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Juan Manuel de Rosas El Maldito de la Historia Oficial Capítulo 1 "Católico y Militar" Don León Ortiz de Rosas quiso que un sacerdote de su regimiento bautizara a su hijo nacido el 30 de marzo de 1793 con el nombre de Juan Manuel José Domingo. “Será católico y militar”, le aseguró con orgullo al capellán Pantaleón de Rivadarola. Los antepasados del recién nacido llevaban ya varias generaciones en el Río de la Plata y no carecían de abolengo. Por el lado paterno descendía de militares y funcionarios al servicio del Rey de España. Su padre había nacido en Buenos Aires y fue un irrelevante capitán de infantería que padeció el infortunio de caer prisionero de los indios siendo rescatado luego de algunos meses de cautiverio. Esta circunstancia ,o los relatos de esta circunstancia, habrían de marcar en lo hondo a su vástago determinando la importancia que siempre les daría a los aborígenes, contrariando el arraigado hábito de la clase “decente” de considerarlos poco más que animales peligrosos.

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Juan Manuel de RosasEl Maldito de la Historia Oficial

Capítulo 1 

"Católico y Militar"

Don León Ortiz de Rosas quiso que un sacerdote de su regimiento bautizara a su hijo nacido el 30 de marzo de 1793 con el nombre de Juan Manuel José Domingo. “Será católico y militar”, le aseguró con orgullo al capellán Pantaleón de Rivadarola.

Los antepasados del recién nacido llevaban ya varias generaciones en el Río de la Plata y no carecían de abolengo. Por el lado paterno descendía de militares y funcionarios al servicio del Rey de España. Su padre había nacido en Buenos Aires y fue un irrelevante capitán de infantería que padeció el infortunio de caer prisionero de los indios siendo rescatado luego de algunos meses de cautiverio. Esta circunstancia ,o los relatos de esta circunstancia, habrían de marcar en lo hondo a su vástago determinando la importancia que siempre les daría a los aborígenes, contrariando el arraigado hábito de la clase “decente” de considerarlos poco más que animales peligrosos.

Su madre, doña Agustina López de Osornio, sería una influencia decisiva no sólo por su holgada posición económica que le generaba “El Rincón de López”, la ubérrima estancia heredada de su padre, lo que acostumbraría a su hijo a la vida rural desde su nacimiento. También por el fuerte y altivo carácter, que ejercía autoritariamente sobre su esposo y sus hijos. A don León, según su sobrino Lucio V. Mansilla, le enrostraba ser plebeyo de origen mientras ella descendería del duque de Normandía “y mira que si me apuras mucho he de probarte que soy pariente de María Santísima”.

Por una o por otro, a veces por los dos ,estaban emparentados con las aristocráticas familias de García Zúñiga, Anchorena, Arana, Lavallol, Peña, Aguirre, Trápani, Beláustegui, Costa y otras. A las tertulias de doña Agustina y don León, que se desenvolvían en un ambiente de decoración austera y hábitos cristianos, asistían los

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Pueyrredón, Necochea, Las Heras, Olavarría, Guido, Alvear, Balcarce, Saavedra, Olaguer y Feliú, Azcuénaga, Alzaga y otros de esa estirpe.

Con muchos integrantes de esas familias, que constituían su pertenencia natural, por coherencia con sus convicciones de enérgico populismo, se enfrentaría años más tarde Juan Manuel , el varón mayor de diez hijos vivos y de diez hermanos muertos, lo que lo confrontó y lo familiarizó con la Parca desde sus años más precoces.

Fue naturalmente elegido para llevar adelante la hacienda familiar y por ello doña Agustina ejerció sobre él mayor despotismo, azotándolo cuando no cumplía con sus expectativas o cuando demostraba independencia en sus decisiones. En su psiquis se juntaron entonces el amor y la crueldad, siéndole más tarde irrefutable que amar a la patria era tratarla con dureza .

Por haber estado predestinado a la estancia familiar su educación fue sin esmero, a lo que tampoco ayudó su carácter díscolo y poco predispuesto a aceptar certezas ajenas. Lucio V. Mansilla así lo resumiría: “Siendo sus padres pudientes, y hacendados por añadidura, no podían pensar y no pensaron en dedicarlo al clero, ni a la milicia, ni a la abogacía, ni a la medicina, profesiones que precisamente eran el refugio de quienes no contaban con gran patrimonio”.

La estancia sería, hasta el fin de sus días, determinante en su vida personal, económica, política y de gobernante. 

Capítulo 2

Ni el apellido

Como parte de la formación que doña Agustina reservaba a sus hijos, a quienes deseaba fuertes ante la vida pero también sometidos a su voluntad, acostumbraba mandarlos a servir como humildes dependientes en alguna de las tiendas de Buenos Aires. Lo que también demuestra una tendencia alejada de los hábitos elitistas de la clase acomodada.

Sucedió que uno de los Ortiz de Rosas, Gervasio, se resistió a la humillación de lavar los platos en que habían comido algunos de sus parientes y amigos. Altanero, contestó:-Yo no he venido aquí para eso.

El dependiente principal dio cuenta al patrón y éste, llamando a Gervasio, le dijo secamente:-Amiguito, desde este momento yo no lo necesito a usted más, tome su sombrero y váyase a su casa. Ya hablaré con misia Agustina....

Gervasio caminó las pocas casa que lo separaban de su hogar con el ánimo turbado pues se sabía merecedor del castigo de su temida madre.Recibió la orden de encerrarse en su cuarto y al rato un sirviente golpeó la puerta llamándolo en presencia de doña Agustina, a quien acompañaba el dueño de la tienda.

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La señora, con gesto severo, tomó al hijo de la oreja y le conminó:- Hínquese usted y pídale perdón al señor... .

Cuando Gervasio, con lágrimas de dolor y de deshonra en los ojos, hubo obedecido, prosiguió:-¿Lo perdona usted, señor?.-Y cómo no, señora doña Agustina – respondió el tendero, desasosegado por la situación.-Bueno, pues, caballerito, con que tengamos la fiesta en paz... –remató la matrona- y váyase a su tienda con el señor que hará de usted un hombre. Pero, ahora, mi amigo, yo le pido a usted como un favor que a este niño le haga usted hacer otras cosas ...

Según el relato de Lucio V. Mansilla, al oído le dijo que le hiciera limpiar las letrinas. “Gervasio no volvió a tener humos”, concluye.

Pero lo que había funcionado con uno de sus hijos fracasó con otro de ellos, Juan Manuel. Ante una situación casi idéntica éste se negó a arrodillarse ante su patrón por lo que la autoritaria doña Agustina, luego de darle un coscorrón, lo encerró desnudo en una habitación a pan y agua hasta que depusiera su orgullo.

Pero el futuro Restaurador, apenas adolescente, logró forzar la cerradura y escapar como Dios lo trajo al mundo, dejando una esquela en la que doña Agustina y don León pudieron leer : “Me voy sin llevar nada de lo que no es mío”.

Jamás regresaría a su hogar , nunca reclamaría ni un centavo de la abundante herencia familiar y además tampoco se llevaría el apellido ya que de allí en más pasaría a llamarse Juan Manuel de Rosas, suprimiendo el “Ortiz” y modificando la “zeta” de Rozas por una “ese”.  

Capitulo 3 

Los heroicos migueletes

 

Los denostadores de Rosas le reprocharán no haber participado en las jornadas heroicas de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo. En el primer caso se equivocan pues a pesar de que en 1806 sólo tenía 13 años de edad sirvió como ayudante de municiones en las fuerzas victoriosas de Santiago de Liniers, mereciendo una felicitación por escrito que resaltaba “su bravura, digna de la causa que defendía”. En la invasión del siguiente años se alistó, ya como soldado, en el 4º Escuadrón de Caballería, “Migueletes”, vistiendo su uniforme punzó, color que sería relevante en su vida.

Jamás le faltó coraje, mereciendo luego de la hecatombe de Caseros el homenaje de su vencedor, Urquiza: “Rosas es un valiente, durante la batalla de ayer le he estado viendo al frente mandar su ejército”.

Las jornadas de Mayo, en cambio, lo sorprendieron en el campo, siendo uno de los muchos que no participaron en una asonada que nuestra historia oficial ha pretendido

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transformar en un movimiento de masas cuando en realidad se fraguó y se resolvió entre la clase “decente” de influyentes funcionarios españoles, envalentonados jefes de milicias y ricos comerciantes criollos que bien se cuidaron de evitar mayores convulsiones sociales.

Además don Juan Manuel desconfiaba del tufillo aristocratizante y europeísta de los revoltosos. Por otra parte nunca fue partidario de puebladas ni desórdenes, salvo las que él mismo organizaría y controlaría, como lo expresase en una proclama anterior a su primer gobierno: “¡Odio eterno a los tumultos, amor al orden, fidelidad a los juramentos, obediencia a las autoridades constituidas!. De allí su reacción epistolar ante el fusilamiento del héroe de la Reconquista, poco solidaria con la jacobina decisión patriota: “¡Liniers! ¡Ilustre, noble, virtuoso, a quien yo tanto he querido y he de querer por toda la eternidad, sin olvidarle jamás!”.

  

Capitulo 4

El patrón de estancia

Formó una sociedad agrícola ganadera con Juan Nepomuceno Terrero y Luis Dorrego. El primero sería con el correr de los años su consuegro ya que su hijo esposaría a Manuelita, hija de don Juan Manuel, quien no escondería su disgusto por lo que consideraría un abandono “cuando más la necesitaba”, es decir cuando debió emprender el camino del exilio. Su otro socio fue hermano de Manuel Dorrego, destacado prócer argentino, líder de los federales cuya trágica muerte cedió tal privilegio y responsabilidad a Rosas.

La empresa sería comercialmente exitosa y don Juan Manuel se destacaría como encargado de la explotación rural, instalando saladeros y encarando la creciente exportación de charqui . Las ganancias eran reinvertidas en la compra de más tierras aprovechando los bajos precios de aquellas que lindaban con los dominios del indio.

Estos ocupaban los dos tercios de la provincia de Buenos Aires y se resistían a la extensión de las propiedades de los “cristianos” intrusos, siendo los pampas, los tehuelches y los ranqueles los más feroces, asolando estancias y fortines en malones que asesinaban a los hombres y secuestraban a las mujeres, además de robar el ganado que encontraban a su paso.

Pero la clase pudiente de Buenos Aires estaba obligada a disputarles el terreno pues la fuente de riqueza que hasta entonces había constituído el comercio, desde que Garay fundara el puerto para dar salida al contrabando del Potosí, había perdido su rentabilidad. Es que la Revolución Industrial y la connivencia de los comerciantes porteños que con la insurrección de Mayo terminaron de sepultar el monopolio económico español abriendo su mercado a Gran Bretaña, habían arruinado las precarias industrias provinciales y revalorizado las exportaciones relacionadas con el campo, dando origen a una nueva clase de ricos: los estancieros. 

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La enfiteusis de Rivadavia había sido una importante concesión a éstos, pues por bajísimos alquileres que ellos mismos fijaban, y que muchas veces ni siquiera pagaban, los tradicionales hacendados pudieron hacerse de inmensas extensiones de campo que luego, con el tiempo, comprarían muy convenientemente. A principios de 1828, y desde 1824, se habían entregado 2.500.000 hectáreas a 112 personas, algunas de las cuales habían recibido exiguas parcelas, lo que da una cabal idea del impresionante beneficio de otras.

Tal creciente poder económico basado en una unidad de producción tan significativa como la hilandería inglesa, la estancia, inevitablemente debía tener su traducción política para defenderse y para expandirse. Rosas sería ese representante. 

Cuando por presión de los proveedores de carnes que se perjudicaban por el acopio que hacían los saladeros para satisfacer sus exportaciones, el Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón obligó al cierre de éstos, Rosas y sus socios se dedicaron a comprar tierras en gran escala. Entre otras haciendas compraron la estancia “Los Cerrillos” que se convertiría en la preferida de don Juan Manuel y que llegaría a tener 120 leguas cuadradas (300.000 hectáreas) por sucesivas anexiones, sobretodo de tierras ganadas a los indios.

También incorporó otra estancia en Cañuelas a la que bautizó con el nombre de un militar a quien nunca había conocido pero que mucho apreciaba a pesar de los infundios que envidiosas lenguas viperinas derramaban sobre su honra y que había tenido que abandonar su patria por el riesgo que su vida corría en manos de sus compatriotas: el general don José de San Martín. La vida daría a ambos la ocasión de intercambiar una cálida y profusa epistolaridad, además del trascendente, e incómodo para nuestra historia oficial, gesto testamentario del Libertador.

En 1821, quien entraría rico a la función pública y perdería en ésta todos sus bienes, condenado a casi 25 años de exilio en la pobreza y en la soledad, formaría otra sociedad con los muy acaudalados Anchorena, sus primos Juan José y Nicolás. Fueron ellos quienes lo recogieran cuando el jovencísimo Rosas se fugó de su hogar y a su lado aprendió los secretos del campo. Siempre les guardaría gratitud por ello y cuando tuvo la edad para hacerlo se encargó de la administración de sus campos sin cobrar por ello ni un peso. No sería éste el único beneficio que los Anchorena obtendrían de la fuerte ligazón afectiva del futuro gobernador de Buenos Aires.

Fue como patrón de estancia, en su obsesiva búsqueda del rendimiento eficaz, cuando don Juan Manuel intensificó su pasión por el orden y por la subordinación. Sus órdenes, acertadas o equivocadas, se daban para ser cumplidas. “Los capataces de las haciendas deben ser madrugadores y no dormilones; un capataz que no sea madrugador, no sirve por esta razón. Es preciso observar si madrugan y si cumplen con mis encargos. Deben levantarse en verano, otoño y primavera, un poco antes de venir el día, para tener tiempo de despertar a su gente, hacer ensillar a todos, y luego tomar su mate y estar listos para salir al campo al aclarar”, escribiría en sus “Instrucciones a los mayordomos de estancias”.

Siempre fue leal a su clase, a la que prestó continuados y grandes servicios, aunque tampoco descuidó la base de su apoyo popular a la que también benefició. Un ejemplo de este sutil equilibrio se produjo durante el gobierno títere de Viamonte, cuando en su

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carácter de Comandante de las Milicias don Juan Manuel tuvo a su cargo la distribución de tierras para “aliviar la orfandad y miseria a que han quedado reducidas numerosas familias del campo por los efectos de la guerra”. La mayoría de las chacras fueron entregadas a federales de pobre condición en un atisbo de reforma agraria.

Los ricos estancieros lo aceptaron, aunque sin entusiasmo, porque estos nuevos ganaderos representaron una barrera defensiva entre sus propiedades y los malones indios. 

Era más tolerante con el delito que con la desobediencia, y si se imponían rebencazos ejemplarizadores los daba sin compasión. Además organizó a su peonada como una fuerza militar para enfrentar los malones y supo hacerse respetar e incorporar a sus obligaciones a gauchos mal entretenidos, peones holgazanes, mulatos escapados, indios rebeldes, a los que se imponía por el temor pero también por la admiración. 

De estos últimos escribiría en un documento de 1821 con recomendaciones al gobierno sobre el problema indio: “En mis estancias “Los Cerrillos” y “San Martín” tengo algunos indios pampas que me son fieles y son de los mejores”. Su campaña al “desierto” de años después resaltaría esta actitud comprensiva hacia los aborígenes, con los cuales tendió a establecer acuerdos aceptables para ambas partes, a diferencia de las expediciones posteriores y sobre todo a años luz del genocidio que ensangrentó a los Estados Unidos de Norteamérica y del que hemos sido “testigos” en tantas películas del Far West hollywoodense.   

Capitulo 5

Las provincias invaden Buenos Aires

Corre 1820. Los caudillos de Santa Fe y Entre Ríos, Estanislao López y Francisco Ramírez, aliados de José Gervasio de Artigas que lucha para contener la invasión portuguesa a la Banda Oriental, avanzan sobre Buenos Aires.

El gobernador Rondeau ordena a los dos ejércitos regulares, el del Norte y el de los Andes que retrocedan hasta la capital para defenderla. San Martín desobedece para no abortar su campaña libertadora y Belgrano sufre la sublevación de sus fuerzas que se niegan a entrometerse en la guerra civil.

Es entonces inevitable que el 1º de febrero las débiles tropas porteñas sean derrotadas en Cepeda. Se derrumba el Directorio y los montoneros se dan el gusto de entrar en la ciudad. “Sarratea, cortesano y lisonjero, no tuvo bastante energía o previsión para estorbar que los jefes montoneros viniesen a ofender, más de lo que ya estaba, el orgullo local”, escribirá con repugnancia Vicente Fidel López. “El día 25 (de febrero de 1820) regresó acompañado de Ramírez y de López, cuyas numerosas escoltas compuestas de indios sucios y mal trajeados a términos de dar asco, ataron sus caballos en los postes y cadenas de la pirámide de Mayo, mientras los jefes se solazaban en el salón del Ayuntamiento”. Los porteños y sus bienes están a merced de los bárbaros, como llaman despectivamente a los provincianos.

Los más alarmados son los estancieros, que ven peligrar la buena marcha de sus negocios y que temen cualquier cambio drástico en la tambaleante organización social.

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Ante el fracaso de las fuerzas regulares organizan milicias con los peones de sus estancias. Nadie mejor que el joven Juan Manuel para ello. Por su dote de mando, por su horror a la anarquía, por su coraje, por su convicción de que la propiedad privada debía ser defendida no sólo por su interés personal sino también por un principio del que haría un dogma a lo largo de su vida, por tener ya alistada su fuerza de choque bien armada y bien adiestrada, por la feroz lealtad de sus seguidores.

En la comunicación del 10 de octubre de 1820 al gobernador Dorrego lo pondrá en aviso: “Hablo a los sirvientes de la estancia en que resido en la frontera del Monte; se presentan a seguirme, con ellos y con algunos milicianos del escuadrón marcho en auxilio de la muy digna capital que con urgencia veloz reclamaba este deber”. Quienes vieron pasar el escuadrón fueron testigos del gallardo y amenazante desfile de 500 hombres fieros y bien montados, por primera vez vestidos de rojo y bautizados como los “colorados del Monte”. Ya lo había dicho Tucídides, 400 años antes de Jesucristo: “La fortaleza de un ejército estriba en la disciplina rigurosa y en la obediencia inflexible a su jefe”.

Luego de varias escaramuzas con los montoneros que provocarían la caída de Dorrego y la designación en su remplazo del candidato de Rosas y de Anchorena, Martín Rodríguez, se llega a un pacto con Estanislao López, el 24 de noviembre, por el cual el caudillo santafesino acuerda regresar a su provincia a cambio de la entrega de 25.000 cabezas de ganado.

El encuentro de estos dos hombres puede ser considerado el comienzo del movimiento federal. López, siete años mayor que Rosas, inicia a éste en los fundamentos políticos, sociales, morales y económicos que fundamentarán la férrea oposición al liberalismo europeizante y la masonería volteriana encarnada en el unitarismo. Su proyecto de organización aspirará a la autonomía de las provincias, la nacionalización de los ingresos de la aduana , con un gobierno central (Buenos Aires) que tendría a su cargo las relaciones exteriores y los asuntos de guerra. Su precursor fue José Gervasio de Artigas, personalidad apasionante y maltratada por nuestra historia oficial que le reprocha la independencia de su Banda Oriental, hoy Uruguay, como si no hubiese sido Buenos Aires quien apoyó a los brasileros en su conflicto con el caudillo oriental y quien hizo oídos sordos a sus reclamos de integración a las Provincias Unidas

Las reses prometidas a Santa Fe fueron puntualmente provistas por Rosas, quien de esa manera demostró cuánto le importaba su papel de pacificador y antídoto contra la anarquía aunque fuese a costa de un considerable perjuicio económico. Nunca fue el dinero un motivo rector en su larga vida.

Además así se ganó la confianza del poderoso caudillo santafesino con quien en el futuro establecería una alianza que, con claros y oscuros, se mantendría a lo largo de los años sin afectarse por las cambiantes vicisitudes de las Provincias Unidas. 

Y, lo que no es menos importante, dejaría sentado su respeto por los jefes provinciales, su vocación de llegar a acuerdos con ellos, y cumplirlos, en vez de intentar aplastarlos por la fuerza. 

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Capítulo 6 

Un papel importante en el futuro 

Se decía de él que era intolerablemente petulante y que presumía de una cultura que, según sus adversarios, se diluía en hipérboles cursis y admoniciones sin sustancia. Pero lo que nadie le negaba era una incomparable capacidad de trabajo y una obstinada eficacia en el logro de sus objetivos.

Su verdadero nombre era Bernardino de la Trinidad González. Ribadabia, con dos be largas, era el apellido deformado de su abuela paterna. La razón de su adopción pudiera deberse a que don Bernardino lo considerase más aristocrático.

De regreso ya del exilio sufrido luego de haber sido el “factótum” del Primer Triunvirato y a favor del apoyo de las logias porteñas, había asumido como gobernador. Su gestión era favorable al libre comercio con Inglaterra y a estimular la inversión extranjera. Ello ya era irritativo para los estancieros conservadores, pero la situación se agravaba con la política inmigratoria que chocaba con el sentimiento nacionalista que temía la “importación” de ideas revulsivas en boga en una Europa permisiva.

También se sumaba la difusión de principios liberales no sólo en lo económico sino también en la vida cotidiana, que desembocó en el fuerte conflicto entre el gobierno y una iglesia tradicionalista que confrontó con las ideas progresistas del obeso gobernador que estaba convencido de que no era posible el cambio que Buenos Aires necesitaba sino se “domaba” al poder eclesiástico.

Rosas nunca fue un católico practicante pero defendió con vigor al clero (salvo a los levantiscos jesuitas) y a las instituciones religiosas por considerarlas parte esencial de las tradiciones argentinas y siempre acusó el “peligro” de las ideas “ateas y anarquizantes” que en su criterio simbolizaban los liberales y masones como don Bernardino. 

Tuvo siempre la astucia de interpretar el temor reverencial que el desafío a lo religioso provocó y provoca en los sectores populares y por eso una de las banderas del rosismo fue “Religión o muerte” mientras no se perdía oportunidad de calificar a sus enemigos de “ateos” y “herejes”.

Rivadavia dictó una constitución unitaria en la que quedaban relegados los derechos de las provincias y también los de las estancias bonaerenses que, de acuerdo al proyecto de “federalizar a Buenos Aires”, quedarían cortadas del puerto, indispensable para sus exportaciones ya dificultadas por el prologado bloqueo español al Río de la Plata. Como si fuera poco trascendió la decisión dividir a Buenos Aires en dos provincias, la del Paraná y la del Salado, lo que haría inevitable gravar con impuestos las actividades ganaderas para solventar los mayores gastos administrativos.

Pero la principal diferencia entre don Bernardino y don Juan Manuel era ontológica. Como dirá el historiador revisionista Manuel Gálvez : 

“Rivadavia y Rosas representan polos opuestos. Rivadavia se ha formado en Europa y en los libros, en las reuniones aristocráticas y en la frecuentación de los mejores

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espíritus. Rosas se ha formado en nuestro campo y en el libro de la vida. Las reuniones que él ama son los grandes rodeos de haciendas, y los espíritus con que trata son los gauchos y capataces. Rivadavia es libresco y Rosas realista. Rivadavia está empapado de doctrinas extranjeras y de modos de pensar extranjeros. Rosas está empapado de los jugos de nuestra tierra. Rivadavia tiene sus raíces en la España afrancesada y liberal de Floridablanca y en el París de la Restauración, y Rosas tiene sus raíces en la recia España católica de los conquistadores y en los campos democráticos de Buenos Aires. Los dos son grandes señores: el uno, con un señorío ampuloso, afectado en los salones; el otro, con el señorío de su abolengo y de su vida natural, sencilla y fuerte”.

La guerra contra Brasil, que Rivadavia no atinaba a terminar sacando provecho de los éxitos militares, producía una gran retracción económica como así también una grave falta de brazos para trabajar el campo debido al reclutamiento voluntario y a las levas forzosas para suministrar soldados a los ejércitos. Ello también provocó el desguarnecimiento de la defensa contra las incursiones indias con las consecuencias imaginables.

La renuncia se produjo el 27 de junio de 1827 y los escasos intelectuales, comerciantes y burócratas que lo apoyaban no pudieron impedirla. Don Juan Manuel había tenido un papel esencial en la caída, pero estuvo de acuerdo, también los Anchorena y los estancieros afines, en que quien reasumiría el gobierno sería el líder de los federales, Manuel Dorrego, convencidos de que sería sensible a sus consejos.

Alguien, a la distancia, también se alegraba por la caída de uno de sus peores enemigos: "Ya habrá sabido usted la renuncia de Rivadavia. Su administración ha sido desastrosa y sólo ha contribuido a dividir los ánimos . El me ha hecho una guerra de zapa, sin otro objeto que minar mi opinión –San Martín quiere decir ‘mi prestigio’-, suponiendo que mi viaje a Europa no ha tenido otro propósito que el de establecer gobiernos en América. Yo he despreciado tanto sus groseras imposturas como su innoble persona”.

La historiografía liberal entronizará a Bernardino como uno de nuestros próceres máximos y ocultará que la renuncia de nuestro Libertador ante Bolívar, en Guayaquil, se debió principalmente a la negativa de Rivadavia a brindar algún apoyo militar o económico a su campaña libertadora.

“El Presidente Dorrego ha dado el comando de la milicia de la Provincia de Buenos Aires a Don Juan Rosas”, informaría el perspicaz lord Ponsomby, embajador inglés en las Provincias Unidas, a su canciller Canning, “un hombre de gran actividad y extrema popularidad entre la clase de los gauchos, a la que puede decirse que pertenece (...) Se ha distinguido como un poderoso caudillo en los feudos domésticos de Buenos Aires (...) He hablado de él porque ciertamente habrá de cumplir un papel importante en el futuro”.

Don Juan Manuel agregaba ahora el poder militar al que le daba su representación de los terratenientes sumado al que se desprendía de su ascendiente sobre los sectores populares. Sus enemigos, despectivos hacia los gauchos, comenzarán a llamarlo “el señor de las pampas” para denigrarlo, sin advertir que a los oídos de don Juan Manuel tal apelativo sonaría como un reconocimiento a agradecer. 

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Capítulo 7

Dos caudillos populares

 

Dorrego había sido expulsado fuera de su patria por un enfurecido Pueyrredón que no soportó que el altivo oficial de caballería le reprochase sus clandestinas negociaciones con los portugueses para aplastar a un respetable caudillo popular, Artigas, y con los franceses para entronizar en el Río de la Plata a un devaluado príncipe europeo con señorío en el ducado de Luca. Pero lo que sacó de las casillas al Director Supremo fue que, en el calor de la disputa, Dorrego le descerrajara, descalificadoramente, cuando le fuera exigido respeto por los galones del generalato que ostentaba su superior:

- Nunca lo he visto en un campo de batalla, señor. 

Embarcado con precipitada prepotencia, sin que se lo autorizara a despedirse de su familia, don Manuel sufrió riesgosas peripecias en la navegación que incluyeron maltrato, naufragio, abordaje pirata, hasta que finalmente alcanzó la costa norteamericana. Allí el valiente jefe de la vanguardia de los ejércitos de San Martín, que bien ganada fama tenía de altanero, se transformó en el contacto con una sociedad democrática y republicana que progresaba inimaginablemente, y cuando pudo volver a su patria era ya un estadista decidido a defender tales ideas.

Lo que lo asemejaba a Rosas era su populismo, su convicción de que no era posible hacer política sin tener en cuenta a los sectores populares. Ambos lograron un gran ascendiente entre ellos y si don Juan Manuel se mimetizaba hasta en su vestimenta con los gauchos, Dorrego, más urbano, hacía lo mismo con los orilleros.

En sus “Memorias” el general Tomás de Iriarte contará que, caminando por el centro de la ciudad con el aristocrático Carlos de Alvear se cruzaron con Dorrego, que exhibía un aspecto sucio y desaliñado.

-Caballeros, no se acerquen que puedo contagiarlos –sería el saludo mordaz. Iriarte anotará entonces: “Excusado es decir que esto era estudiado para captarse la multitud, los descamisados”. Es la primera vez que esta palabra irrumpe en nuestra Historia.

La sustancial diferencia entre Dorrego y Rosas era que el primero estaba convencido de que la plebe debía participar activamente en las decisiones a través del voto popular. De allí su exaltada arenga en la Sala de Representantes cuando Rivadavia y los suyos sancionaron el aristocratizante Reglamento que suspendió, por el voto mayoritario de los diputados, el derecho a votar de los menores de edad, los analfabetos, los naturalizados en otro país, los deudores privados y del tesoro público, los dementes, los vagos, los procesados por delitos infamantes. Pero también a los “criados a sueldo, peones jornaleros y soldados de línea”, es decir los sectores populares.

Dorrego levanta entonces su voz: 

“He aquí la aristocracia, la más terrible, porque es la aristocracia del dinero (...). Echese la vista sobre nuestro país pobre: véase qué proporción hay entre domésticos,

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asalariados y jornaleros y las demás clases, y se advertirá quiénes van a tomar parte en las elecciones. Excluyéndose las clases que se expresan en el artículo es una pequeñísima parte de país, que tal vez no exceda de la vigésima parte (...) ¿Es posible esto en un país republicano?”.

Siguió en ese tono: “¿Es posible que los asalariados sean buenos para lo que es penoso y odioso en la sociedad, pero que no puedan tomar parte en las elecciones?”. El argumento de quienes habían apoyado la exclusión era que los asalariados eran dependientes de su patrón. “Yo digo que el que es capitalista no tiene independencia, como tienen asuntos y negocios quedan más dependientes del Gobierno que nadie. A éstos es a quienes deberían ponerse trabas (...). Si se excluye a los jornaleros, domésticos, asalariados y empleados, ¿entonces quienes quedarían? Un corto número de comerciantes y capitalistas”.

Y señalando a la bancada unitaria: “He aquí la aristocracia del dinero y si esto es así podría ponerse en giro la suerte del país y mercarse (...) Sería fácil influir en las elecciones, porque no es fácil influir en la generalidad de la masa pero sí en una corta porción de capitalistas. Y en ese caso, hablemos claro: ¡el que formaría la elección sería el Banco!”.

La posición de don Juan Manuel era otra, la que había fraguado como hijo en una familia autoritaria y a la cabeza de la administración de sus estancias: el populacho debía ser representado por un patrón que los conociera y comprendiera profundamente, “un autócrata paternalista” como él mismo definiera, alguien a quien los gauchos y los orilleros respetasen por su coraje, por su honestidad, por su firmeza. Un jefe que no tolerase el desorden de las puebladas reivindicatorias porque toda convulsión era un cuestionamiento a su autoridad.

Allí residía la originalidad de un miembro de la clase alta porteña en su relación con la “plebe”o la “chusma”:

“A mi parecer todos (los gobernantes y los políticos) cometían un grave error : se conducían muy bien con la clase ilustrada pero despreciaban a los hombres de las clases bajas, los de la campaña, que son la gente de acción. Yo noté esto desde el principio y me pareció que en los lances de la revolución los mismos partidos habían de dar lugar a que esa clase se sobrepusiese y causase los mayores males, porque usted sabe la disposición que hay siempre en el que no tiene contra los ricos y superiores

 “Me pareció pues muy importante conseguir una influencia grande sobre esa gente para contenerla o para dirigirla, y me propuse adquirir esa influencia a toda costa; para esto me fue preciso trabajar con mucha constancia, con muchos sacrificios hacerme gaucho como ellos, hablar como ellos y hacer cuanto ellos hacían, protegerlos, hacerme su apoderado, cuidar de sus intereses, en fin no ahorrar medios ni trabajos para adquirir más su concepto”. 

Este texto fundamental, extraído de una carta a su amigo Santiago Vázquez, echa claridad sobre lo funcional que don Juan Manuel resultaba para los de su clase, los patrones de estancias, que veían “contenidas” y “dirigidas” a sus de otra forma temibles peonadas constituidas en parte importante por escapados, delincuentes y marginales,

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aquellos que conformaban la cotidianeidad de Rosas, hacendado que prefería vivir en el campo y no en la ciudad.

A su vez los peones y los demás integrantes de la clase plebeya encontrarían en él a quien los “protegiera”, su “apoderado”, quien “cuidara de sus intereses”.

No tardarían en surgir los conflictos entre el nuevo gobernador y sus apoyos. “Dorrego dio lugar a que se despertase la envidia y animosidad en el círculo de Rosas y los Anchorena, que se indispusieron con él porque no se dejaba dirigir por sus pérfidos consejos y empezaron a meditar los métodos para derribarlo” (T. de Iriarte) .

Es que Dorrego era un ideólogo “de ideas rancias y antisociales” como lo calificaría Tomás de Anchorena y los dueños de las mayores extensiones de pampa feraz no congeniaban con un alborotador de masas que deseaba cambiar las reglas de juego sociales, como lo demostró durante su fugaz mandato promulgando leyes que favorecían a la chusma, como el control de precios de los alimentos básicos, la distribución de tierra a los pobres, la investigación de actos de corrupción. 

Capítulo 8 

El cuatrero redimido

Amparados de un sol rabioso en la escuálida sombra de un tala, don Juan Manuel conversa con su amigo Miró, pariente de Dorrego, en su estancia “El Pino”. De pronto el Caudillo se interrumpe: ha descubierto en el horizonte una nube de polvo. 

En silencio se pone de pie, corre, monta de un salto sobre su tordillo y parte al galope . 

Un cuatrero ha enlazado un capón y lo arrastra para robarlo. Aterrado el ladrón reconoce a Rosas en ese jinete que se aproxima como una tromba y larga la presa y castiga a su pingo para huir.

Ambos jinetes corren a la par durante un vertiginoso trecho hasta que un oculto vizcacheral hace rodar a sus cabalgaduras. Será Rosas quien se incorpore primero y reduce al gaucho. 

Lo monta en ancas de su tordillo, lo conduce hasta el casco y se lo entrega a uno de los capataces ordenándole que lo estaquee y le dé 50 latigazos. A la hora de cenar, Rosas ordena que se ponga un plato más en la mesa, junto al de Miró, y pide que sienten allí al gaucho, que apenas puede moverse por la paliza.

- Siéntese, paisano. Siéntese y coma- invita. 

Entre bocado y bocado le pregunta su nombre, el de su esposa, si es moza, la cantidad de hijos. Las respuestas son breves y en voz baja. Rosas entonces le ofrece ser el padrino de su primer hijo.

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- Véngase a trabajar conmigo así no necesita andar cuatrereando. Y traiga su familia. 

- Como usted diga, señor – responderá el gaucho azorado quien hasta hacía unos segundos no daba un patacón por su vida. - Pero aquí hay que andar derecho, ¿no? 

Con el tiempo el cuatrero será compadre de Rosas, socio, amigo, rico y jefe federal de graduación, como contará años más tarde el silencioso testigo de la escena, el señor Miró.  Capítulo 9

La tragedia de Navarro

A pesar de las disidencias no serían Rosas, Anchorena y los suyos quienes lo derribaran del gobierno sino los logistas y rivadavianos quienes no perdonaban a Dorrego su conspiración contra don Bernardino. También Inglaterra jugaría su carta.

“Veré su caída, si tiene lugar, con placer –escribía el embajador Ponsonby a la Corona británica el 1° de enero de 1828-; mi propósito es conseguir medios para impugnar al coronel Dorrego si llega a la temeridad de insistir sobre la continuación de la guerra”.

El gobernador de Buenos Aires no se resignaba a que Rivadavia y y su ministro García hubieran entregado la Banda Oriental al Brasil a pesar del triunfo de nuestras armas. Concibe un arriesgado plan en complicidad con José Bonifacio de Andrada y otros opositores brasileños. Se sobornaría a los mercenarios alemanes para que se sublevaran en Pernambuco.

Asimismo la guarnición irlandesa de Río de Janeiro se amotinaría y se apoderaría del emperador, embarcándolo en una fragata que lo trasladaría preso hasta Buenos Aires. También se había acordado una ofensiva de los orientales al mando de Lavalleja y parecía seguro el apoyo de Bolívar y sus tropas acantonadas en el Alto Perú.

El eficiente servicio secreto inglés en Sudamérica desbarata el intento. “Su Excelencia no debería hacer caso a la doctrina de algunos crudos teóricos que creen que América (Argentina) debe tener una existencia política separada de los intereses de Europa (Inglaterra)- aleccionará lord Ponsonby al insurrecto gobernador porteño- El comercio y los intereses comunes de los individuos han formado lazos de unión que el poder de ningún hombre (Dorrego) podría quebrar. Mientras ellos existan Europa (Inglaterra) tendrá el derecho, y con certeza no le faltarán los medios (clara amenaza), para intervenir en la política de América cuando fuere necesario para la seguridad de los intereses europeos (británicos)”.

La oportunidad se presentó cuando regresó a Buenos Aires, a las órdenes del general Juan Lavalle, el ejército que había combatido exitosamente en “Ituzaingó” contra los brasileros para luego encontrarse con que el emisario de Rivadavia, Manuel García, había entregado la presa en disputa, la Banda Oriental, en una más que sospechosa mesa de negociaciones.

La “espada sin cabeza”, como lo calificaría Echeverría, se dejó convencer por los doctores unitarios y se sublevó contra la autoridad el 1º de diciembre de 1820. El

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gobernador no creyó que el ejército en el que había combatido heroicamente contra los godos tomaría partido por la logia y los rivadavianos. Manda llamar al rebelde y comenta a los suyos: “Dentro de dos horas será mi mejor amigo”. La respuesta no se hace esperar: “Dígale usted al gobernador que mal puede ejercer mando sobre un jefe de la Nación como es el general Lavalle quien como él ha derrocado a las autoridades nacionales para colocarse en un puesto del que lo haré descender”.

Por fin convencido de la absoluta falta de apoyo por parte de las fuerzas regulares, Dorrego abandonó el Fuerte y se dirigió hacia la campaña donde estaba el pueblo, su gente, que no le falló como lo transmitiría el espía inglés Parish Robertson al canciller Aberdeen: “(...) se está produciendo una considerable reacción a favor del general Dorrego, especialmente entre las clases bajas, y que muchos de ellos se están armando y dejando la ciudad para reunirse con él, y aún más: que los soldados relacionados con ellos han demostrado una gran disposición para desertar”.

También Rosas le dio su apoyo ya que, a pesar de sus diferencias con Dorrego, nada sería peor para sus intereses y sus convicciones que los unitarios liberales recuperasen el gobierno. Nuevamente comprobaría la conmovedora lealtad de los suyos: “Solo salí de Buenos Aires el día de la sublevación y a los cuatro días tuve conmigo dos mil hombres, llenos de entusiasmo” (Carta a N. de Anchorena).

Las posibilidades militares del derrocado gobernador eran buenas, pero hubieran sido mucho mejores si aceptaba el consejo de don Juan Manuel de retroceder hasta Santa Fe e incorporar las aguerridas, bien armadas y mejor montadas fuerzas de Estanislao López. Pero el obstinado Dorrego no le hizo caso, quizás por menospreciar las tácticas montoneras que no le parecerían adecuadas para un militar de línea como él.

Fue derrotado en Navarro el 19 de diciembre por las experimentadas tropas que habían guerreado en Brasil. El ingenuo Dorrego caerá en la celada que le tendieron cuando las vio acercarse al paso de sus monturas y al grito de “¡Pasados!” simulando una deserción, hasta que ya muy próximas, arrollaron a las sorprendidas milicias federales que dejaron 200 muertos en el campo de batalla mientras los unitarios no sufrieron ninguna baja. Dorrego escapa milagrosamente pero es hecho prisionero al día siguiente por una partida a cuyo frente van los oficiales Escribano y Acha, que acababan de pasarse al enemigo.

La noticia provocaría euforia en la clase superior de Buenos Aires y consternación en los sectores populares. En el “Pampero” de Juan Cruz Varela se publican victoriosas y mediocres rimas: 

“La gente baja ya no domina y a la cocina se volverá”

 En el parte de Navarro un satisfecho Lavalle escribirá, haciendo un involuntario homenaje a un grande de la Historia rioplatense, que es la derrota de “los discípulos de Artigas”.

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La logia se entera de que el almirante Brown, gobernador provisorio por ausencia de Lavalle, y su ministro Díaz Vélez son de la opinión de desterrar al prisionero. Del Carril, cabeza de los letrados unitarios, alarmado, sin atreverse a firmar, escribe a Lavalle que “las víctimas de Navarro no deben quedar sin venganza (...) Prescindamos del corazón en este caso”. Ese mismo día envía su carta Juan Cruz Varela: “Después de la sangre que se ha derramado en Navarro el proceso del que la ha hecho correr está decidido”. Dibujará su complica firma al final sin obviar los tres puntos masónicos. Pero a continuación agregará, prudente: “Cartas como ésta se rompen”. Más expeditivo, el fraile masón Agüero hará llegar un modelo del parte de fusilamiento. Lavalle mostrará esa documentación a Rosas en su encuentro de Cañuelas.

Dorrego intenta entrevistar a su captor pero éste se niega a recibirlo por temor a “ablandarse”. Autoriza que se le facilite el papel y la pluma que ha pedido, con lo que escribirá tiernas cartas de despedida a su esposa e hijas, y otra para el jefe federal Estanislao López: “Que mi muerte no sea causa de derramamiento de sangre”.

También en eso se equivocará Dorrego pues el partido de sus fusiladores descargará una calculada orgía de terror.   

Capítulo 10

El terror unitario

La prensa porteña azuzaba:

“Bustos y López Sola y Quiroga oliendo a soga desde hoy están”.

Después de la muerte de Dorrego, empiezan las “listas negras”, detenciones, persecuciones y el destierro de los adictos al gobierno depuesto: los Anchorena, los García Zúñiga, Maza, Terrero, Wright, los generales Balcarce, Martínez, etc. Otros emigran para evitar el furor de los vencedores unitarios, decididos a terminar con la amenaza federal, convencidos de que cortada la cabeza de la hidra lo demás será fácil y definitivo. 

“Impondremos la unidad a palos”, escribía el sacerdote unitario Julián Segundo Agüero, que había sido ministro de Rivadavia. La libertad de prensa es amordazada y al editor de un periódico, don Enrique Gilbert, se lo condenó a diez días de prisión por haber publicado un acróstico contra Lavalle. El oficialista “El Pampero” rebatía a la moderada “Gaceta Mercantil”: “El argumento que Ud. forma, de que si son pocos los federales es poca generosidad perseguirlos, y si son muchos es peligroso irritarlos, nosotros decimos que no son los muchos sino los pocos, y esos malísimos, y con los malos no se debe capitular sino extinguir.

“Que sean pocos o muchos no es tiempo de emplear la dulzura, sino el palo, y cuando hayamos terminado el combate tendrá lugar la generosidad. Mientras se pelea, esta virtud suele ser peligrosa y más con gente que no la agradece. Siendo ya vencedores les

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concederemos los honores de vencidos; cuando no haya asesinos armados buscaremos a los ciudadanos indefensos, y nos empeñaremos en convencerlos; pero ahora sangre y fuego en el campo de batalla, energía y firmeza en los papeles públicos.

“Palo, señor Editor, palo, y de otro modo nos volveremos a ver como nos hemos visto el año 20 y el año 28; palo, porque sólo el palo reduce a los que hacen causa común con los salvajes; palo y de no, los principios se quedan escritos y la República sin constitución”.

Lo que se escribía en papeles era pálido reflejo de lo que se llevaba a cabo en la práctica. Escribirá el general Iriarte, antirrosista, que “después de la ejecución de Dorrego, Lavalle asolaba la campaña con su arbitrario sistema, y el terror fue un medio de que con profusión hicieron uso muchos de sus jefes subalternos. Se violaba el derecho de propiedad, y los agraviados tenían que resignarse y sufrir en silencio los vejámenes que les inferían, porque la más leve queja, la más sumisa reclamación costó a algunos infelices la vida. Aquellos hombres despiadados trataban al país como si hubiera sido conquistado, como si ellos fuesen extranjeros; y a sus compatriotas les hacían sentir todo el peso del régimen militar, cual si fuesen sus más implacables enemigos. Se habían olvidado que eran sus compatriotas y, como ellos mismos, hijos de la tierra”.

Más adelante y haciendo referencia al terror que sembraron dice: “Durante la contienda civil los jefes y oficiales de Lavalle cometieron en la campaña las mayores violencias, las más inauditas crueldades -crueldades de invención para gozarse en el sufrimiento de las víctimas-, la palabra de guerra era muerte al gaucho y efectivamente como a bestias feroces trataban a los desgraciados que caían en sus manos.

“Era el encarnizamiento frenético, fanático y descomunal de las guerras de religión. El coronel don Juan Apóstol Martínez hizo atar a la boca de un cañón a un desgraciado paisano: la metralla lo hizo pedazos y sobre algunos restos que pudieron encontrarse el mismo Martínez burlonamente esparció algunas flores. Otra vez el mismo jefe hizo que unos prisioneros abriesen ellos mismos la fosa en que fueron enterrados ”

El coronel Estomba se llega hasta la estancia “Las Víboras” de los Anchorena y reclama información sobre el paradero de Rosas, “el cacique feroz”. Como el capataz Segura lo ignora o finge ignorarlo también será atado a la boca de un cañón y destrozado. A continuación este héroe de la Independencia se desquitará también con varios peones matándolos con un hacha.

Por su parte el coronel Rauch recorre los pueblos y villorrios de la campaña fusilando y degollando a mansalva por el sólo motivo de no ser o no parecer partidarios de Lavalle y de los suyos. Se calcula que no menos de mil paisanas y paisanos son asesinados.

Los fundadores del “terror” fueron entonces lo unitarios y no Rosas. Con ello concuerda Groussac, de escasas simpatías hacia los federales, quien al analizar estos medios de violencia, exterminio y persecución, concuerda: “La corta dictadura de Lavalle, para no remontarnos más arriba, suministra casos aislados de todos los abusos y delitos oficiales que la tiranía de Rosas practicaría como régimen . El terror esporádico de los unitarios anunció el endémico de los federales, y no es fácil apreciar

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en qué proporción el primero sea responsable del segundo (...) Delaciones, adulaciones, destierros, fusilamientos de adversarios, conatos de despojo, distribución de los dineros públicos entre los amigos de la causa: Lavalle en materia de abusos y, aparte su número y tamaño, poco dejaba que innovar a su sucesor”.

En San Juan, en 1830, Francisco Bustos “estando en la cárcel cargado de grillos, y sin el menor indicio de que hubiera intentado evadirse, como se hizo creer, fue muerto a balazos en la misma prisión”. El día anterior el unitario general Lamadrid le había exigido la suma de 8.000 pesos para liberarlo.

En San Luis el coronel Videla, poco antes de ocupar la gobernación, perseguía tenazmente a los federales, según se desprende de sus propios comunicados al hacer saber que “los límites de las cuatro provincias San Luis, Córdoba, La Rioja y San Juan han quedado purgadas de todo germen anárquico, pues, como fruto digno de sus empeños se ha logrado hacer caer a muchas de las cabezas que promovían nuevas insurrecciones, poniendo en pavorosa fuga a los que no han caído en sus manos, como ha sucedido con el infame Cuenca, que, presuroso, se ha tenido noticia segura, corre a buscar un abrigo en los bosques de Catamarca, impidiendo le siga ninguno de sus camaradas”.

Y el general José María Paz, a quien la historia oficial reservara un lugar de respetabilidad, otro unitario que fue a “civilizar” al interior, aquel “que acaloraba a sus jefes para que fusilasen a los prisioneros” y que así procedía para evitar “la brusquedad de esas órdenes encapotadas”, según afirma su compañero de armas Iriarte, no reparó en medios para llegar a sus objetivos.

Lo confirman fuentes emanadas de sus propios partidarios: “El reconocimiento de la supremacía del general Paz, -escribe Gurruchaga a Pedro Frías-, va a traer grandes males a las provincias y será bueno buscar nuevos pobladores para que las habiten”.

Un oficio del Dr. Agüero, diputado de Paz ante los gobiernos de Salta, Tucumán, Catamarca y Santiago del Estero, después de ser puesto en libertad por las partidas de Ibarra que lo habían tomado prisionero, manifiesta “que la conducta del coronel Deheza y sus colaboradores le habían hecho perder la provincia de Santiago del Estero, pues, violaban, robaban o asesinaban a toda persona que encontrasen”. Una carta del citado Deheza al gobernador de Santiago del Estero, Francisco Gama, dirá: “Sáquele todo cuanto pueda al comercio para contar con algo, ya sabe que somos pobres”.

La masacre generalizada que la “barbarie” sufre en manos de la “civilización” hace que en ese año 1829 el crecimiento demográfico sea negativo: las muertes superan a los nacimientos. Allí nacerá el slogan de los “salvajes unitarios”. A pesar de ello nuestra historia oficial se empeñará en cargarle a Rosas, en primer término, y a los caudillos federales la exclusividad del terrorismo político de su época. 

Los federales comprendieron que sus adversarios estaban decididos a llevar la confrontación hasta sus últimas consecuencias y que, por consiguiente, necesitaban un líder capaz de organizarlos. Nadie dudó de que esa persona, a pesar de su juventud, era don Juan Manuel de Rosas. Tampoco los unitarios: “Últimamente fueron liberados de la prisión dos asesinos”, informaría el cónsul inglés Woodbine Parish a su gobierno, “bajo el compromiso de asesinar a Rosas”.   

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Capítulo 11

El pasajero del “Countess of Chichester”

 

En medio del fratricida torbellino de sangre y de pasiones arriba el 6 de febrero de 1829 el buque “Countess of Chichester” en el que viajaba San Martín con el apellido materno, Matorras, para pasar de incógnito. Se había embarcado en Londres, con espíritu alegre, al enterarse de la caída de su enemigo Rivadavia . Pero más lo atraía que fuese su brillante oficial de las campañas libertadoras, Dorrego, insuperable en las cargas de caballería y con quien tenía tanto en común, quien gobernase a Buenos Aires

El 15 de enero al hacer escala en Río de Janeiro supo con preocupación de la revolución unitaria y al llegar a Montevideo en los primeros días del mes siguiente, desolado, se entera del fusilamiento del derrocado gobernador.

José M. Paz, entonces gobernador interino por hallarse Lavalle ocupado en la campaña de exterminio de gauchos y orilleros federales, informa a éste de la presencia del “Rey José”, como llamaban despectivamente al Libertador sus muchos enemigos porteños, burlándose de sus supuestas inclinaciones monárquicas: “Calcule Ud. las consecuencias de una aparición tan repentina”.

“El Pampero” del 12 de febrero, en recuadro que no se atreve a firmar Florencio Varela, lo acusa de cobarde: “Ambigüedades: en esta clase reputamos el arribo inesperado a estas playas del general San Martín, sobre lo que diremos que este general ha venido a su país a los cinco años, pero después de haber sabido que se han hecho las paces con el emperador del Brasil”. 

San Martín no se decide a desembarcar porque también nuestros próceres, a pesar de la historia oficial, tienen el humano derecho a sentir miedo. Sabe que lo van a matar en cuanto ponga un pie en tierra pues nadie ignora que podría ser el nuevo jefe de los federales a favor de la simpatía y admiración que por él sienten los provincianos y el populacho urbano y campesino, es decir aquellos a quienes los poderosos de Buenos Aires temen.

Los de la logia también tienen cuentas pendientes por las reiteradas desobediencias de ese antiguo “venerable” que a partir de 1814 privilegió los intereses de la patria antes que los de la sociedad secreta.

Los rivadavianos, a su vez, no le perdonan haber sido quien, al frente de sus flamantes granaderos, irrumpió en la Plaza de la Victoria para derrocar a don Bernardino y a los demás integrantes del 1er. Triunvirato en lo que puede ser considerado el primer golpe militar contra autoridades legítimamente constituidas.

Más aún: la clase de “posibles” no olvida que culpa de su desobediencia a regresar con su ejército para protegerlos, las montoneras entrerrianas y santafesinas desfilaron por

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sus calles después de Cepeda, dando por tierra con el proyecto de entronizar al príncipe de Luca.

Sus amigos, entre ellos Tomás Guido, lo visitan a bordo para desagraviarlo: “No haga caso de los arañazos”,le dice, “no faltan quienes defienden a Ud.”. Don José también recibe la inesperada visita de los señores Gelly y Trolé, enviados de Lavalle, cuya situación se ha vuelto muy comprometida por la reacción de las milicias federales al mando se Rosas y por el avance de las vigorosos montoneros de López. Le ofrecen a San Martín hacerse cargo del gobierno de Buenos Aires.

Otra vez nuestra historia oficial se equivoca, o miente en su estrategia de despolitizarlo y jamás mostrarlo en su condición de hombre de ideas y caudillo popular, cuando quiere hacernos creer que la negativa de nuestro prócer máximo se debió a que no quiso inmiscuirse en la sangrienta contienda entre ambos partidos. 

Lo sucedido es que lo que se le ofrece es lo que jamás podría aceptar por cuanto sus simpatías están claramente del lado federal. Sus relaciones con los unitarios han sido siempre pésimas y a su falta de apoyo se debió su inevitable renuncia ante el bien surtido Bolívar. Lo que Lavalle le propone, una vez más confundido, es jugar del lado de sus enemigos, junto a la logia, los alvearistas, los rivadavianos. Además a la cabeza del bando que, en ese abril, ya tiene la partida perdida. 

La respuesta que San Martín le da a Lavalle, en una nota que entrega a sus emisarios, no puede ser más clara: “Los medios que me han propuesto no me parece tendrán las consecuencias que usted se propone”. A renglón seguido le sugiere rendirse a los de López y Rosas, que son los suyos :“Una sola víctima que pueda economizar al país le será de un consuelo inalterable”. 

El 12 parte el “Countess of Chicherster”. A su bordo un hombre con el corazón partido que quizás intuye que jamás regresará a esa patria hostil a la que tanto ama y por la que tanto hizo. Es interesante señalar que en su correspondencia de esos días, sin conocerlo, parecería presagiar el advenimiento de Rosas al poder: “Las  gentes claman por un gobierno riguroso, en una palabra: militar”, escribe a su amigo O´Higgins. En cuanto a las dos facciones, unitarios y federales, “para que el país pueda existir es de absoluta necesidad que uno de los dos desaparezca”. Su inclinación no deja dudas en una de sus cartas al general Guido, donde critica a los unitarios que han engañado al pueblo “con sus locas teorías y lo han precipitado en los males que lo afligen y dándole el pernicioso ejemplo de perseguir a los hombres de bien”. Estos, para el Libertador, no son la oligarquía “decente” sino los federales que han debido refugiarse del otro lado del Plata.

Sólo recobrará la esperanza cuando, con Rosas en el gobierno, su Argentina se alce altiva ante la prepotencia de las potencias de entonces. A los 51 años de edad le ofrecerá sus servicios “si usted me cree de alguna utilidad”. 

  

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Capítulo 12

El Puente de Márquez

 

Lavalle, el héroe de Riobamba, ha sido cercado en el interior de la capital por las montoneras santafesinas y las milicias rosistas. La situación es desesperante y decide salir a dar batalla, siendo completamente derrotado al frente de su ejército regular en los campos de “Puente de Márquez” el 25 de abril de 1829

El parte de Estanislao López no ocultará la ironía: “El general enemigo que ha usado hasta el día de hoy hablando de nosotros el lenguaje de la presunción y la arrogancia, fundado según decía en la elevación de sus conocimientos, en su valor y en la calidad de sus soldados, ha tenido desde hoy un motivo para ser más modesto”. 

Las fuerzas irregulares que comanda Rosas, integradas por peones facilitados por sus pares estancieros a los que se sumarían indios y mulatos adeptos con los que llevó adelante, como lo definiría Woodbine Parish, “una guerra gaucha contra las propiedades en el campo de todos los partidarios de la revolución (que derrocara a Dorrego)”. En parte para privar de recursos a las fuerzas de Lavalle pero también como castigo para los adversarios, que no solo eran los que estaba en su contra sino también los que permanecían neutrales. Esto daría vengativa justificación a sus enemigos, un cuarto de siglo más tarde, después de Caseros, para expropiar todas sus propiedades

Rosas comenzaba a mostrar su estilo: se estaba con él o contra él, no había posiciones intermedias. También era ya claro cuáles serían sus aliados, de allí en más : un importante sector de la clase acomodada y los sectores más desfavorecidos de la sociedad. El estanciero y el gaucho. 

Lúcido, escribirá a su aliado López, en un alto de su andar: “Todas las clases pobres de la ciudad y de la campaña están en contra de los sublevados y mucha parte de los hombres de posibles. Sólo creo que están con ella los quebrados y los agiotistas que forman esta aristocracia mercantil”. Ya se vislumbraba en comunicaciones como ésta el talento de don Juan Manuel para adjetivar con eficacia a sus enemigos y para la creación de slogans propagandísticos de fuerte efecto.

Lo que más llamó la atención fue que tuviera la capacidad de hacer pactos con el diablo, es decir con el indio, terror de los ciudadanos y campesinos de Buenos Aires. En la batalla de Navarro, a pesar de su disidencia con Dorrego, Rosas le facilitó parte de sus fuerzas entre las que se contaban varios cientos de indios pampas que pelearon con una bravura y una disciplina reconocida por el atónito Lavalle. Quien los conducía en esa oportunidad y lo seguiría haciendo hasta Caseros era don Molina, capataz de “Los Cerrillos”, desertor del ejercito quien vivió con los pampas durante varios años, esposando a la hija de un cacique, hasta que Rosas lo reclutó para lo suyo. El general Aráoz de Lamadrid opinaría de él en sus “Memorias” que era “un hombre de gran influencia entre la gente de campo y las tribus indias del sur, de quien se dice que puede siempre tener a su disposición la cantidad de hombres que pueda necesitar”.

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Como parte de su guerra de recursos Rosas favoreció las incursiones indias contra ciudades y aldeas, ensañándose con las vidas y bienes de los unitarios que les habían sido previamente marcados. Al retirarse dando estremecedores alaridos quedaban cadáveres regados sobre el suelo, viviendas saqueadas e incendiadas, llantos de las niñas y de los niños mientras presenciaban cómo sus madres eran raptadas por quienes acababan de asesinar a sus padres. Nada demasiado distinto a lo que hacían los “civilizados” unitarios.

La resistencia de Rosas y los suyos había recibido el apoyo de las provincias, soldándose el vínculo azaroso pero a la postre siempre sólido entre el estanciero bonaerense y los caudillos del interior. La primera reacción contra el movimiento militar de Lavalle la hizo Bustos, desde Córdoba, no obstante su rivalidad política con Dorrego. El 10 de diciembre envió una fuerte proclama a las demás provincias: 

“(...) Quienes derrocaron al gobierno general son los mismos que en 1814 pidieron a Carlos IV un vástago de la Casa de Borbón para que se pusiese de rey entre nosotros (por Rivadavia), los que en 1815 protestaron al embajador español en el Janeiro, conde de Casa Flores, que si había tomado intervención en los negocios de América había sido con el objeto de asegurar mejor los derechos de S.M. Católica en esta parte de América (por Alvear), los mismos que en 1816 nos vendieron a Juan VI, entonces príncipe regente de Portugal (por Belgrano, Díaz Vélez, Alvarez Thomas y otros), los mismos que en 1819 nos vendieron al príncipe de Luca (por Pueyrredón y Valentín Gómez), en fin, los autores de todas nuestras desgracias.

“América no lloraría tantas desgracias si cuando en octubre de 1811 (la sublevación contra Saavedra y Campana, este último un gran caudillo popular ignorado por nuestra historia oficial) botó esa facción por tierra al gobierno que se había formado en 1810, un castigo ejemplar les hubiera enseñado que no se podían hollar los sagrados derechos de los Pueblos”.

Un Facundo Quiroga indignado escribe a Lavalle el 29 de diciembre: “No pierda V.E. los instantes que le son preciosos al abrigo de la distancia, para escudarse del grito de las provincias. El que habla no puede tolerar el ultraje hecho a los pueblos sin hacerse indigno del título de hijo de la Patria, si dejase la suerte de la República en manos tan destructoras. Debe tomar la venganza que desde ahora le promete”. La dirige a “Juan Lavalle, Gobernador intruso de Buenos Aires”.

El periódico unitario “El Pampero” replicará cuando el viento parecía soplar a favor de los rebeldes: “¡Bandido en Jefe! ¡Fiera intrusa entre los hombres! Cacique Quiroga ¿qué pides cuanto así ultrajas al gran pueblo de Buenos Aires en el digno gobernador que ha elegido? ¿No respetas siquiera a los valientes y veteranos héroes de Ituzaingó? Prepárate, sí, prepárate, salteador infernal, a sufrir el castigo de tus horrendos delitos, y si tienes coraje como te sobra audacia ven a Buenos Aires que aquí está la horca en que debes expiarlos”.

San Juan desconoce el gobierno de Lavalle el 22, el 24 lo hace Mendoza, el 29 La Rioja. Estanislao López contestaría ridiculizando a la circular unitaria en la que se informaba que el nuevo gobernador había sido electo por el “voto nacional y unánime”: “Sea cualquiera la propiedad con que el Sr. secretario “nacional” llame voto unánime al

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de los ciudadanos de una provincia como la de Buenos Aires en la expresión tumultuaria y discordante de los pocos que puede contener un templo(...)”.

Ya antes de la batalla decisiva el entusiasmo revolucionario de los porteños estaba declinante. Los federales no se habían atemorizado a pesar de torturas y fusilamientos y en las iglesias se rezaba funerales por Dorrego que, pese a la oposición de las autoridades, fueron una vibrante expresión de dolor popular. “Mucha gentuza a las honras de Dorrego” ,se lamentará un despechado del Carril a Lavalle, “litografías de sus cartas y retratos; luego se trovará la carta del Desgraciado en las pulperías como la de todos los desgraciados que se cantan en las tabernas. Esto es bueno, porque así el “Padre de los pobres” será payado con el capitán Juan Quiroga y los demás forajidos de su calaña. ¡Que suerte vivir y morir indignamente y siempre con la canalla!”

Pronto se sabrá que Rauch, terror de indios y gauchos, al perseguir a los pampas ha sido alcanzado y boleado en “Vizcacheras”. Los indios se arrojaron sobre el odiado militar prusiano quien, a pesar de defenderse con coraje, acabó atravesado a lanzazos. Decapitado, su cabeza fue llevada en triunfo a la ciudad y arrojada en una calle céntrica como un desafío.

Luego de la derrota de “Puente de Márquez” el pánico se apoderó de los porteños “decentes”. Rivadavia y Agüero se fugaron el 2 de mayo a la Banda Oriental siendo imitados por otros muchos que pocos meses antes estaban convencidos de haber logrado una victoria completa.

Lavalle cabalgó solo hasta el campamento de quien lo había vencido y ,agotado y destruido anímicamente , se dejó caer en el camastro de Rosas. Prefiere negociar con él y no con López, después de todo es un aristócrata porteño, relacionado con las “mejores” familias porteñas, uno de los estancieros más ricos. Siempre será mejor que un montonero bárbaro y representante de los intereses antiporteños de otra provincia como el santafesino.

-Despiérteme cuando llegue el general. 

Ambos firmaron lo que se conocería como el “Tratado de Cañuelas” por el que Lavalle renunciaba a la gobernación y Rosas, de buen grado, aliviaba a Buenos Aires de ser inundada por sus gauchos, indios , mulatos y orilleros, recordando con seguridad el impacto que a él mismo le provocase el desfile de los mal entrazados pero respetuosos montoneros luego de Cepeda. El era porteño y sabía que, para sus planes futuros, no le convenía ganarse la animosidad colectiva de los habitantes de la que ya era una gran ciudad americana.

De las conversaciones entre Rosas y Lavalle, surgió el nombre del nuevo gobernador, Juan José Viamonte, también rico estanciero y aceptable para unitarios y federales. Don Juan Manuel consideraba que aún no había llegado su hora, actitud que contribuía a agrandar su figura. “Su poder es tan extraordinario como su moderación y su modestia” (Informe de W. Parish a Aberdeen,14 de noviembre de 1829). 

Carlos de Alvear, que sostenía una posición intransigente, protesta contra lo que considera “debilidad” de Lavalle y renuncia a su gabinete. Este escribirá a don Juan Manuel, con quien trata de mantener relaciones cordiales que poco durarían: “Alvear ha

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hecho hoy renuncia de los ministerios de guerra y marina y la he aceptado con un contento indecible. Es un hombre que no estará quieto bajo ningún orden de cosas y que necesita de la embrolla y de la intriga como del alimento. Si lo sujetan a vivir con juicio se muere en dos días. En estos últimos ha esparcido mil mentiras y me ha calumniado a su gusto. En fin, estoy libre de él y de este modo pasaré con menos disgusto los pocos días que esté aquí”. San Martín, que hubo de sufrir la envidiosa y dañina animosidad de Alvear a lo largo de toda su vida, podría haber suscripto los mismos términos.

No sería la última vez en que Lavalle y Rosas se encontrarían en bandos contrarios y fue su derrota en 1840 lo que llevaría al primero a su suicidio en Jujuy. Tanto sus adeptos como Rosas, para no deshonrarlo, adjudicarían su muerte a un imposible trabucazo disparado a través del ojo de una cerradura por un mazorquero rosista, el sargento Bracho.

Lo curioso es que tanto Juan Manuel como Juan Galo eran hermanos de leche ya que Lavalle había mamado del pecho de doña Agustina, la madre de Rosas, como solía hacerse entre amigas de aquel Buenos Aires de pocas familias “decentes” cuando alguna se secaba, para que sus vástagos no bebiesen leche “impura” de india o mulata.   

 

Capitulo 13  Chusma y hordas salvajes  

San Martín, desde la rada de buenos Aires le solicita a Díaz Vélez su pasaporte para pasar a Montevideo, lo hace en una carta en que le expresa que no desea implicarse en la guerra fratricida por lo que “no perteneciendo a ninguno de los dos partidos en cuestión, he resuelto para conseguir ese objeto pasar a Montevideo”.

Díaz Vélez le adjunta el pasaporte pedido y una carta de mal tono en la que expresa: “Por lo demás aquí no hay dos partidos, si no se quiere ennoblecer con este nombre a la chusma y las hordas salvajes”.  

Capítulo 14   Yo no soy federal   

El gobierno cayó en sus manos como si se tratase de la inevitabilidad de la ley de gravedad, por imperio de circunstancias que él mismo había provocado, más por asumir su destino de representar y modelar el país que anhelaba (ordenado aunque fuese por la fuerza, respetuoso de la religión, en el que la plebe tuviera su lugar, desconfiado de todo lo que viniese de afuera, poco amigo de la modernidad liberal, tradicionalista) y menos por ansia de poder público. Rosas entonces vaciló.

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El mismo día de su ascensión al mando de su primer gobierno le comenta al agente de la Banda Oriental, Santiago Vázquez:

“Aquí me tiene usted, señor, en el puesto del que me he creído siempre más distante; las circunstancias me han conducido; trataremos de hacer lo mejor que se pueda; de evitar nuevos males; yo nunca creí que llegase este caso, ni lo deseaba, porque no soy para ello; pero así lo han querido, y han acercado una época que yo temía hace mucho tiempo, porque yo, señor Vázquez, he tenido siempre mi sistema particular”.

¿Era don Juan Manuel sincero? Amaba la vida en el campo y sólo se imaginaba como gobernante si transformaba al país en una estancia y a sus gobernados en peonada como la de sus haciendas, que sabía de su inflexibilidad ante lo que él consideraba faltas: la pena por llevar el facón en días de fiesta y así evitar las frecuentes y letales riñas entre ebrios era permanecer varias horas en el cepo a la intemperie; por olvidar o perder el lazo, cuyo flexible trenzado requería la costosa labor de un experto, cincuenta latigazos en la espalda desnuda; por beber durante sus obligaciones correspondía ser estaqueado, a veces junto a un hormiguero. 

También pregonaba la decencia: “El peón o capataz que ensille un caballo ajeno comete un delito tan grande (...) que será penado con echarlo en el momento de las haciendas de mi marca, y a más será castigado según lo merezca” (“Instrucciones a los mayordomos de estancias”).

Lo podía hacer sin provocar el odio de los suyos porque él mismo se sometía a tales castigos cuando la falta era suya. Con la misma dureza caían los latigazos sobre su espalda o se achicharraba bajo el sol inclemente. Uno de sus capataces, Sañudo, relataría a Saldías que cierta vez había castigado a su patrón hasta hacerle perder el conocimiento y que luego había sido premiado por ello. Hasta el fin de sus días sostendrá que el ejemplo era la vía de ganar la confianza del pueblo.

En cuanto a su rechazo a los cargos públicos existía el antecedente de su renuncia a ser Diputado y miembro de la Junta de Comerciantes y Hacendados, nombramientos con que Martín Rodríguez lo había tentado para atraerlo de su lado.

Halperín Donghi razona: “La Legislatura que ha designado a Dorrego elige gobernador, con facultades extraordinarias, a Juan Manuel de Rosas. La crisis de las instituciones porteñas comienza a cerrarse: Rosas es –en el vocablo de sus adictos, recogido por la Legislatura- el Restaurador de las Leyes, es decir, del sistema de leyes fundamentales en cuyo marco se había dado la experiencia del partido del Orden. Sin duda esta restauración - como es usual - innova mucho más de lo que restaura.

”Era un autócrata por naturaleza y hasta el fin de sus días se mostró convencido de que a los países había que gobernarlos con mano fuerte para evitar lo que él consideraba su natural tendencia a la anarquía. Hay quien afirma que Rosas conocía la obra del francés Bossuet, defensor del absolutismo monárquico, cuyas ideas textuales reproduciría en sus escritos: 

“El rey puede compararse con un padre y recíprocamente un padre puede ser comparado con el rey, y entonces determinar los deberes del monarca por los del jefe de familia. Amar, gobernar, recompensar y castigar es lo que deben hacer un rey y un

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padre. En el fondo nada hay menos legítimo que la anarquía, que quita a los hombres la propiedad y la seguridad, ya que entonces la fuerza es el único derecho (...) A nadie le es permitido perturbar la forma de gobierno establecida, y se deben sufrir con paciencia los abusos de autoridad cuando no se los puede impedir por las vías legítimas”.

Era federal por su animosidad con los unitarios más que por aceptar los principios exitosamente aplicados en el Norte de América. Mucho menos acordaba con los reclamos de que su Buenos Aires debía compartir sus privilegios, su puerto y su aduana con las provincias, lo que le insumiría años de astutas negociaciones para conjurar y dilatar lo que era inmanente de su declamado federalismo.

Siempre fue partidario de dar legitimidad a sus designaciones como gobernador, y si en 1835 exigirá la convocatoria a un plebiscito en el 29 fue nominado por convocatoria de la Legislatura disuelta por el “golpe” de Lavalle, que así “restaurará” la ley.

Su postura inicial será de conciliación: “Ya digo a usted que yo no soy federal, nunca he pertenecido a semejante partido, si hubiera pertenecido, le hubiera dado dirección, porque, como usted sabe, nunca la ha tenido(...) En fin, todo lo que yo quiero es evitar males y restablecer las instituciones, pero siento que me hayan traído a este puesto, porque no soy para gobernar”. (Confidencia a su amigo uruguayo Vásquez, diciembre de 1829, el mismo día en que asumió su cargo).

A diferencia de lo que sucederá con su segundo período se esforzó por dar una imagen de cierta moderación. Eso fue claro cuando confirmó a los ministros designados por Lavalle: Balcarce, Guido y García, este último, el “entregador” de la Banda Oriental, clara concesión a Inglaterra, cuyo ministro Woodbine Parish informaría a su Corona que el gabinete rosista estaba formado por “hombres honrados y bien dispuestos”. Las cosas serían muy distintas en los años por venir.

Don Juan Manuel era sincero en sus dudas. El psicoanálisis quizás pueda explicar el caso de alguien que gobernó durante muchos años pero que alcanzó el record, probablemente mundial, de renuncias a su función. En algunas fue evidente que no se trataba más que de una formalidad. Pero en otras, como su decisión de abandonar el poder en 1850, era clara la voluntad de hacerlo.

Durante su primer período debió enfrentar graves problemas: una pertinaz sequía que duró varios años y perjudicó el rendimiento de los campos, y el acoso de las provincias unitarias coaligadas en la Liga del Norte bajo el liderazgo del mayor estratega de nuestra guerras civiles, José María Paz.

 A Buenos Aires llegan noticias de la batalla de “La Tablada”, en la que Paz derrotó a Juan Facundo Quiroga. Se sabe entonces que, terminado el combate y con la anuencia del jefe victorioso, el coronel Deheza fusiló a cañonazos a veintitrés oficiales que se habían rendido y a ciento veinte prisioneros. Los cadáveres insepultos fueron luego devorados por los caranchos. Paz, que en agosto del año anterior se hiciera elegir gobernador de Córdoba, ahora está empeñado en lo que se llamará “la campaña de la sierra”, consistente en limpiar de partidas federales toda esa comarca. Los crímenes cometidos contra los prisioneros y contra los vecinos de las aldeas y de la campañas sólo pueden compararse con los realizados en la provincia de Buenos Aires por las tropas de Lavalle, un año atrás. Los prisioneros son colgados de los árboles y lanceados

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simultáneamente por el pecho y por la espalda. Así mueren ochocientos hombres. A algunos les arrancan los ojos o les cortan las manos. En San Roque le arrancan la lengua al comandante Navarro. A un vecino de Pocho, don Rufino Romero, le hacen cavar su propia fosa, antes de ultimarlo, hazaña que se repite con otros. Algunos departamentos de la sierra son diezmados. Algunos de sus subalternos, famosos por su crueldad como Vázquez Novoa, apodado “Cortaorejas”, “El zurdo y el “Cortacabezas” Campos Altamirano, lancean a los vecinos de los pueblitos en grupos hasta de cincuenta personas. El propio Paz hace fusilar en Córdoba a tres coroneles federales, y con motivo de una rebelión se aplica la pena de muerte a cuatro militares. 

Capítulo 15  La víctima ilustre   

Uno de los primeros actos de la gobernación de Rosas fue la exhumación de los restos del gran Manuel Dorrego, primer caudillo popular de nuestra patria, y su traslado al cementerio de la Recoleta.

En una imponente ceremonia – Rosas siempre supo de la importancia política de las grandes celebraciones que fomentaban la participación popular- a la luz de las flameantes antorchas y con el suelo trepidante por los cañonazos de la escuadra y del Fuerte, un don Juan Manuel sinceramente conmovido recordó a su antecesor en el liderazgo federal:“

¡Dorrego! Víctima ilustre de las disensiones civiles, descansa en paz. La patria, el honor y la religión han sido satisfechos hoy, tributando los últimos honores al primer magistrado de la república sentenciado a morir en el silencio de las leyes. La mancha más negra de la historia de los argentinos ha sido ya lavada con las lágrimas de un pueblo justo, agradecido y sensible”.

Capítulo 16 

La medida más filantrópica   

La crueldad unitaria es reconocida por los mismos que lo practicaban. El sargento mayor Domingo Arrieta, oficial de Paz y en “la campaña de la sierra” refiere en sus “Memorias de un soldado” cómo paisanas y paisanos irritadas, contra las fuerzas unitarias, los privaban de recursos, los acosaban con tiroteos y correrías, y cuando podían mataban a algunos de ellos. Entonces Arrieta confesará, textualmente, que ante la inutilidad de “los buenos modos” adoptarían una “medida más filantrópica”: “no dejar vivo a ninguno de los que pillásemos”. Con sincero cinismo cuenta que “mata aquí, mata allá, mata acullá y mata en todas partes, fueron tanto los que pillamos y matamos que, al cabo de unos dos meses, quedó todo sosegado”. 

Trece años más tarde “La Gaceta” hablará de dos mil quinientas víctimas cordobesas del “terror unitario”, en tanto que Rivera Indarte rebajará esa cifra a ochocientas.

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Paz va a encontrarse de nuevo frente al general Quiroga en la batalla de “Oncativo” el 25 de febrero de 1830. Ataca a su enemigo por sorpresa y el “Tigre de los Llanos” vuelve a ser derrotado.  Se reproducen entonces los impiadosos fusilamientos de prisioneros. Al más importante, el general Félix Aldao, guerrero de la independencia, fraile dominico que dejó los hábitos para combatir por su patria y que luego se convertiría en un feroz caudillo, lo hacen entrar en la ciudad antes de darle muerte, en un día de pleno verano y a la hora en que es más fuerte el sol, montado en un burro para denigrarlo, con la cabeza descubierta y los pies atados debajo de la panza del animal, como lo contase el viajero norteamericano J. King. En la cárcel, atestada de prisioneros, cada noche hay fusilamientos luego de juicios sumarísimos que terminan fatalmente con la condena a muerte. 

Paz no se contenta con dominar Córdoba y toma por asalto los gobiernos vecinos por medio de sus lugartenientes, a cada uno de los cuales le adjudica una provincia. Gregorio Aráoz de Lamadrid va a La Rioja. Allí encarcela y cuelga una pesada cadena del cuello de la madre de Quiroga, anciana de más de setenta años; luego la destierra, junto a la mujer y a los hijos del caudillo a Chile. Es más cruel con los soldados: acollara a doscientos federales que ha capturado en los llanos riojanos y los hace lancear en su presencia. No será lo único: para forzar contribuciones pecuniarias a las se resisten los habitantes de la capital provincial fusila a cuatro y deja el banquillo para las que no paguen.

A Santiago del Estero el general Paz destina a Román Deheza, el masacrador de “La Tablada”, que fusila allí a mucha gente. Lo mismo sucede en Mendoza, donde los unitarios pasan por las armas a cincuenta federales apresados en Chancay. 

No se trata de justificar conductas bárbaras de Rosas sino de contextuarlas en relación a sus circunstancias, sin ignorar los crímenes de sus enemigos. La historia oficial se horroriza por ciertos actos de don Juan Manuel y disimula u olvida, en permanente amnesia, las tropelías de los unitarios. Además, los crímenes de los lugartenientes de Paz, aunque “acalorados” por el “manco”, no son cargados en su cuenta personal, pero a Rosas se le achacará todo delito cometido por alguno de sus satélites, aunque no sea por motivos políticos y aunque el Restaurador lo castigue por ello. “Horrendos crímenes” serán sus excesos y “triste consecuencia de las guerras civiles” los de los unitarios.

El “ojo por ojo y diente por diente” será la siniestra costumbre del fratricidio. Así, Quiroga, el 7 de marzo de 1830, después de combatir tres días, se apodera de la fortificada villa de Río Cuarto, en la provincia de Córdoba. El 28, en el Rodeo de Chacón, dirigiendo a sus hombres desde el pértigo de su carreta, pues el reumatismo no le permite caminar ni montar a caballo, derrota a los dos mil hombres del sangriento coronel Videla Castillo, el procónsul de Paz en Mendoza. Facundo perdona la vida a los oficiales prisioneros en un extraño caso de magnanimidad en esos tiempos.

Pero pocos días después, ya en Mendoza, se entera de que su madre, su mujer y sus hijos han sido desterrados a Chile por Lamadrid. Además le preocupa no tener noticias de su leal amigo el general Benito Villafañe, que está en Chile y al que ha llamado para que le reemplace. El malhumor le hace imponer contribuciones y ordenar fusilamientos. Una tarde aciaga, en el cuartel de la Cañada, un chasque le alcanza la noticia del asesinato de Villafañe en manos de los unitarios. El Facundo magnánimo da paso a la iracundia vengativa. Manda llamar a los presos

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recientes, que llegan contentos imaginándose ya libres. Extiende su poncho sobre el suelo, se sienta y hace formar fila a los veintiséis presos y los tres oficiales. Con la voz tartajeada por la ira se refiere al asesinato de Villafañe y les recuerda cómo los unitarios fusilaron a Dorrego y a Mesa y a sus oficiales prisioneros después de “La Tablada” y pusieron cadenas a su anciana madre. Había llegado la hora de pagar cuentas. Convoca a un piquete y los presos, que ya han comprendido lo que les espera, se agitan con desesperación. Algunos claman por misericordia, otros ruegan por un confesor. Facundo, justiciero, sombrío, silencioso, se incorpora con calma, recoge su poncho, se pone al frente del piquete y ordena “¡fuego!”. Unitarios y federales parecían empeñados en dar la razón a aquel personaje de Homero, el poeta griego: “Los hombres se cansan antes de dormir, de amar, de cantar y de bailar que de hacer la guerra”. 

Capítulo 17

 El carancho del monte  

Uno de los más conocidos colaboradores de Rosas fue el apodado “Carancho del Monte”, Vicente González, quien en la época civil de su patrón se desempeñó como peón hasta ser reconocido como “cacique” de Monte por su ascendiente sobre los marginales. Ya en el poder público fue uno de los agentes de la represión rosista, teniendo a su cargo degüellos, amedrentamientos, deportaciones y otras lindezas.

Era un inmejorable reclutador y formador de milicias, similares a las que Aristóteles elogiase en el siglo IV antes de Cristo: “Las tropas regulares pierden el valor cundo se encuentran ante peligros mayores a los que esperaban(...). Son los primeros en volver la espalda. En cambio los hombres de la milicia mueren en su puesto”.

Al “Carancho del Monte” se adjudica el pionerismo en la portación de la divisa federal y la coerción para que fuese usada por todos, “como signo de unidad nacional”, como rezaría el decreto correspondiente.

Rosas le tenía especial consideración a pesar del rechazo que su tosquedad provocaba en su “oráculo”, el refinado Tomás de Anchorena.

Este era un hábil empresario del campo, fanático conservador, un ultracatólico que añoraba los tiempos de la Inquisición. De él el cónsul Woodbine Parish, quien lo trató con frecuencia por motivos comerciales, informaría a su gobierno que se trataba de un “hombre de carácter violento y muy descuidado de la popularidad”. Muy favorecido, igual que su hermano e hijos, por los gobiernos de don Juan Manuel, cortaría toda relación con éste cuando emprende el sufrido camino del exilio, desatendiendo sus reclamos y cobijándose bajo la protección de Urquiza. 

   

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Capitulo 18   Me dices que eres virtuoso   

El 10 de junio de 1831 escribía a sus padres desde Pavón, firmando simplemente “Juan Manuel”:

“(...)Sí, deben persuadirse que uno de mis mayores sufrimientos en mi tan desgraciada vida es no haber merecido la confianza de mis padres en este asunto a la edad de 38 años; que este sentimiento irá conmigo al sepulcro; pero que por el pecado que acaso cometo en esta tirantez de sentimientos, pido perdón a mis padres postrado humildemente en su presencia para que Dios pueda compadecerme y absolverme.

“Sin duda me perdonarán porque conocerán su razón. Pero si mi desgracia llega al extremo de negárseme esta justicia, les suplico que al fallar en contra de su hijo tengan presente sus mercedes que este carácter lo he heredado de mi adorable madre, y que cuando menos esto debe concederse al amante hijo de sus mercedes”.

Años antes, en 1819, con motivo del cumpleaños de doña Agustina, había escrito:

“Mi amada madre: De regreso del campo donde hace mucho tiempo me tenían mis quehaceres, he sentido la necesidad que todo hijo virtuoso tiene que es ver a los autores de sus días. Mucho tiempo hace que no llevo a mis labios la mano de la que me dio el ser y esto amarga mi vida. 

“Espero que Su Merced, echando un velo sobre el pasado, me permitirá que pase a pedirle la bendición. Irán conmigo mi fiel esposa y mis caros hijos, también mis padres políticos y toda la familia, y volverán a unirse dos casas que jamás han estado desunidas.

“Espera ansioso la contestación, éste, su amante hijo que le pide su bendición”.  

La madre le contesta con digna altivez:

“ Mi ingrato hijo Juan Manuel: He recibido tu carta con fecha el 28 de agosto, este día tan celebrado en mi casa por mi marido, mis hijos y mis yernos, y sólo tú, mi hijo mayor, eres el que falta; el por qué, tú lo sabrás, tus padres lo ignoran.

 “Me dices que eres virtuoso, dígote que no lo eres. Un hijo virtuoso no se pasa tanto tiempo sin ver a los autores de sus días, sabiendo que su alejamiento ha hecho nacer en el corazón de su madre el luto y el dolor.

 “(...)Te digo en contestación a estas palabras que los brazos de tu madre estarán abiertos para estrecharte en ellos, tanto a ti, como a tu esposa, hijos y familia”. 

La fuerte personalidad de doña Agustina quedó patentizada en numerosas oportunidades. Una de ellas fue cuando, habiendo derrocado Lavalle a Dorrego y estando su hijo en el campo organizando la resistencia, llegó la policía a su finca para

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apresar a Juan Manuel y para requisar mulas y caballos para el ejército unitario. Conducía la partida un conocido suyo de apellido Piedracueva, que había sido boticario 

Doña Agustina se negó a obedecer diciendo que si bien ella no tenía opinión ni se metía en política, sabía que las bestias se usarían para combatir a su hijo y por lo tanto no las facilitaría. Drástica, como en todos sus actos, ante la insistencia de la policía dio la orden de degollar a los caballos y mulas que estaban en la caballeriza, en los fondos de la casa. 

-Mire amigo -dijo al comisario- ahora mande usted sacar eso. Y le aclaro que no pagaré multa por tener esas inmundicias en mi casa.

Tampoco se privará de ofender al jefe de la partida:

-Sólo en días tan aciagos para mi patria podías haberte atrevido a dar órdenes en una casa donde en otros tiempos te hubieras considerado muy honrado de ser llamado a poner ventosas.

Capitulo 19 

Los estancieros y el poder   

Don Juan Manuel representaba el ascenso al poder de nuevos intereses económicos, de un nuevo grupo social ligado a la explotación de las feraces pampas bonaerenses, entrerrianas, santafesinas: los estancieros.

 Lo eran Rosas, Ramírez, Quiroga, López, además patrones que administraban personalmente sus haciendas a diferencia de los que lo hacían confortablemente, por delegación, desde la ciudad. Eso les daba un estrecho contacto con la clase popular, los gauchos, que constituían su peonada, como así también con los indios, vendedores ambulantes, desertores, cuatreros, etc. que habitaban los alrededores.

Don Juan Manuel era menos ducho en tertulias y saraos ciudadanos que en matar zorrinos: “Después de muertos –escribirá para instrucción de sus capataces y peones- se les pisa la barriga para que acaben de salir los orines, y luego se les refriega el trasero en el suelo, y con esa operación no heden los cueros”.

Los ricos porteños estarán mas atentos a seguir las modas europeas en lecturas y vestimentas que a dar “el más delicado y puntual esmero a los caballos” pues no habría “cosa más mala que rematar o cansar un caballo”.

Rosas adopta la vestimenta, los modales y los hábitos de sus gauchos. “Hablar como ellos y hacer todo lo que ellos hacían”, escribiría. Pero también vigilarlos y controlarlos: : “Las yeguas y las crías entran también en la cuenta de los caballos para la composición y el galopeo. El capataz no debe fijarse de lo que le diga el que los cuida, sino que de cuando en cuando debe ver si cumple con todo cuanto se expresa en estas instrucciones para lo que debe él materialmente verlo, y no estar a lo que le digan. Debe entrarse por entre los caballos para contarlos y ver si hay alguno mañero para parar, o que se le

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conozca que no se trajina. Debe cada mes hacer que el que los cuida, en su presencia los agarre uno por uno, y los trajine y galope hasta que no quede uno, ni las yeguas, no las potrancas, y de este modo verá de cierto el capataz si se cumple con lo que mando.

Los caudillos se hacían respetar por su coraje para enfrentar los muchos peligros (malones indígenas, fieras salvajes, crueldad de las partidas militares) y también por sus aptitudes para la doma, las cuadreras, la taba, etc. Compartían con la chusma su escala de valores, muy distinta a las elites liberales y extranjerizantes de las ciudades: eran nacionalistas, respetaban la religión y las tradiciones, ensalzaban valores como el coraje y la lealtad.

La elite clásica de la revolución de 1810 estaba formada por los comerciantes y los burócratas, fuesen españoles o criollos. La lucha por la independencia había creado políticos profesionales, funcionarios del Estado, milicianos devenidos en jefes de tropas regulares, hombres que hicieron una “carrera de la revolución”. Muchos de ellos provenían de la clase acomodada desde antes de 1810, comerciantes favorecidos por el monopolio y privilegiados funcionarios de la Corona que supieron adaptarse a las nuevas circunstancias y se integraron a la revolución. Saavedra, Moreno, Belgrano, Larrea y otros fueron ejemplo de ello.

Con la apertura primero ilegal y luego relativamente legal del puerto a los mercaderes británicos y de otros países europeos, los comerciantes porteños prosperaron rápidamente, sobretodo los dedicados al contrabando. Pero la declinación del intercambio con el interior, la destrucción de la industria ganadera del litoral por el bloqueo y la guerra y, sobre todo, la irresistible competencia de la revolución industrial inglesa, dislocaron las frágiles reglas de juego económicas y malograron las oportunidades de los empresarios locales.

El aumento de las importaciones provocado por los británicos en complicidad con sus personeros criollos y el fracaso del sector exportador para balancear la consiguiente efusión de los escasos metales preciosos, que fue acompañada por un aumento en la demanda de dinero efectivo, hizo dramáticamente evidente que la economía tradicional de Buenos Aires ya no podía sostener a la elite comercial. A partir de 1820, aproximadamente, muchos de ellos empezaron a buscar otras salidas y, sin abandonar el comercio , invirtieron en tierras, ganado y saladeros. Ese fue el caso del visionario Rosas, seguramente aconsejado por sus primos Anchorena.

El desplazamiento económico desde la ciudad hacia el campo fue también dándose, aunque con más lentitud, en lo político. Los estancieros, o quienes estaban íntimamente relacionados con el negocio de la tierra, pasaron a ser mayoría en la Sala de Representantes y en el Cabildo.

Rosas les aportaría el apoyo popular: “(...)a mi parecer todos cometían un error grande: se conducían muy bien con las clases ilustradas, pero despreciaban al hombre de la clase baja”, escribiría y esa lúcida comprensión le granjearía el inmenso apoyo político que conservó hasta el último día de su largo gobierno.

Si su identificación con la masa fue un elemento esencial de su personalidad, otro factor de su ascenso y afirmación en el poder fueron su aplicación a las milicias rurales que demostraron ser superiores a los ejércitos de línea, derrotándolos en “Cepeda”, en

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“Puente de Márquez” y en otros enfrentamientos. Rosas y sus pares, a diferencia de los gobiernos , no tenían problemas de conscripción ni de suministros. Para eso estaba la estancia.

Un acérrimo enemigo de don Juan Manuel, el que tratará de convencer al gobierno chileno de adueñarse de la Patagonia con tal de crearle un conflicto desestabilizante, lo expresará así: “¿Quién era Rosas? Un propietario de tierras. ¿Qué acumuló? Tierras. ¿Qué dio a su sostenedores? Tierras. ¿Qué quitó o confiscó a sus adversarios? Tierras. (Domingo F. Sarmiento).

Con Rosas se concretará el signo de los nuevos tiempos: se mirará menos a las naciones del otro lado del mar en busca de ideas, de capitales o de honores. Ahora se tendrá en cuenta al interior habitado por “bárbaros”, allí estará el nuevo poder político, social y económico.Dirá con claridad J. M. Rosa: “Algo de eso había comenzado en el corto tiempo de Dorrego, cuando las orillas predominaron sobre el centro, pero los compadres no atinaron a defender la nacionalidad con el mismo ímpetu que los gauchos. De allí la debilidad de Dorrego y la fortaleza de Rosas. Si aquel significó el advenimiento de las masas urbanas, éste le agregó el factor decisivo de las masas rurales”.

He aquí uno de los motivos de tanto encono contra don Juan Manuel, entonces y ahora, más allá de sus vicios y errores : esa nueva mina de oro debía ser para los poderosos de siempre y no aceptaban compartirla, ni en una mínima parte, con la plebe que era el peligroso sostén del popular estanciero que no parecía convencido de actuar francamente a favor de los de su clase y que no ocultaba su satisfacción por ser adorado por los más descastados habitantes de esas tierras. De un Buenos Aires que dejaba de ser una factoría portuaria para convertirse en la metrópoli de una pampa ubérrima. 

Capítulo 20 

El libre comercio   

El libre comercio que en su momento impulsaron los complotados de Mayo y más tarde el triunviro Rivadavia y el Director Alvear, y que había resultado de indudable beneficio para las arcas de Buenos Aires y de sus mercaderes era severamente cuestionado por los caudillos provincianos que habían visto desmantelar las incipientes industrias de sus territorios, incapaces de competir con los productos industrializados que eran importados desde Europa.

En julio de 1830 se reunieron en Santa Fe los delegados de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes para discutir los términos de lo que habría de conocerse como el “Pacto Federal”. Su objetivo inmediato era llegar a una alianza para oponerse a la poderosa unión unitaria que nucleaba a San Juan, La Rioja, Mendoza, San Luis, Santiago del Estero y Córdoba, bajo el “Supremo Poder Militar” concedido el 31 de agosto de 1830 al general José María Paz.

En la convocatoria federal se plantea el tema del proteccionismo a la producción y a los cultivos del interior. Su principal promotor será Pedro Ferré, gobernador de

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Corrientes, quien requirió a Rosas que modificara urgentemente la política de tarifas de Buenos Aires. Ferré era un progresista que introdujo la primera imprenta en su provincia, estableció la circulación del papel moneda, implantó el sistema lancasteriano en la enseñanza y creó una escuela de primeras letras en cada cabeza de partido.

Rosas contrapuso el evasivo argumento de que la política existente tenía el apoyo de Tomás de Anchorena, “diciéndome que para él era un oráculo pues lo consideraba infalible”, según testimoniara Ferré.

Este presentó también la moción de nacionalizar los ingresos aduaneros y permitir la libre navegación de los ríos, declarando que debía autorizarse a otros puertos, además del de Buenos Aires, a operar directamente con el comercio exterior, disminuyendo así las distancias y costos del transporte hacia las provincias. Tales exigencias tradicionales del federalismo fueron acompañadas por otras: Rosas debía permitir a las provincias que participaran en el control del comercio exterior con el objeto de reemplazar el liberalismo económico porteño por una política proteccionista que promoviese la agricultura y la industria en las provincias prohibiendo la importación de productos que se obtenían en el país.

No fue una coincidencia que Corrientes asumiera el liderazgo para formular una política proteccionista porque la expansión de su tabaco, algodón y otros productos subtropicales dependía de la protección contra la competencia paraguaya y, más aún, la brasileña. Y se abogaba alegando la creación de trabajo, la calidad de los productos locales, los precios competitivos y la pérdida de efectivo metálico a través de las importaciones extranjeras.

“Sin duda un corto número de hombres de fortuna padecerán, porque se privarán de tomar en su mesa vinos y licores exquisitos (...) Las clases menos acomodadas no hallarán mucha diferencia entre los vinos y licores que actualmente beben sino en el precio y disminuirán el consumo, lo que no creo sea muy perjudicial.

“No se pondrán nuestros paisanos ponchos ingleses, no llevarán bolas ni lazos hechos en Inglaterra, no vestiremos ropas hechas en extranjería pero en cambio empezará a ser menos desgraciada la condición de pueblos enteros de argentinos y no nos perseguirá la idea de la espantosa miseria a que hoy son condenados”. En la Argentina, todavía sin conciencia de Nación, se comenzaban a discutir temas esenciales que aún hoy tienen acuciante actualidad.

José María Roxas y Patrón, el delegado porteño, replicó en un extenso memorándum afirmando la política de Buenos Aires. Los impuestos de protección, decía, golpeaban al consumidor y no ayudaban realmente a las industrias locales si éstas no eran competitivas y capaces de abastecer las demandas de la nación. La economía pastoral, base de la economía nacional, dependía de tierras baratas, bajos costos de producción y demanda de cueros por parte de los mercados extranjeros. La protección elevaría los precios, aumentaría los costos y dañaría el comercio de exportación. Los que podían beneficiarse con la protección, aparte de la economía ganadera, eran una pequeña minoría. La masa de la población dependía del comercio exterior y, concluía, “nada podrá convencerme de que es correcto prohibir ciertos productos extranjeros con el propósito de promover otros que, o no existen todavía en este país o son escasos o inferiores en calidad”.

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Ferré rechazó tales argumentos. En su réplica al representante rosista censuraría la libre competencia porque las industrias nativas no podían competir contra los menores costos de producción de los países extranjeros. Y así se perdían las inversiones, aumentaba el desempleo y los gastos de importaciones llevaban a la ruina. Las provincias del interior necesitaban la protección para salvar sus economías y Ferré aclararía que él sólo buscaba la protección para aquellas mercaderías que el país ya estaba realmente produciendo, no para aquellas que podría producir.

El derecho porteño a la centralización aduanera sería hábilmente defendido porque “es un hecho que Buenos Aires paga la deuda nacional contraída por la guerra de la independencia y por la que últimamente se ha tenido con el Brasil”.

Buenos Aires no cedió, y el “Pacto Federal” del 4 de enero de 1831 fue concertado sin Corrientes, aunque posteriormente lo firmaría. En su cláusula 2ª se obligaban “a resistir cualquier invasión extranjera” en momentos en que se temía una expedición española. También las de Brasil, Bolivia y la República Oriental en ayuda de Paz.. La 3ª se refería a las amenazas internas a “la integridad e independencia de sus territorios”.

Curiosamente este postulado difusamente autonomista sería utilizado veinte años más tarde por Urquiza, entonces gobernador de una de las provincias firmantes del “Pacto”, Entre Ríos, para justificar legalmente su alianza con Brasil para derrocar a Rosas.

Años después don Juan Manuel cederá ante el reclamo proteccionista. De otra manera le hubiese resultado muy difícil mantener su condición de federal. Atrás quedarían los argumentos de Pedro de Angelis, uno de los más ilustrados voceros del régimen de Rosas, quien decía que “antes de ser manufactureros es preciso ser labradores”. Atacaba con dureza la idea de dar protección a la industria cuyana del vino y a la porteña del calzado porque alzaría los precios para la masa de los consumidores y distraería hacia la industria una mano de obra que sería mejor empleada en el sector agrario. “Una abundante cosecha de trigo sería incomparablemente más útil a la población que todo el producto de las industrias que, a costa de inmensos sacrificios, se procura fomentar entre nosotros”, argumentaba. Se trataba, ya entonces, del concepto de la división internacional del trabajo que tanta vigencia cobraría hacia fines de siglo .

En la “Ley de Aduanas” del 18 de diciembre de 1835 , Rosas introdujo una tabla arancelaria significativamente elevada. Partiendo de un impuesto básico de importación del 17% las cifras aumentaban para dar mayor protección a los productos más vulnerables hasta alcanzar la absoluta prohibición. Las importaciones vitales, como el acero, el latón, el carbón y las herramientas agrícolas pagaban un impuesto del 5%. El azúcar, las bebidas y productos alimenticios pagaban el 24%. El calzado, ropas, muebles, vinos, coñac, licores, tabaco, aceite y algunos artículos de cuero pagaban el 35%. La cerveza, la harina y las papas el 50%. Los sombreros estaban gravados en 13 pesos cada uno. Se prohibió la importación de un gran número de artículos, incluidos los textiles y productos de cuero; también de trigo cuando el precio local cayó por debajo de los 50 pesos por fanega.

Se esperaba una reacción negativa del campeón internacional del libre comercio. Sin embargo el representante británico, Mr. Spouthern, convencido por don Juan Manuel que ejercía una poderosa influencia sobre él, pensó que la “Ley de Aduanas” iba a

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estimular la capacidad de consumo en la población a través del crecimiento de la industria local y de la agricultura, favoreciendo la colocación de productos de su país.

Rosas, hasta ese momento primordialmente hombre de Buenos Aires, comenzaba a actuar como autoridad nacional a favor de las clases populares urbanas y provinciales y contra los intereses extranjeros . 

Capitulo 21

La gran seca   

Durante su primera gobernación Rosas no sólo debió enfrentar problemas derivados de la anarquía y de la confrontación fratricida sino también una terrible y devastadora sequía que por su intensidad y extraordinaria duración fue denominada “La Gran Seca”.

El naturalista A. Bravard informará en el “Registro Estadístico del Estado de Buenos Aires” del año 1857:“

(...)Todo el país fue convertido en un inmenso desierto. Los animales salvajes reunidos a los bueyes y a los caballos erraban en vano sobre esta superficie quemada para procurarse un poco de agua, un poco de alimento; se dejaban caer el suelo, extenuados de sed, de h a m b r e y debilidad, para no levantarse más. La tierra, desunida y hecha polvo por la sequedad y el pisoteo continuo de los ganados, levantada por las ráfagas del pampero, no tardaba en cubrir indistintamente ya cadáveres, ya animales que respiraban aún. 

“(...)Nosotros mismos hemos encontrado con frecuencia, en nuestras incursiones, esqueletos de bueyes y de caballos enterrados por cientos, ya en el interior de las tierras, ya a las orillas de los ríos y lagunas, bajo una capa de tierra que llega algunas veces al e s p e s o r de dos metros. Se asegura que durante ese largo período pereció más de un millón de cabezas de ganado y que los límites de las propiedades desaparecieron bajo espesas capas de polvo. 

“La existencia del hombre estuvo más de una vez comprometida, hasta en las habitaciones, hasta en los pueblos, por una singular modificación del fenómeno del transporte del polvo, que, suspendido en el espacio, encontraba en él, a veces, nubes cargadas de vapor de agua con que se mezclaba.

 “No era entonces bajo la forma polvorienta que volvía a descender sino en la de una verdadera lluvia de lodo, cuya acumulación sobre los techos amenazaba destruirlos(...)”.

   

Capítulo 22  

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No a la constitución   

Para Rosas es esencial contar con la complicidad de Estanislao López para rechazar los reclamos constitucionalistas, actitud que sostendrá hasta el fin de su gobierno. En marzo de 1831 le escribe contrarrestando argumentos de Ferré con metáforas campestres:

"El señor Ferré quiere cosechar buen trigo en un terreno lleno de malezas de toda clase. Malezas que él mismo y todos los buenos hijos de la tierra hemos dejado tomar tanto cuerpo en nueve años, que para destruirlos lo que se necesita es una fuerte liga de labradores respetables... ¡Desengáñese el señor Ferré! Para recoger buen trigo es necesario, aun cuando la tierra no tiene malezas, prepararla bien y luego sembrarla, conociendo bien la estación y el temperamento 

“(...) Pero el señor Ferré quiere, antes de preparar esa unión de labradores y de contar con peones, arados, tesoro y bueyes y demás elementos, sin destruir las malezas exteriores e interiores del terreno, sin ararlo y preparar la tierra, sin espiar la oportunidad, etc., etc., sembrar en la peor estación, y ya recoger el más hermoso fruto, con una particularidad, que lo quiere recoger en los momentos mismos que empiece a sembrar. 

“¡Pobres los labradores que tal desatino cometieron! ¡Ellos y sus familias perecerían si no tuvieran otro género de industria!. Esto es triste, pero es más triste todavía ver que uno de esos labradores (Pedro Ferré) que deben unirse al objeto indicado, cuando confiese que en la tierra hay multitud de malezas, no convenga en que deben primero destruirse en silencio y con habilidad, y preparar la tierra para después sembrar en buena estación y aparente oportunidad. 

“(...) de todo ello resulta la doble propagación de la maleza de una manera que mañana resultaría perdida la tierra para siempre... a no ser que se hiciera entrega de ella a los extranjeros, quienes claro está que la mirarían con agrado, y que nuestros hijos tendrían que ser esclavos, no ya para destruir las malezas, sino para cultivar las tierras ya dueñas de otros, a pesar de haberlas adquirido nosotros por haber nacido en ellas, y por el derecho de haberlas comprado con nuestra sangre".

¿Se negaba don Juan Manuel a dar una constitución a su patria por negarse a perder lo absoluto de su poder? ¿O era sincero en su prevención de que la Argentina volvería a sumirse en la anarquía, como efectivamente sucedió durante muchos años después de Caseros, hasta el triunfo de Mitre sobre Urquiza en Pavón?   

  

Capitulo 23 

 Una equivocación decisiva   

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De las “Memorias” de José M.Paz: 

“(...)Estaba casi solo (es decir, sin mis ayudantes) a la cabeza de la infantería que mandaba el coronel Larraya y al separarme, adelantándome, me siguió solamente un ayudante, que lo era de estado mayor, un ordenanza y un viejo paisano que guiaba el camino. A poco trecho me propuso el baqueano si quería acortar el camino siguiendo una senda que se separaba a la derecha; acepté, y nos dirigimos por ella; este pequeño incidente fue el que decidió de mi destino.

“El camino principal que yo había dejado por insinuación del guía iba a tocar el flanco derecho de mi guerrilla, y la senda por donde iba tocaba, sin pensarlo yo, con el izquierdo del enemigo. 

“Debe también advertirse que el ejército tenía divisa punzó, y no sé hasta ahora por qué singularidad aquella partida enemiga, que sería de ochenta hombres y pertenecía a la división de Reinafé, había mudado en blanca, la misma que arbitrariamente se ponían las partidas de guerrilla mías, que eran en gran parte de paisanos armados. 

“Mientras tanto seguía yo la senda, y viendo la tardanza del ordenanza y del oficial que había mandado buscar e impaciente, por otra parte, de que se aproximaba la noche y se me escapaba un golpe seguro a los enemigos, mandé al oficial que iba conmigo, que era el teniente Arana, y yo continué tras él mi camino; ya estábamos a la salida del bosque, ya los tiros estaban sobre mí, ya por bajo la copa de lo últimos arbolillos distinguía a muy corta distancia los caballos, sin percibir aún los jinetes; ya, en fin, los descubrí del todo, sin imaginar siquiera que fuesen enemigos, y dirigiéndome siempre a ellos. 

“En este estado vi al teniente Arana, que lo rodeaban muchos hombres, a quienes decía a voces: “Allí está el general Paz, aquél es el general Paz”, señalándome con la mano; lo que robustecía la persuasión en que estaba, que aquella tropa era mía. Sin embargo vi en aquellos momentos una acción que me hizo sospechar lo contrario, y fue que vi levantados, sobre la cabeza de Arana, uno o dos sables en acto de amenaza. Mis ideas confusas se agolparon a mi imaginación; ya se me ocurrió que podían haber desconocido los nuestros, ya que podía ser un juego o chanza, común entre militares; pero vino, en fin, a dar vigor a mis primeras sospechas las persuasiones del paisano que me servía de guía para que huyese, porque creía firmemente que eran enemigos. 

“Entretanto ya se dirigía a mí aquella turba, y casi me tocaba cuando, dudoso aún, volví las riendas a mi caballo y tomé un galope tendido. Entre multitud de voces que me gritaban que hiciera alto, oía con la mayor distinción una que gritaba a mi inmediación: “Párese, mi General, no le tiren, que es mi General ; no duden que es mi General”; y otra vez: “Párese, mi General”. Este incidente volvió a hacer renacer en mí la primera persuasión de que era gente mía la que me perseguía, desconociéndome quizá por la mudanza de traje.

“En medio de esta confusión de conceptos contrarios y ruborizándome de aparecer fugitivo de los míos, delante de la columna que había quedado ocho o diez cuadras atrás, tiré las riendas a mi caballo y, moderando en gran parte su escape volví la cara para cerciorarme: en tal estado fue que uno de los que me perseguían, con un acertado

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tiro de bolas, dirigido de muy cerca, inutilizó mi caballo de poder continuar mi retirada. Este se puso a dar terribles corcovos, con que , mal de mi grado, me hizo venir a tierra”.

Una vez más se hacía cierto la afirmación del historiador y político griego Polibio (210-128 a.C.): “En la guerra debemos contar siempre con los golpes del azar y con los accidentes que no pueden preverse”.

Era claro que a un enemigo de tal fuste le esperaba la muerte. Sin embargo, Estanislao López, que lo tiene en su poder, vacila y consulta qué hacer con el Restaurador. Este le responde el 22 de febrero de 1832: “Si hemos de afianzar la paz de la República, si hemos de dar respetabilidad a las leyes y a las autoridades legítimamente constituidas, si hemos de restablecer la moral pública y reparar las quiebras que ha sufrido nuestra opinión entre las naciones extranjeras y garantir ante ellas la estabilidad de nuestro gobierno; en una palabra, si hemos de tener Patria, es preciso que el general Paz muera. En el estado incierto y como vacilante en que nos hallamos, ¿qué seguridad tenemos de que viviendo el general Paz no llegue alguna vez a mandar en nuestra República? Y si aquello sucediese, ¿no seria un oprobio para los argentinos?”.

López a Rosas: “A pesar de que mi carácter es y ha sido siempre inclinado a la indulgencia no puedo menos que confesar que el fallo de usted es imperiosamente reclamado por la justicia en desagravio de los atentados atroces inferidos a los pueblos y a las leyes”, Pero para no responsabilizarse, quería que la muerte de Paz fuese “por pronunciamiento expreso de todos los gobiernos confederados o por una cosa semejante”, y le pide a Rosas que consulte a las provincias.

Don Juan Manuel comprende que don Estanislao trata de escurrir el bulto. Le responde que si se consultaba a las provincias la nota debería firmarla exclusivamente quien “lo hizo prisionero y lo custodia en su territorio” (28 de marzo). López pide a Rosas el 24 de abril que le redacte un borrador “para salir de una vez de este negocio”.

Rosas no cae en la trampa. El 17 de mayo escribe: “Me excuso, compañero, hacer la redacción que me pide; esta obra es exclusivamente suya y nadie sino usted mismo es quien la debe dirigir y firmar”.

Paz salvará su vida y a los indecisos jefes federales no les faltarán oportunidades de arrepentirse. 

Capitulo 24  

Maquiavelo con traje de estanciero   

Las certeras boleadoras que pialaron al caballo del general Paz también derribaron a la Confederación de provincias opuestas al Restaurador, las que de una en una van adhiriéndose al Pacto Federal. Una de las primeras es la Córdoba gobernada por el coronel Reinafé, designado por influencia de Estanislao López. Entre agosto y noviembre de ese año 1831 se suman Santiago del Estero, La Rioja y las tres provincias cuyanas. Al año siguiente lo harán Catamarca, Tucumán y Salta.

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Los partidarios del gobernador de Buenos Aires ensalzarán que éste une a las provincias en función de pactos, en tanto Paz lo había hecho por la fuerza.

Se abre un período de relativa bonanza política y económica, y ello, paradojalmente, significaría una dificultad para Rosas pues ya no parecería tan imprescindible un gobierno autocrático como el suyo para imponer orden. De allí que se reanudaría la justificada obstinación de los caudillos federales de que se convocase a un congreso para el dictado de una constitución, reclamo al que se plegaron los federales constitucionales, también llamados “cismáticos” o “lomos negros” en oposición a los “apostólicos” que seguían fielmente los dictados del Restaurador.

Tanto creció la postura alternativa que para sorpresa de muchos y del mismo Rosas la Sala de Representantes en la sesión del 29 de noviembre de 1832 aceptó la formalidad de la devolución de los poderes extraordinarios conferidos a don Juan Manuel, no sin agradecer que “bajo el gobierno de Vuestra Excelencia la provincia ha alcanzado la feliz situación de vivir con tranquilidad bajo la autoridad de las Leyes”, pero con la seguridad de que el Restaurador continuará como gobernador, áun con su poder coartado. 

¿Es propio de un tirano aceptar que un cuerpo legislativo cercene sus poderes? ¿Lo hubiera aceptado su contemporáneo, el presidente paraguayo Francia? ¿O Napoleón? ¿O Constantino? 

En una hábil maniobra política Rosas renuncia indeclinablemente a su cargo, a pesar de la angustiada insistencia de los legisladores, creando un vacío político aumentado por su decisión de ausentarse de Buenos Aires para hacer campaña contra los indígenas. Floria y García Belsunce comentarán : “En su estilo político es “El Príncipe” (Maquiavelo) con traje de estanciero”. 

Dejaba el gobierno  fortalecido con la imagen de alguien capaz de infundir orden y respeto, aun extralimitándose hacia el autoritarismo y la violencia. Con astucia había jerarquizado la posición de los poderes sociales: los estancieros, la iglesia, el ejército, los financistas, quienes miraron hacia otro lado mientras se amordazaba a la prensa, se controlaba a los estudiantes levantiscos, se asustaba a los opositores. 

Capítulo 25

La campaña del desierto   

La “Campaña del Desierto” que emprendió Rosas luego de renunciar a su primer gobierno nada tuvo que ver con internarse en regiones desérticas sino con la ocupación de fértiles pampas en poder de los indios para su explotación por los estancieros bonaerenses. “Un esfuerzo más y quedarán libres para siempre”, había convocado cuando todavía era gobernador, “y quedarán libres para siempre nuestras dilatadas campañas y habremos establecido la base de nuestra riqueza pública”.

Los detractores acusan a don Juan Manuel de haber enriquecido aún más a sus protegidos y amigos no sólo extendiendo sus posesiones sino también adjudicándoles los jugosos contratos de aprovisionamiento de uniformes, animales, alimentos, armas, etc. 

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El comandante Manuel Prado, que participó de la campaña escribirá en su “Guerra al malón”: “Al verse después, en muchos casos, despilfarrada la tierra pública, marchanteada en concesiones fabulosas de treinta y más leguas, al ver la garra de favoritos audaces clavada hasta las entrañas del país, y al ver cómo la codicia les dilataba las fauces y les provocaba babeos innobles de lujurioso apetito, daban ganas de maldecir la gloriosa conquista. Pero así es el mundo, “los tontos amasan la torta y los vivos se la comen”. A su favor puede decirse que siempre fue enemigo de emplear la violencia contra los indios y en cambios privilegió, cuando fue posible, los acuerdos, los regalos, los sobornos.

Su sensibilidad por los marginales queda evidenciada asimismo en la correspondencia que en 1833, en plena “Campaña”, mantenía con su esposa Encarnación, que le cuidaba las espaldas en Buenos Aires: 

“Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres y por ello cuánto importa sostenerla y no perder medios para atraer y cautivar voluntades. No cortes pues sus correspondencias. Escríbeles con frecuencia, mandales cualquier regalo sin que te duela gastar en esto. Digo lo mismo respecto a las madres y mujeres de los pardos y morenos que son fieles. No repares, repito, en visitar a los que lo merezcan y llevarlas a tus distracciones rurales, como también en socorrerlas con lo que puedas en sus desgracias”. 

A pesar de la distancia Rosas no descuidaba a quienes, llegado el caso, podrían ser la fuerza que lo devolviera al gobierno de Buenos Aires. 

En ese mismo año de 1833 el joven Carlos Darwin, científico inglés que con el correr de los años alcanzaría la celebridad con su “Teoría de las especies”, emprende un viaje de exploración y estudio de nuestra Patagonia. Todo indica que trabajaba para los servicios secretos de su país, auscultando las condiciones para una ocupación británica. Es éste uno de los méritos no reconocidos de la expedición de don Juan Manuel: la toma de posesión de un territorio ambicionado por Chile y por Inglaterra

Darwin llega a Carmen de Patagones, entonces un miserable villorrio en medio de un páramo interminable. Se entera de que el general Rosas, de quien mucho había oído hablar, acampaba a orillas del río Colorado.

Los escasos veinticuatro años del naturalista le dan confianza y energía suficientes para atravesar los desiertos que separan el río Negro del Colorado, guiado por baqueanos. “El campamento del general Rosas”, apuntará en su “Diario de viaje”, “es un cuadrado formado por carretas, artillería, chozas de paja, etcétera. No hay más que caballería y pienso que nunca se ha juntado un ejército que se parezca más a una partida de bandoleros. Casi todos los hombres son de raza mezclada; casi todos tienen en las venas sangre negra, india y española. No sé por qué, pero los hombres de tal origen rara vez tienen buena catadura”.

Le habían contado de ese gaucho rubio que lanceaba indios en el confín del mundo. De sus grandes estancias y del reglamento férreo con que las gobernaba. De sus peonadas armadas militarmente y convertidas en ejército. De su humor extravagante y muchas veces cruel. Del ascendiente que tenía sobre los paisanos. De su extraordinaria habilidad como jinete. 

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La impresión fue inmejorable: “En la conversación el general Rosas es entusiasta, pero a la vez está lleno de buen sentido y gravedad, llevada esta última hasta el exceso. Mi entrevista terminó sin que se sonriera ni una sola vez”. 

Darwin observó que Rosas tenía cerca de él dos bufones, “como los antiguos señores feudales”. Eran negros y uno de ellos le contó cómo había sido estaqueado por importunar al general. Anota una sagaz observación del moreno: “Cuando el general se ríe no perdona a nadie”.

 El científico concluye: “Es un hombre de carácter extraordinario que ejerce la más profunda influencia sobre sus compatriotas, influencia que, sin duda, pondrá al servicio de su país para asegurar su prosperidad y ventura”. 

Más de veinte años después, en 1845, al corregir una nueva edición de su “Diario”, al pie de página donde narraba la entrevista con Rosas, agrega: “Los acontecimientos han desmentido cruelmente esta profecía”. Es que su país, Gran Bretaña, estaba entonces empeñada, junto con Francia, en sojuzgar infructuosamente a aquel gaucho que tanto lo había impresionado. 

Al final de la exitosa campaña don Juan Manuel será reconocido como “Conquistador del Desierto”. En el año que estuvo fuera agregó miles de kilómetros cuadrados a Buenos Aires que repartió entre hacendados nuevos y tradicionales, garantizando una nueva seguridad en las ampliadas fronteras con los apaciguados aborígenes que se comprometieron a no traspasarlas sin autorización. También acordaron cumplir con el servicio militar cuando se los llamara, lo que garantizaba a Rosas su reclutamiento en caso de necesidad.

Uno de los caciques más hostiles, el ranquel Yanquetruz, sería desplazado por su hermano Payné quien se alió con don Juan Manuel y le entregó a su hijo Mariano para que lo apadrinase y lo educase en su estancia. Rosas le dio su apellido. 

Por su parte el temible Cafulcurá, “gulmen” de los pehuenches, llegado desde el otro lado de la cordillera, luego de lancear al cacique boroga Rondeau se había proclamado jefe de todas las comunidades indias de la pampa. 

Instalado en las Salinas Grandes envió a su hermano Namuncurá a negociar con el Restaurador. Allí se acordó que sería distinguido con el grado de coronel, cuyo uniforme debía usar con el distintivo punzó prendido sobre su pecho. Lo más importante para el “gulmen” es que fue reconocido como el principal distribuidor entre las tribus y poblados de los “regalos” de Rosas: anualmente 1500 yeguas, 500 vacas, bebidas alcohólicas, yerba mate, tabaco, azúcar, etc. Ello le dio gran poder. 

Por su parte se comprometía a evitar los malones y a dar aviso a las autoridades si algún capitanejo se insubordinaba. Ambas partes cumplieron al pie de la letra lo acordado durante el período rosista. Luego de Caseros el equilibrio entró en descomposición y se sucedieron los malones y las acciones represivas de los gobiernos. 

No fue afortunado, en cambio, el destino de quienes no se avinieron a los acuerdos pacíficos y enfrentaron a las tropas. Fue el caso del cacique pehuenche Chocorí quien se había hecho fuerte en Choele Choel. Primero cayeron varios de sus aliados,

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principalmente ranqueles, como los caciques Payllarén, muerto, y Pichiloncoy, apresado. Finalmente Chocorí es emboscado por el oficial Francisco Sosa. Allí concluyó exitosamente la “expedición al desierto”. 

Algunos jefes indios, como el ranquel Venancio, llegan a tener un trato frecuente con don Juan Manuel, cuya paciencia a veces colmaban con sus pedidos. También la de su cuñada, María Josefa, esposa de Lucio N. Mansilla y encargada de confeccionar la lista de encargos y de hacer las compras. En una de sus visitas, Venancio, antes de retirarse pregunta por los dos mejores caballos de Rosas, que son los que acostumbra montar. Don Juan Manuel, ocultando su disgusto pues desea mantener su buena relación con tan importante cacique, accede a entregárselos.

Luego escribirá al general Tomás de Iriarte: “Estos indios son intolerables, no se cansan de pedir y si no se les da se enojan; pero lo más admirable son las necesidades que de poco tiempo a esta parte se han creado; piden hasta artículos de lujo cuya existencia ignoran”. 

Los indios participarían en las paradas federales desfilando con vítores al Restaurador. El influyente cacique Cachuel declararía en una demostración en Azul, hasta no hacía mucho toldería pampa: “Juan Manuel es mi amigo, nunca me ha engañado. Yo y todos mis indios moriremos por él. Sus palabras son lo mismo que las palabras de Dios”. 

Más tarde, en Tapalqué, el cacique Nicasio no se quedaría atrás: “Yo acompañé en cinco campañas a Juan Manuel y siempre habré de morir por él, porque Juan Manuel es mi padre y el padre de todos los pobres”. 

Otro efecto humanitario de la acción fue la liberación de “cautivas”. La cifra es difícil de precisar pues los efectos de la expedición continuaron sintiéndose aún después de su conclusión, pero la más creíble oscila entre las 2.000 y 4.000 “cristianas” liberadas. 

Muchas de ellos obtuvieron la libertad a raíz de los combates entre indios y soldados pero otras fueron el resultado de una negociación que Rosas encargaba a la intermediación de caciques amigos. Un valor promedio de rescate alcanzaba a “seis caballos sin marca, doce vacas, una caña de lanza, un lazo trenzado y un par de estribos de plata”, según un documento de época. 

Tanto se interesó Rosas en “sus” indios que, además de dominar sus lenguas, escribió de su puño y letra una “Gramática y Diccionario pampa” para facilitar la comunicación entre cristianos y aborígenes. Además difundió la vacuna antivariólica entre ellos a pesar de la resistencia supersticiosa que al principio generaba. Ello le valió un premio internacional al gran médico Francisco J. Muñiz.

Comparemos con la opinión que un enemigo de Rosas, el por otros motivos admirable Domingo Sarmiento, que siempre lo acusó de “bárbaro”, hacía pública sobre los indios: “Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría a colgar ahora si apareciesen(...) Se les debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado” ( “El Progreso”, 27 de julio de 1844).

 

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Capítulo 26

Los apostólicos no descansan   

Los partidarios del “Héroe del desierto” no descansaban en la movilización popular. Era permanente la fijación de bandos:

 “¡Paisanos!: los de chaqueta y poncho, que juntos y bajo las órdenes de don Juan Manuel arrostrasteis tantos sacrificios y peligros por la Restauración de las leyes, hasta la final conclusión de los tiranos, ya es tiempo que viváis prevenidos y alerta. Se ha formado una Logia con el objeto de acabar con vuestro General Rosas. A su logro os procuran engañar y os tienden redes. Alerta y prepararse, pues ya está visto que mientras no colguéis dos docenas de esos caporales logistas, en el país se reproducirán nuevas escenas de horrores y de sangre”. 

También se aprovecharían con astucia todas las oportunidades para provocar escándalo: un periódico “apostólico” titulado “El Restaurador”, en el que se hacía agresiva campaña antigubernamental, fue confiscado y se anunció en un bando que sería juzgado. En la mañana del 11 de octubre de 1833 la ciudad apareció empapelada con grandes carteles que anunciaban en gruesas letras rojas que a las 10 de ese día se procesaría al “Restaurador de las Leyes”. 

Como reguero de pólvora corrió la noticia y azuzados por los “apostólicos” una muchedumbre de gauchos y orilleros amenazantes se hicieron presentes frente al juzgado profiriendo vivas al ausente jefe federal y reclamando la renuncia de Balcarce. 

El general Pinedo, destacado para sofocar el alboroto, se suma con sus tropas al reclamo. También lo imitará el general Izquierdo con su división. El juicio no se realiza y la ciudad queda sitiada hasta que la Legislatura acepta la exigencia de la turba y exonera a Balcarce nombrando en su lugar a un federal de prestigio, el general Viamonte. 

Capítulo 27

Los intelectuales y el héroe romántico   

El retorno desde París de Esteban Echeverría en 1830 marca un punto de inflexión en el mundo de la juventud intelectual porteña. A poco de llegar, se convertirá en el oráculo de aquellos qué están a la búsqueda de nuevos horizontes culturales e ideológicos.

De Europa arriban las obras de autores que avivan la esperanza de cambio y renuevan los fundamentos filosóficos, históricos, políticos, artísticos y literarios: Quizot, Cusin, Collard, Saint-Simón, Tocqueville, Lamenais, Mazzini, Chateubriand, Byron, Hugo, Dumas. La sensibilidad romántica cala hondo en la juventud porteña con ínfulas intelectuales porque alimenta su inconformismo y su antihispanismo.

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El Romanticismo significaba una ruptura contra la tradición clásica y trascendiendo lo literario se complica en muchos seguidores europeos, y no faltarán los rioplatenses que los imiten, con el radicalismo ideológico.

Los anima un espíritu de rebelión contra el orden, la síntesis y la administración regulada del sentir, pensar y actuar. Se levantarán contra las reglas y las imposiciones, tomarán partido por el progreso y harán propias las ideas de cambio. Pero “progreso” y “cambio” mas retóricos que reales, más declamatorios que efectivos, como corresponderá, sobretodo en el río de la Plata, a la elite social que lo encarnará. Que expresará bellos conceptos sobre el “pueblo” pero que despreciará a gauchos y orilleros.

No casualmente el clasicismo sería contemporáneo del absolutismo prerrevolucionario mientras que lord Byron con su martirologio fue el símbolo pionero de la comunión entre romanticismo literario y romanticismo político que se expresaba en concepciones supranacionales, con categorías europeizantes que Echeverría, Gutiérrez y los demás pretendían válidos para la Argentina.

Los grupos se organizan para leer, estudiar y analizar las nuevas doctrinas. En 1833 nace la “Asociación de Estudios Históricos y Sociales”, que se disuelve dos años más tarde tras la asunción de Rosas. En 1837 se crea el “Salón Literario”, del librero Marcos Sastre, que contiene en sus filas a universitarios, siendo sus animadores Juan María Gutiérrez y Juan Bautista Alberdi.

En un principio mirarán con simpatía a ese gaucho de perfiles nítidamente nacionales que lo aproximan a un héroe romántico. “por los rasgos paradójicos de su espíritu y el subjetivismo que imprime a los actos de su gobierno; por la contradicción de libertad y tiranía que comporta el populacho federal librado a sus instintos; por su sentido de la naturaleza, prefiriendo convenientemente la vida de la estancia y los oficios primarios a la riqueza industrial; por su condición de hijo de la Pampa con linajuda e hidalga ascendencia hispana” (H. Castagnino). 

Y lo harán públicamente en la pluma de Alberdi:

 “(...) El Sr. Rosas, considerado filosóficamente, no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. En un representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo. Y por pueblo no entendemos aquí la clase pensadora, la clase propietaria únicamente, sino también, la universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe”.

Sin embargo el vínculo positivo no prosperará. El gobierno resolverá el cierre del Salón en 1838 pues considera que sus miembros adscriben al unitarismo liberal, ateo y extranjerizante. Autócrata y tradicionalista, don Juan Manuel no puede tolerar que esta juventud reformadora –que además se identifica con Francia, con la que la Argentina de entonces sostendrá dos conflictos armados que pondrán en riesgo la soberanía nacional y su integridad territorial- propaguen ideas contrarias a la Causa.

Lo mismo sucederá cuando el periódico “La Moda”, expresión del grupo, no se pronuncia a favor ni en contra del bloqueo, lo que los hará sospechosos de “quintacolumnismo”.

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Echeverría se lamentará en 1850 de la “oportunidad perdida”: “Hombre afortunado como ninguno (Rosas) todo se le brindaba para acometer con éxito esa empresa. Su popularidad era indisputable; la juventud, la clase pudiente y hasta sus enemigos más acérrimos lo deseaban, lo esperaban, cuando empuñó la suma del poder; y se habrían reconciliado con él y ayudándole, viendo en su mano una bandera de fraternidad, de igualdad y de libertad.

“Así, Rosas hubiera puesto a su país en la senda del verdadero progreso: habría sido venerado en él y fuera de él como el primer estadista de la América del Sud, y habría igualmente paralizado sin sangre ni desastres, toda tentativa de restauración unitaria. No lo hizo; fue un imbécil y un malvado. Ha preferido ser el minotauro de su país, la ignominia de América y el escándalo del mundo”.

Alberdi relata en su “Autobiografía” que la derrota del rosista Oribe por las fuerzas del unitario Rivera en “El Palmar” provocó muestras de alborozo en el baile que daban las linajudas señoritas Matheu, “una noche primaveral de 1838”. José M. Rosa ironizará que lo de “primaveral” era porque Alberdi vivía espiritualmente en Francia, donde junio es primavera

El 23 de junio de 1838 Echeverría invita a sus congéneres a establecer una entidad definitivamente política con la finalidad de actuar e influir en la vida nacional: la “Asociación de la Joven Generación Argentina”. “Mayo, progreso y democracia, son el camino a emprender”, proclaman. A sus ojos, Rosas representa a “España, decadencia y tiranía”.

No son esas ideas para ser pregonadas en el Buenos Aires del Restaurador. Echeverría, Alberdi y Mitre, entre otros, continuarán la prédica de la “Asociación” desde Montevideo, donde se publicará por primera vez el “Dogma Socialista”, texto liminar de la generación, y donde harán propaganda a favor de la intervención extranjera y de la exacción territorial por sentirse “aliados naturales de Francia o de cualquier otro pueblo que quisiese unirse a ellos para combatir el despotismo bárbaro”.

Para ellos la patria era Mayo y Mayo era la Revolución Francesa. “Desde la Revolución somos hijos de Francia” (Alberdi), quien llegará a proponer que el francés sustituya al español como lengua argentina.

En el exilio tampoco serán bien mirados por los unitarios puros como Florencio Varela o Andrés Lamas quienes los consideran idealistas utópicos, poco eficaces para sus conspiraciones. Unos “románticos” en la acepción descalificatoria. 

  

Capítulo 28  

De rubia chala vestida   

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Durante la ausencia de su jefe, empeñado en la Campaña del Desierto, los “apostólicos” (rosistas puros) no estuvieron inactivos. Y doña Encarnación tampoco. Se dirá que de no haber sido por ella su esposo no hubiese accedido a su segunda y definitiva gobernación.

“Tuvieron muy buen efecto los balazos que hice hacer el 29 del mes pasado –escribe a su esposo en abril de 1834, refiriéndose a los atentados contra los generales Tomás de Iriarte y Félix de Olazábal-, como te lo anticipé en la mía del 28, pues a eso se ha debido que se vaya a su tierra el facineroso canónigo Vidal”.

Doña Encarnación Ezcurra de Rosas fue una mujer de carácter. Estando don Juan Manuel lejos de Buenos Aires ella le informa: “Las masas están cada vez más dispuestas y lo estarían mejor si tu círculo no fuera tan callado, pues hay quien tiene miedo.¡Qué vergüenza!”. Ella exige a los rosistas su misma fanática lealtad: “Pero yo les hago frente a todos y lo mismo me peleo con los cismáticos (federales no rosistas)que con los apostólicos(...) Aquí en mi casa sólo pisan los decididos”.. 

Las elecciones se avecinan: “No las hemos de perder, pues en caso de debilidad de los nuestros en alguna parroquia, armaremos bochinches y se los llevará el diablo a los cismáticos. Lo mismo me peleo con los apostólicos débiles, pues los que me gustan son los de hacha y tiza” (Carta del 13 de abril de 1834).

Tampoco se salvan los parientes: “A tu hermano Prudencio le ha entrado una defensa particular por Viamonte, como si fuera su mejor amigo (...). ¡Cuánto me alegraría que le echaras una raspa!”. Prudencio Rosas sería años más tarde uno más de los expatriados en Montevideo. En otra correspondencia le adjunta ejemplares de “El Defensor” y “El Látigo”, publicaciones opositoras: “Verás cómo anda la reputación de tu mujer y la de tus mejores amigos. A mí nada me intimida, yo me sabré hacer superior a estos malvados y ellos pagarán caros sus crímenes (...) Todo esto se lo lleva el diablo. Ya no hay paciencia para sufrir a estos malvados y estamos esperando cuando se maten a puñaladas los hombres por la calle”.

C. Ibarguren testimoniará: “Su casa parecía un comité de arrabal, negros y mulatos, gauchos y orilleros, matones de avería, entraban y salían mezclados con militares y señores de casaca, a quienes se los señalaba como “federales de categoría”. En los amplios patios la clientela plebeya, que aguardaba su turno, recibía órdenes y se desparramaba por la ciudad”.

Doña Encarnación, a quien sus enemigos ridiculizaban apodándola “la mulata Toribia” por su fealdad, fue la creadora de la temible “Mazorca” que la historia oficial identifica como un grupo parapolicial que practicaba el terrorismo de Estado. Su objetivo sería el de acabar, por muerte o por intimidación, con la oposición a su esposo.

Siempre se aceptó que sus integrantes eran fascinerosos y delincuentes de baja extracción social. Sin embargo entre sus miembros también se contaron Martín de Iraola, Francisco Sáenz valiente, Roque Sáenz Peña, Andrés Seguí, Fernando García del Molino, Saturnino Unzué, Juan R. Oromí y otros de la clase “distinguida”.

Máximo Terrero escribirá que la Mazorca “nació a la caída del gobierno de don Juan Ramón Balcarce y se compuso de elementos de opinión en que figuraban jóvenes

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exaltados a la vez que hombres serios de importancia política y social”. Quedaba así confirmada la vigorosa alianza social que sostendría la dictadura rosista: el estanciero + el gaucho.

 En cuanto al nombre algunos, magnánima o ingenuamente, suponen que representaba de manera simbólica al campo argentino. Otros, más sofisticados, suponen un lúgubre juego de palabras: “más – horca”.

Sin embargo, su verdadera razón era que una de las torturas preferidas por los “mazorqueros” era introducir un choclo en el ano de sus víctimas.

 “Aqueste marlo que mirasde rubia chala vestida en las entrañas se ha hundido de la unitaria facción”.

(Rivera Indarte, en su época rosista).

“El azote se aplicaba hasta dejar los hombres inutilizados por muchos días; las calas consistían en unas velas de sebo de muy buen tamaño, que les introducían por el ano; las jeringas eran la aplicación de unas lavativas de ají, pimientas y otras materias irritantes; ignoro si se hizo uso del fuelle, más no sería extraño”(José M. Paz, “Memorias”).

Entre lo novedoso que el rosismo aportó a la política argentina fue el aprovechamiento de la cultura popular con fines propagandísticos. Eran frecuentes los bandos verseados que también servían para ser cantados o payados en las tenidas populares. Una de sus víctimas fue Juan José Viamonte quien no mostraba la docilidad que doña Encarnación y sus “apostólicos” y mazorqueros deseaban: 

“¡Oh, señor gobernador!¿Pues qué piensa Vuestra Excelencia que hemos de tener paciencia para sufrir a un traidor? No por cierto, no señor, y así debe de advertir que ya no hemos de sufrir que mande un pícaro y un tonto. O renuncia pronto, pronto, O prepárese a morir”.

La acción de los “apostólicos” se dirigía no sólo contra los unitarios sino también contra los “lomos negros” (rosistas moderados, no orgánicos). El distanciamiento entre dichas facciones se deberá a que éstos , mayoritariamente de la clase alta, comienzan a vislumbrar el germen de preocupante transformación social que hay en la base popular del rosismo.   

Capítulo 29

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Las yermas y vastas pampas  

“¡Soldados de la patria! Hace doce meses que perdisteis de vista vuestros hogares para internaros por las yermas y vastas pampas del Sur. Habéis operado activamente sin cesar, todo el invierno, y terminado los trabajos de la campaña en un año como os lo anuncié al tiempo de nuestra primera marcha.

“Vuestras lanzas han despoblado de fieras el desierto, han castigado los crímenes y vengado los agravios de dos siglos. Las bellas regiones que se extienden hasta la cordillera de Los Andes y las costas que se desenvuelven hasta el afamado Magallanes quedan abiertas para nuestros hijos. Habéis excedido las esperanzas de la Patria, pero, entre tanto, ella ha estado envuelta en desgracias por la furia sañosa de la anarquía.

“¡Cuál sería hoy vuestro dolor si cuando divisáis ya en el horizonte los árboles queridos que marcan el asilo doméstico, alcanzáseis a ver las funestas humaredas de la guerra fratricida! (...) Compañeros: juro aquí, delante del Eterno, que grabaremos siempre en nuestros pechos la lección que se ha dignado darnos, tantas veces, de que sólo la sumisión perfecta a las leyes y la subordinación respetuosa a las autoridades que por El nos gobiernan, pueden asegurarnos la paz, libertad y justicia a nuestra tierra.

“Compatriotas: os gloriáis con el título de Restauradores de las Leyes; aceptad el honroso empeño de ser firmes columnas y constantes defensores” (Proclama de don Juan Manuel de Rosas al licenciar el Ejército Expedicionario al Desierto, marzo de 1834).    Capitulo 30  El verdadero estado de la tierra   

La inestabilidad política que sobrevino durante los débiles y breves gobiernos de Balcarce y, otra vez, de Viamonte, fomentada por los activos “apostólicos” (rosistas orgánicos) apoyados por el violento rosismo de campesinos y orilleros, hicieron que don Juan Manuel volviera a ser convocado para imponer el orden que permitiera el desarrollo de los negocios de comerciantes y hacendados, aunque hubo oposición a investirlo otra vez “con la suma del poder público”, es decir las facultades ejecutivas, legislativas y judiciales concentradas en su persona.

Para obtener tal prerrogativa que él consideraba esencial para que no le sucediese lo mismo que a sus fracasados antecesores, se negó cuatro veces y hasta renunció a la comandancia de Milicias. 

El argumento que puso fin a las discusiones sobre si debía o no concedérsele el poder absoluto para su segunda gobernación se derrumbó cuando llegaron las noticias del asesinato de Facundo Quiroga.

Como todos los días, el 3 de marzo de 1835, Rosas destinaba parte de la mañana a dictar notas y comunicaciones referentes a hechos cotidianos. Incansable, se ocupaba de

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todos los aspectos de sus estancias como también lo hará durante su gobierno, aun de los más mínimos.

“Mi querido don Juan José”, escribía. Era uno de sus mayordomos. “Esta sólo tiene por objetivo prevenirle que a Pascual me le entregue veinte bueyes aparentes y como para las carretas. Deseo que le haya ido bien en su viaje”. Allí se interrumpió porque en ese instante le transmitieron la noticia. Con la letra cambiada por su alteración anímica, seguiría: 

“El general Quiroga fue degollado en su tránsito de regreso para ésta el 16 del pasado último febrero, 18 leguas antes de llegar a Córdoba. Esta misma suerte corrió el coronel José Santos Ortiz y toda la comitiva en número de 126, escapando sólo el correo que venía y un ordenanza, que fugaron entre la espesura del monte.

“¡Qué tal! ¿He conocido o no el verdadero estado de la tierra? Pero ni esto ha de ser bastante para los hombres de las luces y los principios. ¡Miserables! ¡Y yo, insensato, que me metí con semejantes botarates!”. Entonces, la ira: “Ya lo verán ahora. El sacudimiento será espantoso y la sangre argentina correrá en porciones”.

Antes le había enviado una carta, que se conocerá como “de la hacienda de Figueroa”, que un chasqui le alcanzó al riojano en pleno viaje con reflexiones sobre la organización política y sus reparos al dictado de una constitución:

 “Usted y yo deferimos a que los pueblos se ocupasen de sus constituciones particulares para que después de promulgadas entrásemos a trabajar los cimientos de la Gran Carta nacional” Los unitarios fracasaron en ello por dictar una constitución sin tener en cuenta ni el estado ni la opinión de las provincias: “Las atribuciones que la Constitución asigne al gobierno general deben dejar a salvo la soberanía e independencia de los estados federales”. A continuación Rosas hará mención a la discordia introducida por los unitarios en todos los rincones de la Patria: “ Después de todo eso ¿habrá quien crea que el remedio es precipitar la constitución del Estado? ¿Quién duda que ésta debe ser el resultado feliz de todos los medios proporcionados a su ejecución? ¿Quién aspira a un término marchando en contraria dirección? ¿Quién para formar un todo ordenado y compacto, no arregla y solicita primeramente, bajo una forma regular y permanente las partes que deben componerlos?”. 

La historia oficial, abierta o encubiertamente, adjudica la muerte del “Tigre de los llanos” al Restaurador. Los argumentos más fuertes son:  

1) Rosas es el gran beneficiado por el asesinato, no sólo porque queda afuera un serio competidor por la jefatura del campo federal sino también porque Facundo comenzaba a ser visto como el probable eje de una concertación nacional entre unitarios y “lomos negros” que desembocaría en la sanción de una constitución, algo a lo que el Restaurador se oponía encarnizadamente. 

2) Pocos instantes antes de morir, ya en el cadalso, el confeso asesino Santos Pérez gritará: “¡Rosas es el asesino de Quiroga!”. 

3) Si bien hubo juicio, en el que también fueron ajusticiados los hermanos Reinafé, contratantes de Santos Pérez, fue sumario y no se dio a los acusados posibilidades de

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defensa. Sin embargo el doctor Marcelo Gamboa lo intenta. Impugna el juicio por la falta de una Constitución escrita y cuestiona a Rosas por considerar que ha prejuzgado la culpabilidad de sus defendidos en las comunicaciones cursadas a las provincias. 

No es ese lenguaje para dirigirse a alguien que detentaría “la suma del poder público”. Don Juan Manuel se irrita: “Solo un atrevido, insolente, pícaro, impío, logista y unitario” ha podido presentarle, bajo la apariencia de ejercer el derecho de defensa, un pedido de publicar “un escrito de propaganda política”. Lo condenaba a corregir “uno a uno, todos los renglones de su atrevida representación”, no salir a más distancia de veinte cuadras de la plaza de la Victoria, no ejercer su profesión de abogado y “no cargar la divisa federal, no ponerse ni usar en público los colores federales”. Si no cumpliese, sería “paseado por las calles de Buenos Aires en un burro celeste”, o fusilado si tratase de escapar. 

Los argumentos en contra se basan en que para muchos el principal sospechoso es el gobernador de Santa Fe, Estanislao López. Su relación con el difunto ha sido muy mala, entre otros motivos porque Rosas, sibilinamente, se ha ocupado de sembrar sistemática cizaña entre ellos para impedir una eventual alianza que pudiese dejarlo en situación de debilidad.

Quiroga tenía un motivo fundamental para odiar a López: Lamadrid se había apoderado en La Rioja del caballo de Facundo, el famoso “Moro” al que su dueño le adjudicaba poderes sobrenaturales. Una representación luciferina a la que consultaba y cuyos consejos seguía al pie de la letra. 

Luego de la batalla de “El Tío”, el tan mentado equino cae en manos de López. Cuando Quiroga se lo reclama, don Estanislao se niega a devolvérselo. El general Paz, en sus “Memorias”, se ocupa de la importancia que el “Moro” tenía para su dueño. Recuerda una sobremesa de oficiales en la que todos se mofaban del caballo “confidente, consejero y adivino del general Quiroga”. Picado, un antiguo oficial de éste cuenta:  

“Señores, digan ustedes lo que quieran, rían cuanto se les antoje, pero lo que yo puedo asegurar es que el caballo moro se indispuso terriblemente con su amo el día de la acción de “La Tablada” porque no siguió el consejo que le dio de evitar la batalla ese día. Soy testigo ocular de que habiendo querido el general montarlo no permitió que lo enfrenase por más esfuerzos que se hicieron, siendo yo uno de los que procurara hacerlo, y todo para manifestar su irritación por el desprecio que el general hizo de sus avisos”. 

A pedido de Facundo, Rosas interviene sin éxito ante el caudillo santafesino para resolver el pleito. “Puedo asegurarles compañeros que dobles mejores se compran a cuatro pesos donde quiera”, responde López provocativamente, “no puede ser el decantado caballo del general Quiroga porque éste es infame en todas sus partes”. Pero no lo devolvió. 

Siguiendo instrucciones del Restaurador, Tomás de Anchorena escribe al exasperado caudillo riojano rogándole que no haga del tema del caballo un asunto de Estado que podría perturbar la marcha de la República y le ofrece una indemnización económica. 

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En la respuesta de Quiroga del 12 de enero de 1832 se evidencia su furor: “Estoy seguro de que pasarán muchos siglos de años para que salga en la República otro caballo igual, y también le protesto a usted de buena fe que no soy capaz de recibir en cambio de ese caballo el valor que contiene la República Argentina (...) Me hallo disgustado más allá de lo posible”. El santafesino nunca devolvió el “Moro”.

En su “Facundo” Sarmiento pone en boca del enfurecido “Tigre de los Llanos”: “¡Gaucho ladrón de vacas! ,¡caro te va a costar el placer de montar en bueno!”.

Lo cierto fue que en Santa Fe fue universal el regocijo por lo de “Barranca Yaco” y poco faltó para que se celebrase públicamente: Quiroga era el hombre a quien más temía López, y de quien sabía que era enemigo declarado. Caben pocas dudas de que tuvo conocimiento anticipado, y acaso participación en su muerte. Sus relaciones con los Reinafé eran íntimas. Francisco Reinafé lo había visitado un mes antes, habitado en su misma casa y empleado “muchos días en conferencias misteriosas”, según José M. Páz.. 

Nunca se esclarecerá un hecho de tanta trascendencia histórica, pero es funcional para la demonización del Restaurador que la culpa recaiga sobre él. Acusación que no compartirían el hijo de Quiroga, jefe de los voluntarios en la batalla de Obligado, donde le cupo destacada actuación, y tampoco la esposa del “Tigre de los llanos” quien dirigirá una airada carta al gobernador riojano Brizuela, quien fuese estrecho colaborador del difunto, cuando defecciona del campo federal para pasarse al de los enemigos de don Juan Manuel.    

Capitulo 31 

La suma del poder público   

La agitación en Buenos Aires a raíz de lo de “Barranca Yaco”es grande. La Sala de Representantes, antes reticente, se apresura a sancionar: “Se deposita toda la suma de poder público de esta Provincia en la persona del Brigadier General D. Juan Manuel de Rosas, sin más restricciones que las siguientes: 

1. Que deberá conservar, defender y proteger la religión Católica Apostólica Romana. 

2. Qué deberá defender y sostener la causa nacional de la Federación que han proclamado todos los pueblos de la República.

3. El ejercicio de este poder extraordinario durará todo el tiempo que a juicio del Gobernador electo fuese necesario”. 

Antes de aceptar, en una actitud ejemplarmente democrática , don Juan Manuel solicitó la realización de un plebiscito para conocer si contaba con el apoyo de la gente. El mismo se llevó a cabo del 26 al 28 de marzo de 1835. En un hecho excepcional se convocó a votar por “sí” o por “no” a “todos los ciudadanos habitantes de la ciudad,

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todo hombre libre, natural del país o avecindado en él, desde la edad de 20 años o antes si fuese emancipado”. 

El resultado fue 9.316 sufragios a favor de la proclamación de Rosas con poderes ilimitados y solo 4 en contra. Con un padrón de 20.000 ciudadanos aptos para votar aunque desacostumbrados a hacerlo el resultado fue que el 50% se pronunció en apoyo del Restaurador en forma prácticamente unánime. 

La ley de las plenas facultades para Rosas fue sancionada el 1º de abril y el nuevo gobernador juró el 4 en la Sala de Representantes, adonde se presentó acompañado de los generales Mansilla y Pinedo en un carro arrastrado por la “chusma” enfervorizada. Los festejos en las mansiones de la clase adinerada y en las barracas de los barrios populares continuaron durante varios días.

Ya no bastaría la simple adhesión, de allí en más la adhesión debía ser total. Para ello le habían rogado una y mil veces que volviera al gobierno. Sólo en el confiaban, en su honestidad, en su patriotismo, en su popularidad. También en su crueldad, indispensable para imponer el orden en una sociedad desquiciada. A nadie debió sorprender su dureza en el poder, su inflexibilidad, su desconfianza, su odio hacia los extranjerizantes y volterianos, su enemistad con los masones y librepensadores.

Don Juan Manuel podría decirnos: “No fui yo quién decidió ser un dictador. Fueron todos los demás los que me lo exigieron. Es absurdo que después se me reprochase, con hipócrita indignación, haber cumplido rigurosamente con lo que se me pidió”.   Capítulo 32 

 El mejor remedio   

“Mi querido compañero, Señor Don Juan Facundo Quiroga (...) Un griego que tiene fonda en San Isidro, muy hombre de bien me ha referido que siendo él joven cuando Napoleón fue al Egipto, su padre fue salvado con este remedio.

“Tomó una porción de ajos, los peló y colocó sobre un pedazo de lienzo de camisa de hilo usada; enseguida pulverizó aquellos ajos con polvos de mercurio dulce en una dosis como de dos narigadas de rapé, y doblando el lienzo lo cosió en forma de bolsa o saco cerrado por todos lados . 

“Después tomó una olla de dos orejas en que cabrían como cinco o seis botellas de agua y colocó en ella la bolsa pendiente por unos hilos de las dos orejas de modo que estando dentro de la olla se mantuviese al aire como en una maroma. 

“Acto continuo echó agua fría en la olla, pero cosa que la bolsa no tocase el agua; la tapó con un plato y engrudó por las orillas para que quedase herméticamente cerrada la olla; puso un peso sobre el plato para que no se moviese, y colocó la olla así tapada y cerrada en fuego de carbón fuerte en donde la tuvo hirviendo como hora y media, cuidando mucho de reponer y pegar el engrudo donde se desprendía para que no saliere ningún vapor de la olla. 

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“Después de esta operación separó la olla del fuego y cuando había aflojado el calor la destapó, sacó la bolsa, y cerrada y caliente cuanto podía sufrirse en las manos, la exprimió sobre una fuente haciéndole echar una especie de aceite que acomodó después en un frasco o botella. Con la brosa de los ajos exprimidos le frotó los miembros enfermos para aprovechar el jugo o aceite que tenían, dejando en ellos las brosas que se quedaban pegadas; y las envolvió después con unos lienzos usados. 

“Concluida la primera cura lo despidió entregándole el frasco del exprimido aceite para que se diese con él a mano caliente dos frotaciones al día, una al acostarse a la noche y otra al levantarse por la mañana, y le previno que cuanto se acabase volviese por más. Observó exactamente la instrucción y a los tres días ya movía los miembros que se le habían adormecido del todo, a los nueve días caminó por sus pies sin muleta, y sanó del todo hasta el presente, sin necesidad de repetir la confección del medicamento(...)” 

La carta está fechada el 25 de febrero. El asesinato de Barranca Yaco impidió que su destinatario se anoticiara del remedio para sus torturantes hemorroides que le recomendaba Rosas. . 

Capítulo 33 

 El noble título de su libertador   

Uno de los más importantes apoyos que tuvo don Juan Manuel fue el del Libertador General San Martín, sobre todo en la acción exterior, contrarrestando la ominosa campaña de descrédito del gobierno de la Confederación en que muchos argentinos y extranjeros estaban empeñados. 

La lectura de la fascinante correspondencia mantenida con su gran amigo Tomás Guido, embajador de Rosas en Brasil, recopilada por Patricia Pasquali, permite hallar inteligentes fundamentaciones de lo que fue y sigue siendo el rosismo. Material que nuestra historia oficial elude con una manifiesta ausencia de rigor científico y ético. 

Así, cuando la Legislatura duda en entregar las facultades supremas a Rosas, San Martín escribe el 1º de enero de 1834 sus reflexiones sobre libertad y dictadura:

“Los hombres no viven de ilusiones sino de hechos. ¿Qué me importa que se me repita hasta la saciedad que vivo en un país de Libertad, si por el contrario se me oprime? ¡Libertad! désela Ud. a un niño de dos años para que se entretenga por vía de diversión con un estuche de navajas de afeitar, y Ud. me contará los resultados. ¡Libertad! para que un hombre de honor se vea atacado por una prensa licenciosa, sin que haya leyes que lo protejan. ¡Libertad! para que si me dedico a cualquier género de industria, venga una revolución que me destruya el trabajo de muchos años y la esperanza de dejar un bocado de pan a mis hijos. ¡Libertad! Para que se me cargue de contribuciones a fin de pagar los inmensos gastos originados, porque a cuatro ambiciosos se les antoja, por vía de especulación, hacer una revolución y quedar impunes. ¡Libertad! para que el dolo y la mala fe encuentren una completa impunidad como lo comprueba lo general de las quiebras... Maldita sea la tal libertad, ni será el hijo de mi madre el que vaya a gozar de los beneficios que ella proporciona, hasta que no vea establecido un gobierno que los

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demagogos llamen tirano, y me proteja contra los bienes que me brinda la actual libertad. Tal vez dirá Ud. que esta carta está escrita de un humor bien soldadesco. Usted tendrá razón, pero convenga Ud. que a los 53 años no puede uno admitir de buena fe el que le quieran dar gato por liebre... Dejemos este asunto y concluyo diciendo que el hombre que establezca el orden en nuestra Patria, sean cuales sean los medios que para ello emplee, es el solo que merecería el notable título de su libertador.”    

Capitulo 34 

Las circunstancias extraordinarias   

J. Irazusta niega la calificación de “tirano” para Rosas porque “la suma del poder no corresponde a ninguna de las dos condiciones fundamentales que desde la antigüedad clásica hasta las “Partidas” define a la tiranía: la usurpación o la ilegitimidad del origen y el egoísmo en el ejercicio del poder”.

El primer supuesto estaría salvado pues su primer período fue legitimado por la Asamblea y el segundo por un plebiscito popular. Lo del egoísmo también pues nadie, ni aún sus enemigos, puede negar que Rosas entró rico al gobierno y salió pobre. “Un hombre honrado no puede ser un hombre perverso”, argumentará I. Fotheringham, 

Los objetivos políticos y económicos que llevaría adelante son sencillos y claros: orden administrativo, control del gasto, eficacia en la recaudación impositiva, exaltación del partido gobernante, control de la oposición. Así podrá satisfacer por igual los intereses de los hacendados y los de las clases populares, sectores sobre los que apoya su peso político. 

Una de sus primeras medidas fue “limpiar” la administración de unitarios, sospechosos y tibios reemplazándolos por adeptos y personas de confianza. Consideró necesaria “la depuración de todo lo que no sea conforme al voto general de la República. Nada dudoso, nada equívoco, nada sospechoso debe haber en la causa de la Federación” (Circular a los gobernadores federales, 20 de abril de 1835). Su decisión de enfrentar una profunda transformación social, económica y política requería contar con un instrumento administrativo que fuera capaz de responder con lealtad a tales requerimientos. 

No fue la única purga: el 5 de mayo dispuso el pase a retiro de ciento sesenta y siete jefes y oficiales del ejército, entre los que se contaban los coroneles Olazábal, Videla, Rojas y el marino Coe, yerno de Juan A. Balcarce; cuarenta y ocho funcionarios de la administración, incluyendo a los camaristas Gregorio Tagle, Pedro J. Agrelo y el diplomático Mariano Balcarce, reincorporado a pedido de su suegro, el general San Martín; y seis miembros del clero, entre ellos Julián Segundo de Agüero. Pero en una muestra de notable magnanimidad, como si quisiera dejar claro que sus decisiones están dictadas por razones de estado y no por arrebatos emocionales, jubila al padre de Lavalle con su sueldo íntegro, circunstancia excepcional, y al hermano lo asciende designándolo en la importante función de Tesorero de la Aduana. 

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Rosas, en uso de las facultades extraordinarias, y considerando “lo indispensable que es la unión entre los pueblos de la República” ordenó la suspensión del “Nuevo Tribuno” y de “El Cometa”. La censura decreta que nadie podía “establecer imprenta ni ser administrador de ella ni publicarse impreso periódico alguno sin expreso previo permiso del gobierno, que deberá solicitarse y expedirse por la escribanía mayor de gobierno”. Durante todo su gobierno la oposición no tendrá derecho a expresarse y sólo lo hará desde Montevideo por la acción de los exiliados en periódicos de circulación clandestina en Buenos Aires y en las provincias. 

Desprecia a los intelectuales, en su inmensa mayoría unitarios o cismáticos, y llega al reprochable extremo de que nadie podrá obtener su título universitario sin la constancia “de haber sido y ser notoriamente adicto a la causa nacional de la Federación”. No le habían concedido la suma del poder público para andarse con medias tintas... 

Ya anciano, cargando sobre sus espaldas muchos años de exilio, don Juan Manuel escribiría: “Durante el tiempo que presidí el gobierno de Buenos Aires, encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina con la suma del poder por la ley, goberné según mi conciencia. Soy el único responsable de todos mis actos, de mis hechos buenos como malos, de mis errores y de mis aciertos”. 

También se fusila a numerosos ciudadanos, en muchas provincias, generalmente luego de juicios sumarísimos. Por ejemplo al coronel Rojas, al teniente coronel Miranda<y al sargento Gatica bajo la axusación, livianamente funsamentada, de planear un atentado contra la vida del Restaurador.

Pero ¿acaso Moreno y Belgrano no han sido autores del despiadado “Plano de Operciones” en el que se ordenaba pasar por las armas a quienes estuviesen en contra de Mayo? ¿Acaso Castelli y Monteagudo no fusilaron a Liniers y los otros y pocas semanas más tarde a las autoridades civiles y militares de Potosí? ¿Acaso la patria no volvía estar en grave peligro , ya no amenazada por los godos sino por “los que se han puesto en guerra abierta con la religión, la honestidad y la buena fe”? ¿Quién que no sea un asqueroso unitario o un depravado cismático puede temer que se proceda “con la misma decisión y desembozo que en la causa de la Independencia, porque aquella es tan nacional como ésta”, como escribirá a Estanislao López? 

Y luego una frase siempre enarbolada por los defensores de quien tuvo que enfrentar siete guerras al frente de nuestra patria anarquizada, manteniéndola invicta y sin pérdidas territoriales:“Las circunstancias durante los años de mi administración fueron siempre extraordinarias, y no es justo que durante ellas se me juzgue como en tiempos tranquilos y serenos”. 

Capítulo 35  

 Los primos ingratos   

La conquista y distribución de tierras de pastoreo y cultivo durante los gobiernos rosistas provocaron una significativa concentración de la riqueza.

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Nicolás Anchorena, quien no respondería a los insistentes pedidos de ayuda económica de Rosas durante su exilio de pobreza, en 1852 había acumulado 306 leguas cuadradas de campo fértil, es decir casi 800.000 hectáreas. 

Don Juan Manuel, en cambio, llegó a tener 70 leguas cuadradas (175.000 hectáreas) , compradas en su inmensa mayoría antes de llegar al gobierno y que compartía con sus socios Terrero, Dorrego y otros, también con los Anchorena, que le fueron confiscadas y jamás devueltas por los vencedores de Caseros. En su testamento redactado en 1862, en su cláusula 24, reclamaría a sus ingratos primos $ 78.544 en concepto de la administración de sus campos entre 1818 y 1830. 

“Las vacas dirigen la política argentina. ¿Qué son Rosas, Quiroga y Urquiza? Apacentadores de vacas, nada más” (D. F. Sarmiento, “Campaña en el Ejército Grande”).

 Capítulo 36  La clase de muertos   

Entre otros motivos la fama de terroristas será mayor en los federales porque su base popular hizo que algunas de sus víctimas formaran parte de la clase acomodada. En cambio los unitarios mataban gauchos.

No repercutirá igualmente en la capital y en sus periódicos la ejecución de un Maza o una O´Gorman que el asesinato de centenares de humildes soldados después del combate de “La Tablada” por orden del unitario Paz.

Pero no puede negarse una clara tendencia a la violencia y a la crueldad en el Restaurador, cuajada en la dureza de su educación y en el peligro de su trabajo como estanciero en la frontera con los indios.

Su primera represalia ensangrentada tuvo como víctima a Juan de Dios Montero, chileno de gran predicamento entre la indiada. Casado con la hija de un cacique boroga, había peleado con mérito en “Cancha Rayada” y ya en territorio argentino se distinguió, a las órdenes de Estomba, en la defensa de Bahía Blanca atacada por las huestes de los tristemente célebres hermanos Pincheira.

Se lo apresó acusado de conspirar para sublevar a la indiada en contra del gobierno de Buenos Aires. Corren los últimos días de 1829 cuando Montero es llevado en presencia de Rosas, quien luego de los saludos de práctica le entrega un sobre lacrado que debe ser entregado a su hermano Prudencio, comandante de las fuerzas acantonadas en Retiro.

El texto era breve y contundente: “Al recibir ésta, en el acto y sin pérdida de un minuto, hará usted fusilar al portador que es el sargento mayor Montero”. Prudencio no vaciló en dar cumplimiento a la orden.

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¿Por qué don Juan Manuel descargó en él tamaña responsabilidad? Sin duda para poner a prueba su lealtad, de la que Encarnación había dudado durante las acciones de los “apostólicos” durante su ausencia en el sur de la provincia, aconsejándole “echar una raspa”.

¿Cuál fue la justificación de una medida tan bárbara, que dio pretexto a los federales “lomo negros” para diferenciarse de Rosas? Según E. Celesia se trató de una venganza por la defección de Montero del bando federal. Sin embargo las razones fueron de mayor peso, como lo explica el mismo Restaurador en carta a Vicente González, el “Carancho del Monte”, del 10 de agosto de 1831: “Montero no fue fusilado sino por ser un famoso criminal., facineroso, con la calidad de ser además muy capaz, con la ulterioridad de los tiempos, de enlutar la provincia, y mucho más si yo moría”. Nadie como él sabía el inmenso riesgo que significaba una extendida sublevación india.   

Capítulo 37 

Los esclavos del Restaurador   

Nunca se demostró que Rosas tuviese esclavos africanos en sus haciendas, como divulgaran sus detractores que entonces y ahora se esfuerzan por caracterizarlo como un depravado sangriento sin tener en cuenta los condicionantes personales, políticos y socioeconómicos de su vida y de su gobierno.

Llama la atención que en este pecado hayan caído historiadores de fuste como John Lynch que no han podido sustraerse al apasionamiento a favor o en contra que siempre provoca don Juan Manuel, como si hiciese vibrar una cuerda muy sensible del inconsciente colectivo, quizás relacionada con el conflicto infantil y universal entre el orden que amenaza con la parálisis y la libertad que asusta con el caos.

Rosas tenía muchos negros empleados en su administración pública y también en la privada y los valorizaba muy especialmente. Los respetaba y una negra, Gregoria, había sido distinguida, hecho excepcional en una sociedad pacata y discriminadora, como madrina de uno de sus hijos legítimos, fallecido al poco tiempo de nacer. 

Tenían activa participación en los desfiles rosistas y respondían con prontitud a sus llamadas, tanto para los festejos como para las guerras. El gobernador regularmente asistía a sus “candombes” y no era infrecuente verlo bailar con alguna negra. 

Fomentó que se agruparan en sociedades características de reminiscencias africanas como la “Nación Banguela” o la “Sociedad Conga”, a las que proveía de subsidios y de sedes. El general Iriarte, que no puede identificarse como partidario, lo atestiguará en sus “Memorias”: 

“Los negros encontraron en el caudillo de la pampa una decidida protección: les hizo concesiones y proporcionó fondos para que se estableciesen asociaciones con la denominación de las respectivas tribus africanas a que debían su origen. Así es que toda esa gente estaba alzada y más entonada que nunca; sabido es cuánto lisonjea a los

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negros las farsas y representaciones de sus extravagantes costumbres, usos, bailes y alusiones a su país natal”.

 Las tropas regulares contaban con muchos negros y mulatos pues el alistamiento era una de las formas de ganar la libertad. No era infrecuente que el gobierno obligase a sus amos a desprenderse de ellos para engrosar el regimiento de negros libertos “Defensores de Buenos Aires” o el batallón de infantería “Los libertos de Buenos Aires”. Más tarde Rosas, que manifestaba un elevado concepto de sus virtudes en el combate cuerpo a cuerpo, constituyó un cuerpo de negros elegidos, el “Cuarto Batallón de Milicia Activa”. 

No pocos de estos soldados provenían del esclavista Brasil ya que en cuanto cruzaban la frontera eran considerados formalmente libres y era frecuente que tomasen las armas pues así se aseguraban una paga y protección. Esta situación fue uno de los factores de las conflictivas relaciones de la Argentina rosista con el país vecino. 

La lealtad de los mulatos que desfilaban en Carnaval gritando “vivas” al Restaurador y no ahorraban “mueras” a los unitarios llegó al extremo de que los sirvientes de las casas conformaron una temible red de delación de las conspiraciones antirrosistas o del federalismo tibio de sus amos, lo que inevitablemente se transformó en algunos casos en venganzas por maltratos inferidos en épocas en las que la crueldad de los patrones gozaba de la más absoluta impunidad.   

Capítulo 38

El líder necesario

En 1921 Sigmund Freud escribe uno de sus textos fundamentales, “Psicología de las masas y análisis del yo”, en la que describe una instancia psíquica a la que bautiza como “ideal del yo” que permite explicar la fascinación amorosa, la dependencia ante el hipnotizador y la sumisión al líder. En todos estos casos alguien es colocado por el sujeto en el lugar de su “ideal del yo”,en él se proyecta el perdido narcisismo de su primera infancia.

En el caso del liderazgo, como fue el caso de Rosas, son muchas las personas que lo colocaron en el lugar de su “ideal del yo”, invistiéndolo de aspectos idealizados que los reaseguraban de que gracias a él sus propias angustias se resolverían. Además a consecuencia de compartir tal expectativa los miembros de un grupo se identifican entre sí sintiéndose parte de un todo, la masa, lo que da aún más consistencia a la asociación. 

¿Cuál fue el origen del liderazgo rosista, que es lo que llevó a tantos a idealizarlo? Los historiadores coinciden en que existía en la sociedad un hartazgo de tanta anarquía. Pero ésta no es más que una abstracción si no se comprende que lo que asustaba era la violencia y la anomia que provocaba . 

La seguridad personal había desparecido pues se podía ser víctima, sin mayores motivos, de uno u otro bando. Tampoco se respetaba la propiedad privada ya que los bienes eran confiscados sin mayor trámite y sin mayor justificación que la financiación de la guerra o las apetencias personales de quienes disponían del poder de las armas.

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Eran frecuentes los asaltos , las requisas, los saqueos y toda forma de violación de la privacidad personal. 

Por último nadie era dueño de su destino pues las levas forzadas hacían que se pasase de ser agricultor a encontrase alistado en un ejército que a lo mejor combatía contra sus propias ideas. 

¿Por qué fue Rosas el elegido? Los sectores populares porque lo respetaban, porque a su vez conocían el respeto del Restaurador por ellos, porque lo consideraban uno de los suyos, porque era valiente y honesto y porque cumplía con los acuerdos. 

Un importante sector de la clase pudiente confió en él porque don Juan Manuel era, por nacimiento, de los suyos, y porque valoraban su capacidad de contener y aplacar a los sectores populares evitando así una sublevación generalizada. Esto es manifiesto en las expresiones del cacique “Catriel”: “Nuestro hermano Juan Manuel indio rubio y gigante y que jineteaba y boleaba como los indios y se loncoteaba con los indios y que nos regaló vacas y yeguas y caña y prendas de plata, mientras él fue Cacique General nunca los indios malones invadimos por la amistad que teníamos por Juan Manuel. Y cuando los cristianos lo echaron y lo desterraron invadimos todos juntos” (Julio A. Costa). 

En 1829, al iniciar su primer período, se ofrece como un “ideal del yo” protector, y como “un padre que cuida”: “Aquí estoy para sostener vuestros derechos, para proveer a vuestras necesidades, para velar por vuestra tranquilidad. Una autoridad paternal, que erigida por la ley, gobierne de acuerdo con la voluntad del pueblo, éste ha sido ciudadanos el objeto de vuestros fervorosos votos. Ya tenéis constituida esa autoridad y ha recaído en mí”. 

En “El yo y el ello”, publicado años más tarde, Freud habla por primera vez del “super yo” el que no es fácil diferenciar del ideal y cuya función es la de censurar al yo. Es así que el líder amado “por lo que permite” puede transformarse fácilmente en odiado “por lo que prohibe”, ya que en ambos casos se trata de un sometimiento del yo, en aquel caso por amor y en éste por miedo. 

Se puede así pasar de ser, para muchos, el admirable Restaurador de las Leyes a ser el tiránico violador de las mismas. 

“La sociedad se encontraba disuelta enteramente, perdido el influjo de los hombres que en todo el país son destinados a dar la dirección; el espíritu de insubordinación había cundido y echado multiplicadas raíces, cada uno conocía su impotencia y la de los otros, y no se resignaba ni a mandar ni a obedecer.

“(...) Efectivamente había llegado aquel tiempo fatal en que se hace necesario el influjo personal sobre las masas, para restablecer el orden, las garantías y las mismas leyes desobedecidas; y cualquiera que fuese el que tenía respecto a ellas el Gobernador actual (Viamonte), fue muy grande su conflicto porque conoció la falta absoluta de medios de gobierno para reorganizar la sociedad” (Juan M. De Rosas en “Mensaje a los gobernadores”, 31 de diciembre de 1835).

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El se sintió llamado, quizás sin alegría, a protagonizar “ese tiempo fatal” y lo hizo con la pasión y la convicción con que siempre abordó las contingencias de su vida. 

Al asumir por segunda vez el 13 de abril deja claras sus intenciones: “Persigamos de muerte al impío, al sacrílego, al ladrón, al homicida y sobre todo al pérfido o traidor que tenga la osadía de burlarse de nuestra fe. Que de estas razas de monstruos no quede uno entre nosotros y que su persecución sea tan tenaz y despiadada como la vorágine. El Todopoderoso dirigirá nuestros pasos”. 

Ya no era el conciliador de la primera vez. 

Capítulo 39  

 La enajenación territorial   

Avanzado el siglo XIX las potencias se habían lanzado al mundo con el objetivo de cumplir con sus ambiciones imperiales. Así fue que se echaron como fieras salvajes sobre África, Asia y América. 

Sus propósitos eran colonizar pero también dividir esas naciones para que se debilitasen y no tuvieran posibilidades de autonomía y competencia.

Dicho plan se cumplió plenamente. Tanto fue así que en 1820 la América que había sido española se dividía en seis regiones: México, Centroamérica, Colombia, Perú, el Río de la Pata y Chile. Luego fueron subdividiéndose en más de veinte frágiles repúblicas: 

a) La Gran Colombia se desmembró en Venezuela, Colombia, Ecuador y Panamá. b) El Río de la Plata en Argentina, Paraguay, Bolivia y Uruguay. c) Centroamérica en cinco: Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica. d) Además Perú, Chile, México, Santo Domingo, Cuba, Puerto Rico y las tres Guayanas originarias 

Nuestro territorio, el de las originarias Provincias Unidas del Río de la Plata, sufrió en primera instancia el desgajamiento del Paraguay como consecuencia de la política expansionista del Brasil, que no sólo mantuvo su enorme territorio sino que lo amplió, principalmente por el hecho de que por muchos años la Corona portuguesa residió en su colonia americana, la que, de esa manera, funcionó como metrópoli imperial. Cabe destacar que Rosas nunca reconoció su independencia, lo que sí se acordó luego de Caseros como precio de la participación paraguaya en el ejército vencedor.

También se perdería el Alto Perú, hoy Bolivia, pues al negarse los unitarios a prestar ayuda a la campaña de San Martín en el Perú debió ceder el protagonismo a Bolívar y fue su subalterno, el mariscal Sucre, quien ocupó tales tierras forzando su independencia.

En cuanto al Uruguay en una reprobable decisión de Rivadavia y su ministro García ceden a las presiones inglesas y aceptan que Brasil incorpore “su provincia Cisplatina”,

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como la llamaban en Río de Janeiro. Finalmente, y gracias al coraje de Dorrego, por lo menos se logrará que la Banda Oriental sea independiente, pero no pudiendo evitar que el Río de la Plata se transformase en un río de navegación libre por no ser interior.  

Juan Manuel tuvo un hondo sentido nacional cuando éste aún era raro entre sus coterráneos, sobre todo en porteñas y porteños que se habían empeñado en la revolución de Mayo con su interés y su esperanza vuelta hacia el exterior. El Restaurador concibió al estado también como una expresión de lo territorial y por ello fusionó éste con el concepto de soberanía. 

Es hora ya de reconocerle que fue gracias a sus esfuerzos que nuestra patria no sufrió otras fragmentaciones como las que propugnaban sus adversarios, los que argumentaban, como lo hiciese Salvador del Carril, que “era conveniente el achicamiento de nuestro territorio para explotarlo mejor con las posibilidades que tenemos”. 

El enajenamiento del territorio nacional que buscaron las grandes potencias en los países periféricos se realizó, siempre, con la complicidad de aliados internos que creían de buena fe que de esa manera accedían al progreso y ganaban un lugar entre las naciones civilizadas quienes los premiarían por el sacrificio. 

Es el mismo criterio de hoy en que compatriotas que ocupan lugares de responsabilidad doblan su testuz ante los organismos financieros y las grandes potencias, aceptando endeudarnos y transfiriendo nuestras empresas públicas y privadas, en la convicción de que “haciendo buena letra” nos irá mejor. A quienes les va mejor, es claro, es a los negociadores que son premiados con comisiones y funciones de relevancia. 

Como veremosmos en el capítulo 76, Sarmiento, en su rabioso antirrosismo hizo todo lo que estuvo a su alcance para que Chile, cuya nacionalidad había asumido, se apoderase de la Patagonia. La decidida acción del gobierno rosista a través de su canciller Felipe Arana hizo que sólo asentaran sus reales en el estrecho de Magallanes. 

También la Comisión Argentina con sede en Chile, presidida por Gregorio de Las Heras, héroe de la Independencia, avaló el reclamo chileno por las provincias de Cuyo. 

En el capitulo 89 nos hemos ocuparemos de las antipatrióticas maniobras de Florencio Varela antes y de José María Paz luego para independizar las provincias del litoral (“República de la Mesopotamia”) con la complicidad de potencias extranjeras que de esa manera se garantizaban la libre navegación de importantes ríos interiores que se deslizaban entre países débiles y fácilmente dominables. 

La invasión de la Confederación Peruano-Boliviana con el propósito de anexar las provincias de Salta y Jujuy contó con el guiño de los gobernadores unitarios , como lo hemos expresado en el capítulo 42. 

Solo el triunfo de Caseros permitió a los enemigos de Rosas, y como pago convenido por su participación en el Ejército Grande, la entrega al Brasil del rico e histórico territorio de las Misiones Orientales.   

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Capítulo 40  Los pueblos hidrópicos de cólera   

El Restaurador tenía un talento natural para la propaganda. Unos pocos y sencillos slogans expresaban la ideología de la Causa y eran implacablemente inculcados al público. Puede ser considerado el pionero de la propaganda política y ésta tenía por objetivo promover la unión de la población bajo la bandera de la Federación en contra de un enemigo temible y deshumanizado, los “salvajes unitarios”, los que también eran apostrofados de “inmundos”, “asquerosos” ,etc. 

Un decreto de 22 de mayo de 1835 reforzó otro del 3 de noviembre de 1832 por el que se ordenaba que todas las notas oficiales debían empezar con el encabezamiento “¡Viva la Federación!” y emplear el sistema federal de fechado. Así un documento de 1835 debía consignar, además del día , del mes y del año, “Año 26 de la Libertad, 20 de la Independencia y 6 de la Confederación Argentina”. 

Aunque el decreto se refería solamente a los documentos oficiales también, por obsecuencia o por temor, usaron el lema y las fechas los periódicos y fue también de uso habitual en las cartas privadas. 

Otro decreto del 27 de mayo de aquel año revivió el del 11 de marzo de 1831 según el cual debía usarse el distintivo colorado punzó como “señal de fidelidad a la causa del orden, de la tranquilidad y del bienestar de los hijos de esta tierra bajo el sistema federal, y un testimonio y confesión pública del triunfo de esta Sagrada Causa en toda la extensión de la República, y un signo de confraternidad entre los argentinos”.

Según E. Rosasco el rojo punzó del federalismo fue el color predilecto del Restaurador porque de ese color era el uniforme de los “Migueletes”, cuerpo en el que, adolescente, se había batido durante la 1ª Invasión inglesa. 

“Entre las diez y once del día arribamos a dicho puerto (Montevideo), y me causó una impresión indescriptible el ver muchas señoras que parecían se habían convenido en traer vestidos celestes. Como en Buenos Aires era un color proscripto, que podía llevar al insulto y hasta la muerte al que se hubiese atrevido a vestirlo, nuestra vista, acostumbrada sólo al punzó, no pudo precaver de una sorpresa principalmente en aquellos momentos en que ni aun podíamos darnos cuenta de la multitud de sensaciones que experimentábamos. 

“Apenas nos habíamos separado diez leguas de Buenos Aires y parecíamos hallarnos transportados a otra región remota. Que digan los que han salido en esos tiempos de Buenos Aires, donde se hablaba en secreto, donde tenía uno que prevenirse de sus domésticos hasta para conversar cosas indiferentes; donde era un gran delito usar ése o el otro color; llevar el pelo y la barba de ésta o la otra manera; donde podía tomarse una terrible cuenta de una sonrisa, de una mirada o un gesto; que digan lo que sentían cuanto pisaban las playas de la opuesta ribera del Plata” (J.B. Alberdi). 

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Hasta había una fisonomía federal. El rostro de un verdadero rosista estaba adornado con un exuberante bigote y largas patillas, que daban un aspecto de fiereza y servían para identificar a los compañeros de Causa

Los informes de la policía podrían condenar a un hombre por su aspecto: “No usa bigote, es unitario salvaje”. En los desfiles federales, aquellos que no tenían el tipo físico correcto se apresuraban a ponerse bigotes postizos. Toda la población estaba presionada para integrar las filas federales, fuera de las cuales sólo había unos pocos excéntricos disidentes.  

El rojo era el color, y todo era rojo. Los soldados usaban chiripás rojos, gorras y chaquetillas también rojas y sus caballos estaban engalanados en rojo. Los civiles también adoptaron lo que parecía un uniforme reglamentario: chalecos rojos, cintas rojas en los sombreros y divisas de seda roja en el ojal con la inscripción “¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los Salvajes Unitarios!”. 

Las mujeres debían adornar sus cabellos con cintas rojas. Los niños iban a la escuela con uniformes federales . Los frentes de las casas y sus puertas estaban también pintados de rojo y en el interior, los muebles y decoraciones eran rojos. A tanto se llegó que el viajero español Benito Hortelano cuenta que en las funciones teatrales, antes de comenzar la función, los artistas trajeados para la obra salían a escena para proclamar de viva voz su adhesión federal y su repudio unitario con los vivas y mueras de reglamento. Anota lo ridículo que aparecían un Nabucodonosor, un Carlos V o un Hamlet con la divisa punzó prendida en su pecho. 

Rosas había perdido, y sus enemigos lo aprovecharán hasta hoy, aquella lucidez del principio de su gobierno cuando rechaza un obsecuente homenaje de la Junta de Representantes aduciendo que “no es la primera vez en la historia que la prodigalidad de los honores ha empujado a los hombres públicos hasta el asiento de los tiranos”. 

Un agudo observador británico hizo notar que “los colores verde y celeste han desaparecido del mundo de Buenos Aires hasta donde lo permiten las manifestaciones de la naturaleza”. Sarmiento, no sin ingenio, argumentaría que Rosas hacía con las personas lo mismo que con sus animales en las estancias: los “marcaba”. 

El celeste, en cambio, sería el color unitario y su uso podía acarrear serias consecuencias que, de acuerdo a las circunstancias y a los protagonistas, podía ir desde el arresto hasta el degüello. Ello, como es de imaginar, obligó a modificar los colores de la bandera nacional: al cumplirse el primer aniversario de su reasunción como gobernador le fue obsequiada a Rosas una en la que el azul-celeste había sido remplazado por un azul -turquesa, casi índigo. De allí en más ésa sería la bandera oficial.

El gobierno imponía las consignas y los seguidores fanáticos las aceptaban y las repetían con obsesivas referencias a la traición y a los degüellos. En las reuniones federales se hacían inflamados brindis incitando a los leales a una violencia que superara la violencia del enemigo. 

El comandante Martín Santa Coloma bebió por la muerte de todos los enemigos del Ilustre Restaurador: “Yo pido al Todopoderoso que no se nos dé una muerte natural sino

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degollando franceses unitarios”. En algo le haría caso el destino pues luego de Caseros sería degollado por expresa instrucción de Urquiza con la complacencia de Sarmiento, quien se lo había “señalado” (“Acto del que gusté”, confesará). 

Los serenos nocturnos recorrían las calles desiertas, cuando el acoso del enemigo se hacía peligroso como sucedió con los avances de Lavalle y de Paz, cantando “¡Mueran los salvajes unitarios!” antes de anunciar la hora, cada treinta minutos, para amedrentar a los opositores. 

En esos momentos de tensión parecía desatarse una competencia en hallar calificativos aún más violentos, como podía leerse en un decreto conjunto de la justicia y el clero: “Los pueblos hidrópicos de cólera os buscarán por las calles, en vuestras casas y en los campos, y segando vuestros cuellos formarán una honda balsa de vuestra sangre donde se bañarían los patriotas para refrescar su devorante ira”.

 

Capítulo 41 

El bautismo de Argentina

Nuestra historia oficial no deja de recordar a aquel mediocre vate de la Conquista española , del Barco Centenera, el primero que versificó  la palabra “argentina” para designar los territorios del virreynato del Río de la Plata, pero aún falta al reconocimiento de que fue don Juan Manuel, consecuente con su pasión por la organización nacional, quien ordenó la utilización formal de los términos “Confederación Argentina” en el encabezamiento de los textos oficiales. Fue ese el formal bautismo de nuestra patria

 

Capítulo 42

La entrega unitaria

Podrá criticársele a don Juan Manuel su ferocidad siempre y cuando se tenga la hidalguía de aceptar su fervorosa defensa de nuestra soberanía y nuestra integridad territorial constantemente amenazadas, no sólo por los de afuera sino también por los de adentro.

Uno de esos casos se gestó cuando se creó en Montevideo la “Logia de los Caballeros Liberales” a imitación de una entidad secreta que con ese nombre  funcionaba en Buenos Aires y cuyo “venerable” era Carlos de Alvear, el obstinado enemigo de San Martín. El titular de la sociedad secreta de emigrados sería Rivadavia , residente en Colonia, pero su activo gestor en Montevideo fue Valentín Alsina. Se admitía a todos los antirrosistas, aún a los federales “lomo negros” y “cismáticos” pero el control lo tendrían los unitarios.

Los exiliados estaban distribuidos en todo el territorio oriental.

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 En Colonia vivían Rivadavia, Alvarez Thomas, Lavalle, Daniel Torres; en Mercedes, Salvador María del Carril y Luis José de la Peña; en Montevideo, Julián Segundo de Agüero, el canónigo Vidal, los tres hermanos Varela (Juan Cruz, Rufino y Florencio), Francisco Pico, Valencia, Cavia, Valentín Alsina y Tomás de Iriarte; en Durazno,  junto a Rivera, José Luis Bustamante; en Carmelo los generales Espinosa y Olazábal; en Paysandú, Lamadrid y Chilavert.

Alsina redactó las “Instrucciones” para la formación de las logias filiales a abrir en todos los puntos donde hubiese exiliados. El manejo de cada una lo tendrían cinco a ocho unitarios cerrados. El “venerable” era designado por la Logia Central de Montevideo, y el de ésta por la de Buenos Aires.

El jefe de los conspiradores se carteaba con el mariscal Santa Cruz, presidente de Bolivia y aparentemente autor de un “Gran Plan” para acabar con Rosas. Una carta privadísima fechada en Colombia el 20 de agosto de 1835 fue incautada al apresarse el buque arequipeño “Yanacocha”.

Ella contestaba una comunicación de Santa Cruz (“aceptando, general, vuestra generosa protección, y si es necesario la imploro”). Respondiendo a una pregunta del mandatario boliviano el anónimo complotado decía que “los pueblos de Jujuy, Salta, Tucumán y Catamarca” podían separarse de la Argentina e incorporarse a la Confederación peruano-boliviana a condición de quedar “en paz con los argentinos”; se debían agregar también “los pueblos de Cuyo porque es necesario que los Aldao salgan o desaparezcan de Mendoza”.

Daba su versión sobre el estado político de Buenos Aires: “El odio contra los federales bastardos y su atroz caudillo se ha convertido en frenesí, su detestable corte corre desenfrenada en la carrera de los crímenes, los primeros puestos del gobierno son ocupados por los primeros malhechores, la más inaudita tiranía se ejerce en todos los actos de aquel desgraciado suelo; allí se persigue con encarnizamiento al propietario, al hombre industrioso y al padre de familia, el saber es un delito (...) Rosas es un monstruo que no tiene semejanza en la historia de los más famosos criminales”.

Termina: “Observad, general, que por la primera vez se dirige un general argentino con esta misión de duelo. General: repito, vuestra voluntad será la nuestra; Vos representáis, general, el tribunal de las naciones americanas; pronunciad vuestra sentencia y sabremos si hemos de ser de vida o de muerte. El amigo”.

Como al parecer se trataba de un general y residente en Colonia, Rosas creyó que se trataba de Lavalle . Pero el estilo de éste no era “de frases sublimes y lenguaje exótico”, y al informar más tarde a los gobernadores del interior don Juan Manuel se rectificaba: “La carta no es del general que se supone, o se cree, sino de don Bernardino Rivadavia”.

Luego se sabrá que quien ofrecía “generosamente” a la Confederación peruano-boliviana las provincias norteñas y cuyanas era Carlos de Alvear, quien luego viraría al rosismo al ser designado embajador en los Estados Unidos en una evidente maniobra de don Juan Manuel para alejar de Buenos Aires a tan peligroso adversario, apoyado por la aristocracia porteña e internacional y por las sociedades secretas, lo que le había permitido sobrevivir a penosas contingencias como su conflicto con San Martín, una de las principales causas del largo y sufrido exilio del Libertador; su traición a Artigas,

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tomando Montevideo en su lugar en violación de lo acordado; su ominosa caída del Directorio, luego de intentar convencer a la Corona Británica de hacerse cargo de las Provincias Unidas del Plata; su alianza con Estanislao López a quien también traicionaría cuando dejó de serle útil para sus intereses personales.

Nada de ello ha sido inconveniente para que don Carlos de Alvear y Balbastro, reivindicado por los vencedores de Caseros, goce del más bello monumento ecuestre en la capital argentina, obra del genial escultor francés Bourdelle.

Para nuestra historia oficial es más grave defender los intereses de los sectores populares que la intención de enajenar una parte de nuestro territorio. ¿Acaso no hemos honrado a Manuel García, el nefasto “entegador” de la Banda Oriental con una calle , que la ciudad de Buenos Aires ha negado al patriótico caudillo santafesino Estanislao López?

  Capítulo 43 

El autócrata paternal

“Para mí el ideal de gobierno feliz sería el autócrata paternal, inteligente, desinteresado e infatigable (...) He admirado siempre a los dictadores autócratas que han sido los primeros servidores de su pueblo”, les explicaría a Vicente y a Ernesto Quesada cuando en 1873, veintidós años después de Caseros,   visitaron a Rosas en Southampton. Sin duda se estaba retratando a sí mismo pues  nadie podía dudar de su autoritarismo, ni de su inteligencia, ni de su honestidad, ni de su vitalidad. La “falla” de ese programa de gobierno es que no había lugar para la disidencia.

Lo que no puede discutírsele a Rosas es que él fue el formador del estado argentino. Tanto fue así que es durante su gobierno que comienza a hablarse de “República Argentina”. Y éstos procesos históricos, a nivel mundial, han sido inevitablemente violentos y crueles.

Para crear estado (“state-making”) siempre y en todas partes fue necesario arrasar con la autonomía de entidades feudales, de ciudades, de órdenes religiosas o, simplemente, de otras organizaciones políticas de base territorial que perdieron guerras con los “centros” que acabaron por imponer su dominio integrador en unidades mayores. “Ganar” quería decir formar una unidad territorial sujeta al mando económico, legal y militar de un centro.

Estos procesos hasta la formación de lo que podrá llamarse un estado nacional inevitablemente tiene avances y retrocesos, y no pocas veces duraron siglos. El estado italiano, por ejemplo, se constituirá tardíamente.

Gran Bretaña comenzará con los Tudor y culminará con Cronwell, aunque no logrará subordinar por completo a Gales, Escocia y, mucho menos, a Irlanda. Francia empezando con los Borbones, especialmente Louis XIV y coronando con la Revolución Francesa y luego Napoleón. Los Estados Unidos de Norteamérica solo logrará su constitución como estado luego de la sangrienta Guerra Civil. Todos ellos procesos violentos pues la subordinación territorial, económica, cultural y a veces también religiosa de gente y de regiones siempre requirió de la fuerza.

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Rosas fue el primer intento de constitución de un estado, de una unidad política. Al fin de su mandato la Argentina había nacido definitivamente, era una gran estancia en la que muchos de sus habitantes habían desarrollado,  a ejemplo de su gobernante, suficiente sentimiento nacional como para enfrentar a grandes potencias mundiales en defensa de una palabra novedosa que hicieron propia los sectores populares mucho antes que la clase alta: soberanía.

Quizás pueda decirse que Rosas fue el primer patriota nacional, mientras San Martín lo fue como sudamericano. No es banal recordar que el Libertador desembarca en Perú portando una bandera chilena y que nunca perderá su objetivo de Patria Grande.

El Restaurador, en cambio, se obstinó en definir apasionadamente su “nación”, concepto en cambio liviano para un Sarmiento indiferente a la pérdida de la Patagonia, de un Paz y un Florencia Varela asociados con los “gringos” para constituir una república independiente con las provincias del Litoral, de un Alberdi y sus colegas intelectuales que argumentarían que su patria era la democracia y que por ello reconocían más a la tricolor francesa que a la bandera argentina, de los “Caballeros Liberales” acaudillados por Alvear y Rivadavia que entregaban a Bolivia nuestros provincias norteñas como precio de su apoyo para derrocar a Rosas.

Sarmiento, lúcido, no tendrá otra alternativa que reconocerlo, aunque sesgadamente: “Queríamos la unidad en la civilización y en la libertad, y se nos ha dado en la barbarie y en la esclavitud”. Aquí “unidad” quiere decir estado y nación.

A ello se referirá T. Halperín Donghi: “Es la solución lentamente preparada por la crisis de la década que comienza en 1820, lentamente madurada en la década siguiente gracias a la tenacidad de Juan Manuel de Rosas. Con ella ,en efecto, surge finalmente el orden político que la revolución, la guerra, la ruptura del orden económico virreinal (y la crisis de las elites prerrevolucionarias que es consecuencia de estos tres procesos) han venido preparando.

“Tal como entrevió Sarmiento la Argentina rosista con sus brutales simplificaciones políticas, reflejo de la brutal simplificación que independencia, guerra y apertura al mercado mundial habían impuesto a la sociedad rioplatense, era la hija legítima de la revolución de 1810”.

Rosas tuvo una serie de limitaciones internas y externas que no le permitieron avanzar mas allá en un proceso de construcción del estado que completaron, paradojalmente, quienes lo derrotaron y, más aún, quienes lo execraron como los brillantes Mitre y Roca. Tampoco en ello nuestro país es diferente a otros pues los que “empiezan” y los que “terminan” suelen ser muy diferentes, incluso mortales enemigos.

Alguien que nunca se caracterizó por sus simpatías por don Juan Manuel reconocerá que es absurdo reclamarle democracia cuando “había sistemas liberal-representativos en muy pocos países, ni aún en los paradigmáticos: los Estados Unidos con sufragio masculino universal pero con absoluta exclusión de los esclavos; Inglaterra con franquicias que implicaban que menos del 10% podía votar; Francia fluctuaba entre períodos de sufragio masculino universal con otros de limitaciones similares a las británicas, en una sociedad en la que autonomías, culturas y lenguajes habían sido

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brutalmente suprimidas por los Borbones, por la Revolución y por Napoleón”(G. O´Donnell).

Desde el momento de su acceso al poder, según Lynch, Rosas “retuvo los clásicos derechos de soberanía en toda su pureza “hobbesiana”, el derecho a inmunidad contra el derrocamiento, disenso, crítica y castigo, el poder de vida y muerte, el derecho a usar todos los medios para preservar la paz y la seguridad para todos, el poder de emitir leyes referidas a los derechos de las personas y de la propiedad, el derecho de judicatura, el derecho de hacer la paz y la guerra con otras naciones, el derecho de establecer impuestos, el derecho a elegir sus propios ministros, magistrados y funcionarios, el poder de recompensarlos, castigarlos y otorgarles honores. Todos estos derechos eran inseparables y no había división de poderes”.

Los mismo derechos que invistieron  a Otto von Bismarck, el “Canciller de Hierro”, que logró la unidad de Alemania y su parto como nación. Para ello libró en 1866 una sangrienta guerra contra Austria, haciendo que Viena cediera a Berlín el papel rector del mundo germano. Mas tarde provocó otro victorioso conflicto armado contra Francia y sus aliados. En lo interior condujo una política de “mano dura” sin espacio para la oposición, aunque dictó medidas populares que le granjearon el apoyo de las clases bajas.

Las similitudes entre Rosas y Bismarck son grandes, sin embargo éste es un héroe nacional mientras que aquel es execrado por nuestra historia oficial, y no deja de reprochársele una dureza que en el alemán es considerada su principal virtud, necesaria para el objetivo logrado. Jamás se le perdonaría al denostado argentino una frase como del ensalzado teutón: “No se deciden las grandes cuestiones por leyes ni discursos, sino por hierro y sangre”.

El pueblo alemán acompañó al “Canciller de Hierro” en su patriótico propósito de consolidación y expansión  territorial, mientras que sectores decisivos de nuestra población, sobretodo los “decentes”, no vacilaron en aliarse al enemigo extranjero, en una trágica demostración de falta de conciencia nacional, mereciendo los terribles juicios, dramáticamente actuales, del representante estadounidense en el Río de la Plata, Francis Baylies, llegado en 1832: “Los argentinos no poseen el sentimiento de lo que llamamos amor a la Patria; la labor de gobierno es un conchabo, y sus funciones y  cargos son considerados empleos para ganar dinero, una especie de patente para obtener coimas”

Rosas fue conservador en su visión de la realidad y aborrecía a los liberales que reivindicaban el humanismo y el progreso, los consideraba “cajetillas intelectuales” que caían dentro de su desconfianza por las ideas importadas de  Europa e inaplicables en suelo argentino. Quizás porque a un estanciero argentino ningún inglés ni francés tenía nada para enseñar acerca de la cría de ganado y el cultivo de cereales en una pampa interminable.

Se consideraba un verdadero demócrata por el espacio y la jerarquía que había dado a las clases populares, a quienes no les concedería el voto ni tampoco reconocibles ventajas materiales, pero estaba seguro de haberlos respetado y representado en sus intereses.

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Su base de poder fue la estancia, foco de recursos económicos y sistema de control social. El Restaurador tuvo un proyecto económico que nos introdujo en el capitalismo: transformar a la Argentina en una inmensa estancia, organización y  funcionalidad que perdura hasta nuestros días.

No imaginó gobernar sin el poder absoluto como no es posible administrar una hacienda si el patrón no puede imponer su autoridad.  Le pareció lógico proceder a tomar la posesión total del aparato estatal :la burocracia, la política, el ejército de  línea.  Con los principales medios de coerción en sus manos gobernó para estancieros y gauchos, que constituían el federalismo, y en contra, con excesiva violencia, de los comerciantes especuladores, de los intelectuales afrancesados y de los irrespetuosos a la religión, a la patria y a las tradiciones.

Al final de su gobierno, malo para muchos o bueno para otros, la Argentina existía. Como estado y como nación. Sin pérdidas territoriales. Y con algunos orgullos. Sólo restaba darle una constitución , pero había alcanzado la organización necesaria para ello.

Capítulo 44

Guerra contra Bolivia y Perú

El 19 de mayo de  1837 la Argentina de Rosas entra en guerra contra la Bolivia de Santa Cruz, quien sorprendentemente había logrado convencer de ser “su hombre en América” al nuevo rey de Francia, Luis Felipe de Orleáns, el mismo que años atrás hubo de ser el “soberano” de las Provincias Unidas del Río de la Plata de haber prosperado las gestiones del entonces Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón en acuerdo con los congresales que pocos meses antes había decretado nuestra independencia en Tucumán.

El encargado de tales negociaciones secretísimas, el canónigo masón Valentín Gómez, fracasó por el poco entusiasmo de Gran Bretaña en que Francia pusiese el pie en Sudamérica y también por la oposición de los sectores populares de Buenos Aires y de los caudillos provinciales que se enfurecieron al trascender los planes de entrega a otra potencia europea.

No fue el único intento de conjurar la anarquía coronando un príncipe europeo, es decir retornando a la situación de colonia. Es claro que Rosas significó el rechazo, sobretodo del pueblo, a tal “solución” y lo que se plebiscitó fue la búsqueda de una salida nacional.

En Francia son tiempos de chauvinismo, es decir de sobreactuaciones patrioteras, causa y consecuencia del ascenso a primer ministro de Louis Adolphe Thiers, un apasionado restaurador del “honor francés”. Este había sido mancillado en América cuando los Estados Unidos, en 1834, embargaron las propiedades de los franceses para cobrarse una opinable deuda que se arrastraba desde los tiempos de Napoleón. La opinión pública gala se enardeció por la falta de respuesta ante tamaña afrenta y el rey y su primer ministro comprendieron que se imponía una retaliación. Para ello elegirían un rival mucho más débil que la económica y militarmente poderosa Norteamérica.

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El mariscal Andrés de Santa Cruz, que durante las guerras de la independencia había militado del lado español hasta que su derrota fue evidente, ahora presidía una Confederación peruano-boliviana llamada “Estados del Perú”. Su pragmática actitud hacia las potencias extranjeras era tan dócil como la de los unitarios argentinos, en contraste con el altivo nacionalismo de Rosas y de Diego Portales en Chile. Eso lo hacía un socio ideal para las ambiciones de la corona francesa, que acordó apoyar al boliviano en sus pretensiones de expansión territorial a cambio de la penetración en los mercados a conquistar por las armas.

Los unitarios, algunos exiliados en la misma Bolivia, no dejaron pasar la oportunidad que se les presentaba y conspiraron a favor del nuevo enemigo del régimen rosista, aceptando la posibilidad de enajenar las provincias del norte. Todo era posible con tal de derribar a Rosas y su “chusma”, a favor de una debilitada conciencia nacional, entreguista, que no pestañeaba ante la descomposición territorial.

Santacruz, confiado en el armamento que le ha facilitado su aliado europeo y sostenido por su apoyo económico, comete el error de abrir hostilidades simultáneamente con Chile y con Argentina, quienes se ponen de acuerdo para encarar una acción coordinada. Portales declara la guerra el 11 de noviembre de 1836 y Rosas lo hace más tarde para dar tiempo a su preparación, el 19 de mayo de 1837.

Inglaterra ha firmado un tratado de cooperación con Francia y por lo tanto también apoyará a la Confederación peruano-boliviana, aunque sólo diplomáticamente, haciendo la vista gorda cuando su socia  bloquea Valparaíso y otros puertos chilenos . Asimismo el cónsul francés en Buenos Airres, Aimé Roger, recibirá órdenes de proceder en el mismo sentido si Rosas no depone su belicismo.

Las acciones militares iniciales favorecen claramente a las fuerzas bolivianas cuyos agentes logran provocar una fugaz sublevación en el ejército chileno que culmina el 3 de junio con el fusilamiento de Portales, perdiendo Chile a su gran conductor.

El Restaurador encomienda a su fiel coronel Alejandro Heredia que con su oficialidad predominantemente unitaria y con sus soldadesca inexperta y desanimada  defienda nuestra frontera norte que ha sido franqueada por dos columnas. Una ingresa por La Quiaca y la otra por Santa Victoria e Iruya. Una muestra de las dificultades que encontraba la acción defensiva argentina fue que el destacamento de esta última localidad, al mando del coronel unitario Manuel Sevilla, se pasó al enemigo.

El 11 de septiembre, sin haber encontrado mayor resistencia en un Heredia que se afanaba en constituir algo parecido a un ejército, las dos columnas invasoras confluyen en Humahuaca, quedando incorporadas formalmente a territorio boliviano las tierras conquistadas.

Las cosas tampoco mejoraban en el frente chileno, donde el almirante Blanco Encalada, héroe de la independencia transandina, se rendía ignominiosamente en Paucarpata ante Santa Cruz..

Para colmo de males el cónsul Roger ordena al comandante de la flota francesa recalada en Río de Janeiro que navegue hasta Buenos Aires para dar fuerza al reclamo que presenta el mismo día en que la nave insignia, la corbeta “Sapho”, hace su entrada

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en el río de la Plata. Se exigía la inmediata libertad del litógrafo francés Hipólito Bacle, preso por haber vendido información cartográfica a Bolivia; también la del cantinero Pedro Lavié, nacionalizado francés, condenado por haber robado en el regimiento al mando del coronel Antonio Ramírez con asiento en Dolores. Asimismo se agregaba en el memorial presentado el 30 de noviembre en carácter de “ultimátum” la eximición del servicio militar para dos franceses. Por fin, y esto era lo más anhelado por la Cancillería y el Ministerio de Guerra de Luis Felipe, que en lo sucesivo se diese a Francia el mismo tratamiento que Rivadavia acordase con Inglaterra en 1825: el de “nación más favorecida”,que implicaba algunas concesiones de tipo comercial y que sus ciudadanos fuesen exceptuados de la incorporación al ejército argentino.

Como podrá advertirse las reclamaciones no eran difíciles de satisfacer. Pero el Restaurador estaba convencido de que estas eran sólo el  pequeño agujero en el dique que a la larga se derrumbaría. De ceder luego sería imposible ponerse firmes ante las imposiciones que sobrevendrían después y que pondrían en riesgo la soberanía nacional. Así habían actuado las imperiales Francia e Inglaterra en otros lugares del mundo .

El cónsul Roger estaba convencido, y así lo había comunicado a su gobierno, que don Juan Manuel cedería prestamente en consideración a la difícil situación que le creaba la exitosa invasión boliviana sumada a la vigorizada oposición unitaria, a lo que se había agregado la imponente demostración de fuerza de la escuadra francesa con la amenaza de un  bloqueo que amenazaba con arruinar la economía de los argentinos.

Pero eso era desconocer el temple de quien había sido capaz de rebelarse ante el autoritarismo de doña Agustina, y que vivía el planteo de los “gringos” como una afrenta intolerable contra la patria, sin especular acerca de debilidades o fortalezas. Lo que estaba en juego era la dignidad del gaucho, capaz de perder su vida con tal de lavar una mancha en su honor aunque tuviese todas las de perder en el lance.

Rosas recién contestará el 8 de enero de 1838, haciendo guerra de nervios, que Roger, siendo sólo cónsul, carecía de rango diplomático para hacer reclamaciones en nombre de su gobierno. Mucho menos en tono descomedido. El gobierno argentino manifestaba su mejor predisposición a recibir a un ministro plenipotenciario para conversar sobre acuerdos entre ambas naciones.

  Capítulo 45

El bloqueo francés

El bloqueo estaba en plena acción. Había sido declarado formalmente por el almirante francés Leblanc el 28 de marzo de 1838. El cónsul Roger informará a París, el 4 de abril, que la intención era “infligir a la invencible Buenos Aires un castigo ejemplar que será una lección saludable para todos los demás estados americanos (...) La  partida está empeñada y toda la América abre los ojos; corresponde a Francia hacerse conocer si quiere que se la respete”.

Como sucederá en otras oportunidades durante el gobierno rosista sus adversarios cometerán el error de suponer que “todos” estaban en su contra y que aprovecharían la primera oportunidad  para sublevarse en masa contra “el tirano sangriento”. Esa visión, que tendrá aceptación en Europa, es la de la clase pudiente, mayoritariamente contraria

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al Restaurador, que  se negaba a aceptar que la inmensa mayoría del pueblo le daba su apoyo. Mucho más en circunstancias en las que estaba en juego el honor de una patria invadida simultáneamente por dos países extranjeros y sus estrechos asociados: Francia e Inglaterra, Bolivia y Perú.

Tal como preveían Luis Felipe y Thiers la incursión americana encendió el chauvinismo francés. En la “Revue des deux Mondes” podía leerse sobre “el alto deber que incumbe a Francia de ejercer su influencia disciplinaria y civilizadora sobre los degenerados hijos de los héroes de la conquista española”.

Pero don Juan Manuel sabía que uno de los puntos débiles de la “gesta disciplinaria y civilizadora” era la incomodidad que los comerciantes ingleses en el río de la Plata creaban a su gobierno con las airadas protestas por el perjuicio que el bloqueo producía en sus negocios. Rosas había designado embajador en Gran Bretaña al brillante hermano de Mariano Moreno, Manuel, quien acosó sin descanso al Foreign Office señalándole su error en apoyar la aventura francesa.

Los efectos del bloqueo fueron devastadores sobre todo para la clase alta que no pudo seguir abasteciéndose de productos extranjeros o debió comprarlos a los altísimos precios del contrabando que las mismas naves bloqueadoras favorecían a cambio de pingües beneficios. Don Juan Manuel y los suyos siempre reprocharán a Urquiza  haber sido uno de los beneficiarios usando para ello las despejadas costas del litoral entrerriano.

En cambio la base del rosismo, los gauchos, los mulatos, los orilleros, los indios, no sufrieron mayormente ya que su alimentación básica era provista por la naturaleza: carne, frutas, verduras, trigo.

Lógicamente también disminuyó la recaudación aduanera  a su cuarta parte. Rosas cargó la compensación sobre la clase “decente”: redujo  los sueldos de la administración hasta “la congrua” suficiente; suprimió también los subsidios a la educación, cerrando escuelas y universidades donde anidaban opositores, lo que fue aprovechado por la oposición para acusarlo de  “amigo de la ignorancia”; en cuanto al presupuesto de guerra se mantuvo inevitablemente alto y sólo se hicieron recortes en los sueldos de jefes y oficiales.

Sabido es que toda circunstancia por más negativa que sea siempre mostrará algunos aspectos favorables. En el caso del bloqueo francés, al no llegar mercadería extranjera,  promovió un vigoroso empuje de las industrias locales, más eficaz que las medidas proteccionistas de 1835, las que quedaron transitoriamente derogadas.

El conflicto suscitó reacciones diferentes en unitarios y en federales cismáticos. En algunos de éstos privó un sentimiento de patria al ver a la Argentina agredida desde el exterior. Fue así que los generales  Soler, Lamadrid y Espinosa regresaron de su exilio en Montevideo para ofrecer sus servicios a quien hasta entonces habían combatido.

Otros, en cambio, sólo vieron en los sucesos la posibilidad de la caída de Rosas. No vacilaron en prestar su apoyo a los invasores. A ellos se referirá San Martín, desde Francia, en su carta a Rosas del 10 de julio de 1839: “Lo que no puedo concebir es que haya americanos que por un indigno espíritu de partido se unan al extranjero para

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humillar a su patria y reducirla a una condición peor que la que sufriríamos en tiempos de la dominación española. Una tal felonía, ni el sepulcro la puede hacer desaparecer”.

Este apoyo del Libertador, que Rosas ni lerdo ni perezoso haría reproducir en la prensa adicta fue respondida sin firma en “El Nacional” de Montevideo el 13 de noviembre dc 1839 :

“San Martín: Envanecido con gloria que debió a la suerte y a los esfuerzos de otros, quiso hacer en Lima lo que Bolívar intentó en Colombia con mayor caudal de poder, de riquezas, de recursos y de prestigio. Conoció su error y en la disyuntiva de mandar como absoluto o reducirse a la nulidad, elige este segundo partido; abandona la tierra, se va a disfrutar lo que la buena suerte le dio en doce años de afanes; dejó a sus compañeros corriendo los azares de las conflagraciones políticas. Vive contento de no haber marchado hasta el pináculo de la gloria cuyo término dudoso, o no era para su corazón o no supo continuar”.

Pero a Francia, a Bolivia, a los unitarios, a todos quienes estaban directa o indirectamente comprometidos en la operación se les presentaba un problema insoluble: Rosas no manifestaba la mínima intención de rendirse y por el contrario había logrado algunos éxitos contra las fuerzas invasoras del mariscal Santa Cruz.

Además algunas provincias que en un principio se habían mostrado remisas a hacerlo por considerar que el conflicto era esencialmente porteño y que debería haberse solucionado con diplomacia, finalmente, por presión de sus enfervorizadas ciudadanas y ciudadanos terminaron apoyándolo.

Capítulo 46 

La máquina infernal 

-Abrala usted, m’hija.

-Gracias, tatita.

Manuelita tomó la caja que hacía ya días que estaba sobre una cómoda del despacho de su padre.

-La trajo el Almirante Dupotet por encargo del cónsul de Portugal, desde Montevideo.

Eran los tiempos del bloqueo francés y que hubiera sido un francés quien lo trajese hizo, probablemente, que el Restaurador se olvidara del paquete.

-Gracias, tatita –repitió su hija caminando hacia su dormitorio, alegremente expectante porque los envoltorios de seda y cachemira con ribetes de hilos dorados preanunciaban un regalo importante.

-Creo que son monedas –le había advertido Rosas sin levantar su vista de una comunicación de Guido, su embajador en Brasil. Mentalmente, en silencio, completó la frase: “...de la Sociedad de Anticuarios de ... no me acuerdo dónde... Copenhague, me parece”.

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Manuelita se dejó caer sobre su mullida cama y dejó al descubierto una bella caja labrada, de finas maderas.  Al introducir la llave la tapa saltó repentinamente. No pudo reprimir un grito de susto que atrajo corriendo a su padre.

En el interior de la caja una hilera de pequeños tubos amenazantes los apuntaban. Durante algunos segundos Rosas observó el extraño artefacto hasta que en su mente se hizo la luz.

Al día siguiente, 20 de marzo de 1841, las Provincias Unidas del Río de la Plata se conmovieron cuando el Gobernador anunció públicamente que habían intentado asesinarlo con una “máquina infernal” y que si seguía  con vida era porque Dios había impedido que el mecanismo funcionase.

Una enfurecida muchedumbre con distintivos color punzó recorrerá las calles de Buenos Aires gritando “¡mueran los salvajes unitarios!” y “¡ viva la Santa Confederación!”.

A raíz del fracaso del atentado de  “la máquina infernal” el Obispo de Buenos Aires, monseñor Medrano, entrega a Rosas, “el elegido”, una nota firmada por gran parte del clero:

“¿Quiere V.E. conocer más claramente que Dios lo tiene escogido para presidir los destinos del país que lo vio nacer? ¿No se apercibirá de que es disposición del Eterno que continúe sus sacrificios, y que el único propósito que domine a V.E. sea el de llevarlo hasta donde lo exigen los intereses de la República? Esta necesidad ya se la ha hecho sentir a V.E. repetidas veces la voz del pueblo; ahora se la hace entender más enérgicamente la voz del cielo, la voz del milagro”. 

Capítulo 47

No somos hijos de la tierra

Vivían fuera de su país, algunos en malas condiciones económicas. Buenos Aires les era ahora hostil, cuando siempre habían sido  la elite mimada por la aristocracia y la burguesía comercial porteña. Eran los jóvenes “de las luces”, que deseaban que su patria progresase en la senda que marcaban los países europeos. Dejando atrás el atraso que para ellos representaba la herencia hispánica, el catolicismo cerval, la brutalidad de los gauchos y los orilleros, la ignorante bonhomía provinciana.

Se habían atosigado con lecturas de Rousseau, de los enciclopedistas, de Saint Simón, y competían por conocer y adueñarse de la última novedad surgida en los cenáculos parisinos.

Sin embargo ahora Buenos Aires estaba en guerra nada menos que contra “su” Francia y las calles porteñas ya no eran testigo de sus paseos y de sus apasionadas discusiones sino que ahora las transitaban los plebeyos, los bárbaros mal entrazados, de apellidos sin relieve ni historia, de barbas desprolijas y vestimentas no “a la page”, a quienes ellos jamás habían tenido en cuenta, ni siquiera cuando hablaban de ese “pueblo” retórico por cuyo progreso, estaban convencidos, daban sus mejores esfuerzos.Era la hora de la “chusma”, de gauchos de la campaña y de orilleros de los suburbios que se habían

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adueñado de un Buenos Aires al que hasta no hacía mucho sentían ajeno, una ciudad para el disfrute de otros que los miraban con desprecio pero también con miedo. Y habían tenido razón en temerles porque ahora, con esas insignias coloradas que iban expandiéndose en sus vestimentas y en sus sombreros, vociferaban “mueras” en su contra  y los calificaban de “salvajes”.

No dejando dudas de su fervoroso e incondicional apoyo a quien  había traicionado a su clase, un Ortiz de Rosas que enfrentaba a los admirables franceses y que lograba que los periódicos del mundo cada vez se ocupasen más de su coraje, de su patriótica obstinación.

Los exiliados parecían convencidos, de buena o mala fe, de las generosas intenciones democratizantes y civilizadoras de Francia, como si no se tratase de la misma temible potencia que ,antes o después del fracasado bloqueo, se apoderaría de Argelia, Costa de Marfil, Guinea, Camboya, Somalía, Cochinchina, Túnez, Sudán, Congo, Madagascar, Marruecos, Siria y Líbano.

Pero representaba para ellos lo deseable en cultura y distinción, tan contrastante con la barbarie de los gauchos que despreciaban, motivados por su pasión por lo extranjero que superaba a un sentimiento nacional del que carecían.

Unitarios y “cismáticos” llevaron su oposición a Rosas hasta extremos inconcebibles: “Los que cometieron aquel delito de leso americanismo” –confesará años después, con su habitual franqueza, Domingo Sarmiento-, “los que se echaron en brazos de la Francia para salvar la civilización europea, sus instituciones, hábitos e ideas en las orillas del Plata fueron los jóvenes; en una palabra, ¡fuimos nosotros!”. Está claro: de lo que se trataba era de salvar, en Argentina, “la civilización europea”  y no la soberanía nacional. Por otra parte también es evidente que los mentados “jóvenes” eran los de holgada posición económica y social, los de la chusma, los plebeyos, rosistas hasta el tuétano, no merecían ese calificativo.

En Montevideo,  los exiliados no ignoraban cuál sería su principal aporte. No en vano se vanagloriaban de sus títulos universitarios que no les servían para empuñar las armas contra el dictador sino para construir la justificación ideológica de la intervención francesa y así contrarrestar la oleada de indignación patriótica que azuzaba a las masas y confundía a los extraños.

De eso se ocuparía quien era probablemente el más brillante de ellos, Juan Bautista Alberdi. En cinco artículos publicados en “El Nacional” de Montevideo entre el 27 de noviembre y el 7 de diciembre de 1838 argumentaría en estos términos:

“Nosotros traicionamos al tirano, si es que se puede ser traidor con un tirano, para ser fieles a la patria que ese tirano despedaza(...) Nos uniremos a todos los amigos de nuestras glorias y de nuestra dignidad  para destruir al único enemigo de nuestras glorias y de nuestros colores: el tirano de Buenos Aires(...) Si el tirano de Buenos Aires que con tanta jactancia invoca el nombre de la patria, la amase como nosotros, la infeliz patria no estaría hoy en las condiciones que se ve”.

“¿Estará el deshonor, entonces, en ligarse al extranjero para batir al enemigo? Sofisma miserable. Todo extranjero es hombre y todo hombre es nuestro hermano. La doctrina

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contraria es impía y bárbara. No es nuestro hermano un hombre porque ha nacido en la misma tierra que nosotros. Nosotros no somos hijos de la tierra sino de la humanidad. De lo contrario las bestias que han nacido en nuestra tierra serían nuestras hermanas”.

Algo menos de diez años más tarde, el 25 de mayo de 1847, Alberdi desandaría este camino aclarando que escribe desde el extranjero, Valparaíso, “no como proscripto” pues había salido de su patria “por franca y libre elección”. José P. Feinmann reflexiona sobre la relación entre ambos:

“.Crearlo todo de nuevo, proponía Rosas. Crearlo todo, era la tarea de Alberdi. Y en eso de nuevo que exige el caudillo y omite el escritor, está la secreta causa que los llevó a enfrentarse. Porque crearlo todo de nuevo no es crearlo todo sino restaurarlo todo (...) El fracaso del unitarismo había terminado por aclararle las cosas a Rosas. Los “doctores”, dedujo, no entendían nada. Obtenida esta certeza su aplicada lectura de los hechos le hizo concebir la idea de fortalecer las estructuras tradicionales del país (...) Aún estaba fuerte el recuerdo  de Rivadavia. El laicismo impuesto por las exigencias inglesas, la constitución antipopular, los empréstitos y el liberalismo ruinoso para las provincias. Para acabar con eso y, más aún, para erigir al país como una entidad autónoma, era necesario reconquistar una nacionalidad amenazada por un doble frente externo e interno. Y nada de proponerse buscar esa nacionalidad en Mayo, pues no era allí donde estaba, sino en las profundas y lejanas creaciones del pueblo: en sus instituciones jurídicas, en sus modalidades idiomáticas, artísticas y técnicas. No se trataba aquí de algo surgido apenas veintisiete años atrás, sino de una pretérita cultura de siglo. El españolismo de Rosas, que muchos liberales de izquierda y derecha han entendido como restauración de la colonia, feudalismo o meramente barbarie, significa la clara percepción de un problema político: desligar a un pueblo de su pasado en debilitarlo como nación. Había, pues, que fortalecer las estructuras propias y buscarlas allí donde estaban: en las costumbres y usos de los pueblos. La restauración se convertía en expresión. Y esta fuerte y cerrada cultura nacional acababa convirtiéndose en una cultura de resistencia”.

Capítulo 48  Los ejércitos auxiliares 

La situación de los franceses se había complicado. Rosas ni siquiera contestaba sus notas, además su situación militar había mejorado al frenarse el empuje del avance de Santa Cruz, en parte por disidencias en su compleja asociación con los peruanos y en parte porque tanto en Argentina como en Chile la reacción popular contra la invasión extranjera había ido creciendo y organizándose.

Por otra parte los ingleses, aguijoneados por el embajador Moreno y por sus connacionales comerciantes en el Plata, se impacientaban ante la demora de su socia europea en resolver un asunto presuntamente fácil que ambas naciones habían acordado que no llevaría más de un año.

La misma impaciencia crecía en la ciudadanía francesa que ya empezaba a desconfiar de que el orgullo nacional quedase bien parado luego de esa expedición contra una nación débil y conducida por un tirano que, riveristas y unitarios los habían convencido

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de ello, sería derribado por los mismos argentinos en cuanto las naves bloqueadoras asomasen en el horizonte.

Nada de eso había sucedido y el cónsul Roger,  preocupado por su responsabilidad en el asunto, obtuvo el acuerdo  del almirante Leblanc y del canciller Molé para organizar una fuerza “auxiliar” que completara el bloqueo con acciones militares por tierra. Esto no podía ser implementado por las tropas francesas acantonadas en los suburbios de Montevideo, a pesar de los airados reclamos de los unitarios, debido a que Inglaterra no lo toleraría. Una cosa era derribar a Rosas y así garantizar la navegación de los ríos interiores de Argentina para que Francia e Inglaterra comerciaran con los países sudamericanos, y otra permitir que otro país europeo, hoy aliado pero hasta hacía poco enemigo, ampliara su espacio de dominación militar y política.

Habría dos ejércitos “auxiliares”, uno a cargo de Domingo Cullen, ministro del gobernador santafesino Estanislao López quien, enfermo, le ha cedido el mando de los asuntos políticos. Aquel ha logrado casi convencer a los gobernadores de Entre Ríos, Corrientes y Córdoba que el conflicto es exclusivo de Buenos Aires y que Rosas ha logrado nacionalizarlo perjudicando seriamente a sus provincias.

Audaz, sobrevalorándose, el 5 de junio de 1838 Cullen propone a los invasores separar a dichas provincias y a Santa Fe  constituyendo una república aparte, europeísta, con la condición de que el bloqueo les fuese levantado. Se hubiese cumplido así el viejo sueño de no pocos provincianos de quitar puerto y aduana a Buenos Aires.

La otra fuerza “auxiliar” se reclutaría y entrenaría en la Banda Oriental de manera de completar una operación de pinzas sobre Rosas. Para ello era indispensable defenestrar al federal gobernador Oribe y poner en su lugar al dócil y unitario Rivera.

Oribe no era Rosas y entonces un bombardeo sobre Montevideo y un “ultimátum” bastaron para cambiar de gobierno, no sin que antes de huir hacia Buenos Aires el derrocado protestase contra “la infamia, alevosía y perfidia del contralmirante francés y demás agentes de Francia”, aduciendo además que su “renuncia era nula por arrancada a la fuerza”. Este texto repercutió en todo el mundo, quizás divulgado por Gran Bretaña que ya buscaba la forma de que el asunto del río de la Plata terminase de una vez por todas.

Los franceses se abocaron a la tarea de convencer a Rivera de que era él quien debía conducir las fuerzas que tomarían Buenos Aires, en combinación con las de Cullen, mientras la flota francesa intensificaría el bloqueo ocupando además los ríos Paraná y Uruguay para impedir los movimientos y el aprovisionamiento de las fuerzas que respondían a Rosas.

Rivera ,desentendido de las razones de la alta política europea que impedían que la beligerancia francesa se mostrase abiertamente, exigió que la nación bloqueante formalizase una declaración de guerra contra la Argentina y recién entonces acordar una conveniente alianza franco-oriental.

 Aunque no obtuvo resultados en ello, lo que sí consiguió es que los franceses desembolsaran una importante suma de dinero para armar y reclutar su ejército.

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Entonces el flamante gobernador de Montevideo, quien de allí en más aprendería a lucrar con la desesperación de los europeos sin inquietar a su respetado  Rosas, aceptó.

Contará el general Paz, años después, que el científico Bompland, quien había tratado muy de cerca al general Rivera, le decía asombrado: “El general Rivera me ha referido hechos de su mocedad que no le hacen honor, como si no se apercibiera que, tan lejos de ser una virtud, debieran causarle eterna vergüenza. Me refería un día que, de acuerdo con otro pillo, hicieron una expedición a un pueblo de su país llevando secretamente una partida de barajas o naipes compuestos, con los que desplumaron inhumanamente a todos los aficionados. Otra vez hizo otra excursión a correr carreras donde, corrompiendo a los corredores de profesión, hizo que sus caballos, que no eran mejores, llevasen el vencimiento de todas las carreras. Lo más singular es –continuaba- que lo decía con un aire de satisfacción que probaba estar lleno de ella dentro de sí mismo”.

Como parte de la ofensiva que confiaban sería la final, la escuadra francesa atacó la isla de “Martín García” defendida por una pequeña guarnición de poco más de cien hombres al mando del teniente coronel Jerónimo Costa y una pequeña batería a cargo del capitán Juan Thorne, que años más tarde también se desempeñaría con heroísmo durante la batalla de la “Vuelta de Obligado”.

La resistencia fue recia, cobrando vidas de ambos bandos, pero finalmente los defensores debieron rendirse ante la superioridad numérica y armamentista de los atacantes conducidos por el contralmirante Daguenet quien, en muestra de respeto por su coraje, devolvió a Costa la espada que le había entregado al rendirse y puso a su disposición y de los patriotas sobrevivientes un lanchón para regresarlos a Buenos Aires donde un pueblo enfervorizado los recibió en triunfo el 14 de octubre de 1838.

La clase pudiente de Buenos Aires, en cambio, asiste con creciente alarma y temor a la evolución de los acontecimientos pues es muy ostensible la impotencia de los bloqueadores mientras en la chusma  aumenta el entusiasmo patriótico. Es que algunos acontecimientos favorables van descomprimiendo la situación federal. Cullen, quien ha remplazado a Estanislao López en el gobierno de Santa Fé a su muerte, el 13 de septiembre es desplazado por el hermano de aquél, “Mascarilla” López, al frente de fuerzas federales y huye a Córdoba en primera instancia pero con Rosas decidido a no tener clemencia con él sigue hacia Santiago del Estero para cobijarse en su gobernador, Felipe Ibarra.

Finalmente el Restaurador logra que el santiagueño deje de lado sus remilgos, ya no tan convencido de la definitiva derrota de Rosas, y le aconseje a su huésped que “se pusiera unas medias de lana porque iba a remacharle dos barras de grillos”. El coronel Pedro Ramos se encargará de fusilarlo apenas traspuesto el límite de la provincia.

Otra noticia que será celebrada con varios días de festejos, además de un solemne “Te deum” al que asiste el Restaurador y repiques de campanas, fue el resultado de la batalla de “Yungay”, el 20 de enero de 1829,en que las fuerzas chilenas al mando del general Bulnes destrozarán definitivamente a las peruano-bolivianas de Santa Cruz, quien huirá hacia Ecuador.

Ahora don Juan Manuel podría concentrase exclusivamente en contrarrestar a la escuadra francesa y a su “auxiliar” uruguayo, el inactivo y pedigüeño Rivera.

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Capítulo 49  Sombras de Heredia y Dorrego

En el juicio que se le siguió al conspirador unitario Marco Avellaneda en el consejo de guerra de Metán en 1841, negó que hubiese ordenado la muerte de Heredia, uno de los más leales y populares gobernadores federales y heroico defensor de nuestra soberanía ante la invasión del mariscal Santa Cruz.

Rosas le había anunciado a Heredia que era inútil y riesgoso intentar acuerdos con los unitarios. El 16 de julio de 1837 le escribía  que lo consideraba un buen federal pero que, “en fuerza de su noble índole y de los sentimientos suaves y generosos que le imprimieron en su educación”, le sucede lo que a Dorrego: que “no llega a penetrar ni a persuadirse bien a fondo de toda la perversidad y acedía de los unitarios”; e insistía en que podía pasarle lo que al precursor federal  y  a Quiroga. Un trabucazo letal se encargó de darle la razón.

En su imposible defensa Avellaneda aceptó haber prestado sus caballos a los asesinos por no saber sus propósitos, hallarse en el lugar del crimen de casualidad porque cabalgaba por el camino de Lules yendo a visitar a un pariente que no identificó, que entró en Tucumán con los asesinos gritando “¡Ha muerto el tirano!” porque que lo obligaron a seguirlos y gritó de miedo, que reunió esa noche la Legislatura para elegir nuevo gobernador por presión de los asesinos, y que ni entonces ni nunca denunció ni nada hizo por perseguir a Robles y los suyos por estar atemorizado.

Fue condenado a muerte como “instigador y principal culpable de la muerte del general Heredia” y su cabeza colgada en una pica en la plaza de Tucumán.

Un romance de tradición oral une la muerte de dos respetados caudillos federales:

 

“Sombras de Heredia y Dorregosi es que ya en el cielo estáis,os rogamos por la patria,que estas tierras protejáis. 

No dejéis que en mil hogares  se sufran negros dolores;  no dejéis que aquí la paguen  los justos por pecadores”. 

 

 

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Capítulo 50

Un profundo pesador

Un funcionario de alta jerarquía que olvidó encabezar un decreto con el lema federal se humilló ante Rosas rogándole perdón por escrito:

“Me hallo agobiado con un profundo pesador al saber que he tenido la enormísima desgracia de haber disgustado a V.E.  Protesto ante 213 y 214 de galvez) V.E. por lo más sagrado que solo por un descuido puramente involuntario puedo haber dejado de escribir la palabra salvaje unitario (...) ¿Sería creíble que contradiciendo mi modo de discurrir, me hubiera decidido a dejar de escribir la palabra salvaje unitario, cuando a la exactitud de su aplicación se agrega mi convencimiento íntimo de la justicia de ella?”.

Capítulo 51

Si Ud. me cree de alguna utilidad

 

Indignado por la conducta de los franceses hacia su patria, San Martín desde  Grand Bourg, cerca de París, escribe a Rosas el 5 de agosto de 1838. Es la primera misiva del Libertador al Restaurador, a quien nunca había tratado pero sí elogiado en su epistolaridad con Guido y con O’ Higgins.

Después de explicarle las persecuciones sufridas de Rivadavia que lo obligaron a expatriarse en 1817,  y su deseo de no mezclarse en la guerra civil en 1822, pasa al objeto de la carta: “He visto por los papeles públicos de ésta el bloqueo que el gobierno francés ha establecido contra nuestro país. Ignoro los resultados de esta medida.

“Si son los de la guerra yo sé lo que mi deber me impone como americano; pero en mis circunstancias y que no se fuese a creer que me supongo un hombre necesario y por un exceso de delicadeza que usted sabrá valorar, que si usted me cree de alguna utilidad sepa que espero sus órdenes.

“Tres días después de haberlas recibido me pondré en marcha para servir a mi patria honradamente en cualquier clase que se me destine. Concluida la guerra me retiraré a un rincón; esto es, si mi patria me ofrece seguridad y orden.

“De lo contrario regresaré a Europa con el sentimiento de no dejar mis viejos huesos en la patria que me vio nacer”.

 

 

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Capítulo 52

Muy dichosos nos reputaríamos

Rivera Indarte sancionará en las “Tablas de Sangre”:

“(...) Nuestra opinión de que es acción santa matar a Rosas no es antisocial sino conforme con la doctrina de los legisladores y moralistas de todos los tiempos y edades. Muy dichosos nos reputaríamos si este escrito moviese el corazón de algún fuerte, que hundiendo un puñal libertador en el pecho de Rosas, restituyese al Río de la Plata su perdida aventura y librase a la América y a la humanidad en general del grande escándalo que la deshonra”.

Es el mismo que en 1934 compusiera el “Himno de los Restauradores”:

“Oh Gran Rosas tu pueblo quisieraMil laureles poner a tus pies.Que el Gran Rosas preside a su Pueblo,Y el destino obedece a su voz.Del poder la gran Suma revistesY a la Patria tú debes salvar.Federales, a Rosas invictoJurad siempre constancia y valorque es temor de unitarios su brazo y del libre el apoyo mejor”.

Ya en 1839 su mediocre poética servía a otro patrón:  “Conjunto horrible de malvado y locovil asesino, usurpador, tirano:todo baldón a definirse es pocoy la lengua fatigas y la mano”.(“Al tirano Juan Manuel de Rosas”)  

Capítulo 53

El cáncer de nuestros ejércitos

Uno de los problemas que padecieron tanto las fuerzas federales como las unitarias fue el de la deserción. La base de ello estaba en los sistemas de reclutamiento pues la inmensa mayoría de los soldados eran “enganchados” por la fuerza a través del sistema de levas que consistía en que una partida llegaba a un pueblo y arreaba a todos los hombres en condiciones de combatir, lo que retaceaba gravemente brazos para las tareas productivas. También una de las penas más frecuentes, aún para delitos menores, era quedar incorporados por varios años.

La paga era miserable y solía atrasarse, y las condiciones de vida eran generalmente pésimas, no solo por la alimentación y la vivienda sino también por el maltrato de oficiales ignorantes y rudos.

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Eran tantos los desertores que solían organizarse en bandadas que compartían con indios y asolaban las pampas cuatrereando ganado y asaltando poblados. Las patrullas salían en su caza estimuladas por la recompensa de veinte pesos por desertor vivo o muerto.

Los  ejércitos de Rosas incorporaron mazorqueros como comisarios políticos que tenían como función la de desalentar las deserciones por métodos compulsivos que no ahorraban la exhibición ejemplarizadora de las cabezas de reales o supuestos escapados en el extremos de picas.

Pero el método mas eficiente ,aunque engorroso para el desplazamiento y la logística de  las tropas , fue la incorporación de mujeres, las “chinas”, que no sólo estaban para satisfacer las urgencias masculinas sino que a veces también tomaban las armas.

El enviado norteamericano J. Mac Cann lo contaría en su libro “Two Thousand Miles”: “Es costumbre, a través de todas estas provincias, que cada soldado sea autorizado durante toda una campaña a llevar una mujer como compañera, la que recibe sus raciones regularmente (...) Las autoridades aducen que dicha licencia es absolutamente necesaria para el bienestar del ejército, los hombres muestran menos tendencia a desertar cuando tienen una mujer compañera, que trabaja para él cocinando y cosiendo”.

El general Paz cuenta en sus “Memorias” que su colega uruguayo Fructuoso Rivera, durante la guerra con Brasil, le contó que Artigas había resuelto una deserción que amenazaba con ser masiva trayendo “algunos cientos de chinas” que distribuyó entre los soldados. La opinión del “manco” era  negativa : “Las mujeres son el cáncer de nuestros ejércitos, pero un cáncer que es difícil de cortar, principalmente en los compuestos de paisanaje”.

 

 

Capítulo 54

  Enemigos de Dios y de los hombres

  La jerarquía eclesiástica respaldaba sólidamente a Rosas, pidiendo a los fieles que

dieran total apoyo al “Restaurador de las leyes y defensor de la religión”, como se lo solía llamar en esos ámbitos.

El Obispo de Buenos Aires, Mariano Medrano, que lucía una ostentosa divisa federal que, como era de práctica, reclamaba la muerte de los unitarios, instruyó a los sacerdotes en su diócesis para que predicaran a mujeres y jóvenes sobre la virtud de pertenecer a la causa federal:

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“Nada es más justo para el clero como conformar sus opiniones con las del Supremo Gobierno, por cuanto cualquier divergencia en esta parte pudiera ser ruinosa y perpetuar males a todos tan sensibles”. Mientras Rosas condenaba personalmente a los masones, heréticos e impíos, a todos los cuales identificaba con los unitarios, el obispo Medrano, a su vez, alababa “la Santa Causa Federal”.

 Esta asociación se daba también en las provincias. El obispo de Cuyo, monseñor Quiroga Sarmiento, felicitaría a don Juan Manuel por el exterminio “de la horda inmunda de los unitarios, enemigos de Dios y de los hombres”, a lo que éste respondería con probable ironía que tal congratulación “es digna de un prelado evangélico que siente en su corazón el santo fuego de la virtud cristiana, de la caridad positiva  y del amor ardiente a la Santa Causa de la Federación”.

En las festividades el retrato de Rosas era exhibido en los altares y a veces sacado en procesión por las calles flanqueado por sacerdotes ornados con sobrepellizas coloradas.

La mayor parte de los miembros inferiores del clero se mostraba con vehemencia favorable a Rosas, virtualmente otra rama de su populismo, una especie de milicia espiritual que predicaba con violencia contra los unitarios, a quienes acusaban por las medidas anticlericales de Rivadavia y contra quienes instigaban ahora por venganza. Era un clero criollo de humilde origen y por lo tanto de poca educación, formación y disciplina pero poseídos de un vigoroso sentimiento nacional y comprometidos con los suyos, los sectores populares. Algunos de ellos eran de hecho caudillos menores de fuerte arraigo entre la chusma y desde sus púlpitos predicaban la santidad del Restaurador y pedían el exterminio de sus enemigos.

Así eran el padre Camargo, fray Florencio Rodríguez, el padre Solís y especialmente, el padre Gaeta, que vestía las imágenes de santas y santos con colores y divisas federales y comenzaba sus sermones con la exhortación: “Feligreses míos, si hay entre nosotros algún asqueroso salvaje unitario, que reviente”.

Rosas era católico convencional, por nacimiento y educación. Rezaba, creía en la Divina Providencia y consideraba sinceramente a sus adversarios como “enemigos de Jesucristo”. Exorcizó al liberalismo  anticlerical de Rivadavia, restauró iglesias, reinstaló a los dominicos y autorizó el regreso de los jesuitas.

No ignoraba la importancia política que tenía el apoyo de la Iglesia para garantizar el orden social y la subordinación colectiva.  La subvencionaba generosamente y así  la dominaba y la manipulaba, tratando al clero como una rama del rosismo y esperando de ellos que sirvieran en todo a la Causa federal.

 Reclamó el derecho de patronato, lo que le permitió nombrar solamente a prelados federales en los más altos cargos eclesiásticos para lo que mantenía fuera de la Argentina a la jurisdicción papal. Por decreto del 27 de febrero de 1837 declaró nula toda bula papal emitida desde 1810 y todo nombramiento eclesiástico allí contenido. Y todavía en 1851 se rehusó a negociar con un enviado del Papa cuya misión era resolver la disputa sobre el patronazgo, despidiéndolo con una nota tajante,.instándolo a “que se digne transferir los arreglos con S.S. para una época más adecuada”.

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Con los jesuitas la situación fue distinta. Regresaron a la Argentina en 1836, setenta años después de su expulsión por Carlos III,  por invitación de don Juan Manuel, quien les restituyó su antigua iglesia y colegio de San Ignacio, les permitió abrir escuelas, planear misiones a los indios y reestablecerse en Córdoba y en Buenos Aires.

Llegaron a Buenos Aires seis jesuitas españoles el 9 de agosto de 1836 a bordo del bergantín inglés “Eagle”, a los que siguieron otros con breves intervalos. Rosas favoreció a los jesuitas porque estaba impresionado, según lo manifestase el decreto correspondiente, por “los incalculables servicios que había rendido previamente la Compañía a la religión y al estado”. Suponía que , escaldados por sus experiencias previas, serían un dócil refuerzo para sostener el orden y la unión, y esperaba de ellos que, como los otros religiosos, predicaran “las ventajas de nuestra Santa Causa Federal”.

Pronto quedó decepcionado. El éxito inmediato y la popularidad de los recién llegados despertaron su desconfianza por el posible desarrollo de un foco rival de intereses e influencias, y más aún cuando constató que eran neutrales en política.

No pasó mucho tiempo antes de que fueran acusados de  pro-unitarios,  acosados por los activistas federales y  aterrorizados por la Mazorca. Corajudamente se resistieron a que sus escuelas e iglesias se convirtieran en centros de propaganda federal. Se negaron además a hacer “funciones federales”, a predicar la doctrina rosista y a colocar el retrato del Restaurador  en sus altares.

Era demasiado. Hacia 1840 Rosas se había vuelto decididamente en contra de ellos, pronto a “la execración de ese cuerpo extraño” (Lucio V. Mansilla) ,  alegando que sólo buscaban obtener poder y dominación y que respondían a un gobierno extranjero, el Vaticano. 

La Compañía de Jesús se había erigido en un poder independiente dentro de otro celosamente autocrático como era el gobierno de Rosas. Su acción se había dirigido a los jóvenes de la clase principal y la cuota de su colegio era solamente accesible a los estudiantes de buenos recursos. Las familias que frecuentaban al padre Berdugo, superior del colegio, pertenecían a la oposición unitaria.

A tono con la clase social donde buscaron influencia, en sus aulas  no se pronunciaba la palabra “federación” ni se exigía la divisa punzó. Su marcha era “gambetera”, según Rosas, y Manuelita les enrostró públicamente “que no andaban de frente”. Cuando se descubrió la conspiración de Maza sólo allí no se rezó una solemne misa cantada con el correspondiente sermón “federal”. Ni el padre Berdugo felicitó a Rosas públicamente, como lo hizo todo el clero.

Ningún federal, diría el coronel Mariño al rehusarse a asistir a una boda celebrada en San Ignacio, pisaba su iglesia “para no rozarse con los salvajes inmundos unitarios”. No pocas familias retiraron a sus hijos del colegio temiendo un asalto, sobre todo porque se repartieron amenazantes pasquines con jesuitas colgados de horcas.

Finalmente el padre Berdugo y los demás  sacerdotes escapan a Montevideo. Rosas hará saber entonces a la población que dicha huida, como si hubiera sido tomada en

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pleno libre albedrío, confirmaba el compromiso de los jesuitas “por los salvajes unitarios, además de su ingratitud y su perfidia”.

Capítulo 55  La honestidad del dictador

   

Eran tantos y tan poderosos sus enemigos que Rosas tuvo la premonición de un duro exilio. Si bien durante sus gobierno favoreció a algunos amigos y aliados nunca fue generoso consigo mismo, no solo por su espíritu religioso sino también porque para que el pueblo avalase su autocracia, para que no la sintiese al servicio de sus intereses personales, debía dar pruebas de una transparente honestidad.

Seguramente, en su interior, doña Agustina lo vigilaría con gesto adusto e imperativo.

                            En una única oportunidad conocida, en 1839, y por relato de su cuñado Lucio N. Mansilla, pareció estar a punto de sucumbir a la tentación en tiempos en que enfrentaba enormes dificultades:

-Amigo, usted es un hombre de buen gusto, hágame el favor de comprarme unas lindas alhajas que deseo hacer un regalo a Encarnación.

El general Mansilla asiente y se retira del despacho del gobernador. En pocos días cumple  con el recado. No son muchas pero sin duda son lo más valioso que se puede elegir en  “Fabre”, el continuador de una dinastía de joyeros que ha abierto tienda en una de las esquinas de la plaza de la Victoria.

Rosas las recibe y las sopesa sin urgencia, observándolas con la atención de un relojero.

-Son muy bonitas – dice al fin- pero son pocas.  Yo quería algo mejor.

Mansilla le explica que las puede devolver pero don Juan Manuel responde:

-No, se comprarán después otras, porque ya sabe usted, nunca se está seguro, y si uno de estos días me agarra la trampa, llevando eso Encarnación entre las polleras durante algún tiempo tendremos con qué vivir.

Nada de eso se hizo y en 1851, luego de Caseros, el representante británico en Buenos Aires, Mr. Robert Gore, quien tendría  a su cargo el embarque clandestino de Rosas con proa a su largo exilio, informará a su Canciller , lord Henry Temple, que “el general me aseguró que no tenía un centavo fuera del país y que llevaba consigo una insignificancia, alrededor de 720 onzas, en nuestra moneda 2300 libras, y que si sus propiedades en este país fuesen confiscadas él y su familia se arruinarían”. Así fue.

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Sobre la honestidad del Restaurador uno de los testimonios más conmovedores es el del economista José María Ramos Mejía, condicionado familiarmente a la antipatía hacia Rosas por ser hijo de Matías Ramos Mejía, uno de los líderes del la “Revolución del Sur” que apenas se libró del fusilamiento y que  luego fue edecán del general Lavalle:

“Mis escrúpulos estrujaban el lenguaje para sacar una fórmula condenatoria  que satisficiera a la pasión política, hasta que por fin triunfó la probidad histórica y estampé el pensamiento con franqueza: en el manejo de los dineros públicos Rosas no tocó jamás un peso en provecho propio, vivió sobrio y modesto, y murió en la miseria”. 

Capítulo 56

Objeto de mi veneración particular  

Se le puede reprochar a Rosas que no evitó la adulonería.

El director del “Teatro de la Ranchería”, Antonio González, dará a conocer sus ideas en el “Diario de la Tarde”: “Lo diré de una vez: el invicto e ilustre Restaurador de las Leyes, el Padre de la Patria, el Gran Ciudadano, Brigadier, Gobernador y Capitán General de la Provincia, don Juan Manuel de Rosas, es el objeto de mi veneración particular y a quien rendidamente tributo  el homenaje de mi constante adhesión

“(...) En tal supuesto he destinado para el indicado día la representación de un hermoso drama, que aunque se ha exhibido ya en nuestro proscenio, reformado hoy parcialmente y adaptado a las circunstancias  del día, no dudo que será recibido con placer. Es en 5 actos y su título: “El buen gobernador” (Raúl H. Castagnino). 

Capítulo 57

 Signo de imbecilidad moral

  Casi nada quedó por decir en contra de Rosas. Ni siquiera se libró de tendenciosos

informes morfopsicológicos como el del ya citado Dr. José Ramos Mejía:

“(...) Hasta en la forma de su cabeza había condiciones orgánicas que favorecían la producción de su imbecilidad moral. Su cráneo, aunque no era visiblemente muy defectuoso y asimétrico, no parecía tampoco artísticamente conformado. La abundancia exuberante de su cabello encubría las señales inequívocas  del desigual desarrollo de su cerebro.

“Mientras en los hombres distinguidos la región anterior del cerebro está más desarrollada que en los hombres vulgares, la parte posterior, al contrario, es mucho más pequeña no sólo de una manera relativa sino también  absoluta (Broca).

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“(...)Y bien, estudiemos el cráneo de Rosas, la configuración exterior de su cabeza, y veremos como las pasiones ciegas, los instintos del bruto, el alma occipital en una palabra, está desarrollada de una manera exuberante en gran detrimento de los lóbulos anteriores.

“La frente, poco espaciosa, es fugitiva y deprimida, estrecha y cerrada, signo incontestable de inferioridad moral (...) Los microcéfalos y los idiotas poseen una frente fugitiva, las fosas frontales deprimidas y muy bajas (...). Mirada su cabeza de frente, el ojo menos perspicaz descubre al instante la estrechez y poca extensión del frontal: angosto, corto y revelando toda la inferioridad de su alma.

“Los arcos superciliares prominentes, espesos y proyectándose atrevidamente hacia fuera, la órbita profunda, ancha, elevada a expensas de las hendiduras frontales y reduciendo los lóbulos anteriores, las cejas abundantes, el párpado de aspecto edematoso, signo para mí de inferioridad, y la mirada encapotada, siniestra, que brotaba de unos ojos celestes bellísimos(...)”.

Tampoco un joven escritor, en 1925, se privaría de opinar en su  “El tamaño de mi esperanza”: “La Santa Federación fue el dejarse vivir porteño hecho norma, fue un genuino organismo criollo que el criollo Urquiza (sin darse mucha cuenta de lo que hacía) mató en Monte Caseros...”. Y agregaba: “Nuestro mayor varón sigue siendo don Juan Manuel: gran ejemplar de individuo, gran certidumbre de saberse vivir, pero incapaz de erigir algo espiritual, y tiranizado al fin más que nadie por su propia tiranía y su oficinismo”.  Se trataba de Jorge Luis Borges.

A su vez, John Murray Flores, encargado de negocios de los Estados Unidos, opina sobre don Juan Manuel en comunicación con Washington, noviembre de 1840:

“Es una persona de educación limitada pero se parece a esos farmers de mucho carácter que abundan en nuestro país y que son considerados con justicia la mejor garantía de nuestra libertad nacional. Sin embargo, difiere de cualquier cosa conocida entre nosotros ya que debe su gran popularidad entre los gauchos al hecho de haberse asimilado casi totalmente a su manera singular de vida, su indumentaria, sus labores y aún sus deportes. Se dice que no tiene competidor en cualquier ejercicio físico, aún aquellos más violentos y difíciles(...)

“Es sumamente suave de maneras y tiene algo de las reflexiones y reservas de nuestros jefes indios. No hace ostentación alguna de saber, pero toda su conversación trasluce un excelente juicio y conocimiento de los asuntos del país y un cordial y sincero patriotismo(...) Sus modales exteriorizan una atrayente modestia.  Vestía un rico uniforme militar y me confesó con toda ingenuidad que era la primera vez en su vida que usaba semejante prenda, aun cuando es bien sabido que ha tenido el rango y la autoridad de comandante general”.

 

 

 

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Capítulo 58  

Quedó todo sosegado

  El general José María Paz, envuelto en la ferocidad del odio fratricida, no logró

impedir que sus manos se mancharan con sangre. Recordemos a Domingo Arrieta, que fuera su oficial en la “campaña de la sierra”, quien cuenta en sus “Memorias de un soldado”: “Mata aquí, mata allá, mata acullá, mata en todas partes, teníamos orden (de Paz) de no dejar vivo a ninguno de los que pillásemos  y al cabo de dos meses quedó todo sosegado”.

Sin embardo, años más tarde, el “manco” parece sufrir de amnesia cuando en sus “Memorias” contribuye a la negra leyenda de la crueldad federal con una vivencia seguramente auténtica de cuando estaba preso de Rosas en Luján: 

            “El coronel Ramírez se hallaba entonces en el cantón de “la Barrancosa”, y repentinamente mandó a Luján, en clase de arrestado, al teniente Montiel, joven apreciable y de interesante figura. Nadie, ni el mismo Montiel, sabía la causa de su arresto y de su expulsión de “la Barrancosa”; no estaba incomunicado, pero, por ciertas precauciones que se observaban, se venía en conocimiento que estaba bien recomendado.

“Después de doce o quince días de prisión se presentó en Luján el capitán o mayor Macaluci, con orden de conducir a Montiel a “la Barrancosa”. Yo los vi salir de la cárcel juntos y montar a caballo una mañana, después de haber hecho un abundante almuerzo, en que el vino no había andado muy escaso; conversaban y reían juntos y no iba escolta alguna; me dijeron que dos o tres soldados que llevaba Macaluci los había mandado esperar a la orilla del pueblo, para aparentar mejor la inocencia de aquel viaje.

“Nadie, pues, sospechaba el fatal destino de Montiel, y no es sino con estupor que se supo a los tres o cuatro días que inmediatamente de llegado a “la Barrancosa” había sido fusilado, sin juicio, sin defensa, sin recibirle siquiera confesión, y sin más antecedentes que algunas declaraciones tomadas a otros en su ausencia.

“Hacía meses que Ramírez había tenido un encuentro con los indios, sobre los que obtuvo algunas ventajas, ventajas que se exageraron, cacarearon y celebraron del modo más ridículo; nadie había hablado, hasta entonces, del malogro de una carga por haber hecho sonar un trompeta el toque de alto, ni cosa parecida; mas, un día (y ahora es que empieza la relación de Ramírez) que iba éste paseando por el campamento, oyó, por casualidad, que un trompeta refería a otro soldado que el teniente Montiel le había mandado tocar alto, y que por eso no había obtenido la carga todo el resultado; entonces fue que mandó salir a Montiel, y que reunió otras declaraciones que comprobaban el hecho. Formalizadas éstas, dio cuenta a Rosas, quien ordenó que se fusilase a Montiel sobre la marcha, para lo que se le hizo regresar a Luján con Macaluci, según se ha referido”.

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        Es interesante reproducir, de dichas “Memorias”, la “ligera comparación entre los dos caudillos bajo cuya férula tuve que sufrir ocho años de prisión: el uno, Rosas, me mandó libros; al otro ni se le ocurrió que podía necesitarlos.

“Aquél me hace conocer francamente sus intenciones; Estanislao López, taimado y taciturno, quiere que le adivine, y se irrita porque cree que no puedo comprenderlo, pues para esto hubiera sido preciso bajarse hasta donde me era imposible llegar.

“Ambos, gauchos; ambos tiranos; ambos, indiferentes por las desgracias de la humanidad; pero el uno obra en grandes proporciones; el otro, limitado a una estera tan reducida como su educación  y sus aspiraciones.

             “Rosas marcha derecho; López por rodeos y callejuelas, Rosas fusila ochenta indígenas en Buenos Aires y en un solo día; López los hace degollar en detalle de noche y en un lugar excusado.

             “Rosas pretende que se le tenga por hombre culto, pero haciendo ver que no son para él una traba las formas de la civilización; López se rebela contra la sociedad siempre que le da a entender que ha dejado de pertenecer al salvajismo.

             “Rosas quiere el progreso a su modo, un progreso (permítaseme la expresión) haciéndonos retroceder en muchos sentidos; López nada quiere, sino el quietismo y un estado perfectamente estacionario.

  “Rosas escribe mucho y da grande valor al trabajo de gabinete; López aparenta el mayor desprecio por todo lo que es papeles, imprenta y elocuencia.

             “Por el contrario, López ha sido feliz en los campos de batalla, y tenía cifrada su vanidad en eso; Rosas no ha aspirado a la gloria militar, sea por sistema, sea por otro motivo que no haga tanto honor a su valor personal”. 

Capitulo 59

La novela negra

  Nuestra historia oficial ha hecho de Rosas y sus circunstancias una novela negra. 

 

Capítulo 60

La muerte de Encarnación

 

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En las cartas que Encarnación le escribió a Vicente González, en octubre de 1833, mientras Rosas se hallaba en la Campaña del Desierto y en Buenos Aires se conspiraba contra Balcarce, le decía:

“(...)Ya le he escrito a Juan Manuel que si se descuida conmigo, a él mismo le he de hacer una revolución, tales son los recursos y opiniones que he merecido de mis amigos.”.

Ese era el temple de esa mujer que moriría en 1838, prematuramente, cuarenta años antes que su esposo

“A nadie quizás amó tanto Rosas como a su mujer, ni nadie creyó tanto en él como ella; de modo que llegó a ser su brazo derecho, con esa impunidad, habilidad, perspicacia y doble vista que es peculiar a la organización femenil. Sin ella quizá no vuelve al poder.

“No era ella la que en ciertos momentos mandaba; pero inducía, sugestionaba y una inteligencia perfecta reinaba en aquel hogar, desde el tálamo hasta más allá; hasta donde las opiniones, los gustos, las predilecciones, las simpatías, las antipatías y los intereses comunes debían concordar.

“(...)Rosas en los primeros tiempos de su gobierno no vivía aislado. Su aislamiento vino después de la muerte de su mujer. Salía, circulaba, hasta de noche era fácil hallarlo sólo por barrios apartados; él mismo parece que hacía su policía tomándole el pulso a la ciudad”( Lucio V. Mansilla).

Al general Pacheco el desconsolado viudo, “traspasado de un dolor intenso”, le confía: “Esa santa era la esencia de la virtud sublime y del valor sin ejemplo”.

Le hace funerales imponentes que  cuestan cerca de treinta mil pesos. Ciento ochenta misas. Durante su vida entera le hace decir misas, en Buenos Aires o en Southampton. Y levanta un templo en su honor, el de Nuestra Señora de Balvanera.

Quiere que todos la lloren y lleven luto por ella. Viste de negro a sus criados y bufones. El ejército se enluta con un velillo negro alrededor del morrión o del quepí. El ataúd es llevado a pulso a San Francisco, donde será enterrado luego de pasar en medio de una calle humana formada por tropas a la izquierda y por eminentes federales a la derecha. Y lo acompaña una multitud de veinticinco mil personas, cifra inmensa en aquella pequeña ciudad de no más de sesenta mil habitantes, muchos de los cuales asisten espontáneamente mientras que otros lo hacen temiendo ser identificados como “asquerosos” opositores.

En la noche siguiente, en casa del Restaurador, y sin que él intervenga, nace el cintillo federal. Para demostrar adhesión y congoja ya no basta con la divisa punzó que se lleva en la solapa, los oficiales deciden agregar, sobre el luto del sombrero, una angosta cinta roja.

Los unitarios, empeñados en sembrar injurias,  difundirán que Rosas no amó a su mujer, que le negó un confesor en sus últimos momentos,  que no la hizo atender por un médico. Sin embardo el Restaurador escribirá a su médico, el doctor Lepper:

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 “Si algo es capaz de templar de algún modo el acerbo dolor que ocasiona la muerte de la que más se quiere, es el recuerdo de no haberse separado V. E. de su lado noche y día y haber sido constantemente su más cuidadoso enfermero, hasta presenciar el doloroso lance de yerla cerrar sus ojos en sus brazos”.

La calumnia inventa que Rosas, no queriendo que ella se confesara para  no revelar sus crímenes, llamó al sacerdote cuando ya estaba muerta y en complicidad con éste,  para simular la confesión a los ojos de parientes y amigos, pasó su brazo debajo de la cabeza de Encarnación y la movía. Esto lo habría contado nada menos que Juanita Ezcurra, hermana de la finada, pero años después de la muerte de Rosas, interrogada sobre el tema  declaró ser absolutamente falso cuanto dijeron los enemigos de Rosas.

Don Juan Manuel  ha quedado solo. Encarnación fue la única persona que lo comprendió de veras. Amó con pasión a su “compañero” y su “amigo”, calmó su fiereza y puso un poco de ternura en su vida. Nunca la sustituirá y ya no habrá mujer en la vida de Rosas, pues la jovencísima Eugenia Castro no pasará de ser quien satisfaga, de entrecasa, necesidades fisiológicas del gaucho viril.

En cuanto a Manuelita, a quien su padre adora, se constituirá en su gran colaboradora, pero  por su juventud y sujeción, si bien a veces tendrá una influencia afectiva sobre las decisiones, nunca será persona de consejo para don Juan Manuel quien, con Encarnación, ha perdido sentimental y políticamente, un insustituible tesoro.

En los años trágicos que sobrevendrán quizás ella hubiera aquietado y humanizado la implacable justicia del dictador.  

Capítulo 61

Se engañarían los bárbaros

  Nuestra historia oficial es clasista. Reserva un lugar muy poco jerarquizado a quienes

se apoyaron en el favor de los sectores populares y que los representaron y defendieron.

Tal el caso de Cornelio Saavedra, quien “desaparece” de sus páginas cuando el 8 de abril es el motivo de una masiva y sorprendente pueblada que conmueve a la clase alta porteña, tanto a los que defienden a España como a los independistas. Gauchos, mulatos, indios y orilleros invaden la plaza de la Victoria , acaudillados por otro gran censurado (no “olvidado”), Joaquín Campana, para apoyar a Saavedra amenazado por los morenistas probritánicos que quieren copar la revolución. Como lo harían seis meses después cuando el movimiento popular fue derrotado y sus jefes, entre ellos don Cornelio, castigados con severidad.

Otro ejemplo es el de Manuel Dorrego, gran patriota, cuya oprobiosa muerte tiene menos “rating” que la de su verdugo, Juan Lavalle, cantada épicamente por Ernesto Sábato a pesar de haber combatido contra su patria como jefe de las fuerzas terrestres del bloqueo francés, lo que nunca le será reprochado porque se trataba de destruir, fuese como fuese, al invicto Restaurador.

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También por ello se olvidará que a su dictado se debe una proclama contra Estanislao López que nuestra historia oficial hubiese deseado adjudicar a Rosas : “¡La hora de la venganza ha sonado!¡Vamos a humillar el orgullo de esos cobardes asesinos! Se engañarían los bárbaros si en su desesperación imploran nuestra clemencia. Es preciso degollarlos a todos. Purguemos a la sociedad de esos monstruos. ¡Muerte, muerte sin piedad!”.

De Dorrego ha tenido mayor difusión la banal anécdota de su burla a la voz aflautada de Belgrano que sus denuncias contra el ominoso empréstito Baring que comprometía no sólo a Rivadavia, precursor del capitalismo entreguista, sino también a distinguidos miembros de la elite porteña..

Nos han enseñado que el fusilamiento en los campos de Navarro fue un “error” de Lavalle. Es lo mismo decir que las muertes del “Che” Guevara, de Gaitán o de Lumumba han sido “errores”. Fueron eliminados por ser auténticos revolucionarios con apoyo popular que amenazaban seriamente un “statu quo” que favorecía al sector económica, política y culturalmente dominante. Basta con releer la arenga de Dorrego en la Sala de Representantes contra la constitución unitaria y antipopular de 1829 (Capítulo nnn).

¿Puede considerarse casualidad que la plaza que lleva el nombre y la estatua de Lavalle ocupe el lugar donde se erigía el solar de los Dorrego?

La historia oficial, liberal y aristocratizante, nos ha hecho creer que los caudillos provinciales, cuya fuerza no residía en los ingresos de la aduana ni en los beneficios del comercio portuario sino en la lealtad de las plebes, eran personajes ignorantes, mal entrazados y crueles. Un ejemplo paradigmático del “bárbaro” sería  Facundo Quiroga, ocultándose que su cabello no era renegrido, casi simiesco, sino castaño, que pertenecía a una de las familias mas aristocráticas de la Rioja, que nada tenía de inculto, para los parámetros de su época, pues era capaz de recitar de memoria largas tiradas de la Biblia.

En cambio será “civilizado” Paz, quien luego de su victoria sobre Quiroga en “La Tablada” dio orden a su jefe de Estado Mayor, coronel Deheza, de “quintar” a los prisioneros, es decir de fusilar a uno de cada cinco, los que sumaron más de cien.

Bernardino Rivadavia, abanderado del libre comercio y de la fascinación por la extranjería y por lo tanto uno de los favoritos de los textos escolares, durante su primer año en el Triunvirato hizo ejecutar a más de 60 reos en la plaza de la Victoria, cantidad equivalente a las victimas del terror de Rosas en 1840. Sin embargo ya sabemos quién de los dos será considerado un tirano sangriento.

 La estadística, por su parte, demuestra que en 1840 no ha habido las matanzas en masa y unilaterales de las que hablan los historiadores unitarios. El número de defunciones en ese año es de mil quinientos cincuenta y siete, inferior en doscientos diez al de 1838, en ciento diecinueve al de 1839,  en setecientos catorce al de 1841 y en quinientos setenta y nueve al de 1842.

Y hay una opinión imparcial: la del librero español Benito Hortelano. En unas memorias editadas en España, adonde ha vuelto después de enriquecerse en Buenos Aires, declara que como oyera hablar a mucha gente sobre los crímenes colectivos

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achacables a Rosas de los años 1840 y 1842, propúsose averiguar su número. Preguntando aquí y allá en la todavía abarcable ciudad llega a la conclusión de que en total, en ambos años, el número de asesinados no ha llegado a ochenta.

Don Juan Manuel heredará de Dorrego el liderazgo federal y también el odio de los poderosos, que lo perseguirán hasta mucho después de su muerte, haciendo que recién en 1990 el presidente justicialista Carlos Menem repatriase sus restos a pesar de la indignación de muchos  ¡un siglo y medio después de su derrocamiento! Cabe también decir en elogio del civilizado pluralismo de nuestro pueblo que se aceptó sin disturbios que la recia efigie del Restaurador ilustrase los billetes de veinte pesos y que en el cruce de las avenidas Libertador y Sarmiento se erigiese su monumento ecuestre, a pocos metros de donde se emplazara su residencia de San Benito de Palermo.

Pero no se le perdonará haber tenido de enemiga a la clase alta ligada al comercio y a la cultura europea. Provocará mucho más horror en no pocos de nuestros historiadores más conspicuos la muerte luego de juicio con las formalidades de la época de una O’ Gorman o de un Avellaneda que las matanzas de gauchos sobre quienes Sarmiento expresase con terrible sinceridad: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil. La sangre de esta chusma criolla, incivil, bárbara y ruda es lo único que tiene de seres humanos” (“El Nacional”, 3 de febrero de 1857).

 Las posiciones antipopulares no disgustan a nuestra historia oficial quien ensalzará justificadamente al sanjuanino por su genial visión sobre la importancia de la educación en nuestro destino como país, pasando por alto sus  inclementes manifestaciones sobre  pobres y marginados:

“Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quien mandaría a colgar ahora mismo si reapareciesen (...) Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se les debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado” (“El Progreso”, 27 de septiembre de 1844).

Sarmiento será, para la posteridad, la “civilización”, en tanto que el Restaurador que se ocupó de redactar de su puño y letra un “Diccionario de términos pampas” para facilitar la comunicación con los indios, será la “barbarie”.

Nadie expresará mejor lo aquí sostenido que Juan B. Alberdi en sus “Escritos póstumos”:

“En nombre de la libertad y con pretensiones de servirla, nuestros liberales Mitre, Sarmiento y Cía., han establecido un despotismo turco en la historia, en la política abstracta, en la leyenda, en la biografía de los argentinos. Sobre la Revolución de Mayo, sobre la  guerra de la Independencia, sobre sus batallas, sobre sus guerras, ellos tienen un alcorán que es de ley aceptar, creer, profesar, so pena de excomunión por el crimen de barbarie y caudillaje”.

 

 

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Capítulo 62 

El celador de calzones celestes  

Rosas, en el convulsionado  1840, encerrado en su despacho, lee atentamente las clasificaciones personales de la población que la policía le remite.

“Pastor Albarracín: No ha prestado servicios a la causa de la Federación. No usa bigote, es unitario salvaje. Fue preso por hablatín contra el Superior gobierno”.

“Juan Navarro: Es paquete de frac unitario. Fue preso el 25 de junio por tener reuniones de unitarios salvajes en su casa”.

“Manuel Jordán: Hablatín contra el Superior Gobierno. Es salvaje unitario y se ha quitado el bigote.

“Juan Araujo: Se reunía con los salvajes unitarios a criticar las providencias del gobierno, en casa del reo Tiola que fue ejecutado.

“José María Bustillos: es paquete, salvaje unitario y está de oficial escribiente en la administración de correos”.

Rosas interrumpe la lectura y escribe rápidamente: “Queda depuesto del empleo por salvaje unitario”. Y continúa leyendo:

“Martín Quintana: es paquete de frac. No usa divisa. Fue preso  delcoronel Cuitiño por salvaje unitario.

 “José Julian Jaunes: es uno de los que patearon la divisa con el retrato de Su Excelencia. .

Y siguen por millares las fichas que el dictador lee, anota y clasifica. A veces suspende la tarea porque la lectura de alguna le ha sugerido una resolución y dicta:

“Prevéngase al comisario Isidro López que el celador que está con él tiene calzones celestes y que él usa capote verde; que sino tienen cómo vestirse uno y otro, con exclusión de tales colores unitarios, es menos malo que cesen en su empleo que causar semejante escándalo un funcionario público de su clase. Por lo que se dispone se le dé baja en el Departamento ”.

Es el mismo patrón de estancia que ordenaba a sus mayordomos:   “Todas las noches debe un peón, una noche uno y otras otro, recorrer la quinta y dar dos vueltas, una por dentro y otra por fuera; para esto debe llevar los perros y el que no lo siga lo llevará con una guasca. El perro que no siga a pesar de poner los medios para ello, se matará. El capataz debe de cuando en cuando espiar al que da la vuelta(...) En cuanto al administrador   cuidará escrupulosamente de no fiarse de lo que le digan ni de lo que

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oiga a los capataces, pues él, en persona, debe verlo todo con sus ojos y desengañarse a su completa y entera satisfacción.”

Capitulo 63

 La Comisión Argentina y los auxiliares

  Lo de Rivera y su reticencia a cruzar el  Paraná y lanzarse contra Rosas de acuerdo a

lo convenido y pagado se hace ya intolerable. Sobretodo porque el tiempo juega a favor del Restaurador debido a la impaciencia que crece en el gobierno inglés y en la ciudadanía francesa.

El almirante Leblanc escribirá en su “Diario” que el gobernador de Montevideo “pasa los días en jugar, en el libertinaje y lleva la vida de un indolente gaucho”. Es que don Frutos sabe que ir contra Buenos Aires y la oleada patriótica a favor de su gobernador pondrá en riesgo su puesto de privilegio. Además los franceses pretenden que sean él y sus hombres los que se jueguen la vida mientras ellos se limitan a soltar un dinero que siempre le parecerá insuficiente.

Por otra parte los rioplatenses conocen lo que el rencor de don Juan Manuel es capaz.. Cullen, desde el otro mundo, podría contarlo...

Ajeno a estos razonamientos Leblanc redacta su indignación: “Mientras sus aliados combaten y mueren por la causa común, él permanece inactivo en su campamento de Durazno de dónde no se ha movido desde que llegó. Es así como sostiene a sus aliados...¡Qué conducta!¡qué hombre!”.

Francia estaba decidida a luchar hasta el último criollo, sin arriesgar ni uno solo de sus hombres y el astuto Rivera no se prestaba al juego. No en vano Rosas lo había bautizado el “pardejón”, que es la mula macho imposible de domesticar, que a veces simula estar amansado y espera la oportunidad para cocear a su jinete.

En su fuero íntimo don Frutos se burlaría de la inocencia de los invasores para quienes el asunto era muy fácil, según se lo expresase de Martigny, designado ministro plenipotenciario en Buenos Aires aunque jamás llegó a presentar sus cartas credenciales: se trataba de ir con 600 hombres sobre Entre Ríos que se levantaría en masa contra el tirano y por la libertad; en los días siguientes la fuerza ya contaría con 6.000 combatientes que caerían sobre Santa Fe, duplicarían su número y su armamento y luego “con la rapidez del relámpago” atacarían Buenos Aires cuya población se sumaría con entusiasmo a la imbatible expedición punitiva que contaría con el apoyo de la escuadra.

Ante las “inexplicables” postergaciones de el “pardejón” la Comisión Argentina recibe el encargo de buscar una solución

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Un militar de fuste, el general Juan Lavalle, expatriado en la Banda Oriental, se indigna con quien años más tarde será el autor de nuestra constitución nacional. Llama “madama” a quien Sarmiento también llamará “eunuco” y señala:

“Estos hombres conducidos por un interés propio muy mal entendido quieren trastornar las leyes eternas del patriotismo, el honor y el buen sentido. Confío en que toda la emigración preferirá que se la llame estúpida a que su patria la maldiga mañana con el dictado de vil traidora”. Sigue: “El gobierno de Rosas es nacional y yo tengo la ambición de regresar a mi país con honor”.

En Montevideo, a mediados de diciembre de 1838, se había formado la “Comisión Argentina”, compuesta por emigrados unitarios adherentes a la complicidad con el país galo: Martín Rodriguez, Florencio Varela, Salvador del Carril, Valentín Alsina... Los mismos que habían convencido a Lavalle de ajusticiar a Dorrego. Dicha comisión financiaría sus actividades con los aportes franceses y con el producido del contrabando con la sitiada Buenos Aires.

La Comisión envía tres mil quinientos pesos a Lavalle, pero éste, desde su estancia “El Vichadero”, cerca de Mercedes (Uruguay), devuelve indignado el dinero. Los doctores unitarios no cejan en su intento y le envían un emisario, Francisco Pico, quien el 9 de febrero de 1839 escuchará de labios del prestigioso oficial de San Martín: “¡Díos nos libre de suscitar contra nosotros el espíritu nacional! Desde entonces no sería nuestro enemigo Rosas, sino la nación entera. Nuestro destierro sería eterno, y lo que es peor, merecido”.

La presión continuará. Alberdi, para borrar el mal efecto que su artículo había producido en Lavalle y dejando pasar lo de “madama”, le escribe: “Soy uno de los muchos jóvenes que hemos aprendido a venerar al hombre de Lavalle (...) una de las glorias americanas más puras y más bellas (...) se  trata de que usted acepte la gloria que le espera y una gran misión que le llama en esta segunda faz de la Revolución de Mayo”. La “gloria que le espera” a Lavalle era, claro, aceptar la conducción de las tropas terrestres de la invasión francesa a nuestra patria.

Una vez más Lavalle cede a los cantos de sirena de los doctores porteños, ahora exiliados en Montevideo. No son pocos los que sostienen que lo que lo convenció fue una importante suma de dinero. Sin embargo, el héroe de Riobamba demostró a lo largo de toda su trayectoria una honestidad y una integridad a toda prueba. Era su inteligencia la que quedaba muy rezagada ante esas virtudes. Lavalle fue convencido de que era su deber de patriota derrocar a Rosas, sea como fuese.

El secretario privado de Rivera, don José Luis Bustamante, dará años más tarde una versión distinta: se le habría ofrecido a Lavalle la gobernación de Buenos Aires y una futura presidencia de la República.

El 2 de abril de 1839 se reúne con la Comisión Argentina.  Su única condición es no aceptar compartir la jefatura con Rivera. De mala gana acepta que el mando formal sea del uruguayo con el compromiso de ser él quien en la realidad comandase la fuerza invasora. El “pardejón” se hará el distraído pues no tenía interés en pelear contra Rosas, y menos después de haber sabido sobre la caída de Santa Cruz en Yungay. Los franceses ya le habían dado la presidencia de la República Oriental, y le mezquinaban el

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dinero para gastos de guerra. El bloqueo, que le había sido una buena fuente de ganancias en un principio, no lo era tanto ahora por las medidas de Leblanc para establecerlo seriamente.

 Rosas en cambio podía darle la paz, la estabilidad y el dinero.

Capítulo 64 

Muchas lágrimas en casa

  El primer ministro inglés, lord Palmerston, asiste con inquietud a la intensificación de

las críticas por los acontecimientos del Plata. En el Parlamento, durante la sesión del 19 de marzo de 1839, el conservador lord Sandon cuestiona a Francia “que atacaba a Buenos Aires sólo porque se había negado a firmar un tratado”, y que ha derrocado “al gobierno de Montevideo con el que estaba en paz”. En la misma sesión un diputado de la bancada liberal, Mr. Lushington, afirmará que las pretensiones francesas “son totalmente injustificables y jamás se hubieran hecho valer contra un país que tuviese los medios de defenderse”.

La férrea obstinación de Rosas, sumada a la inteligente acción del embajador Moreno en Londres, parece dar resultados. Además aumenta la solidaridad de Latinoamérica a favor de una de sus naciones atacadas por potencias extranjeras, incluso por parte de aquellas, como Brasil o Paraguay, que en un principio habían visto los hechos con simpatía o con indiferencia .

Rosas deberá enfrentar otra amenaza, y de las peores: la acción “quintacolumnista”, es decir de los conspiradores en su propio territorio. “Imposible, absolutamente imposible, vencer al enemigo extranjero”, predicaría el ateniense Demóstenes en el siglo III a.C., “si antes no puede eliminarse al enemigo interior, su fiel servidor. Sin ello, luchando solamente contra uno de esos escollos, seréis sobrepasados por el otro invenciblemente”.

Esto provocará uno de los hechos más cuestionados de su gobierno y es el desencadenamiento de una represión no exenta de brutalidad con la que dominó el peligro.

Lavalle, a diferencia de Rivera, estaba decidido a cruzar el Paraná y abalanzarse sobre Buenos Aires. Para ello era necesario contar con apoyo local. Los franceses y los exiliados unitarios se movilizaron y comprometieron a varios jóvenes civiles, algunos de ellos ex miembros de la “Asociación de Mayo” de Echeverría sinceramente decididos a arriesgar sus vidas para terminar con el gobierno rosista. Entre ellos se contaban apellidos de “lustre” como Frías, Balcarce, Tejedor, Albarracín, Rodríguez Peña, todos ellos hijos de federales reconocidos. También uno de los secretarios privados de don Juan Manuel, Enrique Lafuente, quien pasará información muy valiosa a sus enemigos.

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Donde no hay éxito es en el reclutamiento de militares, a pesar de las recomendaciones de Lavalle de ofrecer sobornos aunque sea “preciso limitarse a los gastos que llamaré por menor, reservando las grandes cantidades para ser entregadas después del suceso, dando desde ahora garantías indudables”. 

Por fin se incorpora,  por idealista y no por prebendario, el coronel Ramón Maza, hijo del presidente de la Junta y de la Corte de Justicia e íntimo amigo del Restaurador, Manuel Vicente Maza.

El eficiente servicio secreto de Rosas, constituido esencialmente por los sirvientes de las familias “decentes”, lo ponen al tanto de la conspiración a favor de la poca discreción de esos jóvenes, en un error típico de su clase que se repetirá en otras circunstancias de nuestra historia, convencidos de que toda la sociedad compartía su inquina contra el gobernador. Las grandes manifestaciones de apoyo a Rosas se explicarán por el miedo a la mazorca o por el pago para asistir a ellas.

Maza se mueve con eficiencia y logra otros apoyos armados. Solo resta esperar el prometido desembarco de Lavalle, transportado por los barcos franceses, en Recoleta. Como pasaba el tiempo sin novedades del “ejército libertador” Maza y Balcarce idearon otro proyecto que en su optimismo creyeron factible: Maza sublevaría la División del Sur con asiento en Tapalqué, al mando de  su amigo el coronel Nicolás Granada, apoyándose en los peones reclutados por Castelli y otros estancieros sureños; mientras los grupos de la ciudad matarían a Rosas y tratarían de pronunciar los regimientos urbanos. Manuel Vicente Maza, padre de Ramón, tomaría el gobierno como presidente de la junta. Entonces Lavalle desembarcaría en San Nicolás para asegurar y recoger la victoria.

El gobernador estaba al tanto del complot. Quiso salvar al doctor Maza, suponiendo que la amorosa debilidad con su hijo lo había arrastrado. Escribe el 16 de junio a su socio y amigo Juan Nepomuceno Terrero una reservadísima: “Vuelvo a repetirte lo que ya te he manifestado, que es absolutamente necesario que el doctor Maza salga del país. Tremendos cargos pesan sobre él y el gobierno no puede salvarlo. Este es mi consejo y quizá muy pronto sea tarde”.

Uno de los militares apalabrados, Martínez Fontes, federal convencido, denuncia públicamente la conspiración. La conmoción es grande. Era tal el compromiso de figuras relacionadas con el gobierno que quien apresa a Ramón Maza es el padre de uno de los complotados, Rafael Corvalán, y quien queda encargado de su custodia es el padre de otro conspirador, Carlos Tejedor.

El pueblo, al saber del complot, se lanza a la calle y exige castigo a los culpables. Ramón Maza será fusilado, muriendo con  dignidad y negándose a revelar el nombre de sus cómplices. Los ruegos de Manuelita serían inútiles y el dolor de Rosas indudable, ya que Ramón era muy apreciado en su casa. “Hubieron muchas lágrimas en casa- confesará años más tarde - pero si veinte veces se presentara el mismo caso, lo haría. No me arrepiento”.

Su padre, quien desoyera el consejo de su traicionado amigo don Juan Manuel, será degollado en su despacho por los mazorqueros Manuel Gaitán y José Custodio Moreira, padre del famoso Juan Moreira, más tarde ejecutados por orden del Restaurador.

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Contrariando a quienes se ofuscan en presentar un Rosas sediento de sangre que habría desencadenado el terror, no hubo otros  castigos para los responsables de una conspiración que tuvo francos visos de seriedad. Ni siquiera para Lafuente, quien al cabo de los años se suicidaría teatralmente en el cementerio de Copiapó, Chile.

Se los dejó en libertad y la mayoría decidió abandonar el país. La magnanimidad se debió quizás a que eran demasiados los familiares de notorios federales comprometidos en la asonada y de castigarlos se afectaría la solidez del frente interno en momentos tan críticos.

                   Los delatores, Martínez Fontes padre e hijo,fueron recompensados con 15.000 pesos cada uno y destacados por haber servido a “la Causa de la Libertad y del Honor Americano”.  

Capítulo 65

Nuestros puñales están listos

  La euforia federal por la derrota de la conspiración es exaltada. Felicitan al

Restaurador, individual o colectivamente, los jueces, los jefes militares, los altos empleados, los miembros del clero, los jueces de paz, los comisarios, los curas de campaña. 

Once generales publican su celebración.  Manifestaciones similares ocupan las páginas de los periódicos en permanente exaltación de Rosas y expresión del odio a los enemigos durante meses. El comandante del Fuerte Azul, Ventura Miñana, expresa: “Nuestros puñales están listos, y muy pronto empezaríamos a deguello si V.E. falleciese”, insistiendo en que sólo desea “ardientemente que se le mande derramar su sangre”. Vicente González, “el Carancho”, comandante de la Guardia del Monte,  ordena amarrar y dar quinientos “azotes de muerte” al que pronuncie una palabra ofensiva a la Federación; y agrega que si no hubiera sido por “la indulgencia y misericordia” de Rosas, que ha contenido a sus partidarios, “ya hubiera corrido la inmunda sangre de esos chanchos a los filos del puñal de los federales”.

El general Corvalán, edecán de Rosas, le escribe a un comandante que los federales “andan ardiendo y desesperados por degollar a todos los unitarios que estaban comprendidos en la logia y son bien conocidos y señalados”. No sería de extrañar que dicho texto hubiera sido dictado por el mismo Restaurador, también de una carta que firmará Corvalán y dirigida al coronel Aguilera: “Es tal la irritación en los federales, que si S.E. no estuviera de por medio, habría amanecido, y aun amanecerían hoy mil de aquellos, degollados. Es preciso verlo y tocarlo para conocer bien el valor de esta verdad”. Las funciones de obsecuente homenaje se suceden sin descanso. M. Gálvez describirá una que tiene por escenario el barrio porteño de Monserrat:

Once de la mañana: sale la comitiva que va a la casa del gobernador, en busca de un retrato. Allí la esperan Manuelita, damas de la familia y muchos jejes y ciudadanos. Discurso saludando a la hija de Rosas, y otro más al recibir el retrato, seguidos de los

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interminables “¡vivas!” y “¡mueras!”. Se canta  el himno “Sepa el mundo que existe un gran Rosas”, publicado el año anterior. Frente a su ventana, repítense los gritos y el himno, y se arrojan cohetes. Camino a la iglesia, salen los dueños de algunas casas dando los mismos gritos y arrojando cohetes y buscapiés. Cuadra de la iglesia . Está adornada con olivo y banderas. Al llegar la comitiva, los vecinos toman las banderas, las inclinan ante el retrato e hincan una rodilla. Repique de campanas, cohetes. Comienza la función en el templo. El retrato, recibido solemnemente, es colocado en una mesita, junto al altar mayor. Dos señores, que son relevados, custodian el retrato. Al terminar la función, en el atrio, se renuevan los gritos y los discursos. Luego, a una casa, a tomar un refresco. Allí también va el retrato para recibir los brindis, que son verdaderas arengas. A las cuatro y media, almuerzo en la casa del juez de paz. Se baila después la media caña, “la más federal y republicana danza”.  A las siete, se retira el retrato, lo adornan con banderas, y una manifestación lo conduce de regreso. En cada esquina cántase el mismo himno y estallan los mismos gritos. En la casa del Restaurador, donde es muy difícil entrar por el gentío, esperan las damas, los jefes y los funcionarios. El retrato es devuelto. Resuenan los “¡vivas!” y “¡mueras!” El, Rosas, no aparece para nada.”  

Capítulo 66 Lo que no se ve

  Andrés Rivera, en su novela “El Farmer”, imaginará una consigna de Rosas a la

población: “Lo que no se ve está fuera de la ley”.  

Capítulo 67

A cubierto de la adversidad

  La campaña periodística de “El Nacional” y los trabajos particulares de los agentes

franceses habían dado sus frutos en convencer a muchos argentinos antirrosistas de apoyar el bloqueo. Después de la queja de Juan Cruz Varela por los artículos de Alberdi no volvió a hablarse de “cooperar” con los invasores. La propaganda antiamericana y antipatriótica seguía en la prensa, pero en vez de ser el embajador Martigny quien convocase a los argentinos, para hacerlo más digerible, sería el uruguayo Rivera.

A principios de diciembre de 1838 éste se puso en comunicación con del Carril , que vivía en Mercedes,  encomendándole formar una comisión que reuniese a los emigrados de la primera y segunda oleada (unitarios y “lomos negros”), con exclusión de los comprometedores jóvenes intelectuales de la “tercera emigración”, en quienes no confiaban.

Del Carril fue a Montevideo y citó a una reunión en casa de Alsina, que finalmente se haría en lo del general Rodríguez el 20 de diciembre. De allí salió la “Comisión

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Argentina” compuesta por Rodriguez como presidente, Florencio Varela  secretario, y vocales del Carril y Alsina por los unitarios, y Félix Olazábal e Iriarte por los “lomos negros”.

Los miembros de la “Comisión” no serían subvencionados por Rivera, pero el mismo Iriarte cuenta una estratagema para obtener  beneficios que los pusieran “a cubierto de la adversidad”. Debiendo mandar un agente a Buenos Aires para comunicarse con los conspiradores que actuaban en la ciudad fue comisionado un tal Buter que irá en una embarcación con el correspondiente salvoconducto de Leblanc.

Se aprovechó la licencia “cargándola hasta el tope de efectos de ultramar caros y escasos en el mercado de Buenos Aires” que dio “una ganancia de nueve mil pesos plata a Agüero, Florencio Varela, Juan Nepomuceno Madero (cuñado y socio de Varela) y no sé qué otro”.   

Capítulo 68 

La sinceridad imperial

  El ministro Charles Guizot tuvo activa y decisiva participación en las dos agresiones

francesas contra la Argentina de Rosas. Era un chauvinista que sostenía la idea de una Francia beligerante desplazándose por el mundo en busca de mercados conquistados a cañonazos que también lavaban el honor francés por anteriores afrentas.

El 8 de febrero de 1841, en el Parlamento, emitió juicio sobre la situación en el río de la Plata, evidenciando talento para el diagnóstico político:

“Hay en los estados de la América del Sur dos grandes partidos, el partido europeo y el partido americano; el primero, el menos numeroso, comprende los hombres más esclarecidos, los más familiarizados con las ideas de la civilización europea; el otro partido, más apegado al suelo, impregnado de ideas puramente americanas, es el de los campos.

Este partido ha deseado que la sociedad se desarrollara por sí misma, a su modo, sin préstamos, sin relaciones con Europa. Este partido puramente nacional está ahora en el poder (...) El general Rosas es el jefe del partido de los campos y el enemigo del partido europeo”.  

Capítulo 69

Un gobierno que resiste el bloqueo

  El fracaso de Maza no arredró al terrateniente Pedro Castelli, hijo del prócer de Mayo,

ni al 2º jefe del 5º Regimiento de Campaña, coronel Manuel Rico, quienes con energía y

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coraje  movilizaron a los estancieros y enfiteutas, en general descontentos con Rosas; aquellos por el bloqueo que perjudicaba sus negocios; éstos porque Rosas  ordenó que el contrato de enfiteusis no se renovaría y los titulares estaban obligados a comprar las tierras o abandonarlas.

“El levantamiento en el sur sólo debe atribuirse al bloqueo. El grito de los rebeldes que claman por libertad y para terminar con la tiranía del general Rosas fue el grito de guerra para derrocar a un gobierno que resiste el bloqueo y les impide vender sus cueros y sebo y otros productos de la tierra; y hasta que no obtengan esa libertad mediante la suspensión del bloqueo las causas del último estallido están aumentando diariamente y pronto habrán de generalizarse en las provincias de la República” (Informe del embajador inglés Mandeville al Primer Ministro lord Palmerston, 12 de diciembre de 1839).

               Entre los  comprometidos se contaban el general  Díaz Vélez,  Crámer,  los Ramos Mexía, Sáenz Valiente, Alzaga, Iraola, hasta el mismo hermano de Rosas, Gervasio, heredero del “Rincón de López” en la boca del Salado.

La demora de  Lavalle, quien se limitó a estimularlos a que continuaran “con sus trabajos que pronto vendría”, fue fatal para la conspiración. Rosas supo de la misma por un mensaje interceptado en Dolores y rápidamente ordenó al coronel Granada el 2 de octubre de 1839 que “tomase disposiciones enérgicas” y dispuso por circular del 10 a los jueces de paz la detención de Castelli y sus cómplices Lacasa y Ezeiza.

Las estancias fueron recorridas por los complotados juntando peones y armamentos, concentrándolos en Chascomús y Dolores. El pronunciamiento se produjo el 29 de octubre con la destrucción de un retrato de Rosas y rompiendo las divisas federales. Para movilizar a los peones se los engañó diciéndoles  que el Restaurador había sido  asesinado y que  irían a Buenos Aires a vengarlo. Al cacique Catriel se le dijo lo mismo. Ello da una idea de lo difícil que era promover una rebelión popular contra el gobernador.

Prudencio Rosas encontró las fuerzas de Castelli y los suyos en las cercanías de la laguna Chascomús el 7 de noviembre. No fue una batalla: la mayor parte de los “revolucionarios” eran peones que creían combatir a favor de Rosas y al encontrarse con el hermano del Restaurador comprendieron el engaño y se negaron a luchar. Además Castelli no tenía conocimientos militares y Crámer, el único que los tenía, quedó muerto al empezar la lucha.

Los revoltosos tuvieron 100 hombres fuera de combate y 400 prisioneros que don Prudencio dejó en libertad después de decirles que “el gobernador sabía que los habían llevado engañados”. El hacendado Rico pudo escabullirse hacia el Tuyú con 500 sobrevivientes, y Castelli fue muerto en la persecución. Su cabeza quedó exhibida “para escarmiento” en la plaza de Dolores.

(Veintidós años más tarde, ya en épocas “civilizadas”, el caudillo riojano Chacho Peñaloza también será decapitado por el unitarismo a cuyo frente está Sarmiento y su cabeza colgada de un farol en la plaza de Olta. De otra manera “las chusmas no se habrían convencido de su muerte” argumentará el sanjuanino).

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A Juan Manuel la insurrección del sur lo sorprende y aflige: son sus amigos, los estancieros,  los que han querido derribarlo. El se conduce muy generosamente.Excepto Castelli, nadie es ejecutado. El secretario de la Junta Revolucionaria, Antonio Pillado, sería puesto en libertado el 8 de diciembre, y Martín de la Serna el 31, con la ciudad por cárcel; a Barragán lo indultará después de dos años de prisión; y Ezequiel Ramos Mejía se acogerá a la amnistía del año 1848, lo mismo que Pedro Lacasa, el cual escribirá versos en su honor.

Mientras Prudencio Rosas combatía en nombre de Juan Manuel,  su hermano Gervasio facilitaba la fuga del coronel Rico y los suyos ordenando a las baterías del Tuyú y de la boca del Salado no disparar contra las lanchas francesas que recogían a los prófugos. En una de ellas escapó  a Montevideo.

El Restaurador dio una enérgica proclama contra su hermano llamándole “hombre desnaturalizado”. En el momento de embarcarse Gervasio hizo saber a su madre “que él no combatía contra sus hermanos”, pero encontrándose complicado en la revolución debía escapar. Allí estuvo un año, hasta que Juan Manuel, obedeciendo al ruego materno lo perdonó y dejó volver. No intervendría más en política.

Los leales militares federales que no se plegaron a la rebelión y a los que colaboraron en sofocarla fueron recompensados: a los generales se les dio 6 leguas de tierra, a los coroneles 5, y así proporcionalmente hasta los cabos y soldados que recibieron un cuarto de legua. En total se repartieron nada menps que 787 leguas, aproximadamente 2.125.000 hectáreas en manos de quienes no eran  estancieros tradicionales.

  Capitulo 70

 La hora de la venganza

  Cuando Rosas supo que Lavalle tenía todo listo para invadir Buenos Aires, en una

magistral estrategia ordena a su fiel Echagüe, secundado por el uruguayo Lavalleja, a cruzar el Paraná e invadir la Banda Oriental.

La alarma de  Martigny, Leblanc y los demás franceses es mayúscula pues lo único que les faltaba para que “el paseo del Plata” desbarrancara en una catástrofe era que Montevideo cayese en manos de don Juan Manuel. Los planes “libertadores” se alteran: Rivera retrocede para proteger a Montevideo desguarneciendo la retaguardia de Lavalle, y éste, para no perder  contacto con el “pardejón” y con la escuadra francesa, invadirá territorio argentino a la altura de Entre Ríos.

Apenas desembarcado lanza una proclama incitando a que “los hombres sin distinción de color o partido político” se incorporen a la gesta antirrosista. El fracaso es total y en cambio va encontrando una vigorosa resistencia que lo lleva a cambiar el tono de sus manifestaciones.  En su desvío hacia Corrientes, para unir sus fuerzas a las del gobernador Ferré, amenazará: “Se engañarán los bárbaros si en su desesperación imploran nuestra clemencia. Es preciso degollarlos a todos. ¡Muerte, muerte, sin piedad!”.

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Un fuerte ejército federal a cuyo frente van “Mascarilla”López y Oribe le sale al paso. El jefe unitario insistirá en sus amenazas: “¡La hora de la venganza ha sonado! ¡Vamos a humillar el orgullo de esos cobardes asesinos!”. En otra del 20 de noviembre: “Derramad a torrentes la inhumana sangre para que esta raza maldita de Dios y de los hombres no tenga sucesión”.

Se disculpaba Lavalle ante su esposa que le recriminó la ferocidad del documento: “La proclama que di a los correntinos cuando entró Oribe y López, la escribió Frías. Yo estaba muy ocupado y le dije que escribiese una proclama de sangre y que dijese expresamente que habíamos de degollar todo el ejército enemigo. Tú no puedes hacerte de esto un juicio exacto porque estás muy lejos de aquí, no yo puedo dejar de someter mis acciones a la justicia. La proclama me dio 2.000 hombres y llenó de terror al enemigo. Ese ejército fue venido con palabras y apariencias” (1° de febrero de 1839). Una vez más se iniciaba una contienda en la que los ganadores no hacían prisioneros, pasando por  las armas o degollando a los derrotados.

Es que de tanto guerrear, la violencia llega a hacerse lo habitual, como le sucediera al almirante español Enríquez de Cabrera quien en 1638 escribiese a su amada: “Como no sabes de guerra sólo te diré que el campo enemigo se dividió en cuatro partes: una huyó, otra matamos, otra prendimos y la otra se ahogó. Quédate con Dios que yo me voy a cenar a Fuenterrabia”.

El general Lavalle había decidido adoptar los hábitos, el aspecto y las táctica de los caudillos, vencer a sus contrarios por los mismos medios con que había sido por ellos vencido. “Cuánto mejor hubiera sido que, sin tocar los extremos, hubiese tratado de conciliar ambos sistemas, tomando de la táctica lo que es adaptable a nuestro estado y costumbres, conservando al mismo tiempo el entusiasmo y la decisión individual, tan convenientes para la victoria.”(José M. Paz).

La exasperación de Lavalle es también la de sus aliados europeos:  Martigny, quien había escrito el 12 de agosto de 1839 al nuevo jefe de gobierno, Soult, solicitando el refuerzo de 2.000 hombres y una importante suma de dinero, volverá a hacerlo días después, entusiasmado con el activismo de Lavalle, aduciendo que para “terminar la cuestión conforme al  honor de Francia” sería imprescindible duplicar el aporte económico y subir a 6.000 el aporte de nuevos infantes de marina.

París responderá a los ruegos del representante plenipotenciario y librará letras por una exorbitante suma  para financiar la campaña “libertadora”. Sin embargo sus instrucciones al contralmirante Dupotet, que remplazó a Leblanc en el mando de la escuadra bloqueadora, será que “el gobierno francés había perdido toda esperanza  de obligar a Rosas por medio del bloqueo” y por lo tanto debía llegarse a “una paz honorable” en cuyas negociaciones debía darse cordial participación al embajador inglés Mandeville.

Las condiciones significaban, lisa y llanamente, una capitulación: debía obtenerse la condición de “nación más favorecida” y una pequeña indemnización a fijarse por arbitraje. Sin embargo los franceses nunca estuvieron más cerca de la victoria, quizás por no haberse dado cuenta del vigor casi frenético que Lavalle ponía en su accionar.

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Todo se complicaría para Rosas a raíz de la derrota de López ante Ferré y luego la de Echagüe en “Cagancha” contra las reforzadas tropas de Rivera. El “ejército libertador” tenía entonces el camino expedito hasta Buenos Aires.

Lavalle avanza incontenible. Rosas escribe: “El hombre se nos viene y lo peor es que se nos viene sin que podamos detenerlo”. A lo que sí atinó es a desarticular el “quintacolumnismo” a través del terror con algunos degüellos y atentados planificados.

Pero al poco tiempo Lavalle escribía a su esposa, desde Yeruá: “Aquí estoy solo con mis brazos desnudos, sin cartuchos y sin un real ¡Esto es el “Ejército Libertador”!”. Es que en su avance no había encontrado el apoyo que los doctores de Montevideo le aseguraron. Los pobladores no parecían entusiasmados en sumarse a esa gesta “contra la tiranía”. Además, varios prestigiosos civiles y militares antirrosistas abandonaron su exilio para sumarse a la defensa de su patria amenazada por Francia: Cavia, Espinosa, los generales Soler y Lamadrid, etcétera.

Los fondos no llegan. Es que los francos son enviados desde ultramar a Rivera y a la Comisión y, aunque cuantiosos, pocos llegan a Lavalle. Este se dirige el 28 de diciembre al almirante francés Le Blanc exigiendo “un millón de francos para los gastos de guerra que entrarán en la caja del ejército”. Sólo le llegan 25.000 junto con una nota de la Comisión en la que se le ordena tratar con más prudencia y respeto a los aliados franceses...

Lo que el jefe de coalición franco-argentina no sabe es que la protesta inglesa contra la intervención francesa en el Plata, que considera lesiva para sus intereses comerciales, ha ido haciendo efecto y el rey galo ha iniciado ya tratativas con el Restaurador con vista a una retirada decorosa de la escuadra francesa.

Las torres de Buenos Aires están ya a la vista de Lavalle, pero su ánimo ha ido minándose por la falta de apoyo y por las crecientes deserciones en sus filas. En la ciudad sus habitantes se preparan para una defensa desesperada aunque todo indica que su caída será inevitable. Rosas, infatigable, va de un punto al otro organizando las barricadas y redoblando el terror.

Ni sitiados ni sitiadores comprenderán lo que sucede: Lavalle ha ordenado el repliegue de sus tropas. “No podré tomar Buenos Aires ¡por falta de veinte días de víveres!”, había escrito a su esposa el día anterior. Además estaba enterado de la llegada del almirante Dupotet para relevar a los halcones Leblanc y de Martigny y para concluir de la mejor manera posible el conflicto del río de la Plata.

La retirada de ese ejército aún inmenso será desordenada, anárquica, plagada de actos vandálicos, saqueos, latrocinios, matanzas.

 

 

 

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Capitulo 71

La destitución del santo

 

En la metrópoli española, en tiempos de la colonia, la elección de los santos patronos era decisión de responsabilidad, acompañada a veces de ceremonias a las que no les faltaba boato. Pero cuando las ciudades por patronizar no eran de importancia, como la lejana Buenos Aires, un puerto de contrabandistas enclavado en tierras inhóspitas y deshabitadas, bastaba con introducir los nombres de todos los santos en una bolsa de terciopelo negro para que fuera el azar quien decidiese.

Tres veces seguidas, inauditamente, salió el papelito de un santo sin mayor renombre, San Martín de Tours.

Buenos Aires tuvo entonces su santo patrono. Nadie podía prever que lo que la negra bolsa de paño brilloso había anticipado era el nombre del general libertador de aquellas tierras australes.

Muchos años más tarde, el bloqueo francés al puerto de Buenos Aires enardecía los espíritus patrióticos. El odio contra el invasor crecía en la población. Alguien recordó entonces que Tours era ciudad de Francia.

No tardó mucho para que alguien prsentase un proyecto den la Legislatura:

"¡Viva la Santa Confederación Argentina, mueran los salvajes unitarios!

"Buenos Aires, 31 de julio de 1839, año 30 de la Libertad, 24 de la Independencia y 15 de la Confederación.

"El gobierno, considerando que esta ciudad fue puesta desde su fundación bajo la protección de un francés, San Martín, natural de Tours, quien no ha sabido hasta la fecha librar a esta ciudad de las fiebres periódicas, escarlatinas, ni de las secas y epidemias continuas que en diferentes épocas han arruinado nuestra campaña, nuestras cosechas y nuestros ganados, ni de las extraordinarias crecientes de nuestro río que destruyen casi anualmente una cantidad de obras y monumentos de la ciudad que se encuentran sobre la costa.

"En fin, que la viruela acaba de desaparecer a causa del descubrimiento de la vacuna, sin que el patrono por su parte haya jamás hecho el menor esfuerzo para librarnos de esa terrible calamidad.

"Que para combatir las invasiones de los indios en la frontera,, para sostener las guerras civiles y extranjeras que nos han sobrevenido, hemos tenido que recurrir en el primer caso a la Santa Virgen de Luján, en el segundo a la Virgen del Rosario y la Merced y también a Santa Clara Virgen, con cuyo único consuelo hemos podido triunfar, mientras que nuestro patrono, el francés, permanecía indiferente en el cielo, sin ayudarnos en lo más mínimo como era su deber.

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"En vista de los motivo, expuestos venimos en decretar y decretamos: · "Artículo 1°) El francés unitario San Martín de Tours, que ha sido hasta hoy el patrón de esta ciudad, habiendo perdido la confianza del pueblo y del gobierno, abandonado por sus compatriotas, aliado del traidor Rivera y demás salvajes Unitarios, es destituido para siempre del empleo de patrono de Buenos Aires”.

Los demás artículos eran de forma.  

Capítulo 72

 El mejor remedio

  Resultado de la indignación por los desmanes cometidos por el “ejército libertador” en

su campaña sobre Buenos Aires y que se multiplicaban durante su vandálica retirada fue un espíritu vindicativo que, entre otras consecuencias, motivó  el decreto que expropiaba los bienes de los unitarios para “reparación de los quebrantos causados en las fortunas de los fieles federales por las hordas del desnaturalizado traidor Juan Lavalle, y las erogaciones extraordinarias a que se ha visto obligado el tesoro público para hacer frente a la bárbara invasión de este execrable asesino, y a los premios que el gobierno ha acordado a favor del ejército de línea y milicia, y demás valientes defensores de la libertad y dignidad de nuestra Confederación y de la América”.

El decreto hacía mención de la “moderación y clemencia” exhibidos al juzgar a los complotados con Maza y a los revolucionarios del sur, que habían sido indultados en su casi totalidad lo que no impidió que “se vuelvan a repetir aquellas mismas execrables escenas”, aumentadas con “la infame invasión del desertor inmundo de la Causa Santa de la América, salvaje unitario asesino Juan Lavalle”.

Ese octubre de 1840 y el abril de 1842 serán recordados como las sangrientas orgías de terror rosista y fueron explotadas hasta el hartazgo por la propaganda enemiga. La policía allanó domicilios de conocidos unitarios buscando correspondencia con Montevideo o con Lavalle. La entrada de los vigilantes de uniformes rojos, gorros de manga, pesados sables de caballería, grandes bigotes federales, producía la comprensible conmoción en las familias. No se habían conocido, hasta entonces, allanamientos de domicilios por causas políticas, ni tampoco revisaciones ni secuestros de correspondencia. Eran operaciones espectaculares, seguramente ejemplarizadoras para  atemorizar a los opositores.

 Aparece asesinado el doctor Saráchaga que había sido ministro de Paz en Córdoba, el abogado santafesino Sañudo que desarrolló tareas de espionaje para Francia, el español Pedro Juan Varangot cuñado y administrador del sacerdote rivadaviano Julián Segundo de Agüero, un Aráoz de Lamadrid hermano del general entonces unitario, el coronel Sixto Quesada de conocida militancia unitaria, el portugués Juan Nóbrega y un tal Mones que contribuyeron pecuniariamente al complot de Maza, y algunos más que llegan a veinte en todo el mes. No son figuras destacadas del unitarismo y los que completan la lista no tienen filiación política por lo que es difícil clasificarlos como crímenes al servicio del federalismo

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El embajador Mandeville se  queja de que grupos de activistas entre “¡vivas!” y “¡mueras!” han roto vidrios y arrojado piedras contra las casas vecinas a la legación inglesa, y por conductos particulares se le ha advertido que su vida corre peligro si sale de noche. Pedía garantías para que “el populacho  desenfrenado” respetase a la embajada y a su persona.

Al día siguiente Rosas le contesta : “En la época actual no debe V.E. extrañar que un grupo de hombres desenfrenados pasen a las casas inmediatas a las de V.E. a perseguir a sus feroces enemigos, los salvajes unitarios. No es esto abogar por el desorden y fomentar esos grupos: son reflexiones que me permito recordar a V.E. para que no me crea con poder suficiente para reparar hoy esas desgracias.

“(...) El poder del gobierno en época como la presente no puede exigirse como en el de una profunda paz, tranquilidad y sosiego”. Sutilmente el Restaurador le revelará su conocimiento de las furtivas visitas nocturnas del embajador a una dama de la sociedad porteña. “Y después de todo lo que le he dicho a V.E., ¿por dónde se considera V.E. seguro de noche con un solo criado? V.E. sale solo de noche, y aún se aleja solo a más de una legua de la ciudad. ¿Por qué hemos de pagar nosotros ese coraje temerario de V.E.?

“No crea V.E. que entre los federales tiene un solo enemigo, pero ¿no sería difícil que al cruzar V.E. alguna calle sola le alcanzase un grupo desordenado, y creyéndole enemigo causasen en su ilustre persona alguna desgracia que nos diese un sentimiento eterno?”

                     Quienes se niegan a caracterizar al Restaurador como terrorista aducen que las 20 muertes de 1840 más los poco menos de cuarenta de 1842 suman considerablemente menos que los más de 200

que Urquiza hizo fusilar en los primeros días después de Caseros.

                     Salvo que se pretenda adjudicarse en la cuenta de don Juan Manuel los desmanes de los federales de provincias, como fue el caso del coronel Mariano Maza quien en su correspondencia anunciaba antes de la batalla: “Las fuerzas de Cubas (jefe unitario) pasan de 600 hombres y todos han sido ya condenados pues me prometí pasarlos a cuchillo”. Y cumplió rigurosamente.

Los hechos de inhumana crueldad eran habituales en ambos bandos, tal como lo denunciara Kant, el filósofo: “La guerra es nefasta, porque hace más hombres malos que los que mata”. Así, luego de la batalla  de Cayastá, en la que los federales salieron triunfantes, se redacta el parte  dirigido al gobernador López: 

“El infrascripto tiene la grata satisfacción de participar a Usted, agitado de las más dulces emociones, que el infame caudillo Mariano Vera, cuyo nombre pasará maldecido de generación en generación, quedó muerto en el campo de batalla”.

Quien firma es Calixto Vera, hermano de Mariano . 

 

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Capítulo 73

 El precursor de las derrotas  

Los cabecillas unitarios, que han seguido las alternativas desde Montevideo o a bordo de los barcos franceses, y que ya daban por segura la derrota de Rosas, se indignan ante la retirada de Lavalle.

“Todo estaba en su  mano, y lo ha perdido.Lavalle es una espada sin cabeza (...)Lavalle, el precursor de las derrotas.¡Oh Lavalle, Lavalle! Muy chico eraspara llevar sobre ti cosas tan grandes.”

Esteban Echeverría

  También Florencio Varela: “No hay una sola persona, una sola, general, incluso sus hermanos de usted, y aun su pensatísima señora, que no hayan condenado abiertamente ese funestísimo movimiento”.

La retirada de aquel malón apocalíptico que fue deshilachándose en sangre y horror continuó hasta el suicidio de Lavalle en Jujuy. De aquel sobre quien San Martín había escrito a O’Higgins: “Lo que Lavalle haga como valiente muy raro será el que lo imite, y el que le exceda ninguno”.

Se había dado tiempo para escribir una vez más a su mujer, con la lucidez de los condenados: “El hecho es que los triunfos de este ejército no hacen conquistas sino entre la gente que habla”, indudable referencia a los doctores porteños que con su labia suelta una vez más lo habían convencido de un error fatal, “la que no habla y pelea nos es contraria y nos hostiliza como puede”.  

Capítulo 74 

La política de ganar aliados  

Lo había dicho Rabelais en su “Gargantúa y Pantagruel” (s. XVI): “El nervio de la guerra son las pecunias”.

El Parlamento francés había aprobado una partida para que la escuadra mantuviese el bloqueo en el Plata, pero también el gobierno destinó sumas reservadas “para la política de ganar aliados”, es decir para sobornar funcionarios y oficiales. También para proveer de armas y suministros a las fuerzas de Rivera y de Lavalle.

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El canciller Molé había autorizado al embajador Martigny a gastar 300.000 francos imputables a “gastos varios” de la cartera de Relaciones Exteriores, pero en tiempos de Soult llegó a librar letras por 2.340.000 francos pagados con la recomendación del 26 de febrero de 1840 de que se “mostrara cauteloso en esa clase de gastos que suben muy alto y exceden en mucho lo previsto en el ministerio”.

Varias veces se denunció en el parlamento francés, en 1840 y en 1841, ese gasto. Lo más explícito fue la confesión de Thiers ,que sucedió en el ministerio a Soult en marzo de 1840, al debatirse en la cámara el 29 de mayo de 1844 la cuestión del Plata:

“Los dos millones de que ha hablado ayer Guizot imputados a mi ministerio de 1840 y que se creía gastados para los grandes sucesos de Oriente, esos dos millones han sido gastados en gran parte en Montevideo; he dado esos dos millones según las órdenes del Sr. Mariscal Soult para esa política de intervención que consistía en ganar aliados en Montevideo”.

Corroborando sus palabras, Mackau, que fuera Ministro de Marina, dijo en la misma sesión que “además de esta simple autorización de gastar 300.000 francos se habían sacado letras de cambio sobre Francia por 2.340.000 para hacer la guerra, para excitar los partidos unos contra otros”.

El vicealmirante Mackau tenía información de primera mano pues fue él quien firmó con el canciller rioplatense Arana lo que significaba una disimulada rendición de la potencia europea. La obstinada inflexibilidad del Restaurador, decidido a no renunciar bajo presión a ninguna de sus convicciones, había dado su fruto. Cuatro días antes de la llegada de Mackau, Rosas le escriba a Arana, gobernador delegado. Le recuerda su disposición a transar honrosamente para ambas naciones. Pero es caso de no ser posible un arreglo, debemos estar “resueltos a defender nuestra soberanía y honor, pereciendo antes mil veces que ser esclavos, y consintiendo primero marchar por entre los gloriosos escombros de la más tremenda desolación y ruina, antes que pasar por una vergonzosa, humillante esclavitud”. 

El marino francés sintió que era su deber comunicárselo formalmente a Lavalle, que continuaba su desesperada huida hacia el Norte. Para ello fue comisionado el capitán de corbeta Eduardo Halley, quien lo alcanza en Ranchos (Córdoba), pocos días después de haber sufrido otra derrota, de las muchas que jalonarían la espantada del desintegrado “ejército libertador”, a manos de Oribe.

Era el 4 de diciembre de 1840. Halley se enfrenta a un jefe casi andrajoso, de ojos desaforados, que pocos días después escribirá, en una epistolaridad incansable, a su esposa: “Estas tierras de mierda donde no hay quien me mate gracias al terror que inspiramos”. El mismo que le espetaría al coronel Villafañe, quien intentará alarmarlo por la anarquía de sus tropas: “¿Disciplina quiere Usted para los soldados? ¡Déjelos que maten! ¿Quieren robar? ¡Déjelos que roben!”.

Pero ese oficial no ha perdido su dignidad de militar. Aunque su patriotismo sea tan confuso. “Mi honor me impide aceptar”, replica indignado y echa a Halley del rancho miserable donde lo había recibido.

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El emisario de Mackau acababa de transmitirle el generoso ofrecimiento de Francia: 100.000 francos para él y una suma igual para distribuir entre sus oficiales. Además sería transportado a Francia, donde se lo incorporaría a su ejército con el máximo grado de Mariscal, con los sueldos y galones correspondientes.  

 

Capítulo 75 

Un Monumento de Gloria  

Entusiasmo en Buenos Aires. Homenajes a don Juan Manuel. La Legislatura le nombra Gran Mariscal, para lo cual crea el cargo con título de "excelencia", un sueldo de seis mil pesos anuales, una escolta de treinta hombres y dos ayudantes y un oficial. Otros proyectos que no fueron votados, han propuesto, entre otras cosas, que octubre sea "el mes de Rosas"; que él y sus descendientes no paguen jamás impuestos; que en el terreno en que está su casa se edifique un palacio y en el frontispicio, en mármol, se grabe la ley; que se le otorguen los títulos de Héroe del Desierto y Defensor Heroico de la Independencia americana; y que sus hijos Manuelita y Juan sean nombrados coroneles del ejército. Él, que el 19 de octubre ha pedido termine el luto por Encarnación, y que jamás, fiel a sus principios democráticos, aceptó título alguno, salvo el de Restaurador de las Leyes, pide se le exima de los demás y no se nombre coroneles a sus hijos. La Sala, además del mariscalato, vota un "monumento de Gloria": un libro excepcionalmente lujoso, que contendrá todo lo relativo a la cuestión francesa y a la guerra con Bolivia. Los jueces de paz de la ciudad y de la campaña piden a la Sala que declare fiesta cívica el día del nacimiento de Rosas. El ruega archivar esas solicitudes. Y vuelve la lluvia de felicitaciones y adhesiones. 

Capítulo 76

Sarmiento y la entrega de la Patagonia

  Para dar carácter orgánico a su campaña contra el gobierno de Buenos Aires los

emigrados en Chile, al igual que los del Uruguay constituyeron una “Comisión Argentina” compuesta por el general Juan Gregorio de Las Heras como presidente, Gregorio Gómez, Domingo Faustino Sarmiento, Martín Zapata, Domingo de Oro, José Luis Calle, y como secretario Joaquín Godoy.

No disponiendo como el general Lavalle, Salvador María del Carril, Julián Segundo de Agüero, Florencio Varela, etc. de la poderosa escuadra ni del abundante oro francés, y siendo además grande la distancia que los separaba de  Buenos Aires, su campaña contra Rosas, en la que no se disparó un solo tiro, tuvo un sesgo  distinto,  más literaria que bélica, la pluma  reemplazando al fusil.

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Se destaca en forma especial la tenaz campaña que hizo Sarmiento para que  nuestros vecinos chilenos ocuparan la Patagonia. No resulta comprensible, y menos aún perdonable, que personalidad tan encumbrada por nuestra historia se haya embarcado en una operación tan antipatriótica con el mero objetivo de perjudicar al Restaurador y sin reparar en el daño que se hubiese infringido a la nación.

Es asombroso que tal ceguera se produjese en alguien que tan lúcidamente interpretara la psicosociología del caudillo: “(...) quien encabeza un gran movimiento social no es más que un espejo en el que se reflejan en dimensiones colosales las creencias,  necesidades, preocupaciones y hábitos de una nación en una época dada de su historia” (“Facundo”). Eso fue Rosas.

La oposición al Restaurador ¿fue entonces el rechazo a lo que significó, al surgimiento de  la chusma que sólo podía darse por medio de un gobierno autoritario que subvirtiera mecanismos de poder?.

El 11 de noviembre de 1842 se inició la campaña en “El Progreso”  y ya en ése primer número aparecía un artículo relacionado con el Estrecho de Magallanes. A partir de entonces y casi diariamente continuó Sarmiento publicando editoriales sobre el mismo tema. El asombroso entusiasmo y la singular dedicación que puso en esta iniciativa hicieron que muy pronto se vieran los resultados, avalados por la pluma de un prestigioso argentino, como lo demuestra la carta que el mismo sanjuanino hiciese publicar sin pudor y  con jactanciosa satisfacción:

“¿Queda duda después de todo lo que hemos dicho sobre la posibilidad de hacer segura la navegación del Estrecho y de establecer allí poblaciones chilenas? ¿Pero se hará para aclararlas o desvanecerlas? ¿Permanecer en la inacción meses y meses? ¿Dar por sentado lo que la tradición, el hábito o la falta de datos establece como cierto? ¿Abandonarse a discusiones estériles, porque carece de bases sólidas y a la opinión de éste o de aquél? ¿Aguardar que de las islas Malvinas venga un inglés y levante una cabaña en el Estrecho y nos diga, ya la Inglaterra está en posesión? ¿Hacer efectivo aquí como en España el famoso adagio de Larra “vuelva Ud. mañana”?.

Las irreparables  consecuencias no se harían esperar: “En cumplimiento de las órdenes del Gobierno Supremo, el día 21 del mes de septiembre del año 1843, el ciudadano capitán de fragata, graduado de la marina nacional, don Juan Guillermo  Williams (...) con todas las formalidades de costumbre tomamos posesión del Estrecho de Magallanes y su territorio en nombre de la República de Chile a quien pertenece, conforme está declarado en el Art. 1° de su constitución política y en acto se afirmó la bandera nacional de la República con salva general de 21 tiros de cañón”.

Lo de Sarmiento no sería un sarampión pasajero: “La cuestión de Magallanes – escribiría seis años después en “La Crónica” de fecha 29 de abril de 1849-, nos interesa bajo otro aspecto que no es puramente personal. En 1842, llevando adelante una idea que creímos fecunda en bienes para Chile, insistimos para que colonizase aquel punto. Entonces, como ahora, tuvimos la convicción de que aquel territorio era útil a Chile e inútil a la República Argentina.

“Para Buenos Aires el estrecho es una posesión inútil. Entre sus territorios poblados median los ríos Negro y Colorado como barreras naturales para contener los bárbaros,

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median las dilatadas regiones conocidas bajo el nombre  de Patagonia, país ocupado por los salvajes y que ni la Corona de España ni Buenos Aires han intentado ocupar hasta hoy, si no es por el establecimiento siberiano que lleva aquel nombre y situado a centenares de leguas del Estrecho”.

“Quedaría por saber aún, si el título de erección del Virreinato de Buenos Aires expresa que las tierras del Sud de Mendoza y poseídas aún hoy por los chilenos entraron en la demarcación del virreinato, que a no hacerlo, Chile pudiera reclamar todo el territorio que media entre Magallanes y las provincias de Cuyo”.

 Habrá más ,todavía : “¿Qué haría el gobierno de Buenos Aires con el Estrecho de Magallanes, él, que lejos de poblar la inmensa extensión del país que tiene en sus límites no disputados, no ha podido estorbar que los salvajes lleguen ya hasta las goteras de Córdoba, San Luis y todos los pueblos fronterizos del Sud, interrumpiendo las comunicaciones con las provincias de Cuyo y arruinándolas hasta el punto de no exportar a Buenos Aires sus frutos?. Dentro de diez años se habrá borrado el camino de la Pampa y a seguir el orden actual de cosas, dentro de veinte, en Buenos Aires ignorarán que tales provincias existieron”.

Para Sarmiento “el gobierno de Buenos Aires” es Rosas y enceguecido por el odio está dispuesto a hacerle daño sin reparar en las consecuencias.  Así como la historia oficial no reconocerá la heroica defensa de nuestra soberanía territorial llevada a cabo por Rosas, tampoco le reprochará a Domingo Faustino esta actividad deleznable que en otro país arrojaría fuera de la Historia.

La obsesión de Domingo Faustino lo llevará a tomar la nacionalidad chilena y lo hará sin recato pregonándolo a los cuatro vientos, confirmando el escaso sentimiento nacional que muchos le achacarán a él y a su bando unitario:

“Los argentinos residentes en Chile, -escribirá  en “El Progreso” del 11 de enero de 1843-, proscritos de su patria pierden desde hoy la nacionalidad que los constituía una excepción y un elemento extraño a la sociedad en que viven.

“(...) Los que han consagrado su vida y sus vigilias al triunfo de la libertad en América hallarán en Chile un teatro digno de sus esfuerzos, y el país se los agradecerá siempre que con lealtad trabajen por el interés de Chile, por la libertad de Chile y por el progreso de Chile.

“Que no suene más el nombre de los argentinos en la prensa chilena; que los que en nombre de aquella nacionalidad perdida ya habían levantado la voz guarden un silencio respetuoso; que se acerquen a los que por ligereza u otros motivos los habían provocado y les pidan amigablemente un rincón en el hogar doméstico, de lo que en lo sucesivo serán, no ya huéspedes, sino miembros permanentes”.

El monumento a Sarmiento en la Capital Federal fue erigido, no de casualidad, en el exacto lugar donde se levantaba la residencia de don Juan Manuel de Rosas, en Palermo, derribada por el odio, el 3 de febrero de 1899,  ¡47º aniversario de la batalla de Caseros!.

 

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Capítulo 77

El manco no cumple con su palabra

  La separación de Francia de la lucha contra Rosas y su Confederación no desarmó a

sus aliados argentinos y uruguayos:  Rivera y Ferré, es decir la Banda Oriental y Corrientes, se coaligaron para formar un poderosos ejército mientras  Lavalle continuaba su marcha hacia el norte en unión con Lamadrid, abandonando Córdoba.

Estos, incapaces de articular sus esfuerzos por enconos personales y manteniendo separadas sus fuerzas, urdieron un plan que consistía en que Lavalle  se internaría en La Rioja atrayendo sobre sí al ejército federal, entreteniéndolo hasta que Lamadrid hubiera podido levantar un nuevo ejército en Tucumán

Mientras, en Corrientes, se producía la llegada del general Paz quien había escapado de Buenos Aires, traicionando el juramento hecho a Rosas a cambio de su vida, de que no volvería a empuñar las armas en contra de la Confederación. El antirrosismo incorporaba así un muy hábil militar pero ello en cambio de ser una ventaja se transformó con el tiempo en una complicación por la celosa competencia que desató entre los jefes unitarios. Cuando Ferré lo nombró jefe de todas las fuerzas correntinas el desplazado  Rivera lo acusaría absurdamente de ser un secreto aliado de Rosas, quien por eso lo habría dejado escapar.

Las fuerzas federales al mano de Echagüe estaban inmovilizadas pues podían ser tomadas entre dos fuegos por Paz y por Rivera, además el dominio fluvial seguía siendo unitario por las naves que los franceses habían dejado atrás, ahora al mando del yerno de Antonio Balcarce, el norteamericano Coe. Para contrarrestar tal ventaja el Restaurador armó una escuálida flotilla con los buques devueltos por Francia y los puso al mando de Guillermo Brown quien, a pesar de su menor poderío pero a favor de su coraje y de su talento vencería en “La Barra de Santa Lucía” a Coe.

En la campaña riojana secundaban a Lavalle el caudillo de esa provincia y antigua “mano derecha” de Quiroga, el comandante Brizuela, y el capitán Peñaloza, conocido años más tarde como el “Chacho”. Durante tres meses Lavalle entretuvo a Aldao y a Oribe en los llanos riojanos. Cuando a fin el jefe oriental logró estrechar el cerco, Lavalle se escabulló y apareció en Tucumán el 10 de junio de 1841. Brizuela, que se negó a abandonar su provincia, fue vencido y muerto en “Sañogasta” unos días más tarde.

Rivera amenaza con disolver su alianza con Ferré si este se empeña en privilegiar a Paz y al mismo tiempo gestiona una alianza con los sublevados “farrapos” independistas de Río Grande, sus uruguayos y los correntinos, seguramente con el apoyo de Inglaterra que de esa manera debilitaría en una sola jugada a Argentina, a Brasil y cumpliría con su sueño de internacionalizar las vías navegables interiores. Que Paz le disputase el mando de las fuerzas correntinas dificultaba el proyecto porque el “manco” se oponía a la constitución segregacionista de la ya bautizada “Federación del Uruguay”. Sin

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embargo pocos años más tarde Paz daría su activo apoyo al proyecto anglo-francés de separar a las provincias del Litoral en una “República de la Mesopotamia”.

Mientras Lavalle reponía sus hombres en Tucumán, Lamadrid con su flamante división se lanzó sobre San Juan. Su segundo Acha, aquel que entregase a Dorrego luego de pasarse a los unitarios, obtuvo una brillante victoria en “Angaco” el 16 de agostode 1841, pero dos días después fue sorprendido por las fuerzas federales en la “Chacrilla de San Juan” y tras cuatro días de lucha sin municiones, se rindió, siendo inmediatamente fusilado.

Tampoco le fue mejor a su jefe Lamadrid sobre quien convergieron Pacheco, Aldao y Benavídez deshaciéndolo en “Rodeo del Medio” el 24 de septiembre. Los sobrevivientes huyeron a Chile, pereciendo la mayoría congelados o despeñados a pesar de la ayuda que les prestó la “Comisión Argentina” de Las Heras y Sarmiento.

Entretanto Oribe avanzaba sobre Tucumán donde forzó a Lavalle a dar batalla en “Famaillá”  derrotándolo completamente y obligándolo a  huir hacia el norte con sólo 200 hombres, donde terminaría suicidándose en presencia de su amante, Damasita Boedo, hermana de un federal fusilado por “la espada sin cabeza”.

La victoria de Oribe y el fusilamiento de Marco Avellaneda y otros opositores acabaron con la oposición a Rosas en el noroeste . Pero Corrientes seguía en pie mantenida por el entusiasta carisma de Ferré y por  la técnica militar del general Paz. Dos veces invadió Echagüe esta provincia, sin éxito.

En su segunda tentativa se encontró con Paz sobre el río Corrientes con fuerzas claramente favorables para los federales. Pero no en vano el “manco”  tenía  fama de estratega: vadeó el río Corrientes por el paso de “Caaguazú” provocando a Echagüe a ir tras suyo, en el convencimiento de que huía ante la superioridad enemiga. Una vez que las tropas federales quedaron encajonadas entre los ríos Corrientes y Payubre, Paz repasaó el río atacándolo por sorpresa.

No terminó ahí el ajedrez: durante la batalla la caballería unitaria al mando del capitán Núñez volvió a utilizar la trampa del desbande y el torpe Echagüe volvió a caer en ella  enviando la suya en persecución, siendo destrozada por los disparos de la artillería oculta entre arbustos  mientras la inerme infantería era envuelta en una perfecta operación de pinzas.

Los muertos y heridos fueron 1800, los presos 800 y se tomaron 9 cañones y todo el parque. La victoria había sido total y la situación del gobierno de Buenos Aires se había vuelto sorpresivamente comprometida. Nuevamente Paz se transformaba en el cuco del rosismo y no era fácil que se repitiese aquel milagro de años antes cuando una oportunas boleadoras habían conjurado el peligro

La situación se agravó aún más cuando Juan Pablo López, a quien llamaban “Mascarilla” por su fealdad y cuyo mayor mérito era ser hermano de Estanislao, defeccionó de la causa rosista y suscribió un tratado con Corrientes.

Rivera, a su vez, esperaba una victoria de Paz para  actuar sobre seguro. Cuando llegaron las noticias de “Caaguazú” cruzó el río y se dirigió contra Urquiza, quien había

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cumplido con su sueño de ser designado gobernador de Entre Ríos. Se enfrentaron en “Gualeguay” y aquí también la victoria fue para los unitarios.

Si se hubiera aprovechado la oportunidad que esas victorias  ofrecían a Paz, quizás no hubiera habido resistencia posible pues Rosas solo contaba con las exangües fuerzas de reserva acantonadas en Santos Lugares. Pero el tiempo apremiaba porque el ejército de Oribe, convocado de urgencia por Rosas, ya bajaba del norte. A fines del siglo XVI lo había pronosticado el escritor francés Montaigne: “No hay victoria sino sirve para poner fin a la guerra”.

Pero las rencillas entre Rivera, Paz , Ferré y López jugaron a favor de los federales: el caudillo oriental recelaba de la influencia de Paz, cuyo prestigio había crecido después de su triunfo, y aconsejaba que éste invadiera al oeste del Paraná, quedándose él en Entre Ríos para asegurar su influencia allí; Ferré, a su vez, con un localismo estrecho, pretendía lo contrario: que Paz permaneciera en Entre Ríos por temor a que se reeditara la situación del año 40, quedando desguarnecido ante la reacción federal; López a su vez temía que Paz limitase su influencia pero su principal dificultad fue que las montoneras santafesinas que había heredado de su hermano se negaron a luchar del lado unitario y provocaron una deserción masiva que redujo a 5oo los 2.500 hombres originariamente disponibles

mso-bidi-font-size:12.0pt;font-family:"Times New Roman"; mso-fareast-font-family:"Times New Roman";mso-ansi-language:ES;mso-fareast-language: No fue de extrañar entonces que cuando Paz se disponía a cruzar el Paraná, Ferré retiró el ejército correntino para proteger su provincia y Rivera repasó el Uruguay para privarlo de apoyo. Paz , entonces, no tuvo más remedio que renunciar a la jefatura.

 

  Capítulo 78

Quebracho Herrado

  La reacción rosista aprovechando las rivalidades de los jefes unitarios no se hizo

esperar: Juan Pablo López fue batido en “Coronda” y “Paso Aguirre”, el 12  y 16 de abril de 1842, y huyó a Corrientes. Ferré, seducido por la proyectada “Federación del Uruguay” proyectada por Rivera , que había generado reuniones entre representantes de Río Grande, Corrientes y la Banda Oriental, y mortalmente enemistado con Paz,  entregará la dirección de la guerra al uruguayo, dejando al “manco”fuera de la campaña y ocupado de allí en más en explicar lo inexplicable en sus apasionantes “Memorias”.

Rivera  se iba a enfrentar con Oribe, su viejo rival, por la presidencia oriental que él detentaba  y que Oribe pretendía recuperar.  Saldías cuenta una anécdota oída a Antonino Reyes, edecán del Restaurador durante mucho tiempo: “Rosas llamó a Reyes y le dijo:

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“-Dentro de poco vendrá Mr. Mandeville (representante inglés), usted entrará a darme cuenta de que las divisiones del “ejército de vanguardia” están a pie, que no se han empezado a pasar por el “Tonelero” los pocos caballos que hay, que por esto y la falta de armas el ejército no puede iniciar operaciones. Yo insistiré para que usted hable en presencia del Ministro”.

El Restaurador no ignoraba que Inglaterra había comprometido  su subterránea ayuda para que Francia pudiese liquidar su interminable conflicto en el Río de la Plata.

“Media hora después entró Mr. Mandeville. Asegurábale a Rosas que se esforzaría para que terminase dignamente la cuestión entablada, cuando se presentó Reyes a dar cuenta de lo que, con carácter urgente, avisaban del “ejército de vanguardia”.

“-Diga Ud. –ordenó Rosas-, el señor Ministro es un amigo del país y hombre de confianza”.

“Reyes habló y Rosas se levantó irritadísimo, exclamando:

“-Vaya Ud., señor, y dirija una nota para el jefe de las caballadas haciéndole responsable del retardo en entregar  los caballos, y otra en el mismo sentido para el jefe del convoy. Tráigame pronto sus notas para firmarlas...”

“Y como Mr. Mandeville quisiera calmarlo, arguyendo que quizás a esas horas ya todo había llegado a su destino:

“-¡No señor, no puede haber llegado todavía!... y si el “pardejón” supiera aprovecharse... ¡así es como vienen los contrastes, así es como vienen! - decía Rosas cada vez más agitado.

“Mr. Mandeville pidió licencia para retirarse. Inmediatamente  Rosas ordenó al capitán del puerto que vigilase los movimientos de la rada.

“Esa misma noche tuvo parte de que salía para Montevideo un lanchón en el cual iba un hombre de confianza de Mr. Mandeville. Transmitiría lo que el diplomático inglés había escuchado de boca del Restaurador”.

Con la seguridad de un dato inapreciable y de fuente inmejorable, el hasta entonces inactivo general Rivera se mueve con prontitud ordenando marchar contra “Arroyo Grande”, que suponía débil y desguarnecido al no llegar los refuerzos caballares “retrasados” en el “Tonelero”. El general César Díaz, entonces oficial de Rivera, se extraña en sus “Memorias” de que el jefe de las fuerzas franco-uruguayas, a las que se sumaban los unitarios exiliados, ordenase una batalla a todas luces apresurada.

El 5 de diciembre de 1839 las mayores fuerzas reunidas hasta entonces en una guerra civil rioplatense se enfrentaron, 8.500 aliados y 9.000 rosistas. Rivera, confiado ,no consideró necesario crear una reserva de combate y se lanzó contra el general Oribe a las primeras horas del alba,  estrellándose contra fuerzas superiores a las suyas en armamentos y posición, pero muy especialmente en caballería bien montada...

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La victoria del aliado del Restaurador fue total: los vencidos tuvieron 2.000 muertos y 1.400 prisioneros de los que fueron degollados todos aquellos que tenían grado de sargento para arriba.

“Todo se perdió”, relata Díaz, “hasta el honor”. Engañado y completamente vencido, don Fructuoso escapó “arrojando su chaqueta bordada, su espada de honor y sus pistolas”.

Maquiavelo hubiera aplaudido: “Aunque el engaño sea detestable en otras actividades, su empleo en la guerra es laudable y glorioso, y el que vence a un enemigo por medio del engaño merece tantas alabanzas como el que lo logra por la fuerza” (“El Príncipe”).

La distensión que provoca en Buenos Aires la disipación de  la amenaza de toma de Buenos Aires por parte de los unitarios desencadena manifestaciones de alegría y de apoyo al Restaurador. Serán inevitables las acciones revanchistas que producen destrozos en algunas casas  pertenecientes a unitarios sospechados y diecisiete individuos son asesinados en calles y plazas públicas.

mso-bidi-font-size:12.0pt;font-family:"Times New Roman"; mso-fareast-font-family:"Times New Roman";mso-ansi-language:ES;mso-fareast-language: Esto será el fundamento de la condena a muerte que el juez Sixto Villegas dicta contra Rosas el 17 de abril de 1861, diez años después de Caseros, sin dar al acusado posibilidades de defensa, considerando que dichas muertes “debieron serlo por orden de Rosas”.  

Capítulo 79 

La defensa de la soberanía

  Nuestra historia oficial nunca logró digerir la cláusula tercera del testamento del

general don José de San Martín: “El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la América del Sur le será entregado al general de la república Argentina don Juan Manuel de rosas, como una prueba de satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”.

Don José celebraba, no la gesta de Obligado como suele afirmarse en  un difundido error, sino años antes, la defensa contra el bloqueo francés que finalizaría en 1840. No es banal esta aclaración pues algunos, entre ellos Sarmiento, osaron opinar que el gesto se debía a la senilidad del Libertador.

Tan extraordinaria disposición testamentaria de nuestro máximo prócer ha sido soslayada o directamente silenciada en nuestros textos históricos. Sin embargo, la relación ente San Martín y Rosas fue intensa a lo largo de muchos años.

Habiendo transcurrido ya un tiempo prolongado del exilio europeo de don José, casi olvidado por la prensa y los gobernantes de Buenos Aires, el joven estanciero Rosas dio

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el nombre de “San Martín” a una de sus estancias. Poco después, en el mismo año de 1820, bautiza a otra como “Chacabuco”, ambas en el actual partido de General Belgrano.

San Martín, como militar de alma que era, aborrecía el desorden y la indisciplina. Estaba seguro de que la anarquía en que se había sumido su patria terminaría por derrumbarla y hacer fracasar la lucha por su independencia, en la que él había invertido tantos esfuerzos y sacrificios.  “Conviene en que para que el país pueda existir es de necesidad absoluta que uno de los dos partidos en cuestión desaparezca de él –escribía el 3 de abril de 1829 a su gran amigo Tomás Guido- Al efecto se trata de buscar un salvador que reuniendo el prestigio de la victoria, el concepto de las demás provincias y más que todo un brazo vigoroso, salve a la patria de los males que la amenazan”. Así  anticipaba, con excepcional lucidez, la irrupción del Restaurador.

De los dos partidos, el unitario o el federal, las simpatías del Libertador se inclinaban hacia el último. Por el obstinado saboteo que sus planes libertarios siempre habían sufrido por parte de Buenos Aires, bajo el dominio político de sus enemigos Alvear o Rivadavia; también porque en su peregrinar por las provincias al frente de sus tropas había aprendido a valorar el coraje y el patriotismo de los caudillos y sus gauchos.

Su toma de partido no deja dudas en una carta a Guido: “El foco de las revoluciones, no sólo en Buenos Aires sino en las provincias, ha salido de esa capital, en ella se encuentra la crema de la anarquía, de los hombres inquietos y viciosos, porque el lujo excesivo multiplicando las necesidades se procura satisfacer sin reparar en medios: ahí es donde un gran número no quieren vivir sino a costa del Estado y no trabajar”.

El 17 de diciembre de 1835, San Martín celebra la “mano dura” de Rosas: “Ya era tiempo de poner término a males de tal tamaño para conseguir tan loable objeto, yo miro como bueno y legal todo gobierno que establezca  el orden de un modo sólido y estable”. Don Juan Manuel es para el Libertador la antítesis de la anarquía y valoriza la despótica tranquilidad que reina en su país: “Sólo ella puede cicatrizar las profundas heridas que ha dejado la anarquía, consecuencia de la ambición de cuatro malvados...”. Y al año siguiente: “Desengañémonos, nuestros países no pueden, al menos por muchos años, regirse de otro modo que por gobiernos vigorosos, más claro: despóticos”.

Rosas le agradece a San Martín su apoyo, que le sirve, gracias al prestigio de éste en Europa, para contrarrestar la acción de no pocos compatriotas que recorren las cancillerías extranjeras buscando aliados para derrocarlo. Le ofrece ser embajador en Perú, cargo que el Libertador rechaza con el pretexto de que eran muchos los lazos que lo unían a Lima y a sus habitantes como para poder desempeñar correctamente tal responsabilidad. También aduce que él es “solo un militar” y que carece de condiciones como diplomático.

Algunos historiadores consideran que este rechazo se debió a que San Martín no quiso comprometerse con los desbordes totalitarios de don Juan Manuel. En esa línea está también la carta que el 21 de setiembre de 1839 escribe a su amigo Goyo Gómez lamentando  el asesinato del doctor Maza: “Tu conoces mis sentimientos y por consiguiente yo no puedo aprobar cuando veo una persecución general contra los hombres más honrados del país (...) El gobierno de Buenos Aires no se apoya sino en la violencia”.

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Sin embargo el tono predominante de la relación entre ambos es la cordialidad. Conociendo Rosas  las penurias económicas del exilio sanmartiniano ordena en 1840 “que se otorgue la propiedad de seis leguas de tierra al Señor General de la Confederación Argentina don José de San Martín”. Y más adelante, sabiéndolo enfermo y necesitado de atención, designa a su yerno Mariano Balcarce como oficial de la embajada Argentina en Francia, e instruye reservadamente a Manuel Sarratea, embajador, para que exima a Balcarce de residir en París, asiento natural de la representación diplomática, con objeto de no privar al prócer de la presencia y asistencia de su hija Mercedes.

San Martín continúa opinando, en su activa correspondencia con Buenos Aires: “En mi opinión el gobierno en las circunstancias difíciles debe, si la ocasión se presenta, ser inexorable con el individuo que trate de alterar el orden, pues si no se hace respetar por una justicia firme e imparcial se lo merendarán como si fuera una empanada, lo peor del caso es que el país volverá a envolverse en nuevos males”.

Y Rosas seguirá correspondiéndole: el 11 de octubre de 1841 el almirante Guillermo Brown, obsecuente, le solicita que lo autorice a designar “Restaurador Rosas” a la nave  capitana de la escuadra de la Confederación Argentina, a lo que aquél le responde ordenándole que la nave deberá llamarse “Ilustre General San Martín”.  Cabe señalar que también nuestra historia oficial ha silenciado la colaboración que nuestro máximo prócer naval, el almirante Brown, prestó al gobernador Rosas.

Cuando Francia e Inglaterra atacan a la confederación Argentina, nuestro Libertador máximo no vacila en escribir a Rosas, poniéndose a sus órdenes y ofreciéndole regresar a la patria para combatir contra los invasores en una declaración pública que pudo haberle provocado serias dificultades ya que vivía en una de las potencias beligerantes.

San Martín y Rosas comparten un hondo sentimiento nacional que para algunos críticos roza la xenofobia.

mso-bidi-font-size:12.0pt;font-family:"Times New Roman"; mso-fareast-font-family:"Times New Roman";mso-ansi-language:ES;mso-fareast-language: Una de las últimas cartas que escribe San Martín tres meses antes de su muerte, con letra dificultosa, fue justamente a Juan Manuel de Rosas: “(...) como argentino me llena de un verdadero orgullo, el ver la prosperidad, la paz interior, el orden y el honor establecido en nuestra querida  Patria, y todos estos progresos efectuados en medio de circunstancias tan difíciles en que pocos estados se habrán hallado” (Boulogne-Sur.Mer, 6 de mayo de 1850)  

 

Capítulo 80 

El empréstito imperial

 

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Por leyes del 19 de agosto y 28 de noviembre de 1822, la Legislatura, con oposición de los representantes federales, acuerda  autorización al Poder Ejecutivo para contraer un empréstito exterior de 5.000.000 de pesos fuertes, o sea al cambio de entonces, el valor neto de un  millón de libras esterlinas.

 La provincia estaba en paz y no existía ninguna urgencia en agenciarse deudas; el producido se destinaría, se dijo, a construir en la ciudad obras sanitarias y un muelle, y en la campaña a fundar pueblos, nada de lo cual fue cumplido.

De acuerdo a sus autorizaciones se firmó el 1° de julio de 1824, en Londres, estando allí Rivadavia, entre la casa prestamista Baring Brothers y el estado de Buenos Aires representado por John Parish Robertson y Félix Castro el contrato en virtud del cual el estado de Buenos Aires hipoteca todas sus rentas, bienes, tierras y territorios al pago de un millón de libras y sus intereses.

 El empréstito, de acuerdo a instrucciones de Rivadavia, se coloca al 85% pero  gira a Buenos Aires al 70%, y la diferencia se reparte entre banqueros y comisionistas, lo que representará una suculenta “coima”. Tanto que Mr. Alexander Baring expresó su temor de que una operación tan irregular no fuese aprobada por el gobierno de Buenos Aires.

La intervención del entonces ministro Rivadavia, entonces ministro pero hombre del mayor poder en Buenos Aires, lo tranquilizó. Además los prestamistas por parecerles poco la garantía hipotecaria de toda la Provincia  retienen como garantía adicional dos años de intereses (6%), o sea 120.000 Libras y por igual concepto otras 10.000 Libras por amortización adelantada; 7.000 por comisión reconocida y otras 3.000  que figuran como gastos. La provincia, en definitiva, solo recibe 560.000 Libras del millón a que se obligaba.

Emisión de títulos por 1.000.000 Libras al tipo 70%:               700.000

Participación en la “coima” de la Casa Baring:                          20.000

Participación en la “coima” de los comisionistas:                    120.000

Saldo neto a recibir por el Gobierno de Buenos Aires:.............560.000

Obligación hipotecaria del gobierno de Buenos Aires:..........1.000.000

 

Ya en 1828  el diputado federal Nicolás Anchorena se quejaría de la falta de metálico en plaza, diciendo: “¿Qué tenemos, pues, que agradecer a las administraciones anteriores que no tuvieron ni aún el sentido de hacer traer en metálico las setecientas mil libras que podían haberse recibido del millón  que estaba pagando la Provincia? ¿Qué elogios podrán merecer?”

También Las Heras cuando fue gobernador reclamó el envío del empréstito en lingotes de oro. Pero la banca inglesa se negará “por prudencia” y sólo gira 64.041 libras y establece que el resto quedará depositado pagando un interés de solo el 3%, “que es todo lo que podemos dar”:

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Corresponde acotar que, firmado el Bono General, Inglaterra se avino a reconocer con fecha 22 de febrero de 1825 nuestra independencia.

Los servicios del empréstito de 1824 estaban impagos desde 1828. Se creyó que Rosas al subir en 1829 al gobierno e inaugurar una administración “de orden” reanudaría el pago de los intereses y amortizaciones; pero las necesidades de la guerra civil lo impidieron.

Y en 1835, al inaugurar su segunda administración, eran muchos los peligros que asomaban contra la Confederación para pensar en la deuda externa. De todas maneras nunca olvidaría dedicar amables y promisorias palabras al respecto, como en el mensaje que clausuraba las sesiones de 1835:

“El gobierno nunca olvida el pago de la deuda extranjera, pero es manifiesto que al presente nada se puede hacer por ella, y espera el tiempo del arreglo de la deuda interior del país para hacerle seguir la misma suerte, bien entendido que cualquier medida que se tome tendrá por base el honor, la buena fe y la verdad de las cosas”.

             No se le escapa que el empréstito, establecido como arma del imperialismo, podía ser usado astutamente como instrumento de resistencia y en las instrucciones a Manuel Moreno del 21 de noviembre de 1838, al ser éste designado embajador en Londres, se le ordenaba “no omitir medios” para ganarse el apoyo de los “boneholders” (tenedores de los bonos del empréstito), prometiéndoles que la reanudación de los pagos se haría “apenas el puerto quedase libre del bloqueo francés” y haciéndoles brillar el espejismo de una cancelación total de sus créditos “si en el gobierno de S.M. Británica habría disposición a una transacción pecuniaria para cancelar la deuda pendiente del empréstito con el reclamo respecto de la ocupación de las islas Malvinas”.       

La noticia de interesarse el gobierno de Buenos Aires por el pago del empréstito repercutió favorablemente en Londres como lo suponía Rosas. Se formó un “Committee of Buenos Aires boneholders” cuya intervención en la actitud pacifista que tomó el Primer Ministro lord Palmerston en 1840 al exigir el cese del bloqueo francés fue evidente.

En los mensajes de 1841, ya lograda la paz, seguirá con su cantinela de “el gobierno no olvida...”, pero la situación había cambiado porque el puerto de Buenos Aires estaba libre y la entrada por derecho de aduana era cuantiosa. De común acuerdo el Committee of Boneholders  y la casa Baring nombraron un representante para presionar al gobierno de Buenos Aires: Frank de Pallacieu Falconnet.

Las instrucciones a Falconnet, del 5 de Abril de 1842, le encargaban “ejecutar las garantías”, consiguiendo de Rosas el derecho de intervenir la aduana hasta el pago íntegro de la deuda , una contribución que gravase las empresas agrícolas, comerciales y bancarias,  la hipoteca de las tierras fiscales, un derecho a la exportación de los cueros y materias primas y un monopolio para navegar a vapor los ríos argentinos.

A mediados de 1842 Falconnet está en Buenos Aires. Por orden de Rosas, el ministro de Hacienda, Insiarte, deriva el problema a las Malvinas: lejos de ser la confederación una deudora de Inglaterra, ésta lo era de aquella por el apoderamiento de las islas sin

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ningún derecho. Una vez pagada la “indemnización” correspondiente  por el gobierno inglés, el argentino podría transferir su importe a los “bonoleros”.

Falconnet se dejó envolver en esta acción astutamente dilatoria de imposible cumplimiento pero que dejaba sentados nuestros derechos en las islas usurpadas, y aceptó que se mandasen instrucciones al cónsul argentino en Londres, Jorge Federico Dickson, para “dar los pasos convenientes” conjuntamente con el ministro Moreno.

Rosas trasladaba asi la presión de los “bonoleros” sobre el gobierno de Peel, sustituto de Palmerston. Si no era posible un arreglo no sería por su culpa sino por la de quien se negaba a indemnizar a la Confederación Argentina por el atropello cometido en las Malvinas. 

Como es de imaginar la Cancillería británica desconocería de plano que la Argentina tuviese legítimos derechos sobre las estratégicas islas australes y por lo tanto la negociación propuesta fallaba por la base.  El sagaz gobernador bonaerense y encargado de las relaciones exteriores hacía del tema un problema entre ingleses: eran sus autoridades quienes hacían imposible el pago de los créditos de los “bonoleros” con sus absurdas pretensiones.

                      El empréstito fue finalmente saldado en 1904 después de haberse abonado  ocho veces el importe recibido.

 

Capítulo 81

 Aturde, humilla e indigna

La cesión del sable libertador a don Juan Manuel de Rosas despierta acerbas críticas en los enemigos de ambos:

“(San Martín) ha hecho un gran daño a nuestra causa con sus prevenciones, casi agrestes y serviles, contra el extranjero, copiando el estilo y fraseología de aquél (Rosas), prevenciones tanto más inexcusables cuanto que era un hombre de discernimiento. 

“Era de los que en la causa de América no ven más que la independencia del extranjero, sin importársele nada de la libertad y sus consecuencias. Emitió opiniones dogmáticas sobre guerras muy diversas de las que él conocía tan bien, y de las que no puede hablarse sin estar al cabo del estado político y social, de la actualidad de estos países; de nada de eso estaba él al cabo, el hombre que menos conocía a la provincia de Buenos Aires, era él; puede decirse que estuvo en ella sólo de paso y eso en tiempos remotos; emitió pronósticos fundados en creencias desmentidas por hechos multiplicados.

“Nos ha dañado mucho fortificando allá y aquí la causa de Rosas, con sus opiniones y con su nombre; y todavía lega a un Rosas, tan luego, su, espada. Esto aturde, humilla e

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indigna y... Pero mejor es no hablar de esto”.(Carta de Valentín Alsina a Félix Frías, 9 de noviembre de 1850).

 

Capítulo 82

 Los avatares del destino 

(Londres, mayo de 1844.

Los cancilleres ingleses y franceses, lord Aberdeen y Monsieur Guizot, respectivamente, se han reunido para dialogar sobre temas de política internacional que interesan a ambas naciones. El ambiente es refinadamente europeo, también los modales y vestimentas de los hombres. Beben té y licores).

Guizot: No deberíamos demorar nuestra intervención en el Río de la plata, milord.

Aberdeen: Desearia, estimado monsieur, tener claras las motivaciones de Francia para emprender esta...(vacila, no sabe qué nombre darle) acción ejemplarizadora.

Guizot: Usted lo acaba de decir, milord, motivos humanitarios fundamentalmente.+

Aberdeen: ¿Desea más té? ¿Quizás algo de licor? Este proviene de nuestras colonias en Africa, es verdaderamente curioso el sistema empleado para su preparación... pero no nos desviemos del asunto que nos ha reunido... (no recuerda o hace que no recuerda) ¿dónde estábamos?.

Guizot: En los motivos humanitarios.

Aberdeen: Claro, claro mi amigo, en eso estamos completamente de acuerdo... pero Francia seguramente tiene también otras razones para emprender un viaje tan largo y tan costoso.

Guizot: Nuestra colonia, Montevideo, está seriamente amenazada por un tal general Oribe, quien responde a indicaciones de Rosas.

Aberdeen: Rosas, Rosas... últimamente sólo oigo hablar de ese hombre... a propósito, no sabía que Montevideo fuese colonia de Francia.

Guizot: No lo es en lo formal, pero tenga en cuenta que por esos avatares del destino hay en Montevideo dieciocho mil vascos franceses que constituyen, hoy, más del cincuenta por ciento de su población... y Francia, claro, se siente obligada a proteger las vidas y los intereses de sus súbditos en cualquier lugar del mundo en que se encuentren.

Aberdeen: (sarcástico) “Avatares del destino”... interesante manera la vuestra de resolver el problema vasco en territorio francés... ¡todos al Río de la Plata!

Guizot: Estoy seguro, milord, que también la corona Inglesa alienta otras razones para la intervención, pero no dudo de que, igual que Francia, dichas razones empalidecen

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ante la más importante: despejar aquella zona del accionar brutal y despótico de Rosas, a lo que nos sentimos convocados por nuestra condición de potencias europeas y como tales, de defensoras del mundo civilizado.

Aberdeen: (alza su copa para brindar) ¡De acuerdo, monsieur Guizot, completamente de acuerdo! Mal que nos pese, es un deber para Francia e Inglaterra imponer el orden y cordura en aquellos pueblos ignorantes y salvajes.

Otros eran los motivos secretos de la planeada intervención anglofrancesa en el Plata. Una de las razones que movía a Francia era que su Rey, Luis Felipe, aún sabiendo que no era su nación la que sacaría la tajada mayor en la empresa, estaba acuciado por el poderoso movimiento chauvinista liderado por Thiers, quien reclamaba a la corona acciones que devolvieran a Francia su algo alicaído prestigio. Por otra parte la fracasada intervención de 1838 aún esperaba revancha.

J.M. Rosa, en base a documentación del Foreign Office, reconstruye otra reunión en lo de Mons. Guizot a la que han sido invitados expertos en el tema del Plata.

Al servirse el coñac, Mackau, quien firmara la capitulación de Francia ante Rosas y que ahora es ministro de Marina, toma la palabra. Ha tratado a Rosas y hace su elogio. No considera prudente una lucha abierta contra Buenos Aires, pero ya que está decidida la intervención a la que, conocedor del paño, siempre se opuso, cree que una poderosa demostración naval conjunta quizás bastaría para levantar el sitio de Montevideo. 

El almirante Cowley dice terminantemente que “Inglaterra no empleará otros medios que los marítimos, visto que dos veces (en 1806 y 1807) habíab fracasado en Buenos Aires con fuerzas de desembarco. Guizot acota por lo bajo que a Francia le había ocurrido “solamente una vez”.

De Lurde no cree conveniente “que se obligue a Rosas a abandonar Buenos Aires pues ésta caería en la anarquía, con peligro para las vidas y haciendas de los extranjeros”; a su juicio no era prudente irritarlo, todo se arreglaría cuando no gobernasen en Montevideo sus enemigos, entonces podría tratarse con Oribe y el jefe argentino una definitiva paz en el Río de la Plata.

Es el turno del vizconde de Abrantes, canciller brasilero: da excusas por lo limitado de sus instrucciones que no lo facultaban a convenir medios guerreros. No cree en un arreglo amigable con Rosas ni que éste se amedrentase sólo por una demostración naval. Para imponérsele había que estar dispuesto a todo y “emplearse medios eficaces”; en caso “de ñao se podessem empregar meios efficaces” mejor era dejar las cosas como estaban y no exponerse a su irritación.

También el almirante inglés Ouseley muestra poca confianza en la demostración naval. Cree necesaria una guerra como la de 1838: buscar auxiliares y armarlos para que levantasen ejércitos revolucionarios, mientras las naciones marítimas bloquearían el Plata impidiendo las comunicaciones de Buenos Aires con Entre Ríos, Corrientes, Paraguay y la República Oriental. El ejército brasileño cooperaría a oriente del Paraná. “Brasil no, pues complicaría la cuestión”, interrumpe Mackau. Insiste Ouseley: mientras los “auxiliares” hicieran la guerra terrestre, los europeos con sus medios navales mantendrán y garantizarán la independencia de la Banda Oriental,

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Entre Ríos, Corrientes y Paraguay, permitiendo la navegación libre de los ríos “que eran los objetos de la intervención”. Rosas quedaría reducido a la impotencia en la parte occidental del Paraná, en caso de poder mantenerse allí.

Atisbando el provecho comercial, Abrantes, habla nuevamente para decir que en ese caso Montevideo podría convertirse en “un porto franco ou grande factoria de naçoes comerciantes”. Parece haber abandonado su pesimismo y haberse convencido de que a Rosas se lo dejaría impotente más allá del Paraná.

Resume Guizot las opiniones: el empleo de medios terrestres “directos” era contraproducente con un hombre como Rosas, con tanto predicamento entre su gente, pero la ocupación de los ríos y el estímulo “a auxiliares” permitiría desmembrar la Confederación Argentina y garantizar la independencia de la República Oriental, Corrientes, Entre Ríos y Paraguay, que juntos constituirían una nueva y dócil nación. Los ríos serían internacionalizados “en beneficio de las naciones comerciantes”, que tendrían el control de los pequeños estados de la cuenca del Plata, convirtiendo a Montevideo en una factoría. .

Se levanta la sobremesa.

 

Capítulo 83

 Don Juan Manuel visto por su sobrino 

 

(Rosas era de estatura algo superior a lo normal de aquella época. De contextura recia, su cuerpo fortalecido desde su adolescencia por las rudas tareas dl campo y por las competencias con los gauchos, mulatos e indios en los confines de la civilización. 

Su cabello era rubio oscuro y sus ojos celestes podían tener el filo del acero. Escribiría en 1864 un Alberdi convertido al reconocimiento del Restaurador: “ Lord Byron hubiese envidiado la fascinación irresistible de su mirada”. El gesto habitualmente adusto, severo, casi amenazante. Uno de sus bufones diría: “Lo peor era cuando sonreía”.

Lucio V. Mansilla escribirá: “Minucioso y pertinaz, resistente y observador, sano y ágil, con poco temperamento para ser libertino y suficientes aspiraciones para anhelar ser independiente; (...) habiendo aprendido a montar sin espuelas un potro enfilado, siendo sobrio en el comer y en el beber, y no teniendo ninguno de los otros vicios de la plebe, como el jugar; en otros términos: distinguiéndose por sus cualidades y ocultando el arcano de su alma, que era dominar, no tardó en ser un prestigio en muchas leguas a la redonda.

“ Dueño de estancia al fin, señor de hacienda propia, con buena letra y alguna lectura y el arte difícil de hablarle a cada cual en su lengua. Tiene el instinto de los hombres como el perro el olfato de la presa. El roce con el elemento popular se lo aguza”. 

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Es capaz de demostrar refinamiento: “Decían que sólo tenía talento natural y que era poco culto; no es cierto. Es un hombre instruidísimo y me lo probó con las citas que hacía en su conversación. Conoce muy bien nuestra literatura y sabe de memoria muchos versos de los poetas clásicos españoles” (Carta del poeta hispánico Ventura de la Vega relatando a su esposa el encuentro con el Restaurador).

Sin embargo su inquina contra la aristocracia entreguista, europeizante y antipopular de Buenos Aires lo lleva a adoptar conductas diferentes, desafiantes. Por ejemplo suele utilizar palabras “indencentes” y le complace contar y escuchar chistes procaces. Ademásuele gastar bromas pesadas como la que sufrió un pusilánime representante diplomático extranjero a quien , mientras dormía echado bajo un árbol, colocó una víbora muerta sobre su vientre y luego lo pinchó dolorosamente para convencerlo de que había sido mortalmente mordido.

“(...)No es perversa, árida y fría su alma; es intermitente, ondulante, pudiendo llegar a no enternecerse jamás. No es caprichoso; tiene desarrollada la protuberancia de la continuidad y su frente amplia, lisa, cuadrada, parece hecha para resistir a todo lo que intente inducirlo en otro sentido de lo que es la lógica de su voluntad persistente. 

“Distingue perfectamente los medios, los instrumentos, conoce su fuerza, su eficacia, sabe qué quiere, sabe que va a un fin; más no discierne claramente ese fin, excepto cuando se sale, por decirlo así, de las abstracciones. Su fuerza es pura potencialidad (L.V. Mansilla).

Es muy trabajador. Despacha personalmente todos los asuntos de la administración, aún los detalles más pequeños. Redacta los borradores de su abundantísima epistolaridad. Permanece despierto en su despacho hasta muy altas horas y se ha acostumbrado a dormir poco. Ello tiene que ver con su natural desconfianza, exacerbada por las muy difíciles circunstancias que le han tocado vivir: “Durante mi ausencia no cree empleo o grado alguno, ni confiera los ya creados a ninguna persona, en propiedad ni provisoriamente, sin mi previo consentimiento y aprobación” instruir.a uno de sus ministros cuando debe ausentarse.

“(...)Saltará sobre un bagual en pelo al pasar, convencido, persuadido, sabiendo que lo dominará; pero dónde se detendrá no le importará, como si gozara con las fruiciones de un peligro remoto al través de obstáculos imaginarios. Y no porque sea fantástico, sino porque es diestro. Diríase un navegante que ama las tormentas, no por el espectáculo sino por la extraña satisfacción de llevar su bajel a un puerto cualquiera, fuera del derrotero indicado por el sentido común” (L. V. Mansilla).

Su intimidad es compartida con Manuelita y con Eugenia Castro. Su hija es la mediadora del Restaurador con el mundo externo ya que a medida que pasan los años aumenta su tendencia a la reclusión. Es ella la que aboga por la vida de algún condenado a muerte o quien lleva a su padre la propuesta del representante de alguna nación en guerra con la Argentina, lo que le confiere una aureola de depositaria y emisaria de las buenas nuevas. Rosas acepta , por estrategia, que sea ella la heroína y él el villano.

Su padre, el coronel Castro de la fuerzas rosistas, antes de morir entregó a su hija Eugenia para que don Juan Manuel la apadrinara y protegiera. Cumple en Palermo un

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rol a medio camino entre amante del amo y ama de llaves. La relación de Rosas con ella , de la que nacerán cinco hijos, será considerada por algunos como “higiénica” mientras que sus enemigos harán escándalo de ella. 

La no covencionalidad del gobernbador de Buenos Aires y virtual presidente argentino lo llevó a tener dos bufones, Eusebio de la Santa Federación y Biguá, con cuyas tropelías se divertía y a quienes a veces utilizaba apara incomodar a sus visitantes

Sin duda era capaz de crueldades, sobre todo contra lo que él consideraba traición a la Causa. Es decir a él mismo. Al yanqui Mac Cann le dirá que “veinte gotas de sangre, derramadas a tiempo, evitan el derramamiento de veinte mil”. En su campaña al Desierto instruirá al coronel Ramos, refiriéndose a los indios que fueran hechos prisioneros: “Como no hay dónde tenerlos seguros, mejor que mueran”.

Se entera de que un sujeto lleva la barba en U y su imaginación, mecánicamente, lo convierte en un hombre peligroso. Lo ve conspirando, arrastrando a otros, ensangrentando al país. Se exalta interiormente, se enfurece. Y convencido de que la justicia lo impulsa, de que va a salvar a la patria, toma la pluma y escribe: “Fusílese”. Todo unitario, salvo que tenga una conducta muy clara y viva aislado de sus congéneres, es para él un delincuente en potencia. 

La obra política de Rosas es típicamente antiliberal, pero no antidemocrática. Rosas gobierna para el pueblo, hace obra para el pueblo. Tiene algo de patriarcal. Rosas es el Tata de todos, la providencia del pobre. Su administración es antioligárquica, vale decir, lo contrario de las administraciones que le sucederán. Es erróneo pensar que el gobierno de Rosas resucita el régimen colonial. ¿Cuándo se vio en la Colonia moverse a las masas y mandar a los plebeyos? Es cierto que él sigue gobernando con las viejas leyes españolas; pero lo mismo han hecho sus antecesores. Las leyes votadas desde 1810 no fueron suprimidas de golpe, salvo las antirreligiosas. Como gobernante, Rosas no tiene sistema alguno. Es un gobernante esencialmente empírico, que base su obra en nuestras realidades.

Capítulo 84

 El ultimátum anglo-francés 

Rosas no se resigna a la separación de la Banda Oriental urdida por Gran Bretaña y Brasil en complicidad con los logistas y los rivadavianos que componían en 1820 el protounitarismo. Ordena a Oribe, aprovechando las circunstancias favorables del triunfo de “Arroyo Grande” y la renuncia francesa al bloqueo, que ponga nuevamente sitio a Montevideo.

Así como su amigo San Martín hablaba de la “Patria Grande” el Restaurador, envanecido por sus triunfos sobre las grandes potencias, concibe una “Argentina Grande”. Puede decirse que si el Libertador, que entrase en el Perú bajo la bandera chilena, es un héroe sudamericano, Rosas lo sería con características estrictamente nacionales. No conocerá otro país que el suyo, salvo la Inglaterra de su exilio.

En sus planes está, caído el gobierno de Montevideo y una vez instalado Oribe en el mismo, proponer su incorporación al “Pacto Federal”; en caso de que esto no fuese

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posible se consumaría una “Federación del Plata” de previsible enjundia por las luchas hasta entonces sostenidas mancomunadamente.

Consolidada la unión de ambas repúblicas no se demoraría una acción decidida para la recuperación del Paraguay, con lo que se frenarían las permanentes intenciones expansivas del Imperio portugués radicado en el Brasil.

Ante esa nueva situación podía descontarse las simpatías del americanista presidente de Bolivia, el liberal Manuel Belzú, caudillo popular de excelente relación con don Juan Manuel.

Este esquema, de posible ejecución, alarma a Brasil y a las potencias europeas, siempre atentas a debilitar a la Argentina del “tirano sangriento” que ha consolidado el apoyo de su pueblo. Ante la evidencia de que Oribe va a cruzar el Uruguay, el embajador Mandeville, siguiendo instrucciones de su gobierno, presenta al Canciller Arana una verdadera intimación, apoyado en el poderío de la escuadra anglo-francesa que navega hacia el Plata, convencido de amedrentar a don Juan Manuel. Se adhiere el representante de Francia, monsieur De Lurde, cuyas instrucciones le ordenaban seguir en todo a Mandeville.

La intimación, del 16 de diciembre de 1842, era fuerte:

“Siendo la intención de los gobiernos de Gran Bretaña y de la Francia adoptar las medidas que consideren necesarias para impedir que continúen las hostilidades entre las Repúblicas de Buenos Aires y Montevideo, el abajo firmado tiene el honor, de conformidad con su gobierno, de hacer saber que la guerra sangrienta debe cesar por interés de la humanidad y de los súbditos británicos, franceses y otros extranjeros(...) y para esto reclama:

“1°) La cesación inmediata de las hostilidades...

“2°) Que las tropas de la República Argentina (bien entendido que las de la República del Uruguay adoptarán la misma conducta) volverán a entrar en su territorio en el caso de haber pasado las fronteras.

“El abajo firmado pide a S.E. una respuesta lo más pronto posible(...) J. H: Mandeville”.

Rosas dio, desdeñosamente, la callada por respuesta. El ejército de Oribe siguió su marcha y cruzó el Uruguay.

Para apresurar la caída de Montevideo se dio orden el 19 de marzo de 1843 que el almirante Brown bloquease el puerto. La medida sería efectiva desde el 1° de abril para “todo buque que conduzca artículos de guerra, carnes frescas o saladas y cualquier clase de consumos”. Para no estirar demasiado la cuerda y ante la protesta de los comerciantes ingleses el 28 del mismo mes se aclaró que “no comprendía a los buques que viniesen de ultramar”.

Ello no impidió que el comodoro inglés John Brett Purvis se opusiera al bloqueo aduciendo altaneramente “no reconocer el gobierno de Su Majestad .Británica. a los

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nuevos pueblos de Sudamérica como potencias marítimas autorizadas para el ejercicio de tan alto e importante derecho como el bloqueo”. El marino, valiéndose de la fuerza, negaba la soberanía argentina. 

La prensa unitaria de Montevideo lo glorificará como a un héroe de la civilización y Purvis, envanecido por los elogios de Florencio Varela, Rivera Indarte, del Carril y los otros no se limitó a impedir el bloqueo de Brown sino que adoptó acciones beligerantes en contra de la débil escuadrilla argentina, obligándola a evacuar la isla de “Ratas” donde almacenaba la escasa pólvora de que disponía.

Pero el acuerdo entre Inglaterra y Francia no se desarrollaba con fluidez. Las idas y vueltas de eran constantes. El protectorado francés de Tahití fue finalmente aceptado por el primer ministro británico Lord Aberdeen a cambio de que Francia dejaría “manos libres” a su país en el resto de Oceanía y no objetaría las misiones protestantes y las empresas comerciales en el reino de la reina Pomaré. 

También se llegó a un acuerdo en el discutido asunto de los “matrimonios españoles”. Aberdeen y su par francés Guizot convinieron en retirar mutuamente las candidaturas de Leopoldo de Sajonia-Coburgo y del duque de Montpensier a la mano de Isabel II. La casarían con el infante Carlos, primogénito del pretendiente carlista, terminando de paso la guerra civil latente desde el “Convenio de Vergara” de 1837.

Algo más salió de ese “entendimiento”: una escuadra francesa zarpó para Méjico a exigir explicaciones al presidente Bustamante por el “agravio al honor”, ya que su gobierno se negaba a indemnizar a un confitero francés a quien algunos soldados le habían comido unos pasteles sin pagarle. El almirante Baudin, al frente de la fuerza, no se limitó a bloquear el puerto de Veracruz y cañoneó y destruyó el fuerte que guarnecía la plaza. El nuevo presidente méjicano, Santa Ana, quien combatiendo en Ulúa había perdido una pierna, bajó el testuz llegándose a un arreglo: Méjico indemnizaría a Francia con 600.000 francos que recibiría el diplomático barón Deffaudis, quien poco después sería designado para también someter al gobierno de Buenos Aires; Inglaterra, por su parte, sacó un excelente tratado de esclavatura y comercio.

En abril de 1843 todo estaba listo para la agresión contra la Argentina. A la ya poderosísima alianza se agregaría la brasileña, siempre atenta a toda posibilidad de expandirse hacia el río de la Plata y facilitada por el matrimonio del príncipe de Joinville, tercer hijo de Luis Felipe de Francia, con la princesa portuguesa Francisca de Braganza, hermana del emperador Pedro II, efectuado en Río de Janeiro en mayo de 1843. A partir de allí el gabinete de Brasil instruyó a sus embajadores Cansançao de Saninbú y a Duarte de Ponte Ribeiro, en Montevideo y en Buenos Aires respectivamente, de hostilizar a la confederación. 

Capítulo 85

 Era una delicia

José Hernández, que ha conocido los últimos años del gobierno de Rosas, hace que su Martín Fierro evoque con nostalgia aquel tiempo dichoso para los gauchos:

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“(...)Yo he conocido esta tierra en que el paisano vivía,y su ranchito teníay sus hijos y su mujer...Era una delicia el vercómo pasaba los dias

Entonces...cuando el lucerobrillaba en el cielo santoy los gallos con su cantonos decian que el día llegaba,a la cocina rumbiabael gaucho...que era un encanto

Y sentao junto al jogóna esperar que venga el díaal cimarrón le prendíahasta ponerse rechonchomientras su china dormíatapadita con su poncho.

Y apenas el horizonte empezaba a coloriar,los pájaros a cantar,y las gallinas a apiarse,era cosa de largarsecada cual a trabajar(...)”

Luego vendría el infortunio. 

Capítulo 86

 Daremos a la América el ejemplo

 

Ousley y Deffaudis serán los nuevos embajadores de Inglaterra y de Francia ante Rosas para preparar y ejecutar la “intervención”.

El primero era un pariente del general Whitelocke. “Parecía que el destino hereditario de esa familia fuera presidir los desastres británicos en el Río de la Plata”(...)Pertenecía a esa numerosa escuela de “expertos” que hablan libremente de los políticos sudamericanos como si en Sud América hubiese una indiferenciada clase de salvajes sin personalidad, moralidad y objetivos razonables en su actuación. Un hombre con semejantes condiciones era lo menos indicado para luchar con alguien del calibre y la sutileza del general Rosas” (L. Ferns)

El ministro Guizot había nombrado al barón Deffaudis como concesión al chauvinista Thiers. La elección resultó desacertada pues era un “halcón” que no distinguía matices y obró en el Río de la Plata con la misma testaruda prepotencia, que él llamaba “energía”,

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desplegada en Méjico en 1838 cuando terminó cañoneando la fortaleza de San Juan de Ullúa. 

Deffaudis soñaba con hacer de Montevideo un centro de irradiación francesa. En 1847, al regreso de su fracasada misión, escribe en París que si se lo hubiera dejado proceder habría 100.000 franceses en dicha ciudad, lo que hubiese obligado a los “indígenas” de ambas bandas del Plata a cederles su el lugar .“¡Qué fuente de prosperidad no habría sido aquello para Europa! He aquí en la sola República Oriental lugar y fortuna para la más vasta emigración. Y todos los territorios vecinos, tan despoblados y tan fecundos, ¿se cree que no habrían sido pacífica y fructuosamente invadidos a su vez?”. 

Ahora se entiende mejor la necesidad de las potencias europeas de mantener la independencia oriental.

Rosas saluda a los nuevos embajadores, cuyas intenciones no desconoce, haciendo publicar el 30 de abril de 1847 en la “Gaceta Mercantil”:

“¿Qué es la intervención sino la conquista? ¿Y qué perspectivas ofrece la conquista sino la seguridad de quedar arrasados los intereses británicos y franceses en estos países? 

“Mirada la intervención en su influencia sobre las repúblicas del Río de la Plata ofrece la seguridad de una resistencia formidable, favorecida por una situación ventajosa que todo el poder combinado de los interventores no alcanzaría a dominar. 

“¿Qué harán las escuadras interventoras? ¿Bloquearán desde Buenos Aires a la Patagonia o franquearán la navegación a cañonazos? En el primer lugar bloquearán su propio comercio, en el segundo ¿dónde hallarían mercados y expendio para su comercio?... 

“(...)No encontrarán sino enemigos implacables que los recibirán en las puntas de sus lanzas o entregarán a las llamas sus importaciones detestables por su origen”.

También en el “Teatro de la Victoria” se organiza una gran fiesta cívica. El actor Manuel Lacasa recita una “Oda Patriótica” compuesta para la ocasión por el autor del “Himno Nacional”, Vicente López y Planes, otro de los que con el tiempo traicionarían a don Juan Manuel, jurando como el primer gobernador de Buenos Aires designado por Urquiza después de Caseros:

“Se interpone ambicioso el extranjero,su ley pretende al argentino dar,y abusa de sus naves superiorespara hollar nuestra patria y su bandera, y fuerzas sobre fuerzas aglomera que avisan la intención de conquistar”.

“¡Morir antes! Heroicos argentinos¡Que de la libertad caiga este templo!¡Daremos a la América el ejemplo

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que enseñe a defender la libertad!Un gobierno prudente, sabio, fuerte, nuestros destinos en su mano tiene.Y si él halla la guerra inevitable ¡a batalla intrépidos volemos!”.

 

 

 

Capítulo 87

 Por el bien parecer

Por causa de las guerras casi no hay familia, sobre todo en la clase media e inferior, que no tenga algún muerto. La ciudad presenta un aspecto lúgubre con tanta gente de negro deambulando por sus calles.

Rosas, que en su decreto no puede invocar este motivo, se refiere a costos: “Por el bien parecer y para evitar el desagrado de los parientes, se ocasionan gastos exorbitantes”.  

Capítulo 88

 Los bonoleros

 

Manuelita: Tatita, los gringos esperan hace ya un rato largo

Rosas: (DANDO UN RESPINGO) Cierto, me había olvidado, hágalos pasar. ¿Recuerda lo que le dije?

Manuelita: ¿Sobre Biguá y Eusebio? Claro que me acuerdo...

Rosas: Cuando escuche mi tos me los manda a esos para adentro.

(MANUELITA SALE. A LOS POCOS SEGUNDOS REGRESA PRECEDIENDO A UN GRUPO DE INGLESES CON ASPECTO DE RICOS).

Rosas: ¡Adelante, adelante! (MUY AMABLE) Tomen asiento por favor, son bienvenidos a esta casa. (LUEGO DE SALUDARLO, LOS INGLESES SE SIENTAN, ATENTOS Y ESPERANZADOS) Vamos a ir al grano, directamente. Los he citado en su carácter de representantes en el Río de la Plata de los tenedores de bonos correspondientes al empréstito británico, es decir de los “bonoleros”.

Un representante (FATUO, CORRIGIENDOLO): “Boneholders” (FONETICA: “BOUNJOULDERS”), señor Gobernador ...

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Rosas: (HACIENDO CASO OMISO) De aquí en más la Confederación Argentina, cuya jefatura ejerzo con la aprobación de todas las provincias que la componen, comenzará a pagar a todo bonolero sus intereses correspondientes y que por distintos motivos no habían podido cobrar hasta la fecha (MURMULLO DE APROBACIÓN Y SORPRESA).

Otro representante: (CONTENTO) Nos alegramos enormemente por la decisión y se lo agradecemos, señor Gobernador.Rosas: ¿Agradecer? Por favor, caballeros, soy yo quien en nombre del gobierno argentino debo pediros disculpas por la demora en dar satisfacción a reclamos tan justos como los vuestros, pero ya lo dice el refrán: “más vale tarde que nunca” (RISAS OBSECUENTES DE LOS “BONOLEROS”. ROSAS TOSE. LA PUERTA SE ABRE Y ENTRAN LOS DOS BUFONES).

ROSAS: (FINGE DISGUSTO Y SORPRESA) Pero... ¿quién les ha dado permiso para entrar en mi despacho? (BIGUA CORRE A EUSEBIO ESGRIMIENDO UN TOSCO REVOLVER DE MADERA) Les ruego disculpen esta intromisión.

Biguá (HABLA CON TONO EXTRANJERO, IMITANDO A UN GRINGO): ¡Dame todos los patacones que llevás encima, gaucho atorrante!Eusebio (FINGIENDO ESTAR MUY ASUSTADO): Sí, mister, tome, esto es lo único que tengo (LE ENTREGA ALGUNAS PIEDRITAS QUE SIMULAN SER MONEDAS).

Bigua (LUEGO DE CONTAR AVIDAMENTE LAS MONEDAS) : No me alcanzan, necesito más (VUELVE A AMENAZAR A EUSEBIO CON SU ARMA) ¡Arriba las manos y entrégueme todos sus patacones, gaucho apestoso!.

Eusebio: Pero, míster, si usted me acaba de robar, no tengo nada para darle...

Biguá (HACIENDOSE EL CONFUNDIDO): Y, entonces ¿cómo hacemos? (AMBOS BUFONES FINGEN PENSAR).

Eusebio: Ya sé, tengo una idea, déme su revolver (BIGUA SE LO ENTREGA) Yo robo a otro así usted me puede robar a mí ¿de acuerdo? (EUSEBIO SE DIRIGE A UNO DE LOS “BONOLEROS” Y LE APUNTA CON SU “ARMA”) Arriba las manos, míster, entrégueme todas sus monedas.

Rosas (RIE EXCESIVAMENTE, FESTEJANDO A SUS BUFONES MIENTRAS LOS ECHA CON UN ADEMÁN. LOS “BONOLEROS”, EN CAMBIO, SE MANTIENEN SERIOS) Sepan disculpar a estos entrometidos .

Un representante: ¡Y desde cuando comenzará a aplicarse esa medida?

Rosas: Desde hoy mismo, de manera que ya mañana podrán pasar por la Tesorería Nacional a cobrar los intereses de sus representados.

Otro representante (EUFÓRICO): Hoy, sin tardanza, escribiremos a Lndres comunicando la buena nueva.

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Rosas (DESPIDIENDOLOS): Muy bien, señores, asuntos de estado reclaman mi atención, de manera que me veo obligado a despedirme de ustedes. Si lo desean, mi hija Manuelita tendrá mucho gusto en enseñarles los jardines de esta casa. (LOS “BONOLEROS” SE DESPIDEN, CONTENTOS Y OBSEQUIOSOS. CUANDO ESTAN A PUNTO DE SALIR ROSAS LOS DETIENE) Ah, caballeros, olvidaba decirles algo: que nuestra voluntad de pagar dichos intereses es tan férrea que sólo podrá alterarse por causas de fuerza mayor.

Representante (PREOCUPADO): ¿Qué causas, por ejemplo?

Rosas: No tienen por qué preocuparse pues deberían producirse circunstancias altamente improbables, por ejemplo una intervención extranjera en contra de nuestro país.

(LOS BONOLEROS SE MIRAN ENTRE SÍ) 

 

Capítulo 89

 Cuántos auxilios estén en su poder

 

Muchos unitarios no sintieron escrúpulos en asociarse a la invasión anglofrancesa contra su propia patria como ya lo habían hecho años antes con el bloqueo francés. Su pretexto sería la lucha contra la tiranía.

Florencio Varela fue comisionado para recorrer las cortes europeas alentando la intervención en el Plata. Los fines de su misión fueron cuatro: 

1) Apurar la intervención armada inglesa, o anglo-francesa si así lo quisiere el gabinete británico, salvando con el apoyo de una facción argentina el problema de cómo presentar al mundo una agresión contra una nación soberana, ya que entonces podía disimulársela como un “humanitario apoyo a los luchadores contra la tiranía”.

2) Separar Entre Ríos y Corrientes de la Confederación Argentina constituyéndolas en un nuevo estado bajo la protección inglesa. 

Ya hemos señalado que es Rosas quien instala en nuestra historia el concepto de soberanía territorial en oposición a su adversarios que en su internacionalismo europeizante no vacilan en “obsequiar” provincias con tal de recuperar sus privilegios. 

En sus “Memorias” póstumas dirá el general Paz que Varela antes de emprender el viaje “ tuvo conmigo una conferencia en que me preguntó si aprobaba el pensamiento de la separación de Entre Ríos y Corrientes para que formasen un estado independiente. Mi contestación fue terminante y negativa(...) el señor Varela desempeñó su misión, y por lo que después hemos visto me persuado de que hizo uso de la idea de establecer un Estado independiente entre los ríos Paraná y Uruguay, lo que se creía que halagaría mucho a los gobiernos europeos, particularmente al inglés”.

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Olvida o miente Paz pues él también, durante la excursión invasora, fomentará la idea de la “República de la Mesopotamia” de la que hubiese sido “presidente”. El 4 de octubre de 1845 , desde Villanueva, escribirá al griego Jorge Cardassi, jefe de la escuadrilla correntina: 

“Todo induce a creer que dentro de muy poco aparecerán en el río velas enemigas del tirano del Plata y dispuestas a darnos la mano (...) En ese caso, dispensando las mayores consideraciones a tan distinguidos huéspedes, se previene a V. que ofrezca las costas de estas provincias para que puedan refrescar víveres y les suministre cuantos auxilios esté en su poder(...) Está V. autorizado para cooperar con ellos en cualquier operación que tenga por objeto hostilizar al enemigo”.

Independizar la “República de la Mesopotamia”, anhelo del imperialismo fragmentador, llegó a ser una obsesión para todos los enemigos de Rosas, también años más tarde para Urquiza, aunque afortunadamente después de Caseros abandonó el proyecto que estuvo ostensiblemente en los planes de los uruguayos complicados en la alianza del caudillo entrerriano con el Imperio del Brasil y con Francia: 

“El gobierno del Imperio ya cree inevitable la guerra con Rosas; cree de su interés contener las ambiciones de Rosas sobre el Paraguay y el Uruguay, pues que la posesión de estos dos países le daría recursos inmensos de hombres especialmente; que la cooperación de la Francia es conveniente(...) y después se dé la solución definitiva a la cuestión creando otra república intermedia compuesta del Entre Ríos y Corrientes bajo la dirección de Urquiza que lo desea. Ahí está tu idea y la mía. Si luego tenemos la fortuna de ligarnos los tres y el Brasil por buenos tratados, nuestro porvenir está asegurado” (Carta de J. Ellauri, embajador uruguayo ante Francia a su canciller, M. Herrera y Obes, octubre 3 de 1850).

3)Establecer la libre navegación del Plata y sus afluentes, o dicho en otros términos renunciar a la soberanía argentina sobre los ríos interiores, es decir justificar por parte de argentinos uno de los propósitos ostensibles de la intervención anglofrancesa de 1845. Los adelantos de la navegación a vapor hacían codiciar a Inglaterra el derecho a navegar el Paraná y el Uruguay. 

Las instrucciones a Varela mencionaban también no presentar objeciones al posible monopolio fluvial de una casa inglesa.

4) Garantizar definitivamente la paz con la intervención permanente de Inglaterra en los Estados del Plata. El 19 de junio de 1844, antes de partir en su misión “patriótica”, Varela escribe a Magariños de Mello, jefe de la diplomacia brasilera, contándole sin pudor que se propone “gestionar arreglos permanentes de estos negocios del Río de la Plata”. 

La respuesta del hábil Magariños de Mello no se hace esperar: si Varela “creía necesario, en primer lugar, la intervención armada para imponer la paz, ocupar Buenos Aires y derrocar al tirano, debe ser suficientemente subrayado que lo fundamental era obtener una garantía británica permanente que afianzara la paz y las instituciones y permitiera el progreso de estos países acabando para siempre con la anarquía y la guerra. Esa garantía permanente equivale, dejando a un lado eufemismos, a un

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protectorado sobre estos países (...)”. No tendrá inconvenientes en aconsejarle que “ proclame sin ambajes el derecho de intervención tanto como su necesidad”. 

Bien sabía Pedro II lo fácil que le era entenderse con Gran Bretaña, con cuya corona estaría ahora emparentado, y sin olvidar que ambas naciones habían sido aliadas mucho tiempo para enfrentar a Napoleón. Y tampoco desconocía lo útil que era esa extraña complicidad de destacadas personalidades del río de la Plata que se comprometían activamente en la planificación y en la ejecución de una invasión a su propia patria.

Las razones de esto las expresaría el lúcido y sincero Juan B. Alberdi en 1847: “Pensaron los jóvenes que mientras prevalezca el ascendiente numérico de la multitud ignorante y proletaria, revestida por la revolución de la soberanía popular, sería siempre reemplazada la libertad por el régimen del despotismo de un solo hombre, y no había más medio de asegurar la preponderancia de las minorías ilustradas que dándoles ensanchamiento por conexiones y vínculos con influencias civilizadas traídas de afuera (...) Absurdo o sabio éste era el pensamiento de los que entonces apoyaban la liga con las fuerzas extranjeras para someter el partido se la multitud plebeya capitaneado y organizado militarmente por el general Rosas”.

Más claro, agua. El problema con Rosas era, y sigue siendo, su liderazgo de “la multitud plebeya” a la que capitaneaba y daba una sólida organización militar, con lo que amenazaba “la preponderancia de la minoría ilustrada” que hasta entonces y desde entonces prevalecería en nuestra patria, inevitablemente enemiga por sus privilegios y sus intereses de “la revolución de la soberanía popular” encarnada por el Restaurador. Cualquier recurso era bueno para “someter” a esa expresión de los sectores populares. Inclusive la traición a la patria.

No era la libertad lo que estaba en juego, sino la revolución social. Rosas no era indeseable por ser un tirano sino por ser el líder de la plebe que buscaba su lugar en la sociedad y en la Historia. 

Todo estaba armado para terminar con él. Pero con lo que Inglaterra, Francia, Brasil y los unitarios no contaban era con la obstinación del gobernador de Buenos Aires, “esa terquedad llamada Patria” que lo había hecho famoso en todo el mundo, como también lo reconocería Alberdi, capaz de sinceridades que lo malquistarían con los “libertadores”, en su artículo “La República Argentina 37 años después de la Revolución de Mayo”:

“Simón Bolivar no ocupó tanto el mundo con su nombre como el actual gobernador de Buenos Aires. El nombre de Washington es adorado en el mundo, pero no más conocido que el de Rosas. Los Estados Unidos a pesar de su celebridad, no tienen un hombre público más conocido que Rosas. Se habla de él popularmente, de un cabo al otro de América, sin haber hecho tanto como Cristóbal Colón. Se lo conoce en el interior de Europa, no hay lugar en el mundo donde no sea conocido su nombre porque no hay uno donde no llegue la prensa que hace diez años repite su nombre. 

“¿Qué orador, qué escritor célebre del siglo XIX no lo ha nombrado, no ha hablado de él muchas veces?(...) Dentro de poco será un héroe de romance(...) La República Argentina ha avanzado en celebridad y nombradía(...) El “Times” de Londres, primer papel del mundo, se ha ocupado quinientas veces de Rosas no importa en qué sentido.

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La “Revista de los Dos Mundos”, “El Constitucional”, “La Prensa”, “El Diario de Debates” y todos los periódicos de París se ocupan del Plata hace ocho años con tanta frecuencia como de un estado europeo. 

“El oro argentino es el primero que se halla empleado para comprar escritores extranjeros, en Europa y este continente, con el fin de que se ocupe de Rosas. No hay prensa más conocida en toda la América del Sud que la de Buenos Aires. Rosas ha dado tanta atención a su prensa como a sus ejércitos”. 

Capítulo 90

 Tablas de sangre

 

Las potencias europeas necesitaban buenos pretextos para la “intervención” rioplatense. Por ejemplo algún documento que reforzara la imagen sanguinaria que Juan Manuel de Rosas se había ganado con sus excesos, hábilmente exagerados y propagandizados por sus enemigos de Montevideo. Florencio Varela encargó su confección al escriba José Rivera Indarte.

Nadie mejor indicado. Su odio a Rosas era mayúsculo: había sido federal, miembro de la sociedad Popular Restauradora y a su pluma pertenecía el “Himno a Rosas” (“¡Oh, Gran Rosas, tu pueblo quisiera / mil laureles poner a tus pies...!”).

Según los unitarios cruzó el río, como tantos otros, asqueado por las tropelías del rosismo. Según los federales debió escapar de Buenos Aires procesado por estafa y falsificación de documentos y no perdonaba que Rosas no hubiese hecho nada por salvarlo.

En 1843 se le encargan las “Tablas de sangre”, inventario de las atrocidades atribuibles al Restaurador. Los partidarios de don Juan Manuel, citando el “Atlas” de Londres del 1° de marzo de 1845, en articulo reproducido por Emile Girardin en “La Presse” de París, afirman que la casa “Lafone & Co.”, concesionaria de la aduana de Montevideo, habría pagado la macabra nómina a un penique el cadáver. 

Juntó 480 muertes y le atribuyó a Rosas todos los crímenes posibles: el de Quiroga y su comitiva, Heredia, Villafañe, etc., enunció nombres repetidos y otros individualizados por las iniciales N.N. Los métodos variaban: fusilamientos, degüellos, envenenamientos (uno con masitas en una confitería), etcétera. De ser ciertas las imputaciones del rosismo, los 480 cadáveres habrían reportado dos suculentas libras esterlinas para Rivera Indarte...Pero la lista no terminaba allí ya que las “Tablas” agregaban 22.560 caídos y posibles caídos en todas las batallas y combates habidos en la Argentina desde 1829 en adelante.

El informe que Varela llevó consigo inventariaba otros actos bárbaros que justificarían la intervención extranjera por motivos de “humanidad”: las “costosas festividades” que celebraban los aniversarios de la suba al poder de Rosas mientras las rentas de la Universidad eran desviadas al ejército en 1838 “para defender su tiranía”. Los procedimientos para matar eran escalofriantes: “las cabezas de las víctimas son puestas

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en el mercado público adornadas con cintas celestes”, los deguellos se hacían “con sierras de carpintero desafiladas”.

Rivera Indarte agregó como apéndice su opúsculo: “Es acción santa matar a Rosas”. En él se revela que “su hija ha presentado en un plato a sus convidados, como manjar delicioso, las orejas saladas de un prisionero”. También Rosas “ha acusado calumniosamente a su respetable madre de adulterio (...) ha ido hasta el lecho en que yacía moribundo su padre a insultarlo”. Y como si todo esto no fuera suficiente: “Es culpable de torpe y escandaloso incesto con su hija Manuelita a quien ha corrompido”.

La casa “Lafone & Co.”, financista de las “Tablas de sangre”, era materialmente dueña de Montevideo: en 1843 había comprado las rentas de la Aduana hasta 1848, lo que le significaría una gran ganancia si el puerto de Buenos Aires fuese bloqueado por potencias extranjeras decididas a imponer “orden y civilización”. Era también propietaria de la “Punta del Este” y de la isla “Gorriti”, y se le había concedido en exclusividad la caza de lobos marinos en la isla “de Lobos” por trece años.

 

Capítulo 91

 El chacal mercenario

 

Las jóvenes corrían despavoridas por las calles de “Colonia del Sacramento”, aullando de terror con sus ropas desgarradas. Los saqueadores arrasaban con todo lo que encontraban. El cielo parecía cobrar vida con el relumbre de los incendios.

El jefe de los vándalos, nacido en Niza pero criado en Italia, echó las culpas a la “difícil tarea de mantener la disciplina que impidiera cualquier atropello, y los soldados anglofranceses, a pesar de las órdenes severas de los almirantes, no dejaron de dedicarse con gusto al robo en las casas y en las calles. Los nuestros, al regresar, siguieron en parte el mismo ejemplo aun cuando nuestros oficiales hicieron lo posible por evitarlo. La represión del desorden resultó difícil, considerando que la colonia era pueblo abundante en provisiones y especialmente en líquidos espirituosos que aumentaban los apetitos de lo virtuosos saqueadores”. Ni siquiera la iglesia se libró de los desmanes, ya que en ella se celebró la victoria con orgías y borracheras. 

Días después, la escuadra de mercenarios italianos, con sus talegos rebosantes de oro y plata, leva anclas y se interna en Uruguay.

Al llegar a Gualeguaychú repite el saqueo. El pueblo estaba desguarnecido y fue presa fácil de quienes estaban a las órdenes de la escuadra anglofrancesa que invadía las Provincias Unidas del Río de la Plata, y desarrollaron sin inconvenientes su cruel codicia y lujuria. “Durante dos días los legionarios saquearon las casas de familia y principalmente las de comercio”, dice Saldías apoyándose en las protestas de los comerciantes (sardos, españoles, portugueses y franceses) que la “Gaceta Mercantil” publicó el 23 de octubre.

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El jefe de los saqueadores, a quien los diarios de Buenos Aires apostrofaban como “el chacal de los tigres anglofranceses”, se disculpará en sus “Memorias”: “El pueblo de Gualeguaychú nos alentaba a la conquista por ser un verdadero emporio de riqueza, capaz de revestir a nuestros harapientos soldados y proveernos de arneses (...) Adquirimos en Gualeguaychú muchos y muy buenos caballos, la ropa necesaria para vestir a toda la gente, los arneses de la caballería y algún dinero que se repartió entre nuestros pobres soldados y marineros que tanto tiempo llevaban de miseria y privaciones”. 

No tendrá la misma suerte en Paysandú el 30 de setiembre de 1845, cuyo asalto intentó con el apoyo de la escuadra de Inglefield y Lainé pero es rechazado por la briosa defensa del coronel Antonio Díaz; hace entonces un intento contra Concordia siendo también heroicamente rechazado.

Después de reparar sus pérdidas en el “Hervidero”, bajo la protección de los cañones anglofranceses, caerá a fines de octubre en la inerme Salto que saquea salvajemente desquitándose de las anteriores frustraciones y participando personalmente en la operación.

El jefe mercenario de esta horda salteadora era Guiseppe Garibaldi, que años más tarde se constituiría en el héroe de la unidad italiana y prócer nacional de Italia.

 

Capítulo 92

 Las tres cadenas

 

Una gesta heroica en que las armas argentinas lucharon contra las dos escuadras más poderosas del mando y que hizo escribir al general San Martín, textualmente, que “esta contienda en mi opinión es de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación” fue ocultado, desdibujado y disminuido en los textos oficiales de historia, por el principal motivo de que su protagonista fue don Juan Manuel de Rosas.

La poderosa expedición naval de máximas potencias europeas aliadas por los ríos interiores de nuestra patria fue motivada por la negativa del gobierno del Restaurador de conceder su libre navegación , frente a las altaneras exigencias de los representantes de Francia e Inglaterra quienes amparaban con tales pretensiones intereses comerciales de vender sus productos en el seno de la América del Sur en mercados como el boliviano, el paraguayo, las provincias argentinas del Litoral y el sur del Brasil, sólo alcanzables remontando el Paraná y el Uruguay.

En aquellos días se trataba de enriquecerse a toda costa según el novísimo orden liberal reinante, a fuerza de buscar mercados vírgenes para su comercio y con ello edificar fortunas rápidas, de ser preciso mediante cañonazos. Con entrenada astucia se presentaban los europeos bajo caretas de civilizadores humanitarios, de largas miras progresistas, y directa o indirectamente mezclábanse en los complicados y apasionados líos de la política interna local, para sacar provecho de unos y otros.

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Para Inglaterra, la gran nación marinera mundial por excelencia, los nuevos países de venta se descubrieron primero en el Lejano Oriente: la India, la China y el Japón. Francia también se lanzó en busca de colonias, aunque encontró dificultades: la conquista de Argel y de su “hinterland”, después de enconadas luchas y complejas alternativas, terminó recién en 1854, nueve años después de “Obligado”.

La Confederación Argentina había evitado, por el extraordinario patriotismo de sus habitantes que se sobrepuso a la defección de las tropas regulares españolas, la anexión definitiva a Gran Bretaña en las heroicas jornadas de 1806 y 1807, y también en 1838 derrotó a las aspiraciones coloniales de Francia. Pero ello no escaldaría a los europeos que codiciaban sus excelentes perspectivas para un rentable mercado comercial. 

Era notorio entonces que los ministros francés e inglés, Deffaudis y Ouseley, así como otros representantes aliados, se beneficiaban de las rentas que cobraba la Aduana de Montevideo, además de otros emprendimientos comerciales, principalmente el contrabando que burlaba su propio bloqueo, al que no sería ajeno, según se cuchicheaba, el gobernador de Entre Ríos y jefe del Ejército de la Confederación, Justo José de Urquiza. 

Ello explica la intención manifiesta de ambos representantes diplomáticos de las potencias europeas de extender sus relaciones comerciales hacia las ciudades del litoral, ejerciendo franca hegemonía en ese sentido, y procurar que el conflicto durase lo más posible.

Bien lo sabían los aliados y no podían echar en olvido, aquellos párrafos tan significativos de la carta que sir Home Popham dirigiera a su amigo londinense Mr. Evan Napean , el 29 de Julio de 1806, durante su fugaz victoria rioplatense: 

“Este es el mejor país que yo he conocido, necesitado de las manufacturas británicas y con sus almacenes repletos de productos del país, listos para ser enviados de retorno. No hay duda de que un afianzamiento de la situación de los aliados en el río de la Plata los colocaría en condiciones de desarrollar sin inconvenientes una amplia acción por los ríos interiores, una vez establecida su libre navegación, con prerrogativas especiales para Francia e Inglaterra, a modo de monopolio, asegurando así los valores en juego”.

En Montevideo, el gobierno proeuropeo y prounitariode Rivera había concedido al comercio inglés el privilegio de navegación por el río Uruguay, de acuerdo con el tratado de 1842, pretendiendo los europeos ahora igual derecho en el Paraná. Las consecuencias que podrían derivar de tal concesión las destacaba bien a las claras el ministro argentino en Londres, Manuel Moreno, en nota a Rosas del 2 de julio de 1845: “El Imperio Británico en la India empezó por el pequeño “Fuerte de San Jorge”. Ese inmenso dominio ha sido obra de una compañía de comerciantes”.

En las instrucciones entregadas al ministro inglés por su gobierno se lo autorizaba al empleo de la fuerza para exigir del almirante Brown el levantamiento del bloqueo, en caso de no acceder Rosas a la petición amistosa de los mediadores, o bien para tomar posesión de la isla de Martín García o de cualquier otro punto necesario para el desarrollo del programa trazado. Similares eran las instrucciones del embajado francés Deffaudis.

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Capturados los buques de guerra argentinos en el mismo puerto de Montevideo y ante las sangrientas incursiones a los pueblos ribereños del río Uruguay por parte del mercenario italiano Giuseppe Garibaldi y su flotilla, al gobierno de Rosas no le quedó otra alternativa que prepararse para repeler la invasión en el Paraná.

Los europeos pretendían, además, establecer un contacto con los unitarios de Corrientes a las órdenes de Paz.

Comprendió el Restaurador la gravedad de la situación y el 13 de agosto de 1845 dirigió a su cuñado, el general Lucio N. Mansilla, una nota participándole que el coronel Francisco Crespo se le incorporaría con los buques de guerra y demás elementos bajo sus órdenes y aconsejándole contemplar la necesidad de “constituir cuanto antes en la costa firme del Paraná una batería en el punto más aparente para ofrecer una resistencia simultánea, de modo que la escuadra enemiga no pueda pasar más adelante”. Esta decisión provocaría el celoso encono de Urquiza, ya que su rango y su importancia era mayor que la de Mansilla, pero el Restaurador, que desconfiaba de sus conversaciones con los sitiadores y con los brasileños, creyó tranquilizarlo argumentando que lo necesitaba para impedir la invasión de las fuerzas de Rivera, acantonadas en la frontera de la Banda Oriental.

Mansilla, consiente de su gravísima responsabilidad, después de algunas vacilaciones resolvió fortificar con todos los elementos disponibles el sitio llamado “Vuelta de Obligado”, por su extraordinaria posición estratégica, como consigna en su parte a Rosas: “(...)por la vuelta que hace el río en una punta saliente y difícil de remontarse con el viento, a quien viene navegando, debido al cambio que hace de rumbo el canal principal”.En dicho sitio, además, el curso del Paraná se estrecha pronunciadamente dejando un paso de sólo 900 ms. de ancho. En la ribera izquierda se extiende la costa pantanosa de Entre Ríos pero en la ribera de enfrente, bonaerense, se eleva una amplia barranca cuya plataforma, que avanza bastante sobre la llanura, domina el río casi a pico.

Allí fueron emplazadas cuatro baterías armadas con cañones de grueso calibre: la primera en un ángulo de la barranca, otras dos de tiro rasante en la parte baja del plano inclinado, y la cuarta, que dominaba todo, situada sobre la cresta de la plataforma. El río estaba cerrado por una barrera formada por 24 barcos atados entre sí con tres gruesas cadenas de hierro. En uno de los extremos y sobre la ribera derecha colocáronse diez brulotes, prontos a ser encendidos y dirigidos contra los barcos enemigos, y en el otro extremo, mas allá de la barrera de barcos acoplados, anclado a modo de batería flotante, un bergantín grande y bien armado.

El total del armamento de las citadas baterías alcanzaban una veintena de cañones y las tropas defensoras, unos dos mil quinientos hombres, entre soldados y paisanos. Todo eso era poco y nada ante el poderío de las escuadras invasoras: 

La inglesa: Vapor Gorgón (insignia) de 6 cañones.Vapor Firebraud de 6 cañones. Corbeta Cadmus de 18. Bergantín Philomel de 10. Bergantín Dolphin de 3.Bergantín de 1. Además de las dotaciones de cada buque, iban 600 infantes de marina para desembarcos. 

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La francesa: Vapor Fulton de 2 cañones de 80. Fragata San Martín (insignia) de 18 cañones. Corbeta Expeditive de 16. Bergantín Pandour de 10. Goleta Procida de 3. Con 200 infantes de marina.

Además de los once buques de combate, iban barcas carboneras para servicio de los vapores, artilladas con un cañón cada una. 

El armamento era el más moderno: los cañones ingleses Peysar eran los primeros rayados que se empleaban en la guerra; los buques franceses estaban dotados del modernísimo cañón-obús Paixhans, que disparaba balas de 80 libras; los cohetes a la Congreve, ingleses, si bien no eran de reciente invención no habían sido usados aún en América y se esperaba que fuesen de mortífero efecto contra las baterías costeras.

Don Juan Manuel de Rosas hacía suyas las palabras del duque de Wellington, el vencedor de Napoleón: “Un gran país no puede tener una guerra pequeña”. 

Capítulo 93

 Sabemos rehacer la historia

"Necesito y espero de su bondad me procure una colección de tratados argentinos, hecha en tiempos de Rosas, en que están los tratados federales, que los unitarios han suprimido después con aquella habilidad con que sabemos rehacer la historia", escribe Sarmiento a Nicolás Avellaneda, desde Nueva York, en carta fechada 16 de diciembre de 1865. 

Capítulo 94

 La Argentina no es China

 

Cuando una emperatriz china, que sin duda amaba a su pueblo, prohibió bajo pena de muerte el consumo de opio e hizo destruir el que los negociantes ingleses importaban de la India, la Armada de Su Graciosa Majestad, fiel al principio de que el pabellón cubre la mercancía, bombardeó los puertos sobre el Mar Amarillo y obligó al entonces “gigante dormido” a indemnizar hasta el último gramo del estupefaciente comisado. 

Se apropió , como al pasar, de Hong Kong y para castigar con mayor ejemplaridad la pretensión china de ejercer poder de policía en su propia jurisdicción, impuso en el “tratado” de Nankín una cláusula por la cual China aceptó la entrada del opio como si se tratara del espárrago o la arveja.Entonces, la “economía social de mercado” no se predicaba con puntero, pizarrón, premios y becas como ahora, se aplicaba con la brutal franqueza del business are business a cañonazo limpio.

Pero en la Argentina de Rosas las prepotentes intrusas comprenderían que sus habitantes no eran “empanadas que se comen de un bocado”, como escribiría San Martín. El 20 de noviembre, por la mañana, cuando se levantó la niebla comenzó el combate que fue violento y encarnizado.

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Las baterías argentinas sufrieron el rigor de un cañoneo demoledor. Tres buques ingleses lograron ponerse en posición de ataque frente a ellas pero recibieron un fuego intenso que les ocasionó graves pérdidas. 

El capturado “San Martín”, enarbolando la insignia del comandante francés Trehouart, logró tomar posición pero, al recibir el vigoroso fuego de la batería “Manuelita” su situación se volvió insostenible por cuanto fue alcanzado por más de 100 cañonazos y perdió la mitad de su tripulación . Acudió en su ayuda la fragata “Fulton” que por dos veces intentó vanamente cortar las cadenas. Tuvo que retirarse aguas abajo. Trehouart entonces se embarcó en el “Expeditive” para seguir la lucha.

Finalmente, a costa de muchos destrozos en las naves y de muchas bajas en sus soldados y tripulantes, los invasores logran sortear los obstáculos y continuar Paraná arriba. Los defensores se resienten por la falta de municiones, lo que no les impide continuar la defensa con heroico ardor. A las 5 de la tarde el capitán Thorne hace su último disparo y cae herido por una granada de cuyas resultas quedó sordo para todo el resto de su vida. Al incorporarse dirá “No ha sido nada”.Los argentinos tendrán 650 bajas, la tercera parte de sus combatientes, lo que da una idea del heroísmo con que se luchó y también de la dureza de la batalla, que sería reconocida en el parte enemigo: “Siento vivamente que esta gallarda proeza se ha logrado a costa de tal pérdida de vidas (inglesas y francesas), pero considerando la fuerte posición del enemigo y la obstinación con que fue defendida, debemos agradecer a la Divina Providencia que no haya sido mayor”Hubo comportamientos admirables como el del oficial Brown, digno hijo del ilustre almirante; Palacios, bravísimo teniente que dirigía la batería “General Mansilla”; el ayudante de marina Alvaro de Alzogaray, en su batería “Restaurador”; la valiente Petrona Simonino quien con un grupo de abnegadas mujeres atendían a los heridos y animaban a los combatientes. 

Las tropas de Mansilla, quien resultó herido al ponerse al frente de la defensa terrestre que hizo fracasar el intento de desembarco de los europoeos, aprovecharon la reparadora tregua que impuso la llegada de la noche para reponerse y quedar en condiciones de seguir acosando la marcha de los aliados palmo a palmo, con la tenacidad y la energía de quienes defienden su suelo amenazado por una invasión extranjera. 

Los buques invasores, ya de vuelta de su insatisfactoria excursión al Litoral y a Paraguay, son atacados en todo punto favorable que ofrezca el Paraná: en el “Tonelero”, en “San Lorenzo” y por fin el 7 de junio de 1846 serán seriamente dañados en el “Quebracho”, destrozados por los certeros disparos de cañoncitos usados en las guerras de nuestra Independencia, tan antiguos que los invasores se llevaron varios para exhibir en los museos de sus respectivos países.La admirativa impresión que el “Quebracho” y la derrota anglo-francesa produjo en Europa fue enorme. La minúscula pero férrea Confederación Argentina demostró que merecía su lugar entre las naciones soberanas y desde Grand Bourg el general San Martín escribe a Tomás Guido:

“Tentado estuve de mandarle a Rosas la espada que contribuyó a defender la independencia americana, por aquel acto de entereza en el cual, con cuatro cañones, hizo conocer a la escuadra anglo-francesa que, pocos o muchos , sin contar con

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elementos, los argentinos saben siempre defender su independencia”. Como es sabido, el Libertador cumpliría mas tarde tal deseo en su testamento.

El triunfo de Rosas, que se había propuesto hacer fracasar la expedición comercial, fue indudable ya que lejos de quedar abierto el río, como pretendieron los invasores, su navegación se demostró harto peligrosa por lo que el envío del convoy no volvió a repetirse. 

Gran Bretaña volvía a quedar militarmente mal parada en el río de la Plata. En la sesión de la Cámara de los Comunes del 23 de marzo de 1846, Lord Parlmerston provocó una interpelación sobre “si las operaciones de carácter hostil en las márgenes del río Paraná habían tenido la sanción previa del gobierno”. Contestó el Primer Ministro de la Corona, Sir Robert Peel, “que no se habían dado instrucciones al representante del gobierno ni al comandante de las fuerzas navales, fuera de las ya comunicadas a la Cámara, debiendo declarar que la tal operación no estaba prevista en las instrucciones anteriores dadas por el Gobierno y que no contenían la sanción previa de semejante expedición”.

Capítulo 95

 Tremola en el Paraná

“¡Allá los tenéis! Considerad el insulto que hacen a la soberanía de nuestra patria al navegar, sin más título que la fuerza, las aguas de un río que corre por territorio de nuestro país. ¡Pero no lo conseguirán impunemente! ¡Tremola en el Paraná el pabellón azul y blanco y debemos morir todos antes de verlo bajar de dónde flamea!” (Arenga a sus tropas del general Lucio N. Mansilla antes del combate de “Obligado”, 20 de noviembre de 1845)

Herido en la acción, el general Mansilla fue atendido por su sobrino carnal, mi bisabuelo Sabino O´Donnell, uno de los primeros médicos de la Argentina.Escribirá un exaltado relato de lo vivido: 

“Hoy he visto lo que es un valiente. Empezó el fuego a las 9 y ½ y duró hasta las 5 y ½ del la tarde en las baterías, y continúa hasta ahora entre el monte de Obligado el fuego de fusil (son las 11 de la noche). 

“Mi tío ha permanecido entre los merlones de las baterías y entre las lluvias de la bala y la metralla de 120 cañones enemigos. Desmontada ya nuestra artillería, apagados completamente sus fuegos, el enemigo hizo señal de desembarcar; entonces mi tío se puso personalmente al frente de la infantería y marchaba a impedir el desembarco cuando cayó herido por el golpe de metralla; sin embargo se disputó el terreno con honor, y se salvó toda la artillería votante. 

“Nuestra pérdida puede aproximarse a trescientos valientes entre muertos, heridos y contusos; la del enemigo puede decirse que es doblemente mayor; han echado al agua montones de cadáveres(...) Esta es una batalla muy gloriosa para nuestro país. Nos hemos defendido con bizarría y heroicidad”.

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Al día siguiente de la batalla O´Donnell sostendrá una junta médica con el Dr. Mariano Marenco y el profesor Cornelio Romero.

El informe será el siguiente: “El doctor D. Sabino O´Donnell que había asistido al Sr. General desde los primeros momentos nos hizo la historia de los accidentes que había sufrido y los medios que había empleado para evitar perniciosas consecuencias. El Sr. General Mansilla recibió en la tarde del 20 un golpe a metralla (la que hemos visto y pesa más de una libra) en el lado izquierdo del estómago, sobre las distintas costillas y, según hemos reconocido, ha sido fracturada una de éstas. Cayó sin sentido, sufrió por muchas horas desmayos, vómitos, y otros molestos accidentes que fueron calmando gradualmente, se le ha aplicado un vendaje apropiado para remediar la fractura de la costilla, y se emplean los medios que aconseja el arte”.

Lucio N. Mansilla podría haber hecho suyas las palabras del general tebano Epaminondas luego de derrotar a las fuerzas espartanas en el año 371 a.C.: “No me ha de faltar posteridad, pues dejo por heredera a mi hija, la batalla de Leuctra”.

Una semana antes de Obligado había muerto la indómita Agustina, cuyo carácter había heredado su hijo. 

Capítulo 96

Honestidad, patriotismo, dignidad

¿Cómo sería hoy nuestra patria si los negociadores de su atroz endeudamiento actual ante las grandes potencias, bancos supranacionales u organismos financieros hubieran tenido la honestidad, el patriotismo y la dignidad de Dorrego, Mansilla, San Martín o Rosas?

 

Capítulo 97

  La capitulación de las potencias

Thomas Hood conocía Buenos Aires pues había representado a la Casa Baring en infructuosas negociaciones para lograr el pago de la deuda. A la Corona inglesa le pareció pertinente designarlo para lograr un acuerdo lo más digno posible con Rosas y así retirarse de esa campaña tan desfortunada.

El 2 de julio de 1846 el barco que lo conducía, el “Devastation”, atracó en el puerto. Al día siguiente mister Hood presentará al canciller argentino, Felipe Arana, las condiciones de su gobierno:

1) Rosas suspenderá las hostilidades en la Banda Oriental.2) Se desarmarán en Montevideo las legiones extranjeras.3) Se retirarán las divisiones argentinas del sitio.4) Efectuado esto se levantaría el bloqueo,

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devolviéndose Martín García y los buques secuestrados “en lo posible en el estado en que estaban”.5)Se reconocería que la navegación del Paraná era exclusivamente argentina en tanto que la República continuase ocupando las dos riberas de dicho río.6)Se diría para satisfacer a “la soberanía” de Rosas, que “los principios bajo los cuales (Inglaterra y Francia) han obrado, en iguales circunstancias le habrían sido aplicables a ellas”.7)Habría amnistía general en Montevideo, debiendo excluirse a “los emigrados de Buenos Aires cuya residencia en Montevideo pudiese dar justas causas de queja”.7) Sería desagraviado el pabellón argentino con 21 cañonazos. 8) Si Montevideo se rehusase se “le retiraría su apoyo” sin más condición que una amnistía de Oribe a los sitiados con garantía de seguridad para los extranjeros y sus propiedades

 

Desde un cierto punto de vista era una claudicación británica, lisa y llana. Poco y nada quedaban de los presuntuosos ultimátums y declaraciones de meses atrás.Recién el 10 el Restaurador acepta recibir a Hood. El día anterior, celebración de la Independencia, una amable Manuelita lo invitaría al “Teatro Argentino” para asistir a una representación cuyo título, modificado, era “Heroica lucha contra el poder extranjero”.

Rosas aceptó de buen grado que en vez de indemnizar a la Argentina con dinero las potencias intrusas desagraviasen su bandera con 21 cañonazos, pero exigió que el bloqueo se levantarse sin esperar el desarme de las legiones extranjeras y el consiguiente retiro de la división argentina. Entendía además que la frase “en tanto la República continuase ocupando las dos riberas de dicho río” encerraba la posibilidad de una inaceptable independencia entrerriana y sólo podía aceptarse condicionándola a una aclaración. Por otra parte el retiro de las tropas argentinas que sitiaban Montevideo estaría sujeto a la expresa voluntad de Oribe, de quien eran “auxiliares”; asimismo los puntos sobre desarme de las legiones extranjeras, amnistía a darse en Montevideo y respeto a extranjeros en la ciudad sólo podría disponerlos el presidente oriental.

El delegado británico se vio envuelto por el magnetismo con que don Juan Manuel exponía los argumentos, y por la lógica indestructible de los mismos, hasta que el 18 de julio Rosas y Hood llegaron a un nuevo acuerdo sobre bases que ahora recogían puntualmente las objeciones del gobernador de Buenos Aires.

Francia no estaba en condiciones de aceptar una rendición como la acordada por el delegado británico, acosada por reproches de los chauvinistas del Parlamento que no aceptaban la humillación sufrida.

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Pero ambas potencias estaban decididas a salirse del embrollo del río de la Plata. Exasperadas por la dureza negociadora de Rosas decidieron probar con sus mejores diplomáticos: Londres eligió a una gran personalidad, John Hobart Caradoc, barón de Howden, miembro distinguidísimo de la Cámara de los Pares; por Francia iría nada menos que Alejandro Florian Colonna, conde de Walewski, hijo de Napoleón el Grande, que acababa de llenarse de gloria al solucionar el problema de Egipto.

Arribados a principios de mayo de 1847 anuncian a Arana que han viajado para poner en vigencia las bases de Hood modificadas por Rosas, ya aprobadas por sus gobiernos. Solamente que no han sido redactadas con las formalidades de estilo y debe dárseles el tono preciso, pues si no los protocolos deslucirían en las cortes europeas. Arana, a quien Rosas ha enseñado a desconfiar, acepta “si como debía esperarlo, al reducirse a convención, las cláusulas no eran alteradas”. El 14, por notas separadas ya que será claro que habrá posiciones distintas en ambos comisionados, Howden y Walewski presentan “la nueva forma”: la paz sería conjunta de ellos, Rosas, Oribe y Joaquín Suárez, Oribe titulándose “Presidente de la República Oriental” y Suárez, “presidente provisorio de la República Oriental”. Su objeto, según el preámbulo, era “poner término a las hostilidades y confirmar a la República Oriental en el goce de la independencia”. En ocho artículos se disponía el desarme de la legión extranjera por los jefes navales, la navegación del Paraná y del Uruguay quedaría “sujeta a las leyes territoriales de las naciones aplicables a las aguas interiores” y nada decían del saludo a la bandera.

Arana llevó la nueva convención a Rosas y éste reaccionó acorde a su estilo: “Los proyectos dirigidos por SS.EE. los señores ministros diplomáticos están tan alejados, son tan diferentes de las bases Hood ,como el cielo lo es del infierno”. Habría más: “Después de las notas que esos señores han presentado a nuestro gobierno hay que tener coraje para presentar semejante proyecto”.

El protagonismo de los emisarios lo había asumido el barón Howden. Se propuso causar una buena impresión en los porteños por suinformalidad y franqueza, organiza cabalgatas a Santos Lugares acompañando a Manuelita y se viste como paisano con poncho y sombrero de ala corta. Dice preferir montar caballos con la marca de Rosas que ensilla con recado y apero criollos.

Estaba acompañado por el comodoro Herbert quien, no obstante ser el comandante de la flota bloqueadora, se paseaba sin ser molestado por las calles de Buenos Aires y hasta recibió de Rosas un ofrecimiento sin duda cargado de ironía:

“El general Rosas – informaría el enviado a su chancillería -me ha ofrecido abastecer diariamente al escuadrón con carne vacuna, pan y hortalizas, todo fresco. Por más ineficiente que sea el bloqueo me pareció que había en el ofrecimiento algo demasiado absurdo como para permitirme aceptarlo”. Manuelita había ya desempeñado tareas de seducción en beneficio de estrategias de su padre. Así lo había hecho antes con el embajador Mandeville y lo haría ahora con el barón. La pasión de Howden por Manuelita fue un auténtico “flechazo” y no tardó en manifestarse, convirtiéndose en el cotilleo de Buenos Aires. El 24 de mayo de 1847, cuando ella cumplió treinta años, le dirigió una ardiente nota: “Este día jamás se irá de mi memoria ni de mi corazón”. Los exiliados en Montevideo y los opositores en tierra

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argentina seguían con comprensible inquietud los avatares del romance entre la “princesa federal”, como se la llamaba a Manuelita, y el barón inglés.

Sus emociones alcanzarían su punto más alto durante una excursión criolla a Santos Lugares, oportunidad en que, vestido de gaucho, Howden galopó por el campo y, entre otras diversiones rurales, encontró tiempo para estrechar las manos de un grupo de caciques y jefes indios. Mientras regresaban, solos, propuso matrimonio a Manuelita quien le respondió con firmeza que sólo lo veía como a un hermano. 

Las negociaciones no avanzaban porque detrás de la falacia del “lenguaje diplomático” surge que Inglaterra y Francia no son garantes de la independencia del Uruguay, lo que para el acertadamente suspicaz Restaurador significa que muy pronto se reanudarían los intentas de anexión por parte de Brasil. Tampoco aceptaba suprimir el desagravio al pabellón argentino, “estipulación esencial porque a ese saludo circunscribía el gobierno argentino las satisfacciones debidas al honor y soberanía de la Confederación ultrajada por una intervención armada que capturó en plena paz la escuadra argentina, se posesionó por la fuerza de sus ríos, invadió el territorio y destruyó vidas y propiedades en una serie de agresiones injustas”. 

Además debería decirse claramente, como se leía en su acuerdo con Hood, que la navegación del Paraná era exclusivamente argentina, sujeta a sus leyes y reglamentos, lo mismo que la del Uruguay en común con la República OrientalOtro punto clave: que se mencionara expresamente el rechazo a la posibilidad de una independencia de la Mesopotamia sin escaparse con la frase “ley territorial de las naciones”. Howden y Walewski adujeron que la fórmula propuesta por ellos “había sido objeto de largas correspondencias entre los gobiernos de Inglaterra y Francia” y que se “consultaron varios jurisconsultos”.

Era hábito de las grandes potencias en su trato con los países “inferiores” el ablandamiento de sus gobernantes con la práctica exitosa del soborno.. Es de imaginar que se lo haya intentado infructuosamente con don Juan Manuel. Y si no se lo intentó fue por la seguridad de que sería contraproducente.

El 28 de junio Rosas dio por terminadas las negociaciones por tratarse de temas gravísimos donde no podía andarse con “medias tintas”. El Restaurador estaba lejos de acordar con Cicerón, el sabio romano que un siglo antes de Jesucristo afirmara que “siempre la mala paz es preferible a la mejor guerra”.

Mientras tanto el romántico ardor de Lord Howden se fue calmando poco a poco y cuando, fracasada su misión pacifista, abandonó Buenos Aires el 18 de julio escribió a Manuelita desde el “Raleigh” una cariñosa carta de despedida, en la que la nombraba como “mi vida, mi buena y querida y apreciada hermana, amiga y dama”. 

 

Capítulo 98

 La opinión socialista

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Laurent de L’Ardeche, socialista, pedirá la palabra en el Parlamento francés para contestar a quienes no se resignan a la inesperada derrota contra un país débil y lejano y exigen una guerra de aniquilación:

“¿Somos nosotros, republicanos demócratas enrolados bajo el estandarte de las reformas sociales que deben mejorar pacíficamente la condición moral, intelectual y física de la clase más numerosa y más pobre; somos nosotros los que nos asustaremos que la república democrática abrazando al Nuevo Mundo, amenace arrojar de allí las tendencias monárquicas y los medios aristocráticos del partido europeo?

“No olvidemos que la guerra de los gauchos del Plata contra los unitarios del Uruguay representa en el fondo la lucha del trabajo indígena contra el capital y el monopolio extranjero, y de éste modo encierra para los federales una doble cuestión: de nacionalidad y de socialismo.

“Los unitarios y sus amigos lo saben bien. Así, ved lo que dicen de Rosas. A sus ojos el jefe del federalismo es un vecino peligroso para Brasil a título de propagandista y libertador de los esclavos; a sus ojos, si hay algo en las orillas del Plata que ofrezca analogía con las doctrinas de los revolucionarios y factores de barricadas, son las doctrinas y los actos del general Rosas 

“(...) A sus ojos el general Rosas realiza en el Plata lo que se habría realizado en Francia, dicen ellos, si por desgracia la sociedad no hubiese salido victoriosa de las malas pasiones que han atacado tantas veces.

“Lo que hay de cierto es que si el poder de Rosas se apoya en efecto sobre el elemento democrático, que si Rosas mejora la condición social de las clases inferiores, y que si hace marchar a las masas populares hacia la civilización dando al progreso las formas que permiten las necesidades locales (...) lo que hay de cierto es que él hace todo esto sin necesitar hacer revoluciones y barricadas, puesto que la soberanía nacional es la única que lo ha elevado al poder donde lo mantienen invariablemente la confianza, la gratitud y el entusiasmo de sus conciudadanos”(Publicado en “La Republique” de Paris, el 5 de enero de 1850). 

Capítulo 99

 La insolencia inaudita

Inglaterra, ansiosa ya por terminar con el bochorno internacional envía al prestigioso diplomático Henry Southern. Rosas, escaldado y deseoso de fijar sin rodeos las condiciones de lo que es indisimulablemente una capitulación enemiga, se niega a recibirlo hasta tener claras sus intenciones.

El primer ministro Lord Aberdeeen se indignará el 22 de febrero de 1850 ante el Parlamento británico:

“Hay límites para aguantar las insolencias y esta insolencia de Rosas es lo más inaudito que ha sucedido hasta ahora a un ministro inglés. ¿Hasta cuándo hay que estar sentado en la antesala de este jefe gaucho?¿Habrá que esperar a que encuentre conveniente recibir a nuestro enviado? Es una insolencia inaudita”.

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Como si don Juan Manuel hubiera leído a Clemenceau: “Hay que hacer la guerra hasta el fin, el verdadero fin del fin”. Finalmente mister Southern y el Restaurador firmarán el acuerdo que aceptaba todas las exigencias argentinas. 

El convenio establece la devolución de Martín García y de los buques de guerra; la entrega de los buques mercantes a sus dueños; el reconocimiento de que la navegación del Paraná es interior y sólo está sujeta a las leyes y reglamentos de la Confederación Argentina, y que la del Uruguay es común y está sujeta a las leyes y reglamentos de las dos repúblicas; y la aceptación de Oribe para la conclusión del arreglo. 

Rosas se obliga a retirar sus tropas del Uruguay cuando el gobierno francés haya desarmado a la legión extranjera, evacue el territorio de las dos repúblicas, abandone su posición hostil y celebre un tratado de paz.Pero todavía hay más. Se restablece la amistad entre los dos países e Inglaterra se obliga a saludar al pabellón de la Confederación Argentina con veintiún cañonazos.

Algunos meses más tarde también se rendirá Francia, a pesar de que muchos querían continuar la guerra, pero serán finalmente desanimados por la patriótica acción de don José de San Martín que empeñará su prestigio para convencer a los europeos de que “todos (los argentinos) se unirán y tomarán una parte activa en la lucha”, por lo que la invasión se prolongaría “hasta el infinito”. 

Capítulo 100

 Aberrantes costumbres

Uno de los acontecimientos más resonantes de este período, cuyo elevado tono épico y romántico daría pie a folletines, libros, obras teatrales y películas de la más dispar calidad, fue sin duda el fusilamiento de Camila O’Gorman, joven perteneciente a la alta sociedad porteña, y de su enamorado seductor, el sacerdote Uladislao Gutiérrez. 

El episodio se produjo en 1848, cuando Buenos Aires iba recobrando su fisonomía normal, liberada del bloqueo y de los rigores de una constante vela de armas. Los emigrados, desde hacía mas de un año, regresaban masivamente. Abel Chaneton, en su “Historia de Vélez Sarsfield”, escribirá: 

“La vida se remansa y Buenos Aires, no ya sometida, sino adicta, es un pueblo casi feliz. Llegan tiempos prósperos; renace el comercio(...) toda resistencia armada a la dictadura desaparece en el interior y exterior. Sólo la prensa “unitaria” sigue bombardeando a un Rosas cuyo prestigio se acrecienta y se representa inconmovible”. 

Los jóvenes enamorados, él tiene 30 años, ella 19, huyen en pos de su amor contrariado socialmente. No tarda en correr el rumor del escándalo, lo que es aprovechado y magnificado por la prensa adversa de Montevideo que no vacila en señalar la inmoralidad que reinaría en la sociedad rosista. El hecho es considerado típico, según los unitarios, de las “aberrantes costumbres” que rodean al dictador, a quien se achacan las más graves inmoralidades, que llegarían hasta el incesto. 

Los emigrados en Chile, a su vez, no trepidan en estampar en “El Mercurio”: “Ha llegado a tal extremo la horrible corrupción de las costumbres del “Calígula del Plata”

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que, los impíos y sacrílegos sacerdotes de Buenos Aires huyen con las niñas de la mejor sociedad, sin que el infame sátrapa adopte medida alguna contra estas monstruosidades” (27 de marzo de 1848). 

Entretanto los prófugos, que han adoptado los nombres supuestos de Máximo Brandier y Valentina San, se establecen en Goya y regentean una escuelita. Pasan sin problemas cuatro meses en pleno idilio, alejados de censuras y convenciones, hasta que son reconocidos por el cura irlandés Michael Gammon, quien, con intención o sin ella, descubre y revela sus verdaderas identidades. Camila y Uladislao son detenidos y remitidos a Buenos Aires. 

La grita opositora arrecia: en “El Comercio del Plata” Valentín Alsina exige ejemplar justicia para “terminar con la corrupción reinante”. Agregará: “¿Hay en la tierra castigo bastante severo para el hombre que así procede con una mujer cuya deshonra no puede reparar casándose con ella?”.

La cuñada de Rosas, María Josefa Escurra, quien tendría un hijo ilegítimo de Manuel Belgrano, comprensiva, lo insta a recluirla en la “Casa de Ejercicios”. Debió aceptarlo en un principio porque se conoce la boleta de compra del moblaje destinado a su celda, efectuado directamente por Manuelita. 

Pero por un lado el clero y por el otro los más destacados juristas presionan por la aplicación de la drástica legislación vigente a los culpables. Entre estos últimos se encuentran Vélez Sarsfield y Lorenzo Torres, quienes dieron forma legal al asesinato justificando la convicción de Rosas con citas de cánones y leyes.

¿Cuáles fueron los motivos de Rosas? Tres hechos endurecen la actitud del gobernador: 1°) la opinión de los juristas, acordes en la aplicación de la pena máxima; 2°) el petitorio escrito del clero, de subido tono que exige justicia ejemplar; 3°) la propaganda demoledora de sus adversarios, que hasta han denunciado que el ex cura, además de corruptor de adolescentes de la clase alta, debe ser condenado por haber robado las joyas de su templo.

Debe descartarse toda razón de índole política en la condena ya que los O’Gorman eran federales y el sacerdote era nada menos que sobrino carnal del gobernador de Tucumán, general Celedonio Gutiérrez, adepto rosista. 

Es indudable que Rosas, convencido de que su misión es reprimir un crimen que lesiona a la sociedad, opta, finalmente, por la pena capital para ambos reos. Las ejecuciones se cumplirían en el campamento de Santos Lugares. 

Años más tarde, ya en Southampton, Rosas explicará su conducta, en carta a Federico Terrero:”Ninguna persona me aconsejó la ejecución del cura Gutiérrez y de Camila O’Gorman; ni persona alguna me habló ni me escribió en su favor. Por lo contrario todas las primeras personas del clero me hablaron o escribieron sobre ese atrevido crimen y la urgente necesidad de un ejemplar castigo para prevenir otros escándalos semejantes o parecidos. Yo creía lo mismo. Y siendo mía la responsabilidad ordené la ejecución. Durante el tiempo en que presidí el gobierno de Buenos Aires, encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, con la suma del poder por la ley, goberné según mi conciencia. Soy, pues, el único responsable de todos mis actos,

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de mis hechos buenos, como de los malos, de mis errores y de mis aciertos” (6 de marzo de 1877).

Esta carta, quizás la última, fue escrita once días antes de su muerte, lo que muestra que la muerte de Camila O´Gorman lo perturbó hasta el fin de sus días.

Capítulo 101

 Reconstruir el virreinato

En 1848 Rosas estaba en la cumbre del éxito como gobernante y gozaba de un extendido prestigio en todo el planeta por su heroica defensa contra el desplante de las potencias europeas.

El orgullo nacional cementaba a los sufridos habitantes del territorio que habían aprendido esa novedosas experiencia de sentirse parte de una nación con algunos rasgos propios y distintivos.

Quienes apoyaban al Restaurador no podían quejarse de su elección y el rosismo ganaba nuevos adeptos, alejados ya los fatídicos períodos del terror de 1840 y de 1842.

Los estancieros, levantado el bloqueo, tenían sus corrales llenos de ganado que no habían podido comercializar y que ahora exportaban a buen precio en los barcos que en gran cantidad entraban y salían del puerto.

Amansados los caudillos provinciales, por la fuerza o por convicción, parecía aceptarse la hegemonía porteña como un precio tolerable para la organización nacional. Por otra parte se aceptaba que las deudas provocadas por los bloqueos eran el obligado destino de la mayor parte de los ingresos aduaneros.

Eran tiempos de paz y ello alentaba el trabajo, la inversión y la llegada de inmigrantes que ayudaban a resolver uno de los grandes costos de la guerra: la falta de mano de obra.

Los exiliados políticos alentados por la disminución de la violencia y por algunas declaraciones y actitudes contemporizadoras de don Juan Manuel se animaban a regresar y pinchaban el distintivo punzó en sus pechos a cambio de reclamar, a veces con éxito, la devolución de sus bienes y de sus propiedades.Rosas tenía en aquel momento una preocupación y una obsesión:. el imperio del Brasil, que siempre había demostrado su afán expansionista y por cuya hostilidad habíamos perdido el Paraguay y el Uruguay. 

Tampoco olvidaba su colaboración con los invasores, que fuera enfatizada por el primer ministro británico Peel cuando confesó que “en 1844 el gobierno brasilero pidió un esfuerzo por parte de Inglaetrra y de Francia para intervenir”.

Don Juan Manuel esperaba el momento oportuno para hacer valer los derechos argentinos sobre los territorios perdidos, y no dudaría si fuese necesario en utilizar la fuerza en contra del Brasil, sostenido en el apoyo de su pueblo que reaccionaba vivamente cuando la soberanía nacional se veía afectada. 

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Los críticos de Rosas sostendrán que era su personalidad la que lo impulsaba a sostener un estado de beligerancia permanente. También que la invención de enemigos externos le permitía mantener el control de la situación interna, justificando las acciones represivas.

Salvador María del Carril escribe con preocupación a Florencio Varela (ambos habían hecho de su odio al Restaurador el “leit motif” de sus vidas) el 19 de diciembre de 1845: “Rosas va a un objeto: la reconstrucción del virreynato del río de la Plata o la inauguración de un imperio argentino”. 

He aquí una diferencia sustancial entre federales y unitarios: los primeros tenderán a defender el territorio y habrá en don Juan Manuel una imposible resignación a aceptar la pérdida de la Banda Oriental, por ello el apoyo a su fiel Oribe, y del Paraguay, cuya independencia jamás reconoció. Los unitarios, en cambio, urdirán incesantes operaciones que no le hacen asco a la cesión de importantes territorios de nuestro país.

“Los males del Plata arrancan de la dislocación por manos foráneas del antiguo virreinato. Su unión como la de los estados norteamericanos o su concentración en un solo imperio como el Brasil, tal es el fin del Presidente Rosas”, editorializará con acierto el “Courrier de L’Havre” a mediados de 1845.

Pero la Confederación tenía otro problema.: Urquiza, el jefe del Ejército de Operaciones, la fuerza federal más poderosa y mejor pertrechada. El 15 de agosto de 1846 firma con Joaquín Madariaga, gobernador de Corrientes el “Tratado de Alcaraz” que en lo formal se ocupaba de simples declaraciones de amistad, pero que en sus cláusulas secretas se proponía la independencia de ambas provincias integrando la “República de la Mesopotamia”, insistente proyecto de los enemigos de Rosas, convencidos de que así lo debilitarían, y de las potencias extranjeras, que de esa manera se asegurarían la libre navegabilidad de los ríos interiores para sus vapores sin necesidad de intervenires militares. Se proponían también reconocer la independencia del Paraguay y así asegurarse su apoyo para el caso de desencadenarse un conflicto con Rosas. 

Manuel Herrera y Obes, ministro de Relaciones Exteriores de Montevideo escribirá a Andrés Lamas, representante uruguayo en el Brasil, el 29 de febrero de 1848:

“Si V. calcula que el Imperio se prestará a la planificación de nuestros proyectos, recomiendo a V. mucho la insistencia en que el Paraná sea el límite de la República Argentina, y que, para obtenerlo, asuma el Brasil la iniciativa del pensamiento en los próximos arreglos. Urquiza, téngalo usted por cierto, acepta desde luego la proposición. Este arreglo era la base del convenio de Alcaraz. Yo se lo garanto a usted. Desgraciadamente la conducta de los interventores infundió creencias en Urquiza que trajeron discordia entre él y los Madariaga”. 

El acuerdo, claramente preanunciador de Caseros, fracasará porque luego de “Tonelero” será evidente que la flota anglo-francesa no volverá a arriesgarse río arriba. También porque trasciende la llegada de míster Thomas Hood para negociar el fin de las hostilidades con Gran Bretaña. 

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El eficiente servicio secreto del Restaurador lo mantendrá al tanto de las conspiraciones entre ambos gobernadores: “Nada recele de la intervención. Al contrario, sus miras nos son favorables en cuanto al deseo de abrir nuestros canales al libre comercio que Buenos Aires ha monopolizado por tantos años. Considere Ud. a qué altura pueden llegar Entre Ríos y Corrientes gozando de esa franquicia en media docena de años de paz y de unión” (Carta de J. Madariaga a J.J. de Urquiza, 16 de junio de 1846).

El “Tratado de Alcaraz” constituyó el primer síntoma serio de que el gobernador de Entre Ríos abrigaba planes de mayor alcance en sus relaciones con Rosas, quien rechazó el acuerdo en términos severos. Pero Urquiza no escarmienta y da un nuevo y más grave paso: ha propuesto a los contendores uruguayos su mediación, reconociendo al gobierno de Montevideo en flagrante oposición a la actitud de don Juan Manuel y ordenando, por su cuenta, la suspensión de las hostilidades.

El entrerriano se había sentido despreciado por don Juan Manuel cuando éste no lo eligió para conducir la defensa contra las escuadras invasoras y no desconocía que su piso era firme: poseedor de una gran fortuna personal de oscuro origen, reconocido como líder por el pueblo de su provincia, buen estratega militar, con una personalidad gaucha que en mucho lo asemejaba al gobernador de Buenos Aires.

La mediación merece la más enérgica reprobación de Rosas quien en marzo de 1847 enrostra a Urquiza haber violado el “Pacto Federal” de º1830 por el que toda provincia firmante se ha obligado a no concertar tratados con naciones extranjeras sin anuencia de las otras. Al uruguayo Oribe, el principal perjudicado, el 5 de enero le escribe denostando “los pasos indecorosos y la deshonrosa contramarcha de principios” del entrerriano. En privado, Rosas califica de “ignominiosa” su conducta, según Antonino Reyes.

Justo José de Urquiza provenía de una vieja familia de la costa oriental de la provincia, donde desarrolló su actuación política y militar hasta alcanzar una influencia dominante. Rival de Echagüe, la derrota de éste en “Caaguazú” le permitió reemplazarlo y asumir el gobierno provincial, lo que no fue muy del agrado de Rosas que siempre sospechó de su independencia de juicio.

Ante la vigorosa reacción de éste Urquiza comprende que no había llegado el tiempo de un rompimiento abierto e invitó a Madariaga a modificar el Tratado sobre las bases impuestas por Rosas. Las negociaciones se demoraron porque el correntino se siente traicionado por su cómplice, ajeno a tejes y manejes politiqueros, y Rosas ordena perentoriamente la invasión de Corrientes para terminar con Madariaga, poniendo a Urquiza en una encrucijada. 

Se produce entonces la curiosa situación de que quienes van a enfrentarse se envían comunicaciones de manifiesta cordialidad. “La amistad particular que le profeso no sufrirá jamás la menor alteración por más extremas que sean las medidas a que la política me impulse” , escribirá Urquiza y el gobernador correntino lo disculpará por su seguro triunfo, ya que obrará “arrastrado por un fatal deber”.

Finalmente los antiguos aliados se enfrentan el 27 de noviembre de 1847 en Vences, siendo arrollados los Madariaga por los 7.000 hombres del entrerriano apoyados por una

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excelente artillería. Tanta cordialidad previa no evitará la crueldad contra los vencidos, siendo fusilados los coroneles Paz y Saavedra, los teniente coroneles Montenegro y Castor de León, además de numerosos soldados, como si Urquiza hubiese querido dar sangrientas pruebas de su lealtad al Restaurador. 

Vale recordar en esta batalla a una de las bajas, el mayor Gregorio Haedo, correntino descendiente de esclavos, quien arengaría a las tropas al morir el comandante de su unidad: “¡Soldados! ¡La desgracia de nuestro jefe nos ofrece la oportunidad de demostrar que la vergüenza no está en el color de la piel!”Benjamín Virasoro, correntino urquicista, tomó el gobierno de la provincia con ampulosas declaraciones a favor de la Confederación y de Rosas. Urquiza había logrado el total dominio político, económico y militartotal de la Mesopotamia y sabía que en el futuro ya no tendría que agachar nuevamente la cabeza. 

Capítulo 102

 El milagro de la casa de Brandemburgo

Valentín Alsina, al que la Capital Federal honra con dos avenidas y un monumento, ha preparado un plan de guerra “contra Rosas” que manda el 18 de noviembre de 1850 al representante uruguayo en Brasil, Andrés Lamas, para someterlo al gobierno brasileño:

“Rosas es vulnerable por el Brasil en muchos puntos y formas, si quiere éste aprovechar su gran preponderancia marítima. Uno de los modos es causar al enemigo la vergüenza y el daño de ocupar uno de sus territorios, Bahía Blanca, ocupación fácil habiendo secreto, celeridad y un buen práctico o piloto lo que abriría la posibilidad a emigrantes de ir a operar por el sud”.

A pesar de la ayuda de argentinos tan confundidos, la situación del Brasil es muy comprometida. Sin Francia era imposible su triunfo y dicha alianza había fracasado. Hasta en Europa se percibe esa debilidad: el rey Francisco José de Austria manda decir a su primo Pedro II de Brasil, a través de su canciller el príncipe de Schwarzenberg, que debe hacer lo imposible para evitar la guerra. Ha hecho un estudio de las condiciones militares de Brasil y la Confederación, y según la “opinión de oficiales de la marina francesa informados “in locum” la balanza se inclinaría a favor de Rosas”.

Para colmo de males una epidemia de fiebre amarilla se desencadena causando gran mortandad y hasta el emperador debe refugiarse en Petrópolis. Lamas se desespera por las malas noticias y escribe a su cancillería solicitando su retiro , porque “de Brasil no hay que esperar nada” (3 de febrero de 1851).

Pero, como acertadamente lo señala José M. Rosa, se producirá lo inesperado. Cuenta la historia de Prusia que Federico II estaba vencido al final de la guerra de los Siete Años, su ejército extenuado, la proporción con el enemigo muy desfavorable y la posición estratégica comprometida. 

Inglaterra, su aliada, le aconsejaba capitular y sus generales no veían la posibilidad de segur adelante. 

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- ¿No habría un medio de vencer?- preguntó Federico II.- Solamente un milagro, majestad – fue la respuesta de sus colaboradores.- Bien, esperemos el milagro de la casa de Brandeburgo. 

Esa misma noche llegó a su campamento de Bukelwitz un emisario del zarevitch de Rusia con el asombroso regalo del plan de batalla del ejército ruso. Torpe de inteligencia y admirador fanático de Federico II le hacía llegar los documentos secretos de su estado mayor. 

El monarca prusiano, exultante, llamó a sus generales: 

-¡He aquí el milagro de la casa de Brandemburgo! –proclamó blandiendo los planos en su mano. 

Ganó la batalla perdida y los rusos, desalentados por la traición de su jefe, dieron la guerra por perdida.

A Pedro II de Brasil lo favorecería un milagro semejante. Cuando todo estaba perdido, cuando su imperio se resquebrajaba y un porvenir de repúblicas federales, igualdad humana y democracia iba a extenderse por América del Sud, llegaría el 21 de febrero de 1851, en el buque brasileño “Paquete do Sul” procedente de Montevideo, una carta confidencial del ministro Pontes informando que “a altas horas de la noche” había recibido la visita de un agente del jefe del “Ejército de Operaciones” argentino, general Urquiza, con proposiciones de pasarse a la causa del Brasil. 

Aunque el hecho asombró al brasileño,“¡O general dos exércitos da Confederação Argentina!” se admirará en su carta, lo informó a su monarca preguntándose: “¿Pero obrará de buena fe?”.

Pedro II podría entonces responder al austríaco Schwarzenberg que con el inaudito pase del jefe del ejército enemigo la guerra estaba ganada: “El fuego ha tomado a la casa de nuestro vecino, cuando soñaba prenderlo a la nuestra. Se encontrará embarazado como no lo esperábamos” (Soares de Souza).

El zarevitch que entregó los planos para derrotar su propia patria fue despojado del trono por el ejército y estrangulado en la fortaleza de Rocha a pesar de su retraso mental. Su memoria quedó proscripta de la historia de Rusia. 

El general argentino sería más afortunado porque todo se le perdonaría a quien derrocase al Restaurador, y la historia oficial se empeñaría en la versión del “apoyo” de algún regimiento brasilero y ocultará que la deserción de Urquiza y del más poderoso ejército argentino a su mando se producirá a favor de un país que ya estaba en guerra, con las relaciones rotas, con su propia patria. ¿Todo se justificaba con tal de defenestrar a don Juan Manuel? ¿También la cesión de nuestras ricas Misiones Orientales, el precio de la participación brasilera?

Los historiadores revisionistas, simpatizantes de Rosas, rebatirán los argumentos de sus colegas liberales que sostendrán el argumento del deseo de Urquiza de quitar del medio a quien se oponía a dar la anhelada constitución a la Argentina. En cambio

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argumentarán que se trató de una traición provocada por razones crematísticas: durante el bloqueo francés la plaza de Montevideo era aprovisionada clandestinamente por los saladeros entrerrianos de Urquiza. Pese a la prohibición de comerciar con Montevideo, el gobernador Crespo, títere del jefe del “Ejército de Vanguardia” permitía que los buques de cabotaje trajesen productos europeos y llevasen en retorno carne argentina. No tenían escrúpulos, él y don Justo José en usufructuar “los canales de plata” que se les ofrecían para enriquecerse haciendo la vista gorda a las exigencias legales porque, como confesase Crespo en su intercambio epistolar con Urquiza, era preferible “ser medio vivo a medio zonzo”.

En junio de 1848,levantado el bloqueo francés al litoral argentino, se renueva el rosista a Montevideo, manteniéndose la prohibición de introducir mercaderías en buques que hubiesen tocado la Banda Oriental. El tráfico de Urquiza continuó, ahora burlando las leyes de aduana porteñas, porque las mercaderías europeas que compraba en Montevideo y traía a Buenos Aires no pagaban derechos en ésta por ser transportadas en buques nacionales.

Nadie podía embarcar ni faenar sin autorización del gobernador. El negocio de exportar carne a Montevideo era exclusivo de los saladeros o las estancias de Urquiza, quien acabó por hacerse dueño de casi todo el comercio que pasaba por la provincia y el beneficio de ese tráfico irregular era tan elevado que alcanzaba para beneficiar las finanzas entrerrianas, incidía en el bienestar económico de los habitantes y acrecentaba la ya inmensa fortuna particular del gobernador, primer productor, comerciante y transportista de la provincia. Todo ello en perjuicio de la economía y de la estrategia de la Confederación Argentina.Si Rosas no podía impedir que Entre Ríos comerciase con Montevideo, podía en cambio defenderse prohibiendo que los productos introducidos por Entre Ríos llegasen a Buenos Aires. Lo hizo por dos medios: no permitió en los puertos porteños el embarque o desembarque de mercaderías ultramarinas en buques de cabotaje, e impidió la exportación de oro al interior.

Esto provocó la irritación de Urquiza, que fue tan pública que despertó en los unitarios y en Brasil la esperanza de contarlo como aliado. Ni lerdos ni perezosos le hicieron llegar un mensaje a través del representante comercial del entrerriano en la Banda Oriental, el catalán Cuyás: “En caso de una guerra ¿podría contar Brasil con la abstención del ejército de Operaciones?”.

El 20 de abril de 1850 su futuro aliado redacta la respuesta imbuída del esperable tono patriótico en quien es el jefe del principal ejército argentino:

“¿Cómo cree, pues, Brasil, cómo ha imaginado por un momento que permanecería frío e impasible de esa contienda en que se juega nada menos que la suerte de nuestra nacionalidad o de sus más sagradas prerrogativas sin traicionar a mi patria, sin romper los indisolubles vínculos que a ella me unen, y sin borrar con esa ignominiosa marcha todos mis antecedentes? (...) Debe el Brasil estar cierto que el general Urquiza con 14 o 16.000 entrerrianos y correntinos que tiene a sus órdenes sabrá, en el caso que ha indicado, lidiar en los campos de batalla por los derechos de la patria y sacrificar, si necesario fuera, su persona, sus intereses, fama y cuanto posee”.

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Como si no fuera suficiente hará publicar su respuesta el 6 de junio en “El Federal Entrerriano” agregando un elocuente editorial:“Sepa el mundo todo que cuando un poder extraño nos provoque, ésa será la circunstancia indefectible en que se verá al inmortal general Urquiza al lado de su honorable compañero el gran Rosas, ser el primero que con su noble espada vengue a la América”.

Capítulo 103

 Que ahorquen al loco

El 15 de julio de 1850 se representa en el “Teatro Argentino” de Buenos Aires el drama “Juan sin Pena” de J. de la Rosa González, subtitulado oportunamente “El fin de todo traidor”. Ya han llegado las noticias del acuerdo de Urquiza con el Imperio y los ánimos están caldeados.

Los concurrentes aplauden al héroe, el comunero Juan de Padilla, que defiende la confederación de comunidades castellanas contra un emperador, Carlos V, y silba estruendosamente cuando aparece el traidor Juan de Ulloa, caracterizado intencionalmente por el actor Jiménez con el aspecto de Urquiza. 

-¡Que lo ahorquen al loco! ¡Que lo ahorquen al loco!- grita el público y algunos desaforados trepan al escenario y llegan a pasarle una cuerda por el cuello al actor, que a duras penas logrará mostrar la divisa federal que lleva bajo su disfraz mientras implora que él es Jiménez y no Urquiza.

Capítulo 104

 La traición de Urquiza

Las negociaciones con el enemigo brasilero ya han comenzado y llegarán a buen puerto. Sus defensores, entre ellos nuestra historia oficial, argumentarán que el entrerriano hará lo que hizo para defenestrar al tirano y que ello justificaba cualquier pacto con el diablo. Sin embargo uno de sus secretarios privados, Nicanor Molinas, lo explicará años después y sin ánimo de crítica, por móviles económicos: “Al pronunciamiento se fue porque Rosas no permitía el comercio del oro por Entre Ríos”. 

El brasileño Duarte da Ponte Ribeiro, delegado ante la Confederación, escribe en el mismo sentido a su primer Ministro Paulino el 23 de octubre de 1850: “(Rosas) no permitió que a Entre Ríos vayan buques extranjeros ni que de ahí salgan para ultramar; Urquiza no solamente es el gobernador sino también el primer negociante de su provincia y las negativas de Rosas lo perjudicaban enormemente como negociante”.

Nuevamente se plantea aquí una cuestión semejante a la de las exigencias fácilmente atendibles de Francia que al ser denegadas provocaron la intervención de su armada conjuntamente con los auxiliares unitarios. ¿Por qué Rosas no hizo la vista gorda a los negocios de don Justo José y de esa manera no se ganaba un enemigo tan temible e impedía su reacción que desembocó en la derrota de Caseros?.

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El entrerriano no ahorró mensajes de advertencia. El periódico adepto “La Regeneración” expresaría su disgusto por no haberse “suprimido la declaración que el capitán de puerto toma a todos los patrones de buques que van de esta provincia como si fuera considerada enemiga de los principios de la causa nacional”.

Además del carácter obstinado del Restaurador y de su orgullo rayano en lo patológico que no le permitía concesiones a lo que él consideraba correcto, que en su infancia lo había llevado a renunciar al apellido paterno y a toda herencia que pudiese corresponderle, obstinación y orgullo que además eran parte de la idiosincrasia gaucha alejada del pragmatismo de los “decentes” y que don Juan Manuel había incorporado como propia, también jugó en él la convicción de que la traición de Urquiza era ya inevitable pues el premio que se le ofrecía era muy grande, tan grande como la ambición del entrerriano: remplazarlo en el gobierno en la seguridad de que su alianza militar con el Imperio y con Montevideo, a la que se sumaría Paraguay, sumada a la segura defección de oficiales federales y a la pérdida de su mejor ejército, hacían de la derrota de don Juan Manuel un mero trámite.

El objeto aparente del Tratado que firmaron los aliados era “mantener la independencia y pacificar el territorio oriental haciendo salir al general Manuel Oribe y las fuerzas argentinas que manda”, pero el verdadero era hacer la guerra a la Confederación: “Si por causa de esta misma alianza, el gobierno de Buenos Aires declarase la guerra a los aliados , individual o colectivamente, la alianza actual se tornaría en alianza común contra dicho gobierno”. Brasil, siguiendo su política de expansión territorial, legalizaba en el artículo 17º su posesión de hecho de las Misiones Orientales, aceptando los demás firmantes sus “derechos adquiridos”. La línea fronteriza correría (hasta hoy) por el Cuareim, prolongándose hasta el Yaguarón, para seguir después por la laguna Mirim y el Chuy. Sería también derecho del Imperio la navegación del Yaguarón y la Mirim. Habría más: se otorgaba en las desembocaduras del Tacuarí y el Cebollatí sendas porciones de medias leguas cuadradas para construir fortalezas avanzadas. 

La navegación fluvial se declaraba “libre” (art. 18). 

El Tratado no tendría vigencia hasta que se efectuase el público pronunciamiento de Urquiza, cláusula que el representante brasilero Ponte hizo incluir en los artículos 2º y 3º.

Inesperadamente Pedro II se niega a firmar junto a Urquiza la alianza tan laboriosamente conseguida. “No quiso mezclar la púrpura imperial”, explicará “O Monarchista” del 12 de junio de 1850, “en un asunto tan turbio”.

El 17 de junio Paulino indica a Pontes que debe redactarse una nueva versión del tratado sin los artículos 2º y 3º para que no sea tan evidente “que Urquiza obró por instigación nuestra y que su declaración fue una condición que le impusimos. Aunque así sea, que no aparezca en el tratado(...) V.E. hizo muy bien en poner eso en el proyecto para asegurarse, pero hecho el edificio se tiran los andamios”.

El pronunciamiento de Urquiza en contra del gobierno de Rosas se produjo en un acto solemne cumplido el 1º de mayo en la plaza general Ramírez de Concepción de Uruguay, leyéndose dos decretos: por el uno asumía Urquiza el manejo de las relaciones

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exteriores de Entre Ríos, por el otro cambiaba la consigna “mueran los salvajes unitarios” por “mueran los enemigos de la organización nacional”.

En los fogones de la pampa bonaerense se cantaría:

“¡Al arma, argentinos, cartucho al cañón!Que el Brasil regenta la negra traición.Por la callejuela, Por el callejón, que a Urquiza compraron por un patacón.¡El sable a la manoal brazo el fusil,sangre quiere Urquiza,balas el Brasil”. 

Capítulo 105

 La lealtad a toda prueba

Los vítores rompen la calma del campamento militar de Santos Lugares. Son las vísperas de Caseros. Quinientos soldados, gauchos en su mayoría, que han servido fielmente a Rosas durante más de quince años en las campañas contra los indios, en la represión de la revolución del sur, en las luchas contra Lavalle y en el asedio de Montevideo, regresan vivando a don Juan Manuel.

Se trata de la fuerza veterana de Oribe que, como consecuencia de la capitulación de su jefe, pasaron por la fuerza a formar parte del ejército de Urquiza. El coronel unitario Pedro León Aquino, compañero y amigo de Sarmiento y Mitre, es nombrado a su mando.

Al llegar a la provincia de Santa Fe, en el avance hacia Buenos Aires, se rebela la tropa y en la noche dan muerte a Aquino y a todos los oficiales unitarios.De ahí que los leales rosistas sean recibidos por sus pares en Santos Lugares con delirio y admiración. Ropas gastadas, rostros envejecidos y cuerpos heridos y mutilados son pruebas testimoniales de la lealtad de quienes hace una década que no ven a sus familias pero que están dispuestos a batirse otra vez a las órdenes de quien idolatran. 

Antonino Reyes, secretario de Rosas, les sugiere acampar y descansar hasta el día siguiente, pero insisten en ver al Caudillo para ponerse a sus órdenes y aguardan contestación sin desmontar, afirmados en el cabo de sus lanzas.

Rosas , que ha debido abandonar una reunión con su Estado Mayor, entrará al galope por el centro de esa formación y aquellos hombres curtidos por la pelea y por la añoranza lo rodean vivándolo y se le acercan respetuosamente a besar sus manos y a abrazarlo. 

De ellos opinó Sarmiento: “Estos soldados y oficiales carecieron diez años de abrigo, de techo y nunca murmuraron. Comieron sólo carne asada en escaso fuego y nunca murmuraron. Tenían por él, por Rosas, una afección profunda, una veneración que

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disimulaban apenas... ¿Qué era Rosas, pues, para estos hombres? ¿O son hombres esos seres?”.

Los vencedores de Caseros se ensañarán cruelmente con los que llamaban “la división de Aquino” y los sobrevivientes que no pudieron escapar fueron colgados de los árboles de Palermo, ofreciendo un espectáculo macabro y hediondo que horrorizó a Honorio, el negociador del Imperio brasilero cuando el 9 de febrero concurre a visitar al general vencedor. “A la vista de tales hechos”, escribirá a su gobierno, “sólo hablé para cumplimentar al general Urquiza y felicitarlo por la victoria de las fuerzas aliadas”.

Recién al día siguiente, repuesto de su desagradable impresión, volverá para exigir el cumplimiento de lo acordado. 

Capítulo 106

 El capítulo final

“La provincia de Entre Ríos, que ha trabajado tanto, a la par de sus hermanas, las del interior y del litoral, por el restablecimiento de la paz, en la dulce esperanza de ver en ella constituida a la República, se ha desengañado al fin, y convencida plenamente que lejos de ser necesaria la persona de Don Juan Manuel de Rosas a la Confederación Argentina, es él por el contrario, el único obstáculo a su tranquilidad.”

Rosas había insinuado que no aceptaría otra reelección cuando terminara su período en marzo de 1850. Durante el año 1849 lo reiteró varias veces y cuando llegó diciembre lo anunció una vez más.

Como en 1832 y 1835 puede presumirse que Rosas procuraba mejorar su situación política antes de emprender una guerra que lo convertiría en árbitro de Sud América. Da respaldo a esta presunción el proyecto entonces presentado en la Legislatura porteña de ser consagrado Jefe Supremo de la Confederación, con plenos poderes nacionales, con lo que don Juan Manuel dejaba de ser el Gobernador de Buenos Aires y Encargado de las Relaciones Exteriores para convertirse en Jefe del Estado argentino.

Once provincias adhirieron al proyecto. Entre Ríos y Corrientes se abstuvieron y el 1º de mayo de 1851 Urquiza aceptó la renuncia presentada por Rosas, separó a Entre Ríos de la Confederación y la declaró en aptitud de entenderse con todos las potencias hasta que las provincias reunidas en asamblea determinaran el futuro gobernante. Su satélite Corrientes imitó esta actitud.

El objetivo manifiesto recogía una extendida demanda de muchos de sus connacionales, especialmente de los sectores de mejor posición económica y social, inclusive estancieros beneficiados durante el gobierno rosista pero que miraban ya hacia nuevos horizontes, fatigados ya de tantos años de llevar prendida en su solapa la divisa punzó.

Meses más tarde, Urquiza confirmaría a Sarmiento, su pensamiento íntimo: “La base de la Revolución que he promovido, sus tendencias, toda mi aspiración, y por lo que estoy dispuesto a sacrificarme, son hacer cumplir lo mismo que se sancionó el 1 de

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enero de 1831, esto es que se reúna el Congreso General Federalista, que dé la carta Constitucional sobre la base que dicho Tratado establece”.

Los enemigos de don Juan Manuel, luego del sostenido fracaso en derrocarlo de intelectuales, potencias extranjeras y probados jejes de nuestra independencia, sentían sus corazones latir con esperanza pues había llegado el momento en que quien confrontaría con el invicto dictador era alguien de su misma hechura: un recio caudillo federal, de gran carisma entre la chusma y con mayor talento y experiencia en el campo de batalla. A sus fuerzas se incorporarían un revoltoso boletinero, Domingo Sarmiento, y un joven artillero y promisorio poeta, Bartolomé Mitre.

En la Banda Oriental acampaba el segundo mejor ejército de Rosas, quien se había ocupado de suministrarle el mejor armamento posible para sus cinco mil aguerridos soldados, veteranos de muchas campañas. Contaba también con una excelente caballada y varias piezas de artillería de buen poder de fuego dejadas atrás por ingleses y franceses. Pero a pesar de sus virtudes no tenía envergadura suficiente para resistir una acometida de las tropas al mando de Urquiza. Mucho menos si a éstas se le sumaban las de su nuevo aliado, el Imperio del Brasil. 

El entrerriano invade el Uruguay el 18 de julio de 1851. El 4 de septiembre lo imita un ejército brasileño de dieciséis mil hombres a cuyo frente va el militar más prestigioso de su país, el marqués de Caxias. Además con una fuerte suma en la faltriquera para sobornar políticos uruguayos y jefes del ejército de Oribe.

Esto, sumado a una inteligente política de “ni vencedores ni vencidos” prometiendo el perdón y la reincorporación a la “fuerzas vencedoras” provocó una importante deserción de oficiales y soldados federales. 

Oribe, quien sostuvo una secreta y prolongada entrevista con Urquiza, no ofreció resistencia capitulando el 8 de octubre de 1851, “desacreditado pero no deshonrado” como él mismo escribirá, sobre la base de una amnistía política y de la independencia del Uruguay. Después de tantos años de una recíproca lealtad que había sobrellevado tantas contingencias extremas, traicionaba a Rosas, para muchos sospechosamente, al aceptar la derrota sin presentar batalla y sin consultar al Restaurador. No sería la única traición.

Su hocicada debilitó aún mas la ya comprometida posición del Restaurador puesto perdía el otro de sus dos ejércitos con el irreponible parque de armas y municiones valoradas en un millón y medio de pesos, que así cayeron en poder del enemigo que además incorporó por la fuerza a los cinco mil veteranos de la 1ª División Argentina.

La etapa siguiente de la campaña aliada era el ataque a Buenos Aires. El tratado del 21 de noviembre de 1851, entre Brasil, Uruguay y los “estados de Entre Ríos y Corrientes”, estableció que el aporte humano correría por cuenta de las provincias del Litoral. Brasil facilitaría los abultados 100.000 patacones mensuales exigidos por Urquiza para afrontar “gastos bélicos”; también 2.000 espadas de guerra y todas las municiones y armas de guerra que fuesen necesarias; además una división de infantería, un regimiento de caballería, dos baterías de artillería de seis cañones cada una, los que sumarían 4.000 hombres bajo el mando del prestigioso general Manuel Márquez de Souza; en cuanto al apoyo fluvial, en lo que la Confederación rosista era muy débil, la escuadra imperial

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ocuparía el Paraná y el Uruguay facilitando los desplazamientos del bien llamado “ejército grande” y obstruyendo los del enemigo; por fin, otro ejército de 12.000 soldados brasileros, llamado “de reserva”, se desplegaría en las costas del río de la Plata y del Uruguay para traspasarlos en cuanto fuese necesario.

Los 100.000 pesos fuertes exigidas por el jefe entrerriano le parecen al marqués de Caxias una contribución excesiva porque no ignora que el abastecimiento de carne proviene de los propias haciendas de Urquiza y porque, como es costumbre, la provisión de otros insumos y de animales se hace por confiscación forzosa en los establecimientos privados de la zona. Le cuesta confiar en quien ya ha traicionado, pero sabe que su persona y sus fuerzas son indispensables para lograr la caída de un vecino tan incómodo. Entonces el 20 de diciembre escribirá con realismo a su gobierno aconsejando una respuesta positiva: “Cualquier negativa nuestra lo irritaría siendo, como V.E. sabe, alguien a quien poco falta para mudar de opinión de la noche a la mañana (...) No le sería difícil arreglarse con Rosas y volverse contra nosotros”. También influía la recompensa, acordada y firmada con sus socios beligerantes, de la incorporación de las riquísimas Misiones Orientales, de elevada significación estratégica por su ubicación geográfica que se irradiaba hacia Brasil, Paraguay, Argentina y .sobre todo, Uruguay.

La guerra será declarada formalmente: “Los estados aliados declaran solemnemente que no pretenden hacer la guerra a la Confederación Argentina(...) El objeto único a que los Estados Aliados se dirigen es liberar al Pueblo Argentino de la opresión que sufre bajo la dominación tiránica del Gobernador Don Juan Manuel de Rosas”.

Desactivado Oribe, el ejército de Urquiza se embarca en Montevideo hacia fines de octubre de 1851 en tres barcos brasileños que lo transportan a Entre Ríos. Desde allí comenzará su marcha sobre Buenos Aires cruzando el Paraná sin hallar oposición debido a que el general Pascual Echagüe, gobernador de Santa Fe, recibe orden de retroceder hasta juntarse con Rosas en Santos Lugares, en las afueras de Buenos Aires, donde se concentrarán las pocas fuerzas disponibles para la defensa. Es que el imponente ejército imperial que acecha del otro lado del río amenaza con invadir la ciudad en cuanto se la desguarnezca.

En su marcha por la campiña bonaerense Urquiza no encuentra las esperadas adhesiones a pesar de que en muchos hay un deseo de paz que les permita atender sus asuntos privados, descuidados durante mucho tiempo por causa de las guerras sucesivas. También se teme que en caso de triunfar el Restaurador la guerra se prolongaría “ad infinitum” pues, una vez vencido Urquiza, era evidente que no se tardaría en ir a la guerra con Paraguay y con el Brasil.Pero a los habitantes de las pampas les resultaba inadmisible la alianza con el enemigo brasilero y resistieron pasivamente a los “libertadores”, como dieron en llamarse a sí mismos, negándoles información, contactos y provisiones, y manteniéndose fieles al gobernador de Buenos Aires. Según el general César Díaz, comandante de las fuerzas uruguayas, “evitaban nuestro contacto como si les fuera odioso, las casas de campo estaban abandonadas y sus moradores se habían retirado huyendo de nosotros como de una irrupción de vándalos”. Agregará en sus “Memorias”: “El espíritu de los habitantes de la campaña de Buenos Aires era completamente favorable a Rosas”.

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Hasta Urquiza estaba asombrado y preocupado al ver “que el país tan maltratado por la tiranía de ese bárbaro se haya reunido en masa para sostenerlo”. Díaz anotará una sorprendente confesión del jefe entrerriano: “Si no hubiera sido el interés que tengo en promover la organización de la República, yo hubiera debido conservarme aliado a Rosas porque estoy persuadido de que es un hombre muy popular en este país”.

Las mejores unidades que le quedaban a Rosas eran la artillería y el regimiento de reserva cuyo comando, en un gesto de hidalga confianza , ofreció a dos oficiales unitarios que habían regresado a Buenos Aires para luchar de su lado y en contra de los invasores extranjeros;: Mariano Chilavert ,uno de los jefes de artillería de Lavalle en la campaña de 1840, y Pedro José Díaz, capturado en “Quebracho Herrado” y bajo palabra desde entonces. Ambos aceptaron y, en la última batalla, lucharon vigorosamente por Rosas.

Nombró a Angel Pacheco comandante de la vanguardia y luego comandante en jefe del centro y norte de Buenos Aires. Pero todo evidencia que, sobornado o realistamente convencido de la inutilidad de resistir, no tomó iniciativa contra el enemigo ni permitió que lo hicieran sus subordinados. Ante el disgustado reclamo de don Juan Manuel ofreció su renuncia, que no fue aceptada .Pero el 30 de enero ese jefe militar a quien el Restaurador había permitido enriquecerse hasta lo inimaginable haciendo del verbo “pachequear” un sinónimo de cuatrerear, dejó su puesto sin consultarlo y se marchó a su estancia “El Talar de López” sobre el río “las Conchas”. Allí presentó nuevamente su renuncia y mientras se estaba librando la batalla final para el régimen, el general Pacheco, en quien Rosas había depositado su confianza a lo largo de muchos años, y su fuerza de caballería de quinientos hombres descansaban en su estancia.

Para colmo de males también perdió el aporte del héroe de Obligado, general Mansilla, quien cayó misteriosamente enfermo el 26 de diciembre luego de advertirle a su cuñado que no lo consideraba con capacidad militar para conducir un ejército de 20.000 hombres. 

Capítulo 107

 Los siete platos de arroz con leche

Urquiza y los brasileros avanzan inconteniblemente sobre Buenos Aires. Rosas parece resignado. Pocas semanas antes de la batalla final pierde varias horas con su sobrino de catorce años.

Lucio V. Mansilla, hijo del héroe de Obligado y futuro gran escritor, regresa de Europa en diciembre de 1851 y al día siguiente va a caballo hasta Palermo para visitar a su tío. Basándose en dicha anécdota escribirá uno de sus mejores cuentos que aquí sintetizaremos:

“(...)Llegar, verme Manuelita y abrazarme, fué todo uno”. Pide ver a su tío. Su prima sale para volver al rato. «Ahora te recibirá».

Luego de una larga espera:

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“Así que mi tío entró yo hice lo que habría hecho en mi primera edad: crucé los brazos y le dije, empleando la fórmula patriarcal, la misma, mismísima que empleaba con mi padre hasta que pasó a mejor vida:

“-La bendición, mi tío.

“Y él me contestó:

“-¡Dios lo haga bueno, sobrino!

“(...)Hubo un momento de pausa, que él interrumpió, diciéndome:

“-Sobrino, estoy muy contento de usted...

“Es de advertir que era buen signo que Rozas tratara de usted; porque cuando de tú trataba quería decir que no estaba contento de su interlocutor, o por alguna circunstancia del momento fingía no estarlo.

“-Sí, pues -agregó-, estoy muy contento de usted porque me han dicho -y yo había llegado recién el día antes. ¡Qué buena no sería su policía! -que usted no ha vuelto “agringado”.

“Yo había vuelto vestido a la francesa, eso sí, pero potro americano hasta la médula de los huesos todavía, y echando unos ternos que era cosa de taparse las orejas. 

“-¿Y cuánto tiempo ha estado usted ausente? - agregó él. Lo sabía perfectamente. Había estado resentido; no, mejor es la palabra «enojado», porque diz que me habían mandado a viajar sin consultarlo. Comedia.

El niño había querido despedirse pero el Restaurador no había encontrado la oportunidad para recibirlo.

“Sí, el hombre se había enojado; porque, algunos días después, con motivo de un empeño o consulta que tuvo que hacerle mi madre, él le arguyó: 

“-Y yo, ¿qué tengo que hacer con eso? ¿Para qué me meten a mí en sus cosas? ¿No lo han mandado al muchacho a viajar, sin decirme nada?

“A lo cual mi madre observó:

“-Pero, tatita (era la hermana menor y lo trataba así), si ha venido veinte días seguidos a pedirte la bendición, y no lo has recibido - replicando él:

“-Hubiera venido veintiuno.

“Lo repito: él sabía perfectamente que iban a hacer dos años que yo me había marchado, porque su memoria era excelente. Pero, entre sus muchas manías, tenía la de hacerse el zonzo y la de querer hacer zonzos a los demás. El miedo, la adulación, la ignorancia, el cansancio, la costumbre, todo conspiraba en favor suyo, y él en contra de sí mismo.

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“(...)Me miró y me dijo:

“-¿Has visto mi Mensaje?

“-¿Su Mensaje? -dije yo para mis adentros ¿Y qué será esto? No puedo decir que no, ni puedo decir que sí, ni puedo decir qué es. . . - y me quedé suspenso.

“(...)-¡Pero, mi tío, si recién he llegado ayer!

“-¡Ah!, es cierto; pues no has leído una cosa muy interesante; ahora vas a ver - y esto diciendo, se levantó, salió y me dejó solo.

“(...)Volvió el hombre que, en vísperas de perder su poderío, así perdía el tiempo con un muchacho insubstancial, trayendo en la mano un mamotreto enorme.

“Acomodó simétricamente los candeleros, me insinuó que me sentara en una de las dos sillas que se miraban, se colocó delante de una de ellas de pie, y empezó a leer desde la carátula, que rezaba así: 

-“¡Viva la Confederación Argentina!¡Mueran los Salvajes Unitarios!.¡Muera el loco traidor, Salvaje Unitario Urquiza!”.

“Y siguió hasta el fin de la página, leyendo hasta la fecha 1851, pronunciando la ce, la zeta, la ve y be, todas las letras, con la afectación de un purista.

“(...)-Y aquí, ¿por qué habré puesto punto y coma, o dos puntos, o punto final?

Por ese tenor iban las preguntas, cuando, interrumpiendo la lectura, preguntóme:

“-¿Tiene hambre?

“(...)-Sí - contesté resueltamente. 

“-Pues voy a hacer que te traigan un platito de arroz con leche 

“El arroz con leche era famoso en Palermo, y aunque no lo hubiera sido, mi apetito lo era; de modo que empecé a sentir esa sensación de agua en la boca, ante el prospecto que se me presentaba de un platito que debía ser un platazo, según el estilo criollo y de la casa.

“(...)La lectura siguió.

“Un momento después Manuelita misma se presentó con un enorme plato sopero de arroz con leche, me lo puso por delante y se fué.

“Me lo comí de un sorbo. Me sirvieron otro, con preguntas y respuestas por el estilo de las apuntadas, y otro, y otros, hasta que yo dije: 

“-Ya, para mí, es suficiente.

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“Me había hinchado; ya tenía la consabida cavidad solevantada y tirante como caja de guerra templada; pero hubo más, siguieron los platos y yo comía maquinalmente, obedecía a una fuerza superior a mi voluntad...

“La lectura continuaba.

“Si se busca el Mensaje ése, por algún lector incrédulo o curioso, se hallará en él el período que comienza de esta manera: «El Brasil, en tan punzante situación». Aquí fuí interrogado, preguntándoseme:

“-¿Y por qué habré puesto punzante?

“(...) Me expliqué. No aceptaron mi explicación. Y con una retórica gauchesca mi tío me rectificó, demostrándome cómo el Brasil lo había estado picaneando, hasta que él había perdido la paciencia, rehusándose a firmar un tratado que había hecho el general Guido. . . Ya yo tenía la cabeza como un bombo; y lo otro tan duro, que no sé cómo aguantaba.

Por fin Rosas lo despide.

“-Bueno, sobrino, vaya nomás y acabe de leer eso en su casa -agregando en voz más alta: Manuelita, Lucio se va”.

“Manuelita se presentó, me miró con una cara que decía afectuosamente “Dios nos dé paciencia” y me acompañó hasta el corredor, que quedaba del lado del palenque, donde estaba mi caballo.

“Eran las tres de la mañana.

“En mi casa estaban inquietos, me habían mandado buscar con un ordenanza.

“Llegué sin saber cómo no reventé en el camino.

“Mis padres no se habían recogido.

“Mi madre me reprochó mi tardanza con ternura. Me excusé diciendo que había estado ocupado con mi tío.

“Mi padre, que, mientras yo hablaba con mi madre, se paseaba meditabundo viendo el mamotreto que tenía debajo del brazo, me dijo:

“-¿Qué libro es ése?

“-Es el Mensaje que me ha estado leyendo mi tío... 

“-¿Leyéndotelo?. . . -Y esto diciendo, se encaró con mi madre y prorrumpió con visible desesperación-: “¡No te digo que está loco tu hermano!”

“Mi madre se echó a llorar”.

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Es claro que don Juan Manuel sabe que su suerte está echada, por eso no le preocupa malgastar su tiempo Será imposible vencer a la unión de sus dos mejores ejércitos sumados al brasilero, al paraguayo y al uruguayo. Además puede descontarse que su ánimo ya no es el de antes, harto ya de guerrear, como le sucediera a Napoleón durante la campaña de Italia: “Termino esta carta” – para su amada Josefina –“enviándote un millón de besos. Nunca me he aburrido tanto como en esta maldita guerra”. 

El relato de Lucio V. puede completarse con una anécdota que el autor de “causeries” incluye en sus apasionantes “Memorias”. Ya con Rosas en el exilio, el general Mansilla y su hijo, de paso hacia Francia, visitan a su pariente en Southampton.

Un día, mientras el general y Manuelita están de sobremesa, el joven Lucio V. va a sentarse junto a Rosas. Ambos callan, observándose muy al disimulo. 

“-¿En qué piensa, sobrino?

“-En nada, señor.

“-No, no es cierto; estaba pensando en algo.

“-No, señor. ¡Si no pensaba en nada!

“-Bueno, si no pensaba en nada cuando le hablé, ahora está pensando ya.

“-¡Si no pensaba en nada, mi tío!

“-Si adivino, ¿me va a decir la verdad?

“Me fascinaba esa mirada que leía en el fondo de mi conciencia, y maquinalmente, porque habría querido seguir negando, contesté:

“-Sí.

“-Bueno -repuso él-, ¿a que estaba pensando en aquellos platitos de arroz con leche que le hice comer en Palermo, pocos días antes de que el «loco» (el loco era Urquiza) llegara a Buenos Aires?

“Y no me dió tiempo para contestarle, porque prosiguió:

“-¿A que cuando llegó a su casa a deshoras, su padre (e hizo con el pulgar y la mano cerrada una indicación hacia el comedor) le dijo a Agustinita: ¿no te digo que tu hermano está loco?

“No pude negar, queriendo; estaba bajo la influencia del magnetismo de la verdad y contesté, sonriéndome:

“-Es cierto.

“Mi tío se echó a reír burlescamente.

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Capítulo 108

 Más animal que intelectual

Los dos ejércitos se encontraron el martes 3 de febrero de 1852 en Morón, a unos treinta kilómetros al oeste de Buenos Aires. El de Urquiza contaba con veinticuatro mil hombres experimentados, de los cuales tres mil quinientos eran brasileños seleccionados, mil quinientos uruguayos y el resto argentinos, reforzados con cincuenta piezas de artillería. 

Las fuerzas de Rosas estaban constituidas por veintitrés mil hombres, la mayoría bisoños, con cincuenta y seis piezas de artillería, la mayoría de calibre insuficiente y poca pólvora y pocas balas pues el grueso del parque había sido destinado a sus ejércitos principales al mando del entrerriano y de Oribe.

La batalla comenzó a las 7 de la mañana, con fuego de artillería de ambos lados. Urquiza, mejor militar que Rosas, atacó primero el flanco izquierdo enemigo con su caballería y dispersó a la federal. Luego desplegó su infantería y artillería contra el flanco derecho de las tropas porteñas obligándolas a replegarse y a atrincherarse en la casa de Caseros, de donde tomó su nombre la batalla. Allí la resistencia fue corajuda pero desorganizada y de corta duración.. 

Finalmente las tropas rosistas huyeron en desorden, derrotadas por su falta de disciplina, por su inferior armamento y por la inexperta conducción de Rosas. Solamente la artillería de Chilavert y el regimiento de Díaz presentaron una tenaz y heroica oposición, pero también ellos fueron superados. Hacia mediodía, la victoria de los aliados era total y había insumido menos tiempo y menos empeño de lo imaginable, tanto que las bajas en conjunto no sumaban más de doscientas.

El escritor francés Anatole France parecía referirse a Caseros cuando escribió: “El arte de la guerra consiste en ordenar las tropas de manera que no puedan huir”. Nada de eso pudo hacerse. Miles de soldados y no pocos de sus oficiales, con artillería, fusiles y municiones, abastecimientos, animales y equipos, cayeron en manos de los victoriosos aliados, quienes a las 3 de la tarde estaban ya en Santos Lugares que hasta pocas horas antes había sido el cuartel general militar de un poderoso régimen. 

Capítulo 109

 Nunca hubo hombre tan traicionado

 

Los que habían luchado contra el “tirano sangriento” no tardaron en mostrar su hilacha violenta: en los días siguientes a Caseros más de doscientas personas fueron fusiladas por orden de Urquiza, incluyendo muchos civiles. 

También fueron ajusticiados varios oficiales federales, algunos por su pasado terrorista, otros con justificaciones menos obvias. El coronel Martín Santa Coloma, un rosista de la línea dura, fue degollado y su cuerpo, según cundió el rumor, despedazado por su secretario Seguí quien tenía una cuenta a cobrar por un asunto de faldas. 

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También Martiniano Chilavert, héroe de las luchas por la independencia, fue asesinado.Enterarse de que su patria sería invadida por tropas brasileñas en alianza con compatriotas al mando de Urquiza, hizo arder su sangre. Abandonó su exilio montevideano y cruzó el río para ponerse a las órdenes del Restaurador, quien, sabiendo de sus quilates de militar valiente y avezado, puso la artillería a su mando.

En batalla disparó hasta el último proyectil, haciendo blanco sobre el ejército imperial que ocupaba el centro del dispositivo enemigo. Cuando ya no le quedaron balas hizo cargar con piedras sus cañones.Luego, derrotado el ejército de la Confederación, recostado displicentemente sobre uno de los hirvientes cañones, pitando un cigarrillo, esperó a que vinieran a hacerlo prisionero.

No se estaba rindiendo. Sólo aceptaba el resultado de la contienda.

-Si me toca, señor oficial, le levanto la tapa de los sesos-advirtió a un osado, mientras le apuntaba con su pistola--. Lo que busco es un oficial superior a quien entregar mis armas.

Enterado, Urquiza ordena que sea conducido a su presencia. Ante su ademán, sus colaboradores se retiran dejándolos a solas.

Puede reconstruirse lo que entonces sucedió. El vencedor de Caseros habrá reprochado a Chilavert su deserción del bando antirrosista. Don Martiniano le habrá respondido que allí había un solo traidor: quien se había aliado al extranjero para atacar su patria.

Urquiza habrá considerado que no eran momentos y circunstancias para convencer a ese hombre que lo miraba con desprecio de que todo recurso era válido para ahorrarle a su patria la continuidad de una sangrienta tiranía. Pero algo más habrá dicho don Martiniano. Quizás referido a la fortuna de don Justo, de la que tanto se murmuraba. El entrerriano abre entonces la puerta con violencia, desencajado, y ordena que lo fusilen de inmediato.

-Por la espalda- aullará. El castigo de los traidores. El sargento Modesto Rolón tuvo a su cargo conducir al reo hasta donde habría de fusilársele. Relataría que Chilavert, sereno, le pidió: "Está bien; permítame reconciliarme con Dios".Luego de rezar unos minutos le anunció: "Estoy listo, señor oficial".Apenas tuvo tiempo de encargar a su fiel asistente Aguilar que le entregara a su hijo Rafael su reloj de bolsillo. A los soldados que formaban el pelotón les advierte que en su tirador encontrarían tabaco y algún dinero.El coronel se dispone a morir. Pero cuando un oficial, cumpliendo con las instrucciones de Urquiza, intenta ponerlo de espaldas, recibe un puñetazo que lo arroja al piso.

Ofendido, altivo, golpeándose el pecho y echando atrás la cabeza, Chilavert grita a sus verdugos: "¡Tirad aquí, que así mueren los hombres como yo!". El oficial, con su nariz sangrante, secundado por varios subordinados, se abalanza sobre él para reducirlo. En el tumulto suena un tiro que roza el rostro de Chilavert, y casi le hace perder el conocimiento. Sin embargo, entre insultos, sigue gritando: "¡Al pecho, tirad al pecho!", igual a aquel “¡Soldados, apuntad del corazón!” del mariscal Ney ante el pelotón de su fusilamiento.

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Finalmente fue ultimado a bayoneta, sable y culatazos. De frente.

También todos los sobrevivientes del regimiento de Aquino fueron ahorcados sin juicio previo en los árboles de la quinta de Palermo, a la vista de don Justo José mientras la gente aplaudía a medida que se cumplía con las bárbaras sentencias.

Urquiza, a quien el corresponsal de “The Times” en Buenos Aires describió como “más animal que intelectual”, era en cierta forma tan gaucho como Rosas y se reconocía federal, lo cual provocó no poca confusión entre los enemigos del Restaurador al instalar su corte en Palermo, ordenar el uso del uniforme federal con los emblemas punzó y gritar “¡mueran los salvajes unitarios!” causando el disgusto de Sarmiento que no tardó en identificarlo como otro Rosas.Quienes hasta entonces habían sido conspicuos rosistas como Tomás Anchorena, Vicente López y Planes y otros se incorporaron al circulo de amistades de Urquiza. 

También recuerda Benito Hortelano un episodio cuando se ha producido ya el alzamiento de Urquiza. Relata un acto patriótico organizado en repudio del Imperio y sus aliados: "Don Lorenzo y Enrique Torres, el doctor Gondra y otros muchos patriotas federales pronunciaron discursos entusiásticos, pidiendo sangre, exterminio y pulverización de las provincias de Entre Ríos y Corrientes, del Imperio del Brasil y de todos los salvajes, inmundos, asquerosos unitarios. A la salida del teatro Manuelita Rosas, hija del Jefe Supremo, que presidía todas las ovaciones a nombre de su padre, fue conducida en su coche, quitados los caballos, tirando de él los patriotas federales. Entre los que vi tirar del coche, recuerdo a Santiago Calzadilla, al hijo, al doctor Emilio Agrelo (que más tarde sería el fiscal del juicio público contra el dictador), a don Rufino de Elizalde (figura de conspicua actuación posterior), a don Rosendo Labardén; yo también empujé de la rueda derecha al partir el carruaje. No recuerdo los nombres de otros muchos federales que tiraron, porque no los conocía entonces y hoy son muy unitarios". 

Gore, el diplomático británico a quien le tocara presenciar el desmoronamiento del edificio rosista, referira a lord Palmerston, primer ministro británico, ya producido Caseros: "Los jefes en quienes Rosas confió se encuentran ahora al servicio de Urquiza. Son las mismas personas a quienes a menudo escuché jurar devoción a la causa y persona del General Rosas. Nunca hubo hombre tan traicionado” (9 de febrero de 1852). 

Capítulo 110

 Nación, territorio, estancia, pueblo

  Al terminar su gobierno don Juan Manuel dejaba:

1) Un país con sentido de nación y de soberanía que hasta ha recibido su bautismo: República Argentina.

2) Un territorio sin exacciones y que de allí en adelante sólo sufrirá pérdidas menores, como la cesión de las “Misiones Orientales” por parte de Urquiza

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3) Un proyecto económico que nos proyectará en el capitalismo y nos dará un lugar y una función en la organización del mercado mundial: la estancia y su producción agropecuaria

4) Una clase baja, la plebe, que ya ha experimentado su protagonismo social y que nunca se resignará a perderlo, dando origen en el futuro a movimientos políticos y sindicales de envergadura 

Capítulo 111

 Una revolución que no les pertenece

 

El marqués de Caxias, jefe de las tropas brasileñas en Caseros, informa al ministro de guerra Souza e Mello:

"La 1° Dívisión, formando parte del Ejército aliado que marchó sobre Buenos Aires, hizo prodigios de valor recuperando el honor de las arma brasileñas perdido el 27 de febrero de 1827". Es decir en la batalla de Ituzaingó, victoriosa para las tropas argentinas.

No es de extrañar entonces que, a pesar de que la derrota de Rosas fue el 3 de febrero, el ingreso triunfal de las tropas de la alianza argentino-brasileña se haya producido recién el 20. Sin duda se trató de una imposición de los brasileños que Urquiza acató.

El jefe argentino pareció arrepentirse e inconsultamente decide que el desfile será el 19 pero su par brasileño se mantiene firme: “A victoria desta campaha e urna vitoria de Brasil, e a Divisáo Imperial entrará em Buenos Aires com todas as honras que lhe sao devidas quer V. Excia ache conveniente ou nao".

Urquiza se niega a devolver las banderas de Ituzaingó que estaban en la Catedral e intenta una última estratagema para evitar el desdoro ante sus compatriotas de desfilar al frente de tropas extranjeros. Informa erróneamente la hora del desfile.

Inicia la marcha con un malhumor que sostendrá durante toda la ceremonia, montado en un caballo con la marca de Rosas, al que Sarmiento califica de "magnífico". Para consternación de los unitarios luce un ancho cintillo punzó en la solapa, reivindicándose como federal. Ni siquiera irá al estrado de la Catedral donde era esperado por autoridades, diplomáticos y notables, quizás para que la ceremonia terminase lo antes pñosible, antes de que las tropas imperiales iniciaran su desfile triunfal.

Algunos días antes se había producido un hecho significativo: Honorio, el representante del Emperador del Brasil, concurre a Palermo el día 9 para entrevistarse con el vencedor de Caseros. Pero siente tanta repugnancia por los cadáveres que cuelgan por doquier, pudriéndose entre el follaje de los árboles, que decide regresar al día siguiente. Entonces se produce un áspero diálogo cuando el brasileño le recuerda las concesiones territoriales que Argentina debía hacer por el apoyo recibido.

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Urquiza, rabioso, responde que es Brasil el que le debe a él, pues "Rosas hubiera terminado con el Emperador y hasta con la unidad brasileña si no fuera por mí". También: "Si yo hubiera quedado junto a Rosas, no habría a estas horas Emperador".

Honorio se retira ofendido. Pero días más tarde recibirá la visita de Diógenes Urquiza, hijo de don Justo José, quien en nombre de su padre le pide 100.000 patacones y además "el compromiso de contar con esa subvención en adelante", según informa Honorio a su gobierno. Y agregará: "Atendiendo a la conveniencia de darle en las circunstancias actuales una prueba de generosidad y de deseo de cultivar la alianza, entendí que no podía rehusarle el favor pedido"Berutti escribiría: “El señor Urquiza entró como libertador y se ha hecho conquistador”. ¿Tendría razón Rosas cuando insistía ante los “constitucionalistas” que él era la única garantía contra el caos y la anarquía?.

Vicente López, de reconocido prestigio y que había sido funcionario de Rosas, es nombrado gobernador provisorio de Buenos Aires. Diez días después de Caseros, cuando todavía no habían desfilado triunfalmente los brasileros, da a conocer su gabinete d con Valentín Alsina en Gobierno y Guerra, José Benjamín Gorostiaga en Hacienda y Luis José de la Peña en Relaciones Exteriores.

El primer acto de Alsina fue abolir el uso obligatorio de la divisa federal, declarando “libre el uso o no uso del cintillo punzó” . Fue en protesta contra tal medida que Urquiza desfiló el 20 con el cintillo punzó en la galera de pelo. Y el 21 hizo pública una proclama hostil hacia los unitarios, “los díscolos que se pusieron en choque con el poder de la opinión pública y sucumbieron sin honor en la demanda. Hoy asoman la cabeza y después de tantos desengaños, de tanta sangre, se empeñan en hacerse acreedores al renombre odioso de salvajes unitarios, y con inaudita impasividad reclaman la herencia de una revolución que no les pertenece, de una patria cuyo sosiego perturbaron, cuya independencia comprometieron y cuya libertad sacrificaron a su ambición”. 

Restablecía el uso del cintillo punzó “que no debía su origen al dictador Rosas sino a la espontánea adopción de los pueblos de la República”. 

“El efecto que produjo en la opinión – escribe Sarmiento- aquel desahogo innoble, fue como si en una tertulia de damas se introdujese un ebrio, profiriendo blasfémias y asquerosidades. El anciano López gemía, Alsina se encerró en su casa”.  

Capítulo 112

 Un refugiado distinguido

 

Perdida la batalla, Rosas, herido por un casco de metralla en una mano. prueba de que no le ha rehuido a la lucha como pretende la propaganda unitaria incansable en difamarlo, emprende el camino hacia Buenos Aires, sólo. Desmonta para escribir su renuncia al gobierno a lápiz, cumpliendo con la formalidad en lo que es la actual plaza Garay.

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Podría haber redactado lo mismo que Carlos V de España al abdicar de su trono: “He tenido que soportar los azares de muchas guerras y puedo atestiguar que todas contra mi voluntad; nunca las he emprendido más que a la fuerza y con dolor; incluso hoy que al partir no os pueda dejar tranquilos y en paz”.

Luego se dirige a la legación británica donde es rápidamente embarcado con sus hijos Juan y Manuelita en el “Centaur”, a las once de la noche del mismo día 3 de febrero, permaneciendo hasta el 9 en el puerto, por lo que pudo contemplar las demostraciones de alegría que provocaba su caída en la clase “decente” de Buenos Aires. Los sectores populares, según un testigo presencial, don Benito Hortelano, “no dio este pueblo la más mínima muestra de regocijo”.

Una vez zarpados los pasajeros fueron trasbordados, el 10, al vapor de guerra “Conflict” para estar mejor protegidos durante la travesía.

El viaje fue lento pues se reventó una de las calderas, ocasionando la muerte a cuatro individuos de la tripulación. El 23 de abril arribaron a Devonport, donde Rosas fué recibido oficialmente con una salva de honor por el comodoro superintendente, sir Michael Seymour. 

Don Juan Manuel no llevó consigo dinero ni oro, sino que sólo había preparado cajones de documentación, en la seguridad de que la principal tarea en su futuro sería la de defenderse de graves acusaciones.

Con motivo de este recibimiento oficial, como nunca se había honrado antes a soberanos destronados u otros personajes de nota que se refugiaron en tierra inglesa, se suscitó un largo y acalorado debate en la Cámara de los Lores en su sesión del 29 de abril. Es que algunos parlamentarios no olvidaban ni perdonaban las ofensas ni la derrota sufrida a manos de ese veterano gaucho de lejanas pampas.

En dicha sesión el conde Granville interpeló al gobierno sobre el tema. El conde de Malmesbury contestó no haberse dado orden alguna por parte del ministerio de Relaciones Exteriores ni haberse enviado persona alguna con el objeto de tributar honores oficiales al general Rosas Que lo único que se había recibido de él era una carta escrita con sencillez en la que pedía permiso para residir en los dominios de S. M. B. tan tranquilamente como fuese posible, asignándosele una persona que viviera con él hasta dominar satisfactoriamente el idioma inglés.

Que, en consecuencia, no encontraba otra explicación a la recepción dada por las autoridades de Plymouth que, por un sentimiento natural, haber querido acoger, con hospitalidad y respeto, a un refugiado distinguido de un país extranjero; que, por otra parte, Rosas no era un refugiado común sino uno que había manifestado gran distinción y generosidad para con los comerciantes ingleses que traficaban con su país; y uno, en fin, con quien el anterior gobierno había concluido negociaciones de carácter importante y aún firmado un tratado en 1849.

¿Por qué Gran Bretaña acoge a Rosas? Porque lo respetan, ha sido un adversario valiente y honesto. Hace honor al “fair play” británico.También porque el inteligente Foreign Office conoce de primera mano, la ha sufrido en carne propia, la inmensa popularidad de ese huésped en los sectores populares , en las

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mayorías de su país. La experiencia le ha enseñado a esa gran potencia que a tales personajes es mejor tenerlos bajo control, no solo por su potencial peligrosidad para sus intereses sino también por si alguna eventualidad los hiciera útiles para su estrategia.Por ejemplo, en caso de que la anarquía sangrienta volviese a reinar en nuestro territorio, como lo había pronosticado el Restaurador. Los sucesos pos Caseros parecían darle la razón.

Urquiza quería que reunidos los gobernadores, hombres de Rosas casi todos, acordasen las bases de la futura organización nacional. Los convocó en San Nicolás de los Arroyos, y allí, el 31 de mayo, se firmó el Acuerdo, que significó la realización del federalismo, el reconocimiento de lo existente, de lo creado por Rosas, sobre todo su Pacto del Litoral, al que el Acuerdo llamaba “ley fundamental de la República, su centro vital y motor”. Urquiza quedó nombrado Director Provisorio de la república y juró ante los gobernadores. 

En Buenos Aires el Acuerdo provocó indignación y la Legislatura lo rechazó. El gobernador López renunció el 23 de junio y al otro día Urquiza disolvió la Legislatura y cerró los diarios. Luego nombró un Consejo de Estado, formado en buena parte por rosistas como Arana, Lahitte, Baldomero García, Nicolás Anchorena y el general Guido. 

Sus enemigos fundaron la logia “Juan-Juan” con el fin de asesinarlo, pero la tentativa fracasó. El 11 de septiembre, aprovechando su viaje a Santa Fe para inaugurar la Convención Contituyente, le hicieron una revolución y lo derrocaron.

Buenos Aires ya no necesitaba al gaucho federal que les había servido para derribar a otro gaucho federal. De allí en más sería su enemigo y librarían batallas en su contra, y celebrarían cuando fue asesinado.  

Capítulo 113

 La purga histórica

 

El odio de los vencedores hacia los derrotados no sólo se cobró muchas vidas sino que hasta hoy se verifica lo que podríamos llamar una “purga histórica”.

En la capital argentina ninguna de sus calles lleva el nombre de Juan Manuel de Rosas ni tampoco de caudillos federales como Francisco Ramírez, Juan Felipe Ibarra, Juan Bautista Birtos, Angel Vicente Peñaloza, Felipe Varela, varios de ellos con destacada actuación en las guerras de la Independencia.

El caso más absurdo es el de Estanislao López, cuyo nombre está ausente en el catastro callejero de la ciudad, pero una calle lleva el de su hermano Juan Pablo, “Mascarilla”, de mucha menor importancia y valía, pero a quien se premia por su deserción del campo federal y su paso al unitario.

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La revancha tuvo también manifestaciones edilicias: el 3 de febrero de 1899, aniversario de Caseros, ¡46 años después!, se llevó a cabo el derribo de la casa de Rosas en Palermo, instalándose en ese lugar la estatua de su archienemigo Sarmiento, cuyo nombre, para ahondar la provocación, también lleva la avenida que pasaba por la puerta de la residencia, entonces llamada “de las Palmeras”.De esa manera no sólo se agravia al Restaurador sino al “cuyano alborotador”, según la definición de J. I. Gracía Hamilton, quien ha hecho méritos en su vida mucho más significativos que su oposición a Rosas y a sus gauchos.

¿Acaso su monumento no obliga a Urquiza a mirar altaneramente en esa dirección cuando el entrerriano, luego de Caseros jamás expresó agravios en contra del Restaurador? Incluso fue el único que se compadeció de su miserable exilio y levantó la confiscación de sus bienes que volvió a ser efectivo luego de su caída. Ahora se le ha contrapuesto la mirada de Rosas desde su reciente monumento.

Son numerosas las calles que llevan nombres de batallas en que unitarios derrotaron a federales, como “Angaco”, “Yeruá”, “Caaguazú” y otras. En cambio no merecen ese homenaje las de resultado inverso como “Quebracho Herrado” o “Puente de Márquez”. 

Personalmente me inclino por el criterio sostenido en otros países: ninguna calle debe festejar victoria obtenida contra hermanos pues, como escribía el general francés Bonchamp: “La guerra civil no da gloria”. No debería darla.  

Capítulo 114

 Generosamente, de preferencia

La cláusula 24 del testamento de Rosas tiene por objeto fundamentar un reclamo judicial contra las sucesiones de don Juan José y don Nicolás Anchorena, cuyas estancias administró durante más de 12 años, desde 1818 hasta 1830. 

Estima su sueldo, nunca percibido, en 200 pesos fuertes mensuales, lo que en 12 años importa 28.800 pesos y, con el interés simple del 6 % anual, asciende en 23 años a 68.544 pesos . Al monto de los sueldos incobrados deben sumarse 10.000 pesos de gastos invertidos “en conducciones de ganados y en comisiones y empresas patrióticas” por cuenta de los señores Anchorena, quienes resultan, así, deudores suyos por la suma total de 78.544 pesos fuertes.

En carta a su yerno, Manuel Terrero, don Juan Manuel pondrá sus razones en claro, movido por el rencor hacia tan ingratos parientes quienes tras haberse beneficiado grandemente con sus favores, luego de Caseros parecieron olvidarse de él y en cambio entablaron una productiva relación con el nuevo poder, Urquiza. Dando la razón al escritor finlandés Mika Waltari, quien muchos años después escribiría: “Los ricos siempre sacan ventajas de las guerras, y las sacarán aunque las pierdan”.

Rosas considérase obligado a puntualizar los favores y privilegios de toda clase que les concedió desde el poder.

“1) Que por ellos, entré, y seguí en la vida pública.

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“2) Que durante mi administración, y bajo la sombra de ella y de mi protección, aumentaron su fortuna inmensamente.

“3) Que no pocas veces combatí por seguir sus consejos y por salvar y asegurar sus haciendas, librándolos por los riesgos, por los indios, por la anarquía, y por las demandas de reses, caballos, por la ocupación de sus peones en los servicios de los ejércitos, ya como soldados, ya como conductores de reses, cuidado de invernadas y de cualquiera de otros servicios del Estado. Distinción y privilegio que era en esos tiempos de muchísimo valor para ellos, en sus estancias y en todos sus negocios, en el campo y en la ciudad, porque daba a conocer la estimación sin par y los respetos que yo les dedicaba, sin acordarlos a otras personas, por más servicios que verdaderamente tuvieran.

“4) Que no pocas cosas, en tierras, ganados, y otras que por muy baratas pude haber comprado para la sociedad, o para mí, pasé a ellos, siempre generosamente, de preferencia.

“5) Que si es verdad, no me entregaron el dinero, fue porque no quise o no pude entonces recibirlo, ellos lo han girado los muchos años de mi tiempo en el destierro, en el descuento de letras, al uno y medio y al uno, y que así el seis que me pagaran les dejaría, cuando menos, otro 6 de ganancia. ¿A cuánto subiría ésta, capitalizando cada seis meses, o cada año, el interés? Sí, y esa consideración sube en valor cuando se agrega que el señor Don Nicolás, habiéndose pasado a mis enemigos, después de mi caída el 2 de febrero del 52, seguía así aumentando su dinero” (L. Franco).

No serán los Anchorena los únicos desleales. También lo serán Rufino de Elizalde, frecuentador de las tertulias palermitanas y coautor de una ferviente adhesión de abogados al Restaurador en 1851. En el juicio que se le seguirá a Rosas luego de Caseros afirmará que el Restaurador asesinó personalmente a Maza, que es culpable directo de los asesinatos de 1840 y 1842 y que “se entendió privadamente con los asesinos”.Algo similar podrá decirse de Juan Bautista Peña , de Lorenzo Torres y de Dalmacio Velez Sarsfield. 

Capítulo 115

 Palermo según Sarmiento

El contrate entre el europeísmo de Sarmiento y el nacionalismo de Rosas es ostensible en el desprecio con que el sanjuanino describe la vivienda del derrocado Restaurador:

“(...) Palermo es un gran monumento de nuestra barbarie y de la tiranía del tirano, tirano consigo mismo, tirano con la naturaleza, tirano con sus semejantes. ¡Y ojalá que el tirano hubiera sido el hijo de una sociedad culta como Luis XIV, habría realizado grandes cosas! Rosas realizó cosas pequeñas, derrochando tiempo, energía, trabajo y rentas, en adquirir las nociones más sencillas de la vida, de que carecía.

“(...) Sólo medraban sauces llorones, e hizo alamedas del árbol consagrado a los cementerios (Sarmiento denigra a un bello árbol autóctono. Durante su presidencia no sólo se importarán maestras sino también especies vegetales europeas que perturbarán el equilibrio ecológico, como sigue siendo el caso del eucaliptus) . Quiso cubrir de cascajo

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fino las avenidas y gustáronle las muestras de conchilla que le trajeron del río. La presión de los carros molió la conchilla, y sus moléculas, como todos saben, son de cal viva, de manera que inventó polvo de cal para cubrir los vestidos, el pelo y la barba de los que visitaban a Palermo, y una lluvia diaria de cal sobre los naranjos a tanta costa conservados, por lo que fué necesario tener mil quinientos hombres limpiando diariamente, una a una, las hojas de cada árbol (una evidente falacia). 

“(...)La casa es del mismo género. Cuando se habla de la habitación del soberbio representante de la independencia americana, del jefe del Estado durante veinte años, se supone que algo de monumental o de confortable ha debido crearse para su morada. En punto de arquitectura el aprendiz omnipotente era aún más negado que en jardinería y ornamentación.

“La casa de Palermo tiene sobre la azotea muchas columnitas, simulando chimeneas (burlona descripción del interesante estilo colonial argentino). En lugar de tener exposición al frente por medio de un prado inglés con sotillos de árboles está entre dos callejuelas, como la esquina del pulpero de Buenos Aires; la cocina, que es un ramadón, está a la parte de la entrada principal, para que las reminiscencias de la estancia estuviesen más frescas. No sabiendo qué hacerse, sobre habitaciones estrechas, en torno de un patio añadió en las esquinas unos galpones de obra como el edificio, hechos sobre arcos que reposan en columnas sin base, ni friso, si no es aquel bigotito de ladrillo salido que ponen los albañiles en los arcos de los zaguanes (idem al anterior).

“Así, pues, toda la novedad, toda la ciencia política de Rosas estaba en Palermo visible en muchas chimeneítas ficticias, muchos arquitos, muchos naranjitos, muchos sauces llorones.

“(...)Manuelita no tenía una pieza donde durmiese una criada cerca de ella, los escribientes y los médicos pasaban los días y las noches sentados en aquellos zaguanes o galpones, y la desnudez de las murallas, la falta de colgaduras, cuadros, jarrones, bronces y cosa que lo valga, acusaban a cada hora la rusticidad de aquel huésped, por cuyas manos han pasado, suyo, ajeno o del Estado, cien millones de pesos en veinte años (¿reprochaba Sarmiento al Restaurador no haber sido corrupto? ¿practicar la austeridad y la sencillez?). 

“Cuando Rosas haya llegado a Inglaterra y visto a cada arrendador de campaña, farmer, rodeado de jardines y bosquecillos, habitando cottages elegantes amueblados con lujo, aseo y confort, sentirá toda la vergüenza de no haberle dado para más su caletre que para construir Palermo (es decir: para preferir la arquitectura y la decoración criollas). 

“¡Oh! ¡Cómo va a sufrir Rosas en Europa de sentirse tan bruto y tan orgulloso!” (D. F. Sarmiento, “Campaña en el Ejército Grande”).

 

 

 

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Capítulo 116

 Tu maldita ingratitud

“Southampton, junio 5 de 1855. 

“Mi querida Eugenia: 

“No es por falta de los mejores deseos que he retardado hasta hoy la contestación a tus muy apreciables datadas a 4 de diciembre de 1852, marzo 13 del 53, mayo 7 del 54 y febrero 15 del presente”. Rosas ha dejado pasar casi tres años antes de contestarle.«Si hay en la vida algunos deberes sociales que, cuando más se retardan en su cumplimiento es cuando más verdaderamente se anhelan, hay también circunstancias en que algunos hombres son obligados, por su situación, a demorar el recibo a unas personas cuando por virtud de su vida retirada tiene que hacer lo mismo con otras.

«He mandado a Don Juan Nepomuceno Terrero el testimonio, por el que se encontrará en la escribanía de su referencia la disposición de don Juan Gregorio Castro, dejándote a vos y a Vicente por sus herederos, y facultándome para testar. Es todo lo que tengo, con lo que hay bastante, para que no te quiten la casa ni los terrenos.

«No puedo, en mis circunstancias, hacer más en tu favor, pues lo muy poco que tengo sólo me alcanza para vivir muy pocos años en una moderada decencia...«Si cuando quise traerte conmigo, según te lo propuse con tanto interés en dos muy expresivas tiernas cartas, hubieras venido, no habrías sido desgraciada.

“Así, cuando hoy lo sois, debes culpar solamente a tu maldita ingratitud. Si, como debo esperarlo de la justicia del gobierno, me son devueltos mis bienes, entonces podría disponer tu venida, con tus hijos, y la de Juanita Sosa, si no se ha casado, ni piensa en eso... »

A continuación un reclamo que evidencia la humildad de la vida de don Juan Manuel y también su invariable apego a lo criollo que lo ha llevado a negarse a la prestigiosa silla de montar inglesa:

“Nada me has dicho, hasta hoy, de mi apero, con todo lo que le corresponde, que sacaste de mi casa poco después del 3 de febrero de 1852. Ese apero me hace en ésta mucha falta. Entrégalo al señor Don Juan N. Terrero para que me lo mande. 

“El recado y la cincha que me ha remitido, y que tanto agradezco, no son aparentes, porque el recado es muy corto y me lastima. El mío referido y que vos tienes, es una cuarta más largo que los comunes, de una cabezada a la otra. Es ése un recado muy bueno, difícil de encontrarse, ni de que se haga otro igual...

“Te bendigo, como a tus queridos hijos. Bendigo también, a Antuca y te deseo todo bien, como tu afectísimo paisano, Juan Manuel de Rosas”.Saluda a “tus” hijos, no a “mis” o a “nuestros”, y se despide distantemente como “paisano”.

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Sin embargo, embarcado en el “Centaur” durante los traumáticos días que siguieron a Caseros, se ocupará de rendir cuentas de la administración de los bienes dee Eugenia y de los de su hermano. Resulta, según ellas, que al morir el padre de ambos, les deja, por toda herencia, una casa, pequeña y ruinosa, situada en el barrio sur de Buenos Aires, próxima a la iglesia de la Concepción, casi en el campo. 

Nombrado Rosas por el padre de los menores su tutor hace reparar el edificio y ensancha su terreno, anexándole uno contiguo, comprado con su propio peculio, para obsequiarlo a Eugenia. A fin de librar a ésta del condominio adquiere más tarde la parte de Vicente, con dinero que dona a Eugenia. 

El 8 de febrero de 1852, día anterior al de su partida, deja en manos de su apoderado, don Juan Nepumoceno Terrero, las escrituras de la casa y terrenos de los Castro, y deposita en poder del mismo $ 41.970 con 5 1/2 reales pertenecientes a Eugenia, y $ 20.985 con 20 1/2 reales a su hermano que les corresponden «por herencia y réditos, mientras yo la manejé”. 

Capítulo 117

 La fiera que más daño ha hecho

Ramón Guerrero y Vargas, un audaz joven chileno, decide visitar a Rosas, de quien tan mal ha oído hablar: “A la villa de Portwood, situada a 3 millas del puerto de Southampton, me dirigí acompañado del cura católico. Después de cruzar un enlodado potrero, llegué a una pequeña casa, o más bien dicho un rancho.

“(...)Atravesamos varias piezas, y si en ellas algo llamaba la atención era la sencillez y limpieza. Llegamos al dormitorio, donde se veían armarios llenos de libros, papeles repartidos por toda la mesa, varios paquetes y maletas que contenían documentos, según supe después; una ancha cama, tres sillas, una jaula con un loro, una chimenea con un reloj encima y varios otros objetos insignificantes. 

Cuando don Juan Manuel abandona su patria, la misma noche d Caseras, no lleva consigo dinero sino cajones de documentación con la que, confía, podrá defenderse del juicio de la historia liberal que , descuenta, se ensañará con quien puso en peligro su proyecto político y económico.

“Yo estaba viendo el título de algunas obras cuando sentí pasos; al instante entró un hombre, a cuya presencia temblé: era alto, robusto, ágil, muy encorvado a pesar de tener sólo 62 años, de frente espaciosa, completamente calvo, nariz algo pronunciada, labios algo echados hacia adelante, sin patillas ni bigote, y parecía que no se había afeitado en 5 o 6 días. Estaba con un poncho de lana argentino, con cinturón de gaucho de las pampas, espuelas de plata con grandes rodelas, y con zapatos muy ordinarios.

“(...)Este hombre extraordinario vive completamente aislado, jamás permite que se le vea, ni aun su hija doña Manuela Rosas, que sólo puede visitarlo una vez al año, y desconoce el idioma inglés, que no lo ha aprendido en 13 años de residencia en Inglaterra.

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“Si un americano logra turbar su retiro, le comunica (como lo hizo conmigo) sus íntimos sentimientos, se engolfa en sus desgracias, echa en cara a las repúblicas sudamericanas sus ingratitudes, y recordando su dominación sobre el Plata se le comprime el corazón, las lágrimas se ven rodar por sus mejillas, y continúa hablando con voz alterada, como yo mismo lo presencié.

“Creo que las primeras palabras que me dijo fueron éstas: “Diga usted a sus paisanos los sudamericanos que ha visto a Rosas”.

“(...)Al hablar de sus ocupaciones diarias se lamentó de su pobreza y añadió que trabajaba con tesón, levantándose a las siete de la mañana para montar a caballo y recorrer su pequeña hijuela, regresaba a las doce a comer, y a la una volvía a su trabajo hasta las cinco de la tarde, que fué la hora de mi visita. Después de cenar, se hace dar friegas en las piernas, y luego se pone a escribir con lápiz, que tiene una gran cantidad muy bien arreglados y cortados por su criada, a fin de no perder tiempo. Su letra es muy clara y, puede decirse, elegante. A los 62 años de edad no tiene necesidad de anteojos, y su vista es superior.

“(...) Me dijo Rosas que el único amigo que había tenido ha sido lord Palmerston (N. del A.: quien fuese Primer Ministro británico cuando en 1848 se firmó la paz entre ambos países), por cuyo órgano el gobierno inglés le ofreció una pensión, lo que rechazó por considerarse apto para trabajar, y por indigno mendigar el pan en un país extraño. Agregó: “Este acto siempre se lo agradeceré, y más teniendo presente el abandono en que me han dejado las repúblicas americanas, estas ingratas por cuya unión trabajé tanto, unión que habría impedido los actos cometidos por España, que no es sola en sus empresas, y unión que habría evitado la situación en que se encuentra el Paraguay. 

“(...)Estando hojeando el testamento, yo divisé una hoja de guarismos y le pregunté a cuánto ascendían sus bienes. “¡Ay! ,exclamó, cuatro veces ha sido confiscada mi fortuna, la que no se puede tasar. Baste decir a usted que el gobierno de Buenos Aires me tomó trescientas mil cabezas de ganado para repartirlas en el ejército. Mis nietos, ingleses como son, puede ser que consigan una cuarta parte una vez que desconfisquen mis bienes”.

«Dejando a un lado el testamento prosiguió: “Al abandonar la República del Plata no saqué bienes, traje conmigo estos documentos mil veces más valiosos”. Y dirigiéndose a una maleta, la abrió y comienza a sacar unos paquetes, de los muchos que allí había, muy bien acondicionados, y me dijo: “Ayer solamente había concluido de arreglar estos papeles, a fin de mandarlos a Londres a una casa de seguros. No vayan por casualidad a quemarse si permanecen aquí”.

“(...)En este estado de la conversación miré mi reloj y vi que mi visita había durado desde las cinco y diez minutos hasta las seis y veinte. Resolví, a mi pesar, despedirme, atendiendo a la crítica situación de mi compañero que no comprendía una palabra de español. Al ver Rosas nuestro ademán de irnos, nos dijo: “Esperen que voy a hacerles poner el carro para que los deje en la estación”. Y haciendo otra vez uso del cencerro, ordenó a la sirvienta que avisase cuando estuviese listo.

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“Al despedirme tomó la vela y nos alumbró la escalera, y aquí me apretó fuertemente la mano. Así dejé al hombre que más impresión ha hecho en mí; al hombre cuyos hechos pasados lo representan como la fiera que más daños ha hecho al mundo de Colón; al hombre que, según muchos de sus conciudadanos ha eclipsado los crímenes de Nerón; al que ahora yace, como él dice, abandonado de sus amigos, sin patria y sin fortuna, llamando la atención por su caridad, su constancia y por el sacrificio que se ha impuesto, que algunos atribuyen que lo hace para purgar sus delitos”. 

Y concluirá el joven visitante: “Aunque sea debilidad, yo no aborrezco el tan temido nombre de Rosas y simpatizo con su desgracia actual.

“Mi introductor cura me habló después muy bien de ese personaje, pintándomelo como un hombre muy católico, caritativo y generoso. Para atestiguármelo me contó que estando los bancos de la iglesia en muy mal estado los hizo cambiar, colocando unos muy cómodos, habiendo además construido una galería sumamente valiosa.

“(...)Lo último que vi de Rosas fue lo que él llama carro: era una especie de carretón sin toldo, donde sólo podía ir una persona y el tirador. En él mandaba buscar sus provisiones y en caso de necesidad lo usa para ir él mismo a la ciudad”. 

Capítulo 118

 Muy verdaderamente pobre

Las dificultades económicas lo acosan. A una de sus hermanas Rosas escribe en 1864: "Sigo pobre, muy verdaderamente pobre, trabajando en el campo todo cuanto puedo, sin omitir esfuerzo alguno para tener algo que comer, unos pobres ranchos en qué vivir y en que tener a mi lado mis numerosos e importantísimos papeles, que son mi único consuelo en la adversidad de mis penosas circunstancias". Le aflige, según le dice el mismo año a Pepita Gómez, el haber tomado dinero en préstamo, a interés. Lo ha devuelto, pero se ha quedado "sin recursos para seguir en los trabajos de campo''.

En carta posterior a la amiga, le anuncia que dejará la casa y el campo. "No sé a dónde iré, ni cuál será mi destino. Tal es la agitación ardiente en las pasiones del mundo, que no sería extraño fuese en la guerra, o en la formación de alguna caballería según los gauchos, de lanza, bolas y lazo, que es lo que más entiendo y para lo que no me cambiaría por mozo alguno." Sin embargo, se esforzará por seguir trabajando en el campo. "El estado de nuestro país, mi salud, mis deseos de ser algún día en algo útil, y la Justicia Divina, ya fuera de misterio, que de día en día vemos realizarse; esa voz que debemos escuchar con reverencia, nos aconsejan y demandan la fe en la sagrada flor de la esperanza." 

Le cuenta a la amiga que estuvo su hija Ignacia a visitarlo. Ha tratado de no contagiarle su depresión y se limitó a mostrarle la casa y apenas habló con ella. "No debí molestarla con palabras tristes." Insiste en que dejará la casa y se retirará "a vivir en reducida indigencia".Su pobreza ha sido tan grande que debió humillarse ante Urquiza. El 7 de noviembre de 1863 le escribe: "Continuando privado de mis propiedades por tan largo tiempo, me encuentro ya precisamente obligado a salir de esta casa, a dejar todo, pagar algo de lo que debo y reducirme a vivir en la miseria. Y en tal estado, si usted puede hacer algo en

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mi favor, es llegado el tiempo en que yo pueda admitir la generosa oferta de V. E. para sacarme o aliviarme en tan amarga y difícil situación''. 

Es de imaginar que a Rosas, tan orgulloso y altivo, ese pedido le ha de haber costado sangre. Se justifica ante su vencedor en Caseros diciendo que cree un deber a la patria "no perdonar medio alguno permitido" a un hombre de su clase "para no parecer ante el extranjero en estado de indigencia quien nada hizo para merecerlo". Urquiza le contestará el 28 de febrero de 1862 llamándole “grande y buen amigo”, que su carta le ha inspirado "los sentimientos que merece la desgracia y que reclama la humanidad" y le promete mil libras esterlinas por año. 

El desterrado se lo agradece vivamente. Las palabras "grande y buen amigo" le enternecen, ellas solas serían suficientes "para acreditar a V. E. su justicia y la nobleza de su alma". Recordando que Urquiza lo derrocó le hace llegar su perdón con frases “que pudiera firmarlas Dostoiewski” (M. Gálvez): "¡Errores! ¿Quién no los ha cometido? El que no los ha padecido da prueba de su imbecilidad. Los míos me los ha perdonado V. E., como yo he perdonado los de V. E. Si no nos perdonásemos los unos a los otros, estaríamos ya en el Infierno".  

Capítulo 119

 ¿Está usted tomando partido?

Cuando usted se refiere al pulmón verde de la Capital Federal,¿qué nombre le da, el oficial de “Parque 3 de Febrero”, en conmemoración de la batalla de Caseros, o el prohibido de “Palermo”, como se llamaba la vivienda del Restaurador? 

¿Estará usted tomando partido? 

Capítulo 120

 Rosas y el asesinato de Urquiza

Don Juan Manuel recibe en Southampton la noticia de que Urquiza ha sido asesinado el 11 de abril de 1870.

Es su amiga Josefa Gómez quien se lo cuenta, agregando: “No pude menos que exclamar “la justicia de Dios se ha cumplido; los traidores y parricidas tienen que morir trágicamente”. No siempre se puede jugar impunemente con la vida de los pueblos y de los hombres sin que éstos se levanten protestando contra el traidor vendido al extranjero.

Más adelante: “El gobierno nacional, Sarmiento, y los suyos, ven en López Jordán (N. del A.: quien se ha responsabilizado por el asesinato) al jefe del partido federal que quedó decapitado el año 1852; hasta cierto punto no sin razón temen la reacción pues Jordán es un verdadero federal, muy prestigioso en su provincia y fuera de ella; si fuera un hombre de ellos batirían palmas por la muerte de Urquiza como las batieron cuando don Juan Lavalle fusiló de su orden al benemérito coronel Dorrego, por cuyo crimen y asesinato de todo principio fué V. proclamado gobernador de la provincia de Bs. Aires”.

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¿Cómo reacciona Rosas? Acerca de su respuesta el historiador Isaac Castro dirá que “con frialdad”, porque es de los que esperan de él la explosión de odio vengativo, y agrega en un insólito tono de crítica: “No se encuentra una sola palabra de protesta, ni de condenación, ni de pesar”.

Ello no será entendido como ejemplar: “Es un témpano de hielo. La carta es medida, circunspecta, calculada; en momentos incierta, Rosas perece creer que habla para la historia y teme comprometer juicio”.

Nada que provenga del Restaurador puede merecer elogio.

“(...)Ninguna persona que haya seguido estudiando en la práctica de la historia de las Repúblicas del Plata, ha debido extrañar el desgraciado fin de S. E. el señor capitán general don Justo José de Urquiza.

«Por el contrario, lo admirable y inaudito es su permanencia en el poder por grados, siempre bajando la virtud de sus hechos contrarios a su crédito y a sus amigos políticos, y favorables a sus enemigos. Poco después de la altura de su poder, desde cuando ordenó la devolución de mis propiedades y, muy especialmente después de la batalla de Pavón, le he escrito varias cartas dándole consejos en orden a la seguridad de su persona, su fortuna y a efecto de prevenir desgracias en su familia”.

Don Juan Manuel le había escrito en varias oportunidades, reclamándole la devolución de sus bienes interdictos, a lo que el vencedor de Caseros accedió, aunque ello duró sólo hasta que debió alejarse de Buenos Aires, circunstancia en que las propiedades del desterrado volvieron a ser confiscadas. Urquiza también le hará llegar mil libras esterlinas, envío que no se repitió.

«En mi larga carta, después de esa batalla, le dije que, habiendo él mismo cometido el gravísimo error después del triunfo de pasar todo su poder a sus enemigos, con funesto perjuicio para los que seguían de buena fe su política, su vida y su fortuna no estaban seguras si permanecía en la provincia entrerriana. Que yo en su caso reduciría a dinero mis propiedades y lo pondría en el Banco de Inglaterra para vivir de su renta en el posible sosiego con mi familia”. Con generosidad, don Juan Manuel le transmite su experiencia al respecto.

«Ultimamente, poco antes de la triste noticia de su asesinato, le escribí, por complacerlo, dándole consejos implícitos en orden a su testamento para prevenir después de su muerte desgracias a su buena compañera y a sus hijos.

“(...)El tema «con la vara que midieres con ella serás medido” es innegable. S. S. el señor capitán general Urquiza lo ha usado con frecuencia al hablar del descenso del general Rosas. “Toda mi vida -decía- me atormentará constantemente el recuerdo del inaudito crimen que cometí al cooperar, en el modo como lo hice, a la caída del general Rosas. Temo siempre ser medido con la misma vara y muerto con el mismo cuchillo, por los mismos que por mis esfuerzos y gravísimos errores he colocado en el poder”. Efectivamente ése era un comentario que el entrerriano hacía con frecuencia y que no pocos han acreditado.

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“¿Por qué, entonces, continuaba sus errores y seguía su marcha pública por caminos tan peligrosos y extraviados? Porque así es el hombre en su casa y opulencia en la engañosa condición de su veloz carrera”(Desde “Burgess Farm”,29 de junio de 1870).

También hará llegar su pésame a la Sra. de Urquiza el 28 de noviembre de 1870. 

“Señora de mi estimación y respeto: 

“Antes no he dirigido a Ud. esta mi dolorida carta considerando que las aflicciones de su noble corazón traspasado no le permitirían en muchos días, ocuparse, en el todo, de multitud de condolencias fúnebres. Lo hago hoy pensando no ser ya prudente demorar mas tiempo este deber de mi amistad agradecida.«Cuando también he sufrido la angustia fatal de perder a mi buena compañera Encarnación, conozco el largo tiempo que necesita Ud. para encontrar algún calmante a su amargura, tanto más cuando ha pasado por el tormento cruel de presenciar el desgraciado fin del suyo tan querido.

"(...)Así debe ser para Ud. en sus tristes días algún calmante para atenuar en la parte posible sus dolores, la seguridad que no tenemos por qué dudar de que nuestro noble amigo el Exmo. Sr. Capitán General D. Justo José de Urquiza ha pasado a mejor vida en las delicias eternas donde ruega a Dios por Ud. y sus queridos hijos, por todos sus amigos, sus enemigos y el bien de su patria”.

Al Restaurador, al villano de nuestra historia oficial, no le faltaba grandeza. 

 

Capítulo 121

 Me ha dado un pesar

El año1855, su hijo Juan Bautista va a partir para América. Le ha escrito pidiéndole autorización para ir a despedirse de él. Don Juan Manuel, que jamás ha querido despedirse de nadie, le contesta: “Hijo muy amado mío: Se acerca el día de nuestra separación. Cuando me sobra el valor para mucho, no lo tengo para un personal adiós, ni para acompañarte hasta donde otros podrían hacerlo con la entereza que me falta. Perdóname, seguro de que te hablo con la integridad de un corazón que verdaderamente te ama”.

Al primogénito lo menciona en su testamento, no con el fin de declararlo heredero, sino para ajustar cuentas. Hace constar que le entregó, como perteneciente a su hijuela maternal, las estancias «Encarnación» y «San Nicolás” con veinte leguas cuadradas de tierra y 5.800 cabezas de ganado vacuno; la estancia en el “Azul”, que vendió Juan a don Pedro Rosas y Belgrano, con caballos, yeguas, útiles, etcétera. ; un terreno en la ciudad de Buenos Aires de más de cien cuadras cuadradas, situado al norte del Riachuelo y al sud de la Convalescencia; 50.000 pesos fuertes para comprar la estancia en “La Matanza” y 15.000 pesos cuando estuvo en el campamento de Santos Lugares.

También atestigua que “la casa que ocupó algunos años, desde su casamiento, era mía, habiéndole recibido amueblada, y también durante los años que la ocupó gratis comió

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en mi casa con su esposa en la mesa de mi familia”. A lo que añade aún: “La contribución por sus estancias “Encarnación” y “San Nicolás” la pagué yo por los años 1839 y 1840”.

Lo que puede parecer avaricia de don Juan Manuel hay que interpretarla como el sentimiento de un anciano de vida pobre que no ha recibido ninguna ayuda de su único hijo varón legítimo, que vive sin estrecheces en Buenos Aires.

En cuanto a Manuela la declara dueña de todas las alhajas que le había comprado y regalado con anterioridad. Rosas trata mas adelante de establecer su posición como administrador de los bienes correspondientes a Manuela por su hijuela materna, a cuyo efecto describe las cinco casas que la formaron, y son: la que fué de don Diego Agüero, la de don Carlos Santa María, la comprada a doña Rafaela de Arce, la que fue del canónigo Segurola, y la adquirida a nombre de Manuela, se presume que con dinero de la misma, a don Francisco del Sar. 

Algunos de estos edificios eran linderos con el de Rosas, comprado por éste a su madre y hermanos políticos (Moreno entre Perú y Bolívar). Aprovechando esta contigüidad, buscada, seguramente, por Rosas, convencido de que su hija lo acompañaría hasta el fin de sus días, le quitó parte de su terreno para el ensanche del suyo, por lo cual no es fácil establecer qué es propio y qué es ajeno, qué tomó de su hija y cuáles otras incorporó definitivamente al propio, en virtud de un supuesto arreglo de cuentas entre ambos, verificado en fecha y circunstancias que no especifica.

Justamente la particularidad de esta relación es tema del diálogo con el joven Salustio Cobo, quien le preguntará por Manuelita:

“-Me ha faltado, me ha dado un pesar, ¡se ha casado!.

“-Siento entonces haber traído el hecho a la memoria de V. E. Se servirá excusarme.

“-No, nada de eso, estamos en la mejor armonía. “Máximo”, le dije yo, “dos condiciones pongo: la primera, que yo no asistiré a los desposorios; la segunda, que Manuelita no seguirá viviendo en mi casa”. Y es así que están en Londres, de donde me escriben todas las semanas. 

“No sé qué le dio a Manuelita por irse a casar a los treinta y seis años, después que me había prometido no hacerlo y hasta ahora lo había estado cumpliendo tan bien, por encima de mil dificultades. ¡Me ha dejado abandonado, solo mi alma! Y lo peor es que a ella también le han confiscado sus bienes propios. 

“¡Semejante rigor con una niña que no ha hecho otra cosa que labrarse el aprecio de todos y ser el encanto de los extranjeros!” 

 

 

 

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Capítulo 122

 Esta clase de distracciones

Desde Southampton Rosas se cartea con uno de sus ahijados , escribiendo "haijado" con la "h" al principio y no entre la "a" y la "i" como corresponde. Un tal Ohlsen, cuyo apellido lo acondicionaría a estar atento a la ubicación de las haches, tiene la impertinencia de marcarle la falta de ortografía. 

Don Juan Manuel le responde: "Frecuentemente padezco esta clase de distracciones, tomando unas letras por otras. Hoy mismo al repasar la correspondencia que envío a Buenos Aires, para corregirla advertí que escribí sonso por zonzo".

No sabemos si Ohlsen se habrá dado por aludido. 

 

Capítulo 123

 Callar es dar la razón

Su antiguo enemigo, quien argumentara a favor del apoyo a la agresión francesa, quien fuera una de las cabezas del movimiento intelectual enconadamente adverso, escribirá a don Juan Manuel el 14 de agosto de 1864 proponiéndole el plan de la “Memoria” que, por su consejo y con su ayuda, debía escribir Rosas.

Antes de entrar en tema Juan Bautista Alberdi afirma: "El ejemplo del general Rosas, de refugiado digno, resignado, laborioso, en Europa, no tiene ejemplo sino en la vieja historia de Roma". Lo compara con los otros jefes americanos desterrados: "Sólo él no ha conspirado para recuperar el poder, ni ha hecho la corte a los reyes, ni buscado espectabilidad ni ruido. Sólo él ha vivido del sudor de su trabajo de labrador, sin admitir favores de extraños. Ni el mismo San Martín llevó con más dignidad su proscripción voluntaria. Es indigno y vergonzoso atacar a un hombre semejante y en semejante situación." 

La “Memoria” (nunca escrita) debe ser sin frases y exhibir la contundencia de cifras, documentos y hechos. Valor de la moneda en tiempo de Rosas y en la actualidad. La deuda de entonces y la de hoy, La ley que dio el poder a Rosas. Sus renuncias. Las aprobaciones legislativas de sus actos. Los títulos y honores recibidos. Los tratados internacionales. Las fronteras de entonces y las de hoy. La seguridad en la campaña que existía en su tiempo y la que hoy no existe. La fortuna que tuvo Rosas y la que hoy tiene. "No hay que olvidar el testamento de San Martín." Cómo vive en Europa. Atenciones de que es objeto. "Para responder al reproche de barbarie, inferido a su manera de atacar y defenderse, mostrar o señala la historia contemporánea de Estados Unidos, Rusia, Italia, Alemania..." Qué personas le acompañaron en el gobierno. 

Cree que Rosas debe defenderse, hasta por patriotismo, por el decoro de su país. "Callar es dar la razón al que habla, aunque no la tenga”.

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Meses después de la muerte de don Juan Manuel el redactor de nuestra Constitución Nacional tendrá la grandeza de escribir: “Yo combatí su gobierno. Lo recuerdo con disgusto”.  

Capítulo 124

 El misterio de don Juan Manuel

“Su excelencia el general Juan Manuel de Rosas, ex Gobernador y dictador de la Confederación Argentina, falleció a las 7 del miércoles en su casa quinta en Swanthling, distante alrededor de 3 millas de Southampton. Había nacido el 30 de marzo de 1793 y, por consiguiente, dentro de una quincena hubiera alcanzado los 84 años de edad. El difunto, que había residido en Southampton durante los últimos 25 años, fue atacado por una inflamación a los pulmones el sábado último después de haberse expuesto imprudentemente a la inclemencia del tiempo y no obstante la sabia y constante atención del doctor John Wiblin, quien había sido su médico y amigo confidencial durante todo el período de su residencia en este país, sucumbió al ataque a la hora mencionada (...).

“El general Rosas huyó de su país sin nada en forma de propiedad: pero poco tiempo después de su huida, el general Urquiza, uno de los generales de Rosas que se había vuelto contra él, sitió con éxito la ciudad de Buenos Aires y levantó entonces la confiscación sobre las propiedades de Rosas, lo cual permitió al exiliado obtener por la venta de una de sus fincas 16.000 a 20.000 libras esterlinas. Urquiza fue posteriormente expulsado de Buenos Aires y las propiedades del general Rosas fueron nuevamente confiscadas. 

“Su mano fue, en general, extendida a todos los que estuvieron en contacto con él, y sus actos de generosidad fueron ilimitados mientras duró su dinero. En los últimos años de su vida el ex gobernador dependía enteramente de los amigos de su familia y del esposo de su hija. 

“Por muchos años el general Rosas y el difunto Lord Palmerston cambiaron visitas frecuentemente con Rockstone-place, en la quinta de Swanthling en el solar de Broadlands, y la más amistosa correspondencia fue mantenida entre ellos. Por voluntad del difunto general, sus estados y propiedades en la confederación Argentina han sido dejados a su hija y su yerno, quienes son también los ejecutores de su última voluntad y testamento (Nota publicada en el “The Hampshire Advertiser”, Southampton el 17 de marzo de 1877).

Rosas ha ordenado que sus exequias fueran muy simples, sin ostentación. Sobre su féretro resplandecerá una bandera argentina y encima de ésta el sol hará centellar el sable corvo de San Martín. Sus restos deberán esperar cientoveinticinco años para ser repatriados.

Entre los poquísimos que lo visitaron durante su exilio se encuentra el joven Salustio Cabo, quien tenía la peor opinión de Rosas, y escribe a su amigo Vicuña Mackenna el 14 de agosto de 1860 reflejando su impresión después de visitarlo:

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“¿Qué es Rosas? ¿Convienes en lo siguiente: que para la fisiología es un loco, para la historia un tirano, y para la predestinación puede ser lo que han sido Carlota Corday, Jacobo Clemente, el clérigo Merino y tantos otros instrumentos ciegos del crimen?

“Esos nacieron para asesinar a un hombre; ¡puede que Rosas haya nacido para asesinar a un pueblo! Tal vez, ni abrigar sabe el rubor de su crimen, y quién sabe si a la hora de su muerte no dé la misma cuenta de la mazorca que de la de “San Bartolomé” dió el degollador Gaspar de Tavannes:

“El confesor había ya oído, del moribundo, la confesión general de su vida, pero ni una palabra siquiera en sus labios de la “masacre de San Bartolomé”. “¡Qué! ¿Nada me decís de la “San Bartolomé?”. “La miro”, respondió el Mariscal, “como una acción meritoria en cuya virtud me han de ser perdonadas mis culpas”.“Rosas es un malvado, venimos repitiendo todos. ¡Quién sabe si no habrá una voz que salga diciendo: Rosas es un misterio!”

Cuando pocos días después del deceso sus familiares porteños pretenden dar una misa en memoria de don Juan Manuel el gobierno la prohibe. Ha pasado ya un cuarto de siglo desde Caseros pero el encono no ha cedido. 

Fue el 14 de marzo de 1877. Manuelita escribe a su esposo Máximo, que ha viajado a Buenos Aires, contándole los últimos momentos de su padre. El Dr.Wibblin la ha mandado llamar ante el agravamiento de su paciente. “¡Pobre Tatita! ¡Estuvo tan feliz cuando me vio llegar!”

Horas más tarde, sosteniendo su mano helada, la hija preguntará afligida: “¿Cómo te va, Tatita?”. Don Juan Manuel de Rosas la mirará “con la mayor ternura” y responderá con una voz inauditamente firme: “No sé, niña”. Fueron sus últimas palabras.