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NW London - juanpemoon.files.wordpress.com · La ceniza cae flotando al jardín de abajo, luego viene la colilla, por fin el paquete. Arma más jaleo que los pájaros y los trenes

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Zadie Smith

NW

LONDON

Traducción del inglés de

Javier Calvo

Ilustración de la cubierta: Elsa Suárez Girard

Copyright © Zadie Smith, 2012

Copyright de la edición en castellano ©Ediciones Salamandra, 2013

El editor agradece la autorización parareproducir los siguientes extractos:

«Willesden Green» Letra y música: RaymondDouglas Davies © 1971.

Reproducido con permiso de EMI MusicPublishing Ltd, London W1F 9LD

«Village Green Preservation Society» Letra ymúsica: Raymond D. Davies © Copyright by

Davray Music Ltd./Carlin Music Corp.(Administrado por Warner/Chappell Music

Spain, S.A.)

Reservados todos los derechos. Ningúnfragmento de la presente publicación podrá ser

reproducido, almacenado en un sistema quepermita su extracción, transmitido o comunicado

en ninguna forma ni por ningún medio, sin elprevio consentimiento escrito del editor, ni enforma alguna comercializado o distribuido en

ningún tipo de presentación o cubierta distintosde aquella en que ha sido publicada, ni sinimponer condiciones similares, incluida la

presente, a cualquier adquirente.

Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.

Almogávers, 56, T 2a - 08018 Barcelona - Tel.93 215 11 99

www. salamandra, info

ISBN: 978-84-9838-555-7

Depósito legal: B-26.160-2013

Ia edición, noviembre de 2013

Printed in Spain

Impresión: Romanyá-Valls, Pl. Verdaguer, I

Capellades, Barcelona

Para Kellas

Cuando Adán cavaba y Eva hilaba,

¿la hidalguía dónde estaba?

JOHN BALL

visitación

1

Un sol orondo se entretiene en lospostes telefónicos. La pinturaantivándalos se vuelve sulfurosasobre las farolas y las verjas de lasescuelas. En Willesden la gente vadescalza, las calles se vuelveneuropeas, hay obsesión por comerfuera. Ella se queda a la sombra.Pelirroja. Por la radio: soy la únicaautora del diccionario que medefine. Buena frase: apúntala en eldorso de la revista. En una hamaca,

en el jardín de un bajo. Con cercaspor todos los lados.

Cuatro jardines más allá, en losbloques, una chica desabrida legrita improperios a nadie desde latercera planta. Kilómetros debalcones. De eso nada. Que no, quede eso nada. No empieces. Pitilloen mano. Carnosa, rubicunda comouna langosta.

Soy la única

Soy la única autora

El lápiz no deja huella en laspáginas de revista. Ha leído enalguna parte que el papel satinadoprovoca cáncer. Todo el mundosabe que no debería hacer tantocalor. Flores marchitas ymanzanitas amargas. Pájaros quecantan sus canciones antes detiempo en los árboles que no lescorresponden. ¡Que no empieces,coño! Levanta la vista: la barrigaquemada de la chica descansa sobrela barandilla. Tal como Michelsuele decir: no todo el mundo puede

estar invitado a la fiesta. Por lomenos en este siglo. Una opinióncruel: ella no la comparte. En elmatrimonio no se comparte todo.Sol amarillo alto en el cielo. Cruzazul sobre un palito blanco, claro,definitivo. ¿Qué hacer? Michel estátrabajando. Sigue trabajando.

Soy la la única

La ceniza cae flotando al jardín deabajo, luego viene la colilla, por finel paquete. Arma más jaleo que lospájaros y los trenes y el tráfico. La

única señal de cordura: un aparatodiminuto encajado en su oreja. Ledije: ya vale de tomarse confianzas.¿Dónde está mi cheque? Y la tíavenga a soltar chorradas. Putaconfianza.

Soy la única. La única. La única

Abre el puño y deja que el lápizruede. Se toma confianza con ellamisma. Sólo se puede oír a esachica de las narices. Por lo menos,con los ojos cerrados se ven máscosas. Manchas negras viscosas.

Bichitos que zigzaguean a todapastilla. Zig. Zag. ¿Río rojo? ¿Lagode lava en el infierno? La hamacase inclina. Los papeles caen alsuelo. Los acontecimientosmundiales y la sección inmobiliariay el cine y la música yacen en lahierba. También los deportes y lasbreves descripciones de losmuertos.

2

¡El timbre! Va dando tumbosdescalza sobre la hierba, aturdidapor el sol, soñolienta. La puerta deatrás da a una cocina minúscula conllamativos azulejos al gusto de uninquilino anterior. No estánllamando al timbre. Estánmachacándolo.

En el cristal esmerilado, un cuerpoborroso. Una colección de píxelesque no coincide con la de Michel.Entre su cuerpo y la puerta, los

tablones del suelo del pasillodorados por el reflejo del sol. Esepasillo solamente puede llevar acosas buenas. Y sin embargo hayuna mujer que llora y grita PORFAVOR. Una mujer aporrea la puertaprincipal con el puño. Cuandodescorre el cerrojo, observa cómola puerta se detiene a mediocamino, la cadenilla se tensa y unamanita se cuela por el hueco.

—POR FAVOR... oh, Dios mío,ayúdeme... por favor, señorita, que

yo vivo aquí... vivo aquí mismo,por el amor de Dios... compruébelosi quiere...

Uñas sucias. ¿Agita una factura delgas? ¿Del teléfono? La mete por laabertura, más allá de la cadena, tancerca que ella se ve obligada aecharse atrás para ver bien lo queestán enseñándole. «AvenidaRidley, 37», a la vuelta de laesquina. Es lo único que lee. Seimagina rápidamente lo que haríaMichel si estuviera allí: examinar

la ventanilla del sobre, comprobarlos datos. Pero Michel estátrabajando. Ella suelta la cadena.

A la desconocida le fallan lasrodillas y se desploma haciadelante. ¿Chica o mujer? Son de lamisma edad: treinta y tantos, más omenos en mitad de la treintena. Elllanto sacude el cuerpo menudo dela desconocida. Se tira de la ropa ygime. Una mujer suplicando quesurjan testigos de entre el público.Una mujer en zona de guerra, de pie

entre los escombros de su casa.

—¿Estás herida?

Tiene las manos en el pelo. Sucabeza choca con el marco de lapuerta.

—No, yo no, mi madre... necesitoayuda. He llamado a todas las putaspuertas... por favor. Shar... mellamo Shar. Soy de aquí. Vivo allado. ¡Compruébelo!

—Entra, por favor. Yo soy Leah.

Leah siente una lealtad tan firme aestos tres kilómetros cuadrados dela ciudad como otros a sus familiaso sus países. Sabe cómo habla lagente de por aquí, est putas de poraquí no es más que una cadencia dela frase. Se ajusta la cara paraexpresar piedad. Shar cierra losojos y asiente con la cabeza. Hacerápidos movimientos con la boca,inaudibles, hablando para sí misma.

Y le dice a Leah

—Es usted muy buena.

Su diafragma sube y baja, ahoramás despacio. Las lágrimastemblorosas amainan.

—Gracias, ¿eh? Es usted muybuena.

Las manitas de Shar se aferran a lasmanos que la sostienen. Es muymenuda. Su piel reseca tiene texturade papel, con marcas de soriasis enla frente y el mentón. Una carafamiliar. Leah la ha visto muchasveces por estas calles. Un rasgopeculiar de los barrios de Londres:

caras sin nombres. Los ojos sonimpresionantes: alrededor delcastaño oscuro se ve un blancoinmaculado, por encima y pordebajo. Un aire de avidez, deconsumir lo que ve. Pestañaslargas. Los bebés tienen el mismoaspecto. Leah sonríe. La sonrisaque recibe a cambio es inexpresiva,carece de reconocimiento. Unamueca amable. Leah es sólo labuena sa-maritana que ha abierto lapuerta y después no la ha cerrado.Shar repite: es usted muy buena, es

muy buena... hasta que el hilo deplacer que discurre por esaspalabras (desde luego hay ciertoplacer para Leah) se rompe. Leahniega con la cabeza. No, no, no, no.

Conduce a Shar hasta la cocina.Manos grandes sobre los delgadoshombros de la chica. Contempla susnalgas, que asoman por sus caídospantalones de chándal, la pequeñahendidura vellosa de su espalda,pronunciada y húmeda por el calor.La cintura diminuta que da paso a

las curvas. Leah no tiene caderas,es tan desgarbada como unmuchacho. Tal vez Shar necesitedinero. No lleva ropa limpia.Detrás de la rodilla derecha tieneun gran desgarrón en la telamugrienta. De unas chanclas mediodesintegradas asoman unos talonessucios. Huele.

—¡Un ataque al corazón! Yopreguntaba ¿se está muriendo? ¿Seestá muriendo? Total, que se lallevan en la ambulancia y no me

dicen ni pío. Tengo tres crios solosen casa... me toca ir al hospital... yencima me vienen con que vaya encoche. ¡Si yo no tengo coche! Leshe pedido ayuda... nadie ha movidoun puto dedo.

Leah la agarra de la muñeca, lasienta en una silla junto a la mesade la cocina y le pasa un rollo depapel. Vuelve a poner las manos ensus hombros. Tienen las frentes apocos centímetros de distancia.

—Lo entiendo, tranquila. ¿Qué

hospital?

—Es como... no lo he apuntado... enMiddlesex o... bastante lejos.Exactamente no lo sé.

Leah le estrecha las manos.

—Mira, yo no sé conducir, pero...

Echa un vistazo al reloj. Las cincomenos diez.

—Si te esperas, no sé, veinteminutos... Si lo llamo ahora, quizá...

o tal vez un taxi...

Shar aparta las manos. Se aprietalos ojos con los nudillos,respirando hondo: el pánico hapasado.

—Debo ir allí... no tengo elnúmero, no tengo nada, ni dinero...

Shar se arranca un padrastro delpulgar derecho con los dientes. Unpunto de sangre surge y se contiene.Leah vuelve a cogerla de lasmuñecas. Le saca los dedos de la

boca.

—¿Tal vez el Middlesex? Puedeque sea el nombre del hospital, nodel sitio. El que está por Acton,¿no?

La chica tiene un rostro aletargado,lento. Parece tocada, como dicenlos irlandeses. Es posible que estéalgo tocada de la cabeza.

—Sí... puede ser... no, sí, esemismo. El Middlesex. Ese mismo.

Leah se endereza, coge un teléfonode su bolsillo trasero y marca unnúmero.

—VENDRÉ MAÑANA.

Leah asiente con la cabeza y Sharcontinúa, sin concesión alguna a lallamada telefónica.

—SE LO PAGARÉ. MAÑANA COBRO,¿VALE?

Leah sigue con el teléfono pegado ala oreja, sonríe y asiente, da sudirección. Hace el gesto de tomar

una taza de té. Pero Shar estámirando las flores del manzano. Seenjuga las lágrimas de la cara conla tela de su inmunda camiseta. Suombligo es un nudo bien prieto aras del estómago, como un botóncosido en un diván. Leah recita sunúmero de teléfono.

—Ya está.

Se vuelve hacia el aparador, cogela tetera con su mano libre y lasuelta porque esperaba queestuviese vacía. Se derrama un

poco de agua. Deja la tetera en sulugar y permanece inmóvil dando laespalda a la chica. No hay ningúnsitio natural para sentarse oquedarse de pie. Delante de ella,sobre la larga repisa que seextiende por la habitación, algunosde los objetos de su vida: fotos,figuritas, una parte de las cenizas desu padre, jarrones, plantas, hierbas.En el reflejo de la ventana, Sharsube los piececitos al asiento de susilla y se coge los tobillos. Laemergencia inicial era una situación

menos incómoda y más natural queesto. No es éste el país másindicado para ofrecerle té a unaextraña. Las dos intercambian unasonrisa en el cristal. Hay buenavoluntad. No hay nada que decir.

—Voy por tazas.

Leah va describiendo todas susacciones. Abre el armario. Estálleno de tazas; tazas sobre tazassobre tazas.

—Qué casa más bonita.

Leah se vuelve demasiado deprisa,hace gestos superfluos con lasmanos.

—No es nuestra... estamos dealquiler... nosotros sólo tenemosesta parte... arriba hay dos pisos. Eljardín es compartido. Es deprotección oficial, así que...

Pone a calentar el agua para el témientras Shar mira alrededor. Conel labio inferior adelantado yasintiendo suavemente con lacabeza. Con ademán apreciativo,

como un agente inmobiliario. Porfin llega a Leah. ¿Qué debe de ver?Camisa a cuadros de franelaarrugada, vaqueros cortosdeshilachados, piernas pecosas,pies descalzos... alguien absurdo,tal vez una zángana, una mujer sinoficio ni beneficio. Leah se cruzade brazos.

—Para ser de protección está bien.¿Tiene muchos dormitorios y eso?

El labio le cuelga. La hace un pocogangosa. Shar tiene algo en la cara,

Leah se da cuenta, se avergüenza dedarse cuenta y desvía la mirada.

—Dos. El segundo es un cuchitril.Lo usamos más bien para...

Shar, mientras tanto, está hurgandoen algo completamente distinto; hatardado más que Leah, pero ya hallegado, las dos están en el mismositio. Señala la cara de Leah con undedo.

—Espera... ¿Tú fuiste a la Brayton?—Da un brinco en su silla.

¿Eufórica? Debe de haber un error—. Te juro que mientras hablabaspor teléfono he pensado: yo laconozco. ¡Fuiste a la Brayton!

Leah arrima el trasero a la encimeray le da sus fechas. Shar seimpacienta con la cronología.Quiere saber si Leah recuerdacuando se inundó el ala de ciencias,cuando a Jake Fowler le metieronla cabeza en un torno de banco. Yen relación con esas coordenadas,como si fueran alunizajes o

defunciones de presidentes, ambassitúan sus tiempos.

—Pues yo iba dos años por debajo.¿Cómo has dicho que te llamas?

Leah forcejea con la dura tapa deuna lata de galletas.

—Leah. Hanwell.

—Leah. Y fuiste a la Brayton.¿Sigues viéndote con alguien deallí?

Leah menciona una serie denombres, cada uno con su biografíacondensada. Tamborileaacompasadamente sobre la mesa.

—¿Llevas mucho tiempo casada?

—Demasiado.

—¿Quieres que llame a alguien? ¿Atu marido?

—No, qué va... anda por ahí. Llevodos años sin verlo. Era un canalla.Un tío violento. Tenía rollos raros.

Tenía muchos problemas, en lacabeza y tal. Me rompió el brazo,me rompió la clavícula, me rompióla rodilla, me rompió la puta cara.Jo, la verdad es que...

Lo siguiente lo dice a modo deaparte frívolo, con una risitaentrecortada, y resultaincomprensible.

—El tío me violaba y todo... erapeligroso. Ya ves...

Shar se levanta de su silla y camina

hasta la puerta de atrás. Echa unvistazo al jardín, al céspedamarillento y reseco.

—Lo siento mucho.

—¡Si no es culpa tuya! Es lo quehay.

La sensación de sentirse absurda.Leah se mete las manos en losbolsillos. La tetera chasquea.

—La verdad, tía, te mentiría sidijera que ha sido fácil. Ha sido

duro. Pero bueno. Me salí, ¿sabes?Estoy viva. ¡Con tres crios! El máspequeño tiene siete. O sea que algobueno saqué, ¿me entiendes?

Leah asiente mirando la tetera.

—¿Tienes hijos?

—No. Una perra, Olive. Está encasa de mi amiga Nat. Nata-lieBlake. Bueno, en el instituto sellamaba Keisha. Ahora Natalie deAngelis. Iba a mi clase. Llevaba unpeinado afro así, enorme... —Leah

representa un hongo atómico con lasmanos detrás de la cabeza.

Shar frunce el ceño.

—Sí, la recuerdo. Una engreída.Una de esas negras blanqueadas. Secreía que era no sé qué. —Unaexpresión de frío desdén le cruza lacara.

Leah sigue hablando.

—Ella sí que tiene hijos. Vive ahímismo, en la zona pija, junto al

parque. Ahora es abogada. Oletrada. ¿Cuál es la diferencia?Quizá ninguna. Tienen dos hijos.Sus niños quieren mucho a Olive) laperra se llama Olive.

Sólo va soltando frases, una trasotra, sin parar.

—De hecho, estoy embarazada.

Shar se apoya en el cristal de lapuerta. Cierra un ojo y mira conatención el vientre de Leah.

—Estoy de poco. Muy poco. Dehecho, me he enterado esta mañana.

De hecho de hecho de hecho. Sharse toma la revelación con calma.

—¿Es niño?

—No; es que... todavía no sé nada.—Leah se ruboriza, no teníaintención de mencionar un asuntotan delicado e inconcluso.

—¿Lo sabe tu hombre?

—Me he hecho la prueba estamañana. Justo antes de que llegarastú.

—Reza por que sea niña. Los niñosson un infierno.

Shar tiene un aspecto sombrío.Esboza una sonrisa satánica. Negrasencías le rodean los dientes. Seacerca a Leah y le pone las manosen el vientre.

—Déjame sentirlo. Yo adivinocosas. Da igual que estés de poco.

Ven. No te voy a hacer daño. Escomo un don. Mi madre era igual.Ven aquí.

Agarra a Leah y tira de ella haciadelante. Leah se deja llevar. Sharvuelve a ponerle las manos en elvientre.

—Va a ser niña, fijo. Y encimaescorpio, de las que dan másguerra. Una corredora.

Leah se ríe. Nota que empieza aacumularse calor entre su vientre

pegajoso y las manos sudorosas dela chica.

—¿Como una atleta?

—No... de las que se escapan.Vamos, que no vas a poder quitarleel ojo de encima ni un segundo.

Shar baja las manos y elaburrimiento vuelve a vaciarle laexpresión. Se pone a hablar decosas. Todo es igual. Leah o el té olas violaciones o los dormitorios oel ataque al corazón o la escuela o

quién ha tenido un bebé.

—Esa escuela... era una mierda,pero la gente que estudió allí... unoscuantos se lo han montado bien,¿verdad? Por ejemplo Calvin... ¿teacuerdas de Calvin?

Leah sirve el té y asiente convehemencia. No se acuerda deCalvin.

—Pues tiene un gimnasio enFinchley Road.

Leah remueve el té, una bebida quenunca toma, menos aún con estetiempo. Ha apretado demasiado labolsita con la cucharilla. Losbordes se rompen y las hojastrituradas se esparcen.

—No es que lo lleve él... es que esel dueño. A veces paso por allí.Nunca pensé que el pobre Calvinsentaría cabeza. Siempre iba conJermaine, Louie y Michael. Unapanda chunga... Ya no los veo. Alláellos con sus marrones. Al que sigo

viendo es a Nathan Bogle. Antesveía a Tommy y a James Haven,pero hace tiempo que no. Bastantetiempo.

Shar sigue hablando. La cocina seladea y Leah se agarra al aparadorpara no perder el equilibrio.

—Perdón, ¿cómo dices?

Shar frunce el ceño, habla sinquitarse de la boca el pitilloencendido.

—Digo que si me pones ese té quedecías.

Juntas parecen viejas amigas en unanoche de invierno sujetando lostazones con ambas manos. La puertaestá abierta, también las ventanas.No corre ni una gota de aire. Leahse despega la camisa de la piel. Seabre un respiradero y el aire secuela. El sudor estancado debajo decada pecho ha dejado su rastrovergonzoso en el algodón.

—Yo conocía... o sea...

Leah insiste en esa vacilaciónfingida y contempla lasprofundidades de su tazón, peroShar no está interesada; golpetea elcristal de la puerta y habla almismo tiempo que ella.

—Sí, has cambiado desde elinstituto, está claro. Ahora se te vemejor, ¿eh? Eras toda pelirroja yhuesuda. De pies a cabeza.

Leah sigue siendo ambas cosas.Deben de ser los demás quienes hancambiado, o tal vez la época

misma.

—Pero te va bien. ¿Cómo es que noestás en el trabajo? ¿A qué me hasdicho que te dedicas?

—He avisado de que estabaenferma. No me encontraba bien.Hago trabajo administrativo,básicamente. Es por una buenacausa. Repartimos dinero. De lalotería, a organizaciones benéficas,organizaciones sin ánimo de lucro...pequeñas organizaciones de lacomunidad local que necesitan...

No están escuchando su propiaconversación. La chica del bloquede pisos sigue gritando en subalcón. Shar niega con la cabeza ysilba. Le dedica a Leah una miradade solidaridad vecinal.

—Puta gorda idiota.

Leah traza con el dedo unmovimiento de caballo de ajedrez apartir de la chica. Dos pisos haciaarriba y una ventana a la derecha.

—Yo nací justo ahí.

Desde allí hasta aquí, un viaje máslargo de lo que parece. Este detallelocal retiene el interés de Shardurante un segundo. Luego aparta lavista tirando la ceniza del cigarrilloal suelo de la cocina, aunque lapuerta está abierta y la hierbaapenas a medio metro. Sí,probablemente es corta de luces yquizá algo bruta; o bien estátraumatizada, o tiene la cabeza enotra parte.

—A ti no te ha ido mal. Vives bien.

Lo más seguro es que te sobrenamigos para salir de juerga losviernes y todo eso.

—La verdad es que no.

Shar suelta una brusca bocanada dehumo por la boca y hace un ruidolastimero asintiendo una y otra vezcon la cabeza.

—Menuda calle de estirados. Eresla única que me ha dejado entrar.Los demás no te echan una mano nique la estés palmando a medio

metro de ellos.

—Tengo que ir arriba. A cogerdinero para el taxi.

Leah lleva dinero en el bolsillo.Una vez arriba, entra en lahabitación más cercana, el aseo,cierra la puerta, se sienta en elsuelo y llora. Levanta un pie hastadesencajar el papel higiénico de susoporte y tirarlo al suelo. Estáhaciéndolo rodar hacia ella cuandosuena el timbre.

—¡PUERTA! ¡PUERTA! ¿ABRO?

Leah se alza y trata de quitarse larojez en el estrecho lavabo.Encuentra a Shar en la entradafrente a un estante lleno de libros dela universidad; está pasando undedo por los lomos.

—¿Te los has leído todos?

—No, qué va. Ultimamente no tengotiempo.

Leah coge la llave, que está en el

estante del medio, y abre la puertaprincipal.

Nada tiene sentido. El taxista, depie junto a la verja, hace un gestoque ella no entiende, señala unextremo de la calle y echa a andar.Shar lo sigue. Leah lo sigue. Leahestá adquiriendo una nuevadocilidad.

—¿Cuánto te hace falta?

En la cara de Shar aparece unasombra de pena.

—¿Veinte? Treinta... es más seguro.

Fuma sin manos expulsando elhumo por una comisura de la boca.

La espuma desquiciada de loscerezos en flor. Michel aparece porun pasadizo rosado, camina por laotra acera de la calle. Muyacalorado, la cara sudorosa. De labolsa le asoma la toalli-ta que llevapara los días como hoy. Leahlevanta un dedo para indicarle quese detenga y espere. Señala a Shar,aunque ésta queda oculta por el

coche. Michel es miope; mira haciaellas con los ojos entornados, separa, esboza una sonrisa tensa, sequita la chaqueta y se la echa sobreel brazo. Leah ve que se estápellizcando la camiseta, intentaeliminar los restos de su jornada:una miríada de pelitos cortados adesconocidos, unos rubios y otroscastaños.

—¿Quién es ése?

—Michel, mi marido.

—¿Tiene nombre de chica?

—Francés.

—Pues es guapo... ¡Vaya bebés másguapos vais a tener!

Shar le guiña un ojo: una grotescacompresión en un costado de sucara. Tira el cigarrillo y sube altaxi dejando la portezuela abierta.El dinero sigue en la mano de Leah.

—¿Es de por aquí? Lo tengo visto.

—Trabaja en la peluquería, la quehay al lado de la estación... Es deMarsella... es francés. Lleva aquítoda la vida.

—Pero africano.

—De origen. Oye, ¿quieres quevaya contigo?

Shar se queda callada un momento.Luego sale del coche y coge la carade Leah con ambas manos.

—Eres una buena persona, de

verdad. El destino me ha traído a tupuerta. ¡En serio! Eres una personaespiritual. Hay algo espiritualdentro de ti.

Leah aprieta la manita de Shar y serinde a un beso. Shar abreligeramente la boca sobre sumejilla para el gra y la cierra conel cias. Como respuesta, Leah dicealgo que nunca ha dicho en su vida:que Dios te bendiga. Se separan.Shar retrocede torpemente y sevuelve hacia el coche, que está a

punto de irse. Leah le embute eldinero en la mano con firmedeterminación. Pero la grandeza dela experiencia ya amenaza condiluirse en lo convencional, en loanecdótico: sólo treinta libras, sólouna madre enferma; ni un asesinatoni una violación. No hay nada quesobreviva a su propio relato.

—El tiempo se ha vuelto loco.

Shar usa su pañuelo para secarse elsudor de la cara y evita mirar aLeah.

—Mañana me paso y te devuelvo eldinero. Te lo juro por Dios, ¿vale?Gracias, en serio. Hoy me hassalvado.

Leah se encoge de hombros.

—No, no seas así, te lo juro.Vendré, en serio.

—Solamente espero que se pongabien. Tu madre.

—Mañana, ¿vale? ¡Y gracias!

La puerta se cierra. El taxi se aleja.

3

A todo el mundo le parece obviomenos a Leah. Para su madre esobvio.

—¿Cómo te has vuelto tan boba?

—Parecía desesperada. Lo estaba.

—Yo sí que estaba desesperada enGrafton Street, y también enBuckley Road. Todos estábamos

desesperados. Pero no íbamos porahí robando.

Suspiro de tristeza estática. Leah selo imagina muy bien: el flequillocano que se alborota, el bustofloreado que se eleva. Su madre seha convertido en una lechuzairlandesa de estupendo plumaje.Todavía en Willesden, posada aperpetuidad.

—¡Treinta libras! Treinta libraspara un taxi al Middlesex. Nocuesta tanto ni a Heathrow. Si vas a

regalar el dinero, ya podrías aflojaralgo en esta dirección.

—Puede que vuelva.

—¡Antes que ella volverá elmismísimo Jesucristo! Este fin desemana anduvieron dos por aquí.Las vi venir calle abajo, llamando alos timbres. Las reconocíenseguida. El crack. ¡Qué asco devicio! Las veo por el barrio cadadía, cerca de la estación. JennyFowler, la que vive en la esquina,le abrió la puerta a una. Me contó

que iba drogada hasta las cejas.¡Treinta libras! Eso te viene de tupadre. Nadie que lleve mi sangrepicaría con una idiotez semejante.¿Qué te ha dicho tu Michael?

Al final resulta menos fastidiosoadmitir el Michael que oír ese Mi-sheel circulando por la boca comoel sabor de algo turbio.

—Dice que soy idiota.

—Bueno, es que lo eres. Su genteno se deja engañar con tanta

facilidad.

Todos ellos son nigerianos, todos,da igual que sean franceses oargelinos: son nigerianos; paraPauline toda África es básicamenteNigeria, esos taimados nigerianosque en Kilburn son ahora losdueños de todas las cosas que anteseran de los irlandeses, y cincoenfermeras de su equipo sonnigerianas, no irlandesas comoantes; o por lo menos Pauline lasconsidera nigerianas, y no hay

ningún problema con ellas siemprey cuando no les quites la vista deencima. Leah pone el pulgar sobresu alianza. Empuja el aro confuerza.

—Quiere ir a buscarla.

—¿Y por qué no? Te ha robado unagitana en la puerta de tu propiacasa, ¿no?

Todo lo traduce a sus términos.

—No. Del Subcontinente.

—La India, quieres decir.

—De esa zona. Segundageneración. Inglesa, por comohablaba.

—Ya veo.

—¡Me recordaba del instituto! ¡Yestaba llorando ante mi puerta!

Otra tristeza estática.

—A veces creo que es porque sólote tuvimos a ti. Si hubiéramos

tenido más hijos podrías haberaprendido más sobre la gente ycómo es en realidad.

Da igual por dónde empiece Leah,Pauline siempre regresa a esepunto. Se repasa toda la historia: deDublín a Kilburn, la rareza de unaprotestante que ahueca el ala,cuando la mayoría era del otrobando. Iba para enfermera, o sea,igual que el resto de las muchachas.Coqueteó con los chicos O’Rourke,los albañiles, pero quería algo

mejor, con aquel pelo rojizo yaquellos rasgos tan bellos y sutítulo de comadrona. Pero esperódemasiado. Ya en el ocaso anidócon un viudo silencioso, un inglésque no bebía. Los O’Rourketerminaron vendiendo materiales deconstrucción, con la mitad deKilburn High Road en el bolsillo. Acambio de eso ella habríaaguantado alguna borrachera.Gracias a Dios, supo reciclarse(radiología). Si no, ¿dónde estaríaahora? Esta historia, antes

racionada y ofrecida unas cuantasveces al año, irrumpe ahora entodas las conversacionestelefónicas, incluida la presente,que no tiene nada que ver conPauline. El tiempo se estácontrayendo para su madre, ya lequeda poco trecho por delante.Quiere comprimir el pasado,convertirlo en algo lo bastantepequeño para llevarlo consigo. Yescucharla es la tarea de la hija.Pero a ella no se le da bien.

—¿Eramos demasiado viejos? ¿Túte sentías sola?

—Mamá, por favor.

—Sólo digo que habrías llegado aentender mejor la naturalezahumana. Y a propósito, ¿algunanoticia por ese lado?

—¿Por qué lado?

—Por el lado nietos. Por el ladodel reloj biológico.

—Sigue avanzando.

—Bueno. No te preocupes mucho,cielo. Será cuando tenga que ser.¿Anda por ahí Michael? ¿Puedohablar con él?

Entre Pauline y Michel no hay nadamás que desconfianza ymalentendidos, salvo cuando seproduce ese prodigiosoalineamiento, antes excepcional yahora cada vez más frecuente, en elque Leah se ha comportado comouna idiota y por tanto propicia una

rápida alianza entre enemigosnaturales. Pauline descompuesta yarrebolada diciendo palabrotas.Michel exhibiendo su pequeño ylaboriosamente ganado repertoriode co-loquialismos, el tesoro detodo emigrante: a fin de cuentas, túya me entiendes, para acabarlo dearreglar, y yo voy y le digo, cojo yle suelto, ésa sí que es buena, deeso me tengo que acordar.

—Es increíble. Ojalá hubieraestado yo, Pauline, te lo digo en

serio. Ojalá hubiera estado yo.

Leah sale al jardín para no oír laconversación. Ned, el vecino dearriba, está en la hamaca de ella,que es comunitaria y por tanto no essu hamaca. Ned disfrutando de lahierba bajo el manzano. Con lamelena leonina ya entrecana yrecogida con una innoble gomaelástica. Sobre el vientre tieneapoyada una vetusta Leica a laespera de que se ponga el sol enNW, la zona noroeste, porque los

atardeceres son extrañamentevistosos en esta parte del mundo.Leah se acerca al árbol comunitarioy hace la señal de la victoria.

—Cómprate tu maría.

—Ya no fumo.

—Está claro.

Ned le pone un porro entre losdedos extendidos. Ella da una fuertecalada, implacable con la garganta.

—Dosifícate, que es afgana.¡Psicotrópica!

—Ya soy mayorcita.

—Hoy a las seis y veintitrés. Cadavez llega más tarde.

—Hasta que llega más temprano.

—Muy aguda.

Ned encuentra filosofía en casi todolo que le dice Leah, por anecdóticoo banal que parezca. Es un porrero

impenitente y el tiempo se coagulaen torno a él. Estira el alcance delas cosas más simples. A Leah le dala impresión de que tieneveintiocho años desde que seconocieron hace diez.

—Eh, ¿ha vuelto tu visitante?

—Qué va.

El episodio va a contrapelo de sunaturaleza optimista. Leah lo vebuscar sin éxito una historiaadecuada.

—-Justo a tiempo. Una hermosura.

Leah levanta la vista. El cielo se havuelto rosa. Las aerovías deHeathrow lo rayan de blanco.Michel se lo está pasando bien enla cocina.

—Esa sí que es buena. De eso metengo que acordar. ¡Dios bendito!

4

El joven sij está aburrido. Le goteasudor del turbante. Baja la vistahacia el mostrador de su padre,donde un puñado de calderillaintenta llegar para un paquete dediez Rothmans. Un ventiladorbarato zumba inútilmente. Leahtambién está aburrida mirandocómo Michel estruja bollos quenunca le gustarán, que nunca serántan buenos como los franceses.

Porque están hechos en la trastiendade una confitería de WillesdenLañe. Se pueden comprar cruasanesde verdad en el mercado ecológicoque montan los domingos en elpatio de la antigua escuela de Leah.Hoy es martes. Leah se ha enteradopor sus nuevos vecinos de que laEscuela Primaria Quinton es unbuen sitio para comprar cruasanes,pero no para mandar a tus hijos.Olive engulle las migas quesalpican el suelo de la confitería.Olive es un poco francesa, igual que

Michel. Su abuelo ganabaconcursos en París. A diferencia deMichel, no es nada exigente con loscruasanes. Naranja y blanca, conorejas sedosas estilo Restauración.Ridicula y adorada.

—...así que tenemos que ver a unmédico apropiado. Ir a una clínica.No paramos de intentarlo y nada.Este año ya cumples treinta y cinco.

Con acento francés: tgeinta y sinco.Antes los dos tenían la misma edad.Ahora Leah envejece en años de

perro. Sus treinta y cinco son sieteveces más largos que los de él ysiete veces más importantes, tantoque él debe recordarle las cifraspor si acaso ella se olvida.

—No tenemos dinero para clínicas.¿Qué clínica?

La pequeña figura que hay en elmostrador se da la vuelta paramarcharse. Primero, antes que nada,sonríe a Leah (movida por eseinstinto que empareja elreconocimiento con la alegría),

pero un momento más tarderecuerda, se muerde el labio yempuja la puerta, haciendo sonar lacampanilla.

—¡Es ella! Era ella. La que estabacomprando tabaco.

Leah confía en una escapada limpia.Pero Shar no tiene suerte. Ningunade las dos la tiene. Una anciana deenvergadura considerable entrajusto cuando Shar está intentandosalir. Ambas ejecutan el penosobaile de las puertas. Michel es

rápido y atrevido, nada puededetenerlo.

—¡Ladrona! ¡Eres una ladrona!¡Devuélvenos nuestro dinero!

Leah agarra el dedo que señalaacusadoramente y tira de él haciaabajo. Hasta la última de sus pecasrojas se ha encendido y el rubor lesube por el cuello inundándole lacara. Shar deja de bailar. Carga conel hombro contra la vieja paraquitarla de en medio. Echa a correr.

5

Leah cree en la objetividad en eldormitorio:

Aquí yacen un hombre y una mujer.El hombre es más hermoso que lamujer. Y por esa razón ha habidoveces en que la mujer ha temido queella quiere más al hombre que él aella. El siempre lo ha negado. Perono puede negar que es máshermoso. Para él es más fácil ser

hermoso. Su piel es muy oscura yenvejece más despacio. Tiene unabuena estructura ósea del Áfricaoccidental. He aquí un hombreacostado de través en una cama,desnudo. Brigitte Bardot en Eldesprecio, acostada en una cama,desnuda. Ojalá el hombre fueraBrigitte Bardot, que no ha tenidohijos porque prefiere a losanimales. Aunque en otrascuestiones se ha vuelto inflexible.La mujer intenta hablar con elhombre que es su marido sobre la

chica desesperada que apareció ensu puerta. ¿Qué significa decir quela chica mintió? ¿Acaso es mentiradecir que estaba desesperada? Lobastante desesperada como paraacudir a su puerta. El marido nopuede entender la desazón de esamujer. Por supuesto, le falta un datocrucial. No tiene forma de seguir lalógica femenina sumergida. Sólopuede intentar escuchar mientrasella habla. Solamente quiero sabersi he hecho bien, dice la mujer,simplemente no logro decidir si he

Pero en este punto el hombre lainterrumpe para decir

—...¿está por tu lado el cargadordel trasto? El mío ha desaparecido.No hay nada que hacer. Es lo desiempre. Una adicta al crack. Unaladrona. No es tan interesante. Venaquí y

Cuando el hombre y la mujer seconocieron, la atracción física fueinmediata y arrolladora. Siguesiéndolo. Debido a esa atraccióntan aguda e insólita, su cronología

es peculiar. Lo físico siempre llegóprimero.

Antes de hablar con ella, él ya lehabía lavado el pelo dos veces.

Tuvieron relaciones sexuales antesde conocer sus respectivosapellidos.

Antes de practicar el sexo vaginalya habían practicado el anal.

Antes de casarse habían tenidodecenas de parejas sexuales. Idilios

de discoteca, aventuras en Ibiza.¡Los noventa, décadaembriagadora! Se casaron aunqueno les hacía ninguna falta y aunquelos dos habían jurado que nunca loharían. Cuesta explicar por qué (enese juego de las sillas musicales)decidieron pararse justamente conel otro. La amabilidad, como rasgo,tuvo algo que ver. En aquellaspistas de baile resultaba fácilencontrar muchas cosas, pero laamabilidad era poco común. Sumarido era más amable que ningún

otro hombre que Leah Hanwellhubiese conocido en su vida, apartede su padre. Y luego, por supuesto,los había sorprendido el hecho deser tan convencionales. Elmatrimonio agradaba a Pauline ycalmaba las ansiedades de lafamilia de Michel. Resultabaagradable agradar a sus familias.Más allá de esto, los términos«esposa» y «marido» tenían unpoder que no había previsto ningunade las dos partes. Si eso era vudú,ellos se sentían agradecidos. Les

permitió dejar de danzar alrededorde las sillas sin admitir nunca queestaban cansados de hacerlo.

Todo pasó volando.

Tuvieron un embarazo antes decasarse, a los dos meses deempezar su relación, y abortaron.

Se casaron antes de ser amigos, locual equivale a decir:

Su matrimonio fue el origen de suamistad.

Se casaron antes de advertir muchasy pequeñas diferencias en sustrayectorias, aspiraciones, estudiosy ambiciones. Los pobres deciudad, por ejemplo, no tienen lasmismas ambiciones que los decampo.

Cuando percibía esas diferencias,Leah se decepcionaba de algúnmodo consigo misma porque nocausaban ningún conflicto real entreellos. Le costaba hacerse a la ideade que el placer hallado por su

cuerpo en el de él, y viceversa,pudiese anular tan fácilmente lasotras muchas objeciones que tenía odebería haber tenido o creía quedebería haber tenido.

—Puede que su madre haya muerto.Puede que esté bregando con eso yse haya olvidado de volver. Puedeque nos haya metido el dinero porla puerta y se haya mezclado con elcorreo comercial y Ned lo hayatirado a la basura. O puede que nosea capaz de reunir esa cantidad

ahora mismo.

—Sí, Leah.

—No seas así.

—¿Y qué quieres que te diga? Elmundo es como es.

—Entonces, ¿por qué estamosintentándolo?

Para ser del todo objetivos, eraculpa de la mujer que nuncahablasen de hijos. Por alguna razón,

a ella nunca se le ocurrió queaquella portentosa jodiendaestuviese enfilada hacia undesenlace ineludible ycompletamente obvio. Ella teme esedesenlace. ¡Sé objetiva! ¿Quétemes? Algo relacionado con lamuerte, el tiempo y la edad.Simplemente: en mi fuero internotengo dieciocho años, dieciocho, ysi no hago nada y me quedo quietanada cambiará y siempre tendrédieciocho años. Para siempre. Eltiempo se detendrá y no moriré. Un

miedo muy banal. Hoy en día lotiene todo el mundo. ¿Y qué más?Ella está bastante satisfecha con elmomento en que se hallan. Entiendeque se merece exactamente lo quetiene, ni más ni menos. Cualquiercambio entraña el riesgo de alterarfatídicamente ese equilibrio. ¿Porqué debería cambiar el momento? Aveces el marido corta un pimientorojo por la mitad, echa las semillasen un cuenco de plástico, le pasa uncalabacín para que ella lo corte adados y le dice:

Perro.

Coche.

Piso.

Así, cocinando juntos.

Hace siete años tú cobrabas elparo, yo lavaba el pelo.

¡Las cosas cambian! Estamos cadavez más cerca, ¿no?

La mujer no sabe adonde se

acercan. No sabía que hubieranpartido ni en qué dirección sopla elviento. No quiere llegar. La verdades que ella había creído queestarían desnudos bajo las sábanaspara siempre y que nada se lesvendría encima jamás, nada salvola satisfacción. ¿Por qué debe«avanzar» el amor? ¿Avanzar haciadónde? Nadie puede decir que noestuviera avisada. No puede decirlonadie. Una mujer de treinta y cincoaños casada con un hombre al queama está sin duda avisada, debería

prestar atención, debería escuchar yno quedarse sorprendida cuando sumarido le dice

—...muchos días en que la mujersea fértil. Creo que solamente tres.O sea, que no tiene sentido decir«bueno, pasará cuando tenga quepasar». Ya no somos tan jóvenes.Deberíamos ser un poco másmarciales con el tema, o sea,planearlo y eso.

Y, hablando objetivamente, tienerazón.

6

We are the village greenpreservation society. God savelittle shops, china cups andvirginity! Sábado por la mañana.LOS KINKS TODO EL SANTO DÍA.Los sábados por la mañana, Michelayuda a las damas y los caballerosde NW a tener el aspecto apropiadopara sus noches de sábado, unaspecto impecable y fresco, y allí,en la peluquería, es libre de pinchar

a todo trapo su R&B empalagoso,sus oh baby oh shorty till six in themawnin till the break a’ dawn.¡Los sábados por la mañana ella eslibre! God save tudor houses,antique tables and billiards!Preserving the oíd ways frornbeing abused. Protecting the newways for me andfor you. Whatmore can we do? Bailotea enpantalones de pijama, desafina alcantar. Ned está en el jardín. A Nedle parece bien el estruendo musicalde origen blanco. Incluso lo corea.

Well I tried to settle down inFulham Broadway. And I tried tomake my home in Golders Green.En este abandono sabático siemprehay algo febril y melancólico: ya haempezado la cuenta atrás internahacia la semana de trabajo. En elespejo ella es su propia pareja debaile, con la nariz pegada a sureflejo. La persona física sonríe ycanta. Oh, how I miss the folksback home in Willesden Green!Entretanto, algo se tambalea en suinterior ante las noticias del espejo:

el mechón gris que aflora por lacoronilla, las bolsas alrededor delos ojos, la barriga flácida. Bailacomo una muchacha. Ya no es unamuchacha. ¿Adonde se ha ido eltiempo? Sólo se da cuenta de que hasonado el timbre porque Olive sepone a ladrar como una loca.

—Mi madre ha tenido un ataque...un ataque al corazón... ¿Te sobrancinco... libras?

La chica tiene el pelo quemado detanto planchárselo. O gorda o

embarazada. Baja la vista aturdida,desconcertada por Olive, quezigzaguea frenéticamente entre suspiernas. Levanta la vista hacia Leahy se ríe. ¡AJÁ! Demasiado ida pararecordar el guión. Gira torpementesobre los talones, una bailarina queejecuta su movimiento con retraso.Recorre de nuevo el sendero hastala calle, bamboleándose y riendo.

7

Manzano, manzano.

Cosa que tiene manzanas. Flor de manzano.

Tan simbólico. Entramado de ramas yraíces. Cavando túneles.

Cuanto más denso, más frutos.

Y más gusanos. Y más ratas.

Manzano, manzano. Árbol. De manzanas.¿Avanzar hada dónde? Tic, tac.

Tres pisos. Un manzano. Propiedad,alquiler. Cargado de semillas.

En la copa. Cuando se rompa la rama, elbebé se

Cenizas de muerto. ¿En torno a las raíces,en las raíces?

Manzano centenario.

Sentarse en los laurenes. Bajo un manzano. ¿Tienes un niño?

Nuevas ramas. Nuevas flores. Nuevas manzanas. ¿Mismo árbol?

De pura cepa. Mismas calles.

¿Misma chica? Paso siguiente.

Árbolmanzanoárbol.

Tronco, corteza.

Alicia sueña.

Eva come.

Las chicas buenas cometen errores debajo.

Michel es un buen hombre, lleno deesperanza. A veces la esperanzaagota.

—...y yo siempre lo he creído.Mira: ¿sabes cuál es la verdaderadiferencia entre esa gente y yo?Pues que ellos no quierenprogresar, no quieren tener nadamejor que esto. Pero yo siempreestoy avanzando, pensando en losiguiente. La gente de mi familia nome entiende. Soy muy avanzadopara ellos. Y por eso, cuandointentan ponerse en contactoconmigo, yo no dejo que ese... nodejo que entre ese drama en mivida. ¡Ni hablar! He trabajado

mucho. Te quiero demasiado a ti y aesta vida. Uno es lo que hace. Esasí. Siempre estoy pensando: ¿éstesoy yo? ¿Qué estoy haciendo? ¿Soyyo de verdad? Si me siento y nohago nada, sé que no seré nada.Desde el primer día que pisé estepaís sé que he tenido la cabeza ensu sitio; lo tenía muy claro: voy asubir en la escala social, por lomenos un peldaño. En Francia, sieres africano, si eres argelino, ¿aquién le importas? ¡No hayoportunidades, no puedes moverte!

Pero aquí sí puedes moverte. Aunasí, ¡hay que trabajar! ¡Hay quetrabajar muy duro para alejarse deldrama que uno tiene detrás! Y ahívoy yo: no quiero que entre en mivida. Pero eso es justamente lo quetú haces, el ejemplo perfecto, esachica, la dejas entrar... ni siquierasé en qué estabas pensando... peroyo no dejo que entre ese drama. Séque este país ofrece oportunidadesy que si uno quiere puede cogerlas.No te comas esa... ese agujero es degusano, ¿lo ves? Mira a tu madre...

no somos grandes amigos, peromira lo que ha hecho, por favor: tesacó de aquella pesadilla y te trajoa un sitio decente, a un piso comoDios manda, con hipoteca... Claroque tienes la piel blanca, esdistinto, es más fácil, tú has tenidooportunidades que yo no he tenido.Las más rojas no saben tan bien. Loúnico que estamos intentando es darel siguiente, el siguiente, elsiguiente paso. Trepar por laescala. Cooperativa de ViviendasBrent. Yo no quiero tener ese

letrero delante del sitio donde vivo.Paso por ahí y me siento en plan¡uf! Es humillante. Si alguna veztenemos un hijo quiero que vivadonde... que viva con orgullo... enun sitio nuestro, donde tengamos lapropiedad. ¡Eso mismo! ¡Estahierba no es mía! ¡Este árbol no esmío! Esparcimos las cenizas de tupadre alrededor de un árbol que nisiquiera es nuestro. Pobre señorHanwell. Se me parte el corazón.¡Hablamos de tu padre! Por eso mepongo con el portátil todas las

noches, por eso intento hacer esto...porque allí es puro mercado, daigual el color de la piel, da igual sihablas un inglés perfecto, si tienesun estupendo diplomita de launiversidad o chorradas por elestilo. Yo puedo negociar comotodo el mundo. Ahí fuera se puedehacer dinero, ¿sabes? El mercadoahora mismo está enloquecido. Esoes lo que nadie te cuenta. No mequito de la cabeza lo que dijo Franken la cena: los tíos listos se metenen ese juego. Es absurdo no intentar

pillar algo. Yo no soy como esosjamaicanos, como esa vecina nueva,Gloria o como se llame, la de ahíarriba, que sigue sin cortinas. Dosbebés, sin marido y viviendo de laasistencia social. Yo estoy casado:¿dónde está mi asistencia social?Cuando tenga hijos, lo sé, me lodigo a mí mismo: voy a quedarmecon esta mujer a la que quiero, a laque adoro, y voy a estar siemprecon ella. Ven aquí. En el fondo setrata de esto: yo nunca he queridosentarme en los laurenes ni aceptar

limosnas de nadie, nunca me hainteresado. Soy africano. Tengo undestino. ¡Te quiero y amo el lugaral que nos dirigimos juntos!Siempre estoy avanzando hacia midestino, pensando en el siguientelogro, en lo siguiente, llevando lascosas más arriba para que nosotros,los dos, podamos dar el siguiente...

—Laureles.

—¿Qué?

—Se dice laureles. Y no te sientas

en ellos, te duermes en ellos. Tesientas en una silla.

—Ni siquiera me estás escuchando.

Y es verdad: ella está pensando enmanzanas.

8

En el resto de Londres Ias oficinasson espacios diáfanos / acristaladosdel suelo al techo / centros desinergia / inalámbricos /relucientes. Allí perdura la creenciaen el valor de las mesas de ping-pong. Allí no es aquí. Aquí lasoficinas son húmedos cuartuchosVictorianos. Los comparten cincopersonas, la moqueta está raída, nohay manera de encontrar la

perforadora de papel.

—...de dinero que entra. Pregunta:¿cómo ha llegado esto tan lejos sinque nadie intervenga? De verdadme gustaría saberlo. ¡División depoderes, amigas mías! Porquecuando actuáis así estáis sirviendometafóricamente nuestras cabezasen bandeja, a ellos, y eso incluyetambién la mía. Luego van y tedicen: reducción de gastos. Y no serefieren a reutilizar las bol-sitas deté. Se refieren a vuestro trabajo y al

mío. Exactamente de ese modo...

Aquí las apuestas fallidas de todoel país se transforman en unaapariencia del bien colectivo:actividades extraescolares,servicios de traducción, limpiezade jardines para ancianos, costurapara presidiarías. Aquí trabajancinco mujeres dándose la espalda.Al fondo del pasillo corren rumoressobre un hombre: Leah nunca lo havisto. Este trabajo requiere empatiay por eso atrae a mujeres, porque

las mujeres son el sexo empático.Eso opina Adina George, la jefa deequipo, que habla, que nunca parade hablar. La boca de Adina se abrey se cierra.

Ex funcionaría de prisiones,

trabajadora social y concejala.¿Cómo consigue hacer algo conesas garras? Largas, corvas ydecoradas con minúsculasbanderitas jamaicanas. Se haabierto paso a zarpazos por elsistema. De pura cepa. Recela dequienes, como Leah, se hancolocado gracias a un título. Lostítulos universitarios son paraAdina como cuerdas elásticas, tedejan caer y después tiran de ti conalarmante velocidad. Por supuesto,no vas a estar mucho tiempo aquí.

Mira, no voy a darte proyectos siluego vas a largarte y no losterminas...

Han pasado seis años: ya no le diceesas cosas. Cuando hoy Adina la hallamado «licenciada», se le haocurrido que nadie (ni la instituciónque lo otorgó ni sus compañeras niel mismo mercado laboral) leatribuye a su título un valor másalto que Adina.

—...lo cual es esencial para queesto funcione bien. Es obvio que la

toma de decisiones se basa en larelacionabilidad y, sí, en laempatia, y también en la conexiónpersonal, pero además se basa en elseguimiento y la visibilidad en elsentido de lo que uno obtiene acambio de su dinero, y de todo esotomamos conciencia por la vía deun proceso administrativo. Papeleo,papeleo y más papeleo. En lacoyuntura actual no puede faltar niuna coma ni una tilde, punto porpunto, para que cuando la gente dearriba me ponga a mí, la jefa de

equipo, en un aprieto, yo puedadecir: pues sí, todo está en su sitio.Aquí tienen, a, b y c, todo en susitio. Tampoco es física nuclear,señoritas, espero.

Pregunta: ¿qué ha sido de suscompañeros de promoción,aquellos licenciados jóvenes yentusiastas, la mayoría hombres?Banqueros y abogados. Entretanto,Leah, una intrusa de la escuelapública sin latín, griego,matemáticas o idiomas, se lo montó

mal (según los criterios de laépoca) y ahora se sienta, inundadade empatia, en una silla de repuestoque alguien sacó seis años atrás dela sala de descanso. Pie derechodormido. Ordenador colgado. Sinrastro del informático. Sin aireacondicionado. Adina dale que tepego, haciendo esa cosa que ella lehace al lenguaje.

—¿Ha habido un problema decomunicación? Una obstrucciónentre dos o más partes... ¿Quién

debería tener una percepción másrigurosa de cómo su conducta estáafectando a las demás?

También esto acabará. Cinco menoscuarto. Zig, zag. Tic, tac. A veces laamargura intenta atrapar a Leah.Tira de ella, la atenaza. ¿Quésentido tenía todo? Tres años deestudios para nada. Sin blanca, sinsaber qué terreno pisa. Al principiosolamente Filosofía, porque le dabamiedo la muerte y pensó que le iríabien, y también porque no sabía

sumar ni dibujar ni recordar listasde datos ni hablar un idiomadistinto del suyo. En el folleto de launiversidad, un epígrafe en cursivasobre una foto del fiordo de Forth:«La filosofía es aprender a morir.»La filosofía es escuchar a niñospijos haciendo gorgoritos, es estarmás aburrida de lo que has estadonunca en la vida, más aburrida de loque te parecía posible. Es quererestar en otro sitio, en un puntodistinto del multiverso, un conceptoque jamás vas a entender

plenamente. Al final, sólo una idearetenida con firmeza: que el tiempoes una experiencia relativa,diferente para el corredor, elamante, el torturado y el ocioso.Como ahora mismo, cuando unminuto parece estirarse hasta duraruna hora. Por lo demás baldía. Unadeuda impagada y creciente. Juntocon el rencor, ¿cuál era el objeto deprepararse para una vida nuncadestinada a ella? Unos añosdemasiado desconectados de todocomo para resultar reales. Las

aciagas cuestas y los callejonesinesperados de Edimburgo, lasombra del castillo y los tragos dewhisky a cincuenta peniques, lalápida de Walter Scott y labúsqueda de préstamos paraestudiantes. Dicho por ella:empresa de embalaje con tressílabas Sócrates, jabón líquido concuatro sílabas An-tígona. Jamás,jamás lo ha olvidado: la risita deaquel majadero durante la primeraclase. ME SALE LA EMPATIA POR LASOREJAS, escribe Leah, y dibuja

vehementes garabatos alrededor dela frase. Grandes arcos flamígeros,largas sombras puntiagudas.

—¿Preguntas? ¿Problemas?

Un bolígrafo se romperuidosamente. Fragmentos deplástico y lengua azul. AdinaGeorge la mira severamente, peroLeah no es responsable de losalbaneses. Tiene la boca llena debolígrafo, pero no es responsablede los albaneses ni de que se hayanapropiado indebidamente de los

fondos asignados a un refugio demujeres en Hackney. Eso sucediócuando estaba encargada ClaireMorgan. Aunque Leah tenga lalengua azul, un título deslumbrante yun marido que está buenísimo, y note ofendas, pero para las mujeres denuestra comunidad, de lacomunidad afrocaribeña, y no teofendas, cuando vemos a uno de losnuestros con alguien como tú, ahíhay un tema serio. Hay un temaserio en el que debes reparar. Y note ofendas. (Fin de semana en

Brighton, ejercicios de trabajo enequipo, bar del hotel, 2004.) Jamásse aclaró qué clase de temaexactamente. Anita Baker cantabaSweet Love y Adina tropezó conuna silla intentando llegar a la pistade baile. Obstrucción.

Leah se escupe trozos de plásticoen las manos. Ni preguntas niproblemas. Adina suspira y se va.El cierre de carpetas y el llenadode bolsos comienzan con un fervorparecido al que mostraban cuando

tenían seis años y sonaba lacampana de la escuela. ¿Tal vez eraaquélla la vida real? Leah plantalos pies en el suelo y empuja lasilla hacia atrás. Los levanta, sedesliza hasta el archivador y eso eslo más placentero que le ha pasadoen todo el día. Pataplof.

—¡Hostia! ¡Joder! ¡Leah, tencuidado!

El barrigón. Leah tiene el ombligode Tori delante de las narices yobserva cómo esa cosa tan

recóndita se proyecta ahora haciafuera marcando un límite físico.Más allá de este punto ya nopodemos seguir siendo humanos.

—Ten cuidado, mujer. ¿Vienes oqué? Copas de despedida.¿Recibiste el e-mail?

Amontonado en un rincón deinternet con los extractos bancarios,los recordatorios de los préstamosuniversitarios, los memorandos dela dirección y la épica materna, enese lugar donde no existes si no te

abren. Sabía perfectamente quehabía un e-mail y de qué trataba,pero últimamente huye de la genteque se encuentra en el estado deTori. Huye de sí misma.

—Claire, Kelly, Beverley, Shwetay yo. ¡Sólo faltas tú!

Tori cuenta los nombres con susdedos hinchados. Se halla en la fasefinal. Su cara tiene trazos de leona,las mejillas prominentes, reciéninfladas. Una sonrisa de gran felino.Depredadora. Leah contempla el

pulgar que dice representarla.

—Lo estamos intentando. No esfácil.

—Intentarlo es la mejor parte.

Una sala llena de mujeres que ríen.Un conocimiento compartido de susexo del que Leah no participa. Ellapone las manos a cada lado delbombo y sonríe confiando en quesea la clase de gesto que hacen lasmujeres normales, mujeres paraquienes intentarlo es la mejor parte,

y «sólo faltas tú» no suena como elgrito de un guardia en un lugaroscuro. Luego entran en acción, eltradicional fuego graneado en queninguna voz se aísla de las otras, yLeah apoya la cabeza en suescritorio y cierra los ojos y dejaque le tomen el pelo:

Sobre todo cuando es tan guapocomo el tuyo. Y tan adorable.

Es adorable tu Misheel. Tiene unosmodales adorables.

Bev, ¿te acuerdas de cuandoestuvimos en casa de Leah y no me

funcionaba la ventanilla del coche yMisheel se puso de rodillas con una

percha de alambre? Y llevaba UNMES diciéndoselo a León.

Es muy atento. Tiene madera depadre.

Cada vez que pienso adonde se hanido los buenos hermanos, piensotranquila: por lo menos quedaMisheel.

¡Sí, pero ya están todos cogidos!

JAJAJAJAJAAJAJAJAJA. ¡Por laschicas blancas!

Qué va, no seas así. Leah, sólo lodice para meterse contigo.

¡No te metas con Leah! No es culpasuya que León sea un inútil de loscojones.

León es buen tío.

(Un puto inútil: «León, ¿qué hacesesta noche?», «Me voy por ahí conun colega». Siempre está «por ahí»,el cabronazo.)

León es buen tío. Pero, en serio,tienes suerte.

¡Y encima le salen gratis los

moldeados!

Un hombre que te arregla el pelo,eso es el paraíso. Hace trenzasafricanas, hace extensiones...

Kelly, ¿para qué quiere ella trenzasafricanas?

No es Bo Derek.

¡JA! (Venga, Leah, no te enfades, losiento, pero me ha hecho gracia.)

Me refiero a que es un profesional.

Me refiero a que puede hacercualquier tipo de peinado.

Y es hetero, ¿verdad?

¡Verdad! Jajaja. Verdad.

Sí. (Más le vale.)

Eso es lo que me mata. ¡Lo mejorde ambos mundos! Y es tuyo. Nosabes la suerte que tienes.

No, no sabe la suerte que tiene.

No sabes la suerte quetienes.

Ni idea. No sabes la suerte que tienes.

Por fin son las cinco. Leah levantala vista. Kelly da una palmadasobre su escritorio.

—¡Hora de abrirse!

El mismo chiste todos los días. Unchiste que puedes hacer si no eresLeah, si no eres la única blanca en

el Equipo de Distribución deFondos. Todos los despachosarrojan mujeres al pasillo. Salen alcalor de la tarde, untadas conmanteca de cacao, listas para unacálida noche en Edgware Road.Proceden de San Cristóbal,Trinidad, Barbados, Granada,Jamaica, India o Pakistán,cuarentonas, cincuentonas osesentonas; y sin embargo suspechos y culos, sus lustrosos brazosy piernas, aún se exponen a lasensualidad de un verano precoz

desplegando unas maneras quejamás lograrán poseer las mujeresde la familia de Leah. Para ellas elsol es letal. Tan rojas y tan pálidas.Leah lleva largas prendas de linoblanco. Parece una santa menor. Seune al desfile. Pasa ante el cuerpodel delito, una papelera llena devómito escondida detrás de unamaceta en la sala de descansoporque el cuarto de baño estabademasiado lejos.

9

De A a B:

A. Yates Lañe, Londres NW8,Reino Unido

B. Avenida Bartlett, Londres NW6,Reino Unido

Itinerario a pie hasta la avenida Bartlett,Londres, NW6, Reino Unido.

Rutas sugeridas:

A5 47 minutos

3,8 kilómetros

A5 y Salisbury Road 50 minutos

4 kilómetros

A404/Harrow Road 58minutos

4,5 kilómetros

1. Gire a la izquierda por Yates Lañe. 12 metros

2. Diríjase al sudoeste hacia EdgwareRoad. 96 metros

3. Gire a la derecha al llegar aA5/Edgware Road. Continúe por A5. 2,6 kilómetros

4. Gire a la izquierda al llegar aA4003/Willesden Lañe. 1,1kilómetros

5. Gire a la izquierda al llegar a la avenidaBartlett. 0,1 kilómetros

Su destino quedará a la izquierda:

Avenida Bartlett, Londres NW6, Reino Unido

Estas instrucciones son meramenteindicativas. Puede que las obrasviarias, el tráfico, el tiempo u otrascircunstancias generen condicionesdistintas de las reflejadas en elmapa, en cuyo caso usted deberávariar su itinerario. Obedezca todaslas señales y avisos concernientes asu itinerario.

10

De A a B (revisita):

Hedor dulzón de narguile, cuscús,kebab, gases que exhala un autobúsen punto muerto. 98,16, 32,solamente queda sitio de pie. ¡Esmás rápido ir andando! Prófugosdel hospital Saint Mary’s dePaddington: fumador con la mujerde parto, fumadora ancianaempujando su silla de ruedas,

fumador empedernido sosteniendola bolsa de orina y la bolsa desangre. A todo el mundo le gustanlos cigarrillos. A todo el mundo.Periódico polaco, periódico turco,árabe, irlandés, francés, ruso,español, News of the World.Desbloquee aquí su teléfono(robado), compre un packde pilas,de encendedores, de perfumes,gafas de sol, tres por cinco libras,un tigre de porcelana a tamañonatural, grifos de oro. ¡Casino!Todo el mundo cree en el destino.

Todo el mundo. Tenía que pasar.Era imposible que pasara. ¿Haytrato o no hay trato? Pantallas detelevisión en la tienda detelevisores. Cables de televisor, deordenador, de cacharrosaudiovisuales, te hago un buenprecio, muy buen precio.Octavillas, llame a otro país xmenos dinero, aprenda inglés,depilación de cejas, Falún Gong,¿has aceptado a Jesucristo como tuplan de llamadas? A todo el mundole gusta el pollo frito. A todo el

mundo. Banco de Iraq, Banco deEgipto, Banco de Libia. Taxisvacíos por culpa del tiemposoleado. Radiocasetes porque sí.Italiano solitario, mocasines,perdido, buscando Mayfair. Cientouna maneras de ponerse a cubierto:la carpa negra de pies a cabeza, larejilla facial, por el cogote,estampado de Louis Vuitton,estampado de Gucci, encajeamarillo, sujeto a gafas de sol,apenas puesto, a rayas, rosa chillón;combinado con chándal, vaqueros

de pitillo, vestidos de verano,blusas, chalecos, faldas gitanas,pantalones de campana. Sinrelación alguna con los debates dela prensa y el Parlamento. A todo elmundo le gustan las sandalias. Atodo el mundo. ¡Canta un pájaro! Delas sórdidas galerías comerciales alos pisos de lujo y al hogar de uninglés cuyo hogar es su castillo.Convertible, descapotable, disparosdesde coches que pasan, hip-hop.Observa cómo se amontona eldinero. ¡Hala! Luces de seguridad,

puertas de seguridad, muros deseguridad, árboles de seguridad,Tudor, modernista, posguerra,preguerra, piñas de piedra, leonesde piedra, águilas de piedra. Miraal este y sueña con Regent’s Park,con Saint John’s Wood. Los árabes,los israelíes, los rusos, losamericanos: unidos aquí por elático amueblado, por la clínicaprivada. Si pagamos lo suficiente,si entornamos los ojos, Kilburnpuede no existir. Comida gratis.Inglés como lengua extranjera. Aquí

está la escuela donde apuñalaron aldirector. Aquí el Centro Islámicode Inglaterra, delante del QueensArms. ¡Sube aquí y baila, árbitro demierda! A todo el mundo le gusta elGrand National. A todo el mundo.¿Será verdad que estamos en abril?¡Pues ya se han ido!

11

Muy cerca de casa, justo enWillesden Lañe. Extrañaconvergencia. Inspecciona unacabina telefónica destrozadamientras mordisquea el palito de unpolo. Gruesos cristales rotos,añicos cuboides por todas partes. Aunos metros de Masajes Cleopa-tra.Leah almacena los detalles paraMichel con los ojos bien abiertos,una de las cosas que comporta el

matrimonio. Atraída por detallesinadecuados. Pantalón de chándalgris y holgado, sujetador de deporteblanquecino. Nada más, sincamiseta. ¡Sin zapatos! Pechospequeños ceñidos al cuerpo. Cuestacreer que haya tenido hijos. Tal veztambién mintió en aquello. Unacinturita que da ganas de cogerla.Al sol es algo hermoso, algo amedio camino entre un chico y unachica que le recuerda a Leah unaépoca de su vida en que todavía nole había tocado tomar una decisión

definitiva sobre esas cuestiones. Eldeseo nunca es definitivo, el deseoes impreciso e ineficiente: caminashacia ella, caminas hacia ella a todaprisa, ¿y luego qué? ¿Y luego qué?Leah ya está bastante cerca cuandola otra por fin la ve. Han pasadotres semanas. Shar suelta elauricular y trata de cruzar la calle.El tráfico es un infierno de horapunta. Al principio, Leah se alegrade no estar con Michel. Luego sucara se convierte en la de él y lavoz de Michel sale de su garganta,

o tal vez esto sea una excusa maritaly es su propia voz en su propiagarganta:

—¿Qué?, ¿estás orgullosa?Ladrona. Quiero mi dinero.

Shar se encoge y se escabulle entrelos coches. Corre hacia doshombres altos y encapuchados, conlas caras ocultas, que aguardan enun portal. Shar se abraza al másalto. Leah echa a andarapresuradamente hacia su casa. Asu espalda oye una ráfaga de

insultos incomprensibles dirigidosa ella, una jerga ametralladora.

37

Tumbada en la cama junto a unachica a la que amaba, hace años,

conversando sobre el número 37.Dylan cantaba. La chica sostenía lateoría de que el 37 tiene algomágico, de que nos cautiva. Haypáginas web dedicadas a estefenómeno. Las casas imaginariasque uno encuentra en el cine, lasnovelas, la pintura y la poesía; casisiempre el 37. Si te piden que elijasun número al azar: normalmente el37. Busca el 37, dijo la chica, enlos sorteos, los concursos, lossueños y los chistes, y Leah lo hizoy todavía lo hace. Remember me to

one who Uves there. She once wasa true love of mine. Ahora aquellachica también está casada.

El número 37 de la avenida Ridleyestá okupado. ¿Se escribe así? Lapuerta de la calle está entablada.Hay una ventana rota. Ruidohumano por detrás de unas redesgrises y rasgadas. Leah caminadesde la sombra de un seto hasta elpatio delantero. Nadie la detecta.No pasa nada. Se queda quieta conun pie en el aire. ¡Qué haría ella

con 37 vidas! Tiene una sola: estáde camino a casa de su madre, vana comprar un sofá. Llegará tarde sise queda allí fisgando muchotiempo más. En el ventanal:Mickey, Donald, Bart, un osoanónimo y un elefante con la trompaarrancada. Caras de tela pegadas alcristal sucio.

12

—Sí que has tardado. ¿Teencuentras bien? Se te ve un pocopaliducha. Cogemos la líneaJubilee, ¿vale?

Pauline sale de su portal caminandohacia atrás, tirando de un carrito dela compra a cuadros escoceses.Siempre un poco más vieja de loesperado. Y más menuda. Vistasdesde la calle, podrían representar

la perfectibilidad humana: cadageneración mejor que la anterior.Más en forma, más sana y másproductiva. De la lechuza surge elfénix. ¿O solamente se eleva paravolver a descender? Se alarga y sealarga hasta que se contrae.

—Estoy preocupada por ti. Parecesnerviosa.

—Estoy bien.

—Y si no lo estuvieras, tampoco lodirías.

¿Qué puede decir? Sigue al acechocasi un mes después. Esperando queaparezca por la puerta de esatienda, al volver esa esquina, juntoa aquella cabina telefónica. Lachica es más real en su ausenciaque el bulto apenas importante quela acompaña todo el tiempo, aunqueescondido bajo la ropa.

—Sólo llevo esta blusa y ya estoysudando como una cerda. No esnormal.

El templo hindú tiene los colores de

un helado napolitano y básicamentela misma forma. Un corte devainilla, fresa y chocolate con uncono boca abajo en cada extremo.Por la escalera de la entrada bajaun tropel de ancianas indias que nodan mucho crédito a la ola de calor.Llevan los saris con jerséis,rebecas y gruesos calcetines delana. Parece que hayan venidoandando desde Delhi, añadiendocapas de ropa a medida queavanzaban hacia el norte. Ahoracaminan como un solo hombre hasta

la parada de autobús más cercana,una manada que absorbe a Leah y sumadre y se las lleva consigo.

—Qué suerte. Pues nos subimos.Así ahorramos tiempo.

—Una persona de más de treintaaños que coge el autobús se puedeconsiderar fracasada.

—¡Cielo, me he dejado el pase!¿Qué decías, amor?

—La Thatcher. En aquella época.

—Un billete al metro de Kilburn,por favor. ¡Dos libras! Era unabruja. Tú no te acuerdas, pero yo sí.¡Hoy es el municipio de Brent,mañana podría ser Gran Bretaña!

—Mamá, siéntate ahí. Yo me sientoaquí. No hay sitio.

—En portada del Mail. Hoy esBrent. ¡Mañana podría ser GranBretaña! Menudo morro tienenalgunos. Menudos sinvergüenzas.

Sentada enfrente, Leah examina un

bindi rojo hasta que éste sedesdibuja y se agiganta ocupandotodo su campo visual; tiene lasensación de que ha penetrado en elpunto, lo ha traspasado y haemergido en un universo másamable, paralelo al nuestro, dondela gente se conoce de forma plena eíntima, donde no hay ni tiempo nimuerte ni miedo ni sofás ni

—...y es posible que hayamostenido nuestras diferencias, pero élte quiere. Y tú lo quieres. Tenéis

que poneros a ello. La verdad esque el ayuntamiento te ha tratadomuy bien, tenéis coche, tenéistrabajo los dos. Es el pasosiguiente.

Tú eres la siguiente. Es el pasosiguiente. Siguiente parada:estación de Kilburn. Las puertas sepliegan hacia dentro, un insectourbano cerrando las alas. Una chicacon velo sube hablando por elmóvil cuando ellas bajan y seinterpone en el relato con sus risas,

sus haches no aspiradas y sumaquillaje, pero aun así Pauline seve apremiada a decir lo que dicesiempre, introduciendo elegantesvariaciones de acuerdo con el cicloinformativo.

—Dos personas que se estabanbesando, en Dubái, y les han caídodoce años. No está permitido,fíjate. Qué triste es todo aquello.

Pero esa pena es rápidamentesobrepasada por otra, una pena máslocal. Una chica gitana y un tipo

alto con el baile de San Vito junto alas máquinas expendedoras debilletes. Pauline le susurra a Leahal oído:

—Doy gracias a que ningún hijomío ha probado nada de eso.

A Leah le cruza la mente una rápidacabalgata de delicias pretéritascuyo recuerdo le resulta casiintolerablemente placentero: blancay marrón, natural y química,pastillas y polvos.

—Pues yo no le veo la gracia.¡Caray! No me puedo creer que melo haya dejado en casa. Siempre lollevo en este bolsillo.

—No me estaba riendo de eso.

Tarj etadetransportetarjetadetransporte.

—¿Qué dice esa pobre chiquilla?

—Creo que están vendiendo sustarjetas.

Muy triste, pero también unaoportunidad de ahorrar. Paulineestira el brazo para darle unosgolpecitos al tipo en el hombro.

—¿De cuántas zonas? ¿Cuántoquieres?

—Tarjeta de un día. Seis zonas.Dos libras.

—¡Dos libras! ¿Y cómo sé yo queno es falsa?

—Mamá, pero ¡si tiene la fecha,

por el amor de Dios!

—Te doy una libra, no más.

—Muy bien, señora Hanwell.

Alza la vista. Una formaespasmódica de viaje en el tiempoque avanza en dos direcciones:superponerle el niño a este hombrey este hombre al niño. Uno familiary el otro desconocido. El hombrelleva un peinado afro desigual conuna diminuta pluma gris atrapada enél. La ropa harapienta. Por la

puntera deshecha de una añosa NikeAir de rayas rojas le asoma el dedogordo del pie. La cara es muchomás vieja de lo que le corresponde,incluso teniendo en cuenta lainquina del tiempo a los materialeshumanos. Tiene una extraña manchade piel blanca en el cuello. Pero labelleza de las facciones no ha sidodestruida del todo.

—¿Nathan?

—Qué tal, señora Hanwell.

Es agradable ver a Paulinenerviosa, con las puntas sudorosasdel pelo erizándose sobre la cara.

—¿Y cómo estás, Nathan?

—Sobrevivo.

Temblores. En la mejilla tiene lahuella de un corte profundo yreciente. Sigue siendo una carafranca y sincera. No finge nada. Esohace que todo sea mucho más duro.

—¿Cómo están tu madre y tus

hermanas? ¿Te acuerdas de Leah?Ya se ha casado.

—¿Ah, sí? Eso está muy bien.

Sonríe tímidamente a Leah. ¡Quésonrisa tenía a los diez años!Nathan Bogle: la definición mismadel deseo para chicas que hastaentonces sólo habían sentido esocon ciertas gomas de borrararomáticas. Una sonrisa capaz dequebrantar la firmeza de losprofesores más estrictos, de lospadres ajenos. A los diez años

habría hecho lo que fuera por él, ¡loque fuera! Ahora ve a niños de diezaños y no se puede creer que tengandentro lo que tenía ella a la mismaedad.

—Cuánto tiempo.

—Sí.

Más para él. Lo ve como una vez alaño en la avenida. Entonces serefugia en una tienda o cruza lacalle o coge un autobús. Ahora lefaltan dientes aquí y allá y más allá.

Ojos devastados. Lo que deberíaser blanco es amarillo. Venillasrojas por todas partes.

—Toma tu libra. Y haz el favor decuidarte. Dale recuerdos a tumadre.

Cruzan el torniquete rápidamente,chocando la una con la otra por lasprisas, y suben corriendo lasescaleras.

—Qué horror.

—¡Y su pobre madre! Tengo que ira verla un día de éstos. Es muytriste. Me lo habían dicho, pero nolo había visto con mis propios ojos.

El tren llega al andén; Leah observacómo Pauline lo contempla concalma y se acerca a la líneaamarilla. Ese reino de Pau-line (elreino de lo muy triste) es inmutablee inexorable, igual que loshuracanes y los maremotos. Nolleva adjunta ninguna angustiaparticular. Normalmente es

soportable; hoy es obsceno. Lo muytriste está demasiado lejos de laexistencia de Pauline, que es sólodecepcionante, y hace que lodecepcionante parezca unabendición. Tal vez por ello essiempre tan bien acogido, tan grato,cuando se revela.

—Recuerdo que estabas colada porél. Después lo encerraron unoscuantos años, creo. No es el quemató a no sé quién, claro que no,ése fue otro. Lo mandaron al

manicomio, ¿verdad? En algúnmomento, ¿no? Le dio una soberanapaliza a su padre, de eso sí estoysegura. Aunque aquel hombre se lomerecía o algo así.

Leah coge dos periódicos gratuitosdel montón mientras el tren aceleraporque leyendo no se habla.

Intenta leer un artículo. Trata de unaactriz que pasea a su perro por elparque. Pero Pauline quiere leer unartículo sobre un hombre que no eraquien decía ser, y además quiere

comentarlo.

—¡Tú imagínate que vas por ahíproclamando que eres infalible!Dirás lo que quieras de nuestragente, pero al menos nopretendemos ser infalibles.Hombres de Dios, ¿en serio? Yesos pobres niños. Vidas rotas. ¡Ylo llaman religión! En fin,esperemos que esto le ponga puntofinal a todo el asunto.

En vista de que están hablando paratodo el vagón, Leah emprende una

débil defensa recordando el olor delos incensarios, los querubinesvoluptuosos, los soles dorados, losfríos suelos de mármol, las tallasbarrocas de madera oscura, lasmujeres arrodilladas murmurando oencendiendo cirios, el Inter-Rail de1993.

—Pues a mí me gustaría quetuviéramos confesión. Ojalápudiera confesarme.

—¡Oh!, no seas cría, Leah, porfavor.

Pauline pasa la página conbrusquedad. La ventanilla registrael perfil de Kilburn. Sin aburguesar,inaburguesable. Aquí no hay auge ydecadencia. Aquí la decadencia espermanente. El State Empire vacío,el Odeon vacío, muros cubiertos degra-fitis que ascienden y desciendencomo una montaña rusadestartalada. Una jungla dechimeneas y tejados, unos altos,otros bajos, apiñados comocigarrillos maltrechos en elpaquete. Por la ventanilla del otro

lado se retira Willesden. El número37. Hacia 1880 o por ahí, seconstruyó todo de golpe: casas,iglesias, escuelas, cementerios, unavisión optimista del noroestemetropolitano. Hileras de chalets,moles de falso estilo Tudor. ¡Contodas las comodidades modernas!Retrete interior, agua caliente. Elencanto de la vida campestre paralos hartos de la ciudad. Avancerápido. El desencanto de la vidaurbana para los hartos de suspaíses.

—¿Presencia-de-ceniza-volcánica-en-el-aire?

Pauline pronuncia cada palabra concuidado, poniendo en duda surealidad, y le planta la foto en lasnarices a su hija. Leah solamentepuede distinguir un gran remolinode color gris. Tal vez no haya nadamás que ver. Los modernos que vanenfrente también hablan del tema.«Es la venganza de Gaia —le dicela chica al chico—, quien siembravientos cosecha tempestades.»

Pauline, siempre alerta a laposibilidad de una conversación engrupo, se inclina hacia ellos.

—Se dice que no hay fruta niverdura en las tiendas. Tienelógica, si lo piensas. Claro, estamosen una isla. Yo siempre lo olvido,¿vosotros no?

13

—¿Ya has terminado con elordenador?

—Tengo que esperar a que cierren.

—Son casi las siete. Lo necesito.

—En internet no son las siete. ¿Porqué no vas haciendo tus cosas?

—Para eso lo necesito.

—Leah, ya te llamaré cuandoacabe.

Mercado de divisas. La explotaciónde la volatilidad. Ella sólo entiendelas palabras, no los números. Laspalabras son ominosas. Y encimahay que añadirles ese aire deatención absorta que Michel tieneahora. Tiempo interior dilatado yquieto, indiferente a los minutos yhoras que transcurren en el exterior.¡Cinco minutos! El lo dice en tonoirritado, sin importarle que ya

hayan pasado treinta, cien odoscientos. La pornografía tiene elmismo efecto. Y el arte también,dicen.

Leah está de pie detrás de Michel,en la oscuridad del trastero.Resplandor azulado de la pantalla.El se halla a medio metro. Se hallaen la otra punta del mundo. ¿Porqué no vas haciendo tus cosas?

Ella tiene la sensación de que llevasemanas esperando hacer un montónde cosas y que ahora las hará con

esa ligereza luminosa del montajecinematográfico, como si fueran laparte intermedia de una película. Eltelevisor está encendido en la sala.

Más luz azul en el pasillo. Elordenador del trastero emite hip-hop rabioso, señal de que las cosasvan mal. A veces le pregunta: ¿hasperdido? El se pone furioso y ledice que no funciona así. Unos díaspierdo y otros gano. ¿Cómo puedeestar ganando y perdiendo lasmismas ocho mil libras día tras

día? La única herencia que Leahrecibió de Hanwell, sus únicosahorros. El dinero en sí se ha vueltoabstracto, una abstracción que elmaterialista Hanwell (que guardabasus billetes concretos en una cajade cartón almacenada en unacajonera de caoba) jamás habríaentendido. Tampoco la entiendeLeah. Ahora se sienta en una sillajunto a la puerta abierta que separala cocina del jardín. Con las puntasde los pies en la hierba. Los cielosestán desiertos y callados. La

indignación viaja desde la tertuliaradiofónica de la puerta vecina: ¡hetardado cincuenta y dos horas envolver de Singapur! Una nuevavieja lección sobre el tiempo. Elbrócoli viene de Kenia. La sangrehay que transportarla. Los soldadosnecesitan suministros. Buena partede NW se ha ido de vacaciones estaPascua con sus pequeñines. Tal vezno regresen nunca. Una idea quelevanta el ánimo.

Ned baja estrepitosamente los

peldaños de hierro forjadocontemplando el cielo.

—Qué raro.

—Me gusta. Me gusta el silencio.

—A mí me da canguelo. Es comoCocoon.

—Qué va.

—La ciudad estaba completamentevacía. La expo de Arbus en laPortrait Gallery sin ninguna

multitud arremolinada. Alucinante.Toda una experiencia.

Leah se somete a la larga yemocionada descripción de Ned.Envidia el entusiasmo que sientepor la ciudad. No pasa el tiempo enlos enclaves suburbanos de sus excompatriotas, trasegando cerveza yviendo rugby: hace lo posible porevitarlos. Admirable. Explora laciudad a solas, busca conciertos,charlas, películas y exposiciones,parques lejanos y piscinas

misteriosas. Leah, londinense depura cepa, nunca va a ninguna parte.

—...se basa en la integridad de una,una, cómo explicarlo, de una idea...me ha flipado. En fin... Me muerode hambre. Subo a preparar pastacon pesto. Escucha, te dejo un parpara que vayas tirando.

Le deja tres en la repisa, ya liados.Ella los mira, alineados sobre lapalma de su mano. Se fuma elprimero deprisa, apurándolo hastala boquilla de cartulina naranja.

Olive persigue rumores entre lassombras. Luego el segundo. Lasventanas de arriba están abiertas:Gloria grita a sus hijos. ¿Es que nome oís? ¡No tengo todo el santo díapara deciros lo mismo una y otravez! Leah llama a Olive, que llegaandando torpemente. La coge enbrazos. Piel de gamuza. Cajatorácica pequeña y vulnerable, conun hueco para cada dedo. No estábien querer tanto a un perro, diceMichel, que ha retorcido pescuezosde pollo y degollado una cabra.

Leah rodea el cuello de Olive conlas manos: ¿se podría abrazar a unniño con más ternura? Después deOlive es fácil creer en la concienciade los animales. Hasta esoscangrejos burbujeantes de lapescadería han adquirido unaspecto trágico. Aun así, ella se loscome. Menudo monstruo. ¡No mehagáis ir allá y daros un sopapo! Sefuma el tercero.

Oscurece despacio y luego derepente. Lucecitas de colores

enrolladas a la manera estudiantilen el manzano. Lentillas tan secasque cuesta ver. Más allá del árbol,la cerca, la vía del tren, Willesden.El número 37. Por allí viene supadre caminando hacia ella. Norebasa el rosal fallido de Ned.Lleva sombrero.

¿Cómo está tu perrito?, pregunta.

Leah descubre que puedecontestarle sin abrir la boca. Lecuenta todo lo que Olive ha estadohaciendo desde que él murió en

noviembre, sin dejarse una coma,¡ni una! Hasta el detalle mástedioso de la jornada canina loentretiene. Hay que ver, dice él, yse sacude las migas de su andrajosocárdigan de punto azul, soltando unarisita. Va vestido exactamente comolo vistieron en Morehurst, salvo porese trilby que ella nunca le vio, elúnico sombrero de otros tiemposcuyo nombre conoce. Tiene unamancha blanca en el muslo, comode semen, una costra sobre eldesvaído pantalón de pana marrón

que nadie se ha molestado enlimpiar. Aquellas enfermerasucranianas tan monas que nunca leduraban mucho.

Por aquí no hay más que puñeteroszorros, dice Hanwell en tonoafligido.

Una auténtica plaga. Es decir,siempre han estado, la mismacantidad que ahora, pero ahora lollaman plaga. Un titular reciente delStandard, PLAGA DE ZORROS EN ELNOROESTE, con la fotografía de un

hombre acuclillado en un jardínentre los cadáveres de los zorrosque ha cazado. Hay decenas ydecenas y más decenas. ¡Decenas ydecenas!, dice Leah, y así es comovivimos ahora, defendiendo nuestraparcelita; antes no era así, perotodo ha cambiado, ¿verdad?, esodicen, que todo ha cambiado. ColinHanwell intenta escucharla. Laverdad es que no le interesan mucholos zorros ni lo que puedansimbolizar.

En fin, ya veo cómo se llevaron esaimpresión, dice Hanwell. ¿Qué?

Digo que ya entiendo por quépensaron eso, en vista de cómo tepones.

¿Qué?

Si tú me dices que eres feliz, diceHanwell, entonces eres feliz y nohay más que hablar.

La conversación toma otrosderroteros. La lavandería nunca te

devuelve las fundas de almohada.Lo importante de verdad es que lachefMaureen acepte tus lasañascongeladas sin gluten, que tepermitan comértelas. Con otros nohacen ni caso de los requerimientosdietéticos y como consecuenciacagan sangre, tienen convulsiones ypillan hipos interminables. Sí,admite Leah, sí, papá, tal vez. Talvez cagar sangre sea peor que lossímbolos y la tristeza y la situaciónglobal. Con los médicos no sepuede hablar así, susurra Hanwell,

te pueden oír, nunca se sabe cuándovan a pasar a verte. Sólo puedesrezar para que vengan.

Leah empieza a sentir que está almando y que puede moldear a suantojo lo que queda de eseencuentro. Hace que su padre digacosas, lo dirige, le mueve losbrazos y manipula sus expresiones,al principio de forma inocente yluego deliberada, para que él diga:te quiero, ya lo sabes. Y luego:cielo, ya sabes que siempre te he

querido. Y: te quiero, no tepreocupes, aquí se está bien. Eincluso: veo una luz. Al cabo de unrato, el espectáculo empieza aresultar extraño y Leah seavergüenza y lo detiene. Pero él sequeda pese a todo, y de ese modoprolonga las deliciosasposibilidades de la locura, quéflaqueza tan encantadora. ¡Si notuviera que cargar con esa vidacotidiana, con las cuentas, elalquiler, el marido y el trabajo,podría volverse loca! ¡Por qué no

volverse loca!

Y acuérdate de cerrar con llave laverja con la presión del agua dondeel gas está caliente en el horno delenchufe y apagarlo cuando temarches usando solamente cebollasrojas y una pizca de canela y luegovolver antes de que necesitesllamar a un taxi, y sin beber, leaconseja Hanwell.

Leah no consigue que él se acerquemás. Y sin embargo parece que lecoge la mano y apoya la mejilla en

la de ella, y ahora Leah le besa lamano y siente su lágrima en la orejaporque él siempre fue un tontosentimental. Aprieta la mano entrelas suyas. Están secas como elotoño. Nota en el centro de la manoel hematoma carnoso de lapersistente herida, aún no curadoporque a ciertas edades esas cosasya no se curan. Sigue morado yencharcado de sangre, un arañazosuperficial, insignificante, hace unmontón de meses, con el borde dela mesa de juego en la sala común.

Se le desprendió la piel. Volvierona ponérsela y la pegaron. Perodurante ese último año le quedó elcardenal lleno de sangre.

¡Papá, no te vayas!, dice Leah.

¿Tengo que ir a alguna parte?, diceHanwell.

¡El ordenador está libre!, diceMichel.

14

Una gran colina recorre NW; sealza en Hampstead, WestHampstead, Kilburn, Willesden,Brondesbury y Cricklewood. No esajena al mundo de las letras. LaDama de Blanco sube por unaladera para encontrarse con elbandolero Jack Sheppard en la otra.A veces el mismo Dickens llegabaa estos confines para beberse unapinta o enterrar a alguien. Mira allí,

sobre la alfombra de la biblioteca,entre la ciencia ficción y la historialocal: un condón anudado lleno deesperma. Antaño todo esto eragranjas y campos, con las villassaludándose por la cresta de lacolina. Las han reemplazadoestaciones de tren a intervalos deochocientos metros.

Hace poco más de un mes que lachica llamó a su puerta: finales demayo. Los castaños de indias se venestupendos en su frondoso

esplendor, aunque todo el mundosabe que tienen roya. Leah está enuna ladera de la colina deBrondesbury, subiendo con el solde cara, sin tener ni idea de quién oqué va a su encuentro por el otrolado. Se lleva tal sorpresa querecurre a un sentimiento reflejo: eldesprecio. Le lanza una mirada aShar como las que le echaban losniños en la escuela. Pero tan tarde ytan cerca de su cara que el gesto esmás violento de lo esperado. ¡Ojaláestuviera aquí Michel! Michel no

está. Leah trata de esquivarla en elúltimo segundo confiando endejarla atrás. Una manita la retienepor la muñeca.

—¡EH, TÚ!

Lleva la cabeza descubierta. Elpelo negro y tupido le caeanárquicamente. Entre los plieguesde ese velo, Leah vislumbra uncatastrófico ojo morado de tintesamarillentos. Mana agua, lágrimas uotra cosa involuntaria. Leah intentahablar, pero sólo tartamudea.

—¿Qué quieres de mí? ¿Quéquieres que te diga? ¿Que tedesplumé? Soy drogadicta. Teestafé tu dinero. ¿Vale? ¿VALE?

—Deja que te ayude, tal vez yopueda... hay sitios que... queayudan. —Leah se horroriza de supropia voz. ¡Qué débil suena! Comola súplica de una niña.

—No tengo tu dinero, ¿vale? Tengoun problema. ¿Me entiendes o qué?NO TENGO NADA PARA TI. Estoyhasta las pelotas de que tú y tu gente

andéis jodiéndome todos los putosdías. Señalándome y gritando. Nolo aguanto más, de verdad. ¿Quéquieres de mí? ¿Quieres que meponga de rodillas?

—No, yo... ¿puedo ayudarte dealguna manera? ¿Puedo hacer algo?

Shar la suelta, se encoge dehombros y se vuelve, se tambalea yestá a punto de caerse. Ojos enblanco sobre su cara bonita. Leahadelanta una mano para ayudarla amantener el equilibrio. Ella la

aparta bruscamente.

—Llévate mi número. Por favor. Telo apunto aquí. Tengo contactos enmuchas organizaciones benéficas,por mi trabajo, ya sabes, y ellos talvez puedan...

Leah mete un sobre arrugado en elbolsillo de Shar. Esta le pone undedo en la cara.

—No lo aguanto más. No loaguanto.

Leah la ve alejarse a trompiconespor la cima y luego cuesta abajo.

15

A bordo del 98, una mujer sentadadelante de ella con una niñita en elregazo. Le enseña un mazo detarjetas ilustradas con el propósitode estimularla. Elefante. Ratón.Taza. Sol. Pradera con vaquitas. Lacriatura se muestra especialmenteestimulada por la estampa de unacara humana. Es la única tarjeta queintenta coger, con una risita. ¡Quélista, Lucia! Ella la araña con sus

dedos gordezuelos. A continuaciónlevanta la mano con la mismabrusquedad hacia la cara de sumadre. ¡No, Lucia! La niña amagaun llanto. Hay cosas que sonpersonas, le explica su madre, ycosas que son imágenes, hay cosasque son blandas y cosas que sonduras. Leah mira por la ventanilla.No para de llover. Los aviones hanvuelto al cielo. El trabajo es eltrabajo. El tiempo ha dejado de serinquietante. Vuelve a ser el tiempo,sin más. Ha cogido unos folletos en

el trabajo, del armario de losfolletos. Organizacionesprofesionales que ofrecen ayudaprofesional. Esto es «lo máximoque uno puede hacer». Luego es eltoxicómano quien debe «tomar suspropias decisiones». Porque «nadiepuede obligarnos a aceptar la ayudaque necesitamos». Todo el mundodice las mismas cosas. Todo elmundo dice las mismas cosas de lamisma manera. Leah se baja enWillesden Lañe y echa a andar conpaso ligero, pero el autobús se

detiene a su lado y se cala. Supúblico es el piso bajo del autobúscuando se dobla sobre el seto deuna iglesia. Un vómito que es sobretodo agua, indistinguible de lalluvia. La parroquia de su infancia,donde se reunía los sábados con lasExploradoras, fue convertida enapartamentos de lujo, cada uno consu vistosa sección de vidriera.Fuera, un rebaño de cochesdeportivos donde antes había unpequeño cementerio. El autobús sealeja pesadamente en dirección a la

avenida. Ella se endereza y se secala boca con el pañuelo. Camina conbrío sosteniendo un paraguasinsuficiente; la lluvia gotea por sumanga derecha. El número 37.Hojea deprisa los folletos como unabuena chica que revisa los sellosfrente al buzón antes de meter las cartas por la ranura.

37

Había confiado en encontrar otrométodo. Algún remedio decomadres que se pudiera aplicardiscretamente en casa usando losproductos ordinarios del botiquín.Cualquier otra cosa va a salirlecara. Cualquier otra cosa va aconstar en la cuenta banca-riacompartida. En internet solamenteencuentra moralistas y ni un soloconsejo práctico aparte de las

viejas historia tremebundas delpasado premoral: baños de ginebray agujas de sombrero. ¿Quién tieneagujas de sombrero hoy en día? Demanera que ha venido aquí, con unaantigua tarjeta de crédito de suépoca universitaria. Un lugarextraño. Un no lugar. Podría ser undentista o un quiropráctico.¡Medicina privada! Sofás mullidos,mesitas de café con tablero decristal, intimidad. Ningúnsujetapapeles. Nadie pregunta:

a) ¿Es decisión suya someterse alprocedimiento?

b) ¿Tiene usted a alguien que lalleve a casa después delprocedimiento?

Aparece una chica para preguntarlesi le apetece un vaso de agua ycómo quiere pagar. Nada más. Eldinero evita los vínculos, lasobligaciones. ¡Qué diferencia!Entonces tenía diecinueve años y laenfermera de la universidad loorganizó todo. Se sentó en el borde

de la cama junto a una amable examante, ambas con faldas de veranoy las piernas colgando, como lasniñitas cuando las riñen, y lo quemás les interesó fue el mecanismode la anestesia.

—Me ha parecido que él me cogíala muñeca y decía: diez, nueve,ocho, y un segundo más tarde, sóloun segundo más tarde, tú me estabasbesando la frente.

—¡Han pasado dos horas y media!

A su manera, una revelación mayorque las confusas clases sobre laconciencia, sobre Descartes oBerkeley.

Diez, nueve, ocho...

¡Han pasado dos horas y media!

En ningún libro habría hallado laconvicción de aquel día. Diez,nueve, ocho... olvidarse de todo.¡Qué chica tan amable! No tendríaque haberse molestado. Una de lasventajas de querer a mujeres, de

que te quieran mujeres: siempreharán cosas mucho más allá de loobligado. Diez, nueve, ocho.Regreso a la vida. Beso en lafrente. Y también una calcomaníainfantil, medio borrada, en la paredque tenían delante. Tigger, Christo-pher Robin y Puh, todos sin cabeza.¿Una cama libre en el ala depediatría? Ahora solamenterecuerda el diez, nueve, ocho, elensayo indoloro de la muerte. Unepisodio útil para recordar enmomentos de miedo mortal (en

aviones pequeños, en aguasprofundas). Aquella primera vezestaba de dos meses. La segunda,de dos meses y tres semanas. Estaes su tercera vez.

La recepcionista cruza la salacojeando. Esguince de tobillo, lebaila una venda roñosa. Leah seruboriza. Siente vergüenza ante unnadie imaginario que no es real yque sin embargo supervisa nuestrospensamientos. Se regaña a símisma. Por supuesto, la cuestión

aquí no es su propia inexistencia,por supuesto, sino la inexistencia deotro. Por supuesto. Sí, a eso merefiero, eso quería pensar, porsupuesto. Las cosas que piensan lasmujeres normales.

—¿Señora Hanwell? Ya puedepasar.

16

—¿Que no es relevante? ¿Quéquieres decir? ¿Cómo puedescontarme toda la historia y nomencionar el velo?

Natalie se ríe. Frank se ríe. Michelse ríe, pero más fuerte que losdemás. Un poco borracho. Nosolamente por el Prosec-co quetiene en la mano. También por elesplendor de esta casa victoriana,

por la longitud de su jardín, por elhecho de conocer a una abogada yun banquero, de encontrar graciosaslas mismas cosas que ellos. Losniños pedalean frenéticamente porel jardín. Ríen porque todo elmundo ríe. Leah mira a Olive y laacaricia con vehemencia hasta quela perra se incomoda y seescabulle. Luego echa un vistazo asu mejor amiga, Natalie Blake, y laodia.

—Leah... siempre intentando salvar

a alguien.

—¿No es ése tu trabajo?

—Defender a alguien es muydistinto a salvarlo. Además,últimamente me dedico sobre todo amercantil.

Natalie cruza una pierna desnudasobre la otra. Esbelta estatua deébano. Ladea la cabezadirectamente hacia el sol. Franktambién. Parecen un rey y una reinade perfil en una moneda antigua.

Leah tiene que quedarse a lasombra de algo que Frank llamapérgola. Las dos mujeres se mirancon los ojos entornados a amboslados de un césped impoluto. Seestán molestando. Llevan toda latarde molestándose.

—Me tropiezo con ellaconstantemente.

—Naomi, para.

—Iba al instituto con nosotras.Parece mentira.

—¿Mentira? ¿Por qué? Naomi, paraya. Aléjate de la barbacoa. Esfuego, quema. Ven aquí.

—Da igual.

—Perdona, repítemelo. Te estoyescuchando. Shar. El nombre no lorecuerdo para nada. ¿Tal vez fuedurante nuestra «separación»? Túibas con un montón de gente a laque yo no llegué a conocer.

—No. En el instituto no la conocía.

—¡Naomi! Te lo digo en serio.Perdona... Pero bueno, ¿cuál es elproblema?

—No hay ningún problema.Ninguno.

—Tal como está el mundo noresulta muy...

—«Dijo ella dejando la frase en elaire.»

—¿Qué? ¡Naomi, ven aquí!

—Nada.

Frank se acerca con la botella; tanefusivo con Leah como áspera es sumujer. Acerca el rostro mucho aella. Huele a caro. Leah se echaatrás para dejarle servir.

—¿Cómo es posible que todos losalumnos de vuestra escuela seandelincuentes y drogadictos?

—¿Y cómo es posible que todos losde la tuya sean ministrosconservadores?

Frank sonríe. Es guapo, su camisaes perfecta, sus pantalones sonperfectos, sus hijos son perfectos,su mujer es perfecta, y estáofreciéndole un vaso de Proseccoperfectamente helado.

Y dice:

—Debe de ser reconfortante poderdividir el mundo en dos de esamanera.

—Frank, deja de tocar las narices.

—Leah no está ofendida. No estásofendida, ¿verdad que no, Leah?Yo, desde luego, ya estoy partidoen dos mitades, por eso entenderéisque me cueste pensar de ese modo.Cuando tengáis hijos, ellos sabránde qué hablo.

Ahora Leah intenta ver a Frank dela forma que él parece apuntar:como vaticinio de cierto futuro paraella y Michel. El color café, esaspecas. Pero, dejando aparte losaccidentes de la genética, Frank no

tiene nada que ver ni con Leah nicon Michel. Ella coincidió una vezcon la madre de Frank, Elena. Estase quejó del provincianismo deMilán y le aconsejó que se tiñera elpelo. Frank nació en otra parte delmultiverso.

—Mi suegra, en su inmensasabiduría, afirma que si quieresaveriguar de qué pie cojea unapersona tienes que hacerle laprueba del asistente sanitario.Llamas al timbre y si se tira al

suelo y apaga las luces, ¡es malagente!

—No lo entiendo —dice Michel—.¿Qué quiere decir?

Natalie se lo explica:

—A veces la gente no le abre lapuerta a Marcia por miedo a quetrabaje para los servicios socialeso la oficina de subsidios. Digamosque no quieren enseñar las orejas.De manera que si mi madre llamaalguna vez a tu timbre, por el amor

de Dios, no te tires al suelo.

Michel asiente con gesto grave,como si se tomara el consejo enserio. A diferencia de Leah, no seentera. No ve cómo Natalie tabaleasobre la mesa del jardín y mira alcielo cuando habla. No ve queestamos aburriéndolos, ni las ganasque tienen de librarse de nosotros,de este viejo compromiso. Y no secalla, sigue hablando:

—Esa gente que os digo seguro quese tiraría al suelo. Están en la

avenida Ridley. Y sospechamos queviven en una casa ocupada, juntos,en la avenida Ridley, unas cuatro ocinco chicas que trabajan por lascalles, tocando timbres, y tambiénhay tíos, creemos, que seguramentelas chulean. Pero éstas son cosascon las que tratas todos los días. Nohace falta que te las contemos, yalas sabes. Seguro que ves a genteasí todos los días, cada día,¿verdad? En los juzgados...

—Michel, cariño... esto es como ir

a una fiesta y preguntarle a unmédico por un lunar que tienes en laespalda.

Michel siempre habla consinceridad, y resulta extraño quesea precisamente ese rasgo (al quele concede en privado un granvalor) el que avergüence a Leah enpúblico. Nat vigila el avance deSpike, que camina bamboleándosepor un lecho de flores. Luegodevuelve su atención a Leah y Leahla evalúa: serena, un poco

imperiosa. Insincera.

—No; me interesa. Sigue, Michel,perdona.

—Hay otro, un tío, que también esde vuestra escuela. Hace unassemanas le pidió dinero a Leah porla calle.

—¡Eso no es lo que pasó! Serefiere a Nathan Bogle. Estabavendiendo tarjetas de transporte. Yasabes que se dedica a eso, lo habrásvisto, en Kilburn, a veces en

Willesden...

—Hum.

Es humillante provocar un tedio tanabyecto en tu más vieja amiga. Leahse ve rebajada a sacar a reluciresos nombres y caras de antaño enun intento de despertar su interés.

—¿Bogle? —dice Frank—. ¿No esese al que pillaron con un alijo deheroína?

—No, ése fue Robbie Jenner. Iba un

curso por debajo. Bogle no llega aese nivel. Dejó los estudios paraser futbolista. Spike, por favor, nohagas eso, cielo.

—¿Y se hizo futbolista?

—¿Eh? Oh... no. No.

Tal vez la Brayton tampoco existeya para ella. Evaporada, suprimida.Lo más seguro es que haber salidode esa escuela la sorprenda tantocomo a la escuela haberlaengendrado. Nat, la única que ha

medrado en aquel manicomio conun millar de chiquillos; demasiado,quizá, para recordar de dóndeviene. Para vivir así seguramentetienes que olvidar todo lo que huboantes. Si no, ¿cómo te lasarreglarías?

—Era un chico muy dulce. Sumadre era santaluciana, osantalucense. Todas nuestrasmadres se conocían. Muy guapo,muy travieso. Tocaba la batería...bastante bien. Se sentaba al lado de

Keisha cuando todavía se llamabaKeisha. Yo estaba muy celosa, a losdiez años. ¿Verdad que sí, Keisha?

Natalie se muerde una uña, odia quese burlen de ella. No le gusta que lerecuerden sus incoherencias. Leahse atreve a endurecerlo: sushipocresías. Leah pasa por losviejos bloques cada día, de caminoa la tienda de la esquina. Lo ve tododesde su jardín trasero. Nat vivebastante lejos y puede evitarlo. Encualquier caso, siempre se reúnen

aquí, en casa de Nat, ¿por qué iba aser de otro modo? ¡Mira qué casatan preciosa! Leah se sonrojacuando una expresión prohibidaasalta su cerebro, la expresión queusó Shar: «negra blanqueada».Luego habla Michel y lo explica ala perfección:

—Te cambiaste el nombre. Siemprelo olvido. Es como aquello de«vístete para el trabajo que quieres,no para el que tienes». Lo mismosucede con los nombres, digo yo.

Lástima que lo estropee todo conese deprimente «digo yo», unamuletilla bochornosa que solamenteusa aquí, en esta casa. Natalie abremucho los ojos y se precipita a uncambio de tema, algo que siempreparecen proveer los niños.

—Michel, tú puedes ayudarme:¿qué debería hacer con esto?

Nat coge dos gruesos mechones deNaomi y enseña los nudos que tieneintentando pasar los dedos por lamaraña mientras la niña se retuerce

bajo sus manos.

—Como no deja que se lo toque,voy a tener que mandártela para quele rapes la cabeza, ¿verdad? Puedeir a la peluquería mañana y tú me ladejas bien rapadita.

Naomi suelta un chillido. Michelcontesta a la pregunta con sincera ymeticulosa amabilidad. Trasdescartar una acción drástica,recomienda un tónico capilar yaceite de coco. Por muchos añosque lleve en el país, sigue

resultándole ajena esa aficióninglesa por torturar a los niños conironía. Nat mantiene su jovialsonrisa prendida en la cara.

—Vale, vale, Naomi. NAOMI.Mamá estaba bromeando. Nadie teva a... sí, hacerle trenzas antes de ira la cama seguro que va bien,Michel, gracias...

—En mi escuela no existía elconcepto de «vacacionesescolares» —tercia Frank—. Mimadre nunca me veía hasta

Navidad.

Su mujer sonríe apenada y le da unbeso en la mejilla.

—Me temo que sí existía.Conociendo a tu madre, lo másseguro es que nunca haya ido abuscarte.

No tiene gracia, dice Frank. Sí quela tiene, dice Natalie. Leah observacómo Nat acepta una guirnalda demargaritas que Naomi ha empezadoa hacer. Perforas un tallo con la uña

del pulgar y por ahí enhebras lasiguiente margarita.

—No pienso mandar a mis hijos aun internado. Completamente solosen una clase de treinta niñosblancos. Sería una locura.

—Son nuestros hijos, no los tuyos.Y serían veinte niños blancos. A míno me hizo ningún daño.

—Llevas mocasines, Frank.

No tiene gracia, dice Frank. Sí que

la tiene, dice Natalie. A menudoLeah intenta diagnosticar unaenfermedad aquí, en esta pareja(algo podrido, algo virulento), perolos pacientes se empeñan en saltarde la cama e insisten en susocurrencias. Y en besarse lasmejillas.

—¡La has rompido!

Leah mira la guirnalda. Naomi tienerazón: Nat la ha roto. Ahora Spikeacaba la tarea: se la arrebata ydesparrama los trozos sobre el

césped. Empiezan los chillidos.Leah adopta la anodina sonrisa desimpatía por los niños. Frank selevanta y se pone una criaturapataleante debajo de cada brazo.

—Irán a la escuela de curas paraexpiar nuestros pecados.

El modo automático de Frank conLeah es una especie de autoparodia.Leah lo neutraliza fingiendoinocencia, forzándolo a decirexplícitamente lo que trata deinsinuar.

—¿A la escuela de curas? ¿Ya?

—Es absurdo —dice Nat—: setrata de una escuela abierta a todos,pero al parecer tenemos que ir a laiglesia. Lo antes posible. De locontrario no entrarán. Espero queencontremos una iglesia nodemasiado estresante. ¿Cuál es esaa la que va Pauline?

—¿Mamá? Debe de ir una vez almes. A San No-Sé-Qué, ni idea. Selo pregunto si quieres.

Frank suelta a sus hijos y suspira.

—¿A ti no te toca pronto?

Michel se encarga de eso. Su tema,su reino. Y así empieza unaconversación sobre las entrañas deLeah y sobre cómo, si se le hubierahecho caso a Michel, éstas habríanpasado los últimos años mucho másocupadas. Leah se fija en Natalie.Aquí está su cuerpo, pero ¿dóndeestá su mente? ¿En el trabajo? ¿Enuna fascinante pasión extramarital?¿O simplemente desea que esta

gente se marche de una vez paravolver a su vida verdadera, su vidafamiliar?

—¡Mierda! El bizcocho de plátano.Me había olvidado. Naomi, ven,ayúdame a servirlo.

Leah ve cómo Natalie se alejadando zancadas con su hermosa hijarumbo a su hermosa cocina. Todolo que hay tras esa puerta de cristalrebosa plenitud y sentido. Losgestos, las miradas, lasconversaciones inaudibles. ¿Cómo

se consigue tanta plenitud? ¿Y,encima, una plenitud rebosante decosas con sentido? Da la impresiónde que Natalie se ha desprendidode todo lo demás. De que ya esadulta.

¿Eso cómo se hace?

—¿Y qué, Michel? ¿Cómo va todo,muchacho? Ponme al día. ¿Cómo vael negocio del pelo? ¿Sigue lagente... con problemas económicos?

La cara de Frank denota el ligero

pánico que le produce quedarse asolas con los extraños amigos de sumujer.

—En realidad, me estoy mudando atu territorio, Frank, a pequeñaescala.

—¿A mi territorio?

—Juego a la Bolsa. Por internet.Después de que habláramos laúltima vez, me compré un libro y...

—¿Te compraste un libro?

—Una guía... y he estado probandoun poco, con cifras pequeñas paraempezar.

La cara de Frank sugiere que lacosa requiere más explicaciones, enalguna parte ha detectado algoimprobable. Es un tipo dehumillación muy sutil, pero aun asípasará de Michel a Leah bajo otraforma, como un líquido que seconvertirá en gas, hoy mismo omañana, durante una discusión, enla cama.

—Bueno, el padre de Leah le dejóen herencia, nos dejó, una pequeñacantidad.

—¡Ah, ya! Bueno, está bienempezar con cantidades pequeñas.Pero, escucha, no quiero serresponsable de que te quedes sinblanca, Michel... Yo trabajo parauna de las grandes firmas,¿entiendes?, y estamos a cubierto,pero en el caso de los pequeñosoperadores, ya sabes, vale la penarecordar...

Leah suelta un suspiro estridente.Es infantil, pero no puede evitarlo.Frank se vuelve hacia Leah con unasonrisa apaciguadora y fatigada. Lepone un dedo correctivo en elhombro y le da un golpecito.

—Michel, sólo iba a decir que valela pena apuntarse a una página web,como Today Trader o algoparecido, y jugar primero condinero falso, cogerle el tranquillo ala cosa...

—¿Me disculpáis un momento?

Creo que Olive tiene que cagar y noquiero que lo haga en vuestroincomparable césped.

—¡Leah!

—No, no, no; no pasa nada. Michel,Leah y yo nos conocemos desdehace mucho tiempo. Ya estoyacostumbrado a sus rarezas. Spike,¿por qué no llevamos a Olive a laesquina antes de que se marche a sucasa? Vamos a buscar unas bolsitas,¿vale?

Leah y Michel se quedan sentadosen la hierba con las piernascruzadas, como niños. En esta casaella se siente una niña. Ingredientespara tartas y alfombras primorosasy cojincitos y sillas tapizadas contelas selectas. Ni un futón a la vista.Todo el mundo se ha hecho adultode la noche a la mañana. Mientrasella estaba en tránsito, todo elmundo creció y llegó a su destino.

—¿Por qué me tratas como a unidiota todo el tiempo?

—¿Qué?

—Te he hecho una pregunta, Leah.

—No era mi intención, pero noaguanto que te hable con esacondescendencia.

—El no lo ha hecho. Tú sí.

—¿Quién es ella? ¿Quién es esapersona? ¡Con esa vida burguesa!

—Y dale con la burguesía. Es loúnico que has aprendido de

Francia. Te has vuelto uno de esosingleses que odian a todos susamigos.

Frank reaparece por la puerta decristal. Si fuera más observadorpodría sorprenderlos durante lafase «teatro de marionetas»,congelados en actitudes de asco yfuria. Pero Frank no es demasiadoobservador, y cuando por finlevanta la vista ya son lo quesiempre parecen: una pareja feliz yenamorada.

—¿Sabéis dónde está la correa?

Detrás de él, Nat vuelve a salirdando zancadas, serena einescrutable. Lleva a Naomiapoyada en la cadera como si fueseel bebé que era no hace mucho. Losimparables rizos de su pelo afro sedisparan en todas direcciones. Leahobserva cómo Michel mira a laniña. Hay una expresión deprofunda añoranza en su cara.

17

—¡Tía Leah! ¡Tía Leah! Mamá diceque VAYAS MÁS DESPACIO.

Leah se detiene y mira atrás. No vea nadie y luego, doblando unaesquina, aparece Nat con un suspirodramático. Lleva el cochecitovacío, a Spike en brazos y a Naomitirándole de la camiseta. Gulliver, apunto de ser inmovilizado en elsuelo por los liliputienses.

—Lee, ¿estás segura de que vamosbien? No lo parece.

—Es al final de esta calle. En elplano hay una especie de bucle yvuelve sobre sí misma. Pauline diceque no es fácil dar con el sitio.

—Veo el juzgado y... ¿una rotonda?Niños, no corráis, quedaosconmigo. Esto es como caminar porel arcén de la autopista. ¡Quépesadilla! Pollo Frito Kennedy. BarPolaco-Billares. Masajes Euforia.Me alegro de haber tomado la ruta

turística. Esto no puede serWillesden. Da la sensación de queya estamos en Neasden.

—La iglesia hace que esto seaWillesden. Marca la parroquia deWillesden.

—Sí, pero ¿dónde está? ¿Cómo selas apaña Pauline para llegar hastaaquí?

—En autobús, imagino. Ni idea.

—¡Qué pesadilla!

La calle traza una curva. Se ven depronto en una angosta franja deacera con un bolardo al final.Agarran a los niños mientras loscoches pasan zumbando por amboslados. A su derecha, una galeríacomercial cerrada y un edificio deoficinas absurdo, vacío y con lamitad de las ventanas rotas. A suizquierda, una isla de hierbaalojada entre los dos carriles de lacalle. Concebida como un oasis deverdor, es un vertedero accidental.Un colchón empapado. Un sofá

boca abajo con los cojines rajadosy manchas repulsivas. Otros objetosinsólitos que sugieren vidasabandonadas a toda prisa: la mitadde un ci-clomotor, un flexodecapitado, una portezuela decoche, un perchero y suficientelinóleo enrollado como pararevestir el suelo de un baño.

Durante una pausa entre cochescruzan la ancha calzada enestampida y luego se sueltan.Jadean con las manos apoyadas en

las rodillas. A Leah le aconsejaron«no hacer esfuerzos» durantecuarenta y ocho horas y ahora estáalgo mareada. Se vuelve, levanta lacabeza despacio y es la primera enatisbarla: una antigua almenada yuna torre apenas visibles entre lasramas de un fresno imponente.Otros veinte metros y se revela latotal inverosimilitud de la escena:una ermita rural, una iglesiamedieval, varada sobre este trozode tierra, en medio de una rotonda.Fuera de tiempo, fuera de sitio. La

rodea un campo de serenidadmagnética. Un cerezo junto a laventana del lado este. Un múretecircular de ladrillo señala elantiguo contorno, un baluarte nomás robusto que una corona demargaritas. Las puertas de lascriptas familiares están derribadas.Hay muchas lápidas pintarrajeadascon vivos colores. Leah, Nat y losniños atraviesan la puerta techada yse detienen bajo el campanario. Laesfera azul del reloj brilla al sol.Son las once y media de la mañana

en otro siglo y otra Inglaterra. Natusa el paño del bebé para enjugarseel sudor de la frente. Los niños, quehasta ahora no paraban de darguerra y quejarse del calor, guardansilencio. Un sendero se adentra enel umbrío cementerio, donde laslápidas victorianas indican la capade los últimos muertos. Natalieempuja trabajosamente el cochecitopor el desigual terreno.

—Increíble. Nunca la había visto.Debo de haber pasado cien veces

por aquí con el coche. Lee, ¿tienesel agua? Seguro que por eso legusta a Pauline. Por lo antigua quees. Porque de las cosas antiguaspuedes fiarte.

Leah se cruza de brazos y seconvierte en su madre, adopta lacara de su madre: labios caídos,párpados que pestañean contra elpolvo del mundo y su empeño envolar hacia los ojos de Pauline.Natalie, a medio trago, ríeabruptamente y se derrama agua

sobre la pechera.

—A mí que no me vengan coniglesias nuevas. No son lo mío,vamos. Yo sólo me fío de lasantiguas y sanseacabó.

—Para... que me asfixio. Llevoviviendo aquí toda la vida y nosabía ni que existía este sitio.Tantos años atrapada con Marcia enesa lata de sardinas pentecostalcuando podríamos haber venidoaquí. Keisha, óyeme: solamentequiero que el espíritu del Señor

descienda sobre todos nosotros.

Pueden ridiculizar a sus madres,pero no pueden romper el embrujosombrío de ese lugar. Los niñoscaminan con cautela entre lastumbas, quieren saber si realmentehay muertos de verdad bajo suspies. Leah aprieta el paso,abandona el sendero y se mete entrelos hierbajos mientras Nat respondea sus vás-tagos con evasivas sobrela diferencia entre los muertosrecientes y los muertos de otras

épocas. Leah extiende los brazos.Roza con los dedos los remates delas piedras más altas, una urna rotay una cruz hecha pedazos. Prontollega a la parte trasera de la iglesia.El pasado se agolpa a su alrededor,parcialmente legible sobre lasgastadas lápidas puestas en ángulosfrustrados. Muerte infantil yencierros mortales. Guerras yenfermedades. Losas cubiertas dehiedra y liquen, manchasamarillentas de musgo y moho.

Emily W [...] de esta parroquiapasó a mejor vida

en su trigésimo [...] año de vidasiendo el año del Señor

mil ochocientos [...] siete.

Dejó atrás seis hijos y un marido,Albert, que se reunió poco

después con ella en este [...]

Aquí descansa Marión [...] de estaparro...

Muerta el 17 de diciembre de 1878a los 2 [...] años.

Y también Dora, hiji [...] de laanterior.

Muerta el 11 de diciembre de 1878.

Procure no hacer esfuerzos durantecuarenta y ocho horas.

Bajo este sol terrible.

Procure no hacer esfuerzos, LeahHanwell de esta parroquia, Hija

única de Colin Hanwell, también deesta parroquia.

Procura no hacer esfuerzos duranteel resto de tu vida.

Leah se apoya en una piedra tan altacomo ella. Tiene tres figuras enrelieve casi completamenteborradas. Mete los dedos en lossurcos musgosos. Una mujer con lasfaldas recogidas se sujeta algocontra el cuerpo, un bulto sin

rasgos, tal vez algo que le han dado,y un par de muchachos con levitasestiran los brazos hacia ella porambos costados. El tiempo hadevorado todos los detalles. Ninombre ni fecha ni rostro ni rodillasni pies ni explicación alguna delmisterioso regalo...

—Lee, ¿te encuentras bien?

—Tengo calor. Hace mucho calor.

Entran en la iglesia por un par depesados portones de madera. Está

acabando una misa. En el aire flotaese extraño olor a incienso de lagran liturgia. Recorren el perímetroy evitan las miradas de los fieles.Deliciosamente fresco aquí dentro,mejor que el aire acondicionado.Natalie coge un folleto. Autodidactacongénita, siempre quiere saberlotodo. Debió de ser la separación.La separación fue decisiva. Duranteesa breve pausa en su largaamistad, entre los dieciséis y losdieciocho años, ella se convirtió enNatalie Blake. Se formó a sí misma

en la biblioteca de Kensal Risemientras Leah se pasaba todo el díafumando hierba. Natalie siemprecoge los folletos, los folletos y todolo demás.

—Parroquia fundada en 938... noqueda nada del edificio original...la iglesia actual dataaproximadamente de 1315...agujeros causados por las balas deCromwell en la puerta, originales...

Naomi se adelanta corriendo y seencarama a la pila bautismal (c.

1150, mármol de Purbeck). Leahintenta eludir el alcance auditivo dela conferencia que imparte Natalia.Termina la misa: los feligresesdesfilan hacia la calle. El jovenpárroco intenta conversar con ellosen la puerta. Tiene una manoapoyada en la flácida cintura comosi fuera una vieja nerviosa; unmechón de pelo castaño le caesobre la sien. Su cara deseacomplacer, pero no lo consigue porsu falta de personalidad. Así habríasido en 1920, 1880 o 1660. El

mismo individuo, pero lacongregación ha cambiado.Polacos, indios, africanos yantillanos. Los adultoselegantemente ataviados con trajesrelucientes y vestidos entalladosdel mercadillo. Los niños vistenternos de milrayas, las niñas sujetandiminutas mantillas, el peloelaboradamente planchado formacaracolillos en la frente o lasmejillas. Los feligreses secompadecen del cura, que prodigaamables sugerencias. A ver si la

semana que viene podemos empezara la hora. Lo que usted pueda dar,señora, lo que pueda. Ellos sonríeny asienten con la cabeza sintomárselo muy en serio. El párrocotampoco se presta atención a símismo. Está absorto en Leah, labusca sobrevolando las cabezas desu rebaño en retirada. La luz entra araudales por el este. Leah avanzapor instinto en esa dirección, haciaun cenotafio de mármol blanco ynegro adosado a la pared donde leeque FUE DICHA DE ELLA HACERLOVENTUROSO PADRE DE 10 HIJOS Y 7

HIJAS Y AHORA ES SU VOLUNTADDEDICAR ESTE MONUMENTO A LAPRESERVACIÓN DE SU MEMORIA.FALLECIÓ EN EL AÑO 48 DE SUEDAD. 24 DE MARZO DE 1647. No sedice nada más de Ella. Leah sienteel deseo de poner los dedos sobrelas letras para medir su frialdad.Pero Natalie dice mejor no lohagas, le dice a Spike no salpiquescon el agua bendita UAU es elmismo escultor que hizo la tumbade ISABEL I, no, cariño, ésa no, erauna reina, cielo, de HACE MUCHOTIEMPO, no, cariño, de hace todavía

más tiempo, pero ¿sabías que elnombre original era WILSDON, quesignifica manantial, que significafuente al pie de una colina, que esde donde viene esta agua...? TE HEDICHO QUE DEJES DE SALPICAR. Derepente Leah se muere de sed, estáhecha de sed, es pura sed. Searrodilla para examinar el grifo ylee el letrero. No potable. Sagrada,pero no potable.

—¡Mami!

—No, mami no. No soy yo. «Se

consideraba incluso más poderosaque la Virgen tradicional, puesestaba dotada de poderesmilagrosos, entre ellos el don de laserendipia, la restitución de losrecuerdos perdidos, la resurrecciónde niños muertos...» Esto a Marciale encantaría: a veces la gente tienevisiones de ella en el patio de laiglesia. Marcia siempre anda convisiones. Pero normalmente devírgenes blancas, con el pelo rubioy bonitas blusas del Marks& Spencer.

¿Cómo ha podido pasar de largo?Detrás de ella, una Virgen talladaen madera de tilo azabache.Sostiene un descomunal bebé enpañales y con los brazos en cruz.«Niño Jesús bendiciendo a manosllenas», reza el letrero, pero Leahno consigue ver bendición alguna.Más bien parece una acusación. Esun bebé cruciforme; tiene la formadel objeto que lo destruirá.Extiende los brazos hacia Leah. Losextiende para impedir que escape,por la derecha o por la izquierda.

—«...convirtiéndose así en lafamosa capilla de Nuestra Señorade Willesden, la “Virgen Negra”,imagen destruida durante laReforma y quemada, junto con lasvírgenes de Walsingham, Ipswich yWorcester, por el Lord del SelloPrivado.» También se menciona aun Cromwell. ¿Otro Cromwell? Nolo dice. Aquí sí que habría ido bientener buenos profesores de Historiaen secundaria... «hubo una ermitadesde...», espera, entonces, ¿es laoriginal? ¿Del siglo XIII? No puede

ser. Está escrito con el culo, no seentiende si... NAOMI, QUE TEAPARTES DE

37

—¿Cómo es posible que lleves todala vida viviendo en estas calles yno me hayas conocido? ¿Cuánto

tiempo creías que podríasesquivarme? ¿Qué te hacía pensarque estabas exenta? ¿Acaso nosabes que estoy aquí desde que lagente pide ayuda a gritos? Oyeme:¡no soy como esas vírgenes pálidasy recatadas, esas vírgenesmelindrosas! ¡Soy más vieja queeste sitio! ¡Aún más vieja que la feque toma mi nombre en vano! Soyel espíritu de hayales y cabinastelefónicas, setos y farolas,manantiales y estaciones de metro,tejos centenarios y bazares, pastos y

multicines en 3D. ¡La Inglaterraingobernable de la vida real, de lavida animal! De la vieja iglesia, dela nueva, de una época anterior alas iglesias. ¿Tienes calor? ¿Esdemasiado? ¿Esperabas otra cosa?¿Estabas desinformada? ¿Habíaalgo más? ¿O algo menos? Si ledamos un nombre distinto,¿desaparecerá la sensación deingravidez? ¿Te flaquean lasrodillas? ¿Quién eres? ¿Te apeteceun vaso de agua? ¿Está cayendo elcielo? ¿Tal vez las cosas se podrían

haber organizado de otra forma, enotro orden, en un lugar distinto?

18

—Antes me desmayaba mucho.¡Mucho! Pensaban que era señal deuna constitución delicada, sensible,un poco artística. Pero por aquelentonces todas estudiábamos paraenfermeras o secretarias. La cosaera así, simplemente. No teníamosoportunidades.

—Ha sido el calor.

—Porque mira que tú teníaspotencial, no, escucha, en serio: elpiano, la flauta, la danza, la cosaaquella de... de... ¿cómo sellamaba? Ah, ya sabes, modelado...durante una temporada te gustabamodelar, y el violín, eras unprodigio con el violín, y con unmontón de cositas así.

—Traje una vasija de la escuela. Ytoqué el violín un mes.

—Procurábamos que dieras todaslas clases, media libra por aquí,

media libra por allá, ¡al final salíapor un ojo de la cara! ¡Y nosiempre podíamos! Era cosa de tupadre, que en paz descanse, noquería que crecieras sintiéndotepobre, a pesar de que éramospobres. Pero nunca te decidiste pornada, a eso voy. Este céspednecesita que lo rieguen.

Pauline se agacha de golpe y seincorpora con un puñado de hierbay tierra.

—Arcilla de Londres. Muy seca.

Por supuesto, ahora las chicas lohacéis de otra manera. Esperáis,esperáis y esperáis. Aunque no sé aqué estáis esperando.

Casi morada por el esfuerzo, con elcasquete de pelo blanco húmedo ypegado a la cara. Las madressiempre están ansiosas por decirlesalgo a sus hijas, y es precisamenteesa ansiedad lo que repele a lashijas, lo que ellas rechazan. Lasmadres quedan abandonadas,sosteniendo como dementes una

pella de arcilla londinense, un pocode hierba, unos cuantos tubérculosblancos, un diente de león y unaenorme lombriz que pasea por elmundo a través de sí misma.

—¡Puaj! Ya puedes dejar ese barroen el suelo, mamá.

Están sentadas en el banco deparque que Michel encontró haceunos años. Alguien lo había dejadoen medio de la calle, enCricklewood Broadway. Sininmutarse. ¡Ahí plantado entre el

tráfico! Como si lo hubiese criadoel asfalto. Los coches daban unvolantazo para esquivarlo. Michelparó el Mini Metro, abatió losasientos, abrió el maletero y loencajó dentro. Pauline agregaba elestorbo de su colaboración al corode bocinas. Cuando llegaron a casadescubrieron que tenía el sello delos parques reales. Pauline lo llamael trono. Vamos a sentarnos unratito en el trono.

—Ha sido el calor. Olive, ven aquí,

guapa.

—¡Que no se me acerque! ¡Noquiero que me irrite los ojos! Esaes mi nieta. La única que voy atener como las cosas sigan así. Soyalérgica a mi propia nieta.

—¡Mamá, para!

Siguen en el trono, calladas,mirando en direcciones distintas. Elproblema podría deberse a dosnociones diferentes del tiempo. Ellasabe que, a estas alturas, el empuje

de su naturaleza animal deberíaestar tomando las decisiones. Talvez lleva demasiado tiempo siendoun zorro urbano. Siente cada nuevallegada (ahora los anuncios parecenllegar a diario) como una traiciónimperdonable. ¿Por qué no se quedatodo el mundo quieto? Ella haimpuesto la quietud en su vida, peroeso no ha impedido que el mundosiga adelante. Y luego las cosas queocurren sólo sirven para cancelarbrutalmente las posibilidades de lascosas que no han ocurrido; de ahí el

número 37, de ahí la puerta que seabre en cuanto ella se detiene allí,sosteniendo un montón de folletos, yShar diciendo: tira esos folletos,cógeme la mano. ¿Huimos? ¿Estáslista? ¿Huimos? ¡Deja todo esto!¡Seamos forajidas! Durmiendo enlos setos. Siguiendo la vía del trenhasta alcanzar el mar. Despertandocon ese largo pelo negro en losojos, en la boca. Telefoneando acasa desde cabinas fantásticas quetodavía aceptan las viejas monedasde dos peniques. Estamos bien, no

os preocupéis. Quiero quedarmequieta y seguir moviéndome. Quieroesta vida y otra. ¡No me busquéis!

—... yo solamente intento ayudar,pero nadie me da las gracias. Nisiquiera sé si me estás escuchando.Pero en fin, es tu vida.

—¿Y para qué quiere nadie unacapilla?

—¿De qué capilla me hablas? ¿Lade Nuestra Señora? Bueno, a míella no me molesta. Es inofensiva.

En la puerta pone iglesia anglicanay lleva mil años siendo anglicana.Con eso me basta. Pero la gente delas colonias, y esa caterva de rusos,son muy supersticiosos, aunque¿qué culpa tienen? Lo han pasadofatal. ¿Quién soy yo para privar anadie de sus consuelos?

Pauline clava la vista en su antiguobloque de pisos, ahora ocupado porgente de las colonias y una catervade rusos. Hoy, como casi todos losdías desde que empezó el sol, la

chica vociferante está en el balcónenzarzada en una disputa conquienquiera que se halle al otrolado de su manos libres. ¿Me estásfaltando al respeto? ¡No me faltesal respeto! Dejando aparte otrasconsideraciones, está claro que esde ascendencia irlandesa. Frentebreve y delictiva, ojos muyseparados. Hay un desprecioespecial que Pauline reserva a losmiembros caídos de su propia tribu.

—A una como ésa ya no puede

ayudarla ni la Virgen. ¡Caray, hola,Edward, querido!

—¿Todo bien, señora H.?

—Pues me alegro de verte, Ned.¿Cómo estás, cielo? Tienes buenaspecto, después de todo. Esperoque no sigas fumando droga.

—Eso me temo, eso me temo. Megusta el aroma.

—Te va a quitar la ambición.

—De todas formas, sólo tengo unaambición.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—Casarme con usted, claro. Y esoya no me lo puede quitar, ¿verdad?

—Vete a freír espárragos.

Bastante feliz, bastante, de verdad,y el sol va mermando y se vuelvepúrpura y se despliega en franjastras la aguamarina del minarete y lasuave brisa riza la bandera de san

Jorge en la azotea de su antiguobloque, colgada de una antenaparabólica, ya dispuesta para elfútbol. Tal vez no importa que lavida jamás haya dado frutos másgrandes que ella misma. Amarradaa la orilla de la que zarpó, comocasi todas las mujeres de antaño.

—Leah, cielo, suena tu teléfono.

Mira eso: la cerca del lado derechoestá medio destrozada. La hiedradel bloque de pisos se cuela por loshuecos y ahoga todo lo que Michel

intenta cultivar, salvo el manzano,que a pesar de todo crece sin ayuda.Ella escribe al ayuntamiento, peronadie le hace caso, Ned nuncaescribe, tampoco Gloria; formanuna comunidad, pero ella es laúnica que piensa en comunidad y,¡Dios mío!, ese pobre gusano sintecho, lívido bajo el sol. Unprepucio que va y viene, que vieney va, sobre sí mismo. Nadie mequiere todos me odian porque soyun gusano ondulante. Pero quién esesta

esta voz

tan suave

y tan violenta, metida en su oreja, ypiensa que debe de haber oído mal,piensa que debe de estarenloqueciendo, piensa

—¿Perdone?

—¿Me oyes? Que no vengas poraquí, te digo.

—¿Disculpe? ¿De dónde ha sacado

este número?

—Esa chica es cosa mía. No vengaspor aquí a tocarnos los cojones,¿me oyes? Mucho cuidado conmigo,que te conozco. Como vengas otravez por aquí, ya puedes andarte conojo.

—¿Quién habla?

—Puta bollera de mierda.

El gusano arquea el centro de sucuerpo, no tiene nada más. Losa por

la izquierda y losa por la derecha.

—...y luego en la tienda de todo auna libra, la misma caja, hasta de lamisma marca, sólo cuesta doscuarenta y nueve. Pero si comprasen esos sitios es que eres tonta, y nohay más que hablar. ¿Leah, amor?¿Leah? ¿Leah? ¿Quién era? ¿Quiénte ha llamado? ¿Te encuentras bien?

19

El honor de una esposa hay quedefenderlo. Es algo primitivo,explica él aludiendo a los grandessimios de un documental. Si lahembra simia defiende al bebésimio, el macho simio protege a suhembra. Michel está muy contentocon su rabia, los dos se unen bajo elmismo dosel. Es el momento más

grato que han compartido en meses.Ella está sentada junto a la mesa dela cocina, abrazándose a sí misma,mientras él camina de un lado a otroagitando los brazos como un gransimio. Ella también es una buenasimia; quiere contribuir a la mayorfelicidad de su familia simiesca. Undeseo perfectamente respetable quela lleva a decir:

—Eso creo. Creo que era él. Cuestasaberlo por la voz. Mira, hanpasado casi veinte años desde la

época en que lo trataba. Pero tediría que sí. Si me pides que te lodiga al cien por cien, entonces no,no estoy tan segura. Pero lo primeroque pensé fue que sí, que era él,Nathan.

Pasan muy pocas cosas en esterincón de NW. Cuando hay algúndrama, es natural que uno quieracolocarse en la escena, en el centromismo. Parecía él. De verdad. Y selo dice a Michel. Se lo repite todosalvo una palabra.

20

Regresan del supermercado dondesuelen comprar, aunque hayaborrado del mapa la verduleríalocal y pague sueldos misérrimos;llevan bolsas nuevas aunquedeberían utilizar las usadas; salencon brócoli de Kenia y tomates deChile y café injusto y porqueríaazucarada y un periódico que noquería.

No son buena gente. Ni siquieratienen la integridad necesaria paraser la clase de gente que no sepreocupa por ser buena gente. Sepreocupan todo el tiempo. Sequedan de nuevo a medio camino.Siempre compran Pinot Grigio oChardonnay porque son las únicaspalabras relacionadas con el vinoque conocen. Van a una cena ytienen que llevar una botella. Eso almenos sí lo han aprendido. Michelafirma que no compran productosde comercio justo porque no les

llega el dinero, pero Leah le dice:no, es porque te da pereza. En elfondo piensa: quieres ser rico comoellos, pero te da pereza sumoralidad, mientras que a mí meinteresa más su moral que sudinero, y esa idea, esa oposición, lacomplace. El matrimonio entendidocomo el arte de la comparaciónenvidiosa. Y mierda, es él, en lacabina, y si lo hubiera pensadodurante algo más que una fracciónde segundo jamás habría dicho:

—Mierda, es él, en la cabina.

—¿Es él?

—Sí, pero... no, no lo sé. No. Meha parecido... Da igual. Olvídalo.

—Leah, acabas de decir que es él.¿Es o no es?

En un santiamén ella se tornainaudible y él está allí, preparadopara otra comparación envidiosa:su figura de bailarín enjuto y bienproporcionado contra una amenaza

alta y musculosa que se vuelve yresulta no ser Nathan, que sin dudaes el otro chico al que ella vio conShar, aunque tal vez no. La gorra, lasudadera con capucha y losvaqueros caídos son el uniforme:parecen iguales. Aun así, todo estodavía una pantomima desde dondeLeah lo contempla, aspavientos,muecas primarias y, por supuesto,la eventualidad de una horriblenoticia que lo explicaría todo salvoel dolor y los detalles: un jovenapuñala a otro en Kilburn High

Road. Tendrán nombres y edades yserá terriblemente penoso, seachacará a esto o lo otro y no serábueno para el mercadoinmobiliario. Leah no puederespirar de miedo. Corre paraalcanzarlos con Olive trapaleando asu lado, y mientras corre sesorprende a sí misma advirtiendoalgo que no debería importar:parece mayor que ellos. El joven esjoven y Michel es un hombre, perolos dos aparentan la misma edad.

—No sé qué rollo me estássoltando, colega, pero MÁS VALEQUE NO TE PASES.

—Michel... por favor. Déjalo, porfavor.

—Dile a tu novio que se aparte demí.

—No llames a mi casa, ¿vale?¡Deja en paz a mi mujer! ¿Meentiendes?

—Pero ¿qué coño le pasa a este

tío? ¿Quieres que te meta unahostia?

Se embisten con los pechos comoprimates; un tropezón ignominiosotumba de espaldas a Michel, queaterriza junto a su perraestrafalaria. Esta le lame la oreja.Su oponente se yergue ahora frentea él y echa el pie atrás para chutarun penalti. Leah se interpone entrelos dos y extiende los brazos parasepararlos, la mujer implorante delos viejos relatos.

—¡Michel! ¡Para! Que no es él. Porfavor, éste es mi marido, se haconfundido, por favor, no le hagasdaño, por favor, déjanos en paz, porfavor.

El pie, indiferente, retrocedetodavía más para aumentar surecorrido. Leah se echa a llorar.Con el rabillo del ojo acierta a vera una joven pareja de blancos bientrajeados que cruza la calle paraevitarlos. Nadie va a ayudarlos.Junta las manos en gesto de súplica.

—Por favor, déjalo en paz, porfavor. Estoy embarazada... porfavor, déjanos en paz.

El pie se retira. Mientras Michelbrega por levantarse, una mano secierne sobre él, una mano en formade pistola que apunta a su cabeza.

—Si te vuelves a acercar, bambam, te dejo seco.

—Vete a la mierda, ¿vale? ¡No medas miedo!

El pie vuelve a retroceder ydescarga su golpe sobre el vientrede Olive en un abrir y cerrar deojos. La perra sale despedida unosmetros hasta el umbral de laconfitería. Hace un ruido que Leahnunca había oído.

—¡Olive!

—Tienes suerte de que haya venidotu novia, cacho pirado. Que si no...

Ya está en medio de la calzada;grita por encima del hombro:

—¿Si no qué? ¡Cobarde de mierda!¡Le has dado una patada a mi perra!¡Voy a llamar a la policía!

—MICHEL. No empeores la cosa.

Le ha puesto una mano en el pecho.Cualquier espectador diría que estáreteniéndolo. Sólo ella sabe que élno quiere apartarla. Y así los doshombres quedan separados,despotricando desaforadamentemientras se alejan, jugando con laidea de que no han terminado, deque en cualquier momento pueden

dar media vuelta y abalanzarsesobre el otro. Pero es una simpleprolongación de la farsa: lapresencia de una mujer los haliberado de su obligación.

21

Leah cree en la objetividad. Ahoraque casi han llegado a casa sesiente un poco más tranquila.¿Quién era esa mujer que haaparecido en plena crisis, gritando,llorando y suplicando de rodillas enla calle? Es un poco ridículoadmitirlo, pero ella siempre sehabía considerado «valiente». Unaluchadora. Ahora acaban depresentarle a una negociadora, una

pedigüeña, una mentirosa táctica.¡Por favor, no destruyas lo queamo! Su petición ha sido atendida,en su lugar se ha hecho un sacrificiomenor y en ese momento ella se hasentido simple y patéticamenteagradecida por la concesión.

Después del episodio, además, noha conseguido recuperar lacompostura con presteza. Es Michelquien lleva en brazos a Olive yaporrea la puerta de su propia casamientras Leah sigue sin averiguar

en qué bolsa de la compra están lasllaves.

—¿Está bien?

—Está bien. A menos que tengalesiones internas. Pero yo la veobien. Asustada.

—¿Y tú estás bien?

El tiene la respuesta en la cara.Humillación. Furia. Por supuesto, alos hombres les cuesta más serobjetivos. Tienen el problema del

orgullo.

—¡Ned!

—¿Estáis bien?

—Ayuda a Lee con esas bolsas.

Entran en la cocina y tienden a laquerida perrita en su cama. Pareceque está bien. ¿Le das de comer?Come. ¿Lanzas una pelota? Corre.Puede que ella esté bien, pero paralos humanos sigue habiendodemasiado trauma y adrenalina para

pasar página. Leah le cuenta lahistoria a Ned expurgándola de todafuria o humillación. ¡Michel elvaliente! ¡Michel el defensor! Poneuna mano en el brazo a su marido.El se la quita de encima.

—Ha fingido que estabaembarazada. ¡Y le hemos dadolástima! Yo estaba tirado en elsuelo como un imbécil.

—No. Tú has impedido que la cosafuese a peor.

Ella vuelve a ponerle la mano en elbrazo. Esta vez él se lo permite.

—¿Crees que deberíamos dejarlasola esta noche? No lo sé. Ned, ¿túpuedes vigilarla un poco?¿Llamarnos si hay algún problema?O tal vez deberíamos quedarnos encasa. Cancelar la cena.

Es una cena, dice Michel. No creoque podamos cancelarla. No le pasanada. Estás bien, cielo, ¿verdad?¿Estás bien? Los dos humanosmiran a los ojos del animal en

busca de una confirmación. Leahpugna por ser objetiva. ¿Acasoalguno de los humanos no habríapronunciado ya la palabraveterinario si no temieran el muchodinero que entraña decirveterinario?

22

Hanwell nunca organizaba cenas encasa. Tampoco salía a cenar fuera.No es cierto: en ocasionesespeciales llevaba a su pequeñafamilia al Vijay’s de WillesdenLañe, donde ocupaban una mesacerca de la puerta, comían deprisa yconversaban cohibidos por sialguien los oía. Nada en la infanciade Leah la preparó para lafrecuencia con que ahora asiste a

cenas en casas de amigos, casisiempre la de Natalie, donde losinvitan para aportar un poco decolor local. Ninguno de los dossabe de qué hablar con abogados ybanqueros, con el juez esporádico.Natalie no puede creer que seantímidos. Siempre culpa a un erroren la colocación de los invitados,pero la situación siempre acabasiendo incómoda. Son tímidos, locrea o no Natalie. No tienen graciapara las anécdotas. Observan susplatos y cortan la comida con

esmero. Dejan que Natalie sea laportavoz de sus propias historias yasienten con la cabeza paracorroborar detalles, nombres,fechas y lugares. Ofrecidas a lamesa para la disección colectiva,esas anécdotas cobran una vidapropia, autónoma e impresionante.

—...o salir corriendo. Yo habríacorrido como alma que lleva eldiablo y los habría dejado allí conla bronca. No te ofendas, Michel,pero eres muy valiente.

—¿Y luego cada uno por su lado?«Muchas gracias, hoy he estado aun tris de asesinarte, pero ahoratengo que irme...»

-¡Ja!

—«Tengo por delante un largo díade atracos con mi pistola dejuguete.»

-¡Ja!

—Pásame la salsa mexicana. ¿Túcrees que si imitas una pistola con

los dedos es porque realmentellevas una pistola, o que ésa es másbien la única? Supongo que larecesión nos afecta a todos... ¿Porqué iban a ser inmunes losgángsters? Mira, yo también tengouna. ¡Pum!

—¡Ja, ja!

—Espera, una cosa... ¿estásembarazada?

Las doce personas sentadas a lalarga mesa de roble dejan de hablar

y reírse para mirar a Leah, que seve sorprendida en pleno combatecon una pechuga de pato.

—Pues no.

—No, solamente lo dijo, ya sabéis,para parar al tipo.

—Qué valiente. Y qué lista.

La versión de Nat de la anécdotaprotagonizada por Leah y Michel haconcluido. El testigo de laconversación pasa a manos de

otros, que cuentan sus anécdotascon más chispa, conectándolas aamplios asuntos culturales, a losdebates de los periódicos. Leahintenta explicar de qué trabaja aalguien a quien la trae sin cuidado.Las espinacas vienen directamentede la granja a la mesa. Todoscoinciden un momento paralamentar las maldades de latecnología, menudo desastre, sobretodo para los adolescentes, pero lamayoría han dejado su teléfonojunto al plato. Pásame las

zanahorias con mantequilla.Mientras tanto, los padres hanenvejecido y enfermado justocuando los hijos quieren tener suspropios niños. Muchos de esospadres son inmigrantes (de Jamaica,de Irlanda, de la India o de China) yno entienden por qué todavía no loshan invitado a vivir con sus hijos,como es costumbre en sus países.La tecnología se brinda comosucedáneo de esa demandaimposible. Las sillas salvaes-caleras. Los marcapasos. Los

trasplantes de cadera. Las máquinasde diálisis. Pero nada los satisface.Han trabajado duro para que sushijos podamos vivir así. No serán«literalmente» felices hasta que sehayan mudado a nuestras casas.Pero nunca podrán mudarse anuestras casas. Pásame la ensaladade tomates reliquia. Qué ocurre conel islam, déjame que te lo cuente. Elproblema es el conflicto con elislam. De pronto todo el mundo esun experto en islam. Pero ¿tú quépiensas, Samhita, sí, qué piensas tú,

Samhita, qué opinas tú de ello?Samhita, la abogada especialista enpropiedad intelectual. Pásame elatún. Soluciones y estrategiascirculan de un extremo a otro de lamesa. Hospitales privados. Cinesprivados. Navidades en elextranjero. Un restaurante que sólotiene cinco mesas. Sistemas deseguridad. Verjas. La elevación deun cuatro por cuatro, que te permiteestar a solas por encima del tráfico.Hay sitios donde se puedeconseguir un aislamiento perfecto,

conseguirlo es posible, aunque nosale precisamente barato. PeroLeah, está diciendo alguien, peroLeah, al final, a fin de cuentas, ¿noquieres darle a tu hijo individuallas mejores oportunidades quepuedes darle individualmente?Pásame las judías verdes convirutas de almendra. Define«mejores». Pásame la tarta delimón. Lo que le otorgue al niño lasmayores posibilidades de éxito.Pásame las frutas del bosque.Define «éxito». Pásame la nata.

¿Crees que la diferencia entre tú yyo es que tú quieres darle a tu hijolas mejores oportunidades? Pásamela cucharilla. A la anfitriona lecorresponde la tarea de limarasperezas, de señalar que estasdiscusiones son aún hipotéticas.¿Por qué pelearse por alguien queno ha nacido? Sólo sé que no quierosacar algo tan gordo como unasandía de algo tan pequeño como unlimón. ¡Enfermera, traiga laanestesia! ¿Has pensado en hacerlobajo el agua? Todo el mundo dice

lo mismo de la misma forma.Conversaciones teñidas de terror.Animales cautivos que se planteanel regreso a la naturaleza. Natalieestá tranquila porque ya ha viajadoa la otra orilla. Pásame el portátil.Tienes que ver esto, solamente durados minutos, es para partirse derisa.

Escasez de agua. Guerrasalimentarias. Cepa A (H5N1).Manhattan se hunde en el mar.Inglaterra se congela. Irán pulsa el

botón. Un tornado arrasa KensalRise. Debe de haber algo atractivoen la idea del apocalipsis. Barriosreducidos a la condición debasureros. Escuelas montadas enantiguas iglesias o supermercados.Nuevos agrupamientos, nuevasconexiones, parejas múltiples, hijoslibres de cualquier proteccióntediosa. Enormes equipos de sonidocaseros emitiendo música en todaslas esquinas. Grandes multitudesanónimas desplazándose sinlíderes, a oleadas, con máscaras,

buscando comida, buscando armas.Vandalismo dominical en Caldwell,manadas corriendo por los pasillos,llamando a todos los timbres.

Qué tiempos aquéllos. ¿Verdad,Leah? Aquéllos sí que eran buenostiempos. Pásame el whisky. Porquees una comparación barata: nopuedes ser responsable de unfenómeno económico complejo dela misma forma en que eresresponsable de salir a la calle conla intención de robar. Pásame el

café. No es un café cualquiera, esun café magnífico.

—Es decepcionante.

—Muy decepcionante.

—Sobre todo cuando te hasmolestado en ayudar a alguien yellos te escupen a la cara. Eso es loque no aguanto. Como le ha pasadoa Leah... Lee, cuéntale lo de lachica.

—¿Perdón?

—La chica del pañuelo. La quellamó a tu puerta. Es una historiamuy triste. Vale, pues ya la cuentoyo...

Leah y Michel no cobran vida hastaque todos se han besado en lasmejillas, hasta que se cierra lavoluminosa puerta y ellos sondevueltos una vez más a la noche.Pero incluso esa camaradería deldesprecio se puede desmoronar conrapidez. Cuando llegan a la bocadel metro, Leah ha hablado tal vez

demasiado, se ha quejadodemasiado, y el delicado nivelanímico de su relación, su«nosotros contra ellos», sedescoloca y muestra un ángulotorcido.

—¿No te das cuenta de que estánigual de aburridos que tú? ¿Qué tecrees, que eres especial? ¿Te creesque me despierto todas las mañanasencantado de verte? Eres igual deesnob, pero al revés. ¿Te crees queeres la única que quiere algo

distinto? ¿Otra vida?

Hacen el trayecto a casa ensilencio, furiosos. Cruzan Wil-lesden en silencio. Llegan a lapuerta en silencio, los dos buscandollaveros distintos al mismo tiempo.Libran una cómica batalla en lacerradura y es Leah quien noaguanta más. Cuando entran en elpasillo ya se están riendo, y pocodespués se besan. Ojalá pudieranestar solos todo el tiempo. Si elmundo fuéramos tú y yo nada más,

dice Leah, seríamos felices todo eltiempo. Hablas igual que ellos, diceMichel, y le mete la lengua en laoreja a su mujer.

A la mañana siguiente llegan a lacocina de buen humor, en ropainterior, descendiendo hacia laenorme extensión del sábado por lamañana. Leah va a mirar el correo yla ve primero. El inocente y queridoanimalito, frío, todavía no rígido,lejos de su cama, debajo de la mesadel trastero, tumbado de lado. Con

espuma sanguinolenta en la boca.¡Michel! ¡Michel! No le sale lobastante fuerte. A lo mejor anda porel jardín, admirando el árbol. Suenael timbre. Es Pauline. \Olive estámuerta! ¡Muerta! ¡Oh, Dios mío!¡Está muerta! ¿Dónde?, dicePauline. Enséñamela. Habla laenfermera. Y cuando llega Michel yla ve y se pone igual de histéricoque ella, Leah se sorprende de lomucho que agradece la forma tanpráctica que tiene su madre de estaren el mundo. Leah quiere llorar y

sólo llorar. Michel quiere repasaruna y otra vez el orden de lossucesos. Quiere establecer unacronología, como si eso fuera acambiar algo. Pauline quiereasegurarse de que la zona de debajode la mesa esté desinfectada y deque la caja de zapatos quedeenterrada por lo menos treintacentímetros por debajo de la hierbacomunitaria. No tiene sentidopreguntar a los demás, dice Paulinerefiriéndose a los vecinos: van adecir que no. Daos prisa pues, dice,

vamos a tranquilizarnos. Tenemosque hacerlo. Tomaos un té.Calmaos. Y pregunta: ¿no os disteiscuenta de que no ladró cuandoentrasteis?

23

Puede decirse que se ha hechorealidad uno de los sueños deMichel: han subido un peldaño, porlo menos en la calidad y el diseñode su miedo. Forma parte de lanaturaleza de Leah culpar a Michelde todo esto: su cautela renovada,la cerradura Chubb, que ahora vayaa recogerla a la estación, quecrucen la calle para evitar a«ciertos elementos» y que estén

siempre hablando de mudarse a otrositio. Michel pasa más tiemposentado ante el ordenador soñandocon un golpe de suerte que lostransporte a un barrio más de sugusto, lo cual significa más africanoy menos antillano. A lo cual Leahno ofrece ningún comentario. Estásumergida, julio es un mes perdido.Deja que los pequeños cambiostengan lugar allí arriba, en lasuperficie, mientras ella camina porel fondo del océano. Está viviendoun dolor terrible. No está

familiarizada con las normas querigen el luto por los animales. Paraun gato: una semana. Para un perro:dos son tolerables, pero tres yaempiezan a parecer absurdas, sobretodo en el despacho, donde, a lamanera antillana, todos losanimales más pequeños que unburro se consideran sabandijas.Está de luto por su perra. Piensaque va a morir de tristeza. Cada vezque ve a uno de los muchosmellizos de Olive caminandopesadamente por Edgware Road,

sufriendo el calor, se derrumba. Enel trabajo, Adina mira de través sucara hinchada y sus churretes delágrimas. No será todavía por elperro.

¿Todavía? Y si en realidad se tratade una conciencia falsa, si el dueloes por algo distinto de su perro,para el doliente no hay ningunadiferencia práctica: Olive es el serconocido, es Olive lo que añora.Leah se ha convertido en uno deesos chiflados que paran a otros

dueños de perros por la calle paracontarles su desgarradora historia.

Tras una jornada de formación enHarlesden, se ve perdida en lascallejuelas laterales. Dobla variasveces a la izquierda sin propósitoalguno, sólo para seguirmoviéndose, para eludir a undesconocido encapuchadoseguramente inofensivo, y de prontose topa con esa iglesita tan extraña,cuyo campanario está dando lasseis en punto. Entra. Sale al cabo de

media hora. No se lo cuenta ni aMichel ni a nadie. Empieza ahacerlo casi todos los días. Afinales de julio, Michel insiste:tienen que ponerse manos a la obra.Leah está de acuerdo. Se inscribenen la lista de espera de la seguridadsocial. Ella, sin embargo, cadamañana cierra con pestillo la puertadel cuarto de baño y se toma sudiminuta píldora anticonceptiva.Cajas robadas en el botiquín delbaño de Natalie y escondidas en uncajón. No quiere «ponerse manos a

la obra». Esa no es su obra. El yella para siempre: sólo quiere eso.

Llega agosto.

Llega agosto.

¡Carnaval! Las chicas del trabajo,los chicos de la peluquería, lasviejas amistades de la escuela, losprimos de Michel venidos del sur

de Londres, todos recorren lascalles junto con un millón depersonas. Buscando la mejormúsica, meneando el esqueleto conlos amigos y con perfectosdesconocidos o comiendo pollopicante para acabar colocadossobre la hierba de MeanwhileGardens. Normalmente. Pero esteaño no. Este año aceptan por fin lainvitación anual de Frank para ir ala casa del amigo de un amigo quetiene «un piso flipante para ver elcarnaval». Un italiano. Tal como

les han recomendado, se presentanel domingo a primera hora parallegar antes de que cierren la calle.Se sienten un poco idiotasdeambulando por el piso vacío deuna gente a la que no conocen. Nirastro de Frank o Nat. Michel va aayudar en la cocina. Leah acepta unron con coca-cola y se sienta en unrincón. Mira por la ventana y vecómo la policía se despliega a lolargo de las barreras. En un rincónde la sala habla un televisor. Yhabla largo rato antes de que Leah

se fije en él, y solamente porquenombra una calle del barrio muypróxima a la suya.

«...en Albert Road, Kilburn, dondela esperanza de un carnavalpacífico quedó malograda ayernoche con la noticia de una muertepor arma blanca, aquí, en el límitede la ruta que sigue la cabalgata porel noroeste de Londres. Mientras lagente se preparaba para lascelebraciones de hoy...»

¡Albert Road!, grita Michel desde

la cocina. Leah le devuelve el grito:

SÍ, PERO NO TIENE NADA QUE VERCON EL CARNAVAL. FUE ANOCHE.ES EL TÍPICO...

Michel entra en la sala.

—...es el típico sensacionalismo.Quieren que haya...

—¿Me dejas oírlo, por favor?

El televisor dice:

«El joven, identificado por los

vecinos como Félix Cooper, teníatreinta y dos años. Se crió en lostristemente famosos bloques deGarvey House, en Holloway, perose había mudado con su familia aeste rincón relativamente tranquilode Kilburn en busca de una vidamejor. Y sin embargo ha sido aquí,en Kilburn, donde lo abordaron dosjóvenes a última hora de la tardedel sábado, a pocos metros de supuerta. No se sabe si la víctimaconocía...»

—Pero ¡si lo han asesinado! ¿Quémás da dónde se crió?

Voy a poner música, dice unitaliano, y apaga el televisor.Tenemos que mudarnos a otra zona,dice Michel. No quiero irme, es mibarrio, dice Leah. Acepta un besoen el cuello. Nada de discutir, diceMichel. ¿Vale? Intentemos pasarlobien. No estoy discutiendo, diceLeah. Vale, pero eres una ingenua.

Se separan malhumorados. Leahsube la escalera que lleva a una

terraza. Michel regresa a la cocina.El piso se llena deprisa. El timbreno para de sonar. Sería más fácildejar el portal abierto, pero elanfitrión necesita ver a cadainvitado por el videoteléfono antesde franquearle la entrada. La genteafluye a la fiesta como soldados aun triaje. ¡Menudo infierno decalles! Creíamos que no íbamos allegar nunca. Se turnan para cogersitio en los balcones estucados,donde bailan y tocan silbatos decolores rastafari en dirección a las

multitudes de debajo. Leah seemborracha enseguida. Haempezado demasiado pronto. Noencuentra a Michel. Acierta a ver aFrank, fácilmente distinguible entreesa muchedumbre. Están en elpasillo. La música suena tan fuerte,dentro y fuera del piso, que sólo sepuede transmitir una informaciónmuy precaria. Nat vendrá más tarde.Está con los niños en una de lascarrozas de la iglesia de Marcia.¿Bocadillo de salchicha?

—¿Y cuál es el secreto, pues?

—¿Cómo?

—EL DE TU FELICIDAD, FRANCESCO.

—NO TE OIGO. ¿ESTÁS BORRACHA?

Se trasladan a la cocina, donde losbajos no pueden encontrarlos. Ellarepite su pregunta. Pues que nos locontamos todo, dice él. ¿Ponche?

La cocina está abarrotada. Ellanecesita agua. Intenta avanzar hacialos grifos. ¿Vaso limpio, copa o

tazón? Pitillos y comida en eldesagüe. El tiempo no hapermanecido quieto durante esteproceso. Frank se ha perdido.Michel sigue perdido. ¿Quién estoda esta gente? Nada de colas parausar un retrete, nada de inmundiciacallejera entre los dedos de lospies, nada de pagar seis libras poruna lata de Red Stripe. ¿Lo ves?¡Os lo llevo diciendo todos estosaños! Es un sitio perfecto. Desdeaquí se puede ver todo. Y de prontoaparece Nat, a solas en el balcón y

mirando hacia la calle. Se vuelve.Frank está en la entrada del cuarto.Leah en un punto intermedio,inadvertida entre el gentío. Ve almarido mirar a la mujer y a la mujermirar al marido. No ve ni unasonrisa ni un gesto ni un saludo; nove reconocimiento o comunicación;no ve nada. Circulan unos cuencoscon cámaras desechables de alegrescolores. El anfitrión los anima adejar constancia del momento.Todo el mundo se turna paraprobarse la peluca de rastas. Leah

está sorprendida consigo misma: selo está pasando en grande.

37

—¿Cómo que no están? Pero sihace dos horas que he dejado la

cámara. Se supone que tardan unahora.

—Lo siento, señora, pero noencuentro nada con ese nombre.

—Hanwell, Leah. Por favor, vuelvaa mirar.

Leah pone las manos sobre elmostrador.

—¿Está segura de que ha sido hoy?

—No lo entiendo. ¿Me está

diciendo que las ha perdido? Hevenido hace dos horas. Hoy. Lunes.Me ha atendido un hombre.

—No tengo registrado el nombreque me da usted. Yo acabo dellegar, señora. ¿Sabe quién la haatendido? ¿Era un chico joven o unhombre mayor?

—No me acuerdo. Pero sé que hevenido aquí.

—Señora, hay otra droguería en laestación, ¿está segura de que no ha

ido a la otra?

—Sí, estoy segura. Hanwell, Leah.¿Puede mirar otra vez?

Se forma una cola detrás de ella. Lagente intenta decidir si está loca. Elinternamiento obligatorio deenfermos mentales es un hechohabitual en NW, y no siempre sonlos individuos que uno imagina. Lamujer india con bata blanca queestá tras el mostrador vuelve ahojear los sobres amarillos de lacaja.

—Ah... Hanwell. Es que no estabaen la hache. La habían puesto en unsitio incorrecto, ¿lo ve usted? Lolamento mucho, señora.

No está loca. Fotografías. Es fácilolvidar las auténticas fotografías, subrillo y el placer que producen.Pero la primera es completamentenegra, y también la segunda; latercera sólo muestra un halo rojo,como el haz de una linterna debajode las sábanas.

—Oiga, estas fotos no son mías. No

quiero...

La cuarta es Shar. Inconfundible.Riéndose del que está sacando lafoto, pegada a una puerta, con unabotellita de algo en la mano,¿vodka? Bajo una diana de dardosen un cuarto cochambroso sinmuebles. La quinta es Shar, todavíariéndose, ahora sentada en el suelo.Parece hecha polvo. La sexta es unapelirroja demacrada, todo piel,huesos y marcas de pinchazos, conun cigarrillo colgando de la boca, y

si observas con atención...

—Lo siento, señora. Démelas,parece que ha habido una confusión.

Michel, que estaba mirando cremasde afeitar, se acerca a ella. No estásorprendido. Es indignante esaperversa negativa a sentir asombroo sorpresa.

NW, un sitio pequeño.

Con dos droguerías.

Las fotografías se mezclan.

Parece razonable, pero ella nopuede admitirlo razonablemente. Seenfurece ante la posibilidad de queél no la crea. ¡Es la chica! ¿No mecrees? ¡Es una coincidenciainsensata! ¡Sus fotos están en misobre! ¿No me crees? ¿Y por quéiba a creerla cuando ella le hamentido sobre todo? La colaempieza a mostrar señales deimpaciencia. Ella grita y la gente lamira como si estuviera loca. Michel

tira de ella hacia la salida, suena lacampanilla de la puerta y todoacaba en un instante. En ciertomodo, es la brevedad del episodiolo que enreda las cosas: esos pocossegundos en los que ella miró y violo que allí había. La chica. Susfotos. Mi sobre. Es lo que hapasado. Como un acertijo en unsueño. No hay respuesta. Tampocohay forma de retirar lo que haproclamado en voz tan alta frente aesos honrados vecinos del barrio,ni de pedir que la dejen ver otra vez

unas fotos que a todas luces no lepertenecen. ¿Qué iba a pensar lagente?

invitado

NW6

El hombre estaba desnudo y lamujer vestida. Quedaba raro, perola mujer tenía que marcharse aalgún sitio. El hacía el payasotumbado en la cama y le agarraba lamuñeca. Ella intentaba ponerse unzapato. Bajo su ventana se oíanpuertas de camiones que se abrían ycajas de verdura descargadas en elasfalto. Félix se incorporó y miró elaparcamiento de abajo. Un hombre

con un tabardo naranja llevaba enbrazos tres cajas de manzanas ybregaba con unas puertas eléctricas.Grace dio varios golpecitos en laventana con una uña larga y postiza.

—Cielo, te pueden ver.

Félix se desperezó. No hizoesfuerzo alguno por cubrirse.

—Desde luego, hay gentedesvergonzada —señaló Grace, yse metió como pudo por un lado dela cama para enderezar las figuritas

colocadas en el alféizar.

Era una tontería tenerlas allí:durante la noche el hombre habíaderribado unas cuantas princesas yahora ella le preguntó dónde estabaAriel. El hombre se volvió hacia laventana.

—Félix, te estoy hablando: ¿qué hashecho con ella?

—Yo no la he tocado. ¿Cuál es?¿La pelopanocha?

—¡Y dale con lo de pelopanocha!Es pelirroja. Se ha caído por detrásdel trasto este... ¡y ahí está muyguarro!

Era la oportunidad perfecta parauna exhibición de hombría.

Félix introdujo su delgado brazopor detrás del radiador y sacó deallí una ex sirena. La sostuvo a laluz.

—Pelopanocha total.

Grace volvió a colocar la muñecaen su sitio, entre la castaña y larubia.

—Tú sigue riéndote —dijo ella—.No te reirás tanto cuando te pongade patitas en la calle.

Cierto. Las sábanas blancas estabaninmaculadas a excepción de lamancha húmeda que había dejado élmismo, y la moqueta se veíadesgastada de tanto pasarle elaspirador. Sobre la única silla delcuarto, la ropa que él llevaba la

noche anterior ya estaba doblada yapilada. El teléfono rosa de lacómoda de cristal relucía, y lacómoda también. Había conocido amuchas mujeres, pero no creíahaber tratado nunca a una tanfemenina.

—¡Muévete!

El levantó el trasero para que ellapudiera recuperar un calcetín.Incluso el frasco de colonia quellevaba en la mano tenía forma demujer, y eso que era una imitación

barata del supermercado. ¡Cómo legustaría poder comprarle las cosasque quería! Y quería montones decosas.

—Y si pasas por Wilsons, en laavenida... Fee, escúchame. Si pasaspor allí, pregúntale a Ricky... sabesde quién te hablo, ¿no? Un chavalde piel clara con trenzas.Pregúntale si puede venir a echarleun vistazo al fregadero. ¿Qué horaes? Mierda, tengo que irme.

La vio rociarse de colonia la

garganta y el dorso de las muñecas,furtivamente, como si él no debieraadvertir que ella podía oler a algoque no fueran rosas y sándalo.

—¿Tarjeta de transporte?

El hombre se puso las manos detrásde la cabeza encogiendo virilmentelos hombros. La mujer chasqueó lalengua y se fue a buscar por ladiminuta sala. No era fácilconservar la virilidad a solas.Hacía montones de abdominales.¡Montones! Tenía el vientre tan

cóncavo como una cortinaabsorbida por una ventana abierta.Cogió del suelo el periódico deldía anterior. Tal vez la clave eraesforzarse menos. ¿Acaso loshombres a los que ella más habíaquerido no eran los que menosinterés ponían?

—Fee, ¿hoy trabajas?

—Qué va, esta semana solamenteme necesitaban el viernes.

—Tendrían que garantizarte los

sábados. Es cuando hay mástrabajo. Te están faltando alrespeto. Tienes formación. Tienesun certificado. No puedes dejar queesa gente te falte al respeto de esamanera.

—Es verdad —dijo Félix, y pasó ala página 3.

La mujer se acercó al hombre ydesgranó el título de una canciónhip-hop alternándolo con besos:Never. Ignorant. Get-ting. Goals.Accomplished\ algo así como

«nunca un ignorante consiguióninguna meta». Luego frunciódistraídamente el ceño observandolos pezones de la mujer blanca queaparecía en el periódico, que aFélix (aunque sin duda másfamiliarizado que Grace con esaclase de pezones) también leresultaban curiosos, diminutos yrosados como los de una gata.

—Ni siquiera has hecho lo que tedije, ¿verdad? ¡Fee! ¿Lo has hecho?

—¿El qué?

—¡La lista! No la has hecho,¿verdad?

Félix soltó un gruñido ambiguo,pero lo cierto era que no habíaenumerado las cosas que necesitabadel universo, y para sus adentrosdudaba que hacerlo fuese a cambiarsu situación laboral. No habíatrabajo suficiente para justificar lapresencia de cinco empleados cincodías a la semana. El era el quemenos experiencia tenía y el últimoen llegar.

—¡Félix! —La cara de su amadareapareció en la puerta—. ¡Eh,acaba de llegar! Tengo que irme...te lo dejo en el sofá. Llévaselo a tupadre, ¿quieres?

El hombre quiso poner algunaobjeción, él también tenía recadosque hacer, pero como eran secretosse calló.

—Venga, Fee, que le va a encantar.No te metas en líos. Y escucha loque te digo: esta noche me voy aquedar en casa de An-geline para ir

al carnaval desde allí. Así quellámame y me cuentas a qué hora tepasarás.

Él hizo una mueca de protesta.

—No, Félix, le prometí que nosdisfrazaríamos juntas. Es unatradición. Ahora está sola, ya losabes. Tú y yo podemos ir decarnaval cuando queramos. No seasegoísta. Podemos ir el lunes.Nosotros nos tenemos el uno alotro, pero Angeline no tiene anadie. Venga, no seas así. —Se

besó las yemas de dos dedos yapuntó con ellas al corazón deFélix; él le devolvió una sonrisa—.Chao.

¿Cómo se puede esconder lafelicidad? Oyó que la puerta delpiso se cerraba con un clic y luegoel rápido trote de unos taconessobre la madera podrida de cuatrotramos de escalera.

—¡Félix! Félix Cooper. ¿Qué tal,

colega?

Un chico gigantesco, cejijunto, conuna sonrisa lela de dientesseparados y un espeso vello negroque le asomaba por la parte traserade la camiseta. Félix se encajó elgrueso sobre bajo el brazo y sesometió a un laborioso ycomplicado apretón de manos.Estaba a medio metro de la puertade su casa.

—Cuánto tiempo... No te acuerdasde mí, ¿verdad?

A Félix no terminaba de gustarle elpuñetazo afectuoso que el otro ledio en el hombro, demasiado fuerte,pero esbozó una sonrisa y mintió:

—Pues claro que me acuerdo,socio. Cuánto tiempo.

Aquello satisfizo al joven, que ledio otro puñetazo a Félix.

—¡Me alegro de verte, hermano!¿Adonde ibas?

Félix se frotó los ojos.

—A un rollo familiar. A ver a miviejo. Tengo que irme.

El joven se rió:

—¡Lloyd! Antes venía a comprar elpapel de liar. Hace cantidad que nolo veo.

Sí, el viejo Lloyd estaba bien.Seguía en los bloques, en Caldwell,sí, nunca se había marchado. Seguíallevando las rastas, sí. Seguíateniendo el tenderete en Camden.Vendiendo sus baratijas. Seguía con

lo mismo. Llegado aquel punto,Félix soltó una risita, suponiendoque eso era lo que se esperaba deél.

Los dos se quedaron mirando lastorres de Caldwell, a menos dequinientos metros.

—La manzana no ha caído lejos delárbol, está claro, colega.

Aquello le recordó por fin elapellido: Khan. Del colmado de losKhan, en Willesden. Toda la

familia tenía la misma pinta, eran unmontón de hermanos que lellevaban la tienda al padre.También habían vivido en Caldwellen los viejos tiempos, dos pisos pordebajo de los Cooper. Félix norecordaba que hubieran sidoespecialmente amigos. Félix habíallegado demasiado tarde aCaldwell para hacer buenosamigos. Para tenerlos había que serde pura cepa.

—Buenos tiempos —dijo el chico

Khan; Félix se mostró de acuerdopor cortesía—. ¿Y ahora vivesaquí?

—Mi chica vive ahí mismo. —Señaló con la barbilla el letrero delsupermercado.

—Félix, colega, tú sí que eres delbarrio. Me acuerdo de cuandotrabajabas ahí. Me acuerdo de quete vi trabajando en la caja y mequedé en plan...

—Sí, bueno, ya no trabajo ahí. —

Félix miró con el ceño fruncido porencima de la cabeza del chico, endirección a la cancha de baloncestoenrejada que había al otro lado dela calle, donde nadie había jugadoni nadie jugaría jamás albaloncesto.

—Pues yo ahora vivo en Hendon —dijo el chico con cierta timidez,como si fuera un destino demasiadobueno para confesarlo—. Meencanta. Estoy casado. Una chicamaja, tradicional. Con un pequeñajo

en camino, inshalá. —Levantó eldedo anular, donde centelleaba unanillo, para que Félix lo viera—.La vida me trata bien, colega. Metrata bien. —La gente necesita suspequeñas victorias—. Eh, Félix,¿vas a ir al carnaval?

—Sí. Aunque seguramente sólo ellunes. Me hago viejo, colega.

—Pues a lo mejor nos vemos porallí.

Félix le dedicó una sonrisa afable.

Y señaló con el sobre en direccióna Caldwell.

* * *

NO HAY TIMBRE.

Había visto muchas veces TIMBREROTO, y también PROHIBIDOENTRAR, pero NO HAY TIMBREsugería un nivel nuevo de rendición.

Félix volvió a pegar con el pulgarla parte del post-it que se estabadespegando. Llamó un buen ratocon los nudillos sin resultadoalguno: el reggae sonaba tan fuerteque la tapa del buzón bailaba sobresus bisagras. Al final caminó hastala ventana de la cocina y pegó laboca al agujero de un palmo. Lloydapareció al otro lado, descalzo ysin camisa, masticando ociosamenteuna tostada. Tenía las rastasrecogidas en un moño con unacuchara de madera ensartada como

el palillo de una geisha.

—Lloyd... he estado llamando a lapuerta. Déjame entrar, rasta.

De detrás de un cactus muerto quehabía en la repisa, Lloyd sacó unallave solitaria atada con un cordónde zapato que había sido blanco yse la pasó a su hijo.

—¡Esto parece una sauna!

Félix dejó caer su chaqueta al sueloy se quitó las deportivas con los

pies. En el estrecho pasillo seacordó de esquivar el primero delos varios radiadoresincandescentes que te quemaban lapiel aunque los tocaras de refilón.Sus pies se hundieron en lamoqueta, un grueso pellejo sintéticode color morado que llevaba allíveinte años.

—Escucha, no puedo quedarme.Tengo que estar en la ciudad a lasdoce. Sólo he venido a enseñarteuna cosa.

Félix entró como pudo en la angostacocina pasando por detrás de supadre. Hasta ese cuarto era un caosde máscaras africanas, tambores ydemás trastos ancestrales. Cada vezque iba de visita encontraba nuevoscachivaches. Sobre un fogón habíauna olla enorme en cuyos bordesburbujeaba algo amarillento. Félixvio cómo Lloyd se envolvía lamano con un trapo para levantar latapa.

—Ha llegado el libro aquel... el

que encontró Grace... —Le tendióel sobre—. Tendrías que llevartetodo esto al carnaval, colega. Ahorael tiempo acompaña. Podríasvenderlo allí.

Lloyd desautorizó a su hijo con lamano.

—No tengo tiempo para esaschorradas. Ésa ya no es mi música.No es más que ruido.

En el fregadero había una pila deplatos sucios y en un rincón se

apelotonaba una montañita desábanas a la espera de lalavandería. Colgaba una bombilladesnuda. En un cenicero seconsumía medio canuto.

—Lloyd, colega... Hay que limpiarun poco. ¿Por qué tienes la calderaencendida? ¿Dónde está Silvia?

—No está.

—¿Qué significa «no está»?

—Pues que ya no vive aquí. Se

largó. Se fue hace una semana, perocomo llevas una semana sin llamarte sorprende. Pero para mí no esnuevo. Ya se había ido hace muchotiempo. This means freedom, thismeans lib-er-ty! —Estas palabrassalían de la canción que estabasonando por casualidad en aquelpreciso momento. Lloyd hizo unbailecito bamboleante en direccióna su hijo.

—Pues me debía cuarenta libras —dijo Félix.

—Mira esto, ¡canas! —Lloydrebuscó entre su cabellera y sacó arelucir una pequeña mata de peloblanco; aquellos dos hombres sólose llevaban diecisiete años—. Conesa mujer echaba canas. En tresmeses me convirtió en un viejo.

Te limpiaba el piso. Te escondía elcanuto hasta mediodía. Te traía unpoco de dinero para que no tuvierasque mendigármelo a mí. Félix semiró los dedos.

—Se acabó, Fee, se acabó, ¿cómo

puedes detener a alguien cuandoquiere marcharse? ¿Cómo, eh? Nose puede. Escucha: si no se puedeparar a una mujer adulta con cuatrohijos, mucho menos a una colgadacomo Silvia, que no tiene nada. Queno tiene a nadie. —El énfasis lecontrajo un momento los labiosdándole un aspecto perruno—. ¡Lagente tiene que seguir su camino,Félix! ¡Si quieres a alguien, dalelibertad! Pero, eso sí, nunca te líescon una española, te lo aconsejomuy en serio. No son racionales.

¡En serio! No tienen el cerebroinstalado de forma normal. —Algohúmedo cayó del techo sobre elhombro de Félix; la calefacciónsiempre encendida, los fogones y lafalta de ventilación hacían que en eltecho brotaran flores de moho. Devez en cuando se desprendían lasvirutas, como pétalos—. Escucha,me las apañé sin tu madre, y me laspuedo apañar ahora. No te agobies,colega... voy a estar bien. Llevobien todos estos años.

—¿Dónde está la pantalla de lalámpara?

—Cuando me desperté me di cuentade que me había saqueado la casa.Te lo juro por Dios, Félix, tendríaque haber llamado a la poli. A estasalturas la muy puta ya debe de estaren Madrid. El aparato de DVD. Laesterilla del baño. La tostadora. Sellevó todo lo que no estabaatornillado, te lo juro. Hasta lafurgoneta. ¿Cómo puedo vendernada sin la furgoneta? Dímelo.

—A mí me debía cuarenta libras —repitió Félix, aunque ya era inútil.

Lloyd agarró afectuosamente la carade su hijo con las manos. Félix leofreció el sobre con el libro.

—¿Por qué no viene a ver todo estoesa chica tan estupenda que tienes?—dijo Lloyd cogiendo el sobre—.¡Es a ella a quien quieroimpresionar, colega, no a ti! De esose trataba, ¿no? ¡De eso tratabatodo el asunto! Ella quiere conocera un tipo que haya vivido de verdad

en Garvey House. Tú solamentenaciste allí. Yo lo viví, hermano...Tranquilo, te estoy tomando el pelo.Déjame mear primero. Ten, veabriendo esto. Hay té de jengibrepor algún lado.

En la sala, Félix rasgó el sobre contorpe brusquedad: una nubecilla deespuma gris descendió sobre lamoqueta. Colocados sobre eltelevisor, con sus marcos en formade corazón oxidado, sus hermanos y

hermanas contemplaron aquelalarde de impericia. Devon a losseis años más o menos, con nieve,en Garvey House, y las gemelasRuby yTia, hacía menos tiempo,sentadas en los escalones decemento de alguna escalera de losbloques Caldwell. Daba igual pordónde rasgara el sobre, cada vezestaba ensuciando más. Por finrespiró hondo y sopló para limpiarla cubierta satinada. ¡Veintinuevelibras! ¡Por un libro! ¿Y cuándoiban a pagárselo? Nunca. De tapa

dura, tan grande como un Atlas.GARVEY HOUSE: Testimoniofotográfico. Félix lo abrió por unapágina al azar, ruleta rusa. No habíabala: una pareja tímida, reciéncasados, flacos y de aspecto rural,con peinados afro desiguales ymarcas de acné, con un traje y unvestido de boda prestados que lesiban grandes. No había invitados deboda, o por lo menos no en la foto.Celebraban el evento ellos solos,con una botella medio vacía deMartini Rosso. Se mordió el labio y

pasó varias páginas. Cuatro chicasnegras muy atractivas, con pañuelosen la cabeza, tapando las pintadasde una pared con una lata de pintura(color ignoto, todo era en blanco ynegro). De fondo, sillas rotas, uncolchón y un chico fumando unporro. Félix oyó el ruido de lacisterna. Lloyd salió del bañosorbiendo por la nariz,sospechosamente animado. Se sacóun porro recién liado de lospantalones del pijama y loencendió.

—Venga, pues. Vamos a echarle unvistazo.

La crónica fotográfica de unperiodo fascinante en lahistoria de Londres. Mezcla decasa ocupada, centro derehabilitación y comuna, GarveyHouse acogía a jóvenesmarginados venidos de laperiferia de

—No me leas rollos que yaconozco. No me hace falta que lapeña me cuente cosas que ya sé.¿Quién estuvo allí, él o yo? —Volvió a la página que Félix

acababa de dejar atrás—. Conozcoa esas tías, colega. Esa es Anita,Prissy, ésa es Vicky. La reinaVicky, la llamábamos; a ésta no laconozco... ¡Qué preciosidad demujeres! Ese cabrón del fondo esDenzel Baker. Un granuja. ¡Losconozco a todos! ¿Qué dice ahí? Nollevo las gafas.

Mayo de 1977. Las muchachasdecoraban el sitio una y otravez. A veces los chicosllegaban a casa tarde y lodestrozaban todo, quizá porpuro aburrimiento, o bien con

la esperanza de que el hermanoRaymond les pagara para hacerlas reparaciones.

—Sí, era bastante así. El hermanoRaymond recibía fondos delAyuntamiento de Islington ynosotros les tocábamos un poco loscojones, es verdad. Los chavales selo cargaban todo y las chicasintentaban arreglarlo, ¡ja! No lopuedo negar. Menos tu madre. Ellatambién se lo cargaba todo. Esto fuedurante la ola de calor. Arrancamosla puerta directamente. ¡El calor

nos freía! ¿Dónde estoy yo?Debería estar en ésta. ¡Esa esMarilyn! Y... ése es el hermanoRaymond. Está mirando para otrolado, pero es él.

Félix observó la foto de cerca.Todo Garvey House desparramadoen el patio de cemento. Niñosdescalzos y padres que tambiénparecían niños. Peinados afro,pañuelos en la cabeza, trenzasafricanas, estrafalarias pelucasrígidas, un rastafari alto, flaco y de

aspecto etéreo apoyado en un granbastón. No estaba seguro de sirecordaba aquello o si la mismafotografía estaba creando susrecuerdos. Cuando el ayuntamientorealojó a los Cooper, él solamentetenía ocho años.

—¡Fee, mira cómo molábamos!¡Mira esa camisa! Los jóvenes yano molan así. Ahora van con lospantalones caídos enseñando la rajadel culo. ¡Nosotros sí quemolábamos!

Félix tenía que admitirlo: aquelloera estilo sin dinero, sin medios deningún tipo. Camisas de nailon dela beneficencia llevadas con clase.Clarks maltrechos que pasaban porexquisitos zapatos italianos. PODERNEGRO pintado con letras de unmetro en la tapia del jardín.Resultaba extraño ver aquí,confirmado en blanco y negro, loque llevaba toda la vidaconsiderando una exageraciónpresuntuosa.

—Deja que te busque una buenafoto del hermano Raymond. ¡Miraque te he hablado veces deRaymond! La razón era él.

Lloyd ojeó por encima aquellaspáginas satinadas, saltándose unbuen puñado de fotos. Le pasó elporro a Félix, que lo rechazó ensilencio. Nueve meses, dos semanasy tres días.

—Si no fuera por el hermanoRaymond, todavía estaríadurmiendo en King’s Cross. Era un

buen hombre. Nunca en la vida...¡Espera! —Félix hincó la mano enel libro.

Página 37. Lloyd tumbado en uncolchón sucio leyendo laAutobiografía de Malcolm X.Pantalones de campana y gafitaspequeñas, aquí tambiéndescamisado. Todavía joven. Conun peinado afro bien cuidado, deunos diez centímetros todoalrededor, en vez de las familiaresrastas.

—¿Lo ves? Nunca me crees:siempre leyendo, yo siempre estabaleyendo. De ahí sacan seso loschicos. Me llamaban «profesor».Todo el mundo me llamaba así. Poreso más que nada me perseguíaJackie. Porque se quería meter aquí.—Se dio varios toquecitos en lasien y sugirió con una mueca quelos misterios guardados ahí dentroeran de una intensidad aterradora,incluso para su propio dueño—. Unrollo vampírico. Siempre estabachupando conocimientos.

Félix asintió con la cabeza.Intentaba escudriñar aquellafotografía. Preguntó por losnombres de tres tipos que salían enella: jugaban al blackjack yfumaban sentados en torno a unamesa.

—A dos de ellos los enchironaronpor asesinato. A ese que tiene lacara pequeña, no me acuerdo decómo se llamaba, y a éste, AntoineGreene. ¡Eran tiempos difíciles!Vosotros no tenéis ni idea. La gente

de ahora... Ese idiota de Barnés.¿De qué coño cree que habla? «¡Lalucha!» Pero si tiene un piso de tresdormitorios, el tío. Y dentro de unpar de años cobrará la pensióncompleta de correos. No necesitoque ese idiota me dé lecciones. ¡Yohe visto la lucha!

Lloyd subrayó sus palabras con unpuñetazo en la pared y lospensamientos de Félix siguieron lareverberación hasta el pisocontiguo.

—Barnesy es legal, colega. Es unbuen tío —dijo de forma automáticapara defender una serie concreta derecuerdos: jugar con las hijas dePhil junto a los cubos de basura,hurgar entre los fósiles de Phil,cultivar brotes de mostaza sobrealgodones en el balcón de Phil. Deniño, Félix se imaginaba que elmundo adulto estaba lleno dehombres como Phil Barnes. Que enInglaterra eran tan comunes comolas flores silvestres.

—Es un idiota —dijo Lloyd, yencontró sus gafas entre dos cojinesdel sofá.

Félix asumió la tarea de pasar laspáginas y enseguida dio con elhermano Raymond, esta vezretratado con claridad mientrasayudaba a reconstruir la tapiadelantera.

—Ves Holloway Road, ¿verdad?Pues mira, justo donde está ahora laagencia de colocación, ahí estaba.

El hermano Raymond resultó ser untipo bajito con una pulcra barbitatrotskista.

—Me dijiste que era cura.

—¡Y lo era!

Félix siguió con un dedo el pie defoto:

—«Trabajador social voluntario.»

—Escucha, te digo que era cura. Enespíritu, al menos.

Félix bostezó sin demasiadadiscreción. A Lloyd empezaron amolestarle los pies de foto.

—Sí, claro, vale, ésa era Ann. ¿Yqué? Ann no sé qué. ¡Hace treintaaños, colega! Todo el mundo estuvocon Ann. ¡Era una furcia! ¿Y qué?¿Quién le dio permiso a ese tío parahacer tantas fotos? ¡Ni queestuviéramos en el zoo! —Félixreconoció la curva anímica de lamarihuana; una anticuada tetera deestaño empezó a pitar en la cocina

—. Fee, ve a preparar un poco deté.

Cuando abrió los armarios, Félixencontró el frasco de la mielvolcado y la caja del té pegada alestante. Puso manos a la obra conun paño mojado. Lloyd gritó através de la fina pared:

—Un renacuajo blanco, ¡meacuerdo de él! Todo el santo díadándonos la tabarra con las fotos,dale que dale el tío. Uno de esosque quieren participar en la lucha

cuando ni siquiera es su lucha. Eltontaina de al lado es igual: lamisma mentalidad. Nosotrosíbamos a lo nuestro. A veces el tipotenía suerte de salir vivo, ¿meentiendes? Aquellos chicos no seandaban con bromas, qué va, nadade bromas. Y nadie nos dijo quefueran para un libro, nadie habló dedinero. Y el ayuntamiento tenía algoque decir, ¿o no? Si tú sacas unafoto de alguien, ¿vale?, si tú sacasuna foto, ¿vale, Félix?, ¡esa imagentiene derechos de propiedad! —

Lloyd apareció en la puerta de lacocina con los ojos inyectados ensangre—. Ahí está el alma,¿entiendes? ¿Cómo vas a vendereso, ley inglesa en mano? Ni hablar.¿Y en un edificio público delayuntamiento? Para nada, hombre.Ve a la biblioteca y mira los librosde leyes. ¿Dónde está mi dinero?¿Ese tío está vendiendo mi imagenpor el internet? Mi imagen, joder. Yuna mierda. ¿Dónde están misderechos, leyes inglesas en mano?Al mío ponle un poco de miel.

Félix vio desde la puerta cómoLloyd se apoltronaba con su libroen el viejo sofá de velvetón,colocaba un montoncito de galletasde avena en la mesilla de cristal,dejaba al lado el té y mecíadelicadamente el porro con elángulo preciso para que la mesaquedara a salvo y la ceniza cayerasobre la moqueta. Se planteópreguntarle cuándo había sido laúltima vez que había hablado con

De-von, pero acabó optando por lavía de la autoconservación.

—Lloyd, me abro.

—Pero ¡si acabas de llegar!

—Ya lo sé... pero me abro. Tengocosas que hacer.

Félix dio una palmada en el marcode la puerta con un gesto jovial y,confiaba, concluyente.

—¿Para quién? —dijo Lloyd con

frialdad, sin levantar la vista—.¿Para ti o para ella?

Era aquel tono especial, inquisitivo,agudo y repentinamente jamaicanoelevándose sinuosamente haciaFélix como una serpiente salida deuna cesta. Félix intentó tomárselo abroma («venga ya, colega, noempieces con eso»), pero Lloydsabía exactamente adonde dirigir suveneno.

—Yo sólo intento educarte, ¿vale?Y no es que tú no me escuches,

Félix, es que no me quieresescuchar. Ya eres mayor. Perodéjame que te pregunte una cosa:¿por qué sigues yendo detrás de lastías como si ellas te pudieran salvarla vida? En serio. ¿Por qué? Mira aJasmine. Es que no aprendes. Elhombre no puede satisfacer a lamujer, ¿vale? Da igual cuánto le dé.La mujer es un agujero negro. Heestudiado a fondo la literatura sobreel tema, Félix. Biológica, social,histórica, hasta el último oráculo.La mujer es un agujero negro. Tu

madre era un agujero negro.Jasmine era un agujero negro. Y esaque tienes ahora es igual, y ademáses guapa, o sea que te va a sorberdel todo antes de que te des cuenta.Cuanto más guapas, peores. —Lloyd bebió un largo y satisfactoriotrago de té.

—Me has alegrado el día —dijoFélix débilmente, y a duras penasconsiguió salir del cuarto.

En el pasillo, mientras volvía acalzarse las Nike, Félix oyó la

mano de Lloyd aporreando unapágina.

—¡Félix, ven!

Regresó para encontrarse a supadre doblando el lomo del librohacia atrás y apretando la junturaentre dos páginas hasta aplanarla.

—Mira ahí, en el borde: la delvestido de flores... me acuerdo deesas flores, eran de color lila. Estoyseguro al ciento veinte por ciento.¡En serio! ¿Por qué siempre dudas

de lo que digo? Es Jackie. Mira,cuando estaba embarazada de lasniñas se puso zapatos planos,¿vale? Siempre. Jamás llevabazapatos planos a menos que notuviera otro remedio, ¿vale? Muypresumida.

Lloyd estiró la mano para coger suporro, satisfecho de aquella lógica.Félix se sentó en el brazo del sofá ycontempló el supuesto codo y elpresunto pie izquierdo de su madre.Un músculo de esperanza quiso

tensarse en su interior, pero lo teníadebilitado por falta de uso. Seapoyó en la pared. Lloyd se moviópara acercarle el libro a la cara.Aquel sitio era un invernadero, erainsoportable. ¡Hasta las paredessudaban! Lloyd le arreó otrobofetón a la página.

—Esta. Es. Jackie. Al ciento veintepor ciento.

—Tengo que abrirme —dijo Félix.

Le dio a su padre un beso fugaz en

la mejilla y se largó.

El aire de fuera estaba frío porcontraste. Félix se secó la cara y seconcentró en respirar como unapersona normal. Cuando cerraba lapuerta, el vecino de al lado hizo lomismo. Phil Barnes. ¿Qué edadtendría, sesenta? Intentaba levantarla pesada maceta que había junto ala entrada. Le echó un vistazo aFélix, que sonrió y se quitó lagorra.

—¿Qué tal, Félix?

—¿Qué tal, señor Barnes?

—Míralo: me lo sentaba en larodilla y ahora me llama señorBarnes.

—¿Qué tal, Barnesy?

—Eso está mejor. Demonios, cómopesa esto. No te quedes ahíplantado como un «joven», Félix.Como un JOVEN inútil. Echame unamano con esto, ¿quieres? —Félix

alzó la maceta—. Así me gusta.

Félix observó cómo Barnes mirabaa un lado y otro del corredor a lamanera de un agente secreto, dejabacaer una llave al suelo y laescondía debajo de una patada.

—Terrible, ¿verdad? Yopreocupándome por mi propiedadcomo una vieja. Como unPLUTÓCRATA. Dentro de nada estarédiciendo cosas como «¡hay queandarse con mucho cuidado!».Cuando llegue a ese punto me

matas, ¿vale, Félix? Me metes untiro entre las cejas.

Se rió y se quitó las gafitasredondas a lo Lennon paralimpiárselas con la camiseta. Clavóuna mirada escrutadora en Félix; depronto tenía un aire vulnerable,como de topo.

—¿Vas al carnaval, Félix?

—Sí, seguramente, pero mañana.Hoy es sábado, ¿no?

—Claro, claro. Ya me falla elcerebro. ¿Cómo está tu padre?Ultimamente no lo veo mucho porahí.

—Lloyd está bien. Lloyd es Lloyd.

Era conmovedor que Phil Barnestuviera la amabilidad de fingir, anteél precisamente, que todavía sehablaba con el que había sido suvecino durante treinta años.

—¡Eso sí que es elocuencia, Félix!«¡Más vale una palabra que mil

imágenes!» Cierto, ¿o no? Aunqueahora que lo pienso es al revés,¿verdad? ¿No es una imagen lo quevale más que mil palabras?

Félix se encogió de hombrosafablemente.

—¡No me hagas caso, Félix! Me heconvertido en el típico viejochocho. Te debe de matar deaburrimiento escuchar a alguiencomo yo. Me acuerdo de cuando erajoven. No aguantaba a los viejoscon sus quejas, siempre rajando.

¡Dejad en paz a los jóvenes! ¡Tenedun poco de fe en ellos! ¡Que sedediquen a sus cosas! Soy un pocoantisistema, pero es que yo eramod, ¿sabes? Todavía lo soy, a mimanera. Hoy día, en cambio —añadió Phil apoyando una mano enla barandilla de la galería—,bueno, los jóvenes no tienenesperanzas, Félix, no tienenninguna. Nosotros hemos agotadotodos sus recursos, ¿verdad? ¡Se lohemos agotado todo, es verdad! Yahora te estoy soltando otro sermón,

¿verdad? ¡Escápate! ¡Escapa! Soycomo el «tsunami plateado». ¿Loleiste? Salió en el Guardian de lasemana pasada. Pues soy yo, segúnparece. Los nacidos entre 1949 ymil novecientos no sé cuántos. Unageneración de egoístas. Hemosagotado todos los recursos, fíjate.Se lo conté a Amy y ella me dijo:«Joder, ¿y de qué podemospresumir nosotros?» Me hizo reír.No es que esté muy politizada,Amy, ¿sabes?, pero tiene buenasintenciones. Sí, buenas intenciones

—dijo Phil, y parecía inquieto porhaberse alejado en exceso de lacharla intrascendente paraacercarse al centro de las cosas;cada vez le pasaba más, y ahoradebía regresar a las cosas triviales—. ¿Qué edad tienes, Félix?

Félix se dio un puñetazo en lapalma.

—Treinta y dos. Me estoy haciendoviejo. Ya ni siquiera tiene gracia.

—Bueno, nunca la tiene, ¿sabes?

Por eso los viejos se quejan todo elrato. Estoy empezando acompadecerlos un poco, te loaseguro, con sus dolores aquí yallá. ¿Le das al botón, por favor?¿Está estropeado? Vaya, puescojamos la escalera. Mejor para ti.Estos ascensores son un desastretotal. —Félix abrió la puerta de lasalida de incendios y se la aguantóa Barnesy—. Por otro lado, notienen nada más que hacer, esoschicos, ¿verdad que no? Eso es loque me molesta. Eso dirían algunos.

Bajaron juntos por la estrechaescalera de cemento, Barnesydelante y Félix detrás. Verlo por laespalda era como un viaje en eltiempo: iba vestido exactamenteigual y no se apreciaba ni rastro delos veinte años transcurridos. Supelo claro y fino estabaencaneciendo de forma sutilmenteplateada, de modo que parecíavolverse más rubio, y todavía lellegaba, a la manera juvenil, hastalos hombros, tan redondeados,osunos y blandos como siempre.

Aún vestía chaleco negrodesabrochado, con una chapa de lacampaña por el desarme nuclear enla solapa, una holgada camisetablanca y vaqueros elásticos de tonoceleste descolorido. En losbolsillos de atrás llevaba un par dealpargatas para ponérselas encuanto terminara su ronda. Podíasverlo en el café Rose de la avenida,almorzando con las alpargataspuestas. Félix veía aquello como untoque de excentricidad hasta que éltambién estuvo repartiendo correo,

solamente cinco meses a finales desiglo, y descubrió que era el trabajomás agotador que había hecho en suvida.

—Siempre los llaman «jóvenes»,¿verdad? —dijo Phil, y se detuvouna vez más, a media escalera, enpostura meditabunda; Félix seapoyó en la barandilla paraescucharlo, aunque había oído elmismo discurso mil veces—. No alos niños pijos de la zona delparque, ésos son muchachos sin

más, pero los nuestros son«jóvenes», a los de clase obrera losllaman «jóvenes», es terrible, ¿no teparece? Vienen por aquí, Félix...Intenté contárselo a tu padre, pero aél le da igual, ya lo conoces, casisiempre tiene la cabeza llena demujeres... La policía viene por aquípreguntando por nuestros chicos (nolos nuestros de verdad, claro, ésoshace tiempo que se fueron, sino loschicos de la comunidad), en buscade información, ya sabes. ¡Paraproteger de nuestros chicos las

casas señoriales del parque! Es unavergüenza, de verdad. Pero avosotros no os importan esasmierdas, ¿verdad que no, Félix?Vosotros solamente queréisdivertiros. ¿Y por qué no? A losjóvenes hay que dejarlos en paz,digo yo. Es mi opinión. Mi mujerpiensa que tengo demasiadasopiniones, pero qué se le va ahacer. Los chicos de aquí noquieren enterarse de nada. Me parteel corazón. Sólo quieren ver esosreality shows, leer la prensa

amarilla, esa puñetera porquería.Calla la boca y cómprate unteléfono nuevo... así es la gente depor aquí hoy en día. No estánorganizados, no están politizados...Mira, en los viejos tiempos yo teníaconversaciones muy interesantescon tu madre. Ella tenía ideas muyinteresantes, ¿sabes? Por supuesto,soy consciente de sus problemas,problemas serios, pero tenía algoque a la mayoría de la gente lefalta: curiosidad. Puede que nosiempre tuviera las respuestas

correctas, pero por lo menos sehacía las preguntas. Yo eso lovaloro en una persona. Solíamosllamarnos «camarada», ¡y tu padrese cabreaba! Era una mujerinteresante, tu madre, yo podíahablar con ella. Cuesta mucho,Félix, fíjate, si te interesan las ideasy todo eso, las ideas y las filosofíasdel pasado... cuesta muchoencontrar a alguien con quienhablar, ésa es la tragedia, en serio,o sea, piénsalo. Está claro que poraquí ya no puedo encontrar a nadie

con quien hablar. Y para lasmujeres todavía es más difícil,fíjate. Se pueden sentir muyatrapadas. Por culpa delpatriarcado. Sí noto que todo elmundo necesita una pequeña charlade vez en cuando. Sí, una mujer muyinteresante, tu madre, muy delicada.Para alguien así todo es difícil.

—Ya —dijo Félix.

—No pareces muy convencido. Escierto que yo no conocí a tu madremuy bien, está claro... sé que tu

padre no habla demasiado bien deella. No lo sé. Es complicado,¿verdad?, todo el tema de lasfamilias. Uno no tiene distancia yno puede ver con claridad. Tepondré una analogía. ¿Sabes esaspinturas que tu padre vende a veces,esas hechas de puntos y que tienenuna imagen escondida? Pues si tepones demasiado cerca no ves laimagen. Pero yo estoy en la otrapunta de la sala, ¿entiendes? Tengouna perspectiva distinta. Cuando miviejo estaba en la residencia ge-

riátrica, y mira que era unaauténtica pocilga, te diré una cosa:algunas enfermeras me contaroncosas suyas de las que yo no teníani idea. Ni idea. Y nadie lo conocíamejor que yo. En ciertos sentidos.No en todos. Pero bueno, ya meentiendes. En el fondo es unacuestión de contexto.

Salieron al césped comunitario bajoun sol de justicia, enorme y naranja.

—Y tus hermanas están bien,¿verdad? Seguro que todavía son

imposibles de distinguir.

—¡Buf, esas chicas! A Tia le danlas mil y Ruby es una vaga delquince.

—¡Lo has dicho tú, no yo! ¡Queconste en acta! —dijo Phil soltandouna risita y alzando los brazos engesto de inocencia—. A ver si lo heentendido bien: lo de las mil quieredecir que siempre llega tarde,¿verdad? Creo que me lo dijiste laúltima vez. ¿Lo ves? No me pierdouna. Tengo mi jerga al día. Y «del

quince» quiere decir «muy» o«mucho» o «de verdad». Viene aser un intensivo. Estoy al día. Viviraquí ayuda, claro: oyes hablar a loschicos, los paras y les preguntas.Ya te puedes imaginar que ellos memiran como a un loco.

Suspiró. Luego vino la difíciltransición, siempre difícil de lamisma manera:

—¿Y al pequeño, Devon, cómo leva?

Félix movió la cabeza paratransmitir su aprecio por lapregunta. Phil era la única personade los bloques que le preguntabapor su hermano.

—Le va bien, colega. Le va bien.

Cruzaron el césped en silencio.

—Si no fuera por éstos, te lo juro,Félix, a veces pienso que melargaría de aquí, en serio. Me iría aBournemouth con todos esosvejestorios de mierda.

Golpeó un árbol con los nudillospara que Félix se parase debajo ylevantara la vista: un doselenvolvente de denso follaje, comoestar bajo la falda acampanada deuna princesa Disney. Félix nuncasabía qué decir sobre la naturaleza.Esperó.

—Un poco de verde tiene muchopoder, Félix. Mucho poder. Sobretodo en Londres. Hasta loslondinenses de pura cepa lonecesitamos, por eso vamos a

Hampstead Heath, ¿verdad que sí?,lo ansiamos. Incluso nuestroparquecito es importante. Un pocode verde. En algún lugarmelodioso/ de verdes hayas ysombras sin fin... ¿Qué poema es?¡La «Oda a un ruiseñor»! Un poemamuy famoso. De Keats. Que tambiénera londinense, fíjate. Pero ¿cómoibas a saberlo? ¿Quién podríahabértelo enseñado? Vosotros yatenéis vuestra música, ¿verdad?,vuestro hip-hop o vuestro rap...¿Qué diferencia hay entre las dos

cosas? Nunca he estado seguro.Admito que nunca he entendido eserollo de los diamantes, las cadenasy los dientes de oro, Félix... A míme parece muy retrógrada esaobsesión por el dinero. Tal vez seaun símbolo de otra cosa... no lo sé.Pero bueno, por lo menos cuentocon mis versos. ¡Aunque tuve queaprenderlos por mi cuenta! Enaquella época, como suspendierasla reválida estabas listo... te tocabapedalear. Así eran las cosas. Laeducación que tengo tuve que

buscármela yo mismo. Eso meponía furioso. Pero así eran lascosas en Inglaterra para la gentecomo nosotros. Y ahora es igual,aunque con otro nombre. ¡Y a titambién debería ponerte furioso,Félix, a ti también!

—A mí me preocupa más el día adía. —Félix le dio un codazo en elcostado—. Tú eres un rojillo,Barnesy, un comunista de pro.

Más risas, el cuerpo doblado de larisa, las manos sobre las rodillas.

Cuando volvió a incorporarse,Félix le vio lágrimas en los ojos.

—¡Es verdad! Debes de pensar: ¿dequé coño habla éste la mitad deltiempo? ¡Propaganda! ¿De qué coñohabla? —Su rostro se rendía a lossentimientos—. Pero yo creo en lagente, ¿sabes, Félix? Creo en ella.Vale, no me ha servido de nada,pero me da igual. Creo de verdaden ella.

—Sí, Barnesy, pero cambia decanción —repuso Félix, y le dio

una palmada en la espalda a suviejo amigo.

Salieron de los bloques y tomaronla cuesta que llevaba a la calle.

—Me voy al almacén, Félix. Turnode tarde. Clasificar. ¿Adonde vas?¿Vas por la avenida?

—Qué va. Llego tarde. Voy a laciudad. Mejor que coja el metro.Primero cogeré el autobús.

Lo tenían justo delante, abriendo

sus puertas. La señora Mulherne,otra vecina de Caldwell, arrastrabauna bolsa de espaldas, con elcuerpo doblado y las mediasarrugadas a la altura de sus frágilestobillos. Barnes se apresuró aayudarla. Félix supuso que éltambién debía echar una mano. Eracasi ingrávida, se la podía llevar elviento. Las mujeres envejecen deotra manera.

Cuando tenía doce años, la señoraMulherne le parecía un poco mayor

para andar por ahí con su padre;ahora parecía la madre de su padre.Atisbo matinal de unas piernasrecias y rosadas, envueltas en unatoalla de baño raída, alejándose porel pasillo que llevaba al lavabocomunitario. Y no fue la única.«Qué valiente, cuidar tú solo decuatro chiquillos. Ella no es lobastante buena para ti, cielo. Temereces algo mejor. A todos se nosparte el alma.» Las damas deCaldwell transmitiendo suscondolencias. En las paradas de

autobús, en la sala de espera delmédico, en el Woolworths. Comouna canción de éxito que te sigue detienda en tienda. «Hace lo que seapor los crios. Se desvive por ellos.No se puede decir lo mismo de sumujer.» Una de ellas, la señoraSteele, era su cocinera privada. Seruborizaba cuando lo veía y leservía ración extra de patatas fritas.Es raro lo que uno recuerdadespués... o lo que uno comprende.

—¿Grace qué?

—Grace. Punto.

—¿No tienes apellido?

—Para ti no.

En la misma parada de autobús. Lavista clavada en los tobillos de susvaqueros oscuros, arreglándose unay otra vez el dobladillo para que seajustara a las botas altas y negras.Con el caracol pegado a la frente.Pensó que nunca había visto una

belleza semejante.

—Venga, mujer, no seas así. ¿Túsabes qué significa «Félix»? Feliz.Yo traigo felicidad, ¿lo ves? Pero¿puedo preguntarte una cosa? ¿Temolesta que me siente aquí?Grace... ¿puedo hablar contigo? Losdos estamos esperando el mismoautobús, ¿verdad? Por qué no, pues.Pero ¿te molesta que me sienteaquí?

Ella lo miró finalmente con unosojos manufacturados, ese castaño

claro que se compra en la avenida.Tenía un aspecto sobrenatural. Y éllo había sabido de inmediato: éstaes mi felicidad. Llevo toda la vidaesperando en esta parada y por finacaba de llegar mi felicidad. ¡Y porfin ella habló!

—Félix te llamas, ¿no? No memolestas, Félix. Para molestarmetendrías que importarme, ¿lo pillas?Tal como lo oyes.

Su autobús coronó la colina.Entonces. Ahora.

—No, espera, no seas así,escúchame: no intento camelarte. Esque me has ñipado. Sólo quieroconocerte. Tienes una cara súper...intensificada.

Una estrella de cine enarca lascejas.

—¿Ah, sí? Pues tú tienes cara decamelar a las chicas en las paradasde autobús.

Inocente a los cinco años en aquellaparada de autobús. Borracho a loscatorce. Colocado a los veintiséis.Ciego a los veintinueve, hasta lascejas de farlopa y ketamina: «Nopuedes dormir aquí, hijo. O te vas aotro lado o te llevamos a comisaríapara que duermas la mona.» Sipasas suficiente tiempo en el mismositio se te solapan los recuerdos.

—Gracias por ayudarme a bajar,Félix, majo. Me alegro de verte.Ven a casa cuando quieras. Estoy

abajo mismo. Dale recuerdos aLloyd.

Félix saltó de nuevo al autobús. Sedespidió con la mano de PhilBarnes y éste le alzó los dospulgares. Se despidió con la manode la señora Mulherne mientras elautobús subía la cuesta y la dejabaatrás. Pegó la mano contra elcristal. Grace con setenta años. Eltatuaje de Campanilla que dabainicio a su espalda arrugado oexpandido. Pero ¿cómo podría

Grace tener alguna vez setentaaños? Mírala. («Fee, acuérdate: yoni siquiera tenía que estar allí.Tenía que estar en casa de mi tía enWembley. ¿Te acuerdas? Era el díaque me tocaba cuidar a sus niños,pero ella se lesionó el pie y sequedó en casa. Así que me dije:pues cojo el autobús, me acerco ala ciudad y hago unas compras.Félix, por favor, no me niegues quefue el destino. Me da igual lo quedigan: está clarísimo que todo tieneuna razón de ser. ¡No me niegues

que el universo quería que yoestuviera allí en aquel instante!)

* * *

No introducir el pie entre el coche yel andén. Félix entró en el segundovagón empezando por la cola yexaminó el plano del metro como sifuera un turista; tardó un momentoen convencerse de unos detalles que

ningún londinense de pura cepatendría que verificar: de Kilburn aBaker Street (línea Jubilee); y deBaker Street a Oxford Circus (líneaBakerloo). Otros confían en símismos. Una variante del mismoinstinto mantenía su mano en elfondo del bolsillo aferrando unpapel con un nombre. Pasó un trendisparado que lo lanzó sobre elasiento al que se dirigía. Pocodespués parecía que los dos trenesnavegaran juntos. Le echó unvistazo a su pareja del tren vecino.

Una mujer menuda que le pareciójudía sin saber muy bien por qué:morena, guapa, sonriendo para símisma, con un vestido azul de lossetenta (cuello grande, estampadode pajaritos blancos). Ella lemiraba la camiseta con el ceñofruncido. Intentaba entenderla. A élle dio por sonreír. Una anchasonrisa que subrayó sus hoyuelos yreveló tres dientes de oro. La caritamorena de la chica se oscureciócomo un cielo borrascoso. Primeroaceleró su tren, luego el de Félix.

(Wl)

—¿Eres Félix? ¡Hola! ¡Genial!¡Eres Félix!

Estaba de pie frente al Topshop. Unchico blanco alto y flaco con unenorme flequillo castañoabandonado sobre la cara.Vaqueros de pitillo y aparatosasgafas negras. Parecía necesitar unmomento para reajustarse elcerebro; Félix se lo concedió

sacando su tabaco y liándose uncigarrillo mientras el chico decía:

—Tom Mercer. Está a la vuelta dela esquina. Bueno, a unas cuantascalles.

Y se rió para disimular la sorpresa.Félix no sabía por qué su vozengañaba tantas veces por teléfono.

—¿Vamos? O sea, ¿puedes liar ycaminar a la vez?

—Con una mano y corriendo,

colega.

—Ja. Muy bien. Por aquí.

Pero parecía incapaz de franquearla aglomerada esquina de Oxford yRegent; tras varios intentos fallidoshabía conseguido retroceder unpalmo. Félix lamió el papel de liary vio cómo el chico cedía el paso aun peruano que llevaba unapancarta de cuatro metros:ALFOMBRAS DE SALDO A CIENMETROS. No era de Londres, por lomenos no originalmente, pensó

Félix, que había estado una vez enWiltshire y volvió pasmado. Félixse puso al frente y tomó el mandoatravesando un enjambre de chicasindias con exuberantes coletasnegras y pins dorados de Selfrid-ges en las solapas. Félix y el chicoblanco caminaban contra el flujonatural del gentío; tardaron cincominutos en cruzar la calle. Félixdiagnosticó una resaca. Labiosagrietados y ojos de panda. Unadelicada reacción a la luz.

—¿Hace mucho que lo tienes?... —preguntó Félix.

El chico pareció sobresaltado. Semetió una mano entre el flequillo.

—¿Cómo...? Ah, ya. No. O sea, melo regalaron hace unos años, cuandocumplí veintiuno. Era de mi padre,que lo tenía desde hacía mucho. Noes un regalo muy práctico. Pero túeres especialista, claro... tú notendrás esa clase de problemas.

—Mecánicos.

—Eso. Mi padre conoce tu taller.Hace treinta años o más que tienecoches de ésos y conoce todos lostalleres especializados. En Kilburn,¿verdad?

—Sí.

—Eso está por Notting Hill,¿verdad?

—Pues no.

—Ah, mira, Félix. Gira a laizquierda por ahí. Vamos a escapar

de este caos.

Se escabulleron por una callejuelalateral adoquinada. A cincuentametros, en Oxford Street, la gente seapiñaba, tan compacta como en elcarnaval y casi tan ruidosa. Perodonde estaban reinaban el silencioy la soledad. Puertas negrasrelucientes, pomos metálicos,buzones metálicos y farolas salidasde un cuento de hadas. Pinturasantiguas con barrocos marcosdorados descansando sobre

caballetes y ladeadas en dirección ala calle. PREGUNTE NUESTROSPRECIOS. Sombreros de señora enperchas individuales, con plumas,listos para volar. LLAME AL TIMBREY LE ATENDEREMOS. Tienda trastienda sin un alma dentro. Al finaldel callejón, Félix vislumbró a uncomprador a través de un rutilanteescaparate con parteluces; sentadoen un puf de cuero se probaba unade esas chaquetas verdes que porfuera parecen manteles de hule ypor dentro tienen forro a cuadros.

El cristal se despejaba a mediaaltura y revelaba una gran cararosada con brotes de pelo blancoaquí y allá, principalmente en lasorejas. Una especie que Félix veíaa menudo, sobre todo en aque-liaparte de la ciudad. Formaban unagran tribu. No se mezclaban muchocon el resto de la población, semantenían aparte. THE HORSE ANDHARE.

—Está muy bien ese pub —dijoFélix por decir algo.

—A mi padre le encanta. Cuandoestá en Londres es su segunda casa.

—¿Ah, sí? Yo trabajaba por aquí,hace años. Rollo audiovisual.

—¿En serio? ¿Para qué empresa?

—Para muchas. En la calleWardour y tal —añadió Félix, y searrepintió al instante.

—Yo tengo un primo que está devicepresidente en Sony, a lo mejorlo conoces. Daniel Palmer. En Soho

Square...

—Bueno, no... Yo en realidad sólohacía de recadero. Aquí y allá. Endiferentes sitios.

—Ah, ya —dijo Tom, y pareciósatisfecho; se acababa de resolverun pequeño enigma—. A mí el cineme interesa mucho. Toqué un pocoel tema, ya sabes, cómo funciona lanarración, cómo contar historiascon imágenes...

Félix se subió la capucha.

—¿Trabajas en el mundillotambién?

—No exactamente, o sea, no, ahoramismo no. O sea, estoy seguro deque podría haberme dedicado aello, pero es un negocio muyinestable. Cuando iba a launiversidad estaba muy metido enel cine, tipo cinéfilo. No, yo trabajomás en las industrias creativas. Laindustria creativa relacionada conlos medios. Cuesta explicarlo.Trabajo en una empresa que crea

ideas para consolidar marcas...Para que las marcas mejoren lareceptividad de sus productos... lavanguardia en la manipulación demarcas, básicamente.

Félix dejó de andar y obligó alchico a pararse. Se quedó mirandocon expresión ausente su cigarrillosin encender.

—¿Rollo publicidad?

—Básicamente sí —dijo Tom entono irritado, y luego, como Félix

no lo seguía, añadió—: ¿Necesitasfuego?

—No. Tengo fuego en algún lado.¿Campañas de publicidad?

—Bueno, la verdad es que no,porque... cuesta explicarlo...Básicamente consideramos que lascampañas ya no aportan nada. Setrata más de integrar las marcas delujo en la conciencia cotidiana de lagente.

—Publicidad —concluyó Félix;

sacó el encendedor del bolsillo ypuso cara de inocente.

—Es la próxima a la derecha, site...

—Te sigo, socio.

Cruzaron una plazoleta señorial yse metieron por otra callesecundaria, aunque allí las casaseran no menos señoriales: fachadasblancas y muchos pisos de altura.En alguna parte repicaron unascampanas de iglesia. Félix se quitó

la capucha.

—Ya hemos llegado... aquí lotienes, vamos. O sea, está claro queno es de esas cosas que... Perdona,Félix, ¿me disculpas un momento?Tengo que contestar.

El chico se llevó el teléfono a laoreja y se sentó sobre las baldosasblanquinegras de los escalones quedaban acceso a la casa máscercana, justo entre dos naranjos enmacetas. Félix trazó un semicírculohasta plantarse en medio de la

calle. Se puso en cuclillas. El cochele sonreía, pero todos lo hacen, daigual en qué estado se encuentren.Faros ojo de rana, una sonrisamaníaca en la rejilla del radiador.Tocó el sitio donde debía ir elescudo. Cuando llegara el momentopondría allí un octágono plateado,con las dos letras dándose laespalda, danzando. No de plástico.De metal. Iba a hacerlo bien. Seirguió. Metió la mano por la enormeraja de la capota y frotó la tela conlos dedos: poliéster gastado y

descolorido. De todas maneras,faltaba la ventanilla de plástico. Nonecesitó tocar las partes oxidadas,ya veía su estado. Lo peor estabadetrás a la izquierda, donde habíaun continente de óxido, perotambién era bastante grave por todoel capó, lo cual significaba que laherrumbre seguramente habíatraspasado la chapa. A pesar detodo, el rojo era adecuado. El colororiginal. Guardabarros delanterosbien curvados, rectangulares los deatrás, como debe ser, y perfecto

parachoques de caucho, todo locual indicaba que al menos era elmodelo anunciado. M DGET. Fácilde arreglar, igual que los otroselementos exteriores: puracosmética. La información deverdad se escondía bajo el capó.Paradójicamente, cuanto peor fuese,mejor para él. Palabras de Barry,en el taller: «Hijo, si se mueve nopodrás pagarlo.» Pero él lo pondríaen movimiento. Tal vez no ese mesni el siguiente, pero sí al final.Probó a abrir una portezuela con

cierta impaciencia. Sentía un deseoapremiante de meter la mano por laventanilla ausente, que estabacubierta con cartón y cintaadhesiva.

—No es cuestión de quién sientemás —dijo el chico; uno de sus piesjugueteaba con un guijarro sobre labaldosa; Félix se apoyó en el coche—. ¿Soph? ¿Soph? Oye, que ahorano puedo hablar. ¡Claro que no!Tenía el teléfono sin batería. No,ahora no. Por favor, cálmate, Soph,

estoy en medio de una historia.¿Soph?

El chico se despegó el teléfono dela oreja y lo miró un momento concuriosidad. Volvió a guardárselo enel bolsillo del abrigo. Félix silbó.

—Noventa y nueve problemas.¿Qué me dices, colega?

—Perdona, ¿qué?

—El coche. Que tiene problemas.

—Bueno, claro —dijo TomMercer, e hizo un gesto expansivoque pretendía abarcar todo elvehículo—. Claro, salta a la vistaque es un proyecto de coche. Noestá para ponerse ahora al volante.De ahí el precio. Si no, estaríamoshablando de muchos miles. Esclaramente un proyecto. Deja que telo abra y hacemos toda la visita.

Félix vio cómo Tom forcejeaba conla llave.

—Ya lo hago yo si... —empezó

Félix, pero la portezuela se abrióde golpe.

—Tiene un poco de truco. Unproyecto de coche, ya te digo. Peroes factible.

La visita resultó más bien limitada.Tom dijo «el embrague», acontinuación «las marchas» y «elvolante» rozando vagamente cadauno con la mano. Luego, mientraslos dos miraban apesadumbrados laesterilla combada y mohosa, elsuelo oxidado, la lana y los

alambres que desertaban de lamanchada tapicería y el huecodonde debía alojarse la radio,murmuró el año de fabricación.

—El año en que nací yo —dijoFélix.

—Pues entonces es el destino.

Luego el chico leyó una lista dedatos anotada en un pape-lito que sesacó del bolsillo:

—MG Midget, motor Triumph 14

de 1.500 centímetros cúbicos,160.000 kilómetros justos,descapotable biplaza contransmisión manual, motor degasolina y dos puertas. Latransmisión requiere...

Félix no pudo resistirlo:

—Dos puertas, ¿eh? Vale.

Tom se sonrojó.

—La lista la ha hecho mi padre. Yono entiendo mucho de coches.

Félix tuvo ganas de dar unapalmadita amistosa en aquelhombro alto y huesudo.

—Te estaba tomando el pelo.¿Podemos abrir un momento elcapó?

Se abrió con un crujido. Debajoestaban las malas noticias que élesperaba encontrar. La bateríaabrumada por el óxido, el cilindroroto, los pistones tirados en elcárter.

—¿Recuperable? —preguntó Tom;Félix puso cara de no entender;Tom probó otra vez—. ¿Se puedearreglar?

—Depende. ¿De cuánto dineroestamos hablando?

Tom volvió a mirar su papelito.

—He recibido instrucciones depedir unos mil.

Félix se rió y metió la mano en elmotor. Rascó el óxido con la uña.

—Para serte sincero, Tom, mellegan coches como éste todos losdías, y en mejor estado que el tuyo,mucho mejor... por seiscientos.Nadie va a pagar seiscientos poresto. Sólo se lo podrás vender a unmecánico, eso te lo garantizo.

Ahora el sol daba directamentesobre el coche: el capó se inflamó.¡Un despojo radiante! Tom levantóla vista con los ojos entornados.

—Entonces es una suerte que seasmecánico, ¿no?

Hubo algo gracioso en su forma dedecirlo. Los dos rieron: Félix acarcajadas y Tom tapándose laboca como un niño. Empezó a sonarel teléfono en su bolsillo.

—-Joder! Mira, a mí me trae sincuidado, pero si le digo a mi padreque he aceptado menos desetecientas libras me va a echar unabronca del demonio. Personalmentepreferiría estar durmiendo. Perdonaun segundo... Soph, te llamo en unminuto...

Pero se dejó el teléfono pegado a laoreja y Félix oyó más de lo quequería mientras Tom le hacía gestosde disculpa. Al final de la calle seelevó un alegre bramido desde lasmesas exteriores del pub. Tomarqueó sus cejas más festivas endirección a Félix y alzó en el aireuna pinta imaginaria. Félix asintiócon la cabeza.

—¿Qué quieres tomar?

—Cerveza de jengibre, gracias.

—¿Cerveza de jengibre con qué?

—No, nada más.

—Mira, yo necesito algo máspotente para la resaca. Lo menosque puedes hacer es secundarme.

—No, no me apetece. Cerveza dejengibre, nada más.

—Mi padre dice que solamente haydos frases que un inglés con amor

propio puede aceptar en estascircunstancias: «estoy tomandoantibióticos» y «soy alcohólico».

—Soy alcohólico.

Félix apartó la vista de las tablasde la mesa. Tom se secó el sudor dela frente y abrió la boca, pero nodijo nada. Félix se tomó unmomento para agradecer que su pielno pudiese pregonar la vergüenzatan deprisa o tan bien como la deTom. A éste volvió a sonarle elteléfono.

Félix se levantó del asiento.

—No te preocupes, colega,contesta. Ya voy a pedir. Una pinta,¿verdad?

Fuera terminaba el verano con unglorioso mediodía de sábado.Dentro eran las diez de la noche deun martes otoñal. Techo negro conmolduras hexagonales y unamoqueta verde oscuro que absorbíala luz. Mobiliario de madera deataúd, vetusto y pesado. Un viejosentado en el rincón, junto a la

máquina de discos, con unchaquetón raído, piel blanca comoel papel, pelo y uñas amarillentos,liándose un cigarrillo... él mismoparecía un cigarrillo. En la barra,una mujer de piernas flacas yaentrada en años, sentada en untaburete, contaba una y otra vezcuatro montones de monedas deveinte peniques. Dejó aquellaactividad para mirar abiertamente aFélix, que se limitó a devolverleuna sonrisa.

—¿Qué tal? —dijo, y se volvióhacia la camarera.

La vieja derribó de golpe las pilasde monedas con el canto de lamano. Félix mostró buenos reflejose impidió que varias cayesen de labarra. Con el rabillo del ojo vioque Tom se dirigía a los servicios.La camarera articuló una disculpacallada y se atornilló un índice enla sien.

—No pasa nada —dijo Félix.

Cogió un vaso frío con cada mano.Dejó que la camarera le pusieraentre los dientes una bolsa depatatas con sabor a vinagre.

—¿Qué edad tienes, Félix?

—Treinta y dos.

—¿Y por qué pareces más jovenque yo?

Félix rasgó el cierre de la bolsa y

la dejó sobre la mesa.

—¿En serio? ¿Qué edad tienes tú?

—Veinticinco. Y ya se me estácayendo el puto pelo.

Félix mordisqueó la pajita de surefresco y sonrió con el resto de laboca.

—Mi viejo es igual. No tiene ni unaarruga. La genética.

—Ah, la genética. Eso lo explica

todo hoy en día.

Tom se protegió los ojos con lamano para indicar que el sol estabamolestándolo. Félix tenía unamirada intensa, topabas con susojos por mucho que intentarasevitarlo, y Tom no estabaacostumbrado a mirar así ni a sumejor amigo, mucho menos a uncompleto desconocido a quienquería vender un coche. Sacó lasgafas oscuras del bolsillo y se laspuso.

—¿Y cómo has pasado de trabajaren cine a ser mecánico de coches, sino es indiscreción?

—He hecho de todo, Tom —dijoFélix en tono jovial, y dispuso losdedos para una enumeración—.Empecé de cocinero, hice un cursode formación profesional encatering. Con eso progresé bastantecuando era jovencito, hasta llegué aser jefe de cocina de un localtailandés de Camden, un sitio queestaba bien. Luego lo dejé, hice un

poco de pintura y decoración, unpoco de seguridad, ya sabes, endiscotecas, llevé un camión dereparto de las patatas fritas que sevenden por las estaciones deservicio de la M25 y trabajé decartero —contó Félix con un acentotan peculiar que costaba imaginar aquién estaba imitando—. Tambiénfabriqué estas camisetas —seseñaló el pecho—. Luego tuve ungolpe de suerte y me metí en algo...¿conoces el Cot-tes-low? —preguntó articulando el nombre

despacio para resaltar laimportancia de las tes—. Es unteatro —explicó abandonando lapronunciación meticulosa—. Cercade aquí. Trabajé en la entradadurante un año; o sea, en lastaquillas. Luego fui asistente decamerinos, poniendo el atrezo en susitio y tal... y así fue como entré enel mundo del cine. Simplementetuve mucha suerte. Siempre hetenido suerte. Pero entonces memetí a saco en las drogas, para sertesincero, Tom, y ahora básicamente

me estoy recuperando de losúltimos años, ya sabes.

Tom aguardaba el momento de lamecánica, pero no llegó. Como unapersona sobre la que arrojan unmontón de objetos extraños, seagarró al primero que lo habíagolpeado.

—¿Hacías camisetas?

Félix frunció el ceño. No era eldato que solía interesar a la gente.Se puso de pie y estiró la camiseta

para que su desvaído mensajepudiera leerse sin pliegues.

—Lo siento, no entiendo el... ¿quées, polaco?

—¡Exacto! Dice: «Me encantan laspolacas.»

—Oh. ¿Eres polaco? —preguntóTom sin demasiada convicción.

Aquello le hizo muchísima gracia aFélix. Se desplomó en su asiento yse pasó un buen rato repitiendo la

pregunta, dando palmadas a la mesay riéndose mientras Tom sorbía ensilencio su pinta como un pajarilloque bebe en un charco.

—Qué va, Tom, qué va, de polaconada. Soy londinense de pura cepa.Las hice hace mucho tiempo: montéuna empresa. Hace cinco años... no,mentira. Siete. ¡Cómo vuela eltiempo! La verdad es que fue ideade mi viejo, yo era más bien... elsocio capitalista —explicó Félixcon incomodidad porque era una

forma algo atrevida de describiruna inversión de mil libras—. Cadauna en un idioma distinto. Meencantan las españolas en español,me encantan las alemanas enalemán, me encantan las italianas enitaliano, me encantan las brasileñasen brasileño...

—Portugués —dijo Tom, pero elotro siguió con la lista.

—Me encantan las noruegas ennoruego, me encantan las suecas ensueco, me encantan las galesas en

galés... Esta era más bien de broma,¿lo pillas? No, ahí me he pasado,pero ya lo entiendes... Me encantanlas rusas en ruso, me encantan Iaschinas en chino. Pero hay dosclases de chino, no lo sabe muchagente, a mí me lo contó mi colegaAlan. Hay que usar las dos clases.Me encantan las indias en hindi, yluego teníamos muchas distintas enárabe, y me encantan las africanascreo que en yoruba o algo parecido.Sacamos las traducciones deinternet.

—Ya —dijo Tom.

—Hicimos tres mil y me las llevé aIbiza para venderlas, fíjate.Imagínate que vas por Ibiza con unacamiseta que dice «me encantan lasitalianas» en italiano. ¡Arrasas!

Al repetir la idea con el entusiasmode Lloyd, tal como éste se la habíaexplicado por primera vez, casilogró olvidar que no habíanarrasado, que ante la insistencia deLloyd se había ido a Ibiza y habíaperdido su dinero junto con un buen

empleo en el restaurante tailandés.Dos mil quinientas camisetasseguían almacenadas en la pequeñatienda que un primo de Lloyd,Clive, tenía bajo los arcosferroviarios de King’s Cross.

—¿Y tú qué, Tom?

—¿Yo qué de qué?

Félix sonrió.

—Venga, no seas tímido. ¿Cuál tecolocaría a ti? Todo el mundo tiene

su tipo. A ver si lo adivino: ¡seguroque te gustan las brasileñas!

Tom, algo desconcertado por elflamante recauchutado que lucía laboca de Félix, dijo:

—Pues yo diría que las francesas.—Y se preguntó cuál sería larespuesta verdadera, una cuestiónque le resultaba peliaguda.

—Las francesas. Vale. Pues añadouna al trato. Todavía me quedanunas cuantas.

—¿No soy yo quien tiene que fijarel trato?

—Claro que sí, Tom, claro que sí.

La expresión «meterse en lasdrogas» seguía flotando sobre lamesa. Tom la dejó en el aire.

—¿Estás casado, Félix?

—Todavía no. Pero tengo planes.¿Es tu parienta la que no para dellamarte?

—Cielos, no. Sólo llevamos nuevemeses juntos. ¡Sólo tengoveinticinco años!

—Yo a tu edad ya tenía dos hijos—dijo Félix, y le enseñó la pantalladel teléfono—. Son ellos vestidosde domingo. Félix júnior ya es unhombre, tiene casi catorce años. YWhitney tiene nueve.

—Son guapísimos —dijo Tom,aunque no había visto nada—.Debes de estar muy orgulloso.

—No los veo mucho, la verdad.Viven con su madre. No estamosjuntos. Para ser sincero, la madre yyo no nos llevamos bien. Es una deesas mujeres... que se oponen atodo, una con-treras.

Tom se rió, pero notó que Félix noquería ser gracioso.

—Perdona... es que... en fin, es unabuena expresión. Creo que es lo queme ha tocado también a mí. Unacontreras.

—Escucha, si yo le dijera aJasmine que el cielo es azul, ellame diría que es verde, ¿lo pillas?—dijo Félix rascando la etiqueta desu botella—. Tiene bastantesproblemas mentales. Creció enhogares de acogida. Mi madretambién pasó por lo mismo. Es algoque te afecta. Vaya si te afecta. AJasmine la conozco desde queteníamos dieciséis años y ha sidoasí siempre. Se deprime, pasa díassin salir de casa, no limpia, vive enplan pocilga, todo. Lo ha pasado

mal. Pero en fin...

—Sí, tiene que ser duro —dijo Tomen voz baja, y tomó un largo tragode cerveza.

Después se quedaron callados, losdos contemplando la calle como siúnicamente estuvieran juntos porcasualidad.

—Félix, ¿puedo pedirte que me líesuno? Yo lo hago fatal.

Félix se encendió el suyo, asintió

con la cabeza y se puso a liar otroen silencio. Le vibró el teléfonodentro del bolsillo. Leyó el mensajey volvió a ponerle el aparato en lasnarices a Tom.

—Eh, Tom, tú trabajas enpublicidad. ¿A ti qué te pareceesto?

Tom, que tenía hipermetropía, seapartó de la pantalla para poderleerlo: «Nuestros registros indicanque todavía no ha reclamado ustedla compensación por su accidente.

Pueden corresponderle hasta 3.650£. Para reclamar gratuitamenteresponda RECLAMAR. Para rechazarla oferta mande el mensajeRECHAZAR.»

—Es un timo, ¿no?

—Ah, sí, ya lo creo.

—¿Porque cómo van a saber ellossi he tenido un accidente? Quécerdos. Imagínate que eres viejo oestás enfermo y recibes esto.

—Sí —dijo Tom sin acabar deentenderlo—. Creo que tienen...bases de datos.

—Bases de datos —repitió Félix, ynegó con la cabeza, desolado—. Ytú contestas y te pispan cinco librasde la cuenta. Pero así es la gentehoy en día. Todo el mundo te laintenta pegar. Mi chica me regalóun libro, Los diez secretos de loslíderes exitosos. ¿Lo has leído?

—No.

—Pues tienes que leerlo. Me dice:«Fee, ¿tú sabes quién lee estelibro? Pues Bill Gates. La mafia. Lafamilia real. Los banqueros. Tupaclo leyó. Lo leen los judíos.Edúcate.» Es una chica lista. Yonunca leo, pero ese libro me abriólos ojos. Ten.

Tom cogió el cigarrillo, loencendió e inhaló con el alivioprofundo de quien ha dejado defumar hace solamente unas horas.

—Escucha... Félix, ya sé que es un

poco raro —Tom bajó la voz yseñaló con la cabeza el paquete deAmber Leaf que había entre ellos—, pero ¿no tendrías porcasualidad algo más fuerte? Nopara comprar, solamente una pizca.Me hace la cosa más llevadera.

Félix suspiró, se echó hacia atrás enel banco y empezó a musitar. Dios,dame serenidad para aceptar lascosas que no puedo cambiar, valorpara cambiar las cosas que puedocambiar y sabiduría para

distinguirlas.

—¡Oh, cielos! —exclamó Tomencogiéndose avergonzado hacia laderecha; luego consiguió darle lavuelta a su cuerpo y se encogióhacia la izquierda—. No era miintención...

—No pasa nada. Mi chica cree quetengo un tatuaje invisible en lafrente: PÍDEME HIERBA, POR FAVOR.Debo de llevarlo en la cara.

Tom levantó su bebida y se la

acabó. ¿Aquello significaba quetenía hierba? Examinó a un Félixdistorsionado por el fondo de suvaso.

—Bueno, parece sensata —dijo porfin Tom.

—¿Cómo dices?

—La chica que has mencionado, tunovia.

Félix sonrió abiertamente.

—Ah, Grace. Sí. Lo es. No habíasido tan feliz en la vida, Tom, tedigo la verdad. Me ha cambiado lavida. Se lo digo todo el tiempo:eres mi salvadora. Y es verdad.

Tom sostuvo en alto el teléfono, quesonaba, y lo miró con cara funesta.

—A mí en cambio me ha tocado unadestructora.

—Eso no lo puede hacer nadie,Tom. Solamente tú tienes poderpara hacer eso.

Félix lo decía sinceramente, peroprovocó una especie de sonrisita enTom, lo cual a su vez provocó enFélix la necesidad de insistir conmayor firmeza en la idea:

—Escucha, esa chica me hacambiado del todo la perspectiva.Globalmente. Ella ve mi potencial.Y en el fondo sólo tienes que ser lamejor versión de ti mismo. El restovendrá solo. Yo he pasado por ello,Tom, ¿vale? O sea que lo sé. Lopersonal es eterno. Piénsalo.

¡Qué superfluo era últimamente sutrabajo! Los eslóganes ya veníanprecocinados en el alma de lagente. Un pensamiento agudo: Tomse felicitó discretamente porhaberlo tenido. Le dedicó a Félixuna profunda y satírica inclinaciónde cabeza, estilo samurái.

—Gracias, Félix —dijo—. Meacordaré. La mejor versión de unomismo. Lo personal es eterno.Parece que lo tienes todo muyclaro.

Levantó su vaso vacío para brindarcon Félix, pero éste no eraimpermeable a la ironía y dejó suvaso sobre la mesa.

—Parecer no es ser —dijo en vozbaja, y apartó la vista—. Mira —sacó un sobre doblado del bolsillotrasero—, tengo cosas que hacer, osea que...

El chico vio que se había pasado dela raya.

—Claro. Oye... ¿dónde estábamos?

Tienes que hacerme una oferta.

—Y tú tienes que darme un preciorazonable, colega.

Sólo entonces advirtió Tom que, afin de cuentas, no desdeñaba laexcesiva familiaridad de Félix. Alcontrario, que lo llamara «colega»en aquel punto avanzado de surelación lo percibía como unmelancólico descenso al mundo. ¿Ypor qué únicamente soy capaz dedisfrutar de las cosas cuando ya hanpasado?, se preguntó, y trató de

situar mentalmente una citanebulosa de un libro francés que serefería exactamente a eso y ademástenía la amabilidad de ofrecer larespuesta. ¿El Cándido} ¿Proust?¿Por qué no había seguidoestudiando francés?

Pensó en lo que le había dichoaquella mañana por teléfonoMercer pére: «El problema es queno te esfuerzas por nada, Tom. Eseha sido siempre tu problema.» Y,por supuesto, Sophie estaba

diciéndole esencialmente lo mismo.Hay días que tienen una deprimentecoherencia temática. Tal vez acontinuación se abrirían las nubesdel cielo y de su vientre emergeríauna gigantesca mano de dibujosanimados que lo señalaríaacompañada de una atronadora vozejecutiva: TOM MERCER, FRACASODE DIMENSIONES ÉPICAS. Pero yale habían indicado (¡también esamañana!) que aquella estrategia erauna trampa más: «Tom, cariño, deverdad, pensar que el mundo entero

está contra ti es de un horriblenarcisismo.» Mientras escuchaba asu madre por teléfono, le habíaimpresionado lo tranquila y amableque parecía aquella voz, y losatisfecha que estaba deldiagnóstico que hacía de supersonalidad. ¡Gracias a Dios porsu madre! Ella nunca lo tomaba enserio y le reía todas las gracias,hasta cuando no las entendía, queera casi siempre. Sus padres erangente de campo y además teníanedad de abuelos porque iban los

dos por el segundo matrimonio. Nopodían imaginarse su vidacotidiana, no se comunicaban porcorreo electrónico, no habían oídohablar de la Universidad de Sussexhasta que él empezó a estudiar allí;no habían tratado con «vecinos deabajo» ni cogido un «bus nocturno»ni experimentado unas «prácticassin remuneración» («tú vas, lespresentas unas cuantas ideas, Tom,y les demuestras lo que vales; en elpeor de los casos, Charlie teescuchará, pero ¡si hemos trabajado

juntos siete años, por el amor deDios!») ni conocido esos localesdonde dejas la ropa (y mucho más)en la puerta. Que él supiera, nollevaban ninguna clase de doblevida. Bebían con la cena, peronunca demasiado. Si su padreconsideraba a Tom exasperante einexplicable, su madre era un pocomás benigna y por lo menos leconcedía la posibilidad de queestuviera padeciendo algunavariedad del hastío intelectual delsiglo XXI que le impedía sacar

provecho de la buena suerte conque había nacido. Aunque habíalímites. No estaba obligado a fingirque Brixton era un sitio donde sepudiera vivir. «Pero, Tom, si estásdeprimido, el 20 de Baresfield estávacío al menos hasta julio. No séqué tienes contra Mayfair.

Y encontrarás sitio para aparcar elcoche sin miedo a que te locarbonicen durante un disturbio.»«Pero ¡si de eso hace veinte años!»«Tom, te remito a la fábula de

Esopo, la del leopardo y lasmanchas.» «¡Eso no es una fábula!»«Sinceramente, no sé por qué no temudaste a Baresfield.» Pues porquea veces uno quiere tener la ilusiónde estar construyendo su propiavida sin depender de otros. Pero nofue eso lo que dijo. Lo que dijo fue:«Madre, tu sabiduría sobrepasatoda comprensión.» A lo cual ellarespondió: «No seas tan ocurrente.¡Y no metas la pata!» Pero ya lahabía metido. Con aquella chica.Una formidable metedura de pata.

—Un precio razonable —repitióTom tocándose la cabeza, como siaquellos pensamientos extrañosfueran resultado de una malaconexión entre sinapsis y ungolpecito en la sien pudierarecolocarlas.

—Porque me estás pidiendo unacantidad absurda —dijo Félix, y sepuso a guardar el tabaco, el papelde liar y el teléfono de una formaque, para Tom, transmitíadecepción de un modo perfecto, no

sólo por la falta de acuerdo, sinotambién por su comportamiento.

—Pero ¡no me puedes estarpidiendo en serio que te lo vendapor menos de seiscientas! —Tomfue consciente a media frase delextraño e inapropiado matiz desúplica que tenía su voz.

—Más bien cuatrocientas, hermano.Y lo remolcaremos nosotros. ¡Estoysiendo generoso! No te darían tantosi lo vendieras como chatarra. Yseguramente tendrías que pagar lo

mismo para que viniera la grúa allevárselo.

La audacia de aquellas palabrashizo sonreír a Tom.

—¿En serio? Anda ya. Hablemos enserio.

Félix aguantó la cara de póquer.Tom, sin dejar de sonreír, se cogióla barbilla con la mano y «pensó»,como en las viñetas de gente que«piensa».

—¿Quinientas, pues? Así podemosirnos a casa. De verdad que nopuedo bajar de eso. ¡Es un MG!

—Cuatro cincuenta. Y hasta ahíllego. Ni una libra más.

A Tom empezó a sonarle otra vez elteléfono. Tenía cara de no habertomado una decisión: a Félix lerecordó a esos actores quedeambulan entre bastidores despuésde la mariné con la sesión nocturnatodavía por delante. Ya no actúan,pero tampoco se han despojado

enteramente de sus personajes.

—La destructora en la línea uno.No eres un tipo fácil, Félix. Ya veoque Félix no se achica con nada.

Félix sacó unos billetes arrugados ehizo un ordenado montoncitomientras los contaba conparsimonia.

0 sea, que el taller te ha prestadoun MG.

Qué va, rasta, me lo he compradoyo.

¿Ah, sí? Te va bien la cosa.

No me ha costado mucho. Y teníaahorros. Lo estoy arreglando pararegalárselo a Gracc como proyectopersonal. Rehaciéndolo del todo.

Sabes por qué te has tragado eso,¿verdad? ¿Lo sabes? No lo sabes,¿verdad? ¿Yquieres saberlo? Pueste voy a inculcar algo desabiduría, chaval, prepárate. Te

crees que sabes por qué, pero nolo sabes...

Félix oía esto con tanta claridadcomo una conversación auténticacon su padre: parecía existir en elmismo plano de la realidad. Tal vezfuera como avistar un tren antes detiempo, cuando todavía está muylejos. Los chicos del taller iban arecoger el coche ese mismo día y adejarlo luego en el aparcamientopara residentes de Caldwell. Ypara ello había que pedirle un pase

a su padre. Acto seguido, su padrelo llamaría. Esta perspectivaempañaba el triunfo que suponíaaquella adquisición. Cuanto más sealejaba por Regent Street, peor selo imaginaba.

Félix, escucha: a una mujer no sela puede comprar. No puedescomprar su amor. Si lo intentas, tedejará. Y de todas maneras elamor te va a dejar, o sea, que paraqué molestarte con los coches y lasjoyas. En serio.

Félix pasó frente al niño de sanValentín, con su pierna en alto y laflecha preparada. ¿Quién sealegraría por él? Dejó el pulgarsuspendido sobre el cursor de suteléfono, pasando una y otra vez porlos números de sus hermanos, perorelacionando cada uno de ellos conun dolor de cabeza en potencia quelo hizo vacilar y finalmenteguardarse el aparato en el bolsillo.Tia estaría liada con los niños, y susoledad o su aburrimiento seconvertían fácilmente en celos,

hasta de cosas que le importaban uncomino, como los coches. Rubysolamente querría saber en quépodría beneficiarla el coche:cuándo podría usarlo y a qué sitiosla llevaría. Vivía en el cuarto deinvitados de su hermana gemela, notenía nada ni a nadie y sentía unaprofunda autocompasión. Siempreesperaba limosnas y al mismotiempo quería lo mejor. ¿Por qué tehas comprado esa chatarra, idiota?A ambas las horrorizaban losartículos de segunda mano. A Grace

también. No le diría ni una palabradel tema hasta que el cochepareciese recién salido de lacadena de montaje. Devon era elúnico que podría estar interesado,pero era imposible llamarlo, habíaque esperar a que llamara él.

En el bolsillo de Félix, unaorquesta digital tocó una pieza demúsica clásica procedente de unanuncio de loción para el afeitadode su infancia. Contestó en tono

risueño, pero su amada parecíatensa y se saltó los saludos.

—¿Has ido a ver a Ricky?

—No, lo siento. Me he olvidado.Ya lo llamaré.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo vas a llamarlo?Yo no tengo su número, ¿y tú?

—Cuando vuelva pasaré por áucasa.

—Han llamado del piso de abajo.

El escape ha traspasado el suelo.

—Tranquila, que iré a verlo.

—¿Dónde estás?

—En casa de mi padre.

—¿Se lo has enseñado? ¿Y qué teha dicho? Dile que puedo pedir másejemplares por internet. Mejorpensado, déjame hablar con él.

—Ya lo creo. Lo está mirando. Legusta. Ha contado un montón de

historias... ya lo conoces. Se hapuesto a rememorar los viejostiempos. Oye, tengo que irme.

—Ponme con Lloyd...

Una ambulancia pasó junto a Félix.

—Estoy en el balcón y él en elcuarto de baño. Escucha, vuelvo allamarte dentro de un rato. Tengoque colgar.

—¡Tienes que colgar! Soy yo quientiene que trabajar.

—¡Cierto!

La conversación degeneró en charlainfantil y luego se volvió bastantegráfica durante un momento. AGrace le encantaba proclamar su«lascivia», aunque en la cama erabastante mansa, casi mojigata, y enlos seis meses que llevaban juntosFélix no había conseguido conectara la mujer del teléfono con la queluego abrazaba.

—Te quiero, cielo —dijo ella.

Félix lo repitió con pasión,intentando regresar al momento deoptimismo que había tenido antesde contestar a la llamada. Resultabaextraño pensar que en aquel mismoinstante ella estaba a unas pocascalles de distancia. Al fondo, lajefa de Grace dijo algo acerca deuna reserva para doce personas alas dos, y ella colgó sin despedirse.Como un fantasma sobre loshombros y luego se esfumaba: elmilagro diario. Recordó lostiempos en que había que girar el

disco con un dedo. A veces secruzaban las líneas y había cuatrofantasmas hablando. Y ahora Félixjúnior y sus primas se hablaban pormedio de vídeos. Si esperas eltiempo suficiente, las películas sehacen realidad. Y todo el mundoactúa como si no pasara nada. Aunasí, él se alegraba por laoportunidad de ver el futuro.Durante una temporada habíaparecido que no lo lograría. Comolector de tebeos y aficionado a laciencia ficción, le resultaba obvio

que se sentiría cómodo en el futuro.Hollywood no podía competir conFélix en materia de futurosimaginados. Ya no le hacía falta niir al cine, podía pasear por la callecomo ahora y montarse todo elpuñetero espectáculo en la cabeza.Guión de Félix Cooper. Dirigidopor Félix Cooper. Protagonizadopor Félix Cooper.

Anflex, cariño, ¿cómo vas a venir acasa?

Por transferencia de partículas. Te

veo en un segundo, queridaGracian. En un nanosegundo.

Y rollos por el estilo. Danzando ensu cerebro. A veces le contaba aGrace una película entera y a ella leencantaba, y no solamente porque loquería: lo cierto era que laspelículas imaginadas por Félix erandescaradamente mejores quecualquier cosa que la gente pagabapor ver. Félix chocó con un jovende carne y hueso que abandonabauna sala de videojuegos acris-

talada caminando de espaldas porla doble puerta mientras sedespedía con la mano de susamigos, que seguían aferrados a suspalancas de mando. Félix tocó altipo con suavidad en el codo y eldesconocido, con igual cautela,estiró el brazo y se asió a Félix porel lugar donde la cintura se une a laespalda. Los dos soltaron una risita,se disculparon y se llamaron «jefe»antes de separarse rápidamente; eldesconocido se alejó a grandeszancadas en dirección al Eros de

Piccadilly Circus y Félix continuóhacia el Soho.

Cuando llegó, se metió la mano enel bolsillo, sacó el teléfono ytecleó: stoy tu calle, stas Ibre? Le llególa respuesta: puerta abierta.

Llevaba tres meses sin pasar poraquella calle. Le volvió a vibrar elteléfono: dame cinco min porfa. puedes

traer pitis? Aquel añadido lo fastidió:lo volvía a situar donde él no

quería. Regresó a la tiendecitasofocante y pasó diez minutos decalor en la cola, intentando pulir elbreve discurso que creía tenerdecidido solamente para darsecuenta de que apenas tenía nadadecidido. ¿Qué falta le hacía venirhasta aquí y decir nada? Ella ya noimportaba. La noticia de suirrelevancia alcanzaría el Soho sinque él tuviera que hacer ningúnesfuerzo; ella sólo debía salir porla puerta de su casa y lo olería en elaire.

—El cambio —dijo la mujer delmostrador, y le devolvió cincuentapeniques.

Alguien que estaba detrás de élsuspiró; él se hizo a un lado con esavergüenza propia de loslondinenses que acaban de causarmolestias, por momentáneas quesean, a otro londinense. Llevaba elpaquete en el bolsillo. Tenía elcambio en la mano. No recordabanada de la transacción. Estabasudando como un pardillo.

Ya fuera intentó tranquilizarse yvolver a sintonizar con laexaltación que reinaba en la calle.El sol la instigaba precipitando eldía sobre la noche. Algunos jóvenesiban a pecho descubierto, como siya estuvieran en una discoteca. Lostipos blancos llevaban chanclas ypantalones cortos de estilo militar ybebían cerveza de importacióndirectamente de la botella. Unapandilla bailaba sin mucho brío enla puerta del G-A-Y, todavía con elpiloto automático de la noche

anterior. Félix soltó una risita conla cabeza gacha y se apoyó en unafarola para liarse un cigarrillo.Tenía la sensación de que habíaalguien observando y apuntándolotodo («Félix era un tipo como Diosmanda, con un buen corazón, legustaba contemplar el devenir delas cosas»), pero al concluiraquella fantasía se quedó sin nadaque hacer. Pasó por su lado uncoche con las ventanillas tintadas.Tardó un momento en relacionar alniño asustado del reflejo que

acababa de pasar a su lado con loque él conocía de su propia cara.Luego levantó la vista en direccióna la puerta de ella. Estaba abierta;dos de las chicas charlabanamistosamente en la entrada con loschóferes somalíes de la puerta de allado. Félix se puso derecho yañadió una cojera jovial a susandares («¡a veces has de hacer loque has de hacer!»). Pero no habíasonrisa que te permitiera ganar lasimpatía de aquellas chicas.Chantelle ya lo miraba con una

mueca de recelo cuando él todavíaestaba a veinte metros. Cuandollegó a la puerta, ella ya habíadecidido prescindir de todo saludo;le cogió entre dos dedos la finasudadera con capucha, examinóbrevemente la tela y volvió asoltarla como si fuera algo inmundorecogido del suelo.

—Vas muy abrigado. Jo-der, laalegría de la huerta.

—A mí esto no me da calor. Soyflaco... necesito ir tapado.

—Cuánto tiempo —dijo Cherry, lablanca con cara de malas pulgas.

—He estado liado.

—Yo de ti ni me molestaría ensubir a ver a su majestad: pillarásmás aquí abajo.

—Ya, ya, ya —dijo Félixenseñando los dientes de oro, perola verdad era que nunca habíaestado del todo seguro de que lo deallí arriba fuese un mundo aparte.Su majestad de arriba juraba que sí.

Antes discutían sobre el tema.Ahora ya daba igual.

—¿Puedo pasar?

Las dos eran muy corpulentas y subroma perpetua consistía en noapartarse para que él se estrujaraentre ellas. Félix embistió con sushombros huesudos.

—¡Pareces un hueso de pollo!

—¡Todo costillas!

Cherry le dio un pellizco en eltrasero; cuando llegó al tercer piso,Félix todavía las oía reírse. Rodeóla última barandilla. Sonabanviolines de música clásica y se oíael grifo abierto en el baño. Alcruzar el umbral se vio envuelto enuna nube de vapor.

—¿Félix? ¿Eres tú, cielo? ¡Lapuerta está abierta! ¿Está por ahíKarenin? Tráeme a ese cabrón,anda.

Karentn estaba sobre su esterilla.

Félix lo cogió torpemente enbrazos. El peso considerable delgato no paraba de desplazarse: eraimposible cargar con su trasero,barriga y cuello al mismo tiempo,siempre había algo que sedesplomaba por algún hueco. El lesusurró al oído «¿Qué tal, K?»yentró. El mismo gatazo en susbrazos, los mismos cartelesamarillentos de películas yfotografías antiguas en las paredes,las mismas cajas con partituras paraun piano inexistente, vendido a una

casa de empeños antes incluso deque Félix empezara a ir por allí.Todo pertenecía al pasado. Loconocía al dedillo. La mugre desiempre, la forma de mantener lascosas como estaban. Ella lollamaba antigüedades. Otra manerade decir que se había acabado eldinero. ¡Cinco años! Dejó el gatosobre el diván: el asiento sinmuelles se hundió bajo su peso.¿Cómo había llegado a conoceraquel sitio? Dejar de conocerlodevolvería las cosas a un estado

natural y saludable.

—¿Annie? ¿Sales o qué?

—¡Estoy en la bañera! ¡Se está demuerte! ¡Entra!

—No, tranquila. Ya me espero.

—¿Qué?

—QUE YA ME ESPERO.

—No seas ridículo. Trae uncenicero.

Félix miró alrededor. En una perchacolgada del marco de la ventanahabía un atuendo vacío y bañado deluz. Vaqueros púrpura, un viejochaleco con imperdibles en la partedelantera, una especie de capa acuadros y en el suelo un par debotas de cuero amarillo con taconesde diez o doce centímetros; unatuendo que jamás vería nadie másque el chico de la licorería que lellevaba «la compra».

—No veo ningún cenicero.

Había diversos sobres y páginas deperiódico con montañi-tas decolillas y ceniza encima. Costabaabrirse camino: se estaba llevandoa cabo algún intento dereorganización. El suelo estabasalpicado de torres de papeles.Aquello estaba peor que el piso desu padre, pero entonces se diocuenta de que el espíritu de amboslugares venía a ser el mismo: unavida larga concentrada en unespacio pequeño. Nunca habíavisitado a los dos tan seguido. La

sensación de ahogo e impacienciaera idéntica, así como el deseo delibertad que le suscitaba.

—Dios bendito... donde las fotos dela Pavlova, «el ave rusa de caralarga». Debajo de ella.

Ya nunca más tendría que fingir quele interesaban cosas que no leinteresaban. Bailarinas de ballet,novelas o la larga y tortuosahistoria familiar de aquella mujer.Pasó por encima de una mesilla decristal hasta el sitio donde ocho

fotografías de la Pavlova formabanun rombo en la pared, un eco de lapirámide de cigarrillos que habíadebajo y que constituía la únicadecoración de una mesilla auxiliar.

—¡Si está lleno, usa la bolsa deplástico colgada en el pomo de lapuerta! —le gritó Annie—. Paravaciarlo.

El obedeció.

Entró en el cuarto de baño, puso elpaquete de cigarrillos sobre el

cenicero y el cenicero en el bordede la bañera.

—¿Por qué llevas esas gafas?

Ella se pasó las yemas de los dedospor sus gafas oscuras demadreperla.

—Hay una luz terrible en estecuarto de baño, Félix. Cegadora.¿Te importa? Tengo las manos...

En el labio inferior tenía algo queparecía un copo solitario de avena

embadurnado de pintura de labiosescarlata. Félix le colocó uncigarrillo en la boca y se loencendió. Aunque solamentellevaba dos o tres meses sin pasarpor allí, le dio la impresión de quelas ojeras se le habían alargado yahondado y ahora le asomaban pordebajo de las gafas de sol. Lospolvos del maquillaje con los quese había rebozado formaban grumospor todos lados y empeoraban lacosa. El se retiró al retrete. Era ladistancia correcta. Ella se acicaló

un poco: se atusó la mata de pelocastaño y dejó que los mechonesmojados enmarcaran la caramaquillada. Los hombros estrechosemergieron de las burbujas y élreconoció hasta la última venillaazul, hasta el último lunar. En lacara tenía la misma sonrisa que lohabía iniciado todo el día que él lavio llevar una bandeja de té alequipo de rodaje en la azotea de sucasa, el pelo recogido con unpañuelo que recordaba a lasmujeres de los años de guerra. Con

los labios finos contraídos ydejando al descubierto un dedo ymedio de encía reluciente.

—¿Cómo te va, Annie?

—¿Perdona? —Se llevó una manoburlona a la oreja.

—Que cómo te va.

—¿Que cómo me va? ¿Esa es lapregunta? —Se reclinó nuevamentepara sumergirse entre las burbujas—. ¿Cómo me va? ¿Cómo me va?

Pues la verdad es que he estadohecha una puta mierda. —Tiró unpoco de ceniza, pero en vez deacertar en el cenicero espolvoreólas burbujas—. No enteramente porculpa de tu desaparición, no tecreas tan importante. A no sé quéconcejal de Westminster le ha dadopor revisar mi contrato. Porqueresulta que a cierta persona, acierto ciudadano, le ha dado pordenunciarme al municipio. Me hancongelado la cuenta y me he vistosometida a una trágica dieta de

sardinas a la parrilla. Y también hetenido que introducir gravesrecortes en otros artículos deprimera necesidad... —Hizo unmohín de niña triste—. Adivinaquién ha sido.

—Barrett —dijo Félix en tonosombrío; podía aguantarla en todoslos estados de ánimo menos enaquél. Escrutó discretamente elcuarto de baño y enseguidaencontró lo que buscaba: el billeteenrollado de veinte libras y el

espejito de tocador asomando trasuna pata de la anticuada bañera.

—Quiere arruinarme, supongo. Paraluego cobrarle...

—...mil libras semanales a algúnruso —murmuró Félix acertandoexactamente todas las palabras deella.

—Siento ser tan aburrida.

Annie se puso de pie. Si era undesafío, él aguantó el tipo.

Contempló cómo la espuma sedeslizaba por su cuerpo. Teníacomplexión de bailarina, con todaslas curvas en la parte de atrás. Laque ahora él afrontaba sólo ofrecíauna pálida utilidad: unos pechoscomo músculos suspendidos sobreuna carrocería de poleas y palancasbien tensas, todo ello diseñado parauna vida que nunca había tenidolugar.

—Podrías pasarle una toalla a laniña, ¿no?

De la puerta colgaba un harapo.Félix intentó esquivarla paraponérselo castamente sobre loshombros, pero ella se dejó caercontra el cuerpo de él,empapándolo.

—Brrr. Qué calentito.

—¡Hostia puta!

Annie le susurró al oído.

—La buena noticia es que, siafirman que me porto mal, pues me

portaré mal. Podemos portarnosmal los dos.

Félix dio un paso atrás, se puso acuatro patas y metió un brazo pordebajo de la bañera.

—Según ellos ya he estadohaciendo el gamberro. Resulta queno lo sabía, pero estoy todas lasnoches de farra en el Heaven conlos maricas. Viviendo sonámbula.¡A lo mejor puedo empezar unanueva vida! Por el amor de Dios,¿qué estás haciendo? No seas

coñazo, Félix. Deja eso...

Félix emergió de nuevo sosteniendoun espejo de cuento de hadas concuatro gruesas líneas de polvoblanco cruzadas por una pajita,como un escudo de armas. Annieextendió los brazos hacia él con lasmuñecas hacia arriba. Las venasparecían más grandes, más azules.

—Ni siquiera es la hora delalmuerzo.

—Al contrario, el almuerzo es eso.

¿Te importaría volver a ponerlodonde lo has encontrado?

Se quedaron plantados a amboslados del retrete: el gesto obvio seapuntaba a sí mismo. Lo ayudaría adecir lo que le tenía que decir.

—Ponlo. En. Su. Sitio. Por. Favor.

Annie sonrió mostrando sus dientesde corista. Alguien llamaba a lapuerta. Félix vio que tenía untemblor díscolo en el párpado, unapugna entre la farsa de jovialidad y

la realidad del agobio. Conocíaperfectamente aquella pugna. Dejóel espejo en su sitio.

—¡Ya voy!

Ella descolgó una prenda japonesade seda de un gancho de la puerta yse la puso, remetiendo un lado porel otro como si tratara de esconderun desgarrón gigante. La prendatenía en la espalda una bandada degolondrinas que descendía desde elcuello y seguía por el espinazohasta el suelo. Annie salió a toda

prisa y cerró la puerta tras de sídejando a Félix dentro del baño.Por pura costumbre, él abrió elbotiquín con espejo que había sobreel lavabo. Apartó la primera fila deproductos (crema Pond’s, ElizabethArden, un frasco antiguo y vacío deChanel N° 5) para alcanzar losfármacos que había detrás. Cogióun frasco de poxi-comosellamara-rendidina, la del tapón rojo, que sila mezclabas con alcohol teprovocaba un colocón frenético-tranquilo, como éxtasis cortado con

ketamina. Funcionaba muy bien convodka. Lo tuvo un momento en lamano y luego lo devolvió a su sitio.Oyó que ella hablaba en lahabitación de al lado y levantaba degolpe la voz:

—Pues no... la verdad es que no loentiendo para nada...

Aburrido, Félix fue para allá y sedejó caer en una incómoda silla demadera con respaldo alto que enotro tiempo había adornado laantesala del castillo de Wentworth.

—Yo casi nunca uso la escalera.Puede que sea «zona comunitaria»,pero yo no la uso. La única genteque viene por aquí son el chico dela tienda o algún amigo que sube.Muy de vez en cuando. Yo nuncabajo, no puedo. Está claro quedeberías hablar con las señoritas deabajo, todos sabemos que tienen agente subiendo y bajando todo eltiempo; doy por sentado que eres unhombre de mundo. Arriba y abajo,arriba y abajo. Esto parece elpuñetero Piccadilly Circus.

Dio un paso adelante para indicarcon el dedo el frecuentado senderoy Félix pudo divisar al hombre queestaba en la puerta: un tipo rubio ygrande, con músculos de gimnasio,traje azul marino y una carpeta deanillas que llevaba el logo de Goo-gle en la portada.

—Por favor, señorita Bedford, yosolamente hago mi trabajo.

—Perdona, ¿cómo te llamas?¿Puedo ver alguna identificación...?

El rubio le pasó una tarjeta.

—¿Y te han mandado que vengas aacosarme? ¿En serio? Yo diría queno, señor... Vaya, soy incapaz depronunciar tu apellido. Yo diría queno, Erik. Pero me temo que yo norespondo ante el señor Barrett. Yorespondo ante el casero de verdad.Soy pariente del casero de verdad,el dueño de esta casa. Es unpariente cercano mío y estoy segurade que no le gustaría que meacosaran.

Erik abrió su carpeta de anillas yvolvió a cerrarla.

—Nosotros somos los subagentes ynos han mandado que avisemos alos inquilinos de que las zonascomunitarias se tienen que arreglary que hay que dividir el coste entrelos pisos. Hemos mandado variascartas a este domicilio y no hemosrecibido respuesta.

—Qué acento tan raro tienes. ¿Essueco?

Erik se puso prácticamente firme.

—Soy de Noruega.

—¡Ah, noruego! Noruega. Quéencanto. Nunca he estado allí,obviamente. Nunca voy a ningunaparte. Félix —dijo dándose lavuelta con una inclinación algosubida de tono hacia el interior delmarco de la puerta—. Erik esnoruego.

—Mira qué bien —dijo Félix, ymovió la mandíbula rígidamente

para imitarla; ella le sacó la lengua.

—Dime, Erik, ¿es Suecia la que hatenido tantos problemas hace poco?

—¿Perdone?

—Noruega, quiero decir. Ya sabes,problemas de dinero. Cuesta creerque un país entero pueda entrar enbancarrota. A mi tía Helen le pasó,pero la verdad es que se lo buscó.Pero un país entero... menudodescuido, ¿no?

—Se refiere usted a Islandia, creo.

—¿Ah, sí? Pues tal vez sí. A losnórdicos siempre los... ¿cómo sedice? —Annie hizo una maraña conlos dedos.

—Señorita Bedford...

—Mira, a lo que iba es a que nadiequiere ver este sitio arreglado másque yo. Aquí no ha habido un rodajedesde... desde cuando fuera, y esaazotea está pidiendo a gritos quealguien filme en ella, en serio, es

absurdo dejarla ahí muerta de asco.Tiene una de las mejores vistas deLondres. De verdad creo que osinteresa que el sitio sea másatractivo para invertir en él. Peroen lo que respecta a buscarinversores no habéis pegado nigolpe.

Erik se encogió un poco dentro desu traje. Daba igual qué tonterías lesalieran de la boca, el acento deAnnie obraba milagros. Félix lahabía visto usar aquella magia para

salir de algunos aprietos bastantefeos, hasta cuando se presentaba lagente de los subsidios, hasta unavez en que la policía hizo unaredada en el burdel de abajo y ellatenía una apreciable bolsa deheroína sobre la mesilla de noche.Era capaz de convencer acualquiera de que se volviera pordonde había venido. Era capaz decaer, caer y caer sin llegar nunca alsuelo. Su tío abuelo, el conde, eradueño del suelo, el que había bajoaquel edificio y bajo todos los

demás edificios de la calle, bajo elcine, las cafeterías y elMcDonald’s.

—Pues me parece increíble que unadébil mujer que vive sola y casinunca sale de su apartamento tengaque pagar lo mismo que unas«empresarias» que reciben a susvisitas masculinasaproximadamente cada ochominutos... ¡Pum, pum, pum! —gritómarcando el ritmo con los pies—.Eso es lo que está haciendo polvo

la puta moqueta. Todo el día paraarriba y para abajo. Las visitasmasculinas que van por la escalera.—Erik miró a Félix con ojosconsternados—. Ese —dijo Annieseñalando con el dedo— no es unavisita masculina. Es mi novio. Sellama Félix Cooper. Es cineasta. Yno vive aquí. Vive en el noroeste deLondres, en una zona muy monallamada Willesden de la queprobablemente nunca has oídohablar, y te aseguro que sería unaequivocación relegarla al olvido

porque en realidad es un sitio muyinteresante, con mucha«diversidad». Dios, menudapalabreja. Y lo cierto es que losdos somos personas muyindependiente con trayectorias muydistintas y simplemente preferimosmantener nuestra independencia. Esbastante habitual, ¿verdad que sí?,tener...

Llegado este punto, Félix se levantóde un brinco, rodeó la cintura deAnnie con los brazos y la devolvió

al interior de la sala. Ella sederrumbó con un suspiro en eldiván y le dedicó toda su atención aKarenin, que parecía consideraresas deferencias como un derechode nacimiento. Erik abrió sucarpeta, sacó un fajo de papeles yse los alargó a Félix.

—Necesito que la señorita Bedfordme firme esto. Es el documento quela obliga a pagar su parte de lasobras que...

—¿Y lo necesitas ahora mismo?

—Lo necesito esta semana, desdeluego.

—Hagamos lo siguiente: tú lo dejasaquí y vuelves a buscarlo el jueveso el viernes. Te prometo que yaestará firmado.

—Hemos enviado muchas cartas...

—Y os lo agradezco, pero... ella noestá bien, colega... No está bien dela... Tiene agarrofobia —dijo Félix,un viejo error que Annie no habíalogrado corregir ni con mil ojos en

blanco, tal vez porque aquellaaleación expresaba una verdad másprofunda: su miedo no era tanto alos espacios abiertos como a lo quepudiese ocurrir entre ella y la genteque había en ellos—. Vuelve dentrode un par de días y estará firmado.Yo haré que lo firme.

—Vaya tostón —dijo Annie antesde que se cerrara la puerta—.Desde que ha salido el sol heestado pensando, Félix, pasemos loque queda de verano en la azotea.

Antes nos gustaba pasar todo eltiempo ahí arriba. Quédate este finde semana. ¡El lunes es fiesta! Unfin de semana largo.

—Este fin de semana es elcarnaval.

Pero ella no pareció oírlo.

—Nada de gente. Los dos solos.Haremos ese plato de pollo que tegusta, en la barbacoa de arriba. Esepollo picante jamaicano. Para estosdos pollos.

—¿Qué pasa, ahora también comes?

Annie dejó de reírse, se estremecióy volvió la cara. Entrelazó lasmanos delicadamente sobre suregazo.

—Siempre es agradable ver comera los demás. Yo como setas.Podríamos comprar unas setas, delas legales. ¿Te acuerdas? Sólo irdesde aquí hasta allí —señaló ladistancia que había entre la silla yla tumbona— me costó un añoentero. Estaba convencida de que

esto era Francia, no sé por qué.Creía que hacía falta pasaporte paracruzar la sala.

Félix cogió su paquete de tabaco.No tenía intención de ponerse aevocar momentos bucólicos.

—Ya no se pueden comprar. Elgobierno cerró el sitio. Hace unosmeses.

—¿Ah, sí? Qué aburridos.

—Un chaval de Highgate creyó que

era una tele y decidió apagarse. Setiró de un puente, el de HornseyLañe.

—Vamos, Félix, esa historia es tanvieja como yo. La oí hacia 1985 enel patio de la escuela. «El puente delos suicidas», eso que llaman unaleyenda urbana. —Se acercó a él, lequitó la gorra y le frotó la cabezaafeitada—. Subamos a broncearnosun rato. Bueno, yo me pondrémorena. Tú puedes sudar.Inauguremos el verano.

—Annie, tía: el verano ya casi seha acabado. Y yo trabajo. Sin parar.

—Ahora no parece que estéstrabajando.

—Normalmente trabajo todos lossábados.

—Bueno, pues otro día, tú eligescuál, escojamos un día por semana—dijo Annie con un acento que ellajuzgó del norte.

—No puedo.

—¿Son mis encantos lo que nopuedes resistir —acento americano—, o mi azotea?

—Annie, siéntate, quiero hablarcontigo. En serio.

—¡Pues habla conmigo en laazotea!

El intentó agarrarla por la muñeca,pero ella apretó el paso y lo dejóatrás. El la siguió hasta eldormitorio; ella ya había bajado laescala de la trampilla y estaba en

pleno ascenso.

—¡No seas mirón! —Pero subía detal forma que hacía imposible novérselo todo, incluida la colitablanca de un tam-pón—. Y tencuidado, que hay cristales.

Félix salió a la luz; tardó unmomento en ver con claridad.Apoyó una rodilla con cuidadoentre dos botellas de cerveza rotasy se irguió. Sus manos quedaroncubiertas de virutas de maderacocida por el sol y estropeada por

la lluvia. Había ayudado a poner ypintar aquel suelo con unos cuantostécnicos y hasta con uno de losproductores porque andaban cortostanto de tiempo como depresupuesto. Lo habían revestidocon una gruesa capa de pinturablanca y brillante para aprovecharal máximo la luz. Todo se habíahecho muy deprisa, al servicio deuna ficción. Jamás hubo intenciónalguna de darle un uso real. Ellacogió un paquete aplastado decigarrillos y una botella vacía de

vodka y los introdujoescrupulosamente en una papelerarebosante, como si retirar esos dosobjetos cambiase algo en aquel marde basura. Félix pasó por encima deun saco de dormir empapado,repleto de agua y de algo más,aunque, gracias a Dios, no conteníauna persona. Había llovido la nocheanterior y se respiraba una frescurade rocío, pero también se notaba unfuerte olor que el sol hacía máspenetrante a cada minuto. Félix sedirigió al extremo oriental, junto a

la chimenea, buscando su sombra ysu relativa impopularidad. Suspisadas arrancaron ruidosdesesperados a los tablones delsuelo.

—Todo esto hay que rehacerlo.

—Sí, pero hoy en día no encuentrasa nadie que te lo haga. Antes sepresentaba aquí un equipo de rodajejoven y encantador, te pagaban dosmil libras semanales, te ponían elsuelo, te lo pintaban, te follabanapasionadamente y te decían que te

amaban... Pero esos servicios soncosa del pasado.

Félix se llevó las manos a lacabeza.

—Annie, joder. Me estás volviendoloco, en serio.

Ella sonrió tristemente.

—Me alegro de provocar al menosalgún efecto... —Enderezó una sillavolcada—. Ahora se ve todo unpoco desordenado, lo sé... pero es

que he tenido invitados. El viernespasado organicé una de mis grandesnoches, lo pasamos genial, tendríasque haber venido. Te mandé un SMS.Siempre te las ingenias para no leermis mensajes. Unos invitadosencantadores, gente maravillosa.Aquí arriba hacía más calor que enIbiza.

Aquello sonaba a fiesta de sociedadcon lo mejor de cada casa. Félixcogió una botella vacía de sidraStrongbow reutiliza-da como pipa.

—No debes permitir que la gente seaproveche más de ti.

Annie resopló.

—¡Menuda tontería! —Se sentó conlas piernas abiertas en el puentecitode ladrillo que unía las chimeneas—. La gente está para eso. Paraaprovecharse unos de otros. Si no,¿para qué?

—Solamente vienen porque tienesalgo que ellos quieren. Gorronesdel Soho. Sólo buscan un sitio

donde pasar la noche.

Y si hay droga gratis, pues aúnmejor.

—Bien, porque eso es lo que tengo.¿Y por qué no se iba a aprovecharde mí la gente si lo que tengo lessirve para algo? —Cruzó laspiernas como una maestra que seacerca al meollo de su lección—.Resulta que en esta cuestión de lapropiedad inmobiliaria y las drogasyo soy fuerte y ellos débiles. Enotras cuestiones es al revés. Los

débiles tienen que aprovecharse delos fuertes, ¿no crees? Mejor asíque al revés. Yo quiero que misamigos se aprovechen de mí.Quiero que me devoren. Que mechupen la sangre. ¿Por qué no? Sonmis amigos. ¿Qué otra cosa voy ahacer aquí? ¿Formar una familia?

Félix sabía que aquel tema era unatrampa. Dio un volantazo paraesquivarlo.

—Lo que estoy diciendo es que noson amigos. Son dro-gatas.

Annie le clavó una mirada porencima de sus gafas de sol.

—Pareces muy seguro. ¿Me hablaspor experiencia propia?

—¿Por qué intentas tergiversar loque digo?

Costaba muy poco ponerlo nerviosoy su vehemencia producía la falsaimpresión de ser cólera. La gentecreía que estaba a punto de pegar aalguien cuando en realidad sóloestaba inquieto o ligeramente

molesto. Annie alzó un dedotembloroso.

—No me levantes la voz, Félix.Espero que no hayas venido aquí abuscar pelea, porque la verdad esque estoy bastante delicada.

El suspiró y se sentó al lado de ellaen el puente de ladrillo. Le pusouna mano suavemente sobre larodilla, con gesto de padre o amigo,pero ella se la agarró con fuerza.

—Mira, ¿ves? Tienen la bandera.

Eso quiere decir que hay alguien.Las mejores vistas de la ciudad.

—Annie...

—A mi madre la presentaron ensociedad en palacio, ya sabes. Y ami abuela.

—¿Ah, sí?

—Sí, Félix, sí. Seguramente ya te lohe contado.

—Pues, mira, resulta que sí.

El se soltó la mano y volvió aponerse de pie.

—«Huyen de mí los que antaño mebuscaron» —dijo Annie en vozbaja; luego se quitó el albornoz y setendió desnuda al sol—. Hay vodkaen el congelador.

—Te dije que ya no bebo.

—¿Todavía?

—Te lo dije. Por eso no he venido.Y no solamente por eso, también

hay otras razones. Estoy limpio. Ytú te lo deberías plantear.

—Pero, cielo, yo también estoylimpia. Llevo dos años.

—Sí, salvo por la coca, la maría, elalcohol, las pastillas...

—¡Te he dicho que estoy limpia, noque sea una jodida mormona!

—Yo te hablo de hacerlo bien.

Annie se incorporó apoyándose en

los codos y se empujó las gafas desol hasta colocárselas sobre elpelo.

—¿Y pasarme las horas escuchandoa sujetos que te dan la brasa sobreel día en que se encontraron a ellosmismos en un cubo lleno devómito? ¿Y fingir que todas lasveces que me lo he pasado bien enla vida han sido un autoengaño frutode mi interminable adolescencia?—Volvió a tumbarse y se puso otravez las gafas de sol—. No, gracias.

¿Puedes traerme un vodka, porfa?Con limón, si lo encuentras.

En una azotea de la acera deenfrente, cruzando la calle endiagonal, a una mujer japonesaseveramente vestida (estrechospantalones negros y jersey negrocon cuello de pico) se le cayó unabandeja. Un vaso se rompió y unplato de comida salió volando; aduras penas consiguió aguantar lodemás. Llevaba la bandeja a unamesilla de hierro forjado ante la

que estaba sentado un francéslarguirucho con unos tirantes rojosde opereta y los bajos de losvaqueros enrollados hasta lapantorrilla. El francés se levantó deun salto. En ese mismo momentosalió corriendo una niña quecontempló la tragedia doméstica yse tapó la boca con la mano. AFélix le sonaban bastante los tres;los había visto muchas veces a lolargo de los años. Primero a lamujer sola, después el tipo se habíainstalado con ella. Por último había

llegado el bebé, que ahora debía detener cuatro o cinco años. ¿Cómohabía pasado la vida tan deprisa?Cuando hacía buen tiempo, Félixveía a aquella mujer sacar fotos desu familia con una cámara de lasbuenas puesta sobre un trípode.

—Ups —dijo Annie—. Problemasen el paraíso.

—Annie, escucha: ¿recuerdas aaquella chica de la que te hablé? Laque te dije que era muy formal.

—Me temo que lo tienen bienmerecido. No pueden quedarse acomer en su piso, no. Eso sería unaprivación. De modo que suben enuna bandeja hasta el último trozo debacalao con glaseado balsámico ygotas de miso para comer en laazotea de los cojones, y seguro quese van diciendo: «¡Qué suertetenemos de poder comer en laazotea! ¡Caray, si esto parece laToscana! ¿Has probado esto,cariño? Es tempura de flores decalabacín. ¡Fusión japoitaliana! La

he inventado yo. ¿Le hago una foto?Así podemos subirla al blog.»

—Annie.

—A nuestro blog, que se llamaJules et Kim.

—Esa chica, Grace, y yo vamos enserio. Voy a dejar de venir.

Annie levantó una mano y parecióque se examinaba las uñas, aunqueninguna le llegaba a la punta deldedo; tenía la piel arrancada por

los lados y viejas marcas depinchazos alrededor de lascutículas.

—Ya veo. Pero ¿no tenía otroamante también?

—Eso ya se acabó.

—Ya veo —repitió Annie; setumbó boca abajo y agitó losextraordinarios arcos de sus pies enel aire—. ¿Edad?

A Félix se le escapó una sonrisa.

—Veinticuatro, va a cumplir, creo,en noviembre. Pero no va por ahí lacosa.

—Y sigue sin venir mi vodka.

Félix suspiró y echó a andar haciala trampilla.

—¡Pensaré en el otro amante! —oyó que le gritaba Annie mientras élbajaba por la escala—. ¡Mecompadeceré de él! ¡Es muyimportante que tengamos piedad delprójimo!

Marión. Habían roto finalmente undomingo de febrero mientras Félixestaba sentado en la escalera deGrace, liándose un cigarrillo conmanos temblorosas y mirando através de los visillos. Habíaobservado cómo el otro caminabapesadamente por el piso,recogiendo un candado de bicicleta,varias prendas bastante feas, unabase de altavoz para un iPad y unarasuradora de pelo. Marión eracorpulento, no exactamente gordo,pero sí blando y desgarbado. Se

pasó bastante rato en el cuarto debaño y salió con frascos de cera ytubos de crema, al menos uno de loscuales era de Félix. Pero como sequedaba con la mujer supuso quepodía vivir sin su cera Dax para elpelo. Cuando Marión terminó derecoger sus cosas, Félix lo vioagarrarle las manos a Grace, comosi estuviera a punto de oficiar unritual religioso, y decirle: «Te doylas gracias por el tiempo que hemospasado juntos.» Pobre Marión. Notenía ni puta idea de nada. Hasta se

había presentado en casa de Graceunas cuantas veces después deaquel día: le llevaba cintas de socacaribeña, notas escritas a mano ymuchas lágrimas. Nada de lo cualcontribuyó a su causa. En últimainstancia, todas las cosas que Graceafirmaba que le gustaban de Marión(que no estuviera metido en«chanchullos», que fuera dulce ytímido y no le interesara el dinero)fueron las razones por las que lodejó. Y como era tan dulce, tardóuna buena temporada en captar el

mensaje. Al final se llevó su rollo«soy enfermero, el hip-hop meparece demasiado negativo, sécocinar cabrito al curry y quieroirme a vivir a Nigeria» de vuelta alsur de Londres, que era el sitio quele correspondía (en opinión deFélix).

—Nevera —se dijo Félix.

La abrió: dos botellas de coca-colatamaño familiar, tres limones y unalata de caballa; luego recordó queno era allí y abrió el congelador.

Sacó la botella de vodka. Regresó ala nevera y sacó el último limón.Contempló la cocina. Era uncuartucho minúsculo con unfregadero de cerámica empotrado yresquebrajado. El fregadero estaballeno; no había vasos limpios. En laventana entreabierta ondeaba untrapo que hacía de cortina. Entre elfregadero y la ventana desfilaba endoble sentido una procesión dehormigas con trocitos de comida acuestas y una seguridad en símismas que revelaba su escaso

miedo a ver agua corrientecirculando por allí. Félix encontróun tazón. Cortó el limón con uncuchillo desafilado. Sirvió elvodka. Le puso el tapón a labotella, la devolvió al congelador yse imaginó cómo describiríaaquella escena de abstinencia elmartes a las siete de la tarde ante ungrupo de compañeros de fatigas queapreciarían su naturaleza heroica.

De vuelta en el tejado, Annie habíacambiado de posición: ahora estaba

sentada en postura de yoga, con laspiernas cruzadas y los ojoscerrados; llevaba un biquini verde.El le puso delante el tazón y ellaasintió con la cabeza, como si fuerauna diosa que acepta una ofrenda.

—¿De dónde has sacado esebiquini?

—Y dale con las preguntitas.

Sin abrir los ojos, ella señaló haciala familia de la azotea de enfrente.

—Ya solamente les queda recogerlos pedazos. El almuerzo se ha idoal garete y el Sancerre se haacabado, pero de alguna manera,como sea, encontrarán la forma desalir adelante.

—Annie...

—¿Y qué más te cuentas? Ya te heperdido la pista del todo. ¿Algunanovedad en el mundo del cine?¿Cómo está tu hermano?

—Ya lo dejé hace mucho tiempo.

Ahora estoy de aprendiz en untaller, ya te lo dije.

—Los coches antiguos son un hobbyque está muy bien.

—No es un hobby... es mi trabajo.

—Félix, tú tienes mucho talentopara el cine.

—Anda ya. ¿De qué trabajaba?Llevándoles el café y la far-lopa.Ese era mi trabajo. Y nada más.Nunca me habrían permitido llegar

más lejos, descuida. ¿Por quésiempre estás hablando de rollosque no son reales?

—Porque pienso que tienes muchotalento, por eso. Y porque no tehaces valorar para nada.

—¡Déjalo ya, joder!

Annie suspiró y se sacó el clip delpelo. Se separó la cabellera en dossecciones y empezó a hacerse unastrenzas largas e infantiles.

—¿Cómo le va al pobre Devon?

—Bien.

—Tú me confundes con esa genteque hace preguntas por puracortesía.

—Está bien. En principio sale eldieciséis de junio.

—¡Eso es maravilloso! —exclamóAnnie.

Félix sintió una tremenda y poco

práctica calidez hacia ella. ConGrace casi nunca se mencionaba aDevon. Era una de esas «fuentes deenergía negativa» que debíaneliminar de sus vidas.

—¿Por qué «en principio»?

—Porque depende de cómo seporte. Se trata de no cabrear a nadiehasta esa fecha.

—Pues a mí me parece que hapagado un precio demasiado alto ala sociedad por un pequeño atraco

de nada con una pistola de juguete.

—No era de juguete. Estabadescargada. Aun así lo consideranrobo a mano armada.

—El viernes alguien me contó unchiste graciosísimo: te va aencantar. Ay, mierda. ¿Cómo era?Algo así como... ¿sabes qué es loque los pobres...? No, perdona,vuelvo a empezar. Los pobres... Oh,Dios. En los barrios pobres teroban el teléfono, en los barriosricos te roban la pensión. —Félix

esbozó una sonrisa minúscula—.Era así, pero mucho mejor contado.

Annie gritaba sin darse cuenta. Enla otra terraza, la mujer japonesa sedio la vuelta y miró cortésmentehacia la media distancia.

—Pero mira a esa mujer: estáobsesionada conmigo. Mírala: semuere de ganas de hacerme unafoto, pero no se atreve a pedírmelo.Es muy triste, la verdad. —Anniesaludó con la mano a la mujer y a sufamilia—. ¡Comeos el almuerzo!

¡Seguid con vuestras vidas!

Félix se interpuso entre Annie y lasvistas.

—Es medio jamaicana y medionigeriana. Su madre da clases en laWilliam Keble, allá por Harlesden:es una mujer seria.

Y es como su madre, tiene ese rollode la educación nigeriana: esaplicada. Te caería bien.

—Hum.

—¿Sabes ese local, el York’s, queestá en la calle Monmouth?

—Por supuesto. Era famoso en losochenta.

—Pues acaban de ascenderla —dijo Félix con orgullo—. Ahora escomo jefa de camareras, ¿cómo sellama eso? Que ya no sirve mesas,vamos. ¿Cómo se llama eso?

—Maitre.

—Sí. Lo más seguro es que acabe

llevando el local. Está lleno todoslos días... va cantidad de gente.

—Sí, pero ¿qué clase de gente? —Annie se llevó el tazón a los labiosy se bebió el vodka de un trago—.¿Y qué más?

Félix volvió a ponerse nervioso.

—Tenemos mucho en común, osea... un montón de cosas.

—Los largos paseos por el campo,el vino tinto, las óperas de Verdi, el

sentido del humor... —Annie estirólos brazos y juntó los dedos comosi estuviera a punto de hacer uncántico de yoga.

—Sabe lo que quiere. Es una mujerconsciente.

Annie lo miró de forma extraña.

—Eso es poner el listón un pocobajo, ¿no te parece? O sea, bravopor ti, ya que no está en coma...

Félix se rió y la vio enseñar las

encías en una sonrisa satisfecha.

—Políticamente consciente,racialmente consciente, me refiero aque sabe de qué va la lucha. Esconsciente.

—Está despierta y entiende lascosas. —Annie cerró los ojos yrespiró hondo—. Bravo por ti.

Pero un destello de arrogancia en sucara agotó la paciencia de Félix.Empezó a gritar:

—¡Sólo sabes burlarte! ¡Es lo únicoque sabes hacer! ¿Y qué maravillashaces tú? ¿Qué estás consiguiendo,eh?

Annie abrió un ojo sorprendido.

—¿Que qué estoy...? ¿De quédemonios hablas? Lo decía enbroma, por el amor de Dios. ¿Quées exactamente lo que deberíaconseguir?

—Te estoy preguntando por tusmetas. De qué manera quieres que

llegue a ser tu vida.

—¿De qué manera quiero quellegue a ser mi vida? Lo siento,pero la gramática de esa frase meresulta extremadamente peculiar.

—Vete a la mierda, Annie.

Ella intentó reírse también deaquello y cogerle la muñeca, peroél le apartó la mano con malosmodos.

—Contigo todo es una pérdida de

tiempo, ¿verdad? Aquí estoyintentando decirte adonde voy conmi vida y tú te cachondeas. Esperder el tiempo. Contigo siemprese pierde el tiempo.

Le salió más brutal de lo que habíaquerido. Ella hizo una mueca.

—Creo que estás siendo muy cruel.Solamente procuro entender.

Félix moderó el tono. No quería sercruel. No quería que lo vieran comoalguien cruel. Se sentó junto a ella.

Tenía su discurso preparado, perotambién tenía la sensación de quelos dos estaban recitando un guión,de que en realidad ella lo tenía todoigual de preparado que él.

—Estoy cansado de vivir comohasta ahora. Tengo la sensación dehaber agotado el juego, a ciertonivel, y de que a ese nivel me lo hepasado bien... pero bueno, Annie:incluso tú admitirías que es un nivellleno de demonios. Lleno dedemonios. De demonios y de...

—Perdona... estás hablando con unaintachable señorita católica que...

—¡Déjame terminar! ¡Por una vez!

Annie asintió en silencio.

—Ya he perdido el hilo.

—Los demonios —dijo Annie.

—Eso. Y yo los he matado. Me hacostado, pero ya los he matado y heculminado el nivel y llega la horade pasar al nivel siguiente. Y no es

cuestión de llevarte a ese nivelconmigo. Está clarísimo que noquieres ir.

Aquél era el discurso que se habíapreparado. Ahora que acababa desoltarlo ya no parecía mantener laprofundidad sutil que tenía en sumente, pero aun así vio que algúnefecto producía: ella abrió los ojos,deshizo su postura de yoga,descruzó los brazos y apoyó laspalmas en el suelo.

—¿Me escuchas? El nivel siguiente.

La gente se puede pasar la vidaentera en el pasado. Podría pasarmela vida entera reviviendo algunosde los malos rollos que he tenido.Ya lo he hecho.

Pero me ha llegado la hora delsiguiente nivel. Estoy avanzando enel juego y ya estoy listo.

—Sí, sí, ya he captado la metáfora,no hace falta que me la sigasrepitiendo. —Annie se encendió uncigarrillo, dio una calada larga yexpulsó el humo por la nariz—. La

vida no es un videojuego, Félix; nohay un número determinado depuntos que te hagan pasar al nivelsiguiente. En realidad no existe elnivel siguiente. La triste realidad esque al final todo el mundo se muere.Fin de la partida.

Las pocas nubes que quedaban en elcielo estaban desviándose haciaTrafalgar Square. Félix levantó lavista para contemplarlas con unaexpresión deliberadamenteespiritual.

—Bueno, ésa es tu opinión,¿verdad? Todo el mundo tienederecho a opinar.

—Es la mía, la de Nietzsche, la deSartre, la de muchos. Félix, cielo, teagradezco que hayas venido aquípara ofrecerme esta «charla enserio» y compartir tus pensamientossobre Dios, pero ya estoy bastantecansada de hablar y personalmenteme gustaría saber lo siguiente:¿vamos a follar o no?

Le tiró juguetonamente de la pierna.

El intentó levantarse, pero ellaempezó a besarle los tobillos y élno tardó en caer de rodillas. Erauna derrota y Félix la culpó porello. La cogió de los hombros, noprecisamente con suavidad, y searrastraron hasta el borde de lapared, donde ambos se dijeron quenadie podía verlos. El le agarró unmechón de pelo y trató de darle unbeso violento, pero ella tenía lacapacidad de convertir hasta laúltima caricia malévola en pasión.Los dos encajaban. Siempre les

había pasado. Pero ¿de qué servíaencajar de aquella manera y deninguna otra? Félix sintió las manosde Annie en los hombros,empujándolo hacia abajo, yenseguida se encontró con sucicatriz de apendicitis delante de lacara. Ella levantó el culo. El se loagarró con las manos y metió lacara en su entrepierna. Teníacatorce años cuando Lloyd leexplicó por primera vez que comercoño era antihigiénico y humillante.Unicamente había que hacerlo a

punta de pistola, en opinión de supadre, y sólo si la mujer se habíarasurado hasta el último pelo.Annie había sido la primera. Añosenteros de programación mentaldestruidos en una sola tarde. Sepreguntó qué pensaría Lloyd de él,con la nariz hundida en una selva devello lacio y aquel sabor extraño enla boca.

—¡Si te estorba, sácalo!

Félix agarró la cola de ratón conlos dientes y tiró de ella. Salió con

facilidad. Lo dejó tirado como sifuera algo muerto, rojo sobre elsuelo blanco. Luego se volvió haciaella y le metió la lengua. Parecíacavar un túnel frenético confiandoen llegar al otro lado. Ella sabía ahierro y, cuando al cabo de cincominutos salió en busca de aire, él seimaginó que debía de tener un arode sangre en torno a la boca. Dehecho, solamente tenía unamanchita. Ella se la quitó con unbeso. El resto fue rápido. Eranviejos amantes y ya tenían sus

posturas preferidas. De rodillas,con vistas a la ciudad, alcanzaron elplacer de forma fiable, fiablementepor separado, con sendasconclusiones que sin embargoresultaron ligeramentedecepcionantes comparadas conaquellos cinco minutos, hacía cincominutos, en que les había parecidoposible meterse el uno dentro delotro, de cabeza, y desaparecer porcompleto.

Al acabar se quedó sobre ella,

sintiendo su proximidad incómoda ysudorosa, preguntándose cuándosería cortés separarse. No esperómucho. Se tumbó de espaldas. Ellase apartó el pelo hacia un lado yapoyó la cabeza en el pecho de él.Vieron un helicóptero de la policíaque pasaba en dirección a CoventGarden.

—Lo siento —dijo Félix.

—¿Por qué?

Félix estiró los brazos y se subió

los vaqueros.

—¿Sigues tomando aquello?

Félix vio que a ella le pasaba undestello de furia por la cara y que acontinuación ese destello quedabarefrenado y disperso por el procesode abrir el paquete de tabaco, sacarun cigarrillo a golpecitos,encenderlo, esbozar una sonrisasombría y reírse.

—No hace falta. Tengo másnúmeros de que me caiga encima un

rayo. La sangre sigue manando, máso menos, pero créeme: el pozo estácasi seco. La naturaleza impone suley. ¡Destruye! Y hablando de eso,se supone que mi querido hermanoJames me va a llevar al Wolseleypara celebrar nuestra comúndecrepitud: ayer me telefoneó y sepuso a hablarme con totalnaturalidad. Como si charláramosdía sí, día no. Ridículo. Pero yo leseguí el juego y le dije: «¡Hola,querido gemelo!» El tío me sugirióque almorzáramos para celebrar

nuestro cumpleaños, y eso que no eshasta octubre... Y yo le dije vale,pero por supuesto sé exactamente loque se propone, quiere que yo lefirme la escritura de los cojonespara poder vender mi casa. Noentiende que una parte de esa casaes mía, da igual lo que él piense, yquién sabe cuánto debe de habersehipotecado ya para pagar laeducación de sus pequeños, hasta elcuello, estoy segura, dudo quepueda rascar ya ni un penique, ytodos sabemos que él hubiera

querido engullirme en el útero, perome temo que no lo consiguió, ymientras nuestra madre viva no veopor qué hemos de vender la casa.¿Adonde va a ir ella si lavendemos? ¿Y quién va a pagar elsitio adonde vaya? Esa clase desitios son caros. Pero él siempre hasido así: James siempre ha actuadocomo si él fuera hijo único y yo noexistiera. ¿Sabes cómo me llamabanmi padre y él a mis espaldas? Laplacenta. ¿Tomamos otra copa?Hace bochorno.

Se tendió boca abajo y le besó lapiel que rodeaba el cuello de lacamiseta. El le enredó los dedos enel pelo.

—Seguramente deberías tomarteuna píldora de ésas. De las que setoman después. Para estar segura.

Annie soltó un gemido deexasperación.

—No quiero bebés tuyos, Félix. Teaseguro que no me paso todas lasnoches aquí sentada como una

mujer caída en desgracia, pensandoen tener bebés contigo. —Con lauña le dibujó un ocho invisible enel vientre; el movimiento parecíaocioso, pero la uña apretaba—. Porsupuesto, te das cuenta de que siesto fuera al revés aquí se aplicaríauna ley, ¿no? Una ley de verdad:John contra Jen en el tribunalsupremo. Y John acusaría a Jen dehabérselo follado obstinadamentedurante cinco años antes de dejarlotirado sin previo aviso en elcrepúsculo de su edad fértil, para

largarse con Jack el chiquillo, deveinticuatro añitos y con una pollamás larga que mi brazo.

Y el tribunal fallaría a favor deJohn. Siempre es así. A Jen letocaría pagar daños y perjuicios.Una suma enorme. Y seis meses decárcel. No... nueve. Justiciapoética. Y tú no serías capaz de...

—¿Sabes una cosa? Tengo queirme.

Félix se quitó de encima la cabeza

de Annie, se bajó la camiseta y sepuso de pie. Ella se incorporó ycruzó los brazos por encima de lospechos. Miró en dirección al río.

—Sí, claro, ¿por qué no?

El se inclinó para darle un beso dedespedida, pero ella apartó lacabeza como una niña.

—¿Por qué eres así? Tengo queirme, simplemente.

Félix notaba que había algo fuera

de sitio: bajó la vista y vio que sehabía dejado la bragueta abierta. Sela cerró. Pensó que desde que habíaentrado por la puerta había hecho ydicho justamente todo lo contrariode lo que había tenido intención dehacer y decir.

—Lo siento —añadió.

—No pasa nada. Estoy bien. Lapróxima vez tráete a tu queridaGrace. Me gustan las personasconscientes. Son mucho másvivaces. Tengo la impresión de que

la mayoría de la gente vive en unestado semivegetativo.

—Lo siento mucho. —Félix la besóen la frente.

Echó a andar hacia la trampilla. Alcabo de un momento oyó unos pasosque lo seguían, vio el revoloteo delvestido de ella, un puñado degolondrinas de seda a un costado y,por fin, sintió una mano que loagarraba por el hombro.

—¿Sabes, Félix? —dijo ella con

una vocecilla afectada, como decamarera que recita los platos deldía—. No todo el mundo quiere esapequeña vida convencional hacia laque estás remando. A mí me gustami río de fuego. Y cuando me lleguela hora de desaparecer, remaré conmi botecito de una sola plaza hastalas llamas y dejaré que meconsuman. ¡No tengo miedo! Nuncahe tenido miedo. La mayoría de lagente lo tiene, ya lo sabes. Pero yono soy como la mayoría. Tú nuncahas hecho nada por mí y tampoco

hace falta que lo hagas.

—¿Que nunca he hecho nada por ti?Cuando estabas tirada en estaazotea, babeando y con los ojos enblanco, ¿quién estaba aquí, quién temetió los dedos por...?

Los orificios nasales de Annie seensancharon y su expresión sevolvió cruel.

—Félix, ¿a qué viene esa necesidadpatológica de ser el bueno de lapelícula? Es tediosa. Francamente,

resultabas más divertido cuandoeras mi camello. No hace falta queme salves la vida. Ni a mí ni anadie. Estamos todos bien. Nonecesitamos que vengas al galopeen un corcel blanco. No eres elsalvador de nadie.

No levantaban mucho la voz, perose estaban poniendo las manosencima de forma cada vez másviolenta; las agitaban ferozmente.Félix advirtió que estaba teniendolugar, en su peor versión, la escena

que tanto había temido y que lohabía alejado de aquel lugardurante meses. Lo más extraño eraque sabía exactamente cómo sesentía Annie en aquel momentoporque él había desempeñadomuchas veces el papel de Anniefrente a su madre y otras muchasmujeres, y cuanto más lo entendíamás ganas tenía de escapar, como sila derrota que ella estabasoportando ahora fuese una especiede virus. Y pobre del que lo coja.

—Actúas como si tuviéramos unarelación, pero esto no es unarelación. Yo sí que tengo unarelación, es justamente lo que hevenido a decirte. Pero esto... ¿Estoqué coño es?, esto no es nada, es...

—¡Joder, otra palabra repugnante!¡Dios me libre de las «relaciones»!

Desesperado por marcharse, Félixjugó la que consideraba su mejorcarta:

—Tienes cuarenta y tantos años.

Mírate. Sigues viviendo igual. Yoquiero tener hijos. Quiero seguircon mi vida.

Annie forzó algo parecido a la risa.

—Quieres decir «más hijos»,¿verdad? ¿O es que eres una deesas almas cándidas que creenconvertirse en una persona nuevacada siete años, en cuanto se hanregenerado todas las células?...Página en blanco y vuelta aempezar, da igual a quién hayashecho daño y da igual lo que haya

pasado hasta entonces... Ha llegadoel momento de mi nueva relación.

—Me largo —dijo Félix, y empezóa alejarse.

—«Relación», una palabra patéticay cobarde, de gente que no tienecojones para vivir, que no tiene laimaginación necesaria para llenarsu existencia con nada que no sea...

Félix sabía que no debía seguirle lacorriente: ya no le quedaban cartasque jugar y, además, ella ya estaba

jugando sola. Cuando se ponía asíera capaz de pelearse con unperchero, con una escoba. ¿Y cómopodía saber Félix qué había tomadoantes de que él apareciera? Demanera que le dio la espalda, abrióla trampilla y bajó por la escala,pero ella lo siguió.

—Es lo que hace la gente hoy endía, ¿verdad? Cuando no se lesocurre nada mejor que hacer... Nohay ideas, no hay posturas políticasy no hay huevos. Pues a casarse.

Pero yo he trascendido todo eso.Hace mucho, hace milenios. Esaidea de que toda tu felicidad resideen otra persona. ¡Esa idea de lafelicidad! Yo estoy en un planodistinto, cielo. Tengo más pelotasde las que se sueñan en tu filosofía.Estaba comprometida a losdiecinueve, estaba comprometida alos veintitrés, ahora mismo podríaestar pudriéndome en algunamansión de Hampshire, tapizando yretapizando sofás con algún barón,en perfecta armonía asexuada. A

eso se dedica mi gente. Vosotros,en cambio, os dedicáis a tenermontones de niños que no podéis nicuidar. Estoy segura de que es todomaravilloso y tal, pero ¡a mí no mebusquéis, hostia!

En el pasillo que iba del dormitorioa la sala, Félix se volvió y le agarrólas dos muñecas. Estaba temblando.Hasta entonces no se había dadocuenta de lo que quería. No sólodeseaba su derrota: también quedejase de existir.

—Tienes suerte de que la vida tesonría, Félix. Tienes suerte de serfeliz, de encontrar la felicidad, deser buena persona...

Y quieres que todo el mundo seafeliz y bueno porque tú lo eres, yque las cosas les resulten fáciles atodos porque así son para ti. Pero¿nunca se te ha ocurrido que puedehaber gente a quien la vida no leresulta tan fácil de vivir como a ti?

Annie tenía una expresión triunfal.Los dientes le rechinaban movidos

por la cocaína.

—¿Mi vida? ¿Que mi vida es fácil?

—No digo que haya sido fácil.Digo que te resulta fácil. No es lomismo. Por eso me gusta el ballet:porque es difícil para todos. Félix,suéltame, me haces daño.

El la soltó. Tocarse tanto rato,aunque fuese de forma colérica,volvía insostenible la cólera, demanera que ambos se ablandaron,bajaron la voz y apartaron la vista.

—Te estoy estorbando, ya lo veo.Bueno. Aquí no ha pasado nada. Ycon eso quiero decir, por supuesto,que aquí ha pasado lo peor.

—Cada vez que vengo aquíencuentro el mismo drama, elmismo drama. —Félix negó con lacabeza con la vista clavada en elsuelo—. No lo entiendo. Si yosiempre te he tratado bien. ¿Por quéintentas destrozarme la vida?

Annie clavó los ojos en él.

—Qué gracioso —dijo—. Aunque,claro, así es como debes de verlotú.

Después caminaron en calma hastala puerta, él por delante. Undesconocido habría pensado anteesa escena que el hombre pretendíavenderle una Biblia o unaenciclopedia a la mujer. Sin éxito.Félix, por su parte, estabaconvencido de que aquélla era laúltima vez (la última vez quepasaba frente a aquel cuadro, la

última vez que veía aquella grietaen la pared) y se imaginó querezaba una breve oración para darlas gracias. Casi deseabacontárselo todo a la mujer queamaba para mostrarle cómo habíaasimilado sus enseñanzas. Eluniverso quiere que seas libre.Tienes que sacudirte de encima lasataduras de lo negativo. El universosolamente quiere lo que tú pides, ysólo por eso te lo dará. Entoncesoyó a su espalda el llanto mudo deuna mujer. Era la señal para

volverse, pero no lo hizo, y cuandollegó al umbral el llanto era unsollozo. Corrió hacia las escaleras,y ya había bajado unos cuantospeldaños cuando oyó el golpe sordode unas rodillas hincadas en lamoqueta de arriba, y supo que debíasentir el peso de la culpa, pero locierto era que estabaexperimentando un proceso aún sininventar llamado transferencia departículas, algo maravillosa ydichosamente ligero.

NW6

Félix se adentró trabajosamente enel vagón. Se agarró a la barra.Examinó el plano del metro. Noexpresaba su realidad. El centro noera «Oxford Circus», sino las lucesbrillantes de Kilburn High Road.«Wimbledon» era el campo, y«Pimlico», pura ciencia ficción.Puso el índice derecho sobre lamarca azul de Pimlico. Estaba en ellimbo. ¿Quién vivía allí? ¿Quién

pasaba alguna vez por allí?

Quedaron dos asientos libres en unahilera de cuatro. Félix despertó desus cavilaciones y se sentó. El tipode delante meneaba la cabeza alritmo de un estruendoso breakbeat.El amigo que iba a su lado tenía lospies encima del asiento. Enormespupilas, riendo de cuando encuando con la cabeza gacha,entretenido con algún delirioprivado. Félix estableció unespacio privado para sí mismo

arrellanándose con las piernas bienabiertas. En Finchley Road, cuandoel tren salía al exterior, su teléfonoresucitó con el pitido de unallamada perdida. Su pulgar recorrióesperanzado la lista de llamadas. Elmismo número tres veces. Sólotenía un referente físico en elmundo: una lastimosa cabina deteléfono atornillada a un muro en unpasillo de cemento. Félix la habíavisto muchas veces tras el cristalreforzado de la sala de visitas. Seguardó el teléfono en el bolsillo.

* * *

El problema de Devon era que unoquería hablar con él y al mismotiempo no quería. En realidad ya noera Devon, sino un extraño de vozdura que llamaba y decía cosasduras, cosas hirientes. Era Jackiequien hablaba por la boca deDevon. Ella le mandaba cartas.Félix se había enterado por Lloyd

(Devon no se lo había dicho; Félixno se lo había preguntado). Sumadre tenía un extraño poder sobrela gente: Félix no descartaba quefuese brujería (Jackie afirmabatener una abuela de Ghana; allí esascosas no eran desconocidas).Seguramente había tenido podersobre Félix tiempo atrás. Tambiénsobre las chicas. Pero con ellasiempre había una gota que colmabael vaso. Devon tendría queaveriguarlo, como lo habíanaveriguado Félix y las chicas. El

episodio final estaba muy claropara Félix: en aquella ocasiónhabían pasado ocho años desde laúltima «visita». Las chicas senegaban a verla. Como era unsentimental, Félix la recibió concautela, sin prometer nada. Y lepidió a su hermano que loacompañara para darle apoyomoral. Devon comenzó la velada enla otra punta de la sala, apoyado enla pared con cara de odio. Acabó lanoche cobijado en el sofá yaceptando los besos babosos que

Jackie le daba en toda la cara. Félixtambién se ablandó. Bajó el ronblanco que había en un estante. Unaestupidez. Tia se marchó pronto,igual que Ruby. Y Lloyd. Todo elmundo se marchaba. Karen, lahermana de Jackie, los avisó:«Hacedme caso. Sacadla de casa ycambiad las cerraduras.» Pero enaquel momento daba la impresiónde que la conformidad de Devonpermitía (requería) la de Félix. A lolargo de los años había sufridomucho más que Félix y, sin

embargo, no guardaba rencoralguno.

Apareció en pleno verano. Pasaronmuchos días fumando hierba juntosen Hampstead Heath, riendo comolocos, rodando por la hierba comojóvenes amantes. Jackie, Devon yFélix. Por las noches se sentaban abeber. «¡No me puedo creer lorubio que es este niño! ¡Mira quérizos!» Una noche, saliendo de lacocina con un paquete de galletas,le contó despreocupadamente al

pobre Devon que su padre habíamuerto hacía unos años, ahogado. AFélix le sonó a cuento chino, peroguardó silencio.

Ahora resultaba que eranhermanastros: no era asunto suyo.Él tenía un padre y sus propiosproblemas. Una madrugada ella seplantó en mitad de la sala, como siactuara en un escenario y les contólo triste y sola que había estado enInglaterra cuando era jovencita.Félix nunca había oído aquello;

descubrió que quería oírlo, aunquesabía perfectamente que Jackiepodría haber cambiado aquellahistoria de su vida por cualquierotra y él la habría aceptadoigualmente. Quería amarla. Intentóimaginarse la vida en la tristementecélebre Garvey House, con«aquellos sujetos del FrenteNacional que te escupían en lastiendas». Ella desgranó sus distintasteorías conspirativas. Félix no lainterrumpió. Quería ser feliz. Habíauna sobre las torres. Otra sobre la

llegada a la Luna. La Virgen Maríahabía sido negra. El planeta seestaba enfriando. En 2012 seacabaría todo. Ella parecía haberpasado los últimos años encibercafés de todo el paísreuniendo aquella información.Devon la apoyaba con firmeza entodo. Félix, más escéptico, leseguía la corriente sin hacercomentario alguno. Ella llevaba elpelo recogido en dos trenzas, comouna piel roja, con una bandaelástica fina y dorada sobre la

frente. Y, ¡oh, maravilla!, seavecinaba un mundo perfecto dondeno habría ni dinero ni tiendas,solamente almacenes en el centrode las poblaciones con todo lo queuno necesitaba y sin cerraduras.

Y todo el mundo viviría sin religióny en armonía. El sabía que aquellosojos estaban empañados de locura.

Al día siguiente desapareció con latarjeta bancaria de Félix, su reloj ytodas sus cadenas. Dos meses mástarde, Devon entró en la Khandi’s

Gem Express and Jewellery de laavenida con un chico del sur deKilburn, Curtis Ainger, y unapistola. Sonríe a la cámara deseguridad, por favor. Lo metieronen la cárcel con diecinueve años.Este verano cumplía veintitrés.

—Perdona, ¿puedes pedirle a tuamigo que mueva los pies?

Félix se quitó los auriculares. Allíhabía una mujer blanca sudorosa y

extremadamente preñada.

—Me gustaría sentarme... —dijoella.

Félix miró al «amigo» inmóvil quetenía enfrente y le pareció mejorhablar con el otro. Se inclinó haciadelante. El tipo tenía la cabezaapoyada en el cristal, medioescondida por la capucha; lameneaba absorto por el ritmo de lamúsica. Félix le tocó ligeramenteuna rodilla.

—Eh, colega, creo que la señoraquiere sentarse.

El tipo se quitó uno de susgigantescos auriculares. —¿Qué?

—Creo que la señora quieresentarse.

La embarazada puso una sonrisatensa. Era un día muy caluroso parasu estado. El mero hecho de verlahacía que a Félix le brotara sudoren la nariz.

—¿Ah, sí? ¿Por qué me lo pides tú?¿Y por qué me tocas? —¿Qué?

—¿Que por qué me lo pides tú?¿Por qué no me lo pide ella?

—Tu colega tiene los pies en elasiento de ella, hermano.

—¿Y eso es asunto tuyo? ¿A ti quécoño te importa? ¿Y a quién llamashermano? Yo no soy tu hermano.

—Yo no he dicho que fueras...

—Pero ¿es asunto tuyo? ¿No tienesun asiento? Pues levanta el putoculo tú. —Félix intentó defenderse,pero el chico le puso una manodelante de la cara—. Que te calles,capullo.

El otro abrió un ojo y se rió por lobajo. Félix se levantó.

—Siéntese en el mío, yo me bajo.

—Gracias.

Félix vio que la mujer temblaba

como un flan y tenía los ojosllorosos. El se apartó para dejarlapasar y notó el roce húmedo de susbrazos. La mujer se sentó. Mirófijamente a los dos individuos y leshabló con voz entrecortada:

—Tendría que daros vergüenza.

El tren estaba llegando a la estaciónde Kilburn. El vagón enteroguardaba silencio. Nadie mirabahacia ellos, y las miradas fugaceseran imperceptibles. Félix sintióuna oleada de aprobación asfixiante

e indeseada dirigida hacia él, y otrade asco y odio que envolvía a losdos tipos y los separaba de Félix,del resto del vagón y de lahumanidad. Los tipos parecieronnotarla: se alzaron de golpe y sefueron precipitadamente hacia lapuerta, donde Félix ya estabaesperando. Oyó el inevitablemurmullo de maldiciones dirigidasa él. Por fortuna se abrieron laspuertas. Félix recibió una fuerteembestida y aterrizó en el andéndando trompicones como un payaso.

Risas que se alejan. Levantó lavista a tiempo de ver cómo lassuelas de las deportivas subían lospeldaños de dos en dos, saltabanpor encima de la barrera y seesfumaban.

Árboles de espeso ramaje. Setosdesgreñados por encima de lascercas. Hasta la última grieta de laacera, hasta la última raíz. Un solque castiga la plataforma superiordel 98. Los muros han crecido

frente a la escuela judía y tambiénla musulmana. La Kilburn Tavernha sido repintada, negro brillantecon letras doradas. Si se da prisapodría incluso llegar a casa antesque ella. Tumbarse en aquella camalimpia, en aquel lugar benéfico.Devorarla con todo el cuerpo.Empezar otra vez, desde cero.

Félix divisó a Hifan y Kelly fuerade la taberna comiendo una bandejade patatas fritas en una mesa depicnic, ambos de su curso en el

instituto: él ya calvo y ella aúnatractiva. Para echar unas risas,Félix chocó los cinco con Hifan,besó a Kelly en la mejilla, robó unapatata y siguió caminando, todocomo si fuera un único movimiento,una forma de danza.

—¿Por qué estás tan contento? —preguntó Kelly levantando la voz.

Félix le devolvió el grito sin darsela vuelta:

—Por amor, ratona. A.M.O.R.

¡A.M.O.R.! —adoptó sus andareschulescos y disfrutó de las risasmientras desaparecía elegantementedoblando la esquina.

Nadie lo vio tropezar con losbasureros grises que había detrás.Recuperó el equilibrio apoyandouna mano en la puerta trasera de lataberna, que ahora tenía unllamativo cristal coloreado y unnuevo pomo de latón. Suelos demadera donde antes habíamoquetas; comida de verdad en

lugar de patatas fritas y cortezas decerdo. ¡Ahora una copa de vino tecostaba seis libras!

Jackie no lo reconocería. Tal vez sumadre era ya uno de esos exiliadosque se sientan en las escaleras de lacasa de apuestas con una lata deSpecial Brew en la mano,expulsados de los pubs por lasremodelaciones. O tal vez nuncacayó tan bajo. Con Lloyd resultabaimposible saber cuánto era verdady cuánto pura bilis. Félix miró el

interior a través del ventanal: ya noestaba el cubículo afelpado delrincón donde se había sentado consus hermanas, seis piececitos queno llegaban al suelo, a escucharansiosamente cómo Jackiepronunciaba su discurso dedespedida. Había conocido a unhombre con el que se sentía libre.Vivía en Southampton, un tipoblanco. A los siete años, Félix notenía ni idea. No sabía que lalibertad es algo que se puede sentir.Pensaba que simplemente se tiene.

No sabía dónde estabaSouthampton. Félix adoraba a supadre y no quería vivir con unblanco al que no conocía de nada.Sólo cuando la conversación yacasi había acabado se dio cuenta deque su madre no estaba invitándoloa ir a Southampton. Dos años mástarde, Jackie se presentó en Londrescon un bebé moreno de piel clara.Dejó a Devon con Lloyd y se fue...quién sabe adonde. ¡Quién sabeadonde!

En Albert Road, Félix echó a andardetrás de una chica alta que llevabavaqueros rojos ajustados y un topnegro con tirantes finos. Era anchade espaldas y de torso cuadrado.Tenía más músculos que Félix, ycuando caminaba se le movíantodos al unísono, con movimientosfluidos y complejos: los brazosparecían conectados con la espalda,el trasero y las caderas. Nada quever con Grace, que era más bajita,suave y curvilínea. Aquella mujerpodía cargar con Félix, correr

llevándolo en volandas hasta casa ydejarlo en la puerta como si fueraun bebé. Llevaba un montón deanillos de plata baratos, con losaros medio verdes, y le recorría elantebrazo una flor tatuada con eltallo muy largo y sinuoso. Tenía lostalones secos y agrietados. Se leveía la etiqueta del top. ¿Y si él sela metía por dentro? Un hilillo desudor le caía de la oreja, le bajabapor el cuello y la espalda hastaalcanzar por fin la robusta división(bien definida) entre los hemisfe-

ríos derecho e izquierdo. A la chicale sonó el teléfono. Contestó yllamó a alguien «cielo». Doblóhacia la derecha. Otra vida. Félixpercibió que alguien le clavaba dosdedos en la espalda.

—Dinero. Teléfono. Venga.

Tenía a uno a cada lado. Se habíansubido las capuchas, pero se losveía perfectamente. Los tipos delmetro. No mucho más altos queél.Tampoco mucho más anchos.Eran las seis en punto.

—VENGA.

Lo empujaban, lo zarandeaban.Levantó la vista para verles lascaras. El más hablador, el quesoltaba todas las palabrotas, erasólo un crío. El otro, el máscallado, se acercaba a la edad deFélix, demasiado mayor para estarhaciendo tonterías. Tenía las manoscenicientas, como Félix, y el mismolustre apagado en la cara. Unacicatriz descendía por su mejilla.Debía de ser del barrio, porque lesonaba. Félix intentó darles la

espalda, pero ellos lo retuvieron.Les soltó un chorro de palabrotas,muy creativo, y miró a su derecha: acuatro casas de allí, la chica altametió una llave en su cerradura yentró.

—No os voy a dar nada, ¿me oís?¡Nada!

Se vio a sí mismo tirado en laacera. Mientras se incorporabahasta ponerse de rodillas, oyó queuno de ellos decía:

—Muy valiente en el tren, peroahora no tanto, ¿eh?

Y en vez de miedo lo invadió lapiedad; recordó un tiempo en quesólo importaba ser valiente. Semetió la mano en el bolsillo. Que sellevaran su teléfono. Y también elsolitario billete de veinte que teníaen el bolsillo, llegado el caso. Lohabían atracado muchas veces yconocía el ritual. Cuando era másjoven, tal vez podrían haber heridosu orgullo; ahora la furia y la

humillación ya habíandesaparecido: que se lo quedarantodo. Las cosas que le importabanestaban en otra parte. Intentóburlarse de ellos mientras lesentregaba sus escasas pertenencias.

—Tendríais que haberme pilladohace dos horas, troncos. Hace doshoras estaba forrado.

El más joven le clavó una miradagélida, el rostro desencajado poruna mueca feroz. Era una máscaranecesaria, sin ella no podría haber

hecho lo que estaba haciendo.

—Y las piedras —dijo el chico.

Félix se tocó las orejas. Laspreciadas circonitas que le habíaregalado Grace.

—Ni de coña —contestó.

Se volvió de nuevo hacia la calle.Una ráfaga de aire pasó por encimade los tres inflándoles las capuchas;las hojas de sicómoro volaron enremolino hasta la acera. Recibió un

fuerte golpe en el costado. ¿Unpuñetazo? El dolor lo rasgó hacia laizquierda, profundo y bajo. Unlíquido caliente ascendió por sugarganta. Rebasó los labios. Perono podía ser el final si era capaz deponerle nombre, y con eso en mentedijo en voz alta lo que le habíanhecho, lo que le estaban haciendo,intentó decirlo, pero no dijo nada.¡Grace! Un autobús se acercótraqueteando por Willesden Lañe;en el preciso instante en quevislumbraba la empuñadura y la

hoja, Félix vio cómo el 98 volvía aabrir las puertas para admitir alúltimo ser visible: una niña con unvestido amarillo de verano. Lachiquilla corrió con su billete enalto como si estuviera presentandola prueba de algo, llegó justo atiempo, exclamó «¡gracias!» y dejóque las puertas se plegaranlimpiamente tras ella.

anfitriona

1. Unas coletas pelirrojas

Había ocurrido un suceso. Hablarde ello requería elpluscuamperfecto. Por aquelentonces, Keisha Blake y LeahHanwell, las protagonistas de esesuceso, tenían cuatro años. Lapiscina del parque, en realidad unaalberca cuadrada con apenas palmoy medio en la parte más profunda,había estado llena de niños«chapoteando por todos lados yalborotando». En el momento del

suceso no había socorrista y lospadres se las arreglaban comopodían para vigilar a sus criaturas.«Colina arriba, en Hampstead, sítenían un socorrista para ellos. Paranosotros, nada.» Un detalleinteresante. Keisha (que ahora teníadiez años y sentía curiosidad porlas tensiones que se creaban entrelos adultos) intentó acceder a susignificado. «Deja de mirar, levantael pie», le dijo su madre. Estabansentadas en el banco de unazapatería en Kilburn High Road; le

tomaban medidas para probarleunos zapatos de color marrónapagado con tiras en forma de T,unos zapatos incapaces detransmitir algo de la alegría queseguramente existe en el mundo, apesar de todo. «Tenía a Cherylhaciendo el bestia en una esquina,tenía a Jayden berreando en brazose intentaba ver dónde estabas tú,intentaba controlar la situación...»Fue durante aquella elipsis cuandohabía ocurrido el suceso: una niñahabía estado a punto de ahogarse.

No obstante, el significado delsuceso se había hallado en otraparte. «Te levantaste con unascoletas pelirrojas en la mano. Lasacaste a rastras. Fuiste la únicaque vio que estaba en apuros.»Después del suceso, la madre de laniña, una irlandesa, le había dadolas gracias muchas veces a MarciaBlake, lo cual ya era unacontecimiento en sí mismo.«Conocía a Pauline de vista, perono nos hablábamos.

Por entonces era un poco estiradaconmigo.» Keisha no podía nidesmentir ni confirmar aquellaversión: no guardaba recuerdoalguno del episodio. Sin embargo,su carácter premonitorio podíaconsiderarse sospechoso. Lahistoria ya establecía con claridadla célebre prudencia y el muchotesón de Keisha, igual que larebeldía y la irresponsabilidad deCheryl. Además, no era posible queJayden hubiera nacido cuando tuvolugar el suceso porque era cinco

años más joven que Keisha. «Ahoraquédate quieta», murmuró Marciaempujando la barra metálica paraque se encontrara con los dedos delpie de su hija.

2. Kiwis

En la calma mortal del piso de losHanwell, la merienda era un hechodestacado. La señora Hanwell se latomaba tan en serio que tenía uncarrito especial para transportarla.El vehículo contaba con tresbandejas y unas ruedecitas

metálicas. Era demasiado bajo paraempujarlo sin agacharseridiculamente. «No tiene sentidosacarlo cuando somos dos, pero siviene una tercera persona sí que megusta usarlo.» Keisha Blake estabacon las piernas cruzadas delante deltelevisor, al lado de su gran amigaLeah Hanwell, con quien habíaintimado a raíz de ciertoacontecimiento dramático. Sevolvió para supervisar el avancedel carrito: a Keisha Blake leencantaba la comida, que siempre

era lo que más ilusión le hacía.Tapándoles la pantalla a las niñas,la señora Hanwell le hizo unapregunta al televisor: «¿Quiénesson esos tipos de pinta peligrosaque van en la furgoneta?» Leahsubió el volumen. Señaló eltelevisor y el lustroso pelo blancode Aníbal, y luego a su madre, en elmundo real. «Ese pelo te envejece»,dijo. Keisha intentó imaginarse aella misma diciéndole algo así a sumadre. Lamentó en silencio lapérdida de la bandeja con las

galletas y de las deliciosasnovedades que pudieran conteneraquellos huevos marrones ypeludos. Juntó los pies lista paralevantarse y marcharse a casa, perola señora Hanwell no se puso agritar ni a repartir tortazos. Selimitó a tocarse el casquete de peloy suspiró: «Se me puso de estecolor cuando naciste tú.»

3. Agujeros

El palo atrancó las puertas delascensor: ése era el propósito

mismo de la operación. Saltó laalarma. Los tres niños bajaron lasescaleras chillando y riendo,subieron la rampa y cruzaron latapia de la finca para sentarse en laacera de enfrente. Nathan Bogle sepegó las rodillas al mentón y se lasabrazó. «¿Cuántos agujerostenéis?», preguntó. Ninguna de lasdos chicas dijo nada. «¿Qué?»,preguntó Leah por fin. «Ahíabajo...» Puso un dedo en laentrepierna de Keisha a modo deindicación. «¿Cuántos? Ni siquiera

lo sabéis.» Keisha se atrevió alevantar la vista desde la callehasta su amiga. Leah estabaineludiblemente ruborizada. «Esolo sabe todo el mundo», replicóKeisha Blake tratando de reunir elextra de audacia que, sospechaba,el caso requería. «¿Por qué no tevas a la mierda y lo averiguas?»«No lo sabéis», concluyó Nathan,pero Leah se alzó de golpe, le diouna patada en el tobillo y le gritó:«¡Ella sí que lo sabe!»; luego cogióa Keisha de la mano y volvieron

corriendo a casa sin soltarsedurante todo el camino porque eranamigas del alma, unidas parasiempre por un suceso dramáticoque todo el mundo conocíaperfectamente en Caldwell.

4. Incertidumbre

Encontraron a Cheryl viendo latelevisión y trenzándose el pelodesde la nuca. Keisha Blake desafióa su hermana mayor a que les dijeracuántos agujeros había. No era muyagradable que Cheryl se riera de ti.

Era una risa estridente eimplacable, alimentada por lahumillación de los otros.

5. Desacuerdo filosófico

Keisha Blake anhelaba remedaralgunas de las ceremonias quehabía visto en casa de los Hanwell:taza, bolsita de té, luego agua ydespués (solamente después) leche.En una bandeja. Su madre opinabaque quien pasa en casa ajena tantotiempo como Leah Hanwell en casade los Blake renuncia a los

derechos del invitado y ha derecibir el mismo trato que losmiembros de la familia, con todaslas licencias y libertades que elloimplica. Cheryl sostenía una tercerapostura: «Siempre está en nuestracasa. ¿Qué ocurre, que no le gustala suya? ¿Y por qué usa mimaquillaje? ¿Quién se ha creídoque es?»

—Mamá, ¿tienes bandeja de té?

—¡Llévaselo así! ¡Dios!

6. Algunas respuestas

Keisha Blake LeahHanwell

M o r a d o Amarillo

Carneo, Culture Club, Bob Marley Madonna, Culture Club, Thompson Twins

Prefiero el dinero Ser muy famosa

Michael Jackson

Harrison Ford

Nadie. Si no hubiera más remedio, Rahim Supersecreto:Nathan Bogle

No lo sé Las margaritas o los tulipanes

Médico o misionera Directora

Leah Hanwell Keisha Blake

La paz mundial en Sudáfrica Que no haya bombas

S o r d a Sorda

H u r a c á n El león, labruja y el armario

E.T. E.T.

7 . Filete de pescado, racióngrande de patatasfritas y tarta demanzana

En Caldwell todo el mundo dabapor sentado que los fontaneros se

ganaban muy bien la vida. Keishano lo veía nada claro. O bien lariqueza personal de los fontanerosera un mito o bien su padre era unincompetente. En otro tiempo habíarezado para que a Augustus Blakele saliera trabajo, pero sinresultado alguno. Era un sábadocasi a mediodía y continuaban sinnoticia de escapes en tuberías oretretes atascados. Durante lasépocas de ansiedad, Augustus Blakese retiraba al balcón y fumabacigarrillos Lambert &c Butler, y

eso era justamente lo que estabahaciendo ahora. Keisha no sabía siLeah notaba como todos los demásla angustia del teléfono mudo. Lasdos chicas estaban tumbadas bocaabajo delante del televisor.Llevaban cuatro horas viendoprogramas matinales y dibujosanimados. Se turnaban pararidiculizarlos y no dejaban queJayden los viera en paz, pero nohabía otra forma de explicarsemutuamente por qué querían ver losmismos programas que un niño de

seis años. Cuando empezaron lasnoticias de la hora del almuerzo,Gus entró y preguntó dónde estabaCheryl.

—Ha salido.

—Ella se lo pierde.

Chillidos y un bailecito con lasmanos agarradas. Aparte de queMarcia aprovechara la situaciónpara apuntarse un tanto («¿Veis quépronto estáis listas para salircuando queréis ir a algún sitio?»),

la alegría se desató y todo seconcertó para extenderla; Marcia nolas hizo hablar con las mujeres dela iglesia a las que vieron en laavenida y Gus llamó a Keisha«señora Uno» y a Leah «señoraDos», y no se enfadó cuando Jaydensalió corriendo hacia los arcosgemelos de la eme dorada.

8. Radiografía

De vuelta a casa, sin embargo, setoparon con Pauline Hanwell, sola,arrastrando un carrito de la compra.

Era verdad que se parecía al actorGeorge Peppard. Jayden sostuvo enalto el juguete de su happy mealpara que lo viera la señoraHanwell. La señora Hanwell no lovio porque estaba mirando a Leah.Keisha Blake miró a su amiga LeahHanwell y vio cómo le subía elrubor por el cuello. La señoraBlake le preguntó a la señoraHanwell cómo estaba, la señoraHanwell contestó que bien y luegola pregunta fue repetida en sentidocontrario con idéntico resultado. La

señora Hanwell trabajaba deenfermera de cuidados generales enel Royal Free Hospital y la señoraBlake era asistente sanitariaafiliada al Saint Mary’s dePaddington. Ninguna de las dospertenecía en modo alguno a laburguesía, pero tampoco seconsideraban totalmente de claseobrera. Hablaron brevemente de lasanidad pública, con una mezcla dequeja y orgullo. La señora Hanwellles contó a los Blake que estabahaciendo un curso de formación

para ser radiografista, y Keisha sepreguntó si la señora Hanwell eraconsciente de que les había contadoexactamente lo mismo hacía unosdías delante de los contenedores.«Oye, Augustus, Colin dice que sitodavía quieres esos permisos deaparcamiento para la furgoneta, élte puede ayudar.» El señor ColinHanwell trabajaba para elayuntamiento. Su principalresponsabilidad era la seguridad delas bicicletas, pero también teníacierto poder en materia de

aparcamiento. Keisha pensó: ahorava a decir que se va al Marks &cSparks, y cuando hizo justamenteeso Keisha notó una punzadainolvidable de omnipotenciacreativa. Tal vez fuera verdad queella podía crear el mundo. «Leah —dijo la señora Hanwell—,¿vienes?» Keisha Blake percibió elintervalo entre aquella pregunta y surespuesta como una tensiónintolerable que se dilataba más alláde su capacidad de aguante, comouna experiencia casi infinita.

9. Lanzada

Estaba claro que Keisha Blake eraincapaz de empezar algo y noterminarlo. Si trepaba la tapia deCaldwell, estaba obligada arecorrer el perímetro entero sinimportar los obstáculos que hallarapor el camino (latas de cerveza,ramas). Aquella compulsión,aplicada a otros campos, semanifestaba en forma de«inteligencia». Cada palabraignorada la conducía al diccionario

(en busca de algo parecido a una«conclusión») y cada libro lallevaba a otro, un proceso que, porsupuesto, nunca concluiría. Comoera de esperar, aquel itinerario vitalle producía enormes satisfaccionesy al principio resultaba claro quesus deseos y capacidades estabanbásicamente alineados. Quería leercosas (no podía resistir el deseo deleer cosas), y leer era algo quecostaba poco esfuerzo y salíarelativamente barato. Por otro lado,el hecho de que la elogiaran por

aquellos hábitos reflexivos ladesconcertaba, porque ella se sabíafabulosamente tonta en relación conmuchas cosas. ¿Acaso no eraposible que aquello que los demásconsideraban inteligencia sólofuese en realidad una especie demutación de la voluntad? Ella eracapaz de estar más rato sentada enel mismo sitio que los demás niños,de aburrirse durante horas sinqueja, y se dedicaba en cuerpo yalma a rellenar hasta la últimaesquina de los libros para colorear

que a veces le llevaba AugustusBlake. Podía alterar aquellamutación volitiva tanto como laforma de sus pies o la calle dondehabía nacido. Era incapaz deobtener una satisfacción verdaderade los accidentes. Ahora aparecióuna brecha en la mente de la niña:una brecha entre lo que ella creíaconocer de sí misma,esencialmente, y su esenciaentendida por los demás. Empezó aexistir para los otros, y si alguien lehacía una pregunta cuya respuesta

desconocía, se cruzaba de brazos ymiraba hacia arriba. Como si lapregunta misma fuera demasiadoobvia para merecer su atención.

10. Habla, radio

¿Coincidencia? El azar tienelímites. El DJ que hablaba por laradio en la cocina de ColinHanwell no podía estar siempreentre dos temas. No podía estarsiempre entre dos temas justocuando Keisha Blake entraba en lacocina de los Hanwell.

Ella hizo pesquisas. Pero el padrede Leah, que estaba junto a laencimera desgranando guisantes, nopareció entender la pregunta.

—¿Qué quieres decir? Es que nohay música. Es Radio 4. Solamentehablan.

Uno de los primeros ejemplos de lamáxima «a veces la realidad superala ficción».

11. Métela

A Keisha Blake nunca se le habíaocurrido que su amiga LeahHanwell poseyera una personalidaden particular. Como les pasa a lamayoría de los niños, su relación sebasaba no en los sustantivos sino enlos verbos. Leah Hanwell era unapersona dispuesta y preparada parahacer una serie de cosas que KeishaBlake estaba dispuesta y preparadapara hacer. Juntas corrían, saltaban,bailaban, cantaban, se bañaban,coloreaban, iban en bicicleta,metían tarjetas de San Valentín bajo

la puerta de Nathan Bogle, leíanrevistas, comían patatas fritas,fumaban cigarrillos a escondidas,leían el diario de Cheryl, escribíanla palabra FOLLAR en la primerapágina de una Biblia, intentabansacar El exorcista del videoclub,veían a una prostituta o a unaperdida o a una loca de amormamársela a un tipo en una cabinatelefónica, buscaban la marihuanade Cheryl, buscaban el vodka deCheryl, afeitaban el brazo de Leahcon la maquinilla de Cheryl, hacían

el moonwalk, aprendían la danzaobscena popularizada por las Salt-N-Pepa y otras muchas cosas desimilar naturaleza. Pero ahorahabían terminado en la QuintonPrimary y les tocaba ir a la BraytonComprehensive, donde todo elmundo parecía tener personalidad,de manera que Keisha observó aLeah y trató de discernir elcontorno de su personalidad.

* * *

12. Retrato

Una persona generosa, abierta almundo, con la posible excepción desu propia madre. Había dejado decomer atún por consideración hacialos delfines y después toda clase decarne por consideración hacia losanimales en general. Si resultabaque había un vagabundo sentado enel suelo frente al supermercado deCricklewood, Keisha debía esperara que Leah Hanwell terminara de

hablar con él, y no solamente parapreguntarle si quería algo, sino paraentablar toda una conversación conmedio cuerpo inclinado. El hechode que fuera más áspera con supropia familia que con unvagabundo sólo indicaba que lagenerosidad no tiene un volumeninfinito y debe emplearse de formaestratégica donde hace más falta. Enla Brayton congeniaba con todo elmundo sin excepciones ni límites,pero los peores casos no ladistanciaban de la gente popular o

viceversa, y Keisha Blake nolograba entender cómo se lasarreglaba. Algo de esta armoníauniversal se extendía a Keisha porasociación, aunque nadie confundiójamás la contumacia mental deKeisha con el espíritu generoso desu amiga.

13. Grava

Un día, de vuelta a casa con unachica llamada Anita, Keisha Blakey Leah Hanwell se encontraronescuchando una historia terrible. A

la madre de Anita la había violadoun primo suyo en 1976 y esehombre era el padre de Anita. Lometieron en la cárcel, pero ya habíasalido. Anita no había llegado aconocerlo y tampoco quería. Partede su familia pensaba que su padreno había violado a su madre. Era undrama doméstico, pero también unaespecie de intriga aterradora,porque ¿quién sabía si el padreviolador de Anita no estabaviviendo también en NW y/oespiándolos a todos en aquel

preciso instante desde algunaatalaya? Las tres chicas sedetuvieron en el patio de grava deuna iglesia y se sentaron en unbanco. Anita lloró y Leah también.

—¿Cómo sé qué mitad de mí esmalvada? —preguntó Anita.

Pero el legado de los padres nosignificaba gran cosa para KeishaBlake; ella tenía la firmeconvicción de no ser en absolutouna creación de sus padres y, enconsecuencia, tampoco podía creer

que alguien fuera creación de lossuyos. De hecho, abrigaba la tenazfantasía del padre y/o la madreinexistentes, y los libros infantilesque más le habían gustado siempreempezaban con el protagonistaheredando una libertad terrible trasalguna forma de apocalipsisparental. Trazó un ocho en el suelocon la zapatilla izquierda y pensóen las dos páginas que tenía queescribir antes de la mañanasiguiente sobre las Leyes del Trigode 1804.

14. Ese oscuro objeto del deseo

La aérea tecnología rojiblanca de ladiosa griega de la victoria. KeishaBlake pegó la mano al cristalreforzado del escaparate. Separadade la felicidad. Estaba por todaspartes, el aire, para quien quisieratomarlo, pero ella había empezadoa desearlo ahora que lo veía asídefinido, exento y hecho visible.¡La cosa infinitamente disponibleahora encerrada en la suela de unazapatilla! Hay que admitir la

audacia. Noventa y nueve libras.Tal vez para Navidad.

15. Evian

Y con el agua habían conseguidoexactamente lo mismo. Cuando viola botella escondida bajo una bolsade zanahorias, Marcia Blake lesoltó un improperio a Keisha Blake,arrancó el envase del carrito y lodevolvió a un estante que no lecorrespondía, junto a lasmermeladas.

* * *

16. El horario nuevo

—Fíjate. Lo tienes en clase deFrancés. Y en clase de Teatro. —¿A quién?

—¡A Nathan!

—¿A Bogle? ¿Y qué?

—Dios bendito, Keisha. Pero si

éramos unas crías. Mira que eresboba a veces.

17. Certificado General deEstudios Secundarios

En el despacho del tutor de KeishaBlake, las gorras de béisbol y labisutería improcedente eranconfiscadas y colgadas de ganchosen la pared. A Keisha Blake no lahabían llamado para unareprimenda, había ido ella parahablar de las opciones que tenía enuna serie de exámenes para los que

aún faltaban tres años. No eraverdad que quisiera hablar deaquellos exámenes, simplementequería poner de manifiesto que erauna de esas personas que piensan enlas cosas importantes de la vida contres años de antelación. Cuando selevantaba para marcharse, vio unacadena de plata de la que pendíauna pistola diminuta engastada concristales de strass.

—Es de mi hermana —dijo.

—¿Ah, sí? —dijo el profesor, y

miró por la ventana.

—Ya no estudia aquí —insistióKeisha—. La expulsaron.

El profesor frunció el ceño.Descolgó el collar de la pared, selo dio a Keisha y le dijo:

—Cuesta creer que entre CherylBlake y tú haya el más mínimovínculo familiar.

18. Walkman Sony (prestado)

El hecho de que Keisha pudiera oíra Rebel MC con los cascos y almismo tiempo caminar porWillesden Lañe era una especie demilagro y éxtasis moderno, y sinembargo la jornada apenas dejabaespacio para el éxtasis, el abandonoo la simple pereza, porque todo loque hicieras en la vida debíashacerlo el doble de bien que losdemás, «sólo para obtener lomismo», un inquietante principioque defendían simultáneamente lamadre de Keisha Blake y su tío

Jeffrey, de quien se decía que eraun tipo «con mucho talento», perotambién «un bala perdida».

19. Desvío al tiempopluscuamperfecto

(A veces Jeffrey, que no eramiembro de la Iglesia, arrinconabaa su sobrina de trece años y ledecía cosas desconcertantes.«¡Compruébalo! ¡Compruébalo!»,le había dicho el día anterior,durante la boda de la prima Gale.Keisha solamente podía suponer

que se estaba refiriendo a unaconversación mantenida muchassemanas antes. Por ello, lo quehabía querido decir era:«Comprueba si la CIA tiene laestrategia de inundar con crack losbarrios negros pobres y verás quetengo razón.» ¿Cómo? ¿Dónde?)

20. Walkman Sony (revisitación)

Que dos personalidades tandistintas como su madre y el tíoJeffrey coincidieran en una opiniónconfería cierta fuerza a esa opinión.

Pero seguramente ninguno deustedes recriminaría a Keisha Blakeel actual placer de pensar conmúsica, ¿verdad? ¡Oh, esa bandasonora al aire libre! ¡Oh, esaexistencia orquestal!

21. JaneEyre

Siempre que se metían con ella, aKeisha Blake le resultaba útilrecordar que si leías la literaturarelevante o veías las películaspertinentes pronto descubrías queser puteada era, a todos los efectos,

el signo de una personalidadsuperior, y cuanto más intenso elputeo, más probable resultaba eldesquite durante la segunda parte dela vida, cuando las cualidadescomo las que Keisha Blake poseía(inteligencia, voluntad de poder) seconvertían en «su propiarecompensa». Esta idea seguíasiendo cierta aunque la gente de esaliteratura y esas películas no separeciera en nada a ti, viniera de ununiverso histórico ysocioeconómico distinto y (si te

hubiera conocido) seguramente tehabría esclavizado o al menosputeado de la manera en que lohacía Loma Mackenzie, que tenía unproblema con el hecho de queactuases como si fueras mejor quetodos los demás.

22. Cita

Se podían encontrar másconfirmaciones de este principio enla misma Biblia.

23. Spectrum 128k

A Leah le regalaron un ordenadorpersonal por su decimocuartocumpleaños. Keisha Blake leyó elfolleto explicativo y fue capaz deprogramar una serie básica decomandos para que en respuesta aavisos específicos aparecierantextos en pantalla como si elordenador estuviera «hablando».Hicieron una prueba con el señorHanwell.

>>¿CÓMO TE LLAMAS?

—¿Tengo que escribir aquí? Me

siento ridículo.

>> COLIN ALBERT HANWELL

>> ENCANTADO DE CONOCERTE,COLIN

—¡Caray! ¿Eso lo has hecho tú,Keisha? ¿Cómo haces esas cosas?Me estoy quedando anticuado.Pauline, ven a ver esto, no te lo vasa creer.

Cuando terminaron de deslumbrar alos Hanwell, hicieron otra prueba

para divertirse en privado.

>>¿CÓMO TE LLAMAS?

>>LEAH HANWELL

>>¿AH, Sí? VAYA CAÑA DE NOMBRE,¿NO?

24. El número 37

Los domingos, Keisha Blake iba ala Kilburn Pentecostal con sufamilia, salvo Cheryl, y Leah losacompañaba a menudo, no porquefuera creyente, ni mucho menos,

sino más bien movida por lagenerosidad de espíritu que se hadescrito antes. Pero ese día emergióun nuevo planteamiento. Cuandollegaron a la esquina delMcDonald’s, Leah Hanwell le dijoa Keisha Blake: —Mejor pensado,creo que voy a coger el 37 para iral Lock y ver a esa peña.

—Muy bien —dijo Keisha Blake.

Durante el verano se habíaproducido un intento de mezclar ala peña del Camden Lock con la de

Caldwell, pero a Keisha Blake nole interesaban especialmente niBaudelaire ni Bukowski ni NickDrake ni Sonic Youth ni JoyDivisión ni los chicos que parecíanchicas y viceversa, ni Anne Rice niWilliam Burroughs ni Lametamorfosis de Kafka ni lacampaña por el desarme nuclear niGlastonbury ni los situacionistas niElfinal de la escapada ni SamuelBeckett ni Andy Warhol ni unmillón de cosas de Camden, ycuando Keisha llevó un maravilloso

single de Monie Love para ponerloen el equipo de Leah hubo algoespantoso en el modo como Leah sesonrojó y admitió que seguramenteno pasaba nada por bailar aquello.Solamente les quedaba Prince, ytambién se estaba agotando.

25. Vivre sa vie

Aquella divergencia de gustos tanrepentina y violenta teníaestupefacta a Keisha, que insistía encreer que los nuevos gustos de Leaheran una pose sin relación alguna

con lo esencial de su ser yprincipalmente adoptada parafastidiar a su más vieja amiga.

—Llámame luego —dijo LeahHanwell, y se subió de un salto a laplataforma trasera del autobús.

Keisha Blake, cuya célebredeterminación y constancia nodejaban mucho sitio para laangustia existencial, vio cómo suamiga subía al piso alto del autobúscon su nuevo maquillaje de ojos depanda, y luego pasó un mauvais

quart d’heure preguntándose si ellamisma tenía personalidad o sólo erala acumulación y el reflejo de todaslas cosas que había leído en loslibros y visto en la televisión.

26. Tiempo relativo

Una serie de factores (su recatoindumentario, su prematuramaduración física, las gafas) secombinaban para hacer que KeishaBlake pareciera considerablementemayor de lo que era en realidad.

27. 50 mi de vodka

En vez de ser conocida como una«personalidad», Keisha Blake sevolvió indirectamente popularcomo función. Compraba alcohol amucha gente que parecía demasiadojoven para hacerlo ella misma, y lacreencia irracional en el «talento»de Keisha para esa actividadempezó a acarrear su propiocumplimiento, pues, investida conesa fe ajena en su infalibilidad,acabó por creérsela. Pese a todo,

resultaba extraño comprar alcoholpara Leah.

—Tiene que caberme en el bolsillode atrás.

—¿Por qué?

—Porque va a haber doscientaspersonas bailando pogos y una nopuede ir por ahí con una copa devino.

Como el evento no empezaba hastatarde, Leah fue a la habitación de

Keisha Blake a beber y hablar hastaque llegara la hora de marcharse.Lo más probable era que luegoconociese a alguien con el pelohasta los ojos y se acostara con él.

—Ayer vi a Nathan en el sitio delas patatas fritas —dijo Keisha.

—Dios, Nathan —dijo LeahHanwell.

—No vuelve el trimestre que viene—dijo Keisha Blake—. Al final lohan expulsado.

—Era cuestión de tiempo —dijoLeah Hanwell, y abrió la ventanapara encenderse un cigarrillo.

Siguió bebiendo y se pasó un buenrato girando el dial de la radio enbusca de una emisora pirata que noencontraba. Sobre las diez y cuartode la noche, dijo:

—No creo que las mujeres puedanser hermosas de verdad. Creo quepueden ser muy atractivas y que tepueden dar ganas de follártelas y dequererlas y bía, bía, pero estoy

convencida de que en el fondo sólolos hombres pueden ser hermososde verdad.

—¿Eso crees? —repuso Keisha, yescondió su desconcierto con unlargo trago de té. No estaba nadasegura de a quién se refería aquelpronombre en segunda persona.

28. Conejo

En la víspera de su decimosextocumpleaños, a Keisha Blake ledejaron un regalo frente a la puerta

de su apartamento. El papel deregalo estaba poblado de mariposasidénticas. La tarjeta no llevabafirma y decía: ÁBRELO EN PRIVADO,pero el ángulo de la pe y las puntasde la uve le indicaron que era laletra de su buena amiga LeahHanwell. Se retiró al cuarto debaño. Un vibrador rosa fluorescentecon cuentas giratorias en laformidable punta. Keisha se sentósobre la tapa del retrete e hizoalgunos cálculos estratégicos.Envolvió el consolador en una

toalla, lo escondió en la habitaciónque compartía con Cheryl y luegose llevó la caja y el papel de regaloal patio para tirarlos en loscontenedores públicos situadosjunto al aparcamiento. El sábadosiguiente por la mañana empezó aexperimentar los primeros síntomasde un resfriado y el domingo alegótos fuerte y dolor de vientre. Sumadre le presionó la lengua haciaabajo con un tenedor y dijo que erauna lástima porque el pastorAkinwande iba a comentar la

historia de Abraham e Isaac. Desdeel balcón, Keisha Blake vio, no sincierto pesar, cómo su familia se ibaandando a la iglesia: le interesabasinceramente la historia deAbraham e Isaac.

29. Corre, conejo

Pero también había decidido enprivado que ella era una creyentedistinta a su madre, y que podíasobrevivir a ocasionalesincursiones antropológicas en elterreno del pecado. Volvió adentro

y asaltó un despertador y unacalculadora para extraerles laspilas. No recurrió a ningunailuminación ambiental ni pusomúsica suave o velas aromáticas.Tampoco se quitó la ropa. Al cabode tres minutos ya había averiguadounas cuantas cosas que antes nosabía: qué es un orgasmo vaginal, ladiferencia entre el orgasmo vaginaly el clitoriano, y la existencia deuna sustancia viscosa segregada porsu cuerpo que después debíaenjuagar de los surcos del vibrador

usando el pequeño lavabo quehabía en un rincón del cuarto.Solamente tuvo el consolador unpar de semanas, pero durante esetiempo lo utilizó con regularidad,en ocasiones varias veces al día, amenudo sin lavarlo después ysiempre de aquella forma escueta yeficiente, como si estuvieradelegando la tarea en otra persona.

30. Plusvalía, esquizofrenia,adolescencia

—Aquí deberíamos hacer esto —

dijo Layla antes de cantar una notanueva que Keisha apuntó.

—Role models —cantó Layla en lanueva clave—, Bringing the truth,bringing the light.

Keisha volvió a tomar notas.

—Making it right —dijo Layla, yrepitió las mismas palabras perocantándolas, y Keisha asintió con lacabeza e hizo otra anotación.

Layla tenía un talento genuino para

la música y una voz preciosa. Sumadre era una conocida cantante deSierra Leona. Keisha no sabíacantar y tocaba la flauta bastantemal. Había aprendido notaciónmusical por su cuenta en unas pocassemanas usando partituras de pianocogidas en la iglesia. Como ocurríacon todo lo que tuviera que ver consímbolos y/o significados, a Keishano le había costado nada aprender,y no sabía ni por qué era así ni quésignificaba aquella facilidad ni porqué su hermana Cheryl no había

recibido la misma merced ni quéiba a hacer con aquello, ni siquierasi «aquello» era un nombre o unverbo o tenía alguna realidadmaterial fuera de su mente. Ahoraestaban las dos escribiendo unacanción para el coro infantil que sereunía en aquel centro parroquiallos jueves después de misa. Keishay Layla eran buenas amigas, aunqueno tanto como Keisha y Leah. Laverdad es que no las había juntadoningún episodio dramático, aunqueen la mente de la Iglesia estaban

unidas de una forma natural einevitable.

—Leading the way —cantó Layla.

Keisha tomó nota. Sus manos olíana vagina. Ahora Layla volvió ahablar sin música:

—O algo así como sisters today,leading the way.

Keisha apuntó aquello y lo pusoentre paréntesis para indicar quetodavía no era una letra definitiva.

Si aquello era «talento» (lacapacidad de cantar o de asimilar yreproducir rápidamente la notaciónmusical), ¿a qué categoríapertenecía entonces el «talento»?¿Era un artículo de consumo? ¿Undon? ¿Un premio? ¿Unarecompensa? ¿Para qué?

—We follovj the truth , we followthe light! —cantó Layla.

Se trataba de una parte ya definitivade la canción, tanto la música comola letra. Sin nada que apuntar,

Keisha se inquietó. Al otro lado dela sala había un espejo. Dosjóvenes y admirables hermanassentadas en el borde de unescenario improvisado, la unacantando y la otra transformando lamúsica en su sombra, en notaciónmusical. Esa eres tú. Y ésa es ella.Ella es real. Tú, una impostura.Mira más de cerca. Aparta la vista.Ella es coherente. Tú lo inventastodo sobre la marcha. Ella no debesaberlo.

—And then from here to here —cantó Layla, y cantando esaspalabras daba instrucciones para lamúsica. Keisha hizo la anotación.

31. Permiso para entrar

Aunque eran cinco, los Blakeocupaban un apartamento de tresdormitorios y un solo cuarto debaño, y únicamente el más pequeño,Jayden, tenía habitación propia. Porlo que Keisha veía, a su hermano laintimidad no le interesaba, teníadoce años y seguía siendo propenso

a arranques de desnudez doméstica;en cambio, para ella sí que eranecesaria, y lo era más cada día quepasaba, y la llegada del consoladorla llevó a reabrir un viejo debatecon su madre.

—¡Es un derecho humano! —exclamó Keisha Blake.

Módulo B16 del bachilleratoelemental: El movimiento de losderechos civiles en Norteamérica.Módulo D5: El movimientocartista.

—Si hubiera un incendio tequemarías en tu cuarto —le dijo sumadre—. ¿Esto es idea de Cheryl?La gente que quiere cerraduras tienecosas que esconder.

—La gente que quiere cerradurassolamente reclama un derechohumano básico: la intimidad.Búscalo si no te lo crees —repusoKeisha, aunque con menosvehemencia, alarmada por el hechode que su madre, limitándose aesgrimir un to-picazo materno,

pudiera haber adivinado la verdadcon tanta exactitud.

Se retiró a su habitación y pensó enJesús, otra persona profundamentedivina a quien no consideraba comotal la misma gente estereotipada quese calificaba a sí misma de piadosa,aunque, para ser justos, lo másseguro es que aquella gente tambiénfuera divina a veces, a su manerainculta, aunque solamente poraccidente y muy poco.

* * *

32. Diferencia

El orgasmo clitoriano es unfenómeno localizado y circunscritoal clítoris mismo. Absurdamente, laestimulación directa del clí-toris nosuele causarlo, sino que provocadolor, molestias y a veces unaburrimiento infinito. La forma másdirecta de alcanzarlo es lamanipulación vigorosa y circulardel clítoris y los labios vaginalesde forma conjunta, con la mano. El

espasmo resultante es brusco eintensamente placentero, perobreve, como el orgasmo masculino.Con respecto a la controversia«orgasmo clitoriano vs. orgasmovaginal», Keisha descubrió que eraagnóstica. Como si te preguntan porla superioridad del azul conrelación al verde.

El orgasmo vaginal podíaprovocarlo la penetración, perotambién el simple acto de moverligeramente la pelvis adelante y

atrás mientras una pensaba en algoestimulante. Este último método eraespecialmente eficaz en autobuses oaviones. Parecía existir unapequeña protuberancia carnal (deltamaño aproximado de una monedade diez peniques) en medio de lapared vaginal, en el lado máscercano al ombligo, que eraestimulada por este «bamboleo»,pero Keisha no tenía forma humanade saber si se referían a estocuando hablaban del «punto G», nitampoco si éste era la causa de ese

placer casi insoportable. Sealcanzara como se alcanzara, lollamativo del orgasmo vaginal erasu duración y su intensidad. Seexperimentaba como una serie deespasmos en los que daba laimpresión de que la vagina mismase abría y se cerraba como un puño.Y tal vez fuera así. Pero KeishaBlake tampoco tenía claro si laexpresión «orgasmo múltiple»designaba aquello, aunque lo máscomún en las vacilantesdescripciones del orgasmo

femenino era identificar cada«cierre de puño» con un orgasmohecho y derecho. Tal vez sólo fueraun problema fenomenológico. SiLeah Hanwell decía que la flor eraazul y Keisha Blake decía que laflor era azul, ¿cómo podían estarseguras de que al decir la palabra«azul» estaban designando elmismo fenómeno?

* * *

33. Prueba de cargo

Marcia encontró el regalo de Leahdurante uno de sus registrosrutinarios. En realidad, esosregistros tenían como objetivo aCheryl (que había empezado adesaparecer los viernes y regresarlos lunes), y a Keisha nada lehabría resultado más fácil queañadir tenencia de consolador a lareputación ya arruinada de suhermana. Incapaz de seguir viendo

cómo Marcia blandía la bolsa deplástico, Keisha Blake se tiró bocaabajo sobre la cama para romper enun llanto fingido, pero durante esamaniobra se sintió atrapada por undilema auténtico: era tan incapaz detolerarse la inculpación de Leah osu hermana como de imaginar lasegunda alternativa disponible (quesu padre fuese informado). Lopensó de una forma y lo pensó deotra, pero no había escapatoria, yprobablemente fue ésa la primeravez que consideró la cuestión del

suicidio.

—Y no me cuentes que lo hascomprado —le dijo su madre—,porque ya me dirás de dóndepodrías haber sacado el dinero.

En el curso de aquel interrogatorio,Marcia fue mencionando a casitodas las chicas del bloque antes deresignarse a la do-lorosaposibilidad de Leah y de hallar laconfirmación en la cara de su hija.

34. Ruptura

Después de aquello se abrió unabrecha (impuesta por Marcia) entreLeah Hanwell y Keisha Blake,seguida de un enfriamiento del queya no se podía culpar únicamente aMarcia. Las chicas tenían dieciséisaños. Aquel período duró año ymedio.

35. ¡Angustia existencial!

Sin Leah (en la escuela, en lascalles, en Caldwell), Keisha Blakese sentía desenmascarada yexpuesta. Hasta la ruptura no había

advertido que el atributo «ser laamiga de Leah Hanwell» constituíauna especie de pasaporte y leotorgaba un salvoconducto en casitodas las situaciones. Ahora, encambio, se veía relegada al reinoconceptual de «las chicas de laiglesia», que eran en su mayoríanigerianas o de otras partes deAfrica, y no compartían ni lacuriosidad antropológica que sentíaKeisha por el pecado ni su amorpor el rap. Estaba convencida, cono sin razón, de ser una anomalía

para las chicas de su propio mundo,y no le cabía duda de que para lasjuerguistas y las indies habíaescogido una forma de marginacióninapropiada. Keisha Blake noreparaba en que esos sentimientosde alienación son el destino banalde todos los adolescentes. Seconsideraba afligida de una formaespecial, y no es ningunaexageración decir que difícilmentelograba pensar en alguien (tal vezJames Baldwin o Jesucristo) quehubiera experimentado el hondo

aislamiento y la amarga soledadque ahora constituían para ella laúnica realidad verdadera de estavida.

36. El enemigo de tu enemigo

Hay que admitir que Marcia Blakecreyó ver una oportunidad en laruptura de Keisha Blake con LeahHanwell. La ruptura coincidió conel problema del sexo, que encualquier caso ya no se podía pasarpor alto. Una simple prohibiciónhabría causado el efecto contrario:

ya habían pasado por eso conCheryl, que ahora tenía veinte añosy estaba embarazada de seis meses.La elegante solución de la señoraBlake fue empujar a Keisha haciaRodney Banks: en el momentoexacto en que su hija estaba a puntode explotar, aquello apagó lamecha. Rodney vivía en la mismaplanta del edificio e iba al mismoinstituto. Era uno de los pocoschicos antillanos en la iglesia. Sumadre, Christine, era íntima amigasuya.

—Tienes que darle un poco detiempo a Rodney —dijo Marciapasándole a Keisha un plato paraque lo secara—. Es como tú,siempre está leyendo.

Keisha siempre había recelado deRodney exactamente por eso, yprocuraba evitarlo (si ello eraposible en un sitio como Caldwell)basándose en el principio de que loúltimo que necesita una persona quese está ahogando es a otra personaque se está ahogando.

38. Por otro lado

A buen hambre no hay pan duro.

39. Lectura con Rodney

Keisha Blake estaba sentada en lacama de Rodney Banks, con laspiernas bajo el trasero. Ya medíametro setenta y dos, mientras queRodney había dejado de crecer elverano anterior. A fin de serprevisiblemente cristiana con él,intentaba estar sentada en casi todaslas circunstancias. Rodney tenía en

la mano la versión abreviada de unpeligroso libro de Albert Camusque había sacado de la biblioteca.Ambos pronunciaban la te y la esedel nombre porque ignoraban lapronunciación correcta: lospeligros de ser autodidacta. Rodneyleía el texto en voz alta añadiendosus comentarios escépticos. Lollamaba «poner a prueba su fe». Albuen pastor le gustaba recomendaraquella estrategia aguerrida a losadolescentes de su rebaño, aunquees poco probable que lo hiciera

teniendo en mente a Camus. RodneyBanks se parecía un poco a MartinLuther King: la misma cara redonday afable. Cuando hallaba unargumento interesante hacía unapequeña anotación ilícita en lapágina, que luego Keisha leía ytrataba de admirar. A ella lecostaba concentrarse en el libroporque le preocupaba bastantecuándo y cómo iban a empezar lostocamientos sexuales. Habíasucedido el viernes pasado y elanterior, pero ninguna de las dos

veces ella había sabido lo que seavecinaba hasta el último momento,puesto que ninguno de los dos eracapaz de referirse a elloverbalmente, y tampoco deprepararlo de forma natural. Lo quehabía hecho en ambas ocasiones eralanzarse raudamente encima deRodney y esperar una reacción quehabía obtenido sólo de formaaproximada.

—«Adoptamos el hábito de vivirantes que el de pensar» —leyó

Rodney. Luego apuntó junto aaquella frase: «¿Y qué? (argumentofalaz).»

40. Abogacías

El período de enfriamiento en larelación entre Keisha Blake y LeahHanwell coincidió con susexámenes de acceso a launiversidad, y esto fue en parte unadecisión práctica por parte deKeisha. Por entonces Leah estabatomando casi cada fin de semana lapopular anfetamina de discoteca

conocida como éxtasis, y Keisha notenía fe en su capacidad paraadoptar ese estilo de vida y aun asíaprobar unos exámenes queempezaba a juzgar esenciales. Unacomprensión que había llegado enparte gracias a los esfuerzos de unaorientadora profesional quevisitaba su instituto. Lector, ¡hayque entenderlo! Una joven deBarbados, recién llegada a esetrabajo y optimista. El nombre noimporta. Estaba especialmenteimpresionada con Rodney, se lo

tomaba en serio y lo escuchaba conatención cuando él hablaba del«Derecho». Costaba saber de dóndehabía sacado Rodney Banks la ideadel «Derecho». Su madre servíacomidas en el colegio y su padreconducía un autobús.

41. Entre paréntesis

(Muchos años después, mientrasdaba un largo paseo por el noroestede Londres, a Keisha Blake se leocurrió que aquel joven a quienhabía convertido en simple

anécdota cómica durante las cenascon invitados también había sido enmuchos sentidos un milagrosoinventor de sí mismo, un jovenprovisto de una voluntad tremendaque superaba con creces la suya.)

42. Buen lugar / no lugar

La joven de Barbados les dijo aKeisha Blake y Rodney Banks quenecesitaban un plan. Los tres sabíanque Marcia Blake ya tenía supropio plan: apuntarla durante unaño a un curso de administración de

empresas en la Academia Coles,que en realidad sólo era un pasillocon despachos sobre el antiguoWoolworths de Kilburn High Road.Un chanchullo, un centro sinpapeles regentado por un keniataconocido del pastor Akinwande, yque no requería moverse de casa.

43. Contra

La orientadora profesional deBarbados eligió cinco centros paraKeisha Blake y Rodney Banks (losmismos centros; habían decidido no

separarse) y les enseñó a rellenarlos formularios necesarios.Escribió a Marcia de parte de Leah.No va a costar dinero. Le darán unabeca del ayuntamiento que locubrirá todo. Hay iglesia. El tren vadirecto, ella no correrá riesgoalguno y además no será la única.Luego aconsejó a Keisha quecontinuara con aquella campaña depresión durante el invierno. Y aRodney le dijo que hiciera lomismo con su madre, Christine.Keisha no confiaba en que aquellas

campañas surtieran efecto. Marciahabía estado en el «campo» y no loconsideraba un entorno seguro;prefería Londres, donde al menossabías a qué atenerte. Luego, enabril, «ese pobre chico indefenso»(como lo llamaba invariablementeMarcia) fue atacado por una«manada de animales» y apuñaladoen una parada de autobús deEltham. Keisha Blake, MarciaBlake, Augustus Blake, CherylBlake y Jayden Blake secongregaron frente al televisor para

ver cómo aquellos jóvenes blancossalían libres de los juzgadosblandiendo sus puños en direccióna los fotógrafos. El cadáver delchico fue enviado a Jamaica yenterrado en la parroquia deMarcia.

* * *

44. Lejos de Brideshead

La puerta principal no estaba

cerrada con llave. Rodney entró,fue directamente al dormitorio delas hermanas Blake y dijo:

—¿Dónde está?

—En la cama —dijo Keisha.

—Déjame verla —pidió Rodney.

Keisha le enseñó la extraña cartasellada con un escudo de armas y ledijo:

—Pero si tú no vas, yo tampoco.

—Déjame leerla.

—Sólo es la invitación para unaentrevista. No pienso ir. Además,debe de costar un pastón.

—Si entras te lo paga el gobierno—dijo Rodney—. ¿Es que no losabes?

—¡A ver si os calláis los dos, tíos,que está durmiendo el niño! —exclamó Cheryl.

—¡Si no quiero ir! —exclamó

Keisha.

—¿Me dejas leerla, por favor?

Y después de leerla ya no volvió amencionarla, ni tampoco Keisha.Aquella noche fueron al Odeon deSwiss Cottage a ver una películasobre un hombre que se disfrazabade mujer para vigilar a sus hijospor razones que la ensimismadaKeisha no pudo ni empezar aentender.

45. Economía

Las entrevistas de Manchesterestaban programadas entre las diezy las once de la mañana. Para llegara Manchester desde la estación deEuston había que coger un tren quesaliera antes de las nueve y media.Los billetes de ida y vuelta paraaquellos trenes costaban 103 libras.Edimburgo quedaba descartado poruna razón incluso más cara.

* * *

46. Pausa para un pensamientoabstracto

En todas las casas del mundo, y enmuchos idiomas, esta frase sueleaflorar tarde o temprano: «Es queya no te conozco.» Siempre estuvoallí, oculta en un rincón olvidado,esperando la hora propicia.Apilada con los vasos, aplastadaentre los vídeos o cualquier otrodispositivo visual. ¡Ya no teconozco!

47. Una pausa más

En las revistas de divulgacióncientífica ponen como ejemplobiológico la regeneración celular.Muchos años después de los hechosque se cuentan aquí, durante unacena con invitados en su casa, unfilósofo sentado a la derecha denuestra heroína le sugirió a ésta quehiciera un experimento mental:¿Qué pasaría si tus neuronas fueranreemplazadas una a una por las deotra persona? ¿En qué momentodejarías de ser tú misma? ¿En quémomento te convertirías en otra

persona? Le olía el aliento. El lepuso una mano sobre la rodilla yella no se la quitó para no montaruna escena delante de su mujer. Laseñora Blake había adquirido aesas alturas de su vida unosmodales extraordinariamentecivilizados. La mujer del filósofoera una canosa abogada de laCorona. En la brillante cabeza delfilósofo era una vieja yainconcebible como esposa. Y aunasí.

48. Reunión de vecinos

En una junta de vecinos deCaldwell (donde Leah y Keisha,obligadas por sus padres, eran lasúnicas asistentes jóvenes), Keishavio un asiento libre junto al deLeah, pero no fue hacia allí. Alacabar la reunión intentóescabullirse sin ser vista, pero Leahla llamó desde la otra punta de lasala: Keisha se volvió y se encontrócon aquella cara franca que tan bienconocía, son-riéndole, indiferente a

las maldades con que laimaginación de Keisha intentabadenigrarla.

—Eh —dijo Leah Hanwell.

—Qué tal —dijo Keisha Blake.

Hablaron sobre el aburrimiento dela reunión y el crío de Cheryl, perofue imposible reprimir el otro temadurante mucho rato.

—¿Cómo te fue en Manchester?¿Viste a Michael Kons-tantinou?

Estaba el mismo día que tú. Pero élquiere entrar en Periodismo.

—Ya no vamos allí —dijo KeishaBlake subrayando deliberadamenteel plural—. Vamos a Bristol o aHull.

—A Rodney lo veo en Historia.Nunca abre la boca.

Keisha entendió aquel comentariocomo un insulto personal y defendióa Rodney con vehemencia. Leahpareció confusa y se toqueteó los

tres anillos que le colgaban delcartílago superior de la oreja.

—No; quiero decir que no hacepreguntas, que ya lo sabe todo. Escallado pero letal. Ninguno de losdos vais a tener ningún problemapara entrar, está claro. Por lomenos tú has aprobado lasmatemáticas. Yo tengo insuficiente.Y si has suspendido lasmatemáticas hay muchos sitiosdonde ni siquiera te miran el restode las notas. Lo tengo muy cuesta

arriba.

Keisha intentó neutralizar ladesproporcionada reacciónsugiriéndole a su vieja amiga quefuera a estudiar con ella y su nuevonovio.

—Supongo que sólo necesitoponerme a ello y concentrarme. Yame las apañaré sola. Aunque estaríabien verte pronto, antes demudarnos. Pauline está encantada.A mí me da igual. De todasmaneras, para septiembre estaré en

Edimburgo, o eso espero. Ellaactúa como si me hubiera hecho ungran regalo. Una nueva vida. «Esprácticamente Maida Vale. Másvale tarde que nunca, supongo.» —Esto último lo dijo imitando la vozde Pauline.

* * *

49. Movilidad

Los Hanwell se mudaban a un

dúplex. Prácticamente en MaidaVale. A Keisha ya se lo habíacontado todo Marcia; jardíncompartido y tres dormitorios. Unacosa llamada «estudio».

50. Rodney toma nota

«Nuestra preeminencia: vivimos enla época de la comparación»(Nietzsche).

51. Infiltrado

Rodney Banks no alborotaba en

clase, tampoco hablaba, y estacombinación lo hacía invisible,anónimo. Keisha Blake le preguntópor qué nunca hablaba con losprofesores. El le contestó que erauna estrategia. Igual que a Keisha,le gustaban las estrategias. Era unade las cosas que tenían en común,aunque debe señalarse que laesencia de sus estrategias era muydistinta: Keisha quería entrar por lapuerta principal a base de encanto;Rodney quería entrar a hurtadillaspor la puerta de atrás,

desapercibido. Había marcadotantos pasajes de El príncipe deMa-quiavelo que ahora el libro eraun enorme bloque amarillo y no seatrevía a devolverlo a la biblioteca.«La difícil situación y la corta edadde mi reino me obligan a hacerestas cosas y a proteger todas misfronteras.» Parecía que siemprellevaba el libro encima, junto con laBiblia del Reyjacobo, unacombinación en la que no veíacontradicción alguna.

52. Nirvana

Leah estaría seguramente en suhabitación, agarrada a su foto,llorando. A Keisha le costabareprimir cierto placer cuando seimaginaba la escena. Luego, enmitad del noticiario, Marcia dijoalgo increíble citando como fuentea un médico de su clínica, y a lamañana siguiente Keisha se fuedirecta a la biblioteca acomprobarlo. Se enfureció aldescubrir que en términos

estadísticos la bravata de Marciaera correcta: nuestra gente casinunca hace eso.

53. Paridad

Para julio, tanto a Leah Hanwellcomo a Keisha Blake ya les habíanofrecido plaza en la universidad.Las dos tenían amantes (el de Leahtocaba el bajo en una bandallamada No No Never). Lasuniversidades y los amantesmostraban niveles similares decalidad, pese a sus muchas

diferencias. Ambas chicas sehabían convertido en mujeres concierto atractivo físico, sinproblemas de salud o mentalesimportantes. A ninguna leinteresaba broncearse. Leah teníaplaneado pasar gran parte de suúltimo verano en NW, a la sombrade un roble de Hampstead Heathcon un buen surtido de amigos,comida de picnic, mucho alcohol yun poco de marihuana. No parabade invitar a Keisha, que teníamuchas ganas de ir. Pero Keisha

ahora tenía un trabajo a tiempoparcial en una panadería de KilburnHigh Road, y cuando no estaba enla panadería estaba en la iglesia, obien ayudando a Cheryl con elbebé. En la panadería le pagaban3,25 por hora. La normativa laobligaba a llevar unos zapatosnegros y planos de suela gruesa ypunta redondeada y un uniformemarrón y blanco rematado por un«gorro de panadera» provisto deuna banda elástica en cuyo interiorhabía que colocar hasta el último

mechón de pelo. La banda le dejabauna marca alrededor de la cabeza.Le tocaba lavar los moldes de loscruasanes y limpiar el azúcar de losdónuts que quedaba incrustado en elfino surco situado entre la bandejadel expositor y el cristal. Y muchasotras tareas ingratas. Había pensadoque prefería aquello a hacer dedependienta en una tienda de ropa,pero al final ni siquiera suentusiasmo por los canapés desalchicha y las barritas glaseadas lepermitía aguantarlo. Tenía el folleto

informativo de la universidadguardado en su taquilla y a menudodedicaba la pausa del almuerzo apasar lentamente sus páginassatinadas.

Cada dos sábados tenía mediajornada, y en algunas ocasionesconseguía escabullirse hasta elHeath ella sola. A Rodney no legustaba la movida del Heath y no sele podía mencionar el tema deforma razonable so pena de suscitarpreguntas sobre las contabilidades

paralelas que Keisha se habíaacostumbrado a llevar. En unacolumna del dietario ponía aRodney, a Marcia, a sus hermanos,la iglesia y al propio Jesucristo. Enla otra estaba Leah holgazaneandoentre la hierba, bebiendo sidra ypreguntándole a su buena amigaKeisha si en caso de tener delante aR W. Botha aprovecharía laoportunidad para matarlo.

—Soy incapaz de asesinar —protestaba Keisha Blake.

—Todo el mundo es capaz de todo—insistía Leah Hanwell.

54. Enseñanza para adultos

Aquel otoño, Keisha Blake yRodney Banks empezaron a asistir auna iglesia de una zona residencialde Bristol, la Holy Spirit Ministry,que era idéntica en espíritu a laKilburn Pentecostal; de hecho, lahabía recomendado el cura. Allíhicieron casi toda su vida socialdurante aquel primer semestre encompañía de un amable surtido de

sexagenarios y septuagenarios. Conlos jóvenes de su edad, en cambio,tuvieron menos éxito. Rodney dejófolletos de la iglesia bajo todas laspuertas del pasillo de Keisha;después de aquello, los demásestudiantes empezaron a evitarlos yviceversa. No parecía haber puntode acceso. Los estudiantes estabanya hartos de cosas que Keishanunca había oído mencionar yhorrorizados con la única cosa queella conocía bien: la Biblia. Por lasnoches, Rodney y Keisha se

sentaban a cada lado de un pequeñoescritorio en la habitación de ella yestudiaban, igual que habíanestudiado para los exámenes delinstituto, con tapones en los oídos yescribiéndolo todo a mano, primeroen borrador y después «pasado alimpio», un hábito que habíanadquirido en la catequesis. En elsótano del edificio de Keisha habíauna sala de ordenadores reciénacondicionada que podría haberlesfacilitado la vida: fueron la primerasemana para ver qué tal estaba.

Había un chico con un anchosombrero de fieltro y una tira decuero colgada del ala jugando alDoorn, aquel corredor oscuro quese abría sobre sí mismo una y otravez. Los demás estaban o bienprogramando o bien usando algunaforma primitiva de correoelectrónico intrauniversitario.Keisha avistó una pantalla deaspecto caótico por encima de unhombro.

55. La primera visita de Keisha

Sus circunstancias materiales eranmuy distintas. Keisha vivía en unaresidencia de estudiantes construidaen los sesenta y de diseño insulso.Leah, en una casa adosada del XIX,con chimeneas en desuso en todaslas habitaciones y nuevecompañeros. En lugar de sala teníanzona de chill-out. No había sofás,pero sí unos altavoces enormes.Keisha no esperaba que hubiese unafiesta la primera noche ni se habíapuesto la falda adecuada parasentarse en un cojín de cuentas. El

volumen de la música tecno o loque fuera convertía la conversaciónen una tarea titánica. Todo el mundoera blanco. Leah pronunciaba undiscurso y aguantaba la puerta de lanevera. La cocina se iba enfriando.Llevaba mucho rato con la puertaabierta. Parecía haber olvidado elmotivo.

—Mira, imagínate que eres Einsteiny estás pensando, momento amomento, y de pronto tienes unaidea genial, sobre la naturaleza del

universo o lo que sea. Pues esa ideano es como los demás momentos,porque, aunque tú la hayas tenidodentro del tiempo normal, la idea ensí trata básicamente de la naturalezadel universo, que viene a serinfinito... De manera que es unaclase distinta de momento. PuesKierkegaard llama a eso un«instante». No pertenece al tiemponormal como los otros.

Y hay un montón de cosas así. Aveces tengo que pellizcarme en

clase. Como diciendo: ¿Qué hagoaquí con todos estos listo-rros?¿Qué pasa, que alguien se haequivocado?

Keisha untó un poco de hummus enun trozo de pan de pita y miró laspupilas dilatadas de su amiga.

—En un momento dado me planteéhacer Filosofía —dijo Keisha—,pero luego oí que habíamatemáticas.

—Oh, no hay matemáticas —dijo

Leah.

—¿En serio? Yo creía que sí.

—No —insistió Leah, y se volvióhacia la nevera para sacar por finuna botella de cerveza—. No hay.

El chico que se acostaba con Leahtampoco era precisamente fácil. Amenos que uno se dedicara ahacerle preguntas sobre él o sobrelos cortos que filmaba, dejaba dehablar y se quedaba mirando lanada.

—Sobre el tedio —explicó.

—Parece interesante —dijo KeishaBlake.

—No, todo lo contrario. Esta fiestallena de gente interesante es elejemplo perfecto. Carece totalmentede interés.

—Oh.

—Todos tratan esencialmente sobreel tedio. Es el único tema quequeda. Estamos todos aburridos.

¿No lo estás tú?

—En Derecho hay muchas cosasaburridas que memorizar —dijoKeisha Blake—. En Medicina igual.

—Creo que estamos hablando decosas distintas —dijo el chico quese acostaba con Leah.

56. Novela familiar

Sonó el teléfono del pasillocomunitario. Rodney señaló con lacabeza. Keisha se levantó. Cuando

sonaba el teléfono solía ser paraRodney o para Keisha (o Marcia oChristine) y ellos contestaban a lasllamadas de forma indistinta. Erancomo hermanos en todos lossentidos, dejando aparte que teníanrelaciones sexuales de vez encuando. El sexo en sí era plácido yfamiliar, sin asomo de erotismo ode orgasmos, fueran vaginales oclito-rianos. Rodney era un jovencuidadoso, preocupado por loscondones, que tenía pavor alembarazo y las enfermedades.

Cuando por fin permitió que Keishase acostara con él, sólo fue unatransición técnica. Ella no aprendiónada nuevo sobre el cuerpo deRodney, ni sobre Rodney,solamente muchas cosas sobrecondones: su eficacia relativa, elgrosor de la goma y el momentooportuno (que era el más seguro)para extraerlos después del acto.

57. Ambición

Iban a ser abogados, los primerosindividuos de sus familias con

profesiones liberales. Pensaban quela vida era un problema que sepodía resolver por medio de laprofesionalización.

58. La tercera visita de Leah

Primavera. Árboles en flor. Laseñorita Blake esperaba en laestación del anhelo y la esperanza,incapaz de recordar por qué en otrotiempo se había sentido tan tensacon su mejor amiga de Londres,Leah Hanwell. Llegó el autobús yse abrieron las puertas. Surgió una

marea de figuras humanas con carasy el cerebro de la señorita Blakebuscó la coincidencia entre unrecuerdo reciente y una realidadmaterial. Su equivocación fueaferrarse a ideas que pertenecíanmás bien a visitas previas. Ideascomo «pelo rojo» o «vaquerosnegros / botas negras / camisetanegra». Las modas cambiaban. Launiversidad era una época deexperimentación y metamorfosis. Ala persona que ahora la cogía de loshombros ya no se la podía

confundir con la integrante de unabanda de riot-girrrls o con unaartista berlinesa poco conocida.Ahora era una especie deguerrillera ecologista con un pelopajizo que formaba rastas por símismo y unos pantalones militaresque jamás superarían unainspección.

* * *

59. Nombres propios

No es que la señorita Blake nohubiera observado a aquellosblancos que se paseaban por allícon equipo de escalada, ni a los quese apiñaban en las escalerasdebatiendo cuál era el método másefectivo para encadenarse a unárbol. Había experimentado suhabitual curiosidad antropológicahacia aquellas cuestiones. Pero lehabía parecido que era más unaestética que una protesta. Losdetalles del proyecto le resultabannebulosos.

—Este es Jed —dijo Leah—, yéstos son Katie y Liam, y éste esPaul. Chicos, ésta es Keisha, es...

—No. Natalie.

—Perdón, ésta es Natalie, fuimosjuntas a la escuela —dijo Leah—.Anda por aquí, es abogada. ¡Quéraro resulta veros!

Cuando Leah procedió a ofrecerleuna ronda a aquella gente («no,sentaos, ya vamos nosotras...»), aNatalie Blake le entró el pánico: su

presupuesto era extremadamenteajustado y no dejaba sitio parapagar rondas a unos hippiosos conlos que no había hablado nunca enla vida. Pero Leah puso un billetede veinte sobre la barra y el únicotrabajo de Natalie fue colocar seispintas en una bandeja redondadonde sólo cabían cinco.

—Lee, ¿de qué conoces a estagente?

—¡De Newbury!

60. Y cayó la venda de sus ojos

Al parecer, era importante quemantuvieran «la presión» si queríanimpedir que el gobierno construyeraaquella carretera secundaria.Rodney la escuchó, pero se limitó aseñalar los libros de su escritorio,volúmenes que cargaban con elimponente peso de la ley, miles depáginas y unas atroces cubiertasfuncionales. Leah probó una tácticadistinta:

—Básicamente es una cuestión

legal. Ahora mismo hay muchagente de Derecho allí con nosotros.Es una buena experiencia, Rodney,hasta tú estarías de acuerdo, hastael juez Rodney y su tribunal delmundo.

Natalie Blake se sorprendió a símisma sonriendo. En aquelmomento no se le ocurría nada másmaravilloso que sentarse en lo altode un árbol con su gran amiga LeahHanwell, a cientos de kilómetros deaquella habitación claustrofóbica.

Rodney apartó la vista de los dañosy perjuicios. Mostraba unaexpresión implacable.

—Los árboles no nos importan,Leah —dijo—. Ese lujo te lopuedes permitir tú. Pero nosotrosno tenemos tiempo parapreocuparnos de los árboles.

61. Flechazo

—Señor De Angelis, ¿puede seguirleyendo usted a partir de «el poderde la costumbre», al principio de la

segunda página? —dijo el profesorKirkwood, y en la primera fila seirguió un joven extraordinario.

No era estudiante de Derecho, perohabía asistido a una conferenciasobre «filosofía del derecho».Estaba construido con elementosque a Natalie le parecíanincongruentes y difíciles deentender en conjunto. Tenía unacolección de pecas insólita. Sunariz era muy larga y dramática, deuna forma que ella no estaba segura

de llamar «romana». Tenía el pelotrenzado en unas rastas opuestas alas de Leah, inmaculadas. Leenmarcaban pulcramente la carallegándole justo por debajo de labarbilla. Llevaba pantalones caquisin calcetines y esos zapatos concuerdas enhebradas en los costados,blazer azul y camisa rosa. Su acentoera indescriptible. Como si hubieranacido en un yate en medio delCaribe y lo hubiera criado RalphLauren.

62. Montaigne

Hay un país donde las vírgenesexponen abiertamente sus partesíntimas para que las montenhombres casados. Hay otro conburdeles masculinos. Hay otrodonde se llevan varas doradasatravesadas en los pechos o lasnalgas y donde la gente se limpialas manos en los testículos. Haysitios donde se comen a la gente.Hay otros donde el padre decide,cuando la criatura todavía está en el

vientre materno, si se la quedaránpara criarla o bien la matarán oabandonarán. Kirkwood levantó lamano para detener esta crónica.

—Como es natural —dijo—, a todaesa gente sus costumbres lesparecen lo más normal del mundo.

Unos cuantos estudiantes se rieron.Natalie Blake y Rodney Banksintentaron hallar el artículo aludidoen las páginas de la edición barataque compartían (solían comprar unsolo ejemplar de cada libro y en

cuanto lo terminaban lo vendían aalguna de las tiendas de segundamano que había en los alrededoresde la biblioteca universitaria). Peroel título no parecía estar ni en elsumario ni en el índice, y el hechode que siguieran sin hablarsedificultaba la cooperación.

—¿Qué lección hay aquí para unabogado? —preguntó Kirkwood.

El notable joven levantó la mano.Incluso desde el sitio donde estabasentada, Natalie le vio los anillos

que llevaba en los dedos morenos yun elegante reloj con correa decocodrilo que parecía más antiguoque el mismo Kirkwood.

—Que aunque uno puedapresentarse en los juzgados armadode razón —dijo—, vivimos en unmundo de sinrazón.

Natalie Blake calibró si se tratabade una respuesta interesante.Kirkwood hizo una pausa, sonrió ydijo:

—Pone usted mucha fe en la razón,señor De Angelis. Pero piense en elejemplo de la semana pasada.Suben al estrado cientos detestigos: viejos amigos, antiguosprofesores, ex niñeras, ex amantes...y todos dicen: «Ese es Tichborne.»La propia madre del desaparecidosube al estrado y dice: «Ese es mihijo.» La razón nos dice que eldemandante pesa sesenta kilos másque el hombre que afirma ser. Larazón nos dice que el verdaderoTichborne hablaba francés. Y sin

embargo, miren. Pero si«prevaleció la razón», ¿por quéhubo disturbios en las calles? Noponga usted demasiada fe en larazón. Mire, yo creo que Montaignees más escéptico. Lo que plantea,en mi opinión, no es que ustedes,los abogados, no sean razonables,ni tampoco que no lo sean las leyesa las que la gente se somete, sinoque la gente que se somete a lasleyes tradicionales tiene por lomenos la defensa de «lasimplicidad, la obediencia y el

ejemplo»... ¿No lo encuentran? Alfinal de la página tres... Mientrasque quienes intentan cambiarlas, lasleyes, quiero decir, suelen ser dealguna manera terribles ymonstruosos. Y nosotros nosconsideramos excepcionesperfectas a este fenómeno.

Natalie Blake se había perdido. Eljoven asintió levemente con lacabeza para expresar suaprobación, como si estuvieradirigiéndose a un igual. Su

confianza parecía injustificada, noprocedente de algo que hubierahecho o dicho. Por el aula circulabaun papel. En él se pedía a losalumnos que escribieran su nombrecompleto y a qué departamentopertenecían. Antes de escribir susdatos, Natalie Blake buscó los deél.

63. Exploración

Francesco de Angelis. Segundo deEconómicas. Conocidouniversalmente como «Frank». El

mes siguiente se presentaba apresidente de la AsociaciónAfricana y Antillana. Era probableque ganase. Había ido a un«internado de segunda fila». Se lodijo alguien que había ido a un«colegio de élite». Y más: «Sumadre es italiana o algo similar. Supadre seguramente era un príncipeafricano, suele funcionar así.»

64. Paréntesis educativo

(De ciertas escuelas uno «fuealumno». De la Brayton se dice

simplemente que uno «fue» allí.)

* * *

65. 8 de marzo

Resultó que la tercera visita deLeah coincidió con una cena por elDía Internacional de la Mujer. Unabuena excusa para no ver a Rodney.Leah se puso un vestido verde,Natalie uno morado; se arreglaronjuntas y se fueron andando al

comedor cogidas del brazo. Elplacer obvio que les producía estarjuntas, su profunda familiaridad y lacomodidad que sentían en su mutuacompañía las hacían más atractivascomo pareja de lo que habrían sidonunca por separado, y, como eranperfectamente conscientes de estehecho, acentuaban sus parecidos dealtura y complexión y sincronizabanlas zancadas de sus largas piernas.Cuando llegaron a su mesa, Nataliese sentía algo mareada por el poderde ser joven, por estar casi liberada

de un hombre que la aburría y porla inminencia de una comida conmás de dos platos.

66. Menú

Melón verde con ensalada delangostinos

Pechuga de pollo envuelta enpancetta con judías verdes

y patatas amarillas Fondant dechocolate caliente con helado de

vainilla

Quesos

Cafés, menta

67. Deseo

—¿Ésa quién es? —preguntó LeahHanwell.

—La decana —respondió NatalieBlake, y se lamió el chocolate quetenía en los dientes—. Si acabase laperorata podríamos ir al bar.

—No; digo la chica que hay al final

de la mesa. La del sombrero decopa.

—¿Cuál?

—Esa china o japonesa de ahí.

—Ah, no la conozco.

—¡Es preciosa!

68. Valentino

Coreana. En el bar dejó elsombrero sobre la mesa, y mientras

Natalie Blake hablaba con otrapersona del reservado, ella, NatalieBlake, extendía con frecuencia elbrazo para tocar aquel sombrero yacariciar el ala de satén. Detrás deella oía a su buena amiga LeahHanwell hablar con la coreana, quese llamaba Alice y se reía de lo queescuchaba; cuando fue a la barra apedir una ronda pudo ver conclaridad a Leah como un tenorio dela vieja escuela, con una manosobre el respaldo del sofá, la otraen la rodilla de Alice y echando el

aliento al cuello de aquella chicaencantadora. Natalie había visto aLeah hacer aquello muchas veces,pero con chicos, y siempre le habíaparecido algo un poco escandalosoy perverso. Ahora, en cambio, lasituación resultaba natural. La ideahizo que Natalie se asombrara de símisma y se preguntara qué relacióntenía últimamente con Dios, si esque tenía alguna. Incapaz de nomirar, se obligó a caminar hasta lamáquina de discos para ponerElectric Relaxation, de A Tribe

Called Quest, con la esperanza deque la relajara.

69. La invención del amor:primera parte

Frank no estaba en el bar ni se loveía por ningún lado.

70. Despedidas

En el autobús de vuelta a laestación, después de lo que habíasido (debe admitirse) una visitaimportante que tal vez incluso se

acercaba a la categoría deacontecimiento memorable, LeahHanwell dijo en tono algoavergonzado:

—Espero que no te molestara quedesapareciese. Por lo menos osquedó la habitación para ti yRodders.

Y eso fue todo lo que se dijo aqueldía sobre la noche que LeahHanwell pasó con Alice Nho.Natalie Blake tampoco mencionó elhecho de que esa noche no había

invitado a Rodney a su habitación yque ya no lo haría nunca más. Elautobús empezó a ascender por unacuesta que parecía casi vertical.Natalie Blake y Leah Hanwell seapretujaron pegadas a los respaldosde sus asientos.

—Me ha encantado verte —dijoLeah—. Eres la única persona conla que puedo ser yo misma deverdad.

El comentario hizo que Natalierompiera a llorar, no tanto por el

sentimiento que comunicaba, sinomás bien por el conocimientotemible de que la declaracióncarecería casi por completo designificado a la inversa, porque laseñorita Blake no tenía unaidentidad definida, ni con Leah nicon nadie.

71. Ayudando a Leah a subir supesada mochila por los escalonesdel autocar

Natalie Blake sintió el impulso dehablarle a su amiga del exótico

joven al que había visto en la clasede Kirkwood. Pero no lo hizo.Aparte de que las puertas seestaban cerrando, temía justamentelo que la diferenciasocioeconómica entre Frank deAngelis y Rodney Banks podríaindicarle a su amiga Leah Hanwellsobre ella, Natalie Blake, en elplano psicológico, como persona.

72. Lenguas romances

Muchos de los hombres con quienestuvo relaciones Natalie Blake

después de Rodney Banks estabantan lejos de ella en el terrenosocioeconómico y cultural comoFrank, y además eran mucho menosatractivos, pero aun así ella no seacercó a Frank, ni él a ella, a pesarde lo muy conscientes que eran eluno del otro. Una forma poética deexplicarlo sería la siguiente: «Elcamino que conducía de uno a otroera tan inevitable que los animaba adar mil rodeos.»

73. La única autora

De forma más prosaica, NatalieBlake estaba en la vorágine deinventarse a sí misma. Perdió aDios con tal naturalidad y falta dedolor que no le quedó más remedioque preguntarse a quién habríaestado refiriéndose con aquelnombre. Descubrió la política, laliteratura, la música y el cine.«Descubrir» no es la palabraadecuada. Puso su fe en esas cosasy no pudo entender por qué (justocuando ella las descubría) suscompañeros de clase parecían

renunciar a ellas. Si las demásestudiantes le preguntaban porFrank de Angelis (no era la únicaque había notado la compatibilidadfundamental entre ambos), Nataliealegaba que era demasiadoengreído, vanidoso y pijo, queestaba racialmente confuso y que noera de su rollo. Sin embargo, elvínculo silencioso e invisible quelos unía se reforzaba, porque ¿aquién sino a Frank de Angelis (o aalguien idéntico) podía ella pedirleque la acompañara en aquel extraño

viaje vital que estaba planeando?

74. Un avistamiento

Cinco filas por delante, durante elpase de medianoche de Orfeonegro, contemplando a su doble enla pantalla.

75. Activismo

Natalie iba en bicicleta porUniversity Walk cuando un jovencon el que se estaba acostando seinterpuso en su camino

bloqueándole el paso. Tenía unaexpresión tan agitada que Nataliepensó al principio que se disponía adeclararle su amor eterno.

—¿Tienes media hora? —lepreguntó Imran—. Quiero enseñarteuna cosa.

Natalie llevó la bicicleta hastaWoodland Road y allí la encadenófrente a la residencia de estudiantesde Imran. En el pequeño dormitoriodel joven había dos chicas de sucurso y un estudiante de posgrado al

que ella no conocía.

—Te presento al grupo de acción—dijo Imran, y puso un vídeo en elreproductor.

Por supuesto, Natalie estabaenterada del conflicto de Bosnia,pero sería justo afirmar que no erauna guerra que ocupara un sitioprominente en su cabeza. Se decíaque era porque no tenía televisor ypasaba la mayor parte del tiempo enla biblioteca. Algo parecido lehabía sucedido dos años atrás,

cuando la existencia de un paísllamado «Ruanda» y la realidad desu genocidio le habían llegado deforma simultánea por medio delmismo artículo de prensa. Ahora sesentó con las piernas cruzadas y sededicó a ver cómo desfilaban lossoldados y escuchar el discursograbado de aquel hombre quechillaba enloquecido; leyó unossubtítulos que hablaban de purezaracial y de un lugar fantásticollamado «Gran Serbia». ¿Y aquelloacababa de pasar? ¿Ahora mismo?

¿Durante el fin de la Historia?Recordó todas las veces en que ellay Leah se habían preguntado (porpura experimentación mental) quéhabrían hecho de haber estado enBerlín en 1933.

—Vamos a llevar una ambulanciallena de suministros a Sarajevo —dijo Imran—. Para cooperar en lareconstrucción. Deberías venir.

Hacerlo violaría el primermandamiento de la familia Blake:no ponerse nunca a uno mismo en

situaciones de peligro físicoinnecesario.

Durante las semanas siguientes,Natalie se volcó en la organizaciónde aquel viaje e hizo el amor conImran, y años más tarde recordaríaeste período como su máximoacercamiento al radicalismojuvenil. Sexo, protesta y viajes,todo junto. El hecho de quefinalmente no participase en laaventura le parecía, en el recuerdo,menos importante que la intención

de participar (una pelea con Imran,a falta de unos cuantos días; él no lahabía llamado, de manera que ellano lo llamó).

76. Abandono

Natalie Blake pidió un cuantiosopréstamo de estudios y se dedicó agastárselo en frivolidades. Encomidas, taxis y ropa interior. Trasintentar seguirle el ritmo a «aquellagente», se encontró nuevamente sinnada, pero ahora, cuando metía latarjeta de débito en la ranura

confiando en que salieran cincolibras, lo hacía sin la ansiedadinfinita que antaño habíacompartido con Rodney Banks.Cultivaba un espíritu hedonista.Desde que había vislumbrado unaposibilidad de futuro, losdescubiertos en el banco ya no laaterraban tanto. La imagen queMarcia Blake tenía de aquellagente, y que había legado a su hija,se le vino encima como una trombade blasfemias despreocupadas,marihuana, cocaína e indolencia.

¿Eran ésas las personas a quieneslos Blake ofrecían siempre su mejorcomportamiento? En el metro, en elparque, en la tienda. ¿Y para qué?Marcia: «Para no darles ningunaexcusa.»

77. Avistamiento

Disfrazado de Frantz Fanón ysentado en una escalera durante unafiesta a la que Natalie había idodisfrazada de Angela Davis. Eldisfraz de él consistía en unaacreditación con el nombre y una

bata blanca que le había prestadoun estudiante de Medicina. Nataliese había esforzado más: una camisaafricana y un peinado afro que no sesostenía bien por culpa de losmuchos años dedicados aestropearse el pelo con la plancha.La fiesta de disfraces se celebrabaen la casa que compartían cuatroestudiantes de Filosofía y su temaera «creadores de discursos». Lachica que salía con él iba de Safo.

78. Teoría sobre el seguimiento

de Michelle Holland

Tal vez sea la profundidad con queel capitalismo penetra en las mentesy los cuerpos de las mujeres lo quehace que su modo básico derelacionarse con las demás sea la«comparación implacable». Estabaclaro que Natalie Blake seguía losprogresos de Michelle Holland conmás atención de la que ponía enseguir su propia vida; y eso quenunca hablaba con ella. Michelleera uno de los pocos ex alumnos de

la Brayton que iban a launiversidad. Un prodigio de lasmatemáticas. No podía permitirseel lujo de la mediocridad. Criadaen las espantosas torres del sur deKilburn, que no teníanabsolutamente nada recomendable,ni una refinada cultura parroquial,ni las bonitas zonas verdes deCaldwell ni (suponía Natalie) larelación estrecha con los vecinos.¿Cómo podía no ser excepcional?El padre en la cárcel y la madre enun psiquiátrico. Vivía con su

abuela. Era sensible y sincera,socialmente torpe, defensiva ysolitaria. Natalie tenía la sensaciónde que no le hacía faltaintercambiar ni una sola palabracon Michelle Holland para sabertodo aquello; que podía saberloviendo simplemente su forma deandar. Soy la única autora. Enconsecuencia, Natalie no sesorprendió al enterarse de ladecadencia y caída de Michelle, enmitad de su último año. Ni alcoholni drogas ni mala conducta.

Simplemente se detuvo(interpretación de Natalie). Dejó deasistir a las clases, de estudiar ycomer. Le habían pedido que pasarapor un agujero donde sólo cabía unaparte de ella (conclusión deNatalie).

79. Elfin de la historia

Cuando pensaba en la vida adulta (ycasi nunca pensaba en ella), Nataliese imaginaba un pasillo largo delque salían muchas habitaciones,cada una con un amigo o una amiga

dentro, una cocina comunitaria yuna cama gigantesca donde todosdormían y follaban; un mundogobernado por los principios de laamistad. Lo anterior es unametáfora, pero también unarepresentación bastante precisa decómo pensaba Natalie en aquellaépoca. Porque ¿cómo se puedeoprimir a un amigo? ¿Cómo se lepuede ser infiel? ¿Cómo se le puedepedir que sufra mientras unoprospera? De esa forma tan simple,sin manifestaciones ni consignas,

sin el engorro de arrancar losadoquines del suelo, había llegadola revolución. Pese a llegar tarde ala fiesta, ahora Natalie Blakeaceptaba con entusiasmo el consejoque le daba su gran amiga LeahHanwell y empezó a abrazar adesconocidos en las pistas de baile.Miró la pastillita blanca que teníaen la palma de la mano. ¿Qué puedesalir mal ahora que todos somosamigos? Acuérdate de llevar unabotella de agua. Y, en cualquiercaso, ya estaba todo decidido. No

mastiques. Traga. Las lucesestroboscópicas centellean. Elritmo sigue. (Yo seré abogada y túserás médica y él será profesor yella será banquera y nosotrosseremos artistas y ellos seránsoldados, y yo seré la primeramujer negra y tú serás la primeraárabe y ella será la primera china ytodos seremos amigos y todos nosentenderemos los unos a los otros.)Los amigos se portan como amigos,los amigos se ayudan. A nadie lehace falta ser excepcional. Los

amigos conocen la diferencia entreabogados y letrados, y el mejorlugar para presentar una solicitud, yla probabilidad de que te acepten, ylos nombres de las becas y ayudaspara los estudios más importantes.«A tus amigos los escoges, a tufamilia no.» ¿Cuántas veces habíaoído Natalie Blake aquella frase?

80. La ideología delentretenimiento popular

En caso de que alguien corriera elriesgo de olvidarlo, el programa de

televisión más popular del mundoinsistía en el mismo punto cincoveces por semana.

* * *

81. El desconsolado (sexta visitade Leah)

—¡Oh, Dios mío, acabo de ver aRodney en el Sainsbury’s! —dijo

Leah consternada, dejando caer dosbolsas de la compra sobre la mesa—. Le he mirado la cesta. Llevabapastel de carne, dos cervezas dejengibre y una botella de esa salsapicante que le echáis a todo. Me hepuesto detrás de él en la cola y hafingido que se había olvidado algoy se ha ido a toda prisa. Pero luegolo he visto al cabo de unos minutosen una cola de la otra punta yllevaba exactamente las mismascosas.

82. La ronda del lechero

Una escena festiva y caótica, contanta afluencia de público como laBienvenida a la Universidad,aunque esta vez los carteles no erande fabricación casera y, en vez deasociaciones de amigos de Tolkieny clubes corales, lo que anunciabaneran los melodiosos nombres de losbufetes y los familiares nombres delos bancos. Por la sala se paseabanchicas con uniformes de animadorasdeportivas y logotipos de

consultorías de empresarepartiendo tarri-nas de helado ylatas de bebidas energéticas.Natalie Blake giró la lata quesostenía para leer la etiqueta que larodeaba: «Reivindica tu futuro.»Hundió un palito de madera en suhelado y vio cómo los globosverdes de un banco alemán sesoltaban de sus cordeles y seelevaban flotando lentamente hastael techo. De alguna parte le llegó lavoz de Rodney. Estaba a tres mesasde ella, sentado con monstruoso

entusiasmo en el borde mismo deuna silla de plástico. Delante de éltenía a un tipo con traje y corbataque parecía divertirse mientrastomaba notas sobre unsujetapapeles.

83. Tristes tropos

Año y medio más tarde, cuandotodo el mundo había vuelto o sehabía mudado a Londres y Natalieestudiaba para sacar el título deabogado, Rodney Banks le mandó(a la dirección de Marcia Blake)

una carta que empezaba así:«Keisha, dices que debemos seguirel camino del corazón, pero no dejade ser curioso que tu corazón sepasiempre dónde está el pan quecomerás y el culo que lamerás.»Frank de Angelis tomó aquella cartay besó a Natalie Blake en la sien:«Pobre Rodney, ha renunciado a serabogado, ¿verdad?»

84. Pensamiento colectivo

Un anuncio del ejército emitido porla televisión. Un grupo de soldados

salta a tierra desde un helicópterosuspendido cerca del suelo.Movimientos caóticos de cámara:entendemos que están atacándolos.Ahora corren por un áspero paisajede viento y polvo, cruzan un claro yemergen al borde de una sima. Elpuente de madera que iba allevarlos al otro lado está mediodestruido. Los tablones rotos sedesploman hacia el abismo. Lossoldados miran la sima, se miranentre ellos y miran las pesadasmochilas que llevan a cuestas.

85. Lincolns Inn

Había un nutrido grupo de reciénllegados viendo aquel anuncio,vestidos de etiqueta, repantigadosen butacas y sofás, conversando entono bullicioso. Natalie Blaketambién acababa de llegar, pero semostraba más tímida. Estaba de pieal fondo de la sala de recreo,intentando mantenerse ocupada conla mesa de los refrigerios. En aquelmomento apareció en pantalla untexto marcado con hierros al rojo

vivo. Lo acompañaba la voz de unsargento de instrucción:

SI ESTÁS PENSANDO: ¿CÓMO LLEGOAL OTRO LADO?, EL EJÉRCITO NOES PARA TI.

SI ESTÁS PENSANDO: ¿CÓMOLLEGAMOS AL OTRO LADO?,LLÁMANOS.

—Pues yo estoy pensando: ¿cómocoño llegáis al otro lado? Quien lodijo señalaba el televisor y quieneslo rodeaban se rieron. Ellareconoció la voz al instante, el

turbio deje de Milán.

86. Estilo

Ya no llevaba rastas. Su chaquetade esmoquin era sencilla y elegante.Por el bolsillo de la pecheraasomaba un pañuelo rosaalmidonado y lucía unos estridentescalcetines de rombos. Sus Nike,ligeramente escandalosas, parecíanrecién sacadas de la caja (bastantesraperos vestían así; el dinero era lamoda).

87. La primera cena depatrocinadores del primertrimestre

Natalie Blake era «capitana» de susección. No estaba segura de quéimplicaba aquello. Estaba detrás desu silla, en la mesa del comedorque le correspondía, esperando a supatrocinador, un tal Singh. Levantóla vista hacia la bóveda del techo.A su lado se puso una chica blancacon vestido de satén.

—Es precioso, ¿verdad? —le dijo

—. ¡Ese techo majestuoso concenefas de fuego dorado! Hola, soyPolly. Estoy en tu equipo.

Después de Polly llegó un chicollamado Jonathan, quien explicóque «capitana» solamente queríadecir que la comida se servía a tuizquierda. Retratos de muertosvenerables. Cuberte-ría pesada.Tenedores para pescado. Losdecanos entraron en el salóndesfilando con el vaivén de sustogas negras e hicieron una

reverencia. Empezó una bendiciónen latín. Voces aburridas ysatisfechas repitieron palabrasextrañas.

88. La invención del amor:segunda parte

Natalie Blake extendió la gruesaservilleta de lino sobre su regazo ydivisó a Frank de Angeliscaminando hacia su mesa.

Llegaba con retraso y ahora la veía.Tenía un aspecto irresistible: más

Orfeo que nunca. Se sintió halagadapor su reacción.

—¿Blake? ¡Estás espectacular! Mealegro mucho de verte. ¡Oh,capitana, mi capitana...! —Le hizouna pequeña reverencia y se sentócasi pegado, muslo con muslo;después examinó el menú y esbozóuna mueca—. Pastel de carne conpatatas. Echo de menos Italia.

—Lo superarás.

—Ah, ¿os conocéis? —preguntó

Polly.

Ciertamente había algo íntimo enaquella manera de hablarse, con lascabezas muy juntas y mirando a laotra punta de la sala. Natalie aceptósu papel con tanta soltura que sesintió obligada a recordar que esaintimidad no había existido antes deaquella noche. Se estaba fabricandoen aquel mismo instante, junto consu historia.

Corría el vino malo. Un ancianojuez se levantó para pronunciar un

discurso. Tenía cejas de búho y nose privó de mencionar la primerarepresentación de Noche de reyesni de pintar un sangriento retablo desalvajes campesinos quemandolibros de leyes:

—...y si leemos la traducción quehizo Omán de la Ano-nimalleChronicle, me temo queencontraremos un retrato bastantedescorazonador de nuestraprofesión... Porque, al versearrinconados en la Iglesia del

Temple, nuestros no tan noblespredecesores hicieron poco paradisuadir a la multitud airada. Si mepermiten que cite el texto, «fueprodigioso ver cómo hasta los másancianos y enfermos huían conagilidad de ratas o de espíritusmalignos». Les garantizo que lasdecapitaciones son hoy en díaafortunadamente escasas, ¡por lomenos en Londres!, y que losataques a los abogados suelenlimitarse a...

Natalie estaba fascinada. ¡Pensarque su existencia pudiera vincularsea personas que habían vivido hacíaseiscientos años! Ya no era unainvitada accidental a la mesa, loque siempre se había considerado,sino una anfitriona que continuabauna tradición en compañía de otrosanfitriones.

—De manera que ahora les competea ustedes —dijo el juez.

Frank miró a Natalie intentandoatraer su mirada y bostezando

cómicamente. Ella cruzó los brazoscon mayor firmeza sobre la mesa yvolvió la cabeza hacia el juez.Nada más hacerlo, se dio cuenta deque su gesto constituía traición.Pero ¿quién era Frank de Angelispara ella? Sin embargo... Ledevolvió la mirada y enarcólevemente una ceja. El guiñó un ojo.

89. El tiempo va más despacio

Una camarera polaca caminabadiscretamente en torno a la mesa enbusca de los vegetarianos. Frank

hablaba mucho y de formaindiscriminada, cambiandobruscamente de tema. Allí dondeantes no había visto más quepresunción repelente, Natalie veíaahora una ansiedad pura y dura.¿Acaso era posible que ella lohubiera puesto nervioso? Sinembargo, ella sólo estaba allí ensilencio, mirando su plato.

—Te has cambiado el pelo. ¿Enserio? ¿Esa es tu mantequilla? ¿Hasvisto a James Percy? Ahora tiene

plaza fija. A la primera. Estásespectacular. En serio, yo pensabaque cuando volviera ya te habríasmarchado. ¿Qué has estadohaciendo todo este año? Aquí va miconfesión con la boca llena de pan:he estado esquiando. Oye, que yotambién encajaba en laconversación sobre leyes. No soy elinútil total que piensas.

—Yo no pienso que seas un inútiltotal.

—Sí lo piensas. No, yo quiero

ternera, por favor. Pero ¿en quéandas?

Natalie Blake no había estadoesquiando. Había estado trabajandoen una zapatería de un centrocomercial de Brent Cross,ahorrando dinero, viviendo con suspadres en Caldwell y soñando conganar la beca Mansfield, que enrealidad...

La doctora Singh apareció entredisculpas. Sustituía al tipo conturbante que se había imaginado

Natalie por una mujer bajita ytreintañera de cabeza afeitada, aquien le asomaba una blusa de sedapúrpura entre los pliegues delvestido. La doctora Singh se sentó.El juez terminó. Los aplausossonaron como rebuznos.

90. Dificultades con el contexto

Natalie Blake dejó de flirtear conFrancesco de Angelis paraofrecerle una lista de todos suséxitos académicos a la doctoraSingh. A ésta se la veía cansada.

Sirvió agua en el vaso de Natalie.

—¿Y qué haces para divertirte?

Frank se inclinó hacia ellas.

—No tiene tiempo para divertirse.La dama es una currante explotada.

Estaba claro que era una broma, porpatosa que fuera, y Natalie intentóreírse, pero vio que Polly sesonrojaba y que Jonathan bajaba lavista. Frank intentó rescatarsehaciendo un comentario sociológico

más amplio:

—Por supuesto, nosotros somos unaespecie amenazada —Escrutó elsalón con una mano sobre los ojos—. Un momento. Ahí hay otro. Esohace un total de seis. Quedamospocos.

Estaba borracho y haciendo elridículo. A ella le dio bastantelástima. Aquel «nosotros» sonabaextraño viniendo de él, artificial. Nisiquiera sabía cómo ser lo que era.¿Y por qué iba a saberlo? Ella

estaba tan ocupada felicitándose así misma por su capacidad paraempatizar con la curiosa situaciónde Francesco de Angelis yanalizarla correctamente, que tardóun momento en darse cuenta de quela doctora Singh estaba mirándolosa los dos con el ceño fruncido.

—Parece que tenemos aquí un plande diversidad muy eficaz —dijo ladoctora en tono envarado, y sevolvió para hablar con la chicarubia que tenía a la izquierda.

91. Miércoles, 12.45 h: abogacía

Cuatro estudiantes y una profesoraocuparon sus puestos en la tarimadel aula. Al demandante y aldemandado les pusieron nombresestupendamente descriptivos:Fortuna el Blanqueador y Antorchael Incendiario. En aquel momento,Natalie Blake se vio obligada a iral lavabo para arreglarse el pelo.Hacía mucho calor para aquellaépoca del año y ella no había idopreparada. Le caía sudor desde las

raíces del cabello ondulado,encrespándoselo, y cuanto más lopensaba, más sudaba. Porambiciosa que fuera, en el fondoseguía siendo una chica de NW y nopodía pasar por alto la crisis que seavecinaba. Se alejó a toda prisa porel pasillo. En los lavabos llenó lapila de agua fría, se echó el peloatrás y puso la cara en remojo.Cuando volvió, el único asientolibre era el contiguo a Francesco deAngelis. ¿Acaso él se lo habíaguardado? La invención del amor,

tercera parte. Mientras se sentaba,sintió que él le ponía una mano enla rodilla. Frank le pasó un lápizpor encima de la mesa.

—Siento lo de la otra noche, Blake.A veces soy un idiota. Bueno, amenudo.

Natalie Blake estaba ante unfenómeno nunca presenciado: unhombre que reconocía de formaespontánea su error y se disculpaba.Muchos años más tarde, se leocurriría que la sinceridad de su

marido tal vez sólo había sido unaconsecuencia más de su condicióninusualmente privilegiada. Aquellatarde, sin embargo, se limitó aquedarse desarmada y sentirseagradecida.

—Apunta deprisa, que te hasperdido un montón de cosas.

Frank le susurró al oído los «datosestablecidos» con mucha confianza,pero añadía tantos faroles ycomentarios de cosecha propia quese vio obligada a eliminarlos a

tiempo real mientras apuntaba lainformación pertinente en una listacon todos los motivos de lademanda.

—Y ahora llega el abogadoauxiliar. Ya está: ya lo tienes todo.

El abogado auxiliar se puso en pie.Natalie se volvió para mirar aFrank de perfil. Realmente era elhombre más bello que había vistonunca. Fornido, imponente. Con losojos un poquito más claros que lapiel. Se volvió de nuevo para ver al

abogado auxiliar. Parecía que nohubiera llegado a la pubertad. Hizosu exposición con torpeza: apenaslevantó la vista de un grueso fajo defolios y llamó dos veces a laprofesora «señoría».

—¿Dónde estamos? ¿Por qué estoyaquí?

—En Marylebone. Londres noempieza y termina en Kil-burn HighRoad.

—Tengo mi habitación en la

residencia.

—Argumento falaz.

—Frank, llévame a la residencia.No sé dónde estoy.

—A veces es bueno no saberlo.

—Tenemos debate por la mañana.Colega, qué mala era la comida. Yhabía demasiado vino. Anda, vete acasa.

—Ya estoy en casa. Yo vivo aquí.

—Nadie vive aquí.

—Oh, mujer de poca fe. Esta es lacasa de mi abuela. ¿Por qué nointentas divertirte por una vez?

93. Conexión

En la nevera no había más que unagran caja rosa de la pasteleríaFortnum &c Masón. Contenía cuatropastelillos de almendras, enelegantes tonos claros. NatalieBlake los llevó al sitio donde Frankestaba sentado, naufragado en la

«isla» de la cocina. Espacio blancoen todas direcciones. Él le quitó lacaja y le puso las manos en loshombros.

—Blake, intenta relajarte.

—No puedo relajarme en este sitio.

—Esnobismo al revés.

—Me muero de hambre. La comidaera asquerosa. Dame de comer.

—Después.

La llevó en brazos al piso de arribapasando entre pinturas y litografías,fotografías familiares y un divánque descansaba en el pasillo.Entraron en una pequeña buhardillasituada en lo alto del piso. La camaquedaba debajo de la parteinclinada del techo; ella no paró dedarse en el codo contra un estanted e libros. Libros de derecho,Tolkien, muchas novelas de terrorde los años ochenta en edición debolsillo, memorias de hombres denegocios y políticos. Natalie vio un

solo amigo: La próxima vez,elfuego.

—¿Te lo has leído?

—Creo que conoció a mi abuela enParís.

—Es un buen libro.

—Te creo, abogada auxiliar.

94. El placer de poner nombres

Tal vez el sexo no pertenece al

cuerpo. Tal vez sea una función dellenguaje. Los actos mismos sonlimitados (hay un número finito deacciones en un número finito delugares) y Rodney no era nadadeficiente desde el punto de vistatécnico. Era callado. En cambio,toda esa cháchara boba, espontánea,desvergonzada y embarazosa deFrank hallaba su sentido allí, en eldormitorio.

95. Poscoito

—Vino de Trinidad, vivía en el sur

de Londres y era ferroviario. Elladice «inspector» para impresionar,pero no es verdad. Era jefe de tren.Más tarde trabajó en una oficina dealgo. Lo conoció en un parque. Yono llegué a conocerlo. Harris. Enrealidad debería llamarme «FrankHarris». Murió y ya está.

Incluso desnudo era un bravucón.Natalie Blake maniobró hastaponerse encima de él y lo miró alos ojos. En su cara adulta se leseguían viendo perfectamente las

expresiones infantiles devulnerabilidad, orgullo y miedo.Eran, por supuesto, las cualidadesque la atraían.

—Se volvió a Milán embarazada demí. Eran los setenta. Luego fuimos ala Apulia. Y luego vinimos aInglaterra para ir a la escuela. Nofue ningún problema, fue una formagenial de criarse. Me encantaba miescuela.

Hijo único. Familia legendaria, ricapero no tanto como en el pasado.

—Hubo un tiempo en que no habíafamilia decente en Italia que notuviera una cocina de gas DeAngelis...

Nadie sabía qué hacer con su pelo.Sin hablar inglés. Peligrosamenteguapo. Ocho años de edad.

96. La única autora

—Pero me estás convirtiendo enuna víctima, y lo que yo queríadecir es que me lo pasé muy bien,eso eran nimiedades, no sé ni por

qué hablamos de ellas. Todo lo quepreguntas va con segundas. Insólitonegroide italiano tiene infanciafeliz, aprende latín, se acabó. Luegono pasa nada muy interesante entre1987 y esta noche.

La besó de forma exagerada. Talvez ella siempre fuera a cuidar deél y lo ayudara a convertirse en unapersona de verdad. ¡Al fin y al caboera una mujer fuerte! Hasta ladebilidad relativa de Caldwell seconvertía en una fuerza

impresionante en el mundo. Elmundo pedía mucho menos a laspersonas y tenía una estructuramucho más simple.

97. Nota bene

Natalie no se detuvo a preguntarsesi el internado había tenido elmismo efecto en Frank.

98. Primeros seis meses

—Frank, me voy abajo, no puedotrabajar con la tele puesta. ¿Puedo

llevarme el libro de derecho penal?

—Sí, y quémalo.

—¿Cómo vas a aprobar esteexamen?

—Ingenio, inventiva.

—¿Qué es eso?

—La MTV. Los vídeos musicalesson la única forma marchosa de artemoderno. Mira qué marcha.

Se estiró sobre la cama y puso undedo sobre una gogó que bailabacon un chándal blanco.

—Yo estaba en la Apulia cuandomurió. Nadie lo entendió. «¿Ungángster gordo? ¿A quién leimporta?» Esa fue su actitud. Paraellos ni siquiera es música.

Todo lo que había dicho sonabamaravilloso. Lo único que lefaltaba a Frank era eso que lositalianos llaman forza y que lapropia Natalie Blake se encargaría

de proporcionarle (vid. supra).

99. Frank tantea a Leah

El sol atravesaba las persianas enforma de sombras alargadas.Natalie Blake estaba en la puerta dela sala, nerviosa, con un vaso devodka en la mano, lista paraafrontar cualquier ruptura que seprodujera. Leah y Frank estabansentados en el sofá Chesterfield dela abuela de él. Natalie vio queLeah se había hecho mujer. Ya noera larguirucha, sino alta. Y ya no

era pelopanocha, sino castañacaoba. La época de losexperimentos había terminado.Falda vaquera, sudadera concapucha, botas de pelo largo y ungrueso aro dorado en cada oreja.Vuelta a sus raíces. Natalie Blakemiró cómo su novio Frank deAngelis hacía rayas blancastorcidas sobre una mesa de cristalmientras su buena amiga LeahHanwell enrollaba un billete deveinte hasta formar un tubito. Vioque él escuchaba con atención a

Leah, que le hablaba de unindividuo cuyo nombre pronunciabamisheel. Acababa de conocerlo enIbiza. Frank se estaba tomando apecho su tarea. Entendía que nopodría querer a Natalie Blake sinquerer también a Leah Hanwell.

—Eso lo encuentro interesante: alas dos os gustan los chicos negrosposmodernos del Continente.¿Verdad que sí? Es unacoincidencia extraña. La verdad esque no somos tantos. ¿Es una

competición?

—Del Continente eres tú, guapo.¡Él es de Guadalupe! Su padreestuvo en el movimiento deresistencia clandestino...Básicamente tuvo que escaparse, ély toda la familia. Ahora su padretrabaja de conserje en una escuelade Marsella. Su madre es argelina.No sabe ni leer ni escribir.

Frank ladeó la cabeza e hizo uncómico mohín con la boca.

—Puntos para Hanwell. El tipoparece la sal de la tierra. Hijo de uncombatiente por la libertad... Meveo obligado a admitir susuperioridad moral. Está claro queyo no soy la sal de la tierra.

Leah se rió.

—Tú eres la cocaína del espejo. Lacocaína muy cortada.

IOO. Natalie tantea a Elena

Almuerzo en Mayfair. Una bella

mujer se traga una ostra. Su teléfonoes tan delgado y ligero que seadapta sin problemas al bolsillo dela blusa de seda.

—¿Y trabaja mucho? —pregunta.

Elena de Angelis dio unosgolpecitos con un fino cigarrillosobre el mantel y le dedicó aNatalie Blake una mirada de astuciaferoz con el rabillo del ojo. Antesde que Natalie pudiera balbucearuna respuesta, Elena rió.

—No te preocupes. No te pido quemientas. Mi Cesco no va adedicarse a las leyes, claro que no.Pero esperaba que fuera útil para sucarácter en general. Con su tío fueasí. Pero bueno. Te ha conocido ati. Eres la primera mujer de verdadque me ha traído para que laconozca. Eso es importante. Dime,¿es cierto que para ser abogadasuperior en los altos tribunalestienes que asistir a un númerodeterminado de cenas al año?

Natalie vio que Elena tiraba laceniza en su plato. Sintió un deseoapremiante de averiguar cómoaquella mujer había amado yperdido a un ferroviario deTrinidad.

—Sí —contestó—. Doce veces. Enel gran salón. Antes eran treinta yseis.

Elena expulsó dos nubecitas dehumo por los orificios nasales.

—¡Qué país tan curioso!

Vino un camarero y la cuenta fueabonada de alguna forma sin esosgestos tan feos de llevarse la manoal bolso o el monedero. Nadiemencionó la prohibición de fumar.

—Cesco, por favor, llama a tuprimo. Le dije que lo llamaríashace dos semanas, no puedenreservarte el puesto para siempre.¡Qué vergüenza!

101. Viento en popa

Frank suspendió el examen para el

título de abogado superior de formaespectacular: se presentó concuarenta y cinco minutos de retrasoy se marchó diez minutos antes detiempo. Al salir, lo primero quehizo fue llamar a su madre. Natalievio que la conversación lo animaba.Elena era de esas mujeres queprefieren un desastre espectacular aun fracaso convencional.

Leah Hanwell encontró un pisosiniestro al sur del río, en NewCross, y Natalie Blake, por respeto

a su vieja amistad, se fue acompartir piso con ella. Leía losexpedientes en los largos trayectostriangulados del metro: New Cross,Lincoln’s Inn, Marylebone. Semetía en la cama de Frank. Salía deella. Volvía.

—¿Qué hora es?

—Las once y cuarto.

—¡Tengo que largarme!

Intentó obligarse a coger un autobús

nocturno hacia el sur.

—Tus principios pasan más tiempoen ese estercolero que tú —comentó él; ella volvió a dejarsecaer sobre las almohadas.

Perspicaz en forma de arranquesrepentinos e impredecibles.

Tontorrón y siempre afectuoso. Lallamaba mucho.

Cuando estaba entrando en el metro,sonó el teléfono que él le había

comprado.

—Natalie Blake, eres literalmentela única persona en el mundo quesoporto.

Aquél fue el año en que la genteempezó a decir «literalmente».

Frank estaba en su escritorio deInversiones Durham y Mac-aulay,apostando por el precio futuro deunas cosas que era del todo incapazde describirle a Natalie. Mássímbolos, supuso ella, aunque de un

tipo indescifrable.

102. Sálvate

Para entenderse a sí misma, NatalieBlake se valía de una imagentrillada: el ancho río. Aguasturbulentas. Vado de piedras.Caldwell, los exámenes, launiversidad, el título... y lasprácticas. Ese último trecho eracasi infranqueable. No había becasni forma alguna de ganar un peniquedurante la primera mitad del año enprácticas. Tendría que recurrir a

otro préstamo y usar los ahorros dela constructora, que no se habíantocado desde su infancia. Ocurríaque esa empresa, un negocio local,también operaba en el ámbito de lasimágenes trilladas.

103. Cerdos capitalistas

Se llamaba Peter: tenía una ranuraen el lomo para introducir monedas.Marcia Blake guardaba la cartillaroja y se encargaba de tratar con loscajeros. A medida que sealcanzaban ciertas sumas

(veinticinco, cincuenta, cien libras),la niña iba recibiendo a diversosmiembros de la familia porcina conla marca de la empresaconstructora. Peter fue el primero.En casa de los Blake, aquelloscerditos se consideraban adornos yestaban todos juntos en un estantede la sala. A veces Marcia ledejaba ver la columna del «saldo»,donde figuraba la extraordinaria (eintocable) cifra de setenta y unalibras o algo parecido. Nataliejamás tocó ese dinero, que ahora,

veinte años más tarde, por finsumaba una cantidad apreciable.¡Ah, qué recuerdos! ¿Tal vezincluso se recordaba a sí misma conlos viejos billetes de una libra en lamano? Quién sabe: la nostalgia esuna fuerza que todo lo distorsiona.

—¿Estás en esta cola?

Natalie miró a la belicosa ancianitaque tenía al lado con la cartilla rojabien agarrada. Ella enseñódistraídamente su propia cartilla ycontestó:

—Creo que sí.

Pero la cola era una turba amorfade ruidosos habitantes de NW queenarbolaban cartillas, gritaban yempujaban.

—¡Necesitamos orden en esta cola,tío! —dijo alguien—. ¡Esto siemprees un caos!

—Estos no saben lo que es una colabritánica —dijo otro.

No había postes de aluminio

plantados a intervalos sobre lamoqueta mugrienta. Natalie los vioamontonados en un rincón junto alos mostradores.

—Te toca a ti. ¡Venga! —dijo laanciana.

Natalie Blake, sin saber si se habíahecho justicia, se acercó almostrador que le indicaban, tuvouna conversación inquietante conuna cajera que se llamaba DoreenBayles, se abrió paso entre lamarabunta con rumbo a Kilburn

High Road, se apoyó en unamarquesina de autobús y se echó allorar.

104. Ciento diez por ciento

—Estoy muy enfadada con el pastor—dijo Marcia llorando—. Esterrible porque yo se lo di de buenafe y él me prometió que larecuperación de mi dinero estabagarantizada al ciento diez porciento. ¡Me lo prometió con lamano en el corazón, porque erapara la Iglesia y era a corto plazo!

Estamos promoviendo la Iglesia enLaos, difundiendo allí la palabra deDios, donde la gente la necesita deverdad. No me lo puedo creer,porque yo lo saqué para devolverloenseguida y tú ni siquiera te ibas aenterar porque era una cosa a cortoplazo, una operación transitoria,eso me dijo, ¡y yo me lo creí, claro!Es un buen hombre. ¡Ahora estoymuy enfadada con el pastor, Keisha!Cuando lo supe me puse furiosa deverdad. Confío demasiado en lagente, ése es el problema, y es lo

peor, porque creo que la gente meestá diciendo la verdad cuando enrealidad me están engañando, estánmintiéndome. Después de esto esmuy difícil seguir confiando. Muydifícil.

105. Escena romántica en GreenPark

Natalie había fijado la norma deque las actividades románticasdebían ser asequibles para ambaspartes. Eso a veces provocabadiscusiones. El plan de hoy era

incuestionable. Periódicos del finde semana. Entrevistas a famosos.Reseñas de películas. Opinión.Anuncios personales. Sol dejusticia. Bolsa con bocadillos.Botellas de Red Stripe.

—Ah, y lo he hablado con Elena.Está de acuerdo.

—Ahí viene el guarda, Frank.Vámonos a la hierba, no piensopagar dos libras por una tumbona.

—¿Me estás escuchando? Lo he

hablado con mi madre. Queremosdarte el dinero.

Natalie dejó la revista del sábado,apartó la cara para que no se laviera Francesco de Angelis y lapegó a la lona esperando llorar,sentirse «abrumada». Pero su caraestaba seca y su mente extrañamenteocupada.

106. Vida de parque

Mujer busca a hombre para relaciónamorosa. Y viceversa.

Persona de posición humilde, concapital intelectual pero sinexcedentes monetarios, busca apersona de elevada posición consustanciales excedentes monetariospara el mutuo disfrute debeneficios, como una mayoresperanza de vida, una mejoralimentación, menos horas detrabajo y una jubilación anticipada.

Animal humano femeninonecesitado de comida y techo buscaanimal humano del sexo opuesto

que le suministre descendencia ypermanezca a su lado hasta que lasupervivencia autónoma de dichadescendencia sea viable.

Algunos genes, en aras de susupervivencia, buscan aquello queles proporcione mayores garantíasde reproducción.

107. No nos peleemos, cari

Él seguía hablando. Había puesto sucara de adulto, la que llevabadiariamente al trabajo. Ella sabía

que era falsa. La razón de que élfuese incapaz de explicarle lo quehacía en el trabajo no era que elasunto resultara demasiadocomplejo para ella (aunque lo era),sino que él mismo tampoco loentendía del todo. Iba de farol cadadía. Ella había sabido siempre queél tenía un ego muy frágil apoyadoen cimientos inestables, peroconsideraba que este rasgo(universal entre los hombres, ajuzgar por la experiencia que teníade ellos) era un pequeño precio a

pagar por su franqueza, sudiligencia sexual y su belleza,cualidades ya mencionadasanteriormente.

—...entonces le dije a Elena: esachica ha sacado la segundacalificación del año. Aunque no laquisiera, no tiene sentido permitirque esa capacidad se malogre porfalta de medios. No tiene sentidodesde el punto de vista económico.Tu familia, por las razones que sea,se niega a ayudarte...

—¡No se niegan a ayudarme, Frank!¡No pueden! —gritó Natalie Blake,y se lanzó a una defensa apasionadade su familia a pesar de que no sehablaba con ninguno de susmiembros.

* * *

108. Política en marcha

—Cheryl podría dejar de tenerhijos. Tu hermano podría buscartrabajo. Y podrían dejar esa sectaque les chupa el dinero. Me temo

que tu familia escoge las peoresopciones, eso está claro.

—Tendrías que callarte, visto queno sabes de qué estás hablando. Noquiero hablar de esto en el metro,joder.

Parecía que Natalie Blake yFrancesco de Angelis entendían demodo distinto la palabra «opción».Ambos creían que sus respectivasinterpretaciones derivaban decriterios objetivos y no eranproductos de infancias opuestas.

109. John Donne, Lincolns Inn,1592

En la secretaría del piso de arribase oyó un tumulto. Polly lodescribió con una frase ingeniosa:«una vulgar sinfonía deimproperios».

—Nat, ¿a qué hora es tu vuelo?

—A las siete de la mañana.

—Escucha, ¿dónde prefieres estar?¿En la Toscana o en el Tribunal de

Menores de West London? Enserio, sal de aquí mientras puedas.

En la sala de prácticas solamentequedaban ellas dos. Todos losdemás estaban en los juzgados o yahabían bajado al pub.

—Incluso puedes llevarte mi últimopitillo. Considéralo parte del ajuar.

Natalie empezó a ponerse el abrigomientras Polly prendía suencendedor, pero les faltóvelocidad para evitar a un

secretario, Ian Cross, que aparecióal pie de la escalera con unexpediente en la mano.

—Eh, apagad eso. Prestad atención.¿Quién quiere esto?

—¿Qué es?

Ian giró el expediente entre lasmanos.

—Yonquis. Robo a mano armada.Leve incendio provocado. Las notasque hay detrás son del joven señor

Hampton-Rowe, de Bridgestone. Enel último minuto le ha salido unencargo de más altura. La cagadadel reverendo Marsden. Muymediático.

Natalie vio que Polly se sonrojabay se dispuso a coger el maletín,fingiendo un interés moderado.

—¿Qué reverendo?

—Estás de broma o qué. Un cura hadescuartizado a una furcia y la hatirado al Camden Lock. Ha salido

en todas partes. ¿Es que no lees laprensa?

—Esa clase de prensa no.

—Deberías mudarte al sigloveintiuno, guapa. Ya sólo hay unaclase de prensa. —Sonrió y lamancha de color oporto que teníaalrededor del ojo izquierdo se learrugó horriblemente.

Otra de las frases ingeniosas dePolly: «toda una personalidadconstruida alrededor de una

mancha».

—Dámelo a mí. Nat no puede. Secasa el domingo.

—Felicidades. Todo el mundotendría que hacerlo. Ningún hombrees una isla, siempre lo digo.

—Ah, la frase es tuya, ¿verdad? Meestaba preguntando de quién sería.Nat, cielo, huye de aquí. Sálvate.Tómate una copa por mí.

IIO. Personalidad entre paréntesis

(A veces, cuando disfrutaba de lascápsulas descriptivas que hacía Polcon las personalidades ajenas,Natalie temía que en su ausencia —la de Natalie— tambiénencapsulara su personalidad —lade Natalie—, aunque no se decidíaa temerlo del todo porque en elfondo no podía creer que de ella —de Natalie— se pudiera hablar dela manera como ella —Natalie—hablaba de los demás y oía hablarde los demás. Y sin embargo, amodo de puro experimento mental:

¿en torno a qué estaba construida lapersonalidad de Natalie?)

* * *

111. Copas de trabajo

Natalie Blake subióapresuradamente las escaleras ypasó corriendo frente a la secretaríapara evitar más expedientes. Salió ala riada humana de Middle TempleLañe. Todo el mundo fluía en lamisma dirección, hacia ChanceryLañe, y ella se sumó a la corriente.

Luego se encontró a dos amigos yluego a dos más. Cuando llegaron alSeven Stars ya eran un grupodemasiado grande para encontrarmesa dentro. La otra mujer delgrupo, Ameeta, se ofreció para ir abuscar las bebidas y Natalie seofreció para acompañarla.

—¿Chupitos de vodka o cervezas?

Se habían olvidado de preguntarlo.Ameeta, que también era de claseobrera pero de Lancashire, estabaansiosa por no equivocarse. Natalie

Blake le aconsejó que pidiera lasdos cosas. Al cabo de unos minutossalieron de allí con sus mesuradasfaldas profesionales y dos bandejastemblorosas empapadas de espuma.Los hombres estaban desplegadosjunto a la verja de los tribunales,fumando. Era una magnífica tardede finales de verano. Los hombressilbaron. Las mujeres se acercaron.

112. Sir Thomas More, LincolnsInn, 1496

—¡Que alguien mantee a esta chica!

Que se casa... Ah, los buenosmueren jóvenes. ¿Cómo sellamaba? Francesco. Italianini, ¿no?Yo anularía el proceso por defectosde forma. En realidad es mediotrini. LA CORRECCIÓN POLÍTICA SEHA VUELTO LOCA. Ahora en serio,Nat. Mucha suerte. Todos tedeseamos toda la suerte del mundo.Yo no creo en la suerte. ¿Dóndeestá mi invitación? Sí, ¿dónde estámi invitación? ¡Cuidado con esevaso! No hemos invitado a nadie, nia la familia. Queremos estar solos.

¡Ooh, qué exclusivos! Que alguienla levante. Pol dice que estáforrado, el tío. Trabaja paraDurham y Macaulay. Una firmita enel Ayuntamiento de Islington. Lunade miel en Positano. Businessclass. Uy, lo sabemos todo. Ya locreo. Blake no es tonta.

¡Au! Nada de violencia. La cuestiónes que te estás pasando al otrobando. Al enemigo. En tu ausencianos veremos obligados a continuarla búsqueda del amor. Ese tal

Francesco: ¿está a favor del sexodespués del matrimonio? Lositalianos tienen esa tendencia.Imaginamos que será católico. Uy,sí, lo imaginamos. Frank. Todo elmundo lo llama Frank a secas.Solamente es medio italiano. Jake,cógele la pierna derecha. Ezra,cógele la izquierda. Ameeta, cógeleel culo. ¡Soltadme! Tú te encargasdel culo, Ameeta, cariño. ¡Protesto!¿Cómo es que a Ameeta le toca lomejor? Porque sí. No ha lugar a laprotesta. ¿Por qué hoy en día a un

caballero ya no se le permite aludira la parte posterior de una dama?YA TE DIGO, LA CORRECCIÓNPOLÍTICA SE HA VUELTO... Bah, a lamierda, uno, dos y tres, ARRIBA.

Los abogados en prácticas llevarona Natalie Blake en volandas hastael otro lado de la calle, entrevítores. La nariz le llegaba hasta lasarcadas del XVI. ¡Qué lejos estabade casa!

—SE CASA POR LA MAÑANA.

—La mañana siguiente. ¿A quiénrepresenta esa estatua de ahíarriba?

—Tengo el latín un poco oxidado...ni puta idea... ¿Hacia dónde vamos?¿Al norte? ¿Al oeste? ¿Qué líneatomas, Nat? ¿La Jubilee?

113. Miele di luna (dos semanas)

Sol.

Prosecco.

Cielo azul muy claro.

Golondrinas. Arco. Descenso.

Guijarros azules.

Guijarros rojos.

Ascensor a la playa.

Playa vacía. Sol. Puesta de sol.

—¿Sabes lo difícil que es encontraresto en Italia?

Esto es lo impagable...

¡el silencio!

Oh.

El nada. Todos los días.

—¡El agua está perfecta!

Ola.

Periódicos ingleses. Dos cervezas.Arancini.

—¿Podemos cargar esto a latarjeta? Estamos en la quinientosdoce. Tengo mi pasaporte.

—Por supuesto, señora, está usteden la suite nupcial. ¿Le importa quele haga una pregunta? ¿De dóndeson ustedes?

Ola.

Los camareros llevan guantesblancos. Necrológicas. Reseñas. Deprincipio a fin.

Ron con coca-cola. Tarta de queso.

—¿Puedo cargarlo directamente ala habitación? El otro camarero medijo que podía. Es la quinientosdoce.

—Por supuesto, señora. ¿Qué llevaen esa funda?

—Unos prismáticos. A mi maridole gustan las aves. Se me hace rarodecirlo.

—¿Qué, «prismáticos»?

—No, «marido».

La playa pública está en la punta dela península. A seis kilómetros.Vítores. Gritos. Rosas. Música dealtavoces. Más cuerpos que arena.

¿Ojalá estuvieras aquí?

Vacío.

Exclusivo.

—¡Es realmente como el paraíso!

Oh.

Ola.

Familia solitaria. Sombrilla roja.Madre, padre, hijo. Louis.

Pronunciado: ¡Luiiiiii!

Bañador rosa. OLA.

Ningún lugar y ninguna cosa.

¡LUIIIIII!

Cóctel de vodka.

—¿Tiene usted un bolígrafo? ¿Sabede dónde son?

—De París, signora. Ella esmodelo americana. Él esinformático. Francés.

A Louis lo ha picado una medusa.

¡Episodio dramático!

Cóctel de ron. Gambas. Pastel dechocolate.

—La quinientos doce, por favor.

—Señora, le aseguro que eso no esposible. Aquí no hay medusas.Somos un centro turístico de lujo.¿Y por eso no se baña? —No mebaño porque no sé nadar.

Linguine con vongole, gin-tonic,cóctel de ron.

—Signora, ¿de dónde es usted?¿Americana?

—La quinientos doce.

—¿Ese que nada es su novio?

—Mi marido.

—Pues habla muy bien italiano.

—Es que es italiano.

—¿Y usted, signora? Dovesei?

114. L’isola che non c’é

—Deberías meterte por lo menosuna vez en el agua —dijo Frank deAngelis; Natalie Blake levantó lavista para contemplar el bello torsomoreno de su marido, que

chorreaba agua salada, y regresó asu lectura—. Desde que bajaste delavión llevas trajinando con esosperiódicos por todas partes. ¿Quétienen de interesante? —Ella leenseñó las páginas de anunciospersonales, arrugadas y estropeadaspor el agua; él suspiró y se puso lasgafas de sol—. «Almas gemelas.»Che schifo! No sé cómo te puedegustar leer esas cosas. A mí medeprimen. ¡Cuánta gente sola hay enel mundo!

115. Audiencia de lo Penal

Ian Cross asomó la cabeza por lapuerta de la sala. Todos losabogados en prácticas lo miraron,esperanzados. Cross miró a NatalieBlake.

—¿Quieres ver llorar a un juradode adultos? Bridgestone necesita aalguien en prácticas para redondearlos números. Sala Uno de lo Penal.Con Johnnie Hampton-Pollas.Tranquila, que no tendrás que hacernada, solamente estar guapa. Coge

tu peluca.

Estaba emocionada por ser laelegida. Aquello demostraba laeficacia de su estrategia encomparación con, por ejemplo, lade Polly. Nada de líos románticoscon las estrellas del equipo depenal. Trabaja bien. Y espera a quese fijen en lo bien que trabajas.Consiguió conservar aquellainocencia y aquel orgullo hasta elmismo momento en que ocupó suasiento y vio a la familia de la

víctima en la galería,inconfundiblemente jamaicanos, loshombres con relucientes trajescruzados grises y las mujeres consombreros de ala ancha coronadoscon ramilletes de flores sintéticas.

—Mira y aprende —susurróJohnnie mientras se ponía en piepara las alegaciones previas.

116. Voyeurismo

La defensa se erigía sobre losmismos principios básicos que la

transustanciación. Había sido otrapersona la que había usado el pisodel vicario para trocear a Viv.Había sido otra persona quien habíadepositado su cuerpo en variasbolsas de basura junto al CamdenLock, a veinte metros de la puertatrasera de su casa. Él aseguraba quela llave circulaba libremente entresus feligreses; mucha gente teníacopia. El hecho de que se hubieraencontrado su esperma dentro deella sólo evidenciaba otracoincidencia (la prensa había

sacado a la luz a unas cuantasprostitutas locales de aspectosospechosamente similar, y todasellas afirmaban haber conocido alsacerdote en el sentido bíblico delverbo).

—Pero éste no es un juicio porcuestiones raciales —dijo Johnniedirigiendo la atención del juradohacia Natalie Blake con un ligeromovimiento de la mano—, ypermitir que se convierta en esoequivale a someter las pruebas

incriminatorias (que ustedes debenexaminar cuidadosamente comomiembros de un jurado británico) alcriterio de «culpable porque lodigo yo» que tanto practica nuestralamentable prensa amarilla.

Los integrantes del afligido corrillofamiliar de Viv seguían abrazados,pero Natalie ya no volvió amirarlos.

La fiscalía hizo una presentacióncon PowerPoint. Interiores deCamden de aspecto deplorable.

Natalie Blake se inclinó haciadelante en su asiento. Lo importanteeran las salpicaduras de sangre,pero lo que le interesaba era todolo demás. Cuatro sillas blancas a lamoda de los sesenta que nocuadraban para nada con lavivienda de un clérigo. Un pianodemasiado grande en una salademasiado pequeña. Un sofá y unaotomana incompatibles y untelevisor de gama alta. Mobiliariode cocina anticuado y el suelo decorcho, que ya es mala pata porque

absorbe la sangre. Natalie notó queel abogado auxiliar le daba uncodazo y se puso a escribir laspresuntas notas que, según loinstruido, debía garabatear.

117. En el guardarropa

Mientras Natalie Blake se quitabala toga, Johnnie Hampton-Roweapareció a su lado, le puso unamano en la camisa y se la apartójunto con el sujetador. Tardó enreaccionar: él le pellizcó un pezónantes de que ella consiguiera

preguntarle qué coño creía queestaba haciendo. Empleando elmismo juego de manos recién vistoen la sala, convirtió los gritos deNatalie en el delito. Retrocedió alinstante, suspirando:

—Vale, vale, me he equivocado.

Ya estaba fuera del vestidor antesde que ella volviera la vista.Cuando recobró la compostura ysalió de allí, él estaba en la otrapunta del pasillo bromeando con elresto del equipo y discutiendo la

estrategia para el día siguiente. Elabogado auxiliar señaló a Nataliecon un bolígrafo.

—Pub. Seven Stars. ¿Vienes?

118. Consulta de emergencia

Leah Hanwell quedó con NatalieBlake en el metro de ChanceryLañe. Trabajaba cerca, derecepcionista en un gimnasio deTot-tenham Court Road. Caminaronhasta el Hunterian Museum. Empezóa llover. Leah se detuvo entre dos

enormes columnas palladianas ylevantó la vista para mirar lainscripción en latín labrada sobre lapiedra gris.

—¿No podemos ir al pub?

—Esto te gustará.

Hicieron sus minúsculasdonaciones en la recepción.

—Hunter era anatomista —explicóNatalie Blake—. Esta era sucolección privada.

—¿Se lo has contado a Frank?

—No ayudaría mucho.

Sin previo aviso, Natalie empujó aLeah al primer atrio, lo que Frankle había hecho hacía unos meses.Leah no gritó ni ahogó un grito ni setapó los ojos con las manos. Pasóentre las narices, pantorrillas ynalgas que dormitaban en susfrascos de formol. Derechas a loshuesos del gigante O’Brien. Pegó lapalma de la mano al cristal ysonrió. Natalie Blake la seguía

leyendo un folleto, explicando,siempre explicando.

* * *

119. Pollas

Gruesas, cortas y un poco cómicas;seccionadas a pocos centímetrosdel glande o tal vez simplementeencogidas por la muerte. Algunascircuncidadas y otras con aspectogangrenoso.

—No siento demasiada envidia —

dijo Leah—. ¿Y tú?

Siguieron avanzando. Pasaron entrehuesos de cadera y dedos de pies,manos y pulmones, cerebros yvaginas, ratones, perros y un monocon un tumor horrible en lamandíbula. Cuando llegaron a losfetos totalmente formados yaestaban un poco histéricas. Frentesenormes, barbillas pequeñas yestrechas, ojos cerrados y bocasabiertas. Natalie Blake y LeahHanwell se miraron con caras de

Munch, primero entre ellas y luegoa los fetos. Leah se arrodilló paraobservar un pedazo enfermo dematerial humano que Natalie nopudo identificar.

—¿Y al final fuiste al pub?

—Me pasé allí veinte minutosmirando el veteado de la mesa.Ellos estuvieron hablando del caso.Y luego me marché.

—¿Crees que le hizo lo mismo a latal Polly?

—Tenían un rollo. Tal vez empezóde la misma manera. Tal vez se lohace a todo el mundo.

—La historia se complica. Odio lascomplicaciones. El gimnasio esigual, está lleno de pollas montandolíos. Me pone de los nervios.

—¿Eso qué es? ¿Un tumor?

—De intestino. Como el de mipadre. —Leah se alejó del frasco yse sentó en un banquito que había enmedio de la sala; Natalie se sentó a

su lado y le cogió la mano confuerza—. ¿Qué vas a hacer? —preguntó Leah Hanwell.

—Nada —dijo Natalie Blake.

120. Intervención

Pasaron unas semanas. La doctoraSingh arrinconó a Natalie Blake enla sala de prácticas. Estaba claroque la habían mandado comoemisaria. Había gente arriba, gente«anónima», que estaba preocupada.¿Por qué había dejado de participar

en la vida social del equipo?¿Acaso se sentía aislada? ¿Laayudaría hablar con alguien que«hubiera pasado por ello»? Nataliecogió la tarjeta. Debió de poner losojos en blanco sin darse cuenta. Ladoctora Singh pareció ofendida ypasó el dedo por una hilera detítulos: doctora, abogada de laCorona, Orden del Imperio.

—Theodora Lewis-Lane fue unapionera —dijo a modo deamonestación—. Sin ella no

estaríamos aquí.

121. Modelos de conducta

Una pastelería elegante de Gray’sInn Road. Natalie llegó quinceminutos tarde, pero Theodora seretrasó cinco más, demostrando asíque «la hora jamaicana» no habíamuerto en ninguna de las dos.Natalie quedó fascinada conaquellas extensiones capilaresdignas de una tertulia televisiva(ella había abandonadorecientemente las suyas a instancias

de Frank) y con las exquisitasvariaciones que había introducidoen el uniforme oficioso de lasabogadas: una camisa de saténdorado por debajo de la chaqueta yacabado de strass en los zapatosnegros de juzgado. Tenía por lomenos cincuenta años, con elhabitual don jamaicano de parecerveinte años más joven. Losorprendente (dada su temiblereputación) era que apenas llegabaal metro sesenta. Cuando Natalie selevantó de la silla para darle la

mano, Theodora pareciódesconcertada. Una vez sentadarecobró su empaque. Con un acentode ninguna parte, a medio caminoentre el de la reina y el del númerode información horaria, pidió unacantidad tremenda de pasteles antesde proceder, sin que nadie se lopidiera, a narrar su infancia góticaen el sur de Londres y su inauditoéxito profesional. Antes de queterminara aquel relato, NatalieBlake dio un aprensivo mordisquitoa un cruasán y murmuró:

—Supongo que sólo quiero que sevalore mi trabajo por lo que vale...

Cuando levantó la vista del plato,Theodora tenía las mani-tas juntassobre el regazo.

—Usted en realidad no quiere teneruna conversación conmigo,¿verdad, señorita Blake?

—¿Cómo?

—Déjeme que le cuente una cosa—dijo Theodora con un tono

cortante que impugnaba su sonrisaimperturbable—. Soy la abogada dela Corona más joven de migeneración. Y no es ningúnaccidente, a pesar de lo que ustedpueda creer. Como uno aprendemuy pronto en esta profesión, lafortuna sonríe a los valientes, perotambién a los pragmáticos. Supongoque está interesada en algorelacionado de alguna manera conlos derechos humanos. ¿Brutalidadpolicial? ¿Ese es su plan?

—Todavía no estoy segura —dijoNatalie intentando sonarintimidante; le faltaba muy pocopara echarse a llorar.

—No era lo mío. En mi época, siseguías esa ruta, la gente tendía arelacionarte con tus clientes.Tuvieron que aconsejarme muy alprincipio: «Evita los trabajosrelacionados con el gueto.» Fue eljuez Whaley quien me lo dijo. El losabía mejor que nadie. La primerageneración hace lo que no quiere

hacer la segunda. La tercera ya eslibre de hacer lo que quiera. Quésuerte tiene usted. Ojalá la buenasuerte viniera acompañada deeducación y humildad. En fin, creoque en este sitio se sirve vino.¿Quiere usted una copa de vino?

—No era mi intención sermaleducada. Lo siento.

—Le doy un buen consejo para lostribunales: no se imagine que sudesprecio es invisible. Yadescubrirá usted, a medida que

madure, que la vida es un espejocon dos direcciones.

—Pero lo mío no es desprecio.

—Cálmate, hermana. Bébete unacopa de vino. Yo a tu edad eraexactamente igual. Odiaba que meecharan broncas.

* * *

122. El consejo de Teodora

—Cuando empecé a comparecer

ante los jueces, no paraban dereprenderme desde el banquillo.Perdía casos y no entendía por qué.Luego me di cuenta de una cosa:cuando un pelolacio de Surrey sepone frente a los jueces, susenérgicos argumentos se ven como«pura abogacía». El juez loreconoce como un igual. Seentienden. Es muy probable queasistieran a la misma escuela. Perola pasión de Whaley o la mía o latuya son vistas como «agresividad».Así lo ve el juez. Estás en su casa y

eres una intrusa. Y te lo aseguro, espeor si eres mujer: entonces es«agresividad histérica». La primeralección es: contrólate. Modera tudiscurso. Todo lo que puedas.Porque esto no es neutral. —Sepasó una mano por su pulcra figura,desde la cabeza a la cintura—. Estonunca es neutral.

123. Hatsa luego

hola por fin

no ha sido tan difícil no crees

es que no me gusta descargarcosas

mí no gustar ordenadores

delinternet del trabajo. Los ordenadores delgobierno son débiles. Un

virus de nada

mí tener miedo del futuro

y se mueren verdad

ah sí

calla, blake

vaya puta CAÑA

hola hanwell QUERIDA. Qué te trae al internet estabonita tadre

tarde

la mujer que tengo al lado hurgándose lanariz va a sacar petróleo

te he intentado llamar pero no hascontestado

qué bonito

no puedo contestar llamadas pesronales en la salade prácticas qué tal

gran noticia

has cogido sida gatuno?

tienes libre el 6 de mayo?

vas a coger sida gatuno el 6 de mayo? tengo libre sino estoy en los juzgados,

ahora soy una señora abigada pez gordo, eh? unaseñora abogada pez gordo

coño

qué mal tecleo

abogadapez gordo me caso

!!!!!?????

en mayo

fabuloso! Cuándo será eso?

el6 en el registro igual que tú perocninvitdos y todo

me alegro mucho por ti en serio

invitados y todo

es por mi madre n realidad

claro

además lo quiero de verdad lo deseo

es importante para él y él quiere

es lo normal, no?

espera, el secretario, un momento

son razones suficientes?

creo que voy a ir de morado

también por Pauline

y dorado, pareceré un cura católico

hola?

perdona, es fabuloso, felicidades!

Eso quiere devir

decir procreación?

VETE A LA MIERDA

:-)

VETE A LA MIERDA CON TU CARITASONRIENTE

no me puedo creer que pases por el altar

qué le está pasando al

ni yo

universo?

que somos viejas

no somos viejas, joder

tú por lo menos progresas en la vida. Yosólo me muero lentamente

es mi segundo año de prácticas. Puedopasarme de prácticas toda

me muero de aburrimiento

la vida

no sé qué significa eso

eso = no bueno. La mayoría consiguetitularidad después de UN AÑO

en todo caso un aburrimiento — te puedo

hacer una pregunta sin que te vendas

perdón ofendas?

a la mierda la mayoría

jaja, no me vendo tranquila

puedo?

cuando pasas por el altar tienes querenunciar a todos los demás de todasmaneras, no?

ésa es la idea

Menuda idiotez

jaja

así que renuncio también a eso

eso responde tu pregunta abogada pezgordo?

jaja, sí. En serio que lees la mente

y cuando todo lo demás falle:

www.adultosmirandoadultos.com

así se pasa el rato

ya sabes de qué estoy choteando. Venga,chica!

Eh, colega, no me dejes tirada!

Perdona. Me acaba de caer una avalancha detrabajo me tengo que ir un beso hatsa luego

«hatsa luego»

124. Una pregunta en la reuniónpara conseguirla titularidad

Señora Blake, ¿estaría usteddispuesta a defender a alguien delbanco BNP?

125. Heroína de Harlesden(entreparéntesis)

Natalie Blake no se esperaba que leofrecieran el puesto. Para convertirun juicio externo en una elecciónpersonal, se contó a sí misma unahistoria sobre ética legal, fortalezade carácter moral e indiferencia aldinero. Le contó la misma historia aFrank y Leah, a su familia, a losdemás abogados en prácticas y acualquiera que le preguntara por sufuturo. Era una forma de hacer queel futuro le resultara seguro (todaslas historias de Natalie tenían enúltima instancia aquella meta).

Cuando, en contra de lo que ella seesperaba, le ofrecieron latitularidad, Natalie Blake se vio enuna posición bastante incómoda enrelación con su ética personal, sufortaleza de carácter moral y suindiferencia respecto al dinero (opor lo menos con lasrepresentaciones públicas de estascualidades), y se vio obligada arechazar el dinero de la titularidady aceptar el trabajo de auxiliarjurídica en R senb rg, SI tte y & Noton, del que llevaba varios meses

hablando. Un bufete diminuto deHarlesden al que se le habían caídola mitad de las letras.

126. Tonya tantea a Keisha

Los clientes de Natalie Blake lallamaban a horas intempestivas. Lementían. Solían llegar tarde a losjuzgados, casi nunca se ponían laropa que ella les aconsejaba quellevaran y rechazaban acuerdos deculpabilidad completamenterazonables. De vez en cuando laamenazaban de muerte. En sus

primeros seis meses trabajandopara RSN, tres de sus clientesfueron jóvenes que habían «ido a laBrayton», aunque eran mucho másjóvenes que ella. Aquello la hizopreguntarse si la escuela se habríadegradado; bueno, si se habríadegradado todavía más. Compróalgo de comida preparada en eljamaicano que había delante delMcDonald’s, se sentó en un taburetey se las vio y deseó para nomancharse el traje de grasa.Hamburguesa, buñuelo de pescado

y cerveza de jengibre, como casitodos los días. A veces intentabavariar el menú, pero cuando llegabaal mostrador la abandonaba todo suespíritu aventurero. Existía un plandesde hacía tiempo para almorzarcon Marcia y la hermana de Marcia,Irene, que vivía cerca, pero aquellacita fantástica, que implicaba doshoras de tiempo libre y sinexpedientes que leer, no parecíallegar jamás, y muy pronto NatalieBlake entendió que no iba a llegarnunca. En cambio, veía bastante a

menudo a su prima Tonya enHarlesden High Street. Cada vezque se la encontraba (a pesar de sunuevo estatus de abogada pezgordo), volvía a experimentar losmismos sentimientos de inseguridade ineptitud que Tonya le imponíacuando eran niñas. Aquella tarde,Tonya vestía unos pantalones dechándal con la palabra HONEYescrita de lado a lado en el traseroy un chaleco vaquero ajustado consujetador amarillo debajo. Llevabael flequillo teñido de púrpura y

unos pendientes de aro tan grandesque le rozaban los hombros. Lostacones de sus zapatos rojos conplataforma medían docecentímetros. A pesar del niño y elbebé que llevaba en el cochecitodoble, Tonya conservaba unasproporciones corporales desuperheroína de tebeo. Natalie, encambio, era tristemente margar,como decían los jamaicanos. Paralos blancos, eso quería decir«flaca» o «atlética» y seconsideraba generalmente un valor

positivo. Para Natalie, sin embargo,quería decir «sin curvas» y, portanto, «invisible». Tonya nuncahabía tenido la piel cenicienta, sinosiempre sedosa y estupenda, ytampoco era propensa a lossarpullidos de acné rosado que lesalían en la frente a Natalie, comopor ejemplo aquel día. Si losdientes de Natalie eran pequeños ygrises, los de Tonya eran enormes,blancos, uniformes y ahora mismose estaban desplegando en forma desonrisa gigantesca. Al acercarse su

prima, a Natalie no le cupo duda deque ella, Natalie, tenía grasa delbuñuelo alrededor de la boca. Perotal vez toda aquella proyección dela ansiedad al terreno de lo físicofuera una forma femenina desimplificar una diferencia muchomás profunda e irresoluble entreambas, porque Natalie estabaconvencida de que Tonya tenía undon para la vida del que ellapalpablemente carecía.

—Estos niños son tan guapos que

deberían estar prohibidos.

—¡Gracias!

—Mira a André: está clarísimo quelo sabe.

—Es culpa de su padre. Su padre leha comprado esa cadena.

—¿Ahora va del rollo: soy un chulode tres años?

—¡Tú ya me entiendes! En serio.

Por debajo de su sonrisa, Natalievio que a su prima la decepcionabaaquella conversación y que quería,como de costumbre, establecer una«conexión» más profunda conNatalie, quien a su vez quería evitarprecisamente aquella intimidadpara conservar una fachadasuperficial y agradable que lepermitiera mantener las distanciascon su prima. Natalie dejó a Andréen el cochecito y cogió en brazos aSasha. Ninguno de los dos niños leparecía real, daba igual cuántas

veces los levantara y notara supeso. ¿Cómo podía Tonya sermadre de aquellos niños? ¿Cómoera posible que tuviera veintiséisaños? ¿Cuándo había dejado detener doce? ¿Y cuándo iba allegarle a ella la vida adulta?

—Pues yo he vuelto a Stonebridge,con mi madre. Elton y yo hemosacabado, del todo. Estoy harta demalgastar mi tiempo. Es para bien,está claro. Vuelvo a estudiar, enDollis Hill... En el College of North

West London. Turismo y hostelería.Estudiar y estudiar. Es duro, perome está encantando. ¡Mi inspiracióneres tú!

Tonya puso una mano en el hombrodel feo traje chaqueta azul marinode Natalie. ¿Era compasión aquelloque veía en los ojos de su prima?Natalie Blake no existía.

—¿Cómo está tu amiga? Aquellatan simpática. La pelirroja.

—Leah. Está bien. Casada. Trabaja

para el ayuntamiento.

—¿Ah, sí? Muy bien. ¿Hijos?

—No. Todavía no.

—Las dos lo estáis retrasando, ¿eh?

Tonya apartó la mano del hombro yle tocó el cabello.

—¿Qué te has hecho en el pelo,Keisha?

Natalie se tocó la raya torcida del

pelo y el moño reseco, repeinadohacia atrás y sin adornos.

—No gran cosa. Nunca tengotiempo.

—Esto me lo he hecho yo sola.Microtrenzas. Tienes que venir acasa y dejar que te las haga.Solamente son seis horas. Podemoshacerlo una tarde y tener una charlacomo Dios manda.

127. La conexión entre el caos yotras cualidades

En RSN Asociados, la ley salía aborbotones de los archivadoresrotos y cubría los pasillos, el cuartode baño y la cocina. Se trataba deun caos inevitable, pero en ciertamedida también de una estéticaligeramente exagerada por losabogados y destinada a transmitirdesprendimiento y sinceridad.Natalie veía que a sus clientesaquel caos les resultabareconfortante, igual que los sofásfalso estilo reina Ana y los cuadroscon cacerías de zorro

tranquilizaban a otra clase declientes. Si uno trabajaba aquí,únicamente podía ser por amor a laley. Sólo unos genuinos altruistaspodían ser tan pobres. Paracomparecer en los juzgados, losclientes eran despachados alJimmy’s Suit Warehouse deCricklewood. Las victorias secelebraban en las mismas oficinas,con vino barato, pan de pita yhummus. Cuando un abogado deRSN te visitaba en la celda, iba enautobús.

128. «En elfrente»

De vez en cuando, en los juzgados oen comisaría, Natalie se topaba conabogados de empresa a los queconocía de la universidad. A veceshablaba con ellos por teléfono.Normalmente se dedicaban a alabarde forma excesiva y teatral la éticajurídica de Natalie, su fortalezamoral y su indiferencia hacia eldinero. A veces terminaban con uncumplido equívoco, comoinsinuando que las calles donde

Natalie se había criado, y a las queahora regresaba para trabajar, eran,en sus mentes, un lugar sinesperanza, análogo a una zona deguerra.

* * *

129. Regreso

El desplazamiento de casa altrabajo la estaba «matando». Aveces la simple elección de untérmino puede surtir efecto sobre elmundo. Ese «matando» se convirtió

en la premisa para regresar a NW.

—¿Y qué pasa con midesplazamiento? —protestó Frankde Angelis.

—Línea Jubilee —le dijo su mujer,Natalie Blake—. De Kilburn aCanary Wharf.

A continuación preparó unmeticuloso contrato, negoció unahipoteca y dividió el depósito porla mitad. Todo por un piso enKilburn que su marido podría haber

comprado directamente sindespeinarse. Cuando el acuerdoestuvo cerrado, Natalie compró unabotella de cava para celebrarlo. Alas seis, cuando recogió las llaves,Frank todavía estaba en el trabajo,y seguía allí a las ocho, hasta quellegó la inevitable llamada de lasdiez menos cuarto:

—Lo siento... tengo para toda lanoche. Ve sin mí, si quieres.

El lema de su matrimonio. NatalieBlake llamó a Leah Hanwell:

—¿Quieres ver cómo me cojo enbrazos para entrar en el piso?

130. Reingreso

Leah giró la llave en la tiesacerradura. Natalie la siguiósigilosamente hacia la vida adulta.Notoria por su silencio y suprivacidad. La electricidad noestaba aún conectada. Una lunaclara iluminaba las desnudasparedes blancas. Natalie seavergonzó de sentirsemomentáneamente decepcionada:

después de tantos meses acampadaen casa de Frank, aquello le parecíapequeño. Leah recorrió el salón ysoltó un silbido. Todavía se valíade la vieja escala de medidas:aquello era el doble de grande queun piso doble de Caldwell.

—¿Qué es eso de ahí?

—El techo del piso de abajo. No esuna azotea, la agente dijo que no sepuede...

Leah salió por la ventana de

guillotina a la cornisa cubierta dehiedras. Natalie la siguió. Sefumaron un porro. Desde la entradapara coches del edificio lascontemplaba una zorra bien gorda ytan descarada como un gato.

—Tu hiedra —dijo Leah tocándola—, tu ladrillo, tu ventana, tu pared,tu bombilla y tu desagüe.

—Los comparto con el banco.

—Aun así. Esa zorra está preñada.

Natalie descorchó la botella con elpulgar. El tapón rebotó en la paredy cayó en la oscuridad. Dio un tragoapresurado. Leah se inclinó y lesecó la barbilla a su amiga:

—La socialista que bebe cava.

Ahora observen cómo Nataliereajusta la conversación. Es un artefemenino. Se sitúa a sí misma enmedio de una pendiente que tiene enla cúspide a los amigos de Frank,todos esos jóvenes solteros con susincomprensibles bonificaciones de

Navidad. Le resultaba agradabledescribirle ese mundo a Leah, queapenas sabía nada de él. Chelsea,Earls Court, West Hamsptead. Loftsy apartamentos de lujocompletamente libres de niños ymujeres, vacíos de muebles,bordeados de guetos.

—Corrección: siempre hay unenorme sofá de cuero marrón, unanevera inmensa y una tele tangrande como este piso.

Y un formidable equipo de sonido.

Y nunca llegan a casa antes de lasdos de la madrugada. «Llevan a losclientes por ahí», normalmente aclubes de striptease. O sea, que enel piso nunca hay nadie. Cincodormitorios. Y una cama.

Leah arrojó la ceniza del porro endirección a la zorra.

—Parásitos —dijo.

De pronto, a Natalie le sobrevinoalgo que a ella le pareció su«conciencia».

—Muchos de ellos son buena gente—se apresuró a añadir—. Quierodecir que, individualmente, sonmajos. Graciosos.

Y trabajan mucho. La próxima vezque montemos una cena tienes quevenir.

—Oh, Nat, todo el mundo es majo.Todo el mundo trabaja mucho.Todo el mundo es amigo de Frank.¿Eso qué tiene que ver?

131. Retorno

La gente enfermaba.

—¿Te acuerdas de la señora Iqbal?Bajita, siempre era un poco estiradaconmigo... Cáncer de mama.

La gente moría.

—Seguro que te acuerdas de él,vivía en Locke. Pues el martes cayófulminado. La ambulancia tardómedia hora en llegar.

La gente se portaba de formabochornosa.

—El bebé nació hace dos semanasy todavía no me han abierto lapuerta. Ni siquiera sabemos cuántascriaturas hay ahí dentro. No lasregistran.

La gente estaba en la inopia.

—Adivina cuánto me han costadolos huevos en ese mercado.Ecológicos. ¡Adivínalo!

La gente se dejaba ver.

—He visto a Pauline. Ahora tiene a

Leah trabajando para elayuntamiento. Pauline siempre tuvograndes planes para esa chica. Hayque ver cómo son las cosas. Encierto modo, la verdad es que a ti teha ido mucho mejor que a ella.

La gente no se dejaba ver.

—Está arriba con Tommy. Ahora sepasa todo el tiempo con él.Solamente salen de esa habitaciónpara ir a ligar con señoritas. Jaydeny Tommy invierten su dinero y sutiempo en ligar con señoritas. Tu

hermano no piensa en nada más.Pero lo que necesita es encontrartrabajo, no dejo de repetírselo.

La gente no era gente, sino unsimple efecto del lenguaje. Unopodía invocarla y matarla en lamisma frase.

—Owen Cafferty.

—Mamá, no me acuerdo de él.

—Owen Cafferty. ¡Owen Cafferty!Hacía todo el catering para la

iglesia. Con bigote. ¡OwenCafferty!

—Vale, lo recuerdo vagamente, sí.¿Qué le pasa?

—Se ha muerto.

En el piso todo seguía igual, peroahora había una nueva sensación decarencia. Una nueva conciencia. Yhete aquí que se vieron desnudos ysintieron vergüenza. Marciadesplegó sobre la mesa un abanicode tarjetas de crédito. Mientras

Marcia le explicaba a su hija lacaótica historia de cada tarjeta,Natalie tomaba notas como podía.Su madre la había llamado parahacerle una consulta de emergencia.La verdad era que no sabía por quéestaba tomando notas. La únicarespuesta útil sería firmar uncheque bien generoso. Y esojustamente no podía hacerlo, dadassus circunstancias presentes.Tampoco tenía valor para pedírseloa Frank. ¿A quién ayudaría que ellaconvirtiese las cifras en palabras?

—Te digo lo que me hace falta deverdad —dijo Marcia—. Necesitoque Jayden mueva el culo, se case yse haga cargo de su propia casa, yasí los crios de tu hermana notendrán que dormir en la mismahabitación que su madre. Eso es loque me hace falta.

—Oh, mamá... Jayden nunca se vaa... A Jayden no le interesan lasmujeres, lo que...

—Por favor, no vuelvas a empezarcon esas bobadas, Keisha. Jayden

es el único de vosotros que seocupa a veces de mí. Así es comovivimos. Cheryl no está encondiciones de ayudar a nadie.Apenas se puede valer por símisma. Tiene el tercero en camino.Por supuesto que quiero a esosniños. Pero así es como estamosviviendo, Keisha, ésa es la verdad.Sobreviviendo. Así de claro.

La gente vivía así. La gente vivíaasá. Vivía así.

* * *

132. Conversación doméstica

—¡No soporto que vivan así! —gritó Natalie Blake.

—No te pongas melodramática —dijo Frank.

133. Epluribus unum

Ciertamente resultaba excepcionalque volvieran a acogerla en el redildel Middle Temple, pero es queNatalie Blake era en muchossentidos una candidata excepcional,

y además en el grupo había variosmiembros titulares que,informalmente, la consideraban suprotegida, a pesar de que enrealidad no la conocían más que devista. Había algo que movía a laprotección de Natalie, como si alayudarla uno estuviera ayudando auna multitud invisible.

134. Paranoia

A la mesa contigua a la de Natalie yFrank estaban sentados un hombre yuna mujer, una pareja, que comían

su brunch del sábado en aquel cafédel noroeste de Londres.

—Es ecológico —dijo Ameeta (serefería al kétchup).

—Es malo —dijo Imran, su marido(también se refería al kétchup).

—No es malo. Simplemente notiene las catorce cucharadas deazúcar a las que estás acostumbrado—dijo Ameeta.

—Se llama sabor... —dijo Imran.

—Cómetelo o déjalo, coño —dijoAmeeta—. A nadie le importa.

Los bebés de otras familiaslloraban en las mesas próximas. —Yo no he dicho que le importara anadie —dijo Imran. —La Indiacontra Pakistán —dijo Frank,refiriéndose de forma jocosa a lospaíses de origen de sus amigos—.Recemos por que no lo conviertanen un conflicto nuclear.

—Ja, ja —dijo Natalie Blake.

Volvieron a su desayuno, undesayuno que apuntaba a brunch.Lo hacían una o dos veces al mes.El brunch de aquel día le estabaresultando más animado que decostumbre a Natalie, y hasta máscómodo, como si ahora que volvíaa trabajar para un bufete comercialy a velar, al menos en parte, por losintereses de las corporaciones,hubiera perdido los últimosvestigios de un aura preocupanteque había estado molestando a susamistades y haciendo que se

mostraran cautelosas en compañíade ella.

135. Desprecio

Los huevos llegaron tarde. Frankdiscutió amigablemente con elcamarero hasta conseguir que se losquitaran de la cuenta. En un puntode la conversación dijo losiguiente:

—Mira, los dos somos negroscultos.

Natalie Blake pensó que no era muyfeliz con su matrimonio. Su maridoera un bobo. Hacía chistes malos yofendía a la gente. Siempre estabade buen humor y sin embargo era unterco. Ni leía ni tenía interesesculturales de ninguna clase más alláde su viejo y nostálgico afecto porel hip-hop de los noventa. La ideadel Caribe lo aburría. Cuandopensaba en el alma de los negrosprefería pensar en Africa («laoscura Etiopía y el enigmáticoEgipto»), donde las dos cepas de su

ADN batallaban noblemente en losrelatos de la Antigüedad (sóloconocía los vagos perfiles bíblicosde esos relatos). Tenía kétchupjunto a la boca y se habían casado atoda prisa, sin conocersedemasiado bien.

—No me cae mal —dijo Ameeta—,simplemente no confío mucho enella.

Frank de Angelis nunca laengañaría con otra, ni mentiría niharía daño a Natalie Blake. Era

físicamente hermoso. Amable.

—No es evasión fiscal —dijoImran—. Es gestión fiscal.

La felicidad no es un valorabsoluto. Es una simple cuestión decomparaciones. ¿Acaso ellos eranmás infelices que Imran y Ameeta?¿O que esa gente de allá? ¿O quetú?

—Todo lo que lleve harina meirrita la piel —dijo Frank.

Sobre la mesa yacía un gran montónde periódicos. En Caldwell habíasido muy importante la cuestión dequé periódico leías. A Marcia, porejemplo, le producía un granorgullo que los Blake compraran elVoice y el Daily Mirror en lugar de«porquería». Ahora todo el mundoacudía al brunch con un periódico«de calidad» y varios de porqueríapara acompañar. Tetas, curas,famosetes y asesinatos. Los reparosde su madre, y por extensión deNatalie, ya se veían anticuados.

—Es una sublevación —dijoAmeeta.

Natalie hundió un cuchillo en suhuevo y miró cómo la yema sederramaba sobre las alubias.

—¿Pedimos más té? —dijo Frank.

Todos coincidían en que la guerraera un error y una barbaridad.Estaban en contra de la guerra. Amediados de los noventa, cuandoNatalie Blake se acostaba conImran, los dos habían planeado

viajar a Bosnia en un convoy deambulancias.

—Pero Irie estaba destinada a seresa clase de madre —dijo Ameeta—. Eso podría habértelo dicho yohace cinco años.

Ya solamente existía el ámbitoprivado. El trabajo y la casa. Elmatrimonio y los hijos. Yasolamente querían regresar a suspisos y vivir la vida red de lasconversaciones domésticas, latelevisión, los baños, el almuerzo y

la cena. El brunch quedaba fueradel ámbito privado, aunquetampoco mucho: estaba justo al otrolado de la frontera. Aun así, hasta elbrunch quedaba demasiado lejos decasa. En realidad, el brunch noexistía.

—¿Puedo darte un consejo? —dijoImran—. Empieza por el tercerepisodio de la segunda temporada.

¿Era posible sentirse en pie deguerra constantemente, hasta en elbrunch?

—Ahora es propietaria de unacriatura de cada raza, es como lasNaciones Unidas de la estupidez —dijo Frank, porque uno podíadesmarcarse del mero interés porlos «cotilleos sobre famosos»mediante el simple procedimientode ironizar sobre ellos.

—Un «devaneo» con dos bailarinasde striptease —leyó Ameeta—.¿Por qué lo llaman «devaneo»? Yono he devaneado en mi vida.

La perversión sexual también

estaba anticuada: olía a otrostiempos. En la presente economíaera sucia, embarazosa y pocopráctica.

—Nunca sé cuánto es razonable —dijo Imran—. ¿El diez por ciento?¿El quince? ¿El veinte?

Conciencia global. Conciencialocal. Conciencia. Y hete aquí quese vieron desnudos y no sintieronvergüenza.

—Te estás engañando —dijo Frank

—. No se puede conseguir nada quedé al parque por menos de unmillón.

La equivocación era pensar que eldinero significaba exactamente (obien que equivalía a) unadisposición concreta de ladrillos ymortero. El dinero no era parapagar aquellas casitas minúsculasadosadas con sus breves jardinestraseros. El dinero era para pagar ladistancia que la casa ponía entreuno y Caldwell.

—Esa falda —dijo Natalie Blakeseñalando una fotografía delsuplemento—, pero en rojo.

Cuando el brunch daba paso alalmuerzo, Imran pidió unospancakes, como si fuese americano.Después de décadas enteras dedecepciones, por fin el café eracafé de verdad. ¿No sería unacrueldad marcharse ahora quehabían llegado hasta allí? Loscuatro estaban ofreciendo unservicio a los otros clientes del

café por el mero hecho de estar allí.Eran la «efervescencia local» a laque se referían los agentesinmobiliarios. Por esa razón nonecesitaban preocuparse demasiadode la política. Sus mismas personasya eran hechos políticos.

—¿No viene Polly? —preguntóFrank.

Los cuatro revisaron sus teléfonosbuscando noticias de la única amigasoltera que les quedaba. El tactosuave del teléfono en la palma de la

mano. Un envoltorio parpadeanteque prometía conexión con elexterior, trabajo y compromiso.Natalie Blake se había convertidoen una persona que no servía parareflexionar sobre ella misma.Abandonada a su suerte mental,enseguida caía en el despreciohacia sí misma. El trabajo, encambio, sí que le sentaba bien: siFrank anhelaba los fines de semana,ella no podía esconder suentusiasmo cuando llegaba el lunespor la mañana. Solamente podía

justificarse ante ella misma cuandotrabajaba. Ojalá pudiera ir al bañoy pasar la hora siguiente a solas consu correo electrónico.

—Otra vez trabajando en fin desemana —dijo Imran; era el quetenía la conexión más rápida.

—Qué lástima —dijo NatalieBlake.

Pero ¿acaso lo era? Si venía Polly,lo único que haría sería sentarse yhablar de sus buenas obras:

investigaciones policiales, litigiosciviles y arbitraje internacionalpara países desvalidos; recientesartículos de opinión sobre lalegalidad de la guerra. Un bufetenuevo, moderno y progre le habíaofrecido un puesto donde cobrabamucho y al mismo tiempo gozaba deinmunidad moral. Estaba viviendoel sueño. Era el año en que la genteempezó a decir «vivir el sueño», aveces con sinceridad, peronormalmente con ironía. A NatalieBlake, que también cobraba un buen

sueldo, tener que escuchar a Pollyle resultaba últimamente unaprovocación casi inaguantable.

136. Flor de manzano, 1 de marzo

Sorprendida por la belleza, en eljardín delantero de una casa de laavenida Hopefield. ¿Aquello habíaestado allí el día anterior? Alexaminarla de cerca, la nube blancase dividió en millares de florecillasdiminutas con el centro amarillo,partes verdes y motas rosa. Comoera un animal de ciudad, no conocía

el nombre de las cosas naturales.Extendió un brazo hacia arriba paraarrancar una ramita cargada deflores (intentando que le saliera ungesto simple y despreocupado),pero la ramita era dura, estabaverde por dentro y no lo bastantereseca para romperse. Una vezempezó, sin embargo, sintió que yano podía dejarlo (la calle no estabavacía, había gente mirándola). Demanera que apoyó el maletín en latapia de un jardín, agarró la ramitacon las dos manos y se puso a

forcejear. El problema fue queacabó desprendiéndose no unaramita sino una rama entera detamaño considerable, conectada aotras muchas ramitas tambiéncargadas de flores. La vandálicaNatalie Blake se vio obligada alargarse corriendo para doblar laesquina con la rama a cuestas,camino del metro. ¿Qué iba a hacercon una rama de árbol?

137. El hilo de los pensamientos

Al guionista Dennis Potter lo

entrevistaron por televisión. Aprincipios de los noventa. Lepreguntaron qué sentía al pensarque le quedaban semanas de vida.Natalie Blake recordaba surespuesta: «Miro por mi ventana yveo los árboles en flor, y hay másflores que nunca.» Cuando tuvieracobertura podría comprobar el añoy si aquéllas habían sido o no suspalabras exactas. Aunque, bienpensado, tal vez lo que importabaera cómo las recordaba ella. Habíadejado la rama delante de una

cabina telefónica en la estación deKilburn. Sentada en el metro,Natalie Blake bamboleabaligeramente la pelvis. Para NatalieBlake las plantas en flor siempreflorecían intensamente. La bellezacreaba en ella una concienciaespecial. «La diferencia entre unmomento y un instante.» Ella norecordaba gran cosa sobre lasignificación filosófica de estadistinción, más allá del hecho deque una vez, mucho tiempo atrás, subuena amiga Leah Hanwell había

intentado entenderla y hacer queella la entendiera. Cuando eranestudiantes y mucho más listas queahora. Y durante un breve períodode 1995, tal vez una semanaaproximadamente, a Nata-lie lehabía parecido entenderla.

138. http://ww'w.google.com/search?client=safari&rls=en&q=kierkegaard&ie= UTF-8&oe= UTF-8

Ese momento posee un carácterpeculiar. Es breve y temporal,

ciertamente, igual que todos losmomentos; es transitorio, igual quetodos los momentos; y es pasado,igual que todos los momentos en elmomento siguiente. Y sin embargoes decisivo y contiene lo eterno.Ese momento debería tener unnombre distintivo; llamémoslo«plenitud del tiempo».

139. Ideas contradictorias

La abogada mercantil Natalie Blaketrabajabarro bono en casos de penacapital en las islas caribeñas de sus

antepasados y le daba instruccionesa su contable para que donara eldiez por ciento de sus ingresos,repartiéndolo entre organizacionesbenéficas y la manutención de sufamilia. Daba por sentado que losrestos de su fe le infundían lasospecha nerviosa de que enrealidad aquellas buenas accionesno eran más que otro ejemplovelado de interés propio y noservían más que para calmarle laconciencia. Reconocer la raíz deesa sospecha no contribuía a

disiparla. Tampoco le producíaningún alivio la persona de sumarido, Frank de Angelis, queplanteaba otro tipo de objeciones asus actos: el sentimentalismo y lañoñería.

140. Espectáculo

Los Blake-De Angelis entraban atrabajar temprano y solían acabartarde, y en los intervalos quepasaban juntos se trataban conternura exagerada, como si aplicarla más ligera presión fuera a

reventarlo todo. A veces, por lasmañanas, sus desplazamientos altrabajo se alineaban brevementehasta que Natalie hacía transbordoen Finchley Road. Lo más normal,sin embargo, era que Natalie salieraentre media hora y una hora antesque su marido. Le gustaba reunirsetemprano con la chica que hacía lasprácticas en su despacho, Melanie,para repasar todos los asuntos deldía. Por las noches la pareja veía latelevisión o se conectaba a internetpara planear vacaciones futuras, lo

cual ya era un ejemplo de doblezporque Natalie odiaba lasvacaciones y prefería el trabajo.Sólo estaban juntos de verdad losfines de semana, con los amigos,ante quienes se mostraban frescos,vibrantes (únicamente tenían treintaaños) y llenos del buen humor desiempre, como si fueran un dúo deactores que sólo se hablan cuandocoinciden sobre el escenario.

141. Listados

Fue durante esta época cuando

Natalie Blake empezó a visitar ensecreto la página web. ¿Por quéempieza uno a mirar una páginaweb? Por curiosidad antropológica.A la declaración «he oído que haygente en esa web» pronto la sigue«¡no me puedo creer que la gentevisite de verdad esa web!». Luegoviene «¿qué clase de gente visitaesa página?». Si uno visita variasveces la página web en cuestión, lapregunta obtiene respuesta. Elproblema se vuelve circular.

142. Tecnología

«Lo tengo por el trabajo.» «Es parael trabajo, no lo pago yo.» «Lonecesito para el trabajo, la verdades que me facilita bastante lascosas.» «Es mi teléfono del trabajo,por mí no lo tendría.»

143. El presente

Natalie Blake, que le contaba atodo el mundo que detestaba loschismes caros y odiaba internet,adoraba su teléfono y era completa,

compulsiva y adverbialmente adictaa internet. Por increíblementerápido que fuera, el acceso seguíaresultando demasiado lento paraella. No había terminado dedescargar la página nueva de suservicio jurídico cuando secerraron las puertas del ascensor enla estación de Covent Garden.Durante los veinte minutos que duróel trayecto en metro, la pantalla quetenía en la mano permanecióobstinadamente adherida a la frase:

los estándares más altos de

representación legal en este mundovertiginoso.

144. Velocidad

En un momento dado fuimosconscientes de ser «modernos», deestar cambiando deprisa. De estaradelantándonos al presente. JohnDonne también era moderno yseguro que también vio cambios,pero nosotros nos sentimos todavíamás modernos y nos parece que loscambios son más rápidos. Hasta loinmutable va más rápido. Hasta el

florecer de las plantas. Mientrascompraba una sarnosa en larepulsiva tienda que había en laestación de Chancery Lañe (unresiduo de su educación era queseguía dispuesta a comprarlecomida a cualquiera en cualquierparte), Natalie Blake volvió acomprobar los listados. Porentonces ya estaba comprobándolosdos o tres veces al día, aunquecontinuaba siendo una voyeur y nohacía ninguna contribuciónconcreta.

145. Perfección

Por alguna razón, aquel picnic eramuy importante para Nata-lieBlake, así que se puso a planearlometiculosamente. Lo cocinóabsolutamente todo. Decidió llevaruna cesta con platos y vasos deverdad. Mientras lo encargaba todopor internet se dio cuenta de que enrealidad era «demasiado», pero yaestaba lanzada y se vio incapaz decambiar de rumbo. En el trabajoestaba inmersa en una disputa entre

una compañía tecnológica china ysu distribuidor británico. Durante laprimera videoconferencia, eldirector ejecutivo de los chinos nopudo ocultar su sorpresa. Nodebería estar preparando un picnic.Debería estar en la oficina leyendolos informes nuevos del otro lado.Pero Natalie mantuvo su rumbo.Eligió su atuendo. Sandaliascentelleantes, pendientes de aro,falda larga de color ocre conchaleco marrón y un peinado afroenorme, voluminoso y apartado de

la cara con una media negra cortaday atada por detrás de la cabeza. Eraun atuendo que la hacía sentirseafricana, aunque nada de lo quellevaba venía de Africa, salvoquizá los pendientes y las pulseras,al menos conceptualmente. Sumarido pasó por la cocina justocuando intentaba embutir trestarteras más en la cesta con forro acuadros que había comprado parala ocasión.

—Cielos, ¿eso es nuestro?

—Es mi amiga de toda la vida,Frank.

—Pero si irán los dos en chándal.

—Un picnic es algo más que fumarmaría y comerse un bocadillo delsupermercado. Ya casi nunca losvemos. Y hace un día precioso.Quiero que sea agradable.

—Vale.

El pasó a su lado esquivándola conmovimientos teatrales. Como si

fuera un médico eludiendo a unaloca. Luego abrió la nevera.

—No comas. Es un picnic. Come enel picnic.

—¿Desde cuándo haces pasteles?

—No lo toques. Es pastel dejengibre. Jamaicano.

—Sabes que no puedo comer nadaque lleve harina.

—¡No es para ti!

Su marido salió de la cocina ensilencio y no quedó del todo clarosi aquello era o no el principio deuna disputa. Lo más seguro era queél lo decidiera más adelante,dependiendo de si la discordiapresentaba o no alguna ventajapráctica. Natalie Blake puso lasmanos sobre el mostrador y pasó unbuen rato mirando los azulejosamarillos que tenía delante de lacara. ¿Para quién era? ¿Para Leah?¿Para Michel?

* * *

146. Cheryl (A.M.O.R.)

—Puedes quitar eso de ahí.

Con Carly chillando entre susbrazos, Cheryl se inclinó para echaral suelo la Barbie y el correocomercial. Natalie encontró algunaclase de anuario encuadernado entapa dura y puso encima los tazonesde té.

—Déjame que intente dormir a esta

cría y luego podemos ir a la sala deestar.

Se sentaron una frente a la otra ensus antiguas camas infantiles.Natalie creía recordar cierto día enque estaba tendida con su hermanaen una de aquellas camas y letrazaba sobre la espalda desnudaunas finas letras que Cheryl teníaque descifrar y convertir enpalabras. Ahora Cheryl le dio elbiberón a Carly. Estaba sentada conla espalda muy recta y su tercer hijo

en brazos. Una adulta conproblemas adultos. Natalie cruzólas piernas como una niña y seguardó para sí los buenosrecuerdos. ¿Acaso no había algoinfantil en la misma idea de«buenos recuerdos»?

—Keesh, pásame ese trapo de ahí.Me lo está vomitando todo.

Pocahontas estampada en lapersiana cerrada. El sol la teñía dedorado. La habitación no habíacambiado mucho desde los viejos

tiempos, salvo porque ahora estabadividida entre una zona de niño yotra de niña. La primera, roja, azuly Spiderman; la segunda de colorrosa princesa con piedrecitas destrass. Natalie cogió un volquete ylo condujo por su muslo.

—Dos contra uno.

Cheryl levantó la cabeza con gestofatigado; el bebé estaba nervioso yno quería comer.

—Nada... lo de la guerra del rosa

contra el azul. El pobre Ray no va asobrevivir ahora que están Cleo yCarly.

—¿A sobrevivir? ¿De qué estáshablando?

—De nada. Perdona, sigue.

En todas las superficies había cosasapoyadas sobre cosas con otrascosas colgando de ellas, encajadasen ellas o envolviéndolas. LosBlake eran incapaces de tirar nada.En casa de Natalie pasaba lo

mismo, aunque allí las grandestorres de porquería consumistaestaban amontonadas dentro dearmarios cerrados o escondidas trasotros artículos también arrumbadospero de calidad superior.

Cheryl le sacó el biberón de laboca a la criatura y suspiró.

—No se va a dormir. Vamos a lonuestro.

Natalie siguió a su hermana por elestrecho pasillo; casi no se podía

pasar por culpa de la ropa tendidaen un cordel a lo largo de ambasparedes.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—Sí, cógela un momento mientrasyo meo. Carly, ve con tu tía, anda.

A Natalie no le daba miedo manejarbebés; tenía mucha práctica. Seapoyó a Carly en la cadera y con laotra mano llamó a Melanie paradarle unas instruccionesinnecesarias que podrían haber

esperado perfectamente a queestuvieran las dos en el despacho.Caminó de un lado a otro por lasala mientras hablaba, meciendo albebé, hablando con voz fuerte,totalmente competente ydespreocupada. El bebé, quepareció notar su extraordinariacompetencia, se calló y contemplódesde abajo a su tía con una miradade admiración en la que Natalievislumbró incluso un toque demelancolía.

—Pero sí, la cosa es, bueno —dijoCheryl mientras volvía—, que al noestar Jay, aquí sobra sitio. Y noquiero dejar a mamá más sola quela una.

—En algún momento Gus terminarálas obras. Y ella se volverá aJamaica.

Cheryl se puso las manos en la basedel cuello y sacó barriga con aqueldeprimente gesto maternal queNatalie pensaba no hacer nunca, nien el caso de que llegara a ser

madre.

—Para eso falta mucho —dijoCheryl bostezando mientras sedesperezaba—. Ha mandado fotos.No por correo electrónico, fotosdentro de un sobre. Aquello es unacaja de chapa metálica sin tejado.Le crece una palmera en el cuartode baño.

Aquel recordatorio de la inocenciade su padre, de su optimismo eincompetencia, hizo sonreír a lashermanas y envalentonó a Natalie.

Ahora se pegó la sobrina al pecho yle dio un beso en la frente.

—Es que odio veros vivir así.

Cheryl se sentó en el viejo sillón desu padre, negó con la cabezamirando el suelo y soltó una risadesagradable.

—Ya estamos con lo de siempre —dijo.

Natalie Blake, cuyo mayor miedoen el mundo era quedar en ridículo

(o que los demás consideraran,aunque fuese por un instante, queestaba en el bando equivocado deuna disputa moral), fingió no haberoído aquello, sonrió al bebé y lolevantó en el aire para arrancarleuna risita; pero no funcionó, así quevolvió a ponerlo en su regazo.

—Si tanto odias Caldie, ¿por quévienes? En serio, colega. Nadie teha pedido que vinieras. Vuélvete atu nueva mansión. Yo estoy liada,tampoco tengo tiempo para

sentarme a charlar contigo. Es que aveces me cabreas, Keisha. En seriote lo digo.

—Cuando estaba en el RSN —dijoNatalie con firmeza, con la voz queusaba en los tribunales—, ¿sabescuántos de mis clientes eran deCaldie? No hay nada malo enquerer veros a ti y a los niños en unsitio que esté bien.

—Pero ¡si esto está bien! Hay cosasmucho peores. A ti te ha ido bien yhas salido de aquí. Mira, Keisha: si

yo quisiera irme de aquí me pillaríaotro piso del ayuntamiento antesque acudir a ti, la verdad.

Natalie le dirigió el siguientecomentario a la niña de cuatromeses:

—No sé por qué tu mamá me hablaasí. ¡Soy su única hermana!

Cheryl se ocupó de una mancha quetenía en las mallas.

—Venga ya, Keisha, nunca hemos

tenido una relación muy estrecha.

En el bolso de Natalie, junto a lapuerta, había tres somníferosmetidos en el mismo bolsillointerior donde tenía el monedero.

—Nos llevamos cuatro años —seoyó decir a sí misma con unavocecilla suave y grotesca.

—No, si no es eso —dijo Cherylsin alzar la vista.

Natalie se levantó de golpe. Ya de

pie, descubrió que tener en brazos ala pequeña Carly limitaba susopciones dramáticas. La niña se lehabía quedado dormida en elhombro. Repitiendo una dinámicaque no había cambiado desde susinfancias, Natalie perdió losnervios mientras su hermana secalmaba:

—Oh, perdón, me había olvidado:en esta puta familia no se puedetener amigos.

—La familia es lo primero. En eso

creo yo. Primero Dios y luego lafamilia.

—Oh, corta el rollo de una putavez. Ya está aquí la Virgen María.El hecho de que no puedasidentificar a los padres no significaque sean concepcionesinmaculadas.

Cheryl se levantó e hincó un dedoen la mejilla de su hermana.

—Cuidado con lo que dices,Keisha. ¿Y por qué tienes que soltar

palabrotas, colega? Un poco derespeto.

Natalie sintió que se le nublabanlos ojos, que la arrastraba unaráfaga de autocompasión infantil.

—¿Por qué me castigáis por saliradelante en la vida?

—Oh, Dios bendito. ¿Quién tecastiga, Keisha? Nadie. Lo sueñas.¡Estás paranoica, colega!

Pero Natalie Blake ya era

imparable:

—Trabajo mucho. Empecé sinreputación y sin nada. He montadoun bufete serio. ¿Tienes alguna ideade cuántas...?

—¿De verdad has venido acontarme lo importante que te hasvuelto?

—He venido a ayudarte.

—Pero ¡aquí nadie te está pidiendoayuda, Keisha! ¡Ya está! No te

estoy pidiendo nada, punto.

Entonces tuvieron que trasladar aCarly del hombro de Natalie al desu madre, una operaciónextrañamente delicada en medio deaquella carnicería.

Natalie Blake buscaba a ladesesperada un hachazo dedespedida.

—Has de hacer algo con esa malaleche, Cheryl. En serio. Tienes quever a un especialista, porque tienes

un problema de verdad.

En cuanto tuvo a la cría en brazos,Cheryl le dio la espalda y se alejópor el pasillo hacia el dormitorio.

—Sí, bueno, hasta que tengas hijosno puedes decirme nada, Keisha, laverdad.

147. Listados

Ella era lo que todo el mundoestaba buscando en la página web.

148. El futuro

Natalie Blake y Leah Hanwelltenían veintiocho años cuandoempezaron a recibir los primeroscorreos electrónicos. Fotos adjuntasde mujeres de aspecto aturdido conpulseras de hospital en la muñeca,bebés acostados sobre el pecho y elpelo inexplicablemente empapado.Tenían pinta de haber salvado elabismo que llevaba a otro mundo.Era perfectamente posible que supropia madre fuera a las casas de

aquellas nuevas madres, con lachapa identificativa sujeta aldelantal, a pinchar los pies de losbebés con una aguja, o tal vez acomprobar los puntos de sutura delas madres tumbadas de costado enel sofá. Marcia debía de haber vistoa un par de ellas, de acuerdo conlas estadísticas locales. No parabade llegar gente nueva al vecindario.Y no era la clase de gente queapagaba las luces y se tendía en elsuelo. Madre e hijo estaban bien,agotados. Parecía que nadie hubiera

tenido nunca un bebé en toda lahistoria de la humanidad. Y todo elmundo decía exactamente esto, erala nueva frase de moda: parece quenadie ha tenido nunca un hijo.Natalie le reenviaba los correoselectrónicos a Leah: «Parece quenadie ha tenido nunca un hijo.»

149. La naturaleza se vuelvecultura

Muchas cosas que para sus madreseran las evidencias elementales deun mundo previsible, resultaban

ahora sorprendentes o inclusoatroces para Natalie y Leah. Eldolor físico. La existencia de laenfermedad. La diferencia entre lasetapas fértiles de hombres ymujeres. El envejecimiento. Lamuerte.

Lo escandaloso era su propiamaterialidad. El hecho en sí de lacarne.

Como era una mujer fuerte, NatalieBlake decidió luchar. Declararle laguerra a todo aquello, en plan

soldado.

150. Listados

Después de abrir un correoelectrónico que hablaba de un bebé,entró en la página web y puso uncomentario. Y se fue a dormir.

151. Revisión

—¿Adonde vas?

Natalie Blake se quitó la mano desu marido de la espinilla y se

levantó de la cama. Fue por elpasillo hasta el dormitorio deinvitados y se sentó delante delordenador. Introdujo la dirección enel navegador con la facilidad de unpianista que toca una escala. Yeliminó el comentario.

152. El pasado

—¿Nathan? 298

Estaba sentado en la glorieta delparque, fumando con dos chicas yun chico. Dos mujeres y un hombre.

Pero iban vestidos como chiquillos.Natalie Blake llevaba el uniformede abogada exitosa de treinta ypocos años. Si no hubiera habidonadie más, tal vez habrían dado unavuelta alrededor del parque yhablado del pasado. Ella se habríaquitado aquellos zapatos de tacóntan feos y luego se habrían sentadoen la hierba; Natalie se habríafumado la maría de Nathan ydespués le habría dicho en tonomaternal que dejara las drogas. Elhabría asentido con la cabeza,

habría sonreído y lo habríaprometido. Pero, con aquellacompañía, ella no tenía la menoridea de cómo comportarse.

—Qué calor hace —dijo NathanBogle.

—Y que lo digas —ratificó NatalieBlake.

153. Brixton

Era una vieja invitación, pero ellano había llamado ni enviado un SMS

para decir que iba. Fue unadecisión impulsiva tomada en laestación Victoria. Quince minutosmás tarde caminaba por BrixtonHigh Street, agotada de losjuzgados, todavía con el traje,estorbando a la gente risueña que yaempezaba a festejar la noche delviernes. Compró flores en unagasolinera y pensó en las escenasde película donde la gente compraflores en gasolineras y en el hechode que casi siempre era mejorpresentarse sin nada. Encontró la

casa y llamó al timbre. Abrió untipo con mucha pluma y un peinadoafro teñido de rubio.

—Hola. ¿Está Jayden? Soy suhermana Nat.

—Ah, claro. ¡Si eres igual queAngela Bassett!

La cocina estaba abrumadoramentellena. ¿Sería el mariquita? ¿Oalguno de los blancos? ¿O el chino,o el otro tipo?

—Está en la ducha. ¿Vodka o té?

—Vodka. ¿Vais a salir?

—Acabamos de llegar. Lo únicoque hay de comer ahora mismo sonestas galletas de naranja ychocolate.

154. Fuerza de la naturaleza

¿Cuándo había sido la última vezque estuvo tan borracha? Habíaalgo que la animaba a excederse enel hecho de estar en compañía de

tantos hombres que no teníanintención alguna hacia ella. Estabadescubriendo muchas cosas que nosabía de su hermano pequeño. Porejemplo, que era «famoso» porbeber White Russians. Que legustaba Nathan Bogle. Que leencantaba la literatura fantástica.Que era capaz de hacer másflexiones con un solo brazo queningún otro de los presentes.

Se acabó el vodka. Se pusieron abeber chupitos de una bebida azul

que encontraron en un armario.Natalie se dio cuenta de que en lacasa no había ningún hombreelegido ni especial. Jayden se lashabía apañado para encontrarexactamente la clase de vida fluiday llena de amigos con la que ellahabía soñado hacía tantos años. Sino era del todo posible alegrarsepor él se debía a que aquellasituación era atemporal (no veníalimitada por las restricciones deltiempo), lo cual a su vez eraconsecuencia de un detalle crucial:

en aquel plan no había ningunamujer. Las mujeres llevan el tiempoa todas partes. Nata-lie lo habíallevado a aquella casa, sin ir máslejos. No podía parar de mencionarel tiempo ni de preocuparse por él.¡Qué hubiese dado por librarse desu cuerpo y juntarse con todos ellosen la Vauxhall Tavern para lasegunda parte! En realidad teníadiez SMS de Frank y ya le tocabavolver a casa. El tiempo otra vez.

—Y todo en la misma semana —

dijo Jayden—. En la misma semana,mi hermana le dijo que me dejaraen paz a un matón que había ennuestros bloques y que me la teníajurada, lo echó de allí sin más, yrecién salida del último examen. Ysacando sobresalientes. Muchocuidado con ésta. ¡Mi hermana esuna fuerza de la naturaleza, ya locreo!

La habitación daba vueltas y sebamboleaba. Natalie no reconocíaaquella historia. No creía que

aquellas dos cosas hubieranpasado, por lo menos no en lamisma semana, tal vez ni siquieraen el mismo año. Y estaba claroque ella no sacaba sobresalientes.Ya le había pasado varias veces enlo que iba de velada, eso deencontrarse con versionesconflictivas, y aunque al principiohabía intentado burlarse de ellas ocuestionarlas, ahora se limitó adejarse caer en los brazos de unhombre llamado Paul y acariciarleel bíceps. ¿Acaso importaba qué

era verdad y qué no?

155. Algunas observacionesrelativas a la televisión

Estaba viendo a los pobres por latelevisión con Marcia. Un re-alityambientado en unos bloques deprotección oficial. Los bloques quemostraban eran ligeramente peoresque los bloques en los que ellaestaba viendo ese programa sobreunos bloques de protección oficial.De vez en cuando Marcia hacíaalgún comentario sobre lo guarros

que estaban los pisos de la genteque aparecía en la televisión y elesmero con que ella limpiaba elsuyo pese al desorden de Cheryl.

—Una Guinness. ¡A las diez de lamañana! —dijo Marcia.

Natalie, que veía el programa porprimera vez, preguntó por latrayectoria personal de unaparticipante.

—Fuma crack. Lo único que leimporta es el maquillaje y la ropa.

Su hermano cobra prestación porenfermedad, pero no le pasa nada.Es un sinvergüenza. El padre estáen la cárcel por robar. La madre esyonqui. —La pobreza se entendíaen aquel programa como un rasgode la personalidad—. ¡Mira eso!Mira qué cuarto de baño. Quévergüenza. ¿Qué clase de gente viveasí? ¿Lo has visto o no?

Natalie se declaró inocente. Estabamirando su teléfono.

—Lo único que haces es mirar ese

teléfono. ¿Has venido a estarconmigo o a estar con el teléfono?

Natalie levantó la vista. Un tipo sincamisa y con una cerveza en lamano cruzó corriendo una zona dehierba roñosa entre dos bloques depisos y tiró la botella por la únicaventanilla que le quedaba a uncoche quemado. La escena teníaacompañamiento musical. No lefaltaba cierta belleza.

—Odio eso de que la cámara nopare de dar saltos —dijo Marcia—.

No permiten que te olvides de larealización ni un momento. ¿Por quéahora siempre hacen eso?

A Natalie le pareció una preguntamuy profunda.

156. Melanie

Natalie Blake estaba en sudespacho tomando notas sobre uncríptico detalle de la leyinmobiliaria que se aplicaba a laprescripción adquisitiva cuandoMelanie entró, intentó hablar y

rompió a llorar. Natalie no sabíaqué hacer con la gente que lloraba.Le puso una mano en el hombro aMelanie.

—¿Qué ha pasado?

Melanie negó con la cabeza. Lesalió líquido de la nariz y le brotóuna burbuja en la comisura de laboca.

—¿Algún problema en casa?

Lo único que Natalie sabía del

ámbito privado de Melanie era quetenía un novio policía y una hijallamada Rafaella. Ni el policía niMelanie eran italianos.

—Coge un pañuelo de papel —dijoNatalie.

Tenía fobia a los mocos. Melaniese desplomó en la silla. Sacó unteléfono del bolsillo. Dio laimpresión de que buscaba algo allíentre sollozos entrecortados.Natalie vio cómo su pulgar movíarápidamente la bolita del cursor.

—¡Es que de verdad necesito salirde aquí!

Aquel problema parecíainteresante, y también bastanteinesperado viniendo de la clara yfiable Melanie, a quien Natalie serefería a menudo como «su roca»(era el año en que todo el mundodecía que tal y cual persona era «suroca»). Ahora, sin embargo, aMelanie le estaba viniendo uninsulso ramalazo práctico.

—¡Salir alguna vez! La verdad es

que tengo a Rafs y la quiero y no meapetece fingir que ya no tengo aRafs. Mírala... es maravillosa, tienecasi dos años.

Natalie se inclinó para echar unvistazo a la imagen de la pantalla.Como una aristócrata a quien unacampesina aterrada acude parahacerle una confesión sobre lacosecha.

157. Vistas al parque

Natalie Blake estaba ocupada con

la disputa fronteriza de Cachemira,por lo menos en la medida en queésta afectaba a la importación deequipos de música a la Indiapasando por Dubái que llevaba acabo su gigantesco cliente japonésfabricante de electrónica. Sumarido, Frank de Angelis, estaba dejuerga con unos clientes. Tenían«déficit de tiempo». Ni siquieratenían tiempo para recoger la últimarecompensa por la dureza de sustrabajos. Marcia tuvo que hacerlesel favor de pasar a recoger la llave

antes de que cerrara la inmobiliariay Natalie se reunió con su madre yLeah en la puerta. Entraronhablando en voz baja. No estabaclaro por qué. Todavía no habíapersianas y sus sombras seelevaban por encima de lachimenea hasta el techo. Natalie lesenseñó la casa, señalando dóndeirían los sofás, las sillas y lasmesas, qué iban a derribar y quéiban a conservar, qué iban aenmoquetar y qué iban a dejar aldescubierto y pulir. Natalie animó a

su madre y a su amiga a ponersedelante del ventanal y admirar lasvistas del parque. Advirtió en símisma una necesidad de someterlasdel todo.

Se adelantó un poco a ellas paraadmirar un dormitorio. Mirad estascornisas. Aquí hay una chimeneaque funciona. Esperó a que sumadre y Leah la alcanzaran.Arrancó con la uña un pedacito deyeso suelto. Cuando estabahaciendo las prácticas y le tocaba

el bando «incorrecto» de un casopenal, Marcia le pedía que«pensara en la familia de lavíctima». Ahora, si recibíainstrucciones de alguna granmultinacional, le tocaba escucharlos sermones moralistas ydesinformados que le soltaba Leahsobre las maldades de laglobalización. El único que laapoyaba era Frank. Era el único queparecía orgulloso. Cuanto mayorera el caso, más le gustaba a sumarido. Cheryl, hacía unos años:

«Cada vez que intento volver a launiversidad, Colé intenta dejarmepreñada.» Cualquier día puedepasarte a ti. En momentos deansiedad siempre le resultaba útilpensar en Cheryl. Por lo menos,Natalie Blake y Frank de Angelisno trabajaban el uno contra el otro,ni competían entre ellos. Estabanasociados. Un anuncio de símismos. Déjame que te enseñe esteanuncio de mí misma. Aquí está laventana y aquí está la puerta. Yvuelta a empezar, vuelta a empezar.

Natalie estaba abriendo la puerta desu futuro despacho cuando Marciadijo algo probablemente inocente:

—Aquí hay espacio de sobra parauna familia.

Pero Natalie lo usó para inventarseuna discusión y ya se negó a darmarcha atrás. Se quedó mirandocómo su madre se alejaba por elpasillo de baldosas blancas ynegras que llevaba a la puerta, yano la indómita dueña de su infancia,sino una mujer pequeña y canosa

con un gorro de lana caído queseguramente merecía un trato mejordel que ella le dispensaba.

—¿Estás bien? —preguntó Leah.

—Sí, sí —dijo Natalie—. Es lo desiempre.

Leah encontró unas bolsitas de té enun armario de la cocina y una solataza.

—La gente piensa que yo ya podríaser candidata a abogada de la

Corona. Pero para mamá eso nosignifica nada. Para ella lo únicoque hay que hacer es volver a casa.Ahora su ángel es Cheryl. Se llevancomo uña y carne.

—Es que le cuesta entenderte.

—¿Por qué? ¿En qué soy difícil?

—Tienes tu trabajo. Tienes a Frank.Tienes montones de amigos. Estástriunfando. Nunca te sientes sola.

Natalie intentó imaginar a la mujer

que su amiga estaba describiendo.Leah se sentó en el escalón.

—Créeme, Pauline es igual.

* * *

158. Conspiración

Natalie Blake y Leah Hanwellestaban convencidas de que la gentequería que se reprodujeran. Losparientes, los desconocidos de lacalle, la gente de la televisión, todoel mundo. De hecho, la

conspiración estaba más arraigadade lo que Hanwell imaginaba.Blake era un agente doble. No teníaintención de caer en el ridículo porno hacer lo que se esperaba de ella.Para ella era una simple cuestión detiempo.

159. En el parque

Leah llegaba tarde. Natalie estabasentada en el café del parque, alaire libre, a una de las mesas demadera, protegida de la lloviznapor un amplio parasol verde. Los

primeros diez minutos los pasóconsultando su teléfono. Repasandolos listados, mirando su correoelectrónico, echando un vistazo alos periódicos. Luego se guardó elteléfono en el bolsillo. Duranteotros diez minutos nadie habló conella y ella no habló con nadie.Vinieron y se fueron varias ardillasy pájaros. Cuanto más tiempopasaba Natalie a solas, másindistinta se volvía para ellamisma. Como un líquido vertidocon jarra. Se vio a sí misma bajarse

del banco y adoptar la forma de unanimalillo. A cuatro patas llegó alfinal del asfalto mojado y se metiópor la hierba. Y desde allí siguió,ahora más deprisa, cogiéndole eltranquillo a la locomoción a cuatropatas, moviéndose con rapidez porel césped y los montículosartificiales, por el Jardín Silenciosoy los lechos de flores, metiéndoseen la maleza, cruzando la calle yllegando a los apartaderos delferrocarril, aullando.

—Lo siento, lo siento, lo siento. Yasabes cómo es la Central Line.Joder, esto parece una guardería.

Natalie levantó la mirada y vio alos niños y el caos que invadíantodas las mesas. Le dedicó unasonrisa neutral a su amiga y sepreguntó en qué momento delalmuerzo iba a darle la noticia aLeah.

160. El tiempo se acelera

En el mundo funciona un sistema de

imágenes. Siempre estamosesperando una experiencia lobastante grande o brutal paratrastornarlo o despanzurrarlo, peroese momento nunca acaba de llegar.Tal vez llegue al final, cuando todose rompa y ya no queden imágenesposibles. En Africa,presumiblemente, las imágenes quedan forma y sentido a una vida, y encuyas dimensiones se encaja unapersona (el viaje de hijo a jefe, dehija a protectora), están sacadas delmundo de la naturaleza y el

imaginario colectivo de la gente(cuando Natalie Blake decía «enÁfrica», se refería a «en unmomento anterior de la historia»).En aquellas circunstancias, lo másseguro era que resultara hermoso elalineamiento entre lo uno y lomúltiple.

A Natalie el embarazo únicamentele trajo más imágenes rotasprocedentes de la enorme masa dedetritos culturales que recibía adiario de toda su panoplia de

artilugios, algunos de los cuales sepodían llevar en la mano.Comportarse de acuerdo conaquellas imágenes la aburría.Desviarse de ellas la llenaba de unavieja ansiedad. La ponía nerviosael hecho de no estar nerviosa porlas cosas que se suponía que teníanque ponerla nerviosa. Su propiaecuanimidad la ponía nerviosa. Nole parecía que encajara en elsistema de imágenes. Ella comía ybebía igual que siempre, y a vecesfumaba. Por fin se alegró de ver que

aparecía alguna curva entre suslíneas estrechas y aburridas.

Sobre el parto que se avecinaba, suvieja amiga Layla, que ya tenía treshijos, le dijo:

—Es como encontrarte a ti mismaal final de un callejón oscuro.

No iba a ser el caso para NatalieBlake. Los fármacos que pidió eranasombrosos, trascendentes; no tanbuenos como el éxtasis, pero aunasí cargados de un vago recuerdo

de la lucidez y el placer de aquellaépoca feliz. Se sintió eufórica,como si hubiera salido a bailar yhubiera seguido bailando en lugarde volver a casa cuando alguienmás sensato le sugería coger elautobús nocturno. Se puso losauriculares y empezó a bailar entorno a su cama de hospital al ritmode Big Pun. No fue un episodio muydramático. Las horas seconvirtieron en minutos. En elmomento crucial fue capaz dedecirse a sí misma con bastante

calma: «Vaya, mira, estoypariendo.»

Lo cual significa que la salvajeconciencia de lo real que ella tantohabía esperado y deseado (y con lacual ni siquiera era consciente deque contaba) nunca llegó.

161. Alteridad

Sin embargo, hubo un momento(unos minutos después delacontecimiento, cuando ya le habíanlavado la porquería a la criatura y

se la habían devuelto) en que casipensó que podía sentirla. Se quedómirando los ojos negros yescurridizos de un ser que no erapara nada idéntico a la entidadNatalie Blake, que era, en algúnsentido, la prueba de que no existíaaquella entidad distinta. Noobstante, ¿acaso aquel ser no eratambién un atributo de NatalieBlake? ¿Una extensión? En aquelmomento lloró y sintió unahumildad magnífica.

Muy poco después llegaron flores ytarjetas y fotografías y amigos yfamiliares cargados de regalos quemostraban distintos niveles de gustoy sensatez, y la misteriosa otra deojos negros fue reemplazada por unbebé de tres kilos doscientos ytalante tranquilo llamado Naomi.Llegó la gente cargada de consejos.La gente de Caldwell opinaba queestaba bien todo lo que no fueratirar a la criatura por las escaleras.La gente que no era de Caldwellpensaba que nada iría bien a menos

que se hiciera todo perfectamente, yaun así no había garantías. A ellanunca lo había alegrado tanto ver ala gente de Caldwell. A LeahHanwell no conseguía encajarla conprecisión en aquel esquema, igualque siempre es más difícilcaricaturizar a las personas másqueridas. Leah vino con un conejode peluche blanco y miró a suamiga como si ésta hubiera salvadoun abismo que llevaba a otra tierra.

* * *

162. Pruebas

Catorce meses después de quenaciera su primer hijo, NatalieBlake tuvo otro. Iba a llamarseBenjamin, pero llegó con unmechoncito de pelo en la coronilla,como una cresta, de manera que sepasaron tres días llamándolo Spike,pinchapapeles, y entoncesrecordaron una tarde romántica ysin hijos pasada años atrás viendoun reestreno matinal de ÑolaDarling, el primer largometraje de

Spike Lee.

Frank estaba radiante y se olvidabade las cosas prácticas, y duranteuna temporada Natalie descubrióque tenía que tratarlo como si fuerauna tercera criatura, o una cuarta (sicontaba a la niñera), a la queorganizar y dirigir junto con lasdemás a fin de sacarle el máximopartido al tiempo y de que todo elmundo estuviera donde tenía queestar. Natalie era la única quepodía perder el tiempo, sentada a su

mesa, ojeando fotografías digitalesde su prole. Considerada conobjetividad, se trataba de unaacción idéntica a las revisiones defotografías hechas en los escenariosde crímenes. Una mañana, Melaniela sorprendió así de absorta y nopudo disimular su placer.Escondida detrás de la imagen deSpike había otra ventana conlistados. Natalie se sometió,irritada, a un abrazo.

163. La arquitectura como destino

Para Leah era «salita», para Natalie«sala de estar» y para Marcia«salón». Siempre había una luzencantadora. Y a ella todavía legustaba plantarse frente al ventanaly admirar las vistas del parque.Cuando contemplaba las cosas queFrank y ella habían comprado ycolocado por la casa, le gustabapensar que esas cosas contaban unahistoria sobre sus vidas. Unahistoria donde la realidad de lacasa misma resultaba secundaria,aunque por supuesto también era

posible que la casa fuera larealidad irrefutable y que Natalie,Frank y su hija no fueran más queuna colección de sombras chinescasproyectadas sobre la pared. Por lasparedes de aquella casa llevabanpasando sombras desde 1888,sombras que se sentaban, vivían yholgazaneaban. En los días buenos,Natalie se enorgullecía de laspequeñas diferencias que habíaentre los residentes del pasado, losvecinos del presente y ella misma.Mira estas máscaras africanas.

Bosquejo de un callejón deKingston. Mesa minimalista concuatro sillas semejantes a tronos.Pero otras veces, sobre todo cuandola niñera salía con Naomi y ella sequedaba sola en la sala dando decomer al bebé, tenía la sensaciónfrustrante de que su sombra eraidéntica a todas las demás y a lasde la casa de al lado y a las de lacasa de más allá.

Aquel otoño, el jaleo de los bebésllorando hizo que cada noche se

encendieran las luces de toda lacalle y que siguieran encendidashasta bien entrada la madrugada. Enla casa con vistas al parque deNatalie, el impacto de la crisisfinanciera arrancó de la pared unpedazo de yeso con el tamañoexacto de un puño y detuvo losplanes para la ampliación delsótano. De baja laboral y ansiosapor sentirse útil, Natalie Blakeesperó hasta la siesta de Spike,abrió un documento de word y,llena de determinación,

mecanografió el siguiente título:

Tras el dinero: relato de unaesposa

Tenía el don profesional deexpresarse bien y la indignaba oírcómo atacaban por la radio y latelevisión lo que ella considerabael buen carácter de su marido.Como si el pobre Frank (cuyasbonificaciones eran insignificantesen términos relativos) pertenecieraa la misma especie que todosaquellos maleantes y estafadores de

dimensiones épicas.

Esperó a que Frank llegara a casapara conversar con él sobre eltema. Frank levantó la vista de lacomida china que acababa decomprar.

—-Jamás me has hecho ni una solapregunta sobre mi trabajo.

Natalie negó aquello, pese a queera esencialmente cierto. Perovolvió a la carga en nombre delperiodismo:

—No debería ser una cuestión demoral individual, ¿verdad? Deberíaser una cuestión legal, deregulación.

Frank dejó los palillos sobre lamesa.

—¿Por qué estamos hablando deesto?

—Porque es la historia. Y tú formasparte de ella.

Frank negó que él perteneciera a la

historia. Regresó a su chow mein.Pero Natalie Blake estabaimparable.

—Hoy en día, muchos de nuestrosabogados escriben artículos para laprensa digital. Artículos de opinión.Yo debería hacer cosas así. Almenos, es algo que puedo hacerdesde casa.

Frank señaló con la cabeza elmando a distancia.

—¿Podemos ver la tele? Estoy

reventado.

Pero la televisión no concedíatregua.

—Cambia de canal —dijo Franktras cinco minutos de noticias.

Natalie lo hizo.

—Si la City cerrara mañana —dijoFrank sin mirar a su mujer—, estepaís se hundiría. Y punto.

El bebé rompió a llorar en el piso

de arriba.

Durante los días siguientes, Nataliesolamente pudo añadir dos líneas asu intento de crítica social.

Soy consciente de que no soy loque la mayoría de la gente seimagina cuando piensa en «laesposa de un banquero». Soy unamujer negra con un nivel muyalto de formación. Y abogada deéxito.

Ella culpaba a Spike de su lentituden la redacción, pero lo cierto eraque el niño dormía bien, y además

Natalie tenía a su polaca, Anna. Lesobraba el tiempo libre. Unasemana más tarde, mientras estabaatendiendo a su correo electrónico,vio el documento en el escritorio ylo trasladó discretamente a unaparte de su ordenador donde novolviera a toparse con élfácilmente. Veía la tele en la sala ydaba de comer a su criatura. Cadadía oscurecía más temprano. Lashojas se volvían marrones,anaranjadas y doradas. Los zorroschillaban. A veces consultaba los

listados. Los jóvenes que aparecíanen la televisión vaciaban sus mesasde trabajo. Salían llevando suscajas por delante como si fueranescudos.

164. Semidistante

Cada vez que volvía al trabajo, eldesafío estaba perfectamente claro:fingir que allí no había pasadonada. En la sección «Mujer» de lossuplementos dominicales sehablaba mucho de este fenómeno, yNatalie leía aquel material con

interés. La clave de todo era lagestión del tiempo. Por fortuna, lagestión del tiempo era el don deNatalie. Había descubierto, porejemplo, que se ahorraba muchotiempo gracias a la simpleambivalencia. A ella no leimportaba demasiado qué comieranlos niños, qué ropa llevaran, quévieran o escucharan ni qué clase derecipiente usaran para beber lecheo cualquier líquido que no fueraleche.

En otras ocasiones, la sorprendíaencontrarse a sí misma al final deun callejón oscuro. Le daba pánicoy rabia ver a sus hijos malcriadossentados en el suelo, ojeandoimágenes de sí mismos en elpasado, imágenes en movimiento,en el teléfono de su padre, unnarcisismo literalmente inédito entoda la historia de la existenciahumana (más allá de los sueños ylos milagros) hasta hacía muy poco.Hasta prácticamente ahora.

165. Acotaciones escénicas

Interior. Noche. Luz artificial.

A la izquierda y al fondo, unaventana pequeña y alta. Persianacerrada.

Al frente y a la derecha, una puertaentreabierta. Librerías a derecha eizquierda.

Escritorio sencillo. Silla plegable.Con libros encima.

Nat entra por la puerta. Levanta 1a,vista para mirar la ventana. Sedetiene cerca de ella.

Abre la persiana. La cierra. Semarcha. Vuelve. Se marcha. Pausa.

Regresa con urgencia y abre lapersiana. Quita los libros de lasilla. Se sienta. Se pone de pie.

Camina hasta la puerta. Vuelve. Sesienta. Abre el ordenador portátil.Lo cierra. Lo abre.

Se pone a teclear.

FRANK (en tono mecánico, fuera deescena): Voy a la cama. ¿Vienes?(pausa) ¿Vienes?

NAT: Sí. (teclea deprisa) No. Sí.

166. El tiempo se acelera

Ahora que había tanto trabajo,ahora que en esencia su vida enterase había convertido en trabajo,Natalie Blake sentía una calma yuna satisfacción que antes

únicamente había experimentadodurante el período previo a losexámenes universitarios o biendurante los preliminares de losjuicios. ¡Ojalá pudiera hacer quetodo pasara más despacio! Habíatenido ocho años de edad duranteun siglo. Había tenido treinta ycuatro durante ocho minutos. Seacordaba muy a menudo de undiagrama hecho a tiza sobre unapizarra, mucho tiempo atrás, cuandolas cosas todavía se movían a unritmo razonable. La esfera de un

reloj que representaba la historiadel universo en un lapso de docehoras. El big bang era a mediodía.Los dinosaurios llegaban en algúnmomento a primera hora de la tarde.Todo lo relacionado con los sereshumanos tenía lugar en los cincominutos previos a la medianoche.

167. Duda

Spike empezó a hablar. Lo que másle gustaba decir era «Ésta es mimamá». El énfasis variaba: «Esta esmi mamá. Esta es mi mamá. Esta es

mi mamá.»

168. Fin de la partida en elcolmado africano

De pronto deseaba algo que nofuera la pura inercia de avanzar.Ahora quería conservar. Por estemotivo empezó a buscar la comidade su infancia. Los sábados por lamañana, cuando salía del enormesupermercado británico, caminabatrabajosamente por la avenida hastael colmado africano, con los dosniños en un cochecito doble y sin

ayuda de nadie, para comprar cosascomo boniatos, bacalao salado yplátanos para cocinar. Llovía.Lluvia con viento. Los dos niñoschillaban. ¿Podía haber unsufrimiento más majestuoso que elsuyo?

Naomi tiró cosas en el carro.Natalie las sacó. Naomi volvió atirarlas. Spike se cagó encima. Lagente miraba a Natalie. Ella lesdevolvía la mirada. Las caras deparanoia y desprecio iban de un

lado a otro. Fuera hacía un fríotremendo y dentro también.Consiguieron ponerse en una cola.Apenas. Lo consiguieron por lospelos.

—Te cuento una historia, Nom-Nom. Si paras de hacer eso, tecuento una historia. ¿Quieres oír mihistoria? —preguntó Natalie Blake.

—No —dijo Naomi de Angelis.

Natalie se secó el sudor frío de lafrente con su pañuelo y buscó con la

vista a alguien que estuvieraadmirando su tranquilidad maternalfrente a una provocación taninverosímil. A quien vio, sinembargo, fue a la mujer que teníadelante en la cola. Estaba vaciandosus bolsillos sobre el mostrador,ofreciendo desprenderse de esto yaquello. Sus hijos, que eran cuatro,se encogían de vergüenza alrededorde sus piernas.

Natalie Blake había olvidado porcompleto cómo era ser pobre. Era

un idioma que había dejado dehablar, e incluso de entender.

169. Almuerzo con Layla

Su vieja amiga Layla Thompsonahora se llamaba Layla Dean.Había abandonado la iglesia hacíamuchos años. Trabajaba dedirectora de programación musicalen una emisora de radio negra yasiática. Estaba casada con unhombre que poseía y dirigía doscibercafés-copisterías enHarlesden. Damien. Tenía tres

hijos. Siempre que Natalie Blakediscutía con alguien sobre temas deeducación (y tenía discusiones deaquella clase asiduamente), ponía asu vieja amiga Layla como ejemplopositivo de todo lo que estabaintentando decir.

Las veces que usaba a Layla comoejemplo positivo, sin embargo, nomencionaba el hecho de que llevabaun par de años sin verla. Laylahabía tenido a sus hijos antes queella, y durante aquella época a

Natalie le había resultado difícilquedar para comer con su amiga,tan miopes y cerradas le parecíansus preocupaciones. Sin embargo,ahora que Natalie también teníahijos se le ocurrió que le encantaríavolver a almorzar de forma regularcon Layla. Había muchas cosas quepodía contarle y que no le habíacontado a nadie. Así queconcertaron el almuerzo. Y mientrasalmorzaban, Natalie se sorprendió así misma hablando muy deprisa ydisfrutando al máximo de la

hospitalidad de Layla en aquelhermoso restaurante de comidanegra de Camden High Street. Casino podía hablar lo bastante deprisapara sacarse de dentro todas lascosas que quería decir.

—«Qué alivio no tener que fingirque te interesan las noticias» —dijo, citando a otra mujer yengullendo un cucharón deporcelana lleno de gambas conleche de coco—. Y yo ahí sentada,en medio de aquel corro de

espantajos, y pensé: yo aquí notengo nada que hacer. ¿Dónde estála salida? Necesito gente con la quepueda bailar. —Pasó por la calle uncoche en que sonaba Billie Jean.

—Yo iré a bailar contigo, Natalie.

—¡Gracias! Hay un sitio enFarringdon donde hacen una nochede hip-hop de la vieja escuela, melo dijo mi hermano. Podríamos ir elsábado que viene. Puedo llamar ami amiga Ameeta para que seapunte. Es mejor que cantar

OídMacDonald.

—A mí me gustan esas clasesinfantiles. Antes iba mucho.

—Ésta no. Ésta es pija. Pero laparte que de verdad no aguanto escuando todos se ponen a... —empezó a contar Nata-lie, y siguióen esa vena durante casi todo elprimer plato.

Iban hombres con ponche y ellasiban con ponche. Nunca tenía lacopa ni medio vacía ni medio llena,

siempre llenándose. Iban hombrescon ponche. Pasó por la calle uncoche en el que sonaba Dorít StopTillYou Get Enough.

—¿Qué? —preguntó Natalie Blake.

La verdad era que estabademasiado borracha para volver albufete. Su amiga Layla sonreía conuna expresión tristona. Con lamirada clavada en el mantel.

—Nada. Que no has cambiadonada.

Natalie estaba escribiéndole un SMSa Melanie para avisarla de que novolvería al trabajo hasta la mañanasiguiente.

—Ya. Tampoco es que tenga queconvertirme en otra persona sóloporque...

—Siempre quisiste dejar claro queno eras como nosotras.

Y sigues haciéndolo.

Un camarero fue a preguntarles si

querían postre. Aunque Natalie semoría por un postre, le pareció queno tenía que pedirlo. Estabaaterrada. El corazón le latía a cien.Tuvo la tentación (digna de unacolegiala) de contarle al camarerolo que acababa de hacer LaylaDean, de soltera Thompson:«¡Layla me está tratando fatal!¡Layla me odia!» Pasó por la calleun coche en el que sonaba WannaBe Startin Somethin.

Layla ni siquiera levantó la vista

para mirar al camarero y al cabo deun momento el hombre se marchó.Tenía una gruesa servilleta blancaque estrujaba entre las manos.

—Hasta cuando tocábamos aquellascanciones estabas conmigo pero almismo tiempo estaba clarísimo queno estabas conmigo. Exhibiéndote.Falsa. Pura fachada. Haciendoseñas a los chicos del público o loque fuera.

—Layla, ¿de qué estás hablando?

—Y sigues haciéndolo.

* * *

170. Disfrazada

Disfraz de hija. Disfraz de hermana.Disfraz de madre. Disfraz deesposa. Disfraz para el juzgado.Disfraz de pobre. Disfraz debritánica. Disfraz de jamaicana.Cada uno requería un roperodistinto. Sin embargo, cada vez quepensaba en todas aquellaspersonalidades se esforzaba por

averiguar cuál era la más auténtica,o tal vez la menos auténtica.

171. Yo, yo misma y micircunstancia

Natalie puso a Naomi en su sillitapara coche y le cerró la hebilla delcinturón. Natalie puso a Spike en susillita para coche y le cerró lahebilla del cinturón. Natalie sesubió al enorme coche. Nataliecerró todas las ventanillas. Nataliepuso el aire acondicionado. Nataliepuso Reasonable Doubt en el

equipo de música. Natalie le dioinstrucciones a Frank para quequitara el volumen cada vez que seavecinara alguna palabrota atroz.

172. Estuches de temporada

Mientras caminaba por KilburnHigh Road, Natalie Blake sintió unfuerte deseo de meterse en las vidasde los demás. No estaba nada clarocómo se podía satisfacer aqueldeseo en la práctica, ni tampocoqué quería decir, si es que queríadecir algo. «Meterse» era una idea

imprecisa. ¿Seguir hasta su casa alniño somalí? ¿Sentarse con laancianita rusa en la parada deautobús delante del Poundland?¿Sentarse con el gángster ucranianoen la pastelería? Un consejo para lagente de fuera: la parada de autobúsdelante del Poundland de Kilburnes el escenario de algunas de lasconversaciones más interesantesque se pueden oír en todo Londres.De nada.

No bastaba con escuchar. Natalie

Blake quería conocer a gente. Estarinvolucrada íntimamente con ellos.

Entretanto:

En el trabajo de Natalie y en el deFrank, todo el mundo estabaíntimamente involucrado en lasvidas de un grupo deafroamericanos, casi todoshombres, que vendían viales decrack por veinte dólares en losdescampados de una cadena debloques espantosamente diseñadosen una ciudad deprimida y olvidada

que tenía una de las tasas dehomicidios más altas de EstadosUnidos. A Frank le irritaba quetodo el mundo estuviera tan metidoen las vidas de aquellos jóvenes,aunque no sabía exactamente porqué, así que a modo de protesta seexcluyó a sí mismo y a su mujer delo que era, según todo el mundo,una experiencia colectiva de éxtasistelevisivo.

Entretanto:

Natalie Blake consultó su listado.

Respondió a sus respuestas.

173. En el patio

—En el parque infantil no se puedefumar. Es obvio. Lo sabe cualquierpersona medianamente civilizada.

—Sí. —Natalie se mostró deacuerdo—. Sí, claro.

—¿Y él sigue fumando? —preguntóla anciana blanca.

Natalie se inclinó hacia delante en

el banco. El chico seguía fumando.Unos dieciocho años. Estaba conotros dos chicos: uno blanco con unacné espantoso y una chica muyguapa con chándal gris y zapatillasNike amarillo neón. La chica estabaocupada en lo que Natalie y susamigas solían llamar «hacer elvago» o «tramar algo». Es decir,estaba sentada entre las piernas delchico blanco, con los codosapoyados en las rodillas de él en unperezoso abrazo estival. Yquedaban bien juntos, haciendo el

vago en aquel tiovivo. Pero no sepodía negar: el chico que fumabaestaba plantado en el tiovivo.Fumando.

—Les voy a echar una buena bronca—dijo la anciana blanca—. Vienentodos de esos bloques de lasnarices.

La anciana se fue para allá en elmismo momento en que Naomillegaba corriendo de la piscina delos niños pequeños y se echaba enbrazos de su madre gritando

TOALLA TOALLA TOALLA. En casode que el lector se lo estépreguntando, se trataba de la mismapiscina donde había tenido lugar elacontecimiento dramático, muchosaños antes. Natalie Blake envolvióa su hija con una toalla y le calzóunas sandalias de plástico.

La anciana regresó.

—¿Sigue fumando? Ha sido muymaleducado conmigo.

—Sí —dijo Natalie Blake—. Sigue

fumando.

—¡APÁGALO! —le gritó la anciana.

Natalie cogió en brazos a Naomi yechó a andar hacia el tiovivo.Cuando ya estaba llegando se unió aella una mujer de mediana edad conunas rastas de aspecto formidablerecogidas bajo un enorme gorrozulú. Las dos se plantaron frente altiovivo. La rastafari se cruzó debrazos.

—Tienes que apagar eso. Esto es un

parque infantil —dijo Natalie.

—AHORA MISMO —dijo la rastafari—. Ni siquiera tendrías que estaraquí. He oído cómo le hablabas aesa señora. A esa señora le debesun respeto. Debería dartevergüenza.

—Apágalo —dijo Natalie—. Mihija está aquí —añadió, aunque laverdad era que el humo de segundamano no le quitaba el sueño, menosaún cuando estaba al aire libre.

—Mira, si a mí me viene alguien yme falta al respeto —dijo el chico—, yo le diré que no me venga atocar los cojones. ¿Acaso ella se hadirigido a mí con respeto? Eh, tú,no mientas, porque todos te hanoído y no lo has hecho.

—¡NO SE PUEDE FUMAR EN UNPARQUE INFANTIL! —gritó laanciana desde el banco.

—Pero ¿por qué la ha tomadoconmigo de esa manera? —preguntóel chico.

—¡Está en su derecho! —insistió larastafari.

—Apágalo —dijo Natalie—. Estoes un parque infantil.

—Mira, yo no tengo las mismascostumbres que la gente de aquí.Este no es mi territorio. Nosotrosno hacemos las cosas como lashacéis aquí, en Queens Park. Novais a convencerme. Yo soy deHackney, ¿sabéis?

Aquello fue una maniobra poco

inteligente en términos retóricos.Hasta la chica que estaba sin hacernada gimió.

—Oh, NO —dijo la rastafari—. Nome lo puedo creer. No, no, no.¿Estás de broma? ¿Soy deHackney? ¿Y qué? ¿Y QUÉ? Mira, deesta gente te puedes burlar, pero node mí, cielo. Yo te conozco.Profundamente. Yo no soy deQueens Park, cariño. Soy deHARLESDEN. ¿Por qué te pones ahablar así de ti mismo? ¿Y por qué

te pones a hablar así de tu zona?Joder, me has cabreado, tío. Soy deHarlesden: asistente social dejóvenes, certificada. Hace veinteaños. Y ahora mismo meavergüenzo de ti. Eres la razón deque ahora estemos como estamos.Qué vergüenza. ¡Qué vergüenza!

—Ya ya ya ya ya ya ya ya —dijo elchico; la chica se rió.

—¿Esto te parece gracioso? —repuso la rastafari—. Tú ríete,hermana. ¿Adonde te crees que

lleva esto? —le dijo a la chica.

—¿Yo? ¡Si yo no tengo nada quever con esto! ¿Qué tengo yo quever?

—A ningún lado —dijo Natalie—.A ningún lado. A NINGÚN LADO.

—¡Mami, para de gritar! —dijoNaomi.

Natalie no sabía por qué estabagritando. Empezó a temer hacer elridículo.

—Lo siento mucho por vosotros, enserio —dijo un hombre indio quehasta entonces no se había metidoen el asunto y que ahora se unió alcoro de jueces—. Está claro quesois unos jóvenes muy infelices einsatisfechos.

—¡Oh, por el amor de Dios, noempecéis, hostia! —gritó la chica.

El chico blanco con el que ellaestaba retozando echó un vistazo ala gente que se había congregado yabrió mucho los ojos. Se echó a

reír.

—Me parto el culo con vosotros —dijo.

—¿Cómo hemos llegado a estenivel? —preguntó la chica riendo—. ¡Si yo estoy aquí sentada sinhacer nada! ¿Qué tengo yo que vercon esto? Marcus, colega, van a porti. Prepárate. No me voy a enterar ysaldré en el puto programa deJeremy Kyle.

—¿De qué te ríes? —preguntó la

anciana blanca, que ahora estabaplantada con el resto frente altiovivo—. A mí no me parecegracioso.

—Eh, colega, vaya flipe —dijo lachica—. Ahora ésta vuelve a lasandadas. La abuela Puñetas vuelvea la palestra. ¡Putos chiflados!

—¿Todo esto —preguntó Marcus—por un pitillo? ¿De verdad que valela pena? Sentaos donde estabais ytranquilizaos. Id a ocuparos devuestros asuntos. Siéntate, colega.

—Chiflados —dijo la chica.

—Apágalo, colega —pidió Natalie;hacía mucho tiempo que noterminaba una frase con la palabra«colega».

—Eh, Marcus —dijo la chica—.Apaga el piti, porfa, para que secalle esta mujer. Esto se estáponiendo absurdo.

—Tendría que daros vergüenza —les espetó la anciana blanca.

—Yo estaba dispuesta a hablarcontigo, ¿sabes? —volvió a lacarga la rastafari—. De adulta aadulto, y también a intentarcomprender tu punto de vista. Perome has perdido con esas chorradas.Vergüenza debería darte, hermano.Y lo más triste es que yo he vistoadonde conducen.

—Por mí no os preocupéis —dijoMarcus—. Yo cobro un sueldo. Meva bien la vida.

Y se subió el cuello de la camisa.

Su gesto no resultó nadaconvincente.

—Cobro un sueldo, me va bien lavida —repitió Natalie, el labiotorcido en una mueca de desprecio—. Cobro un sueldo, me va bien lavida —repitió—. Uy, ya lo creo.Yo soy abogada. Yo sí que cobro.Yo cobro de verdad.

—Esta gente está mal de la putaazotea —dijo la chica.

—Si la vieja hubiera venido y me

lo hubiera pedido con respeto,¿sabéis?, pues yo lo habría apagado—afirmó Marcus—. Porque soy unjoven inteligente, ¿sabéis? Pero sialguien no me respeta, me estáfaltando al respeto, y yo siemprelos voy a joder.

—Si tuvieras alguna autoestima orespeto por ti mismo —repusoNatalie—, no estarías viendo a unapersona que te pide que apagues uncigarrillo en un puto parque infantilcomo un ataque a tu pequeño y

precioso ego.

Ya se había congregado un pequeñogentío de padres, madres yciudadanos preocupados. Aquelúltimo argumento de Natalie tuvo ungran éxito popular, y ella notó suvictoria con la misma certeza que siun jurado hubiera ahogado suschillidos al ver el alijo defotografías que tenía en la mano.Acomodándose en el triunfo, dejóque su mirada se encontraraaccidentalmente con la de Marcus,

provocándose a sí misma unmomento de tartamudeo. Sinembargo, pronto descubrió un vacíosituado encima del hombro delchico y todos sus comentariosposteriores los dirigió a aquelpunto de fuga. Alrededor de ellosdos, la discusión degeneró en unaserie de pequeñas disputas. Lachica discutía con la anciana. Sunovio, con la rastafari. Variaspersonas hicieron piña con Nataliepara seguir gritándole al pobreMarcus, que a aquellas alturas ya se

había terminado el cigarrillo yparecía completamente agotado.

174. Melocotón, peonías

No podía encontrar la dirección ypasó varias veces por delante. Erauna puerta anodina de FinchleyRoad con un panel de cristal doble,embutida entre un Habitat y unWaitrose. Un edificio ruinoso delos años treinta. Pulsó el botón yenseguida le abrieron la puerta conel interfono. Se detuvo a examinarunas flores de plástico que había en

el vestíbulo, de una verosimilitudextraordinaria. Cuatro pisos sinascensor. Natalie Blake se quedólargo rato inmóvil frente a la puertainterior. Para llamar al timbre tuvoque ejecutar un número que mástarde denominaría para sí misma«salida de tu propio cuerpo». Através del cristal pudo ver paredesy moquetas de color melocotón, asícomo una esquina de la sala dondehabía un mullido sofá de cueroblanco con brazos y patas de nogal.Delante del sofá vio un sillón a

juego y un puf gigante, todo delmismo estilo. En una mesa delpasillo había un periódico. Nataliese esforzó por averiguar-cóál yconcluyó que era un ejemplar delDaily Express parcialmente tapadopor un viejo teléfono de disco.Pensó en el listado, que habíadescrito a aquella pareja como«acomodada». Se acercaron doscuerpos a la puerta. Ella los vio através del cristal. Mucho mayoresde lo que afirmaban. Sesentones.Horribles, piel blanca con arrugas

de pasa y venas azules. Todo elmundo a la caza de una «mujernegra de 18-35 años». ¿Por qué?¿Qué creen que podemos hacer?¿Qué buscan en nosotras? Oyócómo le gritaban «¡Vuelve!»

175. Crematorio de Golders Green

A Natalie Blake no le resultabadifícil vestirse para un funeral. Lamayor parte de su ropa ya tenía unaspecto fúnebre. Le costó másvestir a los niños, de manera queconvirtió aquella tarea en el objeto

de su ansiedad, cerrando armarios aportazos y lanzando al suelo todo loque la estorbaba.

En el coche, su marido, Frank deAngelis, le preguntó:

—¿Era buen tipo?

—No sé qué significa eso —respondió Natalie Blake.

Mientras entraban en elaparcamiento no apareció ni unasola cara en el retrovisor que ella

no reconociera, aunque norecordase sus nombres. Gente deCaldwell, gente de la Brayton,gente de Kilburn, gente deWillesden. Cada uno representabaun período concreto. Seguro quepara aquella gente ella era tambiénuna forma narcisista de medir eltiempo. En fin... Bajó de su coche alpatio. Una amiga de su madre letocó el brazo. Caminó hacia elparque conmemorativo. Un hombreque presidía la Asociación deVecinos de Caldwell le puso su

manaza en el cuello y dio unapretón. ¿Acaso era posible sentiralgo más que desprecio hacia lagente que te servía para medir eltiempo? ¿Era posible quererlos?

—¿Cómo estás, Keisha?

—Natalie, me alegro de verte.

—¿Estás bien, cielo?

—Señorita Blake, cuánto tiempo.

El extraño saludo con la cabeza que

la gente se dedica en los funerales.No era sólo que Colin Hanwellestuviera muerto, sino que uncentenar de personas que habíancompartido con él veinte o treintahectáreas de calles ahora estabaconmemorando esa relación, a lavez íntima y accidental, próxima ylejana. Nata-lie no había conocidorealmente a Colin (era imposibleconocer realmente a Colin), perosabía en qué consistía conocerlo.Colin era un objeto presentado a suconciencia. Igual que todos los

presentes.

La gente habló. La gente cantó. Anddid those feet, in ancient times.Natalie se vio obligada a ir y venircada vez que uno de sus hijos dabala lata. Por fin se abrió la cortina ydesapareció el ataúd. Sonaba DustySpringfield. Hay cosas quesolamente se pueden descubrircuando la persona ha muerto.Mientras la concurrencia desfilaba,Leah se quedó en la puerta con sumadre. Llevaba una larga falda

negra y una blusa espantosas quealguien debía de haberle prestado.Natalie pudo oír a desconocidosbienintencionados que agobiaban aLeah con interminables recuerdostriviales. Narraciones.

—Gracias porvenir—decía Leah entono mecánico a quienes ibanpasando.

Se la veía muy pálida. No teníahermanos. No tenía primos. Sólopodía ayudarla Michel.

—¡Oh, Lee! —exclamó NatalieBlake cuando llegó su turno.

Lloró y abrazó muy fuerte a su granamiga Leah Hanwell. ¡Ojalá alguienhubiera obligado a Natalie Blake aasistir a un funeral cada día de suvida!

176. En el limbo

Cranley Estate, Camden. Más N queNW. Un hombre flaco que se hacíallamar «JJ» y que se parecía unpoco a su tío Jeffrey. Una chica

iraní con un apodo igualmenteimprobable: «Honey.»

Dos desastres de veintipocos años.Natalie Blake supuso que le dabanal crack, pero podría haber sidocristal o cualquier otra cosa. AHoney le faltaba un diente. La salamerecía a duras penas su nombre.Un futón mugriento y roñoso y latele sin pausa. El piso enteroapestaba a maría. Estaban sentadosen sillones de cuentas, apenasconscientes, viendo el concurso

¡Allá tú! No parecían nerviosos. JJdijo:

—Primero nos distraemos aquí unpoco. Acabo de llegar y estoyreventado.

No le indicó ninguna silla.Adaptable como siempre, Nata-lieBlake halló un sitio en el sueloentre los dos.

Intentó concentrarse en el programa,que no había visto nunca. Noparaban de llegarle mensajes de

texto procedentes del trabajo. JJtenía una elaborada teoríaconspirativa sobre el orden de lascajitas. A Natalie no le quedó másremedio que aceptar el porro ydejar que la hierba la transportara.Enseguida perdió la noción deltiempo. Luego acabó la sesión detele y JJ se puso a jugar a unvideojuego: duendes, espadas yelfos soltando necedades. Nataliese excusó para ir al baño. Seequivocó de puerta, vio una piernay oyó un chillido.

—Es Kelvin —dijo JJ—. Estádurmiendo un rato ahí. Trabaja porlas noches.

La tapa del retrete era de plexiglástransparente con pe-cecillosestampados. El agua que salía delgrifo era marrón. Head 8cShoulders. Radox. Los dos envasesvacíos.

Natalie encontró el camino devuelta. JJ se dedicaba a hablar conla pantalla.

—Dime dónde coño está el almacénde cereales.

Una campesina enigmática ledevolvió una sonrisa. Natalieintentó entablar conversación. Lepreguntó si había hecho eso antes.

—Unas cuantas veces —le dijo él—, cuando no hay nada mejor quehacer. Lo que pasa es que suelenser feas de cojones y las echo apatadas antes de que entren por lapuerta.

—Oh —dijo Natalie; esperó, nada.

Honey, aburrida, se volvió hacia suinvitada.

—¿A qué te dedicas, Keisha? Se teve maja.

—Soy peluquera —dijo NatalieBlake.

—¡Oh! Es peluquera, ¿oyes? Québien. Yo soy de Irán.

JJ hizo una mueca.

—¡Del eje del mal!

Honey le dio un cachete, pero conafecto. Luego le acarició la cara aNatalie. ¿Crees en las auras,Natalie?

Liaron más hierba y fumaron. En unmomento dado, Nata-lie recordóque Frank también trabajaba hastatarde. Le mandó un SMS a Anna y lasobornó con la tarifa de las horasextra para que se quedara hasta lasonce y acostara a los niños. JJ llegóa un castillo donde le dieron una

nueva lista de tareas. Honey sepreguntaba en voz alta por unospolvos de MDMA que habíaguardado en un envoltorio dechicle. Natalie dijo:

—Me parece que esto no va apasar, ¿verdad que no?

—Lo más probable es que no —respondió JJ—, para serte sincero.

177. Envidia

Leah quería que Natalie diera una

charla durante una subasta benéficapara un colectivo de jóvenes negrasque había ayudado a financiar. Noparaba de hablar del tema. Pero ellocal que habían conseguido para elacto estaba al sur del río.

—Yo no voy al sur —declaróNatalie Blake.

—Es una muy buena causa —insistió Leah Hanwell.

Natalie le dio las gracias a Leahpor su presentación y se plantó

frente al estrado. Su charla tratabasobre gestión del tiempo,identificación de metas, trabajoduro, amor propio, respeto mutuoen la pareja e importancia de unabuena formación.

—Todo lo que se baseexclusivamente en nuestrasnecesidades físicas, en nuestraanimalidad, está condenado alfracaso —leyó—. Para sobrevivir,vuestras ambiciones tienen que ir enla misma dirección.

Seguramente acabaría diciéndolealgo parecido a Leah. No ahoramismo, pero sí algún día. Loatenuaría, por supuesto. PobreLeah.

Entre el principio de la página 2 yel de la 3 debía leer con garra yconvicción, debía sugerir que habíauna línea ininterrumpida (nadie enel público la miraba como siestuviera loca), y sin embargo nopudo evitar que su mente divagarahacia estampas obscenas. Se

preguntó qué harían Leah y Michel,que siempre parecían estarmagreándose, en la intimidad de sudormitorio. Orificios, posiciones yorgasmos.

—Y cuando por fin me negué aimponerme límites artificiales —leexplicó Natalie Blake al colectivode jóvenes negras—, pude alcanzartodo mi potencial.

178. Colmena

Los altavoces del café difundieron

aquella voz deliciosa por el parque.Natalie Blake y su amiga LeahHanwell habían acordado hacíamucho tiempo que esa voz sonaba aLondres (y sobre todo a las zonasseptentrionales), como si supropietaria fuera la santa patrona desus barrios. ¿Se puede serpropietaria de una voz? La hija deNatalie y muchas otras criaturasdaban brincos y bailaban al son dela canción mientras sus padres ymadres seguían discretamente elritmo con la cabeza. Brillaba el sol.

Por desgracia, Leah Hanwell solíallegar tarde y la canción terminóenseguida y Naomi ya estabachillando por algo y Spike sedespertó y Leah se perdió unademostración perfectamenteescenificada del placer de vivir, yen particular de la vida familiar.

—Está muy deprimida —le dijoNatalie a Frank mientras esperaban—. Ella cree que no me doy cuenta,pero lo veo. Está completamenteencallada. Estancada. Parece

incapaz de salir del agujero en queestá metida.

Nada más decirlo, sin embargo, sele ocurrió la posibilidad de queaquel juicio procediera de lacanción que acababan de oír, deque no fuera nada más que unaestrofa que había añadido la propiaNatalie dejándose llevar por elmomento, y que al decirlo en vozalta se hubiera puesto en ridículo.Frank levantó la vista del periódicoy sorprendió la cara de su mujer

atrapada en aquella calamidad.

—Leah y Michel son más felicesque unas perdices —respondió.

Un tiempo después, Natalie vio enla televisión una entrevista aaquella cantante.

«Cuando era niña no encontrabanada especial en mí. Pensaba quetodo el mundo sabía cantar.»

Su voz era el mismo milagro queNatalie había oído una vez a través

de la ventana de un pub de Camden.Pero apenas quedaba algo de lamujer que poseía (o no) la voz.Natalie se quedó mirando a aquellaniña grande, patizamba, casiausente, casi irreal.

179. Aforismo

¡Qué difícil es el regalo para unamujer! Se castigará a sí misma porrecibirlo.

180. Todas las comodidadesmodernas

El encantador Primrose Hill.Después de largas negociacionespor correo electrónico, se fijó unahora en pleno día: las tres de latarde. La mujer abrió la puerta de lacasa y dijo:

—¡Uau!

Pelo ondulado, salto de cama,tacones, hermosa,inconfundiblemente africana. Suprimer objetivo fue rodear aNatalie Blake con un brazo eintroducirla en la enorme casa antes

de que alguien la viera. Natalie erafiel a su indumentaria de costumbre:aros de oro, falda vaquera, botas deante con borla, la goma del pelocon los dados y la ropa del trabajoguardada en una mochila a suespalda. Se vislumbró a sí mismaen un enorme espejo dorado delpasillo y se vio convincente. Enaquel momento estabacompletamente decidida. Por lomenos eran atractivos. NatalieBlake seguía creyendo en laimportancia del atractivo.

Pintura verde utopía (mate) deFarrow & Ball en el pasillo.Escultura africana en la pared.Piezas minimalistas. Un disco deoro enmarcado. Una foto de Marleyenmarcada. La portada de unperiódico enmarcada. Una especiede deplorable «buen gusto» portodos lados. Natalie Blake levantóla vista y vio al marido o novio enlo alto de la escalera. Eraespecialmente guapo, de cabezaafeitada y líneas elegantes. Unapareja espectacular, hechos el uno

para el otro. Como si anunciaran unseguro de vida americano. Elhombre le sonrió mostrando suformidable odontología, unadentadura luminosa y perfectamentealineada. Batín de seda. Hortera.Estamos encantados de que hayasvenido, Keisha, no estábamosseguros de que fueras real. ¿A quees increíble? Demasiado buenopara ser verdad. Sube aquí,hermana, para que pueda verte bien.Arriba sonaba música soul. Latrona para bebés Bloom, edición

limitada de 2009, levitaba en lacocina como una estación espacial.Un MacBook Air abierto sobre lamesa. Un Mac más antiguo cerradoen la escalera. El le ofreció lamano.

—Tenéis una casa preciosa —dijoNatalie Blake.

—Tú sí que eres preciosa —dijoél.

Natalie notó que la esposa o lanovia le ponía la mano en el

trasero.

En el piso de arriba le presentaronuna cama «trineo», de las queestaban de moda unos cinco añosantes. El armario de los zapatospermanecía abierto. Suelas rojasdel suelo al techo. Sobre la camatenían el manido mapa del metrocuyas estaciones habían sidoreemplazadas por iconos del últimomilenio agrupados en camarillas ymovimientos. Natalie buscóKilburn: Pelé. En la cama había un

iPad que pasaba pornografía, tríos.Natalie veía por primera vez aquelartefacto tecnológico. Dos chicas secomían el coño mientras un hombresentado junto a un escritorio lascontemplaba con la picha en lamano. Todos alemanes.

La hermosa mujer africana noparaba de hablar. ¿De dónde eres?¿Vas a la universidad? ¿Quéquieres ser? No te rindas nunca. Loimportante es tener grandes sueños.Aspiraciones. Trabajar duro. No

aceptar un no por respuesta. Ser lapersona que quieres ser.

Cuanto más tiempo pasaba NatalieBlake vestida y apática, másnerviosos se ponían y máshablaban. Por fin Natalie pidió ir albaño. En suite. Se introdujo en unaauténtica bañera victoriana conacabados de metal y porcelana deWater Monopoly. Sabía que todoterminaba allí. Se tumbó. Acqua diParma. Chanel. Molton Brown.Marc Jacobs. Tommy Hilfiger.

Prada. Gucci.

181. Vacaciones de Pascua

Anna se había ido unos días aPolonia a ver a su familia y ahora elvolcán le impedía regresar. Nataliehizo un Google. Se quedó mirandola enorme nube de ceniza.

—Tú tienes más flexibilidad que yo—alegó Frank, y se fue de casa.

El sótano volvía a estar en marcha.Había albañiles por todas partes.

Frank había trabajado duro paraponer de nuevo las cosas enmarcha. Los dos habían trabajadoduro. Se merecían todo lo que seavecinaba.

¿Tienes más té, cielo? Mejor seráque no dejes que se acerquen poraquí esos niños. Se pueden hacerdaño. Supongo que no tendrás unagalleta por ahí abandonada...

A las diez de la mañana se vioatrapada en una celda pintada deblanco en compañía de dos seres de

misteriosos ojos negros queparecían querer algo que ella notenía forma de entender o desuministrarles. Hombres contabardos de color naranja iban yvenían. La leche está pasada, cielo.¿Tienes mermelada? Ella cogió alos niños en brazos y salió del solaren obras que era su cocina. Se losllevó al piso de su madre. Alparque. Al zoo. Al mercado deKilburn. Al colmado africano. AlToys R Us de Cricklewood. A casa.

Naomi le contó aquella odisea conmucho más detalle a su padrecuando éste llegó a casa.

—Eres asombrosa —dijo Frank, ybesó a Natalie Blake en la mejilla—. Yo me habría quedado todo elsanto día perdiendo el tiempo yjugando con ellos.

182. Amor entre ruinas

Eran unos jóvenes muy agradables yestaban evidentemente asombradosde que alguien hubiera respondido.

Natalie tuvo la certeza de que lahabían escrito estando borrachos.¿Primos? ¿Hermanos? Un adosadode los cincuenta en Wembley, convistas a la Circular Norte ycristales dobles hasta en el últimoorificio. Una casa familiar dondefaltaba la familia. Lo que los chicosde la Brayton solían llamar «chaletde barrio». Natalie Blake no podíaexplicar cómo sabía que no iban amatarla. Debía admitir que tenía laconvicción (perfectamenteirracional) de que «puedes

percibir» si alguien quiere o noasesinarte. Que los chicosparecieran más asustados que ellacuando abrieron la puerta sin dudacontribuyó a esta idea. Oh, cielos.Te lo dije, Dinesh. Te lo dije. Tedije que no era un tío. Entra, cielo.Entra, Keisha. Oh, cielos. Si estásbuena y todo. ¿Por qué le diceseso? ¿Y por qué no? Ella lo sabe ynosotros lo sabemos. No haysorpresas. ¡Oh, cielos! Por ahí,encanto. No te vamos a hacer daño,¿eh?, somos buenos chicos. Entra

ahí. ¿Nos vamos a turnar o qué?¿Qué? ¡Yo no quiero verte desnudo,colega! Eso es un disparate gay. ¡Sí,pero ella quiere un polvo a tresbandas! ¡Eso no quiere decirprimero uno y después el otro! Esoes dos simul... simultini... al mismotiempo. ¿No sabes qué quiere decirpolvo a tres bandas, colega? A tresbandas. Ni siquiera sabes qué estásdiciendo cuando chateas. ¡A tresbandas! Cállate, payaso. Natalieoyó cómo discutían en el pasillo. Sesentó a esperar en la cocina. Había

un charco enorme alrededor delcongelador. En todas las puertasponía SALIDA DE INCENDIOS.Volvieron a entrar. Sugirieron contimidez que todo el mundo setrasladara a un dormitorio.Resultaba peculiar lo tímidos queeran, dadas las circunstancias. Noparaban de pelearse. Aquí dentro.¿Tú estás tarado? No piensohacerlo ahí. ¡Ahí duerme Bibi! Puesahí, colega. Capullo. Sígueme,Keisha, ponte cómoda, ¿vale?¡Dinesh, tío, pero si no hay ni

sábana! ¡Ve a buscarla! ¡Deja deusar mi nombre! Nada de nombres.Vamos a buscar una sábana, túespérate aquí, no te muevas.

Natalie Blake se tendió en elcolchón. Encima del ropero habíaun montón de cajas. Cosas quenadie iba a necesitar. Excedentes.Todo el lugar tenía un aireterriblemente triste. Le dieron ganasde bajar las cajas, ponerse a hurgaren ellas y rescatar lo rescatable.

Se abrió la puerta y reaparecieron

los dos jóvenes sin más ropa quesus calzoncillos Calvin Klein, unosblancos y los otros negros, como sifueran dos pesos pluma en un ringde boxeo. Ninguno tenía más deveinte años. Sacaron un portátil. Elasunto era una especie de ruleta.Hacías clic y aparecía un serhumano, a tiempo real. Hacías clicotra vez. Clic otra vez. El ochentapor ciento del tiempo les salía unpene. El resto eran chicas calladasque jugaban con su pelo, grupos deestudiantes que querían hablar y

matones de cabezas rapadasplantados delante de su banderanacional. En las escasas ocasionesen que aparecía una chica, seponían a teclear de inmediato:SÁCATE LAS TETAS. Natalie lespreguntó: chicos, chicos, ¿por quéestáis haciendo eso? Aquí tenéisalgo de verdad. Pero ellos seguíanen internet. A Natalie le parecióque intentaban ganar tiempo. O talvez no podían hacer nada sin lamediación de internet. Prueba tú,Keisha, prueba tú, a ver qué te sale.

Natalie se sentó ante el portátil. Lesalió un israelí solitario queescribió ERES MAJA y se sacó elpene. ¿Te gusta que te miren,Keisha? ¿Te gusta? Lo dejaremosahí, en la cómoda. ¿Cómo quiereshacerlo, Keisha? Tú dínoslo ynosotros lo hacemos. Lo que sea. YNatalie Blake seguía sabiendo queno corría peligro alguno. Haced loque queráis, les dijo.

Pero ninguno consiguió hacer nada,y pronto empezaron a culparse

mutuamente. ¡Es él! Es porque loestoy mirando. Me está jodiendo elpuntillo. No le hagas caso, no tienepuntillo ni tiene nada.

Los dos jóvenes se contentaban conjuguetear como adolescentes.Natalie perdió por completo lapaciencia. Ya no era unaadolescente. Sabía lo que estabahaciendo. No le apetecía nadaesperar hasta que alguien lapenetrara. Era capaz de envolver.Era capaz de retener. Era capaz de

emitir.

Hizo que el chico del Calvin Kleinnegro se sentara en el borde de lacama, le bajó el prepucio, se subióencima y le ordenó que no la tocarani se moviera a menos que ella lopidiese. Tenía una minga no muygorda, pero tampoco fea. El le dijo:«Eres bastante lanzada, ¿a que sí,Keisha? Sabes lo que quieres y tal.Siempre lo dicen de las chicasnegras, ¿verdad?» Y Natalierespondió: «La verdad es que me

importa una mierda lo que digan.»Advirtió enseguida que el chico notenía un ritmo aprovechable: eramejor para los dos que se quedaraquieto. Se restregó sobre él. Semeció. El se corrió muy pronto,pero no tanto como su amigocircunciso del otro lado de la cama,que soltó un gemido, se sacudióunas gotitas de la mano ydesapareció en el cuarto de baño.Dinesh, serás capullo. Vuelve aquí.Hum. Esto es un poco raro.¿Adonde se ha ido? Pues tú y yo

solos. Tú ya te has corrido,¿verdad? Bien, pues. ¿Sabes qué?Yo creo que la cosa no va a volverahora mismo, Keisha. Me siento unpoco acalorado, inquieto, para sertesincero.

Lo dejó ir. El chico salióblandamente de su interior, muyreducido. Ella volvió a metérseladentro de los calzoncillos y empezóa vestirse. El otro regresó dellavabo con aspecto avergonzado. Aella le quedaba un porro de Camden

y se lo fumaron juntos. Procuró quele contaran algo, lo que fuera, sobrela gente que vivía en aquella casa,pero no había manera de distraerlosde lo que llamaban su «parloteo».A esta chica la tenemos quevenerar, colega. Hermana, ¿estáslista para que te veneremos? Eresuna diosa a mis ojos. Toda lanoche, cariño. Hasta que mesupliques que pare. Hasta las seisde la mañana. Dinesh, tío, que yoentro a trabajar a las ocho.

* * *

183. Puesta al día

Natalie Blake despidió a Anna ycontrató a María, que era brasileña.Se acabaron las obras del sótano.María se instaló allí. Se abrió unanueva fase de tiempo retribuido.Natalie y Leah fueron al pubirlandés.

—¿Y en qué andas? —preguntóLeah Hanwell.

—En poca cosa —dijo NatalieBlake—. ¿Y tú?

—Lo de siempre.

Natalie contó la historia de un chicoque estaba fumando en el parque, ysubrayó su oposición heroica aaquella obstinada falta deurbanidad. Contó la historia de lomezquina y miserable que se habíavuelto su común conocida LaylaDean, de un modo en que sehalagaba sutilmente a sí misma.Contó la historia de los

preparativos de sus hijos para elcarnaval, un relato que a duraspenas conseguía ocultar la felizplenitud de su vida.

—Pero Cheryl quiere a todos «losprimos» en una carroza de laiglesia. ¡Y yo no quiero ir en unacarroza de la iglesia!

Leah defendió el derecho deNatalie a no aceptar la religióndisfrazada de festejo carnavalesco.Leah contó una historia donde sumadre era una vez más

insoportable. Natalie defendió elderecho de Leah a indignarse conlas fechorías de su madre, pornimias que fueran. Leah contó unadivertida historia sobre Ned, elvecino de arriba. Y contó unadivertida historia sobre los hábitosde Michel en el cuarto de baño.Natalie advirtió con ansiedad quelas historias de Leah carecían dedramatismo, de épica y deintenciones.

—¿Has vuelto a ver a la chica

aquella? —preguntó Natalie Blake—. La que te timó... la que fue a tucasa.

—Sin parar —dijo Leah Hanwell—. La veo sin parar.

Se bebieron dos botellas de vinoblanco.

* * *

184. Cazada

—¿Qué es esto?

[email protected]. ¿Qué coñoes esto? ¿Fantasía?

Estaban frente a frente en el pasillo.El agitaba un papel en la cara de suesposa. A dos metros, sus hijos ylos primos y Cheryl y Jaydenpracticaban números de baile paraejecutarlos sobre una carroza decarnaval a la mañana siguiente.Marcia ayudaba a coser lentejuelasy plumas en leotardosfosforescentes. Cuando oyeronvoces airadas, los numerosos

miembros de la familia de NatalieBlake hicieron una pausa y seasomaron al pasillo.

—Por favor, vayamos arriba —dijoella.

Subieron a la habitación deinvitados del primer piso, que teníauna encantadora decoraciónmarroquí. El marido le cogió lamuñeca con fuerza.

—¿Quién eres?

Natalie Blake intentó soltarse.

—Tienes dos hijos abajo. Sesupone que eres adulta, hostia.¿Quién eres? ¿Esto es verdad?¿Quién coño es wildinwembley?¿Qué es eso que tienes en elordenador?

—¿Por qué fisgas en mi ordenador?—preguntó Natalie Blake con unavocecilla aguda y ridicula.

185. Tierra por medio

Frank estaba sentado en la cama deespaldas a ella. Se tapaba los ojos.Natalie Blake se levantó, salió delcuarto de invitados y cerró lapuerta. Una extraña sensación decalma la acompañó escaleras abajo.En el pasillo de la planta bajatropezó con la chica brasileña,María, que la miraba con la mismaconfusión obtusa de la semanaanterior, cuando descubrió quequien le ofrecía trabajo era unamujer varios tonos más negra queella.

Dejó atrás el corredor y la mesilladonde reposaba su ordenadorportátil con la pantalla todavíaabierta a los ojos de todos.

Dejó atrás a su familia, que lallamó. Oyó que Frank bajabapresuroso la escalera. Vio suchaqueta arrojada sobre elpasamanos, con las llaves y elteléfono en el bolsillo. En la puertatuvo otra oportunidad de llevarsealgo (sobre la mesa del recibidorvio su bolso, una tarjeta de

transporte y otras llaves). Salió dela casa sin nada y cerró la puertatras de sí. Desde el ventanal, Frankde Angelis le preguntó a su esposa,Natalie Blake, adonde iba. Adondese creía que iba. Adonde coño secreía que iba.

—A ninguna parte —dijo NatalieBlake.

travesía

De Willesden Lañe a KilburnHigh Road

Dobló a la izquierda. Caminó hastael final de su calle y luego hasta elfinal de la siguiente. Se alejórápidamente de Queens Park. Seadentró en la zona donde Willesdense convierte en Kilburn. Pasó por lacasa de Leah y luego por Caldwell.El viejo piso tenía la ventana de lacocina abierta. Había una funda deedredón (decorada con el logotipo

de un club de fútbol) secándose enel balcón. Sin mirar adonde iba,echó a andar por la cuesta queempieza en Willesden y termina enHighgate. Iba emitiendo unoslamentos extraños, como de zorro.Mientras cruzaba la calle, elautobús 98 se bamboleóabruptamente a su lado, daba lasensación de que podía volcar, ypor un momento pareció ser lafuente de la extraña luz roja y azulque teñía las rayas blancas del pasode cebra. Después vio el coche de

policía aparcado bajo su sombra,con las luces del techo girando ensilencio. Una barrera de cochespatrulla aparcados en ángulo rectocerraba Albert Road al tráfico. Enel lado exterior de aquella fronterase había congregado un grupo degente. Un policía alto y con turbanteestaba allí contestando a preguntas.Pero ¡es que yo vivo en Albert!,dijo una joven. Llevaba demasiadasbolsas de la compra en las manos yalgunas más colgando de lasmuñecas, hincándose en su piel.

¿Qué número?, le preguntó elpolicía. La mujer se lo dijo. Puesva a tener que dar un rodeo. En laotra punta de la calle encontrará aunos agentes que la acompañarán asu casa. Por el amor de Dios, dijola mujer, pero al cabo de unmomento echó a andar en ladirección indicada. ¿No puedo irpor allí?, preguntó Natalie. Hahabido un incidente, dijo el policía.La miró. Camiseta holgada, mallasy unas repugnantes pantuflas rojas,como de yonqui. Se miró el reloj.

Son las ocho. Esta calle va a estarcortada otra hora más o menos. Ellase puso de puntillas para ver lo quehabía detrás del policía. Sóloalcanzó a ver más policías y unacarpa de lona blanca situada a laizquierda, sobre la acera opuesta ala parada del autobús. ¿Qué clasede incidente? El no contestó.Natalie no era nadie. No se merecíauna respuesta. Un chico subido auna bici BMX dijo: Se han cargadoa alguien, ¿a que sí?

Natalie dio media vuelta y echó aandar hacia Caldwell. Caminar eraahora su trabajo, su identidadmisma. Sólo era un fenómenoambulante, ni más ni menos. Notenía ni nombre ni biografía nirasgos propios. Todo aquello sehabía perdido en la paradoja.Perduraban ciertos recuerdosfísicos. Notó las bolsas de sus ojosy se dio cuenta de que le dolía lagarganta de tanto grito y tantalágrima. Tenía una marca en lamuñeca que su marido le había

agarrado. Se llevó la mano al peloy supo que era un desastre y que enmedio de la discusión se habíaarrancado un mechón de la sienderecha. Llegó al muro exterior deCaldwell. Caminó junto a la tapiatrasera contemplando el talud verdeque subía desde la hondonada hastael nivel de la calle. Recorrió elmuro de punta a punta y volviósobre sus pasos. Parecía buscar unaabertura en los ladrillos. Iba yvenía por la misma senda. Yalevantaba una rodilla para trepar

cuando oyó una voz de hombre.

—Keisha Blake.

Al otro lado de la calle y a suizquierda. Bajo un castaño deindias, con las manos hundidas enlos bolsillos de la sudadera.

—Keisha Blake. Espera.

El cruzó la calle al trote llevándoseunas manos nerviosas a la nariz, lasorejas, el cuello.

—Nathan.

—¿Vuelves a escondidas? —Sesubió de un salto a la tapia.

—No sé qué estoy haciendo.

—Ni siquiera me preguntas cómoestoy. Qué antipática. —Se puso encuclillas y la escrutó—. Tienesmala cara, Keisha. Cógeme lasmanos.

Natalie cruzó las muñecas. Nathanle vio las manos temblorosas. Tiró

de ella. Saltaron juntos hasta el otrolado y aterrizaron suavemente enlos arbustos. Mientras seenderezaba, Nathan miró porencima del hombro en dirección ala calle.

—Ven, anda.

Bajó apartando la maleza hasta lapequeña zona de hierba dondeaparcaban los vecinos. Se apoyó enun coche viejo. Nata-lie se abriócamino más despacio, agarrándosea los troncos y las ramas,

resbalando con sus pantuflas.

—Tienes muy mala cara.

—No sé qué estoy haciendo aquí.

—Te has peleado con tu hombre, ¿aque sí?

—Sí. ¿Cómo...?

—No tienes pinta de tenerproblemas de verdad. Ven conmigo.Estoy volando.

Natalie se fijó entonces en laspupilas de Nathan, enormes yvidriosas, e intentó recuperar suantiguo papel. Sería tremendoreemplazar aquella ausencia desensaciones, aquella nada. Le pusouna mano en el hombro. Lasudadera tenía la tela acartonada ysucia.

—¿Estás volando?

Nathan hizo un ruido con lagarganta, como ahogando un grito.Le vino un poco de flema y tosió

levemente.

—Esta noche toca volar o rendirse.¿Vas a casa de tu madre?

—No. Al norte.

—¿Al norte?

—Quería coger el metro enKilburn. Pero la calle está cortada.

—¿Ah, sí? Pues vente a dar unpaseo. No me apetece nada estaraquí. Ya he pasado bastante tiempo

en este sitio.

Se detuvieron en el centro de lahondonada de Caldwell. Cincobloques conectados por pasarelas,puentes, escaleras y ascensores queconvenía evitar prácticamentedesde su construcción. Smith,Hobbes, Bentham, Locke y Russell.Aquí está la puerta y aquí laventana. Y otra vez y otra vez.Algunos vecinos habían colocadobonitas macetas de geranios yvioletas africanas en sus balcones.

Otros tenían ventanas reparadas concinta adhesiva marrón, visillossucios y puertas sin número y sintimbre. Enfrente, en el largo balcónde cemento que recorría toda lafachada de Bentham, un chicoblanco y gordo tenía un telescopiosobre un trípode, pero apuntadohacia abajo, hacia el aparcamiento,en lugar de hacia la luna. Nathan lomiró un rato. El chico plegó eltelescopio, se metió el trípode bajoel brazo y entró apresuradamente enel edificio. El olor a maría era

omnipresente.

—Cuánto tiempo, Keisha.

—Cuánto tiempo.

—¿Tienes un cigarrillo?

Natalie se llevó las manos alcuerpo para ilustrar la falta debolsillos. Nathan se paró en seco yse sacó un cigarrillo suelto delbolsillo trasero. Lo partió por lamitad usando la larga uña delpulgar, gruesa, amarillenta y con

una ancha raja en el centro. Eltabaco le cayó en las manos. Unasarrugas negras y resecas lesurcaban las dos palmas. Rebuscóen sus vaqueros y sacó papel de liarnaranja y una bolsita que agarró conlos dientes.

—¿Tú de cuál eras?

—Del Locke. ¿Y tú?

El señaló con la cabeza hacia elRussell.

—No te muevas.

Nathan la cogió por los hombros yla movió hasta tenerla directamentedelante de él. Era un alivioconvertirse en un objeto. Si nocometía ningún error podía servircomo parapeto entre la brisa yaquellos dos papeles de liar queestaban siendo enrolladosmeticulosamente.

—Quédate así un momento más. Eh,¿estás llorando?

—Sí. Lo siento.

—Eh, venga, Keisha. Tu hombre noes tan cabrón. Te dejará volver.

—Pues no debería.

—La gente hace muchas cosas queno debería. Ya está.

Le ofreció el porro, con la caralevantada hacia el cielo nocturno.

—No. Necesito tener la cabezadespejada.

—No finjas que eres buena chica,Keisha. Te conozco de siempre.Conozco a tu familia. A Cheryl.Como tú quieras.

Se guardó el porro detrás de laoreja.

—No lleva sólo maría, ¿eh? Le hepuesto unas cuantas sorpresas.Pruébalo. Vámonos a un sitiotranquilo. Anda, vente.

Echó a andar. Natalie lo siguió.Ahora caminar era su trabajo.

Mientras andaba intentó situar a lagente de allí, de la casa, en lacorriente actual de suspensamientos. Pero su relación concada uno de ellos se había vueltoirreconocible, y su imaginación(por culpa de un largo proceso deabandono casi tan largo como suvida entera) ya no tenía el podergenerador necesario para invocarun futuro alternativo. Sólo podíaconcebir la vergüenza de unaplácida vida residencialahogándolo todo. Lo pensó de una

forma y lo pensó de otra, pero nohabía salida. Aunque tal vezJayden... Volvió a encallarse. ¿Talvez Jayden qué?

—¿Qué hora es, Keisha?

—No lo sé.

—Tendría que haberme largado deaquí hace mucho tiempo. A vecesno me entiendo. ¿Quién meencadena? Nadie. Tendría quehaberme ido a Dalston. Ahora ya estarde.

Un niño de unos nueve añosapareció tras un taxi negroaparcado, montando una bicicletasin manos y con gran lentitud ypericia. Lo seguían otros doschiquillos de unos seis y una niñade unos cuatro. Tenían esas carasalargadas y ojos de azabache queNatalie asociaba con los somalíes,y al verlos le resultó familiar suaburrimiento. Lo recordaba. Lachica le daba patadas a una lataabollada. Uno de los niños llevabauna rama lánguidamente y la dejaba

chocar con todo lo que se le poníapor delante. Al pasar les echaron unvistazo ceñudo y hablaron en suidioma. El palo se cruzaba con latrayectoria de Nathan. A éste lebastó mirarlo para que el niñolevantara suavemente el palo porencima de sus cabezas.

—¿Qué estamos haciendo, Nathan?¿Qué hacemos?

—Vamos de excursión. Al norte.

—Ah.

—Es a donde quieres ir, ¿no?

—Sí.

Hay una conexión entre el tedio y eldeseo de caos. A pesar de susmuchos disfraces y faroles, tal vezella nunca había dejado de buscarel caos.

—¿Tienes música, Keisha?

—¿Qué?

—Tendríamos que ir y pillar algo

de música. ¡Al Locke!

Gritó y lo señaló como si alnombrarlo hubiera conseguido quese materializara el bloque.

—Keisha, dime nombres de gentedel Locke.

—Leah Hanwell. John-Michael.Tina Haynes. Rodney Banks.

El esfuerzo de decir los nombreshizo que Natalie tuviera quesentarse donde estaba. Se tumbó de

espaldas y apoyó la cabeza en elsuelo hasta que dejó de ver y depensar en nada que no fuera la luna.

—A Rodney lo vi, ya hace tiempo,en Wembley. Tiene una tintoreríaallí. Le ha ido bien. Pero es un tíolegal, no se le han subido loshumos. Charlamos un rato. Otrosfingen que no te conocen. Levántate,Keisha.

Natalie se apoyó en los codos paraincorporarse y mirarlo. Llevabadécadas sin tumbarse en la acera.

—Venga, levántate. Habla conmigo.Como siempre. Venga, colega.

Por segunda vez en lo que iba denoche, ella cruzó las muñecas y sedejó levantar como si apenasestuviera allí, como si apenas fueranada.

—Leah. Estaba obsesionadacontigo. Obsesionada.

—La he visto. Y hay más. Excelenteen matemáticas.

—¿Quién, Leah?

—¡Yo, tía! ¡Se me daban bien lasmatemáticas! Tú te acuerdas. Lamayoría de la gente no me conocede entonces. Pero tú te acuerdas.Me ponían estrellitas doradas todoel tiempo.

—A ti se te daba bien todo. Esorecuerdo yo. Hasta hiciste unaprueba.

—Eso mismo. Con los Queens ParkRangers.Todo el mundo fanfarronea

con que hizo una prueba, pero yo latuve de verdad.

—Ya lo sé. Tu madre se lo contó ala mía.

—Tenía los tendones mal. Y seguíjugando. Nadie me lo dijo. Muchascosas serían distintas hoy, Keisha.Muchas cosas. Como te lo digo. Asímismo. La verdad es que no megusta recordar aquellos tiempos. Afin de cuentas estoy aquí, tirado enla calle, currando. Rompiéndome laespalda, día sí y día también.

Intentando que me paguen. He hechocosas malas, Keisha, para qué tevoy a mentir, pero tú sabes que yoen realidad no soy así. Tú meconoces de los viejos tiempos.

Golpeó tres latas de cerveza y lasmandó tintineando a la hierba.Habían alcanzado el final de lanostalgia. Aquí el muro exteriorestaba parcialmente destruido: dabala impresión de que alguien lohabía desmontado con las manos,ladrillo a ladrillo. Cruzaron la calle

y pasaron frente a la cancha debaloncesto. Había cuatro figurassumidas en las sombras de unaesquina, con los cigarrillosbrillando en la oscuridad. Nathanlevantó una mano para saludarlos.Ellos hicieron lo mismo.

—Para aquí. Me voy a fumar esto.

—Vale, yo también.

Nathan se apoyó en la verja delcementerio y miró de frente. Sesacó el porro de detrás de la oreja.

Se lo fueron pasando. Echaban elhumo a través de los barrotes. Laotra cosa que había mezclada con eltabaco tenía un sabor amargo. ANatalie se le entumeció el labio deabajo. Notó que se le desprendía lacoronilla. La boca se le puso rígiday lenta. Se volvió trabajoso traducirlos pensamientos en forma desonidos o saber qué pensamientospodían volverse sonidos.

—Atrás, atrás, atrás. Keisha, atrás.

—¿Qué?

—Levanta.

Natalie se vio empujadasuavemente un par de metros por elhombro hasta que los dosestuvieron en el punto intermedioentre dos farolas. Al otro lado de laverja, una esbelta farola victorianaproyectaba un resplandor tenuesobre los lechos de flores. CuandoNaomi era pequeña, Natalie habíasujetado a su hija contra el pecho yhabía paseado trazando ochos poraquel cementerio con la esperanza

de que la niña durmiera la siesta.La gente del lugar afirmaba queArthur Orton estaba enterrado allí,en alguna parte. Dio muchas vueltaspero nunca lo encontró.

—Vamos adentro. Quiero saltar laverja.

—Un momento. Keisha se ha vueltoloca.

—Entremos. Venga. Yo no tengomiedo. ¿De qué tienes miedo tú?¿De los muertos?

—Yo no entiendo de fantasmas,Keisha. Y tampoco quiero entender.

Natalie intentó darle el porro, peroNathan lo devolvió a sus labios.

—¿Por qué estás aquí, Keisha?Tendrías que estar en casa.

—No pienso ir a casa.

—Tú verás.

—¿Tienes hijos, Nathan?

—¿Yo? Qué va.

Se oyó un murmullo que fuesubiendo en intensidad, y por fin unchirrido. Una bicicleta se paróderrapando delante de ellos. Unjoven con unas desastradas trenzasafricanas y la pernera del pantalónenrollada hasta la rodilla ladeó labicicleta, estiró un brazo y lesusurró algo al oído a Nathan. Esteescuchó un momento, negó con lacabeza y dio un paso atrás.

—Déjame, colega. Ya es tarde.

El chico se encogió de hombros ypuso el pie en el pedal. Nataliemiró cómo la bicicleta se alejaba atoda pastilla dejando atrás el viejocine.

—Son una sentencia de muerte.

—¿El qué?

—Los hijos. Si nacen, se van amorir. O sea, que a fin de cuentas eseso lo que les estás dando. ¿Ves?Por eso me gusta hablar contigo,Keisha, porque tú eres auténtica.

Siempre hablamos de cosasprofundas, tú y yo.

—Me gustaría que hubiéramoshablado más.

—Estoy en la calle, Keisha. Tuvemala suerte. Novlene no le dice laverdad a la gente. Pero para quévoy a mentir. Ya lo ves tú. Estoyaquí. No hay más que lo que ves.

Natalie observó cómo se alejaba elchico de la bicicleta. Habíaadoptado la costumbre de

avergonzarse por la mala suerteajena.

—Me encontré a Novlene, en laavenida, hace tiempo.

—Keisha la Lista.

—¿Qué?

—¿Te contó que ya no me dejaentrar en casa? Seguro que no.Venga, Keisha la Lista. Dime algointeligente. Ahora eres abogada,¿no?

—Sí, pero no importa.

—Llevas peluca. Tienes un mazo.

—No. No importa.

—Pero es que te ha ido bien. A mimadre le encanta hablarme de ti. DeKeisha la Lista. ¡Eh, mira ese zorrocolándose por ahí!

Tenía una linternita en el extremodel teléfono y la dirigió hacia elotro lado de los barrotes. La puntade una cola bastante fea (como un

cepillo viejo y torcido) desapareciódetrás de un roble.

—Son muy sigilosos, los zorros.Están en todos lados. Para mí quedirigen el cotarro.

El zorro era escuálido y parecíacorrer de lado sobre las lápidas.Nathan lo siguió con su linternamientras pudo, hasta que el animaldio un salto a la nada y se esfumó.

—¿Cómo conseguiste ese trabajo?

—¿El de abogada?

—Sí. ¿Cómo lo conseguiste?

—No lo sé. Pasó, sin más.

—Siempre has sido muy lista. Te lomereces.

—Una cosa no lleva a la otra.

—¡Ahí está otra vez! ¡Qué rápidosson los zorros!

—Tengo que irme.

A Nathan le flaquearon las piernas.Se tambaleó. Primero contra losbarrotes y luego de lado, encima deNatalie. Ella no esperaba aquelderrumbamiento. Los dosresbalaron por los barrotes hastadar con el suelo.

—Joder... tienes que dejar defumar.

—Keisha, quédate conmigo ycharlemos un poco. Habla conmigo,Keisha.

Estiraron las piernas sobre la acera.

—La gente ya no habla conmigo.Me miran como si no meconocieran. Gente a la que yoconocía, gente con la que yoandaba.

Se puso la palma de la mano en elpecho.

—Esta mierda lleva demasiadaanfeta. Me va el corazón a cien.Menudo capullo. No sé por qué lededico tiempo. Esto es culpa de él.

Siempre se tiene que pasar. Pero¿cómo puedo parar a Tyler? EsTyler quien tiene que parar a Tyler.No tendría que estar hablandocontigo, tendría que estar enDalston, porque esto no es cosamía. Es cosa de él. Pero es que memiro y me pregunto: Nathan, ¿porqué estás todavía aquí? ¿Por quéestás todavía aquí? Y ni siquiera sépor qué. No estoy de broma.Tendría que escapar de mí mismo.

—Tranquilo. Respira hondo.

—Déjame que me recupere, Keisha.Sigue andando conmigo.

El se bajó la capucha y se quitó lagorra. En el cogote tenía unamancha blanca del tamaño de unamoneda.

—Anda, vámonos.

Al cabo de un segundo estaba depie. Una luz roja y azul pasó sobrela tapia del cementerio.

—¿Qué hago con esto?

—Tíralo. Venga. Date prisa.

De Shoot Up Hill a FortuneGreen

Se detuvieron donde Shoot Up Hillda paso a Kilburn High Road, en elvestíbulo de la estación de metro.

—Espera aquí.

Nathan dejó a Natalie junto a lasmáquinas de billetes y echó a andarhacia la floristería. Ella esperóhasta perderlo de vista y luego lo

siguió. Se detuvo al borde deltoldo. Lo vio en el portal de latienda de comida china, hablandocon dos chicas, en voz baja. Una deellas llevaba una falda corta delicra y una sudadera con capucha.La otra era una chica bajita conchándal y un pañuelo en la cabezaque se le caía hacia atrás. Estabanen corro. Algo cambió de manos.Natalie vio que él ponía una manoen la cabeza de la chica bajita.

—¿Qué te acabo de decir? Que nome hagas repetir las cosas.

—Si no he dicho nada.

—Bien. Que siga así.

Nathan salió del portal, vio aNatalie y suspiró. Las chicasecharon a andar en direccióncontraria.

—¿Quiénes eran esas chicas?

—Nadie.

—Yo sé cosas. Iba cada noche a lasceldas de Bow Street.

—Las cerraron. Ahora te llevan aHorseferry.

—Es verdad, sí.

—Yo también sé cosas, Keisha.Soy profundo. Tú no eres la únicalista que hay por aquí.

—Ya lo veo. ¿Quiénes son esas

chicas?

—Vamos por Shoot Up Hill y luegocortamos.

La calle era más larga y ancha quenunca. Las casas estaban muyalejadas de la calzada, parecíanescondrijos, como si la gente quevivía en ellas todavía tuviera miedode los bandoleros que dabannombre al lugar. A Natalie leparecía imposible que pudieran

llegar al final.

—¿Llevas dinero encima?

—No.

—Podríamos pillar dos latas.

—Que no llevo nada encima,Nathan.

Caminaron un rato en silencio.Nathan iba pegado a las paredes ynunca ocupaba el centro de laacera. Natalie advirtió que ya no

lloraba ni temblaba, y que, de todaslas emociones del mundo, el miedoera la que más costaba retener másde un momento. Le resultabairresistible aquel despliegue de lastexturas del mundo: piedra blanca,césped verde, óxido rojo, pizarragris, mierda marrón. Resultaba casiagradable caminar hacia ningunaparte. Cruzaron la calle, NatalieBlake y Nathan Bogle, y siguieronsubiendo, dejando atrás las casonasestrechas y rojas divididas enapartamentos, subiendo hacia la

gente rica. El mundo de los bloquesquedaba muy lejos de ellos, al piede la colina. Empezaron a aparecerlas casas victorianas, al principiosolamente unas cuantas y despuésmultiplicándose. Grava limpia enlas entradas, persianas de maderablanca en las ventanas. Vallaspublicitarias de inmobiliariassujetas a las cancelas de las verjas.

Algunas de las casas valían veinteveces más que una década atrás. Otreinta.

Ya lo creo.

Siguieron andando. En la acera, elayuntamiento había plantado aintervalos una hilera de plátanos,arbolitos jóvenes protegidos con unrollo de plástico alrededor deltronco. Uno de ellos ya había sidoarrancado de raíz y otro partido porla mitad.

De Hampstead a Archway

La parte del Heath donde la avenidaprincipal se adentra en plenobosque y la acera desaparece.Estaba oscuro y llovía un poco.Caminaban por el asfalto en filaindia. Natalie sentía los cochespasándole muy cerca por laderecha, las zarzas y matorrales porla izquierda. Nathan llevaba lacapucha y la gorra puestas pararesguardarse. Ella tenía la trenza

medio deshecha y pegada al cuerocabelludo por el agua. De vez encuando él le hacía una advertenciapor encima del hombro. Quédate ala izquierda. Mierda de perro. Elsuelo resbala. Ella no podría haberpedido mejor compañero.

El iba cantando.

La lluvia arreció. Se detuvieron enla puerta de un pub. El Jack Straw’sCastle.

—Esos zapatos te van a joder.

—No son zapatos, son pantuflas.

—Te van a joder.

—¿Qué tienen de malo?

—¿Por qué son tan rojos?

—No lo sé. Supongo que me gustael rojo.

—Sí, pero ¿por qué tienen que sertan chillones? No puedes ni correrni esconderte.

—No me estoy escondiendo. Nocreo que me esté escondiendo. ¿Porqué nos estamos escondiendo?

—A mí que me registren.

El se sentó en el húmedo escalón depiedra. Se frotó los ojos y suspiró.

—Pero hay gente que vive en elbosque, tía.

—¿En el Heath?

—Sí. Bien adentro.

—Es posible. La verdad es que nolo sé.

—Viven como animales ahí dentro.Se han hartado de esta ciudad. Yotambién me he cansado. Mepersigue la mala suerte, Keisha. Ahíestá el problema. No es que yopersiga a la mala suerte. Es que ellame persigue a mí.

—Yo no creo en la suerte.

—Pues deberías. La suerte mandaen el mundo.

El se puso a cantar otra vez. Acantar y rapear, aunque hacía lasdos cosas en voz tan baja y tono tanmelancólico y uniforme que Natalieapenas pudo distinguirlas.

—Ya vuelve a estar ahí ese putohelicóptero.

Mientras hablaba, sacó del bolsilloun paquete de Golden Virginia yaplanó un papel de liar Rizla sobrela rodilla. Natalie miró haciaarriba. Nathan intentó ocultarse enlas sombras del portal. Los dos se

dedicaron a mirar cómo las aspashendían la cubierta de nubes.Habían fumado sin parar. Natalieno había estado tan colocada en lavida.

—Y no tiene pinta de parar dellover.

—Podría enseñarte un diario. Contu nombre. Cada tres líneas, tunombre. El diario de mi amigaLeah. Así fue básicamente miinfancia: ¡escucharla a ella hablarde ti! Ella no lo admitiría nunca,

pero el hombre con el que se acabócasando... se parece a ti.

—¿Ah, sí?

—Se me hace raro que tú pudierasser tan crucial para otra persona yno enterarte nunca. Ella te... amaba.¿Por qué haces eso? ¿Es que no mecrees?

—No, es que... Es la única verdadque decía mi madre. A losjamaicanos todo el mundo losquiere cuando tienen diez años. Con

sus cabecitas redondas y tal. Tanguapos y vivarachos. A losjamaicanos todo el mundo losquiere cuando tienen diez años.Después ya son un problema. Nopodemos tener diez años toda lavida.

—Es horrible decirle eso a un niño.

—Bueno, así es como lo ves tú...Yo no lo veo así. Para mí no es másque la verdad. Ella intentabadecirme algo que es verdad. Pero túno lo quieres oír. Tú quieres oír un

rollo distinto. Ay, Nathan, meacuerdo de cuando tú eras esto yaquello y eras tan mono y no sé quécoño más, ¿me pillas? Los buenosrecuerdos. La última vez que estuveen tu casa yo tenía diez años,colega. Después tu madre ya no medejó entrar, te lo aseguro.

—¡No es verdad!

—En cuanto cumplí catorce añosempezó a cambiar de acera y ahacer como que no me había visto.Yo lo veía con estos ojos. En este

país no hay forma de vivir cuandodejas de ser crío. Ni hablar. No tequieren, tu propia gente no tequiere, no te quiere nadie. No lespasa a las chicas, sólo a los tíos.Esa es la verdad de lo que pasaaquí.

—Pero ¿no recuerdas que...?

—Oh, Nathan, ¿te acuerdas de tal,te acuerdas de cual? Te digo laverdad, Keisha, no me acuerdo. Hequemado todos esos rollos en micabeza. Son una vida distinta. No

me sirven para nada. Ya no vivo enlas torres. Ahora estoy en lascalles, tengo una actitud distinta.Sobrevivir. Y ya está. Sobrevivir.No hay más que eso. Tanto hablarde que «fuimos a la mismaescuela». ¿Y qué? ¿Qué sabes tú demi vida? ¿Cuándo has estado tú enmi pellejo? ¿Qué sabes tú de vivircomo vivo yo, de crecer como hecrecido yo? Te sientas en tu banco ajuzgarme. Me preguntas «quiénesson esas chicas». No te metasdonde no te llaman, chata. Tú y tu

puta amiga bollera. Tráemela aquí yle diré lo mismo. «Con lo bien quejugabas al fútbol, todo el mundo tequería.» ¿A mí eso para qué mesirve? Y luego te volverás a tu casacon tu pasta y tu vida, ¿y dóndeestán mi pasta y mi vida? Te sientasen tu banco. Te pones a rajar de mí.«¿Qué se siente siendo unproblema?» ¿Qué sabes tú de eso?¿Qué sabes tú de mí? Nada. ¿Quiéneres tú para largarme ese rollo?Nadie. Na-die.

Justo delante de ellos un pajarilloempapado se posó sobre una hoja yse sacudió las plumas. Un cocheque pasaba tomó la curva muybruscamente y levantó una cortinade agua.

—¿Y por qué lloras ahora? Notienes motivos para llorar.

—Déjame en paz. Ya sé adondevoy. No necesito que me lleves tú.

—Melodrama. Eres una de ésas. Teencanta el melodrama.

—Lo único que quiero es que tevayas. ¡VETE!

—Pues mira, no me voy a ningúnlado. No te vas a librar tanfácilmente. Y no hace falta que teenfurruñes sólo porque te cantocuatro verdades.

—Quiero estar sola.

—Lo que quieres es tenerte lástima.Has tenido una bronca con tuhombre. Es un mulato, tu hombre.Lo he visto en la estación de

Kilburn con su maletín. Mírate, quélástima te das. Señal de que te vanbien las cosas cuando lloras porestas mierdas. Me descojonocontigo.

—Yo no me tengo lástima. Nosiento nada por mí. Quiero estarsola, eso es todo.

—Pues mira, no siempre se puedetener lo que uno quiere.

Natalie se puso de pie y trató decorrer. A los dos pasos se le

enganchó una pantufla empapada enel barro y cayó de rodillas.

—Pero ¿adonde vas? ¡Déjalo ya,tía! ¡Que lo dejes! ¿Cómo te lotengo que decir?

La lluvia caía con más fuerza queantes. Natalie vio que él le ofrecíala mano. En vez de hacerle caso, sellevó las manos a la rodilla derechay se levantó de un salto. Agitó losbrazos y las piernas como si fuerauna gimnasta. Se puso de pie y echóa andar tan deprisa como pudo,

pero cuando miró por encima delhombro seguía teniéndolo detrás.

Hampstead Heath

—Veo que intentas entenderme.

—No estoy intentando nada. ¡Miraal frente!

—¿Has acabado? Sí que tardas.

—Las mujeres tardamos más.

—Pues date prisa. Se acerca un tíocon su perro.

—¿Qué?

—Qué va. Tranqui.

—Ojalá me dejaras en paz.

—Pero si no te digo nada.

—Sí que dices algo.

—Hora del piiicnic. Hagamos unpiiicnic.

—¿Qué pasa? Yo hacía picnicsaquí. Picnics. ¿Qué pasa, nunca has

hecho uno? Trato de explicartecómo es una vida normal.

—Sí, te encanta explicar las cosas.

—Yo antes subía aquí con miiglesia.

—Ya empezamos.

—¿Cómo que ya empezamos? ¿Túnunca venías?

—Pues no.

—¿Nunca? ¿Nunca has estado enHampstead Heath? ¿Ni cuandoéramos niños? ¿Nunca habíasvenido aquí?

—¿Para qué iba a venir aquí?

—Pues no sé... porque es gratis,porque es precioso. Árboles, airefresco, estanques, hierba.

—No era mi rollo.

—¿Qué quieres decir con que noera tu rollo? ¡Es el rollo de todo el

mundo! ¡Es la naturaleza!

—Tranquila, mujer. Súbete lasbragas.

Esquina de Hornsey Lane

—Deja de seguirme. Deja de hablarconmigo. No puedo ni pensar.Ahora necesito estar sola.

—No es que tú estés soñandoconmigo, Keisha. Soy yo quien estásoñando contigo.

—Va en serio. Ahora necesito quete vayas.

—No, pero es que no me estásoyendo. Escucha: mi sueño es misueño. ¿Me pillas? Y tu sueño es tusueño. Tú no puedes tener misueño. Lo que comes tú no me hacecagar a mí. ¿Me pillas? Es misueño... tú no puedes entrar.

—Dios bendito, lo tuyo es magianegra.

—Soy magia pura.

—¡Vete a casa!

—No voy a ningún lado.

—Si vas a hacerme daño, pierdesel tiempo. Llegas tarde.

—Pero ¿por qué me dices eso?Estamos dando un paseo comoamigos. Yo no soy mala persona,Keisha. ¿Por qué me hablas como sifuera un canalla? Pero si teacuerdas de mí. Sabes quién soy.

—No sé quién eres. No sé quién esnadie. Deja de seguirme.

—¿Por qué eres tan bordeconmigo? ¿Qué te he hecho yo?Pero si no te hecho nada.

—¿Quién era esa chica, la bajita, ladel pañuelo?

—¿Eh? ¿Por qué te preocupas porella?

—¿Vives con ella?

—Ese es tu problema. Que quieresmeterte en los sueños de los demás.Somos amigos, ¿no? Estamos dando

un paseo como amigos. ¿Pues porqué te pones a agobiarme?

—¿No iba a la Brayton? Meresultaba familiar. ¿Se llama Shar?

—Yo entonces no la conocía. No lallamo así.

—¿Cómo la llamas?

—¿Dónde estamos, en el tribunal?Yo a mis chicas las llamo demuchas maneras.

—¿Qué haces con tus chicas? ¿Lasmandas a robar? ¿Las chuleas? ¿Lasamenazas por teléfono?

—Eh, eh, para el carro, colega. Meestás liando de mala manera. Mira,mis chicas y yo hacemos piña. Esoes lo único que debes saber. Ellasvelan por mí y yo por ellas. Somosmuchos en uno. Como los dedos deuna mano.

—¿Te estás escondiendo dealguien, Nathan? ¿De quién teescondes?

—¡Que yo no me escondo de nadie!¿Quién dice que me escondo?

—¿Quién es esa chica, Nathan?¿Qué les haces a tus chicas?

—Tú no estás bien de la cabeza. Sete va la olla.

—¡Contesta a mi pregunta! ¡Asumetus responsabilidades! ¡Eres libre!

—No, colega, ahí te estásequivocando. Yo no soy libre. Nolo he sido nunca.

—¡Todos somos libres!

—Pero yo no vivo como tú.

—¿Qué?

—Que yo no vivo como tú. Tú nosabes nada de mí. No sabes nada demis chicas. Somos una familia.

—Una familia extraña.

—Todas lo son.

Hornsey Lane

—Hornsey Lañe —dijo NatalieBlake—. Aquí venía yo.

Y era verdad. Aunque se podríaaclarar que no fue del todo ciertohasta que vio el puente. Nathanmiró alrededor. Se rascó la llagadel cuello.

—Aquí no vive nadie. ¿A quiénquerías ver aquí? Si estamos en

mitad de la nada.

—Vete a casa, Nathan.

Natalie caminó hacia el puente. Lasfarolas de ambos lados eran dehierro forjado y sus bases seconvertían en peces con las bocasmuy abiertas. Tenían colas dedragones enrolladas en torno alposte y cada una estaba rematadapor un orbe de cristal naranja. Unosorbes relucientes y grandes comopelotas de fútbol. Natalie habíaolvidado que el puente no era

puramente funcional. Lo intentó,pero no consiguió pasar por alto subelleza.

—Keisha, ven aquí, tía. Te estoyhablando. No seas así.

Natalie se subió a la pequeñacornisa situada a un palmo o dosdel suelo. Solamente recordaba unnivel de obstáculos, pero la barreralateral de dos metros que teníadelante estaba rematada conpinchos, como si fuera unafortificación medieval: pinchos

hacia arriba y también hacia abajo,como una imitación en hierro delalambre de púas. Debía de ser asícomo impedían que la gente fuera aninguna parte.

—¿Keisha?

Las vistas estaban cuadriculadas.San Pablo en una cuadrícula. ElGherkin en otra. Medio árbol.Medio coche. Cúpulas, pináculos.Cuadrados, rectángulos, mediaslunas, estrellas. Era imposibleobtener una visión del conjunto.

Desde allí arriba, el carril paraautobuses parecía una raja roja queatravesaba la ciudad. Lo únicocoherente que Natalie veía eran lastorres de pisos, separadas entre sípero al mismo tiempo conectadas.Desde aquella distancia teníancierta lógica, como postes depiedra clavados en un campovetusto, esperando a que lescolocaran algo encima, una estatuatal vez, o una plataforma. Unhombre y una mujer se detuvieronen la barandilla junto a Natalie.

—Qué bonitas vistas —dijo lamujer.

Tenía acento francés. No parecía enabsoluto convencida de lo queacababa de decir. Al cabo de unminuto la pareja se fue colinaabajo.

—¿Keisha?

Natalie miró hacia abajo. Intentólocalizar la casa en algún lugarsituado al oeste de la colina.Hileras de chimeneas, todas

iguales, todas de ladrillo rojo, seextendían en dirección a lossuburbios. Se levantó un poco deviento agitando los árboles de másabajo. Tenía la sensación de estaren el campo. En el campo, si unamujer no podía hacer frente a sushijos o a sus amigos o a su familia(por estar cubierta de vergüenza),seguramente sólo tenía que echarseen un prado y desaparecer, fundirseprimero con la hierba y luego con latierra que hay debajo. Criada en laciudad, Natalie Blake siempre

había sido una ingenua en asuntosrurales. Aun así, con respecto a laciudad no andaba equivocada. En laciudad hacía falta una rupturapropiamente dicha, una fracturabrusca y completa. Ahora seimaginó el acto con total claridad,se le apareció ante los ojos como sifuera un objeto que tenía en lamano, y luego el viento volvió aagitar los árboles y sus pies tocaronla acera. El acto se quedó en eso:un acto, una perspectiva,eternamente posible. Estaba claro

que pronto iría alguien a aquelpuente y reclamaría ambas cosas,tanto la posibilidad como el acto ensí, como la gente había estadohaciendo con siniestra regularidaddesde la construcción del puente.Pero en aquel momento concreto yano quedaba nadie para hacerlo.

—Keisha, empieza a hacer frío aquíarriba. Yo necesito un poco decalor. Venga, tía. Keisha, no estésde mal rollo. Charla un poco másconmigo. Bájate de ahí.

Ella se inclinó hacia delante yapoyó las manos en las rodillas.Estaba temblando de la risa.Levantó la vista y vio que Nathan lamiraba con el ceño fruncido.

—Oye, yo me largo. No puedoquedarme quieto. Eres un putopeligro. ¿Te vienes o qué? —preguntó Nathan Bogle.

—Adiós, Nathan —dijo NatalieBlake.

Vio que se acercaba un autobús

nocturno y deseó llevar encima algode dinero. No sabía exactamentequé se había salvado, ni quién lohabía salvado.

visitación

La mujer estaba desnuda y elhombre vestido. La mujer no sehabía dado cuenta de que el hombretenía que marcharse. Por la ventanallegaba el ruido de una carroza decarnaval que estaba probando suequipo de sonido. Venía del oeste,de Kensal Rise. Al cabo de unoscompases, la música se detuvo y fuereemplazada por el tintineo de unafurgoneta de helados que pasaba.Here we go round the mulberrybush. La mujer se incorporó hastasentarse y buscó con la mirada la

carta que había dejado demadrugada en el lado masculino dela cama. Había tardado un díaentero y la mayor parte de unanoche en «ordenar suspensamientos». Por fin, cuando yadespuntaba el lunes, lamió eladhesivo del sobre blanco y le dejóla carta en la almohada a su marido.El la trasladó a una silla, sinabrirla. Ahora vio cómo su maridometía los pies en urtos elegantesmocasines italianos con borla y seencajaba una gorra de béisbol sobre

los rizos.

—¿No vas a abrirla? —dijoNatalie.

—Voy a salir —dijo Frank.

La mujer se incorporó sobre lasrodillas en postura suplicante.Apenas podía creerse que sehubiera despertado aquella mañanapara encontrarse en la mismasituación que el día anterior y quedos días atrás, que el sueño nopudiera borrar nada. Que al día

siguiente fuera a encontrarse en lamisma situación. Que ahora su vidaentera fuera así. Dos enemigos ensilencio que se dedicaban a llevar alos niños a sus compromisossociales.

—Voy a estar fuera unas horas —dijo el hombre—. Cuando vuelvatendré a los niños hasta las siete.Deberías irte a otra parte.

La mujer cogió el sobre y se lotendió.

—Frank, llévatela.

El hombre sacó un volumen fino deun estante (a ella le faltó rapidezpara identificarlo) y se lo guardó enel bolsillo de atrás.

—Las confesiones siempre soninteresadas —dijo.

Y salió de la habitación. Ella looyó bajar la escalera y detenerse unmomento en el segundo piso. Alcabo de unos minutos le llegó unportazo desde la entrada.

Había que elegir entre lainmovilidad y la propulsión. Sevistió a toda prisa, dramáticamente,de blanco y azul chillón, y bajócorriendo un tramo de escalera. Seencontró con sus hijos en unrellano. Naomi estaba sobre unacaja puesta del revés. Spike estabatumbado boca abajo en el suelo.Los dos eran de color plateado.Caras plateadas, ropa pintada conespray plateado y gorros de papel

de aluminio. Natalie no sabía si erala consecuencia de unacontecimiento trágico, de algunaclase de juego o de algocompletamente distinto.

—¿Dónde está María? —preguntó,pero enseguida se contestó a símisma—. Ah, hoy es lunes festivo.¿Por qué lleváis eso?

—¡Por el carnaval!

—¿Otra vez? ¿Quién os ha dichoque podíais ir los dos días?

—Soy un robot. Hay un concurso.Nos los ha hecho Maria. Hemosgastado todo el papel de plata.

—Dos robots.

—¡No! Spike es un perro robot. Yosoy el robot principal. Empieza alas dos. Cuesta cinco libras.

Si sus hijos seguían suministrándoleaquella clase de descripcionesclaras y útiles de los fenómenos,era posible que pudieran resolverlas horas siguientes. O los años

siguientes.

—¿Qué hora es? —Los hijos deNatalie esperaron a que ella mirarael teléfono—. No podemosquedarnos aquí. Hace un díaprecioso. Tenemos que salir.

Cada niño tenía su propiahabitación (en la casa había espaciode sobra para que los dosdurmieran solos), pero, comodesconocían la lógica del capital,

los niños insistían en dormir juntos,y además en la habitación máspequeña, en literas, rodeados demontañas de ropa. Natalie hurgó entodo aquel jaleo buscando algoadecuado.

—No quiero cambiarme —dijoNaomi.

—¡Yo tampoco! —dijo Spike.

—Pero es que estáis ridículos —objetó Natalie.

Vio su legendaria voluntadreflejada en los ojos de su hija,pero con el doble de fuerza. En elrecibidor de la planta baja metió alperro robot en el cochecito y tuvouna discusión con el otro robotacerca de si se le podía permitirque cogiera su patinete. Tambiénperdió ese debate. Cerró la puertade la casa y levantó la vista paracontemplar aquella carísimamontaña de ladrillos y cemento. Lomás seguro era que muy prontofuese dividida, su contenido metido

en cajas y redistribuido. Lo másprobable era que sus ocupantes seseparasen y reubicaran. Después, unnuevo grupo de almas optimistas,decididas a «construir una vidajuntos», cruzaría el umbral. Y encierto sentido no costabaproyectarse a uno mismo hacia elfuturo de aquella forma, siempre ycuando te ciñeras a lasabstracciones.

Al cabo de dos minutos en la calle,la hija se aburrió del patinete y le

pidió a su madre que la llevara acaballito. Natalie rnganchó elpatinete al cochecito y dejó que suhija se le subiera ;i la espalda.Naomi estiró el cuello a un lado,pegando su suave mejilla a la carade su madre y metiéndole el peloalborotado en In boca.

—¿Por qué insistes en coger elpatinete si sabes que después novas a usarlo?

La niña habló rozando con loslabios húmedos la parte carnosa de

la oreja de su madre.

—Es que no sé qué voy a quererhasta que lo quiero.

La madre miró dentro de lascanastas de alambre de sus hijos.

Naomi: pasta de dientes, pelota degoma, pegatinas, un gran tridente deplástico rojo, un libro.

Spike: pelota de goma, pelota de

goma, pato de goma con luz,estropajos de aluminio, espada deplástico.

Cinco libras por cabeza, cincoartículos. Poundland, la tienda detodo a una libra. Natalie recordabahaber hecho lo mismo con Marciaen el Woolworths, pero entonces tegastabas una libra y te llevabasmucho más, y todo tenía que ser«útil». Eran otros tiempos.

—Me interesa saber por qué oshabéis decidido por esas cosas.

—Yo he ayudado a Spike a elegir.Pero él ha elegido eso.

—No quieres un estropajo, cielo.

—¡SÍ LO QUIERO!

Natalie cogió el tridente.

—Es para Halloween.

—Nom, es agosto.

—¡SÍ LO QUIERO!

—En serio —dijo Naomi con cara

muy seria—. Es una ganga.

En el mostrador vendían el KilburnTimes por veinticinco peniques.

ASESINATO EN ALBERT ROAD

LA FAMILIA BUSCA TESTIGOS

En un sofá gastado estaba sentadoun caballero rastafari con una fotode su hijo en las manos. Al lado,

una joven preciosa que agarraba lamano izquierda de su padre. Habíauna profunda tristeza en ambascaras. Natalie descubrió que nopodía contemplar aquello de formaprolongada. Le dio la vuelta alejemplar que estaba encima y lodobló por la mitad.

—Y uno de éstos —dijo.

Tenían tiempo que matar. Natalieignoraba qué iban a hacer después

de matar todo aquel tiempo.Caminaron hasta la tienda deanimales. Natalie liberó al perrorobot. Vio cómo el robot y el perrorobot bajaban corriendo la rampade entrada, hacia la libertad.Desdobló el periódico y trató decaminar, leer y empujar elcochecito al mismo tiempo, todoello sin perder de vista a las dosencantadoras criaturas que ahoradeambulaban por aquella tiendacavernosa, hablando con loslagartos o discutiendo sobre la

diferencia entre un hámster y ungerbo. Le vinieron ganas de llamara Frank, que tenía más talento queella para la realidad, sobre todopara la cronología, pero llamar aFrank requeriría explicar cosaspara las que ella no teníaexplicación. Dos días antes. Seis dela tarde. Albert Road. La mirada deNatalie no paraba de regresar almismo bloque de texto, tratando deextraerle algo más de sentido. Nosabía si estaba intentandointroducirse en un drama ajeno (tal

como Frank decía que ella solíahacer) o realmente sabía algo de loque había sucedido a aquella horaen aquella calle. Intentó extraer lapalabra «Félix» de aquellafotografía dentro de una fotografía.Los hoyuelos, la expresión jovial yjuvenil. La sudadera nueva con sucapucha negra y amarilla. Apenas lecostó. Era un tipo del barrio y ellalo reconoció, pese a que no eracapaz de decir nada más relevantesobre él. Salvo, tal vez, que teníatoda la pinta de llamarse Félix.

Levantó la cabeza del periódico.Llamó a los niños. Nada. Caminóhasta los peces, los lagartos, losperros y los gatos. No estaban. Serecordó a sí misma que no era unapersona histérica. Volvió a recorrerel circuito que acababa decompletar, apretando un poco elpaso, llamando a sus hijos en untono perfectamente razonable.Nada, no estaban. Abandonó elcochecito y se desplazórápidamente hacia el mostrador.Hizo a dos personas una pregunta

muy sencilla que ellas respondieroncon una exasperante falta deurgencia. Regresó con los peces ylos lagartos, gritando. Sabía que asus hijos no los habían secuestrado,ni asesinado, y que seguramenteestaban a quince metros de ella,pero repasar aquella serie lógica deaserciones no la ayudó a detener eldesplome generalizado que ahoraestaba teniendo lugar en su interior.Le echó un vistazo al foso queseparaba a la gente que ha conocidoun dolor insoportable de la gente

que no. Al instante se le cubrió elcuerpo entero de sudor. Se acercóun hombre con delantal para decirleque se tranquilizara. Ella lo apartóbruscamente y salió corriendo a lacalle. Era el mismo foso donde ellahabía estado a punto de meter aFrank, a sus hijos, a su madre y aLeah. A cualquiera que alguna vezle hubiera tenido afecto.

Dio un paso a la izquierda y sequedó quieta: era una dirección quepor algún motivo su instinto

rechazaba. Dio media vuelta, entrócorriendo en el almacén contiguo ybajó la rampa que llevaba a otracaverna, ésta repleta de maniquíessin cara, con hijab y enormesbandas de seda negra dobladas ycolocadas en montones cuadradossobre largos estantes. Corrió sinrumbo entre los percheros llenos detelas, velos y vestidos bordados ypor fin salió a la cañe y volvió abajar la rampa de la tienda deanimales, donde vioinmediatamente a los niños,

sentados en el suelo al fondo de latienda, delante de las conejeras.

Natalie cayó de rodillas y losagarró con las dos manos. Se puso abesuquearles las caras, un obsequioque ellos aceptaron sin comentarioalguno.

—¿Los conejos se comen? —preguntó Naomi.

—¿Qué?

—¿Tú has comido conejo?

—No... o sea, hay gente que sí. Yono. Espera... es mi teléfono. Notenéis que desaparecer así. Mehabéis dado un susto de muerte.

—¿Y por qué no comes conejo?

—Cariño, no lo sé, porque nunca hequerido. Déjame contestar a estallamada. ¿Hola?

—Pero comes cerdo y pollo ycordero. Y pescado.

—Tienes razón... no tiene lógica.

¿Hola? ¿Quién es?

Michel. Notó de inmediato que élestaba trastornado. Se puso de pie,retrocedió unos pasos para alejarsede los niños y levantó un dedo paraindicarles que debían quedarsedonde estaban.

—Está ahí tumbada al sol —dijoMichel—. No quiere hablar. Ya nosé qué hacer. ¿Por qué me odia?

Natalie intentó tranquilizarlo.Adoptó el papel de Frank:

establecer la cronología. Pero nadatenía ni pies ni cabeza. No sé quéde la droguería. De unasfotografías.

—No lo entiendo —dijo NatalieBlake, un poco impaciente.

—De manera que le pregunto: ¿quépasa? ¿Qué problema hay? Y ellame dice «mira en esa caja». Y yomiro.

—¿Y qué había? —preguntóNatalie con la sensación de que

Michel le estaba exprimiendo a lahistoria hasta la última gota dedramatismo innecesario.

Estaba ansiosa de volver con sushijos.

—Píldoras. ¡Llevamos un añointentándolo! Y a saber si las habráestado tomando todo el tiempo. Yllevan tu nombre. ¿Se las has dadotú, Natalie? ¿Por qué me haríaseso? ¿Qué coño está pasando?

Los hijos de Natalie se acercaron;

cada uno le cogió una pierna y sepuso a tirar mientras ella sedefendía de la imputación. Encircunstancias normales habríapuesto todas sus energías en ladefensa (estaba entrenada paraello), pero mientras hablaba sumente viajó a un sitio que parecíaterreno abierto donde fue capaz deimaginar algo próximo al dolor desu amiga y, al imaginárselo, recrearuna versión dentro de sí.

—Lo siento muchísimo.

—¿Por qué me miente? No es ellamisma. Me dice que ha empezado arezar. No es ella misma. No lo hasido desde que murió Olive.

—Sí que lo es. Sigue siendo Leah.

—¿Y por qué me odia?

—Mamá... vámonos, mamá. ¡Venga!¡Vámonos!

—Leah te quiere. Siempre te haquerido. Lo que pasa es que noquiere quedarse embarazada.

Claridad. Luminosa, cegadora, librede juicio, imposible de contemplarmás allá de un momento y prontotransfigurada en otra cosa. Pese atodo, estuvo allí un momento.

—Ven, por favor.

Los tres se sentaron a esperar el 98en la parada que había frente alPoundland. Una mujer de setenta ytantos años con un atractivo mechónblanco en el pelo negro les explicó

que se había escapado de larevolución llevando a un Yorkshireterrier en el equipaje de mano abordo de un avión fletado por el shaen persona. No este terrier deahora, sino el que tuvo antes delanterior. Pero en cierta maneraadmito que no me hice buenamusulmana hasta que llegué aKilburn. Fue aquí donde me volvímuy religiosa. Yo creía que losperros eran haraam, dijo Nata-lie.El mío no. Mindy-Lou es un regalode Dios. Déjala lamer a tus hijos.

Es una bendición disfrazada.

Llegó el autobús. Natalie se sentócon la frente vibrando contra elcristal. La CockTavern. ElMcDonald’s. El viejo Woolworths.La casa de apuestas. El StateEmpire. Willesden Lañe. Elcementerio. ¿Quién dijo queaquéllas eran coordenadas fijas alas que ella tuviera que jurar lealtadeterna? ¿Cómo podía falsearlas? Lalibertad era absoluta y estaba entodas partes, cambiando

constantemente de ubicación. Unano podía esperar encontrarla sóloen los lugares antiguos y familiares.Tampoco se podía obligar a losdemás a quitarse la ropa yregalártela. ¡Claridad! Y cuando medi cuenta de que Mindy-Lou eracapaz de hablarme con la mente, enfin, entonces sí que tuve unmomento de ésos, como los de loslibros y las películas, y supe quetodo el mundo a quien conocieravelaría por mí y me amaría parasiempre, fin. Bueno, dijo Natalie;

cogió en brazos a Naomi ymaniobró con el cochecito hasta lapuerta. Un placer charlar con usted.Nosotros nos bajamos aquí.

En la puerta, Michel cogió aNatalie de la mano para llevarlapor el pasillo, a través de la cocinay finalmente por el jardín, como siaquello fuera una expedición y ellano pudiera orientarse sin él.

—Tal vez debería comprarle otroperro. Es que no sé qué quiere.

Estaba destrozado. Con lo dulceque era. Natalie se llevó una manoa la frente para protegerse del solde agosto. Vio a Leah tumbada en lahamaca, sin resguardo alguno.Llevaba varias horas allí,negándose a hablar. Natalie habíasido convocada para una consultade emergencia. Intentó aproximarseen silencio con sus hijos, pero éstostiraban de ella, llorabanacalorados, frenaban su avance.Michel se ofreció a llevarlos a lacocina. Ellos se aferraron a su

madre.

—Puedes llenarles esto —dijoNatalie, y le pasó a Michel doscantimploras de plástico—. Niños,id. Id con Michel.

Se sentó en el banco que habíadelante de la hamaca y pronunció elnombre de su mejor amiga. Nada.Le preguntó a Leah qué le pasaba.Nada. Se quitó las sandalias y pusolos pies descalzos sobre la hierba.Con la claridad que le quedaba, leofreció a su amiga una selección de

aforismos, axiomas y proverbioscuya verdad sólo podía inferir de suamplia circulación, igual que unopone su fe en el valor nominal delpapel moneda. La mejor política essiempre la franqueza. El amor loconquista todo. Cada cual es comoes.

Ella hablaba y Leah no lainterrumpía, pero Natalie perdía eltiempo. Estaba violando esa leyfemenina según la cual una mujer nopuede mostrar ninguna debilidad

ante otra mujer sin recibir a cambioun sacrificio del mismo calibre. Asípues, hasta que Natalie pagara conalguna historia recién acuñada,preferiblemente íntima, y a serposible secreta, su buena amigaLeah Hanwell no le diría nada acambio, y tampoco escucharíaconsejo alguno.

—¡Leah! —exclamó Natalie Blake—. Leah. Que te estoy hablando.¡Leah!

Oyó berrear a Spike y lo vio venir

corriendo hacia ella con la pinturaplateada chorreándole por la cara.Al cabo de un momento lo teníaencima; lo cogió en brazos e intentóescuchar la injusticia de la que elniño creía haber sido objeto. Leahvolvió su cabeza muy despaciohacia Natalie. Spike estaba echadosobre el regazo de su madre. Leahtenía la nariz quemada ydespellejada.

—Mírate —dijo Leah—. Madre ehijo. Pero mírate. Pareces una puta

Virgen.

Un hijo. Hijos. No bebés, no algoque simplemente se maneja.Hermosos, inescrutables, distintosde sus brazos y piernas, de todossus apéndices. Natalie apretó aSpike tan fuerte contra su cuerpoque él se quejó. Era elconocimiento entendido como unaespecie de regalo sublime yentregado de forma inadvertida.Quería compensar a su amiga con

algo de valor equivalente. Si lasinceridad fuera algo que unopudiera retener y conservar en estemundo, si fuera un objeto, tal vezNatalie Blake habría advertido queel regalo perfecto en aquelmomento era una narración sincerade sus propias dificultades yambivalencias, expuesto conclaridad, sin disfrazar, sinembellecer ni adornar. Pero aNatalie le pesaba demasiado suinstinto de autodefensa ysupervivencia.

—No pienso disculparme por misdecisiones —dijo.

—Por Dios, Nat, ¿quién te lo estápidiendo? Olvidémoslo. No quierodiscutir contigo.

—Nadie está discutiendo. Estoyintentando entender qué te pasa. Nome creo que estés ahí tiradacoqueteando con el cáncer de pielporque no quieres quedarteembarazada.

Leah se volvió en su hamaca y le

dio la espalda.

—No entiendo por qué tengo estavida —dijo en voz baja.

—¿Cómo?

—Tú, yo, todos nosotros... Por quéesa chica sí y nosotros no. Por quéese pobre desgraciado de AlbertRoad. De verdad que no loentiendo.

Natalie frunció el ceño. Esperabauna pregunta más difícil.

—Porque nosotras hemos trabajadomás —dijo apoyando la cabeza enel respaldo del banco paracontemplar el cielo enorme ydespejado—. Fuimos más listas ysupimos que no queríamos terminarmendigando en las puertas de lagente. Quisimos salir. La gentecomo Bogle... no lo quisieron lobastante. Lo lamento si te pareceuna respuesta fea, Lee, pero es laverdad. Es una de las cosas que seaprenden en los juzgados: que lagente suele recibir lo que se

merece. Y fíjate, una de las ventajasde tener hijos es que no dispones detanto tiempo para tumbarte enhamacas y deprimirte con esasabstracciones. Desde miperspectiva, a ti no te va mal.Tienes un marido al que quieres yque te quiere, y no va a dejar dequererte si le cuentas cómo tesientes de verdad. Tienes trabajo,amigos, familia, un sitio adonde...—Natalie continuó con sumaravillosa enumeración, aunquellegado este punto se había vuelto

automática y narcisista.

Ya sólo pensaba en Frank y en lasganas que tenía de charlar con él.

—Hablemos de otra cosa —dijoLeah Hanwell.

Michel se acercó por la hierbatrayendo a Naomi, una bandeja debebidas, las dos cantimploras y unabotella de vino blanco con copas.

—¿Habla? —preguntó.

—Sí habla —dijo Leah.

Michel sirvió vino a los adultos.

—Por favor —dijo Leah aceptandouna copa—, no quiero hacer estodelante de los niños. Hablemos deotra cosa.

—Creo que sé lo que pasó enAlbert Road —dijo Natalie Blake.

Primero mandaron un correo

electrónico. A una página web quetenía la policía para obtenerinformaciones anónimas. Peroaquello resultaba demasiadoprosaico, poco satisfactorio, y alterminar se quedarondecepcionadas. Decidieron llamarpor teléfono a la comisaría deKilburn.

—En el mejor de los casos —dijoLeah Hanwell, que parecía gozar deenergías renovadas—, NathanBogle es alguien a quien se debe

vigilar. Por lo que me has contado.Además de lo que ya sabemos. Desu carácter. O sea, como mínimo esalguien a quien se debe vigilar.

Estaba claro que Nathan Bogle noera trigo limpio.

—Tienes razón —convino NatalieBlake—, es lo que se debe hacer.

Y al cabo de unos minutos, mientrasvolvían a repasar las partesinconexas de la historia, Leah ledijo exactamente lo mismo a

Natalie.

A través de las puertas acristaladasveían cómo los niños correteabanpor el césped. Leah encontró elnúmero en internet. Natalie lomarcó. Fue Keisha quien habló.Salvo por el hecho de que se habíasacado el teléfono del bolsillo, todoel proceso le recordó bastanteaquellas llamadas que las dosgrandes amigas hacían a los chicosque les gustaban, en los viejostiempos, siempre en un estado de

ánimo ligeramente histérico, con lascabezas juntas sobre el auricular.

—Tengo algo que contarte —dijoKeisha Blake disfrazando su vozcon su voz.

Agradecimientos

Por recrear la época: MariyaShopova, Sharon Singh, SeetaOosman, Freedom©, Self Control©.

Por crear a la autora: YvonneBailey-Smith.

Por leer el manuscrito: SimónProsser, Georgia Garrett, AnnGodoff, Sarah Manguso, GemmaSieff, Hilton Ais, Ta-mara Barnett-

Herrin, Devorah Baum, SarahKellas, Darryl Pinckney, SarahWoolley, Daniel Kehlmann, AneliseChen, Josh Appignanesi.

Por ser del barrio: Jim Ford, LenSnow.

Por conocer las leyes: AlisonMacdonald, Matthew Ryder.

Por la inspiración: The BlackHouse, de Colin Jones, que sirvióde modelo para Garvey House.

Por ser una amiga perfecta: SarahKellas.

Por todo lo anterior y mucho más,por todo: Nick Laird. Gracias.