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NO JUEGUES CONMIGO Autor: Jonaira Campagnuolo Género: Ciencia Ficción La mañana intentaba escurrirse por los pliegues de las cortinas hacia la desolada sala de Jacinto Urquiola, tenues rayos lograban iluminar parte del rostro desgarbado del hombre, mientras éste observaba abstraído el fondo de una taza manchada con restos de café, que descansaba sobre una mesita de fórmica con ruedas en las patas. Sentado con apatía en el único sillón que adornaba la pequeña estancia, reflexionaba sobre su vida. Sentía la soledad como un gran yunque que a cada segundo lo hundía en un oscuro y profundo pozo, estaba acostumbrado a cuidar de alguien desde los ocho años, por eso, ahora no tenía nada qué hacer. Se sentía aburrido y sus deberes les eran insípidos. Comenzó aquel enfático hábito velando por su tímido hermano al iniciar la escuela. Después de unas cuantas temporadas el chico se marchó de casa para vivir con su padre, quedándole la responsabilidad de cuidar de su madre enferma. Al cumplir los veintitrés años ésta murió, meses después esperaba junto al altar para unirse en matrimonio con Lorena Peñalver, una joven de padres extranjeros y mirada caprichosa. Una década más tarde la mujer lo abandonó, pero contó con la dicha de tener, una semana sí y otra no, a su hija Anastasia. Cada vez que la chica se quedaba con él la protegía como a una rosa de cristal, hasta que una triste mañana un conductor imprudente la arrolló acabando con sus dieciocho años de vida. Después de aquel fatal hecho Jacinto perdió todo interés por lo mundano. Sin embargo, decidió continuar. Desde hacía cuatro años se había mudado a la capital y pudo aplacar la soledad adoptando una camada de tres perros que encontró dentro de una caja, cierto día en que regresaba del trabajo. Los mantenía bien cuidados, bañados, alimentados y consentidos, pero a pesar de todas las atenciones que les brindaba y del afecto que recibía de sus mascotas, nada le era suficiente para calmar el asfixiante vacío y la amarga pena que lo agobiaba. Se sentía inútil. El pitido del teléfono lo sacó con brusquedad de sus cavilaciones. Se levantó de golpe y empujó la mesa con tal fuerza, que terminó volteada y expulsando la taza por los aires hasta caer en el suelo, fragmentándose en pedazos. Ni siquiera se molestó en quejarse, al menos tendría algo qué hacer después de atender la llamada. Ignoró el desorden y se acercó con prontitud al aparato, emocionado por la novedad. ¿Quién? Pon el canal veintiséis. ¡Rápido! le ordenaron.

No juegues conmigo

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Relato de Ciencia Ficción

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NO JUEGUES CONMIGO Autor: Jonaira Campagnuolo

Género: Ciencia Ficción

La mañana intentaba escurrirse por los pliegues de las cortinas hacia la

desolada sala de Jacinto Urquiola, tenues rayos lograban iluminar parte del rostro desgarbado del hombre, mientras éste observaba abstraído el fondo de una taza manchada con restos de café, que descansaba sobre una mesita de fórmica con ruedas en las patas.

Sentado con apatía en el único sillón que adornaba la pequeña estancia, reflexionaba sobre su vida. Sentía la soledad como un gran yunque que a cada segundo lo hundía en un oscuro y profundo pozo, estaba acostumbrado a cuidar de alguien desde los ocho años, por eso, ahora no tenía nada qué hacer. Se sentía aburrido y sus deberes les eran insípidos.

Comenzó aquel enfático hábito velando por su tímido hermano al iniciar la escuela. Después de unas cuantas temporadas el chico se marchó de casa para vivir con su padre, quedándole la responsabilidad de cuidar de su madre enferma. Al cumplir los veintitrés años ésta murió, meses después esperaba junto al altar para unirse en matrimonio con Lorena Peñalver, una joven de padres extranjeros y mirada caprichosa. Una década más tarde la mujer lo abandonó, pero contó con la dicha de tener, una semana sí y otra no, a su hija Anastasia.

Cada vez que la chica se quedaba con él la protegía como a una rosa de cristal, hasta que una triste mañana un conductor imprudente la arrolló acabando con sus dieciocho años de vida.

Después de aquel fatal hecho Jacinto perdió todo interés por lo mundano. Sin embargo, decidió continuar. Desde hacía cuatro años se había mudado a la capital y pudo aplacar la soledad adoptando una camada de tres perros que encontró dentro de una caja, cierto día en que regresaba del trabajo. Los mantenía bien cuidados, bañados, alimentados y consentidos, pero a pesar de todas las atenciones que les brindaba y del afecto que recibía de sus mascotas, nada le era suficiente para calmar el asfixiante vacío y la amarga pena que lo agobiaba. Se sentía inútil.

El pitido del teléfono lo sacó con brusquedad de sus cavilaciones. Se levantó de golpe y empujó la mesa con tal fuerza, que terminó volteada y expulsando la taza por los aires hasta caer en el suelo, fragmentándose en pedazos. Ni siquiera se molestó en quejarse, al menos tendría algo qué hacer después de atender la llamada.

Ignoró el desorden y se acercó con prontitud al aparato, emocionado por la novedad.

—¿Quién?

—Pon el canal veintiséis. ¡Rápido! —le ordenaron.

Se sobresaltó al escuchar aquella voz. Era Lorena, su ex esposa, quien evitaba dirigirle la palabra desde el entierro de su hija. Cuando lo hacía, era por asuntos de extrema importancia.

—¿Qué…?

—¡Muévete Jacinto, antes de que termine el programa!

La voz autoritaria de la mujer lo obligó a abandonar el teléfono y correr al televisor para poner el canal que le pidió, sin entender lo que sucedía.

Al encontrarlo observó la imagen de un importante empresario sentado en una cómoda butaca. Respondiendo, con ensayada diplomacia, las preguntas dirigidas por un periodista. Hablaban de economía, un tema que le crispaba los vellos de la nuca.

Esperó algunos minutos con el ceño fruncido tratando de descubrir, en las palabras del hombre, lo que su antigua mujer quería mostrarle, pero no hallaba nada importante. Estaba a punto de apagar el televisor, angustiado por las necesidades de su ex esposa, cuando al canal se le ocurrió enfocar la imagen de todo el estudio, y pudo apreciarse al periodista, el empresario y la joven mujer que lo acompañaba.

Quedó impactado al mirar a la hermosa chica sentada al lado del hombre. La boca y los ojos se le abrieron como platos. Era su hija. Anastasia.

Con torpeza se levantó del sillón para acercarse a la pantalla, y la observó con detenimiento. Era exactamente igual, con los cabellos negros que le caían rebeldes sobre los hombros, los hoyitos marcados en las mejillas por su tierna sonrisa y la nariz respingada heredada de su abuela materna. Pero a pesar del gran parecido físico su pose era altiva y su estilo de vestir en nada se asimilaba al de su tímida y sencilla hija. Y los ojos… no eran los mismos ojos negros llenos de vida de su Anastasia, sino de un azul intenso, casi irreales, que miraban con frialdad.

—Santo Cristo… —exclamó.

Se aferró a la cruz de plata que le colgaba del cuello mientras se percataba que la chica se agitaba con movimientos pausados durante intervalos establecidos. El resto del tiempo se mantenía inmóvil, sin pestañear siquiera, conservando una sonrisa en los labios. Parecía una estatua viviente.

Al finalizar la entrevista, en medio de las despedidas, el periodista se refirió a ella como Verónica Santaella, la esposa del entrevistado. La mujer aumentó un poco la sonrisa y dirigió la mirada a la cámara, clavando sus gélidos ojos en Jacinto, que había quedado petrificado y con la cruz empuñada en la mano.

El sonido del teléfono lo hizo brincar del susto. La frente la tenía cubierta por un sudor frío y el corazón le latía desenfrenado en el pecho. Tomó el auricular con mano temblorosa y escuchó la angustiada voz de Lorena al otro lado de la línea.

—¿La viste?

No podía responder, las palabras las tenía atragantadas en la garganta.

—Jacinto era ella, lo sé, era mi Anastasia.

—Era muy parecida, pero…

—¡Era ella! —Lorena lloraba desconsolada, angustiándolo más.

—No es posible. Murió hace cuatro años. La enterramos.

—Pero es ella, mi corazón de madre me lo asegura.

Jacinto soltó la cruz, que le quedó marcada en la palma, para frotarse la frente y despejarse el aturdimiento. Necesitaba pensar con claridad.

—No es posible Lorena, ¿viste sus ojos? Los tenía azules. Anastasia los tenía negros.

—Eran lentes de contacto, ¿no lo notaste? Nadie tiene los ojos así de azules. Eran muy brillantes.

La insistencia de la mujer lo desesperaba. Jacinto no sabía qué hacer ni qué pensar. En realidad la joven era muy parecida a su hija, pero no había ninguna razón lógica ni natural que justificara su aparición en aquel programa de televisión.

—Iré por ella —le dijo Lorena más calmada.

—¡¿Qué?!

—Iré a la capital y la buscaré. Ese hombre es una personalidad pública, indagando podré encontrar la dirección de su casa.

—¿Estás loca? Es un empresario poderoso. ¿Cómo crees que te recibirá?

—No me importa. Es mi hija, necesito hablar con ella.

Jacinto respiró con pesadez. Aunque los nervios aún los tenía alborotados, la cordura se le iba asentando con lentitud en las neuronas.

—No es Anastasia, no es posible, ella está muerta. La enterramos hace cuatro años —intentó utilizar un tono de voz sobrio para meterle un poco de sensatez a su ex mujer en la cabeza, pero era inútil. Lorena estaba decidida.

—Iré, Jacinto. Si quieres me acompañas, ella también es tu hija.

—No lo hagas, puedes terminar en la cárcel acusada por acoso.

—Te dije que no me importa, voy saliendo a la capital. Al llegar te llamaré. Tendrás suficiente tiempo para pensarlo.

Sin esperar respuesta Lorena cortó la llamada, dejando a Jacinto angustiado, confundido y aterrado. Cuando se le metía algo en la cabeza a esa mujer no descansaba hasta lograrlo. Así tuviera que pasar por encima de quién fuera.

Horas después, el hombre caminaba inseguro por un concurrido andén, esperando el arribo del autobús proveniente de Barquisimeto.

Se quedó muy quieto al ver al colectivo que esperaba estacionarse frente a él. Lorena no le dio tiempo al chofer para detener el bus, se bajó apresurada lanzándose sobre Jacinto y envolviéndole el cuello en un fuerte abrazo con los ojos brillantes por las lágrimas reprimidas. Ese gesto lo confundió aún más. Ella se marchó furiosa de su lado, jurándole odio eterno por los marchitos años que le dedicó y reduciendo al mínimo la relación después de la muerte de Anastasia, pero allí estaba, sosteniéndose de él para buscar a la hija que al parecer, les había resucitado de entre los muertos.

Perplejo respondió a su abrazo, y trató de calmarla.

—Vámonos. No tardemos más —Lorena lo apartó con rudeza y le tomó la mano para arrastrarlo por el andén hacia el estacionamiento, dispuesta a emprender cuanto antes su aventura. Jacinto esperó encontrarse en un sitio menos atiborrado de transeúntes para conversar con ella.

—Lorena, espera.

La mujer lo miró con severidad. No aceptaría un No a esas alturas del viaje. Sola o con él buscaría a su hija.

—No es correcto lo que haremos. Anastasia está muerta, esa mujer no puede ser ella.

—Lo es. Yo la vi.

—Yo también la vi y no te puedo negar que se parece mucho, pero eso no nos da derecho a invadir la casa de nadie y agobiarlos con ilógicas suposiciones.

—Soy su madre, tengo derecho de hablar con ella.

Lorena lo soltó para dirigirse a la parada de bus, pero Jacinto se interpuso en su camino y la detuvo posando sus manos en los hombros.

—Está bien, iremos. Buscamos la casa, llamamos a la puerta, pedimos hablar con Verónica Santaella, la felicitamos por el éxito de su esposo y nos marchamos del lugar. ¿Te parece? —le dijo esperanzado. Ansiaba que en el camino algún milagro la hiciera cambiar de parecer.

—¿Por cuál éxito la vamos a felicitar? No perderé tiempo en temas irracionales. Le preguntaré cómo pudo regresar de la muerte y qué demonios está haciendo aquí.

Las palabras de Lorena lo alteraron aún más. Se iban a meter en un gran lío si llegaban a la casa del empresario haciendo un alboroto con semejante paranoia. Los arrojarían a la cárcel por una eternidad.

Ella se apartó de él para seguir su camino, pero Jacinto volvió a detenerla.

—Lorena, no podemos llegar diciendo eso. La vas a asustar. Vamos a presentarnos con formalidad, le ofreceremos nuestro apoyo y amistad. Y luego, con el tiempo, averiguamos si es Anastasia o no.

—¡Lo es! —la terquedad de la mujer lo exasperaba y le revolvía agrios recuerdos. Se agarró la cabeza con las dos manos en señal de frustración, pero debía seguir insistiendo, ya no tenía oportunidad para hacerse la vista gorda y permitir que se cometiera una estupidez.

—Prométeme que hoy no le dirás nada sobre ese asunto. Solo la saludaremos —le dijo, utilizando un tono de voz y una postura desafiante que logró intimidarla.

Lorena respiró hondo para llenarse de resignación, le costaba entender lo absurdo de su idea, pero quería llegar hasta su hija y para eso necesitaba la ayuda de su ex esposo. No le gustaba la idea de pasearse sola por la capital.

—Está bien. Hoy no le diré nada, pero algún día se lo diré. Ella es Anastasia, estoy segura de eso.

Jacinto asintió más calmado. Al menos había logrado un importante avance que le garantizaba, en parte, su libertad. Se comunicó con un amigo que trabajaba en una de las empresas del esposo de la misteriosa mujer, y lo ayudó a encontrar la dirección de la residencia. Horas después estacionaban el auto frente a una imponente quinta en el este de la ciudad, donde supuestamente residía la pareja.

Con nerviosismo Jacinto se dirigió al portal que daba acceso a la vivienda, esperando que Lorena no armara un escándalo que ameritara la presencia de la policía. Su curiosidad aumentó al notar que los guardias que custodiaban la entrada eran militares y no oficiales privados de alguna agencia de seguridad. Se acercaron a la casilla de vigilancia y con mucha sutileza pidieron entrevistarse con Verónica Santaella, recibiendo un rotundo rechazo acompañado de cierta violencia. Los soldados los sacaron casi a patadas de la zona y les prohibieron rondar el sector, en caso contrario tomarían acciones de fuerza para alejarlos.

Se marcharon, pero la intriga y el temor no los dejaba pensar ni actuar con sabiduría. Tuvieron que detenerse en una esquina para analizar la situación, ansiando que alguna idea les alumbrara el entendimiento.

—¿Te das cuenta? Algo no está bien allí. Verónica Santaella tiene que ser nuestra hija —Lorena seguía insistiendo, la actitud de los militares le daba más razones para sospechar. Jacinto comenzó a sentirse ansioso, la presencia de aquellos efectivos podría significar la intervención de organismos poderosos que los aplastarían en un segundo si descubrían su intensión.

—No lograremos nada enfrentándonos a los militares. Tenemos que encontrar alguna otra manera de llegar a ella.

—El diablo está haciendo su trabajo… —una misteriosa voz les habló desde las sombras. Lorena se sobresaltó y cerró con rapidez la ventanilla, luego bajó el seguro de la puerta para poder sentirse segura. Jacinto agudizó la mirada para intentar observar a la persona que se escondía en la oscuridad.

Ignorando el estremecimiento que le invadió el cuerpo y las angustiadas quejas de Lorena, bajó del vehículo para enfrentarse al extraño.

—¿Quién eres?

—¿Qué importa? —le respondió la sombra con tranquilidad.

—¿Por qué no das la cara? —Jacinto se detuvo bajo un poste de luz, frente al auto, esperando que el interpelado saliera de su escondite. Lorena se quedó dentro del vehículo observando aterrada la escena.

Con lentitud un hombre de unos cincuentas años, de contextura delgada y cabello canoso salió de entre las sombras, con los ojos cargados de melancolía.

—¿Quién eres? —volvió a preguntar Jacinto con más suavidad. Por alguna razón el dolor de aquel sujeto se le reflejaba en el alma.

—Mi esposa murió hace diez años por un cáncer, ahora camina al lado de ese empresario como parte de su grupo de abogados.

El hombre señaló en dirección a la quinta, dejando a Jacinto sin palabras y convenciéndolo aún más de que la mujer que había visto en televisión podía ser su hija.

Lorena salió con cautela del auto, interesándose en la conversación.

—¿Ha hablado con ella? —preguntó con voz temblorosa.

—No me permiten acercarme —respondió el hombre, mientras bajaba su triste mirada al suelo—. Pero sé donde guardan los cuerpos.

Con renovado ánimo Lorena se acercó. Necesitaba aquella información.

—¿Dónde está? Buscamos a nuestra hija.

Jacinto la fulminó con la mirada, pero ella lo ignoró. El hombre dirigió su atención a la mujer y dibujó una diminuta sonrisa en los labios.

—Hay un galpón cerca de los puertos de La Guaira. Allí los llevan.

Lorena se alegró con la noticia, pero Jacinto no confiaba, o quizás necesitaba una explicación más convincente.

—¿Los vistes? —preguntó con recelo.

—Sí. Cuando los bajaban de los camiones.

—¿A los cuerpos? —indagó Lorena.

—No. A las urnas.

La pareja quedó boquiabierta. Sus rostros se volvieron tan blancos como la leche.

—Eso es imposible —respondió él, manteniendo aún la confianza en la humanidad.

—Si estás buscando a tu hija es porque la viste. Ellos quizás piensan que nos olvidaremos con facilidad de nuestros familiares después de muertos, por eso hacen lo que hacen —el hombre habló con severidad, incómodo por la desconfianza.

—Pero, ¿qué hacen? —Lorena buscaba alguna explicación que la ayudara a entender la razón de aquellos graves delitos.

—Juegan a ser dioses. Quieren un ejército manipulable que no experimente ningún tipo de sentimientos, que actúe acatando órdenes sin necesidad de razonar. Muertos vivientes siguiendo instrucciones sin atender otras responsabilidades. Obreros a tiempo completo.

El silencio fluyó entre ellos al igual que el frío de la noche, y les exprimía los corazones dolidos y traicionados.

—Debemos ir a ese galpón —la firme resolución de Lorena alborotó extrañas sensaciones en Jacinto. Aquello era una locura sin lógica, pero el recuerdo de su amorosa hija lo hizo reaccionar y aceptar el desafío.

Entraron en el auto seguidos por Ismael, que así se llamaba el hombre escondido entre las sombras, para poder dirigirse a toda prisa hacia el puerto de La Guaira, con intensión de ubicar a sus seres queridos… o lo que quedaba de ellos. En el camino planearon la arremetida. No eran expertos, no tenían armas ni equipo especializado, pero estaban dispuestos a traspasar cualquier peligro para llegar hasta su meta.

Horas después los tres inspeccionaban con disimulo la zona. Había poco movimiento en los galpones vecinos, con escaso personal trabajando a la vista. El almacén de su interés tenía un mínimo de vigilancia, contando solo con tres militares custodiando la puerta principal, más atentos al compacto videojuego que tenían en las manos que en los alrededores.

Decidieron saltar el cercado para investigar la parte trasera del galpón. Cuando llegaron a su destino Jacinto no podía sentirse confiado, aún no se habían topado con ningún inconveniente, militar o trabajador. El lugar se hallaba desierto, sumido en las sombras. Si no fuera por la presencia de los vigilantes de la entrada pensaría que estaba abandonado y aquel sujeto los había engañado, llevándolos directo a alguna trampa.

Al adentrarse en la bodega encontraron un grupo de urnas, desgastadas y cubiertas de tierra. El descubrimiento los horrorizó, pero al mismo tiempo les despertó cierta expectativa.

Todas estaban vacías y bañadas por un líquido de olor fuerte que les dificultaba la respiración.

—Debe ser para evitar el olor de la muerte —Ismael parecía tener respuestas para todo. A Jacinto le estaba comenzando a preocupar aquella compañía.

Continuaron la investigación hasta hallar unas extrañas cápsulas de plástico transparente apiladas en un rincón. Parecían incubadoras para adultos. Y junto a ellas, se encontraban varias cajas llenas de complejos aparatos electrónicos.

—Quizás con esto los regresan a la vida.

—¿Puedes callarte? —las explicaciones del hombre le alteraban los nervios. El hallazgo de aquellos elementos ponía en jaque todas sus creencias.

La llamada angustiada de Lorena lo alarmó. Corrió hacia ella pudiendo toparse con una docena de capsulas dispuestas de forma ordenada en un rincón, con los equipos electrónicos en funcionamiento a su lado.

Se asomaron en el primer receptáculo y notaron la presencia una figura humana acostada dentro, envuelta en un espeso humo blanco y con una mascarilla de oxígeno cubriéndole la boca. Una vía intravenosa colocada en el brazo derecho le suministraba sangre y otra en el brazo izquierdo le pasaba un extraño líquido amarillento.

Todos fueron presa de un profundo miedo. Ser testigos de aquella aberración los llenaba de un dolor inexplicable y un terror inquietante.

Enseguida comenzaron a buscar entre todas las cápsulas esperando encontrar a algún conocido. Jacinto, con la angustia punzándole el pecho, le notificó a Lorena el hallazgo del cuerpo de Anastasia. La mujer se arrodilló junto al cubículo y lloró desconsolada su pena, maldiciendo a todos los responsables de aquel nefasto hecho por haber interrumpido el descanso eterno de su hija.

Ante la mirada incrédula de Lorena e Ismael, Jacinto desconectó furioso la máquina que se encontraba unida a la cápsula de Anastasia. Abrió la tapa, y dejó escapar el humo helado que la cubría.

La chica estaba inconsciente. Con cuidado la sacó de la caja y envolvió su desnudez con el abrigo de Lorena.

Sin escuchar razones se marchó del lugar, la subió en el auto y se la llevó a su casa, salvándola de cualquier terrible futuro. Al llegar, la colocó sobre la cama y la cobijó con varias colchas. Lorena se recostó junto a ella, para acariciarle los cabellos y cantarle, en medio de sollozos, canciones de arrullo.

Ismael y Jacinto se paseaban preocupados de un lado a otro. Ambos sabían que aquella acción traería serias consecuencias.

—No debiste sacarla de la cápsula, quizás esa tecnología era lo que la mantenía con vida.

—Quizás, quizás, quizás… deja de decir en voz alta tus sospechas —Jacinto se encontraba en el límite de su paciencia. No aceptaría más opiniones de nadie. Esa era su hija y él tenía todo el derecho de sacarla de aquel lugar.

Se detuvo en medio de la habitación al escuchar que Anastasia había despertado y tosía con dureza. Lorena la incorporó para ayudarla a recobrar oxígeno, pero cada vez se ahogaba más. Jacinto se acercó para socorrerla notando que la piel de su hija se enfriaba.

La chica lo tomó con fuerza del brazo y le traspasó el alma con su mirada gélida, clavando los intensos ojos azules en los suyos. Segundos después, se desplomó en la cama, inmóvil y sin respirar.

Lorena aumentó el nivel de su llanto, entendiendo que su hija había muerto de nuevo. Jacinto retuvo en los ojos las lágrimas y apretó la mandíbula para no gritar su rabia.

Al poco rato, la piel de Anastasia comenzó a marchitarse ante la mirada perpleja de los tres testigos. Con terror, vieron como el cuerpo se le consumía y se le volvía polvo. Ninguno pudo hablar, llorar o moverse. Quedaron inertes frente a aquel sobrenatural fenómeno.

Al finalizar, Jacinto se irguió con el rostro endurecido, soportando su creciente cólera. Buscó en el armario un viejo cofre que había pertenecido a su madre y dónde guardaba antiguas prendas sin valor, pero llenas de recuerdos. Lo vació sobre una mesa y se dispuso a recoger, con mucho cuidado y ayudado por Lorena, las cenizas de su hija.

Luego se dirigió al patio, y después de echar a los perros para que no lo molestaran, comenzó a abrir un hoyo bajo un naranjo.

—¿La enterrarás aquí? —le preguntó Ismael angustiado.

—De aquí nadie volverá a sacarla. Cuidaré de ella, le construiré un nicho hermoso y sembraré cientos de flores de colores a su alrededor. Nunca le faltara la luz de una vela ni oraciones.

En silencio todos ayudaron a que se realizara el sepelio. Luego se dirigieron a la sala y se sentaron en la mesa, mirando desanimados la rayada madera.

—¿Y ahora qué haremos? —preguntó Lorena. Sabía que los dos hombres, al igual que ella, no estaban conformes con ese final. Aspiraban un poco de justicia.

Después de compartir miradas cómplices el trío se levantó dispuesto a visitar de nuevo el galpón, para poner punto final al perverso juego. Horas más tarde descargaban varios galones de gasolina en el almacén y le prendían fuego.

Observaron con furia cómo se consumía aquel espacio, siendo inútiles los esfuerzos de los bomberos y rescatistas por salvar algo. Todo se volvió cenizas, de la misma manera en que Anastasia se había desintegrado frente a ellos.

Días después Jacinto iba en su auto de camino al trabajo. Eran las siete y cuarto de la mañana, el cielo estaba despejado y la ciudad llena de vitalidad. Se detuvo en un kiosco para comprar el periódico y observar las revistas expuestas en los estantes, pero un hombre que caminaba apurado lo tropezó con rudeza. Tuvo que hacer uso de su gran equilibrio para no estrellarse contra la estructura de la caseta. Después de recuperar el equilibrio se dirigió enfurecido al tipo dispuesto a reclamarle por su falta de atención, pero al verlo a los ojos quedó petrificado.

Una gélida mirada, trasmitida a través de unos ojos de un azul intenso, lo abrumó.

El hombre siguió su camino sin prestarle atención, dejándolo pasmado en medio de la muchedumbre. Jacinto pasó una mano por su cabello con gesto preocupado, observando con más detenimiento a las personas que se movían a su alrededor.

No pudo notar uno, sino varios sujetos con las mismas características. Muertos en vida, revividos por alguna oscura finalidad por un nigromante desquiciado. Algunos caminaban, otros iban en auto, entraban al supermercado o salían del banco, estaban diseminados en la sociedad.

Cayó arrodillado al suelo doblegado por aquella perturbadora realidad y se aferró con fuerzas a la cruz de plata que le colgaba del cuello. Ahora es que podía entender la dimensión de aquel macabro juego…

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Autor: Jonaira Campagnuolo @jonaira16 http://desdemicaldero.blogspot.com