yo soy un malvado, lo confieso. No debí mirar a tu ama. No debí darle a entender que la amaba; pero yo la amaba y la amo aún con todo mi corazón, y no le he dado bebedizo, ni filtro, sino el mismo amor que la tengo. Es menester, sin embargo desechar, olvidar este amor. Dios me lo manda. ¿Te imaginas que no es, que no está siendo, que no será inmenso el sacrificio que hago? Pepita debe revestirse de fortaleza y hacer el mismo sacrificio. —Ni siquiera das ese consuelo a la infeliz —replicó Antoñona—. Tú sacrificas voluntariamente en el altar a esa mujer que te ama, que es ya tuya, a tu víctima; pero ella, ¿dónde te tiene a ti para sacrificarte? ¿Qué joya tira por la

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ventana, qué lindo primor echa en la hoguera, sino un amor mal pagado? ¿Cómo ha de dar a Dios lo que no tiene? ¿Va a engañar a Dios y a decirle: «Dios mío, puesto que él no me quiere, ahí te le sacrifico; no le querré yo tampoco»? Dios no se ríe; si Dios se riera, se reiría de tal presente. Don Luis, aturdido, no sabía qué objetar a estos raciocinios de Antoñona, más atroces que sus pellizcos pasados. Además, le repugnaba entrar en metafísicas de amor con aquella sirvienta. —Dejemos a un lado —dijo— esos vanos discursos. Yo no puedo remediar el mal de tu dueño. ¿Qué he de hacer? —¿Qué has de hacer? —interrumpió Antoñona, ya más blanda y afectuosa y con voz insinuante—. Yo te diré lo que has de hacer. Si no remediares el mal de mi niña, le aliviarás al menos. ¿No eres tan santo? Pues los santos son compasivos y además valerosos. No huyas como un cobardón grosero, sin despedirte. Ven a ver a mi niña, que está enferma. Haz esta obra de misericordia. —¿Y qué conseguiré con esa visita? Agravar el mal en vez de sanarlo. —No será así; no estás en el busilis. Tú irás allí, y con esa cháchara que gastas y esa labia que Dios te ha dado, le infundirás en los cascos la resignación y la dejarás consolada; y si le dices que la quieres y que por Dios sólo la dejas, al menos su vanidad de mujer no quedará ajada. —Lo que me propones es tentar a Dios, es peligroso para mí y para ella. —¿Y por qué ha de ser tentar a Dios? Pues si Dios ve la rectitud y la pureza de tus intenciones, ¿no te dará su favor y su gracia para que no te pierdas en esta ocasión en que te pongo con sobrado motivo? ¿No debes volar a librar a mi niña de la desesperación y a traerla al buen camino? Si se muriera de pena por verse así desdeñada, o si rabiosa agarrase un cordel y se colgase de una viga, créeme, tus remordimientos serían peores que las llamas de pez y azufre de las calderas de Lucifer. —¡Qué horror! No quiero que se desespere. Me revestiré de todo mi valor; iré a verla. —¡Bendito seas! ¡Si me lo decía el corazón! ¡Si eres bueno! —¿Cuándo quieres que vaya? —Esta noche, a las diez en punto. Yo estaré en la puerta de la calle aguardándote y te llevaré donde está.

—¿Sabe ella que has venido a verme? —No lo sabe. Ha sido todo ocurrencia mía; pero yo la prepararé con buen arte, a fin de que tu visita, la sorpresa, el inesperado gozo, no la hagan caer en un desmayo. ¿Me prometes que irás? —Iré. —Adiós. No faltes. A las diez de la noche en punto. Estaré a la puerta. Y Antoñona echó a correr, bajó la escalera de dos en dos escalones y se plantó en la calle.

*** No se puede negar que Antoñona estuvo discretísima en esta ocasión, y hasta su lenguaje fue tan digno y urbano, que no faltaría quien le calificase de apócrifo, si no se supiese con la mayor evidencia todo esto que aquí se refiere, y si no constasen, además, los prodigios de que es capaz el ingénito despejo de una mujer, cuando le sirve de estímulo un interés o una pasión grande. Grande era, sin duda, el afecto de Antoñona por su niña, y viéndola tan enamorada y tan desesperada, no pudo menos de buscar remedio a sus males. La cita a que acababa de comprometer a don Luis fue un triunfo inesperado. Así es que Antoñona, a fin de sacar provecho del triunfo, tuvo que disponerlo todo de improviso, con profunda ciencia mundana. Señaló Antoñona para la cita la hora de las diez de la noche, porque ésta era la hora de la antigua y ya suprimida o suspendida tertulia en que don Luis y Pepita solían verse. La señaló, además, para evitar murmuraciones y escándalo, porque ella había oído decir a un predicador que, según el Evangelio, no hay nada tan malo como el escándalo, y que a los escandalosos es menester arrojarlos al mar con una piedra de molino atada al pescuezo. Volvió, pues, Antoñona a casa de su dueño, muy satisfecha de sí misma y muy resuelta a disponer las cosas con tino para que el remedio que había buscado no fuese inútil o no agravase el mal de Pepita en vez de sanarlo. A Pepita no pensó ni determinó prevenirla sino a lo último, diciéndole que don Luis espontáneamente le había pedido hora para hacerle una visita de despedida, y que ella había señalado las diez. A fin de que no se originasen habladurías, si en la casa veían entrar a don

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Luis, pensó en que no le viesen entrar, y para ello era también muy propicia la hora y la disposición de la casa. A las diez estaría llena de gente la calle con la velada, y por lo mismo repararían menos en don Luis cuando pasase por ella. Penetrar en el zaguán sería obra de un segundo; y ella, que estaría allí aguardando, llevaría a don Luis hasta el despacho sin que nadie le viese. Todas o la mayor parte de las casas de los ricachos lugareños de Andalucía son como dos casas en vez de una, y así era la casa de Pepita. Cada casa tiene su puerta. Por la principal se pasa al patio enlosado y con columnas, a las salas y demás habitaciones señoriles; por la otra, a los corrales, caballeriza y cochera, cocinas, molino, lagar, graneros, trojes donde se conserva la aceituna hasta que se muele; bodegas donde se guarda el aceite, el mosto, el vino de quema, el aguardiente y el vinagre en grandes tinajas; candioteras o bodegas donde está en pipas y toneles el vino bueno y ya hecho o rancio. Esta segunda casa o parte de casa, aunque esté en el centro de una población de veinte o veinticinco mil almas, se llama casa de campo. El aperador, los capataces, el mulero, los trabajadores principales y más constantes en el servicio del amo, se juntan allí por la noche; en invierno, en torno de una enorme chimenea de una gran cocina, y en verano, al aire libre o en algún cuarto muy ventilado y fresco, y están holgando y de tertulia hasta que los señores se recogen. Antoñona imaginó que el coloquio y la explicación que ella deseaba que tuviesen su niña y don Luis requerían sosiego y que no viniesen a interrumpirlos, y así determinó que aquella noche, por ser la velada de San Juan, las chicas que servían a Pepita vacasen en todos sus quehaceres y oficios, y se fuesen a solazar a la casa de campo, armando con los rústicos trabajadores un jaleo probe, de fandango, lindas coplas, repiqueteo de castañuelas, brincos y mudanzas. De esta suerte, la casa señoril quedaría casi desierta y silenciosa, sin más habitantes que ella y Pepita, y muy a propósito para la solemnidad, trascendencia y no turbado sosiego que eran necesarios en la entrevista que ella tenía preparada, y de la que dependía quizá, o de seguro, el destino de dos personas de tanto valer.

***

Mientras Antoñona iba rumiando y concertando en su mente todas estas cosas, don Luis, no bien se quedó solo, se arrepintió de haber procedido tan de ligero y de haber sido tan débil en conceder la cita que Antoñona le había pedido. Don Luis se paró a considerar la condición de Antoñona, y le pareció más aviesa que la de Enone y la de Celestina. Vio delante de sí todo el peligro a que voluntariamente se aventuraba, y no vio ventaja alguna en hacer recatadamente y a hurto de todos una visita a la linda viuda. Ir a verla para ceder y caer en sus redes, burlándose de sus votos, dejando mal al Obispo, que había recomendado su solicitud de dispensa, y hasta al Sumo Pontífice, que la había concedido, y desistiendo de ser clérigo, le parecía un desdoro muy enorme. Era además una traición contra su padre, que amaba a Pepita y deseaba casarse con ella. Ir a verla para desengañarla más aún, se le antojaba mayor refinamiento de crueldad que partir sin decirle nada. Impulsado por tales razones, lo primero que pensó don Luis fue faltar a la cita sin dar excusa ni aviso, y que Antoñona le aguardase en balde en el zaguán; pero Antoñona anunciaría a su señora la visita, y él faltaría, no sólo a Antoñona, sino a Pepita, dejando de ir, con una grosería incalificable. Discurrió entonces escribir a Pepita una carta muy afectuosa y discreta, excusándose de ir, justificando su conducta, consolándola, manifestando sus tiernos sentimientos por ella, si bien haciendo ver que la obligación y el cielo eran antes que todo, y procurando dar ánimo a Pepita para que hiciese el mismo sacrificio que él hacía. Cuatro o cinco veces se puso a escribir esta carta. Emborronó mucho papel; lo rasgó en seguida, y la carta no salía jamás a su gusto. Ya era seca, fría, pedantesca, como un mal sermón o como la plática de un dómine; ya se deducía de su contenido un miedo pueril y ridículo, como si Pepita fuese un monstruo pronto a devorarle; ya tenía el escrito otros defectos y lunares no menos lastimosos. En suma, la carta no se escribió, después de haberse consumido en las tentativas unos cuantos pliegos. —No hay más recurso —dijo para sí don Luis—, la suerte está echada. Valor y vamos allá. Don Luis confortó su espíritu con la esperanza de que iba a tener mucha serenidad y de que Dios iba a poner en sus labios un raudal de elocuencia, por

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donde persuadiría a Pepita, que era tan buena, de que ella misma le impulsase a cumplir con su vocación, sacrificando el amor mundanal y haciéndose semejante a las santas mujeres que ha habido, las cuales, no ya han desistido de unirse con un novio o con un amante, sino hasta de unirse con el esposo, viviendo con él como con un hermano, según se refiere, por ejemplo, en la vida de San Eduardo, rey de Inglaterra. Y después de pensar en esto, se sentía don Luis más consolado y animado, y ya se figuraba que él iba a ser como San Eduardo, y que Pepita era como la reina Edita, su mujer; y bajo la forma y condición de la tal reina, virgen a par de esposa, le parecía Pepita, si cabe, mucho más gentil, elegante y poética. No estaba, sin embargo, don Luis todo lo seguro y tranquilo que debiera estar después de haberse resuelto a imitar a San Eduardo. Hallaba aún cierto no sé qué de criminal en aquella visita que iba a hacer sin que su padre lo supiese, y estaba por ir a despertarle de su siesta y descubrírselo todo. Dos o tres veces se levantó de su silla y empezó a andar en busca de su padre; pero luego se detenía y creía aquella revelación indigna, la creía una vergonzosa chiquillada. Él podía revelar sus secretos; pero revelar los de Pepita para ponerse bien con su padre, era bastante feo. La fealdad y lo cómico y miserable de la acción se aumentaban, notando que el temor de no ser bastante fuerte para resistir era lo que a hacerla le movía. Don Luis se calló, pues, y no reveló nada a su padre. Es más: ni siquiera se sentía con la desenvoltura y la seguridad convenientes para presentarse a su padre, habiendo de por medio aquella cita misteriosa. Estaba asimismo tan alborotado y fuera de sí por culpa de las encontradas pasiones que se disputaban el dominio de su alma, que no cabía en el cuarto, y como si brincase o volase, lo andaba y recorría todo en tres o cuatro pasos aunque era grande, por lo cual temía darse de calabazadas contra las paredes. Por último, si bien tenía abierto el balcón por ser verano, le parecía que iba a ahogarse allí por falta de aire, y que el techo le pesaba sobre la cabeza y que para respirar necesitaba de toda la atmósfera, y para andar de todo el espacio sin límites, y para alzar la frente y exhalar sus suspiros y encumbrar sus pensamientos, de no tener sobre sí sino la inmensa bóveda del cielo. Aguijoneado de esta necesidad, tomó su sombrero y su bastón y se fue a la calle. Ya en la calle, huyendo de toda persona conocida y buscando la soledad, se salió al campo y se internó por lo más frondoso y esquivo de las alamedas,

huertas y sendas que rodean la población y hacen un paraíso de sus alrededores en un radio de más de media legua.

*** Poco hemos dicho hasta ahora de la figura de don Luis. Sépase, pues, que era un buen mozo en toda la extensión de la palabra: alto, ligero, bien formado, cabello negro, ojos negros también y llenos de fuego y de dulzura. La color trigueña, la dentadura blanca, los labios finos, aunque relevados, lo cual le daba un aspecto desdeñoso; y algo de atrevido y varonil en todo el ademán, a pesar del recogimiento y de la mansedumbre clericales. Había, por último, en el porte y continente de don Luis aquel indescriptible sello de distinción y de hidalguía que parece, aunque no lo sea siempre, privativa calidad y exclusivo privilegio de las familias aristocráticas. Al ver a don Luis, era menester confesar que Pepita Jiménez sabía de estética por instinto. Corría, que no andaba, don Luis por aquellas sendas, saltando arroyos y fijándose apenas en los objetos, casi como toro picado del tábano. Los rústicos con quienes se encontró, los hortelanos que le vieron pasar, tal vez le tuvieron por loco. Cansado ya de caminar sin propósito, se sentó al pie de una cruz de piedra, junto a las ruinas de un antiguo convento de San Francisco de Paula, que dista más de tres kilómetros del lugar, y allí se hundió en nuevas meditaciones, pero tan confusas, que ni él mismo se daba cuenta de lo que pensaba. El tañido de las campanas que, atravesando el aire, llegó a aquellas soledades, llamando a la oración a los fieles, y recordándoles la salutación del Arcángel a la Sacratísima Virgen, hizo que don Luis volviera de su éxtasis y se hallase de nuevo en el mundo real. El sol acababa de ocultarse detrás de los picos gigantescos de las sierras cercanas, haciendo que las pirámides, agujas y rotos obeliscos de la cumbre se destacasen sobre un fondo de púrpura y topacio, que tal parecía el cielo, dorado por el sol poniente. Las sombras empezaban a extenderse sobre la vega, y en los montes opuestos a los montes por donde el sol se ocultaba, relucían las peñas más erguidas, como si fueran de oro o de cristal hecho ascua.

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Los vidrios de las ventanas y los blancos muros del remoto santuario de la Virgen, patrona del lugar, que está en lo más alto de un cerro, así como otro pequeño templo o ermita que hay en otro cerro más cercano, que llaman el Calvario, resplandecían aún como dos faros salvadores, heridos por los postreros rayos oblicuos del sol moribundo. Una poesía melancólica inspiraba a la naturaleza, y con la música callada que sólo el espíritu acierta a oír, se diría que todo entonaba un himno al Creador. El lento son de las campanas, amortiguado y semiperdido por la distancia, apenas turbaba el reposo de la tierra, y convidaba a la oración sin distraer los sentidos con rumores. Don Luis se quitó su sombrero, se hincó de rodillas al pie de la cruz, cuyo pedestal le había servido de asiento, y rezó con profunda devoción el Angelus Domini. Las sombras nocturnas fueron pronto ganando terreno; pero la noche, al desplegar su manto y cobijar con él aquellas regiones, se complace en adornarlo de más luminosas estrellas y de una luna más clara. La bóveda azul no trocó en negro su color azulado; conservó su azul, aunque lo hizo más oscuro. El aire era tan diáfano y tan sutil, que se veían millares y millares de estrellas fulgurando en el éter sin términos. La luna plateaba las copas de los árboles y se reflejaba en la corriente de los arroyos que parecían de un líquido luminoso y transparente, donde se formaban iris y cambiantes como en el ópalo. Entre la espesura de la arboleda cantaban los ruiseñores. Las hierbas y flores vertían más generoso perfume. Por las orillas de las acequias, entre la hierba menuda y las flores silvestres, relucían como diamantes o carbunclos los gusanillos de luz en multitud innumerable. No hay por allí luciérnagas aladas ni cocuyos, pero estos gusanillos de luz abundan y dan un resplandor bellísimo. Muchos árboles frutales, en flor todavía; muchas acacias y rosales sin cuento embalsamaban el ambiente, impregnándole de suave fragancia. Don Luis se sintió dominado, seducido, vencido por aquella voluptuosa naturaleza, y dudó de sí. Era menester, no obstante, cumplir la palabra dada y acudir a la cita. Aunque dando un largo rodeo, aunque recorriendo otras sendas, aunque vacilando a veces en irse a la fuente del río, donde al pie de la sierra brota de una peña viva todo el caudal cristalino que riega las huertas, y es sitio delicioso, don Luis, a paso lento y pausado, se dirigió hacia la población.

Conforme se iba acercando, se aumentaba el terror que le infundía lo que se determinaba a hacer. Penetraba por lo más sombrío de las enramadas, anhelando ver algún prodigio espantable, algún signo, algún aviso que le retrajese. Se acordaba a menudo del estudiante Lisardo, y ansiaba ver su propio entierro. Pero el cielo sonreía con sus mil luces y excitaba a amar; las estrellas se miraban con amor unas a otras; los ruiseñores cantaban enamorados; hasta los grillos agitaban amorosamente sus elictras sonoras, como trovadores el plectro cuando dan una serenata; la tierra toda parecía entregada al amor en aquella tranquila y hermosa noche. Nada de aviso, nada de signo, nada de pompa fúnebre: todo vida, paz y deleite. ¿Dónde estaba el Ángel de la Guarda? ¿Había dejado a don Luis como cosa perdida, o, calculando que no corría peligro alguno, no se cuidaba de apartarle de su propósito? ¿Quién sabe? Tal vez de aquel peligro resultaría un triunfo. San Eduardo y la reina Edita se ofrecían de nuevo a la imaginación de don Luis y corroboraban su voluntad. Embelesado en estos discursos, retardaba don Luis su vuelta, y aún se hallaba a alguna distancia del pueblo, cuando sonaron las diez, hora de la cita, en el reloj de la parroquia. Las diez campanadas fueron como diez golpes que le hirieron el corazón. Allí le dolieron materialmente, si bien con un dolor y un sobresalto mixtos de traidora inquietud y de regalada dulzura. Don Luis apresuró el paso a fin de no llegar muy tarde, y pronto se encontró en la población. El lugar estaba animadísimo. Las mozas solteras venían a la fuente del ejido a lavarse la cara, para que fuese fiel el novio a la que le tenía, y para que a la que no le tenía le saltase novio. Mujeres y chiquillos, por acá y por allá, volvían de coger verbena, ramos de romero u otras plantas, para hacer sahumerios mágicos. Las guitarras sonaban por varias partes. Los coloquios de amor y las parejas dichosas y apasionadas se oían y se veían a cada momento. La noche y la mañanita de San Juan, aunque fiesta católica, conservan no sé qué resabios del paganismo y naturalismo antiguos. Tal vez sea por la coincidencia aproximada de esta fiesta con el solsticio de verano. Ello es que todo era profano, y no religioso. Todo era amor y galanteo. En nuestros viejos romances y leyendas siempre roba el moro a la linda infantita cristiana y siempre el caballero cristiano logra su anhelo con la princesa mora, en la noche o en la mañanita de San Juan, y en el pueblo se diría que conservaban la tradición de

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los viejos romances. Las calles estaban llenas de gente. Todo el pueblo estaba en las calles, y además los forasteros. Hacían asimismo muy difícil el tránsito la multitud de mesillas de turrón, arropía y tostones, los puestos de fruta, las tiendas de muñecos y juguetes, y las buñolerías, donde gitanas jóvenes y viejas ya freían la masa, infestando el aire con el olor del aceite, ya pesaban y servían los buñuelos, ya respondían con donaire a los piropos de los galanes que pasaban, ya decían la buena ventura. Don Luis procuraba no encontrar a los amigos y, si los veía de lejos, echaba por otro lado. Así fue llegando poco a poco, sin que le hablasen ni detuviesen, hasta cerca del zaguán de casa de Pepita. El corazón empezó a latirle con violencia, y se paró un instante para serenarse. Miró el reloj: eran cerca de las diez y media. —¡Válgame Dios! —dijo—, hará cerca de media hora que me estará aguardando. Entonces se precipitó y penetró en el zaguán. El farol que lo alumbraba de diario daba poquísima luz aquella noche. No bien entró don Luis en el zaguán, una mano, mejor diremos una garra, le asió por el brazo derecho. Era Antoñona, que dijo en voz baja: —¡Diantre de colegial, ingrato, desaborido, mostrenco! Ya imaginaba yo que no venías. ¿Dónde has estado, peal? ¿Cómo te atreves a tardar, haciéndote de pencas, cuando toda la sal de la tierra se está derritiendo por ti, y el sol de la hermosura te aguarda? Mientras Antoñona expresaba estas quejas, no estaba parada, sino que iba andando y llevando en pos de sí, asido siempre del brazo, al colegial atortolado y silencioso. Salvaron la cancela, y Antoñona la cerró con tiento y sin ruido; atravesaron el patio, subieron por la escalera, pasaron luego por unos corredores y por dos salas, y llegaron a la puerta del despacho, que estaba cerrada. En toda la casa reinaba maravilloso silencio. El despacho estaba en lo interior y no llegaban a él los rumores de la calle. Sólo llegaban, aunque confusos y vagos, el resonar de las castañuelas y el son de la guitarra y un leve murmullo, causado todo por los criados de Pepita, que tenían su jaleo probe en la casa de campo.

Antoñona abrió la puerta del despacho, empujó a don Luis para que entrase, y al mismo tiempo le anunció diciendo: —Niña, aquí tienes al señor don Luis, que viene a despedirse de ti. Hecho el anuncio con la formalidad debida, la discreta Antoñona se retiró de la sala, dejando a sus anchas al visitante y a la niña, y volviendo a cerrar la puerta.

*** Al llegar a este punto, no podemos menos de hacer notar el carácter de autenticidad que tiene la presente historia, admirándonos de la escrupulosa exactitud de la persona que la compuso. Porque si algo de fingido, como en una novela, hubiera en estos paralipómenos, no cabe duda en que una entrevista tan importante y trascendente como la de Pepita y don Luis se hubiera dispuesto por medios menos vulgares que los aquí empleados. Tal vez nuestros héroes, yendo a una nueva expedición campestre, hubieran sido sorprendidos por desecha y pavorosa tempestad, teniendo que refugiarse en las ruinas de algún antiguo castillo o torre moruna, donde por fuerza había de ser fama que se aparecían espectros o cosas por el estilo. Tal vez nuestros héroes hubieran caído en poder de alguna partida de bandoleros, de la cual hubieran escapado merced a la serenidad y valentía de don Luis, albergándose luego, durante la noche, sin que se pudiese evitar, y solitos los dos, en una caverna o gruta. Y tal vez, por último, el autor hubiera arreglado el negocio de manera que Pepita y su vacilante admirador hubieran tenido que hacer un viaje por mar, y aunque ahora no hay piratas o corsarios argelinos, no es difícil inventar un buen naufragio, en el cual don Luis hubiera salvado a Pepita, arribando a una isla desierta o a otro lugar poético y apartado. Cualquiera de estos recursos hubiera preparado con más arte el coloquio apasionado de los dos jóvenes y hubiera justificado mejor a don Luis. Creemos sin embargo, que en vez de censurar al autor porque no apela a tales enredos, conviene darle gracias por la mucha conciencia que tiene, sacrificando a la fidelidad del relato el portentoso efecto que haría si se atreviese a exornarle y bordarle con lances y episodios sacados de su fantasía. Si no hubo más que la oficiosidad y destreza de Antoñona y la debilidad

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con que don Luis se comprometió a acudir a la cita, ¿para qué forjar embustes y traer a los dos amantes como arrastrados por la fatalidad a que se vean y hablen a solas con gravísimo peligro de la virtud y entereza de ambos? Nada de eso. Si don Luis se conduce bien o mal en venir a la cita, y si Pepita Jiménez, a quien Antoñona había ya dicho que don Luis espontáneamente venía a verla, hace mal o bien en alegrarse de aquella visita algo misteriosa y fuera de tiempo, no echemos la culpa al acaso, sino a los mismos personajes que en esta historia figuran y a las pasiones que sienten. Mucho queremos nosotros a Pepita; pero la verdad es antes que todo, y la hemos de decir, aunque perjudique a nuestra heroína. A las ocho le dijo Antoñona que don Luis iba a venir, y Pepita, que hablaba de morirse, que tenía los ojos encendidos y los párpados un poquito inflamados de llorar, y que estaba bastante despeinada, no pensó desde entonces sino en componerse y arreglarse para recibir a don Luis. Se lavó la cara con agua tibia para que el estrago del llanto desapareciese hasta el punto preciso de no afear, mas no para que no quedasen huellas de que había llorado; se compuso el pelo de suerte que no denunciaba estudio cuidadoso sino que demostraba cierto artístico y gentil descuido, sin rayar en desorden lo cual hubiera sido poco decoroso; se pulió las uñas, y como no era propio recibir de bata a don Luis, se vistió un traje sencillo de casa. En suma, miró instintivamente a que todos los pormenores de tocador concurriesen a hacerla aparecer más bonita y aseada, sin que se trasluciera el menor indicio del arte, del trabajo y del tiempo gastado en aquellos perfiles, sino que todo ello resplandeciera como obra natural y don gratuito, como algo que persistía en ella, a pesar del olvido de sí misma causado por la vehemencia de los afectos. Según hemos llegado a averiguar, Pepita empleó más de una hora en estas faenas de tocador, que habían de sentirse sólo por los efectos. Después se dio el postrer retoque y vistazo al espejo con satisfacción mal disimulada. Y por último, a eso de las nueve y media, tomando una palmatoria, bajó a la sala donde estaba el Niño Jesús. Encendió primero las velas del altarito, que estaban apagadas; vio con cierta pena que las flores yacían marchitas; pidió perdón a la devota imagen por haberla tenido desatendida mucho tiempo; y, postrándose de hinojos, y a solas, oró con todo su corazón y con aquella confianza y franqueza que inspira quien está de huésped en casa desde hace muchos años. A un Jesús

Nazareno, con la cruz a cuestas y la corona de espinas; a un Ecce-Homo, ultrajado y azotado, con la caña por irrisorio cetro y la áspera soga por ligadura de las manos; o a un Cristo crucificado, sangriento y moribundo, Pepita no se hubiera atrevido a pedir lo que pedía a Jesús, pequeñuelo todavía, risueño, lindo, sano y con buenos colores. Pepita le pidió que le dejase a don Luis; que no se lo llevase; porque él, tan rico y tan abastado de todo, podía sin gran sacrificio desprenderse de aquel servidor y cedérselo a ella. Terminados estos preparativos, que nos será lícito clasificar y dividir en cosméticos, indumentarios y religiosos, Pepita se instaló en el despacho, aguardando la venida de don Luis con febril impaciencia. Atinada anduvo Antoñona en no decir que iba a venir sino hasta poco antes de la hora. Aun así, gracias a la tardanza del galán, la pobre Pepita estuvo deshaciéndose, llena de ansiedad y de angustia, desde que terminó sus oraciones y súplicas con el Niño Jesús hasta que vio dentro del despacho al otro niño.

*** La visita empezó del modo más grave y ceremonioso. Los saludos de fórmula se pronunciaron maquinalmente de una parte y de otra; y don Luis, invitado a ello, tomó asiento en una butaca, sin dejar el sombrero ni el bastón, y a no corta distancia de Pepita. Pepita estaba sentada en el sofá. El velador se veía al lado de ella con libros y con la palmatoria, cuya luz iluminaba su rostro. Una lámpara ardía además sobre el bufete. Ambas luces, con todo, siendo grande el cuarto, como lo era, dejaban la mayor parte de él en la penumbra. Una gran ventana, que daba a un jardincillo interior, estaba abierta por el calor, y si bien sus hierros eran como la trama de un tejido de rosas, enredaderas y jazmines, todavía por entre la verdura y las flores se abrían camino los claros rayos de la luna, penetraban en la estancia y querían luchar con la luz de la lámpara y de la palmatoria. Penetraban además por la ventana-verjel el lejano y confuso rumor del jaleo de la casa de campo, que estaba al otro extremo; el murmullo monótono de una fuente que había en el jardincillo, y el aroma de los jazmines, y de las rosas que tapizaban la ventana, mezclado con el de los don-pedros, albahacas y otras plantas que adornaban los arriates al pie de ella.

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Hubo una larga pausa, un silencio tan difícil de sostener como de romper. Ninguno de los dos interlocutores se atrevía a hablar. Era, en verdad, la situación muy embarazosa. Tanto para ellos el expresarse entonces, como para nosotros el reproducir ahora lo que expresaron, es empresa ardua; pero no hay más remedio que acometerla. Dejemos que ellos mismos se expliquen, y copiemos al pie de la letra sus palabras.

*** —Al fin se dignó usted venir a despedirse de mí antes de su partida—dijo Pepita—. Yo había perdido ya la esperanza. El papel que hacía don Luis era de mucho empeño, y, por otra parte, los hombres, no ya novicios, sino hasta experimentados y curtidos en estos diálogos, suelen incurrir en tonterías al empezar. No se condene, pues, a don Luis porque empezase contestando tonterías. —Su queja de usted es injusta—dijo—. He estado aquí a despedirme de usted con mi padre, y como no tuvimos el gusto de que usted nos recibiese, dejamos tarjetas. Nos dijeron que estaba usted algo delicada de salud, y todos los días hemos enviado recado para saber de usted. Grande ha sido nuestra satisfacción al saber que estaba usted aliviada. ¿Y ahora, se encuentra usted mejor? —Casi estoy por decir a usted que no me encuentro mejor —replicó Pepita—; pero como veo que viene usted de embajador de su padre, y no quiero afligir a un amigo tan excelente, justo será que diga a usted, y que usted repita a su padre, que siento bastante alivio. Singular es que haya venido usted solo. Mucho tendrá que hacer don Pedro cuando no le ha acompañado. —Mi padre no me ha acompañado, señora, porque no sabe que he venido a ver a usted. Yo he venido solo, porque mi despedida ha de ser solemne, grave, para siempre quizá, y la suya es de índole harto diversa. Mi padre volverá por aquí dentro de unas semanas; yo es posible que no vuelva nunca, y si vuelvo, volveré muy otro del que soy ahora. Pepita no pudo contenerse. El porvenir de felicidad con que había soñado se desvanecía como una sombra. Su resolución inquebrantable de vencer a toda costa a aquel hombre, único que había amado en la vida, único que se sentía

capaz de amar, era una resolución inútil. Don Luis se iba. La juventud, la gracia, la belleza, el amor de Pepita no valían para nada. Estaba condenada, con veinte años de edad y tanta hermosura, a la viudez perpetua, a la soledad, a amar a quien no la amaba. Todo otro amor era imposible para ella. El carácter de Pepita, en quien los obstáculos recrudecían y avivaban más los anhelos; en quien una determinación, una vez tomada, lo arrollaba todo hasta verse cumplida, se mostró entonces con notable violencia y rompiendo todo freno. Era menester morir o vencer en la demanda. Los respetos sociales, la inveterada costumbre de disimular y de velar los sentimientos, que se adquiere en el gran mundo, y que pone dique a los arrebatos de la pasión y envuelve en gasas y cendales y disuelve en perífrasis y frases ambiguas la más enérgica explosión de los mal reprimidos afectos, nada podían con Pepita, que tenía poco trato de gentes y no conocía término medio; que no había sabido sino obedecer a ciegas a su madre y a su primer marido, y mandar después despóticamente a todos los demás seres humanos. Así es que Pepita habló en aquella ocasión y se mostró tal como era. Su alma, con cuanto había en ella de apasionado, tomó forma sensible en sus palabras, y sus palabras no sirvieron para envolver su pensar y su sentir, sino para darle cuerpo. No habló como hubiera hablado una dama de nuestros salones, con ciertas pleguerías y atenuaciones en la expresión, sino con la desnudez idílica con que Cloe hablaba a Dafnis y con la humildad y el abandono completo con que se ofreció a Booz la nuera de Noemi. Pepita dijo: —¿Persiste usted, pues, en su propósito? ¿Está usted seguro de su vocación? ¿No teme usted ser un mal clérigo? Señor don Luis, voy a hacer un esfuerzo; voy a olvidar por un instante que soy una ruda muchacha; voy a prescindir de todo sentimiento, y voy a discurrir con frialdad, como si se tratase del asunto que me fuese más extraño. Aquí hay hechos que se pueden comentar de dos modos. Con ambos comentarios queda usted mal. Expondré mi pensamiento. Si la mujer que con sus coqueterías, no por cierto muy desenvueltas, casi sin hablar a usted palabra, a los pocos días de verle y tratarle, ha conseguido provocar a usted, moverle a que la mire con miradas que auguraban amor profano, y hasta ha logrado que le dé usted una muestra de cariño, que es una falta, un pecado en cualquiera, y más en un sacerdote; si esta mujer es, como lo es en realidad, una lugareña ordinaria, sin instrucción, sin

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talento y sin elegancia, ¿qué no se debe temer de usted cuando trate y vea y visite en las grandes ciudades a otras mujeres mil veces más peligrosas? Usted se volverá loco cuando vea y trate a las grandes damas que habitan palacios, que huellan mullidas alfombras, que deslumbran con diamantes y perlas, que visten sedas y encajes y no percal y muselina, que desnudan la cándida y bien formada garganta, y no la cubren con un plebeyo y modesto pañolito; que son más diestras en mirar y herir; que por el mismo boato, séquito y pompa de que se rodean son más deseables por ser en apariencia inasequibles; que disertan de política, de filosofía, de religión y de literatura; que cantan como canarios, y que están como envueltas en nubes de aroma, adoraciones y rendimientos, sobre un pedestal de triunfos y victorias, endiosadas por el prestigio de un nombre ilustre, encumbradas en áureos salones o retiradas en voluptuosos gabinetes, donde entran sólo los felices de la tierra; tituladas acaso, y llamándose únicamente para los íntimos Pepita, Antoñita o Angelita, y para los demás la excelentísima señora Duquesa o la excelentísima señora Marquesa. Si usted ha cedido a una zafia aldeana, hallándose en vísperas de la ordenación, con todo el entusiasmo que debe suponerse, y si ha cedido impulsado por capricho fugaz, ¿no tengo razón en prever que va usted a ser un clérigo detestable, impuro, mundanal y funesto, y que cederá a cada paso ? En esta suposición, créame usted, señor don Luis, y no se me ofenda, ni siquiera vale usted para marido de una mujer honrada. Si usted ha estrechado las manos con el ahínco y la ternura del más frenético amante; si usted ha mirado con miradas que prometían un cielo, una eternidad de amor, y si usted ha... besado a una mujer que nada le inspiraba sino algo que para mí no tiene nombre, vaya usted con Dios, y no se case usted con esa mujer. Si ella es buena, no le querrá a usted para marido, ni siquiera para amante; pero, por amor de Dios, no sea usted clérigo tampoco. La Iglesia ha menester de otros hombres más serios y más capaces de virtud para ministros del Altísimo. Por el contrario, si usted ha sentido una gran pasión por esa mujer de que hablamos, aunque ella sea poco digna, ¿por qué abandonarla y engañarla con tanta crueldad? Por indigna que sea, si es que ha inspirado esa gran pasión, ¿no cree usted que la compartirá y que será víctima de ella? Pues qué, cuando el amor es grande, elevado y violento, ¿deja nunca de imponerse? ¿No tiraniza y subyuga al objeto amado de un modo irresistible? Por los grados y quilates de su amor debe usted medir el

de su amada. ¿Y cómo no temer por ella si usted la abandona? ¿Tiene ella la energía varonil, la constancia que infunde la sabiduría que los libros encierran, el aliciente de la gloria, la multitud de grandiosos proyectos, y todo aquello que hay en su cultivado y sublime espíritu de usted para distraerle y apartarle, sin desgarradora violencia, de todo otro terrenal afecto? ¿No comprende usted que ella morirá de dolor; y que usted, destinado a hacer incruentos sacrificios, empezará por sacrificar despiadadamente a quien más le ama? —Señora —contestó don Luis, haciendo un esfuerzo para disimular su emoción y para que no se conociese lo turbado que estaba en lo trémulo y balbuciente de la voz—: Señora, yo también tengo que dominarme mucho para contestar a usted con la frialdad de quien opone argumentos a argumentos como en una controversia; pero la acusación de usted viene tan razonada (y usted perdone que se lo diga), es tan hábilmente sofística, que me fuerza a desvanecerla con razones. No pensaba yo tener que disertar aquí y que aguzar mi corto ingenio; pero usted me condena a ello, si no quiero pasar por un monstruo. Voy a contestar a los extremos del cruel dilema que ha forjado usted en mi daño. Aunque me he criado al lado de mi tío y en el Seminario, donde no he visto mujeres, no me crea usted tan ignorante ni tan pobre de imaginación que no acertase a representármelas en la mente todo lo bellas, todo lo seductoras que pueden ser. Mi imaginación, por el contrario, sobrepujaba a la realidad en todo eso. Excitada por la lectura de los cantores bíblicos y de los poetas profanos, se fingía mujeres más elegantes, más graciosas, más discretas que las que por lo común se hallan en el mundo real. Yo conocía, pues, el precio del sacrificio que hacía, y hasta lo exageraba, cuando renuncié al amor de esas mujeres, pensando elevarme a la dignidad del sacerdocio. Harto conocía yo lo que puede y debe añadir el encanto a una mujer hermosa el vestirla de ricas telas y joyas esplendentes, y el circundarla de todos los primores de la más refinada cultura, y de todas las riquezas que crean la mano y el ingenio infatigables del hombre. Harto conocía yo también lo que acrecientan el natural despejo, lo que pulen, realzan y abrillantan la inteligencia de una mujer el trato de los hombres más notables por la ciencia, la lectura de buenos libros, el aspecto mismo de las florecientes ciudades con los monumentos y grandezas que contienen. Todo esto me lo figuraba yo con tal viveza y lo veía con tal hermosura, que, no lo dude usted, si yo llego a ver y a tratar a esas mujeres de

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que usted me habla, lejos de caer en la adoración y en la locura que usted predice, tal vez sea un desengaño lo que reciba, al ver cuánta distancia media de lo soñado a lo real y de lo vivo a lo pintado. —¡Estos de usted sí que son sofismas!—interrumpió Pepita—. ¿Cómo negar a usted que lo que usted se pinta en la imaginación es más hermoso que lo que existe realmente? Pero ¿cómo negar tampoco que lo real tiene más eficacia seductora que lo imaginado y soñado? Lo vago y aéreo de un fantasma, por bello que sea, no compite con lo que mueve materialmente los sentidos. Contra los ensueños mundanos comprendo que venciesen en su alma de usted las imágenes devotas; pero temo que las imágenes devotas no habían de vencer a las mundanas realidades. —Pues no lo tema usted, señora—replicó don Luis—. Mi fantasía es más eficaz en lo que crea que todo el universo, menos usted, en lo que por los sentidos me transmite. —¿Y por qué menos yo? Esto me hace caer en otro recelo. ¿Será quizá la idea que usted tiene de mí, la idea que ama, creación de esa fantasía tan eficaz, ilusión en nada conforme conmigo? —No, no lo es; tengo fe de que esta idea es en todo conforme con usted; pero tal vez es ingénita en mi alma tal vez está en ella desde que fue creada por Dios; tal vez es parte de su esencia; tal vez es lo más puro y rico de su ser, como el perfume en las llores. —¡Bien me lo temía yo! Usted me lo confiesa ahora. Usted no me ama. Eso que ama usted es la esencia, el aroma, lo más puro de su alma, que ha tomado una forma parecida a la mía. —No, Pepita; no se divierta usted en atormentarme. Esto que yo amo es usted, y usted tal cual es; pero es tan bello, tan limpio, tan delicado esto que yo amo, que no me explico que pase todo por los sentidos de un modo grosero y llegue así hasta mi mente. Supongo, pues, y creo, y tengo por cierto, que estaba antes en mí. Es como la idea de Dios, que estaba en mí, que ha venido a magnificarse y desenvolverse en mí, y que, sin embargo, tiene su objeto real, superior, infinitamente superior a la idea. Como creo que Dios existe, creo que existe usted y que vale usted mil veces más que la idea que de usted tengo formada. —Aún me queda una duda. ¿No pudiera ser la mujer en general, y no yo

singular y exclusivamente, quien ha despertado esa idea? —No, Pepita; la magia, el hechizo de una mujer, bella de alma y de gentil presencia, habían, antes de ver a usted, penetrado en mi fantasía.. No hay duquesa ni marquesa en Madrid, ni emperatriz en el mundo, ni reina ni princesa en todo el orbe, que valgan lo que valen las ideales y fantásticas criaturas con quienes yo he vivido, porque se aparecían en los alcázares y camarines, estupendos de lujo, buen gusto y exquisito ornato, que yo edificaba en mis espacios imaginarios, desde que llegué a la adolescencia, y que daba luego por morada a mis Lauras, Beatrices, Julietas, Margaritas y Eleonoras, o a mis Cintias, Glíceras y Lesbias. Yo las coronaba en mi mente con diademas y mitras orientales, y las envolvía en mantos de púrpura y de oro, y las rodeaba de pompa regia, como a Ester y a Vasti; yo les prestaba la sencillez bucólica de la edad patriarcal, como a Rebeca y a la Sulamita; yo les daba la dulce humildad y la devoción de Ruth; yo las oía discurrir como Aspasia o Hipatia, maestras de elocuencia; yo las encumbraba en estrados riquísimos, y ponía en ellas reflejos gloriosos de clara sangre y de ilustre prosapia, como si fuesen las matronas patricias más orgullosas y nobles de la antigua Roma; yo las veía ligeras, coquetas, alegres, llenas de aristocrática desenvoltura, como las damas del tiempo de Luis XIV en Versalles, y yo las adornaba, ya con púdicas estolas, que infundían veneración y respeto, ya con túnicas y peplos sutiles, por entre cuyos pliegues airosos se dibujaba toda la perfección plástica de las gallardas formas; ya con la coa transparente de las bellas cortesanas de Atenas y Corinto, para que reluciese, bajo la nebulosa velatura, lo blanco y sonrosado del bien torneado cuerpo. Pero ¿qué valen los deleites del sentido, ni qué valen las glorias todas y las magnificencias del mundo, cuando un alma arde y se consume en el amor divino, como yo entendía, tal vez con sobrada soberbia, que la mía estaba ardiendo y consumiéndose? Ingentes peñascos, montañas enteras, si sirven de obstáculo a que se dilate el fuego que de repente arde en el seno de la tierra, vuelan deshechos por el aire, dando lugar y abriendo paso a la amontonada pólvora de la mina o a las inflamadas materias del volcán en erupción atronadora. Así, o con mayor fuerza, lanzaba de sí mi espíritu todo el peso del universo y de la hermosura creada, que se le ponía encima y le aprisionaba, impidiéndole volar a Dios, como a su centro. No, no he dejado yo por ignorancia ningún regalo, ninguna dulzura, ninguna gloria; todo lo conocía

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y lo estimaba en más de lo que vale cuando lo desprecié por otro regalo, por otra gloria, por otras dulzuras mayores. El amor profano de la mujer, no sólo ha venido a mi fantasía con cuantos halagos tiene en sí, sino con aquellos hechizos soberanos y casi irresistibles de la más peligrosa de las tentaciones: de la que llaman los moralistas tentación virgínea, cuando la mente, aún no desengañada por la experiencia y el pecado, se finge en el abrazo amoroso un subidísimo deleite, inmensamente superior, sin duda, a toda realidad y a toda verdad. Desde que vivo, desde que soy hombre, y ya hace años, pues no es tan grande mi mocedad, he despreciado todas esas sombras y reflejos de deleites y de hermosuras, enamorado de una hermosura arquetipo y ansioso de un deleite supremo. He procurado morir en mí para vivir en el objeto amado; desnudar, no ya sólo los sentidos, sino hasta las potencias de mi alma, de afectos del mundo y de figuras y de imágenes, para poder decir con razón que no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí. Tal vez, de seguro, he pecado de arrogante y de confiado, y Dios ha querido castigarme. Usted entonces se ha interpuesto en mi camino y me ha sacado de él y me ha extraviado. Ahora me zahiere, me burla, me acusa de liviano y de fácil; y al zaherirme y burlarme se ofende a sí propia, suponiendo que mi falta me la hubiera hecho cometer otra mujer cualquiera. No quiero, cuando debo ser humilde, pecar de orgulloso defendiéndome. Si Dios, en castigo de mi soberbia, me ha dejado de su gracia, harto posible es que el más ruin motivo me haya hecho vacilar y caer. Con todo, diré a usted que mi mente, quizá alucinada, lo entiende de muy diversa manera. Será efecto de mi no domada soberbia; pero repito que lo entiendo de otra manera. No acierto a persuadirme de que haya ruindad ni bajeza en el motivo de mi caída. Sobre todos los ensueños de mi juvenil imaginación ha venido a sobreponerse y entronizarse la realidad que en usted he visto; sobre todas mis ninfas, reinas y diosas, usted ha descollado; por cima de mis ideales creaciones, derribadas, rotas, deshechas por el amor divino, se levantó en mi alma la imagen fiel, la copia exactísima de la viva hermosura que adorna, que es la esencia de ese cuerpo y de esa alma. Hasta algo de misterioso, de sobrenatural, puede haber intervenido en esto porque amé a usted desde que la vi, casi antes de que la viera. Mucho antes de tener conciencia de que la amaba a usted, ya la amaba. Se diría que hubo en esto algo de fatídico; que estaba escrito; que era una predestinación.

—Y si es una predestinación, si estaba escrito—interrumpió Pepita—, ¿por qué no someterse, por qué resistirse todavía? Sacrifique usted sus propósitos a nuestro amor. ¿Acaso no he sacrificado yo mucho ? Ahora mismo, al rogar, al esforzarme por vencer los desdenes de usted, ¿no sacrifico mi orgullo, mi decoro y mi recato? Yo también creo que amaba a usted antes de verle. Ahora amo a usted con todo mi corazón, y sin usted no hay felicidad para mí. Cierto es que en mi humilde inteligencia no puede usted hallar rivales tan poderosos como yo tengo en la de usted. Ni con la mente, ni con la voluntad, ni con el afecto atino a elevarme a Dios inmediatamente. Ni por naturaleza, ni por gracia subo ni me atrevo a querer subir tan encumbradas esferas. Llena está mi alma, sin embargo, de piedad religiosa, y conozco y amo y adoro a Dios; pero sólo veo su omnipotencia y admiro su bondad en las obras que han salido de sus manos. Ni con la imaginación acierto tampoco a forjarme esos ensueños que usted me refiere. Con alguien, no obstante, más bello, entendido, poético y amoroso que los hombres que me han pretendido hasta ahora; con un amante más distinguido y cabal que todos mis adoradores de este lugar y de los lugares vecinos, soñaba yo para que me amara y para que yo le amase y le rindiese mi albedrío. Ese alguien era usted. Lo presentí cuando me dijeron que usted había llegado al lugar; lo reconocí cuando vi a usted por vez primera. Pero como mi imaginación es tan estéril, el retrato que yo de usted me había trazado no valía, ni con mucho, lo que usted vale. Yo también he leído algunas historias y poesías, pero de todos los elementos que de ellas guardaba mi memoria, no logré nunca componer una pintura que no fuese muy inferior en mérito a lo que veo en usted y comprendo en usted desde que le conozco. Así es que estoy rendida y vencida y aniquilada desde el primer día. Si amor es lo que usted dice, si es morir en sí para vivir en el amado, verdadero y legítimo amor es el mío, porque he muerto en mí y sólo vivo en usted y para usted. He deseado desechar de mí este amor, creyéndole mal pagado, y no me ha sido posible. He pedido a Dios con mucho fervor que me quite el amor o me mate, y Dios no ha querido oírme. He rezado a María Santísima para que borre del alma la imagen de usted, y el rezo ha sido inútil. He hecho promesas al santo de mi nombre para no pensar en usted sino como él pensaba en su bendita Esposa, y el santo no me ha socorrido. Viendo esto, he tenido la audacia de pedir al cielo que usted se deje vencer, que usted deje de ser clérigo, que nazca en su corazón de

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usted un amor tan profundo como el que hay en mi corazón. Don Luis, dígamelo usted con franqueza: ¿ha sido también sordo el cielo a esta última súplica? ¿O es acaso que para avasallar y rendir un alma pequeña, cuitada y débil como la mía, basta un pequeño amor, y para avasallar la de usted, cuando tan altos y fuertes pensamientos la velan y custodian, se necesita amor más poderoso, que yo no soy digna de inspirar, ni capaz de compartir, ni hábil para comprender siquiera? —Pepita—contestó don Luis—, no es que su alma de usted sea más pequeña que la mía, sino que está libre de compromisos, y la mía no lo está. El amor que usted me ha inspirado es inmenso; pero luchan contra él mi obligación, mis votos, los propósitos de toda mi vida, próximos a realizarse. ¿Por qué no he de decirlo, sin temor de ofender a usted? Si usted logra en mí su amor, usted no se humilla. Si yo cedo a su amor de usted, me humillo y me rebajo. Dejo al creador por la criatura, destruyo la obra de mi constante voluntad, rompo la imagen de Cristo, que estaba en mi pecho, y el hombre nuevo, que a tanta costa había yo formado en mí, desaparece para que el hombre antiguo renazca. ¿Por qué, en vez de bajar yo hasta el suelo, hasta el siglo, hasta la impureza del mundo, que antes he menospreciada, no se eleva usted hasta mí por virtud de ese mismo amor que me tiene, limpiándole de toda escoria? ¿Por qué no nos amamos entonces sin vergüenza y sin pecado y sin mancha? Dios, con el fuego purísimo y refulgente de su amor, penetra las almas santas y las llena por tal arte, que así como un metal que sale de la fragua, sin dejar de ser metal reluce y deslumbra, y es todo fuego, así las almas se hinchen de Dios, y en todo son Dios, penetradas por dondequiera de Dios, en gracia del amor divino. Estas almas se aman y se gozan entonces, como si amaran y gozaran a Dios, amándole y gozándole porque Dios son ellas. Subamos, juntos en espíritu, esta mística y difícil escala; asciendan a la par nuestras almas a esta bienaventuranza, que aun en la vida mortal es posible; mas para ello es fuerza que nuestros cuerpos se separen; que yo vaya adonde me llama mi deber, mi promesa y la voz del Altísimo, que dispone de su siervo y lo destina al culto de sus altares. —¡Ay, señor don Luis!—replicó Pepita toda desolada y compungida—. Ahora conozco cuán vil es el metal de que estoy forjada y cuán indigno de que le penetre y mude el fuego divino. Lo declararé todo, desechando hasta la

vergüenza. Soy una pecadora infernal. Mi espíritu grosero e inculto no alcanza esas sutilezas, esas distinciones, esos refinamientos de amor. Mi voluntad rebelde se niega a lo que usted propone. Yo ni siquiera concibo a usted sin usted. Para mí es usted su boca, sus ojos, sus negros cabellos, que deseo acariciar con mis manos, su dulce voz y el regalado acento de sus palabras, que hieren y encantan materialmente mis oídos, toda su forma corporal, en suma, que me enamora y seduce, y al través de la cual, y sólo al través de la cual se me muestra el espíritu invisible, vago y lleno de misterios. Mi alma, reacia e incapaz de esos raptos maravillosos, no acertará a seguir a usted nunca a las regiones donde quiere llevarla. Si usted se eleva hasta ellas, yo me quedaré sola, abandonada, sumida en la mayor aflicción. Prefiero morirme. Merezco la muerte; la deseo. Tal vez al morir, desatando o rompiendo mi alma estas infames cadenas que la detienen, se haga hábil para ese amor con que usted desea que nos amemos. Máteme usted antes para que nos amemos así; máteme usted antes, y, ya libre mi espíritu, le seguirá por todas las regiones y peregrinará invisible al lado de usted, velando su sueño contemplándole con arrobo, penetrando sus pensamientos más ocultos, viendo en realidad su alma, sin el intermedio de los sentidos. Pero viva no puede ser. Yo amo en usted, no ya sólo el alma, sino el cuerpo, y la sombra del cuerpo, y el reflejo del cuerpo en los espejos y en el agua, y el nombre y el apellido, y la sangre, y todo aquello que le determina como tal don Luis de Vargas; el metal de la voz, el gesto, el modo de andar y no sé qué más diga. Repito que es menester matarme. Máteme usted sin compasión. No, yo no soy cristiana, sino idólatra materialista. Aquí hizo Pepita una larga pausa. Don Luis no sabía qué decir y callaba. El llanto bañaba las mejillas de Pepita, la cual prosiguió, sollozando: —Lo conozco: usted me desprecia y hace bien en despreciarme. Con ese justo desprecio me matará usted mejor que con un puñal, sin que se manche de sangre ni su mano ni su conciencia. Adiós. Voy a libertar a usted de mi presencia odiosa. Adiós para siempre. Dicho esto, Pepita se levantó de su asiento, y sin volver la cara inundada de lágrimas, fuera de sí, con precipitados pasos se lanzó hacia la puerta que daba a las habitaciones interiores. Don Luis sintió una invencible ternura, una piedad funesta. Tuvo miedo de que Pepita muriese. La siguió para detenerla, pero no llegó a tiempo. Pepita pasó la puerta. Su figura se perdió en la oscuridad.

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Arrastrado don Luis como por un poder sobrehumano, impulsado como por una mano invisible, penetró en pos de Pepita en la estancia sombría.

*** El despacho quedó solo. El baile de los criados debía de haber concluido, pues no se oía el más leve rumor. Sólo sonaba el agua de la fuente del jardincillo. Ni un leve soplo de viento interrumpía el sosiego de la noche y la serenidad del ambiente. Penetraban por la ventana el perfume de las flores y el resplandor de la luna. Al cabo de un largo rato, don Luis apareció de nuevo, saliendo de la oscuridad. En su rostro se veía pintado el terror; algo de la desesperación de Judas. Se dejó caer en una silla; puso ambos puños cerrados en su cara y en sus rodillas ambos codos, y así permaneció más de media hora, sumido sin duda en un mar de reflexiones amargas. Cualquiera, si le hubiera visto, hubiera sospechado que acababa de asesinar a Pepita. Pepita, sin embargo, apareció después. Con paso lento, con actitud de profunda melancolía, con el rostro y la mirada inclinados al suelo, llegó hasta cerca de donde estaba don Luis, y dijo de este modo: —Ahora, aunque tarde, conozco toda la vileza de mi corazón y toda la iniquidad de mi conducta. Nada tengo que decir en mi abono; mas no quiero que me creas más perversa de lo que soy. Mira, no pienses que ha habido en mí artificio, ni cálculo, ni plan para perderte. Sí, ha sido una maldad atroz, pero instintiva; una maldad inspirada quizá por el espíritu del infierno, que me posee. No te desesperes ni te aflijas, por amor de Dios. De nada eres responsable. Ha sido un delirio: la enajenación mental se apoderó de tu noble alma. No es en ti el pecado sino muy leve. En mí es grave, horrible, vergonzoso. Ahora te merezco menos que nunca. Vete: yo soy ahora quien te pide que te vayas. Vete: haz penitencia. Dios te perdonará. Vete: que un sacerdote te absuelva. Limpio de nuevo de culpa, cumple tu voluntad y sé ministro del Altísimo. Con tu vida trabajosa y santa no sólo borrarás hasta las

últimas señales de esta caída, sino que después de perdonarme el mal que te he hecho, conseguirás del cielo mi perdón. No hay lazo alguno que conmigo te ligue; y si lo hay, yo le desato o le rompo. Eres libre. Básteme el haber hecho caer por sorpresa al lucero de la mañana; no quiero, ni debo, ni puedo retenerle cautivo. Lo adivino, lo infiero de tu ademán, lo veo con evidencia; ahora me desprecias más que antes, y tienes razón en despreciarme. No hay honra, ni virtud, ni vergüenza en mí. Al decir esto, Pepita hincó en tierra ambas rodillas, y se inclinó luego hasta tocar con la frente el suelo del despacho. Don Luis siguió en la misma postura que antes tenía. Así estuvieron los dos algunos minutos en desesperado silencio. Con voz ahogada, sin levantar la faz de la tierra, prosiguió al cabo Pepita: —Vete ya, don Luis, y no por una piedad afrentosa permanezcas más tiempo al lado de esta mujer miserable. Yo tendré valor para sufrir tu desvío, tu olvido y hasta tu desprecio, que tengo tan merecido. Seré siempre tu esclava, pero lejos de ti, muy lejos de ti, para no traerte a la memoria la infamia de esta noche. Los gemidos sofocaron la voz de Pepita al terminar estas palabras. Don Luis no pudo más. Se puso en pie, llegó donde estaba Pepita y la levantó entre sus brazos, estrechándola contra su corazón, apartando blandamente de su cara los rubios rizos que en desorden caían sobre ella, y cubriéndola de apasionados besos. —Alma mía—dijo por último don Luis—, vida de mi alma, prenda querida de mi corazón, luz de mis ojos, levanta la abatida frente y no te prosternes más delante de mí. El pecador, el flaco de voluntad, el miserable, el sandio y ridículo soy yo, que no tú. Los ángeles y los demonios deben reírse igualmente de mí y no tomarme por lo serio. He sido un santo postizo, que no he sabido resistir y desengañarte desde el principio, como hubiera sido justo, y ahora no acierto tampoco a ser un caballero, un galán, un amante fino, que sabe agradecer en cuanto valen los favores de su dama. No comprendo qué viste en mí para prendarte de ese modo. Jamás hubo en mí virtud sólida, sino hojarasca y pedantería de colegial, que había leído los libros devotos como quien lee novelas, y con ellos se había forjado su novela necia de misiones y contemplaciones. Si hubiera habido virtud sólida en mí, con tiempo te hubiera

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desengañado y no hubiéramos pecado ni tú ni yo. La verdadera virtud no cae tan fácilmente. A pesar de toda tu hermosura, a pesar de tu talento, a pesar de tu amor hacia mí, yo no hubiera caído, si en realidad hubiera sido virtuoso, si hubiera tenido una vocación verdadera. Dios, que todo lo puede, me hubiera dado su gracia. Un milagro, sin duda, algo de sobrenatural se requería para resistir a tu amor; pero Dios hubiera hecho el milagro si yo hubiera sido digno objeto y bastante razón para que lo hiciera. Haces mal en aconsejarme que sea sacerdote. Reconozco mi indignidad. No era más que orgullo lo que me movía. Era una ambición mundana como otra cualquiera. ¡Qué digo como otra cualquiera! Era peor: una ambición hipócrita, sacrílega, simoníaca. —No te juzgues con tal dureza —replicó Pepita, ya más serena y sonriendo a través de las lágrimas—. No deseo que te juzgues así, ni para que no me halles tan indigna de ser tu compañera; pero quiero que me elijas por amor, libremente, no para reparar una falta, no porque has caído en un lazo que pérfidamente puedes sospechar que te he tendido. Vete si no me amas, si sospechas de mí, si no me estimas. No exhalarán mis labios una queja si para siempre me abandonas y no vuelves a acordarte de mí. La contestación de don Luis no cabía ya en el estrecho y mezquino tejido del lenguaje humano. Don Luis rompió el hilo del discurso de Pepita sellando los labios de ella con los suyos y abrazándola de nuevo. Bastante más tarde, con previas toses y resonar de pies, entró Antoñona en el despacho diciendo: —¡Vaya una plática larga! Este sermón que ha predicado el colegial no ha sido el de las siete palabras, sino que ha estado a punto de ser el de las cuarenta horas. Tiempo es ya de que te vayas, don Luis. Son cerca de las dos de la mañana. —Bien está—dijo Pepita—, se irá al momento. Antoñona volvió a salir del despacho y aguardó fuera. Pepita estaba transformada. Las alegrías que no había tenido en su niñez, el gozo y el contento de que no había gustado en los primeros años de su juventud, la bulliciosa actividad y travesura que una madre adusta y un marido viejo habían contenido y como represado en ella hasta entonces, se diría que brotaron de repente en su alma, como retoñan las hojas verdes de los árboles cuando las nieves y los hielos de un invierno riguroso y dilatado han retardado

su germinación. Una señora de ciudad conoce lo que llamamos conveniencias sociales, hallará extraño y hasta censurable lo que voy a decir de Pepita; pero Pepita, aunque elegante de suyo, era una criatura muy a lo natural, y en quien no cabían la compostura disimulada y toda la circunspección que en el gran mundo se estilan. Así es que, vencidos los obstáculos que se oponían a su dicha, viendo ya rendido a don Luis, teniendo su promesa espontánea de que la tomaría por mujer legítima, y creyéndose con razón amada, adorada, de aquel a quien amaba y adoraba tanto, brincaba y reía y daba otras muestras de júbilo, que, en medio de todo, tenían mucho de infantil y de inocente. Era menester que don Luis partiera. Pepita fue por un peine y le alisó con amor los cabellos, besándoselos después. Pepita le hizo mejor el lazo de la corbata. —Adiós, dueño amado —le dijo—. Adiós, dulce rey de mi alma. Yo se lo diré todo a tu padre si tú no quieres atreverte. El es bueno y nos perdonará. Al cabo los dos amantes se separaron. Cuando Pepita se vio sola, su bulliciosa alegría se disipó, y su rostro tomó una expresión grave y pensativa. Pepita pensó dos cosas igualmente serias: una de interés mundano; otra de más elevado interés. Lo primero en que pensó fue en que su conducta de aquella noche, pasada la embriaguez del amor, pudiera perjudicarle en el concepto de don Luis. Pero hizo severo examen de conciencia, y, reconociendo que ella no había puesto ni malicia ni premeditación en nada, y que cuanto hizo nació de un amor irresistible y de nobles impulsos, consideró que don Luis no podría menospreciarla nunca, y se tranquilizó por este lado. No obstante, aunque su confesión candorosa de que no entendía el mero amor de los espíritus, y aunque su fuga a lo interior de la alcoba sombría habían sido obra del instinto más inocente, sin prever los resultados, Pepita no se negaba que había pecado después contra Dios, y en este punto no hallaba disculpa. Encomendóse, pues, de todo corazón a la Virgen para que la perdonase; hizo promesa a la imagen de la Soledad, que había en el convento de monjas, de comprar siete lindas espadas de oro, de sutil y prolija labor, con que adornar su pecho; y determinó ir a confesarse al día siguiente con el Vicario y someterse a la más dura penitencia que le impusiera para merecer la absolución de aquellos

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pecados, merced a los cuales venció la terquedad de don Luis, quien, de lo contrario, hubiera llegado a ser cura, sin remedio. Mientras Pepita discurría así allá en su mente, y resolvía con tanto tino sus negocios del alma, don Luis bajó hasta el zaguán acompañado de Antoñona. Antes de despedirse, dijo don Luis sin preparación ni rodeos: —Antoñona, tú que lo sabes todo, dime quién es el conde de Genazahar y qué clase de relaciones ha tenido con tu ama. —Temprano empiezas a mostrarte celoso. —No son celos; es curiosidad solamente. —Mejor es así. Nada más fastidioso que los celos. Voy a satisfacer tu curiosidad. Ese Conde está bastante tronado. Es un perdido, jugador y mala cabeza; pero tiene más vanidad que don Rodrigo en la horca. Se empeñó en que mi niña le quisiera y se casase con él, y como la niña le ha dado mil veces calabazas, está que trina. Esto no impide que se guarde por allá más de mil duros, que hace años le prestó don Gumersindo, sin más hipoteca que un papelucho, por culpa y a ruegos de Pepita, que es mejor que el pan. El tonto del Conde creyó, sin duda que Pepita, que fue tan buena de casada que hizo que le diesen dinero, había de ser de viuda tan rebuena para él que le había de tomar por marido. Vino después el desengaño, con la furia consiguiente. —Adiós, Antoñona —dijo don Luis, y se salió a la calle, silenciosa ya y sombría. Las luces de las tiendas y puestos de la feria se habían apagado y la gente se retiraba a dormir, salvo los amos de las tiendas de juguetes y otros pobres buhoneros, que dormían al sereno al lado de sus mercancías. En algunas rejas seguían aún varios embozados, pertinaces e incansables, pelando la pava con sus novias. La mayoría había desaparecido ya. En la calle, lejos de la vista de Antoñona, don Luis dio rienda suelta a sus pensamientos. Su resolución estaba tomada, y todo acudía a su mente a confirmar su resolución. La sinceridad y el ardor de la pasión que había inspirado a Pepita; su hermosura, la gracia juvenil de su cuerpo y la lozanía primaveral de su alma, se le presentaban en la imaginación y le hacían dichoso. Con cierta mortificación de la vanidad reflexionaba no obstante, don Luis en el cambio que en él se había obrado. ¿Qué pensaría el Deán? ¿Qué espanto no sería el del Obispo? Y sobre todo, ¿qué motivo tan grave de queja no había

dado don Luis a su padre? Su disgusto, su cólera cuando supiese el compromiso que ligaba a Luis con Pepita, se ofrecían al ánimo de don Luis y le inquietaban sobremanera. En cuanto a lo que él llamaba su caída antes de caer, fuerza es confesar que le parecía poco honda y poco espantosa después de haber caído. Su misticismo, bien estudiado con la nueva luz que acababa de adquirir, se le antojó que no había tenido ser ni consistencia; que había sido un producto artificial y vano de sus lecturas, de su petulancia de muchacho y de sus ternuras sin objeto de colegial inocente. Cuando recordaba que a veces había creído recibir favores y regalos sobrenaturales, y había oído susurros místicos, y había estado en conversación interior, y casi había empezado a caminar por la vía unitiva, llegando a la oración de quietud, penetrando en el abismo del alma y subiendo al ápice de la mente, don Luis se sonreía y sospechaba que no había estado por completo en su juicio. Todo había sido presunción suya. Ni él había hecho penitencia, ni él había vivido largos años en contemplación, ni él tenía ni había tenido merecimientos bastantes para que Dios le favoreciese con distinciones tan altas. La mayor prueba que se daba a sí propio de todo esto, la mayor seguridad de que los regalos sobrenaturales de que había gozado eran sofísticos, eran simples recuerdos de los autores que leía, nacía de que nada de eso había deleitado tanto su alma como un te amo de Pepita, como el toque delicadísimo de una mano de Pepita jugando en los negros rizos de su cabeza. Don Luis apelaba a otro género de humildad cristiana para justificar a sus ojos lo que ya no quería llamar caída sino cambio. Se confesaba indigno de ser sacerdote, y se allanaba a ser lego, casado, vulgar, un buen lugareño cualquiera, cuidando de las viñas y los olivos, criando a sus hijos, pues ya los deseaba, y siendo modelo de maridos al lado de su Pepita.

***

Aquí vuelvo yo, como responsable que soy de la publicación y divulgación de esta historia, a creerme en la necesidad de interpolar varias reflexiones y aclaraciones de mi cosecha. Dije al empezar que me inclinaba a creer que esta parte narrativa o Paralipómenos era obra del señor Deán, a fin de completar el cuadro y acabar

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de relatar los sucesos que las cartas no relatan pero entonces aún no había yo leído con detención el manuscrito. Ahora, al notar la libertad con que se tratan ciertas materias y la manga ancha que tiene el autor para algunos deslices, dudo de que el señor Deán, cuya rigidez sé de buena tinta, haya gastado la de su tintero en escribir lo que el lector habrá leído. Sin embargo, no hay bastante razón para negar que sea el señor Deán el autor de los Paralipómenos. La duda queda en pie, porque en el fondo nada hay en ellos que se oponga a la verdad católica ni a la moral cristiana. Por el contrario, si bien se examina, se verá que sale de todo una lección contra los orgullosos y soberbios, con ejemplar escarmiento en la persona de don Luis. Esta historia pudiera servir sin dificultad de apéndice a los Desengaños místicos del padre Arbiol. En cuanto a lo que sostienen dos o tres amigos míos discretos, de que el señor Deán, a ser el autor, hubiera referido los sucesos de otro modo, diciendo mi sobrino al hablar de don Luis, y poniendo sus consideraciones morales de vez en cuando, no creo que es argumento de gran valer. El señor Deán se propuso contar lo ocurrido y no probar ninguna tesis, y anduvo atinado en no meterse en dibujos y en no sacar moralejas. Tampoco hizo mal, en mi sentir, en ocultar su personalidad y en no mentar su yo, lo cual no sólo demuestra su humildad y modestia, sino buen gusto literario, porque los poetas épicos y los historiadores, que deben servir de modelo, no dicen yo aunque hablen de ellos mismos y ellos mismos sean héroes y actores de los casos que cuentan. Jenofonte Ateniense, pongo por caso, no dice yo en su Anábasis, sino se nombra en tercera persona, cuando es menester, como si fuera uno el que escribió y otro el que ejecutó aquellas hazañas. Y aun así, pasan no pocos capítulos de la obra sin que aparezca Jenofonte. Sólo poco antes de darse la famosa batalla en que murió el joven Ciro, revistando este príncipe a los griegos y bárbaros que formaban su ejército, y estando ya cerca de su hermano Artajerjes, que había sido visto desde muy lejos en la extensa llanura sin árboles, primero como nubecilla blanca, luego como mancha negra, y, por último, con claridad y distinción, oyéndose el relinchar de los caballos, el rechinar de los carros de guerra, armados de truculentas hoces, el gruñir de los elefantes y el son de los instrumentos bélicos, y viéndose el resplandor del bronce y del oro de las armas iluminadas por el sol; sólo en aquel instante, digo, y no de antemano, se muestra Jenofonte y habla con Ciro, saliendo de las filas y

explicándole el murmullo que corría entre los griegos; el cual no era otro que lo que llamamos santo y seña en el día, y que fue en aquella ocasión Júpiter salvador y Victoria. El señor Deán, que era un hombre de gusto y muy versado en los clásicos, no había de incurrir en el error de injerirse y entreverarse en la historia a título de tío y ayo del héroe y de moler al lector saliendo a cada paso un tanto difícil y resbaladizo con un párate ahí, con un ¿qué haces?, ¡mira no te caigas, desventurado!, o con otras advertencias por el estilo. No chistar tampoco, ni oponerse en alguna manera, hallándose presente, al menos en espíritu, sentaba mal en algunos de los lances que van referidos. Por todo lo cual, a no dudarlo, el señor Deán, con la mucha discreción que le era propia, pudo escribir estos Paralipómenos, sin dar la cara, como si dijéramos. Lo que sí hizo fue poner glosas y comentarios de provechosa edificación, cuando tal o cual pasaje lo requería; pero yo los suprimo aquí porque no están de moda las novelas anotadas o glosadas, y porque sería voluminosa esta obrilla si se imprimiese con los mencionados requisitos. Pondré, no obstante, en este lugar, como única excepción, e incluyéndola en el texto, la nota del señor Deán sobre la rápida transformación de don Luis de místico en no místico. Es curiosa la nota, y derrama mucha luz sobre todo —Esta mudanza de mi sobrino —dice— no me ha dado chasco. Yo la preveía desde que me escribió las primeras cartas. Luisito me alucinó al principio. Pensé que tenía una verdadera vocación, pero luego caí en la cuenta de que era un vano espíritu poético; el misticismo fue la máquina de sus poemas, hasta que se presentó otra máquina más adecuada. ¡Alabado sea Dios, que ha querido que el desengaño de Luisito llegue a tiempo! ¡Mal clérigo hubiera sido si no acude tan en sazón Pepita Jiménez! Hasta su impaciencia de alcanzar la perfección de un brinco hubiera debido darme mala espina, si el cariño de tío no me hubiera cegado. Pues qué, ¿los favores del cielo se consiguen en seguida? ¿No hay más que llegar y triunfar? Contaba un amigo mío, marino, que cuando estuvo en ciertas ciudades de América era muy mozo, y pretendía a las damas con sobrada precipitación, y que ellas le decían con un tonillo lánguido americano:—¡Apenas llega y ya quiere!... ¡Haga méritos si puede!— Si esto pudieron decir aquellas señoras, ¿qué no dirá el cielo a los audaces que pretenden escalarle sin méritos y en un abrir y cerrar de ojos? Mucho hay que afanarse, mucha purificación se necesita,

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mucha penitencia se requiere para empezar a estar bien con Dios y a gozar de sus regalos. Hasta en las vanas y falsas filosofías, que tienen algo de místico, no hay don ni favor sobrenatural sin poderoso esfuerzo y costoso sacrificio. Jámblico no tuvo poder para evocar a los genios del amor y hacerlos salir de la fuente de Edgadara sin haberse antes quemado las cejas a fuerza de estudio y sin haberse maltratado el cuerpo con privaciones y abstinencias. Apolonio de Tiana se supone que se maceró de lo lindo antes de hacer sus falsos milagros. Y en nuestros días, los krausistas, que ven a Dios, según aseguran, con vista real, tienen que leerse y aprenderse antes muy bien toda la Analítica de Sanz del Río, lo cual es más dificultoso y prueba más paciencia y sufrimiento que abrirse las carnes a azotes y ponérselas como una breva madura. Mi sobrino quiso de bóbilis-bóbilis ser un varón perfecto, y... ¡vean ustedes en lo que ha venido a parar! Lo que importa ahora es que sea un buen casado, y que, ya que no sirve para grandes cosas, sirva para lo pequeño y doméstico, haciendo feliz a esa muchacha, que al fin no tiene otra culpa que la de haberse enamorado de él como una loca con un candor y un ímpetu selváticos. Hasta aquí la nota del señor Deán, escrita con desenfado íntimo, como para él solo, pues bien ajeno estaba el pobre de que yo había de jugarle la mala pasada de darla al público. Sigamos ahora la narración.

*** Don Luis, en medio de la calle a las dos de la noche, iba discurriendo, como ya hemos dicho, en que su vida que hasta allí había él soñado con que fuese digna de la Leyenda áurea, se convirtiese en un suavísimo y perpetuo idilio. No había sabido resistir las asechanzas del amor terrenal; no había sido como un sinnúmero de santos, y entre ellos San Vicente Ferrer, con cierta lasciva señora valenciana; pero tampoco era igual el caso; y si el salir huyendo de aquella daifa endemoniada fue en San Vicente un acto de virtud heroica, en él hubiera sido el salir huyendo del rendimiento, del candor y de la mansedumbre de Pepita algo tan monstruoso y sin entrañas como si cuando Ruth se acostó a los pies de Booz, diciéndole: Soy tu esclava; extiende tu capa sobre tu sierva, Booz le hubiera dado un puntapié y la hubiera mandado a paseo. Don Luis, cuando

Pepita se le rendía, tuvo, pues, que imitar a Booz y exclamar: Hija, bendita seas del Señor, que has excedido tu primera bondad con ésta de ahora. Así se disculpaba don Luis de no haber imitado a San Vicente y a otros santos no menos ariscos. En cuanto al mal éxito que tuvo la proyectada imitación de San Eduardo, también trataban de cohonestarle y disculparle. San Eduardo se casó por razón de Estado, porque los grandes del reino lo exigían, y sin inclinación hacia la reina Edita; pero en él y en Pepita Jiménez no había razón de Estado, ni grandes ni pequeños, sino amor finísimo de ambas partes. De todos modos, no se negaba don Luis, y esto prestaba a su contento un leve tinte de melancolía, que había destruido su ideal, que había sido vencido. Los que jamás tienen ni tuvieron ideal alguno no se apuran por esto; pero don Luis se apuraba. Don Luis pensó desde luego en sustituir el antiguo y encumbrado ideal con otro más humilde y fácil. Y si bien recordó a don Quijote, cuando, vencido por el caballero de la Blanca Luna, decidió hacerse pastor, maldito el efecto que le hizo la burla, sino que pensó en renovar con Pepita Jiménez, en nuestra edad prosaica y descreída, la edad venturosa y el piadosísimo ejemplo de Filemón y de Baucis, tejiendo un dechado de vida patriarcal en aquellos campos amenos fundando en el lugar que le vio nacer un hogar doméstico lleno de religión, que fuese a la vez asilo de menesterosos, centro de cultura y de amistosa convivencia, y limpio espejo donde pudieran mirarse las familias, y uniendo, por último, el amor conyugal con el amor de Dios para que Dios santificase y visitase la morada de ellos, haciéndola como templo, donde los dos fuesen ministros y sacerdotes, hasta que dispusiese el cielo llevárselos juntos a mejor vida. Al logro de todo ello se oponían dos dificultades que era menester allanar antes, y don Luis se preparaba a allanarlas. Era una el disgusto, quizá el enojo de su padre, a quien había defraudado en sus más caras esperanzas. Era la otra dificultad de muy diversa índole y en cierto modo más grave. Don Luis, cuando iba a ser clérigo, estuvo en su papel no defendiendo a Pepita de los groseros insultos del conde de Genazahar sino con discursos morales, y no tomando venganza de la mofa y desprecio con que tales discursos fueron oídos. Pero, ahorcados ya los hábitos y teniendo que declarar en seguida que Pepita era su novia y que iba a casarse con ella, don Luis, a pesar de su

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carácter pacífico, de sus ensueños de humana ternura y de las creencias religiosas que en su alma quedaban íntegras, y que repugnaban todo medio violento, no acertaba a compaginar con su dignidad el abstenerse de romper la crisma al Conde desvergonzado. De sobra sabía que el duelo es usanza bárbara; que Pepita no necesitaba de la sangre del Conde para quedar limpia de todas las manchas de la calumnia, y hasta que el mismo Conde, por mal criado y por bruto, y no porque lo creyese ni quizá por un rencor desmedido, había dicho tanto denuesto. Sin embargo, a pesar de todas estas reflexiones don Luis conocía que no se sufriría a sí propio durante toda su vida, y que, por consiguiente, no llegaría a hacer nunca a gusto el papel de Filemón, si no empezaba por hacer el de Fierabrás, dando al Conde su merecido, si bien pidiendo a Dios que no le volviese a poner en otra ocasión semejante. Decidido, pues, el lance, resolvió llevarlo a cabo en seguida. Y pareciéndole feo y ridículo enviar padrinos y hacer que trajesen en boca el honor de Pepita, halló lo más razonable buscar camorra con cualquier otro pretexto. Supuso además que el Conde, forastero y vicioso jugador, sería muy posible que estuviese aún en el casino hecho un tahúr, a pesar de lo avanzado de la noche, y don Luis se fue derecho al casino. El casino permanecía abierto, pero las luces del patio y de los salones estaban casi todas apagadas. Sólo en un salón había luz. Allí se dirigió don Luis, y desde la puerta vio al conde de Genazahar, que jugaba al monte, haciendo de banquero. Cinco personas nada más apuntaban: dos eran forasteros como el Conde; las otras tres eran el capitán de caballería encargado de la remonta, Currito y el médico. No podían disponerse las cosas más al intento de don Luis. Sin ser visto, por lo afanados que estaban en el juego, don Luis los vio, y apenas los vio, volvió a salir del casino y se fue rápidamente a su casa. Abrió un criado la puerta; preguntó don Luis por su padre, y sabiendo que dormía, para que no le sintiera ni se despertara, subió don Luis de puntillas a su cuarto con una luz, cogió unos tres mil reales que tenía de su peculio, en oro, y se los guardó en el bolsillo. Dijo después al criado que le volviese a abrir, y se fue al casino otra vez. Entonces entró don Luis en el salón donde jugaban, dando taconazos recios, con estruendo y con aire de taco, como suele decirse. Los jugadores se quedaron pasmados al verle.

—¡Tú por aquí a estas horas!—dijo Currito. —¿De dónde sale usted, curita?—dijo el médico. —¿Viene usted a echarme otro sermón?—exclamó el Conde. —Nada de sermones—exclamó don Luis con mucha calma—. El mal efecto que surtió el último que prediqué me ha probado con evidencia que Dios no me llama por ese camino, y ya he elegido otro. Usted, señor Conde, ha hecho mi conversión. He ahorcado los hábitos; quiero divertirme, estoy en la flor de la mocedad y quiero gozar de ella. —Vamos, me alegro—interrumpió el Conde—; pero cuidado, niño, que si la flor es delicada, puede marchitarse y deshojarse temprano. —Ya de eso cuidaré yo—replicó don Luis—. Veo que se juega. Me siento inspirado. Usted talla. ¿Sabe usted señor Conde, que tendría chiste que yo le desbancase? —Tendría chiste, ¿eh? ¡Usted ha cenado fuerte! —He cenado lo que me ha dado la gana. —Respondonzuelo se va haciendo el mocito. —Me hago lo que quiero. —Voto va... —dijo el Conde; y ya se sentía venir la tempestad, cuando el capitán se interpuso y la paz se restableció por completo. —Ea—dijo el Conde, sosegado y afable—, desembaúle usted los dinerillos y pruebe fortuna. Don Luis se sentó a la mesa y sacó del bolsillo todo su oro. Su vista acabó de serenar al Conde, porque casi excedía aquella suma a la que tenía él de banca, y ya imaginaba que iba a ganársela al novato. —No hay que calentarse mucho la cabeza en este juego—dijo don Luis—. Ya me parece que lo entiendo. Pongo dinero a una carta, y si sale la carta, gano, y si sale la contraria, gana usted. —Así es, amiguito; tiene usted un entendimiento macho. —Pues lo mejor es que no tengo sólo macho el entendimiento, sino también la voluntad; y con todo, en el conjunto, disto bastante de ser un macho, como hay tantos por ahí. —¡Vaya si viene usted parlanchín y si saca alicantinas! Don Luis se calló; jugó unas cuantas veces, y tuvo tan buena fortuna, que ganó casi siempre.

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El Conde comenzó a cargarse. —¿Si me desplumará el niño?—dijo—. Dios protege la inocencia. Mientras que el Conde se amostazaba, don Luis sintió cansancio y fastidio y quiso acabar de una vez. —El fin de todo esto —dijo— es ver si yo me llevo esos dineros o si usted se lleva los míos. ¿No es verdad, señor Conde? —Es verdad. —Pues ¿para qué hemos de estar aquí en vela toda la noche? Ya va siendo tarde, y siguiendo su consejo de usted, debo recogerme para que la flor de mi mocedad no se marchite. —¿Qué es eso? ¿Se quiere usted largar? ¿Quiere usted tomar el olivo? —Yo no quiero tomar olivo ninguno. Al contrario. Curro, dime tú: aquí, en este montón de dinero, ¿no hay ya más que en la banca? Currito miró y contestó: —Es indudable. —¿Cómo explicaré—preguntó don Luis—que juego en un golpe cuanto hay en la banca contra otro tanto? —Eso se explica —respondió Currito— diciendo: ¡copo! —Pues copo—dijo don Luis dirigiéndose al Conde—. Va el copo y la red en este rey de espadas, cuyo compañero hará de seguro su epifanía antes que su enemigo el tres. El Conde, que tenía todo su capital mueble en la banca, se asustó al verle comprometido de aquella suerte; pero no tuvo más que aceptar. Es sentencia del vulgo que los afortunados en amores son desgraciados al juego; pero más cierta parece la contraria afirmación. Cuando acude la buena dicha, acude para todo, y lo mismo cuando la desdicha acude. El Conde fue tirando cartas, y no salía ningún tres. Su emoción era grande, por más que lo disimulaba. Por último, descubrió por la pinta el rey de copas y se detuvo. —Tire usted—dijo el capitán. —No hay para qué. El rey de copas. ¡Maldito sea! El curita me ha desplumado. Recoja usted el dinero. El Conde echó con rabia la baraja sobre la mesa. Don Luis recogió todo el dinero con indiferencia y reposo.

Después de un corto silencio habló el Conde: —Curita, es menester que me dé usted el desquite. —No veo la necesidad. —¡Me parece que entre caballeros!... —Por esa regla el juego no tiene término —observó don Luis—. Por esa regla lo mejor sería ahorrarse el trabajo de jugar. —Deme usted el desquite—replicó el Conde sin atender a razones. —Sea—dijo don Luis—. Quiero ser generoso. El Conde volvió a tomar la baraja y se dispuso a echar nueva talla. —Alto ahí —dijo don Luis—. Entendámonos antes. ¿Dónde está el dinero de la nueva banca de usted? El Conde se quedó turbado y confuso. —Aquí no tengo dinero—contestó—, pero me parece que sobra con mi palabra. Don Luis entonces, con acento grave y reposado, dijo: —Señor Conde, yo no tendría inconveniente en fiarme de la palabra de un caballero y en llegar a ser su acreedor, si no temiese perder su amistad, que casi voy conquistando; pero desde que vi esta mañana la crueldad con que trató usted a ciertos amigos míos, que son sus acreedores, no quiero hacerme culpado para con usted del mismo delito. No faltaba más sino que yo voluntariamente incurriese en el enojo de usted prestándole dinero, que no me pagaría, como no ha pagado, sino con injurias, el que debe a Pepita Jiménez. Por lo mismo que el hecho era cierto, la ofensa fue mayor. El Conde se puso lívido de cólera, y ya de pie, pronto a venir a las manos con el colegial, dijo con voz alterada: —¡Mientes, deslenguado! ¡Voy a deshacerte entre mis manos, hijo de la grandísima... ! Esta última injuria, que recordaba a don Luis la falta de su nacimiento, y caía sobre el honor de la persona cuya memoria le era más querida y respetada, no acabó de formularse, no acabó de llegar a sus oídos. Don Luis, por encima de la mesa, que estaba entre él y el Conde, con agilidad asombrosa y con tino y fuerza tendió el brazo derecho, armado de un junco o bastoncillo flexible y cimbreante, y cruzó la cara de su enemigo, levantándole al punto un verdugón amoratado.

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No hubo ni grito, ni denuesto, ni alboroto posterior. Cuando empiezan las manos suelen callar las lenguas. El Conde iba a lanzarse sobre don Luis para destrozarle si podía; pero la opinión había dado una gran vuelta desde aquella mañana, y entonces estaba en favor de don Luis. El capitán, el médico y hasta Currito, ya con más ánimo, contuvieron al Conde, que pugnaba y forcejeaba ferozmente por desasirse. —Dejadme libre, dejadme que le mate—decía. —Yo no trato de evitar un duelo—dijo el capitán—. El duelo es inevitable. Trato sólo de que no luchéis aquí como dos ganapanes. Faltaría a mi decoro si presenciase tal lucha. —Que vengan armas—dijo el Conde—. No quiero retardar el lance ni un minuto... En el acto... aquí. —¿Queréis reñir al sable?—dijo el capitán. —Bien está—respondió don Luis. —Vengan los sables—dijo el Conde. Todos hablaban en voz baja para que no se oyese nada en la calle. Los mismos criados del casino, que dormían en sillas, en la cocina y en el patio, no llegaron a despertar. Don Luis eligió para testigos al capitán y a Currito. El Conde, a los dos forasteros. El médico quedó para hacer su oficio, y enarboló la bandera de la Cruz Roja. Era todavía de noche. Se convino en hacer campo de batalla de aquel salón, cerrando antes la puerta. El capitán fue a su casa por los sables, y los trajo al momento debajo de la capa que para ocultarlos se puso. Ya sabemos que don Luis no había empuñado en su vida un arma. Por fortuna, el Conde no era mucho más diestro en la esgrima, aunque nunca había estudiado teología ni pensado en ser clérigo. Las condiciones del duelo se redujeron a que una vez el sable en la mano, cada uno de los dos combatientes hiciera lo que Dios le diera a entender. Se cerró la puerta de la sala. Las mesas y las sillas se apartaron en un rincón para despejar el terreno. Las luces se colocaron de un modo conveniente. Don Luis y el Conde se quitaron levitas y chalecos, quedaron en mangas de camisa y tomaron las armas. Se

hicieron a un lado los testigos. A una señal del capitán empezó el combate. Entre dos personas que no sabían parar ni defender, la lucha debía de ser brevísima, y lo fue. La furia del Conde, retenida por algunos minutos, estalló y le cegó. Era robusto; tenía unos puños de hierro, y sacudía con el sable una lluvia de tajos sin orden ni concierto. Cuatro veces tocó a don Luis, por fortuna siempre de plano. Lastimó sus hombros, pero no le hirió. Menester fue de todo el vigor del joven teólogo para no caer derribado a los tremendos golpes y con el dolor de las contusiones. Todavía tocó el Conde por quinta vez a don Luis, y le dio en el brazo izquierdo. Aquí la herida fue de filo, aunque de soslayo. La sangre de don Luis empezó a correr en abundancia. Lejos de contenerse un poco, el Conde arremetió con más ira para herir de nuevo: casi se metió bajo el sable de don Luis. Éste, en vez de prepararse a parar, dejó caer el sable con brío y acertó con una cuchillada en la cabeza del Conde. La sangre salió con ímpetu, y se extendió por la frente y corrió sobre los ojos. Aturdido por el golpe, dio el Conde con su cuerpo en el suelo. Toda la batalla fue negocio de algunos segundos. Don Luis había estado sereno, como un filósofo estoico, a quien la dura ley de la necesidad obliga a ponerse en semejante conflicto, tan contrario a sus costumbres y modo de pensar; pero, no bien miró a su contrario por tierra, bañado en sangre y como muerto, don Luis sintió una angustia grandísima y temió que le diese una congoja. Él, que no se creía capaz de matar un gorrión, acaso acababa de matar a un hombre. Él, que aun estaba resuelto a ser sacerdote, a ser misionero, a ser ministro y nuncio del Evangelio hacía cinco o seis horas, había cometido o se acusaba de haber cometido en nada de tiempo todos los delitos, y de haber infringido todos los mandamientos de la ley de Dios. No había quedado pecado mortal de que no se contaminase. Sus propósitos de santidad heroica y perfecta se habían desvanecido primero. Sus propósitos de santidad más fácil, cómoda y burguesa se desvanecían después. El diablo desbarataba sus planes. Se le antojaba que ni siquiera podía ya ser un Filemón cristiano, pues no era buen principio para el idilio perpetuo el de rasgar la cabeza al prójimo de un sablazo. El estado de don Luis, después de las agitaciones de todo aquel día, era el

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de un hombre que tiene fiebre cerebral. Currito y el capitán, cada uno de un lado, le agarraron y le llevaron a su casa.

*** Don Pedro de Vargas se levantó sobresaltado cuando le dijeron que venía su hijo herido. Acudió a verle; examinó las contusiones y la herida del brazo, y vio que no eran de cuidado; pero puso el grito en el cielo diciendo que iba a tomar venganza de aquella ofensa, y no se tranquilizó hasta que supo el lance, y que don Luis había sabido tomar venganza por sí, a pesar de su teología. El médico vino poco después a curar a don Luis, y pronosticó que en tres o cuatro días estaría don Luis para salir a la calle, como si tal cosa. El Conde, en cambio, tenía para meses. Su vida, sin embargo, no corría peligro. Había vuelto de su desmayo, y había pedido que le llevasen a su pueblo, que no dista más que una legua del lugar en que pasaron estos sucesos. Habían buscado un carricoche de alquiler y le habían llevado, yendo en su compañía su criado y los dos forasteros que le sirvieron de testigos. A los cuatro días del lance se cumplieron, en efecto, los pronósticos del doctor, y don Luis, aunque magullado de los golpes y con la herida abierta aún, estuvo en estado de salir, y prometiendo un restablecimiento completo en plazo muy breve. El primer deber que don Luis creyó que necesitaba cumplir, no bien le dieron de alta, fue confesar a su padre sus amores con Pepita, y declararle su intención de casarse con ella. Don Pedro no había ido al campo ni se había empleado sino en cuidar a su hijo durante la enfermedad. Casi siempre estaba a su lado acompañándole y mimándole con singular cariño. En la mañana del día 27 de junio, después de irse el médico, don Pedro quedo solo con su hijo, y entonces la tan difícil confesión para don Luis tuvo lugar del modo siguiente: —Padre mío—dijo don Luis—, yo no debo seguir engañando a usted por más tiempo. Hoy voy a confesar a usted mis faltas y a desechar la hipocresía. —Muchacho, si es confesión lo que vas a hacer, mejor será que llames al

padre Vicario. Yo tengo muy holgachón el criterio, y te absolveré de todo, sin que la absolución te valga para nada. Pero si quieres confiarme algún hondo secreto como a tu mejor amigo, empieza, que te escucho. —Lo que tengo que confiar a usted es una gravísima falta mía, y me da vergüenza... —Pues no tengas vergüenza con tu padre y di sin rebozo. Aquí don Luis, poniéndose muy colorado y con visible turbación, dijo: —Mi secreto es que estoy enamorado de... Pepita Jiménez, y que ella... Don Pedro interrumpió a su hijo con una carcajada y continuó la frase: —Y que ella está enamorada de ti, y que la noche de la velada de San Juan estuviste con ella en dulces coloquios hasta las dos de la mañana, y que por ella buscaste un lance con el conde de Genazahar, a quien has roto la cabeza. Pues, hijo, bravo secreto me confías. No hay perro ni gato en el lugar que no esté ya al corriente de todo. Lo único que parecía posible ocultar era la duración del coloquio hasta las dos de la mañana, pero unas gitanas buñoleras te vieron salir de la casa, y no pararon hasta contárselo a todo bicho viviente. Pepita, además, no disimula cosa mayor; y hace bien, porque sería el disimulo de Antequera... Desde que estás enfermo viene aquí Pepita dos veces al día, y otras dos o tres veces envía a Antoñona a saber de tu salud; y si no han entrado a verte, es porque yo me he opuesto, para que no te alborotes. La turbación y el apuro de don Luis subieron de punto cuando oyó contar a su padre toda la historia en lacónico compendio. —¡Qué sorpresa!—dijo—. ¡Qué asombro habrá sido el de usted! —Nada de sorpresa ni de asombro, muchacho. En el lugar sólo se saben las cosas hace cuatro días, y, la verdad sea dicha, ha pasmado tu transformación. ¡Miren el cógelas a tientas y mátalas callando; miren el santurrón y el gatito muerto, exclaman las gentes, con lo que ha venido a descolgarse! El padre Vicario, sobre todo, se ha quedado turulato. Todavía está haciéndose cruces al considerar cuánto trabajaste en la vida del Señor en la noche del 23 al 24, y cuán variados y diversos fueron tus trabajos. Pero a mí no me cogieron las noticias de susto, salvo tu herida. Los viejos sentimos crecer la hierba. No es fácil que los pollos engañen a los recoveros. —Es verdad; he querido engañar a usted. ¡He sido hipócrita! —No seas tonto: no lo digo por motejarte. Lo digo para darme tono de

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perspicaz. Pero hablemos con franqueza: mi jactancia es inmotivada. Yo sé punto por punto el proceso de tus amores con Pepita, desde hace más de dos meses; pero lo sé porque tu tío el Deán, a quien escribías tus impresiones, me lo ha participado todo. Oye la carta acusadora de tu tío, y oye la contestación que le di, documento importantísimo de que he guardado minuta. Don Pedro sacó del bolsillo unos papeles, y leyó lo que sigue: Carta del Deán.—«Mi querido hermano: Siento en el alma tener que darte una mala noticia; pero confío en Dios que habrá de concederte paciencia y sufrimientos bastantes para que no te enoje y acibare demasiado. Luisito me escribe hace días extrañas cartas, donde descubro, al través de su exaltación mística, una inclinación harto terrenal y pecaminosa hacia cierta viudita, guapa, traviesa y coquetísima que hay en ese lugar. Yo me había engañado hasta aquí, creyendo firme la vocación de Luisito, y me lisonjeaba de dar en él a la Iglesia de Dios un sacerdote sabio, virtuoso y ejemplar; pero las cartas referidas han venido a destruir mis ilusiones. Luisito se muestra en ellas más poeta que verdadero varón piadoso, y la viuda, que ha de ser de la piel de Barrabás, le rendirá con poco que haga. Aunque yo escribo a Luisito amonestándole para que huya de la tentación, doy ya por seguro que caerá en ella. No debiera esto pesarme, porque si ha de faltar y ser galanteador y cortejante, mejor es que su mala condición se descubra con tiempo, y no llegue a ser clérigo. No vería yo, por lo tanto, grave inconveniente en que Luisito siguiera ahí y fuese ensayado y analizado en la piedra de toque y crisol de tales amores, a fin de que la viudita fuese el reactivo por medio del cual se descubriera el oro puro de sus virtudes clericales o la baja liga con que el oro está mezclado; pero tropezamos con el escollo de que la dicha viuda, que habíamos de convertir en fiel contraste, es tu pretendida y no sé si tu enamorada. Pasaría, pues, de castaño oscuro el que resultase tu hijo rival tuyo. Esto sería un escándalo monstruoso, y para evitarle con tiempo, te escribo hoy a fin de que, pretextando cualquiera cosa, envíes o traigas a Luisito por aquí, cuanto antes mejor.» Don Luis escuchaba en silencio y con los ojos bajos. Su padre continuó: —A esta carta del Deán contesté lo que sigue: Contestación.—«Hermano querido y venerable padre espiritual: Mil gracias te doy por las noticias que me envías y por tus avisos y consejos. Aunque me

precio de listo, confieso mi torpeza en esta ocasión. La vanidad me cegaba. Pepita Jiménez, desde que vino mi hijo, se me mostraba tan afable y cariñosa, que yo me las prometía felices. Ha sido menester tu carta para hacerme caer en la cuenta. Ahora comprendo que, al haberse humanizado, al hacerme tantas fiestas y al bailarme el agua delante, no miraba en mí la pícara de Pepita, sino al papá del teólogo barbilampiño. No te lo negaré: me mortificó y afligió un poco este desengaño en el primer momento; pero después lo reflexioné todo con la madurez debida, y mi mortificación y mi aflicción se convirtieron en gozo. El chico es excelente. Yo le he tomado mucho más afecto desde que está conmigo. Me separé de él y te lo entregué para que lo educases, porque mi vida no era muy ejemplar, y en este pueblo, por lo dicho y por otras razones, se hubiera criado como un salvaje. Tú fuiste más allá de mis esperanzas y aun de mis deseos, y por poco no sacas de Luisito un Padre de la Iglesia. Tener un hijo santo hubiera lisonjeado mi vanidad; pero hubiera sentido yo quedarme sin un heredero de mi casa y nombre, que me diese lindos nietos, y que después de mi muerte disfrutase de mis bienes, que son mi gloria, porque los he adquirido con ingenio y trabajo, y no haciendo fullerías y chanchullos. Tal vez la persuasión en que estaba yo de que no había remedio, de que Luis iba a catequizar a los chinos, a los indios y a los negritos de Monicongo, me decidió a casarme para dilatar mi sucesión. Naturalmente, puse mis ojos en Pepita Jiménez, que no es de la piel de Barrabás, como imaginas, sino una criatura remonísima, más bendita que los cielos y más apasionada que coqueta. Tengo tan buena opinión de Pepita, que si volviese ella a tener dieciséis años y una madre imperiosa que la violentara, y yo tuviese ochenta años como don Gumersindo, esto es, si viera ya la muerte en puertas, tomaría a Pepita por mujer para que me sonriese al morir como si fuera el ángel de mi guarda que había revestido cuerpo humano, y para dejarle mi posición, mi caudal y mi nombre. Pero ni Pepita tiene ya dieciséis años, sino veinte, ni está sometida al culebrón de su madre, ni yo tengo ochenta años, sino cincuenta y cinco. Estoy en la peor edad, porque empiezo a sentirme harto averiado, con un poquito de asma, mucha tos, bastantes dolores reumáticos y otros alifafes, y, sin embargo, maldita la gana que tengo de morirme. Creo que ni en veinte años me moriré, y como le llevo treinta y cinco a Pepita, calcula el desastroso porvenir que le aguardaba con este viejo perdurable. Al cabo de los pocos años de casada conmigo hubiera

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tenido que aborrecerme, a pesar de lo buena que es. Porque es buena y discreta no ha querido, sin duda, aceptarme por marido, a pesar de la insistencia y de la obstinación con que se lo he propuesto. ¡Cuánto se lo agradezco ahora! La misma puntita de vanidad, lastimada por sus desdenes, se embota ya al considerar que si no me ama, ama mi sangre; se prenda del hijo mío. Si no quiere esta fresca y lozana hiedra enlazarse al viejo tronco, carcomido ya, trepe por él, me digo, para subir al renuevo tierno y al verde y florido pimpollo. Dios los bendiga a ambos y prosperen estos amores. Lejos de llevarte al chico otra vez, le retendré aquí, hasta por fuerza, si es necesario. Me decido a conspirar contra su vocación. Sueño ya con verle casado. Me voy a remozar contemplando a la gentil pareja unida por el amor. ¿Y cuando me den unos cuantos chiquillos? En vez de ir de misionero, ¿no será mejor que Luisito predique en casa y me saque en abundancia una serie de catecumenillos rubios, sonrosados, con ojos como los de Pepita, y que parezcan querubines sin alas? Los catecúmenos de por acá me olerían a rosas del paraíso, y vendrían a ponerse sobre mis rodillas, y jugarían conmigo, y me besarían, y me llamarían abuelito, y me darían palmaditas en la calva que ya voy teniendo. ¿Qué quieres? Cuando estaba yo en todo mi vigor no pensaba en las delicias domésticas; mas ahora, que estoy tan próximo a la vejez, si ya no estoy en ella, como no me he de hacer cenobita, me complazco en esperar que haré el papel de patriarca. Y no entiendas que voy a limitarme a esperar que cuaje el naciente noviazgo, sino que he de trabajar para que cuaje. Siguiendo tu comparación, pues que transformas a Pepita en crisol y a Luis en metal, yo buscaré, o tengo buscado ya, un fuelle o soplete utilísimo que contribuya a avivar el fuego para que el metal se derrita pronto. Este soplete es Antoñona, nodriza de Pepita, muy lagarta, muy sigilosa y muy afecta a su dueño. Antoñona se entiende ya conmigo, y por ella sé que Pepita está muerta de amores. Hemos convenido en que yo siga haciendo la vista gorda y no dándome por entendido de nada. El padre Vicario, que es un alma de Dios, siempre en babia, me sirve tanto o más que Antoñona, sin advertirlo él, porque todo se le vuelve hablar de Luis con Pepita, y de Pepita con Luis; de suerte que este excelente señor, con medio siglo en cada pata, se ha convertido, ¡oh milagro del amor y de la inocencia!, en palomito mensajero, con quien los dos amantes se envían sus requiebros y finezas, ignorándolo también ambos. Tan poderosa combinación de medios

naturales y artificiales debe dar un resultado infalible. Ya te lo diré al darte parte de la boda, para que vengas a hacerla, o envíes a los novios tu bendición y un buen regalo.» Así acabó don Pedro de leer su carta, y al volver a mirar a don Luis, vio que don Luis había estado escuchando con los ojos llenos de lágrimas. El padre y el hijo se dieron un abrazo muy apretado y muy prolongado.

*** Al mes justo de esta conversación y de esta lectura, se celebraron las bodas de don Luis de Vargas y de Pepita Jiménez. Temeroso el señor Deán de que su hermano le embromase demasiado con que el misticismo de Luisito había salido huero, y conociendo además que su papel iba a ser poco airoso en el lugar, donde todos dirían que tenía mala mano para sacar santos, dio por pretexto sus ocupaciones y no quiso venir, aunque envió su bendición y unos magníficos zarcillos, como presente para Pepita. El padre Vicario tuvo, pues, el gusto de casarla con don Luis. La novia, muy bien engalanada, pareció hermosísima a todos y digna de trocarse por el cilicio y las disciplinas. Aquella noche dio don Pedro un baile estupendo en el patio de su casa y salones contiguos. Criados y señores hidalgos y jornaleros, las señoras y señoritas y las mozas del lugar asistieron y se mezclaron en él, como en la soñada primera edad del mundo, que no sé por qué llaman de oro. Cuatro diestros, o si no diestros, infatigables guitarristas, tocaron el fandango. Un gitano y una gitana, famosos cantadores, entonaron las coplas más amorosas y alusivas a las circunstancias. Y el maestro de escuela leyó un epitalamio en verso heroico. Hubo hojuelas, pestiños, gajorros, rosquillas, mostachones, bizcotelas y mucho vino para la gente menuda. El señorío se regaló con almíbares, chocolate, miel de azahar y miel de prima, y varios rosolis y mistelas aromáticas y refinadísimas. Don Pedro estuvo hecho un cadete: bullicioso, bromista y galante. Parecía que era falso lo que declaraba en su carta al Deán del reuma y demás alifafes. Bailó el fandango con Pepita, con sus más graciosas criadas y con otras seis o

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siete mozuelas. A cada una, al volverla a su asiento, cansada ya, le dio con efusión el correspondiente y prescrito abrazo, y a las menos serias, algunos pellizcos, aunque esto no forma parte del ceremonial. Don Pedro llevó su galantería hasta el extremo de sacar a bailar a doña Casilda, que no pudo negarse, y que, con sus diez arrobas de humanidad y los calores de julio, vertía un chorro de sudor por cada poro. Por último, don Pedro atracó de tal suerte a Currito, y le hizo brindar tantas veces por la felicidad de los nuevos esposos, que el mulero Dientes tuvo que llevarle a su casa a dormir la mona, terciado en una borrica como un pellejo de vino. El baile duró hasta las tres de la madrugada; pero los novios se eclipsaron discretamente antes de las once y se fueron a casa de Pepita. Don Luis volvió a entrar con luz, con pompa y majestad, y como dueño y señor adorado, en aquella limpia alcoba donde poco más de un mes antes había entrado a oscuras, lleno de turbación y zozobra. Aunque en el lugar es uso y costumbre, jamás interrumpida, dar una terrible cencerrada a todo viudo o viuda que contrae segundas nupcias, no dejándolos tranquilos con el resonar de los cencerros en la primera noche del consorcio, Pepita era tan simpática y don Pedro tan venerado y don Luis tan querido, que no hubo cencerros ni el menor conato de que resonasen aquella noche: caso raro, que se registra como tal en los anales del pueblo.

III

EPÍLOGO

CARTAS DE Ml HERMANO La historia de Pepita y Luisito debiera terminar aquí. Este epílogo está de sobra; pero el señor Deán lo tenía en el legajo, y ya que no lo publiquemos por completo, publicaremos parte; daremos una muestra siquiera. A nadie debe quedar la menor duda en que don Luis y Pepita, enlazados por un amor irresistible, casi de la misma edad, hermosa ella, él gallardo y agraciado, y discretos y llenos de bondad los dos, vivieron largos años, gozando de cuanta felicidad y paz caben en la tierra; pero esto, que para la generalidad de las gentes es una consecuencia dialéctica bien deducida, se convierte en certidumbre para quien lee el epílogo. El epílogo, además, da algunas noticias sobre los personajes secundarios que en la narración aparecen, y cuyo destino puede acaso haber interesado a los lectores. Se reduce el epílogo a una colección de cartas, dirigidas por don Pedro de Vargas a su hermano el señor Deán desde el día de la boda de su hijo hasta cuatro años después. Sin poner las fechas, aunque siguiendo el orden cronológico, trasladaremos aquí pocos y breves fragmentos de dichas cartas, y punto concluido.

*** Luis muestra la más viva gratitud a Antoñona, sin cuyos servicios no poseería a Pepita; pero esta mujer, cómplice de la única falta que él y Pepita han cometido, y tan íntima en la casa y tan enterada de todo, no podía menos de estorbar. Para librarse de ella, favoreciéndola, Luis ha logrado que vuelva a reunirse con su marido, cuyas borracheras diarias no quería ella sufrir. El hijo del maestro Cencias ha prometido no volver a emborracharse casi nunca; pero

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no se ha atrevido a dar un nunca absoluto y redondo. Fiada, sin embargo, en esta semipromesa, Antoñona ha consentido en volver bajo el techo conyugal. Una vez reunidos estos esposos, Luis ha creído eficaz el método homeopático para curar de raíz al hijo del maestro Cencias, pues habiendo oído afirmar que los confiteros aborrecen el dulce, ha inferido que los taberneros deben aborrecer el vino y el aguardiente, y ha enviado a Antoñona y a su marido a la capital de esta provincia, donde les ha puesto de su bolsillo una magnífica taberna. Ambos viven allí contentos, se han proporcionado muchos marchantes y probablemente se harán ricos. Él se emborracha aún algunas veces; pero Antoñona, que es más forzuda, le suele sacudir para que acabe de corregirse.

***

Currito, deseoso de imitar a su primo, a quien cada día admira más, y notando y envidiando la felicidad doméstica de Pepita y de Luis, ha buscado novia a toda prisa, y se ha casado con la hija de un rico labrador de aquí, sana, frescota, colorada como las amapolas, y que promete adquirir en breve un volumen y una densidad superiores a los de su suegra doña Casilda.

***

El conde de Genazahar, a los cinco meses de cama, está ya curado de su herida, y, según dicen, muy enmendado de sus pasadas insolencias. Ha pagado a Pepita, hace poco, más de la mitad de la deuda, y pide espera para pagar lo restante.

*** Hemos tenido un disgusto grandísimo, aunque harto le preveíamos. El padre Vicario, cediendo al peso de la edad, ha pasado a mejor vida. Pepita ha estado a la cabecera de su cama hasta el último instante, y le ha cerrado la entreabierta boca con sus hermosas manos. El padre Vicario ha tenido la muerte de un bendito siervo de Dios. Más que muerte, parecía tránsito dichoso a más serenas regiones. Pepita, no obstante, y todos nosotros también, le hemos llorado de

veras. No ha dejado más que cinco o seis duros y sus muebles, porque todo lo repartía de limosna. Con su muerte habrían quedado aquí huérfanos los pobres, si Pepita no viviese.

*** Mucho lamentan todos en el lugar la muerte del padre Vicario, y no faltan personas que le dan por santo verdadero y merecedor de estar en los altares, atribuyéndole milagros. Yo no sé de esto; pero sé que era un varón excelente, y debe haber ido derechito a los cielos, donde tendremos en él un intercesor. Con todo, su humildad y su modestia y su temor de Dios eran tales, que hablaba de sus pecados en la hora de la muerte, como si los tuviese, y nos rogaba que pidiésemos su perdón y que rezásemos por él al Señor y a María Santísima. En el ánimo de Luis han hecho honda impresión esta vida y esta muerte ejemplares de un hombre, menester es confesarlo, simple y de cortas luces, pero de una voluntad sana, de una fe profunda y de una caridad fervorosa. Luis se compara con el Vicario, y dice que se siente humillado. Esto ha traído cierta amarga melancolía a su corazón; pero Pepita, que sabe mucho, la disipa con sonrisas y cariño.

***

Todo prospera en casa. Luis y yo tenemos unas candioteras que no las hay mejores en España, si prescindimos de Jerez. La cosecha de aceite ha sido este año soberbia. Podemos permitirnos todo género de lujos, y yo aconsejo a Luis y a Pepita que den un buen paseo por Alemania, Francia e Italia, no bien salga Pepita de su cuidado y se restablezca. Los chicos pueden, sin imprevisión ni locura, derrochar unos cuantos miles de duros en la expedición y traer muchos primores de libros, muebles y objetos de arte para adornar su vivienda.

*** Hemos aguardado dos semanas para que sea el bautizo el día mismo del primer aniversario de la boda. El niño es un sol de bonito y muy robusto. Yo he

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sido el padrino, y le hemos dado mi nombre. Yo estoy soñando con que Periquito hable y diga gracias.

*** Para que todo les salga bien a estos enamorados esposos, resulta ahora, según cartas de La Habana, que el hermano de Pepita, cuyas tunanterías recelábamos que afrentasen a la familia, casi o sin casi va a honrarla y a encumbrarla haciéndose personaje. En tanto tiempo como hacía que no sabíamos de él, ha aprovechado bien las coyunturas y le ha soplado la suerte. Ha tenido nuevo empleo en las aduanas, ha quebrado después, que viene a ser para ciertos hombres de negocios como una buena poda para los árboles, la cual hace que retoñen con más brío, y hoy está tan boyante, que tiene resuelto ingresar en la primera aristocracia, titulando de marqués o de duque. Pepita se asusta y se escandaliza de esta improvisada fortuna, pero yo le digo que no sea tonta; si su hermano es y había de ser de todos modos un pillete, ¿no es mejor que lo sea con buena estrella?

*** Así pudiéramos seguir extractando, si no temiésemos fatigar a los lectores. Concluiremos, pues, copiando un poco de una de las últimas cartas.

*** Mis hijos han vuelto de su viaje bien de salud, y con Periquito muy travieso y precioso. Luis y Pepita vienen resueltos a no volver a salir del lugar, aunque les dure más la vida que Filemón y a Baucis. Están enamorados como nunca el uno del otro. Traen lindos muebles, muchos libros, algunos cuadros y no sé cuántas otras baratijas elegantes que han comprado por esos mundos y principalmente en París, Roma, Florencia y Viena. Así como el afecto que se tienen, y la ternura y cordialidad con que se tratan

y tratan a todo el mundo, ejercen aquí benéfica influencia en las costumbres, así la elegancia y el buen gusto, con que acabarán de ordenar su casa, servirán de mucho para que la cultura exterior cunda y se extienda. La gente de Madrid suele decir que en los lugares somos gansos y soeces, pero se quedan por allá y nunca se toman el trabajo de venir a pulirnos; antes al contrario, no bien hay alguien en los lugares que sabe o vale, o cree saber y valer, no para hasta que se larga, si puede, y deja los campos y los pueblos de provincias abandonados. Pepita y Luis siguen el opuesto parecer, y yo los aplaudo con toda el alma. Todo lo van mejorando y hermoseando para hacer de este retiro su edén. No imagines, sin embargo, que la afición de Luis y de Pepita al bienestar material haya entibiado en ellos, en lo más mínimo, el sentimiento religioso. La piedad de ambos es más profunda cada día, y en cada contento o satisfacción de que gozan o que pueden proporcionar a sus semejantes ven un nuevo beneficio del cielo, por el cual se reconocen más obligados a demostrar su gratitud. Es más: esa satisfacción y ese contento no lo serían, no tendrían precio, ni valor, ni sustancia para ellos, si la consideración y la firme creencia en las cosas divinas no se lo prestasen. Luis no olvida nunca, en medio de su dicha presente, el rebajamiento del ideal con que había soñado. Hay ocasiones en que su vida de ahora le parece vulgar, egoísta y prosaica, comparada con la vida de sacrificio, con la existencia espiritual a que se creyó llamado en los primeros años de su juventud; pero Pepita acude solícita a disipar estas melancolías, y entonces comprende y afirma Luis que el hombre puede servir a Dios en todos los estados y condiciones, y concierta la viva fe y el amor de Dios, que llenan su alma, con este amor lícito de lo terrenal y caduco. Pero en todo ello pone Luis como un fundamento divino, sin el cual, ni en los astros que pueblan el éter, ni en las flores y frutos que hermosean el campo, ni en los ojos de Pepita, ni en la inocencia y belleza de Periquito, vería nada de amable. El mundo mayor, toda esa fábrica grandiosa del Universo, dice él que sin su Dios providente le parecería sublime, pero sin orden, ni belleza, ni propósito. Y en cuanto al mundo menor, como suele llamar al hombre, tampoco le amaría si por Dios no fuera. Y esto, no porque Dios lo mande amarle, sino porque la dignidad del hombre y el merecer ser amado estriban en Dios mismo, quien no sólo hizo el

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alma humana a su imagen, sino que ennobleció el cuerpo humano, haciéndole templo vivo del Espíritu, comunicando con él por medio del Sacramento, y sublimándole hasta el extremo de unir con él su Verbo increado. Por estas razones, y por otras que yo no acierto a explicarte aquí, Luis se consuela y se conforma con no haber sido un varón místico, extático y apostólico, y desecha la especie de envidia generosa que le inspiró el padre Vicario el día de su muerte; pero tanto él como Pepita siguen con gran devoción cristiana dando gracias a Dios por el bien de que gozan, y no viendo base, ni razón, ni motivo de este bien, sino en el mismo Dios. En la casa de mis hijos hay, pues, algunas salas que parecen preciosas capillitas católicas o devotos oratorios; pero he de confesar que tienen ambos también su poquito de paganismo, como poesía rústica amoroso-pastoril, la cual ha ido a refugiarse extramuros. La huerta de Pepita ha dejado de ser huerta, y es un jardín amenísimo con sus araucarias, con sus higueras de la India, que crecen aquí al aire libre, y con su bien dispuesta, aunque pequeña, estufa, llena de plantas raras. El merendero o cenador, donde comimos las fresas aquella tarde, que fue la segunda vez que Pepita y Luis se vieron y se hablaron, se ha transformado en un airoso templete, con pórtico y columnas de mármol blanco. Dentro hay una espaciosa sala con muy cómodos muebles. Dos bellas pinturas la adornan: una representa a Psiquis, descubriendo y contemplando extasiada, a la luz de su lámpara, el Amor, dormido en su lecho; otra representa a Cloe cuando la cigarra fugitiva se le mete en el pecho, donde, creyéndose segura, y a tan grata sombra, se pone a cantar, mientras que Dafnis procura sacarla de allí. Una copia, hecha con bastante esmero en mármol de Carrara, de la Venus de Médicis, ocupa el preferente lugar, y como que preside en la sala. En el pedestal tiene grabados, en letras de oro, estos versos de Lucrecio:

Nec sine te quidquam dias in luminis oras Exoritur, neque fit laetum, neque amabile quidquam.

PRÓLOGO DE LA EDICIÓN DE 1888 La presente edición es la novena de esta novela, que ha tenido un éxito muy superior a lo que el autor podía imaginarse. Se publicó por vez primera PEPITA JIMÉNEZ en la Revista de España. El Imparcial la publicó después en su edición de provincias, de la que hace una tirada de 30.000 ejemplares. Y, por último, en tomo aparte se ha publicado cinco veces: una vez por cuenta del autor; otra, por cuenta del señor don Abelardo de Carlos y tres por cuenta de los señores Perojo y Álvarez. En otros países no ha alcanzado menor favor con el público la mencionada novela. En Francia ha dado de ella, si no una traducción, un compendio bastante extenso, el acreditado Journal des Débats, y ha sido traducida al portugués, al inglés, al polaco, al alemán, al bohemio y al italiano, siendo fiel y elegantísima la traducción hecha en este último idioma por Daniel Rubbi, y publicada en Milán en La Perseveranza, y en tomo por el señor Farina. En Buenos Aires y en Caracas han reimpreso también a PEPITA JIMÉNEZ, publicándola en los periódicos y haciendo de ella los encomios más lisonjeros. Todo esto anima al autor a hacer una edición nueva, y como nada tiene que decir sobre su obra que ya no haya dicho, se limita a reproducir aquí los primeros párrafos del prólogo de la edición que hizo el señor De Carlos, y que son como siguen: «El favor con que el público ha acogido mi novela de PEPITA JIMÉNEZ me induce a hacer de ella esta nueva edición, más esmerada. »Poco tengo que decir de la novela misma, en la cual no he hecho variación alguna. Diré sólo, para descargo de mi conciencia, que al escribir PEPITA JIMÉNEZ no tuve ningún propósito de demostrar esto o de impugnar aquello; de burlarme de un ideal y de encomiar otro; de mostrarme más pío o menos pío. Mi propósito se limitó a escribir una obra de entretenimiento. Si la gente se ha entretenido un rato leyendo mi novela, lo he conseguido y no aspiro a más.

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»Es evidente, sin embargo, que una novela bonita no puede consistir en la servil, prosaica y vulgar representación de la vida humana: una novela bonita debe ser poesía y no historia, esto es, debe pintar las cosas, no como son, sino más bellas de lo que son, iluminándolas con luz que tenga cierto hechizo. »En busca de esta luz, tuve yo la ocurrencia dichosa, y perdóneseme la inmodestia con que me alabo, de acudir a nuestros místicos de los siglos XVI y XVII, De ellos tomé a manos llenas cuanto me pareció más adecuado a mi asunto, y de aquí el encanto que no dudo que hay en PEPITA JIMÉNEZ, y que más se debe a dichos autores que a mí, que los he despojado para ataviarme. »La malicia que algunos críticos presumen hallar en el narrador se me figura que está más en ellos que en mí. El señor Deán, y no yo, es quien narra; y cuanto suena a burlas en lo que dice va contra la petulancia juvenil de su sobrino, contra la falta de solidez de sus intentos y contra lo vano de su vocación, no contra la vocación misma. »Es inútil defenderme de los pudorosos que me condenan porque llevo las cosas al último extremo a fin de que don Luis abandone su vocación. ¿Qué poesía ni qué arte habría de hacerle desistir fría y razonadamente de ser un santo misionero para casarse por sus pasos contados y del modo más correcto, y sin el menor trastorno de trámites, con su Pepita? Al cabo, la vocación de don Luis, aunque entraba por mucho en ella el amor propio, el orgullo, los inexpertos ensueños ambiciosos del colegial y el entusiasmo, más fantástico que firme, que los libros elocuentes, las hermosas teorías y doctrinas y todo el brillo poético de nuestra religión habían infundido en su alma, era una vocación que no podía desvanecerse sin la violencia de pasión grandísima y sin el esfuerzo extraordinario de una mujer enamorada, con quien conspiran, a sabiendas o sin saberlo, el padre de don Luis, Antoñona y hasta el excelente y candoroso señor Vicario. »Prueba clara, por último, de que no estaba en la mente del autor el censurar la vocación de don Luis es que, apartado de ella, careciendo ya del impulso que hubiera bastado a superar obstáculos, a vencer tentaciones y a seguirla, la vocación vale a don Luis, sembrando en su alma gérmenes de virtud, que hacen de él un marido excelente y un dechado de padres de familia, lo cual no es tan poco.»

PRÓLOGO PARA LA EDICIÓN EN INGLÉS

(APPLETON)

A LOS SEÑORES APPLETON: Muy estimados señores míos: Era mi propósito escribir un prólogo para autorizar, como autor, la edición que van ustedes a hacer de PEPITA JIMÉNEZ en lengua inglesa; pero, al considerarlo mejor, me retrae el recuerdo de cierta anécdota que oí contar en mis mocedades. Deseando un galán que le presentasen en casa de un señorón, que daba espléndido baile, se fió de un amigo, que se jactaba de ser íntimo del señorón y de gozar con él de gran privanza. Fueron allá, y el galán logró ser presentado; pero el señorón dijo al presentador: «Y a usted, ¿quién le presenta?, porque yo no le conozco.» Como respeto y amo mucho este país, y además carezco del desenfado que semejante caso requiere, no habría yo de replicar lo que dicen que replicó el presentador de mi cuento: «Ahora mismo me voy y no tengo necesidad de que me presente ni recomiende nadie.» Deduzco, por lo tanto, como evidente moraleja, que no debo dirigirme al público de los Estados Unidos, al cual he sido siempre extraño como escritor, por más que con su Gobierno haya tenido buenas y amistosas relaciones, representando al mío. Así, pues, lo más atinado y prudente es que yo me limite a dar a ustedes encarecidas gracias porque me han pedido una venia de que no necesitaban ni por ley ni por tratado; porque quieren dar a conocer a sus compatriotas el menos desabrido fruto de mi estéril ingenio, y porque piensan generosamente en galardonarme con derechos de autor. Esto no quita que, al dar a ustedes tales gracias en letras de molde, contraiga yo un compromiso que nunca contraje, ni en Alemania, ni en Italia, ni en otros países, donde se han traducido obras mías. Si allí no gustasen de ellas, aunque me doliese, yo me encogería de hombros y echaría la culpa a quien las tradujo y las dio a la estampa; pero aquí me hago yo cómplice de ustedes y comparto, o más bien recibo, todo el desaire del mal éxito, si le hay. PEPITA JIMÉNEZ ha sido celebradísima en España y aun entre todas las

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otras naciones que hablan lengua española. Yo disto infinito de creer que los españoles de hoy seamos o más fáciles de contentar, o más rudos, o gente de peor gusto literario que los hombres de cualquier otra región de la tierra; pero esto no basta a desvanecer mi recelo de que mi novela sea recibida con desdén o con censura, si se traduce para público algo prevenido contra España por conceptos fantásticos y tal vez poco lisonjeros. Mi novela es, por la forma y por el fondo, de lo más castizo y propio nuestro que puede concebirse. Su valer, dado que le tenga, estriba en el lenguaje y en el estilo, y no en las aventuras, que son de las que ocurren a cada paso; ni en el enredo, harto sencillo o casi nulo. No faltan, a mi ver, en los caracteres individualidad que los determine y verdad humana que los haga parecer de personas vivas; pero siendo la acción tan pobre, esto se nota y sale de realce por el análisis sutil y por la expresión de los afectos, que en la traducción pueden perderse. En mi novela además hay cierta ironía bondadosa y cándida, y cierto humor, más parecido al humor inglés que al esprit de los franceses; las cuales prendas, si bien no dependen por dicha de retruécanos y juegos de palabras, sino que están en la sustancia, necesitan, a fin de que no se queden en el original, que la traducción se haga con esmero. La causa principal, por último, de que PEPITA JIMÉNEZ haya alcanzado en mi país extraordinario aplauso está en algo que por acá puede dejar de ser notado por los lectores poco atentos. Yo soy partidario del arte por el arte. Creo de pésimo gusto, impertinente siempre y pedantesco con frecuencia, tratar de probar tesis escribiendo cuentos. Escríbanse para tal fin disertaciones o libros pura y severamente didácticos. El fin de una novela ha de ser deleitar, imitando pasiones y actos humanos y creando, merced a esta imitación, una obra bella. Objeto del arte es la creación de la belleza, y le humilla quien le somete a otro fin, por alta que sea su utilidad. Pero puede ocurrir, por conjunto de circunstancias favorables, por inspiración dichosa, porque en un momento dado todo esté dispuesto como por magia o sobrenatural determinación, que el alma de un autor venga a ser como limpio y hadado espejo, donde se reflejen las ideas y los sentimientos todos que agitan el espíritu colectivo de un pueblo, y pierdan allí la discordancia y se agrupen y combinen en suave conciliación y armonía.

En esto consiste el hechizo de PEPITA JIMÉNEZ. Yo la escribí cuando todo en España estaba movido y fuera de su asiento por una revolución radical, que arrancó de cuajo el trono secular y la unidad religiosa. Yo la escribí cuando todo en fusión, como metales derretidos, podía entrar en el molde y amalgamarse fácilmente. Yo la escribí cuando más brava ardía la lucha entre los antiguos y los nuevos ideales. Y yo la escribí en la más robusta plenitud de mi vida, cuando más sana y alegre estaba mi alma, con optimismo envidiable, y con un panfilismo simpático a todos, que nunca más se mostrará ya en lo íntimo de mi ser, por desgracia. Si yo hubiese procurado dialéctica y reflexivamente conciliar opiniones y creencias, el desagrado hubiera sido general, pero como el espíritu conciliador y sincrético se manifestó de modo instintivo, en un cuento alegre, todos le aceptaron y aprobaron, sacando cada cual de mi obra las conclusiones que más le cuadraban. Así fue que desde el más ortodoxo padre jesuita hasta el revolucionario más furibundo, y desde el ultra-católico, que sueña con restablecer la Inquisición, hasta el racionalista, acérrimo enemigo de las religiones, todos gustaron de PEPITA JIMÉNEZ. Curioso, y no fuera de razón, será explicar aquí cómo acerté a complacer a todos, sin proponérmelo, sin saberlo y por casualidad. Hace años hubo en España un ministro conservador que envió a un ahijado suyo a estudiar filosofía en Alemania. Por rara aventura, este ahijado, que se llamaba Julián Sanz del Río, y era hombre de clara y profunda inteligencia, de aplicación infatigable y de todas las energías conducentes a hacer de él algo a modo de apóstol, formó su sistema, obtuvo la cátedra de Metafísica en la Universidad de Madrid y fundó escuela, de la que ha salido brillante pléyade de filósofos, de políticos y de varones ilustres, por saber, elocuencia y virtudes. Entre ellos descuellan Nicolás Salmerón, Francisco Giner, Gumersindo Azcárate, Federico de Castro y Urbano González Serrano. El partido clerical empezó pronto a mover guerra al maestro, a los discípulos y a la doctrina que divulgaban. Acusábanlos de panteísmo místico. Yo, que me había burlado a veces de los enmarañados términos, del aparato y del método de que los nuevos filósofos se valían, me admiraba de ellos, no obstante, y salí, en periódicos y en revistas, a su defensa, por no trillado camino.

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Ya había sostenido yo antes que nuestros grandes teólogos dogmáticos, con especialidad el glorioso Domingo de Soto, habían sido más liberales que los liberales racionalistas del día, pues afirman la soberanía del pueblo por derecho divino; porque si el poder viene de Dios, según San Pablo, es por medio del pueblo, a quien Dios inspira para que le funde, y porque no hay poder de origen divino inmediato sino el de la Iglesia. Entonces me empeñé en demostrar que si Sanz del Río y los de su escuela eran panteístas, nuestros teólogos místicos de los siglos XVI y XVII lo eran también, y que si los unos tenían por predecesores a Fichte, Schelling, Hegel y Krause, Santa Teresa, San Juan de la Cruz y el iluminado y extático padre Miguel de la Fuente, por ejemplo, seguían a otros alemanes, sin que yo negase a ninguno la originalidad española, sino reconociendo en esta encadenada transmisión de doctrina el progresivo enlace de la civilización europea. Para llevar adelante mi empeño leí y estudié con fervor cuanto libro español, devoto, ascético y místico, me vino a las manos, enamorándome cada vez más de la abundancia de nuestra literatura en tales libros, del tesoro de poesía que encierran, del atrevimiento y libertad de los autores, de la profunda y delicada observación con que examinan las facultades del alma, en lo cual se adelantan a la escuela escocesa, y de cómo llegan a penetrar y a abismarse en el centro de la mente, en la suprema raíz del propio espíritu para ver allí a Dios y unirse con Dios, no perdiendo la personalidad, ni el valor para la vida activa, sino saliendo de los arrobos y raptos de amor divino más capaces para toda operación útil a la especie humana, como sale más templado, acicalado y limpio el acero después de estar candente en la fragua. De todo esto, en lo que tiene de más poético y de más fácil de entender, quise yo dar muestra al público español de ahora, que lo tenía olvidado, pero como yo era hombre de mi tiempo, profano, no muy ejemplar por mi vida penitente y con fama de descreído, no me atreví a hablar en mi nombre, e inventé a un estudiante de clérigo para que hablase. Imaginé luego que pintaría yo con más viveza las ideas y los sentimientos de dicho estudiante contraponiéndolos a un amor terrenal, y así nació PEPITA JIMÉNEZ. Así fui yo novelista cuando menos lo pensaba. Mi novela tuvo, pues, la frescura y la espontaneidad de lo impremeditado. Todas las novelas que he escrito después con premeditación han sido

peores. PEPITA JIMÉNEZ, además, agradó mucho por lo trascendente, según ya he dicho. Supusieron los racionalistas que yo desechaba los ideales antiguos, como el héroe de mi cuento ahorca los hábitos. Y los creyentes, con mejor acuerdo y más verdad, me compararon al falso profeta que fue a maldecir al pueblo de Israel, y sin querer le ensalzó y le bendijo. Lo cierto es que, si alguna consecuencia debe sacarse de un cuento, lo que del mío se infiere es que la fe en Dios, personal y providente, y el amor de este Dios, que asiste en el centro del alma, aun cuando faltemos a la más alta vocación a que nos induce y solicita, aun cuando, como don Luis, cometamos en una sola noche, arrastrados por violentas pasiones mundanas, casi todos los pecados capitales, eleva el alma, purifica los otros amores, sostiene la dignidad humana y presta poesía, nobleza y santidad a los más vulgares estados, condiciones y maneras de vida. Tal es, en mi sentir, la novela que ustedes van a presentar al público americano, pues yo repito que no tengo derecho para hacer la presentación. Acaso, aun prescindiendo de lo trascendente, mi novela interese y divierta por un par de horas a dicho público y obtenga algún favor con él, porque lee mucho, es indulgente, y, por su espíritu abierto y cosmopolita, se distingue del público inglés, tan exclusivo. Siempre tuve por mala ilusión de la vanidad patriótica el creer o el esperar que hay o que habrá algo que, con legítima y clara independencia, deba llamarse literatura americana. Grecia se dilató por el mundo en florecientes colonias, y, después de las conquistas de Alejandro, creó poderosos Estados en Egipto, en Siria y hasta en la Bactriana, entre gentes que tenían civilización propia elevada y no eran como los indios de América. Y, sin embargo, a pesar de esta dilatación, y a pesar de esta independencia, no hubo más que literatura griega, lo mismo en Siracusa, en Antioquía y en Alejandría que en Atenas. En mi concepto, pues, y por idénticas razones, no habrá más que literatura inglesa, lo mismo en Nueva York y en Boston que en Londres y en Edimburgo; así como no habrá más que literatura española lo mismo en Méjico y en Buenos Aires que en Madrid, y literatura portuguesa lo mismo en Río Janeiro que en Lisboa. La unión política se rompe; pero entre gentes de la misma lengua y casta son indisolubles los lazos de fraternidad espiritual, como la civilización

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no se hunda. Hay reyes o emperadores inmortales que reinan e imperan en América por verdadero derecho divino y contra quienes no hay Washington ni Bolívar que prevalezca. No hay Franklin que consiga arrancarles el cetro. Estos tiranos se llaman Miguel de Cervantes, Guillermo Shakespeare y Luis de Camoens. Todo ello no impide que el pueblo nuevo traiga al acervo común y pro indiviso de la cultura de su raza ricos elementos, bellos rasgos de carácter y quizá superiores glorias. Así es como yo veo, en esta cultura de la América de origen y de idioma ingleses, cierta amplitud de miras, cierto cosmopolitismo y cierta comprensión afectuosa de lo extranjero, extensa como el continente en que habitan los yankees, y que se contrapone a la estrechez exclusiva de los ingleses isleños. Por estas calidades me atrevo a esperar buen éxito para mi pobre libro, y en estas calidades fundo mi esperanza de que los frutos del ingenio español, en general, han de ser mejor conocidos y estimados aquí que en la Gran Bretaña. Ya, en parte y atinada y discretamente, han realizado esta esperanza W. Irving, Prescott, Ticknor, Longfellow, Howells, y otros, traduciendo, juzgando y encomiando a nuestros autores. Dispensen ustedes que los haya cansado con tan larga carta y ténganme por su agradecido amigo.

JUAN VALERA. Nueva York, 18 de abril de 1886.

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CUENTOS

HORACIO QUIROGA (1838-1937)

EL ALMOHADÓN DE PLUMA

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, aunque a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses—se habían casado en abril—, vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor; más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso—frisos, columnas y estatuas de mármol —producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. Había concluido, no obstante, por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aun vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazaba. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al

cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve caricia de Jordán. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar palabra. Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. —No sé—le dijo a Jordán en la puerta de calle.—Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada... si mañana se despierta como hoy, llámeme en seguida. Al día siguiente Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. —¡Jordán! ¡Jordán!—clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror. —¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, volvió en sí. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándolas por media hora temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que

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se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor. —Pst...—se encogió de hombros desalentado el médico de cabecera.—Es un caso inexplicable... Poco hay que hacer... —¡Sólo eso me faltaba!—resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán. Alicia murió al fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. —¡Señor!—llamó a Jordán en voz baja.—En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. —Parecen picaduras—murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. —Levántelo a la luz—le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó; pero en seguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le

erizaban. —¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho—articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los labios:—sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca—su trompa, mejor dicho—a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había el monstruo vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

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EL HOMBRE MUERTO

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó en consecuencia una mirada satisfecha a los arbustos rozados, y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo. Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete; pero el resto no se veía. El hombre intentó mover la cabeza, en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió, fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!

¿Aún?... No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevenido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento? Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir. El hombre resiste—¡es tan imprevisto ese horror! Y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal su bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven. Es la calma de mediodía; pronto deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda, entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle de Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar... ¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba... No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando... Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia. ¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en

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Misiones, en su monte, en su potrero, en su bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo... Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos; ni con el bananal, obra de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere. El hombre, muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de pasar sobre el puente. ¡Pero no es posible que haya resbalado!... El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La prueba?... ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo, en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Y ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arranca de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días como ése, ha visto las mismas cosas. ... Muy fatigado, pero descansa sólo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡piapiá! ¿No es eso? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo... ¡Qué pesadilla!... ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la

carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido. ... Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y que antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tajamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja; el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla,—descansando, porque está muy cansado... Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal, como desearía. Ante las voces que ya están próximas—¡Piapiá!—vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido,—que ya ha descansado.

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JUAN DARIÉN

Aquí se cuenta la historia de un tigre que se crió y educó entre los hombres, y que se llamaba Juan Darién. Asistió cuatro años a la escuela vestido de pantalón y camisa, y dio sus lecciones corrientemente, aunque era un tigre de las selvas; pero esto se debe a que su figura era de hombre, conforme se narra en las siguientes líneas. Una vez, a principios de otoño, la viruela visitó un pueblo de un país lejano y mató a muchas personas. Los hermanos perdieron a sus hermanitas, y las criaturas que comenzaban a caminar quedaron sin padre ni madre. Las madres perdieron a su vez a sus hijos, y una pobre mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar a su hijito, lo único que tenía en este mundo. Cuando volvió a su casa, se quedó sentada pensando en su chiquito. Y murmuraba: —Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado a mi hijo. En el cielo podrá haber ángeles, pero mi hijo no los conoce. Y a quien él conoce bien es a mí, ¡pobre hijo mío! Y miraba a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de su casa, frente a un portoncito donde veía la selva. Ahora bien; en la selva había muchos animales feroces que rugían al caer la noche y al amanecer. Y la pobre mujer, que continuaba sentada, alcanzó a ver en la oscuridad una cosa chiquita y vacilante que entraba por la puerta, como un gatito que apenas tuviera fuerzas para caminar. La mujer se agachó y levantó en las manos un tigrecito de pocos días, pues aún tenía los ojos cerrados. Y cuando el mísero cachorro sintió el contacto de las manos, runruneó de contento, porque ya no estaba solo. La madre tuvo largo rato suspendido en el aire aquel pequeño enemigo de los hombres, a aquella fiera indefensa que tan fácil le hubiera sido exterminar. Pero quedó pensativa ante el desvalido cachorro que venía quién sabe de dónde, y cuya madre con seguridad había muerto. Sin pensar bien en lo que hacía llevó al cachorrito a su seno y lo rodeó con sus grandes manos. Y el tigrecito, al sentir el calor del pecho, buscó postura cómoda, runruneó tranquilo y se durmió con la garganta adherida al seno maternal. La mujer, pensativa siempre, entró en la casa. Y en el resto de la noche, al oír los gemidos de hambre del cachorrito, y al ver cómo buscaba su seno con

los ojos cerrados, sintió en su corazón herido que, ante la suprema ley del Universo, una vida equivale a otra vida... Y dio de mamar al tigrecito. El cachorro estaba salvado, y la madre había hallado un inmenso consuelo. Tan grande su consuelo, que vio con terror el momento en que aquél le sería arrebatado, porque si se llegaba a saber en el pueblo que ella amamantaba a un ser salvaje, matarían con seguridad a la pequeña fiera. ¿Qué hacer? El cachorro, suave y cariñoso—pues jugaba con ella sobre su pecho—, era ahora su propio hijo. En estas circunstancias, un hombre que una noche de lluvia pasaba corriendo ante la casa de la mujer oyó un gemido áspero—el ronco gemido de las fieras que, aun recién nacidas, sobresaltan al ser humano—. El hombre se detuvo bruscamente, y mientras buscaba a tientas el revólver, golpeó la puerta. La madre, que había oído los pasos, corrió loca de angustia a ocultar al tigrecito en el jardín. Pero su buena suerte quiso que al abrir la puerta del fondo se hallara ante una mansa, vieja y sabia serpiente que le cerraba el paso. La desgraciada mujer iba a gritar de terror, cuando la serpiente habló así: —Nada temas, mujer—le dijo—. Tu corazón de madre te ha permitido salvar una vida del Universo, donde todas las vidas tienen el mismo valor. Pero los hombres no te comprenderán, y querrán matar a tu nuevo hijo. Nada temas, ve tranquila. Desde este momento tu hijo tiene forma humana; nunca le reconocerán. Forma su corazón, enséñale a ser bueno como tú, y él no sabrá jamás que no es hombre. A menos... a menos que una madre de entre los hombres lo acuse; a menos que una madre no le exija que devuelva con su sangre lo que tú has dado por él, tu hijo será siempre digno de ti. Ve tranquila, madre, y apresúrate, que el hombre va a echar la puerta abajo. Y la madre creyó a la serpiente, porque en todas las religiones de los hombres la serpiente conoce el misterio de las vidas que pueblan los mundos. Fue, pues, corriendo a abrir la puerta, y el hombre, furioso, entró con el revólver en la mano y buscó por todas partes sin hallar nada. Cuando salió, la mujer abrió, temblando, el rebozo bajo el cual ocultaba al tigrecito sobre su seno, y en su lugar vio a un niño que dormía tranquilo. Traspasada de dicha, lloró largo rato en silencio sobre su salvaje hijo hecho hombre; lágrimas de gratitud que doce años más tarde ese mismo hijo debía pagar con sangre sobre

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su tumba. Pasó el tiempo. El nuevo niño necesitaba un nombre: se le puso Juan Darién. Necesitaba alimentos, ropa, calzado: se le dotó de todo, para lo cual la madre trabajaba día y noche. Ella era aún muy joven, y podría haberse vuelto a casar, si hubiera querido; pero le bastaba el amor entrañable de su hijo, amor que ella devolvía con todo su corazón. Juan Darién era, efectivamente, digno de ser querido: noble, bueno y generoso como nadie. Por su madre, en particular, tenía una veneración profunda. No mentía jamás. ¿Acaso por ser un ser salvaje en el fondo de su naturaleza? Es posible; pues no se sabe aún qué influencia puede tener en un animal recién nacido la pureza de una alma bebida con la leche en el seno de una santa mujer. Tal era Juan Darién. E iba a la escuela con los chicos de su edad, los que se burlaban a menudo de él, a causa de su pelo áspero y su timidez. Juan Darién no era muy inteligente; pero compensaba esto con su gran amor al estudio. Así las cosas, cuando la criatura iba a cumplir diez años, su madre murió. Juan Darién sufrió lo que no es decible, hasta que el tiempo apaciguó su pena. Pero fue en adelante un muchacho triste, que sólo deseaba instruirse. Algo debemos confesar ahora: a Juan Darién no se le amaba en el pueblo. La gente de los pueblos encerrados en la selva no gustan de los muchachos demasiado generosos y que estudian con toda el alma. Era, además, el primer alumno de la escuela. Y este conjunto precipitó el desenlace con un acontecimiento que dio razón a la profecía de la serpiente. Aprontábase el pueblo a celebrar una gran fiesta, y de la ciudad distante habían mandado fuegos artificiales. En la escuela se dio un repaso general a los chicos, pues un inspector debía venir a observar las clases. Cuando el inspector llegó, el maestro hizo dar la lección al primero de todos: a Juan Darién. Juan Darién era el alumno más aventajado; pero con la emoción del caso, tartamudeó y la lengua se le trabó con un sonido extraño. El inspector observó al alumno un largo rato, y habló en seguida en voz baja con el maestro. —¿Quién es ese muchacho?—le preguntó—. ¿De dónde ha salido? —Se llama Juan Darién—respondió el maestro—, y lo crió una mujer que ya ha muerto; pero nadie sabe de dónde ha venido.

—Es extraño, muy extraño...—murmuró el inspector, observando el pelo áspero y el reflejo verdoso que tenían los ojos de Juan Darién cuando estaba en la sombra. El inspector sabía que en el mundo hay cosas mucho más extrañas que las que nadie puede inventar, y sabía al mismo tiempo que con preguntas a Juan Darién nunca podría averiguar si el alumno había sido antes lo que él temía: esto es, un animal salvaje. Pero así como hay hombres que en estados especiales recuerdan cosas que les han pasado a sus abuelos, así era también posible que, bajo una sugestión hipnótica, Juan Darién recordara su vida de bestia salvaje. Por lo cual el inspector subió a la tarima y habló así: —Bien, niños. Deseo ahora que uno de ustedes nos describa la selva. Ustedes se han criado casi en ella y la conocen bien. ¿Cómo es la selva? ¿Qué pasa en ella? Esto es lo que quiero saber. Vamos a ver, tú—añadió dirigiéndose a un alumno cualquiera—. Sube a la tarima y cuéntanos lo que hayas visto. El chico subió, y aunque estaba asustado, habló un rato. Dijo que en el bosque hay árboles gigantes, enredaderas y florecillas. Cuando concluyó, pasó otro chico a la tarima, y después otro. Y aunque todos conocían bien la selva, todos respondieron lo mismo, porque los chicos y muchos hombres no cuentan lo que ven, sino lo que han leído sobre lo mismo que acaban de ver. Y al fin el inspector dijo: —Ahora le toca al alumno Juan Darién. Juan Darién dijo más o menos lo que los otros. Pero el inspector, poniéndole la mano sobre el hombro, exclamó: —No, no. Quiero que tú recuerdes bien lo que has visto. Cierra los ojos. Juan Darién cerró los ojos. —Bien—prosiguió el inspector—. Dime lo que ves en la selva. Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, demoró un instante en contestar. —Pronto vas a ver. Figurémonos que son las tres de la mañana, poco antes del amanecer. Hemos concluido de comer, por ejemplo... Estamos en la selva, en la oscuridad... Delante de nosotros hay un arroyo... ¿Qué ves? Juan Darién pasó otro momento en silencio. Y en la clase y en el bosque próximo había también un gran silencio. De pronto Juan Darién se estremeció,

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y con voz lenta, como si soñara, dijo: —Veo las piedras que pasan y las ramas que se doblan... Y el suelo... Y veo las hojas secas que se quedan aplastadas sobre las piedras... —¡Un momento!—le interrumpió el inspector—. Las piedras y las hojas que pasan, ¿a qué altura las ves? El inspector preguntaba esto porque si Juan Darién estaba «viendo» efectivamente lo que él hacía en la selva cuando era animal salvaje e iba a beber después de haber comido, vería también que las piedras que encuentra un tigre o una pantera que se acercan muy agachados al río pasan a la altura de los ojos. Y repitió: —¿A qué altura ves las piedras? Y Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, respondió: —Pasan sobre el suelo... Rozan las orejas... Y las hojas sueltas se mueven con el aliento... Y siento la humedad del barro en... La voz de Juan Darién se cortó. —¿En dónde?—preguntó con voz firme el inspector—. ¿Dónde sientes la humedad del agua? —¡En los bigotes!—dijo con voz ronca Juan Darién, abriendo los ojos espantado. Comenzaba el crepúsculo, y por la ventana se veía cerca la selva ya lóbrega. Los alumnos no comprendieron lo terrible de aquella evocación; pero tampoco se rieron de esos extraordinarios bigotes de Juan Darién, que no tenía bigote alguno. Y no se rieron, porque el rostro de la criatura estaba pálido y ansioso. La clase había concluido. El inspector no era un mal hombre; pero, como todos los hombres que viven muy cerca de la selva, odiaba ciegamente a los tigres; por lo cual dijo en voz baja al maestro: —Es preciso matar a Juan Darién. Es una fiera del bosque, posiblemente un tigre. Debemos matarlo, porque, si no, él, tarde o temprano, nos matará a todos. Hasta ahora su maldad de fiera no ha despertado; pero explotará un día u otro, y entonces nos devorará a todos, puesto que le permitimos vivir con nosotros. Debemos, pues, matarlo. La dificultad está en que no podemos hacerlo mientras tenga forma humana, porque no podremos probar ante todos que es un tigre. Parece un hombre, y con los hombres hay que proceder con cuidado. Yo sé que en la ciudad hay un domador de fieras. Llamémoslo, y él hallará modo de que

Juan Darién vuelva a su cuerpo de tigre. Y aunque no pueda convertirlo en tigre, las gentes nos creerán y podremos echarlo a la selva. Llamemos en seguida al domador, antes que Juan Darién se escape. Pero Juan Darién pensaba en todo menos en escaparse, porque no se daba cuenta de nada. ¿Cómo podía creer que él no era hombre, cuando jamás había sentido otra cosa que amor a todos, y ni siquiera tenía odio a los animales dañinos? Mas las voces fueron corriendo de boca en boca, y Juan Darién comenzó a sufrir sus efectos. No le respondían una palabra, se apartaban vivamente a su paso, y lo seguían desde lejos de noche. —¿Qué tendré? ¿Por qué son así conmigo?—se preguntaba Juan Darién. Y ya no solamente huían de él, sino que los muchachos le gritaban:—¡Fuera de aquí! ¡Vuélvete donde has venido! ¡Fuera! Los grandes también, las personas mayores, no estaban menos enfurecidas que los muchachos. Quién sabe qué llega a pasar si la misma tarde de la fiesta no hubiera llegado por fin el ansiado domador de fieras. Juan Darién estaba en su casa preparándose la pobre sopa que tomaba, cuando oyó la gritería de las gentes que avanzaban precipitadas hacia su casa. Apenas tuvo tiempo de salir a ver qué era: Se apoderaron de él, arrastrándolo hasta la casa del domador. —¡Aquí está!—gritaban, sacudiéndolo—. ¡Es éste! ¡Es un tigre! ¡No queremos saber nada con tigres! ¡Quítele su figura de hombre y lo mataremos! Y los muchachos, sus condiscípulos a quienes más quería, y las mismas personas viejas, gritaban: —¡Es un tigre! ¡Juan Darién nos va a devorar! ¡Muera Juan Darién! Juan Darién protestaba y lloraba porque los golpes llovían sobre él, y era una criatura de doce años. Pero en ese momento la gente se apartó, y el domador, con grandes botas de charol, levita roja y un látigo en la mano, surgió ante Juan Darién. El domador lo miró fijamente, y apretó con fuerza el puño del látigo. —¡Ah!—exclamó—. ¡Te reconozco bien! ¡A todos puedes engañar, menos a mí! ¡Te estoy viendo, hijo de tigres! ¡Bajo tu camisa estoy viendo las rayas del tigre! ¡Fuera la camisa, y traigan los perros cazadores! ¡Veremos ahora si los perros te reconocen como hombre o como tigre! En un segundo arrancaron toda la ropa a Juan Darién y lo arrojaron dentro

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de la jaula para fieras. —¡Suelten los perros, pronto!—gritó el domador—. ¡Y encomiéndate a los dioses de tu selva, Juan Darién! Y cuatro feroces perros cazadores de tigres fueron lanzados dentro de la jaula. El domador hizo esto porque los perros reconocen siempre el olor del tigre; y en cuanto olfatearan a Juan Darién sin ropa, lo harían pedazos, pues podrían ver con sus ojos de perros cazadores las rayas de tigre ocultas bajo la piel de hombre. Pero los perros no vieron otra cosa en Juan Darién que al muchacho bueno que quería hasta a los mismos animales dañinos. Y movían apacibles la cola al olerlo. —¡Devóralo! ¡Es un tigre! ¡Toca! ¡Toca!—gritaban a los perros. Y los perros ladraban y saltaban enloquecidos por la jaula, sin saber a qué atacar. La prueba no había dado resultado. —¡Muy bien!—exclamó entonces el domador—. Estos son perros bastardos, de casta de tigre. No lo reconocen. Pero yo te reconozco, Juan Darién, y ahora nos vamos a ver nosotros. Y así diciendo entró él en la jaula y levantó el látigo. —¡Tigre!—gritó—. ¡Estás ante un hombre, y tú eres un tigre! ¡Allí estoy viendo, bajo tu piel robada de hombre, las rayas de tigre! ¡Muestra las rayas! Y cruzó el cuerpo de Juan Darién de un feroz latigazo. La pobre criatura desnuda lanzó un alarido de dolor, mientras las gentes, enfurecidas, repetían: —¡Muestra las rayas de tigre! Durante un rato prosiguió el atroz suplicio; y no deseo que los niños que me oyen vean martirizar de este modo a ser alguno. —¡Por favor! ¡Me muero!—clamaba Juan Darién. —¡Muestra las rayas!—le respondían. —¡No, no! ¡Yo soy hombre! ¡Ay, mamá!—sollozaba el infeliz. —¡Muestra las rayas!—le respondían. Por fin el suplicio concluyó. En el fondo de la jaula, arrinconado, aniquilado en un rincón, sólo quedaba su cuerpo sangriento de niño, que había sido Juan Darién. Vivía aún, y aún podía caminar cuando se le sacó de allí; pero lleno de tales sufrimientos como nadie los sentirá nunca.

Lo sacaron de la jaula, y empujándolo por el medio de la calle, lo echaban del pueblo. Iba cayéndose a cada momento, y detrás de él los muchachos, las mujeres y los hombres maduros, empujándolo. —¡Fuera de aquí, Juan Darién! ¡Vuélvete a la selva, hijo de tigre y corazón de tigre! ¡Fuera, Juan Darién! Y los que estaban lejos y no podían pegarle, le tiraban piedras. Juan Darién cayó del todo, por fin, tendiendo en busca de apoyo sus pobres manos de niño. Y su cruel destino quiso que una mujer, que estaba parada la puerta de su casa sosteniendo en los brazos a una inocente criatura, interpretara mal ese ademán de súplica. —¡Me ha querido robar mi hijo!—gritó la mujer—¡Ha tendido las manos para matarlo! ¡Es un tigre! ¡Matémosle en seguida, antes que él mate a nuestros hijos! Así dijo la mujer. Y de este modo se cumplía la profecía de la serpiente: Juan Darién moriría cuando una madre de los hombres le exigiera la vida y el corazón de hombre que otra madre le había dado con su pecho. No era necesaria otra acusación para decidir a las gentes enfurecidas. Y veinte brazos con piedras en la mano se levantaban ya para aplastar a Juan Darién cuando el domador ordenó desde atrás con voz ronca: —¡Marquémoslo con rayas de fuego! ¡Quemémoslo en los fuegos artificiales! Ya comenzaba a obscurecer, y cuando llegaron a la plaza era noche cerrada. En la plaza habían levantado un castillo de fuegos de artificio, con ruedas, coronas y luces de bengala. Ataron en lo alto del centro a Juan Darién, y prendieron la mecha desde un extremo. El hilo de fuego corrió velozmente subiendo y bajando, y encendió el castillo entero. Y entre las estrellas fijas y las ruedas gigantes de todos colores, se vio allá arriba a Juan Darién sacrificado. —¡Es tu último día de hombre, Juan Darién!—clamaban todos—. ¡Muestra las rayas! —¡Perdón, perdón!—gritaba la criatura, retorciéndose entre las chispas y las nubes de humo. Las ruedas amarillas, rojas y verdes giraban vertiginosamente, unas a la derecha y otras a la izquierda. Los chorros de fuego tangente trazaban grandes circunferencias; y en el medio, quemado por los regueros de chispas que le cruzaban el cuerpo, se retorcía Juan Darién.

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—¡Muestra las rayas!—rugían aún de abajo. —¡No, perdón! ¡Yo soy hombre!—tuvo aún tiempo de clamar la infeliz criatura. Y tras un nuevo surco de fuego, se pudo ver que su cuerpo se sacudía convulsivamente; que sus gemidos adquirían un timbre profundo y ronco, y que su cuerpo cambiaba poco a poco de forma. Y la muchedumbre, con un grito salvaje de triunfo, pudo ver surgir por fin, bajo la piel del hombre, las rayas negras, paralelas y fatales del tigre. La atroz obra de crueldad se había cumplido; habían conseguido lo que querían. En vez de la criatura inocente de toda culpa, allá arriba no había sino un cuerpo de tigre que agonizaba rugiendo. Las luces de bengala se iban también apagando. Un último chorro de chispas con que moría una rueda alcanzó la soga atada a las muñecas (no: a las patas del tigre, pues Juan Darién había concluido), y el cuerpo cayó pesadamente al suelo. Las gentes lo arrastraron hasta la linde del bosque, abandonándolo allí para que los chacales devoraran su cadáver y su corazón de fiera. Pero el tigre no había muerto. Con la frescura nocturna volvió en sí, y arrastrándose preso de horribles tormentos se internó en la selva. Durante un mes entero no abandonó su guarida en lo más tupido del bosque, esperando con sombría paciencia de fiera que sus heridas curaran. Todas cicatrizaron por fin, menos una, una profunda quemadura en el costado, que no cerraba, y que el tigre vendó con grandes hojas. Porque había conservado de su forma recién perdida tres cosas: el recuerdo vivo del pasado, la habilidad de sus manos, que manejaba como un hombre, y el lenguaje. Pero en el resto, absolutamente en todo, era una fiera, que no se distinguía en lo más mínimo de los otros tigres. Cuando se sintió por fin curado, pasó la voz a los demás tigres de la selva para que esa misma noche se reunieran delante del gran cañaveral que lindaba con los cultivos. Y al entrar la noche se encaminó silenciosamente al pueblo. Trepó a un árbol de los alrededores y esperó largo tiempo inmóvil. Vio pasar bajo él sin inquietarse a mirar siquiera, pobres mujeres y labradores fatigados, de aspecto miserable; hasta que al fin vio avanzar por el camino a un hombre de grandes botas y levita roja. El tigre no movió una sola ramita al recogerse para saltar. Saltó sobre el

domador; de una manotada lo derribó desmayado, y cogiéndolo entre los dientes por la cintura, lo llevó sin hacerle daño hasta el juncal. Allí, al pie de las inmensas cañas que se alzaban invisibles, estaban los tigres de la selva moviéndose en la oscuridad, y sus ojos brillaban como luces que van de un lado para otro. El hombre proseguía desmayado. El tigre dijo entonces: —Hermanos: Yo viví doce años entre los hombres, como un hombre mismo. Y yo soy un tigre. Tal vez pueda con mi proceder borrar más tarde esta mancha. Hermanos: esta noche rompo el último lazo que me liga al pasado. Y después de hablar así, recogió en la boca al hombre, que proseguía desmayado, y trepó con él a lo más alto del cañaveral, donde lo dejó atado entre dos bambúes. Luego prendió fuego a las hojas secas del suelo, y pronto una llamarada crujiente ascendió. Los tigres retrocedían espantados ante el fuego. Pero el tigre les dijo: «¡Paz, hermanos!» Y aquéllos se apaciguaron, sentándose de vientre con las patas cruzadas a mirar. El juncal ardía como un inmenso castillo de artificio. Las cañas estallaban como bombas, y sus gases se cruzaban en agudas flechas de color. Las llamaradas ascendían en bruscas y sordas bocanadas, dejando bajo ellas lívidos huecos; y en la cúspide, donde aún no llegaba el fuego, las cañas se balanceaban crispadas por el calor. Pero el hombre, tocado por las llamas, había vuelto en sí. Vio allá abajo a los tigres con los ojos cárdenos alzados a él, y lo comprendió todo. —¡Perdón, perdónenme!—aulló retorciéndose—. ¡Pido perdón por todo! Nadie contestó. El hombre se sintió entonces abandonado de Dios, y gritó con toda su alma: —¡Perdón, Juan Darién! Al oír esto, Juan Darién, alzó la cabeza y dijo fríamente: —Aquí no hay nadie que se llame Juan Darién. No conozco a Juan Darién. Éste es un nombre de hombre y aquí somos todos tigres. Y volviéndose a sus compañeros, como si no comprendiera, preguntó: —¿Alguno de ustedes se llama Juan Darién? Pero ya las llamas habían abrasado el castillo hasta el cielo. Y entre las agudas luces de bengala que entrecruzaban la pared ardiente, se pudo ver allá

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arriba un cuerpo negro que se quemaba humeando. —Ya estoy pronto, hermanos—dijo el tigre—. Pero aún me queda algo por hacer. Y se encaminó de nuevo al pueblo, seguido por los tigres sin que él lo notara. Se detuvo ante un pobre y triste jardín, saltó la pared, y pasando al costado de muchas cruces y lápidas, fue a detenerse ante un pedazo de tierra sin ningún adorno, donde estaba enterrada la mujer a quien había llamado madre ocho años. Se arrodilló—se arrodilló como un hombre—, y durante un rato no se oyó nada. —¡Madre!—murmuró por fin el tigre con profunda ternura—. Tú sola supiste, entre todos los hombres, los sagrados derechos a la vida de todos los seres del Universo. Tú sola comprendiste que el hombre y el tigre se diferencian únicamente por el corazón. Y tú me enseñaste a amar, a comprender, a perdonar. ¡Madre! Estoy seguro de que me oyes. Soy tu hijo siempre, a pesar de lo que pase en adelante, pero de ti sólo. ¡Adiós, madre mía! Y viendo al incorporarse los ojos cárdenos de sus hermanos que lo observaban tras la tapia, se unió otra vez a ellos. El viento cálido les trajo en ese momento, desde el fondo de la noche, el estampido de un tiro. —Es en la selva—dijo el tigre—. Son los hombres. Están cazando, matando, degollando. Volviéndose entonces hacia el pueblo que iluminaba el reflejo de la selva encendida, exclamó: —¡Raza sin redención! ¡Ahora me toca a mí! Y retornando a la tumba en que acababa de orar, arrancóse de un manotón la venda de la herida y escribió en la cruz con su propia sangre, en grandes caracteres debajo del nombre de su madre:

Y JUAN DARIÉN

—Ya estamos en paz—dijo. Y enviando con sus hermanos un rugido de desafío al pueblo aterrado, concluyó: —Ahora, a la selva. ¡Y tigre para siempre!

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EMILIA PARDO BAZÁN (1851-1921)

«LA MAYORAZGA» DE BOUZAS

No pecaré de tan minuciosa y diligente que fije con exactitud el punto donde pasaron estos sucesos. Baste a los aficionados a la topografía novelesca saber que Bouzas lo mismo puede situarse en los límites de la pintoresca región berciana, que hacia las profundidades y quebraduras del Barco de Valdeorras, enclavadas entre la sierra de la Encina y la sierra del Ege. Bouzas, moralmente, pertenece a la Galicia primitiva, la bella, la que hace veinte años estaba todavía por descubrir. ¿Quién no ha visto allí a la Mayorazga? ¿Quién no la conoce desde que era así de chiquita, y empericotada sobre el carro de maíz regresaba a su pazo solariego en las calurosas tardes del verano? Ya más crecida, solía corretear, cabalgando un rocín en pelo, sin otros arreos que la cabeza de cuerda. Parecía de una pieza con el jaco. Para montar se agarraba a las toscas crines o apoyaba la mano derecha en el anca, y de un salto, ¡pim!, arriba. Antes había cortado con su navajilla la vara de avellano o taray, y blandiéndola a las inquietas orejas del «facatrús», iba como el viento por los despeñaderos que guarnecen la margen del río Sil. Cuando la Mayorazga fue mujer hecha y derecha, su padre hizo el viaje a la clásica feria de Monterroso, que convoca a todos los «sportsmen» rurales, y ferió para la muchacha una yegua muy cuca, de cuatro sobre la marca, vivaracha, torda, recastada de andaluza (como que era prole del semental del Gobierno). Completaba el regalo rico albardón y bocado de plata; pero la Mayorazga, dejándose de chiquitas, encajó a su montura un galápago (pues de sillas inglesas no hay noticia en Bouzas), y sin necesidad de picador que la enseñase, ni de corneta que le sujetase el muslo, rigió su jaca con destreza y gallardía de centauresa fabulosa. Sospecho que si llegase a Bouzas impensadamente algún honrado burgués

madrileño, y viese a aquella mocetona sola y a caballo por breñas y bosques, diría con sentenciosa gravedad que don Remigio Padornín de las Bouzas criaba a su hija única hecha un marimacho. Y quisiera yo ver el gesto de una institutriz sajona ante las inconveniencias que la Mayorazga se permitía. Cuando le molestaba la sed, apeábase tranquilamente a la puerta de una taberna del camino real y le servían un tanque de vino puro. A veces se divertía en probar fuerzas con los gañanes y mozos de labranza, y a alguno dobló el pulso o tumbó por tierra. No era desusado que ayudase a cargar el carro de tojo, ni que arase con la mejor yunta de bueyes de su establo. En las siegas, deshojas, romerías y fiestas patronales, bailaba como una peonza con sus propios jornaleros y colonos sacando a los que prefería, según costumbre de las reinas, y prefiriendo a los mejor formados y más ágiles. No obstante, primero se verían manchas en el cielo que sombras en la ruda virtud de la Mayorazga. No tenía otro código de moral sino el Catecismo, aprendido en la niñez. Pero le bastaba para regular el uso de su salvaje libertad. Católica a machamartillo, oía su misa diaria en verano como en invierno, guiaba por las tardes el rosario, daba cuanta limosna podía. Su democrática familiaridad con los labriegos procedía de un instinto de régimen patriarcal, en que iba envuelta la idea de pertenecer a otra raza superior, y precisamente en la convicción de que aquellas gentes «no eran como ella», consistía el toque de la llaneza con que las trataba, hasta el extremo de sentarse a su mesa un día sí y otro también, dando ejemplo de frugalidad, viviendo de caldo de pote y pan de maíz o centeno. Al padre se le caía la baba con aquella hija activa y resuelta. Él era hombre bonachón y sedentario, que entró a heredar el vínculo de Bouzas por la trágica muerte de su hermano mayor, el cual, en la primera guerra civil, había levantado una partidilla, vagando por el contorno bajo el alias guerrero de Señorito de Padornín, hasta que un día le pilló la tropa y le arrojó al río, después de envainarle tres bayonetas en el cuerpo. Don Remigio, el segundón, hizo como el gato escaldado: nunca quiso abrir un periódico, opinar sobre nada, ni siquiera mezclarse en elecciones. Pasó la vida descuidada y apacible, jugando al tute con el veterinario y el cura. Frisaría la Mayorazga en los veintidós cuando su padre notó que se desmejoraba, que tenía oscuras las ojeras y mazados los párpados, que salía

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menos con la yegua y que se quedaba pensativa sin causa alguna. «Hay que casar a la rapaza», discurrió sabiamente el viejo. Y acordándose de cierto hidalgo, antaño muy amigo suyo, Balboa de Fonsagrada, favorecido por la Providencia con numerosa y masculina prole, le dirigió una misiva, proponiéndole un enlace. La respuesta fue que no tardaría en presentarse en las Bouzas el segundón de Balboa, recién licenciado en la Facultad de Derecho de Santiago, porque el mayor no podía abandonar la casa y el más joven estaba desposado ya. Y, en efecto, de allí a tres semanas—el tiempo que se tardó en hacerle seis mudas de ropa blanca y marcarle doce pañuelos—llegó Camilo Balboa, lindo mozo afinado por la vida universitaria, algo anemiado por la mala alimentación de las casas de huéspedes y las travesuras de estudiante. A las dos horas de haberse apeado de un flaco jamelgo el señorito de Balboa, la boda quedó tratada. Físicamente, los novios ofrecían extraño contraste, cual si la naturaleza al formarlos hubiese trastocado las cualidades propias de cada sexo. La Mayorazga, fornida, alta de pechos y de ademán brioso, con carrillos de manzana sanjuanera, dedada de bozo en el labio superior, dientes recios, manos duras, complexión sanguínea y expresión franca y enérgica. Balboa, delgado, pálido, rubio, fino de facciones, bromista, insinuante, nerviosillo, necesitado al parecer de mimo y protección. ¿Fue esta misma disparidad la que encendió en el pecho de la Mayorazga tan violento amor que si la ceremonia nupcial tarda un poco en realizarse, la novia, de fijo, enferma gravemente? ¿O fue solo que la fruta estaba madura, que Camilo Balboa llegó a tiempo? El caso es que no se ha visto tan rendida mujer desde que hay en el mundo valle de Bouzas. No enfrió esta ternura la vida conyugal; solamente la encauzó, haciéndola serena y firme. La Mayorazga rabiaba por un muñeco, y como el muñeco nunca acababa de venir, la doble corriente de amor confluía en el esposo. Para él los cuidados y monadas, las golosinas y refinamientos, los buenos puros, el café, el coñac, traído de la isla de Cuba por los capitanes de barco, la ropa cara, encargada a Lugo. Hecha a vivir con una taza de caldo de legumbres, la Mayorazga andaba pidiendo recetas de dulces a las monjas. Capaz de dormir sobre una piedra,

compraba pluma de la mejor, y cada mes mullía los colchones y las almohadas del tálamo. Al ver que Camilo se robustecía y engruesaba y echaba una hermosa barba castaño oscuro, la Mayorazga sonreía, calculando allá en sus adentros: «Para el tiempo de la vendimia tenemos muñequiño.» Mas el tiempo de la vendimia pasó, y el de la sementera también, y aquél en que florecen los manzanos, y el muñeco no quiso bajar a la tierra a sufrir desazones. En cambio, don Remigio se empeñó en probar mejor vida, y ayudado de un cólico miserere, sin que bastase a su remedio una bala de grueso calibre que le hicieron tragar a fin de que le devanase la enredada madeja de los intestinos, dejó este valle de lágrimas, y a su hija dueña de las Bouzas. No cogió de nuevas a la Mayorazga el verse al frente de la hacienda, dirigiendo faenas agrícolas, cobranza de rentas y tráfagos de la casa. Hacía tiempo que todo corría a su cargo. El padre no se metía en nada; el marido, indolente para los negocios prácticos, no la ayudaba mucho. En cambio, tenía cierto factótum, adicto como un perro y exacto como una máquina, en su hermano de leche, Amaro, que desempeñaba en las Bouzas uno de esos oficios indefinibles, mixtos de mayordomo y aperador. A pesar de haber mamado una leche misma, en nada se parecían Amaro y la señorita de Bouzas, pues el labriego era desmedrado, flacucho y torvo, acrecentando sus malas trazas el áspero cabello que llevaba en fleco sobre la frente y en greñas a los lados, cual los villanos feudales. A despecho de las intimidades de la niñez, Amaro trataba a la Mayorazga con el respeto más profundo, llamándola siempre «señora mi ama». Poco después de morir don Remigio, los acontecimientos revolucionarios se encresparon de mala manera, y hasta el valle de Bouzas llegó el oleaje, traduciéndose en agitación carlista. Como si el espectro del tío cosido a bayonetazos se le hubiese aparecido al anochecer entre las nieblas del Sil demandando venganza, la Mayorazga sintió hervir en las venas su sangre facciosa, y se dio a conspirar con un celo y brío del todo vendeanos. Otra vez se la encontró por andurriales y montes, al rápido trote de su yegua, luciendo en el pecho un alfiler que por el reverso tenía el retrato de don Carlos y por el anverso el de Pío IX. Hubo aquello de coser cintos y mochilas, armar cartucheras, recortar

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corazones de franela colorada para hacer «deténtes», limpiar fusiles de chispa comidos por el orín, pasarse la tarde en la herrería viendo remendar una tercerola, requisar cuanto jamelgo se encontraba a mano, bordar secretamente el estandarte. Al principio, Camilo Balboa no quiso asociarse a los trajines en que andaba su mujer, y echándoselas de escéptico, de tibio, de alfonsino prudente, prodigó consejos de retraimiento o lo metió todo a broma, con guasa de estudiante, sentado a la mesa del café, entre el dominó y la copita de coñac. De la noche a la mañana, sin transición, se encendió en entusiasmo y comenzó a rivalizar con la Mayorazga, reclamando su parte de trabajo, ofreciéndose a recorrer el valle, mientras ella, escoltada por Amaro, trepaba a los picos de la sierra. Hízose así, y Camilo tomó tan a pechos el oficio de conspirador, que faltaba de casa días enteros, y por las mañanas solía pedir a la Mayorazga «cuartos para pólvora..., cuartos para unas escopetas que descubrí en tal o cual sitio». Volvía con la bolsa huera, afirmando que el armamento quedaba «segurito», muy preparado para la hora solemne. Cierta tarde, después de una comida jeronimil, pues la Mayorazga, por más ocupada que anduviese, no desatendía el estómago de su marido—¡no faltaría otra cosa!—, Camilo se puso la zamarra de terciopelo, mandó ensillar su potro montarés, peludo y vivo como un caballo de las estepas, y se despidió diciendo a medias palabras: —Voyme donde los Resende... Si no despachamos pronto, puede dar que me quede a dormir allí... No asustarse si no vuelvo. De aquí al pazo de Resende aún hay una buena tiradita. El pazo de Resende, madriguera de hidalgos cazadores, estaba convertido en una especie de arsenal o maestranza, en que se fabrican municiones, se «desenferruxaban» armas blancas y de fuego y hasta se habilitaban viejos albardones, disfrazándolos de silla de montar. La Mayorazga se hizo cargo del importante objeto de la expedición; con todo, una sombra veló sus pupilas por ser la primera vez que Camilo dormiría fuera del lecho conyugal desde la boda. Se cercioró de que su marido iba bien abrigado, llevaba las pistolas en el arzón y al cinto un revólver—«por lo que pueda saltar»—, y bajó a despedirle en la portalada misma. Después llamó a Amaro y mandó arrear las bestias, porque aquella tarde «cumplía» ver al cura de Burón, uno de los organizadores del

futuro ejército real. Sin necesidad de blandir el látigo, hizo la Mayorazga tomar a su yegua animado trote, mientras el rocín de Amaro, rijoso y emberrenchinado como una fiera, galopaba delante, a trancos desiguales y furibundos. Ama y escudero callaban; él taciturno y zaíno más que de costumbre, ella, un poco melancólica, pensando en la noche de soledad. Iban descendiendo un sendero pedregoso, a trechos encharcados por las extravasaciones del Sil—sendero que después, torciendo entre heredades, se dirige como una flecha a la rectoral de Burón—, cuando el rocín de Amaro, enderezando las orejas, pegó tal huida, que a poco da con su jinete en el río, y por cima de un grupo de sauces, la Mayorazga vio asomar los tricornios de la Guardia Civil. Nada tenía de alarmante el encuentro, pues todos los guardias de las cercanías eran amigos de la casa de Bouzas, donde hallaban prevenido el jarro de mosto, la cazuela de bacalao con patatas, en caso de necesidad, la cama limpia, y siempre la buena acogida y el trato humano; así fue que, al avistar a la Mayorazga el sargento que mandaba el pelotón, se descubrió atentamente murmurando: «Felices tardes nos dé Dios, señorita.» Pero ella, con repentina inspiración, le aisló y acorraló en el recodo del sendero y, muy bajito y con una llaneza imperiosa, preguntóle: —¿Adónde van, Piñeiro, diga? —Señorita, no me descubra, por el alma de su papá que está en gloria... A Resende, señorita, a Resende... Dicen que hay fábrica de armas y facciosos escondidos, y el diablo y su madre... A veces un hombre obra contra su propio corazón, señorita, por acatar aquello que uno no tiene más remedio que acatar... La Virgen quiera que no haya nada... —No habrá nada, Piñeiro... Mentiras que se inventan... Ande ya, y Dios se lo pague. —Señorita, no me descu... —Ni la tierra lo sabrá. Abur, memorias a la parienta, Piñeiro. Aún se veía brillar entre los sauces el hule de los capotes y ya la Mayorazga llamaba apresuradamente: —Amaro. —Señora mi ama. —Ven, hombre.

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—No puedo allegarme... Si llego el caballo a la yegua, tenemos música. —Pues bájate, papamoscas. Dejando su jaco atado a un tronco, Amaro se acercó: —Montas otra vez... Corres más que el aire... Rodea, que no te vean los civiles... A Resende, a avisar al señorito que allá va la Guardia para registrar el pazo. Que entierren las armas, que escondan la pólvora y los cartuchos... Mi marido que ataje por la Illosa y que se venga a casa en seguida. ¿Aún no montaste? Inmóvil, arrugando el entrecejo, rascándose la oreja por junto a la sien clavando en tierra la vista, Amaro no daba más señales de menearse que si fuese hecho de piedra. —A ver..., contesta... ¿Que embuchado traes, Amaro? ¿Tú hablas o no hablas, o me largo yo a Resende en persona? Amaro no alzó los ojos, ni hizo más movimiento que subir la mano de la sien a la frente, revolviendo las guedejas. Pero entreabrió los labios y, dando primero un suspiro, tartamudeó con oscura voz y pronunciación dificultosa. —Si es por avisar a los señoritos de Resende, un suponer, bueno; voy, que pronto se llega... Si es por el señorito de casa, un suponer, señora mi ama, será excusado... El señorito no «va» en Resende. —¿Que no está en Resende mi marido? —No, señora mi ama, con perdón. En Resende, no, señora. —¿Pues dónde está? —Estar... Estar, estará donde va cuantos días Dios echa al mundo. La Mayorazga se tambaleó en su galápago, soltando las riendas de la yegua que resopló sorprendida y deseosa de correr. —A dónde va todos los días? —Todos los días. —Pero ¿a dónde? ¿A dónde? Si no lo vomitas pronto, más te valiera no haber nacido. —Señora ama...—Amaro hablaba precipitadamente, a borbotones, como sale el agua de una botella puesta boca abajo—. Señora ama..., el señorito... En los Carballos..., quiere decir..., hay una costurera bonita que iba a coser al pazo de Resende...; ya no va nunca...; el señorito le da dinero...; son ella y una tía carnal, que viven juntas...; andan ella y el señorito por el monte a las veces...;

en la feria de Illosa el señorito le mercó unos aretes de oro...; la trae muy maja... La llama la flor de la maravilla, porque cuándo se pone a morir, y cuándo aparece sana y buena, cantando y bailando... Estará loca, un suponer... Oía la Mayorazga sin pestañear. La palidez daba a su cutis moreno tonos arcillosos. Maquinalmente recogió las riendas y halagó el cuello de la jaca, mientras se mordía el labio inferior, como las personas que aguantan y reprimen algún dolor muy vivo. Por último, articuló sorda y tranquilamente: —Amaro, no mientas. —Tan cierto como que nos hemos de morir. Aún permita Dios que venga un rayo y me parta, Si cuento una cosa por otra. —Bueno, basta. El señorito avisó que hoy dormiría en Resende. ¿Se quedará de noche con... ésa? Amaro dijo «que sí» con una mirada oblicua, y la Mayorazga meditó contados instantes. Su natural resuelto abrevió aquel momento de indecisión y lucha. —Oye: tú te largas a Resende a avisar, volando; has de llegar con tiempo para que escondan las armas. Del señorito no dices, allí..., ni esto. Vuelves, y me encuentras una hora antes de romper el día, junto al Soto de los Carballos, como se va a la fuente del Raposo. Anda ya. Amaro silbó a su jaco, sacó del bolsillo la navaja de picar tagarninas y, azuzándole suavemente con ella, salió al galope. Mucho antes que los civiles llegó a Resende, y el sargento Piñeiro tuvo el gusto de no hallar otras armas en el pazo sino un asador de cocina y las escopetas de caza de los señoritos, en la sala, arrimadas a un rincón. Aún no se oían en el bosque esos primeros susurros del follaje y píos de pájaros que anuncian la proximidad del amanecer, cuando Amaro se unía en los Carballos con su ama, ocultándose al punto los dos tras un grupo de robles, a cuyos troncos ataron las cabalgaduras. En silencio esperarían cosa de hora y media. La luz blanquecina del alba se derramaba por el paisaje, y el sol empezaba a desgarrar el toldo de niebla del río, cuando dos figuras humanas, un hombre joven y apuesto y una mocita esbelta, reidora, fresca como la madrugada y soñolienta todavía se despidieron tiernamente a poca distancia del robledal. El hombre, que llevaba del diestro un caballo, lo montó y salió al trote largo, como quien tiene prisa. La muchacha,

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después de seguirle con los ojos, se desperezó y se tocó un pañuelo azul, pues estaba en cabello, con dos largas trenzas colgantes. Por aquellas trenzas la agarró Amaro, tapándole la boca con el pañuelo mismo, mientras decía con voz amenazadora: —Si chistas, te mato. Aquí llegó la hora de tu muerte. ¡Hala!, anda para avante. Subieron algún tiempo monte arriba; la Mayorazga delante, detrás Amaro, sofocando los chillidos de la muchacha, llevándola en vilo y sujetándola los brazos. A la verdad, la costurerita hacía débil, aunque rabiosa resistencia; su cuerpecito gentil, pero endeble, no le pesaba nada a Amaro, y únicamente le apretaba las quijadas para que no mordiese y las muñecas para que no arañase. Iba lívida como una difunta, y así que se vio bastante lejos de su casa, entre las carrascas del monte, paró de retorcerse y empezó a implorar misericordia. Habrían andado cosa de un cuarto de legua, y se encontraban en una loma desierta y bravía, limitada por negros peñascales, a cuyos pies rodaba mudamente el Sil. Entonces la Mayorazga se volvió, se detuvo y contempló a su rival un instante. La costurera tenía una de esas caritas finas y menudas que los aldeanos llaman caras de Virgen y parecen modeladas en cera, a la sazón mucho más, a causa de su extremada palidez. No obstante, al caer sobre ella la mirada ofendida de la esposa, los nervios de la muchacha se crisparon y sus pupilas destellaron una chispa de odio triunfante, como si dijesen: «Puedes matarme; pero hace media hora tu marido descansaba en mis brazos.» Con aquella chispa sombría se confundió un reflejo de oro, un fulgor que el sol naciente arrancó de la oreja menudita y nacarada: eran los pendientes, obsequio de Camilo Balboa. La Mayorazga preguntó en voz ronca y grave: —Fue mi marido quien te regaló esos aretes? —Sí—respondieron los ojos de víbora. —Pues yo te corto las oreja—sentenció la Mayorazga, extendiendo la mano. Y Amaro, que no era manco ni sordo, sacó su navajilla corta, la abrió con los dientes, la esgrimió... Oyóse un aullido largo, pavoroso, de agonía; luego, otro y sordos gemidos. —¿La tiro al Sil?—preguntó el hermano de leche, levantando en brazos a la víctima, desmayada y cubierta de sangre.

—No. Déjala ahí ya. Vamos pronto a donde quedaron las caballerías. —Si mi potro acierta a soltarse y se arrima a la yegua..., la hicimos, señora ama. Y bajaron por el monte sin volver la vista atrás.

*** De la costurera bonita se sabe que no apareció nunca en público sin llevar el pañuelo muy llegado a la cara. De la Mayorazga, que al otro año tuvo muñeco. De Camilo Balboa, que no le jugó más picardías a su mujer, o, si se las jugó, supo disimularlas hábilmente. Y de la partida aquella que se preparaba en Resente, que sus hazañas no pasaron a la historia.

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EL ENCAJE ROTO Convidada a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido asistir, grande fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente -la ceremonia debía verificarse a las diez de la noche en casa de la novia que ésta, al pie mismo del altar, al preguntarle el obispo de San Juan de Acre si recibía a Bernardo por esposo, soltó un «no» claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez.

No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas donde las conveniencias sociales no embarazan la manifestación franca y espontánea del sentimiento y de la voluntad.

Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita era el medio ambiente en que se desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de no haberlo contemplado por mis propios ojos. Figurábame el salón atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y terciopelo, con collares de pedrería; al brazo la mantilla blanca para tocársela en el momento de la ceremonia; los hombres, con resplandecientes placas o luciendo veneras de órdenes militares en el delantero del frac; la madre de la novia, ricamente prendida, atareada, solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones; las hermanitas, conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro; el obispo que ha de bendecir la boda, alternando grave y afablemente, sonriendo, dignándose soltar chanzas urbanas o discretos elogios, mientras allá, en el fondo, se adivina el misterio del oratorio revestido de flores, una inundación de rosas blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde convergen radios de rosas y de lilas como la nieve, sobre rama verde, artísticamente dispuesta, y en el altar, la efigie de la Virgen protectora de la aristocrática mansión, semioculta por una cortina de azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que envió de Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia, que no

vino en persona por viejo y achacoso -detalles que corren de boca en boca, calculándose la mágnifica herencia que corresponderá a Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá a Valencia a pasar su luna de miel-. En un grupo de hombres me representaba al novio algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el bigote sin querer, inclinando la cabeza para contestar a las delicadas bromas ya las frases halagüeñas que le dirigen. ..

Y, por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da a las habitaciones interiores una especie de aparición, la novia, cuyas facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa haciendo crujir la seda -331 de su traje, mientras en su pelo brilla, como sembrado de rocío, la roca antigua del aderezo nupcial... y ya la ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida con los padrinos, la cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio... Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio para ver amigos y curiosos, y entre el silencio y la respetuosa atención de los circunstantes..., el obispo formula una interrogación, a la cual responde un «no» seco como un disparo, rotundo como una bala. Y -siempre con la imaginaciónnotaba el movimiento del novio, que se revuelve herido; el ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar a su hija; la insistencia del obispo, forma de su asombro; el estremecimiento del concurso; el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: «¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Que dice "no"? Imposible... Pero ¿es seguro? ¡Qué episodio!...»

Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en el caso de Micaelita, al par que drama, fue logogrifo. Nunca llegó a saberse de cierto la causa de la súbita negativa.

Micaelita se limitaba a decir que había cambiado de opinión y que era bien libre y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, mientras el «sí» no hubiese partido de sus labios. Los íntimos de la casa se devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable era que todos vieron, hasta el momento fatal, a los novios satisfechos y amarteladísimos; y las amiguitas que entraron a admirar a la novia engalanada, minutos antes del escándalo, referían que estaba loca de contento y tan ilusionada y satisfecha, que no se cambiaría por nadie. Datos eran éstos para oscurecer más el extraño enigma que por largo tiempo dio pábulo a la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta a explicarlo desfavorablemente.

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A los tres años -cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de las bodas de Micaelita-, me la encontré en un balneario de moda donde su madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que una tarde paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando que me permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan sencilla no será creída por nadie.

-Fue la cosa más tonta... De puro tonta no quise decirla; la gente siempre atribuye los sucesos a causas profundas y trascendentales, sin reparar en que a veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las «pequeñeces» más pequeñas... Pero son pequeñeces que significan algo, y para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó: y no concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí mismo, delante de todos; solo que no se fijaron porque fue, realmente, un decir Jesús.

Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas las condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio me gustaba mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco; creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder estudiar su carácter; algunas personas le juzgaban violento; pero yo le veía siempre cortés, deferente, blando como un guante. Y recelaba que adoptase apariencias destinadas a engañarme ya encubrir una fiera y avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer soltera, para la cual es imposible seguir los pasos a su novio, ahondar en la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la crudeza -los únicos que me tranquilizarían-. Intenté someter a varias pruebas a Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fue tan correcta, que llegué a creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi dicha.

Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el traje blanco reparé una vez más en el soberbio volante de encaje que lo adornaba, y era el regalo de mi novio. Había pertenecido a su familia aquel viejo Alençón auténtico, de una tercia de ancho -una maravilla-, de un dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un museo. Bernardo me lo había regalado encareciendo su valor, lo cual llegó a impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro debía suponer que era poco para mí.

En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del vestido,

me pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de ventura y que su tejido, tan frágil ya la vez tan resistente, prendía en sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché a andar hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al precipitarme para saludarle llena de alegría por última vez, antes de pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar del desgarrón y pude ver que un jirón del magnífico adorno colgaba sobre la falda. Solo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo, contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes, su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuria... No llegó a tanto porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda un alma.

Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro. En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que atravesé el umbral del salón se cambió en horror profundo. Bernardo se me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la de que no quería entregarme a tal hombre, ni entonces, ni jamás... Y, sin embargo, fui acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del obispo... Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó a los labios, impetuosa, terrible... Aquel «no» brotaba sin proponérmelo; me lo decía a mí propia..., ¡para que lo oyesen todos!

-¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos comentarios se hicieron?

-Lo repito: por su misma sencillez. ... No se hubiesen convencido jamás. Lo natural y vulgar es lo que no se admite. Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias...

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ÁGUEDA

-Lárguese usted, y que no vuelva a verla delante -dijo furioso el celibatario a su sirviente, aquella vieja Águeda, que realmente era capaz de acabar con la paciencia de un santo de los que más se distinguieron por la abundancia de esta virtud.

Había sucedido que, cuando Águeda, que acababa de quedarse viuda, entró en casa de aquel solteronazo, don Sabas Méndez, no se diferenciaba de las fámulas del tipo general: despachaba su trabajo calladita, arreglaba la casa, guisaba regular, y sin motas, ni hilachas de estropajo, ni otros aditamentos imprevistos; y su único defecto era cierta murria que le entraba, y que la traía tres días o cuatro con cara de pocos amigos, dando porrazos a la loza y haciendo tintinear rabiosamente las cazolillas. A don Sabas, que vivía solo como un hongo -lo cual es un modo de decir, pues los hongos suelen crecer en grupos-, no le hubiese desagradado una criada de otro estilo, zalamera y simpática; pero, reflexionando, bien veía los inconvenientes de ventajas tales, y se resignaba con la misteriosa servidora que sin duda traía a la espalda, como tantos de su profesión, una historia de penas que le había obscurecido para siempre el alma. Aunque no hablaba nunca de su pasado, un día se le escapó decir que «quien ha perdido un hijo, no puede ya tener alegría en este mundo».

Egoísta, como suelen ser, no los solterones crónicos, sino la mayoría de los humanos, don Sabas no se entretuvo en profundizar las penas de su doméstica, y vio con gusto que, a los dos o tres años de tenerla en casa, mostraba Águeda, algunos días, cierta expansión, como por accesos, y hasta se reía sin motivo aparente. En esos días venturosos, la criada, más activa y diligente, se esmeraba en el servicio, haciendo a su amo los platos preferidos, y lanzándose a preguntarle:

-¿Qué tal? ¿Estaba bien? ¿Le han gustado al señor las chuletitas de cordero? Así rebozadas en bichamiel son muy ricas...

Como don Sabas, igual que los demás varones, fuese unas miajas fatuo e inclinado a la malicia, al ver a Águeda, que era una rolliza cuarentona, con los ojos brillantes y los pómulos sofocados, y tan deseosa de complacerle, se dio a

pensar cosas mejores para calladas que para dichas; pero la criada, en brevísimo plazo, volvía a caer en un mutismo y en su melancolía negra y aquellos supuestos de picardihuela se los llevaba el aire. Muchas cosas hay así en el mundo, buenas, malas y peores, que no pasan «de las Musas al teatro»; que se agostan antes de echar flor.

Fijos, sin embargo, los ojos en su criada, observándola, con ese involuntario ahínco con que se observa lo que influye en nuestra vida diaria y la desquicia 0 la hace más grata y feliz, acabó Méndez por darse cuenta de los altibajos y cambios de aire de Águeda. Le guió, para orientarse, el sentido del olfato, que es el más primitivo, pero el más infalible. El hálito de Águeda enviaba al ambiente un tufillo sospechoso... ¡Allí andaba de por medio el alcohol!

-¡Demonio de mujer! ¡Vaya un resorte por donde sale! No se formalizó, sin embargo, don Sabas con exceso. Esto de la copita de

aguardiente es, como nadie ignora, un matapenas, y sin duda para matar la suya se había aficionado Águeda... Sí, no cabía duda... Tal era la explicación. Siempre hay que hacer, tratándose de servicio doméstico, la vista gorda en algo. En las circunstancias de don Sabas, no cabía ser intransigente; y estaba ya habituado a Agueda, a su cocina, a su presencia, a sus buenas cualidades. Servía aquella mujer con solicitud y hasta con cierta abnegación, enfermera solícita incapaz de sisar un ochavo, honrada en suma. El haber hablado mucho los periódicos del asesinato de un viejo carranca de solterón, cometido por su ama de llaves, confirmó a don Sabas en su criterio de tolerancia. Una mujer de bien vale mucho; hay que sufrir ciertas cosillas, a trueque de dormir tranquilo sin miedo a amanecer degollado. Don Sabas, que había dado en prestar pequeñas cantidades a crecidos réditos, tenía a veces dinero en casa. Era, pues, necesario evitar aventuras de servidoras nuevas, con todas las contingencias que traen los «cambios de ministerio», y más donde no hay señora, y el señor no va a andar contando los garbanzos, ni fiscalizando la conducta. ..

Y pasaron años. Águeda siguió triste, con intervalos de alborozo excesivo, debido sin duda al secreto consuelo que la desplomaba, por las noches, sobre el ángulo de la mesa de la cocina, donde soñoleaba, con la cabeza sobre los brazos.

La embriaguez era latente, sorda; corría por dentro de las venas, sin que la delatasen más que los saltos del humor, unas veces puerilmente jovial, otras

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hosco y sombrío, y el tono de la piel, amarillenta y como rellena de grasitud rancia.

Lo peor, que iba descuidando el servicio. Empezaron a faltar a Don Sabas mil detalles de esos que constituyen los hábitos de bienestar. Un día, al llevar a la boca un frito de sesos enganchado en el tenedor, vio, atravesado en él, algo que le hizo pegar un respingo y soltar un taco redondo.

-¿Qué porquería es ésta? Con la punta de los dedos, elevó en el aire el cuerpo del delito,

columpiándolo. Águeda, muda, bajaba los ojos. Al fin, pegando un chillido, rompió a sollozar. Se enfureció más don Sabas.

-No me venga usted con pamplinas... Eso faltaba... Cuidar y no hipar... Pero no cesaba la aflicción, y la mujer, en vez de calmarse, rompió a gritar,

transformado el llanto congojoso en estridente risa. «Adiós, está como una uva -pensó el viejo-. La hicimos buena. Se prepara

aquí una escenita de nervios...» No pensaba decir tanta verdad. En la crisis que se iniciaba, Águeda se dejó

caer en una silla del comedor, gritando entrecortadamente: -¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí! ¡He nacido bien desdichada! ¡Para nacer así,

valiera más morirse! ¡Tantos desprecios! ¡Tantos, tantos! ¡Y el hijo de mis entrañas! ¡Con veinte años! ¡Tan guapo! ¡El alma mía! ¡Aquel tifus horroroso! ¡En ocho días, en ocho días no más, se me muere! ¡Y en casa, ni dos duros para el entierro! ¡Y el pillo de mi esposo, divirtiéndose con la Bibiana, la muy pindonga, que me lo traía revuelto, y sin acordarse de su hijo, de cuerpo presente! ¡Dios lo había de castigar, y lo castigó, vaya si lo castigó! ¡Año y medio más que su hijo duró solamente! ¡Y yo, sin nadie! ¡Y yo, sola en este mundo! ¡Y el hijo de mi vida, pudriéndose! ¡Con lo buen mozo que era! ¡Y yo sola, sola, sola! ¡Y despreciada! ¡Y sin tener a quien querer! ¡Sin un perro, un triste perro! ¡Vale más morir, sí, señor!... ¡Para lo que es este mundo!...

Todo esto le salió como a golpetones, entre gemidos y carcajadas dolorosas, temblores y retorcimientos. Don Sabas, renunciando a almorzar aquel día, se dio a consolar a su criada; en parte, su abstinencia era repugnancia; el recuerdo del cabello gris enredado en la superficie dorada del frito...

Y no pareció sino que el incidente rompiese los diques de la hasta entonces contenida sentimentalidad de Águeda. A todas horas, bajo el influjo de la

bebida, se desbordaba el río de amargura, y era lo peor que tal desate alternaba con otro de rabioso júbilo, si así puede decirse; de ironías feroces, de insultantes chanzas. Unas veces se permitía familiaridades incorrectas, otras ponía a don Sabas como un denegrido trapo; otras, y eran las más, le abandonaba por completo, dejándole carecer de todo, retrasándose en planchar, presentándole la comida hecha carbón o cruda, la sopa en agua chirle, escondiéndole las zapatillas, teniéndole hechas flecos las bocamangas del forro del gabán, no barriendo la sala, y hasta alguna noche dejando la cama sin hacer, revuelta, teniendo el amo que ir a buscarse él mismo el agua y el azucarillo nocturno al aparador. Lo que más molestaba a don Sabas del cambio sufrido por la sirviente era el lenguaje que ésta empezaba a usar. Malas palabras, como un hombre de boca sucia y soez. ¡Una vergüenza! Vamos, esto ya no podía aguantarse.

La gota de agua fue que una noche, al retirarse a su domicilio, vio don Sabas a su canario trinador con las patitas estiradas, tumbado, muerto, al lado del bebedero vacío. El solterón profesaba vivo cariño al regocijado cantor..., que animaba, con sus gorjeos y trinos, la huraña calma de su comedor de soltero y solitario. Una furia indecible le hinchó la garganta y las sienes. ¡Haberle dejado morir de sed a Chiquito! ¡Maldita chispona; las había de pagar!

Dirigióse, enfurecido, a la habitación de la criada. No sin gran sorpresa, oyó hablar dentro a Águeda. Murmuraba palabras halagüeñas, en voz ronca, pero con tiernas inflexiones. Hasta sonó el chasquido de un beso... ¡Hola! ¡No nos faltaba más! A ver si entro con un garrote... y entró, aunque a furtivo paso, como quien intenta sorprender... Águeda, sentada en la cama, tenía en brazos a un ser peludo y sucio..., al cual prodigaba caricias. «Hijo mío, hijo mío...», repetía afanosamente. ¡Había que ver al can! Era una bola de lanas erizadas, pegoteadas en lodo, famélico, color de cieno, que, aturdido por tanta demostración, se encogía medroso, mirando de reojo a don Sabas...

-¿Qué locura es ésta? ¡Ea!, ya me harté. Todo tiene un límite. Ahora mismo se pone usted en la calle, con esa alimaña asquerosa. ¡Pues, hombre! A ver si lo destripo de una patada...

-No se apure, ya me voy -balbució, irguiéndose, la borracha-. ¡Ya, ya me largo, después de quince años que llevo aquí! ¡Por lo visto, yo no puedo tener a nadie a quien querer! ¡El animalito me hace compañía, como a usted el canario!

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ESP 3932. TEXTOS 145

¡Sola yo siempre, sola en el mundo! ¡Sobre que se me ha muerto el hijo de mi alma, ahora esto! ¡Quédese usted con sus riquezas, que yo me voy a pedir limosna con este pobrecito, tan desgraciado como yo!

A pesar suyo, advertía don Sabas algo que calificaba de tontería, y no era sino piedad humana, un poco de blandura en las entrañas secas. También entraba la tiranía del hábito, que nos apega hasta a las molestias, a lo que sufrimos por culpa de los demás, a lo incómodo del vivir. Con sus descuidos y abandono, Águeda era la vida diaria para el viejo.

-Bueno, bueno, mujer... -articuló-. Ahora no se iba usted a largar, claro es... Acuéstese; mañana hablaremos. A ese animalito, déle de las sobras. No se va a dejarle morir.

Como si el perro adivinase el giro de la conversación, meneó agradecido la cola. La mujer se levantó, tambaleándose. Con el perro apretado contra el pecho, se dirigió a obedecer la orden de su amo, y quiso buscar un plato en la fresquera, restos de cocido. Sus manos temblorosas de alcohólica lo dejaron caer, y el plato se hizo tiestos en los baldosines. El can empezó a devorar con avidez la comida desparramada. Águeda le contemplaba, le animaba a saciarse.

-Come tú, mi tesoro... Llena, llena la tripita... Cuánto tiempo hará que no... Desde que tenías el tifus, ¿eh?, y no te dejaban probar de nada...

Al estrépito de la rotura, don Sabas acudió, airado de nuevo. -¿Será posible? ¿Hará usted cosa con cosa? ¡Demontre de borracha!...

¡Borracha! Sí que lo estaba: como que no se tenía de pie. Un viento fragoroso cruzaba al través de su cerebro embotado, zumbando en sus oídos. Sus ojos no veían sino una amoratada niebla, en que se movían confusamente sombras; don Sabas riñendo, un muchacho extendido en la caja, muy pálido; un perrucho tragando garbanzos aplastados, y que era el otro, el hijo, o su espíritu, o sabe Dios..., y que venía a consolarla...

Y en apasionado transporte, agarró al perro, lo apretó contra el corazón. El animal refunfuñaba: quería seguir comiendo. Águeda se lo llevó de un impulso al pasillo. La ventana estaba abierta; una ventana grande. El fresco atrajo a la beoda, por instinto. Allá abajo, la fetidez del patio de vecindad, enseñando, como un vientre roto, las asas intestinales, sus tubos de plomo, retorcidos. La mujer se inclinó, pesándole la cabeza hacia el abismo. Una silla baja, oportuna, dejada allí para poder tender ropa, facilitó la empresa. Ascendió, estrechó más

al perro, y se dejó ir sin esfuerzo alguno. Contra las losas, su cabeza dio un encontronazo brutal. Quedó sin huelgo,

inerte. El perro, ileso, ladrando lúgubremente, avisó a los vecinos.

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ESP 3932. TEXTOS 146

LA ENFERMERA El enfermo exhaló una queja tristísima, revolviéndose en su cama

trabajosamente, y la esposa, que reposaba en un sofá, en el gabinete contiguo a la alcoba, se incorporó de un salto y corrió solícita a donde la llamaba su deber.

El cuadro era interesante. Ella, con rastro de hermosura marchita por las vigilias de la larga asistencia; morena, de negros ojos, rodeados de un halo oscuro, abrillantados por la excitación febril que la consumía -sosteniendo el cuerpo de él, ofreciéndole una cucharada de la poción que calmaba sus agudos dolores-. Escena de familia, revelación de afectos sagrados, de los que persisten cuando desaparecen el atractivo físico y la ilusión, cebo eterno de la naturaleza al mortal... Sin duda pensó él algo semejante a esto, que se le ocurriría a un espectador contemplando el grupo, y así que hubo absorbido la cucharada, buscó con su mano descarnada y temblorosa la de ella, y al encontrarla, la acercó a los labios, en un movimiento de conmovedora gratitud.

-¿Cómo te sientes ahora? -preguntó ella, arreglando las almohadas a suaves golpecitos.

-Mejor... Hace un instante, no podía más... ¿Cuándo crees tú que Dios se compadecerá de mí?

-No digas eso, Federico -murmuró, con ahínco, la enfermera. -¡Bah! -insistió-. No te preocupes. Lo he oído con estos oídos. Te lo decía

ayer el doctor, ahí a la puerta, cuando me creíais amodorrado. Con modorra se oye... Sí, me alegro. Juana mía. No me quites la única esperanza. Mientras más pronto se acabe este infierno... No, ¡perdón! Juana: me olvidaba de que a mi lado está un ángel... ¡Ah! ¡Pues si no fuera por ti!

Muy buena sería Juana, pero lo que es propiamente cara de ángel no la tenía. En su rostro se advertían, por el contrario, rasgos de cierta dureza, una crispación de las comisuras de los labios, algo sombrío en las precoces arrugas de la frente y, sobre todo, en la mirada. Federico se enterneció al considerar el estrago de aquella belleza de mujer destruida en la lucha con el horrible mal.

-Juana... -balbuceó-. Me siento ahora un poco tranquilo. Sin duda has forzado la dosis del calmante... No te sobresaltes. ¡Si te lo agradecería!

Escucha... Voy a aprovechar esta hora; tengo que decirte... Prométeme que me escucharás sin alterarte, Juana. ..

-Federico, no hables; no te fatigues -respondió ella-. No pienses más que en tu salud. Los asuntos, para después, cuando sanes del todo.

-¡Después! -repitió, meditabundo, el enfermo; y su mirada vaga, turbia, se fijó en un punto imaginario del espacio; lejos, lejos..., camino del después misterioso hacia donde le arrastraba implacable su destino-. Ahora -insistió-. Ahora o nunca, Juana. No me hará daño, créelo. Estoy seguro de que, al contrario, me hará bien. ¡Si tú sospechases lo que pesa en el corazón un secreto! ¡Si supieses cómo abruma eso de callar a todas horas!

-¿Un secreto? -contestó, como un eco, Juana, inmutándose. -Por favor, querida..., no te alarmes ya, ni te alborotes luego, cuando te

confiese... Prométeme que tendrás serenidad. Siéntate ahí; dame la mano. ¿No? ¡Como quieras!...

-¿Ves? Te cansas; déjalo, Federico -porfió Juana, agitada por imperceptible temblor, como si luchase consigo misma.

-Oye... Nadie mejor que yo conoce lo que me perjudica. Estoy cierto de que hasta para morir más resignado necesito espontanearme, acusarme... Juana, ahora no somos más que un pobre enfermo y la santa que le asiste. El último consuelo te pido; sé indulgente, dime por anticipado que me perdonarás.

-¡Te perdono... y calla, Federico! -profirió ella, sordamente, en tono colérico, a pesar suyo.

Él, realizando sobrehumano esfuerzo, se sentó en la cama, echando fuera el busto, inclinándose hacia su mujer en un transporte cariñoso y humilde. Era de esos enfermos afinados por el dolor, que dicen y hacen cosas tiernas y desgarradoras y se afanan en excitar los sentimientos de los que los rodean. La emoción profunda de Juana le animó; cruzando las manos con fervorosa súplica, rompió a hablar:

-Me perdonas, me perdonas... Es que no sabes; es que crees que se trata de alguna falta leve. Fue grave; soy muy culpable, y me atormenta pensar que te estoy robando no sólo el tiempo y el trabajo que te cuesta cuidarme, sino otra cosa que vale más... Después que lo sepas, ¿me querrás todavía? ¿No me abandonarás, dejándome que muera como un perro?

Juana se puso en pie de un brinco. El temblor nervioso de su cuerpo se

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ESP 3932. TEXTOS 147

acentuaba. Su voz era ronca, oscura, fúnebre, cuando dijo con aparente irónica frialdad:

-Ahórrate el trabajo de confesar. Estoy tan enterada casi como tú mismo. El enfermo, sobrecogido, se dejó caer sobre la almohada. Sus pupilas se

vidriaron sin humedecerse; era el llanto seco, por decirlo así, de los organismos agotados.

-¡Estabas enterada! -Pues ¿qué creías? -repuso ella, lívida, apretando los dientes, apuñalándole

con los ojos. Federico se cubrió el rostro, aterrado. Acababa de desmoronársele dentro lo

único que le sostenía. Creía en el amor de su enfermera; alentaba aún, gracias a tal convicción, y he aquí que las inflexiones de la voz, el gesto, la actitud de Juana acababan de arrebatarle, de súbito, esa divina creencia. El odio se había transparentado en ellos tan sin rebozo, tan impetuoso en su revelación impensada, que la aguda sensación del peligro -del peligro latente, mal definido, acechador- suprimió en aquel instante la noción del remordimiento y atajó la confesión en la garganta.

-Juana -suspiró-, ven, oye... Mira que no hubo nada. ¡Lo que iba a contarte eran unas tonterías!...

Ella se acercó. En los carbones por donde miraba brillaban ascuas: su ceño se fruncía trágicamente; las alas de su nariz palpitaban de furor. Nunca la había visto Federico así, y, sin embargo, era una expresión que se adaptaba bien al carácter de su fisonomía o, mejor dicho, patentizaba su fisonomía verdadera. El terror del enfermo paralizó hasta su lengua. Por instinto pueril, quiso ocultarse bajo la sábana.

-No te escondas -articuló ella, despreciativamente, pisoteándole con el acento-. Mira que si te veo tan miedoso, me re-i-ré de ti. ¿Comprendes? Me re-i-ré. ¡Y es lo único que le faltaba a mi venganza para consumarse! ¡Reír! ¡La risa! ¡Oh! ¡Cómo te aborrezco! Ya no callo más...

Federico la miraba extraviado, loco. ¿Tendría pesadilla? ¿Era ya la muerte, la fea muerte, la condenación, el castigo de ultratumba? ¿Era la forma que tomaba, para torturarle, su conciencia de pecador?

-¡Juana! -tartamudeó-. ¿Estoy soñando? ¿Venganza? ¿Me aborreces? Ella se aproximó más; acercó su boca a la cara de Federico, y como

filtrándole las palabras al través de la piel, repitió: -Te aborrezco. Me creíste oveja. Soy fiera, fiera; oveja, no. Me ofendiste,

me vendiste, me ultrajaste, torturaste mi alma, me enloqueciste, me alimentaste con ajenjo y con hiel, ¡y ni aun te tomaste el trabajo de reconocer que mi juventud se marchitaba y se ajaba mi hermosura Y se torcía mi alma, antes confiada y generosa! Y cuando te sentiste herido de muerte, de muerte, sí, y pronta; ¡lo has acertado!..., entonces me llamaste: «Juana, a servirme de enfermera... Juana, a darme la poción...»

-¡Y lo hiciste de un modo sublime, Juana! -sollozó él-. ¡Y fuiste una mártir a mi cabecera! ¡No lo niegues, querida mía! ¡Perdóname!

Juana soltó la carcajada. Era su reír un acceso nervioso; asemejábase a una convulsión, que retorcía sus fibras.

-¡Sí que lo hice! -repitió por fin, dominándose con energía tremenda-. ¡Sí que lo hice! ¡Vaya si te di la poción! Cada día te di la poción..., ¡que más daño te hiciese! ¡Aquélla, y no otra! ¡Ah! ¿No lo sospechabas? ¡Tú sí que has sido engañado! ¡Tú, sí! ¡Tú, sí!

Oyéronse toquecitos en la puerta. La voz respetuosa de un criado anunció: -El señor doctor. Y entró el joven médico, guanteado, afeitado, afable, preguntando desde el

umbral: -¿Cómo sigue el enfermo? ¿Y la incomparable enfermera?

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ESP 3932. TEXTOS 148

EL GEMELO La condesa de Noroña, al recibir y leer la apremiante esquela de invitación,

hizo un movimiento de contrariedad. ¡Tanto tiempo que no asistía a las fiestas! Desde la muerte de su esposo: dos años y medio, entre luto y alivio. Parte por tristeza verdadera, parte por comodidad, se había habituado a no salir de noche, a recogerse temprano, a no vestirse y a prescindir del mundo y sus pompas, concentrándose en el amor maternal, en Diego, su adorado hijo único. Sin embargo, no hay regla sin excepción: se trataba de la boda de Carlota, la sobrina predilecta, la ahijada... No cabía negarse

Y lo peor es que han adelantado el día -pensó-. Se casan el dieciséis... Estamos a diez... Veremos si mañana Pastiche me saca de este apuro. En una semana bien puede armar sobre raso gris o violeta mis encajes. Yo no exijo muchos perifollos. Con los encajes y mis joyas. ..

Tocó un golpe en el timbre y, pasados algunos minutos, acudió la doncella. -¿Qué estabas haciendo? -preguntó la condesa, impaciente. -Ayudaba a Gregorio a buscar una cosa que se le ha perdido al señorito. -Y ¿qué cosa es ésa? -Un gemelo de los puños. Uno de los de granate que la señora condesa le

regaló hace un mes. -¡Válgame Dios! ¡Qué chicos! ¡Perder ya ese gemelo, tan precioso y tan

original como era! No los hay así en Madrid. ¡Bueno! Ya seguiréis buscando; ahora tráete del armario mayor mis Chantillíes, los volantes y la berta. No sé en qué estante los habré colocado. Registra.

La sirvienta obedeció, no sin hacer a su vez ese involuntario mohín de sorpresa que producen en los criados ya antiguos en las casas las órdenes inesperadas que indican variación en el género de vida. Al retirarse la doncella la dama pasó al amplio dormitorio y tomó de su secrétaire un llavero, de llaves menudas; se dirigió a otro mueble, un escritorio-cómoda Imperio, de esos que al bajar la tapa forman mesa y tienen dentro sólida cajonería, y lo abrió, diciendo entre sí:

«Suerte que las he retirado del Banco este invierno... Ya me temía que

saltase algún compromiso.» Al introducir la llavecita en uno de los cajones, notó con extrañeza que

estaba abierto. -¿Es posible que yo lo dejase así? -murmuró, casi en voz alta. Era el primer cajón de la izquierda. La condesa creía haber colocado en él

su gran rama de eglantinas de diamantes. Sólo encerraba chucherías sin valor, un par de relojes de esmalte, papeles de seda arrugados. La señora, desazonada, turbada, pasó a reconocer los restantes cajones. Abiertos estaban todos; dos de ellos astillados y destrozada la cerradura. Las manos de la dama temblaban; frío sudor humedecía sus sienes. Ya no cabía duda; faltaban de allí todas las joyas, las hereditarias y las nupciales. Rama de diamantes, sartas de perlas, collar de chatones, broche de rubíes y diamantes... ¡Robada! ¡Robada!

Una impresión extraña, conocida de cuantos se han visto en caso análogo, dominó a la condesa. Por un instante dudó de su memoria, dudó de la existencia real de los objetos que no veía. Inmediatamente se le impuso el recuerdo preciso, categórico. ¡Si hasta tenía presente que al envolver en papeles de seda y algodones en rama el broche de rubíes, había advertido que parecía sucio, y que era necesario llevarlo al joyero a que lo limpiase!

«Pues el mueble estaba bien cerrado por fuera -calculó la señora, en cuyo espíritu se iniciaba ese trabajo de indagatoria que hasta sin querer verificamos ante un delito-. Ladrón de casa. Alguien que entra aquí con libertad a cualquier hora; que aprovecha un descuido mío para apoderarse de mis llaves; que puede pasarse aquí un rato probándolas... Alguien que sabe como yo misma el sitio en que guardo mis joyas, su valor, mi costumbre de no usarlas en estos últimos años.»

Como rayos de luz dispersos que se reúnen y forman intenso foco, estas observaciones confluyeron en un nombre:

-¡Lucía! ¡Era ella! No podía ser nadie más. Las sugestiones de la duda y del bien

pensar no contrarrestaban la abrumadora evidencia. Cierto que Lucía llevaba en la casa ocho años de excelente servicio. Hija de honrados arrendadores de la condesa; criada a la sombra de la familia de Noroña, probada estaba su lealtad por asistencia en enfermedades graves de los amos, en que había pasado semanas enteras sin acostarse, velando, entregando su juventud y su salud con

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ESP 3932. TEXTOS 149

la generosidad fácil de la gente humilde. «Pero -discurría la condesa- cabe ser muy leal, muy dócil, hasta desinteresado..., y ceder un día a la tentación de la codicia, dominadora de los demás instintos. Por algo hay en el mundo llaves, cerrojos, cofres recios; por algo se vigila siempre al pobre cuando la casualidad o las circunstancias le ponen en contacto con los tesoros del rico...» En el cerebro de la condesa, bajo la fuerte impresión del descubrimiento, la imagen de Lucía se transformaba -fenómeno psíquico de los más curiosos-. Borrábanse los rasgos de la criatura buena, sencilla, llena de abnegación, y aparecía una mujer artera, astuta, codiciosa, que aguardaba, acorazada de hipocresía, el momento de extender sus largas uñas y arramblar con cuanto existía en el guardajoyas de su ama. ..

«Por eso se sobresaltó la bribona cuando le mandé traer los encajes -pensó la señora, obedeciendo al instinto humano de explicar en el sentido de la preocupación dominante cualquier hecho-. Temió que al necesitar los encajes necesitase las joyas también. ¡Ya, ya! Espera, que tendrás tu merecido. No quiero ponerme con ella en dimes y diretes: si la veo llorar, es fácil que me entre lástima, y si le doy tiempo a pedirme perdón, puedo cometer la tontería de otorgárselo. Antes que se me pase la indignación, el parte.»

La dama, trémula, furiosa, sobre la misma tabla de la cómoda-escritorio trazó con lápiz algunas palabras en una tarjeta, le puso sobre y dirección, hirió el timbre dos veces, y cuando Gregorio, el ayuda de cámara, apareció en la puerta, se la entregó.

-Esto, a la Delegación, ahora mismo. Sola otra vez, la condesa volvió a fijarse en los cajones. «Tiene fuerza la ladrona -pensó, al ver los dos que habían sido abiertos

violentamente-. Sin duda, en la prisa, no acertó con la llavecita propia de cada uno, y los forzó. Como yo salgo tan poco de casa y me paso la vida en ese gabinete...»

Al sentir los pasos de Lucía que se acercaba, la indignación de la condesa precipitó el curso de su sangre, que dio, como suele decirse, un vuelco. Entró la muchacha trayendo una caja chata de cartón.

-Trabajo me ha costado hallarlos, señora. Estaban en lo más alto, entre las colchas de raso y las mantillas.

La señora no respondió al pronto. Respiraba para que su voz no saliese de la

garganta demasiado alterada y ronca. En la boca revolvía hieles; en la lengua le hormigueaban insultos. Tenía impulsos de coger por un brazo a la sirvienta y arrojarla contra la pared. Si le hubiesen quitado el dinero que las joyas valían, no sentiría tanta cólera; pero es que eran joyas de familia, el esplendor y el decoro de la estirpe..., y el tocarlas, un atentado, un ultraje. ..

Se domina la voz, se sujeta la lengua, se inmovilizan las manos...; los ojos, no. La mirada de la condesa buscó, terrible y acusadora, la de Lucía, y la encontró fija, como hipnotizada, en el mueble-escritorio, abierto aún, con los cajones fuera. En tono de asombro, de asombro alegre, impremeditado, la doncella exclamó, acercándose:

-¡Señora! ¡Señora! Ahí..., en ese cajoncito del escritorio... ¡El gemelo que faltaba! ¡El gemelo del señorito Diego!

La condesa abrió la boca, extendió los brazos, comprendió... sin comprender. Y, rígida, de golpe, cayó hacia atrás, perdido el conocimiento, casi roto el corazón.

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ESP 3932. TEXTOS 150

LA ARGOLLA Sola ya en la reducida habitación, Leocadia, con mano trémula, desgarró los

papeles de seda que envolvían el estuche, se llegó a la ventana, que caía al patio, y oprimió el resorte. La tapa se alzó, y del fondo de azul raso surgió una línea centelleante; las fulguraciones de la pedrería hicieron cerrar los ojos a la joven, deliciosamente deslumbrada. No era falta de costumbre de ver joyas; a cada instante las admiraba, con la admiración impregnada de tristeza de una constante envidia, en gargantas y brazos menos torneados que los suyos. Si aquel brillo le parecía misterioso (el de los tachones de una puerta del cielo), es que se lo representaba alrededor de su brazo propio, como irradiación triunfante de su belleza, como esplendor de su ser femenino.

¡Había pasado tantos años ambicionando algo semejante a lo que significaba aquel estuche! Siempre vestida de desechos laboriosamente refrescados (¡qué ironía en este verbo!); siempre calzada con botas viejas, al través de cuya suela sutil penetraba la humedad del enlodado piso; siempre limpiando guantes innoblemente sucios, con la suciedad ajena, manchados en los bailes por otra mujer; siempre cambiando un lazo o una flor al sombrero de cuatro inviernos o tapando el roto cuello de la talma con una pasamanería aprovechada, verdosa, Leocadia repetía para sí con ira oculta: «¡Ah! ¡Cómo yo pueda algún día!» No sabía de qué modo..., pero estaba cierta de que aquel día iba a llegar, porque su regia hermosura, mariposa de intensos colores, rompía ya el basto capullo.

Recibida Leocadia en casa del opulento negociante Ribelles, como señorita de compañía de sus hijas, el hermano del banquero, solterón más rico aún, al regreso de uno de sus frecuentes viajes al extranjero, hallándola sola cuando volvía de escoltar a sus sobrinas, la detuvo, y sin preámbulo le dijo... lo que adivina el lector.

La conversación pasó frente a un espejo enorme, rodeado de plantas naturales, entre el silencio solemne de la escalera tapizada de grueso terciopelo rojo. Fue lacónica, firme, concreta, por parte de Gaspar; verdad es que Leocadia no titubeó: con dos síes aceptó el convenio.

Se irían juntos a Inglaterra, antes de una semana. Y el brazalete, la hilera de gruesos brillantes, que acababa de ceñir a su muñeca, era la señal, las arras, por decirlo así, del contrato. Se despediría la víspera de la familia Ribelles por medio de una sencilla carta. Ni les debía otra cosa, ni tenía por qué darles cuenta de sus resoluciones. ¡Abur, abur!

Y se complacía mirando el hilo de luz en torno de la muñeca redonda. Alzó la mano hasta el espejo, para divisar en él su brazalete copiado. ¡Ya los tendría de todas clases, muy pronto! Aros de rubíes sangrientos y de zafiros celestes; cadenas de eslabones de oro, entreverados con lágrimas de perlas, como los que se ostentaren en el escaparate de Lacloche... Mientras pensaba esto, una idea cruzó por su cerebro de mujer a quien la necesidad ha forzado a adquirir cierta cultura -idea confusa, ráfagas de lecturas, recuerdo de la significación de la joya-. Argolla de esclava había sido en otros tiempos, en las primitivas edades, el mágico trazo centelleante que rodeaba su puño... «Ahora significa libertad -pensó-. No volveré a cubrir mi cuerpo con lo que otras no quisieron para el suyo...» Y sentía un profundo goce que le dilataba el pecho, que le enrojecía las mejillas, el disfrute anticipado de tantas preciosidades. Su cutis fino, de puro raso, percibía el contacto de la batista, la caricia muelle del encaje; su garganta, la tibia atmósfera que crean los rizados plumajes y las vivientes pieles; sus orejas de rosa, el toque frío del claro solitario; sus pies airosos, la opresión elástica y crujiente de la malla sedeña...

«No vuelvo a usar algodón -determinó Seda, seda no más... Y a docenas los pares... Unos calados; otros, bordados como galas de novia...»

Acordóse del equipo de la mayor de las Ribelles, casada el año anterior, y las punzantes de codicia que despertaba tanta riqueza.

A la evocación de las venturas nupciales, un estremecimiento corrió por el espinazo de Leocadia. Ella no era novia... Las novias no lo son por las galas, ni por las joyas, ni siquiera por el amor... Son novias por otra razón. ¡Leocadia no sería novia jamás! Sin embargo, a pesar de sus ansias de desquite y de lujo, acaso por ellas mismas, conservaba su pureza como se conserva lejos del hielo y del cierzo una azucena destinada a marchitarse en una orgía. «Dentro de seis días...», calculó con involuntario horror. La figura de Gaspar brotó, por decirlo así, del fondo oscuro del cuartucho, en una especie de alucinación de los sentidos. Leocadia vio a su futuro... Futuro ¿qué? «Futuro... dueño», articuló,

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ESP 3932. TEXTOS 151

abrasándose la garganta al paso de la voz. El orgullo, el orgullo con anverso de virtud y reverso de vicio, con su dualidad, se irguió en su alma. ¡El tal Gaspar Ribelles! Su barba ya canosa, lustrada de aceite perfumado; su boca, de labios gordos; sus dientes plomizos, restaurados por medio de toquecitos de oro; sus mejillas llenas y encarnadas; su abdomen de ricachón... ¡Qué tipo tan diferente de lo que a menudo, al oír música, después de leer versos, o en la capilla, entre el olor del incienso, soñaba Leocadia! Con la intensidad de un dolor físico, agudo, de una impresión de azotes en las desnudas espaldas, la hirió la certidumbre de que solo faltaban seis días para la esclavitud... ¡Ah! ¡Cómo aborrecía al mercader! ¡Cómo le aborrecía con todo su ser sublevado, con epidermis, nervios, fibras, venas, entrañas!...

Un golpe en la puerta del cuarto, y la cara risueña y maliciosa, de monago, de Tomasico, el botones.

-Señorita... Esta carta acaban de traer. Era un continental: un pliego de papel que tenía por timbre el globo

terráqueo, dos hemisferios. Leocadia firmó el sobre, dejó la pluma encima de la mesilla, se acercó a la ventana enrejada y leyó. Según descifraba la misiva aquella, la fresca palidez de su semblante radioso se teñía de púrpura, rápidamente, como si millares de manos la abofeteasen a la vez:

«Sal esta noche a la calle; te aguardo en la esquina a las diez con un coche. Cenaremos juntos. G.»

El tono imperativo, el grosero tuteo inmotivado, la precaución de la inicial... Leocadia creyó notar que se abría en su corazón una fuente, un chorro de agua limpia, amarga, sana, hervidora, un manantial de indignación, de altivez, de furor, de desprecio. Y debía de ser verdad que la fuente manaba, y se desbordaba, pues ya buscaba desahogo por los ojos. Lágrimas gruesas, copiosas, bajaban a apagar el incendio de las mejillas...

Hizo trizas el papel; abrió la ventana y al través de la reja lanzó los pedacitos blancos, que revolotearon y fueron a posarse en las losas de la acera. Después, desabrochándose lentamente el ciclo de pedrería, lo miró al través de su llanto, lo tiró al suelo y con sus botitas viejas pisó, volvió a pisar, taconeó, rompió la argolla, haciendo saltar los brillantes de su engaste delicado.

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ESP 3932. TEXTOS 152

DIÁLOGO ROSALBA.-¿Cómo te gustaría a ti que fuese? ¿Rubio, pelicastaño, ala de

cuervo sombrío? AURINA.-Ninguno de esos pelos. ROSALBA.-¿Rojo? Es de traidores... AURINA.-Hay traidores de todos los pelajes. ROSALBA.-Entonces, ni rojo, ni rubio, ni... ¿Entonces? AURINA.-¿Entonces? Gris, y si puede ser blanco, ¡mejor! ROSALBA.-¡Gris! ¡Blanco! ¿Para enviudar pronto? AURINA.-Justamente. Ese rasgo de penetración me prueba que vas

despabilándote un poco. Porque ¡cuidado que eres simplaina tú! ROSALBA.-Muchísimo. Ya hago lo posible por adquirir malicia; pero

genio y figura... AURINA.-Pues, chúpate el dedo y verás el camino que llevas. Mira: las de

tu calaña me exasperan a mí. ¿Qué te propones en el mundo? ROSALBA.-¿Y tú? AURINA.-¡Me gusta! ¿Qué he de proponerme? Al nacer, nos meten en la

mano el limoncillo de la vida. Estrujarlo, hija, a ver qué sabor tiene el zumo. ROSALBA.-Agrio. No, amargo. ¡Amargo! AURINA.-Porque no sabes echarle azucarillo. ROSALBA.-Échale cuanto azúcar quieras, un tinajón de melaza; entre el

empalago ha de sobresalir, siempre y por último, la amargura. Aurina no contesta; se levanta y se mira al espejo; sonríe a su imagen, se

atusa el pelo que lleva peinado en tejadillo saliente y bufante, estilo modernista, y se arregla los chorritos de gasa que adornan el delantero de su blusa azul, toda incrustada de medias lunas de encaje amarillento.

ROSALBA. (Benévola)-¿Qué haces, loquinaria? AURINA.-Paso revista a la infantería, a la artillería ya la caballería. ROSALBA.-¿Aquí? Aquí no hay batallas. ¿Dónde está el enemigo?

AURINA.-Dice el Catecismo que los enemigos nos persiguen en todas partes. No veo por qué dejarían de perseguirme en esta casa.

ROSALBA.-Aquí no hay más que una amiga que te quiere de veras. Aunque pensemos de distinto modo, yo no vivo sin ti. Haces el sacrificio de venir a verme todos los días; te pasas conmigo, que no soy nada divertida ni nada alegre, tardes enteras y muchas noches; y ¡vamos!, sé estimar y agradecer.

AURINA.-¡Eh, eh, eh! ¡Incorregible! ¡No estimes, no agradezcas, no tengas ley a nadie, no te fíes de tu sombra! Parece que conocemos a la gente... y ni de vista. ¡Ni de vista! Te lo aviso. De mí témelo todo: soy mujer, ¡y si vieras qué perros somos las mujeres y los hombres!

ROSALBA.-Haces alarde de mala Y eres excelente. AURINA.-No me injuries. ¡Buena! Llámame ya, para lo que te falta, fea y

tonta. ¿Sabes lo único que no me gusta ser? Disimulada ni falsa; y así, te prevengo que te guardes de mí más que de los otros, porque si me quieres más estoy en condiciones de hacerte más daño.

ROSALBA.-Necesito creerte buena, creer bueno a alguien. ¡Dios mío! ¡Qué triste es dudar, Aurina! ¡Qué triste es sentirse solo, pensar que nadie nos quiere! (Rosalba se acerca a su amiga y le pasa el brazo por el cuello.) Ya sabes que no llegué a conocer a mamá... Soy hija única... ¡Si tuviese una hermana, una hermanita menor, con quien comentar de noche los sucesos del día!

AURINA.-¿Y tu ínclito papá? ¿No te acompaña y entretiene bastante? Es muy entretenido el buen señor.

ROSALBA. (Pensativa.)-¡Mi padre! AURINA.-¿Qué tienes que decir de él? Tan peripuesto, tan amigo de

divertirse. ROSALBA.-Acaso por eso... no nos entendemos enteramente... en ciertas

ocasiones. .. AURINA. (Besándola.)-Y conmigo, ¿te entiendes? ROSALBA. (Estremecida.)-¡Qué helada tienes la boca criatura! AURINA. (Riendo.)-¿Es que mis dientes de nieve la enfrían? Bonito, ¿eh?

Lo que digo es que me alegro, me alegro de que conmigo te entiendas. Pienso que estemos mucho tiempo juntas: digo, a no ser que te me cases.

ROSALBA.-O que te me cases tú, que será más probable; a ti te sobra gancho, y a mí no me dio Dios asomo de él.

Page 153: ÍNDICE ESP 3932 Gustavo Adolfo Bécquer Leandro Fernández ...aix1.uottawa.ca/~jmruano/esp3932.textos.2002.pdf · azul onda en los mares y espuma en las riberas. En el laúd, soy

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AURINA.- Y si me caso, ¿qué razón hay para que no sigamos tan amiguitas?

ROSALBA. (Con sentimiento.)- No sé. Todo lo que cambia la vida, cambia los afectos. Si te casas, el amor a tu marido te hará olvidar a la amiga. Pues ¿y los chicos?

AURINA.-¿Chicos? ¡A la Inclusa con ellos! Prefiero los niños cuando ya saben sonarse y abrillantarse las uñas. Una hija como tú, me ilusionaría. Que otras den a luz los chicos: yo me encargo de llevarlos al teatro... ¿No estás conforme? ¡Tontona!

ROSALBA.-No sé qué veo en ti... ¿Qué te pasa? ¿Has arreglado ya tu porvenir? Mucho te brillan los ojos. ¿Estás nerviosa? ¿Hay misterio? Ábreme tu corazón.

AURINA.-Están forjando en Eibar la llave. Mi corazón tiene figura de cofrecito. He mandado que sea llave de esas a la inglesa, contra ganzúas.

ROSALBA.-Noviazgo seguro. Lo que te preguntaba: ¿el pelo? AURINA.-Lo que te respondía: blanco; y se me olvidó añadir: teñido. ROSALBA.-¿En serio? AURINA.-En fúnebre. ROSALBA.-Reflexiona, Aura. Es por toda la vida. AURINA.-Claro. Por toda... la de él. Rosalba enmudece: silencio triste y reprobador. Vuelve los ojos por no

mirar a su amiga, y aparenta distraerse con el ruido que se oye en la antesala. Pasos algo pesados, craqueo recio de botas nuevas, anuncian que se acerca un hombre. La puerta se abre, y en el hueco aparece el papá de Rosalba, setentón atildado y retocado; su levita, gris hierro, última moda, acentúa la prominencia de su vientre. En el ojal luce un clavel blanco, rodeado de ramillas de cilantro. Calza guantes de Suecia, y al moverse despide emanaciones de Ideal (el perfume más caro de la casa Houbigant). Viene preocupado, y no saluda a Aurina.

ROSALBA. (Mirándole como si le viese por primera vez.)-Milagro, papá,

que vengas a estas habitaciones. AURINA. (Muy tranquila, dulcemente.)- ¡Milagro que un padre cariñoso

entre a preguntar cómo lo pasa su niña! ROSALBA.-Nunca acostumbra, y menos a estas horas... AURINA.-Las buenas costumbres, si no existen, hay que inventarlas. Tu

papá vendrá, desde hoy, todas las tardes a enterarse de cómo lo pasas y a prodigarnos su amable conversación...

ROSALBA. (Atónita) - Y tú, ¿por qué dispones...? AURINA. (Apacible.) -Porque..., porque... (Al papá de Rosalba.) Pero ¿no

se atreve usted a entrar? ¿Se queda usted ahí? Pase usted: deseando estábamos su llegada.

ROSALBA. (Con súbita indignaci6n, al oído de Aurina.)-¿Esas tenemos? Voy a decirle...

AURINA. (Al oído de Rosalba.)- Perderás el tiempo. No atenderá a nada que vaya contra su pasión. Puedes repetirle lo que hablamos de pe a pa; te desmentiré, y me creerá a mí. ¡Cuidado que eres bobalicona!

Mientras Rosalba, petrificada, sigue mirando de hito en hito a su padre y

Aurina, los dos se acercan y se arrinconan en la ventana, riendo y coqueteando. Rosalba, pasado un instante, agacha la cabeza, atraviesa la habitación, cruza una puertecilla, entra en su dormitorio y se echa de bruces sobre la almohada de la cama, sollozando.