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179 RESEÑAS Fogwill, Los pichiciegos. Buenos Aires: Inter- zona, 2006 (la primera versión del libro data de 1982). Nicolás Cabral Cuando, poco antes de la rendición ar- gentina en la Guerra de las Malvinas, circularon en Buenos Aires algunas co- pias mimeografiadas de Los pichiciegos, muy pocos estaban en condiciones de en— tender cuál era el tema verdadero de la novela, si bien era evidente que se trataba de un texto importante. Lo cierto es que el relato, publicado final- mente en 1983, cuando Raúl Alfonsín ocupaba ya la presidencia, fue escrito en un lapso muy breve, de cara a los acontecimientos o, mejor dicho, a su re- presentación televisiva. Entre el 11 y el 17 de junio de 1982, Rodolfo Enrique Fogwill –que firma sus libros sencilla y mega lómanamente como Fogwill– compuso una fábula que, en apariencia, imagina las condiciones de superviven- cia de un grupo de soldados argentinos durante la última guerra colonial de la Gran Bretaña, en las islas del Pacífico sur. Digo en apariencia porque la escri- tura del texto en realidad respondió a algo muy distinto que una denuncia de la guerra. Los pichiciegos, subtitulada Visiones de una batalla subterránea, narra la historia de una comunidad clandestina de de- sertores que, en espera del fin de los combates, habita un refugio subterrá- neo, bautizado por ellos como la pichi- cera. (En algunas regiones de la pampa argentina se conoce como pichiciego a una variedad del armadillo.) Las espe- ranzas están perdidas y lo que tiene lu- gar es la construcción de una sociedad capitalista regida exclusivamente por la acumulación. El comercio con los ingle- ses –un sistema de trueque: informa- ción sobre las posiciones del ejército argentino a cambio de provisiones– se sostiene en el liderazgo de el Turco (como se apoda en el Río de la Plata a las personas de origen árabe), quien no admite otra moral que la del comercio. Así, el escenario de la ficción es un es- pacio cerrado antes que los paisajes nevados de las islas; se narra la configu- ración de una comunidad hermética, no la épica de una batalla desigual. ¿En qué sentido puede hablarse, entonces, de una novela sobre la guerra de las Mal- vinas? Los pichiciegos es otra cosa: un re- lato anticipatorio –se tiene la tentación de usar la palabra clarividente– sobre el fin de la dictadura cívico-militar argenti- na y la llegada del, para usar un término de Alain Badiou, capital-parlamentaris- mo (al que, por un abuso semántico, llamamos democracia). Conviene entender las condiciones de escritura de este libro, una de las cumbres de la narrativa argentina con-

nicolás cabral - Istortodos los demás son unos pelotudos. Es la venganza del tipo que entiende. Y esos datitos tienen un valor literario, obviamente”. Con independencia de su estatura

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Fogwill, Los pichiciegos. Buenos aires: inter-

zona, 2006 (la primera versión del libro data

de 1982).

nicolás cabral

Cuando, poco antes de la rendición ar-gentina en la Guerra de las Malvinas, circularon en Buenos Aires algunas co-pias mimeografiadas de Los pichici egos, muy pocos estaban en condiciones de en — tender cuál era el tema verdadero de la novela, si bien era evidente que se trataba de un texto importante. Lo ciert o es que el relato, publicado final-mente en 1983, cuando Raúl Alfonsín ocupaba ya la presidencia, fue escrito en un lapso muy breve, de cara a los acontecimientos o, mejor dich o, a su re-presentación televisiva. Entre el 11 y el 17 de junio de 1982, Rodolfo Enrique Fog will –que firma sus libros sencilla y mega lómanamente como Fogwill– compuso una fábula que, en apariencia, imagina las condiciones de superviven-cia de un grupo de soldados argentinos durante la última guerra colonial de la Gran Bretaña, en las islas del Pacífico sur. Digo en apariencia porque la escri-tura del texto en realidad respondió a algo muy distinto que una denuncia de la guerra.

Los pichiciegos, subtitulada Visiones de una batalla subterránea, narra la historia de una comunidad clandestina de de-

sertores que, en espera del fin de los combates, habita un refugio subterrá-neo, bautizado por ellos como la pichi-cera. (En algunas regiones de la pampa argentina se conoce como pichiciego a una variedad del armadillo.) Las espe-ranzas están perdidas y lo que tiene lu-gar es la construcción de una sociedad capitalista regida exclusivamente por la acumulación. El comercio con los ingle-ses –un sistema de trueque: informa-ción sobre las posiciones del ejército argentino a cambio de provisiones– se sostiene en el liderazgo de el Turco (como se apoda en el Río de la Plata a las personas de origen árabe), quien no admite otra moral que la del comercio. Así, el escenario de la ficción es un es-pa cio cerrado antes que los paisajes neva dos de las islas; se narra la configu-ración de una comunidad hermética, no la épica de una batalla desigual. ¿En qué sentido puede hablarse, entonces, de una novela sobre la guerra de las Mal-vinas? Los pichiciegos es otra cosa: un re-lato anticipatorio –se tiene la tentación de usar la palabra clarividente– sobre el fin de la dictadura cívico-militar argenti-na y la llegada del, para usar un término de Alain Badiou, capital-parlamentaris-mo (al que, por un abuso semántico, llamamos democracia).

Conviene entender las condiciones de escritura de este libro, una de las cumbres de la narrativa argentina con-

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temporánea. Fogwill, que además de sociólogo es publicista y mercadólogo, que además de ser un escritor de primer orden se regodea en ciertos pasajes de su biografía, trabajó durante la dictadura tanto para una de las empresas interve-nidas por el gobierno de Roberto Viola –general de la genocida Junta Militar– como para el grupo Socma, un holding de los Macri, familia de millonarios con amplia influencia en Argentina. (Mauri-cio Macri, hijo del magnate Franco Ma-cri, es el actual alcalde de Buenos Aires, luego de su paso por la presidencia de Boca Juniors.) Reúno estos anteceden-tes para ayudar a entender el papel que en Los pichiciegos juegan ciertos saberes, que no por casualidad tienen que ver con la supervivencia y el negocio, que aquí son la misma cosa. El asunto es, entonces, que Fogwill sabía. ¿Qué sa-bía? Que, dentro del propio régimen, se estaba cocinando la democracia. De ahí que sus personajes hablen de futuras elecciones, en ese momento impen-sables. El escritor lo explica en sus pro -pi os términos en una entrevista aparecid a en Clarín el 25 de marzo de 2006, con motivo de la reedición de Los pichiciegos: “trabajaba en Socma y sabía cómo se estaba fabricando el tránsito a la democracia. En realidad, ellos aposta-ban a [Ítalo Argentino] Luder, el candi-dato del peronismo, […] el plan cultural de la democracia lo escribí yo, en Soc-

ma, para Luder. Era uno de los tantos miles de papers que salían para pro-yectos de gobierno”. Con su habitual ferocidad, agrega: “[en Los pichiciegos] deposito en clave un montón de datitos, para que vean que yo me avivé y que todos los de más son unos pelotudos. Es la vengan za del tipo que entiende. Y esos datitos tienen un valor literario, obviamente”.

Con independencia de su estatura estética, Los pichiciegos funciona, insis-to, como una novela de anticipación. Su tema no son las Malvinas, excusa que permitió a Fogwill urdir un uni-verso espe cífico y una trama. Su tema es la sospechosa naturalidad con la que Argentina pasó de la sangrienta dictadura a la democracia liberal, es decir, la forma política del capitalismo avanzado. Fogwill no enjuicia, señala. Su posición es ambigua, cuando no confusa. Simplemente sabía que des-de el propio régi men se fraguaba el paso al neoliberalismo, que requería de formalidades “democráticas” para funcionar. “Esto termina con una elección”, pensó el escritor cuando inició la guerra.

Para finalizar, conviene citar un pasa je de la novela que funciona alegóri camente –y, de paso, muestra la capacidad expresiva de una prosa que articula la condensación claustrofóbica de la lengua–:

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El polvo químico. En estas putas islas

no queda un solo tarro de polvo quími-

co. ¿Por qué lo derrocharon? Lo derro-

charon, lo olvidaron: ¡No queda un puto

tarro de polvo químico!

Ni los ingleses ni los malvineros, ni

los marinos ni los de aeronáutica: ni los

del comando, ni los de policía militar

tienen un miserable frasquito de polvo

químico, tan necesario. No hay polvo

quí mico, nadie tiene.

Con polvo químico y piso de tierra,

caga uno, cagan dos, tres, cuatro, o cin-

co y la mierda se seca, no suelta olor, se

apelotona y se comprime y al día si-

guiente se la puede sacar con las ma-

nos, sin asco, como si fuera piedra, o

cagada de pájaros.

Así cagaban antes, hasta que se ago-

taron las existencias de polvo químico.

La dictadura cívico-militar no ofre-cía ya garantías a los dueños del capital, el desempeño económico era desastro-so. La recuperación de las Malvinas fue el intento desesperado de la Junta de afianzar un poder que se le iba de las manos. Pero se había acabado el polvo químico. Cuando todo comenzó a he-der, se puso en marcha el negocio de la transición democrática, cuyo desenlace fue, luego de la caída de Alfonsín, la llegada al poder de Carlos Menem, con resultados por todos conocidos. ¿Cómo no pensar en el Turco de Los pichiciegos?

¿Cómo no ver en esta novela magistral un ejercicio de clarividencia? Democra-cia y consumo, restos de una guerra.

Philip roth, La conjura contra América. Bar-

celona: random House mondadori, 2007.

césar albarrán torres

El punto de partida es inusual a primera vista y detona la imaginación: en las elecciones presidenciales de 1940, el heroico aviador y partidario republicano Charles A. Lindbergh derrota a Franklin D. Roosevelt, transformando la política exterior estadounidense –ofrece con ti-midez, incluso, la mano al Tercer Reich– y sembrando el terror en la co-munidad judía de Norteamérica, toda-vía desprovista de un estado propio, aún errante. En medio de esta historia alter-na –ojo, que no ficticia–, enraizada con precariedad en Nueva Jersey, se en-cuentra la familia Roth, cuyo pequeño hijo de siete años, Philip (el narrador), tiene que lidiar con los periplos de una madurez precipitada y la cruel aridez moral de un mundo en guerra.

A partir de ahí, y a lo largo de casi 400 páginas de aliento autobiográfico que van de junio de 1940 a octubre de 1942, Roth lleva al lector por una pesa-dilla en la que el pueblo judío no tiene guarida ni siquiera en la nación que pre-

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sume haber sido fundada bajo los prin-cipios de libertad y equidad. En esta geopolítica alternativa, el mundo se ali-nea con Hitler y en contra del comunis-mo. En esta Historia posible, es el Führer quien representa, según el su-puesto presidente Lindbergh, el último bastión de la libertad. Roth imagina un ataque artero del ejército alemán contra las fuerzas comunistas, después de que Stalin y Hitler hubiesen firmado un acuerdo de paz: “Esa noche, Lindbergh se dirigió a la nación desde la Casa Blan-ca para hablar sobre la colosal expansión bélica de Hitler, y sorprendió incluso a mi padre con su cándida alabanza del Führer alemán: ‘Con este acto’, declara-ría el presidente, ‘Adolf Hitler se ha es-tablecido como la mejor defensa del mundo en contra del comunismo y su maldad’”.

Esto pudo haber ocurrido, parece gritarnos Roth, fue (es) posible.

¿Qué habría podido ocurrir en tal o cual circunstancia?¿Por qué sacudió a los conservadores un libro como La con-jura contra América (The Plot Against America, 2004) si es, al fin y al cabo, fic-ción –el recuerdo del Newark mítico en el que reincide la literatura de Roth, tan fantasioso como Nunca Jamás–? Porque en el microcosmos del pequeño Philip –del viejo Roth de aliento proustiano–, la mesa estaba (¿está?) servida para que Estados Unidos, incluso con una ame-

naza titánica como la de Hitler, se vol-cara en políticas de exclusión y enjui-ciamiento. El terreno de Roth son las probabilidades insatisfechas de la Histo-ria. Lo suyo no es, aunque lo ha hecho en novelas como Pastoral americana (1997), inundar sus párrafos de una mera suma de fechas y acontecimientos, sino realizar una autopsia de los hechos pasa-dos con el bisturí de la suposición. Roth propone al lector un nuevo pacto narra-tivo: no leerás lo que imaginé en un tiempo y espacio ficticio, sino lo que pudo haber ocurrido si tan sólo los cami-nos de la Historia no se hubiesen bifur-cado como lo hicieron; hablaré de los ries gos entonces (ahora) latentes. De verdugos y víctimas.

Así como lo hizo en Operación Shylock (1993) –narración sobre una suerte de éxodo a la inversa comandado por un im-postor que se hace pasar por un tal Philip Roth–, el autor inserta una versión de sí mismo en los entramados narrativos del libro. En La conjura contra América, el devenir histórico lo afecta a él, o más bien a lo que él podría haber sido en esta América propensa al antisemitismo, y por ende a cualquiera con su perfil de-mográfico –sí, la historia no condena a individuos, sino a masas–. No nos equivo quemos: ésta es una novela des-tacable, habitada por seres y pasajes a la altura de lo mejor del heredero literario de Saul Bellow y, como en el resto de sus

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historias, sobrepasa por mucho a la mera descripción idiosincrásica, al panfleto. Pero ésta es lo contrario a una novela apolítica (¿alguna, en realidad, lo es?) y afronta la cuestión del judaísmo de una forma inusitada en la obra del autor, no con la ironía y hasta ánimo crítico de su primera, masturbatoria novela, El lamen-to de Portnoy (1969) ni siquiera con el cuestionamiento incisivo de la trilogía del personaje David Kepesh – El pecho (1972), El profesor del deseo (1977), El ani-mal moribundo (2001)–, sino desde la trinchera del miedo y la soledad de su comunidad.

Hay antecedentes a este indictment de la Historia en la obra de Roth. La in-cidencia del pasado, y más aún, de las guerras, en la vida de los ciudadanos nor-teamericanos en general y de la comuni-dad judía en particular, es amplia y cruel en la narrativa del nacido en 1933. En El escritor fantasma (1979), primer tomo de la saga de Nathan Zuckerman, nos topa-mos con una versión ‘alterna’ de Anna Frank: una sobreviviente que se da cuenta, años después, de que el diario abandonado en lo que parece otra vida ha inspirado y conmovido a millones. Ella no tiene el derecho a salir a la luz y revertir la historia, reclamar las lágrimas de miles. En su más reciente novela, la espléndida Indignation (2008), una suerte de Holden Caulfield judío asiste a una universidad preponderantemente cris-

tiana para evitar ir a la guerra en Corea (Irak): su constante rebeldía ante las au-toridades escolares hacen que lo expul-sen y que, meses después, sea destazado por la pólvora enemiga. O La mancha hu-mana (2000), en donde los fantasmas lejanos de Vietnam, y los cercanos de la moji gatería republicana en la era Clin-ton, además de los lastres raciales del afroamericano (hay, sí, resquicios de In-visible Man de Ralph Ellison) condenan al protagonista, Coleman Silk, a vivir y morir entre las sombras.

Pero La conjura contra América, la más académica de sus novelas, no parte de una mera anécdota: contrario a la objeti-vidad casi quirúrgica (incluso en cuestio-nes judías) del grueso de su obra, en que los datos son apenas un colofón y rara vez entorpecen la sucesión de los eventos, aquí el autor es minucioso a la hora de construir los cimientos argumentativos de esta realidad alterna. Las fechas, los acuerdos y las personalidades que, sin saberlo, labran el futuro de la alicaída fa-milia de Philip, se suceden en un notable ejercicio de lógica que, sin embargo, deja asomar no la comprobada destreza litera-ria del escritor judío sino una veta de denuncia (aquí sí, carente de ironía), in-usitada, repito, en su colosal obra.

Como una posible justificación, ofre-ce al final del libro una ‘nota al lector’, para que éste pueda “identificar dónde termina la verdad histórica y dónde co-

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beneficiados por la institucionalización de la lucha, allende 1928. La segunda, esa sí, es una versión alternativa de lo ocurrido en los momentos previos a la gesta independentista, trasladados los personajes reales de la afrenta a las cria-turas que Ibargüengoitia bautizó con nombres fruto de su sabio humor negro. Guanajuatense, el novelista supo repro-ducir los avatares de la tradición oral de su terruño, para así ofrecer a los lectores un relato insólitamente fidedigno en su ficción. Con sendas novelas, Ibargüen-goitia se convirtió en un puntilloso y mo-derno crítico del estado de las cosas en la Historia mexicana y su tratamiento de los héroes, mitos, hechos y leyendas que la componen.1

Decía Ibargüengotia, en una entre-vista con Aurelio Asiain y Juan García Oteyza, aparecida en el número 100 de Vuelta, allende marzo de 1985 (aunque realizada en 1978 y aparecida, original-mente, en el octavo y último número de la revista Guernica, por lo que el gua-najuatense no hace alusión a Los pasos de López, aún nonata):

Lo que me interesa al escribir es pre-

sentar la realidad según la veo. De eso

se trata: es la vida lo que me fascina. Es

1 Una apreciación similar puede leerse en el tex-

to de Luis Barrón, a quien mucho debe esta reseña, ubicado al comienzo de este ejemplar de Istor.

mienza la imaginación histórica”, acom-pañada de una cronología biográfica de los personajes en cuestión. Se presenta ésta como la realidad, pero se evidencia también destilada, oportunista: la histo-ria contada por los perdedores.

Roth, diestro y tramposo malabaris-ta político, literario. Aquí, América tam-poco es la tierra prometida.

Álvaro Uribe, Expediente del atentado.

mé xico: tusquets, 2007.

Álvaro Uribe, La lotería de San Jorge. mé xi-

co: tusquets, 2004. (Primera edición: méxico:

editorial Vuelta, 1995.)

david miklos

Mucho antes de que los editores ensal-zaran a los autores y los provocaran –o los tentaran, mejor aún– a escribir novelas sobre los próceres de nuestra nación, la novela histórica mexicana encontró a su mejor representante en Jorge Ibargüen-goitia (Guanajuato, 1928). Son Los relám-pagos de agosto (1965) y Los pasos de López (1982), en su recreación y comicidad, obras logradas en las que la Historia, re-vestida de ficción, muestra sus verdade-ros matices. La primera, ya se sabe, es una novela sobre la Revolución mexica-na; no tanto sobre la revuelta, sino acerca del devenir del proceso iniciado en 1910, en voz de uno de los tantos generales

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fascinante, por ejemplo, que en La

Bombilla, un restaurante muy agradable

que estaba donde ahora está el monu-

mento a Obregón, se le haga una comid a

al Presidente de la República y llegue

un tipo, se meta al banquete y haga ca-

ricaturas durante toda la comida (porque

hubo sopa y luego cabrito y luego frijo-

les y la trompeta) y a la hora de los frijo-

les le de siete balazos. Eso puede ser

maravilloso. Pero al mismo tiempo estoy

hablando de un mundo que ya no exis-

te, porque México no sólo ha cambiado

rápidamente sino que se ha perdido.

Es un país que no está escrito. Francia,

por ejemplo, lo está. Es un país que tie-

ne obras como las del Marqués de Saint-

Simon, que era un viejo ridículo que se

molestaba porque alguien pasaba delan-

te de él en un coche y lo escribía. Noso-

tros no tenemos nada. El problema de

México es que no tiene historia.

Es esta carencia de historia la que animó las ya mencionadas obras del guanajuatense, así como –quiero creer-lo–, cuatro décadas después, el Expe-diente del atentado de Álvaro Uribe (Ciu-dad de México, 1953), cuyo punto de partida es un atentado fallido en contra de Porfirio Díaz. Sin embargo, los recur-sos empleados por Uribe para narrar las eventualidades ocurridas tras el magni-cidio no consumado distan mucho de aquellos atendidos por Ibargüengoitia,

si bien la semilla y la intención narrativa sean las mismas.

Allí donde Ibargüengoitia le da voz a un testigo y a su primera persona, Uri-be recurre, como es habitual en su no-velística, a distintas voces, idénticamen-te protagónicas, que se desprenden del mismo suceso; algo así como la suma de testimonios microhistóricos que, reuni-dos, se transforman en el Gran Mural de la Historia. En Expediente del atenta-do, una de esas voces, escondida bajo las sospechosas iniciales F. G., se encar-ga de insuflar de vida un cartapacio –o una serie de carpetas– en el que reúne cartas, noticias, declaraciones y confe-siones pergeñadas por personajes, tanto principales como secundarios, que orbi-tan a Porfirio Díaz antes, durante y des-pués del atentado. Uribe, pues, crea (o recrea) la sustancia material a la que re-curren los historiadores para contar la Historia, en un ejercicio por demás lú-dico. Algunas de las voces se manifies-tan con mejor tino que otras, si bien ninguna supera a la voz de voces (la voz de los que saben, una suerte de coro) que, hacia el final, retrata a Porfirio Díaz, sa-bedor último del derrotero de su, hasta entonces, afortunado destino.

Quizá la cercanía nacional de Uribe con el tema y el evento abordados haga a Expediente del atentado una novela me-nos lograda que La lotería de San Jorge, notable y sólida primera novela en la

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que narra, a partir de varias voces, el génesis y el apocalipsis de una revolu-ción ocurrida en un ficticio, pero alta-mente familiar, país centroamericano.2

Uribe camina a sus anchas en el terruño inven tado, San Jorge, y narra con acier-to tanto sus mitologías –los motivos de Facundo Barrero y su transformación en monolito y estandarte– como el aparentemente nimio devenir cotidia-no de sus personajes secundarios. En un pie de página descubrimos que, igual que sucede en Expediente del aten-tado, lo que el lector tiene entre sus manos es una reunión de documentos, otro cartapacio, que cuentan el alfa y el omega de la revolución facundista en San Jorge. El motivo ulterior de la no-vela es crítico –San Jorge no es más que un ínfimo “país bananero”, cuya causa revolucionaria cede ante la presión inter nacional y acaba por inmolarse y perder su magnánima, noble quinta-esencia– y, aquí aventuro una hipótesis, personal: Uribe fue agregado cultural de la misión diplomática de Mé xi co en Nicaragua, lo cual hace de La lotería de San Jorge una suerte de ajuste de cuen-tas o, mejor aún, exorcismo.

Atendamos, de nuevo, las palabras de Ibargüengoitia, procedentes de la entrevista ya citada:

Tengo dos corrientes. Hay una parte de

mí que quisiera contar mi vida y hay

otra que quisiera contar cosas que no

tienen nada que ver con mi vida. La

mayor parte de mis novelas se refieren a

esa clase de cosas. Por ejemplo, hay una

en la que el personaje principal es un

personaje revolucionario mexicano, que

no soy de ninguna manera. En otra hay

un tirano, y el asesino de un tirano, que

tampoco soy (y espero no tener que ser-

lo). En otra hay madrotas y prostitutas.

Todo eso lo veo de lejos, apenas tiene

que ver con mi vida. Yo nunca he entra-

do en un burdel de manera tan consue-

tudinaria como para conocer los enredos

que hay entre las putas y las dueñas. Me

lo imagino. Tampoco he sido general,

no he estado nunca en el ejército, pero

me imagino lo que sería un general

mexicano en 1928 y me interesa mucho.

¿Cómo funciona un general? Funciona,

en último término, como uno mismo.

Todos somos humanos y podemos saber

cómo funciona el resto de la gente: si

me hacen tal cosa, reacciono de cierta

manera, si me hacen tal otra reacciono

de tal otra. Así que si uno es madrota,

general o tirano, es igual que Jorge Ibar-

güengoitia, que no es ni madrota ni ge-

neral ni tirano.

2 Algo similar hace Antonio Ortuño (Guadalajara, 1975) en El buscador de cabezas (México: Joaquín Mortiz, 2006), su primera novela –aunque, lo mismo que Ibargüen-goitia, recurre a la primera persona del testigo secundario–, cuyo narrador habita un país ciertamente latinoamericano sometido a una recalcitrante dictadura ultraconservadora; aquí el ejercicio es más prospectivo, antiutópico en esencia.

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Uribe tampoco es Porfirio Díaz ni Facundo Barrera, sin embargo, es su humanidad, es capaz de pensarse cual-quiera de los personajes que rodearon al dictador verdadero y al ficticio revolu-cionario centroamericano. Es decir, Uri-be, (re)creador de la Historia, sabe que la ficción puede ser idénticamente críti-ca que el ensayo del historiador, si bien cada uno recurra a fuentes distintas, si-tas en los archivos generales tanto de la nación como de la imaginación.

En esta época de centenarios, bicen-tenarios y biografías noveladas, la voz de Uribe, fragmentada en su multiplicidad de voces, aparece, junto con las de Ibar-güengoitia y Ortuño, como un remanso. O como un oasis de permanencia ante la fugacidad coyuntural de las obras de los siempre oportunistas, efímeros merca-chifles, rebaba o aserrín de la Historia.

Keith jenkins, ¿Por qué la historia? Ética y

posmodernidad. méxico: Fondo de cultura

económica, 2006. traducción de stella mas-

trangelo.

javier Buenrostro

Cuando se empieza a leer el libro de Keith Jenkins, uno no puede menos que sorprenderse cuando en la intro-ducción anuncia la necesidad de vivir fuera de la historia pero en el tiempo,

fuera de la ética pero en la moralidad. Peor aún, cuando más adelante anuncia el fin de la historia, el lector podría pre-guntarse si estamos ante un panfleto político-ideológico al estilo de Francis Fukuyama. Nada más alejado eso.

Antes de seguir más adelante y en aras de evitar una confusión mayor ha-bría que hacer el necesario paréntesis para explicar qué entiende Jenkins por “vivir en el tiempo pero fuera de la histo ria, vivir en la moral pero fuera de la ética”. El autor visualiza un “fin de la historia” no en el sentido de que hemos llegado al pináculo de la civilización ni mucho menos al fin de la vida o de la realización humana; más bien, contem-pla el final del tipo de historiografía mo-dernista que comenzó a escribirse en el siglo xviii y que obtuvo una carta de ciudadanía plena en el siglo xix. Este tipo de historiografía modernista, que contempla un tiempo lineal y progresi-vo, se expresó de manera principal en dos vertientes. Por un lado estaban las grandes metanarrativas, “la historia con mayúsculas”, teodiceas secularizadas del tipo hegeliano y marxista que tuvie-ron gran aceptación en la escritura de la historia hasta la primera mitad del siglo xx. La otra gran vertiente historiográfica que se considera es “la historia con mi-núsculas”, más de tipo académica y fundamentada todavía en muchos de los valores que Ranke y ciertos miem-

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bros de la “escuela histórica alemana” trataron de establecer y que todavía hoy en día cuenta con una gran aceptación dentro de las aulas universitarias, ya sea que la adscripción sea consciente o no.

La segunda parte de la frase, “vivir en la moral pero fuera de la ética”, sue-na un poco extraña. En realidad, el his-toriador inglés entiende por “ética” no a la forma de conducirse individual-mente sino a un sistema ético en su conjunto, donde las decisiones son to-madas a partir de los cánones que rigen ese sistema; si actúo de acuerdo con el deber en el sentido kantiano, no actúo [moralmente]… Creo que no podemos renunciar al concepto de responsabili-dad infinita…” afirma Derrida (Citado en Jenkins p. 72). Pensemos práctica-mente en cualquier religión o ideología donde existe un imperativo categórico que rige nuestr o comportamiento y el cual se tienen que seguir. A Jenkins pa-rece incomodarle esto porque mina nuestra capacidad de elección y la res-ponsabilidad “moral” por cada uno de nuestros actos. Los sistemas éticos, dice Jenkins, están basados en nociones de verdad y la Verdad (la Verdad Abso-luta) es algo que ya no funciona ni debe regir nuestras sociedades, por eso habría que intercam biarla por la indetermina-ción interminable de la decisión (y su res pon sabilidad) moral. Es lo que posi-bilita la différence de Derrida.

El libro de Jenkins busca crear polé-mica, sacudir ciertas certezas teóricas e historiográficas tomando posición abier-tamente por una forma de escribir la historia: la posmodernista. Si a los histo-riadores nos cuesta trabajo entendernos con la teoría por verla como disociada de la práctica, peor aún es con las pro-puestas posmodernistas a las que sole-mos mirar con desconfianza, por decir lo menos. Hace unos meses un amigo an-tropólogo me decía: “cuidémonos de esos santones de la posmodernidad, suelen ser mero pastiche y parodia de lo que critican”. Es cierto, hay mucho de eso. Pero no lo es menos cierto que la modernidad como periodo histórico que incluye la colonización de América, el Renacimiento y la Reforma protestante, el proyecto de la Ilustración y la Revo-lución francesa, teniendo a Europa como sujeto central de una historiogra-fía marcada por un tiempo lineal y pro-gresivo, ha entrado en un rápido ocaso a partir de la finalización de la segunda Guerra Mundial. Así como la edad An-tigua y la época medieval conocieron su término como periodo histórico y con ellos sus formas dominantes de conce-bir el tiempo y la escritura de la historia, no tendría por qué asombrarnos el que periodo moderno y sus formas de con-cebir el tiempo y la historiografía tam-bién tengan una finitud. Como dice Jenkins, la posmodernidad no es una

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simple burbuja de la moda que desapa-recerá si cerramos los ojos. No es así. La posmodernidad, como fenómeno histó-rico, se corresponde a lo que por sus ca-racterísticas económicas se ha denomi-nado como capitalismo tardío y cuyo comienzo algunos autores sitúan recién finalizada la segunda Guerra Mundial, o apenas en los albores de la década de los cincuenta.1

Pero, ¿cuál es la intención de Jen-kins por mostrarnos la necesidad de “vivir en el tiempo pero fuera de la historia, vivir en la moral pero fuera de la ética”. La necesidad, dice Jenkins, es que ante la transformación del mun-do, ante su aceleración, ya no podemos pensar en categorías decimonónicas, se hace necesario imaginar otras para po-der convivir en formas más democráti-cas y emancipatorias. Esta búsqueda de nuevas formas de imaginar distintas categorías de convivencia hace que el autor se decante por ciertos teóricos de la posmodernidad, no todos ellos his toria dores, pero sí quienes han contribui do a minar las certezas de la

1 Detrás del término “posmodernidad” hay un conjunto de polémicas y disensos amplios como siem-pre que se pretende definir de manera conceptual nuevas realidades. Para no ir muy lejos, Enrique Dus-sel, de forma muy plausible, prefiere utilizar el térmi-no “Transmodernidad”, y Zygmunt Bauman acuñó el de “Modernidad líquida”. A pesar de las muy válidas consideraciones para cada uno de los términos, son “Posmodernidad” y “posmodernismo” los de uso co-rriente y con una difusión más generalizada.

historiografía modernista. El autor ex-pone las implicaciones que tienen en la investigación histórica y en su escri-tura los trabajos de Jacques Derrida, Jean Baudrillard, Jean-François Lyo-tard, Hay den White, Frank Ankersmit, Elizabeth Deeds Ermarth y David Harlan, además de poner como con-traejemplo –lo que no se debería ha-cer– a Richard Evans.

A pesar de lo problemático o lo com-plejo que pueda parecer la empresa que Jenkins se propone realizar, aquí entra la otra intención con la que se escribe este trabajo: difundir de la manera más clara, en forma pedagógica e introduc-toria, el pensamiento de estos persona-jes. No es un Derrida para lingüistas o un Lyotard para filósofos: el trabajo está pensado para historiadores y, mejor aún, para estudiantes de historia o historia-dores con poco bagaje “posmodernis-ta”. No es un libro para eruditos donde se coteja la última actualización del pensamiento o de donde sólo se podrían extraer frases en un leguaje criptográfi-co. No es así. Jenkins siempre está pen-sando en su lector, por lo que se apropia de estos autores y saca de ellos lo que necesita para emprender nuevos derro-teros en la forma en que concebimos la historiografía.

No es la primera vez que Jenkins intenta esto. Sus otros trabajos se carac-terizan por tener la misma impronta pe-

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dagógica. Rethinking History, What is His-tory? From Carr and Elton to Rorty and White y The Postmodern History Reader buscan lo mismo: introducir al joven es-tudiante en los terrenos del posmoder-nismo sin tener que hacerlo de golpe y porrazo con textos difíciles ni con una fraseología pedante y hueca que suele disfrazarse de erudición. Aunque sus propios planteamientos suelen hallarse presentes a lo largo de la obra –como el de vivir en el tiempo y la moral sin ne-cesidad de la ética y de la historia [mo-dernista]– Jenkins funciona más bien como una especie de traductor, de puente que se tiende entre un historia-dor bisoño y el complejo pensamiento de importantes pensadores. Ésta, que no es una tarea fácil, debe ser agradeci-da por sus fines didácticos. Populariza autores que parecen elitistas y hace comprensibles textos complicados, siempre dejando en claro el carácter de interpretación y apropiación de los auto-res para sus propios fines.

Tratar de desmenuzar más en deta-lle el libro significaría simplificar en de-masía autores de vasto trabajo y que ya han sido masticados previamente para nuestra digestión. Sin embargo, habría que señalar un par de elementos de im-portancia en la obra de Jenkins que sue-len ser el motivo del recelo y la descon-fianza con los que los historiadores miran al posmodernismo: la embestida

a “la historia con minúsculas” y el rela-tivismo de sus posiciones.

Hoy en día, prácticamente nadie po-dría afirmar la existencia de absolutos o de verdades atemporales. Las teodiceas hegelianas y marxistas2 han sido deste-rradas de la escritura de la historia; la idea de totalidad del mundo no se pue-de apresar o representar, diría Lyotard. En la actualidad, casi nadie pretende tejer una metanarrativa onto-teleológica; uno de los últimos en hacerlo fue Fuku-yama y así le fue. Así es como muchos historiadores parecen coincidir en el fin de las grandes metanarrativas, “las histo-rias con mayúsculas”, pues implicaría la concepción de una verdad quod semper, quod ubique, quod ab omnibus. El fin de esas grandes metanarrativas (filosofías de la historia) dio como resultado el re-fugio del historiador en su parcela. La historiografía se atrincheró a piedra y lodo contra la filosofía y la teoría y se puso al buen resguardo del dato, del ar-chivo, o del cronotopo escogido que no se abandona nunca. Pero, ¿eso realmen-te “resguardó” la disciplina, nos protegió a nosotros? Tal vez. Tal vez al costo de la disciplina y de nosotros mismos.

2 Eso no quiere decir que Hegel y Marx se hayan desechado. Los puntos en los que se les crítica es en sus visiones escatológicas, pero ambos siguen revis-tiendo una gran importancia para distintas disciplinas; Hegel para muchas cuestiones de filosofía y Marx como crítico imprescindible de la economía política y del sistema capitalista.

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¿Quién se interesa hoy en la historia? Nadie más que los historiadores. ¿Quién se interesa o lee trabajos de compañeros que no se circunscriban específicamente a su cronotopo? Prácticamente nadie. Vivimos en soledad y aislados, no sólo de la sociedad sino incluso de los demás integrantes de la disciplina.

Por más que a muchos historiadores les disguste y a otros simplemente no les interese, hay que replantearnos esta bases teóricas que han divorciado a la disciplina de la sociedad, sino seguire-mos produciendo pequeñas historias locales hasta la saciedad sin un propósi-to claro. Esos trabajos, sin duda de es-fuerzo y trabajo, suelen dormir el sueño de los justos en las bibliotecas y las li-brerías. “Los peluqueros en el sexenio cardenista entre marzo de 1936 y abril de 1937 en la comunidad de Uriangato” puede haber significado un gran trabajo de archivo, pero dudo que mucho más. ¿No son este tipo de obras, trabajos a esca la de la noción de verdad? Si no puedo plasmar una verdad histórica universal tal vez pueda plasmar una verdad histórica particular, parecen de-cir este tipo de historiadores. Nos pare-cemos al cuento de Borges en el que para poder trazar un mapa del imperio se necesito… ¡un imperio idéntico! Ante lo cual el mapa perdía su razón de ser. Esas son las críticas que le hace Jenkins a Richard Evans. Desconozco

si dichas críticas son fundadas o no –no conozco el trabajo de Evans– pero sin duda se puede aplicar a un gran número de historiadores en la actualidad.

Sobre la actitud posmodernista y su relativismo que se critica por socavar fundamentos, tanto de izquierda como de derecha, Jenkins simplemente asu-me la posición y considera que no es un problema sino una de las mejores solu-ciones de acuerdo a la actualidad.3 Pero habría que moderar esta concepción re-lativista del posmodernismo. Stanley Fish dice que los relativistas no dicen que no haya fundamento; sí los hay, pero existen como ficciones útiles, que de manera pragmática operan como rea-les para nuestra comprensión del mun-do.4 Además la historiografía modernista y sus fundamentos tampoco nos salva-ron del fascismo, el holocausto, los ge-nocidios y las guerras, ni la cantidad in-gente de pobreza que hoy existe en el mundo.

La noción de relativo depende la de absoluto; se es relativo respecto a algo: a la Verdad, a la Justicia, a la Razón. Pero si omitimos el absoluto, si quitamos el centro ¿dónde queda lo relativo? ¿Esta-

3 Esta consideración está en los mismo términos en los que Hayden White explica la narratividad en The Content of the Form, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1984.

4 Ver Stanley Fish, Doing What Comes Naturally. Oxford, Oxford University Press, 1989.

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mos “relativamente” más cerca de la Verdad o más lejos de ella si descentrali-zamos su existencia? Siguiendo de cerca los argumentos del científico Ilya Prigogine,5 Elizabeth Deeds Ermarth señala que “estamos rodeados por un mundo que funciona según los princi-pios de la teoría cuántica; [pero] vivimos en mundos mentales que operan bajo los principios de Newton”.6 Este es el reto de la historiografía por venir, según Jen-kins y Ermarth, “vivir en el tiempo pero fuera de la historia [modernista] que ha producido un tipo de tiempo lineal, el tiempo de Newton y de Kant, el tiempo de los relojes y del capital” (p. 275). Di-pesh Chakrabarty propone para las estu-dios poscoloniales (y en gene ral para la historiografía) “provincializar”, descen-tralizar el sujeto por excelencia de la his-toriografía moderna (Europa) de manera que no haya centro y por ende no exista la periferia,7 la descentralización del lu-gar, la relativización del espacio en la

historia. Entonces pareciera tener senti-do que el siguiente paso sea la descen-tralización y relativización del tiempo, la construcción de una historia no-euclidia-na; no más flecha del tiempo ni para el mundo social ni para el mundo físico, como ha señalado Prigogine.

Pero entonces, si todo pareciera ser contingente, ¿para que molestarnos en escribir historia y llevándolo al extremo por qué molestarnos en nada en absoluto? La respuesta parece residir, como Rorty afirma, que “estamos sin amigos, a expen-sas de nosotros mismos como el panda, la abeja y el pulpo: simplemente otra espe-cie más haciendo lo más que puede”.8

Para un creyente esto es inadmisible. Está bien, los que creen en Dios seguirán in-variablemente otra lógica. Para los agnós-ticos, como es mi caso, es necesario creer en algo: la necesidad de estar haciendo algo que nos conduzca a un presente me-jor. Todo se reduce al intento de querer vivir mejor. Y la historiografía como pro-yecto ético (moral diría Jenkins) que construya nuevos imaginarios políticos “más emancipadores y democráticos”, es indispensable. Pensar lo político en toda su dimensión ética tiene que ser el reto de una historiografía no-moderna (¿posmo-derna, transmoderna?).

5 La fin des certitudes (París, Odile Jacob, 1996), es un excelente libro de divulgación sobre física y teoría del caos del científico ruso-belga galardonado con el Nobel de Química. Este trabajo de Prigogine también influyó de manera positiva en Immanuel Wallerstein quien lo tomó ampliamente en consideración en Las incertidumbres del saber (Barcelona, Gedisa, 2005).

6 Elizabeth Deeds Ermarth, Sequel to History. Princeton, Princeton University Press, 1992: 9-10. Citado en el libro de Jenkins.

7 Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe: Postcolonial Thought and Historical Difference. Princeton. Princeton University Press, 2000

8 Richard Rorty, “Just One More Species Doing Its Best”, en London Review of Books, 13, 14, 25 de julio de 1991: 6. Citado en Jenkins: 50.

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Hayden White refiere, dice Jenkins, que Collingwood no se molestaba en responder a las críticas porque “yo hago lo mejor que puedo, y si alguien puede usar lo que hago, muy bien; y si no, es-tán en libertad de hacerlo mejor”. Lo mismo se aplica para White, el posmo-dernismo y el propio libro de Jenkins. En palabras de White: “Aquí hay un li-bro. Léelo. Si te ayuda en tu trabajo, muy bien; y si no, olvídalo”. Tal vez lo único que restaría pedir, después del acierto editorial, es que las traducciones no tarden tanto tiempo.

Listor

Desde Intolerante, de Griffith, hasta Ka-tyn, de Andrezj Wajda, pasando por La gran ilusión o La marsellesa de Jean Re-noir, Le petit soldat de Jean-Luc Godard o Hiroshima, mon amour, de Alain Res-nais, el séptimo arte ha quedado fasci-nado por la historia, sea en forma de documentales, de ficción o de “docufic-ciones”. Le ha pasado exactamente lo mismo que a la literatura frente a la his-toria y por eso Istor le dedicó su número 20, ideado y armado por Marc Ferro.

En 2007 y 2008 varios festivales de cine en el mundo se organizaron bajo el signo de la historia contemporánea, como en La Roche-sur-Yon, mientras que por primera vez el Encuentro Anual

de Historia en Blois decidió incorporar películas en su programa e invitar a los Cahiers du cinéma para hablar sobre el papel histórico del rumor. Más asom-brosa es la decisión de las autoridades educativas francesas de meter en el pro-grama del bachillerato del año 2008 –hay que saber que el tal “baccalauréat” es una institución nacional, la puerta de salida de la preparatoria, por la cual han pasado, pasan y pasarán generaciones de franceses– la película de Alain Resna is Hiroshima, mon amour. Eso de-muestra que el cine supo y sabe “escri-bir” la historia, según sus propios recursos. Nos encontramos así frente a un doble movimiento que es a la vez encuentro, el del acercamiento cinema-tográfico a la historia, del acercamiento historiográfico al cine. Cine e historio-grafía, si bien son singulares, se pueden ayudar mutuamente. El libro pionero de Siegried Kracauer De Caligari a Hit-ler. Une histoire psychologique du cinéma allemand (1947, reeditado en 1987 por Flammarion) lo manifestaba hace se-senta años.

katyn

Todos los países tienen una larga lista de películas “históricas” y Polonia no es la excepción con Los caballeros teutónicos y El joven Chopin de Alexander Ford, Ma-dre Juana de los Ángeles de Jerzy Kawale-

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rowicz, La pasajera de Andrzej Munk y las obras del gran Wajda: Ceniza y dia-mantes, Kanal, Samson, Danton, El hombre de mármol, El hombre de hierro, Korczak y, ahora, Katyn. Katyn es uno de los lugares, cerca de Smolensk, en la Rusia occiden-tal, donde fueron asesinados y enterra-dos en fosas comunes más de 20 mil oficiales polacos, en 1940, por los sovié-ticos. Se trataba de una matanza “sinté-tica”, cortar la cabeza al pueblo polaco puesto que la mayoría de los oficiales eran reservistas, de profesión ingeniero, médico, abogado, profesor. Stalin pre-tendió atribuir el crimen a los nazis pero Boris Yeltsin entregó a su colega polaco Lech Walesa las pruebas contundentes de la responsabilidad soviética. El pre-sente gobierno de Rusia ha dado marcha atrás en este asunto. Volvió a clasificar como secreta la documentación y vio con muy malos ojos el proyecto de Wajda; en mayo de 2008, un tribunal de Moscú se negó a examinar la demanda de descla-sificar los documentos y rehabilitar judicial mente a las víctimas. Como si un tribunal alemá n contestase a sobrevi-vientes que los archivos de Auschwitz son secretos. Los familiares de los masa-crados en Katyn quieren llevar su caso a la Corte de los derechos humanos de Es-trasburgo. Quizá eso explica un cambio de tono en Moscú: un asesor del primer ministro Vladimir Putin dijo que Katyn había sido “un crimen político” y, en

apelación, otro tribunal ordenó que se escuchara la solicitud anteriormente recha zada. Pero al mismo tiempo, otro tribunal se opuso a la misma desclasifica-ción pedida por “Memorial”, ong rusa de derechos humanos y recuperación de la historia de la represión soviética.

Resulta que el padre de Andrzej Wajda desapareció en una fosa común de Katyn. La escena final de su película detalla con un realismo impresionante, pero sin grandilocuencia, la ejecución metódica de los oficiales polacos por los agentes del nkvd. Wajda declara: “la película no es una búsqueda personal de la verdad, ni una vela funeraria sobre la tumba del capitán Jakub Wajda”. A sus 81 años, el director realizó por fin un proyecto que se había prometido ha-cer hace muchos años. Habla de “un deber”, llevar a la pantalla la historia verdadera de la masacre que es todo un capítulo de la memoria polaca.

La película empieza sobre un puen-te, el 17 de septiembre de 1939, en el cual se cruzan dos ríos de fugitivos pola-cos; unos huyen de la Wehrmacht, otros del Ejército Rojo, puesto que los dos tiranos se reparten Polonia; una mujer llena de pánico busca a su esposo, ofi-cial. Katyn no es una película sobre los militares, sino sobre sus esposas, ma-dres, hermanas en Polonia, sin noticias de sus hombres. La película se estrenó en cartelera en Polonia el 17 de septiem-

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bre de 2007, fecha simbólica, la de la invasión soviética, dieciséis días des-pués de la ofensiva alemana. Ningún director polaco había tocado ese capítu-lo trágico de la historia nacional. “Esa película no hubiera podido hacerse ante s. Ni en la Polonia comunista, so-metida a la censura, ni en el extranjero que se desinteresó por el tema (...) Es sólo la primera, luego vendrán otras pe-lículas”, predice Wajda (Le Monde, Fi-nancial Times, 15 de septiembre de 2007: 3). “Es una película política pero la historia de mi madre es psicológica. Estaba sentada y esperaba, escribiendo a la Cruz Roja y a Londres (donde esta-ba el gobierno polaco de la resistencia), esperando el regreso de mi padre. Mu-rió sin haber renunciado a su esperanza de verlo vivo.”

En un mes, más de dos millones de polacos vieron la película. “Lo que quere mos es que Rusia reconozca lo que pasó. Rodar esta película me ha he-cho feliz, me he quitado un peso de en-cima” (Moskovskie Novosti, 21-27 de septiembre 2007: 42 -43, Wajda entre-vistado con total simpatía por Valerii Masterov). Una película histórica, con cuatro familias de ficción, un aconteci-miento histórico en sí que tiene efectos históricos sobre las relaciones entre Po-lonia y Rusia y, quizá, sobre la relación de los rusos con su propia historia, pues-to que la película ha empezado a circu-

lar en Rusia en 2008: nadie detiene a la televisión y al dvd.

una brevísima lista de ejemplos

Atom Egoyan, en Ararat, evoca el geno-cidio cometido por el triunvirato turco contra los armenios en 1915.

Serguei M. Eisenstein nos legó un poderoso cine “histórico” que empieza por la actualidad de la revolución rusa (El acorazado Potemkin), luego bolchevi-que (Octubre, La huelga, La línea general) y termina por un Iván el terrible no muy alejado de Stalin. La revolución mexica-na, cristeros incluidos, quedó inacabada: Que viva México o Thunder on Mexico.

El pionero Griffith presentó una versión muy discutible de un capítulo de la historia de su país en The birth of a Nation. Intolerante también tiene dimen-sión histórica.

Roland Joffé dio a conocer el geno-cidio perpetrado por el amer rojo contra su propio pueblo camboyano en The Ki-lling Fields.

Gillo Pontecorvo, italiano, filmó La battaglia de Algeri cuando era algo impo-sible para sus colegas franceses, poco después de la Guerra de Argelia (1954-1962).

Jean Renoir, en medio de una in-mensa obra, rodó tres películas de corte histórico en los años del Frente Popular (1936-1938), La marsellesa, La gran ilu-

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sión, sobre la primera Guerra Mundial y La partie de campagne.

Roberto Rossellini filmó en 1945 Roma, città aperta; en 1948, Germania anno zero; Europa 51, en 1952. Giovanna d’ Arco al rogo en 1954, Generale Della Rovere en 1959, Viva l’ Italia! en 1961 y empezó a elaborar de manera genial para la televisión una serie de alta peda-gogía: Età de ferro (1964), La prise de pouvoir par Louis XIV (1966), Atti degli apostoli (1969), Sócrates (1970), Blaise Pascal (1971), Agostino d’Ippona (1972), Età di Cosimo de Medici (1973)… que de-jan al historiador muerto de admiración y de envidia.

El ruso Alexander Sokurov terminó hace poco su “Trilogía del poder” que evoca primero los últimos días de Lenin (Taurus), luego un fin de semana de Hit-ler en su residencia en los Alpes de Bave-ria (Moloch) y finalmente unos días en la vida del emperador Hiro Hito, a la hora de la capitulación de Japón (El sol).

Andrei Tarkovski: La infancia de Iván, Andrei Rubliov…sin comentarios.

cine de guerra

El gran público es más receptivo a este género para nada despreciable puesto que ha dado extraordinarias obras como las de Sam Fuller (The Naked and the Dead, Merrill’s Marauders, ambas sobre la Guerra del Pacífico), del japonés Kon

Ichikawa (El arpa birmana, Fuegos en el llano), del francés Pierre Schoendorffer sobre la guerra de Indochina 1947-1954 (317 Section, Dien Bien Phu), Vengan y vean de Efrén Klimov (sobre las atroci-dades cometidas por la Wehrmacht en un pueblo de la URSS), Cartas de Iwo Jima, de Clint Eastwood (la batalla vista del lado japonés).

Siguen por orden cronológico unas películas muy apreciadas por el público y que se prestan, todas, tanto a la crítica del historiador como a su instrucción.

Napoleón, de Abel Gance, 1927.Objetivo Birmania, de Raul Walsh,

1945.Senderos de gloria, de Stanley Kubrick,

1957 (prohibida en Francia durante mu-chos años).

Lawrence de Arabia, de David Lean, 1962.

Arde París, de René Clément, 1966Apocalypse Now, de Francis Ford Co-

ppola, 1979.Gallipoli, de Peter Weir, 1981Salvar al soldado Ryan, de Steven

Spielberg, 1994.Las flores de Harrison, de Elie Chou-

raqui, 2000.Black Hawk derribado, de Ridley Sco-

tt, 2001.Master and Commander, de Peter

Weir, 2003.El hundimiento, 2005, con un prodi-

gioso Bruno Ganz en el papel de Hitler.

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Y sigue toda una serie de películas estadounidenses sobre su guerra de Irak.

Algunas de estas películas son muy cercanas al documental. En The War, an Intimate History, 1941-1945 (2007), Ken Burns cuenta la segunda Guerra Mun-dial a través de los testimonios de esta-dounidenses que la vivieron. La serie consta de catorce entregas de 52 minu-tos muy ricas en archivos hasta ahora inéditos y se consigue en dvd (pbs y Arte Video). Ken Burns había hecho an-teriormente documentales sobre la his-toria de su país como La guerra civil (once horas), Historia del baseball, Tho-mas Jefferson y todos sus trabajos han tenido mucho éxito. Cuando se estrenó The war, recibió quejas de veteranos in-dios y de la comunidad latina cuya par-ticipación no mencionaba: tuvo que añadir treinta minutos.

¿documental?

Los documentales pueden ser más peli-grosos para la “verdad” o la “veracidad” histórica que las películas de clara fic-ción. En 1925, después de terminar La huelga, Serguei Mijailovich Eisenstein (Su Majestad Eisenstein) escribió un manifiesto a favor del “cine-puño”, un “arte revolucionario en el cual la for-ma se muestra más revolucionaria que el contenido. La novedad revolucionaria

de La huelga no resulta para nada de su contenido, el movimiento revolucionario (…), sino de que el filme propone un proceso formal muy determinado para enfrentar el descubrimiento de una in-mensa cantidad de material histórico-revolucionario (…). Romper los cráneos con el cine-puño, penetrar en ellos hasta la victoria final… ¡Viva el cine-puño!”. (Cahiers du cinéma, mayo-junio de 1970)

Documentales: las famosas y peli-grosamente seductoras obras de Leni Riefenstahl, Triunfo de la voluntad (1935), sobre el primer congreso del par-tido nazi después de la llegada de Hitler al poder, y Olimpiada fiesta de los pueblos (1938). Otra forma de “cine-puño”.

Documental también, Le chien noir: histoires de la guerre civile espagnole, de Peter Forgacs (2005, Países Bajos-Francia), pero sin tanta carga ideológi-ca. Hace años que el director húngaro trabaja con imágenes de archivos para contar la Historia con fragmentos de la vida cotidiana y personal. La película empieza en 1929 y termina diez años después de la victoria de Franco, y uti-liza el material fílmico de dos cineastas amateurs: Joan Salvans, hijo de un rico empresario catalán, asesinado por un anarquista en los primeros días de la guerra; Ernesto Noriega, estudiante en Madrid, republicano, apasionado del cine soviético de vanguardia. El resul-tado es magnífico.

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En 2006 Eterio Ortega y Elías Que-rejeta presentaron Noticias de una guerra, documental que va del 1 de enero de 1936 al 1 de abril de 1939 cuando el ejér-cito nacionalista proclamó su victoria fi-nal. Las imágenes son, en su mayoría, reales, porque todos los reporteros del mundo estaban en España. Sin embargo hay episodios nunca fotografiados –como del asesinato de Calvo Sotelo o del gene-ral Mola escribiendo– que los autores reconstituyeron.

En 2005, Emmanuel Amara terminó Le goulag oublié. Lev Alexandrovich Neto, “Leo”, de ochenta años, sobrevi-viente, visita la ciudad, las fábricas que él y decenas de miles de “zek” constru-yeron al norte de Liberia, arriba del círcu lo polar. Del presidio, de los barra-cones, de las fosas comunes no queda nada. Tampoco archivos. De Moscú has-ta Norilsk la cámara sigue a Leo, el per-sonaje central que peregrina y busca el reconocimiento de lo que vivieron él y sus compañeros de miseria. En 1948 lo condenaron a 30 años de presidio. Su cri-men: haber sido preso de los alemanes durante la guerra. Cuenta el destino trá-gico de los “enemigos del pueblo” y pro-testa contra el olvido que vino después de la negación. En este mismo año 2005, la ciudad minera de Norilsk festejó el 70 aniversario de su creación. Los presos que la construyeron no fueron invitados, mientras que los antiguos dirigentes, ofi-

ciales del nkvd, es decir los verdugos, se sentaron en la tribuna de honor…

En 2007, después de la película María Antonieta de Sofía Coppola, la tele-visión France 2 presentó un docuficción de Yves Simoneau y Francis Leclerc, Marie Antoinette, la véritable histoire. Mez-clando reconstitución actuada, docu-mentos auténticos y voz en off narrativa, la obra pretende presentar la vida de la joven reina venida de Viena desde su llegada en 1770 hasta su muerte en 1793, lejos de los clichés y rumores. El resul-tado no es espectacular pero bastante honesto y permite al gran público enten-der mejor los acontecimientos. [jm]

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coLaBoradores

dossier

Héctor Orestes AguilarEscritor, actualmente es el encargado de la sección cultural y educativa de la Emba-jada de México en Viena, Austria. Su obra más reciente es la reedición, corregida y aumentada, de El asesino de la palabra vacía (México: dgp/Conaculta, 2008).

Luis BarrónMiembro de la planta académica de carrera de la División de Historia del cide, es doc-tor por la Universidad de Chicago y forma parte del sni. Es autor de Historias de la Re-volución Mexicana (México: fce/cide, 2004) y de una biografía política de Venustiano Carranza, pronta a ver la luz en Tusquets Editores.

José Manuel PrietoNarrador, doctor en Historia y experto en literatura rusa y soviética, es autor de varias novelas, de las cuales Rex (Barcelona: Ana-grama 2007) es la más reciente. Fue profe-sor visitante en la Universidad de Cornell en Ithaca, Nueva York, junto con el fantas-ma de Vladimir Nabokov.

Usos y aBUsos

Tania Islas WeinsteinLicenciada en Ciencia Política y Relaciones Internacionales por el Centro de Investiga-ción y Docencia Económicas. Actualmente es asistente de investigación del estudio de opinión pública y política exterior, “Méxi-co y el mundo”, coordinado por la División de Estudios Internacionales del cide.

notas y diÁLogos

Alejandro Araujo PardoDoctor en Historia por la Universidad Au-tónoma Metropolitana es profesor-investi-gador de la uam-Cuajimalpa, miembro del Cuerpo Académico Expresiones y Representa-ciones y co-coordinador de la línea de inves-tigación “Memoria, identidad y prácticas cotidianas”. Es autor de Usos de la novela histórica en el siglo xix mexicano. Una aproxi-mación historiográfica (uam/conacyt/ucsj; de próxima aparición).

coincidencias y diVergencias

Mauricio Tenorio TrilloProfesor-investigador afiliado de la Divi-sión de Historia del cide, es doctor por la Universidad de Stanford y autor de El ur-banista (México: fce, 2005) y El porfiriato (México: fce/cide, 2006; en coautoría con Aurora Gómez Galvarriato), entre otros.

José Antonio Aguilar RiveraMiembro de la planta académica de carre-ra de la División de Estudios Políticos del cide, es doctor por la Universidad de Chi-cago y forma parte del sni. Es autor de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (México: Taurus, 2004), entre otros libros.

Elías J. PaltiDoctor en Historia por la Universidad de California en Berkeley, es autor de El tiempo de la política. El siglo xix reconsidera-do (Buenos Aires: Siglo xxI, 2007, entre otros.

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Charles A. Hale (1930-2008)

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año ix, número 35, invierno de 2008, se ter -

mi nó de imprimir en el mes de noviembre

de 2008 en Im presora y En cua dernadora

Pro gre so, S.A. de C.V. (iepsa), calzada de

San Lo ren zo 244, 09830, Méxi co, D. F.

En su for ma ción se utili zaron tipos Caslon

540 Ro man de 11 y 8 puntos. El tiro fue

de 1000 ejemplares.