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NUEVASTENDENCIASTEÓRICASRELATIVAS
ALCONCEPTODEJUSTICIAGLOBAL:
REFORMULANDOLAJUSTICIAAMBIENTAL
MarioRuizSanz,ÁngelesGalianaSaura,VíctorMerinoSancho
Octubre2015
MinisteriodeEconomíaCompetitividadProyectodeinvestigación:Deldesarrollososteniblealajusticiaambiental:Haciaunamatrizconceptual
paralagobernanzaglobal(DER2013-44009-P)
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NUEVAS TENDENCIAS TEÓRICAS RELATIVAS
AL CONCEPTO DE JUSTICIA GLOBAL:
REFORMULANDO LA JUSTICIA AMBIENTAL
1.- INTRODUCCIÓN (Mario Ruiz Sanz)
“Justicia ambiental” es un binomio léxico complejo formado por un sustantivo (justicia)
y un adjetivo (ambiental) que no significa ni supone la prioridad o consecuente
sumisión semántica necesaria de un término al otro, sino al contrario: la interacción e
interdependencia de componentes lingüísticos de la expresión utilizada refleja una
predisposición de estado de ánimo e incluso una intención favorable u optimista hacia
su aceptación incondicionada, sin tener en cuenta la conveniencia de hurgar, matizar e
incidir y a veces hasta meditar sobre su contenido equívoco. Por ello, en aras de una
correcta precisión terminológica de carácter analítico, han de ser desglosados sus dos
componentes nominales explícitos para después tratar de mostrar cuáles son los
principales sentidos y dimensiones para los que es utilizada la expresión, y así poderla
diferenciar o distinguir de nociones pretendidamente más o menos afines, según sean
los contextos y las situaciones en las cuales se suele recurrir a esta noción compleja∗.
Comencemos por el sustantivo. La palabra “justicia” no sólo es una de las más usadas,
sino hasta de las más confusas y discutidas, ambiguas y vagas, y por tanto magnificadas,
a las que acude el lenguaje común y no sólo el jurídico. Además, contiene una carga de
emotividad favorable que la hace susceptible de ser utilizada en contextos bien
diferentes y con una escasa e incluso imposible precisión, lo que puede ser tanto un
defecto como una virtud consustancial. Así visto, siempre se recurre a ella con la
intención de expresar algo positivo, y en sentido contrario algo negativo cuando se trata
de denunciar una vulneración constatable o agresión moral que, traducida de forma
subjetiva, es tildada de conducta “injusta” o sin justificación más o menos precisa. O
sea, es algo común que a veces pasa con las ideas o conceptos que conforman una
∗ Esta parte introductoria del informe es una versión, alterada y ampliada, del artículo que aparecerá bajo el título: “La indefinición semántica de la justicia ambiental y sus comprensibles circunstancias estratégicas”, en la revista (on line y en abierto) Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, núm. 34, diciembre de 2016.
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voluntad de lucha o tensión contra una autoridad pretendida, sea legítima o no, que
intenta imponer aspectos o rasgos definitorios con lo que se está en desacuerdo.
Así, por ejemplo, si se busca en los diccionarios académicos al uso el término “justicia”,
se observa que contiene, en cualquier lengua del mundo, acepciones diferenciadas y
expresiones estereotipadas. De entre todas ellas, podría establecerse en casi en todos los
lugares y épocas, un criterio clasificatorio que, aun siendo algo forzado, agruparía estas
definiciones posibles en dos bloques básicos: un primer grupo que haría referencia a su
primigenio sentido moral, no estrictamente jurídico, con incursiones variopintas en
torno a una de las cuatro “virtudes cardinales”, que inclina a dar a cada uno lo que le
corresponde o pertenece, en perfecto recuerdo clásico con tonos decimonónicos, u otras
si cabe más metafísicas e inveteradas que apelan a un atributo de Dios por el cual es
Éste quien ordena todas las cosas en número, peso o medida; o sea, la divina
disposición con la cual se castiga o premia, según merece cada uno; es decir, el
conjunto de todas las virtudes por las que es bueno (sic.) quien las tiene. Y un segundo
grupo de acepciones que contienen alusiones jurídicas expresas, en concreto al derecho,
razón, equidad o al poder judicial, administración o sala de justicia. Ahora bien, y sin
una pretensión de ser esencialista en cuestiones del lenguaje, incluso sin intentar
convertirse en un nominalista recalcitrante o impenitente, llama la atención que el
mínimo común denominador del primer grupo de acepciones o significados del término
sea la idea general de que la “justicia” es una “virtud” que se inclina a “dar a cada uno
lo que le corresponde”, esto es, referida a una manera virtuosa de actuar con respecto a
los demás. Este sentido es quizás es el más evidente de todos los posibles, pues proviene
directamente de la tradición judeocristiana del occidente europeo y tiene sus orígenes en
el pensamiento griego, en concreto en la concepción platónica y aristotélica, entre otras.
La primera descripción de la justicia, desde al menos la teoría de Platón, se retrotrae a
“dar a cada cual lo suyo”; naturalmente, queda en el aire quién es el que tiene que “dar”
y cuánto es “lo suyo”, de cada uno en particular, lo que siempre será una fuente de
conflictos. Esta misma idea fue recogida por el jurista romano Ulpiano a través del más
citado y conocido, hasta manido, bocardo al uso, una líneas antes recordado en su
esencia, cuando estableció que la justicia era una “voluntad constante y perpetua de dar
a cada cual lo que le pertenece, su derecho (constans et perpetua voluntas ius suum
cuique tribuere –o tribuendi-)”.
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Ya para Aristóteles la justicia era una virtud perfecta, el punto intermedio entre dos
extremos; distinguía entre una “justicia conmutativa” que equivale a la igualdad de trato
entre iguales y desigualdad de trato entre desiguales, concepto aplicable a las relaciones
entre personas y que implica la necesidad de que tales relaciones estén presididas por la
idea de correspondencia en el intercambio de bienes y servicios; es el fundamento de
principios jurídicos tan arraigados como “es preciso respetar los pactos”, “no es lícito
enriquecerse injustamente a costa del otro”, o “el que causa un daño injusto está
obligado a repararlo”. Y por otro lado, una “justicia distributiva” o rectificadora, que
por el contrario, regula las relaciones entre los individuos y la sociedad y que implica
asumir obligaciones o deberes sociales junto a la distribución tanto del reparto de bienes
como del mantenimiento de las cargas de cada comunidad para así poder restaurar una
situación a su estado inicial. La justicia aristotélica, por lo tanto, tiene un doble sentido,
en principio tanto aritmético o de equivalencia -la conmutativa-, como geométrico o –la
distributiva-. Esta última, además, ha sido enmarcada en ocasiones dentro del concepto
más amplio de “justicia social”, para la cual los miembros de cada sociedad no son
considerados de forma aislada, sino como partes pertenecientes a un “todo” más o
menos común. Son planteamientos que se podrían justificar tanto desde tesis de carácter
contractual y democráticas, hasta por algunos de los totalitarismos o fascismos
contemporáneos, por poner ejemplos significativos, para los cuales el enfoque sobre lo
que debe entenderse por “justicia social” tan sólo tiene un carácter formal y retórico,
incluso vacío de contenido, lo que permitiría defender cualquier concepción de la
justicia, paradójicamente, por muy injusta que ésta pudiera parecer (Ruiz Sanz: 2011: 2-
3).
Desde los griegos, la justicia se ha mantenido en el medio punto de todo tipo de
discusiones éticas, jurídicas y políticas que se proyectan hasta nuestros días. Como
afirmaba C.S. Nino: “pocas ideas despiertan tantas pasiones, consumen tantas
energías, provocan tantas controversias, y tienen tanto impacto en todo lo que los seres
humanos valoran como la idea de justicia. Sócrates a través de Platón -en el libro
primero de La República- sostenía que la justicia es una cosa más preciosa que el oro,
y Aristóteles, citando a Eurípides -en el libro cuarto su Etica Nicomaquea- afirmaba
que ni la estrella vespertina ni la matutina son tan maravillosas como la justicia...”
(Nino: 1996, 467 ss.). De forma mucho más drástica y rotunda, H. Kelsen ha dicho que
“ninguna otra cuestión se ha debatido tan apasionadamente, ninguna otra cuestión ha
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hecho derramar tanta sangre y tantas lágrimas, ninguna otra cuestión ha sido objeto de
tanta reflexión para los pensadores más ilustres, de Platón a Kant. Y, sin embargo, la
pregunta sigue sin respuesta. Parece ser una de esas cuestiones que la sabiduría se ha
resignado a no poder contestar de modo definitivo y que sólo pueden ser replanteadas.”
Pero incluso la opinión sobre la justicia en abstracto puede ser mucho más radical, tal y
como ha sostenido A. Ross al proclamar que “invocar la justicia es como dar un golpe
sobre la mesa: una expresión emocional que hace de la propia exigencia un postulado
absoluto (…) La ideología de la justicia conduce a la intolerancia y al conflicto (…) es
una actitud militante de tipo biológico-emocional a la cual uno mismo se incita para la
defensa ciega e implacable de ciertos intereses.” Otros autores actuales, más o menos
conocidos, también la colocan como punto de referencia central e inexcusable de sus
planteamientos éticos, políticos y jurídicos; por poner un ejemplo bastante significativo
y por lo tanto importante, cabría citar el conocido libro de J. Rawls -quien será
comentado en estas páginas, entre otras obras suyas- Teoría de la justicia, que ha
provocado un gran revuelo y hasta ha sido y sigue siendo foco de una amplia discusión
dentro de la filosofía política y jurídica contemporánea, porque incide en algunos
aspectos límite harto discutibles como son los derivados de la legitimidad del Estado
actual, o asuntos de extremada delicadeza tales como la imparcialidad en la toma de
decisiones, el paternalismo estatal, el igualitarismo o la distribución de bienes más la
asignación de derechos y obligaciones; a esto último haremos alguna referencia en este
preciso lugar. Entre otras muchas cosas y afirmaciones, este último autor se refiere a
que la justicia es “la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es
de los sistemas de pensamiento…” (Nino: 1996, 477 ss.). Por ello, cualquier
planteamiento en el que se incida sobre la justicia, se haga desde donde se haga y por
quien se haga, acabará siendo problemático, discutible y a fin de cuentas siempre con
carácter discursivo, dialéctico y confrontable, pues ello deriva de su propia idiosincrasia
básica: tener un carácter contrastable, poliédrico e irreductible (Ruiz Sanz: 2005, 3 ss.).
Pero no va a ser este sentido básicamente ético -más amplio y difuso, si cabe- de la
justicia el que aquí va a ser tratado con mayor profusión, sino el otro -algo más
específico, si se puede considerar así con cierta impropiedad- al que se hizo también
referencia o alusión; esto es, el más restringido o propiamente jurídico, que aunque sin
dejar de mostrar importantes y necesarias conexiones inseparables con el primero, tiene
un perfil algo más delimitado. En resumen, por “justicia”, en una concepción más
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estricta o restringida, puede entenderse al menos tres cosas distinguibles entre sí: a) en
primer lugar, un valor jurídico que preside y está presente en cualquier ordenamiento
jurídico; b) en segundo lugar, una organización institucional con unos elementos
desarrollados y c) en tercer lugar, una actitud de los juristas en general, que crean,
interpretan y aplican el derecho de acuerdo a ciertos parámetros. En el primer
significado al que se ha hecho alusión en las líneas anteriores, la expresión suele
aparecer recogida actualmente en los textos académicos más relevantes de las
sociedades occidentales. Ahora bien, la justicia no es simplemente un valor del
ordenamiento, sino que constituye el fin básico -o último, según se conciba- que debe
respetar cualquier derecho que se considere; no es tanto un instrumento en cuanto
supone una finalidad última en la que debe converger un conjunto de valores jurídicos
básicos y fundamentales. En el segundo sentido apuntado, suele haber una convención,
bastante aceptada por los juristas, para distinguir entre el término “justicia” con
minúscula y con mayúscula, reservando la minúscula inicial para hacer referencia al
valor o finalidad de las normas jurídicas, y la mayúscula para hacer alusión a la
estructura y organización del poder judicial en juzgados y tribunales. Ahora bien,
también resulta convencional que la justicia con minúscula signifique su explícita
aceptación desde un punto de vista interno, es decir, que el derecho no pueda ser neutral
sobre el tema de la justicia porque representa una determinada opción moral y política
de organización de la sociedad; y por el contrario, que sea indicada con mayúscula
conllevaría situarse en un punto de vista externo, lo que supone la evaluación crítica de
unos contenidos (de “justicia”) que van dirigidos al derecho. Dejando de lado estas
precisiones más bien formales y gramaticales aunque con importantes consecuencias
semánticas y pragmáticas, sobre las que volveremos algo más adelante, interesa sobre
todo, en este preciso lugar, el tercer sentido señalado pero de ninguna manera
independiente ni separado de los otros dos: el que entiende la “justicia” como una
actividad y actitud de los juristas en general, siempre en continuo movimiento y
considerada en abstracto, sin poder concretarse en algo más preciso, por el momento.
Esta previsión teórica algo temprana, simplista y limitada de la idea de una “justicia
global” que obviamente ha sufrido enormes interpretaciones, transformaciones,
alteraciones y modificaciones a lo largo de la historia, sería algo burdamente
pretencioso plantearlo en este preciso lugar. Tan sólo habría que advertir de un
problema léxico y conceptual que aquí bien podría afectar a su relación con el estudio
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del medioambiente, también globalmente considerado. Por el momento, sólo cabe
indicar que en el estado actual del mundo, no sólo se puede hablar de una distinción
entre dos polos opuestos en significado, esto es, una justicia conmutativa y otra
distributiva separadas ni siquiera a efectos expositivos o pedagógicos básicos, sino que
pueden ser identificados varios tipos de justicia diferentes pero no alejados entre sí, que
a veces tienden a confundirse y en otras ocasiones a no separarse en algunos aspectos no
siempre coincidentes. En cualquier caso, no cabe duda de que la tradicionalmente
conocida por “justicia distributiva” sigue siendo el término fundamental por excelencia
para referirse a loa conflictos medioambientales, ya que tiene que ver con la adecuada
(es decir, proporcional) distribución de los bienes y cargas sociales disponibles entre los
miembros de la sociedad puesto que todo tratamiento diferenciado requiere de su
justificación, es decir, que toda distribución desigual importará un traspaso de la carga
de la prueba al presunto discriminador.
Pero también habría que distinguir, de forma más o menos clara, por lo menos a nivel
teórico, entre usos diferentes y diferenciados de expresiones bastante socorridas y por
tanto al uso. Por ejemplo, esto sucede a menudo entre una “justicia retributiva” y otra
“restaurativa” sólo teniendo en cuenta su momento aplicativo ex ante o ex post, o
también los hay entre los que prefieren el uso de la expresión “justicia procedimental”
frente a una supuesta “justicia sustantiva” o “sustancial”; otros que hablan de “justicia
premial” o “positiva” frente a la tradicionalmente sancionatoria o compulsiva (por evitar
la palabra “castigadora”); u hoy en día abunda el uso estentóreo de una “justicia
transicional” sobre todo usada en un sentido político y reivindicativo en el ámbito de los
conflictos internacionales, etc., u otros tantos ejemplos significativos al efecto. Hasta
nos detendremos en nuestro ámbito concreto, en lo que se denomina, cada vez con más
habitualidad, “justicia ecológica” para referirse a las afrontas continuas al medio
ambiente. No vamos a insistir en que en los usos lingüísticos hay para todos los gustos y
opiniones, pero las opciones elegidas no se quedan en un mero estilismo, sino que el
recurso a ciertas palabras conlleva ciertas consecuencias; es por esta razón básica por la
que irán apareciendo tales expresiones en su preciso lugar y en su justa medida en
relación al cúmulo de asuntos relacionados con el medio ambiente que serán tratados a
continuación.
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Sigamos por el adjetivo. También plantea cuestiones de imposible definición o
concreción el calificativo de la doble expresión utilizada -“justicia ambiental”- en
cuanto a que hace referencia a lo “ambiental” como algo etéreo por no decir
incontrolable, a pesar de que el “medioambiente” se muestre casi siempre compuesto
por elementos tangibles o identificables y en gran medida observables y por tanto
susceptibles de ser analizados e interpretados desde una perspectiva u óptica material o
cuantitativa. Una de las tensiones inevitables y más complicadas de establecer es la
relación entre los aspectos cuantitativos y cualitativos que afectan al valor “justicia”
respecto a indicar o establecer criterios idóneos u oportunos para tratar de superar los
problemas y conflictos ambientales en sus aspectos generales o particulares, según sea
la intención que se persiga. Por ello, se discute y valora ampliamente, quizás en exceso,
sobre la inequívoca dependencia de lo normativo de lo experimental, sin ocultar el
factor de imprevisibilidad y variabilidad de los fenómenos evaluados. Así, por ejemplo,
sobre todo lo que rodea a lo jurídico, se puede afirmar, sin lugar a dudas, que el objeto
de protección del derecho (medio)ambiental es el “medio ambiente”, expresión un tanto
redundante ya que el “ambiente” es el “medio” en el que los seres -humanos o no-
desarrollamos nuestra vida. El problema básico, tal y como señala entre otros M. Prieur,
es que el “medioambiente” se utiliza como una “noción camaleón”, ya que según el
contexto en el que es usada puede ser entendida de maneras muy diferentes; entre otras,
puede ser o referirse a una “cuestión de moda”, un “lujo de los países ricos”, un mito,
un tema de contestación nacido de las ideas hippies, un “retorno a la luz”, un “nuevo
terror del año mil” relacionado con la imprevisibilidad de las catástrofes ecológicas, la
referencia a “flores y pajaritos”, un grito de alarma de los economistas y de los
filósofos sobre los límites de la ciencia, la advertencia del agotamiento de los recursos
naturales, una nueva protesta contra la contaminación, una “utopía contradictoria”, etc.
(Prieur: 1984, 1 ss. ; citado por Ruiz Sanz: 2012:135; 2014: 5 –ver la nota 12-).
Ahora bien, el problema básico y elemental se encuentra en intentar concretar con
suficiencia y habilidad esta noción para que sea operativa en el ámbito jurídico. Por ello,
si se observa con cierto detenimiento la utilización cotidiana de la expresión
“medioambiente” por parte de la doctrina o la jurisprudencia, en su caso, se pueden
obtener hasta tres o cuatro acepciones con una extensión bien diferente del término al
uso; a partir de estos mismos recursos léxicos y semánticos, es posible diferenciar entre
una concepción estricta (incluso estrictísima), otra amplia y una tercera (o cuarta)
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amplísima sobre los aspectos que son permeables a la protección jurídica en función del
número de elementos que se incluyan o excluyan del propio concepto. Más en concreto,
mediante una posición estricta, primigenia y quizás primeriza, se reduciría el
“ambiente” al elemento físico y así se cubriría sólo el ámbito de los agentes naturales
“de titularidad común y de características dinámicas” como son los cinco componentes
elementales de la naturaleza: el agua, el aire, el suelo, la flora y la fauna (Martín Mateo,
1991: 71 ss.). Con este criterio mínimo –mejor minimizado- y por tanto limitado puede
que en exceso, se incluyen aquellos elementos básicos y esenciales para la existencia y
mantenimiento de las constantes vitales del ser humano (agua, aire y suelo) más las
formas de vida no humanas que se dan en nuestro planeta (flora y fauna). A partir de ese
mínimo común denominador de perfil sintético, la noción se puede ir ampliando hasta la
pretenciosa saciedad desorbitada con la contemplación absoluta y holística de
“ecosistemas globales”; tal y como escribe este último autor citado: “Se ha dicho que
son cuatro las acepciones más comúnmente aplicadas: la primera restringe su ámbito
al entorno natural: aire, agua, ruido y vegetación, la segunda incluye otros elementos
físicos y biológicos, monumentos históricos, suelo, fauna, una tercera adición
infraestructuras, tipo vivienda, transporte, equipo sanitario y la más amplia finalmente
integra factores culturales como bienestar, calidad de vida, educación, desarrollo, etc.,
nuestra comprensión se aproxima a la primera, pero es más reducida (…) Desde un
enfoque puramente metodológico, no dogmático, su justifica que el ambiente se
reconduzca básicamente al agua y al aire en cuanto factores básicos de la existencia en
el microcosmos terráqueo.” (Martín Mateo, 1991: 86-88).
Otra perspectiva más amplia que la anterior partiría de la inclusión de todos aquellos
elementos, naturales o no naturales, que constituyen el medio sobre el cual se asienta la
civilización y la cultura del ser humano. Estarían presentes, pues, los agentes recogidos
en la propuesta anterior (agua, aire, tierra, flora y fauna), a los cuales habría que añadir
la ordenación del territorio como algo independiente de la existencia del propio suelo y
también aspectos relativos al patrimonio cultural de los pueblos y al mantenimiento del
confort colectivo; así se incluirían las costumbres y tradiciones, fiestas populares,
ocupaciones artesanales, etc., junto a lo que se denomina “patrimonio histórico, artístico
y cultural”: edificaciones rurales y urbanas que hayan de gozar de algún tipo de
protección por sus características históricas, artísticas o culturales que les confieran un
valor añadido no necesariamente económico sino también sentimental, ritual o
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simbólico y que deban ser tenidas en especial consideración (como templos religiosos,
cementerios, estatuas, fuentes, etc.).
Y como punto culminante para los más acerados ambientalistas, una tercera –o incluso
cuarta- opinión teórica sería la de aquéllos que sostienen que el “ambiente” es algo
amplísimo, ya que quedaría integrado por todo lo citado con anterioridad, esto es, los
elementos naturales y culturales más el complemento necesario de cualquier tipo de
manifestación que rodee al ser humano. Junto a los recursos naturales, el ambiente rural
y urbano de construcciones y actividades variopintas se sumaría el propio individuo y su
entorno vital más próximo, o en otras palabras, el “medio ambiente humano” que podría
entenderse como las condiciones de cualquier orden sobre las cuales la persona
desenvuelve toda su vida. Desde esta última perspectiva, el ambiente sería
prácticamente todo lo que pueda ser objeto de conocimiento por parte del ser humano,
en un sentido espacial y temporal, individual y social. Así se llega hasta el extremo de
convertir el “(medio) ambiente” en una indefinida nebulosa difuminada, sin rumbo fijo
y extremadamente variable, es decir, sin un contenido claro ni preciso, al confundirlo y
suplantarlo por la propia estructura psicosomática del ser humano ante el cual cualquier
cosa que le resulte comprensible, o más bien, susceptible de control, dominio y
posesión, se puede convertir de forma automática en algo “ambiental” por propia
definición (Ruiz Sanz: 2012, 136-137; 2014: 6 ss.).
No resulta difícil extraer de os razonamientos y reflexiones anteriores, que la cuestión
de la “justicia ambiental” tiene un claro, pretendido y comprometido cariz ideológico,
sin ánimo en absoluto de menospreciar o limitar la importancia de las ideologías, en
sentido amplio. Pero sí cabe resaltar que depende de factores diversos con un alto grado
de subjetividad casi siempre manifiesta. Por ello, hay que abrirse a la imaginación,
incluso a la esperanza pseudoutópica que permite llegar a la posibilidad del
convencimiento algo ingenuo -por supuesto con pretendida buena fe- de que el ser
humano ya no es dueño y señor absoluto o exclusivo de todo lo que le rodea
(etnocentrismo), sino parte integrante de su entorno natural (biocentrismo), en términos
amplios y generales. Además, el medio ambiente se extiende prácticamente a casi todas
las facetas de la vida, tal y como ha sido advertido con anterioridad.
Lo que en última instancia sucede, a grandes rasgos, es que en los conflictos
ambientales, más o menos manifiestos y complejos, siempre hay dos paradigmas
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básicos, modelos de mundo o formas de vida más o menos exacerbados o radicalizados
que aparecen dialécticamente enfrentados con respecto a la posición que ocupa el ser
humano frente a la naturaleza. Por un lado, se encuentra el llamado “antropocentrismo”
o en ocasiones “etnocentrismo”, que predica una “voluntad de dominio” indiscriminada
del individuo sobre la naturaleza. En su versión más pura o extrema, se trataría de
liberar al ser humano de su presunta dependencia de la naturaleza, al considerar que lo
que importa es el ser humano en sí mismo considerado y que lo demás sólo tiene un
valor instrumental. En su versión débil o moderada, se reconocería la centralidad
indiscutible del ser humano en todas sus manifestaciones físicas y psíquicas de su vida,
sin que ello implique la simple reducción de todo lo demás a convertirse en un puro
instrumento susceptible de ser dominado. Por otra parte, se encuentra el “biocentrismo”
de las diversas tendencias ecologistas y no sólo ambientalistas, que defiende la idea de
“la comunidad global” a la que pertenecemos todos los seres vivos y que en su versión
más pura o radical sostiene la igualación de la especie -humana- a cualquier otra,
negando así la individualidad -humana-, pero que en su versión débil defiende más bien
que ha de preservarse un “orden natural” en el cual el ser humano ha encontrado y
desarrollado por sí mismo una prioridad ontológica frente al resto de seres vivos, sin
que ello dé lugar a una capacidad de control absoluta sobre el resto de especies. El
dilema entre ambas posturas no presenta solución fácil. Ni que decir tiene que es el
punto de arranque de las posibles discusiones o debates sobre la justicia ambiental,
procedan de donde vengan y conduzcan a donde sea y que por tanto son irreductibles
desde cualquier planteamiento que se haga al efecto, con todas sus implicaciones
posibles. Por lo tanto, la cuestión, tanto de forma como de fondo, parece que todavía
queda bastante indefinida; pero lo que resulta claro y evidente es que sólo las posiciones
débiles pueden dialogar entre sí, y aunque no lleguen a entenderse al final, se debe
aspirar a acercar cierta disposición de pareceres. En todo caso, la idea de “justicia
ambiental” sólo se comprende desde una versión débil pues ni siquiera el biocentrismo
radical o fuerte parece que valore a la justicia como una virtud racional pues presenta
aspectos incoherentes e irreconciliables con la vida humana, en el sentido que hemos
apuntado. Mucho menos en los casos en los que se defienda una postura etnocéntrica
recalcitrante, sin discutir si su posible legitimidad vulnera y es un atentado global contra
la vida en general de todas las especies.
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Pero volvamos al tema central objeto de estas páginas iniciales: la indefinición de la
expresión “justicia ambiental” y sus consecuencias. Se puede encontrar en la literatura
ambientalista y ecologista especializada un cúmulo de expresiones significativas
pretendidamente equivalentes o intercambiables, hasta preferidas e incluso idolatradas
con mayor o menor justificación o profusión. Algunas de las mismas, sin ánimo
exhaustivo ni afán sistemático, y sin discutir de forma amplia o profunda si es posible
mantener una identificación o diferenciación como si se tratara de una prioridad
ontológica entre vocablos, son las que hacen referencia, por ejemplo, a “conflictos
distributivos ecológicos”, “comercio ecológicamente desigual”, “ambientalismo
popular”, o a través del uso de términos algo más difusos y amplios como se hace al
referirse a una “equidad intergeneracional”, o quizás a otra conjunción de términos más
atractiva y hasta poética a primera instancia –pero parece que ciertamente engañosa y
hasta tramposa, por no decir algo maniquea y panfletaria- como es el oxímoron
reivindicativo de “ecologismo de los pobres” -me pregunto quién es realidad “el pobre”-
; u otras en cambio son más rimbombantes o altisonantes, que además tratan de
establecer etiquetas, clichés o lemas identificadores superficiales para un colectivo que
opta por buscar y trazar un rumbo de sus vidas adecuado y en común, además de
tratarse claramente de expresiones familiares y cariñosas que no cabe duda incitan a la
contemplación de la bondad natural como es, por ejemplo, “culto a la naturaleza
silvestre”, y que hasta parecen desprender olores y sabores agradables, o sea, efluvios
variados y gustos delicados que incitan a los sentidos no siempre en su justa proporción
metafórica como meros elementos de uso o consumo cotidiano o selecto para ocasiones
contadas. Pero todas estas expresiones derivan de un tronco mínimo común: la
dependencia del concepto más asumido o extendido, y por ello quizás pretendidamente
englobante, pero no por ello ni mucho menos pacífico, de “justicia distributiva” y en su
caso, de “justicia ambiental”.
Esta confusión conceptual hace que, en muchas circunstancias, acabe por convertirse
sólo en una discrepancia terminológica, mucho más acuciante cuando la expresión
también se intercambia con la llamada “justicia ecológica” por cultivadores de un
género literario al uso - ya sea divulgativo, ensayístico, científico u otros-. Es posible
que con tanta incertidumbre a cuestas, hasta los propios defensores del ecologismo más
exacerbado no se den cuenta, de forma inconsciente, de cuándo o en qué ocasiones son
más propensos a hablar de causas (ex ante) o de consecuencias (ex post) del deterioro
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ambiental; de decir, cabe plantearse si habría que optar en algún momento entre
mantener una actitud conservacionista que surgiera desde las estructuras construidas y
con los fundamentos propios del ámbito económico capitalista, o en cambio se trataría
de clamar a favor de un “pensamiento verde” más o menos insurgente que abogara por
un cambio cualitativo de sistema social global (Dobson: 1999, 11-12). No se logra,
entonces, una claridad de pensamiento y de acción directa que permita una aclaración
previa sobre los fundamentos de un mensaje de tinte ecologista que resulte proporcional
o que logre equilibrar una vía clarificadora, salvo si se quiere obtener una única, ruda y
última línea argumental, y por tanto simplista, contraria a la destrucción inequívoca de
la vida en el planeta tierra, eliminado así toda posibilidad de plantear abiertamente unas
garantías mínimas y adecuadas de racionalidad discursiva.
Por los motivos expuestos en los apartados anteriores, resulta si no necesario, sí al
menos conveniente, un acercamiento a la “justicia ambiental” desde la óptica o
exposición sistemática y tipológica de los diferentes significados o sentidos de la
expresión, que en un principio pueden ser reconducidos a tres básicos. De hecho, cabe
diferenciar entre tres dimensiones o tipos de la misma:
a) Justicia ambiental como teoría epistemológica y axiológica o corriente de
pensamiento que estudia los procesos de discriminación en el acceso a los recursos
naturales y en la consiguiente carga de contaminación, más todos aquellos elementos y
circunstancias que provocan daño o deterioro en el medio ambiente.
b) Justicia ambiental como conjunto de procesos y procedimientos de carácter jurídico
que actúan para proteger y garantizar el medio ambiente.
c) Justicia ambiental como movimientos o ideologías sociales que denuncian y elaboran
un discurso práctico, y por tanto que critican una determinada forma de gestionar o
limitar el uso de los recursos naturales y en general del medio ambiente.
No se trata de establecer compartimentos estancos, sino de hablar de relaciones y
tensiones entre dimensiones diferenciables del mismo término utilizado que no son
identificables ni separables entre sí, con el objeto de analizar la realidad existente,
extraer conclusiones y si acaso, soluciones (siempre parciales) al problema general del
14
daño o deterioro ambiental, tal y como ha sido comentado. Veamos cada uno de estos
aspectos por separado.
-Como teoría (epistemológica y axiológica, ya que presenta las dos vertientes
intrínsecamente relacionadas), la referencia a la equidad, o por el contrario, a la
“desigual distribución” de recursos naturales, nutre, fomenta e incluso retroalimenta los
perfiles de un concepto pretendidamente global como es el de “justicia ambiental” en
relación a la existencia de comunidades pobres y vulnerables. No obstante, esa misma
noción, entendida desde un parámetro ecuménico tal y como pretende mostrarse,
debería más bien entenderse como “algo” –no se sabe exactamente de qué se habla- que
va más allá de la mera distribución y gestión de recursos naturales desiguales, pues
también debe incluir aspectos vinculados a cuestiones problemáticas más abiertas que
deben ser tratadas desde esos mismos planteamientos o parámetros discursivos, como
son el reconocimiento individual, la inclusión del otro y las capacidades de los
individuos y colectivos o comunidades (Schlosberg: 2007: 34). Cualquier análisis de la
justicia requiere que se discutan las estructuras, las prácticas, las reglas, las normas, el
lenguaje y los símbolos que actúan como mediadores de las relaciones sociales, si
tenemos en cuenta una interpretación si cabe más amplia de la idea de justicia en
general (Schlosberg: 2010: 27).
Por este mismo motivo, el tratamiento de las teorías de la justicia de autores en concreto
como pueden ser J. Rawls, M. Nussbaum o A.K. Sen, por ejemplo, objeto de
tratamiento en estas páginas, aunque no cabe duda de que sean sólo algunos de los más
importantes sobre el tema en general de la distribución de recursos en relación a la
justicia distributiva y que sienten las bases de una teoría de la justicia de perfil actual,
se muestran ya un tanto decimonónicas y quizás algo limitadas por su época, y por tanto
ya quizá necesitadas de un complemento necesario para que puedan ser entendidas en su
justa medida. Esa adicción formativa con el recurso a teorías al respecto aparecidas
durante estas últimas décadas, puede ser proporcionada por otros autores
contemporáneos sobre todo con una producción académica más perfilada, reciente u
orientada a problemas más específicos que no sólo marginales, para así tratar con mayor
conveniencia el caso problemático planteado más en concreto, si se puede hablar de
“especificidades” en un tema tan amplio y debatido como éste. Es el caso de los muy
interesantes planteamientos teóricos de I.M. Young, N. Fraser o A. Honneth, entre
15
otros, quienes han argumentado que además de esos temas distributivos -básicos,
inequívocos y necesarios-, hay algo más notorio que debe ser tratado en aquellos
procesos que se sitúan en referencia a una mala distribución, mucho más ceñidos al
tratamiento de cuestiones medioambientales, y no sólo desde un punto de vista
economicista, sino desde el libre desarrollo de la personalidad y los derechos humanos
en general, en toda su amplitud contextual.
Ya hace algún tiempo que Charles Taylor había incidido en que la cuestión del
reconocimiento era un fenómeno psicológico complejo, una necesidad humana básica,
algo que fortalece la autoestima pero que abarca una realidad mucho más confusa y por
lo tanto más complicada. Por ejemplo, sin la comprensión global de este fenómeno
humano, no pueden entenderse las aportaciones más precisas a la teoría de las
capacidades formuladas por parte de autores como Marta Nussbaum o Amartya K. Sen,
o si se quiere llegar a algo más próximo a ese planteamiento general, de Agnes Heller.
Al respecto, un punto de vista contrario, que no por ello contradictorio, lo mantiene
Nancy Fraser, quien habla de la dominación cultural y de la idea del menosprecio
institucionalizado como patrón del “no reconocimiento” en relación a los temas de
racismo y de género, también harto importantes, es más, hoy en día básicos y
necesarios, y cuya influencia sobre el concepto de “justicia ambiental” ha sido
históricamente determinante y lo será sin lugar a dudas, como tendremos ocasión de
exponer a continuación. Así, por ejemplo, autores citados como Marta Nussbaum o
Amartya K. Sen, por su parte, explican desde puntos de vista algo diferentes la manera
en la que deberíamos juzgar los acuerdos considerados “justos” desde nuestras
capacidades no sólo en términos distributivos, sino en la forma y el contenido en el que
la distribución de bienes incide específicamente el nuestro bienestar y en nuestro
proyecto de vida o desde cómo desenvolvernos los seres humanos, individualmente o de
forma comunitaria, lo que afecta muy de cerca al medio ambiente (Nussbaum, 1999: 74;
2000: 71). Sen, por su parte, desde parámetros diferentes y otros presupuestos teóricos,
insiste más en otros aspectos comunitarios pero no desvinculados de los anteriores; tal
es el caso del uso de razón pública, por ejemplo, como tendremos ocasión de comentar
y comprobar. Por ello, la incidencia sobre estos autores y probablemente otros, es un
requisito indispensable si se quieren obtener resultados satisfactorios en un análisis
actual de la “justicia ambiental”.
16
-Como conjunto de procesos y procedimientos más o menos institucionales, la noción
de “justicia ambiental” coincide con la de “justicia procedimental” en determinados
supuestos y conflictos ambientales. No obstante, y con carácter general, implica que las
cosas son “justas” si los procedimientos utilizados son correctos; es más, desde el punto
de vista subjetivo de las partes en tensión institucionalizada, los resultados serán
acertados o desacertados para los que están implicados, directa o indirectamente, en las
soluciones definitivas. En cierto sentido, los medios utilizados serán más importantes o
significativos que los fines buscados. En este sentido, también la “justicia ambiental” es
mucho más que una mera y simple distribución de recursos en sentido economicista
sino que se extiende hacia un discurso sobre las estructuras de poder y la legitimidad de
las instituciones; incluso se tendría en cuenta y se observaría, desde un plano externo o
exterior, la participación política que legitimaría las instancias procesales a todos los
niveles posibles.
Este sentido de la noción de “justicia ambiental” como “justicia procedimental” es más
directo y comprensible que el primero por varias razones, entre las cuales destaca el
establecimiento de planos diferenciados entre una cultura jurídica estandarizada y
exportada a otras formas posibles de entender el fenómeno jurídico, de otras formas de
conocimiento culturales, probablemente más ancestrales y quizás ritualistas, desde un
punto de vista occidentalizado, que comprenden básicamente lo que puede llegar a
significar una invasión a sus propias formas culturales originarias, intrínsecas o
autóctonas, y cuya supuesta intromisión supone un sacrilegio hacia sus propias
convicciones individuales o grupales, eso sí, siempre aprendidas y compartidas en un
entorno más o menos cercano, por regla general. La justicia ambiental se convierte en
un medio a través del cual se puede lograr el fin último, que suele ser plural y
compartido. Frente a esto, el carácter instrumental del derecho se exacerba con algo de
paradoja cuando es utilizado como excusa a través unos mecanismos jurídicos
establecidos desde el ámbito externo a la propia realidad cultural. Se trata de
importaciones forzadas que imponen unas “naciones unidas” a otras en principio “no
unidas”, utilizando unas categorías metafóricas o simbólicas, y por tanto ficcionales,
pero que reflejan en la mayoría de las ocasiones la cruel realidad de un mundo
globalizado a fuerza de golpes casi siempre destructivos. Pero siempre encontraremos
un argumento ingenuo a favor de la defensa de la legalidad, sin plantearnos la
desobediencia justificada (sic.); incluso puede haber aquél que se encuentre cómodo
17
bajo ese halo de rebeldía romántica que antes o ahora podía ser sólo y simplemente una
“revuelta” –incluso algunos atrevidos hablaban y hablan de “revolución”- hacia las
estructuras del poder político y jurídico hegemónico, casi siempre sin importarles o sin
detenerse a valorar de forma meditada las consecuencias que podían y pueden llegar a
tener sus -en principio- legítimas reivindicaciones sobre el deterioro del medio
ambiente, causa que por regla general vertebra un discurso opositor al poder político y
económico que discrimina y explota categóricamente por doquier. En síntesis, mediante
la utilización estentórea y fuera de lugar de esta acepción del término “justicia
ambiental”, suele confundirse lo sustantivo con lo adjetivo.
En un plano meramente lingüístico, a través de las dos utilizaciones del término
señaladas, se reproduce la explicación pedagógica que suele hacerse a los estudiantes de
ciencias jurídicas entre un “Derecho” con mayúscula inicial y otro “derecho” con
minúscula inicial, pero esta vez aplicado a la “justicia”, que suele limitarse a un valor
(con minúscula, en el sentido primero señalado de la letra a), o equivalente a una
organización jurisdiccional o tribunal (en el sentido señalado de la letra b). Por ello, las
conexiones y diferencias en el uso de la expresión quedan indicados con bastante
claridad. Al menos en las formas de hacer y proceder de facto; no tanto respecto a las
intenciones de su uso estratégico o conveniencias personales mostradas casi siempre
como colectivas, donde cabría hacer muchas más observaciones críticas.
-Como conjunto o grupo, un tanto disperso pero presentado bajo cierta homogeneidad,
de movimientos o ideologías sociales críticas que denuncian y elaboran un discurso
práctico más o menos trazado y fundamentado sobre unos aspectos claves y básicos en
común, el término “justicia ambiental” tiene una especial trascendencia y relevancia,
sobre todo cuando parte inicialmente de colectivos no claramente definidos que
consideran una vulneración de derechos especialmente relevantes para la vida y el
desarrollo humano. El factor iniciático es siempre coincidente: hay una conciencia en la
necesidad de denunciar una mala distribución de los recursos naturales que enturbia las
condiciones de vida básicas; esta idea unívoca puede ser analizada y por tanto
interpretada desde diversos ámbitos o puntos de vista y enfoques, entre los que destaca
la incidencia sobre el factor económico, discriminatorio y/o racial, que en cierta forma
suele coincidir en los casos más flagrantes, al menos. No es una novedad ni tiene
ninguna originalidad decir que las comunidades pobres, las de gente “de color”, o las
18
comunidades “indígenas”, “nativas” o autóctonas”, padecen más y mayores “males”
ambientales que las comunidades “desarrolladas” y “blancas”, sin necesidad de entrar a
valorar otros aspectos con mayores detalles -por otra parte, no hace falta- u otras
consideraciones etnocéntricas y/o peyorativas al respecto. En estos casos, la simpleza
argumental es un elemento positivo. Más en concreto y sobre la cuestión de los residuos
tóxicos, por ejemplo, la raza parece ser el factor más importante para localizar sitios o
lugares incluso recónditos con desechos tóxicos abandonados situados más o menos
estratégicamente en los EE.UU. de Norteamérica; tres de cada cinco afroamericanos
viven en comunidades con lugares compuestos por desechos tóxicos; casi la mitad de
los ciudadanos estadounidenses de origen asiático, de las islas del Pacífico y los nativos
americanos de los EE.UU., viven en comunidades con sitios no controlados llenos de
desechos tóxicos; otro tanto sucede con los estudios sobre contaminación del aire,
comercialización de restos y residuos peligrosos, viviendas nocivas, etc. Por ello, esta
interpretación distributiva de la justicia fue un elemento esencial y movilizador en los
inicios del discurso común del movimiento (Schlosberg, 2011: 29 ss.).
Una ligera prospección, intromisión o acercamiento a unos orígenes laxos e incluso
esporádicos de la “justicia ambiental” entendida, aparte de nomenclaturas y
designaciones variadas al uso, como un movimiento social en proceso de formación
inacabado hasta la actualidad pero que acontece en un continuo desarrollo a lo largo del
siglo XX, puede hacerse desde la aproximación terminológica, semántica e histórica, tal
y como se ha advertido y se intenta mostrar. Así, se han establecido hasta tres corrientes
amplias dentro de este mismo planteamiento de cara al exterior, con sus diferencias
lógicas indiscutibles, en función de unos hechos históricos narrados a partir, casi
siempre, de desastres o catástrofes medioambientales que han incitado a las masas a
protestar como consecuencia de una situación general latente de injusticia social y en
concreto medioambiental, que son: 1) “el culto a lo silvestre”; 2) “el evangelio de la
ecoeficiencia” y 3) “la justicia ambiental y el ecologismo de los pobres” (Martínez
Alier: 2004). Veamos cada uno de los componentes de esta propuesta clasificatoria
brevemente y por separado. El “culto a lo silvestre” surge a finales del siglo XIX, si se
quiere poner una fecha significativa, con la fundación del Sierra Club en los EE.UU.
por John Muir. Era una fundación privada que se dedicaba a difundir y defender el
mensaje de que hay una posible “naturaleza virgen”, como decían, sin intervención ni
manipulación humana; su propuesta básica era el mantenimiento de las reservas
19
naturales y la sacralización de la idea de “naturaleza” como origen del mundo. Por su
parte, el llamado “evangelio de la ecoeficiencia” tuvo lugar hacia la mitad del siglo XX
y a través de esta idea se trataba de mantener una relación en tensión entre la ecología y
el crecimiento económico bajo unos presupuestos de “economía ambiental” con el
objetivo de que las externalidades pudieran ser internalizadas con el menor coste
posible, es decir, a través de la optimización de recursos; por tanto, para esta corriente
de pensamiento, el “desarrollo sostenible” formaba y forma parte de su credo
ideológico. Por otro lado, y como punto culminante de estas tendencias reivindicativas
de pautas marcadas por la defensa medioambiental a ultranza, una tercera concepción,
también planteada como evolutiva y progresiva, aunaría en perfecto equilibrio y
compromiso armónico el “ecologismo de los pobres” y el “movimiento por la justicia
ambiental” como dos manifestaciones paralelas, pues a pesar de que sus orígenes sean
diferentes, ambos movimientos convergerían hoy en día, según Martínez Alier, y
presentarían muchas similitudes o coincidencias entre sí al tratar de dar respuesta al
mismo problema de partida: una situación de injusticia distributiva o de falta de equidad
en el acceso a los recursos naturales y en la carga de la contaminación que actúa en
perjuicio de las poblaciones más vulnerables (Martínez Alier: 2004, 30 ss.).
Si tenemos en cuenta la gestación a corto plazo de este movimiento general de “justicia
ambiental”, podemos observar esos mismos rasgos característicos que delimitan su
proceso evolutivo. Su consolidación, a fuerza de golpes reivindicativos, se encuentra en
los tumultuosos años sesenta del siglo pasado en los E.E.UU. de Norteamérica en el
contexto de la lucha por los derechos civiles de la población afroamericana, a la que se
le puede unir la de origen hispano más los norteamericanos nativos, conocidos
vulgarmente por “indios”, entre otras colectividades marginadas o discriminadas. Cierta
progresión en el bienestar a lo largo de la segunda mitad del siglo XX en, cómo no, el
“país de las oportunidades” por antonomasia, supuso la irrupción de un movimiento un
tanto confuso y hecho a golpes de coyunturas cuyo punto de unión y argumentos
puestos en común era el daño y el deterioro ambiental que se mostraba a través de
hechos o evidencias, por ello contrastables, con el telón de fondo de una población
desfavorecida por cuestiones de pobreza y raza; ambos aspectos estrechamente
relacionados y adecuados para hacer de motor de propulsión a una causa en principio
“justa” que se materializaba en manifestarse en protesta contra las políticas
discriminatorias del Estado. Este es el motivo por el cual hay autores que han llegado a
20
hablar de “racismo ambiental”, “equidad ambiental” y “justicia ambiental” o de tres ejes
que van en paralelo como si se tratara de tres conceptos separados; pero en ningún caso
hay que entender que se trata de nociones con planteamientos diferentes; todo lo
contrario: son tendencias circundantes construidas sobre la misma base justificativa
pero con un sentido distinto, y no sólo en relación a su uso terminológico más o menos
preciso. La primera acepción (racismo ambiental) se aplica a la toma de decisiones, de
forma deliberada, para situar a ciertos grupos raciales en lugares cuyo uso y utilización
conlleva deterioros y daños ambientales; la segunda (equidad ambiental) consiste en
mantener y asegurar a nivel legislativo, es decir, formal, que las personas reciben una
protección ambiental adecuada; y la tercera (justicia ambiental, propiamente dicha),
supone una concreción tanto a nivel social como práctico en cuanto a que todos tengan
acceso a vecindarios seguros y limpios, a trabajos adecuados, a escuelas de buena
calidad, a comunidades sustentables, y a un largo etcétera de bienes y servicios (Bryan,
1990: 70; Hervé, 2010, 9 ss.).
En este mismo sentido, tal y como advierte Joan Martínez Alier, la “justicia ambiental”,
en concreto, es un movimiento gestionado desde minorías étnicas proveniente
directamente, tras una sucesión de coyunturas y problemas sociales, del llamado
“racismo ambiental”, que desde finales de la década de los años sesenta del siglo pasado
denunció ocasionalmente el vertido de residuos y el aumento de la contaminación
atmosférica en territorios ocupados mayoritariamente, pero no sólo, por individuos de
raza negra. No es un término tomado de la filosofía moral o política, ni de
disquisiciones varias sobre desigualdad entre etnias, sino de la sociología ambiental y de
las relaciones raciales que se derivan directamente del vertido indiscriminado al suelo
de residuos tóxicos y de sus efectos contaminantes hacia poblaciones con residentes de
descendencia principalmente afroamericana, hispana o norteamericana nativa.
Acontecimientos o hechos como el caso de la instalación del gobernador Hump de un
vertedero de residuos PCB en Warren Country (Carolina del Norte), localidad con
16.000 habitantes en 1980, en la que el 60% eran afroamericanos y muchos de ellos con
ingresos por debajo del nivel de la pobreza, fueron significativos. Aunque se convirtió
en un acontecimiento sonado, no se detuvo la actividad del vertedero, pero sí que se
logró llamar la atención sobre la potencialidad que tenía el uso del término “justicia
ambiental” como etiqueta identificadora de un movimiento urbano en principio algo
disperso y difuminado que iba cobrando tintes de organización pública (Bullard, 1990,
21
1993; Bryant y Mohai, 1992, 1995; Dorsey, 1997; Taylor, 2000). Otros episodios y
acciones colectivas, a los que se sumaron manifiestos, estudios, proclamas o
declaraciones, más allá incluso de los límites territoriales de los EE.UU. de
Norteamérica, dieron fundamento y motivación para que el movimiento se extendiera a
nivel mundial. Pero como punto de partida específico, y si hubiera que establecer una
fecha exacta, no cabe duda, como escribe A. Dobson, que “si a uno le preguntan cuál
fue el momento de inicio del movimiento de justicia ambiental de los Estados Unidos,
afirmaría que fue el 2 de agosto de 1978. Ese fue el día en que la CBS y la ABC
difundieron noticias sobre los efectos de los residuos tóxicos sobre la gente de Love
Canal“. (Dobson, 1998: 18; Gibbs, 1981, 1995).
Quizás no sea tan importante establecer una fecha exacta o precisa, sino hacer notar que
a partir de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad, se ha producido una
intensificación de actividades, con sus respectivos efectos y consecuencias, en torno a
movimientos que están a favor de algo, no del todo cohesionado, que se conoce por
“justicia ambiental” que dentro de su indefinición congénita, ha dado pie a realidades
mundanas y ha sido plasmado a través de textos más o menos normativos y/o políticos,
incluso eruditos, científicos y divulgativos, que han tenido una influencia creciente
alrededor del mundo.
Por lo tanto, cabe incidir en la tercera acepción del término “justicia ambiental” como
movimiento social de masas, más o menos extendido en cantidad y delimitado en
cualidad; es decir, en aspectos tanto cuantitativos como cualitativos que nos conduzcan
a comprender mejor el fenómeno global en cuestión con respecto a su evolución
histórica contemporánea. Con el objeto de buscar una ordenación y sistematización
adecuada en el proceso de implantación del movimiento de “justicia ambiental” durante
la segunda mitad del siglo XX y los primeros años del siglo XXI, y todo ello con
independencia del debate y discusión en torno a si ese proceso en alza tiene un sentido
conjunto, plural y comunitario o si cabe considerar que la incorporación reciente de la
noción de “justicia social” al concepto más o menos global le concede una autonomía
significativa a la expresión, pues hasta hay autores que se refieren y consideran que se
trata de un “paradigma” de justicia ambiental con “enormes implicaciones en la esfera
pública” en una visión dual que supera su consideración como mero movimiento
político (Arriaga y Pardo, 2011: 627 ss.). Dentro de las posibles clasificaciones de
22
carácter cronológico y temático, cabe agrupar y señalar las siguientes fechas y
acontecimientos significativos, al menos por destacar y a tener en cuenta:
1) Escándalo del Love Canal en Buffalo (Nueva York; agosto de 1978). Antes de este
hecho y durante los años cuarenta del siglo XX, la industria química Hooker utilizó un
canal de navegación casi abandonado para hacer en él vertidos tóxicos; en 1952 el canal
fue cubierto por completo y un año después el terreno fue vendido al Niagara Falls
Board of Education que edificó una escuela y un vecindario alrededor de ella.
Transcurridos unos veinte años y como consecuencia de unas fuertes lluvias, los
residuos tóxicos allí enterrados comenzaron a salir al exterior. El crecimiento de la
insalubridad y la aparición de enfermedades sobre todo entre los niños de la escuela,
generó una fuerte reacción de protestas entre los padres y vecinos. Sirvió de espléndido
reclamo publicitario el ejemplo de una madre negra que escribía y contaba las
desgraciadas peripecias de su hija enferma a consecuencia de los vertidos tóxicos allí
extendidos (Gibbs, 1981). En 1980, después de dos años de quejas continuas y
manifestaciones y declaraciones a los medios de comunicación, la administración
pública estadounidense, encabezada entonces por el presidente Jimmy Carter, declaró la
zona “desastre nacional”; el gobierno federal compró todas las casas de los terrenos
afectados y reubicó a los residentes en otros barrios más seguros. Es entonces cuando
empezaron a extenderse por todo el país muchos movimientos locales contrarios a la
construcción de instalaciones de tratamiento de residuos peligrosos. Tal y como afirma
V. Bellver: “a partir de ese momento, irrumpiría una nueva forma de ecologismo, que
con el tiempo se perfilaría con unos rasgos muy distintos a los anteriores: más
populista, liderada por mujeres o representantes de minorías, y cuyo primer objetivo
era preservar la salud de las personas frente a los residuos tóxicos” (Bellver: 1996,
330).
2) Conflicto en Warren Country (Carolina del Norte; 1982). El proyecto consistía en
construir un vertedero de PCB (policlobifenilos), unos residuos químicos industriales
que eran vertidos sobre suelo habitable. Con actos locales de resistencia pacífica por
parte de los opositores a esta iniciativa local apoyada por las autoridades, y sobre todo
con la presencia destacada de mujeres y niños, unas quinientas personas fueron
detenidas en los disturbios que se produjeron a lo largo y ancho del condado. Entre los
arrestados, se encontraban algunos protagonistas pertenecientes al movimiento en favor
23
de la justicia ambiental, que aprovechando la circunstancia y sus características, lo
tildaron expresamente como un acto de “racismo ambiental” (Bullard: 1993, 323 ss.);
según explica V. Bellver, fue “la primera demostración del emergente movimiento por
la justicia ambiental” (Bellver: 1996, 331).
Puede decirse que hasta principios de los años ochenta del siglo pasado, el movimiento
medioambiental en general ha estado formado preferentemente por grupos de personas
de alto o medio nivel adquisitivo, esto es, pertenecientes a un estatus socioeconómico
medio-alto, de raza blanca y encabezadas por líderes que tenían un destacado nivel de
estudios. De hecho, las minorías étnicas han sido prácticamente inexistentes dentro de
las principales organizaciones medioambientales dedicadas a cuestiones en torno a la
raza, la etnia, las diferencias de clase social o la pobreza, además de mostrar una falta de
conciencia y resistencia a considerar de forma explícitamente negativa los efectos
desiguales que se derivaban y producían los presupuestos y políticas ambientales
(Bullard; Whight: 1993).
3) Publicación del estudio o “Informe Nacional sobre las características raciales y
socioeconómicas de las comunidades próximas a instalaciones de residuos peligrosos”
(Toxic Waste and Race in the United States. A National Report on the Racial and
Socioeconomical Characteristics of Comunnities with Harzadous Waste Sites),
realizado por la United Church of Christ (UCC) y la Comission for Racial Justice (CRJ)
en 1987. Su difusión fue importante para legitimar pública y políticamente y así dar
fuerza y posibilidades de convicción al cúmulo de protestas anteriores. De hecho, el
promotor de dicho trabajo fue el reverendo afroamericano Benjamin F. Chavis, quien
acuñó el término “racismo ambiental” unos años más tarde, y que además fue una de las
personas arrestadas en los sucesos del condado de Warren; por entonces también era el
director ejecutivo de la Comisión de Justicia Racial (CRJ) de la United Church of
Christ (UCC) mencionada. Este activista, junto a sus compañeros de cruzada y con un
discurso bastante incendiario, fue todo un estímulo para crear amplias alianzas de
carácter nacional frente al perfil local que hasta ese preciso momento había tenido el
movimiento. Este informe citado ha sido muy criticado desde diferentes puntos de vista,
pero sobre todo por su acusado énfasis racialista (Bowen, W., 2002). En palabras de
Bellver, “el estudio indicaba que la población de color sufría un riesgo
desproporcionado porque tanto las instalaciones de tratamiento de residuos como los
24
vertederos incontrolados se ubicaban en territorios habitados por minorías raciales:
afroamericanos, latinos, asiáticos y nativos americanos”. Y citando de paso a G. Di
Chiro: “aunque la gente que vivía junto a las instalaciones de residuos conocía desde
hace muchos años los perjuicios de las mismas para su salud y para el medio ambiente,
sólo después de la aparición de este informe se tomó conciencia en el ámbito político
del racismo ambiental que ello suponía”. (Bellver: 1996, 331-332).
Tres o cuatro hitos destacados más, se pueden considerar básicos o fundamentales en la
evolución de este movimiento disperso, pues acaban de perfilar el sentido de todo una
corriente de pensamiento heterogénea pero consistente pues presenta unos fundamentos
elementales comunes siempre hecha a golpes de acontecimientos o coyunturas
adecuadas en defensa y reclamo de una pretendida “justicia ambiental” como término o
slogan usado a modo de etiqueta convencional al uso. Las tensiones y relaciones en
ocasiones conflictivas entre el (los) movimiento(s) ecologista(s) y el (los) de justicia
ambiental, que se hizo más evidente cuando en enero de 1990, The Gulf Coast Tenant
Leadership Development Project envió una carta al llamado “Grupo de los 10 (formado
por los principales grupos ecologistas de los EEUU que trabajaban de forma conjunta
para enfrentar las políticas impulsadas por la administración Reagan (desarrolladas entre
1981 y 1989). La carta mencionada denunciaba que los principales grupos ecologistas
del país ignoraban o mantenían una postura ambivalente e incluso cómplice en los
peores casos, en la explotación ambiental así como en otros temas cercanos en torno a la
discriminación racial. Esta carta fue inmediatamente seguida por una segunda carta
similar, emitida por el Southwest Organizing Project y apoyada por otros 103 activistas,
dirigida a los mismos actores. Estas cartas tuvieron un impacto considerable en las
organizaciones receptoras y fueron un choque significativo para los grupos
tradicionales. Desde una perspectiva temporal, se puede observar que dichas
correspondencias les llevaron a iniciar un proceso de reflexión que en determinados
momentos los transformó de forma significativa y les permitió abrirse hacia áreas de
trabajo específicas dentro de un marco general de justicia ambiental, estableciendo a su
vez sistemas de selección de personal que favorecían la entrada de personas
pertenecientes a grupos de minorías étnicas para lograr establecer nuevas estrategias de
trabajo conjuntas (Sandler, Piezzullo, P., 2007; Ortega Cerdá, 2011: 4-5).
25
Siguiendo el hilo argumental, más o menos cronológico, a través del que venimos
procediendo, son acontecimientos o sucesos coyunturales a tener en cuenta:
4) La aparición del libro Dumping in Dixie: Race, Class and the Environmental Quality,
escrito y publicado por R. Bullard, en 1990, que contribuyó de forma significativa a
difundir y asentar el movimiento; quizás a éste le faltaba una base teórica algo férrea y
sólida. La publicación del libro citado supuso cierta abertura hacia la claridad
conceptual de una “justicia ambiental” que era necesaria para rellenar el vacío
académico que estaba produciéndose bajo la propensión hacia las proclamas de tono
político en ocasiones un tanto exacerbadas como las que pronunciaba el citado
reverendo B.F. Chavis de la Comisión de Justicia Racial (CRJ) de la United Church of
Christ (UCC). Sus libros pueden ser considerados como una erudición dentro de esta
pléyade de autores absorbidos por ese encanto extraño entre el enturbio y el terror que
transmitía la idea de una “justicia ambiental” para acabar con una amenaza presente. Y
sobre todo con sus efectos nocivos. El asentamiento intelectual de una corriente de
pensamiento surgida desde la experiencia vivida desde una sucesión de catástrofes
ambientales vistas hasta entonces como ocasionales por la mayor parte de la población
pero creadas por y desde el sistema económico y social del capitalismo obtuso, que por
cierto era presentado como el “mal de los males”, dio rienda suelta a la imaginación de
teóricos y académicos comprometidos con la causa ambiental.
5) La primera reunión, anual y nacional, de los diversos grupos de justicia ambiental
que habían funcionado hasta el momento de forma separada, aunque no aislada. En
1991 tuvo lugar el primer encuentro nacional -llamada también Primera cumbre de
líderes- de movimientos ambientales de la gente de color de los EE.UU. de
Norteamérica (First National People of Color Environmental Leadership Summit),
celebrado en Washington DC entre el 24 y el 27 de octubre de 1991, con la asistencia de
alrededor de 600 activistas de todos los estados del país y con presencia de algunos
líderes de movimientos extranjeros, especialmente provenientes de estados
latinoamericanos. Los resultados de las discusiones se plasmaron en una Declaración
que recogía unos Principios de Justicia Ambiental que han servido para establecer y en
parte definir los elementos básicos del supuesto movimiento, que se pretende más o
menos unificado. Aparte de incidir en el sentido que tenía una relación de
“interdependencia” entre las personas y las comunidades con la naturaleza, esta
26
Declaración, que contiene diecisiete principios, ya establece unos fundamentos básicos
de lo que se dio a conocer y entender por “justicia ambiental” bajo los auspicios de una
participación política más activa y comprometida para así demostrar que era posible una
intervención múltiple respecto a temas y etnias diferentes frente a algunas ideas y
conceptos básicos que anteriormente no se habían puesto en duda (Bullard, R., 1998:
20).
Desde su Preámbulo, en dicha Declaración se aboga por un movimiento que se define y
caracteriza de forma etérea e incluso mística por una “independencia espiritual, unida a
la santidad de nuestra madre tierra”, para a continuación llamar la atención, denunciar
y así “asegurar nuestra libertad política, económica y cultural, que nos ha sido negada
por más de 500 años de colonización y opresión, resultando en el envenenamiento de
nuestras comunidades y tierras y en el genocidio de nuestra gente”. Resulta algo
curioso, por cierto, pero no tanto significativo hoy en día sino que sólo obedece a una
razón histórica evidente aunque no extensible más allá de esa perspectiva limitada y por
tanto superada, que el Preámbulo de esta Declaración comience con una proclamación
reductiva y retórica en alusión a “nosotros, la gente de color…” y, de forma
subsiguiente, en manifiesta opinión en contra hacia la “destrucción de nuestras tierras y
comunidades”, una referencia un tanto simbólica y ritualista a la “independencia
espiritual con lo sagrado de nuestra Madre Tierra” u otras afirmaciones de este cariz, y
sobre todo para incidir sobre la “liberación política, económica y cultural” negada
durante “más de quinientos años de opresión, resultando en el envenenamiento de
nuestras comunidades y tierras y el genocidio de nuestro pueblo”, como si se tratara de
una identidad parcial más o menos uniforme y algo excluyente de otras situaciones
posibles también discriminatorias y abusivas no contempladas de forma específica. Pero
tan sólo es una proclama política con visos solemnes, una denuncia manifiesta de una
situación con pretensiones de universalidad en su forma y en su fondo. De hecho, en el
posterior articulado de la Declaración, se proclaman formalmente los “principios de la
justicia ambiental” contenidos en la misma, entre los que se cita como hito fundamental
a significar el “carácter sagrado” de la Tierra, la “interdependencia” de todas las
especies sin mayor especificación o la obviedad de afirmar un “derecho de no sufrir la
destrucción ecológica” (art. 1), así como otros tópicos o presuntos derechos al uso, fruto
de la proclama ecologista, tan manidos como el “respeto y la justicia para todos los
pueblos, libre de cualquier forma de discriminación o prejuicio” (art. 2), el “uso étnico,
27
equilibrado y responsable de la tierra y los recursos renovables” (art. 3), la protección
frente a “pruebas nucleares y la extracción, producción y depósito de deshechos tóxicos
y venenos peligrosos que amenazan el derecho fundamental (sic.) al aire, tierra, tierra,
agua y alimentos limpios” (art. 4), o incluso por medio el derecho fundamental, más
notorio, sin duda, a la “autodeterminación política, económica, cultual y ambiental de
todas la personas” (art. 5), así como el “derecho a participar como socios equitativos
en todos los niveles del proceso de toma de decisiones” (art. 7) o la protección a un
“ambiente saludable y seguro” de los trabajadores (art. 8), la compensación y
reparación de daños y cuidados médicos hacia las víctimas (art. 9), el deseo y la
necesidad de nuevas políticas urbanas y rurales con limpieza y reconstrucción de
entornos (art. 12), u otros añadidos no ordenados ni sistematizados en el articulado
hacia el respeto a la ejecución estricta del principio del consentimiento informado, el
inmediato abandono de pruebas en procedimientos reproductivos médicos y en las
vacunas para la “gente de color” (art. 13), o frente a la actividad ilícita de corporaciones
multinacionales (art. 14), las ocupaciones militares (art. 15) o el llamamiento a la
“educación de generaciones presentes y futuras” (art. 16), la reivindicación del
consumo y los residuos mínimos (art. 17), así como una última apelación programática
a tomar decisiones personales para “reorganizar nuestras prioridades de nuestro estilo
de vida para asegurar la salud del mundo natural para las generaciones presentes y
futuras” (art. 17). Este cúmulo de buenas intenciones, presentado a modo de denuncia
más o menos testimonial y a veces con una intención compulsiva directa a través de la
proclamación de derechos y deberes más o menos formalizados y concretados, es una
forma común de articulación de disposiciones reivindicativas no acabadas de
(re)formular en toda su plasmación jurídica. No obstante, no se le puede negar su
indudable valor social, político, incluso jurídico, aunque sea de forma incipiente, sin
duda a desarrollar con posterioridad para así intentar que se pueda conformar un
concepto de “justicia ambiental” mucho más elaborado y siempre en progresión.
6) La creciente actividad por parte de un lobby político, en activo durante las dos
últimas décadas del siglo XX, que logró incorporar a las políticas públicas el discurso
teórico sobre la justicia ambiental e hizo posible el desarrollo y la evolución de
organismos oficiales encargados de políticas ambientales. La conferencia “Race and the
Incidence of Environmental Hazard”, liderada por teóricos activistas como los citados
Bunyan Bryant y Paul Mohai (Universidad de Michigan), marcaron las líneas generales
28
de la EPA (Environmental Protection Agency; Agencia de Protección Ambiental) que
afrontaba esta problemática en continua progresión y aceleración. La EPA había creado
en julio de 1991 un “Grupo de trabajo sobre equidad ambiental” encargado de evaluar
las evidencias e identificar los factores conflictivos y así establecer las guías de
actuación de la propia Agencia, es decir, el objetivo primordial era estudiar la
aceptación de que tanto las minorías raciales como la población de bajos ingresos
soportan mayores riesgos ambientales que la población en general; tras esto, en junio de
1992 se publicó el informe “Environmental Equality: Reducing Risk for all
Communities” que confirmó el supuesto y estableció diez recomendaciones para
afrontar el tema: una de ellas fue la creación de una oficina gubernamental para llevar a
cabo planes y políticas en esta materia; así pues y como resultado de este estudio, en el
mes de noviembre de ese mismo año, la EPA anunció la creación de la que pasó a
llamarse más tarde Oficina de Justicia Ambiental encargada de gestionar y coordinar las
acciones a proponer. Al año siguiente, en concreto en noviembre de 1993, se anunció la
creación del Consejo Nacional Asesor de Justicia Ambiental, organismo creado con la
intención de asesorar y recomendar acciones para resolver o solucionar problemas
medioambientales. Esta planificación estructural y organizativa en la sucesión continua
de creación de organismos públicos, fomentó la institucionalización de un movimiento
cada vez más consolidado. El movimiento había dejado de existir como tal para pasar a
ser un ente reconocido y tomado en consideración por todos.
7) El 11 de febrero de 1994, el presidente de los EE.UU. de Norteamérica Bill Clinton,
firmó la Orden 12898: “Acciones federales para lograr la justicia ambiental en las
poblaciones minoritarias y de baja renta”, que trataba de eliminar toda situación injusta
tanto en las leyes o normas menores o sectoriales como en los reglamentos u otras
disposiciones federales; así acababa por incorporarse, por primera vez y de forma
oficial, la “justicia ambiental” a una administración pública en los EE.UU. de
Norteamérica. Esta Orden supuso un gran avance para la administración estadounidense
en el tema ambiental en general, en ese proceso tan arduo, complicado y difícil, se diría
que hasta inacabable e interminable por propia definición que por otra parte exige una
continua reflexión de sus postulados y fundamentos teóricos desde una análisis político,
económico y jurídico al menos, pero que siempre debe ser sometido a un tratamiento
metodológico más o menos adecuado previo a su estudio más concienzudo,
pormenorizado y posterior debate analítico y por supuesto crítico. Dicha Orden
29
estableció estrategias con el objetivo de lograr una “justicia ambiental” a través de la
aplicación de unas acciones concretas específicamente dirigidas a grupos minoritarios y
poblaciones con bajos ingresos económicos, entre las que se encontraban: 1º) identificar
los efectos negativos y desproporcionados en cuestiones que afectan al medio ambiente
en sus programas, políticas públicas y actividades variadas; 2º) promocionar la
aplicación de normas, estatutos y estándares ambientales; 3º) asegurar una mayor
participación pública; 4º) mejorar la investigación y la información pública; 5º)
identificar modelos diferenciados de consumo de recursos naturales. Así se trató de
aplicar la norma a los grupos vulnerables, con independencia de su origen racial, lo que
supuso sin duda un paso adelante en la consideración del problema medioambiental en
general.
En este sentido, una de los principales debates planteados respecto al avance que supuso
la citada Orden fue respecto a su nivel de compromiso medioambiental en relación a la
reducción global de la contaminación atmosférica, ya que ésta permite holgadamente
que la industria continúe generando el mismo nivel de residuos tóxicos, siempre y
cuando esta contaminación se encuentre distribuida de forma equitativa entre los
diversos sectores de la sociedad, reasignando así los impactos medioambientales
negativos en lugar de eliminarlos por completo: la Orden Ejecutiva 12898, ratificada
por el Presidente Clinton, permite la producción de residuos tóxicos, eso sí, siempre y
cuando no se haga de forma desproporcionada, lo que no soluciona la situación de
fondo ni siquiera promueve la prevención y la reducción de la contaminación industrial
(Holifield, 2001: 78 ss.; Arriaga; Pardo: 2011, 640).
Por esta razón, entre otras, se puede afirmar, sin lugar a dudas, que a partir de una toma
de conciencia así como del establecimiento de posiciones concretas y extensión de las
políticas proteccionistas medioambientales sobre todo a través del reconocimiento de
derechos en los últimos años del pasado siglo y durante la primera década de nuestro
siglo XXI, se continuó con éxito la ampliación del movimiento de justicia ambiental,
tanto en los propios EE.UU. de Norteamérica como en su prolongación hacia el ámbito
internacional. Numerosas entidades y grupos ecologistas de todo el mundo han
adoptado los principios de justicia ambiental que son el punto fundamental de sus
políticas, discursos y acciones, y se van incorporando poco a poco a leyes y
administraciones de varios países o territorios: Unión Europea, Sudáfrica, prácticamente
30
toda América Latina, etc., más muchos otros espacios, habitados o no, con problemas
flagrantes e inmediatos de todo el mundo, que se van incorporando a un debate en alza
sin definir todavía cuáles son sus objetivos, comunes y específicos, en torno a la
protección del medio ambiente, en general y en particular, en relación a cuestiones
como son el aprovechamiento de espacios naturales o la rendición de cuentas por la
utilización de los recursos o la justificación de la explotación continua de los beneficios
obtenidos tras esa degradación medioambiental, sobre todo respecto a aquéllos aspectos
menos cuantificables.
Por ejemplo, en el ámbito europeo, el discurso y el debate abierto sobre la “justicia
ambiental” no llegó hasta los últimos años del siglo XX. De hecho, y en consecuencia,
en Europa en general, quizás con la excepción y el calado que ha tenido en el mundo
anglosajón, no ha habido una incorporación temprana ni precisa del concepto, ni
siquiera proyectado sobre temas concretos, con independencia del perfil más o menos
amplio del que se le haya querido dotar. Las desigualdades debidas a causas y cambios
medioambientales eran en un principio un tema algo exótico, extraño y a todas luces
excepcional fuera del entorno norteamericano, ya que ha habido una escasez notoria
evidente de estudios y trabajos al respecto. El debate en Europa se ha orientado e
incluso se ha centrado sobre los aspectos contenidos en el Convenio de Aarhus sobre el
acceso a la información, la participación del público en la toma de decisiones y el
acceso a la justicia del medio ambiente, suscrito en junio de 1998; todos esos aspectos
tocan de forma básica el ámbito de la justicia procedimental y no tanto el de la justicia
distributiva; es decir, en principio más la forma que el fondo o contenido del problema.
Pero se actúa en progresión. Principalmente en el Reino Unido, junto a Alemania y
Francia y algún que otro país del este europeo, han ido proliferando investigaciones
sobre todo empíricas que han tratado el tema de los riesgos ambientales en toda su
extensión y han advertido de los elementos en conflicto que se han de analizar de
manera cada vez más rigurosa, contribuyendo así a la transformación del discurso actual
sobre la justicia ambiental sobre todo respecto a cuestiones de salud y calidad de vida, o
sea, incorporando otros aspectos de justicia social colindantes, hoy completamente
asumidos, pero con anterioridad situados al margen o al límite de tales estudios.
Por lo tanto y hasta el momento, los cambios introducidos son bastante limitados y no
han conseguido alterar los elementos centrales y básicos de los sistemas sociales y
31
económicos institucionales imperantes. “Justicia ambiental” es hoy todavía un concepto
político no establecido ni perfilado por completo -es posible que no pueda hacerse- ni
admitido plenamente de manera uniforme. Quizás como consecuencia de esos
advertidos problemas básicos y del breve análisis histórico realizado en torno a su
conceptualización, así como por otros detalles no siempre insignificantes aunque bien lo
parezcan -algunos de ellos también han sido comentados en este preciso lugar-, no
acaba de plasmarse en la práctica con toda su intensidad su evidente carácter
reivindicativo y crítico, pues siguen manejándose otras categorías, conceptos,
expresiones y términos afines no siempre identificables con esa “justicia ambiental” tan
proclamada por muchos como difusa en su contenido y determinación.
Para no especular en demasía sobre la fecha de inicio o comienzo del “movimiento de
justicia ambiental” ni extenderse sobre sus las posibles etapas o coyunturas sucedidas en
su desarrollo, o insistir en la poca claridad terminológica y conceptual de la expresión,
resulta mucho más interesante señalar y destacar que sin duda se trata de una demanda
atemporal, como su propio nombre indica, ciertamente “inconmensurable” en cuanto a
que, como tal postura reivindicativa, no es susceptible de cuantificación posible
(Martínez Alier, 2011; 2015) y por tanto resulta potencialmente recurrente por parte de
los colectivos afectados por el consabido deterioro y daño medioambiental en toda su
extensión. En cambio, su reconocimiento a escala mundial no es óbice para que sean
señaladas ciertos interrogantes, dudas y críticas hacia este movimiento, entre las cuales
cabe destacar un planteamiento congénito y algo maniqueo de la cuestión
medioambiental que acaba por establecer una división casi sistemática entre los que son
víctimas y aquéllos otros culpables medioambientales, o sea, entre los causantes y los
sufridores del deterioro ambiental per se, sin término medio o mediación posible entre
los mismos. Así se produce la instrumentalización que suele agravar una tendencia
divisoria forzada entre los que son “buenos” y “malos” hacia el medio ambiente, que ni
mucho menos ofrece razones para llegar a un acercamiento tras un debate en el que se
muestren razones más o menos convincentes para poder aclarar la cuestión básica a
discutir. Los errores metodológicos agravan el esclarecimiento de argumentos
aclaratorios. Por ejemplo, C. Boerner y T. Lambert, en un trabajo de 1995, han
identificado como grandes errores metodológicos: 1º) la definición o concreción del
término “grupo”, tanto mayoritario como minoritario, sobre todo en el ámbito étnico, en
este tipo de estudios, fijándose sólo en aspectos cuantitativos; o en esa misma línea y al
32
contrario, 2º) no considerar el factor cuántico relativo a la densidad de población
directamente afectada por los problemas de contaminación atmosférica; o incluso 3º) el
olvido, o más bien descuido, de no acometer los riesgos reales que existen en las
proximidades de instalaciones contaminantes y por tanto peligrosas sin dar una
información fiable al respecto (Agyeman, 2007: 172; Arriaga, Pardo: 641-642).
El movimiento ambiental contemporáneo ha concebido un programa y una agenda
general basada en gran parte en el interés personal manifestado a través del sentido
colectivo y con un afán solidario, marcado por cuestiones ecológicas un tanto obvias y
esencialmente simbólicas, sin dotarse de mayor arraigo, instrumentos y argumentos para
persuadir y convencer al incrédulo o simplemente al dubitativo, por no decir al
desconfiado. La justificación de un movimiento con este sentido de proclama
reivindicativa, cobra vida e importancia en cada momento más o menos idóneo,
explosivo, proclive a mostrar las desgracias ambientales en toda su intensidad, y así
suele estar encaminado a mostrar o describir el compromiso adquirido con su denuncia
explícita que tiene el apoyo incondicionado de alertar sobre lo que puede suceder sin
necesidad de recurrir a la memoria inminente, esto es, sin determinar una fecha exacta
que sirva de motivo de expiación de culpas para algunos, o en cambio, de ocasión
redentora y hasta purificadora para otros posiblemente tan “bienintencionados” como
sus semejantes anteriores, aunque sobre ellos puedan recaer las culpas por no actuar a
tiempo, o tan siquiera ni intentarlo, cuando incluso la “celebración” de una “onomástica
maldita” supone casi siempre el recuerdo de alguna que otra lamentable catástrofe
ambiental para así acabar por consagrar el convencimiento momentáneo de que se tiene
la razón absoluta, mostrada a través del recurso a unos argumentos más o menos
sesudos, o por contra más o menos emocionales, según sea el estado de ánimo o los
intereses personales de cada cual.
2.- APROXIMACIÓN A LAS PRINCIPALES APORTACIONES DE LA
TEORÍA DE LA JUSTICIA DE J. RAWLS: UN PUNTO DE PARTIDA PARA
LA REFORMULACIÓN DE LA TEORÍA DE LA JUSTICIA GLOBAL Y LA
JUSTICIA AMBIENTAL (Mario Ruiz, Ángeles Galiana, Víctor Merino)
Para poder efectuar una adecuada reflexión sobre las alternativas al modelo de justicia
en un contexto de delimitación del concepto de justicia global es necesario partir de una
de las obras más representativas sobre la teoría de la justicia, la de J. Rawls (1971), pues
33
constituye el pilar básico de la teoría liberal de la justicia, y a partir de aquí y de su
crítica la formulación que de la misma se efectúa, entre otros, por M. Nussbaum y A.
Sen; así como de la relación entre derechos humanos y medio ambiente, para sentar las
bases que articulen la noción de justicia ambiental en un contexto de gobernanza global,
determinando una expansión de los derechos más allá de los derechos individuales y
acentuando la importancia de la movilización política y social (De Sousa Santos).
Resulta muy complicado exponer el contenido de la propuesta y reformulación de la
teoría de la justicia de J. Rawls, en unas pocas páginas, pero resulta necesario para
poder desarrollar la reformulación de la misma que se quiere desarrollar en este
informe. De este modo la finalidad es limitarse a exponer de forma simplificada en
primer lugar el núcleo más básico de la teoría de la justicia del liberalismo político del
autor como base para el análisis de las aportaciones de M. Nussbaum y de A. Sen.
En su A Theory of Justice, J. Rawls (1971) considera que el objeto primario de la
justicia es la estructura básica de la sociedad, y para ello comienza describiendo el papel
que tiene la misma en la cooperación social, para a continuación presentar la idea
principal de la justicia como imparcialidad, una teoría de la justicia que como el mismo
Rawls afirma “generaliza y lleva a un nivel más alto de abstracción que la concepción
tradicional del contrato social” (Rawls 1979: 19), donde el pacto de la sociedad es
reemplazado por una situación inicial que incorpora ciertas restricciones de
procedimiento basadas en razonamientos diseñados para conducir a un acuerdo original
acerca de los principios de la justicia. Rawls señala que, en la sociedad, considerada
como una asociación de personas que reconocen ciertas reglas de conducta como
obligatorias en sus relaciones, y que en su mayoría actúan de acuerdo con ellas, estas
reglas especifican un sistema de cooperación diseñado para promover el bien de
aquéllos que toman parte en él, ya que la sociedad se caracteriza tanto por la identidad
de intereses como por el conflicto de intereses de sus miembros. Los conflictos de
intereses se dan porque las personas no son indiferentes respecto a cómo han de
distribuirse los mayores beneficios producidos por su colaboración o cooperación en la
sociedad. Se requiere entonces, según Rawls, un conjunto de principios para escoger la
distribución de ventajas y las participaciones distributivas correctas. Estos principios
son los principios de la justicia social, que proporcionan un modo para asignar derechos
34
y deberes en las instituciones básicas de la sociedad y definen la distribución apropiada
de los beneficios y las cargas de la cooperación social (Rawls 1979: 20-21).
La concepción de la justicia de Rawls lleva, como el propio autor indica, aun nivel más
elevado de abstracción que la teoría del contrato social de Locke, Rousseau y Kant, pues
no piensa en el contrato original como aquel que es necesario para ingresar en una
sociedad particular o para establecer una forma particular de gobierno, sino que los
principios de la justicia para la estructura básica de la sociedad son el objeto del acuerdo
original. Son los principios que las personas libres y racionales interesadas en promover
sus propios intereses aceptarían en una posición inicial de igualdad como definitorios de
los términos fundamentales de su asociación y que han de regular todos los acuerdos
posteriores. Es a lo que el autor denomina “justicia como imparcialidad” (Rawls 1979:
28).
En este sentido, Rawls argumenta en torno a un modelo de una situación de elección
justa de estos principios de justicia social partiendo de una “posición original” con su
“velo de ignorancia”, en la cual las partes hipotéticamente escogerían principios de
justicia mutuamente aceptables, bajo ciertas restricciones. Este “velo” tiene por función
ignorar o cegar a las personas sobre todos los hechos sobre sí mismos que pudieran
enturbiar o nublar la noción de justicia que se desarrolle, pues nadie conoce su lugar en
la sociedad, su clase o estatus social, su inteligencia, etc. En este sentido, los principios
de justicia se eligen detrás de este velo de ignorancia, lo cual determina que se
maximice la posición de los menos afortunados socialmente, pues se trata, como se ha
señalado anteriormente, de los principios que personas racionales y libres aceptarían en
una posición original de igualdad de modo que defina los fundamentos de los términos
de su asociación. La posición original determina, pues, la posibilidad de establecer un
procedimiento equitativo (justicia como equidad) mediante el cual se pueden elegir de
forma unánime los principios de justicia, que se escogen en la más plena ignorancia,
para asegurar a nadie posiciones de ventaja o desventajas producto de la fortuna natural
o por las circunstancias sociales que rodean al sujeto. Este procedimiento determina y
garantiza que los acuerdos alcanzados para la elección de los principios de justicia sean
imparciales, y permite que todos los sujetos tengan los mismos derechos de elegir
principios, pues “nadie sabe cuál es su lugar en la sociedad, su posición, clase o status
social; nadie conoce tampoco cuál es su suerte con respecto a la distribución de ventajas
35
y capacidades naturales, su inteligencia, su fortaleza, etc. Supondré, incluso, que los
propios miembros del grupo no conocen sus concepciones acerca del bien, ni sus
tendencias psicológicas especiales. Los principios de justicia se escogen tras un velo de
ignorancia… si un hombre sabe que él es rico, puede encontrar racional el proponer que
diversos impuestos sobre medios de bienestar sean declarados injustos; si supiera que
era pobre, es muy probable que propusiera lo contrario. Para presentar las restricciones
deseadas uno se imagina una situación en la que todos estés desprovistos de esta clase
de información” (Rawls 1979: 29-36).
Para elaborar esta concepción de la justicia como imparcialidad Rawls define los
principios que deben ser escogidos en la posición original, y que son dos: el primero
exige igualdad en la repartición de derechos y deberes básicos; mientras que el segundo
mantiene que las desigualdades sociales y económicas sólo son justas si producen
beneficios compensadores para todos y, en particular, para los miembros menos
aventajados de la sociedad (Rawls 1979: 31-32). Dos principios de la justicia que
formula en una primera enunciación de la siguiente manera (Rawls 1979: 82):
Primero: Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de
libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema semejante de libertades
para los demás.
Segundo: Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo
tal que a la vez que: a) se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, b) se
vinculen a empleos y cargos asequibles para todos.
Ambos principios se aplican a la estructura básica de la sociedad y rigen la asignación
de derechos y deberes regulando la distribución de las ventajas económicas y sociales.
El primero de ellos se refiere a todo tipo de libertades básicas, y el segundo se aplica a
las desigualdades económicas y sociales, como la distribución del ingreso y la riqueza,
etc. El primer principio es conocido como “principio de la libertad”, y el segundo como
el “principio de la diferencia”, debido a que el autor distingue entre los aspectos del
sistema social que definen y aseguran las libertades básicas iguales y los aspectos que
especifican y establecen desigualdades económicas y sociales (Rawls 1979: 82).
36
Las libertades básicas se dan a través de su enumeración, entre las más importantes
están la libertad política y la libertad de expresión, la libertad personal, el derecho a la
propiedad personal y la libertad respecto al arresto y detención arbitrarios. Estas
libertades habrán de ser iguales conforme al primer principio. El segundo principio se
aplica a la distribución del ingreso y la riqueza y al diseño de organizaciones que hagan
uso de las diferencias de autoridad y responsabilidad. Así, considera que mientras que la
distribución del ingreso y de las riquezas no necesita ser igual, tiene no obstante que ser
ventajosa para todos, y al mismo tiempo los puestos de autoridad y responsabilidad
tienen que ser accesibles a todos. El segundo principio considera que se aplica haciendo
asequibles los puestos y disponiendo las desigualdades económicas y sociales de modo
tal que todos se beneficien. También indica el autor que se da prioridad al primer
principio sobre el segundo, dado que las violaciones a las libertades básicas iguales
protegidas por el primer principio no pueden ser justificadas ni compensadas mediante
mayores ventajas sociales y económicas (Rawls 1979: 82-83).
Formulados estos principios, Rawls llega a una concepción de la justicia que expresa de
la siguiente manera: “Todos los valores sociales –libertad y oportunidad, ingreso y
riqueza, así como las bases sociales y el respeto a sí mismo- habrán de ser distribuidos
igualitariamente a menos que una distribución desigual de alguno o de todos estos
valores redunde en una ventaja para todos”, consistiendo la injusticia en las
desigualdades que no benefician a todos (Rawls 1979: 84).
De esta manera Rawls, mediante la conjunción de elementos de justicia como
imparcialidad (la posición original, el velo de ignorancia y los principios para asignar
derechos y deberes), más la correcta distribución de ventajas sociales (a través de la
formulación de la justicia como equidad), fortalece las bases del paradigma
distributivo. A través de él, se ocupa de los procedimientos para lograr una asignación
justa de las ventajas y desventajas de los bienes sociales, políticos y económicos. Esta
teoría, como se ha indicado más arriba, y en síntesis, define la igualdad respecto de las
libertades fundamentales como un elemento indispensable de la justicia y resalta la
necesidad de la diferencia, en cuanto justifica la no equidad en la distribución en
beneficio de los menos favorecidos.
Por lo tanto, y a modo de síntesis, para Rawls, la justicia es el estándar sobre el cual los
aspectos distributivos de la estructura básica de la sociedad deben ser evaluados (tal y
37
como indican, entre otros, Schlosberg 2007: 12 y Gargarella 1999: 35), pues presupone
que los sujetos se encuentran motivados para obtener cierto tipo particular de bienes
("bienes primarios”), que serían aquellos bienes básicos indispensables para satisfacer
cualquier plan de vida (Gargarella 1999:37). Se trata, pues, de una teoría de la justicia
basada casi absolutamente en el concepto de “equidad” en la distribución de los bienes.
Desde esa posición, Rawls argumenta que los individuos determinarían la existencia de
dos principios básicos de justicia: todos tienen los mismos derechos políticos (libertades
básicas); y la distribución de la inequidad social y económica debe beneficiar o ser
ventajosa para todos, aunque cabe señalar que con posterioridad Rawls agrega a su
teoría otros elementos (como, por ejemplo, el llamado savings principle). El segundo
principio parte de la base de que las mayores ventajas de los más beneficiados por la
lotería natural son justificables sólo si ellas forman parte de un esquema que mejora las
expectativas de los miembros menos aventajados de la sociedad (Gargarella 1999: 39)
Por lo tanto, la noción de Rawls de "justicia" como "equidad" implica entender a la
justicia como las reglas que deben aplicarse a la distribución justa de los bienes sociales,
económicos y políticos (Schlosberg 2007: 13). La importancia de la teoría liberal de la
justicia es que en el concepto de equidad o distribución justa lo relevante son las
"reglas" de la distribución.
Es en este sentido que se puede afirmar que la teoría de Rawls no parece ser adecuada o
suficiente para explicar el elemento distributivo de justicia ambiental, en la medida que
solamente apunta a un aspecto procedimental o formal de distribución, y no al
contenido de la misma. La distribución equitativa de las cargas y beneficios
ambientales, en cambio, parte de la base de que dicha distribución es "buena" para la
sociedad, cuestión que escapa a la teoría de Rawls de justicia. La redistribución de los
bienes sociales y primarios propuestos por Rawls, en función de los desaventajados, es
insuficiente en nuestra sociedad actual si previamente no se rompe con las estructuras
que crean la desigualdad y la pobreza.
Críticas a esta concepción encontramos varias, quizás simplemente indicar aquí que,
como señala Lopera, la sociedad justa y bien ordenada busca mantener su base material,
pero ello no significa que no pueda prescindir del crecimiento económico de la misma
(Lopera 1999: 94). Al no identificar la justicia con la cantidad de bienes disponibles,
sino más bien con la idoneidad del procedimiento distributivo, éste último se convierte
38
en el eje de la discusión alrededor de las fórmulas más adecuadas para la justicia como
distribución regida por el valor de la equidad. Según indica I. Young, el paradigma
distributivo “define la justicia social como la distribución moralmente correcta de
beneficios y cargas sociales entre los miembros de la sociedad. Los más importantes de
esos beneficios son la riqueza, el ingreso y otros recursos materiales (…) y bienes
sociales no materiales tales como derechos, oportunidades, poder y autoestima. Su
tendencia es a concebir la justicia social y la distribución como conceptos coextensivos”
(Young 2000: 33-34).
Entre las críticas que se mencionaban a esta concepción prioritariamente distributiva de
la justicia de Rawls, entre otros autores, cabe destacar la posición de Iris Young y por
Nancy Fraser, quienes postulan por la necesidad de examinar el origen de la mala
distribución en la sociedad, lo que no puede realizarse a través de una posición original
imaginaria, sino que debe basarse en la realidad, donde el elemento central debe ser el
“reconocimiento”, pues la principal causa de no equidad en la distribución es la
ausencia de reconocimiento social y político de ciertas personas y comunidades
(Schlosberg 2007: 13-14). Para otra parte de la doctrina es necesario integrar en la teoría
de la justicia la participación, el derecho a la participación y el acceso a la información,
como base para lograr una mejor distribución y un mayor reconocimiento a través de las
estructures institucionales (Schlosberg 2007: 25-28).
Por su parte, y en lo que vamos a continuación a examinar, parte de la doctrina como
por ejemplo M. Nussbaum o A.K. Sen, abogan por una teoría de la justicia que va más
allá del enfoque distributivo y que debe evaluar si una distribución es justa
considerando cómo ésta afecta las "capacidades", el bienestar, la posibilidad de una
persona de realizarse en la sociedad. Por lo tanto, la justicia no es sobre "cuánto" se
tiene, sino que sobre "si" se tiene aquello que es necesario para llevar una vida
conforme a las propias elecciones (Schlosberg 2007: 29-34).
Dentro del sistema político y económico occidental, la justicia se encuentra
directamente asociada con la distribución. Autores que representan este paradigma
como Rawls han entrado en consideración de aspectos adicionales al elemento
distributivo, dándoles la categoría de condición previa o supuesto lógico, pero no de
objeto de estudio de la justicia como tal, esto significa que cuestiones como el
reconocimiento o el respeto se presuponen la distribución. Y de ahí que se plantee la
39
necesidad de reformular esta teoría a partir de las aportaciones de autores como M.
Nussbaum o A.K. Sen.
3. MARTHA NUSSBAUM Y LA TEORÍA DE LAS CAPACIDADES
Como se ha indicado anteriormente, las tesis de Rawls, y en concreto su teoría de la
justicia, ha sido revisada por Martha Nussbaum, quien propone junto a Sen la
denominada “teoría de las capacidades” y a la que nos referiremos a continuación.
Nussbaum parte de la teoría de Rawls para construir esta última, aunque matiza algunos
de sus aspectos más relevantes.
Nussbaum presenta su teoría o enfoque de las capacidades, como ella misma la
denomina, en la obra Las mujeres y el desarrollo humano. El enfoque de las
capacidades, que amplía con detalle y en relación con aspectos que considera esenciales
en dicha tesis en una obra posterior Las fronteras de la justicia. Consideraciones sobre
la exclusión.
De modo general, y desde un comienzo, debe advertirse que Nussbaum no se refiere a la
justicia ambiental, ni menciona la sostenibilidad como uno de los aspectos esenciales de
su teoría, aunque sí podemos extraer algunas ideas que permiten valorar el encaje de la
protección de los recursos naturales en él. Es por ello, que se aludirá en todo caso a los
aspectos que podrían ser tenidos en cuenta para evaluar una noción de la justicia
ambiental que tenga en cuenta este enfoque. En concreto, en relación con las
posibilidades de implementar este enfoque en un nivel internacional y las propuestas de
Rawls acerca de una teoría de la justicia global que sería aplicable a las cuestiones
medioambientales en su segunda obra.
Puede comenzarse señalando que su posicionamiento pretende corregir las carencias de
las nociones de desarrollo humano que excluían de hecho buena parte de situaciones o
experiencias de determinados sujetos precisamente porque los indicadores que se incluía
en ellas reducían el ámbito al que se aplicaban. En su primera obra, de hecho, su
enfoque de las capacidades se presenta como un modelo que identifica criterios o
índices que no excluyen a las mujeres, como venía ocurriendo con los modelos de
desarrollo anteriores.
40
En relación con los aspectos de las tesis de Rawls que, de algún modo, podían ser
tenidos en cuenta para valorar un posible concepto de justicia ambiental, Nussbaum
alude a sus caracteres y presupuestos, así como la revisión de la propia teoría de la
justicia de Rawls para plantear su teoría. A continuación se detallan las aportaciones de
Nussbaum al respecto, a pesar de no introducir una referencia explícita al medio natural
ni a un concepto plausible y posible de justicia ambiental (Holland 2008).
A grandes rasgos, puede señalarse que la principal diferencia entre ambos autores
estriba en la concepción de Rawls de la naturaleza como bien indivisible y, por lo tanto
no sometido a distribución desigual, por lo que no puede ser pensado en términos
distributivos (Holland 2008). En cambio, el enfoque de las capacidades de Nussbaum
parte de una noción de justicia, según la cual las personas pueden ser y hacer diferentes
cosas; en tanto que la capacidades son poderes para hacer aquello que nos lleve
finalmente a una vida digna. No obstante, es cierto que entre el listado de capacidades
no encontramos ninguna alusión clara al medio ambiente, salvo lo que refiere a la
octava:
En este sentido, las capacidades humanas básicas según Nussbaum son:
1. Vida: Poder llevar una vida digna y de duración normal.
2. Salud física: Poder mantener una buena salud, incluida la salud reproductiva,
alimentaria y alojamiento adecuado.
3. Integridad física: Poder moverse libremente de un lugar a otro y seguridad ante las
agresiones. Oportunidad para la satisfacción sexual y elección reproductivas.
4. Sentidos, imaginación y pensamiento: Poder usar los sentidos, la imaginación, el
pensamiento y el razonamiento, y hacerlo de forma verdaderamente humana, con
información y educación apropiadas. Capacidad y libertad de expresión política,
artística y libertad religiosa.
5. Emociones: Poder mantener relaciones afectivas con personas y objetos distintos de
nosotros mismos. Poder amar, apenarse y experimentar esperanza, gratitud y justa
indignación, sin miedo o ansiedad.
41
6. Razón práctica: Poder formar una concepción del bien y reflexionar críticamente
sobre los propios planes de vida.
7. Afiliación:
a) Poder vivir con y para los otros, y participar en diversas formas de interacción
social. Conlleva proteger las formas de afiliación, libertad de expresión y
asociación política.
b) Que se den las bases sociales del autorespeto y la no humillación: ser tratado
como un ser dotado de dignidad e igual valor que los demás. Conlleva
protección contra la discriminación por razón de raza, sexo, orientación sexual,
etnia, casta, religión y origen nacional.
8. Otras especies: Poder vivir una relación próxima y respetuosa con los animales, las
plantas y el mundo natural.
9. Juego: Poder reír, jugar y disfrutar de actividades recreativas.
10. Control sobre el propio entorno:
a) Político: Poder participar de forma efectiva en las elecciones políticas;
participar políticamente y protección de la libertad de expresión y de asociación.
b) Material: Poder disponer de propiedades y ostentar los derechos de propiedad
en un plano de igualdad con los demás; tener derecho a buscar trabajo, no sufrir
persecución y detenciones sin garantías. (Nussbaum 2002: 78 - 80).
Como vemos, el propio listado de capacidades de Nussbaum no incluye referencia
alguna al medio ambiente salvo la capacidad para vivir una relación respetuosa con el
medio natural. No obstante ni en esta primera obra, ni en la segunda (en la que detalla
como los animales no humanos pueden considerarse sujetos en algunos términos), alude
con detalle a la noción del medio ambiente o en concreto a los recursos naturales. Lo
que sí puede interpretarse del mismo es que Nussbaum no entiende el medio ambiente
como un bien primario, como sí hace Rawls (1971: 69-70). Por ello, bienestar y riqueza
no juegan un papel tan relevante, al menos por lo que se refiere a su idea de justicia,
pero en tanto que se trata de un recurso que contribuye a la garantía de las capacidades
42
debe ser tenido en cuenta. Especialmente, cuando, como se explica más adelante,
Nussbaum no separa las libertades civiles y políticas de la protección social y
económica que garantizan los derechos sociales.
Por lo que se refiere a la plausibilidad de la concepción de la justicia de Rawls, entre los
problemas que el propio Rawls señala como difícilmente resolubles desde su
concepción, Nussbaum incluye el de “los animales y el resto de la naturaleza”
(Nussbaum 2007: 42). Especialmente, sigue, y de acuerdo con el propio Rawls, cuando
se trata de situaciones en las que su concepción de la justicia como equidad podría no
ser aplicable por no tener respuesta. Y puede que no se tenga respuesta, señala él
mismo, porque se trate de casos para los que efectivamente esta concepción no tenga
respuesta o, y más importante, porque no sea una teoría correcta.
En otras palabras, y como señala Rawls (1971:17 y 514). Ésta podría ser una de las
insuficiencias generales de las teorías contractualistas, porque esta teoría no ofrece
razones suficientes para el trato hacia aquellos seres (en clara alusión a los animales, y
por ende con la naturaleza si llegase a subjetivarse) de los que “carecen de capacidad
para desarrollar un sentido de la justicia” (Nussbaum 2007: 43). Ahora bien, esta crítica
viene referida a un aspecto concreto de la teoría rawlsiana en tanto que los sujetos que
participan del procedimiento de determinación de los principios básicos de justicia
comparten unos rasgos de racionalidad y un sentido de la justicia que, de hecho y a
priori, excluyen otros sujetos. Entre los cuales, Nussbaum señala a los discapacitados y
los animales.
Esta crítica amplía y justifica las razones que la propia Nussbaum utiliza para proponer
su enfoque en su primera obra. La exclusión de las mujeres de la esfera pública y la
persistencia de las situaciones de discriminación por motivos de género contradecía los
discursos de desarrollo humano que por ejemplo atendían a criterios puramente
económicos, o índices de reconocimiento y garantía de los derechos humanos. Además,
y en un sentido más profundo en el que se pretende una teoría de la justicia, y ya no
tanto un discurso, un lenguaje o un discurso, porque promueve una concepción de la
vida buena y digna que respeta las diferencias y tradiciones culturales y sociales, sin que
supongan por ello asumir o mantener desigualdades o beneficios para aquellos que
ostentan el poder. Por ello, afirma Nussbaum, la validez de su enfoque reside en la
posibilidad que cada uno asuma un concepto de vida buena, si se dan una serie de
43
condiciones que justamente pasan por las capacidades que ella misma señala (Monereo:
2010).
Ahora bien, cuando este enfoque se utiliza para buscar o consensuar una teoría de la
justicia, asume parte de las tesis de Rawls, por lo que parte de dicha teoría, y la asume
en los dos niveles. Por una parte para entender cómo se podría determinar un sistema
normativo estatal en el que se aplicaría este enfoque, y en un segundo nivel, cuando se
discute su validez en un escenario global en el que cabe tener presentes diferentes
estructuras sociopolítica; por ejemplo, en un plano nacional y en un plano internacional
en el que los estados deban actuar conjuntamente. Bien porque se trate de situaciones en
las que sea insuficiente materialmente que actúe un único Estado, bien porque deban
actuar conjuntamente más de uno. En relación con este segundo caso, Nussbaum piensa
en los conflictos que afectan a recursos naturales, sin embargo, no profundiza en las
peculiaridades de dichos conflictos debidas al carácter natural de los recursos, ni en
otros rasgos a tener en cuenta, sino en el tipo de conflicto que se genera.
En relación con el carácter contractualista de la concepción de la justicia rawlsiana,
cabe señalar que Nussbaum valora el contrato social transnacional - el segundo nivel,
por tanto - que permite determinar los derechos humanos básicos, según unos
determinados principios políticos que serían consensuados por los sujetos que participan
del proceso en la denominada Posición Original de Rawls mediante el velo de la
ignorancia. Según ella, este es un momento en el que cabe someter a valoración o
consideración la plausibilidad de las tesis de Rawls, lo que le servirá a su vez para
proponer su enfoque de las capacidades en un plano internacional. Asimismo, aduce
Nussbaum, sólo así se podrá considerar la efectividad de una teoría que pretende
asegurar unas oportunidades de vida decentes para todos los seres humanos cuando el
contexto actual exige tener en cuenta las intersecciones y relaciones de poder desiguales
que existen en diferentes niveles, por ejemplo en cada país y en las relaciones entre
países.
En resumen, recuerda Nussbaum, los tres puntos que deben señalarse son:
1. El contrato social tiene lugar entre partes que son los más iguales posible en poderes
y recursos en un estado de naturaleza tal que se replica en relación con las relaciones
entre países (Rawls, 1971: 21).
44
2. El contrato social se considera un acuerdo que persigue y asegura el beneficio
mutuo, entendido este en términos económicos.
3. Cuando esta idea se traslada al ámbito internacional se entiende que dicho contrato
se firma entre Estados o países y que el acuerdo al que se llega debe obtener una
estructura organizativa e institucional similar al Estado de derecho que se crea en un
plano nacional.
Sin embargo, advierte Nussbaum, Rawls no ha pretendido ni en su Teoría de la Justicia
ni en su Liberalismo Político abordar o tratar cuestiones de justicia global. Por esta
misma razón, cuando se valora su teoría para el análisis de la realidad global o
internacional, debe tenerse en cuenta que su interés ha sido aportar “una concepción
política de la equidad y la justicia que se aplica a los principios, las normas del derecho
y la práctica internacional” (Nussbaum 2007: 232). Incluso cuando Rawls aporta su
teoría para proponer el derecho de gentes, que en resumen pretende justificar un
conjunto de nociones justas para todos, aun cuando sea utópico plantearlo en estos
términos. Y en estos casos, Rawls no aporta una consideración distinta de los recursos
naturales que permita identificar rasgos o contenido de una posible noción de justicia
ambiental.
No puede obviarse el carácter contractualista o el enfoque kantiano que presume que los
principios de justicia que rigen en cada comunidad social son la razón de un
determinado funcionamiento y estructura interna de cada sociedad, que a su vez
determinará los derechos. En este sentido, cuando se traslade a la segunda instancia del
consenso internacional entre estados la Posición Original deben plantearse cuestiones
relativas a los conflictos y los beneficios que pueden surgir en este nivel, presumiendo
igualmente que se desconoce la situación y las circunstancias particulares de cada país,
sin que aquellos en una posición más ventajosa puedan sacar ventaja. Aunque
Nussbaum no señale explícitamente el medio ambiente, ni los recursos naturales, en
estas situaciones es cuando se puede plantear la distinta visión de los mismos que
sostienen Rawls y ella. Es cierto que en dicha posición, ni los sujetos, ni los Estados,
conocen el contexto o espacio en el que van a desarrollar sus proyectos o su camino
hacia la vida buena, pero se trata de un elemento en el que necesariamente se van a
desarrollar las distintas capacidades (Holland: 2010).
45
Cuando Rawls se plantea este acuerdo de segundo orden, señala que su resultado se
acercará a los principios que de hecho ya forman parte del ordenamiento jurídico
internacional, sin que se haga ninguna mención ni alusión directa a cómo incidirían
estos principios o el resultado en una distribución de los recursos ambientales. De
hecho, menciona que los tratados deben cumplirse; cada país tiene derecho a la
autodeterminación y a la no intervención; los países tienen derecho a la autodefensa y a
las alianzas defensivas; la guerra justa se limita a la guerra de autodefensa; la conducta
en la guerra está gobernada por las normas tradicionales de la ley de la guerra; el
objetivo de la guerra debe ser siempre una paz justa y duradera (Rawls 1971: 346 -
347). Como puede comprobarse, no se consideran los principios propios del derecho
ambiental ni de protección en este elenco de normas internacionales.
Sin embargo, Nussbaum encuentra dos objeciones en la analogía del consenso de los
miembros de la comunidad política y la búsqueda de los principios de justicia en el
nivel internacional que pueden afectar un posible principio de justicia. Incluso uno de
ellos plantea duda sobre los posibles conflictos que surjan sobre el medio ambiente. En
primer lugar, Nussbaum señala que entre los regímenes políticos que estarían presentes
en la denominada Posición Original, podría haber algunos que no representarían
estrictamente los intereses de sus pueblos, sin que ello plantee para Rawls problemas de
legitimidad. En segundo lugar, y con una alusión directa a los conflictos ambientales,
estos estados no siempre pueden presumirse autosuficientes o con estructuras básicas
internas ajenas a cualquier influencia externa, porque de serlo no serían útiles en un
mundo como el nuestro. Por ejemplo, sigue Nussbaum en relación con los casos en los
que inevitablemente intervienen o se afecta dos o más países, como ocurre con los
conflictos medioambientales (Nussbaum 2007: 237). Con todo, tampoco en estas
referencias explícitas alude Nussbaum a conceptos o nociones cercanas a la justicia
ambiental, pero sí presenta el medio natural o al menos los conflictos que pueden surgir
y que lo afectarían como objeto o ámbito de aplicación de la teoría de la justicia. Lo
cual solo es posible si atiende a los recursos naturales o al medio natural como
conectado con las capacidades, aunque sea por tratarse del escenario en el que éstas se
desarrollan.
En relación con la Posición Original en el plano internacional, en la que deberían
incluirse las cuestiones medioambientales como espacio en el que necesariamente se
van a desarrollar las capacidades (Holland 2010) y en la que podrían fijarse principios
46
de justicia que de algún modo tendrían relación con la justicia ambiental, debe
advertirse que la realidad muestra objeciones que llevan a Rawls a sostener una posible
igualdad aproximada inter partes, especialmente si se atiende a la situación económica y
de poder fáctico de unos estados sobre otros. No obstante, como bien señala Nussbaum,
incluso así no se consideraría adecuadamente la realidad, en la que las relaciones de
poder y las consecuentes desigualdades conforman una realidad que exige tener en
cuenta estas dimensiones. Sin embargo, no por ello, sugiere Rawls, debe detenerse una
“utopía realista” que nos permita promover relaciones en una estructura internacional
basada en principios de justicia, que de algún modo se replicarían en el nivel nacional.
Y que llevarían a los principios anteriormente mencionados, que por otra parte tampoco
requieren del cambio en las estructuras internas de los países.
Por consiguiente, y tras una detallada valoración de la propuesta de Rawls, indica
Nussbaum algunos de los problemas que encuentra a este contrato de segundo nivel. En
primer lugar, insiste en algunas de las carencias de la analogía del contrato del primer
nivel en el segundo, no sólo por las cuestiones mencionadas antes sino también por
entender que la propia consideración de los estados nación no es suficiente para atender
parte de los conflictos y las realidades socioeconómicas que generan desigualdades, no
sólo de tipo económico por lo que puede pensarse que también medioambientales o de
afectación de los recursos naturales. De ahí, sigue Nussbaum, que con el modelo de
Rawls no se atienda a la posibilidad de modificar las estructuras básicas internas de cada
Estado, ni tampoco se resuelvan mediante este contrato en el segundo nivel las
desigualdades existentes en cada país. Por este motivo, insiste en alentar modelos de
justicia que tomen el individuo como sujeto central en sus tesis y su teoría de la justicia
también en este estadio, no como hace Rawls. Asimismo, el uso del discurso de los
derechos humanos que realiza Rawls no ofrece un modelo más justo, y tal vez por ello
le impida proponer o valorar normas más justas o que alcancen a más sujetos, señala
Nussbaum (Nussbaum 2011).
En este sentido, y como modelo más cercano a su enfoque de las capacidades,
Nussbaum alude a las tesis de Beitz y Pogge, quienes a su vez utilizan un enfoque
contractualista cercano al modelo rawlsiano pero que tiene en consideración el sujeto
como centro de la teoría de la justicia. Lo que se aleja, cabe insistir, de un modelo de
justicia ambiental, salvo que se piense en planteamientos que entiendan el medio
ambiente y los recursos naturales como el escenario en el que desarrollan sus
47
capacidades los seres humanos. De hecho, cuando alude al modelo de Beitz, que es
similar al de Pogge en tanto que ambos consideran que un modelo de justicia basado en
la equidad y válido para todos los seres humanos exige que se aplique la Posición
Original a todo el mundo (Nussbaum 2007: 265), sugiere que provocará un cambio en la
percepción de los recursos naturales y se promoverá “un principio de redistribución
global para gestionar los derechos sobre estos activos”. Es por ello por lo que de las
tesis de Nussbaum se deriva un cambio en la percepción de la idea de justicia global
rawlsiana, de forma tal que permite considerar los recursos naturales como el medio en
el que desarrollar las capacidades y también como un espacio sujeto a redistribución de
acuerdo con su enfoque.
Con anterioridad a la revisión de su teoría en Las fronteras de la justicia, Nussbaum
insiste en la idea de considerar la forma y el contenido de un enfoque como el suyo en
un plano internacional o global, teniendo en cuenta que algunos de los presupuestos del
modelo rawlsiano han sido cuestionados antes, al menos por lo que refiere a sus
carencias para ser análogamente utilizados en este plano. Especialmente, insiste
Nussbaum en recordar, porque en parte su enfoque se orienta a buscar la que ella
denomina una justicia social básica que permite que las capacidades sean efectivamente
protegidas, o que puedan reclamarse, en un contexto institucional o jurídico propio de
los países con un determinado ordenamiento jurídico.
Por este mismo motivo, Nussbaum señala que su enfoque se caracteriza por partir de los
derechos, y no ya de los deberes. Y lo entiende así porque considera que este enfoque y
las capacidades que detalla surgen de la dignidad humana y son resultado de un análisis
que tiene en cuenta la realidad en la que nos situamos. Por ello, la realidad es cambiante
y las circunstancias en las que los sujetos puedan desarrollar sus capacidades también lo
son. Por ello, los deberes que pudieran surgir para con el respeto de las capacidades
dependen de dichas circunstancias y los agentes a los que se asignaría pueden ser varios,
sobre todo de dar por válida una teoría de la justicia global que alcanzaría a todos los
sujetos. Asimismo, los modos de proteger y reclamar la satisfacción de las capacidades
dependen en parte también de los derechos, por lo que se hace más conveniente
justificar el uso de estos que de los deberes (Nussbaum 2007: 278).
Esta misma idea se desprende de un enfoque que ella misma califica como orientado al
resultado (Nussbaum 2011), y no tanto consecuencionalista, especialmente a partir de la
48
consideración que su enfoque presume en relación con la reivindicación de los
derechos; al menos porque este enfoque presume que dicha reivindicación presume que
existe una persona como ser humano. Es por ello que los derechos sean reconocidos
como prepolíticos y no como construcciones normativas. Esto justificaría que aquellos
ordenamientos en los que no se reconocen o protegen son susceptibles de considerarse
injustos. Según esto mismo, según este enfoque, concibe el derecho como una “tarea
afirmativa”, en tanto que “el mejor modo de concebir la garantía de estos y otros
derechos es establecer si las capacidades relevantes están presentes. En la medida en
que los derechos sirven para definir la justicia social, no deberíamos reconocer que una
sociedad es justa a menos que se hayan alcanzado efectivamente las capacidades
correspondientes” (Nussbaum 2007: 285).
Con todo, este lenguaje de los derechos, y a diferencia de las tesis de Rawls, el enfoque
de las capacidades no diferencia entre los tipos de derecho y otorga igual relevancia a
los derechos civiles y políticos, que Rawls considera los verdaderos derechos, que a los
derechos económicos y sociales que tienden a garantizar la satisfacción de las
necesidades básicas. En este sentido, según Nussbaum, la interdependencia entre unos y
otros lleva a considerar que no pueden entenderse garantizadas las libertades básicas si
existen privaciones económicas o educativas que impiden que un sujeto desarrolle las
capacidades de acuerdo con estas libertades. Y en entre estas privaciones se ha
identificado en ocasiones los daños o las desigualdades en los recursos naturales, por lo
que vuelve a ser posible identificar los recursos naturales como un bien a proteger
también desde su enfoque. De este modo, los derechos sociales se convierten en “títulos
basados en la justicia para una reclamación urgente” (Nussbaum 2007: 288), que deben
ser protegidos, según todo lo anterior por los Estados-nación y también por la
comunidad internacional.
En resumen, como se ha expuesto con anterioridad, el enfoque de las capacidades de
Nussbaum concibe los recursos naturales de forma diferente a como se entiende en la
teoría de la justicia de Rawls, aunque no se aluda específicamente a él, ni se propugne
un cambio de paradigma como sí se propone en relación con los animales. De este
modo, la naturaleza y los recursos naturales se convierten en un medio necesario para el
adecuado desarrollo de las capacidades básicas humanas, por lo que la teoría de la
justicia de Nussbaum exige de la protección de los recursos naturales y de una
49
distribución que no se ciñe a términos económicos, sino como un requisito para una
vida digna de los seres humanos.
4. AMARTYA K. SEN: SU TEORÍA DE LA JUSTICIA FRENTE A LAS
TEORÍAS DE NOZICK, RAWLS Y DWORKIN. POSIBLES
DERIVACIONES E INTERROGANTES RESPECTO AL MEDIO
AMBIENTE
El mundialmente afamado premio Nobel de Economía en 1998, del que esta conocida
fundación sueca dijo en concreto que “ha recuperado el componente ético en la
discusión los problemas económicos vitales”, Amartya Kumar Sen (Santiniketan,
Bolpur, Unión India, 1933), ha contribuido, en diversos ámbitos del conocimiento, a
establecer unas pautas férreas para el desarrollo de la ciencia económica y en concreto
sobre la economía del bienestar.
Las palabras finales con las que cerraba su discurso al ser nombrado doctor honoris
causa por la Universitat de València (España) y que estaban dirigidas a comprender el
sentido de sus múltiples análisis sobre la sociedad actual, eran las siguientes: “los
códigos morales son parte integral del funcionamiento economía moderna ha tendido a
abandonar tacada a los recursos sociales de o doctor honoris causa por la Universitat de
València (España): “los códigos morales son parte integral del funcionamiento
económico y pertenecen de manera destacada a los recursos de una comunidad. La
economía moderna ha tendido a abandonar totalmente estos aspectos de los sistemas
económicos. Hay buenas razones para intentar cambiar ese abandono y reintroducir en
la corriente principal de la ciencia económica ese componente crucial de la actividad de
una economía. Efectivamente queda mucho por hacer (…)”. Su importante contribución
teórica a la noción de la justicia distributiva y a todo lo que la rodea, no puede ser objeto
de discusión alguna. No obstante, su ámbito de interés no se cierne sólo al medio
ambiente, ni mucho menos, más allá de las conexiones -necesarias y evidentes- que
puede tener la justicia distributiva con la ambiental, sin recurrir a una errónea
identificación o semejanza, más allá de lo necesario. Sobre todo, interesa en este lugar
que la propuesta en general de A. Sen versa sobre los derechos humanos, en concreto en
relación con su postura utilitarista y las teorías liberales de la justicia, muy en contacto y
en conexión con las teorías de Robert Nozick, John Rawls y Ronald Dworkin, entre
50
otros. El ámbito del liberalismo igualitario y la idea de equidad a través de los bienes
primarios son puntos de referencia inexcusables. El enfoque comparativo de su idea de
justicia resulta lo más interesante para nuestros intereses y pretensiones en este preciso
lugar.
Así y de esta manera, A. Sen se pregunta, como cualquier buen utilitarista con serias
dudas, si la “utilidad” puede mensurar el aumento de la felicidad o la disminución del
dolor, según sea el ángulo desde el cual se observe la realidad y el problema
consecuente, y por tanto si puede suceder algo bueno aunque no sea deseado a primera
instancia; una pregunta intemporal y universal que puede dirigirse desde hacia un
esclavo hasta a un amo en relación con su felicidad y hacia todos los sentidos y
significados de las expresiones en discusión. La paradoja aparece cuando se plantea
nuestra capacidad para medir la felicidad, o por el contrario, el dolor soportable en
cualquiera de sus manifestaciones a partir de la sensibilidad mostrada desde unos
parámetros previamente establecidos y diseñados probablemente al efecto, en cuanto no
hayan sido manipulados o incluso alterados en función de unas necesidades u objetivos
concretos.
Más en particular, para A. Sen el razonamiento utilitarista estaría formado por la unión
de tres axiomas (del conocimiento): a) su “consecuencialismo” (a ultranza y sin
discusión posible), b) el “bienestarismo” (siempre presente en sus ideas teóricas
relevantes), y c) la suma total de las “preferencias”, que simplemente consiste en sumar
las “utilidades”, sin tener en cuenta en principio las desigualdades, en general. El
programa utilitarista o las versiones corrientes éticas utilitaristas han sido demasiado
simples, en especial por ignorar todas las consecuencias distintas de las “utilidades”, eso
sí, observables y medibles, con una mínima desviación posible y sin importar cuáles
podrían ser las otras características y repercusiones por alterar cierto estado de cosas,
determinadas o por determinar con cierta impronta, como por ejemplo el desempeño de
ciertos actos aun cuando sean desagradables o incluso supongan la violación de
libertades ajenas, con lo que entramos en un terreno abrupto y moralmente delicado.
El utilitarismo, en general, suele realizar y buscar un camino o guía iniciática para la
toma de decisiones simplificando quizás en exceso la naturaleza humana, pues no dice
todo lo que cada uno busca para la obtención de un supuesto “bien general”, sino que se
refiere casi en exclusiva a las “consecuencias” de encontrar lo que cada uno busca en
51
particular, reduciendo así a una sola cuestión, la satisfacción de la utilidad/felicidad
individual o colectiva. Para Sen, el utilitarismo realiza y procede en progresión a través
de un triple mecanismo: reducción, idealización y abstracción. El primero (el de la
reducción) es el recurso que proviene de considerar todos los intereses, ideales,
aspiraciones y deseos a un mismo nivel cuando todos estos son presentados como
preferencias, con diferentes grados de intensidad o fuerza, para ser atendidos como
iguales. Para el segundo (el mecanismo de la idealización), las decisiones no se basarían
tanto en las preferencias reales de las personas como en sus “perfectly prudent
preferences”. Por último (el recurso a la abstracción), estaría en general en el
utilitarismo si resultara que los dos primero mecanismos citados, reducción e
idealización, han sido enfocados hacia la restricción del contenido de la información
para realizar la elección posterior. En la abstracción, por su parte, se hace referencia a la
localización de la información. Es una posición fuerte en la tradición utilitarista la figura
del “observador ideal”, pero es una ficción en la que “dar información” supone algo
trascendental hacia el mundo en cuestión, puesto que no se está o no se encuentra del
todo en el mundo en realidad. Así, la ficción supera con creces la realidad posible en
esta situación de información ideal planteada.
Tras esta descripción mínima del utilitarismo, por otra parte no original pero sí
significativa y por tanto nada superflua, A. Sen opone dos tipos de objeciones a alterar
sólo por la “utilidad”. En primer lugar, habría que dilucidar, en su propia lógica y
metodología interna, si es la utilidad una buena medida para mesurar el aumento de la
felicidad o la disminución del dolor; y en segundo lugar, puede suceder que algo que es
bueno, no sea deseado por distintas razones, y entonces nos encontramos con
situaciones como en las que la libertad, en un régimen muy opresivo, llega a ser no
deseada por muchos por la costumbre y la opresión misma, o el ejemplo de la felicidad
del esclavo que se ha acostumbrado a su situación y ya no reclama la libertad. La base
de la información, diría Sen, ofrece una severa restricción sobre la información
relevante para tomar decisiones. En este sentido, es muy importante para la medición de
la utilidad la percepción personal de ésta, pero nos encontramos -en el utilitarismo- con
situaciones, de nuevo, que no serían deseables, como por ejemplo el pobre que se
contenta con poco o que es feliz con menos, no por elección sino por estar
acostumbrado a una vida más pesarosa en la que una leve mejoría va a ser muy
valorada. Por último, Sen también critica la insensibilidad del utilitarismo respecto a la
52
distribución de bienes y su visión en exclusiva hacia la utilidad total, así como una
cierta incapacidad para ser sensible a la distribución de los recursos disponibles, pues al
buscar la suma total de todos ellos, se ha procedido o se ha dado lugar a la actuación de
la regla “coste-beneficio” aplicable en todo ámbito, cuando hay sectores sociales en los
que no puede ni debe ser aplicable por principios morales o personales.
Si bien puede entenderse que esta propuesta moral fuese en sus inicios históricos un
“avance” incluso notorio -en términos de una propuesta de ética social que buscaba algo
más que el cumplimento de unos principios, aunque conllevase el sufrimiento de
personas-, no puede haber convergencia hoy en día entre utilitarismo y derechos
humanos porque son propuestas basadas en concepciones distintas –incluso diferentes-
que van a discutir en lo fundamental, es decir, en la posibilidad de renunciar a los
derechos humanos -sean en concreto, particular o general- en función de una mayor
utilidad. A. Sen, en esta confusa y problemática cuestión, asume la ventaja de la
información que puede aportar una ética consecuencialista, pero distinguiendo estos dos
tipos de perspectivas dentro del consecuencialismo tradicional, esto es, el utilitarismo
del acto y el utilitarismo de la regla; el utilitarismo de acto es el que se pregunta si cada
acción es la que puede producir más utilidad y el utilitarismo de regla más bien está
encaminado a que finalmente la mayor utilidad se produzca como consecuencia de un
conjunto de actos. Pero finalmente, nuestro autor se cuestiona no sólo el tipo de
utilitarismo que adoptamos, sino toda la información relevante que se está excluyendo
para valorar los diferentes estados o situaciones ante los que hemos de tomar decisiones.
Para A. Sen, por lo tanto, es importante no sólo el estado final en el que se encuentra
una sociedad, sino qué es lo que ha pasado antes en esa sociedad; es éste el que
denomina el aspecto de agencia, ya que no importa sólo que el resultado sea la “mejor
situación posible”, sino que es la posición y la “agencia” del evaluador la que determina
no sólo la acción, sino también el resultado (por supuesto, satisfactorio); es a lo que A.
Sen denomina el efecto comprehensivo, en el que no está sólo incluido el estado final
sino también el proceso -inequívoco y necesario- para llegar hasta ese estado
(pretendidamente ideal bajo unos condicionantes explícitos). En este sentido, y aunque
sin nombrar expresamente el ejemplo, también hace referencia indirecta al relato que
propone Bernard Williams sobre el extranjero al que un capitán cruel le propone salvar
la vida de 20 personas a cambio de matar a una durante una visita a un lugar regido por
un dictador. Pero en este caso hay una concurrencia de causas, no necesariamente sólo
53
una, y además la decisión del extranjero será más bien una causa accesoria, pues la
principal, en este supuesto extremo y en otros similares que pueden tomarse a modo de
ejemplo, no es la del extranjero con su decisión tomada y más o menos reflexionada, ya
que no es determinante de la consecuencia final (para Williams, la decisión concurre
con la mala voluntad del capitán, etc.). Con este ejemplo clarificador, llegamos a que no
podemos aislar las consecuencias, como Sen indica, respecto a la posición que se ocupa
respecto del agente, ni tampoco del proceso que lleva a un determinado estado social,
pues al final y si procedemos así, estamos realizando una grave restricción de la base de
la información para tomar decisiones sociales de una forma u otra, pero con
pretensiones de corrección.
Por supuesto que A. Sen se ha formado y ha ejercido su carrera académica con los
grandes pensadores liberales de nuestro tiempo, pues sin ellos no tendrían sentido sus
afirmaciones, y con ellos ha debatido en gran medida y es a partir de y con quienes ha
forjado su idea de la justicia y derechos humanos. Es curioso, sin embargo, que su
enfoque y desarrollo en estos temas, se oriente de forma clara hacia unos principios que
más bien le han alejado de otras posturas más abiertas al mercado como regulador de
una gran parte de la vida social. Sen se muestra, en ocasiones, algo escéptico o
dubitativo al menos respecto a las tesis de la mayoría de autores liberales (entre ellos,
como destacado, podemos citar a R. Dworkin) en dos sentidos. En primer lugar, como
propuesta fundamentalmente institucionalista y trascendental; y en segundo lugar, es
escéptico sobre que el mercado por sí mismo pueda ser un potente generador de la
justicia en términos de capacidades, cuestionando por tanto, esta perspectiva que
plantean y presentan los autores liberales más significativos de los últimos años. En este
sentido, en la introducción del libro: La idea de la Justicia, A. Sen opone dos enfoques
para abordar la teoría de la justicia, el del institucionalismo trascendental en el que sitúa
a Thomas Hobbes, y que continúan Rosseau, Locke y Kant, método al que Sen se opone
y contra el que propone un enfoque comparativo. Con respecto al primer enfoque,
critica primero la búsqueda de la justicia perfecta, y en segundo lugar, la búsqueda de
instituciones justas que olvidan las realizaciones sociales y a las personas concretas.
Desde el enfoque trascendental, el peso estará puesto en encontrar las instituciones que
conformarán a posteriori la sociedad y no directamente en las personas, de manera que
no será necesario preocuparse por éstas. Sin embargo, Sen se inserta en una tradición
que quiere ir buscando criterios para ir optando por opciones “menos injustas” que
54
otras. Para Sen resulta que otros teóricos de la Ilustración, como Adam Smith, el
marqués de Condorcet, Jeremy Bentham, Mary Wollstonecraft, Karl Marx o John Stuart
Mill, adoptaron este enfoque comparativo en diferentes versiones. Para nuestro autor,
tal distinción es crucial, pues de la primera deriva el pensamiento dominante hoy en la
filosofía política y en la teoría de la justicia, de la cual, la teoría de la justicia de John
Rawls es el mayor representante en nuestro tiempo. En contraste con toda esta línea de
pensamiento e investigación, Sen busca investigar comparaciones basadas en
realizaciones que se orientan al avance o retroceso de la justicia en primer lugar, y en
concentrarse en las realizaciones reales de las sociedades estudiadas más que en las
instituciones o en las reglas propuestas (Sen, 2010: 33-58).
En este preciso lugar no se trata, de forma estricta, de recoger la discusión de Amartya
Sen con tres de estos autores liberales por representar a diversas corrientes del mismo
pensamiento liberal contemporáneo, porque de hecho también difieren bastante entre
ellos con sus diferentes propuestas al respecto. Se puede seleccionar para el debate la
tensión académica mantenida con Robert Nozick, en concreto sobre sus diferentes
enfoques de las capacidades -humanas, por supuesto- como representante -este último-
de una corriente liberal más extrema con su defensa del Estado “ultramínimo”. A. Sen
se refiere, más bien y frente a éste, a un cierto “integrismo” o “fanatismo” institucional.
Por otra parte, el pensador y buque insignia del liberalismo igualitario, John Rawls,
elabora una consistente teoría de la justicia que Sen se propone superar a través de una
visión aproximativa y no trascendental de esa justicia, de una imparcialidad abierta
frente a la imparcialidad cerrada que marca y diseña J. Rawls y de su enfoque de las
capacidades frente al de los recursos a los bienes primarios
En último lugar, analizaremos, de forma breve, la discusión de A. Sen con Ronald
Dworkin, con el que también entra en debate entre el enfoque de la capacidad con un
complejo mecanismo de seguros de conversión de recursos en capacidades, regulado
finalmente por el mercado como alternativa al propio enfoque de una capacidad
intrínseca a su condición.
Como telón de fondo, apreciamos, por lo tanto, un distanciamiento de un enfoque
liberal de la justicia tradicional, esto es, basado en los recursos y en el mercado como
55
únicos intérpretes de los enfoques sobre la justicia por su menor capacidad para evaluar
y dar respuestas a las situaciones que se dan en la realidad.
A.K. Sen colaboró con Nozick y con Rawls en unos cursos sobre teorías de la justicia
en Harvard y valoró sus aportaciones y su capacidad como filósofo del derecho.
Anarquía, Estado y Utopía, de R. Nozick, es la obra fundamental donde este último
desarrolla su teoría de los derechos (entitlements) más otras nociones adyacentes, en
cierto sentido. Nozick postula y considera justificada únicamente la existencia de un
Estado “ultramínimo”. Para Nozick, el estado “ultramínimo” es aquel que sólo tiene
como función la supervisión para que se cumplan las reglas básicas y que nadie obligue
a nadie a hacer lo que no quiere, sobre todo a través del monopolio legítimo del uso de
la violencia. Para Nozick, resulta injustificable cualquier otro modelo de Estado que
vaya más allá de estas funciones básicas y por tanto que no sea un “Estado minúsculo”,
pues no hay razón alguna que pueda justificar la expropiación de derechos, por ejemplo,
especialmente si se habla de todas aquellas facetas o asuntos que tienen una función
redistributiva en la sociedad. De este mismo modo, resulta indispensable este tipo de
Estado básico para garantizar el orden social y así salir del sugerido “estado de
naturaleza” en el que se vence el caos y el consecuente uso privado de la violencia, que
no protege finalmente a los derechos individuales como él cree que es debido.
Por todo ello y por algo más, a lo largo de su obra, A. Sen presenta un cúmulo de
cuestiones discutibles hacia las afirmaciones sostenidas por Nozick y sobre su
concepción de los derechos en concreto; por ejemplo, en Bienestar, justicia y mercado
critica que una concepción moral sustantiva que concede una prioridad absoluta a
ciertos derechos como la que realiza Nozick en Anarquía, Estado y Utopía, presenta
algunos inconvenientes para su realización. Para Sen, es posible violar ciertos derechos
si tenemos buenas razones para hacerlo, y sobre todo si con ello se evitan peores
consecuencias, por ejemplo, la violación más grave de los derechos de otras personas;
es el caso de la violación de los derechos de propiedad de algunos individuos que puede
evitar una hambruna y una mortandad crecientes; por lo tanto, para A. Sen es difícil
defender, como en cambio sí lo hace R. Nozick, una propuesta de derechos absolutos e
independientes de sus consecuencias. De esta manera, A. Sen critica que la naturaleza
de los derechos -en versión de Nozick- se presente y se muestre de forma clara, a través
de dos tipos de dificultades: a) en primer lugar, desde su “fuerza irresistible”; y b) en
segundo lugar, al centrarse en el control, concretamente, desde la perspectiva negativa a
56
través de la imposición de limitaciones a los demás sobre lo que les está permitido hacer
(Sen, 1998, 102-108).
Una teoría de la justicia que se basa en el buen funcionamiento y en la garantía de los
derechos en el mercado, es una propuesta de muy corto alcance para la justicia
distributiva. A. Sen recuerda situaciones de respeto a estas reglas y a los derechos
consecuentes con las mismas, o, por ejemplo, hace referencia a derechos que han
producido catástrofes humanitarias aún sin pretenderlo directamente, como por ejemplo
en el caso de hambrunas en la India en las que no había carencia de alimentos y en las
que previamente se respetaban teóricamente los derechos pero aun así, una gran
cantidad de personas murieron de hambre (Sen, 2010: 114-116). Para Sen, la propuesta
de Nozick estaría demasiado centrada en los procedimientos formales, pero sería
totalmente ajena a los resultados reales de bienestar de las personas. Ante la crítica de
A. Sen, R. Nozick llega a proponer que estos derechos podrían en casos excepcionales
de horrores humanitarios, ser intervenidos de alguna manera. Para Sen, finalmente es
una propuesta que tiene una base de información muy limitada para la elección social en
cualquier caso, pues estas situaciones excepcionales de “horrores humanitarios” no son
suficientes para garantizar una propuesta consistente de la justicia (Sen, 2000, 89-90;
del mismo autor, 1998: 134). Finalmente y de esta manera, la aceptabilidad ética de la
reivindicación de los derechos liberales, con independencia de los resultados que se
puedan producir, queda -seriamente- dañada, puesta en cuestión o en duda sobre sus
efectos reales.
Por otro lado, la comparación con la teoría, más abstracta, de J. Rawls resulta casi
obligatoria o de obligado recuerdo. En síntesis, podemos considerar la obra de J. Rawls
como el punto de partida del trabajo sobre la teoría de la justicia de A. Sen. De hecho,
su libro sobre la justicia está dedicado a la memoria del iusfilósofo de Harvard, John
Rawls. Su complejo, discutido y debatido estudio sobre la justicia, por lo tanto, se
realiza a partir del trabajo previo de J. Rawls, y por supuesto de otros autores, aunque
hace críticas fundamentales y profundas a la postura rawlsiana que pretende el
abandono de una vía tan abierta al plantear esa cuestión. En este sentido, para A. Sen
son al menos las siguientes aportaciones básicas las que realiza J. Rawls a las teorías
sobre la justicia: la primera y fundamental es la idea de que la “equidad”, entendida
como “imparcialidad”, es un concepto central e insustituible para la justicia, aunque la
idea de imparcialidad que surge de la “posición original” no es del todo adecuada para
57
A. Sen de cara a obtener su propósito, lo cual no obsta para tratar de buscar un
paradigma como elemento fundamental que aportaría sobre la teoría de Rawls para el
desarrollo de una teoría de la justicia más en consonancia con su posición. En segundo
lugar, una concepción de la “objetividad” que debe establecer un marco intelectual y
público suficiente para que se pueda aplicar el concepto de “juicio” y alcanzar
conclusiones con base en razones y pruebas, y tras la debida discusión y reflexión
pública del problema de fondo. En tercer lugar, señala A. Sen la idea rawlsiana de los
“poderes morales” de la gente, por su capacidad para mantener un sentido -fuerte- de la
justicia y para una concepción del bien común, muy alejada, por ejemplo de la
concepción estrecha del egoísmo definicional propio de la teoría de la elección racional
de los utilitaristas clásicos. En cuarto lugar, y en cuanto a la prioridad con la que se
concibe la idea de libertad, se trataría en el fondo de una preocupación por mantener los
aspectos más privados y al mismo tiempo una necesidad básica respecto a la práctica de
la razón pública, crucial para una evaluación social del problema; sobre ello, J. Rawls
distingue entre la libertad y otras ventajas útiles que, en opinión de A. Sen, merece la
pena seguir o continuar. En quinto lugar, y sobre la “equidad procedimental”,
enriqueciendo el estudio de la desigualdad en las ciencias sociales y resaltando las
desigualdades en los procesos, y no sólo en el estatus social o los ingresos económicos,
se refiere A. Sen a la cuestión en un tono de problema importante por resolver. En sexto
lugar, discute el “principio de diferencia”; éste indicaría la equidad en los esquemas
sociales de manera que se preste particular atención a la difícil situación de los más
desaventajados, y ello ha dado lugar al análisis de políticas públicas para la eliminación
de la pobreza. En séptimo y último lugar, este autor reconoce, aunque sólo
indirectamente a través de la atención a los bienes primarios, la importancia de la
libertad en el aspecto de oportunidad real y no sólo formal (Sen, 2010; 91-94).
Por lo tanto, para A. Sen, las aportaciones de J. Rawls a las teorías sobre la justicia han
abierto un nuevo periodo de reflexión que ha posibilitado, además de avanzar en los
aspectos de la racionalidad y razonabilidad, la objetividad y la equidad social con un
reconocimiento especial de las libertades. Sin embargo, A. Sen, a su vez, se encuentra
con dificultades y diferencias en la teoría de la justicia de Rawls, incluso en sus
versiones posteriores formuladas por él mismo en posteriores obras, que le hacen poner
en marcha la búsqueda de una ruta diferente en la consecución de una teoría de la
justicia más eficaz. Para Sen, en este sentido, han sido determinantes los siguientes
58
elementos para desechar la vía -por otro lado inacabada- de J. Rawls: en primer lugar, lo
que Sen denomina “la ineludible relevancia del comportamiento real”, puesto que ha de
ser relevante no sólo que las decisiones y las instituciones sean justas, sino que los
estados sociales que resulten de dichas instituciones y decisiones también lo sean en el
marco de lo que Sen denomina el “efecto comprehensivo”, que incluye ambos
momentos. Para Sen, no está claro cómo se encaja el comportamiento de las personas en
este diseño institucional formal. No es un planteamiento propiamente consecuencialista
el que mantiene Sen, pero sí pretende ser sensible a las consecuencias del mismo, el
efecto comprehensivo es aquel que tiene en cuenta todos los momentos de la decisión,
también los que previsiblemente puedan derivar de la misma opción tomada, aunque no
la determinen. En segundo lugar, Sen busca alternativas al enfoque contractualista. Para
Sen el enfoque rawlsiano contractualista es limitado y no ofrece la capacidad para poder
tomar decisiones con una base de información más amplia, como por ejemplo realizar
comparaciones entre diversas situaciones sociales o estados; un enfoque más amplio
puede tomar nota de las realizaciones sociales, hacer aportaciones para la solución de
problemas de justicia social a través de la evaluación social incompleta, y reconocer
voces más allá de la pertenencia al grupo contractual. Por último, se encuentra la
relevancia de las perspectivas globales. A pesar de los esfuerzos de J. Rawls en sus
posteriores obras, por situar su teoría de la justicia a escala global, ésta ofrece, en
opinión de A. Sen, una grave limitación por su propio diseño para poder afrontar los
temas de la justicia en esta precisa dimensión, ya que están necesitados de un gigantesco
contrato social global.
Sen, ya en el capítulo introductorio de La idea de la justicia, quiere dejar bastante claro
que su concepción de la justicia inicia su recorrido desde un lugar diferente al de Rawls.
Rawls sería heredero de una concepción contractualista continuadora de Hobbes, Locke,
Rosseau y Kant entre otros mientras que Sen se ubica en una tradición que tiene entre
sus precursores a Adam Smith, Condorcet, Marx, Mill. Son en ambos casos autores con
diferentes propuestas políticas y éticas pero que comparten, en opinión del propio Sen,
los primeros autores, una “tradición” unida al contrato social como punto de partida
para la búsqueda de la justicia, y los segundos, un “proceso de búsqueda de la justicia” a
través de otro camino diferente, pero no desconectado, en la indagación de la toma de
decisión en torno a diversos escenarios posibles.
59
Fruto de esta primera elección señalada, surge otra que marca más la diferencia entre las
dos concepciones de la justicia -y por ende de los derechos humanos- ya que de ella
derivarán proyectos distintos. Para A. Sen, la concepción de J. Rawls es una concepción
abstracta de la justicia, pues se basa sólo en la necesidad imperiosa de identificar una
fórmula “perfecta” de la justicia, ya que, una vez determinada ésta, sólo nos quedaría el
diseño del tipo de instituciones que van a lograr poner el rumbo y en órbita a la sociedad
hacia ese estado ideal. Sin embargo, para Sen, este primer ejercicio de búsqueda de la
concepción abstracta perfecta de la justicia es un ejercicio ineficaz por varios motivos.
El primero de ellos, porque entiende que puede existir más de una concepción abstracta
de la justicia que sea razonable y que por tanto no es posible, ni siquiera es en absoluto
evidente, que puedan ponerse de acuerdo sobre los principios de la justicia, aún en el
hipotético experimento del “velo de la ignorancia”, tal y como lo describe Rawls:
“In justice as fairness the original position of equality corresponds to the state of nature
in the traditional theory of the social contract. This original position is not, of course,
thought of as an actual historical state of affairs, much less as a primitive condition of
culture. It is understood as a purely hypothetical situation characterized so as to lead to a
certain conception of justice. Among the essential features of this situation is that no
one knows his place in society, his class position or social status, nor does anyone know
his fortune in the distribution of natural assets and abilities, his intelligence, strength,
and the like. I shall even assume that the parties do not know their conceptions of the
good or their special psychological propensities. The principles of justice are chosen
behind a veil of ignorance (…) I have said that the original position is the appropriate
initial status quo which insures that the fundamental agreements reached in it are fair.
This fact yields the name “justice as fairness.” It is clear, then, that I want to say that
one conception of justice is more reasonable than another, or justifiable with respect to
it, if rational persons in the initial situation would choose its principles over those of the
other for the role of justice. Conceptions of justice are to be ranked by their
acceptability to persons so circumstanced. Understood in this way the question of
justification is settled by working out a problem of deliberation: we have to ascertain
which principles it would be rational to adopt given the contractual situation. This
connects the theory of justice with the theory of rational choice”. (Rawls, J., 1999, p.
11; 15-19).
60
Además, aunque se pudiera llegar a un acuerdo, también discrepa A. Sen porque una
concepción ideal de la justicia puede servir para dilucidar entre varios supuestos cuál es
el más justo; saber así, por ejemplo, cuánto mide la montaña más alta no nos ayuda a
saber si la montaña B es más alta que la montaña C, o el que esté considerado como
mejor cuadro del mundo la Gioconda, tampoco nos ayuda para saber cuál es mejor entre
otros dos otros cuadros distintos. Para la mejor comprensión de la diferencia entre estas
dos concepciones de la justicia recurre Sen a una distinción de la filosofía jurídica india
en la que se usan dos conceptos diferentes para referirse a diferentes aspectos de la
justicia, en primer lugar, el ntiti como concepción formal y referente a las instituciones
de la justicia, y en segundo lugar, el nyaya como una concepción aproximativa de la
justicia que se fija en los estados reales de la sociedad y de las personas. Para Sen, una
justicia que sólo se preocupa por las instituciones sin mirar a las personas puede dar
lugar a la “justicia del mundo de los peces”, donde el pez grande se come al chico -
matsyanyaya- (Sen, 2010: 52).
La solución que plantea el igualitarismo liberal de Rawls, se realiza a través de la
igualdad en el acceso a los primeros bienes, que él denomina bienes primarios, ya que
todos deben tener el mismo acceso a este determinado tipo de bienes fundamentales
(educación, alimentación, etc.). Con ellos, Rawls trata de responder a la versatilidad de
la solución de los bienes primarios frente al enfoque de las capacidades difundida por el
liberalismo político a usanza (Rawls: 1996, 215-220), reconociendo la importancia de
tener en cuenta finalmente la capacidad de las personas, pero que al ser algo demasiado
complejo de articular, se lograría tal “igualdad de capacidad” a través del recurso al
consumo de los bienes primarios, para que las necesidades sean lo suficientemente
atendidas.
Para J. Rawls, la “imparcialidad” es una de las claves de bóveda de toda su teoría de la
justicia, pero en su formulación, en el experimento del “velo de la ignorancia” sólo
pueden participar los miembros de una misma comunidad. Para A. Sen, sin embargo, la
formulación de la imparcialidad en Rawls somete a grandes riesgos, incluso
innecesarios, la idea de la justicia ya que puede estar decidiendo sobre cuestiones
externas o internacionales o, en cambio, puede estar cayendo en un localismo o
provincianismo de valores. Para A. Sen, es necesaria una formulación de la
“imparcialidad” más abierta para lo que recurre al “espectador imparcial” de Adam
Smith. Este espectador imparcial es capaz de objetivar más nuestro comportamiento,
61
hasta de lo que somos capaces nosotros mismos dando pistas sobre algunos que sean
deleznables (ej. infanticidio en antigua Grecia). Esto abre un horizonte superior al de
Rawls, más universal y comprehensivo, más abierto e intercultural y la vez más
comprometido con la justicia global.
En conclusión, para A. Sen hay varias exclusiones importantes en la teoría de la justicia
de Rawls. La primera provocación sería ignorar la vía de la búsqueda de la justicia a
través de cuestiones comparativas (elección entre A y B), ignorando a su vez y en
segundo lugar, la perspectiva de las realizaciones sociales (si es mejor el resultado de la
elección A o de la elección de B como parte del proceso de elección, desde un enfoque
sensible a las consecuencias). También excluiría los efectos adversos sobre las personas
más allá de las fronteras de un país, pues en el enfoque rawlsiano, los efectos de las
decisiones pueden acabar afectando a personas no incluidas en esa comunidad de
decisión. Se produce, en opinión de Sen, un fracaso en el sistema de corrección de
valores locales, ya que no hay mecanismos que permitan ampliar la mirada para poder
superar determinadas dificultades que se produzcan en él. Tampoco permite la
posibilidad de diferentes principios desde la posición original (pluralidad de normas y
valores políticos); es posible y razonable que haya diferentes principios de justicia
incluso en el supuesto del “velo de la ignorancia”. Y por último, no admite que algunas
personas no puedan comportarse siempre razonablemente, lo cual supone una dificultad
en la práctica y en el funcionamiento de las “instituciones formalmente justas” (Sen,
2010: 120-121).
Desde otro ángulo u óptica diferente, la teoría de la justicia de R. Dworkin es más una
teoría complementaria a la de Rawls que una teoría completa diferente. Dworkin dice
que La institución de los derechos es, por consiguiente, crucial, porque representa la
promesa que la mayoría hace a las minorías de que la dignidad y la igualdad de estas
serán respetadas. (…) Si el gobierno no se toma los derechos en serio, entonces
tampoco se está tomando con seriedad el derecho (Dworkin: 1984, 303). Siguiendo a
Gargarella, para Dworkin una concepción igualitaria liberal descansa sobre cuatro ideas
básicas. En primer lugar, debe distinguir entre la personalidad y las circunstancias de la
persona que rodean a cada uno. En segundo lugar, debe rechazar como medida de la
igualdad el bienestar o la satisfacción y propone la noción de recursos, frente a métricas
subjetivistas propone un parámetro más objetivo. La tercera idea, es que estos recursos
deben ser iguales para todos Y por último, un Estado igualitario debe ser neutral en
62
materia ética sin discriminar concepciones éticas en función de su superioridad o
inferioridad respecto de otras. Para Dworkin la teoría de Rawls sería demasiado
insensible a las dotaciones propias de cada persona y no suficientemente sensible a las
ambiciones de cada una (Gargarella: 1999, 70-78).
Para Sen, Dworkin elabora una compleja y sólida teoría de la justicia basada en los
seguros de conversión de la discapacidad. Se puede observar cómo supone una
dificultad del enfoque basado en necesidades y en bienes primarios de Rawls, la
conversión de recursos en logros y capacidades, pues determinadas personas, por
ejemplo con alguna enfermedad o discapacidad, pueden necesitar una mayor cantidad
de recursos para la obtención de un mismo logro o capacidad. Es en este sentido en el
que A. Sen considera insuficiente la propuesta del liberalismo igualitario a través de los
bienes primarios, ya que a pesar de mostrar un avance y una buena aportación, se queda
limitada o en el umbral de satisfacción esta perspectiva de la igualdad en cuanto a la
disposición de bienes primarios. Por ello, Sen realiza una propuesta de igualdad de
capacidades y no de recursos (Sen: 1998, 151-153). Busca, de forma significativa, R.
Dworkin, desde esta otra perspectiva, un reducto adecuado o camino diferente al
enfoque de las capacidades expuesto por A. Sen, pues si es posible hacer este otro
recorrido, ya no hay más que finalmente un enfoque de la justicia basado de nuevo en
recursos.
Dos dudas se plantea además Sen al respecto. En primer lugar, que para hacer esto no
había que dar tantas vueltas y que se podría haber asumido directamente el enfoque de
la capacidad; pues si es verdaderamente lo que se busca, sería mejor optar directamente
por ella que tratar de encontrar mecanismos que intenten convertir recursos en
capacidades, para el caso en que sea necesario. Una segunda duda surge si finalmente
volviéramos a una situación en la cual es el mercado el que tiene que resolver, a través
de los seguros privados, los problemas de falta de capacidad y no es del todo cierto que
el mercado tenga esta capacidad ya que puede ser que no sólo con recursos podamos
solventar la falta de capacidades de algunas personas que tengan una mayor dificultad
para convertir la renta en logros y capacidades para alcanzar la vida que desean y que
valoran. Por tanto, parece más conveniente asumir la perspectiva de la capacidad sin
intermediarios que pretendan finalmente reconvertir la propuesta de A. Sen en un
mecanismo a merced del mercado.
63
Así pues, el utilitarismo ha sido una fuente de inspiración para el pensamiento de
Amartya Sen, pero a su vez, como este mismo critica severamente, la doctrina ética de
la utilidad y de la felicidad como bienestar, por ser una propuesta ética en la que su base
de información para la elección social queda finalmente muy limitada por su propia
fuente principal, que es la utilidad, para Sen estamos dejando fuera de la elección social
algunos elementos fundamentales, esto es, los relativos a la “agencia de las personas” y
además formula también dificultades a la hora de objetivar la interpretación y la métrica
de la utilidad, el bienestar o la felicidad utilitarista, tal y como se decía al principio.
Al confrontar la postura de A. Sen, esto es, su teoría de la justicia, con la teoría liberal
de la justicia paradigmática y con sus principales autores, ya citados, este autor se sitúa
en una nueva vía para pensar la justicia y los derechos humanos, pues los presupuestos
de las doctrinas contractualistas y liberales de la justicia le parecen insuficientes para
lograr un marco suficiente y adecuado para formular una teoría de la justicia con
suficientes fundamentos. La elección social, frente a la concepción abstracta de la
justicia, opta por un enfoque en el que se va buscando en los contextos y en las
situaciones sociales, las opciones que maximizan las oportunidades reales (libertades)
de las personas y minimizan las injusticias. Es un enfoque sensible a los estados reales,
que tiene en cuenta los efectos sobre las oportunidades de las personas. La concepción
de Sen, no tan abstracta de la noción de justicia tanto como la de Rawls, combate las
dificultades que generan otras teorías algo menos abstractas como es la de Nozick en las
que es perfectamente compatible el mantenimiento de los derechos con las hambrunas,
por ejemplo.
Por último, es un enfoque de la justicia no basado en último término en el mercado,
como es la de Dworkin, sino centrado en la vida real que las personas desean y pueden
vivir.
El conocimiento e interés por las teorías liberales de la justicia (fundamentalmente por
la de John Rawls u otras de autores contemporáneos como Robert Nozick y Ronald
Dworkin), son de conveniente consulta. A raíz de la profundización en el trabajo sobre
la idea de la justicia, en relación con su enfoque de la capacidad y las necesidades, es
con lo que y en donde se va construyendo un aparato crítico desde donde se toma
distancia, optando por una opción a la que se une un enfoque comparativo de la justicia
desde la teoría de la elección social. Para Amartya Sen, este conjunto de teorías liberales
64
de la justicia, particularmente la de John Rawls, merecen el reconocimiento de haber
puesto en el debate público de nuevo el tema de la justicia y de la importancia de la
objetividad o imparcialidad para la consecución de la misma, pero se quedan en
concepciones que no dan respuesta a los retos actuales que la justicia tendría hoy en un
lugar privilegiado, como pueden ser la globalización, la diversidad o los derechos
humanos, en general y sin entrar en mayores consideraciones teóricas.
5. CONCLUSIONES
Como se señala en la introducción de este informe, la “justicia ambiental” es un
binomio lingüístico complejo, tanto por lo que se refiere a la concreción del significado
del sustantivo de dicho binomio, como a la de su adjetivo. Si bien es cierto que para
analizar su complejidad se requiere prestar atención a las diversas dimensiones y
problemas que plantea, en este texto se han descrito las principales aportaciones de tres
de los pensadores más influyentes en la tradición iusfilosófica liberal, como son Rawls,
Nussbaum y Sen, para someter a consideración el paradigma de justicia distributiva que
subyace a la forma en la que se ha entendido hasta ahora la justicia ambiental.
Partiendo de los presupuestos básicos de la concepción de la justicia propuesta por
Rawls, se recurre a las revisiones de la misma que sugieren Nussbaum y Sen para
entender y centrar la discusión o debate sobre las nuevas tendencias teóricas relativas al
concepto de justicia ambiental. Especialmente, porque ambos han aportado un enfoque
desde el que es posible valorar los acuerdos considerados “justos” de acuerdo con las
capacidades, siendo este paradigma una de sus propuestas de mayor relevancia. Es
decir, no sólo en términos distributivos, sino también atendiendo a la forma y el
contenido en el que la distribución de los bienes incide específicamente en nuestro
bienestar y en nuestro proyecto de vida individualmente o de forma comunitaria, lo que
afecta muy de cerca el medio ambiente. También porque ambos sugieren una teoría de
la justicia que contextualiza el enfoque distributivo, entendiendo que este proceso de
contextualización deviene un criterio de justicia desde el que valorar la distribución de
bienes y recursos. Esto es, si la distribución afecta, y en su caso cómo lo hace, a las
"capacidades", el bienestar o la posibilidad de una persona de realizarse en sociedad.
Sin olvidar que, como también se ha indicado, interesantes planteamientos que no han
sido abordados en este documento de trabajo con exhaustividad, como son los de
Young, Fraser o Honneth, entre otros, quienes han argumentado que además de esos
65
temas distributivos hay algo más notorio que debe ser tratado, aspectos mucho más
ceñidos al tratamiento de cuestiones medioambientales, y no sólo desde un punto de
vista economicista, sino desde el libre desarrollo de la personalidad y los derechos
humanos en general.
La reflexión pues llevada a cabo en estas páginas gira en torno a la teoría de la justicia
de Rawls, que constituye el pilar básico de la teoría liberal de la justicia. Rawls sostiene
que la justicia es la estructura básica de la sociedad y desarrolla su idea de justicia como
imparcialidad, de la que se desprenden las reglas de conducta que en su mayoría son
seguidas por los miembros de la sociedad. Para la concreción de estas reglas, según
Rawls, cabe acordar un conjunto de principios mediante los cuales se decide la
distribución de ventajas y las participaciones distributivas correctas. Estos presupuestos
son los que fortalecen las bases del denominado paradigma distributivo, que se concreta
mediante la conjunción de elementos de justicia como imparcialidad (la posición
original, el velo de ignorancia y los principios para asignar derechos y deberes), más la
correcta distribución de ventajas sociales (a través de la formulación de la justicia como
equidad).
En relación con el elemento distributivo de justicia ambiental, sostenemos que la teoría
de Rawls parece no ser suficiente para explicarlo, en la medida que solamente apunta a
un aspecto procedimental o formal de distribución, y no al contenido de la misma. No
obstante, dentro del sistema político y económico occidental, la justicia se encuentra
directamente asociada con la distribución. Autores que representan este paradigma, no
sólo Rawls, han considerado aspectos adicionales al elemento distributivo, dándoles la
categoría de condición previa o supuesto lógico pero no de objeto de estudio de la
justicia como tal. Esto significa que cuestiones como el reconocimiento o el respeto se
presuponen la distribución, y esto nos lleva a plantear la conveniencia de reformular
esta teoría a partir de las aportaciones de autores como Nussbaum o Sen.
Por lo que se refiere a las propuestas de Nussbaum, debe advertirse que tampoco ella se
refiere a la noción de justicia ambiental, aunque si se pueden extraer de su obra algunas
ideas que permiten valorar el encaje de la protección de los recursos naturales, que es el
aspecto más cercano a la idea de medio ambiente al que se alude. A grandes rasgos,
puede señalarse que la principal diferencia entre ambos autores estriba en la concepción
de Rawls de la naturaleza como bien indivisible y, por lo tanto no sometido a
66
distribución desigual, porque no puede ser pensado en términos distributivos, a
diferencia de Nussbaum. Ella parte de los caracteres y presupuestos de la noción de
justicia que aporta Rawls para construir su teoría sobre las capacidades humanas
básicas, y entre estas incluye la capacidad octava que define como la capacidad para
vivir una relación próxima y respetuosa con los animales, las plantas y el mundo
natural. A diferencia de Rawls, Nussbaum no entiende el medio ambiente como un bien
primario, por lo que lo concibe como un recurso que contribuye a la garantía de las
capacidades y sí puede ser objeto de distribución. En otras palabras, de su tesis se deriva
un cambio en la percepción de la idea de justicia rawlsiana, de forma tal que permite
considerar los recursos naturales como el medio en el que desarrollar las capacidades y
también como espacio/objeto sujeto a redistribución de acuerdo con su enfoque.
Nussbaum mantiene de nuevo esta noción de la naturaleza cuando aborda la justicia
global. Para ella el análisis de la realidad internacional debe partir de una concepción
política de la equidad y la justicia que se inspire en principios, normas y la práctica
social. Por esta misma razón, las tesis de Nussbaum son más cercanas a las de Sen al
tener en cuenta el contexto social en el que deben regir las estructuras básicas de la
sociedad y los principios de justicia. Asimismo, para explicar su enfoque de las
capacidades alude a las tesis de Beitz y Pogge, para valorar al enfoque contractualista
sostenido por Rawls e insistir en el sujeto como centro de la teoría de la justicia, lo que
se aleja de un modelo de justicia ambiental en el que el medio ambiente y los recursos
naturales sean algo más que el escenario donde los seres humanos desarrollen sus
capacidades y no esté sujeto a redistribución.
Finalmente, se ha recurrido al enfoque comparativo de la idea de justicia de Sen para
explicar su revisión de la teoría de la justicia rawlsiana a través de una visión
aproximativa y no trascendental de la misma, lo que le hace sostener una imparcialidad
abierta y presentar su propuesta de las capacidades frente al enfoque de los recursos a
los bienes primarios. De este modo para Sen la concepción de Rawls es una concepción
abstracta de la justicia, pues se basa sólo en la necesidad imperiosa de identificar una
fórmula “perfecta” de la justicia, lo que simplemente exigiría el diseño de las
instituciones que llevaran a la sociedad a ese estado ideal. No obstante, para él este
ejercicio es ineficaz principalmente por dos motivos. Primero, porque entiende que
puede haber más de una concepción de la justicia que pueda ser razonable, por lo que no
es tan evidente que pueda alcanzarse un acuerdo sobre los principios de justicia ni con
67
el hipotético experimento del “velo de la ignorancia”. Segundo, porque una concepción
de la justicia no ayudaría a saber qué es más justo si comparamos dos dimensiones o
aspectos distintos o no susceptibles de comparación.
En cuanto a la solución del igualitarismo liberal de Rawls, sobre la igualdad en el
acceso a los bienes primarios, Sen plantea algunos riesgos en los que puede caer la
imparcialidad defendida por el primero, promoviendo formulaciones que permiten un
horizonte más comprehensivo que el de Rawls, que a su vez sea más comprometido con
la justicia global, como también sugiere Nussbaum. Asimismo, Sen confronta sus
propuestas con las de otros autores como Nozick y Dworkin, y considera insuficientes
las tesis del liberalismo igualitario, así como del utilitarismo (siendo ambas fuente de
inspiración para él), incorporando a su pensamiento elementos fundamentales que según
él deben estar presentes en la elección social. Entre ellas, la “agencia de las personas” y
las dificultades para objetivar la utilidad, el bienestar o la felicidad utilitarista. De ahí
que su teoría de la elección social opta por atender los contextos y las situaciones
sociales que determinan las opciones que maximizan las oportunidades reales de las
personas y minimizan las injusticias. Por este motivo se afirma que el suyo es un
enfoque centrado en las aspiraciones que desean y pueden vivir las personas. En
definitiva, para Sen las teorías liberales de la justicia que somete a consideración
merecen ser reconocidas por haber puesto en el debate público la idea de justicia, pero
no dan respuesta a los retos a los que debería en el contexto actual, como son la
globalización, la diversidad o los derechos humanos en general.
Como se ha explicado a lo largo del trabajo, dentro de la concepción de la justicia de
Rawls, y siguiendo a Gargarella (1999), la autonomía del individuo para escoger fines y
propósitos particulares es un valor absoluto. El individuo consigue un estatus de
superioridad y de independencia, que lo mantiene separado de otros como él y de su
comunidad. El Estado es neutral y su principal función es la defensa prioritaria y
privilegiada de los derechos, bajo el entendido de que considerar las preferencias
individuales contribuye con el bien común. Dado que los individuos preexisten a
cualquier forma de organización social, ellos de manera particular son más importantes,
que los grupos a los que pudieran pertenecer, puesto que son seres independientes y
separados entre sí, que deben ser protegidos frente a cualquier imposición. Debido a que
el ámbito de la moral privada es de incumbencia exclusiva de los individuos, el Estado
no está llamado a intervenir en ella. En este marco, lo justo hace referencia a la atención
68
que se debe prestar a los individuos más desaventajados, como una cuestión asistencial,
pero que en ningún modo involucra la moral o la justicia como un deber o
responsabilidad.
Sobre este modelo de justicia se ha criticado, como hace entre otros Cortes Rodas
(2010), la imposibilidad llegar a una distribución equitativa de los bienes sociales
esenciales que asegure el desarrollo de las capacidades básicas en el marco de la
garantía de los derechos humanos, sin la realización de cambios estructurales en el
sistema de relaciones de poder del sistema económico imperante en la sociedad
occidental actual; y se advierte que, de continuar en las mismas condiciones, sólo se
lograrían minúsculos avances en el bienestar social de algunos individuos, pero la no
equidad y la pobreza continuarían reproduciéndose en escala global de manera
vertiginosa. De acuerdo con este autor, mantener el sistema económico actual sin
cambios en su estructura implica seguir fortaleciendo la idea de que las desigualdades
económicas, no solo entre individuos sino también entre países pobres y ricos, no son en
sí mismas una injusticia, sino que simplemente constituyen una llamada de atención a
los países ricos para que desplieguen una respuesta de carácter humanitario frente a esta
situación, pero sin necesidad de que admitan que se requiere de una reestructuración del
modelo político y productivo a nivel internacional. Por ejemplo, prácticas de comercio
ecológicamente desigual aumentan la pobreza estructural de los países más pobres
porque deterioran sus territorios y disminuyen sus fuentes de recursos no renovables,
bajo supuestos beneficios económicos dados en su calidad de exportadores.
En tales circunstancias, la justicia se limitaría a restablecer el equilibrio de las
condiciones socioeconómicas de los más pobres, para que no tengan que soportar de
manera desproporcionada la desigualdad socioeconómica del sistema de producción
imperante. En términos ambientales, bajo este enfoque, la justicia consiste por un lado,
en la distribución equitativa tanto de la contaminación ambiental, como del deterioro de
los bienes ambientales y por otro, en el acceso ponderado a los bienes y servicios
ambientales, que quedan después del consumo desmesurado de quienes tienen el poder
de la acumulación. Se estaría ante una visión de la justicia ambiental dentro de la cual,
la justicia es la igualdad referente a la distribución mejor de algún bien o mal
determinado sin más consideraciones. Tal concepción de justicia ambiental, también
permitiría que se incluyeran como parte de su desarrollos, todas aquellas prácticas
tendientes a distribuir equitativamente entre toda la humanidad, las contaminaciones y
69
erosiones producidas en diversas partes del mundo, y que fuera plenamente válido, que
a todos les correspondiera una porción de aquello, más allá de si se tuvo o no, algún tipo
de responsabilidad en su producción. Todo con base en una especie de solidaridad, que
como se observa en casos como el de los acuerdos realizados en el Protocolo de Kioto,
permite compartir la responsabilidad por la contaminación y el deterioro de los bienes
naturales, a través de mecanismos comerciales que aparentan una transacción equitativa
y justa, entre quienes contaminan y quienes, por estar relegados en la carrera por el
desarrollo, no tienen más opción que negociar con sus bienes naturales.
Desde este panorama podría enmarcarse en el ámbito de la justicia ambiental, todo
aquello que busque el restablecimiento de equilibrios relacionados con la distribución
de los bienes, servicios, cargas y riesgos ambientales, en un tiempo y espacio específico,
dentro del cual se desarrolle la vida de una determinada población, visión que por
supuesto, no se identifica exactamente con las necesidades reales, frente a las que el
concepto bajo estudio pretende presentarse como respuesta.
La teoría liberal de la justicia, en su perspectiva económica, enfrenta críticas que
señalan que cualquier intento por resolver la crisis de la justicia amenaza con agravar la
crisis de la naturaleza y cualquier intento por aliviar la crisis de la naturaleza amenaza
agravar la crisis de la justicia social, en el marco del concepto tradicional de desarrollo.
Fenómenos como el de reducción de emisiones de dióxido de carbono, ocurrido como
consecuencia de la crisis económica en países industrializados a la que se refiere
Martínez Alier (2008), no serían un avance suficiente frente a la lucha contra la
contaminación del aire y el calentamiento climático global, si se tiene en cuenta que a
cambio, miles de personas han perdido la posibilidad de satisfacer sus necesidades
básicas. Desde ese enfoque la teoría liberal de la justicia entendida en su forma
convencional, es insuficiente a los fines y a las necesidades ambientales.
No obstante, las soluciones frente a la crisis de la justicia social y la crisis de la
naturaleza, pueden darse al interior del paradigma liberal previa modificación del
modelo de desarrollo. De este modo se ha considerado necesario por parte de la doctrina
encontrar un modelo alternativo más allá del desarrollo sostenible. Para Sachs y
Santarius (2007: 166) el principio de la diferencia sustentado por la teoría liberal de la
justicia, cuyo objetivo es evitar tratar a los desiguales como iguales, constituye una
herramienta de doble filo en cuanto se refiere a la distribución de recursos, ya que es
70
“una condena de la distribución de recursos existente en la actualidad, pues difícilmente
se puede afirmar que la drástica desigualdad que caracteriza el espacio ambiental mejore
la situación de los menos favorecidos”. De acuerdo con estos autores, la aplicación del
principio de diferencia a favor de la solución a los problemas de pobreza de la
humanidad actualmente no es una prioridad, en ningún tipo de negociación global.
Siguiendo a Nussbaum y Sen, una teoría de la justicia contemporánea debe integrar las
nuevas necesidades y las nuevas soluciones que exigen las actuales circunstancias, sin
abandonar la lucha contra los tradicionales polos de injusticia en donde se pretenden
reivindicaciones de género, económicas, políticas y por el territorio. Debe ampliar el
ámbito de su aplicación no solo en términos temporales y territoriales, sino también en
términos de la eliminación de la consideración de la naturaleza como un objeto, para
transformarla en un nuevo sujeto de justicia.
Por tanto el nuevo objeto de la justicia, debe pasar de ser el sujeto humano individual en
el marco de una dimensión espacio-temporal limitada a su generación y a su lugar de
origen, para llegar a ser, el sujeto que vive como parte de una cadena en la que el
respeto y el reconocimiento por su función vital, sin límites generacionales o fronterizos
va más allá de su pertenencia a la especie humana.
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