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ÍndicePortadaSinopsisPortadillaDedicatoria1. El reino de las mujeres2. María Cristina3. Fernando VII4. La Granja5. Los hermanos del rey6. Los mismos perros con distintos collares7. La muerte del rey8. La primera guerra carlista9. El conde de Toreno10. La boda de la reina11. Los partos de la reina12. 1836, un año clave13. El linchamiento de los reyes: los primeros memes14. Agustín Muñoz y Borbón, el rey que no fue15. 1837: el odio de Narváez y Espartero16. El general Espartero17. La cuestión territorial18. El viaje a Cataluña19. La reina en Valencia20. La maternidad21. María Cristina en el exilio22. La vida en París23. El intento de secuestro24. La caída de Espartero25. El regreso de María Cristina26. El reinado de Isabel27. Hacia el segundo exilio de María Cristina28. La Vicalvarada29. Los negocios de los reyesLáminasNotasCréditos

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SINOPSIS

Fernando VII es una especie de bufón que se dedica a comer y a visitar prostíbulos. Busca a una mujerque le divierta y que sobre todo le dé un hijo varón, ya que su hermano Carlos María Isidro y su esposaMaría Francisca intrigan para quedarse con el trono después de su muerte. En la corte también estáLuisa Carlota, hermana de María Cristina, que está casada con el menor de los hermanos, Francisco, yque es la promotora de este matrimonio con la joven napolitana. María Cristina viaja así a Aranjuez paraocupar el trono junto a Fernando VII. Durante el viaje lee las cartas que le envía su prometido, queparecen las de un niño. Aún no sabe que se está metiendo en un país extremadamente complicado.

Quien dice que los gobiernos regentados por mujeres son mucho más pacíficos se equivoca. MaríaCristina, la última mujer de Fernando VII, fue quizá la reina con mayor vocación de poder que ha tenidoEspaña. Su presencia no pasaba desapercibida. Fue amada y odiada del mismo modo por todos los quela conocieron. Conspiró y robó, fue al exilio dos veces y no hubo negocio lucrativo que ella no intentaracontrolar. Se aferró al poder con puño de hierro, incluso desde la lejanía. Y cuando por fin le permitieronregresar a España, lo hicieron con la condición de que no estableciera en la península su residencia. Estabiografía narrada recrea por primera vez la agitada vida de una mujer que gobernó contraviniendo laimagen de una reina piadosa, honrada y sumisa.

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Paula Cifuentes

María Cristina

Reina gobernadora

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A los moderados y moderadas, una especie en peligro de extinción

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El reino de las mujeres

María Cristina estaba nerviosa. No dejaba de juguetear con el collar de perlas e intentar releer lacarta que llevaba en el regazo: «¡Qué guapita eres! ¡Qué rica! Se conoce que tienes chispa; asíquiero yo los genios. Me parece que nos hemos de llevar muy bien, pues yo también soy muyalegre y me gusta echar cuatro frescas. Yo no quiero para mujer una sosa, pues es un fastidio, sinoa una viva como tú, que me entienda al momento y, si puede ser, que me adivine lospensamientos».1

Sus padres no le habían dejado ir a caballo. Decían que una futura reina no podía entrar en sufuturo reino cubierta con el polvo del camino. Aun así, con los vaivenes del coche, la seda y losbrocados del vestido se habían arrugado igualmente. Y el pelo se le había escapado del recogido,y las horquillas estaban desparramadas por el suelo. Era diciembre, tenía mucho frío y habíacruzado todo Aragón y parte de Castilla. Sólo le quedaban unas pocas horas para llegar a sudestino, para conocer a su futuro marido. «El corazón me hace pitititi, señal de que muero portititi», continuaba en otra carta. Recostada en su carroza, la joven soñaba con todo lo que leesperaba en cuanto llegase a su futuro hogar.

María Cristina podía haber dejado de ser una niña —en términos de la época—, pero nocabe duda de que no sabía dónde se metía. España era un país muy difícil, lleno de sueñosfrustrados, de rencores sociales y de políticos ambiciosos. Ella había recibido una educaciónesmerada, propia de los hijos de los reyes absolutistas; sin embargo, nadie le había enseñadojamás cómo se debía reinar.

No obstante, si algo caracterizaba a la futura reina María Cristina era, sobre todo, lacerrazón: no se diferenciaba de esos antiguos reyes que no supieron ver que los tiempos habíancambiado y que debían adaptarse a las nuevas épocas, al liberalismo, al socialismo, alnacionalismo y a los primeros movimientos populares. María Cristina fue hija de todos esoserrores, a los que sumó, además, los suyos propios. El más notable: no saber querer a su hijaIsabel, una reina que, a la postre, sería todavía más catastrófica que ella. Aunque hay que serjustos: María Cristina fue sólo la cara visible de las tensiones políticas de un país, principalmentelas del bando político de los liberales moderados, quienes, con tal de mantenerse en el trono,estaban dispuestos a sacrificarlo todo. María Cristina era un ser abierto y jovial que buscaba quela gente la quisiese, poder disfrutar de su familia en la intimidad y despreocuparse. Su condena, alfinal, sería que terminarían odiándola, más incluso que a su propia hija, la futura Isabel II.

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Llevaba ya muchos días de viaje, pues había emprendido el trayecto el 30 de septiembre. Lacomitiva pasó por Albano, saludó al papa Pío VIII y a la corte de Cerdeña en Turín; cruzóFrancia, llegó a España y pernoctó en Girona, en Barcelona y en Valencia, pasando por Tarragona,Tortosa, Vinaroz y Castellón de la Plana. Y por fin parecía que se acercaba su destino: Aranjuez.María Cristina iba memorizando esos nombres, porque eran los de su reino. Ella iba a ser reina detodas las Españas. Se arrebujó bajo el manto. Había empezado a amanecer.

Tenía claras varias cosas. La primera, que Fernando, su marido, no era un literato. Sus cartasparecían las de un niño pequeño. No es que ella fuera muy culta tampoco, pero al menos no semolestaba en escribir tantas tonterías cuando, además, su tío y futuro marido le sacaba trece años.La segunda, que sabía que al rey de España le gustaba echar cuatro frescas. Los rumores sobre sucarácter burlón y las bromas pesadas que gastaba y que muchas veces no tenían ni pizca de gracia,pero que toda la corte reía porque noblesse oblige, habían llegado hasta Nápoles. Aunque lo de«echar cuatro frescas» bien podía aludir a la necesidad que había tenido hasta hacía poco dedesfogarse en prostíbulos. La tercera, que lo que buscaba en ella era evidente: alguien que lodivirtiese, una mujer que no se refugiara en la iglesia y los rosarios, a la que le gustara holgar yque, sobre todo, le diera un heredero varón.

De eso estaba segura María Cristina: de que era fértil. Lo había heredado todo de su madre:el busto generoso, la piel rosada, el pelo castaño y fuerte, los ojos oscuros, las caderas anchas.Con un poco de suerte, ella también podría darle doce hijos al rey de España.

Sus padres viajaban detrás de ella, con todo el séquito. María Cristina estaba convencida deque, si acudían a la boda, era para asegurarse de ver a su segunda hija casada y bien casada. Teníaveintitrés años y, si seguía así, iba a quedarse para vestir santos. Después de un matrimoniofrustrado con su primo don Carlos Luis de Etruria, futuro rey de Parma, parecía que ya nadie laquerría como esposa. Menos mal que intercedió por ella su hermana mayor, su favorita, LuisaCarlota; y que Luisa Carlota se impuso a su cuñada, María Francisca, y a la hermana de ésta,María Teresa. Las dos eran portuguesas y, por lo que le había comentado Luisa Carlota, más malasque un dolor de muelas.

Luisa Carlota consiguió que Fernando VII viera el retrato de su hermana y exclamara queaquella mujer podía satisfacerle. Le gustaba además el carácter de su cuñada la napolitana:divertido, espontáneo y franco, muy diferente al de las portuguesas, siempre tan estiradas.

María Francisca, la portuguesa, estaba casada con el hermano menor de Fernando, el infanteCarlos. Don Carlos era un pusilánime, un hombre tradicional y muy religioso, que ya entoncesaspiraba a que Fernando se quedara sin herederos para llegar él al trono. Se aprovechaba deldescontento de la sociedad, sobre todo del ala más radical, de modo que en la sombra apoyaransus intereses. Don Carlos era peligroso. Y su mujer, más.

Por lo que su hermana Luisa Carlota le había contado, las cenas en el palacio se sucedíancomo en una jaula de grillos. A Fernando VII le gustaba sentar juntas a Luisa Carlota y a las dosportuguesas para observar el intercambio de improperios. María Teresa y María Francisca solíanempezar soltando algún comentario sobre el último disparate de Luisa Carlota, como la manía dela napolitana de acumular pollos y gallinas en un animalario especial que habían tenido queconstruir después de que los bichos casi destrozaran el mobiliario del palacio. Casi siempre sedirigían al marido de Luisa Carlota, Francisco, el hermano pequeño de Fernando y de Carlos.

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Francisco, en cambio, comía en silencio, con la vista clavada en el plato. Él no buscabaproblemas; quería que lo dejaran en paz, que su hermano el rey le permitiera marcharse a vivir aFrancia para alejarse de esa corte de dimes y diretes. Luisa Carlota, mucho más flemática que sumarido y por supuesto que las dos portuguesas, no se quedaba callada y les decía de todo:cejijuntas, amargadas, y se reía de su acento.

Carlos también guardaba silencio. Él era mucho más paciente: siéntate en el portal de tuvecino a esperar y verás su cadáver pasar. Así que comía y comía esperando el momento en el queFernando muriera sin herederos y él ocupara el trono. Y entonces sería él el último en reír.

María Cristina sabía por su hermana que, con ella en la mesa, las cenas serían mucho másdivertidas: ellas dos, las napolitanas, enfrentadas a las portuguesas. La cosa se igualaba.

Ya se veía el palacio de Aranjuez. El traqueteo de las ruedas le indicaba que circulaban poradoquines. Allí la esperaban su hermana, Luisa Carlota, y su marido, don Francisco de Paula.Pero también sus dos enemigos: don Carlos y doña María Francisca, la portuguesa.

A todos los efectos, ella ya era reina de España; su marido, Fernando VII, había firmadohacía casi un mes la escritura matrimonial. Estaban casados y todos le debían pleitesía, así quesintió un cierto regocijo interno cuando tanto la portuguesa como su marido, don Carlos, tuvieronque reverenciarla. A pesar de todo, María Cristina no conseguía quitarse el frío de encima. El airehelado de los bosques que rodeaban el palacio, provocado por la cercanía del río y la gelidez delinvierno —que a decir de la gente era de los más duros que habían conocido—, se le metía bajo lapiel. Aquella noche apenas pegó ojo. A la luz de la chimenea, podía ver los frescos del techo: elde un hombre con un bastón que discurre por un espacio desierto.

Al día siguiente se vistió con sobriedad. Iba a ser una jornada tranquila. Por la mañana, elinfante don Carlos verificó los desposorios en la capilla del palacio. Tuvo que aparentar seriedadmientras éste pronunciaba la famosa sentencia: «Por palabras de presente…». No había ningúnerror. Ella ya era la legítima esposa de Fernando VII, a la espera de que consumaran el acto. Porla tarde, se dedicó a pasear por los jardines con su hermana. Luisa Carlota intentaba distraerla.Hablaba de su infancia, de obras de teatro o de arte; le señalaba las fuentes. Pero no le respondióa ninguna de las preguntas que le hizo sobre Fernando. «España es un país muy complicado, ya tedarás cuenta.» Cuando aquella noche se acostó, se dio la media vuelta para no tener que ver elfresco de la bóveda: el hombre de perfil que seguía tan perdido como el día anterior.

El 10 de diciembre era la fecha clave: por fin iba a conocer a su marido. Desde altas horasde la madrugada, el servicio se afanó en limpiar hasta el último de los rincones. Balaustradas,jarrones, cubiertos: no debía haber ni rastro de polvo en ningún sitio. Ella jamás se había fijadoen esas cosas, ni su marido tampoco; ambos vivían en una burbuja en la que todo estaba limpiosiempre. La suciedad sólo es detectable para los encargados de limpiarla.

Habían adornado el comedor de gala. Y como por todos eran bien sabidos el buen yantar ybeber del rey, a pesar de sus problemas de salud, no se escatimó en nada. A María Cristinatambién le gustaba comer. Y mientras probaba el desayuno que le sirvieron en sus habitacionesprivadas, pensaba precisamente en eso: que si alguna vez su marido y ella no tenían nada de quehablar, siempre podían hacerlo sobre comida.

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El rey llegó sobre las once de la mañana. María Cristina lo vio desde una ventana en lo alto:nada pudo deducir de su carácter por su hechura, sólo que tenía una ligera cojera y una calvicieincipiente. Vestía de negro y llevaba un sombrero en la mano; en la otra, un bastón. Fue la últimaen acudir a su presencia. Había optado por un vestido de terciopelo que la salvaguardara del fríoy ahora sentía demasiado calor. Por fin lo tuvo ante ella. Era grande, muy grande. Y muy feo.Mucho más que don Carlos. Y que su madre. Se había casado con el rey, pero también con elhermano más feo de la familia. Tenía la mandíbula adelantada. Y una nariz prominente. Todo en élera grande y desproporcionado. Pensó de nuevo en la carta: «Señal de que muero por tititi».Respiró profundamente. Ella ya sabía por qué estaba allí: para «ser una viva» y darle un hijo.Cumpliría su papel. Siempre habían dicho de ella que era dócil.

En la comida, se sentaron en el centro de la mesa. Enfrentados. Ella estaba flanqueada pordon Carlos y doña María Francisca. La portuguesa comía sobriamente. No bebía. Don Carlos separtía la comida en pedazos muy pequeños. Y ella sólo podía ver a su marido entre loscandelabros y las bandejas de viandas. Ninguno de los tres habló. Fernando, en cambio, no parabade hacerlo con sus suegros. El apetito del rey era insaciable. Nadie pudo levantarse de la mesahasta que el rey hubo terminado. Y cuando lo hizo, arrojó la servilleta con displicencia, le dio unbeso en la mejilla a su mujer y salió hacia Madrid. Eran las cuatro y cuarto de la tarde.

Al día siguiente, la que ya era reina hizo su entrada en Madrid. De nuevo hacía frío, pero elcielo estaba azul y brillante, y cuando la reina sacaba el brazo por la ventanilla del coche sentía elleve roce del sol.

En el puente de Vallecas la esperaba el rey. Esta vez sí que se había engalanado y lucía todotipo de insignias en la pechera. Ayudó a su mujer a bajar del coche de camino y a subir en lacarretela. Los ocho caballos que la empujaban tenían las crines trenzadas. El rey iría a caballo asu lado derecho, y los infantes, al izquierdo. Madrid entero se había adornado para la fiesta. Entodos los portales había flores y banderolas. La gente salía a la calle a saludar y a aplaudir, y laguarnición tuvo que intervenir varias veces para separarla de la muchedumbre. Todos querían vera la nueva reina. La esperanza de un reino que se desangraba.

La carretela tomó el paseo del Prado, la calle Alcalá, la Puerta del Sol y la calle Mayor. Enla puerta del Palacio Real, los esperaba lo más granado del reino: todos los títulos nobiliarios seconcentraban tras las rejas negras, además del mayordomo mayor, el sumiller de corps, losmayordomos de semana, ayudas de cámara y damas de tocador.

María Cristina se había vestido de azul celeste o, como se llamaría desde entonces, «azulcristino»: el azul que tomarían sus partidarios para defenderlas a ella y a su futura hija de todossus enemigos, empezando por el infante don Carlos.

Desde todos los cuarteles, empezando por el cercano Cuartel de la Montaña, sonaron salvasde artillería. El aire de Madrid se llenó del olor a pólvora. En las iglesias no dejaban de repicarlas campanas. Seis días duraron los festejos: un solemne tedeum en la catedral de la Almudena,funciones en el teatro del Príncipe, corridas de toros y fuegos artificiales. Quedaba poco para lasNavidades y parecía que el año nuevo iba a comenzar para el pueblo español con esperanzasrenovadas.

¿Era María Cristina consciente de su papel en una corte gobernada por mujeres? FernandoVII, a pesar de tener sólo cuarenta y cinco años, se había convertido en un viejo prematuro. Secansaba con facilidad y apenas le preocupaba nada que no fuera su sucesión. Las que de verdad

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reinaban eran las dos portuguesas y la napolitana, enzarzadas en un odio que se iba cebando enpequeños desplantes diarios. María Cristina era la pieza con la que su hermana, Luisa Carlota,esperaba ganarles la partida a las portuguesas y arrebatarles lo que más querían: la sucesión altrono. Además, estaba el hombre en la sombra: Tadeo Calomarde, alguien que sólo velaba por supropio interés, capaz de mudar sus favores a cambio de salir beneficiado, un traidor a la altura delrey felón.

María Cristina podía ser dócil, sí. Y se dejaba aconsejar. Pero también sabía muy bien lo quequería y lo que no. Al fin y al cabo, sus padres se habían esmerado en darle la mejor educación.¿Y en qué consiste la educación sino en reprimir nuestras apetencias y esconder nuestros deseos?

María Cristina era una joven muy educada si tenemos en cuenta a sus predecesoras. La mujerque la había precedido en el trono, María Josefa de Sajonia, no había tenido tanta suerte. A MaríaJosefa la habían educado en un convento, así que nada sabía más que de oraciones y de rosarios.Fue necesario que el papa le enviara una carta en la que le decía que las relaciones sexuales entreesposos no eran pecado. Quizá el ejemplo más ilustrativo es la carta que el escritor ProsperMerimée le envió a Stendhal, en la que relataba la noche de bodas de los dos reyes:

… resultó que la reina fue puesta en el lecho sin ninguna preparación. Entra Su Majestad. Figúrese a unhombre gordo con aspecto de sátiro, morenísimo, con el labio inferior colgándole. Según la dama por quiensé la historia, su miembro viril es fino como una barra de lacre en la base, y tan gordo como el puño en suextremidad; además, tan largo como un taco de billar. Es, por añadidura, el rijoso más grosero ydesvergonzado de su reino. Ante esta horrible vista, la reina creyó desvanecerse, y fue mucho peor cuando SuMajestad Católica comenzó a toquetearla sin miramientos, y es que la reina no hablaba más que el alemán, delque S. M. no sabía ni una palabra, así que la reina se escapa de la cama y corre por la habitación dando grandesgritos.2

La pobre niña, de dieciséis años, le cogió terror a dormir con su marido. Y cada vez queFernando se acercaba a ella, María Josefa sacaba un rosario y le pedía que rezaran. Así que,cuando María Josefa pasó a mejor vida, el rey buscó a alguien que no fuera «sosa», sino «unaviva» que no esgrimiera la religión como escudo.

María Cristina había tenido una educación diferente: sabía del tamaño de los atributos de sumarido, producto de años de casamientos endogámicos; y sabía también de su papel en esa corte:dar un hijo lo antes posible al reino. Por ello aguantó con estoicismo la noche de bodas con su tíoy todas las que vinieron después. Al fin y al cabo, ella era muy dócil.

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María Cristina

María Cristina nació el 27 de abril de 1806, un mes antes de la muerte de la primera mujer deFernando VII, María Antonia de Nápoles o, como la llamaban sus familiares, Toto, la mujer quetuvo el dudoso honor de inaugurar en Fernando VII la costumbre de casarse con sus familiares.María Antonia de Nápoles era la tía de María Cristina. Tía y sobrina conocerían íntimamente almismo hombre y ambas intentarían darle una sucesión masculina sin éxito.

María Cristina había nacido en Palermo, ciudad en la que la familia real napolitana se habíarefugiado durante la invasión napoleónica. Su educación fue la que se consideraba necesaria parauna hija de reyes: una educación superficial, puesto que las reinas tampoco debían saberdemasiado. Así, estudió historia, geografía, gramática, literatura, idiomas, música y pintura. Lamisma educación que recibiría su hermana Luisa Carlota, con la que se llevaba dos años. Pero,mientras Luisa Carlota era unida en matrimonio con el infante Francisco de Paula, los añospasaban por María Cristina sin que sus padres concertaran matrimonio para ella.

Cuando la corte regresó a Nápoles, María Cristina lo hizo también. La angustia crecía adiario. Echaba de menos a su hermana Luisa Carlota. Sus tres hermanos pequeños teníaninquietudes que ella no compartía. Su padre, Francisco I de las Dos Sicilias, después de volver aNápoles, había intentado que el Palacio Real se convirtiera en un ejemplo de su poder. Por lospasillos del palacio pululaban los ministros y los burócratas, además de jueces, secretarios y todoaquel que quisiera estar cerca del poder. María Cristina aprendió entonces sobre el miedo a queun extraño pueda echarte de tu trono, y la necesidad de afianzar a la monarquía en un sistemacentralizado y absolutista.

No entendía por qué no había reyes o nobles que consideraran su candidatura. Era una mujerfértil: su madre había tenido doce hijos y ella seguramente podía seguir sus pasos. Además, no erafea. Tenía unos ojos expresivos, pelo abundante y pómulos altos. Le gustaba comer, sobre todopasta con salsa napolitana, como buena hija de su reino, y eso había dotado a su cuerpo de unasredondeces que harían feliz a cualquier hombre de la época. Porque ella estaba dispuesta acasarse con cualquiera.

Su alivio fue máximo cuando se enteró de que no sólo habría de contraer matrimonio, sinoque lo haría con el rey de España. ¿Qué importaba que fuera un hombre viejo y contrahecho? ¿Oque fuera su tío, el hermano de su madre? ¿Que en las cartas que le enviaba le demostrara su faltade cualquier atributo de lo que ella hubiera considerado necesario en un hombre, en su marido?Entre todo lo que le habían enseñado de pequeña, estaba el que su papel en la vida consistía enobedecer a su esposo y darle hijos.

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Y a eso se dedicó durante los primeros meses de su matrimonio. Cuando Fernando VII iba avisitarla por la noche cuando no estaba indispuesto por la gota o sus problemas gástricos, ocuando no acudía a los prostíbulos de las afueras de la ciudad o se reunía con sus amigotes, MaríaCristina cerraba los ojos y procuraba no pensar en el dolor, sino en todo lo que la rodeaba: en elpalacio que ahora era su palacio, en el reino que era ahora su reino. Y en la necesidad de darpronto un hijo a su marido para afianzar su posición y acabar un día enterrada en el Panteón deReyes de El Escorial.

Fernando trataba a su mujer del mismo modo que a sus predecesoras: con displicencia, comosi fueran de su propiedad. El juguete de un niño que se niega a crecer. A Fernando no le gustabarodearse de gente válida, sino de instrumentos para sus maquinaciones o de hombres de su mismonivel intelectual: verdaderos papanatas o delincuentes confesos. En el Palacio Real de Madrid, allado del salón Gasparini, celebraba tras la cena —que solía ser privada— partidas de billar congente de baja extracción social que sabía lo que le convenía y que se las apañaba para queFernando VII ganara siempre las partidas. Las reuniones se hacían en una cámara privada a la quesólo podían acceder los amigos del rey. De ahí surgió el término de camarilla, que se extendiódespués por toda Europa. Fernando VII tiene, pues, el honor de ser el creador de un términouniversal.

María Cristina hizo todo cuanto pudo. Se mostró abierta y divertida con el rey. Consultó conbrujas y adivinas, y calculó las lunas para ver en qué días era mejor procrear y en qué posturaspara que el niño que engendrara fuera varón. Y tardó poco en quedarse embarazada. De lo queMaría Cristina no era consciente, porque todavía no conocía bien el reino al que había llegado,era de la importancia de su futuro hijo.

Para entenderlo, habría que remontarse en el tiempo: a 1812, casi veinte años antes, cuandoFernando regresó del cautiverio de Napoleón en Valençay aplaudido por su pueblo y anhelado portodos. Sin embargo, pronto demostró el rey que no era el mirlo blanco que esperaban. La libertadpor la que tanto habían luchado se quedó en agua de borrajas. El rey español era peor que elfrancés. Fernando VII se aprestó a suspender la Constitución y a restituir todos los poderes que lamonarquía había ido perdiendo en manos de la nobleza o de la Iglesia. Con puño de hierro,persiguió a todo aquel que fuera contrario a sus ideas absolutistas. En Madrid, los liberaleshabían tomado la costumbre de reunirse en los cafés para entablar tertulias políticas, como en elCafé Lorenzini o en La Fontana de Oro. En conversaciones exaltadas, defendían que el reyaceptara la Constitución de Cádiz. Y pronto este nuevo estado de ánimo se trasladó a la calle enforma de canciones y coplillas, como el Trágala, perro.

Tú que no quiereslo que queremosla ley preciosado está el bien nuestro.¡Trágala, trágala,trágala, perro!1

El rey acallaba cualquier signo libertario. No entendía que ese pueblo que lo había vitoreadoa su entrada en el reino ahora le diera la espalda; eran unos ingratos, tendría que enseñarles lo queera un rey. Él amaba a España. Y quien bien te quiere te hará llorar.

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Fernando VII condenó a muerte a todo aquel que se atreviera a cuestionarlo. Era un hombretradicional, y los traidores deben morir. Así que una de las primeras cosas que suspendió cuandollegó al poder fue una de las medidas que había adoptado su predecesor francés en el trono, JoséBonaparte. En España siempre habían existido clases. Para todo. Incluso para morir condenado. Alos pobres los mandaban a la horca, que era un suplicio lento y generalmente muy escatológico. Encambio, a las clases pudientes, las mandaban al garrote. Morir, morían igual. Pero los hidalgos lohacían sentados y muy rápidamente, y los pobres podían tardar varios minutos. El rey francéshabía emitido un decreto en el que ordenaba que, de entonces en adelante, sin importar el sexo o eldelito cometido, todo reo sufriría el mismo castigo. La Constitución de 1812 recogía también estederecho. Pero, para Fernando VII, aquello era una modernidad sin sentido, muy lejana del derechodivino, así que no tardó en volver al antiguo sistema en el que las clases pobres sufrían más quelas de los ricos. Tuvieron que pasar muchos años, casi veinte, para que entrara en razón. Antes demorir, en 1832, y como regalo de cumpleaños para María Cristina, suspendería la condena porahorcamiento e impondría la del garrote como único castigo.

Las clases seguían existiendo y él era un hombre tradicional. Podía admitir que se igualara elsufrimiento, pero había que hacer distingos, no fuera el pueblo llano a creerse lo que no era, asíque en el decreto decía que en «la gran memoria del feliz cumpleaños de la reina, mi muy amadaesposa, y vengo a abolir en todos mis dominios la pena de muerte por horca; mandando que enadelante se ejecute por garrote ordinario la que se imponga a personas del estado llano; en garrotevil la que castigue delitos infamantes sin distinción de clase; y que subsista, según las leyesvigentes, el garrote noble para los que correspondan a la de hijosdalgo».

La única diferencia entre una muerte vil y las demás consistía en la forma de trasladar alpreso ante el aparato de tortura y en si la ejecución se hacía con más o menos público. Pero eltérmino vil acabó imponiéndose para todo tipo de ejecuciones, porque, a decir verdad, pocos eranlos hidalgos que morían.

Por más que Fernando VII se empeñara, las cosas estaban cambiando y él no podía imponer elsistema absolutista de sus antepasados. Así que, cuando en 1820 funcionó el levantamiento deRiego, a él no le quedó más remedio que agachar la cabeza y aceptar lo que esos militaresgolpistas le reclamaban: hechos tan importantes como la suspensión del tribunal de la SantaInquisición o la reinstauración de la antigua Constitución.

El rey Fernando VII tuvo que someterse a tres años de libertad, los que fueron de 1820 a1823, con el corazón encogido y el cerebro rabioso. No perdió la oportunidad —cuando se lepuso por delante— de volver a su ser despótico, aunque eso supusiera pactar con aquellos quehabían sido el origen de los problemas de su pueblo: los franceses que lo habían encerrado. Al finy al cabo, él era un Borbón, su sangre era francesa y habría sido capaz de pactar con el propiodiablo con tal de recuperar el poder perdido.

Los franceses le devolvieron a Fernando VII su trono absolutista y la capacidad de hacer ydeshacer a su antojo. Pero el Vaticano, cansado de las derivas golpistas que veía en España ypreocupado por el ejemplo, le pidió al rey que, por primera vez, dejara su rencor de lado y sededicará a reinar sin tomar venganza. Y el rey, sorprendentemente, lo aceptó. Hay historiadoresque piensan que esta extraña benevolencia vino gracias a la mano de María Cristina, de la que se

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dice que Fernando estaba verdaderamente enamorado. O que, al saber que su hija era mujer,necesitaba el apoyo de los liberales para que pudiera reinar y por ello dejó de perseguirlos contanta saña.

No obstante, si bien el rey ya no mandaba a la horca a todos, tenía viejos rencores de los queno se iba a olvidar tan fácilmente. Y así el rey mandó ejecutar a dos de las figuras más importantesde sus opositores: Juan Martín el Empecinado y Mariana Pineda. Al primero, líder de la guerracontra los franceses, lo mandó al exilio en 1823. Pero luego cambió de opinión y un año despuésle pidió que regresara, después de prometerle que lo había perdonado. Fue ahorcado en Burgos. Ala segunda la mandó al garrote por haberse atrevido a bordar una bandera republicana.

Fernando VII tenía el poder en sus manos y no estaba dispuesto a que nadie le dijera lo quedebía hacer. Se suspendió la Constitución y el rey se arrellanó en un trono desde el que gobernabacon el mismo interés que un viejo entomólogo que observa cómo se matan las hormigas de unhormiguero sin intención de tomar notas. Además, reinstauró la Inquisición. La última víctima fueun profesor valenciano acusado de hereje en 1826. De nada le sirvió que hubiera luchado contralos franceses, pues el olvido de Fernando VII era rápido y su odio, largo. Fue ahorcado encima deun barril. Una vez muerto, lo metieron dentro de dicho barril y le prendieron fuego. Pero éste eraun crimen de la Iglesia, no justicia del rey; él podía volver a sus verdaderas preocupaciones: lacomida, las mujeres y sus amigos.

Ni el pueblo quedó satisfecho con el cambio, ni tampoco lo hizo el sector más radical, que noentendía que el rey hubiera amnistiado a los golpistas —aunque forzado por las potencias de laSanta Alianza— o que hubiera introducido reformas hacendísticas que gravaban los bolsillos delas clases pudientes. Así que Fernando VII ya no sólo tendría que acallar a los intelectualeslibertarios que no estaban de acuerdo con la vuelta al Antiguo Régimen, sino también a los másabsolutistas, que empezaron a protagonizar conspiraciones diversas y crearon un verdadero grupoparamilitar: los cuerpos de voluntarios realistas.

En 1826 apareció el Manifiesto de los Realistas Puros, en el que se denunciaba que tanto losministros como el rey habían traicionado los principios de la religión y del trono. Por lo que, en1827, al rey no le quedó más remedio que dejar a su camarilla y sus mujeres, y partir haciaCataluña para sofocar la denominada «guerra de los agraviados», en la que se aclamaba como reyal hermano de Fernando VII, Carlos. Carlos María Isidro, mientras tanto, se mantenía al margen.Él era un hombre paciente, su hermano era mayor y, tarde o temprano, el trono caería en susmanos.

El día que María Cristina llegó a Madrid, con su sombrero blanco y su vestido azul, el pueblooprimido vio en ella a una reina joven, abierta y feliz, y la posibilidad de redención del rey.Alguien capaz de hacer entender al monarca que su gente se moría, que España perdía una coloniadiferente todos los días, que no había industria, que la Iglesia poseía toda la tierra cultivable y quelas epidemias mermaban cada dos por tres las ciudades. Entre ellas, por ejemplo, el cólera, quepor más que las autoridades se empeñaran en echar balones fuera, como demuestra la Gaceta deMadrid de 1832, y dijeran que las víctimas de esta enfermedad eran sólo aquellos que pornaturaleza tenían un carácter colérico, se extendía con rapidez y llegaba incluso al Palacio Real;la culpa la tenía la escasa salubridad que se respiraba en las calles de la capital.

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El pueblo español ya había demostrado varias veces su ceguera; con las tres bodas anterioresdel rey, todos habían esperado lo mismo: cambios. Pero Fernando VII era terco y no se dejabaamilanar por sus mujeres. Resulta admirable su fuerza de voluntad, su persistencia en defraudarsiempre a diestra y siniestra.

Si María Cristina supuso para muchos la posibilidad de redención del rey, para otros tantosse convirtió en un verdadero dolor de cabeza. La presencia de la napolitana daba al traste conmuchos de sus planes. Si María Cristina se demostraba tan fértil como todo auguraba, laposibilidad de que el infante Carlos alcanzase el poder desaparecería. Y María Cristina nodefraudó. Había sido una buena elección como reina: ver, callar y quedarse embarazada. Ahorasólo era necesario esperar a ver si su futuro hijo era varón o mujer. «Un heredero, aunquehembra», decían tanto los más moderados entre los radicales, así como el pueblo llano, que temíael advenimiento del infante don Carlos y su tropa de nobles reaccionarios y sotanas.

El rey, para curarse en salud, poco después de conocerse el embarazo de la reina hizopublicar el 3 de abril de 1830 la Pragmática Sanción, en la que se abolía la prohibición borbónicade que las mujeres heredaran el trono. Y el 10 de octubre de ese mismo año nacería la infantaMaría Isabel, la primera de los muchos hijos que tendría María Cristina, que en una cosa no seequivocaba: sería tan fértil como su madre.

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Fernando VII

María Cristina no era el primer familiar con el que se casaba Fernando VII. En 1802, cuandotodavía tenía dieciocho años, lo hizo con su prima María Antonia de Nápoles. Se sabe, por lacorrespondencia que mantuvo con su madre, que María Antonia pensaba de él que era«enteramente memo, ni siquiera un marido físico y, por añadidura, un latoso».1 También leescribió a su primo, el archiduque de Toscana, sobre el día que lo conoció: «Bajo del coche y veoal príncipe. Creí desmayarme. En el retrato parecía más bien feo que guapo; pues bien, comparadocon el original, es un adonis».2 Su primera mujer no vio en él ninguna virtud: ni física ni decarácter. Un criterio que compartiría con las otras tres mujeres de Fernando VII.

Dice de él el marqués de Villaurrutia que Fernando VII «era reservado y frío, insensible atodo afecto, incluso al de sus padres, de instintos crueles y sin que tuviera en su corazón cabida laclemencia». A una naturaleza poco agraciada habría que sumarle una educación retorcida, la deEscóiquiz: empeñado en inculcar a su discípulo en el arte de la tergiversación y la ambicióndesmedida. Era un firme admirador de las enseñanzas de Maquiavelo, y eso fue lo que le aconsejóa su discípulo: traicionar a quien hiciera falta para poder alzarse con el poder.

No acaban aquí las desgracias de María Antonia de Nápoles. En una de las cartas de sumadre, ésta se quejaba de la infelicidad de su hija, que, después de un año de casada, todavía nohabía consumado su matrimonio. Diría: «Es un tonto que ni caza ni pesca, no se mueve del cuartode su infeliz mujer, ni es siquiera animalmente su marido».3 Para que se despertara el deseosexual del todavía príncipe, fue necesario que intervinieran dos personas. En primer lugar, elconfesor de la princesa. Y en segundo lugar, un afamado curandero madrileño que, a base detisanas y masajes, consiguió lo que su mujer no había logrado.

Pero María Antonia poco pudo disfrutar de este Fernando VII renacido. Se sentía atrapada enuna corte en la que nadie hacía nada de provecho, salvo Godoy y la reina María Luisa. Una cortepacata y donde la educación era un demérito. No es de extrañar que la insignia nacional fuera«Lejos de nosotros la funesta manía de pensar». La reina María Luisa no perdía ocasión deinsultar a su hijo, tildándolo de «marrajo cobarde», y a su nuera, por un vestir poco acorde con lasobriedad española.

María Antonia lloraba y rabiaba a solas en su habitación. Tanto es así que las dos criadasque había traído de Nápoles le decían que iba a volverse loca. La reina María Luisa, tal y comoconsta en la correspondencia que mantuvo con Godoy, no perdía la oportunidad de fastidiar a sunuera, «la diabólica sierpe». Le prohibió dar paseos por el jardín del palacio de Aranjuez, sopretexto del calor. Y veía con malos ojos las aficiones de la mujer de su hijo, como la lectura y lamúsica. En una de estas cartas, la reina le escribiría a su amante Godoy: «Soy mujer, aborrezco a

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todas las que pretenden ser inteligentes, igualándose a los hombres, pues lo creo impropio denuestro sexo».4 Y no tardó la reina en deshacerse de las dos damas de retrete napolitanas que eranla única compañía de la princesa.

El odio de María Luisa y de Godoy estaba motivado también por otra razón. María Antonia,Toto, no había sido educada como los Borbones. Su madre no sólo le había enseñado a amar lasartes, sino a disfrutar con la política. Por ello, a pesar del escaso cariño que le profesaba a sumarido, montó lo que se conocería como el «partido fernandino»: un grupo de nobles dispuestos aapoyar a Fernando VII con tal de quitarse de encima a Godoy. Mientras tanto, Fernando VII, ajenoa todo lo que no fuera el sexo, corría a desquitarse en los lupanares de Madrid. Y pronto fueconocida en todo el reino su incapacidad para controlarse.

Tras dos abortos, María Antonia murió de tuberculosis cuatro años después de habercontraído nupcias. Y, aunque con ella parecía desaparecer el principal escollo del amante de lareina, los fernandinos siguieron conspirando en la sombra, con Escóiquiz al frente. Porque, si bienla princesa siempre había desconfiado de él, no tardó en pedirle al corso que los ayudara adeshacerse de Godoy.

Ni sus padres ni sus allegados decidieron perder un segundo más: al día siguiente de lamuerte de su primera esposa, ya le estaban buscando sustituta. Y, sin embargo, tuvieron que pasardiez años para que Fernando VII, ya rey de España, volviera a contraer matrimonio con otrofamiliar suyo: en esta ocasión, una sobrina, la hija de su hermana Carlota.

Tras la vuelta de su cautiverio en Valençay, donde el rey se había impuesto el celibatoesperando que Napoleón le concediera la mano de alguna de sus familiares, Fernando VII volvió alas andadas. A él no le gustaban las mujeres de su corte. Tal como le había sucedido a su madre,desconfiaba de la inteligencia femenina. Así que, con sus compañeros de correrías, el duque deAlagón —Paquito de Córdova, noble, exclérigo y guardia de corps— y Pedro Collado —Chamorro, de profesión aguador en la fuente del Berro—, salían los tres por la noche a losarrabales de la ciudad y se beneficiaban a toda mujer que se pusiera a su alcance.

No obstante, por el temor a que el infante don Francisco, su hermano pequeño, heredara laCorona, acabó concertando su matrimonio y el de su hermano Carlos con el rey de Portugal. Unavez más, el rey Fernando se casaría con miembros de su propia sangre: otra sobrina, la hija de suhermana mayor.

María Isabel de Braganza era poco agraciada. Tanto es así que alguien colgó en la puerta depalacio un anuncio que decía: «Fea, pobre y portuguesa… ¡chúpate esa!». Porque quizá la buenamujer no fuese muy hermosa: tenía ojos saltones y párpados caídos, una boca enana y un cuerpolánguido; pero, sin duda, era mucho más guapa que su marido: el hombre de la nariz grande,cejijunto y contrahecho. Además de mucho más culta: a ella le debemos la creación del Museo delPrado. Sostiene la historia que, por esta mujer, Fernando VII sí que albergó cariño. Eso no fueóbice para que se comportara como sólo él sabía. Y como prueba, dos ejemplos.

Fernando VII seguía saliendo todas las noches, con la compañía de Chamorro y de Paquito deCórdova, a la casa de Pepa la malagueña, una mujer que iba tan corta de ropas como de linaje.Madrid era una ciudad sucia en la que los cerdos y las gallinas cruzaban las calles por encima delos ríos de aguas fecales que se formaban en las callejuelas oscuras. Al llegar la noche, losvecinos escondían a sus animales en sus casas y dormían abrazados a ellos por el calor y para queno se los robasen. La guardia estaba más preocupada en detener y matar a los opositores de

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Fernando VII, los temidos liberales, que en controlar a las clases populares. La gente, esa mismaque había conseguido traer a Fernando VII de su encierro en Valençay, se moría de hambre.España acababa de salir de una guerra con los franceses que la había desangrado. Las tropas deNapoleón no habían dejado cabeza viva de ganado por donde habían pasado. Para colmo demales, los ingleses, supuestos aliados del pueblo español, habían destruido en su retirada lafloreciente industria textil castellana. La capital era una ciudad de vagos y maleantes; de soldadosque, después de la guerra, se habían quedado sin oficio ni beneficio. Además, su escasa formaciónno ayudaba a encontrar nuevas tareas para ellos. Y a esta población habría que sumar la deaquellos que regresaban de las Indias, pobres hombres en su mayoría. Porque los regresados noeran los de la clase pudiente: ésa no suele moverse de allí donde tiene beneficios cuando cambianlos regímenes, cuando lo único que tienes que hacer es jurar lealtad a los nuevos gobiernos; sinodesubicados que ni eran de allí ni de aquí y que lo único que compartían con sus connacionalesera el hambre universal. Así que escasos eran los afortunados los que podían dormir abrazados aun cerdo cuando llegaba el frío de la noche.

Las callejuelas se llenaban de sombras y los pocos con buenas intenciones que lastransitaban lo hacían agarrados a su bolsa o a un arma con la que defenderse. Fernando VII notenía nada que temer. Él iba bien armado y sus intenciones no eran nada buenas. Y, aunque su pasoera lento, porque estaba gordo y la gota le impedía hacer demasiados movimientos, él iba encarros cerrados con las cortinas echadas, porque tanta miseria le incomodaba.

A María Isabel de Braganza se le llevaban los demonios con las correterías nocturnas de sumarido. Ella era sumisa, quería agradarle. Y ya no sabía qué hacer. Así que le preguntó a suscamareras cómo eran las mujeres que le gustaban a su marido. Una noche, cuando ya despuntaba elamanecer y Fernando VII regresaba borracho y feliz, María Isabel lo aguardó en su misma alcoba.Llevaba un traje de manola que se había hecho confeccionar y en el que no se sentía muy a gusto:enseñaba demasiado y tanto volante le parecía ridículo. En el pelo negro se había trenzado unosclaveles. Y ocultaba su cara maquillada tras un abanico con volantes.

Hay que imaginar los pensamientos de la reina aquella noche. Educada para llevar oropeles,para que la sirvieran, para que la escucharan… Un ejemplo para su pueblo. Y ahora estaba vestidade prostituta, con ropas que ni sus criadas se pondrían. Pero todo por el bien de su matrimonio.Aguardó durante horas, sin dormirse y sin mirarse en el espejo, no fuera a cambiar de opinión.Porque le había costado mucho conseguir esa ropa sin que nadie se enterara. A veces se retocabael maquillaje. Pero el rey tardaba en llegar. Iba a ser una noche larga.

Por fin oyó los caballos y sus pasos que se acercaban. La reina se enderezó, se estiró lafalda, se colocó el pelo negro y los claveles, y escondió una sonrisa tras el abanico mientraspensaba en la cara de Fernando cuando la viera vestida así. El rey, al verla de esa guisa, tuvo queapoyarse en el baldaquino de la cama para no caer. No fue culpa de la borrachera ni de la gota quetrastabillara, sino del ataque de risa, que se oyó en todo el palacio, más allá del cuarto de guardia.La reina salió despavorida hacia sus habitaciones; y aprendió así a aceptar que su marido eracomo era: putero y desdeñoso.

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María Isabel tuvo una hija que apenas vivió unos meses. No importaba: lo que de verdad quería elrey era un varón. Así que, a pesar de su lujuriosa vida fuera de palacio, siguió acudiendo al lechode su mujer hasta que la dejó embarazada. Cuando el embarazo estaba a punto de llegar a término,ya se vio que había algo que no iba bien. Afortunadamente, el médico de la reina estaba avisado.Desde que el rey supo que iba a ser padre, lo había advertido de que, si iban mal las cosas, quesobre todo salvara al hijo. El médico, que era un hombre de palabra, así lo hizo.

Cuando la reina se puso de parto vio que, por más que empujaba, de allí nadie salía. La reinaiba perdiendo las fuerzas y el médico se planteó entonces hacerle una cesárea. Se lo consultó alrey, que esperaba fuera. Y, una vez que le hubieron explicado en qué consistía este procedimiento,se mantuvo firme en su decisión: «Haga todo lo que sea menester, pero salve al niño». Y se sentóde nuevo, que estar de pie era malo para su gota. El cirujano, que por algo lo era, esperó a que lareina estuviera muerta para sacarle entonces al vástago real. Con el bisturí, rajó el estómago de lapobre María Isabel. Y en éstas estaba cuando la reina dio un chillido. Había sufrido una alferecía,una pérdida de conocimiento voluntario que le había impedido seguir empujando. En el partomurieron madre e hija. Y aunque en el funeral se vio al rey muy afectado, todos sabían que sealegraba de que hubiera sido niña.

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La Granja

Es 18 de septiembre de 1832. Está nublado y las gruesas cortinas apenas dejan pasar la luz.Además, María Cristina ha pedido que retiren todos los relojes de la habitación. Quiere que sumarido, Fernando VII, muera en paz y que no pueda contar los minutos que le faltan. Nadie levantala voz. Ella misma tiene cuidado de que sus zapatos no taconeen y sus faldas no crujan. Esahabitación debe convertirse en una sala mortuoria.

El silencio total ha permitido escuchar las dos bofetadas que su hermana, Luisa Carlota, leacaba de arrear al ministro de Justicia: Calomarde.

—Señora, manos blancas no ofenden —dice él, y sus palabras vuelven a romper el silencio.Luisa Carlota desprecia a ese hombre; y lo primero que piensa es en lavarse las blancas

manos. Calomarde se ha llevado la suya a la cara. Si uno se fija con atención, podrá ver todavía elrastro de los dedos de la infanta sobre su mejilla izquierda. Ha sido una señora bofetada. Lasmanos de la infanta son grandes y rechonchas, muy poco reales. Y saben golpear. Se limpiadisimuladamente en la falda de su vestido.

La mejilla del ministro está mal afeitada: tiene unas pequeñas calvas y le salen varios pelosdel mentón. Esta mañana apenas ha tenido tiempo para asearse. No lleva abrochada la chaqueta y,en la manga, tiene uno de los bordados descosido. Todo en él es impaciencia y precipitación.

Pero el todavía ministro del rey sonríe con altivez, a pesar de que no aparta la mano de lamejilla. Sabe que todos en la habitación están atentos a sus gestos y que Madrid espera noticias.No quiere ser la comidilla de la corte. Debe mantener la compostura y sonreír, aunque quisierapoder lanzarse al cuello de esa mujer gorda que le acaba de arrear una torta delante de todo elmundo.

Si él no fuese ministro y ella no fuera la hermana de la mujer del rey, ya hubiera tenido sumerecido. Pero sabe guardar las formas y sigue sonriendo; sonríe como si le fuera la vida en ello.Y retira la mano y la mete en un bolsillo.

Él ya ha hecho todo lo que podía. Piensa en España y en que ya no hay remedio. Es unhombre inteligente. Vendrán guerras, y la culpa la tendrán esas dos mujeres: Luisa Carlota y MaríaCristina. Malditas mujeres. Desearía poder desterrarlas a todas muy lejos, que se las lleven aCuba. Incluso a su propia mujer, doña Juana Beltrán, de quien pudo separarse hace muchos años,pero que cada cierto tiempo vuelve a escribirle desde Zaragoza con alguna ocurrencia ridícula.

Calomarde no se considera un mal hombre: es alguien hecho a sí mismo. Sus padres eran muypobres y tuvieron que hacer un gran esfuerzo para que él tuviera estudios. Cree en el orden y enlas jerarquías. Para eso estudió leyes. Para que nada cambie. Para eso también convenció aFernando de la necesidad de crear una policía secreta. Y de que había que cerrar lasuniversidades para que no se contagiaran de los aires de libertad que venían desde Francia. Los

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reyes son los reyes, absolutos y plenipotenciarios. Y las mujeres tienen un papel en la vida:acompañar a sus maridos y cuidar a los hijos. Como su madre. Cuando los reyes pierden poder ycuando las mujeres se permiten opinar, el mundo se sume en el caos y empiezan las guerras. Laprueba es que su vida es mucho más tranquila desde que mandó a su mujer a vivir lejos. Ésa fuesiempre la debilidad de Fernando, piensa: siempre dejó que su mujer y la hermana de ésta seinmiscuyeran en asuntos de Estado.

La infanta Luisa Carlota se ha dado la vuelta y sale de la estancia. Desprecia a ese hombrevenido a más. Un pelota. ¿Ministro de Justicia? ¡Si apenas sabe hablar! El mejor desprecio esignorarlo. Ella, que es hija, prima y tía de reyes, no debería tener que tratar con esa chusma. No searrepiente de haberlo golpeado. Debería haber sido su hermana la que lo hubiera hecho, pero, yaves, siempre tan parada, menos mal que está ella para ocuparse de esas cosas. Ya sólo quedaponerle el sello al papel y sanseacabó. Calomarde será cosa del pasado.

Calomarde piensa en España y en lo que le va a decir a Carlos, el hermano del rey. LuisaCarlota piensa en su familia: en su hermana y en su sobrina, la futura reina Isabel; y en que quiereque se acabe todo este lío de la muerte de su cuñado para poder volver a Andalucía a descansar.

En quien nadie piensa es en Fernando, que está en la cama y huele fatal. El rey se muere ycasi podría decirse que ha empezado a pudrirse. Tampoco se queja. Su boca tiene un rictusextraño. Más que un rey, parece un trozo de carne. Su mujer, María Cristina, se ha alejado de él.Hace días que no soporta el olor. Sigue contando en su interior los minutos para poder enterrarlo.Que se muera, que se muera.

María Cristina ve a Calomarde parado en mitad de la habitación, y a su hermana pequeña,que ya ha salido por la puerta. Y por primera vez en mucho tiempo sonríe. Han ganado. Su sonrisaes discreta: ella tampoco quiere convertirse en el objeto de los cuchicheos de Madrid. Ahora queva a ser la reina regente, reina gobernadora, tiene que ser lo que le enseñaron: un modelo deconducta. Pura apariencia. Así que hace un esfuerzo y se acerca de nuevo a la cama de su esposo.Le coge la mano, se la acaricia. Piensa en la imagen que está dando a la posteridad. Nadierecordará lo mal que olía Fernando: recordarán esa bofetada y a ella, tan amantísima, tan buenasiempre, tan buena esposa.

—Calomarde, puedes retirarte. Quiero quedarme a solas con mi esposo.Él se marcha, al igual que todos los criados. María Cristina va corriendo a la ventana y

aparta las cortinas. Necesita aire. Quiere respirar. Observa los jardines de La Granja y el frío airesegoviano se le cuela en la nariz. Lleva el olor de Fernando metido hasta la garganta. Ella tambiénquiere lavarse las manos, como su hermana. Sobre todo la derecha, con la que sujetó la pluma deFernando para que firmara la Pragmática Sanción que volvía a instaurar la Ley Sálica: la ley queprivaba a su hija del derecho a ser reina, la ley que volvía a situar al infante don Carlos en eltrono.

Esta escena es la reconstrucción que se hizo el pueblo de un momento en el que estuvo en vilo sudestino. Una escena que Galdós, en sus Episodios nacionales, noveló de esta manera:

Cuando Calomarde entregó a la infanta el manuscrito, que tantos desvelos y fingimiento había costado a losapostólicos, Carlota no se tomó el trabajo de leerlo y lo rasgó con furia en multitud de pedazos. Con elmismo desprecio y enojo con que arrojó al suelo los trozos de papel, echó sobre la persona del ministro estas

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duras palabras, que no suelen oírse en boca de príncipes:—Vea usted en lo que paran sus infamias. Usted ha engañado, usted ha sorprendido a Su Majestad abusando

de su estado moribundo; usted, al emplear los medios que ha empleado para esta traición, ha obrado enconformidad con su carácter de siempre, que es la bajeza, la doblez, la hipocresía.

Rojo como una amapola, si es permitido comparar el rubor de un ministro a la hermosura de una florcampesina, Calomarde bajó los ojos. Aquella furibunda y no vista humillación del tiranuelo compensaba susnueve años de insolente poder. En su cobardía quiso humillarse más y balbució algunas palabras:

—Señora... yo...—Todavía —exclamó la Semíramis borbónica en la exaltación de su ira—, todavía se atreve usted a

defenderse y a insultarnos con su presencia y con sus palabras. Salga usted inmediatamente.Ciega de furor, dejándose arrebatar de sus ímpetus de coraje, la infanta dio algunos pasos hacia Su

Excelencia, alzó el membrudo brazo, disparó la mano carnosa... ¡Plaf! Sobre los mofletes del ministro resonóla más soberana bofetada que se ha dado jamás.

Todos nos quedamos pálidos y suspensos, y digo nos, porque el narrador tuvo la suerte de presenciar estegran suceso. Calomarde se llevó la mano a la parte dolorida, y lívido, sudoroso, muerto, sólo dijo conahogado acento:

—Señora, manos blancas...No dijo más. La infanta le volvió la espalda.Calomarde acabó para siempre como hombre político. Los apostólicos, cuando se llamaron carlistas, le

despreciaron, y el execrable ministril se murió de tristeza en país extranjero.1

Lo que no cabe duda es que, si Fernando VII hubiera muerto en esas jornadas en La Granja,su hermano habría heredado el trono. Y la culpa la habría tenido María Cristina, que habíaprivado a su hija de la posibilidad de reinar. Ella había sido la que, durante la enfermedad deFernando VII, había escuchado los consejos de Calomarde y de Alcudia, y había decidido que lomejor para España era evitar una posible guerra civil y que su hija no reinara.

¿Qué sentiría la reina en esos momentos? Había aguantado tres años a Fernando VII sólo paradarle un heredero. Toda su vida la habían educado para eso: ser madre de reyes. Y, sin embargo,en el primer momento de presión, cedía y dejaba que le arrebataran el poder, del mismo modo quelo había hecho Napoleón con su padre.

Entre los papeles de María Cristina se encuentra una relación que ella misma escribió tiempodespués para explicar su versión de los hechos. Tres años le habían bastado para enamorarse,según ella, del pueblo al que su marido nunca quiso. «El amor que tengo a esta nación y el deseode verla tranquila y feliz fue lo que me hizo tomar el ejemplo de la mujer cuyo hijo queríaSalomón hacer partir y que ella gritó: “No partir, no matarle, más vale a otra dárselo entero”.»Además, «iba a haber indudablemente guerra civil y, queriendo el bien de la nación, que es todomi anhelo, viéndola según me dijeron dividida en partidos, el de Carlos muy fuerte y el de losliberales, que siempre se echarían al lado más débil».2

María Cristina no estaba muy versada en temas de conspiraciones. Era extranjera y no sabíaen quién confiar, salvo en su hermana, que se encontraba lejos, en Andalucía. Se sentía perdida yescuchó a quien no debía: el embajador napolitano en la corte, Antonioni. Éste le dijo que habíaintrigas en los realistas y que «los guardias de corps [eran] muy malos todos, y que aunque habíatranquilidad en Madrid, siempre se temía una guerra civil al momento que Fernando muriese».

Antonioni le aconsejó a la reina que tomara a don Carlos como consejero. Pero don Carlosno se conformaba con el papel de consejero, ¡él buscaba reinar! No podía admitir ser un segundóno reinar a medias. Y ni siquiera se avino a casar a su hijo con la hija de María Cristina, la infanta

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Isabel, que sólo tenía dos años. Cuando se lo propusieron, dijo: «Esto sería para mí mucha honra,pero no podría mi hijo recibir nunca el trono por su mujer».

La reina, más perdida que nunca, terminó cediendo y acudió al lecho de su marido con plumay tinta para que Fernando VII, medio moribundo, firmara sin saberlo el papel en el que se poníafin a sus sueños de conseguir un heredero para el trono de España. Este decreto debía mantenerseen secreto. A los que apoyaban al infante don Carlos no les interesaba que los liberales pudieranintentar convencer a la reina. Y en el impensable caso en el que el rey se recuperara, éste podíadespertarse con su ánimo vengativo habitual y mandarlos a todos al garrote, sin importar si fueranoble o vil. Pero si hay alguien poco hábil en esta historia, y no sólo por el bofetón que le arreó lahermana de la reina, es el ministro Calomarde.

Calomarde era de los pocos amigos de Fernando VII y, aun así, apoyaba al infante don Carlossin fisuras. Durante años pudo mantener este doble juego sin que por ello peligrara su puesto. Y,sin embargo, que hiciera público al decano del Consejo de Castilla el decreto por el que sereinstauraba la Ley Sálica supuso una traición para ambos hermanos: para el rey y para elaspirante, que por algo eran Borbones y compartían genes parecidos.

Fernando VII se levantó de su postración con ganas renovadas. Mandó al exilio a Calomardey sustituyó a todos los capitanes generales que habían mostrado lealtad al infante Carlos por otrosque juraran lealtad a su hija y a su madre.

¿Cuál fue entonces el papel de la infanta Luisa Carlota? Seguramente, si no abofeteó a TadeoCalomarde no fue porque se lo impidieran las buenas costumbres o la educación, que bienflemática era ella cuando hacía falta, sino porque los caminos en aquella época eran lentos yresultaba imposible que pudiera llegar a tiempo desde Andalucía para que se produjera la escenaque ha quedado en el imaginario colectivo, en buena parte porque Galdós se empeñó en deificar aMaría Cristina y en ensalzar su figura cuando le colocó el sobrenombre de «la de los tristesdestinos». El destino de María Cristina fue, en realidad, de todo menos triste.

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Los hermanos del rey

Carlos María Isidro era la perfecta antítesis de su hermano. Había nacido cuatro años después, en1788. Y, como si reprobara el carácter libertino de su madre y de su hermano Fernando VII, no sele conocen amantes ni hijos ilegítimos. Él representaba la rectitud en una familia de moral dudosa:era el estandarte del deber.

Su aspecto físico tampoco se parecía al del primogénito. Tenía la nariz y la barbilla de losBorbones, pero allí donde en su hermano eran elementos contrahechos, en él demostraban ciertagallardía y nobleza. Poseía una frente ancha, ojos hundidos, pelo castaño y rizado, y un cuerpobien formado.

Los historiadores de la época no se ponen de acuerdo en cuanto a su carácter, porque todoadjetivo tiene su doble faz. Allí donde unos ven fanatismo (Galdós), otros ven tesón y empuje(Ferrer). Lo que no se debe dudar es que él siempre actuó creyendo que cumplía una misióndivina. Era inflexible en su carácter y tenía la rectitud o la inflexibilidad propias de laseducaciones militares, y el fervor y el fanatismo característicos de las educaciones religiosas. Sibien no era demasiado inteligente, apreciaba la cultura y las artes. Y tenía un código moral con elque no sólo juzgaba a todo el mundo, sino también a sí mismo.

Cuando Napoleón llevó presa a su familia para que abdicaran en su persona, él, como tercerheredero al trono, se negó a hacerlo. Tenía veinte años y no entendía la flaqueza de carácter de suhermano y de su padre. ¡Él no podía permitir que el trono español cayera en manos de un generalvenido a más! Por ello fue conducido al castillo de Marrac y luego a Valençay, donde seencontraba Fernando VII rindiendo pleitesía a Napoleón. En algunas de las cartas que elemperador corso desveló más adelante, Fernando VII decía:

Mi mayor deseo es ser hijo adoptivo de S. M. el emperador, nuestro soberano. Yo me creo merecedor deesta adopción, que verdaderamente haría la felicidad de mi vida, tanto por mi amor y afecto a la sagradapersona de S. M., como por mi sumisión y entera obediencia a sus intenciones y deseos. Además ansío salirde Valencey, porque esta habitación, que por todos lados se nos presenta desagradable, por ningún título noses correspondiente.1

Estas cartas llegaron a España. Napoleón mismo las hizo circular para que el pueblo españolsupiera quién era ese rey por el que se empeñaban en morir. Pero el emperador no tuvo en cuentavarios factores: en primer lugar, que el 75 por ciento de la población no sabía leer. En segundolugar, ese dicho español «Más vale malo conocido que bueno por conocer». Y en tercer lugar: lapervivencia de una mentalidad profundamente conservadora, que todavía pensaba que los reyespueden ser malos, pero son nuestros, necesarios y elegidos por Dios.

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Fernando VII no confiaba en su pueblo. Jamás pensó que España pudiera ganar la guerra. Ypor ello no sólo se arrastró tras las botas de Napoleón, sino que se negó a huir del encierro entodas las ocasiones en las que se lo propusieron, tanto los vascos como los ingleses. ¿Quépensaría el infante Carlos de la actitud de su hermano? Fernando era el futuro rey legítimo, perohabía abdicado y renunciado a sus responsabilidades. Había renegado de su pueblo. Y se pasabael día perdiendo el tiempo por el castillo, sin preocuparse por nada. No leía ni se ejercitaba. Nisiquiera cosía, como hacían otros de sus hermanos. Fernando VII era un indolente y Carlos MaríaIsidro lo sabía. Y, sin embargo, era el rey legítimo.

Por ello, cuando en 1814 los hermanos fueron libertados y Fernando VII fue proclamado rey,Carlos María Isidro estuvo a su lado. Con veintiséis años, el rey lo nombró general de losCarabineros Reales. Y dos meses después, capitán general y generalísimo de los ejércitos reales.En sus manos dejaba, pues, no sólo la defensa de su país, sino también la de su persona.

A partir de entonces pudo acudir a las reuniones de los Consejos y, cuando Fernando VIIfaltaba, ocupaba su lugar. Carlos María Isidro estaba satisfecho. Veía que España se conducía porla buena senda: con mano de hierro para guiarla y buenos confesores que le perdonaran suspecados. Además, contrajo matrimonio con quien sería la horma de su zapato: su sobrina, lainfanta María Francisca de Braganza. Y con ella tuvo tres hijos. Ya era lo que siempre habíadeseado: un padre de familia, un hombre recto y un militar. Y con la ayuda de su mujer, que nodudaba en manipularlo, también se había convertido en un político. Galdós los describiría así:

Hizo Calpena mental paralelo entre su tocayo Narizotas y el llamado Pretendiente, llegando a la conclusióntriste de que si hubiera un infierno especial para los reyes, en el más calentito rescoldo de este tártaro regiodebían purgar sus pecados contra la humanidad estos dos señores, que simbolizando la misma idea, por lasupuesta ley de sus derechos mataron o dejaron matar tal número de españoles, que con los huesos deaquellos nobles muertos, víctimas unos de su ciego fanatismo, inmolados otros por el deber o en matanzas yrepresalias feroces, se podría formar una pira tan alta como el Moncayo. En todos los países, la fuerza de unaidea o la ambición de un hombre han determinado enormes sacrificios de la vida de nuestros semejantes; peronunca, ni aun en las fieras dictaduras de América, se han visto la guerra y la política tan odiosa yestúpidamente confabuladas con la muerte. La historia de las persecuciones del 14 al 20, de la reacción del24, de las campañas apostólicas y realistas, así como del recíproco exterminio de españoles en la guerradinástica hasta el Convenio de Vergara, causan dolor y espanto, por el contraste que ofrece la grandeza de tanextraordinario derroche de vidas con la pequeñez de las personas en cuyo nombre moría o se dejaba matarciegamente lo más florido de la nación.

Considerados en lo moral, grande era la diferencia entre Fernando y Carlos, pues la bajeza y sentimientosinnobles de aquél no tuvieron imitación en su hermano, varón puro y honrado, con toda la probidad posibledentro de aquella artificial realeza y de la superstición de soberanía providencial. Trasladados los dos a la vidaprivada, donde no pudieran llamarnos vasallos ni suponerse reyes cogiditos de la mano de Dios, Fernandohubiera sido siempre un mal hombre; don Carlos, un hombre de bien, sin pena ni gloria. En inteligencia, alláse iban, ganando Fernando a su hermano, si no en ideas propiamente tales, en marrullerías y artes de la vidapráctica. Las ideas de don Carlos eran pocas, tenaces, agarradas al magín duro, como el molusco a la roca, conel conglutinante del formulismo religioso, que en su espíritu tenía todo el vigor de la fe. De la piedad deFernando no había mucho que fiar, como fundada en su propia conveniencia; la de don Carlos se manifestabaen santurronerías sin substancia, propias de viejas histéricas, más que en actos de elevado cristianismo. En susreveses políticos, no supo Fernando conservarse tan entero como cuando ejercía de tiranuelo, comiéndoselos niños crudos; don Carlos mantuvo su dignidad en el ostracismo y en la mala ventura, y acabó sus díasamado de los que le habían servido. Fernando se compuso de manera que, al morir, los enemigos le aborrecíantanto como le despreciaban los amigos.2

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Cuando en 1820 tuvo lugar la revolución liberal de las Cabezas de San Juan que obligaría alrey a jurar la Constitución de 1812, Carlos María Isidro tuvo que morderse los puños. ¿Cómo seatrevían aquellos desarrapados a atacar el poder divino? Su mujer era de su misma opinión: si lamonarquía seguía esa deriva, qué sería de su país. Pronto estarían gobernando los labriegos.Cualquier persona se creería con derechos para hacerlo todo. Firmar aquella Constitución suponíaacabar con el orden establecido. Si no hacían algo, llegaría el apocalipsis.

Carlos María Isidro empezó su peregrinación por tierras andaluzas, buscando partidarios delAntiguo Régimen. Afortunadamente, los franceses enviaron en 1823 a los Cien Mil Hijos de SanLuis, que acabaron con aquella locura que quizá hubiera conducido al país a una nueva guerracivil. Pero la semilla ya estaba sembrada. Los potentados y nobles andaluces empezaron avislumbrar en Carlos lo que necesitaban: un rey con criterio, rectitud, defensor de sus valores yvaliente. Y así, sin que el infante los autorizase, empezaron a levantarse contra el rey con la ayudade los generales franceses como Adame, Bessières… Querían acabar con Fernando VII, que loshabía defraudado, y poner en su lugar al que consideraban que sería lo que España necesitaba: unmonarca a la antigua, una religión fuerte, una división clara entre estamentos.

Carlos María se dejaba querer. No tomaba partido abiertamente, pero, como dice el marquésde Miraflores, el infante no era «un príncipe que simple y sencillamente aspira a ocupar untrono… es, y lo es desde 1827, la cabeza de un partido». Así, si desde 1824 sus seguidoresempiezan a denominarse carolinos o carlinos, a partir de 1826 se llamarán directamente carlistas.Carlos, como jefe de un partido político, sólo esperaba que le tocara su turno para gobernar. Ycon un rey sin descendencia, eso podía ser pan comido.

A pesar de que María Luisa de Borbón y Parma tuvo catorce hijos, sólo siete llegaron a edadadulta. Y de ellos, sólo tres eran varones. Los dos primeros eran Fernando y Carlos María. Eltercero y menor de la prole fue Francisco de Paula Antonio. Como sucedió con todos sushermanos, pero quizá en mayor medida con él por ser el benjamín, siempre se especuló con que enrealidad fuera hijo del amante de su madre: Godoy. Pero no existen más pruebas de esto que lasupuesta confesión de la reina que, en su lecho de muerte, le habría dicho a su confesor queninguno de sus hijos era legítimo. Si existe mayor encarnizamiento con su figura fue por culpa delos carlistas, que siempre criticaron la posición liberal del infante Francisco, y por la opinión ydel marqués de Villaurrutia, quien, quizá por su odio hacia Alfonso XIII, decidió denigrar a todala familia.

Por ser el pequeño, fue el favorito de su madre y recibió una educación totalmente diferente ala de sus hermanos mayores. Si a Fernando se le descuidó la educación, porque iba a ser rey y loúnico que debía aprender era a Maquiavelo, y si a Carlos se le formó en la guerra y en la religión,en Francisco primó un nuevo tipo de educación que se estaba extendiendo por toda Europa: lapedagogía de Pestalozzi, basada en el Émile de Zola, que potenciaba las cualidades innatas de losniños. Fue Godoy el que convenció a la reina para que lo adoptara.

Durante el encierro francés, don Francisco era un joven que vivía ajeno a las intrigaspalaciegas. Mientras encerraban a sus dos hermanos en Valençay y después de que Carlos IVabdicara, él siguió a sus padres a Fontainebleau, Roma y Marsella. Sus padres deseaban hacer deél un religioso o un militar, pero Manuel Godoy no se alejaba de palacio y don Francisco no lo

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soportaba. Así que le pidió a Fernando VII que lo reclamara a su lado para ingresar en la vidamilitar y alejarse de la promesa de nombrarlo cardenal que le había hecho el propio papa. A pesarde que la reina se desgañitó, empeñada como estaba en mantenerlo a su lado y que contrajeramatrimonio con una de las hijas de Godoy, tuvo que ceder ante la orden de Fernando VII. Y donFrancisco empezó a preparar su marcha hacia España. Pero saltó el escándalo.

Francisco tampoco era especialmente agraciado: la misma nariz prominente, la barbilla avanzada,cejas amplias sobre ojos pequeños. Pero había algo en su persona que demostraba simpatía ybonhomía. Era un hombre al que le gustaba disfrutar, aunque a veces no escogiera a las mejorespersonas con las que hacerlo. Poco antes de cruzar la frontera de España con Francia, FernandoVII ordenó que se detuviera la comitiva y que bajo ningún concepto se dejara entrar a su hermanoen el reino. A todos sus familiares les había llegado la misma misiva lacrada por la diplomaciaromana: el secreto de Francisco había salido a la luz. Si lo sabían ellos, poco tardarían enconocerlo el resto de Europa. Su madre se dio cuenta de que no era el niño inocente que ellacreía. Don Carlos pensó que en realidad estaba aquejado del mal que corría en sus hermanos.

Y lo que le molestó a Fernando fue que pusiera en entredicho el buen nombre de su familia.Que el resto de las monarquías supiera de las correrías de su hermano, quien, en vez de hacercomo él —buscar mujeres en los arrabales—, había tenido la desfachatez de liarse con la amantede uno de sus criados. Y encima de ponerle una pensión que salía de su propio bolsillo.Claramente, su hermano era un inepto. ¿No sabía que cuando uno es noble puede hacer lo que sequiere siempre y cuando nadie se entere?

Sólo el antiguo rey se atrevió a mediar y a pedir clemencia por su hijo. Le decía que tenía«mucha razón para estar quejoso de Francisco Antonio, y te sobra para impedir que vaya porahora a España. Vargas me lo ha demostrado, y él, con su sagacidad y buen modo, ha hecho que tumadre misma haya aprobado tu deliberación».3 Pero que, por favor, le permitiera ayudarlo.

Se siguieron jornadas angustiosas para el infante. No podía volver sobre sus pasos: no queríaenfrentarse a la ira de su madre. Y su hermano no le permitía moverse de allí. Por la cercanía delos Pirineos, tenía frío. Y pasaba las horas muertas pintando al lado de la chimenea. Le dijo aFernando que haría lo que le pidiera, que se haría clérigo si se lo requería. Pero que, por favor,tomara una decisión. Nadie creía en su inocencia. Y él tampoco. Porque era cierto que se habíaacostado con esa mujer. Que se había dejado seducir por ella. Y que no había vigilado a su criado,Arana, aquel que precisamente había introducido a esa mujer en la corte y había malversado losfondos utilizando su sello sin permiso.

Al final todo tuvo un final dichoso: la mujer no estaba embarazada. Y sin niño, no hay frutodel pecado. Fernando le permitió moverse a cambio de que no fuera a España durante un año, eltiempo que consideraba necesario para que todo el mundo olvidase el escándalo. Pues, aunqueviajaba de incógnito, todo el mundo sabía quién era y en todas partes era recibido como elhermano del rey de España.

Hay historiadores que creen ver en este viaje el germen de las ideas liberales de Francisco.Sin embargo, otros, como Antonio Manuel Moral Roncal, las niegan.4 Sea como fuere, es ciertoque en Europa se respiraban mayores aires de libertad, y que el infante tenía una mente curiosa y

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abierta al arte, lo que le hizo entrar en contacto con escritores, dramaturgos y artistas que huían delas formas clásicas.

Tras un año de vagar por las cortes de Francia, Países Bajos, Prusia, Sajonia y Austria,Fernando le permitió entrar en España. Y le dio el título de consejero de Estado; le otorgó elhábito de las órdenes de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa; le asignó una servidumbre queestuviera bajo su control y una serie de habitaciones en el Palacio Real. Además, se encargó debuscarle mujer. Fernando VII decidió que contrajera nupcias con la sobrina de ambos: LuisaCarlota de Borbón.

Una vez más, igual que le había sucedido a su hermano Carlos, Francisco vio su vida girar enmanos de su mujer. Luisa Carlota no era una pusilánime y no iba a dejar que otros guiaran sudestino. Y así, cuando en 1820 se instaura el trienio liberal, don Francisco vio su popularidadaumentar sin freno gracias a una fama, seguramente injustificada, de que era de los suyos y queestaba en contra de las opiniones rígidas de Fernando y de Carlos.

La verdad es que Francisco nunca hizo nada que pudiera abonar esta opinión. Pero, comodice el dicho: cría fama y échate a dormir. Son diversos los factores que propulsaron que losliberales encontraran en él la imagen de guía que necesitaban, sin que Francisco fueranecesariamente un liberal: por ejemplo, la propuesta en la que Francisco pedía al rey una amnistíageneral que permitiera atajar insurrecciones o que las Cortes decidieran abolir el decreto que lohabía excluido de la línea de sucesión. Esto hizo creer a la gente que don Francisco era un hombremucho más abierto que Carlos, que las Cortes —el único órgano elegido por el pueblo— loapoyaban y que era un posible rey con el que se podía negociar. Su mujer napolitana se encargó defavorecer esta visión de su marido. Le convenía perfectamente encarnar el papel de lideresa deuna facción enfrentada a la portuguesa, a la que odiaba con todas sus entrañas.

Francisco se vio atrapado entre dos aguas. Ya conocía la ira del rey y no quería enfrentarse aél, ni que lo viera como un traidor. Y así, el 29 de octubre de 1823, después de que el reyrestaurara el régimen conservador que daría paso a la década ominosa, el infante le escribe aldirigente de los voluntarios realistas: «Viva el rey absoluto sin cámaras ni luto». Y añade:«Gracias a Dios que estamos libres de la inmunda canalla; mas unos pícaros tunantes han queridoen Madrid hacer creer que yo era liberal…». Además, le escribió a Villèle, presidente delConsejo de Ministros francés, para que le permitiera salir de España y alejarse de tantasconspiraciones.

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Los mismos perros con distintos collares

No se sabe si llevaba tiempo esperando ese momento o si el enfrentamiento con Calomarde dotó aMaría Cristina del aplomo suficiente como para hacerse con el poder. Aun así, hasta que sumarido se recuperara por completo, ella habría de llevar las riendas de la nación. Y no tardó entomar la iniciativa: si bien no había nacido para reinar, sí que lo había hecho para gobernar. Hastael último de sus días, querría controlar todo lo que tuviera a su alcance.

La primera medida que tomó María Cristina fue la de la separación de las autoridadesmilitares y civiles que se hallaban al frente de las provincias. Y la segunda, y mucho másimportante, fue que llamó a todos los capitanes generales para que se extinguieran los voluntariosrealistas: eran hombres normales armados que, igual que había sucedido durante la Revoluciónfrancesa, se habían alzado para luchar contra el extranjero. La Junta de Cádiz los habíadenominado «milicianos nacionales». Fernando VII pronto olvidó que, gracias a ellos, habíapodido recuperar su Corona. Cuando Riego dio el golpe que obligaría al rey a retractarse demuchas de sus posturas, lo hizo con la ayuda de los voluntarios realistas: un grupo armado sinformación militar. Fernando VII tuvo que reconocerlos, no le quedó otra, aunque solía repetir queeran los mismos perros con distintos collares.

Cuando María Cristina llegó al poder, destruyó todos aquellos organismos que pudieranhacerle sombra. Pero necesitaba aliados en un país del que tampoco debía fiarse mucho, y losmejores podían ser los del partido liberal. Los conservadores estaban descartados, porque lamayoría de ellos ya había optado por el hermano del rey. Así que, con un espíritu falsamenteaperturista, ordenó la reapertura de las universidades que Calomarde había cerrado. Además,amnistió a ese partido que durante nueve años su marido había perseguido y ajusticiado sinpiedad. Muchos de los liberales que habían huido a Francia o a Inglaterra pudieron volver a sushogares. Y con ellos, lo hicieron nuevas ideas y vientos de libertad. María Cristina volvía a serpopular entre el pueblo. Aunque ella, a la sombra y aconsejada por su propia camarilla, mandóque se vigilara a todos aquellos que en algún momento habían osado levantarse contra su marido.

A su lado tenía una figura que sería esencial: Cea Bermúdez. Este diplomático había sidonombrado secretario de Estado en 1824, tras la revolución de Riego. Sin embargo, por su abiertaoposición al grupo más radical, los ultramonárquicos o ultrarrealistas, fue enviado a Londres,donde se le encargó vigilar a los liberales exiliados.

María Cristina vio en él exactamente la figura que necesitaba: alguien que podía ayudarla aconseguir apoyos para su hija. Cea Bermúdez era sabio y no iba a permitir que el pueblo pensaraque la nueva regente iba a emprender unas políticas muy distintas a las de su marido. De ahí que,en cuanto fue nombrado ministro de Estado, mandó una circular que decía que la reina «se

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declaraba enemiga irreconciliable de toda innovación política o religiosa». Fernando VII seguíamuy grave, pero había que dar la sensación de que podría volver a levantarse en cualquiermomento mientras se preparaba su sucesión.

Además, Cea y la reina comenzaron a tomar medidas para reconocer la independencia dealgunos de los países de América y nivelar el nivel de gastos del Estado, una maquinariademasiado obsoleta. Para ello era necesario convocar una reunión de las Cortes que aglutinara atodos los políticos importantes de la época, a todas las facciones y a todos los gobernantes. Ymuchas cosas hubieran podido solucionarse entonces si Fernando VII, como una momia quevuelve a la vida, no hubiera recuperado la salud. María Cristina fue destituida de la noche a lamañana y su camarilla, disuelta. Y el proyecto de reunión, eliminado de cualquier agenda.Fernando reinaba con guante de hierro.

Imaginemos a ese rey viejo, cojo y gotoso. Tiene la cara verduzca. La tripa, antaño reciacomo un buque, le cuelga ahora como un badajo. Grandes ojeras y el pulso tembloroso. Sinembargo, no le tiembla la voz cuando dice: «Pues, carajo, no habrá Cortes ni así ni asado. Y todoel mundo se ha de joder».

Así que las Cortes que se convocaron con el objeto de reconocer y jurar a Isabel como futurareina no contaron más que con la presencia de los cuatro apoyos del rey. El infante don Carloshabía sido enviado a Portugal, pero Fernando VII insistió en que viniera a jurar a Isabel. El infanteexcusó su presencia y, de hecho, envalentonado por el número de apoyos que recibía, que nodejaba de crecer, mandó una carta a su hermano en la que le mostraba su descontento ymanifestaba su oposición. Su sobrina, según él, no era la legítima heredera.

A aquella reunión de Cortes vinieron muchos enviados extranjeros. Era necesario que elmundo supiera quién iba a ser la siguiente reina de España. No obstante, Carlos también les hizollegar una copia de la carta que le había enviado a su hermano. Fernando montó en cólera. Debíasacar a su hermano de Portugal, donde se había atrincherado, y mandarlo a un lugar más seguro:allí donde pudiera vigilarlo sin temor. «Mi muy querido hermano de mi corazón», le escribió. Ycontinuaba con una misiva en la que le manifestaba su enorme preocupación por la epidemia queasolaba Lisboa. Le decía que lo más seguro para él y su familia era que se marchara a los EstadosPontificios. Y para facilitarle el transporte, le enviaría un buque de guerra.

Don Carlos jamás saldría de Portugal con el rey Fernando en vida. Las relaciones de Españay Portugal eran complicadas. En 1826, el rey portugués murió envenenado por arsénico. Dejócomo heredero a su hijo, don Pedro, pero éste optó por ser emperador de Brasil, que acababa deindependizarse, y legó la Corona portuguesa a su hija María de la Gloria, de sólo siete años.

Como si de un calco de la historia de España se tratara, enseguida el hermano del rey —donMiguel— reclamó que la Corona le pertenecía a él y no a su sobrina. Estaba apoyado por lafacción más absolutista, la que representaba los ideales más conservadores. Los partidarios de lanueva reina, el sector más liberal, reclamaron ayuda a Inglaterra, que mandó sus tropas a Lisboa.

Pero España, con Fernando VII en el poder, era especialmente cerril. El rey montó en cólera.¿Cómo se atrevían los liberales a adueñarse del poder? ¿Cómo se atrevían a imponer un nuevorégimen político que separara al rey de sus poderes? Fernando VII no cabía en sí de rabia. Sucamarilla estaba acostumbrada a sus arrebatos. La papada le temblaba como si fuera un flan y lacoronilla se le enrojecía.

—Que envíen todas mis tropas a la frontera —dijo.

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De nada sirvieron las frases de los pocos moderados que lo rodeaban.—Pero, señor, que nosotros no queremos una guerra con Inglaterra.—¡Son ellos los que no quieren una guerra con nosotros!Si hubiera sido por el rey, España en ese momento hubiera entrado en guerra con Inglaterra.

Francia envió cartas para que España cediera y retirara sus tropas, pero Fernando no se dejabaaconsejar por nadie. Se consideraba un gran estratega y no iba a permitir que nadie le dijera loque tenía que hacer.

Además, lo que en el fondo anhelaba el rey español es que el trono recayera en otra de lashermanas de don Pedro. Para él, el aspirante don Miguel era un tonto útil. La verdadera herederadebía ser María Teresa, la cejijunta de su cuñada, la mujer de Carlos. Si ella se convertía en reinade Portugal, Carlos no podría reclamar la Corona española.

El resto de los países europeos era consciente de lo poco dotado que estaba Fernando VIIpara la política. Así que decidieron solucionar la cuestión dinástica portuguesa sin consultar aEspaña. Además, don Pedro dio un paso importante: nombró regente a don Miguel. Y éste, encuanto se vio en el poder, juró fidelidad a su sobrina. Fue don Miguel quien acogió con los brazosabiertos a don Carlos cuando buscó refugio en Portugal, lo que para Fernando VII supuso unatraición doble. «¡Yo fui el único que defendió sus intereses!», gritaba.

Pero don Miguel no pensaba ni por asomo en cumplir las órdenes de Fernando VII y éste leescribió que, si se negaba a obligar a Carlos a salir de Portugal, lo consideraría como «una faltapositiva a la buena correspondencia que se le debía y como una abierta protección a lainobediencia del señor infante contra sus reales mandatos». La salud de Fernando VII ya estabadebilitada y los últimos arrebatos de cólera terminaron por mandarlo a la tumba. Poco después deenviar esta carta, el 29 de septiembre de 1833, murió el peor rey que ha tenido España.

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La muerte del rey

El rey lleva ya varios días en cama. Apenas puede moverse ni hablar. Le cambian las sábanas adiario, pero, aun así, el olor pestilente de la muerte empapa los tejidos. Cada vez que lo mueven,emite gritos que resuenan en todo el palacio. Tiene ambos pies amoratados e hinchados comoodres. Con sólo cuarenta y nueve años, el rey se muere y todos los presentes en su alcoba sonconscientes de ello.

La reina ha pedido que nadie fume en su presencia; Fernando siempre fumó, pero ahora su toses profunda. El único humo de la estancia es el de las velas. Pronto habrá que empezar a encenderlas chimeneas, pero el verano se alarga en el veranillo de San Martín. Justo hoy es San Miguel yla reina no ha podido ir a misa. No se despega de la cabecera de su esposo. Sabe que le quedanhoras y observa el proceso de la muerte con una enorme perplejidad. Ayer por la tarde vinieron adespedirse de él sus hijas. María Cristina habría querido ahorrarles ese trance: que el últimorecuerdo que tengan de su padre no sea el de ese ser avejentado y fofo que se desparrama como sisu propia piel no pudiera contenerlo. Ella misma no se atreve a tocarlo. Encima de la repisa de lachimenea, uno de los relojes de Carlos IV se empeña en marcar todas las horas.

Nadie podrá decir que ella no estuvo a su lado hasta el último momento. Come y duerme enese mismo dormitorio. Su cuerpo se ha amoldado a las rígidas costuras de un sillón. Como muchose permite dar pequeños paseos por la estancia bajo la mirada reprobadora de los curas y de losgrandes de España que van circulando por ese dormitorio como si fueran de excursión al Prado.

Poco a poco, ha ido oscureciendo la ropa con la que se viste. Hoy ya lo lleva todo negro.Piensa que deberá acostumbrarse, que ésa habrá de ser su nueva forma de vestir. Adiós al azulcristino. Tendrá que mandar que lo tiñan todo. No está acostumbrada a ver morir a la gente.Entiende a aquellos que prefieren hacerlo en el campo de batalla, o a quienes se retiran para quenadie los vea. Tiene algo de animal: al menos los aullidos que pega Fernando se parecen bastantea los de los perros.

Piensa también en ella y en el testamento de Fernando: «Regente y gobernadora de toda lamonarquía para que por sí sola la gobernase y la dirigiese». Y piensa que por sí sola es imposibleque pueda hacer nada. Aún no. Ya lo demostró con Calomarde: necesita más tiempo parafamiliarizarse con los asuntos del poder. ¡Si al menos Fernando VII le hubiera permitido estar enalgún Consejo de Ministros! Todavía no sabe ser reina, y menos de un país tan extraño comoEspaña. Piensa en el día que llegó, aclamada por todo el mundo. También Fernando VII era el reydeseado, y míralo ahora: se muere sin apenas apoyos. Todo el mundo lo odia. Eso es algo quedebe grabarse a fuego: el pueblo español cambia sus amores por odio de la noche a la mañana.

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Le gustaría abrir las ventanas, oler las plantas de los jardines que empiezan a amustiarse.Pero, en cambio, está atrapada entre las flatulencias de su marido. De nuevo ese empeño en llamara la muerte antes de tiempo: en cerrar cortinas y ventanas. Cuando ella se muera, se encargará dedejar dicho que quiere las ventanas abiertas de par en par.

Dentro de poco va a estar sola. Va a ser una viuda joven, la viuda más importante del reino.Quién se lo iba a decir a ella cuando su madre le decía que se iba a quedar para vestir santos.Todavía tiene tiempo para muchas cosas: para enamorarse, para casarse, para formar una nuevafamilia… en cuanto Fernando se muera, ella ya no tendrá que dar cuentas a nadie. Se rodeará degente que la aconseje bien, su propia camarilla, y luchará para que Isabel llegue al trono con lamisma aclamación popular que su padre. A ella no van a hacerle lo mismo: Isabel será una reinapopular.

¿Cuánto puede durar un cuerpo? Está terriblemente cansada y no entiende el empeño deFernando por vivir. Ni el de los médicos por aplicarle ungüentos y mejunjes que claramente no lehacen nada. Hacen mejor los curas, rezando por su alma aunque todavía no se haya separado de sucuerpo. Debe acercarse de nuevo a él. Arrodillarse al lado de la cama. Rezar también. Vuelven asonar las horas. Cuántas van ya. Se siente atrapada en una noche infinita.

Piensa también en el infante don Carlos. Hace días que le mandaron aviso de que el rey semoría y por ahora no ha hecho acto de presencia. Alguna debe de estar preparando: es el máspeligroso de todos, mucho más que Fernando, porque no es un cínico; él piensa de verdad quetiene una misión en la vida y que le corresponde el trono de España. Los problemas con donCarlos no han hecho nada más que empezar. Es una pena, porque, de todos los hermanos, era elmás apuesto. A veces le cuesta recordar que ambos, tanto Fernando como Carlos, son sus tíos. Sustíos carnales. Pero claro, está la bruja portuguesa metiendo cizaña. Le recuerda a un sapo peludo.Es un sapo venenoso.

Cea Bermúdez es quizá el único que la puede ayudar. Es moderado y se lleva bien conliberales y radicales. No entiende la inquina que despertaba en su marido. Pero claro, es queFernando VII es un envidioso patológico. Seguramente es la envidia lo que le está llevando a latumba.

Le gustaría que su hermana la acompañara en todas esas horas. Pero el espacio es necesariopara que los grandes comprueben lo que ya todos saben: que el rey se muere. Y esta vez no escomo en La Granja, el rey se muere de verdad. Muy lentamente, pero se muere. Tose, todo el ratotose: no le da tiempo a coger aliento. Ella vuelve a acercarse a él por si quiere decirle algo, perola verdad es que nunca tuvieron nada que decirse. Sus relaciones siempre se parecieron más aasuntos comerciales. En realidad, es como si se muriera su socio.

Fernando también ha dejado instaurado un Consejo de Gobierno. Son todos curas y grandesde España. Tendrá que ver qué tal se lleva con ellos. De nuevo la insistencia de su marido pormantenerla alejada del poder.

Ahora sí, chilla, chilla todo el rato. Se va a morir entre aullidos. Siente deseos de taparse losoídos, pero no estaría bien visto. Se acerca a él, lo observa en silencio, cierra los ojos. Y por fin,el silencio. Fernando se ha muerto. María Cristina sale de la habitación mientras la noticia correpor todo el palacio. Pronto el aire de Madrid se llena del tañido de las campanas.

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María Cristina está agotada; sin embargo, aún no es la hora de dormir. ¡Hay tanto que hacer!Lo primero, confirmar a Cea Bermúdez como secretario de Estado. Es su manera también de darun golpe en la mesa. Su hermana no lo aprueba, pero ya va siendo hora de que María Luisa se décuenta de que ella ya no es la misma de los hechos de La Granja. Ahora ella es la gobernadora yquien toma las decisiones. Va al gabinete y firma la orden. Pronto ha olvidado que el cadáver deFernando ha empezado a enfriarse en la cama. Se sienta en la silla de madera y de pronto notasobre sí todo el peso de la responsabilidad que le ha caído encima. Se le suma un cansancioinfinito. La cabeza le da vueltas y lo último que ve es a un guardia que corre hacia ella parapreguntarle si está bien.

María Cristina se despierta en su alcoba. El médico de cámara le ha aplicado una sangría y le harecomendado reposo absoluto. La reina está tremendamente débil y se teme por su salud. A pesarde sus veintiséis años y de su constitución fuerte, los últimos acontecimientos le han pasadofactura. España no puede permitirse perder otro rey.

Con lo que el médico no cuenta es con las ganas de vivir de María Cristina. Siente que hallegado su momento y no está dispuesta a pasarse en cama las primeras horas de su reinado. Asíque, a la una de la madrugada de ese mismo día 30 de septiembre, con el cadáver del rey todavíaen palacio, celebra una conferencia con el marqués de Miraflores. En ella el marqués intenta hacerver a la reina que la elección de Cea es muy mala idea: los liberales no lo apoyan. Y losabsolutistas se frotan las manos con el carácter moderado del secretario. Pero María Cristina noestá dispuesta a ceder: ha sido la primera disposición que ha tomado como regente y tendrá queaprender a imponer su voluntad. Cea se queda, y no hay más discusión. Viene también LuisaCarlota.

—Razona, hermana —le dice—, es el momento de conseguir aliados.Pero María Cristina, desde la cama, se niega también a escuchar a su hermana. Éste sería el

primero de una larga recua de desencuentros que acabaron con una enemistad manifiesta entre lasdos hermanas. Luisa Carlota quería el poder y pensaba que una vez que su hermana estuviera sola,se apoyaría en ella. Con lo que no contaba era con la presencia de Agustín Fernando Muñoz, elsiguiente marido de su hermana, que la apartó de un plumazo. El odio suplantó entonces al amor.Luisa Carlota jamás pudo perdonárselo. Y desde el exilio se dedicó a odiarla a gritos.

María Cristina le ordenó a Cea que redactara un manifiesto en el que expresara la línea continuistaque pensaba seguir: «Su Majestad se declara a mantener religiosamente la forma y las leyesfundamentales de la monarquía sin admitir innovaciones peligrosas».1 El asunto de la sucesiónespañola al trono no era sólo una cuestión hispana, sino de toda Europa. Tanto Francia comoInglaterra se aprestaron a reconocer a la nueva reina. Pensaban que, para hacerse fuerte frente alos radicales, a la nueva reina no le quedaba más remedio que aceptar los nuevos aires delibertad. Y ambos reyes, tanto el de Francia como el de Gran Bretaña, creían fervientemente en losregímenes constitucionales. No obstante, hubo países que no vieron con tan buenos ojos la llegada

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de una mujer al poder: Austria, Prusia y Rusia se abstuvieron de reconocer a Isabel II. Y Cerdeñay las Dos Sicilias dieron su apoyo abierto a don Carlos. Ni siquiera la Santa Sede quisoreconocer a la nueva reina.

Así, mientras el pueblo se ponía festones negros y levantaba catafalcos, mientras las calles seadornaban de luto y el cuerpo de Fernando era conducido hasta el Panteón de Reyes de ElEscorial, mientras las campanas de las iglesias tañían a muerto y los soldados desfilaban por lamuerte de su rey, la vida en la corte no paraba. Era un momento de cambios, de tomar decisiones.A rey muerto, rey puesto. Y la nueva reina parecía frágil y voluble. Con un poco de suerte, podríanacercar el ascua a su sardina y conseguir todo aquello que Fernando no les había permitido. Lanueva reina era joven y extranjera, seguro que los necesitaba, a ellos, grandes de España y curas,que sabían mejor que nadie lo que España necesitaba. Además, soplaban vientos de guerra. Y lasguerras siempre han sido momentos perfectos para enriquecerse: son posibles negocios, posiblesalianzas, nuevas tierras y favores reales. Sólo había que jugar bien las cartas y esperar a que lasuerte cayera de su mano.

Habían pasado tres días desde la muerte del rey cuando el destino quiso que los jugadorescomenzaran a levantar sus cartas. El primer chispazo lo dio un empleado de correos que, enTalavera de la Reina, alzó la bandera carlista. Lo siguieron el marqués de Valdespina y elbrigadier Zabala, en Bilbao. Después vendrían Vitoria, Santo Domingo de la Calzada y La Rioja.El cura Merino, célebre en la guerra de la Independencia, se rebeló en Castilla. La mano de MaríaCristina no tembló cuando mandó fusilar a todos los insurrectos. Le daba igual que fueran curas,como el canónigo Echevarría, o grandes de España, como el barón de Hervés. La reina pensabaequivocadamente que, si reprimía con mano dura los alzamientos carlistas, aquello no tendríamayor trascendencia. Por desgracia, la nueva regente parecía que tenía la misma capacidad devisión de futuro que su difunto marido.

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La primera guerra carlista

Parecía que los primeros movimientos de la reina inclinarían la balanza a su favor. Sin embargo,desde el principio de los tiempos, el miedo es un acicate para las esperanzas, y aquellos quehabían sido ajusticiados por la regente, en vez de convertirse en ejemplos, se transformaron enmártires. Toda aquella región de España que tenía algún agravio hacia los reyes (casi todas lasprovincias de España, por no hablar de los reinos de ultramar) renegó del dicho que reza: «Másvale malo conocido que bueno por conocer». Sin que Carlos tuviera que prometer nada, ibasumando adeptos mientras la reina veía sus apoyos desaparecer.

María Cristina no entendía algo que era muy importante: que las guerras se empiezan aperder cuando se pierde el favor de tu pueblo. Ese concepto, el de la publicidad, era y esimportante. Es por ello por lo que desde la Edad Media los reyes tenían trovadores que cantaransus gestas o los narcos se rodean de mariachis que devuelvan a la gente, al pueblo, todas sushazañas. María Cristina siempre fue demasiado ciega —igual que lo había sido su marido— a lanecesidad de emocionar al pueblo español para que la apoyara. Además, al frente de las tropascarlistas habría de colocarse una figura clave: don Tomás Zumalacárregui.

Las cosas entre los adeptos de la reina tampoco iban demasiado bien. Cea Bermúdez teníapocos seguidores, y ya empezaban a conspirar en la sombra para conseguir que María Cristina lodestituyera. Su hermana era la mayor partidaria del cambio de su mano derecha. Opinaba queapostar por los moderados era un error, que Cristina debía apoyar a los liberales progresistasdeclaradamente. Esto le hubiera granjeado mayores amistades en el reino, mayor popularidad y elapoyo de Gran Bretaña y de Francia. Pero Cea Bermúdez era amigo personal de la reina y, sinmuchos apoyos en la corte y con tantos intereses contrapuestos, tener a alguien de su confianza era,para ella, algo esencial. Cea representaba la continuidad. A pesar de que gracias a él los liberalesfueron amnistiados y se reabrieron las universidades, el miedo que imponían los conservadores,sumado a los nuevos aires de libertad que habían traído dichos liberales de otros países donde losregímenes parlamentarios eran una realidad —algunos se habían pasado diez años exiliados—,hizo que los contrarios a Cea Bermúdez fueran cada vez más en número. Así que María Cristinatuvo que tomar la decisión de destituirlo.

Corría el año 1834. Sólo había pasado uno desde la muerte del rey y ya iba a suceder elprimer cambio importante de gobierno. Esa misma noche, la flor y nata de la sociedad madrileñaacudió a un baile de máscaras que se organizaba en el salón de Villahermosa, lugar que hoy ocupala Fundación Thyssen-Bornemisza. Iban ellas con sus mejores galas, encargadas, las máspudientes, a Madame Ninette en París. Los corsés apretados llegaban hasta las caderas. Y elloshabían sustituido sus gabanes por los llamados pardesús.

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De pronto llegaron al salón tres jóvenes que, en un primer momento, nadie pudo ubicar. Ibanvestidos de dominós y llevaban una capa en la espalda en la que figuraba una enorme letra blanca.De pronto alguien los reconoció: eran los poetas que acudían a la tertulia del Parnasillo: Venturade la Vega, Espronceda y Miguel de los Santos Álvarez. Los tres jóvenes se pusieron a bailar enmedio de la pista dando brincos desmedidos. Poco a poco, las parejas se apartaron para ver laextraña coreografía de los tres escritores. Se juntaban una y otra vez, y con las letras que llevabanen sus espaldas se podía leer CEA CAE.

Y así, la numerosa concurrencia madrileña se enteró de que Cea había caído en desgracia. Elantiguo ministro plenipotenciario se marcharía a vivir a París. Cuando se despidió de la reina, lamiró largamente y le predijo que ella pronto habría de seguirlo en ese exilio. No se equivocaba.

Lo sustituyó en el poder Martínez de la Rosa. Era un hombre larguirucho y lánguido que, despuésde pasar la mayor parte de su vida en Francia, había adoptado el gusto caro de los franceses y unailustración rara entre aquellos con los que le tocaría compartir el poder. Además, como dice elmarqués de Villaurrutia: igual que le sucedía a Chateaubriand, era «un gran amador favorecidopor las damas».1

Martínez de la Rosa fue muchas cosas, pero, como lo describiría Villiers, «es el hombre másdifícil con quien hasta ahora he tenido que tratar; reúne muchas cualidades estimables; es justo,bondadoso y honrado; pero su vanidad y pequeñez son bastantes para echar a perder a diezhombres que fuesen tan buenos como él».2 Martínez de la Rosa no soportaba que hubiera nadiemejor que él. Lo quería ser todo: el mejor escritor, el mejor dramaturgo, el mejor historiador, elmejor orador… Continúa Villiers: «Con la característica de los entendimientos pequeños, le gustarodearse de gentes que le son muy inferiores y alimentan su vanidad». Un carácter aniñado y elhorror a las aglomeraciones le ganaron el sobrenombre de Rosita la pastelera.

Para ser justos, Martínez de la Rosa llegó en un momento muy difícil al poder: la guerra conlos carlistas ya era un hecho. En principio, el bando cristino tenía todo a su favor: más armas ymás tropas. Pero el ejército de la reina estaba lleno de vagos, maleantes y corruptos. La reformaera indispensable; sin embargo, como dice Villaurrutia: «¡Ay de quién se atreviera aemprenderla!».

Además, el erario público estaba bajo mínimos. Era necesario endeudarse. Así que la reinasalió del palacio de La Granja y, el 24 de julio, se plantó en el palacio del Retiro. Su gesto teníaun enorme mérito, ya que Madrid estaba sumido en el caos y el miedo por culpa de una epidemiade cólera. Y, aunque lo ocultaba, en ese momento la reina ya estaba embarazada. Con voz firme, selevantó y, sin delatar su estado, se dirigió a las Cortes. Les habló de la maldad de don Carlos, delas relaciones de España con el mundo y de la necesidad de endeudarse «por esta vez» y acudir apedir un crédito que habría de pagarse de forma sensata. Tras el discurso, sin cruzar palabra connadie, como alma que lleva el diablo, se subió en su carroza y volvió a marcharse allí dondepodía disfrutar del aire puro del campo y de los brazos del hombre que ya se había convertido ensu esposo.

Porque el Madrid de aquel año se parecía mucho al infierno. Una semana antes habían tenidolugar los que se conocen como los hechos trágicos del 34. Se había desatado una epidemia decólera en Madrid. La gente tenía miedo y apenas probaba bocado. El primer brote de esta

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enfermedad se había dado en Vigo en 1833 y pronto se extendió por toda España. Cuando llegó elinvierno, el brote se frenó; pero en la primavera volvió a reanudarse. Los enfermos sedeshidrataban en vómitos y diarrea. Morían al cabo de una semana de haber contraído laenfermedad. En aquellas ciudades en las que el agua corriente no existía, en las que se arrojabanlos desechos por las ventanas, en las que los alimentos no tenían forma de conservarse... elcontagio resultaba fácil. Incluso aunque la ciudad fuera tan importante como Madrid.

Pero, como siempre sucede en este tipo de ocasiones, hay que buscar culpables. Y aquíentraron en juego los liberales más radicales. Como veían que la apertura de Cortes estabapróxima, no se les ocurrió otra cosa que culpabilizar a los curas y frailes de Madrid de haberenvenenado las aguas. Salieron a la calle gritando que el culpable de las muertes no era el cólerao morbo asiático, sino un veneno que habían echado en todas las fuentes de la ciudad. Según ellos,era una estratagema de la Iglesia para sembrar el pánico y que los procuradores no acudieran aCortes.

En momentos difíciles, el pueblo se vuelve crédulo. Es fácil ver a un salvador donde sólohay un charlatán o un iluminado; y conspiraciones donde sólo hay intereses políticos. Eso leocurrió a la población de Madrid. Se echó en tromba a las calles. Los aguadores no permitían quenadie se acercara a las fuentes. Un criado que intentó hacerlo en la de la Puerta del Sol fueacuchillado. Las muertes se sucedían en todas partes. Si veían a un clérigo por la calle, lo matabansin piedad. Corría el descontrol hasta que un grito instó a la gente a que fuera al Colegio Imperialde la Compañía de Jesús. Según ellos, allí era donde estaba el almacén de los polvos venenosos.Dice don Cayetano Navarro de Cea, abogado de los Tribunales Nacionales: «Varios religiososaturdidos quisieron salir disfrazados a la calle y al punto fueron víctimas de la atroz barbarie.Rompen las puertas, destrozan cuanto encuentran; un confuso tropel de hombres [...] y soeces deínfima plebe se introducen por los claustros, asesinan sin piedad a los infelices religiosos [...] yaquella horda de forajidos, cual manada de lobos hambrientos, buscaban por todas partes presaque devorar. De allí se dirigieron al convento de predicadores dominicos de Santo Tomás,degüellan a sangre fría a los inermes religiosos [...]. Robos, muertes, desgracias inauditas sevieron en la calle de Atocha».3 Los sucesos continuaron al caer la noche. Con teas en la mano, lagente se dirigió a los conventos. Destrozaron, rompieron muebles y mataron sin que pudieranencontrar veneno alguno. Pero, a pesar de las muertes de curas y frailes, se puede decir que laconspiración liberal de la sociedad secreta isabelina fue un fracaso.

Martínez de la Rosa quiso aprobar un Estatuto que no contentó a nadie. Era un remiendo deconstituciones anteriores, sobre todo, de la de 1812. Su única innovación real era la de incorporarel bicameralismo: una sala de próceres y otra de procuradores. Ésta era una medida a la queFernando VII se había negado siempre: decía que, si ya le resultaba imposible lidiar con unacámara, como para que fueran dos.

Además, Martínez de la Rosa consiguió lo que parecía que podría poner punto final a lasintenciones carlistas: convocó en un tratado a Francia, Gran Bretaña y Portugal para que seunieran a España. En él se recogía sobre todo la necesidad de expulsar a don Miguel y a donCarlos de España y de Portugal. De facto, era un tratado que confería un poder enorme a Francia ya Gran Bretaña sobre los países del sur. Gracias a él, se instauraba una especie de protectoradosobre dos países muy inestables, pero de enorme importancia logística y económica. Era una

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manera de ganarse aliados a coste muy bajo en sus políticas de expansión territorial. Al mismotiempo, suponía una afrenta para los países del norte, Austria, Prusia y Rusia, que vieron elacuerdo como una verdadera declaración de intenciones.

Sin apoyos en Portugal, don Carlos aceptó tomar el barco que habría de conducirlo a GranBretaña. Si decidía aceptar su exilio, el gobierno británico le garantizaba una vida digna en modode rentas: treinta mil libras esterlinas anuales. Don Carlos se trasladó a los jardines de Kensingtony, desde allí, urdió su huida. Con la ayuda de un francés, que fue conocido como el barón de losValles, cruzó Francia y llegó a España por el norte, donde lo esperaban sus tropas.

En ese momento, Martínez de la Rosa pidió ayuda a sus colaboradores. En el tratado sehabían comprometido a facilitar armas y tropas, pero a la hora de la verdad los países aliadosenviaron pocos apoyos, porque se habían comprometido a dar «auxilios o socorros, nointervención». Su verdadera participación en la guerra consistió en humanizarla: la guerra carlistase estaba convirtiendo en una carnicería. A ninguno de los bandos le dolía cometer tropelías. Cadadía, tanto carlistas como cristinos se mostraban feroces y crueles. Sobre todo Gran Bretañaconsiguió que ambos bandos se comprometieran a respetar el que se denominó Convenio de Eliot.Vale que se mataran, pero que lo hicieran como gente civilizada.

No obstante, Martínez de la Rosa no dejaba de reclamar su ayuda. Corría el año 1835 y loscarlistas iban de victoria en victoria a manos de Zumalacárregui. El 17 de mayo se reunió elConsejo de Ministros y el gobierno, y acordaron reclamar la intervención de los países de laalianza bajo el epígrafe de «cooperación». Tanto Francia como Gran Bretaña estudiaron el caso.El rey francés era especialmente renuente y había convertido la guerra española en una cuestiónpersonal. Inglaterra escribió a Francia y dijo que, aunque ellos no estuvieran de acuerdo,aprobarían que quisieran entrar en la guerra a pesar de que ello acarrease las hostilidades de lospaíses del norte. Al final, Francia y Reino Unido convinieron que era mejor mantenerse al margen.El fracaso en estas negociaciones propulsó la caída de Martínez de la Rosa. De todas formas,María Cristina nunca se había llevado muy bien con él.

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El conde de Toreno

Don José María Queipo de Llano, conde de Toreno, siempre fue un joven precoz. Habíaparticipado en las Cortes de Cádiz con una dispensa especial porque aún no tenía los veinticincoaños. Sus posiciones radicales llevaron a que Fernando VII ordenara su exilio y la confiscaciónde todas sus tierras. Cuando se produjo la amnistía, regresó a la península. Pero, como suelesuceder con la edad, ya era perro viejo cuando llegó al poder, y sus ideas se habían moderadomucho. Sería el segundo presidente del Consejo de Ministros de la historia de España trasMartínez de la Rosa.

La principal urgencia de Toreno consistía en enviar al norte un general válido: alguien quepermitiera una victoria que devolviera la esperanza a las tropas cristinas. Sus enemigos, loscarlistas, tenían sitiado Bilbao y, si caía, sería un desastre. Los prestamistas reclamaban al infantedon Carlos que fuera dueño de una ciudad importante para poder financiar su causa, y Bilbao loera. Así pues, Toreno no disponía de tiempo. Paseaba de un lado a otro por los jardines deAranjuez con la mente puesta en todo el estamento militar. A todos los descartaba, porque ningunotenía la valía de Zumalacárregui. Hasta que se encontró con el general Luis Fernández deCórdova. Era éste un militar a la antigua usanza: duro y firme. Había luchado con Fernando VIIpara reinstaurar el absolutismo y, aunque llevaba un tiempo fuera de España, el conde de Torenovio en él lo que necesitaba: un militar de carrera y un hombre duro.

La estrategia dio resultado. Además, Zumalacárregui acababa de morir por heridas de guerra.Pero De Córdova era un mal estratega: debería haber aprovechado para desarbolar un ejército quehabía perdido a su líder en la crucial batalla de Mendigorría. En su lugar, dejó que huyeran y quese refugiaran en los montes. Visto así, era una auténtica derrota para la reina María Cristina. Perolas tropas de la reina llevaban tanto tiempo perdiendo que aquello se vivió como un éxito queinsuflaba esperanzas.

De nuevo pasaron los meses en una sucesión infinita de batallas. El ejército de la reina noestaba muy contento con la gestión del general De Córdova. Los carlistas que se habían refugiadoen los montes practicaban una guerra de guerrillas que mermaba sus ánimos y sus fuerzas. DeCórdova intentaba imponer disciplina sin ninguna dote de mando, a base de castigos corporales.Cuando la reina se vio obligada a recuperar la Constitución de 1812 en 1836, De Córdova pusopies en polvorosa: renunció a su cargo y regresó a Francia. El hombre que lo sucedería en elpoder sería una figura clave en la historia de España: Espartero.

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Los años se desgranaban y la guerra no parecía avanzar. Había una barrera natural que loscarlistas perseguían con ahínco: Bilbao, y que se resistía a todas luces. Se decía en Madrid quelos militares viven de la guerra y que, mientras no hubiera quien terminara con las reyertas, ungeneral que tomara el mando y diera un golpe sobre la mesa, jamás se pondría fin a las guerrascarlistas.

El conde de Toreno decidió tomar cartas en el asunto y volvió a pedir ayuda a Francia. Susargumentos eran los mismos: la defensa de la legalidad y la petición de que Francia cumpliera consus compromisos. Pero ésta se limitó a enviar a la legión extranjera de Argelia. Como losbritánicos imitaban a los franceses, Gran Bretaña envió diez mil hombres de cuya manutencióndebía ocuparse España. Portugal también mandó hombres: cuatro mil. Pero los historiadores no seponen de acuerdo en el papel que jugaron todas las tropas extranjeras en la guerra carlista. DiceVillaurrutia que en la guerra «ocurre lo que con ciertas relaciones amorosas, que una vez llegadasa su natural y venturoso remate, y satisfechos los anhelos y apetitos de los enamorados, el lazo deunión se rompe o se afloja y sólo la fuerza del interés o de la costumbre logra que el interésperdure más allá de la luna de miel».1 Lo que parece probado es que los países extranjeros jamásquitaban el ojo de lo que sucedía en España, pero preferían inmiscuirse lo mínimo posible pormiedo a hacer saltar el tablero internacional.

Así, el fin de la guerra no llegó con la intervención de las tropas extranjeras —que fue muyminoritaria—, sino porque los dos generales en jefe de sendos ejércitos consiguieron llegar a unacuerdo. De este modo, se decidió firmar un armisticio. Maroto y Espartero, los jefes de losbandos enfrentados, protagonizarían el llamado Abrazo de Vergara. Aunque don Carlos jamásestuvo dispuesto a renunciar a la Corona, se habló de un supuesto matrimonio entre el primogénitode Carlos con la futura Isabel II.

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La boda de la reina

Hace días que la reina cuchichea con su modista particular. En manos de Teresita no se ven nibocetos ni muestras de telas. Tampoco le toma medidas a la reina, aunque parece que desde quemurió su esposo haya ganado peso. Los vestidos de María Cristina son todos negros y de cortesencillo, como deben ser en una mujer que guarda luto; y sin embargo, la reina no se separa deella. Teresita se ha convertido en su mejor amiga y confidente.

Desde la pelea con su hermana, María Cristina siente que sólo puede fiarse de dos personas:de Antonia, la guarnicionera, y de su fiel costurera. Claro, también está Curro, el ujier, pero él nocuenta: es hombre y está viejo. Apenas puede oír lo que sucede tras la primera antecámara.Deberían hablar de asuntos del país o de la educación de las niñas, pero la reina y la modistaparecen dos adolescentes que se ríen tapándose la boca con las manos. Y es que Teresita, TeresaValcárcel, fue la verdadera alcahueta en los amores oscuros de la reina.

El hombre elegido era un miembro de la guardia de corps muy apuesto, pero que provenía deuna familia hidalga venida a menos, ya que sus padres vivían del dinero que les proporcionaba unquiosco. Este tipo de establecimientos solían ser concesiones reales que se les otorgaban a lasviudas de militares para que sacaran adelante a su prole. Se había salvado de la purga que sellevó a cabo en 1832, en la que se expulsó del cuerpo más cercano a los reyes a todos aquellosmilitares que veían con buenos ojos al pretendiente don Carlos. Y la culpable de que se quedarano era otra que la modista real, que solía pasearse por el zaguanete donde él montaba guardia ydecía con el poco recato que la caracterizaba: «Ésta es obra mía».

Aún con el rey en vida, pero ya encamado, reina y modista hablaban de los profundos ojosnegros del chico de veinticinco años; de su pose gallarda, de que no había en el palacio nadiecomo él. No obstante, la reina era una mujer devota y estaba casada. Detestaba a su marido, perolo respetaba y jamás intentaría nada con el joven militar mientras Fernando VII siguierarespirando.

Aunque hay otras versiones que dicen que la reina ya se veía con su amante a escondidas. Ycomo era bien conocido el tamaño del miembro genital del rey, Teresa le preguntó a la reina quétal iba servido el guardia de corps.

—Tiene un buen trancazo.Y ambas se echaron a reír. Pero el rey, que justamente las había escuchado, preguntó a qué se

referían. María Cristina se apresuró a explicarle que era una manera andaluza de decir que unoestaba constipado, y de ahí pervive la expresión. Anécdota esta con muy poca base real, aunqueseguramente nos habla de algo que ya se producía: que la reina empezaba a verse a escondidascon el que sería su marido.

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Tras la muerte del rey, las cosas cambiaron. Ella era una mujer libre que sólo se debía a sucorazón, aunque con ello pusiera en peligro los derechos sucesorios de su hija y su papel comoreina gobernadora. Al fin y al cabo, se limitaba a cumplir con el mismo papel que habían seguidolas que la habían precedido: su abuela la reina María Luisa se había encargado de que todo elmundo supiera de su infidelidad con Godoy; y su madre, la reina Isabel, había hecho lo propio conDel Bazo.

Así que mandaba a su costurera a hacerle insinuaciones al joven guardia. Pero éste, como siestuviera sordo, se mantenía fijo en su silencio. A la reina no le quedaba otra opción que forzar unencuentro. Corría el mes de diciembre y a la reina no se le ocurrió otra cosa que ir a visitar lahacienda de Quitapesares, cerca de San Ildefonso. El viaje era una locura en el mes más frío delaño, porque, si el clima era desapacible en la capital, ¡qué decir de Segovia en pleno invierno!Pero María Cristina sabía que esa semana al joven Muñoz le tocaba hacer de garzón, es decir, deayudante del capitán de la guardia de corps, la institución que había traído Felipe V para que loprotegiera de cualquier posible atentado.

La reina sale en plena madrugada. El temporal de viento y nieve que azota Madrid es terrible. Losvestidos se levantan y los hombres se arrebujan en sus pardesús. Nadie se atreve a contradecir ala reina, pero todo el mundo sabe que es una locura. Ella parece tan lozana y feliz, con las mejillascoloreadas bajo su tocado negro, que se diría que está en plena primavera. Cuando empiezan aascender el puerto de montaña, entre las copas de los pinos que se azotan con el viento, loscaballos resbalan en el suelo helado. Las maderas del carro crujen y parece que se estánastillando por dentro. Hay quien se atreve a tararear alguna cancioncilla, pero enseguida se callaporque el silbido del viento mezclado con las notas suena a canción de muertos. De pronto lascabezas de los ocupantes del carro se chocan contra el techo y todos temen lo peor: la caída libredesde uno de los riscos.

Pero la reina no se arredra. Abre la puerta a pesar de que, al poner el primer pie, lo hagasobre el vacío. Han llegado a lo alto del puerto, el frío es intenso y aún está lejano el amanecer.

—¿Qué sucede? —pregunta.Y baja del carromato. Sus pies, cubiertos por suaves botas de piel, se hunden en la nieve

hasta el tobillo. Se abre paso. Frente a ella se encuentra una carreta de madera volcada.—Lo más sensato sería dar media vuelta, majestad, esperar a que levante el día, esperar a

que amaine.Pero ella es joven y una mujer de ideas fijas.—Id a las poblaciones vecinas. Conseguid ayuda. —Y regresa al carromato a intentar

recuperar el calor en los pies, que se le antojan estacas de hielo.Sin embargo, resulta imposible avanzar: el carro ha quedado prácticamente destrozado, así

que decide regresar a palacio e intentar la excursión al día siguiente.Junto a ella viajan el ayudante general de guardias, don Francisco Arteaga Palafox, además

del gentilhombre Carbonell, y el joven Fernando Muñoz. Aquel mismo día, antes del atardecer, lareina llegará a Quitapesares. Y tras cambiarse de ropa y darse una friega en los pies, con la

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excusa de entrar en calor, dirá que quiere pasear por los jardines. Los árboles están pelados y loscaminos, cubiertos de nieve. Pero la reina insiste: es su orden y quiere que se respete. Así que laacompañarán Arteaga y Muñoz.

La reina avanza un paso por delante de ellos dos y hace como si le interesaran los arbustos,que parecen esqueletos, y los parterres llenos de barro. De pronto se para y se vuelve haciaArteaga.

—Por favor —dice—, necesito que me traiga una cosa de la quinta.Y en ese momento, María Cristina y su joven guardia se quedan solos. Y ya no son reina y

militar, sino dos jóvenes en un jardín helado.

Ese mismo día regresaron a Madrid. Iban los dos lanzándose miradas encendidas y, sin que lacosturera tuviera que decir nada, todo el mundo empezó a sospechar cuando la reina nombró aMuñoz gentilhombre de lo interior, el título que designaba a aquella persona que debía acompañaral rey en misa y a la hora de las comidas; alguien a quien las mujeres no solían necesitar, puestoque a su servicio disponían de damas.

Pero la reina era extremadamente católica y, aunque le daba igual lo que dijeran de ella en lacorte o en el reino, sí que temía por su alma eterna. Así que, pocos días después de que dieracomienzo su noviazgo, ya estaba planeando su casamiento. Éste se produciría tres meses despuésde la muerte de Fernando VII. Oficiaría el único clérigo del que se fiaba Muñoz: don MarcosAniano González, su paisano de Tarancón que, justamente, se encontraba en Madrid por esasfechas. El futuro esposo le prometería un puesto permanente en la Capilla Real —una capellanía—, a cambio de que oficiara y que después no dijera nada a nadie. Ya sólo faltaba una dispensaque permitiera un matrimonio desigual entre reina y soldado. La consiguieron después de muchopenar, y el matrimonio se celebró en una de las estancias de palacio con el menor número posiblede testigos.

Cuando uno visita el archivo histórico y accede a las cartas que se dedicaban FernandoMuñoz y María Cristina, son varias cosas las que sorprenden. La primera es la manía deescribirse diariamente cuando se encontraban separados. Se hablan de cómo han pasado la noche,de si se han levantado temprano —a la reina no le gustaba madrugar— y de que lo primero quehacen es pensar en el otro. Su matrimonio fue muy precipitado, pero se puede decir, por el tonocursi de las cartas, que se quisieron hasta el último de sus días. Sería impensable entender elreinado de María Cristina o siquiera su personalidad sin tener en cuenta al hombre que estuvosiempre a su lado. De hecho, cuando la reina ya se encontraba en el exilio y se escribía concualquier político español, como el presidente del Congreso, sorprende descubrir que siemprehabla de nosotros, como si conformaran un tándem indivisible: una reina con su rey en la sombra.

Tras la boda, intentaron alejar a todos los testigos de la corte. Incluso la reina prescindiría desu costurera y de su guarnicionera. Numerosos historiadores mantienen que fue él, FernandoMuñoz, el que quiso quitarse de encima a tantos testigos incómodos. Pero si uno examina lacorrespondencia que se intercambiaron desde ese día, las decisiones que tomaron siempre fueronconsensuadas.

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María Cristina venía de una familia complicada que había tenido que exiliarse. Ella mismase vería obligada a exiliarse varias veces y a vivir alejada de todos sus hijos; es normal queencontrara en Fernando Muñoz su único sostén verdadero, su única familia y su único amigo real.

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Los partos de la reina

Fernando VII no se equivocaba cuando buscó una candidata que fuera fértil: María Cristinaprobaría con creces que era una mujer capaz de engendrar cuantos niños hicieran falta. Con sunueva mujer, Fernando descubrió la felicidad conyugal. Dejó de acudir a los lupanares y dio delado a su camarilla. Sólo quería estar con su sobrina, a la que llamaba «mi pichona», y selamentaba porque su desempeño no fuera tan bueno como él hubiera deseado. «No pienses queestoy viejo —le solía decir—, no sé qué me ha pasado esta vez.» Cuando acababan, MaríaCristina solía pedir a la camarera un vaso de leche con yemas de huevo para que su maridorecuperara las fuerzas.

Poco tiempo después de consumar su matrimonio, María Cristina se quedó embarazada porprimera vez: tan sólo habían transcurrido dos meses desde su casamiento cuando se anunció labuena nueva. Un famoso carlista, Arias Teijeiro, diría en sus Diarios: «El rey sale en carreta conla reina sin guardia. Su Majestad está chocho, según todos, con tal embarazo: no deja ni tocar a lareina, cada momento le pregunta qué quiere, etcétera».1

Pocos meses después, en mayo, cuando la reina se encontraba de cinco meses, se publicó estainformación en la Gaceta de Madrid, el sistema oficial mediante el cual el rey transmitía susdecretos. Y en julio de ese mismo año, el rey ordenó que se buscara un ama de cría para su futurohijo. Ésta era una labor muy complicada debido a la alta mortandad que existía en la época. Así,el sumiller de corps debía ponerse a la búsqueda y captura con meses de antelación. El cirujanode cámara salía en carros junto con un pequeño cortejo conformado por un criado, un viandista, uncocinero y un oficial controlador, en busca de la mujer más adecuada. Era una tarea de muchoprestigio, ya que el encargado debía ser de la máxima confianza del rey. Entre los papeles delArchivo Real de Palacio se lee que estas mujeres debían «ser de buena disposición, ni muygruesas ni excesivamente delgadas, que gocen de buena salud y de color que no sea extremo demuy blanca ni muy morena», además de tener «buen pelo, negro o castaño». Hasta aquí losrequisitos parecen normales, pero la cosa se complica, pues a estas cualidades había que sumar elque tuvieran la dentadura blanca, que los pechos no fueran cerrados y que el pezón no pecara degrueso. Además de que no hubiera padecido «herpes, granos u otras enfermedades del cutis».Como si esto no fuera suficiente, también debían «ser honestas de costumbres — es decir, estarcasadas—, de buena crianza y genio templado», así como no beber «vino ni licores».

Para llegar a buen término en la empresa, se consultaban las partidas bautismales, a losvecinos, a los allegados, a los familiares… No se podía pasar ningún detalle por alto. Y una vezque se había escogido el ama de lactancia, se buscaban dos más que pudieran sustituirla. Las tres

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mujeres acudían a la corte. Las dos sustitutas se podían llevar a sus hijos, ya que vivirían en unacasa contigua al palacio bajo la dirección de la rectora de amas. Sin embargo, la candidata oficialdebía dejar a su hijo en el pueblo para que se hiciera cargo de él otra mujer. Aun así, el ejerciciode ama de cría solía ser muy lucrativo, ya que en la mayoría de los casos, cuando se dejaba deamamantar, eso te garantizaba una pensión vitalicia. Las nodrizas solían provenir de Burgos.

Casi todas las reinas de España optaron por el sistema de nodrizas, ya que no sólo denotabael nivel social, sino que permitía que la mujer se quedara embarazada de nuevo lo antes posible.El papel de reina consorte en aquella época era terriblemente limitado: de ella sólo se esperabaque fuera fértil y que diera a luz a muchos hijos para que alguno pudiera llegar a reinar. Sólo unade las antecesoras de la reina, la portuguesa Isabel de Braganza, intentó optar por amamantar ellaa sus propios hijos, pero, como no le salía leche suficiente, se hubo de recurrir a una nodriza. Suhermana, la mujer del infante don Carlos, también había dado de mamar a sus hijos.

¿Qué pensaría María Cristina durante ese primer embarazo? A los miedos normales de toda mujerembarazada, habría que sumar los de su condición de reina y de mujer de Fernando VII. Su debercomo tal consistía en concebir herederos sanos: ¿qué sería de ella si sólo pudiera dar a luz hijosdeformes? Perdería el cariño del pueblo y el de su esposo: seguramente la repudiaría y tendríaque vivir apartada del mundo. Lo ideal es que fuera niño, así se acabarían todas las pretensionesdel infante don Carlos al trono: él y su mujer portuguesa tendrían que vivir como lo que habíansido siempre, unos segundones. Debía reposar, porque podía malograrse todo, como le habíasucedido a su primera predecesora, la reina María Antonia, que sólo tuvo abortos. Tuvo suerteMaría Cristina de no conocer a su suegra, la reina María Luisa de Parma, ya que ésta no tratabamuy bien a las esposas de su hijo. Cuando María Antonia tuvo su primer aborto, escribió a suamante Godoy:

Esta tarde he presenciado el mal parto de mi nuera, con algunos dolores y poca sangre pues toda ella noequivale a la mía mensual de un día: la bolsita muy chica y el feto más chico que un grano de anís chico y elcordón como una hilacha de limón o abridero de esos filatosos, con decirte que el rey ha tenido que ponerseanteojos para poderlo ver.2

Pero peor era lo que le había sucedido a la portuguesa, a la que practicaron una cesárea envida. Como dice Enrique Junceda Avello, la cesárea era un procedimiento muy antiguo, que solíapracticarse cuando la mujer había fallecido. La ejecución con la mujer viva resultaba, sinembargo, muy controvertida, hasta tal punto de que había numerosos cirujanos y teólogos quedesaconsejaban ora su utilización, ora su licitud moral. Como no existían ni las transfusiones nilos sistemas de cauterización, lo normal es que la mujer, en cuanto se le rajaba el vientre, murieradesangrada. No obstante, muchos teóricos encontraban una excepción a este supuesto: cuando lamujer fuera reina y la sucesión al trono dependiera del fruto de su vientre. Eso era algo que debíade recordar María Cristina todo el rato: que ella estaba ahí con el único fin de dar a luz. Era unsimple receptáculo. Su misión en la vida se limitaba a su función reproductora. Debía de tenerpesadillas con la imagen de la reina muerta y abierta en canal, con la sangre que, según secontaba, inundó todo el suelo, de modo que se tardaron meses en sacar las manchas.

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Desde el 9 de septiembre, Fernando VII acudió diariamente a misa para rogar por el parto desu mujer. Todo el país rezaba por su salud, por que fuera bien el parto, y María Cristina nopermanecería ajena a esos ruegos: tenía a miles de personas pendientes de ella. El rey pidió quela habitación de la reina se llenara de reliquias: restos de muertos que trajeran suerte a los vivos,como la Santa Cinta, que se hizo traer de Tortosa.

Un mes más tarde se anunció el parto. María Cristina daría a luz a las cuatro y cuarto de latarde y sin grandes complicaciones. Sobre la Punta del Diamante del Palacio Real de Madrid, seizó una bandera. El público, expectante, llenaba las calles adyacentes. Nadie quería perderse elfeliz desenlace. Con alegría contenida, vieron subir el trapo hasta la parte más alta del mástil, y lovieron, sí, ondear con la suave brisa que provenía de la Casa de Campo.

Qué lástima, qué lástima. Era una niña. Pronto comenzaron a sonar las doce salvas queanunciaban el sexo de la infanta para que aquellos que no habían podido acudir a la izada notuvieran dudas de que la reina había parido y que no era un varón. En la Gaceta de Madridaparecía el 14 un real decreto:

Es mi voluntad que a mi muy amada hija, la infanta doña Isabel María Luisa, se le hagan los honores como alpríncipe de Asturias, por ser mi heredera y legítima sucesora a mi Corona, mientras Dios no me conceda unhijo varón.

FERNANDOPalacio, 13 de octubre de 1830

El 19 de noviembre se bautizaba a la que sería Isabel II sobre la pila de Santo Domingo, enla Capilla Real de palacio. Como era habitual, la reina no acudió al bautizo, ya que todavía debíapasar la cuarentena. No será hasta cuarenta días más tarde que María Cristina irá a lo que seconoce como la «misa de parida»: el primer acto oficial al que se podía asistir tras un parto. Allíla madre acudía con el niño en brazos para que un obispo le diera la bendición. María Cristinahabía recuperado la lozanía, aunque había cogido peso. Ya nunca lo perdería.

Un año después, volvería a quedarse embarazada y regresarían los miedos. Ella ya habíagarantizado un heredero, pero la sucesión no estaba tan clara. Tenía que dar a luz a un varón, erala única forma de que en España las aguas se calmaran. Así que la reina rezaba, rezaba a todashoras. Ya no temía que la repudiaran, ya no le daba miedo que sus hijos pudieran ser monstruosdeformes, abominaciones de la naturaleza; pero había otros miedos de los que no podía librarse,como el de que su embarazo se malograra y acabara en aborto. Así, el rey le escribía a Grijalva:«Tu ama sigue muy bien, pero se le ha puesto en la cabeza que va a malparir por ciertosdolorcillos que tiene; Castelló dice que no hay miedo; sin embargo, aprieta tú en mi nombre aNuestra Señora de Valverde…».3 El 30 de enero de 1832, un año antes de la muerte de FernandoVII, María Cristina vuelve a dar a luz: es otra niña, María Luisa. De nuevo, España sigue sinheredero varón.

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1836, un año clave

La reina recibe en su despacho al ministro Toreno y lleva sólo una bata, que en esa época se llamadouillette por la manía de adoptar nombres franceses para todo lo de vestir, y que hoydenominaríamos «salto de cama» por ser su tela fina y casi transparente. Además, recoge su pelocon un pañolón. Él, en cambio, va como todos: con pantalones, botas, frac, sombrero redondo yuna faja. En la antecámara primera se encuentra un ujier, también de frac, cuya única misión en lavida era controlar quién franqueaba la puerta, y junto a él, la guarnicionera, Antonia, que proveíaa la reina de todas las telas que necesitara para que Teresita, la modista, pudiera confeccionarlesus vestidos.

Parece mucha gente, pero el séquito de la reina era más bien modesto. Todavía no estamos enla época en la que comenzará su gusto por la ostentación. Su despacho era una muestra de esterecato primero: tenía una escribanía pequeña, de madera, de las que se podían encontrar encualquier almoneda de Madrid, con un tintero de latón, hojas con sus iniciales y algunos papelesdesordenados. Sorprende tanta austeridad y la falta de documentos de mayor enjundia cuando todoel país era un hervidero, los ministros se sucedían sin solución de continuidad y la guerra carlistano tenía pinta de acabarse en breve. A pesar de que el viento parecía haber virado a favor de lareina tras la muerte de Zumalacárregui, todos los días se sucedía un nuevo motín en una ciudadespañola: Málaga, Cádiz, Sevilla… El Estatuto Real de Martínez de la Rosa no había contentadoa nadie y las provincias liberales reclamaban mayor libertad a la Corona.

Hay que tener en cuenta que las arcas reales estaban casi vacías. María Cristina llevaba casitres años en guerra y tampoco es que su difunto esposo le hubiera dejado las cuentas muysaneadas. El conde de Toreno, cuando todavía era ministro de Hacienda a las órdenes de Martínezde la Rosa, había contactado con alguien que podría ayudarle: Juan Álvarez Mendizábal.

Álvarez Mendizábal merece un libro para él solo. Si hay un personaje que caracteriza laliteratura española, es el del pícaro. Entre los grandes inventos patrios, somos los creadores desustantivos tan necesarios como camarilla, guerrilla, siesta y pícaro. Álvarez Mendizábal podríaser el mejor ejemplo de esto último. Era hijo de una familia relativamente humilde decomerciantes, pero aprendió que, si hay una divisa importante en la vida, es ésta: quien tiene eldinero tiene el poder. Así que lo primero que hizo fue limpiarse el apellido, porque en realidad élse llamaba Méndez, pero como tenía dejes judíos, lo cambió por el de Mendizábal. Había nacidoen Cádiz y, sin embargo, cuando contrajo matrimonio, dijo ser de Bilbao, que tenía mucha másalcurnia.

Durante la guerra de la Independencia fue apresado dos veces, y las dos escapó. No era unbuen soldado, pero tenía ojo para los negocios. Sabía que en épocas de guerra lo importante esestar cerca de los suministros: ser el más rápido en ofrecer lo que se necesita. Así que se juntó

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con una casa de Valencia y proporcionó al ejército español, sobre todo a los que luchaban enAndalucía, lo que necesitaban de utilería básica para luchar contra el francés.

Pero Álvarez Mendizábal también tenía ideas políticas, sobre todo cuando tocaban a sudinero. Por ello se opuso a Fernando VII, que lo freía a impuestos, y participó, como fuente definanciación, en el golpe militar de Riego contra Fernando. Durante el trienio liberal que siguió alpronunciamiento, no quiso ningún cargo político: sólo poder ampliar sus negocios. No obstante,Fernando VII se la tenía jurada y, cuando recuperó el poder tras la entrada de los Cien Mil Hijosde San Luis, lo primero que hizo fue dictar una orden para que fuera ajusticiado. Mendizábal pusopies en polvorosa y, como la mayoría de los liberales, se exilió en Londres. Allí tampoco quisoparticipar en las conspiraciones políticas, pues su afán era hacerse un hueco en el mundoempresarial de la city. Y como buen empresario, se arruinó varias veces y fue encarcelado otrastantas. Pero al final encontró su nicho de mercado: la importación de vino de Jerez desde su tierranatal, bebida que se había convertido en el licor de moda. Mendizábal no daba puntada sin hilo y,cuando por fin se avino a financiar una campaña política, lo hizo apostando a caballo ganador: losliberales portugueses. Éstos, a cambio de la ayuda prestada, lo nombraron su agente financiero enLondres.

Cuando Martínez de la Rosa se encontró con que las arcas reales estaban vacías, pidió ayudaa su ministro de Hacienda, el conde Toreno, quien contactó con Mendizábal para que éste pidieraun crédito a los ingleses. Y cuando Toreno sustituyó a Martínez de la Rosa, colocó a Mendizábalcomo ministro de Hacienda. Bien dice el dicho que «cuando las barbas de tu vecino veas cortar,pon las tuyas a remojar», porque Toreno poco duraría en el poder. Y como le sucedió a supredecesor, pronto sería sustituido por su propio discípulo.

Pero poco sabe todavía Toreno que sus días están contados. Aunque debería empezar asospecharlo. La reina siempre es cordial con él, siempre le dice: «Piénsalo», cuando no está deacuerdo con algo de lo que le propone. Pero uno debería ser consciente de que, cuanto másamable es una situación, más fácil es salir escaldado.

El conde de Toreno es hoy portador de malas noticias. Y, sin embargo, no teme despachar conla reina. Todos conocen ya su audacia, tanto es así que el poeta Espronceda escribirá de él:

No es dado a todos alcanzar la gloriade alzar un monumento suntüoso,que eternice a los siglos la memoriade algún hecho pasado grandïoso;quédele tanto el que escribió la historiade nuestro pueblo, al escritor lujoso,al conde que del público tesorose alzó a sí mismo un monumento de oro.Al que supo, erigiendo un monumento(que tal le llama en su modestia suma)premio dar a su gran merecimiento,y en pluma de oro convertir su pluma,al ilustre asturiano, al gran talento,flor de la historia y de la hacienda espuma;al necio audaz de corazón de cieno.

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A quien llaman el conde de Toreno.1

Toreno tiene que comunicarle a la reina que, para que el Reino Unido se avenga a financiar alreino de España, exige que se firme un acuerdo que prohíba la esclavitud. No es una decisión tanfácil: poco a poco, España ha ido perdiendo sus colonias, y las pocas que quedan —Puerto Rico yCuba— amenazan con que, si España abole dicha esclavitud, se aliarán con Estados Unidos. Es untema complicado. En el Reino Unido la esclavitud se había prohibido cuarenta años atrás graciasa la presión de los cuáqueros. Desde entonces, lucha para que en todos los países de su entorno seimpongan las mismas medidas. Evidentemente, tras esta persecución de la esclavitud hay dos tiposde argumentos que se complementan a la perfección: los religiosos y los económicos.

En España, hasta el siglo XIX, la esclavitud siempre había sido un asunto de índole religiosa.Ya desde el Tratado de Tordesillas, en 1494, se prohibía el comercio de esclavos africanos hacialas Indias: un territorio que se había quedado casi despoblado por culpa de las enfermedades. Dehecho, España fue uno de los países con menor tradición negrera gracias a la religión. Pero lareligión en este caso chocaba frontalmente con los intereses económicos, que son los queprimarían en la época de María Cristina: por ello, tiempo atrás se había creado el sistema de laencomienda, la sumisión del amo al señor bajo un epígrafe bonito. Aunque se les reconocía «lahumanidad» a los esclavos en el momento en el que se cristianizaban, su educación se dejaba enmanos de sus señores, lo que resultaba en una explotación de facto. Los señores de las coloniasejercían en realidad de amos y, aunque pudieran ser castigados, esto pocas veces sucedía. Elsistema de encomienda fue abolido a finales del siglo XVIII, igual que el «carimbo»: el hierro quepermitía marcar a los esclavos. Pero ambos se sustituyeron por la esclavitud, simple y llanamente.

La mayoría de los países que se dedicaron a la trata de negros pertenecía ya a las coloniasindependientes. En España sólo quedaban dos excepciones: Puerto Rico y Cuba. Y María Cristinano estaba dispuesta a perder más colonias, aunque eso supusiera hacer oídos sordos a laexistencia del mercado negrero.

La misión de Toreno es complicada. Sabe del problema de las colonias, pero, si no consiguenfinanciación, la guerra carlista se puede dar por perdida. Hace calor en el despacho de la reina yél no se puede quitar el frac. Le gustaría poder aflojarse el pañuelo que lleva anudado al cuello.La reina le acaba de decir uno de sus lapidarios «¡Piénsalo!», y sabe que hay pocas opciones. Losrelojes que compró Carlos III acaban de dar las horas. Tienen poco tiempo para decidir: o pierdenla guerra o pierden las colonias. Por fin llegan a una solución.

No se pueden permitir abolir la esclavitud. Pero sí la trata. A partir de ahora, los negocios deforma abierta estarán prohibidos. Sin embargo, no se castigará al que tenga esclavos. Todo es unacuestión nominal: suave eufemismo que lo que va a promover es un mercado negro que beneficiaráa los de siempre, sobre todo a la oligarquía catalana y a la propia reina. El tema de la esclavitudya nada tenía que ver con la religión y era sólo una cuestión económica. Si el Reino Unido habíaprohibido el mercado de esclavos, y Francia y Estados Unidos estaban a punto de hacerlo, Españase convertía en el único país que se beneficiaría de un comercio siempre lucrativo. La venta deesclavos sería ilegal, pero no la esclavitud en sí.

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Ninguno de los dos lo sabe todavía, ni la reina ni Toreno; quedan aún muchos años y muchoseventos entre medias. Pero mediante la prohibición de la trata de esclavos, María Cristina acabade garantizarse un dinero para el futuro cuando la echen de España y decida asociarse conNarváez para nacionalizar a los negros subsaharianos en Guinea Ecuatorial y poder mandarlos alas colonias como esclavos encubiertos. Sobre todo a Cuba.

Toreno había salvado su puesto, pero durará poco en el poder. Cada día que pasaba se sucedíanlas revueltas. Él había intentado mantener la política moderada de su predecesor, pero lasprovincias más liberales exigían cambios profundos que él no podía acometer. El sistemafinanciero español era un coladero con demasiados agujeros. Toreno era un excelente político,pero un mal estratega. Y en la corte del siglo XIX uno no debía ser audaz, sino taimado y sibilino:un superviviente como Mendizábal. Así que sólo estaría tres meses en el poder. Cuando ampliossectores de la sociedad —todos de las clases más pudientes: abogados, militares, comerciantes…— empezaron a volverle la espalda, el conde de Toreno dimitió. Era el 14 de septiembre de 1835.

El culpable directo había sido su ministro de Hacienda, Mendizábal, que, en cuanto pisó sueloespañol el 1 de septiembre, publicó un manifiesto en el que criticaba la gestión del conde deToreno, así como el Estatuto Real de Martínez de la Rosa que reconocía la soberanía nacional.Para Mendizábal, tanto su predecesor como el Estatuto eran demasiado templados: él queríacambios de verdad.

¿Qué pensaría entonces María Cristina? Con Toreno se llevaba bien, era apuesto y entendíasu situación. Sin embargo, Mendizábal era un exaltado. No hay que olvidar que, si María Cristinase plegaba a todas las exigencias de los liberales, lo hacía no porque creyera en ellas, sino porquele garantizaban apoyos para la causa isabelina. Pero, en el fondo, debía de estar rabiando: ellahabía sido criada con la idea de que los reyes lo son por su cuna y sin tener que dar explicacionesa nadie. A pesar de su matrimonio con el guardia de corps, sus costumbres no eran nadaburguesas. Ella era reina y desde pequeña se había criado en cortes palaciegas cuyas costumbresrigen desde el momento de levantarse al de acostarse. Además, el pueblo español la habíaaplaudido desde el instante en el que puso un pie en la península. Que ahora le impusieranministros y presidentes que no sólo mermaban su poder, sino que además la atacaban frontalmente,no debía de ser fácil. En muchas ocasiones tuvo que morderse la lengua y aprender a marchasforzadas cómo funcionaba ese país que ya no era de adopción: una tierra tremendamentemonárquica, pero que jamás se conformaba con lo que tenía.

Poco a poco, María Cristina, que en 1835 sólo tenía veintinueve años, empezó a entendercómo se activaban los resortes del poder. Y que en España era mejor no hacer nada para que todocambiara: si despachaba con Mendizábal como lo había hecho con Toreno, poco tardaría endesaparecer su incordio. Porque los ministros cambian, pero los reyes son eternos. Así,Mendizábal pasó a ocupar la presidencia del gobierno, pero, en vez de rodearse de ministros,como habían hecho sus antecesores, sólo nombró a dos. Él no sería rey, pero su poder sería casiigual de grande.

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Mendizábal no se arredraba. Era un comerciante, pero también un liberal convencido. Así,emprendería diversas medidas que buscaban acercar el sistema parlamentario español albritánico. Entre ellas, la responsabilidad del gobierno ante las Cortes. O la libertad de prensa. Ola ampliación del sufragio. O la supresión de las órdenes religiosas con la desamortización de sustierras.

Mendizábal necesitaba dinero para las tropas y lo conseguiría como fuera. Vender las tierrasdel clero era el sistema más fácil. Él mismo compró parte de dichas tierras —al contrario de loque se pensaba hasta ahora, que la historiografía siempre lo había considerado de santo paraarriba—; pero, seguramente, tuvo que deshacerse de ellas acuciado por las deudas. Hay dosoficios que se parecen bastante: el del comerciante que juega con la especulación y el delludópata.

Además, consiguió que el Parlamento le diera plenos poderes para negociar con los bancosextranjeros. Y movilizó a cien mil jóvenes a los que obligó a alistarse en las tropas isabelinas.Sólo se libraron aquellos que podían pagar su libertad: otra forma más de engrosar las arcasreales, aunque fuera en menoscabo del ideal de igualdad entre todos los españoles.

María Cristina, ora en Madrid, ora en La Granja, debía ver y callar. Mendizábal era muchopeor de lo que se había imaginado. Pero en una cosa tenía la reina razón: era mejor dejar que todocambiara para que todo siguiera igual. Las políticas liberales de Mendizábal lo único que hicieronfue beneficiar a los de siempre. La Iglesia perdió sus tierras, es cierto, pero éstas fueron a parar amanos de los grandes terratenientes que, en el fondo, eran las mismas familias ricas de antaño.Como se vendieron a través de subastas, los únicos que podían acceder a su compra eran quienestenían dinero, los ricos. Además, la tasación de dichas tierras no se hizo con el valor real, sino elnominal, con lo que los ricos aumentaron todavía más su patrimonio sin que eso supusiera unamerma para sus bolsillos. La desamortización había sido un fracaso.

Resulta muy interesante la carta que Villiers escribe a propósito de Mendizábal y que nospermite hacernos idea de su carácter:

No niego, no, a Mendizábal, grandes cualidades ni inspiraciones felices. Sé que es hombre desinteresado ybuen patriota, pero, a pesar de todo, adolece de tal ligereza, de tal falta de coordinación en las ideas, que le esimposible prever las consecuencias de sus propias resoluciones. Esto desanima y amengua mi confianza.Posee Mendizábal tan viva imaginación que supone ya como un hecho consumado lo que es sólo el deseo derealizarlo y tiene en su persona una de esas confianzas que toda la instrucción y todos los conocimientos quele faltan apenas justificarían. El oficio de hombre de Estado, de hombre parlamentario, de orador, requiere deun aprendizaje necesario, como usted sabe, hasta para ser zapatero…2

La reina había empezado a mover peones. Animada por su esposo, buscaba que Istúriz losustituyera. Con el Estatuto Real de Martínez de la Rosa se había instaurado en España elbicameralismo, que intentaba copiar el sistema inglés: una cámara alta y otra baja, un congreso yun senado. El presidente de una de estas cámaras, la de los Procuradores, estaba en manos de otrogaditano liberal pero mucho más moderado que Mendizábal: Istúriz. Así, la reina escribía el 1 demayo de 1836:

A quien he indicado algo y de quien espero es de Istúriz. Él está a favor nuestro y en buenas ideas. Te diríade uno que me ha dado muchas esperanzas, pero como no puede fiarse a la pluma, no te lo indico, esperandoel momento en el cual te vea para indicártelo, pues ni por la inicial creo que lo entenderás. Ve con mucho

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cuidado con los que se hacen amigos y no será más que para tenerte, si pudieran, entre sus garras.3

La reina, poco a poco, había dejado de ser esa niña obligada a casarse con su tío yconspiraba como la que más. Odiaba a Mendizábal con toda su alma, y Villaurrutia cuenta unaanécdota muy ilustrativa al respecto.4

Después de cenar Mendizábal en un banquete que se había celebrado en su honor, tras bebermás de la cuenta, se creyó con libertad para ir al Pardo para visitar a la reina y departir con ella.No hay que olvidar de dónde venía Mendizábal: de sus orígenes modestos, de que se sabía que eraun comerciante venido a más y que, como siempre ha sucedido en España, se avergonzaba de susangre judía y de su escaso linaje. Así que seguramente necesitó del acicate del vino paraplantarse en el palacio de la reina y hablar con ella con lo que cualquiera diría que pecaba defamiliaridad. María Cristina le paró los pies y exigió que la tratara con el respeto debido.Mendizábal, humillado, regresó a su casa sin cruzar palabra con nadie.

Pero entre ellos se había instaurado la guerra fría. Víctima de esa guerra entre la reina yMendizábal fue la amistad de Istúriz con el segundo. Ambos habían nacido en la misma tierra yjuntos se habían levantado contra Fernando VII y se habían exiliado a Gran Bretaña. Era tanta suamistad que llegaron a prometerse que, cuando uno de los dos muriera, se aparecería al otro paracontarle qué es lo que había en el más allá. Pero ni la más fuerte amistad podía resistir el climamalsano de aquel 1836. Ambos tuvieron varios enfrentamientos públicos que los llevaron a quererbatirse en duelo.

El puente de Segovia es el más antiguo de Madrid. Es bajo, robusto y ancho. Y antiguamente era elpaso que permitía salir de la ciudad para dirigirse hacia las poblaciones del norte. El día delduelo hacía frío, pero el cielo de Madrid estaba azul, con un azul que sólo se da en la mesetacastellana. Nadie circulaba por el puente: era primera hora por la mañana y aún era demasiadopronto para los comerciantes.

Los dos duelistas iban acompañados de sus padrinos: el general Seoane y el conde de Navas.Juntos los cuatro comprobaron que las dos pistolas de borrego fueran iguales y que estuvierancargadas. Los dos combatientes se pusieron espalda contra espalda y contaron los pasosconvenidos. La ofensa tampoco era tan grave, así que la distancia entre ellos era mucha: tanta queambos erraron el tiro y ninguno salió herido. Istúriz se disculpó: sus ofensas fueron fruto deldebate, en ningún momento quería herirlo. Mendizábal aceptó las disculpas, no fuera a ser que letocara volver a batirse en duelo. Disparar nunca había sido su fuerte, ya lo demostró cuando luchócontra el francés: él siempre prefirió mantenerse en la retaguardia.

La piedra de toque de Mendizábal fue la nueva ley electoral que buscaba implantar. El Estatuto deMartínez de la Rosa había supuesto en la práctica que pudiera votar el 0,15 por ciento de lapoblación de España. Él quiso elevarlo al 0,6. Pero para cambiar dicha ley era necesario disolverlas cámaras y convocar nuevas elecciones, cosa que hizo. María Cristina no podía desaprovecharesta oportunidad: a pesar de que ganó el partido de Mendizábal, ella, como quien cambia depeones en el ajedrez, sustituyó a su odiado enemigo por su mucho más apreciado Istúriz. Esto

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supuso que las cámaras se revolvieran contra la reina: se intentó de todo, hasta un voto de censuracontra el nuevo presidente. De nada serviría. Escribiría Córdova al duque de Rivas para describirla situación: «Sólo un golpe de energía y de valor puede salvar esto […]. El Estamento deProcuradores, influido por las sociedades secretas y hasta por agentes de don Carlos (sin saberloellos), ha roto todos los vínculos legales».

Y a María Cristina ya no le temblaba el pulso. Mandó la disolución de las Cortes y, esamisma noche, escribiría: «Era imposible otra cosa, pues nunca, ni la felicidad de mi hija ni todaesta nación podrá aconsejarme echarme en brazos de los revolucionarios».5 Este movimiento legranjeó el desapego de los pocos que hasta entonces la habían sostenido. La tercera vía nunca hasido buena en nuestro país, el término medio aristotélico suele terminar en guerras o desgracias, yasí sucedió en esa ocasión. Mientras para los carlistas María Cristina era «la reina masona», paralos que hasta entonces habían sido sus aliados se convirtió en «la Filipona», por querer imitar a sutío Luis Felipe, el absolutista rey de los franceses.

La situación era cada vez más crítica. En el norte, el ejército de la reina se desangraba contralos carlistas. Pero en el sur las provincias no dejaban de levantarse contra una reina que imponíasus decisiones del mismo modo que lo había hecho su esposo. De nada sirvió que Istúriz pidieraayuda a Francia o a Inglaterra: en el amor o en la guerra no existen lealtades. María Cristinaestaba sola. Y mientras tanto, ¿qué hacía la reina?

El verano había llegado a Madrid. El sol era inclemente y el barro de las calles se habíasecado. Los olores de los excrementos de los animales eran cada vez más fuertes y todo estaballeno de moscas y mosquitos, que proliferaban en las aguas del Manzanares, muy cerca delPalacio Real. Como era costumbre, la reina decidió marcharse a La Granja de San Ildefonso consus dos hijas reales. Allí, pensaba, estaría más cerca de sus hijos bastardos; además de que podríapasearse del brazo de su esposo con mayor libertad. No le importaban los consejos de Istúriz;quería alejarse del calor y de los correveidiles de la corte madrileña. Sí, las tropas carlistashabían llegado a Riaza y a Sepúlveda, muy cerca de la sierra madrileña, pero ella iría con laguardia real provincial y con las dos niñas: nadie se atrevería a hacerle nada.

En La Granja de San Ildefonso, María Cristina era feliz. Disponía de su tiempo sin tener quedespachar con nadie y podía comer a voluntad sin tener que celebrar banquetes en cada ocasión.Podía pasearse por los jardines, refrescarse entre las fuentes, rememorar épocas pasadas en lasque los reyes ordenaban y los súbditos cumplían. Y comer, comer mucho. Porque a María Cristinale gustaba comer.

La forma de alimentarse había cambiado mucho en el siglo XIX. Aunque el plato más popular,sin importar la clase o condición, seguía siendo el cocido, comer en público se convirtió en unacostumbre nacional. La incipiente burguesía había inventado el ocio: los salones de baile, lasteterías, chocolaterías y restaurantes empezaron a sustituir a las antiguas fondas y mesones. Lanobleza, para distanciarse de esos burgueses que se adueñaban del espacio público, empezó acelebrar banquetes en sus casas. Poco a poco, la antigua nobleza iba quedándose recluida,reducida al ámbito privado. Ya no se estilaba tener una cocinera que preparara la comida de lafamilia, sino que se buscaban cocineros —sobre todo extranjeros— que dominaran técnicas connombres extraños. Los cocineros estaban tan demandados que podían imponer las condiciones

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laborales que quisieran. María Cristina fue una enorme cocinera. Aprendió a hacer platosnapolitanos y, sobre todo en la época del exilio, gustaba de encerrarse en la cocina a preparargrandes fuentes de pasta que devoraba con auténtico deleite.

Antaño se comía en cualquier sala con unas mesas que se montaban y se desmontaban, de ahíla expresión de «poner la mesa». Pero, a principios del siglo XIX, se instalan los comedores conlargas mesas de madera y superficies supletorias. Se crean también las normas de urbanidad,como las de la colocación de los cubiertos y de los platos, y se regla el arte del comer.

Fernando VII había sido muy partidario del sistema francés, es decir, que toda la comidaestuviera ya servida en la mesa con calientaplatos que, en muchas ocasiones, no podían evitar quela comida se quedara fría. Sin embargo, su hija Isabel preferirá el sistema ruso: con sirvientes quefueran trayendo los platos sucesivamente. En primer lugar, las cuatro sopas, luego los entremesesy finalmente los platos principales: dos de caza de pelo, dos de aves caseras, dos de caza deplumas…

Tanto a la futura Isabel II como a María Cristina les gustaba comer bien. Sin embargo,mientras que la reina gobernadora prefería no celebrar grandes banquetes y disfrutar de lacompañía privada de su esposo, Isabel era más dada a celebrar esas grandes comilonas queempezaban una vez que la reina hubiera despachado sus asuntos reales y que solían alargarse hastabien entrada la tarde. Es por ello por lo que, salvo en ocasiones especiales, nadie cenaba y, siacaso, se tomaban unos entremeses fríos que tomaron el nombre de «medias-noches».

En La Granja, María Cristina no tenía que excusarse. Podía hacer y deshacer a su voluntad sin darexplicaciones a nadie. Allí era feliz. Solía pasear del brazo de su marido entre los jardinespodados a la francesa. Oculta bajo grandes tocados que la salvaran del sol, podía olvidar todassus responsabilidades. Por ello hizo oídos sordos a todas las advertencias. Por ello también cerrólos ojos cuando su propia guardia comenzó a desertar subidos en burros o, como diríaVillaurrutia, «en las traseras de los coches». Tampoco leía las noticias que venían de Madrid, quela instaban a regresar o le hablaban de los intentos de revoluciones que habían tenido que sersofocados.

El ejército no estaba contento. Al hecho de que la mayoría de las veces, se le pagaba conretraso, se le sumaba el estar imbuido de ideas consideradas masónicas. No en balde, muchos delos soldados habían luchado contra el francés y se habían podido impregnar de sus planteamientoso de cierto pensamiento contrario a las ideologías absolutistas de los reyes Borbones. Que lareina María Cristina se comportara como lo habían hecho los que la precedieron en el trono activóel mecanismo que sería la regla en el siglo XIX: el de los golpes militares.

Fue Mendizábal el que espoleó el golpe de Estado. Aprovecharon los golpistas que el 12 deagosto muchos de los jefes y oficiales de la reina habían pedido permiso para ir a Madrid a ver laópera de Donizetti El exiliado de Roma. La idea era que la reina firmara un documento quedevolviera la vigencia a la Constitución de 1812.

Seguramente, lo primero que oyó la reina fue el toque de clarín. Se asomó a la ventana y violo que nunca querría haber visto: un regimiento que se formaba frente a la puerta de la residencia.A su mente acudirían todos los miedos que había ido incubando desde su infancia, sobre todo losde su padre, el duque de Calabria. Y es que mucho del carácter de María Cristina se puede

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explicar si tenemos en cuenta el destino de su progenitor. Francisco Genaro José de Borbón habíanacido en Nápoles, que era a la sazón la capital del reino de ese mismo nombre. Por el derecho deprimogenitura, habría de ser él quien reinara. Pero, cuando llegó Napoleón, su padre hubo de huira Sicilia con toda su familia. Para María Cristina, tanto su abuelo materno como el paternohabrían tenido que vivir sendos exilios por culpa de Napoleón.

En 1812, cuando el emperador cayó derrotado, la mayoría de los reyes pudo regresar a sustronos. En el caso napolitano, lo haría el padre de María Cristina, pero el miedo perduraría parasiempre. Francisco I se atrincheró en su palacio y dejaría que gobernaran sus jefes militares ypoliciales. Era rey de los reinos de Nápoles y de Sicilia, fundidos bajo el nombre de Dos Sicilias;pero tanto nombre y tanto título jamás borrarían el miedo, que se le había quedado grabado afuego perturbando su juicio y su razón. Nadie quiso llamarlo loco porque no interesaba para laestabilidad del reino, pero bien podrían haberlo hecho, pues el padre de María Cristina poco apoco iba perdiendo la cabeza. Su comportamiento era errático y sus ataques de ira, muy violentos.En su cabeza: los golpes de Estado, el exilio, el saberse centro de cualquier posible conspiracióninterna o ansia expansionista internacional. Hasta el día de su muerte, Francisco I vivió con elmiedo a que alguien lo asesinara.

Aquel 12 de agosto de 1836, María Cristina se encontraba en sus aposentos con la condesa deTorrejón, el duque de Alagón y dos azafatas.

—¿Qué hay? ¿Qué pasa? ¿Qué quiere esa gente?El revuelo que subía por las escaleras era un sonido inequívoco. Reconocía el crujido del

caucho de las botas Wellington, el tintineo de las espuelas, el roce de los sables.—La guardia sube a aprehender a la reina.Mantendría el temple: al fin y al cabo, tenía testigos. Pero por su cabeza pasarían todos los

destierros que había tenido que vivir su familia.—Abrid las puertas y que entren.Las botas de los sargentos dejaron barro seco sobre la alfombra.—Señora, es voluntad de la nación que firme vuestra majestad el decreto que restablece la

Constitución de 1812.María Cristina tuvo que apoyarse sobre una mesa. Le faltaba el aliento, pero era menester

disimularlo. Debía mantener la compostura. Por la gran ventana entraba el sol del verano, y en eljardín oía el agua de las fuentes.

—Si la reina se niega a firmar, le corto la mano.En la voz del sargento no hay duda. ¿Cómo se atreve? El cuarto se ha llenado de soldadesca.

Huele a sudor y a polvo del camino. En la mesa en que se ha apoyado descansa el documento queese bruto quiere que firme. Toma aire. Su difunto esposo tuvo que pasar un trance similar yaguantar tres años de exigencias continuas de los liberales, pero luego se desquitó con ganas. Ella,se promete, también lo hará. Es la reina y el tiempo siempre corre a favor de los reyes.

—¿Estoy presa?—De ninguna manera. Vuestra majestad goza de libertad completa.

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Es un momento histórico, ambos lo saben. María Cristina piensa en su padre, encerradotemeroso de su muerte. Piensa en su difunto esposo, en su nuevo esposo, en los hijos que seencuentran a pocas millas de distancia. Entonces el soldado se gira y grita:

—¡Viva la reina!El tiempo, detenido. Como su respiración. En ese momento, ella supo que ese «viva»

entrañaba más peligro que ninguna otra frase. Que si no firmaba, esos soldados serían capaces defusilar a todo su servicio, llevársela presa y separarla de su único seguro de vida: sus hijas. Asíque firmó, claro que firmó, mordiéndose los labios y prometiendo venganza.

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13

El linchamiento de los reyes: los primeros memes

Hubo algo que ni María Cristina ni sus antepasados más directos supieron ver: que los tiemposhabían cambiado. Ella ya no era la tataranieta de Luis XIV, el Rey Sol, sino la prima segunda deLuis XVI, que acabó en la guillotina por no haber sabido entender a la sociedad en la que debíareinar: cuando uno lleva en sus apellidos familiares la ristra de grandes nombres de lasmonarquías europeas —Parma, Borbón, Habsburgo—, resulta fácil olvidar que ya no diriges esepueblo que te debe obediencia porque así lo dictaminan el iusnaturalismo o la ley de Dios.

La Revolución francesa y la Ilustración que la alentó supusieron un cambio social en todaregla. Cuando se desplazó a Dios del centro y se puso en su sitio al hombre, también se descolocóel puesto que hasta entonces ostentaban los reyes. Pero ellos no lo supieron ver. Caer en desgraciaes duro, sobre todo cuando te han educado desde pequeño en que eres especial, en que estásllamado a gobernar a la gente y en imponer tu santa voluntad.

Hasta la Revolución francesa, los reyes Borbones habían decidido y gestionado las riquezasde los reinos sin que nadie se atreviera a discutir sus decisiones, salvo quizá la nobleza o el clero.Los parlamentos eran sedes donde se regían los asuntos pequeños, con una representatividadínfima. Y cuando un rey quería imponer su voluntad, sólo debía ocuparse de gestionar a la díscolanobleza, que era, al fin y al cabo, la que tenía dinero para armar un ejército. Pero en el siglo XIX

esto cambia.Hay un correlato en Francia y en España: que de repente, ante la ausencia o la pasividad de

sus monarcas, el pueblo se vio capaz de empuñar las armas. Reuniones como las Cortes de Cádizo la Asamblea Nacional francesa se encargarían de encauzar a esos pueblos que de pronto erancapaces de decidir e imponer su voluntad.

Se ha hablado muchas veces de que la Ilustración francesa supuso el soporte racional, unanueva política asentada en las ideas. Es cierto, pero también es verdad que a los pueblos nunca seles ha guiado a través de las ideas. El verdadero motor de la sociedad no son las ideas, por muyrevolucionarias y aceptables que éstas sean, sino las emociones. Por ello, para que la Revoluciónfrancesa triunfara, no fue necesario sólo un entramado ideológico, sino argumentos emocionalesque llevaran a la calle a la gente a levantarse en contra de sus propios reyes.

A pesar de que los términos de «campaña de desprestigio», «campaña política» o«linchamiento» sean posteriores, se puede decir que estos conceptos no crearon nada nuevo: elorigen de estos tres elementos hunde sus raíces en el ocaso del siglo XVIII, cuando se dieron lascircunstancias necesarias para que se produjeran estos movimientos y la gente saliera a la calle areclamar lo que consideraba justo.

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Estas circunstancias se pueden resumir en tres. Son, en primer lugar, una concentración mayorde la población. En segundo lugar, una cierta democratización de la política; y en tercer lugar, unamayor tasa de alfabetización de la sociedad, lo que va a permitir nuevos canales de comunicación,como la prensa escrita o los pasquines, que corrían mucho más rápido que los periódicos(controlados, en su mayoría, por el marido de la reina).

Los políticos avispados de la época sí que supieron medir el pulso a esa nueva sociedad, adiferencia de los reyes que los gobernaban. Y supieron crear las primeras campañas dedesprestigio, que se traducirían en los primeros memes de la historia. Esta campaña dedesprestigio también la vivió —con estupor— Fernando VII. De ser el rey deseado se convirtió,enseguida y gracias a los nuevos medios de comunicación, en un botarate a ojos de la opiniónpública. Incluso sus militares podían levantarse en armas contra él: signo último de sudeslegitimación y derrota de cualquier atisbo de popularidad que pudiera quedarle al rey.

Se puede decir que los militares, en el siglo XIX, encabezaban las revueltas porque ellosdisponían del uso de la fuerza. Pero que su legitimidad —si puede considerarse como tal— veníade un pueblo que les solía pedir cambios tras una campaña política muy bien orquestada a travésde soflamas y algaradas de aquellos que sabían crear discursos emotivos muy fáciles de repetir.

Nosotros no habíamos inventado nada. Cuenta la leyenda que, justo antes de la Revoluciónfrancesa, mientras una enorme hambruna asolaba París por la ausencia de harina y lamuchedumbre se hacinaba hambrienta ante las puertas del palacio, María Antonieta habríaexclamado: «Qu’ils mangent de la brioche!» (que coman bollos), frase que nunca pronunció yaque, como demuestra su correspondencia, a María Antonieta sí que le importaban, y mucho, lospobres, tanto que fue conocida como «Madame Déficit» por lo que gastaba en obras de caridad.Es una frase apócrifa que corrió como la pólvora y que ha sobrevivido a lo largo de los siglos.Aún hoy la imagen que tenemos de ella es la del ser frívolo e inconsciente que se dedicaba apasearse por Versalles derrochando como si no hubiera mañana. A sus enemigos políticos, asícomo a aquellos que buscaban instaurar un nuevo orden, les vino muy bien crear una frase quehacía que el pueblo se indignara, que apelara a sus emociones y les supusiera un gran escarnio.

Lo mismo sucedió con María Cristina. Como los reyes absolutos franceses, la reina españolano era consciente de los nuevos medios de comunicación ni de las campañas de desprestigio. Yeso que no lo tenía muy lejos: su marido, Fernando VII, había sido objeto de otra campaña delmismo tenor que lo había transformado de «el deseado» a «rey felón». Pero lo que le sucedió aMaría Cristina es diferente, y su caso se parece más al de María Antonieta: se creó por parte desus enemigos políticos una frase que sirviera como eslogan, un enunciado que denigrara a lapersona de una forma tal y de un modo tan emocional que dicho argumento emocional no lopudiera derrotar ninguno de sus apoyos. De ahí surgió la famosa frase de «María Cristina te quieregobernar». Uno de los primeros memes de la historia, antes incluso de que se conociera estetérmino.

Como todo buen meme, no se sabe quién lo creó ni cuándo. Hay historiadores que mantienenque, en realidad, se hizo para la siguiente María Cristina, la madre de Alfonso XIII; pero estateoría no tiene demasiado sentido en tanto en cuanto la siguiente María Cristina fue reina regente,y nuestra María Cristina, reina gobernadora. Si tenemos en cuenta el contexto en el que se creó lafrase en cuestión —en plena guerra carlista—, la expresión adquiere todo su significado. Los

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soldados que apoyaban al infante Carlos se lo cantarían a los liberales para ridiculizarlos. Perotambién podía ir en dirección contraria, de los carlistas a los cristinos, y serviría como unaconstatación de que estaban muriendo por una pretensión vacua.

Analicemos la frase: no es que María Cristina debiera gobernar, es que era un deseo suyopersonal —como si no hubiera sido un pacto de Estado y se tratara sólo de un capricho suyo—:«María Cristina quiere», en lugar de «debe». Además, utiliza la segunda persona del singular, lamás emocional de todas, ya que es aquella que te apela directamente. Dice: «te quiere». Comotodo publicista sabe, es la forma más directa de que el receptor se sienta aludido. No deja de serparadójico el intenso machismo que subyace en la frase, sobre todo si tenemos en cuenta que en latradición española ya había habido reinas, porque así lo permitían las leyes, y de hecho, una deesas grandes reinas había ayudado a construir el relato de la construcción nacional: Isabel laCatólica (algo necesario en momentos de crisis identitaria, tras una guerra, por ejemplo, o en laconstrucción de los nuevos países Estado, algo que sucedió en el siglo XIX en todas partes deEuropa y que, incluso, daría lugar al auge de la novela histórica). Lo mejor es la coletilla que sele añadiría a la postre: «y yo le sigo la corriente». Es decir, aquellos que la seguían lo hacían aciegas. Como los tontos o los locos.

Con una frase se conseguía mucho: deslegitimar sus aspiraciones, rebajarla a un sercaprichoso y voluble, y colocar al receptor por encima de ella, ya que permite que éste sólo tengaque «seguirle la corriente». Con este meme, la monarquía no sólo se convertía en algo de lo queuno se podía reír, sino que las aspiraciones de María Cristina —y por ende, las de su hija— seveían minimizadas y tachadas de mera aspiración.

El problema es que María Cristina no supo verlo. Y si lo vio, no supo hacerle frente. Ya noservía legislar a golpe de ley, como había hecho su esposo, mandando al garrote a todo el quediscrepara de sus políticas. Ni siquiera servía apropiarse de todos los periódicos, como intentó sumarido. Las frasecillas eran pegajosas y corrían como la pólvora. Eran verdaderas campañaspolíticas avant la lettre que jugaban con las emociones del pueblo azuzándolo contra aquellos quehasta entonces se habían considerado intocables.

Si María Cristina hubiera sido más hábil, se habría dado cuenta de que, tras elaburguesamiento de la nobleza, surgía una nueva forma de cinismo. El pueblo era ahora conscientede su poder y quería que sus monarcas los representaran de una manera virtuosa. La futura reinade Inglaterra, Victoria, no sólo recibió una educación muy esmerada, sino que, gracias a ésta, supoleer los tiempos e impuso en su corte un puritanismo del que sus súbditos se sentían muyorgullosos. De puertas adentro podía hacer lo que quisiera, pero se habían acabado la ostentación,el desenfreno y el derroche si quería conseguir que sus hijos pervivieran en el trono.

En España siempre se han preferido las reinas piadosas, las sumisas y las virtuosas. Y MaríaCristina había defraudado al pueblo cuando se alejó de la imagen de la niña envuelta en azulcristino y echó a volar sola. Volviendo al ejemplo francés, se puede decir que María Cristina tuvosuerte de que la exiliaran y que no la mandaran a la guillotina, como habían hecho con suantepasado más reciente.

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14

Agustín Muñoz y Borbón, el rey que no fue

Había a las afueras de Madrid una zona que se caracterizaba por ser de campos, pero con muybuenas aguas. Poco a poco, la sociedad madrileña se había ido aburguesando. Ya no se llevabanlas grandes casonas de piedra con cuartos pequeños y fríos: se preferían los edificios estilizados,con suelos de madera y tapices colgados por las paredes, lo que llevó a esta burguesía incipientea buscar casas de recreo que les permitieran huir del calor estival y del frío invernal de la meseta.Y así comenzó la moda de comprarse una casa en la sierra.

En la zona de Carabanchel se abrió una casa de baños para que esta burguesía pudieradescansar sin alejarse demasiado de su ciudad. Se llamaba Vista Alegre y constaba de fonda,villar, huerta y jardines: todos los lujos que pudieran necesitar las damas que paseaban bajosombrillas sus vestidos nuevos, y sus maridos, que precisaban de sitios a la fresca donde poderreunirse y concretar nuevos negocios. Una diligencia hacía varias veces al día el viaje de Madrida Carabanchel. Y por encima del edificio, en la zona del Belvedere, había un observatorio condiferentes juegos ópticos para que los clientes encontraran nuevos divertimentos con aquellaciencia que estaba tan cercana a la magia. No eran los únicos juegos que se organizaban en estaespecie de balneario: el pato, obras teatrales, bolos, la flecha… Actividades diarias quepermitieran tener ocupados a todos cuantos buscaban entre sus muros algo de esparcimiento yrelax.

A María Cristina le gustaba mucho este lugar. Tanto es así que empezó a ser parte delPatrimonio Real a partir de 1832, ya fuera porque el Ayuntamiento de Carabanchel se lo regaló ala Corona, ya porque lo adquirió la propia reina a título personal. En todo caso, hasta 1846 nopasó a pertenecer al Patrimonio Real y era la reina la única que lo utilizaba. Y si María Cristinase lo cedió a sus hijas (legítimas), fue para que ellas costearan los gastos, que eran enormes: lareina siempre sabía lo que se hacía con el dinero. Si a la reina le gustaba este lugar era porquepodía terminar sus embarazos o dar a luz sin que toda la corte se enterase. Uno de estos hijos quela reina parió sería el tercero que tuvo con su marido el Muñoz y el primero de sexo masculino.

Tras los sucesos de La Granja, la reina se había ocupado de mandar a sus dos hijas ilegítimasa Francia, a París. Ya no se fiaba de lo que les pudiera suceder en España. A su tercer hijoilegítimo le puso el nombre de su padre: Agustín Muñoz y Borbón. Y en cuanto lo hubo bautizado,mes y medio después del parto, lo mandó a París con sus hermanas. ¿Qué sentiría la reina en esosmomentos? La relación con sus hijas legítimas siempre fue muy difícil: eran un instrumento que lepermitía mantenerse en el poder, pero jamás les hizo demasiado caso.

Mucho del carácter de Isabel II se explica por este desapego maternal. Es cierto que lasreinas españolas no se solían ocupar personalmente de la educación de sus hijos y delegaban estetrabajo en curas y nodrizas. Sin embargo, en el caso de María Cristina, el desapego era en

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especial sangrante. Isabel era una moneda de cambio de la que su madre temía alejarse: solíallevársela en todos sus desplazamientos, pero no le dedicaba ni una sola carantoña. Isabel legarantizaba mantenerse en el poder.

Sin embargo, María Cristina se comportaba de una forma totalmente diferente con los hijosde Muñoz. A pesar de estar obligada a mantenerse separada de ellos, velaba sin descanso por subienestar y su educación. La prueba son las cartas que se encuentran en el Archivo HistóricoNacional.1 Seguía casi día a día cuáles eran sus avances personales y académicos, y jamás dejóde controlar su futuro. Para todos ellos consiguió fortuna o matrimonios que les garantizaran unbuen pasar. Y en cuanto podía, y a pesar de sus obligaciones como reina, se reunía con ellos aescondidas de toda la corte.

¿Puede una madre querer de diferente modo a sus hijos? La prueba es que sí. No obstante, lapregunta más bien podría ser: ¿quería María Cristina a sus primeras hijas? Y ahí la respuesta sevuelve más difícil, porque en todas las cartas que se dedicaban Muñoz y María Cristina seencuentran cursilerías que podrían producir empacho, pero jamás en las misivas que le dirigía asu hija se lee una sola muestra de cariño real. Seguramente, para María Cristina sus primogénitaseran sólo su obligación.

Estas relaciones tan frías entre Isabel y María Cristina tuvieron un testigo directo. Cuando en1840 María Cristina fue obligada a abdicar en su hija y exiliarse en Francia, se quedaría al cargode la educación de Isabel la condesa de Espoz y Mina, Juana María de la Vega, una activista yescritora liberal española que sería camarera mayor y aya de Isabel II durante los años del primerexilio de la gobernadora, de 1841 a 1843. Se sorprende en sus memorias la condesa: «Vi que nohablaban con frecuencia de su madre… Ni una sola vez las vi afligidas con la idea de que novolviese a verlas. En dos distintas ocasiones me preguntó Su Majestad si creía que su mamávolvería; mi contestación fue que lo ignoraba. La réplica de Su Majestad fue: “Ayita, yo creo queno”».2

En efecto, María Cristina se había ocupado siempre lo justo de Isabel. Tanto es así que, porejemplo, le buscó una maestra de danza —mademoiselle Brunot—, cuyo método era más para «laenseñanza de bailarinas de teatro». Además, susodicha maestra utilizaba una máquina paracorregir las posturas de los pies de Isabel que la dejó «con una costumbre arraigada en el modode andar» que fue imposible de corregir, por más que se intentara.

Y es que María Cristina jamás demostró demasiado afecto por sus hijas mayores. Delegó laeducación y el cuidado. Esto hizo de la futura reina y de la infanta dos niñas caprichosas queimponían siempre su voluntad y que se enrabietaban incluso con diez años si no conseguían salirsecon la suya. Comían, por ejemplo, con sus catorce perros y les tiraban la comida a la alfombra sinimportarles que se manchara. Cuando María Cristina ya estaba en el exilio, la condesa de Espoz yMina debía obligarlas a escribir cartas a su madre todos los viernes.

—Ayita, ¿qué le digo a mamá?Y entonces la condesa, entre triste y desconcertada, observaba la cara redonda de esa niña,

los mofletes. Y la sentía perdida. La hubiera abrazado si la etiqueta de palacio no hubiera sido tanestricta y cualquier gesto pudiera ser malinterpretado.

—Señora, lo que vuestra majestad guste.La niña se enfadaba, se levantaba.—Pero ¡si no se me ocurre nada!

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Y entonces el aya, más triste y culpable, le daba ideas que Isabel copiaba al pie de la letra,siempre encabezado con un «Queridísima mamá» que sonaba tan falso como las letras queseguían.

Si las relaciones con su madre eran difíciles, qué decir con las de los hijos Muñoz, su padrastro.Las relaciones con los hermanos siempre son complicadas, sobre todo cuando uno percibe que suspadres los quieren de diferente modo. Pero este caso es además especial: Isabel se crio alejada deellos y, cuando coincidían, debía de percibir dos cosas que ella no tenía: el cariño de su madre yun padre que velaba por ellos. Isabel sería reina y lo tendría todo, salvo lo que ella quería: unospadres.

El primogénito varón fue, seguramente, al que más quiso María Cristina. Tanto es así que nodudó en participar en un complot que haría de él el príncipe y futuro rey del hipotético reino deEcuador, Perú y Bolivia. La desastrosa política exterior de Fernando VII había conducido a laindependencia de casi todas las colonias. Tanto Ecuador como Perú y Bolivia aprovecharon lostres años del trienio liberal para lograr sus objetivos de desligarse de la metrópolis. Pero ningúnmovimiento independentista se ha caracterizado nunca por su unidad. En estos tres países había unrelato transversal que compartían tanto nobles como labriegos: su independencia no quería decirnecesariamente que lo que buscaran fuera una república. Aunque hubieran aceptado que ya nopertenecían a España, eso no significaba que renegaran de su monarquía.

Es un discurso complicado, pero que tiene su sentido. Eran libres e independientes gracias ala pésima gestión de Fernando VII. ¿Por qué entonces querrían regresar a los Borbones? Larespuesta es múltiple y compleja: se puede entender porque eso acercaba a los nuevos países a laimportancia que tenían las naciones europeas con las que deseaban medirse cara a cara; porqueestaba en su ADN pensar que la monarquía es el mejor sistema, el que mejor garantiza laestabilidad —los gobiernos son cambiantes, los reyes son eternos— o por una costumbre atávicaque divide a la sociedad de forma piramidal y que no reconoce la igualdad de todos losindividuos.

Ecuador había tenido previamente un primer intento de restaurar la monarquía. Pero elsegundo intento es el que más interesaría a María Cristina, ya que haría de ella la reina regente deun territorio casi tan amplio como el de Brasil. La idea de los monárquicos de Ecuador era la deunir a su hipotético reino los territorios de Bolivia y de Perú, y de esta forma crear un territoriocomo el del Reino Unido bajo el mandato de un único rey: Agustín Muñoz y Borbón, el que seríael primero de una nueva dinastía: la de los Muñoces. Agustín sólo tenía siete años en 1844, peropor él corría sangre borbona por vía materna. Habría de llamarse Agustín Muñoz Borbón-Ecuador, del mismo modo que el resto de su familia era Borbón-Dos Sicilias. Y como era menorde edad, ¿qué mejor que gobernara su madre en su lugar?

La idea había surgido de un antiguo presidente de Ecuador, el general Juan José Flores. Trassu salida del poder y mediante el Tratado de Virginia, se le garantizaba una pensión vitalicia, peropara él eso no era suficiente, así que, tras ser depuesto, sacó del país cuarenta mil dólares, ademásde joyas y todo cuanto pudo llevarse a Europa. Cuando la Convención Nacional se enteró de loque había hecho, decidió revocarle todos sus privilegios. El antiguo presidente montó en cólera y

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fue entonces cuando contactó con la antigua reina gobernadora de España: dos exiliados enEuropa unidos por la misma razón: haber robado a sus respectivos países. Juntos recuperarían elpoder.

María Cristina no podía estar más encantada; como los hijos que tuvo con Muñoz no podíanheredar nada en tierras españolas, ¿qué mejor que gobernaran en los nuevos países de América?Todos sus hijos serían reyes. Si eso además le permitía a ella ampliar su poder, sobre tododespués de que las Cortes españolas la obligaran a exiliarse en 1840 y conociera el miedo aperderlo todo, el negocio le salía redondo.

No dudó en concederle a Flores un préstamo de un millón y medio de duros. Y con la ayudade Istúriz, que seguía en el poder, buscaron entre la juventud española un ejército que lespermitiera luchar por el nuevo trono. Las nuevas tropas se reunieron en el puerto de Santanderdispuestas a embarcar hacia América.

Los planes de Flores estaban en boca de toda Europa. María Cristina ya había empezado allamar a su hijo «príncipe de Ecuador» y «restaurador de la monarquía en Perú y Bolivia». Encuanto se enteró el presidente de Ecuador, emitió una serie de órdenes:

• El secuestro de todo barco mercante español con su mercancía.• El trato como enemigo a todo español que llegase de nuevas. Estarían protegidos los que

ya vivían allí.• Ningún contrato con ciudadanos españoles tendría vigencia.• Ecuador se declararía en guerra contra España hasta que tuviera noticias de que la

expedición había sido cancelada.

Pero la situación de Ecuador era muy complicada y los planes de los dos conspiradores nosalieron adelante. Al fracaso de sus sueños contribuyó también una compleja labor diplomáticapor parte de los países europeos, así como de los embajadores americanos, que veían el peligrode que los Borbones extendieran su poder por América o que España siguiera manteniendo suinfluencia en los países que ya se habían independizado. Ése fue el caso del rey francés, quientenía intenciones de colocar a su propio hijo en el mismo puesto.

El 7 de agosto de 1846, el diario El Clamor Público publicaba la noticia de la intentona dela reina. El Reino Unido no tardó en reaccionar y confiscó las naves de Flores, que estabanancladas en sus puertos. Así que Agustín, el que hubiera sido el primero de los Muñoz, se quedócompuesto y sin trono. El gobierno de Istúriz, que había apoyado las aspiraciones borbónicas, sevio obligado a dimitir. Y la reina María Cristina no sólo perdería la posibilidad de volver a serreina regente, sino que además nunca recuperaría el dinero que le había prestado a Flores parallevar adelante su empresa.

Gracias a esta intentona, el canciller peruano, Paz Soldán, promovería que los países americanosse unieran en una especie de confederación que garantizara su defensa frente a posiblesinjerencias extranjeras. Corría el año 1848 y se puede decir que el resultado que creó es elantecedente de las Naciones Unidas.

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La vida de Agustín Muñoz fue muy breve: después del exilio francés, su madre lo mandó aestudiar a Roma hasta que cumplió trece años. Cinco años más tarde, en 1855, cuando apenasacababa de cumplir los dieciocho, murió y fue sepultado en la localidad en la que ella residía conel resto de sus hermanos de padre: Rueil-Malmaison.

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1837: el odio de Narváez y Espartero

Tras el golpe de La Granja, los políticos moderados como Istúriz, asustados por el cariz radicalque había tomado el gobierno, decidieron exiliarse. Hicieron bien, porque lo primero que decidióel gobierno liberal progresista fue mandar la incautación de todos los bienes de aquellos que sehubieran marchado al extranjero sin licencia o autorización. ¿Qué habría sido de ellos si sehubieran quedado? En la paz y en la guerra, siempre hay que acabar con tus enemigos, no sea quevuelvan al poder. Estas medidas hicieron que en Madrid se empezara a ver con malos ojos alnuevo gobierno.

Además, las arcas reales estaban vacías y España había perdido todo el posible crédito enlos mercados extranjeros. Los soldados de la reina, sin poder percibir su sueldo, prontocomenzarían a levantarse. De ahí que el nuevo gobierno se apresurara a firmar una disposicióncontraria a la Constitución de 1812: mantener a la reina María Cristina como gobernadora hastaque su hija Isabel alcanzase la mayoría de edad.

Las tropas carlistas seguían avanzando: ahora por el sur y bajo el mando de Gómez. Habíanllegado casi a Extremadura. Por ello fue nombrado un nuevo joven brigadier que defendiera losintereses de la reina: Narváez. Narváez era todo un personaje: un militar muy dotado pero que,durante nueve años, había preferido retirarse de la política y regresar a su Loja natal paradedicarse a cultivar la tierra. Tras el estallido de la primera guerra carlista, decidióreincorporarse al ejército donde fue ascendiendo lentamente. Su gran eclosión de popularidad seprodujo cuando cedió su sueldo anual para sufragar la lucha de las tropas que defendían losintereses de la reina. Esto hizo que ascendiese rápidamente al puesto de brigadier: un movimientopolítico de alguien que siempre había renegado de cualquier tejemaneje. Y así, como debía pasarcerca de Madrid para poder ir a la búsqueda de su contrincante, decidió que sus tropas debíandesfilar delante de la reina y de todos sus ministros. En el fondo, le gustaban el boato y elreconocimiento.

La división al completo entró por la puerta de Atocha y siguió hasta el Arco de la Armada,donde Narváez mandó un mensaje a la reina de que saliera al balcón para verlos desfilar. «¿Quéquiere Narváez? Que llamen a los ministros», dicen que contestó la reina.

No estaba María Cristina dispuesta a prestarse a la pantomima. Desde que gobernaba elpartido partido liberal progresista, cumplía con sus obligaciones y poco más. Se sentía como unamarioneta en manos de Mendizábal y sus secuaces. Así que, cuando le insistieron para que salieraal balcón a saludar al hombre que había de derrotar a los carlistas del sur, ella, que sólo queríaque se marcharan de su ciudad y que la dejaran tranquila, contestó:

—Que salgan por la puerta más cercana.

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Poco sabía María Cristina que ese hombre al que despreciaba sería, a la postre, su granaliado tiempo después. El ministro de la Guerra insistió:

—Pero, señora, piense en sus ejércitos. Los estamos mandando a morir.—Hace frío y no voy vestida adecuadamente.—Señora, esos hombres van a luchar por su hija. Al final la reina accedió. Llamó a sus

camareras y pidió que le buscaran un traje abrigado, pues era noviembre y la helada cubría lascalles. Se vistió sin prisa. Ya no era esa joven lozana. Había que apretar corsés y esconder lacarne fofa. Y por fin dio la orden de que desfilaran por delante de palacio. Lo que la reina en esemomento no sabía es que Narváez estaba mucho más cerca de sus intereses de lo que creía.

La popularidad de Narváez no había dejado de crecer durante la primera guerra carlista. Lassucesivas derrotas del ejército carlista le habían dado el espaldarazo definitivo y la gente loconocía como «el Espadón de Loja». Como antaño se había enfrentado a Fernando VII y a losCien Mil Hijos de San Luis, nadie cuestionaba su adscripción al bando liberal. Pero lo quebuscaban tanto los liberales moderados como los progresistas era que refrendara sus opiniones yque se inclinara por un bando.

Antes de que saliera a buscar a Gómez, Narváez se había reunido con el ministro de laGobernación, quien le expuso el deseo de que se hiciera progresista. «Soy liberal, señor. Comotodo aquel que ha derramado sangre por la Constitución y por la libertad. Pero yo no comprendo alos partidos. Sólo quiero ser soldado.» Esta misma respuesta fue la que les dio a los moderadoscuando se le acercaron en la casa del duque de Veragua. Y es que es rasgo común en la políticaespañola que una vez que la izquierda adquiere poder, se divida ella sola: en esta ocasión, entreprogresistas y moderados.

A la vuelta de la campaña por el sur, Narváez estaba en lo más alto de la popularidad. El 4de noviembre, Narváez desfiló ante la reina y tres semanas más tarde, el 25 del mismo mes,cumpliría su promesa de alcanzar y batir a Gómez, a pesar de la deserción de la tercera división,que se había comprometido a ayudarlo y que comandaba Alaix en sustitución del generalEspartero, que se encontraba enfermo.

Es ahí, en esa deserción, donde se puede encontrar el germen del odio que se profesaríanNarváez y Espartero toda su vida. Pero los hechos que sucedieron poco después ayudaron a queNarváez optara finalmente por los moderados y Espartero, por los progresistas.

La gloria es efímera y los intereses políticos a veces crean monstruos. Eso es lo que sucediócon Narváez, que a su regreso a Madrid se encontró no sólo con que no castigaban a losdesertores, sino que habían cambiado al ministro de la Guerra y ya nadie se acordaba de suhazaña. En cambio, todo el mundo hablaba de Espartero, el gran guerrero, el gran hombre.Narváez se convertiría entonces en un resentido: odiaba a Espartero y a todos aquellos que no lohabían aplaudido; le habían privado de lo único a lo que aspira un militar como él: la gloria.María Cristina podría tener en él el aliado perfecto.

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El general Espartero

Baldomero Espartero había nacido en 1793 en Granátula, un pequeño pueblo de La Mancha. Supadre era un pobre carretero llamado Antonio Fernández Espartero. Él y su mujer tuvieron ochohijos, a los que intentaron sacar adelante como bien podían. Tres de los hijos tomaron el hábito dereligiosos, salida honrosa para cualquier familia pobre. Y uno de ellos decidió llevarse al jovenBaldomero a Almagro, donde estaba su orden eclesiástica, para que entrara en la universidad aestudiar Filosofía. Allí pasó dos años sin pena ni gloria: era mal estudiante y sólo pensaba en laguerra. Tuvo la suerte de que en ese año, 1812, los franceses decidieran invadir la península.Como había cursado dos años de carrera, pudo entrar en el batallón de la Universidad de Toledo,el formado por estudiantes con el título de Voluntarios de Honor. Con este batallón viajó a Sevillay luego entró en la Academia Militar que se había creado en la isla de León, donde se dedicó aestudiar —de nuevo, con poco provecho— matemáticas, fortificación, dibujo y táctica. Esto hizoque fuera considerado apto para ser ascendido como subteniente de ingenieros. Pero era un oficialde vida disipada y poco aplicado, por lo que sus profesores lo suspendieron y abandonó el cuerpode ingenieros e ingresó en el de infantería, mucho menos intelectual y mucho más bélico.

Cuando terminó la guerra de la Independencia, se marchó a América a luchar contra laindependencia de Perú. No participó en la guerra de Ayacucho, que supuso la derrota definitiva delos españoles, pero se hizo muy amigo de aquellos que sí estuvieron y, cuando volvió, lo hizo contodos ellos. Su carrera militar fue una sucesión de golpes de suerte e inflexibilidad ante loserrores ajenos que lo llevaron a sustituir a Córdova en el ejército del norte.

Como diría Villaurrutia cuando escribía a Wellington: «Se dedicó a la política cuando nohabía en rigor nacido para ella. Equivocose como tantos otros que han creído que el ejército erauna buena escuela para la gobernación del Estado, como si el ejercicio del mando constituyeseuna especial aptitud para la jefatura de un partido o del gobierno, y como si fuera lo mismoaplicar la Constitución que la ordenanza, y regir millares de soldados que millones de hombreslibres».1

Lo que ningún historiador niega hoy en día es que fue un hombre excepcional que lahistoriografía no ha tratado demasiado bien. También están todos de acuerdo en resaltar que, sibien fue un buen militar en el sentido de que supo aunar el sentimiento de todas sus tropas, comopolítico no valía nada.

El Abrazo de Vergara era, en verdad, un movimiento político inusitado. Una paz acordadaentre dos partes que ponía fin a una guerra civil que había desangrado al pueblo, tanto física comoeconómicamente. Tras la batalla de Luchana, Espartero envió este despacho al Ministerio deGuerra, que fue publicado para que lo conocieran todos los españoles:

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Excelentísimo Sr.:Las privaciones y sufrimientos de las tropas de mi mando han quedado recompensados en este día. Ayer a

las cuatro de la tarde dispuse la atrevida operación de embarcar compañías de cazadores que se apoderasen dela batería enemiga de Luchana. Al poco tiempo, aunque en medio de una terrible nevada, se ejecutó laoperación con el éxito más feliz por la bravura y entusiasmo de aquéllas, y eficaz cooperación de la Marinainglesa y española. El puente quedó en nuestro poder: los enemigos lo tenían cortado; pero a la hora y mediaya estaba restablecido. Los enemigos, reuniendo considerables fuerzas, acudieron sobre aquel punto: elcombate se empeñó ya de noche; el temporal de agua, nieve y granizo fue espantoso; la pérdida queexperimentó este ejército en las muchas horas de combate fue también de consideración. Los momentosfueron críticos, pero las cargas decididas a la bayoneta nos hicieron dueños de todas sus posiciones, haciendolevantar el sitio de esta villa, en la que he verificado hoy la entrada. Todas sus baterías, municiones e inmensoparque quedó en nuestro poder, ascendiendo las piezas a dieciocho o veinte, la mayor parte de grueso calibre.El oficial dador de este parte, como testigo de la acción, informará a V. E. más extensamente, pues debiendoaprovecharse la salida de un vapor, no puedo extenderme; pero ofrezco dar a V. E. el parte detallado de todaslas operaciones.2

Con la paz, los carlistas se disolvían y aceptaban no ser represaliados. Este afán pacifistaque no buscaba venganza, sino la reconciliación, fue un logro evidente ya en la época. No es deextrañar que tanto el gobierno como el pueblo lo recibieran con verdadera alegría. Como diceShubert en su estupendo libro Espartero, el Pacificador:

La noticia se extendió rápidamente y se le dio prioridad sobre todo lo demás. Cuando llegó a los teatros, elpúblico pedía que se interrumpiera la función para leer en voz alta el despacho de Espartero, y «la lectura detan interesante nueva, puso colmo a las demostraciones de júbilo de que todos los espectadores dieron vivasseñales». En un teatro, el público se echó a la calle para celebrarlo «considerando estrecho aquel recinto paralas grandes emociones que experimentaron».

Las Cortes se reunieron al día siguiente con el asunto único de la gran victoria en Bilbao. Joaquín MaríaLópez, ministro del Interior y uno de los grandes oradores de la época, pronunció un discurso tan potente quela gente se lo aprendió de memoria y fue recordado durante muchos decenios. Salustiano Olózaga, otro «picode oro», quedó por una vez sin palabras y sintió necesidad de «desahogar la especie de éxtasis» que lasnoticias de la victoria de Espartero habían producido. En los días siguientes María Cristina, la reinagobernadora, decretó, y las Cortes aprobaron, que se concediera el título de «beneméritos» a todos losdefensores de Bilbao y se condecorase a los miembros de la guarnición, que se otorgara a la ciudad los títulosde «muy noble y muy leal» e «invicta», que se reconstruyeran las edificaciones destruidas y se dieranpensiones a las viudas y huérfanos de los hombres caídos durante el asedio. Una nueva plaza que se estabaconstruyendo en Madrid se llamaría Plaza de Bilbao por real decreto. A Espartero se le concedió el títulonobiliario de conde de Luchana.

El gobierno puso en marcha también «el mayor aparato propagandístico» que pudo para dar a conocer lasgloriosas nuevas. El 5 de febrero, en todas las catedrales del país y en «las parroquias más antiguas en lospueblos donde no las haya», se celebrarían «solemnes exequias» en memoria de los caídos en el asedio y labatalla final. La voz de la Iglesia católica llegaba con mayor profundidad a todos los rincones de España que ladel Gobierno, por lo que en los púlpitos de todo el país los españoles pudieron oír al clero lamentar la muertede las víctimas, celebrar la victoria y alabar a Espartero. En la gran catedral del Pilar de Zaragoza, el canónigoPolicarpo Romea habló repetidamente del «inmortal Espartero» y de «el héroe Espartero».3

Este recibimiento fue también desmedido entre el pueblo llano. Espartero representaba elhombre que, desde lo más bajo, había crecido hasta convertirse en un santo. Llevado poraclamación popular, entró en política. Su adscripción al bando progresista se debió, en parte, aque Narváez, ya declarado enemigo, se había sumado al de los moderados, y la prensa de este

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cariz se dedicaba a criticarlo sin descanso. En 1837 fue nombrado presidente del Consejo deMinistros, pero dimitió rápidamente. Y es que el gobierno era cada vez más inestable y difícil.Sirva como ejemplo que, en 1840, hasta la salida de María Cristina de España, se alternaron en elgobierno cinco presidentes diferentes, aunque todos de corte progresista. Espartero, como líder deeste partido, jamás estaba muy lejos del poder, cosa que María Cristina tenía permanentemente encuenta; por ello había incorporado a su servicio a la mujer de Espartero, la duquesa de laVictoria. Desde la destitución del moderado Bernandino Fernández de Velasco, la reina MaríaCristina no había dejado de conspirar para hacer lo que realmente quería. Jamás había perdido elcontacto con Narváez, que había sido exiliado en París por intentar amotinarse contra Espartero.

Ya poco quedaba de esa niña que llegó inocente y pura a Madrid para casarse con su tío.Ahora, tras tantas guerras, ministros e intereses encontrados, había crecido y se había convertidoen una verdadera conspiradora, como quedó demostrado en el asunto de los ayuntamientos.Aunque, en el fondo, la reina quisiera vivir como burguesa, siempre tuvo muy en cuenta losintereses de su hija Isabel.

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La cuestión territorial

Entender un país supone sobre todo comprender sus tensiones territoriales. Y estas tensiones porlo general proceden del ámbito de lo privado: a quién pertenece tal o tal río, tal diócesis, iglesia,parlamento, ley, ámbito jurisdiccional o histórico. Si la mayoría de los gobernantes que en algúnmomento rigieron España hubieran sido más conscientes de esta problemática, quizá habríanpodido construir un país mejor.

Cuando el poder se ejerce de forma piramidal y uno —el rey— está en la cima de la cúspide,tiene que poder controlar no sólo al estrato inmediatamente inferior —en el siglo XIX, a latradicional nobleza y al clero se le sumará también la nueva burguesía—, sino incluso la base dela pirámide: el poder local.

Si hay algo que se ha ido modificando a lo largo de los siglos en España, esto es la divisiónterritorial. Las razones son múltiples: desde una cuestión orográfica (sobre todo en la época de laReconquista, cuando los ríos eran las mejores fronteras naturales) a, como será en el siglo XIX, unacuestión mucho más sentimental: las reclamaciones históricas.

A los reyes que venían de fuera, como fue el caso de Felipe V, José Bonaparte o la propiaMaría Cristina, todo esto les sonaba a chino. Ya no sólo necesitaban conocer la geografía, sino lahistoria y los sentimientos de los pueblos. Por ello, en cuanto accedían al trono, promulgabanleyes que variaban los territorios y la fastidiaban como sólo un gobernante puede fastidiarla: coninconsciencia. Es cierto que, visto desde fuera y con el paso del tiempo, las nuevas variaciones enlas divisiones territoriales tenían mucha lógica: había razones legislativas, judiciales eimpositivas. Estas divisiones intentaban crear un país más homogéneo, con leyes más paritarias yun sistema impositivo más eficaz.

Para José Bonaparte, en 1810, por ejemplo, tenía mucha lógica implantar el sistema deprefecturas que había impuesto su hermano, el emperador, en el país vecino. Dichas prefecturastenían la extensión justa de lo que un caballo podía recorrer en un día. De esta manera, resultabamás fácil y rápido hacer que se cumplieran las órdenes o se recogieran los tributos, así como quese transmitiera la información importante. Pero ¿cómo se le explica a un francés que no es lomismo ser de Pamplona que de San Sebastián? La prefectura de Bidasoa tenía sentido, eraperfectamente lógica vista desde fuera; pero, para los habitantes de esa región, resultaba unasolemne tontería, un navarro no era lo mismo que un vasco. Este sistema nunca se llegó aimplantar: la guerra de la Independencia lo impediría. Pero si lo hubiera hecho, resultaba fácilpronosticar su fracaso.

A pesar de que la Constitución de 1812 intentó crear un sistema equitativo entre las nuevasprovincias que sí tuviera en cuenta las diferencias históricas entre los territorios, con la llegada altrono de Fernando VII —como si fuera un rey extranjero— se decidió suprimir la nueva división

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territorial y desandar lo andado: volver a un sistema de intendencias con intendentes que élpudiera controlar directamente. De nuevo los gobernantes imponían una división territorial que nosatisfacía a sus moradores.

Cuando llegó María Cristina al poder en 1833, era una niña que todavía conocía muy poco delas tensiones políticas de su país de adopción. Por ello hizo caso a Cea Bermúdez y nombró aJavier de Burgos secretario de Estado de Fomento primero, y luego ministro de Hacienda. Javierde Burgos había pasado la mayor parte de su vida en Francia, con lo que conocía el sistemafrancés. Pero cuando regresó a España supo que no podía despreciar el sentimiento de lasregiones. Por ello, ideó un sistema de provincias que casi se ha mantenido igual hasta nuestrosdías: cuarenta y nueve de éstas con un tamaño lo más homogéneo posible y con una población quefuera de los cien mil a los cuatrocientos mil habitantes, siguiendo el mentado sistema francés, perorespetando sus nombres históricos y sus particularidades. Además, las agruparía en quinceregiones. A la cabeza de cada provincia y dependiendo de la Administración central, se colocaríaun jefe político, lo que con el tiempo pasaría a llamarse «delegado del gobierno». Y todos losayuntamientos de España se verían subsumidos dentro de esta nueva organización territorial.

El problema vino en 1840. María Cristina ya llevaba siete años en el poder, se había peleadocon los progresistas, y necesitaba a los moderados de su parte para que la respaldaran en suspretensiones en contra de los progresistas, que estaban muy crecidos tras el Abrazo de Vergara,que había puesto el punto final a la primera guerra carlista.

A esta necesidad que tenía la reina de reunir apoyos, se le sumaba su odio radical haciaaquellos liberales progresistas que se creían, qué desfachatez, que podían manejarla como si fuerauna muñeca e imponer nuevas reformas que le arrebataran todo el poder. Era una reina queentendía muy mal que ella ahora era una reina constitucional. Todo ello mezclado con el profundodesconocimiento que tenía María Cristina de la cuestión territorial española.

Sí, quizá su familia hubiera gobernado durante más de cien años este país —desde quecambió la dinastía de los Austrias—, pero casi ninguno de los que la precedieron en el trono sehabía molestado en averiguar qué sucedió antes: por qué, por ejemplo, la mayoría de las leyesciviles trataban sobre la delimitación de las lindes, por qué muchas veces se había utilizado a laInquisición como sistema para que se encausara al vecino que había construido una verja en ellugar equivocado o que se había apropiado indebidamente de un panal de abejas. O por qué habíaciertas zonas de España que se consideraban diferentes a las demás. Para María Cristina, ellagobernaba un país donde la única división que se podía hacer entre sus habitantes era la de sucuna, la del dinero y la del poder.

Los ayuntamientos desde siempre han sido, dentro de las estructuras del Estado, laorganización más cercana al individuo. Para la población española, que sentía que los reyes eranalgo lejano, extranjero y muchas veces un elemento impuesto, la figura del alcalde era la quemantenía el orden y daba seguridad. A los alcaldes se los podían encontrar en las tabernas o en lacalle, y proferir sus quejas. Además, como eran electos, el ciudadano sentía que había algo quepodía controlar. Los alcaldes daban también el permiso a aquellos que podían acudir a las urnas:las cédulas electorales. Si el gobierno controlaba a los alcaldes, podía también controlar a losciudadanos que los votaban.

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La reforma que propuso el gobierno moderado a María Cristina buscaba limitar el poder delos alcaldes: no sólo les quitaba poder para dárselo al jefe político, sino que además sería elgobierno el que elegiría al alcalde entre los concejales. El pueblo perdía el poder y se lo devolvíaal Estado. Con este movimiento, los moderados se cargaban el apoyo principal de losprogresistas: las zonas rurales. Pero también le quitaban el poder a la Milicia Nacional, otro delos grandes quebrantos de María Cristina.

Cuando España estaba ocupada por los franceses, los pueblos decidieron armarse solos y crear unejército no regular. A través de las juntas locales, se decidió dotar de munición a los ciudadanosde a pie para que lucharan, no sólo contra los invasores galos, sino contra cualquier reminiscenciadel régimen feudal o señorial, dependiendo de la zona de España. La Constitución de Cádiz de1812 reconoció a dichas milicias como parte natural del ejército español. Y una vez quedesapareció el peligro del enemigo francés, su misión sería la de vigilar las zonas más rurales ygarantizar la seguridad de los habitantes. Como diría Galdós en sus Episodios nacionales:

En esta situación política, la Milicia Nacional voluntaria (el gobierno quería con razón hacerla forzosa) erala institución más feliz del mundo y los milicianos los hombres más bienaventurados de Madrid. Ellos notrabajaban, concurrían diariamente a festejos cívicos en que se empezaba comiendo y se concluía bebiendo;eran estimados por el vecindario, por nadie temidos, y únicamente por los serviles guardias despreciados. Sedaban buena vida, vestían lujosos uniformes, formaban gallardamente en las procesiones, tiraban al blanco, yse tenían por el más firme sostén del trono y del sistema.

Verdad es que con tantas ocupaciones fuera de casa, más de un hogar estaba abandonado, muchasherramientas rodaban mohosas por el suelo, los chicos no iban a la escuela, y el presupuesto y arreglodomésticos se resentían notoriamente. En las regiones más altas advertíase que muchos libros habían sufridola infamante pena de horca; en diversas oficinas bostezaban cubiertos de polvo los expedientes, y en no pocascasas de comercio los géneros y las cuentas se resentían de falta de uso. En cambio, bastantes jóvenes deelevadas familias habían moralizado sus costumbres, trocando las calaveradas dispendiosas por laholgazanería disciplinada de las formaciones y de las guardias, lo cual ciertamente era una ventaja. Se habrácomprendido por estas observaciones que la Milicia Nacional de entonces no era, como alguien puede creer,un organismo militar formado con carne plebeya y artesana, sino que todas las clases sociales habían puestoen ella su magra y su tocino. Jóvenes de la clase media y de las familias más distinguidas se honraban con eluniforme de la M. y la N.

No puede darse heterogeneidad más abrumadora que la de aquella sociedad política. El rey era absolutista,el gobierno moderado, el Congreso democrático; había nobles anarquistas y plebeyos serviles. El ejército eraen algunos cuerpos liberal, en otros realista, y la Milicia abrazaba en su vasta muchedumbre todas las clasessociales. Sólo la Milicia era lo que debía ser. Ya se verá también que era lo que más valía.1

Cuando Fernando VII regresó de su exilio dorado, entre las muchas cosas que abolió,prohibió o persiguió se encontraban estas milicias. Eran, para él, un despropósito. A pesar de queGaldós indique que estaba compuesta por gente de toda clase y condición, la realidad es que paraFernando VII, siempre tan corto de miras, eran personas sin ningún tipo de formación, del pueblollano, de las zonas más pobres, a las que se les había dotado de armas para que se rebelarancontra el poder establecido. Qué barbaridad. Bastantes problemas tenía ya con la soldadesca,muchas veces cerca de las ideas liberales de los franceses, como para admitir entre las filas de

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sus ejércitos a esa patulea de zarrapastrosos. Así que decidió eliminarlas de un plumazo ysustituirlas por una tropa más afín a sus intereses (gente de bien, de las clases altas, de los quecreyeran en la tradición): los voluntarios realistas. Capaces de inmolarse si su rey se lo exigía.

Evidentemente, cuando María Cristina llegó al poder, su visión no era muy diferente de la desu ya difunto esposo: ella quería tropas leales a su causa y la de su hija, no gente del vulgo. Perouna cosa es lo que queremos y otra lo que necesitamos. Las guerras carlistas duraban más de loque se podía esperar. Los países extranjeros no le enviaban tropas que pudieran ayudarla y a ellano le quedó más que aceptar lo inevitable: restituir las Milicias Nacionales y dotarlas deestandartes propios. Era como dormir con el enemigo y lo sabía, pero no tenía más opciones:callar y sonreír a todos esos patanes que luchaban en su bando porque era más liberal y abiertoque el del otro candidato.

Cuando se produjo el levantamiento de La Granja de 1836, los primeros en acudir a hacerlereproches fueron ellos, la maldita Milicia Nacional. Ahí estaban, exigiendo que se les reconocierade nuevo. Y de nuevo, tuvo que bajar la cerviz y aceptar que le impusieran lo que ella no queríabajo ningún concepto. La nueva Ley de Ayuntamientos de 1840 no sólo permitía al gobiernocontrolar a los alcaldes, sino también a las Milicias Nacionales. Con este movimiento, tanto losmoderados como la reina se cargaban el mayor caladero de votos y de poder de los progresistas.

Cuando los progresistas se enteraron de la nueva ley que pretendían aprobar las Cortes, selevantaron furiosos. «Es contrario a la Constitución —decían—, son los vecinos los que debennombrar los ayuntamientos. ¡Y no al revés!» Aquella tarde se reunieron en los cafés de Madrid.Era necesario levantar al pueblo, que se diera cuenta de que le estaban arrebatando sus derechos.Debían orquestar un movimiento social que pusiera freno a semejante barbaridad.

Era un día frío del mes de marzo y las chimeneas tiznaban los tejados de pizarra de la ciudad.El invierno se alargaba demasiado. Eso no fue óbice para que pusieran en marcha todo su aparatode propaganda: revistas, pasquines, lo que fuera. El pueblo debía saber que, de nuevo, le estabanquitando sus pocos derechos. Los liberales progresistas, durante años, habían sabido transmitirsus mensajes de forma encubierta: ahora podían hacerlo abiertamente. Lo único que necesitabanera alentar el sentimiento, inflamar a los ciudadanos y que salieran a la calle. Necesitaban que lanoticia viajara rápido, que llegara hasta Espartero, ¡que lo supieran todos los pueblos de España!

El día que había de debatirse la nueva ley, se montó una enorme algarada. Por más que secerraran las puertas del hemiciclo, las puertas cedieron. Triste historia la de este país, dirían másadelante, que en vez de discutir, toma por la fuerza el Congreso e intenta imponer sus razones.Aquel día los diputados moderados pasaron miedo. Se les insultó y muchos de ellos salieroncorriendo como alma que lleva el diablo, porfiando de la política que era capaz de ponerlos enpeligro físico. Así que el debate fue suspendido y decidió dejarse para junio la aprobación de laley. Ya desde la comodidad de sus casas, los moderados pudieron reflexionar: tenían la mayoríade la cámara. Aunque no hubiera debate, aprobarían la ley y chimpún. Si a los liberalesprogresistas no les gustaba, ellos se lo habían guisado.

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Aquel día de junio en que los moderados aprobarían la ley, los liberales progresistas decidieronabandonar el Congreso. Seguían con su campaña: que el pueblo supiera que esa cámara estabadeslegitimada, que habían perdido su representación, que los moderados imponían su criterio sinimportar las consecuencias.

Sin embargo, en un movimiento a la desesperada, acudieron ante la reina. La ley podía estaraprobada, pero hasta que María Cristina no la sancionara, no entraría en vigor. Si la gobernadorano la firmaba, daba igual lo que hubiera decidido el Congreso: la reina los salvaría, sí, ella podíahacerlo.

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18

El viaje a Cataluña

«Creía en Dios y adoraba en Espartero»,1 al menos, eso solía pensar la reina María Cristina. Sitenía al vencedor de las guerras carlistas a su lado, nada podía salir mal. Tan confiada estaba quedurante el mes de mayo de ese año propuso a las Cortes su traslado a Cataluña. Isabel padecía unaafección cutánea que precisaba de ciertos baños en el mar. Y ya desde su más tierna infancia,Isabel había desarrollado dicha afección que había hecho temer por su vida.

El gobierno en pleno desaprobaba el viaje. Temían que la zona no estuviera tranquila, ya queCabrera aún seguía por la zona. O peor: que Espartero y la reina se entendieran y que entoncesésta sugiriera un cambio en el gobierno; pero no quisieron oponerse a la reina.

Así, el 11 de junio salió la reina con su séquito, en el que iba la mujer de Espartero. A sullegada a Zaragoza, la reina ya debería haber sospechado. El pueblo aclamaba a la duquesa de laVictoria y no a ella. Todo lo que ella recibía eran gritos en contra de la Ley de Ayuntamientos.Pero no iba a dejar que la arredraran. Zaragoza no es España, no todos tenían por qué pensarigual. Así que continuó su viaje y, pasando por Cervera, recibieron los vivas de las tropas deEspartero, que añadieron un viva más: «Viva la duquesa de la Victoria».

Terminado el desfile, el propio Espartero condujo a madre e hija hasta Esparraguera. Allí sereunieron ambos, y los historiadores son concluyentes: Espartero le manifestó que era su deber nosancionar la Ley de Ayuntamientos. La reina estaba perdida. Privada del consejo de sus ministrosy de su marido, ¿qué debía hacer? Decidió hacer caso a Espartero y cambiar el gabinete deministros, pero nada dijo sobre la Ley de Ayuntamientos. Era algo en lo que no estaba dispuesta aceder.

Tras la reunión, Espartero partió hacia Berga, donde esperaba derrotar al último carlista:Cabrera. Y la reina y su hija pusieron rumbo a Barcelona. Su carruaje iba abierto para que todospudieran verlas bien. El calor y la humedad eran muy diferentes al clima madrileño, y sentían queel pelo se les pegaba en la nuca. La gente se arremolinaba a lo largo de las Ramblas y ella lossaludaba con aplomo, aunque apenas sonaba algún que otro «viva» muy discreto.

De las farolas habían colgado grandes tarjetones que caían flácidos por la ausencia deviento. En ellos, el artículo 70 de la Constitución, bien grande, para que la gobernadora no tuvieradudas: «Para el gobierno interior de los pueblos habrá Ayuntamientos, nombrados por los vecinos,a quienes la ley conceda este derecho». Esas letras eran funestas, repetitivas, prefería no mirarlas.Iba centrada en los gestos de su hija, en las manos enguantadas de su pequeña que sonreía felizporque sí, por fin su madre le hacía caso y había decidido sacarla de viaje para cuidarla a ellasola. Isabel, por primera vez, se sentía hija única.

Cuando llegaron al palacio donde habrían de alojarse, se presentó pocos días después y anteellas el gobernador de Cataluña, el capitán general Antonio Van Halen.

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—Señora, si no destituye al gobierno, tendrá revueltas —le dijo con la ruda franqueza delsoldado. A María Cristina no le gustaban esos modos. Estaba casada con un guardia de corps ysabía de los usos militares, pero a ella se le debía un respeto—. Los militares no se han batidosólo por mantener en el trono a su hija, sino por la Constitución que juramos.

María Cristina se contuvo. Necesitaba a Van Halen a su lado igual que necesitaba aEspartero. Sonrió y volvió a ser la mujer encantadora que encandilaba a todos sus oyentes.

—Entonces ¿qué es lo que desea?—Es muy sencillo: que observe la Constitución y gobierne con independencia de los

partidos.Lo que Van Halen le pedía era el mejor consejo que jamás le habían dado a María Cristina:

que adoptara el papel de monarca constitucional y fuera árbitro. Le pedía que se pusiera porencima de los progresistas y de los moderados, y que dejara que la política siguiera sus derroterossin mancharla a ella o a la monarquía entera.

Pero esto es algo que María Cristina jamás entendió. Ella creía que necesitaba a losmoderados y abjuró siempre de los liberales progresistas. Se negaba a ser la reina constitucionalque pedían sus súbditos. Este error le pesaría para siempre. Pero no es un error único en ella: losespañoles tardarían casi un siglo más en tener un rey que se limitara a cumplir la Constitución y asu papel de árbitro.

Mientras tanto, Espartero había conseguido derrotar a los últimos carlistas y se le esperabaen Barcelona. A María Cristina le entraron las prisas y decidió que sancionaría la ley para que,cuando llegara el militar, se encontrara ya con la política de hechos consumados. Como diceVillaurrutia, esperaba que pudiera «seducir(lo) como a otros, con su afabilidad y sus encantos».Pero los caminos eran lentos y la ley viajaba desde Madrid.

Finalmente, Espartero hizo su entrada en Barcelona y la ley no había llegado. Celebraron unareunión la reina y él, y no hubo nada que pudiera hacerle sospechar. Esa misma noche la reinarecibiría la ley y la firmaría. A la una de la madrugada, salió en un vapor para Valencia con ordenexpresa de que allí fuera expedida a Madrid por vía urgente.

La cólera de Espartero al día siguiente fue enorme. Decidió dimitir de todos los mandos quedesempeñaba. Se sentía traicionado y herido. ¿Cómo había podido hacerle eso a él, su soldadomás leal? ¿Cuántas veces le había advertido de que firmar esa ley levantaría a los españoles encontra de la monarquía? Acababan de terminar una guerra civil, ¿acaso quería meterse en otra?Tres días después, se levantó un motín en Barcelona, alentado por los soldados adeptos aEspartero. Los dos ministros que acompañaban a la reina salieron huyendo. La algarabía eraenorme. Era todo confusión y caos. A este levantamiento se le llamó el «motín de las blusas».

Se presentaron entonces en el palacio Espartero y Van Halen, quienes preguntaron por ellos.—He admitido su dimisión —dijo la reina intentando aparentar ligereza.—Señora, yo también he hecho renuncia del mando y no por eso he dejado el puesto. Y aquí

me tiene vuestra majestad para ofrecer mis servicios, mi espada y mi vida.Entonces los dos generales, escoltados por la muchedumbre, fueron a la plaza de San Jaime,

donde hablaron con todos para asegurarles que la Constitución no peligraba. A las dos de lamañana volvieron al palacio, donde la reina les comunicó cuál era el nuevo gabinete de ministros.

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A su salida de palacio, la reina recibió vivas y abucheos. Los moderados jaleaban a la reina,y los progresistas la insultaban. Pronto la violencia volvió a prender fuego. Un escritor conocidocomo moderado, Francisco Balmes, empezó a pelearse con unos opositores a grito pelado.Entonces la marabunta se tiró sobre él y él comenzó a defenderse a bastonazos. Mató a variosantes de que lo asesinaran a él. Sus asesinos pasearon su cuerpo ensangrentado por todaBarcelona hasta llegar a las atarazanas, donde los oficiales allí reunidos dispersaron a la turba asablazos. Este segundo levantamiento se llamó el «motín de las levitas».

Visto esto, Espartero decidió poner a Barcelona en estado de sitio. Eso no evitaba que MaríaCristina tuviera miedo. La jarana, los ruidos y los gritos de odio le llegaban hasta sus aposentos.Se sentía herida. Sabía que Espartero había intentado apaciguar a la gente, pero sabía también quetodos esos levantamientos provenían de él, de sus tropas, de ese afán por medrar.

«Padecía Espartero ese endiosamiento tan frecuente en los que, ciñendo espada, lleganempujados por la fortuna a las más altas cumbres», dice Villaurrutia.2 Él había empezado aconsiderarse el garante de la Constitución. Es más: él era la voz del pueblo. Y eso es muchomayor que la voz de Dios.

La reina se sentía atrapada en Barcelona, a merced del general. Y lo estaba: María Cristinano lo sabía, pero le quedaba muy poco en el poder. Le había echado un pulso a Espartero y lohabía perdido.

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19

La reina en Valencia

El 24 de agosto embarcó la reina para Valencia con sus hijas en un vapor mercantil. Allí sealojaría en el palacio Cervellón. Pero la entrada en la ciudad fue muy fría, como si en vez dellegar a una ciudad de vivos, lo hubiera hecho a un camposanto. La reina se sentía feliz: creía que,alejada de Espartero, recobraría su poder. Estaba muy equivocada. María Cristina cambiabaministros como piezas de ajedrez, pero ninguno era bueno ya que todos pertenecían al partidomoderado. El pueblo estaba harto de esos políticos arribistas que incumplían las leyes ygobernaban sin vergüenza.

En Madrid la revolución triunfante se aprestaba para acabar con la regencia de MaríaCristina. Y así llegó el mes de septiembre. Los sublevados se hicieron con la alcaldía de Madridprimero y luego formaron un gobierno. María Cristina ordenó entonces a Espartero que marcharasobre Madrid, pero él se negó a cumplir dicha orden. Le mandó un despacho en el que laaconsejaba que diese un manifiesto a la nación en el que prometiera que la Constitución no sealteraría, que se disolverían las actuales Cortes y que se elegirían seis consejeros de la Corona,liberales, puros, justos y sabios.

María Cristina lo hizo así, pero las carreteras estaban cortadas y las órdenes circulaban malo tardíamente. Nadie quería aceptar órdenes que, cuando llegaban, ya eran caducas. Así que MaríaCristina tuvo que rendirse a la evidencia: el pueblo quería a Espartero, pues tendría a Espartero.Y el 16 de septiembre lo nombró presidente del Consejo de Ministros.

Espartero dejaría Barcelona y entraría triunfal en Madrid el 22 de septiembre. El 8 deoctubre lo hizo en Valencia. Pero, en vez de acudir rápidamente a ver a la reina, prefirió retirarsea descansar. Las tornas habían cambiado: ahora era él quien tenía el poder. Al día siguiente, susministros y él se presentaron ante la reina. Ésta, con su amabilidad acostumbrada, les pidió quepresentaran su programa por escrito. Así lo hicieron: «Hay, señora, quien cree que vuestramajestad no puede seguir gobernando la nación, cuya confianza dicen [que] ha perdido, por otrascausas que deben serle conocidas mediante la publicidad que se les ha dado…».

En presencia de todos los ministros que previamente habían firmado el programa, se loleyeron a la reina. Ésta aguantó en silencio esa larga lista de reproches, que empezaba criticandosu matrimonio y acababa diciendo que «sería poco decoroso para vuestra majestad y menguaría elprestigio que tanto necesita si la variación [de las Cortes] se hiciese a consecuencia de lapropuesta de uno o varios diputados…».

Tras hacer prometer a los ministros su cargo, se retiró a su habitación y mandó llamar aEspartero. Esa misma noche le comunicó que renunciaba a la regencia y que había decididomarcharse de España. Él intentó hacerle cambiar de opinión. Le parecía que la reina lo que quería

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era deslegitimarlo, a él y a todo su gobierno, que todo había sido una pantomima, que MaríaCristina se guardaba un as en la manga.

—Acabemos, Espartero, mi resolución es irrevocable. Te confío el cuidado de mis hijas y ladefensa del trono. Estoy segura de que les serás religiosamente fiel como general y como español.

—Señora, vuestra majestad me hace justicia contando con mi fidelidad, pero una vez másdiré que no puedo figurarme que vuestra majestad quiera insistir en su propósito, cuyasconsecuencias pueden ser tan funestas al país, al trono y a vuestra augusta hija.

María Cristina pensó entonces en sus dos primeras hijas. Sí, era su madre, pero sobre todoera su garante en el trono. Ahora que estaba deslegitimada, lo mejor que podía hacer por ellas eraalejarse. Además, en París la esperaban sus otros hijos. Una vida sin cuestionamientos, llena delibertad al lado de su marido. ¿Para qué luchar tanto? Todo estaba perdido.

Observó a Espartero, lo observó largamente: esa cara fina que parecía un cuadro del Greco,la nariz puntiaguda, los surcos horadados en la frente, tan profundos que parecían llegarle alcráneo.

—Te he hecho capitán general y duque y grande de España, pero no he podido hacertecaballero.

Espartero se retiró de aquella habitación lleno de dudas y el ánimo ensombrecido. Él queríalo que los moderados: una cara visible que cargara con todos los tejemanejes políticos. Peroahora no sólo debía hacer de regente, sino de padre putativo de dos niñas.

Aquella noche María Cristina lloró. Pero no lo hizo por sus dos hijas, a las que dejaba solas,sino por todos los destierros que a lo largo de los años había tenido que sufrir su familia. En lahabitación de al lado, tanto Isabel como su hermana la infanta dormían plácidamente sin saber quelos días que les quedaban al lado de su madre estaban contados.

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La maternidad

Las sociedades cambian con el paso del tiempo. Pero si hay algo que ha perdurado en casi todasaquellas de origen patriarcal es que el hombre se encargaba de lo externo a la casa y la mujer dela domus, lo doméstico. En este concepto de lo doméstico iba incluida una serie de quehaceres: laintendencia, la salud y la crianza de los niños.

Si nos atenemos a la división medieval de las edades del hombre, podemos distinguir dosperiodos en los que la labor de la madre era o debía de ser principal: la infantia, que iba desde elnacimiento hasta los siete años, y la pueritia o segunda edad, que iba de los siete a los catorce enel caso de los niños, o hasta que les llegara la menstruación, en el de las niñas. Era sobre todo apartir de los siete años cuando los lazos con la madre solían empezar a cortarse, ora porqueacudían a la escuela, ora porque se ponían a trabajar.

La educación de la nobleza o de los futuros reyes no difería mucho en esto: a pesar de quefuera una cuestión de Estado, las madres vigilaban a los bebés y, cuando los hijos llegaban a lasegunda infancia, siempre tenían algo que decir e intentaban buscar tutores o tutoras que fueran desu gusto, aunque en la mayoría de los casos confiaban en su confesor y dejaban que éste eligiera alos maestros.

Hay pocas excepciones en la historia de la monarquía española. Ya en el siglo XV, cuandomurió el rey Juan II y ascendió al poder su hijo Enrique IV, la que fuera esposa del rey difuntohubo de retirarse a Arévalo. Con ella se irían sus dos hijos: Alfonso e Isabel, la que a la postresería Isabel la Católica. La madre ya empezaba a dar muestras de su locura, lo que hizo que laprimera infancia de Alfonso e Isabel no fuera especialmente dichosa; pero nadie en la cortepropuso que se la alejara de sus hijos. La madre les privó de cualquier enseñanza y se dedicó acuidarlos ella misma. Es bien sabido que cuando Isabel llegó al poder y comprobó la esmeradaeducación que había recibido el que iba a ser su marido, ella misma se encargó de buscar unaprofesora que le enseñara, Beatriz Galindo, y de asesorarse por el claustro de la Universidad deSalamanca para suplir sus carencias. Por ello, porque Isabel la Católica era consciente de que laeducación durante la infancia era cosa principal, se molestó en que sus hijos tuvieran los mejorestutores posibles. Pero casi se puede decir que el caso de la reina Isabel es una excepción entrenuestras reinas.

Lo normal era que, a pesar de que la crianza les correspondiera a ellas, las reinas, debido asu origen extranjero, delegaran el papel de la crianza, primero, y de la educación, después, enaquellos que les recomendaran. Alejar además a los recién nacidos de ellas tenía otra ventajaevidente: como no debían dar el pecho, podían volver a quedarse embarazadas de forma másrápida. Sus vidas palaciegas, donde la etiqueta que regía sus actos era cada vez mayor, hizo que elcontacto con sus hijos fuera muy limitado. Por ello, cuando uno visita un palacio real, sorprende

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que en el caso en el que éste conste de habitaciones para los niños éstas se encuentran siempremuy alejadas de las de los padres y mucho más cerca de las del servicio. O que cuando se estudiala rutina de los hijos de los reyes, se observe que apenas hay unos minutos al día para que losinfantes vayan a visitar a sus padres, siempre y cuando éstos no estuvieran ocupados y losmandaran llamar. Padres e hijos vivían totalmente ajenos, separados los unos de los otros. Pero lamadre, desde la distancia, se encargaba de vigilar la educación de sus hijos. Eso sí que lo hacía,porque se consideraba mandato de Dios.

Así, si la educación de los príncipes solía ser bastante deficiente por el nulo interés delpadre y escaso de la madre, qué decir del de las infantas. No importaba lo que supieran, sino conquién casaban. Las mujeres eran sólo buenas para concertarles matrimonio, al que debían llegarvírgenes.

Cuando en 1469 el fraile agustino Martín Alonso de Córdoba, encargado de la educación deIsabel la Católica, escribió para ella El jardín de nobles doncellas, donde decía que una mujerdebía ser «vergonzosa, humilde y obsequiosa» y, evidentemente, «piadosa»,1 poco sabía que estosvalores perdurarían a lo largo de los siglos. Quizá por su condición de religioso se le olvidóincluir una que hasta hace muy poco ha seguido siendo considerada como primordial —si es queen algo ha cambiado—: la castidad.

De ahí que, a principios del siglo XIX, poco importara la educación y mucho menos la de lasniñas, a las que generalmente se las enviaba a los conventos para mantener dicha castidad. Cuandouno lee la literatura libertina, que tan de moda estuvo en Francia desde finales del siglo XVIII —yque en España la Santa Inquisición hizo desaparecer con mano de hierro—, sorprende descubrirque en la mayoría de los títulos constan las palabras «La educación de…», siendo los puntossuspensivos el nombre de una niña a la que su padre, hermano o allegado debía educar —siempreque entendamos la educación como la educación sexual— para evitar que cayera en «el vicio».Sin importar, eso sí, que en los conventos pudieran «haber experimentado» con otras mujeres.

Quizá no es hasta que se produce un aburguesamiento de la monarquía que se tomaconciencia de la importancia que tiene la primera educación en los niños que están llamados agobernar un país, también en las mujeres. Ya casi cincuenta años atrás habían surgido en otrasregiones de Europa (sobre todo en Francia con Rousseau, y en Suiza con Pestalozzi y Herbart)críticas hacia el modelo educativo tradicional que imponía al niño una serie de conocimientos sintener en cuenta ni su edad ni sus tendencias naturales. Estos autores empezarán a manejarconceptos como los de la vuelta a la naturaleza o psicología. En definitiva: son autores quesentarán los preceptos de la pedagogía moderna.

Pero España estaba muy lejos de esas ideas. Todavía primaba el modelo tradicional en elque las niñas de clase alta lo que tenían que saber eran las letras, la música y «las labores»: esdecir, coser. En el caso de Isabel II, como bien cuenta su aya, la condesa de Espoz y Mina, susestudios se circunscribían a «ejercicios de escritura en español, elementos de gramáticacastellana, geografía y traducción del idioma francés». A éstos añadía el piano, el canto y laslabores. Una educación claramente deficiente para una futura reina de España.

La escasa educación que tuvo la futura reina Isabel II tiene una culpable directa: su madre.Pero tampoco merece tanta culpa: María Cristina tampoco se había escapado a un sistemaeducativo muy deficiente. La encargada de la educación de María Cristina tendría que haber sidosu madre, María Isabel de Borbón. Pero si tenemos en cuenta de dónde vino su progenitora (de

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España), resulta fácil deducir por qué para María Cristina la educación de su hija Isabel II nuncasería una prioridad. Las tres seguían ancladas en el modelo tradicional, el español. Si MaríaCristina hubiera sido un poco más abierta de miras, se habría fijado en el ejemplo inglés y cómo,por ejemplo, a la futura reina Victoria —nacida pocos años después de que lo hiciera Isabel II—la obligaron a aprender francés y alemán antes de que cumpliera cuatro años. Tenía diez horas delecciones seguidas y, entre las asignaturas que cursaba, se encontraban las matemáticas o laaritmética.

La madre de María Cristina, María Isabel de Borbón, era la hija de Carlos IV y de MaríaLuisa de Parma, aunque muchos en la corte decían que en realidad tanto ella como su hermanopequeño eran hijos de Godoy, el valido de la reina. Para María Luisa de Parma las mujeres nodebían ser cultas en nada. Ella, María Luisa de Parma, también había recibido una educación sepuede decir discutible, ya que su preceptor había sido Étienne Bonnot de Condillac, un religioso yfilósofo francés que había renegado del racionalismo y había propulsado una nueva doctrinallamada «sensualismo», por la que se alentaba a los jóvenes a experimentar con todo su cuerpo, yaque, según él, las sensaciones eran el origen del conocimiento. Cualquier educación reglada leproducía alergia, cualquier estudio. Así, la futura mujer de Carlos IV huiría desde su más tiernainfancia de los libros como de la peste, e intentó transmitirles este odio a todos sus hijos.

La madre de María Cristina, María Isabel de Borbón, era el undécimo hijo de la pareja real,y la cuarta mujer: es decir, tenía pocas perspectivas de casar bien. Es cierto que María Luisa deParma y Carlos IV habían buscado buenos preceptores para Fernando VII y Carlos María, pero nosucedió lo mismo con el resto de sus hijos, cuya educación se dejó en manos de profesores decuarta fila. María Isabel de Borbón apenas conocía las cuatro reglas de la gramática española.

María Cristina fue heredera directa de todo esto. Con un padre medio loco y una madre queno entendía que las mujeres han de ser cultas, bastante bien salió. María Cristina suplía su falta deconocimientos con inquietud: hablaba perfectamente cuatro idiomas (español, italiano, napolitanoy francés), le gustaban la música y la cocina. Sabía de números y de cuentas, aunque susconocimientos en geografía eran bastante escasos. Así, María Cristina aprendió a explotar susvirtudes y ocultar unos conocimientos que nadie se había molestado en que adquiriera, ya quejamás nadie a su alrededor había pensado que llegaría a convertirse en reina de España.

Más flagrante es el caso de Isabel, que sí que estaba llamada a reinar. Cuando en 1840 lacondesa de Espoz y Mina entró a servir a la reina, que por entonces tenía diez años, y a suhermana, le sorprendió que «no era el carácter de su letra elegante, particularmente el de SuMajestad… conocían la gramática y la ortografía, pero no se hallaban fijas en su uso, siendoindispensable casi siempre enmendar faltas de este género en cualquier escrito suyo. En laaritmética estaban enteramente atrasadas, pues apenas conocían la primera regla y sea porquefuese la falta de método que se empleaba o de otra causa, manifestaban la mayor repugnancia paraaprenderla…».2 Sirva como elemento de comparación la educación que en esa misma época, en1838, George Sand le daba a su hija Solange, de la misma edad que la futura reina de España:«Estoy sumergida con Maurice en Tucídices y compañía, con Solange en el régimen indirecto y elacuerdo de participio…».3

Los culpables directos eran María Cristina y el desapego con el que siempre crio a sus doshijas mayores. En las mismas memorias de la condesa, la mayor queja de las niñas es que sumadre había descuidado su guardarropía. En efecto: tendría que haber sido María Cristina la

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encargada de proveer y decidir la ropa de ambas, pero también en eso fue mala madre. La tensarelación entre madre e hija afectará sobre todo a los estudios: Isabel siempre manifestó unaaversión radical hacia el francés, precisamente lo único que para María Cristina era importanteque aprendiera.

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21

María Cristina en el exilio

El Mercurio llegó al puerto de Vendres en la noche del 18 de octubre. Lo primero que hizo MaríaCristina fue escribir a Espartero para preguntarle por sus hijas y recomendarle que ascendiera aaquellos soldados que la habían acompañado en el trayecto. Atravesó Perpiñán y Narbona, y llegóa Montpellier por la tarde. Quiso descansar en el Hôtel de Midi, donde se alojaba, precisamente,el jefe carlista, Cabrera. Ahora ambos compartían exilio. Se miraron largamente y ninguno dijonada. No hacía falta. Eran también compañeros de silencio.

María Cristina decidió continuar con el viaje y esa misma noche llegó con su séquito aNimes. Como las mejores habitaciones del hotel Luxembourg ya estaban cogidas, tuvo queresignarse a dormir en unos dormitorios de segunda clase. En una columna en el Times (el 28 deoctubre de 1840), se describía el cortejo que la seguía así:

El séquito no es ciertamente espléndido. Sólo lo componen dos carruajes, y el vehículo de la reina parecemás un vagón inglés o una diligencia francesa que un carruaje real. Esta mañana, tras desayunar à la fourchettea las once, Su Majestad y su séquito cogieron el tren para dirigirse a Marsella y proseguir hasta Nápoles. Laúltima vez que había podido verla fue en Cascine, en Florencia, en el mes de septiembre de 1829, cuandoestaba de viaje para casarse con Fernando. Era delgada y guapa. Han pasado once años y, aunque sigue siendoguapa y agradable, ha crecido en corpulencia, que, aunque para mí no resulta desagradable, para muchos lo es.Por lo demás, sigue siendo tan feliz y despreocupada como era once años atrás. Sigue siendo la mismanapolitana deslenguada y franca de hace once años, presta a la carcajada y la necesidad de agradar a todo elmundo…

Fueron varios los amigos que, durante la estancia de la reina en Marsella, se acercaron a ella paradarle su apoyo, sobre todo Cea Bermúdez, quien quiso dirigir un manifiesto a la nación españolaen el que recordaba que ella, la reina, había pedido a su marido que reabriera las universidades yque perdonara a muchos presos. Que había pedido que se hiciera una nueva Constitución, elEstatuto de 1837, que ella misma había firmado. Y que si había firmado la Ley de losAyuntamientos había sido porque ya la habían aprobado las dos cámaras, tal y como lo exigía laConstitución. Pero si lo que quería María Cristina era congraciarse con el gobierno de Madrid, lomejor hubiera sido que no recordara su papel antes de la abdicación.

María Cristina siguió su viaje hasta París. Fuera de España, sólo pensaba en reunirse con susotros hijos. A algunos de ellos hacía ya más de tres años que no los veía. Su marido ya laesperaba en la capital francesa, pero ella iba mucho más lento, ya que recibía honores de reinapor todas las ciudades por las que pasaba. El propio rey de los franceses, Luis Felipe, quisoreunirse con ella en el palacio de Fontainebleau. A las cuatro de la tarde del 20 de noviembre,María Cristina atravesaba el patio del castillo. Iba montada en un caballo blanco y a su alrededor

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sentía las pisadas del escuadrón del sexto de dragones. Ascendió por uno de los lados de laenorme escalera doble y el rey se aprestó a abrazarla. Luego abrazó a su tía, María Amelia, a laque hacía más de once años que no veía. Aquella tarde se celebró un banquete en su honor y ellapudo sentarse a la derecha del rey.

Juntos llegaron a París, a los apartamentos que el rey le había preparado en el Palais Royal.Allí la esperaba todo el mundo, incluso su odiada hermana y su cuñado, Francisco de Paula.Durante toda la tarde, la ya reina depuesta sonrió y demostró alegría y cordialidad, cuando en suinterior sólo rogaba poder retirarse cuanto antes para poder ir a visitar a sus niños.

Los días siguientes, María Cristina quiso hacer todo tipo de planes: conocer el tren quellevaba hasta Versalles, la Biblioteca Nacional, pasear por los jardines con sus hijos. Por primeravez, María Cristina conocía la libertad. Pero pronto el rey de Francia le hizo entender que, aunqueen el exilio, ella podía seguir teniendo un papel relevante en la política española. Que pensara enIsabel, le dijo, que era su hija y aún necesitaba muchos apoyos.

María Cristina pensó en dirigirse a Inglaterra, pero Luis Felipe le convenció de que eramejor que destinara sus esfuerzos a convencer a las cortes italianas. Salió de París —frío y lluviaa sus espaldas— un 12 de diciembre y llegó a Roma en Nochebuena. Se alejó en el hotel de Serny,en la plaza de España. La humedad romana era casi más intensa que la parisina, pero allí se sentíaen casa también. Y estaba la comida, ah, la comida, la pasta, su añorada pasta. María Cristina sesentía feliz, con una felicidad recobrada e intensa: en su mente, más allá de la política, sepreocupaba, por fin y únicamente, por sus intereses personales. La recepción que le habíanprodigado las autoridades papales la habían llevado a creer que era probable que el propio papabendijera lo único que en verdad era importante para María Cristina: su matrimonio. Porque,aunque los años pasaran por ellos, el amor de los dos había ido ganando fuerza. Había crecido yfortalecido en la adversidad y ya sólo faltaba que el mundo lo reconociera para poder serplenamente dichosos.

El papa Gregorio XVI la recibió en audiencia el 30 de diciembre. Las relaciones de laIglesia con Espartero eran muy complicadas, y pontífice estaba especialmente molesto con el tratoque dispensaba el regente español al chargé d’affaires en Madrid de la Iglesia. María Cristinasupo ganárselo desde el primer momento: era un hombre feo, de mofletes que le caían por elcuello en sucesivas papadas, pero de una religiosidad reaccionaria que la antigua reina pudo verinmediatamente. María Cristina, que se había curtido, sabía que había que esperar: debía quedarseen Roma y demostrar que ella era el ser más pío del mundo. Pasaría horas rezando, donaríadinero, lo que hiciera falta, el tiempo que fuera necesario. Incluso cuando su hermano la invitó aque fuera a Nápoles a visitarlo, tuvo que rechazarlo. No, no, ella debía quedarse en Roma. Erademasiado lo que se jugaba.

El día 1 de marzo, el papa hizo una alocución en la que declaraba que todos los actos que elgobierno de España había dictado desde la muerte de Fernando y que fueran contrarios a la Iglesiadebían considerarse nulos. Poco tardó la reina en firmar un acta de arrepentimiento en la que selamentaba por haber firmado las leyes de 1835 que habían suprimido las comunidades religiosas.Ése fue el gesto definitivo. La absolución papal vino acompañada del refrendo religioso a susegundo matrimonio, lo que hizo que sus hijos fueran, de pronto, legítimos a los ojos de toda lacristiandad.

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La vida en París

Salvo el tiempo en el que la nobleza se pegaba por vivir en Versalles bajo el reinado de Luis XIV,París era y había sido el centro de Francia. Y en ese siglo XIX, el centro del mundo. Sólo la Bolsade Londres era más importante que la parisina: pero, para todo lo demás —cultura, moda,literatura, música y política—, París dictaba las reglas.

Cuando los españoles se planteaban el exilio —normalmente obligados por lascircunstancias—, eran dos las ciudades a las que, si podían permitírselo, acudían. Pero, comodiría Sánchez Mantero: «París acogía a la élite de la emigración».1 No obstante, los exiliadosespañoles, por lo general de talante liberal, apenas hacían vida social allí. Su única preocupaciónera conspirar para regresar cuanto antes a España. «Es curioso observar cómo los españolesexiliados —dice Mantero de aquellos que huyeron en 1823 hacia Francia— habían buscado suresidencia, sobre todo en París, muy cerca unos de otros. El emigrado español ha sido siempremuy reticente a integrarse dentro de la sociedad del país en el que se ha visto obligado a vivirtemporalmente.»

Casi todos esos primeros emigrados se concentraron en los distritos tres y cuatro, Le Marais,donde había hoteles que, por un precio módico, daban derecho a cama en un dormitorio común enel que normalmente se alojaban otros extranjeros. Así, el Hôtel des États-Unis o de Castille eranlos más frecuentados por los españoles que no disponían de posibles para poder alquilar estanciaspropias.

Pocos fueron, pues, los españoles que se integraron de forma real en la sociedad parisina.Martínez de la Rosa es una de las pocas excepciones. No obstante, estos pocos supieron introduciren Francia una inquietud creciente por «el talante español». De esta manera, no es de extrañar queen 1845 Mérimée publicara su poema Carmen, que daría lugar a la ópera de Bizet con el mismonombre. Los guitarristas españoles eran acogidos con ovaciones por el país vecino, se impusocierta moda española: los vestidos «doña Sol», basados en el vestuario que llevaba el personajede la obra de teatro de Gil y Zárate; o las plumas en los sombreros «a la castellana». Tambiénciertas palabras de origen español terminaron por ser adoptadas en francés, como guerrilla,liberal o exaltado. No es de extrañar tampoco que en 1838 George Sand optara por pasar tiempoen Mallorca, lo que daría lugar a su famoso libro Un invierno en Mallorca.

El París al que llegó la pareja real cuando les fue ordenado el exilio era una ciudad caótica ysobrepoblada. Efectivamente, había pasado de una población de 540.000 habitantes en 1801 a1.050.000 en 1846. Esto había tenido dos efectos inmediatos: el enorme coste del precio delalquiler y la compra, y la falta de recursos como el agua y la luz, además de que habían subido

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enormemente las tasas de delincuencia. Ante esta situación, poco tiempo después se planteó lanecesidad de reestructurar el espacio, de ampliar las calles y subir la altura de los edificios, loque daría lugar, a partir de 1850, al llamado plan Haussmann.

Pero María Cristina y su marido tenían justo lo que hacía falta para vivir bien en aquellaciudad: dinero y contactos. Así, podrían evitar esos barrios tan populares como Le Marais einstalarse en el mucho más noble distrito ocho, allá donde comienzan los Campos Elíseos.Compraron un hotel particular al general Herrera, prohombre peruano que los ayudaría pocodespués en la conspiración por la que intentarían nombrar rey a su hijo Agustín, y allí se instalaroncon toda su prole, en el Palais Bragance, hoy en día destruido, pero del que podemos hacernos unaidea por las pinturas que hizo de él el pintor Giraud cuando lo compró Napoleón III para que loocupara su sobrina.

Allí pues se acomodó la familia regia: María Cristina y Agustín, con los cinco hijos que yatenían por aquel entonces. Era la primera vez que María Cristina podía disfrutar de ellos,vigilarlos, controlar su educación. Le dolía sentirse lejos de España y no había día que no sesentara delante de su escritorio para escribir a alguien. Debía velar por el estado de sus negocios,abrir nuevos, vigilar a su hija y procurar regresar a España a través de conspiraciones. Todo conla impagable ayuda de su marido. Ambos eran uno: las cartas las firmaban los dos y no era raroque las redactara directamente Agustín en nombre de su mujer.

Ya desde el principio de su primer exilio se había planteado quién debía ser el regente deEspaña. Incluso su cuñado, Francisco de Paula, quiso postularse. El matrimonio desde el exilio,siguiendo las reglas que recorrían sus venas, jamás habían dejado de conspirar. Incluso suhermana, su antaño querida hermana Luisa Carlota, le mandó una carta a Isabel, todavía una niña,para advertirle de que su madre, María Cristina, se había convertido en un horroroso ejemplo deinmoralidad.

Finalmente, en una votación reñida, salió Espartero, quien sacó ciento setenta y nueve votosfrente a los ciento tres de Argüelles. El general se había convertido de ese modo en el únicoregente de España, lo que a María Cristina le dolió especialmente. Argüelles fue nombrado en1841 tutor de las niñas, lo que hizo que María Cristina montara en cólera: ¡ella era la única quetenía derecho sobre sus hijas! Escribió una carta a Espartero en la que declaraba que, aunquehubiera renunciado a la regencia, jamás había dejado de lado sus deberes maternales. Le acusabade ir en contra de la religión y de cualquier principio humano.

La carta y la respuesta fueron publicadas en la Gaceta de Madrid. Allí le recordaban que, ensu manifiesto, había abdicado de todo, también de sus hijas. María Cristina montó en cólera. Pocoa poco, tras el apoyo del rey francés y de los reinos italianos, una secreta esperanza se habíaalojado en ella: volver a gobernar. Sí, le encantaba la libertad que había descubierto en París.Pero ¿por qué debía contentarse con ella si podía tenerlo todo? Además, apenas tenía vida socialen París.

Reinaba por aquellos años en Francia Luis Felipe I, el último rey francés. Había llegado altrono en 1830, tras la abdicación de Carlos X y la revolución que daría lugar a la llamadaMonarquía de Julio. Luis Felipe era un rey muy liberal, no en balde se había pasado casi toda sujuventud exiliado debido a las ideas liberales de su padre. Era, además, listo, y había recibido unaeducación esmerada de las manos de la amante de su padre, Madame de Genlis. Luis Felipeentendió rápidamente el cariz de los tiempos y supo ver que, si quería durar en el trono y evitar

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que lo depusieran, resultaba necesario que le diera poder al pueblo y a la burguesía, y que se loquitara a los nobles. Y así creó la primera monarquía constitucional francesa. Los primeros añosde su reinado coincidieron con una gran apertura y un ciclo económico expansivo. Francia, poco apoco, se convertía en el eje del mundo y ya planeaba su expansión hacia América, lo que lepermitiría aplastar a los ingleses.

El regocijo ante la llegada de María Cristina a Francia fue enorme. La mujer del rey francésera también española y familiar directo (se llamaba María Amelia de Borbón-Dos Sicilias). Todoquedaba en familia. María Cristina era tan Borbón como él, aunque en su caso él ya no conservarael apellido. Además, ella le conseguiría apoyo en la península mientras se afianzaba en el podergalo.

Podría ser liberal, sí, pero la sangre absolutista pesaba demasiado y sus ideas no diferíanmucho de las de la reina: los reyes tienen que reinar y, para hacerlo, deben conservar en susmanos todo el poder posible. Con la ayuda de María Cristina, pensaba desde el Palacio Real, susafanes expansionistas quizá se vieran colmados en América. Ésta es, al menos, la opinión deldiplomático argentino Manuel Moreno, quien en realidad creía que, si el rey francés apoyó a susobrino en sus prtensiones al trono de Ecuador, esto respondía a una tapadera cuyo fin seríaacabar con el Tratado de Utrecht, un acuerdo firmado entre Francia e Inglaterra tras la guerra deSucesión española en 1715, pero que claramente favorecía a los intereses británicos.

La buena sintonía entre los dos reyes, María Cristina y Luis Felipe, era evidente. Llegaronincluso a acordar que habrían de casarse Luisa Fernanda, la segunda hija de la gobernadora conFernando VII, con el décimo y último hijo del rey, Antonio de Orleans.

Así pues, María Cristina, como buena emigrante española, vivía de espaldas a ese París quele había fascinado durante sus primeras semanas. No acudía al teatro, a la ópera, a los salones enlos que se reunían artistas como Liszt y Chopin con escritores como Balzac o Victor Hugo. Nopaseaba por los jardines para que la vieran, no iba de compras a las grandes tiendas que poco apoco surgían para satisfacer las necesidades de esa burguesía creciente que necesitaba ir siemprea la moda. Ella mantenía sus costumbres, sus rezos, su comida napolitana y sus cartas. Tenía a sumarido y a sus hijos al lado, y disponía del apoyo del rey, ¿qué más podía necesitar?

Sus inquietudes y aspiraciones políticas se situaban muy lejos de los tejemanejes parisinos:estaban allende los Pirineos, donde todo, afortunadamente, era bastante menos liberal que enFrancia, por más que Espartero ostentara el poder. A ella no le iban en absoluto las incipientesideas socialistas, el debate del sufragio universal, el descreimiento religioso. Los franceses, omás bien los parisinos, le agotaban con sus tontas problemáticas.

Por ello no dudó cuando surgió la posibilidad de adquirir una casa a las afueras de París.Podría alejarse así de tanto ruido y tantos parvenus que no sabían nada de la antigua nobleza. Ellugar que adquirió no era un espacio cualquiera. Enclavado en mitad de la naturaleza, pero a lavez a una jornada de París, el palacio le recordaba sus retiros en el palacio de La Granja, con susextensos y cuidados jardines que Josefina había plantado con sus propias manos, llenos de unavegetación que hasta entonces nunca se había visto en Francia, como los espléndidos magnoliosque conducían hacia la puerta principal. Allí podía volver a sentirse reina. El impecable suelo demadera, las enormes chimeneas, los criados, el silencio. Sí, ése era el lugar que se merecíamientras estuviera en el exilio.

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Aquel palacio no era un edificio cualquiera, sino la casa que adquirió la emperatriz Josefina,la primera mujer de Napoleón, poco después de su matrimonio. Y el propio Bonaparte hizo de eseenclave el origen del que emanaban todas sus órdenes desde 1804, cuando se autoproclamóemperador. Nada más natural que ella, la reina gobernadora, portadora en su sangre de todas lasestirpes regias de Europa, se lo comprara en 1842 al banquero que lo poseía: el sueco JonasPhilip Hagerman, un especulador nato que se había enriquecido ennobleciendo el distrito ocho deParís, precisamente aquél en el que vivía la reina. Si es que la corrupción llama a la corrupción.

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El intento de secuestro

María Cristina ese día se había arreglado especialmente. Llevaba un vestido negro finamentetrabajado con puntillas y una enorme cruz de oro en el pecho, más enorme todavía. Corría el mesde octubre y las chimeneas de su casa de París ardían continuamente. Ese día se había pulido todala cristalería y se habían bruñido todos sus muebles y enseres. Era el día del cumpleaños deIsabel, y María Cristina esperaba que se acercaran a visitarla todos los moderados de París. Y allíestaba con ellos, departiendo amigablemente, sonrisa en mano y calor en el corazón porque, quiénsabe, quizá su plan había surtido efecto.

Al que no esperaba era a Salustiano Olózaga, el embajador español en Francia, un vulgaresbirro de Espartero ante sus ojos. Se abría pasos a codazos entre la muchedumbre y eraespecialmente doloroso ver esa sonrisa de patán.

—Qué alegría verte —dijo la reina tuteándolo: era la manera con la que se dirigía siempre alos súbditos de su hija.

—Buenos días, señora. Le traigo seis cartas. Dos de ellas están lacradas, pero prefierodárselas tal y como están.

—Y ¿por qué no las ha abierto?—Porque están unidas por el sello real.—Empiezo a estar impaciente.—No me extraña.—¿Ha pasado algo?—Me sorprende que pregunte Su Majestad, viendo que O’Donnell se ha levantado en su

nombre y Montes de Oca dice que es miembro de su gobierno provisional.Era el turno de la reina de aparentar sorpresa. Abrió los ojos, se abanicó con la mano.—¿Dicen que actúan en mi nombre?—Explícitamente.—Y ¿tienen pruebas?—Hablan como si las tuviesen.En la mente de la reina, las ideas, el miedo, el fracaso. ¿Qué había podido salir mal? Se

había hecho el silencio en el salón y todos la miraban. Si alguna vez había tenido alguna dote deactriz, era el momento de usarla.

—Lo único que puedo decirte es que me sorprende sobremanera lo que me estás diciendo.El embajador sonrió satisfecho. Sabía que todos los que estaban allí presentes en ese

momento eran más que testigos, eran pruebas vivas.—Entonces ¿Su Majestad no desea empezar una guerra civil en España?—¡La mera sugerencia resulta ofensiva!

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—¿Tengo el permiso de Su Majestad para poder decirlo?—Por supuesto.

Entre los caballeros que habían seguido a la reina al exilio, se encontraba el galante LeopoldoO’Donnell, un héroe en la guerra carlista y cristino hasta la médula. A él le había encomendado lareina derrocar el gobierno de Espartero. Entró en España y consiguió apropiarse de la ciudadelade Pamplona sin tener que pegar un tiro. Iba vestido de civil y acompañado, tan sólo, de unadocena de oficiales. Pero le precedían su fama y su valor, los soldados le tenían un respetoreverencial. Sin embargo, la ciudad se negó en redondo a nombrar a María Cristina regente, por loque O’Donnell mandó bombardearla.

Al mismo tiempo, don Manuel Montes de Oca había creado un gobierno provisional enVitoria, en el nombre de la reina madre. Ambas ciudades se habían plegado a los designios de lareina, ya que ésta les había prometido proteger sus leyes particulares, sus fueros, en el caso de quevolviera al poder. Su mayor temor era que el gobierno liberal de Madrid se los arrebatara. Laidea consistía en que, poco a poco, las ciudades más importantes de España se fueran levantandoy que el golpe terminara con el secuestro de Isabel. ¿Cómo pudieron creerse un plan tandescabellado? ¿Cómo hombres tan cabales y que tanto habían luchado pudieron pensar jamás queun golpe de Estado así podría funcionar?

La primera renuente a financiar dicho golpe de Estado había sido María Cristina. Pero ¿cómoresistirse a los cantos de sirena que la rodeaban? Ella era la reina legítima, le decían; ahora quesu matrimonio con Muñoz era válido, ya no tenía que avergonzarse de nada. Además, el reyfrancés también la alentaba. ¿No veía que la alianza de Espartero con los ingleses ponía a lamonarquía, al país, en peligro? Incluso su marido la alentaba. Le recordaba tiempos mejores,aquella década ominosa de Fernando VII en la que todos los liberales progresistas estabancontrolados. Aun así, lo que verdaderamente convenció a la reina fueron los rumores, mucho máspeligrosos por ciertos, de que su hermana, su antaño tan querida Luisa Carlota, estaba conspirandopara casar a Isabel con alguno de sus hijos.

Los moderados lo tenían claro: había que actuar. Espartero se había adueñado de laeducación de la reina y, con Argüelles y la condesa de Espoz y Mina, ¡estaban intentando crearuna reina progresista! Ellos querían una reina inculta, opacada, sometida —del mismo modo enque lo había estado María Cristina— a los designios del partido moderado. Estaba en juego suidea de España: esa España tradicional y católica controlada por el gobierno con mano de hierro.Fueron numerosos los moderados que se adscribieron al golpe: Istúriz, Cea Bermúdez, Narváez,Prim o el liberal Alcalá Galiano, pero también lo hicieron numerosos carlistas resentidos por elAbrazo de Vergara. No hay pegamento más fuerte que el odio y las causas comunes.

María Cristina acabó aflojando el bolsillo: ocho millones de reales, siempre y cuando segarantizara la seguridad de sus hijas y la posibilidad de que huyeran en el caso de que perdieran yel partido liberal progresista buscara represalias. Tras los levantamientos de Vitoria, se unieronZaragoza y Bilbao. Se esperaba que siguiera Andalucía, dirigida por Narváez, y Madrid. Peroante el fracaso del plan de secuestro, nada se pudo hacer.

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La noche del 7 de octubre de 1841 el agua caía a cántaros en Madrid. Contando con la ayudade la guardia externa, el general Diego de León, antiguo héroe de la guerra carlista, entró en elPalacio Real. Tenía una voz profunda que inspiraba respeto, lo mismo que un enorme bigote negroque le bajaba por las mejillas casi hasta el cuello. Él era consciente de su carisma, del respetoque producía en la tropa. Por ello ese día no había dudado en adornar su pechera con cuantamedalla poseía, e incluso llevaba las espuelas puestas para que sus pasos resonaran por todo elpalacio.

Entraron, pues, sin problema en el palacio y empezaron a ascender las escaleras que losllevaban a las estancias superiores, donde las niñas a esa hora —eran las ocho— practicaban elcanto. El agua, la oscuridad, todos eran, en apariencia, sus aliados.

Con lo que no contaba Diego de León era con la lealtad del cuerpo personal de la reina, losdiecisiete alabarderos que se parapetaron tras las balaustradas y abrieron fuego. No querían matara nadie, disparaban porque era su deber: hacer ruido, detener al invasor con la esperanza de queEspartero enviara pronto refuerzos que los ayudaran.

Cuenta la leyenda que Diego de León, confiando en su poderío y en su capacidad de oratoria,ordenó detener el fuego. A ambos lados, los contendientes obedecieron. «Debemos hablar —lesdijo—. Sois como nosotros: queremos lo mejor para la reina. Que esté con su madre.» Pero elloseran soldados leales que obedecían el antiguo mandato de la devotio ibérica: la lealtad delsoldado español de seguir a su líder hasta la muerte. Así que el jefe de todos ellos, el coronelDomingo Dulce, ordenó que fueran a las cocinas, trajeran los sacos de garbanzos y los tiraran porlas escaleras para evitar que pudieran seguir subiendo.

Sea como fuere, el intento de secuestro fracasó y aquella noche sólo hubo un muerto. Elgeneral Diego de León se entregó convencido de que Espartero no iba a fusilarlo, pero seequivocaba. Por más que la reina Isabel intentara mediar por él, que al fin y al cabo no habíaintentado atentar contra su persona, Espartero fue inflexible. Ya se le había escapado Narváez;mandó que fusilaran a Diego de León junto con Montes de Oca.

Este fusilamiento tuvo consecuencias terribles e inimaginables tanto para Espartero como paraMaría Cristina: fue la llama que prendió la mecha del desencanto. Los folletos y pasquinesvolvieron a circular por todas partes, esta vez para atacar a Espartero.

Aprovechando que el capitán general de Barcelona, Van Halen, había salido hacia Navarrapara recuperar dicha ciudad, los barceloneses destruyeron la Ciudadela, la fortaleza que habíaconstruido Felipe V tras la guerra de Sucesión española. Era el momento de renegar de losBorbones, de las quintas y de todas las políticas que consideraban injustas. Pero en el casocatalán y sobre todo barcelonés, es necesario tener en cuenta otro factor: el hundimiento de laindustria textil catalana que habían supuesto las políticas liberales de Espartero y su acercamientoa Inglaterra, líder en exportaciones de este tipo. La burguesía catalana no estaba nada contenta ysupo canalizar este descontento hacia unas ideas republicanas que les venían muy bien: a reymuerto, rey puesto. Y a falta de reyes, ¿qué mejor que ellos para gobernar?

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24

La caída de Espartero

La casa de la Malmaison se había convertido en el centro de todas las conspiraciones. En ella,Martínez de la Rosa y Toreno habían configurado una sociedad secreta para promover losintereses de la exregente. Narváez y O’Donnell eran los más adeptos y no había día que no leescribieran una carta que el secretario de la reina, Donoso Cortés, filtraba y ordenaba. Sólo habíaque esperar: en dos años, Isabel adquiriría los poderes plenos y llamaría a su lado, cómo no iba ahacerlo, a su madre.

En la mente de María Cristina sólo había un problema real: su hermana. Francisco de Paula,animado por su mujer, había decidido volver a España con toda su familia y jurar lealtad aEspartero. Como suele suceder en la historia de España, los problemas de familia se convertíanen sucesos nacionales. María Cristina corrió a pedir ayuda al rey de los franceses. Él podríaevitarlo; él sabría hacerlo, sí.

—Si no dejáis que procedan los carruajes —dicen que chilló Luisa Carlota ante un pelotónde soldados franceses que les impedían el paso—, llegaremos a España a pie.

Espartero no los esperaba con los brazos abiertos: temía, y con razón, de los interesessecretos. Así que no los dejó alojarse en el palacio y sólo permitía que visitaran a Isabel una veza la semana. María Cristina escribió a su hija para advertirla.

Pero el problema mayor para Espartero no estaba en Francia, conspirando contra él, sino enCataluña. Esta región era un hervidero: desde la guerra de Sucesión española que había acabadocon sus fueros, los catalanes no habían perdido la oportunidad para levantarse contra el queostentara el gobierno. Allí se concentraba el descontento de todos los partidos, desde losmoderados, los carlistas, los liberales progresistas —desencantados de Espartero— y losrepublicanos. Barcelona era el epicentro de las oleadas de rabia que cada pocos años zaherían aquien estuviera en el poder. Como se recoge en Los sucesos de Barcelona:

En Barcelona sobre todo, cabalmente en esta misma ciudad que ha servido de piedra de escándalo, por lomismo que se agitaban en ella con más furor que en otras, las extremadas exigencias de los dos bandos esdonde debió colocarse la piedra angular de la nacionalidad; en donde debió formarse el indisoluble nudo deintereses patrios que por mutua utilidad hiciese deponer rencores y olvidar frenéticos proyectos.1

Para garantizarse el apoyo de los ingleses, Espartero había firmado un acuerdo que bajabalos impuestos a sus productos. Esto suponía la ruina casi total de la floreciente industriaalgodonera catalana. El descontento entre la clase dominante era absoluto. A esto había que sumar

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que los dos capitanes generales en Barcelona y Girona, encargados de perseguir a los carlistas yrepublicanos, ejercían su función con mano de hierro tal y como se lo había ordenado Espartero.

Las revueltas empezaron por una pequeña chispa que prendió con rapidez. El motivo fuepequeño; podría haber sido cualquier otro: un grupo de obreros que venía de fuera de Barcelonaintentó pasar unos vinos por la Puerta del Ángel sin querer pagar el correspondiente tributo. Tal ycomo cuenta Josep Fontana, esto hizo que el pueblo se amotinara y que la autoridad decidieraocupar el ayuntamiento y detener a varios periodistas que se hicieron eco rápidamente de lasituación, sobre todo El Republicano, que exhortaba al pueblo a tomar las armas. Igual que habíasucedido en París pocos años antes, en 1830 (y que sucedería poco después, en 1848), la gente setiró a la calle y se formaron barricadas en los puntos más importantes de la ciudad.

La mayoría de los partidarios de María Cristina se habían marchado de la ciudad, pero habíaalguien que trabajaba por ella —y por Francia— sin descanso, alentando a la gente a levantarsecontra Espartero: el cónsul francés Ferdinand Lesseps.

Según cuenta un sargento primero de la Milicia Nacional que participó en las algaradas en sulibro sobre los hechos (Bombardeo de Barcelona en 1842), el problema era la falta decoordinación: «Es indudable que la revolución que estalló en Barcelona la noche del 13 denoviembre fue obra del partido republicano y si no que se diga de qué color eran las autoridadesque tomaron el mando de la capital. Que la revolución abortó, que no había ningún plancombinado lo prueba el haber la Junta, llamada Popular Directiva».2

En un primer momento, parecía que la sublevación iba a triunfar. La Milicia Nacional habíaapoyado el movimiento y obligó a los militares leales a Espartero a replegarse en el castillo deMontjuïc. Se creó una junta que redactó un manifiesto:

Catalanes:Los individuos que forman la junta, hasta ahora provisional, colocada a vuestro frente, desearían retirarse al

seno de sus familias pasado ya el momento del peligro; pero el clamor general se lo impide, obligándola aconstituirse en junta central de gobierno que reasumirá todo el poder y se dirigirá a los pueblos y provinciasde Cataluña, sujetándose a las bases siguientes, estando prontos a retirarse sus individuos a la menorindicación del pueblo.

BASES1.ª Unión y puro españolismo entre todos los catalanes libres, entre los españoles todos que amen

sinceramente la libertad, el bien positivo, el honor de su país, y que odien la tiranía y la perfidia del poderque ha conducido a la nación al estado más deplorable, ruinoso y degradante, sin admitir entre nosotrosla distinción de ningún matiz político o fracción, con tal de que pertenezca a la gran comunión liberalespañola.

2.ª Independencia de Cataluña con respecto a la corte, hasta que se restablezca un gobierno justo, protector,libre e independiente, con nacionalidad, honor e inteligencia; uniéndonos estrechamente a todos lospueblos y provincias de España que sepan proclamar y conquistar esta misma independencia, imitandonuestro heroico ejemplo.

3.ª Como consecuencia material de las bases que anteceden, protección franca y justa a la industriaespañola, al comercio, a la agricultura, a todas las clases laboriosas y productivas; arreglo en laadministración, justicia para todos sin distinción de clases ni categorías. Integridad y orden, parajustificar ante la Europa entera la pureza de vuestras intenciones, la nacionalidad y la grandeza desentimientos que os animan e inflaman al acometer tan ardua empresa, digna de un pueblo tan laborioso ylibre como valiente, intrépido e invencible, tan generoso como honrado.

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Éstas son las bases generales que abrazan los más ardientes deseos del gran pueblo catalán.

Espartero montó en cólera. No era un ataque contra España, era un ataque contra él. Ya erancuarenta y dos los militares muertos, y más de ciento cincuenta, los heridos. Es por ello por lo quedecidió dirigir personalmente la represión. Van Halen, desde Montjuïc, comunicó a la Junta queBarcelona iba a ser bombardeada en cuarenta y ocho horas si no se rendían. Ante esto, decidieroncrear una nueva junta mucho más moderada que pudiera negociar con el regente, pero Esparteroera un militar orgulloso: él no tenía nada que transigir. Sobre todo, no podía darles a los catalaneslo que querían: hubiera perdido el apoyo de los ingleses.

Así, el 3 de diciembre de 1842 comenzó el bombardeo desde Montjuïc. Una lluvia continuade proyectiles, más de mil, dañó todos los edificios importantes de la ciudad. El Salón de Cientodel ayuntamiento quedó completamente destruido y murieron veinte personas.

Pero lo que verdaderamente se hundió fue el prestigio de Espartero. Su movimiento habíasido el de un militar en tiempos de guerra y no el de un regente, el de un político capaz de deciruna cosa —que le granjeara el apoyo del pueblo— y luego hacer otra muy distinta. Su problemafue que quiso ir de frente.

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El regreso de María Cristina

Madrid, 23 de marzo de 1844Mi querida hermana:… Ahora viene un capítulo de la novela del palacio. Anteayer me marché a Aranjuez para estar presente en

el encuentro entre la pequeña reina y su madre. Me levanté a las seis de la mañana y me subí en mi coche conel viejo Pedro, el cochero, y mi leal Lorenzo. El señor Valdevieso, el ministro mexicano, me acompañaba.Había mandado a sus cuatro caballos por delante para que nos esperaran en el camino como refresco. Hacíauna hermosa mañana y pudimos disfrutar el trayecto hacia el antiguo pueblo de Valdemoro, donde dejamos aPedro y a los caballos para que esperaran nuestro regreso, y cogimos el primer par de caballos del señorValdivieso junto con su cochero. Llegamos a Aranjuez a las once y media, y entonces supimos que elencuentro estaba previsto a las cinco de la tarde, a unas tres millas de Aranjuez, en el camino hacia Ocaña. Sehabía instalado una tienda real para la ocasión. Aranjuez estaba lleno: toda la nobleza de Madrid, los militaresy civiles de todo rango, sin mencionar a los buscadores de fortuna y a la innumerable muchedumbre quepersiguen las sonrisas de la realeza.

Cada coche de Madrid estaba alquilado caro para traer a la gente, cada alojamiento de Aranjuez había sidoocupado…

… A lo largo de la tarde me dirigí junto con el señor Valdivieso al lugar en el que iba a tener lugar elencuentro. El camino estaba lleno de carruajes y hombres a caballo que se apresuraban hacia el lugar deencuentro y los espectadores estaban sentados a lo largo, expectantes. El lugar del encuentro resultabapintoresco. En una explanada, un poco alejado del camino, estaba colocada la tienda real, espaciosa ydecorada con banderolas y gallardetes. Había otras tres o cuatro tiendas a su alrededor, y un inmenso conjuntode carruajes, escuadrones de caballería y una muchedumbre de gente de toda clase, desde el noble hasta elpobre. La impaciencia de la pequeña reina y de su hermana les impedía quedarse en la tienda. Iban todo el ratodesde los cortesanos hasta el lugar que permitía la mejor visión del camino de Ocaña. ¡Pobres! Llevabanvarias horas esperando en un suspense ansioso. A lo lejos se vio cómo avanzaba el cortejo real por el camino.Escoltados por un escuadrón de lanceros con sus uniformes amarillos y con los estandartes rojos, seasemejaban a una masa de fuego y humo. En cuanto se acercaron, el escuadrón montado salió del camino y elcarruaje real se aproximó. La impaciencia de la pequeña reina ya no pudo contenerse más. Sin esperar en laentrada de la tienda a que su madre llegara, echó a correr por la avenida de guardias…1

Así escribía un testigo excepcional: Washington Irving. El autor de los Cuentos de laAlhambra era el ministro americano en España y tenía una especial fascinación por la reinaIsabel.

Tras los sucesos de Barcelona, Espartero había perdido la mayoría de sus apoyos, inclusolos de su propio partido, que decidieron sumarse a los moderados para echarlo del poder.Además, el coronel Prim, que había sido muy activo durante la guerra carlista y había presenciadolos hechos de Barcelona, acudió a París para congraciarse con los exiliados y establecer unaalianza entre éstos y los progresistas de las Cortes.

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Se citó con María Cristina en la casa de París y luego con su marido durante variasocasiones. De estos encuentros salió una amistad duradera y cordial. Prim volvería a España el 30de mayo de 1843 y, ya en la ciudad de Reus, se levantó en contra de Espartero. La revuelta seextendió con rapidez por Barcelona, Sevilla, Granada, Cádiz, Burgos y La Coruña. EntoncesNarváez llegó a Barcelona, reunió un ejército y marchó hacia Madrid. La confusión se adueñó delas tropas leales a Espartero. Los vivas a Isabel II y a la Constitución resonaban por toda España.

Espartero huyó hacia Andalucía y, con sólo cuatrocientos hombres, llegó al Puerto de SantaMaría, donde el general Concha pudo observar cómo cogía una chalupa que lo llevaría a la fragatabritánica Malabar y de allí, a Londres. Los moderados regresaban por cientos a la península. Seformó un gobierno compuesto por Narváez, Prim y el último ministro progresista: López.

Isabel sólo tenía doce años, pero todos consideraron que la labor de regente era peligrosapara los intereses de todos ellos. Los políticos españoles únicamente parecían poder ponerse deacuerdo cuando había que derrocar a alguien; pero, en cuanto alguno ostentaba el poder, pocotardaba en empezar a sufrir golpes de Estado y conjuras de sus propios partidos. Lo mejor era queIsabel asumiera la cara visible del gobierno y que ellos se encargaran de controlarla desde lasombra. Hacer, a la postre, lo que habían intentado con María Cristina.

El 8 de noviembre fue nombrada reina de España. Se formó un nuevo ministerio en el que lascabezas más importantes eran las de Narváez y Prim. De nuevo, Washington Irving nos describeeste día:

Durante un tiempo todo fueron susurros y murmullos, como los enjambres en las colmenas, cuando depronto se alzó una voz en un rincón del salón: ¡La Reina! ¡La Reina! Y se hizo el silencio. Un camino se abrióen la muchedumbre y la pequeña Reina avanzó conducida por el general Castaños, duque de Bailén, que habíasucedido a Argüelles como tutor de la niña. La marquesa de Valverde, una mujer espléndida de la alta nobleza,le llevaba el manto. A su lado iba su pequeña hermana. Algunas mujeres de alto rango las seguían. El duque deBailén la condujo al trono y la marquesa de Valverde le colocó el manto por atrás, por lo que parecía la colade un pavo. La pequeña Reina se veía bien. Es rechoncha y tiene control sobre sí misma. Sus modales sondignos y graciosos. Su hermana pequeña sin embargo es mucho mejor que ella en aspecto y formas.

Cuando la Reina se hubo sentado, el gabinete de ministros lo hizo ante el trono y uno a uno fueron leyendolas razones por las que creían que debería ser considerada mayor de edad. Como la pequeña Reina sostenía larespuesta en un papel en las manos, firme y concisa, apenas prestaba atención a los discursos. Sus ojos ibande aquí a allá, a las paredes, a su hermana. Y cuando se le dibujaba una sonrisa, enseguida la reprimía...

Daría comienzo entonces una época de falsa alegría, con fiestas privadas en las casas de lanueva aristocracia: esa mezcla entre la nobleza y la burguesía. La oscura y modesta corte quehabía impuesto Espartero resaltaba con esta otra, llena de colores, ricos tejidos y muebles finos,expresión real del movimiento romántico.

María Cristina se encontraba en París todavía. Podía regresar, ya no había nadie que se loimpidiera, pero en aquel invierno de 1843 estaba en los últimos meses de embarazo. El 21 dediciembre daría a luz a un varón: José Muñoz y Borbón, otro de los hijos que morirían antes quelo hiciera su madre, con sólo veinte años.

Así, la reina madre esperaría a que las cosas se aclararan un poco: no había prisa y sus otroshijos la necesitaban. Desde París, mientras aguardaba la orden de regreso, escuchaba atenta todocuanto sucedía: parecía que los moderados regresaban al poder. Podía regocijarse: al fin todo

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volvía a su sitio. Una misiva urgente le llegó los primeros días de febrero. Su hermana acababa defallecer. Así lo cuenta Washington Irving:

Madrid, 9 de febrero de 1844Mi querida hermana:La corte española está de luto por la muerte imprevista de la infanta Luisa Carlota, mujer del infante don

Francisco y tía de la reina. Era una mujer de fuertes pasiones y ambición sin tregua. Desde hace un tiempollevaba intrigando para casar a su hijo, el duque de Cádiz, con su prima, la joven reina. Se alió con todos lospartidos y depauperó a su marido para poder lograr sus planes. Su fracaso mortificaba su orgullo y laexasperaba, por lo que últimamente resultaba tremendamente grotesca en su aspecto y maneras. Suenfermedad pareció comenzar con algún tipo de fiebre. «Ya sé lo que me pasa —le dijo a uno de sus criados—. Estoy en constante estado de irritación, en el teatro, en el Prado y en casa. En todas partes es igual. Estoyenfadada, je m’enrage». Se encontraba en este estado cuando el sarampión y la pulmonía la atacaron —un tipode inflamación de los pulmones—. Fueron tan rápidas y virulentas que le privaron de existencia en sólo dos otres días con treinta y nueve años de edad. Según la costumbre española, su cuerpo se enseñó durante tres díasy el pueblo pudo entrar a verlo…

En el corazón de la reina, la ambivalencia. Era su hermana, sí, la misma que había logradocasarla con Fernando VII y que la defendió de Calomarde cuando todavía era una niña y acababade llegar a la corte española. Pero el tiempo había pasado sobre su amor fraternal y lo habíaborrado todo. Luisa Carlota se debía a su marido y a sus hijos, lo mismo que ella. Todo se habíaroto entre ellas cuando se casó con Agustín Fernando Muñoz. «¿Te das cuenta de que lo estásponiendo todo en peligro? ¿Cómo puedes estar tan ciega?»

Para Luisa Carlota lo único que le había importado en la vida era reinar. Por ello habíaconspirado y había impulsado a su marido Francisco a dar bandazos de un bando a otro. Y si ellosno lo conseguían, lo haría su hijo, costase lo que costase. Por ello pidió a un banquero un créditode una enorme suma y se comprometió a devolverlo en cuanto su pequeño Francisco se sentara enel trono español.

Muerto el perro, muerta la rabia. Al menos eso pensaba María Cristina a su regreso a Españacon todo tipo de honores. Habían desaparecido Espartero y Luisa Carlota. Era su momento. O almenos eso creía, porque la política española nunca ha sido fácil.

Tras la caída de Espartero, le había sucedido en el poder Salustiano Olózaga, un abogadoliberal que hasta entonces había ejercido de preceptor de la reina. María Cristina lo conocía muybien, ya que durante un tiempo había sido el embajador en Francia y siempre estaba presto adesarmar cualquiera de sus complots.

La noche del 28 de noviembre de 1843 pasó algo muy extraño en la alcoba de Isabel II. Unsuceso que la historiografía todavía no ha sabido dilucidar con claridad. Si seguimos el adagio deSéneca de Cui prodest, los beneficiarios directos de esta noche fueron los moderados, así que noresulta descabellado concluir que pudiera ser un montaje para echar del poder a Olózaga. Enefecto, Olózaga intentó disolver las Cortes ya que, si bien él había sido nombrado presidente delConsejo de Ministros, la mayoría de la cámara era moderada. Estaba convencido de que unasnuevas elecciones le harían recuperar el poder al partido progresista.

En la noche del 28 del mes pasado, se me presentó Olózaga y me propuso firmar el decreto de disoluciónde las Cortes. Yo respondí que no quería firmarlo, teniendo, para ello, entre otras razones, la de que esasCortes me habían declarado mayor de edad. Insistió Olózaga. Yo me resistí de nuevo a firmar el citado

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decreto. Me levanté dirigiéndome a la puerta que está a la izquierda de mi mesa de despacho. Olózaga seinterpuso y echó el cerrojo de esta puerta. Me agarró del vestido y me obligó a sentarme. Me agarró de lamano hasta obligarme a rubricar. Enseguida Olózaga se fue y yo me retiré a mi aposento. Antes de marcharse,Olózaga me preguntó si le daba mi palabra de no decir a nadie lo ocurrido, y yo le respondí que no se loprometía.2

Olózaga era un hombre apuesto y con fama de mujeriego, y eso hizo que estallara elescándalo. Enseguida corrieron por Madrid las ideas más descabelladas: que Olózaga la habíaviolado, que en realidad eran amantes, que Olózaga había malinterpretado su papel de tutor y,como si fuera un libertino del XVIII, había enseñado a la reina todo tipo de educación sexual.

Estos dimes y diretes fueron alentados por ese partido que ya se había convertido en unamáquina de propaganda: el moderado. La marquesa de Santa Cruz, que por entonces ejercía de ayade la reina, se reunió a toda prisa con ella al día siguiente en cuanto tuvo noticia de la firma.«¿Qué has hecho, niña? ¿No ves que acabas de condenar a España a otra guerra civil?» La jovenreina se echó a llorar. El aya estaba satisfecha, ya que en realidad era una espía del partidomoderado. «No te preocupes, Isabel. Es importante que me escuches bien y, cuando te pregunten,sé siempre vaga en tus respuestas. Di que no recuerdas bien, que temiste por tu vida. Di queOlózaga te obligó. Di que echó el pestillo de unas puertas que jamás tuvieron cerradura ni nadaque pudiera atrancarlas.»

Olózaga, ante el temor de que lo fusilaran, escapó por Portugal. Sabía que cuando se pone enmarcha el aparato de los sentimientos la razón no importa. Él podía tener los argumentos, pero eldiscurso de los moderados era mucho más popular: una niña, la reina y el sexo. Una mezclainsuperable. El mejor eslogan posible.

La caída de Olózaga supuso también la derrota del partido progresista durante los siguientesdiez años. En ese tiempo, se aprobó una nueva Constitución —la de 1845— de corte antisocial, sesubieron los impuestos indirectos, lo que encareció el coste de la vida, y se le devolvieronmúltiples prebendas a la Iglesia a cambio de bendecir el reinado de Isabel II. España acababa dedar un enorme paso hacia atrás, tanto en lo económico como en lo social.

La llamada de vuelta a España de la reina madre se produjo poco tiempo después de la muerte dela hermana de ésta. Y el propiciador fue González Bravo, el nuevo presidente tras la marcha deOlózaga. Era éste un hombre muy conservador en sus ideas y católico a ultranza. Durante la épocade la regencia de María Cristina, se había cansado de escribir invectivas en el periódico llamadoGuirigay, en el que criticaba los amores de la reina con Muñoz. Pero la situación política que seencontró tras la caída de Olózaga le hizo ver que necesitaba ganarse a los moderados. Y la cabezade todo el partido, aunque muy pocos fueran conscientes, era la reina.

La monarquía había evolucionado: ya no era un poder divino, sino un juego de intereses.Cuando la monarquía se convirtió en constitucional, tuvo que crear un partido político que laapoyase: los moderados. Pero, al final, el hijo se comió al padre o, en este caso, a la madre.María Cristina necesitaba al partido moderado. Pero lo que no sabía es que los moderados lanecesitaban todavía más a ella. Y que una vez que la hubieran quemado, pondrían otra cara visibleen su lugar.

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Y es extraño que el verdadero moderado en la sombra fuera su marido: Agustín FernandoMuñoz. Porque, si en España hubo un hombre que supo entender la realidad —el cambio del tipode política, el sistema bancario, las Constituciones y las relaciones con los países extranjeros—,ése fue un hombre aparentemente gris y criado en la pobreza y el rigor castrense: AgustínFernando Muñoz.

María Cristina, en el fondo, no era tan retorcida como la historiografía la ha acusado. Paraella lo único importante eran sus hijos y su marido. El verdadero artífice de la enorme riqueza queacumuló el matrimonio fue su marido: el futuro duque de Riánsares.

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El reinado de Isabel

María Cristina era un ser leal que sabía recompensar a quienes la habían apoyado. Por ello, nadamás llegar a España, mandó desenterrar el cuerpo de Montes de Oca, al que había fusiladoEspartero, y enterrarlo con los más solemnes honores. Además, pocos días después apareció en elboletín oficial la noticia de que Muñoz había sido promovido a grande de España con el título deduque de Riánsares. También aparecía un decreto en el que se autorizaba el matrimonio que habíasido contraído once años atrás.

Atendiendo a las poderosas razones que le había expuesto la referida Señora Su muy Augusta Madre ydespués de haber oído a su Consejo de Ministros, habría venido en autorizarla para que contraiga matrimoniocon don Fernando Muñoz, duque de Riánsares, declarando que por este matrimonio de conciencia, o sea, conpersona desigual, no decae de mi gracia y cariño, y que debe quedar con todos los honores y prerrogativas quele corresponden como reina madre, pero su marido sólo gozará de los honores, prerrogativas y distincionesque por su clase le competan conservar sus armas y apellidos, y que los hijos de este matrimonio quedaránsujetos a lo que dispone el artículo doce de la ley nueve, título segundo, libro décimo de la NovísimaRecopilación pudiendo heredar los bienes libres de sus padres con arreglo a lo que disponen las leyes.1

María Cristina se convertía así de facto en una de las únicas personas a las que la Iglesiacatólica ha casado dos veces y con la misma persona sin mediar anulación. Algo que sin dudadebía de pesar en el ánimo de la reina, ya que si algo había adquirido durante su tiempo en elexilio era una recobrada religiosidad. No había reliquia que no cayera en sus manos. MaríaCristina era un ser pasional, que igual que antaño vivía de forma desmedida, ahora se dedicabacon celo a su religión y a su familia.

Comienza entonces un periodo apasionante en su vida: la búsqueda de títulos y matrimoniospara sus hijos. A su primera hija, María de los Desamparados, le consiguió el título de condesa deVista Alegre y, años más tarde, la casaría con un príncipe polaco: Ladislao Czartoryski. A susegunda hija, María de los Milagros, le consiguió el título de marquesa del Castillejo y la casaríacon un príncipe italiano: Filippo del Drago. Su tercer hijo era Agustín María y debería haberconseguido el trono de Ecuador; pero, no contenta con eso, también lo hizo duque de Tarancón yvizconde de Rostrollano.

No obstante, a los hijos que tuvo a partir de 1838 —Fernando, María Cristina, Juan, Antonioy José María— los nombraron, como poco, vizcondes. Sin embargo, sus matrimonios son de otraíndole: en vez de casarlos con príncipes o princesas, se preocupó de buscar para ellos familiaspudientes, sobre todo aquellas ligadas a la floreciente industria minera o del ferrocarril. Sinembargo, si hubo un matrimonio que sin duda hizo correr ríos de tinta y que aún hoy en díapercibimos sus consecuencias, éste fue el de Isabel II.

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Ya cuando se produjeron los sucesos de La Granja con Calomarde, María Cristina le habíamanifestado a su hermana que, como agradecimiento, intentaría casar a Isabel con uno de sushijos. Pero pronto María Cristina se desdijo y el exilio al que mandaron a Francisco de Paula hizoque la relación entre las dos hermanas se enfriara definitivamente. Apareció en la terna otrocandidato para Isabel: su primo Carlos, que podría poner fin a una guerra, la carlista, uniendo porfin los dos bandos. Pero pronto fue desechado. Era el hijo de un perdedor y el matrimonio deIsabel debía tener mayor altura.

Es importante recordar que, aunque en el derecho español la Ley Sálica era un elementotardío y discutido desde el punto de vista jurídico, durante el siglo XIX pervivía la idea de que lamujer debía estar sometida al hombre. Como bien recuerda Isabel Burdiel, la reina Victoria «fue(o aparentó ser) la reina burguesa por excelencia. Representó impecablemente el papel que lecorrespondía como esposa y como madre en el seno de una familia —políticamente muyinteresante— en la que reinaba el padre, se sometían los hijos y la madre era el centro y laencarnación del hogar».2

Así, el éxito de la reina Victoria de Inglaterra, que reinó por los mismos años, y el fracaso deMaría Cristina, primero, y de Isabel, después, se deben a dos factores. El primero: que losespañoles querían un rey y no una reina. Por ello renegaron de Muñoz, a quien consideraban un serdébil sometido a María Cristina —cuando seguramente fuera más bien al revés, al menos en lopolítico—, y mucho más renegarían de Isabel II, que despreciaba públicamente a su futuro marido,lo que lo convirtió en el hazmerreír de todo el reino. El segundo: porque las mujeres debíanocuparse sólo de lo doméstico. Debían ser buenas madres y esposas. En esto, María Cristina fuesuperior a su hija, pero, al menos a los ojos de los españoles, con la familia equivocada. A MaríaCristina la odiaban por ejercer de madre y de esposa con los Muñoz. Isabel sería odiada por noejercer ni de madre ni de esposa con su marido Francisco.

El matrimonio de Isabel fue, pues, desde el principio, una cuestión de Estado. No sólo sebuscaba un regente o un consorte, sino un verdadero rey. En la mente de María Cristina había unplan ideal: casar a Isabel con el hijo de Luis Felipe de Francia. Pero era imposible, los inglesesjamás hubieran podido soportar semejante concentración de poder, ¡otro Luis XIV o peor: otroimperio español!

En septiembre de 1843, la reina Victoria visitó a Luis Felipe en Eu. Aunque la reina sóloconsigna que fue un viaje agradable —ya que las negociaciones las realizaban su marido y susembajadores—, en realidad en la reunión lo que se iba a tratar era la sucesión española. Unareunión, por supuesto, a la que España no fue invitada. Ambos convinieron que, para garantizar laestabilidad europea, es decir, la supremacía inglesa y francesa, y evitar que España recuperaraningún poder, Isabel sólo podría casarse con un Borbón de la rama española o italiana. Entre loscandidatos: el hijo de Carlos, los hijos de Francisco de Paula y los hermanos de María Cristina.

La reina madre intentó casar a su hija con su propio hermano, el conde di Trepani. Un jovenque, según el embajador francés, «era feo, bajito y flacucho, con expresión poco inteligente». Elchico de dieciocho años, además, tenía inclinaciones religiosas y Narváez se opuso: «Si se va acasar con nuestra reina, será mejor que se quite la sotana y aprenda el oficio de soldado». Enrealidad, subyacía el temor de que la corte se llenara de napolitanos o de jesuitas, ambas cosasdetestables para los españoles.

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Los correveidiles en la corte esos meses no dejaron de circular. La diplomacia se convirtióen un juego peligroso. Todo el mundo velaba por sus intereses y miraba a los demás consuspicacia. Los embajadores francés e inglés se controlaban sin parar: no confiaban el uno en elotro y temían que se acercaran a la reina madre para proponerle una alianza por la sombra. MaríaCristina, por su parte, insistía en casar a Isabel con el hijo de su tío Luis Felipe. Al final,consiguió que su segunda hija, Luisa Fernanda, contrajera matrimonio con el francés a cambio deque antes Isabel se casara con un Borbón italiano o español. Luis Felipe se mostró inflexible eneso: primero era la boda de Isabel.

Los únicos Borbones que quedaban libres eran los hijos de Luisa Carlota. Carambolas deldestino: lo que había separado a las hermanas podría volverlas a unir si Luisa Carlota no hubieramuerto poco tiempo antes. El primero de los hijos, Francisco, era contemplado con risa inclusopor su propia familia. Se le consideraba blandito, afeminado y con poco carácter. Quizá estaimagen era mayor en cuanto contrastaba con la de su propio hermano, Enrique, quien habíaheredado el temperamento de su madre y la belicosidad de los Borbones. Enrique se habíadeclarado radical desde pequeño, desde que su tía María Cristina los había desterrado a Francia,donde creció. El odio que le profesaba su hermana Luisa Carlota lo había heredado él. Lo mismoque las ambiciones al trono español.

Así, cuando se concertó el matrimonio con su hermano, comenzó a conspirar en la sombra.Eso produjo su destierro en 1846, por lo que no acudió siquiera a la boda de su hermano y de suprima carnal. La relación entre la reina Isabel y él siempre fue muy difícil, ya que, para más inri,Enrique, al hecho de ser masón, sumaba que había decidido casarse en secreto sin la aprobaciónde su prima. Fue expulsado varias veces de España y privado de todo título; finalmente, tras lacaída en desgracia de Isabel II, intentó hacerse con el trono. Pero su primo, el duque deMontpensier, el marido de Luisa Fernanda, no se lo permitiría: lo retó a un duelo en el barrio deLeganés y lo mató. Los hijos que tuvo los terminaría adoptando Francisco, lo que los hacía hijosindirectos de la ya no reina de España, Isabel.

En el matrimonio de Isabel y Francisco medió una persona fundamental que ya nos debería hacersospechar que, en realidad, quien llevaba todas las cuestiones políticas no era María Cristina,sino su marido.

La reunión tenía lugar de nuevo en Eu en 1845. Por fin había representantes españoles en unencuentro cuyo propósito era dilucidar el futuro de España. Allí estaban Donoso Cortés,secretario de la reina, e Istúriz, primer ministro; además de los embajadores franceses e ingleses.

Finalmente, vino el duque de Riánsares, el marido de María Cristina, que dijo que España no era losuficientemente fuerte como para poder enfrentarse sola a Luis Felipe. Pero que, si Inglaterra prometiera suapoyo, la joven reina no se sometería pasivamente a que los extranjeros dictaran su destino y que la traten conesa arrogante indiferencia.3

Así escribía el embajador inglés, Bulwer, quien escuchó los cantos de sirena del marido dela reina madre y cómo el mejor candidato podía ser un pariente de la reina Victoria: Leopoldo deSajonia. Porque María Cristina, harta ya de los tejemanejes de su tío francés, había empezado amirar con buenos ojos a un candidato favorable ante los ojos ingleses. No obstante, la alianza

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entre los británicos y los franceses era fuerte. Y los tejemanejes del embajador inglés, Muñoz yMaría Cristina saltaron por los aires en cuanto fueron filtrados a los franceses por los propiosingleses.

Finalmente, María Cristina se avino a que Isabel se casara con su primo «Paquita». Confiabasecretamente en que no tendrían hijos y que el heredero sería entonces el hijo de Luisa Carlota conel duque de Montpensier. Había que casarlos muy rápidamente: los ingleses seguían conspirando yPaquita había escrito a su primo Carlos para decirle que el hijo de don Carlos tenía más derechoque él al trono de España. Así que se ordenó a Francisco que se presentara en Madrid lo antesposible.

El espanto de Isabel no pudo ser mayor cuando lo vio. Cuentan los cronistas que se puso allorar, que echó a correr hacia su habitación cuando vio a ese príncipe que le pareció tanamanerado como lo había sido el hermano de Luis XIV. Su padrastro, el duque de Riánsares, seencerró con ella y tardaron horas en salir; pero, cuando lo hizo, Isabel se tiró en brazos de sumadre y dijo entre lágrimas y sollozos que lo haría. De sus labios sólo salió una palabra: sí. El 10de octubre de 1846 se produjo el doble matrimonio, con María Cristina como madrina de ambos.

El público español no aprobaba ni uno solo de los casamientos. Despreciaban a Francisco yodiaban al francés que se casaba con la infanta. Sólo la reina madre parecía feliz, ancha en susropajes mientras las carrozas conducían a sus hijas a la iglesia de Atocha para que se produjera lavelación y las bendiciones del pontífice. Apenas hubo vivas, era un trayecto silencioso en el quesólo se oía el ruido que los caballos hacían al golpear el empedrado. El profundo silencio afeabael día hermoso. Qué diferencia con esas loas del primer matrimonio de María Cristina.

Se intentó de todo: pan y circo. Las Ventas se llenaron de toros y caballos. Fuegos artificialesy bengalas. ¡Se había casado la reina de España! Sin embargo, el pueblo español recelaba de esosmatrimonios. ¿Quién podía querer a semejante hazmerreír como rey?

María Cristina, desde el palacio de Rejas, se sentía bien. A pesar de que la desdicha deIsabel era evidente desde el primer instante, ¿qué importaba eso? Había ganado al carlismo y alos ingleses, que seguían cobijando a Espartero y apoyando un liberalismo totalmente radical a susojos. Además, había unido los tronos español y francés con una alianza eterna.

Pero, sin duda, si había alguien que debía alegrarse, ése era Agustín Fernando Muñoz,verdadero causante de la boda de su hijastra. Para reconocer sus servicios, el rey de Francia ledio el ducado de Montmorot y la Legión de Honor francesa.

Incluso Luisa Fernanda era feliz. Con sólo catorce años estaba casada y bien casada, y con unhombre que le parecía muy atractivo. A los pocos días de la boda, el 22 de octubre, partía haciaParís con el séquito de su marido, entre los que se encontraba Alexandre Dumas hijo. Atrás, enEspaña, se quedaba Isabel. Ahora, ya sin su hermana, sola del todo.

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Hacia el segundo exilio de María Cristina

Tenía sólo dieciséis años y llevaba sólo dos en el trono, pero los problemas de la reina Isabelacababan de comenzar. Y la culpable de su posterior caída en desgracia sería, cómo no, aunque deforma indirecta, la reina María Cristina. Porque, si hay dos cosas que se le pueden achacar a lareina madre, son que no educara a su hija para las exigencias que un puesto tan difícil, el de reinaconstitucional, requería; y en segundo lugar, que la forzara a casarse con la persona menos idónea,hecho este que tuvo dos consecuencias directas: la desafección del pueblo de España y lapromiscuidad postrera de Isabel.

María Cristina vivía cada vez más aislada en Madrid. Celebraba fiestas en el palacio deRejas y recibía a sus amigos. Porque el carácter de la napolitana siempre se caracterizó por unacordialidad y una jovialidad a prueba, incluso, de sus mayores enemigos. María Cristina, en eltrato de tú a tú, resultaba fascinante. Podía no ser guapa. Tenía ya cuarenta años y el sobrepeso eraevidente, pero todos los que la trataban hablaban de su belleza y de su vivacidad. Era una granconversadora.

Las relaciones con su hija Isabel, sin embargo, resultaban cada vez más tensas. La hija noperdonaba que le hubiera hecho casarse con ese hombre. El gobierno de Istúriz había caído en1847 y su hija parecía no querer aceptar ningún consejo. Las cosas pintaban mal para la reinamadre. Por ello, para evitar un segundo destierro, el duque de Riánsares vendió varias de susacciones en diversas compañías y se marcharon a París junto con su leal Istúriz el 8 de marzo de1847.

Para demostrar lo pía y devota que era, mandó construir un oratorio en los jardines de laMalmaison. Mientras, su marido se encargaba de gestionar todos sus negocios y de recibirinformación de los tejemanejes de la corte española. Las noticias que les llegaban no eranhalagüeñas. Isabel se había amancebado con el general Serrano, el bonito ministro. Losembajadores británicos vieron en esto la oportunidad perfecta para disolver el matrimonio ydestruir las expectativas de los franceses de poder hacerse con el trono español.

El ministro Benavides fue a reunirse con Francisco y éste le dijo: «Yo sé que Isabelita no meama, pero la disculpo porque nuestro enlace ha sido hijo de la razón de Estado y no de lainclinación; soy tanto más tolerante con ella, cuanto que yo tampoco he podido tenerle cariño…pero Isabelita, o más ingenua o más vehemente, no ha podido cumplir con este deber hipócrita».1

Finalmente, Isabel dejó que su amante se marchara y Francisco regresó a palacio. La reina, desdeel balcón, lo observó llegar. Francisco fue conducido directamente a los apartamentos de la reinapara que pudieran reconciliarse. En ese momento le llegó a Isabel la noticia de que su madre

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regresaba a Madrid.Se dice que la reina madre viajaba de incógnito a instancias del rey francés, y que su hija la

recibió con lágrimas de alegría. Aquella noche toda la familia cenó junta, incluido Francisco.Poco tiempo después, María Cristina conseguía que Isabel echara a todas aquellas personas quehabían manifestado algún tipo de simpatía por el general defenestrado. Parecía que las aguasvolvían a su cauce y el matrimonio feliz podía regresar a sus asuntos en el palacio de Rejas.

Pero, pocos días después, llegaban las peores noticias que María Cristina podía esperar. Elpueblo francés se había levantado y había echado a Luis Felipe del trono, quien había huido aInglaterra y ahora no era nadie. Su propia hija Luisa Fernanda estuvo a punto de perecer en lainvasión de las Tullerías. El duque de Montpensier, ya privado del trono francés, perdió a sumujer en la revuelta y fueron otros los que tuvieron que salvarla. A partir de entonces se forjó unaleyenda en torno a la cobardía de él, leyenda que quizá explique su deseo de matar a su primoEnrique en un duelo y demostrar su hombría en cuanto tuvo la menor oportunidad.

María Cristina había sacrificado la felicidad de Isabel y las relaciones con los ingleses poruna alianza fallida. Ella, que pensaba que la estabilidad en el trono de su hija venía garantizadapor los franceses, descubría con estupor que la única dinastía que mantendría su posición enEuropa durante todo el siglo XIX era la inglesa. La sangre borbónica se había convertido en unalacra. Sí, todos esos años de desvelos, de tejemanejes, de lucha no habían servido para nada.Tenía una hija reina, pero que sacrificaba cada día su trono con un comportamiento disipado.Isabel reinaba, pero no gobernaba. Para ella —como para su esposo Francisco—, el trono deEspaña era algo demasiado complejo. Ellos no estaban dispuestos a ser la cara visible de ningúnfracaso.

No obstante, si hay algo en que la historiografía actual concuerda (en este sentido, véanse lassendas biografías de Isabel II de Eduardo Rodríguez López como la de Isabel Burdiel)2 es enrestar fama a Isabel y cargarla sobre los políticos ambiciosos que, cuando no conseguían lo quequerían, menoscababan la imagen personal de la reina. Habían descubierto que se podía conseguirel favor público criticando a la reina y lo hacían sin darse cuenta del desprestigio que eso suponíapara todas las instituciones.

El verdadero rey en la sombra era Narváez, que cada día crecía en poder. A cambio degarantizar a Isabel en el trono, gobernaba con mano de hierro y, de paso, protegía a MaríaCristina. No lo tenía nada fácil el político moderado: el nuevo rey, Francisco, creía en elabsolutismo de Fernando VII y prestaba oídos atentos a las palabras de su confesor. Tambiéntendrían gran influencia las palabras de sor Patrocinio, una monja que había sido desterrada en laépoca de la regencia de María Cristina por apoyar abiertamente la causa carlista. La monjaempezó a tener estigmas que, aunque nunca fueron validados, le granjearon el favor del pueblo,mucho más deseoso de creer en monjas y santeros que en los milagros de la ciencia. Tambiéndecía la monja que una noche había volado sobre los tejados de Madrid y había visto a la regenteyaciendo con Agustín Fernando Muñoz.

Mientras en Francia se extendían las ideas del movimiento obrero y del socialismo que a lapostre producirían la caída de la monarquía, en España volvíamos a la oscuridad y la sinrazón delos dogmas de fe y las leyendas místicas. Así, gracias a sor Patrocinio, Francisco se creyó su

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papel divino de redentor. Y decidió convencer a su mujer de que el mal lo encarnaba la figura deNarváez. La mañana del 18 de octubre de 1849, la reina informó a Narváez de que acababa de serdepuesto.

En cuanto María Cristina y su esposo supieron de estas nuevas, montaron en cólera. ¡Loscarlistas de nuevo extendían sus tentáculos por la corte española! Si Narváez caía, ¿quién losprotegería a ellos? Pronto, María Cristina mandó una nota a su hija. Isabel se dio cuenta de queFrancisco la había manipulado y, deseosa de reconciliarse con su madre, corrió hacia el palaciode Rejas. Allí fue recibida con frialdad y solemnidad. Ante su madre, Isabel volvía a ser la niñaaterrorizada antes de que María Cristina volviera a marcharse y la dejara sola. María Cristina lehizo ver que el único capaz de conducir a España era Narváez y, después de convencerlo de quedebía volver al poder, se ponía fin a una intriga ridícula de cuarenta y ocho horas que sólo habíaservido para socavar los endebles cimientos de la monarquía.

Pero el dolor de Francisco fue infinito. No pintaba nada. Era absurdo mantenerse en esa cortedonde todo el mundo ponía en tela de juicio su masculinidad y sus dotes de mando. Así, decidiórepudiar a la reina y marcharse a vivir a Aranjuez. De nuevo, Narváez, que no daba abastointentando frenar las oleadas de descontento en toda España, hubo de aceptar que el reyrecuperara a su confesor, el padre Fulgencio.

Narváez gobernaba con mano de hierro. Tanto es así que aprobó un nuevo Código Penal, elde 1848. Además, debía parar los rebrotes de las guerras carlistas que, alentadas por el hermanodel rey, Enrique, partían desde Cataluña y que darían lugar a la segunda guerra carlista.

Cada vez, María Cristina y su marido estaban más lejos de la política y más cerca de susnegocios. Sabían, seguramente, que Isabel caería: si Luis Felipe no había conseguido mantenerseen el trono, ¿cómo lo iba a conseguir esa hija suya que ignoraba siquiera lo que era una ley? ¿Oese yerno suyo que ponía ojitos a los carlistas y aceptaba el regreso del absolutismo?

Les quedaba poco tiempo. En 1851, Narváez, cansado de todo, renunciaría y lo sustituiría enel poder Bravo Murillo, un político y filósofo que cerraría el periodo moderado de Isabel II y queemprendería una larga reforma económica y administrativa en España. A partir de él, comenzó elgobierno de los militares liberales progresistas. Pero todas las elecciones de Isabel eran cadacual peor y la economía española se desplomaba por segundos. Sólo una persona parecía seguirdisfrutando de sus riquezas de forma creciente: María Cristina. Pero por poco tiempo.

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La Vicalvarada

Que España tiene una tendencia al cainismo es algo que ya Ortega y Gasset enunció en su Españainvertebrada. El siglo XIX es el mejor ejemplo de ello. Con una reina —que debería haber hechode árbitro— tan débil de carácter que llegaría a decir: «Todos quieren mandarme y yo quiero queme manden, pero quisiera verlos menos impacientes. ¿No habría medio de disponer de una ley quedispusiera que cada ministerio durara dos meses, que es el tiempo más largo que pueden sufrir losque han quedado cesantes?»1 y con un rey sin apenas poder y que buscaba su propio beneficio, lospolíticos se habían adueñado del poder.

Eran políticos con muy poco sentido de Estado y con un afán muy claro: establecerse en elpoder, aunque ello supusiera tener que cambiar de ideas o aliarse con el enemigo. En losresquemores y en el afán político suelen surgir peligrosos compañeros de cama. Y los españolesparecía que sólo supieran unirse cuando había que luchar contra algo.

En 1851, los más ofendidos eran los carlistas junto con los republicanos y los militaresmoderados descontentos con Narváez. Estos últimos estaban capitaneados por O’Donnell, quien,tras el intento de secuestro de la reina, había tenido que exiliarse. Su esperanza era poder regresaruna vez que se marchara Espartero tras su regencia. Sin embargo, en vez de conseguir recuperar elpoder tras la caída de Espartero, vio a su compañero Narváez apropiárselo enteramente y dejarlode lado. El resentimiento fue mayúsculo. Pero aún más si a eso le sumamos que el que lo siguió,Bravo Murillo, era un civil que no tenía ni idea del sufrimiento que suponía llegar a presidirEspaña. ¿Cómo podía un civil presidir España? Los militares no podían permitirlo. InclusoNarváez terminó por sumarse a los opositores. Por lo que Bravo Murillo acabó dimitiendo y en sulugar se colocó a un militar que aplacara los ánimos.

Así, se suceden los gobiernos militares con rapidez y las invectivas contra la reina y suspolíticas aparecen, día sí y día también, en la prensa. Los políticos habían entendido que la mejormanera de medrar en la vida era criticar a la reina desde los medios de comunicación. Cuanto másvehemente se era contra la reina, más puntos de acabar en el gabinete de ministros.

Llegamos a 1854 y la reina Isabel está de duelo porque la hija que acaba de tener ha muertode frío; se dice que se resfrió cuando hubo de presentarla desnuda a toda la corte. La guerra deCrimea había encarecido el precio del trigo y, al igual que sucedió con Luis XVI en Francia, eldescontento reinaba en ese pueblo que empezaba a pasar hambre. Las arcas reales estaban vacías,por lo que se ordenó un decreto que obligaba a los ciudadanos a pagar sus impuestos poradelantado. Esto creó un inmenso malestar en la población que, si ya se quejaba por el nivel deimpuestos, encima tenía que adelantar la fecha de pago. Era el caldo de cultivo perfecto para otro

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levantamiento militar. El 28 de junio de 1854 se produjo un alzamiento que ha pasado a la historiacon el nombre de Vicalvarada y que pondría fin a la década moderada. Este, a la postre, supondríael segundo y definitivo exilio de María Cristina.

En un primer momento, los militares levantados a las órdenes de O’Donnell parecían llevarlas de perder. Las tropas de la reina Isabel habían conseguido evitar que entraran en Madrid. Peroen la política y en la guerra uno es capaz de hacer difíciles compañeros de cama. O’Donnelldecidió llamar a los progresistas para que lucharan a su lado. Cánovas del Castillo, otroperiodista con ganas de medrar, redactó el Manifiesto del Manzanares. Y lo que en un principiohabía sido un levantamiento militar, se convirtió de pronto en una revolución.

Las algaradas corrían por las calles de Madrid. Los amotinados consiguieron las armas quese encontraban en el depósito del Gobierno Civil. Se dirigieron entonces a las casas de diversosministros, pero sobre todo a la de María Cristina, a la de la calle de las Rejas. «Es ella —decían—. Que la maten. María Cristina es la culpable de nuestra pobreza. ¡Ella lo ha robado todo y se loha llevado a París!» Cuando llegaron a la casa, la encontraron desierta. Le prendieron fuego yardió por completo. Por suerte, la reina madre y su marido e hijos habían conseguido huir y sehabían refugiado en el Palacio Real.

Los días se sucedían y el caos en Madrid era absoluto. La reina debía nombrar un nuevopresidente, pero no sabía a quién. ¿Quién podría unir voluntades y calmar los ánimos de losprogresistas y de los moderados a la vez que sofocar a los carlistas y los republicanos? Larespuesta se la daría su madre. Porque, si hay un rasgo que cabría destacar de ambas mujeres,tanto de Isabel como de María Cristina, era su capacidad de perdón. En eso no se parecían ennada al difunto Fernando VII.

Espartero, nunca he olvidado los servicios que has prestado a mi persona y al país, y siempre te he creídodispuesto a prestar otros cuando fuese necesario. Ahora que las circunstancias son difíciles, necesito quevengas y que vengas pronto. No te hagas esperar…2

María Cristina le había sugerido a su hija que pusiera al frente al hombre que la habíaexpulsado de España pocos años antes. La política es compleja y, en esos años, tremendamentecircular. En el salón del trono se habían citado la reina, la reina madre, Espartero y O’Donnell.Por la ventana se oían los gritos de «¡Muerte a los ladrones!». Y ese «ladrones» comprendía sóloa dos personas: a Agustín Fernando Muñoz y a María Cristina de Borbón.

María Cristina sabía lo que se le venía encima. No sólo lo había aprendido en carne ajena,en la de casi todos sus familiares, sino en la propia: en La Granja, en Barcelona y en Valencia.Quizá debía huir, pero, entonces, ¿en qué situación dejaría eso a la Corona? «¡Que la sometan ajuicio! —gritaban los progresistas—. ¡Que devuelva a España lo que ha robado!»

Isabel se negó a firmar un decreto por el que se secuestraban todos los bienes de su madre yse la sometía a un juicio político: «Haced vosotros cuanto queráis contra doña María Cristina si elpueblo os pide una víctima, pero no obliguéis a una hija a que firme la proscripción de una madre.Este paso innoble me deshonraría ante el mundo y ante la historia…». En efecto, los progresistasrecularon: desprestigiar a la reina madre supondría desprestigiar a la hija también. Y ellosnecesitaban a Isabel en el trono. Al final, tras un mes en el que María Cristina estuvopermanentemente vigilada en el Palacio Real, se decidió su exilio.

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Eran las cuatro de la mañana de un 28 de agosto. La oscuridad reinaba en un día que seanunciaba tremendamente bochornoso. El cielo lucía limpio y oscuro, y los vencejos todavíadormían. Había refrescado durante la noche por lo que los pesados vestidos apenas lesmolestaban. María Cristina abrazó a su hija, que lloraba.

—No te preocupes, hija. Ya ves cómo son las cosas. Seguramente volveré.Luego se giró hacia los demás. Apenas quedaba nada de esa lozanía de veinticinco años

atrás. Pero sus modales seguían resultando graciosos, incluso a la luz de los faroles a esa hora tantemprana. A su lado iba escoltada por su marido, por O’Donnell y por Espartero.

El duque de Riánsares le abrió la puerta del coche cerrado y luego se subió él. Los caballospartieron al galope hacia Portugal mientras todo el pueblo de Madrid seguía dormido,desconocedores de que se les acababa de escapar la presa que con tanto ahínco anhelaban. Unacabeza de turco sobre la que cargar toda la ira de un país.

María Cristina no se equivocó cuando pronosticó que habría de volver a España. Pero sólolo haría una vez, para la boda de su nieto, el hijo de Isabel II: Alfonso XII. Éste iba a casarse consu otra nieta, la hija de Luisa Fernanda y el duque de Montpensier. Dos nietos unidos en el tronode España. Quizá, mientras acudía a la boda de éstos, todavía soñaba con que el hijo de ambosreinaría sobre Francia y España. En todo caso, no lo vería nunca. La reina gobernadora moriríapocos meses después.

Entre 1854 y 1878, poco era lo que le había sucedido digno de reseña. María Cristina, yalejos del afán del trono y de los complots de los moderados, era lo que en el fondo quizá siempreanhelara: una burguesa con una posición desahogada que tenía una casa en París, un palacio —laMalmaison— y otra casa de veraneo en Sainte-Adresse. Desde allí podía ocuparse de sus hijos,de casarlos bien, y de sus nietos. Había delegado todos sus negocios en su marido y sólo queríaque la historia la olvidara.

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Los negocios de los reyes

La principal dificultad al acometer la escritura de esta biografía supuso descubrir cuál era elcarácter de la reina. Si era esa mujer ambiciosa e intrigante que habían dibujado los progresistas,o esa niña risueña y jocosa que retrataba Villaurrutia. En su numerosa correspondencia tampocoquedaba claro. Cuando se lee, persiste la sensación de duplicidad, de un carácter múltiple ycomplejo. Hasta que uno se da cuenta de que casi todo el mundo ha caído en el mismo error.

Del mismo modo que Isabel Burdiel intentó hacer una distinción entre Isabel como persona eIsabel como reina, en el caso de María Cristina la cuestión se vuelve un poco más compleja.Porque la reina gobernadora fue reina y mujer al mismo tiempo. Tuvo una vida real y otra,burguesa, con dos familias muy diferentes. Pero sobre todo si hay un elemento que cuesta aislar enella es que, a partir de su matrimonio, forma una indisoluble unidad con Agustín Fernando Muñoz.Para poder conocer a María Cristina cabría diferenciarla a ella y a su esposo: el duque deRiánsares. Era él el que se solía ocupar de todos los negocios, así como de las intrigas políticas.Era él, como sostienen múltiples historiadores, la verdadera cabeza del partido moderado.

María Cristina era simpática y abierta: una verdadera relaciones públicas. Era sincera ysabía granjearse incluso a sus peores enemigos. No hay historiador que no la alabe por ello:incluso aquellos que la criticaron tenían fascinación por su persona. Poseía, además, muy pocacapacidad para el rencor y amaba de forma pasional. Era franca, abierta y risueña. Inclusodespués de su reconversión hacia el catolicismo.

En cambio, Agustín era discreto y reservado. Le gustaba dejar que su mujer se explayara,aunque él prefería hacer los negocios a puerta cerrada. Así, Agustín Muñoz consiguió que MaríaCristina fuera inmensamente rica y, seguramente, muy feliz con su nueva familia. Pero también fueel culpable —directa e indirectamente— de que María Cristina haya pasado a la historia comouna pésima reina. Hay quien dijo una vez: «Qué gran reina habría sido si hubiera sido un pocomenos mujer».1

La corrupción en España posee raíces muy profundas, y casi todas ellas encuentran su origenen el siglo XIX. Es después del reinado de Fernando VII cuando se produce la mayor liberalizaciónde todos los mercados, cuando eclosiona el sistema de producción en cadena, y eso fuerza abuscar una mano de obra más barata y mejores sistemas de transporte. La pérdida progresiva delpoder de la nobleza y de la Iglesia en manos de una naciente burguesía que, en el fondo, deseabaequipararse a esa nobleza tradicional —de ahí su empeño en conseguir título— dará lugar a unanueva clase: la aristocracia. Entre esta nueva aristocracia había de todo, siempre y cuando uno selo pudiera permitir. Desde políticos a escritores, pasando por terratenientes o dueños de negociosflorecientes.

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A esta necesidad de enriquecerse se le sumó otro elemento: la posibilidad de ascendersocialmente, si uno era rápido y tenía pocos escrúpulos. La inestabilidad política y los cambiospermanentes de ministros ayudaron a esta sensación creciente de que era más fácil acercarse a losnegocios desde el mismo poder. Así, si María Cristina ha sido muchas veces tachada de ladrona,los culpables de semejantes vituperios eran aquellos mismos que buscaban enriquecerse con esosnegocios. Eran sus propios ministros o aquellos que, escribiendo en la prensa, aspiraban a serlo.Eso no los exime, ni a ella ni a su marido, de culpa alguna. Quizá María Cristina no tenía la mentepreclara de su marido para los negocios, pero es indudable que él utilizó tanto los contactos deella como la información privilegiada que manejaba para enriquecerse ambos. Y que ella no sólofue consciente, sino que lo alentaba.

María Cristina necesitaba dinero como lo necesitaban todos en aquella época: para comprarcasas, ropas, muebles, servicio y pagar buenas dotes a sus hijos. Ya desde el comienzo de suregencia, debería haber renunciado al sueldo que le había concedido el Estado español. Pero nofue así: si María Cristina ocultó su matrimonio con Agustín Muñoz fue también para poderdisfrutar de dicho estipendio.

Cuenta la leyenda que Fernando VII tenía una gran riqueza acumulada en el palacio de LaGranja, riqueza de la que, evidentemente, nunca se supo nada tras su muerte. Es muy probable que,igual que Fernando la había considerado legítimamente suya, María Cristina también pensara queella era la digna heredera.

Hubo una gran trifulca tras el segundo exilio de María Cristina: cuando entraron losministros, se dieron cuenta de que la exregente se había llevado todas sus joyas. Pusieron el gritoen el cielo: la acusaron de ladrona y exigieron la restitución de estas. Sería un error considerarque dichas joyas de María Cristina tenían una gran tradición histórica, ya que los joyeros realeshabían sido saqueados después de la invasión francesa. Las joyas que adquirió Fernando VII quisoregalárselas a su esposa y que ella dispusiera a voluntad de ellas. Así lo estableció en su contratomatrimonial:

Pero si una vez viuda la Serenísima Princesa de las Dos Sicilias, doña María Cristina, prefirieseestablecerse en el reino de las Dos Sicilias, o en cualquiera otra parte, en lo cual podrá proceder con enteralibertad, podrá llevar consigo todos sus bienes, joyas, vajilla y cualesquiera otros muebles que le pertenezcan.

Cuando María Cristina, ya desde el exilio, escuchó estas exigencias, seguramente no les hizo nicaso. La mayor parte de su joyero lo había adquirido ella y pensaba legárselo a sus hijas, tanto alas legítimas como a las que tuvo con Agustín Muñoz. Isabel II recibiría una gran parte de ellas.Pero, si bien no se le puede reprochar nada de llevarse las joyas, otros negocios no son taninocuos. Especialmente sangrante resulta el azucarero.

María Cristina se había encargado de abolir la esclavitud, pero no la trata. Eran sobre todolos terratenientes cubanos los que lo impedían. Necesitaban mano de obra fuerte y barata queexplotara los terrenos allende los mares. Como sostiene Inés Roldán de Montaud en su libro LaRestauración en Cuba,2 así como el historiador Hugh Thomas,3 María Cristina y su marido erandueños de dos fincas azucareras: Santa Susana y San Martín. La primera contaba con ochocientoscincuenta esclavos trabajando en el momento de su venta en 1877 y era la mayor de la isla.

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Hay que tener en cuenta la importancia del azúcar: era un alimento muy barato y que permitíasubsistir y dar energía a los ejércitos. Ya cuando llegó Napoleón al poder, uno de sus mayoresempeños había sido conseguir extraer el azúcar de la remolacha. Cuba era la bicoca para lamayoría de los españoles que querían hacerse ricos: sólo hay que ver que muchos de losfundadores de la banca española (del Banco Pastor o del BBVA, por ejemplo) se hicieron ricoscon los negocios antillanos, sobre todo aquellos de origen, cuando menos, ilegítimo.

De hecho, hay muchos historiadores que sostienen que Muñoz, a través de su hermano JuanMuñoz, el vicecónsul, y de su testaferro, Juan Parejo, participó activamente en el mercado negreroque llevaba personas desde África hasta la colonia, muchas veces tras nacionalizarlas enFernando Poo. En cada uno de esos barcos que viajaban a Cuba solían ir de doscientos esclavosen adelante. El dinero que sacaban de Cuba pasaba luego a Londres —hay que recordar queInglaterra era la que más se oponía a la trata ilegal—, donde se blanqueaba y se depositaba en unacuenta de la Banca Rothschild.

El embajador francés en aquel tiempo en el que María Cristina todavía estaba en Españadijo: «No existe en España un solo negocio industrial en el que ella o el duque de Riánsares noformen parte». Sus tentáculos se extendían por todas partes, a través de allegados, como elmarqués de Salamanca, o de sociedades interpuestas. En una época en la que no existían neveras ocongeladores, la sal era el único conservante de la comida. Ellos eran dueños de las salinasreales. Se encargaban también del abastecimiento de carbón de Filipinas o al resto de lascolonias. O del servicio de correos a las islas Canarias. Si había un posible monopolio o unaadjudicación de una obra pública, era raro que su nombre no estuviera entre medias.

Fueron ellos o sus amigos quienes se encargaron de construir los puertos de Valencia y deBarcelona, siempre mediante comisiones o adjudicaciones a dedo. Y el mayor empeño durante losúltimos meses de vida de Agustín fue conseguir que se aprobara en las Cortes españolas elproyecto de canalización del Ebro, lo que les traería a él y a sus amigos franceses pingüesbeneficios. Numerosas son las cartas que se pueden encontrar en su archivo personal en las queescribe directamente al presidente en este sentido.

Agustín era metódico y ordenado. Escribía cartas casi a diario y llevaba la contabilidadpersonalmente, a pesar de que se reunía de manera habitual con sus secretarios y abogados.Idolatraba a su mujer y siempre estuvo dispuesto a seguirla en todas sus vicisitudes. Eran untándem perfecto que sólo se puede disociar en caracteres.

El gran pelotazo de la familia Muñoz-Borbón fue el minero y, gracias a ello, la construccióndel ferrocarril. La línea que unía Langreo con Gijón fue de especial interés para el duque, ya quele permitía, de este modo, unir sus yacimientos mineros con una salida al mar, lo que le dabamucha ventaja sobre sus competidores, ventaja que en efecto obtuvo, no en balde era el marido dela reina gobernadora, y a un precio irrisorio. A estas líneas las siguieron otras muchas. El negociodel ferrocarril era, en la década de los cincuenta, el más beneficioso de toda España. No es deextrañar que, si bien a sus primeros hijos María Cristina los casó con príncipes extranjeros, a sussegundos lo haría con familias potentadas del norte. Apellidos menos ilustres, pero con tino paralos negocios.

A todos estos negocios había que sumarles todas las explotaciones agropecuarias y susmúltiples propiedades inmobiliarias, que iban desde Cuenca hasta Suiza. «Los Borbonespodremos ser una familia destronada, pero nunca seremos una familia tronada», dijo María

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Cristina ya en el exilio.Agustín murió cinco años antes que su mujer. Dejó en su testamento una cantidad de dinero

incuantificable en cifras actuales. El dolor de María Cristina tuvo que ser terrible: mucho mayorque el que sintió cuando Isabel fue expulsada de España y se marchó a vivir a París, siemprelejos, pero siempre cerca de su madre. Mucho mayor que ver morir a cinco de los ocho hijos quetuvo con Agustín.

Él pidió ser enterrado en su pueblo y ella quiso que lo enterraran con él tras su muerte. Peroel cuerpo de María Cristina descansa en otro sitio: en el Panteón de Reyes, al lado del de sumarido real, Fernando VII, pero al que nunca quiso. Y, sin embargo, muy lejos de ese otro al quetanto amó. Y por el que estuvo incluso dispuesta a perder el trono para ella y para su familia.

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Retrato de María Cristina de las Dos Sicilias, reina consorte de España y regente de España.

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Retrato de María Cristina de Borbón. Litografía de Esquivel.

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Fernando VII y María Cristina paseando por los jardines del palacio de Aranjuez, 1830. Pintura de Luis Cruz yRíos.

Proyecto del túmulo erigido en San Jerónimo el Real con motivo de los funerales del rey Fernando VII.

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Los sargentos de La Granja exigiendo a María Cristina la promulgación de la Constitución de 1812.

La reina María Cristina y su hija la reina Isabel pasando revista a las baterías de artillería que defendían Madrid en1837. Pintura de Mariano Fortuny.

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Grabado del Abrazo de Vergara.

Grabado del motín de La Granja.

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Interior del hotel particular de la princesa Mathilde Bonaparte, en la 24 rue de Courcelles, París. Pintura deSébastien-Charles Giraud.

Grabado de la Vicalvarada.

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Grabado del asalto al Palacio Real de Madrid por el general Diego de León en 1841.

Grabado del fusilamiento de Diego de León en la Puerta de Toledo en Madrid, el 15 de octubre de 1841.

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Fotografía de Agustín Fernando Muñoz con su familia.

Carta de Isabel II a María Cristina en la que habla sobre su matrimonio (c. 1843).

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Fragmento de una carta de María Cristina enviada a Agustín Fernando Muñoz en los primeros años de su relación.

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Notas

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1. EL REINO DE LAS MUJERES

1. Isabel Burdiel, Isabel II: no se puede reinar inocentemente, Madrid, Espasa Calpe, 2004.

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2. Stendhal, Correspondence, 1821-1834, tomo III, Bibliothèque de la Pleiade, 1967.

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2. MARÍA CRISTINA

1. Rafael del Riego, Colección de canciones patrióticas que dedica al ciudadano Rafael del Riego y a losvalientes que han seguido sus huellas, Valencia, Mariano Cabrerizo, 1823. [Ed. facsímil, Valencia, SocietatBibliogràfica Valenciana, 2004.]

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3. FERNANDO VII

1. Carta de la princesa María Carolina a su ministro Gallo, marqués de Villaurrutia, Fernando VII, reyconstitucional: historia diplomática de España de 1820 a 1823, Madrid, Editorial Francisco Beltrán,1925.

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2. Carta de la princesa María Antonia de Nápoles en 1803, marqués de Villaurrutia, ibid.

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3. Ibid.

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4. Marqués de Villaurrutia, Las mujeres de Fernando VII, Madrid, Editorial Francisco Beltrán,1925.

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4. LA GRANJA

1. Benito Pérez Galdós, Episodios Nacionales II: los apostólicos, Barcelona, Red Ediciones, 2020.

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2. Isabel Burdiel, Isabel II: una biografía, Barcelona, Taurus, 2019.

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5. LOS HERMANOS DEL REY

1. Conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, Madrid, Imprenta del Diario,1839.

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2. Benito Pérez Galdós, Episodios Nacionales III: cristinos y carlistas, Barcelona, Destino, 2007.

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3. Carta escrita desde Roma, 13 de diciembre de 1816, Archivo del Palacio Real de Madrid, Femando VII, caja 34,exp. 1.

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4. Antonio Manuel Moral Roncal, El reinado de Fernando VII en sus documentos, Barcelona, Ariel, 1998.

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7. LA MUERTE DEL REY

1. Josep Fontana y Ramón Villares, Historia de España: la época del liberalismo, vol. VI, Barcelona, Crítica,Marcial Pons, 2007.

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8. LA PRIMERA GUERRA CARLISTA

1. Marqués de Villaurrutia, La Reina gobernadora: Doña María Cristina de Borbón, Editorial Francisco Beltrán,1925.

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2. Ibid.

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3. Fernando Fernández de Córdoba, Memoria de los sucesos de Madrid en los días 17 y 18 de julio de 1834,Madrid, Imprenta y Estereotipia de Rivadeneyra, 1833.

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9. EL CONDE TORENO

1. Marqués de Villaurrutia, op. cit.

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11. LOS PARTOS DE LA REINA

1. José Arias Teijeiro, Documentos del reinado de Fernando VII: diarios, 1828-1831, vol. III, Pamplona,Universidad de Navarra, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1966.

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2. José María Zavala, La maldición de los borbones, Barcelona, Plaza y Janés, 2007.

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3. José María Zavala, Infantas, Barcelona, Plaza y Janés, 2012.

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12. 1836, UN AÑO CLAVE

1. José de Espronceda, El diablo mundo, Madrid, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y Universidad deAlicante, 2004.

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2. R. Bullen y F. Strong, Palmerston I: Private Correspondence with Sir George Villiers (afterwards Fourth Earlof Clarendon) as Minister to Spain, 1833-1837, Londres, Her Majesty’s Stationery Office, 1985.

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3. Alfredo Martínez Albiach, «El Cardenal Puente (1808-1867): desde Cádiz, en tres líneas divergentes en el sigloXIX español», Hispania Sacra, vol. 49, n.º 100, 1997.

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4. Fernando Fernández de Córdoba, Mis memorias íntimas, Madrid, Impresores de la Real Casa, 1888.

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5. Fernando Fernández de Córdoba, Mis memorias íntimas, Madrid, Velecio Editores, 2008.

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14. AGUSTÍN MUÑOZ Y BORBÓN, EL REY QUE NO FUE

1. Archivo privado María Cristina, Archivo Histórico Nacional, archivos privados y familiares.

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2. Juana Vega de Mina, Memorias de la Condesa de Espoz y Mina, Madrid, Tebas, 1977.

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16. EL GENERAL ESPARTERO

1. Marqués de Villaurrutia, op. cit.

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2. Adrian Shubert, Espartero el Pacificador, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018.

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3. Ibid.

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17. LA CUESTIÓN TERRITORIAL

1. Benito Pérez Galdós, Episodios Nacionales II: 7 de julio, Barcelona, Linkgua Ediciones, s. f.

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18. EL VIAJE A CATALUÑA

1. Alberto Cañas de Pablos, «Personificando la revolución. Espartero: carisma en la Revolución de 1840 y sullegada a la Regencia», Vínculos de Historia, n.º 5, Universidad Complutense, 2016.

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2. Marqués de Villaurrutia, op. cit.

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20. LA MATERNIDAD

1. Fray Martín de Córdoba, El jardín de nobles doncellas, Madrid, Joyas Bibliográficas, 1953.

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2. Juana Vega de Mina, op. cit.

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3. André Marois, Lelia o la vida de George Sand, Madrid, Alianza, 1973.

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22. LA VIDA EN PARÍS

1. Rafael Sánchez Mantero, Liberales en el exilio, Madrid, Ediciones Rialp, 1975.

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24. LA CAÍDA DE ESPARTERO

1. Adriano, Sucesos de Barcelona, Imprenta de Agustín Gaspar, 1843.

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2. Bombardeo de Barcelona en 1842, Barcelona, Imprenta de A. Albert, 1843.

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25. EL REGRESO DE MARÍA CRISTINA

1. Washington Irving, Letters from Sunnyside and Spain, New Haven, Yale University Press, 1928.

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2. Colección de las leyes, decretos, declaraciones de las Cortes y de los reales decretos, órdenes, resolucionesy reglamentos generales, tomo XXXI, Imprenta Nacional, 1844.

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26. EL REINADO DE ISABEL

1. José María Zavala, op. cit.

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2. Isabel Burdiel, op. cit.

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3. Edmund Basil D’Auvergne, A Queen at Bay: the Story of Cristina and Don Carlos, Nueva York, John LaneCompany, 1910.

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27. HACIA EL SEGUNDO EXILIO DE MARÍA CRISTINA

1. Isabel Burdiel, op. cit.

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2. Eduardo Rodríguez López, Isabel II: historia de una gran reina, Córdoba, Editorial Almuzara, 2018.

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28. LA VICALVARADA

1. José Ortega y Gasset, España invertebrada, Barcelona, Austral, 2011.

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2. Isabel Burdiel, op. cit.

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29. LOS NEGOCIOS DE LOS REYES

1. Edmund Basil D’Auvergne, op. cit.

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2. Inés de Roldán de Montaud, La restauración en Cuba: el fracaso de un proceso reformista, Madrid, ConsejoSuperior de Investigaciones Cientificas, 2000.

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3. Hugh Thomas, Cuba: la lucha por la libertad, Barcelona, Debate, 2011.

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María Cristina. Reina gobernadoraPaula Cifuentes

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© 2020, Paula Sanz Cifuentes

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Diseño de la cubierta: © Planeta Arte & DiseñoImagen de la cubierta: Retrato de la reina María Cristina de Borbón, Luis de la Cruz y Ríos, © AKG Images,Album, Oronoz

Primera edición en libro electrónico (epub): abril de 2020

ISBN: 978-84-344-3267-3 (epub)

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