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1 Misión compartida. Revista: Sal Terrae «Diversos carismas, el mismo Espíritu» (1 Cor 12,4) Misión compartida. Junio / 2011 (Tomo: 99/6- Nº: 1157) Editorial Hablar de «misión compartida» es algo nuevo, por más que hoy aparezca en prácticamente todos los documen- tos producidos por los religiosos (y por los grupos de laicos organizados). Son varias las razones por las que vamos entendiendo la misión en un contexto más amplio: desde la disminución de fuerzas en los institutos reli- giosos hasta el predominio de la eclesiología de comunión en nuestros días –al menos, teóricamente–; desde el redescubrimiento del papel del laicado en la Iglesia hasta la toma de conciencia de que el instituto religioso no es el dueño exclusivo del carisma fundacional... El caso es que parece que este camino que hemos comenzado es imparable, si bien los ritmos y los acentos que se pueden establecer en él son muy variados. En general, se pueden encontrar tres tipos de misión compartida, descritos por José C. R. García Paredes: la coadjutoría (los laicos son llamados a ofrecer servicios puntuales; son únicamente meros coadjutores de las tareas de los institutos religiosos); la colaboración (los laicos son llamados a participar en la misión de las con- gregaciones de manera cualificada..., pero el instituto religioso se reserva el derecho a diseñar la línea que hay que seguir); y la co-participación (se trata de que todas las formas de vida de la Iglesia vayan dando pasos para formar un «sujeto apostólico» en pie de igualdad...). El primer artículo de este número de Sal Terrae, que desea acercarse a este fenómeno intentando clarificar qué es la misión compartida, cuáles son sus problemas y qué oportunidades nos ofrece, se plantea la pregunta ¿qué es la misión compartida y cuál es su significado teológico en el marco de la Vida Religiosa? A ella intentan responder M. Junkal Guevara y Diego Molina presentando el proceso que se da en la misión compartida y sus tres principales expresiones: colaboración, misión compartida, familia evangélica. Un proceso todavía no aca- bado, con un desafío teológico y pastoral al que también nos acercan los autores de esta colaboración. El artículo de José Cristo Rey García Paredes, paralelo al primero, subraya especialmente la óptica carismática de la misión compartida: «El carisma (de la hospitalidad, la evangelización, la educación...) es un don del Espí- ritu... laical y religioso, y ningún grupo puede reivindicar para sí el derecho absoluto de propiedad del mismo». Desde la citada óptica se adentra en la clave teológica de la misión compartida, y especialmente en la clave carismática de dicha misión, caracterizada por él mediante siete principios. Concluye refiriéndose a una de las principales consecuencias a las que dichas claves conducen: la necesidad para muchos de un cambio de men- talidad. Como toda novedad, también la misión compartida va haciendo camino al andar, y en ese camino surgen cues- tiones diversas que deben ser reflexionadas; en particular, los riesgos y tentaciones más presentes en la citada misión. Javier de la Torre y Mª Dolores López presentan algunos de ellos; por ejemplo, y de manera muy tele- gráfica: delegar, potenciar la vocación, confianza recíproca, espíritu del carisma, autoridad y poder, ámbitos profesional y religioso, revisión y evaluación. Eso sí, y como los propios autores indican, para que la citada reflexión pueda ser fructuosa solo puede hacerse desde el recuerdo de quién convoca a laicos, religiosos, sa- cerdotes y para qué los convoca. Hay una acepción de misión compartida previa a la de los tres artículos anteriores; posee raíz universal o cató- lica, y su fundamento es haber recibido el bautismo. Carles Marcet presenta y desarrolla en un primer apartado los ricos aspectos de la afirmación anterior y expresa en un segundo momento una de sus principales conse- cuencias: aceptar como punto de partida común a todos los cristianos el haber sido bautizados conduce a una conversión, caracterizada por diversas concreciones. Estas, delimitadas al ámbito parroquial, son también trata- das por el autor en un amplio apartado de su colaboración.

New Misión compartida SAL TERRAE 110600 · 2014. 8. 30. · Revista: Sal Terrae «Diversos carismas, el mismo Espíritu» (1 Cor 12,4) Misión compartida. Junio / 2011 (Tomo: 99/6-

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    Misión compartida. Revista: Sal Terrae

    «Diversos carismas, el mismo Espíritu» (1 Cor 12,4) Misión compartida. Junio / 2011 (Tomo: 99/6- Nº: 1157)

    Editorial Hablar de «misión compartida» es algo nuevo, por más que hoy aparezca en prácticamente todos los documen-tos producidos por los religiosos (y por los grupos de laicos organizados). Son varias las razones por las que vamos entendiendo la misión en un contexto más amplio: desde la disminución de fuerzas en los institutos reli-giosos hasta el predominio de la eclesiología de comunión en nuestros días –al menos, teóricamente–; desde el redescubrimiento del papel del laicado en la Iglesia hasta la toma de conciencia de que el instituto religioso no es el dueño exclusivo del carisma fundacional... El caso es que parece que este camino que hemos comenzado es imparable, si bien los ritmos y los acentos que se pueden establecer en él son muy variados. En general, se pueden encontrar tres tipos de misión compartida, descritos por José C. R. García Paredes: la coadjutoría (los laicos son llamados a ofrecer servicios puntuales; son únicamente meros coadjutores de las tareas de los institutos religiosos); la colaboración (los laicos son llamados a participar en la misión de las con-gregaciones de manera cualificada..., pero el instituto religioso se reserva el derecho a diseñar la línea que hay que seguir); y la co-participación (se trata de que todas las formas de vida de la Iglesia vayan dando pasos para formar un «sujeto apostólico» en pie de igualdad...). El primer artículo de este número de Sal Terrae, que desea acercarse a este fenómeno intentando clarificar qué es la misión compartida, cuáles son sus problemas y qué oportunidades nos ofrece, se plantea la pregunta ¿qué es la misión compartida y cuál es su significado teológico en el marco de la Vida Religiosa? A ella intentan responder M. Junkal Guevara y Diego Molina presentando el proceso que se da en la misión compartida y sus tres principales expresiones: colaboración, misión compartida, familia evangélica. Un proceso todavía no aca-bado, con un desafío teológico y pastoral al que también nos acercan los autores de esta colaboración. El artículo de José Cristo Rey García Paredes, paralelo al primero, subraya especialmente la óptica carismática de la misión compartida: «El carisma (de la hospitalidad, la evangelización, la educación...) es un don del Espí-ritu... laical y religioso, y ningún grupo puede reivindicar para sí el derecho absoluto de propiedad del mismo». Desde la citada óptica se adentra en la clave teológica de la misión compartida, y especialmente en la clave carismática de dicha misión, caracterizada por él mediante siete principios. Concluye refiriéndose a una de las principales consecuencias a las que dichas claves conducen: la necesidad para muchos de un cambio de men-talidad. Como toda novedad, también la misión compartida va haciendo camino al andar, y en ese camino surgen cues-tiones diversas que deben ser reflexionadas; en particular, los riesgos y tentaciones más presentes en la citada misión. Javier de la Torre y Mª Dolores López presentan algunos de ellos; por ejemplo, y de manera muy tele-gráfica: delegar, potenciar la vocación, confianza recíproca, espíritu del carisma, autoridad y poder, ámbitos profesional y religioso, revisión y evaluación. Eso sí, y como los propios autores indican, para que la citada reflexión pueda ser fructuosa solo puede hacerse desde el recuerdo de quién convoca a laicos, religiosos, sa-cerdotes y para qué los convoca. Hay una acepción de misión compartida previa a la de los tres artículos anteriores; posee raíz universal o cató-lica, y su fundamento es haber recibido el bautismo. Carles Marcet presenta y desarrolla en un primer apartado los ricos aspectos de la afirmación anterior y expresa en un segundo momento una de sus principales conse-cuencias: aceptar como punto de partida común a todos los cristianos el haber sido bautizados conduce a una conversión, caracterizada por diversas concreciones. Estas, delimitadas al ámbito parroquial, son también trata-das por el autor en un amplio apartado de su colaboración.

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    Desafíos teológicos y pastorales de la misión compartida1. M. Junkal Guevara Llaguno, rjm, Diego M. Molina, sj2

    1. Introducción La Vida Consagrada, en la expresión concreta de cualquier instituto, tiene en su origen el don de un carisma, una gracia, una forma particular de comunicación de Dios a un sujeto para el servicio a la Iglesia y al mundo en el seguimiento de Jesús. Dicho carisma es algo dado a una persona o a un pequeño grupo, que lo ofrece a la comunidad eclesial para hacerlo productivo para toda la Iglesia. Normalmente, esto da origen al surgimiento de los institutos de Vida Consagrada, fundados para proseguir en el tiempo la obra que el Espíritu había comenzado. Dicha continuación se realizaba, hasta no hace mucho tiempo, prácticamente de forma única, a través de los cristianos que se sentían llamados a formar parte del instituto. La situación ha cambiado en las últimas décadas. Los institutos de Vida Religiosa, desde el Concilio Vaticano II, y especialmente a partir de los años ochenta, han ido incorporando a sus reflexiones, debates y textos legislati-vos declaraciones sobre lo que se ha llamado «Misión Compartida». La exhortación apostólica postsinodal Vita Consecrata, de 1996, fue el primer texto del magisterio en que apareció dicha formulación: «Debido a las nuevas situaciones, no pocos institutos han llegado a la convicción de que su carisma puede ser compartido con los laicos. Estos son invitados, por tanto, a participar de manera más intensa en la espiritualidad y la misión del instituto mismo. En continuidad con las experiencias históricas de las diversas Órdenes seculares o Terceras Órdenes, se puede decir que se ha comenzado un nuevo capítulo, rico en esperanzas, en la historia de las relaciones entre las personas consagradas y el laicado»3. Posteriormente (2007), la Congregación para la Educación Católica elaboró un importante documento titulado Educar juntos en la escuela católica. Misión compartida de personas consagradas y fieles laicos, donde se decía, entre otras cosas: «El poder compartir la misma misión educativa en la pluralidad de personas, de vocaciones y de estados de vida es, sin duda, un aspecto importante de la escuela católica en su participación en la dinámica misionera de la Iglesia y en la apertura de la comunión eclesial hacia el mundo. En esta óptica, una primera y preciosa aportación viene dada por la comunión entre laicos y consagrados en la escuela»4. En nuestros días, la expresión ha sido reformulada y profundizada y, así, suele hablarse ya de «compartir ca-risma y misión». En este artículo pretendemos profundizar en el significado de esta nueva realidad eclesial, en el marco en el que mayoritariamente aparece, que es el de la teología de la Vida Religiosa. Son los institutos de Vida Religiosa, particularmente los que conocemos como «de vida activa», y más en concreto los dedicados al campo educativo, los que han ido popularizando y llenando de contenido esta expresión que queremos analizar. Para ello trataremos en primer lugar de los fundamentos eclesiológicos que posibilitan esta nueva comprensión de la misión, para desarrollar después el proceso –aún no acabado– por el que ha pasado la «misión compar-tida», y terminaremos presentando ciertos aspectos que se han de tener en cuenta en este tema. 2. Los fundamentos eclesiológicos de la misión compartida En la base de la misión compartida se encuentra el redescubrimiento de la eclesiología de comunión tal como se ha desarrollado en el tiempo posterior al Vaticano II. La Iglesia no es primariamente un conjunto de grupos de cristianos que se encuentran claramente delimitados y clasificados en estados de vida distintos, como ha ocurrido durante muchos siglos, sino que la Iglesia es, ante todo, una comunidad. Los elementos que nos unen a todos los cristianos son mucho más determinantes que los que nos diferencian. En primer lugar, nos une la 1 Hemos titulado este artículo «Desafíos teológicos y pastorales de la misión compartida». Los distintos rostros y matices con que los estados de vida en la Iglesia van articulando y encarnando los carismas dados a través de los fundadores, el proceso de retorno a las fuentes y de reformulación en perspectivas novedosas (laicales, de género...) de los proyectos fundacionales y la elaboración de proyectos apostólicos que integren a todos aquellos implicados en la misión que nace del discernimiento de un carisma son caminos que se abren ante nosotros y esperan ser roturados. 2 Profesores de la Facultad de Teología de Granada. 3 JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Vita Consecrata, 54, en línea, http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_ex-hortations/documents/hf_jp-ii_exh_25031996_vita-consecrata_sp.html (Consulta el 31 de marzo de 2011). 4 CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, «Educar juntos en la escuela católica. Misión compartida de personas consagradas y fieles laicos», 8 de septiembre de 2007, en línea, http://www.vatican.va/roman_curia/congrega-tions/ccatheduc/do-cuments/rc_con_catheduc_doc_20070908_educare-insieme _sp.html (Consulta el 6 de abril de 2011).

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    vida, una vida en cristiano que nos hace a todos corredores en la misma carrera, compañeros en el mismo camino, buscadores del mismo sueño de una humanidad reconciliada con Dios y consigo misma. Nos une tam-bién el que todos los cristianos participamos de la única misión de la Iglesia, que consiste en la proclamación del evangelio, la cual realiza cada uno a partir de su vocación particular5. Esta participación de todos los bauti-zados en la misión única de la Iglesia puede ser llamada «misión católica»6 y no necesita más justificación que la ya dicha. Ahora bien, en la Iglesia dicha misión se realiza en una variedad de ministerios notable7, y en la base de dichos ministerios se encuentran carismas concretos que han sido recibidos por la Iglesia y puestos al servicio de toda la comunidad. Algunos de dichos carismas se han institucionalizado, tomando la forma de institutos religiosos que contribuyen a la única misión de la Iglesia desde su propia lectura carismática. Históricamente, estos caris-mas han sido vividos por los religiosos que pertenecían al instituto, pero muy pronto también fueron recibidos y asumidos por otros fieles de la Iglesia (ya fueran laicos o ministros ordenados) que vivían su espiritualidad cris-tiana desde la óptica concreta del carisma de un instituto religioso. En los últimos tiempos se ha llegado, poco a poco, al convencimiento de que esa manera concreta de ser y de estar en la Iglesia que supone compartir un carisma, puede llevar a compartir también la misión propia de los institutos religiosos, algo que podemos llamar «misión carismática» y que es una concreción de la «misión católica» que todos los bautizados compartimos. Es esta «misión carismática» la que se denomina normalmente «misión compartida» y la que abre nuevas pers-pectivas a la comprensión de la misión de los religiosos y de los laicos que trabajan juntos; y es también la que despierta una serie de interrogantes de diverso tipo, ya sea a nivel canónico, eclesiológico o estructural. 3. El proceso hasta la misión compartida Esta eclesiología de comunión ha generado una dinámica en el interior de la Iglesia que, por un lado, está reformulando la teología del laicado y, por otro, ha hecho replantearse a los institutos la relación que existe entre el carisma fundacional8 y el proyecto fundacional9. Acercarnos a la «misión compartida» (expresión usada para referirse a realidades muy diversas) ayuda a profundizar en ambas cuestiones, porque nos obliga a considerar la cuestión de la misión, de los portadores de la misma y del significado teológico de «compartir» una misión. 3.1. Compartir la misión como colaboración Hasta el Concilio Vaticano II, es común la visión de que los institutos religiosos son los portadores, manifesta-dores y garantes del carisma dado al fundador10. La eclesiología del Concilio Vaticano II supuso un redescubri-miento de la fuerza de la consagración bautismal y del compromiso que el Bautismo entrañaba para todo cris-tiano, tal como señala LG 31: «los fieles, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde».

    5 Son muchos los textos del Concilio Vaticano II que insisten en este punto. Cf. LG 5; LG 31, así como el Decreto Apostolicam Actuositatem sobre el apostolado de los laicos. 6 Este es el vocabulario usado por J.C.R. GARCÍA PAREDES en «En misión compartida: modelo católico y carismático», en línea, http://www.xtorey.es/?p=1034 (Consulta el 7 de abril de 2011) 7 Así, Apostolicam Actuositatem 2: «En la Iglesia hay variedad de ministerios, pero unidad de misión». 8 El documento Mutuae relationes, sobre criterios pastorales para la relación entre obispos y religiosos, de 1978, define el carisma fundacional como «carisma mismo de los fundadores, que se revela como una experiencia del Espíritu transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne. Lleva consigo un estilo particular de santificación y apostolado que va creando una tradición típica cuyos elementos objetivos pueden ser fácilmente individuados (n. 11); en línea, http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccscr-life/documents/rc_con_ccscrlife_doc_14051978_mutuae-relationes_sp.html (Consulta el 2 de abril de 2011). 9 Es la respuesta histórica que el/la fundador/a ha dado al carisma fundacional (que normalmente suele ser un instituto religioso). 10 Desde los primeros días del instituto hasta 1950, aproximadamente, los Hermanos de las Escuelas Cristianas vivieron la asocia-ción lasaliana para la misión con la ayuda mínima de seglares (literalmente). El modelo de asociación era el modelo de Escuela de los Hermanos, esto es, seglares que ayudaban a los Hermanos a llevar la escuela de los Hermanos. El lenguaje de los documentos del Capítulo General de 1946 indica que, cuando lo exigieran necesidades urgentes e inmediatas, los Hermanos podrían emplear maestros (no maestras) seglares, pero, como mucho, su presencia era tolerada»: J. JOHNSTON, «Asociación lasaliana para la misión: 1679–2007. Una reflexión personal sobre un relato que continúa», 6; en línea, http://www.lasalle.org/index.php?op-tion=com_content&view=arti-cle&id=160&Itemid=36&lang=es (Consulta el 31 de marzo de 2011).

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    Los institutos de vida consagrada y las órdenes religiosas sintieron entonces la llamada a abrir el carisma que ellos encarnaban de manera única a aquellos cristianos que sintonizaran y leyeran su vida de seguimiento de Cristo en la clave en que lo habían hecho los fundadores. Comenzó así un proceso en el que progresivamente los institutos que, en cuanto garantes y expresión clara del carisma, seguían situados en el centro, empezaron a abrir sus puertas a los bautizados que leían su encuentro con Jesús y daban forma a la encarnación concreta del seguimiento de Cristo a la luz de ese carisma, normalmente en el marco de la misión, algo que empieza a verse en diversos Capítulos Generales de algunos institutos. Los institutos empezaron a hablar entonces de colaboradores, familia, cooperadores...11; grupos más o menos organizados, o laicos individuales, que se reunían en torno al instituto garante del carisma, para contribuir al desarrollo de la misión del mismo. Pero en aquellos momentos el instituto permanecía todavía como expresión de la lectura privilegiada, o incluso única, del carisma; y la misión del instituto era la expresión más viva de esa riqueza que el carisma fundacional había supuesto para la Iglesia. Se empezaba, pues, a hablar de «compartir misión», pero en un contexto en el que se entendía que la misión era la del instituto surgido como expresión genuina de la gracia carismática fun-dacional. Eran los miembros de este los que seguían haciendo del carisma un don para la Iglesia toda. Los laicos podían, en el marco de la misión del instituto, de la que eran meros colaboradores, encontrar una manera de encarnar su propia vida cristiana12. 3.2. Compartir la misión como «Misión compartida» Ahora bien, el desarrollo de la teología del laicado, y especialmente la existencia de laicos que desempeñaban un trabajo que querían fuera misión (lo que conllevaba un compromiso mayor con el carisma), abrió una nueva dimensión a las relaciones entre los institutos y los laicos que colaboraban con ellos, que no era ya mera cola-boración, sino que implicaba caminar juntos en la vivencia del mismo carisma. El XLIV Capítulo General de las Escuelas Pías se refería a estos laicos de la siguiente manera: «Durante más de tres siglos, los Hermanos, fieles al carisma de su fundador, se han asociado para que exista la “Sociedad de las Escuelas Cristianas” al servicio de esta misión. Hoy los seglares se sienten llamados también a vivir su consagración bautismal y sus compro-misos cristianos según el carisma de Juan Bautista de La Salle. Se trata de darles la posibilidad de vivir total-mente su vocación mediante el ejercicio de un oficio concebido como ministerio y vivido en asociación con otros seglares y con el instituto»13. Notemos que el documento hablaba ya de la existencia de un discernimiento de la vocación cristiana, de una identificación con la gracia carismática del fundador y de una posible vinculación jurídica con el proyecto funda-cional. Se trataba, por tanto, de algo más que de colaboración, ayuda o cooperación; se trataba de toda una vida cristiana que se encarnaba y comprometía en el proyecto nacido de la experiencia carismática de los fundadores. En esa experiencia, la misión realmente se comparte, porque nace de la experiencia vocacional de unos y de otros y empieza a plasmarse en proyectos de misión que no son solo los del proyecto fundacional. Esa «misión compartida», que nace y se consolida en el marco de una experiencia vocacional, presenta una serie de notas distintivas: – Entraña un compromiso explícito con la misión del instituto. – Presupone un conocimiento de dicha misión y una profundización desde la perspectiva laical. – Comporta una corresponsabilidad más allá de los elementos de una actividad concreta. – Exige la pertenencia a una comunidad donde se alimenta, revisa y celebra la fe. – Prepara a una disponibilidad para asumir responsabilidades.

    11 Así, por ejemplo: «Personas que de alguna manera cooperan en una Obra escolapia; en línea abierta y positiva con la misión escolapia, humanamente estimulantes y educativamente eficaces» (LXV Capítulo General de las Escuelas Pías (2004), «Directorio y orientaciones para la formación del laicado», 49; en línea, http://www.scolopi.org/esp/biblioteca/doc/laicadoescolapioSPA.pdf (Consulta el 6 de abril de 2011). 12 «Somos conscientes de que el primer lugar en que debemos compartir la misión es la misma comunidad. Junto a ello, optamos por compartir nuestra misión con los laicos y con la familia trinitaria, es decir, por un nuevo estilo en nuestra manera de trabajar en el que los laicos vayan asumiendo mayores responsabilidades y en el que trabajemos conjuntamente en familia» (Orden de la Santísima Trinidad – Provincia del Espíritu Santo, Programación Provincial 2006-2009). 13 HNO. A. JACQ, «Hermanos y seglares asociados para una misma misión»; en línea, http://www.lasalle.org/index.php?op-tion=com_content&view=article&id=-160&Itemid=35&lang=es (Consulta el 31 de marzo de 2011).

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    – Despliega una apertura a una mayor vinculación con el carisma. Este modelo, que, como notamos, supone un paso más en el compromiso por ambas partes, permite que el instituto continúe siendo garante (más o menos privilegiado) del carisma fundacional, pero también puede iniciar un proceso por el que surjan nuevas vocaciones específicas. Estas vocaciones no tienen necesariamente que identificarse con el proyecto fundacional, sino que pueden interpretar de forma diferente el carisma (normalmente a través del discernimiento de las posibles formulaciones de la misión que nace del carisma y que no tiene por qué ceñirse exclusivamente al proyecto fundacional). Así: «Los dones espirituales que la Iglesia ha recibido en San Juan Bautista de La Salle desbordan el marco del instituto que fundó [...] Por eso puede asociar a seglares que tienden a la perfección evangélica de acuerdo con el espíritu propio del instituto y que participan de su misión» (Regla de vida, n. 146). 3.3. Compartir la misión como «familia evangélica»14 La dinámica del proceso de compartir la misión puede llevar, como hemos dicho, al surgimiento de diversas encarnaciones del carisma fundacional. Estas encarnaciones pueden ser legítimas y válidas, y son todas ellas expresión de la riqueza del carisma como don a la Iglesia. En una terminología que se va imponiendo, esta realidad se conoce como familias evangélicas. En este momento estamos hablando de un carisma sin instituto, entendido este como expresión privilegiada y única del carisma, porque el instituto, a pesar de ser en la mayor parte de los casos el proyecto fundacional, viene a convertirse en «una» prolongación más del carisma. Este momento del proceso entraña una auténtica novedad, y ha de tenerse en cuenta que: «Antes el religioso ocupaba un espacio en la Iglesia en el que se sentía seguro, del que se suponía dueño y en el que se encontraba como en lugar propio. Que otras personas, muchas o pocas, vengan a penetrar en ese espacio obliga tanto a una redefinición de los “roles” como a una comprensión más real de lo que es específico de cada grupo en la Iglesia. Dicho de otra manera: lo que antes era para los religiosos al mismo tiempo común y específico, queda ahora redefinido, porque lo “común” lo deben compartir con otras personas que lo viven desde una especificidad diversa» (XLIV Capítulo General de las Escuelas Pías, El laicado en las Escuela Pías). Algunos institutos apuntan en esta dirección, aun cuando todavía no se haya consumado el proceso, porque no es fácil que existan diversos grupos de laicos institucionalizados que puedan realizar su propia lectura del ca-risma. «Según se participe vocacionalmente en mayor o menor medida de estos elementos (espiritualidad, mi-sión, vida comunitaria e institución), hay cinco modalidades de inmersión en el carisma: cooperación, misión compartida, miembro de Fraternidad escolapia, escolapio laico/a, y escolapio religioso»15. 4. Algunos elementos a tener en cuenta Terminamos presentando sumariamente algunos aspectos que merecen una reflexión más en profundidad cuando se trata el tema de la «misión compartida». 4.1. El vocabulario Como hemos hecho notar en el diseño de la estructura de este artículo, el vocabulario es importante a la hora de referirse a esta cuestión de la «misión compartida». El término «misión» tiene en teología un contenido fuerte, con concreciones específicas en la teología de la vida religiosa. Por eso hemos querido identificar los distintos modos de encarar la relación por parte de los laicos con un determinado instituto y con la misión que lleva adelante, y analizar con detención los perfiles y matices de dicha relación. Quizá un uso excesivo o poco mati-zado de la expresión «misión compartida» puede conducir a equívocos a la hora de analizar esta rica realidad de la colaboración religiosos-laicos.

    14 Una especie de red de comunidades en que las relaciones mutuas se construyen en referencia a un rostro concreto de Jesucristo. La formulación pertenece a la reflexión de B. Delizy, que ha dedicado su tesis doctoral a esta cuestión. El trabajo se ha publicado en Francia: cf. B. DELIZY, Vers des «familles évangéliques»: le renouveau des relations entre chrétiens et congrégations, Les Éditions Ouvrières, Paris 2004. También de interesante lectura es la tesis doctoral de M. ETHIER, Le Saisissement De Personnes Laïques Pour Une Figure Évangélique dans Une Famille Spirituelle, Université Laval, Québec 2009, en línea, http://www.eru-dit.org/these/liste.html?src=Laval&typeIndex=facetteLettre-NomAuteur&lettre=E&page=1 (Consulta el 31 de marzo de 2011). 15 AA.VV., Caminos de encuentro entre religiosos y laicos: ocho experiencias, Frontera, Vitoria-Gasteiz 2008, 56.

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    4.2 El sujeto que realiza la misión Antes que cualquier misión, está el sujeto que la acomete, y por eso, entre otras cosas, hemos querido hacer notar que el compromiso con la misión nace de una experiencia vocacional discernida en comunidad a la luz de la fe. Por esa razón, es «misión compartida» y, en cuanto tal, comporta una serie decisiones y obligaciones que afectan no solo al trabajo, sino también a la familia, a los recursos y, en definitiva, a la disponibilidad en aras del servicio al Reino. Y, así, genera también unas expectativas de parte de quienes comparten el carisma, especial-mente los miembros del instituto en cuanto proyecto fundacional. Además, puede concretarse en compromisos más o menos exigentes en función del discernimiento vocacional de los sujetos implicados. Y, como tal, es la opción de algunos laicos, y no necesariamente de cualquiera que se relacione con un carisma. 4.3. La colaboración La colaboración, que en sí misma no es «misión compartida» en el sentido en el que en este artículo hemos justificado su uso, no debe considerarse como un compromiso menor o menos fuerte. Todo lo contrario: los colaboradores son personas –siguiendo la terminología de algún instituto– «humanamente estimulantes y edu-cativamente eficaces que permiten llevar adelante la tarea del instituto». Es decir, no son meros trabajadores, sino profesionales (de la educación, de la salud...) que sintonizan con la orientación con que un determinado carisma colorea la que es su tarea profesional, y por esa razón su participación en la misión del instituto es inestimable y, frecuentemente, muy generosa. En un instituto resulta muy clarificador, entonces, intentar diseñar un mapa de los distintos modos de compro-meterse con el carisma, porque eso puede ayudar a situar con acierto expectativas de unos y otros, a elaborar proyectos apostólicos que cuenten realmente con quienes pueden asumirlos y, sobre todo, a explicar con clari-dad que compartir la vida, el carisma y la misión no significa que las diferentes formas estables de vida se diluyan para crear una nueva manera de estar en la Iglesia y en el mundo. 4.4. El proceso Hay que tener en cuenta también que el proceso del que venimos hablando es largo y delicado para la vida de los institutos que lo recorren. En primer lugar, exige una vuelta a la experiencia fundacional para discernir en ella los elementos más sobresalientes, originales y distintivos de la gracia carismática. Tiene que considerar, ade-más, la fecunda tradición del instituto y la biografía de aquellos hombres y mujeres que, de alguna manera, grabaron una huella de novedad en la historia del grupo. Y, por último, debe movilizar a todas las «personas que tienen la intuición del misterio de la Vida Consagrada y viven de ella; crean o reproducen los símbolos que provocan admiración y esperanza en la Vida Consagrada; presiden ritos que, en el fondo, son una celebración de la vida; conocen anécdotas y tienen las visiones que mueven a la acción; descubren los mitos con los que se explica el origen “divino” y humano de la Vida Consagrada y los cuentan; están convencidos de que el estado más auténtico de Vida Consagrada se vive cuando solo se sustenta en el Señor»16. Esta vuelta a los orígenes viene provocada por la necesidad que el carisma tiene de rebrotar y nacer con plena vitalidad en nuevas situaciones y condiciones para crecer y ser tan fecundo como lo fue en sus comienzos. Esa novedad puede traer reformas en la estructura institucional, en la relectura de la espiritualidad, en los proyectos apostólicos... Y, por novedosa, la refundación puede encontrar obstáculos: resistencias al cambio, rupturas o interpretaciones erróneas del carisma. Esa refundación podría replantear, entre otras cosas, la concepción del gobierno espiritual, quizá interpretado todavía en la vida religiosa en clave excesivamente vertical; la organización de los institutos en Provincias o demarcaciones identificadas con países concretos; o la puesta en común y administración de los bienes. Cuando el compromiso por los consejos evangélicos no identifique a todos los comprometidos con el carisma, muchas inercias de los institutos exigirán, probablemente, una revisión. Y este replanteamiento obligará, seguro, a una nueva formulación de los textos constitucionales, cuyos procesos de redacción (Capítulos, Asambleas legislati-vas...) tendrían también que revisarse.

    16 J.M. ARNAIZ, «Del ocaso al alba. Reflexiones sobre la refundación», en: 54ª Asamblea general de la USG, noviembre de 1998, en línea, http://www.intratext.com/IXT/ESL0174/_IDX001.HTM (Consulta el 2 de abril de 2011).

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    No solo eso. Un proceso de «misión compartida» como el que se ha descrito aquí debería provocar una reflexión teológica sobre el carisma, la espiritualidad y la misión que no solo tenga como sujeto y destinatario un único estado de vida en la Iglesia, el de los religiosos, sino que genere fórmulas y expresiones propias de los distintos estados de vida en la Iglesia. Como hizo notar C. Macisse en un reciente Seminario teológico de la UISG-USG: «En esta nueva apertura al laicado se puede hacer la experiencia de un Dios presente en las realidades terres-tres, un Dios que guía la historia y que nos habla en los acontecimientos y en las situaciones positivas y negati-vas»17. Y en muchos casos podrían alumbrarse lecturas de esas mismas cuestiones en perspectiva de género, por cuanto las familias evangélicas integrarán sujetos que, por su género, nunca fueron pensados como miembros del proyecto fundacional. Además, los itinerarios formativos tendrán que rediseñarse en muchos casos para establecer para todos los miembros comprometidos en la misión compartida procesos igualmente tan serios y profundos como los de los propios candidatos a la vida religiosa. Dado que compartir misión presupone la exis-tencia de un auténtico discernimiento vocacional en orden a la vinculación con el carisma, deberá propiciarse con iguales garantías para todos los que elijan ese camino. De hecho, algunos institutos que se acercan a este momento del proceso elaboran ya hoy itinerarios de formación conjunta para todos los miembros de las familias carismáticas18. 4.5. La diversidad en la colaboración Por último, es importante también tener en cuenta que el proceso que nosotros hemos presentado no es, ni mucho menos, un itinerario «de obligado cumplimiento» para todos los institutos. La experiencia vivida por la Compañía de Jesús puede ilustrar cómo, siendo este que estamos viendo un proceso con una dinámica cohe-rente, no todos los institutos se sienten llamados a recorrerlo hasta el final. La Congregación General 34 de los jesuitas consideró ad experimentum la posibilidad de un «lazo más estrecho» –un «vínculo jurídico»19– entre individuos y la Compañía, en virtud del cual un laico podría ser enviado en misión por un Provincial. Sin embargo, la Congregación General 35, después de la experiencia, resolvió: «Podemos seguir acompañando a aquellos que desean colaborar en la misión de la Compañía, pero deben ser orientados a vivir su vocación en una de las tantas formas de colaboración con que la Iglesia ha sido bendecida, especial-mente desde que el concilio Vaticano II expresó tan claramente la misión del laicado en la Iglesia. Entre ellas hay un número creciente de asociaciones inspiradas por la espiritualidad ignaciana»20. Lo deseable es que los institutos que escuchan esta llamada a compartir carisma y misión la disciernan, la interpreten a la luz de la experiencia carismática del fundador y la acometan, en su caso, con fidelidad creativa al proyecto fundacional y a los signos de los tiempos. ─────── Hemos titulado este artículo «Desafíos teológicos y pastorales de la misión compartida». Los distintos rostros y matices con que los estados de vida en la Iglesia van articulando y encarnando los carismas dados a través de los fundadores, el proceso de retorno a las fuentes y de reformulación en perspectivas novedosas (laicales, de género...) de los proyectos fundacionales y la elaboración de proyectos apostólicos que integren a todos aquellos implicados en la misión que nace del discernimiento de un carisma son caminos que se abren ante nosotros y esperan ser roturados.

    En misión compartida desde la perspectiva del carisma.

    17 C. MACISSE, «Fundamento y desarrollo de la teología de la vida consagrada apostólica: adquisiciones y problemas», en: «Se-minario teológico de la UISG-USG: Teología de la vida consagrada. Identidad y significatividad de la Vida Consagrada Apostólica, Roma 7-11 febrero 2011», en línea, http://vd.pcn.net/es/index.php?option=com_docman&Itemid=34 (Consulta el 2 de abril de 2011). 18 LXV CAPÍTULO GENERAL DE LAS ESCUELAS PÍAS (2004), «Directorio y orientaciones para la formación del laicado», en línea, http://www.sco-lopi.org/esp/biblioteca/doc/laicadoescolapioSPA.pdf (Consulta el 6 de abril de 2011). 19 COMPAÑÍA DE JESÚS, Congregación General 34, Decreto 13: «Colaboración con los laicos en la misión», 23-25. 20 COMPAÑÍA DE JESÚS, Congregación General 35, Decreto 6: «Colaboración en el corazón de la misión», 27.

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    José Cristo Rey García Paredes, cmf21

    En las dos últimas décadas, los institutos de vida religiosa han introducido en su lenguaje la expresión «misión compartida». Ha tenido mucho éxito y se ha convertido en una de las claves del gobierno, de la formación, de la visión y de la misión. No obstante, existe el peligro de convertirla en un simple slogan al que se recurre sin tener conciencia de lo que implica. Por otra parte, la teología de la misión en cuanto tal ha experimentado en estos últimos años un notable avance. Se han abierto nuevas perspectivas al enraizarla en la Trinidad y reubicarla en una eclesiología de misión y en un contexto de diálogo interreligioso, intercultural y en diálogo de vida con los desplazados y empobrecidos1. Se ha comenzado a hablar de «misión compartida» más como una evidencia que como un problema. No se ha planteado su estudio en clave teológica, sino más bien en un nivel práctico. Sin embargo, creo que es necesario estudiar la expresión en clave teológico-práctica. Es lo que voy a intentar en este artículo. Dividiré mi reflexión en tres partes: 1) Abordaré en primer lugar cuál es, a mi parecer, la raíz del fenómeno. 2) Estudiaré en segundo lugar un replanteamiento de la misión compartida en clave teológica. 3) Finalmente, abor-daré el tema de la misión compartida en clave carismática, abocando a lo que llamo «siete principios» y unas referencias al necesario cambio de mentalidad. La raíz de este fenómeno: el carisma compartido Uno de los fenómenos más llamativos dentro de la vida religiosa de nuestro tiempo es la toma de conciencia del «carisma compartido». El descubrimiento y sus consecuencias Se ha descubierto con una especial intensidad cómo los carismas que dan perfil a los diversos institutos religio-sos no son únicamente «carismas» para la vida religiosa y para ser vividos y explicitados en ella, sino también carismas para ser compartidos con otras formas de vida cristiana e incluso no-cristiana. Esto no niega que la misma forma de vida (monástica, conventual, apostólica, consagrada –según la denomina-ción común entre nosotros) no sea en sí misma carismática. Y, por tanto, es justo reconocer que el Espíritu ha concedido, a través de personajes fundadores, carismas que han tenido como objetivo fundar una peculiar forma de vida cristiana. Es lógico deducir que estos carismas fundantes de la forma de vida no pueden ser compartidos con otras formas de vida y que, por lo tanto, procure cada uno vivir según la forma de vida y estado al que ha sido llamado (1 Co 7,17-22). No debemos olvidar que la Iglesia está siempre bajo el liderazgo y la dinamización interior del Espíritu. Él sopla como el viento, que no sabes de dónde viene ni adónde va (Jn 3,8); él concede sus dones como quiere, a quien quiere y por el tiempo que quiere. La acción del Espíritu no puede ser sometida a nuestros esquemas mentales ni a nuestras previsiones. La Santa Ruah concede como primicia, a veces a presbíteros, otras veces a seglares, y otras a religiosos o religiosas, algún don que ha de ser vivido y compartido por otros. Se trata de carismas que resaltan algún aspecto particular del Evangelio (por ejemplo, alguna de las Bienaventuranzas); que se centran en algún rasgo del misterio de nuestro Dios y lo ponen de relieve (por ejemplo, la Providencia), en algún servicio a la Iglesia o a la comunidad humana (por ejemplo, la educación o la hospitalidad). Con el despliegue de ese potencial carismático, frecuentemente cultivado en una pequeña agrupación de vida religiosa masculina o feme-nina, se percibe que se transmite a laicos, a ministros ordenados, a varones o a mujeres, y estos sienten al iniciador o la iniciadora carismática como «algo suyo». Resultado de esto es que carismas de hospitalidad, compasión, misericordia, amparo, providencia, evangelización, educación, catequesis, atención a las diferentes formas de pobreza... son reconocidos como dones que el Espíritu concede a personas de diversas formas de vida para que expresen y actúen ese dinamismo carismático en la misión y en la vida espiritual de la Iglesia. El carisma es, en este caso, laical y religioso, y ningún grupo puede reivindicar para sí el derecho absoluto de propiedad ni el monopolio del mismo. 21 Catedrático de Teología de la Vida Religiosa en el Instituto Teológico de Vida Religiosa de la Universidad Pontificia de Salamanca.

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    El «carisma compartido» configura de una manera peculiar a la Iglesia y crea eso que últimamente hemos lla-mado «familias» carismáticas. Es un fenómeno este que debe ser tenido en cuenta en la eclesiología. Quienes no comprenden esto acusan a la vida religiosa de tener un excesivo contacto con el laicado e incluso de incitar al laicado a abandonar la parroquia, las estructuras diocesanas, para formar grupos eclesiales paralelos bajo el amparo de una congregación religiosa. No es el derecho canónico el que configura la Iglesia. Es el Espíritu Santo. Hay que estar muy atentos para descubrir por dónde lleva el Espíritu a la Iglesia y cómo la configura. Y el fenómeno al que me refiero es uno de ellos. En la Iglesia hay formas estables de vida, hay movimientos, hay familias carismáticas. Este panorama legitima el que haya entre nosotros personas con una identidad carismática «compleja». En determinadas personas se cruzan diversas pertenencias carismáticas que no deberían sorprendernos: que uno sea franciscano y al mismo tiempo pertenezca a la renovación carismática o a los focolares; o que alguien que pertenece a los neocatecumenales se sienta muy identificado con el carisma de san Juan de Dios y lo explicite en su vida. Quien es agraciado con el Espíritu puede hablar diversas lenguas. Las estructuras eclesiales deben dar nombre y estabilidad a los maravillosos caprichos del Espíritu, no encorsetarlo. Hechos de vida: hacia la familia carismática La vida consagrada está descubriendo en estos últimos tiempos su conexión carismática con otras personas y grupos pertenecientes a otras formas de vida consagrada y de vida cristiana. Hay personas, más allá de quienes pertenecemos oficialmente a los institutos, que sienten profundas afinidades afectivas, espirituales y misioneras con nuestros fundadores y con el proyecto carismático y misionero de nuestros Institutos. Creemos que esto se debe a que el mismo Espíritu que nos anima actúa también en ellos. La vida consagrada está, por ello, descubriendo una nueva estructura bajo la cual se integran y entran en co-munión todas aquellas personas (mujeres o varones, de una forma de vida cristiana u otra) que se sienten agraciadas con el mismo don carismático. Esa estructura es «la familia carismática». En estos últimos años, la conciencia de mutua pertenencia bajo un mismo carisma colectivo ha ido creciendo. Ahí están las familias ca-rismáticas trinitaria, franciscana, agustiniana, dominicana... Este acontecimiento es de tal entidad que la exhor-tación Vita consecrata lo reconoce, afirmando que «el carisma de un instituto de vida consagrada puede ser compartido con los laicos» (VC, 54). Esta nueva realidad lleva a los institutos religiosos a replantearse de nuevo el tema de la herencia carismática. Son nuevas las alianzas que hay que establecer, y debe ser re-definida la identidad. El carisma no puede ser monopolizado por un grupo. La renuncia al monopolio requiere generosidad, esperanza, hasta que se construya la «casa común» del carisma. Y juntamente con la casa común hay que recrear un lenguaje habitable por todos, que permita el mutuo entendimiento en las mismas claves; establecer estructuras comunes en las que todos se sientan «en casa»; crear espacios de convivencia, espiritualidad y formación que permitan compartir y hacer crecer verdaderamente la herencia carismática. Las estructuras de comunión no deberían ser obstáculo para la legítima autonomía e identidad de cada una de las formas de vida (VC, 70). Entre todos deberán discernir y establecer cómo se expresa el único carisma y misión en la forma de vida consagrada, o en la vida laical-seglar, o en el ministerio ordenado, en lo masculino o en lo femenino. Misión compartida en clave teológica Desde esta perspectiva previa, hablamos de «misión compartida». Es cierto, y esto tiene que ser afirmado ante todo, que la misión –en su sentido teológico– es siempre (y no puede ser de otra manera) «misión compartida». Ya lo dijo axiomáticamente el Concilio Vaticano II cuando, en el decreto Apostolicam Actuositatem sobre el Apostolado de los laicos, n. 2, afirmó: «Est in Ecclesia diversitas ministerii, sed unitas missionis» («Hay en la Iglesia pluralidad de ministerios y unidad de misión»). La unidad de misión requiere, por tanto, que sea compar-tida y que los diversos ministerios tengan como objetivo todos ellos, en cuanto servicios, realizar la única misión. La misión, en su sentido más teológico, es «missio Dei». Tiene al mismo Dios triuno como principal sujeto. Fue el Hijo, Jesús, el enviado del Padre. Él es el prototipo de toda misión. El cuarto evangelio interpreta la vida de Jesús como «misión» que viene de Dios Padre y que Jesús va realizando en estrechísima comunión con su voluntad. Es también el cuarto Evangelio el que revela cómo a la misión del Hijo sigue, sin solución de continui-dad, la misión del Espíritu. El Nuevo Testamento confiesa que Jesús subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre (Heb 1,3). Estamos en el tiempo de la «missio Spiritus». El Espíritu hace «memoria» de Jesús, lleva

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    adelante la «missio Dei» y es el alma, el gran sujeto de la «missio Ecclesiae». Todas las personas que formamos parte de la Iglesia somos llamadas a participar en la misión del Espíritu, que se vuelve «epifánica» en los caris-mas (1 Co 12,7) que energizan a la iglesia. La misión es, en este sentido, «misión compartida»; es la gran conspiración que, partiendo de Dios mismo, nos concita a todos los creyentes y a todos los seres humanos de buena voluntad. Sin embargo, en esta reflexión quiero centrarme en la «misión compartida» que surge del «carisma compartido» –del que acabo de hablar–, y deseo exponer ahora cuál es su dinamismo y también cuáles son sus perspectivas de futuro. Misión compartida en clave carismática El carisma compartido se expresa como espiritualidad y misión o como misión y espiritualidad. De ahí que pueda hablarse de «espiritualidad compartida o común» y de «misión compartida», aunque quienes comparten perte-nezcan a distintas formas estables de vida o a instituciones diferentes. Es ahora el momento de valorar la energía aportada a la Iglesia por las familias carismáticas desde la perspectiva de la misión y de la espiritualidad. El carisma lasaliano, por ejemplo, compartido por religiosos y seglares, hom-bres y mujeres, miembros de diferentes denominaciones cristianas –todos ellos asociados– es un foco de misión y de espiritualidad muy importante para la Iglesia y para nuestra humanidad. El Espíritu Santo, a quien Herbert Mühlen se refiere como «una persona mística» o «una persona en varias personas», es el agente admirable y trascendente de estos fenómenos de asociación carismática, misionera y espiritual. Siete principios Es admirable descubrirse como grupo enviado, como familia enviada por Aquel que envió a Jesús y ahora envía en el Espíritu, desde un don colectivo que a todos anima y potencia. De ello se deducen algunas convicciones importantes que quiero destacar: La misión carismática, o la contribución de una familia carismática a la única misión, al no nacer principal-

    mente de una iniciativa humana, sino del Espíritu, requiere un permanente estado de atención a los signos del Espíritu, de discernimiento, de docilidad a sus inspiraciones y mociones. No hay misión carismática sin espiritualidad que la sustente en todo momento: una espiritualidad comunitaria, familiar.

    En principio, no deberían establecerse jerarquías ni rangos entre los agraciados con el carisma. Los laicos no deberían ser considerados como personas «de segunda categoría» o como meros ayudantes de los religiosos. Esto quiere decir que las instituciones de la vida religiosa no deberían autoerigirse en «la primera instancia» de gobierno, de economía, de liderazgo. A lo más, deberían hacerlo para iniciar y facilitar el proceso, como una especie de tutoría iniciática, para dar lugar después a una responsabilidad y un liderazgo compartidos.

    Da derecho a participar en la misión compartida el haber sido agraciado o agraciada con una llamada pe-culiar de Dios a compartir un peculiar carisma dentro de la Iglesia, a vivirlo según una peculiar espiritualidad y a actuarlo según una peculiar contribución a la misión de la Iglesia. Sin vocación, la misión compartida deviene mera colaboración por amistad o simpatía en diversos trabajos; pero no tiene el rostro de una vocación carismática a la misión, que proviene de Dios.

    La vocación carismática se despliega a través de un proceso de configuración con Cristo Jesús, tanto en la forma de vida religiosa como en la forma de vida laical. Hay un camino espiritual y formativo que ha de ser compartido, por una parte, y diferenciado, por otra. De este requisito no se debe prescindir. Sin formación, tanto la misión como la espiritualidad se deforman. Por eso, entre todos deben establecer estructuras for-mativas de «misión conjunta o compartida».

    La misión compartida no es discriminatoria ni excluyente. Evita el peligro de escoger a los compañeros o compañeras de misión (laicos o religiosos) excluyendo a otros u otras por las razones que sean. No somos nosotros quienes llamamos a esta vocación, sino el Espíritu del Señor. Acogemos a los hermanos o herma-nas que Dios nos da. La misión compartida respeta la identidad de la forma de vida cristiana de cada uno: no desdibuja la identidad del religioso ni del laico, del célibe ni del casado. Esto pide un respeto exquisito hacia el otro, el diferente: respetar sus ritmos, sus procesos, sus comunidades más íntimas de pertenencia.

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    La misión compartida tiene un perfil carismático que hay que cuidar y favorecer. No tiene como objetivo trabajar, sin más, en lo que sea, sino la especialización carismática en el modo de contribuir a la misión de la Iglesia y de vivir una espiritualidad.

    La misión carismática compartida adquirirá cada vez más la configuración de una «red» o «redes» que hagan realidad y concreten los sueños del Espíritu a través de los personajes fundadores y las familias espirituales.

    El necesario cambio de mentalidad: metanoia La visión de la «misión compartida» está implicando mucho más de lo que sospechábamos. Nos está llevando más allá de las barreras, antes establecidas, de los «estados de vida cristiana». Los estados de vida cristiana como, por ejemplo, el estado religioso o el estado clerical, eran considerados auténticos compartimentos estan-cos, cerrados. Ahora hablamos más bien de «formas de vida cristiana» o «formas estables de vida cristiana». La forma con una necesaria estabilidad está sometida también a procesos de transformación. Esta correlación carismática de las formas de vida, querida por el Espíritu, nos transforma a todos. Y toda transformación requiere una apertura de mente y de corazón, una auténtica «meta-noia» o cambio de mentalidad. Para que esto sea posible yo propondría los siguientes pasos: Desterrar de nuestras mentes varias confusiones que se producen, como identificar «misión compartida»

    con «trabajo compartido»; aunque la misión implique trabajo, la misión es, ante todo, compromiso de cola-boración con el Espíritu Santo; el compromiso es al mismo tiempo pasividad y actividad, contemplación y acción, gratuidad y ganancia. O la confusión de identificar la misión compartida con un voluntariado que ayuda gratuitamente a los institutos religiosos, los cuales cuentan con él a discreción o prescinden también a discreción.

    Llegar a la convicción de que los religiosos no somos los propietarios del carisma. Por lo tanto, todo lo que tenga que ver con el carisma ha de ser reflexionado conjuntamente, en familia. Esta conciencia configurará de forma nueva instituciones como los Capítulos Generales, las grandes Asambleas, los sistemas formati-vos, las estructuras económicas, los textos constitucionales y los Directorios.

    Pasar, de la creencia de que la misión compartida es algo opcional, al convencimiento de que es algo necesario. Por eso, implica entrar en una fase de auténtico ecumenismo carismático interno, sometido a las normas del diálogo intelectual y del diálogo de vida que todo ecumenismo exige.

    La misión compartida nace de modo espontáneo cuando hay conciencia de que somos familia carismática y evitamos todo tipo de separación, confrontación o discriminación, para vivir juntos como hermanos y miembros los unos de los otros, gracias al Espíritu. De la comunión de vida surge el deseo de compartir la misión que nos viene de Dios y llegar a proyectos y acciones concretas. La misión compartida se convierte así en el modo normal de misión para un instituto religioso.

    Conclusión Quien se entrega a la misión compartida nada pierde. Todo lo gana. Crece mucho más allá de sí mismo. Es así como la Iglesia es «cuerpo de Cristo» en «crecimiento perenne» (Mutuae relationes). Es así como se construye la «eclesiología de comunión misionera». Las formas de vida cristiana, los ministerios, los carismas o energías carismáticas aprenden el arte de la correlación, del mutuo influjo. El ministerio ordenado no suprime ni apaga ni se impone unilateralmente, sino que se torna mediación de encuentro, de sinergia, de reunión de todos para que nada se pierda. Del mismo modo, cada uno busca aglutinarse al Cuerpo de Cristo para no ser «sarmiento» que se seca y es quemado en el fuego de la destrucción2. Si tenemos presente que la categoría de comunión (y participación) es clave para la comprensión de Lumen Gentium y que la categoría de servicio (y misión) es clave para la comprensión de Gaudium et Spes, hoy pode-mos afirmar que la mayor novedad del Concilio es presentar una Iglesia comunión misionera, es decir, una Iglesia que a la hora de configurar su identidad y su misión, su ser y su quehacer, continuamente debe mirar al mundo y a la historia. A partir de la Christifideles laici, Juan Pablo II utilizó la expresión «comunión misionera» para referirse a la identidad y misión de la Iglesia-comunión.

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    La misión compartida está siempre abierta a nuevas inclusiones, sean de género, de raza, de cultura, de confe-sión... Situarse en clave de «misión compartida» es propio de una Iglesia «católica» en el sentido más etimoló-gico de la palabra: iglesia «según el todo». No es católica aquella misión que solo se plantea desde «la parte», desde la parcialidad, desde la unilateralidad. Es aquí donde la misión de la Iglesia conecta con la misión compartida de la humanidad. Lo descendente co-rresponde a lo ascendente, la «missio Dei» conecta con la «missio humanitatis». Y dentro de ese conjunto las familias carismáticas «en misión compartida» contribuyen a la misión multicolor de la Iglesia y la humanidad. 1. 2. El Concilio Vaticano II abrió nuevos horizontes y nos transmitió una imagen de Iglesia como «koinonía» o «communio» del Pueblo de Dios, siguiendo la imagen de la Trinidad. En 1985, el segundo Sínodo extraordinario de los Obispos confirmó el camino postconciliar a partir de una afirmación central que Juan Pablo II retomó en su Exhortación Post-sinodal Christifidelis laici (ChL): «la eclesiología de comunión es una idea central y funda-mental en los documentos del Concilio» (ChL 19). Creciendo en conocimiento y todo discernimiento. Retos en la misión compartida*. Javier de la Torre Díaz**, Mª Dolores López Guzmán*** Corren «tiempos recios»1, como decía santa Teresa, en los que hacen falta «amigos fuertes de Dios»2. «La mies es mucha, y los obreros pocos» (Mt 9,37), así que toda ayuda es bienvenida para proclamar la Buena Noticia. Por eso «saben los Pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y carismas de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común. Pues es necesario que todos, “abrazados a la verdad en todo, crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad” (Ef 4,15-16)»3. En la Iglesia nadie debería ir «por libre» (sea un individuo o un grupo) ni adueñarse de la parte de la misión que le corresponde. Al tratarse de un cuerpo, todos los miembros tienen una función propia, necesaria para el buen funcionamiento del conjunto, para mostrar diversas zonas y matices del Misterio y para llegar a lugares distintos (Rm 12,4-6). La buena armonía entre todos forma parte de lo que la Iglesia está llamada a transmitir. «La vida de comunión eclesial será así un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo»4. La conciencia del papel insustituible de los laicos en la vida de la Iglesia (tanto ad intra como ad extra) empezó a crecer de forma significativa en la década de los treinta, con la progresiva institucionalización de la Acción Católica; y en la de los cincuenta, con la celebración de los dos primeros Congresos Mundiales del Apostolado de los Laicos. En el primero de ellos, que tuvo lugar en 1951, se apuntó la necesidad de cambiar el término «participación» por el de «colaboración», con la idea de expresar mejor el carácter de corresponsable (y no tanto de mero «ayudante») del laico en la única misión de Cristo compartida por todos sus discípulos. A partir de entonces se han dado pasos importantes, pero el más decisivo fue la vuelta a una eclesiología de comunión que el Concilio Vaticano II impulsó y que responde mejor al espíritu de los orígenes: «todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común» (Hch 2,44); «siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos» (Flp 2,2). Evidentemente, el camino es largo. Se ha avanzado, pero queda tarea por delante. Y no solo porque estamos todavía en «tiempos de recepción» posconciliar, sino porque se trata de un tema sujeto a discernimiento, ya que donde hay relaciones «hay vida» e intereses (unos legítimos... y otros no tanto) que es recomendable revisar (bien para potenciar, en el caso de que sean buenos, o bien para purificar, en el caso contrario). De las experiencias que se van teniendo (sean del tipo que sean) en el campo de esta misión compartida entre laicos e instituciones religiosas, se pueden señalar algunos puntos particularmente delicados a los que es importante prestar especial atención. Indica-remos de forma genérica algunos de ellos –con la idea de que cada sujeto, congregación o grupo pueda adaptarlo a sus circuns-tancias particulares–, intentando subrayar los riesgos y tentaciones más habituales presentes en toda vinculación de este tipo. 1. Recordar quién nos convoca y para qué Los trajines de cada día, junto a la «presión» del egoísmo y del deseo de posesión, pueden hacernos olvidar con mayor facilidad de la deseada que lo que nos une a todos y lo que nos mueve es el Señor. Él es quien nos llama para colaborar con Él en la ardua pero hermosa tarea de expandir el Reino por el mundo. Es a Dios a quien servimos, por encima de cualquier necesaria mediación. Juan Pablo II recordaba este vínculo directo de todo bautizado con Cristo: «también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo»5. De ahí la conveniencia de tener siempre presentes dos claves: que la misión no tiene su origen en el hombre, sino que viene de fuera (del deseo de Dios de hacernos partícipes de sus planes de salvación), y que la misión universal es una y la misma para todos (aunque se concrete de formas variadas). Por estas razones hay que estar permanentemente atentos a la tentación de la «apropiación». En los religiosos y/o sacerdotes suele manifestarse como tendencia a adueñarse de la misión o del carisma en el

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    que esta se concreta; en los laicos, como inclinación a creerse los «renovadores» auténticos de la Iglesia, a la que devuelven su original frescura. Evidentemente, ni lo uno ni lo otro marca la dirección adecuada. No es destacando unos sobre otros como comu-nicamos la bondad de nuestro Dios, sino teniendo paz unos con otros (Mc 9,50) y devolviendo al Señor el lugar original y «origi-nante» que le corresponde. 2. Situar las preposiciones Uno de los puntos más delicados en la misión compartida es el modo de comprender el vínculo entre el laico y la institución religiosa. De cómo se entienda el nexo que los une dependerá la relación, y será un reflejo de la forma de concebir la misión. Desde que se empezó a aceptar que los laicos no eran únicamente receptores del Evangelio, sino parte activa en la transmisión del mismo, hubo que determinar la manera en que podían ejercer los tres munera Christi (los «oficios» de Jesucristo: sacerdotal, profético y real). En su caso, estaba claro que de ninguna manera debían hacerlo al margen de la jerarquía o de cualquier tipo de autoridad reconocida. Por eso la cuestión se ha centrado más bien en la naturaleza de la relación. Justo es reconocer que se está produciendo un cambio significativo que sería bueno analizar, por las consecuencias que de él se derivan. Ahora ya no se habla tanto de que el laico esté llamado a trabajar para una institución o congregación, sino que su tarea es colaborar con los otros en una misión común; lo cual implica que también los religiosos y sacerdotes deberán mirar, a su vez, cómo colaborar con los laicos. Este giro del «para» al «con» tiene implicaciones notables para todos. Apuntamos algunas de ellas: – En primer lugar, la necesidad de delegar. El sacerdote o el religioso/a no debe hacerlo todo, porque la misión no es suya. Forma parte de su obligación potenciar los dones de los fieles y ayudarles a ponerlos al servicio del bien común6. La experiencia muestra que este punto suele ser conflictivo, pues muchas veces el laico termina siendo más un «ejecutor» de órdenes que un sujeto con capacidad de decisión. Y, por otro lado, también al laico se le cuela el deseo desordenado de querer estar en lugares antes inac-cesibles, con una inconfesable pretensión de control y poder. Pero el Evangelio va por otros derroteros: «acogeos mutuamente como os acogió Cristo para gloria de Dios» (Rm 15,7). «Para edificar solidariamente la casa común es necesario, además, que sea depuesto todo espíritu de antagonismo y de contienda y que se compita más bien en la estimación mutua, en el adelantarse en el recíproco afecto y en la voluntad de colaborar, con la paciencia, la clarividencia y la disponibilidad al sacrificio que esto a veces pueda comportar»7. – En segundo lugar, la importancia de potenciar cada vocación. Una buena colaboración no debería dar como resultado la confusión de los distintos estados de vida, como si fueran iguales y diera lo mismo ser una cosa que la otra. Desde hace tiempo la Iglesia ha alertado del peligro de «clericalización» de los laicos así como de una excesiva secularización de sacerdotes y religiosos. Puede pasar, y hay que estar atentos. El laico no es un religioso frustrado, y el sacerdote o el religioso no es un laico camuflado. ¡Mirad no vayáis mutuamente a destruiros! (Ga 5,15). De hecho, un rasgo característico de una sana cooperación sería que cada vocación se reconociera más a sí misma en el encuentro con el otro. Para ello es necesario conocimiento mutuo y discernimiento compartido. Así pues, la idea que habría que fomentar es que todos los fieles estamos llamados a colaborar unos con otros, en la obra de Nuestro Señor –con Cristo, por Él y en Él-- para llevar la Buena Noticia a todos. 3. Cultivar la confianza recíproca Una relación basada en la cooperación mutua tiene que contar con algunas premisas básicas para poder funcionar. La más impor-tante de ellas es la confianza de las dos partes entre sí. No es fácil de lograr, pero es fundamental cultivarla para que el fruto sea el deseado. Se trata de una prioridad que no debe darse por supuesta. La confianza necesita un suelo en el que apoyarse. Si nosotros creemos en Dios y le damos un margen de fiabilidad, es porque tenemos datos suficientes que le avalan. Previa a nuestra fe está toda una historia en la que el Señor ha dejado signos de su modo de ser que posibilitan el asentimiento a sus palabras... «porque yo sé bien en quién tengo puesta mi fe» (2 Tim 1,12). De modo semejante, uno no puede delegar en otro sin un conocimiento previo medianamente profundo y serio; y así como los sacerdotes y religiosos cuentan con un tiempo largo de formación, donde la persona «curte» su fe, es necesario buscar medios de «probación» de los laicos para que su presencia no se deba únicamente a «padrinos» o amistades particulares, a cuestiones ideológicas (que en la Iglesia también funcionan), a un lenguaje religioso adquirido y aparente (es más fácil hablar que vivir), a buenos propósitos poco elaborados, o a una notable formación teológica y profesional apenas empapada de evangelio. Un deseo excesivo de promocionar a los laicos lleva con frecuencia a tomar decisiones en las que la intención no es del todo recta y, a la larga, va quebrantando la confianza de unos y de otros. Este punto es extremadamente delicado, pero muy importante, especialmente en los casos en que se quiere que un laico ocupe un lugar preeminente en una comunidad o en una institución. Antes de llevarlo a cabo, es fundamental «pulsar» la recepción que puede tener en los otros laicos, así como «contrastar» por diversas vías (y no solo por las de las personas interesadas) la hones-tidad de la persona elegida. Es fundamental que el sujeto se sienta legitimado en su cargo por la comunidad, por la congregación y por aquellos que van a colaborar de forma directa con él (laicos, religiosos, sacerdotes). A pesar de todo, la confianza hay que ganarla cada día. Los laicos sienten a menudo un cierto recelo hacia sacerdotes y religiosos porque «no entienden las cosas del mundo»; pero, a su vez, se saben mirados con sospecha en sus motivaciones (particularmente en las materiales), pues pocos creen de verdad que Dios puede ser lo primero y el Primero también para ellos, y su mayor deseo, amarle y servirle. Cuando la desconfianza pesa más que la confianza, se suele apostar por la reserva y las «agendas ocultas» (sobre todo en lo que

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    a la información se refiere), más que por la prudencia y la transparencia. Pero sin estas dos últimas virtudes, las relaciones se van deteriorando irremisiblemente. 4. Mantener el espíritu del carisma Otro reto primordial es cómo garantizar la pervivencia del carisma fundacional de la institución religiosa en la que los fieles laicos van a colaborar. Probablemente sea uno de los aspectos que mayor preocupación despiertan. De hecho, suele ser causa de dudas y suspicacias. Cualquier carisma es un don de Dios para la edificación de la comunidad y para el bien de todos, y recordarlo resulta sanador. Es cierto que las congregaciones son depositarias del carisma del fundador y encargadas, por tanto, de cuidarlo y con-servarlo; pero los llamados a participar del mismo no se reducen a los miembros de dicha institución. En ocasiones, las miradas nuevas logran sacar a la luz aspectos olvidados o ensombrecidos, e igualmente pueden ser motivo de una reinterpretación del mismo al encarnarse en personas que pertenecen a otro estado de vida con sus características propias8. La dificultad que presenta este punto hace que con frecuencia se caiga en dos tentaciones habituales: – De parte de sacerdotes y religiosos suele asomar una actitud paternalista que humilla. El paternalismo no es la inclinación al cuidado y al afecto propios de un talante paternal, sino que consiste en establecer una relación de superioridad en la que el otro es invariablemente alguien al que enseñar. En este aspecto que estamos analizando sobre el carisma de una congregación, el laico es visto como un aspirante o un alumno (en algunos casos aventajado) que llegará a comprender e interpretar una parte de las profundidades del mundo espiritual, pero sin alcanzar los niveles de un ordenado o un consagrado (al menos en la praxis). – De parte de los laicos se traduce en el «rebajamiento» del valor de toda una tradición (de siglos, en muchos casos). Un laico «ascendido» a la categoría de colaborador puede pensar que ya «se las sabe todas» y que no necesita a nadie (excepto a un «mentor» de la orden que le sirva de apoyo público). Se cae así en una contradicción flagrante, pues en la mayoría de los casos, si el laico se siente configurado por el carisma del fundador de una orden, probablemente se deba a la esmerada labor de conser-vación y transmisión de las congregaciones. Ningún carisma se da desencarnado, sino que tiene una historia (personal o comuni-taria) y una tradición (eclesial en último término). Este punto es muy importante, y los laicos deberían trabajarlo más. Porque incluso los actuales movimientos laicales que se consideran depositarios de nuevos carismas adolecen en ocasiones de falta de eclesiali-dad, pues no en pocas ocasiones han caído en la tentación de generar «iglesias paralelas»9. El carisma no debería ser sino un lugar de encuentro, de agradecimiento, de enriquecimiento mutuo y de servicio a los demás. 5. Reconocer diversas formas de autoridad y de poder Otro aspecto al que prestar atención es el del poder y la autoridad, que se manifiestan de forma distinta en los diferentes partícipes de la misión compartida. No es lo mismo colaborar con una institución consolidada que cuenta con numerosos medios (materiales y humanos) que pertenecer de hecho a ella. Ciertamente, los modos y grados de implicación en una obra religiosa son muy varia-dos: conducir la catequesis, animar la oración, ser guía de grupos, dar ejercicios espirituales, enseñar como profesor en un colegio, hacerse cargo de una casa de espiritualidad, ocupar puestos de dirección en una obra... Pero en todos los casos el laico debe convivir con el hecho de que hay un margen de responsabilidad (y, por tanto, de poder de decisión sobre las cosas y las personas) que pertenece en último término a las figuras de autoridad de la congregación con la que trabaja (superiores, provinciales, etc.). En cierta manera, el laico debe «entrar» en la dinámica de funcionamiento interno de la Vida Religiosa, hacerse un poco «religioso». Por eso es fundamental que conozca y ame (o desee conocer y amar) el corazón de los consejos evangélicos, ya que, en parte, está llamado a vivirlos (la obediencia como pilar, la pobreza como estilo de vida, la castidad como transparencia y honestidad). Ahora bien, existe un punto de difícil equilibrio que es necesario cuidar, pues el laico no debe perder su genuina vocación, y la colaboración no debe quedar reducida al hecho de que el laico colabore en la misión de la institución religiosa, sino que, dando un paso más, las instituciones religiosas tendrían que ser asimismo lugares que constituyan un medio y un apoyo para que el laico pueda desarrollar su misión en el mundo. Por lo tanto, toda obediencia tendrá que darse en un marco de diálogo básico y fraterno. 6. Examinar la interrelación entre el ámbito de lo profesional y el de lo religioso La colaboración en la misión en una institución cuyo titular es una orden religiosa o una diócesis debe realizarse dejando claro que hay cierta autonomía de las realidades terrenas10, determinados valores y normas del mundo que tienen cierta autonomía –que no separación– de lo religioso. Saber historia, marketing, diseño gráfico, informática, gestión, idiomas, filosofía o psicología es algo independiente de profesar o no unas creencias religiosas, de ser laico o religioso. La contratación de personal, las condiciones laborales (económicas, horarios de dedicación, responsabilidades, etc.), la promoción de empleados, e incluso los despidos, de-berían hacerse con criterios profesionales claros en los ámbitos institucionales cuando se está hablando de misión compartida entre creyentes, sean laicos, religiosos o sacerdotes. «Los hijos del dueño», sean quienes sean, no deben tener más privilegios que el de servir más profunda y desinteresadamente: «offrescerán todas sus personas al trabajo» (EE 96). La misión compartida incluye también el cuidado de las condiciones laborales, el «modo nuestro de proceder» en las plataformas institucionales de la misión con justicia ad intra. No son misión únicamente los frutos, sino también la «forma» de gestionar las instituciones. Todo esto sin ingenuidad ni «buenismos», pero también sin discriminaciones ni vulneración de derechos. La institución, como plataforma de

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    misión, importa mucho, y en términos generales la dimensión laboral en la evangelización está poco cuidada, quizá por la seguridad laboral en que viven muchos. Por eso no se debe olvidar que no se pueden conseguir frutos evangélicos «desde las instituciones» cuando no hay un cuidado por unas mínimas relaciones de justicia «en las instituciones». Una vez integrados unos mínimos de justicia, es cuando cabe plantearse hablar de la institución como una comunidad familiar y colaborar con un espíritu familiar y desde un «compañerismo creativo»11. En ese caminar formando familias (franciscana, igna-ciana, claretiana, salesiana, diocesana, etc.), aprender de la experiencia de algunos laicos resulta fundamental. La familia no es misión de todos los laicos (v.gr., los solteros), y los religiosos tienen familia y viven como una familia. Pero, sin duda, si buscamos modos de proceder más familiares y comunitarios quizás haya que escuchar más de fondo la experiencia de algunos laicos que viven profundamente su vocación familiar. El seguimiento de Jesús no implica necesariamente la renuncia a la familia cuando esta vive con hondura los valores evangélicos. Hoy es necesario recuperar que la familia que vive evangélicamente, que es comunidad al servicio de la vida12, comunidad educadora y comunidad solidaria, es modelo de seguimiento, medio de seguimiento y lugar de seguimiento, iglesia doméstica. También habría que preguntarse y reflexionar sobre las dificultades en muchos casos del laicado para vertebrar su compromiso eclesial en la creación y el liderazgo de instituciones. La excesiva visibilidad de algunos movimientos laicales no se ha visto a menudo acompañada de la creación madura de instituciones que favorezcan la estabilidad y la profundidad en la misión. Solo algunas editoriales, algunas universidades, algunos colegios y algunas obras sociales parecen haberse creado. 7. Revisar y actualizar los lugares concretos de misión Hoy se da una deficitaria y unilateral presencia pública de los cristianos, convertidos en muchos ámbitos en una minoría. Los espacios en los que expresamos la fe en la vida ordinaria van desapareciendo. Sin embargo, socialmente se reconoce la presencia pública de la Iglesia en la educación, la acción social, los hospitales, las cárceles, las misiones en el tercer mundo... A la vez constatamos que la representación del cristianismo –en lo político, en lo sindical, en los medios, en el arte y en la cultura– es escasa, lo cual da lugar con frecuencia a una marginación cultural del cristianismo, que, si aparece, se presenta normalmente un poco radicalizado, agresivo o como rareza. Tal es, a juicio de algunos, la presencia confesional cristiana en la política, en los medios y en la cultura. Quizá la misión compartida debería llevar a replantear nuevas presencias y nuevos modos de presencia más centrados, menos estridentes, más hondos y más normalizados. Quizás haya que pensar en «remar más adentro», abandonando algunos de los clásicos campos de misión para ir creando nuevas formas de presencia13. La tentación es instalarse en una forma-ción permanente prolongada indefinidamente, que nunca nos prepara para saltar a la vida pública, a lugares nuevos, a nuevas fronteras y territorios de misión. La misión compartida no solo es trabajo, sino ocio común; no solo compromiso, sino descanso; no solo palabra, sino silencio y oración; no solo acción, sino vacación y contemplación. Hay que cultivar el estar juntos sin agendas, sin proyectos y sin planes. A veces no se trata de colaborar, sino de acompañar, apoyar, alentar, animar, estar con otros. Esos espacios de ocio y celebración, de fiesta y siesta, son únicos para conocerse y reconocerse caminando juntos en la misma dirección. 8. Evaluar las experiencias En general, la misión compartida está generando un cristianismo más adulto y más eclesial. La experiencia está resultando positiva, y sería injusto no agradecer mucho a Dios esta gracia de trabajar juntos. Sin embargo, hay una serie de cuestiones de fondo que, después de unas décadas de colaboración, conviene evaluar. No siempre se ha acertado, y es fundamental integrar los fracasos, las limitaciones, las cegueras y las injusticias. La colaboración no ha fomentado en todos los casos el desarrollo de sujetos respon-sables. La misión compartida ¿nos ha hecho más adultos y responsables a todos? Cierto reduccionismo ha supuesto que la mayor parte de la formación para los colaboradores siga orientándose a formar catequistas o guías de grupos, profesores y ayudantes, más que adultos responsables en la fe. ¿Hemos abandonado del todo el paternalismo y el verticalismo que tanto infantilizan? Por otro lado, no está claro si la formación que recibimos –laicos, sacerdotes y religiosos– es una buena formación que nos capacita para vivir una fe adulta y madura en una sociedad secularizada, una fe en una sociedad donde cada vez se hace más difícil creer. ¿Ha estado la misión compartida a la altura de nuestro tiempo? ¿Hemos ido donde teníamos que ir? ¿Hemos escuchado las voces de nuestro mundo? Asimismo, es esencial preguntarnos si no estaremos viviendo todavía un cristianismo un tanto alejado de la Escritura y, a veces, distante del espíritu evangélico, incapaz de dejarse «alterar por la Palabra». ¿Hemos ido en misión compartida desde el espíritu y desde la palabra? Quizá no acabamos de configurar una forma de vida cristiana clara y nítida, seductora y provocadora. Hay encuentros, retiros, dinámicas, convivencias, voluntariados, oraciones afectuosas... Hay ofertas de formación suficientes, pero puede que no acaben de atrapar «por dentro» las opciones, pensamientos, motivaciones, decisiones y sentimien-tos. Tres cuestiones parecen nucleares en la evaluación: la construcción de sujetos adultos y responsables, la mutua escucha de la Palabra y la creación de formas de vida cristianas. Lo fundamental no es la cantidad ni el ruido que se haga, como a veces parecería en ciertos movimientos y manifestaciones eclesiales, sino la escucha atenta al espíritu, que trabaja por dentro, que susurra la Palabra de Dios a los corazones y que alienta modos de vida evangélicos. Ese espíritu es el que se descubre en los textos de Mateo que hablan de la misión de los apóstoles (caps. 10 y 18). La misión compartida es misión que busca curar y purificar, que se dirige a las ovejas perdidas, que da gratis porque gratis lo ha recibido, que no se procura ni oro ni plata, que bendice con paz, que es prudente como las serpientes y sencilla como las palomas, que es

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    consciente de que se nos manda en medio de lobos, que no tiene miedo, que toma la cruz y sigue al Señor, que pierde la vida y la encuentra, que se hace como un niño, que no escandaliza a los pequeños, que corrige fraternalmente cuando un hermano llega a pecar, que ora en común y que perdona hasta setenta veces siete. Ese estilo de Jesús es el que nos invita a preocuparnos por el cómo y el adónde vamos en la misión compartida, más aún que por los frutos. * Era el deseo que san Pablo tenía para la comunidad de Filipos: «lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilatar lo mejor para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo» (Flp 1,9). ** Miembro del Consejo de Redacción de Sal Terrae. Director de la Cátedra de Bioética, Universidad Pontificia Comillas. Madrid. . *** Miembro del Consejo de Redacción de Sal Terrae. Profesora de Teología. Madrid. «[email protected]». 1. TERESA DE JESÚS, Vida, c. XXXIII, 5. 2. Ibid., c. XV, 5. 3. CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, n. 30. 4. JUAN PABLO II, Christifideles laici, n. 33. 5. Ibid., n. 2. 6. Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Los cristianos laicos, Iglesia en el mundo, n. 87. 7. JUAN PABLO II, Christifideles laici, n. 31. 8. Cf. CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, n. 33. 9. Sobre los criterios para verificar la naturaleza eclesial de los movimientos/asociaciones laicales, ver: CONFE-RENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Los cristianos laicos, Iglesia en el mundo, n. 94. 10. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et Spes, n. 36. 11. M. AGÚNDEZ, La participación de los laicos en la misión (Conferencia, Loyola 2000). 12. JUAN PABLO II, Familiaris consortio, n. 28. 13. Melecio AGÚNDEZ (loc. cit.) insiste en que la propia colaboración mutua es generadora en sí misma de una nueva cultura con unas características propias: respeto por los carismas e ideales de los demás, escucha mutua y voluntad de aprender de los otros, prontitud para comprender y cooperar, diálogo abierto y franco, correspon-sabilidad y compromiso personal, y amistad.

    La misión compartida en las parroquias. Carles Marcet, sj*

    1. Presentación de la cuestión Los dos artículos anteriores han abordado la cuestión de la misión compartida desde la perspectiva de un mismo carisma o espiri-tualidad que es compartido desde dos opciones de vida diferentes, la laical y la religiosa. Se entiende que este carisma o espiri-tualidad es un don de Dios para la Iglesia y en beneficio de todos, y que no puede ser monopolio exclusivo de un tipo de vocación eclesial, ya sea religiosa o laical. La misión compartida, así entendida, es algo que hoy ya se nos aparece como irreversible y que va cobrando lentamente cuerpo de diversas maneras.

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    Pero existe otra acepción de la «misión compartida» –que es la que aquí vamos a desarrollar– que es previa a la anterior y más global que ella. Ya no se trata de una misión compartida de raíz carismático-espiritual, sino de una misión compartida de raíz universal o católica. No es una misión derivada del hecho de compartir una espiritualidad o carisma determinado en la Iglesia, sino del mero y simple hecho de ser cristiano, de ser miembro de la Iglesia católica, de haber recibido el sacramento del bautismo. Las parroquias son un lugar eclesial visible donde lo que se comparte es precisamente el hecho de ser cristiano, más allá y previa-mente al hecho de vivir la propia fe desde un carisma particular concreto o desde un ministerio específico. Así, las parroquias son un buen lugar desde el que hablar de esta «misión compartida católica». Situados en este terreno, la misión que nos une es el seguimiento de Jesús. Es una misión compartida en cuanto que la vivimos y expresamos en comunidad, en Iglesia; y es «católica» porque su raíz está en el sacramento bautismal recibido por todo cristiano. Vamos, pues, a intentar desarrollar un poco más todo esto. 2. Un primer desarrollo de la cuestión Pienso que el punto de arranque necesario para ubicar acertadamente lo que se pretende alcanzar con esa opción de vivir en la Iglesia una misión compartida católica es la categoría de seguimiento de Jesús. Una categoría que muchos han considerado como la forma breve del credo católico: creer es seguir a Jesús el Cristo. Seguir a Jesús, su proyecto y su misión, no es algo «optativo» en la Iglesia. Es un deseo y compromiso de todos y cada uno de los cristianos. Es una llamada y una vocación común previa a cualquier otra diferencia que pueda establecerse entre los cristianos (por razón de carisma, vocación personal, ministerio propio...). Cristiano es el que sigue a Jesús hoy. Las concreciones pueden variar y pueden ser motivo de discernimiento, de vocación perso-nal, etc.; pero el hecho en sí mismo es común a todos: todos nos descubrimos llamados a seguir el camino de Jesucristo. Esa es nuestra misión compartida católica, y a partir de ella y sin prescindir de ella, porque es la que nos precede y convoca, se derivan carismas, identidades y responsabilidades concretas diversas... Es decir, se derivan concreciones –complementarias– del mismo seguimiento. Este seguimiento de Jesús se concreta también para todo cristiano en un hacer propios la misión misma y el proyecto de Jesús, que normalmente denominamos Reino de Dios: todo cristiano participa –tampoco ello es optativo– de esa misión de Jesús de hacer presente el Reino, de acercar a Dios a la humanidad, de promover la vida que Dios quiere y sueña para todos, especialmente allí donde esta se encuentra más amenazada. Pensando en un marco parroquial, esto vale tanto para el catequista como para quien colabora en la liturgia, en la acción social, en la limpieza, así como para el párroco o las religiosas que con él colaboran. Es una utopía y una pasión común a todos y que a todos aglutina en un mismo cuerpo: en el cuerpo del Señor Jesucristo, cuya misión de conducir a la humanidad hacia Dios nos precede y nos encarga proseguir. Por eso, todo cristiano, seguidor de la misión de Jesús, sea cual sea su tarea en el seno de la comunidad y en el mundo, es fundamentalmente un enviado, y en este sentido «misión compartida» no hace referencia a «realizar actividades», a «desarrollar tareas», sino a saberse enviado con otros. De esa raíz nacerán las actividades y tareas concretas y particulares. ¿Cuál es el punto de partida común que a todo cristiano le hace saberse un seguidor de la misión de Jesús enviado a vivirla? Propiamente, es el sacramento del bautismo. Cuando este sacramento es tomado en serio1, uno puede cobrar conciencia de que lo que allí acontece es algo así como una consagración. En el sacramento, Dios nos toma, por la fuerza del Espíritu, para dedicar toda nuestra existencia y todo en nuestra existencia2 a proseguir la misión de Jesús. Es algo que configura todo el existir. Y configura todo el existir de todo cristiano, más allá de las formas concretas de seguimiento que luego cada cual pueda adoptar. Lo que allí acontece es algo que a quien lo recibe le constituye en un «enviado en misión, como otros y junto a otros». Enviado, por la gracia y el don del Espíritu, a la misión de hacer presente la misericordia del Padre al estilo del Hijo Jesucristo. Por eso es legítimo –¡y necesario y urgente!– decir que todo bautizado es un misionero, un enviado. En la comunidad eclesial y en las células eclesiales que son las parroquias, el misionero enviado no es solamente quien ha recibido el ministerio en la consagra-ción sacerdotal, sino que también lo es quien ha recibido la misión común en la consagración bautismal, es decir, todo cristiano consciente y que se precie de serlo. Y esa consagración bautismal confiere la tarea de ser testigo y mediador de la cercanía misericordiosa de Dios al mundo, tal como lo hizo Jesús; la misión de ser «alter Cristhus». Tampoco eso es una tarea reservada a un grupo particular de bautizados, como pueden ser los sacerdotes o los religiosos. El sacramento del bautismo es, pues, el que confiere la «carta de ciudadanía» a eso que hemos llamado «misión compartida católica». Se trata de un sacramento conferido y llamado a ser acogido personalmente en toda su significación; y, a su vez, se trata de un sacramento que nos introduce en una comunidad también toda ella configurada por la acogida del don del Espíritu de Dios y de la misión de seguimiento que ese don provoca. En otras palabras, nos introduce en la comunidad eclesial. Una pertenencia que comúnmente vivimos encardinados en pequeñas comunidades locales, muchas de las cuales reciben el nombre de «parro-quia». La razón de ser de estas pequeñas comunidades locales es la de ejercitar aquello para lo que cada uno de sus miembros fue consagrado en el bautismo: vivir al servicio del seguimiento de la misión de Jesús en el mundo de hoy y en el ámbito geográfico en que se inserta la comunidad parroquial. De tal modo que la persona y el proyecto de Jesús toman cuerpo en la gran comunidad eclesial y en cada una de las pequeñas comunidades eclesiales en las que toda la comunidad está presente3. De ahí que debamos sostener que toda la Iglesia y toda comunidad de Iglesia, como es el caso de las parroquias, es misionera; es un cuerpo que, como tal, comparte en corresponsabilidad una misma misión. La Iglesia, y cada parroquia dentro de la Iglesia, es una comunión para la misión de dar a conocer, con palabras, gestos y signos, en seguimiento de Jesús, la Buena Noticia de la cercanía salvadora de Dios. Esta es su única misión, y lo es también de toda la comunidad eclesial, de todos sus miembros4, en virtud de su común condición de bautizados. Desde esta concepción de la «misión compartida católica»