45
THEODOR W. ADORNO NOTAS DE LITERATURA Traducción de Manuel Sacristán Ediciones Ariel Barcelona Titulo Original NOTEN ZUR LITERATUR By Suhrkamp Verlag. Frankfurt am Main De la traducción castellana para España y América Ediciones Ariel, S. A. Barcelona, 1962. Para Jutta Burger NOTA DEL TRADUCTOR Los ensayos incluidos en este volumen contienen varios análisis de textos poéticos alemanes para cuya comprensión importa atender a las palabras alemanas mismas. Por eso he seguido la conducta de dar siempre los poemas o versos en alemán, ofreciendo en nota a pie de página no una traducción de los mismos, sino una versión literal no ordenada, en lo posible palabra por palabra, como las que suelen usar los principiantes en lenguas clásicas. Con este expediente intento conseguir que incluso el lector que no tenga ningún conocimiento de alemán pueda identificar la palabra comentada en cada caso por el autor. –Todas las notas que no son del autor vienen señaladas con un número seguido de asterisco. Las notas simplemente numeradas son todas del autor. EL ENSAYO COMO FORMA Ver lo preciso, ver lo iluminado, no la luz. GOETHE, Pandora Que el ensayo en Alemania está desprestigiado como producto ambiguo; que le falta convincente tradición formal; que sólo intermitentemente se ha dado satisfacción a sus enfáticas exigencias: todo eso se ha comprobado y censurado suficiente número de veces. “La forma del ensayo no ha dejado todavía a sus espaldas el camino de independización recorrido hace ya tiempo por su hermana la poesía: el camino que aleja de una primitiva e indiferenciada unidad con la ciencia, la moral y el arte” (1). Pero ni la inquietud suscitada por esa situación ni la provocada por el estado de ánimo que reacciona a ella por el procedimiento de acotar el arte como reserva de irracionalidad, identificar el conocimiento con la ciencia organizada y eliminar por impuro lo que no se somete a esa antitesis, han conseguido modificar en nada el pre- juicio nacional. La elogiosa calificación de écrivain sirve aún hoy para tener excluido del mundo académico al destinatario del elogio. A pesar de la grávida comprensión que Simmel y el joven Lukács, Kassner y Benjamin han confiado a la especulación acerca de objetos específicos, ya preformados culturalmente, (2) el gremio no acepta como filosofía más que lo que se reviste de la dignidad de lo universal, permanente y, hoy también, si es posible, originario, sin entrar en tratos con la formación espiritual particular sino en la medida en que hay que ejemplificar en ella las categorías generales, o, al menos, en la medida en que lo particular se hace transparente por éstas. La tenacidad con que sobrevive ese esquema sería tan enigmática como su componente afectiva si no fuera que la alimentan motivos más importantes que la molesta conciencia de lo que falta de cultivo a una cultura que apenas conoce históricamente al homme de lettres. En Alemania, el ensayo provoca a la defensa porque recuerda y exhorta a la libertad del espíritu, la cual, desde el fracaso de una tibia ilustración ya fracasada en los días de Leibniz, no se ha desarrollado suficientemente ni aun hoy, bajo las condiciones de la libertad formal, sino que siempre ha estado dispuesta a proclamar como su más propia aspiración el sometimiento a cualesquiera instancias. Pero el ensayo no admite que se le prescriba su competencia. En vez de producir científicamente algo o de crear algo artísticamente, el esfuerzo del ensayo refleja aún el ocio de lo infantil, que se inflama sin escrúpulos con lo que ya otros han hecho. El ensayo refleja lo amado y lo odiado en vez de presentar el espíritu, según el modelo de una ilimitada moral del trabajo, como creación a partir de la nada. Fortuna y juego le son esenciales. No empieza por Adán y Eva, sino por aquello de que quiere hablar; dice lo que a su propósito se le ocurre, termina cuando él mismo se siente llegado al final, y no donde no queda ya resto alguno: así se sitúa entre las “di-versiones”. Sus conceptos no se construyen a partir de algo primero ni se redondean en algo último. Sus interpretaciones no están filológicamente fundadas y medidas, sino que son por principio hiperinterpretaciones — para el veredicto automatizado de ese despierto entendimiento que se contrata como alguacil de la tontería contra el espíritu —. Por eso se estigmatiza como cosa ociosa el esfuerzo del sujeto en el ensayo por penetrar lo que se esconde como objetividad detrás de la fachada: se le estigmatiza por puro miedo a la negatividad. Se arguye que todo es mucho más sencillo. Se adjudica la ciega mancha amarilla a aquel que interpreta en vez de aceptar sin más y limitarse a ordenar; la ciega mancha amarilla del impotente que, con inteligencia erróneamente orientada, inventa fantasmas y mete interpretativamente contenidos donde no hay ninguno

Notas de Literatura

Embed Size (px)

DESCRIPTION

Textos de T, Adorno

Citation preview

Page 1: Notas de Literatura

THEODOR W. ADORNO NOTAS DE LITERATURA Traducción de Manuel Sacristán Ediciones Ariel Barcelona Titulo Original NOTEN ZUR LITERATUR By Suhrkamp Verlag. Frankfurt am Main De la traducción castellana para España y América Ediciones Ariel, S. A. Barcelona, 1962. Para Jutta Burger NOTA DEL TRADUCTOR Los ensayos incluidos en este volumen contienen varios análisis de textos poéticos alemanes para cuya comprensión

importa atender a las palabras alemanas mismas. Por eso he seguido la conducta de dar siempre los poemas o versos en alemán, ofreciendo en nota a pie de página no una traducción de los mismos, sino una versión literal no ordenada, en lo posible palabra por palabra, como las que suelen usar los principiantes en lenguas clásicas. Con este expediente intento conseguir que incluso el lector que no tenga ningún conocimiento de alemán pueda identificar la palabra comentada en cada caso por el autor. –Todas las notas que no son del autor vienen señaladas con un número seguido de asterisco. Las notas simplemente numeradas son todas del autor.

EL ENSAYO COMO FORMA

Ver lo preciso, ver lo iluminado, no la luz. GOETHE, Pandora

Que el ensayo en Alemania está desprestigiado como producto ambiguo; que le falta convincente tradición formal;

que sólo intermitentemente se ha dado satisfacción a sus enfáticas exigencias: todo eso se ha comprobado y censurado suficiente número de veces. “La forma del ensayo no ha dejado todavía a sus espaldas el camino de independización recorrido hace ya tiempo por su hermana la poesía: el camino que aleja de una primitiva e indiferenciada unidad con la ciencia, la moral y el arte” (1). Pero ni la inquietud suscitada por esa situación ni la provocada por el estado de ánimo que reacciona a ella por el procedimiento de acotar el arte como reserva de irracionalidad, identificar el conocimiento con la ciencia organizada y eliminar por impuro lo que no se somete a esa antitesis, han conseguido modificar en nada el pre-juicio nacional. La elogiosa calificación de écrivain sirve aún hoy para tener excluido del mundo académico al destinatario del elogio. A pesar de la grávida comprensión que Simmel y el joven Lukács, Kassner y Benjamin han confiado a la especulación acerca de objetos específicos, ya preformados culturalmente, (2) el gremio no acepta como filosofía más que lo que se reviste de la dignidad de lo universal, permanente y, hoy también, si es posible, originario, sin entrar en tratos con la formación espiritual particular sino en la medida en que hay que ejemplificar en ella las categorías generales, o, al menos, en la medida en que lo particular se hace transparente por éstas. La tenacidad con que sobrevive ese esquema sería tan enigmática como su componente afectiva si no fuera que la alimentan motivos más importantes que la molesta conciencia de lo que falta de cultivo a una cultura que apenas conoce históricamente al homme de lettres. En Alemania, el ensayo provoca a la defensa porque recuerda y exhorta a la libertad del espíritu, la cual, desde el fracaso de una tibia ilustración ya fracasada en los días de Leibniz, no se ha desarrollado suficientemente ni aun hoy, bajo las condiciones de la libertad formal, sino que siempre ha estado dispuesta a proclamar como su más propia aspiración el sometimiento a cualesquiera instancias. Pero el ensayo no admite que se le prescriba su competencia. En vez de producir científicamente algo o de crear algo artísticamente, el esfuerzo del ensayo refleja aún el ocio de lo infantil, que se inflama sin escrúpulos con lo que ya otros han hecho. El ensayo refleja lo amado y lo odiado en vez de presentar el espíritu, según el modelo de una ilimitada moral del trabajo, como creación a partir de la nada. Fortuna y juego le son esenciales. No empieza por Adán y Eva, sino por aquello de que quiere hablar; dice lo que a su propósito se le ocurre, termina cuando él mismo se siente llegado al final, y no donde no queda ya resto alguno: así se sitúa entre las “di-versiones”. Sus conceptos no se construyen a partir de algo primero ni se redondean en algo último. Sus interpretaciones no están filológicamente fundadas y medidas, sino que son por principio hiperinterpretaciones — para el veredicto automatizado de ese despierto entendimiento que se contrata como alguacil de la tontería contra el espíritu —. Por eso se estigmatiza como cosa ociosa el esfuerzo del sujeto en el ensayo por penetrar lo que se esconde como objetividad detrás de la fachada: se le estigmatiza por puro miedo a la negatividad. Se arguye que todo es mucho más sencillo. Se adjudica la ciega mancha amarilla a aquel que interpreta en vez de aceptar sin más y limitarse a ordenar; la ciega mancha amarilla del impotente que, con inteligencia erróneamente orientada, inventa fantasmas y mete interpretativamente contenidos donde no hay ninguno

Page 2: Notas de Literatura

que explicitar mediante interpretación. La alternativa es: hombre de hechos u hombre de aire. Pero una vez que se sucumbe al terror de esa prohibición de pensar más de lo que se encuentra ya pensado en lo dado, uno está ya aceptando la falsa intención que hombres y cosas abrigan de sí mismos. Y entender no es entonces más que mondar la fruta para obtener lo que el autor ha querido decir en cada caso, o, en el mejor de los casos, las mociones psicológicas individuales que son índices del fenómeno. Pero aparte de que difícilmente será posible precisar lo que un individuo ha pensado en un caso dado, lo que ha sentido en él, con comprensiones de ese tipo no se ganaría tampoco mucho. Las mociones del autor se borran en el contenido objetivo que aferran. Y en cambio, para desvelarse, la plétora objetiva de significaciones que se encuentran encapsuladas en cualquier fenómeno espiritual exige de su receptor precisamente esa espontaneidad de la fantasía subjetiva que se condena en nombre de la disciplina objetiva. No es posible obtener pasivamente por interpretación algo que no haya sido introducido al mismo tiempo por un interpretar activo. Los criterios de esta actividad son la compatibilidad de la interpretación con el texto y la fuerza que tenga la interpretación para llevar juntos a lenguaje los elementos del objeto. Con esto se acerca el ensayo a cierta independencia estética que es fácil reprocharle tomándola por mero préstamo del arte, del cual, empero, el ensayo se diferencia por su medio, los conceptos, y por su aspiración a verdad, horra de apariencia estética. Esto es lo que pasa por alto Lukács cuando en su carta a Leo Popper, introducción a El alma y las formas, llama al ensayo forma artística. (3) Pero no es superior a esa concepción la máxima positivista según la cual lo que se escribe sobre arte no debe aspirar en absoluto a tener rasgos de exposición artística, esto es: no debe aspirar a autonomía formal. La tendencia positivista general, que contrapone rígidamente al sujeto todo objeto posible como objeto de investigación, se queda, en éste como en todos sus demás momentos, en la mera separación de formas y contenido: ¿cómo podría ser posible hablar aestéticamente de lo estético, sin la menor semejanza con la cosa, a menos de caer en banausía y deslizarse a priori fuera de la cosa misma? Según uso positivista, el contenido, una vez fijado según la protoimagen de la proposición de protocolo, debería ser según esto indiferente a su exposición, y ésta tendría que ser convencional, no exigida por la cosa; y toda moción expresiva en la exposición es, para el instinto del purismo científico, peligrosa para una objetividad que saltaría a la vista sólo después de la retirada del sujeto, peligrosa por tanto también para la consumación de la cosa, la cual, se supone, se afirmará tanto mejor cuanto menos apele al apoyo de la forma, a pesar de que la norma misma de ésta consiste precisamente en dar la cosa pura y sin añadido. En la alergia a las formas como puros accidentes, el espíritu cientificista se acerca al tercamente dogmático. La palabra disparada irresponsablemente pretende ser prueba de espíritu de responsabilidad para con la cosa, y la reflexión sobre lo espiritual se convierte en privilegio del que carece de espíritu.

Todos estos abortos del rencor no son sólo la “no verdad”. Pues si el ensayo no se digna empezar por derivar las formaciones culturales de un algo subyacente, por otra parte se enreda demasiado celosamente en la organización cultural de la prominencia, el éxito ~ el prestigio de los productos del mercado. Las biografías de novelas y toda la demás literatura de premisas o presupuestos emparentada con ellas y que las acompaña, no son mera degeneración, sino tentación constante de una forma cuya sospecha contra la falsa profundidad no queda en absoluto satisfecha por la inversión en consciente superficialidad. Ya en Saínte-Beuve, del que probablemente desciende el género del ensayo moderno, se dibuja esta tendencia, que, junto con productos como los perfiles de Herbert Eulenberg, prototipo alemán de una inundación de indigna literatura cultural, junto con los filmes sobre Rembrandt, Toulouse-Lautrec y la Sagrada Escritura, ha seguido promoviendo la neutralización de formaciones culturales, su conversión en mercancías, una neutralización que ya se manifiesta irresistiblemente en la reciente historia de la cultura antes de que en el Este cobre el vergonzoso nombre de herencia. Este proceso es tal vez máximamente visible en Stefan Zweig, que en su juventud consiguió algunos ensayos diferenciados para acabar por caer, en su libro sobre Balzac, en la psicología del hombre creador. Esta literatura no crítica los conceptos abstractos fundamentales, los datos sin concepto, los raídos clisés, sino que los presupone todos implícitamente, y por eso mismo con completo acuerdo. El resultado externo de la psicología comprensiva se fusiona con las más corrientes categorías procedentes de la concepción del mundo del cursi analfabeto de la cultura, como las categorías de personalidad e irracionalidad. Estos ensayos se confunden por culpa propia con el folletín literario, con el cual los enemigos de la forma confunden a la forma misma. Libre de la disciplina de la servidumbre académica, la libertad espiritual misma se hace servil y acepta gustosamente la necesidad socialmente preformada de la clientela. La irresponsabilidad, momento, en sí misma, de toda verdad que no se agite en la responsabilidad por lo existente, se hace en cambio responsable de las necesidades de la conciencia establecida; los malos ensayos no son menos conformistas que las malas tesis doctórales. Sólo que la responsabilidad no respeta sólo a autoridades y gremios, sino también la cosa.

Pero la forma es inocente del hecho de que el mal ensayo narre de personas en vez de abrir la cosa. La separación de ciencia y arte es irreversible. Sólo la ingenuidad de los fabricantes de literatura la pasa por alto, porque el fabricante de literatura se toma por un genio de la organización y sabe hacer con buenas obras de arte chatarra para otras malas. La ciencia y el arte se han separado con la cosificación del mundo en el curso de la creciente desmitologización; es imposible restablecer con un golpe de varita mágica una conciencia para la cual sea una sola cosa intuición y concepto, imagen y signo — si es que esa conciencia ha existido alguna vez —, y la restitución de esa conciencia caería otra vez en el caos. Sólo como consumación del proceso de mediación sería imaginable esa conciencia, como utopía, tal como la pensaron los filósofos idealistas desde Kant con el nombre de intuición intelectual, la cual fracasó siempre que el conocimiento actual apeló a ella. Cuando, mediante empréstito de la poesía, la filosofía cree poder eliminar el pensamiento objetivador y su historia, la antítesis (según terminología usual) de sujeto y objeto, y hasta espera que en una poesía montada con piezas de Parménides y de Jungnickel, hable el Ser mismo, esa filosofía no hace más que acercarse a la más lixiviada cháchara cultural. Con astucia campesina recompuesta como originariedad, esa filosofía se niega a cumplir con las obligaciones del pensamiento conceptual, obligaciones que, sin embargo, ha suscrito en cuanto se puso a utilizar conceptos en la proposición y el juicio, mientras que su elemento estético no pasa de ser una agnada reminiscencia de segunda mano de

Page 3: Notas de Literatura

Hölderlin, o del expresionismo, o a veces incluso del modern styl, porque ningún pensamiento puede confiarse tan ilimitada y ciegamente al lenguaje como finge la idea del decir originario. La violencia que en esto se infieren recíprocamente la imagen y el concepto surge de la jerga de la propiedad (4)* en la que tiemblan palabras de tremolosa conmoción que al mismo tiempo se callan aquello que las conmueve. La ambiciosa trascendencia del lenguaje al sentido desemboca en una oquedad significativa que es para el positivismo muy fácil detener y bloquear, pues aunque aquel lenguaje se creyera superior al positivismo no ha servido más que para jugar la partida de éste, ofrecerle material de crítica y aceptar sus cartas. Bajo la constricción de esos desarrollos, el lenguaje, cuando aún se atreve a moverse en las ciencias, se aproxima a la industria artística, y el investigador científico es el que, negativamente, más mantiene la fidelidad estética al sublevarse o resistirse contra el lenguaje en general, en vez de rebajar la palabra a mera paráfrasis de sus cifras, prefiere la tabla numérica, que tiene al menos el valor de reconocer sin rodeos la cosificación de la conciencia y ya sólo con ello encuentra por sí misma algo así como una forma sin necesidad de apologético préstamo del arte. Cierto que el arte ha estado desde siempre tan entrelazado con la dominante tendencia de la Ilustración que ya en la Antigüedad benefició en su técnica hallazgos científicos. Pero la cantidad se trasmuta en calidad. Si la técnica se absolutiza en la obra de arte, si la construcción se hace total y extermina su motivación contrapuesta — la expresión —, si el arte pretende ser directamente ciencia, ciencia según su recta medida, sanciona la entrega preartística a la materia, tan significativa como pueda serlo el Ser (5)* de los seminarios de filosofía; y así se hermana el arte con la cosificación, la protesta contra la cual, por opaca y hasta cósicamente que se produzca, ha sido siempre hasta el día de hoy la función de lo que no tiene función, la función del arte.

Pero si el arte y la ciencia se separaron en la historia, tampoco debe hipostatizarse su contraposición. La repugnancia por su anacrónica mezcla no basta para santificar una cultura organizada por cajones especiales. Pues a pesar de toda su necesidad, ese encajonamiento no hace sino confirmar institucionalmente la renuncia a la verdad entera. Los ideales de limpieza y pureza comunes a una filosofía orientada a valores de eternidad, a una ciencia internamente organizada a prueba de corrosión y golpes y a un arte intuitivo desprovisto de conceptos, son ideales que llevan visible la huella de un orden represivo. Se exige del espíritu un certificado de competencia administrativa, para que no rebase las líneas-límite culturalmente confirmadas de la cultura oficial. Y al hacerlo se presupone que todo conocimiento puede traducirse potencialmente en ciencia. Las teorías del conocimiento que distinguen entre conciencia precientífica y conciencia científica no han concebido ni ellas mismas esa diferencia sino como gradual. Pero el hecho de que todo se quedara en la mera segura afirmación de esa traducibilidad, sin que jamás se transformara seriamente la conciencia viva en conciencia científica, nos remite a la precariedad de la transición misma, a la existencia de una diferencia cualitativa. La más simple reflexión sobre la vida de la conciencia puede ilustrar acerca de lo escasamente que es posible capturar con la red científica conocimientos que no son en absoluto meras impresiones “no vinculatorias”. La obra de Marcel Proust, que está tan poco falta de elemento científico-positivo como la obra de Bergson, es toda ella un único intento de expresar conocimientos necesarios y constrictivos acerca del hombre y de las conexiones sociales, conocimientos que, a pesar de esos caracteres, no pueden ser recogidos sin más por la ciencia, a pesar de que la aspiración de esos conocimientos a la objetividad no queda en absoluto disminuida ni reducida a vaga plausibilidad. La medida de esta objetividad no es la verificación de tesis sentadas mediante su examen o comprobación repetida, sino la experiencia humana individual que se mantiene reunida en la esperanza y en la desilusión. Ella da relieve a sus observaciones, confirmándolas o refutándolas en el recuerdo. Pero su unidad, individualmente cerrada y en la que a pesar de ello aparece el todo, no resultaría divisible, por ejemplo, entre las separadas personas y el aparato múltiple y dividido de la psicología y la sociología. Bajo la presión del espíritu cientificísta y de sus desiderata, omnipresentes y latentes también en el artista, Proust, con una técnica imitada de las ciencias, en una especie de serie experimental, ha intentado salvar o restablecer lo que en los días del individualismo burgués, cuando la conciencia individual aún confiaba en sí misma y no se estrechaba anticipadamente bajo la censura de la organización, valía aún como conocimientos de un hombre experimentado del tipo de aquel desaparecido homme de lettres, tipo que Proust resucita aún como caso supremo de dilettantismo. A nadie se le habría entonces ocurrido considerar irrelevantes y rechazar como accidentales e irracionales las comunicaciones de una experiencia, sólo porque son las suyas y porque no son sin más susceptibles de generalización. Mas aquella parte de sus hallazgos que se desliza por las mallas científicas queda ciertamente perdida para la ciencia. Como ciencia del espíritu deja de cumplir ésta lo que promete al espíritu: abrir desde dentro las formaciones del espíritu. El joven escritor que quiere aprender en la Universidad qué es una obra de arte, qué es forma lingüística, qué es cualidad estética, incluso qué es técnica estética, no oirá en el mejor de los casos más que noticias sueltas y genéricas, informaciones que se toman ya listas de la filosofía que está en circulación en cada caso y que se pegan más o menos arbitrariamente al contenido de las formaciones de que se trate. Si en cambio se dirige a la estética filosófica, se le ofrecerán proposiciones de un nivel de abstracción que ni están en mediación con las formaciones que el desea entender ni son en verdad unas con el contenido que busca. Pero la culpa de esto no recae sólo sobre la división del trabajo del kósmos noetikós en arte y ciencia ni son eliminables estas líneas de demarcación mediante buena voluntad y una planificación que las rebase, sino que el espíritu modelado inapelablemente según el modelo del dominio de la naturaleza y de la producción material se entrega al recuerdo de aquella fase superada, pero prometedora de otro futuro, a la trascendencia respecto de las endurecidas relaciones de producción; y esto paraliza su procedimiento especializado precisamente frente a sus especiales objetos.

Por lo que hace al procedimiento científico y a su fundamentación filosófica como método, el ensayo, según su idea, explicita la plena consecuencia de la crítica al sistema. Incluso las doctrinas empiristas, que conceden a la experiencia inconcluible e in-anticipable preeminencia sobre el fijo orden conceptual, siguen siendo sistemáticas en la medida en que discuten y aclaran condiciones del conocimiento concebidas como más o menos constantes y desarrollan el conocimiento mismo en una conexión lo más continua posible. Igual que el racionalismo, el empirismo fue, desde Bacon — ensayista él mismo—, “método”. La duda sobre el derecho absoluto del método no se ha realizado casi en el modo de proceder del

Page 4: Notas de Literatura

pensamiento, sino en el ensayo. El ensayo tiene en cuenta la conciencia de “no identidad”, aun sin expresarla siquiera; es radical en el “no radicalismo”, en la abstención de reducirlo todo a un principio, en la acentuación de lo parcial frente a lo total, en su carácter fragmentario. ‘Tal vez ha sentido algo así el gran sieur de Montaigne cuando dio a sus escritos la denominación extraordinariamente hermosa y acertada de essays. Pues la sencilla modestia de esta palabra es una or-gullosa cortesía. El ensayista despide las propias orgullosas esperanzas que alguna vez se creen haber llegado cerca de lo último: se trata sólo de comentarios a las poesías de otros, eso es lo único que él puede ofrecer y, en el mejor de los casos, comentarios a los propios conceptos. Pero irónicamente se adapta a esa pequeñez, a la eterna pequeñez del más profundo trabajo mental frente a la vida, y con irónica modestia la subraya aún”. (6) El ensayo no obedece a la regla del juego de la ciencia y de la teoría organizadas según la cual, como dice la proposición de Spinoza, el orden de las cosas es el mismo orden de las ideas.

Como el orden sin lagunas de los conceptos no es uno con el ente, el ensayo no apunta a una construcción cerrada, deductiva o inductiva. Se yergue sobre todo contra la doctrina, arraigada desde Platón, según la cual lo cambiante, lo efímero, es indigno de la filosofía; se yergue contra esa vieja injusticia hecha a lo perecedero, injusticia por la cual aún vuelve a condenársele en el concepto. El ensayo retrocede espantado ante la violencia del dogma de que el resultado de la abstracción, el concepto atemporal e invariable, reclama dignidad ontológica en vez del individuo subyacente y aferrado por él. El engaño de que el ordo idearum es el ordo rerum arraiga en la posición de algo mediado como si fuera inmediato. Del mismo modo que un algo meramente fáctico no puede ser pensado sin concepto, porque pensarlo significa siempre conceptuarlo, así tampoco es pensable el más puro concepto sin referencia alguna a la facticidad. Incluso las formaciones de la fantasía, supuestamente liberadas del espacio y del tiempo, remiten a existencia individual, por derivadamente que sea. Por ello no se deja intimidar el ensayo por los ataques de la más depravada meditabunda profundidad que afirma que la verdad y la historia se contraponen irreconciliablemente. Si la verdad tiene en realidad un núcleo temporal, el pleno contenido histórico se convierte en momento integrante de ella; el a posteriori se convierte concretamente en a priori, como exigieron Fichte y sus sucesores sólo en términos generales. La referencia a experiencia — a la que el ensayo presta tanta sustancia como la tradicional teoría de las meras categorías — es la referencia a la historia entera; la mera experiencia individual, con la que la conciencia arranca y empieza como con lo que más próximo le es, está ya mediada por la experiencia comprehensiva de la humanidad histórica; y la idea de que en vez de eso la experiencia de la humanidad histórica sea mediada, mientras que lo propio individual en cada caso sería lo inmediato, no es más que autoengaño de la sociedad y de la ideología individualistas. Por ello el ensayo rectifica el desprecio por lo históricamente producido como objeto de la teoría. Es insostenible la distinción entre una primera filosofía y una mera filosofía de la cultura, la cual presupondría a la primera y construiría sobre su fundamento; y esa distinción sirve precisamente para ra-cionalizar teoréticamente el tabú que pesa sobre el ensayo. Pierde así su autoridad un modo de proceder del espíritu que venera como canon la separación entre lo temporal y lo atemporal. Un nivel de abstracción más alto no otorga al pensamiento dignidad mayor ni contenido metafísico; más bien se volatiliza éste con el proceso de la abstracción, y el ensayo se propone precisamente corregir algo de esa pérdida. La corriente objeción contra el ensayo, a saber, que es fragmentario y accidental, postula sin más el carácter dado de la totalidad, y con ello la identidad de sujeto y objeto, por lo que se comporta como si realmente se estuviera en poder del todo. Pero el ensayo no se propone buscar lo eterno en lo perecedero y destilarlo de ello, sino más bien eternizar lo perecedero. Su debilidad da testimonio de la “no identidad” misma que él tiene que expresar, testimonio del exceso de la intención sobre la cosa, y, con ello, de aquella utopía excluida por la articulación divisora del mundo en eterno y perecedero. En el enfático ensayo el pensamiento se libera de la idea tradicional de verdad.

Con ello suspende al mismo tiempo el concepto tradicional de método. El pensamiento tiene su profundidad en la profundidad con que penetra en la cosa, y no en lo profundamente que le reduzca a otra cosa. Esto es lo que aplica polémicamente el ensayo al tratar lo que según las reglas es derivado sin recorrer él mismo su definitiva derivación. El ensayo piensa junto en libertad lo que libre y junto se encuentra en el objeto elegido. No se encapricha con un más allá de las mediaciones — las mediaciones históricas en las que está sedimentada la sociedad entera —, sino que busca los contenidos de verdad como históricos en sí mismos. No pregunta el ensayo por ningún protodato originario, para daño de la sociedad persocializada, la cual, precisamente porque no tolera nada que ella misma no haya acuñado, no puede tolerar en modo alguno lo que recuerde su propia omnipresencia, razón por la cual tiene que traer a colación, como ideológico complemento, esa naturaleza de la que su práctica no deja nada. El ensayo denuncia sin palabras la ilusión de que el pensamiento pueda escaparse de lo que es thései, cultura, para irrumpir en lo que es physei, de naturaleza. Atado por lo fijado, por lo confesadamente derivado, por lo formado, el ensayo honra a la naturaleza al confirmar que ella no es ya el hombre. Su alejandrinismo es la respuesta a la fingida pretensión del saúco y del ruiseñor, que, cuando acaso la red universal les permite sobrevivir, aún querrían hacer creer, por su mera existencia, que la vida sigue viviendo. El ensayo abandona la ruta militar que busca los orígenes y que en realidad no lleva sino a lo más derivado, al ser, a la ideología duplicadora de lo que ya previamente existe; pero con eso no pierde la idea misma de inmediatez, postulada ya por el sentido de la mediación. Todos los grados de lo mediado son inmediatos para el ensayo antes de que éste se disponga a reflexionar.

Del mismo modo que niega protodatos, así también niega la definición de sus conceptos. La filosofía ha erigido la plena crítica de éstos desde los más divergentes aspectos, en Kant, en Hegel, en Níetzsche. Pero la ciencia no se ha apropiado nunca esa crítica. Mientras que el movimiento que nace con Kant, en tanto que movimiento dirigido contra los residuos escolásticos presentes en el pensamiento moderno, coloca en el lugar de las definiciones verbales la conceptuación de los conceptos a partir del proceso en el que se producen, las ciencias particulares siguen tenazmente fieles a su precrítica obligación de definir, con objeto de preservar plenamente la seguridad de su operación; en esto coinciden con los escolásticos los neopositivístas, para los que filosofía no es más que el método científico. El ensayo, en

Page 5: Notas de Literatura

cambio, asume en su propio proceder el impulso antisistemático e introduce conceptos sin ceremonias, “inmediatamente”, tal como los concibe y recibe. No se precisan esos conceptos sino por sus relaciones recíprocas. Pero en esto se encuentra con un apoyo en los conceptos mismos. Pues es mera superstición de la ciencia por recetas la de que los conceptos son en sí mismos indeterminados y no se determinan hasta la definición. La ciencia necesita de esa idea del concepto como tabula rasa con objeto de consolidar su pretensión al dominio, pretensión de potencia que domina la situación en exclusiva — que pone ella sola la mesa rasa. En realidad, todos los principios están previamente concretados por el lenguaje en el que se encuentran.

El ensayo parte de esas significaciones y, siendo como es él mismo esencialmente lenguaje, las lleva adelante; el ensayo querría ayudar al lenguaje en su relación con los conceptos, y tomar a los conceptos, reflejándolos, tal como ya se encuentran nombrados inconscientemente en el lenguaje. El procedimiento fenomenológico del análisis significacional presiente todo esto, pero convierte en fetiche la relación de los conceptos al lenguaje. El ensayo se contrapone tan escépticamente a esto como a la pretensión de definir. El ensayo carga sin apología con la objeción de que es imposible saber fuera de toda duda qué es lo que debe imaginarse bajo los conceptos. Y acepta esa objeción porque comprende que la exigencia de definiciones estrictas contribuye desde hace tiempo a eliminar, mediante fijadoras manipulaciones de las significaciones conceptuales, el elemento irritante y peligroso de las cosas que vive en los conceptos. Pero no por ello puede salir adelante sin conceptos generales - tampoco la lengua que no fetichiza el concepto puede prescindir de él -, ni procede con ellos a capricho. Por eso precísamente toma más seriamente la carga de la exposición, si se le compara con los modos de proceder que separan el método de la cosa y son indiferentes respecto de la exposición de su contenido objetivado. El cómo de la exposición tiene que salvar, en cuanto a precisión, lo que sacrifica la renuncia a la “de-finición” circunscriptiva pero sin entregar la cosa mentada a la arbitrariedad de significaciones conceptuales decretadas de una vez para siempre. En esto ha sido Benjamin maestro inalcanzable. Mas una tal precisión no puede quedarse en lo atomizado. El ensayo urge, más que el procedimiento definitorio, la interacción de sus conceptos en el proceso de la experiencia espiritual. En ésta los conceptos no constituyen un continuo operativo, el pensamiento no procede linealmente y en un solo sentido, sino que los momentos se entretejen como los hilos de una tapicería. La fecundidad del pensamiento depende de la densidad de esa intrincación. Propiamente, el pensador no piensa, sino que se hace escenario de expe-riencia espiritual, sin analizarla. También el pensamiento tradjcional recibe de ella sus impulsos, pero elimina su recuerdo en cuanto a la forma. El ensayo, en cambio, escoge la experiencia espiritual como modelo, aun sin imitarla simplemente como forma refleja; el ensayo la somete a mediación mediante su propia organización conceptual; si quiere expresarse así, puede decirse que el ensayo procede de un modo metódicamente ametódíco.

El modo como el ensayo se apropia los conceptos puede compararse del modo más oportuno con el comportamiento

de una persona que, encontrándose en país extranjero, se ve obligada a hablar la lengua de éste, en vez de irla componiendo mediante acumulación de elementos, de muñones, según quiere la pedagogía académica. Esa persona leerá sin diccionario. Cuando haya visto treinta veces la misma palabra en contextos siempre cambiantes, se habrá asegurado su sentido mejor que si hubiera encontrado tras búsqueda en el diccionario todas esas significaciones recogidas, las cuales son en su mayor parte demasiado estrechas, en comparación con los cambios en el contexto y demasiado vagas en comparación con los inconfundibles matices que el contexto funda en cada caso. Y del mismo modo que ese modo de aprendizaje está expuesto al error, así también lo está el ensayo como forma; el ensayo tiene que pagar su afinidad con la abierta experiencia espiritual al precio de la falta de seguridad temida como la muerte por la norma del pensamiento establecido. El ensayo no se limita a prescindir de la certeza libre de duda, sino que, además, denuncia su ideal. El ensayo se hace verdadero en su avance, que le empuja a más allá de sí mismo, y no en la obsesión del buscador de tesoros a caza de fundamentos. Sus conceptos reciben la luz de un terminus ad quem oculto en el ensayo mismo, no de un descubierto terminus a quo, y con esto su método mismo expresa sin más la intención utópica. Todos sus conceptos deben exponerse de tal modo que se soporten entre todos, que cada cual se articule según las configuraciones con otros. En el ensayo se reúnen en un todo legible elementos discretos, separados y contrapuestos; no es el ensayo andamiaje ni construcción. Pero, como configuraciones, los elementos cristalizan por su movimiento. La configuración es un campo de fuerzas, como, en general, bajo la mirada del ensayo toda formación espiritual tiene que convertirse en un campo de fuerzas.

El ensayo es una provocación al ideal de la clara et distincta perceptio y de la certeza libre de duda. En su conjunto podría interpretarse como protesta contra las cuatro reglas que el Diseours de la Méthode de Descartes coloca al principio de la ciencia occidental y de su teoría. La segunda de aquellas reglas, la división del objeto “en autant de parcelles qu’il se pourrait et qu’il serait requis pour les mieux résoudre”, ofrece el esbozo del análisis elemental bajo cuya enseña la teoría tradicional pone en equivalencia los esquemas de ordenación conceptuales y la estructura del ser. Pero el objeto del ensayo, los artefactos, se resisten al análisis elemental y no pueden construirse sino en base a su idea específica; no en vano ha tratado en ese punto Kant análogamente las obras de arte y los organismos, a pesar de seguir distinguiéndolos insobornablemente contra todo oscurantismo romántico. No se debe hipostasiar la totalidad en cuanto entidad primera, igual que no se deben hipostasiar como primeros los productos del análisis, los elementos. Frente a ambas conductas el ensayo se orienta por la idea de aquella acción recíproca que rechaza tan enérgicamente la pregunta interesada por los ele-mentos como la búsqueda que se interesa por lo elemental. Los momentos no pueden desarrollarse puramente a partir del todo ni, a la inversa, el todo de los momentos. El todo es mónada y no lo es; sus momentos, de naturaleza conceptual en tanto que momentos, aluden a más allá del objeto específico en el que están reunidos. Pero el ensayo no les persigue hasta allí donde, más allá del objeto específico, se legitimarían: de hacerlo caería en la mala infinitud. Más bien se acerca tanto al hic et nunc del objeto que éste se disocia en los momentos en que tiene su vida, en vez de ser objeto mero.

La tercera regla cartesiana, “conduire par ordre mes pensées, en commençant par les objets les plus simples et les plus aisés à connaitre, pour monter peu à peu comme par degrés jusques à la connaissance des plus composés”, contradice brutalmente a la forma ensayo, pues ésta parte de lo más complejo, no de lo más simple y previamente sólito. La forma

Page 6: Notas de Literatura

ensayo no se apartará de la actitud de aquel que empieza a estudiar filosofía y tiene ya a la vista de algún modo la idea de ella. Difícilmente empezará esta persona por leer a los escritores más simples cuyo common sense suele resbalar por los lugares en los que habría que quedarse; sino que más bien empezará por recurrir a los supuestamente difíciles, los cuales proyectan entonces retrospectivamente su luz a lo sencillo y lo iluminan como “posición del pensamiento respecto de la objetividad”. La ingenuidad del estudiante que no se contenta, y aun a medias, sino con lo difícil y formidable, es más sabia que la adulta pedantería que con amenazador dedo exhorta al pensamiento a comprender primero lo sencillo, antes de atreverse con eso otro complejo que es lo que propiamente le atrae. Ese aplazar el conocimiento no sirve más que para impedirlo. Frente al convenu de la comprensibilidad, frente a la noción de verdad como coherente conjunto de efectos, el ensayo obliga a pensar la cosa desde el primer paso con tantas capas o estratos como tiene, y es así correctivo de aquella rígida primitividad que siempre se asocia a la ratio corriente. Mientras que la ciencia, falsificando a su manera lo difícil y complejo de una realidad antagonística y monadológicamente escindida, la reduce a modelos simplificadores y luego diferencia a posteriori éstas mediante sedicente material, el ensayo en cambio se sacude la ilusión de un mundo sencillo, lógico en el fondo, ilusión tan apta para la defensa del ente mero. El “ser diferenciado” del ensayo no es un añadido, sino su medio mismo. El pensamiento establecido se complace en atribuir la diferenciación a la mera psicología del sujeto conocedor, creyendo así desligarse de las constricciones que aquélla pone. Las tronituantes condenas científicas del exceso de agudeza no se dirigen en realidad al método precipitado e indigno de confianza, sino a lo insólito en la cosa, que ese otro método permite manifestarse.

La cuarta regla cartesiana, “faire partout des denombrements si entiers et des revues si générales, que je fusse assuré de ne ríen omettre”, el principio propiamente sistemático, vuelve a presentarse sin alteración en la polémica de Kant contra el estilo “de rapsodia” del pensamiento de Aristóteles. Esa regla corresponde al reproche que se hace al ensayo de ser, por hablar como maestrescuela, una investigación que no agota su tema, cuando todo objeto, y sin duda el espiritual, incluye en sí infinitos aspectos de cuya elección no decide sino la intención del que conoce. La “visión de conjunto” no sería posible más que en el caso de que previamente se supusiera que el objeto tratado se resuelve completamente en los conceptos de su tratamiento, que no queda nada que no quedara anticipado a partir de dichos conceptos. Según esa hipótesis, la regla de la completitud de los miembros particulares pretende que el objeto puede exponerse en una conexión deductiva sin lagunas, lo cual es una suposición propia de la filosofía de la identidad. Del mismo modo que la exigencia de definición, también esta regla cartesiana ha sobrevivido al teorema racionalista en que se basaba: pues también a la ciencia empírica y abierta se atribuye visión de conjunto y continuidad en 1a exposición. Con ello lo que en Descartes era conciencia intelectual de la necesidad del conocimiento se convierte en arbitrariedad de una “frame of reference”, de una axiomática que hay que colocar al principio para satisfacer la necesidad metódica Y por dar plausibilidad al conjunto, sin que esa axiomática inicial pueda ya manifestar su validez o su evidencia; o en la arbitra-riedad, por citar la versión alemana, de un “proyecto” (7)* que, con el pathos de dirigirse al Ser, no hace más que ocultar sus condiciones subjetivas. La exigencia de continuidad en el proceso del pensamiento prejuzga ya tendencialmente la concordancia en el objeto, la armonía propia de éste. La exposición de coherencia continua estaría en contradicción con una cosa antagonística, a menos que determinara la continuidad como discontinuidad al mismo. Inconscientemente, lejos de la teorización, en el ensayo como forma se manifiesta la necesidad de anular también en el proceder concreto del espíritu las exigencias de completitud y continuidad ya rebasadas en la teoría. Mientras se rebela estéticamente contra el estrecho y mezquino método que no desea más que no dejar nada sin tocar, el ensayo obedece a un motivo crítico gnoseológico. La concepción romántica del fragmento, como formación incompleta que procede al infinito a través de la autorreflexión, defiende también ese mismo motivo antiidealista en el seno mismo del idealismo. Tampoco en el modo de elocución puede fingir el ensayo que ha derivado el objeto y que no queda nada más que decir de éste.

Es inherente a la forma del ensayo su propia relativización: el ensayo tiene que estructurarse como si pudiera suspenderse en cualquier momento. El ensayo piensa discontinuamente, como la realidad es discontinua, y encuentra su unidad a través de las rupturas, no intentando taparlas. La armonía del orden lógico engaña acerca del ser antagonístico de aquello a que se ha impuesto ese orden. La discontinuidad es esencial al ensayo, su cosa es siempre un conflicto detenido. Mientras armoniza conceptos los unos con los otros o por medio de su función en el paralelógramo de fuerzas de las cosas, retrocede ante el concepto superior bajo el cual habría que subsumirlos a todos; pues el método del ensayo sabe que lo que el concepto superior finge proporcionar resuelto es irresoluble; y a pesar de ello el ensayo intenta también resolverlo. Como la mayoría de los términos que sobreviven históricamente, la palabra ensayo, en la que se unen la utopía del pensamiento — dar en el blanco — con la conciencia de la propia falibilidad y provisionalidad, da una información acerca de la forma en cuestión, que es tanto mas de tener en cuenta cuanto que no lo hace programáticamente, sino como caracterización de la intención tanteadora.

El ensayo tiene que conseguir que la totalidad brille por un momento en un rasgo parcial escogido o alcanzado, pero sin afirmar que la totalidad misma está presente. El ensayo corrige lo casual y aislado de sus comprensiones haciendo que éstas, ya sea en el propio decurso, ya sea en su relación, como piedra de mosaico, con otros ensayos, se multipliquen, se confirmen y se limiten; no por abstracción dirigida a las notas abstraídas de aquellas comprensiones. “Así, pues, se diferencia un ensayo de un tratado. Escribe ensayísticamente el que compone experimentando, el que vuelve y revuelve, interroga, palpa, examina, atraviesa su objeto con la reflexión, el que parte hacia él desde diversas vertientes y reúne en su mirada espiritual todo lo que ve y da palabra a todo lo que el objeto permite ver bajo las condiciones aceptadas y puestas al escribir”. (8) La inquietud suscitada por este procedimiento, la sensación de que puede llevarse a cabo a voluntad, tienen su parte de verdad y su parte de falsedad. Verdad porque, efectivamente, el ensayo no se cierra ni termina, y su incapacidad para hacerlo vuelve como parodia de su propio apriori; y entonces se le imputa como culpa aquello de que sólo son culpables las formas que borran cuidadosamente la huella de su arbitrariedad. Pero aquella inquietud es también inveraz porque, a pesar de todo, la constelación del ensayo no es tan arbitraria como parece a un subjetivismo filosófico

Page 7: Notas de Literatura

que sustituye la constricción de la cosa por la constricción del orden conceptual. El ensayo está determinado por la unidad de su objeto, junto con la de la teoría y la experiencia encarnadas en ese objeto. La apertura del ensayo no es la vaga apertura del sentimiento y del estado de ánimo, sino que cobra contornos gracias a su contenido. El ensayo se rebela contra la idea de “obra capital”, idea que refleja ella misma las de creación y totalidad. Su forma se atiene al pensamiento crítico que dice que el hombre no es creador, que nada humano es creación. El ensayo mismo, referido siempre a algo previamente hecho, no se presenta como creación ni tampoco pretende un algo que lo abarcara todo y cuya totalidad fuera comparable a la de la creación. Su totalidad, la unidad de una forma construida en y a partir de sí misma, es la totalidad de lo no total, una totalidad que ni siquiera como forma afirma la tesis de la identidad de pensamiento y cosa que rechaza en cuanto al contenido. La liberación de la constricción de la identidad concede a veces al ensayo lo que escapa al pensamiento oficial, el momento del color indeleble, de lo imborrable. Ciertos términos extranjeros usados por Simmel — cachet, attitude — revelan esa intención, aun sin que la intención misma sea tratada por él teoréticamente.

El ensayo es a la vez más abierto y más cerrado de lo que puede ser grato al pensamiento tradicional. Es más abierto en la medida en que, por su disposición misma, niega toda sistemática y se basta tanto mejor a sí mismo cuanto más rigurosamente se atiene a esa negación; en el ensayo, los residuos sistemáticos, las infiltraciones, por ejemplo, de estudios literarios con filosofemas comunes y tomados ya listos, infiltraciones que acaso aspiran a dar respetabilidad al texto, no tienen más valor que las trivialidades psicológicas. Pero el ensayo es también más cerrado de lo que puede gustar al pensamiento tradicional, porque trabaja enfáticamente en la forma de la exposición. La conciencia de la no identidad de exposición y cosa impone a la exposición un esfuerzo ilimitado. Esto y sólo esto es lo que en el ensayo resulta parecido al arte; aparte de ello, el ensayo está necesariamente emparentado con la teoría, a causa de los conceptos que aparecen en él, los cuales traen de afuera no sólo sus significaciones, sino también sus referencias teoréticas. Cierto que el ensayo se comporta respecto de la teoría tan precavidamente como respecto del concepto. El ensayo no puede derivarse limpiamente de la teoría — el error cardinal de todos los trabajos ensayísticos tardíos de Lukács — ni puede ser una futura síntesis suministrada por entregas. La experiencia espiritual se ve amenazada cuanto más esforzadamente se solidifica en teoría y toma sus gestos, como si tuviera en las manos la piedra filosofal. Pero a pesar de ello la experiencia espiritual, por su propio sentido, aspira a una tal objetivación. Esta antinomia se refleja en el espejo del ensayo. Igual que absorbe de afuera conceptos y experiencias, absorbe también teorías. Sólo que su actitud para con ellas no es la del punto de vista o posición. Si la falta de punto de vista, de posición, del ensayo no es ya ingenua y obediente a la preeminencia de sus objetos, si aprovecha más bien la relación a sus objetos como medio contra la constricción del principio, consigue realizar, parodísticamente, por así decirlo, la polémica, en otro caso impotente, del pensamiento contra la mera filosofía de punto de vista, de actitud o posición. El ensayo consume las teorías que le son próximas: su tendencia es siempre tendencia a la liquidación de la opinión, incluso de la opinión de la cual parte.

El ensayo es lo que fue desde el principio: la forma crítica par excellence, y precisamente como crítica inmanente de las formaciones espirituales, como confrontación de lo que son con su concepto, el ensayo es crítica de la ideología. “El ensayo es la forma de la categoría crítica de nuestro espíritu. Pues el que crítica tiene necesariamente que experimentar, tiene que establecer condiciones bajo las cuales se hace de nuevo visible un objeto en forma diversa que en un autor dado; y, ante todo, hay que poner a prueba, ensayar la ilusoriedad y caducidad del objeto; éste es precisamente el sentido de la ligera variación a que el crítico somete el objeto criticado”. (9) Cuando se reprocha al ensayo falta de punto de vista y relativismo, porque no reconoce punto de vista alguno externo a sí mismo, se está de nuevo en presencia de esa noción de la verdad como cosa “lista y a punto”, como Jerarquía de conceptos, la noción destruida por Hegel, tan poco amigo de puntos de vista: y en esto se tocan el ensayo y su extremo, la filosofía del saber absoluto. El ensayo querría salvar al pensamiento de su arbitrariedad reasumiéndolo reflexivamente en el propio proceder, en vez de enmascarar aquella arbitrariedad disfrazándola de inmediatez.

Cierto que aquella filosofía, la del saber absoluto, se quedó siempre con la inconsecuencia consistente en que mientras criticaba el abstracto concepto supremo, el mero “resultado”, en nombre del proceso, discontinuo en sí, sin embargo, al mismo tiempo, seguía hablando, según costumbre idealista, de “método” dialéctico. Por eso el ensayo es más dialéctico de lo que lo es la dialéctica cuando se expone a sí misma. El ensayo toma la lógica de Hegel al pie de la letra: no se puede jugar inmediatamente la verdad de la totalidad contra los juicios individuales, ni es posible finitizar la verdad hasta hacerla juicio individual, sino que la exigencia de verdad presentada por la singularidad debe tomarse literalmente hasta la evidencia de su no verdad. Lo audaz, lo anticipativo, lo prometido y no cumplido totalmente de todo detalle ensayístico arrastra como negación otras tantas audacias; la no verdad en la que el ensayo se intrinca a sabiendas es el elemento de su verdad. Sin duda hay ya elemento de no verdad en su mera forma, en la referencia a entidad cultu-ralmente preformada y derivada como si fuera entidad en si. Pero cuanto más enérgicamente suspende el concepto de un algo primero y se niega a deshilar cultura de naturaleza, tanto más fundamentalmente reconoce la esencia natural de la cultura misma. Hasta el día de hoy se perpetúa en la cultura la ciega conexión natural del mito, y el ensayo reflexiona precisamente sobre ello: la relación entre naturaleza y cultura es su tema propio. No en vano se sumerge el ensayo, en vez de “reducirlos”, en los fenómenos culturales como en una segunda naturaleza o segunda inmediatez, para suprimir precisamente por su tenacidad la ilusión de ésta. El ensayo se engaña tan poco como la filosofía de lo originario acerca de la diferencia entre la cultura y lo que subyace a ella. Pero para él la cultura no es un epifenómeno superpuesto al Ser y que haya de destruir, sino que incluso lo subyacente es thései, a saber, la falsa sociedad. Por eso para el ensayo el origen no vale más que la superestructura. Su libertad en la elección de los objetos, su soberanía frente a todas las priorities de lo fáctico o de la teoría, se debe al hecho de que para el ensayo todos los objetos están en cierto sentido a la misma distancia del centro, del principio que los embruja a todos.

El ensayo no glorifica la ocupación con lo originario como si ella fuera más originaria que la ocupación con lo mediado, porque la misma originariedad es para el ensayo objeto de reflexión, algo negativo. Esto corresponde a una

Page 8: Notas de Literatura

situación en la que la originariedad, como punto de vista o posición del espíritu en medio del mundo persocializado, se ha convertido en una mentira. La tal mentira abarca desde el aislamiento de conceptos históricos de las lenguas históricas para ascenderlos a palabras originarias hasta la educación académica en creative writing y el primitivismo artístico cultivado con organización industrial, y hasta la música de flautas de caña y el finger painting en los que la oquedad pedagógica se disfraza de virtud metafísica. El pensamiento no queda al margen de la rebelión de Baudelaire, la rebelión de la poesía contra la naturaleza como reserva social. Tampoco los paraísos del pensamiento son ya sino artificiales, y por ellos deambula el ensayo. Y como, según el dicho de Hegel, no hay entre el cielo y la tierra nada que no esté mediado, el pensamiento no puede ser fiel a la idea de inmediatez más que a través de lo mediado, mientras que el pensamiento se convierte en víctima de la mediación cuando aferra inmediatamente lo no mediado. Astutamente se aferra el ensayo a los textos, como si existieran sin más y tuvieran autoridad. De este modo consigue, pero sin el engaño de un algo primero, un suelo para sus pies, por dudoso que sea, de un modo comparable al de la antigua exégesis teológica de textos. Pero la tendencia es la contrapuesta a esta última: es la tendencia crítica; la tendencia es a sacudir la pretensión de la cultura mediante la confrontación de los textos con su propio enfático concepto, con la verdad mentada por cada uno aunque no quiera mentarla, y llevar así a la cultura al pensamiento de su “no verdad”, de aquella apariencia ideológica en la cual la cultura se manifiesta como decaída de la naturaleza. Bajo la mirada del ensayo la segunda naturaleza se interioriza en sí misma como naturaleza primera.

Si la verdad del ensayo se mueve a través de su “no verdad”, no hay que buscarla empero en la mera contraposición a su elemento insincero y proscrito, sino en éste mismo, en su motilidad, en su falta de aquella solidez cuya exigencia la ciencia transfirió de las relaciones de propiedad al espíritu. Los que se creen obligados a defender el espíritu de toda insolidez son sus enemigos: el espíritu mismo, una vez emancipado, es móvil. En cuanto quiere más que la mera repetición y el mero adobo administrativos de lo ya existente en cada caso, el espíritu presenta algún flanco sin cubrir; mas la verdad abandonada por este juego con riesgo no sería ya más que tautología. Históricamente el ensayo está emparentado con la retórica, a la que la mentalidad científica, desde Descartes y Bacon, quiso hacer frente, hasta que, con mucha consecuencia, acabó por rebajarse, en la era científica, a la categoría de una ciencia sui generis, la ciencia de la comunicación. Probablemente, es cierto, la retórica fue ya siempre el pensamiento en su adaptación al lenguaje comuni-cativo. Este pensamiento apuntaba a la obvia y trivial satisfacción de los oyentes. Precisamente en la autonomía de la exposición, por la que se distingue de la comunicación científica, el ensayo conserva restos de aquel elemento comunicativo de que carece la comunicación científica. La satisfacción que la retórica quiere suministrar al oyente se sublima en el ensayo hasta hacerse idea de la felicidad de una libertad frente al objeto, libertad que da al objeto más de lo suyo que si se le coloca en el despiadado orden de las ideas. La conciencia cientificista, orientada contra toda representación antropomorfística estuvo siempre aliada con el principio de realidad y fue siempre, como éste, enemiga de la felicidad. Mientras que se afirma que la felicidad es la finalidad de todo dominio de la naturaleza, resulta que la felicidad se presenta siempre como regresión a la naturaleza mera. Ello se manifiesta hasta en las filosofías supremas, hasta en Kant y en Hegel. A pesar de tener su pathos en la idea absoluta de razón, estas filosofías denigran al mismo tiempo a la razón, por impertinente e irrespetuosa, en cuanto que ella relativiza algo vigente. El ensayo, oponiéndose a esa tendencia, salva un momento de sofística. La hostilidad del pensamiento crítico oficial a la felicidad es perceptible, especialmente en la dialéctica trascendental de Kant, la cual querría eternizar las fronteras trazadas entre el entendimiento y la especulación e impedir, según la característica metáfora, el “vagabundeo por los mundos inteligibles”.

Mientras que la razón que se crítica a sí misma pretende estar en Kant con los dos pies bien asentados en el suelo, fundándose a sí misma, en realidad, según su más íntimo principio, está haciéndose impermeable a cualquier novedad y combatiendo ya la curiosidad, el lúdico principio del pensamiento tan denigrado también por la ontología existencial. Lo que Kant, desde el contenido, ve como finalidad de la razón — la producción de la humanidad, la utopía — queda impedido desde la forma, desde la teoría del conocimiento, la cual no permite a la razón rebasar el ámbito de la experiencia, el cual se contrae, en el mecanismo del mero material y las inmutables categorías, a aquello que ya siempre fue, existió.

Pero el objeto del ensayo es lo nuevo en tanto que nuevo, no traducible a lo viejo de las formas existentes. Al reflejar como sin violencia el objeto, el ensayo se queja calladamente de que la verdad traicionara a la felicidad y, con ello, a sí misma. Y este lamento mueve a la cólera al ensayo. El elemento suasorio de la comunicación se sustrae entonces, en analogía con el cambio de función de algunos rasgos de la música autónoma, a su fin originario y se conviene en pura determinación de la exposición como tal, en su factor de violencia que, en vez de reproducir la cosa, querría reconstruirla partiendo de sus membra disiecta conceptuales. Pero las malfamadas transiciones de la retórica, en las que asociaciones, multivocidad de las palabras, abandono de la síntesis lógica tenían que facilitar el trabajo al oyente y someterlo, una vez debilitado, a la voluntad del orador, se funden en el ensayo con el contenido de la verdad. Sus transiciones rechazan la derivación directa en beneficio de conexiones horizontales entre los elementos, conexiones para las cuales no tiene sitio la lógica discursiva.

El ensayo no utiliza los equívocos por negligencia, ni porque no sepa que sobre ellos pesa una prohibición cientificista, sino para llevar, hasta allí adonde pocas veces llega la crítica del equívoco, la mera distinción de significaciones: al hecho de que siempre que una palabra cubre diversidad, lo diverso no puede serlo completamente sino que la unidad de la palabra alude a una unidad en la cosa, por recóndita que sea, sin que, por lo demás, esta unidad pueda confundirse con parentescos lingüísticos según el uso de las actuales filosofías restaurativas. También en esto roza el ensayo la lógica musical, el arte estrictísimo y, sin embargo, sin conceptos, de la transición musical, para dar a la lengua que habla algo que perdió bajo el dominio de la lógica discursiva la cual, empero, no permite que se salte por encima de ella, sino que sólo es posible superarla con astucia mediante sus propias formas y gracias a la expresión subjetiva y penetrante. Pues el ensayo no se encuentra en simple contraposición con el procedimiento discursivo El ensayo no es alógico, sino que obedece él

Page 9: Notas de Literatura

mismo a criterios lógicos en la medida en que el conjunto de sus frases tiene que componerse en acorde. No pueden quedar en él contradicciones meras, a menos que se fundamenten como contradicciones de la cosa misma. Sólo que el ensayo desarrolla los pensamientos de modo diverso del que sigue la lógica discursiva. No los deriva de un principio ni los infiere de coherentes observaciones particulares. Coordina los elementos en vez de subordinarlos; y lo único conmensurable con los criterios lógicos es la esencia del contenido del ensayo, no el modo de su exposición. Mientras que, por una parte, en comparación con las formas en que se comunica indiferentemente un contenido ya listo, el ensayo es más dinámico que el pensamiento tradicional a causa de la tensión entre la exposición y lo expuesto, por otra, como compresencia construida, es también más estático. En esto y sólo en esto consiste su afinidad con el cuadro, pero con la diferencia de que la estática del ensayo es la de relaciones de tensión detenidas en cierto sentido. La fácil docilidad del curso de los pensamientos del ensayista le obliga a una intensidad mayor que la del pensamiento discursivo, porque el ensayo no procede, como éste, ciega y automatizadamente, sino que en cada momento tiene que reflejarse sobre sí mismo. Naturalmente que esa reflexión no se refiere sólo a su relación con el pensamiento establecido, sino también a su relación con la retórica y la comunicación. De no ser así, lo que se imagina ser supracientífico resulta ser vanidad precientífica.

La actualidad del ensayo es la actualidad de lo anacrónico. El momento le es más desfavorable que nunca. El ensayo se ve aplastado entre una ciencia organizada en la que todos se arrogan el derecho de controlar a todos y todo y que excluye con el aparente elogio de “intuitivo” o “estimulante” lo que no está cortado por el patrón del consens, y una filosofía que se contenta con el vacío y abstracto resto de lo que no ha sido aún ocupado por la organización de la empresa científica y que, por eso mismo, es para ella objeto de una empresa organizada de segundo grado. Pero el ensayo se ocupa de lo opaco de sus objetos. Con conceptos querría abrir de par en par lo que no entra en conceptos o que, por las contradicciones en que se enredan éstos, revela que la red de su objetividad es mera disposición artificiosa subjetiva. El ensayo querría polarizar lo opaco, desembarazar las fuerzas latentes en ello. Se esfuerza por llegar a la concreción del contenido determinado en el espacio y en el tiempo; construye la encarnación conjunta de los conceptos tal como éstos se presentan, juntos y encamados, en el objeto. El ensayo se sustrae a la tiranía de los atributos atribuidos a las ideas desde la definición del Symposio, “eternas en su ser, ni engendradas ni perecederas, ni sujetas a cambio ni a disminución”, “un ser por sí mismo, para sí mismo, eterno, monoforme”; y a pesar de ello el ensayo sigue siendo idea, porque no capitula ante el peso del ente, porque no se inclina ante lo que meramente es. Pero no lo mide con el canon de un algo eterno, sino más bien con un entusiástico fragmento del período tardío de Nietzsche: “Y supuesto que dijéramos ‘sí’ a un único instante, con ello hemos dicho ‘sí’ no sólo a nosotros mismos, sino a toda existencia. Pues nada está aislado en sí, ni en nosotros mismos ni en las cosas: y si nuestra alma no ha temblado y resonado de felicidad, como una cuerda, sino una sola vez, para ello fueron necesarias todas las eternidades, para condicionar ese acaecer único — y toda eternidad fue aceptada, liberada, justificada y afirmada en aquel instante único de nuestro ‘si’” (10) Sólo que el ensayo desconfía incluso de una tal justificación y afirmación. Para la felicidad, que era sagrada para Nietzsche, el ensayo no conoce más nombre que el negativo. Incluso las supremas manifestaciones del espíritu que expresan la felicidad siguen, intrincadas en la culpa que consiste en obstaculizarla en cuanto siguen siendo mero espíritu. Por eso la más íntima ley formal del ensayo es la herejía. Por violencia contra la ortodoxia del pensamiento se hace visible en la cosa aquello, mantener oculto lo cual es secreto y objetivo fin de la ortodoxia.

Notas (1) Georg V. Lukács, Die Seele und die Formen. Berlín, 1911, p. 29. (2) Cfr. Lukács, loc. cit., p. 23: “El ensayo habla siempre de algo ya formado o, en el mejor de los casos, de algo que ya

en otra ocasión ha sido; es pues de su esencia el no sacar cosas nuevas de una nada vacía, sino limitarse a ordenar de un modo nuevo cosas que ya en algún momento fueron vivs. Y como se limita a ordenarlas de un modo nuevo, en vez de dar forma a algo nuevo a partir de lo informe, se encuentra vinculado a ellas, tiene que decir siempre ´la verdad´ acerca de ellas, y hallar expresión de su esencia”.

(3) Lukács, loc. cit., p. 5 passim. (4) * « Propiedad » traduce Eigentlichkeit, el tecnicismo heideggeriano que algunas veces se vierte incorrectamente en

la literatura castellana por “autenticidad” (Echtheit). La precisión de este paso de polémica del autor con Heidegger no permite satisfacerse con la laxa traducción “autenticidad”. (N. del T.)

(5)* “Ser” con mayúscula traduce el cuasi-tecnicismo heideggeriano Seyn, de la época del escrito a Jünger. (N. del T.) (6) Lukács, loc. cit., p. 21. (7)* “Proyecto” traduce el tecnicismo heideggenano Entwurf. (Nota del T.) (8) Max Bense, “Uver den Essay und seine Prosa”, en Merkur, año 1947, n. 3, 9418. (9) Bence, Loc. Cit., p. 420. (10) Friedrich Nietzsche, Der Wille zur Mache (II), Werque, Band. X. Leipzig, 1906, p. 206, -1032-

Page 10: Notas de Literatura

DE LA INGENUIDAD ÉPICA

“Así como la tierra aparece grata a los que vienen nadando porque Poseidón les hundió en el ponto la bien construida

embarcación, haciéndola juguete del viento y del gran oleaje; y unos pocos que consiguieron salir nadando del espumoso mar... pisan la tierra muy alegres porque se ven libres de aquel infortunio: pues de igual manera le era agradable a Penélope la vista del esposo y no le quitaba del cuello los níveos brazos”. (1)* Si se mide la Odisea por esos versos, por la metáfora de la felicidad de los esposos reunidos, no como si se tratara de metáfora cualquiera simplemente añadida, sino como contenido nudo de la narración, que aparece hacia el final de ésta, la Odisea no sería sino el intento de prestar oído al choque siempre renovado del mar en la costa rocosa, el intento de dibujar pacientemente cómo el agua sumerge los escollos para retirarse luego bramando de ellos y hacer que lo firme brille con color más profundo. Ese bramar es el sonido de la palabra épica en la que lo unívoco y firme se reúne con lo multívoco y fluyente para separarse al punto de ellos. La aforme marea del mito es lo siempre igual, mientras que el télos de la narración es lo diverso, y la identidad despiadada y rigurosa en que se sujeta al objeto épico sirve precisamente para consumar su “no identidad” con la identidad mala, con la monotonía sin articular: para realizar su diversidad misma. La epopeya quiere contar algo digno de ser contado, de algo que no es igual que cualquier otra cosa, que no es intercambiable y que merece a titulo propio ser transmitido. Pero como el narrador atiende al mundo del mito como a su materia propia, su empresa, hoy herida de imposibilidad, fue siempre contradictoria. Pues el mito, de cuya concreción depende el discurso racional y comunicativo del narrador con su lógica de la subsunción que equipara todo lo narrado, el mito que sería para ese discurso aquello aun diverso del orden nivelador impuesto por el sistema conceptual — el mito es precisamente del tipo esencial de lo siempre igual, el tipo que despertó a conciencia de sí mismo en la ratio. El narrador ha sido desde siempre aquel que se opone a la fungibilidad universal, pero lo que siempre en la historia, hasta el día de hoy, tuvo que referir fue siempre ya lo fungible. Por eso alienta en toda épica un elemento anacronístico: en el arcaísmo homérico de aquella apelación a la musa que tiene que ayudar a dar noticia de lo monstruoso y gigantesco igual que en los desesperados esfuerzos del Goethe tardío y de Stifter por fingir situaciones burguesas como si fueran realidad originaria y arcaica abierta a la palabra introcable como al nombre. Pero desde que existe una épica grande, esta contradicción se ha decantado en el comportamiento del narrador bajo la forma de ese elemento de la poesía épica que suele destacarse como objetividad. Frente al ilustrado estado de conciencia al que pertenece el discurso narrativo, frente a la esencia conceptual y general, este elemento objetivo aparece siempre como elemento de estulticia, como un “no entender”, no saber a qué atenerse, mantenerse paralizado junto a lo particular cuando este particular está ya al mismo tiempo determinado como particular resuelto por lo general. El epos imita la constricción del mito para ablandarlo. K. Th. Preuss ha llamado “protoestulticia» a ese comportamiento, y Gilbert Murray ha caracterizado precisamente mediante ese rasgo el primer grado de la religión griega, la fase inmediatamente anterior a la homérico-olímpica. (2) En la rígida fijación de la narración épica a su objeto, fijación destinada a romper el poder del temor a aquello que la palabra identificadora mira cara a cara, el narrador se hace por así decirlo dueño del gesto del temor. La ingenuidad es el precio que paga por ello, y la opinión tradicional se lo computa como ganancia. El elogio tradicional de esa estulticia del narrar, nacida de la dialéctica de la forma, ha hecho de ella una ideología restauradora, enemiga de la conciencia, cuyas últimas partidas se convierten en numerario en las antropologías filosóficas falsamente concretas de nuestros días.

Pero la ingenuidad épica no es sólo mentira destinada a apartar la meditación general de la ciega intuición de lo particular. Por surgir, como esfuerzo antimitológico, de la tendencia ilustrada, positivista, por así decirlo, a aferrar fielmente y sin disfraz lo que fue y cómo fue, destruyendo así la magia ejercida por lo sido, el mito en sentido estricto, por eso le queda en su limitación a lo individual único un rasgo característico que trasciende la limitación. Pues lo particular, individual y único, no es sólo el resistente resto contra la comprehensiva generalidad del pensamiento, sino también la más íntima ansia de éste, la forma lógica de una realidad que no sufriera ya el abrazo del dominio social y de los pensamientos clasificadores imitados de él; el concepto que se reconcilia con su cosa. En la ingenuidad épica vive la crítica de la razón burguesa. Ella se aferra a aquella posibilidad de experiencia que es destruida por la razón burguesa mientras ésta finge fundamentarla. La limitación de la descripción del objeto único es el correctivo de la limitación que afecta a todo pensamiento cuando, por su operación conceptual, olvida al objeto único, le recubre con su hilar en vez de reconocerlo propiamente. Del mismo modo que es fácil sonreír burlonamente ante la sencillez homérica, que en realidad fue ya al mismo tiempo lo contrario de simplicidad, o sacarla traidoramente al campo de combate contra el espíritu analítico, así también sería fácil mostrar la indecisa timidez de la última novela de Gottfried Keller y reprochar a la concepción del Martin Salander que su triunfante actitud del “qué malos son hoy los hombres” manifiesta ignorancia pequeño-burguesa de los fundamentos económicos de las crisis y yerra así lo esencial. Pero, por otra parte, sólo esa ingenuidad permite narrar de los comienzos de la era del capitalismo tardío, comienzos grávidos de desgracia, y entregarlos a la anamnesis, en vez de limitarse a informar meramente sobre ellos y arrojarlos así, gracias a la fijación del protocolo, que no sabe del tiempo sino como de índice, con engañosa presencialidad, a la nada de aquello a lo que no puede ya adherirse recuerdo alguno. En ese recordar lo que propiamente no es ya recordable, la descripción por Keller de los dos abogados deshonestos, que son gemelos, duplicados, expresa por lo demás de la verdad, de la fungibilidad hostil al recuerdo, tanto como sería posible luego a una teoría que determinara con clarividencia la pérdida de la experiencia a partir de la experiencia de la sociedad.

Gracias a la ingenuidad épica, la palabra narrativa, en cuyo hábitus vive siempre un elemento apologético del pasado, una justificación del acaecer sido como digno de narración, se corrige a sí misma. La exactitud de la palabra descriptiva intenta compensar la “no verdad” de todo discurso. El impulso homérico a describir un escudo como si fuera un paisaje y a desarrollar una metáfora hasta la acción, hasta que, hecha independiente, desgarra el tejido de la narración, ese impulso

Page 11: Notas de Literatura

es el mismo que llevó constantemente a los mayores narradores del siglo XIX, por lo menos en Alemania — a Goethe, a Stifter, a Keller — a dibujar y a pintar en vez de escribir; y los estudios arqueológicos de Flaubert pueden estar inspirados por el mismo impulso. El intento de emancipar a la exposición de la razón reflexiva es el intento del lenguaje, siempre desesperado, de llevar al extremo su intención determinante, de sanar de negatividad su intencionalidad, de sanarla de la manipulación conceptual de los objetos y hacer que lo real destaque puro, no perturbado por la violencia de los órdenes. La estulticia y ceguera del narrador — no es casual que la tradición haya concebido ciego a Homero — expresa ya la imposibilidad desesperada de la empresa. Precisamente el elemento objetivo del epos, radicalmente contrapuesto a toda especulación y fantasía, conduce a la narración, por su apriórica imposibilidad, hasta el borde de la locura. Las últimas narraciones de Stifter dan la más clara noticia de esa transición de la fidelidad objetiva a la obsesión maníaca, y jamás ha participado de la verdad una narración que no haya mirado al abismo en que se precipita el lenguaje que quisiera superarse a sí mismo en el nombre y en la imagen. La mesura homérica no es excepción a esto. Cuando en el último canto de la Odisea, en la segunda nekya, el alma del pretendiente Anfimedonte habla en el hades a la de Agamenón de la venganza de Ulises y de su hijo, aparecen las siguientes palabras: “Y concertándose para dar mala muerte a los pretendientes, vinieron a la ínclita ciudad, a saber, Ulises entró el último, Telémaco se le adelantó algún tanto” (3)*. El “a saber” (4)* mantiene, en atención al contexto conexo, la forma lógica de explicación o de afirmación, mientras que el contenido de la frase, como frase meramente expositiva, no se encuentra en absoluto en esa conexión con lo que precede. En ese contrasentido mínimo de la partícula, el espíritu del lenguaje narrativo, lógicointencional, choca con el espíritu de la exposición sin palabras, de la representación de que depende aquel lenguaje; y precisamente la forma lógica de ilación amenaza con arrojar al pensamiento — que no es discursivo, que propiamente no es ya pensamiento — a aquel punto en que se pierden sintaxis y materia y la materia confirma su prepotencia dejando en falso a la forma sintáctica que aspira a abarcarla. Y éste es el elemento épico, el elemento propiamente antiguo de la locura de Hölderlin. En el poema An die Hoffnung se lee: “Im grünen Tale, dort wo der frische Quell / Vom Berge táglich rauscht und die liebliche / Zeitlose mir am Herbstag aufblüht, / Dort, in der Stille, du holde, will ich / Dich suchen, oder wenn in der Mitternacht / Das unsichtbare Leben im Haine wallt, / Und Über mír die immerfrohen / Blumen, die blúhenden Steme glánzen” (5)*. El “oder” [o], igual que, frecuentemente, partículas en Trakl, es como aquel homérico “a saber”. Mientras que el lenguaje, para seguir siendo lenguaje, aún pretende ser, juzgando en esos giros síntesis de la conexión de las cosas, renuncia en realidad al juicio en esas palabras cuya utilización disuelve precisamente la coherencia. La conexión épica en la que se relaja finalmente la ducción del pensamiento se convierte en gracia que pasa en el lenguaje antes que el derecho del juicio, juicio que a pesar de ello el lenguaje sigue siendo inevitablemente. La huida de los pensamientos, imagen sacrificial del discurso, es la huida del lenguaje de su prisión. Cuando en Homero, como ha destacado sobre todo Thomson, la metáfora cobra autonomía frente a lo significado, frente a la acción, (6) en ello se acuña la misma hostilidad a la atadura del lenguaje por la conexión de las intenciones. La imagen lingüísticamente ejecutada olvida la propia significación para arrastrar al lenguaje mismo a la imagen, en vez de aclarar la imagen, por transparencia, con el sentido de la conexión lógica. En la narración grande la relación entre imagen y acción se invierte tendencialmente. De ello ha dado testimonio la técnica de Goethe en las Wahlvervandschaf ten y en los Wanderjahren, en los que novelas cortas intermitentes reflejan, como imágenes, la esencia de lo representado; y alegoresis homéricas del tipo de la célebre fórmula de Schelling, la Odisea del espíritu (7), han presentido lo mismo. No se trata de que los epos estén dictados por una intención alegórica. Pero la violencia de la tendencia histórica en el lenguaje y en el contenido material es tan grande en los epos que en el curso del proceso entre subjetividad y mitología y a causa de la ceguera con que el epos se entrega a su representación, hombres y cosas se transforman en meros escenarios en los cuales se hace visible aquella tendencia, precisamente en el punto en que la conexión pragmática y lingüística resulta quebrada. “No luchan individuos, sino ideas entre sí”, se lee en un fragmento de Nietzsche acerca de la Disputa de Homero (8). La conversión objetiva de la pura exposición lejana de significaciones en alegoría de la historia es precisamente lo que se manifiesta en la disolución lógica del lenguaje épico igual que en la sepa-ración de la metáfora del curso de la acción literal. Sólo abandonando el sentido se asemeja finalmente el discurso épico a la imagen, a una figura de sentido objetivo que surge de la negación del sentido racional subjetivo.

Notas (1)* Homero, Odisea. XXIII, 231 y ss. –El autor cita la clásica traducción nacional alemana de Voss. Damos aquí la

tradicional versión castellana en prosa de Segala, en la edición Alcina. (N. del T.) (2) Cfr. G. Murria, five Stages of Greek Religión, New York, 1925, p. 16; cfr. Ulrich bon Wilamowttz – Möllendorf, Der

Glaube der Hellenen, I, p. 9. (3)* Odisea, CCIV, 153 ss. – Esta vez damos la traducción se Segalá con una alteración sin la cual no sería comprensible

la siguiente reflexión del autor (N. del T.) (4)* Schöder traduce: Y en verdad ue ulises se quedó atrás. La traducción literal del n como partícula de refuerzo, y no

como explicativa, no altera en nada el enigmático carácter del paso. (Segalá traduce el n por “y” -N. del T.-). (5)* Friedrich Hölderlin, An die Hoffnung. Edición de las obras completas en el Insel-Verlag. (Texti según

Zinkernagel.) Leipzig, s.a. p. 139.- entre Voss y Hölderlin hay conexiones histórico literarias. (Traducción literal de los versos de Hölderlin: “En el valle verde, allí, donde la fresca fuente/ cae con rumor del monte dia a dia y la amable/ siempreviva me florece en el dia de otoño,/ allí, en el silencio, tú, dulce, quiero/ buscarte, o cuando a la medianoche/ la vida invisible bulle en la floresta,/ y sobre mi las siempre alegras/ flores, las ardientes estrellas, brillan”. (N. del T.)

(6) No one would deny that… true similes have been in constant use from the beginnings of human speech… But, besides these, thre are others which, as we have seen, are dormally similes, but in reality are disguised identifications or

Page 12: Notas de Literatura

transformations. (J.A.K. Thomson, Studies in the Odyssey, Oxford, 1914, p.7). Las metáforas son según esto huellas del proceso histórico.

(7) Schelling, Werke, II, Leipzig, 1907, p.302. (System des transzendental Idealismus.) (8) Werke, IX, p. 287.

Page 13: Notas de Literatura

LA POSICIÓN DEL NARRADOR EN LA NOVELA CONTEMPORÁNEA La tarea de comprimir en pocos minutos algo acerca de la presente situación de la novela como forma, obliga a

entresacar un momento de ella, aunque sea violentamente. Ese momento será la posición del narrador, la cual se caracteriza hoy por una paradoja; es imposible narrar, mientras que la forma de la novela exige narración. La novela fue la forma literaria específica de la época burguesa. En su comienzo está la experiencia del mundo desencantado en el Don Quijote, y el dominio artístico de la existencia nuda ha seguido siendo siempre su elemento. El realismo fue inmanente a la novela. Incluso las novelas fantásticas por su temática han intentado presentar de tal modo su contenido que emanara de él la sugestión de realidad. A lo largo de un desarrollo que se retrotrae en sus comienzos hasta el siglo XIX y que hoy se acelera hasta el extremo, este modo de proceder se ha hecho cuestionable. Desde el punto de vista del narrador, cuestionable por el subjetivismo, que no tolera ya nada material sin transformación, con lo que mina precisamente el mandamiento épico de la objetividad.

El que aún hoy se sumiera — como Stifter, por ejemplo —en lo real, tomando efecto de la plétora y la plástica de lo humilde y adictamente contemplado, se vería obligado a adoptar el gesto de la imitación artesana. Se haría culpable de la mentira que consiste en entregarse al mundo con un amor que presupone que el mundo está lleno de sentido, y acabaría por caer en la cursilería insoportable del arte folklórico. Del mismo modo que la pintura perdió mucho de sus tradicionales tareas a causa de la fotografía, así lo ha perdido la novela por causa del reportaje y de los medios de la industria de la cultura, especialmente el filme. La novela tuvo que concentrarse en aquello que no puede ser satisfecho por el informe. Pero, a diferencia de la pintura, en su emancipación del objeto la novela se encuentra con unos límites que le pone el lenguaje y que a su vez la obligan a asumir la ficción del informe: consecuentemente, Joyce ha fundido la rebelión de la novela contra el realismo con una rebelión contra el lenguaje discursivo.

Sería miserablemente pobre rechazar el intento de Joyce como desplazada arbitrariedad individualista. Pues está destruida la identidad de la experiencia, la vida continua en si y articulada que es la única que permite la actitud del narrador. Basta para verlo con parar mientes en la imposibilidad de que cualquiera que haya participado en la guerra narre de ella como en otro tiempo uno podía narrar sus aventuras. Con razón la narración que se presenta como si el narrador fuera realmente dueño de una tal experiencia suscita la impaciencia y la skepsis del receptor. Nociones y estampas como la de la persona que se sienta para “leer un buen libro” son nociones arcaicas. Y ello no sólo por la desconcentración del lector, sino también por lo comunicado mismo y por su forma. Narrar algo quiere decir en efecto tener que decir algo especial y particular, y precisamente esto es lo impedido por el mundo administrado, por la standardización y la “siempre igualdad”. Ya antes de cualquier proposición ideológica por su contenido, es ideológica la mera pretensión del narrador que supone que el curso del mundo sigue siendo aún esencialmente un proceso de individuación, que el individuo puede aún llegar con sus mociones y sentimientos hasta tocar el destino, que la interioridad del individuo es aún directamente capaz de algo: la difundida mala literatura biográfica es un producto de descomposición de la forma novelística misma.

La esfera de la psicología, en la que precisamente estos productos se refugiaron aunque con poca fortuna, no está excluida de la crisis de la objetividad literaria. También a la novela psicológica le son arrebatados hoy sus objetos a un palmo de la nariz: con razón se ha observado que en una época en que los periodistas se embriagan constantemente con las conquistas psicológicas de Dostoyewski, la ciencia, especialmente el psicoanálisis de Freud, había rebasado hacía ya mucho tiempo aquellos hallazgos del novelista. Por lo demás, probablemente se ha errado completamente a Dostoyewski con ese fraseológico e hinchado elogio: en la medida en que hay en él psicología, se trata de una psicología de carácter inteligible, de la esencia, y no de los hombres empíricos, tal como se mueven por el mundo. Y precisamente en eso se ha adelantado Dostoyewski. No sólo el hecho de que todo lo positivo y aprehensible, incluso la facticidad de lo interno, ha sido requisado por la información y por la ciencia, sino también el de que a medida que la superficie del proceso vital social va estructurándose más densa y continuamente va recubriendo también más herméticamente, como un velo, la esencia, obligan a la novela a romper con lo positivo y aprehensible y a asumir la representación de la esencia y de la supraesencia. Si la novela quiere permanecer fiel a su herencia realista y seguir diciendo cómo son realmente tas cosas, tiene que renunciar a un realismo que, al reproducir la fachada, no hace sino ponerse al servicio del engaño obrado por ésta.

La cosificación de todas las relaciones entre los individuos, cosificación que convierte todas las cualidades humanas de éstos en lubrificante para el suave funcionamiento de la maquinaria, la universal enajenación y autoenajenación, exige que se la llame por su nombre, y para ello está calificada la novela como pocas otras formas artísticas. Desde siempre, y especialmente desde el siglo XVIII, desde el Tom Janes de Fielding, la novela tuvo su verdadero objeto en el conflicto entre los hombres vivos y las petrificadas relaciones. Y La misma alienación se convierte así para la novela en medio artístico.. Pues cuanto más extraños se han hecho los hombres, los individuos y los colectivos, los unos a los otros, tanto más enigmáticos se hacen los unos a los otros, y el intento de descifrar el enigma de la vida externa, el verdadero impulso de la novela, se trasmuta en el esfuerzo por la esencia, la cual aparece por su parte, sobrecogedora y doblemente extraña, en la extrañeza sólita y cubierta de convenciones.

El momento antirrealista de la nueva novela, su dimensión metafísica, es en sí misma fruto de su objeto real, una sociedad en la que los hombres están desgarrados los unos de los otros y cada cual de sí mismo. En la trascendencia estética se refleja el desencanto del mundo.

Apenas halla cabida todo eso en la consciente consideración del novelista, y hay motivo para suponer que cuando realmente lo halla, como por ejemplo en las novelas de Hermann Broch, de tan amplia intención, ello no favorece precisamente lo artísticamente formado. Más bien ocurre que las transformaciones históricas de la forma se convierten en

Page 14: Notas de Literatura

idiosincrásicas resceptibilidades de los autores, y lo que esencialmente decide de su rango es el alcance en que funcionan como instrumentos de mensuración o criterios de lo exigido y de lo repelido. Nadie ha superado a Marcel Proust en cuanto a receptividad para con la forma de la información fáctica. Su obra se sitúa en la tradición de la novela realista y psicológica, en la línea de su extrema disolución subjetivista que, sin continuidad histórica con los franceses, lleva a for-maciones como el Niels Lyhne de Jacobsen y el Maite Lartrid.s Brigge de Rilke. Cuanto más rigurosamente se mantiene el realismo de la exterioridad, el gesto del “así fue”, tanto más se convierte esa palabra en un mero “como si”, tanto más crece la contradicción entre su pretensión y el hecho de que no fue así. Precisamente esa inmanente pretensión que el autor presenta inalienablemente, la pretensión de que él sabe exactamente cómo fue, es lo que tiene que ser excluido, y la precisión de Proust, llevada hasta lo quimérico, la técnica micrológica bajo la cual la unidad de lo vivo se escinde al final en átomos, es el exclusivo esfuerzo del sensorio estético por suministrar esa legitimación sin rebasar la constricción de la forma. No habría podido decidirse a hacerlo con la narración de algo irreal como si fuera real. Por eso su obra cíclica empieza con el recuerdo de cómo se duerme un niño, y todo el primer libro no es más que el desarrollo de las dificultades que tiene el niño para dormirse cuando la madre bonita no le ha dado el beso de las buenas noches. El narrador funda por así decirlo un espacio interior que le ahorre la salida en falso al mundo ajeno, la salida en falso que se manifiesta en la falsedad del tono que se finge familiar con ese mundo externo. Imperceptiblemente — por una técnica a la que se ha dado el nombre de -monologue intérieur— el mundo va siendo arrastrado a ese espacio interior, y todo lo externo que ocurre se presenta según lo que en la primera página se dice del momento de dormirse: como un trozo de interioridad, como un momento de la corriente de la conciencia, a cubierto de refutación por el orden objetivo espaciotemporal, a cuya suspensión está destinada la obra de Proust. Desde otros presupuestos y con un espíritu completamente diverso, la novela del expresionismo alemán, el Ver’bummelter Student de Gustav Sacks, por ejemplo, ha apuntado a algo parecido. El esfuerzo épico por no representar nada objetivo si no es lo que puede consumarse completa y totalmente, acaba por suprimir la categoría épica fundamental de la objetividad.

La novela tradicional, cuya idea se encarna acaso del modo más auténtico en Flaubert, puede compararse con la escena de cámara oscura del teatro burgués. Esta técnica era una técnica de la ilusión. El narrador levanta un telón, el lector tiene que corealizar algo ya realizado, como si estuviera materialmente presente en la acción. La subjetividad del narrador se consuma y comprueba en su fuerza para provocar esa ilusión y — en Flaubert —por la pureza del lenguaje, el cual al mismo tiempo suprime espiritualizándolo el ámbito empírico que él mismo se prescribe. Grave tabú pesa sobre la reflexión: la reflexión se convierte en pecado cardinal contra la pureza objetiva. Hoy este tabú pierde su fuerza al mismo tiempo que se pierde el carácter ilusorio de lo representado. Se ha subrayado muy a menudo que en la nueva novela — no sólo en Proust, sino también en el Gide de los Faux Monneyeurs, en el último Thomas Mann, en el Mann ohne Eigenschaften de Musil —, la reflexión rompe la pura inmanencia formal. Pero esta reflexión no tiene ya casi más que el nombre en común con la preflaubertiana. Esta era moral, una toma de partido por o contra figuras de la novela. La nueva es toma de partido contra la mentira de la representación, propiamente contra el narrador mismo, el cual, como agudo comentarista de los hechos, intenta rectificar su inevitable perspectiva. La lesión de la forma se funda en su propio sentido. Hoy día empieza a ser completamente comprensible, a partir de su función constitutivo formal, el medio de Thomas Mann, su enigmática ironía, irreducible a cualquier burla de contenido: con su gesto irónico, que recoge su propia elocución, el autor se desprende de la pretensión de estar creando realidad, a pesar de que ni una sola de sus palabras deja de sentar esa pretensión; tal vez lo hace del modo más llamativo en la fase tardía, en el Erwáhlte y en los Betrogenen, donde el artista, jugando con un motivo romántico, reconoce, mediante el hábito del lenguaje, el carácter de cámara oscura de la narración, la irrealidad de la ilusión, y precisamente así devuelve, según sus palabras, a la obra de arte aquel carácter de broma superior que en otro tiempo poseyó, antes de que, con la ingenuidad de la falta de ingenuidad, se presentara con la apa-riencia demasiado lisa de verdad.

Cuando, consumadamente en Proust, el comentario se entreteje tanto con la acción que desaparece la distinción entre ambos, el narrador ataca a un elemento básico de la relación con el lector: la distancia estética. Esta era inconmovible en la novela tradicional. Ahora en cambio varía como las posiciones de la cámara en el filme: unas veces se deja al lector afuera, otras veces se le introduce por medio del comentario en el escenario, tras bastidores, en la sala de máquinas. Entre los casos extremos — casos que permiten aprender mucho más acerca de la novela contemporánea que los sedicentes casos “típicos” y medios — hay que contar el procedimiento de Kafka, que consiste en reabsorber totalmente la distancia. Mediante shocks destruye al lector la calma protección contemplativa respecto de lo leído. Sus novelas, si es que realmente caen debajo de este concepto, son la anticipada respuesta a una constitución del mundo en la que la actitud contemplativa se ha convertido en ludibrio sangriento, porque la permanente amenaza de la catástrofe no permite ya a ningún hombre la contemplación sin intervención de parte, y ni siquiera la reproducción estética de esa contemplación. También retiran completamente la distancia los narradores menores, que no se atreven ya a escribir ni una palabra que no se presente, como mera relación de hechos, dispuesta a pedir perdón por haber nacido. Si en estos narradores mediocres se manifiesta la debilidad de un estado de conciencia demasiado estrecho de pecho para poder tolerar su propia representación estética y que apenas produce ya hombres capaces de una tal representación, la producción más progresada, por su parte, aunque no desconozca tampoco esa debilidad, ve en la reabsorción de la distancia un mandamiento de la forma misma, uno de los procedimientos más eficaces para desgarrar la conexión superficial y expresar lo que yace tras ella, la negatividad de lo positivo. No se trata de que siempre y necesariamente, como en Kafka, la descripción de lo imaginario releve a la de lo real. Kafka es poco adecuado como ejemplo. Pero lo que sí ocurre es que se anula fundamentalmente la diferencia entre lo real y la imago. Es común a todos los grandes novelistas de la época el que la vieja exigencia de la novela, el “así es”, pen-sada hasta el final, desencadene una huida de protoimágenes históricas, en el recuerdo premeditado de Proust igual que en las parábolas de Kafka y en los criptogramas épicos de Joyce. El sujeto poético, que se emancipa de las convenciones de la representación objetiva, confiesa al mismo tiempo la propia impotencia, la prepotencia del mundo cósico que vuelve a

Page 15: Notas de Literatura

presentarse en medio del monólogo. Así se prepara un segundo lenguaje, destilado variamente del depósito del primero, un lenguaje desintegrado, cósico y asociativo, el cual no sólo crece a través del monólogo del novelista, sino también del monólogo de todos los innumerables alienados del lenguaje primero, que constituyen la masa. Si en su teoría de la novela, hace cuarenta años, Lukács planteó la cuestión de si las novelas de Dostoyewski eran sillares para futuros epos o acaso ya ellas mismas tales epos, las novelas de hoy las que cuentan, aquellas en las cuales la subjetividad desencadenada de la propia fuerza de gravedad se convierte en su contrario — parecen en realidad epopeyas negativas. Son testimonios de una situación en la que el individuo se líquida a sí mismo y que se encuentra con lo preindividual al modo como en otro tiempo pareció garantizar un mundo cargado de sentido. Con todo el arte contemporáneo tienen estas epopeyas en común la ambigüedad, el hecho de que no está en su mano decidir sí la tendencia histórica que registran es recaída en la barbarie o si tiende, a pesar de todo, a la realización de la humanidad; y muchos se sienten demasiado a gusto en lo barbárico. No hay obra de arte moderna que valga algo y no goce también de la disonancia-y de la relajación. Pero precisamente porque esas obras de arte encarnan sin compromiso el espanto y ponen toda la felicidad de la contemplación en la pureza de tales expresiones, sirven a la libertad, la cual es simplemente traicionada por la producción mediocre, que no da testimonio de lo que experimentó el individuo de la era liberal. Sus productos están por encima de la controversia entre el arte comprometido y l`art pour l’art, por encima de la alternativa entre la banausía del arte de ten-dencia y la banausía del arte de disfrute. Karl Kraus ha formulado una vez la idea de que todo lo que en sus obras hable como realidad de cuerpo entero, no estética, le ha sido otorgado bajo la ley del lenguaje, o sea, en nombre de l’art pour l’art. La reabsorción de la distancia estética en la novela hoy, y, con ello, su capitulación ante la realidad prepotente y ya sólo modificable de un modo real, no transfigurable en la imagen, viene impuesta precisamente por aquello a lo cual querría llegar la forma, de y por sí misma.

Page 16: Notas de Literatura

DISCURSO SOBRE LIRICA Y SOCIEDAD Ante el anuncio de una conferencia acerca de lírica y sociedad muchos de ustedes se sentirán inquietos. Esperarán una

consideración sociológica de esas que pueden pegarse a voluntad a cualquier objeto, del mismo modo que hace cincuenta años se inventaban psicologías — y, hace treinta, fenomenologías — de todas las cosas imaginables. Sentirán además la sospecha de que la discusión de las condiciones bajo las cuales nacen las formaciones líricas y las condiciones de su efecto va a situarse petulantemente en el lugar de la experiencia de las formaciones mismas; la sospecha de que subsunciones y relaciones repriman la percepción comprensiva de la verdad o no verdad del objeto. Irritará a ustedes que un intelectual se haga culpable de lo que Hegel reprochó al “intelecto fomal”, a saber, que contemplando desde arriba el todo, se encuentra por encima de la existencia individual de que habla, o sea, que no la ve, sino que sólo la etiqueta. Lo penoso de un tal proceder les resultará especialmente perceptible en la lírica. Lo más tierno, lo más frágil, va a ser hollado, puesto precisamente en el torbellino del que, al menos en el ideal del sentido tradicional de la lírica, quiere mantenerse intocado. Una esfera de expresión que tiene precisamente su esencia en no reconocer o en superar con el pathus de la distancia — como ocurre en Baudelaire o en Nietzsche — la persociaIización, va a ser arrogantemente convertida, por el tipo de consideración que esperan, en lo contrario precisamente de lo que ella se sabe ser. ¿Puede hablar, preguntarán ustedes, de lírica y sociedad un hombre que no carezca de musas?

No puede, evidentemente, hacerse frente a esa sospecha sino absteniéndose de abusar de las formaciones líricas como objetos de demostración de tesis sociológicas y consiguiendo que su referencia a lo social descubra en ellas mismas algo esencial, algo del fundamento de su cualidad. La referencia a lo social no debe apartar de la obra de arte, sino introducir más profundamente en ella. Ahora bien: la más simple reflexión basta para mostrar que esa profundización debe precisamente esperarse. Pues el contenido de un poema no es meramente la expresión de mociones y experiencias individuales. Sino que éstas no llegan a ser nunca artísticas a menos que cobren participación en lo general por medio, precisamente, de la especificación que es su estético tomar forma. No se trata de que lo que expresa el poema lírico tenga que ser directamente lo vivido por todos. Su generalidad no es una volonté de tous, no es una universalidad de la mera comunicación de lo que los demás no pueden concretamente comunicar, sino que la inmersión en lo individuado alza al poema lírico hasta lo general por el procedimiento de poner de manifiesto algo no deformado, no aprehendido, aún no subsumido, anticipando así espiritualmente algo de una situación en la cual ninguna mala generalidad, que es profundísima particularidad, encadenara a lo otro a lo humano. El poema lírico espera lo general de la individuación más sin reservas. Y la lírica tiene su riesgo característico en el hecho de que su principio de individuación no garantiza nunca la generación de algo constrictivo y auténtico. La lírica no tiene poder ninguno contra el riesgo de quedarse aherrojada en la accidentalidad de la mera existencia escindida.

Pero esa generalidad del contenido lírico es esencialmente social. Sólo entiende lo que dice el poema aquel que percibe en la soledad del mismo la voz de la humanidad; aún más: incluso la soledad misma de la palabra lírica está predibujada por la sociedad individualista y finalmente atomística, del mismo modo que, a la inversa, su constricción general vive de la densidad de su individuación. Por eso el pensamiento dirigido a la obra de arte está autorizado y obligado a preguntarse concretamente por el contenido social y a no contentarse con el vago sentimiento de un algo general y comprehensivo. Una tal determinación del pensamiento no es una reflexión extraña al arte y externa, sino que resulta exigida por toda formación lingüística. El material propio de ésta, los conceptos, no se agotan en la mera intuición. Para poder ser contemplados estéticamente exigen siempre ser pensados, y el pensamiento, una vez puesto en marcha por el poema, no puede detenerse cuando lo ordene aquél. Pero según esto, el pensamiento en cuestión, la interpretación social de la lírica, como de toda obra de arte en general, no debe atender sin mediación a la llamada posición social o a la situación de intereses de las obras y aún menos de sus autores. Más bien tiene que precisar el pensamiento como aparece en la obra de arte el todo de una sociedad como unidad en sí misma contradictoria; en qué límites queda la obra de arte por razón de la sociedad, y en qué rebasa esos limites. Usando el lenguaje de los filósofos, el procedimiento debe ser inmanente. Los conceptos sociales no deben añadirse desde afuera a las formaciones artísticas, sino que deben ser conseguidos mediante la consideración exacta de éstas. La frase de Goethe en sus Maximen und Reflexionen, según la cual no posees lo que no entiendes, no se aplica sólo a la relación estética con la obra de arte, sino también a la teoría estética: nada que no esté en las obras, que no sea parte de su propia forma, legítima la decisión acerca de lo que el contenido de ellas, lo poetizado mismo, representa socialmente. Determinar esto exige ciertamente tanto un saber de la interioridad de la obra de arte cuanto de la sociedad que le es externa. Pero este saber no es constructivo más que cuando se redescubre a sí mismo en el puro entregarse a la cosa. Sobre todo es necesaria la vigilancia contra el concepto de ideología, hoy día extendido hasta lo insoportable. Pues ideología es “no verdad”, conciencia falsa, mentira. Ella se revela en el fracaso de las obras de arte, su falsedad en sí, y es blanco de la crítica. Cuando en cambio se trata de grandes obras de arte que tienen su ser en el dar forma, y con ello en una reconciliación tendencial de las contradicciones básicas de la existencia real, acusarlas de ser ideología, no es sólo una injusticia a su propio contenido de verdad, sino, además, una falsificación del concepto de ideología. Este concepto no afirma que todo espíritu sea exclusivamente capaz de disfrazar de generales en determinados hombres determinados intereses particulares, sino que se propone desenmascarar el espíritu decididamente falso y concebirlo al mismo tiempo en su necesidad. Pero las obras de arte son exclusivamente grandes por el hecho de que dejan hablar a lo que oculta la ideología. Lo quieran o no, su consecución, su éxito como tales obras de arte, las lleva más allá de la conciencia falsa.

Permítaseme enlazar con su propia desconfianza. Ustedes conciben la lírica como algo contrapuesto a la sociedad, como algo plenamente individual. Su afectividad se aferra además a que así debe seguir siendo, a que la expresión lírica, sustraída a la gravedad objetiva, conjure la imagen de una vida libre de la coerción de la práctica dominante, libre de

Page 17: Notas de Literatura

utilidad, libre de la presión de la testaruda autoconservación. Pero esta exigencia puesta a la lírica, la exigencia de que sea la palabra virginal, es en sí misma una exigencia social. Ella implica la protesta contra una situación social que cada individuo experimenta como hostil, ajena, fría, opresivo-depresiva, situación que se imprime negativamente en la formación lírica: cuando más duramente pesa la situación, tanto más inflexiblemente se le resiste la formación, negándose a inclinarse ante ninguna cosa heterónoma y constituyéndose exclusivamente según el objeto en cada caso propio. Su distanciación de la mera existencia se convierte en criterio de la falsedad y maldad de ésta. En la protesta contra ella el poema expresa el sueño de un mundo en el cual las cosas fueran de otro modo. La idiosincrasia del espíritu lírico contra la prepotencia de las cosas en una forma de reacción a la cosificación del mundo, al dominio de las mercancías sobre los hombres, dominio que se extiende desde los comienzos de la edad moderna, y que se desarrolla hasta ser poder dominante de la vida desde el comienzo de la revolución industrial. También el culto rilkiano de la cosa pertenece al mágico círculo de esta idiosincrasia, como intento que es de asumir y disolver las ajenas cosas en la expresión subjetiva y pura, abonándoles en su haber, metafísicamente, su propio carácter de extrañeza; y la debilidad estética de ese culto de las cosas, el gesto afectadamente misterioso, la mezcla de religión y artesanía artística, traiciona al mismo tiempo y manifiesta el poder real de la cosificación, la cual no es ya susceptible de dorado por aura lírica alguna ni puede recogerse en ninguna dación de sentido.

Esta misma penetración social en la esencia de la lírica se expresa simplemente de otro modo cuando se dice que el concepto de la lírica, tal como hoy se encuentra inmediatamente entre nosotros, como segunda naturaleza en cierto sentido, es de naturaleza plenamente moderna. Del mismo modo la poesía pasajística y su idea de “naturaleza” no han podido desarrollarse autónomamente sino en la edad moderna. Sé que al decir esto exagero y que ustedes podrán oponerme muchos contraejemplos. El más impresionante de ellos sería Safo. Y no quiero aludir a la lírica china, la japonesa y la árabe porque no las puedo leer en el original y tengo la sospecha de que por la traducción todas ellas caen en un mecanismo de adaptación que hace radicalmente imposible una comprensión adecuada. Pero las manifestaciones ar-caicas de un espíritu lírico en el sentido específico que hoy nos es familiar relampaguean sólo aisladamente, del mismo modo que a veces los fondos de pintura antigua anticipan con mucho presentimiento la idea del cuadro paisajístico moderno. Pero esas anticipaciones no constituyen forma. Los grandes poetas del pasado remoto que solemos incluir en la lírica según conceptos histórico-literarios — Píndaro, por ejemplo, y Alceo, y también la obra de Walter von der Vogelweide en su parte más considerable — están infinitamente lejos de nuestra actual y primaria noción de lírica, pues carecen de ese carácter de inmediatez, de desmaterialidad que, con razón o sin ella, nos hemos acostumbrado a considerar criterio de la lírica, y del cual sólo podemos salir mediante el esfuerzo de la educación.

Pero lo que solemos pensar al decir lírica, antes de que ampliemos históricamente el concepto o de que lo enfrentemos críticamente con la esfera individualista, tiene en sí un momento de ruptura, y ello tanto más cuanto más “pura” se dé. El yo que habla en la lírica es un yo que se determina y expresa como contrapuesto al colectivo, a la objetividad; no es tampoco uno, sin mediación con la naturaleza, a la que apela y se refiere su expresión. Ese yo la ha perdido, e intenta restablecerla mediante animación, mediante inmersión en el yo mismo. Sólo por humanización se devolverá a la naturaleza el derecho que le arrebató el dominio humano de ella. Incluso formaciones líricas a las que ya no llega ningún resto de la existencia convencional y objetiva, ninguna materialidad cruda, incluso las formaciones líricas más altas que conoce nuestra lengua, deben su dignidad a la fuerza con que ellas el yo, retrayéndole de la alineación, despierta la apariencia de la naturaleza. Su pura subjetividad, aquello que en ellas parece sin ruptura y armónico, da tanto testimonio de lo contrario, del sufrimiento por la existencia sin sujeto, como del amor a ella —: aún más, su armonía no es propiamente más que la armonización de ese sufrir y ese amar. Hasta el “Warte nur, balde / ruhest du auch” (1)* tiene el gesto del consuelo: su abismática belleza es inseparable de lo que silencia, de la idea de un mundo que niega la paz. Y sólo en la medida en que el todo del poema coincide sentimentalmente con la tristeza causada por ello, el poema mismo consigue seguir sabiendo que a pesar de todo hay paz. Casi se decidiría uno a recurrir como interpretación al “Ach, ich bin des Treibens müde”, (2)* que aparece en el poema del mismo título, y aplicarlo al Wanderers Nachtlied. Cierto que la grandeza de este poema se debe a que no habla de nada enajenado, perturbador, a que no contrapone en sí mismo la agitación del objeto al sujeto, sino que más bien tiembla y resuena en él la agitación del sujeto mismo. Se promete en el poema una segunda inmediatez: lo humano aparece, la lengua misma, como si fuera otra vez la creación, mientras que todo lo externo se apaga en el eco del alma. Pero se hace, más que apariencia, entera verdad, porque, gracias a la expresión lingüística del buen cansancio, se mantiene por encima de la reconciliación de las sombras de la nostalgia y hasta de las de la muerte: para el “espera sólo, pronto” la vida entera, con la enigmática sonrisa de la tristeza, se convierte en breve instante antes del sueño. El tono de paz da testimonio de que la paz no se consiguió, pero sin que se rompiera el sueño. La sombra no conserva poder alguno sobre la imagen de la vida vuelta a sí misma, pero, como último recuerdo de la falsificación de la vida, esa sombra es la que da al sueño su pesada profundidad bajo la canción sin peso. A la vista de la naturaleza en calma, de la que se extirpa la huella de toda semejanza humana, el sujeto realiza la propia nulidad. Imperceptiblemente, sin voz, roza la ironía el elemento consolador del poema: los segundos anteriores a la bienaven-turanza del sueño son los mismos que separan la corta vida de la muerte. Esta sublime ironía ha caído después de Goethe en ironía traidora. Pero siempre fue burguesa: requisito de la exaltación del sujeto liberado es, como sombra, su humillación a cosa fungible, a mero ser para otra cosa; humillación del “Was bist du Schon?” (3)* a personalidad. Pero el poema tiene su autenticidad en su instante: el elemento destructor que hay en su fondo le salva del juego, pero, al mismo tiempo, lo destructor no tiene poder alguno aún sobre el poder sin violencia del consuelo. Suele decirse que un poema lírico perfecto tiene que poseer totalidad o universalidad, tiene que dar el todo en su limitación, lo infinito en su finitud. Mas si eso tiene que ser algo más que un lugar común tomado de aquella estética que tiene siempre a mano la panacea del concepto de simbolismo, lo que indica es que en todo poema lírico la relación histórica del sujeto a la objetividad, del individuo a la sociedad, tiene que haber hallado su sedimento en el medio del espíritu subjetivo, vuelto a sí mismo. Y este

Page 18: Notas de Literatura

sedimento será tanto más perfecto cuanto menos temática haga el poema la relación entre yo y sociedad, cuanto más invo-luntariamente cristalice por sí misma esta relación en la formación lírica.

Podrán ustedes reprocharme que con esta caracterización, por miedo al sociologismo grosero, he sublimado tanto la relación entre lírica y sociedad que ya no queda propiamente nada de ella; pues de lo dicho parece resultar que precisamente lo que no es social en el poema lírico tiene que ser su elemento social. Y podrían ustedes recordarme aquella caricatura de un diputado ultrarreaccionario dibujada por Gustave Doré, y en la que el caballero sublima su elogio al ancien régime con la afirmación: “¿y a quién, señores míos, a quién debemos agradecer la revolución de 1789 sino a Luis XVI?” Esto mismo pueden ustedes aplicar a mi concepción de lírica y sociedad: en ella la sociedad desempeñaría el papel del rey ejecutado, y la lírica el papel de aque1los que le combatieron; pero, podrían añadir, la lítica es tan escasamente explicable a partir de la sociedad_como la Revolución atribuible a mérito del monarca al que derribó y sin cuyas locuras tal vez se hubiera producido en otro momento. Quede sin discutir si el diputado de Doré no era realmente más que un propagandista tonticínico, como le concibe en su burla el dibujante, y la cuestión de sí no hay en su involuntario chiste más verdad de la que reconoce el sano sentido común; la filosofíá de la historia hegeliana podría decir bastantes cosas para salvar al diputado en cuestión. Pero a pesar de todo la comparación no casa completamente. No se trata de deducir la lírica de la sociedad; su contenido social es precisamente lo espontáneo, lo que no se sigue de relaciones ya existentes en cada caso. Pero la filosofía — la de Hegel también en este caso — conoce la tesis especulativa según la cual lo individual está mediado por lo general, y a la inversa. Y esto significa que tampoco la resistencia contra la presión social es algo absolutamente individual, sino que en ella se mueven artísticamente, por el individuo y su espontaneidad, las fuerzas objetivas que mueven a una situación social estrecha y estrechadora más allá de sí misma, hacia una digna del hombre; fuerzas, pues, de una constitución general, y en ningún modo sólo de una rígida individualidad que se opone ciegamente a la sociedad. Si es posible considerar el contenido lírico como un contenido objetivo que lo es gracias precisamente a la propia subjetividad — y caso de no ser esto posible resultaría inexplicable lo más simple que fundamenta la posibilidad de la lírica como género artístico, a saber, su acción sobre otros que no son el poeta en monólogo —, entonces tiene que estar socialmente motivado, por encima de la intención del autor mismo, ese retrotraerse sobre sí misma de la obra de arte lírica, ese asumirse a sí misma, su alejamiento de la superficie social. El medio de esa motivación social es el lenguaje. La paradoja específica de la formación lírica, la subjetividad que se trasmuta en objetividad, está ligada a esa preeminencia del lenguaje en la lírica, preeminencia de la que nace la del lenguaje en toda la poesía, hasta la forma de la prosa. Pues la lengua es ella misma algo doble. Mediante sus configuraciones, se conforma totalmente a las mociones subjetivas; un poco más, en efecto, y hasta podría pensarse que la lengua las engendra ella misma. Pero a pesar de eso la lengua sigue siendo el medio de los conceptos, aquello que produce la inalienable relación a lo general y a la sociedad. Las Formaciones líricas más altas son por eso aquellas en las que el sujeto, sin resto de mera materia, suena en el lenguaje hasta que el lenguaje mismo se hace perceptible. El autoolvido del sujeto que se entrega a la lengua como a algo objetivo y la inmediatez e invo-luntariedad de su expresión son lo mismo: así media el lenguaje lírica y sociedad en lo más interno. Por ello la lírica se encuentra socialmente garantizada del modo más profundo cuando no repite simiescamente lo que dice la sociedad, cuando no comunica nada, sino cuando el sujeto que recibe el acierto de la expresión llega a coincidencia con el lenguaje, allí donde el lenguaje por sí y de sí aspira.

Pero, por otra parte, tampoco hay que absolutizar el lenguaje contra el sujeto lírico, como la voz del ser, al modo como complacería a más de una teoría ontológica del lenguaje, de las hoy corrientes. El sujeto, cuya expresión, frente a la mera significación de contenidos objetivos, es necesaria para conseguir aquella capa de la objetividad lingüística, no es un añadido al contenido propio de ésta ni le es externo. El instante del autoolvido, en el cual el sujeto se sumerge en el lenguaje, no es el sacrificio del sujeto al ser. No es un instante de violencia, no de violencia contra el sujeto, sino un instante de reconciliación: la lengua no habla sino cuando deja de hablar como algo ajeno al sujeto y habla como voz propia de éste. Cuando el yo se olvida en el lenguaje está del todo presente en él; en otro caso el lenguaje, como esotérico abracadabra, sucumbiría a la cosificación exactamente igual que le ocurre en el discurso comunicativo. Mas esto remite a la relación real entre individuo y sociedad. No sólo está el individuo socialmente mediado en sí, no sólo son sus conteni-dos siempre y al mismo tiempo sociales, sino que, a la inversa, la sociedad no se forma y vive tampoco sino por los individuos, cuyo esencial concepto es ella. Si en otro tiempo la gran filosofía construyó la verdad, hoy sin duda despreciada por la lógica de la ciencia, de que sujeto y objeto no son en absoluto dos polos rígidos y aislados, sino que sólo pueden determinarse partiendo del proceso en el cual se alteran y reelaboran recíprocamente, la lírica es la prueba estética de aquel filosofema dialéctico. En el poema lírico y mediante identificación con el lenguaje, el sujeto niega tanto su mera contradicción monadológica de la sociedad cuanto su mero funcionar en el seno de la sociedad transocializada. Pero a medida que crece el predominio de esa sociedad sobre el sujeto va haciéndose más precaria la situación de la lírica.

La obra de Baudelaire es la primera que lo ha registrado, en el momento en que, suprema consecuencia del europeo dolor cósmico, no se contentó con los sufrimientos del individuo, sino que escogió como objeto de su reproche la modernidad como tal, como lo antilírico en sí, y consiguió la chispa poética de esa elección gracias a la heroica estilización del lenguaje. Ya en la obra de Baudelaire se manifiesta en esa empresa un elemento de desesperación, que aún se mantiene en equilibrio inestable en la punta de la propia paradoja. Cuando luego se agudizó hasta el extremo la contradicción entre el lenguaje poético y el comunicativo, la lírica entera se convirtió en un va-banque; no porque, como querría la opinión banáusica, se hiciera incomprensible, sino porque, a través de la vuelta del lenguaje a sí mismo como lenguaje artístico, por su esfuerzo en pos de una objetividad absoluta del lenguaje, objetividad no disminuida por ninguna consideración de comunicación, esa lírica se aleja al mismo tiempo de la objetividad del espíritu, de la lengua viva, y da con la maquinaria poética un sustitutivo de una lengua viva que ya no hay. El momento poetizante, sublimado, subjetivamente violento de la posterior lírica mediocre, es el precio que la lírica tiene que pagar por el intento de

Page 19: Notas de Literatura

mantenerse en vida inalterada, inmaculada, objetivamente; su falso brillo es el complemento del mundo desencantado al que se ha sustraído.

Cierto que todo esto debe ser limitado para no ser mal interpretado: mi afirmación era que la formación lírica es siempre al mismo tiempo expresión subjetiva de un antagonismo social. Pero como el mundo objetivo que produce lírica es en sí el mundo antagonita, el concepto de lírica no se agota en la expresión de la subjetividad a la que el lenguaje presta objetividad. El sujeto lítico también no sólo encarna el todo, y tanto más vinculatoriamente cuanto más adecuadamente se manifiesta, sino que la subjetividad poética debe a sí misma el privilegio consistente en que sólo a los menos de los hombres permitió jamás la presión de la miseria de la vida que aferraran lo general en la inmersión en si mismos, que se desarrollaran como sujetos autónomos, dueños de su propia libre expresión. Los otros, empero, aquellos que no sólo se encuentran frente al inhibido sujeto poético como cosa extraña, como si fueran objeto, sino que, además, han sido reba-jados en el más literal de los sentidos a objetos de la historia, ésos tienen también el mismo o mayor derecho a buscar el sonido en el que se casan sufrimiento y sueño. Este derecho inalienable se abre repetidamente camino, aunque sea todo lo impuramente, fragmentariamente mutiladamente, intermitentemente, que tiene necesariamente que serlo en aquellos que soportan la carga.

Una corriente colectiva subterránea pone fondo a toda lírica individual. Si ésta menta efectivamente el todo y no un mero trozo del privilegio, de la finura y ternura del que puede permitirse ser tierno, la participación en esa corriente de fondo pertenece entonces esencialmente a la sustancialidad también de la lírica individual: seguramente es la corriente subterránea la que hace del lenguaje el medio en el que el sujeto puede ser más que mero sujeto. La relación del romanticismo con la poesía popular no es más que el ejemplo más visible de esto, y no, seguramente, el más decisivo. Pues el romanticismo se propone programáticamente una especie de transfusión de lo colectivo a lo individual, transfusión por la cual la lírica individual persiguió más bien una ilusión de vinculación general, obtenida técnicamente; y no es que esa vinculatoriedad se le otorgara por sí misma.

Muchas veces, por el contrario, poetas que despreciaban todo empréstito del lenguaje colectivo han participado de la subterránea corriente colectiva gracias a su experiencia histórica. Cito aquí a Baudelaire, cuya lírica no abofetea sólo al juste milieu, sino a toda simpatía social ciudadana, y que, sin embargo, en poemas como las Petites vieilles o el poema de la sirvienta, de los Tableaux parisiens, ha sido a las masas, a las que hacía frente con su máscara trágico-orgullosa, más fiel que toda la poesía de los pobres y el hambre. Hoy, cuando la expresión individual, presupuesto del concepto de lírica de que parto, parece resquebrajado hasta lo más interno en la crisis del individuo, la corriente subterránea de la lírica empuja por todas partes hacia arriba, primero como mero fermento de la expresión individual misma, luego también acaso como anticipación de una situación que rebasa positivamente la mera individualidad. Si las traducciones no engañan, García Lorca, fue verdadero portador de esa fuerza; y el nombre de Brecht se impone como el del lírico al que fue concedida la integridad lingüística sin que tuviera que pagar por ello el precio del esoterismo. Me prohíbo decidir acerca de si en estos casos el principio poético de individuación fue realmente superado en uno superior, o si el fondo del fenómeno es regresión, debilitación del yo. Es posible que en muchos casos la fuerza colectiva de la lírica contemporánea se deba al rudimento lingüístico y anímico de una situación no totalmente índividuada aún, preburguesa en el más amplio sentido: al dialecto. Pero la lírica tradicional, en su condición de más rigurosa negación estética del ser burgués, se ha encontrado, precisamente por eso, ligada hasta hoy a la sociedad burguesa.

Como las consideraciones de principio no bastan nunca, querría concretar con ayuda de algunos poemas la relación del sujeto poético, que siempre está puesto por un sujeto colectivo y mas general, con la realidad social que le es antitética. En esta consideración, los elementos materiales, de los que ninguna formación lingüística, ni siquiera la poésie pure, puede sustraerse completamente, estarán tan necesitados de interpretación como los llamados formales. Especialmente habrá que destacar cómo se interpenetran ambos, pues sólo gracias a esa intrincación aferra el poema lírico en sus límites la campanada de la hora histórica.

Pero no querría escoger formaciones líricas como las de Goethe, en las que ya he destacado algo sin analizarlo, sino obra posterior, versos que no tengan esa autenticidad incondicionada del Nachtlied. Cierto que los dos poemas acerca de los cuales quiero decir algo participan de la corriente subterránea. Pero me interesa dirigir principalmente la atención hacia el modo cómo en ellos se presentan diversos grados de una relación fundamental contradictoria de la sociedad en el medio sujeto poético. Me será permitido repetir que no se trata de la persona privada del poeta, ni de su psicología, ni de su llamado punto de vista social, sino del poema, sin más, como reloj de sol histórico-filosófico.

Para empezar querría leerles Auf einer Wanderung, de Mörike: In ein freundliches Städtchen tret`ich ein, In den Strassen liegt roter Abendschein. Aus einem offnen Fenster eben, Über den reichsten Blumenflor Hinweg, hört man Goldglockentöne schweben, Und eine Stimme scheint ein Nachtigallenchor, Dass die Blüten beben, Dass die Lüfte leben, Dass in höherem Rot die Rosen leuchten vor. Lang’ hielt ich staunen, lustbeklommen, Wie ich hinaus vors Tor gekommen, Ich weiss es wahrlich selber nicht. Ach hier, wie liegt die Welt so licht!

Page 20: Notas de Literatura

Der Himmel wogt in purpurnem Gewühle, Rückwärts die Stadt in goldnem Rauch; Wie rauscht der Erlenbach, wie rauscht Im Grund die Mühle! Ich bin wie trunken, irrgeführt O Muse, du hast mein Herz berührt Mit einem Liebeshauch! (4)* Desde el poema se impone la imagen de esa promesa de felicidad que aún hoy, en un buen día, hace la pequeña

ciudad de la Alemania del sur al huésped que llega a ella, pero sin la menor concesión a la ñoñería de los cristalitos de colores, al idilio de la pequeña ciudad. El poema da el sentimiento del calor y la protección en la estrechez, y es sin embargo, al mismo tiempo, una obra de estilo superior, no entregada a la comodidad del ánimo y de la inteligencia, no un elogio sentimental de la estrechez contra la amplitud, no una apología de la felicidad del rincón.

Fábula y lenguaje rudimentarios ayudan igualmente a fundir artísticamente en uno la utopía de la más próxima pro-ximidad y la de la extrema lejanía. La fábula no conoce la pequeña ciudad más que como fugaz escenario, no como escenario de permanencia. La grandeza del sentimiento que se abre en la delicia por la voz de muchacha, y percibe no sólo la de ésta, sino la voz de toda la naturaleza, el coro, no se revela sino más allá del limitado escenario, bajo el abierto y purpúreo mar del cielo, cuando la ciudad dorada y el murmurante arroyo se Funden en imago. En ayuda de ello acude un elemento antiguo, como de oda, lingüísticamente finísimo, apenas fijable en detalles. Como de lejos recuerdan los ritmos libres estrofas griegas sin rima, como también, por ejemplo, el pathos suspensivo del verso final de la primera estrofa, conseguido sin embargo con el discreto medio de la inversión: “Das in höherein Rot die Rosen lechte vor”. Decisiva la sola palabra Muse al final. Ocurre como si esta palabra, una de las más manoseadas del clasicismo alemán, brillara por el hecho de aplicarse al genius loci de la amable villa, brillara otra vez verdaderamente a la luz del sol poniente y como si fuera, ya a punto de desaparecer, capaz de todo el poder de encanto que en otro caso la apelación a la musa con palabras de las lenguas modernas suele errar con cómica indefensión. La inspiración del poema se consuma difícilmente en sus rasgos aislados tanto como en la elección de la palabra escandalosa en su lugar crítico, cuidadosamente motivada por el latente gesto lingüístico griego, del mismo modo que una oda musical resuelve y cumple la urgente y apremiante dinámica del todo. La lírica consigue en reducidísimo espacio lo que deja de lograr la épica alemana incluso en concepciones como Hermann und Dorothea.

La interpretación social de ese logro atiende al grado de experiencia histórica que se evidencia en el poema. El clasicismo alemán había emprendido en nombre de la humanidad de la generalidad de lo humano, la tarea de liberar a la moción subjetiva de la accidentalidad que la amenaza en una sociedad en la cual las relaciones entre los hombres no son ya inmediatas, sino meramente mediadas por el mercado. El clasicismo alemán había aspirado a la objetivación de lo subjetivo, del mismo modo que Hegel en la filosofía, y había intentado superar conciliatoriamente en el espíritu, en la idea, las contradicciones de la vida real de los hombres. Pero la subsistencia de esas contradicciones en la realidad había comprometido la solución espiritual: comprometido frente a la vida no soportada por ningún sentido, torturada en la actividad febril de intereses concurrentes, en la vida prosaica, por decirlo tal como ésta se presenta a la experiencia artística; frente a un mundo en el cual el destino de los hombres individuales se consuma según leyes ciegas, el arte, cuya forma pretende hablar como desde una humanidad lograda, se convierte en fraseología. Por eso, el concepto del hombre, tal como lo había conseguido el clasicismo, se retiró a la existencia privada individual-humana, y a sus imágenes; sólo en esa existencia parecía aún protegido y oculto lo humano. Necesariamente, la burguesía renunció a la idea de humanidad total, autodeterminada, exactamente igual en la política que en las formas estéticas. El aferrarse a la estrechez de lo individualmente propio en cada caso, aferrarse que obedece él mismo a una constricción, es lo que hace luego tan sospechosos ideales como el de la satisfacción del ánimo y su comodidad. El sentido mismo se ata a la accidentalidad de la felicidad individual; usurpatoriamente, por así decirlo, se le atribuye una dignidad que no podía conseguir sino junto con la felicidad del todo. Pero la fuerza social en el ingenio de Mörike consiste en que el poeta une ambas experiencias, la clasicista del estilo grande y la romántica de la miniatura privada, y en que, al hacerlo, tuvo con incomparable tacto conciencia de los límites de ambas posibilidades y las equilibró la una con la otra. En ninguna moción expresiva va más allá de lo que verdaderamente puede consumarse en su momento. El tan elogiado elemento orgánico de su producción no es probablemente nada más que ese tacto histórico-filosófico, que seguramente ha poseído en medida mayor que cualquier otro poeta de lengua alemana. Los rasgos sedicentemente enfermizos de Mörike, de los que tantas cosas saben contar los psicólogos, así como el agostamiento de su producción en los últimos años, son el aspecto negativo de su extremado saber acerca de lo que era posible. Los poemas del hipocondríaco párroco de Cleversulzbach, al que suele clasificarse entre los artistas ingenuos, son piezas de virtuosismo que no ha superado jamás ningún maestro de l`art pour l’art. Lo vacío e ideológico del estilo grande está tan presente a su conciencia como lo turbio, mezquino y pequeño-burgués, y como la ceguera para con la totalidad, propia del honrado paletismo en cuyo tiempo cae la mayor parte de su lírica. Se le agita el espíritu en el deseo de preparar aún imágenes que no se traicionen por el atildado cuidado en los clásicos pliegues del clásico disfraz ni por la grosería de la tertulia pueblerina, ni por grandilocuencia ni por cominería. Como en el filo del cuchillo se encuentra en él lo que aún vive, en eco débil, del estilo grande, junto con los signos de una vida inmediata que aún prometían consumación cuando ya estaban propiamente condenados por la tendencia histórica; las dos cosas saludan al poeta, mientras camina, cuando ya están a punto de desaparecer. Mörike partícipa ya de la paradoja de la lírica en la incipiente era industrial. Tan vacilantes y frágiles como sus soluciones entonces han sido luego las de los grandes líricos posteriores todos, también las de aquellos que parecen separados de él como por un abismo, como aquel Baudelaire del que Claudel pudo decir que su estilo es una mezcla del de Racine y del de los periodistas de su

Page 21: Notas de Literatura

tiempo. En la sociedad industrial, la idea lírica, la idea de la inmediatez que se restablece a sí misma, se convierte, en la medida en que no se limita a invocar impotente y románticamente el pasado, cada vez más en un instantáneo brillo, en un relámpago en el que lo posible cubre su propia imposibilidad.

El breve poema de Stefan George a propósito del cual aún quisiera decir a ustedes algo, surgió en una fase muy posterior de ese mismo proceso. Es uno de los célebres poemas del Siebenten Ring, ciclo de poemas extremadamente compuestos, muy grávidos de contenido a pesar de toda la ligereza del ritmo y libres de todo ornamento modern-styl. La música del gran compositor Anton von Webern ha arrancado por fin la atrevida audacia de esos poemas al vergonzoso conservadurismo cultural del círculo de George; en George ideología y contenido social se separan abismáticamente. El poema dice:

Im windes-beben War meine frage Nur träumerei Nur lächeln war Was du gegeben Aus nasser nacht Ein glanz entfacht Nun drängt der mai Nun muss ich gar Un dei aug und haar Alle tage In sehnen leben. (5)* No hay ninguna duda de que se trata de estilo grande. La felicidad de las cosas próximas, que aún roza el poema,

mucho más viejo, de Mörike, cae bajo prohibición. Queda expulsado por aquel mismo pathos nietzscheano de la distancia, sucesor del cual se sabía George. Entre Mörike y él se encuentra y aterra la dilapidación romántica; los restos idílicos están anticuados sin remisión y no pasan ya de ser satisfacciones cordiales. Mientras que la poesía de George, poesía del individuo dominante, presupone como condición de su posibilidad la sociedad burguesa individualista y el individuo que es sólo para sí, se pronuncia al mismo tiempo una condena contra el elemento burgués de la forma admitida y contra los contenidos burgueses mismos. Pero como esta lírica no puede hablar desde ninguna estructura general que no sea la burguesa, a pesar de que esa estructura no sólo está condenada a priori y tácitamente por ella, sino también explícitamente, es una lírica que se ve bloqueada y en regresión: finge por voluntad propia una situación feudal. Esto es lo que se esconde socialmente detrás de lo que el clisé llama actitud aristocrática de George. Esa actitud no es la pose que irrita al burgués que no consigue manosear estos poemas, sino que, por más hostilmente que gesticule contra la sociedad, es producida por la dialéctica social que niega al sujeto lírico la identificación con lo existente y su mundo de formas, a pesar de que ese sujeto está aliado hasta lo más intimo con lo existente: le es imposible hablar desde ningún otro lugar que no sea una sociedad pasada, tan dominante como la presente. De esta sociedad pasada toma el ideal de lo noble, que dicta la elección de cada palabra, cada imagen, cada sonido en el poema; y la forma es medieval de un modo apenas fijable, como por infusión en la configuración lingüística. En este sentido es efectivamente el poema, como todo George, neorromántico. Pero el conjuro se dirige no a realidades, ni a sonidos, sino a una situación anímica ya sumergida. La latencia del ideal, artísticamente conseguida, la ausencia de todo grosero arcaísmo, levanta al poema por encima de la desesperada ficción que a pesar de ello ofrece; es tan imposible confundirlo con la poesía de estampas de Frau Minne y de aventuras como con el acervo de requisitos de la lírica procedente del mundo moderno; su principio de estilización preserva al poema de conformismo. El poema no tiene más espacio para la reconciliación orgánica de elementos contradictorios que el espacio realmente dado en su época para tales reconciliaciones: las contradicciones no se superan en esta poesía más que mediante selección, mediante abandono. Cuando cosas concretas, lo que comúnmente se llama experiencia concretamente inmediata, hallan acceso a la lírica de George, ese acceso no se les permite más que al precio de una mitologización: ninguna cosa debe seguir siendo lo que es. Así por ejemplo, en uno de los paisajes del Siebenter Ring, el niño que cogía bayas se transforma sin palabras, como con una varita mágica, con violencia mágica, en un niño de cuentos. La armonía del poema se consigue de una disonancia extrema: se basa en lo que Valéry llamó refus, en un despiadado negarse todo aquello con lo cual la convención lírica pretende poseer el aura de las cosas. El procedimiento no deja en pie más que meros modelos, las puras ideas formales y los puros esquemas de lo lírico mismo, los cuales, desprendiéndose de toda accidentalidad, hablan aún tensos antes de toda expresión. En medio de la Alemania guiller-mina, el estilo grande del que aquella lírica se aleja polémicamente, no puede apelar a ninguna tradición, y menos que a nada a la herencia clasicista. Ese estilo no se consigue ahora haciéndose ilusiones acerca de las figuras retóricas y de los ritmos, sino evitando ascéticamente todo aquello que pudiera disminuir la distancia respecto del lenguaje violado por el comercio. Para poder resistir verdaderamente en soledad a la cosificación, el sujeto no puede ahora intentar siquiera retirarse a lo suyo propio como a su propiedad; asustan las huellas de un individualismo que mientras tanto se ha entregado ya al mercado en las formas del folletín y de la página literaria periodística; el sujeto tiene que salir de sí mismo por el procedimiento de silenciarse. Por así decirlo, tiene que convertirse en vasija de la idea de una lengua pura. Los grandes poemas de George se proponen la salvación del lenguaje. Educado en las lenguas románicas, y, especialmente, en aquella reducción de la lírica a lo más sencillo con la cual Verlaine la convirtió en instrumento para lo más diferenciado, el oído del discípulo alemán de Mallarmé oye la propia lengua como si fuera extraña. Y supera la enajenación del lenguaje, la enajenación por el uso, exasperándola hasta enajenación de una lengua propiamente ya no hablada, una lengua

Page 22: Notas de Literatura

imaginaria en la cual descubre lo que sería posible en su composición, aunque nunca fue. Los cuatro versos “Nun muss ich gar / Um dein aug und haar / AlIe tage / In sehnen leben”, que considero de los más irresistibles que hayan sido jamás concedidos a la lírica alemana, son como una cita, pero no una cita de otro poeta, sino una cita de lo inapelablemente perdido por el lenguaje: el Minnesang tendría que haberlos conseguido, si se hubiera logrado el Minnesang, si se hubiera logrado alguna tradición de la lengua alemana, casi podría decirse, si se hubiera logrado la lengua alemana misma. Con este espíritu quería traducir Borchardt a Dante. Oídos sutiles han tropezado con escándalo con el gar que está sin duda utilizado en lugar de ganz und gar y hasta cierto punto por razón de la rima. (6)* Puede perfectamente admitirse esa crítica, así como que la palabra, tal como queda arrojada en el verso, no hace en realidad sentido recto. Pero las grandes obras de arte son aquellas que tienen fortuna en sus puntos más discutibles; al modo, por ejemplo, como la música más alta no se agota en su construcción, sino que la rebasa con unas pocas notas o con unos pocos compases superfluos; así ocurre con el gar, goethiano “salto del absurdo”, con el que el lenguaje se escapa a la intención subjetiva que aplicó la palabra; probablemente es este gar precisamente el que da lugar a la categoría del poema con la fuerza de un déjà vu, el elemento por el cual su melodía lingüística rebasa el mero significar. En la época en que sucumbe el lenguaje, George aferra en el lenguaje la idea que le negó el curso de la historia, y compone líneas que suenan no como si fueran de él, sino como si hubieran existido desde el comienzo de los tiempos y siempre tuvieran que ser así. El quijotismo de esto, empero, la imposibilidad de una tal poesía restauradora, el peligro del tecnicismo artesanal artístico, se añade aún al contenido del poema: la quimérica nostalgia de la lengua por lo imposible se convierte en expresión de la insaciable nostalgia erótica del sujeto, el cual se aligera de sí mismo en otros. Hizo falta la mutación de la individualidad desmedida hasta el autoaniquilamiento — ¿y qué es el culto a Maximin del George tardío sino la abdicación de la individualidad, aunque interpretándose a sí misma de un modo desesperadamente positivo? — para preparar la fantasmagoría de aquello que buscó en vano la lengua alemana en sus más grandes maestros: la poesía popular. Sólo gracias a una diferenciación que llegó tan lejos que ya no puede soportar la propia diferencia ni nada que no sea lo general del individuo liberado del oprobio del aislamiento, la palabra lírica representa el “ser en sí” del lenguaje contra su puesta a servicio en el reino de los fines. Y con ello representa la palabra lírica la idea de una humanidad libre, por más que la escuela de George se lo haya escondido a sí misma con su mezquino culto de las alturas. George tiene su verdad en el hecho de que su lírica acaba por romper los muros de la individualidad, tanto en la consumación de lo especial y particular, en la sensibilidad contra lo banal, cuanto en su final sensibilidad también contra lo selecto. Cuando su expresión se retrae a la expresión individual, saturándola enteramente con la sustancia y experiencia de la propia soledad, esa palabra se convierte precisamente en voz de los hombres entre los cuales ha caído la valla.

Notas (1)* “Espera solo, pronto / descansarás tú también”. (Goethe, Wanderers Nachtlide –Canción del caminante en la

noche-) (N. del T.). (2)* “Ah, estoy cansado del tráfago” (N. del T.) (3)* “¿Qué eres tú ya?” (Not del T.) (4)* “Entro en una amable pequeña ciudad,/ en las calles yace la luz roja de la tarde. / por una ventana abierta, ahora,

/ por encima de la más florida ventana / más allá, se oyen flotar sonidos de campana de oro, / y una voz parece un coro de ruiseñores, / tanto que tiemblan las flores, / tanto que viven los aires, / tanto que las rosas brillan con un rojo más alto.

“Mucho tiempo estuve quieto, asombrado, paralizado por el placer. / Cómo llegué a salir de las puertas, / ni yo mismo, verdaderamente, lo se. / ¡Ah, aquí, qué luminoso yace el mundo! / el cielo baña en calínige púrpura, / de espaldas, la ciudad en un humo de oro; / ¡Cómo murmura el arrullo de los alisios, cómo murmura / en el fondo del molino! / estoy como ebrio, extraviado / ¡ Oh musa, tú has tocado mi corazón / con un soplo de amor!” (N. del T.)

(5)* “En la danza del viento / fue mi pregunta / sólo de sueños / sólo sonrisa fue / lo que tú diste / de la húmeda noche / brillo desprendido / urge ahora mayo / y ahora ya tengo / por tus ojos y pelo / todos los días / que vivir en ansia.” (N. del T.)

(6)* Ganz und gar = completamente, enteramente, en todo; gar es partícula de refuerzo sin significación sustantiva (N. del T.)

Page 23: Notas de Literatura

CONMEMORACIÓN DE EICHENDORFF Je devine, à travers un murmure, Le contour subtil des voix anciennes Et dans les lueurs musiciennes, Amour pâle, une aurore future! VERLAINE En la cultura falsamente resucitada, la relación al pasado espiritual está envenenada. Al amor al pasado se asocia

muchas veces el rencor al presente, la fe en una posesión que se pierde en cuanto que se toma por segura, el sentimiento de bienestar en lo conocido y recibido, bajo cuyo signo gustan de huir del espanto aquellos cuyo acuerdo ayudó a preparar el espanto mismo. La alternativa a todo eso parece cortante: es el gesto: “Eso no vale ya”. La alergia contra la falsa felicidad del protegido descanso se apodera también enérgicamente del sueño de la felicidad verdadera, y la aguzada sensibilidad contra el sentimentalismo se concentra en el abstracto punto del mero ahora, para el cual el “una vez” vale tanto como si no hubiera sido nunca. Experiencia sería la unidad de la tradición y la abierta nostalgia de lo lejano. Pero la misma posibilidad de experiencia está amenazada. La ruptura de la continuidad de la conciencia histórica, reconocida por Hermann Heimpel, da lugar a una polarización en bienes culturales por un lado, antigüedades a menudo recompuestas para fines ideológicos, y una actualidad, por otro, que, precisamente por estar falta de recuerdo, se encuentra siempre a punto de someterse a lo meramente existente incluso cuando se opone a ello. Está perturbado el ritmo del tiempo. Mientras las filosóficas callejas están llenas del fragor de una metafísica del tiempo, el tiempo mismo se enajena a los hombres que en otro tiempo lo midieron con el constante decurso de su vida; tal vez por eso se charle tan afectadamente del tiempo. El pasado verdaderamente recibido se superaría en la más progresada forma de la conciencia; y una conciencia progresada que fuera dueña de sí misma y no tuviera que temer verse desmentida por la próxima información, tendría por ello mismo la libertad de amar lo pasado. Los grandes artistas de vanguardia, como Schönberg, no necesitaron confirmarse a sí mismos, mediante la furia contra los predecesores, que habían escapado al dominio de éstos. Escapados y liberados, esos grandes artistas podían percibir la tradición como iguales a ella, en vez de insistir en una diferencia que se limita a disfrazar la sumisión a la historia con el principio de un nuevo comienzo radical y como natural. Ellos se sabían ejecutores de la voluntad secreta de la tradición que rompían. La tradición sólo se niega donde no se rompe ya, por la simple razón de que no se percibe ni se pone por tanto a prueba la propia fuerza en ella; lo que es verdaderamente distinto no teme el parentesco y afinidad con aquello de lo que se separa. Lo presente no es un ahora atemporal, sino un ahora que estuviera saturado de la fuerza del ayer y por eso mismo no necesitara endiosarlo. Cosa de la conciencia avanzada sería corregir la relación a lo pasado, no quitando importancia a la ruptura, sino arrancando lo presente a lo perecedero del pasado y no sometiéndolo a ninguna tradición. La tradición vale tan poco como la creencia de que los vivos tienen razón contra los muertos, o que el mundo empieza con ellos.

Rígidamente se resiste Joseph von Eichendorff a un tal esfuerzo. Los que lo elogian son ante todo conservadores culturales. Muchos le convocan como testigo y testimonio de una religiosidad positiva que Eichendorff afirmó con rudo dogmatismo especialmente en los últimos trabajos histórico-literarios de su vida. Otros le requisan con espíritu rural-nacionalista para una especie de poética de taberna a la Nadler. Les gustaría, por así decirlo, darle nuevo domicilio, y su “Eichendorff es nuestro” beneficia pretensiones patrióticas que, por lo demás, en la última forma que tomaron, tienen poco en común con su restaurativo universalismo. Frente a todos esos partidarios la contemporánea alusión al anacronismo de Eichendorff es hasta demasiado convincente. Claramente recuerdo de mi bachillerato que un maestro que ejerció considerable influencia en mí me llamó la atención acerca de la trivialidad de la metáfora en los versos “Es wär, als hätt’ der Himmel / Die Erde still geküss”, (1)* los cuales me resultaban tan obvios como la composición de Schumann. No pude refutar esa crítica, pero tampoco me aclaró convincentemente por qué Eichendorff está tan expuesto a todo reproche, y es al mismo tiempo fuerte para resistir a todos. Eso que, según la frase de Brahms, está al alcance de cualquier burro, resulta incompatible con la cualidad de los poemas de Eichendorff. Pero cuando esa cualidad se proclama misterio que hay que respetar, bajo ese humilde irracionalismo se esconde la pereza que se resiste a poner a contribución la esforzada pasividad que exige el poema, así como, en última instancia, la disposición a seguir admirando indefinidamente lo que ya alguna vez ha sido aprobado, y contentarse con la vaga convicción de que en esos poemas tiene que haber algo más que lírica conservada en antologías o ediciones de clásicos. Pero en una hora en que ninguna experiencia artística es ya meramente dada y sin problema, en una hora en que ni en nuestra infancia la autoridad de los libros de texto nos facilita ya la belleza que entendemos, porque no la entendemos todavía, toda contemplación de la belleza exige que sepamos el motivo por el cual se llama a algo bello. Injusta, orgullosa e insincera es la ingenuidad que se dispensa de esa exigencia; el contenido de la obra de arte, que es espíritu, no tiene por qué temer al espíritu que intenta comprenderlo, que le busca a él mismo.

Salvar a Eichendorff, por el conocimiento, de amigos y enemigos, es lo contrario de una tozuda apología. El elemento de sus poemas que cayó en el círculo y dominio de los coros rurales no está inmune contra el destino de éstos y lo ha favorecido muchas veces. Un tono de afirmación, de magnificación de la existencia como tal, que existe en él, le ha llevado directamente a los libros de texto y antologías. La inmortalidad apócrifa que ha encontrado en esos libros no es por cierto de despreciar. El que no haya aprendido de memoria, siendo niño, el “Wem Gott will rechte Gunst erweisen, / Den schikt er in die weite Welt” (2)* no conoce una capa de levantamiento de la palabra por encima de la cotidianidad que tiene que conocer el que quiera sublimarla, el que quiera expresar la fractura entre la determinación humana y aquello que hace de

Page 24: Notas de Literatura

él la disposición del mundo. Del mismo modo tampoco está completamente próximo a las canciones del molinero de Schubert más que el que de niño ha cantado en el coro de la escuela la vulgar composición “Das Wandern ist des Müllers Lust”. (3)* Más de un verso de Eichendorff, “Am liebsten betracht’ich die Sterne, / Die schienen, wenn ich ging zu ihr”, (4)* suena como cita por vez primera, recordada del libro de lecturas de Dios.

No por eso hay que defender los tonos demasiado lisos con los que Eichendorff alaba y agradece. En las generaciones que han pasado desde sus días ha quedado explicitado el elemento ideológico que hay en el Eichendorff alegre en el mundo, sociable y compañerito, hasta el punto de que en la prosa ese elemento suscita a veces la sonrisa. Pero ni siquiera esta capa de su obra es sencilla y sin problemas. Una canción de ese espíritu de compadres, goethianamente entonada, contiene los versos siguientes:

Das Trinken ist gescheiter, Das schmeckt schon nach Idee, Da braucht man keine Leiter, Das geht gleich in die Höh’. (5)* No sólo roza el uso vil-estudiantil de la palabra idea la gran filosofía a cuya época pertenece Eichendorff, sino que,

además, el poema da nervio a una espiritualización de lo sensible que rebasa con mucho la época, que no tiene nada en común con una anacreóntica tardía y anacrónica y que no llega hasta sí misma sino con los mortales poemas del vino de Baudelaire: tan fugaz y efímera es desde entonces la idea, el absoluto, como el vapor del vino. Sin duda no es justo, como hace un difuso manierismo histórico-literario, justificar el tono afirmativo de Eichendorff declarándolo fruto de una lucha contra lo oscuro, que está muy poco documentada en sus poesías y prosas. Pero no hay duda de que éstas están emparentadas con el dolor cósmico europeo. A este dolor da respuesta el comprado valor de Eichendorff, su decisión por la alegría, tal como ésta se manifiesta con violencia sorprendente y paradójica al final de uno de sus poemas más grandes, el poema del entre dos luces “Hüte dich, sei wach und munter”. (6)* Lo que en Schumann se llama una vez “en tono alegre” se parece en él y en Eichendorff ya al rilkiano “Als ob wir noch Fröhlichkeit hätten”: (7)*

Hinaus, o Mensch, weit in die Welt Bangt dir das Herz in krankem Mut; Nichts ist so trüb in Nacht gestellt, Der Morgen leicht macht’s wieder gut. (8)* La impotencia de tales estrofas no es la impotencia de la felicidad limitada, sino de la vana conjura; y la expresión de

su vanidad, con el seguramente escéptico y vienés “leicht” por “vielleicht”, (9)* es al mismo tiempo la fuerza que reconcilia con ellos. El final del Zwielicht quiere dominar con su sonido la angustia infantil, pero: “‘Manches bleibt in Nacht verloren”. (10)* El Eichendorff tardío ha recuperado de tal modo el malogrado agradecimiento del joven que toma conciencia de la propia mentira, pero sin perder la propia verdad:

Mein Gott, dir sag’ich Dank, Dass du die Jugend mir bis über alle Wipfel In Morgenrot getaucht und Klang, Und auf des Lebenss Gipfel, Bevor der Tag geendet, Vom Herzen unbewacht Den falschen Glanz gewendet, Dass ich nicht taumle ruhmgeblendet, Da nun herein die Nacht Dunkel in ernster Pracht. (11)* Por más inapelablemente que esté hoy perdido el carácter satisfecho de esos versos, esa satisfacción tiene un brillo

radiante y no es el brillo de la mortal noche del individuo. Eichendorff magnífica lo que es y, sin embargo, no está pensando en lo que es. No fue un poeta de la patria chica, sino el poeta de la nostalgia, en el sentido de Novalis, del que se sabía próximo. Incluso en aquel “Es war als hätt’der Himmel” que él mismo colocó entre las poesías religiosas y que suena como si estuviera tocado con el arco de violín, el sentimiento de la patria absoluta lo sostiene todo simplemente porque no menta directamente la naturaleza animada por el poeta, sino que la pronuncia con un acento de infalible tacto metafísico, parabólicamente:

Und meine Seele spannte Weit ihre Flügel aus, Flog durch die stillen Lande, Als flöge sie nach Haus. (12)* En otro lugar, el catolicismo del poeta no retrocede ni ante el verso, todo lo luctuoso que se quiera: “Das Reich des

Glaubens ist geendet». (13)* A pesar de todo la positividad de Eichendorff es hermana de su conservadurismo, y su alabanza de lo que existe lo es

de la idea de conservación. Pero si el valor posicional del conservadurismo se ha modificado radicalmente en algún sitio,

Page 25: Notas de Literatura

ese sitio es la poesía. Si hoy, una vez derrumbada la tradición, el conservadurismo, como arbitrada alabanza de ataduras y vinculaciones, sirve exclusivamente para justificar una mala existencia, en otro tiempo quiso cosa muy distinta y que no puede apreciarse sino teniendo a la vista su contraria, la irruptora barbarie. Todo lo que en Eichendorff procede de la perspectiva del feudal desposeído es tan manifiesto que la crítica social de ello seria necia; pero en su sentido no estaba sólo la restauración del orden hundido, sino también la resistencia contra la tendencia destructiva propia de lo burgués. Su superioridad sobre todos los reaccionarios que hoy echan mano de él se comprueba en el hecho de que Eichendorff, como la gran filosofía de su época, comprendió la necesidad de la Revolución, ante la cual temblaba: Eichendorff encarna algo de la crítica verdad de la conciencia de aquellos que tienen que pagar el precio del paso progresivo del espíritu del mundo. Su escrito acerca de la nobleza y la Revolución contiene sin duda mucha cortedad, y sus reservas contra el propio estamento nobiliario al que él pertenece no están libres de lamentos puritanos sobre su “pasión enfermiza de gloria y de placeres”, a la cual, por lo demás, pone en relación con la mentalidad capitalista que se extiende entre los feudales, con su inclinación a convertir la propiedad de la tierra “en mercancía vulgar, por su constante necesidad de dinero y a través de una desesperada especulación con las propiedades”. Pero no sólo ha hablado de los “petulantes espadones de la guerra de los Siete Años” que “con ridícula e inimitable dignidad viril hicieron profesión de cierta honesta grosería”, sino que también ha reprochado a los nacionalistas alemanes de la era napoleónica el “terrorismo de una grosera patriotería”. Si por un lado comparte, aunque con una punta de crítica social, los argumentos contra la nivelación cosmopolita, propios de las derechas de su tiempo, por otro lado, este feudal no se ha identificado con Jahn y Fries. Es sorprendente su sensibilidad para con las simpatías revolucionarias y disolventes de la aristocracia; las ha defendido: “Fermentaba... un extraño aire de tormenta por todo el país; cada cual sentía que estaba en marcha, acercándose, algo grande; había una expectativa inexpresa y angustiada, no se sabía de qué, que había penetrado más o menos en todos los ánimos. En aquel bochorno caliginoso aparecieron, como siempre en vísperas de próximas catástrofes, figuras extrañas y aventureros increíbles, como el conde Saint-Germain, Cagliostro, etc., algo así como emisarios del futuro”. Y escribe sobre figuras como el barón Grimm y el emigrante radical conde Schlabrendorf frases que están tan poco de acuerdo con el clisé de los conservadores como aquellas partes de la filosofía del derecho de Hegel que tratan de las fuerzas de la sociedad burguesa que llevan más allá de ella misma. Esas frases dicen: “De estas diversas sociedades secretas salieron luego, cuando la Revolución pasó a la acción, algunos caracteres sumamente notables. Así por ejemplo el inquieto e incansable fanático de la libertad barón Grimm, que animó y dirigió las llamas sin cesar, como viento de tormenta, hasta que se lanzaron sobre él y le devoraron. Así también el célebre emigrante parisino conde Schlabrendorf, que contemplando tranquilo desde su celda, como una gran tragedia cósmica, toda la conmoción social, juzgándola y a menudo dirigiéndola, se sometió a su paso. Pues él estaba tan por encima de todos los partidos, que podía dominar siempre y con toda claridad el sentido y la marcha de la batalla de los espíritus sin que le alcanzara su confuso fragor. Este mago profético se presentó aún joven en la gran escena, y cuando apenas había terminado la catástrofe, la anciana barba le llegaba hasta el cinturón”. Cierto que la simpatía por la Revolución se ha neutralizado ya aquí hasta el culto humanitario contemplativo; pero incluso éste está muy alto y dominante por encima del actual culto de lo incólume, orgánico y total: el conservadurismo de Eichendorff es lo suficientemente amplio como para incluir su propio contrario. Su libertad de comprensión de lo inapelable del proceso histórico no se encuentra ya en absoluto en el conservadurismo de la fase burguesa tardía; cuanto menos posible resulta restablecer los órdenes precapitalistas, tanto más rabiosamente se aferra la ideología a la esencia sedicentemente ahistórica, absolutamente garantizada, de esos órdenes.

El fermento preburgués del conservadurismo de Eichendorff, que coloca por encima de la naturaleza burguesa misma la agitación de la nostalgia, de la marcha y de la feliz inutilidad, penetra profundamente en su lírica. En la Einbahnstrasse de Benjamin se lee: “El hombre... que se sabe en armonía con las más antiguas tradiciones de su estamento o de su pueblo, coloca ocasionalmente y ostentosamente su vida privada en contradicción a veces con las máximas que él mismo defiende sin concesiones en la vida pública, y, sin la menor contracción de la conciencia, considera secretamente su propio comportamiento como prueba concluyente de la inconmovible autoridad de los principios por él proclamados”. (14) Eso no podría decirse, sin duda, de la vida privada de Eichendorff, pero sí de su hábito poético. Aunque habría que añadir la pregunta de si no es precisamente esa inseguridad al lado de lo seguro, el correctivo también de la seguridad, lo que expresa la trascendencia hacía una sociedad burguesa en la que el conservador no está completamente domesticado y hacía cuyos enemigos se siente un tanto atraído. Estos enemigos de la sociedad burguesa están representados en Eichendorff por los vagabundos, por los apátridas de un tiempo, como mensajeros del futuro de aquellos que, como quiere la filosofía de Novalis, están en su patria en todas partes. En vano se buscará en Eichendorff una alabanza de la familia como célula germinal de la sociedad. Si algunas de sus narraciones — pero no su gran novela juvenil Ahnung und Gegenwart — terminan convencionalmente con el matrimonio del protagonista, en la lírica, el poeta, como aquel que no tiene permanencia, se pronuncia con inconfundible burla contra toda atadura. El motivo procede de la poesía popular, pero la insistencia con que lo repite Eichendorff dice algo sobre él mismo. El soldado canta: “Und spricht sie vom Freien: / So schwing ich mich auf mein Ross - / Ich bleibe im Freien, / Und sie auf dem Schloss.” (15)* Y el músico transhumante: “Manche Schöne macht wohl Augen, / Meinet, ich gefiele ihr sehr, / Wenn ich nur was wolle taugen. / So ein armer Lump nicht wär. - / Mag dir Gott ein Man Bescheren, / Wohl mit Haus und Hof versehen! / Wenn wir zwei zusamenn wären, / Möcht mein Singen mir vergehen.” (16)* Y hasta el célebre poema de los dos compañeros sería mal interpretado por aquel que pensara que la estrofa del primero, que encontró su amorcito, al que el suegro compró casa y campo y que fundó cómodamente su familia, trace la imagen de la vida acertada. La estrofa final con el abrupto llanto “Und seh ich so kecke Gesellen” (17)* se refiere a la media felicidad del primero no menos que al perdido segundo; la vida acertada está ya bloqueada, acaso es ya imposible, y en el último verso, “Ach Gott, führ uns liebreich zu dir!” (18)* la irrupción de la desesperación destroza sin remedio el poema. Lo contrario de esa desesperación es la Utopía: “Es redet trunken die Ferne / Wie von künftigem, grossem Glück! (19)* - y no de felicidad pasada: tan poco de fiar fue el

Page 26: Notas de Literatura

conservadurismo de Eichendorff. Pero es una utopía que se desvía en lo erótico. Del mismo modo que los héroes de su prosa oscilan entre figuras femeninas que se mezclan y no se perfilan nunca las unas frente a las otras, así tampoco se muestra casi la lírica de Eichendorff ligada a la concreta imagen de una amada: cualquier hermosa determinada sería traición a la idea de consumación ilimitada. Incluso en el Uberm Garten durch die Lüfte, (20)* uno de los poemas de amor más apasionados de la lengua alemana, deja de aparecer la amada, y el poeta no habla tampoco de sí mismo. Lo único que se expresa es el júbilo: “Sie ist Deine, sie ist dein!” (21)* Hay una prohibición iconoclástica puesta sobre los nombres y la consumación. Para la antigua tradición de la poesía alemana, a diferencia de lo que ocurre con la francesa, era desconocida la representación abierta del sexo; en su nivel medio, la poesía alemana ha tenido que pagarlo caro con beatería puritana e ideal fariseísmo. En cambio, en sus más grandes representantes ese silencio ha resultado bendición, ha comprimido en la palabra la fuerza de lo no dicho y ha regalado a esa palabra su dulzura. Incluso lo abstracto y no sensible se hizo en Eichendorff metáfora de algo sin forma: arcaica herencia, anterior a la forma, y al mismo tiempo tardía trascendencia, lo incondicionado por encima y más allá de la forma. El más sensual poema de su mano se mantiene en un nocturno invisible:

Über Wipfel und Saaten ln den Glanz hinein - Wer mag sie erraten? Wer holte sie ein? Gedanken sich wiegen, Die Nacht ist verschwiegen, Gedanken sind frei. Errät es nur eine, Wer an sie gedach, Beim Rauschen der Haine, Wenn niemand mehr wacht, Als die Wolken, die fliegen - Mein Lieb ist verschwiegen Und schön wie die Nacht. (22)* Eichendorff, que aún era contemporáneo de Schelling, buscaba ya las Fleurs du mal, el verso “O toi que la nuit rend si

belle”. El romanticismo desencadenado de Eichendorff lleva inconscientemente hasta el umbral de la modernidad. La experiencia del elemento moderno en Eichendorff, experiencia hoy probablemente abierta por vez primera, es la

que más directamente lleva al centro de su contenido poético. Y ese contenido es verdaderamente anticonservador: negación de todo señorío, del señorío, por de pronto, del propio yo sobre el alma. La poesía de Eichendorff se deja arrastrar confiadamente por la corriente del lenguaje, sin miedo a hundirse en ella. Por esta generosidad que no se escatima a sí misma le paga el genio del lenguaje. El verso “Und ich mag mich nicht bewahren!”, (23)* que aparece en una poesía suya que él mismo puso al principio de la edición, preludia de hecho toda su obra. En esto está profundísimamente emparentado con Schumann, lo suficientemente generoso y distinguido como para despreciar el propio derecho a la existencia: así desemboca muriendo el éxtasis del tercer movimiento de la fantasía para piano de Schumann en el mar. Herido de muerte es ese amor, y olvidado de sí mismo. En él el yo no se endurece ya más en sí mismo. Querría reparar algo de la antigua injusticia que consiste sin más en ser yo. Eichendorff es ya un bâteau ivre, pero que se encuentra aún en el río, entre las verdes orillas y con banderitas de colores. “Nacht, Wolken, wohin sie gehen, / Ich weiss es recht gut”, (24)* se dice, expresionística y laxamente, en los Nachti gallen, a pesar de su inspiración en la poesía popular; esta constelación es Eichendorff entero. El músico trashumante dice: “In der Nacht dann Liebchen lauschte / An dem Fenster süss verwacht”, (25)* imagen de soñolienta soñadora con cabellos revueltos, imposible de alcanzar por ninguna repre-sentación exacta, pero más mágica que toda descripción gracias a la síncopa de la expresión que articula en unidad la dulzura de la muchacha y el cansancio de su vela; con el mismo espíritu se la llama en otra ocasión “ein süssverträumtes Kind”. (26)* A veces resuenan como arbitrariamente en Eichendorff palabras desprendidas de todo control, y la relajación llegada hasta el extremo se acerca a lo que ya siempre ha sido: “Lied mit Tränen halbgeschrieben”. (27)*

Lo poco que vale un concepto de cultura que reduce radicalmente las artes a un común denominador se ve en la poesía alemana que, desde que Lessing movió a Shakespeare contra el clasicismo, no ha querido, en extrema contraposición con la gran música y la gran filosofía, integración, sistema, unidad subjetivamente fundada de lo diverso, sino libre respiro y disociación. Eichendorff participa secretamente de esa corriente subterránea alemana que va del Sturm und Drang y el joven Goethe, pasando por Büchner y alguna cosa de Hauptmann, hasta Wedekind, el expresionismo y Brecht. Su lírica no es nada “subjetivista” en el sentido en que suele imaginarse del romanticismo: como entrega a los impulsos del lenguaje, pone silenciosa oposición al sujeto poético. Quizás a nadie es tan difícil aplicar el cómodo esquema de vivencia y poesía como a Eichendorff. La palabra wirr [confuso], una de sus predilectas, tiene un sentido completamente diverso del del dumpf [sordo, turbio], del joven Goethe: aquella palabra anuncia la suspensión del yo, su entrega a una caótica urgencia, mientras que el “sordo” de Goethe significa siempre el espíritu cierto de sí mismo, pero que aún está formándose. Un poema de Eichendorff empieza diciendo: “Ich hör die Bächlein rauschen / Im Walde her und hin, / Im Walde in dem Rauschen / Ich weiss nicht, wo ich bin”: (28)* esa lírica no sabe, en principio, dónde estoy, porque el yo se disuelve en aquello de que murmura. Genialmente falsa es la metáfora de los arroyuelos que murmuran “de aquí para allá y de allí para acá”, pues el movimiento de los arroyos no tiene más que un sentido; pero el “de aquí

Page 27: Notas de Literatura

para allá y de allí para acá” reproduce la perturbación de aquello que los sonidos dicen al yo que escucha en vez de loca-lizarlos; también un elemento de impresionismo queda anticipado en esos giros. A un límite extremo llegan aquellos versos de Zwielicht de que tanto gustaba Thomas Mann. En la escena de caza de Ahnung und Gegenwart, en la que están entretejidos, conservan, al estar motivados en la novela por una historia de celos, cierta comprensibilidad superficial. Pero esa superficialidad no tiene gran alcance. El verso “Wolken ziehn wie schwere Träume” (29)* conquistó para la lírica el específico modo de significar de la palabra alemana Wolke, en contraste, por ejemplo, con nuage: la palabra Wolke y sus concomitancias se mueven en ese verso como pesados sueños, no en primer lugar como la formación que significa esa palabra. En la continuación, aislado de la novela, el poema da plenamente testimonio de la autoenajenación del yo, que se ha alienado de sí mismo hasta la locura de la extraña esquizoide exhortación: “Hast ein Reh du lieb vor andern, / Lass es nicht alleine grasen” (30)* y hasta la fantasía persecutoria del aislado, que le convierte por arte de magia al amigo en enemigo.

La autoalienación de Eichendorff no tiene nada en común como esa fuerza de intuición objetiva, con aquella capacidad de concreción que el convenu identifica con la capacidad poética. Su obra lírica tiende a lo abstracto no sólo en la imago del amor. Casi nunca obedece a los criterios de experiencia sensible y densa del mundo, criterios tomados de Goethe, Stifter y también de Mörike. Con ello la obra lírica de Eichendorff suscita la duda acerca de la justificación incondicional de dichos criterios mismos, que aparecen entonces como una formación reactiva, como el intento de conseguir una compensación por aquello que la filosofía idealista sustrajo al espíritu alemán. En los cuentos de la colección de Grimm no se describe jamás un bosque, ni siquiera se caracteriza; ¿y qué bosque será tan bosque como el del cuento? Con razón ha llamado la atención Wolfdietrich Rasch sobre la escasez de versos “de exacerbada intuibilidad, de especiales estímulos ópticos” en Eichendorff, como el verso “Schon funkelt das Feld vie geschliffen”. (31)* Pero tampoco resuelve nada la retórica pregunta de si resulta verdaderamente necesario mostrar en qué consiste lo fascinador de los versos de Eichendorff. Pues el poeta consigue los efectos más extraordinarios con un tesoro imaginativo que ya en su tiempo tiene que haber sido gastado. Cuando se trata de aquel castillo del que estaba prendida la nostalgia de Eichendorff, el poeta no habla más que lisa y lacónicamente del castillo; nos ofrece, aparte de eso, el obligado aparato de claro de luna, cuernos de caza, ruiseñores y mandolinas, pero sin que esos requisitos dañen mucho a la poesía de Eichendorff. A ello contribuye el que Eichendorff haya sido el primero en descubrir la fuerza expresiva en los fragmentos de la lingua mortua. El poeta ha desencadenado los valores líricos de los extranjerismos. En el poema utópico Schöne Fremde sigue inmediatamente al Wirr wie in Traümen (32)* la phantastische Nacht, (33)* y el abstracto phantastisch [fantástico] (34)* arcaico e intacto a la vez, despierta todo el sentimiento de la noche que perdería en parte un epíteto más preciso. Pero los requisitos no se animan por esos descubrimientos, ni tampoco por nuevas intuiciones, sino por la constelación en que entran. Toda la lírica de Eichendorff se propone despertar cosa muerta, tal como postula, al final del Sängerleben, una sentencia que merece y necesita un plazo para cumplirse: “Schläft ein Lied in allen Dingen / Die da träumen fort und fort, / Und die Welt hebt an zu singen, / Triffst du nur das Zauberwort”. (35)* Esta palabra, de la que dependen probablemente los versos inspirados por Novalis, no es nada menos que el lenguaje mismo. El que el mundo cante depende de que el poeta dé en el blanco, en la pureza del lenguaje, como en un algo que al mismo tiempo ya es en sí. Tal es el antisubjetivismo del romántico Eichendorff. Por de pronto, se sentirá la presencia de la alegoría en este poeta de la nostalgia en el que tanto barroco en bloque aún había. Dos estrofas fijan casi protocolariamente la consumación de su intención alegórica:

Es zog eine Hochzeit den Berg entlang, Ich hörte die Vögel schlagen, Da blitzten viel Reiter, das Waldhorn klang, Das war ein lustiges Jagen! Und eh’ich’s gedacht, war alles verhallt, Die Nacht bedeckte die Runde, Nur von den Bergen noch rauschet der Wald, Un mich schauert im Herzensgrunde. (36)* En la visión de la boda que en seguida desaparece, la alegría de Eichendorff, tácita y por ello mismo más insistente,

apunta al centro de la esencia alegórica misma, que es la caducidad; el escalofrío de lo efímero de la fiesta, que le acosa precisamente porque la fiesta significa duración, transforma aquella boda en una de espíritus; la alegoría congela así lo repentino de la vida misma en algo fantasmal. Si al comienzo del romanticismo alemán se encontraba la filosofía de la identidad, en la que lo objetivo es espíritu y el espíritu es naturaleza, Eichendorff concede una vez más a las cosas ya cosificadas la fuerza del significar, del aludir más allá de sí mismas. Este momento relámpago en el que brilla aún un mundo cósico que aún tiembla en sí, explica probablemente en alguna medida lo que no puede ajarse en el ajarse de Eichcndorff. “Aus der Heimat hinter den Blitzen rot”, (37)* empieza diciendo un poema, como si los relámpagos fueran un trozo fluido y luctuoso del paisaje en el que yacen muertos hace mucho tiempo el padre y la madre. Así parecen a veces las claras auras solares entre nubes tormentosas como relámpagos que pudieran encenderse en ellas. Ninguna de las imágenes de Eichendorff es sólo lo que es, y ninguna tampoco puede a pesar de ello llevarse a concepto: este elemento flotante de los momentos alegóricos es su medio poético.

Cierto que sólo el medio. En su poesía las imágenes son verdaderamente sólo elementos, condenados a sucumbir en el poema mismo. El olvidado esteticista alemán Theodor Meyer, hace más de cincuenta años y en su libro Das Stilgesetz der Poesie, que es una concepción tan modesta en su exposición como audaz en su pensamiento, ha desarrollado, sin conocer seguramente a Mallarmé, una teoría contra el Laokoon de Lessing y la tradición que se le adhiere, teoría que podría resumirse en las frases siguientes: “Podría resultar de una consideración más atenta que tales imágenes sensibles no

Page 28: Notas de Literatura

pueden en absoluto crearse con el lenguaje, que el lenguaje imprime su sello a todo lo que pasa por él, incluso a lo sensible; que él nos presenta pues la vida que el poeta querría ofrecernos para que la gozáramos en la recepción de su experiencia, en formaciones psíquicas que son distintas de los fenómenos de la realidad sensible y que sólo son propias de nuestra representación. En este caso el lenguaje no sería el vehículo, sino el medio representativo de la poesía. Pues no recibiríamos el contenido en imágenes sensibles sugeridas por el lenguaje, sino en el lenguaje mismo y en sus formaciones, creadas por él y sólo propias de él. Como se ve, el problema de cuál sea el medio de representación de la poesía no es una cuestión ociosa; ese problema se convierte en seguida en el de la vinculación del arte al fenómeno sensible. Si resultara que la doctrina del vehículo es un error, también se hundiría con ella la definición del arte como intuición sensible”. (38) Esto se aplica exactamente a Eichendorff. El “lenguaje como medio de representación de la poesía”, como entidad autonómica, es su varita mágica. A su servicio está la autodisolución del sujeto. El poeta que no gusta de guardarse encuentra los versos: “Und so muss ich, wie im Strome dort die Welle, / Ungehört verrauschen an des Frühlings Schwelle”. (39)* El sujeto mismo se hace rumor, lenguaje, perviviendo sólo en el eco que se apaga, como el len-guaje mismo. El acto de lingüistización del hombre, ese hacerse palabra la carne, imprime al lenguaje la expresión de la naturaleza y transfigura una vez más su movimiento en vida. Murmurar, rumorear, fue su palabra favorita, casi su fórmula; el “Ich habe nichts als Rauschen” (40)* dc Borchardt podría ponerse como divisa encima del verso y la prosa de Eichendorff. Pero ese rumorear se pierde por el recuerdo, demasiado precipitado, de la música. El rumorear no es sonido, sino ruido, más emparentado con el lenguaje que el sonido, y el propio Eichendorff lo presenta como análogo al lenguaje. “Abandonó de prisa el lugar”, se dice del héroe del Marmorbild “y cada vez más de prisa y sin descansar se precipitó por los jardines y viñedos, otra vez hacia la tranquila ciudad; pues también el rumor de los árboles le pareció como un murmullo comprensible y perceptible, y los largos álamos fantasmales parecieron seguirle con sus alargadas sombras”. Otra vez alegoría: como si la naturaleza se hiciera lenguaje significativo para el melancólico. Pero la intención alegórica se sostiene en la poesía propia de Eichendorff no tanto en la naturaleza, a la que la atribuye en ese texto, cuanto en su lenguaje, por su lejanía de la significación. Imita el rumor y la solitaria naturaleza. Con ello expresa una extrañación que no puede ser superada por ningún pensamiento, sino sólo por el sonido puro. Pero también lo contrario. Las cosas frías y muertas se alcanzan de nuevo por la semejanza de su nombre con ellas mismas, y la marcha del lenguaje despierta esa semejanza. Un potencial del joven Goethe, el paisaje nocturno de Willkommen und Abschied, se convierte en Eichendorff en ley de la forma: la ley del lenguaje como segunda naturaleza en la cual la naturaleza cosificada y perdida para el sujeto vuelve a éste en tanto que animificada. Eichendorff llega casi a ser consciente de ello, y por cierto que no casualmente, en una poesía para el cumpleaños de Goethe en 1831, el último de él: “Wie rauschen nun Wälder und Quellen / Und singen vom ewigen Port”. (41)* Si Proust dice de las pinturas de Renoir que desde que fueron pintadas el mundo tiene otro aspecto, aquí se celebra con profunda mirada en la lírica de Goethe la cosa gigantesca de que por ella la naturaleza misma se haya transformado, convirtiéndose por obra suya en la Rumorosa. Pero el Port que, según Eichendorff en su interpretación, es cantado por bosques y fuentes es la reconcilación con las cosas mediante el lenguaje. A música trasciende el lenguaje sólo gracias a aquella reconciliación. Los requisitos de los elementos lingüísticos no se oponen a ello, sino que más bien suministran las condiciones necesarias. Las siglas de un romanticismo ya cosificado significan en la poesía de Eichendorff el desencanto del mundo, y precisamente con ellas se consigue el despertar mediante entrega. Sólo lo más tierno tiene en Eichendorff fuerza contra lo más duro, como en el poema de Brecht sobre Laotsé: “Dass das weiche Wasser in Bewegung mit der Zeit den Stein versiegt. Du verstehst”. (42)* El agua blanda en movimiento: tal es la corriente del lenguaje, aquello a donde el lenguaje querría ir de y por sí mismo, mientras que la fuerza del poeta es la fuerza de la debilidad, la fuerza que consiste en no resistirse a la corriente del lenguaje, y no en dominarla. La corriente del lenguaje está tan indefensa como los elementos mismos ante el reproche de trivialidad; pero lo que da de sí, la liberación de las palabras de sus enclaustradas significaciones y el hacerlas brillar en el momento en que se tocan, prueba que esos reproches nacen de la miseria de pedante erudición.

La grandeza de Eichendorff no debe buscarse donde se siente seguro, sino donde la falta de protección de su gesto se expone al máximo. El poema Sehnsucht dice así:

Es schienen so golden die Sterne, Am Fenster ich einsam stand Und hörte aus weiter Ferne Ein Posthorn im stillen Land. Das Herz mir im Leibe entbrennte, Da hab ich mir heimlich gedacht: Ach, wer da mitreisen könnte In der prächtigen Sommernacht! Zwei junge Gesellen gingen Vorüber am Bergeshang, Ich hörte im Wandern sie singen Die stille Gegend entlang: Vom schwindelnden Felsenschlüften, Wo die Wälder rauschen so sacht, Von Quellen, die von den Klüften Sich stürzen in die Waldesnacht. Sie sangen von Marmorbildern,

Page 29: Notas de Literatura

Von Gärten, die überm Gestein In dämmernden Lauben verwildern, Palästen im Mondenschein, Wo die Mädchen am Fenster lauschen, Wann der Lauten Klang erwacht Und die Brunnen Verschlafen rauschen In der prächtigen Sommernacht. (44) * Este poema, imperecedero como el que más, no contiene apenas un rasgo al que no pueda imputarse el ser cosa

derivada y secundaria, pero cada uno de esos rasgos se convierte en carácter nuevo por su contacto con el siguiente. ¿Qué puede decirse del paisaje nocturno que sea menos preciso y vinculatorio que que es silencioso? ¿Y qué ocurrencia más cursi que ese cuerno de postillón? Pero el cuerno de postillón en la tierra tranquila, el profundo absurdo de que el sonido no mate al silencio sino que, como su propia aura, haga de él verdadero silencio, nos lleva como en vértigo más allá de lo acostumbrado, y el verso siguiente: “Dass Herz mir im Leibe entbrennte”, con el pretérito débil poco usado, como si no pudiera liberarse de la violenta urgencia del presente, ofrecen por el contraste con lo que antecede, una dignidad y una capacidad de penetración que no tienen en absoluto ninguna de sus palabras aisladas. O bien: qué débil sería, según todos los criterios de selección, el atributo “soberbia” para la noche de verano. Pero el campo de asociaciones del adjetivo incluye la belleza creada por el hombre, toda la riqueza de telas y bordados, y acerca así la imagen del cielo estrellado a la imagen arcaica de la capa y la tienda; el grávido recuerdo de esto da su fuego al adjetivo. Qué evidente es la dependencia de los cuatro versos sobre la montaña respecto del “Kennst du das Land”, (45)* pero qué cósmicamente lejos del poderoso y fijo “Es stürzt der Fels und über ihn die Flut” (46)* goethiano es el pianissima de “Wo die Wälder rauschen so sacht”, la paradoja de un bramido al mismo tiempo suave, perceptible sólo en el interno espacio acústico y en el que se diluye el paisaje heroico, sacrificando la precisión de las imágenes a su huida en abierta infinitud. Tampoco es la Italia de este poema meta confirmada de los sentidos, sino sólo alegoría, otra vez, de la nostalgia, llena de la expresión del destino, de lo “salvaje”, apenas presente. Pero la trascendencia de la nostalgia queda apresada al final del poema, ocurrencia formal del genio que surge en contenido metafísico. Como en musical reprise se cierra circularmente el poema. La soberbia noche estival vuelve a aparecer otra vez, nostalgia ella misma, como cumplimiento de la nostalgia de aquel que querría partir en ella. El poema rodea, por así decirlo, el título goethiano de Selige Sehnsucht [Nostalgia bienaventurada]: la nostalgia desemboca en sí misma como en su propia meta, al modo como, en su infinitud, en la trascendencia a todo lo deter-minado, el nostálgico experimenta el propio estado; al modo como el amor se dirige tanto al amor mismo como a la amada. Pues en el momento en que la última imagen del poema llega a las muchachas que escuchan en la ventana, éste se descubre cómo erótico; pero el silencio con que el que Eichendorff recubre siempre el deseo se trasmuta en esa suprema idea de felicidad en la que la consumación misma se revela como nostalgia, eterna intuición de la divinidad.

Tanto por la periodización de la historia del espíritu cuanto por su propio hábito espiritual, Eichcndorff cae ya en la fase de decadencia del romanticismo alemán. Cierto que ha conocido a muchos de la primera generación, entre ellos Clemens Brentano; pero el lazo parece roto: no es casual que Eichendorff haya confundido el idealismo alemán, una de las grandes tendencias de la época según las palabras de Schlegel, con el racionalismo. Con plena incomprensión Eichendorff ha reprochado a los sucesores de Kant, para el cual sabe encontrar palabras llenas de comprensión y respeto, “una especie de preciosismo pictórico chino, sin las sombras que dan verdadera vida al cuadro”, y ha criticado en ellos la negación “de lo misterioso e ininvestigable que atraviesa la entera existencia humana, como si fuera perturbador y superfluo”. De esa ruptura de tradición, manifiesta en tales frases de ignorante de un hombre que aún estudió en el Heidelberg de los años grandes, se desprende su posición respecto de las conquistas románticas como respecto de una herencia. Pero estas reflexiones histórico-culturales, lejos de disminuir la lírica de Eichendorff, prueban más bien exclusivamente lo necio de una concepción basada en el esquema de ascenso, cima y decadencia. La poesía de Eichendorff ha recibido más regalo que la de los inauguradores del romanticismo alemán, que eran ya para él históricos y a los que no comprendía del todo. Si, según las palabras de otro de sus representantes tardíos, Kierkegaard, el romanticismo ha consumado con cada vivencia el bautismo del olvido, consagrándola a la eternidad del recuerdo, sin duda hacia falta el recuerdo para hacer justicia a la idea del romanticismo, en contradicción con su propia inmediatez y presente. Las palabras solitarias salidas de la boca de Eichendorff vuelven por fin a la naturaleza; el luto por el momento perdido salva por fin lo que el vivo perdió siempre hasta ahora.

CODA: LOS LIEDER DE SCHUMANN El Liederkreis de Schumann sobre poesías de EichEndorff, op. 39, es uno de los grandes ciclos líricos de la música. Estos

ciclos constituyen, desde los Müllerlieder de Schubert y la Winterreise hasta los Georgelieder op. 15 de Schönberg, una forma característica que evita mediante la rigurosa construcción el peligro a que siempre está expuesto el Lied, la degeneración de lo bello en bonito por causa del pequeño formato de género: en esos ciclos el todo se levanta de la coherencia de elementos miniaturísticos. El rango del ciclo de Schumann ha sido tan escasamente puesto en duda como su relación con la afortunada elección de poesía grande. Muchos de los versos más relevantes de Eichendorff se encuentran en el ciclo, y los pocos que no son tan importantes han inspirado la composición por algunas características especiales. Con razón se califica a esos Lieder de congeniales con la poesía elegida por el músico. Pero esto no significa que esos Lieder repitan meramente el contenido lírico de su base poética; en este caso serían superfluos, según exigente economía artística. Sino

Page 30: Notas de Literatura

que explicitan de los poemas un potencial, aquella trascendencia hacia el canto que surge en el movimiento, por encima de todo lo imaginativa y conceptualmente determinado, en el rumor de la pendiente de la palabra. La brevedad de los textos elegidos — ninguna composición, exceptuando la tercera, por así decirlo, extraterritorial, tiene más de dos páginas — permite a cada una de éstas la más extrema precisión y excluye por anticipado toda repetición mecánica. En la mayoría de los casos se trata de Lieder estróficos con variaciones, a veces de formas tripartitas según el esquema a - b - a, y algunas veces también de formas totalmente aconvencionales que desembocan en canto libre. Los caracteres están exactísimamente sopesados los unos en función de los otros, ya sea a través de un contraste creciente, ya sea mediante transiciones de unión. Pero precisamente el muy perfilado tratamiento de los diversos caracteres hace necesario un plan del todo, si la obra no tiene que dispersarse en detalles; la inextirpable cuestión de si el compositor tuvo conciencia de ese plan es indiferente cuando se está en presencia de lo compuesto. Puesto que siempre se habla del formalismo de Schumann, es posible que haya algo de ello cuando se trata de formas tradicionales y que ya se le han enajenado; pero cuando se crea las suyas propias, como en sus tempranos ciclos instrumentales y vocales, no sólo demuestra el más sutil sentido de la forma, sino, además, una originalidad extrema en él. Alban Berg ha sido el primero que ha llamado convin-centemente la atención sobre ello, en su ejemplar análisis de la Träumerei y de su relación con las Kinderszenen. La estructura de los Lieder-Eichendorff emparentada en muchos puntos con las Kinderszenen, exige la misma comprensión si es que se quiere llegar más allá de la mera y repetida confesión de su belleza.

Esa estructura del Liederkreis se encuentra en íntima relación con el contenido de los textos. El título Liederkreis, que procede del propio Schumann, debe tomarse al pie de la letra: la sucesión de los Lieder se cierra en unidad gracias a sus modos y recorre al mismo tiempo una precisa vía modulatoria desde la melancolía del primer Lied, en fa sostenido menor, hasta el éxtasis del ultimo, en fa sostenido mayor. Igual que en las Kinderszenen, el todo está articulado en dos partes, y por cierto que en la más sencilla relación de simetría, con la cesura detrás del sexto Lied. Debería señalarse claramente mediante pausa. El último Lied de la primera parte, Schöne Fremde, es en si mayor, con resuelta marcha hacia la zona dominante; el último de todo el ciclo, en fa sostenido mayor, lleva aún esa marcha ascendente una quinta más lejos. Esta proporción arquitectónica expresa una proporción poética: el sexto Lied termina con la utopía de la futura grande felicidad, termina pues con premonición y anticipación; el último, la Frühlingsnacht, termina con el júbilo del ‘Sie ist Deine, sie ist dein”, termina pues con presente. La cesura queda aún reforzada por el pIan modal. Mientras que todos los Lieder de la primera parte están escritos en tonos sostenidos, a principios de la segunda parte bajan dos veces a la menor sin signo previo, para recoger luego los tonos predominantes en la primera parte, como en reprise, hasta conseguir el tono inicial y producir con el paso a mayor, la máxima intensificación modulatoria. La sucesión de tonos está equilibrada hasta el mínimo detalle; el segundo Lied ofrece el paralelo del primero pero en tono mayor, el tercero su dominante, el cuarto baja a sol mayor, emparentado en tercia con el primero, el quinto restablece el anterior mi mayor y el sexto vuelve a levantarse a si mayor. De los dos Lieder en la menor de la segunda parte, el primero se abre sobre un acorde dominante que recuerda el mi mayor; el siguiente, In der Fremde, en vez de en la menor en la mayor; el siguiente vuelve a alcanzar de nuevo mi mayor como tonalidad dominante de la mayor, en analogía con la proporción arquitectónica entre el tercero y el primero. Análogamente corresponde el décimo, en mi menor, al cuarto, en sol mayor, ambos en tonalidades con un signo sólo. Pero en lugar del mi mayor del quinto, el undécimo aporta sólo la mayor, y da así a la transición al tono extremo, fa sostenido mayor, con la gran tensión, toda su insistencia y énfasis modulatorios.

Esas proporciones armónicas proporcionan la forma interna del ciclo. Este empieza con dos piezas líricas, triste la una, de tono alegre, peno trabajoso, la otra. La tercera, Waldesgespräch, la balada sobre el tema de la Lorelei, contrasta tanto por el tono narrativo como por el plan más amplio y se estructura en dos estrofas; este poema tiene en la primera parte una posición tan especial como en la segunda, y en lugar análogo, el poema Wehmut. Los Lieder cuarto y quinto vuelven al carácter íntimo, pero intensificando su ternura, pues el cuarto, Die Stille, es un piano, y el quinto, la Mondnacht, es un pianissimo. El sexto, la Schüne Fremde, aporta la primera erupción grande. La segunda parte se abre con una pieza intermedia entre el Lied y la balada, y también la siguiente da la expresión lírica con el medio de la narración. La Wehmut, que sigue, es formalmente un intermezzo, igual que antes el Waldesgespräch, sólo que ahora completamente lírico, como autorreflexión del ciclo. El décimo Lied, Zwielicht, alcanza, como lo exige el poema, el centro de gravedad del conjunto, el lugar más profundo y oscuro del sentimiento. Aún tiembla éste en el undécimo, la visión de caza de Im Walde. Tras esto, finalmente, con el contraste más fuerte de todo el ciclo, la elevación de la Frühlingsnacht.

Por lo que hace a los diversos Lieder particularmente valdrá la pena hacer las siguientes observaciones: el primero, In der Heimat hinter den Blitzen rot, lleva la indicación “No rápido”, y por esta razón suele ejecutarse siempre demasiado lento; hay que pensarlo en tranquilas mínimas, no en semimínimas. Lo que primero llama la atención son los acentos de acorde disonantes; la breve parte central presenta un triste tono mayor con cortos motivos en esbozo en el piano; una variante armónica indescriptiblemente expresiva cae sobre las palabras “Da ruhe ich auch”. El segundo Lied, Dein Bildnis wunderselig, el más comparable con las piezas de Schumann sobre textos de Heine, tiene una parte central urgente y comprimida cuyo impulso es recogido pon la reprise; también aquí hay esbozos de voces laterales independientes, una especie de contrapunto armónico como en sombreado, que es característico del estilo de toda la obra; muy conse-cuentemente trabaja el epílogo con imitaciones del tema en contramovimiento. El Waldesgesprách es uno de esos modelos dc Schumann de los que nace Brahms. Llamativo el contraste entre el tono narrativo de balada y las voces fantasmales; lo más original musicalmente, los escindidos acordes alterados que expresan la amenazadora tentación. El cuarto Lied, como despreocupadamente cantado, se rompe repentinamente en el centro y se recoge suavemente a sí mismo. De la Mondnacht es tan difícil hablar como, según Goethe, de todo lo que ha tenido una gran influencia. Pero por lo menos es posible llamar la atención, a propósito de la composición, de esa claridad hecha sonido, sobre rasgos por los cuales esa claridad se libra de monotonía: tal el subrayado añadido en la segunda estrofa a las palabras “durch die Felder”. La forma se acerca a completa pureza; la última estrofa reproduce finalmente el desbordante gesto del poema, mientras que los dos últimos

Page 31: Notas de Literatura

versos representan la reprise del comienzo y cierran así en sí misma a la desbordante, trascendente formación. Ningún oído que la haya percibido una vez se cerrará a la expansión rítmica que acompaña a las palabras “Als flöge sie nach Haus”, en las que el ritmo de tres por ocho se convierte en un gran compás de tres por cuatro. Este ritardando tan total-mente compuesto ha dado lugar a un procedimiento de Brahms que terminará finalmente con el indiscutido predominio de los períodos del primer tipo en Schumann. La Schöne Fremde empieza en el tercer movimiento, en cierta oscilante tonalidad, de modo que el si mayor del extático final obra como si no estuviera ya previamente allí, sino que hubiera nacido del curso mismo de la melodía; la palabra phantastisch se refleja en una disonancia dulce y penetrante. También aquí tiene claramente la estrofa final carácter de canto libre; pero en el conjunto del Lied incluso se renuncia a la simetría obtenida por repetición; el canto se precipita con libertad verdaderamente inaudita allí a donde tiende melódica y armónicamente.

Auf einer Burg, la pieza caballeresco-romántica con la que empieza la segunda parte, se caracteriza por las audaces disonancias, seguramente únicas en Schumann y en la primera parte del siglo XIX, las cuales resultan del choque de la línea melódica con las conexiones como corales del rico acompañamiento lateral; es como si la modernidad de esa armonización hubiera querido proteger anticipadamente al poema de su posible envejecimiento. La sorda prisa del Ich hör die Bächlein rauschen está articulada en sencillos ritmos de dos tiempos, sin variación rítmica ninguna, pero con desviaciones armónicas tan expresivas y, al final, con un acento tan agrio, que emana de ella la conmoción más violenta, el adagio-intermezza Wehmut se mantiene en una dicción lisa y ligada de voces instrumentales armónicas; Zwielicht, en cambio, tal vez la pieza más magnífica del ciclo, es contrapuntística, con aquella reinterpretación de Bach que es tan infinitamente productiva, que tan verdaderamente revive, transformado, a Bach, a pesar del escándalo del arqueologismo. Las estrofas primera y segunda terminan en el oscuro tono de un acorde de largo eco; la tercera, “Hast du einen Freund hiennieden”, adensa el tejido contrapuntístico mediante el añadido de una tercera voz independiente; la cuarta, por último, simplifica el Lied, conservando idéntica la melodía, mediante su paso a homofonía, y concibe y formula el notable último verso, “Hüte dich, sei wach und munter”, de un modo recitativo y con el mayor laconismo. El Lied siguiente, Im Walde, nace de la repetición de tono por el cuerno y de la contraposición recurrente entre ritardando y a tempo, contraposición, por cierto, que significa siempre extraordinarias dificultades para la ejecución. El sentido, la sensibilidad formal de Schumann triunfa en el hecho de que, como para equilibrar los tenaces momentos retardatarios, escribe un canto libre que se desliza casi sin resistencia y precisamente por eso llega a ser supremamente misterioso, a pesar de mantenerse siempre fiel al ritmo dado por el cuerpo, hasta en las dos últimas notas de la voz cantante. La Frühlingsnacht, por último, tan célebre como el Es war, als hätt’der Himmel, parece tan fundida de una pieza como para burlarse de toda mirada analítica; pero su unidad nace precisamente de la compleja articulación del comprimido desarrollo. El Lied de la extrema erupción es un Lied en piano, que luego de toda oleada vuelve a su calmo fondo y debe precisamente a eso esa tensión sin aliento ya que se descarga finalmente en el forte de los dos últimos versos. La frase intermedia “Jauchzen mocht ich, möchte weinen”, pone al rápido acompañamiento en acordes la contraposición de una voz de nuevo apenas apuntada, pero sin que se interrumpa por ello el movimiento. La tensión ya sin aliento se intensifica hasta el máximo cuando, ante las palabras “Mit dem Mondesglanz herein”, se suprime limpiamente una buena fracción de compás. La repetición de la primera estrofa lleva al clímax no sólo por las variaciones armónicas y melódicas, sino también por el hecho de que en el lugar decisivo se añade, completamente libre y pleno, el contrapunto de la parte central, el cual lleva en transición al epilogo en el que este motivo, el verdadero júbilo, deja detrás de sí, olvidado, todo lo demás.

Notas (1)* “Fue como si hubiera el cielo / besado silencioso a la tierra.” (N. del T.) (2)* “A quien Dios quiere mostrar buena gracia / a ese manda por el ancho mundo.” (N. del T.). (3)* “Caminar es el placer del molinero”, primer verso, varias veces repetido, incluso en cada una de las estrofas, de

una canción como de una excursión dominguera (N. del T.) (4)* “Sobre todo me gusta contemplar las estrellas, / que brillaban cuando iba hacia ella” (N. del T.). (5)* “Más listo es el beber, / que sabe ya a idea, / con él no hace falta escala, / y todo se dispara enseguida a lo alto”

(N. del T.). (6)* “Guárdate, se despierto y alegre” (N. del T.) (7)* “Como si aún tuviéramos alegría” (N. del T.) (8)* “En marcha, oh hombre, ve lejos por el mundo / si el corazón te oprime en el ánimo enfermo; / nada está tan

turbiamente puesto en la noche, / la mañana fácilmente (o: quizás) lo restituye todo.” (N. del T.) (9)* “Leicht” = fácil, fácilmente; vielleicht = quizás (N. del T.) (10)* “Mucha cosa queda perdida en la noche.” (N. del T.) (11)* “Mi Dios, te digo ´gracias´, / porque la juventud, hasta por encima de todas las cumbres / me bañaste en el rojo

de la aurora y en sonido, / y en la cima de la vida, / antes de terminar el dia, / del corazón sin guardia / apartaste el falso brillo, / para que no bajara cegado por la gloria, / cuando llegó la noche / oscura en seria magnificencia.” (N. del T.)

(12)* “Y mi alma tendió / ampliamente sus alas, / voló por las silenciosas tierras, / como si volara a su casa.” (N. del T.)

(13)* “El reino de la fe ha terminado” (N. del T.) (14) Walter Benjamín Schriften, I, Berlín y Frankfurt am Main, 1955, p. 523 y s. (15)* “Y si habla de casarse: / salto a mi caballo - / quedo yo en libertad, / y ella en el castillo.” (N. del T. – los versos

de E. contienen un juego de palabras con Freien: pretender, prometerse, casarse, y, en dativo, la libertad, el aire libre.)

Page 32: Notas de Literatura

(16)* “Alguna hermosa me mira, / piensa, que yo le gustaría mucho, / con solo que me decidiera a ser algo, / que no fuera un pobre miserable. - / ¡Dios te de un hombre, / bien provisto de casa y campo! / Si estuviéramos los dos juntos, / se me marcharía mi canto.” (N. del T.)

(17)* “Y al ver tan despiertos compañeritos.” (N. del T.) (18)* “¡Ah, Dios, llevadnos amorosamente a ti!” (N. del T.) (19)* “¡Habla ebria la lejanía / como de futura, gran felicidad!” (N. del T.) (20)* “Encima del jardín y por los aires” (N. del T.) (21)* “¡Ella es tuya, ella es cosa tuya!” (N. del T.) (22)* “Sobre cimas y siembras / hasta dentro del brillo - / ¿quién puede adivinarla? / ¿quién puede alcanzarla? / Los

pensamientos se mecen, la noche se ha callado, / los pensamientos son libres. Sólo la descifra el que ha pensado en ella, / en el rumor de la floresta, / cuando ya nadie vela, / si no son las nubes

que vuela - / Mi amor es callado / y hermoso como la noche” (N. del T.). (23)* “¡Y no me gusta guardarme!” (N. del T.) (24)* “Noche, nubes, a dónde van, / lo sé muy bien.” (N. del T.) (25)* “En la noche luego escuchaba mi amor / en la ventana, dulce y desvelada.” (N. del T.) (26)* “Una niña de ensueño dulce.” (N. del T.) (27)* “Canción, con lágrimas medio escrita.” (N. del T.) (28)* “Oigo murmurar los arroyuelos. / En el bosque, de aquí para allá y de allí para acá, / En el bosque, en el

murmullo / No sé dónde estoy.” (N. del T.) (29)* “Pasan nubes como sueños pesados.” (N. del T.) (30)* “Si prefieres un cervatillo a otros, / no le dejes pacer solo.” (N. del T.) (31)* “Ya brilla el campo como pulimentado.” (N. del T.) (32)* “Confuso como en sueños.” (N. del T.) (33)* “Fantástica noche.” (N. del T.) (34)* “Phantastisch” es extranjerismo. (N. del T.) (35)* “Duerme una canción en todas las cosas, / que ahí sueñan y sueñan, / y el mundo se pone a cantar / con sólo

que encuentres la palabra mágica.” (N. del T.) (36)* “Pasó una boda a lo largo del monte, / oí cantar a los pájaros, / de repente pasaron muchos jinetes en relámpago,

sonó el cuerno, / ¡ y fue una alegre caza! / Y antes de que me diera cuenta se había callado todo, / la noche cubrió el horizonte, / sólo desde los montes murmuraba aún el bosque, / y sentí escalofrío en el fondo del corazón.” (N. del T.)

(37)* “De la patria, roja tras los relámpagos.” (N. del T.) (38) Teodor A. Meyer, Das Stilgesetz der Poesie, 1901, p. 8. (39)* “Y así tengo yo, como la onda allí en el torrente, / que apagarme en mi rumor, sin ser oído, en el umbral de la

primavera.” (N. del T.) (40)* “No tengo más que el rumor.” (N. del T.) (41)* “¡Y cómo murmuran bosques y fuentes / y cantan del eterno Puerto!» (N. del T.) (42)* “Que el agua blanda en movimientos con el tiempo vence a la piedra. Tú me entiendes.” (N. del T.) (43)* “Brillaban tan doradas las estrellas, / estaba yo solitario en la ventana / y oía de gran lejanía / un cuerno de

postillón en la tierra silenciosa. / El corazón se me encendió en el pecho, / y pensé secretamente: / Ay, quién pudiera marcharse con ellos / en la soberbia noche estival.

“Dos jóvenes compañeros pasaron / por delante de la montaña, / les oí cantar caminando / a lo largo de la calma tierra: / de rocosos abismos de vértigo, / en los que los bosques murmuran suavemente, / de fuentes que desde los abismos / se precipitan en la noche del bosque.

“Cantaban de estatuas de mármol, / de jardines que, sobre la roca, / crecen salvajes en crepuscular verdura, / palacios a la luz de la luna, / en los que las muchachas escuchan desde la ventana, / cuando se despierta el son de los laúdes / y las fuentes murmuran desveladas / en la soberbia noche estival.» (N. del T.)

(44)* “Conoces el país en que florece el limonero…?” etc., célebres versos de Heine. (N. del T.) (45)* “Se derrumba la roca, y- el agua tras ella.” (N. del T.)

Page 33: Notas de Literatura

LA HERIDA HEINE El que quiera contribuir en serio al recuerdo de Heine en el centenario de su muerte, y no limitarse a un solemne

discurso de circunstancias, tiene que hablar de una herida: de lo que duele en Heine y de su relación con la tradición alemana, y de lo que se ha reprimido en Alemania después de la segunda guerra. El nombre de Heine es escándalo, y sólo el que así lo acepta sin intentar pintar la cosa de rosa puede esperar ser de alguna ayuda.

No han sido los nacionalsocialistas los primeros en difamar a Heine. Aún más: los nacionalsocialistas le han glorificado casi, involuntariamente, al poner debajo de la Loreley aquel célebre poeta desconocido que hizo inesperadamente una canción popular de aquellos versos secretamente burlones que recuerdan figurillas de parisinas ninfas renanas de alguna perdida ópera de Offenbach. El Buch der Lieder había hecho un efecto indescriptible, muy por encima del círculo meramente literario. Siguiendo a ese libro quedó finalmente arrastrada la lírica hasta el lenguaje del periódico y del comercio. Por eso cayó Heine, hacia 1900, en mala fama entre los responsables del espíritu. Puede sin duda atribuirse la condena de Heine pronunciada por la escuela de George al nacionalismo de ésta; pero la condena de Karl Kraus es imborrable por ese procedimiento. Desde entonces el aura de Heine es penosa, culposa, como si sangrara. Su propia culpa se convirtió en alibi de sus enemigos, aquellos enemigos cuyo odio al hombre medio judío provocó al final el horror in-decible.

Puede evitar el escándalo aquel que se limite al prosista. Cuyo rango, en aquel desconsolador nivel de la época situada entre Goethe y Nietzsche, salta sin más a la vista. Esta prosa heiniana no se agota en la capacidad de la consciente punta lingüística, en esa fuerza polémica no inhibida por servilismo alguno y tan extraordinariamente insólita en Alemania. Platen, por ejemplo, sintió en sí el efecto de esa fuerza cuando atacó como antisemita a Heine para recibir en respuesta un aplastante mazazo que perfectamente podría llamarse hoy existencial si no se tuviera tan exquisito cuidado en mantener el concepto de existencial puro de todo contacto con la existencia real de los hombres. Pero la prosa de Heine rebasa con mucho esas piezas de virtuosismo y bravura, gracias a su contenido. Si es un hecho que desde que Leibniz volvió la espalda a Spinoza fracasó toda Ilustración alemana por el hecho de que perdió el aguijón social y se decidió por la afirmación servil, Heine es el único de todos los nombres célebres de la poesía alemana que, a pesar de toda su afinidad con el romanticismo, ha conservado un concepto de Ilustración sin aguar. La inquietud que provoca a pesar de su ten-dencia conciliadora se debe precisamente a ese radical clima ilustrado. Con cortés ironía se niega Heine a introducir otra vez de contrabando lo recién demolido por la puerta trasera — o por la puertecilla dcl sótano, la de la “profundidad”. Puede dudarse de que Heine haya influido en el joven Marx tan intensamente como pretenden algunos jóvenes sociólogos. Políticamente, Heine fue siempre individuo inseguro: también para el socialismo. Pero respecto de éste, Heine ha sabido aferrarse a la idea de la plena felicidad en la imagen de una sociedad justa, idea pronto recubierta por los cascotes de sentencias como “el que no trabaja no debe comer”. En su aversión por la pureza y el rigor morales revolucionarios se anuncia su desconfianza contra lo mezquino ascético, cuya huella está ya presente en más de un temprano documento socialista y favoreció luego muchas tendencias de desarrollo perjudiciales. El individualista Heine, tan individualista que no aprendió de Hegel mismo más que individualismo, no se ha sometido sin embargo al concepto individualístico de intimidad e interioridad. Su idea de cumplimiento sensible y sensual incluye también la consumación en lo externo, la idea de una sociedad sin coacción ni negación.

Pero la herida es la lírica de Heine. En otro tiempo arrastró irresistiblemente su inmediatez. Esa lírica ha interpretado de tal modo el dictum goethiano acerca de la poesía de circunstancias que toda circunstancia u ocasión halló su poema y toda ocasión fue considerada oportuna para la poesía. Pero esa inmediatez estaba al mismo tiempo extraordinariamente mediada. Los poemas de Heine eran precipitados mediadores entre el arte y la continuidad ya sin sentido. Las vivencias elaboradas por esos poemas se les convertían bajo mano en “materia prima”, como ocurre con los escritores de páginas literarias de los periódicos, en materia prima sobre la cual se puede escribir; los matices y valores que esos poemas descubrían eran inmediatamente convertidos por los poemas mismos en cosas fungibles, y se entregaban al poder de un lenguaje ya listo y preparado para el consumo. La vida de que esos poemas dan testimonio sin muchos rodeos era ya para ellos cosa vendible; su espontaneidad es lo mismo que su cosificación. Mercancía y comercio se apoderan en Heine de la voz, la cual tuvo primero su esencial en la negación del tráfico. Tan enorme era la fuerza de la desarrollada sociedad capitalista, ya entonces conseguida, que la lírica no podía seguir ignorándolo si no quería hundirse en el provincialismo de la patria chica. Con ello Heine se alza en la modernidad del siglo XIX hasta la misma altura que Baudelaire. Pero Baudelaire, más joven que él, arranca a la modernidad misma, a la experiencia ya más hecha de la incesante destrucción y disolución, heroicamente, sueño e imagen, y hasta transfigura en imagen la pérdida misma de todas las imágenes. Las fuerzas para una tal resistencia se desarrollaron con las fuerzas mismas del capitalismo. En Heine, que aún dio textos para composiciones de Schumann, esas fuerzas no estaban aún tan tensas. Por eso se ha entregado más voluntariamente a la corriente, ha aplicado a los arquetipos románticos tradicionales una técnica poética, por así decirlo, que correspondía como técnica de reproducción a la naturaleza de la era industrial, y no ha llegado a alcanzar propiamente arquetipos de la modernidad.

Precisamente esto es lo que avergüenza a los posteriores. Pues desde que existe arte burgués tal que los artistas tienen que ganarse la vida sin protectores, esos artistas han reconocido secretamente, junto a la autonomía de su ley formal, también la ley del mercado, y han producido para consumidores. Sólo que la dependencia se oculta tras el anonimato del mercado. Ese anonimato permitía al artista presentarse a sí mismo y a otros como puro y autónomo, y se pagó incluso esa apariencia de pureza y libertad. El ilustrado Heine ha arrancado la máscara al romántico Heine, que vivía de esa felicidad de la autonomía, y así ha puesto en primer plano el carácter de mercancía latente y oculto hasta el momento. Eso es lo que

Page 34: Notas de Literatura

no se le ha perdonado nunca. EJ conformismo de sus poesías, que juega de todos modos sobre sí mismo, y, por tanto, se autocrítica, demuestra que la liberación del espíritu no fue liberación del hombre, ni por tanto tampoco liberación del espíritu.

Mas la cólera de los que por obra de Heine tienen que ver el misterio de su propia humillación en la humillación confesada del poeta se dirige con sádica seguridad al punto más débil de Heine, al fracaso de la emancipación de los judíos. Pues la fluidez y obviedad del lenguaje de Heine, tomadas del lenguaje comunicativo, son todo lo contrario de la nacional estancia protectora en el lenguaje. Sólo dispone del lenguaje como de un instrumento aquel para el cual el lenguaje es en realidad ajeno, extraño. Si fuera en verdad el suyo, él tendría que soportar la dialéctica entre la propia palabra y la palabra ya dada, y la lista y tersa, irreprochable estructura lingüística se le desharía entre las manos. La lengua es extranjera para el sujeto que la utiliza como cosa usada. La madre de Heine, a la que él amaba, no dominaba del todo el alemán. La docilidad de Heine para con la palabra corriente y de moda es precisamente el exceso de celo, un tanto imitativo, del excluido. El lenguaje asimilativo es el lenguaje de la identificación fracasada. La célebre historia según la cual el joven Heine contestó a la pregunta del viejo Goethe acerca de lo que llevaba entre manos diciendo que estaba componiendo “un Fausto”, tras de lo cual fue despedido poco amablemente, ha sido explicada por el propio Heine remitiéndose a su timidez. Su petulancia era hija de la emoción de aquel al que gustaría que le aceptaran tal como es, sin conseguir con ello más que excitar doblemente a los autóctonos, los cuales, reprochándole lo imposible de su adaptación, consiguen así acallar el grito de la propia culpa, a saber, la culpa de haberle excluido. Tal es aún hoy día el trauma que provoca el nombre de Heine, y ese trauma no puede curarse más que si se reconoce claramente, en vez de reprimirlo turbia y preconscientemente.

Pero la posibilidad de salvación yace precisamente encerrada en la lírica misma de Heine. Pues la fuerza del burlón impotente rebasa su propia impotencia. Sí toda expresión es huella de sufrimiento, Heine ha conseguido convertir en expresión de la ruptura su propia insuficiencia lingüística, la carencia de lengua de su mismo lenguaje. Tan grande fue el virtuosismo de aquel que tocó el lenguaje como en un teclado; tan grande que llegó incluso a hacer de la insuficiencia de su palabra el medio expresivo de un poeta al que ha sido dado decir todo lo que sufre. El fracaso se trasmuta en plenitud. No en la música de los que la pusieron a sus Lieder, pues hasta cuarenta años después de la muerte del poeta no se revela completamente la esencia heiniana en la música de Gustav Mahler, en la que el resquebrajamiento de lo trivial y derivado llega a expresión de lo más real, a lamento salvajemente desencadenado. Por vez primera, en efecto, los cantos de Mahler de los soldados que desertan por nostalgia de su tierra, las explosiones de la marcha fúnebre de la quinta sinfonía, las canciones populares con el agrio cambio de tono mayor y tono menor, la convulsa gesticulación de la orquesta de Mahler, han liberado la música de los versos de Heine. Lo viejo y conocido adquiere en la boca del extranjero un algo de desmedido, de exagerado, y esto precisamente es la verdad. Sus cifras son las resquebrajaduras estéticas; esa verdad se niega a la inmediatez de un lenguaje pleno y redondo.

En el ciclo que el emigrante llamó Die Heimkehr (1)* se encuentran los versos: Mein Herz, meinm Herz ist traurig, Doch lustig leuchtet der Mai; Ich stehe, gelehnt an der Linde, Hoch auf der alten Bastei. Da drunten fliesst der blaue Stadtgraben in stiller Ruh; Ein Knabe fährt im Kahne, Und angelt und pfeift dazu. Jenseits erheben sich freundlich, In winziger, bunter Gestalt Lusthäuser, und Gärten, und Menschen, Und Ochsen, und Wiesen, und Wald. Die Mägde bleichen Wäsche, Und springen im Gras herum: Das Mühlrad stäubt Diamanten, Ich höre sein fernes Gcsumm. Am alten grauen Turme Ein Schilderhäuschen steht; Ein rotgeröckter Bursche Dort auf und nieder geht. Er spielt mit seiner Flinte, Die funkelt im Sonnenrot, Er präsentiert und schultert- Ich wollt, er schösse micht tot. (2)*

Page 35: Notas de Literatura

Cien años han hecho falta para que la falsa poesía popular, intencionadamente falsa, llegara por fin a ser un gran poema: la visión del sacrificio. El tema estereotipado de Heine, el amor sin esperanza, es metáfora del desarraigo de apátrida, y la lírica dedicada a ese tema es un esfuerzo por asumir la extrañación misma y ponerla en el más íntimo círculo de experiencia. Hoy, luego de cumplirse literalmente el destino presentido por Heine, la desradicación sin patria lo es ya de todos: todos están dañados en su ser y en su lenguaje como lo estuvo el “excluido”. Su palabra es pues representativa de la palabra de todos: no hay ya más patria que un mundo en el cual no hubiera ya excluidos: el mundo de la humanidad realmente liberada. La herida Heine no se cerrará sino en una sociedad que consumara la reconciliación.

Notas (1)* El regreso a la patria. (N.del T.) (2)* “‘Mi corazón, mi corazón está triste, / pero mayo brilla alegre; / estoy de pie, apoyado al tilo, / arriba en las viejas

murallas. “Allá abajo discurre el agua azul / de los fosos, en calma tranquila; / un muchacho va en una barca, / y pesca y silba

además. “Más allá se yerguen amables, / en diminuta y abigarrada figura / villas, jardines, y hombres, / y bueyes, y prados y

bosque. “Muchachas blanquean la ropa, / y saltan en torno por la hierba: / la rueda del molino pulveriza diamantes, / oigo su

lejano zumbido. “Junto a la vieja torre gris / hay una pequeña garita; / un mozo de guerrera roja / marcha allí arriba y abajo. “Juega con su mosquetón, / que lanza destellos al rojo del sol, / presenta armas, pone arma al hombro - / yo quisiera

que me matara de un tiro” (N.delT.)

Page 36: Notas de Literatura

RETROSPECTIVA SOBRE EL SURREALISMO La difundida teoría del surrealismo que se encuentra recogida en los manifiestos de Breton, pero que domina también

la literatura secundaria, pone al surrealismo en relación con el sueño, con lo inconsciente, incluso con los arquetipos de Jung, los cuales habrían encontrado su lenguaje gráfico, liberado de los añadidos del yo consciente, en los collages y en la escritura automática. Así, los sueños jugarían con los elementos de la realidad como en el procedimiento de esos géneros. Pero si por una parte ningún arte está obligado a entenderse a sí mismo — y casi se tiene la tentación de considerar incompatibles ese entenderse a sí mismo y su éxito —, por otra parte, tampoco es necesario someterse a esa concepción programática repetida por los divulgadores. En general, lo mortal de toda interpretación de arte, incluso de la filosóficamente responsable, es que se ve obligada a expresar lo extraño y sorprendente, puesto que tiene que hacerlo en conceptos, por medio de lo ya sólito, eliminando así con la explicación misma lo único que necesitaba ser explicado: en la medida en que toda obra e arte espera su explicación, en esa misma medida comete, aunque sea contra su propia intención, alguna fragmentaría traición en favor del conformismo. Si el surrealismo no fuera en realidad más que una colección de ilustraciones literarias y gráficas a Jung o hasta a Freud, no sólo duplicaría superfluamente lo que ya expresa la teoría, con la pretensión de disfrazarla metafóricamente, sino que, además, sería de tan trivial inocencia que no quedaría sitio para el scandal que se propone el surrealismo y que es su verdadero elemento vital. Nivelar el surrealismo con la teoría psicológica del sueño es someterlo ya a la vergüenza de lo oficial y aceptado. A la entendida afirmación “Esto es una figura paterna” se añade hoy el satisfecho “Ya sabemos de qué se trata”, y lo que no pretende ser más que sueño deja siempre, como reconoció Cocteau, la realidad tal cual era, por más que la imagen aparezca muy dañada.

Pero esa teoría del surrealismo yerra la cosa. Así no se sueña; nadie sueña así. Las formaciones surrealistas no pasan de tener analogía con el sueño, por el hecho de que ponen fuera de juego la lógica habitual y las reglas de la existencia empírica; pero en cambio siguen respetando las cosas aisladas separadas violentamente unas de otras, siguen respetando todos sus contenidos, y hasta acercan el humano a la figura cósica. El contenido es desmenuzado y reagrupado, pero no es disuelto. Cierto que el sueño también procede así, pero el mundo cósico aparece en él incomparablemente más velado, menos puesto como realidad que en el surrealismo, en el cual el arte da sacudidas al arte. El sujeto, que actúa en el surrealismo mucho más abierta y menos inhibidamcnte que en los sueños, aplica precisamente sus energías a la tarea de borrarse a sí misma, objetivo que en el sueño se cumple sin necesidad de ninguna energía; pero con ello resulta todo más objetivo que en el sueño, en el que el sujeto, ausente por anticipado, da color y penetra a todo lo que ocurre, pero entre bastidores. Los surrealistas mismos se han dado cuenta mientras tanto de que tampoco en la situación psicoanalítica se asocian los contenidos del modo como ellos los componen en su arte. Por lo demás, incluso la arbitrariedad de las asociaciones psicoanalíticas está muy lejos de ser arbitraria. Todo analista sabe el trabajo y el esfuerzo, el gasto de voluntad que hace falta para hacerse dueños de la expresión involuntaria, expresión que ya en la situación analítica — por no hablar de la artística del surrealista — no se forma sino gracias a ese esfuerzo. En las ruinas del mundo que presenta el surrealismo no se manifiesta el en sí del inconsciente. Si se juzgaran según esa pretensión, los símbolos del surrealismo resultarían demasiado racionalistas. Interpretaciones en este sentido canalizarían la exuberante multiplicidad del surrealismo por unos pocos raíles, la reducirían a unas pocas y pobres categorías, como el complejo de Edipo, sin alcanzar la fuerza que, si no siempre emana de las obras de arte surrealistas, sí lo hace, al menos, de su idea; tal parece haber sido la reacción de Freud a propósito de Dalí.

Tras la catástrofe europea los shocks surrealistas han perdido toda fuerza. Es como si hubieran salvado Paris por su disposición al terror angustiado: la ruina de la ciudad fue su centro. Si se quiere, según esto, superar el surrealismo en el concepto, habrá que recurrir no a psicología, sino a su procedimiento artístico. El esquema del procedimiento artístico del surrealismo es, sin discusión, el montage. Seria fácil mostrar que también la pintura propiamente surrealista opera con sus motivos de ese modo, y que el discontinuo amontonamiento estructurado de imágenes en la lírica surrealista tiene también el carácter del montage. Pero, como es sabido, esas imágenes proceden, literalmente en parte, y en parte según el espíritu, de las ilustraciones de fines del siglo XIX entre las que se movieron los padres de la generación de Max Ernst; ya en los años veinte hubo, más acá del ámbito surrealista, colecciones de tal material gráfico, como Our Fathers de Allan Both, que participaron parasitariamente del shock surrealista y, por amor del público, se ahorraron al mismo tiempo el esfuerzo de extrañación del montage. Pero la práctica propiamente surrealista ha mezclado esos elementos con otros insó-litos. Estos precisamente les han suministrado, por el shock, la sensación del ¿dónde he visto yo esto? Así pues, no será lícito sospechar la afinidad con el psicoanálisis en un simbolismo del inconsciente, sino en el intento de descubrir, mediante explosiones, experiencias infantiles. Lo que el surrealismo añade a los reproductores del mundo cósico es lo que hemos perdido de nuestra infancia: cuando éramos niños, aquellas revistas ilustradas ya entonces anticuadas nos habrán asaltado como ahora los cuadros surrealistas. El momento subjetivo de todo ello se encuentra en la acción de montage: ésta, tal vez en vano, pero indiscutiblemente según su intención, querría producir percepciones tal como debieron ser entonces. El huevo gigantesco del que en cualquier momento puede salir el monstruo de un juicio final es tan grande porque nosotros éramos muy pequeños la primera vez que vimos, con escalofrío, el huevo.

Lo anticuado sirve para producir ese efecto. En la modernidad resulta ya paradójico el que en vez de encontrarse siem-pre bajo la fijación del siempre igual de la producción en masa tenga aún historia- Esta paradoja se aliena a ella y se convierte, con estas “estampas infantiles de la modernidad”, en expresión de una subjetividad que, junto con el mundo, se ha hecho también ella extraña a sí misma. La tensión propia del surrealismo, la tensión que se descarga en el shock, es una tensión entre esquizofrenia y cosificación; no es, por tanto, una animación psicológica. El sujeto absolutizado, que dispone

Page 37: Notas de Literatura

libremente de sí, que se ha desentendido de toda consideración del mundo empírico, revela ser, a la vista de la cosiflcación total que le remite totalmente a sí mismo y a su protesta, algo “des-animado”, algo virtualmente muerto. Las imágenes dialécticas del surrealismo lo son de una dialéctica de la libertad subjetiva en la situación de una falta de libertad objetiva. En esas imágenes se petrífica el dolor cósmico europeo, como Níobe al perder a sus hijas; en ellas abandona la sociedad burguesa su esperanza en una propia supervivencia. Apenas podrá sospecharse que algún surrealista haya leído la Fenomenologia del Espfritu de Hegel; pero una frase de ésta, frase que hay que pensar en relación con la otra proposición más general que habla de la historia como el progreso en la conciencia de la libertad, define el contenido surrealista. “Por eso la única obra y la única acción de la libertad general es la muerte, y precisamente una muerte que no tiene dimensión ni cumplimiento internos algunos. El surrealismo ha hecho causa propia de la crítica dada en esa frase; esto explica sus impulsos políticos contra la anarquía, los cuales resultan sin embargo incompatibles con aquel contenido. Se ha dicho de la citada frase de Hegel que en ella la Ilustración se resuelve a sí misma mediante su propia realización; y el surrealismo mismo no podrá entenderse a nivel más modesto, como lenguaje de la inmediatez, por ejemplo, sino sólo como testimonio de la inversión de la libertad abstracta en el dominio de las cosas, y, con él, en mera naturaleza. Los montages del surrealismo son las verdaderas naturalezas muertas. Al componer lo anticuado crean efectivamente nature marte.

Esas imágenes no son imágenes de un algo interno, sino más bien fetiches — mercancías-fetiche — a los que en otro tiempo se adhirió lo subjetivo, la líbido. Estas imágenes recuperan la infancia no por inmersión en el hombre, sino con esos fetiches. Modelos del surrealismo serían en realidad las pornografías. Lo que ocurre en los collages, lo que en ellos se impone convulsamente como un tenso gesto de voluptuosidad en la boca, se parece a las transformaciones por que atraviesa una exposición pornográfica en el momento de la satisfacción del voyeur. Senos cortados, piernas de muñecas de moda en medias de seda, como se encuentran en los collages, son notas recordatorias de aquellos objetos de los instintos parciales de los cuales se despertó en otro tiempo la líbido. En ellas lo olvidado, cósico, muerto, se revela como aquello que propiamente quería el amor, aquello con lo cual quería identificarse, aquello a lo que nos parecemos. El surrealismo está emparentado con la fotografía porque es un despertar petrificado. Sin duda son imagines lo que cosecha, pero no las imágenes invariantes y sin historia del sujeto inconsciente — la concepción convencional querría neutralizarlas en este sentido —, sino imágenes históricas, en las que lo más interno del sujeto toma conciencia de sí mismo como de su exterio-ridad, como imitación de algo histórico-social. “Venga, Joe, toca como era la música de entonces”.

Pero con ello constituye el surrealismo el complemento de la objetividad con la que es contemporáneo su nacimiento. El espanto que, en el sentido de las palabras de Adolf Loos, sentía por el ornamento — como crimen — la escuela de la objetividad se moviliza gracias al shock surrealista. La casa tiene un tumor: sus miradores. Los pinta el surrealismo: nace de la casa una excrecencia de carne. Las imágenes infantiles de la modernidad son la quintaesencia de aquello que recubre la escuela de la objetividad porque ello recuerda a ésta su propio ser cósico y el hecho de que no es capaz de dominarlo, que su racionalidad sigue siendo racional. El surrealismo colecciona todo lo que la escuela de la objetividad niega al hombre; las deformaciones dan testimonio de lo que la prohibición ha hecho con lo deseado y prohibido. Gracias a esas deformaciones salva el surrealismo lo anticuado, un álbum de idiosincrasias en las que va poniéndose amarilla la pretensión de felicidad que los hombres se ven negada en su propio mundo tecnificado. Y si hoy día hasta el surrealismo resulta anticuado, ello se debe a que los hombres se niegan ya incluso a aquella conciencia de privación que queda apresada en lo negativo del surrealismo.

Page 38: Notas de Literatura

SIGNOS DE PUNTUACIÓN Cuanto menor es la significación o la expresión de los signos de puntuación, tomados aisladamente, cuanto más

constituyen en el lenguaje el contrapolo del nombre, tanto más resueltamente cobra cada uno de ellos su propio valor local fisiognómico, su propia expresión, la cual, sin duda, es inseparable de su función sintáctica, pero no se agota ni mucho menos en ella. La experiencia del Grünen Heinrich que, preguntado por la P mayúscula gótica, exclama: ¡es el Pumpernickel! (1)* es experiencia aún más válida para las figuras de la interpunción. ¿No parece el signo de exclamación un índice amenazadoramente erguido? ¿No son los signos de interrogación como luces intermitentes o como una caída de párpados? Los dos puntos abren, según Karl Kraus, la boca: ¡ay del escritor que no sepa saciarla! El punto y coma recuerda ópticamente unos bigotes colgantes; aún más rudamente siento su violento sabor. Las comillas se pasan la lengua por los labios, tontiastutas y satisfechas.

Todos son señales del tráfico; en última instancia, éstas son imitaciones de ellos. Los puntos de exclamación son el rojo, los dos puntos son el verde, los guiones dan orden de stop. Error de la escuela de George fue basarse en eso para confundirlos con signos de comunicación. Más bien son signos de dicción o elocución; no están al atento servicio del tráfico del lenguaje con el lector, sino que sirven jeroglíficamente a un tráfico que se desarrolla en el interior del lenguaje, en sus propias vías. Por eso es superfluo ahorrarlos por superfluos: pues con ello no se consigue más que que se disimulen. Todo texto, incluso el más densamente tejido, los cita sin más, amistosos espíritus de cuya presencia sin cuerpo se alimenta el cuerpo del lenguaje.

En ninguno de sus elementos es el lenguaje tan musical como en los signos de puntuación. Coma y punto corresponden a finales o semifinales. Los signos de exclamación son como silenciosos golpes de platillos; los signos de interrogación son modulaciones de frasco hacia arriba o hacia abajo; los dos puntos son acordes dominantes de séptima; y sólo percibirá suficientemente la diferencia entre la coma y el punto y coma aquel que conozca el diverso peso del fraseo fuerte y el fraseo débil en la forma musical. Pero tal vez la idiosincrasia contra los signos de puntuación que se produjo hace unos cincuenta años y que no pasará por alto ninguna persona atenta, no sea tanto sublevación contra un elemento ornamental cuanto poso de la violencia con la cual tienden a separarse música y lenguaje. De ningún modo se podrá, en todo caso, considerar casualidad el hecho de que el contacto de la música con los signos de puntuación estuviera ligado con el esquema de la tonalidad que ha sucumbido desde entonces, de tal modo que podría describirse hoy perfectamente el esfuerzo de la nueva música como un esfuerzo por conseguir signos de puntuación sin tonalidad. Pero si la música está obligada a mantener en los signos de puntuación la imagen de su semejanza con el lenguaje, es muy posible que el lenguaje esté obedeciendo a su semejanza con la música cuando desconfía de los signos de puntuación.

La diferencia entre el punto y coma griego, aquel punto alto que quiere impedir a la voz que se hunda, y el punto y coma moderno, que, con el punto y el trazo inferior consuma precisamente ese hundimiento, y al mismo tiempo, porque sigue conservando el punto, deja la voz en el aire, en una imagen verdaderamente dialéctica, parece la diferencia entre la antigüedad y la era cristiana, la era de la finitud rota por la infinitud; aunque la comparación tenga el peligro de que resulte que el signo griego de punto alto haya sido introducido por los humanistas del siglo XVI. En los signos de puntuación se ha sedimentado historia, y ella es, más que la significación o la función gramatical, la que mira desde cada uno de ellos, petrificada y con ligero escalofrío. Un poco más y uno no querría admitir como verdaderos signos de puntuación sino los de la escritura alemana llamada Fraktur, (2)* cuya imagen gráfica conserva rasgos alegóricos, mientras que los de la antigua (3)* no serian más que imitadores secularizados.

La esencia histórica de los signos de puntuación se manifiesta en el hecho de que en ellos queda anticuado precisamente aquello que en otro tiempo fue moderno. Los signos de exclamación (4)* se han hecho insoportables en su condición de gestos de autoridad con los que el escritor pretende infundir desde fuera un énfasis que la cosa misma no ejerce, mientras que la correspondencia musical del signo de exclamación, el sforzato, sigue siendo hoy tan imprescindible como en tiempos de Beethoven, cuando señaló la irrupción de la voluntad subjetiva en el tejido musical. Pero los signos de exclamación han degenerado hasta ser usurpadores de autoridad, de insistencia en la importancia. Ellos acuñaron un día la forma gráfica del expresionismo alemán. Su acumulación se rebela contra la convención, y fue al mismo tiempo síntoma de la impotencia ante la tarea de modificar desde dentro la articulación del lenguaje, impotencia por la cual hubo que limitarse a sacudirle desde afuera. Los signos de exclamación sobreviven como monumentos recordatorios de la ruptura entre idea y realización, propia de la época, y su desasistida conjuración se salva en el recuerdo: son un desesperado gesto escrito que en vano quiere rebasar el lenguaje. En ese gesto se quemó el expresionismo; con los signos de exclamación se declaró a sí mismo el expresionismo que había conseguido el efecto que buscaba, y con eso mismo se le reventó el efecto como un globo hinchado. En los textos expresionistas, los signos de exclamación nos parecen hoy como los ceros y ceros en las cifras de millones de los billetes de banco alemanes de la inflación.

Los diletantes literarios se revelan en el hecho de quererlo enlazar todo. Sus productos meten a martillazos las frases unas en otras por medio de partículas lógicas, sin que realmente estén imperando las relaciones lógicas afirmadas por esas partículas. Aquel que es incapaz de pensar verdaderamente nada como unidad no puede soportar tampoco nada que le recuerde lo fragmentario y separado; sólo el que es capaz de un todo sabe de cesuras, las cuales se aprenden con los guiones. En el guión el pensamiento toma conciencia de su carácter de fragmento. No es casual que en la era de la progresiva decadencia del lenguaje este signo se descuide y abandone precisamente en el lugar en que cumple su fin, a saber, cuando separa lo que finge ser unido. Hoy día no sirve mas que para preparar traidoramente a sorpresas que precisamente así dejan de serlo.

Page 39: Notas de Literatura

El guión serio: su maestro insuperable en la literatura alemana del siglo XIX fue Theodor Storm. Rara vez se encuentran los signos de puntuación tan entregados al contenido como en sus narraciones; son líneas silenciosas hacia el pasado, arrugas en la frente de los textos. La voz que habla cae con ellos en preocupado silencio: el tiempo que los signos colocan entre dos frases es tiempo de gravosa herencia, y tiene, desnudo y yermo entre los hechos sucesivos, algo de la desgracia de la conexión natural y del pudor que suscita el tocarla. Tan discretamente se esconde el mito en el siglo XIX; busca escondrijo en la tipografía.

Entre las pérdidas con las que la interpunción participa de la decadencia del lenguaje está aquel trazo inclinado que separa por ejemplo versos de una estrofa citados en un contexto de prosa. Puestos como estrofa, esos versos romperían barbáricamente el tejido lingüístico; impresos simplemente como prosa, los versos hacen un efecto ridículo, porque el metro y la rima parecen entonces casualidad burlesca o como de adivinanzas; y el guión moderno es demasiado craso y violento para dar de sí lo que tendría que dar en este caso. La capacidad de percibir fisiognómicamente tales diferencias es presupuesto de todo uso adecuado de los signos de puntuación.

Los tres puntos, con los que en tiempos del impresionismo ya comercializado a fabricación de estado de ánimo se gustaba de dejar significativamente abiertas las frases, sugieren la infinitud de pensamiento y asociación, la infinitud de que carece precisamente el afectado que tiene que limitarse a sugerirla con esa imagen gráfica. Pero si, como hizo la escuela de George, se reduce el número de esos puntos, tomados en préstamo de la representación de la serie infinita de las fracciones decimales, a dos, se tiene la esperanza de poder seguir reclamando sin delito la infinitud ficticia, al disfrazar de exactitud lo que según su sentido quiere ser inexacto. Pero no es superior a la interpunción del afectado impúdico la del afectado pudoroso.

No se deben usar comillas más que cuando se transcribe algo, al citar, o, a lo sumo, cuando el texto quiere distanciarse de una palabra a la que se refiere. Pero deben rechazarse y despreciarse como expedientes de ironía. Pues en este caso ellas dispensan al escritor de tener realmente aquel espíritu cuya reivindicación es inalienablemente la ironía; y así pecan contra su propio concepto, pues se separan de la cosa y fingen que el juicio sobre ésta ha recaído ya. La acumulación de comillas irónicas en Marx y Engels son sombras que el proceder totalitario lanza anticipativamente sobre sus escritos, a pesar de que éstos mentan precisamente lo contrario; son pues la semilla de la que finalmente nació lo que Karl Kraus llamó el Moskauderwelsch.(5)* La indiferencia respecto de la expresión lingüística, indiferencia que se manifiesta en la entrega mecánica de la intención al clisé tipográfico, despierta la sospecha de que se haya puesto freno a la dialéctica que constituye propiamente el contenido de la teoría, y de que el objeto se subsuma a la teoría, desde arriba, sin elaboración mediadora. Cuando hay algo que decir, la indiferencia respecto de la forma literaria indica siempre dogmatización del contenido. La ciega sentencia de las comillas irónicas es el gesto gráfico de esa dogmatización.

Theodor Haecker se aterraba con razón de que el punto y coma estuviera muriendo: en este hecho veía que no hay ya nadie capaz de escribir un período. En relación con esto está el miedo a períodos largos, de a página, miedo suscitado por el mercado, el miedo al cliente que no quiere esforzarse y al que fueron adaptándose primero los redactores y luego los escritores, para ganarse la vida, hasta inventar al final de su adaptación ideologías como la de la lucidez, la dureza objetiva, la precisión comprimida. Pero en esta tendencia son inseparables el lenguaje y la cosa. Con el sacrificio del periodo el pensamiento mismo se hace de poco aliento. La prosa se rebaja a la proposición de protocolo, hija favorita de los positivistas, al mero registro de los hechos, y mientras la sintaxis y la interpunción renuncian al derecho de articular y formar ese registro, de ejercer crítica sobre él, el lenguaje se dispone a capitular ante el ente mero ya antes de que el pensamiento tenga tiempo suficiente para realizar otra vez, celosamente y por sí mismo, esa capitulación. La cosa empieza con la pérdida del punto y coma, y termina con la ratificación de la oligofrenia por una racionalidad de la que se ha extirpado todo añadido.

La sensibilidad del escritor para la interpunción se comprueba en el tratamiento de lo parentético. El prudente se inclinará a poner los elementos parentéticos entre guiones, y no entre paréntesis, pues éstos sacan completamente de la frase el elemento parentético, crean por así decirlo enclaves, cuando el hecho es que todo lo que se presenta en una buena prosa debe ser imprescindible para la estructura total; con la admisión de prescindibilidad, los parentesis abandonan tácitamente la pretensión de integridad de la formación lingüística y capitulan ante la banausía pedante. Los guiones en cambio, que concentran los elementos parentéticos en el curso mismo del río, sin encerrarlos en prisiones, mantienen al mismo tiempo seguras la relación y la distancia. Pero del hecho de que una ciega confianza en su capacidad de conseguir ese objetivo sería ilusoria si lo esperara sólo del mero medio, mientras que ese objetivo no puede conseguirse sino por el lenguaje y la cosa mismos, de ese hecho característico de la alternativa entre guiones y paréntesis se desprende lo abstractamente caducas que son las normas de la interpunción. Proust, al que nadie acusará fácilmente de banausía y cuya pedantería no es más que un aspecto de su magnífica fuerza micrológica, ha trabajado sin preocupaciones con paréntesis, probablemente porque en sus dilatados períodos lo parentético resultaba tan largo que su mera longitud habría anulado los guiones. Necesitaba diques más firmes para no inundar el período entero, provocando aquel caos del que cada uno de esos períodos había sido conseguido con enorme esfuerzo. La razón del uso interpuncional de Proust se encuentra empero sólo en la disposición de su obra novelística entera: que se rompa la apariencia de continuo de la narración, que por todas sus ventanas está dispuesto a penetrar en él el narrador asocial para iluminar el oscuro temps-durée con la linterna sorda de un recuerdo no tan involuntario y arbitrario como parece. Sus paréntesis, que interrumpen la forma gráfica igual que la dicción, son monumentos de los momentos en que el autor, cansado de apariencia estética y desconfiado respecto de la auto-suficiencia de los acaecimientos que va hilando de sí mismo, echa abiertamente mano de las riendas.

El escritor se encuentra en necesidad permanente ante los signos de puntuación; si al escribir no se fuera plenamente dueño de sí mismo, se sentiría la imposibilidad de colocar correctamente ni un solo signo de puntuación y se renunciaría definitivamente a escribir. Pues es imposible unificar las exigencias de las reglas de la interpunción y de las necesidades

Page 40: Notas de Literatura

subjetivas de lógica y expresión: con los signos de puntuación pasa a protesto la letra de cambio librada por el escritor al lenguaje. El que escribe no puede ni entregarse a las reglas muchas veces rígidas y groseras, ni tampoco ignorarlas, si no quiere caer en una especie de caprichoso disfraz, ni herir, a causa de una intensificación de lo inaparente — pues inaparente es el elemento vital de la interpunción — la esencia de las reglas. A la inversa, empero, puede el que escribe, si su intención es seria, negarse a sacrificar nada de lo que él busca a una generalidad con la que hoy día no puede sentirse enteramente identificado nadie que escriba y con la que no podría identifícarse sino al precio del arcaísmo. El conflicto debe soportarse cada vez, y hace falta mucha fuerza o mucha estulticia para no desanimarse. Sería en todo caso de aconsejar que se procediera con los signos de puntuación como los músicos con los prohibidos procesos de armonías y voces. En toda interpunción, como en toda conducta musical de este tipo, puede observarse si lleva realmente en sí una intención o no es más que una chapuza; y, más sutilmente, si la voluntad subjetiva rompe brutalmente la regla, o bien si es que el sopesador sentimiento la piensa cuidadosamente y la hace vibrar incluso cuando la suspende. Esto se comprobará especialmente en el más modesto de todos los signos, la coma, cuya movilidad es la que más se adapta a la voluntad expresiva, pero que, precisamente por esa su proximidad al sujeto, desarrolla todas las astucias del objeto y se hace especialmente susceptible de pretensiones de que nadie la creería capaz. En todo caso, hoy día seguramente procederá del mejor modo el que se atenga a la regla: mejor defecto que exceso. Pues los signos de puntuación, que articulan el lenguaje y acercan así la escritura a la voz, se han separado de toda escritura precisamente por su independización lógico-semántica, y entran así en conflicto con su propio ser mimético. El uso ascético de los signos de puntuación intenta corregir un tanto esto. Toda cuidadosa evitación de un signo es por ello una reverencia que la escritura tributa al sonido al que ahoga.

Notas (1)* Pan negro de Westfalia. (N. del T.) (2)* “Fraktur = la escritura que llamamos gótica en los países latinos. (N. del T.) (3)* Antigua = escritura de modelo romano. (N. del T.) (4)* Los signos de exclamación se usan mucho más en alemán que en castellano. (N. del T.) (5)* Juego de palabras con Moskau, Moscú, y Kauderweisch, gallinatias; el autor gusta de traerlo a colación. Cfr.

Prismas. (N. del T.)

Page 41: Notas de Literatura

EL ARTISTA COMO LUGARTENIENTE La recepción de Paul Valéry en Alemania, que no se ha conseguido plenamente todavía, plantea dificultades

especiales porque su pretensión y reivindicación se basan ante todo en la obra lírica. Apenas será necesario perder palabras para justificar la afirmación de que la lírica no puede ni con mucho trasponerse a una lengua extranjera como la prosa; y aún menos la poésie pure del discípulo de Mallarmé, despiadadamente cerrada y adensada contra toda comunicación con un lector predeterminado. Con razón ha dicho precisamente George que la tarea de traductor de lírica no consiste en absoluto en introducir en la propia lengua un autor extranjero, sino en levantarle en ella un monumento o, como formula Benjamin el mismo pensamiento, en ampliar e intensificar la propia lengua mediante la irrupción de la obra poética extranjera en ella. A pesar de ello, sin embargo, hoy día es imposible imaginar el material histórico de la literatura alemana sin Baudelaire, no obstante, o acaso gracias a la intransigencia de su gran traductor. Nada semejante a propósito de Valéry; ya Mallarmé, por lo demás, permaneció esencialmente cerrado para Alemania. Y si la selección de versos de Valéry que intentó Rilke no ha conseguido nada de lo logrado por la gran obra traductora de George o también acaso por la traducción de Swimburne por Borchardt, la razón de ello no es sólo la ruda hostilidad del objeto. Rilke ha violado la ley fundamental de toda traducción legítima, la fidelidad a la palabra, y precisamente frente a Valéry ha caído en un ejercicio de imprecisa poetización reproductora que ni hace justicia al modelo ni consigue levantarse en sí misma plena libertad por fuerza de su rigurosa reproducción. Basta comparar con el original la versión rilkiana de uno de los poemas más célebres, y efectivamente más hermosos, de Valéry, Les pas, para darse cuenta de que el encuentro de los dos poetas tuvo lugar bajo una estrella desfavorable.

Pero, como es sabido, la obra de Valéry no consta sólo de lírica, sino también de prosa, prosa de naturaleza verdaderamente cristalina y que se mueve provocativamente por el estrecho filo entre la conformación artística y la reflexión sobre el arte. Hay en Francia jueces muy competentes, Gide entre ellos, que conceden a esta parte de la obra de Valéry mayor peso que a la otra. En Alemania no ha sido apenas conocida, tampoco ella, hasta hoy, si se exceptúa Monsieur Teste y Eupalinos. Y si en esta ocasión me propongo hablar de uno de sus libros de prosa no es sólo por conseguir un poco de resonancia, que no necesita mendigar, para el célebre nombre de un autor prácticamente desconocido en Alemania, sino también y sobre todo, por atacar, con la fuerza real que alienta en su obra, la rígida antítesis entre arte comprometido o en gagé y arte puro. Esa antítesis es un síntoma de la peligrosa tendencia a la estereotipia, al pensamiento en fórmulas rígidas y esquemáticas, que hoy produce en todas partes la industria de la cultura y que ha penetrado también hace tiempo en el ámbito de la consideración estética. La producción amenaza con polarizarse en los estériles administradores de los valores eternos por una parte y los poetas de la desgracia por otra, de los cuales, por cierto, llega a no saberse a veces si no les resultan muy agradables los campos de concentración mismos, como lugares de encuentro con la nada. Querría mostrar aquí el histórico y social contenido que alienta precisamente en la obra de Valéry y le evita todo precipitado e incorrecto paso a la práctica; querría poner de manifiesto que la insistencia que se concentra en la inmanencia formal de la obra de arte no tiene necesariamente que ver con el elogio de ideas imprescindibles, pero ya dañadas, y que en un arte tal y en el pensamiento que se alimenta de él y le equivale puede manifestarse un saber de las transformaciones históricas de la esencia más profundo que el que aparece en manifestaciones que apuntan tan ansiosa y premeditadamente a las transformaciones del mundo que llegan con ello casi a perder el peso mismo del mundo que se trata de trasformar.

El libro al que me refiero es fácilmente accesible al lector alemán. Ha aparecido en la Bibliothek Suhrkamp (1)* y lleva el título alemán de Tanz, Zeichnung und Degas.(2)* La traducción es de Werner Zemp. Es una traducción atractiva, aunque no reproduzca siempre tan profundamente como desea la gracia del texto de Valérv, conseguida con inmenso esfuerzo. Pero a cambio de eso la traducción conserva el elemento de ligereza como tal, el elemento de arabesco y su paradójica relación con un pensamiento cargado hasta el extremo; por lo menos, el tomito no difundirá apenas el terror de la incomprensibilidad. Envidia produce la capacidad que tiene Valéry de formular juguetonamente, sin peso, las experiencias más sutiles y difíciles, según el programa que él mismo se pone al principio del libro sobre Degas: “Al modo como un lector algo distraído pasea el lápiz por los márgenes del libro y esboza, por su distracción y por el humor del lápiz, figurillas o arabescos indefinidos junto al texto impreso, así me propongo escribir lo que sigue, según ocurrencia y capricho, al margen de este par de estudios de Edgar Degas. Adjunto a esas figuras un poco de texto que no es necesario leer, o que, al menos, no tiene por qué ser leído de un tirón, y que no tiene, por lo demás, sino una laxa conexión con esos dibujos, o, aún más, que no está en ninguna relación directa con ellos” (p. 7). Esta capacidad de Valéry no puede reducirse perezosamente a ese comodín siempre aducido que es el talento formal de los escritores de lengua románica, ni tampoco al propio y excepcional talento suyo. Es una capacidad que se alimenta del incansable impulso a objetivar, a realizar, por decirlo con la palabra de Cézanne, impulso que no tolera nada oscuro, sin iluminar, sin resolver; impulso para el cual la trasparencia hacia afuera es medida del éxito en la interioridad.

Tanto más fácilmente podría causar escándalo el que un filósofo se ocupe de un libro escrito por un poeta esotérico sobre un pintor poseído por su oficio. Prefiero empezar por discutir esa objeción que provocarla ingenuamente; sobre todo porque esa discusión abre un acceso a la cosa misma. No considero tarea mía hablar de Degas, ni tampoco me siento a la altura de una tarea. Los pensamientos de Valéry a los que sí quiero en cambio referirme rebasan todos el tema del pintor impresionista. Pero son pensamientos conseguidos gracias a esa proximidad al sujeto artístico de que sólo es capaz aquel que produce él mismo con responsabilidad extrema. La comprensión grande del arte se debe o bien, en absoluta distancia, a la consecuencia del concepto, no perturbado por lo que suele llamarse entender de arte — y tal es el caso de Kant o de Hegel —, o bien, en absoluta proximidad, a la actitud de aquel que se encuentra él mismo entre bastidores, no

Page 42: Notas de Literatura

es público, sino que “co-realiza” la obra de arte bajo el aspecto del hacer, de la técnica. El entendido en arte, el hombre que penetra en él por Einfühlung, el hombre de gusto, está por lo menos hoy, y probablemente siempre, en el peligro de errar las obras de arte por rebajarlas a proyecciones de su accidentalidad, en vez de someterse a su disciplina objetiva. Valéry ofrece el caso casi único del segundo tipo, de aquel que sabe de la obra de arte por métier, por el preciso proceso de trabajo, pero en el cual al mismo tiempo ese proceso se refleja tan felizmente que se trasmuta en comprensión teorética, en aquella buena generalidad que no pierde lo singular, sino que lo conserva en sí y lo lleva a presencia vinculatoria gracias al propio movimiento. Valéry no filosofa sobre arte, sino que rompe y penetra la ceguera del artefacto a través de una nueva consumación, como cerrada, de la formación artística misma. Así expresa algo de la obligación que pesa hoy sobre toda filosofía consciente de sí misma, la misma obligación que, en el polo opuesto, el concepto especulativo, fue alcanzada en Alemania por Hegel hace ciento cuarenta años. El principio de l’art pour l’art, exacerbado hasta la consecuencia extrema, se trasciende con Valéry a sí mismo, según la frase de las Wahlverwandtschaften para la cual todo lo que es en su especie perfecto alude a más allá de su especie. La consumación del proceso espiritual rigurosamente inmanente a la obra de arte misma significa al mismo tiempo superación de la ceguera y la parcialidad de la obra de arte. No es casual que el pensamiento de Valéry haya girado repetidamente en torno de Leonardo da Vinci, en el cual se pone sin mediación, al principio de la época, precisamente aquella identidad que al final de ella, y a través de cien mediaciones, encuentra en Valéry su más magnífica autoconciencia. La paradoja por la cual se ordena la obra entera de Valéry, y que se anuncia también constantemente en el libro sobre Degas, es precisamente que con toda manifestación artística y en todo cono-cimiento de la ciencia lo mentado es el hombre entero y el todo de la humanidad, pero que esa intención no puede realizarse si no es mediante una división del trabajo olvidada de sí misma y exacerbada hasta el sacrificio de la individualidad, hasta la entrega y pérdida del hombre individual en cada caso.

No soy yo el que arbitrariamente introduzco por interpretación estos pensamientos en Valéry. “Lo que llamo ‘arte grande’ es, en una palabra, el arte que reclama despóticamente para sí todas las capacidades de un hombre, y cuyas obras son tales que todas las capacidades de otro hombre tienen que sentirse llamadas y tienen que ponerse a contribución para poder entenderlas...” (138)… (3)* Y esto también se exige del artista mismo, con una oscura mirada de reojo histórico-filosófica, y acaso precisamente recordando a Leonardo: “Más de uno se preguntará aquí que qué importa eso. Yo por mi parte creo que es lo suficientemente importante que en la producción de la obra de arte intervenga el hombre entero. Pero ¿cómo es posible que lo que hoy se cree sin más correcto descuidar se tomara en otro tiempo como tan importante? Un aficionado, un entendido de la época de Julio II o de Luis XIV se asombraría mucho si supiera que casi todo lo que a él le parecía esencial en la pintura hoy no sólo se descuida, sino que resulta del todo irrelevante para las intenciones del pintor y para las exigencias del público. Aún más: cuanto más refinado es ese público, tanto más ha progresado, lo que quiere decir: tanto más lejos está de aquellos anteriores ideales. Pero de lo que así se va alejando es del hombre entero. El hombre pleno se extingue”. (135/5). Dejemos de lado el si la expresión ‘hombre pleno´, que suscita penosas asociaciones, (4)* ofrece traducción adecuada de lo mentado por Valéry; en todo caso, la expresión apunta al hombre indiviso, a aquel hombre cuyos modos de reacción y cuyas capacidades no han sido disociadas ellas mismas según el esquema de la división social del trabajo, enajenadas las unas de las otras, cuajadas en funciones utilizables.

Pero Degas, cuya insatisfactibilidad en materia de exigencia consigo mismo desemboca, según Valéry, en esa idea del arte, no se presenta, a pesar de ello, en las páginas del poeta como un genio universal, a pesar de que el pintor no sólo trabajó, según es sabido, en la plástica, sino que también escribió sonetos que dieron lugar a curiosas controversias con Mallarmé. Valéry dice de él: “El trabajo, el dibujo, se convirtieron para él en pasión, en riguroso ejercicio, en objeto de una mística y de una ética autosuficientes, en suprema intención que suprimía en resolución toda otra, en impulso para tareas precisas y nunca resueltas que le liberaban de cualquier otra curiosidad. Era especialista y quería serlo en un ámbito que puede exacerbarse hasta una cierta universalidad” (114). Esa exacerbación de la especialización hasta universalidad, la desmedida intensificación de la producción según la división del trabajo, contiene según Valéry el potencial de una contraofensiva posible contra aquella decadencia de las fuerzas humanas — en el reciente lenguaje de la psicología se diría: contra aquella debilitación del yo — por la que se interesa la especulación de Valéry. Este reproduce una manifestación de Degas cuando tenía diecisiete años: “Hay que tener una opinión alta no tanto de aquello que se está haciendo por el momento, sino más bien de lo que un día se podrá hacer; sin esto no vale la pena trabajar” (114). Valéry lo interpreta así: “De este modo habla el orgullo auténtico, contraveneno de toda vanidad. Del mismo modo que el jugador medita febrilmente sobre sus partidas, se ve acosado de noche por el fantasma del tablero de ajedrez o de la mesa de juego, en la que caen las cartas, por combinaciones tácticas y soluciones tan apasionantes como nulas, así también el artista que lo es esencialmente. Un hombre que no sea acosado constantemente por una presencia tan violentamente consumadora es un hombre sin destino: tierra en barbecho. El amor, sin duda, y la ambición, lo mismo que la codicia, exigen mucho espacio en una vida humana. Pero la presencia de un fin seguro y la certeza, con él ligada, de que esa meta se encuentra cerca o lejos, alcanzada o no alcanzada, ponen determinados limites a esas pasiones. En cambio, el deseo de crear algo de lo que nazca un poder o una perfección mayores de lo que nosotros mismos esperamos de nosotros aleja infinitamente al objeto en cuestión, que se escapa y se niega en todo momento terreno. Cualquier progreso por nuestra parte lo aleja tanto como lo embellece. La idea de dominar un día completamente la técnica de un arte, la idea de cncontrarse alguna vez en situación de disponer de sus medios tan sin esfuerzo como se dispone del uso normal de los sentidos y de los miembros, es uno de esos deseos a los cuales ciertos hombres tienen que reaccionar con una tenacidad infinita, con esfuerzos, ejercicios y tormentos infinitos” (114/6). Y Valéry resume la paradoja de la especialización universal: “Flaubert, Mallarmé, cada uno en su campo y a su modo, son ejemplos literarios de la plena consunción de una vida al servicio de la exigencia imaginaria y omnicomprensiva que pusieron en el arte de escribir” (116).

Me será permitido recordar mi afirmación que atribuye al sospechoso artista y esteta Valéry más profunda comprensión de la esencia social del arte que a la doctrina de la aplicación práctico-política inmediata del mismo. Esa

Page 43: Notas de Literatura

afirmación está ahora robustecida. Pues la teoría de la obra de arte comprometida o engagée, tal como hoy circula por todas partes, se coloca por encima — sin verlo — del hecho, ineliminable en la sociedad del trueque, de la extrañación entre los hombres así como entre el espíritu objetivo y la sociedad que él expresa y juzga. Esa teoría pretende que el arte hable directamente a los hombres, como si en un mundo de universal mediación fuera posible realizar inmediatamente lo inmediato. Con ello precisamente degrada palabra y forma al nivel de meros medios, a elemento del contexto de influencia, a manipulación psicológica, y mina la coherencia y la lógica de la obra de arte, la cual no puede ya desarrollarse según la ley de la propia verdad, sino que tiene que seguir la línea de mínima resistencia de los consumidores. Valéry es actual, y es precisamente lo contrario de ese esteta en que lo ha convertido el vulgar prejuicio, pues contrapone al espíritu corto y pragmático la exigencia de la cosa inhumana, y ello por amor de lo humano. Y que la división del trabajo no puede eliminarse por su mera negación, que el frío del mundo racionalizado no puede eliminarse por irracionalidad decretada, esto es una verdad social demostrada del modo más palpable por el fascismo. Sólo por un más, por un suplemento de razón, no por un menos, pueden sanar las heridas inferidas por el instrumento razón al todo “no racional” de la humanidad.

Y en todo esto Valéry no ha asumido ingenuamente la posición del artista solitario y alienado, ni ha hecho abstracción de la historia, ni se ha hecho ilusiones acerca del proceso social que terminó en esa alienación. Contra los arrendatarios de la intimidad privada, contra la astucia que tantas veces ha probado su función de mercado al hacer cl pregón de aquel que, con toda pureza, no mira ni a derecha ni a izquierda, cita Valéry una hermosa frase de Degas: “Este es uno más de esos eremitas que saben a qué hora sale el próximo tren” (129). Con toda dureza, sin el menor añadido ideológico, con una desconsideración que no sería capaz de conseguir ningún teórico de la sociedad, Valéry proclama la contradicción del trabajo artístico como tal con las condiciones sociales de la producción material hoy dominantes. Como Karl August Jochmann más de cien años antes en Alemania, Valéry acusa al arte de arcaísmo: “A veces se me ocurre la idea de que el trabajo dcl artista sea un trabajo de naturaleza arcaica; y el artista mismo algo sobrepasado; un individuo perteneciente a una clase agonizante de trabajadores o artesanos que realiza trabajo a domicilio según métodos y experiencias muy personales, que vive en familiar confusión con sus instrumentos, sin tener ojos para lo que le rodea, sin ver más que lo que quiere ver, que pone al servicio de sus fines ollas rotas, trastos caseros y otras cosas más, superfluas en sí... ¿Cambiará alguna vez esa situación? ¿Se verá un día, en lugar de ese extraño ser que utiliza instrumentos tan dependientes de la casualidad, un caballero cuidadosamente vestido de blanco, con guantes de goma, en un laboratorio de pintura, trabajando según horario estricto, disponiendo de aparatos rigurosamente especializados y de selectos instrumentos, con cada cosa en su sitio, con precisa aplicación para cada útil?... Por el momento, ciertamente, la casualidad no ha sido aún eliminada de nuestro hacer, del mismo modo que no lo ha sido el misterio en la técnica, ni la borrachera por los horaríos fijos; pero no garantizo nada al respecto” (33/4). Seguramente podría describirse la utopía irónica de Valéry como el intento de mantenerse fiel a la obra de arte y liberarla al mismo tiempo, por la modificación del procedimiento, de la mentira que hoy parece afectar a todo arte, y especialmente a la lírica, que se mueve bajo las dominantes condiciones tecnológicas. El artista debe transformarse en instrumento, hacerse incluso cosa, si no quiere sucumbir a la maldición del anacronismo en medio de un mundo cosificado. Valéry resume el proceso en una frase: “El artista destaca y se retira, se inclina unas veces hacia ese lado, otras hacia el otro, lanza miradas, se comporta como si su cuerpo entero no fuera más que instrumento auxiliar de sus ojos, y como si él mismo no fuera, desde la coronilla hasta los pies, más que instrumento al servicio del enmarcar, puntear, rayar, precisar” (67). Con esto empieza Valéry un ataque a esa noción infinitamente difusa de la esencia de la obra de arte que, según el modelo de la propiedad privada, la atribuye a aquel que la ha conseguido. Mejor que cualquier otro sabe Valéry que al artista no “pertenece’ sino lo mínimo de sus formaciones; que en verdad el proceso artístico de producción, y con ello también el despliegue de la verdad contenida en la obra de arte, tiene la rigurosa forma de una legalidad impuesta por la cosa, y que frente a esto la cantada libertad creadora del artista no tiene apenas peso. En esto coincide Valéry con otro artista de su generación, tan consecuente como él, tan incómodo como él — Arnol Schönberg —, que todavía en su último libro, Styie and idea, expone que la gran música consiste en la satisfacción de “obligations”, obligaciones que el compositor contrae por así decirlo con la primera nota que escribe. Con el mismo espíritu dice Valéry: “En todos los terrenos el hombre verdaderamente fuerte es aquel que mejor comprende que no se le regala nada, que todo tiene que hacerse, comprarse; el hombre que tiembla cuando no nota resistencias; el que se las pone a sí mismo... En este hombre la forma es una decisión fundada” (120). En la estética de Valéry impera una metafísica de lo burgués. Al final de la época burguesa Valéry quiere limpiar al arte de la tradicional maldición de su insinceridad, hacerle honesto. Espera de él que pague sus deudas, las deudas en que cae inevitablemente toda obra de arte, al ponerse como real sin ser real. Está permitido dudar de que la concepción de la obra de arte propia de Valéry y de Schönberg, trazada según el modelo del acto mercantil de trueque, obedezca a la entera verdad, o sí no está más bien sometida a aquella constitución de la existencia, no colaborar con la cual exige, a pesar de ello, la concepción de Valéry. Pero a pesar de todo hay un elemento liberador en la autoconcíencia que finalmente el arte burgués logra de sí mismo como burgués en cuanto que se toma en serio como la realidad que no es. Lo cerrado de la obra de arte, la necesidad de su propio sello, tiene que sanarla de la accidentalidad por la cual se encuentra a remolque de la constricción y del peso de lo real. La afinidad de la filosofía del arte de Valéry con la ciencia, y también su afinidad electiva con Leonardo, deben buscarse en el momento de la obligación objetiva, no en un desdibujarse de los límites de ambos ámbitos.

Su subrayar técnica y racionalidad frente a la mera intuición que se trata de integrar; su destacar el proceso frente a la obra ya lista para siempre: todo eso no puede entenderse del todo sino sobre la base del trasfondo del juicio de Valéry acerca de las amplias tendencias de desarrollo del arte más reciente. En este arte percibe Valéry una retirada de las fuerzas constructivas, una entrega a la receptividad sensible — en una palabra y en verdad: la debilitación de las fuerzas humanas, del objeto total al que Valery refiere todo arte. Las palabras que, como en despedida, dedica a la poesía y a la pintura de la era impresionista podrán acaso entenderse en Alemania del mejor modo si se aplican a Richard Wagner y a

Page 44: Notas de Literatura

Strauss, cuya ficha, por así decirlo, trazan involuntariamente: “Una descripción se compone de frases que, en general, pueden intercambiarse unas por otras: puedo describir una habitación por medio de una serie de frases cuya sucesión es más o menos irrelevante. La mirada vaga como quiere. Nada es más natural ni más cercano a la ‘verdad` que ese libre vagar, pues... la ‘verdad’ es lo dado por la casualidad... Pero si esa aproximación sin vinculación, junto con la costumbre de ligereza que de ella resulta, empieza a predominar en las obras, es posible que acabe por llevar al escritor a renunciar a toda abstracción, del mismo modo que ahorrará al lector todo deber, por mínimo que sea, de atención, para hacerle exclusivamente receptivo por efectos momentáneos, por la convincente violencia del shock... Este modo de creación artística, sin duda defendible en principio y al que debemos tantas cosas hermosas, lleva de todos modos, igual que el abuso hecho del paisaje, a una debilitación de la faz espiritual del arte” (135). Y casi a continuación y aún más radi-calmente: “El arte moderno busca casi exclusivamente la explotación de la faz sensible de nuestra capacidad receptiva, a costa de la sensibilidad general o anímica, a costa de nuestras fuerzas constructivas, así como de nuestra capacidad de sumar intervalos de tiempo para realizar trasformaciones con la ayuda del espíritu. Es un arte que sabe muy bien suscitar atención y que aplica todos los medios para conseguirla: tensiones exacerbadas, contrastes, enigmas, sorpresas. A veces consigue botines preciosos, gracias a sus sutiles procedimientos o a la audacia de la ejecución: situaciones muy complicadas o muy fugaces, valores irracionales, sensaciones en germen, resonancias, concordancias, premoniciones de incierta profundidad... Pero todas esas conquistas tienen que pagarse” (136/7).

Aquí se descubre por fin completamente el contenido en verdad social de Valéry. Valéry pone la antítesis a las modificaciones antropológicas ocurridas bajo la cultura de masas de la era industrial tardía, dominada por regímenes totalitarios o trusts gigantescos, y que reduce a los hombres a meros aparatos de recepción, a puntos referencialcs de conditioned reflexes y prepara así la situación de ciego dominio y nueva barbarie. El arte que él muestra a los hombres, tal como éstos son, significa fidelidad a la imagen posible del hombre. La obra de arte, que exige lo sumo, tanto de la propia lógica y de la propia concordancia cuanto de la concentración del que la recibe, es para Valéry símbolo del sujeto dueño y consciente de sí mismo, de aquel que no capítula. No casualmente cita con entusiasmo una declaración de Degas contra la resignación. Su obra entera es toda ella una protesta contra la mortal tentación de hacerse las cosas fáciles renunciando a la felicidad total y a la verdad entera. Mejor perecer en lo imposible. El arte densamente organizado, articulado sin lagunas y sensualizado precisamente por su fuerza de conciencia, ese arte que busca Valéry, es apenas realizable. Pero ese arte encarna la resistencia contra la presión indecible que el mero ente ejerce sobre lo humano. Ese arte está en representación de aquello que podríamos ser. No atontarse, no dejarse engañar, no colaborar: tales son los modos de comportamiento social que se decantan en la obra de Valéry, la obra que se niega a jugar el juego del falso humanismo, del acuerdo social con la degradación del hombre. Construir obras de arte significa para él negarse al opio en el que se ha convertido el gran arte de los sentidos desde Wagner, Baudelaire y Manet; defenderse de la humillación que hace de las obras medios, y de los consumidores victimas, del tratamiento psicotécnico.

Se trata del derecho social del Valéry etiquetado como esotérico, se trata de aquello con lo cual su obra afecta a cada cual, incluso y precisamente porque desprecia repetir las palabras de nadie. Pero estoy esperando ahora una objecion y no querría tomarla ligera y despectivamente. Puede preguntarse en efecto si en la obra y en la filosofía de Valéry, después de lo que ha pasado desde entonces y en vista de lo que aún amenaza, no está desmedidamente sobreestimado el arte; si no pertenece por eso mismo y a pesar de lo demás a ese siglo XIX cuya estética limitación percibió tan claramente. Puede preguntarse además si, a pesar del giro objetivo que da a la interpretación de la obra de arte, Valéry no concede una metafísica del artista, a la manera, por ejemplo, de Nietzsche. No me atreveré a decidir si Valéry, o Nietzsche también, ha sobreestimado el arte. Pero sí que, para terminar, querría decir algo acerca de la cuestión de la metafísica de artista. El sujeto estético de Valéry — trátese de él, de Leonardo o de Degas — no es sujeto en el primitivo sentido del artista que se expresa. Toda la concepción de Valéry se revuelve contra esa noción, contra la entronización del genio, tal como ésta atrai-ga, profundamente en la estética alemana sobre todo desde Kant y Schelling. Lo que Valéry exige al artista, la autolimitación técnica, el sometimiento a la cosa, no tiende a la limitación, sino a la ampliación. El artista portador de la obra de arte no es el individuo que en cada caso la produce, sino que por su trabajo, por su pasiva actividad, el artista se hace lugarteniente del sujeto social y total. Sometiéndose a la necesidad de la obra de arte, el artista elimina de ésta todo lo que pudiera deberse pura y simplemente a la açcidentalidad de su individuación. En tal lugartenencia del sujeto social total, de ese hombre entero y sin dividir al que apela la idea de lo bello de Valéry, queda pensada también una situación que extirpe el destino de la ciega soledad individual, una situación en la que finalmente el sujeto total se realice socialmente. El arte que llega a sí mismo en la consecuencia de la concepción de Valéry rebasaría el arte y se consumaría en la vida recta de los hombres.

Notas (1)* El presente volumen pertenece también a la Bibliothek Salirkarnp. (N. del T.) (2)* Danza, dibujo y Degas. (N. del T.) (3)* Las cifras indican páginas de la edición alemana de Valéry unlizada por el autor. (N. del T.) (4)* Vollmensch. La asociación aludida por el autor es con volldeutsch o vollrassisch, etc. (germano puro, de raza pura,

respectivamente, términos del racismo alemán.) (N. del T.) RAZÓN DE LOS TEXTOS El ensayo como forma: escrito en 1954-58. Inédito.

Page 45: Notas de Literatura

De la ingenuidad épica: escrito en 1943, en relación con la Dialektik der Aufklärung (esta última obra en colaboración con Max Horkheimer). Inédito.

La posición del narrador en la novela contemporánea: primero conferencia para la emisora RIAS Berlín *; aparecido en

Akzente, 1954, n. 5. Discurso sobre lírica y Sociedad: primera conferencia para la emisora RIAS Berlín; considerablemente reelaborada;

publicado en Akzente, 1957, núm. 1. Conmemoración de Eichendorff: originariamente conferencia para la emisora Westdeutscher Rundfunk, con motivo del

centenario de la muerte del poeta, noviembre de 1957. Publicado en Akzente, 1958, n. 1. La herida Heine: originariamente conferencia para la emisora Westdeutscher Rundfunk con motivo del centenario de la

muerte del poeta, febrero de 1956. Publicado en Texte und Zeichen, 1956, n. 3. Retrospectiva sobre el surrealismo: publicado en Texte und Zeichen, 1956, n. 6. Signos de puntuación: publicado en Akzente, 1956, n.0 6. EL artista como lugarteniente: originalmente conferencia para la emisora Bayerischer Rundfunk. Publicado en Merkur,

año VII, 1953, n. 11. * La emisora de los Estados Unidos en Berlín. (N. del T.).- INDICE Pág.

Nota del traductor 9 El ensayo como forma 11 De la ingenuidad épica 37 La posición del narrador en la novela contemporánea 45 Discurso sobre lírica y sociedad 53 Conmemoración de Eichendorff 73 La herida Heine 101 Retrospectiva sobre el surrealismo 109 Signos de puntuación 115 El artista como lugarteniente 123 Razón de los textos 135