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20 de junio de 2015 • Número 93 Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver Suplemento informativo de La Jornada TEMA DEL MES

NO. 93 VER Y ESCUCHAR A LOS MIGRANTES Joseph Sorrentino: escritor y fotógrafo

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La primera vez que Joseph Sorrentino visitó México no hablaba castellano. Quizá una que otra frase como: “No habla español”. Recuerda que en una comunidad le preguntaron “¿Y tú, güero, qué haces?” “Quise impresionarlos y les dije: ‘Yo soy escritorio’. Se rieron mucho y supe que lo había dicho mal”. ¿Cómo va a ir este gringo loco a las comunidades nahuas de la sierra nororiental poblana, con los tzeltales y tzotziles de Los Altos de Chiapas, con los mestizos de Veracruz si sólo sonríe y toma fotos? Pues fue y nada lo detuvo. Ni la barrera del idioma, ni la inseguridad de las veredas por las que también transita el narco. Él agarró camino y se enfiló hacia la Sierra Norte de Puebla, luego la Sierra Juárez de Oaxaca; más adelante se internó en comunidades zapatistas de Chenalhó, Tenejapa, Las Margaritas y Ocosingo; se aventuró por Tuxpan; se fue a Morelos a las nopaleras, y a los cañaverales de Tlaquiltenango. Llegó también a Chihuahua con los alfareros de Mata Ortiz.

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20 de junio de 2015 • Número 93

Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver

Suplemento informativo de La Jornada

TEMA DEL MES

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20 de junio de 20152

CUERPOS VIOLENTADOS

Mi difunta mamá llegó a la finca cuando era niña. Se fue ahí durante el tiempo de hambre. Era

muy joven. Se fue también su papá, su hermano, su hermanita y su mamá, todos a la finca. Era la

única manera que tenían para alimentarse.

Relato en el taller tzotzil de INAREMAC

Trabajar es un gusto y una respon-sabilidad social. Hacerlo disci-plinadamente es una necesidad técnica. Pero trabajar a fuerzas,

a cambio de un salario y para enriquecer al patrón es violencia. La peor violencia a la que pueda ser sometido un ser humano. Una violencia económica que nos convierte en mercancías que se venden y compran. En cosas vivientes que el patrón puede usar, puede consumir y puede envilecer a volun-tad pues para eso las compró.

Acostumbramos decir que la tierra y el agua no se venden. Que la naturaleza no es una mercancía. ¿Por qué en cambio nos parece natural que se vendan las personas? ¿Qué nosotros seamos una mercancía?

Al alquilarnos por un salario, lo que entre-gamos es nuestra energía, nuestras habili-dades, nuestros talentos… Pero estas son funciones del cuerpo. Entonces lo que ven-demos por horas es nuestro organismo. Un cuerpo que pasa de ser habitáculo del espíri-tu a ser un recurso, un instrumento, un me-dio para producir utilidades, una máquina.

“La primera máquina desarrollada por el capitalismo fue el cuerpo humano y no la máquina de vapor ni el reloj” dice Silvia Fe-derici. Y en otro sitio la autora de Calibán y la bruja, redondea “Mientras que el proleta-riado se tornó “cuerpo”, el cuerpo se tornó en “el proletario”. Es decir que para poder-nos vender sacrificamos a nuestro cuerpo, lo obligamos a actuar contra sí mismo, lo torturamos, lo envilecemos.

El que la fuerza de trabajo que enajena el asalariado sea una función de su cuerpo so-matiza la explotación. Es el cuerpo el que en primera instancia padece el proceso la-boral enajenado.

Pero en las mujeres la somatización de la explotación económica es más caladora. No sólo porque por su cuerpo deseable son obje-to de acoso sexual en los lugares de trabajo, sino porque se las obliga a mantener el ritmo laboral durante la menstruación, el embara-zo y la lactancia. El cuerpo de las asalariadas es su handicap, su maldición pues en ellas son más perentorios y exigentes los ciclos bio-lógicos de modo que la rígida disciplina la-boral las violenta aún más que a los varones.

El trabajo asalariado es de suyo contra na-tura pero en las orillas del sistema y en es-pecial en sus orillas rurales es una pesadilla. Y es que si en el acto de venderse siempre

hay una compulsión, las labores agrícolas en la periferia han sido y son trabajos forzados, trabajos en los que a la violencia económica se añade la violencia física. La mano de obra de las plantaciones “de ultramar” fue y sigue siendo mano de obra esclava o semi esclava.

Hoy comienzan a conocerse las condiciones de vida y de trabajo de los jornaleros de San Quintín, y en general de los valles costeros de Sinaloa, Sonora y Baja California. Pero puede ser útil recordar sus orígenes en el trabajo forzado de los tiempos de Porfirio Díaz. Así lo contaban años después quienes padecieron explotación laboral en las plan-taciones cafetaleras chiapanecas de hace alrededor de un siglo.

“Los mozos permanentes vivían en las fincas –le informaban a María Cristina Renard–Aquí, en Santo Domingo, eran 600 familias, rancherías de tres, cuatro familias, cada una. El trato era duro… Había azotes…”

Otros relatos vienen de los talleres tzotzi-les de INAREMAC: “Si no obedecíamos un mandato, el patrón nos pegaba con un garrote o verga seca de toro: nosotros éra-mos los acasillados y ellos los patrones, no éramos mejor que animales, porque tenía-mos dueños”.

Pero cuando la enganchada en una finca era una mujer sola y con hijos a la domina-ción de clase y de etnia se añadía la de género:

“A fuerza tenía que acabar una tarea al día, porque quería trabajar como hombre. Te-níamos que trabajar como hombres porque el trabajo estaba medido por tareas. A veces

me costaba hasta las cuatro o cinco de la tar-de para llenar el costal. Sufría mucho.

“Cuando lloraba mi hijo, que traía en la canasta bien amarrada, le daba de mamar, primero de un lado y después del otro. Los hombres terminaban la tarea antes porque no tenían distracciones. Cuando regresaba de la pizca, tarde, todavía tenía que preparar mi comida y tortillear.

“Me sentía muy sola en la finca. Casi todos los demás eran de otros pueblos. Además de que eran hombres… Me daba vergüenza ser la única mujer”.

El trabajo doméstico de las mujeres es una interminable cadena de labores desgastan-tes y para colmo invisibilizadas y sin recono-cimiento. Pero es un trabajo que hacen en su propio entorno, a su modo y que se plas-ma en bienes y servicios destinados a satisfa-cer las necesidades de la familia. El trabajo asalariado femenino, en cambio, quizá les da cierta independencia respecto del varón, pero no es en modo alguno liberador. Ante todo porque practicarlo por lo general no las descarga de la jornada laboral doméstica, y porque además de ser esclavizante como todo trabajo, el de ellas recibe un pago me-nor que el de los varones y supone un mayor castigo moral y corporal.

A la madre tzotzil que pizcaba café en una finca chiapaneca le “daba vergüenza ser la única mujer”. A mí y a los lectores varones debería darnos vergüenza ser hombres.

La Jornada del Campo, suplemento mensual de La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Me-dios, SA de CV; avenida Cuauhtémoc 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, delegación Benito Juárez, México, Distrito Federal. Teléfono: 9183-0300.Impreso en Imprenta de Medios, SA de CV, avenida Cuitláhuac 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, delegación Azcapotzalco, México, DF, teléfono: 5355-6702. Prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin la autorización expresa de los editores. Reserva de derechos al uso exclusivo del título La Jornada del Campo número 04-2008-121817381700-107.

Suplemento informativo de La Jornada 20 de junio de 2015 • Número 93 • Año VIII

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COMITÉ EDITORIAL

Armando Bartra Coordinador

Luciano Concheiro Subcoordinador

Enrique Pérez S.Lourdes E. RudiñoHernán García Crespo

CONSEJO EDITORIAL

Elena Álvarez-Buylla, Gustavo Ampugnani, Cristina Barros, Armando Bartra, Eckart Boege, Marco Buenrostro, Alejandro Calvillo, Beatriz Cavallotti, Fernando Celis, Luciano Concheiro Bórquez, Susana Cruickshank, Gisela Espinosa Damián, Plutarco Emilio García, Francisco López Bárcenas, Cati Marielle, Yolanda Massieu Trigo, Brisa Maya, Julio Moguel, Luisa Paré, Enrique Pérez S., Víctor Quintana S., Alfonso Ramírez Cuellar, Jesús Ramírez Cuevas, Héctor Robles, Eduardo Rojo, Lourdes E. Rudiño, Adelita San Vicente Tello, Víctor Suárez, Carlos Toledo, Víctor Manuel Toledo, Antonio Turrent y Jorge Villarreal.

Publicidad Rosibel Cueto FloresCel. 55 2775 8010 Tel. (55) 2978 [email protected]

Diseño Hernán García Crespo

BUZÓN DEL CAMPOTe invitamos a que nos envíes tus opiniones, comentarios y dudas a

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Para ver más fotos y artículos de Joseph Sorrentino, entrar al sitio www.sorrentinophotography.comTraducción de textos de Sorrentino en esta edición: Lourdes Rudiño

María cosechando cebollas en Hatch, Nuevo México

Campesina cosechando café en San Martín, Oaxaca

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UN DIA UN VIAJERO…JOSEPH SORRENTINO: IMAGEN DEL MÉXICO RURALLorena Paz Paredes

Hace más de diez años llegó a la oficina del Circo Maya en Tlalpan el fotógrafo Joseph Sorrentino, venía de Rochester, una ciudad al norte de Es-tados Unidos, y buscaba contactos con gente de

organizaciones campesinas. Llevaba sólo una mochila y una cámara al hombro. Quería tomar fotos de paisajes, de fami-lias, de gente trabajando. También esperaba escuchar sus vo-ces, compartir, convivir. A cambio, él les daría sus imágenes.

Y así ha ocurrido. Aunque ahora Joseph ya viaja al campo con su cámara y su buena suerte como únicas compañías, a donde llega encuentra afecto, calidez, guías que lo orientan en el terreno y gusto por los retratos que les deja.

Joseph es un tipo fuerte y alto, como de 1.90 de estatura, que se parece un poco a Bruce Willis. Pero tiene la mirada suave y la ligereza de Brad Pitt. Con esa pinta no pasará desaperci-bido en ninguna comunidad campesina de por acá, pensába-mos mientras planeábamos sus itinerarios.

Después de muchas visitas a pueblos del sur, el sureste y el norte, Joseph ha captado más de 20 mil imágenes mexicanas. Fotos de trabajadores caminando bajo la lluvia arropados en sus mangas; de hombres cargando escaleras en pleno cerro, arrastrando grandes postes, arriando mulas; de mujeres aca-rreando leña; de labriegos en el surco, en la vereda, en la casa, en la fiesta, en la cantina; de niñas y niños de todas las edades mirando serios a la cámara, jugando o ayudando a sus padres en la parcela…

Joseph nos confesó que a él le gustan más las fotos en blanco y negro. “Las de color son increíbles –dice-. Pero cuando re-trato personas trabajando el campo prefiero blanco y negro, es más emocional, más fuerte, más profundo. Es el tono de la vida. Eso creo”.

Al principio Joseph usaba una cámara de rollo. Eso no alige-raba el equipaje pero sí el bolsillo, pues sólo en 2003 utilizó alrededor de 300 rollos. Por fortuna consiguió una cámara digital con la que en su último viaje tomó hasta tres mil fotografías.

La primera vez que Joseph visitó México, no hablaba caste-llano. Quizá una que otra frase como: “No habla español”. Recuerda que en una comunidad le preguntaron “¿Y tú güe-ro, qué haces?” “Quise impresionarlos y les dije: “Yo soy es-critorio”. Se rieron mucho y supe que lo había dicho mal”.

¿Cómo va a ir este gringo loco a las comunidades nahuas de la sierra nororiental poblana, con los tzeltales y tzotziles de Los Altos de Chiapas, con los mestizos de Veracruz si sólo sonríe y toma fotos? Pues fue y nada lo detuvo. Ni la barrera del idioma, ni la inseguridad de las veredas por las que tam-bién transita el narco.

Él agarró camino y se enfiló hacia la Sierra Norte de Puebla; luego la Sierra Juárez de Oaxaca; más adelante se internó en comunidades zapatistas de Chenalhó, Tenejapa, Las Marga-ritas y Ocosingo; se aventuró por Tuxpan; se fue a Morelos a las nopaleras y a los cañaverales de Tlaquiltenango; llegó también a Chihuahua con los alfareros de Mata Ortiz.

Y en su viaje más reciente, a principios del 2015, platicó, caminó y convivió con hombres y mujeres originarios de Guatemala, El Salvador y Honduras en la casa del migrante Hermanos en el Camino de Ixtepec, en el Istmo de Tehuan-tepec. También estuvo cerca de Orizaba, Veracruz, con las Patronas del pueblo del mismo nombre cuando éstas cum-plían 20 años de ayudar solidariamente a los jinetes de La Bestia. Mujeres de todas las edades a quienes fotografió y en-trevistó, pero a las que también ayudó a picar cebolla y chi-les, a acarrear paquetes de comida y bolsas agua hasta las vías donde pasa el tren y donde cientos de migrantes arracimados sobre los vagones del ferrocarril los tomaban al vuelo dejando una estela de agradecimiento. Más tarde conoció a migrantes centroamericanos que arribaron en caravana este año a la capital de la República, y estuvo con ellos en el Zócalo.

Joseph ha venido a México en nueve ocasiones. Su prime-ra visita fue en 1997. Llegó el 2 de noviembre a Metepec a tomar fotos del día de muertos. “De niño me asustaban los cementerios”, nos confesó. Pero aquí se le quitó el miedo a los muertos enterrados. Quería entender por qué la gente se queda dos días en un panteón. Y lo que vio y fotografío fue un convite de vivos y difuntos, una fiesta de ofrendas en tumbas tapizadas de flor de cempasúchil con veladoras titilando día y noche hasta consumirse en un mar de cera. Un camposanto vuelto romería donde bullían rezos, risas y pláticas. Además de imágenes, Joseph disfrutó aromas y sabo-res de pan de muerto, de pollo en mole con arroz y de frijoles caldosos y paladeó los aguardientes, pulques y cervezas. “Un ritual muy profundo –djo conmovido– porque aquí la cultu-ra indígena se vive fuerte”.

Luego fotografió la Semana Santa oaxaqueña. Pero pese a sus primeros temas su mirada no es la del antropólogo que viene de lejos buscando costumbres “exóticas”. No. Lo suyo no es curiosidad primermundista. Lo que pasa es que a Joseph le disgustan y enojan la injusticia y la pobreza en que viven los campesinos y quiere mostrarlas para ayudar a remediarlas.

Antes de venir aquí, en Estados Unidos conoció los campos de Nuevo México donde se cultiva chile y donde los jorna-leros mexicanos que lo cosechan tienen que aguantar pési-mas condiciones laborales. Y Joseph se preguntaba: “¿Por qué viene aquí esta gente? ¿Por qué viene a sufrir? ¿Por qué no quedan en su país?”

“En 2001 estuve en Oaxaca y me encontré con una manifes-tación de mujeres frente a la casa de gobierno. Luego supe que en esa ciudad todo el tiempo hay protestas… Y es que en México se respira revolución… En Estados Unidos no hay re-volución, eso está terminado. Y en cambio aquí la lucha sigue y sigue y sigue y sigue…”, dice Joseph, aludiendo una de las consignas más coreadas en las marchas y mítines de por acá.

En 2003 el fotógrafo fue a dos comunidades de la Sierra Juá-rez, por el rumbo de San José de Tenango. Viajaba acompa-ñado por un campesino de la Coordinadora Estatal de Pro-ductores de Café de Oaxaca. “Tenía miedo, la gente no habla español ahí. Y tampoco lo hablaba el indígena que me con-ducía… Yo no sabía dónde estábamos ni a dónde íbamos… Cuatro horas caminando en silencio por la montaña, casi sin hablar porque él no entendía mi español, ni yo entendía su idioma. Cuánto falta para llegar al pueblo –le preguntaba yo-. Ya poquito –me decía-. Pero seguíamos caminando. –Ya merito nomás… Y sólo comíamos mandarinas.

“Finalmente llegamos a San Martín –cuenta- y me quedé ahí cuatro o cinco días… No había nada, una casita por ahí, otra por allá, nada. Y de pronto se me quitó el miedo. Dormí en casa de una familia. Fueron muy amables, me dieron todo siendo tan pobres: comida vegetariana, tortillas y café. Cono-cí a sus hijos y me explicaron por qué los jóvenes tienen que irse aunque quieran quedarse. Mirando sus vidas con mis ojos y con mi cámara, algo entendí. En la temporada del cor-te de café trabajan muy duro y no ganan nada. Caminan siete horas por la sierra, cargando a la espalda los costales de café; se van por la mañana y regresan en la noche. Al día siguiente otra vez lo mismo y así durante dos meses…

“Luego fui a Cuetzalan con la Cooperativa Tosepan, y en-contré algo muy diferente… Allá también son pobres, pero tienen de todo: maíz, café, pimienta, miel, y luchan fuer-te por los derechos indígenas… Tomé fotos en San Miguel Tzinacapan, San Andrés Tzicuilan, Santiago Yancuictlalpan y Xiloxochico. A señas y con mi español malo, me hice en-tender. Y aprendí mucho del Comercio Justo y de todo lo bueno que hacen las familias de la Cooperativa. Les gustó mi trabajo y sacaron un calendario con mis fotos”.

En su viaje más reciente, que realizó en enero del 2015, Jo-seph fotografío y entrevistó a unos 40 migrantes centroame-ricanos refugiados en los albergues de Ixtepec, de Chahuites y en La Patrona.

“Cada persona –cuenta- es una historia única, diferente. Ellas y ellos tienen fe… Hacen un viaje peligroso porque de veras creen que podrán mejorar si llegan a Estados Unidos, darle algo más a su familia y salir de la miseria y la violencia de sus países… Piensan que subirse a La Bestia y arriesgarse es mejor que quedarse a vivir en su propia tierra. Algunos cuentan que en su país las maras les cobran por vivir… Así amenazaron a una mujer: ‘tienes que pagar; si no, te mueres o se mueren tus hijos’… Entonces ella agarró a sus hijos, se subió al tren y llegó a Ixtepec. A otra familia le advirtieron: ‘vamos a venir por este chavo’: un joven que apenas cumplía los 17, y toda la familia tuvo que salir. El viaje en La Bestia es cruel, atravesar así el territorio mexicano es jugarse la vida. Y cada vez es más difícil subir a ese tren de carga, porque cobran dinero”.

Muchas historias tristes recogió Joseph en esta visita. Como la de una mujer apicultora que vino desde Honduras y ape-nas llegando a Juchitán fue detenida por la policía y segura-mente la deportaron a su país. “¿Qué pasa?” –se pregunta-. “Salen buscando otra vida ¿y qué encuentran en el camino? En Honduras hay maras y aquí también, pero además está la policía y la migra. En Ixtepec y en Chahuites todas y todos los que entrevisté habían sido atacados por las bandas o por la fuerza pública. Y si logran llegar al norte de México serán sorprendidos por unos custodios armados que les quitarán todo, los dejarán desnudos, sin ropa, sin zapatos, sin dinero…Y es que los migrantes han dejado de ser gente –concluye Joseph-, ahora son un buen negocio”.

“Esto hay que contarlo –insiste el fotógrafo-. Hay que mos-trarlo, hay que gritarlo, hay que exhibirlo en Estados Uni-dos… Que allá todos se enteren de por qué esas personas, esas familias tuvieron que salir de su país, y por qué a pesar de todo no pueden ni quieren regresar… Y es que a los grin-gos sólo les importa el trabajo barato de los migrantes. No la gente.

En su empeño porque se conozca el viacrucis de los peregri-nos de Centroamérica y México que tratan de ingresar en Estados Unidos, Joseph ha publicado artículos y fotos en re-vistas como Commonweal; In These Times; Reportero de San-ta Fe; Albuquerque Free Press y Rochester Magazine. Tam-bién ha realizado varias exposiciones de fotografías sobre el campo mexicano, y ha ofrecido pláticas y conferencias en universidades de Nuevo México, Albuquerque y Nueva York acerca de la dramática situación que viven los campesinos, los jornaleros, las mujeres rurales, los migrantes…

Seguramente Joseph seguirá viajando por nuestras sierras y nuestros llanos porque, dice, los campesinos de este país son una parte de su vida, de su emoción. Él sabe ya que su desti-no está aquí. Y para explicarlo cita a Séneca, quien sostenía que las tejedoras del destino conducen a quien tiene volun-tad, pero a quien no la tiene, lo arrastran…

Joseph Sorrentino

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INTRODUCCIÓNMi interés en el campo de México co-menzó cuando en 2003 escribí sobre los trabajadores agrícolas fuera de Ro-chester, Nueva York, casi todos mexi-canos. Después de escribir algunos ar-tículos, decidí visitar el campo porque quería saber lo que estaba impulsando a la gente a ir a Estados Unidos. He se-guido escribiendo sobre los trabajado-res agrícolas en este país –en Nuevo México, donde ahora vivo– y sobre los campesinos de México. Pero mis viajes más recientes se han centrado en la migración centroamericana a lo largo de México, ya que su destino final es casi siempre Estados Unidos, lo que un hondureño llama “la tierra prometida”. Los que vivimos aquí tenemos que ver a las personas que huyen de sus países y escuchar por qué se están arriesgando tanto.

Entre enero y marzo de este año, du-rante siete semanas visité y me alojé en albergues para migrantes prove-nientes de América Central. Durante el verano pasado, un gran número de centroamericanos, muchos de ellos ni-ños no acompañados, fueron llegando a la frontera con Estados Unidos. Que-ría saber por qué los números habían aumentado de manera tan dramática y cómo era su travesía. El viaje me llevó desde la Ciudad de México hasta Apiza-co, Tlaxcala; a La Patrona, Veracruz, y a Ixtepec y Chahuites, Oaxaca. Entrevisté a 35 migrantes, en su mayoría de Guate-mala, Honduras y El Salvador y a 25 de-fensores y trabajadores de los refugios.

Hay muchas cosas que me impresio-naron, pero destacan dos: la deter-minación de los migrantes para llegar a Estados Unidos y la dedicación de los defensores y trabajadores de los refugios.

Ha habido cambios dramáticos en la migración desde 2012, cuando pasé una semana en Hermanos en el Cami-no, el refugio que dirige el padre Ale-jandro Solalinde en Ixtepec, y un par de semanas en La Patrona, donde un grupo de mujeres, conocido como Las Patronas, han estado ofreciendo ali-mentos y agua a los migrantes durante 20 años. Ese 2012, en ambos lugares vi cientos de migrantes que montaban La Bestia. Volví a ambos lugares este año y la experiencia fue surrealista: tren tras tren iban vacíos, sólo transporta-ban a un puñado de migrantes.

El más largo de los artículos que aquí presento observa las razones por las cuales los migrantes no se están mon-tando a La Bestia, y los textos más cor-tos, de una manera más personal, da cuenta de cómo era su viaje, y cómo fue el mío. Aunque la mayoría de las historias que me compartieron fue-ron acerca de los terribles abusos que los migrantes sufren durante su viaje, muchos también me brindaron relatos sobre la generosidad y la compasión de los mexicanos que les ayudaron cuando llegaron a los pueblos agota-dos, cansados. También elogiaron a los trabajadores de los refugios que laboran sin descanso para darles una ayuda, a menudo en circunstancias di-fíciles y en ocasiones peligrosas.

Las palabras no pueden expresar adecuadamente mi agradecimiento a todas las personas que me han ayu-dado a lo largo de los años: los cam-pesinos en muchos pueblos, los abo-gados, los migrantes y los defensores, que fueron todos tan pacientes y ge-nerosos con este gringo durante mis estancias. Muchos compartieron sus historias conmigo y, aunque no todos ellos aparecen en mis artículos, cada historia influyó en mis escritos. Estoy agradecido con La Jornada del Cam-po, que ha publicado muchos de mis artículos desde sus inicios, en 2007. Sobre todo quiero dar las gracias a Lorena Paz Paredes y a Chaca Cobo, del Instituto Maya, que me han ayu-dado desde el año 2003. No podría haber hecho este trabajo sin ellas y estoy feliz y orgulloso de llamarlas amigas, así como compañeras.

Agradezco a Jessica Stites, editora en In These Times, y a Matthew Boud-way, de Commonweal Magazine, con quienes he trabajado durante varios años, por permitir que mis textos se reproduzcan aquí. También agradez-co al Investigative Fund, del Nation Institute; al Fund for Investigative Journalism y a la Puffin Foundation por financiar varios de mis proyectos. Y, finalmente, a mi esposa, Nori, por toda su paciencia y por su apoyo.

Joseph Sorrentino

La Jornada del Campo cuenta con permiso para publicar todos

artículos que aquí aparecen y que han sido antes publicados por

otros medios de comunicación.

MIGRANTES EN EL DFLos primeros refugios que visito están en el Distrito Federal y, para ser honesto, no estoy seguro de lo que estoy buscando o qué preguntar. Tengo que aprender rápida-mente. Sólo había hablado con migrantes en un refugio, pero los defensores me dan información que me ayuda a ver lo que está ocurriendo actualmente a los migrantes.

HERMANA LETYLa hermana Lety se sienta en una pequeña sala de conferen-cias en el grupo Migrantes en el DF, donde ella ha sido directora durante dos años. Le pregun-to si ayudar a los migrantes es peligroso. “Los migrantes son mercancía para el crimen orga-nizado y nuestro trabajo defen-diéndolos representa una des-ventaja para esos criminales”, dice ella. “Por eso hemos reci-bido muchas amenazas”. Señala que dos trabajadores del grupo fueron asesinados en el Estado de México en noviembre; fue-ron balaceados –muy probable-mente por una pandilla a la que habían denunciado por agredir

a los migrantes–. Le pregunto si tiene miedo. “Por supuesto que tengo miedo”, dice. “Pero más

importante que tener miedo es nuestro compromiso de ayudar a los migrantes”.

Olga plantando cebolla, en Nueva York

José Luis Hernández Cruz, presidente de La Caravana de los Mutilados, cuando estuvo en el DF, en el refugio CAFEMIN

José estudia las distancias de su viaje

JESSICAMe encuentro con Jessica en un refugio en el DF y la entrevisto en su pequeña y pulcra habitación. Aunque nació siendo un varón, ahora se identifica como mujer. Viste ropa de mujer, lleva maqui-llaje y sus gestos son femeninos. Es directa y segura de sí misma; sabe quién es y desde el princi-

pio sabía que era gay. De algu-na manera ella trabajó el coraje para decírselo a sus padres. La reacción de su padre fue inme-diata. “Amenazó con matarme. Me echó de la casa”, dice. A pe-sar de que lloraba, la madre no dijo nada en contra de su marido, pero hizo que le diera a Jessica dos mil quetzales. Jessica pasó

varios años en El Salvador antes de regresar a Guatemala para quedarse con una tía en una ciu-dad lejos de su casa. De alguna manera, su padre se enteró y de inmediato “envió a tres hombres a la casa donde me estaba que-dando. Los envió a matarme”. Ella se las arregló para escapar y en 2008 decidió hacer su camino a Estados Unidos, montada en La Bestia. En el camino, la golpea-ron, robaron y casi secuestraron. Vivió durante tres meses en Tuc-son, Arizona, antes de ser depor-tada. A pesar de los peligros que ha enfrentado en su viaje a través de México, está intentando una vez más llegar a Estados Unidos. “Quiero ir allá para escapar de la violencia en Guatemala”, dice.

Esa noche yo trato de entender cómo un padre puede ordenar el asesinato de su propio hijo. Y no puedo.

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EZEQUIELEzequiel, hondureño, es bilingüe y pasó diez años en Estados Unidos, trabajando en la industria de la cons-trucción en Florida. De hecho, me lo encontré en Hermanos en el Camino en 2012, pero su historia la incluyo aquí porque él describe el viaje en La Bestia de una forma muy bella.

Él habla inglés, y debido a eso pa-samos mucho tiempo juntos. Él me ayuda con algunas de las entrevis-tas. Me habla sobre la necesidad de volver a Estados Unidos, sobre cómo, una vez que llegue a la fron-tera, su jefe le enviará el dinero para llevarlo al otro lado. Se queja mucho de las condiciones y de la comida en el refugio, lo que me mo-lesta un poco. El personal del refu-gio hace todo lo posible, ya que se tambalean de una crisis a otra crisis.

Una noche nos sentamos juntos en un patio de cemento. Ezequiel es-taba planeando salir a la mañana siguiente y esperaba irse en La Bes-tia. Está pensativo y no dice mucho; debe estar preocupado por lo que se enfrentará en el viaje, ya que, sin ha-ber mediado pregunta, él empieza a hablar de La Bestia. “Ese tren”, dice, “destruyó una gran cantidad de per-sonas, mucha gente. ‘Killin ‘, ‘cuttin’ de sus piernas, brazos. Ellos llaman a ese tren La Bestia. Eso está en la Bi-blia. Tal vez ese tren es de lo que es-tán hablando. No lo sé. Yo no tengo ninguna religión. Dicen que hay un Dios, pero nadie sabe dónde está. Seguro que no está en La Bestia”.

Nos sentamos en silencio durante al-gún tiempo y luego se dirige a la cama. A la mañana siguiente, él se ha ido.

JOSÉ LUIS LOERAJosé Luis Loera ha trabajado con los refugiados desde 1983; ese año estuvo en Chiapas ayudando

a los guatemaltecos que huían de la guerra civil del país centroame-ricano. Su trabajo también lo llevó a Bosnia; ahora en México es coor-dinador de la Casa de Refugiados.

Después de más de 30 años de labor con los refugiados, es difícil imaginar cómo él puede continuar. Al final de una larga conversación de una hora, me cuenta dos histo-rias que contestan esa pregunta. “Cuando pienso en por qué hago esto, dice, todo el trabajo, todos los problemas, lo que realmente logramos, lo que puedo decir es: la mujer que duerme aquí, en el piso de abajo, está segura. No está en las calles. Y también pienso en esta mujer, una mujer indígena; estába-mos en una comida con un montón de gente, incluyendo algunos refu-giados. Siempre me acuerdo de lo que dijo una mujer joven después de esa comida: ‘Mucha gente pien-sa que estamos huyendo de nues-tros países para encontrar el sueño americano, pero lo único que que-ría era esto… comer sin miedo’”.

EL OTRO LADOMuy pocos migrantes hablan de ir a Estados Unidos; casi siempre dicen “el otro lado”. Algún lugar místico, un paso desde una vida llena de sufrimiento hacia algo mejor. Quiero decirles que realmente no va a ser mucho mejor para ellos allá. Lo sé porque yo vivo allá y he escrito sobre los trabajadores que sus países suministran a nuestros campos. Los salarios son bajos y lo poco que ganan a menudo es robado por contratistas de mano de obra sin escrúpulos. Su juventud será robada por el trabajo brutal.

Ellos viven en constante temor de la deportación. Pero, ¿quién soy yo para decir nada malo del otro lado, cuando sus vidas en sus países de origen están llenas de miedo, violencia y pobreza extrema? ¿Quién soy yo para disminuir incluso por una fracción la esperanza que los mantiene para avanzar de cara a tan terrible viaje? Yo les digo que cruzar la frontera es difícil y peligroso, pero puedo ver que mis palabras no tienen ningún efecto. Cada uno está convencido de que ser únicos y que Dios les sonríe y les da la bienvenida al otro lado.

APIZACOMe hospedo en hotel barato en Tlaxcala y diariamente tomo un auto-bús a Apizaco, donde hay un albergue para migrantes. Me quedo en Tlaxcala durante una semana y disfruto mucho de mi tiempo allí; rá-pidamente se convierte en una de mis ciudades favoritas en México. Algunos días resulta demasiado el contraste entre la belleza y la ama-bilidad de esa ciudad y las historias que me comparten los migrantes. Me siento en el zócalo un viernes por la noche, escucho música, veo a la gente disfrutando y de nuevo encuentro en mis pensamientos a la deriva a los migrantes que conocí ese día, preguntándose si van a sobrevivir al viaje.

LA SAGRADA FAMILIALas vías del tren están a sólo 10 o 15 metros desde el patio del alber-gue La Sagrada Familia en Apizaco, Tlaxcala. Están lo suficientemente cercanas como para hacer contac-to visual con los custodios que via-jan en los trenes, todos vestidos de negro y con pasamontañas que cu-bren sus rostros. Son de seguridad privada contratada por los ferroca-rriles para mantener a los migran-tes fuera de los trenes. Me ima-gino que están vestidos así para

intimidar a la gente, y funciona; es escalofriante verlos en los trenes, especialmente cerca de La Sagrada Familia porque las vías están en un nivel más alto que el refugio. En su paso, los custodios miran con des-precio a los migrantes que están en el patio.

Cuando los trenes pasan por el al-bergue, lo cual ocurre con bastante frecuencia, los migrantes dejan lo que están haciendo y los miran. Es una sensación extraña, una mezcla de expectación y temor. Ellos sa-ben lo que viene.

Dormitorio masculino, La Sagrada Familia

Los hombres se afeitan en La Sagrada Familia

Ronnie Alexander Andino Serrato, hondureño, en La Sagrada Familia

Migrantes en La Sagrada Familia ven pasar un tren

Migrantes duermen afuera, refugio La Sagrada Familia

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IXTEPEC Y CHAHUITESCuando me alojé en Hermanos en el Camino en 2012, cientos de migrantes viajaban montados en La Bestia; el refugio estaba lleno, pero la gente sólo se quedaba un día o dos, a veces sólo hacía allí una comida, y continuaba su viaje. Ahora, La Bestia va vacía pero el refugio continúa lleno. Poco después de que inició el Programa Frontera Sur, el padre Alejandro Solalinde, fun-dador de Hermanos en el Camino, abrió un segundo refugio en Chahuites. La mayoría de los migrantes en ambos refugios han sido asaltado y están solicitando visas humanitarias que les permitan permanecer en México le-galmente. En Chahuites, el grueso de los migrantes permanecen sólo un día o dos, pero en Ixtepec, muchas personas lo hacen durante semanas o me-ses. Se sientan en bancos de hormigón, asisten a clases de inglés, organizar partidos de fútbol o reposan en colchones que arrastran hacia debajo los árboles en un intento por escapar del calor implacable. Y esperan.

MENDIGANDO EN LAS ESQUINASEs sorprendente la cantidad de migrantes que abandonan sus países de origen con sólo unas pocas cosas adentro de una pequeña mochila y un poco o nada de dinero. Los que traen dinero lo ocultan en alguno en sus zapatos o lo introducen en una costura de su ropa con la esperanza de que, si los asaltan, los criminales no lo encontrarán. Pero los delincuentes saben dónde buscar y les roban los zapatos y la ropa, así como todo lo que hay en la mochila; así que los migrantes se quedan sin nada. Se quedan a expensas de la generosidad de los residentes en los pueblos y las ciudades por los que pasan. En Juchitán, que está a sólo 40 minutos más o menos en autobús desde Ixtepec, siempre se ve gente en las esquinas con una mano estirada y la otra sosteniendo un pasaporte centroamericano.

CLASES DE INGLÉSÁngela, una voluntaria de Grecia, da una clase de inglés muy básico a cerca de 30 migrantes en Her-manos en el Camino. Todos ponen mucha atención. Quieren aprender el idioma que necesitarán en Es-tados Unidos. Ha escrito algunas frases importantes en un tablero, en español y en inglés. Junto de las palabras en inglés, tiene traduccio-nes fonéticas.

¿Cómo te llamas? What is your name? Guat is yur neim?

Mi nombre es… My name is... Mai neim is...

Los migrantes copian las frases obedientemente en pedazos de papel que luego doblan y colocan en sus bolsillos.

Ángela le dice a sus alumnos que cuando alguien pregunta de dónde eres, tú dices: “I am…”” Un joven grita: “I am Salvador” y ella lo co-rrige suavemente: “I am Salvado-ran”, dice, “I am Honduran” Desde el fondo, otro hombre joven dice fuerte: “We are migrants”.

CARLALas palabras de Carla salen a torrentes. No importa cuántas veces le pida yo que hable más lento para que René, que me está ayudando, pueda traducirla, ella sigue hablando de forma acelera-da. Lo único que la frena son los sollozos que jalonean su historia.

Carla, una madre soltera de 40 años de edad, salió de El Salvador a fina-les de enero. “Yo era apicultora”, dice. “El 27 de enero, los maras me llamaron y me advirtieron que te-nía que pagar mil dólares antes del 31 de enero. Si yo no pagaba, iban a matar a uno de mis hijos. Me fui al día siguiente, antes del amanecer”. Ella tiene cinco hijos y dejó cuatro de ellos con su madre. Se llevó a su hijo de 18 años de edad, ya que “él es el que enfrenta mayor peligro con los maras”, quienes, se sabe, re-clutan por la fuerza a los jóvenes. Su hermana también se fue con ellos.

No tuvieron problemas para cruzar hacia México, pero sus temores no terminaron en la frontera. “Tenía-mos tanto miedo que no podíamos dormir”, dice. “Miedo porque en El Salvador, ellos no hablan. Sólo ma-tan. Teníamos miedo de que ser perseguidos y asesinados”.

Sorprendentemente, Carla y sus acompañantes no tuvieron proble-mas hasta que, en Juchitán, a unos 45 minutos para llegar al refugio Hermanos en el Camino, en Ixtepec, cuatro policías detuvieron el auto-bús donde iban: dos comenzaron a buscar migrantes dentro del vehí-

culo y los otros dos esperaron afue-ra. Carla tuvo suerte: no le pidieron su identificación. “No me veo como un migrante”, dice. Su hijo y su her-mana fueron desafortunados; los sacaron del autobús junto con otros cinco migrantes. “Los policías les pidieron dinero”, dice, “y como no tenían, los llevaron a Inmigración”, donde los deportaron.

Carla continuó hasta el refugio donde pidió ayuda a Alberto Do-nis Rodríguez, coordinador del refugio. Se apresuró a ir al Institu-to Nacional de Migración (INM); le dijo a Carla que sus familiares fueron detenidos ilegalmente, pues sólo el INM tiene autoridad para pedir identificación a los mi-grantes, y por tanto debían ser liberados. Le pidió que fuera pa-ciente. A ella le pesaba la espera.

“No tengo razón alguna para ser migrante”, comentó ella. “Tengo un negocio bonito, trabajadores, y de repente perdí todo”.

Veo a Carla varias veces durante mi estancia en Hermanos en el Ca-mino y ella siempre luce preocupa-da y agotada; se ve como si apenas durmiera. En mi último día allí, me encuentro con ella de nuevo y, por primera vez, está sonriendo. Le dijeron que su hijo y su hermana serían liberados más tarde ese día. La alegría está escrita en su rostro.

Un par de semanas más tarde, envío un correo electrónico a René y le pregunto qué pasó con Carla y con su hijo. Tanto él como la hermana de Carla habían sido deportados. No se dio ninguna explicación.

Carlos Moriano y voluntarios colocando un cartel en Chahuites

Migrantes que transitan Chahuites

Maricela y Alberto Delgado, los migrantes nicaragüenses en Chahuites

La clase de inglés con Ángela, en Hermanos en el Camino

Alfonso, en el refugio de Chahuites

Maricela Delgado, nicaragüense, en el refugio de Chahuites con su marido

Carla no aceptó ser fotografiada, por el temor que tiene de las pandillas

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BAJAR DEL AUTOBÚSMe encuentro con cuatro hon-dureños negros en Chahuites. Además de español, hablan una lengua africana y Edward ha-bla inglés también pues estuvo unos cuantos años en Estados Unidos. Uno de ellos –nunca supe su nombre–, disfruta gol-peando sobre la mesa ritmos africanos y, como yo toco el tambor, me uno a él. Él era mu-cho, mucho mejor que yo, pero, afortunadamente, no se burlan de mí y me dejan tocar con él. Ellos tienen siempre una mane-ra para entretener a la gente en el refugio, y cuando se sientan en el pequeño patio delantero, frente a la calle donde se pue-de conseguir comida por unos cuantos pesos, siempre la gen-te se ríe de sus historias y sus danzas salvajes. Cuando salgo de Chahuites, veo a cuatro de ellos en el autobús. Después de aproximadamente una hora, entramos a un pequeño pueblo donde se bajan del autobús y se alejan apresurados. Se inclinan ligeramente como si trataran de hacerse invisibles. Unos mi-nutos más tarde, a las afueras del pueblo, Inmigración para el autobús y dos agentes entran buscando migrantes.

ISAMELIsamel está de pie afuera del refugio Hermanos en el Camino, en Chahui-tes, cuando llegamos por la noche. Mucha gente se arremolina a mi alrede-dor tan pronto como se enteran de que soy no sólo un gringo, sino también periodista; se empujan unos a otros para acercarse a mí y contarme sus historias. Ismael, de Honduras, con 24 años, una cara bella y una sonrisa tímida. Ella viaja con su esposo y un primo y han caminado la mayor parte del camino desde Tapachula a Chahuites. “Las combis cuestan demasiado”, dice. “Usamos el dinero que tenemos para comida”. Ellos fueron asaltados justo antes de llegar a Arriaga, pero ella dice que podría haber sido peor. “Lo importante es que no nos golpearon ni me violaron”. Al igual que otros migrantes, ellos se instalan en las esquinas pidiendo unos pesos para comi-da o transporte. Se les ve en muchas ciudades, con una mano hacia arriba y la otra sosteniendo un pasaporte centroamericano.

Isamel camina suavemente porque sus pies tienen ampollas y están em-pezando a infectarse. Le pregunto cómo puede continuar hacia Estados Unidos con los pies tan gravemente heridos. “No me importa”, dice ella. “Nos vamos. Ese es el espíritu que uno debe tener”. Ella no tiene ningún ungüento antibiótico, así que le doy uno que yo traigo.

En mi último día en el refugio, escribo algunas notas y ella se sienta cerca de mí y pide un pedazo de papel. Le doy un par de hojas de mi cuaderno y vuelvo a mi escritura. Creo que ella sólo hace garabatos en el papel, pero me lo da cuando termina. Por un lado es un dibujo de un perro con las pa-labras: “Para Pepe”. Por el otro lado es una flor y un “¡Hola Pepe!” Cuando llego a casa, coloco el papel en una pared cerca de mi computadora. Cuan-do lo miro me pregunto dónde está ella. Y me preocupa.

NOELNoel es un joven de 16 años de El Salvador que conocí cerca del refugio Hermanos en el Camino, en Chahuites, Oaxaca. Ocho de nosotros vamos de regreso al refugio cuando lo vemos. Está solo, va por un camino de tierra estrecho que es paralelo a las vías del tren. Al igual que todos los migrantes, carga una peque-ña mochila y camina con paso decidido. Cuando nos ve, su pri-mer impulso es correr: cree que estamos con Inmigración. Pero Carlos le explica lo que somos y Noel se une a nosotros en cami-no al refugio. Él anduvo a pie la mayor parte del camino desde El Salvador y seguirá así la mayor parte del camino a la frontera con Estados Unidos. Le pregunto por qué quiere ir allá y me dice que lo requiere para encontrar un trabajo. Su madre tiene cán-cer y él tiene que ayudarla. Esa noche saca un delgado colchón y duerme a la intemperie con el resto de los migrantes.

A la mañana siguiente, Noel está sentado a unos pasos de mí, en un muro bajo, con la mochila a sus pies. Quiero entrevistarlo pero decido esperar hasta des-pués del desayuno. Me imagino que el niño tiene hambre. Doy un paso afuera de la vivienda y cuando volteo, lo veo caminando por la calle polvorienta con otro chico que parece ser de la misma

edad, ambos con sus mochilas a la espalda. Me siento confundido al principio. Me pregunto adón-de se dirigen, pero cuando llegan a la esquina, lo sé. Se dirigen al Norte, ni siquiera esperaron 15 minutos para el desayuno. Me enojo por no haberlo entrevista-do. ¿Cuándo voy a aprender a no dejar pasar la oportunidad de ha-cer una entrevista? Este reclamo me lo hago continuamente du-rante la mayor parte de ese día.

Más tarde, cuando pienso en Noel de nuevo, me doy cuenta de que cuando se fue, él me dijo lo único que tenía que había di-cho. No tenía tiempo que perder porque tenía que llegar a Estados Unidos para encontrar un trabajo para ayudar a su madre que tenía cáncer. Así que él ató su mochila y se fue sin esperar al el desayu-no. ¿Qué podría haberle pregun-tado que provocara una respues-ta tan elocuente como esa?

Las heridas infectadas en los pies de los migrantes

Isamel en el refugio de Chahuites

Noel caminando

El brazo de Edward luchando con un amigo

Isamel pone la mesa para el almuerzo

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LOS TRENES VACÍOS

Durante 20 años, Las Patronas han estado repartiendo comida y agua a los migrantes que montan La Bestia, pero ahora su trabajo ha cambiado. La Bes-tia todavía atraviesa el pueblo y las mujeres todavía se reúnen a la llegada de cada tren, pero hay pocos migrantes y muchos trenes están vacíos. En 2012, Las Patronas construyeron un pequeño dormitorio que, pensaban, sería utili-zado por los migrantes lesionados o por aquellos que necesitan un descanso del viaje agotador. Pero ahora, cada día, un puñado de migrantes aparecen, cansados, sudorosos y hambrientos. La mayoría se quedan por unos días antes de continuar. “Nuestro plan era ser un comedor pero ahora, con el Programa Frontera Sur, nos hemos convertido en un refugio”, dice Norma Romero Váz-quez, coordinadora del grupo. “Es triste para nosotros cuando se van porque compartimos nuestra comida con ellos, llegamos a conocerlos. Sabemos que es peligroso, pero les damos ropa, comida, un lugar para descansar, así que también estamos contentas porque hemos hecho todo que podemos hacer”.

JOSÉ DANIELJosé Daniel es un chico inconteni-blemente optimista de Honduras. Cuenta con 18 años, pero, dice con orgullo: “en mayo voy a cumplir 19”. Al igual que todos los migrantes, está convencido de que va a llegar a Esta-dos Unidos. “Voy a hacer cualquier trabajo”, afirma. “Si me dicen que limpie el baño, yo lo haré. Si dicen que el trabajo es en un restaurante, lo haré. Si es en una casa, también”.

Atrás, en Honduras, su padre traba-ja como guardia de seguridad y gana mil cien limperas por semana, unos 770 pesos. “Quiero trabajar para ayudar a mi familia”, señala. “Allá hay un dicho: Padre es primero. Mis hermanas no pueden ir a la escuela porque cuesta demasiado. Quiero trabajar, y enviarles la mitad de mi dinero para que puedan comprar ropa, comida y no tener hambre”.

En su cartera, tiene una foto pe-queña de su hermana. Ella tiene 13 años. Tiernamente saca la foto y me la muestra; la voltea y señala su nombre, que está escrito legi-blemente en la parte posterior de la imagen: Glenda Isabel. Mete la foto de vuelta en su cartera y lue-go pone su cabeza en sus manos durante varios minutos. Creo que solloza, pero cuando levanta la ca-beza, su sonrisa está de vuelta.

Una noche me pregunta sobre mi viaje, cuánto tiempo había estado yo fuera. Le hablo de las paradas, el número de semanas que había estado viajando, lo difícil que era oír historias de la gente y que dor-mir constantemente en un lugar diferente resulta duro. Le digo lo mucho que extraño a mi esposa. Entonces me detengo, me siento tonto y me disculpo. ¿Qué es mi viaje en comparación con el de él?

ZAPATOS NUEVOSJosé necesita un par de zapatos.

Estoy de pie en el patio de un pequeño refugio en La Patrona, Veracruz, cuando José y Jorge se me acercan tímidamente y me preguntan si, tal vez, puedo yo regalarle a José mis zapatos. Jorge pregunta porque José es muy penoso. Me disculpo y les digo que no puedo. Están su-cios, pero los necesito. Además, la parte superior de la cabeza de José apenas alcanza mi hombro y sus pies nadarían en mis zapa-tos. Si José hubiera conseguido los zapatos, indudablemente los hubiera rellenado de periódi-co o papel higiénico, que es lo que usa ahora para mantener las correas de las sandalias que se compró en un par de tallas más grandes a las que requiere, y que le lastiman la piel superior de sus pies. José dice que en-tiende y se aleja, cojeando lige-ramente, adolorido de los pies luego de andar varias semanas con aquellas sandalias demasia-do grandes.

José y Jorge son salvadoreños y, al igual que cientos de miles de migrantes centroamericanos que tratan de llegar a Estados Unidos, ya no pueden subirse a La Bestia. Así que están, literalmente, an-dando a pie gran parte del camino. Migrantes me cuentan historias de caminar a través de las montañas donde a veces espían animales sal-vajes, incluyendo anacondas. “Si la anaconda ya comió, uno pude es-

tar seguro”, me dice uno de ellos. Yo no pregunto qué tan seguro es si la anaconda no ha comido. Ellos ca-minan durante días y días, llegando a los refugios con los zapatos que les quedan mal, con ampollas in-fectadas en sus pies, y sin embargo continúan. ¿Qué posibilidades tie-nen los muros y las vallas que Es-tados Unidos construye en su fron-tera sur de frenar a estas personas que están tan determinadas?

Banda tocando en el 20 aniversario de Las Patronas. Cuando pasó un tren, la gente se acercó, pero no había migrantes allí. La banda siguió tocando.

José Daniel espera en las vías para repartir los alimentos Norma lanza una bolsa de comida a un migrante que monta La Bestia en La Patrona

Jorge posando delante del mural en La Patrona

José, un migrante de El Salvador, necesitaba zapatos nuevos

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NÚMEROS TELEFÓNICOSCarlos es un salvadoreño tranqui-lo de 51 años de edad que trabajó durante 25 años en la industria de la construcción en Estados Uni-dos, sobre todo en Los Ángeles. Fue deportado, por tercera vez, en octubre de 2014, y el 21 de enero de este año él estaba en su camino hacia el norte de nuevo. Nos reu-nimos en La Patrona. Su esposa murió hace varios años pero aún tiene cuatro hijos en EU y está desesperado por verlos. “Todo el

que viaja por este camino tiene fe en Dios”, dice. “Tengo fe. Llegaré gracias a Dios. Es lo principal para mí. Yo creo que Dios decide quién entra y quién no. Si tienes fe, pasa-rás. De otra manera, no lo harás”.

Pregunto a Carlos si él habló a sus hijos por teléfono y me dijo que no; que no llevaba su núme-ro de teléfono. “Uno no carga los números, porque si pierde ese papel, le llaman a su familia y dicen que está secuestrado”, comenta. “Esto le pasó a un ami-go mío. Perdió el papel y alguien lo encontró y llamó a su familia

diciendo que fue secuestrado. La familia envió dinero. Él ya estaba en Estados Unidos”.

Una tarde, Carlos estaba con su sobrino, Miguel. Los dos via-jaban juntos. Carlos tenía un pequeño trozo de papel en una mano y había allí un número te-lefónico. Miguel estaba diciendo el número, pero cometía errores y Carlos lo corregía suavemente. Una y otra vez, Miguel repitió el número hasta que se lo apren-dió de memoria. Entonces Car-los rompió el papel.

EVELYNMe encuentro con Evelyn Noemí Durán Hernández, guatemalteca de 22 años. Estamos el pequeño refugio en La Patrona. Ella viaja sola atravesan-do México. “No tengo miedo”, dice sobre el trayecto. Esto a pesar del he-cho de que los maras se subieron al tren en el que viajaba y le robaron todo su dinero y sus zapatos. Le digo que el recorrido es muy peligroso. “Es igual en Guatemala”, dice ella. “Es tan peligroso viajar en un autobús o en ca-mioneta en Guatemala como en el tren. Sólo es diferente en las montañas aquí, porque hay animales”.

César Agusto Cruz, migrante de Guatemala en La Patrona

Carlos con una taza de café en La Patrona Una migrante en el refugio de Chahuites

Todos los días varios migrantes llegan al pequeño refugio de La Patrona

Evelyn de pie sobre las vías del tren en La Patrona

Evelyn en La PatronaMigrante en Chahuites

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CÓMO ESTADOS UNIDOS “RESOLVIÓ” LA CRISIS DE MIGRACIÓN CENTROAMERICANA*Joseph Sorrentino

La Bestia corre vacía ahora. Durante años, los trenes de carga conoci-dos colectivamente como

La Bestia han llevado migrantes centroamericanos hacia el norte a través de México; el objetivo de estas personas es cruzar la frontera con Estados Unidos. Huyen de la pobreza extrema y de la violencia en sus países de origen. Puede ver-se a cientos de ellos amontonados en la parte superior de los vagones, cabalgando entre éstos o aferrados a las escaleras a los lados. Es fácil caerse de los trenes en movimien-to. Muchos de los que caen, mue-ren o pierden extremidades. “Es peligroso –peligroso, pero libre”, dice Santos Ricardo Molina Cam-pos, de 37 años de edad, salvado-reño que montó La Bestia cuando emigró a Estados Unidos hace 24 años, y de nuevo en diciembre, después de haber sido deportado.

Pero él es parte de la minoría. En estos días, los trenes llevan sólo un puñado de los migrantes, o ningu-no en absoluto. No han dejado de venir, pero se han visto obligados a encontrar otras rutas, aún más peligrosas. Eso es debido al Pro-grama Frontera Sur de México, implementado en julio de 2014 y destinado en gran parte a limpiar de migrantes los trenes. El plan es el más reciente de una serie de po-líticas de inmigración mexicanas, financiadas o tácitamente aproba-das por Estados Unidos (EU), que no han podido frenar –y a veces han exacerbado– lo que la Ofici-na en Washington para Asuntos

Latinoamericanos (WOLA) llama “una de las crisis humanitarias más graves en el hemisferio oc-cidental”: la rutina de violación, asalto, extorsión, secuestro y asesi-nato de migrantes centroamerica-nos que cruzan México.

Detener la oleada. Cuando se supo la noticia en junio de 2014 que una cifra sin precedentes, de 50 mil niños centroamericanos sin acompañantes habían llegado a la frontera con Estados Unidos desde octubre de 2013, la Casa Blanca declaró una “situación hu-manitaria urgente”. El presidente Barack Obama se reunió con su homólogo de México, Enrique Peña Nieto, “para desarrollar pro-puestas concretas que aborden las causas fundamentales de la migra-ción ilegal desde Centroamérica”, según un comunicado de la Casa Blanca. Dos semanas y media des-pués, Peña Nieto anunció el Pro-grama Frontera Sur.

La Casa Blanca sostiene que el programa fue “desarrollado por México y no resultado de la reu-nión con el presidente Obama en junio”.

Cada uno de la docena de tra-bajadores de derechos humanos mexicanos y estadounidenses en-trevistados para este reportaje, sin embargo, no dudan que la presión de Estados Unidos impulsó el pro-grama de inmigración. “Creo que está claro que el verano pasado EU presionó a México para aumentar estos esfuerzos (de acabar con la mi-

gración) como una manera de ayu-dar a lidiar con el ‘problema’ de los centroamericanos que inundan el sur de Texas”, dijo Maureen Meyer, asociada senior de WOLA para Mé-xico y derechos de los migrantes.

Carlos Bartolo Solís, quien dirige un refugio cerca de la frontera sur de México, que es a menudo una primera parada para los migran-tes, está de acuerdo. “Creo que el Programa Frontera Sur es una respuesta a las políticas de Estados Unidos”, dice. “Creo que EU ha presionado a México”.

Daniel Ojalvo, quien ha trabajado dos años en el refugio para mi-grantes Hermanos en el Camino en Ciudad Ixtepec, considera así la situación: “La frontera de Esta-dos Unidos comienza en Guate-mala ahora”.

También es probable que fondos es-tadounidenses apoyen el Programa Frontera Sur. Según un portavoz del Departamento de Estado, México ha recibido más de 120 millones de dólares para la aplicación en la fron-tera sur de la Iniciativa Mérida, un programa contra el narcotráfico del

Departamento de Estado. En su tes-timonio ante el Comité de Asigna-ciones del Senado en julio de 2014, tres días después de que se anunció el Programa Frontera Sur, el embaja-dor Thomas A. Shannon dijo que el Departamento de Estado “aplaudió” los nuevos esfuerzos fronterizos de México y que se comprometerían 86 millones de dólares para su financia-miento. El Departamento de Estado no respondió a la petición de In The-se Times para que confirmara si ese dinero fue ejercido.

Formalmente, el Programa Fronte-ra Sur tiene la intención de proteger a los migrantes y garantizar su segu-ridad, así como erradicar a los gru-pos criminales que se aprovechan de ellos. En la práctica, el plan hace que sea mucho más difícil, y a me-nudo imposible, que los migrantes viajen por cualquier medio, salvo a pie. Los agentes del Instituto Nacio-nal de Migración y la policía ahora revisan rutinariamente los trenes y autobuses para detener a cualquier migrante que encuentran.

El plan también insta a las compa-ñías ferroviarias a disuadir a los mi-grantes. Algunas han aumentado la velocidad de los trenes para que no puedan ser abordados. En Apizaco, Tlaxcala, han instalado postes cor-tos de concreto al lado de las pistas para impedir que los migrantes co-rran y salten junto a los trenes.

La Sagrada Familia, un refugio en Apizaco, se encuentra a menos de diez metros de distancia de las vías por las que corre La Bestia. En octubre, pocas horas después de salir del refugio, un migrante llamado Arlem Nahum Zepeda Martínez trató de subirse

Calzón pinchado en alambre de púas

Lorena Águila Hernández, una de Las Patronas, espera con comida para los migrantes, pero el tren pasa vacío

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a un tren de movimiento lento. Se golpeó con uno de los postes de concreto, fue arrastrado hacia abajo del tren y murió. Carla Patricia Juárez Peña, coordinadora de Desarrollo Humano y de la Co-munidad en el refugio, dice que en Apizaco 14 migrantes han su-frido heridas a causa de los postes.

Algunas compañías ferroviarias, especialmente en el norte, también han contratado custodios para man-tener a los migrantes afuera de los trenes. Se visten completamente de negro y con pasamontañas que cu-bren sus rostros para maximizar la intimidación. A menudo llevan ri-fles y pistolas. Los migrantes infor-man que los custodios los asaltan; les quitan dinero, zapatos, incluso sus ropas. “En Orizaba los custo-dios robaron mi dinero”, dice Juan Carlos Reyes Guillén, un hondure-ño de 22 años de edad que estuvo en el refugio de Apizaco un par de días a finales de enero. “El tren se detuvo y los custodios dijeron: ‘Todo el mundo abajo’”; apuntaban con sus rifles a los migrantes. Se llevaron dos mil pesos de Guillén. Tenía unos pesos más metidos en un zapato y eso le permitió tomar un autobús y llegar al refugio.

Guillén tiene la esperanza de re-gresar a Dallas, donde vivió 12 años. Unas horas después de que hablamos, empacó su mochila pe-queña. Contenía zapatos de baño, gel para el cabello, papel higiénico y un pequeño espejo que sostenía sonriendo tímidamente. Cerró el cierre de su mochila, me dio la mano y se dirigió hacia el norte.

Peor que La Bestia. Desde antes que iniciara el Programa mencio-nado, los 400 mil migrantes cen-troamericanos que intentan cruzar México cada año han enfrentado graves riesgos. Además de los pe-ligros de La Bestia, está la depre-dación de las pandillas. Es difícil conseguir estadísticas fiables, pero Amnistía Internacional y otras fuen-tes dicen que las pandillas rutina-riamente asaltan, secuestran y ase-sinan migrantes centroamericanos. Un informe de 2010 encontró que 60 por ciento de las mujeres que migran a través de México fueron violadas. WOLA estima que 20 mil migrantes son secuestrados cada año. Una encuesta de morgues y cementerios realizada por el diario Milenio encontró que un promedio de cuatro mil cadáveres no identi-ficados son enterrados anualmente.

Pero el Programa Frontera Sur ha hecho cosas peores aun, de acuerdo con los 60 abogados, trabajadores de los refugios y migrantes que en-trevisté el invierno pasado durante un viaje de siete semanas a lo largo de una de las principales rutas de migración de México. Casi la tota-lidad de los 35 inmigrantes que co-nocí hablaban de caminar durante días entre los refugios, en rutas que los exponían a peligros mayores. “Más personas son asaltadas, más

mujeres son violadas, más personas están desapareciendo”, dice Ojalvo.

“Pensamos que no podíamos ver nada peor que el tren”, dice Luis López-Lago Ortiz, quien trabaja con Scouts de Extremadura, una ONG española. “Pero hay algo peor: caminar en el camino”.

Un refugio de emergencia. En respuesta a la avalancha de mi-grantes que viajan a pie, el padre Alejandro Solalinde abrió un refu-gio de emergencia en Chahuites, Oaxaca, en septiembre. Según Carlos Moriano, coordinador del refugio, “casi todos los que llegan han sido asaltados”.

Chahuites es un pueblo pobre, lleno de pequeñas casas cons-truidas con bloques de cemento sin pintar, muchas de ellas con techos de lámina. Todo el frente de la tienda vecina al refugio tiene barras atravesadas; por los huecos se intercambian dinero y mercan-cías. Cuando llegué, en febrero, Moriano me llevó aparte y me dijo que nunca saliera solo del refugio debido al riesgo de ser asaltado.

El refugio tiene entre 40 y 50 mi-grantes en condiciones que se ase-mejan a un campo de refugiados. Fue antes una casa abandonada, y con los migrantes que llegan a diario, ha habido poco tiempo para arreglarlo. No hay intimidad, nin-gún espacio personal. Los migrantes duermen en colchonetas delgadas en un pequeño patio. Por la maña-na, las colchonetas se enrollan y se almacenan en los estantes. Sólo hay un cuarto con ducha, un pequeño lavadero para lavar y lavarse los dien-tes, y un baño que es un inodoro de cemento sobre un agujero abierto.

Los zapatos de los migrantes están muy desgastados, y observé que casi todos cojeaban al caminar. Como muchos, Isamel, una hondureña que conocí en el refugio, tenía una herida gravemente infectada en el

pie. Ella viajaba con su esposo y su primo, caminando la mayor parte del tiempo porque “las combis cues-tan demasiado”. En su camino hacia el refugio en Arriaga, Chiapas, tres hombres armados tomaron todo su dinero: unos 700 pesos. Pero Isamel se considera afortunada: “Lo impor-tante es que no nos golpearon ni me violaron”. Cuando le pregunté cómo podía continuar después del asalto y con un pie infectado, ella dijo: “No me importa. Nos vamos. Ese es el espíritu que uno debe tener”.

Hasta el verano pasado, había po-cos informes de migrantes asalta-dos dentro de Chahuites. Ahora que los migrantes están caminan-do por el pueblo, en lugar de mon-tar La Bestia, eso ha cambiado. Una tarde, Moriano preguntó si quería ver la zona donde los cri-minales atacan a los migrantes. Levanté mi cámara. “¿Es seguro para llevar esto?”, le consulté. “Sí”, respondió. “Llevamos machetes”.

Ocho de nosotros fuimos al refugio y recorrimos un camino de tierra muy gastado que es paralelo a las vías del tren. Es el mismo trayec-to que hacen los migrantes a pie. Quince minutos más tarde, Moria-no señaló un área cubierta al otro lado de las vías, y cruzamos. En un claro estaba una bota de mujer y algo de ropa. Aquí es donde traen a las mujeres para violarlas.

En una cerca de púas detrás del claro, había tres pares de ropa in-terior femenina perfectamente ato-rados: trofeos de enfermos. A pocos pasos de distancia se veía más ropa y sostenes, y un saco de dormir su-cio. Unas semanas después de mi viaje, Moriano y algunos volunta-rios despejaron la maleza de esa zona, por lo que sería más fácil de ver desde la ruta. Encendieron al-gunas velas para purificar el lugar.

En su mayoría, son bandas mafio-sas las que se aprovechan de los mi-grantes que cruzan México. Aun-

que el aumento de la vigilancia de los trenes en el marco del Programa aparentemente busca proteger a los migrantes, no hay evidencia de que se haya frenado la depredación. Los pocos que todavía se las arre-glan para montar los trenes siguen siendo objeto de extorsión. Las pan-dillas exigen una “cuota” de 100 dólares a quienes tratan de subirse a los trenes en varias ciudades, in-cluyendo Palenque y Orizaba.

“No tenemos ese dinero”, dice José Daniel Sánchez, hondureño de 18 años de edad, quien no podía pagar la “cuota” en Palenque. “So-mos pobres. Nosotros no somos los dueños”. Los migrantes que no es-tán en condición de pagar pueden tener suerte, como le ocurrió a Sánchez, y simplemente ser igno-rados. Pero lo más probable es que los golpeen, se les niegue el acceso a los trenes, o sean arrojados afue-ra, secuestrados o asesinados.

Deportación a toda costa. Las disposiciones del Programa Fron-tera Sur convocan a las agencias mexicanas a que respeten los de-rechos humanos de los migrantes. Eso suena bien, pero en la prácti-ca, dice Alberto Donis Rodríguez, coordinador del refugio en Ixte-pec, “ocurre totalmente lo contra-rio. Es una cacería vil”.

De acuerdo con todos los entre-vistados, el Programa ha traído un aumento dramático de lo que los mexicanos llaman “operativos”: re-dadas de la policía y del INM en los trenes y autobuses; los migran-tes son detenidos y deportados. Los migrantes también reportan que el INM hace arrestos afuera de los refugios, lo cual es ilegal, e irrumpe en habitaciones de hotel donde ellos se hospedan.

Cada vez hay más reportes sobre la fuerza brutal que ejercen agentes del INM. Varios migrantes afir-man que los agentes usan armas Taser, y los defensores y directores

de los refugios dicen que han es-cuchado esto en varias ocasiones. Un migrante informó que agentes del INM le dispararon. Otro des-cribió un incidente en que éstos prendieron fuego a un pastizal para ahuyentar a los migrantes. Según los reportes, varios fueron hospitalizados con quemaduras.

También hay informes inquietan-tes sobre el Grupo Beta, una uni-dad del INM, cuyo trabajo es dar ayuda y protección a los migran-tes. Son fácilmente reconocibles, vestidos con camisas brillantes de color naranja y pantalones caqui. “Antes de que iniciara el Programa Frontera Sur, eran en realidad una ayuda”, dice un abogado que pidió no ser identificado. “Últimamen-te, todo ha cambiado. Hemos teni-do informes de los migrantes que dicen que oyeron a miembros del Grupo Beta llamar a la policía de Inmigración para decirles por dón-de iban a salir los migrantes para que pudieran arrestarlos”.

Si la verdadera intención del Progra-ma es evitar que los centroamerica-nos, en particular los niños, lleguen a la frontera con Estados Unidos, está resultando exitoso. En los seis meses después de entrar en vigor el Programa las deportaciones de sal-vadoreños, hondureños y guatemal-tecos desde México aumentaron en 34 por ciento, mientras que las apre-hensiones de los centroamericanos por parte de la Patrulla Fronteriza se redujeron en 39 por ciento. Y el número de niños centroamericanos no acompañados detenidos en la frontera entre Estados Unidos y Mé-xico bajó en 57 por ciento, de 45 mil en los primeros seis meses de 2014 a 19 mil en los últimos seis meses.

El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas no espera otro aumento en el número de niños centroameri-canos migrantes este verano. “Estoy feliz al decir que todo el trabajo que hemos hecho el año pasado está dan-do sus frutos”, dijo el subdirector del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EU (ICE), Daniel Rags-dale en la Expo Seguridad Fronteriza, en Phoenix en abril. Cuando se le pre-guntó cuál era ese trabajo, un vocero del ICE envió a In These Times un co-municado de prensa sobre el reforza-miento del personal y de la tecnología en la frontera estadounidense.

Sin embargo, nada de esto detendrá la migración. ”Si hay un muro, ellos van a ir a su alrededor”, dice Rubén Figueroa, coordinador del grupo de derechos humanos Sureste del Mo-vimiento Migrante Mesoamerica-no. Además de caminar por nuevas rutas, algunos están tomando em-barcaciones a lo largo de las costas del Pacífico y del Golfo. “Su razo-namiento es simple, dice Ojalvo: ‘Si me quedo, me muero. Si voy, puedo morir’. Ellos eligen entre una muer-te cierta y una posible”.

¿Por qué huyeron? De los apro-ximadamente 400 mil mi-

José Reyes Guillén. Continuó su camino inmediatamente después de que Joseph Sorrentino tomó su foto. Tenía prisa por seguir

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grantes centroamericanos que ingresan a México cada año, la abrumadora mayoría planea llegar a EU. En alto porcentaje provienen de los países del Triángulo del Norte –Guatemala, Honduras y El Salva-dor–, que están entre los más pobres y violentos del mundo. Según el Banco Mundial, con datos de 2011, el 53.7 por ciento de los guatemal-tecos vive en la pobreza, esto es, no cuentan con los recursos o habilida-des para satisfacer sus necesidades diarias (el equivalente a 1.25 dólares por día, o 19.25 pesos mexicanos actuales). De acuerdo con cifras de 2013, el 29.6 por ciento de los salva-doreños vive en la pobreza, y a los hondureños les va peor, con un 64.5 por ciento que sufren esa condición. Además, estos países se ven afecta-dos por los niveles inimaginables de violencia. Un informe de 2014 de la Organización de las Naciones Uni-das (ONU) reveló que Honduras tiene la tasa de homicidios más alta del mundo, El Salvador ocupa el cuarto y Guatemala el quinto. Gran parte de esta violencia proviene de las pandillas Mara 18 y Mara Salva-trucha (MS-13).

Ambas bandas iniciaron en Los Ángeles en la década de 1980. En 1996, Estados Unidos comenzó la deportación de pandilleros. “Cuan-do regresaron a casa”, dice Meyer de WOLA, “activaron sus pandillas en Centroamérica y comenzaron a reclutar más miembros”.

Eso es sólo un hilo de la enma-rañada participación de Estados Unidos en el Triángulo del Norte,

que se remonta a más de un siglo. “Intervenciones” notables incluyen un golpe de Estado apoyado por la Agencia Central de Inteligencia de EU (CIA) en Guatemala en 1954, un fuerte apoyo a los militares sal-vadoreños durante la guerra civil de 1980-1992 y el entrenamiento de una unidad del ejército hondu-reño implicada en el asesinato de civiles en la década de 1980. Estas acciones aumentaron la inestabili-dad y la violencia en la región.

La mayoría de los migrantes que co-nocí estaban huyendo de pandillas. César Augusto Cruz, guatemalteco de 43 años de edad, dice que por ser un conductor de autobús, tenía que pagar cien quetzales (13 dólares) a la semana a la Mara 18.

“Para vivir en mi comunidad, uno tiene que pagar a las pandillas”, dice Jorge (que no quiso revelar su apellido), un migrante salvado-reño que ganaba 50 dólares sema-nales pintando edificios. “Si no, te matan. Tengo que pagar cinco dólares a la semana sólo para vivir en mi propia propiedad”. Jorge caminó 20 días para recorrer los 800 kilómetros que hay entre Ix-tepec y La Patrona, Veracruz, 40 kilómetros por día. “Es como un maratón”, dice, “pero no hay pre-mio al final”.

La extorsión no es la única forma en que las pandillas se aprovechan de la gente: También reclutan a la fuerza a los hombres jóvenes. Co-nocí a Herbert, un guatemalteco apacible de 17 años de edad, cuan-

do él estaba con su familia en el refugio en Ixtepec. Su madre, pre-sente durante la entrevista, no qui-so que se mencionara su apellido.

Herbert estaba jugando al fútbol una tarde de enero en un par-que cerca de su casa, cuando los miembros de una pandilla –él no especificó cuál– se acercaron. “Me dijeron que tenía que ir a la casa de un miembro de la banda y si no lo hacía, iban a matar a mi madre o a mi hermano”, relata. “Llegamos y el jefe me amenazó: ‘Si no te unes a nosotros, vamos a matar a toda tu familia’. Y dijo que regresaría mañana”. Herbert fue a su casa y le contó a sus pa-dres lo que había sucedido. Ellos empacaron lo que pudieron y sa-lieron ese mismo día, caminaron y tomaron autobuses a lo largo de México, con el objetivo de llegar a EU. En un tramo, la familia, in-cluido José, de ocho años de edad, caminó diez horas al día durante cuatro días seguidos.

A las afueras de La Reforma, un pequeño poblado de Oaxaca, la familia fue asaltada a punta de pistola. “Se llevaron todo nuestro dinero”, dice la madre de Herbert, Mónica. Eran 400 pesos (unos 26 dólares) y tuvieron que mendigar en la calle para pagar el autobús que los llevó al refugio. A pesar de todo, Mónica es optimista, piensa que van a llegar a la frontera de Es-tados Unidos. Dice que una amiga suya había llegado hasta allí y se entregó a las autoridades estadou-nidenses. Debido a que su amiga iba acompañada de sus dos hijos, le permitieron quedarse. Mónica planea hacer lo mismo. Si no la de-jan permanecer en EU, entonces buscará asentarse en México. “No puedo regresar a Guatemala”, dice.

Además de huir de las pandillas, muchos migrantes escapan de los narcotraficantes. Tomás, un ex soldado hondureño que conocí en el refugio en Apizaco, estaba en un batallón que persiguió narcos. Durante una operación, alguien lo reconoció y avisó a los maleantes.

“Los narcos me estaban buscando a mí”, dice. “Ellos sabían dónde vivía y lo que hice”. Sabiendo que lo matarían si lo encontraban, re-nunció al ejército y a principios de enero dejó Honduras. Sabe que regresar es una sentencia de muer-te. Cuando se le dijo que cada vez es más difícil de cruzar hacia Es-tados Unidos, contestó: “Prefiero estar en la cárcel que volver”.

Natalie Reyes es una de los pocos migrantes que conocí cuya deci-sión de dejar su país era princi-palmente económica. Ella es una chica de 22 años de edad, con grandes ojos oscuros y una sonrisa casi constante; también, con ocho meses de embarazo. Dejó Hondu-ras cuatro meses atrás y ha finan-ciado su viaje con la venta, en el camino, de pequeñas pulseras de

tela y postizos de cabello. Dejó a su hijo de seis años de edad con su hermana, porque ella sabía que no podía ganar lo suficiente para mantener a dos hijos. “Si me hu-biera quedado en Honduras”, dice, “nos moriríamos de hambre”.

Lo que Estados Unidos puede hacer. Defensores de los migran-tes dicen que Estados Unidos podría cambiar la forma en que opera el Programa Frontera Sur. “El gobierno de EU ejerce una fuerte influencia en México, y tiene una obligación, ya que está proporcionando los fondos en millones de dólares cada año a México”, dice Diego Zavala, especialista de Amnistía Interna-cional EU en México.

Pero el Programa está en línea con las políticas de inmigración en Estados Unidos, México y los países centroamericanos, que han tendido a buscar formas punitivas para impedir que los indocumen-tados crucen la frontera de EU. Meyer, de WOLA, piensa que este es un enfoque equivocado. “Es necesario abordar las causas fundamentales de la migración… en términos de desarrollo econó-mico”, dice ella, “pero también para hacer frente a la violencia generalizada que está motivando a miles de migrantes a abandonar sus hogares”.

En febrero, el presidente Obama propuso un paquete de ayuda de mil millones dólares para El Salvador, Guatemala y Hondu-ras, que busca eso precisamente. Meyer dice que es un paso en la

dirección correcta, y señaló que 80 por ciento está planteado para dedicarse a programas económi-cos y civiles, y no para operacio-nes militares o policiacas. Ella es optimista de que el paquete será aprobado por el Congreso, aunque la cantidad puede variar. Pero un documento de posicionamiento de WOLA advierte que el dinero debe ser “invertido sabiamente”, y no canalizarse por la vía de agen-cias y políticos corruptos, y que esto requerirá una mayor transpa-rencia que en el pasado.

Hasta que las condiciones mejo-ren, dice Meyer, “la situación en América Central no debe abordar-se como una crisis migratoria, sino como una crisis de refugiados”. De acuerdo con un informe de WOLA, de junio de 2014, muchos de los mi-grantes que huyen de la violencia deben ser elegibles para recibir asilo.

Las desigualdades y la violencia extrema que están presionando a la gente para que abandone Amé-rica Central continúan sin cesar. Los defensores creen que el mis-mo número de migrantes conti-nuará entrando a México para tratar de llegar a Estados Unidos. Y los migrantes son muy determi-nados. “Si van a matarme, que me maten en el camino”, dice Jorge, el migrante salvadoreño. “Sólo estoy tratando de lograr un futuro mejor para mi familia”.

*Este artículo fue publicado originalmente en In These Times, y fue financiado por el Leonard C. Goodman Instituto for Investigative Reporting y la Puffin Fundation.

Natalie Reyes, con ocho meses de embarazo, en Hermanos en el Camino

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Al igual que millones de mexicanos, Carolina so-ñaba con venir a Estados Unidos (EU). Su plan

consistía en encontrar empleo en los campos agrícolas, trabajar un par de años, ahorrar suficiente dinero para regresar a su ciudad natal de Morelos, México, y cons-truir una casa para su familia. Su marido ya estaba en EU, trabajan-do en una granja a las afueras de Albion, Nueva York, por lo que ella sabía que no contaba con di-nero más que el par de dólares que se puede ganar después de un día de venta de tacos en la calle, que es lo que ella hacía en Morelos.

En 2004, a la edad de 21 años, via-jó con su hijo de un año a lo largo de más de mil 900 kilómetros en autobús a la frontera con EU; allí se encontró con un coyote que la guió a ella y a otros diez para cruzar, con un cobro de dos mil 500 dólares por cada uno. Debió caminar tres días completos para atravesar el desierto; fue una trave-sía dura y peligrosa. Ella se quedó sin comida y sin agua y en cierto momento se torció el tobillo, pero no se atrevió a detenerse. “Pasamos por personas que estaban muer-tas”, recordó. Ella logró salir del desierto con vida, reunirse con su hijo pequeño, quien atravesó la frontera con ayuda de un amigo, y finalmente se dirigió a un pequeño pueblo en las afueras de Rochester, Nueva York, donde se unió a su marido. Carolina rápidamente en-contró trabajo en una granja local que cultiva papas y cebollas.

El trabajo era duro; durante las temporadas de siembra y cosecha

trabajaba diez horas al día, seis o siete días a la semana. Pero ella sa-bía que así era esto y lo aceptó. Lo que no esperaba era ser objeto de acoso sexual casi constante en el trabajo. Y le resultaba intolerable. “A veces estaba trabajando y el lí-der de la cuadrilla (de jornaleros) venía y me tocaba”, me dijo Caro-lina. Ella dijo que no me daría la identidad de ese líder pero lo lla-mó José; él “tocaba a las mujeres de una manera sexual, les tocaba las nalgas”. Cuando ella trató de empujarlo hacia atrás, él la ame-nazó. “Yo le dije ‘voy a reportarte con el jefe’, y él contestó: ‘Se van a deshacer de ti. Si vas con el jefe, yo voy a llamar a Inmigración’”.

Así que ella no dijo nada al jefe. Y tampoco le dijo a su marido. Temió que él se enojaría tanto que buscaría una pelea y que ambos serían despe-didos o, peor, deportados. “Me sentí mal”, continuó. “Las mujeres tienen que tolerar esto en silencio, porque si hablas con los propietarios, pier-den su trabajo, y entonces, ¿qué? Muchas veces durante el almuerzo, lloré. Sentí que estaba sola”. Así que ella sufrió el acoso diariamente du-rante siete meses.

Cheryl Gee, un asistente legal de la oficina de Rochester del Cen-tro de Justicia Laboral de Nueva York, ha ayudado a las trabajado-ras agrícolas durante 12 años, y ha escuchado innumerables relatos de acoso y asalto sexual. “Muchas de ellas lo perciben como parte de su trabajo”, dijo. “Parte de ve-nir aquí y hacer este trabajo es ser violadas o acosadas sexualmente. Ellas creen que deben pasar por esto para alimentar a sus familias”.

Informes recientes publicados por el Southern Poverty Law Center y Human Rights Watch revelan que el acoso sexual y el abuso de las mujeres entre los trabajadores agrícolas son de hecho generali-zados. La mayoría de las mujeres entrevistadas para cada informe han sufrido algún tipo de acoso o asalto sexual, desde el abuso ver-

bal hasta la violación; un estudio de 2010 publicado en el periódico de Violencia Contra la Mujer esti-ma que hasta un 80 por ciento de jornaleras en ciertas zonas del país han sido acosadas o asaltadas se-xualmente. La incidencia estima-da en algunos lugares es de hasta 80 por ciento. De hecho, en las granjas en Florida y California el

abuso sexual es tan común que las mujeres denominan a los campos en que trabajan “El hotel verde” y “El campo de los calzones”.

Una posible razón de que el abuso se haya incrementado dramáti-camente en los años recientes es simplemente que hay más mujeres que trabajan en las fincas, son tra-bajos que, durante décadas, fueron casi exclusivamente masculinos. Hace apenas diez años, menos del diez por ciento de la fuerza de tra-bajo en las granjas estadouniden-ses era femenino. Ahora, el Depar-tamento del Trabajo estima que representan poco más de 20 por ciento. Un agricultor de cebolla en el oeste de Nueva York me dijo que durante la siembra y cosecha, alrededor del 40 por ciento de su fuerza de trabajo es ahora de mu-jeres. Una mayor seguridad en la frontera México-Estados Unidos, combinada con la profundización de la pobreza rural en México, es-tán impulsando el cambio demo-gráfico dramático.

El gobierno de México estima que 80 por ciento de sus campesinos vi-ven en la pobreza extrema, lo que significa que ganan menos de dos dólares al día. La situación econó-mica difícil ha empeorado para los trabajadores pobres debido a los recientes aumentos en el costo de los alimentos básicos como arroz, frijoles y huevos. Además, políticas agrícolas y comerciales mexicanas han fortalecido a la agroindustria y han facilitado la importación de alimentos, empujando a los agricultores de pequeña escala y a los jornaleros aún más hacia la pobreza y, en muchos casos, ex-pulsándolos de sus tierras. Tradi-cionalmente, muchos campesinos complementan sus escasos ingre-sos trabajando varios meses al año en la construcción o en ventas de menudeo en las grandes ciudades mexicanas, o con trabajos agríco-las, en la construcción o jardinería en Estados Unidos. Pero ahora los hombres emigran por periodos más largos y en ocasiones de forma permanente; ya no es posible ga-nar aunque sea salarios de pobre-za y regresar a su tierra. Quienes están en Estados Unidos tienen miedo de salir porque ya no es tan fácil cruzar otra vez la frontera de regreso. “La gente solía quedarse dos o tres años y volver a México”, dijo Amí Kadar, que fue director durante años de CITA, un antiguo centro de trabajadores agrícolas en Albion, Nueva York. “Ahora, con tanta actividad en la frontera, son siete, ocho o más años de per-manencia. Una gran cantidad de mujeres quiere venir a unirse con sus maridos, que están aquí”. Co-mentó que también algunas muje-res solteras están llegando. “Ellas piensan ‘los hombres pueden ir y ganar dinero, yo también quiero’”.

Estas mujeres, al igual que muchos trabajadores indocumentados, ter-minan en las granjas hacien-

Jornalera en los campos de cebolla a las afueras de Rochester, Nueva York

Esta mujer vino de México buscando una vida mejor pero en lugar de eso encontró acoso sexual

TEMOR EN LOS CAMPOS*Joseph Sorrentino

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do algunos de los trabajos más difíciles y peligrosos en EU. Según el Consejo Nacional de Se-guridad y el Departamento de Tra-bajo, el trabajo agrícola consistente-mente se clasifica como una de las cinco principales industrias de ac-cidentes y lesiones. Es también uno de los de más baja paga. Y ahora se ha convertido en una ocupación plagado de acoso y abuso sexual.

Algunos abogados me comenta-ron que las trabajadoras agrícolas son especialmente vulnerables debido a que muchas son indocu-mentadas. “En general, (el perpe-trador) tiene algún tipo de estatus legal de inmigración”, dijo Liz Maria Chacko, abogada de Ami-gos de Trabajadores Agrícolas en Filadelfia. “Esto les da poder so-bre sus víctimas. Hacen amenazas tales como ‘yo tengo papeles y tú no’”. Su falta de fluidez en el idio-ma inglés se suma a su vulnerabi-lidad, de acuerdo con Chacko. Los supervisores inmediatos de las mu-jeres son bilingües por lo general, dijo. Si una mujer se queja, el abu-sador puede presentar directamen-te su caso al propietario de la gran-ja en inglés. La víctima no puede. Eso es lo que ocurrió en una finca donde trabajaba Carolina.

Carolina dijo que el gerente, tam-bién un inmigrante mexicano, se acerca a las mujeres de forma ruti-naria con intereses sexuales. Dijo que a ella no la molesta, probable-mente porque vive con su marido, pero sí acosa a otras trabajadoras. “Las amenazó diciendo que si no tenían relaciones sexuales con él, iban a perder sus puestos de tra-bajo”, dijo. Muchas accedieron. Finalmente, una de ellas habló sobre el abuso, se quejó con el propietario de la granja. “El pro-pietario no le creía”, dijo Carolina. De hecho, no podía entender en absoluto por qué, a diferencia de su gerente bilingüe, la mujer sólo hablaba español. Al igual que en la mayoría de las granjas, el pro-pietario no hablaba español y no había nadie que tradujera a la mu-jer; lo que sí había era un puñado de trabajadores de habla inglesa te-merosos de verse involucrados en el asunto y el abusador mismo. Al no estar dispuesto a perder su ge-rente, el propietario despidió a la mujer que se quejó. Y eso envió un fuerte mensaje a las otras mujeres.

Chacko dijo que tales acciones de los propietarios son comunes. “La respuesta que obtenemos (de los propietarios) es por lo general la negación”, dijo. Ella está actual-mente representando a una mujer que se quejó ante el propietario de una granja productora de hongos en Kensington, Pennsylvania, de que un supervisor tocaba cons-tantemente a las trabajadoras de manera inapropiada. El propieta-rio le dijo que investigó los cargos, pero no encontró nada. “Él estaba horrorizado de que nuestra clienta hubiera incluso hecho la acusa-ción”, dijo. “Este tipo de respues-tas... deprime a nuestras clientes”. Pero sufrir en silencio pone una enorme presión sobre las mujeres afectadas.

Josefina, quien creció en Guadala-jara, emigró de México hace ocho años para escapar de salarios de pobreza en una fábrica de botellas de plástico en la Ciudad de Méxi-co. Con la esperanza de ahorrar dinero para ayudar a su madre, que estaba enferma de diabetes, se dirigió al Norte y pronto consiguió un trabajo en Reading, Pennsylva-nia, en la planta de procesamiento de una granja de patos. El trabajo, de limpiar y destripar a los patos, era complicado y agotador, pero el salario, de 350 dólares a la sema-na, le parecía increíble después de los 30 semanales que había estado ganando en la Ciudad de México. Pero ella tuvo que dejar el trabajo cuando se embarazó, y fue con-tratada posteriormente, después del nacimiento de su hijo, en un

empleo similar en una planta de pollos cercana. Aquí el trabajo era más que físicamente difícil.

En la nueva planta comenzó a ser acosada sexualmente por su líder de línea, al igual que varias otras mujeres que trabajan la lí-nea. “Al principio eran sólo pa-labras, y luego empezó a tocar a las mujeres”, dijo. “Una estaba de pie siete, ocho horas, y él cami-naba detrás, se aseguraba de que nadie lo veía y entonces agarraba a una mujer. Le agarraba sus se-nos, las nalgas”.

Josefina comentó esto con otro líder de línea, una mujer, quien a su vez habló con el hombre en cuestión. El acoso se detuvo por un corto tiempo, pero luego se puso en marcha de nuevo. Josefi-na consideró acercarse a un super-visor. “Pero era peor que el líder de línea”, me dijo. “Él acosaba a las mujeres también”. No había nadie más en la planta con quien hablar, y ella no podía pensar en ningún otro recurso. “(Nosotras) no habla-mos por miedo a las represalias”, dijo. “La amenaza es que, si habla una, perderá su trabajo. O dicen que llamarán a Inmigración, o si hablas, algo va a pasar con una o con nuestros hijos”. No podía per-mitirse el lujo de renunciar porque no se creía capaz de encontrar otro trabajo. “No hay muchas opciones para los que no tenemos papeles”, me dijo. “Estuve en esa empresa durante mucho tiempo porque allí se puede trabajar sin papeles”. Ella tuvo miedo de decirle a su marido

lo que estaba padeciendo porque pensó que podría atacar a su jefe de línea. “Yo no podía decirle a nadie”, dijo.

Pero después de soportar el acoso durante meses, Josefina se des-pertó una mañana con un fuerte dolor de cabeza y entumecimiento en un lado de su cara. La mitad de su cara estaba paralizada, y fue llevada al hospital en estado de pánico. Allí, los médicos diagnos-ticaron el problema como estrés. “Toda la presión de permanecer callada me enfermó”, dijo.

Cuando regresó a trabajar, por pe-tición propia fue trasladada a otra área de la planta, donde se orde-nan los delantales y demás ropa de trabajo. Las cosas empeoraron rápidamente. El agresor comenzó a buscarla a la salida. “Él decía cosas muy obscenas”, señaló. “Cuando me incliné para atar delantales, él me agarró... presionó sus partes ín-timas en mis nalgas”. Unos meses más tarde, finalmente decidió que no podía soportarlo más y se quejó del tipo en la gerencia. Él nunca fue disciplinado. Pero un mes después de quejarse, ella fue despedida.

Chacko dijo que tal acoso es muy habitual en estas plantas. “De las trabajadoras con que he hablado, no creo haber encontrado una sola en el embalaje de carne o procesa-miento de aves de corral que haya estado libre el acoso sexual”, dijo. “Un supervisor varón simplemen-te camina por la línea y corre la mano por sus nalgas, hace comen-tarios sexuales; simplemente suce-de con mucha frecuencia”. Ella está actualmente representando a una mujer que trabajaba en una planta empacadora de carne que fue forzada a tener relaciones se-xuales con su supervisor con el fin de mantener su trabajo.

El informe del Southern Poverty Law Center sobre el acoso sexual de las trabajadoras agrícolas las denomina “víctimas perfectas”. A menudo viven en campamentos remotos o en casas propiedad de los agricultores ubicadas lejos de cualquier pueblo, por lo general ca-recen de documentos y no hablan inglés. Tienen miedo de hablar con su empleador, pues serían despedi-das y necesitan desesperadamente el trabajo para mantener a sus fami-lias en México. Si el acoso se pone muy difícil, es posible que final-mente se acerquen a su empleador o a un defensor. Pero estas mujeres casi nunca implican la aplicación de ley. “Una clienta tiene el dere-cho de presentar una acusación de carácter penal2, dijo Chacko, “pero nunca he tenido algo así”.

Un trabajador expresó esto así: “Es una regla que los mexicanos tienen... nunca llamar a la policía porque ésta van a buscar a Inmi-gración. Si me golpearon y llamé a la policía, entonces yo estoy gol-peado y deportado”.

El alguacil John York, del condado de Livingston, en el oeste de Nue-va York, dijo que de acuerdo con su experiencia, los trabajadores indocumentados no tienen miedo a la policía ni a los propios algua-ciles, pero sí temen que los agentes locales del orden llamen a Inmi-gración. Debido a que los trabaja-dores agrícolas mexicanos rara vez hablan inglés, la mayoría de los agentes del orden llaman a la Pa-trulla Fronteriza o a Inmigración y Control de Aduanas (ICE) para la traducción, dijo York. Y cuando los funcionarios federales se pre-sentan, incluso en respuesta a una llamada sobre actividad delictiva, por lo general piden identifica-ción, exactamente lo que las mu-jeres indocumentadas más temen. “Yo no le digo a las mujeres que deben ir a la policía o no deben hacerlo”, dijo Gee. “Yo les digo que es una opción y hablamos so-bre el riesgo. El riesgo inmediato es que van a ser detenidas”.

Theresa Asmus es una consejera de crisis por violación en Batavia, Nueva York, cerca del condado de Livingston, que también trabaja con víctimas de violencia domésti-ca, incluyendo algunas jornaleras agrícolas. Me dijo que ella siempre les informa sobre el riesgo de que les pregunten sobre su estatus mi-gratorio si entran en contacto con la policía. En su experiencia, dijo, la mayoría de las mujeres indocu-mentadas tienen tanto miedo de ser deportadas que esperan hasta ya no tener elección, “cuando han sido victimizadas severamente y pedir la protección de la policía es una elección entre la vida o la muerte”. Recordó a una mujer que optó por hablar a la policía, a pesar de los temores relacionados con su estatus de migración, porque su miedo a que el agresor la lastimara o la matara llegó a ser mayor que su miedo a la deportación.

En raras ocasiones, la respuesta de las fuerzas del orden es efectiva, y a menudo resulta peligrosamen-te tardía. Hablé con Diana, una joven guatemalteca indocumen-tada, sobre su experiencia. Ella entró en el país en 2007, con la es-peranza de reunirse con su mari-do, un inmigrante sin documentos también de su mismo pueblo en Guatemala, que estaba trabajando en una granja en Maryland. Una vez que llegó, se trasladaron hasta el oeste de Nueva York, donde am-bos encontraron empleo en una granja de vegetales. Ella trabajaba en el campo cosechando tomates y brócoli, y en la planta de empa-que, donde lavaba y colocaba las verduras en cajas. Ellos hicieron todo suficientemente bien durante un par de años hasta que su ma-rido fue capturado y detenido por ICE, y ante la deportación, Diana estaba angustiada.

Una noche, un amigo de su ma-rido la visitó, supuestamente para consolarla. La violó. “Yo no

Angélica, una trabajadora agrícola en Nueva York y su hijo

Debido a que los trabajadores agrícolas

mexicanos rara vez hablan inglés, la

mayoría de los agentes del orden llaman a la

Patrulla Fronteriza o a Inmigración y Control

de Aduanas (ICE) para la traducción

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he llamado a la policía por-que soy ilegal”, me dijo, “y porque tenía miedo de que la policía lla-mara a Inmigración”. Telefoneó a su marido, que estaba todavía en prisión, para decirle lo que había ocurrido. “Mi esposo me dijo que no hagamos nada. Vamos a dejar todo en manos de Dios”, dijo. Pero él sí animó a Diana a hablar con su pastor. El pastor invitó a Dia-na y a su atacante a una reunión, para advertirle al hombre que permaneciera lejos de ella. Pero él siguió acosándola. Una noche, llegó a su remolque y la conven-ció para dejarlo entrar. La violó de nuevo. Esa vez su marido insistió en que reportara el hecho con su empleador, con quien tienen una estrecha relación. Diana se acercó a la hija del jefe, que ella considera como una hermana; sólo cuando esa mujer prometió acompañarla, Diana se sintió suficientemente segura para ir a la policía. El agre-sor fue detenido y deportado y, con la ayuda de Gee, Diana solicitó la residencia permanente aquí.

Mike Scioli es un agente líder de la Patrulla Fronteriza con base en Grand Island, Nueva York. Dijo que las víctimas de delitos no tie-nen razón para temer a la Patrulla Fronteriza o al ICE. “Si alguien es víctima, eso tiene prioridad sobre cualquier cosa”, dijo. (Funciona-rios del ICE no respondieron a las llamadas y correos electrónicos repetidos donde les solicité una entrevista.) Pero defensores de los inmigrantes han tenido una expe-riencia diferente.

Lew Pappenfuse, director de la oficina en Rochester del Centro de Justicia del Trabajador, dijo que, en su experiencia, si detienen o deportan a un indocumentado víctima de un crimen depende de varios factores, tales como la gra-vedad del crimen y qué oficial de la ley atiende el caso. “Si se trata de un delito menor, van a seguir

(la deportación)”, dijo. “Absolu-tamente. Están más preocupados por el estatus migratorio que sobre el hecho de que la persona es víc-tima de un delito”.

Gee concuerda. “Tuve un oficial que me dijo que si alguien está presentando documentos caduca-dos o se sospecha que sean frau-dulentos, debo entender que (su estatus migratorio) es lo que va a ser la principal preocupación, no que sea una víctima de violación o de acoso sexual o violencia domés-tica”, dijo. “Un oficial me lo des-cribió así: ‘Sí, van a esa habitación (ICE), la puerta está cerrada, y nos lavamos las manos’. Le pregunté ‘¿Le dan ustedes seguimiento?’ ‘No, una vez que está en sus ma-nos... hemos terminado’”.

Gee me relató el caso de una de sus clientas, Rosario, una víctima de la violencia doméstica. El abu-so fue grave, pero debido a que Rosario estaba en Estados Unidos de manera ilegal, se negó a llamar a la policía. Durante una paliza particularmente brutal que le dio su marido, Rosario logró llamar a un pariente y decirle lo que estaba pasando. Temiendo por la seguri-dad de Rosario, el pariente llamó al 911. El operador llamó por radio a la Patrulla Fronteriza para pe-dir asistencia de traducción y dos agentes fueron enviados a la esce-

na. Ellos rápidamente pregunta-ron a Rosario sobre su ciudadanía; ella explicó que había llegado a EU con una visa pero había expi-rado. En ese momento los agentes la detuvieron, la llevaron a la más cercana estación de la Patrulla Fronteriza, tomaron sus huellas digitales y luego la encerraron durante tres días en la cárcel del condado. Según Gee, la violen-cia doméstica no se abordó y ni el ayudante del alcalde ni la Patrulla Fronteriza presentaron informe al-guno sobre el abuso.

“Llamamos a la Patrulla Fronteri-za o al ICE cuando hay una cues-tión relacionada con el idioma”, dijo el alguacil Scott Hess, del con-dado de Orleans, en Lago Ontario, en Nueva York. “Es a criterio del ayudante de la oficina del algua-cil”. Hess dijo que era consciente de que llamar a los agentes federa-les para la traducción presenta un problema para los indocumenta-dos víctimas de delitos. “Las que-jas han llegado de las trabajadoras agrícolas y defensores”, dijo. “Soy consciente de la preocupación… Hay una gran cantidad de delitos en la comunidad hispana que no se denuncian debido al asunto del idioma con el ICE o con la Patru-lla Fronteriza. (Pero) no podemos darnos el lujo de llamar a un in-térprete particular y pagarlo”. La oficina del alguacil York hace las cosas de manera diferente: confía en intérpretes voluntarios de la comunidad. También ha trabaja-do con los abogados para “generar confianza”, y enviar un mensaje: “No vamos a tratarlos como ilega-les”. Sin embargo, agregó, “no to-das las oficinas de la policía hacen lo que nosotros hacemos”.

Las mujeres que son víctimas de violación o violencia doméstica son elegibles para tramitar una visa U, la cual garantiza estatus legal temporal y posibilidad de asumir un trabajo por un máxi-

mo de cuatro años. Pero, a fin de calificar, deben cooperar con las autoridades y por lo tanto arries-garse a la deportación. Varias de las mujeres mencionadas en este artículo cuentan con visas U, pero describen el proceso de obtención como largo, complicado y lleno de riesgos. Según Pappenfuse, del Centro de Justicia del Trabajador, si una mujer contacta con las auto-ridades, pero se niega a cooperar con la investigación, o si ella coo-pera inicialmente y luego decide no presentar cargos, corre el riesgo de ser deportada. “Es lo más que probable que así va a ser”, dijo.

Carolina, que ahora tiene una visa U, se ha convertido en una porta-voz, y aborda incluso a miembros del Congreso sobre los abusos que ella y otros trabajadores agrícolas enfrentan. Pero la mayoría de las mujeres experimentan la sensa-ción de estar derrotadas.

Ana, al igual que las otras mujeres con las que hablé para este artícu-lo, llegó a Estados Unidos en busca de una vida mejor para su familia. Ella había estado trabajando en una papelería en Copala, Guerre-ro, con un salario de alrededor de 25 dólares por semana, apenas lo suficiente para mantener a su pe-queña hija. Su plan era trabajar en Estados Unidos unos pocos años, y ahorrar lo suficiente para regresar a México y construir una casa. Ella entró en el país, de manera ilegal,

en 2003 y terminó en el Valle de Hudson de Nueva York, donde, igual que Josefina, encontró tra-bajo en una granja de patos. La granja produce paté, que exige que los patos se alimenten cada pocas horas. El trabajo era en turnos de tres horas, y luego un par de horas libres, para luego hacer otro turno de tres horas, durante todo el día, siete días a la semana. “Era un tra-bajo muy duro” dijo, “muy sucio”.

Además del horario de trabajo bru-tal, Ana enfrentó acoso sexual casi constante por parte de un compa-ñero de trabajo mexicano. “Él me ofrecía ayudarme en mi trabajo si yo le pagaba con mi cuerpo”, re-cordó. El abuso la puso tan mal que finalmente renunció. Pero en su siguiente trabajo, en otra granja, los hombres también acosaban a las mujeres. Cuando me habló, ella estaba entre los trabajos, esperando desesperadamente conseguir otro trabajo y ahorrar suficiente dinero para volver a casa en México. Su sueño hecho jirones. “Estados Uni-dos no es un lugar bonito”, dijo. “Es como una prisión. Yo tenía una hermana y sobrina que quería venir aquí. Les dije que no lo hicie-ran. Vivir aquí es sufrir”.

*Este artículo fue realizado en asociación con The Investigative Fund at The Nation Institute. Se publicó originalmente en In These Times, marzo de 2013. Los nombres de los trabajadores agrícolas han sido cambiados.

En la cosecha de cebolla en Nueva York, casi 40 por ciento de los trabajadores son mujeres

Mujer trabajando en chile en Hatch, Nuevo México

Hay una gran cantidad de delitos en la

comunidad hispana que no se denuncian debido

al asunto del idioma con el ICE o con la Patrulla

Fronteriza. (Pero) no podemos darnos el lujo

de llamar a un intérprete particular y pagarlo

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SEGURIDAD SOCIAL QUE NO LLEGA A TODOS*Joseph Sorrentino

No es requisito ser ciudadano estadounidense para acceder a la Seguridad Social; uno sólo tiene que haber trabajado legalmente en el país durante suficiente tiempo. Desde que los inmigrantes indocumentados recibieron amnistía en 1986, esto aplica a la mayoría de los trabajadores agrícolas de edad avanzada

Israel Morales, de 44 años de edad, es uno de los mi-les de trabajadores agrícolas migrantes contratados para

cosechar los famosos chiles de Nuevo México. Durante los cinco años recientes, Morales, quien pi-dió que su nombre real no fuera mencionado, ha ganado entre cua-tro mil y siete mil dólares al año cosechando chiles, agachado, en los campos calurosos. Gran parte de eso lo envía a Chihuahua, Mé-xico, para mantener a su esposa y sus dos hijos, estudiantes de 16 y 22 años. Su nivel de ganancia es bastante común entre los trabaja-dores de chile, de acuerdo con el Proyecto de Trabajadores Agríco-las Fronterizos. Pero sólo una frac-ción de sus ganancias fue en algún momento reportada al IRS o a la Administración de Seguridad So-cial (SSA, por sus siglas en inglés).

No es que Morales no lo haya in-tentado. Para 2012, él presentó una declaración de impuestos por un ingreso total de seis mil 791 dólares. Trabajó para dos contratistas ese año, pero ellos nunca le enviaron los formularios W2. Sin embargo, los recibos mostraron que los con-tratistas dedujeron de su salario neto casi 200 dólares para pagos de la Seguridad Social. “Está claro que los contratistas anotaron la deduc-ción en un talón de pago y nunca (la) pagaron porque nunca lo regis-traron como empleado”, dice Sarah Rich, una abogada que trabajó du-rante dos años en Texas RioGrande Legal Aid (TRLA) en El Paso. La situación de Morales no es inusual. Tess Wilkes, una abogada de San-ta Fe que representa a jornaleros agrícolas, dice que los contratistas incurren en un sub-registro de in-gresos de los trabajadores u omiten reportar el ingreso en absoluto; “esta práctica es muy generalizada”.

Tal fraude engaña no sólo al sis-tema de la Seguridad Social, sino también a los propios trabajadores. Los beneficios de Seguridad Social se basan en las ganancias de por vida. Cuando un contratista no re-porta o sub-reporta los ingresos de un trabajador a la SSA, este fraude reducirá en última instancia los be-neficios de la Seguridad Social que el trabajador recibe, o hará que éste sea inelegible por completo.

No se requiere ser un ciudadano de Estados Unidos para calificar para la Seguridad Social; sólo tiene que haber trabajado legalmente en el país durante suficiente tiempo. Desde que los inmigrantes indo-cumentados recibieron amnistía en 1986, eso aplica a la mayoría de los trabajadores agrícolas de mayor edad. Incluso si vinieron al país sin papeles décadas atrás, ellos han es-tado trabajando legalmente duran-te muchos años y tienen derecho a las prestaciones en su vejez.

No obstante, para calificar, un trabajador debe haber laborado 40 trimestres durante toda su vida y haber ganado un cierto mínimo

cada trimestre. En 2012, ese mí-nimo era de mil 130 dólares por trimestre o cuatro mil 520 por año (hoy en día es mil 200 dólares o cuatro mil 800, respectivamen-te). Para los jornaleros agrícolas de bajos salarios, que a menudo apenas cumplen esos umbrales, no informar ni siquiera una frac-ción de sus ingresos puede robar-les los beneficios de la Seguridad Social por completo. Si Morales no hubiera guardado sus recibos en 2012, sólo habría podido re-clamar dos mil 463 en ganancias y sólo podría haber acreditado dos trimestres de trabajo, en lugar de un año completo.

Obtener crédito por ganancias no declaradas es difícil, señala Re-becca Vallas, directora de Política de la Pobreza en el Centro para el Progreso Americano y ex abogada-asesora legal en Filadelfia. “La co-rrección de un registro de ganan-cias de Seguridad Social puede ser un proceso laborioso y muy duro de realizar”, dice. “Muchas perso-nas necesitan ayuda de un aboga-do, sobre todo si no tienen papeles que documenten sus ingresos”.

Para presentar con fuerza el caso a la SSA, los trabajadores migran-tes deben conservar la documen-tación de sus ingresos –normal-mente recibos de pago– y hacerlos coincidir con su W2. Pero los tra-bajadores agrícolas dicen que es común que no les entreguen los recibos.

Cuando los jornaleros obtienen los recibos, son por lo general pequeños pedazos de papel que se arruinan o pierden fácilmente. Morales es uno de los pocos traba-jadores agrícolas que ha sido dili-gente y los guarda. Durante años, ha estado recogiendo sus talones de pago, los coloca cuidadosamen-te en una bolsa de plástico en su mochila y luego los deposita en su único espacio de almacenamien-to, un pequeño armario de metal en Sin Fronteras, un refugio de migrantes en El Paso, Texas, que él llama hogar. Sarah Rich, quien representó a Morales cuando fue abogada en TRLA, lo califica como “el campesino más organi-zado que he conocido”.

“Él está preocupado por el riesgo de no sumar suficientes trimestres de Seguridad Social”, dice de Mo-rales. En teoría, con sus 45 años de edad, tiene un montón de tiempo para hacer el corte, pero si los con-tratistas siguen sin reportar sus ga-nancias, él podría tener razón para preocuparse.

La pérdida de la elegibilidad del Seguro Social es sólo el comien-zo. Ingresos no declarados o sub-registrados conducen a una serie de problemas adicionales para los jornaleros de bajos ingresos. De-bido a que el trabajo agrícola es esporádico, muchos dependen de las prestaciones por desempleo y de devoluciones de impuestos para sobrevivir en los periodos de vacas flacas, invierno y primavera, cuan-do es difícil conseguir trabajo.

Los requisitos para obtener ayuda por desempleo varían de estado a estado, pero establecen normal-mente haber trabajado por lo me-nos dos trimestres de los 12 meses previos, y los beneficios se calculan con base en los ingresos totales del trabajador durante ese periodo. Los ingresos también deben estar por encima de un mínimo defini-do, dice Soberein Hager, un abo-gado del Centro de Nuevo México para el Derecho y la Pobreza. “Si tus salarios son sub-reportados, es posible que no seas elegible”.

Cuando Morales solicitó ayuda por desempleo en 2013, se cons-ternó al ver que era considerado

inelegible. Cuenta la historia con su voz suave, con frases recortadas rápidas y palabras a menudo traga-das por su generoso bigote. “Cuan-do fui para el desempleo, no había nada”, dice. “Los contratistas no reportaron nada”.

Debido a que los dos contratistas para los que trabajaba no repor-taron sus ganancias, recibió una carta diciendo que carecía de su-ficientes ingresos para calificar. Se le negaron los beneficios de desempleo en 2012 por la misma razón.

Los problemas no terminan ahí. Según Ray Vigil, un especialista en asuntos públicos y en la presen-tación de reportes salariales en la oficina de SSA en El Paso, el sub-registro de ingresos puede reducir el monto que una persona recibe si es discapacitado por un acci-dente relacionado con el trabajo, y cuando muere, puede reducirse la cantidad que su familia recibe como prestaciones de superviven-cia. Y aunque el seguro médico que brinda el Estado no se basa en los ingresos, sino en trimestres tra-bajados, cualquier persona que no se acumule 40 trimestres es inele-gible para la Parte A de seguro mé-dico libre, que cubre la atención hospitalaria.

Sin rastro de papel. El trabajo agrícola es un sistema extrema-damente informal. Los producto-res rara vez contratan a su propia fuerza de trabajo; incurren más bien en la externalización de la contratación (el outsourcing) y en la nómina de contratistas. La paga es casi siempre en efectivo. “Es el sector más informal, del que menor número de documentos se recibe, y el menos viable para presentar al gobierno un registro coherente de su ingreso anual”, dice Sarah Rich, la ex abogada en TRLA.

Esta informalidad es una receta para la evasión fiscal y el fraude. Según el IRS, el pago en efectivo es uno de los métodos más comu-nes que los empleadores utilizan para evitar reportar apropiada-mente sus ingresos y así evadir los impuestos sobre la renta y de empleo. Estas prácticas parecen ser muy comunes en los campos agrícolas de Estados Unidos.

Según Ray Vigil, de la oficina de SSA de El Paso, el IRS pide a los contratistas emitir formularios W2 por cualquier trabajador que gane por lo menos 150 dólares al año, o para todos sus trabajado-res, si los costos laborales

María deshierbando un campo de cebolla, en Hatch, Nuevo México

Margarita Ortiz y sus nietas en busca de latas

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anuales totales superan los dos mil 500 dólares. Incluso los contratistas de más pequeña es-cala están en condición de llegar a esos umbrales. Sin embargo, cuando In These Times preguntó a diez jornaleros basados en El Paso si tenían problemas para obtener correctamente los formularios W2, nueve dijeron que normal-mente no reciben todos sus W2 o que reciben formularios W2 que reportan menos ingresos de lo que realmente obtienen. El único trabajador que dijo que nunca ha-bía tenido un problema con W2 labora para contratistas que son amigos personales de él.

La mayoría de los agricultores en el suroeste y a lo largo de todo el país confían en los contratistas para que les proporcionen mano de obra para sus granjas, pero una granja en el sur de Nuevo Méxi-co donde Roberto González sirve como supervisor es una rara ex-cepción. La granja utilizó contra-tistas durante muchos años hasta que, dice, “vimos que el sistema no estaba funcionando”. Él ac-cedió a hablar en detalle acerca de los contratistas, pero pidió el anonimato (usamos un nombre ficticio); dijo estar preocupado por el riesgo de enfrentar proble-mas con contratistas o con otros agricultores.

González dijo que cuando él hizo uso de contratistas, simplemente le informaban cuántos trabajado-res estaban en el grupo y Gon-zález entregaba un cheque para cubrir salarios, Seguridad Social, otros costos y honorarios de los contratistas. Los contratistas co-braban el cheque y pagaban a los trabajadores agrícolas en efectivo. Él nunca corroboró que estuvie-ran dando recibos. “No te puedes meter en eso”, dice. “Es su ne-gocio”. Periódicamente él hacía comprobaciones sobre el número de trabajadores, y así fue como descubrió que un contratista le estaba cobrando por jornaleros “fantasmas”. De cualquier forma, continuó utilizando contratistas hasta que su granja recibió una carta del IRS que indicaba que la Seguridad Social y los impuestos de sus trabajadores no habían sido pagados. El dinero que él había in-cluido para cubrir esos pagos fue a parar simplemente al bolsillo del contratista, supuso. La granja tuvo que pagar los impuestos de Segu-ridad Social de nuevo, y fue en-tonces cuando González decidió contratar directamente a los traba-jadores. Cuando se le preguntó si sabía de algún contratista de bue-na reputación, respondió: “Yo no podría mencionar uno”.

Juan López, otro trabajador agrí-cola de Nuevo México, tiene prue-bas contundentes de que contratis-tas han estado robando sus pagos a la Seguridad Social. López, de 40 años, quien pidió que su nom-bre real no se utilizara, cuenta con

todos sus recibos de pago a partir de 2013. Éstos muestran que un contratista le pagó 713 dólares y retuvo 55 para Seguridad Social y seguro médico del Estado. Ese contratista le envió un W2, mis-mo que reportaba sólo 464 dólares de pago al trabajador y sólo 35 a la SSA. “La inferencia lógica es que el empleador estaba embol-

sándose la diferencia”, dice María Martínez Sánchez, abogada de Albuquerque que ha representado a los trabajadores del campo du-rante muchos años. Un segundo contratista retuvo 30 dólares en deducciones de Seguridad Social de la paga de López, pero nunca le envió un W2. A lo largo de una temporada, un contratista podría contratar a decenas de trabaja-dores, por lo que estos pequeños robos podrían ascender a una suma considerable. López señala que para hacer su declaración de impuestos de 2013 pidió a los con-tratistas los formularios W2 pero nunca recibió la mayor parte de ellos.

El Crédito por Ingreso del Tra-bajo, que establece la devolución de impuestos para los trabajadores pobres, está vinculado a las ga-nancias con un tope en el monto: mientras menores sean los in-gresos reportados, menor será el reembolso de impuestos. El total de los ingresos de López en 2012 debió haberle implicado un reem-bolso de 475 dólares, pero lo que realmente reportaron sus contra-tistas generó un reembolso de tan sólo 189. “Eso es para la casa”, dice López. “Para mis hijos”. En los años en que el reembolso es más pequeño de lo que debería, dice, “hay menos dinero para todo”.

Una jubilación de trabajo. Dos veces a la semana, Antonio Zubía Hernández, de 65 años, atraviesa el Puente Santa Fe de El Paso, Texas, a Ciudad Juárez, México, donde puede comprar cigarrillos por sólo 3.25 dólares la cajetilla. Es un residente legal de Estados Uni-dos que trabajó durante 29 años en los campos agrícolas del suroeste de Estados Unidos. Ahora, él pasa sus noches en el refugio Sin Fron-

teras y sus días sentado enfrente vendiendo cigarrillos “sueltos” a otros trabajadores agrícolas para complementar el cheque mensual de 338 dólares que recibe de Segu-ridad Social.

En la mayoría de los años, prome-dió seis meses de trabajo a tiempo completo en los campos; a veces

también encontró trabajo fuera de temporada. Puede recordar sólo a dos contratistas que le dieron for-mularios W2 correctos. Una revi-sión de su registro de ingresos en la Seguridad Social muestra que sus salarios muy probablemente fueron sub-reportados en al me-nos 19 de sus años de trabajo –a veces por unos pocos cientos de dólares, a veces por más de tres mil–. Al igual que otros trabaja-dores agrícolas entrevistados para este reportaje, Zubía Hernández nunca se quejó. “Sé que los traba-jadores que lo hicieron se queda-ban sin trabajo”, dijo.

Sin embargo, Vigil dice que la SSA no puede iniciar investiga-ciones a menos que una persona presente una queja. E incluso así las posibilidades de conseguir una compensación son escasas. “No somos una agencia policial”, dice Vigil. Si hay evidencia de que un empleador no informa adecuadamente retenciones de la Seguridad Social, la SSA en-

tra en contacto con el empleador para interrogarlo. “Muchas veces no tenemos éxito”, dice. “No po-demos obligarlos a presentar esa información”.

Los raros casos en que el fraude es evidente son turnados por la SSA a la IRS. No está claro en qué pro-porción se les da seguimiento. Bill Brunson, del área de Relaciones con los Medios de IRS, se negó a responder a las preguntas, me re-firió en cambio a un sitio web del IRS que muestra que, en el año fiscal 2013 la agencia completó 140 investigaciones sobre evasión de impuestos de empleo en todo el país, lo cual resultó en 78 acu-saciones. Ninguna involucró em-presas agrícolas o contratistas.

Un análisis realizado por Marc Goldwein, director de Política en el Comité para un Presupuesto Federal Responsable, encontró que si Zubía Hernández hubiera sido acreditado por lo menos seis meses de trabajo de salario míni-mo a tiempo completo cada año, sus beneficios de Seguridad So-cial serían cercanos a 440 dólares por mes, o alrededor de mil 200 por año más de lo que recibe ac-tualmente. En su caso particular, como ocurre con muchos traba-jadores estacionales con bajos sa-larios, el déficit se compensa por SSI, un subsidio financiado por los contribuyentes para los pobres. (Zubía Hernández actualmente recibe 172 dólares al mes en SSI; si sus beneficios de Seguridad Social se incrementaran en cien dólares, su suplemento de SSI se reduciría en consecuencia.)

Sin embargo, SSI restringe la ele-gibilidad de los no ciudadanos, explica Kathy Ruffing, una ex-perta de la Seguridad Social en el Centro de Presupuesto y Prio-ridades Políticas, de modo que esta red de seguridad no está dis-ponible para todos los jornaleros que trabajan en Estados Unidos legalmente. Y algunos trabajado-res agrícolas ganan lo suficiente para merecer los beneficios de la Seguridad Social, muy por enci-ma de umbral del suplemento de

721 dólares del SSI, por ejemplo aquellos que trabajan fuera de temporada y en promedio ganan más de diez mil dólares actuales al año. Zubía Hernández obtuvo ingresos de 12 mil 500 dólares un año y de 22 mil en otro; si él ganó así durante toda su vida la-boral, la insuficiencia crónica de sus empleadores para reportar sus ingresos representa un déficit sig-nificativo en los beneficios para su vejez.

Margarita Ortiz, de 62 años fue jornalera en Nuevo Méxi-co durante 35 años, trabajando semanas de 40 horas durante el apogeo de la temporada de cose-cha. Ella dice que nunca recibió formularios W2; sus beneficios de Seguridad Social ascienden a sólo 200 dólares al mes. El dinero es escaso. Su presión arterial alta le impide seguir trabajando en los campos. Sin opción, Ortiz se dedica ahora a colectar latas de aluminio.

Cada día, cuando los trabajadores deben regresar a los campos, Or-tiz camina al refugio Sin Fronte-ras y se acerca a los autobuses y camionetas que llegan. Algunos trabajadores guardan sus latas para ella; otros tiran algunas en la acera o en las calles. Con la ayu-da de su nieto, recoge estas latas y busca más en los botes de basura. Ella cobra las latas una vez a la se-mana. Su último recibo muestra que entregó 13 kilos y recibió 16 dólares a cambio. “No es suficien-te”, dice con tristeza, “pero ¿qué puedo hacer?”

José Martínez Barranco ha pasa-do décadas en el trabajo agrícola en Colorado y, más recientemen-te, en los campos de chile de Nue-vo México. En su mayor parte, no recibió los recibos o formularios W2. Ahora, con 62 años de edad, recibe sólo 240 dólares al mes en beneficios de Seguridad Social. Él cree que sus pagos serían mu-cho mayores si sus ingresos hubie-ran sido reportados correctamen-te. “No puedo descansar”, dice. “Tengo dos hijos que cuidar, así que tengo que trabajar”. Durante la cosecha de chile, todavía pasa de ocho a diez horas al día en sus rodillas, bajo un sol caliente. Si tiene suerte, él ganará entre 30 y 40 dólares netos por día.

Estas víctimas del fraude y la evasión fiscal se ven obligadas a trabajar hasta cansarse. “A menos que tengan hijos que los apoyen, ese es su plan de vida”, dice Rich, la ex abogada de TRLA.

* Este artículo fue publicado originalmente en In These Times (http://inthesetimes.com/article/17616/social_security_doesnt_come_to_some_farmworkers_who_earned_it); es un reporte en asociación con with The Investigative Fund at The Nation Institute, con apoyo adicional de Puffin Foundation.

José recolectando chile en Hatch, Nuevo México

Un campo de cebolla, Hatch, Nuevo México

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VALE LA PENA*Joseph Sorrentino

Olga canta quedito mientras trabaja en el campo, se inclina so-bre pequeños agujeros

que un tractor hizo unos minutos antes y los rellena con plantas de cebolla. Coloca dos o tres plantas en uno de los hoyos, barre un poco la tierra, da un paso, y repite la ope-ración. Le toma cerca de tres horas llenar una fila de 427 metros de lar-go. Con eso, ella gana 32 dólares. Normalmente planta dos filas al día. Con el rostro cubierto con un pañuelo rojo, parece un poco una zapatista que cuida su identidad. En realidad Olga lleva ese pañue-lo para protegerse del polvo y los pesticidas que se mueven en el aire cada vez que un tractor o camión pasa por allí. Al parecer, ella es la única, entre unos 30 trabajadores, que parece preocupada por eso.

Olga trabaja en un campo de ce-bollas en el oeste de Nueva York, a una hora en coche desde Roches-ter. El suelo aquí –rico, oscuro y húmedo– es denominado lodo y resulta perfecto para el cultivo de la cebolla. Estamos a finales de abril, mucho más allá de la temporada normal de siembra de las cebollas, pero una primavera inusualmente húmeda ha alte-rado los tiempos. Olga ha estado al aire libre en medio del clima húmedo y fresco durante un par de semanas, trabajando de ocho a diez horas al día, seis o siete días a la semana. Cuando no está en el campo, está en un centro de em-balaje clasificando cebollas –un trabajo que ella prefiere–. En un día ocupado, más de 2.25 kilos de cebollas rodarán por una cinta transportadora cada hora, y ella y otra mujer tratarán de encontrar y desechar las malas. Ella dice que el trabajo en el centro de embalaje es más fácil que el de los campos,

pero le requiere mantenerse en pie en un solo lugar todo el día y termina con dolor de espalda y las piernas hinchadas. “Casi todas las mujeres tienen venas varicosas. Yo también”, me dijo.

Como la mayoría de los trabaja-dores agrícolas en Estados Unidos (EU), Olga es originaria de Méxi-co. Pero a diferencia de la mayoría de los jornaleros, ella no realizó este tipo de trabajo allá; era em-pleada de una papelería. “Nunca había plantado nada antes (de ve-nir a los EU)”, dijo, “y el trabajo era tan difícil. Lloré durante me-ses, cuando vine por primera vez aquí… Trabajo con calor, bajo el sol, en la tierra”. Olga, que tiene tres hijos, es mayor que la mayo-ría de la gente con la que trabaja. En una ocasión vio a otra mujer llorando mientras estaba plantado, tal como ella había llorado años atrás. Olga interrumpió su faena y se acercó a hablar con ella. Le preguntó a la mujer cuánto tiem-po llevaba en Estados Unidos; la respuesta fue cuatro meses. Olga le dijo que ella llevaba cinco años; “no te preocupes, cuando estás aquí cinco años no lloras más”.

El trabajo agrícola es uno de los más difíciles y peligrosos en EU; se coloca en forma consistente en las tres principales industrias de accidentes y lesiones. Es también uno de los puestos de trabajo peor remunerados. La mayoría de los trabajadores ganan alrededor de diez mil dólares al año. En el esta-do de Nueva York, los trabajadores agrícolas están sometidos a lo que se conoce como las leyes de exclu-sión, las cuales los dejan al margen de los derechos garantizados a la mayoría de los demás trabajadores, incluidos los derechos a pago de horas extras, un día de descanso

semanal y la negociación colec-tiva. A pesar de todo esto, varios millones de mexicanos trabajan en granjas; tan sólo en el oeste de Nueva York, entre 60 mil y 80 mil. Más de la mitad de estos trabajado-res están aquí ilegalmente y, hasta hace poco, la mayoría eran hom-bres jóvenes. Ahora más mujeres, como Olga, están trabajando en el campo, tratando de conseguir su pedazo de sueño americano.

La miseria absoluta en el México rural es lo que está llevando a la gente hacia el norte en busca de trabajo. Poco más de 80 por ciento de los que viven en zonas rurales de México gana menos de dos dólares al día, y su situación está empeo-rando. El costo de los alimentos básicos, como arroz, frijoles y hue-vos, casi se ha duplicado en los años recientes. El precio de las semillas y los fertilizantes también ha aumen-tado. Estas tendencias son en parte consecuencia del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y de otras políticas eco-nómicas neoliberales que han be-neficiado a las grandes empresas a expensas de los trabajadores rurales o campesinos. Estas políticas y los crecientes costos de los alimentos han empujado a la pauperización a una población que ya estaba empo-brecida y han obligado a millones a salir de sus tierras para buscar tra-bajo en otros lugares.

Los campesinos suelen comple-mentar sus ingresos trabajando unos meses al año en las ciuda-des de México o en EU. Ahora, con poco estímulo para volver a sus pueblos, permanecen lejos por más largos plazos y a veces de forma permanente. Esto es es-pecialmente cierto para aquellos que fueron capaces de penetrar la seguridad fronteriza de Estados

Unidos, la cual se ha venido en-dureciendo después de septiembre de 2011 (9/11, el ataque a las To-rres Gemelas de Nueva York). Hay más cercas, más agentes fronteri-zos, y aviones no tripulados ahora patrullan la frontera sur. Hace una década, los hombres podrían deslizarse hacia atrás y adelante a través de la frontera con bastante facilidad. Ahora tienen miedo de volver a casa porque saben que no podrán regresar. Esto ha dejado a innumerables pueblos del México rural con una población escasa de hombres con capacidad de trabajo. Y ahora también las mujeres están abandonando sus pueblos; son mu-jeres casadas que quieren unirse a sus esposos en EU y reunir a sus fa-milias, y mujeres solteras que quie-ren sólo escapar de la pobreza. En 2007, el Departamento de Trabajo de Estados Unidos informó que 22 por ciento de los trabajadores agrí-colas en todo el país eran mujeres. Sin embargo, durante la tempora-da de siembra en Nueva York, un agricultor estimó que 40 por ciento de sus trabajadores eran mujeres.

En 2004, Carina Díaz García es-taba cocinando y vendiendo ali-mentos en las calles de su pueblo natal en el estado de Morelos. Ella ganaba alrededor de siete dólares durante 30 o 35 horas de trabajo. Finalmente decidió que era el mo-mento para reunirse con su mari-do, quien había estado trabajando en una granja en el oeste de Nueva York durante más de un año. Dado

que no podía entrar a EU legal-mente, pagó a un coyote dos mil dólares para que la ayudara a pasar la frontera. Una familia campesina es afortunada si gana dos mil dó-lares en un año, por lo que gente como Carina se endeuda con el co-yote o debe pedir prestado el dine-ro para el viaje. A Carina le tomó una semana cruzar el desierto, gran parte de ese tiempo dedicado a esquivar a la Patrulla Fronteriza. Su viaje se dificultó más porque llevaba consigo a su hijo de un año de edad. Ella se quedó sin comida y sin agua después de unos días y se torció el tobillo, pero siguió ade-lante. “En el camino vimos perso-nas que estaban muertas”, me dijo.

Carina llegó a salvo, pero encon-tró que su nueva vida sería casi tan difícil como la que había dejado atrás. Vive en el primer piso de una pequeña casa de campo a las afue-ras de Albion, Nueva York. El apar-tamento está escasamente arregla-do con muebles usados, comprados en tiendas de segunda mano o de-jados por los inquilinos anteriores. Carina mantiene el apartamento limpio, pero es un poco caótico; es el resultado de tener tres hijos pequeños y un horario de trabajo brutal. Durante las temporadas de siembra y cosecha, su día comien-za alrededor de las 5 de la mañana. “Me levanto, preparo el desayuno para mis hijos y los levanto a ellos a las 6:10”, dijo. “Entonces preparo el almuerzo. A las 6:50, los dos mayo-res se van a la escuela. Dejo

Amada recogiendo manzanas en Hamlin, Nueva York

Laura Gutiérrez López esperando a su niña

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al más chico con una mujer que lo pone en un autobús después. Y me voy a trabajar a las 7:00”. De-pendiendo de la época del año, Ca-rina puede trabajar hasta las 6:00 o 7:00 de la noche, seis o incluso siete días a la semana.

Cada tipo de trabajo agrícola tie-ne sus desafíos. Las frambuesas son fáciles de recoger pero su cose-cha es durante la época más caluro-sa del año. Aun así, las mujeres con las que hablé prefieren frambuesas mejor que fresas, pues la cosecha de estas últimas las obliga a arrodi-llarse durante todo el día, lo que les deja dolor de espalda y de rodillas. Incluso enredar la planta de los ji-tomates, aunque no es un trabajo muy intenso, tiene repercusiones: deja las manos de color rojo, un poco hinchadas y con ampollas. Al final de un día de trabajo, las mu-jeres se sienten agotadas y lo único que quisieran es ir directamente a dormir. Pero no pueden porque hay más trabajo en casa.

Las mujeres en el México rural tra-bajan junto a sus maridos en los cam-pos, pero a menudo son vistas como “una ayuda” en lugar de concebirlas como trabajadoras, y también se es-pera que ellas cuiden de los hijos y hagan todas las tareas domésticas. Los trabajadores agrícolas mexica-nos han traído estas percepciones y expectativas a EU. “Los hombres piensan ‘yo trabajo fuera del hogar y eso es suficiente’”, dijo Laura Gutié-rrez López, una trabajadora agríco-la. “Muchas mujeres trabajan en el campo y todavía tienen que limpiar, cocinar y bañar a sus hijos”. Algunos maridos ayudan en casa, pero otros no pueden porque están trabajando horas de más en los campos. Así que las jornaleras agrícolas terminan ha-ciendo casi todos los quehaceres do-mésticos, la cocina, la limpieza y el

cuidado de los niños. Esto hace que sus días sean muy largos. Díaz Gar-cía brincó cuando le dije que ella trabaja 12 horas al día. “No”, respon-dió. “Yo trabajo desde las cinco de la mañana hasta las diez de la noche”.

La vida es dura para cualquier trabajador del campo, pero lo es especialmente para los indocu-mentados. Se da prácticamente un arresto domiciliario. Ana vive con su esposo Alejandro y sus tres hi-jas en un apartamento pequeño y hacinado, con una sola recámara. Ella y su esposo usan el dormi-torio; la pequeña sala de estar se convierte en las noches en una recámara para las niñas. Cuando es hora de dormir, los colchones son arrastrados y colocados en el suelo. Igual que la mayoría de los trabajadores agrícolas mexicanos,

estos esposos están aquí ilegalmen-te y viven con el temor constante de ser capturados por la policía o por Inmigración y Control de Aduanas (ICE) y ser deportados. La deportación no sólo pondría fin a su oportunidad de dar a sus hijas una vida mejor; también podría dañar a sus familias extendidas en México, que dependen del dinero que reciben de ellos. Ana estima que ella y su esposo envían a sus familiares en México alrededor de un tercio de sus ingresos.

Antes de salir hacia el trabajo en la mañana, Ana observa la calle desde su apartamento del segundo piso, para detectar si hay policía o agentes de “Migración” (ICE). Su marido llama a un amigo que está aquí legalmente y le pide que camine por el barrio, para que pue-

da hacerles saber si es seguro salir. Ana y su marido rara vez salen de su apartamento, excepto para ir a trabajar. Ella dice que han ido a un restaurante dos veces en cinco años. Ella ni siquiera se arriesga a llevar a sus hijas más pequeñas a un parque. “Esto no es vida, de verdad”, me dijo. “Nos hacen sentir como crimi-nales, como si fuéramos ladrones o asesinos… como una cucaracha”.

Lo restringidas que han llegado a ser sus vidas se hizo evidente una noche cuando Ana estaba prepa-rando la cena. Abrió el refrigera-dor. Estaba casi vacío. “Mira”, dijo ella. “No hay frutas ni verduras frescas”. Comentó que la policía y Migración habían estado “en to-das partes” desde hacía un par de semanas y ella había tenido miedo de ir de compras. Como nunca se sabe si será seguro salir, ella trata de tener latas extras y alimentos congelados a la mano. Levantó la tapa de una olla grande en la estufa. Contenía una docena de mazorcas de maíz. “Esto es todo lo que tenemos para la cena”, dijo. “Eso y tal vez un poco de pan”.

Debido a su estatus migratorio, Ana no irá a México, por temor a no poder volver a entrar. Ella tiene dos nietos en México que nunca ha visto y siente miedo de no po-der ver a sus padres otra vez antes de que mueran. Su voz suena más triste que amargada cuando habla de su vida aquí. “Todo lo que es-tamos haciendo es trabajar”, dijo. “No estamos haciendo daño a na-die Cuando la gente come su de-liciosa comida, tienen que pensar en quién la cosecha… nosotros, los mexicanos. Ven un día o inclu-so medio día y seguro no regresas porque es un trabajo muy difícil”.

Irónicamente, cuando los traba-jadores indocumentados están en proceso de ser deportados es cuan-do finalmente son capaces de mo-verse libremente.

Gutiérrez López entró ilegalmen-te al país en 2007, soñaba ganar suficiente dinero para construir una casa para sus padres en Méxi-co y regresar ella a su tierra a abrir una tienda. Al principio, ella y su esposo limitaban sus movimien-tos y no salían a menos que fue-ra absolutamente necesario. Pero luego decidieron que no ya quería vivir de esa manera y comenza-ron a moverse más libremente. Pagaron por esa libertad cuando ella fue detenida por la policía, la cual dijo que el registro de su auto había expirado (ella insiste en contradecir tal idea). La poli-cía llamó a continuación a ICE y ésta descubrió que estaba aquí ile-galmente. Gutiérrez López, cuyo marido ya ha sido deportado, aún está en espera de que le ocurra lo mismo. Mientras tanto, disfruta de su libertad. “Antes, no podía ir de compras cuando quería, no podía salir si estaba la policía o Migración alrededor. Ahora, si quiero ir de compras, voy. Ahora estoy más libre, mucho más tran-quila”. Ella ha llevado a sus niños a los parques de atracciones, algo que nunca hizo antes.

Estas mujeres padecen empleos muy difíciles que pocos quieren, una vida limitada en un país ex-tranjero y a menudo displicente y jornadas diarias de trabajo que parece que nunca terminarán. Sin embargo, aquí están. Le pregunté a todas las mujeres que entrevisté “¿Vale la pena?”. Ninguna dudó en responder: “Sí”. Cuando les pregunté ¿por qué?, todas dieron la misma respuesta: quieren dar a sus hijos la oportunidad de una vida mejor. Así que van a seguir sacri-ficando todo lo que sea necesario para dar a sus hijos algo que ellas mismos nunca poseerán: un peda-zo del sueño americano.

*Este artículo fue publicado originalmente en Commonweal Magazine, abril de 2012

MAÍZ HERVIDO PARA LA CENAJoseph Sorrentino

Ana abrió el refrigerador. “Mira, está casi vacío”. Hizo lo mismo con su congelador. “Casi nada”. Se volvió a la estufa, que tenía una sola olla

grande en la hornilla. Levantó la tapa; allí ha-bía una docena de mazorcas duras de maíz. “Esto es todo lo que tenemos para la cena”, dijo. “Eso, y tal vez un poco de pan”. Antonio, su marido, añadió: “Bueno, puede que haya un poco de queso”. Esto no ocurría en un país en desarrollo, sino en un pueblo a una hora de Rochester. Y no era la pobreza la que los había reducido a esta escasa comida. Ambos trabajan turnos de tiempo completo y aunque no es abundante, el dinero que ganan podría fácilmente comprar comida para la cena. La única razón de tener una cena de sólo maíz y pan es que son mexicanos que trabajan en Estados Unidos ilegalmente. Inmigración y Control de Aduanas habían sido particular-mente activos y Ana y su esposo tenían miedo

a arriesgarse a salir a comprar comida. Si ellos fueran detenidos, serían deportados. En reali-dad, es raro incluso que tuvieran maíz fresco. En una visita anterior, Ana también abrió el refrigerador para mostrarme su contenido. “No tenemos frutas o verduras frescas”, dijo. “Comemos alimentos enlatados y congela-dos. Nunca sabemos cuándo Inmigración estará afuera de la casa o esperando afuera de la tienda, así que compramos alimentos en-latados adicionales cuando podemos”. Ana y Antonio, al igual que miles de mexicanos que trabajan en las granjas en Estados Unidos, siembran y cosechan los alimentos que come-mos. El día que llegaron a casa a tomar esa comida, Ana había trabajado ocho horas en la clasificación de cebollas y Antonio diez horas eliminando las malas hierbas en un campo. ¡Qué irónico es que las personas que nos pro-veen de comida a veces ni siquiera pueden alimentarse a sí mismos!

Amada y Gloria Jasso durante la cosecha de la manzana, Hamlin, Nueva York

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TRABAJO FEMENINO*Cada vez más, las familias enteras se están uniendo a los hombres en la vida de trabajo agrícola migrante. Este verano pasamos tiempo en las granjas locales para ver cómo las mujeres se están adaptando a su doble función de matriarcas y jornaleras agrícolas. Su trabajo significa comida en la mesa de todos, pero la pregunta para ellas es simple: ¿Vale la pena?

Joseph Sorrentino

Durante la temporada de siembra, el día de Olga comienza a las cinco de la mañana.

Hace el desayuno para su esposo e hijos, luego toma una ducha rápi-da mientras su marido come. “Lle-vo en auto a mi esposo a las 7:00 am al trabajo, vuelvo a casa por mis hijos para llevarlos, alrededor de las 7:30 am, a la escuela”. En-tonces, dependiendo de la tempo-rada, Olga dedicará hasta 12 horas al día, y seis o incluso siete días a la semana, al trabajo agrícola: la cla-sificación, la siembra o la cosecha de cebollas. Cuando llega a casa, puede descansar unos 30 minutos antes de comenzar sus tareas de la tarde: preparar la cena, ayudar a sus dos hijos más pequeños con la tarea, lavar la ropa y asear la casa. “De hecho, dijo, yo trabajo desde las 5 de la mañana hasta las 11 de la noche”.

Gloria Jasso, otra trabajadora agrí-cola, lo expresó así: “Para una jor-nalera, son como dos puestos de trabajo o en realidad más de dos”.

Aunque nadie puede decir exacta-mente cuántos trabajadores agrí-colas hay en el oeste de Nueva York, las estimaciones van de 60 mil a 80 mil. La gran mayoría son mexicanos o mexico-estadouni-dense. Hasta hace poco, el trabajo agrícola era realizado casi exclu-sivamente por hombres jóvenes. Pero eso está cambiando.

“Ha habido un aumento en el nú-mero de mujeres que trabajan en las granjas en los cinco o seis años recientes”, dijo Amí Kadar, un de-fensor de los trabajadores agrícolas, que divide su tiempo entre Albion

e Ithaca. Una encuesta realizada en 2007 por el Departamento de Trabajo encontró que, a nivel na-cional, alrededor de 22 por ciento de los trabajadores agrícolas son mujeres. Kadar piensa que la pro-porción podría estar acercándose a 50 por ciento en algunas áreas.

Hay varias razones. “La pobreza está empeorando en México”, ex-plicó Kadar, “y eso está enviando una gran cantidad de mujeres al norte. Las mujeres quieren ganar dinero, también”.

Muchas mujeres también han de-cidido correr el riesgo de entrar a Estados Unidos (EU) para reunir-se con esposos o novios que están trabajando aquí. Tradicionalmen-te, los hombres mexicanos traba-jaban en EU por temporadas que duraban meses y luego volvían a sus pueblos durante los tiempos de baja demanda laboral en los campos. Pero los trabajadores que están ilegalmente son rea-cios a regresar a México, incluso en plan de visita debido a que la seguridad fronteriza se ha endu-recido y eso significa que podrían no volver al país del Norte. (Es co-múnmente aceptado que más de la mitad de todos los trabajadores agrícolas mexicanos están aquí en situación ilegal.)

Los hombres se quedan aquí más tiempo, a menudo años o a veces de forma permanente. De hecho, algunos pueblos de México care-cen de hombres con capacidad para el trabajo. Así que las mu-jeres, cansadas de esperar a que vuelvan, están entrando a EU, a veces con hijos a cuestas que tam-bién llegan a trabajar.

Algunas están trabajando para enviar dinero a casa a los fa-miliares, algo que no hubieran podido hacer con los salarios más bajos que tendrían si se hu-bieran quedado en México. Y más recientemente, la escalada de violencia relacionada con la guerra contra las drogas ha mo-tivado a algunas personas a huir por seguridad.

Pero la razón primordial de por qué más mujeres están trabajando en granjas es la voluntad de ofre-cer algo mejor a sus familias.

“Quiero ver a mis hijos crecer y estudiar”, dijo Jasso. “Que tengan mejores empleos y oportunidades. Eso no es posible en México”.

Estas mujeres están dispuestas a hacer el sacrificio, pero a menudo no saben lo grande que éste será hasta que llegan.

Curva de aprendizaje. Olga no había trabajado en una granja ni hacía mucho trabajo manual en México. Trabajó durante 13 años en una papelería, donde ganaba 800 pesos (unos 70 dólares) a la semana, o menos de cuatro mil dólares al año. Ese trabajo no le sirvió de preparación alguna para trabajar en una granja.

“Nunca había plantado nada an-tes”, dijo ella, “y el trabajo era tan difícil. Lloré por meses cuando vine por primera vez aquí. En mi trabajo (en México) estaba limpia. Aquí, yo trabajo en el calor, el sol, la tierra”.

Durante la temporada de siem-bra, Olga pasa seis u ocho horas inclinada, colocando las cebollas en la tierra. Ella a veces canta en voz bajita, para sí misma, mientras planta y trata de ayudar a los re-cién llegados que luchan.

“Había una mujer que plantaba y lloraba como lo hice yo antes”, dijo ella. “‘¿Cuánto tiempo llevas aquí?’, le pregunté. ‘Cuatro me-ses’, dijo ella. Me preguntó cuánto tiempo había estado yo aquí. ‘Cin-co años’, le dije. ‘Cuando estás aquí cinco años, no lloras más’”.

Olga prefiere trabajar en la sala de clasificación de cebolla. Aun-que es más fácil que laborar en los campos, el trabajo aquí también la dobla. En un día ocupado, más de 200 kilos de cebollas por hora

pasarán por una banda para que Olga y otra mujer detecten, se-leccionen y desechen las de mala calidad; tienen que hacer todo eso en segundos. “Mi espalda me due-le, mis brazos también”, dijo. “Se me hinchan los pies y las piernas. Casi todas las mujeres tienen ve-nas varicosas; yo también”.

Cada tipo de trabajo agrícola tiene sus desafíos. La cosecha de fresas requiere estar de rodillas todo el día. Cuando la jornalera Janet López pasa su día atando los jito-mates en sus guías, las manos le quedan de color rojo, hinchadas y con ampollas. Al final de un día de trabajo, las mujeres están can-sadas y sucias. “Todo lo que quiero hacer es dormir”, dijo Laura Gu-tiérrez López. Pero no puede. Al igual que las otras mujeres que tra-bajan en los campos, más trabajo les espera cuando regresan a casa.

Más trabajo en casa. En México, sobre todo en las zonas rurales, se espera a menudo que las mujeres asuman el rol tradicional de cuida-do de los hijos y las tareas domés-ticas, incluso si están realizando otro trabajo. “Los hombres pien-san: ‘yo trabajo fuera de la casa, eso es suficiente’”, dijo Gutiérrez Ló-pez. “Muchas mujeres trabajan en el campo y además tienen que lim-piar, cocinar y bañar a sus hijos”.

Ciertamente, esto no es univer-sal. López y varias mujeres más dijeron que sus maridos tratan de arrimar el hombro en las tareas domésticas, por lo general hacien-do un poco en la cocina, pero no siempre es posible. “Mi marido no puede ayudar porque él está

Susana López, en Hatch, Nuevo México

Gloria Jasso en la cosecha de frambuesas, Hamlin, Nueva York

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trabajando 10 o 14 horas y no llegar a casa hasta tarde”, dijo Jasso. “La mayoría de los días que no come con la familia”.

Todo este trabajo –en los campos y en la casa– limita las posibilida-des de las mujeres de convivir con sus hijos, especialmente durante la época de cosecha, que requie-re la mayor parte del tiempo en el campo. “Me siento mal, cuando me voy, están durmiendo. Luego regreso a casa y están durmien-do”, dijo Olga. “Sé que estamos ganando dinero, pero llevo días sin ver a mis hijos. Simplemente

no hay tiempo… Muchas veces cuando eran pequeños me perdí cosas a causa del trabajo. Ahora son mayores y siento que pierdo todavía más”.

La ironía, por supuesto, es que las mujeres están haciendo sacrificios a favor de los niños, pero el trabajo puede dejarlas con poco tiempo o poca energía para estar con ellos.

La vida ilegal. Es difícil la vida para los que están aquí legalmen-te, pero los trabajadores indocu-mentados viven algo equivalente al arresto domiciliario.

La mayoría de las mujeres entrevis-tadas dijeron que los agentes encar-gados de hacer cumplir la ley o los de Inmigración y Aduanas (ICE) a menudo aparcan afuera de las tiendas frecuentadas por mexica-nos, de lugares que los congregan y de lugares donde trabajan o viven. También, dicen, los mexicanos son detenidos sin ninguna razón. Scott Hess, alguacil del condado de Or-leans, lo niega. “No veo por qué ra-zón tendríamos que esperar afuera de una tienda”, dijo. “Y tendría que haber una razón para que agentes dejen parado un vehículo. No esta-mos mirándolos como un objetivo”.

Kadar, la abogada, dice que Ice ocasionalmente se estaciona cer-ca de las tiendas que frecuentan los mexicanos y que, ella cree, a veces esto ocurre por razones espurias. (Una llamada a la Ofi-cina de Asuntos Públicos no fue devuelta.)

Independientemente de si esto ocurre o no, los trabajadores mexicanos indocumentados así lo perciben. Y por tanto viven con miedo.

Ana, quien decidió no dar su apellido por temor a represalias, entró a EU ilegalmente en 2006, desde Tamaulipas, uno de los estados más peligrosos de Méxi-co. Las fosas comunes aparecen con regularidad aterradora allí, a consecuencia del tráfico de dro-gas. “Vine aquí sólo para trabajar para mi familia y ayudar a mi madre”, dijo.

Para ello, ha tenido que labrarse una vida rigurosamente restringi-da aquí. “Por la mañana-dijo antes de salir hacia el trabajo, primero miro las calles” para ver si un al-guacil o la Patrulla Fronteriza están afuera. “Si no está ningu-no, me voy. Mi marido pide a un amigo que tiene papeles que com-pruebe que no hay agentes en las calles, luego se va a trabajar. Creo que es más peligroso para los hombres debido a la policía. Por lo general, la policía no se fija en las mujeres. Pero con un hombre, sí lo hace”.

Cuando ella y su esposo no están trabajando, se quedan en la casa. “Esto no es vida, de verdad. No puedo salir a la calle. Mis hijos me piden llevarlos a la zona de juegos y no puedo debido a Inmigración. Nos encantaría ir al parque con ellos, jugar afuera con ellos. Pero no puedo, y eso duele. Nos hace sentir como criminales, como si fuéramos ladrones o asesinos… como una cucaracha”.

Esas palabras se tocan en el de-bate político en curso. Por un lado se señala que los migrantes indocumentados están violando la ley; por el otro se argumenta que están haciendo el trabajo que muy pocos ciudadanos esta-dounidenses están dispuestos a hacer. En cualquier caso, en vir-tud de que los trabajadores están aquí ilegalmente, su compromiso esencial es estar aquí. Debido a su estatus migratorio, es imposi-ble para Ana regresar a México porque ella no podría volver a entrar a Estados Unidos. “Tengo una hija en México con dos nie-tos que no conozco”, dijo. “Pue-do verlas por internet, pero no es lo mismo. No puedo abrazarlas. Mis padres van a morir algún día y no voy a verlos”.

*Este artículo fue originalmente publicado en Rochester Magazine, 2011.

Mujer trabajando en chile en Hatch, Nueve México

Una mujer trabajando en el campo de cebolla, Nueva York

Evento: Encuentro Regional Norte-Golfo por la Defensa del Agua y el Territorio Frente a los Proyectos de Muerte. Organiza: Varias organizaciones. Fecha y lugar: 20 y 21 de junio de 2015. Comu-nidad Emiliano Zapata de Papantla, Veracruz. Informes: [email protected] / Twitter y Facebook: Corazón en Defensa del Territorio.

Evento: Foro en De-fensa del agua y la Vida. Organiza: Varias organizaciones. Fecha, lugar y hora: 28 de ju-nio de 2015, foro “Au-ditorio de Contla”, Calle Dolores Betancour s/n Contla Tlatlauquitepec, Puebla.

SUNNÚ - Documen-tal sobre uno de los mayores tesoros del mundo - https://vimeo.com/129924444

WEB -http://valoralcam-pesino.org/

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¿ALGO PEOR QUE EL ABUSO A LAS VACAS? EL ABUSO A LOS TRABAJADORES DE LOS RANCHOS LECHEROS*El tratamiento cruel que la industria lechera da a sus vacas ha sido bien documentado. Mientras tanto, sus trabajadores sufren condiciones viles y a menudo peligrosas

Joseph Sorrentino

Al igual que casi todas las granjas lecheras en Estados Unidos, las de Nuevo México están

siempre trabajando. Las vacas son ordeñadas dos o tres veces cada uno de todos los días. “Las vacas no conocen los días festivos”, dice Alfredo Gómez, un trabajador de esta rama de 56 años de edad, en el sureste de Nuevo México. “Aquí, no hay Navidad”. Para la gran mayoría de los trabajadores de los ranchos lecheros en Nuevo México, como en la mayoría de los estados, tampoco hay paga de va-caciones, ni horas extras, ni pago por enfermedad y no hay esquema de compensaciones para los traba-jadores. Laboran en condiciones sucias, difíciles y a veces peligrosas para una industria convencida del valor de la leche, más que de los ordeñadores.

La producción láctea de Nuevo México es grande. Grande en nú-mero de vacas, con aproximada-mente 320 mil en todo el estado; grande en tamaño medio del hato, con cerca de dos mil 200 vacas por granja (el índice más grande de la nación), y grande en impacto eco-nómico. Los lácteos son número uno de los productos básicos agro-pecuarios en el estado. El valor de la producción de leche de Nueva México superó los mil 500 millo-nes de dólares el año pasado. Si se contabiliza el procesamiento de la leche, los bienes y servicios adqui-ridos por la industria y los salarios de los trabajadores, la repercusión económica total de los lácteos en

el estado es superior a los cuatro mil millones de dólares anuales. La industria también ofrece más de tres mil puestos de trabajo den-tro de las granjas y otros 14 mil en otras actividades en todo el estado.

Esta gran industria lechera hace todo lo posible para proyectar una imagen pequeña. Se muestra de tal forma como si estuviera inte-grada por explotaciones familia-res, y profundamente preocupada

por sus vacas y por sus trabajado-res. Las fotografías que aparecen en los sitios de internet de las coo-perativas y de sus cabilderos mues-tran vacas Holstein limpias, blan-cas y negras, sobre exuberantes campos verdes, con becerros sien-do alimentados con biberón por tí-picos estadounidenses sonrientes.

En el mejor de los casos, eso es una burda tergiversación. Un 75 por ciento de los trabajadores son

mexicanos, y la mayor parte de la leche producida en Nuevo México (y el país) proviene de las llamadas operaciones concentradas de ali-mentación animal (o concentrated animal feeding operations, CA-FOs). Las vacas no comen de pas-tos verdes; las tienen en corrales, paradas en tierra o, más frecuen-temente, en el fango que se genera por la orina y las heces. Una vaca lechera excreta hasta 65 kilos de estiércol por día.

“Básicamente, todas las vacas ca-minan sobre la mierda; nada está limpio”, dice Roberto Achoa, un estudiante universitario de voz suave que comenzó a trabajar en las granjas lecheras cuando cursa-ba el segundo año de secundaria. Al igual que los demás trabajado-res entrevistados para este texto periodístico, con excepción de dos, Achoa pidió un seudónimo por temor a represalias por parte de los patrones.

Achoa es lo que se conoce como un corralero, la persona que con-duce las vacas desde sus corrales hacia los establos de ordeña. Los corraleros hacen mucho ejercicio. “Se puede caminar y caminar para conducir a las vacas y no parar nun-ca”, dice José Varela, quien trabajó en las granjas lecheras durante va-rios años. “Tal vez usted es gordo al principio, pero en tres meses es ya un esqueleto”. Es un trabajo su-cio y traicionero. Achoa dice: “La gente se hunde en el fango de mier-da, se atasca”. Trabajar en corrales con 200 o 300 vacas tiene riesgos adicionales, explica José Martínez, otro corralero. Durante las tormen-tas, las vacas se asustan, “pueden dar la vuelta y correr hacia ti. Te pa-tean y saltan realmente muy alto”.

A la hora de la ordeña, las vacas salen de los corrales juntas y se dirigen hacia los establos, el corra-lero va detrás de ellas, gritando y agitando constantemente una pe-queña toalla. Las vacas, que han hecho esto miles de veces, entran al área de ordeña y se alinean en dos filas a lo largo de plataformas elevadas. Los ordeñadores se mue-ven rápidamente hacia arriba y abajo de las plataformas y ordeñan dos mil vacas o más por turno.

“Es desagradable (el trabajo)”, dice Matías Soto, un hombre de 59 años de edad, de estatura pequeña pero de estructura fuerte, origina-rio de Durango, México, que ha trabajado en las industrias lácteas en el sureste de Nuevo México du-rante tres años. “Usamos delanta-les, (pero quedan) completamente cubiertos de estiércol y orina”. El olor en un establo de ordeña pue-de ser nocivo. A los pocos minutos de estar allí, uno percibe un mal sabor en la boca y es duradero. Pero dicen los trabajadores que uno se acostumbra a eso.

El 17 de septiembre, Compasión por los Animales (MFA, por sus siglas en inglés), una organización con sede en Los Ángeles, hizo público un video realizado de forma encubierta que mostraba vacas que eran mal-tratadas físicamente en Winchester Dairy, en Dexter, una pequeña ciu-dad en el sureste de Nuevo México. Las imágenes eran de trabajadores dando patadas y puñetazos a los ani-males, y el uso de tractores para le-vantar y arrastrar “vacas caídas”, esto es vacas que no están en condición de ponerse en pie.

“Los dueños de Winchester Dairy permitieron que floreciera una cultura de crueldad y abandono en esta granja industrial du-

Ordeñador de vacas, Clovis, Nuevo México

Gustavo Varela, un trabajador que se lesionó en una granja lechera

La producción láctea de Nuevo México es

grande. Grande en número de vacas, con

aproximadamente 320 mil en todo el estado; grande en tamaño medio del hato,

con cerca de dos mil 200 vacas por granja

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rante demasiado tiempo”, dijo Vandhana Bala, consejera general de MFA, y agregó que el video era el número seis de videos encubiertos realizados por la or-ganización en granjas de diversas partes del país, y en todos se obser-va “un maltrato animal horrible”.

“Esto nos lleva a pensar que la crueldad y violencia crecen de forma desenfrenada en la indus-tria láctea”, dice Bala. Añade que sus investigaciones ““resultaron en acusaciones penales forma-les por crueldad de parte de los trabajadores, gerentes e incluso propietarios”. Según informes de prensa, después del lanzamiento del video, Winchester Dairy cerró la granja, despidió a todos sus tra-bajadores y entregó a la policía los nombres de los 11 “más abusivos”.

En opinión de Tess Wilkes, un ex abo-gado en el Centro de Nuevo México para el Derecho y la Pobreza (NM-CLP, por sus siglas en inglés) que ha entrevistado a decenas de trabajadores de las granjas lecheras, los empleados de Winchester fueron “injustamente culpados de un abuso que en rea-lidad es sólo algo que deja entrever un problema mucho mayor” en una industria donde “las ganancias son su-premas”. Los trabajadores están bajo presión para mover las vacas de forma rápida y rara vez se les da algún tipo de entrenamiento. De hecho, dice Bala, el investigador encubierto de la MFA, que trabajaba como corralero, no reci-bió entrenamiento durante el periodo de la investigación.

Parece que esto es lo típico. “No hay capacitación; tú sólo empiezas a tra-bajar”, dice Gustavo Varela, quien junto con su hermano José fueron los únicos dos trabajadores dispues-tos a revelar públicamente sus nom-bres reales. Gustavo trabajó en las granjas lecheras durante diez años,

alimentando becerros. Angélica Rosario, una de los muy pocas tra-bajadoras mujeres en esta industria, fue ordeñadora durante un año y medio y coincide con Varela. “Uno debe observar a otras personas” para aprender el trabajo, dice ella.

La falta de capacitación pone en peligro no sólo a las vacas, sino también a los trabajadores. Traba-jar con animales grandes plantea un riesgo real de sufrir lesiones. En 2012, Wilkes fue parte de un equi-po de la NMCLP que entrevistó a cerca de 60 trabajadores de diversas granjas lecheras en el estado. Casi 80 por ciento de los trabajadores dijo que nunca había recibido entre-namiento en materia de seguridad.

La mayoría de las vacas son dó-ciles, pero no todas. “Las más jóvenes son peligrosas”, dice An-tonio Jiménez, quien trabajó en una granja lechera a las afueras de Roswell mientras estudió la secundaria. “No son sumisas du-rante la ordeña y dan patadas. A veces las que acaban de parir (son peligrosas) también”. La encuesta de NMCLP encontró que 53 por ciento de los trabajadores entrevis-tados se había lesionado en el tra-bajo, a menudo más de una vez, y a veces con gravedad.

En marzo, Matías Soto trabajó como ordeñador en una lechería en el sureste de Nuevo México. Por alguna razón, un toro estaba mezclado entre las vacas y se pegó a una de las puertas del establo de ordeña. Soto trató de retirar al toro de allí pero “bajó la cabeza y me atacó, levantándome unos dos metros en el aire. Me golpeé la ca-beza contra el suelo de cemento”. Se fracturó el cráneo. Pero, dice, no fue llevado a la sala de emergencias

en Artesia, a poco más de 60 kiló-metros de distancia, esto es a unas tres horas. Tuvo que ser trasladado en helicóptero a un hospital con capacidad para manejar su lesión. Tan sólo el costo del vuelo fue de más de 60 mil dólares y las facturas del hospital sumaron “decenas de miles de dólares”, dice María Mar-tínez Sánchez, ex abogada en la NMCLP que trabajó con Soto. Y la granja no otorgaba seguro de com-pensación para los trabajadores.

El seguro médico de Soto cubre los gastos médicos, pero no los del helicóptero. Soto debió endeudar-se, pidió prestado a amigos y fami-liares, aunque finalmente recibió una pequeña cantidad de dinero por un acuerdo que alcanzó con la granja, dice Martínez Sánchez.

Las lesiones son parte del traba-jo. El esquema de compensacio-nes para los trabajadores está dise-ñado para cubrir una parte de los gastos médicos y salarios perdidos si sufren lesiones en el trabajo. En el caso de Soto, hubiera cubierto todos sus gastos relacionados con el accidente, además de algunos de los salarios que perdió durante el tiempo que tuvo que dejar de trabajar.

La exigencia varía de estado a es-tado, y Nuevo México ha eximido por mucho tiempo a granjas agrí-colas y lecheras de tener que ase-gurar a los jornaleros del campo ya la gente que trabaja directamente con los animales. En 2011, en una demanda presentada por tres

trabajadores de granjas lecheras (en la que Martínez Sánchez era abogada), un juez del Tribunal de Distrito declaró inconstitucional la exención. Pero la Administra-ción de Compensación de Traba-jadores de Nuevo México (WCA) apeló, argumentando que el fallo sólo se aplica a los tres trabajado-res mencionados en la demanda. La página web de WCA ahora dice que “se hace un fuerte llama-do” a granjas y ranchos a brindar compensaciones a sus trabajadores y que varios casos pendientes clari-ficarán la legislación.

Aunque la lesión de Soto se pro-dujo después de la sentencia de 2011, muchas granjas no estaban aún aplicando seguro de com-pensación a causa de la declara-ción inicial de la WCA. Sin com-pensación de los trabajadores lo que ocurre es “que el trabajador no recibe la atención médica, se endeuda fuertemente, o resulte tan herido que tenga que ir a la sala de emergencias, y el contri-buyente pague”, dice Martínez Sánchez. “Como contribuyentes, estamos subsidiando a la indus-tria agropecuaria”.

No todas las lesiones son tan ca-tastróficas como las Soto, pero son parte del trabajo. Los trabajadores de las granjas lecheras son reacios a faltar al trabajo por las lesiones, a menos que estén muy debilitados. Pedro García dice que no buscó una incapacidad a principios de este año, cuando una vaca le pisó el pie y se lo fracturó. “El jefe dijo que tengo que trabajar”, dice. “Si faltas un día, te despiden”. Eso es exactamente lo que Juan Álvarez, de 37 años de edad, de Chihua-hua, México, dice que le pasó: Una vaca le dio una patada y le fracturó una pierna; dejó de tra-bajar tres meses. Aunque la granja pagó por su estancia en el hospital, perdió su trabajo.

Francisco Paredes es mayordomo (supervisor) en una gran gran-ja lechera a la salida de Clovis y, sorprendentemente, se mostró dispuesto a hablar de su trabajo, mismo que ha realizado por cerca de 30 años. No es asalariado, y es reacio a tomarse días libres. “Si no trabajo un día, no gano nada de dinero”, dice. “El patrón hace las reglas. No sabemos nada de la ley, nada del gobierno. Si yo u otro trabajador tiene algo que ha-cer… o estoy enfermo, tengo que encontrar un reemplazo y pagar-le”. Aunque los trabajadores de algunas granjas dijeron que su em-pleador se encarga de eso, muchos aseguraron que es responsabilidad personal, simplemente es esta la forma de hacer las cosas.

En varios años dedicada a aseso-rar a los trabajadores agrícolas, Martínez Sánchez dice que no había oído nada como esto. “Es indignante”, dice ella, alzando la voz con ira. “Es absolu-

Trabajadores mexicanos en una granja lechera en Clovis, Nuevo México

Una vaca en una granja lechera en Clovis, Nuevo México

La encuesta de NMCLP encontró que 53 por ciento

de los trabajadores entrevistados se

había lesionado en el trabajo, a menudo

más de una vez, y a veces con gravedad

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tamente ilegal. No puedes hacer que alguien pague a alguien más. Para los propietarios de las granjas lecheras, estos trabajadores son prescindibles, casi no huma-nos. Uno se enferma o se lesiona, y está fuera. Hay muchos más para tomar su puesto de trabajo. Es muy cruel, desmoralizante y deshumanizante”.

No hay leyes, no hay problema. Roberto Achoa comenzó a traba-jar como corralero en un rancho lechero en el centro sur de Nuevo México cuando tenía 16 años. El Departamento de Trabajo (DOL) no impone restricciones a jóvenes de esa edad para trabajar en el agro. Al igual que muchos estu-diantes de secundaria en esa área, Achoa trabajaba después de ir a la escuela, de las cuatro de la tarde a las 11 de la noche, además de los sábados de siete de la mañana a tres de la tarde. “Las horas que tenía libres de la escuela eran para trabajar, salía a las 11 de la noche, directo a dormir y luego en la ma-ñana a la escuela”, dice. Las úni-cas ocasiones en que podía des-cansar era cuando lo regresaban de la granja a casa porque había demasiados trabajadores.

La labor es incesante. Aunque al-gunos trabajadores dicen que tie-nen un descanso para el almuerzo –que va desde 30 minutos a sólo cinco–, la mayoría dice que no hay descanso alguno. “Uno está comiendo su burrito y una maldi-ta vaca caga a un lado”, dice Mar-tínez, el corralero. O peor. Soto, quien trabajaba como ordeñador, dice: “A veces uno está comiendo y tomando un bocado de un bu-rrito, y una vaca va y caga en el burrito, y hay que tirarlo a la ba-sura”. Diego Jacinto ha trabajado en las granjas lecheras por más de diez años y tiene una técnica espe-cial para mantener las moscas y el estiércol lejos de su comida. Con mímica, aparenta tener un burri-to, le da un bocado y rápidamente lo mete debajo de su camisa y se marcha apresurado.

Los dueños de las granjas lecheras no están violando ninguna ley al negar descansos a sus trabajadores. De acuerdo con el DOL, la Ley de Normas Razonables de Traba-jo “no pide que se den descansos o periodos de comida a los traba-jadores”. Cualquier descanso es considerado un “beneficio (y) una cuestión de acuerdo entre el em-pleador y el empleado”. Tampoco la legislación de Nuevo México establece descansos.

La gente continúa trabajando en granjas lecheras porque los em-pleos son estables durante todo el año y, al menos aparentemente, pagan bien en comparación con otros trabajos agrícolas, que son a menudo la única opción en la zona. Pero es difícil obtener da-tos precisos sobre lo que en reali-dad gana el trabajador promedio

de esas granjas, y pocas fuentes están de acuerdo. Las encuestas han encontrado salarios anua-les promedio en cualquier lugar desde 22 mil dólares (en Atlanta) hasta 29 mil (en Denver). Com-parado con otros trabajos agríco-las, este parece un salario digno. Pero una mirada más cercana re-vela que no es así.

Alfredo Gómez es un hombre con apariencia juvenil de 56 años, con el pelo gris muy corto y un bigote bien recortado. Es amable, pero no le gusta sonreír a los fotógra-fos, pues carece de la mayoría de sus dientes frontales. Su trabajo consiste en alimentar a las vacas, lo cual según él no es demasiado agotador, aunque se despierta a las 2:30 am y trabaja 12 horas al día.

Como a la mayoría de los trabaja-dores lecheros, a Gómez le pagan un salario diario y no sabe cuánto gana por hora –y es casi imposible averiguarlo–. Sus talones de pago quincenales no contienen ningún registro de días u horas trabajadas. Ganó poco más de 34 mil dólares en 2013, un salario decente, pero trabajó 12 horas al día, seis días a la semana, y a veces más. Sobre la base de su horario normal, eso sig-nifica que su tarifa por hora fue de entre 7.84 y 9.20 dólares. Nunca recibió pago de horas extras.

La mayoría de los trabajadores en-trevistados para este texto dijeron que tenían que trabajar una o dos horas más allá de sus turnos varias veces a la semana sin compensa-ción. La encuesta NMCLP encon-tró eso mismo.

Con base en las leyes federal y de Nuevo México, hay exención para pagar tiempo extra a los trabajado-res de las granjas lecheras –y del sector agropecuario en general–.

De acuerdo con Wilkes, ellos no están considerados para ningún pago adicional, incluso cuando tra-bajen horas extras, siempre y cuan-do reciban más que el salario mí-nimo y no tengan un contrato por escrito que les dé derecho a una paga mayor, un arreglo en la agri-cultura que es casi desconocido.

Además, muchos trabajadores no reciben salario durante su periodo de capacitación o entrenamiento (si es que lo hay). Los entrevista-dos para este texto hablaron de períodos de entrenamiento no re-munerados que duraron hasta dos semanas. Casi seguramente eso es ilegal. Según Tojoy Volea, secreta-rio de gabinete adjunto en el De-partamento de Soluciones Labora-les, de Nuevo México, “en general, si un empleador requiere que los empleados asistan a cursos de ca-pacitación… relacionados con el trabajo debe pagar por ese tiempo”.

A pesar de todo, muy pocos traba-jadores se quejan, por miedo a ser despedidos y boletinados en una “lista negra”. Casi 50 por ciento de los encuestados por Wilkes dijeron que querían quejarse por las con-diciones de trabajo, pero práctica-mente todos decidieron no hacerlo por temor a represalias. Además del miedo está el hecho de que, según las estimaciones de Wilkes, más de la mitad de los trabajadores son indocumentados. “Las granjas lecheras prefieren a estas personas como empleados”, dice Jacinto, “porque son gente con temor de quejarse”. Si los trabajadores no hablan y presentan demandas, será poco probable que las condi-ciones de trabajo cambien.

Pero hay una demanda colectiva interesante impulsada por dos con-sumidores contra DariGold, una de las procesadoras de lácteos más

grandes del país, que puede traer un poco de alivio a los trabajadores en el noroeste y sentar precedente. La leche que abastece a DariGold, con sede en Seattle, proviene de 550 granjas miembros de la Aso-ciación Lechera del Noroeste. El reporte corporativo 2010 de Res-ponsabilidad Social de DariGold afirma que sus proveedores cuidan de forma excelente a sus animales, están preocupados por la seguri-dad de los trabajadores y tienen

una “cultura de respeto y compro-miso”. Según la demanda, eso está lejos de la verdad: las vacas son maltratadas y se niega a los traba-jadores sus derechos laborales bá-sicos, como la hora del almuerzo, agua potable y un ambiente libre de discriminación. Si tiene éxito, la demanda podría cambiar no sólo la comercialización de Dari-Gold sino también la forma como se trata a los trabajadores y a las vacas, y podría servir como un mo-delo para litigios en otros estados.

Los trabajadores de las regiones lecheras de Nuevo México no tie-nen muchas opciones laborales. En el sureste, son las lecherías, o los campos de petróleo, que pagan mejor, pero son más peli-grosos y más lejanos de las casas de los trabajadores. En la región centro-sur, la opción es lecherías, o granjas agrícolas, que pagan mu-cho menos. Así que los trabajado-res permanecen tranquilos y van llevando su día a día, sabiendo lo poco que son valorados. A todos los trabajadores entrevistados para este texto se les preguntó qué pen-saban, si los dueños de las granjas valoraban más a las vacas o a los trabajadores. Sin dudarlo, todos y cada uno respondió: “a las vacas”.

Angélica Rosario agregó: “Ellos tra-tan a las vacas como personas y a los trabajadores como esclavos”.

* Este reporte fue apoyado por el Fund for Investigative Journalism. Fue publicado originalmente en In These Times, 1 de diciembre de 2014.

Vacas en un rancho en Mesquite, Nuevo México

Trabajador en una granja lechera en Clovis, Nuevo México

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MUJERES DE SAN QUINTÍN: DE LA VULNERABILIDAD A LA INSURGENCIAGisela Espinosa Damián Académica de la UAM-Xochimilco

Medio siglo tuvo que transcurrir para que mujeres y hombres que jornalean en el

Valle de San Quintín, otrora vulne-rables y resignados, protagonizaran un movimiento de gran magnitud para que sus mínimos derechos la-borales y sociales sean cumplidos.

Mucho ha cambiado desde que llegaron los primeros migrantes a aquel valle: en los años 50’s del siglo XX, apenas se habían perfo-rado los primeros pozos profundos para irrigar campos yermos en una región semidesértica. El sudor y las lágrimas de jornaleros y jornaleras han hecho el “milagro” de que un puñado de empresarios agrícolas se enriquezca mientras decenas de miles de sus trabajadores sobre-viven en condiciones precarias e inhumanas. Cuentan las Mujeres en Defensa de la Mujer (Naxihi na xinxe na xihi), organización de ex jornaleras que ahora difunden y promueven los derechos laborales, reproductivos y por una vida libre de violencia entre las jornaleras:

Yo trabajé mucho en el Ran-cho Los Canelos ABC. Esos Canelos podían construir un campamento a medio cerro en dos días. Me tocó formar parte de las cuadrillas de los pitu-fos, así nos llamaban a todos los niños. Cada cuadrilla se componía de 35 o 40 niños y niñas manejados por personas mayores. No éramos una, éra-mos seis o siete cuadrillas, des-yerbando, hilando, haciendo las otras actividades que ellos creían livianas. En aquel tiem-po los niños no eran niños. A los ocho años ya traían faccio-nes de una persona adulta por-que trabajaban en el campo.

El prometedor futuro ofrecido por los enganchadores contrastó con las realidades: esperanzados migrantes llegaban exhaustos a San Quintín luego de largos viajes en autobuses de tercera clase con más viajantes que asientos; tenían que aceptar el hacinamiento en campamentos precarios, y trabajar de inmediato largas jornadas por bajísimos jornales. San Quintín no era la tierra prometida sino un mundo desalmado, duro y lejano a su lugar de origen.

Yo viví en campamentos pési-mos ¡Los niños! ¡Lloradera por todos lados! Nos metían a vivir como borregos, creian que en nuestros pueblos dormíamos simplemente sobre el piso de tierra ¡No era cierto! Nos dije-ron que nos iban a dar un cuar-to ¡Tampoco era cierto! En cada cuarto había varias fami-lias ¡Así no vivíamos en el pue-blo! Era mucho sufrimiento. Viví en un campamento largo con habitaciones divididas por lámina, cada una con un agu-jero arriba, por ahí, el humo de allá se venía aquí y el de aquí allá. El humo recorría todo el túnel de las casas. Se veía si la vecina se estaba peleando o si tú te estabas bañando. No te-nías intimidad ¡Era una cosa espantosa! Yo lloraba y le decía a mi papá “¿Por qué me trajiste a vivir aquí?”. Era un infierno. La violencia se miraba en to-dos lados y tal vez las mujeres, los hombres y los niños creía-mos que era normal.

No era fácil escapar del salvajismo agroindustrial. El retorno a Oaxa-ca, por ejemplo, consumía entre dos y tres días y varios transbordos en vehículos que con frecuencia

se descomponían; el gasto del re-greso reducía los escasos ahorros del jornaleo. Además: “¡Volver!, ¿a qué?”. Así, decenas de miles de mi-grantes fueron quedándose en San Quintín. La colonización que bor-dea 137 kilómetros de la Carretera Transpeninsular, donde hay insu-ficiente servicio de electricidad, alumbrado público, agua potable, pavimentación y drenaje; escasez de centros de abasto, escuelas y servicios de salud; contrasta con los verdes y modernísimos campos agrícolas y sólo se explica por la necesidad extrema. Como dicen las defensoras de derechos: “Es muy triste vivir así, pero más triste es no tener trabajo”.

El Valle de San Quintín era, y en gran medida sigue siendo, un pa-raíso laboral libre de regulaciones que obliguen a los empresarios a reconocer derechos y obligaciones, tienen libertad total para acumular grandes fortunas fincadas en mise-rables salarios sin institución que medie y vigile la relación trabajo-capital. La colusión de gobernantes y servidores públicos con agroex-portadores (a veces son los mismos) es la norma, agravada por un trato racista hacia trabajadores que en su mayoría tienen cultura y lenguas indígenas y que, en la revoltura de los campamentos y en las nuevas colonias populares, han perdido las estructuras comunitarias que los fortalecían como grupo.

La matriz de opresiones em-peora para las mujeres, pues al incumplimiento general de dere-chos laborales y al trato racista y sexista de sus empleadores y de la sociedad nativa, se suma el sexis-mo indígena y rural. El entronque patriarcal toca fondo en la vida de las jornaleras.

Quedarse a vivir en San Quintín no sólo ha significado sufrimiento, sino reinvención de la comunidad en un contexto multiétnico, plu-ricultural y multilingüe. En la producción de lo común fuera del lugar de origen, la injusticia labo-ral ha sido punto de convergencia y compartencia desde donde se re-significan valores comunitarios y se incorporan modernos derechos en busca de la vida digna negada allá y aquí. Elevar el mísero jornal ha sido un importante motor de lucha. Otra vez hablan las naxihi:

Yo vivía en el campamento El Aguaje del Burro, en Camalú. Los salarios eran muy bajos y en el 85, 86, fuimos organi-zando un paro laboral, nos juntamos ocho cuadrillas del tomate y de la fresa. No todos estaban de acuerdo y el paro se hizo en medio de jitomatazos y piedras. Se logró elevar el pago de la pizcada de fresa de uno cincuenta a tres pesos ¡Fue un éxito! Pero 20 familias fuimos corridas y nos identificaron como grilleros. Nos fuimos sin nada, con miedo porque está-bamos boletinados y ya nadie nos quería contratar.

El paro de 2015 no es el primero, pero sí el más amplio, el de mayor impacto regional, nacional e inter-nacional; el que mostró el papel y el poder del jornaleo en los empo-rios agroexportadores; el que sentó a negociar –no sin resistencias y desaires racistas– a empresarios, funcionarios y gobernantes con sus trabajadores; el que evidenció a una clase trabajadora más pre-parada y unida, pese a diferencias internas y dificultades para con-certar acciones en un movimiento vertiginoso, amplio y disperso a los largo de muchos kilómetros. La nueva comunidad jornalera de San Quintín transita del subsuelo social y de la vulnerabilidad a la insurgencia laboral y social.

Las mujeres de San Quintín han contribuido al movimiento actual de múltiples maneras: como jorna-leras (62 por ciento de ellas forma parte de la PEA regional (la media nacional es del orden del 40 por ciento) participan activamente en acciones y movilizaciones aunque sólo una de ellas, Lucila Hernán-dez, haya estado en la dirigencia por un breve periodo. Pero no sólo

forman parte del gran contingente que protesta: desde hace tres lustros algunas emprendieron proyectos colectivos para complementar el sustento familiar y recuperar sa-beres y prácticas indígenas; desde hace una década, algunas iniciaron la organización en torno a la difu-sión y defensa de derechos labora-les y la formación de defensoras en diversas colonias del San Quintín. Y desde 2008 también se han di-fundido y defendido los derechos reproductivos y a una vida libre de violencia. Gracias a esa labor infor-mativa y generadora de concien-cia, lenta y profunda, el “ya basta” contra el acoso y el hostigamiento sexual se ha colocado entre las de-mandas centrales del movimiento.

Otros problemas se han ido recono-ciendo: apenas el nueve por ciento de las jornaleras en trance de ser madres gozan de su incapacidad de ley, el despido por embarazo es fre-cuente, así que ser madre jornalera implica más riesgos físicos y de salud y más desempleo e incumplimiento de derechos. Ni se hable de tiempo para lactancia, o de guarderías que debieran auxiliar a padres y madres trabajadores, cuya carencia resuel-ven las jornaleras como pueden, a costa de su bienestar y el de sus hijos. También han ido reconociendo que la violencia estructural y laboral no excluye violencia intrafamiliar o co-munitaria; y que en su propio cuer-po se viven violencias y padeceres propiciados por acción u omisión de instituciones estatales, gobernantes, empresarios y sociedad local, pero también de compañeros de vida y de trabajo, familiares y vecinos del mis-mo grupo étnico o de otros grupos.

La reflexión sobre su propia expe-riencia en ese valle de lágrimas y de esperanzas explica en parte la fuerza y magnitud de la lucha ac-tual, pero el cuestionamiento a los bajos salarios, las largas jornadas, las carencias de servicios en la vivienda y en la colonia popular; la desna-turalización del trato racista en los modernos campos agrícolas y en el lugar donde se habita; la criticas que poco a poco van haciendo al sexismo de instituciones públicas, empresarios o mayordomos, y al ma-chismo familiar y comunitario, tam-bién se alimentan del conocimiento de derechos laborales, indígenas, reproductivos y a una vida libre de violencia; del contacto con diversas culturas y organizaciones laborales, feministas y sociales. En este caso, como en muchos otros movimientos sociales, las mujeres están dando do-bles o triples batallas: por justicia la-boral, étnica y social, pero también por inclusión de género y respeto a sus derechos como mujeres ante los consabidos adversarios y ante sus compañeros de vida y de lucha.

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San Quintín no era la tierra prometida sino un mundo desalmado,

duro y lejano a su lugar de origen

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San Quintín

LOS MOTIVOS DE LA REBELDÍALourdes Rudiño y Guadalupe Casimiro Sierra

San Quintín, Ensenada, junio de 2015.- Las par-ticularidades del Valle de San Quintín (VSQ),

en Baja California –con una ubi-cación muy lejana de los centros expulsores de mano de obra cam-pesina; su relativamente reciente desarrollo en una agricultura de exportación diversificada, y su geografía alargada, que delinea hoy día un pueblo jornalero pobre y paupérrimo e indígena multi-lingüe y multicultural asentado como ningún otro en línea (a lo largo de 137 kilómetros de la Ca-rretera Transpeninsular)- tienen mucho, pero mucho qué ver con el reciente “alzamiento” de traba-jadores del campo, que está en la mira nacional e internacional.

Este Valle cubre 70 por ciento del territorio de Ensenada, el munici-pio más grande de todo México, y cuenta con una población de casi 95 mil habitantes (86 por ciento de ellos inmigrantes, de 52 etnias con predominio de oaxaqueños, pero también guerrerenses, veracruza-nos, chiapanecos…).

El lugar ha sido desde los años 70’s del siglo XX un polo de atracción de jornaleros migrantes, que en un principio llegaban “enganchados” y trasladados por agentes de los agri-cultores y tenían una permanencia temporal –se movían de allí a los campos de Sinaloa y Sonora, e in-cluso de California, regresaban a

sus pueblos de origen y después de nuevo arribaban a San Quintín-. Con el tiempo, muchos de estos trabajadores establecieron su resi-dencia permanente en el VSQ y ya se observan familias con tres gene-raciones: abuelo jornalero, padre jornalero e hijos jornaleros.

Esto es, por sus circunstancias geográficas –que implican un via-je de 60 horas cuando menos con transbordos en diversos autobuses, cuando se llega desde la ciudad de Oaxaca, según comenta Gisela Es-pinosa Damián, académica exper-ta en el tema-, los jornaleros se han estacionado en el VSQ, acumulan-do años, décadas de pobreza.

Han sido años de mucho trabajo barato; de aislamiento por la con-formación alargada del pueblo con la Carretera Transpeninsular como avenida principal y por la escasez de transporte público (los pocos e impredecibles taxis llegan a cobrar hasta 300 pesos por trayectos den-tro de una misma Delegación); de injusticias de todo tipo, y de algo que cualquier foráneo observa de inmediato: un escandaloso aban-dono por parte del Estado. Dos ejemplos: en todo el Valle la casi totalidad de las colonias carece de pavimento y buena parte de alum-brado público, y no hay más que una clínica del Seguro Social (en la Delegación Vicente Guerrero) y cuando se requiere una cirugía ma-yor, hay que trasladar al paciente a

la ciudad capital Ensenada, a 200 kilómetros de distancia o a Tijua-na, aún más lejos. En este trayecto han ocurrido muchas muertes.

“(Los jornaleros) llegamos al har-tazgo porque nadie se ha preocu-pado por nosotros; siempre hemos salido a votar y hemos depositado nuestras esperanzas en que algún día en verdad pudiera llegar la solución al problema… Pero no llegó. En 20 años seguimos igual, con la misma pobreza y con los mismos salarios. Basta”, dice Fidel Sánchez Gabriel, oriundo del pue-blo mixteco de San Juan Ixtepec uno de los 13 voceros de la Alian-za de Organizaciones Nacional, Estatal y Municipal por la Justicia Social –como se ha autodenomi-nado el nuevo sindicato de facto de los jornaleros sanquintinenses”.

Fidel, cuyo padre trabajó como jornalero, anda en sus 40’s y vive con su esposa y seis hijos, el mayor de 20 años es jornalero también. A la edad de 18, en 1988, fue di-rigente local de la Central Inde-pendiente de la Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC) y por me-dio de una lucha social que duró un año, su agrupación logró que el entonces gobernador de Baja California, Xicoténcatl Leyva, ex-propiara un terreno en que hoy se asienta la colonia que habita junto con 380 familias trabajadoras, la Maclovio Rojas (nombre de un jornalero muerto en esa lucha).

La pobreza que menciona Fidel Sánchez tiene que ver con la in-fraestructura habitacional del Va-lle de San Quintín, con el proceso demográfico, con la evolución de la agricultura empresarial, con los salarios y las condiciones laborales y con los gastos en que incurren los trabajadores para ir viviendo día a día. También por supuesto con los rezagos en educación y servicios públicos.

Explica Juan Malagamba, dele-gado en Baja California de la Co-misión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI):

“Hasta hace 30 años, la modalidad que seguían los agricultores era el ‘enganchamiento’; esto llevaba a que cada empresa tuviera una determinada cantidad de cam-pamentos o albergues donde los jornaleros permanecían la tempo-rada, dependiendo el cultivo para el cual fueran contratados. En la medida que se tecnificaron los cultivos y en que el mercado re-quería de nuevos productos y de su diversificación, se modificaron los ciclos productivos y los del merca-do de trabajo.

“La región en principio fue casi exclusivamente papera y luego tomatera, y después se fue incor-porando el pepino, el brócoli, la calabaza, y ahora uno entre los más importantes están los berries. Esto demandó que la presencia de la mano de obra fuera más perma-nente. Había ya en los campamen-tos gente con más de cinco años permaneciendo de manera directa con los agricultores, y en condi-ciones paupérrimas. Una de las situaciones que más se le señalaba a los agricultores en aquel enton-ces era la falta de inversión social en la calidad de la vivienda, en la calidad de los servicios. Y se fue generando una opción, la gene-ración de asentamientos urbanos (o localidades, colonias y fraccio-namientos) y hoy tenemos 166 en todo el Valle, en donde fundamen-talmente viven jornaleros. Esto es algo que ha sido propiciado por las empresas mismas”, y hay una situación de hacinamiento en las viviendas de esas localidades e in-suficiente inversión para mejorar sus condiciones.

“Se pone en jaque la capacidad d que tiene el gobierno para respon-der a toda esta demanda de servi-cios básicos”, señala Malagamba.

De acuerdo con datos de la CDI, en el VSQ, que implica cinco delegaciones (Punta Colo-net, Camalú, Vicente Guerrero, San Quintín y El Rosario) en 1989 se estimaba una población flotante de 25 mil a 30 mil jor-naleros que se hospedaba en los campamentos. En 2003 había 19 campamentos con nueve mil 600 trabajadores. Ahora sólo hay tres campamentos, dos en Punta Co-lonet (Las Brisas y Bella Vista, el primero de SV SRL de CV y el se-gundo de Agrícola Colonet) y uno más que es El Vergel, del Rancho Los Pinos, en la Delegación San Quintín, este último, habitado por tres mil 500 jornaleros.

Los 166 asentamientos fueron en origen tierras ejidales o propiedad privada rural y se lotificaron. “Vi-vidores se han dedicado a la com-pra de parcelas agrícolas no regu-

larizadas. Arriba de 60 por ciento de los asentamientos son irregu-lares. Eso mete en un aprieto al gobierno porque no hay forma de bajar ningún servicio, se venden muy baratos, como predios ‘en greña’. También hay predios que son donados por particulares a tra-bajadores. Todo eso debe regulari-zarse”, señala Malagamba.

Silvia Rivera, presidenta de Pue-blos Unidos Bajacalifornianos, AC, organización que integra so-bre todo a triquis, señala que tal regularización va muy lenta. En la Delegación Vicente Guerrero (la segunda más importante en número de asentamientos, con 47; la primera es la Delegación San Quintín, con 77) hay sólo un in-geniero topógrafo haciendo el tra-bajo, y va muy lento. “En Camalú, en la colonia Benito Juárez, les llegó el cobro del predial retroac-tivo a diez años, pero el presidente municipal dice que no se puede seguir invirtiendo en servicios públicos en colonias irregulares”, comenta.

“Hay muchas colonias con falta de alumbrado público y los vándalos abusan de mujeres y niños y asal-tan a los hombres. Eso genera un gran conflicto. En varias comuni-dades las comunidades organiza-das van con el gobierno el turno y le piden el alumbrado, a cambio ofrecen votar por su partido. Así es como se ha logrado la energía en varias colonias”, dice Rivera.

En las casas hay hacinamiento. En el VSQ hay 29 mil 656 viviendas, con un promedio de 3.19 perso-nas cada una. El 19.23 por ciento tienen una sola habitación y cin-co por ciento piso de tierra. En la Delegación Vicente Guerrero –por cierto, donde el movimien-to de jornaleros rebeldes tiene su principal fuerza- hay 8 mil 16 vi-viendas, de las cuales 27 por cien-to tiene piso de tierra. Asimismo, mil 73 viviendas del VSQ, 3.6 por ciento del total, carecen de ener-gía eléctrica, las velas son su luz, y tres mil 693 viviendas (con 12 por ciento de la población del Valle) carece de agua entubada. Todo, según datos de CDI. Pero hay que agregar que hay muchas viviendas con techos y/o paredes de cartón y plástico y carentes de mobiliario.

Un indicador más de la pobreza y el rezago: Ensenada tiene las ma-yores tasas de población de 12 a 14 años con primaria incompleta, con 25.8 y 28.8 por ciento en niñas y niños, respectivamente, y los me-nores porcentajes de niños de 12 a 14 años con educación posprima-ria, con 43.2 y 46.1 por ciento, en el mismo orden, revela la informa-ción de CDI.

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Una de las calles de la Colonia 13 de marzo, considerada modelo porque ha progresado. Allí habitan ex jornaleros que ahora se dedican al comercio o los servicios

Guadalupe Casimiro, joven oaxaqueño de familia jornalera

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UN ROSARIO DE INJUSTICIAS

Silvia Rivera es una abogada joven que en parte tiene ascenden-cia triqui. Ella vivió su

niñez y juventud en el Valle de San Quintín y trabajó en 2007-09 en la Procuraduría de De-rechos Humanos (PDH), hoy Comisión Estatal de Derechos Humanos. Actualmente preside la asociación civil Pueblos Uni-dos Bajacalifornianos, ha estado y está comprometida con las comunidades indígenas de este Valle y se indigna cuando hace un recuento de injusticias, más que recuento, todo un rosario interminable. Tratamos aquí de resumir algunos de sus relatos.

-Cuando trabajé en Derechos Humanos, llegaban los jornale-ros a que les explicara el recibo de sus salarios. Me di cuenta que aunque la ley impedía tra-bajar más de tres horas extras y más de tres veces a la semana, ellos completaban unas 18 ho-ras semanales y se las pagaban a 2.50 pesos cada una. Allí me di cuenta también de cómo funciona el “salario integrado” –concepto que se está manejan-do en las negociaciones actuales entre jornaleros, funcionarios y empresarios- que no me gusta. Cuando a final del año los jor-naleros piden aguinaldo, en la empresa les dicen que ya lo re-cibieron repartido en sus pagos a lo largo del año. Y no hay mu-cho que legalmente se pueda hacer para defenderlos.

-Los jornaleros vienen muchas veces desplazados de sus propias tierras, los corren a punta de armas. Se viene la comunidad completa y se pone a salvo. En muchas ocasiones llegan aquí con lo que traen puesto, sin documentos. Participé en un programa de la PDH de dere-cho a la identidad (trámite de actas de nacimiento); hubo 2 mil solicitudes de jornaleros; un año después seguían pendientes mil 400, faltaba un documento

de Oaxaca. Había evidencias de la existencia e identidad de la persona, por los registros de la escuela de sus hijos, por sus constancias de trabajo, por su lengua…. Pero en el Registro Civil pensaban que podían ser centroamericanos y el trámite se dificultaba. Sin el acta de na-cimiento, no les dan acceso a la salud, no generan antigüedad en el trabajo. Vi el caso de un hom-bre de 75 años que tenía una enfermedad y a veces faltaba dos o tres semanas a su trabajo. No tenía acta de nacimiento, ni iba al Seguro Social y nunca guardó sus talones de pago para com-probar el tiempo que trabajó. No pude hacer nada para ayudarlo.

-La gente tiene una necesidad enorme de trabajar y piensa que no hay alternativa. En noviem-bre de 2008 me buscó un señor para que lo ayudara con un trá-mite. Hacía frío y traía huara-ches y sus pantalones arreman-gados a la rodilla. Me saludó con sus manos rasposas y con callos. Traía una herida. Se la hizo en el campo de cebollas. Le dije “lávese”, pero me respondió que ya se la había taponeado con tie-rra. “Si hubiera caído una sola gota de sangre en las cebollas, me hubieran suspendido hasta que se me quitara la herida”.

-He redactado muchos escritos aludiendo convenciones inter-nacionales, como la de dere-chos de los niños para deman-dar a los funcionarios públicos atención a los jornaleros o a sus hijos en materia de salud y edu-cación. Fue el caso de una niña que no la querían recibir en la escuela por falta de acta de nacimiento. Su papá me decía “¿dónde la voy a dejar mientras voy al trabajo? Quiero que estu-die para que no viva lo que ye he vivido”.

-Hay discriminación. Los médi-cos y enfermeros no son buenos con los jornaleros; con algunas

excepciones, los tratan mal. El 9 de mayo, en medio de los en-frentamientos entre jornaleros y policías que hubo ese día, una adulta mayor resultó atropella-da. En la clínica 69 de Seguro Popular de la Delegación Vi-cente Guerrero no la atendían por falta de personal y le decían al hijo “Sígnale, síganle hacien-do manifestaciones y desorden”. Se perdieron 24 horas. La se-ñora fue trasladada al hospital de Ensenada, duró tres días y falleció.

-Hay carencia de empleados en las instituciones públicas que hablen lenguas indígenas. Quienes no hablan español, de-ben ir al médico acompañados por un amigo o amiga que les ayude a traducir, y ese amigo pide pago para compensar su falta al campo de trabajo.

-Hay varios grupos que desde hace años estamos solicitando la construcción en el Valle de un hospital general que tenga rayos X, quirófano, ultrasoni-dos, tomografías, condiciones para atender accidentados. Es una violación a los derechos hu-manos que no haya un hospital así aún.

-Me tocó ver hace años filas de gente esperando en la madru-gada para subir a los camiones que transportan a los jornale-ros a los ranchos. Llega un ca-mión y el encargado elige: “tu sí, tú sí, tú sí”. Sobrellenaban los autobuses, con tres personas en los asientos para dos y en el pasillo gente parada. Un señor pedía trabajo, “tengo varios días si trabajo”, estaba desesperado, insistía, pero no era de los elegi-dos. Cuando avanzó el autobús, se trepó como pudo, pero cayó, fue atropellado y murió. Ya no regresó a casa y sólo quería tra-bajo. Este tipo de situaciones, con autobuses accidentados, abusos, ocurrían mucho en la Delegación Camalú.

¿QUÉ URGE AL VALLE DE SAN QUINTÍN?

“Necesita ya independizarse y ser municipio, Las comunidades están en medio de la nada; el Valle necesita tener su propia estructura, para que haya inversión pública, desarrollo social, un buen hospital. Así será menos gravosa la carga de todas las dificultades económicas que arrastra la población. El Valle produce mucha economía (por la agri-cultura de exportación), creemos que más que la ciudad de Ensenada y los recursos se van hacia allá; en el Valle cobran el predial sin dar be-neficios a la población, y en la ciudad hay calles que las andan reencar-petando cada seis meses. Hay una lucha del Valle desde hace 15 años por lograr ser municipio y no ha podido. Ya se había aprobado hace como dos años, pero el entonces gobernador, José Guadalupe Osuna Millán (2007-13) interpuso una controversia constitucional y la ganó”.

Silvia Rivera, presidenta de Pueblos Unidos Bajacalifornianos, AC

EN MI TIERRA NO HAY CARTÓN PARA HACER CASAS“Cuando Heladio Ramírez López fue gobernador de Oaxaca (1986-92) visitó el Valle de San Quintín en dos ocasiones. Yo trabajaba en el Rancho Los Pinos en ese tiempo. Esto que ocurre ahora (las mo-vilizaciones) pasó entonces. El Valle era más extenso y éramos más de 400 agricultores. Había un lugar llamado Las Cebollas, que era un campamento con casas de cartón, donde se asentaban jornaleros que venían con el ánimo de cruzar a Estados Unidos y fracasaban. Xicotén-catl Leyva era el gobernador de Baja California; recorrimos instalacio-nes de los ranchos y terminamos en Las Cebollas. Allí había escuelas, maestros… Leyva le dijo a Ramírez: ‘A calzón quitado, ¿están mejor aquí o en tu tierra?’, refiriéndose a los jornaleros. La respuesta del oa-xaqueño fue ‘En mi tierra no hay cartón para que hagan casas’. Replicó Leyva: ‘Entonces ¿por qué tanto hostigamiento para Baja California?’. ‘Así es la política’, dijo Ramírez”.

Alberto Leree, agricultor del Valle de San Quintín

Única avenida pavimentada en la Delegación Vicente Guerrero; “La pavimentaron porque allí está la clínica 69”, dice Silvia Rivera. A un lado está también la comandancia de policía que fue apedreada el 17 de marzo, en enfrentamientos entre fuerza pública y jornaleros

Casas con paredes y techos de lámina, cartón, troncos y demás materiales, que ponen en peligro la seguridad de las familias. Son muy comunes en el Valle de San Quintín

Este aspecto es del Barrio Pobre, donde hay muchas casas armadas con tronco y plástico. Delegación San Quintín

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San Quintín

LAS NEGOCIACIONES VAN PARA LARGO. “NOS PARAMOS Y NO VOLVEREMOS A ESTAR DE RODILLAS”Lourdes Rudiño y Guadalupe Casimiro Sierra

San Quintín, Ensenada, ju-nio de 2015. Ya se cumplie-ron tres meses desde que el 17 de marzo jornaleros del

Valle de San Quintín (VSQ) decla-raron un paro con la exigencia de aumentos salariales del ciento por ciento y afiliación generalizada al Seguro Social, y para reclamar sus derechos humanos y laborales.

Si bien las autoridades estatales y federales reaccionaron en principio con traspiés, pensando que podrían resolver el tema de manera tradicio-nal, apoyándose en los contratos de protección patronal en manos de ancestrales centrales sindicales priis-tas –como señala el abogado Arturo Alcalde, asesor de los jornaleros de SQ-, muy pronto y luego de la desa-creditación que hicieron los trabaja-dores de esas centrales, debieron sen-tarse en la mesa de negociaciones, y en pleno, con representantes de los Poderes Ejecutivo y Legislativo.

Así, se firmó una primera minuta de acuerdos el 14 de mayo –con muchos asegunes, dice Alcalde, por ejemplo con el compromiso guber-namental de “completar” sueldos que los patrones no cumplieran-, y luego se signó una nueva minuta el 4 de junio que corrigió en parte esos asegunes, y que se logró después de que el gobierno federal, desde la Se-cretaría de Gobernación, indujera a los inicialmente reacios empresarios a participar y comprometerse; la in-ducción fue sutil, fue por medio de ordenar inspecciones del Seguro So-cial a los ranchos, mismas que se han realizado en las semanas recientes.

Pero la cosa no termina allí, hacia julio se prevén nuevas negociacio-nes y de acuerdo con Fidel Sán-chez Gabriel, uno de los voceros de la Alianza de Organizaciones Nacional, Estatal y Municipal por la Justicia Social, éstas deberán clarificar conceptos acordados el 4 de junio, en específico el de “sala-

rio integrado” (pues en éste ha sido usual que empresarios involucren aguinaldo, vacaciones y demás prestaciones) y tendrá que avanzar-se también en la definición de pa-gos a los jornaleros por las labores que realizan a destajo; el primer rubro será la cosecha de fresa.

El punto de partida de la negocia-ción es 30 pesos por caja de fresa (contra diez u 11 que hoy se pagan); en jitomate, que se paga a cuatro pe-sos la cubeta, “pedimos ocho pesos y allí no debe haber negociación”. Posteriormente la Alianza buscará establecer acuerdos para el destajo de la cosecha de pepino, chile ja-lapeño, calabaza, chícharos, ejotes, brócoli, col de Bruselas, cebolla, espárrago... “Todo eso. Nos falta mucho para ponerle su tarifa”. Por ahora “estamos buscando informa-ción las empresas y las exportacio-nes, de cuál es el precio que paga el mercado, para negociar con base en eso”. Los jornaleros pioneros del movimiento, como Fidel, quieren capitalizar todo el trabajo de difu-sión que hicieron previo al paro, con dos años de recorrer colonias y de platicar con las familias.

A diferencia del acuerdo de 14 de mayo, cuando hubo una repre-sentación empresarial en las ne-gociaciones, del Consejo Agrícola de Baja California (CABC), que luego desconoció los acuerdos, el 4 de junio la participación patro-nal fue más amplia, de cuatro re-presentantes, incluido el vocero de CABC, Marco Antonio Estudillo.

Y empresarios entrevistados, Da-niel Magaña y Alberto Leree, que se autocalifican de pequeña esca-la, comentan que hay un consenso patronal para asumir los acuerdos. “Lo que decimos los agricultores es que vamos a pagar por lo menos 150. Hay algunos que van a pagar más, que tienen esa capacidad”. La minuta establece tres categorías de

salarios 150 pesos diarios, para los empresarios de menor capacidad, 165 para los medianos y 180 para los grandes, montos libres de impuestos y de pago de la seguridad social. Fi-del señala que algo bueno es que se ha especificado que la jornada dia-ria debe ser de ocho horas, no más.

Hay cierto escepticismo empre-sarial. “Aquí había salarios desde los cien pesos y la mayoría de 130 pesos y dijimos ‘bueno, vamos a su-bir 15 por ciento de la base de 130 pesos’. Pero quien estaba pagando cien, de pronto debe incrementar 50 por ciento, lo que arriesga la viabilidad de su empresa. A esa persona la sacrificamos. Me habló un agricultor y me dijo: ‘Alberto, hicimos el esfuerzo de pagar 150, pero tengo dos semanas que no lle-vo dinero a mi casa’”, señala Leree.

Daniel Magaña, quien es presiden-te de la Unión de Productores Rura-les Organizados de Baja California, afirma que la situación general de los productores, unos 200 en todo el Valle, no es de bonanza. “Desde que Salinas modificó el artículo 27 constitucional, la banca se re-tiró; luego vino la crisis financiera de 1995 y entre 11 y 17 empresas pequeñas y medianas quebraron. Algunas como Los Canelos de Sinaloa (famosa por ser grande y poderosa), se retiraron de SQ. La agricultura se ha orientado a hor-ticultura y berries de exportación porque capitales extranjeros –como Driscoll’s financian la producción, facilitan los insumos para producir”.

Comenta sobre otro punto crítico en las demandas jornaleras: la segu-ridad social. “No se cubre al cien por ciento, no porque no queramos, es porque no nos alcanza. No tenemos precios establecidos. Ahorita estamos produciendo pepinos y no valen, el mercado está muy fluctuante”.

El hecho es que, según se pudo cons-tatar con entrevistas con jornaleras y jornaleros, y según confirman los empresarios entrevistados, ocurre que los trabajadores tienen moda-lidades múltiples de contratación –por día, por tarea, por destajo, para labores de cosecha diferenciadas por cultivo, para empaque, y también por tanto con horarios diferenciados (aunque predominan, según se ob-serva, las jornadas de 6 am a 5 pm con media hora o 15 minutos para comer, y seis días a la semana)- y también se mueven en muchos casos con facilidad de una empresa a otra dependiendo las temporadas y las ta-rifas por cultivo, si bien es cierto que, sobre todo en empresas pequeñas, familiares, con trato directo con los patrones, hay mayor permanencia.

Así, con toda esa diversidad, y con base en las definiciones legales para los trabajadores del campo, el tipo de afiliación al Seguro So-cial que tienen es temporal. Puede durar cinco días o una semana o etcétera, y luego se reactiva, o debería reactivarse, cuando el tra-bajador llega a otra empresa. Esta modalidad del Seguro Social li-mita las posibilidades de pensión. Y también, cuando las personas acuden a alguna instalación del Seguro deben llevar su compro-bante de afiliación. “¿Cómo puedo hacer eso si me enfermo a las diez de la noche? No voy a ir a desper-tar a mi patrón para que me dé el ‘pase’”, comenta una jornalera.

Según comentan los empresarios, esta última preocupación se sub-sanará por medio de la credencia-lización a todos los trabajadores. La credencial les servirá indepen-dientemente de que se muevan de una empresa a otra. Para jor-naleros y defensores de derechos humanos de SQ el rubro de Segu-ridad Social debería tender en las negociaciones hacia un asegura-miento pleno de los trabajadores, que les permita gozar de todos los servicios del Seguro y alcanzar pensiones para su vejez.

Aunque las negociaciones están en-caminadas –y según Fidel Sánchez van para largo, pues hay muchas deudas sociales y empresariales con los jornaleros-, las desconfianzas están a flor de piel. Según Leree y Magaña, hay intereses económicos (de empresarios estadounidenses que quieren arrebatar el mercado de los productos de SQ y quieren destronar a Driscoll’s) y políticos (contra el gobernador panista, Fran-cisco Kiko de la Vega) que quieren aprovecharse del movimiento jor-nalero e incluso lo manipulan.

Cabe decir que en SQ es de todos conocido que Kiko de la Vega es muy complaciente con los empresarios, y que “tiene intereses en el Rancho Los Pinos”, el más grande del Valle, según comenta Fidel Sánchez.

La visión de Fidel Sánchez es to-talmente opuesta a la empresarial. Considera que más allá de los logros que surjan de las negociaciones, y que en éstas haya ciertas cosas que deben corregirse o definirse con claridad –como es el caso del “sa-lario integrado”- “este movimiento ha servido para que los jornaleros nos pongamos de pie. Demostra-mos en el país y en el mundo entero qué importante es la mano de obra de los jornaleros y de otros como las trabajadoras domésticas. Somos muy importantes en la vida econó-

mica del estado y del país, tan es así que el primer día del paro laboral el gobernador De la Vega hizo una declaración sobre la pérdida de 30 millones de dólares en ese momen-to (por las pérdidas por la suspen-sión en la pizca de la fresa).

“Ganamos también porque logramos quitar del camino a los tres sindicatos de la región (los corporativos priistas) y porque hemos dejado claro que los jornaleros sí pueden y tienen el dere-cho y facultad de firmar convenios laborales individuales y de grupo, sin necesidad de ese tipo de corporacio-nes. Nos pusimos de pie y no volve-remos a estar de rodillas”. Una aspi-ración de la Alianza es avanzar en conformar su sindicato formalmente.

Además de haber sido en los ochen-ta líder en San Quintín de la Cen-tral Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC), Fidel Sánchez estuvo trabajando más de ocho años en los campos de Estados Unidos (en el estado de Washington, en Florida, Cali-fornia, Oregon, Tenessi, Georgia y Virginia) y regresó a México en 2008, para reencontrarse con su esposa e hijos (seis actualmente) y para convivir con sus padres, oa-xaqueños y también residentes en San Quintín. En Washington par-ticipó con la Unión de jornaleros César Chávez. En Florida, “fui a la comunidad de Imokalee y había un movimiento, huelgas de hambre, empiezo a leer y veo que la lucha es por el aumento del pago por cu-beta de tomate pizcado. Y yo digo ese movimiento es mío. Me invo-lucré en el movimiento, tengo mi credencial, y participé, con apoyo de traductores, en negociaciones con agricultores, con proveedores de agroquímicos y con Taco Bell, la cadena más grande de comida rápida en ese entonces”.

Para Fidel Sánchez establecer en las negociaciones del VSQ tarifas para las labores del campo es algo fundamental. Y el parámetro debe ser el pago a jornaleros en Estados Unidos. “Es cierto, son dos econo-mías distintas, separadas por las fronteras, pero el trabajo es el mis-mo. Allá pagan mejor y en dólares; en el chícharo acá no nos pagan ni un dólar por libra. En la fresa un comprador, que nos pidió no revelar su nombre por razones de seguridad, nos dijo que compraba la fruta mexicana a 18 dólares la caja en 2014 y este año pagó entre 28 y 30 dólares, y a los jornaleros nos pagan la cosecha apenas a 10 u 11 pesos por caja. Estamos a seis horas de distancia (respecto de campos en California) y hay estos contrastes tan grandes”.

Fidel Sánchez: “Nos pusimos de pie y no nos volveremos a arrodillar”

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La frase de que el Valle de San Quintín es expre-sión de contrastes y des-igualdades encaja exacta

cuando uno observa el Rancho Los Pinos, el más grande “y de los más explotadores” del Valle, según afirman jornaleros.

Instalada en la Delegación San Quintín, una extensión muy amplia de invernaderos de jitomate y pepi-nos (visible fácilmente en Google maps) hace vecindad con el Cam-pamento El Vergel, donde viven tres mil 500 trabajadores y a quie-nes se les restringe el suministro de energía eléctrica durante las horas del día y en parte de la noche y se les limita las visitas. Hay alambrado que impide el paso a uno y al otro lugar. Además –en el marco del ambiente tenso que ha generado la rebeldía de jornaleros- el alambrado fue colocado también desde hace unas semanas a lo largo de metros y metros de la zona aledaña, aislan-do a la colonia Santa María de Los Pinos que está a un lado y que no pertenece a Los Pinos.

“Fueron los dueños del rancho –Antonio Rodríguez y hermanos- los que mandaron poner el alam-brado, aunque estas áreas no son de ellos y sin que el gobierno haga nada. Nos tienen como gallinas; ahora para llevar a los niños a la pri-maria hay que caminar media hora (rodeando El Vergel), y antes podía-mos llegar al mar en 15 minutos, ahora necesitamos 45”, dice Mar-tha, quien vive en la colonia Santa María de Los Pinos, la cual suma más de diez años de existencia pero sólo una mitad de sus viviendas cuenta con energía eléctrica y en la otra se deben alumbrar con velas, como en el siglo antepasado.

Los dueños del Rancho Los Pinos no son cualquier gente. Fundado en los años 50’s por Luis Rodrí-guez Aviña, hoy está manos de más de una decena de sus descen-dientes; la figura más visible es Ar-turo Rodríguez Hernández, cuya esposa María del Carmen Íñiguez es regidora panista. Otros familia-res ocupan espacios en la política, en estructuras del PAN y PRI.

Arturo Rodríguez fue secretario estatal de Fomento Agropecua-rio en el pasado gobierno de José Guadalupe Osuna Millán (2007-13), y siendo amigo personal de Felipe Calderón, obtuvo subsidios públicos de fondos agropecuarios para impulsar la empresa. En ese tiempo también Los Pinos adqui-rió dos hoteles que administraba el Fondo Nacional de Turismo (Fo-natur) para ampliar su zona de in-vernaderos, la mencionada arriba, y de la cual todas las noches salen decenas de tráilers en dirección al norte para cruzar y colocar su mer-cancía en territorio estadouniden-se. Ya por la tarde, si uno transita la carretera Transpeninsular pue-de observar el paso constante de esos vehículos ya de regreso.

De hecho Los Pinos comenzó a crecer durante el sexenio de Carlos Salinas y los Rodríguez han sido amigos de todos los pre-sidentes posteriores, a tal grado que todos, incluido Enrique Peña Nieto, han visitado el rancho, han compartido en fiestas y han per-noctado allí. Por supuesto no han puesto pie en Santa María de Los Pinos, donde la oscuridad absoluta dentro y fuera de la mitad de las viviendas, la falta de pavimento y los derrames accidentales de agua hacen que uno termine con los za-patos enlodados.

La historia de Santa María de Los Pinos es peculiar. Esta colo-

nia surgió como una donación he-cha por Los Pinos, que recayó pri-mero en el gobierno estatal y luego se reorientó hacia los jornaleros. Cuando ocurrió la donación hace más de una década, Fonhapo y la Comisión Nacional para el De-sarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) recibieron financiamiento para la construcción de vivien-das, luego se fueron incorporando servicios, pero Los Pinos impuso una regla: que sólo vivirían allí trabajadores del rancho. Ello, aun cuando la empresa no les daba ba-sificación a éstos ni otras garantías laborales. Entonces los habitantes de la colonia decidieron defender su autonomía y el derecho a tra-bajar donde mejor les conviniera

(como lo plantea la Constitución) y se les liberó del condicionamien-to empresarial.

Los habitantes de esta colonia y del Campamento El Vergel en-frentan un ambiente plagado de agrotóxicos que se emanan desde los invernaderos. La colonia ha crecido y demanda cada vez más electrificación y agua potable.

Martha, oaxaqueña que no re-basa los 35 años de edad y tiene cinco años, vive con ellos y con su esposo, nacido en San Quintín pero descendiente de oaxaque-ños. Habitan una vivienda de dos cuartos; en uno de ellos hay una colchón matrimonial a ras de piso

donde en el momento de platicar con nosotros duerme una bebé, y hay también una mesa donde, auxiliados con velas, los otros ni-ños y niñas consumen un refresco familiar y miran sus cuadernos de escuela. Lo que hay en el otro cuarto no se ve, la oscuridad pre-domina. Cubetas volteadas hacen la función de sillas; es una cortesía para los reporteros.

Una familiar de Martha, Josefina, oriunda de Tlaxiaco, Oaxaca, que salió con tres hijos, sin marido y sin dinero de su pueblo hace 20 años para hacer primero recorri-dos migrantes en diversos puntos del noroeste de México y luego se asentó en San Quintín, muestra sus manos manchadas y rasposas; dice que desde hace cuatro años dejó de trabajar porque tiene co-mezón constante en las manos. Tuvo Seguro Social temporal (para jornaleros agrícolas) pero lo perdió cuando se enfermó; nunca le die-ron tratamiento para su mal y no la incapacitaron ni la pensionaron. Hoy recibe apoyo de su hijo que es tractorista en Los Pinos y de su nuera que trabaja allí como “apun-tadora” (toma nota de las tareas que realizan los jornaleros y hace las cuentas de cuánto se les pagará).

“Se me pusieron así las manos a causa de la ‘goma’ del jitomate (agroquímicos), del polvito que suelta y que también me provoca-

ba dolor de cabeza. Antes trabajé en campos de Sinaloa, con calaba-za y no me pasó esto”, dice Josefi-na, quien ronda el medio siglo de edad y fue beneficiaria hace poco de una de varias tablas de triplay que regaló a la comunidad una asociación cristiana High Mission, con matriz en California, que apo-ya a los jornaleros con donaciones, lecturas de la Biblia, despensas y charlas,. “La tabla es mi cama, antes dormía en cartones”, dice Jo-sefina. “Le preguntamos: ¿le puso colchón?” “No, dijo, así nomás me tapo con la cobija”.

Alejandro, de 20 años, y María, de 26, son pareja; los dos llegaron de Guerrero y viven en un cuarterío (construcciones rectangulares con cuartos de 3X3 metros que comparten servicios sanitarios y que pueden observarse en diversas colonias del Valle de San Quin-tín). Ellos viven en Santa María de los Pinos, en un área que no cuenta con electricidad, pero que la “compran” vía extensiones eléc-tricas a una estética que está en-frente y que sí tiene electricidad. Tienen una niña de tres años y un bebé de meses (cuya cuna es he-chiza y pende de una argolla pues-ta en el techo del cuarto). Ellos vivían antes en El Vergel, pero su bebé nació prematuro y María decidió prolongar más allá de tres meses su periodo de descanso la-boral. “Uno de los encargados (de El Vergel) me dijo ‘si no trabajas, ya sabes lo que tienes que hacer’, y decidimos salirnos. No puedes te-ner casa allá si no trabajas”. Alejan-dro es regador, dice que por ahora él está bien, pues su trabajo le gus-ta, “ando todo el día en bicicleta”. Trabaja de 6 am a 5 pm de lunes a domingo, pues no se puede dejar de regar un solo día y gana 244 pe-sos diarios, dice.

Claroscuros, contrastes, des-igualdad, falta de equidad e injus-ticia. Eso es lo que hay en y alrede-dor del Rancho Los Pinos.

*Los nombres de los entrevistados fueron cambiados para proteger su identidad.

MODERNIDAD Y REZAGO*Lourdes Rudiño y Guadalupe Casimiro Sierra

Manos jornaleras; Alejandro, María y su pequeña hija

Política, injusticia y pobreza, de la mano

Colonia Santa María de Los Pinos. Lodo y oscuridad

Un tráiler del Rancho Los Pinos transitando entre Ensenada y el Valle de San Quintín

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La vida de un jornalero en el Valle de San Quin-tín es muy difícil y dura. Empieza a las 3:00 de la

mañana, cuando miles de mujeres se levantan para iniciar sus prime-ras actividades, como preparar co-mida –para los que salen al trabajo o a la escuela y para los niños que se quedan en casa-, en muchos casos a la luz de la vela y en fo-gones de leña; buscar la ropa que van a utilizar; arreglarse y acudir a esperar el camión que las llevará a los diferentes campos de cultivo agrícola.

En muchas familias de este Valle, los hijos mayores deben asumir el papel de los padres ausentes. Ellos tienen que darles de comer, vestirlos y llevarlos al kínder o a la primaria, y cuidarlos durante las largas horas de trabajo de papá y mamá o de mamá sola.

La jornada laboral empieza a las 6:30 am; el trayecto que hacen los jornaleros depende de la ubica-ción del rancho; muchos prefieren

irse a trabajar por día, algunos por tarea y otros más en la modalidad de “saliendo y pagando“. A esa hora entran al surco a sacar plás-tico, deshierbar, azadonar, plantar, anillar, enredar y desbrotar. Tam-bién, a pizcar fresa, frambuesa y arándanos; cortar calabazas, pepino, tomate, cebolla, coles de Bruselas, apio, chícharo y ejote, dependiendo la temporada, y reci-ben salarios que van de 130 a 150 pesos. La labor concluye a las 5:00 o las 7:00 pm. En algunos ranchos, si se regresan a medio día les ajus-tan la tarifa a pago por destajo.

Reynalda es originaria de Tlaxia-co, Oaxaca, al igual que muchos jornaleros. Llegó al Valle de San Quintín en 2002, enganchada por contratistas astutos, que la enga-ñaron con el ofrecimiento de una vivienda digna, un sueldo justo y buenas condiciones de vida. Al llegar al Campamento El Vergel, propiedad de Rancho Los Pinos, en la Delegación San Quintín, la realidad superó la fantasía: los cuartos (las “viviendas”) son de

3x3 metros y sirven como dormi-torio y cocina. En esos cuartos lle-gan a habitar hasta cinco personas. Los cuartos de baño son comuni-tarios y tienen dos apartados, uno para bañarse y asearse y otro con el excusado; su división es sólo con cortinas de plástico.

El acceso a la “unidad habitacio-nal” está controlado por guardias de seguridad, quienes restringen el paso a cualquier persona ajena que intente ingresar a los domici-lios. Aquí hay control de horarios: la energía eléctrica se apaga a las 9:00 pm para que los jornaleros no se distraigan y puedan rendir al ciento por ciento; es reconecta-da a las 3:00 am, pero vuelve a ser apagada durante el día. Las visitas son permitidas de 1:30 a 2:00 pm y sólo pueden permanecer allí diez minutos; si se excede el lapso, in-mediatamente actúan los guardias y sacan a los visitantes. A las 6:00 pm se cierra la puerta principal; si los habitantes no están a tiempo, corren el riesgo de quedarse fuera durante la noche.

Si los jornaleros habitantes de El Vergel faltan al trabajo uno o dos días, rápidamente son echados del lugar con el argumento de que “aquí se viene a trabajar, no a descansar”.

En la colonia Santa María Los Pi-nos, a escasos metros del Campa-mento El Vergel, hay un módulo de salud, que opera únicamente los martes y jueves 10:00 am a 2:00 pm. Los afiliados al Seguro Popular pueden acudir allí pero deben madrugar para alcanzar fi-cha de consulta. No hay médico de guardia, ya que los doctores pertenecen a una caravana móvil. Si se enferman en días diferentes a los mencionados, los jornaleros deben viajar 15 kilómetros hacia el norte para llegar a la Unidad Mé-dica Familiar “H” Número 13, en la propia Delegación San Quintín, o 30 kilómetros para ir al Hospi-tal IMSS Prospera Número 69. O acudir con un doctor particular o auto medicarse o utilizar remedios caseros.

Con bombo y platillo el gobierno del estado anunció la creación de un Centro Recreativo que incluía un estadio de fútbol y una cancha de basquetbol para los habitantes de Santa María Los Pinos, Cam-pamento El Vergel, Ejido Venus-tiano Carranza y sus alrededores, con el fin de promover actividades sanas e inhibir las crecientes de-lincuencia y adicción de jóvenes a sustancias tóxicas. Hasta hoy no hay nada, ni siquiera asignación de un lugar para la construcción del centro.

Muchos jornaleros, como Pedro, originario del rancho San Mar-tín Duraznos, en Juxtlahuaca, Oaxaca, y jornalero desde los 13 años, han tenido que abandonar el Campamento, ya sea porque los corrieron o porque se cansaron de vivir esclavizados, pero llegan a lugares que funcionan como cuar-terías en donde la renta mensual ronda entre los 500, 600 o hasta 800 pesos por un cuarto de 4X4 metros, algunos son de tabique y/o cemento y otros de madera; el pago por consumo de electricidad es aparte, y el agua no llega por sistemas de tubería y tiene que ser adquirida mediante pipas.

Un tambo de 200 litros tiene un costo promedio de 20 pesos y rin-de aproximadamente una semana, esto es en una familia de dos per-sonas. El gasto es mayor cuando incrementa el número de inquili-nos y se compran hasta 12 tambos semanalmente, y falta considerar los aproximadamente 600 pesos de gastos semanales de alimenta-ción. Estos son los costos que tiene que pagar un jornalero que gana en promedio 130 pesos al día.

Uno de los problemas que va en aumento es la generación de cuentas de banco en las que los ranchos depositan los salarios de

los jornaleros. Muchos de ellos no saben leer ni escribir y por lo tanto se les complica utilizar la tarjeta en el cajero, y deben pedir ayuda a personas desconocidas, lo que los vuelve susceptibles de estafas, sin contar largas filas y, cuando el cajero no tiene suficiente dinero, varias horas de espera.

Varios testimonios refieren que en tiempo de elecciones los obligan a votar por el partido político prefe-rido del patrón.

Una situación que se ha vuelto inaceptable es el abuso en que incurren frecuentemente los ma-yordomos o ingenieros al acosar y ofender a las jornaleras, con toca-mientos o propuestas indecorosas. Estos individuos las amenazan. Les dicen que si no ceden a sus insinuaciones serán despedidas y fichadas en los demás ranchos. Por temor a represalias, ellas no denuncian o caen en las trampas de esos tipos.

Eugenio es un jornalero más, originario de San Martin Itunyo-so. Comenzó a trabajar desde los ocho años de edad en Oaxaca; su papá decidió probar surte y buscar trabajo en Sinaloa y San Quintín en las temporadas de cosecha de tomate, uva, cebolla, pepino y rá-bano. Así, viajaban tres veces al año alimentando el círculo migra-torio, hasta que se asentaron en un Campamento conocido en los años 80 s como Aguaje del Burro, en la Delegación Camalú. Debido a las malas condiciones en que vi-vían, los jornaleros se levantaron en huelga, el patrón los descubrió y corrió a todas las personas que participaron en ese movimiento.

Cansado de la situación del cam-po, Eugenio optó por emprender un negocio, compró un terreno en la Colonia Flores Magón, donde conoció y se casó con Patricia, ori-ginaria de San Martín Duraznos, Juxtlahuaca, Oaxaca, hija de pa-dres jornaleros, mujer trabajadora desde temprana edad. Ambos ex-perimentaron en carne propia lo que es vivir en un campamento o galera. Paty relata que las mujeres embarazadas trabajaban hasta que les llegaba el día de parto. Y eso no ha cambiado mucho hoy día.

A raíz de los acontecimientos ocurri-dos el 17 de marzo, muchos residen-tes del campamento El Vergel fue-ron intimidados y los amenazaron con sacarlos del dormitorio si parti-cipaban en las marchas y manifes-taciones del Valle de San Quintín.

Incluso Rancho Los Pinos fue la única empresa que trabajó los días 17 y 18 de marzo, días en los que se convocó al paro laboral ya que tie-ne a su merced a todos los jornale-ros del Campamento El Vergel.

*Los nombres de los entrevistados fueron cambiados para proteger su identidad.

POBREZA, EXPLOTACIÓN LABORAL, MALOS TRATOS…*Guadalupe Casimiro Sierra Estudiante de Comunicación; hijo de jornaleros y ex jornalero

Invernaderos del Rancho Los Pinos, colindante al Campamento El Vergel

Campamento El Vergel, detrás del alambrado; pronto quitarán la energía eléctrica

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: Lou

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Rud

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Y se armó el san Quintín