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Novela
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La importancia de
llamarse Pedro
Una novela de Héctor J. García
Para mi abuelo Víctor,
Que siempre soñó con ser un charro.
«El alma se acomoda para recordar cómo se acomoda el cuerpo
en la banqueta de un cine. No puedo pensar si la proyección es
nítida, si estoy sentado muy atrás, quiénes son mis vecinos o si
alguien me observa. No sé si yo mismo soy el operador; ni
siquiera sé si yo vine o alguien me preparó y me trajo para el
momento del recuerdo»
Felisberto Hernández (El Caballo perdido)
En la madrugada, la alarma de un automóvil desató su grito lastimero de perro herido.
Yo estaba postrado con un brazo roto y sentía una de esas tontas desdichas en las que
uno se piensa el ser más desamparado del planeta. Me cubrí la cara con la almohada,
como avergonzado por mi flaqueza y, sin saber por qué, mi boca pronunció una
frase de conmiseración: «Dios mío, si yo fuera Pedro Infante», y de inmediato sentí
una lástima mayor cuando me dije: «¿Qué pensaría Pedro Infante si me viera ahora, en
esta situación tan lamentable?».
Abajo, en el estacionamiento del edificio, la sirena continuaba gimiendo. No
lograba borrar con el sueño esa noche de espanto. Entonces recordé tiempos que creía
ya definitivamente escapados de la memoria. Recordé al mono María Purísima (así lo
bautizamos desde el día que la vieja Teotiste, al salir de la bodega «La última
trinchera», después de mirarle el enorme miembro mientras orinaba contra el poste,
se santiguó y dijo: ¡Ave María Purísima!) cuando nos anunciaba en la plazoleta del
barrio: esta noche me doy un banquete, cualquier cosa, una pelusa, voy a ver Escuela
de vagabundos con Pedro Infante. Y comenzó a cantar con su voz insoportable « ¡Viva
mi desgracia!».
De inmediato hubo movilización general recolectando plata para las entradas y
terminarnos empeñando el reloj de Daniel, que siempre nos sacaba de apuros, al
portugués de la bodega. A las siete en punto estábamos todos en la puerta del cine
«Jardines». Y ahora, treinta años después, es cuando vengo a caer en cuenta que en
toda mi existencia no he tenido más ídolo que aquel Pedro Infante, el rey de los
charros. Necesitaba fracturarme un brazo, esperar la llamada de lejos de Fabiola, dejar
el maldito cigarrillo y escuchar esa detestable sirena en plena madrugada para
comprender que yo no soy un hijo renegado del barbudo Marx ni del intrépido
Lenin, sino del simpático charro Pedro Infante. Yo soy así, tengo una lucidez tardía.
Hoy tampoco pude comunicarme telefónicamente con Fabiola que está visitando a su
mamá en Santiago, y eso me provoca una angustia terrible porque en Chile los militares
se agarraron el poder y ninguna dictadura es confiable.
Al salir del cine «Jardines» voy caminando otra vez al lado de María Purísima,
Daniel, Negrura, Paraulata, Roberto y todos los demás muchachos de la pandilla.
Llegamos a la misma plazoleta de siempre, donde bajo la luz del poste, cantaremos a
gañote tendido «La que se fue», «Ella» y «Un mundo raro». Por eso Paraulata les
advierte a los vecinos que no se mortifiquen porque ese es un puente musical entre la
noche y el día. Si no llega la policía Y amanecemos todos en la Jefatura por
escandalosos, después me voy a banquetear imaginando desnuda a la preciosura de
Miroslava Stern, la novia de Pedro Infante en la película «Escuela de vagabundos», que
por esta noche será mi mujer. Todavía la tengo aquí, latiendo en la mano a pesar de las
puntadas en el brazo fracturado y esa endemoniada corneta que no quiere parar, que
parece que se va apagando, apagando, que por fin me va a dejar en paz, y de pronto
vuelve a coger vuelo y me derrite hasta las ganas de soñar. Eso no puede ocurrir sino en
esta ciudad, esa corneta no va a parar nunca y seguramente el único que ahora duerme a
pata tendida es el propietario del automóvil. Parece que no hay un hombre arrecho en
este país, por lo menos en esta urbanización, porque un hombre macho bajaría ahora
con una lata de gasolina y le prendería fuego a ese monstruo con ruedas. Eso haría yo
si fuera Pedro Infante y, seguramente, todos los habitantes se asomarían a los
balcones para aplaudirme, gritarían vivas y hurras, y yo para hacerles olvidar la mala
noche les cantaría «Las Mañanitas»: Despierta mi bien despierta/ mira que ya
amaneció/ ya los pajaritos cantan/ la luna ya se metió. Y mañana, al abrirse las puertas
del ascensor, todas las mujeres bellas de la urbanización escribirían mi nombre en el
yeso de mi brazo roto y las más audaces agregarían su número telefónico como
proponiendo alguna cita íntima donde yo les cantaría canciones verdaderamente
desquiciadoras. Porque a las mujeres las seducen los tipos decididos que, a la hora de
pegarle candela a cualquier vaina, le pegan candela sin pensarlo mucho. Pero los seres
domesticados siempre aguantan el corneteo, mi vecino que siempre carga esa cara de
seguro de sí mismo, murmura y maldice pero lo soporta, aquí tutili mundi se queda
pataleando en su cama ¿entonces, de qué carajo nos vamos a quejar?
Bueno era cuando uno recorría el mundo a toda máquina acompañando a Pedro
Infante en todas las aventuras. Yo recuerdo cuando él iba embalado en su motocicleta
de 500 cc. y yo lo seguía en mi butaca del cine «Jardines» y no le temíamos a ningún
peligro, eso sí era libertad. Porque después uno se va volviendo timorato y lo asusta
vivir a toda máquina. Sólo busca la tranquilidad para leer los periódicos y ver televisión
empantuflado. Bueno era cuando Pedro y yo nos íbamos de serenata y tras de la
ventana se le caían las medias a la Lupita porque... Si no me quieres ni modo/ de amor
no voy a morirme/ se sufre cuando se quiere/ pero se aprende a olvidar también.
Ni siquiera sé por qué estoy pensando en estas pendejadas si hoy no supe de Fabiola.
Tengo una mente catastrófica, regida por el mal agüero. Seguramente, ella pasó un
día estupendo visitando las tiendas, porque no hay nada que la fascine más que mirar
vitrinas. Hoy debe haber visitado todas las zapaterías de Santiago para adquirir unas
simples sandalias, porque ella es francamente caradura, puede entrar en una tienda,
preguntar por todo, hacer que la dependiente tire el negocio abajo y luego decirle
tranquilamente con su mejor sonrisa: «gracias, muchas gracias, otro día volveré por
aquí». Yo soy su opuesto, después que el empleado me aborda puede venderme
cualquier cosa que se le ocurra, por eso siempre salgo del negocio con los zapatos
que no son. Fabiola es una optimista empedernida, sería incapaz de imaginarme con un
brazo roto y torturado sádicamente por una corneta. Debe pensar que me encuentro tan
a gusto que he aprovechado esta separación para emparrandarme sin inhibiciones.
Si yo fuera Pedro Infante me montaría en mi caballo negro y haría una revolución yo
solo, o quizás acompañado de mi compadre Aguilar para divertirme todavía más.
Nosotros dos, tiro y tiro, desde aquí hasta la Patagonia, puro ra-ta-ta-ta, ra-ta-ta-ta; una
revolución sin tregua para no caer dos veces en la misma trampa. Donde quiera que
haya una Junta Militar Patriótica y de salvación nacional y de defensa de la integridad
territorial y de los valores morales de la familia y la cristiandad y todo lo demás, nos
bajamos de los caballos y ra-ta-ta-ta. ra-ta-ta-ta, arrasamos. Porque, para mí, Pedro
Infante es una suerte de Pancho Villa, pero simpático. Y nadie crea que uno es un
reblandecido si por el camino va cantando «Luna de octubre» o «Anillo de
compromiso». Si a Fabiola le sucede algo malo ¡ay Dios mío! por mi madre que me
olvido de este brazo enyesado, mañana mismo me monto en un avión, llego a Chile y
ra-ta-ta-ta, tumbo esa vaina, acabo con esa dictadura militar de mierda.
Ahí, en la plazoleta, bajo la luz del poste, todavía sigue la discusión sobre quién es el
mejor cantante: Pedro Infante o Jorge Negrete. Paraulata porfía que Negrete es más
charro, que tiene una voz más potente y que antes de cantar rancheras hasta cantó
ópera; además fue capitán del ejército y, como si fuera poco, se tiró a María
Bonita, la artista más famosa del mundo. Pero María Purísima, que es un provocador,
le replica que gran güebonada, que ésa también se la sopló el tísico Agustín Lara, que
Infante se echó a la Lupita, la Tongolele, la Sandra (la mujer de fuego), la Torrentera,
la Quintana y todas las mejores hembras de México y del continente; además, fue un
gran piloto y su voz es mejor timbrada y melodiosa ¿entiendes -dice- cabeza de
trapo?
La verdad es que yo por Pedro sí me cambiaría, porque él es uno de nosotros, un tipo
que salió de abajo y empezó a crecer, a crecer, hasta convertirse en el ídolo de todos.
Si yo fuera Pedro Infante tendría otra historia y vería la vida con ojos de Milamores y
estaría muy orgulloso de mi buena estrella y empezaría a contarla así: yo nací en
Mazatlán pero salí muy escuincle de la tierra de los venados y fui a vivir en
Guamúchil, adonde me llevaron mis padres. Yo nunca tuve tiempo para ir a la escuela.
Fui niño mandadero y muy temprano trajiné en la vida para subsistir. Pero no guardo
penas ni remordimientos, tuve una buena madre. Siempre quise ser alguien. A lo mejor,
como dice la canción: Yo no nací pa'pobre/ me gusta todo lo bueno/ y tú tendrás que
quererme/ o en la batalla me muero. Así de sentimental soy yo, el aprendiz de
carpintero, el hijo mimado de Guamúchil, ese pueblo donde las mujeres y los hombres
machos se acuestan escuchando mi voz, porque yo siempre he cantado para todos
ellos, para los míos, para que el mundo entero sepa que tú y las nubes me tienen loco,
que tú y las nubes me van a matar.
Yo creo que al nacer me dijo la partera como en una oración: Dios te ha dado la
vida, Pedrito, para que todo este pueblo cante contigo. Nunca te apartes de ese destino
escrito con notas de guitarra. Si algún día te alejas de nosotros y reniegas de los tuyos
maldito seas, y que te parta un rayo, y que todos los que te amen te olviden para
siempre. Porque ese ángel no es tuyo sino nuestro, esa sonrisa es la boca de todos, ese
coraje viene de lejos, es el mismo que traía en la sangre Catarino Maravillas. No te
quedará bien hacerte el señorito, el presumido, el poderoso. No lo olvides, Pedrito, ese
ángel es nuestro.
Yo creo eso, y nunca me aparté de mi estrella. Uno viene ya, como quien dice, con la
música por dentro, como esos cofres de cuerda a los que graban una cancioncita. Uno
entiende sin explicaciones que la música está en el origen. Uno tiene a «La indita»
enterrada en el corazón y la abuela lo bailaba sobre las rodillas tarareando La bamba y
La Jarana, antes de conocer el paisaje de la sierra ya llevaba tatuados en el alma los
corridos de la soldadesca: Adelita, Siete Leguas,... Treinta, treinta...
¿Entonces, qué otra cosa puede ser la almendra de la vida sino música?
Recuerdo que, siendo todavía un escuincle, por las canciones que tocaba el padre en el
violín sabía cómo andaba la casa; si le salía un corrido o un huapango, la situación no
era del todo mala, pero si entonaba un valsecito triste era señal de que se nos venían
encima muchos días de frijol y chile. Porque la música siempre dice lo que las
otras palabras callan o quieren ocultar.
Pero desde niño tuve el sueño de remontar alto. Cuando jugaba con los hermanos o en
la palomilla siempre quería ser el aviador. De las pocas películas que vi en ese tiempo
me gustaron mucho las de guerra, cuando aparecían combates de aviones. Yo siempre
hacía los mandados «piloteando» y por eso llegaba muy rápido a cualquier lugar.
Nada me impresionaba más que mirar un avión atravesando el claro cielo de
Guamúchil. Por eso, pienso que mi gran locura fue volar.
Me gusta creer que fui a parar a la carpintería de Jerónimo Bustillos porque ese va y
viene del serrucho, el cepillar y el golpe del martillo, también son música. Sólo que es
una música donde se suda mucho, la paga es pobre y no se escuchan aplausos. Yo
cantaba siempre en el taller, y hasta pienso que las interpretaciones más sentidas que
hice alguna vez son ésas que se quedaron sin grabar con el único acompañamiento del
serrucho. Porque es en la soledad donde uno se encuentra con el que lleva dentro, sin
máscaras, sin que lo observe ese caprichoso juez que es el público.
Fue en esa faena como carpintero donde me hice un hombre de buena voluntad. La
jefecita me decía que sintiera orgullo, porque era el mismo oficio de San José. Tuve por
maestro a don Jerónimo y me convertí en artesano como nuestro pueblo, como los
tejedores y los ceramistas y los talladores y los hacedores de flores de papel que
inventan todas esas otras maravillosas flores que se le olvidaron a Dios. Con mis
propias manos construí mi primera guitarra.
Qué bueno sería sepultar a ese ser anónimo que habita en la oficina como un ánima
sola, silencioso, distante, tragándose los memos del secretario ejecutivo, ignorado por
las féminas que pululan en el Ministerio. Atrincherado en ese traje marrón (que tanto
detesta Fabiola), como la inalterable personificación del funcionario responsable y serio,
haciéndose invisible, el cumplidor, el conformista. Y alguna noche presentarse en un
programa de T.V., donde descubren las futuras estrellas del firmamento artístico.
Pero presentarse con una careta resplandeciente, como la de «El Santo», el
enmascarado de plata. Con el acompañamiento de violines y las trompetas del mariachi,
cantar con voz aterciopelada y sentimiento desgarrador una canción de nostalgia
amorosa, posesiva y autosuficiente, como «Un mundo raro», para que todas se
estremezcan hasta las lágrimas al escuchar: «Cuando te hablen de amor y de ilusiones/
y te ofrezcan un sol y un cielo entero, / si te acuerdas de mí no me menciones, /
porque vas a sentir amor del bueno…»
Y de este modo clasificar para disputar la final de la competencia exaltado por los
frenéticos aplausos del público, mientras el animador pregunta entusiasmado: ¿quién
será el cantante incógnito? ¿Cuál es la nacionalidad de este portento? ¿Será cierto que
tiene el rostro desfigurado?... y al día siguiente escuchar con mucha discreción los
comentarios en la oficina (como si no tuviera nada que ver con ese asunto frívolo,
porque uno nunca ve televisión.) Darme el gran gusto de oír a la secretaria del director,
esa preciosa buenísima, comentando: «A mí francamente, el único que me conmueve es
el charro enmascarado; tiene una voz romántica de ensueño y además, es muy
carismático y debe ser buenmozo, yo no creo que se haya desfigurado el rostro en un
accidente automovilístico porque es muy seguro como seductor». Y la otra, la Amapola,
diciendo embelesada: «Sí, chica, es un tipo de muerte lenta, al escucharlo me puso en
una atmósfera divina, tú sabes que yo soy una sentimental».
Mantener todo ese suspenso hasta la noche de la gran final, cuando debe decidirse
quién es el triunfador indiscutible. Presentarme con un traje rojo escarlata bordado en
plata, y cantar con el alma en la mano una canción de amor experimentado, de amor
maduro, de macho curtido en miles de refriegas: « Y te voy a enseñar a querer /
como nunca has querido, / Ya verás lo que vas a aprender / cuando vivas conmigo...
»
Y después del veredicto, cuando el animador grite: « ¡Ha nacido un nuevo ídolo!,
una figura auténtica, destinada a hacer historia, como los más grandes de la canción»,
entonces, quitarme la careta lentamente, con suma parsimonia, para concluir en el
sublime instante en que el animador, durante el paroxismo colectivo, revela mi nombre:
El cantante incógnito es... ¡Julio Contreras! Y en ese mismo momento, mi jefe, que
está viendo la televisión con su mujer, pega un salto en el sofá y grita: « ¡Carajo! Quién
se podía imaginar que Contreras es el fantasma de Pedro Infante». Al otro día visitar la
oficina nada más que para vacilarme la situación y autografiarle la fotografía del
periódico al jefe y a todo el tropel de admiradoras encabezadas por la secretaria del
viceministro. En la tarde le enviaría los recortes de prensa a Fabiola, y un escueto
telegrama: Amor. Firmé contrato para actuar en Las Vegas. Espera pasaje. Besos. Julio
C.
Y uno tiene que ser un tipo medio tarado, para estar pensando tales pendejadas a
esta hora de la madrugada.
Ahora que estoy rememorando, recuerdo que fue don Antonio Cisneros, uno de los
viejos guitarristas del pueblo, quien me puso en las manos la música. El me escuchó
cantar y me dijo algo más o menos así: «Con esa voz nunca te van a faltar primores en
tu nido, si quieres te voy enseñando el instrumento que también es como la mujer,
sólo se entrega por completo al que la sabe tocar». Eso recuerdo. A don Antonio le
debo esas primeras lecciones, que ni él ni yo sabíamos entonces que signarían mi
vida. Son juegos del destino en los que siempre he creído. Cuando nos encontrábamos
como buenos amigos, a pesar de la diferencia de edad, y nos poníamos un rato a platicar
y otro rato a cantar y a tocar guitarra (que él me revelaba trasmitiéndome sus viejos
secretos) en realidad me estaba entregando el porvenir. Pero yo entonces no lo presentía
y me interesaba por puro placer. Así terminó de llenarse mi alma de mañanitas, de
boleros, de valses y corridos, que hacían la pobreza menos mala.
Nada es fácil cuando se nace pobre. Fueron muchos días de trabajar la madera. Entre
viaje y viaje del serrucho ensayaba el tímido falsete, probaba la voz para ver si era lo
suficientemente buena para cantar «Guadalajara», aunque prefería los temas dulces y
sentimentales.
Por las noches, con los buenos cuates, nunca faltaban bajo las estrellas ni la botella ni
la guitarra. Esa es la verdadera escuela de los trovadores. Así me inicié yo, un
provinciano analfabeto y sencillo como el que más. Así me gané las primeras simpatías
y, de vez en cuando, uno que otro peso de propina; cuando algún enamorado del barrio
que conocía mi ánimo para cantar solicitaba un gallo en la ventana de la humilde casa
de la novia o de la pretendida. «Despierta, dulce amor de mi vida, / despierta si te
encuentras dormida, / escucha mi voz vibrar bajo tu ventana, / en esta canción te vengo
a entregar el alma, / perdona que interrumpa tu sueño, / pero no pude más y esta noche
te vengo a decir te quiero. » Seguramente esas canciones del trovador enamorado
fueron también el comienzo de la leyenda del Milamores. Pero yo era un muchacho
muy tímido.
Después, una tarde, sorpresivamente vino aquel tipo de Guasave, el pueblito de al
lado. Son los hechos que encadena el destino, ocurren sin esperarlos y, sin embargo,
suceden cuando deben pasar. Pero si uno no los reconoce lo dejan atrás. Recuerdo que
dijo que ya estaban enterados de mi facilidad para el canto Y un poco para el violín.
Me ofreció una oportunidad para ingresar en «La Rabia» y hasta un peso por cada hora
de presentación del conjunto. Por supuesto que se me encendieron los ojos del gusto
y ahí mismo, de una buena vez, me comprometí. Cuando nos despedimos fui corriendo
hasta la casa y entré gritando como loco: «Soy un profesional, jefa, soy un profesional».
Y la jefecita Refugio, que nunca me había visto tan contento y fuera de mis cabales,
me dijo sorprendida: ¿Profesional de qué, Pedrito, profesional de qué?, y yo le
respondí con el mayor orgullo: «pos, profesional en música, voy a tocar en «La
Rabia», el mejor conjunto de Guasave y, de paso, me van a pagar». La madre,
escondiendo lo mejor que pudo su propia alegría, me aconsejó: «Ten cuidado, Pedrito,
si te van a dar algo por eso no está del todo mal, pero cuídate mucho de las parrandas y
de la mala bebida, mira que yo conozco esa historia.
Esa modesta oferta me dio el entusiasmo que necesitaba para seguir ensayando
canciones y hasta para aprender a tocar el violín de pura fantasía, de puro oído, como
dicen. Por eso creo que alguien más grande y sabio que uno va poniendo las
oportunidades para que se aprovechen, pero si no se atienden a su tiempo siguen de
largo, como decepcionadas, para nunca más volver.
Una vez, «La Rabia» tuvo el compromiso de presentarse en una fiesta grande. En la
casa de una gente muy estirada, de ésas a quienes todo les parece primitivo y
populachero. Seguramente se equivocaron de músicos. Se veían muchos trajes
negros, corbatas de lacito, señoras emperifolladas con sombreros y damitas de vestidos
largos luciendo sus prendas. Todo muy Fulanito de Tal y Doña Fulanita de Cual, y así
por el estilo.
La actuación del conjunto no lograba alterar su indiferencia para con nosotros.
Cuando avanzaba la noche todos estábamos un poco contrariados y nerviosos, porque
después de cada interpretación no se escuchaba ni siquiera una palmada de caridad.
Creo que en aquel momento descubrí que el silencio es la mayor humillación para el
artista. Fue entonces cuando se acercó el compadre Alejandro y me dijo, casi como un
ruego: anímate, Pedro, cántate una para ver si se complacen estos desgraciados. Cántate
una, que por mi madre santísima que tú lo haces bien. Lo pensé un momento. No era
una parada fácil, porque nunca antes había cantado frente a un público tan numeroso y
tampoco era mi gente, no era ganado de mi corral. Pero me dispuse. Alejandro habló
con los muchachos para que me acompañaran y canté una del maestro Agustín,
«Mujer». Lo hice, como quien se lo está jugando todo en un golpe de dados. En una
mesa que estaba frente a mí se encontraba una criolla muy bella. Cuando comencé a
cantar volteó a verme, y ya no le quité la mirada de encima. Pero no por un arranque
de conquistador, sino para protegerme de los otros. Para cantarle solamente a ella
olvidándome de los demás, como si le estuviera llevando serenata a cualquier muchacha
de la vecindad. Espantando el miedo en la garganta que es como la soga del cantante,
interpreté la canción del maestro: «Mujer, mujer divina / tienes el embrujo que fascina
en tu mirar/ mujer alabastrina / tienes vibración de sonatina tropical... » Y al final, yo
fui el más sorprendido por aquellos aplausos. El compadre Alejandro me retó, me
animé de veras y canté otra hermosa canción que empalaga a los enamorados:
«Amorcito corazón,/ yo tengo tentación de un beso/ que se prenda en el calor/ de
nuestro gran amor, mi amor/ yo quiero ser un solo ser/ un ser contigo,/ te quiero ver,
en el querer para soñar./ En la dulce tentación,/ de un beso mordedor quisiera,/ amorcito
corazón,/ decirte mi pasión,/ por ti... » Fue una sensación extraordinaria cuando se
prolongó el aplauso. Los muchachos de «La Rabia» me felicitaron, y ya pudimos
cobrar esos pesos sin ninguna vergüenza.
Nunca lo olvidaré, porque esa noche aprendí que hay un punto invisible donde el
fracaso y el éxito casi se tocan. En ese límite se decide la suerte. Cuando volví a casa y
puse la cabeza en la almohada sentí una gran fuerza, algo así como un sueño en colores,
un presentimiento de que quizás, con el tiempo, llegaría a ser uno de los grandes
cantantes populares de México. Eso soñé despierto.
Porque esta maldita corneta nunca va a parar y ni siquiera puedo entretejer
ociosamente una historia de insomnio. Fue en aquellos años de película cuando conocí
a Sandra. La muchacha más linda del barrio, que me aventajaba como en cinco años de
edad. Era un poco extraña y casi no tenía amistades en el barrio. Todavía ahora,
apartando el ruido, puedo ver sus piernas fulminantes: largas, sensuales, torneadas,
duras, flexibles, rotundas, de una belleza perturbadora; como uno imagina que debieron
ser alguna vez las piernas de Isadora Duncan. Ya no es posible recordar exactamente
cómo era su rostro (desde hace algún tiempo, las caras de todas las mujeres se
confunden en mi mente con la de Fabiola, como si estuviera siempre espiando mis
pensamientos). Pero las piernas de Sandra son inolvidables.
Yo era amigo de su hermano Demetrio y por tal motivo pude conocerla. Al
principio, nunca pasaba del pequeño jardín que también servía de recibidor. Creo que
a ella le agradó mi recato. La imposibilidad para abordarla y hacer amistad. Aquella
ingenuidad de torpe embelesado. Porque quedé atontado por su encanto apenas al
descubrirla. Es algo inexplicable, como si de pronto al verla me hubiera paralizado una
dulce puntada en el ombligo.
Después yo me hacía el desinteresado, fingía que iba a conversar con Demetrio, a
jugar bingo, a escuchar un disco, o con cualquier otro pretexto insignificante. Pero me
oculté durante mucho tiempo que era ella la verdadera razón de mis diarias visitas.
Tenía otras hermanas (Luisana y Anabella), pero sólo Sandra tenía el misterioso
poder de lograr que repasara cuidadosamente con la plancha el filo del pantalón,
lustrara los zapatos mocasines y entalcara la punta de mi nariz, antes de dirigirme a
su casa. Algo inverosímil en mi estrafalaria adolescencia.
Pero no podía admitirlo porque ella tenía novio de compromiso y además era cinco
años mayor.
A fuerza de timidez logré interesarle. Yo siempre la miraba a los ojos para evitarme el
temblor que sacudía mis huesos cuando veía sus piernas cruzadas. Era como una abuela
joven. Todas las nuevas modas le parecían inconvenientes para una señorita que
estaba sumamente orgullosa de su castidad.
Yo pienso que no existía nada tan estimable en el mundo como su virguito; merecía
estar dentro de un cofre de oro macizo, sobre un cojincito de terciopelo, como una joya
invalorable. Pero Sandra tenía una mirada pícara y un cuerpo sensual que casi se podría
de divino. Seguramente, en absoluto secreto, como una joven monja incorruptible pulía
su virguito, le sacaba chispas, lo hacía estallar como luz de bengala. Lo ajustaba un
poco para que no bailara entre sus piernas en algún momento inadecuado. Lo reconocía
para cerciorarse de su perfecto estado y, al final, después de apagar su fiebre, ataba un
lacito con los vellos del pubis para resguardarlo, como precaución para cualquier
situación de emergencia.
Al concluir la visita formal de su novio Gerardo con el beso fugaz de despedida (en la
pequeña sala provista de severos muebles de caoba, bajo la presencia de un cuadro
donde una niña feliz se columpiaba), Sandra encendía el televisor y veía la película
nocturna. De modo que, en la tarde del día siguiente, cuando yo llegaba como invitado
forzoso de la familia, ella me contaba la película sin escatimar pormenores: «Sabes,
Julio, anoche me acosté otra vez tarde, porque pasaron una película divertidísima,
«Escuela de Música», con Pedro Infante y Libertad Lamarque; me he pasado todo el
día riéndome sola con todas esas locuras de los protagonistas, imagínate que Pedro
Infante hace un papel de tipo tímido, y mientras lo veía me acordé mucho de ti, pero
resulta que cuando él se tomaba un trago de un licor especial, le pasaba lo mismo que a
su abuela, o sea, se le cambiaba la personalidad y se convertía en un hombre muy
decidido y atacón, imagínate, ¿por qué tú también no te tomas tu copita para ver si te
pasa lo mismo?... porque no me vas a negar que a ti te gusta alguna de mis hermanas,
lo que pasa es que lo tienes muy escondido, ¿quién te gusta?... ¿Será Anabella, Luisana
o mi prima Amanda? ¡Ay!, ya te pusiste colorado. Pero sabes, yo creo que tú, así
como pareces tan tranquilito debes ser, ¡ay mi madre!, porque dicen que los que son
así, cuando se destapan son terribles. Pero bueno, deja los nervios, un día de estos me lo
cuentas todo, para algo somos amiguitos ¿no? Yo creo que es Anabella, aunque mi
mamá dice que es otra la que a ti te gusta, ja, já, já; si te lo digo te vas a poner como un
tomate. Pero a lo mejor mamá tiene razón, porque yo la otra noche soñé que tú me
traías una serenata. Bueno, Julio, no te voy a echar más bromas, mejor te cuento la
película. Resulta que Libertad Lamarque también hace un papel fenomenal. Ella es la
profesora de una escuela de música, tú entiendes, primero la ponen como una maestra
vieja, con un vestido hasta los tobillos y unos lentes gruesos, de ésos que tienen
montura de carey. Pero al final también le cambian la personalidad, para conquistar al
papá de la muchacha, que enamora Pedro Infante. Entonces sí la maquillan lindo y le
quitan los lentes y usa falda corta y se vuelve una diabla, Julio, una diabla. Como te
dije antes, Pedro Infante, y ese es el consejo que te voy a dar, se toma su copita
especial de un licor raro, y eso le da ánimo para atacar a la muchacha de la película
que está enamorada de él pero se hace la fuerte, tú sabes, la que no le interesa... Pero lo
más lindo son las canciones que ellos interpretan. Cantan juntos Pedro Infante y
Libertad Lamarque, ésa que dice ¿cómo es que es? Sí, sí, ya me acordé: «A través de las
palmas, que mecen tranquilas, / la luna de plata se arrulla/ en el mar tropical,/ y tal vez
ni siquiera en tus besos/ te acuerdas de mí... » es divina ¿verdad?
Y Pedro Infante canta una bellísima de un amor desconsolado, de recuerdos tristes. Es
una de mis preferidas, se llama «Un Viejo Amor», ésa que dice: «Por unos ojazos
negros / igual que penas de amores / hace tiempo tuve anhelos, alegrías y sinsabores /
mas al dejarlos un día / me decían así llorando / no te olvides vida mía / de lo que te
estoy cantando /...que un viejo amor ni se olvida ni se deja / que un viejo amor de
nuestra alma si se aleja, / pero nunca dice adiós / un viejo amor... » ¿Verdad que es
tristísima y linda? Yo creo que si un hombre me compone a mí una canción tan bella,
yo me derrito. ¡Ay Dios mío! Hoy estoy diciendo tantas tonterías, no sé qué vas a
pensar de mí, Julio. Pero la verdad, es que me encantaría que me trajeran una serenata,
yo creo que a cualquier mujer sentimental le gusta. Tú mismo, una de estas noches,
deberías traerme una acompañado por un trío. Te tomas tu copita y te animas, já, já, já;
yo no le voy a decir nada a Gerardo. Si quieres, hasta te digo el nombre de la canción,
yo sé que tú la cantas bien porque una vez te escuché cuando estabas con esos vagos en
la plazoleta. Creo que se llama La Feria de las flores, donde el hombre sabe que la
muchacha tiene jardinero pero de todos modos trata de conquistarla ¿por qué no me la
cantas? Sólo yo voy a saber que la serenata es para mí, porque los demás pueden
pensar que es para Luisana, o Anabella, o Amanda. ¿Te vas a atrever?... Como te estaba
contando, al comienzo de la película, cuando parecía una maestra vieja, Libertad
Lamarque no quería que la orquesta de mujeres interpretara ninguna canción popular
sino puras clásicas. Pero después se decide a ser otra y se transforma en una mujer
moderna, tú sabes, entonces sí canta en un gran show de variedades (no sé si lo filmaron
en el «Tropicana») canta «Oración Caribe» y «Guadalajara» y otras canciones
preciosísimas. Y eso que su especialidad es el tango porque tú sabes que ella es la reina
del tango, así como Gardel es el inmortal. Pero, francamente, no sé si voy a decir una
tontería, a mí el tango me parece demasiado amargo y llorón; aunque cuando estoy un
poco melancólica también me agrada el tango. Bueno, no todos, pero me gusta «Cuesta
Abajo» y «Adiós Muchachos», ésa es bellísima, me fascina, pero me pone tristísima y
me dan ganas hasta de llorar. Esa música moderna sí es verdad que no la soporto. Las
muchachas de ahora, bueno, yo también soy joven pero distinta, se vuelven locas por
ese Elvis Presley. Yo no sé qué le ven a ese hombre que se menea así tan ¡ay Dios
mío! a mí un hombre me gusta cuando, (bueno, a mí me gusta mi novio Gerardo) pero
estamos hablando de artistas, yo prefiero que sea muy viril, que por encima de la ropa
se le vea que es macho, ¿tú me entiendes Julito? No macho de esos que le pegan a la
mujer, sino muy hombre, pero que también sea simpático, comprensivo y responsable.
Yo pienso así... (Parece que esta noche se me hubieran desenrollado en la cabeza todas
las cintas viejas de un grabador, parece mentira que todavía recuerde tantas pendejadas.
Tengo frente a los ojos la mecedora de mimbre aliado de la mata de helechos, y las
piernas de Sandra suben y bajan, como una dulce guillotina). Y al final, Julio, todos se
arreglan, tú sabes, Libertad Lamarque se queda con el papá de la muchacha de la
película -con el millonario- y Pedro Infante con la hija del empresario. Eso es lo que a
mí me encanta de esas historias amorosas, que cada quien se queda con el que le gusta y
no con cualquiera que le toca, como casi siempre sucede en la vida».
De algún modo, lo que ocurrió en aquella fiesta donde me fui de arrojado a todo dar
resultó una lección. Siempre he pensado que a la buena suerte primero hay que
cortejarla como a una mujer coqueta, para que después venga sola. De manera que,
más luego lo de «La Rabia» trajo la oferta de una pequeña orquesta de Culiacán. Por
allá llegaron los rumores; entre la gente de los conjuntos se hicieron comentarios que en
ese tiempo ni yo mismo podía sostener. Decían que en Guasave había un cantante con
estilo propio, que tocaba un tantico la guitarra y rasguñaba el violín; eso decían. No
hago ahora sino recordar, porque nunca he sido hombre de pulir su ombligo. Decían que
yo era un tipo de carácter, pero sólo sé que me respetaba a mí mismo y me hacía
respetar; lo de la personalidad no lo sostengo porque era iletrado. Yo confiaba en mi
juventud y en un presentimiento.
Me fui para Culiacán para ingresar en la orquesta que me solicitaba con una paga
que ni siquiera vale la pena mencionar. Eran músicos de más oficio, tenían un buen
repertorio y hasta algún renombre en la localidad. La verdad es que la orquesta sonaba
un poco mejor que «La Rabia», aunque no para mi corazón. Porque en ese conjunto
tuve la primera oportunidad y la primera oportunidad nunca se olvida, como el primer
adiós. Cuando partí para Culiacán, los muchachos me despidieron con mucho
sentimiento, Alejandro me dijo que con el tiempo yo llegaría a ser uno de los mejores
y no se lo creí. Pero me pidieron que no los olvidara Y no los olvidé. Siempre he
creído en la amistad y un hombre que no sabe hacer amigos y quererlos y respetarlos,
para mí no es nada, aunque lo mienten General. A mí llegaron a bautizarme como el
Milamores, pero hubiera preferido que me conocieran como el Milamigos. Culiacán era
capital de estado, una realidad muy distinta para un pueblerino. Se podían hacer
relaciones en ese engañoso mundo del espectáculo. Es la ruleta del artista popular. Al
principio, nunca se sabe si se ganará lo suficiente para comer, si alcanzarán los pesos, si
todo se desplomará en un ventarrón. Nunca se sabe nada.
Después, cuando hay suerte, eso parece que se olvida. Alguna gente valora al
hombre que ha triunfado y no pueden medir las decepciones, las esperas, los
desengaños, las piedras que tuvo que ir apartando en el camino. Yo quería triunfar, es
verdad, pero para mí eso significaba salir de la pobreza y llegar a ser alguien,
simplemente alguien y no ninguno. Es doloroso ser ninguno en la vida. No lo pienso
por petulante, pero si no hubiese logrado nada con la música, hubiera puesto el mismo
corazón en otra cosa. De cualquier modo, como marino, piloto, boxeador o lo que fuera;
lo habría intentado con todo el coraje. En Culiacán me esperaba una bella sorpresa
que me trastornó la existencia, porque como dice el corrido: «Pa' mí las nubes son cielo.
/ Pa' mí las olas son mar. / Pa' mí la vida es un sueño. / Y la muerte un despertar. » Me
esperaban los dulces ojos de María Luisa. No hay vuelta, compadre, a uno nadie
puede enseñarle los secretos del alma, la única manera de conquistar a una mujer es
enamorándola, así como la única forma de emborracharse es bebiendo; claro que unos
prefieren hacerlo con tequila Y otros con ron seco, pero el que nunca bebe, nunca se
emborracha, en amor es igual. Es cuestión de empinar la botella. Yo tenía entonces
diecinueve años, cuando todavía la imaginación parece un papelote y uno puede dejar
que vuele con la brisa y darle hilo e hilo hasta que se pierde en las nubes. Yo vi a
María Luisa Y me dije, aquí sí es verdad que pescaron al dinosaurio, compadre. Porque
la muy coqueta me dejó mareado. Uno mira el mundo repleto de mujeres chulas;
puede ser que muchas le alboroten la sangre o le afilen la mala intención, pero uno se
aguanta las ganas porque sabe que no todas están en su horóscopo y son agua del río
que debe correr.
Después con el tiempo se aprende que, muchas veces, la que menos parece que
quiere lo desea más. Son máscaras del amor.
Pero para la que no hay ninguna contra, es para ésa que de tan solo mirarla nos alela el
sentido. Es así compadre. Eso me ocurrió con María Luisa. Y no puedo hacerme el
engreído, porque yo sin ella hubiera sido Pedro el loco, Pedro Tierra, Pedro Harapos o
cualquier otro Pedro, pero no el Pedro Infante que fui. Ella me hizo, ella sopló la
chispita que yo llevaba por dentro. Sopló y sopló. Algunas veces le decía por pura
presunción: «Tú me hiciste un artista, pero yo nací aviador». Pero esas son meras
palabras la verdad es que sin ella hubiera sido como un leño sin fuego.
Yo la conocí en el Club Social de Culiacán, donde se presentaba 1a orquesta. Creo
que desde la misma noche que nos conocimos, simpatizamos. Después de platicar con
ella ya no hubo modo de borrarla. Los muchachos de la orquesta, cuando se
percataron de que yo me mostraba muy interesado, me decían que de eso sólo podía
sacar un vil despecho. Hasta me jugaban bromas de las pesadas: «esas pulgas no
brincan en tu petate, Pedro». Decían.
Porque María Luisa era una muchacha distinguida y yo en ese entonces me ni escribir
sabía. Eso comentaban y que por mi bien. Es natural. Los otros, aunque nos quieran,
siempre nos miden por su aspiración, Y a casi nadie le gusta marchar cuesta arriba. Los
más prefieren lo llanito, lo seguro, donde no hay mucho riesgo ni nada que apostar.
Además, para mí que un hombre con una guitarra y un buen corazón no necesita letras.
Y si de medir se trata, no hay nada más alto que el amor de un hombre. Yo pienso así.
Lo otro hubiera sido dejar morir aquella pasión sin atreverme, y resignarme cantando
«cien años»: «Pasaste a mi lado con cruel indiferencia. / Tus ojos ni siquiera
voltearon hacia mí. / Te vi sin que me vieras. / Te hablé sin que me oyeras. / Y toda la
amargura, se ahogó dentro de mí.»
Pero a mí me gustan las apuestas y ésa cambió mi vida, porque ella aceptó mi
reclamo y se quedó conmigo.
Seguramente, María Luisa arriesgó más que yo. Ella tuvo que aguantarse el
chaparrón por casarse con un tipo sin lana. Y para colmo mariachi. Tuvo que enfrentar
muchas murmuraciones, atreverse a desafiar lo conveniente con un amor distinto.
Siempre la habían cortejado muy buenos partidos. Yo no tenía sino la guitarra. Por eso,
cuando luego han dicho que mis películas son fantasía, pienso que la mayor fantasía fue
mi propia vida. Porque si no ¿cómo iba a casarse la joven distinguida con el muchacho
pobre? Pero así sucedió. Nos fuimos a Ciudad de México con unos pocos pesos, porque
ella era una muchacha emprendedora. Las fotografías del matrimonio nos las tomaron
varios meses después de la boda, porque en el momento de la ceremonia no teníamos ni
para el gasto. El comienzo fue duro, pero no amargo.
Me gustaría tener un reloj mágico, que me permitiera retroceder el tiempo aunque
fuese por un breve lapso. Así tendría la posibilidad de remendar los hechos de un modo
más tolerable para mí alter ego. Si fuera posible, yo estaría esta noche ofreciéndole a
Sandra la serenata que me reclamó. Ahora advierto que era un tema de amor machista
y pendenciero («La feria de las flores»): «Me gusta cantarle al viento, / porque vuelan
mis canciones. / Aquí hay una rosa huraña / que es la flor de mis amores. / Y aquel que
quiera cortarla, / yo la divisé primero. / Y juro que he de atraparla / aunque tenga
jardinero... »
Después del atrevimiento, al volver a visitarla, ella hubiera comprendido que su novio
Gerardo tenía un rival lanzado. Por cierto, que una vez me confió las vicisitudes de su
trato con otro individuo que la cortejaba: «Yo te voy a contar una cosa Julito, pero todo
debe quedar entre tú y yo. No se lo repitas a nadie. Resulta que yo tenía otra
conquista, otro pretendiente. Ya estaba Gerardo de novio mío, pero el que te digo me
daba vueltas, tú sabes, él es un hombre que figura mucho. Bueno, te lo voy a decir de
una vez, es Leoncio Castillo, el diputado, aunque todavía no era. En ese tiempo visitaba
la casa, porque tenía no sé qué negocio con papá. No me caía mal y yo sin darle mucha
entrada conversaba con él, pero respetando siempre a Gerardo, claro. Hicimos amistad
Y yo me di cuenta de que Leoncio quería algo más, porque en mi cumpleaños me
regaló una pulsera finísima y algunas veces me mandaba flores. Bueno, te voy a
confesar que hubo un momento en que yo estuve algo indecisa, porque tú sabes que a
Gerardo le gusta la bebida más de lo conveniente y teníamos algunos problemas. Eso te
lo digo solamente a ti, porque te tengo, bueno, te tengo un gran cariño y una gran
confianza. Yo estaba en esa indecisión porque debo reconocer que Leoncio es un
hombre buenmozo y además muy estudiado y, tú sabes, a cualquier mujer la halaga que
le manden flores y la traten con la delicadeza con que él me cortejaba. Te confieso, pero
tú comprendes, esto es muy íntimo, que yo estaba tan confundida que ya no sabía por
cual decidirme, si seguía con Gerardo, mi novio de compromiso, o aceptaba a Leoncio
que era muy buen partido. Porque las mujeres, cuando somos decentes, claro, no
podemos calibrar como hacen ustedes que prueban esto y prueban lo otro y después
deciden. Nosotras, las honestas, si nos equivocamos es para toda la vida. Si no viene
todo ese lío de la separación. Además, no te lo puedo asegurar, pero creo que mi mamá
cuando se dio cuenta del asunto le simpatizaba más Leoncio. Nunca me lo dijo
abiertamente, pero, claro, una se da cuenta, porque ella siempre me insistía en que
Leoncio era un hombre muy fino, que vestía con mucha elegancia. Resaltaba todo lo
mejor de él, mientras me recordaba que Gerardo empinaba mucho el codo e insistía en
que ese no es un problema al principio pero sí después del matrimonio, si la mujer tiene
que aguantarse a un cañero empedernido. Así que yo tenía la cabeza como un remolino
y cada día me confundía más. Ya estaba a punto de decirle a Gerardo lo que estaba
pasando, tú sabes, para ser sincera. Pero imagínate tú que la tarde que Leoncio se me
declaró, en vez de decirme solamente lo mucho que yo le gustaba, se puso a comentar
toda clase de barbaridades contra Gerardo. Que si era un pobre empleaducho, que si
era un perdedor, que si no tenía nada que ofrecerme y que si patatín y que si patatán,
tú entiendes. Mientras que él sí podía complacerme en todo porque era un individuo
con un gran porvenir. Eso me indignó, te lo juro que me indignó, porque un hombre
para conquistar a una mujer no necesita rebajar al otro rival, que ni siquiera está
presente para defenderse. Yo pensé, Gerardo es mi novio formal, tiene sus defectos,
pero hasta hoy ha sido un hombre de palabra y de buen corazón. De modo que si éste
le está serruchando el piso así, poniéndolo como un pendejo, con el perdón de la
palabra, también me está ofendiendo a mí. Y créeme, ahí mismo lo corté, lo puse
en su lugar, le dije que mi novio tenía muy buenas cualidades, que me quería mucho y
nos íbamos a casar. Además, le devolví su pulsera, aunque no quería aceptármela,
porque a mí nadie me va a comprar. ¿Qué te parece Julio? ¿No es verdad.que hice
bien?» Yo lo que quiero es que tú seas feliz, Sandra. Dije:
«Que seas feliz, feliz, feliz.
Es todo lo que pido en nuestra
despedida.
No pudo ser, después de haberte
amado tanto.
Por todas esas cosas absurdas
de la vida.
Siempre podrás contar conmigo.
No importa dónde estés, al fin que
ya lo ves, quedamos como amigos.
Y en vez de despedirte con reproches
y con llanto, yo que te quise tanto,
pido que seas feliz, feliz, feliz... »
Así es la vida aunque nadie puede decir que fui tacaño, siempre supe lo que valía un
peso. Y un peso vale como mil cuando no se tiene nada en el estómago. En los
primeros tiempos en la capital, hubo muchos días descalabrados y hasta de cero pesos,
compadre. Estaba encandilado por la selva humana. Un provinciano en Ciudad de
México parece un extranjero porque de plano esta en otro país. Me mareaba mirar
tanta gente pasando, como un río crecido que sacudía toda la ciudad. Yo pensaba que
vivían en una eterna procesión, o en unas fiestas patronales interminables. Los ojos se
me saltaban del asombro y tampoco podía acostumbrarme a que nadie reparara en mí.
Porque el provinciano extraña la vida familiar. Los conocidos caños del manso
cocodrilo. De no haberme acompañado María Luisa, me hubiese sentido como el
hombre más desdichado de la tierra. Pero no fue así, porque en ese tiempo ella era el
mundo para mí, o el mundo tenía puestas las pestañas de María Luisa. Al principio
no había tiempo para pensar en cómo triunfar, sino más bien en cómo comer. Hicimos
muchas cosas para sobrevivir aunque pude terminar siendo faquir. Mana Luisa siempre
soplaba la chispita. Ella siempre estaba insistiendo en los modales, en que yo tenía
que conducirme como un caballero, Y debía modificar esa pronunciación de norteño,
tan inconveniente. A veces me parecía que quería hacer de mí otro distinto, pero su
manera de moldear era tan convincente que casi no la podía contrariar. Además,
cuando yo estaba a punto de enojarme, ella me removía la vanidad diciéndome que
después, cuando me reconocieran como un artista popular, tenía que estar a la altura
para no defraudar. Cuando estaba triste por la situación cantaba para ella y si estaba
alegre con mayor razón. En aquel entonces era todo mi público. Aunque tenía ya alguna
experiencia a veces dudaba de mi cualidad, pero algo me decía desde sus ojos que era
un verdadero cantor. Algo me decía que yo podía agradar a muchas almas con esa voz.
Una tarde caminábamos por la ciudad y de pronto se para y me dice: «Vamos a entrar
aquí». Yo sentí en ese instante como si me sacaran el piso, porque si algo temí en la
vida fue hacer el ridículo. Traté de inventar una disculpa para postergar la decisión, pero
ella era muy terca e insistió en que nada podíamos perder; además dijo: nosotros no
estamos en condiciones de estar esperando, tenemos que probar ahora. Así entramos a
la emisora XEB (la del buen tono). Después que María Luisa explicó el motivo de
nuestra visita, presentándome como un cantante muy destacado en Culiacán, nos
permitieron hablar con el director artístico, que resultó ser un tipo agradable y nos
recibió bien.
Yo estaba algo nervioso y para hacerme el cómico cuando preguntó que cuál era mi
arte, le respondí que sabía chiflar. Lo cierto es que nunca comprendemos del todo
porqué caemos bien o mal a alguien. Mi humorada lo divirtió, y me dijo que chiflados y
chifladores había demasiados, pero si cantaba con clase quizás tendría una oportunidad;
porque en la emisora estaban interesados en promover nuevos valores. La entrevista
terminó con el acuerdo de someterme, dos días después, a una prueba de aptitud
musical. Estaban otra vez mis cartas sobre el tapete.
De ahí salimos muy emocionados, porque teníamos la corazonada de que desde ese
día en adelante todo iba a marchar mucho mejor y los pocos pesos mensuales de alquiler
de un cuarto, dejarían de pesarnos un barrilón. Yo sentía que caminaba distinto. Desde
ese momento cualquier persona podría detenerme en la calle para solicitar mi autógrafo.
Porque uno tiene todas esas chifladuras en la cabeza cuando sueña en el triunfo, como
si quisiera borrar el tiempo difícil que se está viviendo y aterrizar en el futuro de una
buena vez. Para celebrar lo que todavía no era ni siquiera una promesa, esa tarde
gastamos en el cine los únicos pesos que teníamos para comer. Es bueno recordar,
compadre, para nunca olvidarnos de cuanta trocha dura y empinada se ha dejado atrás.
Cuando leo revistas y diarios que mencionan a «Ciudad Infante», y comentan que esa
propiedad vale una fortuna, que vivo como un magnate petrolero, que soy dueño de
un pueblo con iglesia, billar, piscina, caballeriza, aeropuerto, cine, peluquería y todo
lo demás; cuando leo eso, siempre me acuerdo de aquellos cincuenta pesos de alquiler.
A veces, tomo la guitarra y me pongo a cantar como entonces:
«Han nacido en mi rancho dos arbolitos.
Dos arbolitos que parecen gemelos.
Arbolito, arbolito, me siento solo.
Quiero que me acompañes hasta que muera... »
Es el mismo Pedro compadre, créame, el hijo de Refugio, el que le encomendaron al
Ángel de Guamúchil. No me olvido. Pero la emoción pasó rápido, por la noche no
pude dormir pensando en la bendita prueba. Desperté a María Luisa para decirle que
no se me ocurría nada que cantar. Ella me dijo que en la mañana pensaríamos en algún
tema. Pero no pude tranquilizarme, pase la madrugada desvelado, se me confundían las
letras en la cabeza y no podía diferenciar un huapango de un vals.
Cuando el pianista me dijo: «lo único que tiene que hacer es seguir la nota que yo voy
marcando con el piano», tuve un tremendo sobresalto, porque no sabía vocalizar. Fue un
terrible parto donde yo perseguía inútilmente aquellas notas huidizas (eeeee-ooooo
uuuuu). Luego me permitió cantar algo sin acompañamiento. De pronto, me
interrumpió, fue en busca del director artístico y le dijo: «este muchacho lo hace bien,
tiene oído melódico y oído rítmico, pero le falta técnica y estuvo un poquito
nervioso durante la prueba; creo que con trabajo tiene algún mañana en este asunto.»
Eso dijo, la jugada fue afortunada. Pocos días más tarde, después de cumplir algunos
ensayos, firmé un modesto contrato para cantar en la emisora durante media hora
semanal. También recibí una beca para emprender estudios de educación de la voz.
María Luisa comentó: «Ahora todo depende de tu voluntad».
Resulta que todo el mundo sabía que estaba babeándome por Sandra, menos yo.
Así fue, hasta ese fatídico momento en que me dijo en tono de extrema confidencia:
«me caso el veinte de julio, pero después de Gerardo, tú eres el primero que te enteras,
que te parece». Uno no comprende cómo puede caerle repentinamente tanta desgracia
junta; cómo puede desatarse en la intimidad esa tempestad con truenos y centellas y
vientos huracanados y, sin embargo, ser algo estrictamente personal. Porque todo
continúa inalterable afuera, las rosas blancas, los helechos, las cayenas, la mecedora de
mimbre, siguen indiferentes. Mientras explotan las entrañas detonadas por una simple
frase: «me caso el veinte de julio ¿qué te parece?» Me parece muy bien Sandra, qué
puedo decirte, es algo extraordinario saber que vas a formar tu propio hogar. Tú sabes
que yo te tengo un gran cariño y deseo que seas muy feliz. (Se te traba la lengua,
porque tienes diecisiete años y unas traicioneras ganas de llorar. Como en aquella
melancólica canción de amor secreto):
«Siento en el alma unas ganas inmensas
de llorar.
Tú me haces falta y juré no decírtelo
jamás.
Yo quiero hacerte, con mis lágrimas
un collar de perlas.
Déjame llorar, porque hoy que te perdí,
queriéndote olvidar me acuerdo más de ti... »
«Pero cuidado si se te ocurre faltar al matrimonio, Julio, tú eres el primer invitado
de la novia, cuidado con faltar». No, Sandra, cómo puedes pensar algo así, cualquier
asunto que tuviera pendiente lo dejaría por acompañarte ese día tan especial. Quiero que
felicites a Gerardo de mi parte, tú sabes que lo aprecio mucho, es un tipo formidable y
merece esa suerte.
Te despides pronto porque no aguantas más, caminas rápido, decidido, toda esa larga
cuadra que nunca termina. Con la cabeza en alto, porque todavía ella puede estar
observándote recostada en la reja del jardín. Pero al doblar la esquina se te empañan los
ojos. Entonces recuerdas la letra de un despecho orgulloso:
«Por eso fue / que me viste tan tranquilo,
caminar serenamente, / bajo un cielo más
que azul. / Después ya ves / caminé hasta
donde pude, / y acabé llorando a mares,
donde no me vieras tú. »
Y aquella fue una cursilería sublime, porque habías descubierto y perdido el amor en
seis palabras: «me caso el veinte de julio». Me alejé de su casa por un tiempo, por
pudor de mostrar mi triste calavera. Pero mi ausencia delataba mi ánimo y todos
adivinaban el motivo de la retirada.
¿Tú sabes lo que sucede, Sandra? ¿Le anunciaste algo de tu matrimonio?... (También
mamá comenta que debo estar poseído del demonio, por mi renuencia a probar
alimentos. Insiste en que debo ir al médico porque esas furias repentinas que me dan
sin motivo son síntomas de demencia precoz). Nadie sabe que estoy agonizando, que
hoy es diecinueve de julio y Sandra se casa mañana. Nadie sabe que cuando esa
sentencia se cumpla para mi será preferible el destierro. Y no me explico por qué este
maldito insomnio ha revivido estos estúpidos recuerdos; como si fuera muchas
personas en una misma vida, como si yo mantuviera alguna identidad con aquel
muchacho alelado. Seguramente, Pedro Infante la hubiera raptado, como procede con
la muchacha que le gusta en la película Los hijos de María Morales. Esa era la
solución. Primero debí robar a Gradisco (el campeón de la Triple Corona) de su
caballeriza en el Hipódromo Nacional. Escapar raudo, y llegar a la puerta de la casa de
Sandra en forma impresionante, desmontar y atar la brida a la reja del jardín. Entrar
sigilosamente. Tocar suavemente la ventana de su cuarto y susurrarle que saliera un
momento para un asunto urgente. Para luego, subirla en la grupa del caballo moro, y
galopar lejos, muy lejos, bien lejos.
Probablemente me hubiera perdonado la temeridad, porque cuando Pedro Infante y
Antonio Badú raptan a las muchachas de la película, ellas se hacen las ofendidas y
hasta les disparan con una escopeta, pero después aceptan sus explicaciones y
finalmente se casan con ellos. ¡Ay Sandra, qué remordimiento!
El bueno de María Purísima se arrecha cuando, al salir del cine «Jardines», Negrura
comenta que esas películas mexicanas son pura paja, y él prefiere las vaqueras
norteamericanas porque son historias verdaderas del lejano oeste; Gatica Kid y los
hermanos Jeen y Búfalo Bill y todos esos bandidos existieron -dice. Pero María
Purísima responde que no es paja lo del rapto, porque en la vida suceden cosas
parecidas. Le recuerda que cuando el jornalero de una finca del pueblo tenía una
aventura loca con Consuelo vivía atormentado. Pero un día que ella salió a comprar en
la bodega, la montó en un Willis sin muchas explicaciones. Se armó un escándalo en
el pueblo. El jornalero estuvo como tres meses preso en un retén cerca de
Villavicencio. Pero después los dos se arreglaron porque él prometió matrimonio, y a
ella no le disgustó, porque parece que le dio durísimo en el mero punto. De que pasa,
pasa -dijo María Purísima- Lo que sucede-prosiguió- es que tú tienes miedo de que yo
me raspe a tu hermana Ruperta, que está buenísima y ya le entró la calentura; además,
vive mirándome cada vez que pasa. Y mejor párame esa vaina ahí -dijo Negrura-
párame esa novelita ahí. No metas a mi hermana en esta discusión, porque así sí es
verdad que tú y yo nos vamos a dar unos coñazos. Te lo advierto. Nos vamos a matar
María Purísima.
A pesar de que tuve un descalabro en la primera actuación logré mantenerme en la
emisora cantando boleros, durante el espacio musical de media hora a la semana que
me ofrecieron. Más tarde, por otra afortunada relación, pude dar otro paso en mi
propósito de darme a conocer. Resulta que un querido amigo proveniente también de
Culiacán –Alfonso Rodríguez-, para más señas, trabajaba de mesero en el Hotel
Reforma. Nos reunimos y una noche me propuso ir al distinguido lugar, para ver si
salía alguna chamba musical. Hablamos con el pianista y consintió en acompañarme en
algunas melodías suaves y nostálgicas. Esa noche mi canción de suerte fue «El amor de
mi bohío» Estaba presente el empresario Rico Pani, en compañía de su familia, y le
gustó muchísimo nuestra improvisada actuación. Desde entonces iniciamos un trato
amistoso, que entre otras satisfacciones me proporciono un contrato.
Aquel era un salón de lujo donde corrían como un chorro de agua los billetes de
cien dólares de los turistas. Yo sólo empecé ganando doce dólares por cada noche de
presentación sin embargo en aquellos días eran muy buenos para mí. Cantaba vestido
con un smoking de segunda mano, o más bien de segundo cuerpo, al que había que
endurecerle por dentro las solapas con trozos de cartón. Ya no me sentía tan
provinciano, tan del otro mundo, aunque seguía peleando con la timidez. Cada vez que
tenía el compromiso de cantar, María Luisa insistía en no me olvidara de sonreír:
«ríete por Dios que esa boca abierta es tu ametralladora. Cuando ríes siempre te hacer
querer. Entonces, si Negrete es el duro, se tú el simpático».
Mi repertorio era el de un romántico trasnochado, cantaba valses y boleros que los
turistas bailaban a medio dormir entre el piso y la cama. Para mí la verdadera paga eran
los aplausos del público que me embriagaban mucho más que el licor. No hay en el
mundo un sonido más grato que el aplauso sincero, provoca una extraña sensación de
alegría, orgullo y placer que recorre la sangre. Cuando estaba abatido por algún pesar
evocaba las mejores noches, cuando escuché los más fervorosos aplausos; algo como un
gran aguacero que caía del cielo y me reconfortaba.
anidad del h b ' Y me reconfortaba. Es la secreta
de tenacidad o:r~eqes~e~tác~lo. Gané ~uchos pesos en varios años
' Uizas mi mayor dicha surgió de los aplausos
31 de Contar
ésos que en la soledad continuaban resanan-
que no pu , .
do hasta mucho después de terminada la functó~.
. Una noche cambié el viejo smoking por el traje de charro. La
transformación le agradó tanto al público que para complacerlo
tuve que continuar cantando después de finalizar el. programa pre-
visto. En ese momento se decidió mi imagen de ~rtJs.ta P?P~lar, el
repertorio y,el futuro estilo; porque a partir de a.hl fm.un mterprete
dedicado al bolero ranchero. Estaba hecho a mt medida de charro
sentimental y humilde. Esas canciones fueron las alas doradas pa-
ra remontar vuelo:
Nunca tus ojos en jaula. me verán.
Ya me despido de tu amor, me voy cantando.
Tus lindos ojos no me verán caer ...
Meses después, en el «Salón Maya», ¿,me desc~brió? ~lo, un ~ro
ductor de cine. Yo notaba que durante la functón el tipo ~e mtra-
ba y me retemiraba; además, aplaudía con mucho ~ntus1asmo al
concluir cada pieza. Pero, a pesar de que uno termma por .acos-
tumbrarse a ser centro de la atención, recuerdo que me parecta de-
masiado insistente, porque aún en los momentos d: receso el hombre
me observaba. Yo creo que llegué a pensar, Y que es lo que ~e trae
éste con esa miradera ¿no? ... creo que lo pensé, o no lo.pense, pero
debí pensarlo, porque es lógico que uno se ponga susptcaz ~u~ndo
otro macho lo retrata mucho. Porque ~iendo. hembra es dtst~nto,
ya uno más
0
menos se imagina las mtencwnes. Pero lo c1ert?
~s que al finalizar la presentación bajé a la sala a saludar unos amt-
gos en una de las mesas y al pasar junto a él, el hombre me detuvo,
creo que fue así, debió ser así (porque Peruc~o Contreras -el
\ narrador- imagina unas situaciones y en la re.al~dad ~urre~ otras
} diferentes) no importa, eso no hace menos vend1ca l.a sttuactón. El
desconocido me extendió su mano al tiempo que dccJa con voz muy
varonil: «Mucho gusto señor Infante, permítame presentarme, por-
que esta noche he tenido el placer de ver actuar a un excelente
artista». . ·
Le agradecí el cumplido Y pensaba retirarme en :se mts.~o ms-
el hombre
tomándome del brazo contmuó diciendo:
tante, pero , . . .
«creo que tiene usted buenas cualidades histnómca~». Yo me que-
dé mudo, porque jamás había escuchado esa palabnta, p~ro como
no sabía si era un elogio o un insulto Y nunca he presumidO de !o
que no sé, le respondí sin ninguna verg.üenza que n~ le entendta.
Entonces, él me aclaró hablando en crisuano, que habta notado que
32
yo tenía dones especiales para ser actor. Sin más rodeo me convi-
dó: «siéntate un momento en mi mesa, yo te invito. Soy un hombre
de cine y quizás te interese mi proposición».
Y así llegó el día de la muerte en vida: el 20 de julio. No había
podido dormir y recuerdo que no fue solamente de angustia, por-
que esa madrugada se escuchó una sirena que parecía gemir, igual
que esta noche, exactamente como un perro herido. Yo tenía que
asistir al matrimonio de Sandra. Desde aquel momento, sé perfec-
tamente lo que siente un condenado a muerte poco antes de su eje-
cución. No tenía ropa presentable para la ceremonia, de manera
que con escaso dinero, fui a un almacén balurdo y compré un traje
negro de mala muerte que me daba el lúgubre aspecto de un em-
pleado de funeraria. También adquirí un florero cursi: blanco y con
una rosa sangrante dibujada. Era mi último presente para Sandra.
Un postrer adiós a su virgo luminoso e inaccesible. Llegué exhaus-
to a la sala de festejos; sudoroso, febril, magro. (Después que los
novios habían cumplido con la ceremonia nupcial). La vi lunar, ra-
diante en su inmaculada blancura de virgen, posando detrás de una
enorme torta que semejaba un castillo. Al verme, pronunció una
exclamación de regocijo como si yo hubiera sido el verdadero aman-
te que llegaba con retraso a la cita de la lujuria. Se aproximó para
abrazarme, luego me besó en la mejilla y dijo susurrante: «Te iba
a matar si no venías, me hacías demasiada falta en este día». No
sé si pudo percatarse de que estaba abrazando a un desahuciado.
Me escurrí entre los invitados como un espectro. Hasta el fatídi-
co momento en que sentí su mano apoyada en mi hombro mientras
decía en venenosa confidencia: «Chao, mi amor, Peruchito, ya Ge-
rardo y yo nos vamos a fugar de la fiesta. De aquí salimos a pasar
la luna de miel en la Isla Margarita, pero, tú sabes, tema que
despedirme de ti para no irme con esa preocupación. Sabiendo que
no voy a verte por algún tiempo, cuando regrese te contaré todo
como una película». (¡Qué quería esa sádica! ¿,Que me hiciera el
harakiri con el mismo cuchillo pica torta? .. ) Además, cuál cuento
era ése que pensaba contarme la degenerada. Pero, gracias a Dios,
para eso existen el ron y la canción ranchera, y pude despedirme
heroicamente de su virginidad, como todo un soldado de Villa.
Esa noche, mientras ella se refocilaba entre sofocos y compul-
siones, yo, en el medio de la plazoleta del barrio, espantaba los malos
espíritus que pedían mi inmolación. A las doce en punto, empiné
hasta el fondo la botella de ron y canté echando el resto:
33 Que me toquen las golondrinas
porque me voy lejos
muy lejos.
Hace tiempo la que más quiero
la que yo adoro
se fue de mí.
Hasta los g~tos de los tejados gimieron de pena. La vieja Eufra~
cia se asomó a la ventana y musitó: «Virgen de Coromoto, por ah1
anda penando el fantasma de Pedro Infante».
Porque el único beneficio de este brazo enyesado es que voy a
estar como tres semanas sin redactar los memos;. ~unque se~ura
mente se están multiplicando ahora, por generacwn espontanea,
como las chiripas.
Parece que son necesarias las separaciones para comprender hasta
qué punto el otro es uno mismo. Esto me_ ocurre aho~a, cuando
Fabiola está lejos y descubro que ella mantiene la alegna de ~a pa-
reja. Ella dibujó esas guacamayas tan lindas, que parecen mas res-
plandecientes que las verdadera~. El _afiche de El Gran Teatro/e~
Mundo (donde protagonizan tramoyistas y hadas, gn?mos Y P. ya
sos una representación de «La vida es sueño», Chaplm Y Aladmo,
y ~nin leyendo una proclama) fue cariñosamente en.marcado por
ella, y puesto en esa pared como un permanente espectaculo de n~es
tra cotidianidad. También una estampa que representa al La~~nllo
de Tormes. Los sencillos adornos los obtuvo en muchos Sitios:::-
a veces insospechables- como si quisiera almacenar ~n este peq~~no
apartamento todas las preciosas miniaturas a preciO de baratiJaS.
Si ahora estuviera a mi lado, yo posaría el brazo. fractu:ado sobre
su cadera y sentiría un gran alivio, quizás hasta 1~ maldita cornet~
apagaría su horrible lamento. ¿Y si Fabiola d~c1de no volver? SI
me envía un telegrama cortante como una nav~Ja: «~he, negro, no
estuvo mal, pero ya no me esperés porque la v¡da dw otra v~ltere
ta». Creo que no podría soportarlo, quedaría tan seco, tan sm na-
da, como un viejo aljibe abandonado. . ,
Entonces, algún amigo de ocasión me acon~eJana en 1~ barra de
un bar: «olvídala, compadre, que todas son Iguales, meJor pone-
mos una canción en la rocola».
34
Si no me quieres ni modo.
De amor no voy a morirme.
Se sufre cuando se quiere,
Pero se aprende a olvidar también.
Y luego, yo le escribiría una epístola irónica y engreída para co-
municarle:
Cuando recibas esta carta sin razón
Eujemia (perdón, Fabiola) ya sabrás
que entre nosotros todo terminó.
Y eso le parecería a ella el colmo de la ridiculez (¿cómo es que
se le ocurre escribir al negro esta mamarrachada?).
Eso la mataría de la risa, tendría que ser una carta con el aroma
y sabor del té de jazmín, que a ella tanto le gusta.
Todos deberíamos tener una segunda oportunidad. Una manera
de reinventarnos.Warece que algunos novelistas se despersonalizan,
se desdoblan, se 'rebelan contra la fatalidad individual, el sino o
la casualidad. Se inventan otros yoes mucho más interesantes que
el propio. Recuerdo (a pesar del estruendo de la corneta que me
muele el seso) haber leído alguna vez que Emilio Salgari, el alter
ego de Sandokan (el Tigre de la Malasia), fue un hombre apacible
y solitario que nunca abandonó su pequeña aldea natal. En el te-
dio de una vida lenta donde nunca ocurría nada que valiera la pe-
na contar, se transmutó en aventurero. Pero, quizás, esa fuga
también es una trampa, porque el personaje adquiere vida propia,
sale a recorrer su envidiable fortuna y el autor se queda nuevamen-
te solo. Atrapado por esa terca conciencia de ser él, un temerario
frustrado. !f.o verdaderamente extraordinario seria llegar a ser, cier-
tamente, el otro: el personaje. Lo maravilloso seria que yo realmente
pudiera decir al amanecer, ya basta de Perucho Contreras. (Renun-
cio a su continuidad mientras me calzo los zapatos). Luego senten-
cio de modo inapelable: «esta vaina se acabó, Perucho Contreras
no es un mal tipo, pero me tiene hasta aquí. Desde ahora en ade-
lante soy ni más ni menos que el charro de oro». Esa sería la sober-
bia det,er~inación para corregir tajantemente cualquier desatino del
azar.
Al incorporarme, llamaría a mamá por teléfono para darle la bue-
na nueva de la forma más considerada: «Vieja querida, yo entien-
do que papá y tú hicieron todo lo posible, pero no me soporto más,
me caigo mal ¿qué voy.a hacer? Sé que siempre me has querido
como soy, pero es algo aburrido. Tienes que entenderlo vieja, qué
importa si al final de todo uno se monta de piloto en un avión de
carga y termina estrellado y frito en cualquier patio. Es bueno mo-
rir así, si uno es un mito llamado Pedro Infante héroe de película. (
Por eso, puedes rebautizarme Pedrito el Chévere. No, no creas
35 que soy un hijo malagradecido, no te pongas así ¿tú no deseaste
alguna vez ser Greta Garbo? Bueno, mi caso es parecido, sólo que
acepté el cambalache. Sí, lo pensé bien, vi antes todas sus pelícu-
las, espié sus amoríos, leí entrevistas y todas esas frivolidades de
la gente famosa. No, no, mamá, no seas intransigente; no se trata
de un charro cualquiera. Es un tipo carismático, tú misma lo ad-
mitirás cuando me veas tan bien plantado, seguro de mí mismo,
simpático y cantando de maravilla. No, tampoco todas sus cancio-
nes son ramplonas. Son sentimentales, trágicas, medio cursis, co-
mo nosotros. Y por lo del patriotismo pienso que no debes
preocuparte ¿por qué tenemos que mantener esos sectarismos ~a
cionalistas? Te aseguro que ser mexicano es igual a ser de cualqmer
otra parte, el único detalle es tener el convencimiento de que Méxi-
co es la gloria del universo. Y, por lo tanto, tiene la mejor plaza
Garibaldi del mundo, la mejor música ranchera, las mejores hem-
bras planetarias, el mejor Acapulco, la mejor Toña la Negra; en fin,
lo mejor todo, menos el gobierno. No, mamá, caramba contigo, no
seas tan porfiada, no podía esperar hasta mi reencarnación como
tú dices, porque eso es bastante improbable o, a lo peor, reencarno
en un escarabajo de oro que no me interesa lo más mínimo. Te ase-
guro que no se trata de una parada loca como piensas. Bueno, chao,
vieja, para que te convenzas esta misma noche te llevo serenata. Es-
toy resteado».
Porque cuando le conté a María Luisa la propuesta de Lalo, el
productor de cine, la simple posibilidad le motivó un ataque de con-
tentamiento. Eila siempre había creído en ese quinto. Tenía la idea
de que yo podía llegar a ser un actor popular y debía prepararme
para conseguirlo estudiando actuación, dicción, mímica, construc-
ción del personaje y todas esas maneras del oficio. Yo, a ese reto
le tenía pánico. Es la verdad, porque lo otro, lo de cantar, lo traía
:en la sangre. Pero actuar en el cine siempre me pareció un asunto
de gente estudiada, que pudiera decir cosas bonitas o fuertes, pero
con temperamento y tan tranquilamente como respirar. Sucede que
María Luisa tenía conmigo una relación algo extraña, pienso, a ve-
ces, que ella quería ser yo mismo, como si fuésemos 1~ misma pe~
sona· como si Pedro tuviera dentro del cuerpo el espíntu de Mana
Luis;. Yo creo que por ahí empezaron los problemas, porque qui-
zás nunca pudo entender completamente que había u~ ~a:te egoís-
ta en mí muy propia, incompartible. A pesar de nu tinudez, Y a
regañadi~ntes, comencé a asistir a las lecciones de actuaci~n dra-
mática. Al principio no podía adaptarme. Sobre todo, sufna mu-
36
cho con los ejercicios de expresión corporal. Yo me sentía como
un mal payaso. Sufría con todas esas técnicas de aflojar el cuerpo,
relajarse, girar las caderas, concentrarse como un monje budista
Y todo lo demás. Una vez a la instructora se le ocurrió que todos
debíamos pensar como garza y caminar sin tocar el piso como gar-
za Y batir las manitas así como garza; eso me pareció en aquel JT!O-
mento una gran mariconada. Me preguntaba si Pedro Armendáriz,
que siempre hacía en el cine papeles recios de hombre de carácter
había pasado por todas esas pruebas raras. Llegué a casa indigna~
do Y le dije a María Luisa que no volvía más a la academia, pero
ella logró persuadirme de que eran ejercicios muy naturales; que
el actor debía tener como mil vidas en un solo cuerpo y la de garza
era una más, y que para un buen actor daba lo mismo hacer de
garza o de rinoceronte. Me convenció tanto, que al ratico ya anda-
ba yo brincando por la habitación como un canguro y los dos nos
matábamos de risa. Por aquel tiempo comencé a interesarme en
la lectura, aprendí tarde y también quería conocer otros idiomas
sobre todo el inglés. Yo sentía que estaba cambiando, que me esta~
ba convirtiendo en otro muy diferente al muchacho que había lle-
gado de la provincia para enfrentar un destino.
Las primeras pruebas que hice para el cine fueron un fracaso.
Era Pedro el tímido quien mandaba en mí y arruinaba todos los
intentos. No había una sola toma donde no se me viera lo asusta-
do. Cuando sonreía parecía más bien que se me iban a saltar las
lágrimas en cualquier momento. Y no era por falta de ensayos, por-
que ya tenía el espejo desgastado de tanto reflejarme. La verdad
es que se me estaba desmoronando el carácter, porque ya no podía
distinguir si quería ser un cómico como el compadre Cantinflas,
o un maluco como Fernando Soler, un duro como Pedro Armen-
dáriz, o un gallo fino como Arturo de Córdova; era como una con-
fusión truculenta que me desquiciaba. Antes de las pruebas, la única
recomendación que me hacía el asistente de dirección era que con-
servara siempre la naturalidad. Precisamente, lo primero que per-
día cuando me apuntaba la cámara. Detenida parecía tan inofensiva
como una cafetera, pero al comenzar a rodar se convertía en una
bazuca. Me costó mucho lograrlo, enfrentarme, vencer en mí mis-
mo lo que me alteraba. Después, con el tiempo, hasta el respeto
le perdí a la cámara y me sentía a gusto, como un asunto familiar.
Lo mismo que un muñeco
que necesita cuerda
37 0
que un presente incierto
que nada nos recuerda.
Quedó sin movimiento
mi corazón enfermo
y lo vistió de luto
un sufrimiento eterno.
Uno tiene una estrellita que debe seguir, así c?m~ los Reyes M:-
os siguieron su estrella ¿no?, pero mire no mas, SI uno se que .a
!entado para que ella lo resuelva todo, al final se le apaga Y todavia
está usted esperando sobre la misma piedra. Por eso, a la fortuna,
que así se llama esa estrellita, no hay que dejarla nunca de su cuen-
ta. Recuerdo que una vez, viajando en avioneta ~.on la Lupe, una
de las viejas que más quise en la vida, ella me diJO una fra~e que
·h
0
había _¡:¡.;dado dónde la leyó; era as1: «La
me gustó mue o, per ~"'' d d
gallina de los huevos de oro pone el segund~ huevo on e p~so
el primero». Me parece la mera verdad, y mtre usted, com~a re,
lo difícil que le resulta al pobre conseguir. :se hu:vo ?orado. ):~ ere~
. fue el prt"mer disco Aparec!O un d!a vternes, 5 e no
que para m1 · , · · M do
viembre de 1943. Contenía dos valses: Rosa/ra, de ~mr~no en . -
za Y letra de Catalina D'Erzell, Y Mañana, de Vtctona Eugema.
Mañana cuando ya estés lejos.
cuando ya estés sola
me recordarás.
Tus labios ansiarán mis besos
tus ojos por mí llorarán. .
. . , desconocida· creo que nunca, m antes
Me produJo una emo~wn . , ' l rimer huevo dora-
ni después tuve una sattsfaccwn mayor. Era .e P · . _ . . t
do Y cuando lo recibí me encandilaba. Yo fm un mno sm Jugue es,
. ue ese regalo me lo dio la vida para recompensarme por
f~:~~~ p~ivaciones Y de la parálisis infantil que padecí, y que .a Dios
racias pude superar. No hubiera cambiado ese regalo p~r mng~.na
~tra cosa. No sentí nada igual ni siquiera cuando compre un avt,on.
Recuerdo que María Luisa se divertía mucho, porque Y~ po~a y
ponía el disco de 45 revoluciones en el fonógrafo como, SI hub~r~
. . Ella me decía en broma: <<Ahora SI es ver a
descubierto rm voz. f
. "do esta' enamorado de Pedro In ante».
e me compuse, m1 man
Á.~í es la vida de caprichosa, la gallina de los huev?s de or? ~o~:
el segundo huevo donde puso el prim~ro. Con el ttempo vtme:le-
h s rabaciones muchos discos mas, pero aquella enorme .
:~: p:r!aneció int~cta. También llegó el día de debutar en el eme:
38
1;,
Adiós Chihuahua y poco después, El Valiente Valentín. No era pre-
cisamente un portento. No tenía escuela de actuación, ni cultura
frondosa, pero era mi tarea trasmitirle emociones a seres sencillos
como yo. Algunas fueron películas requetemalas, otras me parece
que decorosas y divertidas, pero en todas aprendí algo. Me trans-
formaron, me dieron fuerza, porque supe lo que podía lograr con
la dedicación. Creo que entonces le tocó el turno al otro que tam-
bién llevaba en mí, a Pedro el audaz.
No me explico por qué uno termina acostumbrándose a esta vi-
da doméstica, a este letargo, a esta conservadora privacidad de Pe-
rucho Contreras, el oficinista. No sé cómo se llega a la horrible
costumbre de repetir cada día el mismo día de la semana anterior,
del mes anterior, del año anterior. A Fabiola eso la indigna, es la
verdad. Ella siempre está dispuesta a recorrer la vida con un mo-
rral a la espalda. Le gusta arriesgar, adivinar y jugar con los im-
previstos. De repente, me dice: «che, negro ¿tú te pensas morir sin
conocer la India?« Yo le digo que hay tiempo, que seguramente el
año que viene nos iremos de vacaciones a algún lugar de Europa;
que posiblemente de aquí a entonces lograremos ahorrar algo, y
más adelante voy a solicitar en el Ministerio un permiso no remu-
nerado para no perder el empleo. Porque esas vacaciones de 22 días
son un fraude para viajar. Que, tal vez, incluso, pueda conseguir
un pequeño subsidio, si convenzo al Director de la necesidad de
hacer una investigación de mucho interés que sólo puede realizarse
apoyándose en fuentes documentales del exterior. (Por supuesto,
son globos de colores que se explotan con un alfiler).
El riesgo es quedarse atascado en una calle ciega. Hay que en-
contrar una vía de escape hacia lo imponderable. No hace mucho
estuve pensando en la jubilación, cuando caí en cuenta, me insulté
a mí mismo en alta voz, me llamé «pobre cerdo domesticado». Ha-
bría que olvidarse del escalafón, del seguro de hospitalización, ci-
rugía y maternidad. Renunciar a todas esas pavosas pendejadas
mortuorias y arrancar. Decirle a Fabiola: vámonos a aventurar,
amor, a conocer mundo, a existir. Para que después, en vez de te-
ner jubilación, uno pueda sentarse en cualquier banco a recordar
su vida sin remordimiento; armando paisajes en la imaginación co-
mo entrañables rompecabezas. Amor, vámonos, otra vez con Pan-
cho Villa. Salgamos de esta trampa cazabobos del televisor a color.
(Eso diría yo, si fuera Pedro Infante). -·-
Probablemente, Fabiola compartiría esta temeridad, porque guar-
da en su corazón algunos de los demonios que incitan a los explo-
39 radores. Sí, vamos otra vez con Adelita, ratatata, rata-ta-ta, pa-
ra hacer una revolución quimérica. Para derrotar a todas las mal-
ditas cornetas del mundo. Todos dirán, yo ya me alisté en las tropas
/' del comandante Perucho Contreras.
(\ Desde que se robó al triple coronado Gradisco en el Hipódromo
Nacional, y se raptó a una tal Sandra (una noche antes de que ella
contrajera matrimonio) anda echando vainas por el tercer mundo.
Es un forajido, un azote de las estructuras. Pero la plebe lo adora.
Todos los ignorantes, vagos y supersticiosos, lo veneran como al
propio Campeador. Algunos ni siquiera trabajan para estar escu-
chando a toda hora sus canciones en las tabernas.
Y si Adelita se juera con otro,
la seguiría por tierra y por mar,
si por mar en un buque de guerra,
si por tierra en un tren militar.
Ya la decisión está toma1a, ser el divino Milamores: el arrasador.
1
Si la vida es un jardín,
las mujeres son las flores,
el hombre es el jardinero,
que corta de las mejores.
Yo no tengo preferencia,
por ninguna de las flores,
me gusta cortar de todas,
me gusta ser Milamores.
Qué Machismo tan productivo será ése. ¡Cómo me van a envi-
diar los poetas del Bulevar de Sabana Grande! ¡Cómo me exalta-
rán los bohemios de la pandilla Lautreamont! Cómo se consumirán
de celos cuando me vean desenfrenado.
Después que se le sueltan las piernas a la fama, corre como la
liebre. Cuando aparecieron en los diarios los primeros comentarios
favorables, me preguntaba si acaso no me confundían con algún
otro. Decían que había surgido un excelente intérprete del bolero
ranchero; que por su porte, simpatía y una voz de buen timbre, pron-
to figuraría entre los preferidos del público.
Yo leía esas notas junto a María Luisa, y disfrutábamos tanto
que era como un mareo de pura vanidad. Luego, ella las recortaba
y las coleccionaba en un álbum. Una vez, en la portada de una re-
40
vista de mucha circulación, salió una fotografía a todo color don-
de me mostraba sonriente. No he olvidado el titular: En el Salón
Maya nace un astro: Pedro Infante.
~o le comenté a María Luisa con orgullo, pero sin pretensión:
«IDira no más cómo ha crecido el peladito de Guamúchil... si hasta
parece un caballero». ~
En ese tiempo, también surgió en mí un sentimiento extraño. Los 1
ca_ntantes populares de México teníamos un ejemplo digno de ad- j
mirar. Pero en aquel momento, ese ejemplo no sólo era un ídolo 1
sino también una_ sombra. La sombra de alguien que llegaría a se;/
un ve~d~de_ro amigo: Jorge Negrete. Sí, compadre, se lo digo aqu\
e.~ ~a mtimidad. Yo pensaba mucho erl'esedesafío. No era por en+
VI~Ia, no albergaba ese veneno en mi corazón, sino porque siempre
q~Ise ser tan bueno como el mejor, y el mejor era él. Jorge era un
gigante para los mexicanos. Un caballero andante con una maravi-
llosa voz. Y cuando comenzaba a buscar un espacio para mis pul-
mones, algunos periodistas comentaban que seguía los pasos de
~egrete. Y_ yo, q~e quizás estaba perdiendo la humildad, sólo que-
r~a a_rar mi propiO surco. Pero cuando conocí a Jorge esa secreta
nvahdad se acabó; bueno, no de golpe, porque nuestro primer en-
cuentro no fue agradable. Yo había actuado en una película como
quien dice peorcita: «El ametralladora». Por ese motivo cuando
nos vimos él me dijo en tono medio burlón: «¿Cómo le ha ido al
ametralladora?» Eso me cayó requetemal y le respondí en seguida
q_ue no aceptaba apodos ni remoquetes. Entonces, él se disculpó
sm molestarse y dijo, «así deben proceder siempre los hombres ha-
ciéndose respetar». Después de ese incidente, siempre todo fue ~fec
to. Termin~mos siendo compadres de mera verdad y lo que se diga
en contrano es nada más que intriga. Porque los dos fuimos siem-
pre dos hermanos. Dos tipos de cuidado.
-Porque tú eres bien burro- dijo María Purísima-. Nunca com-
prendes nada. Toda la trama de la película es para presentar en un
d~elo,_ frente a f~ent~, a Pedro Infante y a Jorge Negrete. Toda la
h1stona es pura mtnga, para que se piquen ¿entiendes? ...
-Cla~o que entiendo, no joda -respondió Negrura--; pero lo
que te digo es que a Pedro Infante le dan en esa película un papel
de pendejo.
-Pendejo no, chico, no seas tan bruto, esa es la caracterización.
-Bueno, sí, pero la caracterización es de pendejo. -Te fijas Peru-
cho, que este Negrura es un retrasado mental, nunca entiende na-
da, explícale, explícale tú. -No te diste cuenta- -dijo Perucho-
41 que Pedro Infante se casa con su prima que era la novia de Negrete
por puro compromiso. Negrete no sabe nada y como Pedro es. su
amigo, o mejor dicho, él pensaba en la película que era su ~e!?r
amigo, se arrecha muchísimo porque él no esperaba esa traiCion
¿entiendes? y lo que quiere es vengarse. Y Pedro Infante no puede
aclarar nada, para no revelar el gran secreto de su prima. Por eso
tiene que actuar así, aguantando todos los insultos. Al final es cuan-
do se aclara todo, porque es ella misma la que le dice a Negrete,
su antiguo novio de compromiso, que unos tipos la habían machu-
cado o sea le dieron una redoblona entre varios Y quedó preñada.
y p;r ese :Ootivo fue que Pedro se casó con ella, para evitarle la
vergüenza y responder por la barriga. Pero todo ese as~nto es el
pretexto del director para enfrentarlos en el duelo de canciOnes, por
eso la película se llama Dos tipos de cuidado. ¿Entiendes ahora,
cabeza de trapo? ...
Mi compadre Jorge fue un gran amigo. Su vida t~~po~o fue ta~
fácil como muchos creen; él abandonó la carrera militar Siendo ofi-
cial para entregarse al canto. Tuvo épocas difíciles, como c~a,ndo
trabajaba de mesero en un cabaret de Nueva York. Se cultivo en
la ópera, pero no era lo suyo. Yo lo admiré siempre. ~1 ocupa un
lugar muy alto en el planetario de estrellas d~ la cancwn popul~r.
Tenía estampa y carácter. Fue amado más alla del mar. En Espana
las andaluzas aragonesas y madrileñas, enloquecían por él. Fue el
Don Juan de América. Nadie cantó como él Guadalajara, Ojos Ta-
pa tíos, El desterrado, México Lindo y tantas más. _Pero ~ambién
le debe todo a esa música que es alma del pueblo. Solo fmmos un
instrumento de la diosa fortuna. Además, Jorge fue uno de los en-
vidiados maridos de «La Doña», María FéliX, la mujer más bella
del mundo. Cuando él nos dejó, después de batallar con la Pelona
durante muchos días, hubo en el continente duelo de trompe~~s.
Recuerdo su grandioso funeral. El velatorio fue en la Asoc~acwn
Nacional de Actores, de la que había sido fundador y presidente
durante varios años. El señor gobernador y algunos ministros mon-
taron guardia de honor, mientras sus restos permanecían en capill_a
ardiente. Una multitud pasó lentamente, inclinándose frente al f~
retro para pronunciar quedamente el adiós. S~ rostro fue ~aqUI
llado para ese viaje de eternidad por Marganta Or~ega, qmen lo
hizo siempre durante la filmación de sus muchas pel_Iculas: 1Y Ja-
lisco no te rajes, El rebelde, Cuando quiere un mexzcano, Sz Ade-
lita se juera con otro, Jalisco canta en Sevilla, _Los tres alegres
compadres, El rapto; y también, Dos tipos de cuzdado, donde ac-
42
tuamos juntos. Para algunos estirados había muerto «el ídolo de
las cocineras». Pero ese es el más grande honor de un artista popu-
lar. Millares de personas, en su mayoría humildes, estuvieron no-
che Y madrugada, soportando frío, para acompañarlo en ese triste
final de espectáculo. A la media noche, María Félix se acercó al
féretro y le dijo en voz dulce y temblorosa: «Te quiero, Jorge, te
quiero. Te quise siempre y te querré hasta que muera» ...
Yo, de motociclista, encabezaba el cortejo que lo condujo al cam-
posanto. No imaginaba entonces que, tres años y unos meses des-
pués, haría el mismo recorrido, pero esta vez dentro del féretro. Yo,
o lo que quedó de mí aquella mañana dell5 de abril de 1957. Aho-
ra Jorge y yo estamos juntos en esta noche inacabable. Pero donde
escucho su voz de charro inmortal:
Que digan que estoy dormido
y que me traigan aquí
México lindo y querido
si muero lejos de ti.
Porque nadie puede decir que Perucho Contreras es un jalame-
cate. No señor, yo no he tenido estrella que me alumbre, de modo
que todo lo que he podido conseguir es flotar, como se dice, contra
viento y marea. Pero eso sí, sin raterías. Cada paso en el escalafón
lo he logrado como el hombre invisible, pero sin genuflexiones y
sin doblar la espalda para recibir palmaditas de conmiseración. Dos
pasos de ascenso cada tres años, una prima de transporte y una car-
ga de asistente 111. Todo en regla. Nadie puede afirmar que Con-
treras es una chiripa que anda merodeando en la despensa. Lo
importante es salvar con ingenio el derecho a imaginar. Construir
el propio retablo. Uno puede idear cualquier disparate siempre que
se lo proponga. Mientras los pragmáticos piensan que estoy amaes-
trado, en realidad ando volado imaginándome como un cangrejo
transparente, o una araña bailarina, o un hipopótamo equilibrista,
o cualquier otra arbitrariedad mental que se me ocurra para burlar
el cerco del Manual de Procedimientos Administrativos. Así, co-
mo esta infame corneta no puede impedir que esta noche me trans-
mute en el mito de Pedro Infante (mi opuesto) mediante una
alquimia de los sentimientos, e inventar una existencia que, por mo-
mentos, parece la suya, pero que me pertenece cabalmente, puesto
que soy yo quien la sueña, yo quien la nombra.
Mañana, la conserje me traerá el periódico donde veré mi foto-
grafía en la página de la farándula; acompañada con la informa-
43 ción de lo ocurrido la tarde de hoy. Cuando el famoso cantante Pe-
rucho Contreras visitó la casa disquera «El Astro Azul», y auto-
grafió su último disco de larga duración Amanecí de bala (querido
poeta), para sus numerosas fanáticas, que desbordaron el bulevar
«Vida en Rosa».
La crónica farandulera comentará el revuelo que provocó la in-
tervención polie,ial, para controlar los excesos de las atrevidas chi-
cas y travestistas, que desde tempranas horas se aglomeraron en el
lugar. Con el inocultable propósito de palparme, apurruñarme, be-
suquearme, y demás licencias lujuriosas. Tratando de despojarme
agresivamente de mis calzconcillos «Herculino», como trofeo eró-
tico inestimable. Como una prueba tangible de que sí existo, y Pe-
rucho Contreras no es un invento de audaces publicistas.
Atrás, en los rincones del pasado, quedan arrumbados los recuer-
dos de las incontables escaramuzas perdidas. Ahí debe permane-
cer para siempre, brillante y disecado (dentro del cofrecito forrado
en terciopelo rojo) el virgo de Sandra.
Ahí se encuentra (en una servilleta amarillenta) la huella de la
pulposa boca fosforescente de la coqueta Chabela Rodríguez, la de
la sonrisa de dulzura letal. Yo esperaba impaciente su entrada al
aula, puesto que siempre llegaba con retraso. Siempre tan sonrien-
te ¡Chabela!, tan inalcanzable, tan reventándome el alma. Y me de-
cías con un pucherito ¿préstame tus apuntes, Contreras? y yo, claro
que sí, Chabela, lo que tú quieras. ¡Qué degradación tan horrible!
Pero no era el único babeado. Tenía a todo el liceo sometido. El
profesor de biología, que ya no encontraba la forma de distribuir
los ciento veinte pelos sobre su cráneo desierto, se detenía inevita-
blemente cuando al pasar la lista pronunciaba su nombre. Un po-
co antes comenzaba a planear: Restrepo Amanda, Reyes José, Rivas
Pepita, Rivera Newton, Robles Chucho, Rodríguez Carlos y ... Ro-
dríguez Cha-be-la; donde aterrizaba en tono susurrante. Levanta-
ba la vista de la carpeta y preguntaba: «¿cómo le va señorita
Rodríguez, estudió mi materia?» ... y Chabela se lo vacilaba. Se mor-
día el labio, cruzaba las piernas mostrando la rebanada de un mus-
lo primoroso, hacía ojitos, antes de responder: «no mucho, pro fe)).
«Muy bien, muy bien (decía el calvo) usted es un poquito desga-
nada pero interesante, eso sí, interesante)).
Chabela se burlaba del curso completo, del liceo en pleno, de tu-
tilimundi, menos de la profesora de matemáticas. Esa sí la ridiculi-
zaba, y le decía sin ningún tapujo: «Mejor consígase un marido
44
ahora, algún imbécil que la mantenga, porque su futuro como ser
pensa~te lo. veo muy negro)). Pero Chabela tenía quien le sacara
los P?lmomJOs Y cualquier otra cosa que se le ocurriera. Estaba tan
~odnda de b 1 ue~a, que ~odía g~aduarse de lo que le diera la gana.
¡Ay Chabela. SI yo hubiera sabido en aquel tiempo que sólo tenía
que cantarte una ranchera mexicana.
Cuatro caminos hay en mi vida
cuál de los cuatro será el mejor
tú que me viste llorar de angustia
dime paloma por cuál me voy.
Atr~s quedan, casi como un picasso, las perturbadoras nalgas
redonditas de la profesora de francés, «¿y qué dice Contreras?)) ...
yo, ~o, yo; nada profesora (cómo puedo confesarle que me voy a
monr deslechado de tanto hacerme la puñeta por usted. Por culpa
de sus sober?ias nalgas, profesora ... Por esa maldición). Je ne par-
lepas france profesora, yo sólo vivo delirando por su culo incom-
parable.
Quedan en .el pretérito las tetas monumentales de la portuguesa
de la p~n~dena, que arropaban al mostrador como un toldo sagra-
do, obhgando~e a comprar golfiados, tunjas y catalinas a toda ho-
ra. Y en el archivo ~ueda para siempre nítido, provocador, hirviente,
el lunar que la ~utlca del bar «La nube GriS)) tenía sobre el labio.
Como u.n .d~safw a superar el pánico a la gonorrea, y extraviarse
uno defmitivamente en los polvos del diablo.
Ese lunar que tienes,
junto a tu boca.
No se lo des a nadie,
Cielito lindo que a mí me toca.
¡Ay! ¡ay! ¡ay! ¡ay!
. Desaparecen también tras el telón, las mil piernas cómplices, ca-
lientes, s~~orosas, contenidas, compulsivas, vergonzosas, descara-
d.as, fugitiVas, apremiantes, culpables, entretenidas, dispuestas,
VI~da~, que durante años se frotaron a mi pierna herida en la pro-
miSCUidad sofocante de los autobuses.
La sexualidad muda.
Adelante, quien quiera que sea,
que me está tocando,
las puertas del alma.
45 Adelante, que quiero que vea,
cómo estoy llorando,
de amargo dolor. (Canta Javier Solís)
Atrás se va borrando el 13. Para mí, nunca fue un n~mer? caba~
lístico tampoco un signo de mal agüero. El 13 era el mtsteno. Esta
grabado en la, piel, no he podid~ elu~irlo a pesar de los t~ucos de
la memoria. El 13 era ese punto mqmetante donde las mu~eres del
barrio aligeraban el paso, como perseguidas por un .reptiL El 13
lo pronunciaban los hombres en el billar entre obs~emdades Y, car-
cajadas cómplices. Sin embargo, durante el día tema una atmosfe-
ra apacible y un decoroso aspecto: una pe~ue~a casa azul, con una
entrada de baldosas grises y un hermoso_ Jardt~ de hele~hos, rosas
blancas y rojas, y cayenas. Yo esperaba Impaciente el dta que pu-
diera atravesar ese corto trecho que conducía a la puerta y descar-
gar, por fin, la baba del diabl~. . . _
Estás aún ahí con tus infantiles OJOS de ave de raptña, esperan
do a que ella lle~ue como todas las tardes y descienda del taxi. Al
inclinarse para salir, te sobresaltap esos dos grand~s se~os .que des-
bordan la blusa. La miras con codicia. Eres un mño agmla, o un
niño buitre. Solamente instinto. La miras ruinmente (roban~o s~s
formas) cuando cruza el jardín y se pierde en el 13. E_s !~pelirroJa
Patricia (ya sabes su nombre de batalla), dicen que es stcth~na. Ella,
como todas las otras, viene arrastrando sus bellos demo~tos desde
lejos; igual que la española Lolita, la falsa francesa Manbel, 1~ ~e
cosa Lota (nadie sabe de dónde vino, aunque algunas. de las VIeJas
del barrio -Eufracia y Anacleta- aseguran que nació en el fon-
do de un volcán de azufre). Todas son exóticas, .hasta 1~ cumanesa
Rosario que se disfraza de dominicana, y la andma Softa, que pre-
sume de ser uruguaya y universitaria. Ninguno de esos nombres las
nombra. b · t
Quieres tocar con tus uñas de buitre lo que ocultan aJo esas e-
las casi transparentes. Ahora, sólo puedes mast~rbarte hasta reventar
pensando en esas bocas rojas. Esos blancos p1es q~e nadan c?mo
peces entre las sandalias doradas. Masturbarte rab10s~mente Ima-
ginando tactos desconocidos, ahogos, secretas contorsiOnes, espas-
mos, infamias. Todo es posible en mi mente ~e.senfrenada.
Una noche, después de muchos meses de mortificada espera, atra-
viesas temeroso el jardín (has hurtado el dinero de la cartera de t~
padre). Eres un ladroncito, un pequeño culpable. No puedes domi-
nar el miedo a pesar del efecto estimulante de las cervezas. Desde
46
la barra del bar miras, con ojos de perrito asustado, a la pelirroja
Patrici~. Se acerca la vieja cabrona (todavía no es «La Celestina», 1
no es literatura). ¿Tienes plata, carajito? Sí, sí -digo avergon- l
zado:-, y apunto a Patricia con el dedo. Aguí tienes un cliente,
corazón, parece que se está muriendo de las ganas.
Todo es demasiado rápido. Ya pasaste por la humillación de te-
ner que pagar anticipadamente. Porque tú sabes, mi cielo, aquí vie-
nen muchos carreros a echar vaina. Mi mano suda, asida a su mano,
cuando me conduce hacia la habitación. Las rodillas flaquean mi-
serablemente al llegar a la puerta. Cuando ella abre, digo cortés-
mente esa frase ridícula: Usted primero, señorita. Y la veo
estremecida por una risa irrefrenable, malvada, que sólo se inte-
rrumpe un momento para repetir balbuceante: señorita, ja, ja, ja.
¿Quiere decir que para ti soy una señorita? .. ja, ja, ja.
La ves desnudarse de manera impúdica y luego te ayuda a qui-
tarte el pantalón. Estás a su lado mareado y torpe. Ella misma co-
loca el pezón de su seno en tu boca babosa. Te acaricia el miembro
debutante (gracias a ese santo se mantiene firme, como un soldado
castigado). Pero cuando te invita a penetrar en su misterio húme-
do, te explotas presuroso en sus muslos. Eres un pobre gallito sin
experiencia. Ella te maldice, y se ríe después de esa rapidez de bo-
tellazo. Me aparta. Ya está bien, la próxima vez será mejor. Pero
antes de salir, yo, con ese morbo romántico metido en la sangre,
le regalo el bolígrafo rojo: para que todo no sea por plata, Patri-
cia. Para que me recuerdes con un poco de amor. Y ahora sí es ver-
dad que no entiendo por qué se ríe así la desgraciada, por qué le
suena a ella tan ridícula la palabra amor.
Estás libre, has crecido bastante en una sola noche. Junto al pos-
te de la luz, en la plazoleta, le cuentas a Pepe tu hazaña: Tus tres
tristes polvos. Tus tres ardientes platos. Ese banquete que te diste
con la pelirroja Patricia, que al final no te quiso cobrar de tanto
que gozaron.
Cuando me despido de Pepe y de Parapara, otro miedo regresa.
Ya es tarde. Ojalá que el viejo no haya descubierto lo de la cartera.
No pasa nada. Me encierro en el cuarto, y al apagar la luz, la miro
otra vez desnuda con las tetas brincando. Pero ahora sí puedo re-
correrla como un entendido. Ya no se ríe la degenerada. Se muerde
la boca. Gime. Me clava las rojas uñas en la espalda. Repite mi nom-
bre: Perucho, mi vida, Peruchito. Me llama mi amor. Ahora sí. Por
eso, el sueño es más verdadero que la realidad.
Atrás queda, en el último cuarto del olvido, un Atlas. Entre sus
47 páginas todavía debe estar oculta una fotografía (recortada de una
revista) de una muchacha cubierta por una corta dormilona y con
una ingenua expresión en el rostro. Es la bella Miroslava. La novia
de Pedro Infante en la película Escuela de vagabundos. Es ella, la
suicida, la que se inmoló porque nunca supo cuánto yo la amaba.
La secreta presencia entre los mapas geográficos de mi libro esco-
lar. Mi virgen' particular.
Seguramente Sandra, sentada en la mecedora de mimbre, me con-
tó alguna vez la historia de Escuela de vagabundos, porque nunca
la he olvidado. (Tenía el poder de llenar mi mente de palabras, más
duraderas que las propias imágenes).
«Esa película sí es fenomenal, Perucho. Para mí que es la más di-
vertida de todas las de Pedro Infante. La trama comienza cuando
él con ropa de medigo, tú sabes, vestido de ratero, detiene el auto
en una carretera para echarle agua al radiador; pero se olvida de
ponerle el freno y el carrito se va retrocediendo hasta que cae por
un precipicio. Entonces -dijo Sandra- él se va caminando por
la carretera hasta llegar a una mansión muy lujosa, donde se dirige
para solicitar ayuda. Y, precisamente, en esa casa vive una millona-
ria excéntrica que tiene como diversión amparar a los vagabundos.
Pero eso le ha ocasionado tantos problemas a la familia, que el ma-
yordomo (Audifáz), el marido de la señora chiflada y sus dos hijas
bellísimas, no quieren saber nunca más de mendigos. Y al mirar
la pinta de mala muerte de Pedro Infante, lo quieren botar en se-
guida, pero la señora insiste en adoptarlo y ponerlo a trabajar en
el jardín. Como Alberto -así se llama Pedro en la película- tie-
ne una disputa con la hija mayor que es la artista Miroslava; o sea,
Susana en la película, decide quedarse y seguirles el juego para di-
vertirse. Toda la historia es la manera como Pedro va enamorando
a Susana, a pesar de ser una coqueta engreída ¿qué te parece? Ella
lo desprecia por ser un vagabundo, pero también se va enredando
sentimentalmente porque es muy buenmozo y ocurrente y sabe tra-
bajarle el orgullo. Yo creo que eso es posible, porque una como mu-
jer no manda completamente en su corazón ¿verdad? Bueno, tú eres
hombre, pero los sentimientos de una mujer son complicados y a
veces ella no los puede controlar ¿no? Yo creo que eso en la vida
también sucede, porque muchas veces todo el mundo le dice a una
mujer que un tipo no le conviene para su futuro y ella se emperra.
¡Ay qué palabra tan fea me salió! La mujer se empecina. Eso es.
Entonces, Pedro se queda como chofer de la casa. Se dedica a
enamorada y a tumbar al novio oficial que es un tipo rico y prepo-
48
tente. Bueno, Perucho, yo me reí como nunca en esa película, pero
claro, no te puedo contar todas las travesuras y los trucos de los
dos en su juego amoroso.
No terminaría e.n toda la tarde y tengo que hacer oficio. Ella,
Sus~na, es una muJer bella, francamente, tiene unos ojos claros im-
~reswna~tes Y un cuerpo perfecto. Su hermanita también es muy
hnda Y ptcara. Pedro, o sea, Alberto Medina, enamora a Susana
con sus canciones. Las que cualquier mujer desea oír. A mí me en-
cantó, cuando una noche, ellos dos están sentados en el borde de
una fuente del patio de la mansión: Pedro le habla de la frescura
de los besos verdaderos y le canta Tengo ganas de gritar te quie-
ro. Otra vez, durante la recepción que le ofrecen a un comerciante
(que tiene un negocio con el padre de Susana), Pedro para alboro-
t~rle los celos a ella, se pone a filtrear con Patri, la hija del comer-
cta~t~. Que también le saca tiesta, tú sabes. Entonces él, para
vacllarselas, les canta:
Quién será la que me quiere a mí
¿quién será? ¿Quién será? ..
Pero el ~ejor momento es cuando Pedro le lleva una serenata
Y se ve a M1roslava, o sea a Susana, en su cuarto vestida nada más
que con ~na dormilona que la hace muy sensual. Mientras él canta
en el p~tio, Cucurrucucú Paloma. Ella está muriéndose por dentro.
. _A~ fmal, se descubre por. su fotografía y la información del pe-
nodico que comenta el accidente del carrito que se fue por el ba-
rra~co, que Albert.o no es un vagabundo; sino el famoso compositor
lose Alberto Medma. Andaba vestido de ese modo desaliñado por-
que regresaba de una C
1
acería, y todos suponían que se había mata-
do. Después pasan muchas equivocaciones divertidas porque
confunden ~1 vivo con un espanto. Todo se aclara y los dos enamo-
rados se entienden: Es una comedia deliciosa. Tienes que verla, Pe-
rucho. No te la pierdas. ¿Qué te pareció la trama? .. »
Me parece, Sandra, ahora, después de muchos años, que cada(
Perucho Contreras alguna vez en la vida se encuentra con su prin- i
cesa Sherezade. "
Y cuando la fama nos alcanza, empieza otra prueba difícil.
Aprend~r ~entenderse .con ese amo del millón de máscaras que se
llama publico; para evitar que un día se despierte de mal humor
Y nos devore. Ese gigante multicéfalo es el árbitro de nuestra suer-
te. Se entretiene ju~ando con un gracioso gatico llamado ídolo po-
pular. El amo QUiere que el gatico lo divierta y le haga olvidar
49 preocupaciones. Porque habitan juntos en esa enorme jaula que
es la vida. Cuando el cantor se transforma en el juguete predilecto
del público, recibe buenas recompensas. El dueño quiere que su pre-
ferido se alimente bien y use vestidos llamativos y prendas rutilan-
tes. Entonces, el gatico -ídolo se disfraza de charro y luce hermosos
trajes negros, azules, escarlatas; bordados con hilos de oro y plata,
y usa un enor,me sombrero como un sol sobre el mar y un par de
pistolas con incrustraciones preciosas. No son los caprichos del can-
tor, son los caprichos del amo; para quererlo más, para esclavizar-
lo con su admiración.
Porque hubo un tiempo en que a él le bastaba para acompañar
sus canciones con una guitarra construida por sus manos.
En el teatro, se truecan los poderes. Cuando el cantor se encuen-
tra sobre el escenario se mimetiza en una pantera formidable. Mien-
tras los admiradores, en sus butacas, disfrutan mansamente. A veces,
si el cantor está ebrio de popularidad, olvida que es un juguete ama-
ble y se cree pantera. Finge. Se desplaza soberbio y sensual sobre
la tarima. Canta y ruge como un felino seductor. Y todas las dami-
tas se enamoran de él; quieren ~esarlo y acariciarlo y meterlo en
sus camas, para descubrir cómo fornica un hombre fiera. El ídolo
no puede complacerlas por igual a todas, pero se transfigura, se
eleva, se entrega sobre el escenario, para ofrecerles una ilusión de
orgasmo.
Cuando se cansa de complacer requerimientos, y piensa en aban-
donar el espectáculo por una temporada para recuperar la libertad
perdida, se descubre impotente. El amo manifiesta su inconformi-
dad y le recuerda que puede cambiar de favorito. Entonces, el gati-
co presumido acepta que se debe a los caprichos de su soberano.
Porque el público puede ser tan voluble como cariño de mujer.
Te vengo a dedicar otra canción
a ver si me devuelves tu cariño,
ya vengo de rezar una oración
a ver si se compone mi destino.
Acuérdate que siempre te adoré
no dejes que me muera en mi pobreza,
ya todo lo que tuve se me fue,
si tú también te vas, me 1/evá la tristeza.
A veces, me pregunto de dónde surgió ese desafío de cruzar el
cielo como capitán de una nave. Pienso que tal vez hubiera podido
ser un hombre de a caballo; como los que estremecieron a México
50
en los tiempos de la revolución. Amé mucho a los caballos (los ne-
gros y los pintos), y algunas leguas recorrimos al galope.
Pude ser un hombre de la tierra árida, del polvo y del espejismo. 1
Un personaje más de El llano en llamas. Pero el destino manda
y uno no sabe cuándo termina todo. De pronto, sopla el viento y
nos riega el papelote en otra dirección. Nadie puede hacerle tram-
pa a los designios de la Pelona. Pero viendo pasar los aviones so-
bre Guamúchil, debe haberme hecho la primera morisqueta la
muerte. Esa primera vez, fue como una pícara sonrisa, como una
dulce invitación al riesgo. La muerte tiene sus mafias, La segunda
ocasión que me mostró los dientes la advertencia fue en serio. Re-
gresaba de Acapulco acompañado de la bella Lupe, en una avione-
ta piloteada por mi. Todo sucedía sin contratiempo hasta que se
trastornó la brújula. Perdí el rumbo trazado y me vi obligado a
improvisar la ruta. En el desvío se agotó el combustible. Poco des-
pués, el aparato dejó de responder a los mandos y se precipitó a
tierra. Esa vez pudo ser el final, pero no estaba escrito. Se ve que
la Pelona decidió probarme. A Dios gracias, Lupe quedó enterita
hubiera sido imperdonable que se desgraciara. Yo estuve a punt~
de anticipar el brinco hacia esta alcabala eterna. A pesar de ser un
terco, se me partió la cabeza. Mis buenos médicos tuvieron que in-
jertarme un trozo de platino. Perdí mucho pelo, pero creo que ese
accidente me hizo más testarudo y me enderezó la intención. Cuando
desperté de la larga operación y abrí los ojos, le dije al doctor: «de
ésta salgo». Y fue el médico quien casi se priva porque las cosas
le salieron requetebien. Todo el mundo apostaba a que después del
topetazo quedaba loco o bobo, pero no los complací. Si vamos a
sacar cuentas, no quedé más chiflado de lo que siempre fui. Pero
la Pelona y yo, sabíamos que había sido una prueba para medirme
el coraje. Por eso debía volver a volar.
El capitán Cruz era algo distinto a Pedro Infante, éramos dos
y cada uno respetaba la decisión del otro. El capitán Cruz quería
convertir en realidad algunas emociones que el actor fingía en las
películas. Tenía su propio trato con la muerte.
Cuando me endilgan tantas anécdotas de calavera y me atribu-
yen todos esos amoríos, parrandas interminables, borracheras eter-
nas, olvidan que siempre fui un trabajador endemoniado. No había
un hueco en mi vida para la vagancia. Días y noches de fogueo.
De aprendizaje y ensayo de un repertorio de más de mil canciones.
De memorizar los libretos de numerosas pelfculas. De incontables
presentaciones personales. Largas temporadas en el Teatro Lírico;
51 donde alternaba con excelentes artistas populares, como la inmen-
sa Toña la Negra, Mantequilla, Luis Aguilar, Juan Arvizu, el Trío
Tariácuri, María Conesa, el hermano Jorge Negrete, toda la ,com-
pañía del Chino Herrera y otros queridos compañ~r~s de farandu-
la, que hacían de cada noche de espectáculo una ~el.Icidad Y un ~e:o.
También las exigentes giras dentro y fuera de Mexico. La admi~~s
tración de los,. bienes. La protección de la familia, y el amor paswn
que es la hoguera del alma. Toda mi existencia fue una dura brega.
No hay otro secreto.
Uno quiere torcerle el cuello a la miseria para no s~r esclavo de
los cien pesos de alquiler de un cuarto. Pero cuando viene a perca-
tarse, es un prisionero de la fama. El dueño convierte en oro todo
lo que canto. El dueño desaprueba que amanezca cantando u?a
serenata bajo la ventana de cualquier Lupita. Para el empresano,
Ja medida del triunfo es el oro. ¿Cuánto carga La barca de oro en
pesos? -pregunta.
El dueño exige que el forzado conserve la forma; que trote, q~e
haga calistenia, que tome jugo de naranja al despertar y haga gar-
garas con clara de huevo, que se cubra el cuello con una bufanda
para proteger las pepitas de oro. Por momentos me asalta el recu,erdo
de los días de a peso. Cuando regresaba con las manos vacias Y
tomaba la guitarra y cantaba para suplir al postre. -
De piedra ha de ser la cama,
de piedra la cabecera,
la mujer que a mí me quiera,
ha de quererme de veras.
Ay, ay, ay, corazón, por qué no amas ...
y uno imagina todo como un sueño, como una película dentro
de otra película verdadera. Y le parece que alguna vez fue libre. :
se siente solo y le dan unas ganas muy grandes de cantar para ah-
' viar el alma.
La buena brisa y el trabajo constante trajeron alguna fortuna.
Al fin pude tener mi propia casa, lo cual me proporcionó mucha
satisfacción. Se exagera un poco la nota cuando co~e?tan. que es
un gran palacio. Pero es cierto que tiene s~ ~equena Iglesi_a para
agradecer a la Virgen de Guadalupe. Una pi~cma, porq_ue siempre
he sido aficionado a la natación. Un gimnasio, para evitar ~ue ~as
grasas me desgracien la figura. Sala de billar. ~ine. Las habitaciO-
nes familiares, y otras para los invitados de ocastón. Un establo que
52
aloja varios pura sangres. Un cuarto con un simulador de avión.
También tengo algunos trajes finamente bordados en oro, aunque
me siento cómodo en franela. Varios automóviles. Motocicletas. Tres
aviones. Una colección de pistolas (por mera presunción). Algunas
guitarras y una mujer. Es todo. En el delirio puedo llamarlo Ciu-
dad Infante. Como prueba de que el sueño era cierto, de que el mu-
chacho pueblerino ha triunfado; pero, quizás, es pura vanidad.
Las cintas se borran de mi memoria. Rollos completos se pulve-
rizan, se extinguen sin remedio. Es lo mejor para la salud mental,
para conservar un resto de buen juicio.
Pero hay visiones que se resisten a desaparecer, como la impre-
sionante Lilia Prado bailando en «La Sirena Cabaret», durante una
secuencia de la película el Gavilán Polfero. De las cenizas del olvi-
do insurge ella como una divinidad sensual. Ella monumental, arre-
molinando sus caderas, estremeciendo sus senos erectos, batiendo
sus glúteos, incitada por el ritmo frenético de un mambo interpre-
tado por la orquesta de Pérez Prado. Ella tromba. Y el propio Pé-
rez Prado se lanza a la pista tras la bella, encarnando a la fealdad
genial. Desde la confrontación de Quasimodo y la bella en la ro-
mántica novela de Víctor Hugo, no se veía nada parecido. La divi-
na Ulia Prado, y la foca Pérez Prado, envueltos en el torbellino
de un mambo. Ese episodio vale el oro del recuerdo en esta ma-
drugada.
En La Tercera palabra, Pedro es un analfabeto semisalvaje y, soli-
tario al fin como ninguno, la dulce Marga López quiere cultivarlo.
El se resiste huraño, pero 'ella apela a la encantatoria elocuencia
de Walt Whitman para persuadido:
Marga López: ¿No te gustaría saber leer?
Pedro Infante: ¿Pa qué?
Marga López: Porque un buen libro es como un amigo; éste es
muy hermoso, además era de tu padre.
Pedro Infante: ¿Tú lo has leído?
Marga López: Más de cien veces, ¿quieres oír?
Pedro Infante: Sí.
Entonces, ella lee con voz acariciante el poema de Walt.
Qué es esto, dijo un niño mostrándome un puñado
de hierba.
¿Qué podía yo responderle?
Yo no sé lo que es la hierba tampoco
Tal vez es la bandera de mi amor
53 tejida con la sustancia verde de la esperanza
Tal vez es el pañuelo de Dios
un regalo perfumado que alguien
ha dejado caer con intención amorosa
¿Qué te parece?
Me pareces·una maravilla, Marga. Te confieso, esta noche de in-
somnio, que siempre me trastornaste.
Y recuerdo, eso sí, que la situación más intensa se presenta en
Vuelven los García, cuando Pedro, en la soledad nocturna, llora
y se emborracha bajo la lluvia, sobre la tumba de su abuela. Todo
el machismo arrodillado y gimiente ante el amor materno.
En El Inocente, siendo un humilde mecánico, lo acusan de ha-
ber mantenido relaciones sexuales -ambos, supuestamente, en
estado de embriaguez- nada menos que con la deliciosa Silvia Pi-
nal. Y por lo tanto, lo conminan a casarse con ella para evitar el
deshonor de la joven rica. Pedro canta Mi último fracaso, una clá-
sica del despecho.
Tú serás mi último fracaso
no podré querer a nadie más
Ya te perdoné porque quisiste
hacer feliz mi corazón ...
Por un curioso fuego de la casualidad -si no tengo trastocada
la memoria- el personaje que encarna Pedro Infante en Cuidado
con el amor se llama Salvador Allende: otra forma del mito.
En Tizoc (cinta borrada de mi mente) Pedro se abraza con la
devoradora: María Félix.
Tal vez en la vida -como en la película Los Tres García- co-
leccionaba aretes de sus conquistas como botín de guerra: Mirosla-
va, Elsa Aguirre, Blanca Estela Pavón, Lupe Torrentera, Sarita
Montiel, Rosita Quintana, Silvia Pina!, Irma Dorantes. No tenía
malas juntas, ni mal diente el muchacho.
-construir sueños con el recuerdo de las viejas películas vistas con
ojos infantiles, o transformar los deseos en sueños de película. Sus-
tituir al héroe en una noche de insomnio, mientras una corneta real
nos devora la cordura. Transmutar las divas de las películas en las
· mujeres que nos negó la vida como sueño. Inventar nuestra propia
ficción.
Ser uno, por primera y única oportunidad, el muchacho de la
película. Para que la realidad no sea tan verdadera, ni el sueño tan
imposiblemente sueño. Y así, Perucho Contreras, el oficinista, pueda
54
{' r,
tomar prestado el sombrero alado de Pedro Infante; para dejar de
ser un poco tan Contreras y el Infante tan charro. Al final, com-
probar si es cierto que toda la vida es sueño y los sueños, sueños
son.
Vale más vivir soñando
que morir en la realidad.
(canta Perucho Infante)
Y maldita sea -dijo Parapara- esa película sí es una culebra. Yo
les dije que nos íbamos a embarcar. Nos hubiéramos ido para el
cine «Royal», a ver La última carreta. Les advertí, que en esta de
seguro no había acción. Todas las películas rancheras son siempre
la misma pendejada: el tipo dándoselas de arrecho, la tipa que se
hace la dura y está todo el tiempo llorando tras de la ventana; dos
o tres cancioncitas y listo. Ni una sola acción, ni suspenso, ni un
caraja. Por eso al final, rompí la butaca.
Eso no es así -dijo Cara e'coñazo- no siempre pasa lo mis-
mo, ~orgue en A toda máquina y en Qué te ha dado esa mujer,
el argumento es buenísimo y hay duelo de rancheras. Acuérdate
bien. Y en Mauricio Rosales: El rayo, también hay acción.
Pero no hay suspenso -replicó Para para- no es como en La
hora señalada, donde el culito te hacía así, como faro de ambulan-
cia. Cuando John Wayne se enfrenta él solo a una banda de cua-
treros, porque el pueblo está enculillado. Ni tampoco es tan
cojonuda como Siete hombres y un destino, que sí es un tronco
de superproducción. ¿Te acuerdas cuando el flaco está sentado con
el sombrero hasta las cejas y viene un tipo a desafiarlo para probar
velocidad? ... Y empieza a provocarlo hasta que el flaco se arrecha,
y los dos sacan, y el flaco lo atraviesa con el puñal. Revólver contra
puñal y, sin embargo, el flaco se lo tira. Eso sí es acción.
Sí -dijo María Purísima- pero no hay rancheras, además las
artistas mexicanas están más sabrosas.
¡Coño! Ustedes sí es verdad que son maricones, dijo Parapara.
(Saliendo del cine «Jardines>> hace treinta años).
Porque si le ha ocurrido algo a Fabiola, ¡Dios mío! si le tocan
un solo pelo, rata-ta ta, rata-ta-ta, me voy a transformar en una
fiera, van a saber lo que es un francotirador arrecho. Pero no pue-
de ser, no puede ser que nadie apague esa corneta. ¡Dios mío ... ! Ani-
ma de Doroteo Arango, apiádate de mí. 1.1 '
Uno Seliicoñve~tiCi(;, sin proponérselo, en Perucho Contreras:
el hombre mosca. Mosca con las motocicletas, mosca en los semá-
55 foros, mosca con los tombos, mosca con los perros cojos, mosca
con esas bellas transformistas, mosca con el peso de la carnicería,
mosca con las ofertas del supermercado, mosca con las rifas, mos-
ca con la cuenta del restaurante, mosca con ese fiscal haciéndose
el suizo, mosca al salir del cementerio, mosca con ese reloj «anti-
magnético», mosca con ese ruidito en el teléfono, mosca con Pe-
dro Navaja, mosca con el billete chimbo, mosca con ese chupame-
dias, mosca en el tumulto, mosca en la Plaza Miranda, mosca con
la lengua floja. Ponte mosca, Perucho: mosca, mosca, mosca.
Será impresionante cuando el hombre mosca ponga en movimien-
to todos sus poderes. Perucho Contreras (a) el Mosca, recorrerá el
país en una ofensiva victoriosa y sin tregua. Su látigo inclemente
(al servicio de los desarrapados, patituertos, mal paridos, sarno-
sos, hambrientos, lunáticos, perreados y similares ... ) fustigará a los
malvados donde quiera que estén. Acá marcará las nalgas de un
perverso jefe civil con el signo de la mosca vengadora y allá casti-
gará la arbitrariedad de un portero prepotente. En la mañana or-
ganizará la toma de «El Ca.pitolio» para alojar a unos damnificados,
y por la tarde desbaratará a una banda de traficantes de leche en
polvo. Es el hombre mosca, personaje escapado de una película me-
xicana para redimir a los menesterosos. Nadie sospecha que bajo
la tímida figura del lerdo funcionario Perucho Contreras, se esconde
la aguerrida velocidad de la mosca.
El hombre mosca: una visión deslumbrante y fugaz. Trajeado de
negro durante los día~ de labor, pero de encendido escarlata el do-
mingo. Adornado con unas espuelas de plata maciza, con incrus-
taciones de rubíes, que refulgen como luciérnagas cuando galopa
de madrugada por las autopistas; ante la perplejidad de los auto-
movilistas transnochadores, que lo ven pasar como un celaje bene-
factor. Con la capa alada, abierta en abanico, como un arcoiris.
Todos me reconocen como la propia encarnación de la justicia.
¡Chao, Perucho! exclaman los bohemios amanecidos, sabiendo
que no tienen nada que temer. Mientras las incontables enamora-
das reclaman mis tiernos favores.
56
Moscas tomo tú, son para quererlas
Moscas como tú, son para adorarlas.
Porque tú y las mocas, que se te parecen,
son para llevarlas en mitad del alma.
O muestran sin rubor su despecho:
Moscas nada más,
entre tu vida y mi vida.
Moscas nada más,
entre tu amor y mi amor.
Y si no me desdoblo en el hombre-mosca, para silenciar esa cor-
neta, voy a reventar. Mis sesos se romperán contra el techo y salpi-
carán todo ~¡ cuarto. Mancharán la alfombra y chorrearán la
fotografía de Chaplin y embadurnarán el afiche de El gran teatro
del mundo Y el afiche de «La cueva», del loco Armando Reverón.
Un final completamente indigno del héroe desconocido.
Yo encontré una fuente se:ttimental en las canciones de José Al-
fredo Jiménez. Parecían hechas a la medida de mi temperamento
¿no? ... por lo menos, así experimentaba al interpretar la Serenata
sin luna y la Serenata Huasteca. Grabé en la cinta de plata muchas
de sus composiciones y el público las pedía con entusiasmo en ca-
da presentación: Tu recuerdo y yo, Esta noche, La que se fue, Co-
razón corazón, Ella (siempre me acompañaban en coro emotivo)
Viejos amigos, Un día nublado y otras más que me dieron renom-
bre. La verdad es que todo intérprete tiene una deuda de reconoci-
miento y amor por el compositor. Yo la tuve muy alta con José
Alfredo. Pocos como él han buceado tan hondo en el corazón del
pueblo humilde.
Mi popularidad superó las fronteras de México, y se extendió por
todo nuestro enorme continente mestizo. Tuve que acostumbrarme
a ser aclamado por multitudes, en lugares que apenas conocía de
nombre. Pensaba que si estrujaba mis ojos iba a despertar en la
carpintería de Jerónimo Bustillos, en Guamúchil. No podía expli-
carme tanta popularidad y eso provocaba en mi ánimo sentimien-
tos distintos. El contacto con la gente casi siempre me causaba
alegría, todos querían demostrarme de algún modo su cordialidad.
Pero algunos días, esa agitación a mi alrededor resultaba franca-
mente cargante. Entonces, deseaba confinarme en casa y no volver
a salir en mucho tiempo. Así de inconforme es nuestra alma,
compadre.
Recuerdo con emoción mi visita a Caracas. Fueron centenares
de personas a recibirme en el aeropuerto. Sentí, otra vez, como si
representara a un personaje distinto a mí mismo, y que por coinci-
dencia tuviera igual nombre. Algo así corno si suplantara la figura
de un héroe; porque yo había leído que durante la guerra los jefes
más importantes tenían un doble que utilizaban para confundir al
57 enemigo. El doble se presentaba en público y se exponía a sufrir
cualquier atentado contra su vida; mientras el personaje auténtico
estaba en otro sitio. Eso pensaba en ciertas ocasiones, y me sentía
como la copia de un gran ciudadano. Porque yo solamente le ha-
bía dado a esa gente mis canciones (o mejor, mi voz) y me pregun-
taba si ese era un motivo suficiente para que me quisieran de modo
tan arrebatadd. La mera verdad es que, aparte de cantar, y ser uno
de ellos, no tenía más mérito para ser su ídolo. Por eso, tenían que
tocarme, solicitar mi firma, darme un apretón de manos o un beso,
para sentir por dentro algo así como la orden del director: «listo,
cámara, acción». Entonces, me sometía a las reglas del rodaje y
comenzaba a comportarme como el protagonista: simpático, cha-
rro, milamores. En la forma que todos querían. Aunque, en esa apa-
sionante relación con la gente, también ocurrían incidentes
desagradables. No olvido, por ejemplo, que después de presentar-
me en un teatro de Caracas, un desgraciado me haló de los pelos
para comprobar si llevaba un peluquín. Fue una grosería y tuve que
responderle con el puño, como merecía. De esa situación la prensa
armó un revuelo, y se llenaron páginas enteras para comentar si Pe-
dro Infante usaba peluquín o no usaba peluquín. Un asunto perso-
nal que seguramente sólo podía interesarle a mis mujeres y a mi
peluquero. Pero estas molestias son mínimas a cambio de recibir
tanto. En Caracas me sentí como en casa, fui muy consentido. Cuan-
do actué en el Coney Island no cabía ni un mirón más. La gente
solicitaba las canciones de José Alfredo Jiménez, como si fueran
los propios hijos de Guanajuato. Los periodistas, que siempre ne-
cesitan de un asunto intrigante para sazonar sus escritos, comenta-
ban que yo había ido a Caracas en persecución de una famosa
bailarina española, con la cual había vivido un furioso romance.
Pero que luego, ella huía de mí como del demonio y se disponía
a abandonar el país para evitarme. Yo disfrutaba de estos reporta-
jes; pero a otras, que sí tenían vela en ese entierro, no les causaba
gracia.
De Caracas me gustó mucho El Avila (la hermosa montaña que
corona a la ciudad) su gente amable y hospitalaria, y una dulce mu-
jer que amé.
Durante mi estada, un señor elegante me propuso actuar duran-
te una fiesta privada del general dictador, a quien en los bastidores
apodaban Tarugo. Debía trasladarme a una isla donde, según de-
cían, organizaban espléndidas orgías a las que asistían muy bellas
mujeres seducidas por el poder. Se comentaba que el general, enlo-
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quecido de lujuria, las perseguía por la playa conduciendo desnu-
do una motoneta. Me disculpé, y no acepté la tentadora oferta, por-
que nunca me entendí con dictadores, ni los celebré.
Uno no atina a comprender lo que significa ser un ídolo popu-
lar, hasta el día en que un escuincle limpiabotas igualito a uno mis-
mo cuando correteaba por las callecitas de Guamúchil, te llama por
el nombre de pila y se ofrece para pulirte los zapatos gratis. Enton-
ces, te detienes para complacerlo y mientras se empeña en dejarte
los cueros como espejos, te cuenta que vio la película Escuela de
vagabundos. Te pregunta si fuiste novio de Miroslava de verdad ver-
dad, y si es cierto que cuando eras un pelado tambiél;l' estabas en
ese negocio de la pulitura. Los que pasan miran y se vuelven para
comprobar si eres el original o la copia, luego saludan risueños co-
mo amigos de toda la vida. Al final, casi tienes que meterle a juro
unos pesos en el bolsillo al peladito. No quiere aceptarlos porfian-
do que ese es un acuerdo entre dos cuates, y con los pesos no se
paga amistad.
Francamente, no se tiene corazón para agradecer tanto. Uno, ín-
timamente, sigue siendo el mismo. No ha pasado tanto tiempo desde
que pasó por el mismo lugar siendo un desconocido. Cuando se
detenía frente a la casa disquera, donde graban cantantes de renom-
bre y se preguntaba casi delirando, como con miedo de que alguien
pudiera descubrirle el pensamiento ¿algún día será mi turno .. ?
Nada se ha borrado, pero (para el que parece triunfar) la vida
adquiere otro color. Tampoco es color de rosa (como en la canción)
porque mire no más que junto con la fama llegan las envidias, los
malos entendidos, y otras chingaderas que ponen la nota amarga
en el merengue. Aquel amigo que se fue contrariado y ni siquiera
sabemos el motivo. Este otro que llegó y traía escondido el treinta-
treinta. La vieja que quiere que te rajes, y no salgas del cuarto has-
ta que caiga nieve en Veracruz. Los que piensan que todo tu traba-
jo pertenece al patronato de la beneficencia. En fin, compadre,
algunos días parece que eres una pobre vaca lechera a quien todos
quieren ordeñar. Por mi parte, creo que la envidia no produce na-
da que te sirva. Nunca envidié a Jorge, ni a Tito Guízar, ni a Pedro
Vargas; ni a ninguno de los que tenían su lugar ganado cuando yo .
empezaba y, seguramente, algo aprendí de ellos: la constancia. Na- ·
die llega por casualidad o por el capricho de algún empresario. Co-
mo dijo muy bien José Alfredo, cuando yo ya no estaba en el
mundo.
59 Una piedra en el camino,
me enseñó que mi destino
era rodar y rodar.
Después me dijo un arriero,
que no hay que llegar primero
sino hay que saber llegar.
La que esthvo más tiempo en exhibición fue Nosotros los po-
bres. Durante semanas hubo largas colas frente a la taquilla. Casi
todo el barrio fue a verla. En esa película Pedro Infante era el car-
pintero Pepe el Toro y hacía pareja con «la Chorreada» Blanca Es-
tela Pavón. Mucha gente lloraba a moco tendido durante la función,
porque a Pepe lo acusan de un crimen que no cometió. Le embar-
gan todas sus pertenencias y los desgraciados se llevan hasta la si-
lla de ruedas de su pobre madre paralítica. Después vino la
continuación: Ustedes los ricos. Para rematar la trilogía con Pepe
el Toro, donde Pedro, abrumado por las deudas, se ve obligado
a convertirse en boxeador. En esa película su pareja fue la bella
Irma Dorantes, que sería el otro gran amor de su vida. No pude
terminar de verla (ni me la contó Sandra) porque como no tenía-
mos ni un cobre, varios miembros de la pandilla aprovechamos un
descuido del portero para pasar coleados por una puerta lateral,
alzando con un alambre el picaporte. Pero un carajito que nos ob-
servaba, también quiso empatarse. Le pusimos como condición ser
el último en entrar y cerrar bien la puerta para evitar sospechas.
Pero el muy cretino no cumplió con lo pactado. Por ese motivo,
justo en el momento en que los boxeadores suben al cuadrilátero
para enfrentarse, llegó la acomodadora a la fila de butacas donde
nos hallábamos, encendió la linterna y ordenó: «A ver, muestren
todos su talón de entrada». Luego nos sacaron del cine tan humi-
llados como Pepe el Toro.
Por ese vacío en la película, que me quedó esa vez, tuve que in-
ventarme una pelea: uno piensa que ese combate ya pasó, que ter-
minó hace mucho tiempo en la remota esquina de un ring de boxeo.
Uno piensa que Pepe el Toro es un viejo fantasma de la memoria
y de pronto nos enseña su lengua burlona desde la pantalla del ci-
ne «Jardines». Estoy otra vez sentado en la butaca jugándomelo
todo. Trato de sacudirlo y me lanza un fuerte jab que explota sobre
mi ojo izquierdo. Miro mi cara en la bandeja de plata y soy yo, el
mismo Pepe el Toro de siempre.
Esa noche sí es verdad que di la gran pelea, porque el que no
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tiene nada en el barrio tiene por lo menos su par de puños. Con
unos buenos puños y las bolas templadas se conquista el mundo.
Es cuestión de porfiar, de levantarme todos los días antes de que
amanezca y tras, tras, tras, comerse diez kilómetros trotando. No
planitos, sino empinados, cerro arriba, tras, tras, tras, haciendo pier-
nas. Lanzando golpes que parece que se pierden en el aire pero no
es así, porque cada gancho, cada upper, cada directo, quiere rom-
perle la cara a la calamidad, partirle el alma a la pobreza.
Y uno trota y trota, sabiendo que esa única oportunidad de lle-
gar a ser alguien hay que ganársela primero sudando la gota roja,
porque ningún piernas blandas llega a campeón mundial.
Después debes encerrarte en el gimnasio y doblarte mil veces so-
bre la tabla marina hasta que el abdomen se convierte en piedra
Y la cintura se pone flexible y alegre como de rumbera. Y saltar:
saltar, saltar la cuerda como una rana mecánica. Esos salticos se-
rán la salvación en la dura prueba, cuando remontes el noveno round
Y las piernas quieran derretirse. Por eso, para que te acompañen
has~a la campana final y nunca te traicionen en pleno combate, aho-
ra tienes que saltar, saltar, saltar. Pero todavía no te vas a la ducha
te está esperando la pera loca y después debes golpear ese saco d~
arena hasta amansarlo; hasta que te ruegue un poco de piedad. No
lo olvides, es el saco de arena el que abandona, golpéalo con furia
hasta que escuches que te reconoce: «Ya campeón, ya».
Porque tú no eres un modesto funcionario público, ni un alba-
ñil, ni un buhonero; tú tienes un sueño. Tienes que conquistar una
corona a carajazo limpio. Tú eres Pepe el Toro, el otro yo de Pedro
Infante.
~lega el día en que uno se encuentra cantando La que se fue,
baJO la regadera y de pronto se calla avergonzado. Esas canciones
que le nutrieron el alma ahora le parecen cursis y horriblemente
sentimentales. Uno es un renegado del barrio y lo asusta la página
roja. Dice que prefiere el whisky en la roca, con unas conchitas de
limón (cómo no se te caerá la lengua).
Eres el Toro, Perucho Contreras, fajado en el noveno round, ja-
d~ante, jugándotelo todo en ese gancho, en ese recto de derecha
al mentón. Porque la vida de los de abajo está planteada así: o ído-
lo o nada. Porque Kid Malacara no es el enemigo. El boxeador que
te ha cerrado un ojo con el jab, esa sombra ágil y endiablada que
se mueve sin desmayo sobre el cuadrilátero no es lo más temible,
es la miseria la que se ha disfrazado de Kid Malacara. Te está cla-
vando ese upper en el estómago desde que naciste. Lo que existe
61 ahora es esa sombra despiadada que te quiere destruir. Si pierdes
este combate nunca serás campeón. Todos te olvidarán, terminarás
siendo un alcohólico como Pablote que también tuvo su oportuni-
dad y la perdió, y ahora que está viejo los malandros del barrio
le tocan las nalgas.
No bajes la guardia, sube esa mano derecha, persigue a la som-
bra con el ojo sano. Gira por Dios, gira, no te dejes atrapar en esa
esquina ni te quedes sobre las cuerdas. Lanza el gancho a las costi-
llas. La sombra también siente, la sombra también se desmorona.
No te dejes confundir por esa sonrisa socarrona, es una mueca de
dolor; sintió ese golpe en el costado, gira, cuídate el ojo izquierdo
porque pueden pararte la pelea. Agárrate, te pegó bien, no permi-
tas que te remate. Ya viene la campana.
Eres un pobre Toro mal herido, el brazo derecho pesa una tone-
lada como si tuviera un enorme yeso, y escuchas un aullido feroz
en tu cabeza, como si una alarma de automóvil se hubiera desata-
do dentro de tus sienes en plena madrugada. Estás mal, Toro, estás
al borde del K.O.
Y Perucho Contreras está mal, sefiores, tiene la mirada ida. Pa·
rece que los reflejos no le responden en este décimo round. Ya se
los dije, que ese golpe que recibió en el hígado a la altura del sexto
round no ha podido asimilarlo. Perdió fuerza y velocidad. Pero aho-
ra pega el Toro Contreras un buen gancho a la cabeza, se intercam-
bian golpes en el centro del entarimado. Kid Málacara recibe castigo,
parece que el Toro se está recuperando en un segundo aire, pero
sangra mucho por la ceja izquierda. ¡Qué pelea sefiores! ¡Qué pe-
lea! Esto puede terminar en cualquier momento por la vía rápida.
Pega el Toro su jab, riposta Malacara con tremenda derecha a la
barbilla y ...
Hay golpes en la vida, tan fuertes ...
¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios;
como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma ... ¡Yo no sé!
No te entregues, Torito, si pierdes este chance se te muere el sue-
ño, vas a llegar a viejo como sparring, como carne de cañón de
los novatos. Tu mujer ni siquiera te va a reconocer de lo desfigura-
do. Tienes que romperle el alma a esa maldita sombra, si ganas la
próxima bolsa sí valdrá la pena. Es para la casita, Toro, si ganas
a tu mujer no le va a importar la cicatriz, esa cuca que te acaban
de abrir sobre el pómulo cuando te pegó con el codo. Pero no des-
62
mayes, todavía te queda sangre para bafiar todo el ring, para salpi-
car hasta la quinta fila, para que cada uno de los jueces se lleve
una latica de sangre para su casa como recuerdo del combate del
año. Ahora es cuando queda sangre para regalar, Torito, ahora es
cuando queda.
Soy yo, Perucho Contreras, apoyándome sobre los codos, inten-
tando ponerme de pie. Ahora escucho un conteo lejano, tres, cua-
tro, cinco, seis ... mientras Kid Malacara espera el momento para
descabellarme, para completar el K.O.
Para que el camerino quede vacío después del combate y los re-
porteros escriban con premura que debo retirarme.
Y mi mujer apague el televisor y llore desconsolada y piense que
enamorarse de mí fue casi una maldición. Pero el brillo de los fo-
cos regresa a mis ojos y el rugido de la multitud y logro levantarme
a la cuenta de nueve.
El árbitro te toma de los guantes y pregunta si puedes seguir. En-
tonces haces un último gesto afirmativo; das dos pasos hacia el cen-
tro del ring y una sombra que quiere destrozar tu único suefio se
te viene encima. Fue tremendo señores: le daban duro con un palo
y duro también con una soga ...
Esa fue la pelea que imaginé mucho tiempo después. Pero Fede-
rico, que sí vio completa la película Pepe el Toro, me contó que
por desgracia Pedro Infante, o sea, su personaje se enfrenta a Lalo,
precisamente su mejor amigo. Se pican durante el combate y el To-
ro lo mata de un golpe fulminante. Eso me aseguró Federico y yo
lo creo.
Eran los años cincuenta, lentos, como una serpiente despertan-
do. Días de infancia vividos en una Caracas apacible, donde desa-
parecían las estrechas calles y casas conocidas, y surgían
repentinamente amplias avenidas. Años medrosos, cuando los ma-
yores susurraban en la cocina comentarios sobre asesinatos políti-
cos, incomprensibles para la curiosidad de Peruchito. Aiíos de
decorosa pobreza familiar. De algún domingo tibio en el Coney Is-
land, precipitando la fantasía en la locura mecánica de La Monta-
fía Rusa. Días de escuela con patio de tierra y árboles. Una maestra
linda Y una maestra fea, pero esta última mucho más dulce. Días
de pandilla, de observar perplejo las maricas del barrio Caño Ama-
rillo (en sandalias y con las ufias pintadas de rojo carmesí) y pre-
guntarse si eran tipos ¿o que? Días de merienda (mermelada, pan
tostado y quizás chocolate) preparada por la abuela Hortensia. Días
de carnaval, con sus templetes en las plazas. Sus incontables dis-
63 fraces de negritas, corsarios (de parche negro en el ojo Y loro al
hombro), Damas Antañonas, Cruz Diablos, Cármenes Mirandas.
Reinas de barrio cubiertas por un fulgor de popelina. Años en los
que el goliardo dictador prohibió a los automovilistas el toque de
corneta: única medida graciosa emanada de un torcido poder. Años
de esplendor beisbolero, cuando el guante fantasmal de Chico ~a
rrasquel hacía prodigios defendiendo la media luna de los Medias
Blancas de Chicago. Cuando Susana Duim fue coronada como la
más bella mujer del mundo, y en el barrio nadie podía creer que
en Caracas existiera una beldad así, tan absolutamente perfecta,
tan incomprensiblemente clandestina. Cuando las muchachas re-
cortaban la fotografía de Alfredo Sadel-el tenor favorito de Ve-
nezuela el consentido, el más apuesto de los cantantes- Y la
guardaban en los diarios íntimos, para que compartiera sus cuitas
de amor. Hechizadas de Desesperanza:
Nunca me iré de tu vida
ni tú de mi corazón
aunque por otros caminos
nos lleve el destino
qué importa a los dos.
Días de una Semana Santa silenciosa, con sus aromáticas exha-
laciones de incienso: olor a prohibición, olor a culpa. Niños des-
calzos, penitentes con túnicas moradas, traviesos n~zarenos. Días
de música clásica en la radio sin propaganda comercial. En la Igle-
sia de Santa Teresa la solista Carmen Liendo canta el Po pule Meus,
de José Angel Lamas. (Ahora recuerdo, con amor y nostalgia, la
nota de prensa acompañada de la fotografía de la tía Carmen guar-
dada en el álbum familiar: <<Destacada cantante a los EE.UU. Y
Europa. Figura descollante de nuestro mundo radial, quien ha con-
quistado puesto de primera línea por sus actuaciones en progra-
mas semanales de las principales emisoras capitalinas.
»Carmen Liendo viaja a los Estados Unidos e Italia. La aplau-
dida compatriota incursionará en los más califi.cados centros ~el
arte musical. A'l efecto la distinguida soprano tiene una atractiVa
oferta para actuar en la Scala de Milán»). . .
Fue una Semana Santa cuando se produjo un acontecimiento que
conmovió al barrio. Además, se extendió la conseja sobre la pose-
sión por el demonio que sufrían los hermanitos ~e~e.los Pichiri~o.
Según una testigo (comadre de la abuela de los P1chmlo), la ancia-
na había advertido con insistencia a sus nietos que no debían ba-
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ñarse durante el jueves santo por el riesgo, siempre presente, de con-
vertirse en pescados. Por esa advertencia, los perversos morochos
tramaron un fraude que consistió en abrir la llave del agua, colo-
car bajo el chorro dos pescados carites y luego abandonar el baño
por una pequeña ventana ubicada en la parte trasera.
La abuela, al percatarse del ruido del agua al caer, imaginándo-
los dentro les mandó salir; pero al no obtener ninguna respuesta
empujó la puerta y pudo comprobar que se había cufuplido su pre-
monición, materializada en los dos pescados carites inertes sobre
el piso. La vieja se desplomó atacada por un infarto fulminante.
Pronto el trágico suceso se conoció en todo el barrio. Se discutía
con estupor si los morochos Pichirilo eran posesos de Lucifer o,
simplemente, un par de criminales que habían actuado a sangre fría
para desembarazarse de su ingenua abuela.
Sábados de retreta en la Plaza Bolívar. Los eternos convidados
(literatos, periodistas, leguleyos) alquilan sillas de madera para com-
partir sin premura las mismas anécdotas y algún rumor. La banda
de músicos anima la tertulia, ofreciendo un repertorio matizado
que va de «Dama Antañona» a «La pelota de carey», de «Contici-
nio» a «Las perlas de tu boca». Es un sábado de marzo de 1955.
Un muchacho flaco como un silbido observa a las palomas jugue-
teando alrededor de la estatua ecuestre del Libertador. Su faz tiene
una expresión melancólica, casi triste.
Esa tarde no había querido permanect:r en la residencia de la Es-
cuela Técnica Industrial, institución donde estudiaba en calidad de
interno. Pero, además, había experimentado una apremiante nece-
sidad de distracción, de espantar a la monotonía. Por tal razón,
salió a deambular por la ciudad.
Dejó de mirar a las palomas. Añoraba la presencia de la amiga
predilecta, una amistad amorosa, casi una novia, que se hallaba de
viaje. Abandonó la plaza para toparse al frente con el teatro «Prin-
cipal». No hacía muchos años que en ese recinto había cumplido
dos presentaciones Carlos Gardel, a quien los caraqueños aclama-
ron con fervor.
El muchacho flaco como un silbido tenía una relación íntima con
la música, tocaba el cuatro y cantaba con voz pequeña, sólo para
su disfrute, canciones populares margariteñas.
Cruzó la calle y se acercó a mirar las carteleras del teatro. Ese
día exhibían la película «Ansiedad», con Pedro Infante y Libertad
Lamarque como protagonistas. Sacó unas monedas del bolsillo y
comprobó que apenas tenía lo justo para pagar la entrada y el pa-
65 saje en autobús para el regreso. Lo pensó un momento, no podría
comer nada afuera si optaba por entrar al cine. Luego se dirigió
a la taquilla, sin ni siquiera remotamente presentir que estaba a pun-
to de realizar la operación más afortunada de toda su existencia.
Era una película romántica: Pedro Infante interpretaba la vida
de dos hermanos gemelos, separados por un accidente desde el mis-
mo día de sit nacimiento. Uno de ellos va a ser un cantante bohe-
mio, como su padre. El otro, criado en un hogar de millonarios,
se convierte en un poderoso promotor de espectáculos. Ambos ig-
noran el poderoso lazo de sangre que los une; pero el destino los
hace rivales al enamorarse de la misma mujer. En la película Li-
bertad Lamarque (desdichada madre de los gemelos) canta Cuesta
abajo, y Sus ojos se cerraron. Sólo al final se resuelve el enigma.
Pedro Infante canta Mujer, Amor de mis amores, y Farolito.
Amor de mis amores
sangre de mi alma
regálame las flores
de la esperanza. ,
El muchacho flaco salió de la sala conmovido; algunas secuen-
cias habían acentuado su padecimiento de soledad. Pero, sobre to-
do, el título del filme rebotaba en su mente: Ansiedad. De regreso,
ya no miraba con curiosidad el movimiento de la ciudad. Algo in-
tenso se elaboraba en su interior sin aún definirse. Era una melo-
día, una tristeza, un reclamo. Durante el trayecto en el autobús
intentó modular quedamente el sentimiento que lo embargaba, te-
miendo que pudiera escapársele.
Al llegar a la residencia estudiantil tomó el cuatro y una libreta
de apuntes. Luego salió, evitando ser importunado. Se dirigió a la
terraza, desde donde podía apreciarse la ciudad iluminada en aquella
primera hora de la noche. Durante largo rato estuvo sumergido en
un ejercicio de creación. (Rasgueando el instrumento, rectificando,
haciendo anotaciones, tarareando, tratando de fijar la melodía, pre-
cisando la letra). Al final, tuvo conciencia de que había atrapado
la canción. Desde ese momento le pertenecía, como una mariposa
posada en la palma de su mano. (Esta anécdota, que evoco ahora
en el desvelo, me la refirió el mismo autor durante un velorio en
una sala funeraria; aunque luego se hizo patente que me había con-
fundido con un popular disc-jockey).
Lo que el muchacho flaco, como una aguja de tejer, no podía
imaginar ni en su más bello sueño, es que aquella sencilla canción
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en pocos meses recorrería el mundo traducida a distintos idiomas;
siendo interpretada en el transcurso de los años por muchas cele-
bridades. Su nombre, Chelique Sarabia, abandonó la anonimia. La
canción de nostalgia amorosa Ansiedad, le haría un compositor
afamado.
Tal vez estés llorando
al recordarme
y estreches mi retrato
con frenesí
y hasta tu oído llegue
la melodía salvaje
y el eco de la pena
de estar sin ti.
Tiempo de lucha libre, cuando el Mago de la Cara de Vidrio se
instaló por primera vez en una casa del barrio. Los pequeños pan-
dilleros convinimos gustosos en hacerle los mandados, o cualquier
otra tarea que dispusiera don Justo Rincones, a cambio de permi-
tirnos mirar en la caja mágica los sensacionales combates de los
pancracistas: Heney Awed, Dark Búfalo, Bernardino La Marca,
Cruz Diablo, El Conde Maximiliano y otros gladiadores teatrales.
Yo me exponía a una reprimenda por llegar en la noche a casa en
hora prohibida. Para no perderme el final del programa, el relevo
de rudos contra técnicos anunciado de modo electrizante por Pepe
Pedroza. El combate a tres asaltos, protagonizado quizás por la pa-
reja de Renato el Hermoso y El Apolo Venezolano, contra Toni Ga-
lento y El Dragón Chino. En la modesta sala de la casa del
comerciante don Justo Rincones, se producía un silencio profun-
do, con breves exclamaciones de pasmo, durante aquellos minutos
escalofriantes en que los luchadores se intercambiaban tacles, es-
tranguladoras, abrazos de oso, trineos, tirabuzones y toda clase de
piruetas indescriptibles e insuperables canalladas.
Alguna vez, el silencio se hizo tenso y crispante, mientras en el
centro del cuadrilátero Dark Búfalo (el despiadado asesino del ring)
le aplicaba su poderosa estranguladora al caballeroso Heney Awed.
Una baba espumosa brotaba de la boca de este último, cuando des-
fallecía.
El árbitro pregunta si se rinde, pero Awed hace un gesto negati-
vo casi imperceptible. El Búfalo aumenta la presión destructora
sobre el cuello de su adversario. Pero cuando parece una situación
insuperable, Awed, en un supremo esfuerzo, golpea violentamente
67 con el codo sobre las costillas del Búfalo, que suelta la estrangula-
dora y se dobla adolorido. El otro, recuperado, lo toma del brazo
y, haciéndole girar, le aplica una vertiginosa vuelta de campana.
El Búfalo se estrella estruendosamente contra el entarimado. Awed
se desplaza hacia las cuerdas para tomar impulso y, cuando rebo-
ta, salta como un leopardo y golpea con unas patadas voladoras
la cabeza' del enmascarado. El Búfalo, valientemente, se pone de
pie, pero completamente desconcertado. Awed, golpea con el can-
to de su mano derecha sobre la clavícula del contrincante, que cae
de rodillas. La grave presencia de don Justo Rincones mantiene inal-
terado el silencio en la sala, sólo se oye la voz del comentarista Y
se sienten las respiraciones entrecortadas. Awed, colérico, parece
dispuesto a terminar de una vez con los desmanes del enmascara-
do. Lo lanza sobre las cuerdas y lo atrapa entre ellas. El Búfalo
queda inmovilizado y a su merced. El árbitro le advierte a Awed
que esa es una práctica prohibida, pero éste, fuera de sí, no a~iende
a las razones. Entonces, comienza a desatar la trenza de la mascara
del terrible Dark Búfalo. Poco a poco, se va abriendo su parte pos-
terior. El árbitro trata de disuadirlo, pero parece que nada podrá
evitar que la máscara caiga. De pronto, en la pequeña sala se oye
1 ' - ' el grito de don Justo Rincones: ¡Quítale a mascara, cono ... Y en-
tonces todos le secundamos en angustioso coro ¡la máscara!, ¡la
máscara!
En el instante de extremo suspenso, cuando la trenza de la más-
cara ha sido soltada, y el rostro está a punto de ser revelado, suena
la campana que anuncia el dramático final del combate. El árbitro
empuja con energía a Heney Awed, y libera al Búfalo de la tram-
pa de las cuerdas. El secreto de su identidad que todos deseamos
conocer permanece inviolado. ¿Quién será Dark Búfalo?
Ay quién será la que me quiere a mí,
¿quién será? ¿Quién será?
Ay quién será la que me dé su amor
Yo no sé, yo no sé.
En A toda máquina, Pedro comienza siendo un pordiosero que
ni siquiera tenía el derecho de querer a alguien, porque en cuanto
se encariñaba, así fuese de un perrito callejero, a ese ser le sobreve-
nía una desgracia. Pero esa historia se esfuma de mi memoria. Se-
guramente, no me la recontó Sandra. Sólo recuerdo que Pedro canta
en inglés Bésame mucho para trastornar a una linda gringa.
68
Bésame, bésame mucho,
como si fuera esta noche
la última vez.
Bésame, bésame mucho
que tengo miedo perderte,
perderte después.
(Lástima que no pueda pensarla en inglés, como esa vez la oí).
En la misma pe11cula su rival Luis Aguilar canta una de despecho,
pero con dignidad. Eso me gusta, uno puede arrastrarse, pero no
tanto:
Estamos en las mismas condiciones,
Borrarte de mi mente no he podido,
sé que has tenido amargas decepciones
y como yo sufrí, sé que has sufrido.
Si quieres que empecemos nuevamente,
con una condición vuelvo contigo,
hay que olvidar, lo que nos ofendimos
y hacer de cuenta que hoy nos conocimos.
Y Pedro y Luis se enfrentan al final en una competencia motoci-
clística con pruebas cada vez más temerarias, hasta concluir en un
número suicida.
Atraviesan, a toda máquina, una casa en llamas, como proyecti-
les humanos. Eso recuerdo, como su compinche.
Una mañana cualquiera, pasados varios años, siendo ya la autén-
tica personificación del funcionario responsable y serio, mientras
hojeaba el periódico leí la noticia: El Gladiador asesinado a trai-
ción. Pude ver fotografiado su rostro, de expresión bondadosa. Su
nombre, Margarita Muñoz Lozano. Nada menos que el otro ser del
terrible Dark Búfalo. Había llegado a Caracas en el año 1953 en
compañía de varios luchadores mexicanos. En su espectacular ca-
rrera de rudo atleta se enfrentó a los más co:·ajudos contrincantes:
Antonino Roca, Bernardino La Marca, El Tanque Americano, El
Dragón Chino, El Conde Maximiliano, Mister América, Tonina
Jackson, Heney Awed, y otras figuras de leyenda. Su única frustra-
ción, como luchador, fue el no haber enfrentado nunca a El Santo
(el enmascarado de plata).
Su hija declaraba en el periódico: «En su vida era el polo opues-
to de su fiereza en el ring. Era afable, cariñoso, y jamás discutía
con nadie». Por su parte, el comisario policial afirmó: «A Dark
Búfalo lo mataron de un golpe con arma contundente en el occi-
69 pita!. Otra herida en la frente se produjo al desplomarse. Segura-
mente el golpe mortal fue a traición, cuando él posiblemente se en-
frentaba a otro». Eso decía la noticia del día. Una lágrima se asomó
en mi ojo izquierdo (el más sensible de los dos) por afecto a ese
~señor Margarita, el extraordinario Dar k Búfalo de mi niñez. En
__ a_guel tiempo mágico, de lucha libre. ¡La máscara! ¡La máscara!
1
La fam~ nos va alejando de los que queremos. La pantera son
los otros. La fama tiene piernas largas y diablunas. La fama roba
todos nuestros secretos y los reparte en el festín, compadre. No per-
mite que su consentido tenga tienda aparte, le divierte que se aman-
cebe con una variada colección de amantes. Es adulante y repite
que no hay otro ejemplar más seductor que tú. La fama se entu-
siasma cada vez que el charro preña otra damita, y muchas le susu-
rran miau, miau, miau. La fama desprecia a una pantera fiel, porque
su mayor disfrute es el escándalo. El público paga las entradas y
pretende sexo, canciones y risa. La fama, a veces, desea que el ído-
lo decaiga para que se lo devoren los ratones. Los ratones llevan
y traen toda clase de informaciones escabrosas sobre la intimidad
del felino cantor. Al cantor le gusta que lo mimen y lo bauticen
Milamores y en todas partes lo inviten a pernoctar.
Las solteras
y las viudas
y una que otra
casada
Cuando hay un escándalo, aumentan las entradas y el dueño no
cabe de gozo. Pero a la esposa del cantor, todos esos rumores de
infidelidades le causan pesar. Ella lo quiere famoso, saludable y ri-
co; pero de su exclusiva propiedad. Por eso, cuando sospecha de
otra mujer preñada de pantera, la atormentan celos demenciales.
Lo maldice, riñe y le recuerda que antes de conocerla casi ni exis-
tía, que era un pobre diablo, un infeliz. Entonces, el cantor se in-
digna, ruge, se siente incomprendido; porque no puede soportar que
quieren ridiculizarlo por aquel tiempo de triste. Cuando sus can-
ciones no valían nada más que un consuelo.
( «Porque anoche tampoco llegaste, Pedro -recrimina- ni siquie-
ra llamaste después de la función. Ya no te acuerdas de tu esposa,
ahora hay otras. Otras que no tuvieron que pasar por lo que yo
pasé. No quiero armar pleito, Pedro, también estoy cansada de dis-
cusiones. Pero yo lo abandoné todo por ti. Cuando dejé mi casa
en Sinaloa, no puse ninguna condición. Yo tenía mi vida resuelta.
70
No me faltaban trajes, ni prendas, ni buenos pretendientes. Déja-
me hablar no te estoy acusando, no quiero amargarte la vida co-
mo tú ahora me la amargas a mí. Pero yo te entregué mi juventud.
Ni siquiera lo pensé demasiado. No hice caso a quienes me decían
con burla que contigo iba a seguir directo por el camino de Gua-
naju~to. Déjame hablar Pedro, déjame por lo menos desahogar es-
ta tnsteza que me está consumiendo. Yo te seguí porque creía en
ti, cuando ni tú mismo te tenías confianza. Yo no me arrepiento
de haberte apoyado en todo lo que pude. Pero fue por amor Pedro
¿~e estás escuchando? Entonces mírame a los ojos, porqu~ yo no
qmero hablar con una momia. Tampoco puedes decir que me ha
faltado comprensión. Yo sé, mejor que nadie, que tienes muchas
responsab~lidades con el público y los empresarios. Yo no quiero
tenerte gumdado de las enaguas, como dices. Pero no puedo so-
portar que olvides que tienes una esposa. Yo soy tu mujer, Pedro,
tu compañera, la misma que estuvo a tu lado cuando todos los que
te conocían cabían en un camión. La misma que te remendaba los
ca_lzones. Si alguien ha cambiado eres tú; mi amor siempre es el
m1smo. Pero no creo que seas un ingrato ... espera, deja que termi-
ne; anoche tampoco llegaste y como una tonta lloré tu abandono.
He derramado lágrimas, Pedro. Al principio, yo me hacía la desen-
tendida, no quería aceptar que me engañabas, inventaba las dis-
culpas que tú no me dabas. Después fui tolerante, imaginé que era
algún capricho pasajero que no pondría en peligro nuestra comu-
nión. Porque nosotros tenemos un hogar, un sacramento. Porque
esa historia del Milamores, está buena para las películas. Para ven-
der discos, para entusiasmar a las perseguidoras; pero la vida pri-
vada es algo que nos pertenece, Pedro. Tú antes me escuchabas,
nunca faltabas en casa sin una buena razón, a pesar de mil com-
promisos. Yo sabía que nuestro amor estaba resguardado. Me pe-
días consejo, discutíamos juntos los contratos. Me contabas todas
las anécdotas, hasta las declaraciones de amor que te hacían me
las platicabas ¿recuerdas? Ahora no es así, ahora callas. Me ocul-
tas muchas cosas; a veces, hasta parece que soy un estorbo. Ahora
tienes otras camas, Pedro. Nuestro amor se hunde ... entonces ¿có-
mo no voy a llorar? Si la fama me roba mi hombre. Pienso que
todo era más bello antes, cuando andábamos de la mano por las
calles sin llamar la atención. Cuando no tenía que compartirte, ni
soportar la envidia de las otras. Cuando éramos iguales, y ninguno
valía más que el otro. Cómo no voy a llorar, Pedro, si toda esa for-
tuna, se ha convertido para mí en dudas y penas».
71 Aquí dentro de mi alma
está lloviendo,
como lluvia de llanto
lágrimas de amor.
Lo que sucede es que Perucho Contreras no es Perucho Contre-
ras. Es decir, no existe. Puede meter un alambre bajo el yeso, para
aliviar ese mortificante escozor en el brazo, pero no existe. Soy nin-
guno. Y ninguno no tiene biografía. Ninguno es el soldado desco-
nocido. Lo único que puede hacer Ninguno para ser Alguien es
robarse una forma. Si ninguno le roba la identidad a Alguien en
la realidad, todos se reirán del disfraz y será ridiculizado. Pero si
Ninguno se transforma en ídolo, dentro de sí mismo, nadie adver-
tirá el trueque. Por eso, lo mejor es que Ninguno Contreras se bus-
que un ídolo popular auténtico, y secretamente se meta en su piel.
Se apodere de su espíritu y de su ángel. Ninguno ha descubierto
en su delirio que ese Alguien ídolo popular, en el fondo, no es tan
diferente a Anónimo Contreras (como suponía). Sólo que, el otro,
el imitado, ll:prendió el misterio de la forma. Se hizo evidente. Dejó
de ser nadie. O quizás, para sí mismo siguió inalterable, pero para
los otros tiene biografía. Quiero decir; que se le reconoce existen-
cia. Hay testimonio de que nació en el pueblo de Mazatlán, Estado
de Sinaloa, el 18 de noviembre de 1917. Alcanzó en cuarenta años
la dimensión de ídolo, y murió calcinado en un accidente aéreo el
15 de abril de 1957. Fue llamado: Pedro Infante Cruz. Todo lo de-
más es modificable por la leyenda popular y la imaginación arbi-
traria de Ninguno. Este ser invisible, en el insomnio le hurta la
forma. Como siempre ha hecho con Robin Hood, Simbad el Mari-
no o Ezequiel Zamora. Todo es verdadero en el sueño de Ninguno,
siempre que no lo cuente. Porque cuando Ninguno sueña, siempre
es Alguien. .
Tampoco es cierto que este brazo roto fue consecuencia de una :
tonta caída. (Al enredarse el pie con la cadena agazapada en la
puerta de un estacionamiento). Esa es una pérfida calumnia de la 1
realidad, para desprestigiar a un soldado de Demetrio Macias. Ese
percance (del brazo fracturado) sucedió cuando nos emboscaron
los federales. Cuando el general, bajo el fuego de los treinta-treinta,
gritó: ¡A quitarles las alturas! Mientras a mi lado caían cQmo tor-
tolitos los machos de la revolución. Fue un día malo para nuestro
bando. Los buenos fueron en Zacatecas y en Aguascalientes, en 1910.
Ahí no quedó para echar el cuento ni un solo federal. Pero la Par-
72
ca es ladina y, desde hacía tiempo, nos preparaba esa trampa. o
quizás, lo teníamos más que merecido, porque la verdad es que «los
de abajo» ya no se diferenciaban mucho en la crueldad de los ver-
dugos de la revolución. Ya era la sola muerte lo que perseguíamos,
Y ésa se encuentra en cualquier parte. A nosotros nos tocó topar-.
nosla de frente en aquel desfiladero donde cayó La Codorniz. Donde
le agujerearon la frente a Anastasio Montañez. Donde mi general ·
Demetrio Macias (que difícilmente descansa en paz, porque ya no
le cabían más crímenes en la conciencia) se batió como el más va-
liente de los insurgentes de Villa, antes de quedarse «con los ojos
fijos para siempre, apuntando con el cañón de su fusil». Ese mal
día, me rompieron el brazo con una bala hirviente y me dieron por
cadáver. Pero nadie imagine que es otra historia de película. No,
señor, eso lo cuenta Azuela en Los de Abajo. Ahí habla de mí, di-
ce que era un poeta medio loco, y me llamaba entonces ·VaÍderra-
ma. Cantaba con tanta alma en lá vói y le sacaba tanta expresión
a las cuerdas de la vihuela, que, al terminar la canción, el General
Demetrio Macias volvía la cara para que no le vieran los ojos en-
ternecidos. Eso dice Azuela, y me remito a su buena palabra, por-
que es palabra de novelista. Aquel loco, soy yo.
Yo soy Ignacio Berna/,
que me piden vivo o muerto
Me andan queriendo asustar
con el petate del muerto.
Si el día se me ha de llegar
así será mi destino
Y nunca Ignacio Berna!
necesitó de padrino.
Pero, como le venía diciendo, compadre, a veces sucede que el
corazón se parte y el hombre (o la mujer) queda prisionero de sus
amoríos. Eso ocurrió, cuando llegó la otra mitad del alma. No cual-
quier vieja de las que pasan pronto como agua de río, sino ésas
que se plantan como un rompe olas en el mero corazón. Eso suce-
de. Y es un tormento, porque,· de pronto, hasta haciendo el amor
aparece la cara de lo que no está. Y usted quiere mucho a sus mu-
jeres, compadre, y por no sacrificar una, le hace daño a las dos.
Eso pasa .. Al principio es un albur. Una fuerte tentación. Uno cree
que si lo desea en cualquier momento se podrá zafar. Pero cada
araña tiene su hebra. Al final, el pobre corazón queda atrapado
en una red indestructible. Mire no más, que cuando conocí a Irma
73 (durante el rodaje de una película) ya yo estaba curado de faldas.
Tenía que ser otra forma del amor, para ignorar la cordura. Porque
¿cómo podía yo apartar a María Luisa, si era inseparable? Pero hasta
un gran amor se quiebra o se desgasta. Para ella, yo era el Pedro
de siempre. El que salió de un pequeño pueblo a buscarse un desti-
no. El padre, el compañero de muchas alegrías, pero también de
rutina y c<i,nsancio. Para la que llegaba en el crepúsculo, yo repre-
sentaba al predilecto: el triunfador. Es pretencioso, pero muy hala-
gador saber que alguien nos quiere así. Sin ninguna sombra.
Pero hubo un tiempo en que las dos eran solamente una para
mi corazón.
Irma era la juventud, la gracia, la frescura. Me permitía imagi-
nar que el calendario no estaba hecho para mí, que el placer de
vivir era eterno. María Luisa era la compañía, la gratitud, el reco-
nocimiento. Pero con ella el reloj caminaba, podía mirarlo en su
faz. Sin decirlo, me recordaba que en pocos años más todo termi-
naría, que la pantera eternamente joven era un espejismo. .
A las dos, las quise sin medida, compadre. ¿Qué saben las fnas
leyes de estos asuntos del corazón? Cuando un tribunal anuló mi
matrimonio con lrma, todo el mundo quería inmiscuirse en mi vi-
da privada. En el recinto soberano de mi corazón. Me acusaban
de bígamo por haber amado así, como el hombre apasionado que
siempre fui. Pero ya la Pelona tenía otros planes conmigo, Y prepa-
raba mi último adiós. Al tiempo se le rompió la cuerda.
Es la historia de un amor
como no habrá otro igual.
Que me hizo comprender,
todo el bien, todo el mal.
Que le dio luz a mi vida,
apagándola después.
Ay qué noche tan oscura,
Sin tu amor no viviré.
«Quiero que me entiendas, Pedro. Nunca, desde el primer día
en que se consumó nuestro amor, he dudado de tu franqueza. Yo
no te recrimino. No te doy la lata. Siempre he sabido que tu pasa-
do no me pertenece. No soy una insensata. Espera, déjame conti-
nuar. Creo que cuando comienza un amor, cada quien debe guardar
su pasado consigo, es lo mejor. Como no se puede borrar, es bue-
no dejarlo a un lado, para que los viejos fantasmas no se entrome-
tan en el presente. Por eso, yo no siento celos del pasado que viviste,
74
ni de las mujeres que te acompañaron. Espera, no me interrumpas,
no quiero que esto se convierta en una discusión. Lo único que exi-
jo, ahora, es que tu fidelidad comience conmigo. Los viejos fantas-
mas no me interesan. Ni tampoco los culpo, para mí son cenizas.
Pero no seré una más en la lista de tus amoríos. Soy distinta. No
es suficiente con una promesa; que me asegures que cuando amas
te das íntegro y no puedes repartirte. Yo nunca aceptaré ser la otra.
Ya no estamos filmando una historia para el cine, Pedro. En la vi-
da, no eres Pepe el Toro. Fue muy bello que lo nuestro comenzara
como protagonistas en una película: También de dolor se canta.
También jugamos un poco a los rumores, a los novios a escondi-
das, cuando estuvimos juntos en Los hijos de María Morales. Ha
sido hermoso amarnos plenamente, dejándole a los otros las mur-
muraciones. Me gusta saber que comparto contigo el fervor por
el espectáculo. La aventura del cine, que soy parte de tu vida de
artista. Pero la verdad, Pedro, es que la sociedad no es el cine. Nunca
me opondré a que t::umplas con todas tus obligaciones. Sé que eres
hombre responsable. Pero en nuestro futuro, hay una sola decisión:
nunca seré menos que la esposa. Quiero tu palabra, amor mío, ¿qué
. ?
piensas ... »
No me platiques más,
lo que debió pasar, antes de conocernos.
Sé que has vivido, horas felices,
aun sin estar conmigo.
Porque a nadie puede interesarte la historia de un día cualquiera
en la vida de Perucho Contreras ¿o sí?... o acaso el simple hecho
de sobrevivir en el ruido sin desaparecer (¡ay la corneta!), de do-
meñar pacientemente sus soterrados impulsos subversivos, lo ha-
cen más heroico que Juan Charrasqueado. Porque Perucho
Contreras es el gran artífice de los mimetismos, de las imposturas,
de la invisibilidad. Es el héroe imbatible de El laberinto de la Sole-
dad, y no lo nombran. Se confunde con cualquiera de los innume-
rables pequeños seres que pueblan el mundo. Todos los que
descubren a las verdaderas personas en las páginas de los diarios,
y se detienen en esa fotografía de la «Estrella» de la farándula in-
ternacional, para reconocer el rostro del éxito: de la verdadera vida.
Yo, que nunca he sido entrevistado sino por una fiscalizadora de
personal, un policía o un funcionario del Censo Nacional: vamos
a ver, señor Contreras, ¿tiene lavadora? ¿Todos esos niños son su-
yos? ¿Automóvil propio? O en un tono más subido: usted no aten-
75 dió a la voz de alto. No me replique, usted se alborotó. O con frial-
dad burocrática: ¿qué edad tiene, señor Contreras? ¿Cuál fue el úl-
timo curso de capacitación que hizo después de ingresar al
Ministerio? Esta es la tercera amonestación verbal que figura en su
expediente, usted es un maula.
No vendería un solo ejemplar de mis memorias. Ni a mi propia
madre.
Pero, si Fabiola llamara por teléfono desde Santiago, seguramente
me quedaría rendido sin mortificación; el mejor sedante es su pier-
na encaramada sobre mi nuca. Con la compañía de Fabiola no hay
espanto que me sobresalte, ni pesadilla que me desvele, ni corneta
que me reviente. Porque ¿qué alivio me ofrecen los mil amores de
Pedro Infante? Ya uno tiene más que suficiente con sus propios es-
pectros, con sus memos y su insatisfecha mitomanía, para estar bus-
cando problemas prestados.! Porque, al fin y al cabo, el verdadero
ídolo de Penicho Contreras, no es otro que Perucho Contreras. Todo
lo demás no es más que un pretexto para pensarse a sí mismo. Pa-
ra inventarse de mil maneras diferentes, para morir y renacer en sue-
ños innumerables. En el fondo, lo que reclama Ninguno Contreras
es que los otros no advierten que es un gran actor. Un actor para-
noico, que interpreta los mejores papeles en el silencio de la tras-
tiendaJSin brillo de candilejas; donde puede ser el héroe de sí
·mismo. Quizás, la invención del ídolo no es más que un deseo de
autoadmiración. (¿O autodestrucción?) De pensarse como Prínci-
pe de Dinamarca, Cruz Diablo, o un campeón de boxeo. Es la mis-
ma impostura. El mismo desesperado espejismo. El mito descansa
en la común flaqueza para soportar el tedio de la propia existen-
cia. Nadie nos libra de nuestro propio estruendo, poeta. Nadie lle-
na este espanto. Y, francamente, lo peor que me puede ocurrir en
este insomnio es ponerme filosofante. Ese sería el colmo. Nadie apa-
ga la maldita corneta.
Esa maldita pared,
yo la he de romper algún día.
Para así poder mirar,
esa tristeza y la mía.
(canta Felipe Pirela)
Después que se entristeció el barrio, que lloró la pandilla, que
se enlutó para siempre la pantalla del cine <dardines» con la muer-
te de Pedro Infante Después que María Purísima (todo un macho
inconsolable) se atragantó de lágrimas por el suceso. Después del
76
dolor -recuerdo- hubo una larga espera por el sucesor. Otro due-
lo de trompetas. Cierto, que estaban Los Aguilares, y Miguel Ace-
ves Mejía, el del falsete interminable: Malagueeeeeeeeeeeeeeeee
eeeeeeeeeeña salerosa. Pero el trono del ídolo quedó vacío. Tardó
algún tiempo en insurgir el personaje que ocu¡:>aría por la gracia
y dictamen de las multitudes (no de los empresarios) el codiciado
sitial del ídolo popular. Otra vez la fama: Diosa alada. Se prendó
de un cantante que venía de recorrer un camino empedrado. Este
maltrecho caballero, nacido en Nogales, de modestos oficios, ha-
bía sido antes mal boxeador y carnicero. Tenía una estampa des-
garbada y un rostro nada parecido a Tony Curtis. La verdad, es que
todos sus quilates se mostraban en una buena garganta, su nombre
era Javier Salís. ¿Cómo podían imaginar las asiduas clientes de la
carnicería del pueblo, que aquel tipo insignificante (de manos en-
sangrentadas) más tarde iba a estimular con su voz las fantasías
eróticas de millares de mujeres solas, en la intimidad de la media
luz? Pero así sucedió. Salís llegó a ser un cantante de millonarias
ediciones disqueras. Aún después de difunto, continuaron apare-
ciendo por largo tiempo canciones grabadas por su voz que no se
conocían. Por eso, en el barrio surgió la leyenda de que Javier Sa-
lís, con el rostro completamente desfigurado por la navaja de una
mujer celosa, continuaba viviendo enmascarado en una mansión
secreta y custodiada por enormes perros de presa. En esa casa, rea-
lizaba sus nuevas grabaciones y sólo permitía las visitas de doce
de sus fieles amantes.
Tenía una voz privilegiada por su timbre viril y sus melodiosas
cadencias; a tono con cierto romanticismo nocturnal. Pero muchas
de las letras de sus canciones eran insufribles y, por eso, Fabiola
nunca lo soportó: «Por favor, negro, ¿no podés poner otra can-
ción, que no sea de ese tipo tan tarado?»
Que abrazado de un árbol
le platico mis penas
y le cuento a la luna
lo que sufro por ti
Si me llaman el loco
porque el mundo es así
la verdad estoy loco,
pero loco por ti.
1 «Apagalo ya, negro, apagalo, ¿acaso sos un tilingo»?
Al parecer, el charro Salís arrasó con legiones. Otra versión ase-
77 gura que su muerte se produjo mientras practicaba temerariamen-
te un coito postoperatorio. Musitando en el último estertor: «mue-
ro contento». También su fallecimiento motivó el suicidio de
d.e.sconsoladas amantes; a quienes, probablemente, él nunca cono-
cw. Desde entonces, los mariachis callaron.
El mundo está, sin ti desierto.
'Sin tu amor, todo me da igual.
Ni el más allá, me importa ya.
Tú eres el bien, la eternidad.
Hasta el minuto final, la música fue mi sustento. Cuando el avión
se desprendió del cielo, como una diminuta estrella, sentí una mú-
sica fren~tica: alegre y conmovedora, que me devolvía para siem-
pre al silenciO. Pero también una música eterna, para seguir
cantando y cantando, como desde el vientre de Refugio. y padecí
luego el desconsuelo enorme de saber que mi muerte motivó la in-
molación de amantes intocadas. ¿Qué hice para merecer un amor
ta~ a?iquilador? Como si yo hubiera sido uno de los orgullosos
prmcipes aztecas. Yo el aprendiz ,de carpintero, el modesto cantor
Porque ninguna explicación razonable puede desentrañar la deter~
minaci?n de un~ muchacha de 17 años, nativa de Maracaibo, para
renunciar a la vtda al oír en la radio la noticia: «¡extra!, ¡boletín!,
el afamado cantante Pedro Infante falleció esta mañana en un ac-
cidente aéreo. Seguiremos informando».
: El ~par~to, un cuatrimotor modelo Libertador, que alguna vez
mcurswno en el firmamento durante los combates aéreos de la II
guerra mundial, había sido transformado en avión de carga. Esa
mañana, poco después del despegue, dejó de responder a los man-
dos ~rdenado.s por el Capitán Víctor Manuel Vida!, mientras yo
fungm de copiloto. El avión perdió altura, se sacudió violentamen-
te en el aire como una ballena mal herida, dio varias volteretas so-
bre sí mismo en una vertiginosa danza mortal y se precipitó a tierra
en Yucatán, en el patio posterior de una tienda que, por fatal iro-
nía, se llamaba El Socorro. Las llamas se apoderaron de los trozos
del a~arato Y de nuestros pobres cuerpos inermes. De mí, apenas
quedo un resto de carne ahumada de 75 centímetros y 22 kilos de
peso. R~conocido por una pulsera de plata. Desde entonces, no soy
nada mas que polvo y música. Pero me perturbó ese terrible amor
de las suicidas. Así se sacrificaron en mi nombre mujeres inconso-
lables en Quito, Lima, Managua, Antigua, Ciudad Bolívar Gua-
dalajara, Sevilla. Mujeres misteriosas a quienes no di nada rr:ás que
78
mis canciones. A las que no reconocí en el espectáculo. ¿Cómo so-
portar la involuntaria culpa? Este morir muchas veces en tantos co-
razones. Yo: el ídolo. Yo, elegido por el Angel de Guamúchil, para •
despertar pasiones que me sobrepasan aún después de la muerte.
Yo, mitificado, como Carlos Gardel, que supo antes de esa prueba:
la última música de adiós que anuncia al estallido, cuando ya las
alas se derriten. La muerte doblada de guitarrista, sonriente, mi-
rando tras espejuelos negros, interpretando el último corrido, o el
último tango. La muerte despidiendo al ídolo, recordándole que ter-
minó el contrato. Los aplausos cesan para siempre, y ya es la hora
de retornar con humildad a la tierra. La Pelona de fiesta, cómo
recuerdo el día de los difuntos en mi infancia, cuando ponían las
ofrendas: esqueletos de pan, máscaras, manjar, agua fresca.
La muerte no temida, porque alguna vez pensé que se detendría
impresionada por la fama y la buena fortuna. La muerte, con el
acompañamiento del gran mariachi Vargas.
En la noticia que recorre el mundo, figura el nombre de Ruth
Rosell, de diecinueve años. No es una diva del cine, ni una amante
secreta. Es la humilde muchacha que pereció mientras lavaba su
ropa en el patio donde se desplomó, envuelto en llamas, el pájaro
de hierro. Es la víctima de un capricho de Dios. Su nombre desco-
nocido resuena con la explosión. Ahora, para el periódico del día,
sí existe.
Mire no más, compadre, cómo todavía no estaba en la caja Y ya
los reporteros tecleaban sus máquinas para sacarle la pijama al
muertito: LA VIDA NO V ALE NADA (cantaba el ídolo). Antes
de su muerte, un tribunal de México dictó sentencia definitiva en
el caso de su matrimonio. Según esta sentencia venía a ser nulo
su matrimonio con Irma Dorantes. Sin embargo, como ésta se ca-
só de buena fe con Infante, el tribunal declaró legítima la hija, que
hoy tiene dos años. Pedro Infante obtuvo fraudulentamente el di-
vorcio de su primera mujer en 1953. En seguida Y sin conocimien-
to de ella se casó con lrma Dorantes, a quien vio por primera vez
durante la filmación de una película.
Cuando su primera mujer, María Luisa León, se enteró de la
jugada, acudió a los tribunales para pedir la anulación de ese di-
vorcio efectuado en forma irregular y, por lo tanto, también la anu-
lación del segundo matrimonio.
María Luisa no quiso acusar a Pedro Infante de bígamo en con-
sideración al hijo habido en el matrimonio. También la segunda
79 \
mujer acudió a los tribunales para defender sus nupcias con el
cantante.
Pedro e Irma vivían en la ciudad de Mérida (Yucatán), donde
ocurrió el accidente del pasado lunes. Al saber la sentencia defini-
tiva del tribunal, María Luisa declaró que esperaba que su marido
volviera al hogar.
Ya usted Ve, compadre, cómo después de todo no regresé a nin-
guna parte, pero me marché sin rencor. Con mucho amor por to-
dos. Pienso lo que hubiera podido ser un Pedro Infante anciano,
completamente calvo y sin el recurso del peluquín, gordo y feliz.
Rodeado de catorce hijos, treinta y siete nueras, veinticinco yer-
nos y noventa y seis nietos. Celebrando mis ochenta años en una
fiesta a todo dar, donde devoraría una enorme torta de fresas con
crema. Habría sido sumamente hermoso, pero quizás, entonces de-
jaría de ser mito. Moriría dulcemente en una cama de sábanas blan-
cas, y ningún oficinista insomne (atormentado por una corneta)
soñaría mi vida.
Llenar esta noche con viejos recuerdos, con retazos de películas
ingenuamente inverosímiles. Descubrir que hemos cambiado de piel
o, más exactamente, que somos una cebolla de cien telas (corno El
Lobo Estepario, de Hesse). Que en alguna de esas múltiples meta-
morfosis fuimos un adolescente romántico, cuyo rastro no pode-
mos encontrar ahora en la visita a los museos de arte. Ni en las
páginas de las revistas literarias. Ni en el golpe de monedas que con-
1 sulta al 1 Ching. Ni en la relectura de la epopeya de La Gran Mar-
1 cha de Mao. Ni en El Inquilino de Polansky. Ni en El Libro de
Arena de Borges. Ni en la Voz trinan te de 1 oan Baez. Ni en las re-
flexiones de Jung. Ni en El canto a mí mismo, de Walt (Dios me
llama Walt, llámame tú Walt). Ni en Mi vida, de Isadora Duncan.
Ni en ninguna de las innumerables telas de la cebolla que nos cu-
brieron después. Es un itinerario que me conduce a una plazoleta
de barrio (donde discuten incansablemente Maria Purísima, Parau-
lata, Parapara, Cara e'coñazo, Media noche, Peruchín Contreras y
otros asomados). Un espectador, ya cuarentón y ocioso recuerda
a un adolescente díscolo (con algunos útiles escolares en la mano,
atravesando un pasaje céntrico de Caracas) en el momento que pro- ·
pagan por la radio la noticia: «El Milamores, el famoso cantante
mexicano Pedro Infante, se mató esta mañana». Entonces, a Peru-
chín se le cuajan los ojos de tristeza, y lo estremece un súbito pesar
corno el día que murió la abuela Hortensia. Sigue caminando míen-
80
tras, sin saber por qué, de todas las canciones que cantaba Pedro
fluye a su memoria Corazón Corazón:
Si has pensado cambiar tu destino
recuerda el camino donde te encontré.
Si has pensado dejar mi cariño
recuerda un poquito quién te hizo mujer.
Si después de mirar tu pasado
me miras de frente y me dices adiós,
te diré con el alma en la mano
que puedes quedarte porque yo me voy.
Corazón, corazón,
no me quieras matar, corazón.
y el muchacho aquél, que nada sabía aún de desencuentros, siente
la espina del desamor, de los amores nunca padecidos. .
El tiempo que discurría entre la pirotecnia de la mesa de blll~r
(inventando siempre carambolas indescriptibles), la bu~aca. del ~~
ne «1 ardines», y la interminable discusión sobre prom1sonos vir-
gos calenturientos, sangrientas peleas de boxeo y carreras de caballos
de finales electrizantes, empezaba a desdibujarse, corno los días que
presagian lluvia. El propio barrio comenzó a corromperse. De al-
gún callejón emanaba un denso, penetrante y hasta entonces des-
conocido olor de marihuana. Pronto surgirían las trampas
cotidianas en cualquier recodo y un miedo distinto, humillante, se
fue apoderando del corazón de la gente apacible del vecindario. Es
. verdad que desde entonces esperan, como en las películas, por un
·héroe justiciero, a Martín Corona, a Mauricio Rosales {el Rayo) o
a los Aguilares. . .
Fueron también los primeros años corno empleado del Mmiste-
rio. y o era ése al que aludía constantemente el señor Ministro en
sus discursos cuando puntualizaba: «Desde el excelentísimo Ciu-
dadano Presidente de la República, hasta el más bajo funcionario
de la Administración Pública ... ». Nunca tuve duda de que se refe-
ría a mí, aunque tenía la delicadeza de no decir precisamente: «hasta
ese infeliz de Perucho Contreras, etcétera, etcétera ... ».
Las noticias del mundo, las acaparaba la guerra en Vietnam. Le
tenía pavor a las bombas de napalm, a las trampas chinas caza b?-
bos y demás armas mortíferas. Por eso, pensaba guarecerme b~J?
un· pequeño escritorio metálico abandonado en una de las ofiCI-
nas· en cualquier situación de emergencia si se generalizaba el con-
flic~o. Yo siempre tuve simpatía por los pequeños vietnamitas, pero
81 el jefe del departamento los llamaba esos vietcongos coño de ma-
dre. Por lo cual me veía obligado a simular, ensayando una media
sonrisa de idiota. En ese tiempo, reventó también la nonata sub-
versión extremista criolla. (Librada por maniáticos empecinados en
escoñetas las-sagradas-estructuras-del-sistema, que el pueblo etcé-
tera, etcétera). Yo ya no andaba a toda máquina con mis carnales
Pedro Infarlte y Luis Aguilar, y había perdido el ánimo del román-
tico aventurero. Me dediqué a construir secretos túneles, que me
conducían sin ningún riesgo hasta el supermercado, la farmacia y
la oficina del Ministerio. Tenía que trabajar duro, como un topo
humano, pero así podía librarme del constante cacheo policial y
de la pedidera de la cédula de identidad que, sin duda, es lo que
más me arrecha del autoritarismo. Yo consideraba mi red de túne-
les como una simple precaución. Pero sé que gente poco reflexiva,
de estar en el secreto, me hubiera tildado de paranoico, porque siem-
pre emiten juicios equivocados con respecto a mí.
Eran los años sesenta. Una vez me invitaron a una fiestecita en
la antigua casa de Sandra, donde permanecía su familia. Ya no es-
taba la mecedora de mimbre en el jardín. Fui a disfrutar mi maso-
quismo. En realidad, en asuntos de amores, lo verdaderamente
creativo es sufrir. La felicidad en el amor es aburrida y difícil de
soportar. Con un gran despecho y alguna fortuna a cuestas, hasta
se puede escribir una buena novela (Rojo y negro, Madame Bo-
vary, Ana Karenina). La felicidad es estéril. Esa noche la disfruté
mucho. Sandra no estaba cuando yo llegué y eso incrementó mi
expectativa. Desde el principio su mamá me alertó sobre algo inte-
resante: «Ella viene seguro -dijo en tono confidencial- y vas a
gozar mucho con una sorpresa» ... Yo quedé intrigado por la suge-
rencia, y desde ese momento no dejé de hacer lucubraciones. El po-
sible divorcio de Sandra, era la idea más atractiva. En el tocadisco
sonaba un disco, «mosaico», de la Billos Caracas Boy. Me tomé
un ron doble, así a quemarropa y se me encabrító el coraje para
sacar a bailar a Amanda, la prima de Sandra a quien ya varios no-
vios habían dejado con las ganas de matrimoniarse. Salimos a bai-
lar en un piso entalcado, para que las suelas navegaran, lo cual
aumentaba mi torpeza. Amanda era feúcha, sobre todo por las mar-
cas que dejaron en sus mejillas los granos de la adolescencia. Pero
tenía un cuerpo duro y bien cimbrado, que prometía varias doce-
nas de buenos polvos antes de arruinarse. Lástima que estaban de
moda los vestidos con armador, y esa era una especie de jaula que
cercaba las piernas de las muchachas. Amanda era muy caliente.
82
Cuando dábamos la media vuelta en el baile, a pesar del armador,
me restregaba las tetas, y se mordía el labio para provocarme. Pero
yo no podía concentrarme en el placer de sus tetas tibias, porque
estaba demasiado preocupado en no pisarle los pies. Además, por
una ventana de la sala podía verse al hermano de Paraulata ame-
nazándolo con el puño, porque éste le había birlado su paltó de
cuadros y él no podía entrar a la fiesta. Paraulata se hacía el desen-
tendido y no miraba para la ventana, mientras el hermano voceaba
desesperado: «¡el paltó! maldito ¡el paltó!...». Cantaba Felipe Pirela.
La palidez de una magnolia invade
tu rostro de mujer atormentada
y en tus divinos ojos verdes jade
se adivina que estás enamorada.
Como era ritmo de bolero perdía un poco el miedo de darle un
pisotón a Amanda, y sentía en el pecho la presión de sus tetas. Por
eso, el miembro se me iba templando como una cabilla, torturado
por los calzoncillos ajustados. Pero en lo mejor, la música se acele-
raba y se convertía en alocado ritmo de guaracha. Amanda quería
echar pasos para impresionar, y yo perdía completamente la coor-
dinación motora y volvía a la angustia de pisotearla. De inmediato
se me bajaba la libido. La guaracha tronaba:
Aquí donde usted me ve
yo tengo mi periquita
periquita real alza la patica
para Portugal, currutá, currutá,
que bueno que está ...
Por eso me arrechaban los mosaicos de la Billos, que combina-
ban ritmo lento con rápido, sin interrupción. Cuando terminó el
disco, Amanda me dijo: «Te aconsejo que cuando bailes bolero no
pongas esa cara tiesa, como un cartón piedra, para el otro lado;
porque uno no sabe a qué atenerse con un hombre así. Además,
por poco me destrozas los pies».
Paraulata tuvo al fin que abandonar la fiesta, y al ratico entró
su hermano con el mismo paltó de cuadros. Fue directo a sacarle
la novia a bailar, para desquitarse.
Después de esos contratiempos, me limité a echarme el trago cerca
de la cocina sin recaer en provocaciones. De vez en cuando lama-
má de Sandra pasaba una bandeja con mortadela rebanada y me
ofrecía una porción al tiempo que comentaba: «Ya debe venir por
ahí tu sorpresita».
83 Cuando Sandra llegó, las parejas que bailaban en la sala tuvie-
ron que hacerse a un lado para darle paso. Tenía una enorme ba-
rriga, como un tamborón. Vista de perfil parecía que ella marchaba
rezagada, prácticamente arrastrada por ese inmenso globo que la
precedía. Yo, antes de saludarla, fui a la cocina, cogí la botella de
ron y me la empiné sin remordimiento. Cuando regresé a la sala,
ella venía directamente hacia mí, acompañada de su mamá. «Peru-
cho, querido, tanto tiempo. Ni te imaginas cuánto te he extraña-
do» -dijo-. Quiso abrazarme y extendió los brazos, pero la
descomunal barriga apenas le permitió tocarme las clavículas con
la punta de los dedos. la mamá aprovechó para aclarar lo obvio:
«¿Qué te parece la sorpresita? Vienen tripochos». Sandra la corri-
gió con evidente orgullo: «Trillizos, mami, trillizos».
De inmediato me los ofreció. «Si quieres puedes ser padrino del
primero que salga o, si lo prefieres, de los tres. Tú bien sabes que
eres como un papá espiritual». Yo respondí con una sonrisa neutra
y un discreto silencio. Pero la mamá no pudo contenerse y dijo:
«aunque sospecho que a él le hubiera gustado en este caso ser me-
nos espíritu, ji, ji, ji».
Esa fue la última nostalgia por el virgo de Sandra. Por aquellas
desquiciadoras piernas que se suspendían y luego descendían len-
tamente en la mecedora de mimbre, pidiendo mi cabeza como la
guillotina de Robespierre.
Esa noche, cuando terminó la fiestecita (o el funeral) me fui de
parranda con María Purísima y Paraulata. Ya entonados, llegamos
al cabaret «Las Mayas», enclavado en un barrio perdido en la peri-
feria de la ciudad.
Era un lugar fascinante, ¿fascinante? (la memoria traiciona, la
corneta ensordece). Una misteriosa gruta del placer, una atmósfe-
ra pálida habitada por seres melancólicos, deformados por la alu-
cinación etílica. Una tenue luz rojiza matizaba las sombras. Vírgenes
de media noche (diría Daniel Santos) con vestidos sembrados de
baratas lentejuelas que semejaban preciosos brillantes en ese mun-
do oculto. Largas piernas reveladas por un corte abierto hasta los
muslos, cabelleras sueltas negras y cobrizas, bocas carmesí, pies des-
nudos, senos desbordados (ligeramente encubiertos tras la trans-
parencia), glúteos prominentes, como redondas calabazas. En el
centro del recinto, un cono de luz dorada iluminaba levemente una
pequeña pista de baile, donde las parejas se confundían en un ce-
ñido abrazo con movimientos lentos rituales, parsimoniosos. Ejer-
84
i
citando una cópula de pie. En la rocola se oía la voz empalagosa
de Blanca Rosa Gil.
Más frágil que el cristal
fue tu amor para mí
Cristal tu corazón,
tu mirar, tu sentir
Los hombres beben acompañados por las «ficheras» de turno,
que intentan ser cordiales y seductoras si su ánimo no está descom-
puesto por el aburrimiento o herido por el filoso rayo de la triste-
za. Ellas toman licores dulces, en copas de color violeta. Algunos
hombres ya han enterrado su frente en las mesas, como pobres gue-
rreros derrotados antes de librar cualquier posible batalla nocturna.
Yo sólo quería recordar el recién visto rostro de Sandra, para dis-
frutar mi despecho. Pero ahora resultaba inseparable del inmenso
barril de los trillizos, y esa imagen me provocaba una risa nervio-
sa. La verdad es que no fui nunca putañero ni cliente de lupana-
res, por un extremado pánico a la gonorrea.
Al rato, Paraulata se paró de la mesa para tratar de controlar
a alguna damisela desocupada. Me quedé conversando entre tra-
gos con María Purísima. Se sentía triste y me contó una historia
impresionante. Resulta que había estado a punto de casarse con
Rumilda, una muchacha del barrio; hija de Anacleta que era una
verdadera arpía. Desde que éramos niños persiguió a la pandilla.
Siempre que estábamos jugando a las cartas o al dominó en la pla-
zoleta, iba a buscar a los tambos para que nos enjaularan enlaJe-
fatura. Ella odiaba a María Purísima, y cuando se enteró que tenía
amores escondidos con Rumilda le comenzaron unos ataques de
bilis que hasta espuma por la boca echaba. Pero la calentura de
los novios era tanta que decidieron formalizar su asunto; porque
María Purísima, así como era de malandro, tenía ideas muy estric-
tas y pensaba que con la mujer de su vida no quería arrejuntadera,
ni revolcadas en petate, sino un matrimonio de ley. Entonces, la vieja
Anacleta, cuando no pudo más, les impuso el vestido blanco con
velo y corona para desposarse por la religión. Aunque María Purí-
sima pensaba que tampoco era para tanto, y con el nudo civil
bastaba.
Rumilda vivía en un rancho, cerro arriba. Anacleta quería que
todo el barrio la viera bajar las escalinatas de blanco, para impre-
sionar al vecindario y que nadie pudiera murmurar. María Purísi-
85 ma le había alquilado la camioneta al tintorero por tres días. Los
recién casados pretendían pasar el fin de semana de luna de miel
en una cabañita de «Los Caracas», cerca de la playa. El sábado
que se casaban, él estuvo desde temprano celebrando con los ami-
gos que le ofrecieron un sancocho de chipi chipi, como despedida
y para ponerle la libido en el tope. Se pasó de tragos y lo ayudaron
a vestirse (P;1rapara le puso por primera vez una corbata y Jacinta
le dio café negro para recuperarlo). Resulta que poco después de
salir del rancho del brazo con Rumilda (esplendorosa de vestido
de tul y zapatos de tacón alto) él advirtió que Anacleta, su obliga-
da suegra, cargaba una maleta. Emró en sospecha y le preguntó
el motivo. Entonces Anacleta le manifestó su propósito de acom-
pañarlos durante la estada en la cabañita de «Los Caracas». María
Purísima le advirtió indignado que por nada del mundo aguanta-
ría su presencia, ni siquiera un minuto después de abandonar la
iglesia. Hasta ahí llegaba su paciencia. Anacleta le replicó que ella
también iba de vacaciones, que para algo se había jodido tanto
criando a esa muchacha necia, que paciencia tenía ella para entre-
garle su hija a un pendejo. Entonces, parece que a María Purísima
se le arremolinaron de un golpe todos los tragos de ron en la cabe-
za. Pegó un alarido, inmediatamente lanzó la maleta cerro abajo
y luego tiró a la vieja por el barranco, mientras Rumilda gritaba
desesperada. Después, ella misma bajó a buscar a su madre al fon-
do del barranco. En la peripecia se le empantanó el vestido de tul
y perdió un zapato. Nunca en el barrio se había presenciado un es-
pectáculo tan patético. A María Purísima le continuó el ataque de
iracundia y le daba cabezazos a un poste. Los padrinos de la boda
(Paraulata, Cara e'coñazo y Apolinar) para someterlo tuvieron que
amarrarlo a una carretilla con los brazos atrás. Allí estuvo por ho-
ras, gritando obscenidades contra Anacleta, contra el gobierno, con-
tra la iglesia, contra la puta vida; hasta que se durmió. Después
de esa triste tarde de la vergüenza que sentían los dos, aunque se
querían mucho los novios nunca más se hablaron.
No sé si fue por ese motivo que, poco tiempo después, María
Purísima se fue para las guerrillas. Estuvo unos meses alzado co-
mo un cimarrón. No me sorprendió su atrevimiento porque era un
tipo levantisco. Para él, esa aventura terminó en una larga cana,
en una cárcel apartada. Nunca lo visité, porque detesto que me re-
gistren, pero le mandé con su mamá un juego de monopolio. Años
después nos encontramos en el centro de la ciudad, porlos lados
de la plaza Miranda, donde él tenía un puesto de buhonero. Lo no-
86
té transformado, sobre todo por la forma de hablar y en la argu-
mentación. Más que en prisión, parecía que había asistido a una
academia de oratoria ciceroniana (pensé en una suerte de versión
masculina de la protagonista de Pigmalión, de Bernard Shaw). En
pocos momentos, me explicó no sé qué acertijo de la dialéctica his-
tórica. Me dijo también que si no podía hacer la revolución social,
lo único ético era vender pantaletas para no entregarle el alma al
enemigo. No pude comprender qué extraña relación tenían en su
cerebro: revolución, compra de pantaletas en Margarita y venta en
la Plaza Miranda, con la profundización de la lucha de clases. Yo
le compré unas pantaletas amarillas para Fabiola, y me despedí de
él con un fraterno abrazo, como viejos miembros de la pandilla.
Aquella noche, María Purísima se quedó dormido con la cara de-
rrotada sobre una mesa del cabaret «Las Mayas», después de co-
ñoemadrar por enésima vez a la vieja Anacleta, que por minutos
no fue su suegra. Paraulata bailaba boleros con Carmina, la mula-
ta que nos atendía. Yo permanecí melancólico, campaneando una
cuba libre, mientras de la rocola surgía la voz grave y melodiosa
de Genaro Salinas.
¡Ay, tú eres mala y traicionera!
tienes corazón de piedra,
porque sabes que me muero
y me dejas que me muera.
Siempre me conmovió el sino fatal de este cantante, asesinado
en Caracas durante el tiempo torpe de la dictadura. Una historia
de pasión, celos y venganza policial, según se rumoraba. Pero la
noticia periodística sugería un accidente automovilístico. Un carro
fantasma había dejado la señal de sus cauchos sobre el piso ensan-
grentado. Todo era temor y silencio. Silencio y temor. Aun así, la
voz del cantante pervivió en las rocolas de los bares.
¡Ay, tienes alma de quimera!
lo que más me desespera
es saber que no me quieres
y me dejas que te quiera.
Nunca más volví a visitar aquella cámara seductora. Luego de-
sapareció con sus misterios, con sus juegos de amor sombrío y des-
pechado, con sus señales mágicas: la media luz rojiza, la copa
violeta, el tenue resplandor dorado sobre la pista de baile, la rocola
multicolor, las volutas de humo emanadas de una boca púrpura,
la ebriedad, la muerte en el alma. Sombras nada más.
87 Con la resolución que da el licor en las venas, caminé hasta la
rocola. Leí la cartilla (Carmen Delia Dipini, Oiga Guíllot, Beny
Moré, Los Panchos, Trío Calaveras, Lucho Gatica, René Cabel, Boby
Capó, Alfredo Sadel, Julio Jaramillo, María Luisa Landín, Los cin-
co latinos, Olimpo Cárdenas, Bienvenido Granda, Toña la Negra,
Trío Matamoros, Daniel Santos, María Victoria, Trío San Juan,
Agustín Magaldi, Carlos Gardel, Rolando Laserie, Leo Marini).
Marqué el 1-26, y la voz de Pedro Infante se enseñoreó en el recinto.
Sembré una flor, sin querer,
Yo la sembré, para ver si era formal.
A los tres días, la quise regar,
y al volver ya estaba seca,
ya no quiso retoñar.
La gana me dio de bailar esa pieza. Entre las coloreadas som-
bras, observé un vestido escarlata que dejaba una blanca espalda
desnuda. La mujer estaba recostada de la barra. Envalentonado,
la abordé vaso en mano. Estoy ocupada -dijo-. Yo insistí apre-
miante. Algo debió agradarle en rní (quizás la expresión de cándi-
do empedernido) porque -con resignación- cogió el vaso de mi
mano, lo puso sobre el mostrador y dijo en el tono con que se ofre-
ce un caramelo a un niño: «Está bien, pero una sola pieza, una na-
da más».
Sentí cómo su cuerpo tallado se apretaba firmemente contra el
mío. Me estremecieron sus lentas contorsiones de boa. Su cara cá-
lida. No tuve miedo de pisoteada, como me había ocurrido con
Amanda. Yo hubiera querido el poder de congelar el tiempo, para
prolongar el bolero por siempre.
Mis amigos me dijeron,
ya no riegues esa flor.
Esa flor ya no retoña,
tiene muerto el corazón.
Sus muslos parecían ventosas adheridas a mis flacas piernas. Su
sexo, un imán poderoso que generaba radiaciones eléctricas. Cuando
terminaba la pieza me sacudió un temblor, de mi maravilloso pája-
ro irrumpió un torrente de caliente semen que se desbordó por los
bordes de mi calzoncillo, se precipitó por las piernas peludas y em-
papó mis felices zapatos. Ella, con los dedos en pinza, me apretó
la nariz. Separó su cuerpo del mío y comentó: «Ya estás complaci-
88
do. Parece que tu cara no tiene nada que ver con tu temperamento,
estás muy bien equipado. Por poco me ahogas».
Yo continué regando semen hasta llegar a la mesa, donde María
Purísima roncaba. Limpié mis zapatos con una servilleta. Un tipo
se resbaló en la pista y, al ver el piso anegado de esperma, dijo:
«Deberían masturbarse en el baño, no joda, ¡aquí cualquiera se pue-
de matar!»
Años de pasión hípica, cuando el «monstruo» Gustavo Avila
compitiendo en la pista de La Rinconada imponía su clase: buena
silla, sereno, inteligente en la maniobra, dueño de ese reloj interior
que sólo poseen los jinetes inspirados. Yo estaba en la «playa» del
hipódromo la tarde en que montando a la guapa yegua Manissa
derrotó en un final sobrecogedor al corajudo Petare y al sprinter
Ajaccio. Los liquidó, justo encima de la meta. Pasó entre los dos
contendores como un relámpago, en el último segundo de la com-
petencia. Los fusiló por media cabeza. Lo aplaudimos frenéticos.
Pero he olvidado quiénes fueron los otros dos jinetes que terciaron
en el final. ¿Balsamina Moreira (el caballeroso), Juan Eduardo
Cruz, Rogelio Cortés, Manuel Camacaro, o Hernán Rengifo, que
era nuestro amigo y vivía en el barrio? Esta noche de insomnio tengo
frente a mis ojos aquella llegada. Al cruzar la meta, Avila se paró
sobre los estribos y levantó el látigo.
Fabiola no entiende mucho de mi pasión por las carreras de ca-
ballos. Dice: «Sos un burrero, negrito, sos un burrero». No puedo
revelarle que toda la disciplina mental que me ha permitido ascen-
der puntualmente en la carrera administrativa, se la debo al sesudo
análisis de «La Receta Hípica». Es mi mejor secreto.
Pero Fabiola y yo nos entendemos a pesar de algunas diferen-
cias. Ella es adepta a la filosofía oriental, a las enseñanzas del Tao
y al pensamiento esotérico. Cuando nos conocimos, me deslumbró
toda una tarde con una amplia disertación sobre estos tópicos in- 't
sondables, en un lenguaje cantarina. Yo, esa primera vez, no dije
ni esta boca es mía. (Me limité a emular al mudo personaje de El
diente roto, de don Pedro Emilio Coll, cuya estratagema conocía
bien desde mi pasantía liceísta). Pero para nuestro segundo encuen-
tro en un «café)), me preparé con mucho esmero. Durante toda una
quincena estuve frecuentando una biblioteca especializada en tex-
tos orientales.
Dejé que la conversación discurriera normalmente, hasta el mo-
mento en que ella pronunció la palabra Tao. Entonces, yo la inte-
rrumpí, y dije con mucha parsimonia: «Lo importante no es el Tao,
89 lo que importa es el camino». Ella me miró estupefacta y pregun-
tó: ¿entonces, vos entendés? ... Y yo respondí rápidamente de mi pro-
pia cosecha: «Lo importante no es el entendimiento, sino 1~
búsqueda». Ella abrió todavía más los ojos abismados. Y consi-
deré que era el momento más adecuado para repetir la página que
tenía quince días memorizando. Apenas dije unas frases introduc-
torias: «Claro, -afirmé- que en la búsqueda hay algunas certe-
zas, como las Cinco Señales que un amante debe observar según
las enseñanzas del Tao del amor. Recibidas por el emperador Huang
Ti, de su consejera femenina Su Nu. ¿Las recuerdas?» Fabiola per-
maneció muda, y yo comencé a dramatizar:
Emperador Huang Ti: «¿Cómo debe un hombre observar lasa-
tisfacción de su mujer?»
Su Nu: «Existen cinco señales, cinco deseos y diez indicaciones.
Un hombre debe observar estas señales y reaccionar de acuerdo con
ellas. Las cinco señales son:
Primera. Su cara se enrojece y sus orejas están calientes. Est"
indica que los pensamientos de hacer el amor han empezado a ac
tivarse en su mente. El hombre puede ahora iniciar gentilmente •a
cópula de una forma festiva, sin introducir demasiado, observan-
do y aguardando ulteriores reacciones.
Segunda. Su nariz está sudorosa y sus pezones habrán empeza-
do a endurecerse. Esto significa que el fuego de su lujuria ha em-
pezado a encenderse. La punta de jade puede ahora avanzar por
las profundidades del «Valle apropiado» (doce centímetros) ?e~o
no debe profundizar más. El hombre aguardará a que su luJuna
se intensifique antes de llegar a zonas más profundas».
En ese punto, Fabiola me interrumpió, para comentar visiblemen-
te impresionada: «Sos un sabio Perucho, sos un iniciado».
Yo continué la imperturbable recitación:
«Tercera. Cuando su voz se dulcifique y suene como si su gar-
ganta estuviese seca y ronca, será señal de que su lujuria .se ha ~cre
centado. Sus ojos estarán cerrados y su lengua asomara al m1smo
tiempo que jadeará de forma audible. Este es el momento en que
el tallo de jade del hombre podrá avanzar y retroceder libremente.
La comunión se logrará ahora de forma gradual hasta alcanzar un
estadio de éxtasis.
Cuarta. Su «bola roja» (vulva) está ricamente lubricada, el fue-
go de su lujuria alcanza el ápice y manando lubricante. Poco a po-
co, el pico de jade del hombre alcanzará el valle de «dientes de agua
de castaño» (profundidad cinco centímetros). En ese momento, el
90
hombre utilizará el seguro método de una vez a la derecha, una vez
a la izquierda, una vez despacio y otra vez de prisa, o cualquier
otro a su libre albedrío».
Fabiola quiso decir algo después de escuchar este punto, pero
la mandíbula se le trabó: «Vos, vos, vos, querés ... ».
Yo continué impávido:
«Quinta. Cuando su loto dorado (pie) se alce como si quisiera
abrazar al hombre, su fuego y su lujuria habrán alcanzado ya la
cúspide.
Ella rodeará con sus piernas la cintura del hombre y sus dos ma-
nos se abrazarán a sus hombros y espalda. Su lengua estará ahora
completamente fuera. Estas son las señales que el hombre aguar-
daba para profundizar por el «Valle de cámara profunda» (quince
centímetros). Al llegar a estas profundidades, la mujer quedará ex-
táticamente satisfecha en todo su cuerpo».
Al concluir mi recitación de los convincentes consejos de Su N u,
hubo una pausa mientras Fabiola lograba reaccionar. Respiró hon-
do, exhaló lentamente y dijo: «sos un bárbaro Perucho, un bárba-
ro tropical». Después quiso introducir la duda en mi pecho,
comentando con ligereza: «quizás hay chicas distintas, en eso na-
die es gurú».
Pero la providencia me iluminó y recordé una frase que había
leído alguna vez en una hoja de almanaque: comenta el poeta Ovi-
dio, en el Arte de Amar -presumí- que la que menos parece que
quiere querrá. Basta con tender las redes.
Noté que estaba completamente trastornada. Su mirada era bri-
llante e incrédula. Después de un largo silencio, dijo en el tono de
Santo Tomás: «vamos a ver, Perucho, vos sabés que una cosa es
con guitarra, y otra cosa es con bandola».
Desde esa fecha, a Dios gracias, siempre coincidimos en esos asun-
tos fundamentales. (Porque si le tocan un pelo a Fabiola, ra-ta-ta-
ta, ra-ta-ta-ta, van a saber lo que es plomo caliente.)
Fabiola tiene otras predilecciones musicales. Sus amados clási-
cos, su Bach, su Mozart y su Vivaldi. Pero también, en esos días,
le dio por admirar a los Beatles, y aquellas creaciones que estreme-
cieron el mundo: Lave me Do; Please pleased me, y otros acelera-
dos latidos del corazón de la música pop de los años sesenta. Yo
mismo llegué a reblandecerme al oír Yesterday; ayer, (siempre ayer).
Fue terrible, para sus seguidores, el día que John Lennon anunció:
«El sueño ha terminado». Entonces, millones de idólatras, como
91 sacrificio, cortaron sus cabelleras leoninas. La furia de las guita-
rras eléctricas no pudo derrotar al Dios Sistema.
Fabiola también ama al mágico trino de Joan Baez, y las melo-
días sincopadas de la nueva trova en el sentimiento de Silvia Ro-
dríguez. Muchas veces la escuchaba canturreando en la cocina:
Mi unicornio azul ayer se me perdió
pastando lo dejé y desapareció.
Cualquier información bien la voy a pagar
las flores que dejó no me han querido hablar.
Estas aficiones suyas me hacen sospechar que nunca ha estado
realmente preparada para entrarle de frente al Mariachi Vargas, ni
a las canciones de José Alfredo Jiménez. Por eso, para despistarla,
silbaba en su presencia (así como distraído) trocitos de La caballe-
ría rusticana, o La fuerza del destino. U na noche, le canté un buen
pedazo de Una furtiva lágrima, a la manera conmovedora del gran
Ferrucio Tagliavini. (Noté cuando sus ojos se empañaban por el sen-
timiento). La vena operística también me viene del barrio, aunque
parezca insólito. Muchas veces, la pandilla se reunía (botella por
medio) para escuchar con recogimiento de espiritistas el disco Diez
tenores para diez arias. (Entre los presentes ensimismados se en-
contraba el cuatrista del barrio, Otilio Galíndez, quien, años des-
pués, nos regalaría a todos sus preciosas composiciones: Pueblos
tristes, Son chispitas, Mi tripón, En silencio, Candelaria, Caram-
ba, Vaya un pecado, Ahora, Sin tu mirada, Flor de mayo. (¿Re-
cuerdas Otilio? ¿Escuchas como yo la corneta?)
Estrellitas fugaces parecen
tus ojos que a veces, me miran esquivos.
Cual palomas que inquietas volaran.
Cual chispitas, cual cocuyos.
Así miras tú ... así miras tú.
En la sesión de ópera, apostábamos a la voz más potente. Unos
forzaban por Enrico Caruso, (/ Pagliacci: vestí la giubba). Y el otro
bando, por Mario Lanza (La bohéme: Che gelida!mannina). Para
comprobarlo, cerrábamos las ventanas de la sala, cuidando de ta-
par con plastilina todas las rendijas. Luego poníamos sobre el to-
cadiscos una copa llena de ron hasta el borde. Santiago, (maestro
de ceremonias) le daba al aparato el máximo volumen. Era una prue-
ba atronadora. En algunas ocasiones vencía el gran Caruso. Por
momentos, la copa impulsada por su voz se elevaba medio metro,
y luego descendía lentamente con ligeras oscilaciones hasta volver
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a posarse sin derramarse una gota. En su mejor tarde, Mario Lan-
za logró superarlo. Medimos la elevación de la copa en setentisiete
centímetros, antes de descender. Pero, increíblemente, fue el mag-
nífico Beniarnino Gigli (interpretando Di quel/a Pira: JI trovato-
re) quien, en proeza insuperable, logró disparar la copa a ras del
techo donde se mantuvo detenida como un colibrí, durante tres se-
gundos. Para después caer violentamente sobre la tapa del tocadis-
cos derramándose el ron. Todos quedamos estupefactos, hasta que
al fin María Purísima rompió el silencio con un grito eufórico: «¡Esa
sí es una voz, caraja!» Los vecinos del piso de arriba abandonaron
el apartamento alarmados, pensando que ocurría un temblor. In-
variablemente, todas nuestras sesiones operísticas terminaban con
la irrupción de La Sonora Matancera. Era el fin de la orgía musical.
El mismo día en que Neil Armstrong pisó el Mar de la Tranquili-
dad allá en la vieja luna, tuve un encuentro Uusto en la esquina
de Misericordia) con la mismísima Chabela Rodríguez. La que se
vacilaba al calvo profesor de Biología, al portero, al 2° año B, al
liceo en pleno, a Lltilimundi. No fue fácil reconocerla. Estaba re-
gordeta, usaba lentes y sus pantorrillas ya no se apreciaban inven-
cibles. Una niña chillaba y se guindaba de su falda tratando de
conducirla en otra dirección. De pronto, la vi sonreír y desapareció
la duda, era ella: la misma boca seductora, la dentadura perfecta,
la sonrisa fulminante como una flor recién nacida.
Recordé las palabras que una vez le disparó la profesora de ma-
temáticas: «le aconsejo que se busque pronto a un idiota que la
mantenga, porque, en los estudios, le auguro un futuro muy negro».
Seguí caminando meditabundo, a pesar del tráfico de la ciudad
vertiginosa. Me reconocí envejecido y cínico, como un lejano pa-
riente del gruñón Diógenes. Por descuido, faltó poco para que de-
sapareciera por un oscuro boquete, sumidero de aguas pestilentes,
desprovisto de la tapa metálica. Mientras, arriba, Armstrong rebo-
taba glorioso sobre el Mar de la Tranquilidad lunar.
Aquí estoy compadre, asistiendo al último espectáculo. Ya usted
me vio en Capilla Ardiente, entre cuatro cirios, en pecado mortal.
Ha venido gente de todas partes, aunque ya no tengo cara para sa-
ludarlas. Tuve noches magníficas, reuní multitudes en muchos lu-
gares, pero nada comparable con este funeral. Me da requetepena
despedirme de todas esas lindas viejas, y saber que ahora sí es ver-
dad que nunca más me voy a comer esa tuna.
Pero hay novedades emocionantes, ya una ancianita me pidió un
milagro y, a lo mejor, ahora es cuando empieza la carrera de santo.
93 Nunca se sabe. Si uno se equivoca tanto con la vida, puede ser que
también se equivoque descifrando a la muerte. Yo me juego mi quin-
to y ligo a ver si la Virgen de Guadalupe me lo premia. Ya usted
es~uchó al gobernador; hasta esta mañana yo era sólo un actor Y
cantante popular, pero después de difunto parece que vengo sien-
do una gloria de México. Mire nomás compadre, quién se podía
imaginar que úm prontito iba a estar compitiendo con don Benito
Juárez. Todo ha sido por lo alto. El cortejo lo adelantaban cuaren-
ta motorizados del Cuerpo de Tránsito, del cual fui comandante
honorario. Me impresionó mucho que, cuando el oficial pasó la lista
y pronunció mi nombre: «señor comandante Pedro Infante», to-
dos los motociclistas respondieron, a viva voz, presente.
Después venía una interminable fila de automóviles. Millares de
personas a pie acompañaban al cajón de lujo. Much~s co:rían. al
lado del vehículo que cargaba mis despojos. Los manach1s traje-
ron sus instrumentos enlutados con crespones negros. Primero se
mandaron con Las mañanitas, y más luego con otras de mis prefe-
ridas: Mujer, Luna de octubre, Amorcito corazón; me dieron en
la mera madre. Eso no se le hace a un muerto.
Así llegamos al <<Cementerio Jardín». Me profundizaron justa-
mente al lado de la tumba de mi cuate Jorge Negrete. Será muy
buena compañía para una eternidad. En el cementerio había un con-
tingente de más de cuatrocientos policías pero por lo menos el tri-
ple de carteristas, porque uno también tiene sus ad~iradores en ~se
gremio. Además, cien médicos y varias ambulancms. Estuvo bien
la previsión, porque hubo vaporones, mareos, patulequeras, sínco-
pes y ataques de histeria.
La verdad es que no me fue mal en la vida, compadre. Para ha-
ber empezado como niño mandadero estuvo divertida la faena. Aho-
ra, sólo quiero que los hijos sean hombres y mujeres de bien, que
la jefecita Refugio no me llore tanto porque después nos encontra-
remos en alguna parte, y las mujercitas no se manden, ni se tiren
de las greñas, ni se guarden rencor. Lo demás es música. Lo demás,
es gritar con todos ustedes desde esta bella urna: «¡Viva el amor,
hijos de la chingada!»
Nunca lo olvidaron los pobres, a los que cantaba. Según algunas
lenguas viperinas del barrio, la más ferviente enamorada de Pedro
Infante (aun después de difunto) era Amatista, la mujer de Ru~
perto, el plomero. Ella tenía una fotografía a todo color de .E.! MI-
lamores. Se la habían enviado por correo, luego de solicitarla
llenando un cupón. Pero desde que su marido se enteró de la exis-
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tencia de la tal fotografía, padecía de unos ataques de furia incon-
trolables. Cuando se emborrachaba le propinaba unas palizas tre-
mendas para que revelara el escondite de la foto a color. Como
Amatista aguantaba firmemente el chaparrón, él terminaba voltean-
do las gavetas, tirando abajo el escaparate, abriendo el colchón. Se
rumoraba que cuando Amatista presentía que Rumperto llegaría
borracho, se apresuraba a llevar la fotografía donde una comadre
que vivía en la vecindad para mantenerla a resguardo. Después pren-
día una vela. Solicitaba fervorosamente la protección de San Anto-
nio y se forraba con una gruesa lona bajo el vestido para amortiguar
los palos. Como era religiosa, todos los años mandaba oficiar una
misa por el alma de Pedro Infante. Pero discos grabados por él sí
no tenía, porque Rumperto, en una rabieta, los destrozó con el mar-
tillo. Ella nunca le fue infiel al difunto, a pesar de los celos demen-
ciales de su marido.
Ya no soy libre en las calles del barrio. Hay algo podrido en Di-
namarca, algo también se marchitó en mi corazón. Los entonces
muchachos de la pandilla encanecimos. Varios galoparon los años
en torno a la mesa de billar. (Apolinar es un virtuoso del taco). ¡
A Paraulata, lo alcanzó un infarto fulminante al cumplir los cua-
renta. A Totó lo quebraron malamente con una bala artera en una
tonta riña de bar. María Purísima ya no es buhonero sino un prós-
pero importador de pantaletas finas. Tiburcio es fiscal de tránsito.
Cara e'coñazo, abogado de la República, y Parapara profesor de
lingüística en el Instituto Pedagógico. No fuimos malvados. En el
barrio había cólera, pero no ruindad.
Yo, vivo dándome mordiscos con los memos, pero me salva el
amor de Fabiola. Después de todo, tampoco está mal ser Perucho
Contreras.
Una tarde, más cargado de nostalgia que lo acostumbrado, volví
al barrio y caminé sus calles polvorientas después de las lluvias.
Me detuve incrédulo frente al lugar donde estuvo mi viejo cine, con-
vertido en un cementerio de automóviles. De un golpe, todo el pa-
sado se transfiguró en sorprendente presente: Puedo ver arrumbada
mi maravillosa butaca, prodigiosa como una alfombra mágica. So-
bre esa mancha aceitosa en el piso, está una colilla tirada allí por
Humphrey Bogart. Aquella, sin duda, es la motocicleta de Luis
AguiJar. Sobre ese asiento de camión, reposa el brassiére olvidado
por Marilyn Monroe. Puedo distinguir en ese pilar con la pintura
descascarada, la marca del proyectil disparado por el arma de Kirk
Douglas, el día que salió de aquí El Ultimo Tren. Bajo aquel jeep
95 destartalado se asoman las piernas cruzadas de Anita Ekberg. Lo
que sobresale por encima del capot del antiguo convertible, son las
tetas de Gina Lollobrigida.
A pesar del penetrante olor a aceite y gasolina, percibo el leve
perfume de Miroslava, por ahí debe estar su dormilona. Acabo de
pisar, sin querer, el pequeño bigote de Errol Flynn. Ese volante es
todo lo que queda del Ro/ls Royce Amarillo, donde Ingrid Berg-
man, Ornar Sharif, Simone Signoret y yo, vivimos nuestra historia
· de amor. Desde aquel pequeño trozo de tela blanca, me sonríe y
'guiña un ojo mi gran amigo Pedro Infante.
Ahora, ya amaneciendo, la corneta apaga su tremendo alarido
y se alivia mi alma. Presiento que pronto llamará Fabiola.