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OTRO GRAN PULITZER Wam Kennedy, Tallo de Hierro, Seix Bal, Barcelona, 1984. D esde La canción del verdu- go, el vibrante relato que Norman Mailer escribiera hace ahora un lustro sobre la inexorable pasión de- lictiva que anidó en el . corazón . de Gary Gilmore -el convicto asesmo que no parpadeó ante el pe!otón de silamiento que en el patio de la Penitenciaría Estatal de Utah acabó con su vida tras negarse a apelar contra la sentencia de muerte-, no había proporcionado la laureada se- rie de los premios Pulitzer de novel_a una historia tan brillantemente arrai- gada en la mejor tradición de la na- rrativa norteamericana como ésta en la que Wilam Kennedy describe el tortuoso y predestinado itinerario de Francis Phelan, otro hombre para el que la vida no ha sido sino una pro- mesa rota. En ecto, el libro de este modesto prosor de Universidad, �n nieto de irlandeses que ha convertido su Al- bany natal y provinciana en un pro- ndo y atractivo universo novelís- tico (Tallo de hierro es la �ercera de las obras que integran el ciclo desa- rrollado en la capital del Estado de Nueva York), enlaza, por tema Y tratamiento con algunas de las me- jores muestras del arte de Upkide, entre los contemporáneos ya consa- grados, y de Faulkner, el más cer- cano de entre los grandes maestros. La reconstrucción de una jornada de un hombre derrotado por el ele- mento de perdición que lleva dentro, a la vez que su entrecortada pero lú- cida reflexión personal sobre la he- dionda podrembre de lo hasta �n- tonces vivido -esa basura de los vie- jos tiempos que es la memoria, se- gún el autor de Las palmeras salva- jes-, consigue resultados ex_ce!entes en la hondura de los sentimientos descritos, en la caosidad del pro- tagonista y de los principales secun- darios, y en la firmeza d_ el !razado de las situaciones que dehmitan la ac- ción. Situaciones límite propici�s al despliegue de la mayor ca��c1dad dramática, donde las compleJidad�s del ser humano se revelan con mas erza, para personajes que bordan también los extremos de la margma- ción («mártires de la ira, del alcohol, del acaso, de la privación»), en una lucha tanto más emotiva cuanto que Los Cuadernos de la Actualidad se afronta sin esperanza ( «yo creo que morimos cuando no podemos resistir más»); tigoso combate q�e, una vez más, toma la rma de hmda imposible de sí mismo, a modo �e atormentado y laberíntico purgatono interior. La evocación de los autores antes citados es, pues, inevitable, como también el atormentado deam- bular del vagabundo Francis Phelan suscita las mejores secuencias de ese cine de John Huston que tiene en Fate Ci y Sangre sabia sus máxi- mos exponentes. . . Modelos narrativos -literanos o cinematográficos- a los que igual- mente remite el estilo de W. Ken- nedy; un estilo sobrio y efi�az, pero repleto, quizá por ello mismo, de tensión y brillantez, �apaz de �om- binar poesía y vulgar Je_rg barrroba- jera, minuciosas descnp_ci�nes a�- bientales y sutiles apreciac10nes m- timas, con un poder metarico en más de una ocasión admirable (como al hablar de esos nocturnos «ojos hundidos en las cuencas como un par de lunas casi sumergidas»). Una gran novela, en suma, que a mí me parece, además, muy bien traducida al castellano por Ana Ma- ría de la Fuente, y conste que no la conozco. José Luis García Delgado 90 L A JUSTIFICACION MEDIEVAL DE LA MODERNA D Félix de Azúa, Mansura. Ed. Ana- gra. Bcelona, 1984. A traído por la calificación que alguien pudo adosarle a la última novela de Fé- lix de Azúa, como una muestra de nuestra joven novelística, intuyo que extendiendo un tanto sistemáticamente el con- cepto a todo producto literario del hombre/autor de esa generación cua- rentona, llego a Mansura con más y esperanza que desconfianza y de- jadez, y me dejo deslizar por sus �o demasiadas páginas de grato y co- modo flujo narrativo. Está claro, no es novela preten- ciosa de hecho, su ente inspira- dora,' la narración de Joinville, queda muy despistada y poco ro- zada con lo que se demuestra el afán' impulsor del autor, más ten- dente a la peculiaridad lúdica . del novelar que a la erudición creativa, aún a partir de unas crónicas pre- existentes y de evidente c@ácter his- tórico. Naturalmente, tampoco es novela excesivamente original, ni mucho menos extraordinaria, preci- samente de ahí me viene la pizca de desilusión que su lectura me innde en base a la obstinada y pueril acti- tud que tomo ante el an pretend ! - damente sorpresivo de descubnr algo nada común mientras descorro las tapaderas de un libro escrito por un -así le dicen- joven (?) autor es- pañol. Por ello, los «nuevos» co- mienzan a presentárseme como con- tinuaciones o simples detalles exage- radamente inmersos en el método único y al parecer inexpugnable em- pleado por el total de escritores es- pañoles actuales. Lo cual no ha de ser rzosamente menoscabo pa los más jóvenes, sí, acaso, pa la realidad presente en el ámbito narra- tivo nacional, que poco pece afa- narse en la evolución, a priori obvia, del ejercicio literario. Insisto, al- guien logra conndirme. Además, ¿por qué los novísimos de nuestra no- velística han de merodear esa glo- riosa edad (hoy) -salvadas geronto- cracias pasadas- de los cuarentaitan- tos, cerrándose así todas las puertas

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OTRO GRAN PULITZER

William Kennedy, Tallo de Hierro,Seix Barral, Barcelona, 1984.D esde La canción del verdu­

go, el vibrante relato queN orman Mailer escribierahace ahora un lustro sobrela inexorable pasión de­

lictiva que anidó en el . corazón . deGary Gilmore -el convicto asesmoque no parpadeó ante el pe!otón defusilamiento que en el patio de laPenitenciaría Estatal de Utah acabócon su vida tras negarse a apelarcontra la sentencia de muerte-, nohabía proporcionado la laureada se­rie de los premios Pulitzer de novel_auna historia tan brillantemente arrai­gada en la mejor tradición de la na­rrativa norteamericana como ésta enla que William Kennedy describe eltortuoso y predestinado itinerario deFrancis Phelan, otro hombre para elque la vida no ha sido sino una pro­mesa rota.

En efecto, el libro de este modestoprofesor de Universidad, �n nieto deirlandeses que ha convertido su Al­bany natal y provinciana en un pro­fundo y atractivo universo novelís­tico (Tallo de hierro es la �ercera delas obras que integran el ciclo desa­rrollado en la capital del Estado deNueva York), enlaza, por tema Ytratamiento con algunas de las me­jores muestras del arte de Upkide,entre los contemporáneos ya consa­grados, y de Faulkner, el más cer­cano de entre los grandes maestros.

La reconstrucción de una jornadade un hombre derrotado por el ele­mento de perdición que lleva dentro,a la vez que su entrecortada pero lú­cida reflexión personal sobre la he­dionda podredumbre de lo hasta �n­tonces vivido -esa basura de los vie­jos tiempos que es la memoria, se­gún el autor de Las palmeras salva­jes-, consigue resultados ex_ce!entesen la hondura de los sentimientosdescritos, en la carnosidad del pro­tagonista y de los principales secun­darios, y en la firmeza d_el !razado delas situaciones que dehmitan la ac­ción. Situaciones límite propici�s aldespliegue de la mayor ca��c1daddramática, donde las compleJidad�sdel ser humano se revelan con masfuerza, para personajes que bord_eantambién los extremos de la margma­ción ( «mártires de la ira, del alcohol,del fracaso, de la privación»), en unalucha tanto más emotiva cuanto que

Los Cuadernos de la Actualidad

se afronta sin esperanza ( «yo creoque morimos cuando no podemosresistir más»); fatigoso combate q�e,una vez más, toma la forma de hmdaimposible de sí mismo, a modo �eatormentado y laberíntico purgatonointerior. La evocación de los autoresantes citados es, pues, inevitable,como también el atormentado deam­bular del vagabundo Francis Phelansuscita las mejores secuencias de esecine de John Huston que tiene enFate City y Sangre sabia sus máxi-mos exponentes. . . Modelos narrativos -literanos ocinematográficos- a los que igual­mente remite el estilo de W. Ken­nedy; un estilo sobrio y efi�az, perorepleto, quizá por ello mismo, detensión y brillantez, �apaz de �om­binar poesía y vulgar Je_rgli: barrroba­jera, minuciosas descnp_ci�nes a�­bientales y sutiles apreciac10nes m­timas, con un poder metafórico enmás de una ocasión admirable (comoal hablar de esos nocturnos «ojoshundidos en las cuencas como unpar de lunas casi sumergidas»).

Una gran novela, en suma, que amí me parece, además, muy bientraducida al castellano por Ana Ma­ría de la Fuente, y conste que no laconozco.

José Luis García Delgado

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LA JUSTIFICACION MEDIEVAL DE LA MODERNIDAD

Félix de Azúa, Mansura. Ed. Ana­grama. Barcelona, 1984.

A traído por la calificaciónque alguien pudo adosarlea la última novela de Fé­lix de Azúa, como unamuestra de nuestra joven

novelística, intuyo que extendiendoun tanto sistemáticamente el con­cepto a todo producto literario delhombre/autor de esa generación cua­rentona, llego a Mansura con más fey esperanza que desconfianza y de­jadez, y me dejo deslizar por sus �odemasiadas páginas de grato y co­modo flujo narrativo.

Está claro, no es novela preten­ciosa de hecho, su fuente inspira­dora,' la narración de Joinville,queda muy despistada y poco ro­zada con lo que se demuestra elafán' impulsor del autor, más ten­dente a la peculiaridad lúdica . delnovelar que a la erudición creativa,aún a partir de unas crónicas pre­existentes y de evidente catácter his­tórico. Naturalmente, tampoco esnovela excesivamente original, nimucho menos extraordinaria, preci­samente de ahí me viene la pizca dedesilusión que su lectura me infundeen base a la obstinada y pueril acti­tud que tomo ante el afán pretend!­damente sorpresivo de descubnralgo nada común mientras descorrolas tapaderas de un libro escrito porun -así le dicen- joven (?) autor es­pañol. Por ello, los «nuevos» co­mienzan a presentárseme como con­tinuaciones o simples detalles exage­radamente inmersos en el métodoúnico y al parecer inexpugnable em­pleado por el total de escritores es­pañoles actuales. Lo cual no ha deser forzosamente menoscabo paralos más jóvenes, sí, acaso, para larealidad presente en el ámbito narra­tivo nacional, que poco parece afa­narse en la evolución, a priori obvia,del ejercicio literario. Insisto, al­guien logra confundirme. Además,¿por qué los novísimos de nuestra no­velística han de merodear esa glo­riosa edad (hoy) -salvadas geronto­cracias pasadas- de los cuarentaitan­tos, cerrándose así todas las puertas

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de la capacidad creadora desde la perspectiva de la sabrosa esponta­neidad y lógica originalidad de un individuo aún fresco y, quizá por ello, capaz de las mayores hazañas en el terreno de lo sorprendente, a sabiendas de implícitos riesgos y otras desgracias naturales? En este sentido, y no por sí misma, me de­frauda Mansura, una novela -nihil novum sub sole-, repito, grata, có­moda y sugestiva también.

En otro orden de cosas, además de la natural excusa de los parale­lismos entre la obra narrativa pura­mente ficticia y el punto de partida de ésta, su numen, su arranque o su simple justificación, la conformación del texto a usanza medieval, o ya renacentista (he ahí una pequeña y poco importante desincronización entre el formato y el argumento) y el enfoque de una posible problemática propia del autor y su época, disfra­zada tras los decorados de un mundo ya lejano, justifica la real validez de aquellas conductas en un universo tan cronológicamente separado y confirma muchas de las teorías que comienzan a mostrarnos nuestra rea­lidad actual comparativamente simi­lar a la de tan aparatosos primeros siglos del milenio que nos ocupa (sigo, por ejemplo, a Eco, Colombo, Sacco o Alberoni, quienes reflejan sus opiniones en este sentido en el libro Documenti su il nuovo me­

dioevo, editado en España por Alianza).

Enlazando con lo antedicho, y hu­yendo de mayores enrevesamientos, causales en cuanto a la forma utili­zada por Azúa en su libro, ciñéndo-

FELlX DE AZUA

Mansura

Editorial Anagrama

Los Cuadernos de la Actualidad

nos, por tanto, a la novela en sí (es, en definitiva, lo importante, el éxito de este autor viene a demo.strarse en un impecable, uso del lenguaje pu­ramente narrativo, pues describe limpio, relata ameno y conforma un texto perfectamente desarrollador de una historia. Entretiene, y confirma la conexión de la estética medieval con el gusto actual, resulta de buen leer, y si el tema ciertamente tuviere que ver con cierta problemática del autor, es decir, de nuestra época, bueno es darle una forma de fácil y cómoda ingestión, por supuesto uti­lizando fórmulas, aunque antiguas, asequibles a la época. Algo habrá.

Julio Fernando Fonseca

PARA LA

CRONICA DE

LA

DESANIMACION

Jacobo Muñoz, Lecturas de filosofía contemporánea. Editorial Ariel. Barce­lona 1984. 280 páginas.

Toda filosofía histórica es contemporánea y toda fi­losofía contemporánea es histórica. Tal es el re­sultado (y acaso también

el fundamento) de las lecturas de la filosofía contemporánea que Jacobo Muñoz ofrece a la consideración del público -un público bastante más perfilado, y hasta yo diría que cono­cido, de lo que sería deseable. La re­lación entre la filosofía y su historia ha sido y es de intimidad difícil: mientras Kant sostenía que de la his­toria de la filosofía no puede apren­derse filosofía, sino a lo sumo aprender a filosofar, Hegel, en el otro extremo, afirmaba que el estu­dio de la historia del pensamiento fi­losófico es el estudio de la filosofía misma o, dicho de un modo más po­pular, sólo forjando se hace la forja, sólo se hace camino al andar. La fi­losofía, por lo que hace a la relación con su biografía, se sitúa en un punto intermedio entre la ciencia y el arte: el conocimiento más verda­dero es el de las ciencias de ahora mismo; el arte más verdadero no tiene edad. A la filosofía le pesan más los años que al arte, pero mu­cho menos que a la ciencia. Y ello porque como asépticamente la des­cribe Muñoz, la filosofía es la auto-

91

OBRA ··.

·_ GRAFICAEduardo Urculo

Serigra fías.

Joaquín Capa. Grabados sobre

el románico en Cantabria. Prólogo ·y un poema

de José Hierro.

Arte ·Popular. Rolando

· MarcoidaMarechal

· Andrés BarajasEnrique Gónzález

Sobrado.

r----------------,

1 Deseo . reci.bir. información más t

detallada, sm nmgun compromiso por1 mi parte. 1 a Eduardo Urculo. 1 C Románico en Cantabria.

a Arte Popular.

1 Nombre ......................................... . 1 Dirección ....................................... . 1 Ciudad ..................... Teléf. ............. . 1 Profesión ....................................... . 1 Envíe este cupón a: 1

Arte , Selección I Gómez Oreña, 9-2°. Teléf. (942)225714.

L_ SANTANDER.

_.J

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-�.3 ci

consciencia teórica y práctica de la especie humana en un momento his­tórico dado. De ahí el carácter lite­ralmente infinito, inacabable, de las tareas que se propone el filósofo, pues la labor del pensamiento así en­tendida se encuentra condicionada por una doble historicidad: en tanto que tradición cultural, las filosofias son históricas en la medida que tie­nen una vida, nacen y mueren; por otro lado, son «relativas a ciclos his­tóricos, a 'estaciones de tránsito' en el proceso evolutivo (no necesaria-mente orientado en sentido teleoló-gico, claro es) de la humanidad», es-taciones en las que encuentra sus ., condiciones de posibilidad sociales, ·5

Los Cuadernos de la Actualidad

teóricas, metodológicas, etc. Pero lo j definitivo es que los problemas que ci Wittgenstein.la filosofia de todos los tiempos lee y a los que da una respuesta son pro­blemas consustanciales a la especie y a su autoconsciencia -y esto es lo que la aproxima al arte. De ahí que haya clásicos de la filosofia en un sentido semejante al que hay clási­cos del arte y la literatura, al tiempo que en todo momento pueda ha­blarse de un pensamiento contempo­ráneo, «a la altura de los tiempos», que coexiste con un pensamiento

Georg Lukács.

meramente coetáneo, desfasado, inactual.

J. Muñoz nos propone en su libroalgunas calas en la filosofia contem­poránea (salvo una sobre Sartre, pu­blicadas todas ellas en el año 1978 con el mismo título de Lecturas defilosofía contemporánea en la edito­rial Materiales) y un extenso balance en forma de epílogo acerca de lo nuevo y lo viejo en el pensamiento contemporáneo, epílogo que consti­tuye la principal novedad de esta edición respecto a la anterior. El

conjunto de la obra pretende sugerir algunas claves para una lectura de ciertos tópicos de la filosofia con­temporánea como son el del signifi­cado, el de los valores, el de la espe­cificidad del marxismo por compara­ción con otros paradigmas concep­tuales, el de la racionalidad, el de la crisis de las filosofias fundamentalis­tas, el del sujeto y sus laberintos, etc., etc. Wittgenstein, Schaff, Lu­kács, la Escuela de Frankfurt, Sar­tre, Heidegger, y otros nombres ilus­tres van desfilando por sus páginas desgranando argumentos y enca­jando objeciones y valoraciones. Pero, por encima de todo, ese desfi­lar es revelador de tensiones: ten­siones «entre discursos destructores del Sentido y búsqueda de recons­trucciones del mismo, entre revolu­ciones contrapuestas y autodefini­ciones excluyentes entre sí, entre apuestas por un comienzo radical y re tornos s ubrept ic ios de lo Mismo ... »

El Análisis filosófico, el Marxismo y la Hermenéutica (incluyendo en ella a la fenomenología y el existen­cialismo) son, según Muñoz, los tres grandes troncos del bosque del pen­samiento contemporáneo, troncos que en los últimos años han iniciado un diálogo que a menudo desemboca en un eclecticismo (piénsese en Ha­bermas, por poner el ejemplo acaso más destacado) que recuerda ciertos fenómenos de la arquitectura o la plástica llamadas postmodernas. Pese a que Muñoz no se sitúa ex­

pressis verbis en ninguna de esas tres corrientes principales -y no ten­dria tampoco por qué hacerlo-, la inspiración marxista y la preocupa­ción por el marxismo son patentes en buena parte de la obra. Inspira­ción y preocupación decrecientes, por cierto, a medida que uno avanza

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en la lectura de los capítulos, que, ordenados cronológicamente -el primero data de 1972 y el último de 1983-, son producto de un decenio de progresivo desconcierto filosó­fico, sobre todo para los filósofos marxistas. La paulatina pérdida de paradigma se traduce en el libro de Muñoz en una progresiva pérdida de fuerza y vigor interpretativo, hecho patente sobre todo en el epílogo que, sin embargo, no por ello desmerece del resto del libro. Como decía Pop­per, las mejores hipótesis, las que más cosas nos dicen acerca de la realidad, son precisamente las más refutables, las más falsas, las más comprometidas. Ese era el caso del marxismo.

En buena medida, Jacobo Muñoz fue introducido en el marxismo, como casi toda una generación, de la mano de los escritos de Manuel Sa­cristán. La influencia, pues, del rigor teórico-filosófico y del rigorismo éti­co-político de esto es patente cuando Muñoz hizo sus lecturas de Witt­genstein, Lukács o Schaff. Sin em­bargo, y sea cual sea el peso especí­fico de esa influencia, el talante filo­sófico de Muñoz presenta siempre una componente peculiar y diferen­ciadora: un «neoestoicismo» alejado por igual del catastrofismo, la apolo­gética indirecta, el romántico culto al fracaso, el nihilismo, el cinismo o el mero pesimismo. «Neoestoi­cismo» refiere el estado de ánimo del sujeto que asiste dolorosa pero lúcida y serenamente a la progresiva destrucción del hombre, empezando por la destrucción de la humanidad propia. La figura del «anarca» de la novela de Ernst Jünger Eumeswillconstituye en parte un paradigma ex­tremo del talante «neoestoico». Al considerar la historia de la filosofia contemporánea, J. Muñoz hace las veces de relator de los trabajos in­fructuosos y las derrotas del con­cepto, por decirlo hegelianamente, pero a diferencia de Hegel no ve en ellas el resultado de una astucia de la razón, sino el gradual, inexorable, y acaso finalmente inevitable vacia­miento del alma. Estas crónicas de la desanimación, en fin, son juez y parte de la misma historia, como toda obra de filosofia que no postula un punto de vista trascendente a lo existente. En cualquier caso, la idea kantiana de una «legislación de la razón», y hasta la desmesurada idea husserliana del filósofo como un «funcionario de la humanidad» si­guen ahí, aunque más muertas que vivas tras tantas partidas perdidas.

Gerard Vilar

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EL

CONCEPTISMO

CIBERNETICO

DE MARIANO

ANTOLIN

RATO

Campos unificados de conciencia. Ed. Cátedra, 1984.

Desde su primera novela «Cuando 900 Mil Mach Aprox» (Ed. Azanca, 1973), la obra de Mariano Antolín Rato se ha ido decantando

en un ejercicio literario absoluta­mente personal lleno de valor y coherencia hacia un «barroquismo»

de cuño propio que podríamos defi­nir como una especie de «concep­tismo cibernético» y que no debe ser entendido como una mera técnica formalista sino como una forma de expresión particular a través de la cual Mariano Antolín Rato ha lo­grado acoplar una técnica literaria al poder innegable y único de su visión inventando una fantasmática que, me apresuro a señalarlo, debe tanto al barroco -en su doble vertiente culterana y conceptista- como a los relatos tecnológicos de Burroughs, a la ciencia-ficción y a la cultura «pop» , poniendo a punto unos mó­dulos prosísticos nuevos que utiliza

como creadores secuenciales de imágenes ofreciendo con ello un dis­curso filosófico de escasas referen­cias morales aunque sí perceptivo. Todo ello servido con un lenguaje cargado de «cultismos tecnológicos»

con los que busca implicar al lector a través de una «lectura activa» que va más allá de la idea de lectura abierta preconizada por U mberto

Los Cuadernos de la Actualidad

Eco a pr.íncipio de los setenta. Por­que lo que precisamente busca «Campos Unificados de Conciencia»

es comprometer al lector en la bús­queda de ciertos signos, de ciertas claves que le sirvan para orientarse en el Planeta Blanco -1- deapolis al que dos poderosas cadenas de tele­visión -Dynamo y Caput Mundi- in­tentan convertir en una especie de ... «útero artificial donde el individuo carece de pensamientos y de nada se preocupe sometido a un programa de mantenimiento centrado en lo tác­til...» . Ambas cadenas luchan contra un enemigo común: el centro clan­destino de emisiones Tuareg, cuya programación alcanza, semana tras semana, más altas cotas de audien­cia. Mariano Antolín Rato nos su­merge en la lucha despiadada soste­nida entre los ejecutivos responsa­bles de estas dos poderosas fábricas de sueños que, drogados de motiva­ciones ficticias y deslumbrados por el poder de sus propias maquinacio­nes se van transformando alternati­vamente como un mecanismo en su operador, en un despiazamiento in­terno lleno de coherencia e imperso­nalidad en el que van destruyéndose unos a otros y que acaba convirtién­dose en uno de los principales moto­res de la acción de la novela: la lu­cha por el poder de control de los «media» en su doble aspecto de po­der político y manipulación; todo ello presentado por el autor con un amplio despliegue de medios estilís­ticos: trae y lleva el período sintác­tico, lo engarza, lo enlaza, lo carga de transposiciones, de alusiones mi­tológicas -todos los personajes ad­quieren formas antropomórficas de animales mitológicos-, de «cultis­mos cibernéticos» , utilizados éstos en su aspecto mágico, es decir, como vehículos potenciadores de la imaginación del lector logrando que todo aquello que parecía dificultad en sus anteriores novelas, tenga ahora un sentido único y hallable a pesar de los muchos artificios con­ceptistas que inundan y enriquecen el texto en un juego lúdico que no pretende más que hacer aflorar algo profundo y antiguo que viene de le­jos: el choque entre realidad y sueño ya presente en Tirso de Molina, rei­vindicado más tarde por los surrea­listas para anteponer la imaginación «la loca de la casa» frente a la reali­dad «teatro de la naturalidad» y re­tomado por todo el movimiento re­novador de la ciencia-ficción anglo­sajona de los setenta con Jim G. Ba­llard y Philip K. Dick a la cabeza creadores de los «realismos imagina­rios» y de los que, sin la menor

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duda, Mariano Antolín se encuentra más cerca que sus otros compañeros de aquel movimiento casi fantasma que se dio en llamar «Nova-Expres­sion» al que fue adscrito y que aglu­tinó, en su momento, a gente tan di­versa como Eduardo Haro lbars, Alvarez Flórez, Juan Alcover y

otros incluidos por Rafael Conte en la «vanguardia informalista» y cuyo nexo de unión consistía en compartir los mismos puntos de partida frente a la aventura vivencia! y el hecho li­terario así como la asunción de las técnicas joycianas en la escritura. Si en un principio, la obra de Mariano Antolín Rato pudo ser integrada en estas coordenadas vanguardistas de­bido a su autismo literario, que di­cho sea de paso, debía más a Ray­mond Roussell que a Joyce, poste­riormente y, a través de sus cuatro novelas, ésta ha ido cartografiando sus propias fronteras, ha ido alzando los mapas de sus territorios metafó­ricos, articulando la confusión inte­ractiva de tiempos y espacios en un proceso psicográfico que, en último extremo, no es más que una refle­xión sobre la posición del escritor en el mundo actual.

«Campos Unificados de Concien­cia» se nos ofrece así como un libro de las mutaciones donde todo es equívoco, absurdo, confuso, y sin embargo, al mismo tiempo, todo es completamente justo; donde la téc­nica del trampantojo se lleva hasta sus últimas consecuencias; donde el símbolo y la alegoría sacan al lector de la novela de su vida cotidiana, sirviéndole una ficción que es la au­téntica realidad; en la que hay, ade­más, un enorme y disparatado sen­tido del humor y cuyas claves son cada vez menos cerradas y más par­ticipativas como un circuito de vídeo cerrado (espejo) donde todo y todos podemos reconocernos.

Fernando P. Fuenteamor

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LA FILOSOFIA

YEL AMOR

SUBLIME

Eduardo Subirats, El Alma y la Muerte. Barcelona, Anthropos, 1983.

A unque tiene por título El Alma y la Muerte, el úl­timo libro de Subirats nos habla de la renuncia al amor, del sacrificio del

amor en el altar de la Razón abs­tracta. Es, acaso, la renuncia carac­terística del pathos filosófico: de Platón a Santo Tomás, de Descartes a Leibniz, de Spinoza a Kant, de Kierkegaard a Wittgenstein, la saga de algunos de los más grandes filóso­fos se ha llevado a cabo en la sole­dad de una soltería, no exenta de una cierta nostalgia por el amor im­posible.

Una bellísima figura plástica, que Subirats comenta con el mayor li­rismo, preside la obra, a modo de símbolo de lo que en ella se nos re­lata. Es la figura de un héroe ator­mentado, pero redimido en el éxtasis de la contemplación: el S. Sebastián de Ribera, desnudo, asaetado, pero indiferente al dolor, purificado en el sufrimiento, iluminado -en medio de un entorno sombrío- por la claridad de la fe y elevando voluptuosamente su hermoso cuerpo mortificado, en un leve intento de desasirse de las cuerdas que lo aprisionan y de volar hacia lo alto, con los ojos serenos puestos en la visión mística de Dios.

Como en una renovada Fenome­nología del Espíritu, las páginas de Subirats nos introducen en un itine­rario que quiere ser, a la vez, la odi­sea del individuo y la de la moderni­dad: una autobiografía de la con­ciencia y una historia del pensa­miento contemporáneo. El camino del alma errante es también aquí un camino del calvario, un ascenso pe­noso a través del dolor, la renuncia y la mortificación. Es el camino ascé­tico que, a través del desgarra­miento, de la duda, de la negación y la melancolía desesperanzada con­duce a la plenitud racional. Sus hi­tos, sus figuras, son otras tantas pe­nosas estaciones de martirio, en cada una de las cuales el peso de la racionalidad se vuelve más ago­biante para el hombre de carne y hueso que ha de arrastrar la cruz.

Al modo de la hegeliana, la Feno­menología de Subirats arranca de la conciencia sensible, del deseo, del

Los Cuadernos de la Actualidad

amor. Es el amor iniciático cuyos misterios la tradición ha gustado de revelar a través de los labios feme­ninos. Como si sólo la mujer, en la que se personificaría el amor, pu­diera entregar los secretos de su prodigio. Y Subirats hace hablar su­cesivamente a Safo, a la Diotima que Sócrates glosa, y a Santa Teresa.

El amor sáfico queda interpretado como el más sensible y femenino: como el puro hechizo por la belleza camal y su delicia. Un amor siempre particular, que afirma lo finito en el goce presente del más acá: «El Eros sáfico no transciende nunca los lími­tes de la realidad individual y no se subsume a la ley, sino que se sobre­pone a ella» .

Contrasta esta visión del Eros con la que el Simposium platónico atri­buye a Diotima, la sacerdotisa. Esa pedagogía erótica que su voz oracu­lar presenta, ascendiendo siempre, brota del amor a un bello cuerpo, sensual y seductor, pero se desliga luego de esa ternura sentida hacia un individuo concreto, hasta abarcar a todos los cuerpos y elevarse, des­pués, como amor a las almas bellas, a las costumbres y al conocimiento, para culminar, al fin, en la contem­plación amorosa de la Idea abstracta y universal de belleza. Es, pues, amor a la eternidad que busca la procreación perpetuándose a través de la hermosura. «No conduce a una unión amorosa, ni tiene que ver con la seducción, ni con la felicidad indi­vidual inmediata; este proceso cul­mina en la epopteia, en la visión in­telectual del eidos». Y ello porque es el amor a la idea el único que pro­porciona la eternidad.

La siguiente figura en el ascesis de la renuncia al amor la ilustra Subi-

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rats con la obra de Santa Teresa. Esa mujer vivaz y apasionada, que habla siempre a través de la expe­riencia biográfica y de una sensibili­dad «atravesada por melancolías y temores, amores o visiones» se muestra víctima de un amor que tampoco «se agota en el marco de un sujeto empírico». Es el de Santa Te­resa un amor lírico y arrebatado, si­milar al que cualquier mujer dedica a su único amante. Pero, puesto que es Dios el objeto de su amor, la unión con el amado, que persigue, le obliga a desembarazarse de todo lo terreno y camal. El camino de per­fección del alma hacia la morada ex­tática del amor divino, hacia la uni­dad definitiva en Dios, pasa por la mortificación del cuerpo, por la en­fermedad y el dolor. Una simbólica muerte física, así como la absoluta dejación de la voluntad en Dios, la autohumillación, el olvido de sí y la servidumbre fueron entendidas por la Santa como necesarias ofrendas que le conducirían al arrobo místico. Ese «embobamiento» en Dios por el que exige, a través de las cuatro primeras Moradas, la renuncia pau­latina a las potencias del alma: al en­tendimiento, a la imaginación, a la sensibilidad y a la voluntad, son, en su concepto, otras tantas condicio­nes para acceder a las Moradas su­periores y alcanzar finalmente la gran fortaleza cristalina de la interio­ridad vacía, al Yo absolutamente va­ciado para llenarse de Dios.

Subirats establece un ingenioso y brillante paralelismo entre las se­cuencias de esa progresiva dejación mística y las fases del proceso de epoché en el desarrollo de la duda cartesiana: ruptura con el pasado y con las antiguas opiniones, es decir, renuncia a la memoria; rechazo del testimonio de los sentidos; descon­fianza hacia la imaginación e incluso puesta entre paréntesis de la propia identidad subjetiva: «El yo se revela como un sueño, el mundo aparece como la maquinación de una volun­tad maligna, el universo es revelado súbitamente como una angustiosa representación gobernada por el de­monio». Y así, al igual que Santa Teresa, Descartes, partiendo siem­pre de la experiencia íntima, auto­biográfica, sensible a los detalles y afectos de la propia alma, labraría un camino de despojamiento, de renun­cia a la subjetividad. La conversión del cuerpo en una máquina, en un autómata obediente a la razón uni­versal conduciría al Dios de la ver­dad absoluta.

Tales serían, según Subirats, los episodios filosóficos clave para en-

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tender la crisis y la transición al et­

hos de la modernidad. A su través el sujeto moderno se convierte, en efecto, en un «autómata transcen­dental» . Protagonista de una lucha contra la felicidad subjetiva, con­forma su único anhelo en dominar la naturaleza entera -y a su propio cuerpo, como una parte más de la naturaleza- mediante el conoci­miento racional.

Una identidad abstracta -como la de la moneda- fundada en el frío cálculo, en el distanciamiento de la vida emotiva y espontánea, en el trabajo infatigable, en la astucia de la inteligencia que todo lo sacrifica al provecho, la utilidad, la eficacia de la dominación y la productividad se­rían, según Subirats, las característi­cas del individuo moderno, solipsista y desdichado. De tales sujetos se nu­triría el orden de la racionalidad científico-tecnológica.

La Fenomenología de Subirats culmina, pues, como la de Hegel, con el triunfo de la Razón. Pero una Razón que no ha significado el ac­ceso al reino de la Libertad, sino al de la servidumbre voluntaria. Y el malestar de la cultura consiguiente engendraría esa melancolía, esa pro­testa de la sensibilidad individual, esa nostalgia por un paraíso perdido e irrecuperable en el que la esponta­neidad del amor fuera posible. Pare­cida queja ha resonado ya en Rous­seau, Kant o Freud. Subirats se suma a ese mismo reproche contra la fría Razón que, indiferente al destino del hombre, convierte sus anhelos de felicidad en una vacía esperanza;

Pilar Palop

Los Cuadernos de la Actualidad

CUENTOS

PARABULICOS

Miguel Lizondo, Roque Muñoz, Javier Barquín, Fernándo Márquez y otros. Edita «La Luna de Madrid». U sted se cree que lo que

tiene entre las manos, verde y alargado, es un libro. Pues no. Es un ma­nicomio. O mejor, un ma­

nicómico. Como la vida misma. Die­ciseis tajadas de vida entre dos hoji­tas de lechuga. Todo crudo. ¿Que exagero? Usted mismo. Lea el pri­mer cuento: «Carlos 'Maraña' Du­que había sido, presumiblemente, li­quidado de veintiocho y medio bala­zos. Se descartaba la posibilidad de un accidente urbano. » Ya me dirá. Además, aquí salimos todos: la sui­cida, el amante celoso, el recluta si­codélico, el ciego superperverso, la minusválida sexy, el sabio, el crimi­nal, el yonqui, el escritor metido a piloto de globos. La noble y abomi­nable fauna humana está al com­pleto. En estos quince de los mejo­res relatos (y uno más, el ganador, que abre el libro) que se recibieron en la revista «La Luna de Madrid»

tras la convocatoria de su concurso de relatos.

Hay c1,1entos bruscos («No te fies de la primavera, Hank» ). Hay cuen­tos conmovedores. Inquietantes (el Metro como misterioso Juego de la Oca y que es también la imagen del Zodíaco, en «Paradiso» y «Mary Ann» , la de la elegante mano pal­meada). Cuentos complejos pero sin complejos. Desolados. Dislocados. Indigestos. El ganador « Un cuento de la serie negra» es de una intensi­dad irresistible. Me habría leído con gusto cien páginas suyas más. Be­biendo tila.

En conjunto son un buen reflejo de dónde nos hemos metido. Un «Jar-

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dín de las Delicias» de final del mi­lenio. Yo creo que están presentes muchos de los sueños y las pesadi­llas que padecemos todos los urbani­tas. Fluyen con el libro y alguna vez vemos en la corriente reflejado nues­tro rostro.

Por último, pero sobre todo, el li­bro es entretenido. Simplemente buenas historias. Sin pretensiones moralizantes o desmoralizadoras. En algunas, la idea es mejor que su rea­lización. En otros casos, un argu­mento inane se sigue con interés gracias a la destreza de su autor. Un detalle de importancia que no es un detalle: hay una ilustración para cada cuento. De pintores o dibujan­tes conocidos: Calonge, Nuevo, Mansanet, El hortelano, Sycet, Ro­drigo, Kiko Feria, etc. Esto com­pleta el panorama: letra y línea para la parabulia.

En fin, toda una apuesta por la no­vedad, por la calidad al margen del nombre y de la tribu. Todo tan re­ciente que casi es del futuro.

José María Parreño

V ALLE-INCLAN

A LA

EUROPEA

H ace ya unos cuantos años, creo que fue en 1971, unos jovenzuelos protestábamos ruidosamente en el Teatro Campoamor de Oviedo

ante la función que acabábamos de presenciar: «Luces de Bohemia» , escrita por don Ramón María del Va­lle Inclán, dirigida por José Tamayo e interpretada en sus principales pa­peles por José María Rodero y Agus­tín González. Entendíamos que Va­lle Inclán no era un autor del «gé­nero chico» y que por lo tanto no debía ponerse en escena con una impronta sainetesca y zarzuelera. Empapados como estábamos de ad­miración por el esperpento, no en­tendíamos la dulcificación escénica del desgarro e ironía feroces que se desprendían de la lectura literaria de tan tremendo texto. Nuestras pro­pias preocupaciones y experimentos teatrales que por aquella época se orientaban a tratar de poner en es­cena algunas obras del genial gallego aunque fuera fragmentariamente, no conectaban con la visión que el Sr. Tamayo y sus actores nos daban.

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Faltaba una mano directora que pro­fundizase en las claves expresionis­tas, que transmitiese no sólo a través de las palabras sino por medio de una concreta expresión visual aque­lla multitud de conflictos, reflejo de unos personajes perfectamente re­presentativos de una etapa clave de la Historia Social española.

Esta primavera hemos vuelto al Teatro Campoamor buena parte de aquellos entusiastas de Valle con más años y más escepticismo sobre el poder revulsivo del teatro en el ámbito social. Nos hemos encon­trado con el trabajo de un joven di­rector, unos veteranos intérpretes y la escenografia de un consagrado en estos menesteres, que nos ha ofre­cido en los últimos quince años los mejores logros del teatro español en este terreno.

«Luces de bohemia» ha pasado del ostracismo al que estaba conde­nada por las iras censoras del actual jefe de la oposición parlamentaria y su equipo ministerial, durante los años sesenta, al reconocimiento ofi­cial más sonado. De esta manera el Centro Dramático Nacional, la Con­sejería de Educación y Cultura del Principado y el Ayuntamiento de Oviedo nos señalan la consideración que les merece tan notable autor de nuestro teatro contemporáneo y tan sobresaliente obra. Si añadimos la obligatoriedad que tienen los estu­diantes de COU de leer el texto lite­rario que nos ocupa entenderemos el carácter cultural en primer grado que han tenido, con el beneplácito de las autoridades competentes, las cinco representaciones del Cam­poamor.

Estos prolegómenos un tanto anecdóticos no nos hacen olvidar el comentario debido a esta función, cuyo análisis no es fácil de transfor­mar en síntesis, en primer lugar por­que partimos de una base literaria compleja, que rechaza los cauces convencionales de la progresión dramática y se estructura en cuadros que no ofrecen «a priori» un hilván establecido. Lluis Pascual, el joven director del espectáculo, se ha preo­cupado de que ese hilo conductor se estableciera y se ha apoyado priori­tariamente en los aspectos plásticos y visuales para conseguir una ver­sión estilística, inexistente en la an­terior puesta en escena de Tamayo. El apoyo que Pascual ha tenido en Fabiá Puigserver, autor de la esce­nografia y el vestuario, resuelve el cincuenta por ciento del problema y lo solventa satisfactoriamente, aun­que no hubiera dificultades econó­micas para realizar tan complicado y

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costoso decorado. La escenografia y sus otros complementos técnicos, sobre todo la iluminación y el ves­tuario consolidan el estilo «pictó­rico» que tiene desde el patio de bu­tacas «a la italiana» el rectángulo del escenario. Desde el primer cuadro asistimos a una representación emi­nentemente plástica en la que los movimientos de los actores compo­nen una sinfonía de cuerpos a con­traluz; a veces estos elementos cora­les se individualizan mediante luces cenitales, que iluminan ropajes ocres y terrosos, recordando la pintura ho­landesa del XVII. No estamos ante una luz «caravagesca» ni «rube­niana»; más bien tenemos presente a Rembrandt con aderezos de sombras chinescas y expresionismo teatral centroeuropeo de los años veinte. Pero, y aquí surge el primer pro­blema, el juego de panoramas, obje­tos que se deslizan por el escenario, luces y sombras, se agota en los primeros quince minutos. Hemos presenciado casi todas las combina­ciones en los primeros cuadros y luego sólo vamos a captar variacio­nes, gradaciones lumínicas y abun­dancia o desnudez de elementos humanos. Se parte de un negro casi absoluto y se concluye en la escena· del cementerio con un blanco irreal y total. No obstante esto tiene un sentido porque es lo que realmente da coherencia al conjunto, aunque hay que matizar que esta interpreta­ción plástica es discutible si la rela­cionamos con el texto literario.

Valle sugiere, si se opta por lo pic­tórico, una estética goyesca o sola­nesca, no tenebrismos nordeuro­peos. Este es el primer punto de dis­crepancia con el correcto y forma­lista montaje de Lluis Pascual. In­mediatamente se plantea el espinoso problema del maridaje, muchas ve­ces forzado, como diría Albert Boa­della, entre obra literaria y represen­tación teatral concreta. Una pieza li­teraria con valor intrínseco, como «Luces de bohemia» despierta la

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imaginación del lector hasta tal punto, toca la fibra de la sensibilidad social, política y ciudadana de tal manera que resulta dificil admitir una representación con un ritmo plano, donde las únicas vibraciones emocionales están dadas por ele­mentos ajenos a las palabras y a la presencia de los <actores..· Esto ocu­rre, desgraciadamente, en esta ver­sión de «Luces de bohemia» y nos encontramos con una interpretación de los actores irregular, lo cual es nefasto para el resultado global. En el afán de huir del sainete se ha diri­gido a los actores tratando de des­personalizarlos y apartarlos de esa vena populista y costumbrista que los veteranos cómicos españoles manejan con singular acierto. El re­sultado es que aparecen como perdi­dos, sin saber muy bien a qué res­ponden las construcciones que dan a sus personajes. Antes señalábamos que Valle Inclán no debe ser sainete ni zarzuela pero esto de obligarle a ser un autor brechtiano, calculador y racionalista ¿es correcto? Creemos que no.

Estamos ante una posible versión de Valle Inclán perfectamente re­suelta en función de unas premisas previas de interpretación del texto pero que no refleja más que una mí­nima parte de un potencial dramá­tico inmenso, que no está suficien­temente utilizado y que se queda en preciosismo formal poco habitual en los teatros españoles, aunque no se compagine con la obra literaria. Es en suma una versión descafeinada, que anula cualquier veleidad emo­cional. Escenas como la del preso, la

muerte de Max Estrella y buena parte de los diálogos que mantienen D. Latino y Max resultan irrelevan­tes debido a que el sonido de las pa­labras, los registros de las voces noañaden nada para potenciar tanesenciales significados; naturalmenteel resultado es que los significados

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dejan de ser tan importantes como nos parecían en la lectura. Este ar­duo problema tendría que plantearse en términos más amplios para tratar de establecer claramente las relacio­nes formas teatrales-literatura y en qué medida determinados textos lite­rarios pierden o ganan en su puesta en escena.

Toda la dureza, desgarro y deses­peración que representa un perso­naje como Max Estrella se convierte aquí en un viejo plañidero que mueve a ía compasión más que a la rebeldía. José María Rodero nos ofrece una interpretación bastante desequilibrada, con escenas acepta­bles como la primera de la segunda parte y otras excesivamente monó­tonas. El resto del reparto, muy am­plio a causa de la variedad de perso­najes que aparecen, tampoco está ex­cesivamente brillante, aunque inter­vienen en brevísimos papeles acto­res con muchos años de profesión y muy conocidos en los ámbitos tea­trales y cinematográficos, como Ma­nuel Alexandre, Montserrat Carulla, Vicky Lagos, Francisco Algora, Fé­lix Rotaeta y Juan José Otegui. Este último, en el papel del Ministro, es quizá uno de los mejores. Otro tanto puede decirse de Rosario García Ortega en el papel de la portera. Curiosamente son los dos únicos ac­tores que parecen no estar perdidos en un ambiente general de descon­cierto interpretativo, suponemos que debido a las indicaciones del direc­tor.

«Luces de bohemia» puede que sea una de las pocas obras del teatro español que refleja en profundidad la realidad cultural, social y política de los españoles en un momento deter­minado de su Historia y que sinte­tiza a través de la estética literaria buena parte de nuestra problemática existencial. Riqueza de vocabulario no exenta de casticismos y extranje­rismos, profundidad conceptual, construcción dramática original, ra­bia y pasión han quedado converti­das, gracias al buen oficio de un di­rector que trabaja para públicos eu­ropeos, en una envoltura aséptica y agradable que no deja ver la máscara de nuestra realidad vital y cultural. Frente al rechazo que experimentá­bamos por la versión de Tamayo, mucho más vitalista y populista, nos encontramos ahora con una sensa­ción que sería lo último que esperá­bamos ante «Luces de bohemia»: el culto aburrimiento.

Julio Rodríguez Blanco

Los Cuadernos de la Actualidad

UN TRATADO

DEL DESEO Luis Antonio de Villena, Visor. Ma­

drid, 1983. 286 páginas.

Resulta significativa la publicación, los últimos tres o cuatro años, de la poesía reunida de algunos de nuestros poetas más o

menos jóvenes: Guillermo Carnero, Félix de Azúa, Martínez Sarrión, Antonio Colinas, Jaime Siles, Anto­nio Carvajal y ahora, Luis Antonio de Villena. Poetas que se dieron a conocer a finales de los 60 ó princi­pios de los 70, y que por extensión a partir de la antología de José María Castellet se les ha venido llamando «novísimos». Y fue precisamente el más adelantado de los novísimos, Pere Gimferrer, el primero de su ge­neración en poner de moda este tipo de publicaciones de recopilación de toda la obra anterior.

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Sin embargo, es curioso constatar así mismo la menor incidencia crítica de estas colecciones de poemas res­pecto a las de los poetas de anterio­res generaciones: Claudio Rodrí­guez, Gil de Biedma, Francisco Bri­nes, José Angel Valente, Carlos Sahagún, etc. No resulta fácil encon­trar un motivo concreto a este he­cho. Lo que sí está claro, pese a la habitual desidia crítica en que nos movemos, es que algunas de estas recopilaciones eran necesarias y han venido a confirmar la importancia y el peso específico de algunas de es­tas voces en la poesía española con­temporánea, como es el caso de An­tonio Colinas o el de Antonio Carva­jal.

Luis Antonio de Villena es un poeta algo más joven que éstos, pero que ya cuenta con un amplio reco­nocimiento de críticos y lectores.

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Sus libros han sido siempre bien acogidos, habiéndosele concedido al último de ellos, «Huir del invierno», el premio de la crítica de 1981. Sin embargo, la mayoría de sus obras se encontraban agotadas, por lo que el volumen que ahora edita« Visor» re­sulta doblemente oportuno.

Reúne este libro la poesía publi­cada por Luis Antonio de Villena en los últimos doce años, desde 1970 en que escribió los primeros poemas de «Sublime solarium» hasta 1982, en que están fechados los últimos poe­mas del volumen, y que forman parte de un nuevo libro en prepara­ción. Otro importante atractivo de la obra que comentamos es el exce­lente prólogo de más de cincuenta páginas que firma José Olivio Jimé­nez, quien pone su reconocida luci­dez crítica al servicio del interés que la poesía de Luis Antonio de Villena le merece. En dicha introducción se hace un profundo análisis de esta poesía, deteniéndose en sus constan­tes temáticas: la belleza y el amor, y el deseo como auténtico y casi único impulso generador. Una teoría de la belleza próxima a las ideas de Pla­tón; el amor como imposible y, sin embargo, cada vez más deseado, y el deseo que sólo en la no definitiva consumación cobra todo su sentido. El erotismo íntimamente relacionado con la estética y, sobre todo, con una ética, está presente en todos y cada uno de los libros de Villena. De ese entrecruzamiento de planos, es siempre el deseo el que marca la di­rectriz y sirve de vínculo de unión con las restantes manifestaciones de esta poética.

Luis Antonio de Villena, cuyo primer libro de poemas, «Sublime solarium» (1971), publicado cuando contaba 20 años su autor, entraba de lleno dentro de lo que se ha venido llamando «culturalismo» o más grá­ficamente «venecianismo», buscó a partir de «El viaje a Bizancio» (1978) una poesía de las sensaciones suscitadas por la experiencia, prefe­rentemente amorosa o erótica, que se cuenta. La poesía entendida como una «intensidad» donde el cuerpo se convierte en verdadero objeto de adoración. La realidad y el artificio mezclados para transmitir esa pasión experimentada por el poeta a partir de la contemplación de la belleza, tantas veces inalcanzable. El barro­quismo verbal del primer libro ha cedido aquí en beneficio de una ma­yor transparencia léxica, a la vez que prácticamente se abandona el «flash» surrealista y las excesivas ci­tas cultistas, dando como resultado un lenguaje más contenido y preciso.

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El simbolismo y el decadentismo modernista pierden su carga de exo­tismo a medida que el poeta pasa de escribir desde la experiencia mental o estética a hablarnos desde la expe­riencia cotidiana de los sentidos. Elcuerpo deseado se convierte en san­tuario invocado por el autor de«Hymnica» (1979), acaso su libromás intenso. No obstante el moder­nismo sigue presente como telón defondo de esta poesía, sucediéndoselos «poemas-retrato» tan propios deese movimiento.

En este tercer libro, la rebeldía del dandy está entendida como desafío frente a una sociedad y sus normas de comportamiento. El decaden­tismo, antes que indolencia vital, re­presenta aquí una disidencia asu­mida que es hija de una antigua es­tirpe de creadores que va de Catulo a Ibn Hazm, de Kavafis a Cernuda. Esta poesía de imágenes se nutre ante todo de la propia sensualidad gozosa instalada en el espacio del deseo, cuya última puerta -la que da paso a la plenitud amorosa- rara­mente se traspasa.

Ese autobiografismo que encon­tramos en «Hymnica» se acrecienta en «Huir del invierno» (1981) con una intensificación del acento ele­giaco unido a una mayor carga refle­xiva. Con continuas referencias a las culturas helenísticas, latina e islá­mica, la apetencia y fascinación por un Sur que lo es más «de la sangre» que geográfico, el poeta dirige ahora su voz a una esperanza que tiene el nombre del Amor verdadero.

El paganismo que arranca de la tradición anacreóntica (Propercio, Ovidio, Tibulo), de Calímaco y los poetas de la Antología Palatina, convierten este libro en continuador de una tradición vital y cultural­mente asumida, y que en el plano formal se manifiesta desde una pre­ferencia por el tono narrativo del

Los Cuadernos de la Actualidad

poema, de verso largo y fluido. La exuberancia léxica y las abundantes referencias culturalistas no influyen en menoscabo de la autenticidad que esta poesía transparenta, en la que el poeta se muestra ya no como un ser frío y distante, ocultándose entre los telones de la literatura, sino próximo y vulnerable, solitario e indefenso ante la amenaza que ansía y aguarda como un reino mejor y necesario.

De todo lo dicho se desprende la coherencia interna y externa (el mundo propio) de esta poesía que viene a ser un a modo de tratadosobre el deseo en busca del añorado, temido amor. Y no es casual que el más intenso y significativo de los «seis poemas de un nuevo libro» que en este volumen se adelantan, lleve por título precisamente «Tractatus de amore»: el poderoso amor, elimportante amor, / el que llenaríaplenamente un vivir, J ése es siem­pre ausencia, hay un foso / siem­pre; lo ves y no lo alcanzas ...

José Gutiérrez

FRANCISCO

UMBRAL Y LA

DIALECTICA

e orno mínimo en Francisco Umbral cabría separar al narrador del articulista, más allá de que en un es­critor, por muchos géneros

que aborde, persiste en su obra un tronco común que, como en las ope­raciones de siameses, convierte tal cirugía crítica en un asunto extrema­damente delicado. En cierto modo, el Umbral novelista pierde lectores debido a su extraordinaria repercu­sión social como periodista. El pú­blico difícilmente admite las cabezas bifrontes (y muchas veces, ni si­quiera, los apellidos). Si al Umbral novelista no se le lee más es porque existe otro Umbral, el columnista, que le hace la competencia. Umbral se roba lectores a sí mismo: esa es su paradoja. Sin embargo, el Fran­cisco Umbral más popular, el perio­dista, es inexplicable sin su origina­ria vocación narrativa (aunque, en la actualidad, la dirección parece ha­berse invertido).

LA DIALECTICA

La carrera de ascensión literaria, "' y mundana, de Francisco Umbral es

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equiparable a la de los jóvenes bal­zacianos o stendhalianos, aunque en él, esa fuga hacia las alturas ha sido coronada f elizmente. Stendhal mismo anotaba en su «Diario», un 8 de Fructidor del año XII: «El día ha sido tal y como me figuraba la vida cuando empecé a pensar en serio en ser un gran poeta. Por la mañana, un trabajo fecundo; por la tarde, en la mejor sociedad». La cita, tal vez, describe mejor a Umbral que a Stendhal. Efectivamente, en Umbral es como si se hubiese realizado el sueño de tantos niños de posguerra -y posguerra es casi siempre quehay pobreza y fealdad-, fascinadossentimentalmente por el «star sys­tem» del cine popular de Holly­wood: huir de la mediocridad, seruna estrella -si no del celuloide, almenos de la letra impresa-. Umbrales uno de los últimos escritores sali­dos del suburbio, del «arroyo» de laprovincia, para decirlo con Gonzá­lez-Ruano y Carlos Gardel, que ha­biendo triunfado literaria y económi­camente no procede de las clasesilustradas gobernantes, es una espe­cie de Henry Miller español (A lomejor, la difusión de un escritorcomo Francisco Umbral se puedeadjudicar al despegue de un capita­lismo liberal en nuestro país. Peroesta clase de análisis corre el riesgosiempre de convertir al crítico en unechador de cartas).

Todas estas ilustraciones biográfi­cas, sicológicas y sociológicas no son del todo arbitrarias, pues en sus libros se encuentran frecuentemente cristalizadas (Al Umbral escritor, tan escasamente stendhaliano amo­rosamente, le sienta a la medida la teoría de la cristalización del fran­cés. Umbral cristaliza una novela, un artículo a partir de una mujer o de una hoja de calendario). Estamos

Francisco Umbral

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ante un escritor autodidacta y auto­biográfico, formado fuera de las au­las y de la Universidad. Estamos, sobre todo, ante un lector incalcula­ble, como denota su empleo de la cita -el jugo de una lectura, un libro exprimido al máximo- como recurso estilístico, que es tanto el motor del libro -el lema que encabeza todas sus obras-, como, frecuentemente, su misma sustancia. Uno de los te­mas subliminales en Umbral es la lectura de libros. A veces, de los su­yos propios.

Existen varios hilos narrativos en la obra de Francisco Umbral. De al- ¡gún modo, se podrían enhebrar ü atendiendo a estos epígrafes, que '/) tomamos del autor:

- El niño de derechas -de izquier­das, claro- (Las novelas de Vallado­lid): «Las memorias», «Los males sagrados», «El hijo de GG».

- El joven malvado (Las novelasde Madrid 1): «El retrato», «El Gio­condo», « Si hubiéramos sabido ... »

- El escritor burgués (Las novelasde Madrid 11): «Diario ... », «La bes­tia rosa», «Los amores diurnos», « Los ángeles custodios» ...

Estas tres etapas biográficas -sur­cadas de continuos reflujos biblio­gráficos-, estas tres cosmogonías, pudieran servir para acercarse a su ingente producción, sin querer pro­poner con ello un método exhaus­tivo, pero más o menos.

Umbral no tiene miedo de repe­tirse. Lo enunció, subrepticiamente, en su novela «El hijo de Greta Garbo»: «La arquitectura, como la música, como la poesía, descubrió hace muchos años que todo se bi­furca, como en las especies, que el destino de un tema es desdoblarse, que la dialéctica es la manera natu­ral, musical y armónica de continuar el mundo enriqueciéndolo». Umbral también lo ha descubierto. Umbral vuelve sobre sus orígenes -en los cuales se ubican no sólo los biográfi­cos, sino también los bibliográficos-, para sondear de nuevo en las esca­ramuzas del tiempo perdido, para ir recubriendo de prosa todas las ranu­ras de la memoria que en anteriores novelas obvió. En ese reflujo, unas veces las olas del recuerdo arrastran hasta la playa del libro nuevos restos del naufragio y otras, enseres que ya habían sido devueltos al mar en nu­merosas ocasiones.

Los Cuadernos de la Actualidad

Francisco Umbral.

es el mecanismo relacionante de di­chos ingredientes. Francisco Umbral es un renovador moderado de la no­vela en España (entre nuestros nove­listas, la reforma ha contado secu­larmente con más adeptos que la re­volución y el vanguardismo).

En una de sus penúltimas novelas, «El hijo de Greta Garbo», nos cuenta, como es habitual en él, con planos, secuencias, escenas, inters­ticios, sin la relojería realista, el ar­gumento-desarrollo de una metáfora. La trama del libro se puede ceñir a esta circunstancia: los últimos años-meses de su madre. Madre bi­céfala: simultáneamente Greta Garbo y don Manuel Azaña, que le permite a Umbral tejer una nueva novela de Valladolid, tal vez remo­tamente emparentada con ciertos filmes de Carlos Saura -ese parale­lismo no es infrecuente-. «El hijo de Greta Garbo» es una novela lírica que quizá no aporta nuevos rumbos a la obra de Umbral, pero al menos, como demuestra el final del libro, antológico, confirma la superioridad del Umbral lírico, cuando acierta, sobre todos sus homónimos. Porque la dialéctica también pasa por la per­sonalidad, y por el escritor.

UMBRAL Y SU DOBLE: MADRID

Después de haber escrito lo ante­rior, Francisco Umbral ha publicado «Trilogía de Madrid», en los aleda­ños de su cincuenta aniversario, como hiciese César González-Ruano con «Mi medio siglo se confiesa a medias». No sé si, a pesar de su ca­rácter oficial de «memorias», esta nueva obra es más o menos ficticia que las anteriores autobiografías umbralianas.

Algún día se hará un poco de crí­tica estructuralista en torno a la na­rración umbralista, habrá que estu­diar el papel que juegan la poesía, la biografía, la cultura, el neorrealismo lírico (tan importante ya en sus ini­cios: «Balada de gamberros»), cuál

La «Trilogía» es un ejemplar clá­sico de esa tercera etapa del escritor burgués (las novelas de Madrid 11), con la particularidad de que en cada

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una de sus tres partes cronológicas ( «Los tranvías», «Los alucinados», «Los cuerpos gloriosos») mimetiza estilísticamente las novelas de las tres fases definidas. «Los tranvías» es como una versión libre de «Si hu­biéramos sabido que el amor era eso», «Los alucinados», ídem res­pecto de «La noche que llegué al Café Gijón», y «Los cuerpos glorio­sos», respecto de «Diario de un es­critor burgués» o cualquier reportaje del Umbral de última hora. Con es­tas metamorfosis, la dialéctica que estudiábamos se ha profundizado aún más. Ya no es sólo una nueva cuña en el pasado, una nueva rees­critura -esta vez con el sello de «memorias»- de los hechos, sino una reinterpretación del estilo con el que salieron de su máquina por pri­mera vez.

«Literatura es ver las cosas a tra­vés de un vaso de vino». Así descu­bre Madrid nuestro autor. Madrid, de cuya existencia no dudaban los realistas, es más bien la ficción que resulta de intercalar un nuevo refe­rente a una convención urbana, una visualización poéticamente inédita, un líquido verbal no etiquetado en las bodegas académicas. Madrid nos habla, es el río en continua meta­morfosis, y el escritor, Umbral, no es sino el bañista, el espejo de esa corriente infinita (enriquecida suce­sivamente por los otros bañistas: Quevedo, Larra, Galdós ... ). Madrid es el doble de Francisco Umbral que arroja su escritura, su biografía des­tilada en caligrafía.

En la «Trilogía de Madrid», Um­bral atraviesa como un nómada la «simultaneidad» madrileña, es decir, la coexistencia del subdesarrollo y del lujo, según los distritos. Esa tra­vesía es conducida por una vocación literaria impertérrita: «Decidí, en el cuarto de la pensión, ser una gene­ración que constase de mí mismo y de mí solo y sólo. Decidí ser un soli­tario. Son decisiones, éstas, que sólo se toman en las pensiones baratas» (La conciencia social de Umbral es como una derivación de su concien­cia de escritor, se afianza en virtud de ese proletarismo literario).

En «Los cuerpos gloriosos», úl­tima parte del tríptico, Umbral es ya el escritor «burgués» irónico con la burguesía, y su literatura, el discurso ácido, industrializado, de aquel chico rubempré de provincias que subió a un tren con destino a Ma­drid, hace siglos. Ese escritor invi­tado a todos los cócteles de la capi­tal es su doble, su dialéctica sten­dhal/baudeleriana.

Gerardo Irles

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HEIDEGGER Y

LA

MITO LOGIA

La figura de M. Heidegger, recientemente fallecido, resulta representativo del tipo del filósofo clásico, lo mismo que su teoría del

ser ofrece los típicos rasgos de una teoría filosófica. Múltiples intérpre­tes han tratado de dar con el sentido del ser, cuando el problema estriba en que el ser mismo es definido como sentido ... Y, sin embargo, esta redefinición del ser como sentido no dice tampoco nada o casi nada del propio ser heideggeriano: pues, en efecto, ¿qué es el sentido?

El Ser, dice, así, Todo y Nada -un típico concepto- límite filosóficocon que exorcizar el mundo (los se­res) o, acaso, un «concepto-totem»de identificación psíquica de losmiembros de la tribu humana. Setrataría, en ambos casos, de un sím­bolo, y no ya de un mero conceptoabstracto, lógico y coherencia!: sa­bido es que el símbolo -en nuestrocaso, el símbolo del ser- alberga una«emoción socializada», con lo queestamos en una vía mítico-mística decomprender el ser heideggeriano. Yano se trataría de ver en dicha hipós­tasis lingüística una auténtica idea,ni tampoco de proyectar en él unente por muy eximio que fuere(como Dios): el ser heideggeriano esun mito o «saga» (palabra usada porel propio Heidegger).

LA MITOLOGIA DEL SER

Conque tenemos que aquellos miembros del «círculo de Viena»

Los Cuadernos de la Actualidad

que consideraban el ser heidegge­riano como un mito, tendrían razón. Una razón que, se vuelve, no obs­tante, contra ellos mismos, ya que la mitología del Ser no poseería hoy ya un sentido despectivo tal y como an­taño sucediera.

Como símbolo, el Ser simboliza la totalización de los contrarios: todo y nada. Es, pues, un símbolo típico o «arquetipo», por cuanto afirmauna complexión de los opuestos(consensus omnium). Como símbolotípico o arquetipo de la totalidadreunida, el ser pertenece a una «mi­tología fundacional» en calidad denumen o daimon personificado:funde, efectivamente en mitologíaheideggeriana, de Dios sin Dios, di­vinidad inmanente, Dios seculari­zado. La Nada que el Ser codice esel vacío con-diccionado por el pro­pio Ser: la ausencia de Dios, lamuerte de Dios, el vacío de Dios, ysu vaciado religioso. ¿Religioso?

Religioso porque religa los opues­tos como lenguaje interpuesto -me­diación- entre los dioses y los hom-. bres, la vida y la muerte, la presen­cia y la ausencia. Fue Ortega quien definió el sentido como valor y el va­lor· como «relación» entre realidades a partir y través de una idea-ficción mágica de la totalidad. Simbólica­mente, el Ser expresa, orteguiana­mente, la transitiva relación axioló­gica entre las cosas, es decir, la «vi­vencia» proyectada en él de la exis­tencia como coexistencia, del mundo como devenir, advenir y revenir, de las realidades como «estados» flui­dos. Vivencia y vigencia ontológica de las cosas, el Ser heideggeriano recobra su sentido mítico en cuanto aquello a cuyo tacto y contacto los seres (entes) son o cobran vivencia y sentido.

EL SER COMO MANDALA

Un colega austríaco definió en cierta ocasión el Ser heideggeriano

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como una inmensa «cerda sagrada» de cuyas multimamas succionan lác­teos pensares los oscurantistas de todos los pelajes. Y bien, oscuro es este objeto-sujeto del deseo filosó­fico, oscuro su reino y enigmática su morada. Reino de la obertura y aper­tura, nunca de la clausura: cáliz: cántaro: tonel sin fondo.

Propongo una heideggeriana treta para tratar de desurdir la urdid/ardid del SER. Tradicionalmente interpre­tado desde una mitología de campa­nario -recuérdese que el padre de Heidegger fue campanero-, el Ser ha sido exegetizado a través de la sim­bología de la «voz»: una especie de profana «voz de Dios». Ahora bien, suele olvidarse a menudo el otro ofi­cio del progenitor de nuestro autor -el de tonelero-, oficio desde el queHeidegger aprende a pensar y ver elmundo. ¿Qué ocurriría si interpretá­semos la mitología del Ser desde latonelería, y no ya desde el campana­rio? Que el ser se nos reconvierte en «tomo» que «re-torna», tiempo de­venir-extático, obertura-apertura,agujero-vacío, centro-descentrado,círculo -que como el viejo Dios­tiene el centro en todas partes perosu circunferencia en ninguna. Que elSer representa lo «rotundum» está,por lo demás certificado por nuestroautor cuando lo simboliza como«anillo» (Ge-Ring).

El Ser, ¿el anillo de los Nibelun­gos? El anillo que anuda/anida la realidad omnímoda y el círculo que circula cíclicamente. Centro descen­trado él mismo, su función psicoló­gica es la del Manda/a: filtro que protege tanto de la inflación del hombre, tras su introyección del viejo Dios proyectado, como de la deflacción, disociación y dispersión tras la muerte de dicho Valor su­premo.

No extraña entonces que Heideg­ger simbolice el Ser mandálica­mente, no sólo como círculo, sino como cuadrado, cuaternario o cua-

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ternidad (Ge-Viert): tierra, cielo, mortales, divinos.

El Ser, como el Mandala, dice la complexión de los contrarios reuni­dos: el círculo cuadrado o el cua­drado en rotación circular.

GNOSIS FILOSOFICA

Se comprende, pues, por qué el Ser no puede ser tratado «lógica­mente» como si fuera un concepto operativo formal, ya que representa un Mandala en plena filosofía del si­glo XX. Y por qué los racionalistas le achacaron al Ser el ser un con­cepto achacoso, impuro, irracional. Y, finalmente, por qué entre sus de­fensores el Ser adquiere virtudes cuasi-mágicas, mítico-místicas y aún apotropaicas: en realidad todo man­dala, como símbolo arquetípico de totalización psíquica que es, opera terapéuticamente, por cuanto unifica nuestras experiencias dispersas al «reunir» en un punto límite cons­ciente e inconsciente (el concepto correspectivo a nivel académico es el de interdisciplinariedad b pluridis­ciplinariedad !) . Diríase, por tanto, que Heidegger funda una especie de Gnosis filosófica, en la que el Ser funciona como un concepto andró­gino (cfr.: Abraxas como Dios com­puesto).

Mas, ¿adónde nos lleva todo ello? Yo creo que la finalidad depende, como en puro Hegel, del inicio, o desde dónde. ¿Desde dónde nos ha­bla Heidegger? Ya lo noté: desde el «mundus archetypus» o mundo ar­quetípico, más acá o más allá de nuestra experiencia vigil o diurna (consciente). El Ser es un concepto fundacional porque coagula arque­típicamente los elementos de todo ri­tual fundador. Kerenyi y Jung nos han mostrado cómo el Mandala opera en todo acto/acta fundamenta­les: recuérdese aquí cómo Roma (o Jerusalén o Atenas) fue fundada so­bre un círculo cuadrado, es decir, como «círculo cuatripartito», simbo­lizante respectivamente, de lo mas­culino y lo femenino. Del «sacrifi­cio» coimplicativo de lo masculino y femenino reunidos en Mandala, emerge el Ser, todo Ser, incluido el de Roma: el milagro del ser sobre el sombreado de la Nada: la cuadratura del círculo. He aquí el Ser como Saga mitopoética y creadora. No andaba tan lejos como pensaba mi colega austríaco cuando, malévola­mente, definía el Ser heideggeriano como «cerda sagrada»: pues, amén de sacrificar tales animales en las fo­sas y hoyos mandálicos fundaciona­les de ciudades y otras realidades, conocida es su virtud fecundizante-

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fertilizante en las viejas religiones cósmicas. Lo diré irónicamente: el Ser como «cerda sagrada» y aún «tocino del cielo». Depende de la perspectiva, la lógica culinaria y aún el restaurante elegido: el sentido es lo sentido y el saber es el sabor. Al menos en la gnosis filosófica heideg­geriana.

CONCLUSION

Para quien piense que mi interpre­tación del Ser heideggeriano sobre el mandálico paradigma del «tonel» es excesiva, le recordaré finalmente que en alemán dicho «contenedor» (Fass) define el Sentido del propio Ser (Fassend). ¿El «tonel» como sa­grada pipa del Ser? Mientras la campana llama a la inmortalidad me­tálica, el tonel llama a la transmuta­ción alquímica y al paso/poso del tiempo. De la campana y del ser-pa­ra-la-muerte al tonel y a la muerte­para-ser: mientras la primera es una «metáfora» del otro mundo, éste re­sulta una «catáfora» de este mundo. El Ser como Matria del hombre, cuyo sentido consiste en «madrear» nuestro espíritu, dándole enraiza­miento. El Ser como oferencia y pliegue (referencia): protolenguaje: El ser como inconsciente colectivo conscienciado.

Andrés Ortiz Osés

EL EQUIPO CRONICA Y YO

Fue una emboscada. No niego que yo anduviera por tortuosos vericuetos. Me había prestado alegre­mente a comentar un perfu­

me-objeto-cuadro seriado de un sen­sitivo catalán, Lluis Ventós y había

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pecado de nuevo prologando sus se­rigrafías sobre un viaje imaginario entre Cadaqués y Port de la Selva que, a mi modesto entender de vi­cioso abyecto del Alt Empordá, de imaginario no tenía nada. Aquello, era así y yo mismo me empeñé en ponerle prosa al color. Otro pecador le puso rima al asunto y aquello se convirtió en una carpeta absoluta­mente madura, como aquellos higos negros que se desgarran obscena­mente. Punto.

Y seguí a lo mío, que se supone es banalizar la vida cotidiana y la actua­lidad de las naciones, tan alegre­mente. (Lo de tan alegremente es un tópico. Puede que un chiste llegue a hacer reír a un cierto público. Lo que ya no es tan fácil es que el autor se ría mientras lo hace. Es un tra­bajo perplejo en el que los mecanis­mos son ignotos, arcanos. No hay método ni regla ni musa ... Pero eso no viene al caso. Cada cual sabe lo que le cuesta su jornal y eso es asunto suyo).

Y yo estaba en lo mío, todo yo en­frascado en escocés, cuando me llamó Dario (el acento en la A es italiano) para pedirme que llamara a Lidia.

Dario Grossi es un grafista muy vinculado a Lanfranco Bombelli y Lidia, también vinculada a Lan­franco Bombelli, lleva la Galería EUDE de Barcelona.

Y llamé a Lidia. Y Lidia, pérfida­mente, apoyándose como quien no quiere la cosa, en mis anteriores pe­cados, me atornilló.

Empezó loando mi inédita prosa. Prosiguió vapuleando el hermetismo de la crítica, la necesidad de que un texto sea menos didáctico pero ameno y por lo tanto de mayor hori­zonte que estricto, pureta y para mi­norías enteradas que escupen en él. Luego me vendió el asunto. Cuader­nos del Norte, revista importante, Juan Cueto muy interesado, tu vales mucho, muchacho, etc. Y total, para tí son breves instantes de máquina. Punto. Y ni la menor indicación so­bre espacio, línea a seguir (y no ha­blo de líneas ni espacios porque tampoco se me habló). Y así me en­cuentro, ante una pila de bibliografía sobre el equipo crónica, sin saber

qué he de decir ni siquiera qué decir. Supuestamente es muy fácil mon­

tar un panegírico necrológico enfá­tico sobre esos dos chicos.

Muy fácil. Aparentemente su obra es de lo

más transparente. Manitas artesanas, parodias con

sabor fallero, oportunismo político, mass-media influence, pop-art de

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consumo y un hábil clima de incon­formismo civilizado.

Oh, sí. Puestos en este plan, la Venus de

Milo es un pedazo mármol, no muy blanco, la modelo una celulítica de aquí te espero y el transportista un dejado. El Greco y Modigliani dos casos insólitos para el Dr. Barra­quer. Miró un hemiplégico becado por la Titanlux y Picasso un chico prometedor que degeneró, lenta pero paulatinamente, debido, sin la menor duda, a alguna enfermedad venérea.

O el"otrcr pfan. Recuerdo cuando adolescente y romántico quise ser pintor.

Yo pintaba y pintaba, bebía de to­das partes y era inagotable fuente de ingresos para tiendas especializadas y bares para inconformistas con po­sibles.

Y o pintaba felizmente y exponía lo que pintaba con la misma felici­dad.

Y un día, un señor gordo, sudo­roso, vulgar, prepotente y con barri­llos, entre dos canapés y tres whis­kyes nacionales y tras examinarme de arriba a abajo, como quien consi­dera a una prostituta o a un árbol de Navidad, me espetó algo muy vene­noso al respecto de que yo era la de­generación de (el apellido era ita­liano y la escuela también, pero ya hace mucho de eso) la tendencia de alguien. Alguien que me era citado por vez primera. Se ve que era una autoridad en el tema porque varios contertulios, hasta el momento fran­camente a favor, chasquearon sus lenguas con severidad.

No entendí nada, pero me hizo polvo.

Y la tercera vía sólo al alcance de

Los Cuadernos de la Actualidad

los expertos provistos, además, de una portentosa memoria: combinar fechas, obras, situaciones políticas, texturas y un diccionario de símbo­los con adjetivos tipo telúrico, cós­mico y fundamentalísticamente y un pellizco desdeñoso de dejá vu para enfriar su buen ánimo hacia el ar­tista.

Y o me contentaré con decir que desde la primera vez que ví algo del Equipo Crónica me gustó y me sigue gustando. Porque cuando ya se ha­bía hecho todo, lograron volver a comenzar desde el principio. Rein­ventaron la pintura. Pintaron la pin­tura.

Y lo hicieron con alegría y con humor. Socavaron los cimientos del Arte socarronamente, mientras prac­ticaban la crítica social y política, colaban el cómic y el ninot fallero en donde jamás habrían sido invitados, caricaturizaban los más sagrados maestros y violaban los santuarios del Arte con bromas tremendas.

Y lo más terrorífico: Lo hacían muy bien. Desde el punto de vista meramente artesano, eran impeca­bles. Encima sus obras eran agrada­bles, plásticamente amenas. Pero es que tocaban unos temas ... A los es­trictos les debió sentar como un tiro.

Eran unos irreverentes. Pero eran muy buenos.

No sé, yo la verdad, a mí me gus­tan, te miras un cuadro o un muñe­cote de papier maché y te gusta. En­cima te hace pensar.

Hay cosas divertidas y cosas áci­das pero todas muy bien. Si tuviera posibles me gustaría tener algo de ellos ... No se me ocurre nada más que decir. Bueno, sí ¿Por qué en­carga la gente textos sobre arte a un dibujante de humor? ¿Por surrea­lismo?

Carlos Romeo

CANTO DEL

RECUERDO Quasar Gem,Jardines del MuseoEva­

risto Valle.

En la noche del 18 de agos­to el grupo de música con­temporánea Quasar Gem realizó su montaje musical «Canto del Recuerdo» en

los jardines de la Fundación-Museo E. Valle. Este consistió en el diseño de una ambientación que, aprove­chando el marco natural del que se disponía, sirviera para situar a la música dentro de su propio con-

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texto. Formaba esta ambientación una serie de propuestas gráficas que delimitaban un camino que debía re­correr el espectador hasta llegar a su silla. Con estas propuestas gráficas, elaboradas por el pintor Luis Fer­nández y por el arquitecto Francisco Zapico, se trataba de configurar un espacio por el que debía deambular el espectador. Este camino previo, que se podía dilatar a gusto del pa­seante-espectador, iba acompañado de una grabación musical que servía de música de fondo.

La parte central del espectáculo la componían la intervención en di­recto de Quasar Gem (compuesto en esta ocasión por Begoña Enguita, Manuel Alvarez, Avelino Alonso) y de dos danzarines que, debajo de una sábana de grandes dimensiones, actuaban a impulsos de la música. Cuando el público entraba al recinto e iniciaba el camino, contemplaba a lo lejos el movimiento de la sábana, centrada en la noche gijonesa por un foco de luz cenital, y escuchaba la cinta grabada como un rumor lejano. Según se avanzaba en el camino la presencia de la música era cada vez mayor y, esa escultura móvil que era la sábana, se presentaba bajo diver­sos puntos de vista en los diversos encuadres que ofrecía la vegetación del jardín.

El material usado en la cinta era fundamentalmente vocal, buscando la creación de un ambiente en el que lo misterioso, lo mágico, campease por sus reales. La voz era usada tanto como creadora de masas sono­ras, como en su concepción expre­siva más amplia, que va desde la ar­ticulación de consonantes a la reci­tación de poemas.

Al finalizar la cinta, ya con el pú­blico ocupando sus asientos, los mú­sicos interpretaban una partitura grá­fica de estructura formal parabólica, a cuya finalización se retomaba la cinta, los músicos iban entrando en la sabana, que ahora era ocupada por cinco personas, que tras realizar

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consumo y un hábil clima de incon­formismo civilizado.

Oh, sí. Puestos en este plan, la Venus de

Milo es un pedazo mármol, no muy blanco, la modelo una celulítica de aquí te espero y el transportista un dejado. El Greco y Modigliani dos casos insólitos para el Dr. Barra­quer. Miró un hemiplégico becado por la Titanlux y Picasso un chico prometedor que degeneró, lenta pero paulatinamente, debido, sin la menor duda, a alguna enfermedad venérea.

O el"otrcr pfan. Recuerdo cuando adolescente y romántico quise ser pintor.

Yo pintaba y pintaba, bebía de to­das partes y era inagotable fuente de ingresos para tiendas especializadas y bares para inconformistas con po­sibles.

Y o pintaba felizmente y exponía lo que pintaba con la misma felici­dad.

Y un día, un señor gordo, sudo­roso, vulgar, prepotente y con barri­llos, entre dos canapés y tres whis­kyes nacionales y tras examinarme de arriba a abajo, como quien consi­dera a una prostituta o a un árbol de Navidad, me espetó algo muy vene­noso al respecto de que yo era la de­generación de (el apellido era ita­liano y la escuela también, pero ya hace mucho de eso) la tendencia de alguien. Alguien que me era citado por vez primera. Se ve que era una autoridad en el tema porque varios contertulios, hasta el momento fran­camente a favor, chasquearon sus lenguas con severidad.

No entendí nada, pero me hizo polvo.

Y la tercera vía sólo al alcance de

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los expertos provistos, además, de una portentosa memoria: combinar fechas, obras, situaciones políticas, texturas y un diccionario de símbo­los con adjetivos tipo telúrico, cós­mico y fundamentalísticamente y un pellizco desdeñoso de dejá vu para enfriar su buen ánimo hacia el ar­tista.

Y o me contentaré con decir que desde la primera vez que ví algo del Equipo Crónica me gustó y me sigue gustando. Porque cuando ya se ha­bía hecho todo, lograron volver a comenzar desde el principio. Rein­ventaron la pintura. Pintaron la pin­tura.

Y lo hicieron con alegría y con humor. Socavaron los cimientos del Arte socarronamente, mientras prac­ticaban la crítica social y política, colaban el cómic y el ninot fallero en donde jamás habrían sido invitados, caricaturizaban los más sagrados maestros y violaban los santuarios del Arte con bromas tremendas.

Y lo más terrorífico: Lo hacían muy bien. Desde el punto de vista meramente artesano, eran impeca­bles. Encima sus obras eran agrada­bles, plásticamente amenas. Pero es que tocaban unos temas ... A los es­trictos les debió sentar como un tiro.

Eran unos irreverentes. Pero eran muy buenos.

No sé, yo la verdad, a mí me gus­tan, te miras un cuadro o un muñe­cote de papier maché y te gusta. En­cima te hace pensar.

Hay cosas divertidas y cosas áci­das pero todas muy bien. Si tuviera posibles me gustaría tener algo de ellos ... No se me ocurre nada más que decir. Bueno, sí ¿Por qué en­carga la gente textos sobre arte a un dibujante de humor? ¿Por surrea­lismo?

Carlos Romeo

CANTO DEL

RECUERDO Quasar Gem,Jardines del MuseoEva­

risto Valle.

En la noche del 18 de agos­to el grupo de música con­temporánea Quasar Gem realizó su montaje musical «Canto del Recuerdo» en

los jardines de la Fundación-Museo E. Valle. Este consistió en el diseño de una ambientación que, aprove­chando el marco natural del que se disponía, sirviera para situar a la música dentro de su propio con-

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texto. Formaba esta ambientación una serie de propuestas gráficas que delimitaban un camino que debía re­correr el espectador hasta llegar a su silla. Con estas propuestas gráficas, elaboradas por el pintor Luis Fer­nández y por el arquitecto Francisco Zapico, se trataba de configurar un espacio por el que debía deambular el espectador. Este camino previo, que se podía dilatar a gusto del pa­seante-espectador, iba acompañado de una grabación musical que servía de música de fondo.

La parte central del espectáculo la componían la intervención en di­recto de Quasar Gem (compuesto en esta ocasión por Begoña Enguita, Manuel Alvarez, Avelino Alonso) y de dos danzarines que, debajo de una sábana de grandes dimensiones, actuaban a impulsos de la música. Cuando el público entraba al recinto e iniciaba el camino, contemplaba a lo lejos el movimiento de la sábana, centrada en la noche gijonesa por un foco de luz cenital, y escuchaba la cinta grabada como un rumor lejano. Según se avanzaba en el camino la presencia de la música era cada vez mayor y, esa escultura móvil que era la sábana, se presentaba bajo diver­sos puntos de vista en los diversos encuadres que ofrecía la vegetación del jardín.

El material usado en la cinta era fundamentalmente vocal, buscando la creación de un ambiente en el que lo misterioso, lo mágico, campease por sus reales. La voz era usada tanto como creadora de masas sono­ras, como en su concepción expre­siva más amplia, que va desde la ar­ticulación de consonantes a la reci­tación de poemas.

Al finalizar la cinta, ya con el pú­blico ocupando sus asientos, los mú­sicos interpretaban una partitura grá­fica de estructura formal parabólica, a cuya finalización se retomaba la cinta, los músicos iban entrando en la sabana, que ahora era ocupada por cinco personas, que tras realizar

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una serie de movimientos dentro de ella la van abandonando hasta que se queda vacía, con sólo la cinta so­nando. Con esa música ambiental el público abandona su localidad y pa­sea por los jardines, forma tertulias, comenta, contempla, se marcha.

Evidentemente el espectáculo hay que verlo, hay que vivirlo, cualquier descripción de él no pasa de ser una mera aproximación, y ello funda­mentalmente porque está muy ligado a su entorno. Los jardines del Mu­seo Valle, las propuestas gráficas, el juego de sombras que genera la no­che, esa escultura móvil que es la sábana, y por supuesto la música, son elementos de un conjunto indiso­luble.

En este último trabajo de Quasar, cuya línea de actuación en los últi­mos años manifiesta una firme bús­queda de unos nuevos parámetros para el hecho musical, se manifies­tan una serie de aspectos que consi­dero de gran importancia. Todo el montaje de Canto del Recuerdo es producto del trabajo colectivo del grupo, el autor real es Quasar Gem y no una persona concreta. Para ello el grupo siguió un proceso de trabajo muy lento, se partió de unas premi­sas muy abiertas -una partitura grá­fica y la necesidad de que su inter­pretación fuera acompañada por un hecho plástico que iba a ser la sá­bana-, el tiempo y la dinámica de trabajo fueron dando forma y conte­nido a este material. De esta forma la propia dialéctica e'ntre las diversas partes es la generadora de la crea­ción. Quasar buscó la formación de una conciencia colectiva, que supe­rara las distintas individualidades. Y esto tiene una vital importancia, porque la misma dinámica de trabajo entronca con el resultado artístico, la mecánica seguida en ambos casos es la misma. Lo que late en torno a esto es la persecución de un uni­verso mágico (entendido el término en su sentido amplio como aquello que excede a nuestras coordenadas) en el hallazgo de esa conciencia co­mún como algo operativo.

El aspecto realmente trascendente del «Canto del Recuerdo» es el he­cho de que no puede ser trasladable a otro escenario sin que sufra varia­ción, la obra en sí es un conjunto del que forma parte importante el espa­cio en el que se desarrolla. Por esto, porque la obra es un conjunto for­mado por la música, la danza, la plástica, la poesía y el espacio-esce­nario; yo calificaría al «Canto Del Recuerdo» de música contextual. En esto la obra penetra en el campo de lo ecológico, de la creación como

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Grupo Quasar Gem

algo indesligable del contexto en el que se desarrolla, y pone la primera piedra en un nuevo terreno de explo­ración musical.

Por otra parte Quasar ha afron­tado otra gran preocupación del arte actual, la interrelación de las artes. Para ello ha seguido los esquemas del pensamiento analógico. La me­cánica de trabajo seguida ha sido la misma de todo el montaje, partir de hechos diversos, con gestaciones di­versas, que van llegando a una puesta en común por la propia dia­léctica de trabajo, es de nuevo la idea de conciencia común la que funciona a la hora de plasmar la di­versidad. De esta manera se en­tronca con la tradición ancestral, cuyo exponente más claro puede ser la catedral gótica como suma de ar­tes y auténtica obra de una comuni­dad.

El tema central de la plástica en el Canto del Recuerdo es la sábana­lienzo-muro, es el límite-frontera que separa, que oculta. En la pugna baile-movimiento de los danzarines bajo ella se manifiesta la tensión del hombre frente a un destino que le trasciende, frente al que nada puede. El sentimiento de agobio, producto de la visión de un mundo en crisis, en el que las viejas ideas ya son his­toria y no acaban de cuajar otras nuevas, un mundo en el que sólo hay lugar para el nihilismo, preside como un leiv-motiv en la sombra todo el montaje. Al mismo tiempo la idea de apertura, de libertad en su sentido más amplio, late en todo; el público puede pasear, contemplar el espec­táculo desde distintos sitios, hablar, sentarse donde quiera, entrar al final en la sábana. También la actuación de los músicos y danzarines tiene una dosis de apertura muy grande. Es dar al azar, la libertad, su sentido estricto como hecpo natural, como

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algo que forma parte de la vida y que es absolutamente indesligable de ella, y que es la puerta por la que el hecho misterioso se introduce en ella, es retomar de nuevo la idea de suceso mágico que a su vez entronca con la mecánica del pensamiento analógico seguida en la gestación de la obra.

Por todo esto este primer paso del grupo Quasar Gem en la música con­textual puede tener una importancia vital en el futuro desarrollo de la música contemporánea española, que en estos momentos se debate en la búsqueda de nuevos horizontes. El Canto del Recuerdo puede ser el inicio de una línea creativa que nos conduzca a insospechadas realida­des.

T. Argüelles

FRAGMENTOS

PARA UNA

EXPOSICION Exposición antológica de José María

Navascués (1934-1979). Galería de la Caja de Ahorros de Asturias. Oviedo, septiembre-octubre, 1984.

e oincidiendo con el cin­cuentenario de su naci­miento, la Caja de Ahorros de Asturias organizó la expos1c10n más completa

que se ha montado hasta la fecha de la obra de J. M. Navascués. Recoge piezas de todos los períodos, desde sus primeros cuadros hasta sus últi­mas tablas, esculturas, pinturas y dibujos distribuidos de acuerdo con

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sus afinidades formales o temáticas olvidando el molesto criterio crono� lógico (historicista) y ese didactismo que tan frecuentemente acompaña a toda retrospectiva o antológica. Al­guna pieza, sin embargo, resulta demasiado voluminosa para esta sala,_ en la que por momentos puedesent1rse uno aprisionado por la exce­siva acumulación de obras en un es­pacio reducido.

Conjuntamente, se ha editado un pulcro catálogo, magníficamente ilustrado, en el que sólo se echa en falta una antología de los textos del escultor, fundamentalmente de aque­llos que se refieren específicamente a su obra.

Por toda su obra ronda la sombra de ese l?er�o que, según los aztecas y los eg1pc1os, acompañaba a los muertos; una sombra a la entrada del Hades. No es de una premonición ni de un destino trágico de lo que ha­blo. Cascos, pilotos, armaduras gui­llotinas, corazas, botas, armas, 'esta­cas para matar vampiros. Instrumen­tal para un régimen de guerra. «Tiene una melodía este canto, pero no puede tañerse: / si los soldados la oyesen, se les pondría gris el cabe­llo» (Li T'ai Po).

Esparcidos por la sala, el instru­mental de los guerreros sin cara y sus monturas congeladas, y los aperos: cinturones, cuerdas, estribos, cascos. Cascos: máscara y rostro fundidos en la oquedad de una es­tructura ósea: el molde de una ima­gen invisible, la superficie sedimen­taria del tiempo. Cómo no recordar esa imagen crepuscular al final de «Lancelot du Lac» -el impresio­nante film de Robert Bresson- en la que van almacenándose los cadáve­res de los caballeros como un mon-

Los Cuadernos de la Actualidad

tón de chatarra, entre un crujir de armaduras, en el silencio de un claro del bosque: una imagen terminal, el fin de la épica. Como Bresson, Na­vascués fabrica imágenes que han perdido su referente directo al su­perponer su aspecto físico sobre su realidad imaginaria.

El Avión cogido en un movimiento helado, en un vuelo inmóvil: el viento esculpe al piloto atrapado en una estructura detenida, alas sujeta­das por varillas cruzadas transver­salmente sobre dos pies verticales, clavadas al suelo. En Fórmula 1 el piloto está apresado en un movi­miento sin espacio, en un tiempo inmóvil. « Un hombre clavado en un espejo» , en su propia imagen espe­cular; imagen virtual donde los con­t�arios se hielan: una imagen va­ciada. (En el catálogo podemos leer bajo una fotografía en color de est� obra varada en la arena de una playa, la descripción aséptica y des­camada del mismo Navascués: «La pieza central es el piloto. El cuerpo hueco mide 85 cm. Se abre en dos piezas. Está colgado de la barra curva transversal por medio de un cinturón de seguridad de cuero. En esta barra va suspendido el casco.)

No se trata de ahondar, sino de a�uecar, no de sacar a la superficie, smo sacar la superficie, de objetivar el proceso y la imagen y arrancarla todas las connotaciones latentes, de desnudarla de símbolos, de enfriarla. Poner a flor de piel: corazas, arma­duras desiertas. «Dentro no hay nada.» «Me gustó la historia de mos­trar que dentro no hay nada.» La epidermis de una apariencia clavada.

Esculpir, como el agua al nadador que se zambulle o a la piedra arro­jada, como el aire al ave, como el viento a los árboles, al ramaje y a la

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hierba, abriendo un hueco, una ra­nura, un intervalo. La forma coagu­lada (una superficie y un pliegue) es la silueta de un movimiento enca­llado, detenido entre dos estados, entre dos definiciones, entre dos principios. Allí una ironía fría en­frenta las oposiciones y las disuelve en una imagen despoblada. «El hombre es el hueco, la realidad sen­sible es el medio».

Esculpir no es solamente dar forma, también es atrapar un movi­miento en formación, un cambio: una fal�a, un plegamiento, un des­plazamiento tectónico, una ola, una sombra desplomada. La forma se so­lidifica como emergencia biomórficade un proceso manual; una potencia dimensional sin centro.

Cajas cuyo contenido es una ola o una duna, un latido, un enigma va­cío: la vida.

Esculpir la frontera entre la luz y la sombra: umbrales, pliegues de la luz y del espacio. Esculpir las mis­mas sombras, los relieves de la pe­numbra, los bordes de la luz y sus colo!es. (Aquella puerta que pintara Mat1sse en Collioure en 1914.) La frontera y los límites, una fisura en el vano de una puerta.

La luz es el tiempo, pero el color es el espacio. En estas maderas co­loreadas no hay ni paisaje ni hori­zonte, sólo la extensión de un terri­torio. Huir de lo figurativo y de lo narrativo, extenderse como una bruma, como un desierto ...

«Mi obra está entre dos polos: el gesto y el espacio.»

Tomás Hermosa