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ÖDÖN VON HORVÁTH JUVENTUD SIN DIOS Traducción de Denes Martos Edición Original: Año 1937 Edición Electrónica: 2009 INDICE Semblanza de Ödön von Horváth Juventud sin Dios Otras Obras Recomendadas Louis Ferdinand Céline Viaje al Fin de la Noche Pierre Drieu La Rochelle Estado Civil Ernst Jünger Tormentas de Acero

ÖDÖN VON HORVÁTH (Juventud Sin Dios)

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Filosofia de la religion.

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Page 1: ÖDÖN VON HORVÁTH (Juventud Sin Dios)

             

ÖDÖN VON HORVÁTH

JUVENTUD SIN DIOS

Traducción de Denes Martos

Edición Original: Año 1937Edición Electrónica: 2009

 

INDICE

Semblanza de Ödön von Horváth

Juventud sin Dios

Otras Obras Recomendadas

Louis Ferdinand Céline

Viaje al Fin de la Noche

Pierre Drieu La Rochelle

Estado Civil

Ernst Jünger

Tormentas de Acero

 

Semblanza de Ödön von Horváth

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Ödön von Horváth nació un 9 de Diciembre de

1901 como hijo de un diplómata austro-húngaro, en la ciudad que en aquella época se llamaba Fiume y hoy es Rijeka, Croacia.

Después de cursar estudios en Belgrado, Budapest y Viena, estudió filosofía y germanística en Munich. A partir de 1922 se desempeñó como escritor independiente en Berlin y Salzburgo. Ese mismo año aparece su primera publicación: la pantomima "Buch der Tänze" (El Libro de los Bailes).

En 1931, en Berlin, se estrenan sus dramas "Italienische Nacht" (Noche Italiana) y "Geschichten aus dem Wienerwald" (Historias de los Bosques de Viena). Por el segundo de los nombrados recibe el Premio Kleist. En 1933 se traslada a Austria en dónde vive en diferentes lugares, sufriendo depresiones y problemas financieros. En 1934 regresa a Alemania ingresando en la Federación de Escritores Alemanes.

En 1937 estrena en Praga la comedia "Figaro Läßt Sich Scheiden" (Fígaro se Divorcia) y en Amsterdam aparece la novela "Jugend Ohne Gott" (Juventud Sin Dios) que publicamos aquí. Al año siguiente se traslada a París.

Poco antes de su fallecimiento publica su novela "Ein Kind Unserer Zeit" (Un Hijo de Nuestro Tiempo) . El 1° de Junio de 1938, luego de conversar con Robert Siodmak la posibilidad de llevar "Juventud Sin Dios" al cine, encuentra su fin de una manera casi increíble: transitando por los Champs-Élysées lo sorprende una tormenta y la gruesa rama de un árbol le cae encima provocándole la muerte.

Heinz Hilpert, el Intendente del Teatro Alemán entre 1934 y 1944, dijo de él:

"Horváth miró a esa medusa que llamamos vida directamente a los ojos y, sin temblar, relató lo que realmente sucede en aquello que parece suceder. Fue su veracidad y la ausencia de concesiones en la presentación de la falta de vínculos de las personas entre sí lo que hizo a otros hablar de una gran brutalidad, de cinismo y de ironía; cuando nada de esto fue el caso. Es que Horváth fue un hombre que miró la vida con ojos que no fueron negativos en absoluto. Sólo tuvo una mirada radiográfica. Vió la vida tal como es realmente."

 

 

JUVENTUD SIN DIOS 

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Los Negros 

25 de Marzo

Sobre mi mesa hay flores. Qué tierno. Un regalo de mi buena ama de casa, ya que hoy es mi cumpleaños

Pero necesito la mesa y empujo las flores a un costado, y también la carta de mis ancianos padres. Mi madre escribió: “Para tu 34° cumpleaños te deseo, querido niño, lo mejor. Que Dios Todopoderoso te otorgue salud, suerte y satisfacciones.” Y mi padre escribió: “Para tu 34° cumpleaños, mi querido hijo, te hago llegar mis mejores deseos. Que Dios Todopoderoso te otorgue suerte, satisfacciones y salud.”

La suerte es algo que siempre viene bien, pienso para mis adentros, y saludable eres también, ¡gracias a Dios! Toco madera. Pero ¿satisfecho? No, en realidad no estoy satisfecho. Pero, al fin y al cabo nadie lo está. Me siento a la mesa, destapo un frasco de tinta roja, me mancho con ello los dedos y me enojo. ¡Ya sería hora de inventar una tinta con la que sea imposible mancharse!

No, realmente no estoy satisfecho.

No pienses tonterías, me regaño a mi mismo. Tienes un empleo seguro con derecho a pensión, y eso en esta época en la que nadie sabe si mañana el mundo seguirá girando todavía. ¡Increíble! ¿Cuantos se lamerían todos los dedos si estuviesen en tu lugar? ¡Que reducido es el porcentaje de los aspirantes a un puesto de profesor que realmente pueden llegar a enseñar! Dale gracias a Dios que perteneces al cuerpo docente de un colegio secundario de la ciudad y que, por lo tanto, puedes volverte viejo y estúpido sin grandes preocupaciones económicas! ¡Hasta podrías llegar a tener cien años; quizás algún día llegarás a ser el habitante más viejo de la Patria! Con eso ingresarías con tu cumpleaños a una revista ilustrada y abajo diría: “Todavía está perfectamente lúcido”. ¡Y todo eso con una pensión! ¡Piénsalo y no peques!

No peco y comienzo a trabajar. Veintiséis cuadernos azules yacen a mi alrededor, veintiséis chicos de alrededor de catorce años escribieron ayer una composición durante la clase de geografía; pues sucede que enseño Historia y Geografía.

Afuera todavía brilla el sol. ¡Debe estar lindo en el parque! Pero la profesión es un deber; corrijo los cuadernos y escribo en mi libreta quién sirve y quién no.

El tema de las composiciones, establecido por las autoridades de supervisión, se intitula: “¿Por qué debemos tener colonias?”. Sí, ¿por qué? ¡Bien! ¡Oigamos!

El apellido del primer estudiante comienza con una B: se llama Bauer y Franz de nombre. En esta clase no hay nadie que comience con una A pero, en cambio, tenemos nada menos que cinco con B. ¡Una rareza tantas B con veintiséis alumnos en total! Pero dos B son mellizos, de allí la peculiaridad. Automáticamente recorro la lista de nombres en mi libreta

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y constato que la B es alcanzada casi apenas por S – correcto, cuatro comienzan con S, tres con M, con dos hay E, G, L y R y uno por cada F, H, N, T, W y Z, mientras que no hay nadie que comience con A, C, D, I, O, P, Q, U, V, X o Y. Y bien Franz Bauer ¿por qué necesitamos colonias?

“Necesitamos colonias”, escribe, “porque necesitamos numerosas materias primas, ya que sin materias primas no podríamos sustentar nuestra sobresaliente industria según la esencia y la calidad de la misma, lo cual tendría como inaceptable consecuencia que el trabajador autóctono se quedaría otra vez sin trabajo.” ¡Muy bien, querido Bauer! “Aunque no se trata del trabajador” – ¿sino, Bauer? – “sino que se trata más bien de la totalidad del pueblo ya que, en última instancia, el trabajador también pertenece al pueblo.”

Sin duda y en última instancia éste es un estupendo descubrimiento, se me ocurre pensar, y de pronto me llama la atención la forma en que en nuestra época nos presentan antiquísimas sabidurías como consignas novedosas. ¿O acaso siempre fue así? No lo sé.

Ahora sólo sé que tengo que leerme otra vez veintiséis composiciones que, a partir de premisas torcidas, llegan a falsas conclusiones. Sería hermoso que “torcido” y “falso” se anularan mutuamente, pero no lo hacen. Pasean por allí tomados del brazo y cantan frases huecas. Como empleado de la ciudad, ¡me voy a cuidar mucho de hacer la más mínima crítica de este dulce cantar! Aunque nos duela, ¿qué puede hacer el individuo aislado contra todos? Lo único que puede hacer es rabiar en secreto. ¡Y ya no me quiero enfadar más! ¡Corrige rápido, al fin y al cabo quieres ir al cine! ¿Qué es lo que escribe allí el N? “Todos los negros son ladinos, cobardes y holgazanes” - ¡Demasiado estúpido! ¡A esto lo tacho! Y todavía pienso agregar con tinta roja al margen:

“¡Generalización absurda!” – y me detengo. Atención ¿no escuché ya esta frase acerca de los negros en los últimos tiempos? Pero ¿dónde? Ya lo tengo: sonó en el altoparlante de la radio del restaurante y casi me corta el apetito.

De modo que dejo la frase tal como está porque lo que dice la radio no lo puede tachar un profesor en el cuaderno de un alumno. Y mientras sigo leyendo, continuamente oigo la radio: cecea, aúlla, ladra, ratea, amenaza – y los diarios imprimen lo que dice y los niñitos lo copian.

Acabo de dejar atrás a la letra T y ya viene Z. ¿Dónde quedó W? ¿Acaso se me traspapeló el cuaderno? No. El W estuvo enfermo ayer – se pescó una pulmonía el domingo en el estadio, eso es, el padre me lo comunicó correctamente por escrito. ¡Pobre W! ¿Para qué vas al estadio cuando llueve a cántaros?

En realidad, esta pregunta podrías hacértela a ti mismo, se me ocurre, porque el domingo tú también estabas en el estadio y te quedaste firme allí hasta el silbato final a pesar de que el fútbol que ofrecían los dos equipos no era, en absoluto, de alta calidad. Sí, el juego incluso fue directamente aburrido – de modo que: ¿por qué te quedaste? ¿Por qué se quedaron treinta mil espectadores contigo?

¿Por qué?

Cuando el del delantero derecho sobrepasa al centrocampista izquierdo y tira un centro, cuando el centrodelantero acomoda la pelota en el espacio vacío y el arquero se tira, cuando el centrocampista izquierdo colabora con su defensa y fuerza una jugada por los laterales, cuando el defensor salva la situación sobre la línea del arco, cuando alguno pega

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un empujón antirreglamentario o hace un gesto caballeresco, cuando el árbitro es bueno o flojo, imparcial o parcial, entonces para el espectador no existe en todo el mundo más que el fútbol, ya sea que brille el sol, o que llueva o que caiga la nieve. En ese momento se ha olvidado de todo.

¿De qué “todo”?

Tengo que sonreír: de los negros, probablemente.

 

 

LlueveCuando a la mañana siguiente llegué al colegio y subí por las escaleras para ir a la sala de profesores, oí un gran bochinche proveniente del segundo piso. Subí rápidamente y vi como cinco jóvenes, y eran E, G, R, H y T, le daban una paliza al F.

“¿Qué se les ha ocurrido?”, les grité. “Si creen que tienen que pelearse como los de la primaria por lo menos hagan el favor de pelear uno contra uno; ¡porque cinco contra uno es de cobardes!”

Me miraron sin comprender, incluso el F sobre el cual habían caído los otros cinco. El cuello de su camisa estaba desgarrado. “¿Qué les ha hecho?” pregunté a continuación, pero los héroes no quisieron largar prenda y hablar; como tampoco lo quiso hacer el apaleado. Sólo poco a poco pude enterarme de que el F no les había hecho nada a los otros cinco sino todo lo contrario: los cinco le habían robado sun pan con manteca, y no para comérselo, sino tan sólo para que no lo tuviera. Habían tirado el pan al patio a través de la ventana.

Miré hacia abajo. Allí estaba sobre el empedrado gris. Todavía sigue lloviendo y el pan se destaca con toda nitidez.

Y pienso: quizás los cinco no tenían un pan con manteca y les da rabia que el F haya tenido uno. Pero no, todos ellos tenían su pan, y el G. incluso tenía dos. Y pregunto de nuevo: “¿Por qué hicieron eso?” Ellos mismos no lo saben. Están parados delante de mí con una sonrisa estúpida y se sienten incómodos. Y sí, el hombre debería muy bien ser malo, y eso es algo que también está en la Biblia. Cuando terminó de llover y las aguas del diluvio universal se retiraron, Dios dijo: “De aquí en más no quiero castigar a la tierra por culpa de los hombres ya que el afán del corazón humano es malo desde la juventud en adelante.”

¿Mantuvo Dios su promesa? Todavía no lo sé. Pero ya no pregunto por qué tiraron el pan al patio. Sólo pretendo saber si no han escuchado nunca que desde tiempos ancestrales, desde hace miles y miles de años, desde los comienzos de la reglamentación del comportamiento humano, se fue formando con una fuerza cada vez mayor una ley no escrita, una ley varonil: ya que se pelean, ¡peleen solamente uno contra uno! ¡Sean siempre caballeros! Y me dirijo otra vez a los cinco y les pregunto: “¿Es que no les da vergüenza?”

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No. No les da vergüenza. Estoy hablando otro idioma. Me miran con grandes ojos, sólo el aporreado sonríe. Se está riendo de mí.

“Cierren la ventada”, les digo, “que va a terminar entrando la lluvia.”

La cierran.

¿Qué clase de generación será ésta? ¿Será una generación dura o tan sólo bruta?

No agrego una sola palabra más y me dirijo a la sala de profesores. En la escalera me detengo y escucho: ¿no estarán peleándose de nuevo?. No; todo está en silencio. Están asombrados.

 

Los plebeyos ricos 

De 10 a 11 tuve geografía. Durante esta clase tuve que mencionar los deberes referidos a la cuestión colonial que corregí ayer. Tal como ya dije, según las reglas establecidas uno no puede decir nada en contra del contenido de las composiciones. De modo que, mientras entregaba los cuadernos a los alumnos, hablé solamente de sensibilidad idiomática, ortografía y formalidades. Así es como a uno de los B le dije que no escribiese siempre más allá del margen izquierdo; al R que los párrafos debían ser más largos; al Z que colonizar se escribe con z y no colonisar con s. Pero cuando le devolví el cuaderno al N no me pude contener. “Escribiste”, le dije, “que nosotros los blancos estamos desde el punto de vista y cultural-histórico muy por encima de los negros, y eso probablemente es bien cierto. Pero no debes escribir que los negros no importan, es decir, si deben vivir o no. También los negros son seres humanos.”

Por un instante me miró petrificado y después un rasgo incómodo se deslizó en su rostro. ¿O me equivoqué? Tomó su cuaderno con la buena calificación, agradeció en forma correcta y volvió a sentarse en su banco. Muy pronto me enteraría de que no me había equivocado.

Ya al día siguiente apareció el padre del N durante la reunión que una vez por semana yo tengo la obligación de disponer para tomar contacto con los padres. Se interesan por el progreso de sus hijos y se asesoran sobre problemas educativos de todo tipo, la mayoría de las veces bastante intrascendentes. Son buenos ciudadanos, empleados, oficiales, comerciantes; no hay ningún obrero entre ellos.

Con algunos padres tenía la sensación que pensaba igual que yo sobre el contenido de las distintas composiciones escolares. Pero sólo nos mirábamos, nos sonreíamos mutuamente y hablábamos sobre el estado del tiempo. La mayoría de los padres tenía más edad que yo; uno de ellos era un verdadero anciano. El menor de todos cumplió veintiocho años hace apenas dos semanas.  Con diecisiete años había raptado a la hija de un industrial; un hombre elegante. Cuando viene a mis reuniones siempre aparece con un auto deportivo. La mujer se queda abajo, sentada en el vehículo, y sólo la puedo ver desde arriba. Su sombrero, sus brazos, sus piernas. Nada más. Pero me gusta. Tú también podrías tener ya

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un hijo, pienso en esos casos, pero me puedo dominar en eso de poner un hijo en el mundo. ¡Sólo para que le peguen un tiro en alguna guerra!

Pues bien, ahora lo tenía al padre del N parado ante mi. Tenía un andar muy seguro de sí mismo y me miró directamente a los ojos. “Soy el padre de Otto N”. “Encantado de conocerlo Señor N”, contesté con una reverencia como corresponde; le ofrecí un asiento pero no se sentó. “Señor profesor”, comenzó, ”mi presencia aquí obedece a una cuestión extremadamente seria que bien podría llegar a tener consecuencias aún más serias. Mi hijo Otto me comunicó ayer por la tarde, totalmente indignado, que usted, señor profesor, profirió un comentario poco menos que inaudito.” – “¿Yo?”

“Sí, señor. Usted.”

“¿Cuándo?”

“En ocasión de la clase de geografía de ayer. Los alumnos redactaron una composición sobre problemas coloniales y allí le dijo usted a mi hijo Otto: también los negros son seres humanos. ¿Sabe usted lo que quiero decir?”

“No”

Realmente no lo sabía. Me miró en forma inquisitorial. Por Dios que debe ser estúpido este hombre, pensé yo.

“Mi presencia”, comenzó otra vez despacio y subrayando las palabras, “obedece al hecho que, desde mi más temprana juventud, persigo la justicia. Por lo tanto, le pregunto: ¿tuvo o no tuvo lugar de hecho esa ominosa manifestación acerca de los negros de parte de usted, en esa forma y en ese contexto?”

“Sí”, le contesté y tuve que sonreír: “Su presencia aquí no sería por lo tanto en vano –“

“Lo lamento”, me interrumpió de modo áspero,”¡no estoy para bromas! ¿No tiene usted en claro lo que significa una manifestación de esa clase acerca de los negros? ¡Eso es sabotaje a la patria! ¡Oh! ¡A mí no me engaña usted! ¡Sé demasiado bien por qué secretos caminos y con qué pérfidos engaños intenta usted socavar las almas de niños inocentes con sus romanticonerías humanistoides!

En ese punto se me hizo demasiado. “¡Permítame”, estallé, “que todos los hombres son seres humanos es algo que ya está hasta en la Biblia!”

“Cuando se escribió la Biblia todavía no había colonias en el sentido actual”, me aleccionó impertérrito el maestro panadero. “¡A una Biblia hay que entenderla en sentido figurado, en forma alegórica, o no se la entiende en absoluto! Señor, ¿cree usted que Adán y Eva vivieron real o tan sólo metafóricamente? ¡Ahí tiene! ¡No podrá usted usar al buen Dios para sus tergiversaciones, me encargaré de eso!”

“Usted no se encargará de nada”, le dije y lo conduje hacia la salida. En realidad, lo eché. “¡Nos volveremos a ver en Filipos!”, ([1]) me gritó todavía y desapareció.

Dos días después yo estaba en Filipos.

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El director me había llamado. “Oiga”, me dijo, “llegó un escrito de las autoridades de supervisión. Un tal maestro panadero N se ha quejado de usted por alguna observación que habrá dejado caer. – Está bien, conozco eso y sé como surgen esas quejas; ¡a mí no me tiene usted que aclarar nada! Pero, querido colega, es mi deber llamar su atención para que no se vuelva a repetir algo similar. ¡Se olvida usted de la circular confidencial 5679 u/33! Tenemos que mantener lejos de la juventud todo lo que pueda menoscabar sus futuras aptitudes militares – esto es: tenemos que educarlos moralmente para la guerra. ¡Punto!”.

Miré al director, se sonrió y adivinó mis pensamientos. Después, se levanto y comenzó a pasear de un lado para el otro. Es un anciano muy buen mozo, pensé.

“Se asombra usted”, me dijo de repente, “de que me pongo a hacer sonar la trompeta de guerra, ¡y tiene usted razón en asombrarse! En este momento usted está pensando: ¡mírenlo al hombre! Hace apenas algunos años todavía ponía su firma bajo inflamadas declaraciones en favor de la paz. ¿Y hoy? ¡Hoy se está armando para la guerra!”

“Sé que lo hace tan sólo en forma obligada”, traté de calmarlo.

Quedó callado, se paró frente a mí y me miró detenidamente. “Joven”, me dijo muy serio, “comprenda una cosa: no existe ninguna coerción. Podría contradecir al espíritu de la época y dejarme meter preso por un señor maestro panadero; podría irme de aquí, pero no quiero irme; ¡eso es! ¡no quiero! Porque quiero llegar a la edad en que puedo aspirar a una pensión completa.”

Eso es bien bonito, pensé.

“Usted me toma por cínico”, continuó y ya me estaba mirando de un modo completamente paternal. “¡Oh no! Todos nosotros, todos los que hemos aspirado a llegar a orillas más elevadas de la humanidad, hemos olvidado una cosa: ¡la época! La época en la que vivimos. Querido colega, el que ha visto tanto como yo, ése de a poco comprende la esencia de las cosas”.

Para ti es fácil hablar, pensé otra vez, tú has podido vivir la bella época de antes de la guerra. Pero ¿y yo? Yo amé por primera vez recién en el último año de la guerra y no pregunto nada.

“Vivimos en un mundo plebeyo”, me concedió con tristeza. “Piense tan sólo en la antigua Roma, 287 antes del nacimiento de Cristo. La lucha entre los patricios y los plebeyos todavía no estaba decidida pero los plebeyos ya habían ocupado los puestos más importantes del Estado.”

“Permítame, señor director”, me atreví a interrumpir, “por lo que sé, a nosotros no nos gobiernan ningunos plebeyos pobres; lo único que nos gobierna es el dinero.” Me volvió a mirar con grandes ojos y sonrió con disimulo. “Eso es cierto. Pero ¡le voy a dar inmediatamente un aplazo en Historia, señor profesor de Historia! Está olvidando usted por completo que también entonces hubo plebeyos ricos. ¿No se acuerda?”

Me acordaba. ¡Naturalmente! Los plebeyos ricos abandonaron al pueblo y formaron con los ya un poco decadentes patricios la nueva nobleza estatal, los llamados optimates.

“¡No se vuelva a olvidar de eso!”

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“No.”

 

 

El pan 

Cuando ingreso a la próxima hora en el aula en dónde me había permitido decir algo acerca de los negros, siento inmediatamente que algo no está en órden. ¿Acaso los señores han llenado de tinta mi silla? No. ¿Por qué me miran con esa mirada tan maliciosa?

Entonces uno levanta la mano. ¿Qué pasa? Viene hacia mí, hace una pequeña reverencia, me entrega una carta y vuelve a sentarse.

¿Y eso qué quiere decir?

Abro la carta y le echo un vistazo, estoy a punto de explotar, sin embargo me domino y hago como que la leo detenidamente. Sí, todos la han firmado, los veinticinco, el W sigue enfermo todavía.

“No deseamos”, dice la carta, “que usted nos siga enseñando porque después de lo ocurrido, los abajo firmantes ya no le tenemos confianza y solicitamos otro docente.”

Miro a los abajo firmantes, a uno tras otro. Están callados y no me miran. Reprimo mi excitación y pregunto como al pasar: “¿Y quién escribió esta carta?”

No se presenta ninguno.

“¡No sean tan cobardes!”

No se mueven.

“Bien”, digo y me levanto, “tampoco me interesa ya quien la ha escrito desde el momento en que todos la han firmado. – Está bien, no tengo ninguna gana de enseñar a una clase que no me tiene confianza. Pero créanme, quise con mi mejor conciencia” – me detengo porque de pronto me doy cuenta que uno de ellos escribe debajo del pupitre.

“¿Qué estás escribiendo allí?”

Trata de esconderlo

“¡Dámelo!”

Se lo quito y sonríe con ironía. Es una hoja de papel en dónde acaba de escribir cada una de mis palabras.

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“¿Así que me quieren espiar?

Sonríen incómodos.

Sonrían no más, los desprecio. Por Dios que ya no tengo nada que buscar aquí. ¡Que venga otro a lidiar con ustedes!

Voy a ver al director, le informo de lo ocurrido, y solicito otra clase. El director sonríe: “¿Cree usted que los otros son mejores?” Después me acompaña de vuelta al aula. Se enfurece, grita, los increpa – ¡un estupendo actor! Fue una desfachatez, brama, una canallada, y los atorrantes no tienen ningún derecho a exigir otro profesor, qué se han creído, ¿acaso se han vuelto locos?, etcétera. Y después se va y me deja otra vez solo con ellos.

Y allí están sentados frente a mí. Me odian. Quisieran arruinarme, arruinar mi existencia y todo lo demás porque no pueden soportar la idea de que un negro también es un ser humano. No. ¡Ustedes no son seres humanos!

Pero esperen amigos míos. Por ustedes no me voy a exponer a un castigo disciplinario, y ni hablemos de perder mi pan cotidiano. –  ¿Que no tenga nada para comer, no es cierto? ¿Nada de ropa, nada de zapatos? ¿Ningún techo? ¡Eso es lo que se creen! No. De aquí en adelante sólo les pienso contar que no hay seres humanos aparte de ustedes, ¡y se los pienso contar hasta que los negros los pongan sobre el asador! ¡Ustedes se la han buscado!

 

La peste 

Esa noche no quise irme a dormir. Constantemente veía la nota en la que habían anotado mis palabras – sí, querían aniquilarme.

Si hubieran sido indios me hubieran atado al poste de los tormentos y me hubieran arrancado el cuero cabelludo, y con la mejor de las conciencias.

Están convencidos de que tendrían razón.

¡Es una banda espantosa!

¿O es que yo no los comprendo? ¿Acaso soy demasiado viejo con mis treinta y cuatro años? ¿Acaso la brecha entre nosotros es más profunda que lo usual entre dos generaciones?

Hoy pienso que es insalvable. Que estos muchachos rechacen lo que para mí es sagrado no fue lo peor a pesar de todo. Mucho peor es la forma en que lo rechazan; esto es: sin conocerlo. ¡Pero lo peor de todo es que ni siquiera quieren conocerlo en absoluto!

Odian todo lo que sea pensar.

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¡El ser humano les importa un comino! Quieren ser máquinas, tornillos, ruedas, pistones, correas – pero todavía más que máquinas quisieran ser munición, bombas, esquirlas, granadas. ¡Con qué gusto reventarían en cualquier campo de batalla! Un nombre sobre un monumento guerrero es el sueño de su pubertad.

Pero ¡alto! ¿No es una gran virtud esta disposición al mayor sacrificio?

Seguro que sí, cuando se trata de una causa justa –

¿De qué se trata aquí?

“Lo justo es aquello que le rinde culto al propio clan”, dice la radio. Lo que no nos hace bien es injusto. Por lo tanto, todo está permitido, asesinato, robo, incendio, perjurio – más todavía, no sólo está permitido, ni siquiera existen crímenes en absoluto si son cometidos en el interés del propio clan. ¿Qué es eso?

El punto de vista del criminal.

Cuando los plebeyos ricos de la antigua Roma temieron que el pueblo podría imponer su exigencia de reducir los impuestos, se refugiaron en la torre de la dictadura. Y al patricio Manlio Capitolino, que con su propia fortuna quería liberar de sus deudas a los deudores plebeyos, lo condenaron a muerte despeñándolo de la Roca Tarpea. La sociedad humana, desde que existe, no puede prescindir del crimen por cuestiones de supervivencia. Pero los crímenes se callaban, se borraban, las personas se avergonzaban de ellos.

Hoy todos están orgullosos de ellos.

Es una peste.

Estamos todos apestados, amigos y enemigos. Nuestras almas están llenas de bultos negros, pronto morirán. Y seguiremos viviendo pero estaremos muertos a pesar de todo.

También mi alma está debilitada ya. Cuando leo en los diarios que uno de ellos ha muerto, pienso: “¡Demasiado pocos! ¡Demasiado pocos!”

¿Acaso no he pensado también hoy “que sucumban todos”? No. ¡Ahora no quiero seguir pensando. Ahora me lavo las manos y me voy al café. ¡Ahí siempre hay alguien sentado con quien se puede jugar al ajedrez! ¡Tengo que salir de mi habitación! ¡Aire! –

Las flores que recibí de mi ama de casa están marchitas. Van a parar a la basura. Mañana es domingo.

En el café no hay nadie, porque no conozco a nadie.

¿Qué hacer?

Me voy al cine.

En el noticiero veo a los plebeyos ricos. Inauguran sus propios monumentos, ponen la primera piedra fundamental y ven el desfile de sus guardias personales. Después viene un

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ratoncito que vence a los gatos más grandes, y después una historia policial de suspenso en la que se disparan muchos tiros para que el principio del bien pueda triunfar.

Cuando salgo del cine ya es de noche.

Pero no me voy a casa. Tengo miedo de mi habitación.

Enfrente hay un bar, allí tomaré algo si es barato.

No es caro.

Entro. Una señorita me quiere hacer compañía.

“¿Tan solito?” me pregunta.

“Sí”, le sonrío, “por desgracia” –

“¿Me puedo sentar aquí con usted?”

“No.”

Se retira ofendida. No quise herirla señorita. No se enoje conmigo pero estoy solo.

 

 

La era de Piscis 

Después de tomarme el sexto aguardiente pensé que se tendría que inventar un arma que anulase el efecto de cualquier otro arma, en cierto sentido pues: la antítesis de un arma - ¡en fin!, ¡si tan sólo fuese inventor, las cosas que inventaría! ¡Que suerte que tuvo el mundo!

Pero no soy ningún inventor y ¿qué habría perdido el mundo si yo no hubiese visto nunca su luz? ¿Que diría el sol a eso? ¿Y quién viviría entonces en mi habitación?

¡No preguntes tantas tonterías, estás borracho! Simplemente estás aquí. ¿Qué quieres, si ni siquiera sabes si tu habitación existiría en absoluto si tú no hubieses nacido? ¡Quizás, en ese caso, tu cama de madera sería todavía un árbol! ¡Eso! ¡Debería darte vergüenza, viejo burro, hacer esas preguntas metafísicas como un escolar de tiempos idos que todavía no ha digerido su esclarecimiento en materia de amor! No investigues lo oculto, ¡mejor tómate tu séptimo aguardiente! Y tomo, y tomo – Estimadas damas y caballeros, ¡no amo la paz! ¡Deseo la muerte para todos nosotros! Pero no una simple sino una complicada, habría que reimplantar el suplicio, ¡sí señor!: ¡el tormento! ¡No se pueden forzar cantidades suficientes de confesiones de culpa porque el hombre es malo!

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Después del octavo aguardiente le cabeceo amigablemente al pianista a pesar de que su música, hasta la sexta copa, me disgustó horrores. Ni me di cuenta de que un caballero se había parado ante mí y que me había dirigido la palabra ya dos veces. Recién a la tercera vez lo vi.

Lo reconocí de inmediato.

Era nuestro Julio César.

Originalmente un colega proscrito, un filólogo clásico del liceo de señoritas que se enredó en un asunto feo. Se metió con una estudiante menor de edad y lo encerraron. Durante mucho tiempo no se lo vio, después escuché que estaba haciendo venta ambulante puerta a puerta de toda clase de porquerías. Tenía una traba de corbata notoriamente grande con una calavera en miniatura en la que había una minúscula lámpara conectada a una pila en su bolsillo. Cuando apretaba un botón, los ojos de la calavera se iluminaban de rojo. Ésas eran sus bromas. Una vida encallada.

Ya no me acuerdo cómo fue que de repente lo tuve sentado a mi lado y nos enredamos en un ardiente debate. Sí; yo estaba muy borracho y sólo recuerdo pedazos sueltos de conversación – 

Julio César dice: “¡Eso que usted anda diciendo, estimado colega, no son más que inmadureces! ¡Ya es hora de que converse con alguien que ya no tiene nada que esperar y que por ello tiene la mirada libre para observar el cambio generacional! Así que usted, colega, y yo somos, según Adam Riese, dos generaciones y los atorrantes de su clase también son una generación; de modo que, según Adam Riese, somos tres generaciones. Yo tengo sesenta, usted anda por los treinta y esos piojosos por los catorce. ¡Preste atención! Lo decisivo para la actitud de toda una vida son las vivencias de la pubertad, en especial en el caso del sexo masculino.”

“No me aburra”, le dije.

“¡Escúcheme aunque se aburra; si no, me pongo furioso! Así que el mayor y único problema general de la pubertad de mi generación fue la mujer, es decir: la mujer que no conseguimos. Porque en aquél entonces no era tan así. Por consiguiente, nuestra vivencia más destacada en aquellos días fue la autosatisfacción conjuntamente con todos sus fenómenos conexos pasados de moda, en especial con el miedo, totalmente irracional como quedaría demostrado después, de las consecuencias nefastas para la salud y etcétera. En otras palabras: tropezamos con la mujer y nos caímos dentro de la guerra. En cuanto a su pubertad, querido colega, la guerra ya estaba en su mejor momento. No quedaban hombres y las mujeres se hicieron más dispuestas. A ustedes ni se les ocurrió concentrarse en ustedes mismos, el mundo femenino subalimentado se abalanzó sobre el despertar primaveral de todos. Para la generación de ustedes la mujer ya no era una santa, por eso es que nunca satisfará a los que son como usted porque, en el rincón más profundo del alma, ustedes anhelan lo limpio, lo inalcanzable, lo inaccesible – en otras palabras: anhelan la autosatisfacción. En este caso fueron las mujeres las que tropezaron con ustedes, los jóvenes, y cayeron en la masculinización”.

“Colega, es usted un erotómano”.

“¿Por qué?”

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“Porque está usted considerando a toda la creación desde un punto de vista sexual. Está bien que ésa sea una característica de su generación, especialmente a su edad, pero ¡no se quede usted eternamente en la cama! Levántese, corra la cortina, deje entrar la luz y mire conmigo hacia afuera!”

“¿Y qué vemos afuera?”

“¡Nada lindo, pero aún así!”

“¡Me parece que usted es un romántico disfrazado! ¡Por favor, no me vuelva a interrumpir! ¡Siéntese! Ahora llegamos a la tercera generación, es decir a los que hoy tienen catorce años: para ellos la mujer ya no es ningún problema en absoluto, porque ya no existen mujeres de verdad, ¡sólo hay monstruos que estudian, reman, hacen gimnasia y desfilan! ¿No se ha dado cuenta de que las mujeres se vuelven cada vez menos atractivas?”

“Usted es un hombre unilateral”

“¿Quien se va a entusiasmar con una Venus que carga una mochila? ¡Yo no! Sí, sí; la desgracia de la juventud de hoy es que ya no tiene una pubertad correcta en cuanto a lo erótico, a lo político, a lo moral, etcétera; ¡todo está embarullado, aguado, metido en una cacerola! Y aparte de ello, demasiadas derrotas se han festejado como victorias; demasiadas veces los sentimientos más íntimos de la juventud fueron requeridos por algún espantajo mientras que, por el otro lado, lo tienen todo servido: sólo tienen que copiar lo que les balbucea la radio y ya reciben las mejores calificaciones. Pero también quedan todavía individualidades, gracias a Dios.”

“¿Qué clase de individualidades?”

Miró a su alrededor con temor, se inclinó acercándose a mí y dijo en voz muy baja: “Conozco una dama cuyo hijo está cursando el bachillerato. Se llama Robert y tiene quince años. Hace poco ha leído un libro de ésos, en secreto – no, nada erótico sino uno nihilista. Se titulaba «Sobre la Dignidad de la Vida Humana» y está absolutamente prohibido.”

Nos miramos. Bebimos.

“¿Cree usted, por lo tanto, que algunos de ellos lee en secreto?”

“Lo sé. En lo de esa dama a veces se forma directamente un pequeño círculo; ella está frecuentemente por completo fuera de sí. Los chicos leen todo. Pero leen solamente para poder burlarse. Viven en un paraíso de la tontería y su ideal es el sarcasmo. Se vienen tiempos fríos, el tiempo de los peces.”

“¿De los peces?”

“Soy tan sólo un astrólogo amateur, pero el planeta se dirige hacia el signo de Piscis. Con eso, el alma del ser humano se vuelve imperceptiblemente igual al rostro de un pez.” – 

Eso es todo lo que me quedó del largo debate con Julio César. Recuerdo tan sólo que, mientras yo hablaba, él iluminaba con frecuencia su calavera para irritarme. Pero yo no me dejé irritar, a pesar de que estaba perdidamente borracho. –

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Y después me despierto en una habitación extraña. Estoy acostado en otra cama. Está oscuro y oigo como alguien respira pesadamente. Es una mujer – ¡Ajá! Duerme. ¿Eres rubia, morocha, castaña o pelirroja? No me acuerdo. ¿Cómo es tu aspecto? ¿Debería encender la lámpara? No. No te preocupes, continúa durmiendo.

Con cuidado me levanto y voy hasta la ventana. Todavía es de noche. No veo nada. Ninguna calle, ninguna casa. Todo es tan sólo niebla. Y la luz de un farol lejano cae sobre la niebla y la niebla parece agua. Como si mi ventana estuviese debajo del mar. Ya no miro hacia afuera.

Porque de otro modo los peces nadarán hasta la ventana y mirarán hacia adentro.

 

 

El arqueroCuando a la mañana siguiente llegué a mi domicilio, mi ama de casa ya me estaba esperando. Estaba muy excitada. “Hay un caballero”, me dijo, “ya lo está esperando desde hace veinte minutos, le hice tomar asiento en el salón. Pero, ¿dónde estaba metido usted?”

“En lo de unos conocidos. Viven afuera y perdí el último tren, así que me quedé afuera por una noche.”

Entré al salón. Había un hombre pequeño, modesto, al lado del piano. Estaba hojeando el álbum de música, no lo reconocí de inmediato. Tenía ojos enrojecidos. Trasnochado, cruzó por mi mente. ¿O había llorado? “Soy el padre de W”, dijo el hombre, “señor profesor, tiene que ayudarme, ¡ha pasado algo terrible! ¡Mi hijo morirá!”

“¡¿Qué?!”

“Sí; es que se pescó ese terrible resfrío hace ocho días en el estadio de fútbol y el médico piensa que sólo un milagro podría salvarlo, pero no hay milagros señor profesor. La madre ni siquiera lo sabe todavía, no tuve el coraje de decírselo – mi hijo está consciente sólo de a ratos, señor profesor, y el resto del tiempo sólo delira por la fiebre pero cuando está consciente siempre pide tanto ver a alguien –  ”

“¿A mí?”

“No; no a usted, señor profesor; quiere ver al arquero, al futbolista que el último domingo jugó tan bien; ¡es todo un ídolo para él! Y pensé que quizás usted sabría dónde puedo encontrar a ese arquero; quizás se le podría pedir que venga.”

“Sé dónde vive”, dije yo, “y voy a hablar con él. ¡Usted váyase a su casa, yo le llevo al arquero!”

Se fue.

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Me cambié rápidamente y también me fui. A lo del arquero. Vive cerca de mi casa. Conozco su negocio de artículos deportivos que atiende su hermana.

Como era domingo, estaba cerrado. Pero el arquero vive en la misma casa, en el tercer piso.

Estaba justo desayunando. La habitación estaba repleta de trofeos. De inmediato accedió a acompañarme. Hasta dejó su desayuno y bajó rápidamente delante de mí las escaleras. Tomó un taxi para los dos y no me dejó pagarlo.

A la puerta de la casa nos recibió el padre. Parecía haberse vuelto aún más pequeño. “No está consciente”, dijo en voz baja, “y está el médico, pero ¡pasen ustedes, señores! ¡Le agradezco mucho, señor arquero!”

La habitación estaba a media luz, y en el rincón había una cama ancha. Allí estaba. Su cabeza estaba al rojo vivo, y se me ocurrió que era el más pequeño de la clase. Su madre también era pequeña.

El alto arquero se quedó parado, incómodo. Así que allí yacía uno de sus admiradores más sinceros. Uno de los muchos miles de los que lo festejaban, de los que más gritan, de los que conocen su biografía, de los que le piden autógrafos, de los que tanto les gusta sentarse detrás del arco y a los que hace desalojar por los agentes de seguridad. Se sentó en silencio al lado de la cama y se quedó mirándolo.

La madre se inclinó sobre la cama. “Enrique”, dijo, “el arquero está aquí.”

El niño abrió los ojos y vio al arquero. “¡Qué bueno!”, sonrió.

“Vine”, dijo el arqueo, “porque querías verme”.

“¿Cuando juegan contra Inglaterra”, preguntó el niño.

“Eso lo saben sólo los dioses”, opinó el arquero, “están dando vueltas con eso en la confederación. Tenemos problemas de cronograma – creo que más bien vamos a jugar contra Escocia.”

“Contra los escoceses es más fácil  –”

“¡Cuidado! Los escoceses patean terriblemente rápido desde cualquier posición.”

“¡Cuénteme! ¡Cuénteme!”

Y el arquero contó. Habló de victorias que se hicieron famosas y de derrotas inmerecidas, de árbitros estrictos y de jueces de línea corruptos. Se paró, tomó dos sillas, marcó con ellas el arco y mostró como una vez había parado a dos números once uno después del otro. Señaló una cicatriz sobre su frente que se había hecho en Lisboa, en un partido increíble. Y habló de países lejanos en los que tuvo que cuidarse mucho; de África en dónde los beduinos del público están sentados con sus fusiles, y de la hermosa isla de Malta en dónde desgraciadamente el campo de juego es de piedra –

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Y mientras el arquero contaba, el pequeño W se durmió. Con una sonrisa feliz, tranquilo y en paz  – –  –

El funeral tuvo lugar un miércoles, por la tarde, a la una y media. El sol de Marzo brillaba, no faltaba mucho para la pascua.

Estábamos ante la tumba abierta. El féretro ya estaba abajo.

El director estaba presente junto con casi todos los colegas, sólo faltaba el de física, un tipo extraño. El sacerdote pronunció la oración fúnebre, los padres y los parientes se mantuvieron inmóviles.

Y en un semicírculo, frente a nosotros, estaban los compañeros de clase del fallecido; toda la clase, los veinticinco en pleno.

Al lado de la tumba había flores. En una hermosa corona, sobre una cinta amarillo-verde, se leían las palabras: “Un último saludo. Tu arquero.”

Y mientras el sacerdote hablaba de la flor que florece y se quiebra, descubrí al N.

Estaba detrás del L, el H y el F.

Lo observé. Su rostro permanecía impasible.

Y de pronto me miró.

Es tu enemigo mortal, sentí. Piensa que eres un corruptor. ¡Cuídate de él cuando crezca! Cuando eso suceda destruirá todo, hasta las ruinas de tu recuerdo.

Está deseando que hubieras sido tú el que yacía allí abajo. Y destruiría hasta tu tumba para que nadie se entere de que has vivido.

No debes dejar que se note que sabes lo que está pensando, se me ocurrió de pronto. Mantén para ti, tus modestos ideales, vendrán también otros después de un N, otras generaciones – ¡no te vayas a creer, amigo N que vivirás más allá de mis ideales! A mí me sobrevivirás, quizás.

Y mientras pensaba en eso, sentí que aparte del N había otro que me estaba mirando. Era el T.

Sonreía en silencio, altanero y sarcástico.

¿Habrá adivinado mis pensamientos?

Seguía sonriendo, extrañamente rígido.

Dos ojos claros, redondos, me miraban. Sin luz, sin brillo.

¿Un pez?

 

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La guerra total 

Hace tres años la autoridad de supervisión introdujo una disposición por medio de la cual en cierto sentido anuló las vacaciones de pascua. Sucede que le indicó a todos los establecimientos de enseñanza media que, después de las fiestas de pascua, se organizaran campamentos. Bajo “campamento” había que entender introducción al adiestramiento militar. Los alumnos de toda la clase tenían que salir por diez días a la llamada naturaleza abierta y acampar allí en carpas, como soldados, bajo la supervisión de la superioridad docente. Serían entrenados por suboficiales retirados, tenían que hacer ejercicios, marchar, y, desde los catorce años en adelante, también disparar con el fusil. Por supuesto que los alumnos estaban entusiasmados con esto y nosotros, los profesores, también estábamos contentos porque a nosotros también nos gusta jugar a los indios.

El martes de pascua, los habitantes de un pueblito lejano podían ver cómo llegaba un gran autobús. El chofer hacía sonar la bocina como si llegaran los bomberos; gansos y gallinas huían aterradas, los perros ladraban, y todos venían corriendo: “¡Llegaron los chicos! ¡Los chicos de la ciudad!” Salimos de nuestro colegio temprano, a las ocho de la mañana, y eran las dos y media cuando nos detuvimos ante las oficinas del ayuntamiento.

Nos saluda el alcalde, el inspector de gendarmería hace la venia. El maestro del pueblo, naturalmente, está allí y ya viene, apurándose, el cura, al que se le ha hecho tarde; un señor rechoncho y amistoso.

El alcalde me muestra sobre un mapa dónde está nuestro campamento. A una buena hora de distancia, caminando cómodamente. “El sargento ya está allí”, dice el inspector, “dos zapadores ya han subido hasta allí las carpas en un vehículo de intendencia ¡bien temprano por la mañana!”

Mientras los niños descienden y juntan su equipaje me dedico a estudiar el mapa: el pueblo está situado a 761 metros sobre el nivel del lejano mar, estamos ya muy cerca de las grandes montañas, todas de más de dos mil metros. Pero recién detrás de ellas están las bien altas y oscuras, con la nieve eterna.

“¿Qué es esto?” le pregunto al alcalde y señalo un complejo edilicio en el mapa, sobre el borde Oeste del pueblo. “Ésa es nuestra fábrica”, dice el alcalde, “el aserradero más grande del distrito, pero desgraciadamente lo pararon el año pasado. Por cuestiones de rentabilidad” – agrega y sonríe. “Ahora tenemos muchos desocupados, es una miseria”.

El maestro se mete en la conversación y me explica que el aserradero pertenece a un grupo empresario y percibo que no simpatiza con los accionistas y con los síndicos. Yo tampoco. El pueblo es pobre, me sigue explicando, la mitad vive haciendo trabajos en sus domicilio por una remuneración indignante, un tercio de los niños está desnutrido –

“Sí, sí”, sonríe el inspector de gendarmería, “¡y todo eso en la bella naturaleza!”

Antes de que salgamos para el campamento el cura me aparta y me dice: “Escúcheme, estimado profesor, quisiera llamar su atención sobre un pequeño detalle: a una hora y

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media del lugar en el que van a acampar hay un castillo, el Estado lo ha comprado, y ahora aloja allí a muchachas de más o menos la misma edad que sus jóvenes. Y las muchachas andan de aquí para allá durante todo el día y la mitad de la noche, tenga un poco de cuidado, que no me vengan quejas” – se sonríe.

“Voy a tener cuidado.”

“No lo tome a mal”, opina, “pero cuando uno se ha pasado treinta y cinco años en el confesionario, uno se vuelve algo escéptico ante distancias de una hora y media.” Se ríe. “¡Véngase por mi casa cuando le parezca, profesor, me acaban de regalar un excelente vino nuevo!”

A las tres nos marchamos. Al principio por una hondonada y luego, hacia la derecha, subiendo una colina. Serpenteando. Miramos hacia el valle. Huele a resina, el bosque se hace largo. Por fin se hace menos tupido: ante nosotros está el prado, nuestro lugar. Nos hemos aproximado cada vez más a las montañas.

El sargento y los dos zapadores están sentados sobre las lonas de las carpas y juegan a los naipes. Cuando nos ven venir, se ponen rápidamente de pié, y el sargento se me presenta con estilo militar. Es un hombre de aproximadamente cincuenta años, en la reserva. Lleva unos lentes sencillos, seguramente no es un hombre injusto.

Y comienza el trabajo. El sargento y los zapadores les muestran a los jóvenes cómo se arma una carpa, yo también participo. En el medio del campamento dejamos libre un cuadrado, allí izamos nuestra bandera. Luego de tres horas, la ciudad está en pié. Los zapadores saludan y descienden hasta el pueblo.

Al lado del mástil de la bandera hay una gran caja: es la que contiene los fusiles. Se instalan los blancos: soldados de madera con un uniforme extraño. Llega la noche, encendemos el fuego y cocinamos. Nos cae bien, cantamos canciones de soldados. El sargento toma aguardiente y se vuelve ronco. Ahora sopla el viento de la montaña.

“Viene de los glaciares”, dicen los niños y tosen.

Pienso en el fallecido W.

Sí; fuiste el más pequeño de la clase – y el más simpático. Creo que habrías sido el único que no hubiera escrito nada en contra de los negros. Por eso tuviste que irte. ¿Dónde estás ahora?

¿Te vino a buscar un ángel, como en los cuentos? ¿Voló contigo hacia allí dónde juegan todos los futbolistas bienaventurados? ¿Dónde hasta el arquero es un ángel y, sobre todo, lo es el árbitro que hace sonar su silbato si alguien vuela detrás de la pelota? Porque, en el cielo, ésa es la posición adelantada. ¿Estás bien sentado? ¡Por supuesto! Allí arriba todo el mundo está sentado en la primera fila de la tribuna, al medio, mientras que los malos agentes de seguridad, que siempre te echaron de detrás del arco, ahora están sentados detrás de puros gigantes y no pueden ver nada de la cancha. –

Se hace de noche.

Nos vamos a dormir. “¡Mañana empieza la cosa en serio!” opina el sargento.

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Duerme conmigo en la misma carpa.

Enciendo una vez más mi linterna para mirar mi reloj y en eso descubro a mi lado una mancha rojizo-marrón en la pared de la carpa.

¿Qué es eso?

Y pienso, mañana empieza la cosa en serio. Sí, en serio. En la caja al lado del mástil yace la guerra. Sí, la guerra.

Estamos en el campo de batalla.

Y pienso en los dos zapadores, en el sargento retirado que todavía tiene que comandar, y en los soldados de madera sobre los que se aprende a disparar; me viene a la mente el director, el N y su padre, el señor maestro panadero en Filipo; y pienso en el aserradero que ya no sierra, y en los accionistas que ganan más a pesar de eso, en el gendarme que sonríe, en el cura que bebe, en los negros que no deben vivir, en los que trabajan en sus domicilios y que no pueden vivir, en las autoridades de supervisión y en los niños desnutridos. Y en los peces.

Estamos todos en el campo de batalla. Pero ¿dónde está el frente? El viento nocturno sopla y el sargento ronca. ¿Qué es esa mancha marrón-rojiza? ¿Sangre?

La Venus que desfila marchando.

Viene el sol, nos levantamos. Nos lavamos en el arroyo y hervimos té. Después del desayuno el sargento hace formar a los niños en dos filas, de mayor a menor. Hacen el conteo, los divide en pelotones y grupos. “Hoy todavía no tiramos tiros”, dice, “¡antes de eso vamos a hacer un poco de instrucción!”

Controla atentamente que las filas estén formadas en perfecta línea recta. Cierra uno de sus ojos: “Un poco más adelante, algo más atrás – especialmente el tercero ahí atrás, ¡estás todo un kilómetro demasiado adelantado!” El tercero es el Z. ¡Qué difícil es para él ponerse en fila”, me asombro, y de pronto oigo la voz del N. Lo increpa al Z: “¡Para aquí, idiota!”

“¡Epa!¡Epa!”, comenta el sargento, “¡Nada de insultos! Eso fue antes, cuando se agraviaba a los soldados, pero hoy ya no existen los insultos, métete, métete eso en la cabeza ¿sí?”

El N se calla. Se pone colorado y me roza con la mirada. Ahora es cuando siente que podría ahorcarte, siento yo, porque él es el que ha quedado en ridículo. Me alegro, pero no sonrío.

“¡Regimiento! ¡En marcha!” comanda el sargento y se marcha, el regimiento. Adelante los grandes, atrás los pequeños. Pronto desaparecen en el bosque. Hay dos que se quedan conmigo en el campamento, un M y un B. Pelan papas y cocinan la sopa. Pelan las papas con callado entusiasmo.

“¡Profesor!”, llama de pronto el M, “¡Mire lo que viene marchando por allí!”. Miro hacia allí: en órden militar vienen marchando unas veinte niñas hacia nosotros, llevan pesadas mochilas y, a medida en que se acercan, oímos que están cantando. Cantan canciones de

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soldados con un agudo soprano de grillos. La líder habla con una niña y luego viene hacia nosotros, sola. Cosa de doscientos metros. Voy a su encuentro.

Nos presentamos, es una maestra de una ciudad de provincia relativamente grande y las niñas son sus alumnas. Viven en un castillo, de modo que son las mismas acerca de las cuales me previno el cura.

Acompaño a la maestra de regreso a su grupo, las niñas me miran como vacas en el prado. No, el señor cura no tiene de qué preocuparse porque, digamos la verdad, estas criaturas realmente no parecen muy seductoras.

Sudadas, sucias y desgreñadas, no le ofrecen un aspecto agradable al observador.

La maestra parece adivinar mis pensamientos, de modo que, al menos en materia de adivinar lo que uno piensa, sigue siendo una mujer y me explica lo siguiente: “No tenemos en cuenta ni chucherías ni bagatelas, ponemos más énfasis en el principio del logro que en el principio de la oferta.”

No quiero ponerme a discutir con ella sobre el valor de los distintos principios, digo solamente: “¡Ajá!” y pienso que, al lado de estos pobres bichos, hasta el N todavía es un ser humano.

“Sucede que somos amazonas”, prosigue la maestra. Pero las amazonas son sólo una leyenda, en cambio ustedes son una realidad. ¡Un montón de hijas de Eva descarriadas!

Me acuerdo de Julio César.

Él no consigue entusiasmarse con ninguna Venus mochilera. Yo tampoco. –

Antes de seguir marchando, la maestra todavía me cuenta que las niñas se dedicarían, antes del mediodía, a jugar a encontrar al aviador desaparecido. ¿Como es eso? ¿Acaso se cayó alguno? No, la “búsqueda-del-aviador-desaparecido” es un nuevo juego de guerra para la juventud femenina. Se esconde un gran cartón blanco en alguna parte entre la maleza y las niñas se despliegan en fila de búsqueda a través de esa maleza y buscan al cartón escondido. “Está pensado para un caso de guerra”, agrega todavía a modo de aclaración, “para que podamos movilizarnos si alguno es derribado. Naturalmente, en la retaguardia, ya que las mujeres por desgracia no llegan al frente.”

¡Por desgracia!

Y después se van, en estricto órden militar. Las miro a medida en que se alejan: de tantas marchas, las piernas cortas se hicieron más cortas. Y más gordas.

¡Sigan marchando, madres del futuro!

 

 

Malas hierbas

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El cielo es delicado, la tierra está pálida. El mundo es una acuarela con el título de: “Abril”.

Rodeo el campamento y sigo después un sendero. ¿Qué hay allí, detrás de esa colina?

El sendero hace una gran curva, evita la maleza. El aire está quieto como el descanso eterno. Nada zumba, nada barbotea. La mayoría de los insectos duerme todavía.

Detrás de la colina, en una hondonada, hay una solitaria casa campesina. No se ve un alma. Hasta el perro parece haberse ido. Ya me dispongo a bajar cuando me detengo involuntariamente porque de pronto veo tres figuras, detrás del cerco, sobre la estrecha calle que pasa por el edificio. Los jovenzuelos tendrán algo así como trece años, la niña quizás unos dos años más. Están descalzos. ¿Qué es lo que están tramando; por qué se esconden? Espero. Ahora uno de los jovenzuelos se levanta y se dirige hacia la casa; de pronto se crispa y se esconde rápidamente otra vez detrás del cerco. Escucho el traqueteo de un carro. Un carromato maderero, con dos pesados caballos, pasa lentamente. Cuando ya se ha perdido de vista, el jovenzuelo vuelve a ir hacia la casa, se para frente a la puerta y golpea. Debe haber golpeado con un martillo, pienso, porque sonó con mucha fuerza. Se pone a escuchar al igual que los otros dos. La niña se ha alzado y mira por encima de la cerca. Es grande y delgada, se me ocurre pensar. Ahora el jovenzuelo vuelve a golpear, más fuerte todavía. Ahí se abre la puerta y aparece una anciana campesina, encorvada sobre un bastón. Mira a su alrededor como si estuviese olfateando. El jovenzuelo no emite sonido alguno. De repente, la anciana exclama: “¡¿Quién está ahí?!” ¿Por qué llama si el jovenzuelo está delante de ella? Ahora grita de nuevo: “¡¿Quién está ahí?!” Y pasa, tanteando con el bastón, al lado del jovenzuelo; parece no verlo –  ¿será que está ciega? La niña señala la puerta abierta, parecería ser una órden, y el jovenzuelo se desliza en puntas de pie hacia el interior de la casa. La anciana se para y escucha. Ahora se escucha un ruido desde la casa, como si se hubiera roto un plato. La ciega se estremece terriblemente y grita: “¡Socorro! ¡Socorro!” – y en ese momento la niña se abalanza sobre ella y le tapa la boca, el jovenzuelo aparece en la puerta con una hogaza de pan y un florero, la niña le saca de un golpe a la anciana el bastón de la mano – yo corro hacia abajo. La ciega se tambalea, tropieza y se cae, los tres niños han desaparecido.

Me ocupo de la anciana que gimotea. Un campesino viene corriendo, ha escuchado el griterío y me ayuda. No está demasiado sorprendido. “Sí, sí, atrajeron a la abuela hacia afuera para poder entrar por la puerta abierta; es siempre la misma porquería, nunca los podemos prender. Roban como los cuervos, ¡son toda una banda de ladrones!”

“¿Niños?”

“Sí”, asiente el campesino, “también han robado allá en el castillo, dónde están las niñas. Desde hace tiempo que tenemos esta plaga. ¡Tenga cuidado de que no le hagan una visita a su campamento!”

“¡No – no! ¡Vamos a tener cuidado!”

“Ésos son capaces de cualquier cosa. ¡Son mala hierba y deberían ser eliminados!”

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Regreso al campamento. La ciega se tranquilizó y me agradeció. ¿Por qué? ¿Acaso no se sobreentiende que no la iba a dejar tirada en el suelo? ¡Estos niños son una comunidad embrutecida!

De repente me detengo porque me siento muy extraño. Es que ya ni me escandalizo por este acto de barbarie, y ni hablemos del pan robado, sólo estoy condenando. ¿Por qué no estoy indignado? ¿Porque son niños pobres que no tienen nada para comer? No, no es eso.

El sendero hace un gran rodeo y me tomo un atajo. Me puedo dar tranquilamente ese lujo porque tengo un buen sentido de orientación y ya encontraré el campamento.

Voy por el monte bajo. Aquí crece y prospera la maleza. Tengo que pensar constantemente en la niña, la forma en que se yergue y mira por sobre el cerco. ¿Es ella la capitana de los bandidos? Quisiera ver sus ojos. No, ¡no soy ningún santo!

La espesura se pone cada vez peor.

¿Qué es lo que yace allí?

Un cartón blanco. Sobre el mismo, en grandes letras sojas: “Avión”. ¡Ah! ¡El aviador desaparecido! Todavía no lo encontraron.

¿Justo aquí viniste a caer? ¿Fue un combate entre aviones o te derribó la antiaérea? ¿Acaso eras un bombardero? ¿Por qué mueres ahora, aviador desaparecido?

¡Cartón!

Y entonces es cuando escucho una voz: “Nadie puede cambiar eso” – es una voz femenina. Triste y cálida. Viene de la espesura.

Con cuidado, aparto algunas ramas.

Hay dos niñas del castillo, sentadas. Con las piernas cortas y gordas. Una de ellas tiene un peine en la mano, la otra llora.

“¡Qué me importa el aviador desaparecido!”, solloza. “¿Para qué tengo que andar dando vueltas en el bosque? Mira como se me han hinchado las piernas, ¡ya no quiero seguir marchando! Por mí se puede morir ese aviador desaparecido, ¡yo también quiero vivir! No; quiero irme Annie, ¡irme! No dormir más en ese castillo. ¡Si es una cárcel! ¡Quiero bañarme, y peinarme y cepillarme!”

“Quédate quieta”, la consuela Annie mientras le peina con cariño el tupido cabello sacándoselo de la cara llorosa. “¿Qué podemos hacer nosotras, pobres niñas? También la maestra estuvo llorando últimamente en secreto. Mamá dice siempre que los hombres se volvieron locos y se ponen a hacer leyes.”

Paro la oreja. ¿Los hombres?

Y ahora Annie le da a su amiga un beso en la frente y yo siento vergüenza. ¡Qué rápido que me salió hoy la burla!

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Sí, quizás la madre de Annie tiene razón. Los hombres se han vuelto locos y a aquellos que no se volvieron locos les falta el coraje de meter en una camisa de fuerza a los dementes que despotrican.

Sí, ella tiene razón.

Yo también soy cobarde.

¡Vete a casa!

Llego al campamento. Las papas están peladas, la sopa echa vapor. El regimiento está de regreso en casa. Los jóvenes están alegres, sólo el sargento se queja de dolores de cabeza. Se ha esforzado un poco demasiado y no quiere reconocerlo. De pronto me pregunta: “¿Cuántos años me da, profesor”?

“Alrededor de cincuenta.” “Sesenta y tres”, sonríe halagado. “Ya en la guerra mundial fui de la milicia popular.” Temo que comience a contar sus experiencias de guerra pero mis temores son infundados. “Mejor no hablemos de la guerra”, dice, “tengo tres hijos adultos”. Se queda mirando pensativo las montañas y se traga la aspirina. Un hombre.

Le cuento lo de la banda de ladrones. Se pone de pié de un salto y hace formar a los niños de inmediato. Le dirige una arenga a su regimiento: por la noche se pondrán centinelas, cuatro jóvenes cada dos horas. Este, Oeste, Sur y Norte. El campamento debe ser defendido, ¡cueste lo que cueste y hasta el último hombre!

Los niños exclaman entusiasmados “¡Hurra!”

“Gracioso”, opina el sargento, “se me ha ido el dolor de cabeza” – 

Después del almuerzo bajo al pueblo. Tengo que poner en órden distintas cuestiones con el alcalde: algunas formalidades respecto de los alimentos; porque sin comer no se pueden hacer ejercicios militares.

En lo del alcalde me encuentro con el cura y no cede, me tengo que ir con él a probar su nuevo fantástico vino. Me gusta tomar y el cura es un hombre bonachón. Atravesamos el pueblo y los campesinos saludan al cura. Me lleva por el camino más corto a la parroquia. Doblamos por una calle lateral. Aquí se acaban los campesinos. “Aquí viven los trabajadores domiciliarios”, dice el cura y mira al cielo.

Las casas grises están muy juntas. Ante las ventanas abiertas sólo hay niños sentados, con rostros blancos, envejecidos, y muñecas multicolores, pintadas. Detrás de ellos, todo está negro. “Ahorran la luz”, dice el cura y todavía agrega: “No me saludan, los han espantado”. De repente empieza a caminar más rápido. Lo sigo de buen grado.

Los niños me miran con grandes ojos, extrañamente rígidos. No, ésos no son pescados, ésa no es burla, eso es odio. Y detrás del odio está sentada la tristeza en las habitaciones oscuras. Ahorran luz porque no tienen luz. La parroquia está al lado de la iglesia. La iglesia es una construcción severa, la parroquia yace cómoda a su lado. Alrededor de la iglesia está el cementerio, alrededor de la parroquia hay una huerta. En la torre de la iglesia suenan las campanas, de la chimenea de la parroquia sube una nube azulada. En el jardín de la muerte florecen las flores blancas, en la huerta del cura crece la verdura. Allí hay cruces, aquí hay un enano de jardín. Y un cervatillo echado. Y un hongo.

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Dentro de la parroquia reina la limpieza. En el aire no hay ni una mota de polvo. En el cementerio de al lado todo se convierte en polvo.

El cura me lleva a su mejor habitación. “Tome asiento, ¡enseguida traigo el vino!”

Se va al sótano, me quedo solo.

Me siento.

Sobre la pared cuelga un cuadro.

Lo conozco.

También está colgado en la casa de mis padres.

Son muy piadosos.

Fue en la guerra, allí abandoné a Dios. Era demasiado pedir de un rapaz adolescente que comprendiera que Dios permite una guerra. Sigo mirando el cuadro.

Dios está en la cruz. Ha muerto. María llora y Juan la consuela. Al cielo negro lo atraviesa un rayo. Y a la derecha, en primer plano, hay un guerrero con casco y armadura, el centurión romano.

Y ahí, mirando ese cuadro, añoro mi casa paterna.

Quisiera volver a ser pequeño.

Mirar por la ventana cuando hay tormenta. Cuando las nubes están bajas, cuando truena, cuando graniza.

Cuando el día se oscurece. Y me acuerdo de mi primer amor. No quiero volver a verla. ¡Vete a tu casa!

Y recuerdo al banco sobre el que me sentaba para pensar: ¿qué quieres ser? ¿Maestro o médico?

Antes que médico quería ser maestro. Antes que curar enfermos quería darle algo a los que estaban sanos, una sola piedra para la construcción de un futuro mejor.

Las nubes viajan, ahora viene la nieve.

¡Vete a casa!

A la casa en la que naciste. ¿Qué estás buscando en el mundo? Mi profesión ya no me da alegría. ¡Vete a casa!

Buscando a la humanidad ideal.

El vino del cura tiene sabor a sol. Pero el bizcocho sabe a incienso.

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Estamos sentados en un rincón.

Me ha mostrado su casa.

Su cocinera es gorda. Seguramente cocina muy bien.

“No como mucho”, dice de pronto el cura.

¿Adivinó mis pensamientos?

“Pero tanto más me gusta tomar”, agrega y se ríe.

En realidad no me puedo reír demasiado. El vino me gusta y, sin embargo, no me gusta. Hablo y constantemente me trabo, cohibido. ¿Por qué será?

“Sé que es lo que lo preocupa.”, opina el cura, “Está pensando usted en los niños sentados delante de la ventana, que pintan muñecas y que no me saludan.”

Sí, en los niños pienso también.

“Me parece que lo sorprende el que adivine sus pensamientos, pero no me resulta difícil porque el maestro, aquí en el pueblo, también ve sólo esos niños por todas partes. Discutimos cada vez que nos encontramos. Sucede que conmigo se puede hablar tranquilo; no soy de esos curas que no escuchan o que se enojan, yo adhiero a San Ignacio que dijo: »Con cada persona entro por la puerta de ella para conducirla hacia la salida por la mía« ”.

Sonrío un poco y callo.

Él termina su vaso.

Lo miro a la expectativa. Todavía no sé bien dónde estoy parado.

“La causa de la pobreza”, continúa diciendo, “no está en que me gusta el vino sino en que el aserradero ya no trabaja. Nuestro maestro opina en esto que, por el exagerado desarrollo tecnológico, necesitamos otras condiciones de producción y un control completamente novedoso de la propiedad. Tiene razón. ¿Por qué me mira usted tan asombrado?”

“Se puede hablar con franqueza”

“¡Solamente!”

“Pienso que la Iglesia siempre está del lado de los ricos.”

“Es correcto. Porque tiene que estarlo.”

“¿Tiene?”

“¿Conoce usted algún Estado en el que no gobiernen los ricos? »Ser rico« no es tan sólo igual a » tener dinero«  – y cuando ya no existan accionistas de aserraderos vendrán simplemente otros ricos a gobernar; no hace falta tener acciones para ser rico. Siempre

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habrá valores de los cuales algunas personas tendrán más que todos los otros juntos. Más estrellas en el cuello de la camisa, más tiras en la manga, más medallas sobre el pecho, visibles o invisibles, porque pobres y ricos habrá siempre, igual que tontos e inteligentes. Y a la Iglesia, estimado profesor, no le ha sido dado el poder de determinar la manera en que un Estado habrá de ser gobernado. Pero siempre es su deber estar del lado del Estado que, por desgracia, siempre está gobernado por los ricos.”

“¿El deber?”

“Desde el momento en que el ser humano, por naturaleza, es un ser social, necesita vincularse a través de la familia, la comunidad y el Estado. El Estado es una institución puramente humana que debería tener un sólo objetivo: lograr, dentro de lo posible, la dicha terrenal. Es naturalmente necesario, por lo tanto es querido por Dios; el obedecerlo es un deber de conciencia.”

“No pretenderá usted que, por ejemplo, el Estado actual hace lo posible por establecer la dicha terrenal.”

“No lo pretendo de modo alguno, porque toda la sociedad humana está edificada sobre el egoísmo, la hipocresía y la fuerza bruta. ¿Cómo dijo Pascal? » Anhelamos la verdad y sólo nos hallamos en la incertidumbre. Buscamos la felicidad y sólo hallamos miseria y muerte.« Se asombra usted de que un simple cura campesino cite a Pascal – pero no debe usted asombrarse, no soy un simple cura campesino, sólo me han transferido aquí por un tiempo” – se sonríe: “Y sí; ¡sólo raras veces se hace santo el que nunca fue profano; sólo rara vez se hace sabio el que nunca fue tonto! Y sin las pequeñas tonterías de la vida, ninguno de nosotros estaría aquí en este mundo.

Se ríe por lo bajo pero yo no me río con él.

Vuelve a vaciar su vaso. De pronto, le pregunto: “Por lo tanto, si un régimen estatal ha sido querido por Dios – ”

“¡Falso!” – me interrumpe. “No es el régimen sino el Estado el que es necesario por naturaleza y, por lo tanto, querido por Dios.”

“¡Pero, si eso es lo mismo!” “No, no es lo mismo. Dios creó a la naturaleza, por lo tanto lo querido por Dios es lo natural. Pero las consecuencias de la creación de la naturaleza, lo cual en este caso quiere decir: el ordenamiento del Estado, son un producto del libre albedrío de los hombres. Por lo tanto sólo el Estado es algo querido por Dios, y no el ordenamiento del Estado.”

“¿Y si un Estado se desintegra?”

“Un estado no se desintegra nunca, a lo sumo se disuelve su estructura social para hacer lugar a otra. El Estado mismo siempre subsiste, aún cuando muera el pueblo que lo constituye. Porque otro pueblo viene y lo reemplaza.”

“Así que el colapso de un régimen estatal no es necesario por naturaleza?”

Se sonríe: “A veces un colapso de ésos hasta es querido por Dios.”

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“¿Por qué entonces, cuando la estructura social de un Estado colapsa, la Iglesia toma siempre partido por los ricos? Por ejemplo, en nuestra época: ¿por qué se pone la Iglesia siempre del lado de los accionistas de aserraderos y no del lado de los niños en las ventanas?”

“Porque los ricos siempre ganan.”

No puedo contenerme: “¡Linda moral!”

No se inmuta. “El principio de la moral es pensar correctamente”. Vuelve a vaciar su vaso. “Sí; los ricos van a ganar siempre, porque son los más brutales, los más canallas, los más inescrupulosos. Si hasta en las Escrituras dice que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, y no que un rico llegue al cielo.”

“¿Y la Iglesia? ¿Pasará ella por el ojo de la aguja?”

“No”, me dice y sonríe otra vez, “eso, en todo caso, no sería muy posible. Sucede que la Iglesia es el ojo de la aguja.”

Este cura es endiabladamente inteligente, pienso para mí, pero así y todo no tiene razón. ¡No tiene razón! Y digo: “De modo que la Iglesia sirve a los ricos y no piensa en luchar por los pobres – “

“Pelea también por los pobres”, me interrumpe, “pero en otro frente.”

“En uno celestial, no es cierto?”

“También en ese frente hay bajas”

“¿Quien, por ejemplo?”

“Jesucristo”

“¡Pero si ése fue Dios! ¿Y qué vino después?” Vuelve a llenar mi vaso y se queda mirando pensativo. “Es bueno”, opina suavemente, “que hoy en día a la Iglesia no le vaya bien en muchos países. Es bueno para la Iglesia.”

“Es posible”, contesto brevemente y me doy cuenta de que estoy agitado. “¡Pero volvamos a esos niños en las ventanas! Usted me dijo cuando caminábamos por esa calle « No me saludan, los han espantado.»  Usted es una persona inteligente, ¡usted tiene que saber que esos chicos no están espantados sino que no tienen nada para comer!”

Me mira con grandes ojos.

“Pienso que están espantados”, dice despacio, “porque ya no creen en Dios.”

“¡Cómo les puede pedir eso!”

“Dios camina todas las calles.”

“¿Cómo puede Dios caminar por esa calle, ver a los niños y no ayudarlos?”

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Se queda callado. Se toma su vino pensativo. Y después me mira otra vez con grandes ojos: “Dios es lo más terrible que hay.”

Me quedo mirándolo. ¿Escuché bien? ¿¡Lo más terrible!?

Se levanta, va hacia la ventana y se queda mirando el cementerio. “Castiga”, escucho su voz. Que patético es ese Dios, pienso para mí,  que castiga a los pobres niños.

Y ahora el cura se pasea de un lado al otro.

“No debemos olvidarnos de Dios”, dice, “aún si no sabemos por qué nos castiga. ¡Ojalá nunca hubiésemos tenido un libre albedrío!”

“¡Ah! ¡Se refiere usted al pecado original!”

“Sí.”

“Yo no creo en eso.”

Se detiene delante de mí.

“Entonces tampoco cree usted en Dios.”

“Correcto. Tampoco creo en Dios.” –

“Escuche”, rompo de pronto el silencio porque ahora tengo que hablar, “enseño Historia y sé que incluso antes de Cristo existió un mundo, el mundo antiguo, la Hélade, un mundo sin pecado original “ –

“Creo que se equivoca”, me interrumpe y se dirige hacia su biblioteca. Hojea un libro. “Ya que enseña Historia, no tendré que contarle quién fue el primer filósofo griego; quiero decir, el más antiguo.”

“Tales de Mileto.”

“Sí. Pero su figura es todavía medio legendaria, no sabemos nada concreto de él. El primer documento escrito que nos ha quedado de la filosofía griega y que conocemos, es de Anaximandro, también de la ciudad de Mileto – nacido en el 610 y muerto en el 547 antes del nacimiento de Cristo. Es sólo una frase.”

» Según el destino, las cosas deben perecer en lo mismo que en lo que han surgido; porque tienen que pagar penitencia y castigo por la culpa de su existencia de acuerdo con el orden del tiempo.«

 

El centurión romano. 

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Hace ya cuatro días que estamos en el campamento. Ayer el sargento le explicó a los niños el mecanismo del fusil, cómo se lo cuida y limpia. Hoy están limpiándolo durante todo el día; mañana van a disparar. Los soldados de madera ya están esperando ser baleados.

Los niños se sienten perfectamente bien, el sargento menos. Durante estos cuatro días ha envejecido diez años. Si sigue así, terminará pareciendo más viejo de lo que es. Por lo demás se ha torcido un pié y probablemente lastimado un tendón, porque renguea.

Pero aprieta los dientes y no demuestra sus dolores. Solamente a mí me contó ayer, antes de dormirnos, que ya le gustaría volver a jugar a los bolos, a los naipes, acostarse en una verdadera cama, pellizcar desde atrás a alguna moza de taberna bien constituida, en una palabra: volver a estar en casa. Después se durmió y se puso a roncar.

Soñó que era un general y que había ganado una batalla. El Káiser se había quitado todas sus condecoraciones y se las había colgado a él sobre el pecho. Y sobre la espalda. Y la emperatriz le habría besado los pies.

“¿Qué significará eso?” me preguntó bien temprano por la mañana.

“Probablemente el sueño de una expresión de deseos”, dije yo. Dijo que jamás en la vida había deseado que la emperatriz le besara los pies. “Se lo escribiré a mi mujer”, opinó pensativo, “ella tiene un libro de los sueños. Que mire a ver qué significan general, Káiser, orden, batalla, pecho y espalda.”

Mientras escribía delante de nuestra carpa, apareció un niño muy excitado. Era el L.

“¿Qué hay?”

“¡Me han robado!”

“¿Robado?”

“Me robaron la máquina señor profesor, ¡mi máquina fotográfica!”

Estaba completamente fuera de sí.

El sargento me miró. ¿Y ahora qué hacemos? decía su mirada. “Hágalos formar” le dije, porque a mí tampoco se me ocurrió nada mejor. El sargento asintió satisfecho, rengueó hasta el claro en dónde ondeaba la bandera y bramó como un viejo ciervo:

“¡Regimiento a formación!”

Me dirigí al L:

“¿Tienes alguna sospecha?”

“No.”

El regimiento estaba formado. Los interrogué, ninguno pudo decir algo. Fui con el sargento hasta la carpa dónde dormía el L. Su bolsa de dormir estaba justo al lado de la entrada, a la izquierda.

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No encontramos nada.

“Me parece fuera de la cuestión que alguno de nuestros muchachos sea el ladrón, porque si lo fuera ya hubieran habido robos durante el año lectivo. Creo más bien que los centinelas no cumplieron bien con su deber, de modo que la banda de ladrones pudo infiltrarse en el campamento.” El sargento me dio la razón y decidimos controlar a los centinelas durante la siguiente noche. Pero ¿cómo?

Aproximadamente a cien metros del campamento había un pajar. Allí pasaríamos la noche y controlaríamos a los centinelas. El sargento desde las nueve hasta la una y yo desde la una hasta las seis.

Después de la cena nos deslizamos inadvertidamente del campamento. Ninguno de los niños se dio cuenta. Me acomodé entre la paja. – 

A la una de la mañana me despierta el sargento.

“Hasta ahora, todo en órden”, me informa. Me arrastro fuera de la paja y me posiciono a la sombra de la choza. ¿A la sombra?

Sí, porque es una noche de luna llena.

Una hermosa noche.

Veo el campamento y reconozco a los centinelas. Ahora serán relevados. Están parados o caminan algunos pasos de un lado para el otro.

Este, Oeste, Norte, Sur – uno a cada lado. Vigilan sus máquinas fotográficas.

Y mientras estoy sentado allí, me acuerdo del cuadro que cuelga en lo del cura y en casa de mis padres.

Las horas pasan.

Yo enseño Historia y Geografía.

Tengo que explicar la forma de la tierra e interpretar su historia.

La tierra todavía es redonda pero las historias se volvieron cuadradas.

Y ahora estoy sentado allí y no me está permitido fumar, porque vigilo a los que vigilan.

Es cierto: mi profesión ya no me produce alegría. ¿Por qué me habré vuelto a acordar de ese cuadro?

¿Por el crucificado? No.

Por su madre – no. De pronto me queda claro: es por el guerrero con su casco y su armadura, es por el centurión romano.

¿Y qué pasa con él?

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Dirigió la ejecución de un judío. Y cuando el judío murió, dijo: “Realmente, ¡así no muere ningún ser humano!”.

De modo que reconoció a Dios.

Pero ¿qué hizo? ¿Qué consecuencias sacó? Se quedó tranquilo, parado debajo de la cruz.

Un rayo atravesó la noche, las cortinas del templo se desgarraron, la tierra tembló – y él se quedó allí parado.

Reconoció al nuevo Dios que había muerto en la cruz y supo que su mundo estaba condenado a muerte. ¿Y?

¿Acaso murió abatido en alguna guerra? ¿Supo que moría en vano?

¿Le gustaba todavía su profesión?

¿O acaso llegó a viejo? ¿Lo jubilaron? ¿Vivió en Roma o en algún lugar de la frontera dónde era más barato?

Quizás tuvo una casita por allí. Con un enano de jardín. Y por la mañana su cocinera le contó que, más allá de la frontera, habían aparecido otra vez unos bárbaros. La Lucía del señor comandante los había visto con sus propios ojos.

Nuevos bárbaros, nuevos pueblos.

Juntan armas, se arman. Esperan.

Y el centurión lo sabía; los bárbaros van a destruirlo todo. Pero no lo emocionaba. Para él todo ya estaba destruido.

Vivía en silencio como pensionado, había descubierto todo. El gran Imperio Romano.

La mugre.

La luna está ahora directamente sobre las carpas.

Debe ser alrededor de las dos de la madrugada. Y se me ocurre pensar que ahora los cafés todavía están llenos.

¿Qué estará haciendo ahora Julio César?

Va a iluminar su calavera ¡hasta que el diablo se lo lleve!

Es cómico: creo en el diablo pero no en el buen Dios.

¿Realmente no?

No lo sé. Pero ¡claro que lo sé! ¡No quiero creer en Él! ¡No; no quiero!

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Es mi libre albedrío.

Y la única libertad que me ha quedado: la de poder creer o no creer.

Pero oficialmente, por supuesto, hacer como que sí.

Según: una vez sí y otra vez no.

¿Qué dijo el cura?

“El oficio de un sacerdote consiste en preparar a una persona para la muerte, porque cuando una persona ya no le teme a la muerte, la vida se le hace más fácil.”

¡Con eso no le va a aplacar el hambre!

“De esta vida de miseria y contradicciones”, había dicho el cura, “nos salva única y exclusivamente la gracia divina y la fe en la revelación.”

¡Pretextos! “Somos castigados y no sabemos por qué.”

¡Pregúntele a los que gobiernan!

¿Y que dijo el cura además?

“Dios es lo más terrible que hay.”

¡Así es! –  –

Los pensamientos que surcaban mi corazón eran amenos. Venían de la mente, se vestían con sentimientos, bailaban y apenas si se tocaban.

Un baile elegante. Círculos exclusivos. ¡Sociedad!

Bajo la luz de la luna giraban las parejas.

El miedo con la virtud, la mentira con el derecho, la miseria con el vigor, la malicia con el coraje.

Sólo la razón no participaba del baile.

Se había emborrachado; le había dado un ataque de moralidad y sollozaba constantemente: “¡soy estúpida, soy estúpida!” –

Vomitó por todas partes.

Pero el baile seguía y lo pasaba por alto.

Escuché la música del baile.

Era una canción de moda intitulada: “El individuo aislado en la mugre.”

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Seleccionados por idioma, raza y nacionalidad los montones están uno al lado del otro y se fijan en quién es más grande. Apestan tanto que cada individuo tiene que taparse la nariz.

¡Pura mugre! ¡Todo es mugre!

¡Abonen la tierra con ella!

¡Abonen el suelo para que crezca algo!

¡Y que no sean flores sino pan!

¡Pero no se idolatren!

¡Y tampoco idolatren a la mugre que han devorado!

 

 

Z y N 

Casi me olvido de mi deber: estar sentado delante de un pajar, sin permiso para fumar, para controlar a los centinelas.

Miro hacia abajo. Allí están, vigilando.

Este y Oeste, Norte y Sur.

Todo en órden.

¡Un momento! Ahí está pasando algo –

Pero ¿qué?

Es en el Norte.

Ahí el centinela está hablando con alguien. Pero ¿quién es ése centinela?

Es el Z.

¿Y con quién está hablando?

¿O es solamente la sombra de un pino?

No, ésa no es ninguna sombra, es la figura de alguien.

Ahora la luna los ilumina: es un jovenzuelo. Un niño desconocido.

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¿Qué pasa allí?

El desconocido parece darle algo y después desaparece.

El Z no se mueve, se queda allí completamente inmóvil

¿Está escuchando?

Se da vuelta con cautela y después saca una carta del bolsillo. ¡Ah! ¡Acaba de recibir una carta!

La abre rápidamente y la lee a la luz de la luna.

¿Quién le escribirá al Z?

Viene la mañana y el sargento quiere saber si he visto algo sospechoso. Le digo que no ví nada y que los centinelas cumplieron con su deber

Me callo lo de la carta porque todavía no sé si esa carta está de algún modo relacionada con la cámara fotográfica robada. Eso es algo que todavía tengo que aclarar y hasta que no se demuestre no quiero hacer recaer sospechas sobre Z.

¡Si tan sólo pudiera leer esa carta!

Cuando llegamos al campamento los niños nos reciben sorprendidos. ¿Cuándo fue que nos fuimos del campamento? “En medio de la noche”, miente el sargento, “y de un modo nada disimulado, pero de los centinelas de ustedes ninguno nos vio; ¡tienen que vigilar con más cuidado porque con una vigilancia tan miserable nos pueden robar todo el campamento, los fusiles, la bandera y todo lo que justifica que estemos aquí!”

Después hace formar a su regimiento y pregunta si alguno vio algo sospechoso.

Nadie se presenta.

Observo al Z.

Está parado, imperturbable.

¿Qué dirá esa carta?

Ahora la tiene en el bolsillo, pero la voy a leer, la tengo que leer.

¿Y si le pregunto directamente?

Eso no tendría ningún sentido. Lo negaría de plano, rompería después la carta, la quemaría, y ya no la podría leer nunca más. Quizás ya la destruyó. ¿Y quién era el niño desconocido? ¿Un niño que aparece a las dos de la madrugada, a una hora de distancia del pueblo? ¿O es que vive en la casa de la anciana ciega? Pero aún así: cada vez se me hace más claro que debe pertenecer a esa banda de ladrones. A la mala hierba. ¿Será que el Z también es mala hierba? ¿Un criminal?

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Tengo que leer esa carta, ¡tengo! ¡tengo! La carta poco a poco se me va convirtiendo en una idea fija.

¡Pam!

Hoy disparan por primera vez.

¡Pam! ¡Pam! – por la tarde me viene a ver el R.

Tiene un pedido

“Señor profesor”, me dice, “por favor, quisiera dormir en otra carpa. Los dos que están en la mía se pasan el tiempo peleando; ¡apenas si puedo dormir!”

“¿Quiénes son los dos?”

“El N y el Z.”

“¿El Z?”

“Sí. ¡Pero el que siempre empieza es el N!”

“¡Dile a esos dos que me vengan a ver!”

Se va, y viene el N.

“¿Por qué te peleas siempre con el Z?”

“Porque no me deja dormir. Siempre me despierta. Muchas veces enciende la vela en medio de la noche.”

“¿Por qué?”

“Porque escribe sus estupideces.”

“¿Escribe?”

“Sí.”

“¿Y qué escribe? ¿Cartas?”

“No. Escribe su diario.”

“¿Diario?”

“Sí. Es un estúpido.”

“Por escribir un diario todavía no se es estúpido.”

Me mira con una mirada aniquiladora.

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“El escribir diarios íntimos es la expresión típica de la sobrevaloración del propio Yo”, me dice.

“Puede ser”, le contesto porque de momento no puedo recordar si la radio no difundió esa idiotez en alguna oportunidad.

“El Z se ha traído una cajita extra, allí encierra su diario bajo llave.”

“¡Dile al Z que venga!”

El N se va, viene el Z.

“¿Por qué te peleas siempre con el N?”

“Porque es un plebeyo.”

Titubeo y tengo que pensar en los plebeyos ricos.

“Sí”, dice el Z, “pasa que no puede soportar que uno medite sobre si mismo. Ahí se pone furioso. Yo estoy llevando un diario, lo tengo dentro de una cajita y hace poco quiso hacerla pedazos, por eso ahora siempre la escondo. Durante el día en la bolsa de dormir; durante la noche la tengo en la mano.”

Lo miro.

Y le pregunto lentamente: “¿Y dónde está el diario cuando estás de guardia?”

No se le mueve un músculo de la cara.

“Otra vez en la bolsa de dormir”, contesta.

“¿Y en ese libro escribes todo lo que te va pasando?”

“Sí.”

“¿Lo que escuchas, lo que ves? ¿Todo?”

Se pone colorado

“Sí”, dice en voz baja.

¿Le tengo que preguntar ahora quién le escribió esa carta y que dice esa carta? No. Porque ya tomé la decisión de que voy a leer ese diario.

Se va y lo miro alejarse.

Medita sobre sí mismo, me dijo.

Voy a leer sus pensamientos. El diario del Z.

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Adán y Eva 

Poco después de las cuatro el regimiento volvió a marcharse. Hasta el “personal de cocina” tuvo que ir esta vez porque el sargento quería explicarles a todos cómo hay que protegerse en la tierra y dónde está la mejor tierra para cavar una trinchera y los refugios. Desde que renguea, prefiere explicar.

De modo que no quedó nadie en el campamento, sólo yo. Ni bien el regimiento desapareció en el bosque entré a la carpa en la que dormía el Z junto con el N y el R. En la carpa había tres bolsas de dormir. Sobre la de la izquierda había una carta. No, no era ésa. “Al Señor Otto N.” decía en el sobre, “Remitente: Sra. Elisabeth N” – ¡ah, la señora esposa del maestro panadero! No pude resistirme, ¿qué le escribiría la mamá a su nene?

Escribió: “Mi querido Otto, gracias por tu postal. Tanto a mí como a tu padre nos alegra mucho que te sientas bien. Sigue así y ten cuidado tan sólo con tus medias para que no vuelvan a entremezclarse. ¿Así que en dos días van a tirar con el fusil? ¡Dios mío, cómo pasa el tiempo! Tu padre te manda decir que en tus primeros tiros tienes que pensar en él ya que fue el mejor tirador de su compañía. Imagínate, Mandi murió ayer. Anteayer andaba todavía a los saltitos, tan contento en su jaulita y trinaba que era un contento. Y hoy estaba muerto. No sé, parece que hay una enfermedad de canarios difundiéndose. El pobrecito estiró las patitas delante de él, lo tuve que quemar en el fuego de la estufa. Ayer comimos un estupendo lomo de ciervo con arándanos rojos. Pensamos en ti. ¿Tú también tienes algo bueno para comer? Tu padre te manda sus cordiales saludos y le tienes que informar siempre si el profesor no hace otros comentarios como aquél sobre los negros. ¡No aflojes! ¡Tu padre ya le romperá el pescuezo! Te saluda y te besa mi querido Otto, tu querida mami.”

En la bolsa de dormir de al lado no había nada escondido. De modo que aquí dormía el R. Pues entonces la cajita tiene que estar en la tercera.

Y allí estaba.

Era una cajita de latón azul y tenía una cerradura simple.

Estaba cerrada. Traté de abrir la cerradura con un alambre.

Se dejó abrir con facilidad.

En la cajita había cartas, postales y un libro forrado de verde – “Mi Diario” decía allí con grandes letras.

Lo abrí.

“Para Navidad, de tu madre”

¿Quién era la madre de Z? Me parece que la viuda de un empleado público, o algo así.

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Después venían las primeras anotaciones, algo de un árbol de Navidad – sigo hojeando, ya estamos después de pascua. Al principio escribía todos los días, después sólo día por medio, después sólo cada tres, cada quinto, sexto y aquí, ¡aquí está la carta!

¡Ésa es! Un sobre arrugado, ¡sin señas, sin estampilla!

¡Rápido! ¿Qué es lo que dice?

“No puedo ir hoy, voy mañana a eso de las dos – Eva”

Eso era todo.

¿Quién es Eva?

Sólo sé quién es Adán.

Adán es el Z.

Y leo el diario:

“Miércoles.

Ayer llegamos al campamento. Estamos todos contentos. Ahora es de noche, ayer no llegué a escribir porque todos estábamos muy cansado del armado de las carpas. Tenemos también una bandera. El sargento es un viejo tarado que ni se da cuenta cuando nos reímos de él. Corremos más rápido que él. Al profesor gracias a Dios no lo vemos casi nunca. Tampoco se preocupa por nosotros. Siempre anda por ahí con cara larga. El N también es un tarado. Ahora ya es la segunda vez que grita que apague la vela, pero no lo voy a hacer porque si no, no voy a escribir ningún diario y quiero tener un recuerdo para la vida. Hoy por la tarde hicimos una gran caminata hasta las montañas. En el camino para allá pasamos por rocas en las que hay muchas grutas. De pronto, el sargento da la órden de que nos despleguemos y vayamos por la espesura hacia un enemigo que se ha atrincherado en una elevación con una ametralladora. Nos desplegamos, muy alejados los unos de los otros, pero la espesura se hizo cada vez más tupida y de pronto ya no ví a nadie a mi derecha ni a mi izquierda. Me perdí y quedé aislado. De pronto estuve otra vez delante de un peñasco con una gruta, creo que anduve en círculos. De pronto tengo una muchacha parada frente a mí. Era rubio-castaña y tenía una blusa de color rosa, y me pregunté de dónde había salido en absoluto. Quiso saber quién era. Se lo dije. Había dos chicos con ella, los dos descalzos y harapientos. Uno llevaba una hogaza de pan en la mano y el otro un florero. Me miraban con cara de pocos amigos. La muchacha les dijo que podían irse a casa, que ella sólo quería mostrarme cómo salir de la espesura. Me puse muy contento con eso y ella me acompañó. Le pregunté dónde vivía y me dijo que detrás de los peñascos. Pero sobre el mapa militar que yo tenía no había ninguna casa y nada en absoluto en toda la zona. El mapa está mal, me dijo. Así llegamos al borde de la espesura y podía ver el campamento a lo lejos. Y allí se quedó parada y me dijo que ahora tenía que volver y que me daría un beso si no le decía a nadie en todo el mundo que la había encontrado allí. ¿Por qué?, le pregunté. Porque no quería que nadie lo supiera, dijo ella. Le dije que estaba bien y me dio un beso en la mejilla. Eso no vale, le dije, un beso vale solamente si es en la boca. Me dio un beso en la boca. Al dármelo me metió la lengua. Le dije que era una puerca y por qué hacía eso con la lengua. Se largó a reír y me volvió a dar un beso de ésos. La empujé para alejarla de mí. En eso levantó una piedra y me la tiró. Si me la hubiera pegado en la cabeza ya estaría frito. Se lo dije. Me dijo que no le importaba.

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Pero entonces te colgarían, dije yo. Me dijo que eso pasaría de cualquier forma. De pronto la cosa se me hizo siniestra. Me dijo que me acercara bien cerca. No quise ser un cobarde y me acerqué. Y allí me tomó de pronto y volvió a meterme la lengua en la boca. Me puse furioso y la golpeé con una rama. Le pegué en la espalda y en los hombros pero no en la cabeza. No emitió sonido alguno y se desplomó. Allí quedó acostada. Me asusté mucho porque pensé que quizás estaría muerta. Me acerqué y la toqué con la rama. No se movió. Si está muerta, pensé, la dejo tirada allí y hago como si no hubiera pasado nada. Ya me quería ir cuando me di cuenta que estaba simulando. Es que me espiaba cuando me iba. Volví rápidamente. No, no estaba muerta. Sucede que ya he visto a muchos muertos y éstos tienen un aspecto completamente diferente. Ya a los siete años vi a un policía muerto y a cuatro obreros muertos, por la cuestión de una huelga. Espera, pensé, quieres asustarme pero ya te voy a hacer saltar – tomé con cuidado el borde de su falda y se la levanté de golpe. No tenía puesta ninguna bombacha. Pero siguió sin moverse y yo me empecé a sentir muy distinto. Pero de pronto se levantó y me arrastró con ella para abajo. Ya conozco eso. Nos amamos. Justo al lado había un enorme hormiguero. Y después le prometí que no le diría a nadie que nos habíamos encontrado. Salió corriendo y me olvidé por completo de preguntarle cómo se llama.

Jueves.

Hemos puesto centinelas porque hay bandas de ladrones. El N grita de nuevo que apague la vela. Si grita de nuevo le pego una – Ahora se la pegué. No me la devolvió. El estúpido de R gritó como si se la hubiera pegado a él, ¡pedazo de cobarde! Sólo me da rabia que no arreglé nada con la muchacha. Me hubiera gustado volverla a ver y hablar con ella. Hoy la sentí debajo de mí cuando el sargento ordenaba “¡arriba!” y “¡abajo!”. Siempre tengo que pensar en ella. Sólo su lengua no me gusta. Pero me dijo que es cuestión de costumbre. Como manejar rápido con el auto. ¡Qué gran sentimiento que es el del amor! Creo que debe ser algo parecido a lo que se siente al volar. Pero volar seguro que es más lindo todavía. No sé, ahora quisiera que estuviese acostada aquí a mi lado. ¡Si ella pudiera estar aquí!, ¡estoy  tan solo! Por mí hasta me puede meter la lengua en la boca.

Viernes

Pasado mañana tiraré con el fusil, ¡por fin! Hoy por la tarde me peleé con el N, uno de estos días lo mato. El R también recibió lo suyo. ¡Para qué se me cruza ese idiota en el camino! Pero todo eso no me importa, todo el tiempo pienso en ella y hoy más todavía. Porque hoy a la noche vino. De repente, mientras yo estaba haciendo guardia. Al principio me asusté, después me alegré una barbaridad y me dio vergüenza haberme asustado. Ella no se dio cuenta de nada, ¡gracias a Dios! Tenía un olor sensacional, a perfume. Le pregunté de dónde lo había sacado. Me dijo que de la droguería del pueblo. Eso debe haber sido caro, le dije yo. Oh no, dijo ella, no costó nada. Después me volvió a abrazar y estuvimos juntos. En eso me pregunta ¿y qué hacemos ahora? Yo le digo, ahora nos amamos. ¿Y nos vamos a amar muchas veces?, me preguntó ella. Sí, le dije yo, muchas veces todavía. ¿Y no pienso que ella es una muchacha perdida? No, ¡cómo podía decir eso! Porque se acuesta conmigo de noche. Ninguna muchacha es santa, le dije yo. De pronto vi una lágrima sobre su mejilla, la luna le iluminaba la cara. ¿Por qué lloras? Y ella dijo porque todo está tan oscuro. ¿Y qué? Y ella me preguntó si la amaría aunque fuese un alma perdida. ¿Y qué es eso? Y me dijo que no tenía padres y que con doce años había sido adoptada pero el hombre siempre la había acosado y ella se había defendido, y una vez había robado dinero para poder escaparse porque la mujer siempre la abofeteaba por lo del hombre, y entonces terminó en un reformatorio, pero de allí se había escapado y que ahora vivía en una cueva y robaría todo lo que encontrara. Cuatro chicos del pueblo que ya no querían pintar muñecas estaban también allí, pero ella era la mayor y la que mandaba.

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Pero yo no le tenía que decir a nadie que ella era una de ésas porque entonces volvería al reformatorio. Y me dio una lástima tremenda, y de pronto sentí que yo tenía un alma. Y se lo dije, y ella me dijo que sí, que ahora ella también sentía que tenía un alma. Pero no tenía que pensar mal de ella si ahora, mientras estaba conmigo, se robaba algo del campamento. Le dije que no iba a pensar mal, sólo a mí no le tenía que robar nada porque nos pertenecíamos. Y después tuvimos que separarnos porque pronto me iban a relevar. Mañana nos encontraremos de nuevo. Ahora sé como se llama. Eva.

Sábado.

Hoy hubo una gran conmoción, al L. le robaron su máquina de fotos. ¡No importa! Su padre tiene tres fábricas y la pobre Eva tiene que vivir en una cueva. ¿Qué va a hacer cuando venga el invierno? El N grita de nuevo por lo de la luz. Un día de éstos lo mato.

¡Apenas si aguanto a que venga la noche! Quisiera vivir con ella en una carpa, pero sin campamento, ¡ completamente solos! ¡Solamente con ella! El campamento ya no me gusta. No sirve para nada.

¡Oh Eva! ¡Siempre voy a estar para ti! Ya no vas a ir a ningún reformatorio, a ninguno, ¡eso te lo juro! ¡Te voy a proteger siempre! El N grita que mañana me va a aplastar la cajita. ¡Que se atreva nomás! Porque aquí están mis más íntimos secretos que no le importan a nadie. ¡Todo el que toque mi cajita, muere!”

 

Condenado 

“¡Todo el que toque mi cajita, muere!”

Leo la frase dos veces y tengo que sonreír.

¡Cosas de chicos!

Y quiero pensar en lo que leí pero no llego a hacerlo. Desde el límite del bosque suena la trompeta, tengo que apurarme, se acerca el regimiento. Rápidamente pongo el diario de nuevo en la cajita y quiero cerrarla. Giro el alambre de un lado para el otro. ¡En vano! Ya no se puede cerrar, arruiné la cerradura – ¿qué hacer?

Pronto llegarán los niños. Escondo la cajita abierta en la bolsa de dormir y salgo de la carpa. No me quedó más remedio. Y ya llega el regimiento.

En la cuarta fila marcha el Z.

Así que tienes una muchacha y se llama Eva. Y sabes que tu amada roba. Pero, a pesar de eso, juras que siempre la defenderás.

Tengo que sonreír otra vez. Niñerías, ¡tontas niñerías!

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Ahora el regimiento se detiene y rompen filas.

Ahora conozco tus secretos, pienso, pero de repente ya no puedo seguir sonriendo. Porque veo al fiscal. Está hojeando sus actas. La acusación es por robo y encubrimiento. No sólo Eva, también Adán tiene que hacerse responsable. Habría que arrestar al Z inmediatamente.

Tendría que decírselo al sargento y comunicárselo a la gendarmería. ¿O debo hablar primero con el Z ?

Ahora está allá cerca de las ollas y quiere saber qué hay para comer. Lo echarán del colegio y la muchacha volverá al reformatorio.

Los encerrarán a los dos.

¡Adiós futuro, querido Z !

Señores mucho más importantes ya tropezaron con el amor, con el amor que también es natural y necesario y, por lo tanto, también querido por Dios. Y vuelvo a escuchar al cura: “Lo más tremendo del mundo es Dios”. Y escucho un tremendo batifondo, griterío y fragor de lucha. Todo el mundo corre a una de las carpas.

Es la carpa de la cajita. El Z y el N están peleando, apenas si consiguen separarlos.

El N está colorado, sangra por la boca.

El Z está blanco.

“¡El N ha violado su cajita!” me grita el sargento.

“¡No!” grita el N. “¡Yo no hice nada, yo no!”

“¡¿Y quién sino?!” grita el Z. “¡Dígalo usted profesor! ¡¿Qué otro pudo haberlo hecho?!”

“¡Mentira! ¡Mentira!”

“¡Él la violó y nadie más! ¡Ya me había amenazado con hacerla pedazos!”

“¡Pero yo no lo hice!”

“¡Silencio!” brama de pronto el sargento.

Todos se callan.

El Z no le saca los ojos de encima al N.

Todo el que toque su cajita morirá, pasa de pronto por mi mente.

Involuntariamente, miro hacia arriba.

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Pero el cielo está tranquilo.

Siento que el Z podría llegar a matar al N.

También el N parece sentirlo. Todo compungido se dirige a mí.

“Señor profesor, quisiera dormir en otra carpa.”

“Está bien.”

“No leí su diario, de veras. ¡Ayúdeme profesor! ”

“Yo te ayudaré.” Ahora es el Z el que me mira. No puedes ayudarle, dice su mirada.

Lo sé, acabo de condenar al N.

Pero todo lo que yo quería saber era si el Z estaba en connivencia con los ladrones, y no quería que se sospechara de él sin fundamento, por eso violé la cajita.

¿Por qué es que no digo que fui yo el que leyó el diario?

¡No, ahora no! ¡No aquí delante de todos! Pero lo diré. ¡Seguro! Sólo que no delante de todos, ¡me da vergüenza! Se lo diré a solas. ¡De hombre a hombre! Y también quiero hablar con la muchacha, hoy por la noche, cuando se encuentren. Le diré que no se deje ver por aquí nunca más, y a este tonto Z le daré un buen lavado de cabeza – ¡y en eso quedará la cosa! ¡Punto final!

Como un ave de rapiña hace sus círculos la culpa. Nos agarra rápido.

Pero yo lo exculparé al N.

¡Si no hizo nada!

Y lo perdonaré al Z. Y también a la muchacha. ¡No pienso dejarme condenar siendo inocente! Sí; Dios es terrible, pero le voy a arruinar el plan. Con mi libre albedrío.

Se lo voy a arruinar. Voy a trazar una línea debajo de su cuenta.

Y salvaré a todos nosotros.

Y mientras estoy pensando en todo esto, siento que alguien me observa.

Es el T.

Dos ojos claros y redondos me miran. Sin luz, sin brillo

¡El pez! Me digo y siento como una descarga eléctrica.

Me sigue mirando, igual que aquella otra vez en el entierro del pequeño W.

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Sonríe en silencio, altanero, sarcástico.

¿Acaso sabe que fui yo el que violó la cajita?

 

 

El hombre en la luna 

El día se me hizo largo. Por fin cayó el sol. Vino el atardecer y esperé la noche. Vino la noche y me escurrí del campamento. El sargento ya roncaba, nadie me vio. Si bien la luna llena todavía iluminaba el campamento, del Oeste venían y pasaban las nubes en oscuros jirones. Una y otra vez se hacía completamente oscuro y cada vez tardaba más en venir la luz plateada.

Allí, dónde el bosque casi toca las carpas, allí hará guardia el Z. Pues allí me senté detrás de un árbol. Podía ver perfectamente bien al centinela.

Era el G.

Caminaba un poco de un lado para el otro.

Arriba corrían las nubes, abajo todo parecía dormir.

Arriba rugía un huracán, abajo nada se movía.

Sólo de vez en cuando crujía una rama.

Ahí el G se detenía y miraba hacia el bosque.

Yo lo miraba a los ojos pero él no me podía ver.

¿Tiene miedo?

En el bosque siempre pasa algo, especialmente de noche.

Pasó el tiempo.

Ahora viene el Z.

Saluda al G, y éste se va.

El Z se queda solo.

Mira cautamente a su alrededor y después alza la vista hacia la luna.

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Hay un hombre en la luna, se me ocurre de pronto, está sentado sobre la hoz, fuma su pipa y no se preocupa por nada. Sólo de vez en cuando escupe para abajo sobre nosotros. Quizás tiene razón.

A eso de las dos y media apareció por fin la muchacha y tan en silencio que la vi recién cuando ya estaba con él.

¿De dónde salió?

Simplemente estaba allí.

Ahora ella lo abraza y él la abraza.

Se besan.

La muchacha está de espaldas a mí y no puedo verlo a él. Ella debe ser más alta que él –

Ahora iré para allá y hablaré con los dos. Me levanto con cuidado para que no me oigan. Porque de otro modo, la muchacha saldrá corriendo.

Y quiero hablar también con ella.

Todavía se siguen besando.

Son mala hierba y deberían ser eliminados, me viene de pronto a la mente.

Veo una anciana ciega que tropieza y se cae.

Y constantemente tengo que pensar en la muchacha, en la forma en que se alza y mira por sobre el cerco.

Debe tener una espalda hermosa.

Quisiera ver sus ojos –

En eso viene una nube y todo se vuelve oscuro.

No es grande, la nube, porque tiene un borde plateado. En cuanto brille otra vez la luna voy para allá. Y vuelve a brillar, la luna.

La muchacha está desnuda.

Él está arrodillado delante de ella.

Ella es muy blanca.

Espero.

Ella me gusta cada vez más.

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¡Vete para allá! ¡Diles que fuiste tú el que violó la cajita! ¡Tú y no el N! ¡Anda! ¡Ve!

No voy.

Ahora él está sentado sobre el tronco de un árbol y ella está sentada sobre las rodillas de él.

Ella tiene unas piernas estupendas.

¡Anda! ¡Ve!

Sí, en seguida –

Y vienen nuevas nubes, más negras, más grandes. No tienen bordes plateados y tapan la tierra. El cielo desapareció y ya no veo más nada.

Escucho pero sólo oigo pasos que van por el bosque. Contengo la respiración.

¿Quién anda por ahí?

¿O es tan sólo la tormenta de allá arriba?

Ya no puedo verme ni siquiera a mí mismo.

¿Dónde estáis, Adán y Eva?

Habréis de ganar vuestro pan con el sudor de vuestras frentes pero eso ni se os ocurre. Eva se roba una máquina fotográfica y Adán cierra los dos ojos en lugar de montar guardia –

Mañana, mañana bien temprano, le diré a este Z que fui yo quien violó su cajita. ¡Mañana no permitiré que nada me detenga!

¡Ni aunque el buen Dios me mande miles de muchachas desnudas!– 

La noche se hace cada vez más cerrada.

Me tiene prisionero, oscura y silenciosa.

Ahora quiero volver.

Con cuidado, tanteo detrás de mí –

Con el brazo extendido toco un árbol. Lo rodeo.

Sigo tanteando  –  ¡eso! ¡Me retraigo espantado!

¿Qué fue eso?

Mi corazón se detiene.

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Quisiera gritar, fuerte, fuerte – pero me domino.

¡¿Qué fue eso?!

No; eso no fue ningún árbol.

Con la mano extendida he tocado un rostro. Tiemblo.

¿Quién está parado delante de mí?

Ya no me atrevo a seguir avanzando.

¡¿Quién es ése?!

¿O es que me engañé?

No; lo he sentido claramente: la nariz, los labios –

Me siento en el suelo.

¿Estará la cara todavía allí?

¡Espera a que venga la luz!

¡No te muevas! –

Por sobre las nubes, el hombre en la luna sigue fumando.

Llueve despacio.

¡Escúpeme tranquilo, hombre en la luna!

 

 

El penúltimo día 

Por fin se hace gris, llega la mañana.

No hay nadie frente a mí, ningún rostro, nada.

Me deslizo de nuevo hasta el campamento. El sargento está acostado de espaldas con la boca abierta. La lluvia golpetea la pared de la carpa. Recién ahora estoy cansado. Dormir, dormir –

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Cuando me despierto el regimiento ya ha partido. En cuanto vuelvan, le diré al Z que fui yo y no el N.

Es el penúltimo día.

Mañana desarmamos las carpas y volvemos a la ciudad.

Llueve a cántaros, sólo para de vez en cuando. En los valles hay una niebla espesa. No veremos a las montañas nunca más.

Al mediodía vuelve el regimiento, pero no está completo.

Falta el N.

Debe haberse extraviado, opina el sargento, ya nos encontrará.

Tengo que pensar en las grutas que están en el diario del Z y me siento inseguro.

¿Es miedo?

Ahora se lo tengo que decir, ¡se está haciendo demasiado tarde!

El Z está sentado en su carpa y escribe.

Está solo.

Al verme venir cierra rápidamente su diario y me mira con desconfianza.

“Así que estamos de nuevo escribiendo nuestro diario”, le digo y trato de sonreír. Se queda callado y se limita a mirarme. Entonces me doy cuenta de que tiene las manos llenas de arañazos.

Se da cuenta de que le estoy mirando los arañazos, se estremece un poco y mete las manos en los bolsillos.

“¿Tienes frío?” le pregunto y no dejo de mirarlo.

Sigue callado, sólo asiente con la cabeza y una sonrisa burlona pasa por su rostro.

“Escúchame”, comienzo despacio, “tu piensas que el N ha violado tu cajita –  ¿De dónde pretendes saber eso?”

“Él mismo me lo dijo”

Me quedo mirándolo. ¿Él mismo lo dijo?

¡Pero eso es imposible, si no hizo nada!

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El Z me mira de modo inquisitivo, pero sólo por un instante. Después continúa: “Me  confesó hoy antes del mediodía que fue él quien abrió la cajita. Con un alambre, pero después no la pudo volver a cerrar porque arruinó la cerradura.”

“¿Y?”

“Y me pidió que lo perdonara y yo lo perdoné.”

“¿Perdonarlo?”

“Sí.”

Mira indiferente hacia adelante. Ya no sé qué pensar y se me ocurre: “¡Todo el que toque mi cajita, muere!”

¡Tonterías! ¡Tonterías!

“¿Sabes dónde se ha metido el N ahora?” pregunto de pronto. Se queda muy tranquilo.

“¿Cómo quiere que lo sepa? Seguro que se extravió. Yo también ya me perdí alguna vez”  – se levanta y da la impresión de que no quiere seguir hablando.

Entonces me doy cuenta de que su saco está desgarrado.

¿Le digo que está mintiendo? Que el N jamás le hubiera podido confesar nada porque fui yo el que leyó su diario –

Pero ¿por qué miente el Z?

¡No! ¡No debo ni pensar en eso!

¡Por qué no se lo habré dicho inmediatamente, ayer, cuando estaba pegándole al N! Porque me daba vergüenza confesar ante mis señores alumnos que violé furtivamente una cajita con un alambre, a pesar de que eso sucedió con la mejor de las intenciones –   ¡comprensible! ¡comprensible! Pero ¿por que me quedé dormido hoy por la mañana? ¡Sí, claro, es que estuve sentado en el bosque y me callé la boca! Y ahora, ahora serviría de muy poco que la abriera. Ya es demasiado tarde.

Correcto, yo también tengo la culpa.

También yo soy la piedra con la que tropezó, el hoyo en el que cayó, el peñasco del que se desbarrancó – ¡¿Por qué no me despertó nadie hoy por la mañana?! No quería dejar que se me condenara siendo inocente y me dormí en lugar de defenderme. Con mi libre albedrío quise arruinar un plan por completo, pero el plan ya había sido concretado y la cuenta ya estaba pagada desde hacía rato.

Había querido salvarnos a todos pero ya todos nos habíamos ahogado.

En el eterno mar de la culpa. Pero ¿quién tiene la culpa de que la cerradura se haya roto; de que ya no se haya podido cerrar?

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¡Da lo mismo si abierta o cerrada, yo tendría que haberlo dicho! Los senderos de la culpa se tocan, se cruzan, se embrollan.

Es un laberinto. Un dédalo – con espejos que distorsionan. ¡Una feria! ¡Una feria!

¡Pasen, damas y caballeros!

¡Paguen multa y castigo por la culpa de existir! ¡No tengan miedo, es demasiado tarde! –

Por la tarde todos salimos a buscar al N. Revisamos toda la zona, gritamos “¡N!” y otra vez “¡N!”, pero no obtuvimos ninguna respuesta. Yo tampoco esperaba que la tuviéramos.

Anochecía ya cuando volvimos. Empapados, helados.

“¡Si esto sigue así”, maldijo el sargento, “vamos a tener todavía el más lindo de los diluvios universales!”

Y se me volvió a ocurrir: cuando dejó de llover y las aguas del diluvio universal retrocedieron, el Señor dijo: “De aquí en adelante ya no castigaré más a la tierra por culpa de los hombres.”

Y otra vez me pregunté: ¿mantuvo el Señor su promesa? Llueve cada vez más fuerte.

“Tenemos que informar a la gendarmería”, dice el sargento, “que el N está desaparecido.”

“Mañana.”

“No entiendo, profesor, cómo puede estar tan tranquilo.”

“Creo que debe haberse perdido, uno se pierde fácilmente, y quizás pase la noche en alguna casa de campo.”

“En esta zona no hay campos, sólo grutas.”

Presto atención. La palabra me da otro golpe.

“Esperemos”, prosigue el sargento, “que esté sentado en una gruta y que no se haya roto nada.”

Sí; esperemos. –

De repente le pregunto al sargento: “¿Por qué no me despertó usted hoy por la mañana?”

“¿Que no lo desperté?”. Se echa a reír. “¡Lo desperté un montón de veces pero usted siguió acostado como si se lo hubiese llevado el diablo!”

Es cierto; Dios es lo más terrible del mundo.

 

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El último día 

El último día de nuestra vida de campamento vino Dios.

Yo ya lo estaba esperando.

El sargento y los niños estaban justo desarmando las carpas cuando llegó.

Su aparición fue terrible. El sargento se sintió mal y tuvo que sentarse. Los jóvenes se quedaron parados en grupos, aterrados, casi paralizados. Sólo poco a poco volvieron a moverse y cada vez más excitados.

Únicamente el Z se movió apenas.

Miraba fijo el suelo y se paseaba de aquí para allá. Sólo por un par de metros. Siempre de un lado para el otro.

Después, todo el mundo empezó a gritar, al menos así me pareció.

Sólo el Z se quedó callado.

¿Qué había pasado?

Habían aparecido dos leñadores en el campamento, los dos con sus mochilas, sus sierras y sus hachas. Informaron que habían encontrado un niño. Tenían su libreta de calificaciones.

Era el N.

Yacía en la cercanía de las grutas en un zanjón, no lejos del claro. Con una herida abierta en la cabeza. Tiene que haberle pegado una piedra, o un golpe con algún objeto contundente.

En todo caso estaba más allá. Muerto y completamente muerto.

Lo mataron, dijeron los leñadores. Bajé con ellos hasta el pueblo. A la gendarmería. Casi corrimos. Dios quedó atrás. Los gendarmes telefonearon al fiscal de la ciudad próxima y yo le telegrafié a mi director. La comisión de homicidios apareció y se dirigió al lugar del hecho.

Y allí estaba el N en el zanjón.

Yacía boca abajo.

Y ahora lo fotografían.

Los señores hacen una búsqueda por las cercanías. Muy minuciosamente. Buscan el arma homicida y algunas huellas.

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Hallaron que el N no había sido asesinado en el zanjón sino aproximadamente a veinte metros de distancia de allí. Se veía claramente el rastro de cómo había sido arrastrado hasta el zanjón para que nadie lo encuentre. Y también encontraron el arma homicida. Una piedra angulosa manchada de sangre. También encontraron un lápiz y una brújula.

El médico constató que la piedra tuvo que haber golpeado con gran fuerza la cabeza del N proveniente de muy cerca. Y a traición, es decir, desde atrás.

¿Acaso estaba huyendo el N?

El hecho tuvo que haber estado precedido por una intensa lucha ya que su saco estaba desgarrado y sus manos llenas de cicatrices. –

Cuando la comisión de homicidios ingresó en el campamento, vi inmediatamente al Z. Estaba sentado un poco aparte. También su saco está desgarrado, pasó por mi mente, y también sus manos están llenas de cicatrices.

¡Pero me voy a cuidar muy bien de hablar de eso! Mi saco no tiene ningún desgarro y mis manos están sin cicatrices, pero así y todo ¡yo también tengo la culpa! –

Los señores nos interrogan.

Ninguno de nosotros sabía nada del crimen.

Cuando el fiscal me preguntó: “¿No tiene usted ninguna sospecha?” – volví a ver a Dios. Salía de la carpa en dónde dormía el Z y tenía el diario en la mano.

Y después habló con el R y no dejó de mirar al Z.

El pequeño R parecía no ver a Dios, sólo lo escuchaba. Sus ojos se hicieron cada vez más grandes, como si de pronto estuviese viendo una nueva tierra.

Y escucho al fiscal: “Bueno, ¡hable de una vez! ¿No tiene usted ninguna sospecha?”

“No.”

“¡Señor fiscal!”, grita de pronto el R y se aproxima a empellones, “¡El Z y el N siempre andaban peleándose! Es que el N leyó el diario del Z y por eso el Z se convirtió en su enemigo a muerte – porque escribe un diario que está siempre en una cajita azul de latón.” Todos se quedan mirando al Z.

Éste está allí con la cabeza gacha. No podemos ver su rostro. ¿Está blanco o colorado? Lentamente se acerca. Se detiene ante el fiscal.

Se hace un gran silencio.

“Sí”, dice en voz baja, “yo lo hice.”

Está llorando.

Le echo una mirada a Dios.

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Está sonriendo.

¿Por qué?

Y me lo estoy preguntando cuando ya no lo veo más.

Se ha ido de nuevo.

 

 

Los colaboradores 

Mañana comienza el juicio.

Estoy sentado en la terraza de un café y leo los diarios. La noche está fresca porque ya llegó el otoño.

Desde hace varios días que los diarios informan acerca de la próxima gran novedad. Algunos bajo el título de el caso Z, otros con el de el caso N. Publican opiniones, diagramas, desentierran todos los casos criminales con jóvenes involucrados, hablan de la juventud en general y en sí misma, profetizan y van de cien a mil detalles pero, de algún modo, siempre consiguen volver al asesinado N y a su asesino Z.

Hoy por la mañana apareció un periodista en mi casa y me entrevistó. En el diario de la tarde tiene que estar. Busco el diario. Hasta me fotografió. ¡Sí. Ahí está mi retrato! Bueno, apenas si me hubiera reconocido. En realidad, nada mal. Y bajo la imagen se lee: “¿Y qué dice el profesor?”

Bien, ¿y qué digo yo?

“Uno de nuestros colaboradores visitó hoy por la mañana, en el colegio de la ciudad, al profesor que en su momento, durante la primavera, fue la máxima autoridad en ese campamento en dónde se habría de desarrollar la funesta tragedia juvenil. El profesor dijo estar ante un enigma, tanto antes como después. Z habría sido siempre un alumno despierto y a él, al profesor, nunca le habrían llamado la atención ciertas anomalías de carácter y menos aún defectos o instintos criminales. Nuestro colaborador le hizo al profesor la difícil pregunta de si este crimen no revelaría cierto embrutecimiento de la juventud, lo cual, sin embargo, fue estrictamente negado por el profesor. La juventud actual, opinó, de ningún modo está embrutecida; por el contrario, gracias al saneamiento general es por demás consciente de su deber, dispuesta al sacrificio y absolutamente patriota. Este crimen es un muy lamentable caso aislado, una recaída en los peores tiempos burgueses. Y suena la campana, se terminó el recreo, y el profesor se despide. Se dirige a la clase para formar ciudadanos valiosos a partir de esas jóvenes almas abiertas. Gracias a Dios, el caso Z es solamente una excepción, el inusitado estallido de un individualismo criminal.”

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Después de mi entrevista sigue otra con el sargento. También su fotografía está en el diario, pero ésa era su imagen hace treinta años atrás. Coqueto el hombre.

Y bien, ¿qué dice el sargento? “Nuestro colaborador buscó también al director del adiestramiento militar. El instructor militar, abreviado como IM, recibió a nuestro colaborador con impecable amabilidad pero con la firme actitud del viejo y todavía enérgico guerrero. Según su opinión, el hecho se debe a una falta de disciplina. Se detuvo detalladamente en la condición del cadáver al momento de su hallazgo. Había participado de la guerra mundial pero nunca había visto una herida tan horrible. » Como antiguo soldado, yo estoy por la paz«  dijo al final de la esclarecedora conversación.”

“Nuestro colaborador también visitó a la Presidenta de la Asociación Contra el Abandono Infantil, la señora del maestro deshollinador K. La presidenta lamenta el caso muy profundamente. Hace días que ya no puede dormir. Los sueños premonitorios torturan a la meritoria señora. Según su opinión sería ya más que oportuno que los responsables del caso construyeran por fin mejores reformatorios en vista de la crisis social.”

Sigo hojeando. Pero ¿quién es ése? ¡Por supuesto! ¡Ahí está el maestro panadero N., el padre del fallecido! Y también está la fotografía de su esposa, la señora Elisabeth N, de apellido de soltera S.

“Con mucho gusto”, le dice el maestro panadero al colaborador, “responderé a su pregunta. El incorruptible tribunal tendrá que establecer si nuestro pobre Otto no fue, a pesar de todo, la víctima de una negligencia criminal por parte de las autoridades de supervisión, y pienso en este momento exclusivamente en el profesor y de ningún modo en el IM. Justitia fundamentum regnorum. En lo fundamental, habría que realizar un verdadero tamizado del personal docente en dónde pululan los enemigos del Estado. ¡Nos volveremos a ver en Filipo!”

Y la señora del maestro panadero opina: “Ottito era mi sol. Ahora sólo me queda mi esposo. Pero con Ottito estamos siempre en un contacto espiritual. Soy socia de un círculo espiritista.”

Sigo leyendo.

En otro diario dice: “La madre del asesino vive en una vivienda de tres habitaciones. Es la viuda del profesor universitario Z que falleció hace unos diez años. El profesor Z fue un respetado fisiólogo. Sus estudios sobre la reacción de los nervios a consecuencia de las amputaciones llamaron la atención no sólo del ámbito profesional. Hace cosa de unos veinte años fue el blanco preferido de la Asociación Contra la Vivisección. Lamentablemente la señora Z se niega a nuestra entrevista. Sólo nos dice: » Señores, ¿no se pueden ustedes imaginar todo lo que estoy soportando? «  Es una dama de mediana estatura. Vestía de luto. “

Y en otro diario descubro al defensor del acusado. Ya habló también conmigo tres veces y parece estar absolutamente entusiasmado con el caso.

Es un abogado joven que sabe perfectamente lo que está en juego para él.

Todos los colaboradores están pendientes de él.

Es una entrevista larga.

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“En este sensacional procedimiento por homicidio, señores”, comienza el defensor su entrevista, “la defensa se encuentra en una situación precaria. Sucede que tiene que cruzar su espada no sólo contra la fiscalía sino incluso contra el acusado al cual, por supuesto, tiene que defender.”

“¿Por qué?”

“El acusado, señores, confiesa ser culpable de un crimen cometido contra una persona. Se trata de homicidio, no de asesinato, y pido muy especialmente tomar nota de eso. Pero a pesar de la confesión del joven acusado estoy firmemente convencido de que no es el autor del hecho. Estoy persuadido de que está encubriendo a alguien.”

“¿No querrá usted afirmar, doctor, que fue otro el que cometió el hecho?”

“¡Precisamente, señores, eso es lo que incluso muy enérgicamente quiero afirmar! Dejando de lado que esto me lo dice una sensación indefinible, en cierto modo el instinto de cazador que tiene todo criminólogo, tengo también cierto fundamento para afirmar lo que digo. ¡No fue él! ¡Analicen tan sólo los motivos del hecho! Mató a un compañero de clase porque éste había leído su diario. Pero ¿qué había en ese diario? Pues, principalmente el affaire con esa muchacha perdida. Protege a la muchacha y anuncia sin pensarlo: » ¡Todo el que lea mi diario morirá «  - ¡seguro! ¡seguro! Todo está en su contra y, sin embargo, no todo. Dejando de lado que toda la forma de su confesión no carece por completo de un comportamiento caballeresco, ¿acaso no llama la atención que no habla acerca del homicidio en sí? ¡Ni una palabra sobre la secuencia de los hechos! ¿Por qué no la relata? Dice que ya no se acuerda. ¡Es falso! No podría recordar en absoluto porque no sabe nada de cómo, dónde y cuando mataron a su pobre compañero de clase. Todo lo que sabe es que fue con una piedra. Se le muestran distintas piedras y ya no puede recordar. Señores, ¡está encubriendo la acción de otra persona!”

“¿Pero el saco desgarrado y los rasguños en las manos?”

“Seguro; se encontró con N en el peñasco y se peleó con él, y eso nos lo cuenta con todos los detalles. Pero que, después, lo persiguió subrepticiamente y desde atrás, con una piedra – ¡no, no! ¡A N lo mató algún otro o más bien: alguna otra!”

“¿Se refiere usted a la muchacha?”

“¡Sí señor. A ella me refiero! Ella lo dominaba, lo sigue dominando todavía. Ella lo tiene a su antojo. Señores, ¡vamos a interrogar también a los psiquiatras!”

“¿Está la muchacha citada como testigo?”

“¡Por supuesto! Poco después del hecho fue arrestada en una gruta y está hace rato a buen resguardo junto con el resto de la banda. Vamos a ver y a oír a Eva, quizás ya mañana mismo.”

“¿Cuánto durará el proceso?”

“Estimo que de dos a tres días. Aunque no hay citados muchos testigos pero, como les dije, tendré que luchar muy fuerte con el acusado. ¡Muy duro! ¡Y voy a ganar! Será condenado por facilitar un robo – ¡y eso es todo!”

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Sí; eso es todo.

De Dios no habla nadie.

 

Proceso por homicidio Z o N  

Delante del Palacio de Justicia había trescientas personas. Todas querían entrar, pero las puertas estaban cerradas ya que las credenciales habían sido distribuidas semanas atrás. La mayoría por acomodo, pero ahora todo se controlaba estrictamente.

En los pasillos apenas se podía pasar.

Todos querían ver al Z.

Especialmente las damas.

Abandonadas y elegantes, estaban sedientas de catástrofes que no podían dejarlas embarazadas.

Se acostaban con las desgracias de los demás y se satisfacían con una compasión artificial.

La tribuna de la prensa estaba atestada.

En calidad de testigos habían sido citados, entre otros: los padres del N, la madre del Z, el sargento, el R que había compartido la carpa con el Z y el N, los dos leñadores que habían encontrado el cadáver del asesinado, el juez de instrucción, los gendarmes, etc. etc.

Y por supuesto también yo.

Y por supuesto también Eva.

Pero ella todavía no estaba en la sala. La iban a traer más tarde.

El fiscal y el abogado defensor hojean sus actas.

Ahora Eva se sienta en un reservado individual y espera a que llegue su turno.

Aparece el acusado. Un guardia lo acompaña.

Tiene el mismo aspecto de siempre. Sólo se ha vuelto más pálido, y pestañea. Le molesta la luz. Su cabello todavía está en orden.

Se sienta en el banquillo de los acusados como si fuera el pupitre del colegio.

Todos lo miran.

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Echa un vistazo y ve a su madre.

La mira fijamente – ¿qué se despierta en él?

Aparentemente nada.

Su madre apenas lo mira.

¿O solamente parece ser así?

Porque está con un velo impenetrable – negro sobre negro, no hay rostro.

El sargento me saluda y quiere saber si leí su entrevista. Le digo “sí” y, al escuchar mi voz, el maestro panadero se pone a prestar atención con odio.

Si pudiera, probablemente me mataría.

Con un pedazo de pan duro.

 

 

Velo 

El presidente del Tribunal Juvenil ingresa en la sala y todo el mundo se pone de pié. Se sienta y abre la sesión.

Un abuelo amistoso.

Se lee la acusación.

Z es acusado de asesinato, no de homicidio, y para colmo con felonía.

El abuelo sacude la cabeza como si dijera: “¡Oh estos chicos!”

Después se dirige al acusado.

Z se pone de pié.

Da sus datos personales y no está compungido.

Y ahora tiene que relatar, libremente, su propia vida. Dirige una mirada tímida a su madre y está compungido.

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Todo habría sido como entre todos los demás niños, empieza a decir en voz baja. Sus padres no habrían sido especialmente severos, igual que todos los padres. Su padre murió muy temprano.

Él es hijo único.

La madre se lleva el pañuelo a la cara, pero por sobre el velo.

Su hijo cuenta lo que le hubiera gustado ser – sí, hubiera querido ser un gran inventor. Pero sólo quería inventar cosas pequeñas, como por ejemplo un nuevo cierre a cremallera.

“Muy razonable”, coincide el presidente. “Pero ¿y si no hubieras inventado nada?”

“Entonces me hubiera hecho aviador. Aviador postal. Preferentemente de ultramar.”

¿Hasta los negros?, tengo que pensar involuntariamente.

Y a medida en que el Z habla de su anterior futuro, se aproxima cada vez más y más el tiempo – pronto llegará, el día en que vino el buen Dios.

El Z cuenta cómo fue la vida de campamento, el tiro al blanco, las caminatas, el izamiento de la bandera, cuenta acerca del sargento y acerca de mí. Y dice una frase extraña: “Las opiniones del profesor me parecieron muchas veces demasiado jóvenes.”

El presidente se asombra.

“¿Por qué?”

“Porque el profesor siempre decía las cosas como debían ser y nunca como eran en realidad.”

El presidente mira al Z con grandes ojos. ¿Siente que estamos entrando en una zona en dónde gobierna la radio? ¿En dónde la nostalgia por la moral se tira junto a los hierros viejos mientras todos se tiran al piso lleno de polvo ante la brutalidad de la realidad? Sí, parece que lo presiente porque busca una oportunidad para abandonar la tierra. De pronto le pregunta a Z: “¿Crees en Dios?”

“Sí”, dice el Z, sin titubeos.

“¿Y en el quinto mandamiento?”

“Sí.”

“¿Te arrepientes de lo que has hecho?”

En la sala se hace un enorme silencio.

“Sí”, dice el Z, “me arrepiento mucho”.

Pero sonó falso ese arrepentimiento.

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El interrogatorio se orientó hacia el día del asesinato.

Los detalles, que ya todo el mundo conocía, volvieron a ser rumiados.

“Salimos muy temprano”, relata el Z por centésima vez, “y nos desplegamos después en una línea para ir por la espesura hasta la elevación ocupada por el enemigo marcado. Cerca de las grutas me encontré casualmente con el N. Fue sobre un peñasco. Yo le tenía una rabia tremenda al N porque había violado mi cajita. Aunque él  lo negó – “

“¡Alto!” lo interrumpe el presidente. “El señor profesor ha hecho constar aquí en actas ante el juez de instrucción que tú le habrías dicho que el N te confesó que había sido él quien había violado la cajita.”

“Eso lo dije sólo por decir.”

“¿Por qué?”

“Para que no recayera sospecha sobre mí cuando se supiera.”

“¡Ajá! ¡Prosigue!”

“De modo que empezamos a pelearnos, yo y el N, y casi me tira del peñasco – y en eso me enfurecí y me puse de pié de un salto y le tiré la piedra.”

“¿Sobre el peñasco?”

“No”

“¿Dónde entonces?”

“No lo recuerdo.”

Se sonríe.

No se le puede sacar nada más.

Ya no se acuerda de nada.

“¿Y dónde empiezas a volver a recordar?”

“Volví al campamento y escribí en mi diario que me había peleado con el N.”

“Sí, ésa es la última anotación, pero no terminaste de escribir la última oración.”

“Porque me interrumpió el señor profesor.”

“¿Y qué quería él?”

“No lo sé.”

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“Bueno, ya nos lo contará.”

Sobre la mesa del tribunal está el diario del Z, un lápiz y una brújula. Y una piedra.

El presidente le pregunta al Z si reconoce la piedra.

El Z asiente con la cabeza.

“¿Y a quién pertenece el lápiz, y la brújula?”

“No son míos.”

“Pertenecen al pobre N”, dice el presidente y vuelve a mirar en las actas.

“¡Pero no! ¡Solamente el lápiz le pertenece al N! ¿Por qué no nos dices que la brújula es tuya?”

El Z se pone colorado.

“Me había olvidado”, se disculpa en voz baja.

En eso se levanta el defensor: “Señor presidente, quizás la brújula realmente no le pertenece.”

¿”Qué quiere usted decir con eso?”

“Con eso quiero decir que esa fatal brújula no es de N, quizás ni siquiera de Z, sino de una tercera persona. Le pido que le pregunte al acusado si realmente no había un tercero cuando sucedió el hecho.”

Se vuelve a sentar y el Z le lanza una breve, hostil, mirada.

“No había ninguna clase de tercera persona”, dice muy firme.

El defensor se levanta de un salto: “¡¿Cómo es que recuerda con tanta seguridad que no había ningún tercero si no puede recordar en absoluto cuando, cómo y dónde tuvo lugar el hecho?!”

Pero ahora interviene también el fiscal en el diálogo.

“La defensa aparentemente quiere insinuar”, dice con ironía, “que no fue el acusado sino el gran desconocido quien perpetró el asesinato. Sí, el gran desconocido – “

“No sé”, lo interrumpe el defensor, “si, sin más, se le puede poner el nombre de gran desconocido a una muchacha depravada que organizó una banda de ladrones – “

“La muchacha no fue”, lo interrumpe el fiscal, “sabe Dios que fue bastante intensamente interrogada, y además también escucharemos al señor juez de instrucción como testigo – dejando de lado que el acusado admite de plano haber cometido el hecho y, más aún, lo ha admitido de inmediato, lo cual en cierto sentido habla a su favor. ¡La intención de la

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defensa de presentar las cosas como si hubiese sido la muchacha la ejecutora del asesinato y como si Z la estuviese encubriendo conduce a quimeras!”

“¡Espere!”, sonríe el defensor y se dirige al Z:

“¿No dice en tu diario: en eso levantó una piedra y me la tiró. Si me la hubiera pegado en la cabeza ya estaría frito?

El Z lo mira tranquilo. Y luego hace un gesto como descartando algo.

“Lo exageré. Fue sólo una piedra pequeña.”

Y de pronto se estremece.

“¡No me defienda más doctor. Quiero ser castigado por lo que hice!”

“¿Y tu madre?” le grita el defensor. “¡¿Ni siquiera piensas en tu madre y en cómo sufre ella?! ¡No tienes ni idea de lo que estás haciendo!”

El Z se queda parado allí y baja la cabeza.

Después dirige la mirada hacia su madre. Casi como buscando algo.

Todos la miran a ella pero nadie puede ver nada por todos esos velos.

 

 

En la vivienda 

Antes de la declaración de los testigos, el presidente ordena un cuarto intermedio. Es mediodía. La sala se vacía lentamente, se llevan al acusado. El fiscal y el defensor intercambian miradas triunfales.

Me voy a pasear ante los edificios del Palacio de Justicia. Es un día gris, húmedo y frío.

Se caen las hojas – sí, llegó el otoño. Doblo por una esquina y casi me detengo.

Pero en seguida continúo caminando.

Sobre un banco está sentada la madre de Z.

No se mueve.

Es una dama de mediana estatura, se me ocurre.

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Saludo involuntariamente. Sin embargo ella no lo agradece.

Probablemente ni siquiera me vio.

Probablemente está por completo en otro lado – –

La época en la que no creía en ningún Dios, ya pasó. Hoy creo en Él. Pero no lo soporto. Todavía puedo verlo en el campamento como habla con el pequeño R sin perder al Z de vista. Debe tener ojos penetrantes, peligrosos – fríos, muy fríos. No; no es bueno.

¿Por qué deja que la madre del Z esté allí sentada? ¿Qué es lo que hizo ella? ¿Acaso tiene algo que ver ella con lo que cometió su hijo? ¿Por qué condena a la madre al maldecir al hijo?

No. No es justo.

Quiero encender un cigarrillo.

¡Qué tontería! ¡Me los olvidé en casa!

Abandono los edificios y busco una cigarrería.

Encuentro una en una calle lateral.

Es un negocio pequeño y pertenece a una pareja de ancianos muy viejos. Pasa un buen rato hasta que el viejo abre la caja y la vieja cuenta los diez cigarrillos. Están constantemente el uno en el camino del otro pero se tratan amigablemente. La vieja me da una cantidad menor de cambio y yo le llamo la atención sobre ello sonriendo. Se asusta mucho. “¡Dios me guarde!”, exclama y yo pienso, si Dios te guarda, pues estás bien guardada.

No tiene cambio y cruza la calle hasta lo del carnicero para cambiar un billete.

Me quedo con el viejo y enciendo un cigarrillo.

Me pregunta si pertenezco a la justicia porque en su negocio compran mayormente personas empleadas en la justicia. E inmediatamente comienza él también con el juicio. Sucede que el caso es tremendamente interesante porque se puede ver en forma muy clara la mano de Dios en todo eso.

Paro la oreja.

“¿La mano de Dios?”

“Sí”, dice, “porque en este caso todos los involucrados parecen ser culpables. También los testigos, el sargento, el profesor – incluso los padres.”

“¿Los padres?”

“Sí. Porque no es solamente la juventud, tampoco a los padres les importa ya Dios. Hacen como si no existiera en absoluto.”

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Me quedo mirando hacia la calle.

La vieja sale de la carnicería y va hacia la derecha, a la panadería.

¡Ajá! El carnicero tampoco tenía cambio.

En la calle no se ve a nadie, y de pronto no me consigo librar de un extraño pensamiento: tiene que tener un significado, pienso, el que el carnicero no tenga cambio. El que yo tenga que estar aquí esperando tiene que significar algo.

Veo los altos edificios grises y digo: “Si uno tan sólo supiera dónde vive Dios.”

“Vive en todas partes en dónde no se lo ha olvidado”, escucho la voz del viejo. “Vive incluso aquí, entre nosotros, porque nunca nos peleamos.”

Contengo la respiración.

¿Qué fue eso?

¿Fue ésa la voz del viejo?

No, no era la voz de él – ésa fue otra voz.

¿Quién fue el que me habló?

No me doy vuelta.

Y de nuevo escucho la voz:

“Si declaras como testigo e invocas mi nombre, entonces no calles que tú fuiste quien violó la cajita.”

¡La cajita!

¡No! ¡Con eso terminaré castigado porque no ayudé a arrestar al ladrón!

“¡Así es justo como debe ser!”

Pero perderé mi empleo, mi pan –

“Debes perderlo para que no se produzca otra injusticia.”

¡¿Y mis padres?! ¡Yo soy el que ayuda a mantenerlos!

“¿Quieres que te muestre tu niñez?”

¿Mi niñez?

La madre chilla, el padre maldice. Están siempre peleándose. No, tú no vives aquí. Por aquí sólo has pasado y tu llegada no produjo ninguna alegría –

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Quisiera llorar.

“Dilo”, escucho la voz, “di que violentaste la cajita. Hazme el favor y no me vuelvas a ofender.”

 

 

La brújula 

El juicio avanza. Es el turno de los testigos.

Los leñadores, los gendarmes, el juez de instrucción, el sargento, todos ellos ya pasaron. También el maestro mayor panadero N y su esposa dijeron lo que sabían. Ninguno de ellos sabía nada.

El maestro mayor panadero no pudo contenerse y dejar de mencionar mi opinión sobre los negros. Dirigió graves reproches contra mi sospechosa postura y el presidente lo miró con desaprobación pero no se atrevió a interrumpirlo.

Ahora llaman a la madre del Z.

El presidente le explica que puede negarse a testificar pero ella le corta la palabra, quiere dar su testimonio.

Habla, pero no se quita el velo.

Tiene una voz desagradable.

El Z habría sido un niño tranquilo pero fácilmente irritable. La cólera la habría heredado de su padre. No habría estado nunca enfermo, solamente pasó por esas enfermedades infantiles inofensivas.

Tampoco habrían ocurrido enfermedades mentales en la familia, ni de parte de padre ni de parte de madre.

De pronto se interrumpe y pregunta: “Señor presidente, ¿puedo hacerle una pregunta a mi hijo?”

“Sí, cómo no.”

Se dirige hacia la mesa del tribunal, toma la brújula en la mano y se dirige hacia su hijo.

“¿Desde cuando tienes esta brújula?”, pregunta, y suena como un sarcasmo. “Nunca tuviste una y hasta reñimos antes de tu partida al campamento porque dijiste: todos tienen una y sólo yo no, y me voy a perder sin una brújula – de modo que ¿de dónde la sacaste?”

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El Z se queda mirándola.

Se dirige triunfal al presidente: “¡No es su brújula, y el asesinato lo cometió el que perdió esa brújula!”

La sala murmura y el presidente le pregunta al Z: “¿Has oído lo que dice tu madre?”

El Z todavía la sigue mirando.

“Sí”, dice despacio. “Mi madre miente.”

El defensor salta: “¡Solicito que se realice un examen profesional del estado de salud mental del acusado!”

El presidente opina que el tribunal se ocupará más tarde de esta solicitud.

La madre clava sus ojos en el Z: “¿Dices que miento?”

“Sí.”

“¡No estoy mintiendo!”, grita de pronto, “No. ¡En toda mi vida no he mentido, pero tú has mentido siempre! ¡Siempre! ¡Yo digo la verdad y solamente la verdad, pero tú quieres proteger a esta mugrienta mujerzuela, a esta zorra degenerada!”

“¡No es ninguna zorra!”

“¡Cállate la boca!”, chilla la mujer y se pone cada vez más histérica. “Estás siempre pensando sólo en esa clase de miserable basura pero jamás piensas en tu pobre madre!”

“¡La muchacha vale más que tú!”

“¡Silencio!”, grita el presidente exasperado y condena al Z a dos días de prisión por ofender a un testigo. “¡Es inaudita”, lo increpa, “la manera en que tratas a tu madre! ¡Y eso es muy revelador!”

Y ahora es cuando el Z pierde la paciencia.

Explota la cólera que ha heredado de su padre.

“¡Ésa no es ninguna madre!, grita, “Nunca se preocupa por mí, siempre sólo por sus criadas! ¡Desde que tengo uso de razón que no hago otra cosa que escuchar su voz increpando a las muchachas en la cocina!”

“¡Siempre ha estado al lado de las muchachas, señor presidente! ¡Igual que mi marido!”, se ríe brevemente.

“¡No te rías madre!” la increpa el hijo. “¡¿Ya no te acuerdas de la Thekla?!”

“¡¿De qué Thekla?!”

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“Tenía quince años y la hostigaste en todo lo que pudiste. ¡Hasta las once de la noche tenía que planchar y a la mañana siguiente se tenía que levantar ya a las cuatro y media de la madrugada; y para comer tampoco le diste nada! Y después se fue – ¿no te acuerdas?”

“¡Sí, estuvo robando!”

“¡Para poder irse! ¡Tenía seis años y todavía me acuerdo perfectamente bien como mi padre volvió a casa y dijo que la habían pescado y que la pobre muchacha iría a un reformatorio! ¡Y de eso tuviste la culpa tú, y sólo tú!”

“¿Yo?”

“¡Papá también lo dijo!”

“¡Tu padre, tu padre! ¡Tu padre dijo muchas cosas!”

“¡Papá nunca mintió! Y esa vez ustedes dos se pelearon terriblemente y papá no durmió en casa esa noche, ¿te acuerdas? Y Eva es una muchacha como Thekla – ¡exactamente igual! ¡No madre, ya no te quiero!”

En la sala se hizo un gran silencio.

Y después, el presidente dijo: “¡Gracias, señora profesora!”

 

La cajita 

Y ahora me toca a mí.

Son ya las cinco menos cuarto.

Se me toma juramento como testigo.

Juro por Dios, decir la verdad según mi mejor conciencia y no callar nada.

Si señor, no callar nada.

Mientras presto juramento la sala se vuelve inquieta.

¿Qué pasa?

Me doy vuelta y veo a Eva.

Está sentada, erguida, en el banquillo de los testigos acompañada por una empleada del presidio.

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Había querido ver sus ojos, se me cruza por la mente.

Los miraré después de haberlo dicho todo.

Ahora no puedo hacerlo.

Tengo que darle la espalda porque delante de mí está el crucifijo.

Su Hijo.

Miro de soslayo hacia el Z.

Está sonriendo.

¿Estará ella también sonriendo – a mis espaldas? Contesto las preguntas del presidente. Hace una alusión a los negros – sí, nos entendemos. Le doy al N una buena calificación y también al Z. No presencié el asesinato. El presidente ya me quiere dejar ir y allí es dónde yo lo interrumpo. “¡Sólo un pequeño detalle, señor presidente!”

“¡Por favor!”

“La cajita en la que estaba el diario de Z no la violó N.”

“¿No fue el N? ¿Sino?”

“Sino yo. Fui yo el que abrió la cajita con un alambre.”

El efecto de estas palabras fue grande.

El presidente dejó caer un lápiz, el defensor se puso de pié de un salto, el Z se me quedó mirando con la boca abierta, la madre gritó, el maestro mayor panadero se puso pálido como la masa de pan y se llevó la mano al corazón.

¿Y Eva?

No lo sé.

Sólo siento una inquietud general detrás de mí.

Se murmura, se cuchichea.

El fiscal se levanta hipnotizado y lentamente me apunta con el dedo. “¿Usted?”, pregunta estirando la palabra.

“Sí”, digo y me sorprendo de mi serenidad.

Me siento fantásticamente liviano.

Y cuento todo.

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Por qué violé la cajita y por qué no se lo confesé inmediatamente al Z. Sucede que me daba vergüenza, pero también hubo algo de cobardía en eso.

Cuento todo.

Por qué leí el diario y por qué no saqué las consecuencias legales, porque quería arruinar un plan y trazar una línea bajo una cuenta. Una gruesa línea. Debajo de otra cuenta. ¡Si, fui estúpido! Me doy cuenta de que el fiscal empieza a tomar notas pero eso no me molesta.

¡Todo, todo!

¡Sigue relatando!

También Adán y Eva. ¡Y las nubes oscuras, y el hombre en la luna!

Cuando termino, el fiscal se levanta.

“Le advierto al señor testigo que no se haga ninguna clase de ilusiones sobre su interesante declaración. La fiscalía se reserva el derecho de presentar una acusación por obstrucción de la justicia y por encubrimiento de robo.”

“De acuerdo”, me inclino levemente, “he jurado no callar nada.”

En ese momento brama el maestro panadero: “¡Él tiene a mi hijo sobre su conciencia, sólo él!” Sufre un ataque cardíaco y tiene que ser desalojado de la sala. Su esposa alza la mano en forma amenazadora: “Tema usted”, me grita, “tema usted ante Dios.”

No, ya no le tengo temor a Dios.

Siento la reprobación general a mi alrededor. Sólo dos ojos no me reprueban.

Descansan sobre mí.

Serenos como los oscuros lagos de los bosques de mi patria chica.

Eva, ¿acaso ya eres el otoño?

 

 

Expulsado del paraíso 

A Eva no le toman juramento.

“¿Conoces esto?” pregunta el presidente y levanta la brújula.

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 “Sí”, dice ella, “es algo que muestra la dirección.”

“¿Sabes de quién es?”

“No es mío, pero me lo puedo imaginar.”

“¡No se te ocurra engañar!”

“No engaño. Quiero decir la verdad, igual que el señor profesor.”

¿Como yo?

El fiscal se sonríe, irónico.

El defensor no le quita los ojos de encima.

“¡Pues bien, adelante!”, sugiere el presidente.

Y Eva comienza.

“Cuando el Z llegó cerca de nuestra gruta, apareció el N.”

“¿Así que tú estuviste allí? “

“Sí.”

“¿Y por qué lo dices recién ahora? ¿Por qué mentiste durante toda la investigación diciendo que no estuviste allí cuando Z mató a N?

“Porque el Z no mató al N.”

“¿No fue el Z? ¡¿Sino?!”

La tensión es enorme. Todo el mundo en la sala se inclina hacia adelante. Se inclinan hacia la muchacha, pero ésta no se achica.

El Z está muy pálido.

Y Eva relata: “El Z y el N se trenzaron en una tremenda pelea, el N era más fuerte y lo tiró al Z del peñasco. Pensé que estaba frito y me puse furiosa y pensé también que conoce el diario y sabe todo acerca de mí – así que tomé una piedra, esa piedra de ahí, y corrí detrás de él. Quería pegarle con esa piedra en la cabeza, sí, quería, pero en eso saltó un muchacho desconocido de la maleza, me arrancó la piedra y salió corriendo detrás del N. Vi como lo alcanzaba y hablaba con él. Estaban en un claro. Seguía con la piedra en la mano. Me escondí porque tenía miedo de que los dos volviesen. Pero no vinieron, se fueron en otra dirección y el N iba un par de pasos adelante. Y de pronto el desconocido levanta la piedra y, desde atrás, le pega con ella al N en la cabeza. El N cayó y ya no se movió. El desconocido se inclinó sobre él y se quedó mirándolo, y después se lo llevó a la rastra. Hasta un zanjón. No sabía que yo lo estaba observando. Y después corrí de vuelta hasta el peñasco y me encontré con el Z. No se había hecho nada con la caída, sólo tenía el saco desgarrado y las manos arañadas.” –  –  –

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El defensor es el primero en recuperar el habla: “Solicito que se declare nula la acusación contra Z – “

“Un momento, doctor”, lo interrumpe el presidente y se dirige al Z que sigue mirando fijo, aturdido, a la muchacha.

“¿Es cierto lo que ella dijo?”

“Sí.”, asiente quedamente el Z.

“¿Tú también viste como un muchacho desconocido mató a N?”

“No, eso no lo vi.”

“¡Ah bueno!”, el fiscal respira aliviado y se reclina satisfecho en su asiento.

“Él solamente vio como yo levanté la piedra y corrí detrás del N”, dijo Eva.

“De modo que fuiste tú la que lo mató”, constata el defensor.

Pero la muchacha permanece tranquila.

“No fui yo.” Hasta sonríe.

“Volveremos a eso”, opina el presidente, “Lo que quisiera escuchar es por qué, si son inocentes, se callaron esto hasta ahora. ¿Y bien?”

Los dos callan.

Y la muchacha comienza otra vez.

“El Z lo admitió porque pensó que había sido yo la que mató al N. No me quiso creer que había sido otro.”

“¿Y nosotros te lo tenemos que creer?”

Ahora sonríe otra vez.

“No sé, pero así fue – “

“¿Y tú te hubieras quedado tranquila viendo como él resultaba condenado siendo inocente?”

“Tranquila no, bastante lloré, pero le tenía tanto miedo al reformatorio – y después, después igual dije recién que no fue él.”

“¿Por qué recién ahora?”

“Porque el señor profesor también dijo la verdad.”

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“¡Extraordinario!”, se mofa el fiscal.

“¿Y si el señor profesor no hubiera dicho la verdad?”, quiere saber el presidente.

“Entonces yo también me hubiera callado.”

“Creo”, opina el defensor con sarcasmo, “que amas al Z. En todo caso,  lo tuyo no es verdadero amor.”

Todo el mundo sonríe.

Eva mira al defensor con grandes ojos.

“No”, dice en voz baja, “no lo amo”.

El Z se para de un salto.

“Tampoco lo amé nunca”, dice con voz un poco más fuerte y baja la cabeza.

El Z se sienta despacio y se pone a mirar su mano derecha.

Había querido protegerla, pero ella no lo ama.

Había querido dejarse condenar por ella, pero ella nunca lo amó.

Fue sólo como si–

¿En qué piensa ahora el Z?

¿Piensa en su anterior futuro?

¿En el inventor, en el aviador postal?

Todo fue sólo como si – Dentro de poco odiará a Eva.

 

 

El pez 

“Pues bien”, prosigue el presidente interrogando a Eva, “¿de modo que perseguiste a N con esta piedra?”

“Sí.”

“¿Y querías matarlo?”

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“¡Pero no lo hice!”

“¿Sino?”

“Ya lo dije, vino un muchacho desconocido, me derribó y corrió con la piedra detrás del N.”

“¿Qué aspecto tenía este muchacho desconocido?”

“Fue todo tan rápido, no lo sé – “

“¡Ah el gran desconocido!” se burla el fiscal.

“¿Lo reconocerías?”, el presidente no suelta la presa.

“Quizás. Sólo recuerdo que tiene ojos claros, redondos. Como un pescado.”

La palabra me pega un golpe.

Salto y grito “¡¿Un pez?!”

“¿Y a usted qué le pasa?” pregunta extrañado el presidente.

Todo el mundo se asombra.

Sí, ¿qué es lo que me pasa?

Pienso en una calavera iluminada.

Vienen tiempos fríos, escucho que dice Julio César, la era de Piscis. En ella el alma de los hombres se vuelve inmóvil como el rostro de un pez.

Unos ojos claros, redondos, me miran. Sin luz, sin brillo.

Es el T. Está ante la tumba abierta.

También está en el campamento y sonríe en silencio, altanero, burlón.

¿Sabía ya que había sido yo el que violó la cajita?

¿Conocía también el diario?

¿Se deslizó detrás del Z y del N?

Sonríe, extrañamente rígido.

No me muevo.

Y de nuevo pregunta el presidente: “¿Qué le pasa?”

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¿Debo decirle que pienso en el T?

¡Tonterías!

¿Por qué habría el T de matar al N? Falta cualquier clase de motivo –

Y digo: “Perdón, señor presidente, pero estoy un poco nervioso.”

“¡Es comprensible!”, se burla el fiscal.

Abandono la sala.

Lo sé, van a absolver al Z y condenarán a la muchacha. Pero también sé que todo se ordenará.

Mañana, o pasado mañana, comenzará la investigación contra mí.

Por obstrucción de la justicia y por encubrimiento de robo.

Me suspenderán del instituto docente.

Pierdo mi pan.

Pero no me duele.

¿Qué voy a comer?

Es curioso, no me preocupa.

Se me ocurre el bar en dónde me encontré con Julio César. No es caro.

Pero no me emborracho.

Me voy a casa y me acuesto.

Ya no le tengo miedo a mi habitación. ¿Vive Él también ahora conmigo?

 

No pica 

Correcto. ¡En el diario de la mañana ya sale la noticia!

El Z fue condenado a una pena leve por obstrucción de la justicia y por facilitar un robo, bajo condiciones atenuantes, pero contra la muchacha el fiscal presentó la acusación por asesinato con felonía.

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El nuevo juicio comenzaría dentro de unos tres meses.

Si bien la depravada criatura siguió afirmando tercamente su inocencia, escribe el cronista judicial, probablemente ninguno de los presentes creyó en su griterío. Como es sabido, ¡el que miente una vez, mentirá también la vez siguiente! Incluso el acusado Z ya no le tendió la mano al final de la audiencia, cuando la muchacha se escapó de la guardia que la custodiaba y se abalanzó sobre él para pedirle perdón por no haberlo amado nunca.

¡Ajá, así que ya la odia!

Ahora está completamente sola.

¿Estará gritando todavía?

No grites, te creo –

Tan sólo espera, voy a pescar a ese pez.

¿Pero cómo?

¡Tengo que hablar con él, y lo más pronto posible!

Con el correo de la mañana ya recibí un documento de la autoridad de supervisión: no puedo poner el pié en el colegio mientras dure el proceso en mi contra.

Ya lo sé, no voy a poder ir allí nunca más porque me condenarán sin más trámite. Y sin considerar circunstancias atenuantes.

¡Pero todo eso ya no me importa!

Porque tengo que pescar un pez, para que deje de oírla gritar.

Mi ama de casa me trae el desayuno y se comporta de un modo tímido. Ha leído mi testimonio en el diario y repican las campanas. Los periodistas escriben: “El profesor cómplice” – y uno de ellos hasta dice que soy un asesino intelectual.

Nadie está de mi parte.

Buenos tiempos para el maestro panadero N, ¡siempre y cuando el demonio no se lo haya llevado esta noche! –

Hacia el mediodía voy al colegio al cual ya no puedo entrar y espero que terminen las clases. Por fin los alumnos abandonan el edificio.

También algunos colegas.

Y ahora viene el T.

Está solo y dobla a la derecha.

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Lentamente voy a su encuentro.

Me ve y se estremece.

Después me saluda y sonríe.

“Que bueno que te encuentro”, le digo, “porque tendría un par de cosas para hablar contigo.”

“Por favor”, y hace una cortés reverencia.

“Pero aquí en la calle hace demasiado ruido, ven, vamos a una confitería, ¡te invito con un helado!”

Nos sentamos en la confitería.

El Pez pide helado de frutilla y de limón.

Come el helado con la cuchara.

Se sonríe hasta cuando come, constato.

Y de pronto lo asalto con la frase: “Tengo que hablar contigo acerca del juicio por asesinato”.

Sigue comiendo tranquilamente.

“¿Te gusta?”

“Sí.”

Nos callamos.

“Dime”, comienzo de nuevo, “¿crees que la muchacha mató al N?”

“Sí.”

“No le crees que lo hizo un muchacho desconocido?”

“No. Eso lo inventó para zafarse con una mentira.”

Volvemos a callar.

De pronto deja de comer y me mira con desconfianza: “¿Qué quiere usted en realidad de mí, señor profesor?”

“Pensé”, digo despacio y miro sus ojos redondos, “que quizás podrías tener alguna idea de quién fue ese muchacho desconocido.”

“¿Y por qué?”

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Me atrevo y miento: “Porque sé que siempre estás espiando.”

“Sí”, dice muy tranquilo, “estuve observando varias cosas.”

Y ahora sonríe de nuevo.

¿Sabía que fui yo el que violó la cajita?

Y pregunto: “¿Leíste el diario?”

Me mira fijamente: “No. Pero lo observé a usted cuando se fue y se escondió para espiar al Z y a la muchacha – ”

Me quedo helado. Así que me observa a mí.

“En aquél momento me tocó usted la cara porque yo estaba detrás suyo. Usted se pegó un tremendo susto, pero yo no tengo miedo, señor profesor.”

Vuelve a comer tranquilamente su helado.

Y de pronto me doy cuenta de que no está gozando en absoluto de mi confusión. Sólo a veces me echa una mirada como si estuviese registrando algo.

Es extraño, tengo que pensar en un cazador.

En un cazador que apunta a sangre fría y que dispara cuando está seguro de dar en el blanco.

En uno que no siente ningún placer al hacerlo.

Pero entonces, ¿por qué caza? ¿Por qué? ¿Por qué?

“¿Estabas realmente en buenos términos con el N?”

“Sí, andábamos muy bien.”

Qué ganas de preguntarle; ¿y entonces por qué lo mataste? ¡¿Por qué, por qué?!

“Profesor, me está usted haciendo preguntas”, dice de pronto, “como si yo hubiera matado al N. Como si yo fuese ese muchacho desconocido y usted sabe muy bien que nadie sabe qué aspecto tenía, si es que existió en absoluto. Incluso la muchacha sólo sabe que tenía ojos de pescado – “

¿Y tú?, pienso.

“– y yo no tengo ojos de pescado sino que tengo ojos claros de cervatillo, mi mamá también lo dice y todo el mundo me lo dice. ¿Por qué se sonríe usted profesor? Más que yo, es usted el que tiene ojos de pescado – ”

“¡¿Yo!?”

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“¿No sabe usted el sobrenombre que tiene en el colegio? ¿Nunca lo escuchó? Le dicen El Pez.”

Me cabecea sonriendo.

“Sí, señor profesor, porque siempre tiene esa cara impenetrable. Uno nunca sabe qué es lo que está pensando y si en absoluto alguien le importa a usted. Siempre decimos, el profesor sólo observa; cualquiera de ustedes podría tener un accidente en la calle y él se quedaría mirando cómo queda tirado el accidentado, sólo para saberlo con precisión, y no sentiría nada, por nada del mundo –  ”

De pronto se atasca, como si hubiese hablado de más y me dirige una mirada asustada, pero sólo durante una fracción de segundo.

¿Por qué?

¡Aja! Ya tenías el anzuelo en la boca, pero lo volviste a pensar dos veces.

Estabas a punto de morder, pero te diste cuenta de la tanza. Y ahora nadas de regreso a tu mar.

Todavía no te clavaste el anzuelo, pero te delataste.

Espera. ¡Ya te voy a pescar!

Se levanta: “Tengo que irme a casa, me esperan con la comida y si llego tarde se me arma lío.”

Me agradece el helado y se va.

Lo miro mientras se aleja y oigo gritar a la muchacha.

 

 

Banderas 

Cuando me desperté al día siguiente supe que había soñado mucho. Sólo que ya no sabía qué. Era un feriado.

Se festejaba el cumpleaños del Plebeyo Mayor.

La ciudad estaba repleta de banderas y de carteles.

Por las calles desfilaban las muchachas que buscan al aviador desaparecido, los muchachos que odian a todos los negros, y los padres que se creen las mentiras escritas

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sobre los carteles. Y los que no creen, desfilan también. Divisiones de sujetos sin carácter comandados por idiotas. Marchando al compás.

Cantan acerca de un pajarito que trina sobre la tumba de un héroe, acerca de un soldado que se ahoga en el pasto, de las muchachas morochas que se comen la porquería que quedó en casa, y acerca de un enemigo que, en realidad, ni siquiera existe.

De este modo celebran los débiles mentales y los mentirosos el día en que nació el Plebeyo Mayor.

Y mientras pienso estas cosas, constato con cierta satisfacción que también en mi ventana ondea una pequeña bandera.

La puse ya ayer por la noche.

El que tiene que vérselas con criminales y con estúpidos tiene que actuar de modo criminal y estúpido; de otro modo deja de ser. Se queda sin pellejo.

Tiene que poner una bandera en su hogar, incluso si ya no tiene hogar.

Cuando la personalidad ya no es tolerada y sólo se acepta la obediencia, la verdad se va y viene la mentira.

La mentira, la madre de todos los pecados.

¡Mostremos las banderas!

¡Más vale vivir comiendo que morir con hambre!

Pensaba así cuando, de pronto, se me ocurrió: ¿en qué estás pensando? ¿Acaso te olvidaste que estás suspendido como docente? No cometiste ningún perjurio y dijiste que habías sido tú el que violó la cajita. Pon esa bandera en tu ventana, ríndele honores al Plebeyo Mayor. ¡Aunque te arrastres por la mugre y mientas todo lo que puedas, no cambiarás nada! ¡Has perdido tu pan!

¡No olvides que has hablado con un Señor más elevado!

Vives aún en la misma casa pero en un piso más alto.

En otro plano, en otra vivienda. ¿No te has dado cuenta de que tu habitación se ha hecho más pequeña? Incluso los muebles, el armario, el espejo –

Todavía puedes verte en el espejo, es lo suficientemente grande – ¡seguro, seguro! Tú también eres solamente un hombre que quisiera tener la corbata correctamente anudada. ¡Pero mira de una vez por la ventana!

¡Qué lejano se ha vuelto todo! ¡Qué pequeños los grandes gobernantes y qué pobres los plebeyos ricos! ¡Qué ridículo!

¡Cómo destiñen las banderas!

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¿Puedes leer los carteles todavía?

¿Escuchas todavía la radio?

Apenas.

La muchacha ni siquiera debería gritar tanto para hacerse oír.

Tampoco grita ya.

Sólo llora en silencio.

Pero se le oye a pesar del ruido.

 

Uno de cinco 

Me estoy justo lavando los dientes cuando aparece mi ama de casa.

“Hay un alumno allá afuera que quiere hablar con usted.”

“¡Un momento!”

La ama de casa se va y me pongo mi bata.

¿Un alumno? ¿Qué querrá?

Tengo que pensar en el T.

La bata me la regalaron para navidad. Mis padres. Siempre me decían: “¡No puedes estar sin una bata!”

Es verde y lila.

Mis padres no tienen sensibilidad para los colores.

Golpean.

“¡Adelante!”

El alumno entra y hace una reverencia.

Lo reconozco de inmediato – claro, ¡es uno de los B!

Tenía cinco Bs en mi clase, pero éste es el que menos me llamó la atención. ¿Qué quiere? ¿Cómo es que no está allá afuera, desfilando?

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“Señor profesor”, comienza, “estuve pensando largo rato si era, o no importante – creo que tengo que decirlo.”

“¿Qué cosa?”

“No me dejó tranquilo, esa cosa con la brújula.”

“¿Brújula?”

“Si. Sucede que leí en el diario que junto al N muerto encontraron una brújula de la que nadie sabe a quién pertenece – “

“¿Y bien?”

“Yo sé quién perdió esa brújula.”

“¿Quien?”

“El T.”

¿El T? Me corre un escalofrío.

¿Otra vez vienes nadando?

Tu cabeza emerge de las aguas oscuras – ¿estás viendo la red?

Está nadando, nadando –

“¿Cómo sabes que la brújula es del T?, pregunto y hago esfuerzos por permanecer impasible.

“Porque la buscó por todas partes; dormíamos en la misma carpa.”

“No querrás decir que el T tiene algo que ver con el asesinato.”

Se calla y mira hacia un rincón.

Sí, quiere decirlo.

“¿Te puedes imaginar que fue él?”

Me mira, casi sorprendido, con grandes ojos. “Yo me puedo imaginar de todo de cualquiera.”

“¡Pero no un asesinato!”

“¿Por qué no?”

Sonríe – pero no, no en forma burlona.

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Más bien triste.

“Pero ¿por qué habría el T de matar al N? ¿Por qué? ¡Falta todo motivo!”

“El T decía siempre que el N era muy estúpido.”

“¡Pero eso no es un motivo!”

“Eso todavía no. Pero, sabe profesor, el T es tremendamente curioso, siempre quiere saberlo todo en detalle, cómo es la cosa en realidad, y una vez me dijo que le gustaría ver cómo alguien se muere.”

“¡¿Qué!?”

“Sí, quería saber cómo pasa la cosa – siempre anduvo fantaseando con que quería mirar cómo venía un bebé al mundo.”

Voy hasta la ventana, por el momento no puedo hablar. Afuera siguen desfilando, los padres y los hijos.

Y de pronto me llama la atención que este B me haya venido a ver.

“¿Por qué no estás desfilando con los demás?”, le pregunto, “¡Tendrías que estar allí, es tu obligación!”

Hace una mueca. “Dije que estaba enfermo.”

Nuestras miradas se encuentran.

¿Nos entendemos?

“No te voy a descubrir”, le digo.

“Ya lo sé”, dice él.

¿Qué es lo que sabes?, pienso yo.

“Ya no quiero seguir marchando, y el mandoneo tampoco me lo aguanto ya; ¡cualquiera, porque tiene dos años más, viene y te grita cualquier cosa! Y después, ¡esos insípidos discursos! ¡Puras idioteces!”

Tengo que sonreír.

“¡Espero que seas el único en la clase que piensa así!”

“¡Oh no! ¡Ya somos como cuatro!”

¿Cuatro? ¿Ya?

¿Y desde cuando?

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“¿Se acuerda usted, señor profesor, cuando dijo eso sobre los negros, en la primavera, antes del campamento? En ese momento todos firmamos que ya no lo queríamos tener – pero yo lo hice obligado, porque, por supuesto, usted tenía razón en eso de los negros. Y después, poco a poco, encontré a otros tres que pensaban igual.”

“¿Quiénes son los otros tres?”

“Eso no se lo puedo decir. Eso iría en contra de nuestro reglamento.”

“¿Reglamento?”

“Sí. Sucede que formamos un club. Ahora ingresaron dos más, pero ésos no son alumnos. Uno es un aprendiz de panadero y el otro es un cadete.”

“¿Un club?”

“Nos juntamos una vez por semana y leemos todo lo que está prohibido.”

“¡Ajá!”

¿Cómo había dicho Julio César?

Leen de todo, pero solamente para poder burlarse.

Su ideal es el escarnio, vienen tiempos fríos.

Y le pregunto al B:

“Y después están ahí, sentados en el club, y se burlan de todo ¿no es cierto?”

“¡Oh no! ¡Entre nosotros, el andar burlándose está terminantemente prohibido según el párrafo tres! Hay algunos que se burlan de todo, como por ejemplo el T, pero nosotros no somos así, nos juntamos y hablamos sobre todo lo que leímos.”

“¿Y?”

“Y después hablamos de cómo deberían ser las cosas en el mundo.”

Presto atención. ¿Como deberían ser?

Miro al B, y me acuerdo del Z.

Le está diciendo al presidente: “el profesor siempre decía las cosas como debían ser y nunca como eran en realidad.”

Y veo al T.

¿Qué fue lo que dijo Eva durante el interrogatorio?

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“El N cayó. El desconocido se inclinó sobre él y se quedó mirándolo. Y después se lo llevó a la rastra hasta el zanjón.”

¿Y qué acababa de decir el B?

“El T siempre quiere saberlo todo en detalle, cómo es la cosa en realidad.”

¿Por qué?

¿Sólo para poder burlarse de todo?

Sí, vienen tiempos fríos. –

“A usted, señor profesor”, escucho otra vez la voz del B, “se le puede decir todo tranquilamente. Por eso vine ahora aquí con mi sospecha para que hablemos sobre qué se puede hacer.”

“¿Por qué justo conmigo?”

“Ayer en el club todos dijimos al leer su testimonio en el diario que usted era el único adulto que conozcamos, que aprecia la verdad.”

 

 

El club interviene 

Hoy voy con el B al juez de instrucción competente. Ayer sus oficinas estaban cerradas por el feriado nacional.

Le cuento al juez que posiblemente el B sabe a quién le pertenece aquella brújula – pero me interrumpe amablemente: la cosa con la brújula ya está aclarada. Se habría demostrado sin lugar a duda que la brújula le fue robada al alcalde del pueblo en cuyas cercanías tuvimos el campamento. Probablemente la muchacha lo perdió, y si no fue ella, entonces fue alguno de la banda, quizás incluso antes de los hechos cuando casualmente pasaban por allí ya que el lugar del asesinato se hallaba en las cercanías de la gruta. La brújula carecería ya de importancia.

De modo que nos despedimos y el B tiene cara de decepcionado.

¿Ya carece de importancia?, pienso.

¡Hum! Sin esa brújula, el B nunca me hubiera venido a ver.

Me llama la atención que estoy pensando de un modo diferente que antes.

Page 84: ÖDÖN VON HORVÁTH (Juventud Sin Dios)

Por todas partes estoy esperando encontrar conexiones.

Nada tiene importancia.

Siento una ley incomprensible. –

En las escaleras nos encontramos con el defensor.

Me saluda efusivamente.

“Tenía la intención de agradecerle por escrito”, dice, “porque sólo gracias a su implacable y valiente declaración se me hizo posible aclarar esta tragedia!”

Menciona sólo brevemente que el Z ya estaría completamente curado de su enamoramiento y que la muchacha está en el hospital de la prisión, víctima de un colapso nervioso.

“¡Pobre bicho!”, agrega rápido y se aleja apurado para seguir aclarando tragedias.

Lo miro mientras se aleja.

“La muchacha me da lástima.”, escucho de pronto la voz del B.

“A mí también.”

Bajamos por las escaleras.

“Habría que ayudarla.”, dice el B.

“Sí”, digo yo y pienso en sus ojos.

Y en los lagos tranquilos y en los bosques de mi patria chica.

Está en el hospital.

Y ahora también pasan las nubes por sobre ella, las nubes con los bordes plateados.

¿Me hizo una señal con la cabeza antes de decir la verdad? ¿Y qué dijo el T? Ella es la asesina, sólo quiere zafarse mintiendo –

Odio al T.

De pronto me detengo.

“¿Es cierto”, pregunto al B, “que entre ustedes tengo el sobrenombre de El Pez?”

“¡Pero no! Eso es algo que dice solamente el T –  ¡el sobrenombre de usted es completamente diferente!”

“¿Y cómo es?”

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“Le decimos: El Negro.”

Se ríe y yo me río con él.

Seguimos bajando.

De pronto se pone serio de nuevo.

“Señor profesor”, dice, “no cree usted que fue el T, incluso si la brújula no es de él?”

Vuelvo a detenerme.

¿Qué puedo decir?

¿Debería decir: es posible, quizás – ?

Y digo: “Sí. Creo que fue él.”

Los ojos del B brillan.

“¡Fue él!”, exclama entusiasmado, “¡Y lo vamos a pescar!”

“¡Ojalá!”

 “¡Voy a hacer aprobar una moción en el club para que el club ayude a la muchacha! Al fin y al cabo, de acuerdo con el párrafo siete, no estamos solamente para leer libros sino también para vivir de acuerdo con ellos.”

Y le pregunto: “¿Y cual es el lema de ustedes?”

“¡Por la verdad y la justicia!”

Está completamente fuera de sí de puro dinamismo.

El club se dedicará a observar al T, en cada paso que dé, día y noche, y me hará llegar todos los días un informe.

“Muy bueno”, digo y tengo que sonreír.

También en mi niñez jugábamos a los indios.

Pero ahora la selva es diferente. Ahora realmente está allí.

 

Dos cartas 

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A la mañana siguiente recibo una carta escandalizada de mis padres. Están completamente fuera de sí por el hecho de que perdí mi empleo. ¡¿Es que acaso no pensé en ellos cuando conté de un modo totalmente innecesario la cuestión de la cajita, y por qué la conté en absoluto?!

Sí, pensé en ustedes. También en ustedes.

¡Quédense tranquilos, no nos vamos a morir de hambre!

“No dormimos en toda la noche”, me escribe mi madre, “y estuvimos pensando en ti.”

¿Ah sí?

“¿Con qué nos merecimos esto?” pregunta mi padre.

Es un capataz jubilado, y yo tengo que pensar ahora en Dios.

Creo que Él todavía sigue sin vivir con ellos, a pesar de que van a la iglesia todos los domingos.

Me siento y escribo a mis padres.

“¡Queridos padres! No se hagan problemas, Dios nos ayudará” –

Me detengo. ¿Por qué?

Ellos sabían que yo no creía en Él y ahora pensarán: ¡míralo, ahora escribe de Dios porque le va mal!

¡Pero nadie debe pensar eso!

No. Me da vergüenza –

Rompo la carta.

Sí, ¡todavía soy orgulloso!

Y durante todo el día quiero escribirles a mis padres.

Pero no lo hago.

Constantemente empiezo a hacerlo pero no consigo convencerme de escribir la palabra Dios.

Viene la noche y de pronto otra vez tengo miedo de mi habitación.

Está tan vacía.

Me voy

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¿Al cine?

No.

Me voy al bar, que no es caro.

Allí me encuentro con Julio César; él es un habitué allí. Se alegra sinceramente de verme.

“¡Fue decente de usted decir lo de la cajita, muy decente! ¡Yo no lo hubiera dicho! ¡Mis respetos! ¡Mis respetos!”

Tomamos y hablamos sobre el juicio.

Le cuento acerca del pez –

Me escucha con atención.

“Por supuesto que fue el pez”, opina. Y después se sonríe: “Si puedo ayudarle a pescarlo, quedo con mucho gusto a su disposición; yo también tengo mis conexiones – “

Sí; no hay duda que las tiene.

Constantemente nuestra conversación es interrumpida. Veo que Julio César es saludado con mucho respeto; muchos vienen a pedirle consejo porque es un hombre que sabe y un hombre sabio.

Todo es mala hierba.

Ave Caesar, morituri te salutant!

Y en mí se despierta de pronto la añoranza por la decadencia. ¡Cómo me gustaría tener yo también una traba de corbata en forma de calavera que se puede iluminar!

“¡Tenga cuidado con su carta!” me advierte Julio César. “¡Está por caerse de su bolsillo!”

“¡Ah, sí, la carta!”

César está justamente explicándole a una señorita los nuevos artículos de la ley de moral pública. Yo pienso en Eva.

¿Qué aspecto tendrá cuando tenga la edad de esa señorita? ¿Quién puede ayudarla?

Me siento a otra mesa y le escribo a mis padres.

“¡No se preocupen, Dios ya nos ayudará!”

Y no vuelvo a romper la carta.

¿O es que escribí solamente porque estuve tomando?

Page 88: ÖDÖN VON HORVÁTH (Juventud Sin Dios)

¡Da lo mismo!

 

Otoño 

Al día siguiente mi ama de casa me entrega un sobre; lo habría dejado un cadete.

Es un sobre azul, lo abro y tengo que reírme.

El encabezado dice:

“Primer informe del club.”

Y después:

“No se observó nada en especial.”

“¡Y sí, el buen club!”

¡Lucha por la verdad y la justicia pero no puede observar nada en especial!

Tampoco yo veo nada.

¿Qué es lo que hay que hacer para que no la condenen? Siempre pienso en ella –

¿Acaso estoy enamorado de la muchacha?

No lo sé.

Sólo sé que quisiera ayudarla –

He tenido muchas mujeres, no soy ningún santo, y las mujeres tampoco son santas.

Pero ahora amo de una manera diferente.

¿Será que ya no soy joven?

¿Será la edad?

¡Tonterías! Todavía es verano.

Y todos los días recibo un sobre azul: segundo, tercer, cuarto informe del club.

No se observa nada en especial.

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Y pasan los días–

Las manzanas ya están maduras y por las noches viene la niebla.

El ganado regresa, el campo está pelado –

Sí, todavía es verano pero ya se espera la nieve.

Quisiera ayudarla para que no tenga frío.

Quisiera comprarle un tapado, zapatos, y ropa.

No hace falta que se la quite delante de mí –

Sólo quisiera saber si la nieve ya puede venir.

Todavía todo está verde.

Pero ella no tiene que estar conmigo.

Con tal de que le vaya bien.

 

Visita 

Hoy por la mañana recibí una visita. No lo reconocí de inmediato; era el cura con el que había conversado sobre los ideales de la humanidad.

Entró a la habitación; vestía de civil con pantalones de un gris oscuro y un saco azul.

Me quedo asombrado. ¿Habrá colgado la sotana?

“Se asombra usted”, sonríe, “que esté vestido de civil, pero es lo que me pongo la mayoría de las veces porque estoy a disposición en algo especial – para ser breves: mi tiempo de castigo terminó, ¡pero hablemos de usted! Leí su valiente declaración en la prensa y hubiera venido antes pero primero tuve que conseguir su dirección. Además: ha cambiado usted mucho, no sé en qué sentido, pero hay algo diferente en usted. ¡Eso! ¡Se lo ve mucho más contento!”

“¿Contento?”

“Sí. Y tiene derecho a estar contento de haber dicho lo de la cajita, incluso si medio mundo lo difama. Pensé mucho en usted, si bien o justo porque aquella vez me dijo que no creía en Dios. Desde entonces supongo que ha comenzado usted a pensar de un modo algo distinto sobre Dios – “

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¿Qué quiere este hombre? Pienso, y lo observo con desconfianza.

“Tendría algo importante que comunicarle, pero primero contésteme por favor dos preguntas. De modo que, primero: ¿Tiene usted en claro que, aunque la fiscalía desista de procesarlo, nunca más podrá enseñar en ninguna escuela de este país?

“Sí. Eso lo tuve en claro incluso antes de declarar.”

“¡Me alegro! Y ahora, en segundo lugar: ¿de qué vive usted ahora? Supongo que no tendrá acciones de algún aserradero ya que en aquél entonces se puso tan de lado de los trabajadores domiciliarios, del de los niños en las ventanas - ¿se acuerda?”

¡Los chicos de las ventanas! ¡Los había olvidado por completo!

Y el aserradero que ya no sierra –

¡Qué lejos que ha quedado todo!

Y digo: “No tengo nada. Y tengo que ayudar a mis padres.”

Me mira asombrado y dice después de una pequeña pausa: “Yo tendría un empleo para usted.”

“¡¿Qué?! ¡¿Un empleo?!”

“Sí, pero en otro país.”

“¿Dónde?”

“En África”.

“¿Entre los negros?” Acabo de recordar que me dicen “El Negro” y tengo que reír.

Él se queda serio.

“¿Por qué le parece eso tan cómico? ¡Los negros también son seres humanos!”

¡Mire a quién se lo viene a decir! quisiera comentarle pero no digo nada sino que escucho lo que me propone: podría ser maestro en la escuela de una misión.

“¿Debo ingresar a una Orden?”

“Eso no es necesario.”

Me quedo pensando. Hoy creo en Dios pero no creo que los blancos hagan felices a los negros porque les llevan a Dios como si fuera un negocio sucio.

Y se lo digo.

Se queda muy tranquilo.

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“Depende exclusivamente de usted el emplear mal su misión para poder hacer negocios sucios.”

Presto atención. ¿Misión?

“Toda persona tiene una misión”, dice.

¡Correcto!

Y yo tengo que pescar un pez.

Y le digo al cura que voy a ir al África pero sólo si consigo liberar a la muchacha.

Me escucha con atención.

Y después dice:

“Si usted cree que lo hizo el niño desconocido, entonces tiene que decírselo a la madre. La madre tiene que oírlo todo. Vaya a verla enseguida” –

 

La terminal 

Voy a lo de la madre del T.

El bedel del colegio me dio la dirección. Se portó de un modo muy reservado ya que yo no debería haber pisado el colegio.

No lo voy a volver a pisar nunca más, me voy al África. Y ahora estoy sentado en el tranvía.

Tengo que ir hasta la terminal.

Las casas lindas se acaban poco a poco y después vienen las feas. Pasamos por calles pobres y llegamos a la zona de las villas elegantes.

“¡Terminal!”, anuncia el guarda, “¡Desciendan todos!” Soy el único pasajero.

El aire es aquí sustancialmente mejor que dónde vivo.

¿Dónde está el número veintitrés?

Los jardines están bien mantenidos. Aquí no hay enanos de jardín. Tampoco un cervatillo descansando, ni un hongo.

Pro fin llego al veintitrés.

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El portón es alto, no se puede ver la casa porque el parque es grande.

Toco timbre y espero.

Aparece el portero, un anciano. No abre la reja.

“¿Desea usted?”

“Quisiera hablar con la señora T.”

“¿Por qué asunto?”

“Soy el profesor de su hijo.”

Abre la reja.

Atravesamos el parque.

Detrás de un pino negro descubro la casa. Es casi un palacio.

Un sirviente ya nos espera y el portero me entrega al sirviente. “El señor desea hablar con la señora, es el profesor del señorito”. El sirviente hace una corta reverencia.

“Lamentablemente eso puede tener sus inconvenientes”, dice amablemente, “la señora justo tiene visitas.”

“¡Pero tengo que hablarle urgentemente sobre una cuestión muy importante!”

“¿No podría anunciarse para mañana?”

“No. Se trata de su hijo.”

Se sonríe y hace un casi imperceptible gesto como desechando algo. “Incluso para su hijo la señora muchas veces no tiene tiempo. También el señorito tiene que anunciarse la mayoría de las veces.”

“¡Escúcheme”, digo y lo miro con mala cara, “anúncieme inmediatamente o tendrá que asumir la responsabilidad!”

Se me queda mirando durante un instante y después vuelve a hacer una breve reverencia: “Bien, intentémoslo. Por favor, sígame y discúlpeme si me adelanto.”

Ingreso en el edificio.

Atravesamos un espléndido salón y después subimos por una escalera al primer piso.

Una dama viene bajando las escaleras, el sirviente la saluda y ella le sonríe.

También me sonríe a mí.

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¿No la conozco acaso?

¿Quién es ella?

Seguimos subiendo.

“Ésa era la actriz de cine X”, me susurra el sirviente.

¡Ah! ¡Por supuesto!

La vi hace poco. Hizo el papel de la obrera que se casa con el dueño de la fábrica

Es la amiga del Plebeyo Mayor.

¡Poesía y verdad!

“Es una actriz divina”, constata el sirviente y llegamos al primer piso.

Hay una puerta abierta y escucho a algunas mujeres que se ríen. Deben estar sentadas en la tercera habitación, pienso. Están tomando el té.

El sirviente me lleva hasta un pequeño salón y me pide que tome asiento, hará lo posible ni bien se presente una oportunidad adecuada.

Después, cierra la puerta, me quedo solo y espero. Todavía recién comienza la tarde, pero los días se hacen más cortos.

Sobre las paredes cuelgan antiguos aguafuertes. Júpiter e Io. Amor y Psique.

María Antonieta.

Es un salón rosa con mucho oro.

Estoy sentado sobre una silla y veo a las demás sillas alrededor de la mesa. ¿Que edad tienen ustedes? Doscientos años dentro de poco –

¿Quiénes habrán sido todos los que se sentaron sobre ustedes?

Hasta personas que decían: mañana tomaremos el té con María Antonieta.

Personas que dijeron: mañana iremos a la ejecución de María Antonieta.

¿Dónde estará Eva ahora?

Ojalá que en el hospital, allí al menos tiene una cama.

Ojalá que todavía esté enferma.

Voy hasta la ventana y miro hacia afuera.

Page 94: ÖDÖN VON HORVÁTH (Juventud Sin Dios)

El pino negro se pone cada vez más negro porque ya está anocheciendo.

Espero.

Por fin la puerta se abre lentamente.

Me doy vuelta porque ahora tiene que venir la madre del T.

¿Qué aspecto tendrá?

Me quedo sorprendido.

Quien está ante mi no es la madre del T sino el T.

Él mismo.

Saluda cortésmente y dice:

“Mi madre me mandó llamar cuando escucho que usted había venido, señor profesor. Lamentablemente ella no tiene tiempo.”

“¿Ah sí? ¿Y cuando es que tiene tiempo?”

Se alza de hombros: “No lo sé. En realidad, nunca tiene tiempo.”

Observo al pez.

Su madre no tiene tiempo. ¿Y qué tiene que hacer?

Piensa sólo en ella misma.

Y yo tengo que pensar en el cura y en los ideales de la humanidad.

¿Será cierto que los ricos siempre ganan?

¿El vino no se convierte en agua?

Y le digo al T: “Si tu madre está siempre ocupada, quizás podría hablar con tu padre.”

“¿Con mi padre? ¡Si nunca está en casa! Está siempre de viaje; apenas si lo veo. Dirige un consorcio.”

“¿Un consorcio?”

Veo al aserradero que ya no sierra.

Los niños están sentados a las ventanas y pintan las muñecas.

Ahorran la luz porque no tienen luz.

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Y Dios camina por todas las calles.

Ve a los niños y al aserradero.

Y viene.

Está allá afuera, delante del portón alto.

El anciano portero no lo deja entrar.

“¿Deseaba usted?”

“Quisiera hablar con los padres de T.”

“¿Por qué asunto?”

“Ellos ya saben.”

Sí, ellos ya saben; pero no lo esperan. –

“¿Qué es lo que en realidad quiere usted de mis padres?” escucho de pronto la voz del T.

Lo miro.

Ahora se va a poner a sonreír, pienso.

Pero ya no sonríe.

Sólo se queda mirando.

¿Presiente que quedará atrapado?

Sus ojos de pronto tienen brillo.

El brillo del pánico.

“Quería hablar con tus padres sobre ti, pero lamentablemente no tienen tiempo.”

“¿Sobre mí?”

Hace una mueca.

Completamente vacía.

Ahí está, el del afán por conocer, como un idiota.

Ahora parece ponerse a escuchar.

¿Que es lo que lo sobrevuela?

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¿Qué está escuchando?

¿Las alas de lo que nos hace estúpidos?

Me voy rápidamente.

 

El cebo 

En casa hay otra vez un sobre azul. ¡Ajá, el club!

Seguro que otra vez no han observado nada; abro el sobre y leo:

Octavo informe del club. Ayer por la tarde el T estuvo en el cine Kristall. Cuando salió del cine habló con una dama elegante que tiene que haber encontrado adentro. Después se fue con la dama a la calle Y, número 67. Después de media hora apareció de nuevo en la puerta del edificio y se despidió de ella. Se fue para su casa. La dama se quedó mirando como se iba, hizo una mueca y escupió de un modo ostentoso. Es posible que no haya sido una dama. Era grande y rubia, tenía un tapado verde oscuro y un sombrero rojo. Por lo demás, no se observó nada.”

Tengo que sonreír.

¡Oh el T se vuelve galante! Pero eso no me interesa. ¿Por qué hizo ella una mueca?

Por supuesto que no era una dama, pero ¿por qué escupió de un modo ostentoso?

Tendré que ir y preguntárselo.

Porque ahora quiero seguir cualquier pista, hasta la más pequeña, la más increíble –

Si no pica, habrá que atraparlo con una red; con una red de malla cerrada para que no pueda escaparse por los agujeros.

Voy al número 67 de la calle Y y le pregunto a la portera por una dama rubia –

Me interrumpe de inmediato: “La señorita Nellly vive en la diecisiete.”

En el edificio viven personas sencillas, buenos ciudadanos. Y una señorita Nelly.

Toco el timbre en la puerta con el número diecisiete. Abre una rubia y me dice: “¡Hola! ¡Entra nomás!”

No la conozco.

En la antesala está el tapado verde oscuro; sobre la mesa el sombrero rojo. Es ella.

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###Y ahora se me va a enojar cuando se entere de que sólo vine por una información. Le prometo, por lo tanto, un honorario si me responde. No se enoja sino que se vuelve desconfiada. No, no soy ningún policía, trato de tranquilizarla; sólo quiero saber por qué escupió ayer tras el muchacho.

“Primero la plata”, me contesta.

“Se la doy.”

Se pone cómoda sobre el sofá y me convida con un cigarrillo.

Fumamos.

“No me gusta hablar de eso”, dice.

Sigue callada.

De pronto arranca: “Por qué escupí se explica fácil: fue simplemente asqueroso. ¡Repugnante!” Se estremece.

“¿Por qué?”

“Imagínese. ¡Estuvo todo el tiempo riéndose mientras lo hacía!”

“¿Riéndose?”

“¡Me dio escalofríos y después me enojé tanto que le di una cachetada! Y ahí corrió hasta el espejo y dijo: ¡no está rojo! Y siempre estuvo solo mirando, ¡mirando! Si fuera por mí a este tipo no lo volvería ni a tocar, pero desgraciadamente voy a tener que volver a tener el placer – “

“¿Otra vez?” ¿Quién la obliga a hacerlo?”

“¡Obligarme no me obliga nadie! ¡Nadie obliga a la Nelly! Pero le estoy haciendo con eso un favor a alguien, porque quiero hacerlo. La próxima vez que me vea con esa porquería – ¡hasta tendré que fingir que estoy enamorada de él!”

“¿Con eso le hace usted un favor a alguien?”

“Sí, porque con esa persona tengo una deuda de gratitud muy grande.”

“¿Quién es él?”

“Eso no se lo puedo decir. ¡Eso la Nelly no lo dice! Es un señor.”

“Pero ¿qué quiere ése señor?”

“Quiere pescar un pez.”

Me paro de un salto y grito: “¡¿Qué?! ¡¿Un pez?!”. Ella se asusta mucho.

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“¿Qué le pasa?”, pregunta y apaga rápidamente su cigarrillo. “No. ¡Ahora sí que la Nelly no dice ni una palabra más! ¡Me parece que usted está loco! ¡Vamos, vía, fuera, adiós!

Me voy y casi me tambaleo, la cabeza me da vueltas.

¿Quién está pescando un pez?

¿Qué es lo que pasa aquí?

¿Quién es ese señor desconocido?

 

 

En la red 

Cuando llego a mi domicilio, mi ama de casa me recibe preocupada. “Hay un señor aquí”, me dice, “lo está esperando ya desde media hora y tengo miedo; hay algo en él que no me cuadra. Está en el salón.”

¿Un señor?

Entro al salón.

Se ha hecho de noche y está sentado en la oscuridad.

Enciendo la luz.

¡Pero si el Julio César!

“¡Por fin!”, dice e ilumina su calavera.

“¡Y ahora abra bien sus orejas, colega!”

“¿Qué pasa?”

“Tengo al pez.”

“¡¿Qué!?”

“Sí. Ya está nadando alrededor del cebo, cada vez más cerca – ¡hoy a la noche picará! Venga, tenemos que irnos, el aparato ya está puesto, ¡se nos hace tarde!”

“¿Qué clase de aparato?”

“¡Ya le explico todo!”

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Nos vamos rápidamente.

“¿A dónde?”

“Al Lirio”

“¿Al qué?”

“¿Cómo se lo puedo explicar a un niño? ¡El Lirio es un lugar de mala fama!”

Camina muy rápido y comienza a llover.

“La lluvia viene bien. Con lluvia es más fácil que pique.”

“¡Escúcheme!”, le grito, “¿Qué trae entre manos?”

“Le cuento todo ni bien nos sentemos. ¡Venga que nos mojamos!”

“Pero ¡¿cómo se le ocurre pescar al pez y no decirme nada?!”

“Quería darle una sorpresa, ¡no me niegue el placer!” De pronto se queda parado, a pesar de que ahora llueve fuerte y él está apurado.

Me mira de un modo raro y dice después muy despacio: “¿Pregunta usted”, y a mi me parece que está subrayando cada palabra, “me pregunta usted por qué estoy pescando? Usted mismo me contó del asunto hace un par de días – ¿recuerda? Después se sentó usted a otra mesa y de pronto me llamó la atención lo triste que lo ponía esa muchacha, y después se me hizo que tenía que ayudarlo. ¿No se acuerda de cómo estaba sentado allí a esa mesa? Creo que estaba escribiendo una carta.”

“¿Una carta?”

¡Claro! ¡La carta a mis padres!

Cuando por fin pude llegar a escribir: “Dios nos ayudará”. Me tambaleo.

“¿Qué le pasa? ¡Se ha puesto completamente pálido!”, escucho que dice la voz de Julio César.

“¡Nada! ¡No es nada!”

“¡Ya es hora de que se tome un trago!”

¡Quizás!

Llueve, y hay cada vez más agua.

Tengo escalofríos.

Por un pequeñísimo instante vi la red.

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El N 

Al Lirio apenas si se lo puede encontrar, tan oscuros son sus alrededores.

Y adentro no está mucho más claro.

Pero hace más calor y por lo menos no cae la lluvia.

“Las damas ya están aquí”, nos recibe la propietaria y nos señala el tercer reservado.

“¡Bravo!”, dice César y se dirige a mí: “Sucede que las damas son mi cebo. Las lombrices, en cierto sentido.”

En el tercer reservado está la señorita Nelly con una camarera gorda.

Nelly me reconoce enseguida, pero calla por costumbre.

Sólo sonríe ácidamente.

César se queda perplejo.

“¿Dónde está el pez?” pregunta con apuro.

“No apareció”, dice la gorda. Suena triste y monótona.

“Me dejó plantada”, comenta Nelly y sonríe dulcemente.

“Dos horas esperó delante del cine”, afirma la gorda, resignada.

“Dos horas y media”, corrige Nelly y de pronto ya no sonríe. “Me alegro de que esa asquerosidad no haya venido.”

“¡Qué cosa!”, opina César y me presenta a las damas: “Un ex-colega.”

La gorda me mira como evaluándome y la señorita Nelly mira hacia el espacio. Se ajusta el corpiño.

Nos sentamos.

El aguardiente quema y calienta.

Somos los únicos parroquianos.

La propietaria se pone los anteojos y lee el diario. Se inclina sobre el mostrador y es como si se tapara los oídos.

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No sabe de nada y tampoco quiere saber. ¿Cómo es que las dos damas son lombrices?

“¿Qué es lo que está pasando aquí, en realidad?” le pregunto a César. Se inclina hasta quedar muy cerca de mí. “Originalmente no quería involucrarlo en absoluto, querido colega, porque es y sigue siendo una historia ordinaria; y usted no tendría que tener nada que ver en todo esto; pero después pensé que no vendría nada mal tener un testigo adicional. Sucede que nosotros tres, es decir, las dos damas y yo, queríamos reconstruir el hecho.”

“¡¿Reconstruirlo?!”

“En cierto sentido.”

“Pero ¿cómo?”

“Queríamos que el pez repitiera el asesinato.”

“¿Que lo repitiera?”

“Sí, y específicamente según un plan genial de antigua efectividad. Yo quería reconstruir todo el asunto en una cama.”

“¿En una cama?”

“Preste atención colega”, me cabecea e ilumina su calavera, “la señorita Nelly debía esperar al pez delante del cine pues sucede que él piensa que ella lo ama.”

Se ríe.

Pero la señorita Nelly no lo acompaña. Sólo hace muecas y escupe.

“¡No andes escupiendo aquí!” se burla la gorda.

“¡La libre escupida está prohibida por las autoridades!”

“Las autoridades me pueden –  ”, comienza Nelly.

“¡Bueno! ¡Nada de política!”, la interrumpe César y vuelve a dirigirse a mí: “Aquí, en este reservado, nuestro querido pez debía emborracharse hasta no poder nadar más, tanto que hasta se lo hubiese podido pescar con la mano – y después las dos damas hubieran ido con él allá atrás, a través de la puerta detrás de la cortina, hasta la habitación. Y después de esto, por consiguiente y lógicamente se hubiera producido lo siguiente:

El pez se dormiría.

La Nelly se acostaría en el piso y esta niña redondita la cubriría con una sábana, igual que si hubiera sido un cadáver.

Y después mi querida redondita se abalanzaría sobre el pez durmiente y gritaría chillando: »¡¿Qué hiciste?! ¡Por favor muchacho! ¡¿Qué hiciste?!«

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Y yo hubiera entrado a la habitación diciendo » ¡Policía!« y lo hubiera acusado inmediatamente de haber hecho con la Nelly lo mismo que en su momento con la otra – hubiéramos armado una escena tremenda, y hasta le hubiera pegado un par de bofetadas – y le apuesto, colega, ¡se habría delatado! ¡Y aunque más no fuese por una palabrita, yo lo hubiera sacado a tierra, yo lo hubiera logrado!

Tengo que sonreír.

Me mira, casi con enojo.

“Tiene usted razón”, dice, “el hombre propone y Dios dispone – ni nos enojamos de que uno no pica quizás es porque ya hay uno que está sacudiéndose en la red.”

Me estremezco. ¿En la red?

“Sonría nomás”, oigo que dice César, “¡usted habla siempre de la muchacha inocente, pero yo pienso en el muchacho muerto!”

Presto atención.

¿En el muchacho muerto?

“¡Ah! ¡Claro! El N – me había olvidado de él por completo. –

Pensé en todos, en todos – incluso en sus padres pienso a veces, si bien no precisamente de un modo cariñoso – pero nunca en él, nunca; simplemente nunca se me ocurrió.

Sí, ¡ése N!

Al que mataron. Con una piedra.

El que ya no existe.

 

 

El fantasma 

Me voy del Lirio.

Me voy a casa y los pensamientos acerca del N que ya no existe no me abandonan.

Me acompañan hasta mi habitación, hasta la cama.

¡Tengo que dormir!

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¡Quiero dormir!

Pero no me duermo –

Constantemente escucho al N: “Ha olvidado usted, señor profesor, que es coautor de mi muerte. ¿Quién fue el que violó la cajita – usted o yo? ¿Acaso no le pedí en su momento: ayúdeme profesor, yo no lo hice? Pero usted quería trazar una línea debajo de una cuenta, una gruesa línea – ya sé, ya sé, ¡ya pasó!”

Sí, ya pasó.

Las horas pasan, las heridas quedan.

Los minutos se hacen cada vez más veloces –

Pasan corriendo a mi lado.

Pronto el reloj dará la hora.

“Señor profesor”, oigo de nuevo al N, “¿recuerda usted una clase de Historia del invierno pasado? Estábamos en la Edad Media y usted contó que el verdugo, antes de dirigirse al lugar de la ejecución, siempre le pedía perdón al criminal por tener que inferirle un gran sufrimiento, porque una culpa sólo podía ser extinguida por otra culpa.”

¿Sólo por culpa?

Y pienso: ¿soy un verdugo?

¿Tengo que pedirle perdón al T?

Y ya no me puedo librar de la idea –

Me levanto –

“¿Hacia dónde?”

“Si por mí fuera, lejos; muy lejos de entrada – “

“¡Alto!”

El N está parado frente a mí.

No puedo pasar a través de él.

¡No quiero seguir escuchándolo!

No tiene ojos pero no me quita los ojos de encima.

Enciendo la luz y me quedo mirando la pantalla.

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Está llena de polvo.

Siempre tengo que pensar en el T.

Está nadando alrededor del cebo – ¿o no?

De repente, el N pregunta:

“¿Por qué piensa usted siempre en sí mismo?”

“¿En mí?”

“Siempre piensa usted en el pez. Pero el pez, señor profesor, y usted son ahora la misma cosa.”

“¿Lo mismo?”

“Usted quiere pescarlo – ¿no?”

“Sí, por supuesto – pero ¿por qué somos la misma cosa? “

“Se está olvidando usted del verdugo, señor profesor – el verdugo que le pide perdón al asesino. En ese misterioso momento en que una culpa queda extinguida por la otra, el verdugo se funde con el asesino para constituir un sólo ser. En cierto sentido, el asesino se disuelve en el verdugo - ¿me entiende usted, señor profesor?”

Sí, poco a poco voy comprendiendo –

No; ¡ahora no quiero saber más nada!

¿Tengo miedo?

“Usted hasta es capaz de dejar que siga nadando”, escucho que dice el N, “hasta está empezando usted a tenerle lástima – “

Es cierto, su madre no tiene tiempo para mí –

“Pero debe usted pensar también en mi madre, señor profesor, ¡y por sobre todo en mí! Incluso si pesca usted al pez no por mí sino por la muchacha, por una muchacha en la que usted ya ni piensa – “

Presto atención.

Tiene razón, ya no pienso en ella –

Desde hace varias horas.

¿Qué aspecto tiene?

Hace cada vez más frío.

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Si apenas la conozco –

Sí, seguro, una vez la ví por completo; pero eso fue bajo la luna, y las nubes tapaban la tierra – pero ¿cómo es su cabello? ¿Castaño o rubio?

Curioso; no lo sé.

Tengo frío.

Todo flota y se aleja –

¿Y en el tribunal?

Sólo sé que me asintió con la cabeza antes de decir la verdad, pero allí sentí que yo tenía que estar para ella.

El N presta atención.

“¿Asintió con la cabeza hacia dónde usted estaba?”

“Sí.”

Y tengo que pensar en sus ojos.

“Pero, señor profesor, ¡si ella no tiene ojos como ésos! ¡Tiene ojos de ladrona, pequeños, ladinos, inquietos; siempre está mirando de un lado para el otro!”

“¿Ojos de ladrona?”

“Sí.”

Y de pronto se pone extrañamente ceremonioso.

“Señor profesor, los ojos que lo miraron a usted no fueron los ojos de la muchacha. Fueron otros ojos.”

“¿Otros?”

“Sí.”

 

El ciervo 

En medio de la noche escucho el timbre de la casa.

¿Quien toca ese timbre?

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¿O me confundí?

No. ¡Ahora toca de nuevo!

Salto de la cama, me pongo la bata y salgo rápido de la habitación. Mi ama de casa ya está parada allí, medio dormida, desgreñada.

“¿Quién vino?”, pregunta preocupada.

“¿Quien es?”, pregunto a través de la puerta.

“¡Policía! ¡Homicidios!”

“¡Jesús y María!”, exclama el ama de casa y queda aterrada.

“¿Que hizo usted, profesor?”

“¿Yo? ¡Nada!”

Entra la policía – dos comisarios. Preguntan por mí.

Sí. Yo soy.

“Sólo queremos una aclaración. ¡Vístase, tiene que venir con nosotros!”

“¿Adónde?”

“¡Después!”

Me visto a los apurones – ¡¿qué habrá pasado?!

Y después estoy sentado en el auto. Los comisarios siguen callados.

¿Dónde vamos?

Las casas lindas se acaban poco a poco y después vienen las feas. Pasamos por las calles pobres y llegamos al barrio de las villas elegantes.

Empiezo a tener miedo.

“Señores”, digo, “¡por Dios! ¡¿Qué pasó?!”

“¡Después!”

Allí está la terminal, seguimos avanzando.

Sí. Ahora ya sé adónde vamos –

El alto portón está abierto, lo pasamos, nadie nos anuncia.

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En la recepción hay muchas personas.

Reconozco al viejo portero y también al sirviente que me llevó hasta el salón rosa.

Ante una mesa está sentado un alto funcionario policial. Y un escribiente.

Todos me miran en forma inquisitiva y hostil.

¿Qué crimen cometí?

“Acérquese”, me recibe el funcionario.

Me acerco.

¿Que querrá este hombre de mí?

“Tenemos que hacerle algunas preguntas. Ayer por la tarde quiso usted hablar con la señora –“ señala hacia la derecha.

Miro hacia allí.

Veo a una dama sentada. Con un gran vestido de noche. Elegante y acicalada - ¡Ah! ¡La madre del T!

Me mira fijo llena de odio.

¿Por qué?

“¡Conteste de una vez!”, escucho que dice el funcionario.

“Sí”, le digo, “quería hablar con la señora pero ella no tuvo tiempo para mí.”

“¿Y qué quería usted decirle?”

Me atasco – pero ya no tiene sentido.

¡No quiero mentir más!

Es que vi la red–

“Quería decirle a la señora”, comienzo despacio, “que tenía cierta sospecha acerca de su hijo –“

No puedo seguir, la madre se pone de pié de un salto.

“¡Mentira!, chilla, “¡Todo mentira! ¡Sólo él tiene la culpa, sólo él! ¡Empujó a mi hijo a la muerte! ¡Él, solamente él!”

¡A la muerte!

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¡¿Pero qué pasa aquí!? grito yo.

“¡Silencio!”, me impreca el funcionario.

Y entonces me entero de que el pez nadó hasta quedar atrapado en la red. Ya lo trajeron a tierra. Ya no se sacude más. Terminó todo.

Cuando la madre llegó a la casa una hora atrás, encontró una nota sobre la mesita de su tocador. “El profesor me empujó a la muerte”, decía la nota.

La madre corrió hasta la habitación del T – el T había desaparecido. La mujer dio la alarma en toda la casa. Buscaron por todas partes y no encontraron nada. Buscaron por el parque gritando “¡T!” y otra vez “¡T!” y nada – ninguna respuesta.

Por fin lo encontraron. Cerca de un zanjón.

Alí se había ahorcado.

La madre me mira.

No llora.

No puede llorar, me pasa por la mente.

El funcionario me muestra la nota.

Un pedazo de papel con la parte de abajo arrancada.

Quizás escribió algo más, se me ocurre de pronto.

Miro a la madre.

“¿Esto es todo?”, le pregunto al funcionario.

La madre mira hacia un costado.

“Sí, eso es todo”, dice el funcionario. “¡Explíquese!”

La madre es una hermosa mujer. Su escote es más profundo atrás que adelante. Seguro que nunca supo lo que significa no tener nada para comer –

Sus zapatos son elegantes, sus medias son tan sutiles que parecería que no tiene medias puestas; pero sus piernas son gordas. Su pañuelo es pequeño. ¿Aroma a qué tendrá? Seguro que tiene un perfume caro –

Pero no importa con qué se perfuma alguien.

Si el padre no tuviera un consorcio, la madre olería a ella misma.

Ahora me mira, casi como burlándose.

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Dos ojos claros, redondos –

¿Cómo fue que dijo el T aquella vez en la confitería?

“Pero señor profesor, si yo no tengo ojos de pez; tengo ojos de ciervo – mi madre siempre lo dice.”

¿No dijo que ella tenía los mismos ojos?

Ya no lo sé.

Clavo la mirada en la madre.

¡Espera a que esto termine, ciervo!

Pronto nevará y te acercarás a los hombres.

¡Pero entonces te echaré!

De regreso al bosque, allí en dónde la nieve tiene metros de altura.

Dónde quedarás atascada en la helada –

Dónde te morirás de hambre en el hielo.

¡Mírame nomás! ¡Ahora me toca hablar a mí!

 

 

Los otros ojos 

Y hablo del muchacho desconocido que mató al N, y cuento que el T quería mirar cómo llega y cómo se va un ser humano. El nacimiento y la muerte y todo lo que hay en el medio, todo quería saberlo exactamente. Quería descubrir el secreto pero sólo para pararse sobre él – con su sarcasmo y su burla. No conocía ningún escrúpulo porque su miedo era tan sólo cobardía. Y su amor por la realidad era solamente un odio a la verdad.

Y mientras hablo de esa manera, me siento de pronto extraordinariamente aliviado de que ya no existe un T.

¡Uno menos!

¿Es que me alegro?

¡Sí!

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¡Sí; me alegro!

Porque, a pesar de la culpa propia por el mal, ¡es hermoso y bellísimo cuando uno que es malo resulta aniquilado! Y cuento todo.

“Señores”, digo, “hay un aserradero que ya no sierra, y hay niños que están sentados delante de las ventanas y pintan muñecas.”

“¿Y qué tiene eso que ver con nosotros?”, me pregunta el funcionario.

La madre mira por la ventana hacia afuera.

Afuera es de noche.

Parece estar escuchando –

¿Que oye?

¿Pasos?

El portón está abierto –

“No tiene sentido trazar una raya debajo de la cuenta”, digo y de pronto escucho mis palabras.

Ahora la madre vuelve a mirarme fijamente. Y me oigo decir: “Es posible que yo haya empujado a su hijo a la muerte – “

Me atasco

¿Por qué se sonríe la madre?

Todavía está sonriendo –

¿Está loca?

Comienza a reír – ¡cada vez más fuerte!

Le da un ataque.

Escucho solamente la palabra “Dios”.

Después chilla: “¡No tiene sentido!”

Tratan de calmarla.

Golpea a su alrededor. El sirviente la sujeta.

“¡Serrucha! ¡Sierra!”, gime.

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¿Qué cosa?

¿El aserradero?

¿Está viendo a los niños en las ventanas?

¿Apareció ese Señor que no tiene consideración ni siquiera por su disponibilidad de tiempo, estimada señora, porque camina por todas las calles, ya sean chicas o grandes – ?

Todavía sigue lanzando golpes a su alrededor.

Y en ese momento se cae un pedazo de papel – como si alguien le hubiera golpeado la mano para que lo soltara.

El funcionario lo levanta.

Es un pedazo de papel arrugado.

Es el pedazo arrancado de esa nota que decía: “El profesor me empujó a la muerte.”

Y allí escribió el T por qué fue empujado a la muerte: “Porque el profesor sabe que maté al N. con la piedra – “

Se hizo un gran silencio en la sala.

La madre pareció haberse desmayado.

Se quedó sentada, inmóvil.

De pronto vuelve a sonreír y me hace un gesto con la cabeza.

¿Qué fue eso?

No. Eso no fue ella –

No eran los ojos de ella –

Serenos como los lagos en los bosques de mi patria chica.

Y tristes como una niñez sin luz.

Así es como Dios nos mira, tengo que pensar de repente. Solía creer que tenía ojos astutos, penetrantes - ¡No! ¡No!

Porque Dios es la verdad.

“Di que tú fuiste quien violó la cajita”, oigo otra vez la voz, “Hazme el favor y no me vuelvas a ofender –”

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Y ahora la madre va, despacio, hasta el funcionario y comienza a hablar, en voz baja pero firme: “Quería evitarme la vergüenza”, dice, “pero cuando, hace un rato, el profesor mencionó a los niños delante de las ventanas, ahí pensé: ya no tiene sentido.”

 

 

Por sobre las aguas 

Mañana viajo al África.

Sobre mi mesa hay flores. Son de mi buena ama de casa, como despedida.

Me han escrito mis padres; están contentos de que tengo un empleo y tristes de que me tengo que ir tan lejos, cruzando el gran océano.

Y después hay otra carta. Un sobre azul.

“Saludos a los negros. El club”

Ayer visité a Eva.

Está contenta de que pescamos al pez. El cura me prometió que se ocuparía de ella cuando salga de la prisión.

Sí, tiene ojos de ladrona.

La fiscalía archivó el caso en mi contra y el Z ya está libre. Estoy haciendo mis valijas.

Julio César me regaló su calavera. ¡Que no se me pierda!

¡Empaca todo, no olvides nada!

¡Sobre todo, no dejes nada!

El negro se va con los negros.

 

* * * * * * * * * * * * * * * * * * *

 

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Notas

[1] )- La Batalla de Filipos, enfrentó a Marco Antonio y Octavio con los asesinos de Julio César, Marco Junio Bruto y Cayo Casio Longino, en el año 42 a. C., en Filipos, Macedonia. Plutarco cuenta que Bruto vio a un fantasma unos meses antes de la batalla de Filipos. Una noche vio una forma enorme y tenebrosa que se le apareció; cuando él le preguntó tranquilamente, "¿Qué eres tú?" contestó "Tu espíritu maligno, Bruto: Nos veremos en Filipos." William Shakespeare en su obra Julio César menciona el episodio en un contexto dramático. La frase “Nos volveremos a ver en Filipos” fue bastante común en ciertos ámbitos como promesa de una revancha o venganza.

            Ödön von Horváth: Juventud sin Dios