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NOCHE EN TINTAGEL - Munyx Editorial

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NOCHE EN TINTAGEL

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Primera edición.Noche en Tintagel.©2020, Verónica Pazos.©Onyx Editorialwww.onyxeditorial.com©Corrección: Arantxa Comes.©Diseño de portada: Nune Martínez.©Ilustración personajes: Diego García Martínez.©Maquetación: Munyx Design.©Maquetación contraportada: Munyx Design.ISBN: 978-84-121953-9-2

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquí-mico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.

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Could she tell, or did she care, by the length of his hair or the heat of his flesh,

that that night her companion was Uther, the dragon and Gorlois lay dead?

That Night, at Tintagel, Michael Burg

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Desde que descubrió los colores, el merlín había sentido una fascinación enfermiza por el dorado. Fascinación

que achaca, en las noches de extrema tristeza, a la insistente falta de luz en los reinos de la muerte —en las tardes de especial nostalgia se atreve a recordar que el dorado era el color de los cabellos de su reina—. Todavía no se ha acostumbrado del todo a las sinceras risas de la corte humana, a sus caballeros andantes y a las alegres damas que siempre habían de cuchichear cuando pasaban a su lado. El día en que había llegado a Camelot el rey Custennin de Logres se encontraba ocupado en una partida de caza, como le había informado amablemente el senescal.

—Si así lo desea —había añadido, inspeccionando con curio-sidad su atuendo extranjero—, puede esperarlo en el patio.

El merlín asintió y, tan bien educado que muchos de los allí presentes creyeron que había de ser un noble occitano, se acercó al maestro de armas y observó con atención cómo este templaba el acero en la fragua mayor. El calor solo podía verse avivado por la charla animada del resto de herreros.

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—No parecéis un caballero, si se me permite la osadía. —El maestro se dirigió a él mientras se secaba el sudor de la frente. Todos sus aprendices callaron al instante.

—¿Por qué habría de serlo?—Solo los caballeros y las reinas se interesan tanto por las

cuchillas.—Lo dudo de veras.—¿Sois acaso un hombre de armas?El maestro dejó las tenazas apoyadas sobre el yunque para

poder mirarlo sin temor a quemarse o estropear su trabajo. El merlín negó, calmadamente.

—Desde luego que no.—Y en vuestro acento no he notado rastro extranjero, a pesar

de que vuestro atuendo así lo advierte.—Desde luego que no.—Hay un gran número de contradicciones en vuestra per-

sona.—Yo no lo habría dicho mejor.—Entonces… —Los aprendices habían vuelto a cuchichear,

pero todos contuvieron el aliento cuando su maestro se acercó al oído del merlín, convencidos de que así podrían oír algo—, ¿cuál es la traición que preparáis?

El propio merlín contuvo su aliento. El herrero alzó una ceja mientras lo observaba, se apartó de nuevo y se echó a reír con unas carcajadas tan secas que evidenciaban que sus pulmones no llevaban muy bien los gases de la fragua.

—Calmaos, desconocido, o cualquiera podría pensar mal de vos.

—No he venido a hacer ningún mal.—No habría de dudarlo, aunque tampoco conozco qué es lo

que venís a hacer. No me corresponde a mí saberlo, a no ser que necesitéis un orinal de latón. Nos estamos quedando sin latón.

Uno de los aprendices, el más bajito y delgado, con una gran verruga en su nariz curva, rio entre dientes y sus compañeros

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más cercanos le dirigieron miradas divertidas y codazos como amigable advertencia.

—No, gracias, no creo que…El sonido de los cascos de los caballos era inconfundible. El

trote era rápido, animado, sin ruedas de carros que pudiesen anunciar mercaderes; solo alegres voces, el cabalgar ligero de una victoria, algún relincho entre risas. El rey había vuelto. El senes-cal con el que antes había hablado levantó brevemente la vista de los inventarios que cubría, mientras que el herrero señaló hacia la entrada con su martillo.

—Quizá a nuestro señor sí le importe lo que venís a hacer.El merlín dio las gracias con una inclinación de cabeza.El rey Custennin era alto y ancho de hombros, con una firme

mandíbula y poblada barba que recordaba a los monarcas de las leyendas. Junto a él, cabalgaban tres jóvenes que supo identificar como los príncipes, cada uno de ellos con el blasón de la casa cosido en su sobrevesta: tres coronas de oro sobre un campo de gules, rojo oscuro.

El que iba en último lugar, tan joven que todavía sería un paje, observaba cabizbajo cómo sus hermanos discutían con alegría el éxito de la caza.

«Él», había pensado el merlín, «habrá de engendrar al rey de toda Bretaña».

Desde que su padre había matado al último gigante, Uther había removido cada piedra de las islas en busca de un dragón.

Podía permitirse aquel tipo de aventuras, el trono había pa-sado limpiamente a su hermano mayor, Constans, y él ya era lo bastante mayor como para ser armado caballero. Solo necesitaba una gesta que lo acompañase.

El merlín lo había visto pasar de niño tímido a joven arrogante con tal rapidez que enseguida sospechó que el buen y honorable Uther jamás lograría hacer nada bueno, ni honorable.

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—¡Vamos, Gorlois! ¡Quizá hoy te deje a Tesón!—Seguro que es porque lo has hecho rabiar y temes que te

muerda.Uther se había reído ante la acertada respuesta de su amigo

sobre su azor preferido. Sus ojos buscaron al merlín entre el tu-multo del patio. Gorlois lo siguió, reticente en cuanto vio a quién se dirigía. Nunca había estado a favor de la magia, aunque fuese tan educado de disimularlo.

—Merlín —había llamado su atención, inclinando la cabeza para poder ver qué estaba escribiendo en sus notas—, ¿podemos aplazar las lecciones de hoy?

—Si las aplazamos, nunca sabréis qué pone aquí —respondió agitando el pergamino.

—Me lo puedes decir mañana. ¡Mira qué tiempo hace! ¡Qué día más espléndido y soleado! Ya oigo a los pájaros cantar, ni una sola nube, un milagro primaveral, los conejos habrán salido de las madrigueras, quizá sigan todavía adormilados, quizá en-contremos un jabalí. Sería un desperdicio quedarse en el castillo después de tantos días de lluvia. ¡Mírate! Tú mismo estás escri-biendo aquí, disfrutando del aire libre, ¿no sería una crueldad privarnos a nosotros, más jóvenes todavía, de ello?

El merlín no pudo evitar una sonrisa ladina al observar el rostro confuso de Gorlois. A diferencia de Uther, su amigo veía al mago casi tan joven como ellos, tan joven como el día en que había llegado al castillo.

El merlín se tomó unos instantes para observar la brillante corte de Camelot antes de responder. El alboroto constante y animado se había convertido en una tranquilidad a la que podría acostumbrarse: cuando cerraba los ojos la cortina de pestañas transformaba el patio de armas en un mar calmado, el olor de la brisa marina y una pegajosa capa de sal adherida a su piel. Odia-ba tener que marcharse siempre. Sabía que no había otra opción. Todos tenían un destino y había dedicado demasiados años a buscar el suyo, errando de un lugar a otro, hasta comprender que lo había estado cumpliendo todo aquel tiempo. Marcharse.

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Jamás podría volver a nadar en una soleada tarde primaveral, los pájaros cantando, ni una sola nube. Su destino era marcharse.

—No creo que hoy podáis salir a cazar —les había acabado por decir—, Vortigern reina ahora. Ha matado a Constans. Ve a por tu otro hermano, debemos prepararnos.

El merlín había hablado con el tono monótono de lo que es conocido e inevitable. Las flores crecen en primavera, la cosecha se recoge en otoño, no debes alejarte del río en el bosque, tu hermano ha muerto, ya no eres un príncipe, recoge tus cosas, probablemente tú también mueras pronto.

Uther jamás debería haber sido rey: el tercer hijo de un rey traicionado, la sola idea de que pudiese oler el trono resultaba ridícula. Pero allí estaba, sereno y victorioso, ordenando cons-truir dos dragones de oro con los que honrar su recién adquirido sobrenombre: Cabeza de Dragón.

—Creo que al fin he encontrado mi blasón —había confiado al merlín mientras supervisaba el tallado—. Así ya no tendré que usar el de mi hermano.

La muerte de un hermano era algo a lo que nadie podía llegar a acostumbrarse, pero Uther no tenía muchas más opciones y, confirmando las oscuras sospechas del merlín, se había acos-tumbrado a ello con mayor celeridad de lo que sería normal, de lo que sería prudente.

—Solo quedan los sajones y por fin el reino tendrá paz.—¿Y después de los sajones? —El merlín esperó a que los

canteros dejasen la sala para preguntar—. Antes estaba Vorti-gern, después su hijo, después el asesino de tu hermano, ahora los sajones. ¿Qué vendrá después? Quizá vuestro destino sea no poder cesar en la lucha.

Uther lo había observado en silencio durante un preciado y breve instante. Su rostro, antes jovial, se había ensombrecido como el día de la primera profecía.

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—¿De verdad crees que eso es lo que me espera? ¿Lo que Dios ha dispuesto para mí?

—Desearía que no. Es imposible saberlo.—Creía que mi destino sería unir a toda Bretaña… Tú mismo

lo dijiste, Merlín. Cuando vimos, rojo, al dragón sobre el cielo.El merlín había guardado silencio. Cada noche que pasaba

estaba más convencido de que su presagio era cierto y Uther no tenía un destino esplendoroso, rutilante como una corona bajo la última luna, sino que más bien el futuro se le antojaba apolillado y carcomido, un pedazo incompleto de mapa, un hueco que, des-esperado, intentaría llenar con conquistas sin comprender que jamás podría reconstruirlo de nuevo, recuperar su fulgor pasado.

—Desearía que así fuese —contestó—. Es imposible saberlo.

Cuando descubrió, ya adulto y armado, al conde Gorlois, el mer-lín pensó que era todo lo que un rey debía ser, a pesar de saber que parte de ello era debido a que su cabello también era dorado. Uther, sin embargo, jamás podría brillar tanto por muy pulida que estuviese su coraza y el merlín sospechaba que eso era algo que el propio monarca así aceptaba, pues rara vez se atrevía a llevar la corona y en multitud de ocasiones lo había descubierto espiando los metales más pálidos, inclinado sobre la hoja de una espada con esmerada atención —como si nadie más pudiese ver lo que él veía, aunque todos viesen lo que él veía—.

Gorlois llevaba una armadura de placas, el yelmo sostenido bajo el brazo, su frente sudorosa por el calor.

—Estoy deseando tener un hijo —rio Uther acercándose a él—, solo para que tú lo puedas entrenar.

—Con gusto lo haría, pero para eso necesitamos encontrarte una buena esposa. No puedo entrenar a tus bastardos.

Uther hizo un gesto para quitarle importancia.

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—Todavía no he conseguido encontrar a ninguna cuya belleza y posición sean dignas del trono de Bretaña.

—¿Y qué tal si te centras solo en la posición? La corte ha comenzado a impacientarse, no tienes hermanos y, si mueres ahora, no habría nadie para…

—Qué bien que no tenga planeado morir pronto, entonces.Gorlois frunció el ceño.—Pero…—¿Es eso lo que hizo que tomaras a la bella Igraine? ¿Poder

engendrar hijos para que tu linaje no terminase? ¿Tanto te aterra?—¡No! —repuso, con firmeza—. Claro que me aterra, como a

todo hombre sensato, pero sabes bien que no fue por eso, el amor que siento por Igraine es puro.

—Seguro que no tiene que ver que sea conocida por su belleza en todo el reino… Estoy deseando que me la presentes. Deberías traerla al banquete de celebración.

—¿Qué celebración? ¿Estamos ya en Pascua?—No, amigo. —Uther le puso la mano en el hombro, su rostro

cansado, recordando las palabras del merlín que tanto se había esforzado en apartar—. Hemos de partir a la guerra una última vez.

El merlín observó la sombra recortada del rey. Su destino. Lo que fue, lo que será.

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I

Podría no haber sido una tormenta tan violenta, podría no haberse hecho de noche, Gorlois podría no haberla

enviado a Tintagel, Uther podría no haber suplicado a Merlín hasta que su voz se hubo marchado, ya agotada, hacia el mar. Pero es una tormenta muy violenta, es una noche muy cerrada, Tintagel está sobre el agua y Uther está en Tintagel.

—No se puede asediar Tintagel. —Uther repite con sorna las palabras de su amigo Ulfin—. Así que no lo asediamos.

Ulfin quiere reírse, aunque está demasiado oscuro como para que Uther note o no su sonrisa y Ulfin no puede dejar de mirar los muros, que son demasiado altos y demasiado gruesos y ellos, Uther y él, son demasiado pocos.

—Un plan brillante, desde luego —termina por contestar—. ¿Dónde está Merlín?

—En el agua. —Uther recoge su yelmo y echa a caminar con él debajo del brazo—. Está intentando colarse por el pozo.

—¿Por el pozo? —Ulfin lo sigue a grandes zancadas; el sonido de su armadura resonaría más si no fuese por los rayos—. ¿Cómo demonios va a salir del pozo?

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—Dijo que necesitaba ver el rostro del duque —se limita a responder.

Ulfin enarca una ceja. Decide que él no sabe de magia como no sabe del amor que lleva a su amigo a viajar a Tintagel, como tampoco sabe de la construcción de los muros o de la rotación de cultivos en otoño. Ulfin sabe de muy pocas cosas, pero entiende la lluvia. Las hojas de los árboles arrojan gruesas gotas a sus me-jillas cuando alza el rostro para observar el cielo. Uther lo llama desde un poco más lejos, cuando descubre que se ha quedado atrás, dice su nombre dos o tres veces y Ulfin se disculpa, aunque no demasiado, antes de seguirlo.

—Mira esto…Uther traga saliva y señala el mar, que se derrama hacia las

últimas líneas de bosque. Los peñascos sobresalen de su oleaje como puñales en el pecho de la Virgen, piensa Ulfin, como clavos en la puerta que hemos de tirar, piensa Uther.

—¿Y Merlín ha decidido lanzarse ahí?Uther sacude varias veces la cabeza antes de hablar, rumiando

el color blanquecino de la espuma, tan abundante que parecen estar ante un mar de cal. El contraste con el cielo es casi inso-portable.

—Es un mago.Ulfin se esfuerza en no suspirar, resignado.—Ya sé que es un mago, pero eso no lo exime de ser mortal.—Creía que justo eso era lo que significaba ser un mago.Una de las nubes mayores se aparta con gentileza, dejando

paso a la luna, que intentaría reflejarse sobre el agua si la zozobra de esta lo permitiese.

—Está llena —anuncia Uther.—¿Es eso bueno o malo?—Da igual, la tormenta la tapará de nuevo. Vamos.Ulfin sospecha que, si el cielo estuviese completamente des-

nudo y recién nacido, la luz haría evidente el engaño que Uther pretende, y casi lo desea.

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Su amigo camina por el límite del bosque, hacia el castillo, y Ulfin lo sigue con obligada diligencia, aunque de vez en cuando todavía mira al cielo.

—¿Cómo vamos a saber si Merlín ha tenido éxito? —pregunta.—Supongo que nos lo hará saber.—Ya, pero ¿cómo? Quiero decir… sin él no podemos entrar

en el castillo.—Pues nos lo dirá desde fuera. —Uther levanta el brazo para

pedirle que se detenga cuando ya se puede divisar, con cuidado entre los troncos, el sendero que sube a Tintagel—. Mira, ahí siguen los guardias.

El camino es estrecho y sin barandas, hecho de roca sin pulir ni tallar, roca bárbara e intratable para una fortaleza bárbara e in-tratable —el mar, no Tintagel, aunque eso solo lo piensa Ulfin—.

Uther sonríe casi sin querer mientras busca con obcecada devoción las ventanas del torreón, que sobresale en el centro. Se pregunta si Igraine estará dormida, leyendo, tejiendo, si estará peinándose los cabellos frente a un espejo engarzado de piedras traídas de Persia, anhelando un caballero que la rescate como en las grandes historias. Quizá, opina Ulfin, añorará a su marido.

—Es hermosísima… —murmura Uther.—Es una buena fortaleza, desde luego —corrobora su amigo,

a pesar de que sabe que no es eso a lo que se refiere—. ¿Es ese Merlín?

Ambos se inclinan hacia delante y los tres guardias apostados en las puertas caen dormidos, o muertos, al suelo. Tras ellos hay una figura escuálida, menuda, apenas humana. Ulfin no lo reco-noce por la túnica purpúrea, ni por la larga barba que se enrosca en su cintura, sino por cómo la lluvia se aparta, con sutileza, con temor o respeto, para no tener que rozarlo.

Ulfin se coloca el yelmo, Uther no y Ulfin lo mira de reojo, llegando a sospechar, como en una traición, que quizá quiere que lo descubran. Las ventanas del torreón, después de todo, se ven desde aquí.

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—¡Merlín! —lo saluda el rey cuando llegan a su altura, y ni siquiera observa los guardias que, Ulfin comprueba agachándose para levantarles las viseras, han muerto—. ¡Lo has conseguido, amigo!

—Están muertos —anuncia Ulfin.Pero Uther abraza con fuerza a Merlín y sonríe tanto que pa-

rece que los labios le van a cortar el rostro.—Mejor tres muertos aquí que trescientos en Domilioc —se

excusa Merlín.—¿Qué debemos hacer ahora, amigo? —insiste Uther—. ¿Has

visto a Gorlois? ¿Puedes convertirme en él?—Puedo darte su aspecto.—¡Eso quería! ¡Oh, carísimo amigo! Pinta en mi rostro el suyo

y hazme ser igual a Gorlois de Cornualles, esposo de la bella y dulce Igraine, y, por lo tanto, hombre más cercano a Dios que jamás haya podido encontrarse en toda Bretaña. Haz que no sea-mos distinguibles en ni un solo rasgo, que mis ojos sean como los suyos y mi boca y mi nariz y mi voz. Iguálame en peso y altura, en todo lo que se pueda percibir a la vista, salvo, quizá, el corazón.

Merlín obedece y cambia por completo la apariencia de Uther, a quien Ulfin no reconoce ya ni por la armadura, hecha a la ma-nera de la de Gorlois. El cabello es ahora más corto y más fino, quizá más claro si la lluvia no lo apagase. Uther se retira uno de los guanteletes para poder tocarse el rostro.

—¿Ya? ¿Ya está? ¿Tan fácil?—Tan fácil. Ven, Ulfin, ahora nosotros debemos convertirnos

en estos guardias.Ulfin no se mueve. Merlín avanza en su lugar. Pasa la mano

por delante del rostro del caballero y este no siente la necesidad de acariciarlo para comprobar que ha tenido éxito. Prefiere pen-sar que no, a pesar de que ahora el yelmo que lleva parece haber aumentado un poco en el peso. El mago repite el proceso con su propio aspecto y la túnica se convierte en una armadura de placas, vibrante con la lluvia. La lluvia. Ulfin se pregunta si será la

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primera vez que Merlín la siente, aunque, si este cuerpo no es el suyo, no la estará sintiendo de verdad. Piensa en cómo eso puede aplicarse a Uther, que vuelve a abrazar al mago.

—Cuando regresemos a Camelot te daré todo el oro que pueda conseguir, los manzanos más abundantes de Cornualles, el vino más sabroso de las coronas mediterráneas. ¡Todo! ¡Todo lo que pidas se te dará!

—Pido una única cosa: aquello que aún no tienes, pero que, al término de esta noche, tendrás.

Uther acepta tomando su mano entre las suyas y apretándola con fuerza.

—Todo lo que pidas, amigo mío —repite—. ¡Deséame suerte! ¡Y tú también, silencioso Ulfin! Que esta noche dure muchos días.

Y, persignándose, empuja la puerta para entrar en el castillo.Ulfin duda un segundo si debe seguirlo. Si debería acercarse

a él y advertirlo acerca de lo que pretende hacer, del pecado que supone la traición, de Judas, del nacimiento demoníaco que otor-gó sus poderes a Merlín, de Igraine, de Gorlois, de Tintagel. «To-davía puedes hacer lo correcto», piensa, «asediemos Tintagel, caigamos al mar como estos guardias que ahora Merlín arrojará para ocultarlos. Podemos volver a Camelot, beber juntos, cazar jabalíes, organizar un torneo, buscar a la dama más bella, no tie-ne por qué ser Igraine, no tiene por qué ser esta noche, no tiene por qué ser en Tintagel».

Pero tampoco se mueve en esta ocasión. La lluvia se vuelve ya intolerable.

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II

El interior de las murallas está desprotegido y casi todos los soldados de Gorlois se encuentran en Domilioc, don-

de todavía aguardan el ataque de los hombres de Uther.El olor a sal se hace insoportable, tan cerca del mar. Uther

abre la puerta doble que lleva al gran salón, un guardia solitario lo saluda, se extraña de que haya salido, pero no hace preguntas, no a su señor. Uther aprieta los labios, ¿hará preguntas Igraine? Ha escuchado, no hace mucho, que es una dama impertinente y curiosa, así que seguramente le diga: «¿De dónde vienes?», y él tendrá que mentir, tendrá que decir: «Vengo del mar, mi amor», que, ahora que lo piensa, no es una mentira, y ella seguirá: «¿Por qué del mar?», apretando los dedos alrededor de la colcha bajo la que, está seguro, ocultará un cuchillo. «Porque hacía frío, porque estaba asustado, porque era de noche, porque te echaba de me-nos, porque estaba en Tintagel y Tintagel estaba sobre el mar». Entonces ella, con un movimiento rápido y cálido, se abalanzará sobre él con todo el peso de su cuerpo, llevará el cuchillo en la mano, lo clavará en su pecho, la sangre brotará y el olor a sal se hará insoportable.

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No conoce el castillo. Se arrepiente de no haberle pregunta-do a Merlín dónde dormía Igraine, qué escaleras debería subir, hacia qué esquina debería doblar su alma. Por suerte, todos los castillos pueden ser el mismo castillo y Tintagel no se distingue tan bien de Camelot, no con este rostro.

Pasa de largo el salón, pero coge una vela de las mesas, ya vacías, y la pone sobre un platito de peltre. Sube unos curvos es-calones de madera hasta el segundo piso, donde el suelo rechina bajo su pesada armadura. Se arrepiente de no habérsela quitado. Avanza, despacio, tratando de acolchar el ruido, y observa en las paredes murales de brillantes colores. En ellos se muestran banquetes, escenas de caza, el febril delirio de un dragón. Uther se ríe en voz baja y se detiene frente a este último. Extiende la mano y roza con el guantelete la pintura verde y brillante de la bestia. Todo lo demás es rojo y blanco. Hay una doncella frente al dragón, de rodillas y rezando. Lo mira con una pena infinita y Uther retira la mano. Sigue caminando y los murales representan ahora escenas de guerra. Caballeros amontonados en el suelo y lanzas en ristre o apuntando al cielo. El rojo es imbatible en esta parte y, entre los nombres esbozados con tosca caligrafía, reconoce el suyo.

«VTHER PEN».Han omitido la parte del dragón.—¿Cariño?Cuánto había deseado escuchar aquello. Cuánto había soña-

do con unos labios finos y lívidos, callados, salvo con aquella palabra. La voz de Igraine es justo como la recordaba y tiene que contenerse para no sujetarla de los hombros, besarla con fuerza, decirle: «Sí, soy yo», conducirla hasta el cuarto, esperar el amanecer.

Traga saliva antes de contestar. Mantiene la vista fija en el mural, no se atreve a girar la cabeza del todo por miedo a que lo reconozca.

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—Ese bastardo… —masculla señalándose a sí mismo—. Ten-dría que ir yo mismo a Domilioc para atravesarle el pescuezo.

—Mañana —contesta ella, con una voz tan dulce que parece prometerle miel y no sangre—. Al amanecer podrás ir.

—Sí. —No puede soportarlo más y se gira. Lo lamenta en cuanto lo hace. Igraine tiene el cabello pelirrojo, largo, tan suave a la vista que Uther siente un cosquilleo en los dedos. Los ojos grandes, las mejillas sonrosadas, la frente alta. Lleva un candil en la mano y la luz titila hasta dejar su rostro mitad piedra, mitad oro—. No puedo esperar más.

No dice a qué.Igraine se detiene unos segundos en mirarlo y, por un aterra-

dor instante, Uther guarda en sí la certeza de que lo ha reconoci-do. Quizá su cabello no es tan corto, quizá el color es más oscuro, puede que Merlín no haya conseguido la estatura adecuada o los ojos sean un solo tono más azulado. Está convencido, sin embar-go, de que es por la forma en que la mira.

Duda antes de volver a hablar, entrelaza las manos sobre el vientre y las mangas caen rozándole los muslos de tan largas.

—¿Todavía no duermes, mi amor? ¿Has estado todo este tiem-po pensando estrategias para la guerra? ¿Pensando en la muerte y la tierra? ¿No permites aún descansar a tu pobre corazón?

—No puedo —se lamenta Uther, y parece casi afligido—. No dejo de pensar en ese malvado, en cómo ansío verlo muerto, matarlo yo mismo.

Igraine avanza un paso en su dirección.—Mañana —repite deteniéndose a su lado para poder ob-

servar el mural, al que acerca la luz hasta que las sombras se levantan sobre los cuerpos desvanecidos y todo el sol del mundo parece entonces habitar en la figura de su marido, cuyo nombre, «GWRLAIS», aparece ligeramente más grande que los demás, a la izquierda, comandando la caballería—. Mañana habrá acabado todo.

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En la batalla del mural, habían luchado juntos.Los colores se confunden cuando Igraine se inclina hacia él

y sopla para apagar su vela. El olor de su cabello lo roza con un aroma a lavanda y miel que permanece suspendido en el aire durante un segundo más de la cuenta.

—Vamos —le dice—. Deberías dormir algo. Tu preocupación es inútil, esposo mío, tan solo en Dios descansa ahora el resul-tado, y en la valía de tu espada. Vamos al cuarto, la batalla ya ha sido librada cien veces en los sueños del destino.

—¿Destino? —repite Uther, con los ojos muy abiertos y llenos de esperanza. Quizá es el destino que tenga ese rostro, que esté en Tintagel, que ella no lo haya reconocido—. ¿Crees que su fuerza es tal?

—Sí —contesta, sin el menor resquicio de duda, y le hace un gesto para que la siga—. Todo lo que ha sucedido y todo aquello que sucederá, así como lo que no, se encuentra ya en el interior de los corazones de los hombres, grabado en ellos como inscrip-ciones en tumbas. La voz de Dios ha hablado en el lenguaje del aire y sus palabras ya se han precipitado hacia la tierra con el peso de la vida, donde, líquidas, se han filtrado hasta las últimas fronteras del mundo.

—Insinúas que el campo de la batalla ya conoce la sangre que lo alimentará.

—Lo afirmo.Igraine se detiene frente a una puerta de madera en cuyo

pomo hay tallada una rosa. La abre con una leve reverencia y espera a que entre su marido.

En el centro de la cámara hay una gran cama con un elegante marco de madera desde el que penden, bermellonas, unas corti-nas de terciopelo que llegan a lamer el suelo. Uther no repara en nada más aparte de la cama.

Escucha que Igraine cierra la puerta tras él y la ve pasar, ocul-tando con su silueta la tenue luz de la luna cuando pasa frente a la ventana. Posa el candil sobre la mesita de noche y retira, des-

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pacio, las cortinas. Hay dos almohadas sobre una colcha bordada de flores. Uther no tiene la menor duda de que la propia Igraine es quien la ha cosido.

—¿Tanto temes a la muerte que ni en el lecho te quitas la ar-madura? —pregunta, sin siquiera mirarlo.

Repara entonces Uther en que todavía se queja el suelo bajo sus pasos y, sin él poder dejar de mirarla ni un solo instante, se va quitando los escarpes, las grebas, los guanteletes. Le pregunta, casi tímido, si puede ayudarlo con la coraza; Igraine se acerca, no sin dudar antes, e imita los gestos que ha visto repetidos en los escuderos. Retira el peto, lo levanta por encima de su cabeza, y lo deja apoyado sobre el banco de madera a los pies de la cama.

Uther quiere preguntar si puede ayudarlo también con el gambesón, pero Igraine ya está deshaciendo la cama y Uther descubre que duerme con el vestido con el que lo había recibido. Prefiere no molestarla, así que termina por colocar la prenda con el resto de la armadura y, al mirar hacia abajo, ve sobre su pecho cicatrices que no reconoce. Hay una que se extiende en vertical de la axila a la cadera, tan profunda que todavía no ha perdido el color rosa. Gorlois, acaba de aprender, tiene una marca de naci-miento de tamaño considerable en el muslo izquierdo.

—Te he dejado el camisón sobre la cama —le informa Igra-ine—, pensé que volverías antes. Qué ingenua subestimar la pasión por la guerra.

—No es pasión, estaba preocupado.Se coloca la ropa de Gorlois y siente sobre ella el mismo aroma

a lavanda que desprende Igraine. ¿Y si no es el suyo? Y si es el de su marido.

Uther aparta las mantas del lado libre de la cama, pero todavía no se tumba bajo ellas. Igraine se peina el cabello con los dedos, hay un nudo que se le resiste especialmente y hace una mueca de dolor al tirar de él. Uther se pregunta si debería besarla ya, si sería decoroso; no tiene mucho tiempo, quiere aprovecharlo, ha de aprovecharlo. Mira sus manos, comprueba que están ocupadas

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en el pelo y no ocultas bajo la colcha, no cerca de ningún relieve sospechoso que descubra el cuchillo. Quiere besarla, pero quiere que ella lo desee. Quiere que lo mire a los ojos y reconozca, sin rastro alguno de temor, que no son los de su marido.

—¿Debería contarte un cuento? —pregunta ella, distraída ahora, mira hacia la ventana—. ¿Ayudaría eso a que durmieses mejor?