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Nora Roberts ÁNGELES CAÍDOS — 2 — Para mamá. — 3 — ÍNDICE SEÑALES......................................................... ........................ 4 Capítulo 1 .............................................................. ............. 5 Capítulo 2 .............................................................. ........... 17 Capítulo 3 .............................................................. ........... 28 Capítulo 4 .............................................................. ........... 38 Capítulo 5 .............................................................. ........... 53 Capítulo 6 .............................................................. ........... 66 Capítulo 7 .............................................................. ........... 77 Capítulo 8 .............................................................. ........... 90 Capítulo 9 .............................................................. ......... 103 Capítulo 10 ............................................................. ........ 115 DESVÍOS ........................................................ ..................... 126 Capítulo 11 ............................................................. ........ 127 Capítulo 12 ............................................................. ........ 138 Capítulo 13 ............................................................. ........ 147 Capítulo 14 ............................................................. ........ 158 Capítulo 15 ............................................................. ........ 169 Capítulo 16 ............................................................. ........ 179 Capítulo 17 ............................................................. ........ 190 Capítulo 18 .............................................................

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Nora Roberts ÁNGELES CAÍDOS — 2 — Para mamá. — 3 — ÍNDICE SEÑALES................................................................................. 4 Capítulo 1 ........................................................................... 5 Capítulo 2 ......................................................................... 17 Capítulo 3 ......................................................................... 28 Capítulo 4 ......................................................................... 38 Capítulo 5 ......................................................................... 53 Capítulo 6 ......................................................................... 66 Capítulo 7 ......................................................................... 77 Capítulo 8 ......................................................................... 90 Capítulo 9 ....................................................................... 103 Capítulo 10 ..................................................................... 115 DESVÍOS ............................................................................. 126 Capítulo 11 ..................................................................... 127 Capítulo 12 ..................................................................... 138 Capítulo 13 ..................................................................... 147 Capítulo 14 ..................................................................... 158 Capítulo 15 ..................................................................... 169 Capítulo 16 ..................................................................... 179 Capítulo 17 ..................................................................... 190 Capítulo 18 ..................................................................... 201 Capítulo 19 ..................................................................... 212 Capítulo 20 ..................................................................... 224 DESTINO............................................................................. 235 Capítulo 21 ..................................................................... 236 Capítulo 22 ..................................................................... 248 Capítulo 23 ..................................................................... 260 Capítulo 24 ..................................................................... 270 Capítulo 25 ..................................................................... 282 Capítulo 26 ..................................................................... 292 Capítulo 27 ..................................................................... 302 Capítulo 28 ..................................................................... 311 Capítulo 29 ..................................................................... 323 Capítulo 30 ..................................................................... 335 RESEÑA BIBLIOGRÁFICA.............................................. 348 NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 4 — SEÑALES Quien está en todos los sitios no está en ninguna parte. Séneca NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 5 — Capítulo 1 Anahi Gilmore atravesaba las rugosidades de la carretera de Angel's Fist en un Chevy Cavalier recalentado. Anahi llevaba en el bolsillo doscientos cuarenta y tres dólares y algo de calderilla, lo suficiente para curar el Chevy, echar gasolina y comer algo. Si tenía la suerte de su lado, y el coche no estaba gravemente enfermo, le llegaría para pagar una habitación donde pasar la noche. Entonces, incluso según los cálculos más optimistas, estaría sin blanca. Consideró que el vapor que salía a bocanadas del capó era la señal de que había llegado el momento de dejar de viajar durante un tiempo y buscar un trabajo. «Nada de preocupaciones, nada de problemas», se dijo. El pueblo de Wyoming, apiñado alrededor de las frías aguas azules de un lago, era tan bueno como cualquier otro

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sitio. Tal vez mejor. Era un lugar abierto, lo que ella necesitaba, con aquel cielo inmenso y los picos nevados de los Tetons que se alzaban como dioses sensatos y, en cierto modo, reservados. Durante horas había avanzado hacia ellos por una carretera llena de curvas, a través de un paisaje salpicado de picos y llanuras. Cuando emprendió el viaje aquel mismo día antes del alba, no tenía ni idea de dónde acabaría, pero rodeó Cody, cruzó como una bala Dubois y, tras acariciar la idea de dirigirse a Jackson, decidió bajar hacia el sur. Así pues, algo debía de haberla arrastrado hacia aquel lugar. En los últimos ocho meses había desarrollado una fuerte tendencia a creer en señales e impulsos. CURVAS PELIGROSAS, RESBALADIZAS CON LLUVIA. Agradeció que alguien se tomase el tiempo y la molestia de colocar aquella clase de avisos. Otras señales podían ser una inclinación peculiar de la luz del sol dirigida hacia una carretera del interior, o una veleta que apuntaba hacia el sur. Si le gustaba el aspecto de la luz o la veleta, seguía aquel camino hasta encontrar lo que le parecía el lugar adecuado en el momento adecuado. Podía instalarse durante unas semanas o, como hizo en Dakota del Sur, unos meses; buscar trabajo, explorar la zona y luego, cuando las señales, los impulsos, indicasen una nueva dirección, seguir adelante. Había libertad en aquel sistema de vida, y a menudo —sobre todo últimamente— una disminución de la ansiedad que zumbaba constantemente en el fondo de su mente. Aquellos últimos meses viviendo consigo misma, esencialmente por sí misma, habían conseguido proporcionarle una tranquilidad mayor que todo el año de terapia. En realidad, suponía que la terapia le había proporcionado la base para enfrentarse a sí misma todos los días. Todas las noches. Y todas las horas entre el día y la noche. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 6 — Y ahí estaba un nuevo comienzo, otra nueva vida en los dedos juntos de Angel's Fist, el Puño del Ángel. Pero al menos se tomaría unos cuantos días para disfrutar del lago y las montañas, para reunir el dinero suficiente para volver a la carretera. Un lugar como aquel —el letrero indicaba que tenía una población de 623 habitantes— debía de vivir del turismo, por el paisaje y la proximidad del parque nacional. Como mínimo habría un hotel, seguramente un par de pensiones y tal vez un rancho para turistas a poca distancia. Trabajar en un rancho para turistas podía resultar divertido. Todos aquellos lugares necesitarían a alguien que hiciera recados y limpiase, sobre todo en esa época del año, cuando el deshielo primaveral amortiguaba el frío del invierno. Pero su coche estaba echando señales de humo densas y desesperadas, por lo que la principal prioridad era un mecánico. Avanzó despacio por el camino que bordeaba el largo y ancho lago. Las manchas de nieve formaban charcos blancos y mates en la sombra. Los árboles lucían aún sus hojas color marrón, propias del invierno, pero había varias barcas en el agua. Vio a un par de tipos vestidos con anorak y gorra remando en una canoa blanca a través del reflejo de las montañas. Al otro lado del lago estaba lo que supuso que era la zona comercial. Tienda de recuerdos, un pequeño museo. Banco, oficina de correos, observó. Oficina del sheriff. Se alejó del lago y avanzó con dificultad hasta lo que parecía un gran comercio. Delante había un par de hombres con camisa de franela sentados en unas sillas robustas desde las que tenían una buena vista del lago. Cuando apagó el motor y salió del coche, la saludaron con un gesto de la cabeza. Luego, el de la derecha dio un golpecito en la visera de su gorra azul; llevaba impreso el nombre de la tienda: FERRETERÍA Y COMESTIBLES MAC. Parece que su coche tiene problemas, señorita. Desde luego. ¿Saben de alguien que pueda echarme una mano? El hombre apoyó las manos en los muslos y se levantó de la silla. Era de complexión fuerte, de tez rubicunda, con algunas arrugas en las comisuras de sus amigables ojos castaños. Su voz era cansina y lenta. —¿Por qué no levantamos el capó y echamos un vistazo? —Se lo agradezco. Cuando ella soltó el

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pestillo, el hombre subió el capó y dio un paso atrás para evitar las nubes de humo. Por razones indefinibles, la humarada y el ruido le causaron más incomodidad que ansiedad. —Creo que ha empezado a unos quince kilómetros de aquí —dijo—. No estaba atenta. Tenía toda la atención puesta en el paisaje. —Es normal. ¿Se dirigía al parque? —Sí, más o menos. —«No estoy segura, nunca estoy segura», pensó, y trató de concentrarse en el presente en lugar de en el pasado o en el futuro—. Creo que el coche tenía otras ideas —añadió. El otro hombre se acercó y ambos miraron bajo el capó tal como Anahi sabía que NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 7 — hacían los hombres. Con mirada seria y ceños sagaces. Miró con ellos, aunque reconocía que en eso respondía al tópico de la mujer para quien lo que esconde el capó de un coche es tan extraño como la superficie de Plutón. —Uno de los tubos del radiador se ha roto —le dijo el hombre—. Tendrá que cambiarlo. No sonaba tan mal, no demasiado mal. No demasiado caro. —¿Hay algún sitio aquí donde pueda hacerlo? —En el garaje de Lynt se lo arreglarán. ¿Quiere que le telefonee? —Me salva usted la vida —dijo ella con una sonrisa mientras le tendía la mano, un gesto que había llegado a resultarle mucho más fácil con los extraños—. Soy Anahi. Anahi Gilmore. —Mac Drubber. Él es Cari Sampson. —Es del Este, ¿verdad? —preguntó Cari. Anahi le echó cincuenta y tantos años bien llevados y un poco de sangre india que debía de remontarse a varias generaciones. —Sí, de la zona de Boston. Les agradezco de verdad la ayuda. —Solo es una llamada telefónica —dijo Mac—. Si le apetece puede quedarse aquí a tomar el aire o dar un paseo. Es posible que Lynt tarde un poco en llegar. Me gustaría dar un paseo, si no les importa. Tal vez puedan indicarme un buen sitio para alojarme. Nada demasiado elegante. —Tenemos el hotel Lakeview, al final del camino. El hostal Teton, al otro lado del lago, es un poco más familiar; como una pensión, con cama y desayuno. También hay varias cabañas junto al lago y otras fuera del pueblo que se alquilan por semanas o meses. Ya no pensaba en meses. Un día era reto suficiente. Y la palabra «familiar» le sonaba demasiado íntima. —Puede que me acerque a echar un vistazo al hotel. —Hay un buen trecho. Puedo acercarla con el coche. —Llevo todo el día conduciendo. Me vendrá bien estirar las piernas. Pero gracias, señor Drubber. No hay problema. Se quedó mirándola un momento mientras se alejaba por la acera de madera. —Una chica guapa —comentó. —Ni un gramo de carne —replicó Cari sacudiendo la cabeza—. Hoy en día las mujeres pasan hambre hasta perder las curvas. Anahi no había perdido las curvas a base de pasar hambre, y en realidad trataba de recuperar el peso que había perdido en los dos últimos años. Pasó de estar en forma gracias al gimnasio a estar flaca. Demasiados ángulos, demasiados huesos. Cada vez que se desnudaba, su cuerpo le parecía el de una extraña. De haber oído a Mac, no habría estado de acuerdo. Ya no. Hubo un tiempo en que se veía así, una mujer guapa, elegante, sexy cuando quería serlo. Pero ahora su cara le parecía dura, los pómulos demasiado prominentes, los huecos demasiado profundos. Las noches agitadas eran menos frecuentes, pero cuando llegaban le dejaban grandes ojeras bajo sus oscuros ojos y le cubrían la piel con una palidez NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 8 — grisácea. Quería volver a reconocerse. Se permitió vagar. Sus gastadas zapatillas deportivas avanzaban en silencio sobre la acera. Había aprendido a no apresurarse, a no empujar, a no correr, a tomar las cosas como viniesen. Y, de una forma muy real, a aprovechar cada momento. La brisa fresca le acarició el rostro y pasó a través de su larga melena castaña, sujeta en una cola. Le gustó la sensación, el olor limpio y fresco, la intensa luz que inundaba los Tetons y arrancaba destellos del agua. A través de las ramas desnudas de los sauces y los álamos, vio algunas de las cabañas de las que Mac le había hablado. Se ocultaban tras los árboles: troncos y vidrio, amplios

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porches y, supuso, imponentes vistas. Debía de ser agradable sentarse en uno de aquellos porches y observar el lago, las montañas, contemplar cualquier cosa que se acercase a la marisma, donde las espadañas afloraban del pantano. Tener aquel espacio alrededor, y el silencio. «Tal vez algún día —pensó—. Pero hoy no.» Vio verdes tallos de narcisos asomar de un barril de whisky junto a la puerta de un restaurante. Aunque la brisa gélida los hacía temblar ligeramente, Anahi pensó en la primavera. Todo renacía en primavera. Tal vez ella también renaciese aquella primavera. Se detuvo a admirar los tiernos brotes. El regreso de la primavera tras el largo invierno le producía una sensación reconfortante. Pronto llegarían otros indicios. Su guía hablaba de millares de flores silvestres en los campos de salvia, y más a orillas de los lagos y las charcas de la zona. «Estoy lista para florecer —se dijo—. Lista para brotar.» Luego levantó la mirada hasta la amplia ventana de la fachada del restaurante. «Más casa de comidas que restaurante», se corrigió. Servicio en la barra, mesas para dos y para cuatro, mesas entre dos bancos, todo en un rojo desvaído y blanco. Tartas y bizcochos a la vista, y la cocina abierta a la barra. Un par de camareras se afanaban entre los clientes con bandejas y cafeteras. La clientela del almuerzo, comprendió. «Se me ha olvidado el almuerzo. En cuanto le eche un vistazo al hotel, creo que...» Entonces vio en la ventana el letrero, escrito a mano. SE NECESITA COCINERO/A RAZÓN EN EL INTERIOR «Señales», pensó de nuevo, aunque había dado un paso atrás sin darse cuenta. Se quedó donde estaba y observó atentamente la situación desde el otro lado del cristal. «Cocina abierta», se recordó, eso era fundamental. Comida sencilla; podía dominar aquello con los ojos cerrados. O habría podido, antes. Tal vez fuese el momento de averiguarlo, el momento de dar otro paso adelante. Si no era capaz de dominarlo, lo sabría y las cosas no serían peores de lo que eran en ese momento. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 9 — Probablemente el hotel necesitaba contratar a más personal para la temporada de verano. O quizá el señor Drubber necesitaba otro dependiente. Pero la señal estaba justo allí, su coche se había dirigido hacia ese pueblo y sus pasos la habían llevado hasta ese punto, donde unos retoños de narciso salían del polvo para alcanzar las primeras fragancias vacilantes de la primavera. Retrocedió hasta la puerta, respiró profundamente y la abrió. Cebolla frita, carne asada —más bien picante—, café fuerte, una máquina de discos que emitía música country y el murmullo de la charla en las mesas. Suelo rojo y limpio, observó, barra blanca bien fregada. Las pocas mesas vacías estaban preparadas. De las paredes colgaban fotografías que le parecieron buenas. Fotos en blanco y negro del lago, de agua blanca, de las montañas en todas las estaciones. Aún estaba orientándose y haciendo acopio de valor cuando se le acercó una de las camareras. —Buenas tardes. Si desea comer algo puede sentarse a una mesa o en la barra. —En realidad, busco al encargado. O al dueño. Es sobre el letrero de la ventana. El puesto de cocinera. La camarera se detuvo con la bandeja en la mano. —¿Eres cocinera? Hubo un tiempo en que Anahi habría despreciado la palabra, amablemente, eso sí, pero sin dejar de despreciarla. —Sí. —Qué bien, Joanie despidió a uno hace un par de días. —Se llevó la mano libre a los labios para indicar que bebía. —Ya. —Le dio el empleo en febrero, cuando pasó buscando trabajo. Dijo que había encontrado a Cristo y difundía su palabra por todo el país. —Ladeó la cabeza y la cadera y mostró una sonrisa alegre en una cara bonita—. Es verdad que predicaba la palabra de Dios como un discípulo drogado. Te daban ganas de meterle un trapo en la boca. Luego creo que encontró la botella y ahí se acabó todo. Bueno. ¿Por qué no pasas y te sientas delante de la barra? Iré a ver si Joanie puede salir de la cocina un minuto. ¿Te apetece un café? —Té, si no te importa. —Te lo sirvo enseguida. No tenía por qué quedarse con el empleo, se recordó mientras se

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acomodaba en un taburete de piel con patas cromadas y se secaba la humedad de las palmas de las manos contra las perneras de los vaqueros. Aunque se lo ofreciesen, no tenía por qué aceptarlo. Podía seguir limpiando habitaciones de hotel, o salir del pueblo y buscar aquel rancho para turistas. La máquina cambió de disco y Shania Twain anunció alegremente que se sentía como una mujer. La camarera fue hasta la parrilla, le dio un golpecito en el hombro a una mujer baja y robusta y se inclinó hacia ella. Al cabo de un momento, la mujer echó un NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 10 — vistazo por encima del hombro, miró a Anahi a los ojos y asintió. La camarera volvió a la barra con una taza blanca de agua caliente y una bolsa de té Lipton en el plato. —Joanie viene enseguida. ¿Quieres comer? Tenemos carne asada como plato del día. Lleva puré de patatas, judías verdes y un bollo. —No, gracias, no; con el té es suficiente. No habría sido capaz de comer nada con los nervios que le atenazaban el estómago. El pánico, ese peso húmedo y asfixiante en el pecho, quería acompañarlos. «Debería marcharme —pensó Anahi—. Marcharme ahora mismo y volver al coche. Arreglar el radiador y salir de este pueblo. A hacer puñetas las señales.» Joanie tenía el cabello fino y rubio. Llevaba a la cintura un delantal blanco salpicado de manchas de grasa y unas botas de baloncesto Converse rojas. Salió de la cocina secándose las manos con un paño. Calibró a Anahi con ojos inflexibles, más grises que azules. —¿Sabes cocinar? —Su voz de fumadora hizo que la pregunta resultase extrañamente sensual. —Sí. —¿Como oficio, o simplemente para meterte algo en la boca? —Es lo que hacía en Boston... como oficio. Mientras luchaba contra los nervios, Anahi desgarró el sobre de la bolsa de té. La boca de Joanie, suave, casi con forma de corazón, contrastaba con la dureza de sus ojos. Una antigua cicatriz le recorría la mandíbula desde la oreja izquierda hasta casi la barbilla. —Boston... —En un movimiento ausente, Joanie se metió el trapo en el cinturón del delantal—. Eso está muy lejos. —Sí. —No sé si quiero tener a una cocinera de la costa Este que no pueda estar con la boca cerrada durante cinco minutos. Anahi abrió la suya, sorprendida, y a continuación volvió a cerrarla en un amago de sonrisa. —Soy una cotorra terrible cuando estoy nerviosa. —¿Qué haces por aquí? —Viajar. Se me ha estropeado el coche y necesito trabajo. —¿Tienes referencias? Un puño de callado dolor le oprimió el corazón. —Puedo conseguirlas. Joanie aspiró por la nariz y frunció el ceño. —Ve a la cocina y ponte un delantal. El siguiente pedido es un sándwich de lomo al punto, torta de cebolla, cebollas y champiñones fritos, patatas fritas y ensalada de col. Si Dick no cae muerto después de haber comido lo que cocines, seguramente te daré el empleo. —De acuerdo. Anahi apartó el taburete y, tratando de respirar despacio, cruzó la puerta de batiente situada al final de la barra. No se dio cuenta, aunque Joanie sí lo hizo, de que había roto el sobre de la bolsa NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 11 — de té en pedacitos diminutos. La cocina era sencilla y eficiente. Parrilla grande, cocina industrial, frigorífico, congelador. Recipientes, fregaderos, superficies de trabajo, freidora doble, sistema de supresión del calor. Mientras se ataba el delantal, Joanie dispuso los ingredientes que necesitaría. —Gracias. Anahi se frotó las manos y se puso a trabajar. «No pienses —se dijo—. Solo tienes que dejarte llevar.» Puso el lomo a freír en la parrilla mientras picaba cebollas y champiñones. Metió las patatas precortadas en la cesta de la freidora y reguló el temporizador. No le temblaban las manos y, aunque todavía sentía una opresión en el pecho, no se permitió mirar por encima del hombro para asegurarse de que no había aparecido un muro para encerrarla. Escuchaba la música de la máquina de discos, de la parrilla, de la freidora. Joanie retiró el siguiente pedido de la pinza y lo colocó con una palmada en la encimera. —Cuenco de sopa de tres judías, ese hervidor de ahí, con picatostes. Anahi se limitó a asentir, echó los champiñones y las setas en la parrilla y preparó el

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segundo pedido mientras se freían. —¡Pedido listo! —exclamó Joanie, y tiró de otra nota—. Ensalada de carne, sándwich de pollo, dos ensaladas verdes. Anahi pasó de un pedido a otro dejándose llevar. Aunque el ambiente y los pedidos fuesen distintos, el ritmo era el mismo. Trabajar sin parar, moverse sin parar. Colocó en el plato el primer pedido y se lo pasó a Joanie para que lo inspeccionase. —Ponlo en la fila —le dijo—. Empieza con la siguiente nota. Si no llamamos al médico en la próxima media hora, quedas contratada. Luego hablaremos del dinero y el horario. —Tengo que... —Coge esa nota —la atajó Joanie—. Salgo a fumar. Trabajó durante una hora y media más, hasta que el ritmo disminuyó lo suficiente para que pudiera apartarse de la cocina y beber una botella de agua. Cuando se volvió, Joanie estaba sentada a la barra, tomando un café. —No se ha muerto nadie —dijo. —¡Uf! ¿Siempre hay tanto trabajo? —Es la clientela del almuerzo del sábado. Nos va bien. Te pagaré ocho dólares por hora para empezar. Si dentro de dos semanas sigo estando satisfecha, añadiré otro dólar por hora. Estamos tú, yo y otra persona que trabaja a tiempo parcial en la parrilla. Tienes libres dos días enteros, o casi, por semana. Organizo los turnos con una semana de antelación. Abrimos a las seis y media de la mañana, lo que significa que el primer turno debe estar aquí a las seis. El desayuno puede pedirse durante todo el día; el menú del almuerzo, de las once a la hora de cerrar; la cena, de las cinco a las diez. Si quieres trabajar cuarenta horas semanales, puedo conseguírtelo. No NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 12 — pago horas extra, así que si tienes que quedarte más rato delante de la parrilla, lo descontaremos de tus horas de la semana siguiente. ¿Algún problema con eso? —No. —Si bebes en horas de trabajo, te echo de inmediato. —Entendido. —Puedes tomar todo el café, agua o té que quieras. Si prefieres los refrescos, los pagas. La comida, lo mismo. Aquí no hay almuerzo gratis. Aunque no me parece que te vayas a liar a comer en cuanto yo vuelva la espalda. Estás flaca como un palo de escoba. —Lo sé. —El cocinero del último turno limpia la parrilla y la cocina, y echa el cierre. —Eso no puedo hacerlo —interrumpió Anahi—. No puedo cerrar. Puedo abrir y trabajar en cualquier turno que quieras, haré doble turno cuando te haga falta, turnos partidos. Puedo adaptarme si me necesitas más de cuarenta horas, pero no cerrar. Lo siento. Joanie enarcó las cejas y se acabó el café. —¿Te da miedo la oscuridad, niña? —Sí. Si cerrar forma parte del puesto, tendré que buscar otro empleo. —Ya lo arreglaremos. Tenemos que rellenar los formularios para el gobierno. Eso puede esperar. Tu coche está arreglado y te espera en la tienda de Mac —dijo Joanie con una sonrisa—. Aquí todo se sabe, y yo me mantengo alerta. Si buscas dónde alojarte, puedo alquilarte una habitación encima del restaurante. No es nada del otro mundo, pero tiene buena vista y está limpia. —Gracias, pero creo que de momento probaré en el hotel. Así las dos nos damos un par de semanas para ver cómo va todo. —No sabes estarte quieta, ¿eh? —Eso es. —Tú sabrás. —Joanie se levantó encogiéndose de hombros y se dirigió hacia la puerta de batiente con la taza de café—. Ve a buscar tu coche e instálate. Te espero a las cuatro. Anahi salió, un poco aturdida. Había vuelto a trabajar en una cocina y todo había ido bien. No le había ocurrido nada. Ahora que todo había pasado, se sentía un tanto mareada, pero era normal, ¿no? Una reacción normal al hecho de conseguir un trabajo de pronto, de volver a hacer lo que sabía hacer. Hacer lo que no había podido hacer durante casi dos años. Mientras iba en busca del coche, sin prisas, intentó asimilar la situación. Cuando entró en la tienda, Mac estaba haciendo una venta por teléfono en un pequeño mostrador situado frente a la puerta. El local era como Anahi esperaba: un poco de todo, neveras para la carne y otros productos frescos, estanterías de telas, una sección para ferretería, para utensilios domésticos, equipos de pesca, municiones. ¿Necesitabas un cartón de leche y una caja de balas? Ese era el

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lugar adecuado. Cuando Mac terminó la transacción, Anahi se acercó al mostrador. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 13 — —Creo que su coche ya está arreglado —dijo Mac. —Eso me han dicho. Gracias. ¿Qué tengo que hacer para pagar? —Lynt ha dejado la factura. Si piensa pagar con tarjeta, puede pasar por el garaje. Si paga en metálico, puede dejarme el dinero a mí. Después lo veré. —Pagaré en metálico. Cogió la factura y vio con alivio que era menos de lo que esperaba. Oyó a alguien charlando en la trastienda y el sonido de otra caja registradora. —Tengo trabajo —dijo Anahi. El hombre ladeó la cabeza mientras ella sacaba la cartera. —¿Ah, sí? No pierde el tiempo. —En el restaurante. Ni siquiera sé cómo se llama —respondió Anahi. —Angel Food, pero los del pueblo lo llaman Joanie's. —Entonces Joanie's. Espero verlo alguna vez por ahí. Soy buena cocinera. —Seguro que sí. Aquí tiene el cambio. —Gracias. Gracias por todo. Voy a buscar una habitación y luego volveré al trabajo. —Si sigue pensando en el hotel, puede decirle a Brenda, en la recepción, que le aplique la tarifa mensual. Dígale que trabaja en Joanie's. —Así lo haré —dijo al tiempo que sentía el deseo de anunciarlo en el periódico local—. Gracias, señor Drubber. El hotel era un edificio de cinco pisos, tenía la fachada de estuco de color amarillo pálido y presumía de vistas al lago. Albergaba una pequeña tienda, una cafetería diminuta y un comedor íntimo con manteles de lino. Le dijeron que había conexión a internet de alta velocidad por una pequeña cuota diaria, servicio de habitaciones de siete de la mañana a once de la noche, y una lavandería de autoservicio en el sótano. Anahi tomó una habitación individual con tarifa semanal —una semana era tiempo suficiente— en el tercer piso. Por debajo del tercero la habitación era demasiado accesible para su tranquilidad, y más arriba se habría sentido atrapada. Con el monedero vacío, acarreó el petate y el ordenador portátil escalera arriba en lugar de usar el ascensor. La vista cumplía lo prometido. Anahi abrió enseguida las ventanas y observó el destello del agua, el deslizarse de las barcas y las montañas que rodeaban la pequeña porción de valle. «Este es mi sitio hoy —pensó—. Ya averiguaré si es mi sitio mañana.» Al volverse de nuevo hacia la habitación, vio la puerta que comunicaba con la contigua. Comprobó el cerrojo y luego empujó y arrastró el tocador hasta situarlo delante. Así estaba mejor. No desharía el equipaje, solo sacaría lo esencial. La vela aromática, algunos artículos de aseo y el cargador del teléfono móvil. Como el cuarto de baño era apenas mayor que el armario, dejo la puerta abierta mientras se daba una ducha rápida. Mientras corría el agua, repasó las tablas de multiplicar en voz alta para mantener la NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 14 — calma. Al terminar se puso ropa limpia con movimientos rápidos. Se recordó a sí misma que tenía un nuevo empleo, y se tomó el tiempo y el esfuerzo de secarse el pelo y maquillarse un poco. Se vio menos pálida y con menos ojeras. Después de comprobar la hora, conectó el ordenador portátil, abrió su diario y escribió. Angel's Fist, Wyoming 15 de abril Hoy he cocinado. Tengo un empleo de cocinera en un restaurante sencillo en este precioso pueblo, situado en un valle, con su gran lago azul. Me imagino abriendo una botella de champán, tirando serpentinas e inflando globos. Me siento como si hubiese subido a una montaña, como si hubiese escalado los robustos picos que rodean este lugar. Aún no estoy en la cima; todavía me encuentro en un saliente. Pero es resistente y amplio, y puedo descansar aquí un rato antes de seguir subiendo. Trabajo para una mujer llamada Joanie. Es baja, robusta y guapa a su manera. También es dura, y eso es bueno. No quiero que me mimen. Creo que me moriría de asfixia, me quedaría sin aire, igual que me siento al despertar de uno de mis sueños. Aquí puedo respirar, y aquí puedo quedarme hasta que llegue el momento de marcharme. Me quedan menos de diez dólares, pero ¿de quién es la culpa? No pasa nada. Tengo una habitación para una semana con vistas al

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lago y a los Tetons, un empleo y un nuevo tubo para el radiador. No he comido, y eso es un paso atrás. Tampoco pasa nada. Estaba demasiado ocupada cocinando, ya lo compensaré. Es un buen día, quince de abril. Me voy a trabajar. Apagó el ordenador y se guardó en los bolsillos el teléfono móvil, las llaves, el permiso de conducir y los tres dólares que le quedaban. Cogió una chaqueta y se dirigió hacia la puerta. Antes de abrirla, se acercó a la mirilla y observó el pasillo vacío. Comprobó dos veces que había cerrado bien, se enfadó consigo misma y lo comprobó por tercera vez antes de volver a entrar para sacar de su bolsa el rollo de cinta adhesiva y arrancar un trozo. Lo pegó en la puerta, por debajo de la altura de los ojos, y caminó hacia las escaleras. Bajó corriendo y repasando las tablas de multiplicar. Después de pensarlo un momento, decidió dejar el coche aparcado. Si caminaba ahorraría gasolina, aunque tal vez hubiese anochecido cuando terminara su turno. Un par de manzanas, eso era todo. De todos modos, tocó su llavero y la alarma que llevaba en él. Quizá debería volver a buscar el coche, por si acaso. «Estúpida —se dijo—. Ya NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 15 — casi has llegado. Piensa en el presente, no en el futuro.» Cuando los nervios empezaron a borbotear, se imaginó ante la parrilla. La luz intensa de la cocina, la música de la máquina de discos, las voces de las mesas. Sonidos, olores, movimientos familiares. Aunque tenía las palmas de las manos frías y húmedas, abrió la puerta de Joanie's y entró. La camarera con la que había hablado durante el turno del almuerzo la vio y movió los dedos indicándole que se acercase. Anahi se detuvo junto a la mesa donde la muchacha estaba rellenando las vinagreras. —Joanie's está en el almacén. Me ha dicho que te oriente un poco. Ahora podemos permitirnos un respiro, pero los primeros clientes empezarán a llegar pronto. Yo soy Linda-Gail. —Yo me llamo Anahi. —Primer aviso. Joanie no soporta a los perezosos. Si te pilla holgazaneando, saltará y te morderá el trasero. —Sonrió de tal modo que sus ojos azules brillaron y se le formaron unos hoyuelos en las mejillas. Llevaba el cabello, rubio de muñeca, sujeto en dos trenzas flojas. Vestía vaqueros y una camisa roja con ribetes blancos. Unos pendientes de plata y turquesas colgaban de sus orejas. Anahi pensó que parecía una granjera del Oeste. —Me gusta trabajar. —Pues trabajarás, créeme. Los sábados por la noche estamos a tope. Hay otras dos camareras, Bebe y Juanita. Matt lleva las cuentas y Pete friega los platos. Joanie y tú os encargaréis de la cocina. No te quitará la vista de encima. Si necesitas un descanso, se lo dices. En la trastienda hay un sitio para dejar los abrigos y los bolsos. ¿No llevas bolso? —No lo he traído. —Madre mía, yo no puedo salir de casa sin bolso. Ven, te lo enseñaré todo. La jefa tiene los formularios que has de rellenar en la trastienda. Por lo bien que has empezado hoy, supongo que ya habías hecho antes este tipo de trabajo. —Sí, así es. —Los aseos. Los limpiamos por turnos rotativos. Tardarás un par de semanas en tener ese gusto. —Lo estoy deseando. I.inda-Gail sonrió. —¿Tienes familia por aquí? —No; soy del Este. ¿Quién se encarga de las bebidas? No quería hablar de sus orígenes. No quería pensar en sus orígenes. —Las camareras. Si no damos abasto, puedes preparar tú los pedidos de bebidas. También servimos vino y cerveza, pero la mayoría de la gente que quiere beber alcohol va a Clancy's. Eso es todo. Para cualquier cosa que necesites, dame un grito. Tengo que acabar de poner las mesas si no quiero que Joanie me chille. Bienvenida a bordo. —Gracias. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 16 — Anahi entró en la cocina y cogió un delantal. «Un buen saliente, resistente y amplio», se dijo. Un buen lugar donde quedarse hasta que de nuevo llegase el momento de seguir adelante. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 17 — Capítulo 2 Linda-Gail estaba en lo cierto; tuvieron mucho trabajo. Gente del pueblo, turistas, excursionistas y unas pocas personas de un camping cercano que querían comer algo caliente. Joanie y ella

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trabajaron sin apenas hablar entre el humo de las freidoras y el calor de la parrilla. En un momento dado, Joanie puso un cuenco delante de Anahi. —Come. —Oh, gracias, pero... —¿Tienes algo en contra de mi sopa? —No. —Siéntate a la barra y come. Las cosas se han calmado un poco y pronto te toca un descanso. Te lo pondré en tu cuenta. —Bueno, gracias. De repente, se dio cuenta de que estaba hambrienta. Mientras se sentaba al final de la barra, Anahi pensó que aquello era una buena señal. Desde allí podía ver el restaurante y la puerta. Linda-Gail le deslizó un plato con un panecillo y dos trozos de mantequilla encima. —Joanie me ha dicho que necesitas combustible. ¿Quieres un té? —Perfecto. Iré a buscarlo. —Deja, hoy estoy de buenas. Eres rápida —añadió mientras traía una taza. Tras echar un vistazo por encima del hombro, se inclinó hacia ella y sonrió—. Más rápida que Joanie. Y dispones muy bien la comida en los platos. Algunos clientes lo han comentado. No buscaba comentarios ni atención. Solo un cheque con la paga. —No pretendía cambiar nada. —No era un reproche —respondió Linda-Gail, ladeando la cabeza con una sonrisa que resaltó sus hoyuelos—. Te asustas pronto, ¿no? —Supongo que sí. Anahi probó la sopa y le gustó el sutil sabor picante del caldo. —No me extraña que haya tanta clientela. Esta sopa está tan buena como la mejor que puedas tomar en un hotel de cinco estrellas. Linda-Gail echó un vistazo hacia la cocina para asegurarse de que Joanie estaba ocupada. —Hemos hecho una apuesta. Bebe cree que tienes problemas con la ley. Ve demasiado la televisión. Juanita cree que estás huyendo de un marido maltratador. Matthew, como tiene diecisiete años, solo piensa en el sexo. Yo creo que te rompieron NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 18 — el corazón en el Este. ¿Quién ha acertado? —Nadie, lo siento. Simplemente estoy desocupada, de viaje. Sintió una punzada de ansiedad al pensar que los demás estaban haciendo especulaciones, pero se recordó a sí misma que los restaurantes estaban llenos de pequeños dramas y mucho cotilleo. —Aquí hay gato encerrado —replicó Linda-Gail sacudiendo la cabeza—. Para mí, llevas escrito en la cara que te han roto el corazón. Y hablando de rompecorazones, aquí llega un hombre alto, moreno y guapo. «Es alto», pensó Anahi cuando siguió la dirección de la mirada de Linda-Gail. Un metro ochenta y cinco más o menos. Y moreno, tenía el pelo desgreñado y oscuro y la tez aceitunada. Pero no le parecía guapo. Para ella esa palabra significaba elegante y distinguido, y aquel hombre no era ninguna de las dos cosas. Al contrario, tenía un aire tosco y duro, una barba descuidada, un rostro enjuto, y algo aún más tosco, en su opinión, en la línea áspera de la boca y en cómo sus ojos estudiaban la sala. No había ninguna elegancia en su cazadora de cuero raída, sus vaqueros descoloridos y sus botas gastadas. No era el típico vaquero, de eso estaba segura, pero parecía capaz de arreglárselas muy bien por sí solo. Parecía fuerte, y tal vez un poquito malo. —Se llama Brody —susurró Linda-Gail—. Es escritor. Anahi se relajó un poco. Algo en su postura, en su toma de posesión de la sala, le había hecho pensar que podría ser policía. Escritor era mejor. Más fácil. ¿De qué tipo? Escribe artículos para revistas y cosas así, y le han publicado nada menos que tres libros. De misterio. Le pega, porque eso es él. Un misterio. —Se echó el pelo hacia atrás y se movió un poco para poder observar de reojo a Brody mientras él se dirigía a grandes zancadas hacia una mesa vacía—. Dicen que trabajaba para un gran periódico en Chicago y le despidieron. Tiene alquilada una cabaña al otro lado del lago y casi siempre va solo. Pero viene a cenar aquí tres veces por semana. Deja un veinte por ciento de propina. Cuando Brody se sentó, la camarera se volvió hacia Anahi. —¿Qué pinta tengo? —Estupenda. —Un día de estos voy a inventar algo para que se fije en mí, solo para satisfacer mi curiosidad, aunque por ahora me quedaré con el veinte por ciento. Linda-Gail se dirigió hacia la mesa mientras sacaba el bloc de pedidos del bolsillo. Desde su asiento, Anahi

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oyó su alegre saludo. —¿Qué tal te va, Brody? ¿Qué tienes pensado para esta noche? Mientras comía, Anahi observó cómo la camarera coqueteaba y cómo el hombre llamado Brody hacía su pedido sin consultar el menú. Cuando se dio la vuelta, Linda-Gail le lanzó una mirada exageradamente soñadora. Justo cuando los labios de Anahi dibujaban una sonrisa en respuesta, Brody la miró a la cara. El corazón le dio un vuelco. Aunque apartó los ojos enseguida, sintió los de él sobre ella, descarados, deliberadamente exploradores. Por primera vez desde que NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 19 — había empezado su turno, se sintió expuesta y vulnerable. Apartó el taburete y apiló sus platos. Haciendo esfuerzos por no mirar por encima del hombro, se los llevó a la cocina. Brody pidió chuletas de alce y engañó la espera con una botella de cerveza Coors y un libro. Alguien había puesto un disco de Emmylou Harris en la máquina y él tarareó mentalmente la música. Pensó en la morenita y en su mirada. Richard Adams utilizaba mucho la palabra «petrificado» en La colina de Watership. «Buena palabra —pensó—; a la nueva cocinera, con esa inmovilidad repentina, le va como un guante.» Por lo que sabía de Joanie Parks, la morenita no tendría trabajo si no fuese competente. Sospechaba que debajo del caparazón de Joanie había un corazón tierno, pero el caparazón era grueso y espinoso, y no soportaba a los inútiles. Por supuesto, si quería enterarse de la vida y milagros de la recién llegada solo tenía que preguntarle a la rubita. Pero entonces se sabría que había preguntado y otros le preguntarían qué pensaba, qué sabía. Conocía lugares como Angel´s Fist, y era consciente de que vivían de las habladurías. Sin preguntar, tardaría un poco más en saber cosas de ella, pero habría murmullos y comentarios, rumores y especulaciones Y, cuando le interesaba, tenía buen oído para enterarse de esas cosas. La muchacha parecía frágil, de las que se diría que se van a romper de un momento a otro. Se preguntó por qué. En cualquier caso, vio que estaba en lo cierto en cuanto a su profesionalidad. Trabajaba sin cesar, como esos buenos cocineros que le hacían pensar que tenían un par de manos más escondidas en alguna parte. Tal vez era su primer día en aquel empleo, pero estaba seguro de que no era la primera vez que trabajaba en la cocina de un restaurante. Como, por el momento, la muchacha resultaba más interesante que el libro, siguió observándola mientras se tomaba la cerveza. «No tiene ninguna relación con nadie del pueblo», decidió. Brody llevaba casi un año viviendo allí, y si hubiese tenido que llegar la hija, hermana, sobrina o prima tercera de alguien, se habría enterado. No le parecía una trotamundos. Más bien una corredora. Eso era lo que había visto en sus ojos: cautela y rapidez para saltar en el momento oportuno. Cuando ella se movió para colocar un plato en la fila de los pedidos listos, aquellos ojos le lanzaron una mirada; solo fue un instante, luego volvieron a desviarse. Antes de que se situara de nuevo frente a la parrilla, se abrió la puerta y su mirada se desvió hacia allí. La sonrisa apareció en su cara de forma tan rápida e inesperada que Brody parpadeó. Todo cambió en ella, se volvió más ligero, más suave, y él supo que allí se escondía algo más que una belleza frágil. Cuando echó una ojeada para ver lo que había provocado aquella sonrisa radiante, vio que Mac Drubber se la devolvía y saludaba con la mano. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 20 — Al fin y al cabo, tal vez tuviese parientes en el pueblo. Mac se acomodó en el banco que había enfrente al suyo. —¿Cómo va todo? —preguntó. —No puedo quejarme —respondió Brody. —Me apetecía comer algo que no tuviera que freír yo mismo. ¿Qué pinta bien esta noche? Aparte de la nueva cocinera... —dijo arqueando las cejas. —Yo he pedido chuletas. No sueles venir los sábados por la noche, Mac. Eres un animal de costumbres, y sé que vienes los miércoles, cuando hay espaguetis. —No tenía ganas de abrir una lata, y quería ver cómo le iba a la chica. Ha llegado hoy al pueblo con un tubo del radiador roto. «Solo has de esperar cinco minutos —pensó

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Brody— para que la información te llegue a las manos.» —¿De verdad? —Al poco me he enterado de que trabajaba aquí. Por la cara que ha puesto, parecía que le hubiese tocado la lotería. Es del Este, de Boston. Se aloja en el hotel. Se llama Anahi Gilmore. Se cayó cuando Linda-Gail llevó el plato de Brody a la mesa. —Hola, señor Drubber. ¿Cómo va todo? ¿Qué le traigo hoy? Mac se inclinó para observar mejor el plato de Brody. —Eso tiene un aspecto estupendo. —La nueva cocinera tiene buena mano. Ya me dirás qué te parecen esas chuletas, Brody. ¿Te traigo algo más? —Otra cerveza. —Enseguida. ¿Y usted, señor Drubber? —Tomaré una Coca-Cola y lo mismo que está comiendo mi amigo. Esas chuletas tienen que estar riquísimas. «Lo están —pensó Brody— y vienen con una ración generosa de patatas al gratén y frijoles.» La comida estaba dispuesta artísticamente en el sencillo plato blanco, a diferencia de los montones sin orden que Joanie solía servir. —Te vi en la barca el otro día —comentó Mac—. ¿Pescaste algo? —No estaba pescando. Cortó un trozo de chuleta y lo comió. —Qué cosas tienes, Brody. Sales al lago de vez en cuando pero no a pescar. Sales al bosque de vez en cuando pero no a cazar. —Si pescase o cazase algo, tendría que guisarlo. —Eso es verdad. ¿Cómo está? —Bueno. —Brody cortó otro trozo—. Muy bueno. Mac Drubber era una de las pocas personas con las que Brody no tenía inconveniente en pasar una velada, así que se entretuvo con el café mientras Mac se acababa su plato. —Los frijoles saben distinto. Más finos. Debería decir que saben mejor, pero si repites eso donde pueda oírlo Joanie, juraré que mientes. —Si ha cogido una habitación en el hotel, no creo que piense quedarse mucho tiempo. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 21 — —Ha reservado por una semana. —A Mac le gustaba saber lo que ocurría, y a quién, en su pueblo. No solo tenía una tienda, también era alcalde. Consideraba que el cotilleo formaba parte de sus obligaciones—. La verdad, no creo que la chica tenga mucho dinero —dijo dirigiendo el tenedor hacia Brody antes de pinchar los últimos frijoles—. Ha pagado el tubo del radiador en metálico y me han dicho que también el hotel. «Nada de tarjetas de crédito», reflexionó Brody, y se pregunto si la mujer misteriosa huía de algo. —Tal vez no quiera dejar rastro para evitar que alguien o algo la siga. —Tienes una mente suspicaz. —Mac retiró el último pedacito de carne del hueso—. Y si no quiere, algún motivo tendrá. Por su cara, diría que es una persona honrada. —Y tú eres un romántico. Hablando de romances —dijo Brody al tiempo que señalaba la puerta con un gesto de la cabeza. El hombre que entró llevaba unos Levis´s y una camisa a cuadros bajo una cazadora negra, además de botas de piel de serpiente, un cinturón militar y un sombrero de vaquero. Tenía el cabello rizado y de color rubio rojizo con algunos mechones aclarados por el sol. Su rostro era suave, de rasgos armoniosos, con la barbilla hendida y unos ojos de color azul claro que, como todo el mundo sabía, utilizaba siempre que tenía ocasión para seducir a las damas. Se pavoneó —no había otra forma de describir su paso lento y oscilante— hasta la barra y se sentó en un taburete. —Cas ha venido para ver si la chica nueva merece su tiempo —dijo Mac sacudiendo la cabeza mientras se terminaba las patatas—. Cas le cae bien a todo el mundo. Es un tipo agradable, pero espero que ella tenga sentido común. Parte de la distracción de que disfrutaba Brody en el pueblo desde hacía un año consistía en contemplar la forma en que Cas hacía caer a las mujeres como si fuesen bolos. —Apuesto diez dólares a que liga con ella y a que añade una muesca a la pata de su cama antes de que acabe la semana. Mac enarcó las cejas en un gesto de reprobación. Esa no es forma de hablar de una buena chica. —No la conoces tanto como para estar seguro de que es una buena chica. —Yo digo que lo es, así que voy a aceptar esa apuesta y tendrás que pagar. Brody se echó a reír de mala gana. Mac no bebía, no fumaba y si se interesaba por las mujeres no lo hacía delante de la gente. Brody

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pensaba que su ligero toque puritano formaba parte de su encanto. —Es solo sexo, Mac. A Mac se le pusieron coloradas las puntas de las orejas. —¿Te acuerdas del sexo, no? —añadió Brody con una amplia sonrisa. —Tengo un vago recuerdo del proceso. En la cocina, Joanie puso un trozo de tarta de manzana sobre la encimera. —Tómale un descanso —le ordenó a Anahi—. Cómete la tarta. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 22 — —La verdad, no tengo hambre, y he de... —No te he preguntado si tenías hambre, ¿verdad? Cómete la tarta, no te cobraré nada. Es el último pedazo, y de todos modos mañana habrá que tirarla. ¿Ves a aquel que está sentado a la barra? —¿Ese que parece que acaba de bajarse del caballo? —Es William Butler, pero todo el mundo le llama Cas. Es el diminutivo de Casanova; le pusieron el apodo cuando era un chaval y se pasaba el día empeñado en llevarse a la cama a cualquier chica que estuviese en un radio de cien kilómetros. —Ah, ya. —Ahora casi todos los sábados por la noche Cas queda con alguna o va a Clancy's con sus colegas para decidir qué vaquilla separar de ese rebaño en particular. Ha venido para echarte un vistazo. Al ver que no tenía otra opción, Anahi empezó a comerse la tarta. —No creo que haya mucho que ver. Eres nueva, mujer, joven y, que se sepa, soltera. En su favor, hay que decir que Cas no se lía con mujeres casadas. Mira, ahora está coqueteando con Juanita, este invierno estuvo liado unas semanas con ella, hasta que les echó el ojo a unas chicas que vinieron a esquiar. —Joanie cogió la gran cafetera que siempre tenía a mano—. El chico tiene encanto. Ninguna de las mujeres con las que se acuesta le hace reproches cuando se abrocha los vaqueros y se marcha. —¿Me lo dices porque supones que se acostará conmigo una de estas noches? —Solo te informo. —Pues ahora ya lo sé. No te preocupes, no busco un hombre, ni para un ratito ni para siempre. Desde luego, a ninguno que utilice el pene como varilla de zahorí. Joanie soltó una carcajada. —¿Cómo está la tarta? —Muy buena, deliciosa. No le he preguntado por las pastas. ¿Las preparáis aquí o las compráis en alguna panadería de la zona? —Las hago yo. —¿De verdad? —Ahora estás pensando que se me dan mejor las pastas que la parrilla. Y tienes razón. ¿Y a ti? —No es mi fuerte, pero puedo echarte una mano cuando te haga falta. —Te lo haré saber. Joanie sirvió un par de hamburguesas y luego echó patatas fritas y judías en los platos para acompañarlas. Estaba añadiendo encurtidos y tomates cuando Cas entró con paso lento en la cocina. —Hola, William. —Hola, mamá —contestó él, se inclinó y le dio un beso en la frente. A Anahi se le cayó el alma a los pies. «Mamá —pensó—, y yo haciendo chistes sobre su pene.» —Me han dicho que estabas mejorando la categoría del local —dijo él. Le dedicó a Anahi una sonrisa lenta y afable antes de echar un trago de la cerveza que NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 23 — llevaba en la mano—. Mis amigos me llaman Cas. —Yo soy Anahi. Encantada de conocerte. Yo me ocupo de estos, Joanie. —Cogió los platos, los llevó a la fila y observó con disgusto que por primera vez en toda la noche no había notas en espera de servir. —Pronto cerraremos la cocina —le dijo Joanie—. Ya puedes irte. Mañana haces el primer turno, así que tienes que estar aquí a las seis en punto. —Claro, de acuerdo —respondió Anahi mientras se quitaba el delantal. —Te acompañaré al hotel con el coche —se ofreció Cas mientras dejaba la cerveza a un lado—. Así me aseguro de que no te ocurre nada por el camino. —Oh, no, no te molestes —replicó Anahi mirando a la madre con la esperanza de recibir un poco de ayuda por ese lado, pero Joanie ya se había alejado para apagar las freidoras—. No está lejos. Estoy bien, y de todos modos me apetece caminar. —Perfecto, te acompañaré. ¿Llevas chaqueta? Anahi pensó que si se negaba sería una descortesía por su parte, y que si aceptaba tendría que andar por la cuerda floja. Optó por la segunda opción. Sin una palabra, cogió su cazadora vaquera. —Estaré aquí a las seis. Se despidió entre dientes y se dirigió hacia la puerta. Notaba los ojos del

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escritor —Brody— clavados en su espalda. ¿Por qué seguía allí? Cas le abrió la puerta y salió detrás de ella. —Hace fresco. ¿Seguro que no tendrás frío? —Me sentará de maravilla después del calor de la cocina. —Seguro que sí. No dejes que mi madre te obligue a trabajar demasiado. —Me gusta trabajar. —Seguro que esta noche no has parado. Te invito a tomar algo para que puedas relajarte un poco y me cuentes tu vida. —Gracias, pero mi vida no vale una invitación. Además, mañana me toca el primer turno. —Creo que hará buen día —dijo Cas con voz tan lenta como su paso—. Si quieres, te paso a buscar cuando salgas. Te enseñaré todo esto. Te aseguro que no hay mejor guía en Angel's Fist. Y tengo referencias que demuestran que soy un caballero. Anahi debía reconocer que Cas tenía una sonrisa fantástica y una mirada seductora como una caricia. Y era el hijo de su jefa. —Eres muy amable, pero como aquí conozco a poca gente, y desde hace menos de un día, podrías falsificar esas referencias. Mejor paso y mañana aprovecho para situarme un poco. —Como quieras. Cuando la tomó del brazo, Anahi dio un bote. —Tranquila, no corras —le susurró como si hablase a un caballo espantado—. Se nota que eres del Este porque caminas como si llegases tarde a una cita. Tómate un minuto y mira hacia arriba. Menuda vista, ¿no? NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 24 — El corazón seguía latiéndole demasiado deprisa, pero miró hacia arriba. Y allí, por encima de las sombras recortadas de las montañas, flotaba la luna llena. Las estrellas brillaban a su alrededor como si alguien hubiese cargado una escopeta con diamantes y hubiese disparado al aire. Su luz teñía de un azul extraño la nieve de los picos y salpicaba con profundas e intensas sombras las grietas y hondonadas. «Esto es lo que me pierdo cuando me pueden los nervios y clavo la vista en el suelo», pensó. Y aunque le habría gustado disfrutar a solas de aquel momento, tenía que agradecerle a Cas que la hubiese obligado a detenerse a mirar. —Qué maravilla. La guía que compré dice que esas montañas son majestuosas, y yo creía que exageraba. Cuando las he visto antes no me han parecido majestuosas, sino ásperas y duras. Pero ahora sí lo son. —Allí arriba hay lugares que hay que ver para creer, y cambian ante tus propios ojos. En esta época del año, si subes y te acercas al río, oyes el ruido de las rocas que arrastran las aguas del deshielo. Ya te llevaré. No hay nada como ver los Tetons a caballo. —No sé montar. —Puedo enseñarte. Anahi reanudó la marcha. —Además de guía, eres profesor de equitación. —A eso me dedico sobre todo en el Circle K, un rancho para turistas situado a unos tres kilómetros de aquí. Puedo pedirle al cocinero del rancho que nos prepare un buen picnic y buscarte una montura mansa. Te prometo una jornada digna de contarla en tus cartas. —Estoy segura. —Le habría gustado oír el ruido de las rocas y ver las morrenas y los prados. Y en aquel momento, a la luz de aquella luna espectacular, casi era tentador acceder a que él se lo enseñase—. Lo pensaré —añadió—. Yo me quedo aquí. —Te acompaño arriba. —No tienes por qué. Estoy... —Mi madre me enseñó a acompañar a las damas hasta la puerta. Volvió a tomarla del brazo, como si tal cosa, y abrió la puerta del hotel. Anahi percibió que desprendía un atractivo olor a cuero y a pino. —Buenas noches, Tom —saludó al recepcionista de noche. —Hola, Cas. Señora... Anahi vio la sombra de una sonrisa irónica en los ojos del recepcionista. Cuando Cas se volvió hacia el ascensor, Anahi se echó hacia atrás. —Mi habitación está en el tercer piso. Subiré a pie. —Eres una de esas fanáticas del ejercicio, ¿verdad? Por eso debes de estar tan delgada. Pero cambió de dirección sin protestar y luego abrió la puerta que daba a la escalera. —Te agradezco las molestias —dijo ella, haciendo esfuerzos para no dejarse NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 25 — arrastrar por el pánico ante la caja de la escalera, que parecía mucho más pequeña con él a su lado—. Desde luego, he ido a parar a un pueblo acogedor. —Wyoming es un estado acogedor. Puede que no seamos muchos, pero somos agradables. Me

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han dicho que eres de Boston. —Sí. —¿Es la primera vez que vienes por aquí? —Así es. Un tramo más y se abriría la puerta. —¿Te has tomado unas vacaciones para ver el país? —Sí, exactamente. —Tú sólita... eres muy valiente. —¿Tú crees? —Demuestra que tienes un espíritu aventurero. Anahi se habría echado a reír, pero se sintió demasiado aliviada cuando él le abrió la puerta y pudo salir por fin al pasillo del tercer piso. —Esta es mi habitación. Sacó la tarjeta y bajó la mirada automáticamente para comprobar que la cinta adhesiva de la puerta seguía allí. Antes de que pudiera deslizar la tarjeta en la ranura, él la cogió y se le adelantó. Abrió la puerta y le devolvió la tarjeta. —Te has dejado todas las luces encendidas —comentó—. Y la tele. —Vaya, es verdad. Debía de estar demasiado ansiosa por empezar a trabajar. Gracias por la compañía, Cas. —Ha sido un placer. Pronto montarás a caballo, ya lo verás. Anahi consiguió sonreír. —Lo pensaré. Gracias de nuevo. Buenas noches. Cruzó el umbral y cerró la puerta. Corrió el cerrojo y puso la cadena de seguridad. Se sentó al otro lado de la cama y se puso a mirar por la ventana, hacia todo aquel espacio abierto, hasta que ya no tuvo que esforzarse para respirar con regularidad. Más tranquila, echó un vistazo a través de la mirilla para asegurarse de que el pasillo estaba despejado antes de apoyar una silla en la puerta. Después de comprobar de nuevo el cerrojo y la robustez del tocador que bloqueaba la puerta de la habitación contigua, se preparó para acostarse. Puso el despertador del hotel las cinco de la mañana y luego el suyo, para mayor seguridad. Actualizó su diario y luego consideró cuántas luces podía dejar encendidas durante toda la noche. Era su primera noche en un lugar nuevo; tenía derecho a dejar encendida la luz del escritorio y la del cuarto de baño. De todos modos, en realidad el cuarto de baño no contaba. Era solo por seguridad y comodidad. Tal vez tuviese que levantarse en plena noche para orinar. Sacó la linterna de la mochila y la colocó junto a la cama. Podía producirse un corte del suministro eléctrico debido a un incendio. Al fin y al cabo, no era la única huésped del hotel. Alguien podía fumar en la cama y dormirse, o algún niño podía NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 26 — jugar con fósforos. A saber. Todo el edificio podía arder a las tres de la mañana. En ese caso tendría que salir deprisa. Tener la linterna cerca era una cuestión de prudencia. El cosquilleo en el pecho le hizo anhelar los somníferos que llevaba en el neceser. Se recordó que aquellas píldoras, los antidepresivos y los ansiolíticos eran solo una red de seguridad. Hacía meses que no tomaba un somnífero, y esa noche estaba lo bastante cansada para conseguir dormir sin ayuda. Además, si de verdad había un incendio y un corte del suministro eléctrico, se tambalearía al caminar y se movería despacio. Moriría achicharrada o asfixiada por la inhalación de humo. Esa idea la obligó a sentarse en un lado de la cama con la cabeza entre las manos, maldiciéndose por tener una imaginación desbordante y estúpida. —Para, Anahi —dijo en voz alta—. Para ahora mismo y vete a la cama. Tienes que levantarte temprano y realizar las funciones básicas como un ser humano normal. Antes de acostarse volvió a comprobar el cerrojo. Se quedó quieta, escuchando los sordos latidos de su corazón, los sonidos procedentes de la habitación contigua, del pasillo, del otro lado de la ventana. «No hay peligro —se dijo—. Esto es completamente seguro. No va a declararse ningún incendio. No va a explotar ninguna bomba. Nadie va a irrumpir en mi habitación para asesinarme mientras duermo.» El cielo no iba a desplomarse sobre su cabeza. Pero dejó la televisión encendida, con el volumen bajo, y aprovechó la vieja película en blanco y negro para conciliar el sueño. El dolor era tan horroroso, tan atroz, que no podía gritar. La oscuridad, el yunque de oscuridad, cayó a plomo sobre su pecho para atraparla. Aplastó sus pulmones y le impidió respirar, le impidió moverse. El martillo golpeó aquel yunque, machacando su cabeza, su pecho, vapuleándola. Hizo

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esfuerzos para respirar, pero el dolor era excesivo y el miedo era aún mayor que el dolor. Estaban allí fuera, entre las tinieblas. Los oía, oía los cristales que se rompían, las explosiones. Y, lo que era peor, los gritos. Peor que los gritos, las risas. «¿Ginny? ¿Ginny?» «No, no, no grites, no hagas ruido. Es preferible morir aquí a oscuras a que la encuentren.» Pero venían, venían a buscarla, y no podía contener los gemidos, no podía impedir el castañeteo de sus dientes. La luz repentina era cegadora, y los alaridos que resonaban en su cabeza salieron como gruñidos fúnebres. —Queda una viva. Lanzó débiles manotazos y patadas contra las manos que se alargaban hacia ella. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 27 — Despertó envuelta en sudor, con aquellos gruñidos en la garganta, mientras cogía la linterna y la empuñaba como si fuese un arma. ¿Había alguien allí? ¿En la puerta? ¿En la ventana? Se sentó estremeciéndose, temblando, aguzando el oído. Una hora más tarde, cuando sonaron los despertadores, seguía sentada en la cama, con la linterna aún en la mano y todas las luces de la habitación encendidas. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 28 — Capítulo 3 Tras el ataque de pánico, era difícil afrontar la cocina, la gente, la pretensión de ser normal. Pero además de estar casi sin blanca, había dado su palabra. Las seis en punto. Tenía otra alternativa: volver atrás, retroceder, y todos los meses que había pasado avanzando poco a poco quedarían borrados. Solo tenía que hacer una llamada telefónica para que la rescatasen. Y para estar acabada. Se movió paso a paso. Vestirse fue una victoria; abandonar la habitación, otra. Salir al exterior y dirigir sus pasos hacia el restaurante fue un pequeño triunfo personal. El aire era frío —al invierno aún le quedaban fuerzas—, y su aliento resultaba visible a la trémula luz que precedía al amanecer. Las montañas eran siluetas oscuras y fuertes que se recortaban contra el cielo ahora que la luna llena se había ocultado tras los picos. Una extensa capa de niebla se extendía a los pies de las montañas. Dedos de bruma se alzaban del lago y envolvían los árboles desnudos, finos como las alas de las hadas. En la gélida oscuridad, todo parecía fantástico, inmóvil y bien equilibrado. El corazón le dio un vuelco cuando algo salió de aquella bruma. Volvió a calmarse al ver que era un animal. A aquella distancia no distinguía si era un alce o un ciervo pero, fuera lo que fuese, pareció deslizarse, y la bruma se hizo jirones a su alrededor cuando se acercó al lago. Mientras el animal inclinaba la cabeza para beber, Anahi oyó el primer coro del canto de los pájaros. Una parte de ella quiso sentarse en la acera y contemplar a solas y en silencio el nacimiento del sol. Apaciguada, echó a andar de nuevo. Tendría que enfrentarse a la cocina, la gente, las preguntas que siempre rodeaban a una cara nueva en cualquier empleo. No podía permitirse llegar tarde y estar nerviosa, ni quería atraer más atención de la estrictamente necesaria. «Mantén la calma —se ordenó—. Céntrate.» Para conseguirlo, se puso a recitar fragmentos de poesía, concentrándose en el ritmo de las palabras, hasta que se dio cuenta de que hablaba en voz alta y se acobardó. Se recordó a sí misma que nadie la oía, y la confusión la acompañó hasta la puerta de Ángel Food. Las luces encendidas que brillaban en el interior aflojaron parte de la tensión que pesaba sobre sus hombros. Vio movimiento dentro. Era Joanie, ya en la cocina. ¿Aquella mujer dormía alguna vez? «Tienes que llamar a la puerta —se dijo—. Llama, sonríe, saluda.» Cuando diese NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 29 — ese paso, cuando se obligase a entrar, ahogaría la ansiedad en el trabajo. Pero su brazo parecía de plomo y se negaba a moverse. Tenía los dedos demasiado rígidos, demasiado fríos para cerrarse en un puño. Se quedó donde estaba, sintiéndose estúpida, inútil e impotente. —¿Algún problema con la puerta? Dio un bote y se volvió. Allí estaba Linda-Gail cerrando de golpe la puerta de un pequeño y resistente utilitario. —No, no. Solo estaba... —¿Espiando? No parece que hayas dormido mucho esta noche. —

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Pues no, la verdad. El aire, ya frio, se congeló con cada paso que Linda-Gail dio hacia ella. Los brillantes ojos azules, tan amistosos el día anterior, se mostraban reservados, distantes. —¿Llego tarde? —Me extraña que hayas venido con la noche que debes de haber pasado. Anahi se recordó acurrucada en la cama, agarrando la linterna y escuchando. Escuchando. —¿Cómo...? —Cas tiene fama de resistir mucho. —¿Cas? Yo no... ¡Oh! Una mezcla de sorpresa y regocijo calmó sus nervios. —No, él y yo no... yo no. Por el amor de Dios, Linda-Gail, hacía unos diez minutos que le conocía. Tiene que pasar al menos una hora desde que conozco a un tío para que ponga a prueba su resistencia. Linda-Gail bajó la mano que había levantado hasta la puerta y miró a Anahi con los ojos entrecerrados. —Entonces, ¿no te acostaste con Cas? —No —contestó, sintiéndose más fuerte—. ¿He roto alguna tradición secreta del pueblo? ¿Me despedirán? ¿Me detendrán? Si ser una tía fácil forma parte de los requisitos del empleo, deberían habérmelo dicho desde el principio y pagar más de ocho dólares por hora. —Esa cláusula es voluntaria. Lo siento —dijo Linda-Gail, sonriendo ruborizada—. Lo siento de verdad. No debería haberlo dado por supuesto y lanzarme sobre ti solo porque os marchasteis juntos. —Me acompañó al hotel, propuso que tomásemos algo, cosa que yo no quise, se ofreció a enseñarme la zona, algo que puedo hacer sola, y luego dar tal vez un paseo a caballo. No sé montar, pero a lo mejor pruebo esa parte. Le doy un diez en la escala de belleza masculina y otro diez en comportamiento y modales. No sabía que estuvieseis liados. ¿Liados? ¿Cas y yo? —Linda- Gail resopló—. ¡Qué va! De eso nada. Debo de ser la única mujer soltera de menos de cincuenta años en cien kilómetros a la redonda que no se ha acostado con él. Para mí un salido es un salido, ya sea hombre o mujer. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 30 — Se encogió de hombros y luego volvió a observar la cara de Anahi. —De todas formas, pareces agotada. —No he dormido bien, eso es todo. La primera noche en un litio nuevo, un trabajo nuevo... Nervios. —Pues tranquilízate —ordenó Linda-Gail mientras abría la puerta con mirada de nuevo cordial—. Aquí somos buena gente. —Me preguntaba si ibais a pasaros todo el día de palique ahí fuera. No os pago por charlar. —Por el amor de Dios, Joanie, son las seis y cinco. Descuéntamelo. Ah, por cierto, Anahi, hablando de dinero, esta es tu parte de las propinas de anoche. —¿Mi parte? No serví ninguna mesa. Linda-Gail puso el sobre en las manos de Anahi. —Son normas de la casa. El cocinero se lleva el diez por ciento de las propinas. Nos las dan por el servicio, pero si la comida es una porquería no nos darán gran cosa. —Gracias. «Ya no estoy sin blanca», pensó Anahi mientras se metía el sobre en el bolsillo. —No te lo gastes todo de golpe. —¿Se acabó ya la cháchara? —dijo Joanie desde detrás de la barra con los brazos cruzados—. Pon las mesas para el desayuno, Linda-Gail. Anahi, ¿te parece que estás lista para mover ese culo tan flaco y ponerte a trabajar? —Sí, señora. Ah, y solo para despejar el ambiente —añadió mientras rodeaba la barra para coger un delantal—, tu hijo es encantador, pero esta noche he dormido sola. —El chico debe de estar perdiendo facultades. Eso no puedo decírtelo. Yo pienso seguir durmiendo sola mientras este en Angel's Fist. Joanie puso a un lado un cuenco de masa de tortitas. —¿No te gusta el sexo? —Claro que sí. —Anahi fue hasta el fregadero para lavarse las manos—. Simplemente no está en mi lista en este momento. —Pues debe de ser una lista bastante corta y triste. ¿Sabes preparar huevos rancheros? —Sí. —Los domingos los piden mucho, como las tortitas. Vamos, empieza a freír tocino y salchichas. Enseguida llegarán los primeros clientes. Poco antes del mediodía, Joanie puso en manos de Anahi un plato con un poco de comida apilada, una cucharada de huevos revueltos y una loncha de tocino. —Vamos, llévate esto a la habitación de atrás. Siéntate y come. —Aquí hay comida para dos personas. —Sí, si las dos son anoréxicas. —Yo no lo soy —respondió Anahi al

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tiempo que cogía con el tenedor un poco de huevo como para demostrarlo. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 31 — —Llévate eso a mi despacho y descansa. Tienes veinte minutos. Anahi había visto el despacho, y el término «habitación» resultaba muy generoso. —Oye, tengo un problema con los espacios pequeños. —Miedo a la oscuridad y claustrofobia. Tienes un montón de fobias, chica. Bueno, pues siéntate a la barra. Te doy igualmente veinte minutos. Hizo lo que le decían y se sentó al final de la barra. Al cabo de un momento, Linda-Gail dejó una taza de té a su lado y le guiñó un ojo. —Buenos días, doctor —dijo Linda-Gail mientras pasaba un paño por la barra y le dedicaba una sonrisa al hombre que se había deslizado en el taburete situado junto al de Anahi—. ¿Lo de siempre? —Mi especial colesterol de los domingos, Linda-Gail. Es el día en el que me suelto la melena. —Enseguida se lo pongo. Joanie, el doctor está aquí—dijo sin molestarse en escribir el pedido—. Doctor, esta es Anahi, la nueva cocinera. Anahi, te presento al doctor Wallace. Te curará todos los males. Pero no dejes que te convenza para jugar al póquer. Es una fiera. —Bueno, bueno, ¿cómo voy a desplumar a los recién llegados si dices esas cosas? —El hombre se movió en el taburete y saludó a Anahi con la cabeza—. Me dijeron que Joanie tenía a alguien que sabía lo que hacía en la cocina. ¿Cómo te va? —De momento bien. Me gusta el trabajo. Tuvo que hacer un esfuerzo y recordarse que el tal Wallace no llevaba una bata de médico y unas agujas. —En Joanie's sirven el mejor desayuno de domingo de todo Wyoming —dijo él, dispuesto a disfrutar del café que Linda-Gail le puso delante—. En el hotel preparan un gran bufet para los turistas, pero aquí sale más a cuenta. Cómete eso ahora que aún está caliente. «En lugar de mirarlo —pensó el hombre—, como si la comida del plato fuese un rompecabezas» mientras Anahi jugaba con la comida, él le contó que hacía casi treinta años que era el médico del pueblo. Llegó cuando era joven, en respuesta a un anuncio que puso el ayuntamiento en el periódico de Laramie. —Iba en busca de aventuras —dijo con una voz en la que se percibía vagamente el acento de las zonas rurales del Oeste—. Me enamoré del lugar y de una bonita chica de ojos castaños llamada Susan. Criamos a tres hijos aquí. El mayor también es médico, y este es su primer año de interno en Cheyenne. La mediana, Annie, se casó con un tipo que hace fotos para la revista National Geographic. Se trasladaron a Washington. Allí también tengo un nieto. El más pequeño estudia filosofía en California. No sé sobre qué demonios va a filosofar, pero ahí está. Mi Susan murió hace dos años de cáncer de pecho. —Lo siento. —Es algo muy, muy duro —respondió Wallace, echando un vistazo a su alianza—. Todavía la busco a mi lado cuando me despierto por las mañanas. Supongo que nunca dejaré de hacerlo. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 32 — —Aquí tiene, doctor. —Linda-Gail puso un plato delante de él, y ambos se echaron a reír cuando Anahi lo miró con los ojos desorbitados—. Se lo comerá todo, ya verás —dijo Linda-Gail antes de alejarse. Había un montón de tortitas, una tortilla, una gruesa loncha de jamón, una ración generosa de despojos fritos y tres salchichas. —No puede comerse de verdad todo eso. —Mira y aprende, niña. Mira y aprende. «Se le ve en forma —pensó Anahi—, con su camisa de cuadros y su cómoda chaqueta de punto.» Hubiera dicho que era alguien que comía sano y hacía una cantidad razonable de ejercicio. Su rostro era rubicundo y enjuto, con unos ojos de color avellana claro detrás de unas gafas con montura metálica. Sin embargo, se zampaba el enorme desayuno con el apetito de un camionero de largo recorrido. —¿Tienes familia en el Este? —le preguntó. —Sí, mi abuela vive en Boston. —¿Es ahí donde aprendiste a cocinar? Anahi no podía dejar de mirar cómo desaparecía la comida. —Sí, allí empecé. Fui al Instituto Culinario de Nueva Inglaterra, en Vermont, y luego pasé un año en París, en el Cordon Bleu. —Instituto Culinario —repitió el doctor, levantando

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las cejas—. Y París. Qué elegante. —¿Perdón? —dijo ella, dándose cuenta bruscamente de que en dos minutos había revelado más de su pasado de lo que acostumbraba a contarle a nadie en dos semanas—. Más que elegante, intenso. Tengo que volver al trabajo. Me alegro de conocerle. Anahi no paró de trabajar durante el turno del almuerzo; tenía el resto de la tarde y la noche para sí misma, y decidió dar un largo paseo. Podía rodear el lago, tal vez explorar parte del bosque y los riachuelos. Podía hacer fotos y enviárselas a su abuela por correo electrónico y, entre el aire fresco y el ejercicio, agotarse. Se puso las botas de excursión y llenó la mochila exactamente como recomendaba su guía para excursiones de menos de quince kilómetros. De nuevo en el exterior, buscó un punto cerca del lago para sentarse y leer los folletos de información que había cogido en el hotel. Decidió que se tomaría todos los días que pudiese para salir del pueblo, visitar el parque y tal vez un poco las zonas menos habitadas de la región. Se sentía mejor en el exterior al aire libre. El primer día que no le tocase trabajar, tomaría uno de los senderos más fáciles y haría una excursión para ver el río. Pero por el momento más valía que empezase haciendo lo que aconsejaba su guía y ablandase sus botas de excursión. Se puso en marcha a paso tranquilo. Esa al menos era una de las ventajas de su vida en ese momento. Pocas veces tenía prisa. Podía hacer lo que quisiera cuando quisiera, a su ritmo. Antes nunca se lo permitía. En los últimos ocho meses había visto y hecho más que en los veintiocho años anteriores. Tal vez estaba un poquito NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 33 — loca, y sin duda neurótica, fóbica y ligeramente paranoica, pero había huecos de sí misma que había conseguido volver a llenar y pedazos de sí misma que había devuelto a su lugar. Nunca volvería a ser lo que fue, una urbanita activa y ambiciosa. Pero le gustaba cómo estaba tomando forma. Prestaba más atención a detalles que antes le pasaban desapercibidos. El juego de la luz y las sombras, el chapoteo del agua, notar bajo sus pies la tierra esponjosa por el deshielo. Podía detenerse donde estaba, en ese mismo instante, y contemplar como una garza, silenciosa como una nube, alzaba el vuelo desde el lago. Podía contemplar cómo las ondas, cada vez más amplias, agitaban la superficie hasta alcanzar la punta de los remos que manejaba un muchacho en un kayak rojo. Se acordó de su cámara demasiado tarde para captar la garza, pero sí captó al muchacho con su barca roja, y las aguas azules, y el reflejo deslumbrante de las montañas que atravesaba su superficie. «Adjuntaré pequeñas notas a cada foto», pensó mientras reanudaba la marcha. De esa forma su abuela se sentiría parte del viaje. Anahi sabía que la había dejado preocupada en Boston, pero lo único que podía hacer era enviar largos correos electrónicos y hacer una llamada telefónica de vez en cuando para hacerle saber dónde y cómo estaba. Aunque no siempre era del todo sincera en cuanto al cómo. Había casas y cabañas diseminadas en torno al lago, y se fijó en que alguien preparaba una barbacoa de domingo: pollo asado, ensalada de patatas, pinchos de verdura en adobo, litros de té frío y cerveza. Era un buen día para aquello. Un perro se metió en el agua chapoteando tras una pelota azul, mientras una niña permanecía en la orilla riendo y animándolo a gritos. Cuando el animal la recogió y regresó a tierra firme, se sacudió como un loco; las gotas que rociaron a la niña reflejaron la luz del sol y se encendieron como diamantes. El ladrido se llenó de alborozo cuando la niña lanzó de nuevo la pelota, y el perro volvió a saltar al agua para repetir el proceso. Anahi sacó su botella de agua y bebió mientras se alejaba del lago y se adentraba en el bosque. Si no hacía demasiado ruido, tal vez viese algún ciervo o alce, tal vez el mismo que había observado aquella mañana. Podía prescindir de los osos que, según los folletos y las guías, habitaban en los bosques de la zona, aunque la guía afirmaba que los osos acostumbraban a alejarse si percibían la presencia humana. Cabía la posibilidad de

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que ese día los osos estuviesen de mal humor y la tomaran con ella. Así pues, se andaría con cuidado, no se alejaría demasiado y, aunque llevaba una brújula, no se saldría del camino. «Aquí hace más fresco», pensó. El sol no alcanzaba los charcos y parches de nieve, y el agua del pequeño torrente que encontró tenía que atravesar los trozos de hielo. Siguió el torrente, escuchando el silbido y la caída del hielo que se fundía NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 34 — despacio. Cuando encontró huellas, se sintió entusiasmada. «¿De qué animal serán estas huellas?», se preguntó. Para saberlo, se dispuso a sacar la guía de la mochila. Un crujido la dejó paralizada; echó un vistazo a su alrededor. Habría sido difícil decir quién estaba más sorprendido, si Anahi o el ciervo mulo, pero se miraron mutuamente asombrados durante un intenso momento. «Debo de estar contra el viento —pensó—. ¿O era a favor del viento?» Mientras alargaba el brazo despacio para coger la cámara, se dijo que debería comprobarlo. Logró un primer plano y luego cometió el error de reírse encantada. Al oírla, el ciervo se alejó dando brincos. —Sé cómo te sientes —murmuró mientras lo veía huir del contacto humano—. El mundo está lleno de cosas que dan miedo. Volvió a guardarse la pequeña cámara en el bolsillo mientras pensaba que ya no oía ladrar al perro ni el estruendo de los coches que circulaban por la calle principal del pueblo. Solo la brisa entre los árboles como una ola callada y el silbido del torrente. —Tal vez debería vivir en un bosque. Buscarme una pequeña cabaña aislada y tener un huerto. Podría ser vegetariana —consideró mientras tomaba impulso para superar de un salto el estrecho torrente—. Vale, seguramente no. Pero podría aprender a pescar. Comprarme una camioneta e ir a comprar al pueblo una vez al mes. Dibujo la imagen en su mente. Ni demasiado lejos del agua, ni demasiado metida en el bosque. Con montones y montones de ventanas para que fuese casi como vivir en el exterior. —Podría montar mi propio negocio. Una pequeña granja. Cocinar y vender los productos. Hacerlo todo a través de internet, quizá. No salir nunca de casa. Y acabar añadiendo la agorafobia a mi lista. No, viviría en el bosque —esa parte estaba bien—, pero trabajaría en el pueblo. Podría incluso ser allí, y seguir trabajando para Joanie. —Esperaré unas semanas, es lo mejor. A ver cómo van las cosas. Me marcharé de ese hotel, eso desde luego. No va a servirme mucho tiempo. De todos modos, ¿dónde puedo ir? Es un problema. Puede que mire... Dejó escapar un grito, retrocedió dando un traspié y a punto estuvo de caer de culo. Una cosa era encontrarse a un ciervo mulo y otra muy distinta tropezar con un hombre tendido en una hamaca con un libro abierto sobre el pecho. Brody la había oído venir. Habría sido difícil no hacerlo, pensó, porque iba discutiendo en voz alta consigo misma. Supuso que se desviaría hacia el lago, pero en lugar de eso giró directamente hacia su hamaca, con los ojos clavados en la punta de sus flamantes botas de excursión. Así que dejó el libro para contemplarla. «Mujer urbana andando con tiento por un lugar solitario —reflexionó—. Mochila y botas L. L. Bean, Levi's que al menos parecen usados, botella de agua.» ¿Aquello que le asomaba del bolsillo era su teléfono móvil? ¿A quién demonios iba a llamar? NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 35 — La muchacha llevaba una cola de caballo que asomaba por la abertura posterior de una gorra negra. Tenía la cara pálida, los ojos grandes y sobresaltados, de un intenso castaño oscuro. —¿Perdida? —No. Sí. No. —Miró a su alrededor como si acabase de aterrizar procedente de otro planeta—. Estaba dando un paseo. Debo de haber entrado en tu propiedad sin darme cuenta. —Sin duda. ¿Quieres esperar aquí un momento mientras voy a buscar mi rifle? —Pues no, la verdad. Mmm. Supongo que esa cabaña es tuya. —Ya llevas dos aciertos. —Es bonita. La observó, una sencilla estructura de troncos, un largo porche cubierto, una silla y una mesa. Le pareció encantadora. Una silla y una mesa. —Y privada —añadió—. Lo siento. —Yo no. A mí me gusta que sea

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privada. —Quiero decir... bueno, ya sabes qué quiero decir. Respiró hondo mientras abría y cerraba el tapón de su botella de agua. Le resultaba más fácil con los extraños. Lo que no podía soportar eran las miradas de compasión e interés de los conocidos. —Es de mala educación mirar fijamente a la gente, y vuelves a hacerlo —dijo. El hombre levantó una ceja. Anahi siempre había admirado a la gente que sabía hacerlo, como si esa sola ceja tuviese un juego de músculos independiente. A continuación, alargó el brazo hacia el suelo y cogió sin fallar una botella de cerveza. —¿Quién decide ese tipo de cosas, lo que es de mala educación en una cultura determinada? —La SPME. El hombre solo tardó un momento. —¿La Sociedad para la Prevención de la Mala Educación? Creía que se había disuelto. —No, siguen realizando su buena labor desde lugares secretos. —Mi bisabuelo era miembro de la SPME, pero no hablábamos del tema porque era un completo gilipollas. —Bueno, eso pasa en todas las familias y grupos. Te dejo con tu lectura. Dio un paso atrás, y Brody pensó que podría preguntarle si le apetecía una cerveza. Como habría sido un gesto casi sin precedentes, ya había decidido no hacerlo cuando un sonido agudo perforó el aire. Anahi se echó al suelo y se cubrió la cabeza con los brazos como un soldado en una trinchera. La primera reacción de él fue de regocijo. Una chica de ciudad. Pero al ver que no se movía ni hacía sonido alguno, comprendió que era más que eso. Sacó las piernas de la hamaca y luego se agachó. —Encendido prematuro —dijo con calma—. Es la furgoneta de Carl Sampson, una ruina sobre ruedas. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 36 — —Encendido prematuro. La oyó murmurarlo una y otra vez, temblando. —Sí, eso es. Le apoyó una mano sobre el brazo para tranquilizarla, y ella se puso tensa. —No, no me toques. No me toques. No. Solo necesito un minuto. —Está bien —contestó él, antes de levantarse para ir a buscar la botella de agua, que había salido despedida cuando ella se arrojó al suelo—. ¿Quieres tu agua? —Sí, gracias. —Cogió la botella, pero sus dedos temblorosos no podían abrirla. Sin decir nada, Brody se la quitó, desenroscó el tapón y se la devolvió—. Estoy bien. Solo me he llevado un sobresalto. Creía que era un disparo. «Sobresalto, y una mierda», pensó él. —También oirás ese tipo de cosas. No en la temporada de caza, pero a la gente de por aquí le gusta tirar al blanco. Esto es el salvaje Oeste, Flaca. —Claro, por supuesto. Ya me acostumbraré. —Si sales a caminar por el bosque y las colinas, es mejor que lleves algo de colores vivos, rojo o naranja. —Claro, sí, por supuesto, es cierto. Lo haré la próxima vez. Su cara había recuperado algo de color, pero en opinión de Brody era la manifestación de la vergüenza que sentía. Cuando se puso en pie, oyó su aliento entrecortado. Hizo un intento desganado de sacudirse la ropa. —Esto completa la parte de diversión de nuestro programa. Que disfrutes de lo que queda del día. —Eso pretendo. «Un tipo más agradable —pensó él—, insistiría en que se sentase o se ofrecería a acompañarla hasta el pueblo.» Pero él no era un tipo más agradable. Anahi reanudó la marcha y tras unos pasos echó un vistazo por encima del hombro. —Por cierto, me llamo Anahi. —Ya lo sé. —Ah, bueno. Pues ya nos veremos. «Será difícil evitarlo», pensó Brody mientras ella aceleraba el paso con la mirada clavada en el suelo. Una mujer asustadiza, con grandes ojos de cierva. Era bonita, y seguramente sería hasta sexy si pesase cinco kilos más. Pero lo que le intrigaba era que fuese tan asustadiza. Nunca podía resistirse a imaginar lo que movía a la gente. Y en el caso de Anahi Gilmore, suponía que lo que se movía en su interior, fuera lo que fuese, tenía muchas mechas demasiado cortas. Anahi clavó la vista en el lago, con sus ondas, cisnes y barcas. Rodearlo representaría una larga caminata, pero le permitiría calmarse y superar la vergüenza. Empezaba a transformarse en una migraña, pero eso no era grave, no pasaba nada. Si no remitía, se tomaría un analgésico al llegar al hotel. Tal vez tuviese el

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estómago revuelto, pero eso no era tan malo. No había vomitado para rematar la mortificación. ¿Por qué no estaba sola en el bosque cuando sonó el encendido prematuro de NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 37 — aquella estúpida furgoneta? Claro que, de haber sido así, tal vez siguiese acurrucada allí, lloriqueando. Al menos Brody se había mostrado práctico. Aquí tienes tu agua, tranquilízate. Eso era mucho más fácil de sobrellevar las caricias, las palmaditas y las frases de consuelo. El sol le molestaba en los ojos; buscó sus gafas en la mochila. Se obligó a mantener la cabeza erguida y caminar a paso normal. Incluso consiguió sonreírle a una pareja que paseaba junto al lago, como ella, y levantar la mano en respuesta al saludo del conductor de un coche que pasó cuando por fin llegó a la calle principal. La muchacha de la recepción —Anahi no consiguió extraer el nombre de su dolorida cabeza— volvía a estar en su puesto. Con una sonrisa, la chica le preguntó cómo estaba y si había disfrutado de su excursión. Anahi contestó de forma mecánica, pero todas las palabras le sonaron falsas. Anhelaba llegar a su habitación. Subió por la escalera, sacó la llave y después de entrar se apoyó contra la puerta. Tras comprobar la cerradura dos veces y tomarse un analgésico, se acurrucó en la cama con las botas y las gafas de sol aún puestas. Al cerrar los ojos, cedió al agotamiento de fingir normalidad. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 38 — Capítulo 4 Una tormenta de primavera dejó caer veinte centímetros de nieve húmeda y pesada, y convirtió el lago en un espumoso disco gris. Algunos de los lugareños se abrieron camino por él en motos de nieve mientras los niños, como bultos informes envueltos en ropa de invierno, se entretenían haciendo muñecos de nieve alrededor del lago. Lynt, con sus anchos hombros y su rostro curtido, hacía un descanso en su tarea de quitanieves para rellenar el termo con el café de Joanie y quejarse del viento. La propia Anahi lo había sufrido aquella mañana de camino al trabajo. Soplaba con furia cañón abajo, a través del lago, levantaba la nieve fresca y se metía en los huesos. Azotaba las ventanas y bramaba como un hombre con intenciones asesinas. Cuando el suministro eléctrico falló, la propia Joanie se puso el abrigo y las botas para salir y conectar el generador. El rugido de la máquina competía con el chillido del viento y el estrépito de la máquina quitanieves de Lynt, hasta que Anahi se preguntó cómo podía ser que la gente no se volviera loca con aquel ruido implacable. Eso no impidió que entrasen clientes. Lynt desconectó el quitanieves y se instaló ante un enorme cuenco de estofado de búfalo. Carl Sampson, con las mejillas rojas por el viento, entró resoplando, se sentó con Lynt, engullo un buen trozo de carne y se quedó a comer dos raciones de pastel de arándanos. Otros entraron y salieron. Otros entraron y se quedaron. Todos buscaban comida y compañía; contacto humano y algo caliente en el estómago que les recordase que no estaban solos. Mientras asaba, freía, hervía y picaba, Anahi también se sentía más calmada gracias al rumor de las voces. Pero no habría voces ni contacto cuando terminase su turno. Pensó en su habitación de hotel, y en el descanso caminó con dificultad hasta la tienda a comprar pilas de recambio para la linterna. Por si acaso. —Son los últimos coletazos del invierno —le dijo Mac mientras le cobraba—. Voy a tener que pedir más de estas. He tenido mucha demanda. También estoy a punto de quedarme sin pan, huevos y leche. ¿Por qué será que la gente siempre hace acopio de pan, huevos y leche cuando hay tormenta? —Supongo que para hacer torrijas. El hombre soltó una carcajada asmática. —Puede ser. ¿Cómo van las cosas por Joanie's? No he ido desde que empezó la tormenta. Cuando hay problemas me gusta pasar por los negocios que están abiertos. Soy el alcalde, y me parece que es mi obligación. —El generador funciona, así que seguimos trabajando. Como usted. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 39 — —Sí, no me gusta cerrar. Lynt mantiene las calles bastante despejadas y,

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según me han dicho, la electricidad volverá dentro de un par de horas. Además, la tormenta ya está en las últimas. Anahi miró hacia las ventanas. —¿Usted cree? —Para cuando vuelva la electricidad, habrá terminado, ya lo verá. El único problema serio ha sido el hundimiento del tejado del almacén de Clancy. De todas formas, él tiene la culpa. Tenía que arreglarlo y no ha retirado la nieve. Dígale a Joanie que en cuanto pueda pasaré a ver cómo va todo. En poco más de una hora se cumplieron las predicciones de Mac el viento amainó hasta convertirse en un murmullo airado. Antes de que transcurriese otra hora, la máquina de discos que Joanie se negaba a conectar al generador se puso en marcha con un chirrido, hipó y luego presentó a Dolly Parton. Y mucho después de que la gran nevada y el brutal viento abandonasen el pueblo, Anahi pudo verlo bramar en nubes magulladas en las montañas. Le parecía que aumentaba la ferocidad de estas y les otorgaba un poder frío y reservado. Se alegraba de poder contemplarlas desde su cálida habitación de hotel. Mezclaba tinas de estofado según las recetas de Joanie, asaba kilos y kilos de carne, aves y pescado. Cuando acababa su turno, contaba el dinero de sus propinas y lo metía en un sobre que guardaba en su petate. En algún momento del día o de la noche, Joanie ponía un plato de comida delante de Anahi. Ella se lo comía en un rincón de la cocina mientras la carne humeaba sobre la parrilla y la gente charlaba sentada ante la barra, con la música de fondo. Tres días después de la tormenta, estaba sirviendo estofado cuando entró Cas y husmeó el aire con gesto teatral. —Aquí hay algo que huele muy bien. —Sopa de tortitas de maíz; está muy rica. ¿Quieres un cuenco? Por fin había convencido a Joanie para que le dejase preparar una de sus propias recetas. —Me refería a ti, pero no voy a despreciar un cuenco de eso. Le dio el que acababa de preparar e intentó alcanzar otro cuenco. Cas se deslizó tras ella y alargó el brazo a la vez que ella. Un movimiento clásico, pensó Anahi, como el ágil gesto de apartarse de ella. Lo tengo. Tu madre está en su despacho, por si quieres verla. —Hablare con ella antes de irme. He venido a verte a ti. —¿Ah, sí? Llenó el siguiente cuenco y le echó por encima el queso rallado y las tiras de tortita fritas. Mientras lo depositaba en un plato con un panecillo y dos trozos de mantequilla, pensó con melancolía en lo buena que habría estado la sopa con cilantro fresco. Se movió con ligereza para poner el plato en la fila. —¡Pedido listo! —exclamó antes de coger la siguiente nota. Tal vez pudiese convencer a Joanie para que añadiera cilantro y algunas hierbas NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 40 — frescas más al pedido de productos. Tomates secados al sol y rúcula. Si pudiese... —Eh, ¿dónde andas? —preguntó Cas—. ¿Puedo ir yo también? —¿Qué? Perdona, ¿has dicho algo? Pareció un poco molesto y también desconcertado. Anahi supuso que no estaba acostumbrado a que las mujeres olvidasen su presencia. Enseguida se recordó que era el hijo de la jefa y sonrió. —Cuando cocino, pierdo el mundo de vista. —Eso parece. De todos modos, hoy no hay muchos clientes. —Pero el trabajo es continuo. Sacó lo necesario para hacer una hamburguesa con queso y beicon y un sándwich de pollo y se puso a preparar los dos pedidos de patatas fritas. —¡Caramba! Está buenísima—comentó Cas mientras se tomaba la sopa. —Gracias. No te olvides de decírselo a la jefa. —Lo haré. Por cierto, Anahi, he comprobado el horario. Esta noche libras. —Sí —admitió ella distraída, saludando con un gesto a Pete cuando el lavaplatos peso gallo volvió de su descanso. —Había pensado que a lo mejor te apetecía ver una película. —No sabía que hubiese un cine en el pueblo. —Es que no lo hay. Tengo la mejor colección de DVD del oeste de Wyoming. Además, hago unas palomitas riquísimas. —No me extraña. —Anahi volvió a recordarse que era el hijo de la jefa y decidió mostrarse simpática pero distante—. Es Una buena oferta, Cas, pero tengo muchas cosas que hacer esta noche. ¿Quieres un panecillo con la sopa? —Bueno —respondió él, a punto de

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acorralarla contra la parrilla—. ¿Sabes, preciosa? Me vas a romper el corazón si sigues rechazándome. —Lo dudo —replicó Anahi en tono ligero mientras repasaba los pedidos de parrilla, antes de pasarle un panecillo y un plato—. Más vale que no te acerques demasiado a la parrilla —le advirtió—. Podría salpicarte. En lugar de llevarse la sopa al comedor, como Anahi esperaba, Cas se apoyó en la encimera. —Tengo un corazón muy tierno. —Entonces más vale que te alejes de mí—dijo ella—. Yo los pisoteo todos. Desde Boston hasta aquí he dejado un rastro de corazones ensangrentados y maltrechos. Es una enfermedad. —Yo podría ser la cura. La muchacha le miró. Demasiado atractivo, demasiado encantador. Tiempo atrás tal vez le hubiese gustado que la persiguiese, e incluso que la atrapase durante unas semanas. Pero ya no tenía energía para juegos. —¿Quieres que te diga la verdad? —preguntó. —¿Me va a doler? Anahi se echó a reír. —Me caes bien y prefiero que sigas cayéndome bien. Eres el hijo de mi jefa, y eso te convierte en el más próximo a la jefa en mi lista. Nunca me acuesto con el jefe, NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 41 — así que no voy a acostarme contigo. Pero agradezco la oferta. —Aún no te he pedido que te acuestes conmigo —señaló él. —Así los dos ahorramos tiempo. Cas siguió comiendo despacio, pensativo, sonrió del misino modo, despacio y pensativo. —Si me dieses una oportunidad, seguro que podría hacerte cambiar de idea. —Por eso no te la doy. —Puede que mi madre te despida o que me repudie. Cuando la freidora zumbó, Anahi dejó escurrir las patatas en las cestas mientras terminaba los sándwiches. —No puedo permitirme quedarme sin trabajo, y tu madre te quiere. —Terminó los pedidos y los colocó en la fila—. Ahora sal, siéntate a la barra y acábate la sopa. Estás estorbando. —Las mujeres mandonas son mi debilidad —respondió él con una sonrisa. Pero salió despacio cuando ella empezó a preparar el siguiente plato. —Volverá a intentarlo —le dijo Pete desde el fregadero con una voz que aún sonaba al Bronx después de ocho años en Wyoming—. Es superior a él. Anahi se sentía un poco acosada, un poco acalorada. —Tal vez debería haberle dicho que estoy casada o que soy lesbiana. —Ya es demasiado tarde para eso. Es mejor que le digas que te has enamorado locamente de mí —respondió Pete con una sonrisa que mostró el amplio hueco entre sus incisivos. Ella volvió a reír entre dientes. —¿Por qué no se me habrá ocurrido? —A nadie se le ocurre. Por eso funcionaría. Joanie entró, metió un cheque en el bolsillo del delantal de Pete y le dio otro a Anahi. —Día de cobro. —Gracias —dijo Anahi mientras tomaba una decisión repentina—. Me pregunto si cuando tengas un momento podrías enseñarme el apartamento de arriba, si sigue disponible. —No has visto que nadie suba ahí, ¿verdad? Ven a mi despacho. —Tengo que... —Hazme caso —cortó Joanie mientras salía. Sin más elección, Anahi la siguió. Dentro, Joanie abrió un Armario de pared poco profundo blasonado con un vaquero montado en un caballo encabritado. Había un montón de llaves etiquetadas y colgadas en ganchos. Cogió una y se la dio. —Sube y echa un vistazo. —No es mi hora de descanso. Joanie levantó una cadera y apoyó el puño en ella. —Chica, es tu hora cuando yo digo que es tu hora. Vete. Las escaleras están en la parte trasera. —De acuerdo. Vuelvo en diez minutos. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 42 — Hacía bastante frío, aunque la nieve se derretía con rapidez, así que fue a buscar el abrigo. Se alegró de llevarlo al subir por la escalera exterior y poco segura y abrir la puerta. Resultaba evidente que Joanie era lo bastante ahorradora para mantener la calefacción apagada en el apartamento de arriba. Era una habitación con un hueco en el que había un diván y un tabique bajo en el lado de la calle que separaba una pequeña cocina. El suelo era de tablas desiguales de roble que mostraban algunas cicatrices, mientras que las paredes estaban pintadas de un beis industrial. El cuarto de baño era algo más amplio que el de la habitación del hotel, con un lavabo blanco con pie y

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una vieja bañera de fundición con pies con forma de garras. Alrededor de los desagües florecían manchas de óxido. El espejo situado sobre el lavabo estaba picado y las baldosas eran blancas con el reborde negro. En la habitación principal había un sofá de cuadros hundido, una butaca de un azul descolorido y un par de mesas con lámparas de segunda mano. Sonreía incluso antes de acercarse a las ventanas. Tres de ella daban a la montaña y parecían abrirse al mundo, Vio el cielo, donde las velas azules luchaban por apoderarse del monótono blanco, y el lago, donde el azul brillaba contra el gris. Los muñecos de nieve se fundían hasta convertirse en hobbits deformados que se extendían sobre la hierba quemada por el invierno. Los sauces eran pobres palos doblados; los álamos se estremecían. Sobre los picos nevados oscilaban sombras a medida que las nubes se juntaban y separaban, y le pareció ver un tenue brillo que podía ser un lago de montaña. El pueblo, con sus calles embarradas, su alegre quiosco y sus rústicas cabañas, se extendía a sus pies. Desde donde estaba, se sentía parte de él y al mismo tiempo, segura y apartada. —Aquí podría ser feliz —murmuró—. Aquí podría estar bien. Tendría que comprar algunas cosas. Toallas, sábanas, material para la cocina, artículos de limpieza. Pensó en el cheque que llevaba en el bolsillo y en el dinero de las propinas. Podía comprar lo más importante, y sería divertido. La primera vez que compraría sus propias cosas en casi un año. «Es un gran paso», pensó, y enseguida empezó a analizarse. ¿Era un paso demasiado grande? ¿Era demasiado pronto? Alquilar un apartamento, comprar sábanas... ¿Y si tenía que marcharse? ¿Y si la despedían? ¿Y sí...? —Por el amor de Dios, dejemos las dudas para mañana —murmuró—. El momento es lo que importa. Y en este momento, quiero vivir aquí. Mientras lo pensaba, las nubes se abrieron y un frágil rayo de sol las atravesó como una flecha. Decidió que era una buena señal. Lo intentaría allí, durara lo que durase. Oyó pisadas en la escalera, y en su pecho se abrió la burbuja de miedo. Rebuscó en su bolsillo y cerró el puño en torno a la alarma mientras con la otra mano agarraba una de las vulgares lámparas de mesa. Cuando Joanie abrió la puerta, Anahi dejó la lámpara en su litio como si la estuviese examinando. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 43 — —Es muy fea, pero da bastante luz —dijo Joanie, sin más comentarios. —Lo siento, he tardado más de lo que pensaba. Bajo ahora mismo. —No hay prisa. No hay mucha gente, y Beck está con la parrilla. Mientras no sea nada demasiado complicado, puede arreglárselas. ¿Quieres el apartamento o no? —Sí, siempre que pueda pagar el alquiler. No me has dicho cuánto... En mangas de camisa, con su manchado delantal y sus zapatos de suela gruesa, Joanie repasó rápidamente la habitación. Luego mencionó una cifra mensual que era algo inferior al precio del hotel. —Eso incluye la calefacción y la electricidad, siempre que no te vuelvas loca gastando. Si quieres teléfono, corre a tu cuenta. Lo mismo si se te mete en la cabeza que quieres pintar las paredes. No quiero ruido aquí arriba durante las horas de apertura. —Soy muy silenciosa, y prefiero pagar por semanas. —Mientras pagues a tiempo, no me importa. Si quieres, puedes mudarte hoy. —Mañana. Necesito comprar algunas cosas. —Por mí no hay problema. Esto está bastante vacío. —Joanie recorrió la habitación con su mirada de águila—. Debo de tener algunas cosas por ahí que puedo subirte. Si necesitas ayuda para traer lo tuyo, Pete y Beck te echarán una mano. —Te lo agradezco mucho. —Eres solvente. Pronto tendrás un aumento. —Gracias. —No tienes que agradecerme algo que acordamos desde el primer momento. Haces tu trabajo y no das problemas. Tampoco haces preguntas. Me imagino que es porque estabas ausente el día que repartieron tu ración de curiosidad o porque no quieres que te hagan preguntas. —¿Es una pregunta o una afirmación? —No eres tonta. —Joanie se dio una palmadita en el bolsillo del delantal donde guardaba su paquete de tabaco—. Vamos a decirlo claramente. Tienes

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problemas. Cualquiera con dos dedos de frente puede verlo con solo mirarte. Supongo que tienes lo que a la gente le gusta llamar «dificultades». —¿Así las llaman? —murmuró Anahi. —Desde mi punto de vista, tanto si tratas de solucionarlas como si te quedas de brazos cruzados, es cosa tuya. Pero no dejas que interfieran en tu trabajo, y eso es cosa mía. Eres una buena trabajadora, y la mejor cocinera que he tenido delante de la parrilla. Y eso pienso aprovecharlo, sobre todo porque intuyo que no vas a escabullirte una noche y dejarme tirada. No me gusta depender de nadie. Solo consigues llevarte una decepción. Pero voy a aprovecharte, y tú vas a recibir tu paga a tiempo y un alquiler razonable por este apartamento. Tendrás el tiempo libre que te corresponde y, si sigues aquí dentro de un par de meses, recibirás otro aumento. —No te dejaré tirada. Si tengo que irme, te lo diré de antemano. —Eso está bien. Ahora voy a preguntártelo sin rodeos, y si me mientes me daré cuenta. ¿Te persigue la policía? NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 44 — —No. —Anahi se pasó los dedos por el pelo y se rió sin ganas—. Por el amor de Dios, no. —Lo suponía, pero más vale que sepas que algunos de por aquí especulan sobre eso. A la gente de Fist le gusta sacar sus conclusiones, para pasar el tiempo... Si no quieres decir qué te pasa, también es cosa tuya. Pero podría ser útil, por si alguien viene buscándote, que me dijeras si quieres que te encuentre o que le envíe en otra dirección. —Nadie va a venir a buscarme. Solo tengo a mi abuela, y sabe dónde estoy. No huyo de nadie. «Excepto tal vez de mí misma», pensó. —Muy bien, entonces. Ya tienes la llave. Tengo un duplicado en mi despacho. Una vez, que te mudes, no subiré a fisgonear. Pero si te retrasas con el alquiler te lo descontaré de tu paga. Nada de excusas. Ya las he oído todas. —Si puedes cobrar mi cheque, te pagaré ahora la primera semana. —Me parece bien. Otra cosa, agradecería un poco de ayuda con el horno de vez en cuando. Podrías echarme una mano. Utilizo la cocina de mi casa para las recetas que se preparan en el horno. —No hay problema. —Lo encajaré en el horario. En fin, volvamos antes de que Bock envenene a alguien. Con el resto de la paga y parte del dinero de las propinas, Anahi se dirigió a la tienda. «Cosas básicas —se recordó—. Lo esencial y nada más.» Aquello no era Newberry Street y no podía permitirse caprichos. Pero Dios santo, le hacía ilusión comprar algo que no fuesen unos calcetines o unos vaqueros. Aquella idea aligeró sus pasos. Se sentía bien, pudo sentir el color saludable en sus mejillas. Entró acompañada del tintineo de la campana colgada sobre la puerta. Había otros clientes, y a algunos los reconoció del restaurante. Solomillo en salsa con extra de cebolla para el hombre de la chaqueta de cuadros que estaba en la sección de ferretería. También le resultaban familiares la mujer y el niño que echaban un vistazo en la de telas; pollo frito para él, ensalada completa para ella. Identificó como campistas a un grupo de cuatro personas que cargaban las provisiones apiladas en uno de los carros. Saludó con la mano a Mac Drubber y se sintió reconfortada por su gesto de respuesta. Era agradable reconocer y ser reconocida. Todo tan natural y normal. Y ya estaba mirando los juegos de cama. Rechazó de inmediato de color blanco. Le recordaban demasiado los hospitales. Tal vez, el azul celeste, con un estampado de pequeñas violetas, y la manta azul marino. Y para las toallas, el amarillo; sería como llevar un poco de sol al cuarto de baño. Hizo el primer viaje hasta el mostrador. —Creo que ya tienes casa... —dijo Mac. —Sí, el apartamento que hay encima de Joanie's. —Eso está muy bien. ¿Quieres que te abra una cuenta? NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 45 — Con lo animada que se sentía en aquel momento, resultaba tentador. Podría comprar lo que necesitase y algunas cosas imprescindibles, y pagarlo todo más tarde. Pero eso supondría romper la inflexible norma por la que se había regido su vida durante más de ocho meses. —No hace falta. Es día de cobro. De momento solo quiero

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comprar algunas cosas para la cocina. Hizo las cuentas mentalmente mientras echaba un vistazo, debatía, eliminaba o seleccionaba lo que era absolutamente necesario y lo que resultaba prescindible. Una buena sartén de hierro, una olla en condiciones. No podía permitirse la clase de cazuelas que tuvo tiempo atrás ni unos buenos cuchillos, pero con eso podía arreglárselas. Mientras calculaba y adaptaba su lista, miraba hacia la puerta cada vez que sonaba la campanita. Por eso vio entrar a Brody. Llevaba la misma cazadora de cuero raída y las mismas botas gastadas. No parecía haberse afeitado en un par de días. Pero aquella mirada, fiel reflejo de que lo había visto todo y no se le escapaba nada, seguía allí mientras sus ojos pasaban por encima de ella antes de dirigirse a la sección de comestibles. Por fortuna, ella ya había recorrido aquella zona para coger lo que consideraba elementos básicos de la despensa y la nevera. Empujó su carrito hasta el mostrador. —Esto es todo, señor Drubber. —Enseguida te hago la cuenta. La tetera no te la cobro. Considéralo un regalo de bienvenida. —Oh, no tiene por qué hacerlo. —En mi tienda soy yo quien pone las normas —dijo levantando el índice—. Un minuto, Brody. —Muy bien. —Brody dejó sobre el mostrador un cartón de leche, una caja de cereales y un paquete de café y saludó a Anahi con un gesto de la cabeza—. ¿Qué tal? —Bien, gracias. —Anahi se muda al apartamento que hay encima de Joanie's. —¿Ah, sí? —En cuanto le cobre y coloque la compra en unas cajas, échale una mano para llevarlas hasta allí, Brody. —Oh, no. No hace falta. Puedo arreglármelas. —No puedes cargar con todo esto tú sola —insistió Mac—. Tienes el coche ahí fuera, ¿verdad, Brody? —Claro. —Su boca dibujó una ligera sonrisa; se diría que la situación le divertía. —De todos modos, cenarás en Joanie's, ¿no? —Ese es el plan. —¿Lo ves? No es ninguna molestia. ¿Te cobro en metálico o con tarjeta? —En metálico. Sí, en metálico. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 46 — Y, descontando la tetera, sería casi todo el dinero que llevaba encima. —Cárgame lo mío en mi cuenta, Mac. Brody puso sus compras encima de una de las cajas que Mac había llenado y la levantó. Antes de que Mac hubiese terminado, Brody estaba de vuelta en busca de la segunda caja. Atrapada, Anahi levantó la última. —Gracias, señor Drubber. —¡Que disfrutes de tu nueva casa! —dijo Mac mientras Anahi seguía a Brody hacia la puerta. No tienes por qué hacerlo. En serio —empezó ella en cuanto salieron-. Te ha puesto en un aprieto. —Sí, es verdad. Brody cargó la segunda caja en el fondo de un Yukon negro, se volvió y alargó los brazos para coger la que llevaba Anahi. La muchacha la apretó con más fuerza. —He dicho que no tienes por qué hacerlo. Puedo llevarlo yo todo. —No, no tengo por qué hacerlo, y no, no puedes llevarlo tú todo, así que hagámonos un favor y acabemos antes de que se haga de noche. Sube. —Le quitó la caja de un tirón y la cargó en el coche. —No quiero... —Te estás comportando como una tonta. Tengo tus cosas —siguió él mientras rodeaba el capó—. Puedes subir y viajar con ellas o puedes ir andando. Anahi habría preferido la segunda opción, pero eso la habría convertido en imbécil además de en tonta. Subió y cerró con un portazo, irritada. Y, sin preocuparse demasiado por si a él le parecería bien o no, abrió la ventanilla para no sentirse atrapada. Brody no dijo nada. La radio emitía a toda potencia a los Red Hot Chili Peppers, así que ella no tuvo que darle conversación durante el breve trayecto. Aparcó en la calle y salió para descargar una caja por uno de los laterales mientras ella tiraba de la segunda por el otro. —La entrada está en la parte de atrás —dijo Anahi. Su voz sonó cortante y eso la sorprendió. No recordaba la última vez que se había enfadado de verdad con alguien que no fuese ella misma. Tuvo que alargar las zancadas para no quedarse atrás y, aunque subió por la escalera junto a él sin demasiado esfuerzo, cuando tuvo que apoyar la caja contra la pared para manejar la llave le costó lo suyo. Brody cogió con una sola mano la caja que llevaba, le quitó la

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llave de las manos y abrió la puerta. Una nueva oleada de resentimiento la inundó. Aquella era su casa y estaba en su derecho de invitar a entrar a quien le apeteciera y dejar fuera a quién no. Y allí estaba él, cruzando el umbral para dejar caer sobre el mármol de la cocina su caja con nuevas y valiosas posesiones. Brody salió sin hacer un comentario. Resoplando, Anahi dejó su caja en el suelo. Corrió hacia la puerta y salió con la esperanza de alcanzarle y cargar con lo que NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 47 — quedaba. Pero Brody ya volvía. —Ya la cojo yo —dijo Anahi, molesta, apartándose de la cara el pelo que le revolvía el viento—. Gracias. —Yo la llevo. ¿Qué demonios hay aquí? ¿Ladrillos? —Deben de ser la sartén de hierro y los artículos de limpieza. Puedo llevarlo yo, de verdad. Él se limitó a no hacerle caso y subió los peldaños. —¿Por qué diablos has cerrado la puerta si íbamos a volver enseguida? —Por costumbre. Anahi giró la llave en la cerradura, pero antes de que pudiese quitarle la caja él entró para meterla por sí mismo. —Bueno, pues gracias —dijo ella, inmóvil junto a la puerta abierta, sabiendo que además de comportarse como una maleducada estaba dejando entrar el frío—. Lamento la imposición. —No pasa nada. —Brody dio una vuelta con las manos en los bolsillos. «Un espacio pequeño y deprimente», pensó «hasta que te fijas en la vista». La vista lo era todo. Y estaba limpio; debía de ser cosa de Joanie. Vacío o no, había quitado con frecuencia el polvo y las telarañas—. No le iría nada mal una mano de pintura — comentó. —Supongo que sí. —Y un poco de calefacción. Aquí se te congelarán esos huesos de pajarito que tienes. —No tiene sentido encender la calefacción hasta que me traslade mañana. No quiero entretenerte. El se volvió y le apuntó con aquellos ojos. —No te preocupa entretenerme, solamente quieres que me vaya. —Vale. Adiós. Por primera vez, le dedicó una sonrisa franca y sincera. —Eres más interesante cuando estás de malas. ¿Cuál es el plato de esta noche? —Pollo frito con guarnición de patatas en salsa verde, guisantes y zanahorias. —Suena bien —dijo antes de dirigirse hacia la puerta y detenerse justo delante de ella. Habría jurado que casi podía oír cómo se le tensaba el cuerpo—. Ya nos veremos. La puerta se cerró sin ruido tras él, y la cerradura sonó antes de que hubiese bajado el primer peldaño. Rodeó el edificio y, para satisfacer su curiosidad, miró hacia arriba, a la fachada. La muchacha estaba junto a la ventana del centro, mirando hacia el lago. «Flaca como el tronco de un sauce —pensó él—, con el pelo revuelto por el viento y ojos profundos y reservados. » Se le ocurrió que parecía más un retrato en un marco que alguien de carne y hueso. Se preguntó dónde habría dejado el resto de sí misma. Y por qué. El deshielo primaveral significaba fango. Los caminos y senderos quedaron NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 48 — cubiertos de él, y las botas sucias lo extendieron por las calles y aceras. Los lugareños, que conocían bien el carácter de Joanie, se las limpiaban en lo posible antes de entrar en el restaurante. Los turistas, que al cabo de un mes acudirían en tropel a los parques, campings y cabañas, eran escasos. Pero algunos acudían para disfrutar del lago y del río, remaban en sus canoas y kayaks por el agua fría y a través de los cañones que devolvían el eco. Angel's Fist se instalaba en el tranquilo intervalo entre la temporada de invierno y la de verano. Nada más salir el sol, cuando el cielo florecía de tonos rosado, Anahi recorría una de las carreteras estrechas y llenas de buches del otro lado del lago. «Es más una pista que una carretera», pensaba mientras giraba el volante y aminoraba la velocidad para evitar hundirse en el barro endurecido. Cuando un alce cruzó el camino, la muchacha no solo lanzó un suave grito de sorpresa y regocijo, sino que también pronunció una pequeña oración de agradecimiento por estar circulando a muy poca velocidad. Si resultaba que no se había perdido, cantaría de alegría. Joanie quería que llegase a las siete, y aunque había salido con el doble del tiempo necesario, temía llegar tarde. O acabar en Utah. Deseaba

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pasarse la mañana horneando, así que no quería acabar en Utah. Pasó junto al bosque de sauces colorados del que le había hablado Joanie, o al menos creyó que eran sauces colorados. Luego divisó una tenue luz. —Rodear los sauces, girar a la izquierda y luego... ¡Sí! Cuando vio la vieja furgoneta Ford de Joanie, levantó en el aire un puño imaginario. Paró el coche. No supo qué esperaba. Tal vez una pequeña cabaña rústica. Un bungalow del Oeste. Cualquiera de las dos opciones habría respondido a su imagen del lugar donde podía vivir su impaciente jefa de lengua viperina. Pero no esperaba el estilo y el espacio de aquella casa de troncos y vidrio, las largas extensiones de porches y pisos que sobresalían para alzarse sobre el pantano y el claro. Tampoco esperaba el pequeño torrente de alegres pensamientos de invierno de color violeta que desbordaban de las jardineras. Pensó que parecía la Casita de Chocolate, aunque tenía líneas rectas y prácticas en vez de sinuosidades. Algo en la forma en que estaba metida en el bosque, como un secreto, la hacía fantástica. Hechizada, siguió las órdenes que había recibido, arrancó de nuevo, aparcó y luego salió del coche para dar la vuelta a la casa. Había ventanas por todas partes. Amplias ventanas con vistas a la montaña, el pantano, el lago y el pueblo. Más macetas de pensamientos, y otras que contenían tallos que florecerían con narcisos, tulipanes y jacintos cuando la temperatura subiese. Una luz brillaba a través del cristal. Vio a Joanie detrás de una de las ventanas de la cocina. Llevaba una sudadera remangada hasta los codos y ya estaba mezclando algo en un cuenco. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 49 — Anahi fue hasta la puerta y llamó. —¡Está abierto! Que la puerta no estuviese cerrada le hizo poner mala cara. ¿Y si en vez de ella fuese un loco armado con un palo? ¿No debería una mujer, sobre todo si vivía sola, considerar ese tipo de posibilidades y tomar unas precauciones básicas? Entró en un ordenado lavadero; una vieja chaqueta de franela y un sombrero marrón deforme colgaban de un perchero. Junto a la puerta, a mano, había un par de viejas botas de trabajo. —Si llevas barro en los zapatos, quítatelos antes de entrar en mi cocina. Anahi lo comprobó, encogió los hombros sintiéndose culpable y luego se quitó los zapatos. Si el exterior de la casa había sido una revelación, la cocina era la respuesta a todas sus oraciones. Espaciosa, bien iluminada, con una encimera enorme en preciosos tonos de bronce y cobre. Hornos dobles. «Oh, Dios mío —pensó—, un horno de convección. » Vio el congelador y se estremeció de placer, casi como una mujer antes de hacer el amor con un adonis. A punto estuvo de babear al ver una cocina Vulcan y, madre del amor hermoso, una batidora Berkel. Sintió que las lágrimas pugnaban por brotarle de los ojos. Y a la máxima eficacia acompañaba el encanto. Bulbos de primavera florecían en frasquitos de vidrio en el alféizar de la ventaba, ramitas y hierbas interesantes emergían de un jarrón de madera nudosa. En una pequeña chimenea ardía despacio un fuego. El aire estaba impregnado del aroma de pan recién horneado y canela. Joanie apoyó en la encimera el cuenco que llevaba en las manos. —Bueno, ¿piensas quedarte ahí embobada o vas a ponerte un delantal y empezar a trabajar? —Antes quiero ponerme de rodillas. La atractiva boca de Joanie se contrajo. Al final, se rindió y sonrió. —Es bonita, ¿verdad? —¡Fabulosa! Mi corazón canta. Suponía que estaríamos... Se interrumpió y se aclaró la garganta. —¿Horneando en algún horno estropeado y sin ningún sitio en condiciones donde apoyar las cosas? —dijo Joanie con un bufido mientras se acercaba a una cafetera de acero inoxidable—. Vivo aquí, y donde vivo me gusta tener algo de comodidad y un poco de estilo. —Se nota. ¿Quieres ser mi mamá? Joanie volvió a resoplar. —Y me gusta la intimidad. Esta es la última casa de este lado del pueblo. Hay medio kilómetro desde aquí hasta la casa de los Mardson, donde viven Rick y Debbie con sus hijas. Su hija pequeña juega con el perro junto al lago siempre que puede. —Sí. —Anahi pensó en la niña

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que lanzaba la pelota al agua para que el perro la recogiese—. La he visto algunas veces. —Son unas niñas muy majas. Al otro lado de su casa, a cierta distancia, vive NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 50 — Dick. Aquel con el que practicaste el día que llegaste. Es un viejo memo —dijo Joanie con cierto afecto—. Le gusta fingir que es un hombre duro de montaña, cuando en realidad es todo plumas. Por si no te has dado cuenta. —Lo suponía. Más allá está la cabaña que utiliza Boyd, Hay un par mas plantadas aquí y allá, pero la mayoría son de alquiler. Es una zona agradable y tranquila. —Es una zona preciosa. He tropezado con un alce, es decir, lo he visto. En realidad no hemos entrado en contacto. —A veces casi llaman a mi puerta. No me molestan, ni ellos ni los demás animales que vienen por aquí, salvo cuando se empiezan a comer mis flores. — Mientras estudiaba a Anahi, Joanie cogió un paño de cocina y se secó las manos—. Voy a tomarme un café y a fumar un cigarrillo. En el hervidor hay agua. Si quieres, puedes prepararte un té. Estaremos trabajando unas tres horas, y entonces no querré cháchara. Mejor charlamos antes. —Muy bien. Joanie sacó un cigarrillo y lo encendió. Se apoyó contra la encimera y dejó escapar el humo. Cruzó los tobillos, cubiertos con unos calcetines de lana gris. —Te preguntas qué hago viviendo en un sitio como este. —Es precioso. —Vivo aquí desde hace casi ya veinte años. En estas dos décadas he añadido cosas, me he divertido y he perdido el tiempo cuando me apetecía —dijo antes de hacer una pausa para probar el café—. Era justo lo que quería hacer. Anahi retiró el hervidor del fogón. —Pues tienes muy buen gusto. —Por eso te preguntas por qué mi local no es mejor. Te lo explicaré —dijo antes de que Anahi pudiese objetar nada—. La gente viene a Ángel Find porque quiere estar cómoda. Quieren comer bien, que les sirvan rápido y a buen precio. Tenía eso en mente cuando abrí, hace casi veinte años. —Te va muy bien. —Desde luego. Vine aquí porque quería tener mi propia casa y darle a mi hijo una buena vida. Hace tiempo cometí un error y me casé con un hombre que lo único que sabía hacer era estar guapo. Y aunque eso lo hacía muy bien, no era bueno ni para mí ni para mi hijo. Prudente, Anahi cogió la taza de té que había preparado. —Te las has arreglado bien sin él. —Si me hubiese quedado con él, ahora uno de nosotros estaría muerto —dijo Joanie, encogiéndose de hombros—. Todo mejoró en cuanto le di una patada en el culo y me marché. Tenía unos ahorrillos —añadió, curvando los labios en un gesto a medio camino entre la sonrisa y el sarcasmo—. Fui lo bastante tonta para casarme con él y lo bastante lista para conservar una cuenta bancaria propia y no hablarle de ella. Llevaba trabajando como una esclava desde los dieciséis años, como camarera, a tiempo parcial, y como cocinera. Fui a la escuela nocturna y estudié dirección de restaurantes. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 51 — —Fuiste muy lista. —Cuando me libré de ese lastre decidí que si iba a trabajar como una esclava lo haría por mi hijo y por mí misma. Por nadie más. Así que aterricé aquí. Conseguí un empleo de cocinera en lo que entonces era The Chuckwagon. —¿Tu local? ¿Joanie's era The Chuckwagon? —Hamburguesas grasientas y filetes demasiado fritos. Pero en cuatro meses era mío. El propietario era un idiota y había perdido hasta la camisa. Sabía que estaba acabado y me vendió el local por cuatro cuartos. Y cuando acabé de engatusarle, me pidió cuatro cuartos contados —dijo con la satisfacción pintada en el rostro—. Durante el primer año William y yo vivimos donde tú vives ahora. Anahi trató de imaginarse a una mujer y a un niño compartiendo aquel espacio. —Qué difícil —murmuró, mirando a Joanie—. Debió de ser muy difícil para ti montar un negocio, criar a un hijo y tener que ganarte la vida tú sola. —Lo difícil deja de serlo cuando cuentas con unas buenas espaldas y una meta, y yo tenía ambas cosas. Compré esta finca y construí una casita. Dos dormitorios, un solo cuarto de baño y una cocina que medía más o menos la mitad de lo que mide esta ahora. Después de

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vivir con un niño de ocho años en aquel apartamento, era como un palacio. Conseguí lo que quería porque puedo ser muy cabezota cuando hace falta. Casi siempre, me parece. Pero recuerdo muy bien cómo fue coger mis cosas y marcharme, dejar lo que conocía, por malo que fuese, y tratar de encontrar mi sitio. Joanie volvió a encogerse de hombros mientras tomaba otro sorbo de café. —Y esos recuerdos vuelven cuando te miro. «Tal vez sí», pensó Anahi. Tal vez viese algo de lo que hacía que una mujer se despertase a las tres de la mañana, preocupada, haciendo mil suposiciones. Rezando. —¿Cómo supiste que era tu sitio? —No lo sabía —respondió Joanie mientras apagaba la colilla y se terminaba el café—. Solo era un lugar distinto y mejor que de donde venía. Luego, una mañana me desperté y era mío. Entonces dejé de mirar hacia atrás. Anahi apoyó su taza. —Te preguntas por qué alguien con mi formación está en tu restaurante. Te preguntas por qué me marché y aterricé aquí. —La verdad, se me ha pasado por la cabeza. «Esta es la mujer que me ha dado un empleo —pensó Anahi—. Que me ha proporcionado un lugar donde vivir. Que me está ofreciendo a su modo, sin tonterías, un terreno de pruebas. » —No pretendo hacer un misterio de ello; simplemente no puedo hablar de los detalles, porque continúan siendo penosos. Pero no fue una persona, un marido, lo que me obligó a marcharme. Fue... un acontecimiento. Viví una experiencia que me perjudicó física y emocionalmente. Puede decirse que me traumatizó desde todos los puntos de vista. —Miró a Joanie a los ojos. Ojos fuertes, duros. No estaban llenos de compasión. Era imposible explicar, incluso a sí misma, cuánto le facilitaban continuar—. Y cuando me di cuenta de que si me quedaba donde estaba, no me NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 52 — curaría, me fui. Mi abuela se desvivía para cuidar de mí. Yo ya no podía soportarlo. Un día me subí al coche y me marché. Llamé a mi abuela y traté de convencerla de que estaba bien. Estaba mejor y quería pasar un tiempo sola. —¿La convenciste? —No del todo, pero no pudo detenerme. Estos últimos meses está más relajada. Ha empezado a verlo como «la aventura de Anahi. Me resulta fácil presentarlo así cuando todo se limita a mensajes de correo electrónico y llamadas telefónicas. Y a veces es verdad. Es una aventura. —Se volvió para coger un delantal del perchero que estaba junto al lavadero—. De todas formas, estoy mejor que antes. Me gusta donde estoy, por ahora. Y eso me basta. —Entonces lo dejaremos así. Por ahora. Quiero que hagas unas pastas. Si veo que tienes buena mano, pasaremos a otra cosa. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 53 — Capítulo 5 Había pocos clientes y Linda-Gail se ocupaba de la barra. Colocó un trozo de tarta de manzana delante de Cas y terminó de llenar su café. —Estas dos últimas semanas se te ve mucho por aquí. —El café es bueno y la tarta es mejor —dijo esbozando una sonrisa mientras pinchaba un gran bocado—. La vista no está mal. Linda-Gail echó un vistazo por encima del hombro hacia la parrilla, donde trabajaba Anahi. —Me han dicho que ahí has dado con hueso, machote. —Aún es pronto —dijo antes de probar la tarta. Nadie hacía los pasteles como su madre—. ¿Sabes algo más de ella? —Eso forma parte de la vida privada. El joven soltó un bufido. —Vamos, Linda-Gail. Ella intentó mantenerse distante, pero lo cierto era que a ella y a Cas les encantaba contarse chismes desde que eran niños. En realidad, no había nadie con quien le gustase hablar más que con Cas. —Es reservada, no rehúye el trabajo, entra puntual y se queda hasta que termina o hasta que Joanie la manda a casa. —Linda-Gail se apoyó en la barra y se encogió de hombros—. No recibe correo, por lo que me han dicho, Pero se ha puesto teléfono arriba. Y... Cas se inclinó hacia delante para acercar su rostro al de la muchacha. —Continúa. —Bueno, Brenda, la del hotel, me dijo que mientras Anahi se alojaba allí puso el tocador delante de la puerta de la habitación contigua. Yo creo que tiene miedo de algo o de alguien. No pagó con tarjeta de

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crédito ni una sola vez, y nunca utilizó el teléfono del hotel excepto para enviar correo electrónico, una vez al día. La habitación tenía acceso de alta velocidad, pero cuesta diez dólares al día; el teléfono de recepción sale más barato. Eso es todo. —Parece que le vendría bien alguna distracción. —Eso es un eufemismo, Cas —dijo Linda-Gail, disgustada. Se echó hacia atrás, molesta consigo misma por haberse dejado arrastrar a un antiguo hábito—. Te diré lo que no le hace falta. No le hace falta ningún tío salido que la persiga con la esperanza de llevársela a la cama. Lo que le vendría bien es un amigo. —Yo puedo ser un amigo. Tú y yo somos amigos. —¿Eso es lo que somos? Algo cambió en los ojos y en el rostro de él. Deslizó la mano sobre la barra hacia NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 54 — ella. —Linda-Gail... Pero ella apartó la mirada, retrocedió y exhibió su sonrisa de camarera. —Hola, sheriff. —Buenos días, Linda-Gail y compañía. El sheriff Richard Mardson se acomodó en un taburete. Era un hombre corpulento, de brazos largos, que caminaba con paso pausado y mantenía el orden con la razón y el compromiso cuando podía, y con la fuerza y una mirada dura cuando no podía. Le gustaba el café dulce y ligero, y ya alargaba el brazo para coger el azúcar cuando Linda-Gail le sirvió una taza. —¿Estáis riñendo otra vez? —Solo hablamos —dijo Cas—. De la nueva cocinera de mi madre. —Desde luego, sabe manejar esa parrilla. Linda-Gail, ¿le dices que me prepare una pechuga de pollo frita? Se echó el azúcar en el café. Tenía los ojos de color azul claro y el cabello rubio cortado a cepillo. Su fuerte mandíbula estaba bien afeitada; durante catorce años su esposa había insistido, hasta casi volverle loco, para que se librase de la barba que se había dejado crecer durante el invierno. —¿Vas detrás de esa chica flaca, Cas? —He hecho algunos movimientos de tanteo en esa dirección. Rick sacudió la cabeza. —Tendrías que sentar la cabeza con el amor de una buena mujer. —Lo haré en cuanto pueda. La nueva cocinera tiene un aire de misterio — comentó Cas antes de hacer girar su taburete con la intención de charlar—. Hay quien piensa que huye de algo. —Si es así, no es de la policía. Yo sé hacer mi trabajo —dijo Rick cuando Cas enarcó las cejas—. No tiene antecedentes ni órdenes de detención pendientes. Y prepara una carne genial. —Supongo que sabe que ahora vive arriba. Linda-Gail acaba de decirme que Brenda le contó que Anahi dejaba el tocador contra la puerta de la habitación contigua mientras se alojó allí. A mí me parece que está asustada. —Tal vez tenga motivos —dijo el sheriff dirigiendo su penetrante mirada hacia la cocina—. Seguramente ha dejado a un marido, o a un novio, que la zurraba de lo lindo. —Nunca he entendido esas cosas. Un hombre que le pega a una mujer no es hombre. Rick se tomó su café. —Hay toda clase de hombres en el mundo. Cuando acabó su turno, Anahi se instaló arriba con su diario. Había dejado la calefacción a unos moderados dieciocho grados y llevaba un jersey y dos pares de calcetines. Calculaba que el ahorro por ese concepto compensaría las luces que mantenía encendidas día y noche. Estaba cansada, pero era una sensación agradable. El apartamento tenía un NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 55 — efecto positivo en ella; era seguro, amplio y ordenado. Aún más seguro cuando apuntalaba debajo del pomo de la puerta uno de los dos taburetes que Joanie le había dado. Algo que hacía siempre que estaba en la habitación. Hoy también ha sido un día tranquilo. Casi todos los clientes eran del pueblo. Es demasiado tarde para esquiar o hacer snowboard, aunque me han dicho que algunos puertos de montaña no estarán abiertos hasta dentro de unas semanas. Es extraño pensar que debe de haber mucha nieve en las alturas, mientras aquí abajo todo es fango y hierba marrón. La gente es muy rara. Me pregunto si de verdad no saben que me doy cuenta cuando hablan de mí, o si creen que es natural. Supongo que es natural, sobre todo en un pueblo tan pequeño. Mientras estoy ante la parrilla o los fogones noto que las palabras me

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presionan la nuca. Todos sienten mucha curiosidad, pero no preguntan. Imagino que eso sería un signo de mala educación, así que hacen conjeturas. Mañana tengo el día libre. Todo un día libre. El último que tuve estaba tan ocupada limpiando esto y colocando las cosas que se me pasó volando. Pero esta vez, en cuanto vi el horario, casi me da un ataque de pánico. ¿Qué haría? ¿Cómo pasaría un día y una noche enteros sin trabajar? Entonces decidí hacer una excursión cañón arriba, tal como planeé cuando llegué aquí. Tomaré uno de los senderos fáciles, iré tan lejos como pueda y contemplaré el rió, Tal vez las rocas aún hagan ruido, como Cas me dijo. Quiero ver el agua blanca, las morrenas, los prados y pantanos. Puede que alguien haga rafting en el río. Prepararé un pequeño almuerzo y me tomaré mi tiempo. Hay mucha distancia desde la bahía Back hasta el río Snake. La cocina estaba muy bien iluminada. Anahi canturreaba con Sheryl Crow mientras fregaba los fogones. «La cocina —pensó—, queda oficialmente cerrada. » Era su última noche en Maneo's —el fin de una era para ella—, por lo que pretendía dejar reluciente su puesto de trabajo. Tenía toda la semana libre y luego iniciaría el empleo de sus sueños como jefa de cocina de Oasis. «Jefa de cocina —pensó, bailoteando mientras trabajaba— para uno de los mejores restaurantes de Boston. » Supervisaría a un equipo de quince personas, diseñaría sus propios platos de firma y su trabajo estaría a la altura de lo mejor del negocio. Los horarios serían atroces; la presión, terrible. No podía esperar. Ella misma había contribuido a formar a Marco, y entre él y Tony Maneo lo harían muy bien. Tony y su esposa, Lisa, se alegraban por ella. En realidad, sabía de buena fuente —su pinche, Donna, era incapaz de guardar un secreto— que le habían preparado una fiesta para celebrar su nuevo puesto y para decirle adiós. Supuso que Tony ya debía de haber despedido a los últimos clientes, salvo a un puñado de asiduos invitados a su fiesta de despedida. Echaría de menos aquel sitio, a la gente, pero había llegado el momento de dar NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 56 — el paso. Había trabajado, estudiado y hecho planes para ello, y ahora estaba a punto de suceder. Se apartó de los fogones, asintió con un gesto de satisfacción y se llevó los artículos de limpieza al pequeño trastero. Al oír el estrépito procedente del comedor puso los ojos en blanco. Pero los gritos que siguieron la marearon. Cuando estallaron los disparos, se quedó helada. Mientras se sacaba del bolsillo el teléfono móvil con dedos temblorosos, la puerta de batiente se abrió de golpe. Hubo un movimiento confuso y un instante de miedo. Vio la pistola, vio solo la pistola. Tan negra, tan grande. Entonces cayó hacia atrás, contra el trastero; un dolor ardiente e inexpresable le golpeó en el pecho. El grito que nunca llegó a emerger brotó de Anahi en aquel momento mientras se incorporaba tambaleándose en la cama y se llevaba una mano a la parte superior del pecho. Podía notar aquel dolor en el punto donde se había hundido la bala. El fuego, el choque. Pero cuando se miró la mano, no vio sangre; cuando se frotó la piel, solo palpó la cicatriz. —No pasa nada. Estoy bien. Es solo un sueño. Estaba soñando, eso es todo. Pero temblaba de pies a cabeza al agarrar su linterna y levantarse para comprobar la puerta y las ventanas. No había nadie allí, ni un alma se movía en la calle, en el lago. Las cabañas y las casas estaban a oscuras. Nadie llegaría para acabar lo que empezaron dos años antes. No les importaba ni si seguía viva ni dónde estaba. Estaba viva. «Solo fue un accidente del destino, la lotería», pensó mientras se frotaba con los dedos la cicatriz que la bala había dejado. Estaba viva, y casi amanecía un nuevo día. «Y mira, mira allí, un... un alce baja al lago a beber.» —Eso no lo ve uno todos los días —dijo en voz alta—. Al menos en Boston. No si pasas cada minuto empujando para subir y avanzar. No ves la luz que se suaviza al este y un alce de rodillas nudosas que sale del bosque para beber. Observó que la niebla cubría el suelo, fina como papel de seda; el lago durmiente

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parecía un espejo. Entonces se encendió la luz en la cabaña de Brody. Tal vez tampoco pudiese dormir. Tal vez se levantase temprano para escribir y así poder pasar la tarde tumbado en la hamaca leyendo. Ver la luz, saber que alguien estaba despierto como ella, suponía un curioso consuelo. Había tenido el sueño —o la mayor parte de él— pero no se había desmoronado. Eso era un avance, ¿no? Y alguien había encendido una luz al otro lado del lago. Tal vez ese alguien mirase por su ventana como ella miraba por la suya y viese su propio resplandor. De aquella extraña forma, compartirían el amanecer. Se puso en pie contemplando la luz que al este veteaba el cielo de rosa y oro y que a continuación se extendió sobre el espejo del lago hasta que el agua resplandeció como un callado fuego. Cuando tuvo la mochila equipada de acuerdo con la lista recomendada por su NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 57 — guía para una excursión, le pareció que pesaba veinticinco kilos. Solo eran unos trece kilómetros entre ida y vuelta, pero pensó que era mejor ser prudente y basarse en la lista para excursiones de más de dieciséis kilómetros. Tal vez decidiese ir más lejos, o tal vez diese un rodeo. O... daba igual, ya había llenado la mochila y no iba a vaciarla otra vez. Se recordó que podía detenerse cuando quisiera, tantas veces como quisiera, dejar la mochila en el suelo y descansar. Hacía buen día, un día claro —libre— y estaba decidida a aprovecharlo a fondo. Apenas había recorrido tres metros cuando la saludaron. —¿Vas a explorar un poco? —le preguntó Mac. Llevaba una de sus camisas de franela preferidas metida dentro de los vaqueros, y una gorra de vigilante encasquetada en la cabeza. —He pensado recorrer un poquito el sendero de Little Ángel. El hombre frunció el ceño. —¿Vas sola? —Según la guía, es un camino fácil. Hace buen día, y quiero ver el río. Llevo un mapa —continuó—. Brújula, agua, todo lo que necesito, según la guía —repitió con una sonrisa—. En realidad, más de lo que podría necesitar. —Pero el camino todavía estará cubierto de fango. Y estoy seguro de que en esa guía pone que es mejor salir de excursión en pareja, y mejor aún en grupo. Así era, pero a ella no le iban los grupos. Siempre estaba mejor sola. —No voy muy lejos. He hecho algunas excursiones en los Smokies y en los Black Hills. No se preocupe por mí, señor Drubber. —Yo también me tomo hoy un poco de tiempo libre. Tengo al joven León en el mostrador de la tienda, y también se encarga de los comestibles. Podría acompañarte durante una hora. —Estoy bien, y eso no es lo que usted quería hacer con su día libre. De verdad, no se preocupe. No iré lejos. —Si no has vuelto a las seis, enviaré a un equipo de salvamento. —A las seis, no solo habré vuelto, sino que tendré en remojo mis cansados pies. Se lo prometo. Cambió de posición la mochila y se dispuso a bordear el lago y tomar el sendero que atravesaba el bosque hacia la pared del cañón. Caminaba con paso lento, disfrutando de la luz moteada que se filtraba a través de los árboles. Con el aire fresco en la cara y el olor de los pinos y de la tierra que despertaba, los restos del sueño se desvanecieron. Se prometió hacer aquello más a menudo. Escoger un camino distinto y explorarlo en su día libre, o al menos en días libres alternos. Más adelante iría con el coche hasta el parque y haría lo mismo, antes de que los veraneantes lo invadiesen todo. El ejercicio saludable le abriría el apetito y volvería a ponerse en forma. Y para mejorar su salud mental, aprendería a identificar las flores silvestres de las que hablaba la guía y que cubrirían en verano el bosque y el borde de los caminos, los campos de salvia y los prados de montaña. Poder ver la floración era un aliciente para quedarse allí. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 58 — Cuando el sendero se bifurcó, balanceó los hombros para acomodarse la mochila y tomó la senda que llevaba hacia el cañón de Little Ángel. La pendiente ascendía suave pero constantemente a través del aire húmedo resguardado por las coníferas, en cuyas ramas más altas vio nidos. Había grandes piedras entre los charcos de la nieve fundida y ríos de

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fango donde su guía afirmaba que en pocas semanas brotarían abundantes flores silvestres. Pero por el momento a Anahi casi le parecía estar en otro planeta, verde apagado, marrón y silencioso. El sendero subía morrena arriba, al principio con suavidad, siguiendo la cuesta a través de un bosque de abetos y bajando al otro lado del borde hasta un barranco profundo e inesperado. Las cimas nevadas de las montañas, brillantes a la intensa luz del sol, atravesaban el cielo. Cuando el sendero se hizo más pronunciado se acordó de que debía cambiar el ritmo y bloqueó brevemente la rodilla con cada paso. «Pasos cortos», recordó. Sin prisas, sin agobios. Después de recorrer el primer kilómetro y medio, se detuvo a descansar, beber y respirar. Aún se veía el destello del lago Ángel al sudeste. Ya no había niebla, pues el sol intenso en el cielo claro la había disipado. «El turno del desayuno debe de estar a tope», pensó. En el restaurante resonarían las conversaciones y el olor a panceta y café llenaría la cocina. Pero el ambiente que la rodeaba era silencioso, abierto y olía a pino. Y estaba sola, completamente sola, el único sonido que la acompañaba era el de la brisa que soplaba a través de los árboles y se abría camino entre las hierbas de un pantano donde los patos se ocupaban de sus asuntos, y el golpeteo distante e insistente de un pájaro carpintero que desayunaba en el bosque. Continuó subiendo por la pendiente, lo bastante empinada para que le doliesen las pantorrillas. «Antes de que me hiriesen —pensó, disgustada—, podría haber recorrido este sendero corriendo.» No es que estuviese acostumbrada a hacer excursiones, pero ¿qué diferencia había en regular la cinta de andar en el gimnasio a una pendiente de ocho kilómetros? —Una diferencia enorme —murmuró—. Enorme. Pero puedo hacerlo. El sendero atravesaba los prados aún dormidos y recorría en zigzag las cuestas más empinadas. Junto a la pendiente soleada donde volvió a hacer una pausa para recuperar el aliento, vio una pequeña poza pantanosa, de la que alzó el vuelo entre las espadañas una garza con un pez que se agitaba en el pico. Se maldijo por haber echado mano de la cámara fotográfica demasiado tarde y siguió avanzando penosamente en zigzag hasta que oyó el retumbar del río. Cuando el embarrado sendero volvió a bifurcarse, miró pensativa el pequeño poste indicador de Big Ángel. Aquel camino subía cañón arriba; sin duda requería buena resistencia y habilidades básicas de escalada. Ella no contaba ni con una cosa ni con otra, debía reconocer que tenía los músculos de las piernas doloridos y los pies lastimados. Volvió a pararse, volvió a NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 59 — beber, y consideró si en aquella primera salida debía conformarse con las vistas de los pantanos y las praderas. Podía sentarse en una roca, allí tomar el sol y tal vez tener la suerte de ver algún animal. Pero aquel retumbar la reclamaba. Había salido con la intención de llegar a Little Ángel, y eso haría. Le dolían los hombros. De acuerdo, seguramente se había excedido en mucho con las provisiones. Pero se recordó que estaba a medio camino y que incluso a esa marcha lenta podía alcanzar su objetivo antes de mediodía. Acortó por la pradera y luego subió por la pendiente embarrada. Cuando llegó arriba y rodeó el siguiente zigzag, vio por primera vez la larga y brillante cinta del río. Se abría camino por el cañón acompañada por un constante y enérgico murmullo. Aquí y allá, en sus orillas, había montones de rocas y piedras apiladas como si el río hubiese decidido desprenderse de ellas. Sin embargo, el lugar era apacible, casi de ensueño; el curso del río serpenteaba hacia el oeste entre paredes verticales cortadas a pico. Sacó la cámara a sabiendas de que una instantánea no captaría aquella amplitud. Una foto no reproduciría los sonidos, el contacto del aire, los asombrosos precipicios y las salvajes alturas. Entonces vio un par de kayaks de un azul brillante y, fascinada, los encuadró para utilizarlos como escala. Contempló cómo sus ocupantes remaban y daban vueltas; oyó el sonido apagado de unas voces que debían de ser gritos. Seguramente alguien

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estaba recibiendo una clase; Anahi sacó sus prismáticos para acercar la imagen. Un hombre y un niño, seguramente un preadolescente. La cara del niño era de concentración e ilusión. Le vio sonreír y asentir, y su boca se movió cuando le gritó algo a su compañero. ¿Un instructor? Siguieron remando, avanzando por el río, el uno junto al otro hacia el oeste. Anahi se colgó los prismáticos alrededor del cuello y continuó. La altura era cautivadora. Mientras su cuerpo avanzaba notó el ardor de los músculos, el vértigo de la aventura, y ni rastro de preocupación o ansiedad. Se sentía muy humana. Pequeña, mortal y llena de asombro. Solo tenía que echar hacia atrás la cabeza para que el cielo entero le perteneciese. A ella y a aquellas montañas que brillaban azules a la luz del sol. Incluso con el frío en el rostro, el sudor del esfuerzo le bañaba la espalda. Decidió que no tardaría en hacer otra pausa para quitarse la cazadora y beber medio litro de agua. Subió más y más, con dificultad, jadeando. Y se detuvo en seco, patinando un poco, cuando vio a Brody encaramado en un amplio saliente rocoso. Él apenas le dedicó una mirada. —Tenía que haber sabido que eras tú. Haces ruido suficiente para desencadenar un alud. —Cuando ella levantó una mirada cautelosa, él sacudió la cabeza—. Puede que no tanto —rectificó—. De todos modos, el ruido suele mantener alejados a los depredadores. Al menos a los de cuatro patas. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 60 — Si a Anahi se le había olvidado la posibilidad de encontrar osos —y así era—, desde luego no contaba con la posibilidad de encontrar a seres humanos. —¿Qué estás haciendo aquí arriba? —Ocuparme de mis asuntos —contestó Brody antes de beber un trago de su botella de agua—. ¿Y tú? ¿Qué haces, aparte de caminar jadeando y cantando «Ain't no mountain high enough»? —No cantaba. «Oh, por favor, que no estuviese cantando.» —Vale, no la cantabas. Más bien la recitabas con voz entrecortada. —He salido de excursión. Es mi día libre. —¡Yupi! —exclamó él mientras cogía la libreta que tenía sobre las rodillas. Ya que se había detenido, necesitaba concederse un minuto para recobrar el aliento antes de seguir subiendo. Podía disimular su necesidad de descansar conversando durante uno o dos minutos. —¿Estás escribiendo? ¿Aquí arriba? —Me estoy documentando. Dentro de un rato voy a matar a alguien aquí arriba. En la ficción —añadió con cierto deleite cuando se desvaneció el color que el esfuerzo había llevado a las mejillas de Anahi—. Es un buen sitio, sobre todo en esta época del año. A principios de la primavera no hay nadie en los caminos... o casi nadie. La convence para que suba hasta aquí y la empuja. —Brody se asomó un poco y miró hacia abajo. Ya se había quitado la cazadora, como Anahi anhelaba hacer—. Una caída larga y horrible. Un terrible accidente, una terrible tragedia. A su pesar, Anahi se sentía intrigada. —¿Por qué lo hace? El se limitó a encogerse de hombros, unos hombros anchos dentro de una camisa vaquera. —Sobre todo porque tiene la posibilidad de hacerlo. —Había kayaks en el río. Los ocupantes podrían verlo. —Por eso lo llaman ficción. Kayaks —masculló mientras garabateaba algo en su libreta—. Puede ser. Tal vez así sea mejor. ¿Qué verían? El cuerpo cayendo. El eco de un grito. El choque del cuerpo contra el suelo. —En fin, te dejo con tu trabajo. Como su respuesta fue solo un gruñido ausente, Anahi continuó. «Es un poco irritante, la verdad», pensó. El hombre había encontrado un buen sitio para descansar y disfrutar de la vista. Un sitio que habría sido el de ella si él no hubiese estado allí. Pero encontraría otro, el suyo. Solo que un poco más arriba. De todos modos, se mantuvo bien alejada del borde mientras caminaba y trató de borrar la imagen de un cuerpo volando desde el fin del mundo y hasta las rocas y el agua, abajo. Supo que rozaba el muro de su resistencia cuando volvió a oír el trueno. Se detuvo, se apoyó las manos en los muslos y recobró el aliento. Antes de que pudiese decidir si aquel era su sitio, oyó el chillido prolongado e intenso de un halcón. Al levantar la mirada, vio que volaba majestuoso hacia el oeste. NORA

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ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 61 — Quiso seguirlo, como una señal. Decidió que, después de un último zigzag, solo uno más, se sentaría en esplendida soledad, sacaría el almuerzo de la mochila y disfrutaría de una hora con la única compañía del río. Su recompensa por aquel último esfuerzo fue una vista de agua blanca que se agitaba y rompía contra las rocas, se lanzaba contra torres de ellas y luego caía sobre sí misma en una breve catarata espumosa. Su rugido llenaba el cañón y retumbó sobre su propia risa de júbilo. Después de todo, lo había conseguido. Aliviada, se quitó la mochila de los hombros antes de dejarse caer sobre una piedra marcada por la erosión. Sacó su almuerzo y comió con voracidad. En la cima del mundo, así se sentía. Tranquila y al tiempo llena de energía, y absolutamente feliz. Mordió una manzana tan crujiente que sus sentidos se sobresaltaron, mientras el halcón volvía a chillar y planeaba por encima de su cabeza. «Es perfecto —pensó—. Absolutamente perfecto.» Anahi levantó los prismáticos para seguir el vuelo del halcón y luego fue bajándolos para rastrear el poderoso arranque del río. Esperanzada, exploró las rocas, los bosques de sauces, álamos y pinos en busca de animales. Quizá un oso se acercase a pescar, o tal vez divisase a otro alce que se acercase a beber. Quería ver castores, ver cómo jugaban las nutrias, estar justo donde estaba, con los altos picos, el sol brillante y el agua como un retumbar constante allá abajo. Si no hubiese estado escrutando la áspera orilla, no los habría visto. Estaban entre los árboles y las rocas. El hombre —al menos le pareció que era un hombre— se hallaba de espaldas a ella, y la mujer, de cara al río, con las manos en las caderas. Pese a los prismáticos, la altura y la distancia le impedían verlos con claridad, pero distinguió la melena oscura sobre una chaqueta roja, bajo una gorra roja. Anahi se preguntó qué hacían. Supuso que estaban considerando dónde acamparían o buscando un punto por el que entrar en el río. Pero al mover los prismáticos de un lado a otro no distinguió ninguna canoa o kayak. Eso significaba que se disponían a acampar, aunque no distinguía nada de lo necesario para ello. Encogiéndose de hombros, volvió a observarles. Era una indiscreción, pero tenía que reconocer que resultaba emocionante. No podían saber que estaba allí, en las alturas, al otro lado del río, estudiándolos como podía haber observado a un par de cachorros de oso o a una manada de ciervos. —Están discutiendo —masculló—. O eso parece. Había algo agresivo e irritado en la postura de la mujer, y cuando señaló al hombre con el dedo, Anahi soltó un silbido. —Oh, sí, estás furiosa. Seguro que querías alojarte en un buen hotel con cuarto de baño y servicio de habitaciones, y él te ha arrastrado de acampada. El hombre hizo un gesto, como un árbitro que proclama a un bateador seguro en la base, y esta vez la mujer le abofeteó. —¡Ay! —exclamó Anahi con una mueca, y se ordenó a sí misma bajar los prismáticos. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 62 — No estaba bien espiarles. Pero no pudo resistir el pequeño drama privado y mantuvo los prismáticos enfocados. La mujer golpeó con ambas manos el pecho del hombre y luego volvió a abofetearle. Anahi empezó a bajar los prismáticos, la repugnante violencia empezaba a marearla. Pero la mano se le congeló y el corazón le dio un vuelco cuando vio que el brazo del hombre retrocedía. No pudo distinguir si fue un puñetazo, un bofetón o un revés, pero la mujer cayó cuan larga era. —No, no, no sigáis —murmuró Anahi—. No sigáis. Tenéis que parar ahora mismo. Parad. En lugar de eso, la mujer se levantó de un salto y se abalanzó contra el hombre. Antes de que pudiese descargar el golpe, se vio lanzada de nuevo hacia atrás, resbaló en la tierra fangosa y sufrió una violenta caída. El hombre se acercó y se paró encima de ella mientras el corazón de Anahi latía con fuerza contra sus costillas. Le pareció que alargaba el brazo como para ayudarla a levantarse; la mujer se apoyó en los codos. Le sangraba la boca, y tal vez la nariz, pero sus labios se movían deprisa. «Le grita —pensó Anahi—. Deja de gritar,

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solo empeorarás las cosas.» Las cosas empeoraron, empeoraron horriblemente cuando él se sentó a horcajadas sobre la mujer, cuando le levantó de un tirón la cabeza por el cabello y la golpeó contra el suelo. Sin darse cuenta de que ella misma se había puesto en pie de un salto y de que los pulmones le ardían con sus propios gritos, Anahi permaneció observando a través de los prismáticos cuando las manos del hombre se cerraron sobre la garganta de la mujer. Las botas golpearon el suelo; el cuerpo se retorció y se arqueó. Y cuando se quedó inmóvil, se oyó el rugido del río y los ásperos sollozos que brotaban del pecho de Anahi. Se volvió, tropezó, resbaló y se desplomó sobre las rodillas. Luego se puso en pie y echó a correr. Lo veía todo borroso. Sus botas resbalaron en el camino cuando se precipitó cuesta abajo a una velocidad de locos. Le pareció que el corazón iba a salírsele por la garganta como una bola giratoria de terror mientras tropezaba y resbalaba en los agudos zigzag. La cara de la mujer del abrigo rojo se convirtió en otra cara, un rostro de bonitos ojos azules que la miraban. Ginny. No era Ginny. No era Boston. No era un sueño. Sin embargo, todo se mezcló y se fundió en su mente hasta que oyó los gritos y las carcajadas, los disparos. Hasta que el pecho empezó a darle punzadas y el mundo comenzó a girar. Chocó con fuerza contra Brody y luchó frenéticamente para evitar que la sujetase. —Para. ¿Estás loca? ¿Te quieres suicidar? —exclamó él mientras la empujaba contra la pared de roca y la sujetaba cuando las rodillas de ella cedieron—. ¡Cálmate ahora mismo! La histeria no sirve de nada. ¿Qué ha sido? ¿Un oso? NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 63 — —La ha matado, la ha matado. Lo he visto, lo he visto todo. —Porque Brody estaba allí, se lanzó contra él y enterró su rostro en su hombro—. Lo he visto. No era Gin. No era un sueño. La ha matado, al otro lado del río. —Respira —dijo él mientras retrocedía y la agarraba por los hombros. Inclinó la cabeza hasta que sus ojos se encontraron—. He dicho que respires. Muy bien, otra vez. Una vez más. —Vale, vale. Estoy bien —contestó Anahi, inspirando con fuerza y expulsando el aire—. Por favor, ayúdame. Por favor. Estaban al otro lado del río, y les he visto con esto —añadió mientras levantaba los prismáticos con mano temblorosa—. La ha matado, y yo lo he visto. —Enséñamelo. Anahi cerró los ojos. «Esta vez no estoy sola», pensó. Alguien estaba allí, alguien podía ayudarla. —Camino arriba. No sé cuánto he retrocedido, pero es camino arriba. Aunque no quería retroceder y volver a verlo, él la tenía cogida del brazo y dirigía sus pasos. —He parado a comer —dijo más tranquila—. A contemplar el agua y las cascadas. Había un halcón. —Sí, lo he visto. —Era precioso. He sacado los prismáticos. Pensaba que podía ver un oso o un alce. Esta mañana he visto un alce en el lago. Pensaba... —Se dio cuenta de que estaba desvariando y trató de concentrarse—. Estaba echando un vistazo a los árboles, a las rocas, y he visto a dos personas. —¿Qué aspecto tenían? —No... no he podido verlo muy bien. —Anahi se cruzó de brazos. Se había quitado la cazadora y la había extendido sobre la roca donde había almorzado. Para tomar el sol. Ahora tenía mucho frío. Estaba helada. —Pero ella tenía el pelo largo y oscuro, y llevaba una gorra y un abrigo de color rojo, y gafas de sol. Estaba de espaldas a mí. —¿Qué llevaba él? —Mmm... Una cazadora oscura y una gorra naranja. Como las de los cazadores. Me parece que llevaba... Me parece que también llevaba gafas de sol. No le he visto la cara. Ahí, ahí está mi mochila. Lo he dejado todo y he salido corriendo. Allá, era allá —dijo señalando y apretando el paso—. Estaban allí, delante de los árboles. Ya no están, pero estaban allí, allí abajo. Los he visto. Tengo que sentarme. Cuando se dejó caer en la roca, él no dijo nada, pero le cogió los prismáticos de alrededor del cuello. Los enfocó hacia abajo. No vio a nadie, ni rastro. —¿Qué has visto exactamente? —Estaban discutiendo. Me he dado cuenta de que ella estaba furiosa por su postura. Tenía las manos en las caderas. Agresiva. —Tuvo que tragar saliva y concentrarse porque tenía los nervios en el

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estómago. Tiritando, cogió su cazadora, se la puso y se envolvió con ella—. La mujer le ha abofeteado, luego le ha empujado NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 64 — hacia atrás y ha vuelto a abofetearle. Él le ha pegado y la ha tirado al suelo, pero ella se ha levantado y ha ido por él. Entonces el hombre ha vuelto a pegarle. Le he visto sangre en la cara. Creo que le he visto sangre en la cara. Oh, Dios mío, oh, Dios mío. Brody se limitó a echarle una ojeada. —No vayas a ponerte histérica otra vez. Acaba de contarme lo que has visto. —El se ha agachado, la ha agarrado por el cabello y le ha golpeado la cabeza contra el suelo. Me ha parecido que... la estrangulaba. —Al recordarlo, Anahi se frotó la boca con el revés de la mano, rogando para no vomitar—. La ha estrangulado — continuó—. Los pies de ella golpeaban el suelo y luego han dejado de hacerlo. Entonces he echado a correr. Creo que he gritado, pero los rápidos hacen tanto ruido... —Es mucha distancia, incluso con los prismáticos, ¿Estás segura de que has visto todo eso? Anahi levantó la mirada, tenía los ojos hinchados y agolados. —¿Has visto alguna vez matar a alguien? —No. Anahi se levantó con esfuerzo y cogió su mochila. —Yo sí. Se la ha llevado a algún sitio, se ha llevado el cadáver. Lo ha arrastrado. No sé. Pero la ha matado y ha conseguido escapar. Tenemos que ir a buscar ayuda. —Dame tu mochila. —Puedo llevarla yo. El se la quitó de un tirón y le dedicó una mirada de compasión. —Lleva la mía; pesa menos. —Se la quitó con un gesto de los hombros y se la tendió—. Podemos quedarnos aquí discutiendo —prosiguió—. Ganaré de todos modos, pero perderemos tiempo. Anahi se colgó la mochila de él y, por supuesto, tenía razón. Pesaba mucho menos. Ella había cargado la suya demasiado, pero solo quería estar segura... —¡El teléfono móvil! Soy una imbécil —dijo mientras se metía la mano en el bolsillo. —Puede que sí —replicó él—. Pero el móvil no te servirá de nada aquí. No hay cobertura. Mientras caminaba, Anahi lo intentó de todos modos. —Puede que demos con un punto donde haya comunicación. Tardaremos mucho en regresar. Irías más deprisa tú solo. Deberías adelantarte. —No. —Pero... —¿A quién viste matar antes de esto? —No puedo hablar de eso. ¿Cuánto tardaremos en regresar? —Lo que haga falta. Y no empieces a darme la lata preguntando sin parar si ya queda poco. Anahi estuvo a punto de sonreír. Aquel hombre era tan brusco, tan enérgico, que dejaba su miedo de lado. Tenía razón. Tardarían lo que tardasen. Y harían lo que tuviesen que hacer cuando llegasen. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 65 — Y al ritmo al que los pasos de él devoraban el terreno, estarían allí en la mitad de tiempo que ella había necesitado para recorrer el camino por primera vez. Eso si conseguía seguirle, claro. —¿Puedes hablarme, por favor? De otra cosa. De cualquier otra cosa. De tu libro. —No. No hablo de las obras que no he terminado. —Temperamento artístico. —No, es aburrido. —Yo no me aburriría. Él le lanzó una ojeada. —Para mí. —¡Vaya! —exclamó ella. Quería palabras, de él o de ella misma—. De acuerdo, ¿por qué Angel's Fist? —Seguramente por la misma razón que tú. Quería un cambio. —Porque en Chicago te echaron a la calle. —A mí no me echaron a la calle. —¿No le diste un puñetazo a tu jefe y te despidieron del Tribune? Eso he oído. —El puñetazo se lo di a lo que podría llamarse vagamente un colega por copiar mis notas sobre un artículo, y como el redactor jefe, que resultaba ser el tío del cabrón, le creyó a él y no a mí, me marché. —Para escribir libros. ¿Es divertido? —Me parece que sí. —Seguro que mataste al cabrón en el primero que escribiste. Él le echó otra ojeada. Había una chispa de regocijo en sus ojos. Ojos de un verde muy interesante. —Has acertado. Le maté a golpes con una pala. Fue muy satisfactorio. —Antes me gustaba leer novela negra y de misterio. No he vuelto a hacerlo... desde hace un tiempo. Anahi ignoró las protestas de los músculos de sus piernas mientras continuaban descendiendo. Se suponía que al bajar por una pendiente debía caminar de forma distinta. Echar el peso hacia delante, caminar sobre los

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dedos de los pies y no sobre los talones. Como hacía Brody. —Puede que pruebe con uno de los tuyos. Él volvió a encogerse de hombros con indiferencia. —Los hay peores. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 66 — Capítulo 6 Caminaron en silencio, por la pradera, rodeando la poza pantanosa. Anahi recordó haber visto patos y una garza. Y el pobre pez condenado. Se sentía entumecida y confusa. —¿Brody? —Sigo aquí. —¿Me acompañarás a la policía? Él se detuvo para beber y luego le ofreció la botella de agua. La miró con ojos serenos. Ojos verdes. Oscuros, como las hojas al final del verano, —Llamaremos desde mi casa. Está más cerca, para llegar hasta el pueblo hay que rodear todo el lago. —Gracias. Aliviada y agradecida, Anahi siguió colocando un pie delante del otro en dirección a Angel's Fist. Para mantener la concentración, se puso a repasar recetas en su mente y se imaginó a sí misma midiendo los ingredientes y preparándolas. —Suena bien —comentó Brody, sacándola bruscamente de su ensoñación. —¿Qué? —Lo que estás cocinando ahí—respondió mientras se llevaba un dedo a la sien—, sea lo que sea. ¿Gambas asadas? Anahi decidió que no tenía sentido avergonzarse. Estaba muy por encima de eso. —Gambas asadas en salmuera. No me he dado cuenta ele que hablaba en voz alta —contestó mirando hacia delante—. Es un problema que tengo. —Yo no veo ningún problema, salvo que ahora tengo hambre y no muchas gambas por aquí. —Necesito pensar en otra cosa, en lo que sea. Necesito... Vaya, qué mierda. Sentía una opresión en el pecho y empezó a sofocarse. El ataque de ansiedad alargó una mano para apretarle la garganta. Se mareó y se inclinó desde la cintura, jadeando. —No puedo respirar. No puedo. —Sí que puedes. Lo estás haciendo. Pero si sigues respirando así te desmayarás. No pienso llevarte a cuestas, así que basta ya —dijo Brody en tono uniforme y práctico mientras la ayudaba a enderezarse. Se miraron a los ojos—. Basta ya. —Está bien. Había cercos dorados alrededor de sus pupilas, alrededor del margen exterior del iris. Tal vez fuese aquello lo que daba tanta intensidad a sus ojos. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 67 — —Termina de guisar las gambas. —¿Cómo dices? —Termina de guisar las gambas. —Ah, sí. Añado la mitad del aceite de freír los ajos al cuenco de gambas asadas, remuevo. Las coloco en una fuente, las decoro con limón y hojas de laurel, y sirvo con chapata tostada y el resto del aceite. —Si consigo unas gambas, podrías compensarme por esto y prepararme un buen plato. —Desde luego. —¿Qué demonios es la chapata? Sin saber por qué, aquella pregunta le hizo reír y su cabeza se despejó mientras caminaban. —Es un pan italiano muy bueno. Te gustará. —Seguramente. ¿Piensas darle más categoría a Joanie's? —No es mi restaurante. —¿Tenías tu propio restaurante? Tal como te manejas en la cocina, es evidente que ya has tenido una antes. —Trabajé en un restaurante. Nunca tuve el mío propio. Nunca lo quise. —¿Por qué? ¿No es el sueño americano? Me refiero a tener tu propia empresa. —Cocinar es un arte. Si el local es tuyo, además tienes que ocuparte del negocio. Yo solo quería... —Estuvo a punto de decir «crear», pero le pareció que sonaba demasiado pretencioso— cocinar. —¿Querías? —Quiero. Tal vez. No sé lo que quiero. —Pero sí lo sabía, y mientras atravesaban el frío bosque decidió decirlo—. Quiero volver a ser normal, dejar de tener miedo. Quiero ser quien era hace dos años, pero nunca lo seré, así que intento averiguar quién voy a ser durante el resto de mi vida. —El resto es mucho tiempo. Tal vez deberías tratar de comprender quién vas a ser durante las próximas dos semanas. Anahi le miró y luego desvió la vista. —Quizá debería empezar con las próximas dos horas. El se limitó a encogerse de hombros mientras sacaba el teléfono móvil. Aquella mujer era un manojo de misterios envuelto en nervios. Quizá fuese interesante retirar algunas capas y llegar al centro. No le parecía tan frágil como ella creía ser. Poca gente habría sido capaz de recorrer todo aquel camino sin derrumbarse después de ver lo

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que ella había visto. —Aquí debería haber cobertura —dijo mientras marcaba varios números—. Soy Brody. Ponme con el sheriff... No, ahora. Anahi pensó que no le gustaría discutir con él. Su tono tenía una autoridad inflexible sencillamente porque no contenía urgencia, desesperación. Se preguntó si alguna vez recuperaría una mínima porción de ese tipo de control y confianza. —Rick, estoy con Anahi Gilmore a medio kilómetro más o menos de mi casa, en el sendero de Little Ángel. Reúnete con nosotros en mi cabaña. Sí, hay problemas. Ha NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 68 — presenciado un asesinato. Eso he dicho. Ya te lo contará. Nos falta poco para llegar. Cerró el teléfono y volvió a metérselo en el bolsillo. —Voy a darte un consejo. Me revientan los consejos, tanto dados como recibidos. —¿Pero? —Pero vas a tener que mantener la calma. Si quieres volver a ponerte histérica, llorar, gritar o desmayarte, espera a que él acabe de tomarte declaración. Mejor aún, espera a salir de mi cabaña porque no quiero verme en la obligación de aguantarlo. Sé minuciosa, sé clara y termina. —Si empiezo a perder los nervios, ¿me harás el favor de pararme? —Percibió con claridad su ceño antes de levantar la mirada y verlo—. Quiero decir que me interrumpas o que tires una lámpara. No te preocupes, te la pagaré. Lo que sea para darme un minuto y recuperarme. —Tal vez. —Huelo el lago. Se ve a través de los árboles. Me siento mejor cuando veo agua. Tal vez debería vivir en una isla, aunque me parece que eso quizá sería demasiada agua. Tengo que parlotear durante un minuto. No tienes por qué escucharme. —Tengo oídos —le recordó él antes de cambiar de dirección para tomar el camino más fácil hasta su cabaña. Se acercó por la parte de atrás, donde estaba arropada por los árboles y las matas de salvia. Anahi supuso que el círculo de montañas se vería desde cualquier ventana. —Es un sitio bonito. Tienes un sitio bonito. Pero se le secó la boca cuando él abrió la puerta trasera. No había cerrado con llave. Cualquiera hubiera podido entrar. Al ver que ella no le seguía hasta el interior, Brody se volvió. —¿Quieres quedarte ahí fuera para hablar con Rick, el sheriff? —No. Se armó de valor y cruzó el umbral. Llegaron a la cocina. Observó que a pesar de su reducido tamaño estaba bastante bien distribuida. Brody limpiaba como un hombre. «Una generalización terrible», pensó, pero la mayoría de los hombres que conocía y no eran del negocio se limitaban a fregar los platos, pasar un trapo por las encimeras y listo. Sobre la encimera de piedra gris, había un par de manzanas y un plátano demasiado maduro en un cuenco blanco, una cafetera, una tostadora que parecía más vieja que ella y un bloc de notas. Brody se dirigió de inmediato a la cafetera, la llenó de agua y midió el café antes de quitarse la chaqueta. Anahi se quedó junto a la puerta mientras él la ponía en el fuego y sacaba de un armario un trío de tazas blancas de loza. —Mmm, ¿tienes té? Él le lanzó por encima del hombro una mirada seca y divertida al tiempo. —Oh, claro. Espera, tengo que buscar mi tetera. —Lo tomaré como un no. No bebo café; me provoca temblores. Más temblores NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 69 — —rectificó cuando él la miró levantando una ceja—. Agua. Un poco de agua me vendrá muy bien. ¿Tampoco cierras con llave la puerta principal? —Aquí no tiene sentido cerrar con llave. Si alguien quisiera entrar, derribaría la puerta de una patada o rompería una ventana. Al observar que Anahi palidecía, Brody ladeó la cabeza. —¿Qué? ¿Quieres que vaya a mirar dentro del armario y debajo de la cama? Ella se limitó a volverse para desprenderse de la mochila. —Está claro que nunca en tu vida has pasado miedo. «La he provocado», pensó él, y prefirió el matiz de insulto e irritación de su tono a los estremecimientos y escalofríos. —Michael Myers. Anahi se volvió, confusa. —¿Quién? ¿Shrek? —Diablos, Flaca, ese es Mike Myers. Michael Myers. El tipo horripilante de la máscara. ¿Conoces La noche de Halloween? La vi en vídeo cuando tenía unos diez años. Me cagué de

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miedo. Después de eso, Michael Myers se pasó años viviendo en mi dormitorio. Los hombros de ella se relajaron un poco cuando se quitó la chaqueta. —¿Cómo te libraste de él? ¿No siguió volviendo en las películas? —Cuando tenía dieciséis años metí a una chica a escondidas en mi habitación. Jennifer Ridgeway. Una pelirroja muy mona con un montón de... energía. Después de pasar un par de horas con ella en la oscuridad, nunca volví a acordarme de Michael Myers. —¿El sexo como exorcismo? —A mí me funcionó —respondió él mientras sacaba una botella de agua del frigorífico—. Si quieres probar, ya me lo dirás. —Lo haré. Solo los reflejos le permitieron coger la botella de agua que él le lanzó alegremente. Pero estuvo a punto de dejarla caer, y los hombros se le volvieron a petrificar al oír el enérgico toque en la puerta principal. —Debe de ser el sheriff. Michael Myers no llama a la puerta. ¿Quieres hacerlo aquí? Anahi miró la pequeña mesa de la cocina. —Aquí está bien. —Espera un momento. Cuando él fue a abrir, Anahi destapó la botella y bebió un poco de agua muy fría. Oyó los suaves murmullos, los andares pesados de unas botas masculinas. «Tranquila —se recordó—. Tranquila, breve y clara.» Rick entró y la saludó con un gesto de la cabeza. Sus ojos eran serenos e inexpresivos. —Hola, Anahi. Parece que has tenido problemas. —Sí. —Vamos a sentarnos aquí para que puedas contármelo todo. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 70 — Anahi se sentó y empezó; se esforzó en relatar los detalles sin atascarse ni pasar por alto nada relevante. En silencio, Brody sirvió el café y puso una taza delante de Rick. Mientras hablaba, Anahi acariciaba la botella de arriba abajo, una y otra vez, mientras el sheriff tomaba notas y la observaba. Brody se apoyó en la encimera gris; bebía su café en silencio. —De acuerdo. Dime, ¿crees que podrías identificar a alguna de esas dos personas? —Tal vez a ella. Tal vez. Pero a él no llegué a verlo. Me refiero a su cara. Estaba de espaldas a mí y llevaba una gorra. Me parece que los dos llevaban gafas de sol. Ella seguro, al principio. Tenía el pelo castaño o negro. Castaño, creo. Pelo largo y castaño. Ondulado. Y llevaba una chaqueta roja y una gorra. Rick se volvió hacia atrás para mirar a Brody. —¿Tú qué viste? —A Anahi. —Se acercó a la cafetera para volver a llenar su taza—. Estaba más o menos a medio kilómetro de mí, camino arriba, cuando se detuvo. Desde donde estaba sentado no podría haber visto lo que sucedió aunque hubiese estado mirando hacia allí. Mardson se estiró el labio inferior. —Entonces no estabais juntos. —No. Como ha dicho Anahi, pasó por donde yo estaba trabajando, hablamos un poco y siguió adelante. Al cabo de una hora más o menos, me dirigí hacia arriba y tropecé con ella, bajaba corriendo. Me contó lo que había pasado y subí hasta donde ella había estado. —¿Viste algo entonces? —No. Si quieres saber dónde era, traeré un mapa y te lo mostraré. —Te lo agradezco. Anahi —continuó Rick cuando Brody salió de la cocina—, ¿has visto algún barco, coche o camioneta? ¿Algo así? —No. Creo que busqué una barca o algo parecido, pero no vi ninguna. Pensé que debían de estar acampados, pero tampoco vi ningún equipo ni tienda. Solo los vi a ellos. Solo le vi a él estrangulándola. —Cuéntame todo lo que puedas del hombre. Lo que te venga a la mente — insistió—. Nunca se sabe lo que vas a sacar, lo que vas a recordar. —No le presté demasiada atención. Era blanco... Estoy bastante segura. Le vi las manos, pero llevaba guantes. Negros o marrones. Pero su perfil... Estoy segura de que era blanco. Supongo que podía ser hispano o indio. Estaba muy lejos, incluso con los prismáticos, y al principio yo simplemente mataba el rato. Entonces ella le abofeteó. Dos veces. La segunda vez. Él la empujó o le pegó. Ella se cayó al suelo. Todo ocurrió muy deprisa. Él llevaba una chaqueta negra. Una chaqueta oscura y una de esas gorras de caza de color naranja o rojizo. —Vale, es un buen comienzo. ¿Y el pelo? —Me parece que no me fijé —respondió ella conteniendo un estremecimiento. Ya había pasado por aquello. Las preguntas que no podía contestar—. Se lo

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debían NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 71 — tapar la gorra y la chaqueta. No creo que lo llevase largo. Grité, tal vez chillé. Pero no podían oírme. Llevaba la cámara en la mochila, pero no se me ocurrió hacer fotos. Solo me quedé paralizada y luego eché a correr. —Podías haber saltado al río, intentar atravesarlo a nado y después llevarle a rastras ante las autoridades con el poder de tu voluntad —comento Brody en tono despreocupado cuando regresó con un mapa de la zona; lo colocó sobre la mesa—. Es aquí—añadió señalando un punto. —¿Estás seguro? —Desde luego. —Muy bien. —Rick asintió y se puso en pie—. Voy para allá ahora mismo, a ver lo que haya que ver. No te preocupes, Anahi, vamos a ocuparnos de esto. Volveremos a hablar. Mientras tanto, quiero que lo repases todo. Si recuerdas algo, lo que sea, aunque no te parezca importante, quiero saberlo. ¿De acuerdo? —Sí. Sí, de acuerdo. Gracias. Rick se despidió de Brody con un gesto, cogió su gorra y salió. —Bueno. —Anahi dejó escapar un largo suspiro—. ¿Crees que puede...? ¿Es competente? —No he visto nada que me haga pensar otra cosa. Por aquí los problemas suelen ser borracheras y alteraciones del orden público, peleas domésticas, críos que roban en las tiendas, riñas... Pero sabe tratarlos. Cuando vienen los turistas también hay excursionistas, remeros y escaladores perdidos o heridos, líos de tráfico y demás. Al parecer, hace su trabajo. Tiene... dedicación sería la palabra. —Pero un asesinato... Un asesinato es diferente. —Puede, pero él es quien está al cargo aquí. Como ha sucedido fuera de los límites del pueblo, tendrá que llamar a la policía del condado o del estado. Has visto lo que has visto, lo has denunciado y has hecho tu declaración. No puedes hacer nada más. —No, nada más. —«Cómo antes, no puedo hacer nada más», pensó—. Me parece que voy a marcharme. Gracias por... todo —dijo mientras se levantaba. —Yo tampoco tengo nada más que hacer. Te acompañaré a casa con el coche. —No hace falta que te molestes. Puedo ir caminando. —No seas tonta. Brody cogió la mochila de ella y salió de la cocina en dirección a la puerta principal. Como se sentía tonta, Anahi se llevó a rastras su chaqueta y le siguió. Él salió de la casa a grandes zancadas, sin darle el tiempo que tal vez le habría gustado tener para estudiar y calibrar su hogar. Tuvo una rápida impresión de sencillez, desorden informal y lo que le pareció el hábitat propio del hombre soltero. Nada de flores, adornos, cojines ni toques que suavizasen la sala de estar. Un sofá, una silla, un par de mesas y una acogedora chimenea de piedra que dominaba la pared más lejana. Tuvo una impresión de tonos tierra, líneas rectas y funcionalidad antes de salir al exterior. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 72 — —Hoy te he causado muchos problemas —empezó. —Desde luego que sí. Sube. Anahi se detuvo, y la gratitud luchó contra el insulto, el agravio y el agotamiento. La gratitud perdió. —Eres un hijo de puta grosero, insensible e insultante. Brody se apoyó en el coche. —¿A qué viene eso? —Hoy han asesinado a una mujer. La han estrangulado. ¿Lo entiendes? Estaba viva y ahora está muerta, y nadie ha podido ayudarla. Yo no he podido ayudarla. He tenido que quedarme allí mirando. Sin hacer nada, como la otra vez. He visto cómo él la mataba, y tú has sido el único a quien he podido decírselo. En lugar de mostrarte implicado, preocupado y compasivo, has sido seco, insolente y distante. Pues vete al infierno. Prefiero volver a subir diez kilómetros por ese sendero que recorrer tres kilómetros contigo en tu estúpida furgoneta. Dame mi maldita mochila. Él se quedó donde estaba, pero ya no parecía aburrido. —Ya era hora. Empezaba a pensar que no sabías lo que era el mal genio. ¿Te sientes mejor? Detestaba reconocer que así era. Le ponía furiosa que la indiferencia de él la hubiese alterado hasta vomitar gran parte de su ansiedad y terror. —Vete al infierno —repitió. —Espero que me guste. Pero mientras tanto, sube. Has tenido un día horrible. —Abrió la puerta—. Y, para tu información —continuó—, los tíos no pueden ser insolentes. Somos

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fisiológicamente incapaces de mostrar insolencia. La próxima vez utiliza la palabra «arrogante». Eso queda bien. —Eres un hombre exasperante, desconcertante. Pero subió al coche. —Eso también queda bien. Brody dio un portazo y luego rodeó el coche a grandes zancadas hasta el asiento del conductor. Después de lanzar la mochila al asiento trasero, se puso al volante. —¿Tenías amigos en Chicago —le preguntó Anahi—, o solo gente que te encontraba exasperante, desconcertante y arrogante? —Supongo que las dos cosas. —¿No se supone que los reporteros tienen que ser más o menos agradables para conseguir que la gente les cuente cosas? —No lo sé, pero además ya no soy reportero. —Y los escritores de ficción tienen derecho a ser ariscos, solitarios y excéntricos. —Tal vez. De todos modos, a mí me gusta. —Desde luego que sí —respondió ella, y él se echó a reír. El sonido de su risa la sorprendió lo suficiente para levantar la vista. Brody aún sonreía mientras rodeaban el lago. —¡Vaya, Flaca, ahora que ya sé que tienes temple, me alegra saber que también tienes dientes! NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 73 — Pero cuando Brody aparcó delante de Ángel Food y ella miró por la ventanilla, sintió que su temple menguaba y sus dientes estaban a punto de castañetear. De todos modos bajó del coche, y habría cogido su mochila si él no la hubiese sacado antes desde su asiento. Se quedo en la acera, dudando entre el orgullo y el pánico. —¿Algún problema? —No. Sí. Maldita sea. Oye, ya que has venido hasta aquí, ¿podrías subir conmigo un momento? —¿Para asegurarnos de que no te está esperando Michael Myers? —Algo parecido. Eres libre de retirar el cumplido, si lo era, sobre mi temple. El se echó la mochila al hombro y se encaminó hacia el otro lado del edificio. Una vez que Anahi introdujo la llave en la cerradura, Brody empujó la puerta para entrar delante de ella. Anahi se corrigió. Aquel hombre no era tan insensible. No había sonreído con desprecio ni había hablado de más; solo había entrado el primero. —¿Qué demonios haces aquí? —¿Disculpa? —No hay tele —señaló—, ni cadena de música. —La verdad, acabo de mudarme. No paso mucho tiempo aquí. Brody se puso a curiosear y ella no le detuvo. No había gran cosa que ver. El diván bien arreglado, el sofá, los taburetes de la barra. Olía a mujer. Sin embargo, no vio ninguno de los signos hogareños que uno espera ver en la casa de una mujer. Nada de cosas bonitas e inútiles, nada de recuerdos del hogar o de sus viajes. —Bonito portátil —dijo dándole un golpecito con el dedo. —Has dicho que tenías hambre. Brody levantó la vista del ordenador y le sorprendió que la habitación casi vacía la hiciese parecer tan sola. —¿Sí? —Antes. Si tienes hambre, puedo preparar algo para comer. Podemos considerarlo un pago por lo de hoy, y quedamos en paz. Lo dijo con tono alegre, pero Brody tenía habilidad para interpretar a las personas, y aquella no estaba preparada para quedarse sola. De todos modos, tenía hambre, y sabía de primera mano lo bien que cocinaba Anahi. —¿Qué clase de comida? Ella se pasó una mano por el cabello y miró hacia la cocina. Era evidente que estaba haciendo un inventario mental de sus existencias. —Podría preparar rápidamente un poco de pollo con arroz. ¿Veinte minutos? —Perfecto. ¿Tienes cerveza? Anahi se volvió hacia la cocina. —No, lo siento. En la nevera tengo un vino blanco muy bueno. —Perfecto. ¿Tienes frío? —¿Frío? NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 74 — —Si no, quítate el abrigo. Anahi fue por el vino y un sacacorchos. Luego sacó del diminuto congelador un paquete de dos pechugas de pollo sin piel. Tendría que descongelarlas, al menos parcialmente, en el también diminuto microondas, pero no había más remedio. Mientras se quitaba el abrigo y recogía el que él había tirado sobre un taburete para dejarlos sobre el diván, Brody descorchó el vino. —Solamente tengo vasos normales —dijo Anahi mientras abría un armario—. En realidad, el vino era más que nada para guisar. —Así que me sirves vino para guisar. Bien, sláinte. —Es un buen vino —dijo ella, un tanto irritada

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—. Nunca cocinaría con un vino que no fuese capaz de beberme. Es un Pinot Grigio delicioso, así que salute resulta más apropiado. Brody sirvió un poco en el vaso que Anahi le dio; luego alargó el brazo por encima de la cabeza de ella para coger otro y le añadió vino. Lo probó y asintió. —Vale, añadiremos a tu curriculum que entiendes de vinos. ¿Dónde estudiaste cocina? Ella se alejó para ponerse manos a la obra. —En un par de sitios. —Y uno de ellos es París. Anahi sacó ajos y cebollas tiernas. —¿Por qué lo preguntas si el doctor Wallace te lo ha dicho ya? —En realidad fue Mac, y él lo supo por el doctor. Aún no has captado el ritmo provinciano. —Me parece que no. Sacó un cazo para hervir agua para el arroz. Brody cogió su vino, se instaló en un taburete y se puso a observarla. «Profesionalidad —pensó—. Control con cierto toque de poesía.» Los nervios que parecían zumbar a su alrededor en otros momentos no se percibían cuando estaba en su elemento. Necesitaba comer más de lo que ella misma preparaba, hasta ganar como mínimo cinco kilos. Los que debió de perder después del acontecimiento que la llevó a huir de Boston. De nuevo se preguntó a quién habría visto matar. Y por qué. Y cómo. Anahi preparó algo rápido y sencillo con unas galletas saladas, queso cremoso, aceitunas y una pizca de algo que le pareció pimentón. A continuación lo puso en un platito delante de él. —Primer plato. Le brindó un amago de sonrisa antes de empezar a cortar el pollo en filetes y picar los ajos. Brody había devorado la mitad de los deliciosos crackers cuando Anahi tuvo el arroz en marcha. Un intenso aroma a ajo perfumaba el aire. Mientras él permanecía sentado en silencio, ella manejaba tres ollas, una con el pollo, otra con el arroz y la tercera con el salteado de pimientos, champiñones y NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 75 — brécol. —¿Cómo sabes guisarlo todo y tenerlo listo al mismo tiempo? Ella le miró por encima del hombro. Tenía el rostro relajado y rosado por el calor. —¿Cómo sabes cuándo terminar un capítulo y empezar el siguiente? —Eso ha tenido gracia. Tienes buen aspecto cuando cocinas. —Mi cocina es mejor que mi aspecto. —Removió las verdura y agitó la sartén con el pollo. Apagó el fuego y empezó a servir la comida en los platos. Colocó el de él en su sitio. Brody levantó una ceja. —Veinte minutos. Y huele muchísimo mejor que la lata de sopa que pensaba abrir esta noche. —Te lo has ganado. Anahi se sirvió su plato, con porciones mucho más pequeñas que las de Brody, antes de dar la vuelta a la barra para sentarse junto a él. Y, por fin, cogió su vaso de vino. Hizo amago de brindar y lo probó. —Bueno, ¿cómo está? Brody probó el primer bocado y se echó hacia atrás como para reflexionar. —Tienes una cara interesante —empezó—. Fascinante a su estilo, sobre todo por esos ojazos oscuros. Absorben a un hombre y lo ahogan si no se anda con cuidado. Sin embargo —continuó mientras ella parecía apartarse de él, solo un poco—, puede que tu cocina sea mejor que tu aspecto. La sonrisa agradecida de Anahi le hizo cambiar de opinión, pero siguió comiendo y disfrutando de la comida, y también de su compañía, más de lo que había esperado. —Bueno, ¿sabes qué rumor corre ahí abajo en este momento? —preguntó él. —¿En Joanie's? —Eso es. La gente ve mi coche enfrente y no me ve a mí dentro. Uno comenta algo al respecto, otro dice: «Le he visto subir con Anahi o con la nueva cocinera de Joanie, ya llevan un rato arriba». —¡Oh, bueno, no importa! —exclamo Anahi, resoplando y enderezándose en el asiento—. ¿O sí? ¿Te importa lo que digan? —Me da lo mismo. ¿A ti te preocupa lo que piensen o digan de ti? —Algunas veces sí, demasiado. Otras, no me preocupa en absoluto. Desde luego, no me preocupa para nada que perdieses una apuesta con Mac Drubber porque no me fui a la cama con Cas. La mirada de Brody se iluminó, divertida, mientras seguía comiendo. —Sobrestimé a Cas y te subestimé a ti. —Eso parece. Si la gente piensa que estamos liados durante un tiempo, tal vez Cas deje de tratar de convencerme para que salga con él. —¿Te está molestando? —No,

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tanto como molestar no. Todo va mejor desde que le dejé las cosas claras. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 76 — Pero esto no me vendrá mal, así que me parece que te debo otra. —Creo que sí. ¿Me merezco otra cena? —Pues... claro, supongo —dijo frunciendo el ceño, confusa—. Si tú quieres. —¿Cuándo tienes otra noche libre? —Ah... —Dios, ¿cómo había conseguido meterse ella sola en aquella encerrona?—. El martes. Me toca el primer turno, salgo a las tres. —Estupendo. Vendré a las siete. ¿Te va bien? —A las siete. Claro, claro. En fin, ¿hay algo que no comas, que no te guste, que te cause alergia? —Si preparas vísceras no esperes que me las coma. —Nada de mollejas; entendido. «¿Y ahora qué?», se preguntó. No se le ocurría ningún tema de conversación intrascendente. «Antes tenía habilidad para este cosas, pensó. Le gustaba quedar, le gustaba sentarse con un hombre ante un plato de comida y hablar, reír. Pero su cerebro no quería bajar por aquel camino. —Llegará cuando llegue. Miró a Brody a los ojos. —Si soy tan transparente, voy a tener que instalar unas persianas. —Es natural que lo tengas metido en la cabeza. Te has relajado un poco mientras cocinabas. —Ya debe de haberla encontrado. Cualquiera que sea el que lo ha hecho, no puede habérsela llevado lejos, y si la ha enterrado... —Es más fácil lastrarla con rocas y tirarla al río. —¡Oh, Dios! Muchas gracias por esa imagen; seguro que vuelve a mi cabeza más tarde. —Es probable que, el cuerpo, con la corriente, no permanezca hundido. Acabará aflorando en algún punto río abajo. Algún tipo que haya salido a pescar tropezará con ella, o algún excursionista, remero o turista de Omaha, lo que más te guste. Alguien se llevará una gran sorpresa cuando la encuentre. —¿Puedes parar? —pidió Anahi frunciendo el ceño—. Aunque hubiese hecho algo así, habrá algún indicio, alguna prueba de lo que ha pasado. Sangre. Le ha golpeado en la cabeza bastante fuerte, la maleza debe de haber quedado aplastada, o... pisadas. ¿No las habría? —Seguramente. No sabía que alguien le estaba viendo, así que ¿por qué molestarse en borrar las huellas? Supongo que se preocupó sobre todo por librarse del cadáver y alejarse. —Sí. Así que el sheriff encontrará algo. Anahi se sobresaltó al oír pasos en el exterior. —Debe de ser él —dijo Brody en tono sereno, y se levantó del taburete para abrir la puerta él mismo. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 77 — Capítulo 7 —¿Qué tal, Brody? ¿Anahi? —Rick se quitó el sombrero al entrar y pasó la mirada por la barra de la cocina—. Siento interrumpir vuestra cena. —No importa, hemos terminado —contestó Anahi poniéndose en pie; las rodillas le temblaban—. ¿La ha encontrado? —¿Os importa que me siente? ¿Cómo podía haber olvidado el ritual propio de las visitas de los policías? Pedirles que entren, que se sienten, ofrecerles café. Aquellos días había hecho acopio de café para los amigos. Y para la policía. —Lo siento. —Anahi hizo un gesto hacia el sofá—. Por favor. ¿Puedo traerle algo? —Estoy bien, gracias. Después de acomodarse en el sofá, Rick se colocó el sombrero sobre las rodillas y esperó a que Anahi se sentase. Como había hecho antes en su propia cabaña, Brody se quedó apoyado en la barra. La muchacha lo supo antes de que hablase, lo vio en su rostro. Había aprendido a leer la expresión cuidadosamente neutra que mostraba la policía. —No he encontrado nada. Sin embargo, Anahi sacudió la cabeza. —Pero... —Vamos a tomárnoslo con calma—la interrumpió Rick—. ¿Por qué no vuelves a contarme lo que viste? —Oh, Dios mío. —Anahi se pasó las manos por la cara, se apretó los ojos con los dedos y dejó caer las manos en su regazo. Sí, claro. Volver a contarlo. Otra parte del ritual—. De acuerdo. Recitó de nuevo todo lo que recordaba. —Habrá echado el cadáver en el río, o lo habrá enterrado, o... —añadió. —Ya comprobaremos eso. ¿Estás seguro del sitio, Brody? —Te he mostrado en el mapa el lugar donde Anahi me dijo que lo vio. Muy cerca de los pequeños rápidos. —Al otro lado del río —le dijo Rick a Anahi, en un tono tan neutro como su rostro—. A tanta distancia,

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puedes haberte confundido. Y mucho. —No. Los árboles, las rocas, el agua blanca... No me he confundido. —No había ninguna señal de lucha en esa zona. No he encontrado ninguna cuando he examinado el entorno. —Debió de borrar sus huellas. —Podría ser —dijo en un tono en el que se percibía la duda; una ligera salida de NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 78 — la neutralidad—. Volveré allí por la mañana, cuando haya luz. Brody, tal vez quieras venir conmigo para asegurarnos de que es la zona correcta. Mientras tanto, haré algunas llamadas para ver si ha desaparecido alguna turista o residente. —Hay varias cabañas por esa zona —comentó Brody mientras cogía el vino que había dejado sobre la barra. —He pasado por un par de las más cercanas. Está la mía, y Joanie tiene un par. Por allí son de alquiler, y en esta época del año no hacen mucho negocio. No he visto a nadie, ni ninguna señal de que estén ocupadas. También estoy comprobando eso. Llegaremos al fondo de esto, Anahi. No quiero que te preocupes. Brody, ¿quieres venir conmigo mañana por la mañana? —Desde luego, no hay problema. —Puedo pedirle a Joanie la mañana libre e ir yo también —empezó Anahi. —Brody ha estado allí. Creo que con que me acompañe uno de vosotros es suficiente. Y te agradecería que de momento no comentases nada de esto con nadie. Examinaremos el lugar antes de que corra el rumor. —Rick se puso en pie—. Brody, ¿qué te parece si paso a recogerte por tu casa más o menos a las siete y media? —Allí estaré. —Intentad disfrutar del resto de la velada. Anahi, quítate esto de la cabeza durante un rato. No puedes hacer nada más. —No, claro, nada más. Anahi se quedó sentada mientras Rick se ponía el sombrero y salía. —No me cree. —Yo no he oído que dijera eso. —Sí que lo has oído —replicó Anahi, sin poder reprimir la ira—. Los dos lo hemos oído, por debajo de sus palabras. Brody volvió a dejar el vino y se le acercó. —¿Por qué no iba a creerte? —Porque no ha encontrado nada. Porque nadie más lo ha visto. Porque solo llevo en el pueblo un par de semanas. Por un montón de razones. —Yo también tengo toda esa información y te creo. A la muchacha le escocían los ojos. El ansia de levantarse, apretar la cara contra su pecho y echarse a llorar era abrumadora. En lugar de eso, se quedó sentada, con las manos entrecruzadas con fuerza en el regazo. —Gracias. —Me voy a casa. Intenta seguir el consejo del sheriff y olvídate de eso durante unas horas. Tómate una pastilla y acuéstate. —¿Cómo sabes que tengo pastillas para dormir? Los labios de Brody se curvaron, solo un poco. —Tómate un somnífero y desconecta. Mañana te diré lo que hay. —De acuerdo, gracias. Se levantó para acercarse a la puerta y abrirla ella misma. —Buenas noches. Satisfecho por dejarla más enfadada que deprimida, Brody salió sin decir nada NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 79 — más. La muchacha cerró la puerta, la comprobó y comprobó las ventanas. El hábito hizo que se dirigiese hacia la cocina para fregar los platos y cazuelas, pero a medio camino se volvió y conectó el ordenador portátil. Lo escribiría todo en su diario. Mientras Anahi se sentaba ante el teclado, Rick entraba en su oficina y encendía las luces. Colgó el sombrero y el abrigo, y luego volvió a la pequeña habitación de descanso para preparar un poco de café. Mientras tanto, llamó a su casa. Tal como esperaba, su hija mayor cogió el teléfono a la primera llamada. —¡Hola, papá! ¿Puedo ponerme rímel para ir al baile de primavera? Solo un poco. Todas las chicas lo llevan. Por favor. Se apretó los ojos con los dedos. Aún no tenía trece años y ya hablaba de rímel y bailes. —¿Qué ha dicho tu madre? —Ha dicho que lo pensará. Papá... —Entonces yo también lo pensaré. Pásame a mamá, cariño. —¿No puedes venir a casa? Podríamos hablarlo. «¡Dios me libre!», pensó Rick. —Esta noche tengo que trabajar hasta tarde, pero hablaremos de ello mañana. Ahora pásame a mamá. —¡Mamá! Papá está al teléfono. Tiene que trabajar hasta tarde, y mañana hablaremos de si puedo ponerme rímel como una persona normal. —Gracias por la información. —Debbie Mardson se

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echó a reír en el auricular, más divertida que agobiada. Rick se preguntó cómo lo conseguía—. Esperaba que estuvieses de camino a casa. —Tengo que quedarme en la oficina un rato, no sé cuánto. ¿Por qué demonios tiene que ponerse rímel esa chica? Tiene los mismos ojos que tú, las pestañas más largas de Wyoming. Era como si las estuviera viendo, largas y curvadas, sobre los ojos azules. —Por las mismas razones que yo unas pestañas demasiado finas. Además, es un instrumento femenino básico. —¿Se lo vas a permitir? —Lo estoy considerando. Rick se frotó la nuca. Era un hombre lamentablemente excedido en número por las mujeres. —Primero fue el pintalabios. —Brillo —corrigió Debbie—. Brillo de labios. —Lo que sea. Ahora es el rímel. Luego querrá un tatuaje. Hasta ahí podíamos llegar. —Me parece que podemos dejar el tatuaje para más adelante. ¿Por qué no llamas antes de salir? Así te tendré la cena caliente. —Quizá salga tarde. Me he traído un bocadillo de lomo de Joanie's. No te NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 80 — preocupes. Dales un beso a las chicas de mi parte. —Lo haré. No te canses demasiado, lo justo para que al volver a casa puedas darme un beso. —Claro que sí. Te quiero, Deb. —Yo también te quiero. Adiós. Se quedó un rato sentado en silencio, bebiendo el café, comiendo el bocadillo, pensando en su esposa y en sus tres hijas. No quería que su niña se pusiera maquillaje, pero ya sabía que acabaría convenciéndolo. Su hija mayor poseía la tenacidad de la madre. Con un suspiro, metió la servilleta de papel en la bolsa de la comida y lo tiró todo a la basura. Mientras se servía una segunda taza de café, repasó mentalmente la declaración de Anahi, revisó de nuevo los detalles, el tiempo. Sacudió la cabeza, añadió leche en polvo al café y se lo llevó a su oficina. El también conectó el ordenador. Había llegado el momento de averiguar algo más sobre Anahi Gilmore, aparte de que no estaba lidiada y procedía de Boston. Pasó varias horas buscando, leyendo, haciendo llamadas y tomando notas. Cuando acabó, tenía un archivo y, tras vacilar un poco, lo guardó en el último cajón de su escritorio. Era tarde cuando salió de la oficina para volver a casa preguntándose si su esposa le habría esperado despierta. Cuando pasó junto a Ángel Food, observó que la luz seguía encendida en el apartamento de arriba. A las siete y media de la mañana, mientras Anahi se esforzaba por concentrarse en las tortitas de leche y los huevos revueltos, Brody subía al coche de Rick armado con un termo de café. —Buenos días. Te agradezco que me acompañes, Brody. —No hay problema. Lo consideraré un trabajo de documentación. Rick sonrió brevemente. —Supongo que podríamos decir que tenemos un misterio entre manos. ¿Cuánto tiempo dijiste que pasó desde que Anahi te dijo que lo vio hasta que volviste allí con ella? —No sé cuánto tardó en llegar hasta donde yo estaba. Ella bajaba corriendo, y yo ya subía por el sendero. Supongo que menos de diez minutos. Diría que cinco antes de que empezásemos a subir, y quizá diez minutos o un cuarto de hora más hasta que llegamos al punto en el que ella se había detenido. —¿Y su estado de ánimo cuando la viste? Brody se sintió irritado. —El que cabría esperar en una mujer que ha visto que estrangulaban a otra. —Tranquilo, Brody, no vayas a pensar que no comprendo la situación, la cuestión es que tengo que considerar esto de forma diferente. Quiero saber si se mostraba coherente, si tenía la mente clara. —Al cabo de un par de minutos, sí. Ten en cuenta que se encontraba a kilómetros de cualquier medio para conseguir ayuda, aparte de mí. Era la primera NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 81 — vez que recorría ese sendero. Se sintió sola, conmocionada, asustada e impotente mientras presenciaba la escena. —A través de unos prismáticos, al otro lado del río Snake. —Rick levantó una mano—. Tal vez todo pasó tal como ella dijo, pero tengo que tomar en consideración las circunstancias y la falta de pruebas. ¿Puedes afirmar que estás seguro del todo de que no se equivocó? Quizá viese a un par de personas discutiendo, que incluso viese a

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un hombre golpear a una mujer. Había pensado mucho en ello la noche anterior. Él mismo había repasado los detalles, punto por punto. Y recordaba la cara de ella, fría y húmeda, pálida, con los ojos muy abiertos, vidriosos y hundidos. Una mujer no mostraba semejante terror por presenciar una discusión entre extraños. —Creo que vio exactamente lo que dijo. Lo que me contó en el camino y lo que te contó tres veces en sus declaraciones. No cambió los detalles ni una sola vez. Rick soltó un bufido. —En eso tienes razón. ¿Estáis liados? —¿En qué? Rick soltó una carcajada. —Me tienes que caer bien por fuerza, Brody. Eres un cabrón. ¿Estáis personalmente liados el uno con el otro? —¿Eso qué tiene que ver? —La información siempre tiene que ver en una investigación. —Entonces, ¿por qué no me preguntas si me acuesto con ella y ya está? —Bueno, he intentado mostrarme sensible y sutil —dijo Rick con una ligera sonrisa—. Pero de acuerdo. ¿Te acuestas con ella? —No. —Está bien —repitió. —¿Y si hubiese dicho que sí? —Entonces tendría en cuenta esa información, como un buen funcionario de policía. Tus asuntos son tuyos, Brody. Aunque, por supuesto, ese tipo de asuntos corre por el pueblo como un reguero de pólvora. No hay nada tan interesante como el sexo, tanto si es uno mismo el que lo practica como si hablas de otros que lo practican. —Yo prefiero practicarlo que hablar de él. —Tú eres así —dijo Rick volviendo a sonreír brevemente—. Y, la verdad, yo también. Circularon un rato en silencio hasta que Rick abandonó la carretera. —Este es el mejor sitio para acortar camino y llegar al lugar junto al río que me mostraste en el mapa. Brody se colgó una pequeña mochila del hombro. Incluso para una excursión tan corta, no era prudente salir sin los utensilios esenciales. Atravesaron campos de salvia y bosque, donde el barro blando conservaba unas huellas que Brody reconoció. Eran de ciervo, de oso y, supuso, de las botas de Rick del día anterior. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 82 — —No hay huellas humanas que se dirijan al río —señaló Rick—. Estas son las mías de ayer. Por supuesto, pudieron llegar desde otro lugar, pero eché un buen vistazo por los alrededores. Si tienes un cadáver, debes librarte de él. Echarlo al río podría ser el gesto instintivo, la primera reacción de pánico. —Caminaba despacio, observando el suelo y los árboles—. O lo enterrarías. Desde luego, habría señales de eso. No tiene sentido arrastrar lejos un cadáver, y cavar una tumba es mucho más difícil de lo que parece. —Se puso en jarras, con una muñeca apoyada distraídamente en la culata de su arma reglamentaria—. Se notaría, y los animales de por aquí la encontrarían enseguida. Tú mismo puedes ver que no hay señales de que nadie entrase o saliese de esta zona ayer. Te lo preguntaré de nuevo: ¿podrías haberte equivocado en el sitio? —No. A través de los pinos, los arándanos y los sauces, avanzaron hacia el norte, en dirección al río. Brody observó que la tierra estaba húmeda por el deshielo. Debería haber conservado las huellas humanas igual que conservaba las huellas de ciervos y alces. Aunque vio señales del paso de animales, no había huellas humanas. Rodearon un bosquecillo y, mientras Brody se paraba a mirar y se agachaba para buscar señales, Rick esperó. —Supongo que ya hiciste esto ayer. —Desde luego —reconoció Rick—. Por aquí hay buenas bayas en temporada — añadió en tono informal—. Tenemos arándanos, gayubas... —Hizo una pausa y miró en la dirección donde se encontraba el río, que ya se presentía—. Si un hombre hubiese tratado de esconder un cuerpo ahí, habría señales de ello. Y creo que a estas alturas los animales habrían captado el olor y habrían venido a explorar. —Sí. —Brody volvió a ponerse en pie—. Sí, tienes razón. Incluso un urbanita como yo sabe eso. A pesar de las circunstancias, Rick sonrió. —Te manejas bastante bien en el campo para ser un urbanita. —¿Cuánto tiempo tengo que vivir aquí para perder la etiqueta de urbanita? —Puede que se te desgaste un poco cuando lleves diez o quince años muerto. —Eso suponía —dijo Brody mientras reanudaba la marcha—. Tú tampoco

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naciste aquí —recordó—. Recluta. —Mi madre se instaló en Cheyenne antes de que yo cumpliese doce años, así que te llevo una buena ventaja. Soy de por aquí. Ya se oyen los rápidos. El grave retumbar llegaba a través de los álamos temblones, los chopos americanos y los sauces colorados. La luz del sol se hizo más intensa hasta que Brody pudo verla reflejada en el agua. Más allá estaba el cañón y, al otro lado, el punto alto donde había estado con Anahi. —Estaba sentada allí cuando lo vio. Protegiéndose los ojos con la palma de la mano, Brody señaló hacia las rocas. «Aquí hace más fresco —pensó Brody—, más fresco junto al agua, con el viento susurrando entre los árboles.» Pero el día era lo bastante claro para que sacase sus gafas de sol de la mochila. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 83 — —Tengo que decir, Brody, que eso está a mucha distancia. —Rick sacó sus gemelos y siguió la dirección indicada por Brody—. A mucha distancia —repitió—. Además, a esa hora el reflejo del sol en el agua te deslumbra. —Rick, somos amigos desde hace un año. —Desde luego. —Por eso voy a preguntártelo sin rodeos. ¿Por qué no crees a la chica? —Vayamos paso a paso. Ella está allí arriba, ve lo que pasa aquí abajo, baja corriendo por el sendero y tropieza contigo. Mientras tanto, ¿qué está haciendo ese tipo con el cadáver de la mujer? Si lo tiró al río, saldrá a flote. Y probablemente ya tendría que haberlo encontrado alguien. Por aquí no hay gran cosa para lastrar el cuerpo y, según el tiempo que me has indicado, solo tuvo una media hora para hacerlo. Si ese era el plan, habría tardado... En mi opinión más de lo que tardasteis vosotros dos en volver al punto desde donde se ve este sitio. —Podría haberla arrastrado detrás de aquellas rocas o entre los árboles. Desde el otro lado del río no la habríamos visto. Tal vez fue a buscar una pala o una cuerda. Vete a saber. Rick suspiró. —¿Has visto alguna señal de que alguien haya entrado o salido de aquí arrastrando o enterrando un cuerpo? —No, no la he visto. Todavía no. —Ahora tú y yo vamos a dar una vuelta, como ya hice ayer. No hay ni una sola señal de una tumba reciente. Eso deja la posibilidad de llevarse a rastras el cadáver hasta un coche o una cabaña. Es mucha distancia para acarrear un peso muerto, mucha distancia para no dejar una sola señal que ninguno de nosotros pueda ver. — Se volvió hacia Brody—. Me estás diciendo que estás seguro de que fue aquí donde lo vio, y yo te digo que no veo nada que indique que alguien estuviese aquí, y mucho menos que golpease a una mujer contra el suelo y la estrangulase. La lógica de la argumentación era indiscutible. —Borró sus huellas —insistió Brody. —Es posible, es posible. Pero ¿cuándo demonios lo hizo? Se llevó el cuerpo, lo arrastró donde nadie pudiera verlo, volvió, borró sus huellas aquí... y eso sin saber que alguien le había visto matar a otra persona. —Suponiendo que no viese a Anahi allí arriba. Rick se quitó las gafas de sol y a través de ellas miró al otro lado del agua, camino arriba. —Muy bien, démosle la vuelta y digamos que la vio. De todos modos consiguió largarse en los treinta minutos que dices que pasaron. Aunque fuesen cuarenta, en mi opinión sigue sin sostenerse. —¿Crees que miente, que se lo ha inventado? ¿Qué sentido tiene? —No creo que mienta. —Rick se echó el sombrero hacia atrás y se frotó la frente, preocupado—. Hay algo más, Brody. Al veros juntos ayer, primero en tu casa y luego en la de ella, supuse que os traíais algo entre manos. Que tal vez supieses más de ella. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 84 — —¿Más de qué? —Te lo contaré mientras damos ese paseo. Espero que puedas guardarte lo que voy a decirte. Supongo que eres una de las pocas personas del pueblo que es capaz de hacerlo. Mientras caminaban, Brody clavaba la mirada en el suelo u observaba la vegetación. Quería encontrar algo que demostrase que Rick estaba equivocado, y se daba cuenta. Eso significaba que prefería demostrar que una mujer estaba muerta a que Rick creyera que Anahi se equivocaba. Pero recordó el aspecto que tenía cuando la encontró, cómo se había esforzado

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para no hundirse en el largo camino de regreso. Y lo sola que parecía en su piso casi vacío. —He hecho algunas comprobaciones sobre ella. Cuando Brody se detuvo y entrecerró los ojos, Rick sacudió la cabeza. —Lo considero parte de mi trabajo —añadió—. Cuando llega alguien nuevo y se instala en el pueblo, quiero saber si está limpio. Hice lo mismo contigo. —¿Y pasé la prueba? —Tú y yo no hemos tenido palabras en otro sentido, ¿verdad? —Hizo una pausa y levantó la barbilla hacia la izquierda—. Esa es la parte trasera de una de las cabañas de Joanie. Esa es la más cercana, y hemos tardado unos diez minutos en llegar. A buen paso, y sin llevar peso muerto. Ninguna clase de vehículo puede llegar más cerca. En cualquier caso, habría huellas de neumáticos. —¿Entraste en la cabaña? —Llevar una placa no significa que pueda entrar en una propiedad privada. Pero miré por ahí, miré por las ventanas. Las puertas están cerradas con llave. Fui a las otras dos que están más cerca, entre las que se incluye la mía. Y ahí sí que entré. No había nada. De todas formas continuaron, alcanzaron la cabaña y la rodearon. —Anahi está limpia, por si te interesa —continuó Rick cuando Brody atisbo por las ventanas de la cabaña—. Pero estuvo implicada en algo hace unos años. Brody dio un paso atrás y midió sus palabras. —¿Implicada en qué? —Una matanza por diversión en el restaurante en el que trabajaba en Boston. Fue la única superviviente. Le pegaron dos tiros. —Por el amor de Dios... —Sí. La dieron por muerta y la dejaron en una especie de armario, un trastero. Me ha dado los detalles un policía de Boston que trabajó en el caso. Ella se hallaba en la cocina y todos los demás estaban en el comedor... Fue después de cerrar. Oyó gritos, disparos, y recuerda, o cree recordar, que cogió su teléfono móvil. Uno de los hombres entró y le disparó. No recuerda mucho más... o no lo recordaba. No pudo verle bien. Cayó contra el armario y se quedó allí hasta que la policía la encontró un par de horas más tarde. El policía con el que hablé me dijo que estuvo a punto de no contarlo. Estuvo casi una semana en coma después de que la operasen, y al despertar NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 85 — tenía la memoria afectada. Y su estado mental no era mucho mejor que el físico. Nada, nada de lo que había imaginado se acercaba a aquello. —¿Cómo habría podido serlo? —Lo que digo es que tuvo una crisis. Pasó varios meses en un hospital psiquiátrico. Nunca fue capaz de darles a los policías detalles suficientes o una buena descripción. Nunca atraparon a quienes mataron a toda aquella gente, y luego ella desapareció del mapa. El detective que dirigía la investigación se puso en contacto con ella varias veces durante más o menos el primer año. La última vez que lo intentó, se había mudado sin dejar señas. Tiene familia, una abuela, pero esta solo pudo decirle que Anahi se había marchado y no pensaba volver. Rick se detuvo y recorrió los alrededores con una mirada lenta y prolongada. Luego cambió de dirección y volvió hacia atrás. Una curruca empezó a emitir su rápido y agudo canto. —Recuerdo algo de aquello. La matanza salió en todos los periódicos y en la televisión. Me acuerdo de que pensé: «Gracias a Dios que vivimos aquí y no en la ciudad». —Sí, claro, por aquí no hay armas. Rick apretó la mandíbula. —La gente de aquí valora su derecho constitucional a llevar armas. Y lo respetan, urbanita. —Has olvidado de llamarme izquierdoso. —Estaba siendo educado. —Desde luego, lunático facha —dijo Brody en tono ligero. Rick soltó una carcajada. —No sé por qué tengo que ser amigo de un elitista de ciudad —dijo ladeando la cabeza—. Me sorprende que no te enterases de ese asunto siendo reportero de una gran ciudad. Brody calculó el tiempo. Si sucedió justo después de que se fuese del periódico, debía de estar cociendo su amargura al sol y entre las olas de Aruba. No leyó un periódico en casi ocho semanas, y le hizo boicot a la CNN. Solo por principio. —Cuando dejé el Trib, durante un par de meses me tomé lo que llamaremos una moratoria respecto a las noticias. —Bueno, supongo que la atención de los medios de comunicación debió de

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agotarse en ese tiempo. Siempre hay algo nuevo con lo que bombardear al público. —La Constitución de Estados Unidos garantiza la libertad de prensa. —Y es una lástima. Pero, para volver a lo nuestro, lo que le pasó a Anahi es una experiencia terrible para cualquiera, y cabe la posibilidad de que no se haya recuperado del todo. —¿Qué quieres decir? ¿Que se imaginó un asesinato? Corta el rollo, Rick. —Puede que se durmiese, que echase una cabezada de pocos minutos y tuviese una pesadilla. El policía que trabajó en el caso me contó que era propensa a sufrirlas. Esa subida es muy larga para alguien que no esté acostumbrado a las caminatas, y debía de estar cansada cuando llegó al lugar donde se detuvo. También podía estar NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 86 — mareada. Joanie dice que la chica solo come si le pone un plato delante de las narices. Además, está nerviosa. Arrastró el tocador hasta delante de la puerta de la habitación contigua en el hotel y lo dejó así durante todo el tiempo que estuvo allí. No llegó a deshacer la maleta. —Que sea demasiado prudente no significa que esté loca. —Vamos, Brody, no he dicho que esté loca, pero creo que es probable que siga estando emocionalmente perturbada —dijo el sheriff, aunque levantó ambas manos de inmediato—. Retiraré lo de perturbada y diré frágil. Así lo veo yo, porque en realidad no hay nada más que ver. No es que no vaya a seguir investigando el asunto, pero tal como están las cosas no voy a llamar a la policía del estado. No tienen nada que hacer aquí. Investigaré en el registro de personas desaparecidas, a ver si encuentro a alguien que corresponda a la descripción que Anahi me dijo de la mujer. No puedo hacer más que eso. —¿Eso es lo que vas a decirle, que no puedes hacer nada más? Rick se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el pelo. —¿Ves lo que veo yo aquí, o sea, nada? Si tienes tiempo me gustaría que vinieses conmigo a examinar las otras cabañas de las proximidades. —Tengo tiempo. Pero ¿por qué yo en lugar de uno de tus ayudantes? —Tú estabas con ella —contestó Rick mientras volvía a ponerse el sombrero sin cambiar de expresión—. Te consideraremos un testigo secundario. —¿Quieres que te cubra las espaldas? —Si lo prefieres, puedes llamarlo así —dijo Rick, sin rencor—. Mira, creo que ella piensa que vio algo, pero no hay pruebas que lo confirmen. Lo que pienso es que se durmió y tuvo una pesadilla, y tú tienes que admitir al menos la posibilidad de que fuese eso lo que ocurrió. No quiero agravar sus problemas, sean los que sean, y tengo que trabajar con hechos. El hecho es que aquí no hay ningún indicio de que haya pasado algo raro. Ni siquiera un indicio de que alguien haya estado aquí en las últimas veinticuatro horas. Daremos otra vuelta al regresar y examinaremos las cabañas de esta zona. Si encontramos algo, solo con que tropecemos con una puñetera pelusa, telefonearé a la policía del estado y le seguiremos la pista a este asunto. De lo contrario, lo único que puedo hacer es comprobar cada cierto tiempo el registro de personas desaparecidas. —Simplemente no la crees. —¿Tal como están las cosas, Brody? —Rick miró al otro lado del río, hacia las rocas—. No, desde luego que no. Cuando la avalancha del desayuno terminó, Anahi empezó a preparar la sopa del día. Puso a hervir judías, cortó sobras de jamón y picó cebollas. En Joanie's no se utilizaban hierbas frescas, así que se conformó con las secas. Sería mejor con albahaca y romero fresco. La pimienta negra recién molida sería preferible al maldito polvo gris del bote del estante. Por el amor de Dios, ¿cómo se podía hacer un guiso con ajo molido? Ojalá tuviese sal marina. ¿No había por allí ningún sitio donde conseguir tomates con algo de sabor en esa época del año? NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 87 — —Desde luego, no paras de quejarte. —Joanie se acercó a la olla y la olió—. A mí me parece que tiene buena pinta. Anahi se dio cuenta de que había vuelto a hablar sola. —Lo siento. Quedará muy buena. Es que estoy de mal humor. —He podido verlo por mí misma durante toda la mañana. Y ahora, además, te he oído. Esto no es un

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restaurante fino. Si querías lujo, tenías que haber dirigido el coche hacia Jackson Hole. —Está bien. Lo siento. —No he pedido la primera disculpa, y la segunda ya es una pesadez. ¿No tienes carácter? —Tenía. Sigue en el taller de reparaciones. Cualquiera que fuese la causa del mal humor, la mirada de Anahi y sus movimientos espasinódieos resultaban preocupantes. —Te he dicho que preparases lo que quisieras para la sopa del día, ¿no? —dijo Joanie en tono enérgico—. Si quieres algo que no tengamos aquí, haz una lista. A lo mejor lo encargo. Si no tienes iniciativa para pedirlo, luego no murmures y protestes. —De acuerdo. —¡Sal marina...! Con un bufido de burla, Joanie se alejó a grandes zancadas para servirse una taza de café. Desde el rincón, pudo contemplar a Anahi a sus anchas. Observó que la muchacha estaba pálida y tenía ojeras. —Diría que no te fue demasiado bien en tu día libre. —No, no me fue bien. —Mac me dijo que hiciste una excursión por el sendero de Little Ángel. —Sí. —Te vi volver con Brody. —Sí... nos encontramos en el sendero. Joanie bebió despacio un sorbo de café. —Tal como te tiemblan las manos en lugar de filetear esas zanahorias vas a acabar cortándote los dedos en rodajas. Anahi dejó el cuchillo y se volvió. —Joanie, vi... —empezó, pero se interrumpió cuando Brody entró en el local—. ¿Puedo tomarme un descanso? «Algo pasa —pensó Joanie al ver a Brody, que se detuvo y esperó—. Estos se traen algo entre manos.» —Adelante. Anahi no se echó a correr pero salió deprisa de detrás de la barra con los ojos fijos en Brody. El corazón le golpeaba las costillas. Y su mano se alargó para coger la de él cuando aún estaba a dos pasos. —¿La habéis...? —Vamos fuera. La muchacha se limitó a asentir, un gesto innecesario porque Brody ya tiraba de ella hacia la puerta. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 88 — —¿La habéis encontrado? —repitió Anahi—. Dime, ¿sabemos quién es? Él siguió caminando y agarrando con firmeza el brazo de ella hasta que estuvieron en el lateral del edificio, al pie de las escaleras que llevaban al piso de Anahi. —No hemos encontrado nada. —Pero... Debió de lanzarla al río. —Se había pasado la noche visualizando la escena—. ¡Oh, Dios mío! ¡Lanzó su cuerpo al río! —añadió. —No he dicho a nadie, Anahi. He dicho nada. —Debió... —Se contuvo y aspiró con fuerza—. No lo entiendo —dijo luego en tono prudente. —Hemos ido al sitio donde dijiste que les habías visto. Hemos recorrido el terreno desde allí hasta la carretera y hacia atrás desde distintas direcciones. Hemos ido a las cinco cabañas más cercanas a la zona. Están vacías, y no hay señales de que hayan estado ocupadas. El terror enfermizo surgió en el centro de su vientre. —No tenían por qué alojarse en una cabaña. —No, pero tuvieron que llegar al lugar donde tú les viste desde algún sitio. No había huellas, no había señales. —Os habéis confundido de sitio. —No nos hemos confundido. Anahi cruzó los brazos contra el pecho, pero lo que le producía escalofríos no era la fría brisa de primavera. —Eso es imposible. Estaban allí. Discutieron, se pelearon y él la mató. Lo vi con mis propios ojos. —Yo no he dicho otra cosa. Lo que te digo es que allí no hay nada que lo confirme. —Él quedará impune. Se marchará y vivirá su vida. —Anahi se dejó caer sentada en los escalones—. Porque yo fui la única que lo vi, y no vi lo suficiente, no pude hacer nada. —¿Siempre gira el mundo a tu alrededor? Anahi alzó la mirada, dividida entre la conmoción y el dolor. —¿Y cómo demonios te sentirías tú? Supongo que te limitarías a encogerte de hombros. Caray, hice lo que pude. Más vale que te vayas a tomar una cerveza y te tumbes en la hamaca. —Aún es un poco pronto para una cerveza. El sheriff va a comprobar si ha desaparecido alguien. Irá al rancho para turistas, a la pensión, a algunas zonas y campings alejados. ¿Se te ocurre alguna forma mejor de llevar el caso? —Eso no es cosa mía. —Tampoco mía. Anahi se puso en pie de golpe. —¿Por qué no ha vuelto para hablar conmigo? Porque no me cree —dijo antes de que él pudiese responder—. Piensa que me lo inventé. —Si quieres saber lo que cree, pregúntaselo.

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Yo te digo lo que sé. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 89 — —Quiero ir allí y verlo por mí misma. —Eso es cosa tuya. —No sé cómo llegar allí. Y aunque tal vez seas la última persona a la que quiero pedirle un maldito favor, ¿sabes una cosa?, también eres la única persona que estoy absolutamente segura de que no mató a esa mujer. Salvo que, además de tus otras aptitudes, puedas echar alas y volar. Salgo a las tres. Puedes recogerme aquí. —¿Puedo? —Sí, puedes. Y lo harás. Porque estás tan intrigado con esto como yo. —Se metió la mano en el bolsillo, sacó un arrugado y descolorido billete de diez dólares y se lo puso en la mano con un gesto brusco—. Ahí tienes. Eso debería cubrir la gasolina. Se marchó a grandes pasos y le dejó mirando el billete con una mezcla de diversión y enojo. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 90 — Capítulo 8 Anahi puso a hervir la sopa y, con un humor de perros, empezó a elaborar mentalmente una lista de lo que consideraba productos esenciales para cualquier cocina. Restaurante de cinco tenedores, local modesto de pueblo, cocina doméstica... ¿Qué más daba? La comida era comida y ¿Por qué demonios no debía estar perfectamente preparada? Aprontó varios pedidos para clientes que, por razones que se le escapaban, querían comer una hamburguesa de búfalo antes del mediodía. Entre un pedido y otro se dedicó a limpiar la cocina, empezando por el interior de los armarios. Estaba de rodillas repasando la zona de debajo del fregadero cuando Linda-Gail se agachó junto a ella. —¿Intentas que los demás quedemos mal? —No. Me mantengo ocupada. —Cuando hayas terminado aquí, puedes ir a mi casa y mantenerte ocupada allí. ¿Estás cabreada con Joanie? —No, estoy cabreada con el mundo. Con todo el puto y asqueroso mundo. Linda-Gail echó un vistazo por encima del hombro y bajó la voz. —¿Tienes la regla? —No. —Es que durante uno o dos días al mes suelo cabrearme con todo el puto y asqueroso mundo. ¿Puedo hacer algo? —¿Puedes eliminar las últimas veinticuatro horas con el poder de tu mente? —No creo —dijo al tiempo que apoyaba una mano en la espalda de Anahi en un gesto cariñoso—, pero llevo chocolate en el bolso. Anahi soltó un suspiro y dejó caer el trapo en el cubo de agua jabonosa. —¿Qué clase de chocolate? —Los cuadraditos envueltos en papel dorado que el hotel pone sobre las almohadas por la noche. María, la encargada de la limpieza, es mi camello. La sonrisa parecía tan ajena en el rostro de Anahi que casi dolía. —No son malos. Gracias, quizá... —Anahi, ven un momento a mi despacho. La voz de Joanie's, cortante y fría, la obligó a sacar la cabeza de debajo del fregadero. Anahi y Linda-Gail intercambiaron una mirada —y la de Linda-Gail estaba llena de compasión— antes de que Anahi se levantase y siguiese a Joanie al pequeño despacho. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 91 — —Cierra esa puerta. Mi hijo acaba de llamarme. Resulta que el sheriff ha ido al rancho a hacer preguntas. Al parecer, busca a unas personas, sobre todo a una mujer que podría haber desaparecido. Cas no le ha sacado gran cosa, pero no he criado a ningún bobo, así que ha atado cabos. Se volvió a la pequeña ventana y la abrió de par en par antes de vaciarse el bolsillo de cigarrillos. —Rick dice que puede que alguien viese que algo le pasaba a esa mujer, que puede que esa persona estuviese en Little Ángel y creyese que algo pasaba al otro lado del río. Como yo tampoco soy boba, supongo que ese alguien que pudo ver algo eres tú. —El sheriff me pidió que no dijese nada hasta que él investigase, pero como no encuentra nada... Vi cómo un hombre mataba a una mujer. Le vi estrangularla y yo estaba demasiado lejos para hacer nada. Y ahora no encuentran nada, como si nunca hubiese ocurrido. Joanie soltó un torrente de humo. —¿Qué mujer? —No sé. No la reconocí. No la vi bien. Ni su cara, ni la de él. Pero vi... Vi... —No vayas a ponerte histérica —dijo Joanie con voz fría y firme—. Si lo necesitas, siéntate, pero no te pongas histérica. —De acuerdo. —Anahi no se sentó, pero se enjugó las lágrimas con las manos— . Los vi. Vi lo que él

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le hizo. Fui la única que vio algo. Las botas de ella golpeando el suelo. Unas Nike negras de caña alta con tiras plateadas en la puerta del almacén. Su cazadora negra y su gorra anaranjada de cazador. Sudadera de color gris oscuro, pistola grande y negra. —Fui la única que vio algo —repitió—, pero no vi lo suficiente. —Dijiste que Brody y tú estabais en el sendero. —Él estaba más abajo y no lo vio. Subió conmigo luego, pero ya no había nada que ver. —En aquella habitación diminuta le faltaba aire; Anahi se acercó a la ventana—. No me lo imaginé —añadió. —¿Por qué iba a pensar que lo imaginaste? Si estabas trastornada por esto, podías haberte tomado el día libre. —Ya me lo tomé ayer y mira lo que pasó. ¿Te ha dicho Cas... si había alguna mujer alojada en el rancho? —Todos los que se alojan o trabajan allí están controlados. —Claro —dijo Anahi cerrando los ojos, sin saber si debía sentirse aliviada o aterrada—. Claro que sí. Después de llamar a la puerta, Linda-Gail asomó la cabeza. —Lo siento, pero aquí fuera empezamos a estar apurados. —Diles que se esperen —ordenó Joanie, y luego aguardó a que la puerta volviese a cerrarse—, ¿Puedes acabar tu turno? —Sí. Prefiero tener algo que hacer. —Entonces ocúpate de la cocina. Mientras tanto, si te comes el coco, pasa de lo NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 92 — que Rick Mardson te diga. Puedes hablar conmigo. —Gracias. Me siento como si me hubiesen retorcido las tripas. —No me extraña. Seguro que después de soltarlo te sientes mejor. —Sí, es cierto. Si te preguntase... Ya se lo he preguntado a Brody, pero el sheriff Mardson y él son amigos... Bueno, si te preguntase a ti, ¿me dirías qué opinión tienes de él como sheriff? —Lo bastante buena para haber votado por él las dos veces que se ha presentado. Hace una docena de años que los conozco, a Debbie y a él, desde que se trasladaron aquí desde Cheyenne. —Sí, pero... —Anahi se humedeció los labios—. Me refiero a su trabajo como policía. —En cuanto a eso, hace lo que hay que hacer, sin llamar mucho la atención. Tal vez creas que no hay mucho que hacer en un pueblo de este tamaño, pero te garantizo que todo hijo de vecino tiene un arma en Ángel's Fist. La mayoría más de una. Rick se asegura de que la gente las utilice para cazar y practicar el tiro al blanco. Mantiene el ambiente todo lo pacífico que puedas imaginarte cuando este pueblo rebosa de turistas. Hace su trabajo. No hacía falta ser un lince para ver que Anahi no estaba convencida. —Deja que te pregunte una cosa —continuó Joanie—. ¿Hay algo más que puedas hacer sobre este asunto aparte de lo que hiciste? —No lo sé. —Entonces déjalo en manos de Rick, vuelve a la cocina y haz tu trabajo. —De acuerdo, supongo que tienes razón. Ah, Joanie, estoy haciendo esa lista, y solo quería mencionar que comprar ajos frescos resultaría a la larga mucho más barato y práctico que comprar el ajo molido. —Lo tendré en cuenta. La sopa fue un éxito, así que no tenía sentido pensar que habría quedado más rica si hubiese tenido a mano todos los ingredientes que echaba en falta. Aquella constante lucha por conseguir la perfección era cosa del pasado. ¿Aún no había aprendido que bastaba con salir adelante? Allí a nadie le importaba si el orégano era fresco o si llevaba seis meses en frascos de plástico. ¿Por qué debía importarle a ella? Solo tenía que cocinar, servir y cobrar su cheque. No pertenecía a aquel lugar. En realidad, seguramente había cometido un error al quedarse con el apartamento de arriba. Estaba demasiado cerca. Debería trasladarse de nuevo al hotel. Mejor aún, debería meter sus cosas en el coche y marcharse. Nada la retenía allí. Nada la retenía en ninguna parte. —¡Brody está aquí! —le gritó Linda-Gail—. Ahí tienes la nota. El doctor y él han pedido la sopa. —Brody y el doctor —masculló Anahi—. ¿No es perfecto? Les serviría sopa, muy bien. Sin problemas. Mientras la rabia empezaba a burbujear, llenó dos cuencos y los puso en un NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 93 — plato con pan y mantequilla. Y cuando el burbujeo se convirtió en vapor, los llevó a la mesa donde estaban sentados los hombres. —Aquí tienen su

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sopa. Y como acompañamiento voy a dejar clara una cosa. No necesito ni quiero ningún examen médico. No estoy enferma. No le ocurre nada a mi vista. No me dormí en el sendero y no soñé que veía estrangular a una mujer. La violencia de sus palabras flotando en el aire interrumpió las conversaciones en las mesas cercanas. Por un momento, solo se oyó a Clarín lirooks en la máquina de discos. —Que disfruten de su comida —concluyó Anahi antes de volver a la cocina. Se quitó de un tirón el delantal y cogió su chaqueta. —Mi turno ha terminado. Me voy arriba. —Muy bien. —Joanie colocó una hamburguesa sobre la plancha—. Mañana trabajas de once a ocho. —Conozco mis turnos. Salió por la puerta de atrás, dio la vuelta hasta el lateral del edificio y subió por la escalera con pasos bruscos. Una vez en el apartamento, buscó los mapas y las guías de la zona. Ella sola encontraría la forma de llegar. No necesitaba un acompañante; no necesitaba a un hombre que la siguiera para aplacarla y tratarla con aire protector. Abrió el mapa y contempló cómo caía al suelo desde sus dedos sin fuerza. Estaba cubierto de rayas dentadas, curvas y manchas rojas. La zona del otro lado del sendero donde se detuvo el día anterior estaba rodeada por docenas de círculos. Ella no había hecho aquellas marcas. Sin embargo, se miró los dedos como si esperase ver manchas rojas en las yemas. El día anterior el mapa estaba impoluto, y ahora parecía que lo hubieran plegado una y otra vez, pintarrajeado y garabateado en algún código disparatado. Ella no lo había hecho. No podía haberlo hecho. Respirando con dificultad, se precipitó al cajón de la cocina y lo abrió de un tirón. Allí, justo donde lo había puesto, estaba su rotulador rojo. Con dedos temblorosos, le quitó la tapa y vio que la punta estaba embotada y aplanada. Pero antes no lo estaba. Se lo había comprado al señor Drubber hacía pocos días. Con mucho cuidado volvió a colocar la tapa y dejó el rotulador en el cajón. Cerró el cajón. Luego se volvió con la espalda contra la pared y observó el apartamento. No había nada fuera de su sitio. Se daría cuenta. Si hubiesen movido un libro un solo centímetro lo sabría. Pero todo estaba exactamente tal como lo había dejado por la mañana. Cuando salió y cerró la puerta con llave. Había comprobado la cerradura dos veces. Tal vez tres. Volvió a mirar el mapa que estaba en el suelo. ¿Ella había hecho aquello? En algún momento de la noche, entre las pesadillas y los estremecimientos, ¿se había levantado y había sacado el rotulador del cajón? NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 94 — En ese caso, ¿por qué no se acordaba? Se dijo que no importaba y fue a recoger el mapa. Estaba trastornada, era natural. Estaba muy trastornada y había cogido el rotulador para estar segura de que no olvidaría el punto exacto donde había visto el asesinato. Eso no la convertía en una loca. Plegó el mapa. Decidió comprar uno nuevo. Tiraría aquel, lo enterraría entre la basura del restaurante y compraría uno nuevo. Solo era un mapa. No valía la pena preocuparse. Pero cuando oyó pisadas en la escalera se lo metió a toda prisa, sintiéndose culpable, en el bolsillo del pantalón. La llamada fue enérgica y, sí era capaz de interpretar el sonido del golpear de unos nudillos contra la madera, irritada. Supo que era Brody quien estaba al otro lado de la puerta. Se tomó un momento para asegurarse de que estaba lo bastante tranquila y luego fue a abrir. —¿Estás lista? —He cambiado de opinión. Voy a ir sola. —Muy bien. Hazlo. —Pero la empujó con suavidad hasta obligarla a retroceder un paso y a continuación cerró la puerta tras de sí de un portazo—. No sé por qué me molesto —continuó—. No he llevado al doctor a rastras al restaurante para que te echase un vistazo. ¿Por qué demonios habría de hacerlo? Resulta que va a comer allí varias veces por semana, cosa que, si no eres ciega y estúpida, habrás visto con tus propios ojos. También resulta que, si coincidimos allí, a veces nos sentamos juntos. A eso se le llama ser sociable. ¿Estás contenta? —No. No demasiado. —Mejor, porque seguramente lo que viene a continuación te pondrá

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como una moto. Rick ha hecho algunas investigaciones. En eso consiste su trabajo, que yo sepa. Así que el rumor se está difundiendo. El doctor me ha preguntado si sabía algo. Intentaba decidir si se lo contaba o no hasta que has servido la sopa. Una sopa riquísima, por cierto, aunque estés como una cabra. —Me pasé tres meses en un hospital psiquiátrico. Oír que estoy como una cabra no hiere mis sentimientos. —Tal vez deberías haberte pasado allí unas cuantas semanas más. Anahi abrió la boca y la cerró. Luego fue hasta el diván y se sentó. Y se echó a reír. Siguió riendo mientras se deshacía la cola de caballo y el pelo le caía suelto sobre la espalda. —¿Por qué es un consuelo? ¿Por qué demonios esa clase de respuesta grosera e inadecuada es más fácil de oír que todos los «pobrecita» y los «bueno, bueno, ya pasó todo». Puede que esté como una cabra. Puede que haya perdido el juicio. —Tal vez deberías dejar de tenerte lástima. —Creía haberlo hecho, pero me parece que no. Gente con buenas intenciones, gente que se preocupaba por mí, una fila de médicos o psiquiatras cada vez que parpadeaba. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 95 — —Yo no tengo buenas intenciones. Yo no te quiero. —Lo recordaré la próxima vez —respondió Anahi mientras dejaba el coletero sobre la mesita junto al diván—. ¿Aún estás dispuesto a llevarme allí? —De todos modos, ya he perdido el día. —Muy bien. La muchacha se levantó para ir a buscar su mochila. Brody se quedó junto a la puerta y observó cómo comprobaba el contenido. Cerró la cremallera. La abrió. Volvió ha comprobar el interior. Le pareció adivinar que, después de cerrar la cremallera por segunda vez, por un momento Anahi estuvo a punto de volver a abrirla. Cuando él abrió la puerta, la muchacha salió y cerró con llave. Luego se quedó un momento mirando la puerta. —Adelante, comprueba que has cerrado con llave. No tiene sentido que empieces a preocuparte y a obsesionarte cuando nos hayamos marchado. —Gracias. Anahi lo comprobó, le dedicó una breve mirada de disculpa y a continuación volvió a comprobarlo antes de obligarse a bajar por la escalera. —He mejorado —le dijo—. Antes tardaba veinte minutos en salir de una habitación. Y eso tomando ansiolíticos. —Gracias a la química se vive mejor. —No tanto. Las píldoras me dejan... ausente. Más de lo que pueda parecerte. Antes de subir al coche, comprobó el asiento trasero. —Durante un tiempo no me importó sentirme ausente, pero prefiero tomarme la molestia de asegurarme de las cosas a tomar una píldora. Se abrochó el cinturón de seguridad y lo verificó. —¿No te interesa por qué estuve en un hospital psiquiátrico? —¿Vas a contarme tu vida? —No, pero supongo que, ya que te he metido en esto, deberías conocer una parte. Brody se desvió de la curva para tomar el camino que bordeaba el lago y salía del pueblo. —Ya conozco una parte. El sheriff comprobó tus antecedentes. —Él... —Anahi se interrumpió para reflexionar—. Supongo que es lógico. Nadie me conoce, y de pronto digo que he visto un crimen. —¿Cogieron al tipo que te disparo? —No—respondió ella con mirada ausente mientras levantaba la mano de forma automática para trotarse el pecho—. Creen que identificaron a uno de ellos, pero murió de sobredosis antes de que pudiesen interrogarle. Había más de uno no sé cuántos, pero más de uno. Por fuerza. —Ya. —Doce personas. Personas con las que trabajé o para las que cociné y que me importaban. Todas muertas. Yo también debería haber muerto. Esa es una de las cosas en las que pienso. Por qué yo sobreviví y ellos no. ¿Qué sentido tiene eso? NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 96 — —Te tocó la lotería. —Es posible. Puede que sea así de frío. —Anahi se preguntó si el frío resultaba un consuelo—. No consiguieron más que dos mil dólares. La gente suele pagar con tarjeta de crédito cuando sale a cenar. Dos mil dólares y lo que había en las carteras y los bolsos. Algunas joyas... Nada especial. Vino y cerveza. Teníamos una buena bodega de vinos. Pero no murieron por eso. Nadie les habría detenido, nadie se habría metido

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con ellos. No por dinero, vino y unos cuantos relojes. —¿Por qué murieron? Anahi fijó la vista en las montañas, tan poderosas, tan salvajes contra el azul lechoso del cielo. —Porque los que entraron así lo decidieron. Para pasarlo bien. Una matanza por diversión. Se lo oí decir a los policías. Trabajaba allí desde los dieciséis años. Crecí en Maneo's. —Empezaste a trabajar a los dieciséis... Debías de ser de esas chicas que hacen lo que les da la gana. —Tuve mis momentos, pero quería trabajar. Quería trabajar en un restaurante. Ponía las mesas y cocinaba los fines de semana, durante el verano y en las vacaciones. Me encantaba. —Podía verlo como si no hubiese pasado el tiempo. El ajetreo en la cocina, el ruido de los platos al otro lado de la puerta de batiente, las voces, los olores—. Era mi última noche. Iban a darme una pequeña fiesta de despedida. Se suponía que era una sorpresa, así que estaba perdiendo el tiempo en la cocina para que pudiesen prepararlo todo. Hubo gritos, disparos y ruido de cristales rotos. Creo que por un momento me quedé desconcertada. No se oían gritos y disparos en Maneo's, era un agradable restaurante familiar. Sheryl Crow. —¿Cómo? —En la radio de la cocina sonaba Sheryl Crow. Cogí mi teléfono móvil, al menos así lo recuerdo. Y se abrió la puerta. Empecé a volverme, o quizá eché a correr. En mi mente, cuando lo pienso, o en los sueños, veo la pistola y la sudadera con capucha de color gris oscuro. Eso es todo. Veo eso, me caigo al suelo, y entonces surge el dolor. Dos veces, dijeron. Una en el pecho; la otra bala me rozó la cabeza. Pero sobreviví. Cuando hizo una pausa, Brody la miró un instante. —Continúa. —Me caí hacia atrás, contra el armario. Productos de limpieza. Había estado guardando productos de limpieza en el armario, y me caí dentro. Los policías me lo dijeron después. No sabía dónde estaba. Me despabilé un poco. Me sentía atontada y confusa. Tenía frío. —Volvió a frotarse los pechos con la mano—. No podía respirar con aquel peso en el pecho, aquel dolor horrible. Me faltaba el aire. La puerta seguía abierta, no del todo, solo unos centímetros. Oí voces, y al principio traté de pedir ayuda. Pero no pude. Por suerte, no pude. Oí llanto y gritos, y también carcajadas. — Bajó la mano hasta el regazo, muy despacio—. Entonces no pensé en pedir ayuda. Solo pensé en no hacer ruido, ningún ruido, para que no viniesen a mirar, no viniesen a matarme. Algo se derrumbó. Mi amiga, mi ayudante, cayó al otro lado de NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 97 — la puerta. Ginny. Ginny Shanks. Tenía veinticuatro años. Tenía novio desde el mes anterior, desde el día de San Valentín. Iban a casarse en octubre. Yo iba a ser su dama de honor. —Al ver que Brody no decía nada, Anahi cerró los ojos y siguió—. Ginny cayó; pude verle la cara a través de la rendija de la puerta. La tenía magullada y ensangrentada; debían de haberle pegado. Lloraba y suplicaba. Y nuestras miradas se encontraron durante un segundo. Creo que así fue. Entonces oí el disparo, y ella sufrió una sacudida. Solo una, como una marioneta que cuelga de unos hilos. Sus ojos cambiaron. En un instante, la vida había desaparecido. Uno de ellos debió de darle una patada a la puerta, porque se cerró. Todo estaba negro. Ginny estaba allí mismo, al otro lado de la puerta, y no pude hacer nada por ella. Por ninguno de ellos. No podía salir. Estaba en mi ataúd, enterrada viva, y todos estaban muertos. Eso es lo que pensé. La policía me encontró. Y sobreviví. —¿Cuánto tiempo pasaste en el hospital? —Seis semanas, pero no recuerdo para nada las dos primeras, y solo imágenes sueltas de las siguientes. Pero no lo llevé demasiado bien. —¿Qué es lo que no llevaste demasiado bien? —El incidente, sobrevivir a él, ser una víctima. —¿Cuál sería la definición de llevar bien que te disparen, que te dejen por muerta y ver cómo matan a una amiga? —Responder a la terapia, aceptar que no pude hacer nada para evitar o impedir nada de eso, incluso sentirme agradecida por haberme salvado. Encontrar a Cristo o lanzarme a los placeres de la vida hasta agotarlos —dijo la muchacha en tono impaciente—. No lo sé. Pero no fui capaz

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de afrontarlo. Sufrí pánico y terrores nocturnos. Sonambulismo, ataques de histeria y luego momentos de letargo. Creo que les oía venir por mí, veía aquella sudadera gris por la calle, en gente desconocida. Sufrí una crisis; de ahí el hospital psiquiátrico. —¿Te metieron en un psiquiátrico? —Ingresé por propia voluntad cuando me di cuenta de que no mejoraba. No podía trabajar. No podía comer. No podía hacer nada —explicó frotándose la sien—. Pero decidí marcharme porque comprendí lo fácil que sería quedarme en aquel ambiente controlado. Dejé de tomar las píldoras porque con ellas me sentía casi todo el tiempo atontada, y ya me había pasado largos períodos así. —O sea que ahora solo eres neurótica y maniática. —Más o menos. Claustrofóbica, obsesivo compulsiva, con paranoia ocasional y ataques de pánico frecuentes. Tengo pesadillas y a veces me despierto creyendo que todo ocurre de nuevo o puede volver a ocurrir. Pero vi a aquellas dos personas. No me las imaginé. Las vi. —Muy bien —respondió él mientras aparcaba en el arcén—. Desde aquí iremos caminando. Anahi bajó la primera y, armándose de valor, se sacó el mapa del bolsillo. —He ido a coger esto cuando estaba cabreada porque creía que le habías hablado de mí al doctor. He subido y he sacado esto porque iba a venir yo sola. — Abrió el mapa y se lo dio—. No recuerdo haberlo llenado de marcas. No lo recuerdo, NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 98 — pero eso no significa que me imaginase lo que pasó ayer. Supongo que tuve un ataque de pánico durante la noche y lo he borrado de mi mente. —Entonces, ¿por qué me lo enseñas? —Deberías saber con qué te enfrentas. Brody miró el mapa un momento y luego lo plegó. —Vi tu cara ayer cuando bajaste corriendo por el sendero. Si te imaginaste que viste cómo mataban a aquella mujer, estás perdiendo el tiempo en la cocina. Cualquiera que tenga una imaginación tan desbordante debería ser escritor, como yo. Venderías más libros que J. K. Rowling. —Me crees de verdad. —Por el amor de Dios, escúchame bien —respondió, poniéndole el mapa en las manos con un gesto brusco—. Si no te creyese, no estaría aquí. Tengo mi propia vida, mi propio trabajo, mi propio tiempo. Viste lo que viste, y es una putada. Ha muerto una mujer, y no puede ser que a nadie le importe una mierda. Anahi cerró los ojos un instante. —No le tomes esto en el mal sentido, ¿Vale? Se acercó a él, le abrazó y posó ligeramente sus labios en los de él. —¿En qué mal sentido podría tomármelo? —En el de cualquier cosa que no sea sincero agradecimiento —dijo mientras se echaba la mochila al hombro—. ¿Conoces el camino? —Sí, conozco el camino. Mientras se alejaban de la carretera, ella le echó una mirada rápida. —Es la primera vez que beso a un hombre desde hace dos años. —No me extraña que estés loca. ¿Qué te ha parecido? —Reconfortante. Brody soltó un bufido. —Alguna vez, Flaca, tal vez busquemos algo un poco más interesante que reconfortante. —Tal vez sí. Anahi se obligó a pensar en otra cosa. —Esta mañana, en uno de mis descansos, me he escapado a la tienda y he comprado tu libro, Jamison P. Brody. —¿Cuál? —Por los suelos. Mac me ha dicho que era tu primera novela, así que he querido empezar por ella. Ha dicho que le gustó mucho. —A mí también. Anahi se echó a reír. —Si me gusta, te lo diré. ¿Te llama alguien por tu nombre de pila? —No. —¿Qué significa la «p»? —Perverso. —Te pega —comentó Anahi humedeciéndose los labios—. Pudieron venir de cualquier parte. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 99 — —Dijistes que no vistes mochilas ni equipo. —No, a lo mejor lo dejaron todo atrás, fuera de mi campo visual. —Anahi, no había huellas en ninguna dirección, salvo las de Rick. Mira —dijo, agachándose—. ¿Ves esto? No soy ningún experto pero me las arreglo. Mis huellas de esta mañana y las de Rick. El terreno está bastante blando. —Pues no llegaron volando. —No, pero si él sabía algo de huellas y de excursionismo pudo borrar las suyas. —¿Por qué? ¿Quién iba a buscar aquí a una mujer muerta si nadie le vio matarla? —Tú le viste. Y

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puede que él te viese a ti. —No miró a su alrededor ni hacia el otro lado en ningún momento. —No mientras tú estabas mirando. Echaste a correr, ¿no? Y dejaste tus cosas apoyadas en la roca. Puede que te viese cuando te ibas, o que viese tu mochila en la roca. Solo tuvo que sumar dos y dos y cubrió sus huellas. Tardamos dos horas en llegar a mi cabaña, y Rick tardó al menos media hora más en llegar aquí. Más bien una hora más, porque antes habló contigo. ¿Tres horas? Puñeta, cualquiera capaz de distinguir su culo de su codo podría borrar las huellas del paso de un elefante por aquí. —Me vio —dijo ella, y la garganta se le cerró de golpe ante la idea. —Puede que te viese y puede que no. En cualquier caso, fue cuidadoso. Lo bastante listo y meticuloso para tomarse su tiempo y eliminar todos los indicios de su presencia y de la de ella. —Me vio. ¿Por qué no se me ha ocurrido antes? —se preguntó Anahi pasándose una mano por la cara—. Cuando llegué donde tú estabas, ya la había arrastrado o se la había llevado a cuestas, o había lastrado el cadáver y lo había arrojado al agua. —Yo me inclinaría por la primera opción. Se tarda mucho en lastrar un cadáver. —Entonces se lo llevo. Anahi se detuvo. Allí estaba el río, delante de los árboles y las rocas. Su cuchilla cortaba el cañón de forma que las paredes parecían volar hacía arriba en línea recta. «Como si estuviésemos en una caja —pensó—, con la tapa abierta a la extensión de cielo.» —Desde aquí... —murmuró— se respira tanta soledad... La presencia del río te aísla de todo. Es tan bonito que... ¿de qué podría uno preocuparse? —Un buen lugar para morir. —Ningún lugar lo es. Cuando has estado lo bastante cerca, sabes que ningún lugar es bueno para morir. Pero esto es tan imponente... Los árboles, las rocas, las paredes, el agua... Podría haber sido lo último que ella viese, pero no lo vio. Estaba tan furiosa... Creo que no vio nada aparte de a él y su propia rabia. Luego debieron de llegar el miedo y el dolor. —¿Ves dónde estabas desde aquí? Anahi se acercó al río. «Hoy hace más fresco —pensó—, y no hace tan buen día.» El sol no era tan intenso y las nubes eran más densas, torrentes y volutas de blanco sobre azul. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 100 — —Allí—dijo Anahi, señalando hacia arriba, al otro lado del río—. Me detuve allí, me senté, me comí un bocadillo y bebí agua. El sol era muy agradable, y me gustaba oír el agua. Vi el halcón. Luego los vi a ellos, aquí. —Se volvió hacia Brody—. Como estamos nosotros. Ella estaba de cara a él, así, y él se hallaba de espaldas al agua. Antes he dicho que me parecía que ella solo le veía a él. Supongo que también él la veía solo a ella. Me fijé más en ella porque estaba más agitada. Mucho movimiento. —Anahi agitó los brazos para mostrarlo—. Un drama. Se percibía el calor de ella desde el otro lado del río. Echaba humo. Pero él parecía muy controlado, al menos su lenguaje corporal. ¿Me lo estoy inventando? —dijo mientras se presionaba los ojos con los dedos—. ¿Estoy recordando lo que ocurrió o proyectando? —Sabes lo que viste. La calma absoluta de su tono la llevó a dejar caer las manos y le calmó los nervios del estómago. —Sí. Sí que lo sé. Ella movía los brazos y le señalaba con el dedo. Parecía que le dijese: «Te lo advierto». Y le dio un empujón. —Anahi plantó las manos en el pecho de Brody y le empujó—. Creo que él dio un paso atrás —dijo en tono seco—. Si no te importa meterte en el personaje... —De acuerdo —accedió él. —Él hizo así. —Anahi cruzó las manos y las separó—. Pensé: ¡Seguro! Como la señal del árbitro. —¿Pensaste en el béisbol? —preguntó Brody, divertido. —Por un segundo. Pero significaba «Ya está bien. Me he hartado». Entonces ella le dio una bofetada. Cuando Anahi echó la mano hacia atrás, Brody la cogió de la muñeca. —Ya me hago a la idea. —No iba a pegarte. Él le agarró la mano la primera vez, y luego ella se liberó y volvió a pegarle. Fue entonces cuando él la tiró al suelo de un empujón. Adelante. —Claro. Brody la empujó y, aunque ella tuvo que retroceder un poco, no cayó al suelo. —Debió ser mucho más fuerte. No —dijo Anahi levantando las manos cuando él sonrió

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e hizo el gesto de darle otro empujón—. Ya sigo yo. —Miró hacia atrás para calibrar la distancia hasta las rocas. Reconstruir el crimen no significaba que tuviese que darse un golpe tontamente—. Espera —añadió—. No llevaba mochila. Anahi se quitó la suya, la echó a un lado y se dejó caer en el suelo—. Debió de caer con más fuerza, y creo que se golpeó la cabeza contra el suelo, o tal vez contra estas rocas. Se quedó un momento así. Se le cayó la gorra. Se me olvidó eso. Se le cayó la gorra y, cuando sacudió la cabeza, como si estuviese un poco mareada, hubo un destello. Pendientes. Debía de llevar pendientes. Yo no prestaba suficiente atención. —Diría que en eso te equivocas. ¿Qué hizo él? ¿Avanzar hacia ella? —No, no. Ella se levantó enseguida y arremetió contra él. No tenía miedo, estaba cabreada. Muy cabreada. Le chillaba... Yo no la oía, pero la veía. Él la tiró al suelo. Esa vez no hubo empujón. Y cuando cayó, el se puso a horcajadas sobre ella. Anahi se echó y miró a Brody. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 101 — —¿Te importaría? —Desde luego que no. No hay problema. Colocó un pie a cada lado de Anahi. —Él le ofreció una mano, creo, pero ella no quiso levantarse. Se apoyó en los codos y siguió increpándole. Movía la boca y pude imaginar que le gritaba y le insultaba. Entonces él se agachó. Brody se puso en cuclillas. —Él se sentó sobre ella, le echó el peso encima para sujetarla —siguió Anahi; Brody hizo lo propio—. ¡Uf! Sí, así fue. No jugaban, no había nada sexual, al menos no me lo pareció. Ella le abofeteaba, y él le sujetó los brazos contra el suelo. ¡No, no lo hagas! —exclamó llevada por el pánico cuando Brody le agarró las muñecas—. ¡No puedo! ¡No! —Tranquila —dijo él mirándola a los ojos, mientras reducía la fuerza con que la sujetaba—. No voy a hacerte daño. Dime qué pasó a continuación. —Ella forcejeaba, se retorcía debajo de él. Pero él era más fuerte. La agarró del pelo y le golpeó la cabeza contra el suelo. Luego... luego le puso las manos alrededor del cuello. Ella se resistió, trató de quitárselo de encima, le aferró las muñecas, pero no creo que le quedasen muchas fuerzas. Espera... Con las rodillas, él le sujetó los brazos contra el suelo para impedir que le golpease. ¡También olvidé eso, maldita sea! —Ahora te has acordado. —Ella pateó, supongo que tratando de hacer palanca. Golpeó el suelo con los pies y hundió los dedos en la tierra. Luego dejó de moverse. Todo dejó de moverse, pero él mantuvo las manos alrededor de su garganta. Las mantuvo allí, y yo eché a correr. Levántate, ¿vale? Levántate. Brody se sentó en el suelo, junto a ella. —¿Alguna posibilidad de que aún estuviese viva? —Él mantuvo las manos alrededor de su garganta. Anahi se incorporó, dobló las rodillas y apretó la cara contra ellas. Brody no dijo nada durante unos instantes. El río fluía junto a ellos mientras las nubes proyectaban sombras sobre las rocas y el agua. —Supongo que eres de esas personas que ven la botella medio vacía. —¿Cómo? —Seguramente la botella está más que medio vacía porque el cristal tiene grietas y el agua que hay dentro se está saliendo. Así que presencias esto y piensas: «Oh, Dios mío, me siento culpable, culpable y desesperada. Vi cómo mataban a una mujer y no pude hacer nada para evitarlo. Pobre de ella, pobre de mí» —siguió—. En lugar de pensar: «Vi cómo mataban a una mujer y, si yo no hubiese estado allí en ese momento, nadie habría sabido lo que le pasó». Anahi se había apoyado la barbilla en las rodillas para observarle mientras hablaba, y ahora ladeó la cabeza. —Tienes razón. Sé que tienes razón, y estoy tratando de verlo de ese modo. Sin embargo, tú no me pareces de los que ven la botella medio llena. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 102 — —Medio llena, medio vacía... ¿Cuál es la diferencia? Si hay algo en la puñetera botella, bébetelo. La muchacha se echó a reír. Sentada en el lugar donde había muerto una mujer el día anterior, Anahi sintió que la risa surgía en su pecho y se liberaba. —Buena filosofía. Ahora mismo, me encantaría que estuviese llena de un buen Pinot Grigio. Después de apretarse los ojos con las manos, se puso de pie. —Al

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reconstruir la escena hemos dejado señales, pisadas —dijo—. Las marcas de los talones de mis botas, tierra aplanada, huellas. No hace falta ser un experto para ver que dos personas han estado aquí y se han peleado. Brody se alejó varios pasos para romper la rama de un sauce que se agitaba al viento y empezó a pasarla por la tierra removida. —Es listo —dijo mientras borraba las huellas—. Se la lleva a rastras o a cuestas, lejos del río y del cañón; luego coge de otra zona una rama como esta, vuelve y se asegura de que a ninguno de los dos se le haya caído nada. Hay que tener nervios de acero. —Se enderezó y observó el suelo—. Ha quedado bastante limpio. Un experto tal vez pudiese ver algo, pero yo soy un aficionado. Quizá, si viniese la policía científica encontraría un cabello, pero ¿qué demostraría eso? —Tiró la rama a un lado—. Nada —continuó—. Todo lo que tiene que hacer es borrar las huellas que se alejan de la zona. Por aquí hay muchos sitios donde enterrar un cadáver. Si fuese yo y tuviese coche, lo echaría en el maletero y me iría a otro sitio. A algún lugar donde pudiese tomarme el tiempo necesario para cavar un agujero lo bastante hondo para que los animales no lo desenterrasen. —Eso no es tener nervios de acero; es ser un témpano de hielo. —Matar a alguien requiere frío o calor, depende. Pero evitar que te descubran requiere sangre fría. ¿Has visto lo suficiente? Ella asintió. —Más que eso. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 103 — Capítulo 9 Mientras regresaban, Anahi destapó su botella de agua, bebió y se la pasó a Brody cuando este alargó una mano. —Dicen que no existe el crimen perfecto. Él tomó un buen trago y le devolvió la botella. —Dicen muchas cosas y casi siempre se equivocan. —Es verdad. De todos modos, fuera quien fuese, aquel hombre era de algún sitio. Seguramente tenía un trabajo, un hogar. Tal vez tuviese una familia. —Eso solo son conjeturas. Molesta, Anahi se metió las manos en los bolsillos. —Bueno, al menos tenía relación con una persona. Y la mató. Había algo entre ellos. —Más conjeturas. Tal vez se conocieron el día que acabaron aquí, o quizá llevaban diez años juntos. Pudieron venir de cualquier sitio. De California, de Texas, del Este. Demonios, a lo mejor eran franceses. —¿Franceses? —La gente mata en todos los idiomas. La cuestión es que hay tantas posibilidades de que estuviesen de paso como de que fuesen de la zona. Seguramente más. En Wyoming vive menos gente que en Alaska. —¿Por eso te trasladaste aquí? —En parto. Probablemente. Si trabajas para un periódico, un periódico de una gran ciudad, acabas hasta el gorro de la gente. La cuestión es que hay más posibilidades de que, fueran quienes fuesen esas personas, vinieran de otro sitio. —¿Y empezaron a pelearse hasta matarse porque se perdieron y él no quiso pararse a preguntar? Es un defecto masculino que merecería una buena patada en el culo, te lo aseguro. Pero no lo creo. Se reunieron o fueron allí porque tenían que hablar o discutir sobre algo. Brody decidió que le gustaba su forma de hablar. Pocas veces lo hacía en línea recta. Como cuando cocinaba y hacía juegos malabares con varios platos al mismo tiempo. —Eso es una suposición, no un hecho. —De acuerdo, estoy haciendo suposiciones. Y supongo que no eran franceses. —Podían ser italianos. Aunque no hay que descartar que fuesen lituanos. —Muy bien, una pareja de lituanos se pierde porque, como los hombres de todo el globo, el hombre valora su pene, entre otras cosas, como brújula. Es incapaz de preguntar porque eso desacreditaría el poder de su pene. Él la miró frunciendo el ceño. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 104 — —Ese es un secreto masculino muy bien guardado. ¿Cómo lo has averiguado? —Lo conocen muchas más mujeres de las que te imaginas. En cualquier caso, bajan del coche, se dirigen hacia el río por entre los árboles, porque sin duda esa es la forma de averiguar dónde están. Discuten, se pelean y él la mata. Luego, como él es un montañés de Lituania, cubre con habilidad todas las huellas y se lleva el cadáver al Taunus alquilado para poder enterrarla en su tierra natal. —

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Deberías escribir eso. —Si esa es la clase de ridiculeces que tú escribes, me sorprende que te las hayan publicado.—Yo tal vez, me habría quedado con los franceses, para seguir en el ámbito internacional. Pero, flaca, el caso es que podían ser de cualquier sitio. Ayudaba pensar en ello como si fuese un rompecabezas. De algún modo, se veía con más distancia. —Si borró sus huellas como lo hizo, debe de entender de excursionismo y búsqueda de rastros. —Hay mucha gente que entiende de eso. Para seguir con las imposiciones, puede que ya hubiesen estado aquí antes. Brody miró a su alrededor. Conocía ese tipo de terreno porque había hecho excursiones por zonas parecidas y había utilizado lugares similares en su trabajo. Pronto brotarían flores de milenrama y lunaria. Madreselva en flor que se enredaría hasta donde pudiese alcanzar. Lugares sombríos, lugares bonitos. Tendría mejor aspecto alrededor del mes de junio. —Es un poco pronto para los turistas —calculó Brody—, pero hay gente que prefiere venir en esta época del año para evitar las multitudes del verano y el invierno. O están de paso hacia otro sitio y paran a hacer una pequeña excursión. También cabe la posibilidad de que la pareja que viste viviera en el pueblo y haya probado tus guisos. —Es una reflexión muy agradable. Gracias. —Viste cómo iba vestido. ¿Lo reconocerías otra vez? —Gorra de cazador anaranjada, anorak negro. Largo. No, corto, me parece. Veo esa clase de prenda cada día. Pero no pude verle lo bastante bien. Podría darle de comer la sopa del día y no darme cuenta. No veo cómo voy a... ¡Oh, Dios mío! El también lo vio. En realidad, había visto al oso al menos diez segundos antes que ella. —No está interesado en ti. —¿Puedes leer los pensamientos de los osos? —Parecía tan irreal que no se sentía realmente asustada. Al menos no de forma manifiesta—. Madre mía, es muy grande. —Los he visto mayores. —Mejor para ti. Mmm... se supone que no debemos correr. —No. Eso solo le serviría de entretenimiento hasta que nos alcanzase. Sigue hablando, sigue moviéndote, daremos un pequeño rodeo. Vale, nos ha visto. «Muy bien —pensó Anahi, que empezaba a asustarse de verdad—. Hola, oso.» —¿Y eso es bueno? NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 105 — Recordó la ilustración que aparecía en su guía de la posición aconsejada para hacerse el muerto durante el ataque de un oso. Se parecía a la postura del feto en el yoga. No tendría problemas para hacer aquello. Le sería fácil caer al suelo porque, si el animal atacaba, las rodillas se le doblarían de todos modos. Antes de que pudiese poner a prueba la veracidad de la guía, el oso les dedicó una larga mirada, dio la vuelta y se alejó. —Suelen ser tímidos —comentó Brody. —Suelen. Excelente. Creo que necesito sentarme. —No dejes de moverte. ¿Es la primera vez que ves un oso? —De tan cerca, sí. Me había olvidado de ellos. —Se frotó entre los pechos con una mano para asegurarse de que su corazón, que latía desbocado, seguía en su sitio—. Se me ha olvidado estar alerta por si aparecían osos, como dice mi guía. Me he quedado sin resuello —añadió mientras se llevaba de nuevo la mano al pecho—. Supongo que era bonito, a su aterrador estilo. —Si el oso hubiese olido un cadáver en las proximidades, se habría mostrado más agresivo. Así pues, eso significa que, o no está por aquí, o está enterrado bastante hondo. Anahi tragó saliva con esfuerzo. —Más imágenes agradables. Desde luego, voy a tomarme ese vino. Un enorme vaso de vino. Se sintió más segura cuando volvió al coche. Más segura y ridículamente cansada. Le apetecía una siesta tanto como el vino. Una habitación oscura y en silencio, una manta suave, las puertas cerradas. Y el olvido. Cuando Brody arrancó el coche, ella cerró los enrojecidos ojos solo por un instante. Y sin darse cuenta pasó de la fatiga al sueño. «Duerme tranquila —pensó Brody—, ni un sonido, ni un movimiento.» Su cabeza descansaba en el rincón entre el asiento y la ventanilla, y sus manos yacían flácidas en su regazo. ¿Qué demonios se suponía que iba a hacer con ella? Como no estaba muy seguro, condujo ociosamente, dando impulsivos rodeos

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para alargar el viaje de vuelta al pueblo. La muchacha se dominaba mejor de lo que ella creía. Al menos eso opinaba él. Pocos habrían hecho lo que ella. Suponía que la mayoría consideraría que había cumplido con su deber después de denunciar el crimen. Pero ella no. Tal vez por lo que había vivido antes. O tal vez porque esa era su forma de ser. Brody reflexionó acerca del hecho de que había ingresado por propia voluntad en un hospital psiquiátrico. Y por el tono de su voz había comprendido que a ella le parecía una especie de rendición. A él le parecía valor. También se imaginaba que debía considerar sus viajes desde Boston una especie de huida. Él pensaba que eran más bien un periplo. Así consideraba él su tiempo NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 106 — desde que salió de Chicago. Una huida era solo miedo y fuga. Un viaje era un desplazamiento, ¿no? Él había necesitado aquel desplazamiento para investigar y hacer lo que quería, para vivir según sus propias reglas, su propio reloj y su calendario. Desde su punto de vista, Anahi Gilmore estaba haciendo algo muy parecido. Sencillamente llevaba mucho más equipaje en el trayecto. El nunca había temido por su vida, pero podía imaginar lo que era. Imaginar era su profesión. Igual que podía imaginar el pánico de yacer dolorido y confuso en una cama de hospital. La desesperación de dudar de tu propia cordura. Si se sumaba todo, era mucho para una sola persona. Y ella había conseguido implicarle, algo que no era fácil. No era de los que tratan de curar el ala rota de un polluelo. La naturaleza seguía su curso y, cuanta menos gente interfiriese en él, mejor. Pero ahora estaba metido en aquello, y no solo porque le había ido de pelos haber presenciado un asesinato. Aunque eso habría sido suficiente. Ella tiraba de él. No con sus debilidades, sino con la fuerza que trataba de encontrar y que utilizaba para combatirlas. Él debía respetar eso. Igual que debía reconocer el suave burbujeo de la atracción. Nunca habría dicho que fuese su tipo. Un temple de acero en reparación bajo un frágil caparazón. Aquello la hacía dependiente, y él no tenía paciencia para las mujeres dependientes. Por lo general. Le gustaban listas y equilibradas, y con una vida propia. Así no le quitaban demasiado tiempo. Seguramente ella había sido todo eso antes de que la hirieran. Podía volver a ser así, pero nunca exactamente igual. Pensó que sería interesante observar cómo se recuperaba y contemplar los resultados. Así pues, siguió conduciendo mientras ella dormía, a través de los campos amarillos y el verde claro de la omnipresente salvia. Y contempló cómo los Tetons surgían de la llanura. No había suaves elevaciones, no había estribaciones que menguasen aquella potencia repentina e impresionante. La nieve aún formaba remolinos sobre los picos, y las cuchilladas del blanco contra el azul, el gris, añadían otra capa de fuerza al chocar contra el cielo. Aún recontaba la primera vez que los vio, y su impresión ante su tosca y terrible magia, aunque nunca se había considerado un hombre espiritual. Suponía que las Rocosas debían de ser más majestuosas, y las montañas del Este, más elegantes. Pero aquellas, las montañas que rodeaban lo que de momento era su hogar, eran primitivas. Tal vez se hubiese instalado ahí porque no tenía que abrirse paso a codazos entre la gente para hacerse un poco de espacio. Pero aquellas montañas eran una fantástica atracción adicional. Condujo deprisa por la carretera vacía a través de los campos de salvia donde pacía un pequeño rebaño de bisontes. Observó que se movían pesadamente con su pelaje abundante y la cabeza gacha. Un par de crías se mantenían junto a sus madres. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 107 — Supuso que a Anahi le habría gustado verlos, pero la dejó dormir. Sabía que los campos florecerían bajo el sol del verano, que resplandecerían con un color increíble entre la salvia. Y supuso que, con toda aquella extensión de campo, una tumba pasaría inadvertida para personas y animales. Si el hombre tenía la paciencia de cavar lo bastante hondo. Se desvió hacia Angel's Fist y las alamedas y pinares que bordeaban la

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población. Anahi gimió suavemente. Cuando Brody le echó un vistazo, vio que temblaba. Detuvo el coche en mitad de la carretera y se volvió para sacudirle el brazo. —Despierta. —¡No! Salió del sueño como un corredor de los tacos de salida. Cuando dio un puñetazo al aire, él lo bloqueó con la palma de la mano. —Dame un golpe —dijo en tono suave— y te lo devuelvo. —¿Qué? ¿Qué? —Se quedó mirando con ojos nublados su puño sujeto con firmeza por la mano de él—. Me he dormido, ¿no? —añadió. —Si no lo has hecho, has fingido muy bien durante una hora. —¿Te he pegado? —Lo has intentado. No vuelvas a hacerlo. Anahi le ordenó a su corazón que se calmase. —¿Me devuelves la mano? Brody abrió los dedos; la muchacha retiró el puño y lo dejó caer en su regazo. —¿Siempre te despiertas como si acabases de oír la campana del segundo asalto? —No lo sé. Hace mucho tiempo, no recuerdo cuánto, que no duermo con nadie cerca. Supongo que me siento cómoda cerca de ti. —Cómoda... —Brody levantó aquella ceja—. Si sigues utilizando palabras así, me voy a sentir obligado a hacerte cambiar de opinión. Ella sonrió un poco. —Tú no eres de los que hacen daño a las mujeres. —¿Ah, no? —Quiero decir físicamente. Es probable que hayas roto unos cuantos corazones, pero antes no le pegas una paliza a la propietaria. Te limitarías a acabar con su ego a base de palabras, que, ahora que lo pienso, es tan malo como un puñetazo en la mandíbula. De todos modos, gracias por dejarme dormir. Debo de haber... ¡Oh! ¡Oh, míralas! La vista que llenaba el parabrisas borró de su mente todo lo demás. Impresionada, se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta. El viento le revolvió el cabello cuando salió del coche. —¡Es todo tan puro, tan imponente y pavoroso...! Todo este campo, y ahí están, esas..., no sé, esas fortalezas que lo dominan todo. Es como si se hubiesen abierto paso fuera de la tierra. Me encanta lo repentino que hay en ellas. —Caminó hasta la parte delantera del coche para apoyarse en el capó—. Las miro todos los días, desde NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 108 — mi ventana, o cuando voy o vengo de trabajar. Pero no es lo mismo que estar aquí, sin edificios, sin gente. —Yo soy gente. —Ya sabes a qué me refiero. Aquí, frente a ellas, te sientes profundamente humano. —Le miró, y se sintió complacida al ver que se le acercaba—. Pensé que pasaría por aquí, trabajaría unos días y me iría. Pero todas las mañanas miro por mi ventana hacia el lago, las veo reflejadas en él, y no se me ocurre ninguna razón para marcharme. —Al final hay que aterrizar en algún sitio. —Ese no era el plan. Bueno, en realidad no tenía ningún plan, por así decirlo. Pero pensaba que acabaría volviendo al Este tarde o temprano. Seguramente no a Boston, tal vez a Vermont. Estudié allí, así que conozco la ciudad. Estaba segura de que echaría de menos el verde. Ese verde de la costa Este. —Los prados se vuelven verdes, y los campos florecen, los pantanos... Es como un cuadro. —Desde luego, pero esto también. Mejor que ese vaso de vino. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y respiró hondo. —A veces tienes ese aspecto cuando cocinas. Volvió a abrir sus ojos castaños. —¿Sí? ¿Qué aspecto? —Relajado y tranquilo. Feliz. —Supongo que es cuando tengo confianza en mí misma, y tener confianza en mí misma me vuelve relajada y feliz. Lo he echado de menos. No pude volver a entrar en una cocina después de lo que pasó. Aquello me lo robó, o yo dejé que me lo robase. Sea como fuere, lo estoy recuperando. Escucha los pájaros. Me pregunto qué son. El no se había fijado en el canto de los pájaros hasta que ella lo mencionó. Anahi se volvió a mirar a su alrededor, abriendo mucho los ojos. Le cogió del brazo y señaló. —Mira. ¡Guau! Brody vio el pequeño rebaño de bisontes que se movían mascando por los campos de salvia. —¿También es la primera vez que los ves? —Como el oso, ya los había visto. Pero nunca había estado al aire libre con ellos. Es más emocionante. ¡Oh, mira! Bebés. Había suavizado su acento al pronunciar la palabra, estirándola como si se fundiese. —¿Por qué las

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mujeres siempre decís «bebés» en ese tono? Ella se limitó a darle un golpe en el brazo con el revés de la mano. —¡Son tan tiernos, y luego se hacen tan grandes...! —Y entonces los preparas a la plancha. —Por favor, estoy viviendo un momento precioso en la naturaleza. Al verlos desearía ir montada a caballo en lugar de en una furgoneta. ¿Sabes? Un caballo es NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 109 — más adecuado. Quiero ver un antílope —decidió—. Bueno, primero tendría que saber cómo montarlo. —¿Quieres montar un antílope? —No. —Se echó a reír de nuevo con suavidad—. Me he hecho un lío. Quiero ver un antílope mientras monto a caballo. Pero no sé montar. —¿No se ha ofrecido Cas a enseñarte? Anahi se metió las manos en los bolsillos sin dejar de mirar el rebaño. —No es eso lo que quería que montase. Pero puede que le tome la palabra, en cuanto a la clase de equitación, cuando esté segura de que se comportará. —¿Te gusta que los hombres se comporten? —No necesariamente —dijo en tono ausente—, pero en su caso sí. Las alarmas no se dispararon en su cabeza hasta que él se volvió y apoyó las manos sobre el capó, a ambos lados de ella, atrapándola en el centro. —Brody... —No eres tonta ni lenta. Que tengas miedo es otra cosa. ¿Vas a decirme que no te lo esperabas? El corazón de Anahi latía a toda velocidad, tal vez en parte por miedo. Pero solo en parte. —Hace mucho tiempo que mi mente no piensa en eso. Creo que no me he dado cuenta. Casi no me he dado cuenta —corrigió. —Si no te interesa, más vale que lo dejes claro. —Claro que me interesa. Es solo que... ¡uf! La última palabra se convirtió casi en un chillido cuando él la cogió de los brazos y la levantó hasta ponerla de puntillas. —Más vale que tomes aliento —advirtió—. Vamos a tirarnos de cabeza. No pudo tomar aliento, ni pensar, ni equilibrarse. El chapuzón fue repentino, y el aire que era tan limpio y fresco se volvió abrasador. La boca del hombre no era paciente ni amable, no persuadía ni seducía. Sencillamente cogía lo que quería. La sensación de ser barrida, arrastrada y transportada la dejó mareada y floja. Lo notó caliente, duro y sediento. Apenas recordaba cómo era sentir que un hombre tuviese sed de probarla y luego se saciase de ella. Mientras se preguntaba si quedaría algo de ella cuando él terminase, sus brazos rodearon el cuello del hombre. Las manos de él aferraron sus caderas y la atrajeron brutalmente contra sí. Su corazón latió con fuerza contra el del hombre. Temblaba, pero su boca se mostraba tan ávida como la de él; sus brazos se enlazaban con firmeza alrededor de su cuello. Cuando él recorrió sus labios, no percibió el sabor del miedo, sino el de una sorpresa que asomaba a través de una sofocante llamarada de necesidad. Él quería más. La levantó por las caderas hasta dejarla sentada sobre el capó del coche. Entonces avanzó y tomó más. Tal vez se hubiese vuelto loca y más tarde se arrepintiese. Pero por el momento cedió a las exigencias de su propio cuerpo y rodeó la cintura de él con las piernas. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 110 — —Tócame —pidió, mordiéndole el labio inferior, la lengua—. Tócame en algún sitio. Donde sea. Las manos de él se deslizaron enseguida bajo el suave algodón del jersey y agarraron sus pechos. Un gemido surgió de la garganta de Anahi; su cuerpo anhelaba más. Más contacto, más sensación, más de todo. Sus manos eran ásperas y duras, como el resto de él, ásperas, duras y directas. Eran fuertes y magullaban tiernamente todo lo que tocaban. La respuesta de ella, sus demandas, devoraban el control que él no creía necesitar hasta dejarlo pendiente de un hilo. Se imaginó tomándola allí mismo, sobre el capó del coche, arrancando toda la ropa que estorbase y entrando en ella hasta liberar aquella tensión viva y madura. —Calma —dijo, cogiéndola por los brazos con manos no demasiado firmes—. Vamos a relajarnos un poco. Anahi apenas le oyó por encima del estruendo de su mente, así que dejó caer la cabeza sobre su hombro. —Vale, vale. Caray. No podemos... No deberíamos hacer esto... —Lo hemos hecho y seguro que lo volveremos a hacer pero, como no tenemos dieciséis años, no

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será en mitad de la carretera ni sobre el capó de un coche. —No, claro. ¿Era allí donde estaban? Consiguió levantar la cabeza y centrarse. —Madre mía, estamos en mitad de la carretera. Muévete. Tienes que moverte. Saltó al suelo, se pasó las manos por el cabello despeinado y se arregló el jersey y la chaqueta. —Estás bien. Ella no se sentía bien. Se sentía utilizada, aunque no lo suficiente. No podemos... No estoy preparada para... Esto no es buena idea. —No te estoy pidiendo que te cases conmigo y tengamos hijos, flaca. Ha sido un beso y una idea buenísima. Acostarnos juntos es una idea aún mejor. Ella se llevó las manos a las sienes. —No puedo pensar. Mi cabeza va a explotar. —Hace unos minutos parecía que fuese a explotarte otra parte del cuerpo. —Para. ¿Puedes parar? Míranos, metiéndonos mano, hablando de sexo. Ha muerto una mujer. —Seguirá muerta tanto si nos vamos a la cama como si no. Si necesitas algo de tiempo para asimilarlo, vale. Tómate un par de días. Pero si después de esto crees que no vamos a tenernos el uno al otro, entonces me equivocaba. Eres tonta. —No soy tonta. —¿Lo ves? Tenía razón. Él se volvió para entrar en el coche. —Brody, ¿puedes esperar un puñetero minuto? —¿Para qué? Anahi se quedó mirando a aquel hombre corpulento, masculino y tosco, con la elevada extensión de los Tetons como fondo. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 111 — —No lo sé. No tengo la menor idea. —Entonces volvamos. Me apetece una cerveza. —Yo no me acuesto con todos los hombres que me atraen. Brody se apoyó en la puerta abierta del coche. —Según tú, hace dos años que no te acuestas con nadie. —Es verdad, pero si crees que vas a aprovecharte de mi... racha de sequía... —Puedes apostar tu culo flaco a que lo haré —contestó él con una sonrisa mientras subía al coche. Ella movió su culo flaco hasta la puerta del pasajero y subió ofendida. —Esta es una conversación ridícula. —Pues cállate. —Ni siquiera sé por qué me gustas —refunfuño ella—. Puede que no me gustes. Tal vez he reaccionado así contigo porque hace mucho tiempo que no tengo ningún... contacto personal íntimo. —¿Por qué no dices simplemente que hace mucho tiempo que no echas un polvo? —Es evidente que no tengo tu elegancia con las palabras. Pero lo que quiero decir es que el simple hecho de que haya reaccionado no significa que vaya a dejar que me eches en tu cama. —No tengo previsto golpearte en la cabeza con mi garrote y arrastrarte por los pelos hasta mi cueva. —No me extrañaría —respondió ella mientras buscaba la protección de sus gafas de sol—. Y, aunque te agradezco que me creas y me apoyes, no... El frenazo fue tan brusco que ella se vio lanzada contra el cinturón de seguridad. —Una cosa no tiene nada que ver con la otra —dijo él con voz peligrosamente fría—. No vayas por ahí. —Yo... —Anahi cerró la boca y respiró hondo cuando él volvió a conducir—. Eso ha sido ofensivo, tienes razón. Ha sido ofensivo para los dos. Ya te he dicho que no podía pensar. Tengo el cuerpo revuelto y el cerebro del revés. Estoy cabreada, estoy asustada y estoy caliente. Y me está entrando dolor de cabeza. —Tómate un par de aspirinas y acuéstate. Cuando la calentura domine sobre lo demás, me avisas. Anahi fijó la vista en las montañas. —Estos dos últimos días han sido muy extraños. —Cuéntamelo a mí. —Quiero hablar con el sheriff. Podrías dejarme allí. —Vete a casa, tómate la aspirina y llámale. Necesito hablar con el cara a cara. Déjame allí —repitió mientras entraban en el pueblo—. Ve a tomarte tu cerveza. —Al ver que Brody no respondía, se movió en su asiento para ponerse de cara a él—. No te pido que vengas conmigo; no quiero que lo hagas. Si el sheriff Mardson piensa que no puedo defenderme a mí misma, tendrá menos motivos para creerme. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 112 — —Haz lo que te parezca. —Eso intento. Tras detener el coche delante de la oficina del sheriff, la miró con curiosidad. —¿Qué hay para cenar mañana? —¿Cómo? —Me has invitado. —¡Ah, se me había olvidado! No lo sé. Ya se me ocurrirá algo. —

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Eso suena delicioso. Adelante, acaba con esto y luego duerme un poco. Tienes muy mal aspecto. —Por favor, no me alabes más. Se me subirá a la cabeza. Esperó un segundo, dos. Luego cogió su mochila del suelo y se dispuso a abrir la puerta. —¿Algún problema? —No. Bueno, pensaba que me darías un beso de despedida. Los labios de él se crisparon mientras levantaba una ceja. —Caramba, Flaca, ¿somos novios? —¡Qué gilipollas eres! Pero una risa le hizo cosquillas en la garganta mientras abría la puerta de un empujón. —Y cuando me pidas que sea tu novia —añadió metiendo la cabeza por la ventanilla—, asegúrate de traer un anillo. Y tulipanes, son mis flores favoritas. Luego cerró de un portazo. La mezcla de regocijo y desconcierto la acompañó hasta la puerta del sheriff. Los nervios no la asaltaron hasta que la abrió y entró. Olía a café rancio y perro húmedo. Vio la ubicación del primero sobre una pequeña encimera a la izquierda de la habitación, donde humeaba una jarra casi vacía de algo que parecía fango negro. Y la fuente del segundo olor yacía roncando en el suelo junto a las dos mesas metálicas situadas una frente a otra en las que supuso que trabajaban los ayudantes. Solo una estaba ocupada. Mata de pelo oscuro, pequeña perilla, alegres ojos castaños, figura ligera y juvenil. «Denny Darwin —recordó Anahi—, le gustan los huevos muy hechos y el beicon casi quemado.» Cuando se abrió la puerta levantó la vista y se ruborizó un poco. La prisa con que sus dedos pulsaron unas teclas del ordenador le hizo pensar que lo que estuviese haciendo no era asunto oficial. —Hola, señora Gilmore. —Anahi —rectificó la muchacha, pensando que no era mucho más joven que ella; tenía unos veinticinco años, y una cara franca y fresca a pesar de la perilla—. Esperaba hablar con el sheriff, si está. —Claro; le encontrará en su despacho. Adelante. —Gracias. Bonito perro... Lo había visto antes. Suele nadar en el lago. —Se llama Moses. Es el perro de Abby Mardson, la hija mediana del sheriff. ¿La conoce? NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 113 — —Sí, desde luego. Le lanza una pelota al lago para que se zambulla a recogerla. —Le gusta hacernos compañía cuando las niñas están en el colegio. Hoy se ha quedado un poco más. En la cara marrón y peluda de Moses se abrió un ojo. El animal le echó un vistazo a Anahi y se levantó lo suficiente para golpear contra el suelo su enorme y tupida cola. —Suelen sobrarnos huesos de la sopa en Joanie's. Si Moses quiere uno, solo tienen que decírmelo. —Se lo agradezco. —Encantada de conocerte, Moses. Cruzó la oficina en la dirección que le había indicado Denny. Justo antes del pasillo había otra mesa para trámites, vacía y silenciosa en ese momento. En un extremo del corredor había dos celdas abiertas y desocupadas, y en el otro, una puerta que indicaba ALMACÉN y otra que indicaba ASEO. Al otro lado del almacén se abría la puerta del despacho de Rick Mardson. Estaba sentado detrás de una mesa de roble que parecía haber pasado por varias guerras. Se hallaba de cara a la puerta, con la ventana detrás de él lo bastante alta para permitir la entrada de la luz sin que se le viese desde la calle. Además del ordenador y el teléfono, había en la mesa un par de fotos enmarcadas, expedientes y un vaso de color rojo que albergaba varios bolígrafos y lápices. Del viejo perchero del rincón colgaba su sombrero y un chaquetón marrón desteñido. Unos pósters de cine animaban las paredes pintadas de un beis industrial con imágenes de John Wayne, Clint Eastwood y Paul Newman vestidos de vaquero. Se levantó al verla vacilar en el umbral. —Pase, Anahi. Acabo de llamar a su casa. —Debería comprarme un contestador. ¿Tiene un momento? —Desde luego. Siéntese. ¿Quiere una taza del peor café de Wyoming? —Prescindiré de él, pero gracias. Me preguntaba si tendría noticias. —Bueno, la buena noticia es que no falta nadie de Angel's Fist. Lo mismo puede decirse de los visitantes que hemos tenido en los últimos días. No hay desaparecidos en la zona que coincidan con su descripción de la mujer. —Nadie se ha dado cuenta todavía de que no está. Solo ha pasado un

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día. —Es posible, lo comprobaré periódicamente. —Usted cree que me lo imaginé. Él fue hasta la puerta, la cerro y volvió para sentarse en el borde de su mesa. Su rostro reflejaba amabilidad y paciencia. —Solo puedo decirle lo que sé. Ahora mismo sé que todas las mujeres del pueblo están localizadas, y que las visitantes que están aquí, o que estuvieron aquí hasta ayer, están sanas y salvas. Y sé, porque comprobar estas cosas forma parte de mi trabajo, que pasó una mala racha hace un par de años. —Eso no tiene nada que ver con esto. —Puede que sí. Ahora quiero que se tome algún tiempo y piense en todo esto. Podría ser que hubiese visto a un par de personas, tal como dijo, que discutían. Tal NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 114 — vez hubo incluso violencia física. Pero usted estaba muy lejos, Anahi, incluso con los prismáticos. Quiero que piense si es posible que esas dos personas se marchasen caminando. —Ella estaba muerta. —Vamos, estaba usted al otro lado del río, camino arriba. No pudo tomarle el pulso, ¿verdad? —No, pero... —Repasé su declaración un par de veces. Echó a correr, se encontró con Brody y regresó. Pasaron unos treinta minutos. ¿No es posible que la mujer se levantase y se fuese, puede que aún furiosa, puede que con algunos cardenales, pero viva y con buena salud? «La botella no está medio vacía o medio llena —pensó Anahi—. Solo es una puñetera botella, y la he visto con mis propios ojos.» —Estaba muerta. Si se fue caminando, ¿cómo explica que no hubiese huellas ni señal alguna de que alguien hubiese estado allí? El se quedó callado unos momentos, y cuando habló lo hizo con la misma paciencia infinita que a ella empezaba a treparle por la columna vertebral como un puñado de arañas. —Usted no es de por aquí, y era la primera vez que recorría ese sendero. Estaba conmocionada y trastornada. El río es largo, Anahi. Es fácil que se equivocase de sitio cuando volvió con Brody. ¡Caramba, pudo ser medio kilómetro más arriba! —No pudo ser tan lejos. —En fin, he examinado la zona lo mejor que he podido, pero es mucho terreno para cubrir. Me he puesto en contacto con los hospitales más cercanos. Ninguna mujer que correspondiese a su descripción con traumatismos en el cuello o la cabeza ha sido ingresada. Mañana volveré a comprobarlo. Ella se levantó. —No cree que viese nada. —Se equivoca. Creo que vio algo que la asustó y trastornó. Pero no encuentro una sola prueba que confirme que presenció un homicidio. Mi consejo es que me deje seguir con esto, y tiene mi palabra de que lo haré. Por ahora olvídese del asunto. Ahora me voy a casa, a ver a mi mujer y a mis hijas. La acompañaré. —Prefiero caminar y despejarme. —Se dirigió hacia la puerta y se volvió antes de salir—. Esa mujer estaba muerta, sheriff —añadió—. Eso no es algo que pueda olvidar. Cuando se marchó, Mardson respiró hondo y sacudió la cabeza. «He hecho cuanto he podido —pensó—, y eso es todo lo que se le puede pedir a un hombre.» Se llevaría a su perro, se marcharía a casa y cenaría con su mujer y sus hijas. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 115 — Capítulo 10 Brody cogió su cerveza y metió una pizza congelada en el horno. Cuando pulsó el botón del contestador automático, se oyó un mensaje de su agente. Había conseguido un excelente acuerdo con una editorial para el libro previsto para principios del otoño. Lo que podía merecer una segunda cerveza con la cena. Tal vez derrocharía parte de los ingresos que le correspondiesen en una televisión nueva. Una de plasma. Podía colgarla sobre la chimenea. ¿Las pantallas de plasma se podían colgar sobre una chimenea, o se estropeaban con el calor? Bueno, ya se enteraría, porque sería muy agradable tumbarse en el sofá a ver los deportes en una de esas pantallas enormes. Pero por el momento se quedó en el umbral de la cocina, bebiéndose la cerveza mientras contemplaba cómo la luz se atenuaba y las sombras se intensificaban en dirección a la noche. El silencio cayó con tanta suavidad como aquella primera cerveza fría. Tenía que recuperar las horas de trabajo perdidas; no podía permitirse

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una enorme televisión de plasma sin dedicar tiempo ante el teclado. Eso significaba que antes de acostarse invertiría un par de horas en el libro que estaba escribiendo. Estaba deseando ponerse manos a la obra. Tenía que matar a una mujer. De todos modos, mientras se tomaba la cerveza y esperaba su pizza, podía ocupar su tiempo en pensar en otra mujer. Ella no pasaba con suavidad. Anahi Gilmore tenía demasiados cantos mellados para deslizarse con facilidad dentro de un hombre. Tal vez por eso le resultaba tan intrigante pese a que no había tenido intención alguna de sentirse intrigado. Le gustaban sus contrastes; fuerte y frágil, prudente e impetuosa. La gente que caminaba en línea recta siempre por la misma calle resultaba aburrida al cabo de un tiempo. Además, no podía evitar sentir que estaban juntos en aquella situación tan particular. Hasta que superasen aquella situación, sería interesante averiguar más sobre ella. Miró a su alrededor. El ordenador portátil estaba sobre la mesa. «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», decidió, y con otro sorbo de cerveza cerró la puerta. Conectó el aparato y luego sacó la pizza del horno. La rueda de cortar era, junto con la cafetera, uno de sus pocos utensilios de cocina. Puso toda la pizza, cortada en cuatro triángulos, en un plato, cogió un par de servilletas de papel y, tras abrir una NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 116 — segunda cerveza, consideró que aquello era una cena. Dudaba que le tomase más tiempo del que le había tomado ,al sheriff acceder a los datos sobre Anahi. Buscó su nombre en Google y obtuvo suficientes entradas para mantenerse ocupado e interesado. Encontró un viejo artículo sobre cocineros prometedores de Boston en el que aparecía Anahi, que entonces contaba veinticuatro años. Al ver la foto, observó que estaba en lo cierto. Tenía mejor aspecto con unos cinco kilos más. En realidad, tenía un aspecto fantástico. Joven, vibrante, esencial, por así decirlo, sonriente ante la cámara sosteniendo un gran cuenco azul y un brillante batidor de varillas. El Artículo indicaba mi formación —un año en París añadía mucho refinamiento— y contaba como anécdota que de niña preparaba cenas de cinco platos para sus muñecas. El artículo citaba a Tony y Terry Maneo, los dueños del restaurante donde trabajaba y que murieron a los pocos años. Decían que no solo era la joya de su negocio sino que la consideraban una más de la familia. Había más detalles. Supo que se quedó huérfana a los quince años y que desde entonces la crió su abuela materna. Era soltera, hablaba francés con fluidez y le gustaba invitar a sus amigos, entre los cuales al parecer tenía fama por su brunch del domingo. Los adjetivos utilizados para describirla eran «enérgica», «creativa», «aventurera» y, el mismo que le había asignado él, «vibrante». «¿Cómo la describiría ahora?», se preguntó Brody mientras masticaba la pizza. Maniática, nerviosa, decidida. Excitante. Una llamativa crónica del Boston Globe hablaba de su futuro puesto de jefa de cocina para un «local muy conocido, famoso por su cocina americana de fusión y su agradable ambiente». Se incluían sus antecedentes y datos curiosos junto con una foto de una Anahi de aspecto más sofisticado que llevaba el cabello recogido en un moño alto —bonito cuello— y posaba, en lo que supuso que era la gloria de acero inoxidable de su nueva cocina, vestida con un sexy traje negro y unos seductores zapatos rojos de tacón altísimo. Siempre recordaré con cariño mis años en Maneo's y a todas las personas con las que trabajé o para las que cociné. Tony y Terry Maneo no solo me ofrecieron mi primera oportunidad profesional, también me dieron una gran familia. Aunque echaré de menos la comodidad y familiaridad de Maneo 's, me hace mucha ilusión incorporarme al equipo creativo de Oasis. Pretendo mantener el alto nivel del restaurante... y añadir algunas sorpresas. —Estás para comerte, Flaca —dijo en voz alta, observando de nuevo la foto. Comprobó la fecha del artículo y vio que se había publicado más o menos en la época en que mandó a hacer puñetas al redactor jefe

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del Trib. Cuando encontró la NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 117 — primera noticia de la matanza en Maneo's, vio que sucedió tres días después del artículo del Globe. Un asunto terrible, se mirara por donde se mirase. Anahi aparecía como única superviviente, víctima de múltiples heridas de bala y en estado crítico. La policía estaba investigando y demás. Hablaba de los propietarios y del restaurante que habían regentado durante más de un cuarto de siglo. Había declaraciones de la familia y los amigos; la conmoción, las lágrimas, la atrocidad. El periodista utilizaba expresiones como «baño de sangre», «carnicería» y «brutalidad». Artículos sucesivos informaban del avance de la investigación —de poco a ninguno— y Brody pudo leer la frustración de los investigadores en cada cita. Se informaba de funerales y misas para quienes habían muerto. El estado de Anahi pasó a ser grave. Se decía que estaba bajo protección policial. Luego fue desapareciendo, poco a poco, y los artículos pasaron de la primera plana a la página tres, y más atrás. Volvió a hablarse cuando fue dada de alta en el hospital. No había declaraciones de Anahi ni fotos. Brody se dijo que así eran las cosas. Una noticia solo lo era hasta que aparecía algo nuevo. Hacía falta jugo para alimentar a la prensa, y a la Matanza de Maneo, como la bautizaron los periódicos, se lo exprimieron todo durante tres semanas. Los muertos estaban enterrados, los asesinos sin identificar, y a la única sobreviviente le quedaba recoger las piezas que pudiese de una vida destrozada. Mientras Brody se acababa la pizza y leía sobre ella, Anahi llenaba su pequeña bañera de agua caliente y un generoso chorro de gel de baño. Se había tomado la aspirina y se había obligado a comer un poco de queso con galletas saladas y un racimo de uvas, para equilibrar. Se pondría en remojo con un vaso de vino y empezaría el libro de Brody en la bañera. No quería pensar en la realidad, al menos durante una hora. Dudó entre cerrar o no la puerta del baño. Habría preferido cerrarla, pero el cuarto era tan pequeño que no habría sido capaz de soportar semejante encierro. La había cerrado un par de veces y había acabado saliendo de la bañera, chorreando y jadeando, para volver a abrirla. Se recordó que la puerta de la calle estaba cerrada con llave y que había puesto el respaldo de una silla bajo el picaporte. Estaba a salvo. Pero después de deslizarse en la bañera tuvo que incorporarse dos veces y estirarse para observar la zona de estar a través del umbral. Por si acaso. Aguzar el oído por si oía algo. Impaciente consigo misma, tomó despacio dos largos sorbos de vino. —Para. Relájate. Te encantaba hacer esto, ¿recuerdas? Sentarte en un baño de burbujas con una copa de vino y un libro. Se acabó lo de restregarse en tres minutos y salir encogida de la ducha como si Norman Bates fuese a matarte a hachazos... Y, ¡oh, por el amor de Dios, cállate! Cerró los ojos y tomó otro sorbo de vino. Luego abrió el libro. Empezaba así: Algunos comentaban que Jack Brewster llevaba años cavando su propia tumba, pero NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 118 — cuando la pala cortó la dura tierra invernal se sintió un tanto enojado al pensar que alguien pudiera tornarse la frase en sentido literal. Sonrió, confió en que Jack no acabase pronto bajo tierra. Leyó durante un cuarto de hora, hasta que los nervios la llevaron a incorporarse para volver a atisbar hacia la zona de estar. Anahi lo consideró un nuevo récord. Complacida, consiguió leer durante diez minutos más, pero una inquietud creciente le indicó que ya estaba bien. Mientras quitaba el tapón de la bañera, se prometió que la próxima vez probaría a tomar un baño más largo. Le gustaba el libro, y eso era un alivio. Lo dejó para poder aplicarse la crema corporal, que olía igual que el gel de baño. Se metería en la cama con la novela, eso haría. Utilizaría al Jack Brewster de Brody para cerrar todos los lugares hacia los que se desviaba su mente. Esa noche no escribiría en su diario. Puede que estuviese irritada con el sheriff Mardson cuando salió de su oficina, pero ahora que se sentía más tranquila tenía que

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reconocer que hacía todo lo que estaba en su mano. La creyese o no, había mostrado interés. Al menos cierto interés. Así que ella haría lo posible para seguir por lo menos uno de sus consejos. Se olvidaría del asunto al menos durante unas horas. Se puso un pantalón de pijama y una camiseta, y se quitó las pinzas del pelo. «Un té y una velada con un libro», pensó. Después de poner a hervir el agua, trató de reunir algo de entusiasmo para prepararse un bocadillo, pero en lugar de eso acabó pensando en un menú para la noche siguiente. Carne roja, por supuesto. Tal vez un poco de carne asada con salsa de vino tinto. En cuanto pudiese se escaparía al mercado y prepararía un adobo. «Muy fácil», pensó mientras empezaba una lista. Patatas y zanahorias nuevas, guisantes frescos si podía encontrarlos. Una cena masculina. Bollos de mantequilla. Si tenía tiempo podría preparar unos champiñones rellenos como aperitivo. Y acabar con un postre de frutos rojos con nata. No, demasiado femenino. Pastel de manzana, quizá. Comida sencilla y tradicional. Y después ¿acabaría en la cama con él? No era buena idea; en realidad era una idea pésima. Pero, puñeta, desde luego aquel hombre la había encendido. Era un alivio saber que podía encenderse, pero resultaba frustrante no estar segura de lo que debía o podía hacer con eso. Debía lavar las sábanas, por si acaso. Solo tenía un juego, así que escribió en su lista «Colada» con un signo de interrogación. Tendría que conseguir un buen vino tinto. Quizá también coñac. Y, maldita sea, no solo no tenía café; tampoco tenía cafetera. Se llevó los dedos al centro de la frente, donde el dolor de cabeza resurgía poco a poco. Debería cancelarlo. Se volvería loca tratando de preparar la cena perfecta NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 119 — cuando seguramente Brody estaría contento con un par de hamburguesas de búfalo y unas patatas fritas. Aún más inteligente sería meter sus cosas en el petate, dejarle una nota a Joanie y marcharse de Angel's Fist. ¿Qué motivos tenia para quedarse? Habían asesinado a una mujer, y ese era un buen motivo para abandonar la zona. Muy pronto, si no había ocurrido ya, todos los habitantes del pueblo sabrían que ella afirmaba haber presenciado el crimen, y no había ni un atisbo de prueba que apoyase esa afirmación. No quería que la gente volviese a mirarla de reojo como si fuese una bomba a punto de estallar. Además, había hecho progresos allí, podía marcharse sin sentir vergüenza. Volvía a cocinar, se había montado un apartamento, había aguantado veinticinco minutos en la bañera. Sentía que su sexualidad empezaba a hervir a fuego lento. Otra sesión con Brody, pensó, y la sexualidad se saldría de la olla. No había nada malo en ello, nada en absoluto. Ambos eran adultos sin ataduras. El sexo era saludable; pensar en la posibilidad de acostarse con un hombre atractivo era una actividad femenina normal. Era un progreso. Podía coger todo ese progreso, todos esos avances, y utilizarlos en el siguiente pueblo. Dejó el lápiz en el momento en que el hervidor empezó a chisporrotear. Silbaba en tono agudo cuando sacó del armario una taza y un platillo. Recordó que no tenía tetera. Tal vez compraría una en el siguiente lugar donde se detuviese. Apagó el fuego y apartó el hervidor. Mientras el silbido disminuía, alguien llamó a la puerta. Habría chillado si le hubiese quedado aliento. En lugar de eso, retrocedió con brusquedad y se golpeó la cadera contra la encimera. Cuando se disponía a agarrar el mango de su mejor cuchillo, la brusca voz de Joanie atravesó la puerta. —Abre, por todos los diablos. No tengo toda la noche. Con las rodillas temblorosas, Anahi cruzó la habitación a toda prisa y retiró la silla haciendo el menor ruido posible. —¡Lo siento, espera un segundo! Abrió la puerta y retiró la cadena de seguridad. —Estaba en la cocina —dijo Anahi. —Sí, y este apartamento es tan espacioso que me extraña que me hayas oído. Joanie olía a especias y a humo. —Traigo el último cuenco de sopa —añadió—. La próxima vez tenemos que preparar más. ¿Has cenado? —Pues... —Da igual —Joanie dejó sobre la encimera un recipiente

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desechable, caliente y tapado—. Cena ahora. Adelante —insistió al ver que Anahi vacilaba—. Aún está caliente. Es mi turno de descanso. —Dicho esto, se acercó a la ventana y la abrió unos centímetros. Luego sacó un encendedor y un paquete de Marlboro Lights—. ¿Vas a NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 120 — cabrearme diciendo que no puedo fumar aquí? —No —contestó Anahi mientras le acercaba el platito para que lo utilizase como cenicero—. ¿Cómo van las cosas esta noche? —No está mal. Esa sopa ha tenido mucho éxito. Puedes hacer la de mañana si tienes alguna idea. —Claro, no hay problema. —Siéntate y come. —No tienes por qué quedarte ahí de pie, junto a la ventana. —Estoy acostumbrada —respondió Joanie, apoyando una nalga en el alféizar—. Huele bien. —Acabo de tomar un baño. Mango Tropical. —Qué bien. —Joanie dio una calada contemplativa—. ¿Esperas compañía? —¿Cómo? No, no, esta noche no. —Cas está abajo —dijo Joanie mientras echaba la ceniza por la ventana con expresión ausente—. Quería subirte la sopa. No creo que fuese para tirarte los tejos, sobre todo porque ha dicho que pensaba que Linda-Gail debía subir con él. De todos modos, dale la mano y te cogerá el brazo. —Lo de la sopa es todo un detalle por su parte. —Está preocupado por ti; supone que debes de estar asustada y trastornada. —Lo estaba —dijo Anahi con media sonrisa mientras se sentaba para tomarse la sopa—, pero me encuentro bien. —No es el único preocupado. Como suele pasar, ha corrido el rumor de lo que viste ayer en el sendero. —¿Lo que vi o lo que creí ver? —Tú sabrás. —Lo vi. —Muy bien. Linda-Gail me ha pedido que te diga que, si no quieres estar sola, subirá a pasar la noche contigo, o que puedes ir a su casa. Anahi se detuvo con la cuchara a medio camino de la boca. —¿De verdad? —No, me lo he inventado para que puedas quedarte embobada. —Es un encanto, pero estoy bien. —La verdad es que tienes mejor aspecto que antes. —Apoyando la espalda contra el marco de la ventana, Joanie echó más cenizas al exterior y añadió—. Como soy tu jefa y tu casera, la gente se ha pasado el día preguntándome y dándome recuerdos para ti. Mac, Cari, el doctor, Bebe, Pete, Beck y los demás. Reconozco que algunos han venido con la esperanza de echarte un vistazo o sonsacarme información, pero la mayoría estaban sinceramente preocupados. He pensado que debías saberlo. —Agradezco las preguntas, los recuerdos y la preocupación. Joanie, el sheriff no encuentra nada. —Algunas cosas cuesta más encontrarlas que otras. Rick seguirá buscando. —Supongo que sí. Pero en realidad no me cree. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 121 — iba a creerme nadie? Aunque ahora sí lo hagan, lo verán de otro modo cuando corra el rumor, de lo que ocurrió en Boston. Y... creo que ya ha corrido. —Alguien se lo murmuró a alguien que se lo murmuró a alguien más. Así que, sí, se ha hablado de lo que ocurrió allí y de cómo te afectó. —Tenía que suceder —dijo Anahi tratando de restarle importancia—. Ahora habrá más murmullos, más habladurías. Luego empezarán: «Oh, esa pobre chica lo pasó muy mal y no consigue superarlo. Se imagina cosas». —Puñeta, y yo sin mi violín —replicó Joanie mientras apagaba el cigarrillo—. Me aseguraré de llevarlo conmigo la próxima vez que montes una fiesta. —¡Qué mala eres! —Anahi siguió comiendo—. ¿Por qué será que las dos personas menos comprensivas son las que más me ayudan? —Supongo que te diste un atracón de comprensión en Boston y no quieres repetir. —Has dado en el clavo. Antes de que subieras estaba pensando en marcharme. Ahora estoy aquí sentada comiendo sopa, que, dicho sea de paso, estaría más buena con hierbas frescas, y mientras hablo contigo comprendo que no me voy a ir a ninguna parte. Me alegro de saberlo, aunque cuando te marches comprobaré que las ventanas y la puerta están cerradas, y me aseguraré de que tengo línea telefónica. —¿También volverás a poner la silla debajo del picaporte? —No se te escapa nada. —No mucho. —Joanie llevó el improvisado cenicero junto al fregadero—.

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Tengo sesenta tacos, así que... —¿Sesenta años? ¡Venga ya! Incapaz de evitar una rápida sonrisa ante la evidente incredulidad de Anahi, Joanie se encogió de hombros. —Cumpliré sesenta en enero del año que viene, así que estoy practicando. De ese modo no será un golpe tan grande. Ahora no sé qué estaba diciendo. Me he perdido... —Te habría echado cincuenta. Joanie le dedicó una mirada larga y fría, pero sus labios volvieron a sonreír. —¿Estás intentando conseguir un aumento antes de hora? —Si puedo... —Sé reconocer lo bueno cuando lo veo. Eso es lo que iba a decir. Tú eres de buena raza y aguantarás. Has aguantado cosas peores. —No aguanté. —No me digas que no —replicó Joanie—. Estoy aquí mirándote, ¿no? Recuerda que en el pueblo puede haber muchos curiosos, pero hay buena gente; de lo contrario, me habría largado de aquí hace tiempo. En todas partes pasan cosas malas, y tú lo sabes mejor que nadie. La gente de aquí se ocupa de sí misma, y de los demás cuando hace falta. Si necesitas que te echen una mano, pídelo. —Lo haré. —Tengo que volver abajo. —Mientras retrocedía, Joanie echó un vistazo a su alrededor—. ¿Quieres una tele? Tengo una de sobra. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 122 — Anahi iba a decir que no, que era demasiada molestia. «Afina esos violines», pensó. —Si puedes prestarme una, me gustaría mucho. —Puedes subírtela mañana. En la puerta, Joanie se detuvo y husmeó el aire. —Va a llover otra vez. Te espero a las seis en punto. Una vez sola, Anahi se levantó a cerrar las ventanas y a cerrar la puerta con llave. Se tomó su tiempo. «Cualquier mujer lo cierra todo para pasar la noche», se dijo. Si apoyaba la silla bajo el picaporte, eso no perjudicaba a nadie. La lluvia llegó poco después de las dos de la mañana y la despertó. Se había dormido con las luces encendidas y el libro de Brody en la mano. Se oían truenos ahogados bajo el golpeteo de la lluvia sobre el tejado y contra las ventanas. Le gustaba la fuerza de aquel sonido. Hacía que se sintiese aún más confortable y abrigada en su pequeña cama. Se acurrucó mientras se frotaba el cuello entumecido. Suspiró y se tapó hasta la barbilla. Al recorrer con la mirada la habitación antes de volver a cerrar los ojos, se quedó helada. La puerta de la calle estaba abierta. Solo una rendija. Temblando, se envolvió los hombros con la manta y agarró la linterna que tenía junto a la cama como si fuese un garrote. Tenía que levantarse, tenía que mover las piernas. Se levantó, con la respiración entrecortada, y corrió hasta la puerta. Dio un portazo, cerró con llave y accionó el picaporte con fuerza para asegurarse de que no cedía. El corazón le latía a toda velocidad mientras corría a las ventanas para asegurarse de que estaban bien cerradas. Atisbo por los cristales. No había nadie bajo la lluvia. El lago era una negra extensión de agua; la calle estaba resbaladiza y vacía. Trató de convencerse de que había dejado la puerta mal cerrada por error o se las había arreglado para abrirla al hacer la última comprobación antes de acostarse. El viento la había abierto un poco. La tormenta había entrado y el viento la había abierto. Pero se arrodilló junto a la puerta y vio los ligeros arañazos que había producido el roce de la silla. El viento no había abierto la puerta con la fuerza suficiente para mover la silla más de dos centímetros. Se sentó contra la pared, junto a la puerta, con la manta sobre los hombros. Consiguió echar una cabezada, y luego vestirse y trabajar. En cuanto la tienda abrió, se tomó su descanso y se acercó a comprar un cerrojo. —¿Sabe cómo instalar esto? —preguntó Mac. —Pensaba que podría averiguarlo. El hombre le dio una palmadita en la mano. —¿Por qué no se lo instalo yo? De todos modos, hoy pensaba ir a comer a Joanie's. No tardaré mucho. «Pide ayuda cuando la necesites», recordó Anahi. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 123 — —Se lo agradecería mucho, señor Drubber. —Será un momento. No me extraña que esté un poquito nerviosa. Un buen cerrojo le ayudará a sentirse mejor. —Sí, lo sé. —Se volvió al oír que se abría la puerta—. Buenos días, señor Sampson —-dijo cuando vio entrar a Cari. —

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Buenos días. ¿Cómo está? —Estoy bien. Mmm..., supongo que el sheriff habrá hablado ya con ustedes, pero me pregunto si en los últimos días han visto en el pueblo a una mujer con el pelo largo y oscuro y un abrigo rojo. —Vinieron algunos excursionistas —le dijo Mac—, todos hombres, aunque dos de ellos llevaban pendientes. Uno en la nariz. —Se ven muchos en invierno, cuando vienen los aficionados al snowboard — comentó Cari—. Los chicos llevan más quincalla que las chicas. Mac, hace un par de días pasó por aquí una pareja de jubilados de Minnesota con una autocaravana. —La mujer tenía el pelo canoso, Cari, y él pesaba al menos ciento treinta kilos. No son el tipo de personas por las que preguntaba el sheriff. —Por cierto —dijo Cari mirando a Anahi—, podría ser que la pareja a la que usted vio estuviese peleándose en broma, haciendo el tonto. La gente hace cosas rarísimas. —Sí, es cierto —contestó Anahi mientras sacaba el monedero—. ¿Le dejo a usted el cerrojo, señor Drubber? —Sí, mejor. Ah, y guárdese el dinero. Se lo apuntaré a Joanie. —Oh, no, es para mí, así que... —¿Piensa quitarlo de la puerta y llevárselo a algún sitio? —No, pero... —Ya lo arreglaré con Joanie. ¿Tienen hoy sopa del día? —De fideos y pollo, al estilo antiguo. —Eso suena muy bien. ¿Necesita algo más? —Pues sí, pero tendré que venir después. He de volver al trabajo. —Deme la lista —dijo Mac antes de coger un lápiz y humedecer la punta—. Se lo subiré cuando vaya a comer. —Me vendrá estupendamente. Necesito una tapa pequeña de ternera, medio kilo de patatas nuevas, medio kilo de zanahorias... Cuando acabó, Mac levantó las cejas. —Parece que va a cenar en compañía. —Así es. He invitado a Brody. Últimamente me ha ayudado en algunas cosas. ¿Qué mal había? —Apuesto a que él sale ganando. —Si sobra algo, es para usted. Por poner el cerrojo. —Trato hecho. La muchacha regresó, aspirando el aire limpio y fresco que había dejado la tormenta nocturna. Había conseguido manejar la situación. Había hecho lo más sensato. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 124 — Y cuando se acostase aquella noche —sola o acompañada—, habría un nuevo cerrojo en la puerta. Cas entró en Angel's Fist abordo de su furgoneta Ford con un CD de Waylon Jennings gimiendo en el reproductor. Antes de entrar en el pueblo había estado escuchando a Faith Hill, a quien consideraba el no va más en cuestión de mujeres. Pero a pesar de eso y de sus excelsas cuerdas vocales, un tipo no podía recorrer el pueblo con una chica cantando en su furgoneta. Salvo que estuviese vivita y coleando, claro. Estaba pensando en una chica. En realidad, en un par; en su mente cabían muchas mujeres. Vio a una de ellas, vestida con unos vaqueros ajustados y una sudadera roja, que subida a una escalera de mano pintaba de un vivo y alegre amarillo los postigos de la pequeña casa de muñecas que tenía alquilada. Pisó el acelerador a fondo, esperando que ella se volviese y admirase su imagen dentro del masculino vehículo negro. Al ver que no se volvía, puso los ojos en blanco y aparcó. Siempre había tenido que esforzarse más con esa mujer para sacar unas migajas que con las demás para conseguir el pastel entero. —¡Hola, Linda-Gail! —¡Hola, tú! —respondió ella sin dejar de pintar. —¿Qué haces? —Me estoy haciendo una limpieza de cutis y una pedicura. ¿A ti qué te parece que hago? Él volvió a poner los ojos en blanco y bajó de la furgoneta para acercarse. —¿Tienes el día libre? Ya había echado un vistazo al horario y sabía que sí. —Así es. ¿Y tú? —Tengo a unos turistas, pero hoy salen a remar. ¿Has visto a Anahi? —No. Golpeó la madera con la brocha lo bastante fuerte para que salpicase y para obligarle a apartarse de un salto. —Ten cuidado. —Pues muévete. «Qué mujer más tozuda», pensó. No sabía por qué volvía a intentarlo con ella si siempre le insultaba. —Oye, solo quería saber cómo estaba, eso es todo. —Tu madre me dijo que la dejase en paz y eso hago —dijo con un suspiro, bajando la brocha—. Aunque me gustaría enterarme. Es horrible. —Horrible... —repitió él—. Pero en cierto modo emocionante. —¡Sí que lo es! —exclamó ella

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mientras se contorsionaba para mirarle—. Nos gusta el morbo, pero ¡Dios mío, es un asesinato! Bebe cree que debía de ser una pareja que atracó un banco o algo así, tuvieron un enfado, él la mató y se ha quedado con todo el dinero. —Una teoría como otra cualquiera. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 125 — Bajando la brocha, la muchacha se apoyó en la escalera. —Yo creo que tenían un lío y se escaparon juntos. Luego ella cambió de opinión y quiso volver con su marido y sus hijos, así que él la mató llevado por la pasión. —También suena bien. Lastró el cuerpo y lo metió a la fuerza en una vieja madriguera de castores. Oh, eso es horrible de verdad, Cas. Peor que enterrarla. —De todos modos, no creo que hiciera eso. —Cas se apoyó en la escalera. Percibía el olor de la pintura pero, a tan poca distancia, también olía algún producto que ella se aplicaba en la piel, fuera lo que fuese—. Tenía que saber dónde encontrar una vieja madriguera de castores, ¿no? Y no podían ser de por aquí. Lo mires por donde lo mires, el ya debe de estar muy lejos. —Supongo que sí. Eso no le ayuda a Anahi. La muchacha volvió a pintar. Tal como él estaba situado, el bonito trasero de ella le quedaba justo a la altura de los ojos. Solo tenía que inclinarse cinco centímetros para... —Me imagino que piensas pasar a verla —añadió Linda-Gail. —¿A quién? —preguntó él mientras parpadeaba desconcertado—. Ah, te refieres a Anahi. No lo sé. Lo haría si me acompañaras. —Tu madre me ha dicho que hoy no moleste a Anahi. Además, ya que he empezado con esto tengo que terminarlo. —A este paso, va a llevarte la mitad del día. Ella le miró por encima del hombro. —Tengo otra brocha, listo. Podrías hacer algo útil en lugar de ir por ahí presumiendo. —Es mi día libre. —También el mío. —Mierda. —No le apetecía nada pintar unos malditos postigos, pero no se le ocurría ningún otro sitio a donde ir, nada más que hacer—. Supongo que puedo echarte una mano —añadió al tiempo que cogía una brocha que aún llevaba la etiqueta con el precio en el mango—. Tal vez, si acabamos esto antes del martes que viene, podamos ir al rancho. Podría ensillar un par de caballos. Hace un buen día para dar un paseo. Linda-Gail sonrió para sus adentros mientras pintaba. —Tal vez. Hace un día estupendo. NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 126 — DESVÍOS El dolor tiene algo de vacío; no logra recordar cuándo empezó, o si hubo un día en que no fue. EMILY DICKINSON NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 127 — Capítulo 11 Anahi subió corriendo por la escalera en el siguiente descanso. Con la llave que Mac había dejado en Joanie's, abrió el nuevo y robusto cerrojo. Oír ese simple sonido seco hizo que se sintiera mejor. Lo probó un par de veces y luego suspiró aliviada. Pero se recordó que no tenía tiempo que perder, debía preparar el adobo, mezclarlo con la carne, bajar enseguida y acabar su turno. Sobre la encimera encontró una nota de Mac escrita con letra clara y esmerada y sujeta por la nueva parrilla que había incluido en la lista. He guardado los comestibles en la nevera; no quería dejar fuera los productos perecederos. Le he abierto una cuenta, así que puede pagarme a finales de mes. Que disfrute de su cena. Estoy deseando probar esas sobras. M.D. «Qué encanto», pensó, y se preguntó distraída por qué alguna mujer lista no lo había pescado todavía. Sacó lo que necesitaba del frigorífico y la alacena, y luego abrió el armario situado bajo la encimera para coger el cuenco grande. No estaba allí. Sus cuencos no estaban allí, en su lugar encontró sus botas de excursión y su mochila. Se arrodilló despacio. Ella no las había puesto allí. Guardaba las botas y la mochila en el pequeño ropero. Las sacó con cuidado, como si desactivase una bomba, para examinarlas. Abrió la mochila y encontró la botella de agua, la brújula, la navaja, el polar, el protector solar. Todo en su sitio. Temblando un poco, las llevó al ropero. Y allí estaban los cuencos, colocados en el estante situado sobre las perchas. «No significa nada —se dijo—. Un momento de distracción, eso es todo.» Cualquiera podría cometer un error tan tonto. Cualquiera. Dejó las botas en el suelo y

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colgó la mochila en el gancho de siempre. Recordó haber hecho justo lo que acababa de hacer cuando regresó de su paseo hasta el río con Brody. Antes de tomarse la aspirina y llenar la bañera, se quitó las botas y las metió en el ropero junto con la mochila. Juraría haberlo hecho. Y los cuencos. Para empezar, ¿por qué iba a cambiarlos de sitio? Pero así era. Igual que había señalado el mapa y luego lo había borrado de su mente. «Amnesia», pensó con la frente apoyada en la puerta del ropero. Se resistía a NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 128 — creer que volviese a sufrir amnesia, como durante la crisis. Pero los cuencos estaban en el ropero, ¿verdad? Mac Drubber no los había cambiado de sitio para hacerle una broma, así que solo quedaba ella. Se dijo que era el resultado del estrés. Había sufrido un trauma que atormentaba su mente, y por eso había dejado un par de cosas en el lugar equivocado. No era un problema, no tenía por qué ser un problema si era capaz de asumirlo. Se limito, a coger los cuencos, colocar sobre la encimera el que necesitaba y dejar los demás en su sitio. Se negó a seguir pensando y empezó a picar, medir y batir. Cuando terminó su turno, volvió a abrir la puerta. Esta vez comprobó todas sus cosas. Armarios, ropero, botiquín, aparador. Todo estaba justo donde debía estar. Por ello, apartó de su mente el pequeño incidente y lavó la nueva parrilla que le había traído Mac. A continuación se dispuso a hacer lo que más le gustaba. Hacía mucho tiempo que Anahi no preparaba una comida seria e íntima. Para ella, era como redescubrir el amor. Las texturas, las formas, los aromas y los productos eran físicos, emocionales, incluso espirituales. Mientras las verduras burbujeaban y se doraban en los jugos del el asado, abrió una botella de Cabernet para que se oxigenase. Al colocar sobre la encimera los cubiertos, platos y vasos, pensó que comprar aquellas servilletas de tela con un estampado de vivos colores probablemente había sido una tontería. Sin embargo, no era capaz de utilizar las de papel para una cena en compañía. Además, quedaban preciosas sobre los sencillos platos blancos, les daban un aire festivo. Y las velas eran tan prácticas como atractivas. Podía irse la luz en algún momento, las pilas de su linterna podían agotarse... Por otra parte, los pequeños soportes de vidrio azul no le habían salido demasiado caros. Había decidido quedarse algún tiempo, ¿verdad? No había nada malo en comprar algunas cosas para hacer más acogedora la habitación. Más suya. No se había gastado todo el sueldo comprando alfombras, cortinas y cuadros. Aunque una alfombra de vivos colores quedaría muy bonita sobre las viejas y arañadas tablas de madera. Podía venderla antes de marcharse. «En fin, ya veremos», pensó mientras miraba el reloj. Se sorprendió tarareando una melodía mientras picaba y mezclaba el relleno para los champiñones. Se dijo que era buena señal. Demostraba que estaba bien. No había nada de qué preocuparse. Le gustaba escuchar música mientras trabajaba en la cocina. Rock, ópera, new age... Lo que mejor se adaptase a su humor y a la comida. Tal vez compraría un pequeño reproductor de CD para la encimera, simplemente para sentirse más acompañada. Echó un vistazo al tranquilizador destello del nuevo cerrojo contra la pintura deslucida de la puerta. Allí estaba segura. ¿Por qué no sentirse también feliz y cómoda? Y volvería a salir de excursión. Consideraría la posibilidad de alquilar o pedir NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS — 129 — prestada una barca para ir al lago. ¿Sería muy difícil remar en una barca? Le gustaría averiguarlo. Sería otro paso que la acercaría a la verdadera normalidad y no solo a su apariencia. Tenía una cita, ¿no? Una especie de cita. Y eso era normalísimo. Tan normal como que Brody se retrasase diez minutos. A menos que no acudiese. A menos que hubiese reflexionado sobre lo que había sucedido —o casi sucedido— entre ellos y optase por quitarse de en medio antes de que las cosas se complicasen. ¿Por qué iba a querer un hombre enredarse con alguien que estaba emocionalmente desequilibrado? Alguien que comprobaba

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tres veces si había cerrado bien la puerta y aun así se las arreglaba para dejarla abierta. Que no recordaba haber llenado un mapa de marcas de rotulador rojo. Que metía sus bolas de excursión en un armario de cocina. «Debo de ser sonámbula», pensó Anahi con un suspiro. Regresión. Pronto pasearía desnuda por las calles. Se detuvo, cerró los ojos y respiró hondo. La asaltó el olor de los champiñones, los pimientos, las cebollas y la carne. No solo se sentía segura y bastante cuerda; también era productiva. Esa noche no tenía que preocuparse de nada, salvo de preparar una buena cena. Aunque acabase comiéndosela ella sola. Mientras lo pensaba, oyó unos pasos en las escaleras.