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Objetos en acción [En R. Rosas (2001) (ed.) La Mente Reconsiderada. Un Homenaje a Ángel Rivière. Santiago de
Chile: Psyché]
Florentino Blanco
Universidad Autónoma de Madrid
Este escrito recoge, de manera un poco precipitada, uno de los argumentos que
me sirvieron como pretexto para escribir el proyecto docente con el que hace ahora un
año gané mi plaza de profesor titular en la Universidad Autónoma de Madrid. Ángel
Rivière iba a ser el presidente del tribunal que debía juzgarlo. Por muy diversas razones,
yo había invertido mi escasa autoestima académica en ese encuentro privilegiado con
Ángel. Cuando se fue yo andaba aún por la página cuarenta, pero decidí mantener la
inversión, a despecho del inglés, y tal vez de mi salud. Jamás una inversión me volverá
a resultar tan rentable. Lo que sigue es un anticipo a cuenta de lo mucho que le sigo
debiendo.
Intentaré completar un argumento que en cierto modo Ángel Rivière dejó
abierto. Lo haré con el presentimiento de que él nunca lo hubiera completado por su
cuenta. O al menos de que difícilmente lo habría hecho de la misma forma que yo.
Objetos con mente, tal vez su obra más ambiciosa y querida, se cierra con una idea que
parece atravesar todo el volumen: la tarea de la psicología es “claramente desmesurada”
porque implica la posibilidad de que la mente se explique a sí misma. Me atrevo a
sugerir que Objetos con mente pertenece por derecho propio a lo que podríamos llamar
con un poco de margen el “género de las Crisis”. Kostileff, Vygotsky o Bühler también
escribieron sobre la crisis, y lo seguimos haciendo todos aquellos que, tal vez un tanto
ociosos, cedemos de alguna forma a la fascinación de la desmesura.
El discurso oficial sobre la crisis de la psicología suele arrancar asumiendo que
el índice más claro de la misma es la diversidad téorica. Rivière eludió formalmente el
problema de la diversidad teórica, para intuir las razones de la crisis en la constatación
de esa paradoja enmudecedora que parece encerrar la posibilidad de que la mente pueda
explicarse a sí misma. Aparentemente, Rivière se encomienda a lo largo del texto a la
hipótesis de que, a pesar de su desmesura, la tarea es viable: se alivia, por ejemplo,
afirmando que también es desmesurada la tarea de “conocer la realidad” a la que se
entregan los físicos, y al arreglo posibilista de los “problemas tratables a corto plazo”.
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En cierto modo, este posibilismo está implícito en el mismo título de la obra. Objetos
con mente es un oximoron, una figura del lenguaje cuyos términos se articulan sobre
una contradicción con valor funcional o retórico. Un oximoron no es una paradoja, ni
una contradicción genuina, sino una especie de objeto imposible cognoscitivo que nos
permite explorar tentativamente una hipótesis determinada.
A Ángel le encantaban estos juegos. Yo creo, permítaseme el desahogo
mentalista, que en el fondo la tarea de la psicología le cautivaba más por su belleza que
por su viabilidad. A menudo hablaba del asombro que le provocaba adivinar “el ruido
de la maquinaria mental”, la estética casi euclidiana de los tiempos de reacción, de las
duraciones y de las frecuencias de respuesta. Cuando la mayor parte de los profesores
de Historia de la Psicología nos limitábamos a ver en la psicología matemática de
Herbart un mero antecedente, un proyecto frustrado, Rivière se perdía con sus alumnos
en los ángulos de sus inútiles y elegantes formulaciones matemáticas. Pura y gozosa
desmesura.
Mi hipótesis (lo que está por debajo de mi tesis) en este ensayo es, sin embargo,
que la tarea de la psicología es desmesurada sin matices, pero no por ello, y esto es
importante, absurda o carente de sentido. Esta hipótesis un tanto descabellada abre una
nueva paradoja: ¿cómo es posible entender y justificar el sentido histórico de la
psicología asumiendo al mismo tiempo su inviabilidad como proyecto epistemológico?
La respuesta pasa por asumir como hipótesis que la psicología naturalista viene a
ser el espacio cultural, y no sólo disciplinar, en el que se elabora la imagen del sujeto, la
antropología necesaria para que la razón se entienda a sí misma. Veremos sucintamente
cómo se formula esta antropología en el Renacimiento y cómo evoluciona bajo la
influencia de la reforma protestante, para culminar en la Ilustración con las
antropologías naturalistas de Hume y Kant. Después intentaremos jugar a perfilar una
antropología alternativa, una antropología, por qué no, de la acción.
La psicología como antropología de la contemplación
La ciencia no opera en el vacío. La ciencia necesita, para ir cerrando su imagen,
una antropología, o más genéricamente, una teoría de la naturaleza humana, que
garantice y legitime su viabilidad como factor cultural. Para que la ciencia como sistema
de representación de la naturaleza sea viable es necesario que disponga de una idea del
hombre, y de su forma de estar en el mundo, que haga motivacionalmente necesaria su
estrategia. La progresiva emancipación desde el Renacimiento del hombre respecto a las
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concepciones cíclicas de la vida o del tiempo deja el futuro decididamente
infradeterminado y abre el espacio para la predicción y el control. No todo está previsto.
La filosofía y, más tarde, las denominadas ciencias humanas, y muy especialmente la
psicología, se han encargado de formalizar, destilar o abstraer las imágenes que el
hombre de ciencia, el sujeto de la ciencia, se debía a sí mismo.
Vamos a asumir que el núcleo de esta antropología renacentista es la
contemplación, es decir, la idea de que el ser humano está en el mundo para contemplar,
constatar, reproducir y explicar la creación. Esta idea se desarrolla a lo largo del
medievo, pero adquiere formas nuevas, incluso revolucionarias, a medida que abandona
el corsé cultural de la iglesia y se introduce en la lógica del mundo burgués. La ciencia y
el arte renacentistas expresan esta vieja obsesión contemplacionista, no ya en la oración
y el abandono del mundo, si no en la construcción compulsiva de dispositivos físicos y
simbólicos para escudriñar el mundo. Los tratados sobre la pintura de Leonardo o
Alberti no sólo nos dicen cómo debemos proceder para reproducir fielmente el mundo,
si no que nos señalan además cómo debemos contemplarlo. En su Tratado de la
Pintura, Leonardo operacionaliza la visión pictórica, a través de un desarrollo de la
técnica conocida como “ventana de Alberti”, del siguiente modo:
“Se tomará un cristal del tamaño de medio pliego de marca, el cual se colocará bien firme y vertical entre la vista y el obgeto que se quiere copiar: luego alexándose como cosa de una vara, y dirigiendo la vista a él, se afirmará la cabeza con algún instrumento, de modo que no se pueda mover a ningún lado. Después cerrando el un ojo, se irá señalando sobre el cristal el obgeto que está á la otra parte conforme lo represente, y pasando el dibuxo al papel en que se haya de executar, se irá concluyendo, observando bien las reglas de la perspectiva “ (Da Vinci, 1986; pg. 15). En cierto modo, este movimiento produce lo que algunos han acertado en
denominar una nueva objetividad (Chastel, 1982) que se empieza a desprender, a base
de disciplina metodológica, del miedo atávico a los sentidos actualizado por el
neoplatonismo de Ficino, Poliziano y sus correligionarios. Se trata, evidentemente, de
una objetividad que ya no es propiedad exclusiva de la naturaleza. Es necesario pensar
en un sujeto que sea capaz de objetivar la naturaleza a través de sus propias
operaciones. Esta nueva objetividad sub specie visibilitatis (Bozal, 1986) empieza a ser
entendida ya como un valor constitutivo de la actitud científica, una idea que será
llevada a su máxima expresión con el desarrollo de la ética protestante. Por supuesto,
arte y ciencia se mueven aún solidariamente. El cambio global en la forma de ver el
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macrocosmos opera también sobre el desarrollo acelerado de la óptica y de las
tecnologías necesarias para construir dispositivos para contemplar la obra de Dios.
La profunda penetración de esta antropología de la contemplación y su necesaria
hibridación con el pensamiento cristiano y la tradición neoplatónica se expresa de
manera admirable en un texto de Pico della Mirandola que abre su Discurso sobre la
Dignidad Humana. Dice Pico que cuando Dios terminó de crear a todos los seres de la
naturaleza, disponiendo a cada uno en su lugar de la scala naturae neoplatónica, se dio
cuenta de que no había previsto un espectador de su obra. Como todos los espacios
estaban ya ocupados, decidió crear un ser distinto y un tanto ubicuo, capaz de estar en
todos los sitios, aunque no dispusiese de uno propio. De esta manera, creó al hombre, y
le dijo :
“No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ¡Oh Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti, esos los tengas y poseas por tu propia decisión y elección. Para los demás, una naturaleza contraida dentro de ciertas leyes que les hemos prescrito. Tú, no sometido a cauces algunos angostos, te la definirás según tu arbitrio al que te entregué. Te coloqué en el centro del mundo, para que volvieras más cómodamente la vista a tu alrededor y miraras todo lo que hay en el mundo. Ni celeste, ni terrestre te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con lo brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión” (Mirandola, 1984; pg. 105. Énfasis nuestro).
Así que nuestro destino es descubrir los designios del creador, recreándonos a
nosotros mismos en el intento, modificando en el camino nuestras propias formas de
vida, sin que varíe por ello nuestra naturaleza. Somos, pues, un dispositivo para la
contemplación. Un dispositivo cuya misión básica consiste en volver la vista y mirar
todo lo que hay en el mundo. Somos en el fondo los ojos de Dios en el mundo, somos
razón contemplativa, o, por lo mismo, modestos albañiles al servicio del gran
constructor, del Artífice, del Arquitecto, en términos del propio Pico. Y la ciencia es al
tiempo el órgano y el instrumento que la razón en su ciego despliegue ha desarrollado
para cumplir con el fin que le fue encomendado: la reconstrucción de los planos para
que sea posible la construcción del Templo. No está de más recordar que la traducción
literal del griego para el término “teoría” es justamente “contemplación”. Así que el
hombre que necesita, como veremos, es, en palabras del propio Pico, un camaleón que
contempla, “un animal de naturaleza multiforme y mudadiza” (Mirandola, 1984; pg.
107).
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La reforma protestante desarrolla esta antropología contemplacionista
radicalizando el carácter contranatura de cualquier modo de operar que no implique la
contemplación fidedigna y objetiva de la gloria de Dios, tal y como se expresaba en su
Obra. La figura de Newton representa el “tipo ideal”, por ponerlo en términos
weberianos, en el despliegue histórico de esta antropología. Como es conocido, Newton
odiaba la literatura, que consideraba como una pérdida de tiempo y como una actividad
casi pecaminosa. Por supuesto, la Royal Society mostró desde el principio un activismo
antiretórico y antiartístico que le llevó, por ejemplo, a prohibir el uso de metáforas en la
presentación de trabajos y en las discusiones públicas.
El desarrollo de la idea de armonía en los más recónditos dominios de la cultura
protestante, desde la metafísica leibniziana hasta la astrofísica de Kepler, desde la
pintura de la escuela holandesa a la música de Bach, articula la idea de un sujeto
adecuadamente sintonizado con la creación a través de su actividad. Un motete
protestante de Werner Gnelst ilustra a las mil maravillas este ideal armonicista:
Cual los astros en armonía giran en la eternidad, sean nuestras vidas llenas de la misma claridad. En lo grande y lo pequeño del señor la mano está
El empirismo británico abre una brecha en esta conciencia armonicista del
hombre occidental que ya nunca se ha vuelto a cerrar: la conciencia del mundo como
representación, como creencia o como hábito. No hay más garantías para la
contemplación que la lógica ciega y asociativa de nuestras representaciones. Peirce
llegó a decir bastante más tarde, como epítome de esta nueva forma de conciencia, que
las cosas son hábitos congelados. De este modo, si todo es representación, la ciencia
también lo debe ser. La representación es la forma ilustrada de la contemplación
renacentista. La tarea sigue siendo estimar la fiabilidad de las representaciones o de las
ideas, entendidas ya como entidades mentales con una legalidad independiente, en
principio, de la de los objetos o fenómenos a los que se refieren.
En el límite, la psicología es entonces, y desde entonces, el proyecto por el que
la ciencia trata de entender y explicar sus certidumbres y sus dudas. En definitiva, la
psicología, abriéndose paso entre los esquemas del sujeto transcendental kantiano, le
devuelve a la ciencia la imagen del sujeto cognoscitivo que ésta necesita para cerrar su
primera y gloriosa navegación, la física newtoniana. Por esta razón, la psicología se
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gestiona como proyecto científico en la necesidad innegociable de explicarse a sí misma
como escenario último de la representación. Sólo faltaría una “psicología de la
psicología” para acabar de trazar el perfil de esta épica de la razón occidental. Esta
metapsicología está entrañada en el programa intelectual de Hume. Cuando Hume dice
que la dinámica de las ideas es sustancialmente la misma que la de los planetas, debería,
en rigor, estar diciendo lo contrario, esto es: la dinámica de los planetas es la dinámica
de las ideas.
El mentalismo de Hume representa la actualización de la hipótesis del homo
mensura, central en la sofística griega y en la antropología renacentista. El desarrollo
pleno de semejante antropología psicológica en el renacimiento, impulsado por la
reforma protestante, concluye con un sujeto lleno de debilidades y conflictos, pero
responsable y constructor de su propia objetividad. Capaz de reconocer su condición
mundana, de renunciar a la certidumbre, sin caer en el victimismo histórico o perder el
pulso ético. Hay muchos testimonios de este nuevo sujeto, pero a mí uno de los que más
me gusta es el que nos ofrece el propio Hume en la conclusión del primer volumen del
Tratado de la Naturaleza Humana, justo después de discutir a fondo la naturaleza del
escepticismo como actitud filosófica:
“... me siento asustado y confundido por la desamparada soledad en que me encuentro con mi filosofía; me figuro ser algún extraño monstruo salvaje que, incapaz de mezclarse con los demás y unirse a la sociedad, ha sido expulsado de todo contacto con los hombres, y dejado en absoluto abandono y desconsuelo [...] Todo el mundo permanece a distancia, temiendo la tormenta que cae sobre mí por todas partes. Me he expuesto a la enemistad de todos los metafísicos, lógicos, matemáticos y hasta teólogos [...] Cuando miro a mi alrededor presiento por todas partes disputas, contradicciones, ira, calumnia y difamación [...]
Cuando dirijo la vista a mi interior, no encuentro si no duda e ignorancia [...] Después de haber realizado el más preciso y exacto de mis razonamientos, soy incapaz de dar razón alguna por la que debiera asentir a dicho razonamiento” (Hume, 1981; pgs. 415-416).
Las respuestas deben estar entonces, y muy a pesar del propio Hume, en una
naturaleza humana que ejercemos y explicamos al mismo tiempo. Hume fue
efectivamente difamado por gente como Beattie por las perniciosas consecuencias
morales y políticas de su escepticismo. Kant, que curiosamente descubre a Hume, a
través del libro de Beattie (Ensayo sobre la Naturaleza y la Inmutabilidad de la Verdad
en Oposición a la Sofística y el Escepticismo, 1790), que estaba plagado de citas
literales del Tratado, reconoce en el testimonio de Hume (también, por supuesto, de
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Rousseau) el punto de partida para una elaboración y justificación crítica de la verdad.
Tanto Hume como Kant asumieron que la descripción de los modos de operar del sujeto
es la única forma de encontrar criterios para reflexionar sobre los límites, si los hubiera,
de la verdad. La pretensión de que el modo de operar del sujeto está sometido a
regularidades, sean estas de carácter transcendental, de carácter biológico o de carácter
histórico-cultural, es la base para la emergencia histórica de la psicología, bajo el
imperativo, ahora ya autoevidente, del “conócete a tí mismo”.
Husserl y el sentido histórico de la psicología naturalista
Este punto de vista tiene mucho que ver con el que le sirve de motivo a Husserl
(1991) para desarrollar su tesis sobre la psicología en La Crisis de las Ciencias
Europeas. La idea es que la psicología naturalista viene a resolver históricamente la
emergencia de un dominio de legalidad implicado, aunque no explicado, por el
naturalismo objetivista de los científicos del renacimiento: el dominio de la
subjetividad.
“Los antiguos tenían teorías e investigaciones particulares sobre los cuerpos, pero ningún mundo corpóreo cerrado como tema de una ciencia natural universal. Tuvieron también investigaciones sobre el alma humana y animal, pero no podían tener una psicología en el sentido moderno, una psicología que sólo por el hecho de tener ante sí una naturaleza y una ciencia natural universales pudo aspirar a una correspondiente universalidad, esto es, a una universalidad en un campo a ella correspondiente e igualmente cerrado en sí” (pg. 63).
El dualismo otorga indirectamente a lo psíquico la posibilidad o la esperanza de
ser abordado con las mismas garantías que lo físico, es decir, como un universo paralelo
causalmente cerrado. Con las mismas garantías, quiere decir exactamente eso, con las
mismas y no otras. La naturalización de lo psíquico es una extrapolación residual del
cierre causal de lo físico. Si Galileo y Newton no hubieran jugado a cerrar causalmente
el mundo físico, la psicología no existiría. Hobbes y Locke dan el primer paso:
“la nueva psicología naturalista no fue, desde su aparición, una promesa vana; está viva y presente en grandes e impresionantes obras, con la pretensión, por otra parte, de fundamentar duraderamente una ciencia universal” (Husserl, 1991; pg. 66).
Ángel Rivière tenía curiosamente un punto de vista parecido sobre este asunto.
Como el lector seguramente sabe ya de sobra, Rivière defendía (por ejemplo, 1991) que
una de las operaciones básicas de la mente humana, o la mente en general, más allá de
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sus determinaciones biológicas concretas, consiste precisamente en discriminar objetos
con mente. Se trata de una operación tan crucial para la supervivencia del ser humano
que tiene que estar garantizada genéticamente, encapsulada o protegida, y ser
funcionalmente autónoma, es decir, debe tener, en términos fodorianos, una naturaleza
modular. Con la hominización la mente pasa de ser un dispositivo representacional a ser
un dispositivo metarrepresentacional, y se entiende que en la transición se obtiene
alguna ventaja adaptativa. Valga el truismo siguiente, muy del gusto evolucionista: la
mejor forma, sino la única, de discriminar objetos con mente es seleccionar una mente
capaz de representar objetos con mente, esto es, una mente capaz de sostener
representaciones de representaciones. Ángel Rivière decía que en realidad la mente
metarrepresentacional había sido seleccionada gracias a las ventajas evolutivas del
engaño. Si yo soy un organismo débil, frágil y pequeño, más vale que me espabile.
Engañar implica utilizar estratégicamente en mi propio beneficio mi capacidad para
representarme los estados mentales intencionales de otro organismo y conseguir que no
sea consciente de mi estrategia. Buscaba apoyos para su idea en las reflexiones de
biólogos como Humphrey (1988; 1993) y psicólogos como Cosmides (1989; Cosmides
y Tooby, 1992). A mí me parece que en realidad por aquí se cuela el homo pugnax y su
inopinada capacidad retórica de legitimar o poner en evidencia nuestra forma de vida.
Tengo la sensación, posiblemente injustificada, de que Ángel Riviére (también
Humphrey o Cosmides) nos quería provocar. Le defraudaba la inconsistencia, el fracaso
moral, si no biológico, de la humanización, y quería hacernos reaccionar. Recuerdo que
una vez le pregunté a Ángel qué pasaba entonces con las mentiras piadosas, es decir,
aquellas que benefician más a quien se las cree que a quien las cuenta. Me contestó que
seguramente eran la consecuencia de un uso cooperativo, indirectamente ventajoso para
el individuo, del mismo mecanismo metarrepresentacional. El argumento no me
convenció. Yo creo que se trata de operaciones distintas. No sé si esto se ha investigado
o no, pero creo que las mentiras piadosas exigen, en los propios términos de la
psicología mentalista, más niveles de representación, más recursividad, que las
mentiras egoístas. Como es bien sabido, se han observado mentiras egoístas incluso
entre gibones, pero dudo que se hayan observado alguna vez mentiras piadosas entre
ellos. Me parece también que las mentiras piadosas deben ser más tardías en la
ontogénesis que las egoístas. Ocultarle a alguien la verdad en su beneficio, aún siendo
conscientes de que no está bien mentir, implica un uso sofisticado y muy humano de
nuestra capacidad de inferir estados mentales en los demás y en nosotros mismos.
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Por esta vía, y volviendo al núcleo del argumento, el animismo como tendencia
espiritual, por utilizar una expresión piagetiana, debe ser entonces la consecuencia de la
generalización excesiva de este modo mentalista de operar. Con la misma lógica, la
desanimación de los objetos que nos rodean, incluidos los objetos con mente, es la
tendencia espontánea de la ciencia natural. La psicología naturalista es, desde luego, la
parte de la ciencia encargada de desanimar lo que la ciencia newtoniana había dejado
fuera de sus planes. Evidentemente, la formalización progresiva del mundo así
construido representa un indicador de esta, también progresiva, naturalización del
mismo.
Pero vistas así las cosas el problema se complica un poco. No se trata entonces
de que existan modos propios, apropiados, fijos, estables e independientes de explicar el
comportamiento de los objetos físico-naturales (sin mente) y el de los objetos con
mente. Lo que ocurre, en la sugerente jerga de Rivière, es que los objetos con mente se
han ido construyendo a sí mismos de tal manera que en ciertas circunstancias son
capaces de segregar epistémicamente objetos sin mente, y especular sobre ellos. En este
sentido la mente está, o sigue estando, donde no ha llegado la desanimación, o la
formalización, donde más nos cuesta dejar de atribuir estados mentales. Rivière (1991)
supo poner esta tesis en su forma más radical:
“La eliminación de los insidiosos restos animistas para la comprensión del mundo físico –que, en realidad, no se logra hasta Galileo y Newton- establecía una escisión tajante entre los enunciados extensionales de la ciencia, susceptibles de tratamiento matemático y basados en la observación de fenómenos, y los de carácter intencional que se realizan cada vez que se dice que un algo piensa, comprende, percibe, recuerda, etc. Es importante tener presente el hecho de que esa escisión se cimentó en una consideración mecánica de la naturaleza. Desde ella se planteaba ese desafío fascinante de ir ganando para la consideración extensional y mecanicista dominios cada vez más amplios de conocimiento” (pg. 45).
Yo creo que Rivière hacía muy bien en subrayar la importancia decisiva del
mentalismo natural para comprender el peculiar modo de funcionamiento de la mente
humana. Pero en sus escritos nunca se decide a explicar cómo podemos eludir el
dualismo metafísico, si se me permite la aparente pedantería, al que nos conduce
semejante forma de ver al ser humano. En realidad, suele insistir en la idea de que es
posible una psicología hecha a base de enunciados mentalistas y, sin embargo, objetiva,
superando así el aparente impasse que se produciría entre el fenomenismo
asociacionista de la tradición humeana y el racionalismo cartesiano. Me parece una
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solución llena de buenas intenciones y moralmente ventajosa, pero difícil de entender en
ausencia de un argumento claro. Rivière decía que es posible una psicología objetiva
porque los fenómenos mentales duran, se pueden contar y tienen intensidades
variables, pero nunca desarrolló esta idea desde su punto de vista y en relación con los
problemas de la psicología y el pensamiento contemporáneos. Como ya hemos
indicado, Herbart le fascinaba por la desmesura y la belleza de su planteamiento, y a él
solía remitir.
La otra cuestión que deja pendiente esta forma de pensar es por qué la ciencia, la
capacidad, así entendida, de desanimar progresivamente el mundo, sólo se da en ciertas
formas de vida. Si la ciencia aparece como consecuencia de una acotación progresiva de
la intencionalidad al reducto del sujeto, ¿qué es lo que determina esta acotación? Todo
parece indicar que en esta operación tiene que estar implicado de alguna manera el
propio proceso de construcción de un sujeto autónomo e independiente, y responsable
de su propia forma de construir el mundo, un sujeto epistémico. Pero este sujeto es sólo
un índice formal de un proceso más general del que son momentos decisivos la deriva
histórica hacia la idea de individuo, primero, y de ciudadanía, después. La reforma
protestante y la liberación progresiva de las relaciones económicas, sociales y culturales
contribuyó de manera decisiva a la gestación del individuo. La asimilación de los
principios ideológicos y morales del protestantismo por parte de los príncipes alemanes,
e, indirectamente, por las ciudades-estado italianas, es el primer momento del
movimiento político y cultural que lleva en último término a la revolución y a la idea de
estado nacional en Francia, idea que entraña ineludiblemente la noción de ciudadanía.
Aunque existía antes del inicio de este largo proceso histórico, tras la reforma la ciencia
se implica de manera decisiva en el desarrollo social y, en tal medida, se convierte en el
núcleo y también el canon del progreso. Ver la ciencia como una actitud natural no nos
ayuda demasiado a entender su propia génesis, aunque en parte sea correcto hacerlo.
En resumen, la psicología naturalista, más allá de sus determinaciones
académicas e institucionales recientes, es la antropología de la ciencia. Pero esta
psicología naturalista viene al mundo sometida a una paradoja, que ya anunciábamos al
principio de este epígrafe y que, si se me permite la licencia, está en el corazón del
oximorónico “objetos con mente” de Rivière: ella misma, y cualquier otra ciencia,
pertenecía ya, como construcción de la mente, a su dominio de objetos. Las teorías
científicas, las ciencias, eran ya entendidas como actividad psicológica, “como
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configuraciones particulares del espíritu”, que transportaban, sin embargo, la verdad
sobre el mundo.
“El que trabajaba en esas ciencias o el que cuidadosamente las seguía, entendiéndolas, tenía la vivencia de una evidencia a la que ni él ni nadie podían sustraerse. Todo este rendimiento, sin embargo, todas estas evidencias, se habían vuelto completamente incomprensibles al ser contemplados de otro modo, y en una perspectiva distinta, desde la psicología, en cuyo ámbito discurrían todas estas actuaciones, todo este hacer creador” (pg. 71).
Pero, como señala Husserl, no sólo la ciencia sino la propia conciencia cotidiana
del mundo se veía tambalear como mera representación o creencia, desde la perspectiva
de la nueva psicología, provocando un giro histórico hacia un subjetivismo
transcendental. Así que la psicología viene a ser la mejor condensación histórica de ese
subjetivismo transcendental.
Poco a poco, y desde este punto de vista, la psicología se convierte
pretendidamente en el territorio en el que se tiene que librar la batalla entre las dos ideas
sobre la verdad que están en juego: (1) la idea de que la verdad reside en las relaciones
positivas, mundanas, que se dan entre los objetos del mundo; y (2) la idea de una
subjetividad absoluta, transcendental, que pavimenta todo el orden de la conciencia y
permite construir objetividad, una idea que alcanza su primera forma de expresión
acabada con la epistemología kantiana.
Mi argumento es que la psicología constituye desde el big-bang que provoca el
encuentro entre Hume y Kant el territorio en el que se debaten estos dos programas
(objetivismo fisicalista y construccionismo) y sus muy diversas variantes históricas. El
debate era manifiestamente académico, pero ni las instituciones académicas han estado
nunca al margen del problema de organizar la convivencia, ni cabe pensar que el debate
tenga sentido si no es porque están en juego formas concretas de vivir. El testimonio
antropológico de Hume en el Tratado, el pulso firme con el que Kant abre la Crítica de
la Razón Pura, son pruebas ineludibles de esta imbricación inevitable del intelectual
responsable en la trama de valores que padece y que intenta cambiar. El background
histórico-cultural del debate se hacía, y se hace, especialmente manifiesto cuando los
puntos de vista académicos de un autor, este fue, por ejemplo, el caso de Hume, ponen
en tela de juicio, para algún intérprete dado, los fundamentos de la convivencia. Kant
representa en este sentido la restauración de la esperanza en un orden que estamos
construyendo, un orden en que cada nueva apertura del sujeto es una síntesis
provisional, pero inevitable e ineludible hacia la integración entre los productos de la
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razón pura y los productos de la razón práctica. José Carlos Sánchez (1999) ejemplifica
este movimiento haciendo ver cómo la ciencia (razón pura) contemporánea demuestra
que el concepto de raza no es genéticamente viable, confirmando así el argumento,
progresista, de que es necesario legislar (razón práctica) contra la xenofobia o el
racismo.
Desde mi punto de vista, la psicología fue segregada históricamente como un
territorio franco para que el debate tuviese lugar. No es correcto pensar que la
perspectiva psicológica estuviese descansando en el limbo de las ciencias hasta que nos
dimos cuenta de su importancia. La psicología ha ido acotando su territorio y definiendo
su propia cultura desde otras formas culturales previas. La psicología no se independizó
de la filosofía. Eso es retórica identitaria simple y manifiesta, para motivar al colectivo
en su búsqueda de una autonomía disciplinar que, en mi opinión, sólo aporta cicatería
intelectual y psicologismo. Sería, en todo caso, más adecuado, sin serlo aún del todo,
decir que la filosofía creó un territorio en el que debatir desde una perspectiva distinta el
tipo de sujeto que necesitaba el mundo moderno. Los filósofos postkantianos pensaron
que la psicología significaba la posibilidad de regenerar la filosofía desde dentro,
haciéndola sensible al enorme poder epistemológico que habían demostrado las ciencias
hipotéticas. Pero se trataba, en mi opinión, de una vana esperanza. La única forma de
que la psicología sirviese a esa función era renunciar a un estatuto propio, era
convertirse en un territorio de aluvión, de orografía cambiante, de vocación variable.
Husserl (1991) lo dice de otra forma:
“La psicología participa constantemente en este gran proceso evolutivo y, como vimos, en distintas funciones; más aún, ella es el verdadero campo de las decisiones. Y lo es porque precisamente, si bien con otra actitud y, en esta medida, con otros planteamientos de tareas, tiene como tema la subjetividad transcendental” (pg. 218).
Desde este punto de vista, en este territorio no puede haber acumulación de
conocimiento en el sentido que se presume que la hay en el seno de lo que
habitualmente llamamos teorías científicas. La historia de la psicología se convierte,
en expresión del propio Husserl, en la historia de sus crisis. En realidad lo adecuado
sería decir que la historia de la psicología se convierte en la historia de nuestras crisis,
de las sucesivas, simultáneas, inocuas o pavorosas crisis a las que la intemperie de la
autonomía funcional y el ejercicio inevitable del poder nos conducen día a día. Por esta
misma razón, la psicología sólo puede dejar de estar en crisis en una sociedad medieval.
Nuestra nostalgia de un sujeto objetivamente acotado es la nostalgia de un orden social
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de cuyo poder no seamos conscientes. La crisis crónica de la subjetividad moderna
produce la cultura psicológica.
Objetos en acción
La psicología está en crisis y lo seguirá estando porque es un discurso sobre el
sujeto y, al tiempo, del sujeto. Y el sujeto está siempre siendo refigurado. La misma
idea de que la mente acota una región ontológica estable no parece que tenga
demasiadas garantías más allá del sentido común. El problema está más bien en la
acción, o si se quiere en la propia “mente”, si se asume que la acción es una forma de
leer ciertos hechos y no un tipo de cosas. Por eso creo que no es adecuado pensar, salvo
como una forma abiertamente metafórica de hablar, que los objetos con mente, como
piensa no sólo Rivière, sino la mayor parte de los psicólogos mentalistas, constituyen
una categoría natural. La cuestión consiste, más bien, en estudiar qué propiedades
relacionales debe poseer cierto hecho para ser leído como una acción. La forma
adecuada de responder a esta cuestión pasa, en nuestra opinión, por indagar
simultáneamente en las cinco dimensiones a través de las cuales se elaboran las
gramáticas de la acción que nos permiten vivir, y no sólo sobrevivir: la historia natural,
la historia cultural, la ontogénesis, la biografía y la microgénesis. La acción sólo puede
ser comprendida genéticamente, si asumimos que ninguna de estas dimensiones
genéticas puede agotar por sí misma el problema, entre otras razones porque el
problema no puede ser entendido sin saber al mismo tiempo como se ha ido
constituyendo.
Pero cuando la acción es extraída, y abstraída, de estas secuencias genéticas
puede ser sometida al mismo interrogatorio al que se someten las no-acciones, los
fenómenos habitualmente explicados por subsunción teórica, nomológicamente.
Veamos esta posibilidad con un mínimo de detenimiento. El silogismo práctico es un
constructo elaborado en la tradición analítica para intentar fundamentar
epistemológicamente las ciencias humanas, cuya unidad de análisis es la acción. Una de
las principales preocupaciones de Von Wright en su célebre Explanation and
Understanding es sacar adelante la tesis de que
“el silogismo práctico provee a las ciencias del hombre de... un modelo de explicación legítimo por sí mismo, que constituye una alternativa definida al modelo de cobertura legal de subsunción teórica... En líneas generales, el silogismo práctico viene a representar para la explicación teleológica y para la explicación en historia y en ciencias sociales, lo que el modelo de subsunción teórica representa para la explicación causal y para la explicación en ciencias naturales” (Von Wright, 1974; pg. 49).
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Pero ¿qué es el silogismo práctico? En muy pocas palabras, se trata de un esquema
de razonamiento que Von Wright considera suficiente para describir la naturaleza de las
explicaciones en el dominio de las ciencias humanas. Su forma básica es la siguiente:
(1) El agente se propone alcanzar un determinado objetivo E (2) El agente cree que si no realiza la acción A a tiempo, esto es, en el momento t y
no más tarde de t’, no podrá alcanzar E. (3) En el momento t concurren condiciones aparentemente normales: (a) El agente no se halla imposibilitado para actuar (b) No se le ha pasado el momento oportuno (c) Su propósito sigue vigente. (4) Por consiguiente, el agente emprende la realización de A
Toda explicación en el dominio de las ciencias sociales y de la historia debe seguir
este esquema. Sin embargo, Rex Martin (1980) no cree que sea suficiente para dar por
buena una explicación con incluir en el esquema la creencia, monda y lironda, del
agente, salvo que conozcamos de antemano la semántica de esa creencia, es decir, su
trama de relaciones con otras creencias o, en un sentido más general, su función en el
contexto cultural de referencia. Martin utiliza un ejemplo típicamente antropológico. Un
nativo de una tribu determinada limpia el cuchillo con el que se ha hecho
accidentalmente una herida en el brazo. Von Wright entiende que para cubrir las
demandas explicativas ligadas a la creencia basta con corroborar que el nativo cree que
limpiando el cuchillo se le curará su herida. Martin propone que la verdadera
explicación de la acción implica rellenar o saturar semánticamente la creencia,
haciendo ver, por ejemplo, que el nativo tiene una suerte de “pensamiento etiológico”,
según el cual tratando la causa se conjura el efecto. En este sentido, el análisis que
Martin hace del silogismo práctico resulta extraordinariamente iluminador. En primer
lugar, y como ya hemos señalado, Martin entiende que el silogismo práctico se
encuentra en el corazón de la “tradición de la Verstehen” (comprensión en Dilthey),
reivindicada por Collingwood, ya que, a fin de cuentas, “...su idea de la reactualización
puede tomarse simplemente por una forma peculiar de decir que comprendemos un
acto cuando lo podemos acomodar en un relato acerca del trasfondo contextual de
motivos y del propósito del agente” (Martin, 1980; pg. 132). Von Wright (1980)
reconoce la sugerencia, pero sigue creyendo, en mi opinión, que explicar y comprender
son momentos distintos, metodológicamente hablando, de la indagación. El relleno o la
saturación de la creencia representa un proceso de verificación de las premisas (de
deseo, creencia y normalidad) previo o paralelo a la propia explicación. Este proceso de
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verificación sería para Von Wright comprensión narrativa. La comprensión narrativa
proyecta y revela el relato (provisional, añadiríamos nosotros) en el que las intenciones
y las creencias de los agentes, es decir, las premisas de la explicación, son tipificadas.
Lo que Von Wright no apunta, al menos deliberadamente, es que creer también
puede ser una acción, de manera que la creencia del nativo autolesionado debería ser
explicada en los mismos términos que su acción, abierta y aparentemente transparente,
de limpiar el cuchillo. Es decir, creer debería ser explicado con un procedimiento
semejante al del silogismo práctico. En realidad, lo que define una acción no es tanto su
semántica como la posición que ocupa lo que se considera acción en una forma concreta
de describir o explicar lo que pasa. Es decir, el silogismo práctico es una forma de
explicar que no se limita a las acciones humanas típicamente intencionales, aunque este
sea el dominio en el que mejor se cumple. La razón, desde nuestro punto de vista, es
que el silogismo práctico es la estructura mínima de la narración. Así que habrá
explicaciones intencionales, teleológicas y/o antropomórficas allí donde la
determinación del tiempo y del orden de los acontecimientos resulte importante.
Este problema se ve muy claro cuando el esquema se aplica, por ejemplo, a la
explicación de lo que podríamos llamar acciones colectivas, un caso en el que resulta un
poco más complejo hablar de intenciones, creencias o, incluso, acciones. Por ejemplo,
“el pueblo de París tomó La Bastilla, porque había decidido acabar con la rigidez de
un régimen..., [y se daban las circunstancias adecuadas, etc.]”. En este caso, pudiendo
ser viable la explicación, lo que parece obvio es que deberíamos clarificar cómo (¿por
sumación, por abstracción, por inoculación, por contagio?) había decidido el pueblo de
París tomar la Bastilla. También habría que decidir qué se entiende por pueblo de París
(¿los sansculottes, los burgueses, sansculottes+burgueses?).
También se ve claro el problema en las explicaciones, típicas de las historias
intelectuales, en las que se asume que ciertas entidades abstractas o concretas tienen
características agenciales, funcionan como agentes, es decir, tienen intenciones y
creencias y llevan a cabo acciones. En general, este tipo de “explicaciones” se dan con
profusión en el dominio general de las ciencias humanas y, por supuesto, en psicología.
Pensemos, por ejemplo, en la siguiente afirmación “el consciente, en lucha incesante
con el inconsciente, siempre opera de manera tendenciosa. Nos presenta falsificaciones
deliberadas sobre él mismo y sobre nuestra vida psíquica en su totalidad” (Voloshinov,
1999).
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Pero también es cierto que en muchos casos las ciencias naturales no renuncian
al uso de explicaciones que sólo pueden ser entendidas como casos del silogismo
práctico. Aunque existen suficientes ejemplos actuales, el peso de la personificación
como recurso explicativo en la obra de Charles Darwin, tal vez el más grande maestro
de la desanimación, ha sido muy bien estudiado (por ejemplo, Beer, 1983; Locke,
1997). Veamos un fragmento concreto en el que Darwin describe la desolación de un
grupo de hormigas fusca tras la destrucción de su hormiguero y su correspondiente
saqueo por parte una colonia de hormigas sanguinea:
“Una noche visité otra comunidad de las F. [Formica] sanguinea y encontré un gran número de estas hormigas que regresaban a casa llevando los cuerpos muertos de F. fusca y numerosas ninfas [crisálidas]. Seguí el rastro de una larga hilera de hormigas cargadas de botín hasta un denso matorral de brezos,... el hormiguero debía estar muy cerca, pues dos o tres individuos de F. fusca se movían en torno con la mayor agitación, y uno colgaba inmóvil, con su propia pupa [crisálida] en la boca, del extremo de un ramito de brezo, imagen de la desesperación sobre su hogar saqueado” (Darwin, 1983; pg. 128).
El texto ilustra perfectamente cómo la conducta de un organismo poco
sofisticado puede ser leída, grosso modo, desde la lógica del silogismo práctico de Von
Wright, aunque paradójicamente Darwin lo utiliza como una ilustración de su concepto
de instinto, categoría que viene a estar en las antípodas de la acción. Nos llama la
atención la fluidez con la que cursa la descripción, que, en cierto modo, hace
innecesaria la carga comprensiva que aporta la saturación del estado mental de la
hormiguita paralizada en la ramita de brezo, poniendo a su cría a salvo, “imagen de la
desesperación sobre su hogar saqueado”.
Pero la saturación de los estados de creencia, de los estados mentales de las
hormigas de Darwin va más allá de la identificación de sentimientos humanos
universales (desesperación, angustia, amor filial), y alcanza incluso el universo
concreto de motivos y creencias que aparentemente regulan las relaciones entre señores
y sirvientes en la Inglaterra victoriana. Veamos si no, cómo describe Darwin el
comportamiento de las hormigas esclavistas (la misma F. sanguinea) y sus esclavas
(hembras estériles de F. fusca):
“Los machos y las hembras fértiles de esta especie [F. fusca] se encuentran únicamente en sus propias comunidades, y nunca se han observado en los nidos de F. sanguinea. Las esclavas son negras y no superan la mitad del tamaño de sus amas, de modo que el contraste en cuanto a su aspecto es grande. Cuando el nido resulta ligeramente perturbado las esclavas salen afuera en ocasiones, y al igual que sus amas se muestran muy agitadas y defienden el
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hormiguero. De ahí que es claro que las esclavas se sienten enteramente como en su casa” (op. cit.; pg. 127).
Darwin añade que tan sólo una vez había visto hormigas esclavas fuera del nido
en Inglaterra. En Suiza, sin embargo, y según el testimonio de Huber, las esclavas
suelen acompañar a sus amas fuera del nido, colaboran en la construcción y
mantenimiento del nido, y “se encargan de abrir y cerrar las puertas por la mañana y
por la noche” (op. cit.; pg. 127). El mismo Pierre Huber introdujo en un hormiguero
artificial un grupo de treinta F. sanguinea con sus larvas y abundante alimento, y
lamentablemente
“...no hicieron nada; ni tan sólo podían alimentarse, y muchas perecieron de hambre. Huber introdujo entonces una única esclava [F. fusca], y ésta se puso al instante a trabajar, alimentó y salvó a las supervivientes, hizo algunas celdillas, cuidó de las larvas y lo puso todo en orden” (op. cit.; pg. 127). La diligencia y el sentido de la fidelidad de la F. fusca resultan francamente
sugerentes, no tanto por su escasa determinación explicativa como porque ponen en tela
de juicio los límites habituales entre los modos de explicación de las ciencias naturales
y de las ciencias humanas. El caso de las relaciones entre F. sanguinea y F. fusca puede
resultarnos dudoso como ilustración de esta idea. Por ejemplo, se puede aducir que es
antiguo, y que en la actualidad este tipo de explicaciones no serían tan fácilmente
aceptadas por la comunidad de biólogos. Además, es posible argumentar que ciertos
dominios de la biología exigen la puesta en juego de explicaciones teleológicas (la
causa de un acontecimiento o acción está en el futuro), finalistas o prácticas. Este es el
caso desde luego de las acciones a las que se refiere el silogismo práctico, cuya
condición necesaria es que exista una intención o deseo, que proyecta la acción
concreta, o su inicio, hacia un estado final, futurible. De hecho podemos pensar que la
esencia explicativa de la teoría de la evolución es una especie de tensión teleológica,
cuyo mecanismo básico es la selección natural.
Pero esta tensión teleológica alcanza también a la genética moderna, que se
acoge habitualmente al viejo chiste teleológico según el cual, y como ya hemos
señalado, “una gallina es sólo la forma que un huevo tiene de producir otro huevo”,
magnífico ejemplo de ciega teleología. Veamos, por ejemplo, cómo se muestra este
espíritu vitalista, antropomórfico, práctico y teleológico en el discurso de aceptación del
Nobel, que pronunció la especialista en genética Barbara MacClintock en 1983:
“Hay ‘shocks’ que un genoma debe afrontar repetidamente, y ante los cuales está preparado para reaccionar de forma programada... Cada uno de
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ellos desencadena una secuencia de acontecimientos altamente programada dentro de una célula cuya función es amortiguar los efectos del estímulo [shock]. Algún mecanismo sensitivo debe existir en estos casos para alertar a la célula del peligro inminente... Pero también hay reacciones de los genomas a retos no anticipados que no están programados de forma precisa. El genoma no está preparado para estos estímulos. Sin embargo, los siente, y el genoma reacciona de una manera discernible pero no prevista de antemano” (MacClintock, 1984; cit. en Locke, 1997; pgs. 114 y ss.).
Cuando las células sienten y reaccionan para lograr ciertos objetivos, debemos
pensar que o bien estas descripciones son ilegítimas, extremo que habría que probar, o
bien que el silogismo práctico o, en general, las formas de explicación basadas en
intenciones y creencias no son privativas de las ciencias humanas. Resulta muy difícil
saber dónde está la solución.
¿Acaso podemos pensar con Vico que toda forma de explicación legal del
comportamiento de los objetos naturales es siempre secundaria respecto a las
explicaciones legales del fenómemo humano?, ¿existe una propensión
filogenéticamente seleccionada a atribuir intenciones y creencias a cualquier cosa que se
mueva o que tienda a moverse?, ¿es el silogismo práctico la forma primaria de
explicación? Si este fuera el caso, podríamos pensar entonces que, más allá de la
filogénesis, el papel de la historia es precisamente, y cómo apuntábamos en el epígrafe
anterior, desanimar, desmentalizar, progresivamente el mundo, es decir,
sobredeterminarlo explicativamente, explicarlo, en términos del propio Von Wright,
por subsunción teórica.
El problema radica, como hemos visto, en la viabilidad de una teoría de la
acción que presuponga que la acción tiene límites claros. Hemos tratado de ilustrar la
idea de que tal cosa no es posible. La acción no es tanto un dominio ontológico, cuanto,
precisamente, una forma particular de explicar los acontecimientos que se producen y
que vamos produciendo. En la medida en que vamos separando operacionalmente los
acontecimientos de nuestras creencias, intenciones, deseos o metas, vamos también
siendo más capaces de dejar de verlos como acciones; vamos, decíamos,
desanimándolos. El horizonte de ese proceso de desanimación se traslada, se aleja, por
delante de nuestras narices. El horizonte de la naturalización se mueve bajo la presión
de la intencionalidad, de la acción. Defender que cada vez queda menos territorio por
desanimar implica defender la idea de que el mundo y, por tanto, el conocimiento, son
finitos en algún sentido, y, por lo tanto, que es posible comprender.
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El Show de Truman es una película reciente en la que se cuenta al mismo tiempo
la vida de Truman y su lógica externa, su dramaturgia. Su vida es la de un niño
norteamericano que crece felizmente en una familia de clase media. Hasta donde
recuerdo, sólo dos hechos alteran el curso normal de los acontecimientos: (1) una fuerte
tormenta sorprende a Truman y a su padre cuando navegaban en su pequeño barco de
vela, y su padre muere ahogado; (2) Truman se enamora de una chica que le
corresponde, que está dispuesta a romper la baraja y hacerle ver la “verdad”. Cuando
está a punto de hacerlo, el supuesto “padre” de la chica la hace desaparecer de la vida de
Truman. Truman descubre poco a poco pequeños indicios (encuentra a su padre en la
calle; se da cuenta de que ciertas rutinas y acontecimientos se repiten absurdamente,
etc.) que le permiten tomar conciencia de la lógica externa de su vida: un show
televisivo cuya trama era precisamente su vida. Intenta escapar por tierra, pero no lo
consigue. Finalmente, se sube a su barquito de vela y navega en pos del horizonte hasta
que literalmente choca contra él y lo comprende todo. Ha llegado al límite físico de la
farsa, y, en cierto modo, ya sabe todo lo que tenía que saber. Los detalles irá
deduciéndolos poco a poco. Incluso encuentra una puerta, una salida, justo encima del
horizonte y abandona el show.
Concebir algo como acción implica, en definitiva, conocer la lógica externa en la
que cobra sentido el acontecimiento, o bien, por el contrario, remitir cada término de la
explicación a una nueva explicación, de manera que una intención, por ejemplo, sería la
conclusión de una cadena explicativa previa, y así sucesivamente. En otros términos,
¿es comprensible la vida de Truman, antes de intuir lo que pasaba, como acción, o
debemos pensarla como mera reacción, es decir, como conducta?, ¿cómo deberíamos
hacer la historia de Truman?, ¿atendiendo a sus acciones?, ¿o sólo a su conducta?, ¿no
es también la única verdadera acción de Truman (escapar) mera conducta?, ¿qué hay al
otro lado de la puerta que Truman abre en el horizonte?, ¿seguirá habiendo cámaras
“fuera”?, ¿será su evasión parte de la trama?.
Para que nos entendamos, podemos decir que la teoría de la acción de la
tradición analítica que estamos tratando quiere dejar fuera, (a) por debajo, los reflejos y
reacciones fisiológicas , y (b) por encima, lo que podríamos denominar, sin matices, de
momento, las acciones institucionalizadas, en las que el propósito o la intención están
no tanto en la estructura de la acción individual como en un plano desde el que se
regulan y coordinan entre sí las diversas acciones individuales. Pero la tradición
analítica, y el propio Ángel Rivière, no parecen tener en cuenta que el reflejo y la acción
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institucionalizada no constituyen regiones ontológicas independientes, sino tendencias
en la explicación, modos de interpretar los acontecimientos. De este modo, el
razonamiento de los filósofos analíticos sólo podría proceder por eliminación:
descartado que A sea una conducta (un reflejo o una acción institucionalmente
controlada), entonces debe ser una acción.
Así que relatar la acción es la única forma de determinar sus límites en relación
con cierto propósito, y, de este modo, es la única forma de eludir pragmáticamente la
recursividad a la que, desde mi punto de vista, conduce el silogismo práctico, es decir,
la ilusión de explicar la acción. Fuera de los relatos, las acciones se convierten o bien en
auténticos torbellinos de recursividad, o bien en conductas, reacciones, movimientos,
reflejos. No obstante, hasta el reino de la conducta llega también el poder patrimonial de
la narratividad. La lógica del análisis funcional de la conducta es, desde luego, más
narrativa que causal. Una explicación funcional de una jaqueca tensional tiene la
obligación de poner en relación la respuesta de tensión del músculo frontal con lo que
habitualmente se denominan sus antecedentes y sus consecuentes. La vinculación
antecedente-respuesta-consecuente no opera en cada caso particular como
especificación de una ley general, puesto que no hay relaciones necesarias entre los tres
momentos de la secuencia. Desde un punto de vista muy cercano al de Carles Riba
(1990) podemos decir que la vinculación se obtiene en virtud de la significación del
antecedente, que, a su vez, sólo puede ser establecida en virtud del tipo de contingencia
que exista entre la respuesta y sus consecuencias. La matriz narrativa del diagnóstico
médico tradicional, o del psicodiagnóstico, que formalmente ha sido erradicada de las
terapias de corte conductual, permanece vigente, por ejemplo, en la idea de “historia
clínica”.
Evidentemente, y con mucha más razón el psicoanálisis puede ser entendido
como una especie de proceso reglado de elaboración de la historia clínica. Un proceso
que además se reconoce a sí mismo como único remedio terapéutico. Para algunos
psicoanalistas contemporáneos como Shaffer, Polonoff u Ochberg el papel del
psicoterapeuta consiste en facilitar al paciente el reencuentro con algunas claves que le
permitan re-figurar narrativamente su propia historia, lo que exige una especie de
desvanecimiento progresivo de la ilusión de un Yo sustantivo, transcendental e
inmutable (ver, por ejemplo, Schaffer, 1981; Bruner, 1986, McAdams, 1993).
Resumiendo, podemos decir que si no queremos abrir un abismo indescifrable
entre la filogénesis y la historiogénesis tenemos que asumir que ni las psicologías
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espontáneas son tan naturales ni las teóricas tan artificiales. Ambas formas de entender
la mente se articulan sobre gramáticas de la acción culturalmente relevantes, aunque
seguramente universales en cuanto a sus condiciones de posibilidad. El relato de la
secuencia genética que media entre el gesto epistémico del bebé y la acción
dramatizada, que Silvia Español hilvana en algún rincón de este mismo volumen, señala
ese territorio comprometido y fascinante en el que se expresan las relaciones entre el
primate y el dramaturgo, entre la biología y la cultura, entendidas ya no como los
extremos de un continuo, si no como dos propensiones incomprensibles cuando se
miran de manera aislada.
Keneth Burke (1969) sostiene que estas gramáticas de la acción dependen de la
forma particular en que se articulan en un momento dado las relaciones (ratios) entre los
cinco elementos de la pentada dramatúrgica. El actor, el acto, el propósito, el
instrumento y el escenario coinciden grosso modo con los casos de la gramática de
Fillmore. Desarrollarse y vivir implica participar en la construcción de estas gramáticas
de la acción que traducen formas de vida. Las distintas formas de vida se articulan, se
discuten y se ponen a prueba casi siempre en el laboratorio, y raramente en el dominio
de lo que hemos consagrado, construido, como realidad objetiva. Este sería además el
criterio justo para decidir adecuadamente dónde está el dominio de lo real: lo real es el
lugar donde sabemos que ya no se pueden hacer pruebas. Veamos lo que quiero decir
con un ejemplo que extraigo de mi memoria con la mezcla de dolor y alivio con la que
recuperamos un brazo adormecido (Miguel Linaza in memoriam).
Miguel y su hermano juegan con dinosaurios. “Ahora yo iba y me subía por esta montaña” (coloca el pequeño diplodocus sobre el radiador). “Pero entonces venía este bicho, me cogía y me llevaba por los aires” (un pterodáctilo que lleva en la otra mano caza al pequeño diplodocus). El niño-diplodocus grita “¡Papá! ¡papá!”. Miguel observa preocupado a su hermano. De pronto, Josechu, que filmaba la secuencia de juego, pregunta “¿Qué quieres?”. El niño abrumado, desconcertado, defraudado y profundamente enfadado, le contesta a su padre “¡Jolines, papá, que era jugando!”.
El juego es tal vez el primer laboratorio estable en el que ensayamos los aspectos
más problemáticos de nuestras formas de vida. Es el primer escenario donde podemos
probar conjeturas sin correr demasiados riesgos (Bruner, 1984). En el espacio y el
tiempo entrecomillados del juego ponemos a prueba las gramáticas de las que, o a
través de las que, iremos viviendo. El juego es la primera forma de subjuntivar la vida,
o teorizar sobre ella, la forma más primitiva de conjeturarla: “si el radiador fuera una
montaña, si yo fuese un diplodocus pequeñito e indefenso, si este bicho me raptase, y yo
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gritase con todas mis fuerzas, entonces seguro que mi papá se jugaría la vida por
salvarme de sus garras. ¿Y cómo podría seguir probando la fuerza del amor? Me
podría inventar otra historia, o hacer un experimento. Por ejemplo, si en lugar de ser
un diplodocus fuese un secuestrador...”. El arte y la ciencia son actividades de
subjuntivación que se han ido excluyendo mutuamente a través de la historia sin que
todavía sepamos muy bien por qué.
Así que la realidad suele tener, ceteris paribus, los límites definidos como
aristas, a veces incluso afilados como espadas. El problema es que para saber dónde
están los límites hay que participar en el juego, hay que conocer las reglas del juego, su
gramática general. Por otro lado, la única forma de entender de manera autónoma y
reflexiva las reglas vigentes en la situación es trazar su génesis, o, mejor aún, su
genealogía.
Reconocer que vivimos trabados por la acción a un mundo que la propia acción
nos ayuda a objetivar científicamente no sólo nos debe llevar a explicar las condiciones
biológico-funcionales en las que se produce el encuentro. Nos debe llevar, además, a
tomar en consideración que nuestras acciones no pueden ser leídas nunca en abstracto,
como se lee, en último término, la temperatura en un termómetro. El sujeto interpreta
una acción que debe ser interpretada. La mera posibilidad de acotar la acción, de
ponerle límites, de llamarla “acción”, de desplegarla o de describirla en términos
concretos exige una perspectiva histórica y culturalmente significativa. Por eso, la
última mirada de la psicología es siempre una mirada comprensiva, una mirada desde la
esfera de lo que Dilthey llamaba “el espíritu”. Una mirada que recorre y condensa la
historia entera de la humanidad.
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