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Oscuridad y Subversión
Juan Pablo Neri, 2014
La Paz - Bolivia
Se autoriza la reproducción total o parcial del contenido con la inclusión de la
fuente
3
Advertencia
El presente texto es tan sólo una parte, de una reflexión
muchos más extensa. Es el tercer capítulo del libro
Oscurantismo Subversivo, editado por la Editorial
“Autodeterminación”. Me tomé la libertad de editarlo para
compartir como fanzine estas reflexiones que considero
urgentes y necesarias. En el presente texto, intento
reflexionar, o iniciar alguna reflexión sobre los fundamentos
del sistema de dominación en el que vivimos actualmente. Y,
a partir de ello, indagar en la dinámica recurrente de
pensadores y políticos de izquierda de caer, el final del día,
en reproducir las mismas dinámicas opresivas que en
primera instancia critican. Intento pensar una crítica al
sistema, no desde los idearios críticos, que al final están
igual de alienados que los hegemónicos, sino desde las
propuestas vivenciales de los enclaves que resisten, los
arcaicos, los anacrónicos, los anormales, etc. Es, por lo tanto,
un texto oscurantista, sí, a la vez que profundamente
antisistémico, contra-estatal y libertario. Porque es en la
racionalidad ilustrada y dialéctica que se halla el
fundamento de la dominación, y no así en los relatos oscuros
y rituales de las comunidades. Espero, por lo tanto,
provocar, a todxs, marxistas, anarquistas, caudillistas,
reaccionarios, intentando evidenciar la similitud de sus
argumentos, cuando finalmente sus reflexiones los llevan a
la necesidad de pensar el tiempo, como realidad y destino.
J.P. Neri
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Oscuridad y subversión
Y Jehová Dios mandó al hombre diciendo: De todo árbol del jardín podrás
libremente comer; más del árbol del conocimiento, de la técnica, del bien y
del mal, no comerás; porque en el día que comieres de él, de seguro morirás
Génesis 2; Versículos 16-17.
El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo
despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso y se arremolina en sus
alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo
arrastra irremisiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas,
mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo.
Walter Benjamin
El propósito de este ensayo es aproximarme a la
propuesta de crítica benjaminiana del materialismo
histórico, a partir de un intento de redimir el término
oscurantismo, otorgándole un sentido subversivo y
transgresor. En este sentido, mi objetivo es intentar
plantear una crítica a la modernidad desde ámbitos que
pueden resultar irreverentes incluso para los propios
críticos de la modernidad. En la primera parte, cuando
describía a partir de la terminología deleuziana los
movimientos sobre los que se funda la territorialización del
capitalismo, intenté dar cuenta de una relación que en la
actualidad es cada vez más certera e indiscutible: la crítica y
la lucha contra el capitalismo, son una defensa y exaltación
de la vida. Pero esta relación no tiene que ver, o por lo
menos no únicamente, con el derecho humano a la vida, o lo
que en la primera parte se visualizó como la nuda vida, sino
con la vida entendida desde una matriz de pensamiento
holístico, es decir como un conjunto o red de
6
determinaciones y de circunstancias que rodean al ser
humano, así como a los demás seres vivos, que permiten
hablar en un sentido integral de vida. La lucha contra el
capitalismo es, por lo tanto, la defensa de la vida como un
concepto hipercomplejo, que comprende además del sujeto,
al conjunto de elementos que le permiten vivir (el entorno
social, natural, material). Pero es preciso señalar también
que, para poder comprender el alcance real de término vida
y situarlo el centro de la lucha anticapitalista, es necesario
desprenderlo de su matriz antropocéntrica. Esto es des-
situar al ser humano del centro de las lecturas filosóficas y
de la crítica, y más bien empezar a situarlo como un
elemento más del conjunto de entidades y elementos que
conforman el sentido amplio de la vida.
La crítica al capitalismo durante la segunda mitad del
siglo XIX, pero sobre todo a partir del siglo XX, se
caracterizó por ser enunciada desde espacios de producción
de pensamiento que, sin saberlo o negándolo ilusoriamente,
se hallaban subsumidos en el orden de saber occidental,
funcional al propio sistema capitalista. A partir del siglo
XXI, se trazan ciertas líneas de fuga, inspiradas en
determinados pensadores del siglo XX, que ya vislumbraban
juiciosamente las limitaciones de la crítica de la izquierda
desde la primera mitad del siglo XX. Sin embargo se trata
de líneas de fuga que tratan de ser reterritorializadas por el
discurso dominante de la crítica izquierdista ‘dominante’,
que las califica como conservadoras y contrarias incluso a la
crítica al sistema. El problema, por lo tanto, en la actualidad
continúa siendo el esquema de pensamiento del
materialismo histórico, que desde la segunda mitad del siglo
7
XX, se emplazó tanto discursivamente, como
metodológicamente, como modelo incuestionable. Este
esquema de pensamiento tiene que ver, a grandes rasgos,
con la politización del relato histórico, y por lo tanto con el
empoderamiento del historicismo. Son pocos los
historiadores que se preocupan por aproximarse al pasado,
libres de una carga política que, por más critica que se
pretenda, se halle subordinada a la inercia del movimiento
histórico que en ese momento esté teniendo lugar. Sin
embargo, en el presente trabajo no me interesa ingresar en
la crítica de la historia y la historiografía contemporáneas –
ese será el esfuerzo en un siguiente trabajo–, me interesa
criticar ahora el modelo de pensamiento que se halla detrás
de la crítica materialista al capitalismo, que en la
actualidad debe ser trascendida por una propuesta más
congruente con las necesidades del presente. Esta propuesta
debe saber emanciparse del progresismo ficcionario del
materialismo histórico, y más bien aprender a mirar al
pasado de manera combativa. Es decir, saber mirar
aprehensivamente al pasado tal cual fue, y recomponer las
posibilidades del mismo, para hacer frente a las tragedias
presentes y futuras, que siempre serán más trágicas que las
del pasado.
En el marco de lo apuntado, mi objetivo en este ensayo
es elaborar una propuesta, que contribuya, en la medida de
lo posible, redimir la crítica izquierdista contemporánea,
que parece tan despistada, enajenada y subsumida por el
mismo orden discursivo al que pretende superar. Considero
que toda crítica a la modernidad debe intentar, por una
exigencia de rigurosidad ideológica, visualizar los elementos
8
que en su momento hicieron, y continúan haciendo de la
modernidad, un paradigma incuestionable, incluso para los
más críticos del mismo. De manera posterior a este ejercicio,
que al parecer resulta bastante dificultoso, se debe intentar
desmitificar a la modernidad, esto es transgredir el orden
discursivo dominante –en términos foucaultianos–, y
proponer algo que a todo crítico o apologeta de la
modernidad le resulte insólito, atrevido y que genere el
malestar necesario para dar cuenta del poder disciplinario
que rige sobre el momento en que la crítica es enunciada.
Después de todo, las críticas más certeras al orden
hegemónico, en distintos momentos de la historia, fueron
aquellas que transgredieron incluso los marcos establecidos
de la razón. En este marco, quiero enfatizar que no me
interesa llevar a cabo una cruzada, a priori, contra aquellos
que enuncian o filosofan la crítica contra el capitalismo
actualmente, porque las ideas que en última instancia
pretendo empoderar, o contribuir a su empoderamiento, no
son enunciados filosóficos realizados por sujetos
individuales que gozan de la prerrogativa de la retórica bien
formada, sino que son colectividades; son saberes más
prácticos que simplemente teóricos los que pretendo
escudar. De la misma manera, mi crítica a la crítica
anticapitalista contemporánea surge de una preocupación
que tiene que ver con las colectividades, es decir las masas
en las que se reproduce y materializa el discurso dominante.
Se trata de los actores que poseen la facultad real de, ya sea
reproducir el orden discursivo dominante, o contrarrestarlo
y transgredirlo desde su vivencia cotidiana, desde su locura
atribuida por aquellos que coyunturalmente ejercen el
poder, pensándolo duradero.
9
En este marco, y para que se entienda bien el
razonamiento desde el cual propongo redimir la crítica a la
modernidad, me remito en parte al trabajo de Michel
Foucault sobre el discurso, las ideas.
Historia de esas filosofías de sombra que asedian las
literaturas, el arte, las ciencias, el derecho, la moral y hasta
la vida cotidiana de los hombres; historia de esos
tematismos seculares que no han cristalizado jamás en un
sistema riguroso e individual, sino que han formado la
filosofía espontanea de quienes no filosofaban. […] la
historia de las ideas se dirige a todo ese insidioso
pensamiento, a todo ese juego de representaciones que
corren anónimamente entre los hombres; en el intersticio de
los grandes momentos discursivos, deja ver el suelo
deleznable sobre el que reposan (Foucault, 2008: 179)
De esta cita tomo la idea foucaultiana de que existe un
orden de saber dominante, que rige en el pensamiento y la
práctica de cotidiana de las personas, pero que en
determinados casos y momentos suele ser transgredido, pero
no es una transgresión que denote o permita visualizar
alguna señal del futuro. No puede existir relación o
referencia con aquello que no tuvo lugar, sino y siempre que
aquello que fue o que pudo haber sido. La crítica
anticapitalista contemporánea establece una línea
discursiva dominante, que se traduce no sólo en la retórica
pseudo-izquierdista de las élites gobernantes progresistas,
sino también las aspiraciones e ideales de las masas, de los
partidarios de algún cambio. Esta línea discursiva, a su vez,
se halla subsumida por el orden discursivo hegemónico de la
modernidad, que tiene que ver, de manera simplificada, con
10
el ideal progresista de la historia, con la superación
constante y antropocéntrica de la humanidad, con el avance
imparable hacia aquello que va ser y, en consecuencia, es el
olvido escatológico de aquello que fue. Sin embargo, al
interior de esta crítica, puede y debe visualizarse la
irreverencia de la crítica transgresora, de la locura tanto de
filósofos, como “de quienes no filosofan” pero que tampoco
reproducen vivencialmente “ese juego de representaciones
que corren anónimamente entre los hombres”. Me refiero
aquí a las sociedades o formaciones sociales que por el
simple hecho de mantener vivas estructuras de organización
política, económica, así como estructuras de pensamiento y
narrativas culturales propias, transgreden el orden
discursivo hegemónico de la modernidad. Y, en este orden
hegemónico incluyo, no sólo a la modernidad capitalista,
entendida como conjunto de determinaciones históricas, sino
también a la propia crítica anticapitalista que reproduce en
su discurso la misma pretensión de inercia progresista.
Este es, por tanto, mi objetivo, el de visualizar los
lugares en los que se agrieta el pensamiento hegemónico –
en el que, una vez más, incluyó a la crítica contemporánea–.
Para ello, en primera instancia intentaré dar cuenta de
algunos de los elementos sobre los que se funda la
hegemonía del pensamiento moderno. Luego intentaré
desmitificar estos fundamentos de la hegemonía discursiva
moderna, a partir de un ejercicio de crítica, esta vez no a la
modernidad, sino a la propia crítica de la modernidad,
intentando dar cuenta de los elementos que subsumen a la
crítica de la modernidad, dentro del mismo modelo de
pensamiento moderno. Finalmente, intentaré realizar una
11
apología del pasado –y del presente, entendido como lo que
fue y supo continuar siendo–, como posibilidad para pensar
la transgresión a la modernidad y, quien sabe, re-significar
el sentido actual de revolución. Este último punto tiene que
ver con la propuesta del inicio, es decir, visualizar las
posibilidades creativas y subversivas de nuestro
oscurantismo. Para ello, tanto en la primera parte, como y
sobre todo en la segunda, me referiré al oscurantismo, desde
una perspectiva más filosófica que historiográfica, tomando
al concepto en un sentido más general, desligándolo de su
filiación cristiana.
1. La ilusión ilustrada
La modernidad, entendida como momentos y procesos
históricos de largo aliento, más allá de la arbitrariedad de la
categorización histórica que la establece, se funda en una
serie de relatos filosóficos, así como de procesos históricos
que la convierten, progresivamente, en el paradigma
dominante que es en la actualidad. En primera instancia la
modernidad se funda en rupturas, en quiebres con el orden
de poder que la precede. Debe ser comprendida, entonces,
como un extenso movimiento de fuga, que abarca todos los
ámbitos o dimensiones de la vida de las sociedades
occidentales. Los relatos, las narrativas se vacían de
sentidos, porque tienen lugar acontecimientos históricos en
los que el orden epistemológico se desmorona. El
acontecimiento es fundamental para comprender la historia
de la modernidad, momentos tan significativos en términos
epistemológicos, que las sociedades se veían compelidas a
re-pensar enteramente su presente, a cuestionar todas las
12
dimensiones de su vida, así como todas las estructuras
establecidas. De esta manera justifico el epígrafe, cuando
me refiero a la primera parte de la Biblia pretendo re-
significar, a lo largo de toda esta tercera parte, el contenido
de las primeras líneas del relato bíblico. Considero que en la
historia de la humanidad, si se consideran las metáforas
bíblicas del Génesis, no cómo el discurso religioso que es,
sino desde su contenido filosófico, tienen lugar muchos
momentos a los que podría atribuírseles la cualidad de
pecados originales. Pero algunos de estos momentos
constituyen acontecimientos mucho más significativos que
otros, por el hecho que incluso comprenden el hecho del
pecado –entendido en términos filosóficos, no como algo
peyorativo– como un acontecimiento fortuito, imprevisible,
que sorprende incluso a los sujetos históricos que incurren
en la transgresión, es decir, que son víctimas de su propia
falta.
Génesis 3, Versículo 4. Entonces dijo la serpiente a la mujer:
de seguro no moriréis;
Versículo 5. Antes bien sabe Dios que en el día que
comiereis de él, vuestros ojos serán abiertos y seréis como
Dios, conoceréis del bien y del mal.
El hecho de pensar, entendido más allá de la
fenomenología cerebral cotidiana de la reflexión o la
creatividad, digo acá la producción de pensamiento, que no
es siempre lo mismo que la producción de conocimiento, es
acontecimiento a partir, siempre, de la emergencia y
revalorización constante del recuerdo. Es en el presente, o
en las contemporaneidades que nos son marcadas como
adversas, y en el pasado, ya sea el que dejamos atrás, lo que
13
fue o pudo haber sido, o aquel presente que calificamos de
pasado intentando quizás condenarlo al olvido, que se halla
la posibilidad de transgredir el orden hegemónico presente.
Es en el hedonismo gnóstico, supuestamente superado por el
pensamiento estoico cristiano, que los pensadores radicales
del cristianismo renacentista pudieron hallar los insumos
para trazar sus propias líneas de fuga respecto del orden
discursivo filosófico hegemónico y vigilante (Onfray, 2007).
El pensamiento tiene, por tanto, la cualidad de ser
transgresor, de otra manera sólo sería reproducción de
saberes dominantes establecidos, pero el pensamiento
supone el momento de la ruptura, que da lugar a la
producción del mismo. El pensamiento no necesariamente
inventa, de hecho muchas veces la invención supone la
ausencia del pensamiento y más bien el desarrollo o
profundización de un mismo conocimiento ya establecido.
Esto es, no estoy afirmando que el pensamiento carezca de
la capacidad creativa, sino me refiero a que debe
desmentirse la cualidad profética o vaticinadora, muchas
veces atribuida al pensamiento. “Lo pensado es lo dotado de
recuerdo por el hecho de que nosotros tendemos a ello”
(Heidegger, 2005: 13). El pensamiento –y es curioso que
pensadores contemporáneos muchas veces contrapuestos
ideológicamente coinciden en esto– supone la apertura de
alguno de los intersticios del orden discursivo dominante.
Este agrietamiento da lugar al retorno o emergencia de
elementos o narrativas del pasado. El pensamiento es
entonces el emprendimiento de recomponer ese pasado, que
vuelve que interpela y que se presenta como posibilidad. El
pasado es recompuesto, replanteado, y es de esta manera
que debe comprenderse al pensamiento. Esto que señalo es
14
sobre todo perceptible, u observable, en el campo de la
filosofía, porque la filosofía es el ámbito del pensamiento por
excelencia, aunque también puede observarse un despliegue
de erudición, como denomina el propio Heidegger, en el
campo de la historia. Pero son los mismos acontecimientos
que dan lugar al acto de pensar, los que generan nuevos
juegos de representaciones, los que dan lugar, en última
instancia, a una nueva filosofía de aquellos que no filosofan.
La emancipación y el engaño
Existe, no obstante, un acontecimiento histórico que, en
términos generales y no tanto a causa del locus desde el cual
enuncio estas palabras, me parece fundamental para
comprender la modernidad como momento de ruptura con
relación al orden discursivo que la precede. La identificación
de este acontecimiento no implica que no deba observarse
los cimientos de esta epísteme desde otros momentos
históricos; es por eso que en líneas anteriores señalo a la
modernidad como un extenso movimiento de fugas, en
primera instancia, antes de que tenga lugar la
recomposición del movimiento re-territorializador en la
historia de la misma. El acontecimiento al cual me refiero es
1492. El momento del encuentro con el Otro mundo, con
aquello que no ingresaba en las condiciones de posibilidad
del hombre occidental es, creo yo, el principal momento
fundacional de la modernidad. En este acontecimiento
histórico no tuvo lugar el agrietamiento del orden
epistemológico a partir de la emergencia de un recuerdo,
sino que se resquebrajó y desmoronó un muro en el
imaginario que ni siquiera el propio pensamiento occidental
15
de entonces sabía que existía. Bien podrían señalarse otras
fechas o acontecimientos históricos que marquen el inicio de
la era moderna, pero el acontecimiento del encuentro con un
mundo desconocido supuso el resquebrajamiento de todas
las certezas sobre las que se fundaban las sociedades
occidentales. Incluso el propio pensamiento filosófico
moderno se funda, desde el renacimiento, en el
acontecimiento del encuentro con América en 1492.
Cierto es que la historia del globo está hecha de conquistas y
de derrotas, de colonizaciones y de descubrimientos de los
otros; pero […] el descubrimiento de América es lo que
anuncia y funda nuestra identidad presente; aun si toda
fecha que permite separar dos épocas es arbitraria, no hay
ninguna que convenga más para anunciar el comienzo de la
era moderna que el año de 1492 (Todorov, 2011: 15)
Pero más que ahondar en el hecho que supuso el
encuentro con América, me interesa indagar sobre lo que
sucede al mismo. Este acontecimiento cataliza la
transgresión a partir del pensamiento, así como en el juego
de representaciones al interior de las sociedades. El mundo
conocido se hace pequeño y la humanidad de occidente se da
cuenta de su pequeñez, así como de la angustia que la
misma le produce. Esta estrechez genera una ansiedad o
mejor una angustia (angoisse), la misma angustia que funda
el pensamiento moderno hasta la actualidad, angustia que
es potencia, y que hasta ese momento estaba coartada,
vedada, anulada. Esta ansiedad es la búsqueda por el
conocimiento, la insaciable curiosidad de lo que no se ve, o
no se conoce, el deseo compulsivo de cuestionar las certezas,
de desmoronarlas y de emanciparse. Si durante la Edad
16
Media, y en los albores del Renacimiento, ya existían líneas
de pensamiento que pretendían transgredir el orden
establecido y cuestionar las premisas incuestionables del
cristianismo estoico dominante, 1492 marca el punto de
partida para que la puesta en cuestión se convirtiera en el
ejercicio filosófico por excelencia. El ser humano comienza a
liberarse, como sujeto individual, de las verdades que lo
subordinaban y lo mantenían devoto a las estructuras
sociales y políticas establecidas. Por lo tanto, la fecha
señalada marca el punto de partida para la radicalización
del cuestionamiento como praxis filosófica exigida. A partir
del periodo que señalo, toda producción filosófica conlleva el
deber de ser novedosa y crítica. Tiene lugar la transición de
la filosofía como disciplina que servía para justificar y
profundizar sobre el saber cristiano, a la filosofía como el
ejercicio de cuestionar, e incluso de competir con otras
propuestas, siempre intentando pensar más allá de las
fronteras del discurso filosófico del momento. Es por ende a
partir de este momento fundacional que inicia la búsqueda
de inventar la humanidad, de pensar desde la literatura,
desde la filosofía, la manera de situar al ser humano al
centro de la reflexión, para así intentar situarlo en el
inmenso mundo que se le descubre. El pensamiento
moderno se funda en intentar, constantemente, superar el
sentimiento de ofuscación que le produce la evidencia de su
soledad y la estrechez de su conocimiento.
La angustia moderna, u occidental, se evidencia en la
literatura a que da lugar, ya fuera directa o indirectamente,
la híper-ampliación del mundo a partir del siglo XVI. Me
refiero en este caso a textos que fundan la identidad
17
moderna occidental, que van desde Tomás Moro, pasando
por Shakespeare, Montaigne, hasta llegar a la producción
propiamente filosófica de la ilustración (Rousseau, Voltaire,
Montesquieu), o la producción filosófica fundamental para el
pensamiento moderno de Hegel, Kant, entre todos los
demás1. No es casual que a partir de la ruptura sobre la que
se funda la modernidad, todas las certezas empiezan a
quebrarse, a replantearse, se ponen en movimiento. La
iglesia se divide, se quiebra y es rediseñada, porque la
institucionalidad y el discurso religioso dominantes se hacen
insuficientes para contener el cuestionamiento radical en el
que ingresa las sociedades occidentales. Pero, nuevamente,
todo el pensamiento que se produce a partir de la ruptura
sobre la que se funda la modernidad, permite el retorno de
recuerdos, de imágenes del pasado, para acompañar e
intentar paliar el vacío de conocimiento a que da lugar 1492
y la híper-ampliación del mundo a partir del siglo XVI. Toda
aproximación al pensamiento moderno debe considerar esta
revolución, incluso la propia crítica de la modernidad debe
retornar al carácter fortuito de este destape, visualizar la
radicalidad y magnitud del mismo, para así intentar
recomponer la devastación a que dio lugar la inercia que
sucede a esta apertura.
En las páginas de Montaigne hay un docena de menciones y
citas a Sócrates por cada aparición de Cristo. Incluso M. A.
Screech, el estudioso que insiste en considerar a Montaigne
un escritor religioso católico y liberal, concluye subrayando
que, para Montaigne, ‘lo divino nunca actúa en la vida
1 En este caso, considero que no existe una distancia entre la producción literaria y la producción filosófica, que fundan la modernidad. El pensamiento moderno se expresa fundamentalmente en el contenido de la literatura occidental, a más de las obras de pensamiento filosófico propiamente dichas.
18
humana sin alterar el orden natural en el que el hombre se
encuentra más a gusto’ (Bloom, 1996: 161)
En el contenido de la literatura y de la filosofía, de los
textos fundacionales de la modernidad, se puede evidenciar
la vigencia de la metáfora bíblica a la que hice referencia. La
modernidad se funda en el más fortuito e imprevisto de los
pecados originales, que sin embargo da lugar a la más
planificada y racional de las catástrofes históricas. El
acontecimiento del encuentro con América, la híper-
ampliación del mundo, es un momento histórico en el que se
aplica el vaticinio de la serpiente, la emancipación de la
estrechez epistemológica en la que vivían las sociedades
occidentales: “vuestros ojos serán abiertos y seréis como
Dios”. Dios, la religión, y todas las certezas que
acompañaban ambos conceptos, se hacen insuficientes
frente a la angustia a que da lugar la ruptura. La ruptura a
que da lugar el acontecimiento que funda la modernidad es,
sin lugar a dudas, la ruptura del vínculo de las sociedades
con el pasado, con la tradición. Esto no quiere decir que
tuviera lugar el fin de la tradición. De hecho, como señala en
un ensayo Hannah Arendt.
La fin de la tradition ne signifie pas nécessairement que les
concepts traditionnels ont perdu leur pouvoir sur l’esprit des
hommes. Au contraire, il semble parfois que ce pouvoir de
vieilles notions et catégories devient plus tyrannique tandis
que la tradition perd sa vitalité et tandis que le souvenir de
son commencement s’éloigne ; il peut même révéler toute sa
force coercitive qu’après que sa fin est venue et que les
hommes ne se révoltent même plus contre lui. (Arendt,
2010: 39).
19
La modernidad es la ruptura de la relación estrecha de
las sociedades con la tradición, es el momento de mayor
apertura de la visión tan estrecha que caracterizaba a las
sociedades feudales, anteriores al Renacimiento. Se trata de
una ruptura que atañe a todas las dimensiones de la vida de
las sociedades occidentales, se objetiva y se hace visible en
el discurso filosófico; en el auge del desarrollo de las ciencias
naturales, a través del desarrollo de la medicina moderna,
la química, la física a partir del siglo XVII; se objetiva
políticamente en las revoluciones sociales que tienen lugar
desde el siglo XVII; y se termina de consolidar a partir de la
Revolución Industrial y el emplazamiento definitivo de las
relaciones de producción capitalistas en el siglo XIX, que se
traducen en la proletarización de las sociedades y la
urbanización extrema del espacio. Las transformaciones que
tienen lugar a partir de la ruptura que funda a la
modernidad, tienen un alcance radical, cuya inercia se
siente y arrasa hasta el presente. La grandeza de las
transformaciones sobre las que se funda y a las que da lugar
la modernidad es de tal magnitud que las tradiciones ya no
pudieron contener el impulso, ni siquiera adaptarse
oportunamente a la velocidad arrasadora con que se
empezaba a mover el mundo. “Leur grandeur réside dans le
fait que leur monde leur est apparu comme envahi par des
nouveaux problèmes es des difficultés auxquels notre
tradition de pensée était incapable de faire face” (Arendt,
2010 : 40). En este marco, todos los trabajos filosóficos que
suceden a las transformaciones radicales a que dio lugar la
modernidad, responden a las necesidades epistemológicas
exigidas por la época. El pensamiento y las estructuras
materiales de las sociedades occidentales son arrastrados
20
por la inercia progresista de la modernidad. La producción
de las ideas responde a las necesidades históricas de la
modernidad, que tiene que ver con la angustia que mencioné
en párrafos anteriores, angustia por ir hacia adelante,
rechazando la insignificancia de toda situación actual, así
como escapando de toda imagen trágica del pasado. El
pensamiento moderno, es el pensamiento de la angustia, el
desmoronamiento de las certezas, antes garantizadas por la
tradición, la angustia de saberse insignificantes en el
mundo, que conlleva a la necesidad imperiosa de apropiarse
del mismo, de ganarle la batalla a todo aquello que en cierta
medida coartaba la potencia del individuo como entidad
autopoiética.
La profundización de estas transformaciones, en un
plano filosófico, así como el punto de partida para todo el
pensamiento filosófico moderno es, sin lugar a dudas, el
momento de la Ilustración. Está claro que este momento de
la historia del pensamiento occidental no puede
comprenderse sino como consecuencia del destape filosófico
que supuso el Renacimiento, que a su vez halla su asidero
en la ruptura que supuso 1492. La Ilustración es, sin
embargo, el momento en que el pensamiento filosófico
consuma su emancipación con respecto a los dogmas del
cristianismo estoico, cuya última guarida política fueron los
Estados Absolutistas. Es a partir de la ilustración que se
puede percibir, efectivamente, la reacción contra la tradición
desde un ámbito que hasta entonces se había preciado de su
autonomía frente a lo político. Es a partir de la Ilustración
que el ejercicio de filosofar se lleva a cabo desde la política, y
para que esto fuera posible tuvo que emanciparse
21
efectivamente el campo de las ideas de las instituciones
sagradas que hasta el momento regían. Se desmoronan, por
tanto, las narrativas tradicionales, pero sobre todo la
institucionalidad sacramentada del oscurantismo religioso,
que durante siglos había funcionado en detrimento de las
propias narrativas tradicionales que la fundaron. Se puede
calificar este momento de la historia como emancipador,
porque supuso la decisión de los filósofos de emancipar al
pensamiento de aquellos contenidos incuestionables, del
carácter incorpóreo de los fundamentos de las ideas. “Une
conséquence indirecte mais décisive de se choix est la
restriction pourtant sur le caractère de toute autorité : celle-ci
doit être homogène avec les hommes, c'est-à-dire naturelle et
non surnaturelle” (Todorov, 2006 : 11). Todo aquello que,
desde su abstracción, se presentaba sólido, se desvanece tal
y como afirmaba Marx en el Manifiesto Comunista. La
Ilustración es, entonces, el triunfo del desencanto, no sólo
con las ideas que regían en el Antiguo Régimen, sino con
todas estructuras sobre las que se fundaba la sociedad, pero
también las que sostenían el sentido primigenio e histórico
de las tradiciones.
El encuentro de las sociedades modernas con la
evidencia de que su mundo era tan reducido, es el momento
del pecado original por excelencia. Se le abrieron los ojos a
las sociedades, y a partir de entonces la modernidad es la
cualidad de la proximidad de los individuos a Dios. La
generalización de un juego de representaciones que van en
el sentido señalado, conlleva lógicamente a la pretensión
más egoísta de los individuos, de ser los protagonistas
indiscutibles de una historia en la que el sujeto social deja
22
de tener relevancia. Pero la historia deja de comprender
proezas líricas, y se transforma en la más mezquina de las
contiendas, por aspectos tan burdos y carentes de la riqueza
que le asignaba la tradición, como las condiciones
materiales, el éxito individual traducido en éxito material, y
la ilusión del ejercicio del poder, tanto como arma de
dominación individual, como para justificar la pretendida
necesidad de libertadores. En este marco, vuelvo a
remitirme a la cita de Rousseau que utilicé en la segunda
parte, “El primero que, habiendo cercado un terreno, se le
ocurrió decir: Esto es mío, y encontró gentes lo bastantes
simples para creerlo, ese fue el verdadero fundador de la
sociedad civil.” (Rousseau citado por Botella; Cañeque;
Gonzalo, 1998: 268). La modernidad es la pérdida de la
tradición, tradición que era colectiva y que auguraba
siempre la preeminencia de aquello, lo colectivo. Pero esta
pérdida no tiene puede justificarse como el triunfo de una
razón superior, o el movimiento de algún espíritu, sino como
la consecuencia de un desgaste que se venía gestando
durante siglos, y que estalló ante la casualidad de los
acontecimientos. Sin embargo, la emancipación constituyó
un engaño, que pesa hasta el presente en las sociedades,
aún aletargadas por la ilusión del progreso, por el sabor
embustero del conocimiento absoluto.
El pecado original
El hecho del pecado original se halla en el trasfondo de
la emancipación. Las estructuras de dominación precedentes
habían generado tanta opresión, tanto física como y sobre
todo mental, que se dio paso a un proyecto que debía
23
infringirlas al punto culminante de su destrucción. Entre las
ideas más radicales de la ilustración se hallaban propuestas
que podrían ser consideradas antecesoras del anarquismo
moderno: la extinción de las instituciones, la muerte
definitiva de Dios y de toda superstición que se opusiera al
triunfo de la razón. Me refiero a las propuestas de Meslier,
Helvecio, D’Holbach o Sade (Onfray, 2010), entre otros
pensadores más de la Ilustración más radical, que la propia
historia se encargó de condenar al olvido, para que no se
supiera que la modernidad se fundó también en postulados
que visaban transgredir de manera mucho más incendiaria
y combativa la oscuridad que precedió el momento del
destape. Pero este olvido no implica que el proyecto
ilustrado trazara una histórica línea de fuga con respecto al
orden establecido durante siglos. “Il n’est plus nécessaire,
comme le demandaient les théologiciens, d’être toujours prêt
à sacrifier l’amour des créatures à celui du Créateur; on peut
se contenter d’aimer d’autres êtres humains” (Todorov, 2006 :
17). El sujeto individual se emancipa, esperanzado por el
contexto histórico que se le plantea en adelante:
humanismo, razón, conocimiento y libertad. No se da cuenta
de la tragedia histórica que se anuncia, el engaño del que
pasan a formar parte las sociedad moderna, la falacia
lockiana del impulso racional de hombres libres,
obnubilados por el progreso histórico, a quienes se les
plantea el futuro como si pudiera gozarse aquello que
todavía no tuvo lugar, y quién sabe si alguna vez tendrá
lugar. El pecado original consiste, entonces, en el hecho de
la apertura del horizonte que auguraba la serpiente, la
revolución del conocimiento que conlleva a las sociedades
occidentales a generar un juego de representaciones a partir
24
del cual se sienten tan alejadas, y a la vez tan próximas a
Dios.
La historia de la modernidad es, pues, la historia del
desarrollo de la técnica; el auge de la filosofía crítica y la
apología de la razón; el desarrollo imparable de la ciencia. Y,
en consecuencia, es la historia de la modernización de todas
las dimensiones de la vida: la política, a partir de la
modernización de los Estados, el desarrollo de los derechos y
el emplazamiento de la democracia. La modernización de la
economía, que no es otra cosa que el emplazamiento
histórico –y violento– de las relaciones de producción
capitalistas, así como la progresiva consolidación de un
sistema mundo que empezó a gestarse a partir del
‘descubrimiento’ de América, en 1492. La modernización de
las sociedades, a partir de la individualización extrema,
conseguida en primera instancia a partir del
cuestionamiento filosófico al orden teocrático feudal y
posteriormente absolutista y el auge de los derechos del
hombre, que deriva en la destrucción violenta de las
entidades comunitarias, la privatización progresiva de los
medios de producción, y un proceso largo de enajenación,
que prosigue hasta el presente. El compromiso entre los
sujetos de las sociedades occidentales se desvanece ante la
ilusión de la libertad, y la más ilusoria de las igualdades,
compartidas por todos. Se da paso a la falacia
contemporánea de que la libertad es alcanzada a partir de la
regencia de instituciones y estructuras que aíslan cada vez
más al ser humano a la tragedia absoluta de la soledad, la
explotación y la justificación del empoderamiento de unos
pocos a costa de otros. Estos son los elementos del pecado
25
original que funda la modernidad capitalista, el momento
histórico a partir del cual el ser humano se sitúa al centro
del universo, destruye todo lazo ritual y profundo que lo
ligaba con su entorno, tanto natural como social. La
metáfora, el carácter enigmático del discurso a partir del
cual se explicaba el origen y el lugar de las cosas se
desmorona por el triunfo de una razón, que al presente sólo
ha demostrado ser adversa al ser humano, el mismo que en
determinado momento de la historia se supo emancipado.
Génesis 2, Versículo 9. Y Jehová Dios había hecho nacer del
suelo toda suerte de árboles gratos a la vista y buenos para
comer […]
Versículo 15. Tomó Jehová Dios al hombre y le puso en el
jardín de Edén, para que lo labrara y lo guardase.
El vínculo del ser humano con el entorno natural, y
social, se fundaba –en la retórica oscurantista, en la
supremacía de lo divino, que establecía un límite a la acción
del ser humano: fue puesto en el jardín de Edén para
labrarlo y guardarlo. Por lo tanto, el ser humano se hallaba
subsumido a un orden supersticioso, a partir del cual se
configuraban sus relaciones sociales, y la racionalidad de su
aprovechamiento del entorno. Entonces, se hace pertinente
la referencia al concepto de forma-de-vida de Agamben. La
condición de la vida, en el marco de este orden de
superstición, se hallaba en el aprovechamiento respetuoso
de todo aquello que fuera creado por una entidad suprema y
concedido a la humanidad de manera generosa. El vínculo
oscurantista entre lo natural y lo sobrenatural delineaba los
límites de la acción del ser humano. Este vínculo es
quebrantado a partir de la emancipación antropocéntrica a
26
que da lugar la modernidad, el establecimiento de una
frontera ilusoria entre lo humano y todo aquello que fuera
diferente. La existencia de esta frontera es la condición de
posibilidad de la modernidad, porque implica la liberación
de la sociedad, y de los individuos, de todo vínculo ritual con
el ámbito natural, de toda tradición que pueda ser
constringente, y por ende obstaculizadora del movimiento
autopoiético de la razón y de la civilización moderna en un
sentido amplio. Es por ello que afirmo el proceso largo de
emancipación, que funda a la modernidad, como el momento
histórico del pecado original. El argumento de esta tragedia
histórica, de la cual somos víctimas en la actualidad, lo hallo
curiosamente en el relato metafórico bíblico.
Génesis 3, Versículo 17. Y a Adam dijo: Por cuanto
escuchaste la vos de tu mujer, y comiste del árbol de que te
mandé diciendo; No comerás de él; maldita sea la tierra por
tu causa; con trabajo comerás de ella todos los días de tu
vida.
En las referencias que realizo respecto al relato bíblico
no pretendo revitalizar el discurso religioso, del cual se
sirvió –y se sirve aún– la institucionalidad religiosa
cristiana para establecer relaciones de poder, que son las
que en última instancia permiten justificar históricamente
la emancipación que funda a la modernidad. Lo utilizo para
demostrar un punto, el engaño sobre el que se basa la
modernidad, a partir del triunfo de la razón y del
antropocentrismo. La ausencia, o la desaparición de todo
vínculo con lo social y con lo natural, eximen pues al
individuo de toda responsabilidad con ambos ámbitos. Es
curioso que a partir del momento del pecado original, en el
27
relato bíblico, se haga manifiesta la pérdida de todo sentido
de compañía y solidaridad existente antes del pecado, como
si a partir de la falta, a partir del momento en que se prueba
el conocimiento, tuviera lugar el triunfo fatal del egoísmo:
“Y dijo el hombre: la mujer que diste para estar conmigo,
me dio del árbol y comí” (Génesis 3, Vers.12. énfasis propio).
Es esta ruptura, esta corrupción de la conciencia del hombre
la que augura la tragedia moderna, el triunfo de la razón
egoísta y antropocéntrica, sobre los vínculos que regían en
las sociedades comunitarias pre-modernas. Así pues se
devela la trágica vigencia de la metáfora del castigo, que se
materializa en la frontera entre lo humano y lo no-humano.
“[…] maldita sea la tierra por tu causa” no es tanto el hecho
que la naturaleza se vuelva contra el hombre, sino que el
hombre, o el ser humano, se vuelve contra la naturaleza a
partir del momento en que se emancipa de todos los vínculos
oscurantistas que lo ligaban a la misma.
En consecuencia, esta separación entre naturaleza y
humanidad impregna, desde las relaciones sociales, el
pensamiento social, hasta la manera en cómo se configuran
las relaciones de producción, es decir la base económica
moderna, y la manera en cómo se configuran las relaciones
de poder, o la política. Es en base a este razonamiento que
se cimentan todas las determinaciones, económicas,
políticas, sociales, culturales e ideológicas que configuran al
modo de producción capitalista. La constitución de la
modernidad, precisa ciertas garantías, ciertas narraciones
que le permitan al hombre moderno comprender y proyectar
su modus vivendi. En este sentido, la frontera entre
naturaleza y cultura deviene en una necesidad. De esta
28
manera es que en el razonamiento moderno se le atribuye
una trascendencia a la naturaleza (nada puede hacer la
humanidad frente a sus reglas), y una inmanencia a la
sociedad (la humanidad determina su destino y por ende
construye sociedad). Esta separación, o lo que Latour (2007)
denomina purificación de los ámbitos descritos, es la
garantía de la modernidad y de su praxis destructiva, sobre
todo en el ámbito de la economía.
Van a poder intervenir la naturaleza desde todo punto de
vista en la fábrica de sus sociedades, sin por ello dejar de
atribuirle su trascendencia radical; van a poder convertirse
en los únicos actores de su propio destino político, sin por
ello dejar de sostener su sociedad por la movilización de la
naturaleza. (Latour, 2007: 59).
La consecuencia del castigo, que no es ni siquiera el
castigo de Dios sobre el ser humano, sino que el primero
simplemente se limita a augurarle el destino trágico que el
mismo se humano se traza desde el momento en que prueba
el fruto de la técnica, el conocimiento, el bien y el mal, es la
debacle actual a que ha conducido –y conduce– el desarrollo
capitalista. El contenido oculto de esta condena es que no
existe salvación en el futuro, el propio relato bíblico traza un
destino trágico que no tiene solución futura. “Con el sudor
de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra de
donde fuiste tomado; porque polvo eres, y al polvo tornarás”
(Génesis 3. Vers. 19). En este augurio no existe la salvación,
ni el tan pretendido retorno al Edén prometido a las masas
por los intérpretes del relato religioso. El retorno a la tierra
de la que fue tomado el hombre no es más que el retorno a
su condición de polvo de tierra, a partir del cual fue creado.
29
La condena es, por lo tanto, absoluta y perpetuada por el
propio ser humano, cuyo castigo es hacer maldita a la tierra.
Porque el pecado original es, en última instancia, el
momento a partir del cual el ser humano adquiere el
conocimiento absoluto para su propia destrucción. Esta
condena se materializa, una vez más, en el nuevo orden de
saber moderno, que escinde al ser humano de todo aquello
que no es de su condición. El ser humano moderno se sitúa
por encima de todo.
Es a partir de la emancipación que da lugar a la
modernidad, el fin del denominado oscurantismo
epistemológico, que la naturaleza deviene no solo en un
ámbito lejano, sino que deviene en un objeto cosificable u
aprovechable por el ser humano, en el marco del movimiento
del desarrollo moderno. Por lo tanto, para el acervo de la
economía capitalista, la materia prima o recurso natural, es
decir las riquezas y componentes de la naturaleza no
humanos, son el “bien económico en forma bruta, que la
naturaleza pone a disposición del hombre para que lo
transforme en los ciclos productivos, haciéndolo más
adecuado para satisfacer sus necesidades” (Ricossa, 2004:
372). La racionalidad moderna aleja a la naturaleza para
aprovecharla como cosa, como fuente de recursos. Esta es la
base del pensamiento antropocéntrico. Empero, no debe
perderse de vista el hecho que el pensamiento o la razón
moderna, descritos a grandes rasgos, es que son una
narración, una construcción discursiva. Por lo tanto, la
escisión entre naturaleza y humanidad es parte de una
narración, de un orden discursivo. Como señala Philippe
Descola, “[L]a oposición entre la naturaleza y la cultura no
30
tiene la universalidad que se le adjudica, no sólo porque
carece de sentido para quienes no son modernos, sino
también por el hecho de que apareció tardíamente en el
transcurso del desarrollo del propio pensamiento occidental”
(Descola, 2012:19). Por lo tanto, la naturaleza no tiene el
carácter puramente trascendente que el pensamiento
moderno la atribuye, y la sociedad no tiene el carácter
puramente inmanente, que de acuerdo a la razón moderna
la hace autopoiética y autónoma.
¿Qué hacer frente al augurio trágico que deparan los
relatos de nuestros oscurantismos, siempre intentando
establecer un límite culturalmente construido para evitar la
debacle que vivimos hoy? Esta es la cuestión que angustia
en la actualidad al ser humano moderno. La angustia no se
detiene y, por lo mismo, la crítica a la modernidad, desde la
propia modernidad, no logra resolver esto que la aqueja ¿A
dónde se dirige la humanidad? Lo cierto es que la historia
no la recompondrán los individuos modernos, condenados
desde el momento en que cometieron el pecado original –que
ahora puede sintetizarse como el capitalismo voraz
contemporáneo– a hacer maldita la tierra hasta que
retornen al polvo. La historia la recompondrán las
formaciones sociales que supieron limitar el impulso
atrevido e imprudente de la modernidad, a partir de la
resistencia cultural, del control cultural, de la lucha contra
la voluntad universalista de la modernidad. Es, entonces, en
el ‘oscurantismo’ contemporáneo, en las imágenes vivas de
ese pasado que si bien fue ‘superado’ por el orden moderno
hegemónico, no pudo ser eliminado, que se halla la
posibilidad de recomponer la tragedia histórica sobre la que
31
se funda el capitalismo contemporáneo. Ello implica, sin
embargo, un ejercicio epistemológico que estremece incluso
sobre todo, y paradójicamente, a los propios críticos de la
modernidad, que tiene que ver con el retorno, con el olvido
necesario de la pulsión que produce la ilusión del futuro.
Esto es, dar cuenta que la posibilidad de recomponer la
historia no se halla en lo que todavía no tuvo lugar, sino y
únicamente, en aquello que fue, y lo que pudo haber sido.
2. El acierto de Benjamin
El principal problema con el discurso crítico de la
modernidad, o la crítica de la crítica moderna, en la
actualidad, y durante todo el siglo XX, se halla en el
lenguaje utilizado por el mismo, que a su vez es una
determinación del orden discursivo dominante. Me refiero
en este caso al discurso elaborado por las izquierdas del
siglo XX, discurso que se mantiene, en algunos casos,
inmutable debido al culto erigido en torno al mismo. Este
discurso crítico, cuya capacidad crítica se agota en el
momento en que se le exige la propuesta, se halla limitado
por las extensas condiciones de posibilidad de comprensión
del problema, que le otorga la epísteme moderna capitalista.
Quizás en este hecho resida el desencanto del que fueron
víctimas las izquierdas desde la caída del bloque soviético,
así como la razón por la cual algunos gobiernos progresistas,
en la actualidad, lograron acumular tanto capital político.
Porque pusieron en cuestión, en cierta medida, la propuesta
trillada de la izquierda del siglo XX; pero que no tardaron en
retornar a los mismos enunciados y a auto-limitarse por las
condiciones de posibilidad de comprensión que ofrece la
32
modernidad. El problema reside, entonces, en el orden
discursivo dominante que se instaura a partir de la época
moderna. Por lo tanto, redimir al discurso de izquierda –
retomando la vieja división moderna de la política– implica
criticar y, en la medida de lo posible, deconstruir el sentido
crítico insuficiente del mismo, para de esta manera
establecer nuevas estrategias de lucha y propuesta de
pensamiento.
Por lo tanto, para visualizar el problema de manera
más clara, vuelvo a la metáfora del pecado original. La
modernidad es casi como un sujeto psicópata, no siente
remordimiento con respecto a aquello que ha dejado atrás,
la ruina y la tragedia que posibilitaron los niveles de
desarrollo cognoscitivo, técnico y tecnológico de que goza
hasta el presente. No existe, en este marco, línea de
pensamiento moderno que no celebre a su manera la muerte
de Dios, del Dios religioso y todos aquellos elementos
epistemológicos que acompañaban la preeminencia de la
entidad supranatural. Es curioso, de hecho, que sean las
izquierdas la que más celebren esta pérdida. Las izquierdas
son las principales herederas y protectoras del legado de la
Ilustración; esto se hace evidente en el esquema progresista
en el que basan su pensamiento, el mismo esquema que
caracteriza el giro epistemológico que da lugar a la
modernidad. “Por encima de esta confianza práctica en la
temporalidad cíclica del ‘eterno retorno’, aparece esta nueva
confianza, consistente en contar con que la vida humana y su
historia están lanzadas hacia arriba y hacia adelante”
(Echeverría, 2010. 53). Considero que esta, desde una
postura eminentemente benjaminiana, es la causa de la
33
ineficacia histórica de las izquierdas, hasta el presente. La
ilusión de pensar que se puede cambiar el mundo, dejándose
llevar por la inercia del movimiento histórico hegemónico de
la propia modernidad capitalista. No es casual, por ello, que
algunos reconocidos ‘críticos de izquierda’, en la actualidad,
decanten el progresismo timorato de gobiernos reformistas,
celebrando como victorias revolucionarias el mejoramiento
de situaciones de bienestar que fueron ideadas por los
propios pensadores del capitalismo contemporáneo.
En este marco, propongo un reencuentro con uno de los
críticos de la modernidad que, a mi parecer, tiene una de las
propuestas más lúcidas para pensar el presente, y la lucha
en sociedades plurales como es el caso de la boliviana, o de
otras sociedades de América Latina. Me refiero a Walter
Benjamin, al cual propongo aproximarme desde su trabajo
sobre el concepto de la historia. A partir de la propuesta de
Benjamin de repensar la historia, considero que se puede
pensar también, cómo repensar la crítica a la modernidad
capitalista, así como una propuesta de acción para hacer
frente a los efectos perversos del capitalismo en la
actualidad. Entre las tesis desarrolladas por este pensador,
sobre el concepto de la historia, hay una que debe llamar la
atención porque sintetiza en pocas líneas una de las críticas
más agudas al pensamiento moderno. Se trata de la tesis en
la que describe e interpreta el cuadro de Klee, del Angelus
Novus. Es en torno a esta tesis que gira la propuesta de
todas las demás, y se consolida a partir de la referencia
implacable al arte, la deconstrucción crítica del modelo
materialista de aproximación al pasado. Esta tesis no sólo
desmorona la uni-direccionalidad temporal de la propuesta
34
del materialismo histórico, sino también sintetiza la falencia
principal del pensamiento moderno, la ilusión del
progresismo sostenido. Permite, por lo tanto, dar cuenta de
la subsunción de la crítica desarrollada por el materialismo
histórico, al modelo de pensamiento de la modernidad.
Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve
en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo
sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la
boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe
tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo
que para nosotros aparece como una cadena de
acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula
sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El
ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y
recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende
del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que
el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra
irremisiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las
espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el
cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso.
(Benjamin, Tesis IX, 2007: 69-70)
Es este movimiento al que Benjamin hace referencia, como
la tragedia del ángel de la historia, que lo conmina a
avanzar irremediablemente hacia el futuro, el fundamento
epistemológico del pecado original sobre el que se funda la
modernidad. El abandono irresponsable de todo aquello que
en algún momento de la historia regulaba y regia la vida de
los seres humanos. Abandono que conlleva a la más
prolongada de las tragedias, que como bien describe
Benjamin, “acumula sin cesar ruina sobre ruina”. La
modernidad se funda en la indiferencia absoluta con el
pasado, al cual se aproxima únicamente de manera
35
interesada, y mediando la aparición de cada recuerdo a
través de la política moderna. Es por ello que le resulta tan
sencillo, y a la vez necesario, voltear su mirada al futuro y
olvidar la catástrofe que deja en su paso. Porque, tanto la
modernidad, como los discursos e idearios críticos de la
misma, fundan su argumentación en la misma suposición
interiorizada: “la suposición de que el progreso de la
civilización (de la sociedad, de la humanidad) es un
escenario real” (Echeverría, 2010: 37). A partir de este
razonamiento las sociedades modernas, los individuos
modernos, se eximen de la responsabilidad histórica que
pesa sobre los mismos, responsabilidad por la catástrofe
histórica que dejan en su atrás. Esta responsabilidad es, sin
lugar a dudas, la ruptura de las sociedades modernas con la
tradición, pero entendida en un sentido holístico, como todos
aquellos elementos que las vinculaban desde un plano
sobrenatural con su entorno. La crítica de la izquierda
ingresa, también, plenamente en este esquema de
pensamiento, eso que Benjamin denomina “el conformismo
del socialismo”. De esta constatación sobresale una de las
conjeturas más juiciosas de la propuesta benjaminiana:
Sólo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la
esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni
siquiera los muertos están a salvo del enemigo, si éste vence.
Y este enemigo no ha dejado de vencer. (Benjamin, Tesis VI,
2007: 68)
De esta manera retomo el planteamiento bejaminiano
que propuse líneas atrás, que tiene que ver con que no
puede pensarse la redención de la historia, la reparación de
la catástrofe moderna, a partir de aquello que todavía no
36
tuvo lugar, sino y únicamente a partir de aquello que tuvo
lugar, así como aquello que pudo haber tenido lugar. El
intento epistemológico de la modernidad apunta a pensar
que todo lo bueno está por venir, que la historia no es otra
cosa que un movimiento en espiral ascendente. De aquí que
resulta tan curiosa la re-funcionalización del discurso
teológico, frivolizado y desdeñado. La certeza mesiánica, de
que se sirven apologetas y críticos de la modernidad, para
augurar que lo mejor está por venir, casi tan falazmente
como lo hicieron –y continúan haciendo– durante siglos los
jerarcas del cristianismo hegemónico, y tal como siguen
haciéndolo todas las sectas religiosas en el presente. El
mesianismo religioso se frivolizó a partir de la destrucción
de todas las instancias sobre las que se fundaba la riqueza
epistemológica de la tradición. Me refiero a la estrategia
argumentativa teológica de la que ahora se sirve el
materialismo histórico para reafirmar su progresismo, que
es la que Benjamin crítica con desdén, “Puede competir sin
más con cualquiera [el materialismo histórico] cuando pone
a su servicio a la teología, la cual hoy, como resulta notorio,
es pequeña y desagradable y no deja verse por nadie”
(Benjamin, Tesis I, 2007: 65). Empero, lo cierto es que,
incluso a pesar de los esfuerzos de la modernidad por
apuntalar su epistemología progresista, la humanidad no
puede ni podrá nunca desembarazarse de nexo, incluso
sentimental, que la vincula con el pasado. El ideal de
felicidad, incluso en el más purista de los materialistas
históricos, estará siempre presente en cada imagen del
pasado, porque es en el pasado que habita el recuerdo de
todo aquello que, en última instancia, le otorga sentido a la
vivencia presente, e incluso a las proyecciones futuras. Un
37
individuo sin un amplio bagaje de experiencias, más allá de
las valoraciones morales que se les pueda hacer, es un
individuo vacío, cuyo presente no tiene sentido, y cuyo
futuro es absolutamente improbable. Este mismo
razonamiento debe ser aplicado en el ámbito de lo social, es
en la tradición, en el pasado, en la historia –telle qu’elle fut–
que se halla el sentido de su presente y la posibilidad de su
futuro.
Una felicidad que podría despertar nuestra envidia está en
el aire que hemos respirado, entre los hombres con quienes
hemos hablado, entre las mujeres que podrían habérsenos
entregado. […] El pasado contiene un índice temporal que lo
remite a la salvación (Benjamin, Tesis II, 2007: 66)
Pero la posibilidad subversiva que ofrece el pasado no
se halla en la selección interesada –sobre todo
políticamente– de las imágenes del pasado, sino en el
pasado en su totalidad, es decir en todas y cada una de las
imágenes, y los momentos, incluso los más pequeños o
insignificantes a los ojos del historiador moderno. Esta es la
carencia absoluta de las promesas progresistas de la actual
izquierda reformista, e incluso de las izquierdas más
ortodoxas, que se inspiran en el pasado que ellas pretenden,
y no así en el pasado tal cual fue. “Para el materialismo
histórico se trata de fijar una imagen del pasado tal como
ésta se presenta de improviso al sujeto histórico en el
momento de peligro” (Benjamin, Tesis VI, 2007: 67). El
presente, en nuestro contexto, se ha llenado de fantasmas,
que curiosamente aparecen victoriosos, trayendo una buena
nueva, que no es la imagen relampagueante del pasado, sino
la promesa a futuro que no pudieron realizar, algo así como
38
el relato victorioso de las batallas que perdieron. La imagen
funcionalizada políticamente, o discursivamente, de
Bartolina Sisa o de Tupac Katari, se presenta a las masas
como la imagen viva de la victoria que nunca tuvo lugar, del
progreso que nunca buscaron –y que al contrario siempre
rechazaron–. Estos fantasmas son los mártires de la victoria
ilusoria de la historia, y digo bien son mártires porque su
memoria e incluso su espíritu no descansarán hasta que los
sujetos del presente los rediman realmente y no falazmente.
La verdadera redención del pasado, la recompostura de la
tragedia histórica, no se halla en la promesa del futuro
venturoso, sino en la reparación o recomposición del pasado
que nos continúa exigiendo ese reparo y compostura con su
contenido real. A través de la retórica pseudo-revolucionaria
del reformismo actual, el enemigo sigue venciendo, y son
nuestros muertos los que continúan peligrando, incluso más
que nosotros mismos.
La aparición trágica e irrespetuosa de estos fantasmas
es, también, la tragedia del materialismo histórico, pensado
vanamente como estrategia de lucha del reformismo actual.
A esta tragedia se le suma el uso desdichado del lenguaje
rastrero de la política que se justifica a sí misma para
proseguir con el mismo orden hegemónico, al que falsamente
pone en cuestión. La ostentación entusiasta de categorías
como tensiones creativas o rutas de evolución2 tan sólo pone
de manifiesta la vulgaridad ideológica en la que se halla la
pseudo-crítica de izquierda en la actualidad, y la
2 Ambos conceptos, esgrimidos por el mismo autor, dan cuenta de la alienación indiscutible a la vocación positivista y progresista del pensamiento moderno, que lamentablemente repercute en la elaboración y puesta en marcha de políticas públicas destructivas de todo aquello calificado como ‘arcaico’ o ‘salvaje’.
39
predominancia del razonamiento moderno sobre los
proyectos políticos, que en algún momento se preciaron de
cuestionar al sistema. El riesgo y la desventura del
reformismo, tanto en el siglo XX como en la actualidad, se
halla en la tecnificación y funcionalización del relato
histórico, del ejercicio arriesgado de aproximación al pasado.
El historiador, el sujeto ‘crítico’, se empeñan en construir
una imagen del pasado que les permita justificar el
continuum histórico que, en su enamoramiento ideológico,
pretenden justificar. Esta relación moderna con el pasado
pone en riesgo la potencia de las imágenes del mismo, y
asegura la prosecución de la ruptura moderna con la
tradición, con el legado de nuestros muertos. Se desvanece
en el estupor del materialismo histórico el carácter
venturoso y subversivo del pasado, entendido integralmente
como potencia. La consecuencia de este ejercicio desdichado,
cuyo bagaje histórico no es otro que la ilustración liberal,
que es vanagloriado por la pseudo-crítica como
revolucionario y transgresor, no es otra que la apropiación
del pasado por las clases o sectores dominantes, por el
enemigo. Esto es, el abandono desdeñoso del pasado por el
discurso pseudo-crítico, heredero de la ilustración, no es otra
cosa que la entrega del legado de nuestros muertos al
enemigo.
El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como
a aquellos que reciben tal patrimonio. Para ambos es uno y
el mismo: el peligro de ser convertidos en instrumento de la
clase dominante (Benjamin, Tesis VI, 2007: 67)
Pero para “aquellos que reciben tal patrimonio”, en
algunos casos, como es el caso de los pueblos indígenas y
40
originarios en Bolivia, la tragedia es aún mayor: la injusticia
de la historia a la que son sometidos sus muertos tiene que
ver con la funcionalización –y por lo tanto la frivolización–
al discurso progresista del reformismo, y el rechazo
escatológico del conservadurismo de las clases dominantes.
En su caso, son sus muertos los que mayor peligro corren de
ser agraviados por el estupor moderno, y por la irreverencia
de quienes se vanaglorian con su memoria; los arribistas de
la historia. A este aspecto se suma otra de las
constataciones agudas de la crítica bejaminiana¸ la ausencia
de compenetración con el pasado por el materialismo
histórico, que deriva del menosprecio con el que se aproxima
al mismo, velando siempre su intención historicista. El
pasado es un instrumento de lucha, esta es la afirmación
que justifica el empobrecimiento de la aproximación al
pasado por los sujetos modernos, y que mantiene incólume
la voluntad progresista del pensamiento moderno, el
universalismo y todos los demás ismos sobre los que se
funda actualmente la dominación del capital. “Su origen es
la negligencia del corazón, la acedía, que desespera de
adueñarse de la imagen histórica auténtica, que
relampaguea un instante” (Benjamin, Tesis VII, 2007: 68).
El triunfo de la razón, la ruptura y el cometimiento del
pecado original que fundan a la modernidad, tal y como los
describí en el acápite anterior, suponen el enfriamiento
progresivo del espíritu humano. Si en la actualidad la clave
del éxito individual se halla en el despojo auto-proyectado de
la herencia cultural, de lo comunal; esto se aplica de igual
manera, y de hecho deriva, al pensamiento moderno. El
pasado deviene tan sólo un instrumento político,
cuyo advenimiento debe ser detenido en cuanto se
41
haya logrado reconfigurar las relaciones de
hegemonía, en el campo político. La historia, el
patrimonio cultural son, por tanto, el motivo permanente de
horror vacui de la crítica materialista, del reformismo
político, son aquella lejanía carente de sentido o de
promesas. El sentido emancipador que le asignan al relato
histórico pretende todo, excepto retornar al pasado,
entendiéndolo como posibilidad creativa y subversiva. La
desventura de la modernidad, y de la pseudo-crítica
reformista contemporánea, es que el rechazo al pasado –tal
cual fue– es compartido por vencidos y vencedores.
Estos apuntes, de vocación deconstructiva, conllevan a
la necesidad de volver a apuntalar algunos de los aspectos
que caracterizan la miseria del pensamiento moderno, la
figura del pecado original, para poder anunciar la premisa
de una propuesta. En este marco, la alusión a Benjamin
continúa tan adecuada. Pero no es únicamente en Benjamin
que se halla una pretensión subversiva de evocar el pasado
como posibilidad crítica del presente. De hecho, este
pensador forja su propuesta de crítica a la modernidad a
partir de los movimientos de resistencia que surgen como
consecuencia de la propia modernidad, como fue el caso de la
literatura romanticista. Lo cierto es que la modernidad, o el
engaño de la emancipación ilustrada, así como el
desenvolvimiento y emplazamiento histórico de las
relaciones de producción capitalistas conllevan a la
aparición de una vivencia humana miserable, solitaria y
enajenada, que en muchos sujetos genera una nostalgia
melancólica. Se trata de una nostalgia hacia aquello que se
perdió y, sin embargo, a lo que no se quisiera retornar, sino
42
tan sólo recordar como referente indiscutible de felicidad.
Esta es la tragedia y la cualidad del romanticismo moderno,
de la producción literaria que sucede casi inmediatamente a
la modernidad capitalista, la apología de la melancolía y del
sufrimiento. El punto es que, incluso para la propia crítica
moderna de la modernidad, en el pasado se halla siempre la
posibilidad de la liberación, aquella vida anterior “en la que
todavía existía la experiencia auténtica y las ceremonias del
culto y las festividades permitían la fusión del pasado
individual y el pasado colectivo” (Löwy, 2012: 31). Pero la
evocación del pasado debe comprender más que
simplemente la nostalgia melancólica y romántica, que en
última instancia apunta a la apoteosis del desconsuelo, debe
comprender dos cosas: la compenetración incondicional con
el mismo, es decir, la aproximación al mismo tal cual fue; y
la voluntad crítica de remediar aquello que se descuidó por
la pretensión del progreso, es decir, la voluntad de
“despertar a los muertos y recomponer lo despedazado”
(Benjamin, Tesis, IX, 2007: 69-70). Casi como un amor
incondicional o verdadero, que no proyecto en el otro las
expectativas de uno, sino que aprueba las imperfecciones y
virtudes, que en última instancia supone también
reconocerse imperfecto para el otro. La modernidad
capitalista –ya sea en los enunciados de sus apologetas como
de sus pseudo-críticos– es absolutamente desleal, egoísta y
soberbia, por ello es que rechaza todo vínculo con su pasado,
oscurantista y arcaico, tradicional y retrograda. Y, sin
embargo, proyecta aquello que en su propósito progresista
afirma haber superado, porque las certezas no se hallan en
la ilusión del futuro, sino y siempre en el recuerdo de lo
que fue.
43
Queda, por lo tanto, bastante clara la puesta en
evidencia de un metarelato modernista extendido, que
supedita tanto al pensamiento liberal ilustrado, como a la
crítica moderna de la modernidad desarrollada por las
izquierdas materialistas ortodoxas y las actuales izquierdas
reformistas. Ambas constelaciones de pensamiento,
supuestamente opuestas, generan discursivamente el mismo
impulso que permite la prosecución de la inercia progresista
de la modernidad. Afirman en conjunto, y en la pantomima
de su contradicción o antagonismo, el supuesto continuum
dialéctico y unilineal del progreso de la historia de la
humanidad. No es casual, por ello, que en todos los procesos
auto-proclamados como revolucionarios, terminen
hermanados los ‘radicales reformistas’ con los ‘tecnócratas
reaccionarios’. Y, quienes pagan el precio de esta recurrente
perfidia, continúan siendo los muertos, así como los
herederos y depositarios de su legado y de las tradiciones
subversivas de nuestro presente. En este marco, la
expansión y sofisticación de todos los dispositivos de la
modernidad para llevar a cabo su movimiento histórico
ascendente deviene en la tarea compartida por vencidos y
vencedores, al final, continúa venciendo el mismo y único
enemigo, el progreso. Se asiste a la artificialización de todos
los ámbitos de la vida de las sociedades, y la principal
consecuencia, en mi parecer, continúa siendo el augurio de
la penitencia, la tierra hoy se hace cada vez más maldita, a
causa del desarrollo imparable de la técnica por el ser
humano moderno. “El tránsito a la neotécnica implica la
‘muerte del Dios numinoso’, el posibilitador de la técnica
mágica o neolítica. Esa muerte viene a sumarse a la ‘agonía’
44
del ‘Dios religioso, el protector de la comunidad política
ancestral” (Echeverría, 2010: 62). Este es el movimiento
evolutivo y progresista pretendido por la modernidad, la
vocación desarrollista justificada, ya sea por la razón del
mercado y la libertad individual, o por la razón del bien
común y la igualdad universal. No se trata de propuestas
contrapuestas, en el fondo, forman parte de y hacen posible
el mismo movimiento histórico, y hacen frente al mismo
enemigo vetusto que los aqueja desde los intersticios de la
epísteme moderna.
Empero, y afortunadamente, a pesar de los esfuerzos
históricos realizados por los agentes del progreso histórico –
más allá del lado en el que se proclamen–, la modernidad no
es un proyecto acabado, ni mucho menos absolutamente
universalizado. La contienda continúa, porque aun
remanecen espacios en los que la tradición no fue
sacrificada, a costa del ansia del progreso de la razón y de la
ilusión del bienestar material. Son espacios cercados y
constantemente asediados, sobre todo y paradójicamente,
por la pretensión universalista pseudo-igualitaria del
reformismo progresista. La muerte de Dios –entendido como
concepto mucho más amplio que tan sólo el relato judeo-
cristiano– corresponde tan sólo a la mayoría de las
formaciones sociales, subsumidas por el orden discursivo de
la modernidad. Por lo tanto, es en la vivencia de resistencia
de estos espacios que se halla la posibilidad de la crítica, es
decir de la subversión real contra el orden hegemónico
moderno, y del desagravio sensato con relación al pasado. La
posibilidad se halla en los metarelatos que manan de estos
espacios, en el pensamiento producido al interior de los
45
mismos, y en la aproximación congruente y emancipada de
la política desdichada a su pasado, tal y como sucedió. Es
curioso, después de todo, dar cuenta de que, para hacer
frente a estos espacios, los agentes de la modernidad
continúen esgrimiendo los mismos argumentos del
pensamiento renacentista del siglo XVI, o del pensamiento
ilustrado del siglo XVIII, descalificando todo arcaísmo
oscurantista.
3. Oscurantismo subversivo
La tarea que queda pendiente, en adelante, es la de re-
significar el término oscurantismo, para pensar una
propuesta subversiva contemporánea que ponga en cuestión,
sobre todo, la concepción moderna del tiempo, como factor
fundamental para comprender todo discurso que se
pretenda crítico. Esto genera complicaciones por distintas
razones, en primera instancia, cómo subvertir el orden de
pensamiento de la modernidad sin caer en esencialismos o
primordialismos que exalten las tradiciones olvidando los
aportes de la propia crítica moderna ilustrada. Por otra
parte, la tarea de re-significar de manera conveniente el
oscurantismo evitando que el relato rescate discursos e
instituciones que fueron relegadas por movimientos
históricos a su vez subversivos y eminentemente críticos. En
este marco y para evitar lecturas erradas o interpretaciones
mal-intencionadas de las ideas expuestas en estas líneas, es
necesario recordar que cuando me refiero a las tradiciones
como la posibilidad que el pasado ofrece para la crítica a la
modernidad capitalista, no hago referencia alguna a la
institucionalidad que históricamente se sustentó en estas
46
tradiciones. Me refiero exclusivamente el relato, a la red de
metáforas, al discurso desde una perspectiva únicamente
filosófica. Entonces, tomo las ideas las escudriño y las
funcionalizo en un sentido crítico, lo cual no significa que
promueva la re-emergencia de las relaciones de poder a que
la interpretación interesada –por grupos sociales
dominantes– de los discursos tradicionales llevó a cabo en
su momento. Esto se aplica a las referencias realizadas en
los acápites anteriores del Génesis, o en las referencias a la
entidad supranatural denominada Dios, que la tomo como
un concepto complejo que condensa los relatos tradicionales
que en su momento regían todas las dimensiones de la vida
de las formaciones sociales. En este marco, considero que si
se toma al concepto tal y como propongo, puede incluso
llevarse a cabo la tarea –que bien puede pecar de bastante
modernista– de descentrar el concepto de Dios y
pluralizarlo. Sin embargo, evitaré ingresar en aquello
porque es una tarea que incluso dudo que pudiera resultar
conveniente. De esta suerte, identifico para el presente
trabajo dos formas de oscurantismo, la primera tiene que
ver específicamente con el orden institucional y las
relaciones de poder que caracterizaron el periodo previo al
Renacimiento en Europa y la modernidad ilustrada; la
segunda forma, que es la que me interesa, tiene que ver con
el metarelato de las formaciones sociales cuya vivencia se
halla más regida por la tradición, que se visualiza en las
narraciones, la ritualidad y el significado cultural asignado
por cada formación social a los mismos. Está claro que
ambas formas de oscurantismo se hallan vinculadas, sobre
todo si se considera el momento histórico del que se toma el
término oscurantismo, que estuvo marcado por la
47
funcionalización del relato tradicional por la
institucionalidad feudal y eclesial para establecer relaciones
de poder. Empero, yo no tomo el término como una apología
de la obscuridad en la que vivían las sociedades feudales,
causada por el ejercicio del poder familiar y sobre todo
eclesial; sino como denominativo para una propuesta de
pensamiento que, en parte, se funda en el miedo3 como
factor de cohesión social y que en su contenido discursivo
permite establecer líneas de fuga efectivas frente al
movimiento histórico de la modernidad capitalista.
La luminosidad de lo oscuro
Para comprender la manera en cómo pretendo
aproximarme al término oscurantismo, resulta necesario
observar las formaciones sociales que precedieron al
capitalismo occidental, pero desde abajo, es decir olvidando
la superestructura a partir de la cual se ejercía el poder y la
represión física e ideológica sobre la población, que es de
hecho la que da lugar en gran medida al término mismo. En
este marco, me referiré brevemente a las formaciones
sociales precapitalistas, en términos generales, intentando
visualizar una relación entre condiciones materiales y su
vivencia tradicional, como elemento fundamental para
comprender, a priori, el contenido subversivo que puede
adquirir el término en la actualidad. Por lo tanto, el
oscurantismo al que me refiero, en primera instancia, tiene
que ver con el orden económico y sociocultural que precede
al capitalismo moderno occidental. De manera bastante
3 Aunque más adelante se verá si el término miedo es adecuado para hacer referencia al estado de ánimo colectivo al que intento referirme.
48
concisa me referiré a este orden y a la manera en cómo fue
destruido, en el marco del movimiento histórico de la
modernidad. Esto me permitirá ingresar a reflexionar sobre
nuestro oscurantismo, entendido como los órdenes
socioculturales y económicos de los pueblos que habitan
nuestro territorio, que pueden ser comprendidos como
elementos vivos del pasado, que se perfilan como líneas de
fuga con relación al orden hegemónico actual. Como intenté
explicar en los acápites anteriores, la modernidad, el
capitalismo, se fundan en la destrucción de una serie de
relatos, instituciones, estructuras, saberes. Esta destrucción
tiene lugar en el marco de un engaño, o lo que califiqué como
el pecado original haciendo uso de la metáfora bíblica. El
engaño tiene que ver con la ilusión -que se mantiene hasta
la actualidad– de que el desarrollo de la técnica, del
conocimiento científico, y la emancipación filosófica que
supuso la ilustración, son los acontecimientos más
importantes de la historia de la humanidad. Estos procesos
dan lugar a un cambio drástico en la concepción del tiempo,
el movimiento de la historia pasa a ser entendido como
continuo, ascendente y unidireccional. Esto es, se traza, a
partir del momento –o los momentos– del engaño, a concebir
el tiempo, la historia, como un solo movimiento
emancipatorio universal. Es principalmente en la
concepción del tiempo, y en todas las demás intuiciones a
que ésta da lugar, que se puede y se debe comprender el
modelo de pensamiento de la modernidad. El tiempo es
movimiento, pero es movimiento que es culturalmente
aprehendido y significado, por lo tanto, criticar a la
modernidad parte de criticar su concepción del tiempo, su
49
manera de aproximarse al pasado, de explicar su presente y
proyectar su futuro.
Propongo, entonces, en las siguientes líneas, algunos
apuntes sobre el orden que precedió a la modernidad,
tomando como referencia los trabajos de Marx, a quien no
eximo de tener la misma argumentación moderna que
intento deconstruir, pero que considero más lúcido en sus
intuiciones que todas las lecturas que lo sucedieron, y que se
precian de ‘continuarlo’. En sus escritos, Marx da cuenta de
una riqueza sociocultural –a la cual se aproxima, sin
embargo, tomando como elemento central las condiciones
materiales de vida– que precede al capitalismo, y que fue
destruida para el emplazamiento del mismo. Marx no lleva
a cabo una aproximación temporal específica a las
formaciones económicas que preceden al capitalismo, por lo
tanto, realiza apuntes generales que permiten dar cuenta de
algunos aspectos que resaltan. En primera instancia, resalta
la presencia de la forma comunidad, o por lo menos de
lógicas comunitarias que caracterizaban la vivencia de estas
formaciones económicas y sociales. De esta suerte, en
distintos lugares del mundo, incluyendo la Europa pre-
capitalista, se puede observar la presencia de lógicas
comunitarias de aprovechamiento de los medios de
producción, así como de relacionamiento social, mediadas
sobre todo por el discurso religioso. “En la primera de estas
formas de propiedad de la tierra, aparece, ante todo, como
primer supuesto una entidad comunitaria resultante de un
proceso natural” (Marx, 2009: 70). Esta forma de propiedad
se fundaba, y se funda actualmente en el caso de
formaciones sociales que mantienen una lógica comunal, en
50
la preeminencia del discurso religioso que sirve como
argumento que justifica la apropiación del plustrabajo –
haciendo uso de la terminología marxista– por la
colectividad. En este marco, es a partir de la preeminencia
de la entidad supranatural que se regula y controla toda
posibilidad de aparición de formas de desigualdad material
y social. Esto conlleva, y ésta es una de las observaciones
más interesantes realizadas por Marx, a que las formaciones
económicas comunitarias eviten la aparición de un poder
desigual en su relacionamiento con otras comunidades,
curiosamente de la misma manera que Clastres observaría
siglos más tarde en la Amazonia, a partir de la guerra. “La
guerra es entonces la gran tarea común, el gran trabajo
colectivo, necesario para ocupar las condiciones objetivas de
la existencia de la existencia vital o para proteger y eternizar
la ocupación de las mismas” (Marx, 2009: 71)4.
En suma, me interesa sobre todo rescatar cómo en las
entidades comunitarias, casi de manera general, en el marco
del orden discursivo que las rige, se puede observar la
presencia de principios como la solidaridad, la reciprocidad y
la igualdad, ya sea que se los entienda como impuestos o
como construcciones culturales colectivas. Estos principios,
que parten sobre todo del discurso religioso, son los que
4 Debe aclararse, sin embargo, que este apunte si bien permite establecer un vínculo interesante entre la etnografía y la historiografía llevada a cabo por Marx y la antropología anarquista de Pierre Clastres, no puede afirmarse la existencia de una relación discursiva entre ambos, porque la manera en cómo Marx se aproxima a las entidades comunitarias previas al capitalismo se caracteriza por un razonamiento que no transgrede el orden discursivo moderno, a partir del cual enuncia su reflexión. En este marco, puede observarse en parte del lenguaje que utiliza Marx para referirse a estas entidades, que no las exima de la forma Estado, ni tampoco de la terminología empleada posteriormente para la crítica de la economía política capitalista. De hecho, esto se hace más evidente en la distancia que toma, en su relato, al referirse a la religiosidad comunitaria a la que se aproxima más como dato cualitativo para sus investigaciones, que como orden epistemológico distinto.
51
establecen mecanismos de control sobre la acción de la
humanidad sobre la tierra y el entorno5, “Todos los
legisladores antiguos, y sobre todo Moisés, fundaron el éxito
de sus preceptos a favor de la virtud, la rectitud y las buenas
costumbres sobre la propiedad de la tierra” (Marx, 2009: 73).
Las entidades comunitarias que precedieron al capitalismo
se caracterizaron por la regencia de la tradición sobre su
vivencia cotidiana, y como principio para conservar sus
formas de organización.
Existe un giro discursivo filosófico, que marca la
separación entre el judaísmo y el cristianismo, y que funda
en gran medida la vivencia comunal de las sociedades
feudales de occidente. Este giro tiene que ver con la
concepción de la riqueza y la propiedad que, considero, traza
una línea de fuga en el discurso cristiano, a diferencia del
judaísmo –tan funcional actualmente al capitalismo, lo cual
no quiere decir que el discurso cristiano-católico no haya
sido también funcionalizado–. A partir del desarrollo del
pensamiento cristiano católico, la propiedad pasa a ser
entendida como un aspecto negativo, que es contrario a la
idea de salvación. El ideal de ascetismo cristiano, en la Edad
Media, se funda en el rechazo a todo bien material, para
alcanzar de tal manera la salvación espiritual. [Reitero en
este punto que me refiero específicamente a la idea, ya que
la historia demuestra cómo fue la propia institucionalidad
católica la primera en transgredir y corromper este
principio] En este marco, resulta interesante escudriñar la
5 En este caso, no me refiero a un discurso ambientalista, como algunos pensadores intentan argumentar en el presente. El contenido ecologista no se halla en el orden discursivo de las entidades comunitarias, básicamente, porque éstas no llevaron a cabo la escisión epistemológica entre humanidad y naturaleza, o no-humanidad, que lleva a cabo la modernidad desde el Renacimiento hasta el presente.
52
manera en cómo los principales pensadores del catolicismo
trataban el tema de la propiedad. “[…] en las palabras de
San Agustín, una sociedad sin propiedad era posible
solamente en el Paraíso, porque exigía perfección, el tipo de
perfección que desde el pecado original se encontraba fuera
del alcance de la mayoría de la humanidad” (Pipes, 2002:
36). Esta idea remite nuevamente al presagio trágico
apuntado en la metáfora del Génesis, en el acápite anterior,
la propiedad sería la consecuencia del quiebre, en distintos
ámbitos, que produjo el hecho del pecado original, el
momento a partir del cual la tierra se haría maldita a causa
del hombre. En este marco, el discurso religioso del
catolicismo instauraba un cierto filtro para evitar aquello
que más adelante el pensamiento ilustrado emplazaría como
fundamento de la emancipación de la humanidad6. De
hecho, resulta bastante sugestivo el uso de lo común como
argumento del pensamiento católico, para fundamentar la
crítica a la forma propiedad privada. “La idea católica de la
propiedad privada fue recopilada por Santo Tomás de
Aquino en la Suma teológica (Summa Theologica) […]
Reconoció que en cierto sentido, ‘no era natural al hombre
poseer cosas externas’, porque todos los bienes pertenecen a
Dios y son la propiedad común de los hijos de Dios” (Pipes,
2002: 37). Naturalmente, esta idea no condujo en ningún
6 En este sentido, resulta bastante curiosa la paradoja de la crítica materialista, que es en gran medida una consecuencia del pensamiento ilustrado y forma parte del mismo movimiento histórico de la modernidad, en su invectiva a la forma propiedad privada. En el discurso materialista resalta la pretensión de la extinción de la propiedad privada, a la vez que un rechazo escatológico, cuya filiación ilustrada es innegable, al discurso tradicional religioso. Señalo esto como una paradoja ya que es en el discurso tradicional se hallan varios insumos para fundamentar la crítica de la propiedad privada. De hecho, en los propios trabajos de Marx, sobre todo en los referidos a la crítica de la economía política, puede observarse un uso recurrente de metáforas religiosas. De la misma manera, rescato el ejercicio realizado por Benjamin de llevar a cabo una crítica a la modernidad, combinando sus lecturas sobre Marx y su herencia religiosa judaica.
53
momento a una apología y defensa prácticas de la propiedad
común, sino y siguiendo el razonamiento de San Agustín, a
un ordenamiento represivo de la propiedad privada, que
eventualmente derivó en el empoderamiento de la
institucionalidad católica sobre la vida de las gentes.
Empero, como se señaló anteriormente, la propia población,
en el marco de su vivencia religiosa y del discurso que
emplazaba la tradición asceta, además de la exigencia de las
propias condiciones materiales, llevaban a cabo un vivencia
comunal en varios aspectos. Por lo tanto, no sólo era la
institucionalidad feudal y eclesial las que limitaban el
desarrollo de la propiedad privada, sino también las propias
poblaciones a partir de la exigencia que imprimían sus
condiciones materiales de vida y el discurso religioso bajo el
que se regían. La tradición por lo tanto servía como
reguladora del exceso hedonista y voraz a que podía
conducir el descontrol de la privatización de las cosas, que
era presagiado negativamente por el catolicismo. Esta
regulación es la que posteriormente sería observada
peyorativamente por la Ilustración, y arcaizada en el marco
de su crítica al oscurantismo
Sin embargo, la proximidad de la población con
respecto a la tradición es lo que me interesa como posible
línea de fuga, en el marco de la crítica al engaño de la
emancipación ilustrada, sobre el que se funda la
modernidad. Hay un cuadro al cual me refiero también como
cumplido a la estrategia argumentativa benjaminiana y a la
potencia de las fuentes gráficas tanto para la historia como
para el pensamiento. Se trata en este caso del Ángelus de
Jean-François Millet, que data de 1859, cuando ya el
54
capitalismo burgués se emplazaba como sistema económico
dominante en Europa. En el cuadro se observa a dos
campesinos orando, en la vastedad de un campo arado, hay
un pequeño volquete con costales conteniendo el producto de
una cosecha, una canasta con frutos y al costado del
campesino un rastrillo clavado al suelo, que denota el
momento de intervalo en el trabajo, dedicado a la oración.
Llama la atención el sosiego que surgiere la escena, el
momento de reposo, en el que se destina un espacio de
tiempo para agradecer a la entidad supranatural por
aquello que es aprovechado en la naturaleza. En esta escena
no ingresa la institución eclesial, se deja de lado todo el
oscurantismo –en los términos de relaciones de poder, en los
que criticaba en parte la filosofía ilustrada–. Es, por lo
tanto, el fundamento de la tradición que precede a la
modernidad capitalista, la presencia del Dios numinoso,
entendido como el que otorga la técnica y al cual se le
agradece por lo concedido. El relato que establece límites a
la acción humana sobre el entorno y que establece el vínculo
amoderno entre lo humano y lo no-humano, en un contexto
cultural y epistemológico en que la impostura de esta
escisión no halla aplicación. Cabe recordar que la expresión
pictórica de Millet generaba molestia rechazo en la
creciente burguesía industrial de la Europa del siglo XIX,
por la representación del arcaísmo rural en lugar de la
apología gráfica del progreso urbano capitalista. La riqueza
de esta escena, tan cotidiana y a la vez, considerando el
contexto histórico en que se la estampa, tan rebelde, tiene
que ver con el reflejo de la cualidad subversiva de la
tradición, en un momento en que se hace cada vez más
evidente la apoteosis de la modernidad ilustrada, y “la
55
‘muerte del Dios numinoso’, el posibilitador de la técnica
mágica o neolítica” (Echeverría, 2010: 62). La cualidad del
discurso religioso, del pensamiento mágico que ‘precede’ al
racionalismo capitalista es, justamente, el vínculo de la
vivencia tradicional con la tierra. No se trataba,
únicamente, de un medio de producción que aseguraba las
condiciones materiales de los trabajadores, era también un
espacio en que se cristalizaba la relación mística con el
entorno natural, y en que el respeto a la entidad
supranatural conllevaba a la conservación y
aprovechamiento conscientes de las bondades del entorno.
La escena del Ángelus de Millet contiene también, en el acto
colectivo del agradecimiento, el abrigo de la comunidad a
que daba lugar la vivencia tradicional de las formaciones
económicas que precedieron al capitalismo individualista
ilustrado. La manifestación de lo colectivo no sólo
correspondía al acontecimiento de la producción, del trabajo,
sino también a la compartición del ritual, la objetivación de
la religiosidad como factor de cohesión social y de
conservación de los esquemas de igualdad, solidaridad,
reciprocidad o, en términos generales, de comunidad.
En este marco, y haciendo referencia nuevamente a la
crítica de Marx a la economía política capitalista, no es
casual que parte del movimiento histórico de la modernidad
capitalista o, de hecho, el fundamento para el mismo, fuera
la destrucción de las entidades comunitarias
‘precapitalistas’, entendidas en un sentido amplio. En este
sentido me referiré a la reflexión de Marx sobre el proceso
de acumulación originaria del capital, desarrollada en El
Capital. Casualmente, en la relectura de esta capítulo,
56
llama la atención la manera sugerente en cómo ingresa a la
reflexión: “Esta acumulación originaria desempeña en la
economía política aproximadamente el mismo papel que el
pecado original en la teología” (Marx, 2004: 891 énfasis
propio). Aunque Marx no se refiere específicamente a la
metáfora bíblica, en el sentido en que intento interpretarla
en el presente trabajo, su uso tiene que ver con el mismo
sentido crítico del movimiento histórico sobre el que se
funda la modernidad capitalista. En la argumentación de
Marx se halla, de fondo, la crítica al pensamiento ilustrado
post-oscurantista, la idea se propuso del engaño de la
emancipación. La idea de una superación del oscurantismo
feudal, en términos sobre todo filosóficos y políticos, conlleva
también, de trasfondo, la escisión de los trabajadores con
relación a los medios de producción. El capitalismo se funda,
entonces, en la aparente emancipación de los trabajadores
con relación al vínculo tradicional con la tierra, y todos
aquellos aspectos a que esta relación daba lugar.
El proceso de escisión, pues, abarca en realidad toda la
historia del desarrollo de la moderna sociedad burguesa,
historia que no ofrecería dificultad alguna si los
historiadores burgueses no hubieran presentado la
disolución del modo feudal de producción exclusivamente
bajo el clair-obscur [claroscuro] de la emancipación del
trabajador, en vez de presentarla a la vez como
transformación del modo feudal de explotación en el modo
capitalista de explotación. (Marx, 2004; 893)
En estas líneas primiciales, se observa tanto una crítica
a la enajenación sobre la que se funda el capitalismo, que es
de hecho el aspecto que más se ha resaltado en las lecturas
sobre Marx; como, y lo que me parece más relevante aún,
57
una crítica a la concepción moderna del tiempo. Es a partir
de la modernidad capitalista, que la misma se consolida
filosóficamente. Es sobre todo a partir de la Ilustración, que
la concepción del tiempo, de la historia, deviene en unilineal
y progresista, o continuamente ascendente. En este sentido,
este orden discursivo que se emplaza como dominante es el
que da lugar a una comprensión apologética y miope de los
fundamentos materiales del capitalismo, así como al olvido
del trasfondo sociocultural que supuso este proceso histórico
violento. Más adelante ahondaré sobre la concepción del
tiempo, a la que ya me referí en parte en el acápite anterior,
lo que me interesa en este punto es visualizar la magnitud
del proceso de acumulación originaria del capital, más allá
del aspecto material. El contexto sociocultural y
socioeconómico en Europa –y sobre todo en Inglaterra que es
donde Marx sitúa su investigación– se caracterizada por la
preeminencia de lógicas comunitarias de producción y
aprovechamiento de los recursos del entorno, que se
desenvolvían bajo la tutela del poder feudal. Así, por
ejemplo, los bosques eran espacios de aprovechamiento
colectivo, en los que las poblaciones se abastecían de leña,
animales de caza, agua, entre varios otros productos. La
preeminencia de la forma propiedad privada era, por lo
tanto, todavía una pretensión discursiva, antes que una
realidad fáctica. Al interior de las grandes propiedades
feudales, los campesinos y los asalariados gozaban
usufructuaban la tierra bajo lógicas comunales. La base del
modo de producción capitalista fue, por lo tanto, la
destrucción de todo este orden socioeconómico, es decir, la
destrucción del capital feudal, la destrucción de las lógicas
comunales que funcionaban bajo el manto del dominio
58
feudal, la ‘emancipación’ de los trabajadores campesinos y la
imposición de la forma propiedad privada individual (Marx,
2004). Todo este proceso debe ser comprendido, a la par del
desarrollo del pensamiento filosófico moderno-ilustrado, el
apogeo de la racionalidad individualista laica, y en algunos
casos atea. Por ello es que se habla de un movimiento
histórico, que abarca varios procesos que van sentando las
bases para el capitalismo actual. De esta suerte, el
desarrollo de las ideas emancipatorias debe comprenderse
como parte de un proceso de destrucción violento, y no sólo
desde el ámbito de las ideas, como parte de un movimiento
de la razón. Se demolían casas campesinas, se despoblaban
predios comunales, y en todo este proceso jugaba un rol
protagónico el Estado Absolutista –que debe ser entendido
como un Estado de transición entre el feudalismo y la
modernidad política–. Se puede observar en los documentos
de la época que Marx investiga, la tragedia y la violencia
que sentaron las bases para el desarrollo del capitalismo
actual.
Se dice allí, entre otras cosas, que ‘muchas fincas
arrendadas y grandes rebaños de ganado, especialmente de
ovejas, se concentran en pocas manos con lo cual han
aumentado considerablemente las rentas de la tierra y
disminuido mucho los cultivos (tillage), se han arrasado
iglesias y casas y cantidades asombrosas de hombres han
quedado incapacitados para ganarse el sustento para sí y
sus familias’. (Marx, 2004: 899 énfasis propio)
La modernidad, el capitalismo, se fundan en la
destrucción del mundo campesino comunitario, la extinción
del acto colectivo del trabajo en la tierra, y de todas las
prácticas rituales y la vivencia tradicional a que esta
59
relación directa con el entorno natural, no entendido como
desligado de lo social, daba lugar. Las formas de violencia,
la enajenación, el despojo, la destrucción del mundo
tradicional campesino comunitario, son las maneras en
cómo se materializó históricamente la crítica ilustrada al
oscurantismo, las maneras en cómo se impuso la
‘emancipación’ moderna con respecto al oscuro y arcaico
periodo feudal. Esta dinámica destructiva no se aplica sólo
al contexto europeo, el capitalismo global actual se funda en
el mismo movimiento destructivo, tanto de las estructuras
organizativas comunitarias calificadas como premodernas o
precapitalistas, como de las narrativas culturales
tradicionales a lo largo y ancho del globo. Este proceso inicia
en 1492, con la conquista de América, y prosigue
ininterrumpidamente hasta el presente, en todos los
contextos del globo. La modernidad, en cualquier lugar del
mundo, precisa destruir lo arcaico, las tradiciones y las
formas tradicionales de organización de la vida en
colectividad, de la producción, de la ritualidad. Entonces, se
tiene una dinámica global de destrucción, justificada –ya sea
por el liberalismo reaccionario o por las izquierdas
progresistas– bajo un discurso universalista en que se
combinan igualdad y libertad como principios universales.
El arquetipo de la modernidad ilustrada, que sustenta
discursivamente al capitalismo actual, es la
homogeneización de la humanidad, en el marco de la
universalización de un paradigma civilizatorio que se
emplaza como insuperable en cualquier contexto.
El problema en este caso, que si bien ya ha sido planteado
insistentemente yo me refiero nuevamente al mismo porque
60
en este caso incluyo también a la crítica izquierdista
moderna, es que si existiera, efectivamente, un sentido
universal de la historia, de emancipación ilustrada de los
individuos, la misma no estaría impregnada de sangre ni de
dolor, como continúa estándolo hasta el presente. Esta
certeza se hace aún más indiscutible, en un contexto en que
la vorágine destructiva del capitalismo se hace cada vez más
incontenible y el destino tanto de la humanidad como de
todas las entidades no-humanas que habitan el planeta es
cada vez más desolador. En este contexto, en que las
izquierdas no saben cómo afrontar la destrucción que se
avista, y los reformismos social-demócratas y populistas
demuestran ser más funcionales al capitalismo que las
mismas derechas reaccionarias, se debe procurar la re-
emergencia de la tradición, de los elementos vivos de
nuestros pasados, como posibilidades para la crítica y la
subversión. Esto implica, en primera instancia, un ejercicio
de transgresión epistemológica, de re-conceptualización el
tiempo –y en consecuencia el espacio–, y deconstrucción de
todo el edificio discursivo de la modernidad desde sus
albores y hasta el presente. No con miras a pensar
exclusivamente algo nuevo sino, y retomando la propuesta
benjaminiana, con miras a recomponer el pasado, vengar a
los muertos antes que redimirlos, regenerar el presente a
partir de aquellas imágenes que tuvieron lugar o que
podrían haber tenido lugar.
Nuestro oscurantismo
Afortunadamente no habitamos un territorio libre de
oscuridad, esa que le aqueja a la modernidad, que atemoriza
61
a los críticos de éste paradigma ya sea que se sitúen en la
derecha o en la izquierda. En la cotidianidad, incluso de las
poblaciones urbanas, puede observarse la manifestación de
prácticas y relatos, que traen al presente con toda vitalidad,
los elementos vivos de nuestro pasado. Se manifiestan
cotidianamente los fantasmas que occidente intentó aplacar,
extirpar y extinguir, y que supieron resistir, tanto a la
violencia de los agentes de la modernidad, como al estupor
al que los condena el creciente hedonismo individualista y
solitaria actual. A diferencia de los espacios o territorios a
los que me referí en los acápites anteriores, todavía no pesa
sobre nuestros muertos –o por lo menos no de manera
absoluta– la aciaga condición de patrimonio o folklore,
aunque esa sea cada vez más la voluntad de las élites del
reformismo progresista. Por lo tanto, es posible afirmar que
la batalla contra el enemigo todavía no la perdieron
nuestros muertos. Hay una esperanza para nuestro
presente, para transformarlo a partir de recomponer
nuestro pasado, reivindicando como se debe a nuestros
muertos, aquellos que hasta el presente, en su memoria,
guardan la potencia de las tradiciones, así como el infortunio
de sus derrotas y, en consecuencia, la latencia del re-
estallido de la guerra. En este sentido, en adelante me
insertaré en explorar nuestro oscurantismo, tomando como
referencia principal las culturas que habitan las tierras
altas, ya que es esa región el locus desde el cual enuncio
estas reflexiones. Considero que es en la ritualidad, en la
vivencia, en el pensamiento, así como en la memoria de las
culturas que habitan nuestro territorio, que se hallan los
insumos más valiosos para llevar a cabo la crítica de la
62
crítica moderna, y la posibilidad de pensar las
transformaciones que demanda el contexto actual.
En este marco, es necesario aclarar, nuevamente, a
que me refiero cuando empleo el término oscurantismo. El
objetivo de este trabajo es re-significar el concepto, para
emplearlo como insumo y posibilidad, para llevar a cabo una
crítica efectiva a la modernidad. En este sentido, no intento
llevar a cabo una apología del orden hegemónico feudal y
eclesial que precedió a la modernidad; al contrario intento
referirme al subsuelo cultural y político que la modernidad
rezaga en su pretensión universalista de progreso. Me
refiero a las prácticas rituales, a la persistencia de relatos
calificados de oscurantistas en los que las entidades
supranaturales que rigen el cosmos establecen límites
socialmente aceptados a la acción de la humanidad sobre el
entorno, y mantienen las estructuras de reciprocidad, de
igualdad real y de libertad en comunidad. En este sentido,
me refiero también a la manifestación práctica de estos
relatos, en la vivencia de formaciones sociales o societales
que mantienen vivas sus tradiciones, sus metarelatos
‘arcaicos y premodernos’, y que incluso se atreven a
pensarse a sí mismas como posibilidades reales para evitar,
eludir y sanar los males que produce la modernidad. Ahora
bien, el uso del término oscurantismo no plantea una
distinción dialéctica entre lo oscuro y lo luminoso, es decir
no intenta redimir a aquello que se mantiene en la
oscuridad frente a aquello que no deja de brillar. Ello
implicaría que la modernidad es absoluta y
permanentemente luminosa. La modernidad se precia de
haber trascendido el oscurantismo religioso, a partir del
63
triunfo de la razón y la técnica, empero ello no exime que la
modernidad, en términos de pensamiento, se halle exenta
ella misma de oscurantismos. Todo momento histórico en
que rige un determinado orden discursivo e ideológico
produce su propio oscurantismo, incluso la izquierda
ortodoxa que tanto se precia de ser crítica, produce sus
propios oscurantismos ideológicos. Empero, en el uso del
término que propongo, intento exaltar la luminosidad de lo
oscuro y, a la vez, poner de manifiesta la oscuridad de lo
luminoso en una crítica expresa de la razón moderna.
Para comprender nuestro oscurantismo es necesario
considerar algunas categorías, sobre todo dos que considero
fundamentales para comprender el pensamiento de nuestros
espacios oscuros. Me refiero en este caso al territorio y la
territorialidad. Si se considera que el fundamento quizás
más trascendente de la modernidad fue la destrucción del
vínculo ritual del ser humano con la naturaleza, tanto en
términos del pensamiento como en la realidad material,
entonces la permanencia del territorio en el metarelato de
formaciones sociales da lugar a una grieta en la totalidad
moderna. Por lo tanto, la tarea pendiente es ahondar esa
grieta, rasgar la aparente solidez de un contexto que
contiene otros contextos encubiertos. El territorio es la
condición de posibilidad y el espacio en que se condensa y se
manifiesta el pensamiento oscurantista, se trata de un
concepto que encierra en sí todos los elementos que son
despreciados por la modernidad, y que intentan ser
eliminados, sobre todo a partir de la destrucción del mismo.
Es por ello que, utilizando la terminología deleuziana, todo
movimiento territorializador precisa desterritorializar, a
64
más de destruir. De esta suerte, resulta bastante
comprensible que la modernidad se fundara en la
destrucción de los territorios, así como en la enunciación de
un discurso emancipador cargado de líneas de fuga7. Se
aplica entonces la lógica deleuziana que afirma que toda
desterritorialización viene seguida de un movimiento
reterritorializador. Esta terminología se aplica tanto en el
ámbito geográfico, como en el ámbito epistemológico,
después de todo ambos son el correlato del otro, y es esta
relación la que me interesa ahondar. La persistencia del
territorio como forma, digamos, ‘premoderna’ –es decir, que
no es territorio nacional o mercado y espacio político de
despliegue de las relaciones de producción de una nación– es
la condición de posibilidad para la persistencia de otras
fuentes de pensamiento, otros lenguajes, otras
cosmovisiones. El territorio encierra o condensa todos los
saberes que produce una cultura, es el espacio vivo para su
despliegue. En el caso de las formaciones socioeconómicas
que preceden al capitalismo, y aquellas que lo resisten
actualmente, el territorio supone el vínculo de todos los
sujetos con el entorno natural, un vínculo que ni siquiera
necesita enunciarse porque es practicado cotidianamente.
Este vínculo se pierde con la modernidad, el territorio
deviene en uno de los monopolios del Estado, y el espacio de
despliegue de la creatividad humana se limita al ámbito
individual y a espacios de relacionamiento colectivo
permitidos, tanto social, como política y culturalmente. En
7 Ésta es, en este caso, la diferencia entre los dos términos. La modernidad se funda en la destrucción violenta de estructuras de organización y vida de las formaciones sociales que obstaculizan su movimiento histórico universal; pero la justificación de esta destrucción se caracterizó, en primera instancia y hasta el presente, por un discurso aparentemente desterritorializador, pero que en la práctica lleva a cabo territorialización cada vez más nociva.
65
este marco, el espacio pierde todo su sentido ritual, porque
aquello que es tangible y no-humano, pierde toda su
vitalidad, deviene en inerte. Lo único que acompaña al ser
humano es el propio ser humano, todo lo demás, todos los
elementos no-humanos –tanto vivos como muertos– que lo
rodean son simplemente accesorios de una vivencia
antropocéntrica y vacua. En cambio, en el caso de las
formaciones sociales, digamos, amodernas el territorio
contiene todos los elementos que le otorgan un sentido
mucho más amplio a la vida de los seres humanos. Por ello,
haciendo alusión a Giorgio Agamben (2010), el territorio es
forma-de-vida.
En este sentido, la modernidad o las sociedades
modernas carecen de un elemento fundamental, que a su
vez también pasa a ser monopolizado por el Estado y las
élites en el poder. Se trata de la territorialidad. Se ausentan
todos los relatos que le otorgan vida al espacio, y todas las
intuiciones colectivas que derivan de esta vitalidad. En el
mundo, o los mundos indígenas, el espacio, el entorno se
caracteriza por contener una profunda carga ritual, en la
que todas las entidades que lo habitan forman parte de una
única red a partir de la cual la vida se significa, en un
sentido holístico. Esta relación, si bien intenta ser
aprehendida y conceptualizada por intelectuales que
provienen de una matriz moderna –incluyendo a quien
escribe estas líneas–, no puede ser comprendida por la
crítica moderna, ni mucho menos por la crítica de la crítica
moderna, debido a que la modernidad se funda en un corte
epistemológico a partir del cual se escinde
irremediablemente el mundo de lo humano y lo no-humano
66
(Latour, 2007). Esta es la razón principal por la que toda la
crítica reformista, que en la actualidad intenta insertar en
su discurso elementos vivos del pasado tradicional del
mundo indígena (suma qamaña; pachamama, entre otras
categorías), termina frivolizando absolutamente los mismos,
y desvaneciendo el sentido profundo de estos elementos. En
este sentido, considero que la ‘reivindicación’ del mundo
indígena, tal y como la llevan a cabo las izquierdas
progresistas en la actualidad, se traduce en las políticas más
coloniales de la historia ¿Por qué serían más coloniales que
las políticas llevadas a cabo por las élites gobernantes de los
siglos XIX y XX? Sencillamente, porque a diferencia de
anteriores gobiernos que llevaban a cabo políticas coloniales
desde la sinceridad de su antagonismo, los reformistas
contemporáneos llevan a cabo un colonialismo salvaje desde
la hipocresía de su cercanía con el mundo indígena. De esta
manera, se permiten incluso relativizar y des-legitimar todo
intento de crítica, calificándolo de reaccionario, de contra-
revolucionario, e incluso de colonialista. Sobre esta crítica al
reformismo pseudo-modernista y colonialista, ahondaré en
el último punto de este acápite.
Antes de ingresar en la crítica, es necesario apuntalar
adecuadamente los elementos para la crítica. Esto es, la
reivindicación de nuestro oscurantismo tal como es. Decía
que en los mundos indígenas, se le asigna al espacio un
contenido ritual, que les otorga vida a todos las entidades
que lo habitan ya sean éstas humanas o no-humanas, ya
que ésta distinción no predomina como sucede en la
modernidad. En el caso del mundo aymara, aunque también
en las demás culturas andinas con los matices propios de
67
cada caso, el vínculo entre todas las entidades del entorno es
espiritual. De esta suerte, emerge un concepto bastante
complejo, que no puede ser comprendido a la ligera, sino a
partir de todas las posibilidades a que da lugar el mismo, se
trata del ajayu. “Ajayu es el prerrequisito para el desarrollo
de la vida y de todas las formas de existencia” (Burman,
2011: 117). No me interesa en este caso intentar apuntalar
una traducción del término, porque ello implicaría limitar la
potencia del mismo, o colonizar en un sentido lingüístico las
posibilidades del mismo. Lo cierto es que el ajayu son varias
cosas, pero es sobre todo un concepto espiritual bastante
amplio, que permite dar cuenta del carácter amoderno –si
se considera el corte epistemológico mencionado líneas
atrás– del pensamiento tradicional aymara. “El ajayu no se
restringe a la humanidad; sino es lo que integra al ser
humano dentro de una red más amplia de la vida; es lo que
hace que todos los seres sean personas” (Burman, 2011: 120).
En este marco, el ajayu aparece como una cualidad que
reside en todas las entidades que habitan el entorno, y que
las integra en una gran red de vida, o forma-de-vida. Como
señala Burman, los ajayus se hallan en todas partes, de
manera específica en cada una de las entidades que habitan
la tierra, y de manera general, en la significación del espacio
y del tiempo. La conexión con los ajayus, que es
fundamental en la cultura aymara, es la base para
comprender el vínculo ritual de estas poblaciones con la
tierra, con los medios de producción, con todas las entidades
no-humanas, a las que posteriormente la modernidad
denomina recursos naturales. Por lo tanto, en este concepto,
y los que derivan del mismo, se hallan los argumentos
oscurantistas que pretendo apuntalar. Existe una jerarquía
68
de ajayus, así por ejemplo el paisaje aymara está habitado
por los ajayus uywiris, que habitan los cerros, las montañas,
y con los que se busca estar conectados permanentemente.
Esto no implica que exista una escala de importancia y de
sacralidad en el entorno, “todo lugar es ‘potencialmente’
sagrado, sea uywiri o no” (Martínez, 1989: 28). A diferencia
de la religiosidad occidental, en la que la conexión con la
entidad supranatural (Dios) implica una diferencia y
separación ontológica entre Dios y la humanidad; en el caso
de la religiosidad andina, y me animaría a afirmar que en la
mayoría de los pueblos indígenas, la conexión con la
entidades supranaturales implica una unificación total. El
ajayu, en el caso de los aymaras, es la cualidad que unifica
la vida natural, de todas las entidades, con lo supranatural,
de esta certeza resulta el hecho que la pérdida del ajayu
resulte tan problemática para la vida misma8. La conexión
con los ajayus se da, por lo mismo, a partir de rituales que
involucran cuerpo y espíritu.
[…] Al participar en un ritual de intercambio de vientos
olores, alientos y el flujo de la vida, los ajayus uywiris y los
seres humanos se unifican. La unidad se experimenta de
manera clara y notoria en ciertos lugares, como las wak’as y
en momentos especiales durante los rituales. (Burman,
2011: 122)
8 La pérdida del ajayu implica varias cosas, desde la pérdida del aliento, la fuerza, pero sobre todo la pérdida de la esencia, ya que se pierde la conexión con las entidades supranaturales que habitan el entorno. En este marco, resulta bastante interesante la vinculación que realizan algunos maestros aymaras entre colonialismo, modernización y pérdida del ajayu. Ésta pérdida no implica la ausencia absoluta de la forma ajayu, sino que conlleva a una mala conexión, es decir a una conexión con un ñanqha ajayu, un ajayu extraño. La creencia en algunos maestros aymaras tiene que ver con esta mala conexión y pérdida del ajayu genuino se da, por ejemplo, a partir de la adopción de la vida urbana, la individuación, entre otros aspectos. (Ver. Burman, 2011).
69
Las nociones de ajayu o wak’a establecen una relación
bastante compleja, entre la existencia, la vida, tangible en el
cuerpo, y el espacio o el entorno. Esta relación intenta ser
recuperada en la actualidad, en el marco de una crítica al
colonialismo, en un sentido mucho más holístico que el
manejado por el discurso intelectual. De esta relación se
desprende una re-conceptualización del término alienación,
referido principalmente al ámbito ideológico. El
colonialismo, la modernidad, implican una pérdida del
ajayu, que se hace visible tanto en el cuerpo como en el
paisaje, de aquí que todo intento de descolonización, más
allá de la dimensión política o económica, implicaría una
recuperación de la esencia ‘sagrada’ de todas las
dimensiones (cuerpo, territorio). Esto implica una serie de
rituales que van desde el ámbito espiritual-personal, hasta
la recuperación del carácter sagrado del entorno natural. En
este marco, la seguridad, el sentido de abrigo que es
otorgado por la vivencia comunitaria, son posibles a partir
de la sacralidad del paisaje. La comunidad no tendría
sentido sin la existencia de los lugares sagrados, sin la
existencia de todo el orden ritual-tradicional. En este marco,
por ejemplo, las wak’as entendidas en términos generales
como lugares sagrados, juegan un papel importante en la
forma-de-vida de las poblaciones aymaras, tanto en el
campo como en las ciudades, aunque parte del discurso
descolonizador de los movimientos aymaristas en el
presente reivindica la vida en el campo como posibilidad
para recuperar la esencia. De esta relación compleja se
desprende una acepción oscurantista, es decir, al tratarse
más que de un relato, de una vivencia, el respeto por los
lugares sagrados condiciona el buen vivir de las poblaciones,
70
sobre todo en el área rural. “Aunque las wak’as y los ajayus
uywiris (los achachilas y las awichas) son los únicos que
pueden asegurar una buena cosecha, salud y bienestar, ellos
pueden también enviar granizo y helada y pueden castigar y
matar” (Burman, 2011: 140). Por lo tanto, sobre todo en las
áreas rurales, la relación con todas las entidades que
habitan el entorno está mediada por el vínculo místico con
las entidades supranaturales. Este vínculo es razonamiento
el que aqueja a los modernos, el oscurantismo que la
modernidad se precia de haber destruido a partir de
imponer la escisión epistemológica entre lo humano y lo no-
humano. Sin embargo, es en este vínculo que se halla la
posibilidad de pensar una crítica real a la voracidad del
capitalismo actual. Es allí donde se halla el carácter
subversivo de nuestro oscurantismo.
La relación compleja ritual con el entorno, que
caracteriza la vivencia de las culturas andinas no se aplica
únicamente al ámbito ritual, o al ámbito del pensamiento,
sino y sobre todo en la vivencia cotidiana, en la relación
cotidiana con la tierra, con el entorno natural, que tiene
lugar sobre todo durante el proceso productivo. El
aprovechamiento de los elementos y entidades de la
naturaleza, en el marco de las actividades agrícolas,
pecuarias, piscícolas y hasta mineras, de los pueblos
andinos, está determinado por el ritualismo descrito
anteriormente. En el caso de los Urus, por ejemplo, es
interesante notar que cada momento de su calendario
productivo viene acompañado de un acto ritual, desde la
repartición de la tierra, la siembra, la cosecha, y el inicio del
71
siguiente periodo de producción (Wachtel, 2001)9. La
compartición de la ritualidad repercute, a la vez que es una
determinación, y es la condición para la conservación, de los
lazos comunitarios al interior de estas formaciones
socioeconómicas. Este conjunto de determinaciones, que no
pueden comprenderse sino en su relación permanente
(ritualidad, producción, comunidad), dan lugar en la
actualidad a propuestas para pensar alternativas al modelo
capitalista de producción, sobre todo en lo que respecta el
área rural. Empero, el acercamiento y la reflexión sobre
estas alternativas todavía carece de una perspectiva
holística, en la que ingresen tanto las técnicas productivas
comunitarias, como el pensamiento y la ritualidad, como un
conjunto coherente e indiviso. En la actualidad se utilizan
términos como agroecología y soberanía alimentaria, en
algunos casos vinculándose ambos, y en otros tratándolos
como conceptos distantes. Lo cierto es que la agroecología
como enfoque para alcanzar la soberanía alimentaria, es
una manera práctica de pensar la aplicación del carácter
subversivo del oscurantismo que intenté describir párrafos
atrás. La agroecología “como disciplina referida al manejo
adecuado de ecosistemas y agrosistemas bajo una inter-
relación armónica entre el hombre [y la mujer] y la
naturaleza, que respete el medio ambiente y los valores
culturales de la sociedad” (Tapia, 2006: 67) tan sólo es
9 De hecho un aspecto sociológico que debe resaltar en la vivencia tradicional de los pueblos originarios es el sentido que le es asignado a la festividad, en el cual también se visualiza la diferencia de orden discursivo de estas formaciones sociales. La festividad siempre tiene un carácter ritual, y acompaña permanentemente la vivencia tradicional, se trata de un momento de disponibilidad colectiva en la que el esparcimiento cumple también una función de agradecimiento a las entidades supranaturales. Es decir, no existe momento en la vida de los pueblos originarios en que no estén presente las demás entidades, tanto naturales como supranaturales. Por lo tanto, se confirma el carácter no-antropocéntrico de las culturas indígenas, así como un sentido distinto asignado a los momentos de hedonismo.
72
posible a partir de la re-valorización de las técnicas
tradicionales de producción, que son empleadas por las
comunidades campesinas y las poblaciones originarias. La
cualidad subversiva del oscurantismo, es decir de las
tradiciones y la ritualidad de los pueblos indígenas
originarios no tiene que ver únicamente con su capacidad de
poner en cuestión el orden de pensamiento hegemónico de la
modernidad, sino también y sobre en su aplicabilidad
práctica funcional. El enfoque agroecológico es, en la
actualidad, la propuesta funcional más concreta para pensar
la revitalización del oscurantismo, en el sentido integral que
he intentado exponer aquí.
No hay otra alternativa que no sea agroecología para
brindar una alternativa que permita producir suficientes
alimentos que sean no sólo saludables sino también
accesibles. Hoy sabemos que los campesinos, con más o
menos 350 millones de granjas a nivel mundial alimentan al
50% de la población mundial. Y, la mayoría de esos
agricultores, yo diría el 80% de ellos, están produciendo con
métodos agroecológicos, es decir, métodos basados en
conocimiento tradicional, conocimiento milenario
transmitido de generación en generación […] El problema
de escala no es el área de producción, sino el número de
agricultores. (Altieri. Recurso audiovisual)10
Pero el objetivo del presente punto no es ahondar en la
agroecología, sino reflexionar sobre todo en los fundamentos
que permiten pensar estas alternativas o enfoques, sobre las
que ahondaré más adelante. Esto es, en el carácter
subversivo del oscurantismo de nuestros pueblos que se
10 Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=EAV-RlDDirI, visitada en fecha 5 de noviembre de 2013.
73
funda en la relación ritual que tienen los pueblos con el
entorno natural y con todas las entidades que lo habitan.
En este marco, me interesa reflexionar sobre cómo esta
relación repercute, lógicamente, en la manera en cómo estos
pueblos conciben al tiempo, es decir el movimiento de la
historia. En varios trabajos historiográficos y etnográficos
referidos al pensamiento y la política insurgente en el
mundo aymara (Hylton, 2005; Thomson, 2007; Hylton et al.,
2011; Condarco, 1983, Burman, 2011) se visualiza, sin
necesariamente ahondarse, sobre una problemática de tipo
epistemológica, que tiene que ver con la concepción del
tiempo de los pueblos aymaras, que emerge cada vez que se
enfrenta a la impostura de la concepción occidental del
mismo. Se trata de una problemática de tipo epistemológica
pues todos los momentos de insurgencia indígena en la
región andina estuvieron marcados por la manifestación de
un orden discursivo –en términos foucaultianos–
resistiendo a la voluntad hegemónica de otro. Son los
momentos de insurgencia los que permiten dar cuenta de la
existencia de una concepción del tiempo diametralmente
opuesta a la que intenta apuntalar universalmente la
modernidad. En estos momentos, como visualizan Hylton,
Patzi, Serulnikov y Thomson (2011), surge la reivindicación
de una renovación del presente, bajo esta idea de “ya no es tu
tiempo, es nuestro”, que se replica tanto en las
insurrecciones de finales del siglo XIX (1871, 1899), como en
las insurrecciones de la primera mitad del siglo XX. Pero lo
que debe resaltar es que esta renovación del presente no
tiene que ver, de ninguna manera, con la lógica moderna de
un movimiento ascendente de la historia, sino con la re-
emergencia de los elementos vivos del pasado, la
74
recomposición del mismo. Es en el lenguaje utilizado por los
insurgentes, en los momentos de rebelión, que se puede dar
cuenta de esta concepción distinta del tiempo. Así por
ejemplo, en una correspondencia enviada por Zarate Willka
a Juan Lero, durante la insurrección de 1899, afirmaba que
“el despojo y la masacre de los comunarios iban a ser los
resultados de la guerra, si ellos no se sumaban a la causa de
la ‘regeneración’ federal de Bolivia” (Hylton, 2004: 106-107).
En esta oración resalta el término regeneración, que da
cuenta de que existía un proyecto político aymara, durante
la insurrección, mucho más allá de la guerra de razas o la
inclusión al Estado liberal. Pero ¿Cómo se pensaba
regenerar Bolivia? El propio Forrest Hylton parece no
hallar una respuesta terminante a esta problemática, ya
que no ingresa en explorar la discursividad aymara, ni
mucho menos amplía sus fuentes a la ritualidad de estos
pueblos. Aunque, el propio Hylton señala que existió un
Parlamento Aymara, cuya sede se situaba en un cerro, no
ahonda en el contenido ritual de este hecho histórico, y por
lo tanto, su restricción a fuentes escritas lo limitan a una
comprensión parcial de la problemática. Empero, en el
trasfondo de todos los momentos de insurrección aymara
durante el siglo XIX se halla la concepción del tiempo.
Para poder ahondar sobre esta problemática de la
concepción del tiempo, me remito nuevamente al trabajo
sobre la ritualidad aymara de Anders Burman (2011).
Considero que no se puede comprender el discurso
subversivo, de los momentos de insurrección en el mundo
indígena, si no se considera a la vez el pensamiento ritual.
Parte de la propuesta de descolonización de los movimientos
75
ritualistas aymaras, en la actualidad, tiene que ver con
recuperar la esencia, el ser nativo. Esto implica, en primera
instancia, tener presente que existe un orden natural, no es
armónico en un sentido ecologista, sino que es algo dado, un
orden otorgado y protegido por los espíritus. “[…] cuando
algo aparece fuera de lo que normalmente es su elemento –
por ejemplo, un zorro que aparece en la pampa, cuando la
montaña es su ambiente normal– es un signo de que algo
anda mal” (Burman, 2011: 171). En este marco, la
colonización y el colonialismo, desde el siglo XVI hasta el
presente, supuso y supone un quiebre en este orden natural,
que vínculo la dimensión terrenal, con la dimensión
espiritual. En el ámbito individual, se entiende a este
quiebre como la desviación del camino o sarawi, por lo tanto,
la práctica ritual consiste en intentar recomponer el
presente a partir de devolver al individuo al camino inicial.
Esta misma lógica de recomposición se aplica a todos los
ámbitos de la ritualidad aymara. En el acto del ofrecimiento
ritual a las wak’as se condensa todo este pensamiento, se
objetiva el propósito de curación del presente, a partir de la
recomposición de un pasado que sigue vivo. Pero este orden
de pensamiento no es una tendencia contemporánea, ni
mucho menos, ya en el siglo XVI puede observarse la misma
corriente en el marco del movimiento milenarista Taki
Onqoy. El objetivo de estos movimientos, que en su
contenido sintetizan la concepción aymara del tiempo, es el
de curar o sanar tanto a las personas como al paisaje, de la
enfermedad que supone el colonialismo, entendido en un
sentido holístico. Esto implica la limpieza del cuerpo y el
espíritu de los ajayus ajenos, de las deidades foráneas, así
como la devolución del entorno al dominio espiritual. Así,
76
por ejemplo, un acontecimiento que es paradigmático para
comprender esta concepción del tiempo fue la reconstitución
del cuerpo de Tupac Katari, el año 2006, que supuso un
proceso ritual bastante complejo. “El ritual le permite no
sólo reconstituirlo después del desmembramiento colonial y
recuperarlo del control extraño; sino también la ayuda a
integrarse al cuerpo colectivo aymara revelando una
identidad étnica que se expresa en términos corporales”
(Burman, 2011: 209). En suma, es el pensamiento ritual
aymara el que les permite a estos pueblos pensar una
manera cultural genuina de transgredir, resistir y luchar
contra el sistema de dominación moderno.
Todos estos apuntes remiten, nuevamente, a la
concepción crítica de la historia desarrollada por Walter
Benjamin, sobre la que reflexione en un acápite anterior,
que tiene que ver con el ángel de la historia como aquel que
transgrede el sentido progresista de la crítica materialista.
“El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está
vuelta hacia el pasado. El ángel quisiera detenerse,
despertar a los muertos y recomponer lo despedazado”
(Benjamin, Tesis IX, 2007: 69-70). La tragedia de la
modernidad actual inicia a partir del momento en que la
historia pasa a ser comprendida como unilineal, universal y
con un movimiento siempre ascendente. Se pierde, entonces,
todo vínculo con el pasado tal como fue, para relatarse un
pasado a partir de imágenes segregadas del mismo. Se
pierde todo sentido de correspondencia y compromiso con los
propios muertos, con todo el orden devenido en peyorativo, a
partir de que pasa a ser anterior a la modernidad. En
consecuencia, el pasado deviene en arcaico, no tiene nada
77
que ofrecer salvo la posibilidad de explicar el presente y
proyectar algún futuro. Este cambio en la concepción del
tiempo abarca todas las dimensiones de la vida de las
formaciones sociales modernas: se quiebra produce la
escisión entre lo humano y lo no-humano; tiene lugar la
muerte de cualquier deidad que no sea la razón científica
moderna; se justifica discursivamente la explotación
capitalista que tiene lugar hasta el presente; y acontece la
individualización y enajenación absoluta de que son
víctimas las sociedades contemporáneas. A diferencia de
todos estos elementos, que en el fondo contienen toda la
tragedia del capitalismo actual, el pensamiento ritualista
aymara, así como el oscurantismo que caracteriza la
vivencia de todos los pueblos indígenas originarios en la
actualidad, se emplazan como propuestas para transgredir y
cuestionar la modernidad, desde sus fundamentos, en este
caso, desde la concepción del tiempo. El oscurantismo o el
pensamiento ritual de los pueblos indígenas originarios son
el ángel de la historia, la posibilidad epistemológica y
práctica de recomponer el pasado, de resistir a la tormenta
del progreso.
Moviéndose en el paisaje y a través de la práctica ritual se
produce la regeneración de un paisaje sagrado. Esto es
reminiscente del ‘tiempo del sueño’ de los aborígenes
australianos dentro del cual el paisaje es creado por el
caminar ancestral. Dirigiéndose a los jóvenes Soldados en
un cerro cerca del lago Titicaca, Juan Ángel les dijo una vez:
‘¡Caminando se hace historia!’ (Burman, 2011; 212)
En suma ¿Qué debe entenderse por oscurantismo
subversivo? La modernidad capitalista, en el presente
78
parece no conocer límites. Esto es, el engaño de la
emancipación supone la liberación absoluta de los
individuos, con relación a todas las narrativas tradicionales,
al pensamiento ritual que, en las formaciones culturales y
socioeconómicas que precedieron al capitalismo o las que
resisten actualmente a su movimiento hegemonista. En este
marco, por oscurantismo subversivo entiendo a todas las
narrativas y prácticas culturales que, con distintas
intensidades y a partir de diversas estrategias, plantean –
más práctica que discursivamente– subvertir el orden
racional impuesto históricamente por la modernidad
capitalista. Así por ejemplo, en lo que respecta la dimensión
política, implica la transgresión y revuelta constante contra
toda forma de monopolización, jerarquización y
racionalización absoluta del ejercicio del poder, es decir
contra la forma Estado moderno. Las tradiciones
originarias, las narrativas y prácticas culturales de los
pueblos son eminentemente amodernas, contra-estatales; de
la misma manera que las formas comunitarias de
organización de la economía son eminentemente contra-
capitalistas. Este carácter subversivo es observable en todos
los ámbitos y dimensiones de la vida, desde la política, la
economía, las relaciones sociales, hasta la espiritualidad. La
manera en cómo los pueblos, las culturas indígenas
subvierten al orden hegemónico de la modernidad es
oscurantista, porque es una subversión que se desenvuelve
desde la tradición, desde la ritualidad, desde aquello que la
modernidad intentó históricamente extinguir. Son, pues,
espacios contra los que la modernidad lato sensu –ya sea
desde la derecha liberal o la izquierda progresista
materialista– continúa luchando.
79
En consecuencia, así como el presente no está libre de la
oscuridad del pasado, está cada vez más impregnado por la
voluntad universalista de la luminosidad del progreso. La
lucha contra la modernidad capitalista no tiene lugar en el
frente de los críticos de la izquierda reformista u ortodoxa,
sino en la vivencia de lucha de los pueblos, que llevan a cabo
la batalla desde los cimientos de la hegemonía, desde el
pensamiento. La tragedia del presente se halla en la
voluntad, absolutamente colonialista, de los críticos de
izquierda de cooptar la lucha de los pueblos, para
funcionalizarla a los objetivos progresistas que se trazan en
el presente. Estos pseudo-críticos no se percatan –o quizás lo
hacen– de que, en su pretensión redentora tan sólo
perpetúan el movimiento histórico de la modernidad
capitalista. El trasfondo del problema sigue siendo el
mismo, la concepción del tiempo, la disputa entre órdenes
epistemológicos opuestos.
La concepción miserable del tiempo
Hasta este punto he intentado apuntalar algunos
elementos para la crítica de la concepción moderna del
tiempo. En este marco, considero que criticar a la
modernidad implica trascender la bipolarización política
entre derechas e izquierdas, establecida por la modernidad a
partir de la Revolución Francesa. Sin embargo, no puede
negarse que existen divergencias substanciales en los
proyectos políticos de ambas parcialidades de la política
moderna, pero se trata de divergencias que resultan de las
mismas determinaciones históricas, la división de clases en
80
el marco de la economía política capitalista, les decir la
enajenación social producto de la escisión de los
trabajadores de los medios de producción. En este sentido,
no debe dejar de convocar el término comunismo, que en
última instancia contiene la crítica al individualismo
absoluto a que conduce la modernidad capitalista, en todas
las dimensiones de la vida. En este marco, resulta
interesante observar el sentido etimológico del término, que
proviene del latín communis o común y el sufijo ismo que
implica escuela o, pero sobre todo movimiento. Si se
considera, únicamente este aspecto, más allá de cualquier
interpretación ideologizada por las diversas corrientes de la
izquierda surgidas a partir del siglo XIX, más que un
estadio civilizatorio superior, el término implica un
movimiento hacia algo, hacia lo común. De aquí que me
interesa, en el marco de la crítica a la modernidad a partir
de la concepción del tiempo o la concepción de la historia,
observar críticamente a la izquierda actual, más que la
derecha cuya propuesta es ya ampliamente cuestionada
¿Cómo entiende la izquierda, sobre todo la reformista
contemporánea, a esta idea de un movimiento hacia lo
común? ¿Cómo se pretende poner en práctica este
movimiento? O ¿En qué términos se significa a este
movimiento? Resulta curioso que en los trabajos de Marx no
se puede establecer una definición explícita del comunismo,
sino algunos elementos que surgen a partir de la crítica a la
economía política capitalista. En este marco, todo intento de
significar el término y objetivar el proyecto, estuvo
determinado por interpretaciones posteriores, que a su
manera intentaban trazar un destino para la historia. En
este aspecto, no se puede eximir al propio Marx de
81
establecer, sobre todo en los albores de su extensa obra, una
lectura historicista del pasado, para explicar por fases las
transiciones entre modos de producción. Este ejercicio
historicista, a partir de entonces, se establece como
fundamento para la elaboración de cualquier proyecto
político. Empero, en este ejercicio se confirma el predominio
del orden discursivo de la modernidad, la concepción
ilustrada del tiempo, la herencia del pensamiento hegeliano.
La historia entendida, de manera simplista, como el
ejercicio de aproximarse al pasado, a partir de una
significación establecida del tiempo, obedece pues como
todas las demás disciplinas que tengan que ver con el
pensamiento, a las determinaciones de un contexto histórico.
En este sentido cada momento histórico produce un bloque
de ideas, la filosofía de cada época responde a estas
determinaciones, y en consecuencia la producción de ideas,
de proyectos, se enmarca dentro de un orden discursivo
dominante (Gramsci, 2008; Foucault, 2007). En este marco,
resulta lógico establecer una relación de determinación
entre el orden discursivo de la modernidad y la disciplina
crítica del materialismo histórico, entendido como intento de
cientifizar la historia, a partir del estudio de los diversos
modos de producción y de las formaciones sociales. El
materialismo histórico es el intento de establecer un
movimiento lineal de la historia, en la que inevitablemente
se producen transiciones de una formación social a otra.
Este intento de disciplina científica se halla determinado, a
su vez, por lo que se ha denominado el materialismo
dialéctico, que sería el edificio teórico o filosófico sobre el
cual se erige el método del materialismo histórico. A partir
82
de esta segunda disciplina es que se apuntala la concepción
materialista del tiempo, como movimiento ascendente,
heredada de la fenomenología hegeliana (Ver. Poulantzas,
2007). Una de las proposiciones fundamentales del
materialismo es la primacía de lo real sobre el conocimiento
o el pensamiento. A partir del materialismo el tiempo y el
movimiento de la historia pasa a ser comprendido como una
determinación de las condiciones materiales que fundan la
manera en cómo se configura cada formación social. Cada
contexto socioeconómico es el producto de una ‘multiplicidad
de determinaciones’. Esta manera de aproximarse al
movimiento de la historia es tan pertinente como puede
llegar a ser perjudicial, considerando el legado ilustrado que
sienta las bases de la misma. Le herencia del pensamiento
hegeliano en la propuesta del materialismo refuerza el
sentido unidireccional y universal que le es atribuido a la
historia. En este marco, la distinción de etapas históricas de
desarrollo de las formaciones sociales, conlleva a reforzar la
comprensión progresista del tiempo. El materialismo
histórico resulta siendo, en este sentido, el mayor apologeta
de la emancipación ilustrada en el marco de su defensa de
un sentido superador de la historia.
La concepción materialista de la historia convida a
llevar a cabo una aproximación integral a las
determinaciones que configuran cada formación social. A
partir del concepto modo de producción, que comprende no
sólo la dimensión económica, sino también la ideológica y la
jurídico-política, el materialismo histórico se plantea como
disciplina que permite una comprensión integral, de los
elementos reales o condiciones materiales, de la manera en
83
cómo se configuran las formaciones sociales y económicas.
Empero, se trata de una estrategia teórica que refuerza el
racionalismo antropocentrista de la modernidad, dejando
completamente de lado aquellos elementos como la cultura,
los metarelatos las narrativas culturales y la religiosidad,
como factores determinantes de la configuración de las
relaciones sociales, que van más allá de las determinaciones
materiales. Tanto desde la perspectiva de la dialéctica
hegeliana, que atribuía a la historia una continuidad
homogénea como parte del desarrollo del espíritu; como
desde la perspectiva materialista introducida por Marx, que
plantea explicar el continuum de la historia a partir de las
condiciones materiales, se puede observar la presencia de un
mismo sentido progresista y universal que le es atribuido a
la historia. La inaplicabilidad de estas leyes, que forman
parte del orden epistemológico de la modernidad, se hace
manifiesta en la actualidad, en el funcionamiento fáctico de
las estructuras y la validez de las narrativas, de formaciones
sociales amodernas, al interior de Estados moderno. La
relación entre la manera cómo se configura una
determinada formación social, y cómo las condiciones
materiales de vida, permite dar cuenta de la relación de las
distintas formas de vida con los elementos reales que las
determinan. Empero, esta manera de aproximarse,
demasiado modernista en el fondo de sus planteamientos,
deviene en funcional al enemigo mismo al que intenta
superar en el marco de su composición del movimiento
histórico, cuando ingresa en justificar el movimiento
ascendente de la historia.
84
Esta filiación modernista que pesa sobre el
materialismo histórico se hace manifiesta en la vocación
cientificista del mismo, por ejemplo, en la pulsión de los
historiadores marxistas, incluso los más esforzados en
intentar generar una lectura histórica crítica, de generar
conceptos históricos cerrados, aplicables a la variabilidad
absoluta del objeto de estudio (Ver. Anderson, 2012). Esta
pulsión que caracteriza la tarea de los materialistas hereda
el cientificismo que inicia en el Renacimiento, y que es
exaltado posteriormente por el movimiento de la Ilustración.
Para comprender esta relación, es necesario remitirse
nuevamente a la crítica que lleva a cabo la modernidad
respecto a la tradición y la moral. El desarrollo de las
sociedades modernas se funda en la emancipación con
relación a la moral, la cual se funda en la naturaleza y la
relación mística de los individuos con la misma. De aquí que
la modernidad se precie de su cientificismo absolutista. La
tarea que emprende la modernidad, en este sentido, es la
desnaturalización de la moral y del pensamiento, a partir de
la distinción categórica entre lo humano y lo no-humano,
que llega a tal punto que todo aquello que escapa a las
reglas de lo social –entendido como inmanente– es
completamente salvaje y carente de todo sentido, incluso de
moral, porque la naturaleza –entendida como trascendente–
es carente de reglas racionales (Latour, 2007; Todorov,
2011). En este marco, el mundo en su totalidad pasa a ser
comprendido a partir de enunciados universales –o
universalistas en primera instancia–. El rechazo hacia la
naturaleza o lo natural conlleva a la justificación de todos
los productos de la modernidad, y compris el Estado
moderno, como inmanencias aplicables universalmente,
85
para evitar la prosecución del predominio caótico de la
naturaleza. En este marco, toda sociedad que se precie de
haber superado su condición natural o animal, debe llevar a
cabo esta ruptura con relación a la naturaleza como base de
la moral. Esto deriva en que, a partir de la Ilustración, toda
lectura o estudios de las formaciones sociales se ve regida
por la perspectiva antropocéntrica que reduce la naturaleza,
como dimensión extraña a lo humano, a objetos y medios de
producción. De esta suerte, tanto para el pensamiento
liberal ilustrado, que sienta las bases ideológicas del
desarrollo capitalista contemporáneo, como para la crítica
materialista al propio capitalismo, toda formación social
cuya vivencia y organización de sus condiciones materiales
esté mediada por la relación mística y ritual con la
naturaleza, es un arcaísmo. El resultado es, en
consecuencia, la apología moderna de la ciencia y de la
razón inmanentista como motores de la historia de la
humanidad, en un sentido además universal. En este plano,
se establece tanto el materialismo histórico como método
científico de aproximación al pasado, como la historicidad
del materialismo como relación invariable entre lo social y lo
natural, en el marco de la frontera entre lo inmanente y lo
trascendente.
Esta manera de comprender el tiempo, de significar la
vida y el tiempo conlleva a reforzar el universalismo
evolucionista que la modernidad intenta imponer por todas
partes. El problema, por lo tanto, tiene que ver con la
cuestión que aqueja a modernos hasta el presente ¿Si el
desarrollo de las formaciones sociales está determinado por
determinaciones históricas que tienen lugar
86
universalmente, por qué perviven formaciones sociales
cuyas narrativas culturales, prácticas y estructuras
‘preceden’ al de las sociedades modernas? En su momento,
las teorías evolucionistas aplicadas a la dimensión de lo
social intentaron argüir que la existencia de estas
formaciones sociales estaba condenada a la desaparición,
por la inevitabilidad de la historia y la superación evolutiva
aplicada al ámbito de la cultura. Posteriormente, esta
lectura fue descalificada, aunque no del todo descartada, por
la argumentación crítica moderna, de la propia modernidad.
Hasta el presente, puede observarse el mismo razonamiento
evolucionista que intenta ser aplicado por los críticos de la
modernidad, que enuncian su crítica desde los adentros de
la propia modernidad. Entonces surgen lecturas como la
teoría de la dependencia, o la crítica al colonialismo que más
que crítica termina siendo ella misma colonialista. Para
estas lecturas, que se suponen ellas mismas críticas del
orden discursivo hegemónico de la modernidad capitalista,
las formaciones sociales que fueron colonizadas habrían
sufrido una interrupción temporal, algún suceso
epistemológicamente inexplicable, por el cual su historia se
vio interrumpida. En este marco, critican la lógica colonial
por la cual tuvo lugar “la destrucción la ruta de evolución
(sic) de los sistemas científicos de las sociedades indígenas,
dando lugar a un estancamiento tecnológico empobrecedor
de todas las naciones indígenas” (García, 2012: 27). En este
tipo de razonamiento se halla, mediado por la supuesta
crítica, un profundo sentido colonialista según el cual, todas
las formaciones sociales que habitan el globo, de una u otra
manera, habrían llegado al mismo progreso moderno-
capitalista, si no hubiera sido interrumpida su ruta de
87
evolución. Tanto así es colonialista esta argumentación que
le atribuye un empobrecimiento a todas las naciones y
pueblos indígenas, tanto en términos tecnológicos como
culturales. Para esta supuesta crítica, durante los
quinientos años de historia del colonialismo, los pueblos
indígenas originarios no habrían logrado ningún tipo de
desarrollo, ni tecnológico ni mucho menos cultural. De esta
manera, justifican sus proyectos políticos, calificados de
revolucionarios o progresistas, que en última instancia
perpetúan el movimiento universalista de la modernidad-
capitalista. La pregunta que se plantea es ¿en verdad se
puede afirmar un estancamiento histórico, en el intento de
apuntalar condiciones universales de bienestar para todas
las formaciones sociales del mundo?11 Esto conlleva a una
serie larga de preguntas que intentan poner en cuestión el
sentido universalista, quizás benevolente, de la modernidad
¿Qué es bienestar y qué es felicidad? ¿Cómo debería medirse
la pobreza? ¿La historia realmente sigue un rumbo único y
universal? La respuesta a estas preguntas lógicamente debe
regirse por el objetivo de poner en cuestión un orden
discursivo dominante, pero no completamente hegemónico,
ni mucho menos inmutable.
11 En su investigación etnográfica sobre los Urus, Nathan Wachtel (2001) lleva a cabo una constatación que resulta por demás reveladora para poder desmentir esta concepción colonialista de los críticos modernos. En el marco de aprovechar de la manera más eficaz los escasos recursos hídricos de la región que es actualmente habitada por lo Urus de la región del río Lauca, este pueblo desarrollo un complejo y absolutamente genial sistema de drenajes. “Los chipayas se esfuerzan por regularizar los brazos movedizos del Lauca, tanto en su curso como en su caudal, mediante repetidos trabajos de drenaje y de construcción de diques, de tal modo que el conjunto de la red hidrográfica, orientada en el territorio de norte a sur, tiene ahora algo de natural y algo de artificial” (Wachtel, 2001: 69). Lo más revelador de esta constatación etnográfica es que no se trata de una práctica milenaria o ancestral, sino desarrollada recién en la década de los 70 del siglo XX. Se trata de un excepcional desarrollo tecnológico, que permite dotar de agua al territorio uru en su totalidad, en distintas épocas del año, paliando así las dificultades del paisaje y del clima, y que no tiene más de cincuenta años de existencia.
88
El universalismo paternalista a que conduce la
concepción moderna del tiempo, y la vocación progresista
benevolente del materialismo histórico, conlleva al
acallamiento incluso violento, de los sujetos que,
paradójicamente, son representados y reivindicados. Este
acallamiento es justificado desde distintos ámbitos que van
desde la crítica del oscurantismo de las tradiciones; la crítica
de pobreza material y cultural en la que supuestamente
viven los pueblos indígenas; la crítica de conservadurismo de
aquellos sujetos pertenecientes a estas formaciones sociales,
que salen en defensa de sus tradiciones y cultura. Esta es la
gran paradoja de la crítica progresista o reformista que
llevan a cabo, tanto intelectuales como gobiernos, que en la
actualidad se reivindican como revolucionarios y, lo peor,
pluralistas. Es, pues, bastante fácil hacerse universalista
desde la ilusión emancipadora que produce el bienestar
ilusorio moderno, desde el hedonismo permisivo y
consumista a que da lugar el modo de producción
capitalista. En consecuencia, no se crítica la miseria del
propio tiempo, sino aquella que es atribuida a otros tiempos.
Estos apuntes conllevan a la necesidad de retomar y
profundizar nuevamente sobre la crítica benjaminiana la
concepción de la historia del materialismo histórico, que
casualmente coincide plenamente con el pensamiento
reparador que caracteriza la concepción de la historia de
muchos pueblos indígenas. Es en la crítica benjaminiana,
así como en las propuestas subversivas de los pueblos que se
manifiestan sobre todo en la práctica, que se halla la
justificación para esto que he denominado la concepción
miserable del tiempo, que caracteriza la pseudo-crítica de las
89
izquierdas reformistas en la actualidad. En este sentido ¿A
qué me refiero con esta idea de una concepción miserable del
tiempo? Al conformismo de la crítica a la crítica de la
modernidad capitalista, es decir, a los postulados de las
izquierdas, que en su pretensión crítica han acabado siendo
más funcionales al movimiento histórico del capitalismo.
Esto lo evidenciaba Walter Benjamin en la Alemania de
entre-guerras, tal y como puede evidenciarse en la
actualidad, en el discurso progresista de las izquierdas
reformistas que gobiernan América Latina.
El conformismo, que desde el principio ha hallado su
comodidad en la socialdemocracia, no se refiere sólo a sus
tácticas políticas, sino también a sus ideas económicas. Ésta
es una de las razones de su ulterior fracaso. Nada ha
corrompido tanto a la clase trabajadora alemana como la
idea de nadar a favor de la corriente. […] A partir de ello no
había más que dar un paso para caer en la ilusión de que el
trabajo en las fábricas, por hallarse en la dirección del
progreso técnico, constituía de pos sí una acción política
(Benjamin, Tesis X, 2007: 70-71).
Paradójicamente, esta postura, que también es
férreamente defendida en la actualidad por los burócratas e
intelectuales de la izquierda reformista, que no es otra cosa
que una proyección local de la socialdemocracia, contradice
incluso la crítica de Marx a la economía política capitalista.
La apología del desarrollo técnico y tecnológico por la
miserable ideología progresista del reformismo es la prueba
fehaciente de su subordinación al arquetipo temporal
impuesto por la modernidad. En términos vulgares y
simplistas, que no por ello dejan de caracterizar plenamente
la miseria de este pensamiento, las izquierdas reformistas
90
han asumido ciegamente la idea de que el progreso y la
revolución pueden ser únicamente post-capitalistas. En este
sentido, siguiendo de manera ingenua los postulados del
materialismo histórico, están convencidos que para
construir un comunismo primero habrá que cumplir con
todas las fases o etapas históricas. “Tal concepción no quiere
ver más que los progresos del dominio de la naturaleza y se
desentiende de los retrocesos de la sociedad” (Benjamin,
Tesis X, 2007: 71. La miseria de esta izquierda reformista
reside en el hecho que su pseudo-crítica al capitalismo
responde, en última instancia y de manera mucho más
eficaz que el propio liberalismo, a las directrices discursivas
impuestas por la modernidad. Esto es, al ideal ilustrado de
la emancipación de la razón con respecto a la materia, a
partir de la destrucción de todo orden tradicional y ritual y,
a partir de la escisión irremediable entre naturaleza y
sociedad. En este marco, la paradoja de la izquierda
reformista, o la socialdemocracia criticada tan finamente
por Benjamin, es el hecho que la pretensión crítica no tarda
en develarse como apologeta del humanismo moderno –
entendido como la defensa de un arquetipo universal de
humanidad–, y del antropocentrismo más absoluto, en el
marco de una concepción progresista y unidireccional de la
historia universal. “La concepción del progreso del género
humano en la historia es inseparable de la concepción del
progreso de la historia misma como si recorriese un tiempo
homogéneo y vacío” (Benjamin, Tesis XIII, 2007: 73). De esta
manera, estas izquierdas apologetas de la concepción
miserable de la historia y convencidas de su benevolencia,
destinan todos sus esfuerzos para asegurarle a las
formaciones sociales que habitan, condiciones modernas de
91
bienestar, así como para alcanzar el desarrollo capitalista,
con todas las repercusiones negativas que caracterizan al
mismo.
Pero el mayor problema de esta concepción miserable
del tiempo, sobre todo en el caso de las izquierdas
reformistas latinoamericanas, tiene que ver con su intento
absolutamente nimio de aplicarla a las realidades plurales
de la región. El aspecto más reprochable de este ejercicio
reside en que lo llevan a cabo reivindicando sujetos
históricos cuya concepción de la historia, y cuyos proyectos
políticos distan mucho del universalismo modernista, es
decir los pueblos indígenas. El discurso político de las
izquierdas reformistas está impregnado por la vocación
redentora de los pueblos indígenas originarios, pero en el
sentido más modernista –y en consecuencia colonialista–
pretende llevar a cabo la descolonización nadando a favor de
la corriente. Ello implica políticas públicas onerosas que
pretenden incluir a los pueblos en el progreso, la urbanidad,
el desarrollo capitalista. La crítica al capitalismo se ha
reducido a la voluntad de democratizarlo, antes que
transgredirlo o destruirlo. Como pretenden las izquierdas
reformistas llevar a cabo este proyecto de culminar la
universalización de la modernidad capitalista, a través del
dispositivo moderno de ejercicio del poder político: el Estado.
“No puede haber igualdad ni plurinacionalidad con un
‘Estado con huecos’, ni con un Estado archipiélago, ni con un
Estado unicéntrico” (García, 2012: 29). Lo que resulta, por lo
tanto, es la expansión ilimitada del Estado moderno, a
través de todos los dispositivos de dominación del mismo,
sobre todo los represivos (policía, fuerzas armadas). A partir
92
de esta expansión del Estado, se proyecta la ampliación de
la infraestructura que el capitalismo global y local necesitan
para expandir, a su vez, su capacidad extractiva de recursos
naturales, y productiva (carreteras, campos de extracción,
etc.). Estos proyectos onerosos son únicamente realizables a
partir de la eliminación de toda narrativa o estructura
organizativa que transgreda al Estado, que ponga en
cuestión el orden discursivo de la modernidad. Esto es, a
partir de la destrucción de progresiva de las culturas de los
pueblos indígenas, a quienes paradójicamente reivindican
como sujetos históricos.
Si se lleva a cabo una lectura seria y congruente de los
momentos de insurrección indígena en la historia boliviana,
cada uno es un intento más de terminar con la dominación
colonial a partir de la revitalización definitiva de la propia
cultura y tradición. Cada uno de estos momentos, que acaba
en ruina, sumando así la densidad de la catástrofe histórica,
es un momento en que la consigna principal es la de vengar
el pasado, las luchas anteriores. Este es el sentido verdadero
de la propuesta benjaminiana de recomponer el pasado, a
partir de desagraviar las luchas anteriores. Éste era el
mismo sentido de las luchas obreras de fines del siglo XIX y
principios del siglo XX, vengar a todas las demás clases
explotadas de la historia –aunque teniendo siempre en
cuenta la diferencia en la concepción de la historia entre
cada sujeto histórico–. Por ello es que me detuve brevemente
en la causa de regeneración del país enunciada por Zarate
Willka, o la propuesta de retornar al ser nativo de los
Maestros aymaras. Estas narrativas, cuyos contenidos
políticos son eminentemente subversivos son completamente
93
opuestas a la concepción miserable del tiempo que
caracteriza a las izquierdas reformistas. Empero, el riesgo
en el presente es que suceda lo mismo que con las clases
obreras cooptadas por el discurso socialdemócrata, como
sucedió en Alemania durante la década de los 30. “La
socialdemocracia se complacía de asignar a la clase
trabajadora el papel de redentora de las generaciones
futuras. Y así cortaba el nervio principal de su fuerza”
(Benjamin, Tesis XII, 2007: 72). La diferencia entre el sujeto
histórico occidental, y el sujeto indígena, es que el segundo
cuenta con una comprensión propia del tiempo y, en
consecuencia, con pretensiones políticas propias, que en
última instancia acaban opuestas y confrontadas con las
pretensiones pseudo-modernistas de los gobiernos
reformistas12. Empero, la vocación de los gobiernos de
izquierda reformista es, a partir de la maquinaria represiva
del Estado, cooptar a estas poblaciones bajo en discurso
engañoso de la igualdad moderna para legitimar sus
objetivos universalistas. En este marco, resulta paradójico
en primera instancia, aunque comprensible después, que
estos gobiernos sean más colonialistas y modernistas que
todos los que los precedieron. Este es el fundamento de su
fracaso como ‘proyectos revolucionarios’ y, al contrario, de su
éxito como móviles del mismo movimiento histórico de la
12 En la actualidad son varias las políticas de los gobiernos progresistas de izquierda, en Latinoamérica, que pretenden universalizar el bienestar moderno, así como el modelo capitalista de desarrollo, a partir de la destrucción violenta de los elementos vivos del pasado arcaico, que es como son comprendidos los pueblos indígenas. Entre las más significativas se pueden mencionar el proyecto petrolero en Yasuni, en el Ecuador; la hidroeléctrica de Belo Horizonte en Brasil; los proyectos carreteros e hidroeléctricos en la amazonia boliviana. Para justificar estos proyectos, los intelectuales funcionales de las izquierdas reformistas llevan a cabo una estrategia argumentativa que consiste en confundir las narrativas tradicionales subversivas de los pueblos, con el ambientalismo occidental, haciendo preponderar al segundo y menospreciando absolutamente la potencia de las primeras.
94
modernidad capitalista al que se precian de criticar:
alcanzar aquello que 500 años de colonialismo no pudieron
concretar. Es el fundamento de su fracaso porque se
equivocaron al afirmar que todos los habitantes de sus
territorios estatales aspiran al mismo modelo de desarrollo.
Son los propios sujetos históricos que intentaron
funcionalizar a partir de su reivindicación, los que en la
actualidad llevan a cabo la lucha más aguerrida contra sus
pretensiones universalistas y pseudo-pluralistas.
En el caso boliviano, la paradoja de la izquierda
reformista y modernista reside en el hecho que no sólo lleva
a cabo una campaña agresiva para modernizar el Estado y
la sociedad, sino que asienta su campaña en un discurso
supuestamente pluralista, y reivindicativo de las tradiciones
de los pueblos. Para comprender esta crítica considero
necesario porque, luego de referirme durante todo un
acápite a la religiosidad occidental cristiana, pasé a
enfocarme únicamente en la ritualidad y el pensamiento de
los pueblos andinos. La emancipación que supuso la
modernidad con respecto a la tradición y la religiosidad, no
supuso la desaparición de las mismas, sino únicamente la
re-significación del relato, a partir de la reformulación del
rol político de la institucionalidad eclesial. En este sentido,
tuvo lugar también un proceso de modernización del
discurso religioso, de las tradiciones y de la propia
institucionalidad eclesial. Este proceso tuvo lugar, sobre
todo a partir de la adaptación de la institucionalidad de la
iglesia, que tuvo que reinventarse ante la evidencia de la
pérdida del poder que ejerció durante siglos. De esta suerte,
hasta el presente, la Iglesia Católica se ha caracterizado por
95
servir de manera directa, o a través de acciones encubiertas
a los principales poderes económicos y políticos del mundo.
De esta manera, si bien se ha perdido completamente el
sentido primigenio del discurso tradicional religioso que
acompañaba la vivencia comunal de las sociedades agrícolas
feudales, la Iglesia ha sabido mantener su poder económico
y su presencia política, re-funcionalizando el discurso
religioso, adecuándolo a las necesidades del contexto
moderno-capitalista. En la actualidad, y desde el siglo XIX
cuando se consolida el Modo de Producción Capitalista en
las formaciones sociales de occidente, el discurso religioso
pasó de ser un discurso anacrónico y arcaico en relación con
la modernidad, a acompañar a la misma e incluso servirle
de fundamento ideológico13. Esto explica porque, si bien no
ha desaparecido la fe en la iglesia católica, la misma ya no
tiene la capacidad de brindar la certeza y el cobijo a los
individuos modernos; por ello los mismos deben buscar
refugios y certezas que los liberen de su condición
enajenada, en relatos religiosos y en ritualidades ‘exóticas’.
De esta manera, en el presente, pareciera que tiene lugar un
segundo Renacimiento, esta vez de las tradiciones
orientales, que le conceden a los individuos modernos
espacios de fuga –sin ninguna posibilidad de incidencia
política o ideológica real– con respecto a su vivencia
moderna individuada.
13 Esto puede observarse en distintos ámbitos, desde la producción intelectual, como es el caso de las conocidas reflexiones de Max Weber sobre la ética protestante y su relación con el espíritu capitalista; hasta ámbitos más prácticos, como la colaboración de la Iglesia Católica para acabar la Guerra Fría, a favor del Capitalismo Norteamericano, a través del movimiento Solidarnosc en Polonia; o la relación actual entre el sionismo judío y la economía política petrolera en Medio Oriente. Estos son tan sólo algunos casos en los que puede observarse la relación de funcionalidad entre toda la religiosidad occidental y el desenvolvimiento del Modo de Producción Capitalista.
96
El riesgo de la frivolización y funcionalización del
discurso tradicional, así como de las prácticas ritualistas de
los pueblos indígenas, cuyo significado tiene un carácter tan
profundo y en consecuencia subversivo, es cada vez más
latente en el marco de la pretensión modernizante de las
izquierdas reformistas. Esto puede observarse, tanto en el
lenguaje normativo y jurídico que se pretende pluralista
empleado en el presente; como en el discurso político
empleado por los funcionarios de las izquierdas reformistas.
La evidencia de este peligro remite, nuevamente, a la crítica
que realicé respecto al carácter inclusivo de la narrativa
pluralista del texto constitucional boliviano. Se trata de un
relato que abre tantas posibilidades como sienta las bases
para el establecimiento de una hegemonía modernista con
cara pluralista, que es la que se vive en el presente. La
utilización de términos, cuyo sonido es tan benevolente como
su contenido y alcance perverso, como libre determinación,
autonomías indígenas o pluralismo jurídico, no es otra cosa
que el punto de partida para la subsunción de las culturas
originarias al orden hegemonista del Estado moderno. De la
misma manera, el desuso del concepto vivir bien (suma
qamaña), cuyo sentido cultural transgrede integralmente al
orden de la modernidad capitalista, ha conllevado a la
funcionalización del mismo para las pretensiones
modernizantes de la izquierda reformista. En el presente, el
suma qamaña se lo piensa a partir de la industrialización,
la mecanización absoluta del área rural, y la exaltación de la
economía extractiva y de exportación. Se ha perdido todo el
sentido subversivo que podía haber alcanzado el término,
por ejemplo como base para pensar la recomposición del
pasado tradicional de los pueblos, como fundamento para
97
consolidar la pluralidad, y como argumento para criticar
efectivamente al capitalismo actual. En el presente, el suma
qamaña ha sido absolutamente colonizado y funcionalizado
a las pretensiones pseudo-modernistas de la izquierda
reformista. De esta forma, los gobiernos progresistas
perpetúan de manera mucho más efectiva y justificada –a
partir de un discurso inclusivo e igualitario– el movimiento
unilineal, universalista y ascendente de la historia de la
modernidad capitalista. Y, lo hacen con la colaboración
incondicional y acrítica de intelectuales de izquierda, que
celebran todas las acciones supuestamente igualitarias de
estos gobiernos, a partir del único recurso de la comparación
con respecto al ‘pasado neoliberal’ o la maldad de las
derechas. Lo cierto es que las izquierdas reformistas, en la
actualidad, han resultado mucho más funcionales que las
derechas reaccionarias, al movimiento histórico del
capitalismo, y a la concreción de los objetivos destructivos
del colonialismo. Son ellas las que consolidan de mejor
manera, en la actualidad, la concepción miserable del tiempo
moderno.
Estos apuntes no surgen únicamente de una percepción
personal, guiada por la crítica de otros trabajos filosóficos,
sino también y sobre todo, de la mirada preocupada de los
propios sujetos históricos a los que me referí. En la
interpretación que ellos mismos realñizan, por ejemplo,
algunos Maestros aymaras en el marco de la lectura
ritualista de la realidad, se puede observar una comprensión
crítica de la coyuntura actual, a partir del propio discurso
ritualista. Así por ejemplo, cuando Anders Burman
interpela a uno de los Maestros con quien llevan a cabo su
98
investigación, sobre porqué evito participar en la ceremonia
de consagración de Evo Morales en Tiwanaku, el año 2006,
éste le respondió de la siguiente manera:
Tiwanaku está plagado por espíritus malignos. Puedes
imaginar lo que le habrán hecho al Evo… Ahora Evo está
consagrado a esos malos espíritus y está comprometido con
ellos (Don Simón citado por Burman, 2011: 142)
Los propios sujetos históricos dan cuenta de la manera
errada e irrespetuosa con que los gobernantes progresistas
intentan reivindicar el pasado, sin recomponerlo, sino
únicamente pretendiendo redimirlo a partir de la
frivolización o folklorización del mismo. Todo se reduce a
una pretensión de apariencia legitimadora, más que a una
convicción real de desagraviar al pasado de lucha de los
pueblos. Pero todo este panorama desolador que proyectan
los reformistas no es otra cosa que un momento en la
historia que no debe implicar la derrota definitiva de los
pueblos, de las culturas ancestrales. Los propios sujetos
históricos a los que me refiero comprenden el contexto
actual de esta manera, es decir, como un momento más en
su historia de lucha, que bien puede conllevar a otra ruina,
pero nunca a la derrota absoluta.14 La tarea que queda
14 En una reunión que sostuvo Boaventura de Sousa Santos con el CONAMAQ, el año 2010, que debía ser publicada por la vicepresidencia pero fue omitida por razones obvias, este intelectual funcional al reformismo de las izquierdas latinoamericanas contemporáneas, interpelaba a los actores, con la preocupación del intento de asesinato a Rafael Correa en Ecuador, que tuvo lugar unos días antes. En las respuestas que brindaron algunos de los presentes, dirigentes de esta organización originaria, puede verse la postura crítica e insumisa de estos pueblos. Santos les preguntó qué pasaría si un evento como el de Ecuador tuviera lugar en Bolivia, y uno de los participantes contestó: “[…] pase lo que pase, los pueblos indígenas nunca van a perder. […] Nosotros, a nuestro presidente, nuestras organizaciones, a nuestros ministros, ejecutivos, dirigentes, siempre les recordamos estos, pero nunca se acuerdan ni escuchan, por esa razón podría pasar, pero los originarios nunca pierden, sigue adelante hermano.”
99
pendiente, en este marco, es la de escudriñar las
posibilidades, verdaderamente subversivas del presente,
incluso aquellas que se hallan insertas en el propio lenguaje
del poder, como es el caso de las figuras presentes en el
texto constitucional a las que me referí en la segunda parte.
El propio texto constitucional, ofrece algunas perspectivas
para pensar una subversión al orden capitalista. Esto tiene
que ver con que, si bien se trata de un relato que en última
instancia perpetúa la dominación moderna capitalista,
también surge de un momento de disponibilidad creativa de
la sociedad plural organizada (poder constituyente). En este
marco, pueden substraerse algunas figuras presentes en el
texto, y funcionalizarlas en un sentido subversivo, incluso en
detrimento del propio texto. Se trata de figuras cuyo sentido
oscuro pone en cuestión el orden discursivo de la
modernidad, que transgrede efectivamente la concepción
miserable del tiempo moderno. Esta figuras son el territorio,
la territorialidad, los principios ético morales de los pueblos
indígenas originarios entendidos holísticamente y libres de
interpretaciones funcionales, la cosmovisión, los lugares
sagrados, los saberes y conocimientos tradicionales, los
rituales. Todos estos elementos trazan líneas de fuga al
interior del texto, que transgreden el movimiento
territorializador que intenta llevar a cabo el mismo. Si se
toma estas figuras desde su significado culturalmente
asignado, y en un sentido subversivo, pueden servir incluso
para desmantelar las pretensiones hegemonistas y
modernistas del texto.
La utilización de estas figuras debe servir para el
objetivo trazado por los propios sujetos históricos, los
100
pueblos, de recomponer su pasado tradicional. Esto es,
subvertir a partir de su oscurantismo, sin que ello implique
un retorno absoluto al pasado, sino una reinvención
novedosa del presente, a partir de la riqueza que ofrecen los
elementos vivos del pasado. Otra de las figuras que
aparecen en el texto, que permiten pensar una subversión
coherente, con respecto a las pretensiones pseudo-
modernistas de los gobiernos de izquierda reformista, y
sobre la que apunté brevemente en un acápite anterior, es la
agroecología, expuesta en el texto constitucional aunque en
la actualidad constituye un obstáculo para el proyecto
político hegemónico y, por lo tanto se halla completamente
ausente en las políticas públicas. ¿Qué es la agroecología?
Es un enfoque productivo que consiste en la revalorización
de las técnicas ancestrales de producción de los pueblos
originarios. Este enfoque apunta a una economía productiva
consciente, en la que el aprovechamiento de los recursos
naturales renovables se realice de manera respetuosa, y en
la que el objetivo principal sea la producción de alimentos,
antes que la competitividad en el mercado. Si bien se trata
de una propuesta novedosa, es subversiva porque remite al
oscurantismo al que me referí a lo largo de esta tercera
parte, y porque se plantea como una alternativa al
capitalismo agroindustrial global, que en la actualidad se
perfila como el principal enemigo de la vida y la humanidad.
Se trata de una opción real y efectiva, porque se funda en
propuestas existentes, antes que en innovaciones
tecnológicas, como las revoluciones verdes del capitalismo.
En este sentido conviene apuntar que “[e]l mundo
campesino puede tener muchas limitaciones, pero tiene como
activo potencial un acervo cultural, un bagaje de
101
conocimientos y una práctica agronómica muy rica” (Tapia,
2006: 73). En el enfoque agroecológico considero que se halla
la posibilidad de subvertir, prácticamente, al capitalismo
actual, así como llevar a cabo una verdadera recomposición
del pasado, dejando de lado la pretensión universalista de la
modernidad y la concepción unilineal y ascendente del
tiempo. En este enfoque se halla la posibilidad de alterar las
condiciones ilusorias del bienestar moderno, a partir del
oscurantismo de los pueblos originarios, en el marco de la
revalorización de los conocimientos tradicionales, por
encima del conocimiento científico. Después de todo es
innegable, en la actualidad, que el conocimiento científico y
el apogeo de la racionalidad han conducido a las mayores
desigualdades, así como a la destrucción del entorno
natural.
El límite de la gestión del mundo por parte de lo científico-
técnico, se hace patente cuando vemos la impotencia del
mundo y especialmente su incapacidad para suprimir las
opresiones humanas, sobre todo las generadas por la
industria y la explotación del tercer mundo. […] Todo esto
lleva a un empobrecimiento del conocimiento, a un
esquematismo que restringe la existencia a lo material-
corpóreo-medible y restringe las relaciones entre los seres y
las cosas a lo meramente casual (Tapia, 2006: 74)
Paradójicamente, o confirmando la critica que intento
llevar a cabo de la concepción miserable de la historia, el
discurso oficial de los gobiernos de las izquierdas reformistas
se caracteriza, entre otras cosas, por la apología
incondicional del desarrollo tecnológico y científico. Este
sentido apologeta de la modernidad científica denota
claramente la vocación progresista y la confusión ideológica
102
de pensar que revolucionar es nadar a favor de la corriente.
En contrapartida, considero que la propuesta más
revolucionaria se halla en la posibilidad de revalorizar los
conocimientos que fueron relegados por la modernidad,
condenados a la indiferencia y preterizados, incluso a pesar
de haber contribuido al propio conocimiento moderno. Esta
revalorización no es un movimiento de retorno a un pasado
estático ni mucho menos, se trata de visualizar que las
culturas se mantuvieron vivas y dinámicas, y que, a
diferencia del deseo de algunos intelectuales funcionales al
orden hegemónico de la modernidad capitalista, supieron
establecer filtros culturales para evitar caer en el mismo
curso histórico que las sociedades modernas. Esto es,
aunque se pretenda apuntalar la idea de una ruta de
evolución universal y homogénea de todas las formaciones
sociales, son las propias colectividades las que desmienten
esta concepción evolucionista y universalista de la historia.
Son los propios sujetos históricos los que se encargan de
relativizar y cuestionar, a través de su vivencia y su
resistencia, la pretensión universalista y homogeneizadora
de quienes intentan apuntalar la concepción miserable del
tiempo.
103
Breve Excurso o eximiendo a Marx
Toda la crítica al pensamiento moderno, a la
concepción del tiempo que deriva del mismo, supone a la vez
una crítica a las estructuras que emanan del mismo, o se
justifican a través de éste. La cualidad de los espacios
oscurantistas es que permiten visualizar estructuras
funcionales, contemporáneas y prácticas, alternativas a las
relaciones de producción capitalistas y, en consecuencia, al
propio Estado y la sociedad civil. En este marco, la crítica a
la historia ascendente y al olvido o subestimación de los
elementos vivos del pasado, no pesa únicamente sobre el
marxismo, sino también sobre el anarquismo clásico. ¿Cómo
destruir o disolver al Estado? Tanto Marx como los
pensadores anarquistas clásicos, avocaron sus esfuerzos
intelectuales a alguna de estas dos cuestiones. Sin embargo,
por diversas razones históricas, a partir del siglo XX, un
estatismo incuestionable fue atribuido a la obra de Marx,
por los propios marxistas. Estatismo que desde entonces
volvió imposible el debate entre los idearios contraestatales
y la obra marxiana. Y, sin embargo, en la actualidad, la obra
de Marx mejor explorada ofrece mayores luces para pensar
el contra-estado, dialogando con trabajos anarquistas que, a
su vez, trascendieron las constricciones del anarquismo
clásico. En este marco, y de manera muy breve, a
continuación me referiré a la carta de respuesta de Marx a
Vera Zasulich, una activista anarquista rusa que
posteriormente, terminó más próxima al pensamiento y
trabajo de Marx. En estas líneas pretendo eximir a Marx,
tanto del estatismo, como de la comprensión unilineal de la
104
historia, que critiqué a lo largo del presente ensayo,
refiriéndome al materialismo histórico.
El 24 de Enero de 1878, la revolucionaria rusa Vera
Zasulich disparaba contra Fyodor Trepov, gobernador de
San Petersburgo, en un claro acto de militancia anarquista.
Más adelante, en 1881, en su militancia revolucionaria
interpeló a Marx sobre qué debía suceder con la comuna
rusa, en el andar histórico hacia el Comunismo. La corta
respuesta de Marx a Zasulich, así como los extensos
borradores de esta misma carta, marca un giro fundamental
para comprender el pensamiento marxiano, en la última
etapa de la vida de este pensador fundamental.
En su respuesta Marx establece claramente que la
lectura materialista dialéctica del historia, es decir la
comprensión de la historia como un movimiento ascendente
y determinado por leyes, sobre todo ligadas a las condiciones
materiales de vida, no es en lo absoluto un movimiento
universal e inevitable a toda formación social. De esta
manera el propio Marx desmitifica la lectura dialéctica del
Manifiesto, entendida como universal por todos sus
intérpretes.
Para Marx en la carta a Zasulich, el tortuoso proceso
de incubación mecánica del Capitalismo, que implica la
destrucción violenta de las entidades campesinas y
comunitarias, el colonialismo, así como la modernización del
Estado, es una fatalidad histórica que puede y debe ser
evitada. La comuna rusa se planteaba entonces, según el
propio Marx, como el elemento "para la regeneración social
105
rusa". Y, el simple hecho que a finales del siglo XIX
continuara funcionando una lógica comunitaria como la
comuna rusa, era para el autor un elemento de superioridad
política, económica y social, de este país con relación a todos
los demás países de occidente.
Marx hace referencia también, en esta misma carta a
Zasulich, a las investigaciones del antropólogo americano
Lewis Morgan, y sus trabajos sobre los pueblos amerindios,
y desprende de estas investigaciones una constatación
verdaderamente subversiva: El retorno a lo arcaico, a lo
común y comunal, a lo contra-estatal –entiendo a la
comunidad como forma de organización esencialmente
contraestatal–, es el renacimiento en una forma social
superior, a partir de un tipo social arcaico. Razonamiento,
acaso, retomado por Walter Benjamin en las Tesis de la
Historia, cuando afirmaba que la felicidad se halla en el
triunfo de los elementos vivos del pasado, por encima de la
pulsión moderna de pensar siempre en el futuro.
De esta suerte, Marx concede a Zasulich que sería un
error, tanto ideológico como metodológico –refiriéndose así a
las malas interpretaciones de su obra– someter a todos los
contextos socioeconómicos y culturales en el mismo plano
histórico de análisis y proyección política. Después de todo,
las propias investigaciones de Marx lo llevaron a negar que
exista un movimiento espontáneo y unilineal de la historia
de las formaciones sociales. La historia está marcada por
determinaciones que conllevan a situaciones de violencia,
destrucción e imposición. Es así como se configuran los
contextos sociales. Y, es esa la fatalidad histórica del
106
Capitalismo, entendido como modo de producción fundado
en la más extensa de las violencias. Prueba de estas
constataciones hechas por Marx son los procesos de
Colonialismo, la larga historia de destrucción violenta de las
entidades campesinas en Europa occidental, y los procesos
de enajenación y proletarización forzada.
Las comunidades no desaparecen por la inevitabilidad
del tiempo o de leyes económicas universales, sino por la
impostura violenta llevada a cabo desde ciertos Estados,
tanto hacia otros contextos sociales, económicos y culturales,
como al interior mismo de sus territorios. Por ello es que
Marx señala que la pervivencia de la comuna rusa es un
elemento de superioridad de ese contexto social, a diferencia
de los demás países de Europa Occidental. El proletariado
es producto la fatalidad histórica del capitalismo, a
diferencia del comunero campesino, que puede conducir a la
regeneración social, evitando las peripecias trágicas del
capitalismo occidental. Esta diferencia situaba a los
comuneros en una situación de ventaja histórica, con
relación al proletariado occidental, cuya tarea además de
revolucionaria comprendía el deber de vengar a las clases
oprimidas que lo antecedieron.
Por último, Marx, en los borradores de la carta a Vera
Zasulich, señalaba que así como no existe un destino
histórico universal y homogéneo, también podían
presentarse casos históricos en los que los procesos sociales
conduzcan a situaciones inversas a las del capitalismo. Esto
es, así como en los contextos socioeconómicos de occidente se
impuso lo privado por sobre lo común; en otros contextos
107
puede resultar lo inverso, es decir, que prevalecencia de lo
común por sobre las dinámicas privatizadoras. O, haciendo
referencia a la idea de Rousseau sobre la sociedad civil, la
misma no es un destino universal, sino tan sólo contextual.
Entonces, ¿cómo lograr este empoderamiento de la
comunidad, como elemento de regeneración social? Marx
señalaba de manera tangencial que debería empoderarse a
la comuna rusa, a través de las Asambleas Campesinas, es
decir, empoderar a la comunidad desde los ámbitos más
locales, reemplazando de a poco las instituciones
gubernamentales. Porque el Estado se lo destruye desde
abajo, no desde arriba ni mucho menos apropiándoselo. ¿Por
qué? Sencillamente porque el Estado es el principal motor o
dispositivo para el desarrollo de las condiciones del
Capitalismo.
El Estado lleva en su razonamiento, la prisa por el
bienestar material sostenido y exponencial, así como la
desigualdad entre clases, entre culturas. Por ello, el Estado
enajena, reprime, normaliza, destruye, proletariza... En
suma, moderniza. Esto se aplica a cualquier contexto social
en el que, ya sea desde un discurso reaccionario o
'revolucionario' se apunte a la modernización del Estado, ya
sea para consumar la dominación de clase, o para generar
condiciones de igualdad. Es pues Vera Zasulich la que
indaga y permite la expresión de un Marx libertario.
108
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