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P al ab r as d e h ojal ata

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Jose
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Palabras de hojalata

Sofía Ortega

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TÍTULO: Palabras de hojalata.AUTOR: Sofía Ortega Medina.Copyright © 2020 Sofía Ortega Medina.DISEÑO DE PORTADA: Sofía Ortega.1ª Edición.ISBN: 9798672619231

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Nota de la autora

Querido lector, esta novela está ambientada en Luengo, un pueblo precioso, donde cada casa es deun color y cada color esconde una historia... Y totalmente ficticio, nacido de mi imaginación. Siexiste algún lugar real con el mismo nombre, es mera coincidencia.

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A Sofía y a Valentina,cuando seáis mayores, os lo contaré todo...

A Daniel,hasta la eternidad...

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1(Ania)

—Señoras y señores, dentro de unos minutos entraremos en la estaciónde Luengo. Permanezcan en sus asientos hasta que el tren se pare porcompleto. Gracias y disculpen las molestias. Ladies and...

Mi abuelo siempre se sentaba en el mismo banco de la estación de trende mi pueblo, Luengo, desde antes de que yo pueda recordar; el últimobanco, el del fondo, el más alejado del edificio. Siempre. Y ahí fue donde lovi la última vez que estuve en Luengo.

Hace ya mucho tiempo que mi abuela se fue a vivir con los ángeles delcielo. Murió con sesenta y cinco años. Mi abuela Ana... Era demasiadojoven cuando nos abandonó, ahora me doy cuenta.

Yo era una niña de doce años cuando mi madre recibió una llamada demadrugada. Mi hermana mayor, Cayetana, y yo dormíamos en la mismahabitación, a pesar de la diferencia de edad —nos llevamos seis años—. Medesperté por el sonido del teléfono, pero no me moví. Como si lopresintiera, me asusté. El cuarto de mis padres estaba pegado al nuestro,pared con pared. Escuché el ruido de su armario al abrirse con rapidez,chirrió un poco la madera. Más ruido. La culpable era mi madre, que sevestía con prisas. Sin importar la hora, salió disparada escaleras abajo,cogió las llaves de casa y del coche y abrió la puerta principal, que, alsegundo, cerró con un golpe seco que retumbó en mi pecho, produciéndomequemazón.

Silencio. Oscuridad. ¿Qué ocurría? Oía a mi padre resoplar con fuerza,pues mi habitación, al inicio de las escaleras, nunca se cerraba y seescuchaba todo desde allí. Mi hermana seguía durmiendo. Pelayo, mihermano, en el cuarto de enfrente, no mostraba signos de estar despierto.Apreté la manta que me cubría y caí de nuevo en el sueño, un sueño que sevio interrumpido por el choque de unas llaves contra una cerradura. Meincorporé de un salto. Descalza, me dirigí a los escalones, me agaché, quedéescondida gracias a la barandilla, y, a través de las ranuras, observé laentrada de mi madre. Cayó de rodillas a la alfombra del recibidor, se tapó la

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cara con las manos y su cuerpo comenzó a temblar. No emitía sonidos, peroyo sabía que estaba llorando. Mi padre salió y me empujó para que volvieraa dormirme. Sentí un horrible escalofrío. Mis pensamientos se centraron enmi abuela Ana.

Dos días después, ya en pijama y preparada para meterme en la cama,me acerqué al baño de mis padres, que estaba dentro de su dormitorio. Mimadre estaba poniéndose el camisón; tenía los ojos hinchados yenrojecidos. Recuerdo que le pregunté qué pasaba. También recuerdo queme observó una eternidad, pero quien me respondió fue mi padre: Que tuabuela Ana se ha muerto, la han enterrado hoy. Y ahora, a dormir, que yaes hora. Acto seguido, apagaron la luz. No me dio tiempo a llegar a micama cuando las lágrimas empaparon mis mejillas y la rabia se apoderó demí.

Un año después de aquello, mi madre no salía de la depresión en la queentró, y mi padre decidió que nos mudásemos a Madrid, donde estaba mihermana estudiando Medicina y mi hermano, Económicas. Cada verano,desde finales de junio hasta principios de septiembre, mi madre y yovolvíamos a Luengo, a casa de mi abuelo, porque vendimos la nuestra. Mishermanos dejaron de ir, no querían meterse en una población de dos milhabitantes en época de vacaciones, con cuatro bares y una piscina, yrodeada de campo, campo y más campo. Y como mi padre pegó el pelotazocon una pequeña empresa que creó, una asesoría, y le era difícil abandonarMadrid, también dejó de ir al pueblo, aunque para él no es ningún sacrificioquedarse en la ciudad, nunca lo ha sido, porque nunca le ha gustadoLuengo, a pesar de haber nacido y haberse criado allí.

—Señoras y señores, bienvenidos a Luengo. Enseguida se abrirán laspuertas. Gracias por viajar con nosotros y disfruten de su estancia.

Aquella voz me despierta de los recuerdos.Los vagones abren sus puertas. Cojo mi equipaje, toda mi vida guardada

en dos maletas, y desciendo los escalones.Un sol radiante me pica con intensidad la piel. Estamos a finales de

mayo. Es viernes por la tarde. Luengo es un pueblo que pertenece aSalamanca y está pegado a la frontera con Portugal. En estas fechas, casirozando junio, durante el día ya hace bastante calor y por la noche refresca.

Coloco mi mano a modo de visera y busco el banco donde me esperabasiempre mi abuelo, pero no le veo a él, sino a Consuelo, su vecina y antiguaamiga de mamá, que agita los brazos con ímpetu.

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—¡Tesoro! —me da un abrazo muy fuerte cuando la alcanzo.Es una mujer menuda y bajita, morena, con un ancho mechón blanco

que luce bien orgullosa, muy atractiva a sus cincuenta y tres años. Leencanta vestir de colores llamativos y llevar los labios pintados de rojo.Actuó en el teatro del pueblo cuando era una jovencita de dieciocho años,su papel fue el de Dorothy, la protagonista de El mago de Oz. La mismanoche que se llevó a cabo la función, conoció a un chico de otro pueblo y seenamoró perdidamente de él, hasta el punto de concebir a su primer hijo. Alchico no volvió a verlo.

Sus padres la echaron de casa al saber de su embarazo, horrorizados porel escándalo que se produjo en Luengo, y mis abuelos la acogieron y lacuidaron, a ella y a su bebé, hasta que se enamoró, en esta ocasión, de unhombre de verdad, Carlos, el padre de su segundo hijo, un hombre que pasópor Luengo por casualidad y se quedó tan prendado de Consuelo que jamásse marchó. Las malas lenguas cuentan que ella es una bruja y que lohechizó bañándose a la luz de la luna llena en la fuente de la plazaprincipal. En este pueblo, todo lo que no gusta, se achaca a la magia.

—Hola —le dedico una pequeña sonrisa. Quiero abrazarla de la mismamanera, pero es como si no tuviera energía, me siento agotada.

Lo estoy, para qué engañarnos, agotada física y psicológicamente.Todavía intento descubrir por qué me siento así, por qué nada me roba unasonrisa de verdad, de esas que te duele la mandíbula, que te haceninvencible, porque cuando uno sonríe de verdad puede lograr cualquier cosaque se proponga.

—Ya era hora de verte —me sonríe con cariño—. Han sido tres años,pero por fin has vuelto.

—Sí, he vuelto —desvío la mirada hacia mi equipaje para que los ojosmarrón oscuro de Consuelo no lean nada en los míos.

Estudié Periodismo porque escribir me apasiona, desde que aprendí aleer, con seis años. Mi madre guarda en una caja todos los relatos que heescrito desde que era una mocosa con mis gafas de Snoopy de color azul,pero ni siquiera releerlos ayer me ha ayudado a recordar lo que significaescribir para mí. He perdido la ilusión, y esta sensación es horrible...

Para ser sincera, la perdí hace tres años, pero no he querido aceptarlohasta hace dos días, cuando le entregué mi carta de dimisión a mi jefe, unminuto antes de apagar el ordenador que utilizaba en la redacción ylargarme de ese maldito periódico que solo me ha regalado dolores de

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cabeza, lágrimas de impotencia y noches sin dormir; un periódico donde nohacía otra cosa que redactar las noticias más relevantes, noticias que luegollevaban la firma de mi jefe, y cumplir sus órdenes, tales como recoger sustrajes de la tintorería, por ejemplo. Se acabó, le dije, y acto seguido fuidirecta a casa de mis padres para contarles lo que había hecho y la decisiónque había tomado: marcharme una temporada a Luengo con el abuelo.

A mi padre no le hizo ni pizca de gracia, pero tampoco le hizo ni pizcade gracia que estudiase Periodismo, ni que trabajase en ese periódico, nininguna de las decisiones que he tomado, básicamente. Mis hermanos, encambio, son perfectos: Cayetana es una cardióloga reconocida, estáfelizmente casada con un hombre millonario y tiene dos niños, Pablo yGonzalo, que son un amor, los adoro; Pelayo está a punto de casarse y tantoél como su novia trabajan con papá en la asesoría.

Yo no soy perfecta porque estudié una mierda de carrera, segúnpalabras textuales de mi padre, porque sigo soltera a mis veintinueve años,porque no visto como debería por mi edad, porque solo leo novelasrománticas, que, según él también, son basura de niñas inmaduras, yporque mis aspiraciones se resumen en escribir una novela, y eso no es untrabajo, sino un hobby malsano que lo único que consigue es crear pájarossin sentido en tu cabeza.

Podría llenar el cielo de los sueños que quiero cumplir... pero lo que nocoincide con el pensamiento clasista de papá no es digno de ser tema deinterés, sino de discusión. Siempre. Y mi decisión de venir a Luengo a vivircon el abuelo le ha sentado, como decimos aquí, a cuerno quemado; me dijoque, mientras no madurara, es decir, mientras no volviera a Madrid,encontrase un novio respetable y de buena cuna y un trabajo encondiciones, me abstuviera de hablar con él. Yo de lo que me abstuve fue decontestarle. No merece la pena. No nos entendemos ni nos entenderemosnunca. Somos tan diferentes que, a veces, sigo preguntándome si soy hijasuya.

—Un pajarito me ha contado que esta vez no traes billete de vuelta —me dice Consuelo—. ¿Es cierto?

Yo me río y asiento con la cabeza, confirmando sus palabras.—¡Qué bien! —exclama, colgándose de mi brazo—. Mi Nicolás

también ha vuelto —me guiña un ojo.Y mi corazón se detiene al escuchar ese nombre.Nicolás...

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Nico...—¿Has visto a mi abuelo? —le pregunto. Me he puesto tan nerviosa que

prefiero cambiar de tema—. Es muy raro que no esté aquí.—Oh, cariño... —su rostro se crispa—. Me he empeñado en venir a

buscarte, por eso estoy aquí —comenzaron a andar—. Últimamente, tuabuelo pasa demasiado tiempo en la cama y he preferido que descansase.

—Claro —escondo la preocupación que siento al escucharla—. Gracias,Consuelo —le aprieto el brazo y salimos de la estación.

Aunque estoy de acuerdo con ella, me resulta muy raro no ver a mi yayosentado en su banco, esperándome. Y ese miedo que experimenté siendouna niña de doce años al perder a mi abuela, lo estoy sintiendo ahoramismo, y no me gusta nada.

Me despido de la mujer, que vive enfrente de la casa de mi abuelo, yabro la puerta con mi llave, mi madre me la dio antes de irme.

Suelto el equipaje en la entrada, sobre una alfombra persa en tonosrojizos algo desgastada, y aspiro el inconfundible olor a rosas, el aroma demi abuela Ana. Esto me sorprende y parpadeo, confusa, porque el olor esmuy intenso, pero no hay flores por ningún lado. Y me extraña mucho másporque fuera, en el jardín, está plantado el rosal de mi abuela y, desde queella murió, mi yayo siempre ha cortado rosas y las ha colocado en jarrones.Han pasado tres años desde la última vez que estuve aquí, quizás el abueloya no tiene esa costumbre, o quizás lo que ocurre es que está peor de saludde lo que creía...

La casa consta de una sola planta. A la izquierda de la puerta principal,se encuentra el salón, con dos grandes ventanas que dan a la fachada —unaa cada lado de la puerta—, y una chimenea de piedra en un lateral; enfrente,está la cocina, a través de la cual se accede al jardín; a la derecha, hay unpasillo que conduce a cuatro habitaciones y a un baño completo, situado alfondo y perpendicular a los dormitorios. Los muebles son antiguos y hechosa mano, nada menos que por las increíbles manos de mi yayo. Es una casaespecial y sonrío sin poder evitarlo. Posee una luz entrañable, acogedora, yestá llena de los recuerdos más felices de mi vida, aunque también de losmás tristes.

Avanzo por el pasillo hacia la habitación de mi abuelo, la última de laderecha, que da a la fachada de la casa.

—Yayo —pronuncio en bajo, desde el umbral, porque no me sale la vozal verlo. La tristeza me golpea con fuerza.

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Clarita, su enfermera particular, está sentada junto a él, en un sillón deorejas. Es muy joven, veinticinco años, lleva el pelo castaño por loshombros y sus ojos marrón claro son cálidos y amables, igual que su rostroen forma de corazón. Es un poco baja y delgada, menuda, pero losuficientemente fuerte para ayudar al abuelo. Lleva un uniforme blanco,compuesto por unas Converse blancas, un pantalón holgado y una chaquetade manga corta sobre una camiseta de manga larga. Es de Salamanca y notiene familia ni pareja, por eso, accedió enseguida a vivir con el yayo. Losmartes los tiene libres durante el día y aprovecha para ir a la ciudad, segúnme ha contado mi madre.

Ambos me sonríen. Yo correspondo el gesto y camino hasta la camaarticulada —hace seis meses, se cayó, y mi madre y mis tías convirtieron sudormitorio en una especie de habitación de hospital—.

Me inclino y lo abrazo.No se llegó a romper ningún hueso en la caída, pero el médico le

recomendó no moverse, salvo lo necesario, porque sus huesos, a su edad —este año cumple los ochenta y seis—, son de cristal, es decir, del baño a lacama o al sofá y de la cama o el sofá al baño, a excepción de algún cortopaseo.

Cuando nos enteramos del susto, quise ir a Luengo con mi madre, peromi jefe me obligó a trabajar ese fin de semana y no pude acompañarla. Y apartir de ahí, empecé a ver a mi abuela en sueños, pero no fue hasta lanoche antes de dimitir cuando ella me abrió los brazos y yo me lancé aellos, sintiendo una paz indescriptible. Quiero creer que ese abrazo fue tanreal como lo sentí. Cuando sonó el despertador a la mañana siguiente, loprimero en lo que pensé fue en dimitir. Dicho y hecho. Soy de esas personasque creen que la vida está llena de señales, aunque solo hagamos caso a lasque nos apetezcan, normalmente por lo cobardes que somos.

—Hola, Bichito —me saluda él, incorporándose un poco.—Hola, yayo.Las lágrimas acuden a mis ojos, pero las freno enseguida, no quiero que

me vea llorar; odio que me vean llorar, no porque piense que es síntoma dedebilidad, sino porque mi madre siempre me ha enseñado que hay que ser lafortaleza de los demás, y llorar cuando nadie nos ve, para no preocuparlos.

Clarita nos deja solos.Me tumbo al lado de mi abuelo. Me abraza. Yo me aferro a él, con

cuidado de no hacerle daño, aunque me aprieta muy fuerte. No decimos

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nada, pero nuestras lágrimas lo dicen todo. La pequeña televisión muestrauna película del oeste, y la miramos, pero sin mirar.

La enfermera aparece con una bandeja con la cena.—Mamá me ha dicho que, en cuanto pueda, se viene aquí con nosotros

—me cuenta mi yayo—, en cuanto logre amansar al idiota de tu padre.Lo ayudo a bajarse de la cama y a sentarse en el sillón. Me río por el

insulto. Mi padre y mi abuelo nunca se han llevado bien, el poco tiempoque se ven al año lo pasan discutiendo.

—Instálate, cariño —me dice él, con una sonrisa y acariciándome lamano—, vete a dar un paseo y descansa. El aire de Luengo siempre te hasentado bien.

Le beso en la mejilla y me marcho a mi habitación, la que está justoenfrente de la suya. Me encanta este cuarto, es precioso, todo decorado entonos morados: muebles, sábanas, cojines, cortinas... Y da al jardín. Esperfecto y está todo intacto, igual que siempre, desde que era una niña.

La cama se encuentra al fondo, debajo de la ventana, es tipo barco,individual; no hay escritorio, pero sí una mecedora en un rincón, a laizquierda de la cama, donde he pasado largos ratos escribiendo relatos sobremis rodillas. Una alfombra circular mullida ocupa la otra parte de laestancia, la que estoy pisando ahora, donde dejo las maletas; me arrodillo ylas abro. El armario es empotrado y está a la derecha. En la pared de laizquierda, hay dos baldas paralelas con libros que mi abuela me compraba,de magia, de aventuras y de misterio, lo que devoraba hasta que descubrí lanovela romántica y me enamoré perdidamente de ese género.

Después de colocar mi ropa, me pongo unos pantalones cortos dealgodón, blancos, una camiseta básica, mi vieja sudadera azul marino concapucha y mis zapatillas, que parecen más grises que blancas.

Salgo a dar un paseo. Nada más poner un pie en la acera, una voz meparaliza.

No, una voz no, un susurro... un susurro que encoge mi estómago yacelera tanto mi corazón que me asusto...

—Hola, Ania...

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2(Nicolás)

Creía estar preparado para cuando la viera. Estaba equivocado. Siemprehe estado equivocado con ella, pero es que Ania es... Ania. No hay másexplicación.

—Nicolás...Un escalofrío recorre mi cuerpo al escucharla. Su voz es suave y tan

preciosa como ella. Parece un hada, tan blanca de piel, con ese pelo platino,largo y ondulado hasta la cintura, y esos ojos verdes tan claros, herencia desu abuela Ana. Siempre me ha dado miedo mirarla, y la miraba cuando ellano se daba cuenta, y nunca me he hartado de hacerlo, a pesar de haberlohecho tantas veces que perdí la cuenta hace mucho. Siendo la mejor amigade mi hermano pequeño, desde que los dos estaban en la guardería, eracomplicado no fijarme en ella, y más con lo distinta que es físicamente decualquiera. Su personalidad, en cambio, es la de un volcán, que mástemprano que tarde estalla.

—Me ha dicho mi madre que estabas aquí —le digo.—Vino a buscarme a la estación —se estira las mangas de la sudadera

hasta taparse las manos, un gesto que hace cuando está nerviosa. Y mealegro, así no soy el único que se siente idiota—. Me dijo que tú tambiénhabías vuelto. Pues ya nos veremos —se gira para marcharse.

—Bastante a menudo —no quiero que se vaya—. Mi jardín es vecinodel jardín de tu abuelo.

Ania aprieta la mandíbula, quieta, de perfil a mí.—Muy bien por ti —comienza a andar.—Me... —respiro hondo—. Me alegro de verte.Aquella frase sale de mi boca sin querer detenerla. Yo no soy así, yo no

hablo ni actúo sin pensar, porque cada palabra que digo la he pensado unmicrosegundo antes a conciencia, pero con ella rompo mis reglas. Todas.Siempre.

Y es mentira: no me alegro de verla, me moría por verla, que es biendistinto.

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Ania se para, se gira y me fijo en que sus ojos brillan más de lo normal.—Siento no poder decir lo mismo —y se aleja, casi corriendo.No me sorprende su respuesta, pero me duele. En un instante es como si

me hubieran clavado un cuchillo en las entrañas.—¡Espera! —voy tras ella y la agarro del brazo antes de que se meta en

una calle perpendicular—. Eso no es justo —la suelto y me cruzo de brazos—. Te pedí que vinieras conmigo. No fui yo quien rompió la relación.

—Lo que hiciste fue darme un ultimátum: me iba contigo o lo nuestrose acababa, ¿cómo llamas a eso?, ¿pedirme que me fuera contigo? —desvíala mirada y me da la espalda.

—Perdí el avión —cierro las manos en dos puños al recordar aquel día—. Estuve horas en el aeropuerto esperándote, creyendo, como un auténticoimbécil, que aparecerías porque habrías cambiado de opinión, pero tuorgullo...

—¿Mi orgullo? —se señala a sí misma—. ¡Nadie me da a elegir, porquesale perdiendo! ¡Lo sabías!

—No me grites —rechino los dientes y me vuelvo a cruzar de brazos.Sus mejillas se ruborizan y respira hondo.—No fue mi orgullo —dice, más calmada, pero con la cara más roja por

la rabia que la consume—, fuiste tú. Tú fastidiaste lo nuestro.—Tu orgullo y tu miedo lo fastidiaron —me inclino, entrecerrando los

párpados—. Odiabas ese trabajo en el que te explotaban y no te valoraban.Querías escribir novelas, cumplir tu sueño. Me ofrecieron un sueldo muybueno para vivir los dos de puta madre, Ania. Por supuesto que no pedí tuopinión porque pensé...

—¡Ese fue tu error! —me señala con el dedo. Sus ojos brillan más ymás a cada segundo—. ¡Éramos dos, no uno! ¡Pensaste y actuaste ensingular, no en plural!

—¡Era lo que tú querías: tiempo para escribir! —exploto, ya incapaz depermanecer tranquilo—. ¡Yo podía dártelo!

—¡Yo no quería ser una mantenida!—¡Ese periódico te tenía absorbida, de mal humor y explotada, joder!

¡No podías escribir y te pagaban una puta basura! ¡No eras feliz, porquesolo eras feliz cuando encontrabas cinco minutos para escribir y...! —mecallo de golpe. Me tiembla tanto el cuerpo que no puedo evitar añadir—: Ycuando te despertabas a mi lado.

Nos miramos, pero ella se gira enseguida, dándome la espalda otra vez.

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—Han pasado tres años —susurra—, no merece la pena hurgar en unaherida que está más que cerrada.

—Si la herida estuviera cerrada, no sentirías este rencor que sienteshacia mí —mis hombros se hunden.

—No siento rencor hacia ti —miente. Claro que miente, lo hace cuandoarruga la nariz, y acaba de arrugarla—. Lo que siento es... —cierra lospárpados y respira con fuerza—. No importa. Piensa lo que quieras, comosiempre has hecho. No sé quién gana más a quién en cuanto a orgullo —yemprende la marcha de nuevo—. Y tampoco tenía miedo.

—Algún día tendrás que dejar de huir.—No me des lecciones, que no eres precisamente el más indicado para

decirle a nadie que deje de huir —se para y me observa con tanto tormentoque me estremezco.

—Yo huía, pero dejé de hacerlo, lo sabes perfectamente, porque estabaloco por ti, porque el amor verdadero, como tú me decías, podía con todo,pero si no pudo con tu orgullo y con tu miedo, por algo sería —escupo.

—¿Quién es el rencoroso ahora? —entrecierra los ojos—. Y te repitoque no tenía miedo —arruga la nariz por segunda vez.

—Nunca se te ha dado bien mentir —el dolor vuelve a clavarme otrocuchillo en el estómago—. Tenías miedo de enfrentarte a tu padre. Nuestrarelación era a escondidas porque nunca le he caído bien por ser quien soy—rechino los dientes.

Durante años, tuve que soportar las burlas de los vecinos, adultos, niñoso adolescentes, daba igual. La mayoría de los habitantes de Luengo se metíaconmigo porque no tenía padre, porque mi familia materna me rechazódesde antes de nacer y porque mi madre era la bruja que se abría de piernasa cualquier hombre, soltero o casado, joven o mayor. Cuánto nosequivocamos al juzgar antes de conocer...

Me peleaba todos los días con alguien porque no permitía que insultarana mi madre. Me despreciaban, hasta en la iglesia cuando iba a misa paraprepararme para la Comunión. Los padres agarraban a sus hijas y lasalejaban de mí porque creían que yo era el diablo, nacido del vientre de unabruja, y porque, además, siempre he sido diferente, y eso que me hacíadistinto a cualquier niño era un motivo para que me insultaran a mítambién, no solo a mi madre. Uno de esos padres era Cristóbal Hernández,el de Ania.

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No obstante, la situación se apaciguó cuando mi madre se casó conCarlos, apenas unos meses después de conocerse. Carlos sí que es muyquerido en el pueblo, desde que llegó; tan querido, que es el alcalde desdehace veinte años. Las chismosas todavía nos critican a mi madre y a mí, ysé que aún nos tienen miedo, y más gente, pero, desde que Carlos se ocupóde nosotros, lo hacen cuando no estamos presentes y nos saludan coneducación.

Cristóbal, en cambio, es el único que jamás se ha escondido, hasta elpunto de presentarse en casa de mi madre y sacar a su hija de allí hecho unenergúmeno. Pero ella se escapaba una y otra vez, con la ayuda de susabuelos, y volvía para jugar con mi hermano pequeño y conmigo, y paraescuchar la historia favorita de mi madre, El mago de Oz, que se convirtiótambién en la favorita de los tres.

—¿Sabes qué? —le digo, sin permitirle contestar—. Tienes razón, nomerece la pena hurgar en algo que pertenece al pasado —y ahora soy yoquien se da la vuelta y se va.

Y sé que Ania no me detendrá.Y no me detiene, sino que se aleja en dirección contraria, escucho sus

rápidas pisadas cada vez más lejos.Me dirijo a mi casa, pensando en lo estúpido que he sido. No sé por qué

le he reprochado que no estaba enamorada de mí. No sé por qué hago odigo las cosas que hago y digo con respecto a esta mujer, y creo que nuncalo sabré. Supongo que hay respuestas que ya sabemos de antemano, depreguntas que no queremos contestar.

Entro directamente por la alta puerta de la valla de madera que delimitami jardín, enfrente del jardín de su abuelo, separados ambos por un caminode tierra estrecho en el que no hay farolas, pero no está del todo oscuro porlas luces de las casas, todas adosadas. Es una especie de callejón queparejas de adolescentes aprovechan para estar a solas sin tener ojos curiososencima, porque, desde el interior de las viviendas, no se ve nada.

Atravieso el sendero de pizarra negra que divide el césped en dosrectángulos iguales y me meto en casa descorriendo la cristalera por la quese accede al salón. Luengo es un pueblo muy tranquilo y seguro, nadiecierra con llave. Además, continúo siendo el Diablo, así que a mi puerta nose acercan, ni siquiera las parejas de adolescentes. Y es curioso, porquevolví hace ocho meses, monté mi negocio aquí y no me ha faltado nunca el

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trabajo. En parte, esto se lo debo a Carlos, que me recomienda cuandopuede y, como los lugareños le adoran, me contratan.

Soy arquitecto, pero lo que me apasiona es el paisajismo y es a lo queme dedico ahora. Me va muy bien, no puedo quejarme. Hace tres años, mefui a Edimburgo porque me enteré de que un estudio de arquitecturabuscaba paisajistas. Mi experiencia en ese campo era nula, la verdad, pero,en la entrevista por videoconferencia, le caí bien al hijo del dueño, IanGayre, y me cogieron, ofreciéndome no solo un sueldo de ensueño, sinotambién un piso con todos los gastos pagados durante el tiempo quedecidiera quedarme con ellos. Fue Ian quien me convenció para abrirmecamino por mi cuenta, incluso me ofreció ayuda económica, pero me negué;además de que logré ahorrar mucho en ese tiempo. Nos hicimos grandesamigos y actualmente hablamos muy a menudo por videoconferencia, y asípuedo ver cómo van creciendo sus hijos, Olivia y Thomas, dos niñosmaravillosos que alternan el español y el inglés de una manera envidiable,al igual que Elena, su encantadora mujer.

Me quito las zapatillas con los pies y, sin encender las luces, me lanzo alsofá, que está en el centro de la estancia. Caigo rendido y no me muevohasta que el sol me despierta a la mañana siguiente, nada más amanecer.

Todavía no he terminado de decorar, me faltan las cortinas del salónpara tapar la cristalera, por ejemplo; también una mesa y sillas de comedor.Tengo una habitación vacía en el piso superior —la otra solo tiene una camade matrimonio que acabo de comprar, para mi hermano; y a las otras dos lesfaltan cosas, igual que a la mía, en el ático—. Pero no paro en casa, salvopara dormir, y hay veces, como anoche, que no duermo ni en la cama. Cenocon mi madre y Carlos todas las noches y como dependiendo del lugardonde esté.

Subo al tercer piso, el último, el ático, que he convertido en midormitorio. Solo hay una cama de tamaño king, sobre una alfombra mullidade pelo blanco, un armario empotrado frente a la escalera y perpendicular ala cama, mucho espacio vacío y mi baño privado, donde me desnudo y meducho, por cierto, sin puerta, también me falta por poner.

Un rato después, vestido con mi camisa de cuadros azul y verde, unacamiseta blanca de manga corta y unos vaqueros claros y mis botas, salgode casa por la puerta principal, desciendo los tres anchos escalones delporche de entrada y me montó en mi coche, un Jeep Liberty de color azul,que compré de segunda mano a un vecino de Luengo nada más aterrizar en

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el pueblo, un coche al que le hace falta un buen lavado, está lleno de barroen los bajos por culpa de la lluvia que asoló el pueblo la semana pasada,pero voy a esperar porque el cielo está encapotado ahora mismo y huele atierra mojada.

Conduzco por las calles del pueblo. Es una belleza que jamás me hartode admirar, parece salido de un cuento. Las calles son estrechas,empedradas y todas confluyen en la plaza. Cada casa o edificio deapartamentos es de un color distinto —y no hay dos colores iguales—,todos los tejados son de madera oscura y raro es ver alguna casa oapartamento sin flores en los balcones o en las ventanas. La fuente, en elcentro de la plaza, es muy bonita, con la figura de un hada con alas demariposa, sentada en la cima y mirando hacia abajo, hacia cuatro elfas queexpulsan el agua a través de sus manos, alzadas hacia el hada como ofrenda,de tal manera que hay ocho chorros.

Aparco frente a la churrería y compro el desayuno para tres... No, paracuatro personas, me corrijo en el momento. Me vuelvo a montar en eltodoterreno y me dirijo a la casa del yayo. Es mi yayo, no solo el de Ania,aunque no me una la sangre a él, pero hay familias que las forman lazos decorazón.

Cuando mi madre se enteró de que estaba embarazada de mí, sus padresla echaron a la calle, literalmente, la repudiaron porque eran demasiadoclasistas como para soportar el escándalo. El yayo y la abuela Ana sehicieron cargo de mi madre, la acogieron en su casa ese mismo día y lacuidaron y protegieron como si fuera su propia hija. Vivimos allí hasta quese casó con Carlos, cuando yo tenía cinco años. Fui muy feliz gracias a mimadre, a la abuela Ana y al yayo. Y, aunque nos mudamos a la casa deenfrente, con Carlos, me pasaba todas las tardes en la del yayo, menoscuando estaba Cristóbal. Desde muy pequeño, me di cuenta enseguida deque mi presencia provocaba discusiones entre ellos, por lo que meescabullía en cuanto le veía, para ahorrarle problemas al yayo.

—¡Mi chico! —me saluda el abuelo desde la ventana de su habitación,cuando me detengo en la acera—. ¿Me traes churritos?

Yo me río, es inevitable. No puede comer churros, pero, una vez a lasemana, el médico le dio permiso, aunque sin dárselo. Y eso es lo que hagotodos los sábados: desayunar churros con él y Clarita.

Levanto la bolsa de papel y él se frota las manos y desaparece de mivista. Atravieso el pequeño jardín delantero y llamo a la puerta. Tengo una

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copia de las llaves y siempre la utilizo, pero a partir de hoy no lo haré,porque ahora Ania vive aquí, ella es su nieta de sangre, no solo de corazón,y yo, un adoptado sin ser adoptado. Lo último que deseo es incomodarla, ysé que lo haré cuando me vea en casa de su abuelo, así que mejor ya noutilizo mis llaves.

—¿Desde cuándo llamas a la puerta? —me pregunta la enfermera, conuna sonrisa que nada tiene de inocente.

—Desde que el yayo ya no vive solo contigo —entro y la beso en lamejilla—. ¿Qué tal ha amanecido hoy?

—Es sábado, día de churros, así que imagínatelo —soltamos unacarcajada—. Y tiene a su nieta favorita con él —su sonrisa se transforma enotra entrañable—. Está más feliz que nunca.

Caminamos hacia la cocina para acceder al jardín, donde hay una mesablanca de hierro, ovalada, a la derecha, junto al rosal de la abuela Ana, quesiempre está en flor, ya sea invierno o verano, rosal que se encuentra debajode la ventana de la habitación de Ania, cuya persiana no está del todobajada, pero casi.

El yayo se acerca al rosal, con la ayuda de su bastón, arranca una flor, sedirige a la mesa y la coloca en una de las sillas que la presiden. Acontinuación, se acomoda en el otro extremo y yo, a su derecha. Es suritual, regalarle una rosa a su mujer cada sábado.

Clarita sirve café recién hecho para los tres y se sienta con nosotros adesayunar.

—¿Tienes ya una respuesta? —quiere saber él, sonriéndome.—Con una condición —le devuelvo el gesto.—¡Ni hablar! —gruñe—. Pienso pagarte y...—Entonces, no lo haré —finjo enfadarme, aunque le guiño un ojo a la

enfermera.—Vale —refunfuña él—. No te pagaré, pero yo también pongo una

condición —me dedica una sonrisa con los ojos entrecerrados, y cuandohace eso... malo, muy malo—. Mi bichito te ayudará.

—¿A quién voy a ayudar? —dice una voz femenina muy suave.Se me acelera el corazón a una velocidad alarmante.No. Nunca estoy preparado.

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3(Ania)

Por favor, que alguien me explique cómo es posible que un hombre queno es guapo sea el más guapo que hayas visto jamás, porque Nicolás no esguapo, pero sí lo es. Anoche me dio miedo darme cuenta de lo mucho queha cambiado en estos tres años, pero es que ahora mismo casi no puedo nirespirar al verlo a plena luz del día... He estado un par de minutostotalmente paralizada en el umbral de la puerta del jardín por la sonrisa quele ha dedicado a mi abuelo.

Desde que tengo uso de razón, el hijo mayor de Consuelo es conocidocomo el Diablo, incluso hay personas mayores que lo llaman así. Yo loapodaba diablo cuando... Mejor no sigo, porque también me di cuentaanoche de que recordar el pasado ha logrado que el dolor regrese con máspoder que nunca, porque las heridas no están cicatrizadas, siguen abiertas.

Nicolás siempre ha llevado el pelo negro tan corto como un militar, peroya no, ahora unos pequeños rizos le acarician las orejas y las ondas estánpeinadas a la perfección con una raya lateral que lo convierte en un hombremás serio de lo que es. Y nada de entradas, ni canas, tampoco tripacervecera, ni siquiera la ropa tan informal que usa le queda mal, pero, claro,con ese cuerpo, más fuerte que hace tres años, no le puede sentar nada mal.Si es que me gustan hasta las botas que usa, manchadas de barro seco, tan...masculinas.

Comienzo a sofocarme. No puedo dejar de mirarlo, ni tranquilizarme.Nunca he logrado calmarme con él. De por sí, soy bastante impaciente, perocon Nicolás, mi nivel de impaciencia alcanza cotas extremas, en todos lossentidos...

Y no es guapo, de hecho, su nariz está torcida porque se la rompió enuna pelea cuando tenía siete años. Sus facciones son duras y sus ojososcuros, tan indescifrables, pero al mismo tiempo tan intensos que no sabessi te adora o te odia. Su piel es casi tan blanca como la mía, aunque ahoraestá ligeramente bronceada, y parece que ni se ha molestado en afeitarsedesde hace una semana, cuando había días, hace tres años, que se afeitaba

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hasta dos veces. Y su sonrisa, de labios más gruesos que finos, de bocagrande, de dientes deslumbrantes y con dos hoyuelos que me volvían tanloca que no soportaba que le sonriera a otra mujer —aunque sonreírsiempre ha sonreído poco, por no decir casi nada—, es... perfecta.

Mis celos provocaban muchas discusiones entre nosotros, y eso que nodesconfiaba de él, pero tener una relación a escondidas implicaba que, decara a los demás, solo éramos vecinos, lo que significaba que yo tenía quetragarme los patéticos intentos de las chicas del pueblo de querer ligar conmi novio, porque el Diablo infundía miedo y respeto a las personasmayores, a los chavales y a los hombres, pero en el sector femenino,siempre, siempre, ¡siempre! causaba un revuelo de hormonas y suspiros. Yeso que, repito, no es guapo, pero su aspecto de tipo duro, oscuro, hasta laabsurda historia de que es el mismo diablo, nacido del vientre de una bruja,y su intensa mirada, lo convierten en un hombre tan atractivo que esimposible no caer rendida a su paso. No obstante, gracias a mi orgullo,nunca me he desmayado y siempre le he plantado cara, y eso era lo que másle gustaba de mí... Y tal recuerdo hace que se me aceleren las pulsaciones yme empiece a picar la garganta.

—Vale —refunfuña mi yayo—. No te pagaré, pero yo también pongouna condición: mi bichito te ayudará.

Aquello me despierta del trance.—¿A quién voy a ayudar?—¡Bichito! —exclama mi abuelo, levantando los brazos—. Siéntate,

corre, que los churritos están todavía calientes. El café está recién hecho pormi Clarita, y todo lo que hace mi Clarita es para chuparse los dedos, ya locomprobarás tú misma.

Me acerco a paso lento para calmar mi cuerpo antes de llegar a la mesa,pero eso es como pedirle a mi corazón que se normalice, y lo que enrealidad hace es alcanzar casi el infarto.

Miro el café de Nicolás y me siento junto a Clarita. Me sirvo uno, conmucha leche y dos cucharadas de azúcar.

—Creía que te gustaba el café solo y sin azúcar —comenta él, tantranquilo.

—Lo aborrecí. Demasiado amargo y soso para mi gusto —doy un sorboy lo saboreo con los ojos cerrados. Cuando los abro, los de Nicolás logranque el infarto se produzca...

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—He contratado a mi chico para que me arregle el jardín —me explicami yayo.

—Creía que eras arquitecto, no jardinero —frunzo el ceño.—Soy paisajista, no jardinero —me ofrece la bolsa.Me encantan los churros, pero me contengo y niego con la cabeza.—Pruébalos —insiste él—. Has adelgazado —arruga la frente.Aquel gesto me duele, como si sintiera asco de mi cuerpo...—Hace tres años, perdí el apetito —le suelto, dejando a mi abuelo con

la boca abierta—. Peso sesenta y dos kilos y mido un metro sesenta y ocho,estoy bien. Antes estaba...

—Perfecta —termina Nicolás por mí, con una expresión tan dura queme obliga a desviar la mirada—. Siempre has sido perfecta y tu cuerpo esperfecto.

Sé lo que esconden sus palabras, pero no entiendo por qué las dice. Nosomos nada, no necesito, ni quiero, que me defienda. Y me enfado.Demasiado. Me levanto y lo miro con el mismo rencor que sentía anoche.

—No te lo consiento —le señalo con el dedo y huyo al interior de lacasa.

En el salón, él se une a mí, se detiene a gran distancia.—¿El qué, Ania? —habla en voz baja.—Que actúes como si no hubiese pasado nada. No quiero que me

ofrezcas churros, tampoco que me recuerdes cómo bebía el café cuandoestábamos juntos, y mucho menos... —se me entrecorta la respiración.Trago saliva—. Y mucho menos te consiento que me defiendas de unapersona que ni siquiera está aquí presente —aprieto la mandíbula—, porqueperdiste ese derecho en el momento en que te montaste en el avión que tellevó a Edimburgo.

Los segundos pasan y solo escucho el fiero crepitar de mi corazón.Estoy a punto de derrumbarme, y no sé cómo todavía sigo en pie.

Entonces...—Te equivocas —me susurra Nicolás en su tono bajo habitual, porque

rara es la vez que lo eleva o que habla deprisa—. Sí tengo ese derecho, melo diste tú la primera vez que te vi llorar por su culpa. Eras una niña decinco años que intentaba aprender a montar en bici sola, frente a tu padreque, en lugar de ayudarte, lo que hacía era hablar por teléfono en la acera,ignorándote. Te estrellaste contra un coche. Te manchaste el vestido degrasa, te raspaste una pierna y lloraste con tanta fuerza para llamar su

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atención que te hiciste daño en la garganta y durante unos días estuvisteafónica. Yo salí corriendo de mi casa al oírte. Me abrazaste, muerta demiedo por la caída, y, al oído, me obligaste a prometerte que te cuidaracuando tu padre no pudiera rescatarte. Y lo hice. Te lo prometí —suspira—.Te guste o no, tengo el derecho de preocuparme por ti y defenderte, estéquien esté presente, y no sabes cuánto siento lo mucho que odias que lotenga, lo mucho... —traga saliva y respira hondo, y estos gestos me golpeanel pecho con crueldad y me hacen sentir demasiado culpable, justo lo queme merezco—, lo mucho que me odias a mí —se acerca a la puertaprincipal, sin mirarme, y se marcha.

Regreso al jardín y... me derrumbo al fin. Caigo en la silla, escondo micara en las manos y lloro lo que no he llorado en los últimos tres años,porque me dolió tanto que se fuera a Edimburgo, sin mí, sufrí tal shockporque eligió un trabajo antes que a mí, que no derramé una sola lágrima,pero, desde anoche, parece que no sé hacer otra cosa, porque he estadohasta una hora antes de que amaneciera llorando, recordando...

O, quizás, mis lágrimas no son porque sienta que eligió ese trabajo antesque a mí, sino porque yo elegí a mi padre antes que a Nicolás.

—Ay, mi bichito... —susurra mi abuelo, sentándose a mi otro lado paraabrazarme—. Ya era hora... Ya era hora...

Estoy un rato en la misma posición, hasta que no me quedan máslágrimas.

—¿Me harías un favor? —me pide mi yayo.—Claro —le aprieto las manos con cariño.—Hace poco estuvo el cura en casa. Me dijo que estaban haciendo una

colecta de ropa para entregarla a albergues para los pobres. Ya es tiempo delimpiar el armario de tu abuela.

Han transcurrido muchos años y el armario de mi abuela Anapermanece intacto. Mi madre y sus dos hermanas aceptaron la decisión demi abuelo de no tocar nada.

—Pero ¿por qué ahora?—Es el momento, lo siento aquí —se toca el pecho—. Y estoy feliz —

me abraza con ternura, sonriendo—. Quiero que seas tú quien lo haga.Siempre quise que fueras tú, pero nunca me sentí con fuerzas de tomar ladecisión. Eras su nieta preferida, te llamas como ella y te quería con locura.Además, el tiempo que tardes en hacer las cajas de las pertenencias de miAnita te vendrá bien para despejarte —me besa la cabeza.

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—Muy bien, yayo, lo haré.Un rato después, con ropa cómoda —unos pantalones cortos de algodón

rosas y una camiseta blanca—, ya duchada y tranquila, me pongo manos ala obra.

Mi abuelo se cambió de habitación a raíz de la caída que sufrió. Sucuarto original era el que está pegado al mío, el otro que da al jardín. Entro.Está todo limpio y posee ese aroma a rosas que me roba una sonrisanostálgica.

La distribución cambia con respecto a mi cuarto: la cama es dematrimonio y se encuentra a la derecha, y el armario, a la izquierda; no haybaldas, ni libros, las cortinas blancas de encaje tocan el suelo, los mueblesson marrón claro y las sábanas, los cojines y la colcha van a juego con lascortinas. Hay un marco de fotos en cada mesita de noche: en uno, la imagenes de mi abuela de joven, sonriendo a la cámara, en blanco y negro; en elotro, son mis abuelos, bailando en la plaza del pueblo, sonriéndose conadoración, a color. Acaricio la de mi abuela, la más cercana a la ventana, alfondo. Ladeo la cabeza. He visto esa foto miles de veces y siempre meparece que soy yo, pero vestida de otra época —lleva un vestido blanco conbordados, recto, a media pierna; sus cabellos, largos y ondulados, estánrecogidos en una coleta con una cinta a la altura de la nuca, y sostiene unprecioso sombrero de paja con cintas para anudárselo en la barbilla—. Soyidéntica a ella, parecemos gemelas, y eso me hace sentir tan bien, y a la veztan triste por mi yayo, porque soy el vivo recuerdo del gran amor de suvida.

Respiro hondo. Descorro las cortinas y abro la ventana. Una suave brisacon el intenso aroma del rosal me roza la cara. Me acerco al armario ycomienzo, pero, nada más abrir una de las puertas, un cuaderno cae a mispies. Extrañada, me agacho y lo cojo. En la portada, de piel marrón, estáescrita con hilo dorado la palabra Diario. Soy curiosa por naturaleza, esalgo que no evito, ni puedo ni quiero, así que lo destapo y...

Mi queridísima Ania:Sí, estás leyendo bien. En la tapa pone “Diario”, y es mi diario,

pero está dirigido a ti, cariño, mi nieta del alma, mi Ania.Sabes que me encanta llamarte Ania, aunque a lo mejor no te

acuerdes cuando leas esto. Ahora solo tienes doce años, por ello, le hepedido a tu abuelo que te entregue este cuaderno cuando él crea que

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lo necesitas o cuando él mismo necesite dártelo. De todas formas, sino te ha dado el diario en mano, no le digas que lo has encontradohasta que no tengas más remedio... (a tu abuelo le encantan lossecretos, por si no lo sabes, y tiene tendencia a hacer de Papá Noel, esdecir, si no me equivoco, te habrá pedido algo para que lo encuentrestú misma). Tal vez te parezca misteriosa, pero ya entenderás lo quequiero decir.

Las lágrimas mojan mis mejillas. Suelto una carcajada entrecortada.Una extraña sensación se entierra en mi pecho: mitad nostalgia, porquerecuerdo perfectamente la voz cantarina de mi abuela Ana llamándomeAnia —le encantaba la música y se pasaba gran parte del tiempo tarareandoy bailando—; y mitad paz, la misma paz que sentí al abrazarla en missueños.

Me gustaría contarte algo y hay dos motivos por los que quierohacerlo. El primero es porque tu preciosa imaginación promete, tengoun pálpito contigo. Y este motivo tiene que ver con el segundo:necesito que me hagas un favor...

Ya no me da tiempo a mí, cariño. He sido tan tonta que, por miedo,no me he atrevido nunca a escribir un libro, por el posible fracaso,supongo, por cobardía, y eso que siempre he tenido a tu abueloanimándome a ello.

Cuando me diagnosticaron cáncer, ya estaba en fase terminal, porlo que la idea de escribir mi libro, de cumplir mi último sueño, se fue apique. Sé que es duro que te diga esto, y lo siento, lo último que deseoes hacerte sufrir, pero necesito contártelo. La cuestión es que hace dossemanas que el médico me lo dijo y, según él, me quedan dos meses,como mucho, si tengo suerte.

Esto es duro. No el hecho de haber enfermado, sino el hecho de saber que cualquier díacerraré los ojos y me iré de este mundo. ¿Cómo se dice adiós, cuando no quieres decir adiós?¿Cómo, Ania? Yo nunca he sido muy devota y no lo voy a ser ahora. No me he encomendado aDios, ni lo haré. No sé si existen cielo e infierno, tampoco sé adónde iré, pero es muy durosaber que en cualquier momento ya no seguiré aquí, Ania, es muy duro... Qué corta es lavida... y no nos damos cuenta hasta que nos llega la hora y nos arrepentimos de lo que nohemos hecho y podríamos haber hecho, o de cosas que hemos hecho por cobardía y nodeberíamos haber hecho. Ania, por favor, nunca te calles un perdón, ni un beso, ni un gracias,y piensa bien lo malo que a veces quieres decir, ¿sabes por qué? Porque el orgullo, ese quehas heredado de mí, solo conduce a sufrir. Qué corta es la vida, Ania, y encima, se pasavolando...

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Me da miedo no haber dicho todo lo que he querido decir... Me da miedo no haberte dadolos abrazos que te tenía que dar, a ti, a tus hermanos, a tus primos, a tus tíos, a los vecinos, alos amigos... Me da miedo no haber besado a tu abuelo todo lo que he querido besarlo... Meda miedo perderme tu vida, Ania, la de todos, pero sobre todo la tuya, mi nieta del alma, miAnia... Me da miedo dejar de sentir a mis hijas, en especial a tu madre, que es igual que tuabuelo, me recuerda tanto a él... Me da miedo despedirme... Me da miedo que llegue el finaldel túnel y me queden cosas pendientes... Me da miedo morirme, Ania, porque me aterrasepararme de tu abuelo...

Esto no se lo he dicho, ni se lo diré. Ya llevaba unas semanasencontrándome mal y tardé en acudir a la consulta, pero los doloresde cabeza ganaron la partida. Y no me equivoqué. Y bastantedisgustado está tu abuelo como para encima llorar yo delante de él. Séque lloraríamos juntos, pero yo siempre he creído que, en unarelación, cuando uno llora, el otro lo consuela, actúa de fortaleza. Ytengo que ser fuerte, Ania, tengo que serlo porque...

Lo siento, cariño, no puedo seguir ahora...

Las pérdidas que sufrimos sin elegirlas nos arrancan parte de nuestraalma, de golpe, sin esperarlo, y ese dolor es el peor de todos, porque solohay una opción: aceptarlo y seguir adelante. Eso sucedió con mi abuela.Han pasado diecisiete años, pero no ha habido un solo día en el que no hayapensado en ella.

Pero ¿qué sucede cuando elegimos nosotros decir adiós y nosequivocamos? Que hay que apechugar con las consecuencias, como en micaso. Romper con Nicolás fue mi decisión, no la de él. La culpa fue mía, nosuya. Elegí no defraudar a mi padre —y eso que nunca he dejado dedecepcionarlo—, ese mismo hombre que jamás se ha molestado enesconder cuánto detesta a Nicolás, ese mismo hombre que no ha compartidonada conmigo, su hija, en lugar de elegir a la única persona que era capazde enfrentarse con el mismísimo diablo con tal de que yo fuera feliz...Tienes razón, abuela, tienes toda la razón...

Abrazo el diario contra el pecho, hecha un ovillo en la cama, y lloro porlas palabras de mi abuela, lloro por lo que perdí hace tres años... Fue midecisión y solo yo debo pagar por ello, Nicolás no se merece ningúnreproche, y yo no le merezco a él.

Nunca le merecí.

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4(Nicolás)

Estoy cenando con mi madre y con Carlos en su casa, cuando les llamami hermano por teléfono.

—¡Fran viene mañana de vacaciones! —grita ella, de la emoción, alcolgar—. ¡Y trae a su chica!

Yo sonrío. Ya lo sabía. Hablé con Fran hace unos días y me dijo quequiere presentar a su novia a la familia de manera oficial, y enseñarle elpueblo. Vive en Madrid desde que consiguió el trabajo de sus sueños. A susveintinueve años, es director financiero de una multinacional. No puedoestar más orgulloso de él. Y Nadia, su chica, con la que lleva tres meses, esun encanto.

—¿Cuánto tiempo se quedan? —le pregunto a mi madre, antes dellevarme a la boca la última cucharada de mi postre, mi favorito: natillascaseras.

—Él va a intentar estar hasta las fiestas del pueblo, así que supongo quese traerá el ordenador para trabajar aquí, pero de Nadia no me ha dichonada.

Las fiestas de Luengo son a mediados de junio y duran una semana,terminan la noche de San Juan y, al día siguiente, queda inaugurado elverano en el pueblo, abriendo el ayuntamiento la piscina municipal.

—Nadia es fotógrafa —le explico—, y tiene su propio estudio enMadrid. Los fines de semana hace bodas para sacarse un dinero extra —melevanto y la beso en la frente—. Te gustará Nadia —sonrío—, es un pocoalocada y muy risueña, como tú —le guiño un ojo.

Los tres nos reímos. Le doy la mano a Carlos y me despido.Me dirijo a casa en coche, lo aparco en la misma acera, como siempre, y

entro por la puerta principal. Me quito las botas y la camisa y las dejo en laescalera. Voy al salón y, nada más encender la única lámpara existente de laestancia, en una esquina, me sobresalto al descubrir a Ania en mi jardín,apoyada en la cristalera, de perfil.

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Lleva unos vaqueros cortos, deshilachados en la mitad de los muslos, lasudadera azul marino de ayer y sus zapatillas blancas gastadas, y el pelorecogido en un moño alto y deshecho que me obliga a tragar saliva.

Sus cabellos platino son la octava maravilla del mundo, una melenaabundante, brillante y deliciosamente sedosa. Cuando los llevaba tandesaliñados, igual que ahora, yo se los soltaba y no dejaba de acariciárselos.Me tiraba horas tocándole el pelo, con ella recostada en mi pecho,adormilada, nuestras piernas entrelazadas y escuchando el suave sonido desu respiración en mi piel y el fuerte palpitar de mi corazón. Sentía tantapaz... Tocarla me calmaba, ya fuera su mano, darle un abrazo o enterrar misdedos entre sus mechones. Me encantaba tocarla, y, desde que la vi ayer, mehormiguean las manos porque necesito hacerlo.

Me acerco. Ania se aparta para que yo pueda abrir la cristalera. Lo hagoy espero, callado. Sé que quiere decirme algo, y sé que ese algo le va acostar, y lo sé porque todavía no me ha mirado, pero está ahí plantada,quieta y con las manos escondidas en las mangas de la sudadera.

—Lo siento...Al escuchar ese susurro, contengo el aliento.—Lo siento... —repite, con los ojos fijos en el suelo.Le tiembla la voz. Ha estado llorando y es algo que nunca he soportado.

Es impaciente, muy orgullosa, no se muerde la lengua con nadie que no seasu padre, cabezota, perfeccionista y protesta por demasiadas cosas. Tienetantos defectos que perdí la cuenta hace tiempo, pero jamás, ¡jamás!, laverás llorar, y si lo hace delante de alguien es porque está completamenterota por dentro. Es la persona más fuerte que he conocido.

—Me dolió mucho que te fueras a Edimburgo sin mí —me confiesa.Dejo de respirar.—Pero tenías razón —añade—. La culpa de que rompiéramos fue mi

miedo. No fui contigo por la misma razón por la que te pedí quemantuviéramos nuestra relación en secreto —respira profundamente y memira.

Sus ojos hinchados y sus mejillas ruborizadas provocan que yo frunza elceño. Avanzo, pero ella retrocede, levantando una mano para frenarme.Desvía la mirada y se muerde el labio inferior. Traga varias veces ycontinúa:

—No fui justa contigo. Nunca lo he sido, en realidad. No éramos niños,sino adultos, y nunca nos comportamos como tal, también por mi culpa.

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¿Qué hombre de treinta y dos años acepta una relación en secreto con unachica de veintiséis, porque a ella le da pánico desobedecer a su padre? —seríe, pero sin humor.

—Uno que se muere por esa chica y es capaz de aceptar cualquier cosacon tal de tenerla a su lado...

La mirada de Ania me traspasa la piel, pero permanezco quieto, a pesarde que lo que más deseo en este momento es tenerla entre mis brazos. Odioque sufra. Odio que estemos tan alejados con todo lo que nos hemosquerido. Estuvimos diez meses juntos, poco tiempo, pero fueron los mejoresde mi vida, y sé que también lo fueron para ella.

Amar a alguien no se puede fingir, por mucha indiferencia o frialdadque intentes demostrar, porque siempre hay algo que termina por delatarte:una mirada, un gesto, una palabra, una sonrisa... El amor es imprevisible eincontrolable y el cuerpo humano, limitado. Por mucho que ocultes tussentimientos —por miedo, por no ser correspondido, porque no quieres opor cualquier otra razón— explotas en el momento más inesperado. Yoestuve mucho tiempo huyendo de lo que sentía por ella, pero exploté, mepresenté en su piso de Madrid una noche y la besé, sin explicaciones, sinpalabras previas. Me abrió la puerta de su casa y lo hice. Y comenzaron losmejores diez meses de mi vida...

—Fue por mi padre, no por las habladurías —me dice Ania en voz baja.—Lo sé —asiento. Noto un calor desagradable en el pecho—. Ania, no

tienes que...—Vamos a vernos todos los días —me corta—. No tengo ninguna

intención de regresar a Madrid, al menos en una larga temporada, y noquiero... —se detiene, esforzándose en mantenerse erguida—. Tenías razón,Nicolás. Mis heridas están abiertas. Creía que lo había superado, pero,desde que volví a verte, desde ayer, no he... —agacha la cabeza—, no hedejado de sentirme mal y vine a Luengo para... —cierra los ojos con fuerza—. No importa. Lo que quiero decir —me observa— es que quiero firmarla paz. Perdóname por lo de esta mañana, no se repetirá. Y no quiero que tesientas incómodo en casa del abuelo, entra con la llave, sé que tienes unacopia, me lo ha dicho Clarita, y también me ha dicho que no la vas a utilizarmientras yo esté allí. Y eso es una tontería, porque mi yayo es tu yayo.

Mi interior es una revolución. Estoy sacando demasiadas conclusionesde su discurso y ninguna me hace feliz, porque ninguna es buena.

Despacio, acorto la distancia que nos separa.

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—Hay una razón por la que estás en Luengo, ¿verdad? ¿Es por tupadre? —tenso la mandíbula—. ¿Qué...? —intento controlarme, trago salivay respiro hondo para formular la pregunta sin trabarme—. ¿Qué te hahecho?

Ella niega con la cabeza.—Estoy aquí por mí. Si fuera por él, no estaría hablando contigo en este

momento —me mira con tanta tristeza que se me eriza la piel—. Hoy meiría contigo a Edimburgo —me toma de la mano y me la aprieta consuavidad.

El contacto me estremece. Y no quiero evitarlo... Ni siquiera pierdo unsegundo. La cojo de la otra mano, le levanto las dos y se las beso con losojos cerrados, aspirando el inconfundible aroma a rosas que desprende. Denuevo, esa paz me envuelve, esa paz que solo siento con ella, la única pazque necesito para que todo vaya bien. Y sé que es efímera, así que la aprietopara retenerla el poco tiempo que me va a dejar.

—Nico, por favor...Nico...Intenta soltarse y yo... se lo permito.—Pero Edimburgo fue hace tres años, no hoy —concluyo por Ania.Nos miramos largos segundos. Ella, al fin, asiente.—Entonces, ¿hay paz? —me pregunta con un temblor en su voz.—Hay paz —le tiendo mi mano.Ania la mira, se le acelera la respiración. Sus ojos se clavan en los míos

con angustia.—Por... —respiro hondo para controlarme otra vez. Mi corazón late tan

deprisa que soy incapaz de calmarme—. Por favor... —le insisto,desesperado por tocarla otra vez.

Pero ella se gira y se marcha con rapidez.Y yo no puedo sentirme peor... Ania sabe lo que significa para mí

tocarla. Lo ha recordado...Lo ha recordado y me ha rechazado.Cuando nos enfadábamos, huía de mi contacto, y siempre me decía que

era para castigarme porque yo había provocado la discusión, pero, alsegundo siguiente, se lanzaba corriendo a mi cuello, me pedía perdón una yotra vez por ser tan inmadura, dándome besos por la cara que me hacíancosquillas, y me rogaba que comprase pegamento para estar siempre unidosy así yo pudiera tocarla cuanto me apeteciese.

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Ahora, le he suplicado que me dejase tocarla y se ha ido... porque estoha sido un adiós. Y, joder, lo que duele despedirse de alguien a quien noquieres dejar marchar... alguien a quien vas a seguir viendo cada día...alguien que está tan metido dentro de ti que sabes que nunca podrásolvidar...

La odié mucho al instalarme en Edimburgo; luego, odié a su padre porno permitir que su hija fuera feliz con lo que ella decidiera y, después, meodié a mí mismo por no haber luchado, por no haber volado a Madrid yhabérmela llevado a Escocia, o haberla convencido de mantener unarelación a distancia. Le di un ultimátum: se venía conmigo o rompíamos. Ysabía perfectamente su respuesta antes de que la pronunciase. Obligarla aelegir era un error, pero corrí el riesgo, porque estaba harto de no podertocarla en público, de no poder gritarle al mundo entero que amaba a AniaHernández y que ella... ¡amaba al Diablo!, harto de tener que escondernospor culpa de un miserable que no se merecía la lealtad de su hija. Lapresioné y me equivoqué. Y, desde luego, estoy pagando por ello.

—¿Esa rubia era Ana? —pregunta una voz muy familiar,devolviéndome al presente.

Sonrío. Mi hermano aparece por el jardín y, cuando no llama a la puertaprincipal, es porque pretende sorprenderme.

—¿Tú no venías mañana?Nos abrazamos con fuerza, sonriendo los dos. Llevamos dos meses sin

vernos, desde que fui a Madrid a visitarle un fin de semana.—¿Te importa si nos instalamos aquí, en lugar de en casa de mamá y

papá?—Mi casa es tu casa, ya lo sabes. ¿Y Nadia?—Viene mañana, está trabajando en una boda en León —sonríe—.

Habrás comprado cerveza, ¿no?—Es lo único que tengo.Nos miramos y soltamos una sonora carcajada.—¿Cómo puedes hacer las maravillas que haces en tu trabajo y ser tan

desastre con el resto de tu vida? —me pregunta, dejando sus dos maletasjunto al sofá del salón.

Me encojo de hombros y nos reímos otra vez.Fran es idéntico a Carlos: rubio oscuro de pelo engominado hacia atrás,

ojos azules muy astutos, nariz recta, labios finos, mide cinco centímetrosmenos que yo y es de cuerpo atlético. Y todo un casanova, hasta que

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conoció a Nadia y, por primera vez en su vida, se enamoró. Es la relaciónmás larga que ha tenido hasta hoy.

Me alegro tanto de que esté aquí que casi me olvido de Ania.Casi.Nos dirigimos a la cocina, justo enfrente de la escalera. Es pequeña,

rectangular y da al porche cuadrado que hay en una esquina del jardín. Sacodos cervezas muy frías de la nevera, a la derecha, y salimos al porche.Tengo un sofá de mimbre, de cuatro plazas, con cojines mullidos de colorblanco, donde nos sentamos, cada uno en un extremo, con una piernaflexionada debajo del trasero. No enciendo las luces, son suficientes las delinterior de la casa. La valla de madera que delimita la propiedad es más altaque yo —mido un poco más de un metro noventa—, así que ningún vecinonos puede ver, salvo si se asoman por las ventanas de los pisos superiores.

—Bueno, cuéntame qué hacía Ana saliendo de tu jardín —me pide mihermano en voz baja, porque los vecinos sí nos pueden oír—. Mamá medijo que volvía sin billete de vuelta, esas fueron sus palabras.

—Supongo que habrá vuelto para cuidar del yayo. Está muy mayor yesa caída que tuvo fue un aviso.

—Pero no le pasó nada —su rostro transmite preocupación.—No, solo fue un susto, pero, desde entonces, va de la cama al sofá y

viceversa. Clarita lo acompaña por las mañanas a dar un paseo —bebo unlargo trago de mi cerveza. Suspiro—. Ania ha venido para que firmemos lapaz —desvío la mirada al suelo—. Ayer nos vimos por primera vez desdeque me marché a Edimburgo y fue un desastre.

Fran lo sabe todo, era el que nos ayudaba a escabullirnos para que nadiesospechara de nuestra relación, aunque siempre he creído que mi madretambién estaba al tanto, y el yayo, y la madre de Ania, pero nunca noscomentaron nada.

—¿Y tú cómo estás? —me pregunta, serio y con cuidado.—No hay día en el que no me arrepienta de haberle dado a elegir entre

su padre y yo. Fue un error, Fran. Lo sabía y, aun así, lo hice. Siempreganará ese ca... —esta vez no respiro hondo— cabrón —aprieto el botellín,conteniendo la rabia.

—El karma existe, tío, y tarde o temprano todos pagamos por nuestrosactos.

—Créeme, lo sé —arqueo las cejas—. Yo llevo tres años pagando.

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—No, Nico —se inclina y me palmea la rodilla—. Hiciste lo quecualquiera hubiera hecho en tu situación. La querías y no soportabas que supadre la anulara. Le ofreciste cumplir su mayor sueño, y lejos de él —sonríecon tristeza—. Pero somos humanos —se recuesta de nuevo— ytropezamos infinidad de veces en la misma piedra.

Nos terminamos la cerveza y saco más.—Bueno, y ahora cuéntame tú —le digo—. Tres meses con la misma

mujer, ¿qué ha pasado con el don juan de mi hermanito?—Que me he enamorado —sonríe con un brillo especial en los ojos, un

brillo inconfundible. Se pasa la mano por el vaquero—. Fuerte, ¿eh? Yo,enamorado. ¿Quién me ha visto y quién me ve?

—Por Nadia —acerco mi botellín y brindamos—. Me ha dicho mamáque te quedas hasta la noche de San Juan.

—Sí, pero tendré que trabajar. Me traje el portátil. ¿De verdad que no temolesta que te invadamos la casa durante casi un mes? La semana queviene ya es junio.

—Las paredes son de papel, así que...—Vale, lo capto, follaremos cuando tú no estés.—Me paso todo el día fuera, lo tenéis fácil.Nos miramos y estallamos en carcajadas.Unas cuantas cervezas después, no paramos de reír, recordando

anécdotas de cuando éramos pequeños. Y en todas esas anécdotas,nombramos a Ania, y me percato de que nunca hemos sido solo mihermano y yo, sino mi hermano, ella y yo, los tres. Mi madre solía decir quele recordábamos a su película favorita, El Mago de Oz: Fran era elespantapájaros, Ania, el león y yo, el hombre de hojalata. Curiosacomparación, porque no puede ser más acertada...

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5(Ania)

Cuando una historia no se ha cerrado, es inevitable que te invadan losrecuerdos...

Las chicas estaban locas por el Diablo, todas, yo incluida. Novias nofueron ninguna, pero amigas especiales sí tuvo, y solía estar con algunadiferente cada verano, no repetía, y todas eran morenas o castañas, ningunarubia. Fran me convencía para espiarlo, y me dolía tanto ver cómo besaba aotra que no era yo, que esas noches me dormía llorando, y cuanto másmayor me hacía, más me desgarraba, pero no le podía contar a mi amigoque estaba enamorada de su hermano, o sí podía, pero decidí guardármelopara mí. Y cuando, año tras año, la historia se repite, llega un momento enel que, de repente, algo te hace reaccionar y espabilas.

Antes de comenzar mi último año de carrera, Nicolás fue quien meacompañó a la estación de Luengo para coger el tren y regresar a Madrid.Fran se había roto la pierna ese verano, por hacer el idiota con la moto decampo que le regaló su padre por su cumpleaños, y no dejé que se movierade la cama, donde debía hacer reposo absoluto. Nico se despidió de mí conuna caricia en la mejilla, una especie de ritual que solo hacía conmigo, tantopara decirme hola como adiós; con un dedo, trazaba una curva desde miceja hasta la comisura de mi boca. Yo, atrevida, pues no volvería a verlohasta nueves meses después, le dije:

—¿Por qué nunca me das un beso, como todo el mundo?Él me miró como si me hubieran salido cuernos en la cabeza, y juraría

que empezó a sudar.—No beso a mi madre tampoco y tú eres mi hermanita —recuperó la

normalidad, sonriéndome—. Métete ya en el tren. Avisa a Fran cuandollegues.

Yo me giré, ni le contesté. Llamarme hermanita fue lo peor que podíahaberme dicho nunca. Y eso me hizo reaccionar. En las cinco horas queduró el trayecto, no derramé ni una sola lágrima. Estaba muy enfadada, perono con Nicolás, sino conmigo misma, por haber sido tan estúpida como

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para haberlo esperado durante toda mi vida, porque me enamoré de élsiendo una mocosa de cinco años, el día que aprendí a montar en bici yosola para que mi padre se enorgulleciera de mí y lo que logré fueestrellarme contra un coche y que él ni siquiera se enterase, a pesar de estara un metro de distancia. Pero quien sí se enteró fue Nico, que corrió aabrazarme y a curarme las heridas. Tenía cinco años, vale, era una mocosa,pero supe en ese instante que mi corazón ya no me pertenecía a mí, sino alDiablo de Luengo.

Y reaccioné, al fin. Ni siquiera había besado a ningún chico a misveintidós años, y no hablemos de mi virginidad, totalmente intacta, y noporque no hubiera ligado, que ligaba, y mucho, pero ninguno era Nicolás,para mi desgracia.

¡Y vaya si reaccioné! Ese año, por fin, me estrené, en todo. Se llamabaJaime, aunque todos lo apodaban Jota. Era el popular de la clase, el mássimpático, el más guapo, el más estudioso, por el que todas y algún chicosuspiraban. Era muy buena persona, amable, cariñoso y divertido. Estabadetrás de mí desde primero, así que lo tuve fácil. El primer viernes quesalimos, me lancé, literalmente. Acepté bailar con él y, en un arrebato, loagarré del cuello de la camisa y le besé en la boca. Y me sorprendió lomucho que me gustó besarlo. Pero me sorprendió aún más lo mucho que mevolqué en Jota.

Estuvimos juntos desde aquel beso. Perdí mi virginidad con él y fue tanperfecto que todavía lo recuerdo con una sonrisa. En realidad, todo eraperfecto con Jota. Nos llevábamos muy bien, estudiábamos juntos, y mipadre estaba de acuerdo porque venía de familia adinerada, un requisitoindiscutible para que papá estuviera contento.

Fueron nueve meses muy bonitos, tranquilos y sin pensar en Nico, hastacreí que le había olvidado y que podría ser feliz con Jota, incluso nos habíanaceptado para trabajar de becarios en el mismo periódico, después delverano; empezaríamos en octubre.

Nos graduamos y yo me iba a Luengo al día siguiente, a casa de miabuelo, para disfrutar del último verano antes de convertirme en una “mujerde provecho”, pero no lo hice sola. Como coincidía con las fiestas delpueblo, mi yayo invitó a Jota esos días. Llegamos un domingo y nos lopasamos genial... hasta la noche de San Juan, cuando volví a ver a Nicolás,frente a la hoguera que hacemos a las afueras de Luengo, junto al castillo enruinas. Se acercó a mí, pero no me acarició la cara ni me dijo hola, ni me

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sonrió, sino que se fijó en mi mano entrelazada con la de Jota y desaparecióde mi vista.

Y yo... me derrumbé. ¿A quién pretendía engañar? No lo habíaolvidado... En nueve meses no lo había visto, ni hablado por teléfono conél, y eso ayudaba a seguir hacia delante, pero el dolor que atisbé en sumirada, que solo duró un instante, me quebró por dentro.

Esa misma noche, terminé mi relación con Jota. No se merecía estar conalguien que no le correspondía y que jamás podría corresponderlo. A lamañana siguiente, se fue a Madrid. No acabamos mal, y tampocodiscutimos, hasta en eso también fue perfecto, pero no volvimos a sabernada el uno del otro; al trabajo de becario renunció, me enteré en mi primerdía.

Fran también había acabado la carrera ese año, Dirección yAdministración de Empresas —los dos hermanos estudiaron en launiversidad de Salamanca—; le contrataron como becario en una empresade Madrid y se mudó allí esos tres meses. Era mi mejor amigo, desde laguardería, y ese verano iba a ser el primero que no pasaríamos juntos. Nicotambién trabajaba en Madrid, pero, a diferencia de su hermano pequeño,pasó todos los fines de semana de ese verano en Luengo.

Se pegaba una buena paliza con el coche, llegaba los viernes demadrugada, con el traje y la corbata puestos, como si hubiera tenido muchasprisas por pisar el pueblo, y se iba los domingos después de cenar. Nuncanombramos a Jota, y él tampoco estuvo con ninguna chica ese verano. Ycreamos una rutina: yo le esperaba sentada en el porche de casa de miabuelo, y nos quedábamos hablando hasta el amanecer; al día siguiente, nosíbamos a comer a la piscina municipal, él cargaba una mochila conbocadillos y agua helada que le había preparado su madre, para los dos;regresábamos a casa cuando cerraban, nos duchábamos, cenábamos con miyayo en el jardín y paseábamos por Luengo, también hasta el amanecer, sinparar de hablar, de compartir nuestros sueños, de contarnos nuestras vidas,hasta me enseñó a conducir.

A finales de septiembre, no regresé a Madrid en tren, cancelé el billete,porque volví con Nico en su coche, haciéndonos compañía. Sin embargo,ninguno llamó al otro en nueve largos meses, ni un mensaje, ni un e-mail...Nada. Ese tiempo pasó muy lento para mí. No dejé de pensar en él, derecordar el verano tan especial que habíamos vivido. Y como no tuve

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noticias suyas, me enfadé y pensé que yo había sido un meroentretenimiento y que ahora estaría con alguna mujer de su edad.

El trabajo de becaria me duró seis meses, pero me renovaron, ya comoredactora junior, y en junio cogí una semana de vacaciones para disfrutar delas fiestas del pueblo. Cuando alcancé la estación de Luengo y me bajé deltren, no solo me esperaba mi abuelo... ¡sino también Nicolás! No nos dimosun abrazo ni un beso, aunque me acarició la cara, como siempre, ycompartimos una sonrisa que todavía hoy me eriza la piel al recordarla.

Retomamos la amistad esa semana. Fran tampoco estuvo ese verano. Yocontinuaba inquieta y, a la vez, emocionada cuando estábamos Nico y yojuntos, ya fuera solos o acompañados. Rezaba cada noche para que algúndía él se fijara en mí como mujer.

La gente empezó a rumorear que éramos novios. Por supuesto, fuimoslo bastante adultos como para que eso no nos afectara, pero Consueloaprovechó las habladurías y se dedicó a hacer de celestina. A él no le sentóbien y discutió con ella.

El siguiente viernes —yo trabajaba en Madrid, pero seguí volviendo aLuengo cada fin de semana—, lo esperé sentada en el porche de mi abuelo,a que aparcara el coche y viniera a saludarme, aflojándose la corbatamientras me sonreía, pero pasaron las horas y no apareció. Le mandé unmensaje al móvil. Me atreví. Pero no recibí respuesta. Una semana después,tampoco apareció, y volví a escribirle, esa vez porque estaba preocupada.Tampoco me contestó. No falté un solo fin de semana, pero Nico faltótodos.

Entonces, el último domingo de septiembre, al volver a mi casa, aMadrid —acababa de alquilar un piso enano—, tenía una sorpresaesperándome en el portal... Nicolás estaba sentado en la acera. En cuantome vio, se levantó. Estaba muy serio. Yo me quedé alucinada, aunqueenseguida fingí estar todavía enfadada. Aun así, le invité a mi piso, yapenas me dio tiempo a cerrar la puerta cuando me tomó por la nuca... y mebesó.

Y comenzamos nuestra corta, intensa y tormentosa historia de amor.Diez meses... Los mejores de mi vida...

Dicen que el amor lo pintan ciego y con alas: ciego, para no ver losobstáculos y con alas, para saltarlos. Lo que nadie cuenta es que a veceshacemos trampas, nos quitamos la venda y nos tropezamos porque nosmorimos de miedo ante los obstáculos.

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Mi padre nos pilló un día, a principios de noviembre. Se presentó en micasa sin avisar, y siempre me avisaba. Me había obligado a darle una copiade la llave, pero, si la usaba, yo lo sabría de antemano.

Nico y yo, en ropa interior, recién despiertos —eran las doce y media dela mañana de un sábado—, estábamos en la cocina preparando un intento detortitas. No teníamos ni idea de cocinar, pero nos encantaban las tortitas yquise probar. Fue un desastre, pero un desastre delicioso... Nos tiramos lamasa y el sirope de chocolate el uno al otro y acabamos besándonos entrerisas y más risas. Mi padre entró en el piso en ese momento. Me habíaestado llamando al móvil, pero no me enteré.

—¡¿Qué cojones significa esto?! —gritó, hecho un basilisco, tan rojo deira que me asusté y, sin querer, me escondí detrás de Nicolás, agarrándolodel brazo y temblando.

Escuché a Nico gruñir como lo hace un animal a punto de atacar.—¡Aléjate de mi hija! —le ordenó mi padre, haciendo aspavientos—.

¡Sabía que algo me ocultabas, maldita niña! —me observaba con un odiobrutal—. ¡Pero no lo voy a consentir! ¡El Diablo de Luengo no se acercará ami familia nunca más, mucho menos a mi hija, eso os lo juro! ¡Largo deaquí!

Pero Nicolás no se movió. Sus manos estaban cerradas en dos puños ytambién temblaba, pero no de miedo, como yo, sino de rabia e impotencia.Giró la cara y me miró. Sus ojos eran indescifrables, pero los míos, no, lesuplicaron que se marchara... A él se le hundieron los hombros, se vistiódeprisa y se fue en silencio, sin dedicarme una última mirada.

A partir de ahí, Nico no volvió a mi casa y yo, prácticamente, me instaléen la suya. Y decidimos pegarnos la paliza de ir todos los fines de semana aLuengo. Le pedí mantener la relación en secreto, me daba pánico lareacción de mi padre si nos pillaba juntos otra vez. Eso, ahora me doycuenta, nos desgastó, desde el principio. El primer mes juntos fuemaravilloso, pero a raíz de aquella escena con mi padre, nuestros díasestaban contados, aunque ninguno quisimos aceptarlo, porque nosqueríamos, quizás demasiado, o quizás yo no supe quererlo como semerecía...

Sé que no se debe vivir en los recuerdos, pero las palabras de mi abuela,que la vida en cualquier momento se acaba, me han hecho percatarme de loinjusta que he sido con Nicolás, hace tres años y ahora al reencontrarnos.No cambio por nada aquellos diez meses, ni siquiera las discusiones, pero

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me arrepiento de haberme dejado llevar por mi orgullo, mi miedo y micobardía. No, no supe quererlo como se merecía y tengo que asumir lasconsecuencias.

Empecé mi primera novela la misma noche que él me besó por primeravez. Nunca la terminé, y no he vuelto a abrir el archivo desde que Nicolásse marchó a Edimburgo. Con él, se marchó mi inspiración, porque él era miinspiración, desde que era una mocosa y escribía relatos de misterio, Nicoera mi eterno protagonista.

Estos últimos tres años de mi vida, he sido una sombra de lo que era, singanas de escribir, sin ganas de nada, sumida en el dolor que yo misma meprovoqué al romper con Nico. Todo este tiempo le he culpado a él, cuandohe sido yo la única culpable, cuando soy yo la única culpable de habermeperdido a mí misma, porque mi hogar siempre ha sido y siempre será...Nicolás.

Me limpio las lágrimas que he derramado al recordar.El diario de mi abuela descansa en mis manos. Lo abro y continúo

donde lo dejé:

Hoy me he despertado con una sonrisa, y sonreír es gratis y no tehace sufrir, así que estoy preparada para contarte mi historia, Ania, ytiene que ver con el favor que necesito que me hagas, así que prestaatención. Espero no aburrirte...

Tenía diecisiete años cuando me enamoré por primera vez. Yo trabajaba con mi madre enla floristería de la familia. Dejé pronto los estudios, aunque siempre me ha gustado leer, todotipo de cosas, pero en casa se necesitaba el dinero, por lo que mi madre enseguida me enseñóel oficio, igual que hizo con mis hermanas mayores, pues yo soy como tú, la pequeña de micasa. No solo vendíamos flores, eso lo hacían mis abuelos al principio de montar la floristería.Mis padres decidieron ampliar los horizontes y también decorábamos balcones, jardines,fuentes, invernaderos... Nos contrataba gente acaudalada. Si había alguna fiesta, ahíestábamos nosotros convirtiendo un simple salón lujoso en un lugar mágico, de ensueño.

Antes de continuar, debo confesarte algo, cariño... Soy rusa. Miverdadero nombre es Anya, como te llamo yo a ti, pero siempre me hanllamado Ana. Nací en Moscú, aunque nos mudamos a España siendoyo un bebé, a Luengo, donde vivían ya mis abuelos. Hablo los dosidiomas, el ruso y el español. No tengo acento porque siempre hevivido aquí, pero nunca di de lado mis orígenes. De hecho, tu madre ytus tías saben ruso, yo les enseñé...

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—¡Rusa! —exclamo, alucinada. Escondo el diario debajo de mialmohada y corro a la habitación de mi abuelo. Está tumbado en la camaviendo la tele, Clarita ya no está con él, sino durmiendo en su propio cuarto—. ¿Por qué nunca me dijo nadie que la abuela era rusa? ¿Tú también eresruso? —frunzo el ceño.

—Yo, no, pero tu abuela, sí —sonríe—. Ella quiso que te llamasenAnya, pero tu padre —se le borra la alegría— se negó. Aceptó Ana, pero miAnita siempre te llamó Ania, su nombre en español.

—Por eso siempre la abuela me llamaba así—me siento en el borde delcolchón—. Era la única que lo hacía.

—La única, no. Mi chico siempre te ha llamado Ania.Me ruborizo y desvío la mirada al suelo. Él me acaricia la mano.—¿Sabes por qué él nunca te ha llamado Ana, ni siquiera cuando eras

un bebé? —Yo niego con la cabeza, mirándolo—. Nicolás siempre fue unniño de pocas palabras y muy observador. Adoraba a mi Anita y odiaba a tupadre, así que, desde que naciste, te llamó Ania, le oyera tu padre o no, ledaba igual —sonríe con tristeza—. Mi Anita decía que el Diablo era uno delos dos ángeles más buenos que existían en el mundo y que solo él seríamerecedor de su Ania del alma, de ti, pero que tu padre jamás lo permitiríaporque tenía por hija al otro ángel más bueno del mundo. Y, por desgracia,mi Anita no se equivocó.

No contesto, pero mis ojos le confirman lo que pienso. Y no puedoevitarlo... Me hago un ovillo a su lado y lloro, sin esconderme. Él meacaricia el pelo, en silencio, y no deja de hacerlo ni siquiera cuando logrocalmarme. Me siento tan mal... Y lo peor de todo es que me siento así desdeque volví a Luengo, como si los últimos tres años no hubiera sentido nada yahora, de repente, lo siento todo...

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6(Nicolás)

Estoy quitando los hierbajos del césped de casa cuando mi hermanoentra con Nadia.

—¡Cuñadito! —exclama ella, corriendo hacia mí para darme un beso yun abrazo.

Me río por su saludo. Solo la he visto un fin de semana en mi vida, ynada más conocerla me conquistó por su carácter tan abierto, fresco ynatural. Nadia es así, dicharachera, alocada y muy simpática. Su pelo esnegro como el carbón y lo lleva corto y con tupé. Sus labios llenos estánpintados de rojo, como la falda larga que cubre sus piernas. Su camiseta,debajo de la cazadora vaquera, es ajustada y de color azul marino, a juegocon sus zapatillas Vans de cordones. Sus ojos marrones son claros, rozandoel dorado, y desprenden una chispa de alegría constante. Tiene la edad demi hermano, veintinueve.

—Bienvenida a Luengo.—¡Me voy a hartar de hacer fotos! —me da un golpecito en el brazo—.

Es un pueblo precioso, no me lo esperaba tan bonito.Voy a contestar, pero una voz me interrumpe.—¡Mi chico, dile a tu hermano que cuándo piensa venir a saludarme y a

presentarme a su novia, que llegó anoche y ya es mediodía, narices!Los tres nos reímos y salimos por el jardín para entrar en el del yayo,

quien está sentado en una de las sillas, junto al rosal. Fran es el primero quese acerca, se agacha y lo abraza.

Entonces, sale Ania por la cocina, descalza, con unos shorts vaquerosdeshilachados, que muestran sus brillantes piernas de porcelana, y unacamiseta blanca y ancha, caída por uno de sus hombros. Su sedosa melenaestá suelta. Sus ojos se cruzan con los míos y sé que a ambos se nos haacelerado el corazón, porque sus pechos, de pronto, tensan la camiseta conrapidez, sus labios se entreabren, un precioso rubor colorea sus mejillas ysus pupilas se dilatan.

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—Por fin, nos vemos, enana —le dice mi hermano—. Tres años esmucho tiempo.

Así la ha llamado siempre, enana, por lo bajita que era en comparacióncon nosotros.

—¿Fran? —se queda boquiabierta.—El mismo que viste y calza —le guiña un ojo y despliega los brazos.Ania le regala una sonrisa increíble y corre hacia él. Y aquello me duele

tanto que soy incapaz de mirarles.—Ana, te presento a mi novia, Nadia. Nadia, esta es la enana de la que

tanto te he hablado.Todos se ríen, menos yo. Ellas se dan dos besos, encantadas de

conocerse, y el yayo comienza a recordar anécdotas divertidas de cuandoéramos pequeños.

Siempre envidié la camaradería que existía entre mi hermano y Ania,entre ellos no pasaba el tiempo, aunque estuvieran meses sin verse. Dicenque la amistad entre un hombre y una mujer no existe porque uno de los dostermina sintiendo amor hacia el otro, o los dos. Sin embargo, ellos son elclaro ejemplo de que hay excepciones, y de que la amistad, cuando esverdadera, se convierte en un lazo de corazón indestructible.

—Os quedáis a comer —nos ordena el abuelo—. Clarita estápreparando una lasaña para chuparse los dedos y vuestra madre trae eltiramisú de postre. Venga —me golpea con el bastón en la pierna—, ayudaa Ana a preparar la mesa, que tu hermano y Nadia tienen que contarmecómo se conocieron.

Miro a Ania. Ella se gira, entra en la cocina y yo la sigo. Clarita estállenando una bandeja con el aperitivo y lo saca al jardín tras guiñarme unojo de forma cómplice.

Observo a Ania, de espaldas a mí. Se alza de puntillas para intentaralcanzar los vasos limpios, encima de la pila, pero no llega. Me acercolentamente, embobado en lo prieto que le queda el pantalón, me pego a ella,estiro el brazo y se los voy bajando. Su aroma a rosas me entrecorta larespiración.

—Gracias —murmura, con la cabeza agachada.—De nada —le susurro—. Ania... —trago saliva—. ¿Te...? —odio mis

nervios, porque nunca me permiten hablar bien. Respiro hondo—. ¿Temolesta que esté aquí? Si quieres que me vaya...

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—No te vayas —me agarra del brazo, aún sin levantar la mirada—. Note vayas por mí, por favor...

Su tacto es demasiado frío y la tomo de la mano para calentársela en unacto que no planeo, como tampoco planeo llevármela a la boca y acariciarlacon mi aliento. Ella contiene el suyo, ahora con los ojos sobre los míos. Mefijo en que tiene ojeras y frunzo el ceño, preocupado.

—¿Te encuentras bien? —la tomo de la otra mano y le doy calor a lasdos del mismo modo.

—Desde que vine a Luengo, no duermo mucho. Estoy destempladaporque me faltan horas de sueño.

No apartamos la mirada del otro. Estamos tan cerca que puedo sentir susrosas envolviéndome, y es una sensación que me encoge el corazón denostalgia.

—El yayo no ha vuelto a cortar rosas y ponerlas en jarrones —le digoen un tono bajo, incapaz de elevarlo—, pero, desde que tú estás aquí, lacasa huele como si estuviera llena de jarrones con las rosas de tu abuela.

—¿Tú también lo notas? —se inclina, entornando los ojos—. Creo quees mi abuela, que está aquí, con nosotros, no sé si me entiendes.

No se aparta, no se aleja de mí, y eso me está volviendo loco...—¿Te cuento una cosa? —me pregunta, entre susurros, como si fuera a

confesarme el mayor secreto de la historia, así es ella, y me encanta—.Llevo soñando con la abuela desde que el yayo se cayó, y dos noches antesde venirme a Luengo, ella me abrazó, y te prometo que sentí una paz... —sonríe sin darse cuenta— increíble —se le borra la sonrisa y agacha lacabeza otra vez—. Al día siguiente, dimití, hice las maletas y ahora estoyaquí.

Aquello me sorprende. Mucho. Muchísimo.—¿Ya no trabajas en ese periódico?Ania niega con la cabeza.—Otra decepción más añadida a la lista de mi padre.Sonrío, sintiéndome tan feliz en este momento que le suelto las manos,

le levanto la cara y le retiro el pelo hacia atrás con ternura.—El león siempre tuvo valor, solo necesitaba el momento oportuno para

sacarlo —sonrío con dulzura—. Estoy muy orgulloso de ti.Mis palabras, con tanto significado para ella, para los dos, hacen que sus

ojos brillen sobremanera. Entonces, alza una mano y me acaricia el rostro,desde la ceja hasta la comisura de la boca. Y yo me estremezco. Y mis

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párpados se cierran. Mi frente se deja caer en la suya. Ella suelta un sollozoy comienza a temblar. La envuelvo entre mis brazos y se aferra a mi cuerpocon la misma fuerza con la que me aferro yo al suyo. Y el tiempo sedesvanece.

—Llevo tres años sin escribir... —me confiesa—. Te perdí a ti y perdími inspiración. Estoy perdida, Nico, y no sé cómo encontrarme... Y me datanto miedo no hacerlo...

—Yo te encontraré —la beso en el pelo—. Te lo prometo. Yo teencontraré.

Sus temblores aumentan. Me asusto, pero no lo demuestro. Está rota.Solo llora con alguien cuando está rota. Y esto me mata. En tres años, nonos hemos visto, pero en los últimos dos días nos hemos reencontrado,discutido, recordado el doloroso pasado que hemos vivido, y ahora nopodemos despegarnos...

Si ha dimitido y se ha instalado en Luengo, su padre debe de estarfurioso y, conociéndolo como lo conozco, vendrá a buscarla. Solo esperoque, cuando eso ocurra, Ania ya se haya encontrado a sí misma. Creo quesiempre ha estado perdida, porque seguía la dirección de las pautas deCristóbal, pautas que anulaban su verdadero ser.

Hay personas normales y personas especiales. Las que son especialesnacen con un don; en el caso de Ania, es el don de la escritura. Suimaginación es impresionante y sus manos, maravillosas. En cuantoterminaba uno de sus relatos, nos lo leía a mi hermano y a mí. Yo alucinabapor su facilidad para crear historias, y por la rapidez con que acababa una ycomenzaba otra. Nunca se cansaba. No tenía fin. Si paraba era porque Franse aburría y la convencía para hacer alguna trastada, trastada que vigilabayo porque mi hermano era don Problemas y la arrastraba a ella consigo.

Lo de tocar los timbres de los vecinos de madrugada y esconderse era ladebilidad de Fran hasta bien adulto, o colarse en los corrales y montarse enlas cosechadoras para dar un paseo en plena noche por el campo, o pintargatos en los muros de las casas porque le encantaban esos animales, entreotras muchas cosas de una lista interminable. Siempre los pillaban, pero,como yo les defendía y me consideraban el diablo, me culpaban a mí yapechugaba con las consecuencias. No sé cuántos gatos tuve que limpiar, nicuántas veces tuve que recoger las cosechas porque el gracioso de mihermano había estropeado el sembrado, ni cuántas veces hice trabajos gratispara el ayuntamiento...

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Y todas esas horas que, durante años, gasté en salvarle el trasero a Fran,todas y cada una de ellas, las pasé con Ania. Limpió gatos conmigo, recogiócosechas conmigo, barrió la plaza del pueblo conmigo, pintó las paredes dela iglesia conmigo... Solo me castigaban a mí, pero ella siempre meayudaba, aunque jurando y perjurando que mi hermano algún día lo pagaría.

Creo que parte del odio que siente Cristóbal hacia mí es porque su hijapequeña era la protagonista de los rumores, a diario, por mi culpa. Es unhombre como la familia de mi madre: preocupado por mostrar una imagenperfecta, pero cuyo interior está tan podrido que jamás se alegrará por lafelicidad ajena, la envidiará y, si puede destruir a cualquiera, sea quien sea,con tal de que no le superen en nada, lo hará. Su hija pequeña es el ejemplo.Él sabe perfectamente cuánto vale Ania, ¡claro que lo sabe! Por eso, se haempeñado en mantenerla en la sombra, en controlarla y en manipularla. ¿Ypor qué? No hay explicación, mucho menos justificación, la gente malaexiste y la maldad es eso, maldad.

—Siento ponerme así —se disculpa ella, separándose y secándose lasmejillas. Sonríe con tristeza—. Siempre supiste calmarme, igual que miabuela. Gracias.

Yo, serio, le acaricio la cara, desde la ceja hasta la comisura de la boca.Ania toma mi mano y me besa muy suavemente la palma, erizándome lapiel. Me suelta y se lleva los vasos al jardín. Me paso las manos por la carapara espabilarme y saco los platos.

Un rato más tarde, comemos, mi madre y Carlos incluidos. Las risasinundan el lugar.

—Qué buenos tiempos, ¿eh, enana? —dice Fran, guiñándole un ojo aAnia.

—Para ti, sí, que te escapabas de las broncas y los castigos.Soltamos una carcajada.Me encanta verla así, enfurruñada y luchando por no sonreír cuando

está deseando estallar en carcajadas. Adoro su orgullo, y adoro aún másverla siendo ella misma. Comenzó la comida con el rostro más pálido de lonormal e hinchado por las lágrimas, pero ahora un ligero rubor alegra sucara y un brillo muy bonito centellea en sus ojos. Y cuando nuestrasmiradas se cruzan, ese brillo me deja sin respiración unos segundos.

—Vamos a dar un paseo, venga —dice mi hermano, levantándose—.Vosotros también —nos señala a Ania y a mí.

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—¡Voy a por mi cámara! —exclama Nadia, antes de salir disparadahacia mi casa.

—Y yo, a calzarme —sonríe Ania.Minutos después, los cuatro salimos por la puerta principal de casa del

yayo. Mi cuñada tiene la cámara de fotos colgada del cuello y va de lamano de Fran, unos pasos por delante de nosotros. Mientras la pareja nodeja de cotorrear, Ania y yo caminamos en silencio, uno junto al otro. Sonlas cuatro de la tarde de un domingo y no hay nadie por la calle. Hace calor,por lo que me quito la camisa que llevo encima de una camiseta blanca yme la anudo en la cintura.

—Estuve hablando con el yayo esta mañana. ¿Cuándo vas a empezar aarreglar el jardín? —se interesa ella, con la cabeza hacia el suelo.

—Ya tengo los planos preparados. Mañana se los enseñaré y, si legustan, iré a encargar los materiales y demás cosas que necesitaré.

—¿Puedo acompañarte? —me mira.—Claro —sonrío—. Independientemente de lo que diga tu abuelo, me

gustaría que me ayudaras, pero solo si tú quieres.—Quiero —sonríe.Le retiro un mechón detrás de la oreja, provocando que se sonroje y

desvíe la mirada de nuevo hacia el suelo, y eso me desarma porque meencanta que se ponga tímida.

Al final de la calle, hay un parque con columpios y una fuente pequeñay cuadrada donde la figura de un ángel, en el centro, expulsa agua por laboca. A Ania le encantan las fuentes. Se sienta en el borde e introduce lamano en el agua.

—Así que ya no eres arquitecto.Me siento a su lado.—Soy paisajista, ¿sabes lo que es?—¿Diseñar exteriores?—Sí —estiro las piernas y cruzo los tobillos—. Siempre me llamó la

atención y el trabajo en Edimburgo era para eso.—Ni siquiera te dejé que me explicaras en qué consistía esa oferta de

trabajo... —agacha la cabeza—. Nico, yo...—No —poso una mano en su rodilla—. No me siento cómodo hablando

de Edimburgo contigo, si te soy sincero, pero deberíamos hablar de ellopara poder seguir adelante —la noto ponerse rígida y retiro la mano.

—¿Hubo alguien? —me susurra.

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Estoy unos segundos callado sin saber si responder o no, perofinalmente contesto:

—Sí.Ania suspira y se levanta, dándome la espalda.—No tuvo importancia —le confieso enseguida, incorporándome—.

Ania, no...Ella alza una mano para que no siga, se gira y me mira. El dolor que

reflejan sus ojos me parte el corazón. Quiero tocarla, pero sé que, si lohago, se rompería como una muñeca de porcelana al dejarla caer contra elsuelo. Cierro las manos en dos puños, conteniéndome. Me sonríe, aunquecon tristeza, y me coge de las manos para calmarme.

—Seguro que esa mujer era especial solo porque tú la elegiste —se alzade puntillas y me da un beso en la mejilla. Se dirige a los otros—. ¡Pasadlobien, chicos! —agita la mano y se marcha.

Pero antes de que salga del parque, me interpongo en su camino.—¿Cuenta algo para ti que tuve que cerrar los ojos e imaginarme que

eras tú? —ahora soy yo quien susurra—. ¿Cuenta algo para ti que se meparaba el corazón cada vez que veía a una rubia por la calle?

Ania ahoga una exclamación.—¿Y tú? —añado, tensando la mandíbula—. ¿Hubo alguien en este

tiempo?Su mirada brilla demasiado.—No pude... ni cerrando los ojos para imaginarte a ti... —y se va

corriendo.Aquello me paraliza.Y sonrío.La paciencia es una virtud y bien sabe Dios que de paciencia sé mucho.

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7(Ania)

Me encierro en mi cuarto con el corazón latiendo tan rápido que pareceque se me vaya a salir del pecho. Respiro hondo. Avanzo hacia la cama yme tumbo. Noto el diario de mi abuela debajo de la almohada y lo saco.Flexiono las rodillas, coloco varios cojines para poder leer a gusto y lo abrodonde lo dejé la última vez...

Corría el año 1955. Era principios de junio. Se cumplía el décimo aniversario del fin de laSegunda Guerra Mundial y el ayuntamiento de Luengo lo iba a celebrar por todo lo alto,homenajeando a nuestros soldados caídos, a los pocos hombres del pueblo que habíancombatido en la Gran Guerra y habían muerto sirviendo al país. Luengo poseía ciertoprotagonismo en España. Éramos un pueblo pequeño, pero rico en agricultura. Se corrió lavoz y otros pueblos de la provincia decidieron unirse al festejo, incluso algunas ciudades. Sedecidió, pues, organizar una subasta benéfica. El dinero que recaudasen sería destinado a unaasociación que ayudaba a las familias con miembros fallecidos por la guerra. Y debido a ello,el pueblo se llenó de soldados, con sus correspondientes familiares y amigos, gente muyacaudalada que esperaba con ansia asistir a la gran fiesta.

El alcalde nos contrató para la decoración floral. Lo hicimosgratis. No cobramos. Mis padres así lo decidieron, sería la aportaciónde nuestra familia a la fiesta.

El día anterior al homenaje, mis hermanas y yo nos encargamos delos últimos detalles. Yo fui la última en terminar. Me daba pánicovolver a casa sola y de noche, pero no me quedó más remedio. Meapreté el chal en el pecho y, con la cabeza agachada, me dirigí a mihogar. Era tarde, pasadas las nueve.

Un borracho se chocó conmigo, aposta.—Una princesita desciende del cielo para salvarme —me dijo,

riéndose.Dos hombres se le unieron y me rodearon. Intenté irme. Estaba muy

asustada... Pero no me lo permitieron. Me agarraron del brazo y meempujaron. Caí al suelo.

—Sujetadla. La he visto yo primero.Los otros obedecieron. Yo chillé con todas mis fuerzas pidiendo

auxilio, pero me metieron en un callejón oscuro.

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—¡Dejadla en paz! —gritó alguien.Me soltaron.—Es nuestra, chico, vete y déjanos tú a nosotros en paz —le

contestó uno de ellos, acariciándome la cara.Yo sentí tal repugnancia que me entraron ganas de vomitar, pero me

contuve, no se cómo, pero me contuve...—He dicho —se acercó una silueta oscura— que la dejéis en paz.—Mira, chico —el borracho fue a tocarle el hombro a mi salvador

—, ¡lárgate!Pero “el chico”, que era un verdadero hombre de los pies a la

cabeza, le sujetó la muñeca y se la retorció. Con movimientos rápidosy precisos, dejó a todos en el suelo, aullando de dolor a mis pies.

—¿Estás bien? —me preguntó con suavidad, a pesar de querespiraba muy rápido por la paliza.

El farolillo le iluminó el rostro, serio y amenazante. Contuve el aliento. Era alto, muy alto.De pelo rubio ceniza, ondulado en la nuca y las orejas, profundos ojos azules que merecordaron a un mar embravecido, mandíbula cuadrada y algo sombreada por una barbacorta, nariz aristocrática, labios carnosos, mentón elevado que demostraba una completaseguridad en sí mismo, piel bronceada... Era impresionante, Ania, te lo prometo...

Su cuerpo, magnífico, estaba muy recto y parecía que no se leescapaba ningún detalle, observando todo con una minuciosidadinigualable, como si estuviera siempre alerta.

—Gracias... —susurré, sin poder alzar la voz.Él me ofreció la mano y me dedicó tal sonrisa que me derretí. Y me

enamoré...Yo también le sonreí, tímida hasta la médula, y acepté su mano. Me

tendió su chaqueta y me acompañó a mi casa en silencio absoluto. Nonos despedimos, ni nos miramos, ni nos dirigimos una sola palabra.

Esa noche no dormí. Estaba demasiado emocionada como para cerrar los ojos. Mi familiairía a la fiesta, estábamos invitados, y no pude evitar preguntarme si le vería allí...

No puedo continuar leyendo porque la puerta se abre. Levanto lamirada. Guardo el diario debajo de la almohada y me siento en el colchóncon las piernas flexionadas debajo del trasero. Espero a que se acomodejunto a mí.

—Estuve unos meses sin hablarme con mi hermano —me confiesaFran, serio, observando el suelo.

Aquello me paraliza.

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—Cuando se fue a Edimburgo —continúa—, te llamé y te escribídurante dos semanas. No he sabido nada de ti hasta hoy. Le culpé. Porponerte entre la espada y la pared. Por elegir Edimburgo, tú te alejaste, él sealejó y yo me quedé sin vosotros —me mira, con una tristeza inmensa en susemblante—. Por primera vez, desde que éramos pequeños, desde misprimeros recuerdos, sentí que el hombre de hojalata había perdido sucorazón, cuando siempre había tenido el corazón más grande del mundo;que el espantapájaros no encontraba la solución al problema, cuandosiempre había sido el más inteligente; y que el león carecía por completo devalentía, cuando era el más valiente del universo, aunque se empeñasesiempre en negarlo. Sentí que nuestro mundo de Oz ya no era nuestro. Mesentí tan perdido, Ana... —se detiene, alarga la mano y me acaricia lamejilla.

No. No es una caricia. Me está limpiando las lágrimas que estoyderramando sin darme cuenta. Y yo, por enésima vez desde que regresé aLuengo, me tapo la cara y lloro. Mi amigo, mi mejor amigo, miespantapájaros... se acerca y me acoge entre sus brazos hasta que me calmo.Odio hacerlo, es que no lo soporto, pero últimamente soy incapaz decontrolarme.

—He necesitado unas palabras de mi abuela para darme cuenta de loinjusta que fui —le cuento, con los ojos cerrados—, con los dos.

—¿De tu abuela? —se extraña.Me aparto. Cojo el diario y se lo muestro, sin abrir.—El yayo me pidió que recogiera las pertenencias de mi abuela para

donarlas a la iglesia, y me encontré con su diario. Lo escribió para mí —sonrío—. Me pide un favor, pero todavía no me lo ha dicho. Llevo muypoco leído.

Fran también sonríe.—Conociéndola, si escribió ese diario para ti es porque ese favor debe

ser muy especial. Y si lo has encontrado ahora, cuando has venido a Luengosin billete de vuelta a Madrid —ladea la cabeza—, es por un motivo.

—Las señales existen...—Pero solo nos fijamos en las que nos apetece —concluye por mí,

recitando de memoria una de las frases que más repetíamos en el pasado.Nos reímos con suavidad. Y nos quedamos unos segundos en silencio.—Lo siento, Fran... Siento haberme alejado de ti. Nico nunca tuvo la

culpa de nada.

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Él me besa en la cabeza como respuesta.—Me gusta Nadia —añado, sonriendo—. Me alegro mucho por ti.Fran me devuelve la sonrisa.—Pues quiere hacer un libro de fotos del pueblo —me explica—. Dice

que es tan bonito que parece...—Un cuento de hadas.Compartimos una sonrisa de nostalgia, porque siempre hacíamos esto:

uno empezaba una frase y el otro la terminaba.—Te he echado de menos... —mi sonrisa se vuelve triste.—Yo también a ti, enana —me besa en el pelo.—Cuenta conmigo para ayudar a Nadia —le digo con solemnidad.Luengo es precioso y siempre hemos pensado todos lo mismo, que

parece un pueblecito mágico, lleno de colores y aislado del mundo, como siestuviera en una burbuja en la que se ha detenido el tiempo.

—Gracias, se lo diré.Nos abrazamos y él se marcha.Me tumbo en la cama y continúo con el diario...

¡Y llegó la fiesta tan esperada! ¡Y allí estaba el hombre que me salvó, Ania! Lo vi vestidode uniforme, como tantos otros soldados, pero su chaqueta era distinta, poseía variasinsignias, y hasta ofreció un pequeño discurso que emocionó a los presentes. Mi padre noscontó que era teniente del Ejército del Aire, que provenía de una de las familias más ricas deEspaña y que se llamaba Alberto Ruiz Palomar y era el primogénito y heredero de losmarqueses de Lemán, de Madrid.

Me quedé algo apartada. Era la primera fiesta a la que acudía y todo me teníaobnubilada. Éramos una familia normal y corriente, vivíamos cómodamente, pero sin lujos nicaprichos. Me intimidaba esa gente, no te lo voy a negar. Las joyas y los vestidos que lucíanlas mujeres eran impresionantes y los trajes de los hombres demostraban a la perfección queera una fiesta de la alta sociedad. A pesar de que nosotros llevábamos nuestras mejores galas,se notaba que no pintábamos nada allí. No obstante, la gente sabía quiénes éramos y notardaron en alabar nuestro trabajo. Pero yo prefería esconderme, estaba más a gusto espiandoa mi salvador...

En los rincones del salón, en las sombras, donde nadie atisbara mipersona, disfruté observando a mi teniente con las mariposas flotandoen mi estómago. ¡Era tan guapo, Ania! Se le veía tan confiado, tanseguro de sí mismo...

Cuando se inició la subasta, después de la cena, me escabullí aljardín trasero del edificio, donde había un pequeño laberinto con unafuente preciosa en forma de estrella, en el centro del mismo. Me sentéen el borde de la fuente, me descalcé e introduje mis pies. Suspiré. ¡Yame había enamorado! Lástima que fuera un amor imposible...

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—Creía que no iba a encontrarte nunca —me dijo una vozmasculina a mi espalda.

Me levanté de golpe, asustada, pero trastabillé con mis pies. Era misoldado, que intentó sujetarme al prever lo que ocurriría acontinuación, pero tiré de él y caímos los dos al agua.

—Si esta es la manera en que nos defiende del enemigo —le dije,riéndome—, entonces estamos perdidos, teniente.

Él sonrió. Oh... y qué sonrisa... Me robó el aliento...Me ayudó a levantarme. No se enfadó por haberse empapado, sino

que se quitó la chaqueta y la tendió sobre un banco de piedra, todo uncaballero, Ania...

—Si sabes que soy teniente es porque has indagado sobre mí —medijo, guiñándome un ojo—. ¿Cuántos años tienes, Ana?

Lo miré, sorprendida. Él soltó una carcajada.—Me declaro culpable —se apuntó a sí mismo—. Yo también me

he interesado por ti. Después de todo, uno no rescata a una hermosamuchacha todos los días.

Me ruboricé como una tonta.—En realidad, es Anya —confesé, retorciéndome las manos en el

regazo—, aunque me llaman Ana. Y tengo diecisiete años.—¿Anya? —me contempló un eterno momento—. Eres rusa —

afirmó, con otra sonrisa deslumbrante—. Ahora entiendo por qué erestan distinta a las demás de por aquí.

Me encantó cómo sonó mi nombre en sus labios. Nunca nadie mellamaba Anya, y quise que él me llamara así.

—Sí, de Moscú, pero he vivido aquí, en Luengo, desde que era unbebé.

—Hueles a rosas, ¿lo sabías?—Son mis flores favoritas. Mi familia tiene una floristería, aunque

eso ya lo sabes si has investigado sobre mí —le sonreí—. Nos hemosencargado de decorar la fiesta.

Hablamos sobre la floristería un ratito más, pero, cuando acabó lasubasta y comenzó la música de la orquesta, nos levantamos pararegresar al salón. Yo le miré con tal devoción y deseo de ser besadapor primera vez, que creo que le asusté.

—Encantado de conocerte, Anya —me besó la mano como si fuerauna mujer importante, haciéndome sentir muy especial—. Quizás,

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volvamos a vernos. No te metas en problemas —me guiñó un ojo yvolvimos por separado a la fiesta.

El resto de la noche, hasta que mi familia me avisó de que era horade irse a casa, mi teniente me miró y me sonrió cuatro veces, las conté.

Al día siguiente, mi alegría se evaporó. Mi teniente, seguramente,ya habría regresado a su hogar. Mis padres y mis hermanas mehicieron mil preguntas, sabían que algo me pasaba, pero yo no quisedecirles nada.

A la hora de comer, se marcharon a casa y yo me quedé en la floristería. Me compré unsándwich y un refresco en la panadería y me encerré en la tienda. Sin embargo, antes deprobar bocado, alguien llamó a la puerta. Yo estaba en el almacén. Me acerqué a ver quiénera. Y me quedé paralizada... ¡Mi teniente estaba allí! Vestía sin el uniforme, con un pantalónde pinzas oscuro, a juego con la chaqueta, el chaleco y la corbata, y una camisa blancainmaculada. No te imaginas lo guapo que estaba, Ania...

Con una sonrisa tímida, giré la llave y abrí. Entró. Me toqué el peloen un vano intento por adecentarme. Él me sonrió.

—El tren sale en media hora —me informó—. Quería despedirme.—Creía que anoche nos habíamos despedido.—Anya, yo...¡Adoraba cómo pronunciaba mi nombre!—¿Sí? —agaché la cabeza, ruborizada a más no poder.Él posó dos dedos en mi barbilla y me alzó el rostro.—Eres muy joven y yo no soy completamente libre, pero... —

susurró, a la vez que me acariciaba la mejilla—. Dentro de unosmeses, seis como mucho, podría escaparme un fin de semana. ¿Tegustaría que viniera a verte?

Entreabrí los labios, incapaz de creerme que aquello estabasucediendo. Él me miró la boca y, por un segundo, sus ojos seoscurecieron. No me dio miedo, sino que se me aceleró el corazón.

—También, podría escribirte —añadió—. Solo si quieres.Asentí despacio, por completo hechizada, tanto por su tacto como

por su voz. Nos soltamos y le entregué una nota con mi dirección. Y sefue. Y yo... Ania, yo no dejé de sonreír durante días...

Así que Alberto... Esto se pone interesante...Sonrío, porque estoy convencida de que nadie sabe esta parte de la

historia de mi abuela, y estoy más que encantada de conocer este secretitode primera mano.

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8(Nicolás)

—Perfecto —zanja el yayo, palmeándome el brazo—. ¿Cuándoempezarás?

—Voy a ir ahora a encargar los materiales —le informo—. En cuantome vayan llegando, empezaré.

—Ya estoy lista —nos interrumpe una voz femenina a nuestra espalda.El abuelo y yo nos damos la vuelta. Sonrío, no puedo evitarlo. Ania está

preciosa, y ya preparada para acompañarme, como quedamos ayer. Llevaunos pantalones vaqueros cortos, ajustados y deshilachados en la mitad delos muslos, una camiseta marinera con volantes en los hombros y unasalpargatas blancas, bordadas y planas. Se ha recogido sus largos cabellos enuna coleta alta y tirante. Sus ojos brillan tanto como la sonrisa que me estádedicando.

Siempre prefería vestirse de pantalones, a pesar de que su padre seempeñaba en que utilizara faldas o vestidos, tuviera la edad que tuviera.Lástima que Cristóbal no se diera cuenta de lo guapa que era, en pantaloneso con vestidos.

Nos despedimos del yayo y partimos en mi pickup hacia las afueras delpueblo, donde hay una nave en la que se vende casi de todo. No hablamosdurante el trayecto. Son solo diez minutos, pero el silencio es cómodo entrelos dos, siempre ha sido así y eso me tranquiliza, y ella lo sabe.

—Vaya, vaya... —dice Benjamín, el dueño, al bajarnos del coche—. Lanieta pródiga ha vuelto, y más bonita que nunca —se acerca a Ania y seabrazan con adoración.

Es uno de los hombres más buenos de Luengo. Tiene más de setentaaños, el pelo encanecido con entradas pronunciadas, los ojos casi negros, deestatura baja y con una buena tripa. Lleva el negocio con sus hijos y nietos.Se encargan de suministrar al pueblo cualquier cosa que necesiten, ya seacomida, mobiliario o lo que sea, lo consiguen todo.

—¿Qué tal tu hermano, muchacho? —se interesa—. Dile que venga averme y así compruebo con mis propios ojos que su novia es tan guapa

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como dicen.Yo asiento, sonriendo. Nos invita a un café y charlamos un poco del

pueblo y de trabajo, pues le pedí materiales para otro proyecto y me cuentaque esta semana los recibirá. Después, Ania deambula por la nave mientrasBen y yo preparamos el pedido. Tardamos un rato.

—También he oído más cosas —me susurra él, mientras termina deescribir en el albarán. Se detiene, me mira y señala con la cabeza a Ania,que, en este momento, se encuentra de espaldas a nosotros, a unos metrosde distancia—. Que se está refugiando en casa de su abuelo. Que estáhuyendo.

Benjamín es el mejor amigo del yayo y suelen hablar todos los días, yasea por teléfono o porque se acerca Ben a visitarlo un rato antes de la cena.Se lo cuentan todo, son como hermanos.

Respiro hondo.—No creo que su padre se quede de brazos cruzados —gruñe él—. Y

mucho menos cuando va a venir su mujer una temporada.—¿Va a venir la madre de Ania?—Sí, pero no sé cuándo.Tatiana es una buena persona, dulce, amable y tranquila. Siempre he

pensado que Cristóbal la anulaba, psicológica y físicamente. Cuando yo erapequeño, la recuerdo sin dejar de sonreír y tararear; le encantaban las floressilvestres y cada día llevaba un ramo del campo en su paseo diario.Correteaba detrás de Ania, haciéndola reír sin parar, y nos visitaba por lastardes, jugaba con Fran y charlaba conmigo. Era muy amiga de mi madre,no perdonaban un té con pastas y risas.

Sin embargo, no sé cuándo, esa chispa alegre y contagiosa quedesprendía y que provocaba que su belleza aumentase, y ya era decir,comenzó a apagarse antes de que su madre muriese y se mudase, porórdenes de Cristóbal, a Madrid. Las siguientes ocasiones en que visitaba elpueblo, en verano y en Navidad, no sonreía de verdad, sino que se mostrabacortés y apenas hablaba. La relación con mamá también se acabó, hasta elpunto de solo dirigirse entre ellas un escueto saludo si se cruzaban por lacalle. Mi madre siempre dice que el amor, a pesar de sus baches, crea unbrillo alrededor de las personas que solo es capaz de matar el desamor, yque eso era lo que le había sucedido a su amiga del alma, alejándola de ellay de todas las personas que la querían de verdad.

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—De todas formas, ya conoces a su marido —farfulla Benjamín—,nunca la deja sola demasiado tiempo, así que no creo que tarde en aparecerdetrás de ella para llevársela a Madrid. Es una pena que una luz tan bonitacomo la de Tatiana se acercase demasiado a las llamas de un verdaderodemonio. Hasta las hadas caen en la tentación, quizás por su inocencia. Sonlas criaturas a las que más se ha de cuidar, por lo maravillosas que son —sonríe con tristeza—. Miro a Ana y veo en ella a su madre y a su abuela.Era una belleza y su corazón era inmenso, y eso mismo lo heredaron su hijafavorita y su nieta del alma, aunque el genio que se gasta Ana lo ha sacadode su abuelo, eso sin duda, ¡menudos son los dos!

Nos reímos y ella nos mira al escucharnos. Se acerca a nosotros.Cuando sus ojos chocan con los míos, se ruboriza y yo trago saliva conesfuerzo, aunque ninguno perdemos la sonrisa.

—Oye, Ben —le dice Ania—, ¿dónde estaba la floristería?Él sonríe.—¿Había floristería en Luengo? —me intereso, con el ceño fruncido.—Sí —me contesta Benjamín—, era de la familia de su abuela Ana —la

observa con cariño—. Es la casa cerrada que está en la plaza, justo al ladodel ayuntamiento y enfrente de la panadería. Pertenecía a tus bisabuelos —añade hacia ella—. Tu abuela era la pequeña de la familia y sus hermanasno tardaron en irse de Luengo. Cuando tus bisabuelos murieron, tu madreacababa de nacer, y teniendo ya dos hijas más, no podía hacerse cargo ellasola de la floristería. Tu abuelo intentó convencerla para que no la cerrara,pero no daba mucho dinero, así que terminó por cerrarla. El local es de tuabuelo —sonríe con nostalgia—. Nunca lo quiso vender porque siemprecreyó, y sigue creyendo —se ríe—, que algún día volverá a ser unafloristería. Le han hecho ofertas, y muy jugosas —alza el dedo paraenfatizar—, pero nunca ha cedido. Tu abuela amaba las flores casi tantocomo a tu abuelo, y tu abuelo la sigue amando con locura —se emociona,su voz se vuelve un poco ronca.

Los tres permanecemos en silencio con una sonrisa triste en los labios.La abuela Ana era maravillosa, todo el mundo la adoraba. Bueno, todo elmundo menos Cristóbal.

—¿Te importa llevarme a la plaza luego? —me pide Ania.—Ya hemos terminado —le sonrío—. Llámame cuando te vayan

llegando, Ben —le palmeo la espalda al hombre.

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—Claro, muchacho —sonríe—. Ven a casa un día, Ana, que miEnriqueta tiene muchas ganas de verte.

—Eso haré —sonríe ella—. Adiós, Ben.Nos marchamos.—Tengo que pasarme por una finca, ¿me acompañas o te llevo a la

plaza ya? —le pregunto, fingiendo tranquilidad, cuando en el fondo estoydeseando pasar más tiempo a su lado.

—Te acompaño —me contesta, con el codo en la ventanilla yobservando el exterior.

Oculto una sonrisa de satisfacción y dirijo el coche hacia la finca deJosué y Matilda, un matrimonio de mediana edad, provenientes de Madrid,aunque naturales de Luengo, que decidieron trasladarse hace un par de añosal pueblo, cuando se jubilaron. La mujer es una amante de la botánica y mecontrataron a principios de mes para construirles un invernadero.

En apenas diez minutos, aparcamos frente a la casa, de una sola planta ysituada en el centro de la extensa propiedad. El matrimonio sale a recibirnoscon una amplia sonrisa. Nos bajamos del coche.

—Qué compañía tan bonita traes, Diablo —comenta Matilda,observando a Ania con dulzura—. Eres Ana, la hija de Tati. Eras una niña laúltima vez que te vi, a lo mejor no te acuerdas de mí —se besan lasmejillas, sonriendo.

—Sí me acuerdo —contesta ella, asintiendo y también sonriendo—.Eres Matilda. Tú, Nines y Consuelo erais las mejores amigas de mi madre.Guarda en una caja las cartas que os mandabais y muchas fotos de vosotrastres.

—Yo fui la primera que se marchó de Luengo, y, por desgracia,perdimos el contacto con el paso del tiempo, pero nunca he olvidado a Tati.

—Has vuelto.—Cuando mi marido se jubiló, decidimos volver —se cuelga de su

brazo y empiezan a andar hacia donde se ubicará el invernadero, a laizquierda de la casa—. No se habla de otra cosa en el pueblo —se ríe—, detu vuelta y de que tu madre también vendrá.

—Seguro que las viejas cotorras dicen más cosas —murmura Ania, conuna mueca.

El matrimonio suelta una carcajada. Yo escondo una sonrisa. Ellaodiaba los rumores y a esas viejas cotorras que parecían saberlo todo detodo el mundo, y lo más curioso es que nunca se equivocaban; no se

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movían, ni se mueven, de los bancos de la plaza salvo para irse a su casa, ocuando llueve.

—No lo tomes a mal, somos un pueblo pequeño y hacía meses que nohabía novedades —le explica la mujer, dándole unas palmaditas en el brazo—, desde que volvió Nicolás. Y ahora, has vuelto tú. Las viejas cotorras nodejan de repetir que cuando el río suena es que agua lleva, pero que cuandosuena varias veces seguidas es porque se aproxima una catarata, y que esono sucedía desde hacía muchos años —desvía la mirada al añadir, en untono más bajo—, y tienen razón.

—¿Desde hacía muchos años? —le pregunta Ania, extrañada.A mí también me sorprende. ¿A qué se referirá?—Aquí irá el invernadero —sonríe Matilda, separándose de ella y

desplegando los brazos para abarcar el espacio abierto, rectangular y llenode pequeñas macetas con flores de diversos colores y tipos sobre el césped,a la izquierda de la casa—. ¿Cuándo podrás empezar? —me pregunta.

—Los materiales llegarán esta misma semana —les cuento, tal cual meha indicado Benjamín cuando nos tomábamos el café—. Cuandocompruebe que esté todo bien, empezaré.

—¿Vas a contratar a alguien para que te ayude? —quiere saber Josué—.Nuestro hijo pequeño se va a venir una temporada. No encuentra trabajo yle hemos dicho que pruebe por aquí. Estará encantado de ayudarte —sonríe—. Se llama Jacobo y es de tu edad, os llevaréis bien, seguro, ¿verdad,Mati?

Pero la mujer no sonríe, sino que mira a Ania con el ceño fruncido, ungesto del que nos percatamos todos.

—¿A qué se dedica? —me intereso.—Trabajaba en una empresa de construcción —contesta Josué—, es un

manitas, sabe arreglar cualquier cosa y no se le caen los anillos con nada —saca pecho, bien orgulloso de su hijo.

Matilda gruñe y se cruza de brazos.—¿Qué? —inquiere su marido, con una expresión de inocencia, aunque

un tenue rubor le tiñe los pómulos.—Pues que también es mi hijo y le adoro, pero es un vago de narices, y

no digas que no se le caen los anillos con nada porque, encima, es unseñorito —nos mira a Ania y a mí—. La empresa de construcción para laque trabajaba era la de Josué, que pasó a ser de nuestro otro hijo, el mayor,Jerónimo. Se la ofrecimos a los dos, que la dirigieran conjuntamente —

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vuelve a gruñir, meneando la cabeza—, pero Jacobo dijo que no queríatanta responsabilidad, que se encargaría solo de supervisar las obras y queJerónimo se dedicase al papeleo, contratos, clientes... —suspira conresignación—. En cuanto Josué y yo nos mudamos aquí, Jacobo empezó allegar tarde a las obras, a no presentarse en las oficinas... —hace un ademán—. Jerónimo se hartó y le echó de allí. Supuestamente, ha estado buscandotrabajo —suspira otra vez—, porque Jerónimo le cortó el chorro, y conrazón. Y por eso se viene aquí, porque no tiene ni oficio ni beneficio. Túverás si contratas a alguien como él, Nicolás —me observa, enarcando unaceja—, porque te hará trabajar el doble y para nada. Eso sí, te lo pasarásbien porque es muy simpático mi niño, pero trabajar... No sé si sabe siquierasumar dos más dos.

—¡Matilda! —la regaña su marido.—¡Venga ya, Josué! —le mira, enfadada—. Es mi hijo y le quiero con

locura, pero es un cazurro, por favor... Y la culpa es tuya —le señala con eldedo—, que siempre le has consentido todo.

—Cómo no... —masculla él, chasqueando la lengua—. Jacobo no es uncazurro, es igual que...

—¿Tu padre, ibas a decir? Pues otro cazurro.—¡Matilda! —enrojece de vergüenza.—Llevo razón y lo sabes —se endereza—. Que yo con tu padre me reía

mucho, pero, me vas a perdonar —posa una mano abierta en el pecho—,era otro vago de narices. La diferencia con Jacobo y Jerónimo es que elhermano de tu padre le permitió a tu padre cobrar mucho dinero en laempresa sin trabajar, porque lo único que hacía era vivir la vida; Jerónimo,gracias a Dios —alza la mano—, salió a mí, y menos mal, ¿también lo vas anegar?

—No, mujer —ironiza—, ¿para qué lo voy a negar, si tú siempre tienesrazón? El niño tonto se parece a mi familia, pero el niño listo se parece a latuya.

—Por supuesto —asiente con solemnidad—. Y no pasa nada —seencoge de hombros con total tranquilidad—, sigo casada contigo, ¿no? Seráque los polos opuestos se atraen.

Ania y yo nos miramos y escondemos la risa, aunque nos resulta difícil.Josué está cada vez más colorado y Matilda no se calla lo que piensa.

—Si tan señorito es vuestro hijo —comenta Ania, sonriendo—, no creoque le guste un pueblo pequeño sin distracción de ningún tipo, excepto la

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semana de las fiestas.—Pues no ha pisado un pueblo en su vida, ya veremos si se baja

siquiera del coche cuando llegue —bufa la mujer.Ania y yo ya no lo resistimos y soltamos una gran carcajada. El

matrimonio se mira y se echa a reír al fin.—Pero es un buen niño —añade Matilda, colgándose del brazo de su

marido—, tiene el corazón de su padre.—Siempre tienes razón —le contesta Josué, henchido de orgullo.Nos reímos de nuevo y pasamos a hablar del invernadero.De vuelta al coche, tras despedirnos de ellos, saco el móvil y grabo un

audio para que no se me olviden las indicaciones que me ha dado Matildahace un momento, para incluirlas en los planos cuando llegue a casa.

Ania se fija y me sonríe, percatándose de por qué grabo mi voz y noescribo en un cuaderno. Y lo que significa esa sonrisa tan bonita que meregala hace que me trabe en una de las frases.

Guardo el móvil y nos montamos en mi pickup.—¿A la plaza? —susurro, incapaz de elevar la voz, ahora más que

nunca, porque esa sonrisa hace que todo mi cuerpo se acelere, y tengo queapretar el volante porque en los diez meses que estuvimos juntos, siempreque me mostraba esa sonrisa me la comía a besos.

Ella asiente y conduzco hacia el local que nos indicó Benjamín,pensando en lo cerca que la tengo, pero lo lejos que está, al apreciar cómosu mirada, otra vez, se pierde en el exterior a través de la ventanilla.

Te encontraré, Ania, te lo prometí y pienso cumplir mi promesa, comotodas las que te he hecho.

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9(Ania)

—No sabía lo de la floristería —me comenta Nicolás, aparcando en lamisma puerta de la antigua floristería, un local cerrado, aunque la fachadaestá limpia, pequeño, de una sola planta.

—Yo tampoco.No añado más porque acabo de ver a las viejas cotorras acomodadas en

su banco particular, a la izquierda de la fuente, enfrente de nosotros, y mitranquilidad se ha evaporado.

Son tres mujeres mayores, vestidas enteras de negro y de largo hasta lostobillos, con los cabellos blancos recogidos en un moño bajo, los ojosnegros, la piel tostada por el sol, delgadas, con una verruga cada una en lacara y las manos, de largas uñas, entrelazadas en el regazo.

A mí siempre me han parecido tres viejas brujas, pero brujas de verdad,porque las brujas tienen verrugas y ojos en cualquier parte, como es el caso.Es que no es normal que lo sepan todo cuando, supuestamente, no semueven de ese banco o de su casa, pues viven juntas. Son primas, eso dicenellas, pero a mí no me engañan, son trillizas, porque tienen la misma cara,los mismos gestos, el mismo cuerpo y ese brillo en sus ojos que jamás hesido capaz de descifrar cuando clavan su mirada en mí.

No nos quitan el ojo de encima, juntan sus cabezas y murmuran. Nicolevanta una mano para saludarlas y ellas sonríen y le corresponden el gesto.

—Vámonos —gruño, observándolas—. Ya me acercaré cuando esas noestén husmeando.

—Siempre están husmeando.—En algún momento dormirán o comerán, ¿no? Además, antes quiero

hablar de la floristería con el yayo.No discute y me lleva a casa del abuelo. Ni siquiera cuando me bajo del

coche me tranquilizo. Seguro que tengo pesadillas esta noche, lo veo venir...—Recuerda poner el cascabel en la ventana —se ríe él, inclinado sobre

el volante.

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—Muy gracioso —mascullo y cierro la puerta con fuerza, arrancándolemás carcajadas con mi actitud.

Nicolás baja la ventanilla y, sonriendo, me dice:—Grita si notas algo, que duermo con las ventanas abiertas —me guiña

un ojo.Yo entorno la mirada, levanto mi barbilla y le doy la espalda. Nico se ríe

otra vez y se marcha cuando entro en casa.—Tiene que estar el cascabel en alguna parte —murmuro, abriendo los

cajones de la cómoda del salón, como una neurótica, nada más cerrar lapuerta, algo que jamás admitiré haber hecho.

Me dirijo a mi cuarto y rebusco por todos sitios.Era el día que Fran cumplió quince años cuando tuvimos un percance

con las viejas cotorras; el único percance, debo aclarar, porque, gracias aDios, a él se le quitaron las ganas de repetir una broma con esas brujas, yeso que fui yo quien se llevó el susto de su vida.

Se le ocurrió retarme a entrar en la vivienda de aquellas tres mujeres; denoche, obviamente. Y yo, que me picaba por todo, acepté. Solo tenía queentrar por una ventana y salir por la puerta principal, ese era el plan,tardaría apenas diez segundos, como mucho. Estuvimos estudiando elpequeño edificio, de dos plantas, situado en una esquina de la plaza, aunquela puerta principal se halla en una de las calles que desembocan en lamisma.

Más bien, no fue un reto en sí, sino el deseo de Fran por su cumpleaños.Teníamos un juego, desde bien pequeños: como éramos mejores amigos, encada cumpleaños, el otro debía cumplir un deseo del homenajeado, unaespecie de prueba para seguir demostrándonos que nuestra amistad eraverdadera, cosas de críos.

Y lo hice. Entré por una de las ventanas laterales. Fue sencillo, solo tuveque empujar un poco y el cristal se abrió. Las farolas encendidas de la plazame ayudaron a no llevarme por delante ningún mueble. Atravesé el salón,hacia la izquierda, la entrada. Fui a abrir la puerta principal, pero no pudeporque el idiota de Fran sujetaba el picaporte por fuera para impedirmesalir. Con la adrenalina corriendo por mis venas por si me pillaban, tiré ytiré, pero él me superaba en fuerza.

Entonces, algo me tocó el hombro y solté tal chillido que Fran se asustóy se marchó, dejándome sola. Me di la vuelta muy despacio, casi sinrespirar, y me topé con las tres viejas cotorras, a apenas unos centímetros

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frente a mí, en camisón blanco y largo, cubriendo sus pies, con sus blancoscabellos sobre sus hombros hasta casi la cintura, sujetando una vela cadauna en las manos, proyectando sombras aterradoras sobre sus rostros,haciendo que sus verrugas parecieran más grandes y horribles, y ese brilloindescifrable en sus ojos no faltó, brillo que me erizó la piel por entero. Lasonrisa que me dedicaron me heló las venas.

Y me fui. Corrí, corrí y corrí y no paré hasta alcanzar la casa de miabuelo, que era donde dormía, escuchando sus risas de bruja en mis oídos...Fue el trayecto más largo de mi vida, y eso que no tardé ni cinco minutos.Me metí debajo de mi cama, esperando a que aparecieran por mi ventanapara vengarse por haberme atrevido a allanar su casa. Entonces, un tintineohizo que contuviera el aliento, seguido de un gruñido tras otro, gruñidos quereconocí de inmediato. Solté el aire que había retenido y me asomé por laventana. Allí estaba Nicolás, sentado en el césped del jardín, con la espaldaapoyada en la pared, debajo de mi ventana.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté, en un susurro para no despertar anadie y que no nos pillasen, sobre todo a él, porque mis padres dormían enla habitación de al lado, ya llevábamos casi dos años viviendo en Madrid yese era el segundo verano que nos quedábamos en casa del abuelo; aunquemi padre solo venía los fines de semana, y era viernes.

—¿Tú qué crees? —me contestó Nico, enfadado, en el mismo tono, sinmirarme.

Cuidar de mí...Sonreí como una idiota. Ahí me enamoré un poquito más de él, porque

de Nicolás me he enamorado a trocitos.Estaba cumpliendo la promesa que le obligué a hacerme unos años

atrás, cuando intentaba aprender a montar en bicicleta yo sola: cuidarmecuando mi padre no pudiera rescatarme. Y mi padre no podía enterarse delo que había hecho en casa de las viejas cotorras, me castigaría, seguro.

—¿Qué era ese tintineo? —quise saber, apoyándome en el alfeizar.—Un cascabel —me lo mostró, todavía sin mirarme. Era de madera y

parecía viejo—. Lo dejaré en tu ventana y, si se mueve, es porque tienesvisita.

—¿Visita? —fruncí el ceño, hasta que comprendí a qué se refería convisita, y noté que perdía el calor del cuerpo—. La brisa puede moverlo.

—No lo hará, es pesado —me lo tendió.

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Lo sujeté y comprobé que, a pesar de ser pequeño, en efecto, pesaba.Intenté tintinearlo y tuve que hacer fuerza para que sonara. Sonreí. Mástranquila, lo dejé en un rincón del alfeizar de la ventana.

—Gracias.—No me las des —gruñó, flexionando las piernas y abrazándoselas con

los brazos—. Ya puedes dormir tranquila.—¿Piensas quedarte ahí? Mi padre está aquí.—No me moveré hasta que te duermas.—¿Y cómo sabes cuándo me quedaré dormida?—Lo sabré —recostó la cabeza en la pared y cerró los ojos.—¿Y tu novia? —le pregunté, aunque pareció que era yo la que gruñía

ahora, porque los celos me devoraron al recordar que, antes de ir a casa delas brujas, Fran y yo habíamos espiado a Nicolás besándose con Carla, unachica de su edad, su novia de ese verano.

—Duérmete ya —suspiró.Me tumbé en el colchón, me descalcé con los pies y abracé la almohada

con otra sonrisa de idiota, pensando que Carla esa noche no tendría másbesos de mi diablo...

Regreso a la realidad al encontrar el cascabel debajo de la cama.—¡Por fin! —me subo al colchón, abro la ventana y dejo el cascabel en

un rincón. Satisfecha, amplío mi sonrisa y me acerco a la habitación de miabuelo.

—Ha llamado tu madre —me indica él, cuando le doy un beso en lafrente. Está en el sillón, viendo la tele, solo—. Dice que hoy mismo vayas acomprarte un móvil o enciendas el tuyo de una buena vez.

Suspiro. No me apetece ni una cosa ni la otra. Apagué el teléfono encuanto me monté en el tren y es lo único que no he sacado de la maleta, ymi portátil. Sé lo que me voy a encontrar si enciendo el teléfono: elcontestador colapsado con mensajes de Mario Garmendia, mi jefe. Notengo amigos, ni siquiera me relacionaba con compañeros del periódico,porque Mario no me permitía vida social de ningún tipo, ni dentro ni fueradel trabajo, y tampoco tengo redes sociales, así que no espero que nadiemás me haya llamado o escrito, ni siquiera mis hermanos, mi relación conellos es bastante particular. Y para escuchar a Mario, sus gritos, susórdenes... porque será eso lo que escucharé; le dejé mi carta de dimisión yme marché sin permitirle opción a nada, ni siquiera le miré, cogí misescasas pertenencias y me fui. Lo siento, pero no voy a encender mi móvil.

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—¿Y Clarita? —me intereso.—Ha ido a hacer la compra, no tardará. ¿Y mi chico?—Bien —avanzo hacia la ventana, clavando los ojos en la casa de

Consuelo, a quien puedo ver en el jardín delantero de la vivienda,arrodillada en el suelo, arreglando las flores, en pequeñas macetas, quebordean el espacio—. ¿Por qué no vendes la floristería?

Mi abuelo respira hondo.—Porque la esperanza es lo último que se pierde.Me giro y le observo, confusa por su respuesta. Está sonriendo, aunque

con tristeza.—A tu madre le encantan las flores, en eso salió a mi Anita —sus ojos

se pierden en un punto infinito—. Todos los días, desde que era unarenacuaja, paseaba por el campo cantando y traía un ramo a casa, aunquelloviera, nevara o hiciera un calor infernal. Y no le importaba venir caladahasta los huesos, ni los gritos que le daba yo porque podía enfermarse —emite una risa tierna—. Se tiraba encima de mí y me daba un montón debesos seguidos hasta que mi enfado se transformaba en carcajadas.

No sonrío. Se me acelera el corazón.—Un día, dejó de hacerlo —se le borra la alegría—. Un día, dejó de ir

al campo, dejó de hacer ramos de flores, dejó de cantar y dejó de darmebesos —me mira, levantando el rostro, sus ojos brillan en exceso.

—¿Cuándo, yayo? —le susurro, incapaz de encontrar mi voz.—Las personas no somos interruptores, no nos apagamos o encendemos

en un instante, sino que lo hacemos poco a poco —extiende el brazo y cogesu cartera de la mesita de noche, entre el sillón y la cama. La abre y sacauna fotografía antigua, a color y roída en las esquinas. Me la tiende y laacepto con dedos temblorosos porque sé cuál es—. El problema es quecuando alguien se apaga, es muy complicado que vuelva a encenderse, perono es imposible.

Me cuesta respirar al contemplar la imagen, en la que sale una mujerbellísima, con su abundante pelo rubio platino por los hombros y la espalda,largo y ondulado hasta la cintura; una sonrisa preciosa que le dedica a unabebé de menos de un año, que sostiene con cariño en su pecho; sus mejillasestán redondeadas y sonrojadas, y su cara es tan radiante que se nota lo felizque es en ese instante en que se tomó la foto; las dos llevan un vestidoblanco. Somos mi madre y yo.

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Entonces, numerosas imágenes acuden a mi mente, imágenes de mipadre diciéndole a mi madre que se cambie de vestido porque es demasiadoescotado; de mi padre diciéndole a mi madre que se recoja el pelo o se locorte porque ya no es una jovencita; de mi padre diciéndole a mi madre quetire el filete a la basura y le haga una tortilla de patatas porque no le apetececarne esta noche; de mi padre diciéndole a mi madre que se levante de lacama para hacerle el desayuno cuando ella está con treinta y nueve defiebre; de mi padre diciéndole a mi madre delante de sus amigos que secalle porque no tiene ni idea de nada...

Imágenes en las que mi madre está demasiado delgada, con el pelo cortoy sin brillo, vestida siempre con colores sobrios, sus pómulos estánhundidos y sin color, su boca hace tiempo que solo susurra cuando nadie laoye, y no recuerdo cuándo fue la última vez que cantó...

Nos observamos unos segundos interminables el yayo y yo. Sus ojos, delos que caen lágrimas, expresan rabia, impotencia, amargura, dolor... Y loque no expresan es resignación, porque la esperanza es lo último que sepierde.

Cierro los párpados con fuerza. ¿Cómo no he sido capaz de verlo?Me derrumbo. Me arrodillo y apoyo la cabeza en sus piernas. Él me

acaricia los cabellos con ternura.—Tengo otra foto, la encontré el día antes de que vinieras —me dice en

voz baja—. Clarita me ayudó. Quise enseñarle quién eras y busqué las cajasde fotos que guardaba mi Anita —se mueve y me tiende una nueva foto.

Cuando me fijo en la imagen, levanto la cabeza y sonrío. Somos Fran,Nico y yo, sentados en el suelo, en el jardín delantero de Consuelo; ellosestán frente a mí, escuchándome, yo les leo uno de mis relatos; la expresiónde Fran es de impaciencia, porque siempre prefería hacer trastadas queestarse quieto; Nicolás, en cambio, transmite fascinación, sonriendo.

Mi abuelo me entrega otra fotografía.—Esta es mi preferida —me da un beso en la frente y se recuesta en el

sillón.En cuanto contemplo la imagen, me doy cuenta del significado de sus

palabras. Cualquiera que viera esta foto la pasaría sin más para ver lasiguiente, incluso se preguntaría qué hace una fotografía así en un álbum,porque es corriente, no hay poses ni sonrisas. Somos Nico y yo, en el jardíndel yayo, sentados en las sillas, uno junto al otro, con un libro abierto frentea Nicolás; él está inclinado hacia el libro, leyendo, ambos tenemos el ceño

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fruncido, concentrados, mi mano derecha está en su respaldo y el dedoíndice de mi mano izquierda señala una línea de la página. Lo importanteno es la foto en sí, sino lo que estamos haciendo.

Acaricio el papel, sonriendo sin percatarme.—Hay muchas más —me cuenta mi abuelo—. Clarita puso las cajas

debajo de la cama —señala su antigua habitación, la que compartía con miabuela—. Ordenó las fotos, todas tienen la fecha detrás.

—¿Por qué no están en un álbum?—A mi Anita le gustaba ponerlas en marcos y las iba cambiando cada

par de semanas, más o menos —sonríe, nostálgico—, decía que así todas lasfotos tenían la importancia que se merecían, porque cualquier instantecongelado era digno de ser recordado. Quité los marcos cuando me dejó —se le borra la sonrisa—. Me recordaban demasiado a ella, por eso no haymás fotos expuestas que las de las mesitas de noche —vuelve a señalar suantiguo cuarto.

A Nico le encantaba hacerme fotos. Enseguida sacaba el móvil, me dabaun beso y, automáticamente, sonaba un clic. Me hacía también posando yosola o con él, pero me repetía sin cesar que sus favoritas eran las primeras,justo después de darme un beso, decía que, en ese instante, mis ojos teníansu nombre escrito en ellos... Lo que Nicolás nunca ha sabido es que sunombre me lo tatué en mi corazón el día que empecé a enamorarme de él.

—¡Ya estoy aquí! —exclama Clarita desde el salón.Yo me seco la cara, beso a mi abuelo en la mejilla y voy a mi

habitación, en busca del diario de mi abuela. Me tumbo boca abajo en lacama y continúo leyendo...

Dos meses después, ya había perdido la ilusión de que mi soldadome escribiera, pero, entonces, una tarde de verano, mi mejor amigo,Lai, que ayudaba a su padre a repartir el periódico y lacorrespondencia por el pueblo, paró su bicicleta en la puerta de latienda. Le vi sacar un sobre blanco sellado. Casi se me salió elcorazón del pecho, Ania...

—¡Buenas! —exclamó mi amigo, con su perenne sonrisa, al entraren el establecimiento.

Lai era muy popular entre las chicas del pueblo, no sé si me entiendes... Además de que susimpatía conquistaba a todo el mundo. Su pelo era negro como el carbón y su aspecto, fuerte yalto; vamos, como dicen en Luengo: un muchacho muy bien apañado. Yo no era ciega, peroLai era como mi hermano mayor, mi familia, y yo, para él, su hermana pequeña. Había tanta

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confianza entre nosotros, que, a veces, no hacía falta que abriéramos la boca para saber loque nos pasaba.

Nos hicimos amigos desde muy pequeños, en la escuela. Aunque mesacaba cuatro años, fue a mi clase, y es que Lai provenía de unafamilia tan humilde que no pudo estudiar hasta que cumplió los ochoaños. Y como era el mayor de la clase y yo, la más pequeña, enseguidase convirtió en mi protector y, con el paso del tiempo, en mi mejoramigo.

—Ha llegado esto para ti —me dijo, borrándosele la alegría de lacara—. ¿A quién conoces de Madrid?

—No es asunto tuyo —le saqué la lengua y le quité la carta.—¿Y tus hermanas?—Solo está Anastasia, en la trastienda. Ágata y Alexandra están en

casa y mis padres han ido a comprar a la ciudad.Nos llevábamos un año entre nosotras. Sí, mis padres se dieron

prisa...

Me río y meneo la cabeza. No solo se dieron prisa en concebir a suscuatro hijas, sino también en la elección de sus nombres: los cuatroempezaban por la misma letra.

Sigo leyendo, encantada con lo que me está contando mi abuela...

Anastasia era la más responsable, la más seria y la máspreocupada por encontrar un buen marido, y por bueno me refiero aque tuviera dinero y fuera buena persona, así era ella, no creía en elamor; yo, en cambio, no dejaba de soñar con enamorarme. Anastasiasiempre estaba haciendo listas de pros y contras de posiblescandidatos, y era precisamente en lo que estaba ocupando su tiempoen la trastienda, mientras Lai y yo hablábamos; y mejor, porque noquería que nadie se enterara de lo que ocurría entre mi soldado y yo,mucho menos mi familia.

—¿No tienes más correo que entregar? —quise despacharle,estaba de los nervios por abrir la carta.

—¿Qué escondes, Ana? —entrecerró la mirada—. Estos dosúltimos meses has estado cada semana más apagada y, de repente, tellega una carta de Madrid y sonríes como nunca —se cruzó de brazos—. ¿Qué me estás ocultando?

Yo suspiré con resignación.

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—Te lo cuento si me guardas el secreto.Él gruñó. (Se me olvidó añadir que es simpático con todo el mundo, pero conmigo es muy

cascarrabias, entre otras muchas cosas).—¿Desde cuándo dudas de mí?—Vale —le agarré del brazo y le acompañé a su bicicleta. Me

incliné y, sonriendo, le confesé la verdad—: Es de mi salvador.Fue lo único que le conté en su momento, que un hombre me había

salvado de unos borrachos, al volver de decorar el ayuntamiento lanoche anterior a la fiesta.

—Ana... —comenzó Lai, dudoso—. Ni siquiera le conoces, no...—Lai, por favor —le supliqué—. Quiero conocerle y llevo dos

meses esperando esta carta.Él observó el sobre cerrado y suspiró.—Sube. La leerás conmigo. No me fío.—¡Vale! —entusiasmada, le abracé con fuerza—. Espera, voy a

decirle a Anastasia que me voy contigo un ratito.A mi hermana no le importaba quedarse sola en la tienda, y que me escapase algunas

veces con Lai era mi pan de cada día, así que aceptó enseguida. Me monté en el sillín de labici de Lai, de lado, con las piernas en alto y juntas para que no se me moviera el vestido, mesujeté a su cintura y él pedaleó hasta nuestro lugar favorito, el árbol más viejo del pueblo, quesé que lo conoces, Ania, porque lo has escalado más de una vez...

Vuelvo a sonreír. Ese árbol del que habla mi abuela está al final delpueblo, al principio de uno de los senderos del campo. Su tronco es tangrueso que se necesitan varias personas para abarcarlo con los brazosextendidos. Sus ramas son también muy grandes y Fran y yo las hemossubido cientos de veces.

—¡Hola! —exclama una voz desde la puerta del jardín.Me asomo por la ventana abierta de mi cuarto y veo a Nadia, que agita

el brazo en mi dirección. Le sonrío. Cierro el diario, lo guardo debajo de laalmohada y salgo al jardín.

—Fran tiene que trabajar y había pensado en hacer unas fotos —meexplica—. ¿Te apetece acompañarme?

—Claro —amplío la sonrisa.Esta chica me ha caído genial, la verdad, y no dudo en aceptar el plan.

Le pido que me espere, que voy a coger mi bolso, pero termino esperándolayo en el jardín de Nicolás unos minutos más tarde.

Contemplo el salón, desde fuera. La cristalera está abierta casi porcompleto. Y me sorprende lo vacío que se encuentra. La noche que me

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acerqué para disculparme con él y firmar la paz, no pude fijarme en nada.Lo que no me sorprende es que no haya televisión, porque Nico es de losque prefieren la naturaleza a la tecnología, solo usa la que no tiene másremedio: un teléfono móvil y un portátil, que tuvo que comprarse cuandoempezó Arquitectura, portátil MacBook Pro que descansa en el sofá.Recuerdo que le encantaba dibujar los planos directamente en un papel, consus manos, no en el ordenador.

—Ya estoy —surge Nadia con la cámara en las manos.Hoy lleva otra falda larga, de color amarillo, y una camiseta blanca,

ajustada, de tirante ancho. Es muy guapa y tiene un cuerpo muy bonito,además de que irradia luz gracias a la gran sonrisa que parece no abandonarsu rostro.

Nos vamos y, nada más salir a la calle, por la puerta principal, no por eljardín, Nadia suelta:

—Nico discutió con tu padre antes de marcharse a Edimburgo.Aquello me frena en seco.

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10(Nicolás)

Estoy tan agotado cuando cruzo la puerta de mi casa, pasadas las diezde la noche, que ni siquiera tengo hambre, necesito mi cama con urgencia.Sin embargo, el cansancio desaparece de mi cuerpo al encender elinterruptor del salón y encontrarme a Ania sentada en el césped,abrazándose las piernas flexionadas, junto a la cristalera. Fran y Nadia estáncenando en casa de mi madre, por lo que se me acelera aún más el corazónpor estar a solas con ella.

Nos miramos. Frunzo el ceño. Me da miedo hasta abrir la boca. Meacerco y me siento a su lado, muy pegado a su cuerpo, aunque puede queme rechace y se aleje.

Pero no lo hace.—¿Por qué no me lo dijiste? —me susurra, con voz temblorosa.Suelto el aire que estaba reteniendo y observo el cielo despejado y lleno

de estrellas.—Porque no hubiera servido de nada —le contesto, también en un

susurro—. Te lo ha dicho Fran.—Ha sido Nadia.Anoche tuve una larga conversación con mi hermano y su novia. Les

conté mi discusión con Cristóbal antes de marcharme a Edimburgo, nadamás romper con Ania. Estaba tan furioso, que llamé por teléfono a su casasin importarme que fuera medianoche y le grité todo lo que me dio la gana,le eché en cara todas y cada una de las veces que tuve que limpiarle laslágrimas a su hija por su culpa, le insulté y le llamé desgraciado, entre otrosinsultos más bonitos... Él también me gritó, también me insultó. Y no mesiento orgulloso, porque sabía que eso no iba a devolverme a mi Ania, nisiquiera me sirvió para desahogarme, Cristóbal se había salido con la suya,se había quedado con Ania incluso desconociendo que manteníamos unarelación en secreto.

Fran no lo sabía. No lo sabía nadie, en realidad. Bueno, le pedí elnúmero de teléfono al yayo, aunque no le expliqué nada, ni me interrogó.

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Mi hermano se enfadó cuando se enteró, pero le duró poco, enseguida meabrazó. Nadia, en cambio, comentó que Ania debía saberlo. No imaginé quese lo diría, así de sopetón, acaban de conocerse, pero no me importa, sé quelo ha hecho con buena intención.

—¿Hubiera cambiado algo? —me atrevo a preguntarle.Ella no responde, y no hace falta. Saca algo del bolsillo trasero de su

pantalón corto vaquero y me lo tiende.—Quédatelas —me dice, sonriendo—. Podrías utilizarlas para decorar

un poco tu casa, y así parecerá una casa. Alguna mesa, alguna silla... ¿Unacama? Espero que no duermas en un saco o en una tienda de campaña, quevisto tu salón, ya me espero cualquier cosa —hace una mueca.

Nos volvemos a mirar y nos reímos.Lo que me ha dado son fotografías antiguas.—Tengo una cama gigante y muy cómoda —sonrío, observando las

imágenes—. Vaya... ¿Has estado hurgando en el baúl de los recuerdos?—Las ordenó Clarita antes de que yo viniera. Aparecen las fechas

detrás.En todas salimos Ania, Fran y yo, y en algunas se ve a mi madre y a

Tatiana. Y durante unos minutos, emitimos una carcajada tras otra.—Espera —me agarra la muñeca con suavidad para que no pase más

fotos—. Esta es una de mis favoritas.Somos ella y yo: Ania montada en su pequeña bici de color rosa, yo

estoy detrás, sujetándole el sillín para enseñarla y que no se cayese; se la vecon raspones, fue al día siguiente de que ella me pidiera que la cuidasecuando su padre no pudiese. Se presentó en mi casa con la bici; recuerdoque estaba a punto de llorar, pero desde pequeña procuraba no hacerlo, miróla bicicleta y me miró a mí. No salió nada de su boca, tampoco de la mía. Yen pijama como estábamos los dos, me puse mis viejas zapatillas y fui a lacalle con ella y su bici rosa. También recuerdo la cara de felicidad que mededicó cuando logró, dos horas más tarde, mantener el equilibro por símisma, aunque tambaleándose un poco.

—Eras tan bonita... —murmuro, acariciando la imagen—. Tan diferentea cualquiera.

—Por mi ascendencia rusa —apoya la cabeza en mi hombro y yo estoya punto de estrecharla entre mis brazos, un temblor me sacude por entero—.¿Sabías que mi abuela era rusa? Me enteré cuando vine.

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—La escuchaba hablar en ruso, pero nunca se me ocurrió preguntarlepor qué —arrugo la frente—. Por eso era tan blanca de piel y de pelo y teníaesos ojos tan claros. Igual que tú —me giro, incapaz de resistirme, y aspiroel aroma de sus cabellos: rosas—. Tu madre se le parece mucho, aunquetiene los ojos del yayo; tú, en cambio, eres idéntica a la abuela Ana.

Ella levanta un poco la cara y me sonríe.—Estoy leyendo su diario y, ¿sabes qué? Me está contando cuándo se

enamoró de un teniente del Ejército del Aire, que encima era el heredero deunos marqueses de Madrid —enarca una ceja, tornándose su sonrisatraviesa.

—Pero ¿el yayo...?—De momento, el yayo no aparece —se ríe. Entonces, la timidez surge

otra vez en su rostro. Entrelaza un brazo con el mío—. ¿Te gustaría leerloconmigo? Podría venir aquí después de cenar todas las noches y leerlojuntos. Solo si quieres —se pone nerviosa y se incorpora, alejándose de mí—. Perdona, no sé por qué...

—Vale —la corto, levantándome también—, con una condición: que, acambio, me ayudes a que esto parezca una casa —aclaro—. Ya va siendohora de empezar —añado, más bajo.

Nos reímos.—¿A...? —trago saliva y respiro hondo—. ¿Aceptas? —extiendo mi

mano, incapaz de inhalar oxígeno con normalidad.Ella, seria, alarga la suya muy despacio, hasta tocar la mía. Y yo... me la

llevo a los labios y se la beso. Contiene el aliento, pero no me suelta, noaparta sus ojos de los míos, pero los míos descienden a su boca, esinevitable. Son labios más carnosos que finos, rosados y que se acaba dehumedecer, provocando que brillen, incitándome a perderme en ellos, asaborearlos, pero, sobre todo... a adorarlos.

Nuestras respiraciones se entrecortan. Quiero besarla. Con todas misfuerzas. Mi cuerpo la reclama, mi corazón le pertenece desde siempre, y mimente... Mi mente se niega a ceder a la tentación, y, salvo en contadasocasiones, suele ganar las batallas. Como ahora. Porque el miedo meparaliza. Miedo a su rechazo. Y sé que me rechazaría, y no podríasoportarlo.

—Ve a... —trago saliva y respiro hondo—. Ve a por... —me trabo tanto,que me enfado conmigo mismo—. Joder... El diario —logro decir, la sueltoy me giro, avergonzado.

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Entonces, Ania se coloca frente a mí, alza una mano y me acaricia desdela ceja hasta la comisura de la boca. Sonrío, calmándome de inmediato. Ellatambién sonríe y se marcha a por el diario.

Cuando vuelve, yo estoy sentado en el sofá, con una pierna flexionadadebajo del trasero y un botellín de cerveza en la mano. He encendido losfarolillos que hay encima de la puerta por la que se acede a la cocina, nosservirán para leer bien, nos enfocan. Además, me gusta esa iluminación, soymás de oscuridad que de luz.

—¿Y Fran y Nadia? —quiere saber, descalzándose para subirse a milado.

—Están en casa de mi madre.—Comí con Nadia hoy y la acompañé a hacer fotos —se sienta, muy

cerca de mí.—Toma —me agacho y cojo el otro botellín que he traído—. ¿Y qué tal

con ella?—Gracias —da un sorbo—. Muy bien —se ríe—. Es muy...—¿Directa? ¿Rápida? ¿Efusiva? ¿Alocada?—Y espontánea —se vuelve a reír, con más ganas—. Se parece mucho

a tu madre.Asiento, sonriendo.—Me gusta —me confiesa, sonriendo con dulzura—. Fran no es tan

nervioso, pero es tan despierto como ella. Hacen muy buena pareja. Tú y yosomos más... —se ruboriza y se calla. Bebe otro trago.

Yo escondo una sonrisa, carraspeo y señalo el diario con la cabeza.—¿Empezamos? Aunque tendrás que ponerme en antecedentes.—Llevo muy poquito.Durante los siguientes minutos, me relata lo que ha leído ya. No la

interrumpo. Me encanta escucharla, pero lo que más me gusta es suentusiasmo, como si fuera la mejor historia jamás contada. Esa es mi Ania...Aún sigue ahí.

—¿Preparado? —me pregunta, abriendo el diario.—¿Estás segura de que quieres leerlo conmigo? —dudo, porque tengo

la sensación de estar invadiendo la privacidad de su abuela—. Es algoíntimo. Es el diario de tu abuela, que te ha escrito a ti y...

—De la abuela —me corrige—. Y sí, me lo ha escrito a mí, así que yodecido con quién lo comparto —se gira un poco y se recuesta en micostado, de tal modo que yo también puedo leer al tiempo que lo hace ella.

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En otras circunstancias, me reiría abiertamente por lo marimandona quees, pero me distraigo porque mi brazo descansa en el respaldo del sofá, aunos centímetros de su cuerpo. Quiero que descanse en su cintura yapretarla contra mí. No obstante, mi mente, de nuevo, gana a la tentación.

Ania se dispone a leer...

Leí la carta en silencio, sentados los dos con la espalda en el troncodel árbol. Lo hice rápido, ya la saborearía a solas. Cuando terminé,abracé la carta contra el pecho y me lancé a Lai, chillando de laemoción. Nos caímos a la tierra porque no se esperaba esa reacciónpor mi parte. Me quitó de encima y empezó a maldecir, porque Laimaldecía mucho.

—¡Pero si no te ha dicho nada! —se quejó él.—¡Me ha escrito! ¡Me ha escrito! ¡Me ha escrito! —saltaba, loca

de contenta, con el corazón latiéndome muy deprisa—. Y sí me hadicho algo. Muchos algos —agité la carta en su cara.

—Solo te ha contado cómo es su casa y lo que hace en ella los finesde semana, que es cuando no está en la base —se cruzó de brazos—.Mujeres... Con cualquier cosa os hacéis ilusiones. Luego, sufrís y,claro —bufó—, la culpa siempre es nuestra.

—Eres... ¡Eres un imbécil! —me enfadé y le di la espalda. Empecéa temblar. No quería llorar, y no sé por qué quise hacerlo en eseinstante, porque yo odiaba llorar, Ania, me pasaba como a ti. Me doliólo que me dijo Lai—. ¿Por qué eres así conmigo? Estoy compartiendocontigo algo muy especial para mí. Es la primera vez que me enamoroy...

—¿Que te enamoras? —repitió, entre risas—. Tú no sabes lo quees el amor, Ana. Eres una niña.

Me sentó tan mal que me llamara niña, que no me acobardé. Lai y yo nos decíamos todo loque se nos pasaba por la cabeza, y, a veces, eso no era nada bueno, porque, después,estábamos días sin hablarnos, enfadados. Éramos muy orgullosos, Ania, y el orgullo te juegamalas pasadas cuando menos te lo esperas, o incluso cuando no te lo mereces...

—¡Tengo diecisiete años! —le enfrenté, mirándole—. No soyninguna niña. Y puede que yo no sepa lo que es el amor, pero al menosno voy por ahí rompiendo corazones.

—Yo no rompo corazones —se puso muy colorado—. Soy unespíritu libre y todas lo saben.

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—¿Y por qué todas acaban llorando en mi hombro? —arqueé lascejas—. Todas, Lai. Y no las conozco de nada, salvo de vista por elpueblo, pero saben que soy tu mejor amiga y vienen a que yo les sequelas lágrimas e intente convencerte de que vuelvas con cada una deellas. Y a ti te da igual —le señalé con el dedo—, porque antes de quellamen a mi puerta, ya estás besuqueando a otra.

Él no contestó. Sabía que yo llevaba razón.—Tengo mis motivos —me dijo, apartando sus ojos de los míos—.

Nunca he mentido a ninguna de ellas.—¡Venga, hombre! —dejé caer los brazos, riéndome sin ninguna

alegría—. Les estás regalando siempre flores, que me las compras amí, que soy yo quien te las vendo, Lai. A otro con ese hueso, porfavor... —bufé, indignada.

—Es que os encantan las dichosas flores, joder —empezó agesticular.

—¡Eh! —levanté la mano—. Un respeto a las flores, que no tienenla culpa de ser tan bonitas.

—Vale, perdona —se avergonzó y respiró hondo—. Y nos estamosdesviando de la cuestión. Ese teniente y tú no tenéis nada en común,Ana —me dijo, calmado, y parecía que con cierto miedo al hablar—.Lo siento, pero... —se revolvió el pelo, un gesto que hacía cuandoestaba nervioso—. Es el heredero de unos marqueses y tú... —se calla.

—Yo, ¿qué? —erguí los hombros, pero enseguida me picaron lagarganta y los ojos—. ¿Yo solo soy la hija de los floristas de unpueblo?, ¿eso ibas a decir?

Lai me miró con una angustia que me erizó la piel...—No quería... —balbuceó, sin parar de tirarse del pelo—. No

eres... Quiero decir que...—Déjalo —me giré y me fui, casi corriendo.—¡Ana, espera! —me alcanzó—. Me refería a que...—¡Sé a lo que te referías! —le empujé, provocando que se cayera

de la bicicleta, pero me dio igual, estaba llorando ya—. ¡Jamás mehabías hecho tanto daño! —Él no se movió del suelo y sus ojosbrillaron demasiado—. ¡No quiero volver a verte en mi vida!

Y me fui.No me siguió.

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En cuanto llegué a mi casa, me encerré en mi cuarto, quecompartía con Alexandra, y lloré hasta quedarme seca. Mi hermana,que estaba allí, leyendo, me abrazó y me acarició el pelo hasta quepude hablar y le conté lo que me había pasado.

—Si te gusta el teniente, ve a por él —me animó, con su dulcesonrisa—. Mañana, él será marqués y tú seguirás siendo la hija de losfloristas de un pueblo, ¿y qué? La vida es más bonita con flores quesin ellas.

—Eso es cierto —la abracé con fuerza y leí la carta en voz alta conella, prometiéndome que me guardaría el secreto.

Alexandra era una chica muy poco convencional para la época. Solo tenía un año más queyo, pero era muy madura. Estaba ahorrando para poder irse a recorrer el mundo. Ella, alcontrario que Anastasia, creía en el amor; decía que la estaba esperando fuera de España yque lo encontraría costase lo que costase.

¿Te cuento algo, Ania? Alexandra cumplió su sueño... Apenas unos meses después de esadiscusión que tuve con Lai, mi hermana llenó una maleta y, sin decirnos nada a ninguno, semarchó una noche de madrugada. Nos dejó una carta a cada una de mis hermanas, a mispadres y a mí. Nos enteramos cuando nos despertamos a la mañana siguiente y vimos lossobres cerrados con nuestros nombres. Para todos fue una conmoción, hubo lágrimas ypreocupación, pues solo tenía diecinueve años recién cumplidos, tan recientes que fue el díade su decimonoveno cumpleaños cuando se marchó para nunca más regresar.

Sí, sí... No volvió a Luengo, aunque yo sí he sabido de ella, mucho. Tengo una caja con unmontón de cartas de Alexandra guardadas (pero ni se te ocurra leerlas hasta que termines deleer mi diario, aunque te muerdas las uñas). ¿Y sabes una cosa? Encontró el amor... ¡Y en suprimera parada! ¿Te lo puedes creer? Ay, Ania... Alexandra y yo hemos sido tan felices...Pídele las cartas a tu abuelo, él sabe dónde están, pero resumiendo, que sé que eres unaimpaciente, te diré que lo primero que hizo fue montarse en el tren con destino a Madrid y allítomó otro, hacia París. Y en su primer día en París, mientras visitaba el Louvre, conoció aJean-Paul, un pintor muy famoso en Europa, que viajaba por todas partes en busca deinspiración para sus siguientes exposiciones, que llevaba a cabo en las galerías másimportantes de todo el continente. Y era muy bueno, tengo bocetos de Jean-Paul con las cartasde mi hermana. Él siempre le repetía que, nada más verla contemplando la Gioconda, seenamoró perdidamente de ella, y Alexandra se convirtió en su musa. Se aman con locura,Ania, te lo prometo. No tienen hijos, no quisieron, decían los dos que no podían tenerlosporque solo deseaban entregarse el uno al otro, y hoy siguen viajando.

Nunca se casaron. Hoy no pasa nada, pero en mi época, Ania,estaba mal visto, si eras mujer, vivir la vida de Alexandra, y es unapena que se piense de ese modo, al igual que es una pena quetengamos que demostrar continuamente que no somos el sexo débil,somos mujeres, punto.

—Necesito esas cartas... —murmura Ania, cerrando el diario.—La abuela ha dicho que, hasta que no termines el diario, no puedes

leer esas cartas. Sigue un poco más, quiero saber qué ha pasado con Lai —

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frunzo el ceño—. Por cierto, es un nombre un poco raro.—Será un apodo —se encoge de hombros, sin darle importancia—.

¿Crees que seguirá viva? —sonríe.—¿Tu tía abuela Alexandra? Pregúntaselo al yayo mañana.—Eso haré —abraza el diario contra el pecho—. ¿Te gusta?—Me encanta escucharte leer —le susurro.—Me refería a... —se ruboriza y se humedece los labios—. Me refería a

la historia.—Eso también.Se ha puesto tan nerviosa que ya no me mira, pero yo le sujeto la

barbilla y la obligo a clavar sus ojos en mí. Por un segundo, me quedo sinrespiración. Lo que veo en ellos me hace temblar...

Fran y Nadia entran en casa en este momento. Ania se levanta, murmurauna despedida y se marcha casi corriendo, huyendo de mí, pero no meduele, sino que sonrío, con el corazón a punto de reventar.

Mi nombre en sus ojos...

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11(Ania)

—Mi querida Ania, mi nieta del alma...—Abuela...—Ven aquí, mi niña —me abraza con fuerza y a la vez con

ternura.Sonrío. Me siento tan bien entre sus brazos...—Lo estás haciendo muy bien.—¿El qué? —extrañada, la miro.—Lo estás haciendo muy bien —me sonríe, acariciándome

el pelo—. Sigue así, déjate llevar.—Abuela, ¿qué...?—Lo estás haciendo muy bien...

Un intenso aroma a rosas me desvela del sueño. Abro los ojos y el solme deslumbra, se me olvidó bajar la persiana anoche. Desorientada,parpadeo repetidas veces hasta enfocar la visión.

Y la veo, sentada a mi lado.—Mamá...—Solo has apagado tu móvil una vez —me sonríe con tristeza y me

aprieta la mano—. Fue hace tres años —suspira—. No me has dejado otraopción.

Me incorporo y me lanzo a ella. Mi madre se ríe por mi arrebato, perome abraza enseguida. Entonces, al notarla tan delgada, tan menuda, tanfrágil... rompo a llorar.

—Ya está, tesoro —me susurra, acariciándome la espalda y besándomela cabeza cada pocos segundos—. Ya está...

Me calmo.—Creía que tardarías más en venir —le digo, entrelazando mis manos

con las suyas.—Debí haberme venido contigo —me responde, seria—, he tardado

demasiado —desvía la mirada—. Me he separado de tu padre.

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Me paralizo.—No sé si algún día te contaré el porqué, solo espero que no me

juzgues —me suelta y comienza a tocarse el pelo con nerviosismo. Lealcanza las axilas, recto, sin forma, sin brillo. Su rostro está ligeramentedemacrado, no está maquillado y sus ojeras son demasiado profundas—. Losiento, Ana, es tu padre y...

—Quien lo siente soy yo —la interrumpo, sin esconder mi tristeza. Enel alfeizar de la ventana, está apoyada la foto que mi yayo guardaba en lacartera, en la que salimos mi madre y yo. Se la enseño—. Debí habermedado cuenta antes, mamá... —me ahogo. Me cuesta respirar.

No soporto no haberme dado cuenta de su sufrimiento. Siempre hemosestado muy unidas, pero hace tres años que no soy yo. No sé cómo hepodido estar tan ciega, porque esto se remonta a hace más de tres años.

Ella sostiene la fotografía con dedos temblorosos y... se derrumba, comoyo me derrumbé al día siguiente de volver al pueblo. Llora. Primero, ensilencio, lentamente. Se le cae la foto al suelo, se tapa la cara y llora másfuerte. Grita. Yo la estrecho entre mis brazos y permito que descargue todosu dolor. Mamá se aferra a mí, clavándome las uñas, pero no me importa.No me muevo. Yo también tiemblo, pero de rabia.

Quiero que sus gritos sean míos. Quiero que sus lágrimas sean mías.Quiero que su dolor sea mío.

El abuelo aparece, se sienta con nosotras y abraza a su hija, conlágrimas bañándole la cara, que no se molesta en secarse ni en ocultar. Yome arrodillo en el suelo, entre los dos, con la cabeza en el regazo de mimadre y la mano en la pierna de mi yayo.

No sé cuánto tiempo estamos así, solo sé que todo a nuestro alrededorse desvanece, nos inunda la luz del sol y nos envuelve el aroma a rosas de laabuela. Sonrío. La tía Alexandra tenía razón, la vida es más bonita conflores.

—Papá —le dice mi madre—, ¿te importa si...?—Ni se te ocurra preguntarlo —protesta él, enfurruñado—. Esta es tu

casa.Ella abre la boca de nuevo, pero el yayo se le adelanta para añadir:—Y si quieres darme las gracias, te vas ahora mismo con tu hija a la

casa de Nines, a que os ponga guapas, porque vaya pintas habéis traído lasdos —se levanta y se marcha, murmurando maldiciones—. Con lo guapa

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que estaba siempre mi Anita, y que estas dos, que son las únicas que separecen a ella... —da un portazo.

Mi madre y yo nos miramos.—¿Tan mal me veo? —pronunciamos las dos al unísono.Nos echamos a reír.La ayudo a deshacer sus maletas, en la habitación que está al lado de la

mía, la que era de los abuelos. Después, me ducho y me visto. Quiero estarguapa para mamá, así que he elegido mis shorts vaqueros blancos, unacamisa holgada, sin mangas, volantes en los hombros y de color blanco, ymis cuñas de esparto blancas, que se atan a lo largo de mis piernas hasta lasrodillas, pero que yo anudo por encima de mis tobillos. Sonrío al mirarmeen el espejo del baño, encima de los dos grandes lavabos, a la izquierda dela puerta y enfrente de la ducha. Me fijo en mi pelo suelto y ladeo la cabeza.

Cuando me reúno con ella en la cocina, ya ha preparado café y tostadas.Nos lo tomamos en el jardín con el abuelo y Clarita. Después, mi madre yyo nos vamos a “la peluquería”. Y lo digo entre comillas porque no es unapeluquería en sí, sino lo que ha dicho mi yayo: la casa de Nines, una mujerque vive en la plaza y usa el salón de su casa, que comparte con su madre,como salón de belleza.

Y ahí están vigilando las viejas cotorras, pero estoy demasiado felizcomo para que me amarguen el día.

Noto a mamá muy nerviosa cuando toca el timbre de Nines.Al abrirse la puerta de la vivienda, a dos casas de la antigua floristería,

la peluquera, o sea, Nines —una de las mejores amigas de mi madre cuandoeran jóvenes—, ahoga una exclamación y se tapa la boca. A mamá le brillanmucho los ojos y sonríe, con miedo. Nines tira de su muñeca y las dos sefunden en un abrazo que me encoge el estómago y me pellizca el corazón.

Nines fue la única del grupo que no se casó, ni tuvo hijos. Su madre,ahora una anciana de ochenta y cinco años, siempre ha estado enferma,aunque las malas lenguas cuentan que la señora es tan insoportable quenunca ha permitido que su hija se marchara de casa. Nines estuvoenamorada del hijo del maestro de la escuela, pero su madre fingía uninfarto cada vez que el hombre invitaba a Nines a una cita, por lo que lacorta relación no tuvo ningún futuro.

Gracias a su pelo castaño claro —con las puntas rizadas a la altura delas axilas—, a sus facciones suaves y delicadas y a sus preciosos ojosazules, Nines transmite tanta luz que es inevitable no sonreírle y sentirse

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cómoda con ella, porque, además, es muy dulce y su corazón, según mamá,es maravilloso y carece de maldad. Era la tímida del grupo; Consuelo, laalocada; Matilda, la gruñona y Tatiana, la risueña. Formaban un cuartetomuy especial, eso siempre ha dicho mi abuelo. Lástima que la vida lasempujara por caminos diferentes, pero esa misma vida ha traído a mi madrey a Matilda otra vez a Luengo. Y me alegro. Lo difícil es dar el primer paso,el resto va rodado, o debería ir rodado, el tiempo lo dirá.

—¿Y bien? ¿Qué puedo hacer por vosotras? ¿O por vuestros pelos?Nos reímos.Durante las tres horas siguientes, me reencuentro con una madre que no

conocía... Solo las miro y no paro de sonreír. Ah, y de comer unas pastas delimón deliciosas. Nines y mi madre recuerdan anécdotas muy divertidas decuando eran pequeñas y adolescentes.

Y me animo. Mamá se capea los cabellos para que tengan forma,aunque el largo no se lo toca, por consejo de su amiga. Y yo me lo corto,pero bien corto... Siento miedo al ver caer mis largos mechones, peronecesito un cambio. Es un estilo midi, por la nuca, ondulado. Me lo toco ysonrío. E, irremediablemente, pienso en Nicolás, en si le gustará. A mí meencanta y es como si me hubiera quitado un gran peso de los hombros. ¿Porqué no lo he hecho antes? ¿Por qué no hacemos las cosas antes? Porquetodo tiene su momento y, está claro, el mío es hoy.

Nos despedimos de Nines y damos un paseo, con los brazosentrelazados.

—Bienvenida, Tatiana —le dicen las viejas cotorras a mi madre, alpasar cerca de ellas.

—Gracias —contesta ella con una pequeña sonrisa.—Hola, Anita —añade la de la izquierda, ladeando la cabeza—. Estás

preciosa con ese corte de pelo.—Se va a volver loco cuando la vea —comenta la de en medio,

ladeando su cabeza a continuación.—Y ella se va a poner más colorada que la lava de un volcán —

murmura la de la derecha, imitando el gesto de las otras.—Todavía no está preparada.—Pero ya ha empezado.—Y ya era hora, que son casi treinta años los que tiene.Tiro del brazo de mamá para alejarnos cuanto podamos de esas brujas,

que me han erizado la piel, como de costumbre.

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—Para, Ana —me pide mi madre, riéndose, al salir de la plaza—. Noson malas.

—Son unas brujas.—No son malas —sonríe—. Son intuitivas, nada más. Y muy cotorras

—emite una suave carcajada.—No es normal que tengan ojos en cualquier parte —gruño—. ¿Y qué

les importa si a Nico le gusta mi corte de pelo?—Así que de él hablaban, ¿eh? —oculta la sonrisa.Mis mejillas arden de vergüenza. Voy a responderle, pero justo el

susodicho aparece frente a nosotras en su pickup. Se me acelera tanto elcorazón que temo sufrir otro infarto.

Nos mira. Frunce el ceño al fijarse en mí. Apaga el motor. Baja delcoche.

—Hola, Tatiana, me alegro de verte —se inclina y se besan en la cara.—Igualmente, Nicolás —le sonríe con cariño—. ¿Qué tal tu madre?Pero él parece no haberla escuchado. Sus ojos están clavados en mi

pelo.—¿Qué te has hecho?Aquello me enmudece.Se acerca, toca uno de mis mechones. Está enfadado.—¿Por qué te lo has cortado? —gruñe.—¿Que por...? —la rabia me inunda—. Eso a ti no te importa —elevo

mi barbilla y me giro, ofreciéndole mi perfil—. Y si no te gusta...—Yo no he dicho eso —se acerca más, su aliento roza mi sien.Giro la cabeza de nuevo y me fijo en que está contemplando mis cortos

cabellos como si no hubiera visto en su vida algo tan hermoso. Esafascinación que reflejan sus oscuros ojos me vuelve a estremecer, pero estavez en el buen sentido. Así es su mirada, intensa para bien y para mal. Muyintensa. Tan intensa que me olvido de respirar.

—Estás... No sé... —arruga la frente, como si no lograra encontrar lapalabra—. Diferente.

—¿Diferente para bien o para mal? —apenas me sale la voz. No sécómo tomarme lo que me está diciendo, y tampoco sé cómo reaccionar,pero necesito saber lo que piensa, ¡ya!

—Diferente.—¿Y no sabes si te gusta? —mi pie tamborilea contra el suelo.Él suspira, apartándose.

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—Lo que no sé es qué significa. Nos vemos, Tatiana.—Hasta pronto, Nicolás —le contesta mamá, intentando no reírse.Y se marcha.Y yo no sé qué pensar.Ahora es mi madre la que tira de mí.—¿Algo que quieras compartir con la clase? —me pregunta, sonriendo.Sigo sin reaccionar. Y muy impaciente.—¿Se puede saber qué le pasa? —mascullo, muy alterada.—Ay, cariño... —me besa la frente—. No sé quién de los dos está más

asustado.No entiendo a qué se refiere, pero estoy demasiado tensa por la reacción

de Nicolás.Nos detenemos frente a la única tienda de ropa que hay en Luengo. Es

un edificio estrecho de tres plantas pequeñas, y con todas las marcas queuno pueda imaginarse. Somos un pueblo pequeño, pero muy bueno.Cuentan también con un catálogo impreso y online, si te apetece algo queno tengan en el establecimiento en ese momento, hacen el pedido y, en unasemana, la empresa de Benjamín, que es adonde llega todo en Luengo, lotrae a la tienda.

—Hola, Marisa —saluda mamá a la dueña.—¿Tatiana? —pronuncia la mujer, un par de años mayor que ella,

quitándose las gafas y levantándose de la silla, detrás de la mesa que utilizapara el ordenador y la caja registradora—. Me alegro mucho de verte, y tehas cortado el pelo, hueles a Nines, a pastas de limón.

Se abrazan, riéndose.—¿Eso significa que has vuelto para quedarte? —quiere saber Marisa,

cuyos ojos marrones brillan con expectación—. La última vez que vinistefue hace seis meses, cuando se cayó tu padre, pero no saliste de su casa.

—Eso parece.—¡Oh, tesoro! —la abraza de nuevo—. Pues aparte de un corte de pelo,

necesitas un armario —la analiza de arriba abajo y viceversa—. Vistescomo mi madre y eso hay que solucionarlo ya —se cuelga de su brazo—.¡Lucía! ¡Lucía, ven, te necesitamos!

Lucía es su hija, de treinta y cinco años; una de las tantas amiguitas quetuvo Nico antes de que estuviéramos juntos, y hace tres años continuabacoladita por él. ¿Seguirá soltera? Espero que no... Y me regaño por talpensamiento. No es mío. ¡No lo es!

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Cuando surge ante nosotras, al bajar la escalera del fondo, me mira ydibuja una estudiada sonrisa en su perfecto y maquillado rostro. Es morena,lleva una coleta alta y tirante, sus ojos son oscuros, es alta y esbelta, se notaque se cuida.

—Buenos días —nos saluda.—Es Tatiana, ¿te acuerdas de ella? —le dice Marisa a su hija.—Claro —se inclina y se dan dos besos en las mejillas.—Y su hija Ana, aunque Ana ya lleva unos días aquí.Lucía me observa y se estira, mostrando una gran talla de sujetador,

algo que siempre he envidiado. No soy de pechos pequeños, son normales,y bien puestos, soy proporcionada, aunque tengo las caderas un poquitoanchas, pero supongo que algunas personas tenemos la autoestima tan bajala mayor parte de nuestra vida, que nos encontramos defectos aun sintenerlos y envidiamos, sin necesidad de envidiar, lo que otras lucen conorgullo, aunque la perfección no exista. La clave está en la actitud con laque afrontamos las cosas. Este mantra debería repetírmelo a diario.

Entonces, recuerdo que acabo de cortarme el pelo. Alzo el mentón y lededico mi mejor sonrisa.

—Hola, Lucía. No te he visto estos días.—Yo a ti, sí. Ayer, ibas con Nico en su coche.El centelleo que sale de sus ojos no me gusta nada, pero no me tiemblan

los labios. Me quedo callada. Mi sonrisa no se tambalea. Si espera que leexplique lo que hacía con mi Nico, que me espere sentadita... ¡No es mío!

Nuestras madres sí se percatan del duelo que existe entre sus hijas,aunque desconozcan el motivo, y carraspean.

—Lucía, querida, Tatiana necesita ropa, ¿las ayudas? —le pide Marisa.—Claro. ¿Talla treinta y ocho? —se fija en mamá, cuyo jersey y

pantalones son demasiado anchos—. ¿Treinta y seis?—Sí —murmura mi madre, ruborizándose, muy seria.Me sorprendo mucho, tanto por lo bien que se le da a Lucía el negocio

como por la talla en sí. Noté muy delgada a mi madre cuando la vi estamañana y la abracé, pero ¿la talla treinta y seis?, ¿en serio? ¿Estamos locos?¿Y si está enferma?

—Hagamos una cosa —dice Marisa, que se da cuenta de todo, de mireacción y de los nervios que de pronto han asaltado a mamá—. Lucíaseleccionará unas prendas y vosotras nos esperáis en la última planta, dondeestán los probadores, ¿de acuerdo? —le aprieta la mano a mi madre y le

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dedica una sonrisa cariñosa—. Encontraréis una neverita, donde hay agua yrefrescos. Estáis en vuestra casa, ya lo sabéis.

Subimos, en silencio, por las escaleras. Evito mirar a mamá. No meatrevo. Soy muy impulsiva y, cuando algo no me gusta o me preocupa,suelto lo primero que se me pasa por la cabeza. Y ella no está preparada —ni necesita escucharme—. Hoy. Mañana, ya veremos.

Los probadores son tres a cada lado, con una cortina en forma de medialuna y espaciosos. Están vacíos. No hay nadie, excepto nosotras.

Lucía no tarda y le ofrece un sinfín de perchas con ropa a mamá; todoson vestidos, largos y cortos, de diversos tipos de mangas, estampados,lisos, pero lo que tienen en común es que son en tonos claros. Yo me acercoa la ventana, al fondo, mientras mi madre empieza a probarse ropa. Lucía semarcha y regresa con cajas de zapatos.

Cuando mamá descorre la cortina y avanza, dubitativa, descalza y conun vestido largo, de seda, con mangas estrechas hasta las muñecas, de corteen la cintura, escote en uve, con una pequeña abertura desde las rodillas ycon un estampado de flores rosas sobre fondo blanco... Se me agolpan laslágrimas en los ojos. Está tan bonita, a pesar de las ojeras y de los pómuloshundidos. Es la sonrisa que irradia su cara lo que la hace estar tan guapa.

—¡Estás preciosa! —exclama Marisa, al unirse a nosotras—. Solo tefalta engordar un poquito, que nos dejas a todas como vacas a tu lado —seríe, contagiándonos a las demás.

Mi madre se acerca a mí.—¿Te gusta? —me susurra, no con miedo, sino con timidez.Asiento, incapaz de hablar, porque estoy emocionada: acabo de ver a

mamá después de tanto tiempo. Y todo por un vestido y un pequeño cortede pelo. Cualquiera me llamaría superficial, pero ni lo soy ni lo es lasituación. Necesitamos sentirnos guapas por fuera, pero, por mucha moda ycosméticos que usemos, solo seremos guapas si por dentro nos queremos. YTatiana, hoy, ha empezado a quererse.

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12(Nicolás)

No he vuelto a ver a Ania desde ayer. Se cortó el pelo... Todavía estoyimpresionado. Joder... Es preciosa, pero con ese corte está tan guapa que mepareció irreal, por eso paré el coche y le toqué los cabellos. Me quedécompletamente embobado. ¿Por qué se lo ha cortado? ¿Y por qué no vino acasa anoche a seguir leyendo el diario?

Acabamos de cenar. Estoy con mi familia, en casa de mi madre yCarlos, pero no he comido mucho, tengo el estómago cerrado porquenecesito ver a Ania y saber por qué se ha cortado el pelo y por qué no vinoa casa anoche. Parece estúpido. Es estúpido. Soy estúpido.

—No se habla de otra cosa —comenta mi madre, comiéndose un heladode palo, en una de las dos sillas que presiden la mesa ovalada.

Estamos en la cocina, es idéntica a la del yayo en cuanto a distribución,igual que el resto de la vivienda y de las viviendas de esa calle; el color dela estancia, en cambio, es azul celeste y las paredes están empapeladas encuadros pequeños azules y blancos. La puerta del jardín está abierta y lasuave brisa refresca el calor que hace aquí dentro; el contraste detemperatura es muy agradable, pero no me espabila.

—¿De qué? —pregunta Nadia, con la mano entrelazada con la de Franpor debajo de la mesa.

Mi hermano está a la izquierda de mi madre y yo, a su derecha, comosiempre.

—De la vuelta de Tati —contesta ella, con los ojos en el helado, y seria—. Se ha separado de Cristóbal. Se rumorea por todo Luengo.

—¿Se ha separado de Cristóbal? —repito, incrédulo, inclinándomesobre el mantel—. ¿Estás segura?

—Me lo ha confirmado Nines hoy, pero el pueblo no lo sabe por ella.Nines es una tumba.

—Las viejas cotorras —adivina Fran, molesto.Mi madre asiente despacio.Me fijo en su expresión, indescifrable.

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—¿En qué piensas, mamá?—En que Cristóbal no es un hombre que se queda de brazos cruzados

por algo así —suspira y deja lo que le queda del helado en el envoltorio roto—. Todavía no la he visto, pero si es cierto lo que dicen... —cierra lasmanos en dos puños—. Como se le ocurra a Cristóbal presentarse enLuengo, os juro que lo mando yo misma de vuelta a Madrid con una buenapatada en sus partes nobles, eso os lo juro.

—¿Qué es...? —trago saliva y respiro hondo—. ¿Qué es lo que dicen?—le susurro, tan nervioso que me trabo, porque no me quiero imaginar porlo que estará pasando Ania por su madre.

Mi madre me aprieta la mano, con los ojos en el helado derritiéndosesobre el plato.

—Que Tati no es ni su propia sombra —tensa la mandíbula—. Esedesgraciado... —chasquea la lengua.

—Pero Tati ha vuelto —la anima Carlos, sonriéndole— y Cristóbal hacemuchos años que no viene. Odia el pueblo.

—Su reputación está por los suelos y es demasiado orgulloso como paraque su mujer le abandone, aunque se lo tenga bien merecido. Nunca debiócasarse con él —sonríe con tristeza—. Y nunca entendí por qué le eligió aél y no a Hernán.

—¿Hernán? —pronuncio, pasmado—. ¿El hijo mayor de Benjamín?—El mismo —me mira y su sonrisa se torna nostálgica—. Estaban

locos el uno por el otro, desde bien jovencitos. Él bebía los vientos por ella—se le borra la alegría—, incluso cuando Cristóbal se cruzó en su camino yengatusó a Tati a base de artimañas.

—Hernán nunca se casó —comento, recostándome en la silla.—Nunca —su sonrisa se transforma de nuevo, ahora es enigmática—.

A quien sí he visto es a Ana —cambia de tema de forma radical—. Vayacorte de pelo, ¿eh?

Me ruborizo. Todos sueltan una carcajada.—Está muy guapa —comenta Nadia, sonriéndome con travesura—, ¿no

te lo parece?—No sé qué significa —contesto, frunciendo el ceño.Mi madre se levanta, se acerca a mí y me besa en la cabeza.—¿Por qué no se lo preguntas? Y ya puestos, deberías decirle lo bien

que le sienta. Creo que nunca la he visto tan bonita como ahora.

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Suspiro, me incorporo y me despido. Estoy cansado. Quiero verla.Quiero que me lea otra vez.

Y allí está.En mi jardín.No me hace falta encender la luz del salón para verla. La luna es enorme

y muy luminosa esta noche. Avanzo y abro la cristalera. Y espero.Está caminando de un lado a otro, con las manos en la cintura y

gruñendo, tan ensimismada que no me ha oído. Carraspeo. Ella da unrespingo, frena y me mira, pero su expresión de enfado se va transformandoen timidez. Se toca sus cortos mechones y desvía los ojos al césped; la otramano la esconde en la manga de la sudadera.

Me hormiguean las manos. No puedo con esa actitud que tiene ahoramismo... Me mata. Me la comería a besos sin parar. No necesito oxígeno,necesito su boca. Necesito a mi Ania. Con su pelo corto.

—Todavía estoy esperando —me dice en un tono bajo, pero firme.Arrugo la frente. Pero ¿qué...?—A que me digas si te gusta o no —me aclara, ahora observándome

con fijeza.Suspiro y guardo las manos en los bolsillos delanteros del vaquero.—El día que enterramos a tu abuela —le susurro—, por la noche, yo

estaba intentando leer, tumbado en mi cama, no podía dormir porque estabamuy triste. Eran las dos de la madrugada. Te colaste en mi casa y tirastepiedras a mi ventana. Te habías escapado. Ibas en pijama y estabasdescalza. Salí a por ti. Estabas tiritando y no dejabas de llorar. Te llevé a mihabitación.

—Me tapaste con mantas —continúa ella, quieta, a un metro dedistancia de mí— y te sentaste en la cama, conmigo entre tus brazos, hastaque me calmé. No pronunciaste palabra, pero los silencios contigo siemprelo decían todo, todo lo que siempre he necesitado escuchar —sonríe conuna ternura que me incrementa las pulsaciones—. Y te pedí que me cortarasel pelo.

—Porque necesitabas dejar ir una parte de ti, al igual que se había ido tuabuela, eso dijiste.

—Y me lo cortaste —avanza un paso hacia mí—. No dudaste —avanzaotro.

—¿Cómo iba a dudar? —mi tono es ronco y mi respiración es tandiscontinua que sé que me voy a trabar—. Tenías doce años y yo, dieciocho,

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pero nunca na... —trago saliva y respiro hondo—, nadie me intimidabatanto como tú.

Ania contiene el aliento un instante ante mi sinceridad.—Me dejaste muchos trasquilones y mi padre me castigó durante dos

semanas sin salir de casa salvo para ir al instituto —avanza otro más—,pero me dio igual —sus ojos resplandecen—, me encantaba mi corte depelo, es el mismo que llevo ahora —se sonroja, pero no aparta la mirada.

—Pero sin trasquilones.Sonreímos.—Aquella vez lo entendí —añado, serio—, pero ahora... ¿por qué lo has

hecho?—No lo he pensado —se encoge de hombros—. A veces, no

necesitamos un motivo para hacer algo. Lo que sí pensé cuando Ninesterminó fue en si te gustaría a ti.

Ahora soy yo quien contiene el aliento.Y avanzo.Y avanzo más.La distancia es tan escasa entre nosotros que la obligo a que levante la

cara. Su aroma a rosas me envuelve. Entierro mis dedos entre susmechones, con las dos manos. Su pelo es tan suave... Huele tan bien... Y susojos, grandes, brillantes... Me pierdo en ellos. Y están entornados, como suslabios...

—Mi madre me ha dicho antes que te diga lo bien que te sienta el cortede pelo.

—¿Eso quiere decir...?—Nunca te he visto tan preciosa, Ania —mis mejillas arden, pero no

me importa.—Nico... —se aferra a mis brazos—. ¿Y por qué...?—Tú siempre me desbaratas los esquemas, mis rutinas, vuelves mi

mundo del revés —le retiro el pelo hacia atrás una y otra vez—. Meenloqueces, Ania, en todos los sentidos. Y eso me da miedo porque no lopuedo controlar, y hace que yo no me pueda controlar.

—Y te bloqueas —frunce el ceño, pero no enfadada, sino preocupada.—Contigo no —le dedico una pequeña sonrisa, descansando las manos

en su nuca y acariciándole el cuello con los pulgares—. Me frustra no saberanticiparme en lo referente a ti, pero me gusta que te salgas de mi norma —agacho la cabeza, desviando la mirada—. Sabes que necesito mi orden en

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las cosas, porque, si no, los nervios me juegan malas pasadas, pero —laobservo a los ojos— si tú me sacas de ese orden, te juro que siento que es locorrecto, aunque para mí no lo sea, aunque no pueda controlarlo —niegocon la cabeza repetidas veces—. Y no pienses que he querido controlarte,no me refiero a...

Ella me cierra la boca con el dedo índice, sonriendo.—A mí no tienes que darme explicaciones. Y no las quiero.Con Ania todo es complicado, pero, a la vez, tan fácil... Con ella, puedo

ser yo mismo sin sentirme ridículo ni estúpido. Con ella, me siento normaldentro de lo diferente que soy. Y ahora la siento más mía que nunca, inclusomás que los diez meses que estuvimos juntos. Pero es complicado porque esla persona que más nervioso me pone, que más vulnerable me hace sentir.No hay quien me entienda...

—No viniste anoche.—No quería dejar sola a mi madre —me toma de la mano y me guía al

sofá—. Me he escapado ahora porque está hablando largo y tendido con elyayo. Traje esto —saca el diario de su abuela de dentro de la sudadera.

Me siento y ella lo hace con sus piernas flexionadas junto a mi muslo ysu mejilla en mi pecho. El diario descansa en su regazo. Automáticamente,mi brazo la rodea. La beso en la cabeza, pero mis dedos se dirigen a su piel,al hueco entre su cuello y su clavícula, donde ya no hay pelo.

—¿No te sorprendió verla así, tan delgada, tan... demacrada? —mepregunta en un hilo de voz—. No sé cómo he podido estar tan ciega... No sécómo no me he dado cuenta antes... Mi padre es un monstruo, Nico... —seestremece y yo la estrecho contra mí con los dos brazos.

Claro que me di cuenta. Pero también me di cuenta de otra cosa: laesperanza que vi en los ojos de Tatiana.

—¿Has hablado con tus hermanos? —me intereso.—Ni siquiera sé si saben que estoy aquí. No hablo con ellos, salvo lo

justo y necesario, que se resume en cumpleaños y los saludos de rigorcuando coincidíamos en casa de mis padres para comer los domingos.Cayetana y Pelayo están muy unidos a mi padre, no sé cómo se tomarán quemi madre se haya separado de él y se haya venido al pueblo conmigo.

—¿Acaso importa? —bufo, sin poder resistirme—. Estáis mejor sinellos.

Los hermanos de Ania son dos señoritos, idénticos a su padre en actitudy prepotencia, dignos hijos de Cristóbal. Con Pelayo, me he pegado a

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puñetazos más de una vez. Era el líder del grupo de matones de Luengo,aunque de matones tenían poco, todo lo malo les salía por la boca y losoltaban a la espalda, y luego se acojonaban cuando les exigíasexplicaciones de frente, eran así de valientes. A la hora de la verdad, elúnico que se enfrentaba a mí era el hermano de Ania, y tenía un buenderechazo, pero yo era más grande y rápido que él; puede que me trabaracon las palabras, pero mis puños reaccionaban sin titubear. Siempre. Él eraquien se chivaba a su padre cada vez que veía a Ania conmigo, aunqueestuviéramos con Fran, o en la plaza del pueblo en plenas fiestas, delante detodo el mundo; le daba igual con tal de joderme y que Cristóbal tuviera unamínima excusa para insultarme y alejarme de su hija, mucho mejor conpúblico presente, porque Pelayo sabía que a su padre yo jamás le tocaría porrespeto a Ania.

Pelayo no es de fiar. Hizo bien en quedarse en Madrid y no volver, igualque Cristóbal y Cayetana. Y Cayetana, otra igual de rastrera. Pero aCayetana es mejor dejarla escondida en el baúl de los recuerdos paraolvidar...

—¿Ya tienes los materiales para el invernadero de Matilda y Josué? —Ania cambia de tema, pero no discuto ni la interrogo. Simplemente, me dejollevar.

—Ya están en la nave de Benjamín. Voy mañana a recogerlos y llevarlosa su casa. Hoy justo acabé un proyecto —sonrío—. Mañana empezaré elinvernadero.

—¿Lo harás tú solo?—No. Es la primera vez, desde que monté la empresa —sonrío,

orgulloso por haber avanzado un poco más en mi sueño—, que hago algomás que poner bonito un jardín, por llamarlo de algún modo.

—¿Te refieres a construir un invernadero? —me mira, sonriendo con unbrillo especial en sus ojos.

—Sí. He contratado a dos obreros que lo harán en dos semanas comomucho, de aquí, de Luengo.

—Y tú supervisarás el trabajo, sin mancharte las manos —suelta unagran carcajada.

Enarco una ceja, sin evitar sonreír.—Claro que me mancharé las manos, porque yo también trabajaré, pero

si lo hago solo, en vez de dos semanas tardaría mucho más. El invernaderoes muy grande, pequeña listilla —le clavo el dedo en la cadera, aposta.

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Ella chilla por las cosquillas que le provoco y huye, saltando del sofá.Ahora soy yo quien se ríe abiertamente. Me encanta verla así, contenta. Miestómago se contrae.

—¿Quieres que te enseñe los planos?—Primero, enséñame tu casa, que solo conozco el jardín y, si quieres

que te ayude a decorarla, ya va siendo hora, ¿no crees?Nos volvemos a reír.Fran y Nadia entran en casa. Nosotros lo hacemos por el salón.—¡Hola! —saluda mi cuñada a Ania, corriendo a darle un abrazo.—¿Haciendo algo que no debéis? —inquiere el idiota de mi hermano,

con una sonrisa traviesa—. Los dos solitos en el jardín y a oscuras... Blancoy en botella.

—Cállate, Fran —se enfada Ania, cruzada de brazos, muy colorada.—Iba a enseñarle la casa —explico, también notando que mis mejillas

echan fuego por el comentario de Fran—. Va a ayudarme a decorarla encondiciones.

—Ya era hora —señala mi hermano—. Pues enséñasela y Nady y yopreparamos unas copas para los cuatro.

—Es miércoles —se ríe su novia.—En Luengo, todos los días son el mismo —recitamos los tres al

unísono.Nos miramos y nos echamos a reír por haber pensado igual.—Es el lema del pueblo —le dice Ania a Nadia, sonriendo—. Significa

que Luengo siempre está abierto para cualquiera y en cualquier momento—suelta una carcajada—. Lo que pasa es que lo utilizamos para todo.

—Ya me ha dicho Fran que nunca cerráis con llave, que es un pueblomuy seguro.

—Hay algunos que son gilipollas, pero no son mala gente —añade Fran.Nos reímos otra vez.—Bueno, vamos a preparar las copas, que vais a tardar poco en ver la

casa, está casi deshabitada —bromea mi hermano.Le golpeo el hombro al pasar por su lado y subo con Ania al ático para

verlo desde arriba hacia abajo. Me empiezan a sudar las manos cuandoentramos en la buhardilla.

—¿Qué te pasa? —se asusta ella, acercándose a mí.—Jamás pensé que te vería aquí.—¿En tu casa? —me observa con extrañeza.

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—En mi habitación.Ania separa los labios.Nos miramos. Ninguno sonríe. Los recuerdos nos invaden, puedo

reconocerlos en sus ojos, que transmiten nostalgia, tristeza, dolor,culpabilidad...

¿Culpabilidad? Eso sí que no.La tomo de las manos y se las beso muy despacio y de manera

prolongada.—No.Ella traga saliva.—Nico, yo...—No.Asiente y la beso en la frente.—¿Por qué siempre sabes lo que siento en cada momento? —me

susurra, con la cabeza agachada, contemplando nuestras manosentrelazadas.

—A veces, eres muy fácil de leer —le contesto en el mismo tono.—¿Y otras veces?—Otras veces, te cortas el pelo.Ella estalla en carcajadas. Yo le sonrío, con un burbujeo en todo mi

cuerpo por oírla reír tantas veces seguidas esta noche.Ha cambiado.Hay momentos en que sigo viendo a mi Ania, aquella chica impaciente,

impulsiva, marimandona, orgullosa y llena de sueños por cumplir; pero hayotros momentos en los que no reconozco a la mujer que tengo frente a mí,con miedos que desea afrontar, aunque no sabe cómo. Joder, me encantanlas dos... A una le quiero regalar el cielo, para que vaya soplando los sueñosque va cumpliendo y a la otra, la Tierra, para que vaya aplastando losmiedos que va enfrentando.

—¿Seguimos? —me indica, apretándome las manos.Seguimos.Y no me suelta.Y yo... Bueno, sobran las palabras.

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13(Ania)

Un tintineo me despierta.El dolor de cabeza es insoportable. Malditos cócteles... ¿Qué llevaban,

por el amor de Dios? No vuelvo a fiarme de nada que prepare Nadia, lotengo claro.

El tintineo regresa.Frunzo el ceño. Abro los ojos con esfuerzo. Se me olvidó bajar la

persiana. El sol y mi resaca me hacen parpadear y tardo en enfocar la vista.Busco el cascabel con los ojos y lo encuentro moviéndose levemente. Meincorporo sobre los codos. El aire mueve los árboles y las flores, pero no esfuerte. Me extraña que el cascabel se mueva. Y es de día, o sea que lasbrujas no están aquí, esas solo visitan por la noche... ¿no?

Vuelvo a dormirme.Un rato más tarde, no sé cuánto tiempo ha pasado, el tintineo me

despierta por segunda vez. Me siento un poco mejor, así que me levanto dela cama. Voy directamente al baño y me ducho, quedándome más tiempo delo normal bajo el chorro de agua caliente. Al salir, seca y con la toallaalrededor de mi cuerpo, oigo a mi madre hablar por el móvil desde el salón,pero aunque no entiendo lo que dice, sí que parece cansada. Cuelga y meacerco.

—¿Mamá?—Era tu hermana —observa el teléfono—. Me ha pedido que

recapacite. Dice que tu padre está pasándolo fatal y que ha sido una actitudmuy inmadura por mi parte abandonarle.

—¿Y qué piensas hacer? —le pregunto, con miedo a su respuesta.—Ir a casa de Consuelo, que ya va siendo hora de enmendar errores. No

me esperéis para comer, será una conversación larga. Le debo más de veinteaños —me besa la mejilla y sale de casa.

No sonrío. Lo que le ha dicho mi hermana no me ha gustado nada. Yconociéndola como la conozco, me habrá llamado a mí para criticarme yecharme la culpa. Qué pena que mi móvil siga apagado, ¿verdad?

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Ahora sí sonrío. Respiro hondo, las rosas de mi abuela me invaden. Lavida es más bonita con flores.

—¿Bichito?—¡Voy, abuelo!Corro a mi cuarto y me visto con el que va siendo mi uniforme en

Luengo: vaqueros cortos, camiseta básica y mis alpargatas planas. Saludo aClarita con un beso, en la cocina, que está terminando de preparar lacomida: tortilla de patatas y ensalada de cogollos y bonito. Mi estómagoruge y cojo un trozo de pan, que voy masticando mientras voy a reunirmecon mi abuelo en el jardín.

Y con Nicolás...La timidez me invade. Me humedezco los labios, sin perder la sonrisa, y

me toco los cortos mechones de mi pelo en un acto inconsciente. Él mira migesto y sus ojos oscuros me convierten en lava. Esa intensidad tan suya meestremece. Me hace vulnerable ante él y todavía no sé si eso me gusta ono...

Creemos que ser vulnerables es malo, que provoca que todos nuestrospuntos débiles sean visibles, y puede que algunas veces sea así, la dianaperfecta para saber dónde herirnos, pero, en realidad, la vulnerabilidad haceque saquemos a nuestro verdadero ser, el que nos empeñamos en esconderpor miedo; miedo al rechazo, miedo a que nos juzguen, miedo a no sersuficiente... Miedo a que nos conozcan de verdad. Somos quienes elegimosser porque solo depende de nosotros ser como somos, ¿por qué nos costarátanto aceptarnos?

—Hola.—Hola, Ania —me sonríe Nicolás—. ¿Qué tal la resaca?—Fatal —se me borra la alegría—. No quiero más cócteles de Nadia —

me dejo caer en la silla junto a mi yayo y enfrente de Nico.—¿Y mamá? —me pregunta el abuelo.—Acaba de irse a casa de Consuelo —sonrío—. No viene a comer.—Me alegro —asiente con solemnidad.Nicolás amplía su sonrisa y también asiente, contento por la decisión de

mi madre.—¿Por qué no ponéis la mesa? —nos sugiere mi yayo.Nos levantamos y nos cruzamos con Clarita, que lleva dos platos en las

manos, con las tortillas de patatas.

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En la cocina, Nico y yo nos chocamos cada vez que nos acercamos aalgún mueble.

—Estás siempre en medio —bromeo.—O tú me sigues.—Más quisieras —se me escapa, me tapo la boca, pero no dejo de

sonreír.Entonces, él acorta la distancia y me clava un dedo en la cadera. Yo

chillo, salto hacia atrás, pero Nicolás me agarra de la cintura, me pega a supecho y vuelve a hacerme cosquillas. Estallamos los dos en carcajadas. Sualiento me acaricia el cuello desnudo y me eriza la piel. Me encanta estarentre sus brazos, aunque no pueda resistirlo por las cosquillas, pero Nico esduro, flexible, firme, muy cálido, atrayente... mucho. Es un hombre deverdad, de esos que resultan peligrosos porque derriten tus sentidos, sinpretenderlo, cuya mirada, en un solo instante, nada más verlo por primeravez, te ha dejado marcada, esa clase de marca que provoca que te gires paramirarlo tú porque crees que no has visto a alguien tan atractivo en tu vida, yluego, sin darte cuenta, piensas en él con una sonrisa, en si volverás a verlo,en que ojalá vuelvas a verlo.

—¿La mesa se pone sola? —inquiere Clarita, desde el umbral de lapuerta, escondiendo una sonrisa—. Vaya dos niños estáis hechos... ¡Venga!

Obedecemos, entre risas.En cuanto nos sentamos los cuatro, nos disponemos a comer.—¿Qué tal el invernadero? —me intereso.—Ya está todo el material en casa de Matilda y Josué —me contesta

Nicolás, sirviéndose un cuarto de tortilla—. Ahora iré a preparar el suelo.Tenemos que quitar el césped y preparar el suelo antes de empezar a colocarlas baldosas —parte un trozo con el tenedor, ayudándose con pan, y se lolleva a la boca.

—¿Cuándo empezarás aquí?—No voy a tardar. Hay que levantar el césped en algunas partes —

observa el amplio jardín— y plantarlo nuevo porque está a trozos. Ylimpiarlo todo de macetas y demás para decorarlo desde cero —me mira—.Todo menos el rosal.

Le sonrío con timidez. Me devuelve el gesto y me señala al yayo con lacabeza. Yo frunzo el ceño porque no le entiendo. Él mueve los ojos de unlado a otro con rapidez. Arqueo las cejas. Nico se enfada porque no meentero de su mensaje. Yo me enfado porque él se enfada.

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Esto es ridículo.—¿Se puede saber qué os pasa hoy? —nos pregunta Clarita.—Nada —respondemos al unísono.Nos miramos. Nicolás mueve los ojos del mismo modo. Yo termino por

gruñir y lanzar el tenedor al plato.Clarita carraspea.—Voy al baño un momento —anuncia él, observándome y asintiendo

hacia mí.—Y yo a mi cuarto, enseguida vuelvo.Desaparecemos, bajo la estupefacta mirada de los otros dos.—Muy sutil —se queja Nico, en el pasillo, al pasar el salón.—¿Y tú? —me cruzo de brazos—. ¿Qué era eso que has hecho con los

ojos?—Simulaba que estaba leyendo.—¿Y...? —le incito con una mano a que continúe.—Para que le preguntaras al yayo por tu tía Alexandra.Mi boca se abre y se cierra.—¿Y me explicas cómo iba a deducir eso con tu movimiento de ojos?—Era obvio —se cruza también de brazos.—Para ti, ¿o te crees que soy adivina? Estábamos hablando del jardín

del yayo.Nos retamos con los ojos.Entonces, un tintineo nos interrumpe.—¿Qué es eso? —quiere saber Nico, dirigiendo la mirada hacia mi

habitación, que tiene la puerta abierta.—El cascabel —arrugo la frente—. Lleva tintineando desde esta

mañana —avanzo y entro en mi cuarto, seguida de Nicolás—. Me estoymosqueando ya.

—¿Por qué? —se inclina sobre la cama, abre la ventana completamente,pues estaba entornada, y coge el cascabel.

—Esta mañana hacía aire, pero no era fuerte. Y ahora no corre aire. Túme dirás —coloco las manos en mi cintura. Se me han alterado laspulsaciones, y no por la cercanía de Nico.

—Ania —sonríe, tendiéndome el cascabel—, es solo un cascabel. Y síhace aire, mira —me señala las copas de los árboles—, ¿lo ves? Se mueven.

—Este cascabel pesa —se lo quito de los dedos—. No. Aquí estápasando algo.

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Él frunce el ceño.—¿A qué te refie...? —comienza Nicolás, pero se detiene porque suena

el teléfono de la casa, que está en el salón.Nos miramos. Ahora sí que me he puesto nerviosa, pero de verdad. Se

me va a salir el corazón por la garganta. Nico entrelaza una mano con lamía y me lleva al salón. El teléfono, de los antiguos, de color marfil, está enla mesa baja que hay junto al sofá. Me agacho y descuelgo.

—¿Sí?—¡Ya era hora! —exclama una voz masculina muy familiar al otro lado

de la línea—. Pero ¿tú para qué coño tienes un móvil?—¿Papá?Nicolás me suelta de inmediato y retrocede un paso.—¿Quién más va a llamarte a ti, joder?Cierro los ojos un instante. El dolor, afilado y cruel, se me clava en el

pecho. No puedo mirar a Nico. No ahora. Sé que lo ha oído. Me giro,dándole la espalda. Suspiro.

—Te he mandado los dos billetes de tren a Madrid a tu e-mail. Se haacabado ya esta tontería. Mañana te espera Mario Garmendia en sudespacho a primera hora para que firmes tu nuevo contrato y...

—¿Qué? —apenas me sale la voz—. ¿Qué has...? ¿Qué has hecho,papá? —empiezo a temblar. Es el efecto que tiene Cristóbal Hernández enmí.

—Para variar —bufa, con indignación—, salvarte el culo. Te admiteotra vez en ese periódico de mierda, aunque con una bajada de sueldo porhaberlo dejado tirado como lo hiciste, bajada de sueldo que te mereces, porsupuesto. He tenido que pagarle una suma de dinero para que te admita,así que ahora tú y tu madre vais a hacer las maletas y vais a coger esemaldito tren para volver a donde os corresponde a las dos. Y con ese sueldotan bajo, ya no vas a poder vivir de alquiler. Es que no vales ni paramantenerte por ti misma con casi treinta años que tienes, joder, vayafracaso de hija... —escupe con rabia no disimulada—. Y enciende tu móvilo te juro que tu castigo será peor, porque estás castigada, o, si no, haberactuado con madurez —y me cuelga.

Trago saliva repetidas veces, pero el nudo de mi garganta no se suaviza.—¿Qué ocurre, Ana? —la voz seria de mi abuelo, desde la puerta de la

cocina, me sobresalta.

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Pero yo no respondo. Agacho la cabeza y me encierro en mi habitación.Se me han quitado las ganas de todo. Necesito estar sola. Me tumbo en lacama, hecha un ovillo, escondiendo la cara en la almohada. No lloro. Hacetiempo que no tengo lágrimas que derramar por culpa de mi padre. Hacetiempo que acepté que nunca seré lo suficientemente buena para que él metenga en consideración. Para que me trate con consideración, me corrijo.

Pero me sigue doliendo su manera de hablarme, y no lo entiendo. ¿Nodebería estar acostumbrada? No hace daño quien quiere, sino quien puede,y mi padre siempre puede. ¿Algún día lograré enfrentarle? Creía que lohabía hecho cuando le dije que había dimitido y que me marchaba unatemporada a Luengo con el abuelo. Está claro que me equivoqué.

Una caricia en mi pelo me roba un suspiro. Destapo mi cara.Sabía que era Nico antes de mirarle. Sus ojos destellan una furia

incontrolable, pero sus dedos en mis cabellos, tal ternura que me desarma.Se sienta y yo me muevo hasta colocar mi cabeza en su muslo. Susmaravillosas caricias continúan hasta que mi interior se llena de paz.

Los silencios están infravalorados y quien diga lo contrario es que no haconocido a Nicolás, porque él es el silencio, esa nota diferente que haceespecial la partitura.

Mi yayo nos observa desde la puerta unos segundos, sin sonreír, conexpresión indescifrable, y se marcha al jardín, donde le escuchamos comercon Clarita, aunque solo se oye el ruido de los cubiertos.

—¿No tienes que trabajar? —le susurro.—Soy mi propio jefe, al que hoy no le apetece mancharse las manos.Le dedico una pequeña sonrisa. Él me la devuelve.—Venga —me insta a que me levante.—¿Qué?—Nos vamos. Coge el diario de tu abuela.—De la abuela —gruño. Estaba muy a gusto, ¿por qué se ha quitado?—Vamos, Ania —camina hacia fuera.—¿Adónde vamos?Pero no responde. Saco el diario de debajo de la almohada y voy tras

Nico, aunque continúo gruñendo por su silencio, porque odio no saber lascosas de antemano.

—¡Nos vamos! —se despide del abuelo y Clarita, desde el salón, avoces, algo muy común en este pueblo, por cierto.

—¡Adiós, niños! —corresponden.

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Nos montamos en la pickup y Nicolás conduce hacia... el árbol másviejo de Luengo, deteniéndose en el mismo sendero de tierra, dondeempieza el campo abierto. Sonrío.

—¿Ya se te ha ido el enfado, pequeña gruñona? —se acomoda en elsuelo, con las piernas flexionadas y la espalda apoyada en el tronco. Se ríe.

—Me has traído al lugar favorito de la abuela, claro que se me ha ido elenfado —lo señalo con el dedo—, pero no te relajes, Diablo, que nunca sesabe cuándo puede regresar.

—Contigo es imposible relajarse —me sonríe, pero el tono de su voz esronco y sus ojos brillan.

Me humedezco el labio inferior. De repente, hace demasiado calor y mesiento a su lado, a la sombra, no sea que por culpa del sol me derrita...

Claro, por el sol.—También es tu lugar favorito —añade con seriedad—. Cuando te

escapabas de casa y tu padre se enteraba, corrías hasta aquí, te subías a lasramas y te escondías un rato de él.

—De nada me servía —mi mirada se clava en la tierra y mi menteevoca todos esos recuerdos—, solo para enfurecerlo más.

Quizás, si no hubiera sido tan traviesa, si no le hubiera desafiado tanto,me habría tratado como a Cayetana y Pelayo, como a una hija más.

O quizás, necesito desesperadamente buscar la excusa que justifique elcomportamiento de mi padre para conmigo, en vano, porque las excusassolo sirven para engañarnos. Los hechos son los que son.

—Me siento idiota —le confieso, firme en mi voz—. También sientovergüenza —tenso la mandíbula—. Y no entiendo por qué me sigueafectando —aprieto el diario entre las manos—. No me voy a ir de Luengo,ni siquiera voy a comprobar mi e-mail. Y —la rabia comienza a alterarmela respiración— no pienso encender mi móvil. Y sé —tengo que parpadearpara que las lágrimas no salgan de mis ojos— que no es muy maduroapagar el teléfono solo para no recibir las llamadas de mi padre o de mijefe. Sé que estoy huyendo. Sé que no solo tengo que afrontar lo perdidaque estoy, también tengo que ponerle solución y sé que no lo estoyhaciendo —la rabia comienza a disminuir—. Estoy cansada —dirijo losojos al cielo y suspiro—. Cansada de seguir un camino que no es el mío,pero que durante demasiado tiempo me he intentado convencer de que lo es—le observo a él, que no deja de contemplarme con intensidad—. Y porseguir ese camino, perdí lo mejor que me ha pasado en la vida: te perdí a ti.

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—No —rechina los dientes. Está muy enfadado. Me rodea la nuca conlas dos manos y pega su frente a la mía. Cerramos los ojos—. A mí nuncame has perdido.

Agarro sus muñecas y las lágrimas regresan, esta vez para bañar mismejillas, que no me molesto, ni quiero, limpiar.

—Nico... —me tiembla la voz, las manos, el cuerpo...—. Te perdí a ti yperdí mi inspiración porque tú eras mi inspiración. Lo has sido siempre,desde que escribí una historia por primera vez.

Los nervios me estremecen. Su cercanía me estremece.—Ania... —a él también le cuesta respirar—. Volverás a escribir.—¿Cuándo? —estoy muerta de miedo.—No lo sé, pero lo harás —se aparta para mirarme a los ojos—. Aquí

naciste —sonrío con dulzura—. Aquí creciste. Aquí escribiste tu primerahistoria. Luengo es tu hogar —me retira los cabellos hacia atrás—. Tefuiste, pero has vuelto, porque este es tu hogar y será aquí donde volverás aescribir. Mañana, dentro de un mes o el año que viene.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —me abrazo a mí misma—. Soy unacobarde. Me da miedo sentarme frente a la novela que dejé a medias.

—Siéntate frente a una hoja en blanco —se encoge de hombros—.Dices que siempre has seguido un camino que no es el tuyo, pues empiezaun nuevo camino. Empieza de cero.

—No es tan fácil —desvío los ojos a un lado.—Sí lo es —me toma de la barbilla y me obliga a mirarle. No ha

perdido la sonrisa, y es una sonrisa llena de esperanza y confianza—. Solotienes que dar un paso detrás de otro. Empezar es fácil, el resto vienerodado.

Sonrío por lo que ha dicho. Es lo mismo que pienso de mi madre.—El día que quiera empezar... —me cuesta tanto pedirle esto que no

soy capaz de terminar la frase.—Estaré contigo. Y ahora, a leer.Respiro hondo. Abro el diario y me dispongo a leer...

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14(Nicolás)

Lai estuvo una semana entera intentando pedirme perdón, y digo“intentando” porque no le dejé entrar en la tienda, ni hablarme. Encuanto se acercaba a mí por la calle, huía de él. Pobrecillo... Sé queno me dijo lo que me dijo con mala intención. También sé que solo melo dijo porque se preocupaba por mí, pero el orgullo nos hace cometerestupideces, y yo tenía el orgullo herido, así que me duró una semanael enfado. Lo que consiguió que le perdonara fue que el día siete deesa semana empezaron a entrar niños en la tienda, pero porseparado... A ver, te lo explico. Entró un niño, me compró una rosa e,inmediatamente, me la regaló. Entró un segundo niño e hizo lo mismoque el primero. Y así hasta que mi hermana Ágata, que era la mássensata de todas, me dijo:

—No perdonas a Lai después de una semana pidiéndote perdón,pero resulta que tú rompiste el jarrón favorito de mamá el otro día yquerías que te perdonara enseguida.

—No es lo mismo.—Es perdonar.Suspiré, mirando a Lai desde la tienda. Él estaba sentado en el

bordillo de la acera de enfrente, observando el establecimiento conincertidumbre. Se levantó y se acercó a otro niño con una moneda enla mano, al niño número trece. Se iba a dejar el sueldo de esa semanaen flores, y Lai ahorraba para tener su propio negocio, porque susueño no era repartir el correo con su padre.

Salí de la tienda, muy seria, y caminé decidida hasta él.—¿Cuántos niños más vas a enviar a que me regalen flores? —me

crucé de brazos y adelanté una pierna.—Los que hagan falta hasta que me perdones —se guardó las

manos en los bolsillos de los pantalones vaqueros que llevaba yagachó la cabeza.

Suspiré otra vez. Sentía un pinchazo en el pecho.

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—¿No tienes que repartir el correo? —le pregunté, cortante,fijándome en la bici, apoyada en un árbol, detrás de Lai, con lamochila colgando del manillar, llena de cartas para repartir.

—Ahora iré.—Tu padre va a hacerte trabajar las horas que llevas retrasado.—No me importa.Nos miramos.—Lo siento, Anita...—No me llames “Anita” —me giré, con un nudo en la garganta—.

Ya no soy una niña. Además, me llamo Anya, bien lo sabes. Odio lamanía que tenéis todos de llamarme Ana, no Anya, que soy rusa, y amucha honra, ¿eh?

—Vale, perdona —suspiró ahora él, con mucho pesar—. Novolveré a llamarte Anita.

—Será mejor que te vayas a trabajar.Lai suspiró con resignación y se montó en la bicicleta. Yo no le

miré, solo cuando se alejó. Y en la esquina, él paró y también me miró,con una tristeza que jamás había visto en sus ojos. Me tapé la cara yme eché a llorar. No pude evitarlo y me dio igual hacerlo en mitad dela calle. Entonces, a los pocos segundos, Lai me abrazó con muchafuerza.

—Lo siento mucho... —me susurró, temblando como yo—. No eresmenos que nadie y nunca lo serás, pero hay gente que no piensa igualy no quiero que te hagan daño.

Yo me aferré a él y asentí, entre lágrimas que me sequé en sucamiseta. Lai no protestó, sino que me abrazó más fuerte y me besó lacabeza hasta que me calmé.

—Tengo una sorpresa para ti —me sonrió—. Ha llegado hoy —meenseñó un sobre sellado—. Léela luego conmigo en el árbol, ¿vale?Prometo no criticar nada.

Una súbita alegría se apoderó de mí y chillé loca de contenta,cogiendo la carta. Solo hacía una semana de la carta anterior, laprimera que me había enviado mi teniente, y morí de la ilusión porhaberme enviado una segunda tan seguida.

Lai y yo nos despedimos y, aunque estaba deseando leer la nuevacarta, esperé a que él viniera a buscarme a la tienda para llevarme enbici a nuestro sitio favorito.

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Oh, Ania... Durante los siguientes tres meses, mi teniente meescribió casi todas las semanas y le contesté a todas las cartas. Aveces, las cartas me llegaban seguidas y, otras veces, tardaban más,pero no me importaba. Fue el mejor otoño de mi vida... Nos contamostodo: lo que hacíamos en nuestro día a día, los viajes que queríamoshacer, los sueños que deseábamos cumplir... incluso me desahogabacuando discutía con alguna de mis hermanas. Era tan fácil hablar conAlberto... Siempre tenía una palabra de ánimo y de consuelo.

Y Lai me apoyó. No volvió a criticar nada, de hecho, si comentabaalgo era porque yo le preguntaba, y siempre me sonreía diciéndomeque, si mi teniente me hacía feliz, él también era feliz por mí. Así quetodo fue bien.

Y el fin de semana antes de Nochebuena...—No pongas esas —me dijo Lai, negando con la cabeza, serio—.

Tiene que ser solo de rosas.—Qué pesadito estás con las rosas —refunfuñé, dejando las

margaritas en el mostrador.Estábamos los dos solos en la tienda, preparando unos ramos

especiales para la iglesia. Mis padres regalaban varios como unaofrenda de agradecimiento a Dios todas las navidades. Quedaba soloel mío por terminar, mis hermanas acababan de irse a la iglesia aentregar al sacerdote el que había hecho cada una de ellas. Volveríandespués para encargarse de cerrar el establecimiento y que yo pudieraofrecer el mío. Me acompañaría Lai y luego me traería a casa.

—Es que este ramo es tuyo y te encantan las rosas —siguióprotestando él—. A tu hermana Alexandra le encantan las floresamarillas y ha hecho un ramo de flores amarillas. Pues tú con tusrosas, igual.

—No pasa nada por mezclar flores silvestres con mis rosas. Notodo tiene que ser blanco o negro, ¿sabes? A veces, es bueno mezclar.

—Mezclar dos cosas totalmente opuestas nunca es bueno —dijo,sin mirarme a la cara, y en voz baja.

—Estás muy raro hoy —coloqué los puños en la cintura—. ¿Qué eslo que te pasa? ¿Has discutido con Soraya?

—Que dejes solo tus rosas —se cruzó de brazos—. Y no sé cómodecirte que con Soraya no hay nada, es ella la pesada que me persigue

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a todas partes. Hace meses que no tengo novia y estoy muy bien,gracias.

Yo entorné los ojos y volví a coger las margaritas, solo parallevarle la contraria, pero sonó la puerta de la tienda. En cuanto giréla cara, me paralicé por la impresión...

¡Ahí estaba mi teniente, Ania!Con un sombrero gris oscuro, del mismo color que el abrigo, hasta

las rodillas, de estilo militar, un traje también oscuro, de tres piezas,una camisa blanca inmaculada, una bufanda roja alrededor de sucuello y unos zapatos negros y brillantes... Estaba tan, pero tanguapo... Y cuando me sonrió, no me desmayé porque me sujeté a Lai,si no, caigo redonda al suelo por la impresión, ¡te lo juro!

—Hola, Anya —me saludó, acercándose despacio hasta elmostrador.

—Hola, Alberto —le sonreí como una boba, incapaz de contenerme—. Has venido... —no me lo podía creer...

—Te dije, cuando nos despedimos después de la fiesta, que podríavenir antes de Navidad, como muy tarde —me sonrió—. No hequerido decirte nada en las cartas para darte una sorpresa —me tomóde la mano para besármela en el dorso, como todo un caballero—. Mevoy el domingo por la tarde. Me quedo en el pequeño hostal que hayen la entrada del pueblo.

Era el único alojamiento, en realidad. Para la fiesta que hubo enjunio, en la que conocí a Alberto, los invitados se alojaron enSalamanca, en hoteles de lujo, aunque estuvieran a un buen paseo encoche, pues el hostal de Luengo era muy pequeño y sencillo, carentede lujos, pero muy bonito, cómodo y acogedor. Allí trabajaba la madrede Lai, como cocinera, aunque solo cuando había huéspedes,normalmente algún fin de semana en verano o en Navidad; el resto deltiempo, cuidaba de personas mayores o limpiaba algunas casas, lo quele saliera, pues era una familia muy humilde y el trabajo del padre deLai, encargarse del correo, no les aportaba, a veces, los beneficiossuficientes para mantenerlos a todos, porque Lai era el mayor decinco hermanos.

—¿Te gustaría que diéramos un paseo? —me sugirió.—Tengo que ir a la iglesia a ofrecer este ramo que estoy haciendo,

puedes acompañarme, si quieres —me humedecí los labios, muy

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nerviosa y tímida.—Es muy bonito —se fijó en las rosas, pero también en las

margaritas—, y las margaritas, también, me recuerdan a ti.Y yo, encantada, cogí las margaritas y las mezclé en el ramo. Lai

masculló una maldición tan baja que, gracias a Dios, Alberto no leoyó, pero yo, sí.

—¿Nos vamos, Alberto?Él buscó mi abrigo y mi sombrero de cintas, que estaban colgados

en el perchero del rincón, junto a la puerta de la trastienda. Me ayudóa ponérmelo y hasta me ató las cintas en el cuello. A continuación, sequitó la bufanda y me la enroscó con suavidad en el cuello.

—Hace mucho frío —me sonrió con ternura y me ofreció el brazo,tras hacerse cargo del ramo, que era bastante grande.

Definitivamente, me derretí...Al pasar junto a Lai, le propiné una patada en la espinilla. Él se

mordió la lengua, con el rostro desencajado por el dolor. Eso lepasaba por meterse con las margaritas.

—¿No te importa esperar aquí a que vengan mis hermanas? —lepedí a Lai, de camino a la calle, con mi brazo entrelazado con el de miteniente.

—¿Y qué les digo? —gruñó, frotándose la espinilla.—Que estaré en la iglesia y luego dando un paseo —me puse el

dedo índice en los labios para que comprendiera que no podíanombrar a mi teniente.

Mi amigo asintió, sin mirarme, pero se tenía merecido el pisotón.Y me fui con Alberto.

—Pobre Lai —murmuro, incapaz de callarme más tiempo.Me encanta escuchar a Ania leer, y más esta historia, pero necesitaba

parar un momento. Y el sol ya empieza a querer esconderse en el horizonte,por lo que hay poca luz para continuar leyendo en el árbol.

—Y yo que creía que te venía de tu abuelo ese carácter que tienes —comento, pensativo—, y resulta que hasta en eso eres igualita que la abuelaAna.

—¡Oye! —me golpea el brazo—. Quien a los suyos se parece, honramerece —levanta el mentón, sonriendo bien orgullosa.

Yo también sonrío.

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—Has dicho pobre Lai —pronuncia ella—, ¿tú también crees...?—¿Que está loquito por tu abuela? —enarco una ceja—. Desde que me

hablaste de él, antes de leer conmigo. Y también digo pobre Lai porque alyayo no lo llamaban Lai, sino el Espabilao, aunque nunca supe por qué —suelto una carcajada—, solo que la abuela se lo echaba en cara cuandodiscutían, ¿te acuerdas?

—Discutían sin importarles quién estuviera delante —se ríe—. Eranmuy intensos, para bien y para mal —sonríe con nostalgia—. Nunca hevisto a nadie quererse tanto como ellos.

Yo, sí.—¿Quién será Lai? —entorna los ojos, ladeando la cabeza—. ¿Te

imaginas que sigue vivo? Si le saca cuatro años a la abuela es que es de laedad del yayo —se arrodilla, emocionada—. ¿Y si lo averiguamos? A lomejor, le podemos sonsacar a Benjamín, es su amigo.

—Benjamín es mucho más joven que el yayo. ¿Pretendes irpreguntando a los ancianos del pueblo quién se encargaba de repartir elcorreo en los años cincuenta? —arqueo ahora las dos cejas. Niego con lacabeza—. Que no se te olvide que la abuela te prohibió leer las cartas de suhermana Alexandra hasta que terminases el diario.

—¿Qué tiene eso que ver?—Pues que te pidió que le hicieras un favor, pero que te lo diría después

de contarte lo que escribió en el diario. Quiere que primero leas su historia.Gruñe como respuesta, y, aunque le pueda la impaciencia, sé que me

hará caso.Entonces, mi móvil vibra dentro de mis pantalones. La cara de mi

madre aparece en la pantalla. Descuelgo.—¿Estás con Ana? —me pregunta, desde el otro lado de la línea, sin ni

siquiera saludarme, y eso me preocupa.—Sí, ¿qué ocurre?—Tati ha discutido con Cristóbal por teléfono y la ha dejado hecha

polvo. Algo sobre unos billetes de tren. Me ha dicho que quería estar sola yla he acompañado a casa del abuelo.

—Vamos para allá —cuelgo.Ania lo ha oído todo y se levanta a la vez que yo, enseguida.Cuando llegamos a casa del yayo, no me bajo del coche, pero ella

insiste en que entre.—¿Y mamá? —le pregunta Ania al abuelo, nada más cruzar la puerta.

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—Se ha ido a dar un paseo por el campo —sonríe... feliz. Está en elpasillo, de camino a la cocina—. ¿Os apetece una copita para celebrarlo?

—¡Abuelo! —exclama ella, con los puños en la cintura.—Que tú tengas resaca no significa que los demás no podamos beber —

masculla, entrando en la cocina. Todavía no es de noche, pero enciende laluz para ver mejor—. ¿Dónde guardará Clarita la botella?

Me río. Ania, no. Le regaña e insiste en que a su edad no debe beberalcohol, pero al yayo, eso, como decimos por aquí, le importa trespimientos.

Encuentra la botella que buscaba, su preciado whisky. Saca la soda de lanevera y la caja de hielos del congelador, situados junto a la puerta por laque se accede al jardín. Me hace un gesto con la mano, yo me adelanto,sonriendo, y le preparo su copa, en un vaso bajo y de cristal grueso en elfondo, con su nombre grabado, regalo de su amada esposa por su boda.

Cuando le entrego la bebida, bien mezclada, el teléfono de la casasuena.

—Ni os molestéis —el abuelo hace un ademán—. Es el idiota de tupadre. Mamá desconectó su móvil después de discutir con él.

—¿Ha llamado más veces? —quiere saber Ania, cuyo rostro, derepente, está más blanco de lo normal.

—Unas cuantas —da un sorbo y lo saborea con regocijo. Sonríe consatisfacción—. Esto está delicioso —sale al jardín y se acomoda en su silla,presidiendo la mesa, con el vaso en la mano derecha y una mirada soñadora.Le seguimos y me siento a su lado—. Ven aquí tú también, Bichito.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —inquiere ella, de pie, con elrostro cruzado por la preocupación.

Entonces, una mujer se acerca al jardín, desde el callejón estrecho quesepara esta casa de la mía. Y está tarareando.

—Porque tu madre ha vuelto, Bichito.—Mamá... —susurra ella, posando una mano en su pecho.Tatiana entra en el jardín y avanza, con un pequeño ramo de flores

silvestres en la mano. Lleva un vestido amarillo apagado, con mangasacampanadas y suelto hasta las rodillas, con vuelo. Su sonrisa irradia toda laluz del crepúsculo. Y cuando se agacha a la altura de su padre y le llena lacara de besos hasta hacerle reír, observo a Ania. Está llorando...

—Deberíamos hacer una barbacoa el sábado, aquí —sugiere el yayo,entrelazando una mano con la de su hija—. Con todos nuestros amigos. Ya

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estamos en junio, los días son largos y por la noche no refresca tanto. Meapetece que nos reunamos todos.

—Me parece perfecto, papá.—Y mañana hablas con Hernán —le dice a su hija— y le pides los

tableros. Calculo que seremos unos cincuenta.Las mejillas de Tatiana adquieren un tono escarlata demasiado evidente.

Yo carraspeo y recuerdo lo que me contó mi madre. El abuelo se da cuentade que yo sé algo y me guiña el ojo, cómplice.

El verano está a la vuelta de la esquina y ya promete...

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15(Ania)

Hoy el cascabel no me ha despertado. Está quieto y lo agradezco, perono estoy tranquila, incluso esperaba que se moviera. Tuve que desconectarel cable del teléfono para que mi padre no continuara llamando y me helevantado pensando que, en cualquier momento, aparecerá en casa delabuelo exigiéndonos a mi madre y a mí que volvamos con él a Madrid.

Estamos montadas en el coche de Nicolás. Son las once de la mañana.Ha venido a buscarnos para llevarnos a la nave de Hernán.

—Deberíamos mirar algún coche —le sugiero a mamá, desde el asientotrasero; ella va en el del copiloto.

—Uno pequeñito —gira la cabeza hacia mí y me sonríe—. Cuando mishermanas y yo nos sacamos el carné de conducir, los abuelos nos regalaronun Fiat 500 de color blanco, para que lo compartiéramos —amplía susonrisa—. Era tan bonito...

—Os puedo acercar a Salamanca la semana que viene, si queréis —responde Nico, observándome desde el espejo retrovisor—, a algúnconcesionario.

Yo le sonrío, soy incapaz de no hacerlo. Me encanta que siempre estédispuesto a ayudar, pero no me gusta quitarle tiempo de trabajo, que tiene elinvernadero y el jardín del yayo, que yo sepa, y ayer estuvo toda la tardeconmigo.

—Podemos ir en autobús, no te preocupes. O le pido el favor a Fran.Él frunce el ceño y desvía los ojos a la carretera.—Va... —traga saliva y respira hondo—. Vale.Aquello me borra la sonrisa de inmediato. Odio que se trabe por mi

culpa. Es algo que nunca he podido soportar, porque lo hace cuando estánervioso o se siente inseguro.

Se instala un silencio incómodo en el coche hasta que llegamos a lanave.

—Mañana iré a arreglar un poco el jardín para la barbacoa del sábado—dice Nicolás, agarrando con fuerza el volante—. Nos veremos allí —y se

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marcha.¿Eso quiere decir que no leeremos el diario hoy? ¿Qué le pasa? Me

quedo observando la pickup hasta que se pierde de vista.—¿Qué he dicho? —murmuro, sin darme cuenta, en voz alta.—Nada malo, cariño —comenta mi madre—. Nicolás busca cualquier

excusa para pasar tiempo contigo, tú le acabas de decir que no y creo queno se lo esperaba, lo que me hace pensar que hay mucho más que lo que seve a simple vista.

Me ruborizo y mi piel se eriza.—Mamá... —me humedezco los labios—, hace tres años...—Lo sé —me interrumpe, con una triste sonrisa—. Os pilló tu padre,

pero yo ya lo sabía.Suspiro de manera entrecortada.—¿Qué es lo que se ve a simple vista? —susurro, con el corazón

latiendo muy rápido, tanto que me asusto.—¿No te lo imaginas? —me retira un mechón detrás de la oreja.Agacho la cabeza.—Yo...—¿Tatiana? —pronuncia una voz masculina.Nos giramos. Es Hernán, el hijo mayor de Benjamín. Es de la misma

edad que mi madre, Consuelo, Nines y Matilda: cincuenta y tres años. Alto,esbelto, sin un solo gramo de grasa, tiene el abundante pelo encanecido ypeinado con la raya lateral, unos preciosos ojos azul oscuro, una barba cortay bien cuidada y va vestido con una inmaculada camisa blanca remangadaen las muñecas, unos pantalones vaqueros que parecen hechos a medida desus magníficas piernas y unas botas que me recuerdan a las que usa Nico...Hace deporte, seguro. Y es muy atractivo.

Me sorprendo. Mucho.—Hola, Hernán —le saluda mamá, cuyas mejillas están coloradas, su

sonrisa destella ahora timidez y sus ojos relucen de manera muy especial.Y me sorprendo mucho más.La mirada de él asciende desde los pies de ella, cubiertos por unas

alpargatas de cuña beis, sus piernas desnudas que brillan por la crema quese ha echado después de ducharse, su vestido camisero de color azul celestey con las mangas estrechas hasta el antebrazo, su rostro delicadamentemaquillado, hasta sus cabellos sujetos con un pasador en la parte posterior

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de la cabeza. Los ojos de Hernán reflejan admiración, una inmensa alegría yalgo más...

Y me sorprendo tanto, que me paralizo.Y ninguno se percata de mi reacción porque soy invisible para ellos.Él se acerca despacio, con andares seguros, nada prepotentes, todo lo

contrario, y una atractiva sonrisa en su rostro que no desaparece. Los dos seobservan a los ojos del mismo modo. Hernán la toma de las manos, se laslevanta y se fija en la fina línea, más clara que su tono de piel, que tiene enel dedo anular derecho donde, hasta ayer, había llevado su anillo de casada.

—Escuché que habías vuelto, pero no me lo quise creer, y eso que lasviejas cotorras me preguntaron ayer si ya te había visto —se ríe,contagiando a mi madre.

Hace seis meses, cuando se cayó mi abuelo, mamá vino a estar unosdías con él, pero no salió de casa. Antes de eso, estuvo los mismos tres añosque yo sin venir.

—No sabes cuánto me alegro de que estés aquí —añade Hernán, en untono ligeramente áspero.

—Supongo que nunca es tarde.—Nunca, Tati —su sonrisa desaparece.Se sueltan, pero no se apartan, están a escasos centímetros de distancia.—¿Y bien?, ¿qué puedo hacer por vosotras? —por fin, me mira a mí.Es mi madre quien responde y le cuenta lo que quiere hacer mi abuelo.—Mañana os llevaré los tableros —asiente él.—¿Tatiana?, ¿eres tú, cariño? —pronuncia Benjamín, avanzando hacia

nosotros desde la nave, cuya gran puerta está abierta y por la que se puedever a varios peones cargando materiales y cajas de un lado a otro; lasfurgonetas están aparcadas en un lateral.

—Hola, Benjamín —le contesta mi madre, encontrándose con él amitad de camino.

Mientras ellos se abrazan, Hernán me pregunta:—He visto que os ha traído Nico, ¿tenéis cómo volver?—Pues no lo sé —frunzo el ceño—, y no tengo móvil, ni el móvil de

Nico para preguntarle.—Toma —se saca su teléfono del bolsillo trasero del vaquero,

desbloquea la pantalla, busca el número de Nicolás y me lo tiende—. Si nopuede, yo os llevo adonde queráis —sonríe y se reúne con mamá y Ben.

Con dedos temblorosos, llamo a Nico.

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—Dime, Hernán —dice su voz baja y firme, nada más descolgar.—Soy yo —estoy tan nerviosa que me tiembla la voz.Le escucho contener el aliento.—Es que... te has ido sin saber si volverás a buscarnos y... Bueno,

Hernán nos puede llevar al pueblo otra vez, no hace falta que... Yo solo... —cierro los ojos.

Silencio.—¿Qué he dicho?Soy así. Impulsiva. No controlo lo que sale por mi boca. E impaciente.

Muy impaciente.—Nada.—Algo he dicho para que... —me callo y reformulo la frase—. Algo he

dicho para que te fueras enfadado.—No estoy enfadado —su voz ahora es ronca. Respira hondo—.

Prefieres a Fran. Lo entiendo, no pasa nada, estoy acostumbrado, perodespués de estos días pues... —respira hondo por segunda vez—. Creí que...—suspira con fuerza—. Déjalo. Soy ridículo. Yo no...

—¿Estás celoso porque te he dicho que le pediré a Fran que nos lleve aSalamanca a mirar un coche? —estoy tan pasmada, que no me lo creo.

Pero él no responde, lo que confirma mis palabras. Y yo, como unatonta, sonrío, experimentando un súbito calor por todo mi cuerpo.

—Ayer pasaste toda la tarde conmigo porque la llamada de mi padre medejó hecha una mierda —me giro y bajo el tono para que no me oigan losotros—. No quiero quitarte tiempo ni que seas mi niñera porque te dijeraque me siento perdida —mi cara arde—. Tienes proyectos que hacer y...

—Tú nunca me quitas tiempo, Ania —su voz es suave, me envuelve, meencanta...—, porque contigo el tiempo no existe.

Me muerdo la lengua para evitar gemir. Mi piel está tan erizada e inhalooxígeno tan rápido que podría volar en este mismo momento. Y, al final, seme escapa de la garganta...

—Nico...Él gruñe.—Estoy en casa de Matilda y Josué. ¿Hernán puede llevaros? Si no, me

acerco en un momento.—Sí... —soy incapaz de encontrar mi voz.Nicolás gruñe de nuevo.—¿Te veo esta noche en mi jardín?

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Trago saliva.—Sí... —carraspeo para centrarme—. Es viernes, ¿no tienes planes?Antes, cuando salíamos los fines de semana en Luengo, el viernes era el

día que más ambiente había. Ninguno de los cuatro bares tiene horario decierre, están abiertos, con música y terraza, hasta que el último cliente semarcha, sin importar la hora. Los sábados, en cambio, la gente jovenprefiere el ambiente de Salamanca. Nosotros, no; siempre nos quedábamosen el pueblo, estábamos muy a gusto, jugando al billar o a la diana mientrasnos tomábamos unas cervezas y charlábamos y reíamos hasta la madrugada.Qué buenos años fueron...

—Fran y Nadia querían salir a tomar algo, ¿te apetece?—No te preocupes, sal con ellos, leemos el diario otro día.Mentira.—Me apetece estar contigo, en mi jardín o con Fran y Nadia, lo que tú

prefieras.—Hace demasiado tiempo que no salgo —mi pie traza círculos en la

tierra que estoy pisando. Me he alejado sin darme cuenta—. Puede que estéun poco oxidada.

—Ya somos dos.—¿Entonces...?Parecemos dos críos. Me río. Y él se ríe conmigo.—Pasamos a buscarte esta noche, ¿a las once y media?—Perfecto.Nos despedimos y colgamos.Regreso con mamá, que no para de soltar carcajadas, totalmente

desinhibida, con Benjamín y Hernán. Sonrío al verla así, dichosa, alegre...feliz.

—Gracias —le devuelvo el móvil—. ¿Puedes llevarnos tú a Luengo?Nico está muy liado.

—Claro, no hay problema —sonríe él. Pero su teléfono suena y mira elnombre que aparece en la pantalla: Manuela—. ¿Me disculpáis unmomento? —se aleja y coge la llamada.

Mi madre frunce el ceño y desvía los ojos al suelo. No entiendo sureacción, pero no soy tonta, conoce a esa tal Manuela y, aunque no oímos aHernán, que además está de espaldas a unos metros de distancia, no es unaconversación agradable la que está teniendo.

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—Así que barbacoa, ¿eh? —comenta Ben, rompiendo la tensión—. MiEnriqueta llevará sus tartas de manzana para el postre.

Aquí es común que, cuando nos juntamos para comer o cenar, losinvitados lleven algo a la casa anfitriona, comida o bebida. Somos así. Y esagradable, ¿verdad? Lo echaba de menos... Lo echaba mucho de menos.

—Perdonad —se disculpa Hernán, guardándose el móvil en el bolsillotrasero del pantalón—. ¿Nos vamos ya?

—Sí, por favor —contesta mamá, seria.Besamos a Benjamín en la mejilla y seguimos a Hernán hasta el lateral

de la nave, donde están las furgonetas de la empresa y dos coches iguales,dos Mercedes Clase X pickup, de color plateado.

Mi madre hace el trayecto en silencio. Él se interesa por mí y mepregunta cómo estoy en el pueblo y si tengo intención de quedarme unatemporada. Sonreímos los dos mientras charlamos, pero la tensión se puedemasticar.

—Gracias por traernos —le dice mamá, al bajarnos del coche, en unaesquina de la plaza—. Dale recuerdos a Manuela de mi parte y dile que teacompañe a la barbacoa, por supuesto, estáis invitados —sonríe confalsedad y tira de mí.

Hernán desaparece con un pequeño acelerón.Las viejas cotorras no se pierden nada y se ríen entre ellas, demostrando

que saben mucho más que yo, aunque no es de extrañar.Me dejo arrastrar por mi madre a la casa de Nines.—¡Hola! —exclama la mujer al abrirnos la puerta, muy contenta de

vernos, pero su alegría se esfuma al fijarse en la expresión de mi madre.—¿Manuela? ¿Es una broma? Y de muy mal gusto.Nines comprende sus palabras y sonríe con humor. Yo estoy totalmente

perdida, pero decido mantenerme callada porque estoy convencida de queno voy a tardar nada en averiguar lo que sucede, o, me corrijo, lo quesucedió.

—Mi madre está en el salón, con la televisión bien alta, se supone queestá un poco sorda, pero escucha lo que quiere —nos susurra, indicándonosla cocina, al fondo del pasillo.

Caminamos de puntillas. La doble puerta del salón está entornada, a laizquierda, y el volumen de la tele es bastante alto, aun así, nos dirigimoscon cuidado hacia la terraza, a la que se accede desde la cocina. Es un patiocuadrado, con macetas de flores recorriendo el espacio y en el centro, una

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mesa redonda de mimbre, blanca, y cuatro sillas a juego, con mullidoscojines de color beis. Nos sentamos y Nines sirve té y pastas de limón.

Las dos amigas se miran, serias. Yo devoro las pastas, están deliciosas,sin quitarles el ojo de encima como si fuera un partido de tenis.

—Tati —niega con la cabeza—, no puedes culparle de hacer su vida. Teestuvo esperando durante años, muchos años, tú lo sabes. Nunca escondiólo que sentía por ti.

—¿Desde cuándo está con Manuela? —le exige mamá, en bajo.—Desde hace tres años —da un pequeño sorbo a su té.—¿Se van a casar o...? —hace un ademán, muy ruborizada.—¿O viven juntos? —sonríe—. Ni una cosa ni la otra. Hace tres años,

le dijiste a tu padre que no vendrías durante una temporada, y él se lo dijo aBen. Fue ahí cuando Hernán se dio una oportunidad con Manuela —suspira, tranquila—. Perdió la esperanza.

—¿No podía haber elegido a otra? —se levanta y se cruza de brazos.—Ha hecho lo mismo que tú: tirar por el camino fácil —arruga la

frente, regañándola con la mirada—. No le escuchaste, Tati. Fue ella, no él.—Yo solo sé lo que vi —desvía los ojos al suelo.—Lo que Cristóbal quiso que vieras —aprieta la mandíbula. Me

observa con atención—. Lo siento, cielo, pero tu padre... —se calla yrespira hondo—. No me corresponde a mí contártelo. ¿Tati?

—¿Quién es Manuela? —me atrevo a preguntar, antes de beber un pocode té.

—La reina del baile —responde Nines, soltando una carcajada.—Adelante —le indica mi madre, sentándose de nuevo, o, más bien,

dejándose caer sin ningún decoro en la silla.—Verás, Ana —me dice, sonriendo con su característica dulzura—,

Manuela era la chica más popular de la escuela. Todos los chicos besaban elsuelo por donde pisaba. Además, era la líder de las animadoras del equipode fútbol. Ella creó el grupo cuando teníamos dieciséis años y las tontas denuestra quinta la secundaban en todo.

—¿Y vosotras?—Éramos las marginadas —continúa Nines, recostándose en su asiento

—. Consuelo, tu madre, Matilda y yo estábamos más pendientes de estudiarque de reírle las gracias a Manuela. Era muy caprichosa y una consentida.Por aquel entonces, su padre era el alcalde y ella actuaba como si todos

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fuéramos sus súbditos y, si no hacías lo que quería, te convertías en suenemiga.

Arqueo las cejas. Hay cosas que, por muchos años que transcurran,incluso siglos, nunca cambian.

—Hernán se venía mucho con nosotras —sigue Nines, ahora seria, conlos ojos clavados en un punto infinito, recordando—, pero no era unmarginado, era el chico más popular de la escuela, el capitán del equipo defútbol y el mejor de la clase, era muy inteligente, incluso daba clasesparticulares a quien necesitase apoyo. Al contrario que Manuela, Hernántenía un corazón de oro, una sonrisa para cualquiera y ayudabadesinteresadamente.

—Y Manuela le quería —adivino.—Pero a Hernán quien le gustaba, y mucho —alza una mano para

enfatizar—, era tu madre —sonríe a su amiga, que se sonroja, aunque se leescapa la sonrisa—. Manuela lo intentó todo para llamar la atención deHernán, pero él se negó siempre. Entonces, Manuela se alió con el otrovillano del cuento —su mirada se torna sombría y a mí me recorre unescalofrío porque un nombre revolotea en mi mente—. Cristóbal.

Cierro los ojos con fuerza un instante.—Era el segundo: el segundo del equipo de fútbol, el segundo de la

promoción de la escuela... Y estaba obsesionado con tu madre. Creo que nohace falta que aclare —me observa, con determinación y gravedad— queera igual de rastrero que Manuela.

No me sorprende.—Hernán y tu madre eran muy buenos amigos y estaban locos el uno

por el otro desde pequeños, pero eran muy tímidos. Hernán, al final, searmó de valor y le pidió a tu madre ir juntos al baile de graduación —unadébil sonrisa asoma en su rostro—. El problema fue —frunce el ceño— queCristóbal apareció esa noche en casa de tus abuelos y le dijo a tu madre quele acompañara, que era muy importante. La llevó a la nave de Benjamín yallí estaban Hernán y Manuela, arreglados para el baile —mira a su amigacon pesar—. Y besándose —suspira otra vez—. Tu madre no le dejóexplicarse. Hernán lo intentó todo, la esperó siempre, y cuando digosiempre es hasta hace tres años, que se permitió una oportunidad conManuela porque creyó que tu madre jamás regresaría a Luengo. Pero, desdeel baile de graduación, tu madre no se ha separado de tu padre.

—Fin de la historia —zanja mi madre.

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No. De fin, nada. Sé lo que he visto hoy. Esta historia no ha terminado.Nunca había visto a mamá sonreír como lo ha hecho antes con Hernán.

Y tengo toda la intención de buscar el final que se merece, y el segundono sale en la ecuación.

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16(Nicolás)

A las once y veinte ya estoy en casa del yayo, esperando a Ania. Heentrado por el jardín porque oí al abuelo y a Tatiana charlar tranquilamenteen torno a la mesa. Me he sentado con ellos. La persiana de la habitación deAnia está bajada, pero no del todo, y se cuela luz por las rendijas; unasombra que va de un lado a otro con rapidez. ¿Estará nerviosa? Yo, sí.Nunca estoy preparado con ella...

Me he cambiado de camisa tantas veces que tengo la mitad de miarmario tirado en la cama. Al final, me ha ayudado Nadia, entre risas, yllevo unos vaqueros claros, las zapatillas blancas y grises de El Ganso, quesolo me he puesto dos veces, así que parecen nuevas, y la camisa decuadros pequeños azules y blancos, por fuera de los pantalones yremangada en las muñecas. Me he echado colonia —ni me acuerdo de laúltima vez...— y me he afeitado.

Vamos de bares por el pueblo, por el amor de Dios...—Qué guapo, Nicolás —me sonríe Tati con cariño—. ¿Te apetece

tomar algo mientras la esperas? ¿Un helado? ¿Una copa?Nos reímos.—Estoy bien, gracias.—Siéntate, mi chico —me pide el yayo, señalando la silla que hay a su

derecha, pues padre e hija presiden la mesa—, y cuéntame qué tal elinvernadero de Matilda y Josué.

—Me dijo tu madre que has montado una empresa de diseño deexteriores —comenta Tatiana, rodando la taza vacía que tiene en las manos—. ¿Estás haciéndoles un invernadero a Matilda y Josué? —continuabasonriendo—. A Mati le encantaban las plantas.

—Hemos empezado hoy. Ayer solo llevamos los materiales. Hecontratado a dos obreros de aquí, de Luengo, para que me ayuden. Apenasacabamos de empezar —frunzo el ceño—. Ha sido un día largo.

—Ha hecho mucho calor —asiente el abuelo, antes de dar un sorbo a sucopa lentamente, saboreándolo.

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—¿Dónde viven Mati y Josué? —se interesa Tati.—Cerca de la nave de Ben, a unos cinco minutos, al otro lado de la

carretera.Ella asiente, seria de repente.—¡Ya estoy! —exclama Ania, desde la puerta de la cocina—. ¿Llevas

mucho esperando? —se acerca, retorciéndose las manos.—Llegué antes de tiempo —me levanto de inmediato.Me quedo sin aliento.Jo... der...Está preciosa, con un vestido blanco ajustado a sus curvas, sin escote,

corto y de manga larga; es sencillo, pero se ciñe a cada centímetro de sucuerpo, y es un cuerpo increíble, de vientre plano, pechos perfectos —nipequeños ni grandes—, un trasero respingón que me hace babear, para quéengañarnos, y unas piernas extraordinarias, esbeltas y brillantes por lacrema que se habrá echado. Las alpargatas blancas, bordadas y planas,cubren sus pequeños pies.

Cuando los farolillos del jardín alumbran su cara, un calor asfixiante meabrasa por dentro: se ha pintado los labios de rojo y se ha alisado el pelo.Pero sus labios rojos... Nunca se los había visto pintados. Nunca. Ni conbrillo. Se solía maquillar los ojos, pero, desde que regresó a Luengo, es laprimera vez que se pinta. No le hace falta, es muy guapa, joder, esguapísima, pero reconozco que ahora lo está más. Mi madre me dijo unavez que el maquillaje solo es útil cuando la persona que lo utiliza es bonitasin él. No entendí a qué se refería, fue cuando era un mocoso que odiaba alas chicas, pero hoy lo entiendo. Joder si lo entiendo...

—Estás pre... —trago saliva y respiro hondo—. Estás preciosa... —meenfado cuando logro pronunciarlo como es debido. Aprieto la mandíbula ydesvío los ojos.

Sin embargo, una mano suave y delicada agarra la mía. Entonces, notoun tirón y me proyecto hacia delante sin querer. Ania se alza de puntillas yme besa la mejilla.

—Tú también estás muy guapo. Te has afeitado —se muerde el labioinferior.

Soy incapaz de reaccionar... hasta que el yayo se ríe.—¿Y tu bolso? —le pregunto. Obviamente, en ese vestido de pecado no

puede guardarse nada—. ¿Quieres que...? —de nuevo, trago saliva y respirohondo. Mascullo una maldición.

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Vaya puñetera noche que me espera...—No tengo móvil, así que no me hace falta nada. ¿Nos vamos?—¿No tienes móvil? —frunzo el ceño—. Es verdad, me llamaste hoy

desde el móvil de Hernán.—No me hace falta —dirige los ojos al suelo.—Sí te hace falta —la corrige su madre, seria—, al menos para que yo

te pueda localizar si pasa algo. El lunes, iremos a Salamanca y te comprarásun número nuevo.

—Ben os lo puede pedir —les digo—. Traen de todo al pueblo.Tatiana hace una mueca que me sorprende.—Iremos el lunes a la nave de Ben —señala Ania, observando a su

madre como si la estuviera regañando—. Nos vamos —besa a los dos ysalimos del jardín hacia el mío.

—¿Me estoy perdiendo algo? —le susurro al oído para que no nosoigan.

—Cuando te lo cuente...Y me lo cuenta, mientras esperamos a que Fran y Nadia bajen de la

habitación ya arreglados para salir los cuatro. Estamos en la entrada de micasa, junto a la escalera.

—El otro día —le cuento yo ahora—, mi madre me dijo que Hernán ytu madre estuvieron enamorados y que él no ha dejado de estarlo, pero soloeso, de lo otro no tenía ni idea.

—¿Conoces a Manuela?—Tú, también —asiento, sonriendo, a punto de echarme a reír.Ania arruga la frente, pensativa.—Hace cinco años... —le doy una pista, cruzándome de brazos—. Tú,

yo, un corral...Sus ojos se abren.Mucho.—¡No! —exclama, tapándose la boca.Nos echamos a reír los dos. Con ganas.En este pueblo hay muchos corrales, la mayoría, vacíos, con malas

hierbas y con algunos de sus muros destrozados por el paso del tiempo. Endefinitiva, pequeños terrenos, algunos en venta, por ejemplo, para quienquiera hacerse una casa; otros, tienen huertos. Pues hay uno, detrás delayuntamiento, cuyos muros no son muy altos y los más jóvenes, eninvierno, lo utilizan para hacer botellón.

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Fue el verano que Fran se rompió una pierna y que Ania y yo nosunimos más. Fue cuando me enamoré de ella, aunque al principio no quiseaceptarlo y, luego, luché contra mis sentimientos, porque, para mí, eraperfecta con todos sus defectos y no me creía merecedor de ella.

Uno de esos fines de semana que pasamos juntos, el siguiente despuésde las fiestas, Luengo estaba casi desierto por la noche, aunque fuera veranoya, así que nos colamos en ese corral. Mi hermano era el de los retos, el delas trastadas, y Ania y yo decidimos ser nosotros dos, por una sola vez,quienes cometieran una travesura. Lo cierto es que nunca nos pillaron, peronosotros... Nosotros sí pillamos...

Estaba oscuro y el cielo poblado de nubes no ayudaba a tener algo devisibilidad, como tampoco le tranquilizaban a Ania los truenos queevidenciaban una tormenta. Solo íbamos a colarnos, dar una vuelta por elcorral y salir. Ella estuvo agarrada a mi brazo todo el tiempo, muerta demiedo por la oscuridad. Era un terreno grande y poseía, cerca del edificiodel ayuntamiento, un pequeño porche con un hueco a modo de ventana.

En cuanto entramos en ese porche, escuchamos ruidos extraños. Elayuntamiento estaba cerrado y Ania casi se subió a mi espalda del miedopor si era algún animal que se hubiera colado. Pero yo reconocí enseguidaesos ruidos... Eran gemidos de mujer. Me asomé por el hueco con cuidado yla vi. A una pareja, en el cuarto de la limpieza. Tenían la ventana entornada,sin cortina, y la luz encendida, se veían productos de limpieza al fondo. Lamujer estaba sentada encima del hombre, que no era otro que el conserje,Lorenzo, de setenta años, con una buena tripa, calvo y bajito. Y soltero. Lasmalas lenguas decían que nunca perdió la virginidad porque nadie le queríapor lo feo que era. Pobre hombre, le estoy pintando fatal, pero era muybuena persona.

Sí... era.La mujer, bastante más joven que Lorenzo, era Manuela Álvarez, la hija

del anterior alcalde, dueña de todos los locales del pueblo —menos la navede Benjamín, el resto de comercios de Luengo pagan un alquiler, y bastanteelevado, pero Manuela cada año les sube— y, por consiguiente, la más ricade Luengo. Pues botaba desatada sobre Lorenzo, y sus pechos, grandes,fuera del sujetador, golpeaban el rostro del conserje, feliz este por lo queestaba haciendo, hasta se le caía la baba. Es una imagen muy gráfica quejamás se borrará de mi memoria, por desgracia.

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Ania terminó subiéndose a caballito sobre mi espalda porque el huecoestaba alto y no lo alcanzaba de puntillas. Chilló al ver la escena. Se asustó.Nos caímos en la hierba. Y tuvimos que correr, porque la pareja la oyó ysalió a por nosotros, sin saber quiénes éramos. Acompañé a Ania a su casay me fui a la mía, a la de mi madre.

Al día siguiente, doblaron las campanas en la iglesia bien temprano,nada más amanecer. Lorenzo había muerto de un infarto. Pobre hombre...Ania y yo nunca comentamos nada, creo que la escena fue demasiado hastapara mí, que contaba con más experiencia que ella en estos asuntos.

—¿Qué es tan gracioso? —nos pregunta Fran, bajando las escaleras conNadia de la mano.

Ania y yo nos miramos y nos volvemos a reír. Nuestro pequeño secreto.Y joder, me encanta tener secretos con ella...

—Nos vamos andando, ¿no?Las dos chicas se saludan con un abrazo y salimos de casa por la puerta

principal.Mi hermano se ha vestido parecido a mí, pero con la camisa por dentro

de los vaqueros, y se ha engominado el pelo hacia atrás. Nadia se hadecantado por un vestido largo, floreado y de estilo hippie, y unos enormesaros muy finos y dorados colgando de sus orejas.

Al final de la calle, giramos a la derecha para meternos en otra, queconfluye en la plaza, donde están tres de los cuatro bares de Luengo; elcuarto es el que se encuentra junto a la piscina y que no abre de noche. Sonsolo para aperitivos y copas. El mesón, en la entrada del pueblo, es el quesirve comidas y cenas, y muy ricas, por cierto.

—¿Un billar primero? —sugiere Fran, al entrar en la plaza.Alrededor de la fuente se han dispuesto las terrazas de los bares.

Entramos en el primero, a la izquierda. Se llama Taco, precisamente por lasdos mesas de billar que tiene en su interior, una a la izquierda y otra a laderecha; la barra, rectangular, se halla al fondo. La música retumba por elespacio, es pop español antiguo: Nino Bravo, Camilo Sexto, Rafael...

Saludamos a Tomás, el dueño, de unos cincuenta y pocos años, grandeen aspecto y parco en palabras, que está sirviendo copas en la barra; sussobrinos se encargan de la terraza. Es soltero y sin hijos. Aquí nosconocemos todos, pero a mí me sonríen escasas personas, y por respeto aCarlos; a mi hermano, en cambio, le adoran, aunque pase años sin venir. Me

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retiro un poco cuando Tomás me dedica un brusco gesto de cabeza y a Franle da un gran abrazo y se interesa por su vida.

—Un poco idiota, ¿no? —me comenta mi cuñada, enarcando una ceja.Yo me encojo de hombros. Estoy acostumbrado. No me afecta,

sinceramente. Además, desde que monté mi negocio, me saluda más gente,me respetan más.

Pedimos una jarra de cerveza para cada uno y nos acercamos a la mesade billar de la derecha, cuya partida está a punto de terminar. Un grupo decuatro hombres hacen bromas entre ellos, bromas subidas de tono, mientrasjuegan. Cuando les reconozco, se me agria el humor.

—Vaya, vaya, vaya... —dice uno, el más bajo, más que Fran—. Si es lamismísima Anita Hernández.

Es Román, uno de los mejores amigos de Pelayo. Hace tal repasolascivo a Ania, que me hierve la sangre.

Vive aquí, nunca salió del pueblo, tampoco estudió, creo que ni siquierafinalizó el instituto. Se metió a trabajar en el negocio familiar: una empresade plásticos, a las afueras de Luengo. Tengo entendido que es el jefe y quelo único que hace es pavonearse por la fábrica un rato al día, el resto deltiempo, se pavonea por el pueblo alardeando de lo rico que es, aunque nomás que Manuela. Se mata en el gimnasio que hay al lado de la piscina, sucuerpo de gamba lo confirma, no puede pegar los brazos al cuerpo,literalmente. Tampoco creo que sepa atarse los cordones de las zapatillas,porque es, como decimos por aquí, un cenutrio. Y cobarde y rastrero, sialguien le pide cuentas, él enseguida culpa a otro.

—Tu hermano me llamó ayer para pedirme que te cuidara —añade.Ania se ha puesto tan seria como lo estoy yo. De perfil a Román, ni

siquiera le contesta.Él se ríe con falsedad y se aleja con su grupo.—Parece que hay mucho idiota suelto por aquí —señala Nadia, también

seria—. ¿Quién era ese gilipollas? ¿Habéis visto cómo la ha mirado? —serefería a Ania, que aprieta su cerveza con excesiva fuerza.

Respiro hondo y la tomo de la mano. Ella me mira, sus ojos brillandemasiado y se balancea sobre sus pies. Trazo una curva invisible con eldedo desde su ceja hasta la comisura de su boca. Me regala una débilsonrisa. Algo es algo.

Preparamos el billar y empezamos a jugar, Nadia y Ania contra Fran yyo.

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Las ocurrencias de mi cuñada y las continuas bromas de mi hermanologran que nos divirtamos.

Sin embargo, hay personas con las que te cruzas que están tanacomplejadas que odian que los demás sean felices...

—Parece que voy a tener que avisar a tu hermano, Anita —Román secoloca frente a Ania, a un par de centímetros de distancia, con su asquerosasonrisa de chulo barato, sacando tanto pecho que va a reventar los botonesde la camisa blanca—. Estás bailando en las puertas del infierno —mededica a mí una mirada de prepotencia— y el diablo no es de fiar —sueltauna carcajada maliciosa.

Ella retrocede un par de pasos y se gira, para ignorarle de nuevo.—A tu hermano no le va a gustar nada —continúa atacando ese idiota,

que ahora tiene a sus tres amigos como sus guardaespaldas, situados detrásde él— que te relaciones con un...

—Más vale que no termines esa frase —le corta Ania, apoyando eltercio en la mesa con un golpe seco—. Fuera de mi vista —se cruza debrazos—. Y no me llames Anita. Mejor, no te dirijas a mí para nada.

Yo estoy al otro lado de la mesa, no les quito el ojo de encima. Mispuños están preparados, como antaño, porque no me gusta nada lo pesadoque está siendo Román. Hace muchos años que no me pego con nadie, peroese idiota se está llevando todos los puntos para que vuelva a ser quien fui,aunque solo sea una vez. Y no quiero, pero si no tengo más remedio...

—Es un bastardo, Anita —la provoca adrede.—Y tú, un gilipollas de campeonato —le contesta Nadia, furiosa, junto

a su amiga.Román y los otros tres se ríen.—Dios las cría y ellas se juntas... —escupe el gallito—. Anita sí lo

sabe, pero ¿tú? —observa a Nadia, también con lascivia—. ¿Sabías que tusuegra es... —se inclina, pero me mira a mí— la puta del pueblo?

Lo veo todo negro. Y sé que Fran también. Pero no voy a permitir quemi hermano se meta en un lío.

En un abrir y cerrar de ojos, estampo a Román contra la pared,inmovilizándole con un brazo en el cuello.

—Nico, suéltalo —me pide mi hermano con suavidad, aunque lleno dela rabia que sus ojos transmiten—. No merece la pena que te manches lasmanos por un mierda como este.

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La música se apaga. Se encienden todas las luces. La gente se aproxima,algunos con el móvil en alto.

—Te ha dicho que no la llames Anita —le susurro en un tono tan afiladoque hasta me sorprendo.

Y sin trabarme. Es el efecto de la adrenalina, pero con la adrenalina hayque tener mucho cuidado, porque es tan adictiva como la droga.

Despacio, me aparto. Con demasiado esfuerzo. Quiero partirle la cara,pero Fran tiene razón. Y me obligo a pensar en Carlos y en mi madre, queson los que menos merecen que sucedan estas cosas.

—Largo de aquí —me ordena el dueño del bar, a mi espalda—. Y novuelvas. No te quiero en mi casa, porque este bar es mi casa, y me da igualque Carlos sea el alcalde. Tu hermano, su novia y Ana tienen mis puertasabiertas, pero tú, no. Fuera. Ya.

Asiento, incapaz de pronunciar palabra, porque sé que si le pidodisculpas me voy a trabar, ahora sí, lo sé, ahora mismo no puedocontrolarme, tiemblo tanto que salgo disparado del bar.

—Ni siquiera es capaz de decir nada —se jacta Román, pero nadie seríe—, aunque siendo él, mejor que se calle, así no hace el ridículo.¿Necesitas un nuevo logopeda? Aunque lo tuyo no tiene remedio, ¿verdad,tartaja?

Escucho el gruñido de Fran y el de Ania y lo que parece un golpe y unabofetada, pero sigo caminando sin girarme, deseando irme de allí. En lasterrazas, todos me miran con curiosidad. No hay lástima ni diversión, peroeso no hace que me sienta mejor. Me empieza a picar la garganta.

—¡Nico!Es Ania, que corre tras de mí. Me alcanza. Se interpone en mi camino,

obligándome a frenar en seco. No quiero que esté enfadada por mí.—Ve con Fran y Nadia —le pido en un susurro.—Vamos —me corrige— con Fran y Nadia a echar una diana. Siempre

te ganaba, ¿tienes miedo de perder?—Me ganabas porque hacías trampas —arqueo una ceja—. Te cruzabas

delante de mí, así yo no tiraba fuerte por no darte con el dardo.—¡Eso es mentira! —se ríe, aunque sin mirarme a los ojos, lo que

evidencia lo mentirosa que es. Entonces, me agarra de la muñeca—. Yahora mismo te lo demuestro —y me arrastra hacia la plaza, donde nosesperan mi hermano y mi cuñada.

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—Nunca me gustó el billar —comenta Fran, emprendiendo la marchahacia el siguiente bar, perpendicular al Taco.

Está mintiendo, igual que Ania, pero sonrío. Son mi familia, Nadiatambién, lo ha demostrado antes.

Y empiezo a disfrutar de la noche, porque me doy cuenta de que nohace daño quien quiere, sino quien puede, aunque a veces se me olvide.

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17(Ania)

—¿Qué tal anoche, Bichito? —me pregunta el abuelo cuando me reúnocon él, Clarita y mi madre en la cocina.

Son las doce de la mañana. Aún estoy en pijama y con rastros de sueño.Me acosté a las tres, después de que Nicolás me acompañara a casa, trasdespedirme de Fran y Nadia.

—Anoche mal. Al principio. El imbécil de Román insultó a Consuelo ya Nico —me recorre la rabia al recordarlo—, pero se llevó una buenapatada en sus... partes —me corrijo por respeto a mamá y a Clarita— que ledio Nadia y una bofetada mía —sonrío con malicia—. No creo que seatreva a meterse con él otra vez. Eso sí, Tomás nos vetó la entrada en su bara los cuatro —hago una mueca.

—Por eso, está tan serio mi chico —masculla el yayo, muy enfadado,cruzado de brazos, apoyado en la encimera—. Maldito Román...

—Ese muchacho es igualito que su tía Manuela —refunfuña mamá, queestá preparando unas tortillas de patatas para esta noche.

—¿Román es sobrino de Manuela? —me sorprende, aunque no tanto,porque de tal palo tal astilla.

—Es el único hijo del hermano de Manuela.—El Chulo —afirmo, es el apodo de Álvaro, el hermano de Manuela.—El mismo —bufa, indignada—. Otro imbécil.—Esa familia es imbécil entera —comenta mi abuelo, meneando la

cabeza.Entonces, el sonido de una máquina me sobresalta. Me asomo a la

puerta del jardín y veo a Nicolás cortando el césped. Y me quedo...alucinada. No lleva camiseta.

Espera, espera...No. Lleva. Camiseta.Un pantalón de algodón negro y holgado tapa sus muslos, hasta las

rodillas, calza unas zapatillas viejas que en otros tiempos fueron blancas yutiliza unos guantes de podar verdes. Su pelo está alborotado y gotas de

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sudor perlan su cuerpo tan... masculino. Es un hombre. Un verdaderohombre. Exuda testosterona por cada poro de su piel. No se ha afeitado.Tiene el ceño fruncido, concentrado en la tarea. Un fino vello oscuroacaricia su torso, más como una pelusa, pero lo suficientemente visiblecomo para alterarme, y se va estrechando hasta una fina línea que se pierdepor el borde de sus calzoncillos, que se pueden entrever por encima de lospantalones, justo donde empiezan sus ingles en una uve sutilmentemarcada.

Vale. Necesito respirar. El corazón se me va a salir del pecho.Ya le he visto desnudo, hace tres años, pero ahora... No sé... Está

distinto. Más hombre. Más bueno. Mucho, mucho más bueno...Sus músculos están también marcados, pero no en exceso, sino en el

punto justo para desearle a un nivel... abrumador. Muy abrumador. Depronto, tengo un calor...

—Bichito, ¿me has oído?Me giro y huyo hacia el baño. Me ducho con agua tibia, no del todo fría,

pero me ayuda a calmarme.El problema es cuando voy a mi cuarto, con el pelo húmedo y una toalla

enroscada en mi cuerpo. Tengo la persiana subida y veo a Nico cortando elcésped, justo enfrente de mí, donde acaba el porche, al otro lado de la mesade hierro blanco.

Y sus ojos coinciden con los míos.Y se fija en mí, quedándose quieto, aunque sin apagar la máquina.Y el calor, sofocante ahora, regresa con todas sus fuerzas cuando su

mirada relampaguea, directa a mi boca.Y yo... me dejo llevar. Le doy la espalda y suelto la toalla. Solo llevo

unas braguitas puestas. Son simples, sencillas, blancas, de algodón, pero daigual. Sé que da igual. Y a él también le da igual. No necesito mirarle parasaberlo.

Hace tres años me daba mucha vergüenza desnudarme delante deNicolás, y hoy... no me reconozco. Yo no era atrevida, yo no le buscaba. Sinembargo, desde mi vuelta a Luengo, le busco en su jardín para saber si legusta mi corte de pelo porque necesito saberlo; le llamo al móvil para sabersi está enfadado conmigo porque necesito que no lo esté; me desnudodelante de él porque necesito gustarle...

Me encanta. Soy yo, soy la misma Ania de siempre, pero me sientodiferente, me siento más yo que nunca. Regresé al pueblo porque me

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encontraba perdida, nada más llegar lo encontré a él y estoy encontrándomea mí misma.

Y me visto delante de Nico, de espaldas todavía. Me coloco unospantalones cortos vaqueros de color rosa pálido, un sujetador a juego conlas braguitas y una camiseta de tirantes anchos, blanca. Me giro.

Pero Nicolás no está. La máquina está apagada, pero no me hepercatado de ello. La desilusión me asalta. Me acerco a la puerta, dondeestán mis alpargatas, y freno en seco porque...

Él está ahí.En el umbral. Con su mirada intensa. Con su respiración entrecortada.

Con toda su testosterona nublándome los sentidos, la razón y la cordura,envolviéndome sin posibilidad de huir. Pero tampoco quiero huir.

Nunca.Extiendo la mano, la longitud de mi brazo es lo que nos separa.Y nada más tocarle el pecho, sus ojos oscuros y penetrantes

relampaguean por segunda vez, me agarra de la muñeca y me da un bruscotirón, pegándome a su cuerpo. No lleva los guantes y su contacto es... Mequema. Nuestras narices chocan. Nuestros alientos, casi inexistentes, serozan. Su otro brazo me aprieta con fuerza contra él. Se inclina...

—El baño está al fondo, Nicolás, te equivocaste de puerta —canturreami madre desde el pasillo, muy cerca de nosotros, para meterse en suhabitación, aguantándose la risa.

Nos separamos de inmediato, muy colorados por la vergüenza. Nicomurmura algo y se encierra en el servicio. Yo respiro hondo y voy a lacocina a ayudar.

—Mejor ayuda a mi chico —me pide mi yayo—. Está arreglando eljardín para la barbacoa y hay muchas hierbas que hay que arrancar ymacetas que mover. No creo que le dé tiempo a él solo.

Asiento y salgo al jardín. Voy a la izquierda, me agacho y empiezo aarrancar malas hierbas, separando las margaritas para hacerle un ramo amamá, que seguro que le gusta.

Unos guantes de podar verdes aterrizan en mis pies.—Póntelos, para que no te arañes la piel —me susurra Nico, en mi oído.

Se ha agachado también, a mi altura—. La próxima vez que me busques,porque me estabas buscando —su nariz me acaricia detrás de la oreja—, tecargo en mi hombro y te llevo a mi cama para que nadie nos interrumpa —yse levanta.

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Estoy temblando...Nicolás no es tímido, pero tampoco atrevido. Le cuesta soltarse.

Necesita tener todo controlado porque, si no, se le traban las palabras y,como él dice, los nervios se convierten en sus peores enemigos. Le admirocomo no he admirado a nadie porque hace un esfuerzo impresionante, desdeque tengo uso de razón, para ser normal, a la hora de hablar y de escribir.Pero es que nunca será normal porque él es especial, es el hombre dehojalata, el que quería pedirle al mago de Oz un corazón porque creía quecarecía de él, cuando tenía el corazón más puro y bueno.

No obstante, en determinadas situaciones, Nicolás sí es atrevido, segurode sí mismo e improvisa según le demandan sus instintos, porque en esassituaciones se deja llevar. Conmigo. Solo conmigo. Como ahora.

No soporto que se trabe a la hora de hablar, pero también lo adoro, sonsentimientos encontrados, porque me invade la ternura y solo quieroabrazarle y besarle por todas partes hasta hacerle olvidar el mal trago y queme regale una de sus sonrisas, a cual más atractiva. También lo odio, peropor él, porque sus ojos se apagan y se esconde en hojalata... Sin embargo,cuando no se traba, cuando me toca —porque necesita constantementetocarme, lo sé, a mí me sucede lo mismo, y no puedo explicarlo—, cuandome besa las manos, cuando me mira como si fuera la mujer más bella queha conocido en su vida, cuando me confiesa que conmigo no existe eltiempo, o me detiene el corazón con alguna frase parecida, cariñosa,romántica o excitante... me derrito... Y ahora mismo soy esa lava en la queél me convierte, queriendo o sin querer. Y no solo me enamoro un poquitomás de él, sino que le deseo un poquito más.

Me incorporo, con las manos en mi cintura. Noto mi cuerpo arder y séque estoy muy ruborizada, pero eso no me acobarda.

—La próxima vez, si no quieres que te busque, ponte una camiseta.Él enarca una ceja y sonríe lentamente como un depredador.—Yo no he dicho que no quiera que me busques.Contengo el aliento.—Muy bien —zanjo.Suelto las hierbas y camino con decisión a mi cuarto. Nicolás me está

mirando, ya no sonríe, sus ojos transmiten incertidumbre, pero bajo lapersiana, me quito la camiseta y el sujetador y me pongo la parte de arribade mi bikini, blanco y bordado, muy bonito, en forma de triángulos que me

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realzan el pecho, y muestra la cantidad justa para mostrarme sexy, peroelegante.

Vuelvo al jardín, bien estirada y con una sonrisa de triunfo al comprobarque Nico está tan... caliente como yo, pues sus pantalones se tensan de unamanera increíble en las ingles...

Las siguientes dos horas las pasamos lanzándonos miradas que mehacen estremecer, pero lo disimulo, o eso pretendo. Paramos a comer,regresamos a la tarea y nuestro juego continúa, pero más... picante, porqueél ha terminado con el césped y me ayuda con las macetas, lo que provocaque estemos rozándonos cada poco, aunque algún que otro roce, en mimuslo, en mi cadera, en mi espalda, en mi cintura... es totalmenteintencionado. Deliciosamente intencionado...

—¿Necesitáis ayuda? —nos grita Fran, desde la ventana de suhabitación, con una camiseta vieja y los cabellos alborotados, demostrandoque se acaba de despertar—. ¡Me ducho y bajo a supervisar el trabajo, queos veo muy cómodos manchándoos las manos, no quisiera estorbaros! —suelta una carcajada.

Nos reímos.Nadia y él, media hora después, se unen a nosotros y terminamos de

adecentar el jardín entre los cuatro, justo cuando llega Hernán con lostableros, un ratito antes de que aparezcan los invitados, que están citados alas ocho de la tarde.

Mi madre le saluda de forma escueta, aunque educada. Hernán ledevuelve el saludo del mismo modo, sin sonreír ninguno de los dos.

Entre Fran, Nico y él colocan las mesas, paralelas, en el centro deljardín, sobre el césped, mientras Nadia y yo nos encargamos de losmanteles.

—Me vas a perdonar porque es tu madre —me dice mi amiga en vozbaja—, pero la tensión sexual de esos dos es... —abre los ojos en demasía—, guau.

Asiento, entre risas. Estoy totalmente de acuerdo.—¿Quieres que te deje los pendientes para hoy? —me sugiere.Me encantaron sus aros de anoche y se lo dije, pero no pensé que se

ofrecería a dejármelos. Mis únicos amigos han sido Fran y Nico, y nunca hetenido amigas; así que con Nadia me siento un poco descolocada porque nome espero sus abrazos, su confianza, su espontaneidad, sus ganas deconocerme.

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Cuando era pequeña, y adolescente también, las chicas de mi edad huíande mí porque era amiga del Diablo de Luengo, y eso que todas estabancoladitas por él, pero nunca supe por qué ninguna quiso darme unaoportunidad.

—¿Qué pasa? —se preocupa ella. Soy un libro abierto y se ha dadocuenta de mi batalla interior—. ¿He hecho algo que...?

—No —sonrío con timidez—. Me siento estúpida —me echo a reír,meneando la cabeza—. Tengo casi treinta años y tú eres lo más parecidoque he tenido a una amiga. Amiga-chica, me refiero.

Nadia suelta una carcajada y me rodea los hombros.—Nunca es tarde, así que estaré encantada de enseñarte el maravilloso

mundo de las amigas-chicas. ¿Te apetece que nos arreglemos juntas?Mamá nos está mirando y sonríe con emoción, con una mano apoyada a

la altura de su corazón. Sabe todo lo que yo sufría en el pueblo porqueninguna chica se acercaba a mí. Me bastaba con Fran, claro que sí, era elmejor amigo del mundo, pero cuando te están saliendo los pechos, cambiaslos lazos por faldas cortas y descubres que los chicos no son tan asquerosos,necesitas una amiga incondicional, con la que pasar tardes enteras hablandodel gol que ha metido el chico más guapo del instituto, por ejemplo. ConFran no podía hacerlo, su madurez tardó mucho en llegar... Y con Nicolás,ni se me ocurría, porque él era el dueño de todas mis fantasías deadolescente.

Las amigas son las hermanas que elegimos. Supongo que nunca es tardepara tener una, o, quizás, la vida me estaba guardando para Nadia. Miabuela siempre decía que cuando algo tarda en llegar es porque ese algoserá extraordinario.

Sonrío a mamá y asiento a Nadia.—¡Bien! —exclama ella, abrazándome—. ¡Voy a por mis cosas!Entre Clarita, mi madre y yo preparamos los cubiertos, vasos, servilletas

y demás, y, cuando está todo listo, me arreglo con Nadia en mi habitación.Me ayuda a elegir el vestido: largo, con una de esas faldas enormes quequedan preciosas al caminar por el pequeño vuelo que crean hacia atrás yalrededor, de color naranja, con una abertura en el centro por delante, escoteen forma de corazón, con el cuerpo de color verde agua y ajustado, hasta lacintura, y mangas estrechas hasta los codos.

Es el único vestido elegante que tengo, me lo compré con mi primersueldo, prácticamente me lo gasté entero. En su momento, pensé que no lo

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necesitaba para nada, yo visto más informal, pero me pareció precioso ydecidí que quedaría perfecto dentro de mi armario, hasta que tuviera suoportunidad de salir a la luz y yo, la oportunidad de lucirlo. Y mi verdaderoyo, al que estoy conociendo, me aplaude por ponérmelo.

Me ondulo el pelo con los dedos, alborotándomelo, y me calzo lasalpargatas de cuña del mismo tono que el verde del vestido. Soy unaapasionada de este tipo de zapatos, planos o altos, de piel, de tela... Meencantan. Son muy femeninas y el día que me case, lo haré con unasalpargatas de cuña, por supuesto.

—Toma —me entrega los aros.—Son preciosos. Gracias —le sonrío con dulzura—. Estás muy guapa.Ella me guiña un ojo y nos reímos. Se ha decantado por un vestido rojo,

ceñido a su bonito pecho y con falda de vuelo hasta la mitad de los muslos.Sus antebrazos están repletos de brazaletes de color dorado gastado. Y llevaunas Vans rojas.

Nos maquillamos en el baño y salimos al pasillo.El timbre no ha dejado de sonar en los últimos minutos y la casa del

abuelo ya está casi llena. Las voces alegres y las carcajadas inundan elespacio, que huele maravillosamente a las rosas de la abuela y a la leña dela barbacoa.

—¡Hola!Saludo a tantas personas, presentándoles a Nadia, que perdemos la

cuenta y tardamos en llegar al jardín.La mesa de hierro blanco es donde se encuentran las bebidas, con y sin

alcohol, hielos y vasos. En las otras mesas, perpendiculares a esta, losinvitados van colocando los diversos platos de comida que han traído.

—¡Ana! —exclama mi madre, tomándome de los hombros.Está muy nerviosa, preocupada por que todos estén atendidos. Y muy

guapa. Lleva el vestido largo que se probó en la tienda de Marisa y que merobó lágrimas, blanco con flores rosas. Se ha pintado los labios con brillorosa muy sutil y se ha maquillado los párpados con sombra natural,haciéndolos más grandes y bonitos de lo que son, y ya es decir. Su pelo estáliso como una tabla. Parece más joven. Y lo más importante: feliz.

—Estás tan bonita, mamá...—Ay, mi niña... —me abraza, emocionada.Yo también lo estoy. Tiemblo un poco, igual que ella.

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Nadia nos sonríe con cariño y mamá la abraza también, entre risasmezcladas con lágrimas.

—Servíos algo de beber.—¿Quién está haciendo la barbacoa? —le pregunto, porque con tanta

gente no veo nada.La barbacoa está a la izquierda, en el porche, forma parte del muro

blanco que rodea la casa. Me pongo de puntillas, pero sigo sin ver nada.—Nicolás —contesta mi madre con una sonrisa traviesa—. ¿No te

apetece ayudarle, como con el jardín? —arquea las cejas—. Pero tenedcuidado, no sea que sea otro, no yo, quien os pille en el pasillo a punto debesaros.

—¡¿Qué?! —grita Nadia, pasmada. Y añade, bajando la voz—: ¿Oshabéis besado? ¿Por qué no me lo has dicho? —se cruza de brazos,fingiendo enfadarse—. Estas cosas son imprescindibles entre las amigas-chicas.

No puedo evitarlo y estallo en carcajadas.—No ha pasado nada —le explico y miro a mamá—, porque aquí mi

madre nos ha interrumpido antes de que pasase —le saco la lengua y medirijo a la barbacoa.

Tengo que sortear a la gente y tardo un poco porque algunos me paran yme preguntan. Y, al fin, lo alcanzo. Viste con un polo de manga corta azulmarino, unos vaqueros claros, que marcan de manera increíble su trasero, ysus zapatillas de ayer, las de El Ganso. Tampoco se ha afeitado. Y qué bienhuele... Se echó colonia, y mi favorita, la de Loewe... Se la regalé yocuando estábamos juntos, en Navidad, porque la olí por casualidad y penséen él. Por favor... Que alguien me ayude, me estoy mareando...

—¿Necesitas ayuda? —me intereso, pero mi voz apenas sale encondiciones de mi garganta porque estoy demasiado nerviosa. Me sientocomo una adolescente en su primera cita, y ni soy adolescente ni es una cita—. ¿Quieres una cerveza?

Nico gira la cara hacia mí, con una sonrisa, pero se le borra la sonrisa alcontemplarme. Me repasa bien, más de una vez, de arriba abajo y viceversa.Sus ojos, con cada centímetro analizado de mi cuerpo, brillan más... ymás... y más...

—Estás... —no se traba, pero no encuentra la palabra. Estáboquiabierto.

—Tú, también —sonrío con timidez.

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Pero se acerca Hernán para saludarnos y la magia se evapora.Busco a mamá con la mirada y la encuentro echando hielos en un vaso,

aunque parece que les estuviera declarando la guerra. Creo que estabarbacoa va a ser muy interesante...

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18(Nicolás)

Una hora después, Fran y Nadia me relevan un rato en la barbacoa y yoaprovecho para servirme otro botellín de cerveza y buscar a la culpable deque la primera tanda que cociné saliera casi chamuscada.

La encuentro charlando con mi madre, Matilda y Nines. Las cuatromurmuran entre risas observando hacia la cocina, donde están Tatiana yHernán; ella, abriendo y cerrando los armarios y él, gesticulando enfadado.

—Y yo os digo que Hernán se la va a llevar dentro para decirle unascuantas cosas —dice Nines.

—¿Cosas? —suelta una carcajada mi madre—. Esos dos necesitan unrevolcón, pero de campeonato, para quitarse las ganas de una vez.

—¡Consu, por favor, que está la niña aquí presente!Ania se echa a reír y me mira. Yo, automáticamente, le sonrío.—La niña ya es mayorcita —replica mi madre, guiñándole un ojo a la

niña—. Además, mejor que lo hagan en plena barbacoa, para que aManuela le dé el infarto que se merece.

—¿Dónde está esa bruja? —quiere saber Matilda, buscándola por eljardín.

—Con Benjamín —responde Nines—, haciéndole la pelota. Qué ascode mujer... —chasquea la lengua—. Ha vuelto a subirle el alquiler a Marisa.

—¿Cómo que ha vuelto a subirle el alquiler? —pregunta Ania,frunciendo el ceño—. Creía que la tienda era suya.

—La tienda es suya —le contesto yo—, pero el edificio es de Manuela,como la mayoría de los locales donde están los comercios de Luengo —mesirvo una cerveza de la mesa, que está detrás de ellas—. Lo hace todos losaños. Y no es un alquiler barato, precisamente.

—Pero ¿eso es legal?—Lo pone en el nuevo contrato que les obligó a firmar cuando sus

padres murieron y heredó los locales —señala mi madre, cruzada de brazos,enfadada.

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Junto a la mesa de la izquierda, de las tres que están en el centro deljardín, se ve a Manuela hablando con Benjamín. Lleva sus largos cabellosondulados en las puntas; un vestido de falda de tubo, de color blanco, seciñe a su cuerpo sin esconder nada y con un escote demasiado abierto enuve. Sus labios rojos me producen rechazo. No me gusta esa mujer, y lo quehace con los alquileres...

—¡Ajá! —exclama mi madre, de pronto—. ¡Lo sabía!Dirijo los ojos a ella y, seguidamente, adonde está mirando, triunfante:

Hernán y Tatiana han desaparecido de la cocina, y en el jardín no están...Entonces, Ania me agarra de la muñeca.—Esto no me lo pierdo... —y me arrastra al interior de la casa.—¡Queremos los detalles! —le dice Matilda, entre risas.Dejo el botellín en la encimera de la cocina al pasar por ahí.—Ania, no es buena idea. Tu madre...—Calla.Paramos en el pasillo. Las habitaciones están abiertas, menos una que

está casi cerrada, la primera de la derecha, la de Tatiana. Avanzamos concuidado y Ania se para antes de llegar, para que no nos vean. Está entornaday se escucha todo.

—¡No tienes ningún derecho a enfadarte! —grita Hernán, al otro ladode la puerta.

—¡No estoy enfadada, déjalo ya! ¡Sé que no tengo ningún derecho anada sobre ti, no hace falta que me lo recuerdes!

—¡Maldita sea, Tati, te estuve esperando más de treinta años! ¡Tú losabías!

—¡Yo nunca te lo pedí!—¡Claro que no, lo que hiciste fue lanzarte a los brazos de Cristóbal sin

ni siquiera escucharme! ¡Yo era más que tu mejor amigo! ¡Me querías,joder!

—¡Te estabas besando con ella, Hernán! ¿Qué hubieras pensado tú?—¡Me besó ella, no fui yo! ¡Y lo hizo justo cuando aparecisteis! ¡No

eran de fiar, ninguno de los dos!—¡Yo solo sé lo que vi!—¡Un segundo, Tati, lo que viste durante un puto segundo! ¡No me

viste a mí quitarme de encima a Manuela con asco porque ya estabas en losbrazos de Cristóbal al segundo siguiente! ¡Que dos meses después tequedaste embarazada, joder, y antes de tener al bebé te casaste con él!

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Silencio.Ania todavía no me suelta. Se asoma por la rendija y yo hago lo mismo,

entrelazando mi mano con la suya.Tatiana y Hernán, uno frente a otro, en medio de la estancia, se retan

con la mirada, cruzados de brazos y respirando con dificultad.—¿Qué hubieras hecho tú? —le pregunta ella a él, ahora sin gritar.Hernán aprieta la mandíbula y acorta la distancia.—Le hubiera partido la cara a Cristóbal —le contesta él— y te hubiera

besado para borrarte el beso que te había robado ese desgraciado. —Tatianacontiene el aliento—. Justo lo que pienso hacer ahora —su voz se vuelveronca—, porque tengo toda la intención de borrarte todos y cada uno de losbesos que te ha quitado el hijo de puta de Cristóbal —la toma por la nuca yella se aferra a sus brazos en un acto reflejo—, y ponte cómoda porquellevo más de treinta años esperando para hacerlo.

Y la besa. Con pasión.Y yo le tapo los ojos a Ania y la arrastro hacia atrás. Necesitan

intimidad y me siento un intruso, pero feliz de que mi madre acertase,porque estoy escuchando el claro sonido que hace un cinturón aldesabrocharse...

En la cocina, Ania suspira, con una mano en su pecho y los ojos llenosde lágrimas.

Y me abraza, escondiendo la cara en mi cuello. La envuelvo entre misbrazos. Ella levanta la cara, sonriéndome. Está feliz por su madre. Y yoestoy feliz por verla feliz. Le seco las mejillas, con mis manos en su nuca, yme pierdo en sus ojazos, porque son ojazos. Impresionantes. Tan verdes, tanclaros, tan llenos de luz, de esperanza... Y me derrito como un auténticocrío al leer mi nombre en ellos...

Alguien carraspea.Nos separamos, aunque despacio, a regañadientes incluso, para atender

a la inoportuna de...Manuela.Nos contempla con una sonrisa maliciosa.—¿Qué tal anoche en Taco?, ¿os divertisteis?—Más que tu sobrino, desde luego —le contesta Ania de malas maneras

—. Al menos, nosotros salimos ilesos.—De tal palo tal astilla... —estira los hombros, sin perder esa asquerosa

sonrisa—. No creo que a tu padre le guste saber con quién te juntas —ni

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siquiera me mira, pero los tres sabemos que habla de mí—. Hace muchoque Cristóbal y yo no nos vemos, pero nos llevábamos muy bien. Quizáscontacte con él mañana y así le pregunto qué tal está. Después de todo —serelame los labios—, no se habla de otra cosa que de su separación con tumadre, y tu padre, que yo recuerde, odiaba ser el centro de los chismes.

—Antes de llamarle, deberías preocuparte por tu novio, que es por élpor quien estás aquí, desde luego, no por ser una invitada, y no le veo poraquí.

—Justo le estaba buscando —se le borra la sonrisa—. Es curioso, a tumadre tampoco la veo por aquí —entorna la mirada con suspicacia.

—Mi madre está en el baño y Hernán ha ido a comprar hielos a lagasolinera. Y ahora, si no te importa —le señala el jardín—, la barbacoa esahí fuera y tú, por si no te ha quedado claro, no eres bienvenida en estacasa.

Manuela, enfadada por el desplante, regresa a la fiesta a paso airado.Yo suelto las carcajadas que estaba reteniendo.—Pienso averiguar más de los alquileres —gruñe Ania—. Después de

saber lo que le hizo a mi madre y... —chasquea la lengua—. Por favor... quemató al pobre Lorenzo.

Me río más, con ganas, y la contagio.—Anda —le digo, empujándola con suavidad—, acompáñame a la

barbacoa, que, conociendo a Fran, estará ya hasta las narices de esperarme.Y no me equivoco.—¡Ya era hora, tío!Me ocupo del resto de la comida que queda por hacer, con Ania a mi

lado, que me sirve un botellín de cerveza y otro para ella, mientras mihermano y Nadia colocan una minicadena para ambientar la fiesta conmúsica, un poco de todo entre el pop de la época del yayo y el que seescucha ahora en la radio.

—¿Necesitas ayuda? —me pregunta una voz femenina a mi espalda.Ania se tensa. Arrugo la frente por su gesto y adivino quién es la

culpable de que, de repente, esté tan incómoda y enfadada.—Estoy bien, Lucía, gracias —le respondo, dándole la vuelta a los

pinchos morunos.Lucía se coloca entre Ania y yo. Me molesta, y sé que a Ania también, a

juzgar por el humo que parece salirle de las orejas. Siempre la ha odiado, seponía muy celosa cuando Lucía se acercaba a mí, pero, claro, es que nuestra

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relación era secreta, nadie podía enterarse para evitar problemas conCristóbal; entonces, yo, de cara a todo el pueblo, incluida Lucía, estabasoltero.

—Estoy pensando en contratarte —me dice, posando una mano en mihombro, inclinándose sobre mí—. Acabo de comprarme una casita conjardín. ¿Vienes mañana y hablamos? —pestañea repetidas veces seguidas,acariciándome con las uñas.

No me gusta que me toquen de esa manera y a Lucía le encanta hacerloa la mínima oportunidad.

—Mañana es domingo —me aparto con sutileza y voy colocando lospinchos morunos en una bandeja—, no trabajo los domingos, y lassiguientes dos semanas voy a estar muy liado con el invernadero de Matilday Josué —observo a Ania y le tiendo la bandeja—. ¿Te importa llevarlos ala mesa? Así voy haciendo más, mientras vuelves.

Ella, muy enojada por alejarla de allí, me obedece y se pierde entre losinvitados.

Me giro hacia la morena.—Mira, Lucía, si es cierto que quieres que te arregle el jardín, me

parece perfecto, cuando acabe el invernadero de Matilda y Josué,hablaremos, veré tu jardín, me contarás qué quieres hacer con él y te haréunos planos y un presupuesto —frunzo el ceño. No me gusta decir lo quevoy a decir ahora, pero no quiero malentendidos, sobre todo si meperjudican con Ania—. Pero, si por el contrario, no es tu jardín lo que teinteresa, te aconsejo que desistas porque soy yo quien no está interesado.

—No, claro, las prefieres rubias ahora, ¿me equivoco? —su voz esafilada y ha puesto los puños en la cintura en actitud desafiante.

—Siempre la he preferido a ella. Pierdes el tiempo. Lo siento, Lucía.—Tú, también, Nico —suaviza su expresión y su postura, dejando caer

los brazos. Suspira—. Hernán y Tatiana hace ya un rato que se metieron enla casa y todavía no han salido, y como yo, se ha podido dar cuenta másgente. Lo que quiero decir es que sabe todo el pueblo que Tatiana yCristóbal se han separado, y no me acuerdo de él en persona, pero lo quecomentan todos es que no tardará en venir para llevarse a su mujer de vueltaa Madrid, porque no va a permitir que su enemigo, que no es otro queHernán, le robe a Tatiana —me observa con lástima—. Lo que sí recuerdoes que Cristóbal te odiaba y que Ana le anteponía a todo y a todos —respirahondo—. Creo que no hace falta que añada más, ¿verdad? —sonríe sin

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humor—. Lo de mi jardín sigue en pie, ya sabes dónde encontrarme —y semarcha.

Aquellas palabras me dejan con el corazón acelerado y una mala, muymala, sensación en el cuerpo.

Siempre he creído que los rumores, las bromas y las mentiras tienen unpoco de verdad, si se sabe leer entre líneas, porque está camuflada. Yotambién he oído lo que se rumorea sobre Cristóbal y estoy convencido deque va a venir a por Tatiana y a por Ania. ¿Cuándo? No sé. Es una alimaña,y de las alimañas no te puedes fiar ni cuando están dormidas.

—Aquí te dejo la bandeja —dice Ania, soltando la bandeja en la mesade plástico que hay pegada a la barbacoa—. ¿Y Lucía? —pregunta condesdén, cruzándose de brazos.

—Se ha ido —clavo los ojos en los suyos y ella traga saliva—. No meinteresa Lucía, y tú lo sabes, porque sabes perfectamente quién me interesa—me inclino un poco—. El problema es que no depende de mí.

Ania frunce el ceño.—Ella estaba perdida —continúo, en bajo, porque estamos rodeados de

gente y lo último que quiero es que nos oigan—, y le prometí que laencontraría —arqueo las cejas—. Pero hay otro problema, que la heencontrado, pero... —ladeo la cabeza, fingiendo que estoy pensativo—, heencontrado más de lo que me esperaba.

—¿Y eso... es malo? —su voz transmite miedo y sus brazos resbalanpor su cuerpo, despacio.

—No —sonrío con ternura, retirándole un mechón detrás de la oreja yacariciándole la mejilla de paso—, ella, ahora, es más, mucho más de lo queera antes, y antes estaba loco por ella, o sea que imagínate ahora.

—Nico... —se ruboriza—. ¿Y... por qué es un problema?—Porque ahora no la conozco —desciendo la mano hacia la suya y las

entrelazo—, así que ahora el que está perdido soy yo —me río consuavidad.

—¿Y quieres encontrarte con... —suspira de manera entrecortada—,con ella?

—No quiero otra cosa —mi voz se ha vuelto ronca y mi sonrisadesaparece. Contemplo sus labios rosados, que se humedece lentamente.

—¿Y si...? —suspira de nuevo y del mismo modo, apretándome lamano sin darse cuenta—. ¿Y si resulta que ella está tan loca por ti como tú

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por ella —su rostro se chamusca por lo colorado que se ha puesto—, perono sabe cómo decírtelo?

Joder...—Entonces, tendre... —trago saliva y respiro hondo—, tendremos que

dejarnos llevar —le susurro.—¿Tú crees? —acorta la escasa distancia, envolviéndome con su aroma

a rosas—. Por ejemplo... ¿ahora? —se muerde el labio inferior—. ¿Ahoraes buen momento para dejarse llevar?

—¿A...? ¿A...? ¿Aho...?Desisto. Me cabreo tanto por mis malditos nervios, que me aparto,

avergonzado.Pero ella me agarra de la mano y tira de mí hacia Fran y Nadia, que

están con mi madre y sus amigas. Me quita la espátula que tengo en la otramano y se la lanza a mi hermano.

—Vamos a la gasolinera a por hielos, encárgate de la barbacoa.Fran enarca una ceja, cazando su mentira.—Manuela ha dicho que había ido Hernán a la gasolinera a por hielos

—comenta Matilda, escondiendo una sonrisa, igual que los demás—, pero—señala la cocina— parece que no hay, porque no los trae, así que sí, porsupuesto tenéis que ir a por hielos, aunque a otro sitio, no a la gasolinera,¿no os parece?

Tatiana y Hernán surgen en el jardín. No se miran entre ellos, pero éltiene una sonrisa inconfundible en su rostro y ella, un rubor que noengañaría ni a un ciego. Se separan, Hernán va en busca de su padre yTatiana se acerca al suyo.

Y yo... no tengo tiempo de reaccionar porque Ania no pierde mástiempo y me saca del jardín.

Mis pulsaciones se disparan.Y no pienso en otra cosa que en encerrarnos en su habitación y besarla

hasta derretirla de placer entre mis brazos, así que, en cuanto entramos en elpasillo, tomo el control, soy yo quien tira de ella.

Un tintineo a lo lejos provoca que Ania se detenga con brusquedad.Nos miramos; yo, extrañado y ella, asustada.Suena el timbre. Ania contiene el aliento.Suena el timbre por segunda vez, más insistente.Caminamos hacia la puerta y ella abre.Y se jodió todo.

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Pelayo está aquí.

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19(Ania)

Estamos desayunando en el jardín. El abuelo, Clarita, mamá y yoestamos en silencio. Pelayo, en cambio, no deja de hablar sobre la barbacoa,sobre lo sorprendido que se quedó cuando llegó y se encontró queestábamos montando una fiesta, sin haberles avisado, ni a él, ni a mihermana, ni a mi padre. Una expresión sombría cruza el semblante de miyayo; Clarita no levanta los ojos de su taza de café; mi madre está con loshombros hundidos y su mirada transmite una resignación que odio con todami alma. Y yo... Yo no dejo de desviar los ojos a la casa de Nicolás.

¿Qué hace aquí? ¿Por qué ha venido? Llevaba años sin pisar el pueblo.Mi padre está detrás de esto, pero ¿meter a mi hermano de por medio?

—¿Y tu novia? —le pregunto, sin disimular lo contenta que estoy deverle.

Lo fastidió todo anoche. La fiesta iba a ser perfecta... para mamá y paramí. Y lo fastidió todo. Hernán no se acercó más a mi madre, y me fijé enque no dejaba de mirarla con preocupación, y Nico desapareció. Quise ir averle cuando la barbacoa terminó, pero Pelayo no me quitó los ojos deencima hasta que me encerré en mi cuarto para dormir, y, ¡encima!, élduerme en la habitación de Clarita, porque la mandó al sofá... ¡al sofá!Cuando el abuelo se ha enterado esta mañana, ha montado en cólera, perode nada le ha servido.

—Prometida —me corrige mi hermano, con una sonrisa de suficiencia—. Patricia está liada con los preparativos de la boda.

No le soporto. Se cree un dios, pero es patético. Físicamente resultaríaguapo, pero si te gustan los hombres fríos, calculadores, prepotentes,ególatras... Y la lista es infinita. Es un calco de mi padre: moreno, ojosmarrones muy fríos, delgado, alto y con un fino bigote. Y astuto, no se leescapa una.

Me pone de mal humor estar en su presencia. Se me quita el apetito yme cruzo de brazos en la mesa.

—Vendrá con papá dentro de unos días —añade.

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Mamá y yo nos miramos. Hay tanto dolor en sus ojos, que me indigno yvoy a responderle, pero el abuelo se me adelanta:

—Tu padre no va a pisar mi casa y, si por mí fuera, tampoco el pueblo.Se lo dices de mi parte, si te apetece, o se lo digo yo la próxima vez que seatreva a llamar por teléfono —golpea la mesa con el puño.

Pelayo se ríe con ganas, pero ninguno de los demás vemos la gracia porningún sitio. Es más, su risa me produce escalofríos. No le tengo miedo,nunca me he callado lo que pienso con él, pero preferiría que estuviera bienlejos de mí. Hay personas tan oscuras que devoran hasta el último rayo deluz, son como las nubes un día de tormenta; menos mal que el sol siemprevuelve a brillar. Así es Pelayo Hernández.

—Vamos, abuelo, que en todas las historias hay dos versiones, y aquífalta la de tu yerno. Y mis padres no han terminado, ¿verdad que no, mamá?—la observa con una sonrisa de prepotencia—. Solo has venido a buscar aAna —ahora me mira a mí—, y menos mal que he llegado yo paraayudarte. Anita, Anita... —chasqueó la lengua—. Dime con quién te juntasy te diré cómo eres.

—No me llames Anita —rechino los dientes, cerrando las manos en dospuños.

Pelayo vuelve a reírse y se pone en pie.—Me voy a ver a viejas amistades —anuncia, de camino a la cocina—.

Vendré a comer —se gira, mirando a Clarita—. Haz una paella de marisco.—¡No es ninguna criada! —estalla el yayo, incorporándose, rojo de ira

—. Es mi enfermera y la vas a respetar. Y recoge tu desayuno.—Ya está tu enfermera para eso, después de todo esta casa es tuya y yo

soy un invitado —le guiña un ojo—. Le daré saludos a Román de tu parte,Anita —y se marcha.

El abuelo lanza la servilleta y aterriza en el suelo.—Ya lo hago yo, papá, no te preocupes —dice mamá, que enseguida se

dispone a limpiar lo que ha manchado Pelayo.—¡Ni se te ocurra! —la agarra de la mano, frenándola—. Ana, llévate a

tu madre a dar un paseo por el campo. Ya —y también se marcha, muyenfadado, a su cuarto.

Clarita le sigue sin perder un segundo para dejarnos solas.Recogemos la mesa entre las dos y fregamos para limpiarlo todo.—¿Qué vas a hacer hoy, mamá? —le pregunto, apoyada en la encimera

—. ¿Vas a ver a... —sonrío—, a Hernán?

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Mi madre me analiza la cara y se sonroja de inmediato al percatarse deque sé lo que pasó, aunque no pienso confesarle que fue porque la espié.

—Pues no, Ana —suspira con pesar—. ¿Con tu hermano merodeandopor aquí?

—¿Y Manuela?—Anoche terminó con ella cuando la acompañó a su casa —una

pequeña sonrisa asoma en sus labios.—¿Y eso lo sabes porque...? —arqueo las cejas.—Estuvimos escribiéndonos —desvía la mirada a sus manos,

contemplándose las uñas como si fuera lo más importante del mundo—. Yo—suelta una carcajada—, escribiéndome mensajes como si fuera una críade instituto... —menea la cabeza, divertida.

Me río.—Me gusta mucho Hernán —declara, con las mejillas arreboladas y una

mirada de anhelo—. Nunca he dejado de quererlo, ayer me di cuenta.—¿Y nunca estuvisteis juntos hasta anoche?—Ni un beso —se encoge de hombros—. La abuela siempre decía que

la vida hay que vivirla por momentos, porque los momentos vienen y van ynunca se repiten.

—Y vuestro momento es ahora.—¿Tú crees? —su sonrisa es preciosa.Asiento y la abrazo.—¿Y tú? —se interesa—. ¿No vas a ver a Nicolás?—¿Con Pelayo merodeando por aquí? —rebato, agriándose mi humor.—Pues —me rodea los hombros— cuando quieras nos vamos a ese

paseo por el campo. ¿Avisas a Nadia?Asiento y corro a mi cuarto para ponerme las alpargatas blancas y

planas, porque estoy descalza. Me cambio el sujetador por el bikini blanco,porque hace mucho calor y en el campo, más todavía. Me dejo el shortvaquero blanco y me pongo la camiseta que llevaba, blanca y de tirantesanchos. Me reúno con mamá en la cocina y salimos por el jardín del abueloal jardín de Nico.

La puerta está abierta y podemos ver a Nadia haciéndole fotos a Fran,ambos en el jardín, mientras este, sentado en el sofá, con el portátil en laspiernas, intenta trabajar. Ella no para de picarle.

—Pero si estás muy mono así concentrado, bizcochito.—No soy un bizcochito —gruñe.

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—¡Hola! —exclama mi madre—. Vamos a dar un paseo, ¿te vienesNadia?

—Por supuesto que se va con vosotras —contesta Fran, con el ceñofruncido.

—Mañana cuando me vaya a Madrid, te quejarás porque no querrás queme separe de ti —Nadia le saca la lengua y se acerca a mamá y a mí,fingiendo altivez, aunque suelta una carcajada por el rubor que tiñe lospómulos de su novio.

Giramos a la izquierda por el callejón, en sentido contrario a la plaza,porque, al final de este sendero, está el campo abierto, con varios caminos,cada uno conduce a un sitio diferente; tres de ellos, a tres pueblos a unossesenta kilómetros de distancia y el cuarto, el de la derecha del todo, a laermita de la Virgen de los Desamparados, la patrona de Luengo, a unamedia hora a pie, que es adonde decidimos ir.

No hay árboles, hace mucho calor y el sol pica en la piel ya a esta hora,las once de la mañana. Me quito la camiseta, Nadia me imita —lleva unsujetador deportivo de color azul eléctrico, como sus pantalones cortos— ymi madre se sujeta la camisa sin mangas y holgada y se hace un nudo a laaltura del ombligo, mostrando un trozo de piel —la falda de vuelo lealcanza las rodillas—.

—¿Y...? —rompo el silencio—. ¿Y Nicolás?Mi amiga me da un pequeño codazo.—Se fue a correr.Sonrío. Es una de sus costumbres desde hace años: salir a correr los

sábados y los domingos. Me alegro de que haya cosas que no cambien,sobre todo con él.

Mamá empieza a tararear y se agacha cada poco a recoger floressilvestres.

—Teníamos que habernos echado crema protectora —se queja,rascándose un poco la piel.

Las dos somos muy, pero que muy blancas y con un poquito de sol nosenrojecemos.

—Si quieres, volvemos —le digo.—Vamos a la ermita y volvemos —me sonríe y continúa tarareando.—Oye —Nadia se pega a mí—, ¿ese tal Pelayo...?—Es un gilipollas.

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—Ana... —me regaña mi madre, sin perder la sonrisa—. No hables tanmal.

—Vale —me enfado—, es un idiota.—Vas mejorando —me guiña el ojo.Las tres nos reímos.—¿Te hago la versión resumida? —le sugiero a mi amiga.—Ya me darás detalles extensos —me sonríe.—No nos llevamos bien, desde siempre. Es un capullo ególatra. Ah —

levanto una mano—, odia a Nico con toda su alma. ¿Por qué? —arrugo lafrente. No necesito pensar la respuesta—. Porque es mil veces mejor que él.

—Con todos mis respetos, Tatiana... —comienza Nadia, seria.—No te preocupes, Nadia —la interrumpe mamá—, es mi hijo y le

quiero, pero soy su madre y mejor que yo no le conoce nadie. Sé cómo es—le dedica una sonrisa dulce—. Puedes hablar tranquila.

Mi amiga suspira, se pega la cámara a la cara y captura la sonrisa de mimadre. Mientras observa la imagen en la pantalla, declara:

—Anoche me dio la impresión de que no pega ni con cola con ningunode los que estaban en la barbacoa, pero se pavoneaba como si fuera el reyde todos y le debieran obediencia.

No ha podido describirlo mejor.Entonces, dos siluetas avanzan hacia nosotras. Dos hombres que están

corriendo no muy deprisa y de manera constante. Dos hombres que sonHernán y Nicolás. Sus camisetas cuelgan del borde de los pantalones dealgodón negros.

—Vaya... —comenta Hernán, que se detiene y empieza a estirar losmúsculos, sin quitarle los ojos hambrientos de encima a mamá—. Derepente, hoy se ha convertido en el mejor día de mi vida —le sonríe conpicardía.

Mi madre se echa a reír, tapándose la boca con la mano que sujeta elpequeño ramo.

Nadia, Nico y yo sonreímos.—¿Vais a la ermita? —se interesa Hernán, acortando la distancia con

mamá. Para a escasos centímetros y se inclina.Ella no se mueve y su sonrojo se incrementa a niveles extremos.—Sí. Vamos a ver a la Virgen y volvemos a casa rápido —lo dice en

voz baja, está muy nerviosa y se muerde el labio inferior, pero es incapaz de

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dejar de sonreír—. Se nos olvidó ponernos protección y ya sabes que meconvierto en un cangrejo.

—Y estás preciosa siendo un cangrejo —le pellizca la nariz consuavidad.

Mi madre suspira de manera entrecortada.Nadia y yo nos apretamos la mano de forma inconsciente por lo bonita

que es la escena. Bueno, bonita y... Es mi madre, pero me da igual, el amorno tiene edad.

—Siempre puedes bañarte en mi piscina para contrarrestar el calor —nos mira a los demás—. ¿Os apetece el plan? Podemos preparar algo paracomer y pasamos el día en mi casa. Tengo la nevera llena de comida ycervezas —observa de nuevo a mamá, ahora serio—. A no ser que tu hijo...

Ella le cierra la boca con el dedo índice. Asiente.—Niños —nos dice Hernán, rodeando la cintura de mi madre—, tapaos

los ojos, que esto que viene ahora es para mayores de dieciocho años.Mamá suelta una carcajada, que queda amortiguada en los labios de él.—¡Quita! —le grita, apartándose—. ¡Estás asqueroso, hombre!—¡Te aguantas, mujer, que me debes más de treinta años! —corre tras

ella, la alcanza enseguida y se besan, entre risas.De verdad que no me puedo creer lo que estoy viendo... Esa chica

enamorada no es otra que mi madre, la que, hasta hace dos días,literalmente, vivía a la sombra de su propia sombra...

—Voy a avisar a Fran —Nadia se saca el móvil del bolsillo trasero de supantalón y llama a su novio para contarle los planes para hoy.

—Hola —me susurra Nico, muy cerca de mí, y analizando mis ojos conincertidumbre.

Sé por qué. Le sonrío y entrelazo una mano con la suya. Su torsodesnudo y sudoroso a un palmo de mi cara me desboca las pulsaciones.

Él agacha la cabeza, contempla nuestras manos y acaricia la mía.—Siento haberme ido anoche sin avisarte.—No importa —mi sonrisa se torna triste—. Ya te lo dije, no tienes que

darme explicaciones, no...—Odio —me corta, rechinando los dientes— que Pelayo revolotee a tu

alrededor —la intensidad de su mirada se clava en la mía y siento unescalofrío—. Odio —rechina los dientes por segunda vez— que esté aquí—respira profundamente y desvía los ojos al cielo—. Ya no podremos leerel diario en mi jardín.

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—Tenemos el árbol favorito de la abuela para escaparnos —mi sonrisase transforma de nuevo, la timidez me invade.

—Ni podremos ir de tiendas a comprar los muebles para mi casa.—Si me recoges en la puerta del yayo y aceleras en cuanto me monte en

tu coche, Pelayo no podrá seguirnos —bromeo, pero no se inmuta.—Ni podré empezar con el jardín del yayo y que tú me ayudes.—El yayo te obligará a que empieces cuanto antes, con o sin Pelayo —

arrugo la frente.—Ni podrás darme los besos que me debes desde hace tres años.—Yo... —balbuceo, me he quedado en blanco, de repente.Espera, espera, espera...—¿Qué...? —comienzo, temblando—. ¿Qué acabas de... decir?—Me has oído perfectamente —su susurro es ronco y sus ojos devoran

mi boca.Trago saliva con esfuerzo.—¿Y...? —carraspeo—. ¿Y tú? —alzo el mentón, fingiendo una

seguridad que ahora mismo no hace acto de presencia.—¿Yo? —suspira con fuerza, tensando la mandíbula—. En cuanto me

des el primer beso, haré lo imposible para que no puedas vivir sin mi boca.Yo... no... me... atrevo... ni... a... respirar...—Ya —anuncia Nadia, guardándose el móvil en el pantalón—. Fran

está muy liado y dice que vayamos sin él a casa de Hernán, que intentaráapuntarse por la tarde —hace una mueca.

Nicolás y yo nos soltamos. Me tiembla tanto el cuerpo que necesitoinhalar oxígeno para regresar a la realidad.

—¿Estás bien? —le pregunto a mi amiga.—Sí, tranquila —sonríe sin humor—. Mañana me voy a Madrid porque

tengo trabajo en el estudio y no sé cuándo podré volver. El fin de semanaque viene tengo una boda en Toledo y el siguiente, un bautizo en Madrid,justo cuando empiezan las fiestas, pero, además, la semana de las fiestastengo un reportaje de preboda con unos novios que todavía no me hanconfirmado las fechas, y han contratado varios días de fotos. Son tressemanas sin verle y me apetecía pasar hoy todo el día con él, pero tienemucho trabajo —suspira con pesar.

La abrazo por los hombros, reconfortándola.—Verás cómo se pasarán volando.Mi madre y Hernán se acercan, cogidos de la mano.

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—Lo dejo por hoy, Nico.Él asiente.—¿Vamos a mi casa, entonces? —nos anima Hernán, antes de besar a

mamá en el pelo.Decidimos visitar la ermita en otro momento y emprendemos el camino

hacia el callejón.Mi madre y yo entramos en la casa del yayo a por una bolsa con los

bañadores, toallas y cremas, mientras Nicolás y Nadia hacen lo mismo en lacasa de Nico. Hernán nos espera a todos en el jardín de Nicolás.

—Ana... —me llama mamá, entrando en mi cuarto.—¿Qué pasa? —frunzo el ceño, preocupada.—Es que... —se retuerce los dedos—. Verás, hija... No tengo bañador y

no se me ocurrió comprarlo en la tienda de Marisa.—No pasa nada, yo tengo varios —sonrío—. Van en la mochila.—Pero tú usas bikinis, hija —se sonroja sobremanera—, y yo tengo

cincuenta y tres años, y encima mi cuerpo da asco de lo delgado que está —se le llenan los ojos de lágrimas.

Sus palabras me pellizcan el corazón.—Mamá —la tomo de las manos, intentando que mi voz suene fuerte,

ella me necesita fuerte—, eres preciosa. Y hace tanto tiempo que no te veíatan feliz —sonrío con ternura—, que no pienso dejar que te conviertas en tupropia enemiga —nos reímos con suavidad—. Estás muy delgada, perosigues siendo preciosa y tu cuerpo es precioso. Por favor... —cierro los ojosun instante—. Olvídate de todo y contesta a esta pregunta: ¿Quieres serfeliz?

—Sí.—Pues ponte mi bikini hoy y no pienses en nada más que en disfrutar.

¿No decía la abuela que la vida eran momentos que nunca se repetían? Puestoca vivir este. Mañana compraremos trajes de baño con los que te sientascómoda y sean casi tan preciosos como tú —me emociono, no puedoevitarlo, es mi madre, no hay más que añadir.

Me abraza, temblando.—Eres lo más bonito que me ha pasado en la vida, cariño —me acaricia

la cara, retirándome el pelo hacia atrás—. Está mal que lo diga, tengo doshijos más a los que adoro con toda mi alma, pero como tú, ninguno —mevuelve a abrazar y nos marchamos, explicándole al abuelo nuestros planes.

Sé que va a ser un gran día.

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20(Nicolás)

Al final, nos juntamos un grupo en casa de Hernán. Él y Manuela sonlos únicos en el pueblo que cuentan con piscina privada, y se agradece laintimidad de poder disfrutar de un día de piscina entre amigos de verdad.Hernán y Tatiana llamaron a mi madre, Carlos, Nines, Matilda y Josué. Laúnica que no vino fue Nines, porque, por desgracia, a su madre, cuando seenteró de que su hija iba a pasar el día fuera de casa, le entraron unosrepentinos mareos y Nines, con lo buena que es, se quedó cuidándola.Pobrecita. Mi madre y sus amigas prometieron secuestrar a Nines duranteveinticuatro horas para que disfrutara de un solo día de libertad. Frantambién se apuntó, pero porque le mandé un mensaje echándole la broncapor no estar con su novia en su último día. Entiendo que tenga muchotrabajo, es director financiero de una gran empresa y se ha tomado un mesen el que hará teletrabajo, pero hay que saber cuándo parar un rato.

Eso lo aprendí gracias a mi estancia en Edimburgo, gracias a mi amigoIan. Desde que aterricé y me instalé allí, me centré por completo en trabajar,aprender y seguir trabajando y aprendiendo. Tenía a Ania en mi cabezacontinuamente, pero el trabajo lograba que ella se atenuara un poco, aunquenunca se marchaba. Ian no tardó en convertirse en mi amigo y yo no tardéen contarle mi vida y en hablarle de Ania. Volví a España con la idea demontar mi empresa de diseño de exteriores, con todas las consecuencias yriesgos que eso conlleva, y mientras me convertía en un emprendedor, nodejaba de recordar a Ian repitiéndome sin cesar: si el trabajo te apasiona,disfrútalo como tu pasión, no como tu trabajo. Y tiene razón. Podría contarcon más proyectos, ganar más dinero, pero no quiero, me gusta tener pocosy buenos antes que tener muchos y matarme, aunque siempre me entrego aldoscientos por cien. Por eso, pude tomarme la tarde libre el otro día conAnia. Y pienso tomarme más tardes libres con ella. Y que mi hermano noentienda todavía esto me preocupa.

—Fran —me siento a su lado en el sofá del jardín.Hemos llegado a casa hace poco. Son las nueve de la noche.

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Pero mi hermano tiene el portátil en las piernas y me ignora.—No todo es trabajar —trato de llamar su atención.—¿Y eso me lo dice el que se tira todo el día trabajando y, a veces,

duerme en el sofá porque, por el cansancio, no es capaz de subir lasescaleras para acostarse en su cama?

—Yo no tengo a una Nadia en mi vida.—Porque estás haciendo el idiota —baja la tapa del portátil y me mira

con el ceño fruncido—. Los dos.—No estamos hablando de... —trago saliva y respiro hondo—, de Ania

y de mí, sino de Nadia y de ti.—Pero yo sí quiero hablar de Ana y de ti.Está enfadado y no lo entiendo, así lleva todo el día, desde que me he

despertado y le he visto en el jardín trabajando, y eso que me acostétemprano y no les escuché cuando llegaron de la barbacoa, lo que significaque volvieron tarde.

—¿Vas a repetir el pasado? —inquiere él, en voz baja, pero afilada.No contesto.—¿Piensas actuar como ayer, que, en cuanto apareció el cabrón de

Pelayo, te largaste, y cuando Pelayo no está, no te separas de Ania ni para iral baño, joder? —insiste, cruzándose de brazos—. ¿Vas a repetir el pasado,Nico?, ¿ese mismo pasado en el que Ana y tú estuvisteis juntos en secretopor culpa de su familia y que por estar en secreto os destrozasteis? —seinclina, con la mirada entrecerrada—. ¿En serio? ¿Que no has aprendidonada?

—Relájate —no me gusta su tono, a pesar de que tiene toda la razón—.Pelayo llegó ayer y Ania y yo no estamos juntos.

—¿Me tomas el pelo? —se ríe sin una pizca de alegría—. Si no esporque Pelayo apareció, tan inoportuno como siempre, estaríais juntos Anay tú desde ayer, ¿o te atreves a negarlo?

No hace falta que responda.—¿Y qué pasará a partir de ahora, Nico? ¿Ana se escapará de su casa

para venir a verte a escondidas de Pelayo? ¿Ana actuará en público como sifueras uno más del pueblo cuando Pelayo esté presente? ¿Os besaréis aescondidas, pero cuando Pelayo esté delante actuaréis como si no fueraisnada?

—¿Qué es lo que te pasa? —ya me estoy preocupando.

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—No —chasquea la lengua—. ¿Qué es lo que te pasa a ti? —se levantay me señala con el dedo índice, sujetando el ordenador con la otra mano—.Hace tres años, os perdí a los dos. Me niego a que se repita la historia, y vapor el mismo camino.

—Te encerraste en Madrid, ¿se te ha olvidado? —me incorporo también—. En cuanto te salió tu primer trabajo, solo venías a Luengo en las fiestasdel pueblo y en Navidad, y no todos los años, porque estuviste varios añossin aparecer por aquí. Te importaba más tu trabajo que vernos a Ania y amí, porque te recuerdo que los tres, no solo tú, trabajábamos en Madrid. ¡Sihasta una vez me pasaste con tu secretaria para que ella me dijera cuándotenías un rato libre para quedar conmigo! —meneo la cabeza y coloco lasmanos en las caderas.

—Eso fue una sola vez —se sonroja por la vergüenza—. Y yo siemprehe mantenido el contacto contigo por teléfono.

—Venga ya, Fran... —frunzo el ceño—. Me diste la espalda.Desapareciste de mi vida.

—Y Ana desapareció de la mía —el dolor que transmiten sus ojosempieza a quemarme—. Éramos tres, Nico. Siempre fuimos tres. Y lojodisteis. Por mucho que estemos juntos otra vez los tres, no es lo mismo.

Tenía razón. Yo no era el mismo. Ania, tampoco. Y Fran hace tiempoque dejó de serlo.

—Ya no somos unos niños —le susurro, con los ojos fijos en el césped—. Crecemos. Se llama madurar —le miro—. ¿Quieres menos a Aniadespués de tres años sin haber sabido nada de ella?

—No —me observa como si estuviera loco.—¿Me quieres menos a mí?—Claro que no —hace una mueca—. ¿A qué viene esto?—Es la primera vez que estamos juntos los tres desde que ella y yo

rompimos. Han pasado tres años. Nuestras vidas son diferentes. Sentimosdiferente. Y eso no es malo —me acerco despacio—. Ania dimitió en sutrabajo y vino a Luengo porque estaba perdida. No trajo billete de vuelta yno creo que su padre se quede de brazos cruzados, ya oíste a mamá —pongo una mano en mi pecho—. ¿Crees que no me da miedo que se marchetal cual se marchó de Madrid, en un arrebato? ¿Crees que no me da miedoque se repita el pasado? ¿Crees que no quería ayer, u hoy, besarla delante detodo el mundo, sobre todo en las narices de Pelayo? ¿Crees que es fácil paramí esperar a que ella dé el primer paso? Porque es lo que estoy haciendo,

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Fran, esperarla. Y sé que va a merecer la pena, porque con ella merece lapena hasta discutir —respiro hondo—. No se va a repetir la historia y no eslo mismo ahora que hace tres años porque no somos los mismos —sonrío—. Somos más.

Fran medita mis palabras y finalmente asiente. No sonríe, pero su rostroahora transmite seriedad, no enfado ni rencor.

—Y ahora, mueve el culo, pídele perdón a tu chica por haber sido uncapullo hoy e invítala a cenar a algún sitio bonito para poder despedirte deella en condiciones —añado, apretándole el hombro—, que hasta dentro detres semanas no vas a verla.

Y sonríe. Y se pierde dentro de casa en busca de su novia.Entonces, antes de dirigirme a la cocina a servirme una cerveza,

escucho gritos, de la casa del yayo. Alguien está discutiendo en su jardín.—¡Que la dejes en paz! —protesta Ania, a lo lejos—. ¡Es tu madre,

respétala!—¡La respetaré cuando se gane el respeto, y morrearse con un hombre

que no es su marido en un coche en plena calle no es hacerse respetar! ¡Y lapróxima vez, no te metas en medio! ¡Es mi madre, no solo la tuya, y siguecasada con mi padre, que resulta que también es el tuyo! ¡Respeta túprimero y luego me exiges a mí que respete, niñata!

—¡Vete a la mierda!—¡Cállate de una vez, joder, y deja de meterte en medio!—¡Ay!Aquella última exclamación me alarma. Abro mi puerta y salgo al

callejón. Veo a Ania en el suelo del porche, junto a la mesa de hierroblanco, frotándose el brazo, y la rabia me corroe por dentro. Entro en eljardín y voy a por Pelayo. No dudo. Nunca lo he hecho con respecto a él. Yme da igual que sea la casa del yayo. Mejor pedir perdón que permiso.

—Bueno, el que faltaba... —escupe, observándome con un odio que nodisimula, el mismo que siento yo hacia él—. ¡Largo de aquí! ¡Esta no es tuca...!

No termina la frase porque acabo de agarrarle del cuello y estamparlecontra la pared, igual que hice con Román en el bar.

—No vuelvas a tocarla —le susurro, afilado, duro y muy, pero que muycabreado.

—O, ¿qué? —forcejea, pero la adrenalina es mi mejor amiga en estemomento y me da más fuerza y no me muevo—. ¡Suéltame, joder! ¡Es mi

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hermana y es la casa de mi abuelo! ¡Tú solo eres un adoptado de mierda!¡Vete a buscarte una familia y déjanos en paz!

Intenta pegarme, pero ni siquiera me roza. Aun así, le suelto, conbrusquedad. Cae al suelo. Le ignoro y acudo hacia Ania, que ya está de pie.Me fijo en su brazo, marcado con los asquerosos dedos de su hermano.

—Estoy bien, tranquilo. Soy muy blanca y se me nota mucho cualquiercosa, ya lo sabes.

No. No estoy nada tranquilo. Le acaricio la marca y me inclino parabesársela, sin pensar.

Pelayo se levanta y se marcha, aunque me golpea con el hombro alpasar por mi lado, pero no me afecta, ni el veneno que me ha soltado por laboca. Soy más nieto que él, y lo sabe, porque la familia es más que lasangre.

Escuchamos un portazo de la puerta principal.—Mi madre y el abuelo están discutiendo —me explica, rodeándose a sí

misma—. Pelayo pilló a mi madre despidiéndose de Hernán en la puerta yse puso a dar voces como un energúmeno y a golpear el coche de Hernán —chasquea la lengua—. Le ha gritado que ni se le ocurra acercarse a mimadre.

—¿Y Hernán?Yo le hubiera reventado la cara a ese niño prepotente, pero es el hijo de

Tatiana, así que me imagino lo que hizo Hernán.—Se bajó del coche y acompañó a mi madre a la puerta, ignorando los

gritos y las amenazas de Pelayo, protegiéndola. Lo vi desde el salón. Fuehumillante, Nico... —hunde los hombros—. Mi madre no se merece esto.

—¿Por qué discuten? —le pregunto en voz baja.—El abuelo no quiere a Pelayo aquí y mi madre le está pidiendo que,

por favor, la entienda, que es su hijo y que no puede echarlo a la calle.—¿Y tú qué quieres?—Que se largue —se aparta y se gira, ofreciéndome el perfil—. Y no

entiendo a qué ha venido. Hace años que no pisa el pueblo. Sé que mi padreestá detrás de todo porque quiere que mi madre y yo volvamos a Madrid —niega con la cabeza—. Pierden el tiempo —me mira, con los ojos muytristes—. ¿Por qué no respetan nuestra decisión? —se le llenan de lágrimas—. Mi padre ha sido un monstruo con mi madre y a mí nunca ha dejado derepetirme el fracaso de hija que soy. Que nos dejen en paz de una vez...

Odio verla así. La abrazo. Con fuerza.

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—Vente conmigo —le susurro al oído—. Tráete el diario de la abuela.Ella asiente y entra en la casa. Cuando se reúne conmigo, viene con una

mochila en la espalda. Sé lo que hay dentro nada más atisbar el sonrojo desus mejillas al mirarme. Mi cuerpo entero se eriza. La tomo de la mano y lallevo a mi casa.

No hay rastro de Fran y Nadia. Mejor. Necesito estar a solas con Ania.Subimos a la buhardilla. La cama está deshecha y, avergonzado, estiro lassábanas y la fina colcha, todo blanco. Ella se ríe. Se descalza y se tumbaboca abajo. Yo me coloco boca arriba, doblando la almohada en mi nuca,medio incorporado sobre la pared —no hay cabecero— y espero a queempiece a leer.

Después de dejar el ramo en la iglesia, dimos un paseo por Luengo.No me quería ir a casa y él tampoco se quería ir al hostal. La gente senos quedaba mirando. Somos un pueblo pequeño y nos conocemostodos; yo, sobre todo, por la floristería y por mis padres, así que sabíaque era cuestión de tiempo que alguien le fuera con el cuento a mifamilia.

Fue a la mañana siguiente, el sábado. Estaba ayudando a mi madrea colocar las nuevas flores que nos habían llegado el día anterior,cuando mi padre entró en la tienda exigiéndome saber quién era esehombre con el que me habían visto antes de la cena. Me asusté, te soysincera. Mi padre era un hombre muy tranquilo, sensato, escuchabaantes de opinar, nunca juzgaba, ni se mosqueaba por nada, así queverle tan alterado por Alberto no me gustó.

—Ya me lo han dicho tres personas —me apuntó con el dedo—.Dime ahora mismo quién es ese hombre, y ya te aviso de que estáscastigada.

—Pero ¿por qué? ¡No he hecho nada! —estaba a punto deecharme a llorar.

—Somos una familia respetable y ninguna de mis hijas va a estarcon un hombre que ni siquiera se ha acercado a conocernos a tumadre y a mí para ofrecernos sus respetos —entrecerró sus ojos—.Alguien así no es de fiar.

Y justo en ese momento, entró Alberto, vestido tan elegante como eldía anterior. Se quitó el sombrero y le tendió la mano a mi padre. Y mipadre, que no era tonto, adivinó enseguida quién era. No le

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correspondió el saludo, sino que se cruzó de brazos y se irguió en todasu altura, casi la misma que mi teniente.

Alberto dejó caer la mano y, con mucha educación y seriedad, dijo:—Llegué ayer, pero solo estaba Anya. No pude verlos a usted y a su

mujer y presentarme. Lo lamento —asintió—. Soy Alberto Ruiz,teniente del Ejército del Aire.

Mi madre avanzó y, sonriendo con amabilidad, le tendió la mano.Él se la besó en el dorso.

—Soy Catrina, la madre de Anya —me rodeó los hombros—. Y éles Mijail, mi marido —observó a mi padre con una muda petición através de sus ojos—. Estamos encantados de conocerte, Alberto —añadió mi madre, con una dulce sonrisa—, y nos gustaría que vinierasa comer a casa hoy.

—Será un honor, señora.—Llámame Catrina.Alberto asintió y me sonrió a mí.—Te recuerdo, sé quién eres —señaló mi padre, de pronto,

suavizando su expresión—. Estuviste en la fiesta para conmemorar losdiez años del fin de la Gran Guerra.

—Así es, señor.—¿Y qué hace el heredero de los marqueses de Lemán cortejando a

mi hija?—¡Papá! —me puse muy colorada.—Porque si mi hija es solo un entretenimiento, más te vale largarte

de Luengo —se volvió a erguir—. Somos una familia respetable.—¿Qué tal si hablamos mejor en la comida? —sugirió mi madre,

señalando hacia la calle, donde varias personas intentaban averiguarqué estaba pasando en la floristería—. Anya, cariño, enséñale aAlberto los jardines de Luengo y, dentro de una hora, venís a casa.

Le di un beso a mi madre, emocionada por su ayuda, y me reuní conAlberto, que me ofreció su brazo.

—¿Y mi beso? —refunfuñó mi padre.Yo me reí, corrí hacia él y le di un beso muy sonoro en la mejilla.—Gracias, papá.—No me las des —fruncía el ceño, preocupado—. Todavía no me

gusta.—Te gustará.

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—Eso espero —me acarició la cara—. Nunca permitiré que nadieos haga daño, ni a tus hermanas, ni a tu madre, ni a ti. Sois mi vida.

Le di otro beso y me fui con mi teniente.—Tu padre da más miedo que un coronel del ejército —bromeó

Alberto.Me reí mucho y le conté que era la primera vez que veía a mi padre

comportarse así.—Serás su niña favorita —me sonrió.—No es por eso —solté una carcajada—. Es porque no soy tan

responsable y obediente como mis hermanas. Me escapo bastante amenudo con mi mejor amigo.

—Así que te escapas con tu mejor amigo —arrugó la frente.—Lai es como mi hermano mayor, ya lo sabes, te he hablado de él

en mis cartas.Un regocijo me invadió. Mi teniente estaba celoso... ¿Eso

significaba que yo le importaba? Ay, Ania... ¡ya escuchaba lascampanas de la boda, te lo juro!

—Anya —paró a la entrada de los jardines, a una calle de lafloristería, y me apretó las manos—, me encantaría que pudierasescaparte conmigo.

Se me paró el corazón.—Alberto...—Sé que apenas nos conocemos, solo nos hemos visto un par de

veces en persona y muy poco tiempo —me dedicó una sonrisa preciosa—, pero tus cartas han sido lo mejor que me ha pasado nunca. Las heleído tantas veces que las he arrugado —nos reímos—. Y cuandollegué ayer y te vi... —sus ojos se clavaron en los míos, brillando conmucha intensidad, tanta que se me puso la piel de gallina—. Anya,¿quieres ser mi novia?

Me eché a llorar de la emoción. Acepté, por supuesto. Era tan feliz,Ania... ¡Mi teniente me correspondía!

Y la comida con mi familia fue maravillosa, hasta mi padre sonrió,aunque tuvo una mirada triste todo el tiempo, pero yo estaba tancontenta, que no le pregunté.

Y el fin de semana fue también maravilloso. Pasé todo el tiempoque pude con Alberto. Paseamos hasta por el campo. Le enseñé milugar favorito y nos sentamos en el árbol simplemente a hablar.

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Bueno, solo hablé yo, en todo el fin de semana, en realidad, pero éldecía que le encantaba escucharme, y como a mí no había quien mecallase...

Lo peor de todo fue cuando nos despedimos, en la estación de tren,porque no me dijo cuándo volveríamos a vernos...

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21(Ania)

El móvil de Nicolás vibra en sus pantalones cortos de deporte. Frunce elceño porque no reconoce el número que aparece en la pantalla. Descuelga.

—¿Sí?Cotilla como ninguna, me arrodillo y pego la oreja al teléfono.—Nicolás, soy Tatiana —contesta mi madre desde el otro lado de la

línea.—¡Mamá! —le quito el móvil, pero no me muevo.—Necesitas un móvil, Ana —me regaña.Tiene razón. La situación no es la ideal y me he ido de casa del yayo sin

avisarles.—Mañana me compraré un número nuevo.—Como vamos a ir a Salamanca a mirar un coche, te lo compras allí,

¿vale?—Vale. ¿Se lo digo a Fran?—Se lo he pedido a Hernán. Dice que no hay problema.Sonrío, y Nico, también; lo está oyendo, pues estamos casi pegados.—¿Qué tal con el yayo? —me preocupo.Ella suspira.—Pelayo ha dicho que Nicolás había interrumpido vuestra discusión,

por eso me imaginé que estarías con él. ¿Te importa dormir en su casa? Elabuelo se niega a que Clarita o yo durmamos en el sofá y Pelayo y él sehan enzarzado ahora mismo en otra discusión porque tu hermano dice queno va a dormir en el sofá, y tampoco se va a ir al hotel del pueblo porque esde tres estrellas. Por cierto, se acaba de marchar otra vez. No tengo ni ideade a dónde, y la verdad es que no me importa. Solo quiero que se relaje ynos deje tranquilos a los tres, al abuelo, a ti y a mí.

—Me traje una mochila —me ruborizo, mis mejillas están ardiendo.—A lo mejor, son varias noches. Depende de tu hermano. No aguanta el

pueblo, no creo que tarde en marcharse. Hasta entonces, duerme con

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Nicolás, si a él no le importa, claro —entonces, se ríe, de repente—, yseguro que no le importa, ¿a que no?

—No —responde él, de inmediato, con sus ojos penetrantes sobre losmíos, seguro de sí mismo.

Mamá se ríe otra vez.—Vale —respiro hondo de manera entrecortada—. ¿Cómo quedamos

mañana?—Hernán viene a las diez a recogernos.Nos despedimos y colgamos. Le entrego el móvil a Nicolás, que lo deja

en la otra almohada.—Solo hay dos camas —me susurra, inclinándose hacia mí— y la otra

es la de Fran y Nadia; ella se va mañana, pero él se queda. Podría dormir enel sofá y tú aquí, pero ¿sabes qué? —ladea la cabeza, contemplándome laboca como si estuviera hipnotizado en ella—. Que no lo voy a hacer.

¡Claro que no! ¡Duermes conmigo!Pero le contesto con toda la valentía que mi interior, convertido en lava,

me permite:—No te lo he pedido.—Solo quería dejar claras las cosas, para que no haya malentendidos —

sonríe lentamente—. ¿Te apetece cenar ya? —enciende la pantalla delteléfono y comprueba la hora, aunque apenas entra luz por las ventanas, lasdos son de techo—. Son más de las diez.

Ahora mismo no podría comer aunque estuviera hambrienta.—No tengo apetito. ¿Te importa si me ducho? Necesito quitarme el

cloro de la piscina y echarme crema, me quemé un poco —me rozo loshombros, enrojecidos por haber estado todo el día al sol. Me puseprotección, pero soy demasiado blanca.

Sonríe lentamente y me señala con la mano el baño, al fondo, en lapared de la derecha.

—Hay toallas limpias en el mueble de debajo del lavabo.—Gracias.Me levanto, un poco desconcertada por su sonrisa. Saco unas braguitas

limpias, blancas y de algodón de mi mochila, a los pies de la cama. Entro enel baño y, cuando voy a cerrar la puerta... ¡No hay puerta! Está el marco,pero nada más, un hueco.

—Eh... ¿Nico?

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Él me ha seguido sin darme cuenta y se asoma por el hueco, sonriendoahora con travesura.

—¿Necesitas algo, Ania?—¿Y la puerta? —arqueo las cejas.—Me ibas a ayudar a decorar, ¿te acuerdas?—¿Quién vive sin una puerta en el baño? —frunzo el ceño, con las

pulsaciones disparadas.Nicolás se cruza de brazos y separa las piernas. Arruga la frente,

intentando fingir seriedad, pero le bailan los labios.—Ayer te vi desnuda.—Casi —le corrijo, con mi cara chamuscada.Su intensa mirada barre todo mi cuerpo, deteniéndose en mis pechos...

en mi vientre... desnudándome, abrasándome... Cuando sus ojos regresan alos míos, ya no hay diversión ni juego en ellos, sino una intensidad que medesboca el corazón, me eriza la piel y me roba un suspiro entrecortado.

—¿Quieres que prepare la cena mientras te duchas?Ese susurro me acaba de dejar sin aliento.Y los nervios... me bloquean. Asiento, incapaz de pronunciar palabra.Él inhala una gran bocanada de aire y se marcha de la buhardilla.Yo me sujeto a la pared del servicio. El frío del mármol me ayuda a

calmarme.Me siento estúpida... ¡Soy estúpida! Ayer me desnudo delante de Nico,

aposta, ¿y hoy me da vergüenza ducharme sin una puerta que nos separe?¡Quién me entiende!

Murmurando incoherencias, corro la mampara de la ducha, a laizquierda, y abro el grifo. Enfrente del hueco donde debería estar la dichosapuerta, está el espejo rectangular que cuelga de la pared, sin marco; debajo,el lavabo en forma de cuenco de gran tamaño, con un grifo alargado, tipocascada; y, por último, una pequeña estantería abierta con dos baldas, demadera clara, donde hay toallas grandes y de mano, negras, suaves ymullidas. Me cubro la cara con una de ellas y grito, por lo tonta que soy,porque, encima, hemos estado todo el día en la piscina de Hernántonteando: roces intencionados, miradas cargadas de deseo... Y ayer, y en labarbacoa estuvimos a punto de dejarnos llevar...

Me deshago de la ropa a manotazos y me ducho, frotándome con eljabón con más fuerza de lo normal. Me lavo también el pelo. Apago el grifoy me cubro los cabellos con una toalla pequeña, haciéndome un turbante, y

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me tapo el cuerpo con la otra, secándome también a manotazos. Me ajustolas braguitas y me enrosco la toalla.

Estoy frente al espejo, regañándome en silencio, cuando oigo a Nicolássubir las escaleras. Me giro. Lleva una bandeja en las manos, con dosbotellines de cerveza y dos sándwiches. Desaparece hacia la cama. Observomi reflejo en el espejo de nuevo y, con determinación, salgo del baño y meacerco a los pies del lecho y saco el bote de crema after sun de la mochila.Él se acaba de sentar en el borde de la cama, la bandeja descansa a su lado.Tiene los ojos clavados en el suelo, respetando la privacidad que cree que lehe pedido, sin pedírselo.

Pues no.—¿Me echas crema, por favor?Mi voz es demasiado baja, pero firme. Le tiendo el bote. Me mira. Lo

acepta. Me doy la vuelta.—¿Do...? —traga saliva y respira hondo—. ¿Dónde?Me bajo la toalla como respuesta, sujetándola en el pecho, mostrándole

la espalda al completo. Y lo escucho todo: abre el bote, se echa crema en lasmanos, las frota con suavidad... Es curioso en lo que nos fijamos lossegundos previos a que suceda algo extraordinario...

Porque las manos de Nico en mi piel... Es extraordinario.Sus manos se posan en mis hombros y las va deslizando muy despacio

por mi espalda. Al subir, lo hace por los costados. Cada segundo más lento.Ni siquiera he notado lo fría que estaba la crema, porque sus manos en micuerpo, grandes, cuidadosas, decididas... están quemando cada centímetrode mi piel.

Entonces, tira de la toalla de mi cabeza y mi pelo se derrama endesorden hasta la mitad de mi cuello. El aroma de Nicolás, a cloro, a sol, ahombre... se cierne sobre mí y me debilita. Cierro los ojos porque me pesandemasiado los párpados.

—Hueles a mí —me susurra en el oído, con sus dedos, ahora,resbalando por mis caderas.

No puedo hablar. Mis manos tiemblan. Estrujo la toalla entre los dedos,subiendo él, de nuevo, por los laterales de mi cuerpo, pero ahora arrastrandosus palmas.

—Espera a que se te absorba —vuelve a decirme en el oído,estremeciéndome más si cabe.

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Escucho ruido en la mochila otra vez. No me atrevo a moverme, peroNicolás sí lo hace, se coloca frente a mí. Nuestros ojos chocan. Me parecever auténticos relámpagos en su mirada, ardiente y penetrante comoninguna. Nadie me ha mirado nunca como me mira él... El deseo que sientoa través de sus ojos es tan vivo como el que fluye por mi interior, pero tanvivo...

—Ya puedes vestirte —me entrega mi pijama doblado tal cual lo metíen la mochila, que no es otro que un pantalón corto y una camiseta, ambosde algodón y color blanco.

Lo acepto, pero, en lugar de vestirme en el servicio, dejó caer la toalla,frente a él, y me pongo la ropa sin apartar la mirada de la suya. Y me resultamuchísimo más excitante que sus ojos devoren los míos mientras me visto,a que devoren mi cuerpo desnudo...

—¿Cenamos? —vuelve a susurrarme.De verdad que soy incapaz de pronunciar palabra.Entrelaza mi mano con la suya y me guía hacia el lateral de la cama,

donde está la almohada de la izquierda. Se sienta, todavía contemplándomey sin soltarme, apoya la espalda en la pared y tira con suavidad de mí paraque me acomode entre sus piernas.

Me fijo en la bandeja, en que hay más que los sándwiches y lascervezas. Y los recuerdos nos sumergen en el pasado. A él, también. Lo sé.Su mirada acaba de relampaguear...

Era la noche de los Reyes Magos. La Navidad es mi época favorita delaño y diciembre, mi mes preferido, desde que era una niña y me enteré deque un señor regordete, vestido de rojo y con una barba poblada y blanca, yde que tres hombres con largos y lujosos ropajes, montados en camellos,repartían regalos a los que se portaban bien, adultos y pequeños. Y todavíasigo pensando y sintiendo lo mismo.

Esas navidades, como tantas otras antes, las pasamos mamá y yo con elabuelo y las tías, sus maridos y mis primos, pero esa noche de Reyes nocenamos juntos porque el yayo se había atracado a polvorones y a mazapány no paraba de vomitar, y mamá se había levantado ese día con fiebre, muyresfriada, así que cuidé de ellos hasta que, para cenar, me fui a casa deConsuelo, me habían invitado al saber el panorama que tenía. Sin embargo,cuando llegué, Nico me abrió y me contó que su familia estaba como elabuelo y mi madre.

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Y nos fuimos. Nos montamos en su coche, compramos cena en unMcDonalds que hay en un centro comercial, a unos diez minutos deLuengo, donde está la gasolinera, y volvimos por los caminos. Pero eranoche cerrada y nos perdimos. No sabíamos dónde estábamos, si cerca deLuengo o justo al revés.

Entonces, Nicolás detuvo el coche, apagó las luces, pero no el motor, ysubió la calefacción al máximo. Parecía una película de terror. Estabamuerta de miedo y nuestros móviles no tenían cobertura. Él estaba tantranquilo, incluso parecía encantado.

—Hay algo ahí detrás —me susurró al oído antes de darme un beso muydulce en el cuello.

—¡¿El qué?! —di un brinco, aterrorizada.Nico soltó una carcajada y me apretó contra su pecho.—Es tu regalo. Ya han venido los Reyes Magos, mientras nos

perdíamos.Eso me quitó el miedo en un instante, me encantan los regalos, ¿a quién

no?Me olvidé de la cena, de que estábamos en medio de la nada, y salté a

los asientos traseros para desenvolver mi regalo. Era una caja de tamañomediano y rectangular, rígida. Al romper el papel que la cubría, rocé elrelieve del dibujo con veneración. Era de metal, antigua, preciosa...Adoraba esas cajas. Y era de alguna marca de galletas. La abrí con cuidadoy descubrí que estaba llena de los bombones de Ferrero Rocher, misfavoritos. Me relamí y empecé a comérmelos, extasiada. Nicolás se reía sincesar.

—Deja alguno para mí —bromeó, acomodándose a mi lado.—¿Quieres? —levanté un bombón.Estuvo dos segundos en silencio.—Cómetelo.Aquel susurro, tan suyo, tan... íntimo... provocó que un sinfín de

mariposas burbujearan todo mi cuerpo, por dentro y por fuera.En cuanto terminé de comérmelo, él se inclinó y me besó, deslizando la

lengua por cada milímetro de mi boca. Me miró. Ninguno sonreía. Se mecayó la caja del regazo y me subí al suyo en un arrebato desesperado.

—Me encanta el chocolate —le susurré yo ahora, rodeándole el cuellocon las manos—, pero tú me gustas más.

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Nicolás gimió, de manera gutural. Jamás olvidaré ese sonido que salióde entre sus labios...

—A partir de ahora —me atrajo más hacia su cuerpo de un tirón que merobó, ahora a mí, un gemido incontrolable—, cada vez que estés conmigo, asolas, vamos a empezar por el postre antes que por la comida.

Asentí muy despacio, embobada en cómo se movía su boca al hablar...en cómo acortaba la distancia hasta que su aliento y el mío se fusionaron enuna tormenta de chocolate, mariposas, locura y... pasión.

Fue una cena increíble, la mejor cena de Reyes de mi vida...Y cuando veo ahora los dos bombones de Ferrero Rocher en la bandeja,

junto a los sándwiches y las cervezas... esas mariposas que no mepermitieron respirar hace tres años regresan con más poder que nunca.

Y, tras mirar los bombones y mirarle a él, un gemido sale de migarganta. Mis ojos se desvían a sus labios. Me humedezco los míos demanera involuntaria y...

—¡Nico! —exclama Fran, desde el piso de abajo—. ¡Ya estamos aquí!¡Baja y nos tomamos algo, que Nadia se va mañana!

Soltamos el aire que estábamos reteniendo, con el ceño fruncido por lainoportuna interrupción. Nos bajamos de la cama, muy sonrojados yhuyendo de nuestras miradas avergonzadas. Nico se encarga de la bandeja ydescendemos a la planta principal.

Fran enarca una ceja al verme y me repasa de la cabeza a los pies.—Arriba y en pijama, ¿eh? ¿Algo que añadir?—¿Hace falta? —gruñe Nicolás, dirigiéndose a la cocina.—¡Pues no haber bajado, hombre! —se echa a reír.—No hay puertas en la buhardilla, si no bajo, subes tú, porque eres un

coñazo de tío que no entiende los silencios.—Soy el espantapájaros —despliega los brazos en cruz—, ya sabes que

no tengo cerebro —suelta una carcajada, contagiando a su novia.Nico gruñe de nuevo, su hermano continúa picándole, pero yo estoy

demasiado entretenida admirando su retaguardia: la anchura de sushombros... la espalda marcada... su trasero prieto... sus piernas labradas... supiel bronceada... hasta sus pies desnudos son atractivos...

Nadia me da un codazo para que espabile.—¿Habéis cenado? —me pregunta, colgándose de mi brazo.—Iban a ello —contesta Fran, sonriendo con travesura.

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En el jardín, Nicolás saca unas toallas y él y yo nos sentamos sobre ellasen el césped, para comernos los sándwiches. La otra pareja lo hace en elsofá, con cervezas también.

—Nosotros hemos cenado en el mesón —nos cuenta Fran, con laspiernas de su novia sobre las suyas, que acaricia de manera distraída—.Estaban los gilipollas de Román y Pelayo con otro tío que no conozco.

—Le llamaban Jacobo —añadió ella.—¿Jacobo? —pronuncia Nico—, ¿el hijo de Matilda y Josué?—¿Es amigo de ellos? —inquiero yo, extrañada—. Creía que Matilda y

Josué se fueron del pueblo hace muchos años. Y Jacobo es mayor que ellos,es como mi hermana y tú —miro a Nicolás.

—A lo mejor es que ya se conocían —Nadia se encoge de hombros.El mundo suele ser un pañuelo en los rincones más insospechados, solo

espero que Jacobo, si de verdad conocía ya a mi hermano, no resulte ser tanidiota como él y Román, más que nada porque, supuestamente, va a ayudara Nicolás con el invernadero, y solo faltaba que tuviera a Pelayomerodeando también en su trabajo...

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22(Nicolás)

Vaya mañana... No consigo centrarme en el invernadero. Acabo deechar tierra donde todavía no estaba levantado el césped. Otra vez. Los dosobreros que he contratado, José y Javier, primos hermanos, aunque parecengemelos —morenos, de pelo muy corto, ojos castaños, de la misma alturaque Fran, con músculos marcados y una sonrisa perenne en sus rostrostostados por el sol—, se ríen de mí, y con razón. Yo ya no me disculpo, nosé cuántas veces me he equivocado.

La culpa es de Ania. Dormimos juntos, con una buena separación entrelos dos cuando nos metimos en la cama, después de charlar hasta bien tardecon Nadia y Fran en el jardín, pero he amanecido abrazado a ella, connuestras piernas enredadas, mi brazo posesivo en su cadera, mi otro brazo,también posesivo, en su cuello, mi mano descansando tranquilamente en elvalle de sus pechos y mi cara enterrada en su pelo. Y mi cuerpo todavíasigue allí, en el calorcito y la suavidad del suyo.

Han pasado tres años desde la última vez que dormimos juntos, pero escomo si no hubiera transcurrido un solo día. Nuestros cuerpos sereconocían, encajados a la perfección. Despertarme así ha sido tan natural...Y cuando ella alzó los párpados, me miró y me sonrió, aún entre el sueño yla realidad, tras haber sonado la alarma del móvil, la hubiera rociado debesos por toda su piel, pero escuchamos a Nadia despedirse de Fran ybajamos a decirle adiós.

Y no hago más que pensar en volver a meterme en la cama con Ania, enel tacto tan suave de su piel, en su aroma a rosas, en sus pechos, en sutrasero, en sus piernas, en su cara de hada...

—¿Paramos para comer? —sugiere Javier.La única diferencia entre ellos es el tatuaje de una espiral que José tiene

en el hombro, y que se puede ver porque lleva una camiseta sin mangas.Visten igual, de blanco arriba, con un pantalón marrón y ancho de trabajoabajo, y botas manchadas.

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—¿He oído que vais a parar para comer? —pregunta Matilda,acercándose a nosotros con una bandeja con comida y cervezas.

Matilda es una mujer delgada, aunque cuenta con un poquito de tripa,pero lo disimula gracias a los vestidos vaporosos en tonos pastel que suelellevar. Siempre va con sandalias con una cuña baja. Hoy, su pelo estárecogido en una coleta. Hace mucho calor, yo estoy a punto de quitarme lacamisa abierta y quedarme en la camiseta blanca de manga corta.

—Os he preparado unos bocadillos —nos ofrece la bandeja—. Son dejamón con tomate. Mañana os haré tortilla de patatas.

—¿Alguien ha dicho tortilla de patatas? —pronuncia una voz masculinadesde la puerta de la casa, a la derecha de donde estamos—. Si es tuya,quiero una entera para mí solo, mamá.

Matilda se ríe.—Ven aquí, Jacobo, y te presento a los chicos.—¡Voy! —exclama el desconocido, Jacobo.La camiseta roja se ajusta a sus músculos bien definidos, unos

pantalones de deporte muy cortos y sueltos y unas zapatillas de corrercompletan su atuendo. Se acerca. Su pelo leonino está retirado hacia atráspor una cinta roja. Su cara me recuerda muchísimo a la de su madre, es casiidéntico a ella, pero en hombre.

—¿Qué tal? —me extiende la mano—. Debes de ser Nicolás, amigo deAna y el Diablo de Luengo. Sin ofender.

Su sonrisa es franca, directa y, apostaría, carente de maldad. Parecebuena gente. ¿Qué tendrá que ver este tío con Pelayo o Román?

—¿Cómo se va a ofender? —señala Matilda, guiñándome un ojo—, sies un diablo.

Sonrío y le estrecho la mano a su hijo.—Encantado.—Igualmente —se dirige a los primos y les saluda del mismo modo—.

Voy a correr un rato.—¿A estas horas? —exclama su madre—. Te vas a derretir, hijo.—Así quemo antes lo que bebí ayer.—¿Cuánto bebiste, niño? —le regaña ella, con el ceño fruncido.—Hasta el agua de los floreros —le guiña un ojo y empieza a correr

despacio hacia la puerta—. ¡Ánimo con el curro! —añade, y se va, agitandola mano.

—Si es que es igualito que el juerguista de mi suegro...

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Nos reímos.—Oye, Matilda —me acerco, con mi bocadillo en la mano—, ¿de qué

conoce Jacobo a Pelayo y a Román?—Con Pelayo ha coincidido un par de veces en Madrid. Tienen un

amigo en común —se queda pensativa unos segundos—, un tal MarioGarrido... —chasquea la lengua—, o algo así, no recuerdo el apellido.Resulta que ese Mario, cuando Jacobo le dijo que vendría a Luengo unatemporada con nosotros, le comentó que la hermana de Pelayo estaría aquíy que Pelayo también vendría. El mundo es un pañuelo —se gira ydesaparece.

Nos comemos el bocadillo tranquilamente y retomamos el trabajo elresto del día. No me despisto ni me equivoco más, que Jacobo sea amigo dePelayo me ha dejado bastante frío y puedo concentrarme en el invernadero.

A las ocho de la tarde, ya tenemos la tierra preparada para poner elsuelo. Lo haremos mañana. Ha sido un día muy largo, de mucho calor, ynecesitamos descansar y reponer fuerzas.

—Perdona, Nicolás —me para Jacobo, a punto de montarme en elcoche, en la entrada de la propiedad.

—Dime.Ahora viste unos vaqueros viejos, una camiseta blanca y unas alpargatas

azules que se ha doblado en el talón.—Ya conocía a Pelayo —me explica—. Tenemos un amigo en común

que es bastante capullo a veces —frunce el ceño—. El jefe de Ana.—¿Del periódico donde trabajaba?—Ayer Pelayo me habló de ti, me dijo, y perdona que cite, que eres el

gilipollas que está colgado de su hermana, pero mi madre afirma que elúnico gilipollas es Pelayo, no tú, y no se lo discuto, le conozco poco, peroes suficiente para saber que mi madre tiene razón —su semblante se cruzapor la seriedad—. Voy a estar una larga temporada aquí, seguramente echeuna mano con el invernadero, y también quedaré con Pelayo alguna vez —se encoge de hombros—. No quiero malos rollos.

—No tiene por qué haberlos.—Lo digo porque Mario, el jefe de Ana, va a venir a Luengo. Cuando

he dicho que es bastante capullo me refería a que sé a lo que viene —memira, serio—. Ana le dejó tirado, no sé si lo sabes.

—Y viene a exigirle explicaciones.—Entre otras cosas.

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Frunzo el ceño. ¿Entre otras cosas?—No nos conocemos de nada —levanta las manos—, pero mi madre te

tiene mucho cariño y, para mí, mi madre es sagrada. Pelayo dice que estáscolgado por Ana, y mi madre dice que Ana también lo está por ti. No sé siestáis juntos, pero no la dejes sola cuando Mario esté aquí.

Vale. Se acabó. Eso no me ha gustado nada.—Mario está obsesionado con ella —arquea las cejas—. No sabes nada,

¿verdad? Ella no te ha contado nada.—Solo sé que la explotaban —estoy empezando a enfadarme—, y que

dimitió porque estaba harta.—Mario lleva hablando, desde hace años, de una rubia que le pone a

cien mil en el periódico —levanta las manos al ver mi sombría expresión—.No es un tío que se pringue a la hora de ligar porque no le hace falta, las tíasse tiran a sus pies. Maneja mucho dinero, es un guaperas y lo sabe.

Me cruzo de brazos y separo las piernas. Ya estoy mosqueado. Mucho.—Un tiempo después, me dijo que había intentado entrarla y que ella le

había rechazado —entorna la mirada, pensativo—. Pasó hace tres años,creo, o un poco más, no sé.

Hace tres años, Ania era mi novia.Vamos mal...—Mario es un rastrero, capaz de pisar a su propio padre con tal de

conseguir lo que quiere —continúa—. Esa rubia era el ojito derecho de supadre. A Mario no le gustaba nada que su padre hablara mejor de ella quede él, y le dio miedo que la colocase por encima de él. Intentó acostarse conella para quitarse las ganas de una vez, según me dijo en su momento. Fueen el periódico, un día, cuando se quedaron solos los dos. Ella le rechazó y,entonces, él la convirtió en su secretaria particular y empezó a poner sufirma en las noticias que ella redactaba. Su padre empezó a criticarla a ellay a ensalzarle a él.

—¿Pelayo lo sabe? —pronuncio en un tono tan afilado que hasta mesorprendo.

—Lo ha sabido siempre, pero yo de esto me enteré el otro día, cuando ledije a Mario que me largaba una temporada de Madrid, que me venía aLuengo con mis padres. Él se sorprendió y me contó que esa rubia con laque estaba obsesionado en el periódico acababa de dimitir y también estabaen Luengo —me observa con atención y retrocede un paso—. Y me confesócómo pasó todo: Pelayo apostó con Mario mil euros a que no se acostaba

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con esa tía de la que tanto hablaba, que no era otra que su hermana Ana; ytambién, después de que Mario le diera los mil euros por perder la apuesta,Pelayo le dio la idea de apropiarse de su trabajo como venganza.

Sabía que su hermana estaba desesperada por mantener su trabajo parano decepcionar otra vez a su padre. Sabía que no abandonaría, quesoportaría cualquier cosa con tal de no fracasar. Y, si apostó que no seacostaría con Mario, sabía también que Ania y yo estábamos juntos y queno me traicionaría, que los mil euros los ganaría fáciles.

Y ahora me cuadra que Cristóbal le ofreciera a ese Mario el otro día unasuma de dinero para que admitiera a Ania de nuevo en el periódico, tal cualle gritó a su hija por teléfono, porque sabía por Pelayo quién era el jefe deAnia.

Y estoy seguro de que Cristóbal también estaba al tanto de que su hija yyo seguimos juntos después de que nos pillase. No es casualidad que laapuesta entre Mario y Pelayo fuera cuando ella y yo estábamos juntos.

Desgraciados... Padre e hijo.Siempre la han tenido controlada.Siempre.—¿Pelayo y Mario son amigos desde hace mucho? —quiero saber, sin

variar el tono.—Estudiaron juntos en la universidad, pero Mario es de mi edad.

Suspendía todas porque faltaba a clase y odiaba estudiar —se encogió dehombros—. Tardó en sacarse la carrera.

Un dechado de virtudes.Suspiro, relajando la postura.—Pelayo no me gusta, Jacobo —le confieso. Él ha sido sincero

conmigo y decido serlo yo también—. Ayer tuvimos un encontronazo y nocreo que sea el último. Entre tú y yo, por mi parte, no va a haber problemas,pero, si estás con Pelayo, no pienso acercarme a ti.

Asiente, comprensivo.—¿Cuándo viene Mario?—El fin de semana de las fiestas del pueblo.—No sé por qué me has contado esto, pero gracias.—Ya te lo he dicho —sonríe—, mi madre es sagrada para mí y me ha

amenazado con echarme a la calle si no me porto bien contigo. Y aquí porlas noches hace frío, así que paso de dormir a la intemperie.

Meneo la cabeza, sonriendo.

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Jacobo alza la mano a modo de despedida y se marcha. Yo me monto enmi coche y me dirijo a casa.

En cuanto entro, encuentro a Fran sentado en el sofá del salón,trabajando con el portátil, en sus piernas.

—¿Y Ania?Señala la cristalera, sin apartar los ojos del ordenador.—¿No cenamos con mamá y Carlos esta noche? —le pregunto,

caminando hacia el jardín.—Le dije que no podía, tengo mucho trabajo, y se presentó aquí hace un

rato con un tupper para los tres.Pero Ania no está en el jardín. Rectifico: no está en mi jardín, sino en el

del abuelo.—¡Mi chico! —me llama el yayo, agitando un brazo, sentado en su

silla, presidiendo la mesa del porche.Me reúno con ellos.—¡Nos hemos comprado un coche precioso! —exclama Ania, con una

gran sonrisa—. Un Fiat 500 de color azul.Sonrío, intentando fingir alegría, pero me cuesta demasiado.Y ella se percata de que algo sucede porque se le borra la sonrisa.—¿Y el coche? —pregunto.—Nos lo dan la semana que viene —acorta la distancia, con el ceño

fruncido—. ¿Qué pasa?—¿Y tu hermano?—No lo sé.Nos miramos a los ojos; Ania, interrogante y yo, entre enfadado,

miedoso y celoso. Desde que hablé con Jacobo, mi interior es un caos.El abuelo se da cuenta de que me ocurre algo y murmura que va a

buscar a Clarita para que haga la cena porque está hambriento.Nos quedamos solos en el porche. Es casi de noche, aunque los

farolillos del jardín no están todavía encendidos.—¿Qué pasa, Nico? —repite ella, tomándome de la mano.Aprieto la mandíbula.—¿Mario Garrido intentó acostarse contigo cuando estábamos juntos?No me he trabado, creía que lo haría, pero no me anoto ninguna victoria

porque Ania empalidece, me suelta y retrocede un par de pasos.—Es Garmendia, no Garrido —me contesta en voz baja, frágil.Cierro las manos en dos puños.

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—¿Cuándo fue? —le exijo, en un susurro duro y firme.Sus ojos están llenos de tristeza. Los desvía al suelo. Se me encoge el

estómago al verla así, pero estoy muy cabreado, con todos, ella incluida,por no contármelo en su momento.

—Después de que mi padre nos pillara —me confiesa, al fin.No me sorprende.—He conocido hoy a Jacobo —le aclaro, frunciendo más el ceño—. No

entiendo por qué me ha dicho todo lo que me ha dicho sin conocernos denada, pero quizás Matilda tenía razón cuando nos dijo que Jacobo era buenapersona.

Me mira de nuevo.—Conoce a Pelayo porque tienen un amigo en común. ¿Adivinas

quién?Ania separa los labios, pasmada.—¿Mario Garmendia es amigo de mi hermano?—Hay más.Y se lo cuento. Sin omitir nada. Sin suavizar las palabras. Sin trabarme

tampoco ahora. En un tono tan gélido que me sorprendo de mí mismo hoypor segunda vez.

Me escucha, cada segundo más y más atónita, paralizada. No meinterrumpe. No aparta su mirada de la mía. Y sé que casi no respira cuando,además, añado mis sospechas de que su padre y su hermano siempre la hanvigilado, porque en ese periódico ha estado trabajando desde que finalizóPeriodismo.

—Hola, Nicolás —me saluda Tatiana, entrando al jardín—. ¿Ana? —seaproxima a su hija y la toma de las manos—. Cariño, ¿estás bien?

Pero Ania no responde porque Pelayo acaba de llegar.—¡Clarita, no te veo cocinando, y ya estás tardando porque muero de

hambre! —grita él, entre carcajadas maliciosas, caminando con prepotenciahasta nosotros—. Hombre, Nicolás, ¿tú, por aquí?, ¡cómo no!

Entonces, Ania reacciona. En tres zancadas, se planta delante de suhermano y lo abofetea con saña, cruzándole la cara y marcándole con lasuñas.

El tiempo se detiene.Estoy preparado para sujetar a ese niñato y liarme a puñetazos, me da

igual que esté Tatiana delante, me da igual ser un adulto de treinta y cincoaños, me dan igual las consecuencias.

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—¡Ana! —exclama su madre, horrorizada.Pelayo se toca la mejilla, petrificado.Que se joda.—Estás muerto para mí —sentencia Ania, con las lágrimas bañándole la

cara como dos ríos, pero en silencio.—Dime ahora mismo qué pasa, Ana —le ordena el abuelo, caminando

hacia ella con premura, muy preocupado.Pero Ania le ignora. Solo tiene ojos para su hermano. Y mucho dolor.El mismo que me perfora las entrañas.—¿Cómo fuiste capaz de apostarte mil euros con Mario para que

intentara acostarse conmigo? —se golpea el pecho y su voz se convierte engritos—. ¡¿Cómo fuiste capaz de decirle que me robara mi trabajo?! ¡Haestado los últimos tres años tratándome como una puta basura, y tú estabasal tanto desde el principio porque fuiste tú quien le dio la idea, sabiendo queera tu hermana a quien trataba mal! ¡No renuncié antes porque no queríadecepcionar a papá, también lo sabías! —le empuja con rabia—. ¡¿Cómohas podido hacerme algo así?! ¡Estás enfermo! ¡Estás lleno de maldad!¡Eres igual que papá!

—Haz las maletas inmediatamente y lárgate de mi casa —le ordena elabuelo, con una expresión que me pone los pelos de punta—. Y no se teocurra volver.

Pelayo, mirando a Ania con los ojos abiertos como platos, asustado,retrocede, se gira y obedece sin perder un segundo.

Nadie habla, ni se mueve, hasta que, minutos después, el digno hijo deCristóbal se marcha. Al fin.

Tatiana rodea a su hija, que no para de llorar, y la conduce a suhabitación.

—Vamos —me dice el yayo, indicándome las sillas—, ya es hora deque me lo cuentes todo.

Sé a qué se refiere.Y se lo cuento todo, incluidos los mejores diez meses de mi vida...

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23(Ania)

Hay tantos duelos como personas en el mundo. Las fases que pasamoscuando algo nos ha roto por dentro hay que aceptarlas, una a una, duren eltiempo que necesitemos que duren, para poder avanzar.

Es sábado. Mediodía. Por fin, me levanto de la cama y salgo de mihabitación. Hace cinco días que Pelayo se marchó. Hace cinco días queencendí mi móvil. Hace cinco días que no veo a Nicolás.

Me ducho, tomándome más tiempo de lo normal, como si quisiera queel agua tibia borrase el dolor que ha estado asfixiándome esta semana. Mevisto con unos shorts blancos y mi camiseta de estilo marinero. Me calzolas alpargatas y me dirijo a la cocina. Está vacía. Me sirvo un café y me lobebo en el umbral de la puerta por la que se accede al jardín, observando lacasa de Nico.

—Bichito —me llama mi abuelo, detrás de mí.Me giro y le sonrío, aunque con tristeza.Ya no tengo ganas de llorar, creo que he agotado mis existencias. El

problema es que el dolor que siento ahora no tiene nada que ver con mihermano y mi padre, sino con Nicolás. Le debo una explicación, y habermeencerrado casi una semana después de enterarme, precisamente por él, de laverdad, no creo que vaya a ayudar a que quiera escucharme.

—¿Has desayunado churros con Nico? —me atrevo a preguntarle.Él niega con la cabeza, con una expresión de gravedad en su anciano

rostro.—Está en casa de Matilda y Josué.—Pero es sábado.—Y Javier y José no trabajan los fines de semana —arruga la frente.Está solo.Y no lo pienso.Beso a mi yayo en la mejilla, dejo la taza vacía en la pila y salgo a la

calle, justo cuando Hernán y mi madre aparcan en la puerta.—¡Cariño! —exclama mamá, corriendo a abrazarme.

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—Gracias... —le susurro en el oído, apretándola con fuerza.Ha estado conmigo esta semana, sin decir nada, a mi lado. Solo se ha

separado de mí por las noches, después de cenar, para estar un ratito conHernán hasta que volvía a casa para dormir.

—Hola, Ana —me saluda él, con una sonrisa cariñosa.—Hola, Hernán —le sonrío también.Me gusta mucho este hombre. Apenas le conozco, pero la manera en la

que mira a mi madre me basta y me sobra para saber lo único que necesito,que la adora, y estoy convencida de que se interpondría entre una bala yella.

—¿De dónde venís? —me intereso.Se miran, sonriendo con satisfacción.—De ver a un abogado que es amigo de Hernán —me responde mamá,

entrelazando su mano con la de su novio—. Redactará los papeles deldivorcio —la vergüenza pinta sus mejillas—. Te devolveré...

—A besos —la corta, antes de darle un beso largo y dulce.Se dedican una sonrisa tan bonita, que me emocionan.—¿Podéis hacerme un favor? —les pido—. ¿Podéis acercarme a casa de

Matilda y Josué?Asienten y nos montamos en el Mercedes.—Gracias —les digo, al bajarme cuando hemos llegado.—¿Llevas el móvil? —inquiere mi madre, arqueando las cejas.Sabe que lo encendí, porque lo hice con ella. No me sorprendió que el

buzón de voz estuviera colapsado. Borré todo, sin oír ningún mensaje,tampoco los leí. Y, como sospechaba, eran de mi padre, mi hermana yMario Garmendia.

Le señalo el bolsillo trasero de mis shorts, de donde sobresale miteléfono, y se van.

El sol me apunta de frente y me ciega, así que coloco mi mano a modode visera y busco a Nicolás, mientras avanzo hacia la edificación que se vaformando a la izquierda de la casa, el invernadero. Él está allí, agachado enel césped que lo rodea, adecentándolo. En pantalones oscuros de algodónholgados y zapatillas viejas, sin camiseta, tostándose por el calor.

Se me acelera el corazón al imaginar su posible reacción.—Hola —le digo, cuando le alcanzo.Da un respingo, pero ni se gira ni me mira, sigue a lo suyo.

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Sé que me lo merezco. Y me siento peor que esta semana. Creía que yano habría más lágrimas en mi cuerpo, pero se me humedecen los ojos.Trago saliva repetidas veces para calmarme. Respiro hondo.

—¿Podemos hablar... por favor? —le ruego en voz muy baja.Nico se incorpora, se pone la camiseta, que le colgaba en el borde de la

cinturilla del pantalón, y se coloca frente a mí, a unos dos metros dedistancia. Se cruza de brazos y espera, con la mirada en el césped.

—Lo siento —declaro, muerta de miedo—. Siento no habértelo dicho.Mi padre nos había pillado hacía unos días, te había tratado fatal, yo no tedefendí, estábamos raros desde entonces y preferí ocultarte lo que intentómi jefe para no estropear lo nuestro —agacho la cabeza—. Y siento... —memuerdo la lengua—. Siento no haberte demostrado nunca todo lo quesignificas para mí, lo que has significado siempre. Estoy loca por ti desdeque era una niña, Nico... —las lágrimas ya descienden por mi rostro. No memolesto en secarlas—. Y sé que no te merezco, porque eres la persona másespecial que he conocido en mi vida, nunca te merecí, y tampoco ahorasiento que te merezco, porque te mereces a...

No puedo continuar porque Nicolás me agarra de la nuca con fuerza y...Me besa.En la boca.Dios...Sus labios entreabiertos devoran los míos con ansia, hambrientos...

dejándome paralizada, extasiada... No puedo creer que, por fin, me estébesando...

Y me doy cuenta en este momento, aunque lo sospechase, pero aquí yahora es una realidad, de que he estado los últimos tres años dormida, sinsentir nada porque no podía sentir, porque él lo era todo para mí, y cuandopermití que se alejara de mí, se lo llevó todo consigo... Por eso, al regresar aLuengo, empecé a llorar y parecía que no podía parar.

Le enrosco los brazos al cuello, me alzo de puntillas y le beso condesesperación. Él me estrecha contra su cuerpo, duro y tan cálido que mepierdo por completo. Es un torrente de alivio el que baña cada centímetrode mi piel, que me hormiguea cada terminación nerviosa, que me dispara elcorazón hacia las alturas...

Le clavo las uñas, entregándole mi lengua, no solo mis labios y mialiento. Sin dudar. No es control suyo o mío. Es entrega. Es descontrol. Espasión. La clase de pasión que te desborda, que te hace volar, que te lanza a

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un precipicio, pero para caer en un mar de pura sensación, porque solosientes, olvidándote de dónde estás, pero jamás de con quién. Y es tanadictivo... No quiero parar. No puedo parar.

Me remuevo entre sus brazos, como si pretendiera escalar por susmúsculos, para pegarme más, mucho más, aunque sé que no hay un solomilímetro de aire entre nosotros. Me estremezco al oírle gemir, ronco, muyronco... Una ola de calor me abrasa. Gimo. Le tiro del pelo. Ladeamos lacabeza. Me mordisquea. Le chupo. Dios... Estoy muy mareada, no me pesael cuerpo, siento que estoy flotando, pero bendito mareo... No es un besocualquiera, es el beso de Nicolás.

Mi hombre de hojalata.—¡Joder! —exclama alguien, de pronto.Nico y yo separamos nuestras bocas de golpe, pero no nos apartamos.Observo su boca magullada, enrojecida y húmeda con ganas de seguir

besándole, a pesar de que necesito tomar aire. Le clavo las uñas otra vez alfijarme en sus ojos, tan brillantes, tan oscuros, clavados en los míos. Yrelampaguean al encontrar lo que buscaban: su nombre...

—Vosotros necesitáis urgentemente una habitación, ¿eh?Giramos la cara, soltándonos poco a poco.El desconocido, vestido con ropa de deporte de color verde y una cinta

roja en el pelo, se acerca. Es igualito que Matilda. Sonrío, estirándome lacamiseta.

—Eres Jacobo.—Y tú, Ana —me devuelve el gesto.Nos damos dos besos en las mejillas.—No te imaginaba así —confiesa, señalándome el pelo—. Creía que

eras rubia, pero como esas rubias con mechas que tanto abundan en Madrid.Tu pelo es casi blanco —se ríe—. No me hagas caso, suelo desvariar muchoy decir lo primero que se me pasa por mi cabeza de chorlito —hace unademán—. ¿Salís esta noche? Es sábado —frunce el ceño—. Espero quehaya plan en este pueblo, aunque ayer me lo pasé bien —sus ojos sueltanchispas—. Conocí a una morena que se gasta un genio que tira para atrás,pero cómo está la tía... —silba.

Nico y yo nos echamos a reír.—Seguro que es Lucía —murmuro.—¡Esa! —me señala con el dedo—. ¿La conocéis? —suelta una

carcajada—. Vaya gilipollez de pregunta... Luengo es enano, os conocéis

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todos.—No se lleva bien con ella —declara Nicolás, apuntándome a mí.—Estuvo liada con él —declaro yo, apuntando a Nico.Lo hemos dicho a la vez. Nos echamos a reír otra vez.—Ahora entiendo tu apodo... —musita Jacobo, pensativo, acariciándose

el mentón recién afeitado—. Vaya diablo estás hecho, ¿eh? Te llevas a lasmás buenas.

Nico se ruboriza, frunciendo el ceño. Yo estallo en carcajadas. Los celosni siquiera se asoman. Bastante sufrí cuando le veía liándose con alguna y,después de todo lo que hemos pasado entre nosotros, y el beso que nosacabamos de dar, un beso por el que todavía tengo la piel erizada... comopara ponerme celosa por tonterías. Es mi diablo.

—Bueno, me voy un rato a correr —nos anuncia, caminando hacia fuerade la propiedad—. Podéis seguir con lo que estabais haciendo —nos guiñaun ojo—, aunque creo que deberíais seguir en otro sitio —levanta un brazoy empieza a correr—. ¡Salid esta noche y nos tomamos algo! —me mira,sonriendo con travesura—. ¡Prometo mantener a Lucía entretenida, Ana! —y se marcha.

—Así que este es el famoso...Pero no termino la frase porque Nicolás me abraza la cintura desde

atrás, introduciendo las manos por debajo de mi camiseta, y me besa elcuello, prolongado, increíble...

No lo pienso. Me giro y, de puntillas, le beso en la boca. Él gime,aplastándome el trasero.

—¡Hola, Ana! —me saluda Matilda, desde una ventana del lateral de lacasa—. Hace mucho calor, ¿eh? —se ríe.

Nico y yo nos apartamos, a regañadientes. Me aproximo a la ventana.Nicolás se frota la cara para espabilarse, revolviéndose también loscabellos, una imagen tan sexy, sudoroso por el trabajo, con los labioshinchados por los besos...

—Me ha llamado tu madre —me cuenta, sonriendo—, para ir a lapiscina de Hernán. ¿Por qué no os venís? —arquea las cejas—. Necesitáisrefrescaros un poco...

Me sonrojo. Mucho. Desvío los ojos. Asiento. Ella suelta una sonoracarcajada.

—Nos vemos allí —me despido de Matilda.

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Nico recoge lo que estaba haciendo, dejándolo todo en el suelo delinvernadero, y, en silencio, caminamos hacia su pickup, en la entrada. Melleva a casa y espera a que me baje. Justo cuando voy a hacerlo, me detieneal agarrarme la muñeca. Le miro. Está muy serio.

Entonces, me sujeta de la nuca, se inclina y estampa su boca contra lamía. Yo la abro, sorprendida por su arrebato, y él aprovecha paraacariciarme con más intimidad, haciendo que la dureza del principio setransforme en una sensualidad electrizante.

—Para que no se te olvide —me susurra, muy áspero, volviendo a suasiento.

Estoy atontada y no le entiendo.—Pasa a mi casa en cuanto estés lista, ¿vale? —sus ojos devoran mis

labios entreabiertos.Asiento de forma autómata.Entro en casa del yayo y le cuento que me voy a casa de Hernán, pero

mi madre ya le ha avisado.—Ha llamado también el idiota de tu padre —me dice, desde el umbral

de la puerta de mi cuarto, mientras guardo los bikinis, las chanclas y demásen la mochila.

Me incorporo y me cuelgo la mochila a la espalda. Arrugo la frente.—Para exigirme explicaciones de por qué eché a su hijo a la calle —

resopla, cruzándose de brazos—. Le he pegado unos cuantos gritos y le hecolgado el teléfono. Solo me ha servido para desahogarme. Estoy deseandoque tu madre se divorcie de él, menos mal que ya está en ello.

Suspiro, seria.—No se lo va a poner fácil, ¿verdad? —pronuncio en bajo.—Si se lo pusiera fácil, no sería Cristóbal —frunce mucho el ceño y

chasquea la lengua, dejando caer los brazos para guardar las manos en losbolsillos de su pantalón de pinzas marrón claro—. Me preocupa mucho tumadre, Ana. Yo no voy a durar mucho y...

—No digas eso, yayo —se me alteran las pulsaciones por talposibilidad.

—Es la verdad —me sonríe con tristeza—. Soy muy mayor y, desde queme caí, no me siento bien —se frota la camisa blanca a la altura del pecho,con los ojos fijos en un punto infinito—. Tu madre nunca ha trabajado, notiene dinero. Tú has dimitido y los ahorros se acaban. Todo lo mío es devosotras dos, pero no voy a durar eternamente. Estos días lo he hablado con

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tu madre. Dice que Hernán le ha ofrecido meterla en la nave. La secretariaque les lleva todo está a punto de dar a luz, y estará unos meses de baja.

Analizo su expresión.—¿Qué ocurre, yayo? —me acerco y le tomo de las manos.—Pues que tu madre no está muy convencida de aceptar. No quiere

depender de otro hombre por mucho que le ame como ama a Hernán, quierevalerse por sí misma, demostrarse que puede salir adelante sin ayuda denadie. Pero está empeñada en que no vale para nada porque no sabe hacernada —gruñe, enfadado—. Te juro, hija, que lo que un padre quiere porencima de todo es la felicidad de sus hijos. El dinero es importante —memira con atención—, pero tu padre tenía dinero y ha sido un... —tensa lamandíbula—, un malnacido con tu madre —suspira con fuerza—. No séqué hacer para ayudarla.

—Hablaré con ella.Le beso la mejilla y me voy al jardín de Nicolás.Él ya me está esperando en el sofá de mimbre, sentado. Se levanta

cuando entro en su campo de visión.De repente, me pongo nerviosa. Nos hemos besado hace unos minutos...

Nico y yo... Se me va a salir el corazón del pecho cuando contemplo susojos, que me derriten de lo mucho que me desean...

—¿Y Fran? —carraspeo, deteniéndome frente a él—. ¿No está?—En su cuarto, trabajando —acorta la distancia y entrelaza una mano

con la mía.Una sonrisa de boba enamorada se asoma en mi cara, que arde en

llamas, al fijarme en nuestras manos unidas. ¿Cómo he podido estar tresaños viviendo sin esta sensación? Sin su mano sobre la mía... Parece ungesto de lo más sencillo, pero un niño va de la mano de su madre porque esdonde se siente seguro. Y amado.

Elevo la mirada hacia sus ojos. Mi sonrisa se torna tímida. Entonces,Nicolás gruñe, tira de mí y me besa. Con dureza.

Con necesidad.Me alza unos centímetros del suelo y siento que vuelo, hasta que

aterrizo contra la pared, junto a la puerta de la cocina. La mochilaamortigua el golpe, pero él me la quita y la tira al suelo, sin dejar de asaltarmi boca. Me agarra del trasero y me levanta. Le rodeo las caderas con mispiernas, encajándonos...

Pero se detiene, tan brusco como empezó.

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—Estoy harto de que nos interrumpan —me susurra al oído antes derozármelo con los labios.

Mi corazón late tan rápido que soy incapaz de hablar y de moverme,pero oigo a Fran descendiendo la escalera. Nico me baja al suelo.Suspiramos de manera discontinua. Y nos vamos, ignorando a su hermano,que se ríe porque nuestro aspecto es el que es. Punto.

Hernán vive cerca de la nave de su padre, a las afueras del pueblo, endirección a Portugal, no a Salamanca. Es una casa que diseñó y construyó élmismo. Le ayudaron algunos de sus amigos y sus dos hermanos. Pero lohacían los fines de semana, por lo que tardaron cinco años en terminarla.

Es de dos plantas muy anchas, con cuatro grandes ventanales en cadauna, en la fachada y en la parte trasera; en los laterales, hay tres ventanasmás pequeñas. Y, como el resto del pueblo, parece salida de un cuento dehadas: de color azul oscuro; el tejado, triangular; las puertas y lascontraventanas, gris claro. Está en el centro de un cuadrado de césped de unverde intenso, que solo ves si traspasas el muro gris claro que cerca lapropiedad.

No entramos dentro de la casa, sino que continuamos hacia la partetrasera, donde hay una pequeña cabaña de madera, en el rincón del fondo ala derecha, a modo de vestuario, con duchas también. La piscina es unapreciosidad, pegada al muro del fondo, donde se encuentran los chorros; esde color verde agua, con escalones en los dos extremos y me alcanza elpecho en cuanto a profundidad. Hay cuatro hamacas de madera con cojinesmullidos perfectamente blancos, a la izquierda de la piscina, en el otrorincón. En el porche, donde se encuentra una mesa ovalada con ocho sillasde mimbre a su alrededor, están Hernán, mamá, Nines, Matilda, Josué,Consuelo y Carlos preparando un aperitivo.

—¡Ya estáis aquí! —exclama mi madre, que se acerca a mí parabesarme la mejilla—. ¿Por qué no os cambiáis? —señala la cabaña—.Hemos pedido paella al mesón, dentro de un ratito iremos a por ella.

Nicolás se aproxima a saludar a los demás y yo voy a cambiarme.Cuando salgo al jardín, me cruzo con Nico y le sonrío, pero se me borra

la alegría al fijarme en que no me mira, pasa de largo. ¿Qué le sucede?Y lo peor es que ni siquiera se acerca a mí en todo el día. Quise

preguntarle, pero Matilda, Consuelo y Nines no nos quitaban el ojo deencima, parecían las viejas cotorras, murmurando entre risas; mamá yHernán estaban en su burbuja particular, hablaban con todos, pero sin

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prestar atención a nada porque no paraban de comerse con la mirada; yJosué, Carlos y el propio Nico, sin dejar de hablar sobre futuros planes paraLuengo.

No entiendo nada. ¿Por qué me ignora? ¿Qué he hecho? ¿Acaso...?Espera, espera... ¿Quiere que estemos en secreto como hace tres años?¿Quiere que aparentemos que no hay nada entre nosotros? Pero yo noquiero.

Maldito karma...

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24(Nicolás)

—Jacobo me ha dicho que salgáis con él esta noche, que os convenza—nos dice Matilda, cuando nos despedimos todos en la puerta de la casa deHernán—. Es bueno mi chico, ¿a que sí? —sonríe con cariño—. Cazurrocomo mi suegro, pero tiene el corazón de oro de su padre.

Todos se ríen. Yo, no. Y Ania, tampoco. Y sé que es por mi culpa, la heignorado, pero es que no sé a qué atenerme, y con tanto público, imposiblehablar del tema. Y joder... Me asusta hacerle la pregunta.

Nos despedimos de ellos y nos montamos en mi coche, en silencio.Y no puedo esperar más, ahora el impaciente soy yo. En lugar de

dirigirme a casa del yayo, voy a campo abierto. Está anocheciendo.Acelero, levantando polvo a mi paso, y me desvío hacia la ermita. No haynadie a esas horas. Paro detrás de la pequeña colina donde está la Virgen,para que no nos vean si alguien pasea por allí, porque no quierointerrupciones, necesitamos hablar. Apago el motor.

Ella permanece callada, con los ojos al frente. El pecho le sube y le bajacon rapidez, aunque procura que no se le note, en vano.

Giro la cara y contemplo su perfil. Es una preciosidad... Me deja sinaliento. Y con ese corte de pelo está tan femenina, tan mujer, que no sécómo he podido controlarme hasta esta mañana.

Quiero hacerle la pregunta, pero sé que esta vez me voy a trabar. Lo sé.Como abra la boca... Y no quiero hacer el ridículo ni sentir que no soynormal. Con Ania, aquí y ahora, no.

Entonces, alargo una mano y entierro los dedos en sus cabellos, aúnhúmedos tras el último baño. Ania da un respingo. Me inclino lentamente,absorbiendo su aroma a rosas y a cloro, empapándome de su piel perfecta.Ella no se gira, pero está en tensión y sus mejillas adquieren un tono máscolorado que el que el sol le ha regalado hoy. Cierro los párpados y leacaricio el cuello con mi nariz, hacia su oreja, muy despacio, sintiendo quemi corazón ha dejado de latir.

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Ya no me voy a trabar. No sé cómo explicarlo tampoco ahora, pero losé. Esta mujer hace magia conmigo, no hay más.

—No sé a qué atenerme —le susurro, sin parar de acariciarla con minariz. Es tan suave...—. No nos hemos cortado delante de la gente, pero...—no, no me trabo, es solo que necesito probarla y me he detenido porque laestoy besando detrás de la oreja—. Ahora es distinto porque nos hemosbesado —me humedezco los labios y desciendo hacia su clavícula—, porfin —gruño, me está costando un infierno no tocarla por todas partes, perome controlo y continúo disfrutando de su piel—. Y no sé a qué atenermecontigo por el pasado que tenemos —con una mano, le ladeo la cabeza, ycon la otra mano, le bajo el borde de la camiseta marinera—. Ania... —hasido un gemido ronco que se me ha escapado porque mis ojos se handesviado a sus pechos—. Necesito saber a qué atenerme —ladeo de nuevosu cabeza, hacia mí.

Sus ojazos verdes, entornados, velados por un deseo que me roba elaliento, están llenos de lágrimas que amenazan con salir en cualquierinstante. Esas lágrimas me matan, pero más me mata lo que leo en susojos...

Otro gemido, más ronco, brota de mi garganta.La necesito.Ahora.Y me apodero de su boca. Sin delicadeza.Y mi Ania, a la que tanto he echado de menos los últimos tres años, me

devora como si no existiera un mañana, tan desesperada como yo, palpandocada centímetro de mis músculos, con la palanca de cambios y el freno demano del coche entre los dos, un jodido engorro que a mí tampoco me dejatocarla en condiciones.

Tira de mi camiseta a la vez que yo tiro de la suya, mientras nuestrasbocas luchan por consumirse, con torpeza por las prisas, embistiendonuestras lenguas con urgencia. Prácticamente, tengo medio cuerpo encimadel suyo. No hay espacio y queremos más. Mi boca y mis manos lareclaman, apretando como puedo su trasero y su cintura para pegarla a mí.Es incontrolable lo que siento.

No pienso.No razono.No sé dónde demonios estamos, pero es que me da igual, joder, estoy

loco por estar dentro de ella y, lo mejor de todo, ella está loca por sentirme,

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porque, también a la vez ahora, nos desabrochamos el uno al otro lospantalones. Ania se levanta un poco para poder quitárselos, yo me bajo losmíos, me empuja para que me recueste en mi asiento y, seguidamente, sesienta a horcajadas en mi regazo. Y yo no pierdo un segundo. La tomo porsus nalgas desnudas y la guío hacia mí.

Nos miramos. No respiramos.Y nos dejamos llevar...Salvajes.Frenéticos.Nunca ha sido así, tan... desenfrenado.Nunca me he sentido tan libre y, al mismo tiempo, tan unido a alguien,

ni siquiera hace tres años, con ella.Hacer el amor con Ania siempre era increíble, y la siguiente mejor que

la anterior. Siempre. En esos diez meses que estuvimos juntos, pensé que lapasión que compartíamos era tan increíble porque nos escondíamos, por esode que los amores secretos se viven con más intensidad.

Mentira.Cuando me marché a Edimburgo, supe que esa pasión, nuestra pasión,

se debía a que, cuando amas de verdad a alguien, te entregas con todas lasconsecuencias porque no puede ser de otro modo, porque es tu corazónquien manda, eres tú mismo, te dejas llevar por lo que sientes en cadamomento. Eso éramos Ania y yo. Nosotros. Y juntos éramos más, porqueno nos escondíamos nada, ni un gesto, ni una promesa, ni un sueño, ni undeseo... Nosotros.

Sin embargo, ahora, en mi coche... Joder, es que ha sido... ¡más!En silencio, nos vestimos y la llevo a casa del yayo.—¿Te apetece salir esta noche? —le pregunto en voz baja, entrelazando

una mano con la suya para besársela en el dorso—. Tengo el móvil deMatilda, puedo avisar a Jacobo, y decírselo a Fran, así se conocen.

Contemplo, hipnotizado, el delicioso rubor de sus mejillas, lo hinchadosque siguen sus labios, separados y soltando suspiros irregulares, el brillo desus ojos que parece querer cegarme...

Nos acercamos el uno al otro y nos besamos. Muy despacio. Nuestroslabios se acarician. La sujeto lentamente por la nuca, al mismo tiempo queella me sujeta a mí por los hombros. Su boca es el paraíso. Es afrodisiaca.Me estremezco cuando Ania ladea la cabeza y profundiza el beso. Lanecesito otra vez, necesito adorarla, necesito sentirla de nuevo, su cuerpo

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pegado al mío, su boca sin abandonar la mía, sus temblores compitiendocon los míos...

Nos separamos, con la frente apoyada la una en la otra.—¿Quieres esconderte?Aquella pregunta la lanzo sin miedo ya.—¿Y tú? —inquiere ella, mirándome con mucha incertidumbre.—Pensé que tú, sí —le confieso, recostándome en mi asiento, con los

ojos clavados en el volante.—Por eso no te has acercado a mí en casa de Hernán... —suelta el aire

que estaba reteniendo.—Ania...Coloca un dedo sobre mis labios, inclinándose.—Nunca debí habértelo pedido —se sonroja, muy seria—. Y no te lo

voy a pedir otra vez, ni ahora ni nunca, porque te amo y no me importanada más que estar contigo.

No. Nunca estoy preparado con ella.—¿Puedes... —trago saliva y respiro hondo—, repetir lo que... —trago

saliva y respiro hondo de nuevo—, has dicho?Ania frunce el ceño. Sé que se preocupa en cuanto me trabo con las

palabras. Aun así, me contesta:—Que nunca debí haberte pedido que mantuviéramos una relación en

secreto, ¿eso?—Lo otro —comienzo a recuperarme de la impresión.—Que no te lo voy a pedir más, ¿eso?Niego con la cabeza lentamente.Y me entiende.Y me regala su sonrisa más bonita antes de repetirme, en un susurro:—Te amo —me acaricia la cara, desde mi ceja hasta la comisura de mi

boca—, y no me importa nada más que estar contigo —se muerde el labioinferior, tan tímida que me la quiero comer a besos—, ¿eso?

Inhalo una gran bocanada de aire y asiento, expulsando el aire confuerza.

Y la beso, con pasión, estrechándola entre mis brazos, demostrándolecuán correspondida es, porque la amo, joder, con toda mi alma.

Creo que lo he hecho siempre, aunque no lo supiera hasta que fui bienadulto. Desde que era pequeña y me pidió que la cuidara cuando su padreno podía, ya era especial para mí. Sentía una incomprensible protección

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hacia ella. No quería que nadie la tocara, la veía tan frágil en apariencia,tenía miedo de que la rompieran, de que le hicieran daño, y me condenabacada vez que ese daño provenía de su propio padre; era por el único por elque lloraba, y ya desde tan pequeña odiaba llorar, mucho más que alguien laviera hacerlo.

Cuando fue creciendo, tuve que espantar a casi todas las chicas de suedad. Mi hermano me hacía el parte diario en verano —después de que ellase mudara a Madrid y viniera a pasar las vacaciones a Luengo—, de que laschicas del pueblo odiaban a Ania, la criticaban a las espaldas y se reían deella. Enseguida me enteré de que era porque la envidiaban, por lo guapa queera y porque no tenía miedo a nada, aceptaba cualquier reto de Fran y salíamás que victoriosa —somos un pueblo pequeño y nos enteramos de todo loque acontece en él—. Y, claro, yo por aquel entonces todavía seguíapeleándome, así que me aproveché de mi reputación y amenacé a esaschicas tan valientes; les prohibí que se acercaran a Ania, o se las verían conel Diablo. No necesité recordárselo nunca más, salvo a las tías con las queme liaba, que se empeñaban en querer alejarme de Ania, cuando ellas nosignificaban nada para mí; ellas, no, pero Ella... lo era todo.

Y también creo que tuve tantas “amigas especiales” porque misubconsciente estaba esperando a que Ania creciera. La esperé, sin saberlo,a que estuviera preparada, aunque al darme cuenta de lo que sentía por ella,mi primera reacción fue huir y desaparecer. ¿Por qué? Porque no me creíamerecedor de algo tan bueno como ella. Me costó largos meses armarme devalor y presentarme en su puerta. Y no me arrepiento de nada de lo que hapasado entre nosotros, ni cómo ha pasado, porque todas las decisiones quehemos tomado nos han llevado a aquí y ahora.

Y ahora es infinitamente más de lo que era antes.—¿Me recoges luego? —me sugiere, antes de darme un último beso y

salir del coche.—Avisaré a Jacobo y a Fran —frunzo el ceño—. ¿Tu madre se queda

con Hernán?—Eso me ha dicho, que duerme con él.—¿Y tú?Silencio.—Ya veremos cómo va la noche... —se encoge de hombros, con una

sonrisa que me pone tan caliente que me la llevaría otra vez al campo.

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Y se va, dejándome tan frustrado que golpeo el volante antes deponerme en marcha, porque me espera una larga ducha fría.

Son las once de la noche cuando entro en el jardín del abuelo.Decir que estoy nervioso es quedarme muy corto. Esta vez, me he

probado todas las camisas del armario, aunque he sido bueno y lo herecogido todo, porque pienso convencerla de que duerma conmigo. Pareceuna tontería, ¿verdad? Que me sienta como un adolescente en su primeracita con la chica que le encanta, porque Ania no me gusta, no, me vuelveloco.

La encuentro con el abuelo, sentados en torno a la mesa del porche,hablando con gravedad, algo que me mosquea, porque el yayo lleva seriovarios días. Sé que es por Tatiana, lo que no sé es si tiene que ver conCristóbal. Y antes de que ese desgraciado pise el pueblo, necesito que Aniay yo seamos más fuertes que nunca.

Ella me ve, se incorpora, sonriendo con timidez, y yo suspiro con fuerzaporque se ha puesto ese vestido blanco tan ceñido.

—¿Nos vamos? —sugiero, tras darle un beso al abuelo.—¿Y Fran? —se interesa Ania.—Le hablé de Jacobo y llamó a su casa. Quedaron para cenar. Y me

acaba de avisar, van a echar una diana, nos esperan allí.Nos despedimos del yayo y salimos por el jardín, para ir caminando a la

plaza. En silencio. Con buena distancia entre nosotros, pero sin dejar depillarnos mirándonos.

Antes de salir del callejón, no lo resisto un segundo más... La acorralocontra el muro de una casa y la beso en la boca, aplastándola con mi cuerpoy gimiendo en cuanto encuentro su boca abierta y dispuesta para mí, porqueella no se queda atrás, sino que, de puntillas, se arquea y me tira del pelo,devorándome con un deseo solo comparable al mío.

Un ruido, proveniente de la casa, nos detiene de golpe. Nos separamosdespacio, contemplándonos a los ojos. Ninguno sonríe. Ninguno puederespirar bien. Ni siquiera noto el bombeo de mi corazón. Entonces, Aniaentrelaza una mano con la mía y salimos del callejón.

Y no me suelta cuando alcanzamos la plaza, con las terrazas llenas degente. Están todas las mesas completas. Y, aunque nos dirigimos al bar porun lateral, no importa, nos convertimos en dos modelos de una pasarela,porque todos giran sus cabezas hacia nosotros.

—Ya era hora... —murmura alguien.

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—Está clarísimo que ha vuelto por él...—Les han visto comerse la boca como dos adolescentes en la puerta de

la casa del abuelo...—Hacen buena pareja...—Si son como el agua y el aceite, él tan oscuro y ella tan clara...—Pues lo que son, el Diablo y el Hada de Luengo...—Ya verás cuando se entere el padre...—Es un buen chico, qué manía con meterse con él...—Lo cierto es que hace unos jardines muy bonitos...—Sí, sí, todo lo que queráis, pero yo no me pierdo a esa niña

enfrentándose a Cristóbal...—Eso habrá que verlo...Ahogo la risa cuando Ania frena en seco y le dedica la peor de sus

miradas al grupo de mujeres que estaban hablando de nosotros. Lo ha oído,claro que sí. Aquí la gente habla de ti en tus narices, pero sin dirigirse a ti.Siempre me ha dado igual, pero ella nunca lo ha soportado.

Entramos en el bar. Es de madera oscura y suena música country, lafavorita del dueño, un gran tipo al que todos llamamos Tex, por Texas, dedonde procede. Le pasó como a Carlos: estaba de paso en Luengo y seenamoró a primera vista de Lola, su mujer. Y montaron el bar entre los dos,que cuenta con seis grandes dianas, repartidas por el local —tres a laizquierda y las otras tres restantes a la derecha, con la barra al fondo—, deamplio espacio y bajos techos; hacen campeonatos de diana en las fiestas yen Navidad.

—¡Qué pasa, Diablo! —me saluda Tex, palmeándome la espalda.Es uno de los escasos amigos que tengo, por no decir el único. Tiene

dos años más que yo, el pelo largo y rubio, los ojos azules, es tan alto comoyo, sus músculos son como piedras y le acompañan, hasta para dormir, susbotas y su sombrero de cowboy.

—Hola, Tex.—¿Quién es esta hada que viene contigo? —entorna la mirada,

fingiendo que no la conoce—. No puede ser Ana, porque si fuera ella, yahabría venido aquí a verme.

Ella se ríe.—Ya estuve aquí, pero tú no estabas —se abrazan con fuerza.—Estaba Lola, tienes razón —sonríe—. Tienes que contarme, con pelos

y señales, la patada en los huevos que le disteis tú y Nadia a ese cabrón de

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Román.Soltamos una carcajada.—Están allí —nos señala la segunda diana de la derecha, donde Fran y

Jacobo juegan bebiendo cerveza como si fueran amigos de toda la vida.—Y ya me contarás tú —me dice Tex al oído— si es cierto que te ha

dado por corromper a tu hada en la puerta de la casa del abuelo de una vez ypara siempre.

—Eso espero —sonrío, contemplando a Ania caminar hacia mihermano, con un regocijo inmenso en el estómago.

—¡Cabrón! —me abraza—. ¡Cuánto me alegro, tío!Tex lo sabe todo. Fue él quien me animó a aceptar la oferta de

Edimburgo y me fuera con ella. Con lo que no contábamos ninguno de losdos fue con que se rompiera la relación y terminara yéndome solo.

—Os he visto entrar de la mano —amplía la sonrisa—. Parece que yano es ningún secreto.

—No —le devuelvo la misma sonrisa.—Me alegro, Nico, de verdad. Os lo merecéis los dos.Me fijo en Ania. Me sonríe con timidez y mi cuerpo avanza hacia ella

por sí solo, olvidándome de mi amigo. Escucho a Tex reírse, pero missentidos se centran exclusivamente en Ania.

Y esta vez, no pienso soñar con un futuro con ella.Lo voy a vivir.

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25(Ania)

Estoy viviendo un sueño del que no me quiero despertar...No puedo pensar. Solo sentir. Y estoy sintiendo tanto, pero tanto, que

solo salen gemidos de mi garganta, mientras Nicolás y yo nos comemos abesos, siendo antinatural no hacerlo... mientras sus manos y las mías luchanpor quitarnos la ropa, antes de que el calor que abrasa nuestros cuerpos laqueme, si es que no nos quema a nosotros primero... mientras caemos alsofá del salón, porque la buhardilla está demasiado lejos...

Y no me creo que sea verdad. Le sujeto por la nuca y le obligo a parar.Me mira con esa intensidad tan suya que logra que el corazón se me salgadel pecho. Ni siquiera hemos encendido la luz, pero a través de la cristalerase filtran los reflejos de la luna y es más que suficiente para que sea la únicatestigo de lo que está a punto de suceder: el silencio de los amantes que, alfin, se reencuentran después de una larga ausencia.

Y me vuelve a besar. Desesperado... Y le beso. Desesperada... Nopodemos detenernos ya. Sobra el resto de la ropa, a tirones vuela hacia elsuelo, en cualquier parte, ¿qué más da?

Y cuando se entierra en mi interior, suspiro de alivio en su boca. Y éljadea en la mía. Es una sensación tan maravillosa, tan... especial... sentirmetan completa, que mi cuerpo encaje con el suyo a la perfección. Es plenitud.Me sobrepasa. Nos apretamos. Un cuerpo se aplasta contra el otro. Susmanos se entrelazan con las mías y las coloca por encima de mi cabeza. Yme arqueo. Y le clavo los talones en las nalgas, rogándole más. Y meembiste con más urgencia. Y yo me arqueo más para poder sentirle más.

Y más...Al cabo de dos horas de estar en el bar y perder por cuarta vez a la

diana, enfadada porque soy muy mala perdedora, Nicolás me ha besado,entre risas, para callar mis quejas y el idiota de Román, por llamarlo consutileza, se ha acercado para saludar a Jacobo en ese momento y nos havisto. Su reacción no ha sido otra que insultar a Nico, pero no solo eso...

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Sus palabras exactas fueron: Mira tú por dónde, si no es tonto el tartaja, o aAnita le vale cualquiera. Ese chico no aprende a mantener la boca cerrada...

Tex lo echó a empujones, a él y a sus dos esbirros que le acompañansiempre, antes de que Nicolás le pegara, y no le pegó porque yo meinterpuse. Cuando le sujeté del cuello para obligarle a que me mirara a mí yno a Román, me estremecí... Sus ojos oscuros se perdieron en los míos y, enapenas un instante, estuve yo también perdida en los suyos. Le agarré de lamano y nos fuimos. En cuanto entramos en el callejón, fuera de la vista decualquiera, tiró de mí y me besó en la boca, apoyándome en el mismo muroen el que me había besado antes.

Y nos volvimos a perder... Que nos besáramos allí, precisamente en elcallejón, donde tantas veces le vi besar a otras a las que envidiaba y odiabapor no ser ellas, fue un sueño cumplido, porque en el tiempo que estuvimosjuntos, no hubo callejón, pero, a veces, como hoy, improvisar es tan buenocomo hacer planes, porque no importa dónde o cómo, sino con quién.

Unos adolescentes pasaron cerca y bromearon sobre que necesitábamosuna cama. Nos quedamos mirándonos, intentando decidir si recuperar lanormalidad o...

No había cabida para otra cosa que correr, de la mano, hasta su jardín.Al cerrar la puerta, ya nada nos retenía, ni nos interrumpiría nadie. Merecosté en el muro de su casa, incapaz de apartar mis ojos de los suyos, y,atrevida, me subí el vestido hasta la cintura, quitándome las alpargatas conlos pies. El gruñido que Nicolás emitió contemplando mis piernas, y elrelampagueo de sus ojos al alcanzar mi vientre, me robaron lo que mequedaba de cordura y un largo gemido entrecortado, que terminó en suboca, porque me besó, duro, exigente. Me alzó del trasero, le rodeé lacintura con mis piernas y me llevó dentro...

Y ahora, entre sus brazos, temblando los dos, calmándonos muy poco apoco, no quiero despertarme, porque sueños como este, hombres como él,solo hay uno, ¿y quién desea la realidad, después de haber probado laeternidad?

A la mañana siguiente, me despierto sola en la cama, tapada con lasábana. Está mi mochila en un rincón. Sonrío porque no me traje nadaanoche. La abro y descubro una muda de ropa limpia: sujetador y braguitasblancas, una camiseta rosa de manga corta y mis vaqueros rotos ydeshilachados por la mitad de los muslos.

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Al girarme, una rosa blanca descansa en la otra almohada, la suya. Séque es una rosa de mi abuela, la reconocería en menos de un segundo,porque en el borde de los pétalos hay una línea rosa fina e irregular, y encada pétalo es diferente, e invisible para quien no lo sepa, hay que fijarsemucho. Mi abuela Anya me contó una vez la tonta historia de su rosal,como ella la llamaba...

Plantó las semillas en cuanto se mudaron allí. Antes de que mi abuelaregara esa porción de tierra, al yayo, en un descuido, se le cayó lo quellevaba en la mano, que no era otra cosa que un vaso con vermú rosado, elque se tomaba en los aperitivos previos a la comida, porque salió al jardínsin mirar al suelo, donde estaba arrodillada ella y, para evitar chocarse,trastabilló con los pies y acabó el contenido del vaso regando las semillas.La abuela se enfadó, el abuelo se enfadó y eso que sucedió siempre fuemotivo de discusión entre ellos, hasta que el rosal floreció por primera vez.Cuando ella vio esa fina línea rosa e irregular en los pétalos, se lanzó a miabuelo y le dio las gracias porque jamás había visto una flor tan bonita: purapor el blanco y especial por aquella línea tan diferente en cada pétalo.

No sé si fue por el vermú, que alegró al rosal, pero siempre he pensadoque era único y especial, porque florece todo el año, ni siquiera el frío y laescarcha del invierno estropean su belleza. O, quizás, es por lo que miabuela Anya me decía, que ese rosal era como el amor de ellos: precioso,con sus espinas y eterno, porque nunca descansaba.

La echo de menos. Hace más de una semana que no leemos su diario yes el plan perfecto para hoy, pues el sol se ha escondido y las nubesamenazan tormenta.

Me asomo por la ventana, de pie sobre la cama, y veo a Nico y al abuelohablando en su jardín. Me ducho, me pongo la ropa limpia, busco misalpargatas, que siguen de cualquier manera en el jardín, y voy a por ellos.

Se me acelera el corazón a medida que avanzo, y me sonrojo. Esinevitable. La timidez me invade y siento que me tiemblan las piernascuando gira la cabeza en mi dirección y sus ojos sueltan fogonazos de deseoal analizarme de la cabeza a los pies y viceversa.

—Buenos días, Bichito —me saluda el yayo, que, a pesar de habermellamado por aquel apodo tan cariñoso, está serio.

Le doy un beso muy sonoro en la mejilla hasta que le robo una sonrisa,aunque débil.

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Tengo que hablar con mamá. El abuelo tiene razón. Y, acordándome dela rosa, se me ha ocurrido algo, puede ser descabellado, puede salir mal,pero, si algo estoy aprendiendo de la abuela, gracias a su diario, es que esmejor arriesgarse que arrepentirse.

—Hay café recién hecho —me dice Nico, levantándose—, ¿te apetece?—me tiende la mano, la acepto y vamos a la cocina.

Me sirvo una taza. Entonces, antes de llevármela a los labios, unasmanos se apoyan en la encimera a ambos lados de mi cuerpo.

—¿Y mi beso de buenos días? —me susurra en el oído, acariciándomeel cuello con su nariz lentamente.

Me muerdo el labio inferior y mis párpados se cierran. Escucho aClarita trastear por la casa.

—Ha... Había pensado —balbuceo, con la piel erizada por completo—,que podíamos quedarnos en la cama y... Me refiero a...

—Me parece perfecto —sin cambiar de posición, introduce las manospor dentro de mi camiseta, rozándome con las yemas de los dedos, hastarodearme la cintura.

—Me refiero a leer... —suspiro de manera entrecortada porque meacaba de besar detrás de la oreja— el... —vuelvo a suspirar del mismomodo— el diario de la abuela...

—Ania... —gime en bajo, robándome el aliento—. Me parece perfecto—repite, en un susurro más ronco—. Tú y yo, en mi cama, mientras teescucho leer... —traga saliva y respira hondo—, es perfecto.

Gimo de nuevo, dejo la taza, me giro y le beso los labios entreabiertos.Él me estrecha entre sus fuertes brazos y yo me pregunto cómo fui tan tontade preferir no decepcionar a mi padre en lugar de irme a Edimburgo conNicolás y cumplir mi sueño: escribir junto a él. Una vez, escuché que,cuando tocas fondo, la única dirección posible es hacia arriba.

—Buenos días, Ana —me saluda Clarita, entre risas—. Creía que yahabías tomado café, Nicolás.

Nos separamos, ruborizados y con los ojos brillantes de deseo.—Ve a por... —me susurra, traga saliva y respira hondo—, el diario... —

traga saliva y respira hondo de nuevo—, yo voy al baño.En el pasillo, él se encierra en el baño y yo, en mi habitación.Me tiembla todo el cuerpo; no consigo calmarme cuando entramos en el

jardín de Nico y nos sentamos en el sofá de mimbre, bien alejada de él;

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como me acerque, o se acerque él, estamos perdidos otra vez, y oigo a Frandesayunar en la cocina.

—Me voy dentro de un rato —nos anuncia, saliendo al porche con unataza en las manos.

—¿A Madrid? —le pregunta Nicolás, con una sonrisa.Su hermano se la devuelve.—Luengo está bien, pero Nadia lo está aún más —se encoge de

hombros—. La echo de menos y puedo teletrabajar con ella —se gira—.Comeré con mamá y, desde allí, me iré.

—¿Vendréis en las fiestas? —me intereso.—Si Nadia puede, vendremos ese fin de semana.Nico y yo nos dedicamos una sonrisa dulce. Él tiene apoyado el brazo

en el respaldo del sofá, lo baja y golpea suavemente el cojín para que mesiente a su lado. Y no dudo. Me acomodo con la espalda en su costado y laspiernas flexionadas hacia el pecho. Abro el diario, de tal modo que Nicolásva leyendo lo que voy pronunciando en voz alta...

Ay, Ania... a partir de ahí, las cartas que nos escribimos Alberto yyo trataban de lo mucho que nos echábamos de menos. Pobrecillo Lai,vaya tostón se tragó, porque las leía con él. Cada vez que me llegabauna, Lai me la entregaba al final de su jornada, que era a las cuatrode la tarde en época de invierno, cuando terminaba de repartir lacorrespondencia por el pueblo, y nos íbamos al árbol para leerlastranquilamente. Y lo hacía una y otra vez hasta que el sol se escondía,mientras escuchaba los gruñidos de Lai, pero no me importabaaguantar sus quejas, porque era feliz, Ania, tan feliz...

Lo cierto era que podíamos hablar por teléfono, teníamos uno encasa y otro en la tienda, pero Alberto insistía en que prefería que nosescribiéramos, decía que se sentía más unido a mí a través de lascartas, y yo... pues te imaginarás lo feliz que eso me hacía...

Las chicas del pueblo me envidiaban. Todo el mundo sabía que erala novia de un teniente del Ejército del Aire. Y digo que me envidiabanporque, tanto a mis espaldas como de frente, decían que tarde otemprano me iba a romper el corazón porque era el heredero delmarquesado de Lemán, y, según esas víboras, yo lo tendría merecidoporque era la simple hija de un florista, sin estudios ni dinero, y que

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mi cara bonita solo serviría para calentar los cuerpos de loshombres...

—Pero ¡qué se creían! —exclamo, alucinada y furiosa.Nicolás me besa la cabeza y empieza a acariciarme el pelo para

calmarme.—Sigue —me susurra en el oído, erizándome la piel.Enfurruñada, continúo leyendo...

No te enfades, cariño, que te conozco. No me afectaba. Adoraba ami familia, me encantaba ser la hija de los floristas de un puebloenano, y, aunque dejé la escuela para ayudar a mis padres, leía muchoen mis ratos libres y, cuando conocieron a Alberto y supieron de larelación que habíamos empezado, mi hermana Ágata, que fue la únicaque terminó la escuela, me enseñó por las noches matemáticas,geografía y demás materias que debía aprender para ser, como decíaella, una mujer independiente.

¿Recuerdas que te dije que Ágata era la más sensata de todas?Pues lo que no te conté es que era una luchadora nata en defensa delos derechos de las mujeres. Creía firmemente que una mujer podía serigual a un hombre. Se dedicaba, en los ratos en que no estaba en latienda, a ir de casa en casa y de comercio en comercio a exigir, porejemplo, al panadero que pagase el mismo salario a la chica que teníacontratada para hacer las magdalenas que al chico que repartía elpan en las casas de los más ricos. Se llevó muchas amonestaciones porparte de la Guardia Civil de Luengo, pero no me canso de repetir quetodo el mundo adoraba a mis padres y esas amonestaciones sequedaban en regañinas, nada más. Luego, a solas en casa, mi padre lepedía a mi hermana que, por favor, no dejara de ser como era, que ibaa llegar lejos y que lo que hoy hacía sería recompensado mañana.

Sí, Ágata también se marchó, pero ella, al contrario que Alexandra,sí avisó. Fue tres años después, y no tuvo nada que ver con encontrarel amor de un hombre, sino con encontrarse a sí misma, su verdaderavocación. Y tampoco regresó. Nos envió una carta cuando llegóadonde quería ir: a Angola, África. Montó una escuela para enseñar aleer y escribir a las mujeres y a los niños de allí, y se enamoró de unmédico que luchaba por salvar vidas en cualquier rincón perdido del

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mundo. Y la quiso mucho, lo sé porque nos escribía una vez al añocontándonos cómo le iba. Sin embargo, el médico quería más a suprofesión que a ella y terminó por abandonar Angola, sin saber queÁgata estaba embarazada. Ella no quiso decírselo porque sabía que,entonces, él se quedaría y tarde o temprano sería infeliz, así que, contodo el dolor de su alma, le dijo adiós.

Permaneció en Angola hasta que su hijo, al que llamó Jaime, enhonor al padre, cumplió los doce años. Y emprendió un nuevo caminocon el niño, sin saber que se reencontraría con el amor de su vida enuna aldea perdida de la India. Jaime y Ágata, nada más verse,supieron que no se habían olvidado. Y se casaron, según la tradiciónindia. Los tres vivieron muy felices durante unos meses, hasta que a élle mordió una serpiente y su cuerpo no pudo combatir el veneno.Murió en los brazos de mi hermana, haciéndole prometer quecontinuaría con su lucha por la igualdad de las mujeres.

Ágata no volvió a enamorarse, ni quiso hacerlo. Jamás olvidó aJaime. Hace años que dejó de escribirnos. La última vez que recibimosuna carta suya, ella y su hijo estaban en Nueva York; él acababa deempezar a estudiar Medicina y ella era una activista que luchaba porlos derechos de las mujeres...

—Guau... —sonrío, con lágrimas en los ojos.—Impresionante, ¿eh? —murmura Nicolás.—¿Crees que guardará esas cartas también? —le miro.—Lo sabremos cuando terminemos el diario —me seca las mejillas con

ternura y me besa en la frente.—¡Me voy ya! —exclama Fran, terminando de bajar las escaleras con

las maletas.Le acompañamos al coche, un Audi A4 de color verde oscuro.—¿No venís a comer a casa de mamá? —nos pregunta, guardando el

equipaje en el maletero.Levanto el diario en la mano. Sonríe y asiente.—Un muy buen plan de domingo. Bueno, portaos bien esta semana.Nos abrazamos con fuerza.—¿Nadia sabe que vas? —se interesa Nico.—No —sonríe con los ojos brillantes—, y le encantan las sorpresas —

suelta una carcajada dichosa.

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Se monta y esperamos a que se pierda de vista por la calle en direccióna la casa de sus padres.

—¿Paramos para comer y sigues leyéndome después? —me sugiereNicolás, mientras entramos en su casa cogidos de la mano. Frunce el ceño yse detiene—. Tengo la nevera vacía, solo hay cervezas. ¿Vamos al mesón?

—¡Quiero un bocadillo de calamares! —me relamo la boca.Él tira de mí y me besa, entre risas.Dejo el diario en el sofá del salón y nos dirigimos en coche al mesón, en

la entrada de Luengo, casi en la carretera.Suele estar lleno y hoy no es diferente. Nicolás saluda educadamente a

quienes vamos pasando; la mayoría le corresponde, pero hay alguien que leobserva con expresión de reprobación, como el dueño del bar Taco, Tomás,y tres amigos suyos, en la mesa del rincón de la derecha.

Nico me agarra de la mano y me conduce a la barra, al fondo y a laizquierda. Le pide a la camarera dos bocadillos de calamares y nossentamos en dos taburetes altos giratorios.

Entonces, Tomás se incorpora y se mete en la cocina del mesón. Sale yse sienta de nuevo con sus amigos.

—Lo siento —nos dice la camarera—, no nos quedan calamares.—Pues... —comienza Nicolás.—No queda nada —le corta la mujer, ruborizada—. No servimos más

comida por hoy.—Claro —zanja Nico, que no se lo ha creído ni por asomo—.

Vámonos, Ania.En silencio, nos marchamos, nos montamos en el coche y regresamos a

su casa. En cuanto entramos, estallo:—¿Se puede saber por qué permites algo así?—Déjalo, Ania.—¡No puedo dejarlo! ¡Es indignante e injusto! —le empujo—. ¿Por qué

no les contestas? ¡Te echó del bar sin motivo y tú lo sabes! —le señalo conel dedo.

Clava en mí una mirada de agudo dolor y explota:—¿Y qué coño va a decirles un tartamudo como yo? ¡Y encima

disléxico! ¡Y un bastardo sin padre, hijo de una bruja! ¡Nunca seré uno más,¿es que no lo entiendes?! —se tira del pelo con saña, intentandotranquilizarse—. Por favor, nece... —cierra los ojos con fuerza, igual quelos puños, traga saliva y respira hondo—. Necesito estar solo.

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Asiento despacio, temblando, y me marcho, con el dolor quemándomepor dentro.

Nicolás no necesita ser uno más, porque nació con una marca que lehace ser una de las personas más especiales que existen. Y quien no sepaleer esa marca no merece respirar su mismo aire.

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26(Nicolás)

No estoy aquí por ella. Estoy aquí por mí. Porque ella tiene razón.Toco el timbre y espero.Y mientras espero, un recuerdo en particular viene a mi mente, muy

oportuno, dado el lugar donde me hallo ahora...—¡Espera, cariño, los manguitos! —me gritó mamá, corriendo detrás de

mí, agitando los manguitos azules.Los niños que estaban dentro del agua se rieron de mí. Tenía siete años,

pero no lograba nadar bien. Prefería no moverme de la zona de la piscina enla que hacía pie, que llevar los odiosos manguitos.

Se arrodilló, sonriendo, y me los puso en los brazos.—Piensa que son como la capa de Superman —me guiñó un ojo—. Y

Superman es guay, ¿no?Me quejé en un gruñido, ruborizado por la vergüenza de los manguitos.

Ella intentaba esconder la sonrisa, pero terminó riéndose y contagiándome amí, porque me encantaba verla sonreír.

Desvié la mirada al agua, donde los niños no me quitaban el ojo deencima.

—¿Quieres que Carlos se bañe contigo? —me preguntó, al darse cuentade lo que ocurría.

—¡No!—¿Y conmigo? Tengo mucho calor —me guiñó un ojo.Quise decirle que necesitaba bañarme solo, pero que eso no significaba

que no quisiera bañarme con ella, porque también me encantaba estar conella, olía siempre tan bien y era tan suave... Sin embargo, las palabras se meagolparon en la cabeza, allí siempre eran claras, pero cuando me decidía aabrir la boca para pronunciarlas en alto, solo salían sonidos extraños,balbuceos y chillidos cuando era incapaz de hacerme entender.

—Vale —se inclinó para besarme la frente y yo cerré los ojos eseinstante, para guardar su beso como el amuleto que necesitaba para ignorar

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a los niños—. ¿Y puedo acompañarte? Me apetece meter los pies yrefrescarme —arqueó las cejas.

—Ma... —así la llamaba.—Vale —me volvió a besar y se alejó a las toallas, donde la esperaba

Carlos, sentado, leyendo un libro, junto a Fran, que jugaba con uno de susjuguetes de goma en la boca.

Comencé mi ritual de todo el verano: me acerqué al bordillo, me senté,sonreí inmensamente al agradecer el agua fresca en mis pies y fuiintroduciéndome hasta que toqué los azulejos azules que formaban lapiscina, con la superficie del agua acariciándome el pecho. Y me volví locode contento. Me tiré al agua hacia adelante y hacia atrás, nunca metiendo lacabeza, no soportaba mojarme la cara. Y me olvidé por completo de lagente a mi alrededor.

—Mira quién se ha dignado a bañarse otra vez —dijo uno de los niños,Román, más pequeño que yo, pero que hablaba perfectamente y muy mal,según mamá, como su padre, el Chulo—, el anormal de Luengo. ¿No nossaludas, anormal? Es de buena educación, ¿sabes lo que es eso?

Me rodearon en un círculo, Pelayo estaba entre ellos. Se me aceleró elcorazón de manera muy desagradable. Odiaba que me acorralasen. Si erauno, no me importaba, pero, si eran más de uno los que invadían miespacio, no controlaba los nervios que, de repente, me asaltaban.

—No entiende nada —dijo entonces Pelayo, sonriendo con maldad—.Mi padre dice que no habla porque al diablo solo se le entiende en elinferno.

Ni él mismo entendía esa frase. Pelayo, Román y los otros tenían cuatroaños, nada más, tres menos que yo. ¿Qué clase de niño a esa edadcomprende unas palabras así? Un niño normal, no, pero yo... Yo sí que loentendí, porque yo era el Diablo de Luengo, así que apreté las manos en dospuños, listo para lo que sabía que vendría a continuación.

—Y mi padre dice que es anormal porque a saber lo que había en elvientre de la puta de su madre.

Ya.Ese era siempre el pistoletazo de salida.Me lancé a Román, pero Pelayo y otro niño me sujetaron los manguitos

antes de tocarle.—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No!

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Solo podía decir aquello. Y eso me puso aún más violento. Y frustrado.Y empecé a chillar. Pero había más niños en la piscina y la mayoría gritabade alegría por zambullirse en el agua, así que todo el mundo se creyó queestábamos jugando.

—¡Mírale, ya salió el tartaja!—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No!Mi mente les exigía que me soltasen, que no volvieran a insultar a mi

madre, pero mi boca solo pronunciaba esa palabra. Y la frustración creció.—¡Quítaselos!—¡Que se ahogue!—¡Una ahogadilla, venga!—¡No! —me asusté y chillé.—¡Claro que sí, anormal, a ver si el agua te espabila, o te espabilo yo a

hostias cuando quieras! —me amenazó el valiente de Román, ese mismoque fuera de la piscina corría en dirección contraria a mí con una manchamás que evidente en sus pantalones cada vez que me veía solo.

—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No!Y chillé más fuerte que antes.No sirvió de nada. Me quitaron los manguitos con tanta fuerza que la

tela me quemó los brazos y las costuras me arañaron la piel. Y meempujaron hacia el fondo de la piscina.

En cuanto el agua me tocó la cara, chillé una vez más y tragué agua.Mucha. El corazón se me iba a salir del pecho en cualquier momento,notaba perfectamente lo fuerte que me golpeaba. Me faltaba el aire. Meretorcí, intenté agarrarme a los brazos que me empujaban más y más hacialos azulejos.

Hasta que me soltaron, pero unas manos me volvieron a sujetar, parasacarme al aire. Chillé y pataleé con todas mis fuerzas.

—¡Nicolás! —gritó una voz que me resultaba imposible de reconocer—. ¡Soy mamá! ¡Nicolás! ¡Ya está, cariño!

No podía controlarme. Seguí chillando y dando golpes a mi alrededor,hasta que un grito diferente, que no provenía de mi garganta, me frenó enseco. Esas manos se apartaron de mis brazos. Cuando pude enfocar la vista,vi a Carlos, asustado, sosteniendo a mi madre, en el bordillo; ella se tapabael labio, intentando contener la sangre.

—Ma...

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Ella me miró. Tragó saliva. Se quitó la mano de la cara y pude ver laherida. Se me aceleró la respiración. Me fijé en que la piscina estaba ensilencio, en que todos estaban a nuestro alrededor, contemplándome conodio y, también, con lástima.

Pero mamá me sonrió, le brillaron los ojos de esa manera tan especialcuando me miraba, como si yo fuera el mejor niño del mundo, el másvaliente... Y alargó la mano hacia mí, esperando, sin invadir mi espacio.¿Por qué no podían ser los demás como ella?

Pero yo quería que mamá invadiera mi espacio, así que no dudé. Melancé a sus brazos. Me aferré con desesperación a su cuerpo, a su calor, a suolor, a sus caricias en mi pelo... Me sacó de la piscina en vilo, como si fueraun bebé.

Me dio igual. Era mi mamá.Me dejó en las toallas y me secó con una. No dejé de mirarla, de

intentar averiguar lo que pensaba, pero ella no me miraba ahora, sus ojosestaban ocupados en colocarme la camiseta por la cabeza y las chanclas enlos pies. Carlos recogió todo y se encargó de Fran. Mamá me tomó de lamano y nos marchamos.

Esa noche, cuando se suponía que yo ya dormía, la escuché llorar. Measomé a las escaleras. La puerta de su cuarto estaba entornada y la visentada en la cama, Carlos la abrazaba y le besaba el pelo.

—No soporto que le miren como si fuera un bicho raro. Y no sirve denada el tratamiento, Carlos. Ni siquiera el médico sabe lo que tiene. Yo tedigo que es otra cosa.

—Esto no es fácil, ya lo sabemos.—Esto es una puta mierda, Carlos, pero enorme —sollozó—. ¿Por qué

son tan crueles con él? Es tan bueno, tan cariñoso...—Solo contigo, eso tienes que reconocerlo. Y con Ana y su marido.—Y con Tati y Ana —sonrió—. ¿Viste ayer a Nicolás cuando Ana no

paraba de llorar y se acercó y la cogió? ¿Viste cómo se calmó ellaenseguida? ¿Viste... —sollozó otra vez— los besos que él le daba... —otravez—, la manera tan bonita en la que la miraba... —otra vez—, cómo laacunaba en el pecho? —otra vez—. Mi niño de hojalata... —abrazó a Carloscon fuerza—. ¿Por qué él? ¿Por qué no soy yo quien no puede hablar? ¿Porqué, Carlos? —lloró con fuerza.

—Él te ha elegido a ti —también lloraba, pero no hacía ruido—.Nicolás no ha podido tener una madre mejor —la besó en el pelo—. Y todo

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irá bien... Todo irá bien...Me quemaba el pecho y tuve que volver a la cama.Si Román me hubiera ignorado, mamá no estaría llorando.Y con ese pensamiento, me dormí.Al día siguiente, fuimos a la piscina. Sabía que mamá se iba a enfadar

conmigo, seguramente me castigaría, pero no me importaba. Había estadollorando por culpa de Román.

Y Román lo iba a pagar.Dejé que mamá me pusiera los manguitos, ignorando las rozaduras de

mis brazos, y busqué a Román. Estaba en una esquina de la piscina, en laparte honda, fuera del agua, de pie, de la mano de su madre, Julia, hablandolos dos con Tomás, otro que me odiaba. La mamá de Román me gustaba, nome miraba mal, pero sus ojos siempre estaban apagados. Sin embargo, hoyno. Hoy brillaban.

—¿Qué quieres? —me preguntó Tomás de malas maneras.Miré a Román.Y le pegué un puñetazo.—¡Dios mío!Tomás me sujetó del brazo con tanta fuerza que chillé de dolor.—No vuelvas a tocarle, ¿me oyes?No le contesté. Tampoco hubiera podido. Me soltó con tanta

brusquedad, que resbalé por el agua que había en el suelo y Román meempujó, logrando que me cayera de cara contra el cemento del bordillo dela piscina. Chillé con todas mis fuerzas. Mamá me cogió en brazos y corrióconmigo al coche. Me tapó la nariz con un pañuelo blanco que enseguida sevolvió rojo, muy rojo. Y me dolía tanto que no podía parar de chillar.

Horas después, entrábamos en casa del yayo y la abuela Ana.—¡Mi niño! —exclamó la abuela, arrodillándose para abrazarme,

sonriendo con cariño—. Yo quiero una escayola de estas —me señaló lanariz—, ¿crees que estaré guapa con ella?

Sonreí y asentí, arrojándome a su cuello.El abuelo me miró largo rato, muy serio. Cogió el periódico y me pidió

que lo acompañara al jardín, donde estaba Tati, con la pequeña Ania enbrazos, muy inquieta. Yo quería hacerle caso al yayo, pero no soportaba quela pequeña no estuviese bien.

—Nicolás —me llamó el abuelo—, ¿empezamos?

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Negué con la cabeza. Miré a Tati. Ella me sonrió y se acercó. Se sentó ami lado y yo le sujeté la manita a la pequeña Ania, que se tranquilizóenseguida.

—Upa, Ico —chapurreó, tocándome la cara y haciendo pucheros.—Sí, upa —sonreí—. ¿Beso?Ella se rio, me abrazó con fuerza y me besó la férula que me habían

puesto por haberme roto la nariz. Me dolió su beso mojado de babas, pero,en ese momento, pensé que ojalá todos los dolores fueran como ese, y todoslos niños, como la pequeña Ania. Solo me bastaba mirarla para sentirmebien y, cuando la tomaba de la mano o la cogía en brazos, todo era perfecto,sin puñetazos, sin ahogadillas, sin insultos. Me sentía normal con ella. Meentendía.

—¿Nicolás? —me llamó el abuelo, sonriendo—. ¿Ya?Ahora sí. Asentí al yayo.Y empecé...Regreso a la realidad al tocarme la nariz torcida, justo cuando la puerta

se abre y surge el hombre con el que venía a hablar.—¿Qué haces tú aquí? —me escupe Tomás, cruzándose de brazos, en

actitud que pretende intimidarme, pero ni me inmuto.Permanezco callado unos segundos porque la expresión de Ania,

cuando no nos permitieron comer en el mesón, me nubla la vista.—¿Qué pasa? —se ríe—, ¿que ahora eres mudo?, ¿no tenías suficiente

con ser un tartaja?—Métete conmigo todo lo que quieras —le susurro, en un tono afilado

—, paga conmigo tu dolor si eso te hace sentir bien, pero a ella no la metasen esto. Me echaste de tu bar porque la defendí, a ella y a mi madre, porqueRomán se metió con las dos. Hice lo que tú hiciste hace veintiocho años:defender a la persona más importante de tu vida.

Tomás traga saliva con esfuerzo.—¿Sabes cuántas veces oía llorar a mi madre cuando creía que yo no la

escuchaba? —acorto despacio la distancia—. ¿Sabes cuántas veces deseéser un niño normal para no verla sufrir? ¿Sabes cuántas veces quise ser soloNicolás, no el Diablo, ni el tartaja, ni el anormal? —le observo con fijeza,sin miedos. Ya no—. Siempre me preguntaba por qué me odiabais tanto, nolo entendía, y sigo sin entenderlo, pero se acabó. Tú no luchaste. Terendiste. Tiraste la toalla antes de empezar —le señalo con el dedo.

—No tienes ni puta idea de nada —su rostro enrojece por la ira.

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—Yo solo sé lo que veo. Igual que tú, de mí, solo sabes lo que ves,¿verdad?

Tomás da un respingo por mis acertadas palabras.—Lo que hice en tu bar —continúo—, lo que le hice a Román,

acorralarle contra la pared, no volverá a repetirse, te lo prometo. Pero lo quetú has hecho hoy, tampoco —rechino los dientes y me escuecen los ojos.

—¿O qué? —me reta, entornando la mirada.—O cada día te pesará más la conciencia.Y me largo de allí, a casa de mi madre. Es muy tarde, y seguramente la

despierte.Cuando aparece tras la puerta, en camisón y bata, nos quedamos

mirándonos hasta que agacho la cabeza y ella me abraza.—Ya está, mi niño de hojalata... Ya está...Lo sabe. Estaba medio pueblo en el mesón.Entramos y ella prepara café. Yo me dirijo al salón, a las estanterías de

pared que hay encima de la chimenea de piedra, a la derecha. Están llenasde álbumes de fotos, desde que yo nací. Cojo uno marrón, con el lomo casiroto de tanto como lo he visto. Lo abro y voy pasando las páginas defotografías antiguas pegadas con celo en las mismas. Son del verano en queme rompí la nariz.

—Voy a cerrarles el mesón una semana como castigo —gruñe Carlos,reuniéndose conmigo, también en pijama, y muy enfadado— y a Tomás, elbar.

Suelto una carcajada y le palmeo la espalda. Sé que no lo va a hacer,sería aprovecharse de su poder como alcalde, y él no es así, pero leagradezco que me apoye, como siempre ha hecho.

Al fijarme en una de las fotos —salimos Ania y yo corriendo por eljardín del yayo, con la férula tapándome la nariz—, una presión en el pechome altera la respiración.

—No se lo merece —susurro.—¿El qué? —me pregunta mi madre, tendiéndonos una taza de café a

cada uno.—Sufrir por mi culpa.—Tú no tienes la culpa de los prejuicios de los demás.Cierro el álbum y lo guardo en su sitio.—Creía que había acabado —murmuro, con los ojos clavados en mi

café—. Estuve dos años en Edimburgo, volví y monté mi negocio. Todo iba

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bien. Creía que había acabado... —suspiro, notando pesado mi cuerpo—.Pero hoy me he sentido como ese crío —miro a mi madre—. No puedodefenderla, a ella, no. Y tampoco puedo seguir liándome a puñetazos pormiedo a tartamudear —le entrego mi café sin probar—. Estoy cansado.

Y me marcho a mi casa.Cuando era pequeño y venía del colegio con un golpe por haberme

pegado con alguien, la abuela Ana me llevaba a que la ayudara a regar surosal y siempre me pedía que encontrara una rosa diferente. Yo señalabauna cualquiera, riéndome porque conocía la historia del rosal y sabía que nohabía dos rosas iguales. Entonces, ella me decía: ¿Y a que es una rosapreciosa, aunque sea diferente a las demás?

Qué pena que no a todo el mundo le gusten las rosas...

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27(Ania)

Estoy desayunando con mi madre, Clarita y el yayo en el porche. Ayerme sometieron a un interrogatorio cuando llegué a casa, a la hora de comery sin comer, pero no les dije nada, no tenía ganas de hablar. Me encerré enmi cuarto y no paré de recordar las duras palabras de Nico.

—¿Vienes con Hernán y conmigo a recoger el coche a Salamanca? —me pregunta mamá.

Miro la casa de Nicolás, silenciosa y vacía.Asiento, seria. Estoy enfadada con el mundo. Bueno, no con todo el

mundo, solo con esa minoría tan poderosa que mancha con maldadcorazones de oro. Y también estoy enfadada con un corazón de oro enparticular que se niega a verse como tal. Y no lo entiendo. Si no le afecta,¿por qué no se defiende? Porque es evidente que sí le afecta. ¡Y no deberíaafectarle!

—Hernán ya está esperándonos, Ana, ¿vamos?—Claro —murmuro, y le doy un beso al abuelo.Entro en mi habitación a por el bolso, de bandolera y piel marrón con

largos flecos, y me voy con mi madre.El trayecto es silencioso, voy cruzada de brazos, observando el paisaje

por la ventanilla de mi asiento trasero derecho, pero no veo nada, solo elrostro del Diablo de Luengo.

Llegamos al concesionario. Espero fuera a que mamá y Hernánterminen los trámites. Se lo ha comprado con los escasos ahorros que tenía,y que fue guardando poco a poco, en efectivo, entre sus bufandas. Cuandome lo contó, le pregunté por qué había hecho algo así. Ella me contestó que,aunque no se creía capaz, nunca perdió la esperanza de armarse de valor ysepararse de Cristóbal.

—¡Ya es nuestro! —exclama, arrojándose a mi cuello.—Tuyo, mamá —le sonrío—. Te lo mereces.Mi madre y Hernán se dedican una mirada que no comprendo. Él me da

un beso en la mejilla, besa a su novia en los labios y se va.

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—Tiene que hacer unas gestiones —me aclara ella—. Mientras leesperamos, ¿te apetece un café?

Asiento.Entramos en la primera cafetería que hallamos al pasar el concesionario.

Nos acomodamos en una de las mesas circulares pegadas al ventanal de lafachada y pedimos un café a la camarera que se nos acerca. Cuando nos losirve, mamá me toma de la mano.

—No sé qué ha ocurrido, pero ayer por la tarde fui a ver a Nines y mecontó lo que se rumoreaba por el pueblo —su expresión es de tristeza.

—¿Y qué dicen las viejas cotorras? —me cruzo de brazos y frunzo másel ceño.

—Que Tomás y su séquito de imbéciles se metieron con Nicolás en elmesón.

—No nos dieron de comer —rechino los dientes.Ella suspira, agarrando su taza, y da un pequeño sorbo a su café.—Jacinto y Milagros le deben mucho a Tomás, están en deuda con él

porque les salvo de la ruina cuando el banco quiso quitarles todo. Tuvieronuna racha muy mala, gastaban más de lo que ganaban y llegó un momentoen el que se encontraron de deudas hasta el cuello. Tomás las pagó todas.

—Eso no es justificación para que se nieguen a dar comidas a nadie.—No, no lo es —vuelve a suspirar—. Y, aunque no lo creas, Tomás no

es malo.Le dedico tal mirada, que levanta las manos.—Rectifico: Tomás no era malo.—No me interesa lo que le pasó, mamá —me inclino sobre la mesa, ni

siquiera pruebo mi café—, nada justifica tratar a alguien como hicieron ayerTomás, Jacinto y Milagros, o como cuando Tomás echó a Nico de su barsolo por defenderme frente al imbécil de Román. Y, por cierto, haydemasiados imbéciles en un pueblo tan pequeño como es Luengo —giro lacabeza hacia el exterior.

—Román es hijo de Tomás.Aquello me petrifica. La miro, totalmente incrédula.—Parece que es un secreto a voces —añade mi madre, bebiendo más de

su café—. Yo me enteré ayer, me lo dijo Hernán.—Pero... —parpadeo, confusa.—Todo el mundo lo sabe, pero nadie lo reconoce, ni siquiera Tomás —

inhala una bocanada de aire y la expulsa lentamente—. Estaba enamorado

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de Julia, que, por aquel entonces, ya era novia de El Chulo. Cuentan lasmalas lenguas que Tomás no estudió durante su último año para repetir ygraduarse junto a Julia, es un año mayor —se ríe, meneando la cabeza.

—¿Eso es verdad?—Ya sabes lo que dicen de que una mentira encierra una verdad —se

encoge de hombros con delicadeza—, pues lo mismo sucede con losrumores. Y sí, repitió y se graduó con nosotros.

—¿Y qué pasó?—Pues que, en plena fiesta de graduación, el Chulo y Julia rompieron;

llevaban un curso muy malo, y es que Julia se enamoró de Tomás cuando loconoció mejor. Era muy tímido, apenas hablaba y no se relacionaba connadie, excepto lo justo y necesario. Hasta que se acercó un día a ella parapedirle unos apuntes y, como eran vecinos, él empezó a acompañarla a casalos días que su novio no podía, o no quería —hace una mueca—, ha sidosiempre un imbécil y no trataba muy bien a Julia.

—Ahora, Tomás tampoco habla. Bueno, no habla con Nico —soyincapaz de no estar a la defensiva—. Y se relaciona con todo el mundo,menos con él.

Mamá me sonríe con tristeza de nuevo, comprendiendo mi actitud, miresentimiento y mi dolor.

—El Chulo, en pleno baile, le echó en cara a Julia que le habían llegadorumores de que se liaba con Tomás a sus espaldas. Era mentira, pero ella sepuso roja como un tomate y la delataron sus sentimientos. Tomás fue adefenderla y el Chulo y él se pegaron. Julia fue a defender a Tomás y sunovio le gritó delante de todos que habían terminado. La vieron volver a sucasa acompañada de Tomás, horas después —arqueó las cejas—. Al díasiguiente, Manuela fue a hablar con Julia, nadie sabe qué le dijo, pero fue abuscar al Chulo y reanudaron su relación. Dejó de hablarse con Tomás.Nueve meses después, nació Román.

—Eso no prueba nada.No sé por qué salgo ahora en defensa de Tomás, pero es que los rumores

son mi eterna cruz.—Román es igualito que su madre físicamente, pero tiene una mancha

en forma de hoja en el centro de la espalda que es bastante visible por sutamaño.

—Lo sé, le he visto en bañador.

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—Pues Tomás y toda su familia materna tienen la misma mancha,aunque en lugares distintos del cuerpo.

—Y tú no te enteraste de nada de esto porque tuviste tu propio dramaesa misma noche —sonrío sin humor.

Mamá me imita el gesto.—¿Y el Chulo?—Odia a Tomás con toda su alma —entorna la mirada, perdida en el

infinito—. Las malas lenguas también cuentan que Julia volvió con élporque Manuela la amenazó con dejar a Tomás y a su familia en la calle sino lo hacía; trabajaban en el ayuntamiento, bajo las órdenes del alcalde, queno era otro que el padre de Manuela y el Chulo. Desde entonces, ni Julia niTomás han sido los que eran.

—Me lo creo, por todo lo que sé de Manuela. Mamá... —hago unamueca—. Sé algo de ella que nadie más sabe. Nicolás y yo lo sabemos —me corrijo.

Mi madre escucha atentamente lo sucedido la noche que murió Lorenzo.No omito ningún detalle, sé que soy demasiado gráfica, pero no puedoevitarlo porque esa escena me dejó marcada. Jamás olvidaré los pechos deManuela golpeando la cara de un alegre Lorenzo...

—¡Dios mío! —exclama, se tapa la cara y estalla en carcajadas.—Mamá, pobre hombre... —la regaño.—Sí, hija, tienes razón, y que en paz descanse —se calma, pero sigue

sonriendo—, pobre hombre, pero murió muy feliz, ¿no?Nos miramos un segundo y al siguiente rompemos a reír.—Y ahora —me toma de las manos y me las acaricia—, quiero oír lo

que las viejas cotorras no saben de lo que pasó ayer.Suspiro y le cuento la discusión con Nicolás, aunque tardo poco, fue

demasiado breve.—Consuelo lo pasó muy mal cuando Nicolás empezó a hablar —apura

el café y apoya los codos en el borde de la mesa, con los brazos flexionados—. Tardó en hacerlo y repetía sílabas sin pronunciar una palabra del tirón.El médico creía que Nicolás era autista, porque, además, huía del contacto yno sonreía, era bastante retraído, y les mandaron a Madrid a que le hicieranpruebas neurológicas y psicológicas. Las pruebas neurológicas salieronbien, pero un psicólogo le diagnosticó Retraso del lenguaje, y empezó a ir allogopeda, aquí, en el pueblo —su expresión es tranquila, pero grave—.Tenía cuatro años, todavía vivían con los abuelos. Un año después, aún sin

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cambios en Nicolás, Carlos y Consuelo se casaron y los tres se fueron avivir a la que es su casa. Ella se quedó embarazada enseguida y, en cuantonació Fran —sonríe con ternura—, Nicolás, por fin, se lanzó a comunicarse,pero solo con el bebé. Le hablaba sin parar, aunque más bien chapurreaba,se le entendía fatal, era como si fuera otro bebé.

Se le borra la dulzura y continúa:—Los niños pueden ser muy crueles. En la escuela, primero, se reían de

él porque no abría la boca y, cuando lo hizo, se reían de él por no saberhablar, y siempre metiéndose con su madre. Nicolás empezó a tartamudeary, como no podía defenderse con las palabras, lo hacía con los puños. Y enclase, cuando se sentaba delante de un libro y el profesor pedía a cada unode los alumnos que leyera un par de líneas en voz alta, porque ya estabanaprendiendo a hacerlo, Nicolás se ponía tan nervioso que no paraba detartamudear, inventándose palabras que ni siquiera existían —negó con lacabeza—. No avanzaba, iba retrasado en la escuela en cuanto al lenguaje yla comunicación verbal y escrita, y, como le marginaban, también teníaproblemas para socializar —suspira con pesar—, de ahí que el médicocontinuara pensando que era autista, a pesar de que las pruebas fuerannegativas —sus ojos brillan ahora al mirarme—. Un día, Nicolás se rompióla nariz en una pelea, tenía siete años, y el abuelo se hartó. Como el abuelose jactaba de que las palabras escritas eran sus más fieles compañeras —sonrió—, se sentó con el niño y le dijo que leyera una noticia del periódico.Nicolás no tartamudeó con él, pero leía mal las palabras, saltándose letras einventándose palabras. Cuando le pidió que le escribiera el abecedario, sedio cuenta de lo que de verdad sucedía.

—Dislexia —susurro, con el corazón apresado en un puño.Mi madre asiente despacio.—Recuerdo a Consuelo suspirar de alivio cuando el neurólogo les

confirmó las sospechas del abuelo. Lloró de alegría —sonríe con nostalgia—. En el pueblo, la tacharon de loca, creyendo que era una auténtica bruja yque su hijo era el diablo —ladea la cabeza—. Pero ella, con una sonrisa queno le cabía en la cara, le dijo a Nicolás: Eres mi niño de hojalata, el quecreen que carece de corazón, cuando resulta que tiene el más puro detodos.

Me seco las lágrimas que estoy derramando.—Dice... —respiro hondo para calmarme—. Nico dice que no le afecta,

pero sí le afecta, mamá. No les contesta —la rabia me inunda y rechino los

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dientes—. Permite que le traten así, como ayer. Solo vi dolor en sus ojoscuando le exigí que me explicara por qué lo consentía.

—Nines me dijo ayer que, desde que tú has vuelto, han vuelto a tratarmal a Nicolás. Gente mala siempre hay, hija —frunce el ceño—, como elimbécil de Román, y saben pinchar en el momento oportuno. Y lo hacencuando Nicolás está contigo —suaviza la frente y sonríe con tristeza—. ¿Note das cuenta? No importa que tenga treinta y cinco años, cariño, siguesiendo el mismo niño que sacaba los puños para defender a su madre, másque a sí mismo. Y tú eres su Ania —me acaricia la cara—. Si tú estásdelante, jamás se defenderá, porque se pondrá nervioso, tartamudeará ysentirá vergüenza de sí mismo.

—¿Cómo puedes saber todo eso? Tartamudea a veces conmigo cuandose pone nervioso, no siempre, pero...

—Lo sé porque lo he visto, y porque Nicolás se lo gritó a tu padre hacetres años. Llamó a casa, a Madrid, nada más romper vuestra relación.Estabais los dos en Luengo ese fin de semana. Le dijo a tu padre que sabíaperfectamente que no era merecedor de ti, pero que tu padre tampoco, y quenunca nadie iba a amarte tanto como te amaba él, ni siquiera tu padre, y quesolo por eso aceptaba haberte perdido, porque —se emocionó—, y citotextualmente: cuando se ama de verdad, se deja partir a la persona amada, yque si regresabas a él, haría lo imposible para merecerte, aunque tuviera quecortarse la lengua para no avergonzarte.

Me tapo la boca y cierro los ojos. Una presión en el pecho me dificultarespirar.

No tenía ni idea... Nadia me contó que Nicolás había discutido con mipadre, pero no lo que se dijeron, solo que se enfrentó a él por mí.

—Y lo sé —añade mamá—, porque yo estaba también al teléfono,aunque tu padre nunca se enteró de que lo escuché todo —se inclina y metoma de las manos—. Cariño... —me seca las lágrimas que resbalan por mismejillas.

—Pero no puede reprimirse tanto, no es bueno para él. Son malos —aprieto la mandíbula.

—No puedes luchar contra aquellos que se empeñan en guiarse por laoscuridad. En cambio, sí puedes luchar por aquellos que se empeñan enocultar su luz.

Sonrío, porque Nicolás es todo luz.—¿Llamo ya a Hernán? —me pregunta mi madre, sonriendo también.

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—Pero...—Lleva dando vueltas por la calle todo este rato —se ríe—. Sabía que

necesitabas hablar y, en el concesionario, me dijo que te llevara a tomar uncafé, que nos esperaría el tiempo que hiciera falta.

Suelto una carcajada.—Me gusta mucho Hernán, mamá. Nunca te había visto tan feliz.—Nunca había sido tan feliz —se sonroja.Me alegro tanto por ella...—Por cierto, mamá, necesitamos un trabajo —frunzo el ceño—. Mis

ahorros no tardarán en gastarse y tú acabas de fundirte los tuyos —respirohondo, armándome de valor por lo que se me ocurrió ayer—. Y ya sé quépodemos hacer. Es arriesgado, pero...

—De eso mismo quería hablarte también. No eres la única que tiene unaidea.

Nos miramos. Algo hace clic. Y sonreímos, con ilusión, y también conemoción.

El siguiente paso es pedirle permiso al abuelo.

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28(Nicolás)

Estoy deseando que acabe este lunes. Si ya de por sí hablo poco, hoyJosé, Javier y Matilda han alucinado con la cantidad de tiempo que puedopermanecer callado.

Llego a casa después de un largo día, ni siquiera he cenado con mimadre y Carlos porque no me ha dado tiempo. Siendo tres pares de manos,el invernadero va más rápido de lo que creía y, si no me equivoco, estasemana podremos terminarlo, justo antes de que comiencen las fiestas,aunque nos toque echar horas extra y trabajar el sábado y el domingo, perose lo recompensaré a José y a Javier.

Me quito las botas manchadas y la camisa en la entrada, y subo lasescaleras hacia la buhardilla. Voy directo a la ducha, desnudándome amedida que avanzo. Estoy sucio y exhausto. Cierro los ojos y agacho lacabeza, permitiendo que el agua tibia relaje mi cuello y mi espalda. Peromis músculos siguen en tensión cuando me seco con la toalla y me laenrosco en torno a las caderas, porque me he pegado una buena palizatrabajando hoy para intentar borrar los remordimientos, pero ha sido envano. Me he destrozado el cuerpo para nada, porque sigo sintiéndomeculpable por echar a Ania ayer.

Entonces, quito el vaho del espejo de encima del lavabo y su rostro mesobresalta. Me giro y la encuentro en el hueco que debería ser una puerta.

—No me has visto —me dice en voz baja—. Estaba en el jardín,esperándote.

Está ruborizada, muy quieta, no sonríe y sus ojos transmiten miedo.¿Miedo... por nosotros?No. Ni hablar.En dos zancadas, la abrazo por la cintura, me inclino y me apodero de

su boca. Con fuerza. Con todas mis ganas de demostrarle, sin palabras, lomucho que significa para mí que haya venido, cuando yo le pedí que semarchara...

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Ella gime de alivio y juro que ese sonido es el más bonito y excitanteque he oído en mi vida.

Me rodea la nuca, temblando entre mis brazos, pero yo me quejocuando me aprieta y nos detenemos.

—¿Qué te pasa? —se preocupa.—Me duele un poco la espalda —hago una mueca.—Ven —tira de mí con cuidado para llevarme a la cama—. Túmbate

boca abajo. ¿Tienes crema?—No.—Ahora vuelvo —y desaparece por las escaleras, corriendo.Me quito la toalla, me pongo unos calzoncillos limpios y me tumbo,

metiendo los brazos debajo de las almohadas, en el centro de la cama.Apenas cinco minutos después —yo ya estoy casi dormido— se sienta

a horcajadas en mi trasero y vierte crema en mi espalda.—Es lo bueno que tiene que seamos vecinos —se ríe con suavidad—.

¿Preparado?—Depende de para qué —murmuro, entre el sueño y la realidad.En cuanto me toque, sé que voy directo al mundo de la inconsciencia.—Para que mis manos te cuiden un ratito —me susurra al oído.—Moriría por tus manos...Esas mismas manos que tienen el don de la escritura, aunque ahora

estén dormidas, pero se despertarán y ahí estaré yo para ver lo que soncapaces de hacer...

Y cada noche, durante toda la semana, me encuentro a Ania en mijardín. Me acompaña a la buhardilla, espera a que me duche y me masajeala espalda hasta que me duermo.

No hablamos. No volvemos a besarnos. Simplemente, disfrutamos denuestros silencios. Juntos.

Y duerme conmigo a diario...Despertarme envuelto en su aroma a rosas es increíble y no quiero

evitar enterrar mi cara entre sus cabellos cada día y respirar sobre ellos,para que ese aroma me acompañe a trabajar y los días no resulten tan duros,aunque sí interminables porque solo quiero estar con Ania. Me encerraríacon ella en mi habitación y no saldríamos ni siquiera para comer. Duranteaños.

Pero las fiestas comienzan el domingo por la noche y sé que a Ania leencantan. Me envió un audio al móvil para salir esta noche. Además, el

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invernadero, por fin, está terminado. Pienso disfrutar de ella toda la semana.Le contesté al audio diciéndole que se trajera una maleta para no tener quemoverse. Y esa maleta está en un rincón de la buhardilla, maleta que me haprovocado un inmenso regocijo y, por primera vez en una semana, unasonrisa...

Me arreglo con esmero después de ducharme. Elijo una camisa rosa yblanca de rayas finas, unos vaqueros claros y mis zapatillas de El Ganso.Me echo colonia, la de Loewe, la que me regaló y que todavía me duraporque solo la he usado con ella, y me dirijo a la casa del yayo, en cuyojardín han colgado, de un lado a otro, banderitas de todos los colores y conel escudo de Luengo.

—¡Mi chico! —exclama el abuelo, desde la puerta abierta de la cocina—. A ver si convences tú a Clarita. Esta muchacha es más terca que unamula —gruñe, agarrando a la enfermera del brazo, que se ríe por la regañina—. Le he dado vacaciones esta semana para que disfrute de las fiestas y queno se preocupe por mí, pero la muy cabezota dice que no conoce a nadie yque prefiere irse a su casa, cuando sé perfectamente que le encanta lamúsica y bailar, y en las fiestas de Luengo es lo que más abunda. Pero nada—chasquea la lengua—. Podría conocer a algún muchacho, a Roberto, porejemplo, es de buen ver, ¿no? A mí no me gustan los hombres, pero esemuchacho es idéntico a su madre, y su madre es muy bonita.

Sonrío cuando Clarita hace una mueca.Entonces, el yayo la observa con los ojos entrecerrados, pensativo.—¿Estás en el armario? —pregunta, de repente.—¿Cómo? —pronunciamos ella y yo al unísono, sin comprenderle.—Sí —hace un aspaviento—. Que si eres de la otra acera, que si estás

en el armario y no quieres salir porque te da vergüenza —arquea las cejas—. Roberto tiene una hermana que no es tan guapa porque se parece albruto de su padre, pero, para pasar el rato en estas fiestas...

—¡No! —exclama Clarita, retrocediendo.Yo estallo en carcajadas.—Oye —se enfada el abuelo, irguiéndose—, que no pasa nada porque

te gusten las mujeres —sonríe, ladino—, que las mujeres son lo más bonitoque hay en este mundo —levanta la mano—. Y las flores de mi Anita.

La enfermera se echa a reír.—Y no pasa nada, pero, por favor, deje de buscarme a alguien, que me

gusta mi soltería.

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—Quédate, sal con Ania y conmigo —le digo, sonriendo—. Prueba unpar de días, si te aburres, te vas a Salamanca.

Ella se lo piensa y asiente.—Voy a quitarme el uniforme —anuncia, aunque a regañadientes, y sale

de la cocina.—Esta no me engaña —murmura el abuelo en voz baja, inclinado hacia

mí—. Le gusta el imbécil de Pelayo.Parpadeo, incrédulo.—¿Y cómo lo sabes?—Porque soy viejo. Y por encima de mi cadáver permito que esta niña

acabe en las sucias manos de ese que tengo por nieto —su expresión essombría.

—¿Está aquí? —arrugo la frente, mosqueado.—Ha vuelto, sí. Le han visto entrar en el hotel con equipaje, me lo ha

dicho Ben esta mañana —frunce el ceño—. No sé qué pretende eldesgraciado de Cristóbal, pero lo que está claro es que es el mismo rastreroy cobarde de siempre, escondiéndose ahora detrás de su hijo —se frota labarbilla—. Me da pena, aunque no debería.

—¿Quién? —creo que no le he oído bien...—. ¿Cristóbal?—Mi nieto. Me da pena que se deje ningunear y manipular por su padre

—sus ojos se pierden en un punto infinito—. De niño no era así —sonríe,distraído en los recuerdos—. Mi Anita decía que Pelayo era como Tati, muyrisueño y cariñoso.

—Pues yo no le recuerdo así —resoplo, cruzándome de brazos.—Porque Cristóbal enseguida lo pegó a sus piernas y acabó con su luz

—me mira fijamente—. Y a un niño jamás se le ha de apagar la luz, porquesolo le quedará la oscuridad y la oscuridad lo engulle todo sin piedad.

—¡Hola! —nos interrumpe Ania, que, para mi sorpresa, corre hacia míy se cuelga de mi cuello—. ¡Ya han empezado las fiestas! —me besasonoramente en la boca.

La abrazo, sonriendo, olvidándome de inmediato de Pelayo y de supadre. Me encanta verla tan feliz. Y tan bonita como está, con vaquerosajustados con un poco de campana, un jersey azul marino fino y ceñidohasta las caderas y sus bonitas alpargatas. Cómoda y preciosa.

—No se lo has contado todavía —le dice el yayo, sonriendo conorgullo, sacando pecho.

—¿El qué? —quiero saber, extrañado.

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Ella suelta un gritito y se pone a saltar.—Pues que te ha salido un nuevo proyecto, pero solo si quieres, porque

no tiene nada que ver con diseñar exteriores, sino interiores, un local enparticular, en la plaza.

Mis labios se abren, muy sorprendido.—¿Vas a abrir la floristería de tu abuela?—De la abuela —sus ojos brillan y su sonrisa causa estragos en mi

interior—. Mi madre y yo. Y, como le has hecho un maravillosoinvernadero a Matilda, hablaremos con ella para que sea quien nossuministre las flores y las plantas que venderemos —se muerde el labioinferior—. ¿Te gusta?

¿Está de coña? ¿Que si me gusta? Tenía pánico por que llegara un día enel que se marchara, como hizo en Madrid, y que ahora vaya a abrir lafloristería con su madre significa que no va a irse a ninguna parte, porquequiere quedarse, empezar de cero aquí. A mi lado.

La sujeto por la nuca con las dos manos y la beso en la boca,quedándome sordo, porque no me entero de la gran carcajada del yayo. Y labeso con toda la felicidad que siento ahora mismo, que no es poca, todo locontrario, me desborda, joder... Me mareo, trastabillo, ella se ríe y yo laaprieto con fuerza, tanta que se queja. Pero es que estoy... ¡eufórico, joder!

—Contad conmigo para hacer la reforma y lo que queráis —le susurro,incapaz de no embobarme en su maravillosa sonrisa.

—¡Sí! —vuelve a lanzarse a mi cuello y a estamparme un beso en laboca.

Clarita se une a nosotros, ya sin el uniforme y vestida parecida a Ania.Nos despedimos del abuelo y salimos por el jardín.Al terminar el callejón, nos cruzamos con grupos de adolescentes que

corren hacia donde procede el ruido que escuchamos: una orquesta en elcentro de la plaza tocando los míticos pasodobles.

Luengo se ha vestido de luces, colores, arcos y banderitas por cualquierrincón. La Virgen de los Desamparados se engalana con sus mejores ropajesy su trono, en el que recorrerá las calles en su día grande, el viernes queviene, lo han decorado con rosas rojas; ahora se encuentra en la ermita, peromañana habrá una pequeña procesión con la banda de música para llevarla ala iglesia, que se encuentra detrás del ayuntamiento.

Un sinfín de carcajadas, bromas, abrazos efusivos y brindis alegresacompañan la música. Es mi semana favorita porque no soy el Diablo, sino

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uno más que disfruta de las fiestas de su pueblo, y la prueba está en quetodos con los que nos cruzamos nos saludan a los tres, no solo a Ania y aClarita. Es la semana que todos esperamos durante el año y la vivimos conilusión.

Es pronto, son las diez y media de la noche, pero las terrazas, alrededorde la orquesta y por cada espacio libre de la plaza, están a rebosar de gente.Nos acercamos a la barra que Tex ha sacado a la calle, como han hechotambién los otros bares.

—¡Ey! —nos grita, por encima de la música y del revuelo de la gente—.¡Ahora os atiendo!

Nos colocamos en el minúsculo espacio que queda en el extremo de laizquierda de la barra, justo de frente a la orquesta y a las parejas de medianaedad que están bailando los pasodobles.

—¡Qué pasa, tío! —me saluda Tex, palmeándome el hombro—. Tú eresClarita —señala a la enfermera con una sonrisa—, no nos han presentadotodavía, pero te veo por el pueblo. Encantado.

—Igualmente —sonríe y se dan dos besos, inclinándose mi amigo sobrela barra.

—¿Qué os pongo?, ¿cerveza?Asentimos, y nos saca tres tercios de cerveza de la gran nevera portátil

que ha alquilado para las fiestas, detrás de la barra. Los abre y nos lostiende.

—¿Y de comer? —nos pregunta.No hemos cenado, así que pedimos una tapa de patatas bravas y otra de

calamares a la romana. Son grandes, suficientes para los tres, y las haceLola, que es muy buena cocinera.

—Si resulta que la enfermera sabe divertirse al quitarse ese uniforme,que no le hace justicia, por lo que veo... Aunque le falle la compañía —pronuncia una voz masculina demasiado familiar.

Era cuestión de tiempo, pienso al reconocer de inmediato al dueño deaquella voz, pero eso no evita que me quede rígido, y Ania, también.

Ya no lleva bigote, ahora una corta barba ensombrece aún más susemblante. Antes de que se mudaran a Madrid, Pelayo solía ligar mucho,pero era un estirado al que solo le gustaban las pijas del pueblo, aunque leencantaba tenerlas a todas comiendo de su mano. Era un chulo con lasmujeres, y acabo de comprobar que lo sigue siendo, porque sus andares, al

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aproximarse a nosotros, son los de alguien que sabe lo atractivo que es y loconvierte en su poder. Lástima que su interior esté podrido de veneno.

—Lárgate, Pelayo —le exige su hermana.—El abuelo me echó de su casa —sonríe con suficiencia—, pero no es

el dueño de Luengo.—No sé qué haces aquí.Por un momento, se le congela la sonrisa, pero enseguida la ensancha.—Voy a quedarme una temporada —comenta, tranquilo, antes de

llevarse a la boca el botellín de cerveza que está bebiendo—. Estoy en elhotel, pero he quedado mañana con Román para que me alquile una casaque tiene cerca de la piscina.

—¿En serio? —se ríe sin una pizca de humor—. ¿Y a tu prometida le vaa gustar que su futuro marido se pierda en un pueblo enano antes de laboda? ¿Y papá?, ¿te ha echado de la oficina y por eso estás aquí?

La sonrisa de Pelayo se tambalea otra vez.—Nos veremos por aquí —mira a Clarita y levanta el botellín en un

brindis, mientras analiza a la enfermera de los pies a la cabeza—. Escondesmucho debajo de ese uniforme, quizás deberíamos escaparnos luego paraque me enseñes más —le guiña un ojo.

Ella enarca una ceja y, para asombro de todos, incluido él, suelta unacarcajada.

—Qué pena que todo lo que tienes de... —se detiene para contemplarlede los pies a la cabeza, lentamente adrede— bueno, lo pierdas en cuantoabres esa bocaza —alza su tercio en otro brindis y le guiña un ojo.

Ania y yo nos miramos, entre alucinados y divertidos por la expresiónde estupefacción de Pelayo.

—No creo que a mi abuelo le guste tu lengua —sentencia, dedicándoleuna fría sonrisa.

—¿Tu abuelo?, ¿ese mismo hombre que te echó de su casa y te prohibióque volvieras porque eres un gusano con patas? —se ríe abiertamente—.¡Venga ya, machoman! Estará encantado cuando se lo cuente yo misma —yseñala, detrás de él, a una morena que está embobada en Pelayo yesperándole—. No pierdas más tiempo conmigo, no sea que tu prometida seponga celosa —acorta la distancia con él, irguiéndose con naturalidad y unaseguridad aplastante—. Ah, no, que tu prometida está en Madrid... —retrocede y le sonríe con satisfacción—. ¿Le doy recuerdos a tu abuelo detu parte?

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Pelayo gruñe y se acerca a ella, con clara intención de intimidarla, peroClarita se ríe más, negando con la cabeza.

—Tú y yo no hemos acabado —y se gira para largarse al fin.—Ni siquiera hemos empezado, machoman.Él para un segundo y se marcha.Ania y yo estallamos en carcajadas.—Vaya con Clarita... —murmuro, sonriendo—. Pequeña, pero matona.Ella nos guiña un ojo y brindamos por la patada en el trasero que le ha

dado al chulo de Pelayo.Cenamos las tapas, charlando, y pasada la medianoche la música de la

orquesta cambia a pop español de los años noventa. Ania y Clarita se van abailar al centro de la plaza, junto a más jóvenes del pueblo, y yo me sientoen un taburete.

—¡Ey, tío! —me saluda Jacobo, acercándose.Me incorporo y nos estrechamos la mano. Se pide una copa.—El invernadero ha quedado de puta madre —me obsequia, con una

gran sonrisa—. ¿No necesitarás un ayudante, por casualidad? Me estágustando el pueblo.

Me lo está preguntando en serio.Esta semana, Jaco —como le gusta que le llamen— ha echado sus dos

manos en la obra y ha ayudado incluso más que Javier y José. Matilda, estatarde, se lo comía a besos por la cara, repitiendo sin cesar lo buenmuchacho que es su hijo.

—La verdad es que nunca me lo he planteado —le soy sincero, y mequedo pensando—. Es cierto que hay varios proyectos que no aceptoporque no tengo tiempo, y prefiero disfrutar de poco que matarme y nopoder respirar. De momento me ha ido bien. Pero —arrugo la frente—,¿sabes algo de diseño de exteriores?

—No se me da mal el trato con el cliente, me gusta hablar, lo sabes —seríe—, y no me importa pringarme las manos como esta semana —se encogede hombros, despreocupado—. Mi hermano Jerónimo me echó de laempresa, sé que también lo sabes —su sonrisa tranquila no desaparece—,pero es que es muy complicado trabajar con él, y preferí hacer el papel devago, que discutir y salir mal con mi hermano.

—Siempre hay dos versiones de una misma historia.Él asiente, sonriendo ahora con tristeza.

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Qué curioso, ¿verdad? La capacidad que tenemos las personas de juzgarsin conocer, sin escuchar y sin dar el beneficio de la duda, por culpa de lasapariencias. Y las apariencias engañan, que me lo digan a mí... Y a Jacobo.

—Déjame que lo piense —le pido, con toda la intención de valorar tenerun ayudante, y Jaco es buena gente.

Brindamos y nos unimos a las chicas. Ania me rodea el cuello con losbrazos, de puntillas, sonríe y me besa en la boca, delante de todo el mundo,pero el mundo desaparece al instante, dejándonos llevar, prometiéndonoslos besos y caricias que nos debemos desde hace una semana...

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29(Ania)

Es viernes. Son las ocho de la tarde. Hace un ratito que Nicolás y yo nosdespertamos, aunque seguimos remoloneando en la cama, recordando lanoche anterior. Tenemos el sueño cambiado, pero es que así son las fiestasde un pueblo, y nos encanta, es como si esta semana se hubiera congeladoen el tiempo, como si no existieran enemigos entre las gentes, no hayproblemas ni malas contestaciones, y todos somos felices, unidos por unúnico motivo: que Luengo brille como se merece.

Cenamos a diario en el bar de Tex, disfrutamos de música, baile ycharlas hasta el amanecer, con Jacobo y Clarita sobre todo —estos dosresultaron ser dos personas increíbles, divertidas y parece que se conocende toda la vida por la confianza que comparten desde el principio—. Jacono siempre está con nosotros, hay ratos que está con Pelayo y Román.

Y Clarita... Creo que ha ligado con alguien, y también creo que esealguien es Roberto, con el que la quería ennoviar el abuelo; habla muchocon él y luego ella se suele ir a dormir sobre las cinco de la madrugada,antes que Nico y yo, pero, pero, pero... Ayer nos dijo el yayo que Claritasuele llegar a casa pasadas las ocho de la mañana... Interesante, ¿verdad?Pienso averiguarlo. Se ha convertido en una amiga, no es solo la enfermeradel abuelo, y se siente bien tener amigas, en especial echando tanto demenos a Nadia.

También nos tomamos alguna copa con la peña de mi madre. Sí, mamátiene una peña... ¡Es genial! Estoy alucinada del cambio tan grande queestoy viendo en ella, es como si estuviera disfrutando de una segundajuventud, pero, en realidad, es su única juventud, porque enseguida seencerró en su matrimonio y dejó de vivir.

Hernán posee un corral vacío en plena plaza, pegado a la casa de lasviejas cotorras. Quiere adecentarlo para plantar un huerto, ha sido siempresu sueño, me lo contó el otro día, y decidió que lo podían utilizar en lasfiestas como una peña, así que Matilda, Josué, Nines —cuando puede

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escaparse—, Consuelo, Carlos, mamá y él se juntan para cenar y hacer supropio botellón, con la música de las orquestas de fondo.

Cuando termina la música, nos tomamos churros con chocolate en lachurrería que hay enfrente de la iglesia, como el resto de los queaguantamos hasta el amanecer. Nos vamos a casa a dormir un rato y nosdespertamos para ir con el yayo a comer en la plaza, los tres, pues elayuntamiento ofrece cada día un plato diferente como almuerzo, y en lasterrazas te regalan una tapa individual por cada consumición que pagues.Luego, volvemos a casa a dormir, hasta que nos despertamos paraarreglarnos para una nueva noche de fiestas.

Estamos agotados, pero no nos importa, incluso ya empezamos a sentirpena porque se están acabando. Mañana es la noche de San Juan, el últimodía de las fiestas.

—Vamos, dormilona —me susurra Nico, en mi pelo—, que hoycenamos en casa del yayo, y ya llegamos tarde —suspira, haciéndomecosquillas en la nuca—, aunque estoy cansado y no me movería de la camacontigo... —me aprieta por la cintura y me besa el cuello.

Estoy de espaldas a él y sonrío con travesura.—Así que estás cansado... ¿tanto como para no ducharte conmigo?De pronto, Nicolás lanza las sábanas a los pies de la cama y comienza a

desnudarme a tirones. Yo no puedo evitarlo y estallo en carcajadas.—¿Tanta prisa tienes ahora?Se quita los calzoncillos, me alza en brazos y...—¡Sorpresa! —gritan dos voces desde la escalera.—Joder... —gruñe Nico, dejándonos caer en el colchón—. Vaya fin de

semana de interrupciones nos espera...—No te quejes —me ruborizo—, que vaya semana llevamos de...Me besa, con la boca abierta los dos, devorándome... Mi cuerpo arde en

llamas en un segundo y, de repente, sus manos están por cada centímetro demi piel y las mías, por cada centímetro de sus músculos.

Y se detiene de golpe, arrancándome un lamento entrecortado.—Baja, o el gilipollas de mi hermano subirá. Mientras —se levanta,

arrastrando sus manos por mi cuerpo, incendiándome más, y comiéndomecon sus ojos oscuros que me estremecen hasta lo inimaginable—, me duchoy me arreglo.

Suspiro con resignación. No quiero salir de la cama, ni moverme dedonde estoy, estar debajo de mi diablo es el mejor lugar del mundo...

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Pero tiene razón, así que me pongo de nuevo el pijama y salgodisparada hacia abajo.

—¡Hola! —exclamamos Nadia y yo al unísono, abrazándonos confuerza.

¡Han podido venir!—Llegáis en los dos mejores días, hoy y mañana —le digo a mi amiga,

con una gran sonrisa las dos—. ¿Y tu trabajo?—Terminé el reportaje preboda esta mañana.Se ha puesto una de sus largas faldas, la roja plisada, una camiseta con

hombreras y sus eternas Vans. Está maquillada y muy guapa, lista para salir.Él ha optado por unos vaqueros oscuros y una camisa por dentro, su clásicaindumentaria, aunque sujeta en la mano una americana azul, que se colocaen este momento.

—Vamos a casa de mis padres, nos están esperando —me explica Fran,abriendo la puerta principal—, ¿nos vemos luego en la plaza?

Asiento y se marchan, dejando las maletas en el recibidor.Media hora después, Nicolás y yo salimos por su jardín hacia la casa del

abuelo. Me parece escuchar un suave tintineo de fondo.Y, en cuanto pisamos el porche, freno en seco al reconocer a la mujer

que cruza la puerta de la cocina con un vaso de agua con hielos. Su vestidoblanco con vuelo es muy elegante, sus sandalias de alto tacón, preciosas, ysus largos cabellos castaños, brillantes y abundantes, y no me sorprendeporque Cayetana siempre va perfecta, hasta para ir a comprar el pan, si locomprase ella, claro, porque manda a una de las tres doncellas internas quetiene en su casa. Físicamente es una mezcla exacta de mis padres.

¿Qué demonios hace aquí?—Cuánto tiempo, Nicolás —le saluda mi hermana, sonriendo, aunque

se nota de lejos que es pura falsedad.—No el suficiente —murmura él, pero solo le oigo yo.Esto sí que me sorprende. Cayetana y Nicolás son de la misma edad y

estudiaron juntos en el colegio. Sé que no se llevaban especialmente bien,pero tampoco mal. Está claro que estaba equivocada.

—¿No me das un beso, Ana?Me acerco despacio y nos besamos en las mejillas.—Te cortaste el pelo —afirma, antes de dar un sorbo a su bebida—. Te

queda mejor que cuando lo llevabas largo. Ahora no pareces tan niña —avanza hacia la mesa de hierro blanco, que ya está preparada para la cena, y

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se sienta en la presidencia, la silla enfrente de la del yayo. Cruza las piernascon deliberada lentitud y sonríe—. Te preguntarás qué hago aquí.

Nico se disculpa y se mete en el interior de la casa en busca del abuelo,quedándonos ella y yo a solas. Yo me cruzo de brazos, de pie.

—He venido por mamá —continúa, apoyando con cuidado el vaso en lamesa, porque es muy delicada con todo—. Tú no me devuelves las llamadasy mamá no entra en razón por teléfono. Y me quedo hasta que me ayudes aconvencerla y volvamos ella y yo a Madrid. A ti, te doy por perdida —haceun ademán, como si yo fuera insignificante.

—No vas a convencer a mamá de nada. Vamos a abrir la floristería de laabuela y...

—¿Una floristería? —suelta una carcajada, dando una palmada—. ¿Meestás tomando el pelo? —se incorpora y despliega los brazos en cruz,abarcando el espacio—. Estamos en Luengo, ¿qué clase de futuro creéis quetendréis en un pueblo como este? Y con el abuelo tan mayor, que va a durarpoco para manteneros y, que yo sepa, no es rico —chasquea la lengua, sinperder la sonrisa—. Esto es peor de lo que me imaginaba... ¿Estos pajaritoste los ha metido Nicolás en la cabeza, o el amante de mamá?

—No te metas con Hernán —frunzo el ceño—. No tienes ni idea denada, o sí la tienes, pero no has movido un dedo porque papá es tu favorito,siempre lo ha sido —empiezo a perder la paciencia, que es lo que me pasasiempre con mi hermana.

—Por supuesto que no —se le borra ya la alegría y también se cruza debrazos—. Es mi madre también, no solo la tuya —me dedica una miradahostil—. Solo quiero que recapacite, papá lo está pasando fatal y...

—¿Cuánto tiempo? —la corto, inclinándome hacia ella—, ¿menos deun mes?, ¿ese es el tiempo que papá lo lleva pasando mal? ¿Y qué pasa conmamá, que ha estado treinta y cinco años siendo una infeliz?

—Pues que hubiera cortado por lo sano hace treinta y cinco años, Ana,pero te recuerdo que tuvieron dos hijos más, muy infeliz no sería, ¿no teparece? —ladea la cabeza—. Y niégalo todas las veces que quieras, peromamá se está comportando como una inmadura, porque largarse de casa yabandonar a su marido solo porque a su hija pequeña le ha dado por noacabar otra cosa más en su lista infinita de fracasos —entrecierra los ojos—no es actuar con madurez, y tampoco es darle un buen ejemplo a esa hija.

—¿Perdona? —imito su gesto—. No me fui porque hubiera fracasado.—¡Venga ya, Ana! No terminas nada de lo que empiezas.

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—Me explotaban en ese trabajo y mi jefe era un cerdo de mierda,Cayetana. ¿Sabías que se apostó con Pelayo mil euros a que lograbaacostarse conmigo y, como yo le rechacé, decidió joderme la vida porquePelayo se lo dijo?

La expresión de mi hermana no varía, de hecho, ni se inmuta.—Lo sabías... —afirmo, incrédula, hasta retrocedo un par de pasos.—Pelayo es un niño, que abre la boca como un pajarito sin que haga

falta preguntarle. Lo supe cuando pasó.—¿Y no se te ocurrió venir a contármelo?—¿Con lo bien que nos llevamos, Ana? —arquea las cejas y suelta una

risa sin humor—. Que solo me llamas para hablar con los niños, y porqueson pequeños y no tienen móvil, si no, les llamarías directamente a ellos.

Me ruborizo. Tiene razón, pero es que nunca he sabido de qué hablarcon ella. No nos parecemos en nada, ni siquiera pensamos igual, comotampoco tenemos nada en común.

—Y no tengo ninguna lista de fracasos —niego, más calmada. Me giro,ofreciéndole mi perfil, con los ojos fijos en la ventana de mi habitación.

—No has terminado nada en tu vida —su tono es de desprecio—. ¿Yesa novela que empezaste? ¿Y el blog que abriste cuando estabasestudiando la carrera para ir escribiendo algo semanalmente? ¿Y el curso defrancés? ¿Y el de alemán? Y tu trabajo en el periódico también, porque, pormucho que te explotaran, lo has dejado para venirte a casa del abuelo a vivirla vida, porque no estás haciendo nada. Y la floristería será otra cosa quetampoco terminarás, porque te conozco. Lo abandonas todo, Ana, porquenada te importa lo suficiente como para luchar por ello hasta el final. Y esoes porque siempre has sido una consentida de mamá, y porque papá siemprete salva de todo. ¡Que le dio dinero a tu jefe para que te readmitiera y tú note presentaste y él perdió ese dinero, joder!

—¡Basta! —le grito. Me ha provocado, ha metido el dedo en la herida ylo está retorciendo—. ¡A los cursos de francés y de alemán me apuntéporque papá me obligó, y no se me daban bien, me sentía una idiota enclase!

—Eso no es excusa para dejarlos a medias. Si empiezas algo, loterminas, se llama madurar. ¿Y la novela y el blog?, ¿qué excusa tienes paraeso? Porque te encanta escribir, ¿no? Eso no fue una imposición de papá.

—El blog lo aparqué porque no me dejaba tiempo para escribir lanovela —hago una mueca—. Eso no es fracasar, si solo tenía cinco visitas

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diarias...—Una novela que tampoco terminaste.—Eso no lo sabes —desvío los ojos y alzo el mentón.Ella se ríe, divertida por mi reacción.—¿La acabaste o no? —me pregunta, ahora serena.No contesto.—¿Y tu relación con Nicolás?—¿Qué sabes tú de eso?—¡Te pilló papá con él, por el amor de Dios! —alza los brazos.—Llevábamos nuestra relación en secreto y nos veíamos en Luengo.

Llevas muchos años sin pisar el pueblo.—Y sigue igual que siempre —suspira con dramatismo—. Que tú no te

lleves bien con papá no significa que con Pelayo o conmigo suceda lomismo, porque no es así. Se llama hablar —arquea las cejas—, pero tú nosabes qué es eso porque nunca has hablado con ninguno de nosotros. Pasasde la familia, Ana, y sin motivos, pero nosotros de ti, no, aunque te cuestecreerlo. Otra cosa bien distinta es que hace tiempo tirásemos la toallacontigo y te diéramos lo que querías: alejarte de todos nosotros.

—Se llama madurar, se llama hablar... —me harté—. ¿De verdad tecrees todo lo que sueltas por la boca, Cayetana? ¿Me habéis preguntadoalguna vez por qué nunca me he sentido a gusto con vosotros?, ¿por quépaso de la familia, supuestamente, sin motivos? Cada vez que nos juntamos,resulta que mi profesión es una mierda con un sueldo de mierda, así quemejor me callo y no hablo del tema porque no merece la pena —enumerocon los dedos mientras hablo—; o que mi vida sentimental es un fracasoporque a mis casi treinta años no tengo un novio respetable, así que mejorme callo y empiezo a fijarme más en Cayetana, según papá, porque ella esel ejemplo que tengo que seguir; o que las cosas que me encantan, comoleer y escribir novela romántica, son de personas con la cabeza llena depajaritos, sin los pies sobre la tierra, así que mejor me callo; o que me vistocomo una adolescente sin gusto, así que mejor me callo y empiezo a imitara Cayetana, también según papá, porque ella sí sabe cómo vestirse, y es queotro estilo contrario al de mi hermana es horrible; o que sea tu cumpleaños,el de papá, el de Pelayo o el de tus hijos y siempre —rechino los dientes—,absolutamente siempre, tengo que escuchar que cómo os regalo algo así,que no tengo ni idea, que la próxima vez mejor no os compre nada, pero unsolo año no os regalé nada porque me independicé y no me daba el dinero

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para nada porque el alquiler era muy alto, y todavía me seguís recordandoque ese año no os regalé nada.

Tengo que parar porque el dolor me entrecorta la respiración duranteunos segundos.

—¡Dime qué comparto y de qué hablo, si nada de lo que hago o digo eslo suficientemente bueno para vosotros! —necesito respirar hondo—. ¡Puesclaro que me alejo, Cayetana, porque no puedo ser feliz con personas comovosotros, a los que, encima, solo os preocupa lo material y las apariencias!¡Y estoy convencida de que a mamá siempre le ha pasado lo mismo que amí, porque hace años que no abre la boca! ¿Y sabes qué es lo peor de todo?¡Que ninguno de sus hijos, esos a los que ha dado la vida, han sido capacesde verlo, joder!

Silencio.Me seco las lágrimas a manotazos, que he derramado sin darme cuenta.

No la miro, no soy capaz de hacerlo. No me siento nada bien por haberdicho lo que acabo de decir. Eso de desahogarse está sobrevalorado, elproblema continúa ahí, y años de distancia no se van a solucionar soloporque me haya atrevido a decir de una buena vez cómo me he sentidosiempre. Además, la culpable no es Cayetana.

—No entiendo por qué defiendes a papá —añado, con la voz ronca porlos gritos— y por qué me culpas a mí de su separación, cuando la culpa esde él. ¿Has visto a mamá? ¿Te has dado cuenta de lo guapa que está? ¡Teníala talla treinta y seis cuando llegó aquí, joder, Cayetana, que eres médico!

Ella se pellizca el puente de la nariz.—Puede que sea demasiado para una mujer de su edad, tienes razón. Y

todavía no la he visto, acabo de llegar, pero mamá siempre ha sido muyguapa.

—Pues espero que te comas tus palabras cuando la veas, porque no lavas a reconocer.

—Tiene un amante, Ana —resopla sin delicadeza—. El sexo es muybeneficioso para todo. Mírate a ti, por ejemplo —me señala con la mano—,te brilla el pelo y seguro que tienes la piel como el culito de un bebé, lonoto desde aquí sin ni siquiera tocarte.

Me quedo boquiabierta. Y sonrojada, porque esta semana, con Nicolás,en la cama, a diario, y más de una vez, ha sido...

—Os habéis equivocado las dos —insiste Cayetana, chasqueando lalengua, con las manos en la cintura—. En lugar de enfrentar el problema, en

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lugar de sentarte a hablar con papá y gritarle a él todo lo que me has gritadoa mí, has huido al pueblo tras haber apagado el móvil —frunce el ceño—.Eso no es maduro, digas lo que digas. Y mamá ni siquiera discutió con él, ledijo que se separaban, hizo las maletas y huyó contigo. Y la realidad es quemamá está viviendo bajo el techo de su padre y acostándose con un amante,porque sigue casada con papá. Y tú, que se supone que tu sueño es escribirnovelas románticas, vas a abrir una floristería con ella. Venga ya, Ana...

—Y dale molino... —ahora soy yo la que resopla—. Mira, Cayetana,déjalo. No nos vamos a poner de acuerdo. Es imposible. No ves nada.

—¡Tú tampoco! —exclama, señalándome.—Basta ya —zanja mamá, que surge en el jardín con una expresión de

seriedad.Cayetana parpadea al fijarse en ella.—¿Ha cambiado o no? —le pregunto a mi hermana, sonriendo.—Estás increíble, mamá —musita Cayetana, acercándose a ella.Mi madre le sonríe con cariño y la abraza. Lleva ese vestido largo que

tan bien le sienta. Y se ha pintado los labios.—Nicolás y el abuelo están en la plaza —me cuenta mamá—, se fueron

en cuanto empezasteis a gritaros. Dice Nicolás que le llames cuandoterminéis —nos observa a las dos con la frente arrugada—. Y ahora, aquíestoy, ponedme al día, pero sin discutir, por favor.

—Que aquí tu hija pequeña le tiene envidia a tu hija mayor —contestaCayetana, con el mentón alzado—. Aunque no sé por qué me sorprende,Nicolás es la prueba.

—¿Que yo te tengo envidia? —pronuncio, boquiabierta—. ¿Es laconclusión a la que has llegado? —me río—. Alucino...

Confirmado: no sirve de nada desahogarse.Espera...—¿Qué has querido decir con eso de que Nicolás es la prueba de que te

tengo envidia?Cayetana abre la boca para replicarme, pero la cierra enseguida y me

observa con atención.Y, de pronto, mi corazón me explota en el pecho.—Te acostaste con Nico...Mi hermana, finalmente, suspira con resignación y confiesa:—Creía que lo sabías, pero está claro que Nicolás no cumplió con lo

que me dijo. Solo fue una vez, y hace bastante tiempo. No le des

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importancia.¿Que no le dé importancia?

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30(Nicolás)

Entro en casa dando un portazo. Son las dos de la madrugada y todavíano sé nada de Ania. La he llamado varias veces y le he dejado un par demensajes, pero no me ha contestado, ni me ha cogido el teléfono. Y,sinceramente, no me atrevo a acercarme a casa del yayo, es un asuntofamiliar. Me hubiera encantado estar con ella, pero esa discusión con suhermana, todo lo que le gritó, como me dijo el abuelo nada más irnos: yaera hora... Y tenía que hacerlo sola. No me gustó nada escucharla llorar,quise mandar a la mierda a Cayetana y llevarme a Ania muy lejos de allí,pero no podía. Ella necesitaba soltar su dolor.

Para colmo, ha empezado a llover hace un ratito, con truenos incluidos,de repente, aunque en Luengo sucede bastante a menudo que, de pronto,sorprenda una tormenta. Fran y Nadia se han quedado en el bar de Tex, enel interior, pues las terrazas las han recogido y la orquesta se ha cancelado.

En cuanto enciendo la luz... Ahí está. En el jardín. Empapándose.Quieta.

Corro a la cristalera y la sujeto del brazo para que se meta en el salón,pero se suelta con brusquedad. La observo, sorprendido, y me fijo en queestá enfadada.

Muy enfadada.—¿Mi hermana? —me grita, con las manos cerradas en dos puños—.

¿Tuviste que acostarte con ella? ¿Que no eran suficientes todas las demás,que no fueron pocas, joder? ¿Mi hermana, Nico?, ¿en serio?

Nos estamos empapando los dos. Las nubes no dejan de crujir ydescargar agua en abundancia, el césped está encharcado. Pero nada de esoimporta, solo lo cerca que está de mí, pero lo lejos que se encuentra. Y no losoporto. Sé que debí habérselo contado, pero se trata, precisamente, deCayetana.

—Fue hace bastante tiempo, Ania, no...—¿Ah, sí? ¿Bastante tiempo para vosotros son seis años? ¡Que ya

estaba casada y con hijos!

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Aquella noche de San Juan en la que vi a Ania de la mano de su novio,Jota —jamás olvidaré ese nombre—, frente a la hoguera, fue cuandoempecé a darme cuenta de que sentía más que protección hacia ella. Odiélos celos que me invadieron, quería ser el único que la tomase de la mano...Y me emborraché. Y Cayetana estaba también borracha. Apareció ese finde semana en el pueblo después de mucho tiempo sin venir. Había tenidouna discusión muy fuerte con su marido, no me contó más. Una cosa llevó ala otra y acabamos acostándonos en mi coche, en uno de los caminos dealrededor del pueblo. Fue un recuerdo para olvidar. De hecho, tengoráfagas de aquella noche, solo recuerdo con nitidez la mano de Aniaentrelazada con la de Jota.

—¿Por qué no me lo dijiste, maldita sea? ¡Has tenido que reírte muchode mí! —está llorando, aunque no se le nota con la lluvia, pero conozco dememoria cada una de sus expresiones—. ¡Un montón de veces medesahogué contigo diciéndote que ojalá yo fuera ella para que mi padreestuviera orgulloso de mí! ¡Un montón de veces te dije que me sentía muypequeña a su lado, pero que, aun así, la admiraba más que a nadie por todolo que había logrado por sí misma! ¡Un montón de veces te conté lo malque me sentía porque quería acercarme a ella, pero que no sabía quéofrecerle a alguien tan perfecto, siendo yo tan poca cosa!

—¿Y qué querías que te dijera, Ania? —estallo, gesticulando, furiosoconmigo mismo por haberme acostado con Cayetana, y rabioso conCayetana por haberle hecho daño a su hermana—, ¿que me había acostadocon tu hermana, esa a la que tanto admiras, en vano porque tiene una vidade mentira y es más infeliz que tu padre? ¡Y jamás me reiría de ti! —elpecho me arde por el simple hecho de que crea algo así de mí—. ¡Nosignificó nada! —acorto la distancia y la sujeto de los brazos—. ¡Nada,Ania! ¡Siempre la rechacé porque fue un error y...!

—¿Cómo? —se queda rígida—. ¿Siempre la rechazaste? —empalidecey retrocede.

Frunzo el ceño y lo entiendo todo.—Claro... —respiro hondo y me cruzo de brazos—. Solo te ha dicho lo

que pasó la noche de San Juan. No te ha contado que estuvo mesespresentándose en mi trabajo todas las semanas para quedar conmigo, aescondidas de su marido, obviamente. Tampoco te ha contado que, cuandotu padre nos pilló a ti y a mí, ella volvió a presentarse en mi trabajo paraamenazarme con decirte que nos habíamos acostado si yo no rompía

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contigo, porque tu padre no quería que me relacionase con tu familia y ellaquería lo que quería tu padre.

Los dos respiramos con fuerza y de manera irregular.—¿Y qué le dijiste tú? —me pide, en un hilo de voz, temblando.—Que hablaría contigo, pero que no romperíamos a no ser que tú

quisieras.—Pero no hablaste conmigo —se cruza de brazos y gira la cara.—Me dio... —trago saliva y respiro hondo de nuevo—, pánico... Ania...

—me vuelvo a trabar. Me muerdo la lengua—. Por favor... No... No...¡Joder! —suelto un grito, agobiado porque, de repente, no puedo hablarbien.

No, de repente, no... Es por ella. Solo la he visto una vez con estaactitud de negación y dolor. Hace tres años.

Pasamos tanto tiempo callados, que comienzo a asfixiarme.—Necesito procesar todo esto —dice, al fin, caminando hacia la puerta

del jardín.—Ania...La sigo y la agarro del brazo, con un miedo atroz de que me abandone,

no soy nada sin ella, joder, ¡y me importa una puta mierda parecerdesesperado o un calzonazos! ¡La amo!

—Por favor... procésalo conmigo... —ya ni me molesto en intentarcalmarme, ¿para qué?

—Es mi hermana con la que te has acostado y me lo has ocultado —seaparta, de un tirón, y me observa con un agudo tormento cruzando susemblante—. ¿Cómo te sentiste cuando te enteraste de lo que intentó hacermi jefe?

Mi cara contesta por mí. Y el gruñido que se me escapa.—Y lo de mi jefe fue un intento —añade y se va.Me quedo tanto tiempo aquí parado, que me entero de que mi hermano

y Nadia ya están en casa porque él me toca el hombro.—¿Nico?Me giro, le ignoro y me retiro a la buhardilla.Ni siquiera la ducha de agua caliente logra calmar un poco mi angustia.No duermo nada. No cierro los ojos. Paso el resto de la noche

contemplando la tormenta a través de la ventana, tumbado en la cama,abrazando la almohada de Ania contra el pecho, inhalando sin cesar suaroma a rosas.

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Y la tormenta no amaina a la mañana siguiente.—¿Se puede? —pregunta Nadia desde las escaleras, sin atreverse a

avanzar.No sé ni qué hora es, pero hace bastante que amaneció.—Espero que estés presentable —insiste, riéndose con suavidad.Estoy en calzoncillos y camiseta, y no me muevo, continúo con los ojos

clavados en la ventana.—Han cancelado el último día de las fiestas, nos ha llamado Carlos para

avisarnos, aunque no es de extrañar con el mal tiempo que hace —se sientaen el borde del colchón—. Te hemos guardado pasta con tomate y queso,¿quieres que te la suba?

Silencio.—Son mis primeras fiestas en Luengo y cae esta tormenta —se ríe de

nuevo con suavidad.Silencio.—¿Sabes? Cuando era una niña, me daban miedo las tormentas. Mi

hermano pequeño, Marco, se metía conmigo y me llamaba miedica hastahacerme llorar, era un pequeño demonio —emite una carcajada—, pero mihermano mayor, Bruno, algunas veces venía a mi cuarto a abrazarme. Unanoche, me dijo que no me preocupara porque, después de la tormenta,siempre brillaba el sol, aunque la tormenta durase mucho, pero que nuncaperdiera la esperanza porque el sol estaba ahí, escondido. Yo le preguntéque por qué se escondía el sol, con lo bonito que era, y él me respondió queel sol era como el amor: acaricia hasta abrasar, resplandece cuando es felizy se oculta cuando le hacen daño. Entonces le pregunté otra vez: ¿y por quésale después de sufrir? No lo entendía. Bruno me contestó: porque el amor,cuando es auténtico, como el sol, siempre perdona.

La miro y la encuentro con los ojos anegados en lágrimas, perosonriendo.

—Murió hace diez años —me aclara, en un susurro—, de leucemia.Luchó durante años para vencerla, prácticamente nació con ella, y nuncadejó de sonreír, ni de amar, ni de perdonar... —ahoga un sollozo—. Ni devivir.

Me incorporo de inmediato, sentándome a su lado, y la tomo de lasmanos.

—Éramos mellizos —suspira—, nació cinco minutos antes que yo —permanece unos segundos callada—. Por eso, quizás, soy tan espontánea, o

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directa, como quieras llamarme —se encoge de hombros—. Prefiero vivirel día a día como si fuera el último, porque no sabes qué te puede pasarmañana; eso me lo enseñó Bruno.

Suspiramos los dos.—No sé qué os ha pasado a Ana y a ti —mira hacia la ventana y sonríe

—, pero mi hermano tenía razón: el sol siempre vuelve a brillar —meaprieta las manos y se marcha.

Dirijo mis ojos hacia el cristal. Continúa lloviendo, pero un rayo de solse cuela entre las nubes.

Y no dudo. Me pongo los vaqueros que dejé tirados en el suelo anoche yme calzo las zapatillas, sin calcetines, ni me planteo buscar un jersey, nopuedo perder más tiempo. Bajo las escaleras a saltos y corro hacia el jardíndel abuelo. Me planto delante de la ventana de Ania. La persiana estásubida y ella se encuentra tumbada en la cama, hecha un ovillo. Toco elcristal y espero, con el corazón galopando contra el pecho.

Ella se sobresalta, se arrodilla y abre la ventana. Tiene los ojos y la narizhinchados y enrojecidos, y está más pálida de lo normal. Su expresión esuna mezcla de tristeza y sorpresa por verme ahí plantado, empapándomecon la suave, pero persistente lluvia.

—Sé que no lo entenderás —empiezo, con las manos cerradas en dospuños, clavándome las uñas en las palmas de los nervios que me invaden,pero no me trabo, y sé que tampoco lo haré mientras le diga lo que necesitodecirle—. Yo tampoco lo entendería en tu situación, porque los celos mematan cuando pienso en que hubo otro en tu vida, no solo yo —suspiro yme sincero—. Esa noche, cuando te vi frente a la hoguera, de la mano deJota, me di cuenta de que estaba enamorado de ti. No quise aceptarlo, menegaba a creerlo, eras demasiado buena para mí. Tienes un montón dedefectos, Ania, pero te juro que eres perfecta tal y como eres. Siempre hassido perfecta, y yo siempre he estado lleno de miedos e inseguridades pormi tartamudez y mi dislexia. Por eso, tardé dos años, desde aquella noche,en armarme de valor y presentarme en tu puerta, aunque seguía pensandoque no te merecía, porque yo era el diablo y tú, el hada.

Me pica la garganta y necesito parar unos segundos, sin apartar ningunola mirada del otro. Y continúo:

—Me fui al bar de Tex y me emborraché, en la barra, soportando suinterrogatorio, que no contesté, pero porque ni siquiera comprendía missentimientos, no sabía qué decirle, solo sabía que estaba perdido. Y

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apareció tu hermana, borracha. Se sentó a mi lado y empezó a despotricarde su marido, que le había pillado tirándose a su amante en el despacho, leinsultó y acabó llorando. Yo bastante tenía con lo mío, pero era tu hermana,no podía dejarla ahí tirada, así que la llevé a casa del yayo. Y me besó —meruborizo—. Me dijo que por favor le hiciera olvidar lo infeliz que eradurante un rato —trago saliva, no me escondo, no desvío mis ojos; los deella están a punto de llorar, pero se controla—. No lo pensé, acepté. Y nisiquiera lo recuerdo bien, estaba muy borracho. Al día siguiente, cuando medesperté, los remordimientos no me dejaban respirar y sentí, por primeravez, que no era merecedor de ti. Y te vi en el porche delantero de la casa delabuelo cuando me monté en el coche para volver a Madrid y decidí que mepegaría la paliza ese verano, pero que vendría a Luengo cada fin de semanasolo para verte y estar contigo.

Inhalo una gran bocanada de aire y la expulso de manera irregular.Tatiana, el yayo, Clarita y Cayetana están en el umbral de la puerta de la

habitación, pero no me importa, aún no he acabado.—Y no te lo conté porque me daba pánico perderte, pero resultó que al

final te perdí por mi culpa, porque te di a elegir entre tu padre y yo. Losiento —las lágrimas se unen a las gotas de lluvia que se deslizan por mirostro—. Desde aquella noche de San Juan, todas las decisiones que hetomado, buenas y malas, han sido porque te amo. Me he equivocado y séque seguiré equivocándome, al igual que sé que te mereces a alguiennormal —aprieto la mandíbula—, no a un tartamudo y disléxico como yo,pero ¿sabes qué? Que ese hombre nunca te va a amar como te amo yo.

A Ania se le escapa un sollozo y se tapa la boca.Yo me giro y emprendo el camino de vuelta a casa, pero, antes de salir

del jardín del abuelo, escucho unos chapoteos cada vez más rápidos ycercanos. Me doy la vuelta.

Ania corre hacia mí y se arroja a mi cuello, llorando. La envuelvo entremis brazos y lloro con ella. No sé cuánto tiempo permanecemos así, pero unrayo de sol nos ciega. Ella me sujeta las mejillas. Su mirada es tan intensa,que me hace temblar.

—Solo necesito a mi hombre de hojalata.Y me besa, entregándome todo su corazón. Y lo sé, porque yo la estoy

besando del mismo modo, y no sé besarla si no es con todo mi ser.—¡Jurarse amor eterno bajo una tormenta es muy romántico y todo lo

que queráis! —nos grita Fran, desde la ventana de su cuarto, con Nadia a su

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lado haciéndonos fotos—, ¡pero podéis seguir en casa, que os vais a resfriar,y a ver quién os cuida, que Nady y yo nos vamos el lunes!

Nos echamos a reír y entramos en mi casa, no sin antes ver al yayo,desde la ventana de Ania, sonriéndonos con una mano en su corazón y losojos vidriosos por la emoción.

Corremos hacia la buhardilla, temblando ahora de frío, y nosdesnudamos entre temblores, pero sin dejar de sonreír. Nos metemos en laducha, con el agua ardiendo, y nos enjabonamos el uno al otro, frotándonoshasta que entramos en calor.

—¡Ya que por mucho sol que salga, la tormenta no para —nos vuelve agritar Fran, desde las escaleras, cuando nos estamos secando con las toallas—, ¿os apetece jugar al Monopoly?!

—¡No tengo el Monopoly! —le contesto.—¡Pero mamá, sí, y también el Party, voy a por ellos! ¡Nady se queda,

preparando unos cócteles, que son muy sanos para las tormentas!Rompemos todos a reír.—¡Espera, no! —exclama Ania, horrorizada, de pronto—. ¡Los cócteles

de Nadia, no, por favor!—¡Te he oído, guapa! —se queja la aludida—. ¡Y son otros cócteles, tú

no te preocupes, verás qué suavecitos los hago!—Eso es lo que me da miedo...—¡Te sigo oyendo!—¡Eso pretendía!Ania menea la cabeza, riéndose, y se dirige a su maleta, pues nunca se

la llevó. Se viste con unos pantalones vaqueros cortos y una camiseta,mientras yo hago lo mismo, pero colocándome mis pantalones de algodónoscuros. A continuación, saca mi vieja sudadera de la universidad deSalamanca, de color negro, serigrafiada con el logotipo y con capucha. Y,con una sonrisa enorme en mi cara, observo cómo se la ajusta al cuerpo. Lequeda enorme, le tapa el trasero.

—¿Vamos? —me pregunta, señalando la escalera y tendiéndome lamano.

Avanzo hacia ella y entrelazo mi mano con la suya. Tiro y se chocaconmigo. Me inclino y la beso en los labios entreabiertos hasta que leo minombre en sus ojos.

—Estás preciosa con mi sudadera —le susurro, muy cerca de su boca.

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—Me alegro, porque me encanta, así que te la robaré más veces —apesar de su seguridad al hablar, está sonrojada y traga saliva, nerviosa.

—A mí me encantas tú, con o sin mi sudadera.Y vuelvo a tirar de ella, pero para bajar al salón, aunque me cuesta un

infierno; no quiero interrupciones porque, cuando por fin estemos solos, seva a estremecer hasta el sol, no solo el cielo...

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31(Ania)

—¿De verdad lo vais a hacer? —nos pregunta Cayetana a mi madre y amí.

Yo la ignoro, como llevo haciendo desde que me enteré de lo que pasó.Es lunes. Son las nueve de la mañana. Acabamos de despedirnos de

Fran y Nadia, y Nico se ha marchado al bar de Tex porque ha quedado conJacobo para desayunar, así que estoy en la cocina del yayo, tomando café ytostadas con mamá, sentadas en torno a la mesa que hay a la derecha. Elabuelo y Clarita están dando un paseo, aprovechando que hoy ha amanecidosin llover, aunque el sol sigue bien escondido.

Mi hermana se sienta enfrente de mí. Lleva uno de sus numerososvestidos arreglados, por la rodilla, sus tacones no faltan y se ha pintado loslabios de rojo.

—Necesito un trabajo y la floristería me parece perfecta —le dicemamá, sonriéndome a mí.

—Porque quieres, no porque te haga falta —le rebate Cayetana,cruzando los brazos en el borde de la mesa.

—Por supuesto que me hace falta, hija. Me he gastado los pocos ahorrosque tenía en el coche nuevo y...

—Porque quieres, mamá —insiste, la cansina.—No voy a discutir contigo —se enfada, apoyando su taza vacía con un

golpe seco—. Y me encanta que estés aquí —se levanta—, pero si vas aseguir criticándome y juzgándome, mejor te vuelves a Madrid, donde teesperan tu marido y tus hijos. —Y añade, hacia mí, antes de salir de laestancia—: No tardaremos en irnos, cariño, el abuelo y Clarita nos esperanallí.

Me incorporo y limpio la mesa y la cocina. En silencio.—¿Cuánto tiempo más vas a seguir sin hablarme y sin mirarme?No contesto.—¿Te das cuenta de que estás teniendo una rabieta por algo que sucedió

cuando tú y Nicolás erais solo amigos?

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Me muerdo la lengua.—Lo que me resulta increíble es que le perdones a él y no a mí —se

cruza de brazos y se apoya en la encimera, junto a mí, donde estoy fregandoen la pila—. ¿Necesitas un juramento de amor eterno por mi parte paraperdonarme? —suelta una sonora carcajada—. Por favor... Fue ridículo,aunque al menos no tartamudeó, eso ya es un logro —otra carcajada.

Suspiro con fuerza.—¿Sabes? —insiste en provocarme—. Nunca entendí cómo podía

ligarse a tantas y tenerlas a todas tan coladitas por él. Vale que estaba y estámuy bueno, lo reconozco, pero le pierde la lengua —otra carcajada—,aunque en el sexo hablar es lo de menos y...

—¿Te das cuenta de que has vuelto a Luengo y no has parado de liarla?—estallo, apagando el grifo—. Criticas, juzgas y te ríes de los demás —meseco las manos—, importándote una mierda cómo nos sintamos los querecibimos tus dardos envenenados —lanzo el trapo a la encimera sinmiramientos.

—Has pasado demasiado tiempo en el bar de Tex —se ríe de nuevo,cruzando los tobillos.

—Cayetana.—¿Qué, Ana? —suspira con dramatismo—. No la he liado, solo he

dicho verdades, otra cosa es que, como esas verdades no os gustan, metachéis de mala, pero no soy yo quien está actuando mal.

—No, claro —bufo—. Es que está fatal que una mujer se separe delmonstruo de su marido, que la ha anulado psicológicamente durante años,porque quiere ser feliz, ¿a que sí? —me inclino—. Y también está fatal queuna chica que lleva tres años hecha una auténtica mierda, decida dejarlotodo para empezar de cero porque se ha perdido a sí misma, pero resultaque siempre ha estado perdida y no se ha dado cuenta hasta ahora, ¿a quesí?

Se le borra la alegría.—Según tú, lo que tiene que hacer esa mujer —continúo, sin elevar la

voz, tranquila— es seguir casada con el monstruo de su marido y ser unainfeliz el resto de su vida, porque eso es actuar con madurez. Y lo que tieneque hacer esa chica es seguir hecha polvo y perdida con tal de mantener untrabajo de mierda, porque eso es actuar con madurez.

—Podrías haber buscado otro trabajo antes de dejar el que tenías, enlugar de dimitir y encerrarte en casa del abuelo para que te mantenga como

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si fueras una niña. Y mamá podría haber hablado con papá y haberlepermitido un tiempo para demostrarle que la quiere y que se ha equivocado.

—Tienes razón, podríamos haber actuado como tú.Mi hermana se paraliza, pero se recompone enseguida.—Me encanta mi trabajo y adoro a mis hijos.—Pero siempre has dicho que tu sueño es ser tu propia jefa, tener tu

propia consulta. Puede que pase de vosotros, Cayetana, pero siempre heescuchado todo lo que decís —arqueo las cejas—. Eres millonaria, así queel dinero no es un problema para cumplir tu sueño.

Ella comienza a respirar con más rapidez.—¿Y tu marido? —inquiero.—¿Qué pasa con él? —entrecierra los ojos.—No lo sé, dímelo tú. Has nombrado tu trabajo y a tus hijos, pero no a

Fernando.Su semblante se cruza por algo que jamás había visto en ella, hasta

ahora: vulnerabilidad. Desvía la mirada.—Nico me lo ha contado —declaro, con suavidad—. Todo.Silencio.—Eres la menos indicada para juzgar a nadie, ¿no te parece? —no

pronuncio esta frase como reproche, porque ahora mismo siento muchalástima por ella.

Se le humedecen los ojos, pero se incorpora, estira los hombros yaprieta la mandíbula para no llorar. Y lo sé porque así es exactamente comoactuaba yo cuando no quería mostrarme débil. Parece que no somos tandiferentes como yo creía... La he criticado porque se preocupa de lasapariencias y lo que he hecho yo con ella ha sido fijarme solo en suapariencia.

—Es un error —le susurro, colocándome enfrente.Cayetana se sobresalta y me observa con el ceño fruncido.—Aguantarte las lágrimas que estás deseando soltar —le aclaro—. No

eres débil por llorar, eres humana, como todos, y, de vez en cuando,necesitamos parar para respirar hondo.

—No tienes ni idea de nada —rechina los dientes, cerrando las manosen dos puños.

—Claro que no tengo ni idea de tu vida, porque solo ofreces lo quequieres que veamos. Tienes unos hijos maravillosos y un trabajo y unareputación increíbles. ¿Por qué lo aguantas?

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Sabe a qué me refiero. Una sospecha me ronda la mente y no me hacesentir nada bien.

Aprieta la mandíbula de nuevo.—¿Desde cuándo lo aguantas, Cayetana? —la provoco adrede.Y explota:—¡Me enteré nada más volver de la luna de miel, ¿contenta?! —y

rompe a llorar.—¿Por qué lo aguantas? —repito, acelerándose mi corazón.—¡Porque soy tan idiota que prefiero que me engañe con la enfermera

de turno a quedarme sola! —se golpea el pecho—. ¡Porque prefiero nodecepcionar a papá! —se golpea el pecho otra vez—. ¡Porque no soy tanvaliente como tú! —otra vez—. ¡Porque no soportaría fracasar! —otra vez—. ¡Porque me da pánico mirarme al espejo y darme cuenta de que no soyfeliz, por mucho dinero que tenga!

Mamá irrumpe en la cocina y abraza con fuerza a Cayetana, que seaferra a ella con desesperación, descargando el dolor que sufre. Y me mira.Y yo no dudo. La abrazo también. Se me parte el alma al notarla temblar.

No sé cuánto tiempo nos quedamos así, pero creo que nunca hemosestado las tres tan unidas como ahora y sé, aunque desconozco el futuro,que algo nuevo ha nacido.

—Cariño —le dice mi madre al separarnos, acariciándole las mejillas—,iremos mañana a ver a mi abogado para que redacte tus papeles de divorcio.Sé perfectamente cómo te sientes. No estás sola —le acaricia los cabellossueltos—. Eres una mujer preciosa, una profesional de los pies a la cabezay, lo más importante, eres una mamá maravillosa.

Cayetana asiente, entre lágrimas.—El médico de Luengo no tardará en jubilarse —añade mamá—. Sé

que eres cardióloga y que te encanta serlo...—No me encanta ser cardióloga —confiesa, ruborizada—. Siempre he

querido ser médico de familia en un centro de salud pequeño, cuidar aenfermos por la mañana y jugar con mis hijos por la tarde.

Nos quedamos boquiabiertas.—En tercero de carrera se lo comenté a papá —sus ojos se pierden en el

infinito—. Me dijo que eso lo hacían los médicos fracasados, que uncardiólogo sí que era un médico de verdad y que su hija iba a ser unamédico de verdad.

Silencio.

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—Y también fue quien me dijo que si Fernando tenía amantes era pormi culpa, por no saber cuidarle como se merecía —vuelve a llorar, aunquesin emitir sonido.

—Maldito hijo de... —murmura mamá, abrazándola de nuevo.—Lo siento, mamá —se disculpa Cayetana, avergonzada. Se aparta—.

Papá me pidió que te convenciera para que volvieras a casa. Me dijo que lehabías dejado por un amante del pueblo. Pensé en lo que me hace Fernandoy... —se frotó los brazos—. Lo siento...

Ahora entiendo por qué tanta insistencia con el tema, y yo pensando queestaba ciega porque no lograba comprender que ella no quisiera la felicidadde su propia madre. Es que no nos damos cuenta, pero lo que no decimos, aveces, es peor que lo que decimos.

—Siento mucho haberte hecho daño —se dirige ahora a mí—. Lo deNicolás no significó nada. Ese fin de semana fue cuando pillé en serio aFernando. Siempre le pillaba porque le cotilleaba el móvil cada vez quesospechaba de él, que era cuando no dormía en casa; me decía que tenía unaguardia de urgencia, pero luego era mentira. Y el día antes de la noche deSan Juan, me presenté en su despacho y le encontré con una enfermera queno era de su planta, pero que yo conocía.

Fernando es el jefe de Cardiología del Hospital Clínico San Carlos, deMadrid, y Cayetana trabaja con él, desde que empezó la especialidad.

—Al día siguiente, me monté en el coche y me vine aquí. No lo pensé yni siquiera sé por qué lo hice —arruga la frente.

—Porque Luengo es tu hogar —sonríe mamá con cariño—. Y cuando tepasó algo realmente malo, tu corazón te llevó adonde ha pertenecidosiempre.

Sonrío yo también.—El resto ya lo sabes —agrega mi hermana—. Solo quería sentirme

querida un rato. Y por eso me presenté en su trabajo durante meses. Nosignificó nada, Ana.

Asiento.—Por cierto, Cayetana —le dice mi madre, enarcando una ceja—,

¿sabes por qué tu hermano está aquí y ha alquilado una casa para unatemporada?

—Ha roto con Patricia y papá le ha despedido de la empresa porcancelar la boda.

Nos quedamos boquiabiertas... otra vez.

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—Resulta que se acostaba con Mario Garmendia —aclara—. Les pillóen el piso de ella cuando el abuelo le echó de aquí. No la avisó de quevolvía y se encontró con la sorpresa.

—¿Mario Garmendia no era tu jefe? —quiere saber mamá, con unaexpresión funesta.

—El mismo que se apostó con Pelayo mil euros a que se acostabaconmigo.

—El karma —pronunciamos al unísono mi hermana y yo.Nos miramos y nos echamos a reír.Por eso, Mario Garmendia no apareció en las fiestas.—Al final, acabamos todos en Luengo —suspira Cayetana.—¿Vas a...? —comienzo, un poco incrédula.—No sé qué tal se lo tomarán los niños —arruga la frente, preocupada.—Pues muy bien —la anima mamá, rodeándola por los hombros—.

Diles que os venís a pasar el verano aquí y, cuando se aclimaten, les cuentaslo que pasa con su padre.

—No se lo quiero decir a Fernando todavía hasta que hable con elabogado. No quiero decirle nada, en realidad —gira la cara—. Aunque seva a enterar en cuanto pida el traslado, es mi jefe —hace una mueca dedesgana—. Hablaré mañana con el médico y también con el abogado, y meiré a Madrid. Estoy de vacaciones esta semana, espero poder hacerlo todo.

El móvil de mamá suena en su bolso. Corre al salón.—Es Clarita, debe de estar el abuelo nervioso porque no llegamos.

¿Vamos, niñas?Y nos vamos a la plaza en el Fiat 500.Aparcamos en la misma puerta de la floristería, frente a las tres viejas

cotorras que no dejan de murmurar y observarnos con una sonrisa que mepone los pelos de punta.

—¿Veis? —dice una de ellas—. Cuando el río suena varias vecesseguidas es que se aproxima una catarata.

Las otras dos asienten con solemnidad.A mí me hierve la sangre y estoy a punto de acercarme y mandarlas

callar, pero el yayo me interrumpe.—¡Ya era hora! —se queja, pero se da cuenta de que algo ha cambiado,

más que nada porque mamá y Cayetana van agarradas de la mano. Sonríe,con los ojos brillantes—. Bueno, ¿abrimos? —le tiende las llaves a su hija.

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Mi madre, con una risita histérica por los nervios que la asaltan alsostener la gran llave antigua, abre y empuja con esfuerzo la puerta, enterade cristal, como el resto de la fachada, y gracias al cual entra la luz naturaldel exterior, iluminando de más a menos el rectángulo que es el local.

Todo está lleno de polvo y pelusas, y vacío, excepto por el mostradorque hay en el centro y otra puerta, al fondo. Se me desboca el corazón y seme eriza la piel. Me acuerdo del diario de mi abuela y se me forma un nudoen la garganta. Poso una mano abierta en mi pecho y me acerco a la puertaque sé que corresponde a la trastienda. La abro y me quedo maravillada. Esuna habitación con una gran ventana y una puerta de madera que conduce aun pequeño jardín, con un muro que lo cubre en las otras tres caras.También está muy sucio, pero no importa... Mi abuela Anya, mi tíaAlexandra, mi tía Ágata, su amigo Lai, las cartas de Alberto, las rosasblancas... Están todos aquí...

Mi abuelo me toca el hombro. Cuando le miro, está sonriendo, conlágrimas deslizándose por su sabio rostro. Me acaricia la mejilla. Me tomade la mano y me la besa, apretándola. Y mis lágrimas también se escapan.Y le abrazo. Temblamos. Sabe lo que siento. Sabe por qué siento lo quesiento. Mi abuela escribió el diario para mí y mi abuelo me lo entregócuando más lo necesitaba. Y estar aquí, en la floristería, como estuvieronellos hace más de cincuenta años, es tan especial que no soy capaz dedescribirlo.

Nos miramos. Me fijo en que sus ojos transmiten una tranquilidad queme recuerda a la paz que he sentido las dos veces que mi abuela me haabrazado en sueños.

—Todo se está colocando, Bichito —me besa la mano de nuevo—.Todo se está colocando donde debe estar y cuando debe ser —sonríe haciael cielo—. ¿Vamos? —tira de mí hacia el interior.

—Yayo —si no se lo pregunto, reviento.—Dime, Bichito.—¿Conocías a un amigo de la abuela que le llamaban Lai?—Claro —sonríe con nostalgia—, siempre fue su mejor amigo. Repartía

el correo en el pueblo.Fue...—¿Qué pasó?Se ríe por mi curiosidad y me contesta:

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—La vida, Bichito —me da un golpecito en la mano—, eso fue lo quepasó: la vida.

Me da pena. Pobre Lai...—¿Hace mucho que murió? —me cuelgo de su brazo.—Una parte de él murió cuando murió mi Anita —sonríe con tristeza.—¿Y la otra parte?Pero no me responde porque Hernán, Nicolás y Jacobo acaban de entrar.Y todos, menos Jaco, arrugan la frente al ver a mi hermana aquí con

nosotros, y tan feliz mi madre con ella.—Y yo pensaba que Lucía estaba buena... —comenta Jacobo, repasando

a Cayetana de los pies a la cabeza—. Acabo de entrar en el cielo.—Ay, por favor... —resopla mi hermana, con los puños en la cintura—.

¿Y tú de dónde has salido?, ¿del corral de al lado?—¡Hija, por Dios! —se horroriza mamá—. Es el hijo de Matilda.—Como si es el Papa de Roma —se cruza de brazos, bien erguida.Jaco suelta una sonora carcajada, pero se le corta al mirar a Nico.—¿También cayó en las llamas del Diablo? —le pregunta, muy serio, y

en voz baja.Pero le oímos todos...Yo desorbito los ojos, Nicolás se sonroja y desvía la mirada, Hernán, mi

madre, Clarita y mi abuelo rompen a reír y Cayetana echa humo por lasorejas.

—Soy su hermana —le aclara ella, señalándome a mí—, ¡cazurro!Jacobo sonríe satisfecho.—Entonces, no cayó.Hernán, mamá y el yayo se vuelven a reír con ganas. Yo meneo la

cabeza, pero sonrío y Nico le palmea la espalda. Jaco se quedadesorientado, sin entender nada. Y terminamos riéndonos todos.

—Empezaré hoy con los planos —asiente Nicolás, entrelazando unamano con la mía—. ¿Habéis pensado en algo que queráis sí o sí?

Mi madre es la primera en hablar, emocionada, y el resto vamosaportando ideas que nos van surgiendo, incluidos Cayetana y Jacobo.

Hoy es un gran día. Sé que lo recordaremos siempre. Y, dentro de unosaños, mis nietos no verán una foto de este momento, pero ahí estaré yo paracontárselo.

O para escribírselo en un diario...

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32(Nicolás)

Y llegó el día 1 de marzo de 1956... ¡El cumpleaños de mi teniente!Le mandé una carta la semana anterior, cruzando los dedos para

que le llegara a tiempo de recibirla en su cumpleaños.—Para ser el cumpleaños de Alberto, menuda cara de acelga tienes

—protestó mi amigo Lai.Estábamos en la floristería. Ágata se encontraba en la trastienda,

preparando un nuevo mitin en defensa de las mujeres.Él ya había terminado de repartir la correspondencia por el pueblo

y, cuando acababa pronto, como ese día, venía a la tienda y meesperaba para irnos a merendar unos batidos en la pastelería deenfrente, la de la señora Austen.

Sí, has leído bien: la señora Austen, como Jane Austen, porque erauna apasionada de sus novelas y del té; decía que “señorita Austen”solo había una y era irremplazable, por eso, ella misma se llamaba“señora” Austen. Era muy buena mujer. Nació en Londres, perosiendo muy pequeña se trasladó con su familia a Luengo. Y lo cierto esque fuimos, creo que la mitad del pueblo, los que nacimos en otrolugar, pero terminamos aquí. Siempre he pensado que Luengo pareceun cuento de hadas porque guarda muchas historias por descubrir, ycada historia es un color, por eso, no hay dos casas del mismo coloren Luengo.

Bueno, que me desvío del asunto... Por cierto, esa pastelería es hoyla mercería que tú conoces. Por desgracia, la señora Austen murió,unos años después, soltera y sin hijos, y nadie reclamó la pastelería.Una pena, porque era muy bonita, con un empapelado precioso en lasparedes, unos muebles antiguos que parecían sacados de la épocavictoriana de las novelas de Jane Austen y con sus juegos de té de unaporcelana maravillosa.

Bueno, ya, sí que sí, continúo...—¿Qué te pasa? —insistió Lai, cruzado de brazos, frente a mí.

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Yo estaba en el mostrador, cobrándole un ramo de rosas rojas a unhombre mayor, que se las iba a regalar a su mujer porque celebrabancincuenta años de casados. Observé la partida del hombre con elestómago encogido. ¿Llegaríamos Alberto y yo a tanto?, me preguntépara mis adentros.

—Ana.—¿Qué? —no aparté la vista del exterior.—¿Estás así porque esta semana todavía no te ha llegado una carta

de Alberto? Estamos a jueves, todavía la puedes recibir mañana.—No estoy así por eso —agaché la cabeza, hacia el teléfono, que

estaba junto a la caja registradora—. Me encantaría hablar con él,escuchar su voz, ver su sonrisa... —echaba mucho de menos a miteniente—. Han pasado casi tres meses desde que le vi por última vez.

—¿Y por qué no le llamas? —me sugirió, sonriéndome con ánimo.Fruncí el ceño. Alberto me dijo que prefería las cartas, no el

teléfono. ¿Y si se enfadaba?—Es su cumpleaños, dale una sorpresa.Aquello me convenció. Le di un beso enorme en la cara y descolgué

el teléfono. Pedí que me pasaran con la residencia de los marquesesde Lemán, en Madrid.

—Residencia de los marqueses de Lemán, dígame —pronunció lavoz de un hombre al otro lado de la línea.

Me puse tan nerviosa que no pude decir nada y colgué.—¡Ana! —me regañó Lai—. ¿Por qué has hecho eso?—¡Yo qué sé! —me enfadé conmigo misma por ser tan tonta.—Llama otra vez.—Mejor, otro día —me giré, dándole la espalda al teléfono.—Otro día no será el cumpleaños de tu teniente.En cuanto dijo “tu teniente”, me dio un vuelco el corazón. Era la

primera vez que llamaba así a Alberto...Le miré. Él me estaba sonriendo con cariño. Y, no sé por qué, me di

cuenta en ese instante de lo guapo que era Lai. Me fijé en suabundante pelo negro, que se le ondulaba detrás de las orejas y quenunca se lo cepillaba con la raya lateral, algo de lo que siempre mequejaba porque ya iba siendo hora de que pareciera un hombre hechoy derecho; en su nariz recta y afilada, demostrando lo seguro de símismo que era siempre; en su boca ligeramente carnosa y grande, en

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proporción a él, pues era muy alto; en su cuerpo, de anchos hombros,fuertes pectorales, brazos labrados, vientre plano, caderas estrechas,piernas bien torneadas de tanta bicicleta... Y su aroma... Olía acampo, a naturaleza, a vida... ¿Cuándo se había convertido mi mejoramigo en un hombre tan apuesto?

—¿Ana?Me sobresalté al escucharle. ¡¿En qué demonios estaba pensando

hace un momento?!—¿Le llamo yo? —me preguntó Lai, extendiendo la mano hacia el

teléfono.—Lo haré yo —asentí con solemnidad, aunque temblando

ligeramente por su cercanía.Basta.Descolgué de nuevo y la centralita me pasó con quien deseaba

hablar.—Residencia de los marqueses de Lemán, dígame —pronunció la

misma voz masculina de antes al otro lado de la línea.Carraspeé.—Bu... Buenas tardes.—Buenas tardes —respondió, muy amable—. ¿Qué desea?—Verá... —me retiré el pelo detrás de la oreja—. Pregunto por

Alberto, me gustaría hablar con él.—El joven Alberto aún no ha llegado a casa. ¿Puedo saber quién le

llama?—Soy su novia.—¡Oh! Discúlpeme, señorita, no reconocí su voz —se ríe, nervioso

—. Ya está casi todo listo para esta noche.Arrugué la frente.—Será la celebración de su cumpleaños —me susurró Lai,

asustándome porque no sabía que estuviera tan cerca de mí, su alientome rozó la coronilla.

Di un manotazo al aire y me alejé, estirando el largo cable delteléfono, hacia la cristalera de la fachada de la tienda.

—¿Cuándo podría llamarle luego para hablar con él? —quisesaber.

—Pero... —balbuceó el mayordomo—. No la entiendo, señorita...Disculpe, ¿puede esperar un momento?

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Fueron apenas unos segundos.—Perdóneme, por favor —se abochornó—, estamos dando los

últimos detalles a la fiesta y los empleados andan un poco nerviosospor que salga todo bien.

—No se preocupe por mí. Lo entiendo perfectamente. ¿Le podríadecir a Alberto que le he llamado, por favor?

—Claro.—Gracias.—A usted, señorita.Avancé hacia el mostrador y colgué el teléfono.—¡Hola! —exclamó mi hermana Alexandra, al entrar en la tienda

en ese momento—. ¿Qué pasa? —preguntó, extrañada al verme tanparada.

—Hoy es el cumpleaños de Alberto —le explicó Lai—. Le acaba dellamar, pero no ha podido hablar con él.

Mi hermana me rodeó los hombros y me besó la mejilla.—¿Has dejado el recado?Asiento.—Pues ya está —me dio otro beso—. Me quedo con Ágata, ¿por

qué no os vais a tomar un batido con la señora Austen?Se me acelera el corazón.—Yo... Yo... —balbuceé y me puse el abrigo—. Necesito hacer una

cosa. Ya nos tomamos el batido otro día, Lai.Y me fui, corriendo, o, mejor dicho, huyendo. A mi casa. Ni siquiera

saludé a mis padres cuando crucé la puerta. Me encerré en mihabitación. Me puse a leer, era lo mejor, necesitaba ocupar la menteen lo que siempre me había desconectado de la realidad: los libros.

Mi padre era un apasionado de la literatura, sobre todo, de losescritores rusos, y me inculcó el amor por los autores de nuestro país.Mi favorito por excelencia era, y sigue siendo, “Guerra y paz”, deTolstoi. Abrí el libro y me dispuse a empezarlo por cuarta vez en mivida.

Como una tonta, estuve varios días evitando a Lai, fingiendo queestaba enferma, para no salir de casa y no cruzarme con él, y sinlevantarme de la cama, leyendo la novela.

Tonta, sí, y lo peor de todo es que no sabía por qué me comportabaasí.

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—Bueno, ya vale —zanjó Alexandra, el lunes por la noche, despuésde cenar—. Me vas a contar ahora mismo por qué estás tan rara.

Mis mejillas ardieron de vergüenza y me escondí detrás del libro,pero mi hermana me lo quitó de la cara y lo cerró.

Nos sentamos en mi cama, yo con las piernas abrazadas contra elpecho.

—¿Es porque no sabes nada de Alberto?Negué con la cabeza.—¿Entonces?Suspiré con fuerza.—Me puse nerviosa el otro día —le confesé, en voz baja, porque, de

repente, volví a sentirme extraña al pensar en Lai.—Nerviosa... —arqueó las cejas, sonriendo—. ¿Nerviosa con Lai?—¿Cómo lo sabes? —salté de la cama, alucinada.—Estaba el otro día con vosotros dos cuando saliste huyendo como

alma que lleva el diablo, Anya. Tenías las mejillas coloradas y tus ojosbrillaban, además de que no mirabas a Lai.

—¡Pero es mi mejor amigo! —me tiré del pelo, soltando la cintaque lo sujetaba.

Ella esperó a que me desahogara.—Es que... Es que... —me dejé caer sentada a su lado y apoyé la

cabeza en sus piernas—. Es muy guapo. De repente.—Lo ha sido siempre —se rio con suavidad, acariciándome el pelo.—Ah, ¿sí? —la miré, frunciendo el ceño.Alexandra asintió.—¿Y por qué me di cuenta el otro día?—¿Por qué sentimos? —se encogió de hombros.—Yo quiero a Alberto.—Claro que sí —soltó una carcajada.—¡Es en serio! —me levanté, enfadada—. ¿Cuál es tu problema?—No soy yo quien tiene un problema —chasqueó la lengua,

divertida con la situación.Me giré, dándole la espalda.—Vale —dijo. Se incorporó y me abrazó desde atrás—. Llevas casi

tres meses sin ver a Alberto, le echas de menos, eso es todo.Resoplé, porque sabía que no era lo que quería decir.

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—Vale —repitió y se apartó, para colocarse frente a mí y mirarme alos ojos—. Te has dado cuenta de que te gusta Lai y no sabes cómodigerirlo, porque es tu mejor amigo desde que eras una niña, Anya.Siempre le has visto como tu hermano mayor y el otro día te distecuenta de que no es tu hermano, sino un hombre, y muy guapo. ¿Esoes malo? Claro que no.

—Tengo novio, Ale. Sentirme así por otro hombre que no es minovio es ser infiel.

—Un novio al que has visto dos veces en tu vida.—¿Tú también piensas lo mismo que esas arpías odiosas? —fruncí

el ceño.—¿Que Alberto te dejará porque eres hija de floristas y él, de unos

marqueses? Por favor, Anya —se señaló a sí misma—, que soy tu Ale.—Vale, lo siento... —me dejé caer en la cama.—Mira, ¿por qué no haces una cosa?—¿Cuál? —la miré con atención—. Haré cualquier cosa para no

sentirme tan extraña.Ella se rio de nuevo y me sugirió:—Ve mañana a la floristería, como siempre, y, cuando veas a Lai, si

no te hace nada el cuerpo, entonces, todo quedará en un susto tonto.—¿Y si me vuelvo a sentir extraña?—Tendrás que hablar con Alberto.Suspiré y asentí. Era lo mejor.Y no dormí, me pasé toda la noche rezando para que mi vida

regresara a la normalidad.En la tienda, al día siguiente, estuve tan nerviosa que me equivoqué

de flores con los ramos que me tocó preparar. No dejaba de pensar enlo malo que sería que me sintiera extraña de nuevo con Lai. Era mimejor amigo. Lo perdería para siempre...

—Hola —saludó Lai, muy serio, al final de la jornada, cuandoapareció en el local.

A mí se me aceleró el corazón al verlo. Mi madre acababa de irse yAnastasia se encontraba en la trastienda, lo que me puso aún másnerviosa por estar a solas con él.

—Hola —le contesté, retorciéndome las manos en el regazo.—¿Podemos hablar?—Sí.

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Se lo diría. No podía retrasar algo así.Avisé a mi hermana de que me marchaba y nos montamos en la

bici. Lai condujo hacia el árbol. No nos sentamos, permanecimos depie, el uno enfrente del otro.

Entonces, sacó un periódico enrollado de su mochila y me lo tendió.Lo acepté, sin saber por qué no hablábamos de lo que teníamos quehablar, y, en cuanto lo desplegué y me fijé en la foto en blanco y negrode la portada... Mi mundo se vino abajo.

El periódico era del viernes y había una imagen en la que salíaAlberto con otra mujer.

Su prometida.Resulta, Ania, que, en la fiesta de celebración de su cumpleaños,

Alberto se declaró a su novia regalándole un anillo. Se iban a casar...

—Pero... ¡qué fuerte! —exclama Ania, arrodillándose de golpe en lacama—. Así que eso era lo que escondía el teniente... ¡Por eso no queríahablar por teléfono!

Estamos en mi habitación y ya son pasadas las doce de la noche.—Necesito seguir leyendo...Pero yo me estoy esforzando en mantener los ojos abiertos.—¿Te importa si me duermo? —le pregunto, arropándome con la

sábana.—¿Estás bien? —se preocupa.—Llevo todo el día con dolor de cuerpo y ya no puedo más...—Ay, Nico... —me toca la frente—. Estás caliente. ¿Dónde tienes un

termómetro?—No tengo... —se me cierran los párpados.—¿Por qué no me lo has dicho? —me acaricia la cara.—Porque me encanta escucharte leer... —hago un amago de sonrisa,

pero hasta eso me duele.Me besa la frente y me deja descansar. Se marcha y vuelve a los pocos

minutos. Me pone el termómetro y me da una pastilla.—Yo te cuidaré —me susurra, abrigándome con una manta—.

Descansa, mi hombre de hojalata...

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33(Ania)

Al final, fueron mi madre y Consuelo quienes nos cuidaron, porque yo,al día siguiente, también caí... Ha sido una semana larguísima, en la que nohemos hecho otra cosa que dormitar.

El sábado nos levantamos de la cama, sin fiebre, aunque con pocasfuerzas.

—¿Sabes algo de Cayetana? —le pregunto a mamá, en el salón deNicolás, sentadas las dos en el sofá, con un café en las manos; él se estáduchando.

Asiente con tristeza.—La llamé ayer, estaba preocupada por si había sucedido algo. Se fue el

martes por la tarde, y no sabía nada de ella —me explica, antes de dar unsorbo a su taza—. Resulta que el martes pilló a Fernando en su cama conuna mujer.

—¿El martes? ¿En su cama? —me tapo la boca, horrorizada—. ¿Y losniños?

—Estaban en casa, porque esa mujer...—¡No! ¡Una de las doncellas!—Sí, Adela, la que se encarga precisamente de los niños, esa que tiene

veintidós años y que lleva desde los dieciocho con ellos —arquea las cejas—. Tu hermana creía que Fernando la engañaba con mujeres del hospital,pero parece ser que con Adela lleva acostándose desde que la contrataron.

—¡Qué dices! —abro la boca, atónita—. ¿Y dónde estaban los niños?—En sus camas, durmiendo ya. Tu hermana salió tarde de Luengo y

paró a cenar por el camino, así que llegó como a las doce de la noche —chasquea la lengua—. Se enzarzaron en una pelea. Cayetana quiso echar ala calle a Adela, y también a Fernando. Le dijo que le mandaría los papelesdel divorcio porque no lo aguantaba más, y que ni se le ocurriera acercarsea los niños.

—¿Y qué dijo él?

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—Que esa casa era de él porque estaba a su nombre, que quien tenía quelargarse era ella. No sé si sabes que tienen separación de bienes.

—Dios mío...—Adela se quedó y tu hermana... —se detiene, mordiéndose la lengua,

con los ojos llenos de lágrimas—. Tu hermana despertó a los niños y se losllevó. Fernando no le permitió recoger nada, ni de ella ni de los niños. Teimaginarás el susto que se llevaron los pobrecitos... —menea la cabeza—.Malnacido... Desgraciado... —aprieta la mandíbula.

—¿Y dónde están?—En el piso de Pelayo. Tu hermano le dio una copia de la llave para

emergencias cuando se lo compró. Y como Pelayo está aquí, el piso estávacío.

—¿Pelayo lo sabe?Niega con la cabeza.—¿Por qué siguen allí y no se vienen ya? —inquiero, furiosa con el

cabrón de Fernando, porque es imposible no llamarlo así.—Porque Fernando no solo es su marido, también es su jefe. Ella ha

presentado su renuncia en el hospital, pero él ha recurrido al contrato quefirmó al entrar a trabajar allí y, hasta dentro de dos semanas, no puede irse.

—¿Y los niños?—Cayetana está de vacaciones esta semana, así que están los tres

juntos. La semana que viene, se quedarán con unos amigos del colegio —suspira—. Ayer, el abogado le dijo que el lunes, a primera hora, le mandarálos papeles del divorcio al abogado de Fernando. Se supone que será todorápido por la separación de bienes.

—Los niños sufrirán... —se me encoge el corazón.—Al padre le veían muy poco —gruñe—, solo cuando se iban los

cuatro de vacaciones —apura el café—. Al menos, no va a poner trabas conla custodia porque le ha dicho a Cayetana que necesita un tiempo para él, yque eso incluye a los niños.

—No entiendo —frunzo el ceño.—Pues que se desentiende de los niños, Ana.Cierro los ojos con fuerza.Me incorporo.—¿Adónde vas? —me pregunta mi madre, levantándose también.—A ver a Pelayo. Él y yo no nos hemos llevado nunca bien, pero sé que

Cayetana y él, sí. Y Cayetana nos necesita a todos, al igual que una casa

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donde quedarse con sus hijos, y en la del yayo no hay habitaciones libres.Asiente, con una sonrisa de agradecimiento. Me abraza.—Luego me cuentas, por favor —me da un beso en la mejilla—. Yo voy

con el abuelo, que Clarita se ha cogido el fin de semana libre.—¿Y eso? Creía que solo tenía libres los martes.—Tiene veinticinco años, es muy joven para que solo tenga una mañana

libre a la semana, ¿no te parece? —se acerca a la cristalera—. Además, elabuelo habló con ella en las fiestas para decírselo y aceptó enseguida —sonríe con picardía.

—Roberto —pronuncio y me río.—Ayer por la noche, vieron su coche aparcado donde está la piscina.—Y ahí vive Roberto.—Exacto.Soltamos una carcajada y mamá se marcha.Me dirijo a la buhardilla a por mis alpargatas, pues ya me duché y me

vestí con mis shorts y una camiseta, blancos.—¿Me llevas a casa de Pelayo? —le pregunto a Nicolás al terminar de

subir las escaleras.Se está atando los cordones de las zapatillas, sentado en la cama.—¿Perdona? —se detiene y me observa como si estuviera loca.Avanzo hacia él lentamente, maravillándome por el cambio que se

produce en sus ojos. Ahora, su mirada me quema, es intensa, fascinante...Abre las piernas para que me sitúe entre ellas. Se ha puesto su pantalónholgado oscuro y una camiseta igual que la mía, camiseta que realza suatractivo y contrasta de manera deliciosa con su bronceado.

Sus manos, cálidas y ligeramente ásperas por su trabajo, muymasculinas, ascienden por el lateral de mis muslos, mientras que las míasrodean su nuca. Me muerdo el labio inferior para silenciar un gemido por elinmenso regocijo que burbujea cada centímetro de mi piel.

—Tengo que hablar con él, por Cayetana —le susurro, inclinándome.—Yo voy a ir a la nave de Benjamín a por los materiales para el jardín

del yayo —contempla mis labios y se humedece los labios—. He quedadocon Hernán dentro de quince minutos.

Mi corazón se salta más de un latido seguido. Le clavo las uñas.—Entonces, te tienes que ir ya —no sé cómo logro pronunciar la frase

con coherencia.Él deja caer su frente en mi hombro, en actitud de derrota.

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—Por desgracia, sí... —gruñe.Yo suspiro con resignación y me aparto.—¿Te importa llevarme? —le pido, sentándome en el borde de la cama

para ponerme las alpargatas—. ¿Sabes dónde...?Pero no termino la pregunta, porque, de repente, Nicolás me agarra del

brazo, me levanta y me besa en la boca, con dureza, como un salvaje,demostrando que está más que recuperado de la gripe. Y yo... me pierdo ensus labios.

Pero, también de repente, me suelta y caigo al colchón.—Esta noche, tú y yo tenemos una cita —me susurra, a escasos

centímetros de mi boca, totalmente tranquilo, pero con sus ojosrelampagueando—, e incluye todo.

—¿Y...? —trago saliva, pero no logro calmarme, se me va a salir elcorazón del pecho—. ¿Qué es... todo? —casi no puedo respirar de loalterada que estoy.

—Cenaremos en el bar de Tex —desciende hacia mi cuello—,jugaremos a la diana —me acaricia con la nariz hacia el borde de micamiseta— y, después —sigue bajando hacia mi pecho y me besa elizquierdo por encima de la tela—, vendremos a casa —gira hacia el otropecho y también lo besa— y haremos el amor hasta que ya no podamos más—alza la mirada hacia la mía—, ¿vale?

Asiento muy despacio, hipnotizada.—Y —añade, acortando la distancia entre nuestras bocas— escribiré, en

cada rincón de tu cuerpo, mis propias palabras, esas —se ruboriza y suspirade manera entrecortada— que solo... —traga saliva y respira hondo, pero nose aleja ni aparta sus preciosos ojos, ahora vulnerables, de los míos— esasque solo eres capaz de entender tú...

—Palabras de hojalata...La ternura me invade y le acaricio las mejillas.Y le beso con toda mi alma, porque acabo de enamorarme un poquito

más de él...Y él jadea, porque lo sabe, sabe que este beso es diferente. Cae de

rodillas y me estrecha con fuerza entre sus brazos.Y nos detenemos con ganas de más, mucho más... porque su móvil nos

interrumpe.—Es Hernán.

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Suspiro de manera muy discontinua y termino de calzarme lasalpargatas, con manos temblorosas, con el cuerpo vibrando sin control, y sinmirarle, porque si lo hago, nuestra cita se adelanta...

Me lleva en su pickup a casa de Pelayo, enfrente de la piscina.—Iré luego con el abuelo y mi madre, y ya me cambio allí —sonrío con

timidez, bajándome del coche—. Es una cita, ¿no? Pues tendrás querecogerme en mi casa.

—Pero duermes conmigo —me devora la boca con los ojos—. De todasformas, nos veremos donde el yayo, que ya empiezo hoy su jardín.

—¿Quieres que te ayude?—Vale —sonríe—. Vendrá también Jacobo. Oficialmente, hoy

empezará como mi ayudante. Matilda está encantada.Sonrío. Me alegro mucho.Cierro la puerta de la pickup y le lanzo un beso cuando se marcha.Tengo la piscina a la espalda. Me giro y, efectivamente, reconozco el

coche de Clarita, un Ford Focus negro, aparcado en batería junto a otrosautomóviles, cada uno entre dos árboles de tronco delgado, y sobre tierra.Me vuelvo a girar y camino, recto, entre dos filas de casas adosadas de dosplantas. Nico me ha dicho antes que la de Román, donde vive alquiladoPelayo, es la última de la izquierda.

Abro la pequeña verja, avanzo un par de pasos y subo los tres escalonesque conducen al porche de entrada. Toco el timbre, pero no se oye nada.Espero unos segundos. Toco de nuevo.

Mi hermano se presenta ante mí, con los vaqueros desabrochados y elpelo enmarañado, pero su rostro no muestra rastros de sueño.

—¿Qué haces tú aquí? —me gruñe.Yo me armo de paciencia y rezo una plegaria para no estrangularlo. Me

recuerdo que estoy aquí por Cayetana.—No me apetece que el pueblo entero sepa a lo que he venido, aunque

lo sabrán la semana que viene, así que, si no te importa... —avanzo, pero élsale al porche y cierra con cuidado—. ¿Cómo puedes ser tan maleducado?Yo nunca te he cerrado la puerta en las narices.

—Nunca he ido a tu puerta y te recuerdo que me pegaste una buenahostia hace poco —se apoya en la pared de ladrillos claros, cruzándose debrazos.

—Abróchate los pantalones, al menos —yo también me cruzo de brazos—. Y la hostia te la merecías —sonrío—, aunque fue poca cosa en

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comparación a la que recibiste a continuación, ¿eh?Frunce el ceño, abrochándose los vaqueros, y vuelve a gruñir.—Cayetana es una bocazas, ya hablaré con ella.—Mejor la regañas dentro de una temporada, no ahora —arrugo la

frente—. Por eso, estoy aquí.—¿Qué ha pasado? —se incorpora de la pared de inmediato,

preocupado.Algo que no debería sentir me pincha las entrañas: envidia... Y claro

que no debería sentirlo. ¡Por favor! Odio a Pelayo. Y se lo tiene merecido.No me alegro de lo que le ha sucedido con Patricia, porque era una estiraday una mema, pero vamos a llamar a las cosas por su nombre: karma. Punto.No hay más.

Y le cuento la situación de Cayetana.Y siento envidia de nuevo, porque me doy cuenta de la buena relación

que les une, porque se adoran, aunque se lancen pullas, o se critiquen, perose quieren mucho, si no, mi hermano no acabaría de propinar un puñetazocon todas sus fuerzas contra la pared... destrozándose los nudillos, porcierto.

Al final, entramos en su casa para que se ponga hielo en la mano.Vamos a la cocina, al fondo del pasillo, que comienza en el mismorecibidor.

—Toma —le entrego una bolsa de salteado oriental que he encontradoen el congelador.

No habla. Su mirada es sombría, pero, además, hay algo en sus ojos queno logro descifrar. Jamás le había visto así.

—Pelayo... —comienzo.—Será mejor que te vayas, Ana, estoy ocupado —me señala el pasillo

con la cabeza.Le observo unos segundos más y me planto frente a él.—No me alegro de lo que te ha pasado —le digo con tranquilidad—, no

me refiero solo a Patricia, sino también a papá, pero sí me alegro de queahora sepas lo que se siente: ser un fracaso a sus ojos. Y sé que hastrabajado siempre muy duro a su lado, siempre te veía preocupado por queél valorara tu esfuerzo en la empresa, esas cosas se notan: en la forma en laque le miras cuando le hablas, hasta en el sonido de tu voz.

Pelayo contiene el aliento, muy sorprendido.

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—No somos tan distintos —añado, abriendo la puerta principal—.Siempre he actuado de ese modo con papá, igual que Cayetana y tú, cadapaso que he dado, cada decisión que he tomado ha sido siempre pensandoen que papá se enorgulleciese de mí, pero, al contrario que a vosotros, papánunca me ha mirado por encima de la suela de mis zapatos —me encojo dehombros—. Antes me dolía, pero ya no —sonrío—, porque me he dadocuenta de que un padre no es solo el que te da la vida, sino el que vive tuvida contigo como si fuera la suya —suspiro—. Ya nos veremos por aquí —y salgo.

—Ana.Freno y me giro para mirarle.—Si papá no me hubiera despedido de la empresa, yo nunca habría

renunciado y hubiera caído con él. ¿Y sabes una cosa? —sus ojos brillan endemasía—. Que me alegro de que le enfrentases dimitiendo del periódico ymudándote aquí. Eres la pequeña, pero la más grande de la familia. Siemprelo has sido —y se encierra en su casa.

Poso una mano en mi pecho, a la altura del corazón. Me late tan rápidoque me alarmo. Un nudo se me forma en la garganta. Una sonrisa baila enmi rostro. Una lágrima baña mi mejilla. Alzo la cara hacia la ventana delpiso superior, pensando que Pelayo es un capullo integral, pero hasta loscapullos tienen un corazón, aunque se empeñen en ocultarlo.

Y se me borra la felicidad de un plumazo.¡No puede ser!Corro a la puerta de nuevo y toco el timbre de manera insistente, hasta

que el gruñón de mi hermano me abre por segunda vez hoy.—¿Desde cuándo? —le exijo, con los puños en la cintura.—Eres una tocacojones. No te interesa. Lárgate, Ana.Va a cerrar, pero paro la puerta con mi pie.—¿Desde cuándo, Pelayo?Él suspira con resignación y se sonroja.—Desde la primera noche de las fiestas.Mi rostro debe de ser el cuadro de El grito ahora mismo.—El abuelo te va a matar.Se frota la cara.—¿Vais en serio?Se ruboriza más.—Pelayo, contesta.

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—No lo sé, Ana... —se revuelve el pelo—. Me gusta.—Ella no es Patricia.—Créeme que lo sé.—Y tampoco un ligue de despecho.—También lo sé.Y una sonrisa distraída se dibuja en sus labios.Ay, Dios...—Como se te ocurra —le apunto con el dedo índice— hacerle el más

mínimo daño...—Me lo puede hacer ella a mí —se queja, enfurruñado como un crío—,

y, también créeme, que es lo más probable.¡Ay, Dios!Si no lo veo, no lo creo...—El abuelo te va a matar —le repito, más tranquila, de camino a la

verja—. Será mejor que no tardes en hablar con él. Primero, para pedirleperdón y, segundo, para pedirle permiso.

—¿Permiso? ¡Ni de coña!—Pues, entonces, ni de coña va a permitir que ella esté contigo, y al

abuelo, en cabezonería, solo le gano yo. Es como una hija para él y ella notiene a nadie más que a nosotros, ni siquiera en Salamanca. Te tocacomportarte como un hombre.

Y me voy, meneando la cabeza, totalmente incrédula, con los ojosclavados en el Ford Focus negro aparcado frente a la piscina.

Le doy la razón a mi abuela, cada casa de Luengo esconde una historiadigna de ser descubierta...

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34(Nicolás)

Estoy charlando tranquilamente con el yayo sobre la fuente que vamos acolocar Jacobo y yo en el centro del jardín. Esta tarde, ya hemos empezadoa preparar el círculo en el que irán las piedras blancas, sobre las cualescolocaremos una especie de bañera de piedra gris.

—Mi Anita siempre quiso una fuente.Lo sé, por eso, fue lo primero que dibujé en los planos cuando me pidió

que le arreglara el jardín. Al principio, pensé que lo hacía para ayudarmecon el negocio, incluso para unirnos a Ania y a mí, pero llevo todo el díapensando que hay otro motivo, y desconozco de qué se trata. Le notopensativo, pero, a la vez, muy feliz. No sé. Estoy algo preocupado, pero lepregunté antes, al llegar, después de arreglarme para mi cita con Ania, y medijo algo que no me esperaba y que tampoco entendí: Todo se estácolocando.

—Hola —saluda Ania, saliendo de la cocina.Me levanto lentamente de la silla, porque mi cuerpo se niega a hacerlo

de otra forma. Fascinado, embobado, maravillado... Así me quedo. Se hapuesto el vestido que usó en la barbacoa que celebró el yayo hace ya casi unmes. Me robó el aliento entonces, cuando la vi tan guapa, y ahora... Ahoraes diferente, porque ahora estamos juntos.

Y no. Nunca estoy preparado con ella...—Hola —le digo, tomándola de las manos para besárselas.Sus preciosos ojos verdes sueltan chispas y su sonrisa es tan sincera,

que me tiemblan las piernas.—¿Nos vamos?Ania asiente y se acerca al yayo para besarle la mejilla. Él le sonríe con

los ojos brillantes.—Pasadlo bien, niños.Nos vamos, por el callejón. Nos tomamos de la mano y nos sonreímos

todo el camino, con timidez. Mi cuerpo burbujea y es incontrolable, pero sesiente tan bien...

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Nos sentamos en una de las mesas de la terraza de Tex, uno frente alotro. Hay muy pocas libres. Y todos nos observan; a ella, con admiración, yno puedo sentirme más orgulloso de que me haya elegido a mí.

—Hola —nos dice la única camarera—. ¿Qué os pongo?Pedimos una cerveza para cada uno y dos tapas para cenar: unos

calamares a la romana y una cazuela de huevos rotos con jamón.—Bueno —comienza ella, con una sonrisa—, háblame de Edimburgo.Arqueo las cejas.—Es una cita, ¿no? Pues en las citas, se hacen preguntas —se le borra la

sonrisa—. Quiero saberlo todo.Sé a qué se refiere.—¿Estás segura?Asiente, seria.—La oferta de trabajo era para el departamento de diseño de exteriores

de un estudio de arquitectura muy famoso en Edimburgo. El hijo del dueñose llama Ian —sonrío—, es un gran tipo. Su madre es española, así quedomina nuestro idioma como si fuera español.

—¿Es joven?—Tiene tres años más que yo, una mujer que es un encanto y dos niños

geniales —sonrío con tristeza—. Me ayudó mucho a adaptarme y a... —trago saliva y respiro hondo— a intentar seguir adelante con mi vida.

Me acaricia la mano.—Ian fue quien me convenció para que montara mi negocio —sonrío—.

Me enseñó todo lo que sé de diseño de exteriores y, cuando dudo sobrealgo, le llamo, aunque solemos hablar por videoconferencia un par de vecesal mes. Quiere conocerte —me río—. Le he hablado tanto de ti, que se creeque eres producto de mi imaginación.

Se ríe conmigo.—Dame el móvil —me pide.Extrañado, lo saco del bolsillo de mis bermudas y se lo doy.—Sonríe —me pide otra vez, colocando el teléfono para hacernos una

foto.Me da mucha vergüenza, así que escondo media cara detrás de su pelo

ondulado. Y no soy de sonreír, pero lo cierto es que la imagen es preciosa.—Mándasela.Lo hago. Y también coloco la imagen de fondo de pantalla.

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Cinco minutos después, me llega un audio de Ian. Nunca me escribe.Jamás lo ha hecho. Nunca se lo pedí, pero, con una persona como él, sobranlas palabras.

Hay personas con las que te cruzas en el camino que sientes que lasconoces de toda la vida. Siempre he pensado que eso es así porque, en otravida, esas personas fueron importantes para ti y, por eso, tu corazón lasreconoce, aunque tu mente las haya olvidado. Ian es una de esas personas.

—¡Ya era hora, tío! Encantado de conocerte, Ania. Mi hija Oliviaquiere saber si eres un hada, yo le he dicho que se lo pregunte al tío Nico—suelta una carcajada—. Bueno, pasadlo bien y sed malos. En la siguientevideoconferencia, nos vemos, Ania.

Nos reímos.—Que aproveche —nos dedica la camarera, dejando las dos tapas en la

mesa.—¿Y...? ¿Y ella? —me pregunta Ania, con los ojos en su cerveza—.

¿Cómo la conociste?—Trabajábamos juntos —frunzo el ceño, muy incómodo—. Oye, no

quiero que... —cierro los ojos y respiro hondo—. No quiero fastidiar la cita,Ania, no creo que...

No termino la frase porque ella se levanta y se sienta a mi lado. Seinclina y me besa en los labios.

—Perdóname —está sonrojada—, no quiero que te sientas mal. Siprefieres no hablar de esto...

—Es que no significó nada. Fue una sola vez y me arrepentí enseguida.Sentí que te había engañado... —cierro las manos en dos puños—, y sé queno estábamos juntos —la miro con dureza—. No te imaginas lo que te echéde menos. No te imaginas lo duro que fue no sentirte cerca, no podertocarte, ni escuchar tu voz. Quise arrancarme la piel. Quise borrar misrecuerdos porque en todos salías tú —intento tranquilizarme, respirandohondo—. Nadie me juzgó por tartamudear a veces, ni me miraron mal. Metrataron tan bien todos, Ania, me sentí parte de una pequeña familia. Mesentí normal —aprieto la mandíbula—. Pero no era suficiente, porque tenecesitaba a ti. Allí. Conmigo.

Se deslizan dos lágrimas por sus mejillas. Me olvido de dónde estamos,de la gente a nuestro alrededor, y se las beso con adoración, de maneraprolongada. Ania cierra los ojos y suspira. Cuando los abre, mi corazón da

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un vuelco, el mismo que hace que me estremezca cuando leo mi nombre enellos.

—Vente a vivir conmigo —le susurro, muy cerca de su rostro.Ella separa los labios, no se lo esperaba, y, por un instante, el miedo a

un posible rechazo me contrae el estómago.Entonces, me dedica mi sonrisa favorita, esa que me hormiguea cada

centímetro de mi cuerpo, esa que quiero robarle cada día del resto de suvida.

—Pues habrá que decorar la casa ya.Le acaricio la nariz con la mía y la beso en la boca, despacio, suave,

muy cuidadoso, porque este momento es tan especial que no puedo besarlade otro modo.

Cenamos, charlando sobre la floristería. Empezaré los planos mañana,aunque sea domingo, pero el jardín del abuelo quiero terminarlo cuantoantes, siento que ambos sitios deben estar listos dentro de poco.

Después, entramos en el interior del bar y echamos una diana con Tex yLola, tomándonos una copa. Jacobo y Pelayo se unen a nosotros un ratomás tarde. No me hace ni puñetera gracia, pero esta tarde estuve hablandocon Ania de sus hermanos y supongo que todos nos merecemos unasegunda oportunidad.

Supongo.Gruño.—¿Echamos una todos? —sugiere Jaco, tras saludarnos.Pelayo y yo nos dedicamos una mirada muy hostil, cruzados de brazos,

dejando patente que a ninguno de los dos nos apetece llevarnos bien.—¿Y si...? —carraspea Ania, situada entre él y yo—. ¿Y si empezamos

de cero?—Lo mejor es sacar lo malo para dejarlo atrás —comenta Jacobo—.

Venga, ¿quién empieza?Silencio.Hasta Tex y Lola nos observan como en un partido de tenis.—No me caes nada bien —comienza Pelayo, con la mirada

entrecerrada.—Eres un hijo de puta —le contesto.Él se enciende y avanza un paso.Sin embargo, suspira con fuerza, sus pómulos se tiñen de rubor y me

tiende la mano.

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—Lo siento.Silencio.No paro de contemplarle, recordando el daño que me ha hecho, sus

insultos, sus vejaciones. Todo. Y se me entrecorta la respiración cuando enmi mente surgen imágenes de ese día en la piscina cuando tenía siete años.

Entonces, una mano suave y cálida me descruza los brazos y laentrelaza con una mía. Mis ojos se clavan en ellas y seguidamente en sudueña. La mirada de Ania es tan clara, tan expresiva, que sé que comprendeque no pueda aceptar las disculpas de su hermano, al que ella, aunque no lohaya pronunciado en voz alta, sí ha empezado a perdonar. Ania es lapersona más importante de mi vida y haría cualquier cosa por ella. Y sé quelo sabe cuando niega con la cabeza y tira de mí hacia la diana.

—No lo hagas —me suelta, quita los dardos y me entrega la mitad.—Es perdonar —murmuro, recitando las mismas palabras de la tía

Ágata.Ella agacha la cabeza y se tapa la cara. Ahora soy yo quien tira de su

cuerpo, hacia el mío, y la estrecho contra mi pecho.—No llores.Ania tiembla, se acurruca y, aunque no soporto que llore, mucho menos

por mi culpa, me encanta que me busque, que se refugie en mí. La beso enel pelo.

—Vámonos —le susurro.Ella asiente, secándose la cara, pero, antes de salir del bar, se acerca a

Pelayo.—¿Sabes? Él puede perdonarte, pero no quiero que lo haga porque lo

haría por mí. Llámame mala persona, si quieres, pero hay cosas que no sepueden perdonar, porque hay veces que es demasiado tarde. Y no hablodesde el rencor, hablo desde el corazón —traga saliva para silenciar unsollozo—. Nico me enseñó a montar en bici, porque papá estaba muyocupado con su empresa y a mis hermanos no les apetecía estar con lamocosa de Ana —las lágrimas bañan su rostro, pero no se molesta ensecárselas—. Nico me curaba las heridas cuando me caía. Nico jugaba a lasmuñecas conmigo. Nico se disfrazaba de princesa conmigo. Nico estuvo ami lado cuando escribí mi primera historia. Nico fue el primero que la leyó.Nico me regalaba un libro todos mis cumpleaños. Nico nunca se enfadabaconmigo cuando quería estar con él. Nico corría cuando le llamaba. Nicodurmió muchas noches en el jardín de los abuelos, debajo de mi ventana,

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cuando yo tenía miedo. Y todo eso mientras mi hermano le trataba comouna puta basura —para unos segundos. Y añade—: Tus palabras son soloeso, palabras, pero las de Nico son palabras de hojalata, que cuando laspronuncia entrega su corazón, y, hoy, no te lo mereces. Prueba otro día.

Se gira, dándole la espalda, y nos vamos, no sin antes ver a Tex con lamirada vidriosa por la emoción. Hasta Jacobo observa a Pelayo con tristeza.

Y se me ocurre el plan perfecto para que mi Ania sonría.Caminamos en silencio hasta mi casa. La expresión de ella es de dolor.

Pero es dolor por un pasado que ya no existe. Y ya es tiempo de mirar haciadelante.

Entramos y le pido que espere en el pequeño recibidor. Subo a labuhardilla y saco del armario dos mantas grandes. Cojo las llaves del coche,que están en la cocina, y nos montamos en la pickup.

Conduzco por los caminos hacia el castillo en ruinas de Luengo, a,apenas, un kilómetro de distancia, pasado el árbol más viejo del pueblo. Seencuentra en una pequeña colina. Aparco y salgo para colocar una manta enla parte trasera y abierta del coche y usar la otra para cubrirnos, pues hacebastante fresco. Voy a su puerta, la tomo de la mano y la ayudo a subir. Nostumbamos, abrazados, bien tapados, y contemplamos el cielo estrellado, conlos grillos de fondo.

—Siempre quise que me trajeras aquí —me susurra, como si fuera unaofensa al lugar hablar más alto—. Cuando te espiábamos Fran y yo, en elcallejón, luego me dormía llorando, muerta de celos, y soñaba que me traíasaquí para besarme bajo la luna y las estrellas —sonríe—. Quería que mebesaras en el callejón, como besabas a las demás, pero también quería queme trajeras aquí —gira la cara, sus ojos destellan y su sonrisa desaparece—,porque aquí venías solo cuando necesitabas esconderte.

Contengo el aliento.—¿Cómo lo sabes? —pronuncio en un hilo de voz.—Porque una vez me lo dijiste —se le humedece la mirada—, que

cuando te necesitase y no te encontrase, viniera a buscarte aquí, pero que teguardara el secreto porque era tu sitio favorito y no querías que nadie losupiera. Y lo hice cuando mi padre me castigó por haberme ido a tu casa alenterarme de la muerte de la abuela. Me escapé de casa y te busqué. Estabassentado en el centro de las ruinas, con los ojos cerrados y tapándote lasorejas con las manos. Y empezaste a llorar. Quise correr hacia ti, pero mequedé parada, llorando contigo, hasta que te calmaste y me fui.

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—¿Por qué nunca me lo has contado? —quiero saber, conmocionado.—Porque no podía —sonrió, acariciándome la mejilla—. Porque

necesitaba que me trajeras aquí. Todo tiene su momento, y el nuestro esahora.

Me inclino sobre ella y beso cada una de las lágrimas que bañan surostro. Beso sus párpados. Beso su nariz. Beso las comisuras de su boca.

Nos miramos a los ojos, con las respiraciones alteradas y los corazonesdesbocados.

Y la beso en los labios. Con ternura. Con devoción.Y ella gime, deslizando sus manos por mi espalda. Con ternura. Con

devoción.Y el beso se vuelve más lento, pero más sensual. Nuestras lenguas se

buscan y de nuestras bocas surge el más tórrido de los sonidos, que nosestremece.

Lánguidamente, nuestros cuerpos se abrazan y se van apretando más ymás fuerte, hasta que no queda un solo centímetro de aire entre los dos. Suspiernas desnudas, suaves, rodean mis caderas y encuentro el lugar en el quemás ansío perderme y nunca más salir.

Mi mano se cuela por dentro de su falda, desesperada por sentirla entrelos dedos, pero no se apresura porque necesita saborear cada milímetro desu piel. Ania se arquea, hunde sus dedos en mi pelo y tira. Y el beso sedescontrola, porque me vuelve loco que haga eso, pero más loco me vuelveque se retuerza de placer por mí. Me encanta que no sea tímida, que tengaarrebatos, que se deje llevar, que se desate, que se desespere si no puedetocarme, que sea esa mujer impaciente a la que deseo con todo mi ser.

Nuestras manos ahora son torpes, inquietas. Nos quitamos la ropa amanotazos, con prisas. La manta que nos tapaba sale despedida. Me siento,arrastrando a Ania conmigo hasta sentarla a horcajadas en mi regazo.

Observo su boca entreabierta, húmeda e hinchada. Mis ojos van directosa sus pechos, y mis labios y mi lengua les siguen. Ella grita, curvándosehacia mi boca y hacia mis caderas. Le aplasto las nalgas y jadeo. No puedoesperar... Necesito sentirla más, mucho más.

Y me entierro en lo más profundo de su cuerpo. Ania esconde la cara enmi cuello y yo, la mía, en el suyo. Su aroma a rosas me sobrepasa... Posouna mano en el centro de su pecho y la tumbo lentamente, mientras nuestrascaderas se alejan de manera perezosa para volver a acercarse, ahora de ungolpe seco que me roba unos cuantos latidos. Me inclino, incapaz de no

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hacerlo, y bebo de su piel, en su cuello... en sus senos... mientras mis dedosacarician sus más recónditos secretos...

—Mi diablo... —gime, arqueándose y arañando la manta arrugada quela protege del coche.

Aquello me trastorna, como siempre que me llama así cuando son susinstintos los que se pronuncian. Muevo mi boca hacia su corazón ysucciono su suave montículo hasta marcarla. Ania jadea, vibrando, y tira demi pelo, tumbándome sobre ella. Nos comemos la boca, el ritmo se acelera,la sujeto de la cadera y la embisto con urgencia, sabiendo que está a puntode arrollarme.

Y las sensaciones hacen explotar nuestros cuerpos, que, desmadejados ytemblorosos, caen en la semiinconsciencia.

Y es ahí, entre sus brazos, donde me asalta una calma que solo Ania escapaz de regalarme. La beso, con ternura, porque no me salen las palabras.

Pero el corazón empieza a latirme con desazón, y no sé por qué, no séqué me pasa.

Entonces, suena su móvil.

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35(Ania)

Ha sido la noche más larga de mi vida, pero ya, por fin, ha terminado,aunque el susto no se va de mi cuerpo, y no creo que lo haga dentro depoco.

Entramos en casa, Nicolás, empujando la silla de ruedas en la que estásentado el yayo, que no para de gruñir porque quiere ir andando. Mi madre,Hernán, Clarita y Pelayo caminan detrás de nosotros. Consuelo y Carlos seacaban de ir, han estado acompañándonos toda la noche.

Nico y yo le ayudamos a incorporarse y a tumbarse en su cama.—¡No soy ningún inválido! —se suelta en cuanto se apoya en el

colchón.—¡Basta ya! —exclamo, harta de escucharle—. Vas a callarte y a

obedecer. Ya has oído al médico, has estado a punto de sufrir un infarto.—¡Pero ni siquiera ha sido un amago! ¡Dejadme en paz! ¡Y tirad esa

silla del demonio! ¡No la quiero!—¡Porque justo mamá entraba por la puerta, por eso no fue ni un

amago! ¿Y si viene más tarde a dormir? ¿Y si no puedes llegar al teléfonopara llamarnos a ninguno? —el cuerpo me tiembla sin control—. ¿Es queno te das cuenta de que no podemos dejarte en paz? —me golpeo el pechocon la mano—. ¡Esa silla va a ser tu mejor amiga y no vas a volver aquedarte solo, ¿está claro?!

Asiente, aunque a regañadientes.—Me quedaré todos los días, como hacía antes —anuncia Clarita,

acercándose a la cama para ayudarle con las sábanas—. Fue un error...—¡De eso nada! —grita él otra vez—. ¡Os turnáis, si queréis, pero me

niego a que os matéis de cansancio por mi culpa! ¡Y me da igual que seasenfermera, pero quien te paga soy yo, así que yo decido —me mira—, ¿estáesto claro?!

No puedo seguir aquí y me marcho a mi cuarto, donde rompo a llorar.Unos brazos fuertes y seguros, con un aroma muy familiar, me rodean alinstante. Me giro y me aferro con pavor a mi tabla de salvación. Nicolás me

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coge en brazos y se sienta en mi cama, conmigo en su regazo. Me acariciael pelo, no pronuncia palabra, hasta que me quedo dormida, llorando.

Me despierto a las cuatro de la tarde. Me pesa el cuerpo, me duelen losojos. Voy directa a la ducha, pero estar debajo del chorro del agua tibia nome despeja ni me hace sentir mejor. Me preparo un café en la cocina. Mimadre y Hernán están en las sillas del jardín, observando trabajar a Jacoboy a Nico.

Me sorprende. Es domingo, no deberían estar trabajando, mucho menosdespués de lo que ha sucedido con el yayo. Entonces, algo me inquieta: elmotivo por el que están trabajando.

Dejo la taza en la encimera y me acerco a Nicolás, ignorando a losdemás.

—¿Tanta prisa tienes por arreglar el jardín? —estoy furiosa.Todos se aproximan, estupefactos por mi actitud sin sentido.—Contesta —le exijo, cruzándome de brazos y golpeando la tierra con

el pie.—Estuve una semana enfermo y en la semana de las fiestas tampoco

hice nada —me explica con suavidad.—Es domingo.—No sería el primero que trabajo —hace un amago de sonrisa.—Para.—¿Qué?—Que pares.Frunce el ceño. No me entiende.—¡Que pares de trabajar! —le quito el rastrillo que sujeta y lo lanzo por

los aires.—¡Ana! —exclama mamá—. ¿Qué te pasa?—¡El jardín se queda como está —señalo a Nico con el dedo— y tú lo

vas a arreglar en tus ratos libres! ¿Me has oído? —me limpio las lágrimasque corren por mis mejillas.

—Ania... —avanza hacia mí.Pero retrocedo.—¿No te ofreció Lucía que arreglaras su jardín? Pues hazlo. Y el jardín

del yayo, en tus ratos libres. Y en esta casa vivo yo también, así que mehaces caso.

Me doy la vuelta y corro a mi habitación, donde me encierro, me tapo laboca con la almohada y grito, expulsando el dolor que me abrasa por

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dentro, en vano, porque el dolor crece. Me asfixia.Nicolás me abraza desde atrás, pero me aparto con brusquedad.—¡Vete a hablar con Lucía para que mañana...!—No voy a hablar con Lucía —me corta, muy calmado, pero con tanta

tristeza en su semblante que lloro más fuerte.—¡Pues te vas a hacer los planos de la floristería!—No voy a ir a ninguna parte.—¡Lárgate! —me tiro del pelo—. ¡Déjame sola!No se mueve.—¡Vete! —le empujo.No se inmuta.Y chillo. De frustración. De negación. De dolor.Y me abraza con fuerza. Intento soltarme, pero me aprieta más y más...

hasta que me rindo.—Ven conmigo —me dice el abuelo, desde el pasillo.Nico me besa en la cabeza, me acompaña al cuarto del yayo y nos deja

solos.—Ven aquí —se tumba en la cama y me tiende la mano. Me siento a su

lado, con nuestras manos entrelazadas. Me la besa, sonriéndome—. Que michico se ocupe solo de mi jardín no significa que yo me vaya a morir ya. Lode anoche fue un susto, pero estoy bien, solo tengo que descansar más —suspira, tranquilo—. Y no me voy a ir de este mundo hasta que no mequede ningún asunto pendiente, y todavía tengo que darle una buena tundaal idiota de tu padre.

Nos reímos.—Así me gusta —me besa la mano otra vez—. Sé que estás leyendo el

diario de mi Anita.—Lo sabes porque tú quisiste que lo hiciera —enarco una ceja.Él suelta una carcajada.—Me lo pidió —me confiesa—. Decía que serías una maravillosa

escritora, pero que yo tendría que ayudarte porque tu padre no lo iba apermitir —recuesta la cabeza en la almohada—. Me hizo prometérselo, ymira —me observa, con una sonrisa tierna—, todavía no te he visto escribirni un mensaje con el móvil.

Agacho la cabeza y suspiro.—¿Por qué, Bichito? —me pregunta con delicadeza.Se me forma un nudo muy grueso en la garganta.

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—Me da miedo.—¿El qué?—Sentarme frente a la hoja en blanco. Empecé una novela hace tres

años. Nicolás se marchó a Edimburgo y no pude terminarla —me seco unalágrima solitaria que cae por mi mejilla—. No pude seguir escribiendo sinél.

—Pero mi chico está aquí —me levanta la barbilla con dos dedos—.Ahora no os escondéis. Sois libres y más felices de lo que nunca os he visto—sonríe.

—¿Y si Cayetana tiene razón, yayo? Sé que no me lo dijo con maldad,pero ¿y si no terminé la novela porque soy un fracaso que no termina nada?¿Y si...? —suspiro con fuerza—. ¿Y si no valgo para escribir? ¿Y si soloson pajaritos? ¿Y si mi padre también tiene razón? —más lágrimas rocíanmi rostro, pero no me molesto en secármelas—. ¿Y si no terminé la novelaporque no creo realmente que valga la pena? —añado en un hilo de voz.

—No eres un fracaso —no pierde la sonrisa—, ni son pajaritos. Es tusueño y soñar es fácil, pero cumplir los sueños da mucho miedo, porque esun riesgo. Si no te arriesgas, jamás sabrás si lo puedes lograr. Nada essencillo. Hay que luchar por lo que se quiere. Cuesta —asiente—, claro quecuesta, porque hay obstáculos, trabas, surgen problemas, o tu vida,simplemente, cambia, tomas un rumbo que no esperabas. Fíjate en mi Anita—sus ojos brillan de una manera muy especial—, ¿crees que fracasó porcerrar la floristería?

—Lo hizo por mamá y las tías —frunzo el ceño—. No fracasó, perosacrificó su sueño.

—Quería dedicarse a sus hijas, y lo hizo, pero resulta que tenía su rosalen casa, y montó una jardinera alrededor de los muros del jardín paraplantar flores. Era su sueño: vivir rodeada de flores y cuidarlas. ¿Crees quefracasó por cerrar la floristería? —me vuelve a preguntar.

—No —mis labios dibujan una pequeña sonrisa— y tampoco sacrificósu sueño, porque siguió cumpliéndolo, pero de otra manera.

—Tú lo has entendido enseguida, a mí me costó —suelta una carcajada—. Cuando me dijo que quería cerrar la floristería, me enfadé mucho. Yotenía mi propio negocio, hacía muebles con mis manos, pero ese negocio lomonté unos años después de que nos casáramos. Fue tu abuela quien meanimó a cumplir mi sueño, y fue muy pesada, ¿eh? —suelta otra carcajada,meneando la cabeza—. Gracias a ella, lo logré. Y para cuando ya teníamos

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a nuestras tres hijas, el negocio iba tan bien, que apenas paraba yo por casa,y mi Anita decidió cerrar la floristería y dedicarse a la casa y a las niñas. Yole dije que no, que ni se le ocurriera sacrificar su sueño de mantener lafloristería de su familia porque yo estuviera hasta arriba de trabajo, que, apartir de ese momento, no aceptaría tantos clientes y así podría pasar mástiempo en casa, y ella no tendría que cerrar la floristería.

—Pero se negó —sonrío, más relajada.—Jamás olvidaré lo que me dijo —sus ojos se humedecen, nostálgicos

—: No lo entiendes, no es un sacrificio, es la vida, la que yo elijo vivir, y yoos elijo a ti y a las niñas, y a mis flores, pero ahora unidas a vosotros, y nopuedo ser más afortunada del nuevo rumbo que ha tomado mi sueño.

Le acaricio la mano. Me emociono, al igual que él.—Ahora tu vida es diferente que hace tres años —me dice, suspirando

—, no eres la misma. Si tu novela está sin terminar, quizás es porque no essu momento, porque ahora el momento es para otra historia. La cuestión es:¿te dejarás llevar por el nuevo rumbo que ha tomado tu sueño?

Me besa la mano otra vez y cierra los ojos.Le beso en la frente y salgo de la habitación. Le debo una disculpa a

alguien.—¿Y Nico y Jaco? —pregunto a mamá, en la cocina, extrañada de no

verlos.—Dijiste que hoy no trabajasen porque esta casa es también tuya —se

encoge de hombros, fingiendo seriedad, aunque una sonrisa divertida lebaila en la boca, igual que a Hernán, sentado a su lado con un libro en lasmanos—. Se han ido, obedeciendo a la jefa.

Me ruborizo y avanzo hacia la casa de Nico, escuchando las risas de esapareja.

Está en el sofá del pequeño porche de su jardín, con los codos apoyadosen las rodillas, inclinado hacia delante, con una expresión de seriedad en surostro que me encoge el estómago.

Me oye entrar. Me detengo tras cerrar la puerta, retorciéndome lasmanos. Me siento muy avergonzada por mi actitud. El miedo nos haceactuar sin sentido, paralizándonos sin darnos cuenta.

—Lo siento...Gruñe, se levanta y acorta la distancia con rapidez. Me sostiene por las

mejillas, me mira con esa intensidad tan suya que me hace estremecer y mebesa en la boca, de manera ansiosa. Yo gimo y, de puntillas, le rodeo el

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cuello con mis brazos para corresponderle con la misma urgencia. Meestrecha contra su cuerpo. Temblamos, abandonándonos a las sensaciones,dejándonos llevar por lo que sentimos, y es que no hay nada mejor quesaborear cada instante que nos regala la vida.

Como este beso.Como mi Diablo.—No vuelvas a pedirme perdón por algo así —me susurra, sobre mis

labios.—Vale...Y nos besamos otra vez, más despacio, recuperando el aliento, aunque

el mío, a su lado, jamás se estabiliza. Y tampoco quiero que lo haga, nunca,porque prefiero vivir sintiendo, que vivir sin emoción.

—¿Leemos un ratito? —me sugiere, llevándome al sofá, donde está eldiario de la abuela.

Asiento, con una gran sonrisa.Me siento, recostada en su pecho, y me dispongo a leer donde nos

habíamos quedado...

Empujé a Lai y corrí a mi casa. Resulta que estaba preocupadaporque creía que le estaba engañando al pensar de esa maneraextraña hacia Lai, cuando Alberto estaba comprometido con otra queno era yo, a mis espaldas...

Me encerré en mi habitación y lloré, hasta que mi padre entró sinllamar, muy preocupado, y me preguntó lo que sucedía. No queríacontárselo, pero estaba en el periódico, era una noticia nacional, loque significaba que mi padre, tarde o temprano, se enteraría. Meabrazó y me dijo que lo sentía muchísimo, pero que se lo imaginaba.

—Los hombres como Alberto tienen su vida planificada desde antesde nacer.

—¡Me ha engañado, papá! ¿Qué soy para él?, ¿unentretenimiento?

—Sí, cariño, te ha engañado. Pero también te digo que Alberto tequiere.

—¡Te equivocas! ¡Una persona que quiere a otra no la engaña!—Deberías hablar con Alberto.—¡No quiero saber nada de él!

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Mi padre se marchó y yo me quedé hecha polvo, con el corazóndestrozado, Ania. No nos habíamos besado, apenas nos habíamos vistodos veces en persona, pero estaba enamorada de él. Le habíaentregado mi corazón en cada una de las palabras que le habíaescrito. Le había esperado, siempre pautando nuestra relación segúnsu vida. Y vale que me había pasado eso con Lai, pero, precisamente,había huido de Lai por Alberto.

Y fue Lai el que vino a buscarme a última hora de la tarde. Meobligó a acompañarle a un sitio. Bueno, el sitio era el viejo árbol deLuengo, mi favorito.

—Ha llegado esto para ti —me enseñó una carta.De Alberto.Se la quité y la leí en silencio; por primera vez, no dejé que mi

mejor amigo también la leyera. Y no se quejó. Estaba muy serio.Permaneció callado y quieto el tiempo que tardé.

Era una carta como todas las suyas, en la que me escribía lo muchoque me echaba de menos, pero que estaba más liado de normal, en labase aérea de Torrejón, donde trabajaba, y no sabía cuándo podríavenir a verme, que, por favor, le perdonase y que le esperase, que meprometía compensármelo cuando, al fin, volviera a Luengo.

Ilusa, pensé de mí.—¿Cómo he podido creerme todas sus mentiras?Lai no contestó, continuó en silencio.—¿Cómo he podido ser tan tonta?Rompí la carta en miles de pedazos. Estaba tan enfadada... No era

dolor lo que sentía, me di cuenta en ese momento. Me sentía estúpida yera una sensación horrible. Pensé en lo mucho que se tuvo que reír demí por ser tan ingenua, por haber confiado en él sin ni siquieraconocerle, porque su engaño me demostró que no era el Alberto quepensé que era.

Y me hizo reflexionar... ¿Somos de verdad lo que mostramos almundo, o lo que queremos mostrar? ¿Y por qué no nos mostramoscomo de verdad somos? Alberto no parecía una mala persona, todo locontrario. Si hubiera querido aprovecharse de mí, me hubiera robadoun beso, y más de uno. Sus cartas eran tan bonitas, parecían tansinceras, llenas de tanto sentimiento... ¿Y si mi padre tenía razón enque Alberto tenía su vida planificada? ¿Y si, al ser de una familia tan

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importante, no podía negarse a nada, pero aparecí yo en su vida yrealmente se enamoró de mí, y no me lo dijo por miedo a perderme,por miedo a perder lo único que en verdad le hacía feliz?

Ay, Ania... Le pedí a Lai que me llevara a la floristería y llamé a lacasa de Alberto, pero esa vez no fue el mayordomo el que hablóconmigo...

—¿Quién pregunta por Alberto? —me exigió, desde el otro lado dela línea, la voz de una mujer, una voz madura y segura de sí misma.

—Soy... —pensé en decir “su novia”, pero rectifiqué— una amiga.—Mi hijo no tiene amigas que yo desconozca. Dígame

inmediatamente quién es usted.—Me llamo Anya, soy amiga de Alberto, solo quería hablar con él.—Así que tú eres Anya...Pues sí sabía quién era yo, y pareció escupir mi nombre...—Óyeme bien, niña. No vuelvas a llamar a esta casa, ni te pongas

en contacto con él de ninguna otra manera. Sé lo que pretendes y estejueguecito ya ha durado más de lo que debería. Quédate en tupueblucho y búscate a alguien de tan poca clase como tú, y olvídate deque mi hijo existe.

Y me colgó.Jamás me había sentido tan mal... Esa desconocida, por muy madre

de Alberto que fuera, me había insultado, y de la peor manera.Me arrojé a los brazos de Lai y lloré como nunca antes había

llorado.Mi amigo, mi mejor amigo, me consoló sin protestar, sin hablar,

permitiéndome que le manchara la camisa con mis lágrimas de rabia eimpotencia.

Entonces, me sujetó por las mejillas y me besó... en los labios...

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36(Nicolás)

No podemos seguir leyendo el diario porque Fran aparece en el jardín,desde el callejón. Nos abraza a Ania y a mí con fuerza, explicando, sinpalabras, el motivo por el que está aquí. Ella llora, sonriendo; yo tambiénme emociono. Le acompañamos a ver al yayo.

—Bueno, el que faltaba... —refunfuña el abuelo—. Anda, dame elabrazo que has venido a darme y te quedas a cenar, ¿eh?

Nos echamos a reír.Y se queda a cenar, pero se marcha enseguida porque es un buen rato en

coche hasta Madrid y al día siguiente trabaja. Ha sido una visita relámpagoque le agradeceremos siempre.

—He pensado en mudarme contigo cuando vea al yayo mejor —medice Ania, en la calle, tras despedirnos de mi hermano—, ¿te importa? —me pregunta con miedo.

—Por supuesto que no —sonrío y la beso en los labios con dulzura.—Por supuesto que sí te vas a mudar con mi chico —gruñe el abuelo,

desde la ventana de su cuarto—. Cayetana y sus hijos no van a tardar envenir y se quedan aquí, así que sobras ya, Bichito, ¿no te parece? —y cierrala ventana.

—Pero... —comienza ella, enfadada—. ¿Tú le has oído?Suelto una carcajada y tiro de Ania, que masculla incoherencias, hacia

su habitación. La he visto bostezar durante la cena.—Mañana viene Jaco a casa a desayunar —le cuento—, para empezar

los planos de la floristería.—Yo iré mirando muebles para nosotros —sonríe con timidez.No lo resisto y la beso en la boca, en el umbral de la puerta. Hernán,

Tatiana, mi madre y Carlos están en el jardín charlando tranquilamente y elabuelo, justo enfrente de nosotros, preparándose con la ayuda de Claritapara dormir, así que paro de besarla a regañadientes.

Y me voy a casa, frustrado porque me he acostumbrado muy rápido adormir con su aroma a rosas.

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Y esa es la rutina que seguimos toda la semana: trabajo en los planos dela floristería y avanzo un poco con el jardín del yayo con la ayuda deJacobo; Ania hace compañía al abuelo, busca muebles en internet y preparasus cosas, que traslada poco a poco a mi casa; por la noche, cenamos todosjuntos y ella y yo nos despedimos con un beso, que, cada día, se alarga ynos abrasa más y más, prometiendo un reencuentro inolvidable...

Comenzado ya el mes de julio, Cayetana y sus hijos se mudan,finalmente, a Luengo. Me sorprende sobremanera lo cambiada que la veo,porque llega con zapatillas, sin maquillar y en vaqueros cortos y camiseta.Y llorando.

Tati y Ania se encierran con ella en la habitación y Clarita, Jacobo, elabuelo y yo nos quedamos con los dos niños en el jardín, aunque es Jaco elque les arranca carcajadas con sus ocurrencias y les borra, durante un rato,la tristeza que empaña sus inocentes ojos.

Pablo, de ocho años, y Gonzalo, de seis, son casi idénticos a su madre;aunque al mayor el pelo le alcanza las orejas y el pequeño lo tiene muycorto. Y digo casi idénticos porque sus ojos son tan verdes y claros comolos de su tía.

Esa noche, Pelayo cena con nosotros y suelta la bomba.—¡¿Qué?! —exclama el yayo—. ¿Pero tú no estabas con Roberto? —le

pregunta a Clarita.—¿Con Roberto? —frunce el ceño—. Es muy majo, pero no.—Se viene Clarita conmigo —anuncia Pelayo, inseguro y temeroso por

la reacción del abuelo, pero tomando de la mano a su novia—. Aquí nocabe y... —traga saliva, nervioso.

Ania carraspea, dedicándole una mirada muy significativa a suhermano, que se ruboriza y se arma de valor.

—Me gusta mucho Clarita y quiero que nos des tu bendición para poderestar juntos, sin escondernos.

—¿Por qué te mudaste? —le exige, en un tono bajo, pero que no admitenegativas—. Y quiero la verdad.

—Cancelé la boda y mi padre me echó de la empresa —frunce el ceño—. Ya lo sabes, te lo dijo Ana.

—Rectifico: quiero toda la verdad.Todos nos quedamos extrañados, menos Pelayo y Clarita, cuyos

semblantes se cruzan por la gravedad.

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—Papá ha cometido delito fiscal. Durante años. Y Hacienda le hapillado. Yo me enteré cuando fui a hablar con él para contarle lo de la boda.Le acababa de llegar la citación judicial. Tiene hasta el quince de agostopara satisfacer la deuda completa y reconocer ante el juez lo que ha estadohaciendo. Si no lo hace, se enfrenta a varios años de cárcel.

—Dios mío... —murmura el yayo, levantándose, muy preocupado—.Tati, hija...

—Tenemos separación de bienes —declara Tatiana, con la frentearrugada—. Lo hicimos cuando Cristóbal decidió montar la empresa. Ahoraentiendo por qué... —se frotó la cara—. Dios mío...

—Por eso, la casa la puso a tu nombre —pronuncia Hernán con dureza—, porque no iba a declarar todo lo que ganaba. Por eso, no se quieredivorciar. Hijo de puta...

—¿Cómo que no se quiere divorciar? —se interesa Ania, mirando a sumadre.

—El abogado le mandó los papeles al abogado de vuestro padre —lescuenta a sus hijos—. Ha dicho que no va a firmarlos. Claro —bufa—,porque se queda en la calle... Maldito Cristóbal... —se muerde la lengua.

—Pelayo, ¿sabes a cuánto asciende la deuda? —se interesa Cayetana.—Solo me dijo que vendiendo los dos coches ni siquiera se aproxima

—observa a su madre, con tristeza—, pero vendiendo la casa hasta lesobraba.

Tatiana cierra los ojos con fuerza.—Mamá, tranquila —le dice Ania, acercándose a ella—. Sé que no te

va a gustar lo que voy a decirte, pero... —suspira—. ¿Quieres divorciarte?—Por supuesto, hija.—Pues pon en venta la casa y dale el dinero de la deuda a papá, a

cambio de que firme los papeles del divorcio.—¡Ana! —exclama el abuelo—. ¡Esa casa es de tu madre, o, si no, que

no la hubiera puesto el malnacido de tu padre a su nombre!—Papá está desesperado, yayo —le dice, con mucha suavidad, y mira a

Tatiana con una sonrisa—. Mamá, vas a abrir una floristería y eres felizjunto al verdadero hombre de tu vida —observa a Hernán, sin perder laternura con la que habla—. ¿Por qué quieres conservar una casa en la quetanto tiempo has sufrido, y a un hombre que se niega a divorciarse porquenecesita dinero? El dinero es solo un papel. Dáselo y te quedas para ti el

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resto, porque es tuyo. Papá no va a la cárcel y tú consigues lo que quieres,el divorcio.

Los demás sonreímos. Tati se acerca a su hija pequeña y la abraza.—Lo siento, mamá —se disculpa Pelayo, con la cabeza agachada,

avergonzado—. No sabía cómo decírtelo...—Tranquilo, hijo —le acaricia la cara, sonriendo entre lágrimas—. Lo

entiendo perfectamente —frunce el ceño—, pero necesito saber cuál es ladeuda. Mañana es lunes, hablaré con el abogado para que se encargue detodo. Si vuestro padre accede al divorcio, le salvaré de la cárcel —sus ojosse vuelven sombríos—, aunque no se lo merezca —y se marcha conHernán.

El abuelo, callado y con una mirada indescifrable, se encierra en suhabitación. Yo le sigo, no puedo quedarme quieto.

—¿Qué ocurre, yayo?Él se sienta en el sillón, junto a la cama, que está girado hacia la

ventana, y contempla la calle, por la que transitan algunas personas,paseando en aquella noche veraniega, bastante calurosa para ser Luengo.

Lo cierto es que está haciendo un verano de mucho calor, sin necesidadde usar un jersey por las noches, como si el tiempo fuera acorde a loscambios que se están produciendo en el pueblo. Cuando el río suena variasveces seguidas es porque se aproxima una catarata, eso dijeron las viejascotorras cuando Ania regresó a Luengo. Y, desde entonces, no han paradode suceder cosas.

—¿Crees —me susurra, con las manos en el regazo— que una personacomo es Cristóbal va a aceptar, así como así, quedarse en la calle? Porqueeso va a hacer, pagará su deuda gracias a mi Tati, pero se quedará en la callesin un duro. Y divorciado. Y sin hijos a los que recurrir, porque los tresestán con su madre. No he conocido a una persona con el corazón tanpodrido como él —recuesta la cabeza—. Estoy cansado, Nicolás. No sécuánto me durarán las fuerzas. Y no quisiera irme de este mundo antes deque Cristóbal claudique. Ese malnacido se merece lo peor del mundo —rechina los dientes y baja los párpados.

Me asusto por sus palabras, aunque procuro no demostrarlo. Mearrodillo a sus pies y le tomo de las manos. Me sonríe.

—Siempre has sido mi muchacho —me revuelve el pelo—, mi hijo,aunque no nos unan lazos de sangre, pero esto —posa una mano en sucorazón— es más fuerte que cualquier cosa, porque elige solo y siempre

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elige bien, y el mío te eligió a ti —se le humedecen los ojos—. No hepodido tener un hijo mejor y Ana no ha podido escoger a un hombre mejorcomo compañero. Solo os pido que uno de vuestros hijos se llame como yo,pero en ruso, por mi Anita.

Le ayudo a ponerse el pijama, le acuesto y le beso en la frente.—Gracias, yayo —le susurro—, no he podido tener un padre mejor.Él me aprieta la mano y se duerme.Encuentro a Gonzalo en el sofá del salón, llorando, pero sin hacer ruido.—¿Puedo sentarme contigo? —le pregunto, en voz baja.Asiente y me acomodo a su lado. Tiene un libro abierto en las manos.

Se seca las lágrimas con el final de su camiseta.—¿Las aventuras del Capitán Calzoncillos? ¿Estás aprendiendo a leer?Asiente otra vez.—Yo leía Fray Perico y su borrico.—¿Y lo entendías? Yo no lo entiendo —me confiesa, observando las

páginas abiertas.—¿La historia? —frunzo el ceño.Asiente de nuevo.—¿Por eso lloras?—Yo no lloro —gira la cabeza.La ternura me invade.—Ah, vale, se te ha metido un mosquito en los ojos, ¿verdad?Vuelve a asentir.—¿Quieres leérmela y así te voy explicando la historia?Traga saliva, respira hondo, bien estirado, como si se preparara para la

guerra, y empieza a leer. Lo hace muy despacio, concentrado, pero, cuandova a pasar de línea, se salta la que le corresponde y para.

—Faltan palabras. No lo entiendo —comienza a temblar y a llorar otravez.

Estuve muchos años de tratamiento para la dislexia, hasta que empecé launiversidad. Leo bien y escribo bien, pero siempre tengo ese miedo aconfundir letras y a inventarme palabras cuando estoy nervioso, y creo queese miedo jamás se irá, por eso no escribo a no ser que no me quede másremedio, por eso soy más de audios y videoconferencias que de mensajes yde e-mails. No obstante, sabría identificar perfectamente a un disléxico yGonzalo no lo es. Sonrío.

—¿Por qué no se lo dices a mamá?

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—Porque me da miedo... —se sonroja, apretando el libro entre losdedos.

—¿Y si te dijera que, si se lo cuentas, ella se va a poner muy contenta?—Papá se enfadó...Suspiro.—Pero las mamás nunca se enfadan —intento convencerle—, todo lo

contrario, les encanta que les contemos las cosas, sobre todo las que noshacen sentir mal. ¿Y sabes qué? Que ellas tienen magia.

—¿Como los Reyes Magos?—Son mejores que los Reyes Magos —me inclino—, porque los Reyes

Magos solo hacen magia una noche al año, pero las mamás hacen magiatodos los días del año. Por ejemplo, ¿a que, cuando te haces una herida, teduele menos si tu mamá te da un beso?

—Me duele menos cuando me canta la canción de la rana. —Y entonaen bajo—: Sana, sana, culito de rana, si no sana hoy, sanará mañana. Yasoy mayor para los besos —estira los hombros.

Silencio una carcajada.Él continúa muy preocupado.—¿Tienes algún amigo con gafas? —me intereso.—Sí —sonríe—, y tiene unas gafas rojas muy chulas, de Superman.—¿Y si te dijera que tú también podrías llevar unas gafas rojas de

Superman?—¿Puedo? —se le iluminan los ojos y el rostro.—Solo con una condición: que le digas a mamá lo que te pasa con el

libro. Y ella misma te llevará a comprarte unas gafas, las que tú quieras.—¡Vale! —exclama, salta del sofá y se marcha corriendo hacia el jardín

—: ¡Mamá!Me río abiertamente. Ania, que lo ha visto todo porque estaba en la

puerta de la cocina, se acerca a mí, mientras me levanto.—¿Crees que no ve bien? —se preocupa ella.—Se salta las líneas y por eso no entiende la historia.—Eso también te pasaba a ti —me dice, con delicadeza, entrelazando

sus manos con las mías.—Reconocería a un disléxico con los ojos vendados, solo escuchándole

leer. Gonzalo no lo es —sonrío—. Lee todas las palabras bien. No se lasinventa —la tomo de las mejillas y me inclino.

—A mí me gustan tus palabras —se humedece los labios.

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—Aunque sean de hojalata —le acaricio la boca con la mía, muydespacio.

—Precisamente... —se le cierran los párpados—, porque son... —meclava las uñas en los hombros—, de mi hombre de hojalata...

Y nos besamos, pero hoy, sin reprimirnos, porque desde esta nocheAnia y yo vivimos juntos, y nos fundimos en un abrazo ardiente,desesperado, donde nuestras manos vuelan por tocarnos y nuestras bocas,por devorarnos hasta desfallecer.

—Vámonos... —gime en mi boca.Gruño, le aprieto las nalgas contra mis caderas, robándole otro gemido,

y nos vamos a mi casa, pero no por el jardín del yayo, donde se encuentranPelayo, Clarita, Cayetana y los niños, sino que salimos a la calle por lapuerta principal y, como dos adolescentes que acabasen de escaparse paravivir su amor, corremos de la mano, entre risas, hasta que entramos ennuestro hogar, a falta de muebles, pero no de ilusión.

Y lo estrenamos con pasión... Mucha pasión.Y largo rato después, de madrugada, nos quedamos dormidos el uno en

los brazos del otro. Y siento, con sus rosas envolviéndome, que los tresaños que tanto sufrimos han merecido la pena porque nuestras decisionesnos han llevado a este momento.

Y comienza nuestra vida juntos.Nunca el tiempo se me pasa tan rápido como este verano...A mediados de agosto, el jardín del yayo ya está más que terminado y a

la floristería le quedan un par de detalles.Tatiana vendió su casa de Madrid a finales de julio, y, tras firmar un

desesperado Cristóbal los papeles del divorcio, ella le entregó el dinero quenecesitaba para saldar su deuda con la justicia, a tiempo de que no lemetieran en la cárcel. Ni siquiera se vieron, lo hicieron todo a través de losabogados. Cristóbal, según nos enteramos después, volvió a vivir a casa desus padres, aquí en Luengo, o, mejor dicho, se encerró entre las cuatroparedes de la casa de sus padres, porque no tenía, como decimos en elpueblo, donde caerse muerto, y la vergüenza por ser un monstruo y unfracaso le ha convertido en un muerto en vida que ni siquiera se asoma a laventana para que nadie le vea; sus hijos, los tres, no quieren saber nada deél.

Cayetana también se divorció y, en septiembre, será la nueva médico delpueblo. El médico actual le ofreció que se incorporara en el mismo mes de

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julio, cuando se mudó a Luengo, pero ella prefirió disfrutar de este veranocon sus hijos, arropada por su familia, respirar hondo y encontrar la pazemocional que necesitaba para empezar de cero.

Ania también ha estado ocupada. Nuestra casa ya es un hogar encondiciones. Solo hay una habitación vacía, y eso es porque yo le pedí quela dejara así. Cuando esté preparada, cuando se enfrente a la página enblanco, la decorará ella a su gusto, conmigo a su lado.

Además, tras avisar a Carlos, por ser el alcalde, Ania estuvo indagandoen los comercios del pueblo sobre los excesivos alquileres a los que lossometía Manuela. No le hizo falta convencerlos, todos salieron en protesta ala calle y a aquella condenada mujer no le quedó más remedio que redactarnuevos contratos, con precios asequibles, si no quería que la gente senegase a pagar un mes más y acabasen como okupas en sus locales, porquese negaron a moverse hasta que Manuela accediera a sus demandas. Así queAnia se convirtió en la enemiga principal de la familia del Chulo y en lasalvadora de Luengo.

Eso logró que Tomás, cuyo bar era uno de los locales de Manuela, sepresentara un día en casa para pedirme perdón y darle las gracias a Ania porsu desinteresado corazón. Tomás tenía bastante dinero y siempre habíaquerido comprar ese local y que el bar fuera completamente suyo, peroManuela nunca se lo quiso vender. Hasta ahora. Las viejas cotorras ya seestán preguntando cuánto tardará Julia en separarse de una vez por todas desu marido y correr a los brazos del verdadero amor de su vida.

Otra cosa digna de mención es que Pelayo se unió a Jacobo y a mí en lareforma de la floristería. No nos dirigimos la palabra todavía, evitamosmirarnos, pero se ha manchado las manos incluso más que yo, y digamosque mis malos recuerdos se van emborronando, aunque muy poco a poco.Creo que nunca llegaré a olvidarlo todo, pero tampoco quiero. La vida noson solo las ventanas que vamos abriendo, sino también las puertas que senos cierran, porque, si no fuera por esas puertas, no podríamos abrir esasventanas. Todo pasa por un motivo y, aunque no le deseo a nadie el dañoque me hicieron, volvería a vivirlo todo si llego adonde estoy hoy: la vidaque quiero vivir.

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37(Ania)

Y llegó la ansiada inauguración... ¡por fin!El yayo se echó a llorar cuando mamá le dijo la fecha en la que

inauguraríamos la floristería: el veintitrés de agosto, el cumpleaños de laabuela Anya. Y lo cierto es que lloramos todos con él...

Y aquí estamos, muy arreglados porque la ocasión lo merece —creo quehemos acabado con las existencias de la tienda de ropa de Marisa; pobremujer, la volvimos loca entre mi madre, sus amigas, Cayetana y yo—. Yemocionados, frente a la cinta blanca que hemos colocado para que mamála corte y quede inaugurada la floristería Anita.

Y la corta.Y rompemos en aplausos y vítores.Casi todo el pueblo está con nosotros, hasta las viejas cotorras han

aceptado la invitación que les dio mi madre, en contra de mis deseos, porsupuesto. Me siguen poniendo la piel de gallina esas mujeres, en especialcuando murmuran entre ellas sin quitarnos los ojos de encima, y lo hacenconstantemente.

Pero hoy no hay discusiones, ni problemas, ni malentendidos, nicontestaciones, ni rencores. ¡Hoy todo es perfecto! Y es que la vida conflores es más bonita.

—¡Sonríe! —exclama Nadia, apuntándome con su cámara.Está haciendo un reportaje sobre el evento para que lo tengamos

inmortalizado. Quisimos contratarla como fotógrafa, pero se negó enredondo porque quería hacerlo gratis. Es un amor esta chica, Fran es muyafortunado, y también ella, además de que hacen una pareja muy bonita ydivertida, siempre están bromeando entre ellos y sus ojos, cuandocoinciden, derriten cualquier iceberg.

Sonrío, encantada.—¡Esto es una maravilla! —me abraza.—Ha quedado precioso... Ven, que te lo enseño —me cuelgo de su

brazo y empezamos el paseo desde la puerta.

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Con la otra mano a la altura del corazón, admiro la tienda mientras se lamuestro a mi amiga. Las manos de Nicolás son impresionantes, ha hecho untrabajo magnífico; le han ayudado Jacobo y Pelayo, pero el diseño salió demi hombre de hojalata.

Los azulejos cuadrados que forman el suelo, alternando el color blancoy el rosa muy claro, recuerdan a los años cincuenta, y son mate, no brillan,permitiendo así que el protagonismo recaiga en las flores. Estas —cuyaproveedora es Matilda—, ordenadas por tipos y colores, se disponen encestas de mimbre colgadas de estanterías de madera clara, clavadas, a suvez, en las dos paredes laterales de ladrillo blanco. El mostrador, de lamisma madera que las estanterías, no ha perdido su sitio original, en elcentro del espacio, al que se accede por un sendero recto desde la puerta.

Continuamos caminando por detrás del mostrador, donde hay doscarritos antiguos, de madera clara y con toldos rosas: en el de la izquierdase sirven pastas de Nines —a quien ha contratado mamá para ofrecer a losclientes no solo flores, sino también un rinconcito donde disfrutar de unrespiro dulce—, y en el otro, hay té, limonadas y distintos tipos de agua.

—¿Cerveza? —una de las camareras nos tiende la bandeja con copas decerveza recién echada.

Tomamos una y brindamos antes de dar un sorbo.Continuamos hacia la trastienda, donde hay, a la izquierda, un sillón de

orejas de color beis, frente a un escritorio de madera clara, con un portátilplateado y un teléfono antiguo, como el de casa del yayo. A la derecha, sedispone una estantería baja con material de oficina. De frente, hemosmantenido la cristalera que conduce al jardín, donde más gente disfruta dela inauguración. Nicolás lo ha techado con paneles de cristal transparentes,pero con un sistema eléctrico para que esté abierto cuando la temperaturasea agradable, y cerrado en las épocas frías del año. El mes que viene,pediremos unos calefactores para poder estar en este pequeño paraíso queha creado Nico, con enredaderas en las paredes, césped artificial y unapequeña charca al fondo, con una cascada que cae desde la pared, en la quemeter los pies cuando apetezca; hay, además, a la derecha, una hamacacolgante en ratán natural con cojines blancos mullidos, mi parte favorita.Justo donde está Fran ahora, hablando con Nicolás, este de pie y deespaldas a nosotras.

—Hola —le digo a mi hombre de hojalata, abrazándole la cintura ybesándole la espalda, encima de la chaqueta del traje oscuro que se ha

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puesto.Cuando le he visto así vestido, con la camisa blanca, la corbata a juego

con el traje y los zapatos negros brillantes de lazada, casi me caigo al sueloporque me tembló el cuerpo entero. Que se me desboque el corazón coneste hombre es ya una costumbre, pero es que he recordado aquel verano enel que aparecía en Luengo los viernes por la noche, pegándose la paliza decoche desde Madrid solo porque le apetecía estar conmigo, antes de darsecuenta de que estaba enamorado de mí. Y eso ha hecho que hoy meenamore un poquito más de él.

Y me gustan esos recuerdos, aunque luego yo lo pasara mal y estuvierameses sin verle ni saber de él, pero los recuerdos más felices de mi vida soncon Nico, y también los que no son tan felices, porque fue él quien meregaló el consuelo que necesitaba cuando la abuela Anya se fue al cielo, yhay tantos ejemplos como este, que la lista es infinita. Soy muy afortunada,Nicolás ha estado siempre en mi vida, primero protegiéndome, mientrascrecíamos, luego enamorándonos y, finalmente, creando nuestro futurojuntos.

—Hola, mi Ania —se gira, me sujeta con suavidad de las mejillas y mebesa la frente.

Suspiro, con los ojos cerrados, aferrada a sus brazos.—Nicolás, perdona —nos interrumpen Jacinto y Milagros, los dueños

del mesón, una pareja de baja estatura y algo rellenitos, de mejillassonrosadas, ojos marrones y pelo negro los dos, de unos cincuenta años—.¿Tienes un momento... por favor?

Nos apartamos. Yo les miro mal, muy mal. Soy así, no puedo evitarlo.Le hicieron daño a Nicolás sin justificación.

Pero Nico les atiende con amabilidad y una sonrisa.—Queríamos saber si también haces reformas de interiores, no solo

exteriores —le explica Jacinto.Nicolás frunce el ceño.—Es una preciosidad la floristería —declara la mujer, que enseguida

traga saliva y se tapa la nariz con un pañuelo—. Lo sentimos mucho... —comienza a llorar.

Nos quedamos alucinados. Nadie se da cuenta de nada, mejor, así laseñora no se abochorna más de lo que está.

—Os daremos de comer todas las veces que queráis, gratis, por favor —se disculpa el hombre también, emocionado como Milagros—. Pasamos

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una racha muy mala hace años y... Fue mi culpa y...—No —le corta ella—, no fue tu culpa, Jacinto —le acaricia la mano.Se me forma un nudo en la garganta. Al verlos así, destrozados y de

verdad arrepentidos, mi rencor desaparece y me acerco a la mujer y la tomode la mano.

—Me quedé con ganas de un bocadillo de calamares —sonrío.Milagros me besa la mano, diciéndome que, por supuesto, me hará un

bocadillo de calamares.—Me acerco mañana al mesón y me contáis de esa reforma —les sonríe

Nico.Entonces, la mujer acorta la distancia y le abraza, con fuerza. Él no se lo

esperaba y, por un momento, permanece rígido, pero, enseguida, ledevuelve el abrazo.

La pareja se marcha y, de repente, se le acerca más gente, interesándosepor su trabajo.

—Creo que necesitas un socio, tío —apunta Jacobo un buen rato mástarde, vestido también con traje y corbata, muy atractivo con su peloleonino engominado hacia atrás, muy elegante—. No vas a dar abastodespués de hoy —le palmea la espalda.

Nos reímos.—Déjame adivinar... —comenta Cayetana, uniéndose a nosotros—, tú

eres ese socio. Por favor... —suelta una carcajada.Jaco la observa con los ojos entrecerrados, provocando que mi hermana

tambalee esa actitud de prepotencia que muestra hacia él, que no es otracosa que tensión sexual no reconocida. Es increíble verlos, nos faltansiempre las palomitas... Jacobo le suelta un piropo en cuanto coincide conella: lo guapa que está, las piernas tan bonitas que luce, que se repita más elpeinado que lleva hoy...

Cayetana estuvo, hasta hace quince días, sin maquillarse, sin usartacones y vistiendo con vaqueros cortos y camisetas que le estaban bastantegrandes. Mi hermana es una belleza, con o sin pintura, pero estaba de dueloy los ánimos de mi madre y míos no lograron que saliera del agujero en elque se empeñaba en estar, y por culpa de alguien que jamás la habíaquerido, ni respetado. Sin embargo, hace quince días, Jaco le preguntó, enel jardín del abuelo, delante de todos, si pensaba seguir mucho más tiempoentregándole su vida a un hombre que no se la merecía, que no la tomabapor una mujer sumisa y dependiente, que estaba claro que se había

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equivocado. Fue duro, hasta el yayo le dio una colleja, pero Jacobo no seretractó ni se disculpó. Ella se echó a llorar, no le contestó y se encerró ensu cuarto.

Al día siguiente, Cayetana se sentó a desayunar con los labios pintadosde rojo. Al siguiente, cambió las camisetas de talla grande por otrasajustadas a su figura. Al siguiente, los pantalones cortos fueronreemplazados por faldas de vuelo. Al siguiente, guardó las viejas zapatillasy se puso unas bailarinas preciosas de color dorado que llevaban años en suarmario y que jamás había estrenado. Al siguiente, regaló a la iglesia suscarísimos vestidos y sus numerosos tacones. Y al siguiente, comenzó Jaco apiropearla a la mínima oportunidad.

—¿Sabes una cosa, Cayetana? —le contesta Jacobo, aún analizándola,penetrante, serio.

—¿Qué, a ver? —coloca las manos en la cintura.Y él... la sujeta por la nuca y la besa.En la boca.Y ella... deja de respirar. Sus ojos brillan en demasía cuando Jacobo

detiene el beso, pero no la suelta.—Que me vuelven loco tus labios rojos —le susurra, ronco.Entonces, Cayetana rodea su cuello muy despacio y le devuelve el beso.

Lentamente, se funden en un abrazo que a Nadia y a mí nos eriza la piel.Y alguien comienza a aplaudir.Pero es un aplauso... extraño.—¡Bravo! —grita una voz masculina desde la entrada de la tienda.Mi hermana y yo nos miramos y nos acercamos, junto con Nicolás,

Fran, Nadia y Jaco.La gente ha acallado sus voces, el local está en silencio, salvo por el

intruso, borracho, que sostiene una botella de whisky en la mano y setambalea sin control. Su aspecto es deplorable.

—Lárgate de aquí, Cristóbal —le ordena mamá, con una miradasombría, escoltada por Hernán.

Sí. Es mi padre ese tipo asqueroso que está haciendo el ridículo,pretendiendo fastidiar este día tan especial.

—Ya has oído a mamá —le pide Pelayo, avanzando hacia él—. Nopintas nada aquí, papá. Lárgate —su tono es suave, pero firme.

—No me toques —le señala con el dedo—. Vaya fracaso de hijos... —nos contempla a los tres con rabia—, pero qué me puedo esperar si los

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engendraste tú —escupe saliva hacia mi madre, pero ni siquiera la alcanza.Entonces, el yayo se interpone y, para asombro de todos, le atiza en la

cara con la copa con la que estaba bebiendo agua. Caen los dos al suelo porla fuerza.

—¡Dios mío!—¡Yayo!Corremos hacia el abuelo y es Nicolás quien llega primero y le ayuda a

levantarse. Se sujeta a Nico, con los ojos rabiosos. A quien nadie ayuda es aCristóbal Hernández.

—¡Eres un desgraciado! —le insulta el abuelo, que toma de la mano asu hija—. ¡Lárgate de aquí o llamo a la Guardia Civil! ¡Y no se te ocurraacercarte a Tatiana, a Pelayo, a Cayetana o a Ana lo que te resta de vida o tejuro que lo lamentarás!

Cristóbal se echa a reír como si fuera un demente, incorporándose condificultad.

—Esto es por tu culpa —me dice a mí, mirándome con tanto odio queme estremezco—. Tú eres quien rompió la familia. Primero, te trajiste a tumadre; luego, a Pelayo y, por último, a Cayetana. Eres tú y solo tú laculpable de todo esto y lo vas a pagar caro, hija, porque todo tieneconsecuencias.

Nicolás gruñe y le golpea con tanta fuerza que sale despedido de latienda.

Yo no respiro. No puedo. Me falta el aire. Me tiemblan las piernas.Mi hermana me arrastra a la trastienda y cierra la puerta. Entran Pelayo

y mamá. Me dan un vaso de agua, pero no me calmo. Caigo en el sillón yrompo a llorar.

Pero mi hermano se arrodilla a mis pies y, con una dulce sonrisa, meseca las lágrimas.

—No tienes la culpa de nada porque esta familia no está rota.—Claro que no —mi hermana me sonríe, también entre lágrimas,

acariciándome el pelo.—Tú nos has unido, cariño —afirma mi madre, de pie a mi lado.—Si no es por ti —añade Pelayo—, no hubiera conocido a Clarita y me

hubiera casado con una mala mujer de la que ni siquiera estaba enamorado.—Si no es por ti —dice Cayetana—, continuaría sin enfrentarme a mis

miedos en una vida que me hacía más infeliz cada día.

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—Si no es por ti —concluye mamá—, jamás hubiera salido del agujeronegro en el que estaba —se emociona—. Sin la valentía del león de Oz, noestaríamos ninguno aquí, donde de verdad pertenecemos los cuatro. Juntos.

Me levanto y nos abrazamos.Hay momentos que pasan desapercibidos a lo largo de nuestra vida y

otros, que marcan un antes y un después sin esperarlo. Jamás olvidaré esteabrazo. De los cuatro. Juntos.

—¿Hay algo para mí? —nos interrumpe el abuelo.Nos reímos. Mi madre le abraza, agradeciéndole ser su padre, el mejor

del mundo.Y la inauguración continúa, pero el yayo está cansado y Nicolás y yo le

llevamos a casa.Me quito las alpargatas de cuña nada más entrar por la puerta. Voy al

baño mientras Nico le ayuda a ponerse el pijama y tumbarse en la cama.—Qué dolor de pies... —me quejo, sentándome en el sillón.Él extiende la mano hacia mí. Acepto el gesto, sonriendo.—¿Me harías un favor, Bichito?Asiento.—¿Me leerías un poquito el diario de mi Anita?Nicolás y yo nos miramos.—Hemos estado tan ocupados con la floristería, la casa, el jardín... que

no hemos vuelto a leer el diario —frunzo el ceño—. Voy a por él.—Ya voy yo —me dice Nico, desapareciendo del cuarto.—Bichito —no para de sonreír, con los ojos brillantes—. Estoy muy

orgulloso de ti.—Soy yo la que está orgullosa de ti —sonrío con travesura—, por

haberle dado a papá esa tunda que querías.Estallamos en carcajadas.Nicolás aparece de nuevo con el diario en las manos y una silla para

poder sentarse al otro lado del abuelo.Abro el diario donde nos quedamos y me dispongo a leer...

Ay, Ania... ¡Me besó Lai! No supe qué hacer salvo huir de él... Séque no fue una actitud muy madura que digamos, pero el miedo meparalizó.

Mi hermana Alexandra me encontró en mi cama, abrazando laalmohada.

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—Ya lo sabes —le dije, sin mirarla.—Te ha besado en la floristería. Ya lo sabe todo el pueblo —se rio

con suavidad—. Las malas lenguas dicen que ha tardado demasiado.—¿Y tú? —le pregunté en voz baja.Me miró y me sonrió con cariño.—Me gusta más Lai que Alberto, y a ti también.—Es mi mejor amigo.—¿Y?—Es... raro... Me siento distinta con los dos.—¿Y cuál de tus dos versiones es la auténtica?No pude responder, pero a mi mente enseguida acudió la imagen de

Lai y se me aceleró el corazón.—No me he enamorado nunca —me dijo, tumbándose conmigo,

abrazándome—, pero ¿sabes cómo me imagino el amor? Como lapelícula “El mago de Oz”: tu vida gris y aburrida, sin contratiempos,cambia cuando un tornado te despierta en un mundo lleno de color,con una bruja buena que te va guiando, pero también con una brujamala que impide que logres tu final feliz.

—¿Y el espantapájaros, el león y el hombre de hojalata?—Pues... —se lo pensó unos segundos—. El espantapájaros sería la

voz de la razón; el león, la valentía que necesitas para arriesgarte aluchar por lo que quieres; y el hombre de hojalata, tu corazón, paraque no te olvides nunca de sentir.

—¿Y Alberto y Lai? —suspiré—, ¿qué pasa con ellos en mi mundode Oz?

—¿Qué te dice tu corazón?—Mejor se lo pregunto al hombre de hojalata —refunfuñé.Ella se rio.—Eres mi hermana favorita —me confesó y me besó en la cabeza—,

y sé que vas a lograr todo lo que te propongas. Estoy muy orgullosa deti.

La observé con extrañeza.—Te voy a pedir una cosa —añadió—: cuando tu corazón te grite el

nombre que tanto ansías, no pienses, déjate llevar, porque cuando elcorazón habla, solo hay una única dirección en la que se puede ir.

Al día siguiente, había una carta en mi almohada con mi nombreescrito y la ropa de mi hermana había desaparecido. Alexandra se

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había ido...

—Anita, cariño, estoy cansado... —me interrumpe el yayo.—Claro —cierro el diario y le beso en la frente—. Duérmete, ha sido un

día lleno de emociones —le sonrío.Él ya tiene los ojos cerrados, aunque una sonrisa muy bonita se dibuja

en su rostro.Nico también le besa en la frente y nos vamos al salón. Desde el amago

de infarto, no le dejamos solo, así que, hasta que alguien vuelva a casa de lainauguración, nos quedamos en el sofá.

—¿Seguimos leyendo? —me sugiere Nico.Asiento, le sonrío y me dispongo a leer de nuevo...

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38(Nicolás)

No abrimos la floristería. Mis padres estaban tan tristes por lapartida de Alexandra, que cerraron la tienda durante una semana. Encuanto Lai apareció en casa, por la tarde, tras enterarse de losucedido, me lancé a sus brazos y lloré lo que me había estadoreteniendo por mis padres.

—Ven conmigo —me pidió al oído.Estaban todos nuestros amigos, la casa estaba atestada de gente,

como si fuera el entierro de mi hermana.Nos escabullimos. Nos montamos en su bici y me llevó al árbol.

Estaba muy serio, pero yo tampoco tenía ganas de sonreír. No hacía niveinticuatro horas que Alexandra se había ido y ya la echabaterriblemente de menos, porque las despedidas que no nos esperamoscreo que duelen incluso más que las que esperamos, porque no nos hadado tiempo a decir adiós, a prepararnos, y necesitamos decir adiós,aunque nos cueste, necesitamos decir lo que se nos atasca en lagarganta y hace latir con fuerza nuestro corazón, necesitamos decir“te quiero”, “gracias”, “perdóname”... Qué palabras tan sencillas,tan llenas de amor y verdad, pero tan complicadas de pronunciar...

Perdóname, Ania, me está costando escribir y no sé si me darátiempo a contártelo todo, si no, le pediré al abuelo que lo haga por mí.Los dolores cada vez son mayores, la morfina ya no me hace nada,aunque me pesa más el corazón, mil veces más...

Continúo...—Alguien quiere verte —me dijo Lai, señalándome el árbol—. Sé

que no es el mejor día, pero él no lo sabía.—¿Él?De detrás del tronco, surgió... Alberto.Me tapé la boca, atónita.—Me alejaré un poco —añadió Lai, antes de alejarse, en efecto,

unos metros de distancia para permitirnos intimidad.

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Fruncí el ceño, muy enfadada. Me crucé de brazos y me giré,ofreciéndole mi perfil.

—Lo siento, Anya —se acercó muy despacio—. Siento tanto que tehayas enterado así... Mi madre me contó que llamaste a casa y meimaginé el veneno que salió por su boca —apretó las manos en dospuños—. Por eso estoy aquí —se quitó la chaqueta y la colocó en latierra para que pudiera sentarme sin mancharme.

Lo hice, a regañadientes, pero había venido hasta aquí y me debíauna explicación.

—No pensaba decírtelo —se sinceró—, porque pretendía que mispadres se arrepintieran de que me casara con alguien a quien no amo,que me permitieran ser feliz junto a la mujer de la que de verdad estoyenamorado —me retiró un mechón que se me escapó de la coleta—.Catalina y yo nos conocemos desde que éramos pequeños y nuestrospadres nos comprometieron al nacer ella, es seis años menor que yo.Durante años, lo he ido retrasando, alegando a mi familia y a la suyaque primero necesitaba un gran puesto en el ejército —agachó lacabeza—. Pero después de venir a verte antes de Navidad, meinterrogaron y les hablé de ti. Discutimos. Les supliqué cancelar elcompromiso con Catalina. No dijeron nada y creí que se lo estaríanpensando. Les quise dar tiempo, no saqué el tema y, por eso, no hevenido a verte —desvió la mirada hacia campo abierto—. Pero el díade mi cumpleaños, en la fiesta, anunciaron a los invitados que habríafinalmente boda entre Catalina y yo, hasta ella llevaba el anillo de mibisabuela...

—Fue una encerrona a la que no pudiste negarte —se me ablandóel corazón y le tomé de la mano.

—Lo siento tanto, Anya... —me besó la mano.—Se enterarán de que estás aquí —me asusté—. Tienes que irte,

Alberto.—Sí, pero contigo.Me incorporé y él me imitó. No dejaba de sonreír.—Ven conmigo, Anya. He comprado dos billetes a Lisboa, el tren

sale mañana a primera hora desde aquí. Allí, tengo un amigo delejército con el que he hablado antes por teléfono, nos deja unahabitación en su casa hasta que yo consiga un trabajo y podamostener nuestra propia casa —amplió su sonrisa—. Mi maleta me la está

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guardando Lai. Le encontré en la puerta de la floristería. Por cierto —arrugó la frente—, ¿por qué está cerrada la tienda?

—Mi hermana se ha ido.—¿De vacaciones?Negué con la cabeza y me froté los brazos.—Alberto, no puedo marcharme yo también. Mis padres están

destrozados por la partida de Alexandra...—Anya —me tomó de las manos—, ¿me quieres?Miré a Lai, que estaba sentado de espaldas a nosotros.—Sí, Alberto —le sonreí, con una presión en el pecho.Qué poco me costó decirlo... demasiado fácil...—Yo a ti también —me acarició la mejilla—. Anya... —se inclinó y

me besó en los labios.Me sorprendió tanto, así, de repente, que me quedé paralizada y no

supe cómo reaccionar.—Lo siento —se disculpó.—No pasa nada.—No te estaba pidiendo perdón por el beso —se rio.—Ah...—Te pedía perdón por no haberlo hecho antes. ¿Puedo?Pero no me dejó responder, porque me besó de nuevo enseguida.Ay, Ania...—Es un poco tarde —nos interrumpió Lai, sin mirarnos.Yo me sonrojé y agaché la cabeza.—Lai me deja quedarme esta noche en su casa —me dijo Alberto,

antes de besarme la mano—. Nos vemos mañana, a las siete, en laestación. Te estaré esperando.

Asentí. Mi hermana lo había hecho, yo también podía, ¿no?Él se marchó andando hacia el pueblo y Lai me llevó en bici a casa.

Apoyó la bici en un árbol y me acompañó hasta la puerta.—Entonces, ¿te vas a ir con él? —quiso saber.—Sí. Me quiere. Lo ha abandonado todo por mí.—Esa no es razón para abandonarlo todo tú —gruñó.Estaba enfadado, y yo también me enfadé.—¿Se puede saber cuál es tu problema? —le recriminé—. ¡Eres mi

mejor amigo, deberías apoyarme!

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—Precisamente porque soy tu mejor amigo, me aseguro de que nocometas un error.

—¿Y por qué es un error? —empecé a gesticular—, ¿porque tú mebesaste y salí corriendo, pero él me ha besado y salgo corriendo conél, no en dirección contraria?, ¿por eso?

Me pasé. Me di cuenta al ver el dolor que cruzó su expresión.—Lo... Lo siento, Lai... No quería decir...—Pero lo has dicho —respiró hondo—. Estaré aquí mañana a las

siete menos cuarto para llevarte a la estación. No me quedarétranquilo si no te llevo yo y me aseguro de que entras con él en el tren—se acercó, respiraba con dificultad y sus ojos brillaban más de lonormal—. Pero nunca estaré tranquilo en lo que a ti respecta porquedaría mi vida por ti, incluso si estás a miles de kilómetros de distancia—me observó con fijeza—. Y si en algún momento te arrepientes,llámame o escríbeme y te juro que moveré cielo y tierra para ir abuscarte y traerte de vuelta, aunque tenga que detener el tren con mispropias manos nada más ponerse en marcha.

Y se fue.Mi corazón galopó la carrera de su vida, Ania...Sobra decir que no dormí en toda la noche. Dudaba, dudaba sin

parar... Quería a Alberto, pero también quería a mi familia, no podíadejarles en la estacada tras la partida de Alexandra. Y también sentíaque necesitaba seguir mi propio camino, pero ¿cuál era mi camino?

Cuando Lai vino a buscarme, me volvió a preguntar si estabasegura.

Y me llevó a la estación.Era muy temprano, no había nadie por las calles. Recuerdo

perfectamente lo silencioso que sentí a Luengo aquel amanecer, comosi no quisiera despedirse de mí, como si estuviera triste porque me iba.Hasta las nubes amenazaban tormenta. Luengo estaba lleno de color,pero ese día era gris...

Cuando vi a Alberto, sujetando su maleta y ojeando su reloj debolsillo cada segundo, sentí que mi corazón estallaría en cualquiermomento.

—Lai... —le agarré la muñeca a mi amigo.Él me miró y te juro, Ania, que sus ojos tan claros me parecieron

prolongaciones del mismo sol que luchaba por salir de entre las nubes.

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Me abrazó, con mucha fuerza. Yo también le apreté con todas misfuerzas.

Nos acompañó hasta la puerta del primer vagón, por donde nosindicó Alberto.

—Gracias por todo —le indicó él a Lai—. ¿Vamos, Anya?Asentí y entré con Alberto, cogidos de la mano, hacia nuestros

respectivos asientos. Me acomodé junto a la ventanilla y busqué a Laicon la mirada. Se había sentado en el último banco de la estación, eldel fondo, el más alejado del edificio.

A las siete en punto, el tren comenzó a andar por los raíles,lentamente. Mi corazón se detuvo. Al pasar junto al banco dondeestaba Lai, puse una mano en la ventanilla. No me miró. Tenía loscodos en las rodillas y la cabeza escondida en las manos. Y el sol, porfin, le ganó la batalla a las nubes, desterrando el gris que había vistohacía un momento.

Entonces, recordé las palabras de mi hermana Alexandra: el amores como “El mago de Oz”, tu vida gris y aburrida cambia cuando untornado te despierta en un mundo lleno de color...

—¡No! —exclama Ania—. ¡No! ¡No! ¡No!No había más escrito en el diario, solo quedaban un montón de páginas

en blanco, casi la mitad del cuaderno.—¡No puede ser!—Baja la voz o despertarás al yayo —sonrío, divertido.—Espera... —pensativa, me mira y sus ojos se abren en demasía—. El

banco...Arqueo las cejas, sin perder la sonrisa.—El abuelo siempre me esperaba en el último banco de la estación, el

del fondo, el más alejado del edificio... —acaricia la última página escrita—. Sus ojos tan claros como prolongaciones del sol... —se le humedecenlos ojos—. El yayo tiene los ojos dorados.

Asiento.—El abuelo es Lai... —afirma, con una mano a la altura del corazón—.

Pero... —frunce el ceño—. Lo sabías —suelta una carcajada—. ¡Lo sabías!—La abuela le llamaba Lai, supongo, por abreviar su nombre en ruso:

Nicolai. No lo sabía, pero el otro día me dijo algo el yayo que me hizopensar en esto.

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Mi madre me puso su nombre como agradecimiento por haberlaacogido en su casa cuando su familia la repudió por haberse quedadoembarazada tan joven y sin ningún novio que la reclamase. Llevo minombre con orgullo, el nombre de mi verdadero padre.

—Pero se montó en el tren —murmura Ania.—Mañana le preguntamos qué pasó —me tumbo en el sofá y ella se

tumba en mi costado.—Y le pedimos las cartas de las tías. ¿Y Anastasia?, ¿se casaría como

deseaba? Aunque casarse sin amor es muy triste.—Mañana lo sabremos —cierro los párpados.—¿Crees que el favor que quería la abuela era que escribiera su diario

en una novela?—Mañana, doña Impaciente —me río, abriendo los ojos.Ania se ríe también y me da un beso dulce en los labios.—¿Te gustaría? —le susurro, estrechándola entre mis brazos—. Escribir

una novela sobre la vida de la abuela, su familia, su historia de amor conLai...

—¿Sabes cómo la titularía? —comenta, con la mirada resplandecientede ilusión, una ilusión que me hormiguea el cuerpo porque llevo tres añosechándola de menos—. “Flores de Rusia”.

Sonrío y me la como a besos, entre carcajadas.Y así nos encuentran Tatiana, Hernán, Cayetana y los niños.—Ya podéis iros a casa.—¿Y si nos quedamos aquí? —me sugiere Ania.Asiento. Me da igual si es en una cama o en un sofá, con tal de dormir

con mi Ania.

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39(Ania)

—Mi querida Ania, mi nieta del alma...—Abuela... No sé si me gusta soñar contigo... Siempre pasa

algo cuando me despierto.—Ven aquí, mi niña —me abraza con fuerza y, a la vez, con

ternura.Sonrío. Me siento tan bien entre sus brazos...—No tengo mucho tiempo, apenas unos segundos.

Escúchame bien, ¿vale?—Claro, dime —la miro, tenemos nuestras manos

entrelazadas.—Sé que eres fuerte, pero tienes que serlo ahora más que

nunca —me acaricia el pelo—. Tienes que dejarlo ir...—¿El qué?—No te encierres en ti misma, utilízalo para lo que mejor se

te da. Tienes un don, siempre lo supe. Utilízalo para dejarlo ir...—No te entiendo, abuela —me pongo muy nerviosa.Ella empieza a desvanecerse.—Utiliza tu don para dejarlo ir, Ania...

Un tintineo a lo lejos me despierta.Abro los ojos, desorientada. Estoy encima de Nicolás, en el sofá del

salón del yayo, descalzos, pero vestidos con la ropa de la inauguración de lafloristería.

El tintineo se repite.Extrañada, me levanto, con cuidado de no despertar a Nico, y me acerco

al pasillo, a la que era mi habitación, donde ahora duermen mis sobrinos. Lacama individual era nido, así que está cada uno en su propio colchón.

De nuevo, el tintineo.Me fijo en la ventana cerrada, con la persiana casi bajada, a través de las

rendijas entra la luz del amanecer. Debe ser muy pronto.

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Suena el tintineo otra vez. Avanzo hacia la esquina de la ventana, laabro sigilosamente y cojo el cascabel. Se me olvidó llevármelo. Salgo alpasillo y veo a Nico levantándose del sofá.

—¿Te desperté? Lo siento.—No fuiste tú —tiene el ceño fruncido—. Fue el cascabel —me señala

la mano.Contemplo el cascabel, mientras Nicolás avanza hacia mí. ¿Cómo es

posible que lo oyéramos cuando estaba en el alfeizar de la ventana cerrada?El sueño...El tintineo del cascabel...Y la casa... no huele a rosas.Entonces, giro la cabeza hacia el cuarto del abuelo, abierto como los

demás.Y corro hacia él.Y se me cae el cascabel al suelo.Y un grito de dolor sale de lo más profundo de mi ser.Mis rodillas se doblan y aterrizo a los pies de su cama, sosteniendo su

mano, aún tibia, pero inerte, entre las mías.Aparecen todos, asustados.Mi madre se arroja a su padre y estalla en llanto.Nico me abraza desde atrás, tirado en el suelo como yo, con tanta fuerza

que va a romperme, pero eso es imposible.Porque ya estoy rota.

◆◆◆

Enterramos al yayo a las cuatro de la tarde del día siguiente.Ni Nicolás ni yo hemos abierto la boca todavía, pero no nos hemos

separado, hasta para ir al baño me ha acompañado, lo que no sé es si porqueme necesita más a mí que yo a él o al revés.

Me llamó Anita y no me di cuenta... No hago más que repetirme esto enla mente. Solo llamaba Anita a su mujer, a la que amaba con toda su alma, ala que nunca dejó de amar, pero me llamó, a mí, Anita antes de cerrar losojos para reunirse con ella. Y no me di cuenta...

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El médico determinó que se le había parado el corazón mientras dormía,que no había sufrido nada, ni se había enterado. La muerte dulce, la llaman.Pero ¿acaso la muerte puede ser dulce? Quizás, en el caso del abuelo, sí,porque se fue cuando por fin le dio esa tunda a Cristóbal, cuando su jardínya estaba arreglado y cuando la floristería de su amada Anita, ese local queél siempre se negó a vender, lo inauguró su Tati, por quien nunca habíaperdido la esperanza de que volviera a vivir. Sus asuntos pendientes estabanmás que resueltos cuando dijo adiós.

Pero para mí no es dulce. La muerte arranca la vida. La muerte me haarrancado a mi yayo de mi vida.

Y sé que tengo que dejarlo ir.Pero no puedo.

◆◆◆

Me despierto en plena noche, sola, en la cama, en la buhardilla. Norecuerdo haberme acostado, ni haberme puesto el pijama. No recuerdo nadadesde que cerraron la lápida de los abuelos, con él dentro. De lo que sí meacuerdo es de que Nicolás no se ha separado de mí en las últimas cuarenta yocho horas.

Y no está.Descalza, desciendo las escaleras. Todo está a oscuras, pero no me hace

falta encender las luces.Nico no está aquí.Y sé dónde está.Me calzo las zapatillas que dejé hace unos días en la entrada de casa y

salgo por la puerta principal sin perder tiempo.Y empiezo a correr. Hace fresco, pero no lo siento. Lo que sí siento es

una presión horrible en el pecho que me provoca ansiedad.Y corro más rápido.Y veo su coche a lo lejos, junto a las ruinas del castillo de Luengo.Y allí está, en el centro de las ruinas, con las piernas flexionadas, los

ojos tapados y cubriéndose las orejas. Como aquel niño, hace muchos años,que perdió a su abuela Ana.

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Pero a quien ha perdido ahora ha sido a su padre, no a su abuelo.Caigo de rodillas frente a él, sobresaltándole.Nos miramos.Las lágrimas rocían nuestros rostros, llenos de dolor. Tanto dolor que

nos asfixia. Y me pregunto cuándo se convertirán en lágrimas de alivio,cuándo nos despertaremos de esta pesadilla, cuándo volveremos a ver aLai...

Y le abrazo, acunándole en mi pecho. Nicolás me clava los dedos,hunde la cara en mi camiseta y grita, temblando. Grita más fuerte. Y más. Yse queda sin voz.

Está roto, igual que yo, porque, para mí, también fue el padre que nuncahe tenido.

◆◆◆

Hay que pasar una serie de fases en un duelo. Vale. Ya he aceptado queel yayo se murió, pero no tengo ganas de levantarme de la cama.

Ni de hablar.Ni de comer.Ni de llorar.Ni de gritar.Sé que estoy siendo egoísta, que mi madre me necesita, que Nicolás me

necesita... Pero no puedo levantarme.Ni ir a casa del yayo.No he vuelto a soñar con la abuela Anya, tampoco quiero, cada vez que

he sentido que me envolvía en su paz, ha pasado algo.No estoy preparada para que pase nada más.Aprieto el cascabel en mi mano, así, si suena es porque lo he movido

yo, ¿no?Por favor, que no pase nada más...

◆◆◆

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¿Es posible sentir vacío y, al mismo tiempo, que te desborde un dolorinsoportable?

◆◆◆

Un tintineo me desvela.Maldito cascabel.Doy un manotazo a la cama y el cascabel sale despedido al suelo.Abrazo la almohada y sigo durmiendo.Otra vez, suena el tintineo del cascabel.Pero ahora no lo estoy moviendo...Me levanto de un salto.Está todo a oscuras, pero la luz de la enorme luna llena se filtra a través

de la ventana de encima de la cama.Un olor extraño comienza a subir por las escaleras.Y humo.Mucho humo.—¿Nico?Mi voz suena tan ronca después de tantos días sin pronunciar palabra,

que toso sin poder evitarlo.—¡Nicolás!Me guardo el cascabel en el bolsillo del pantaloncito del pijama y

desciendo despacio las escaleras, pero el olor a quemado me alarma ytermino por bajar a la planta siguiente de un salto. Algo en el suelo provocaque resbale y aterrice de bruces.

—Dios mío...Hay fuego. Va creciendo.Me quito la camiseta y me tapo la cara. Y automáticamente hago una

mueca. Mis manos huelen a alcohol. El suelo, las paredes... Han rociado lacasa de alcohol.

—¡Nicolás!

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Corro, como puedo. No veo a Nico por ninguna parte. Entro en unahabitación, que da al jardín, y me asomo.

Y me horrorizo al ver a mi padre, a Román y al Chulo en el callejón,sonriendo hacia mi casa. Y la sonrisa de Cristóbal es... siniestra.

—Dios mío...Subo a la buhardilla y busco mi móvil, pero no lo encuentro por

ninguna parte. Tampoco hay teléfono en este piso.—¡Joder!Cojo la sudadera de la universidad de Nicolás, más que nada porque es

enorme y la necesito, y me calzo unas zapatillas. No me molesto enponerme la sudadera porque la quiero para otro fin. Bajo de nuevo e intentocontinuar hasta la planta principal, pero ya no puedo porque el fuego la hadestrozado.

Tampoco puedo saltar.¡¿Dónde demonios está Nicolás?!—¡NICOLÁS! ¡NICOLÁS!Me sobreviene un gran ataque de tos. Me cubro la nariz y la boca con la

sudadera.Me dirijo a otra habitación, que da a la fachada de la vivienda. Por la

ventana, veo que los bomberos y la ambulancia acaban de llegar y,prácticamente, está todo el pueblo echando cubos de agua a la casa.

Pero Nicolás no está por ninguna parte...Voy a enroscarme la sudadera en el brazo para romper la ventana, pero

hay una lámpara en la mesilla de noche del rincón. La agarro, tomo impulsoy golpeo la ventana hasta romper el cristal. Empujo la mesilla y me alzopara salir por el hueco.

—¡Ana! —grita Cayetana al verme.—¡Ayuda, por favor! —grita ahora mamá, a su lado—. ¡Mi hija está

allí!Una explosión de fuego me arroja hacia fuera, hacia el pequeño tejado

inclinado. No sé cómo, pero logro frenar y no rodar, eso sí, destrozándomelos pies. Ahora sí me coloco la sudadera por la cabeza y me deslizo por lastejas con mucho cuidado, hasta que un bombero, subido en la escalera delcamión, me sujeta y me baja.

—Gracias...Enseguida me pone una mascarilla con oxígeno.—¡Ana! —exclaman mi madre y mi hermana, abrazándome.

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Yo me quejo por las rozaduras y me sueltan.—¿Dónde está Nicolás?—Entró a buscarte, justo cuando rompías la ventana.—¡¿Qué?! —me quito la mascarilla y corro hacia la entrada.—¡¿Adónde crees que vas?! —me sujeta el mismo bombero.—¡Tengo que entrar!—¡Ana! —es Pelayo, que, junto con Clarita, corren hacia mí—. ¿Qué

coño ha pasado?—Han sido papá, Román y el Chulo... —me recorre un horrible

escalofrío—. Los he visto... Están en el callejón.Entonces, Tomás y Hernán, que lo han escuchado todo, como los que

están a mi alrededor, corren calle abajo, sin perder un segundo, en direcciónal callejón.

—Pelayo, por favor... —le sujeto de los brazos—. Nico entró justocuando yo salía por la ventana. Por favor...

Me quita la mascarilla de un tirón y corre hacia la casa, sorteando a losque intentan impedírselo.

—¡No! —grito, porque quería que me ayudara a entrar, eso le iba apedir, no que fuera él a rescatar a Nicolás, jamás se me hubiera ocurrido quearriesgara la vida—. ¿Qué he hecho, Dios mío...?

Clarita me abraza, temblando.—Lo siento...—No es culpa tuya —me dice, con lágrimas en los ojos—. Ven, has

inhalado humo —me guía hacia la ambulancia, me sienta en la camilla, mecoloca una nueva mascarilla y comprueba mis constantes vitales—. No tevas a quedar aquí, ¿verdad?

—¿Tú lo harías?Niega con la cabeza y ayudamos a los demás.Se vuelca todo el pueblo, hasta las viejas cotorras están aquí. Mientras

los bomberos riegan la vivienda con la enorme manguera, los vecinos vansacando cubos llenos de agua de las casas de alrededor.

Suena la sirena de la policía y vemos dos coches que se dirigen hacia elcallejón, muy deprisa. Me quito la mascarilla y corro. Cayetana, mamá,Clarita y Jacobo me imitan.

Y Julia.Giramos a la derecha y nos introducimos en el callejón, a oscuras

excepto por las luces de la policía, a la altura de los dos jardines más

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importantes de mi vida.Gritos.Puñetazos.Insultos.Los cuatro agentes de policía esposan al Chulo, a Román y a Cristóbal,

llenos de golpes y sangre.Mi madre se arroja a los brazos de Hernán, que tiene la camisa

destrozada y le sangra la comisura del labio, aunque tiene mejor aspecto, aligual que Tomás, que los otros tres, a los que acaban de meter en los coches.

Y Julia... Julia se acerca a Tomás y le besa, me atrevería a jurar, contodo el amor que siempre ha sentido por él.

—Ania...Esa voz.—Ania...Ese susurro...Por la cristalera del salón, Pelayo ayuda a Nicolás, con la mascarilla

puesta, a salir al jardín. Tienen la ropa y la cara llenas de hollín.Entonces, mi corazón vuelve a latir.Y sonrío, por primera vez desde que murió el abuelo.Nico se desprende de mi hermano, se quita la mascarilla y cojea hacia

mí. Nos encontramos a mitad de camino y nos fundimos en un abrazo tanpoderoso, que, por fin, puedo dejar ir al yayo...

—Lo siento... —le susurro, estremecida, apretándole con fuerza—.Siento no...

Me calla con un beso duro, desesperado, implacable.Y me abandono al beso.Y a él.Y al corazón de oro de mi hombre de hojalata.

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40(Nicolás)

Han pasado dos semanas desde el incendio. El seguro de la casa nos haingresado una buena suma de dinero, pero la vivienda está destrozada.Hemos estado limpiándola de escombros y comprobando si podíamosrecuperar algo.

No se salvó nada, ni siquiera el portátil de Ania, donde estaba su novelasin terminar, aunque los dos creemos que es una señal, no porque esahistoria fuera mala, sino porque necesitaba, quizás, empezarla de nuevo.

La casa está para tirarla y volver a construirla. Y eso va a llevar sutiempo, así que estamos quedándonos en casa del yayo, con Cayetana y losniños, y Jacobo, porque pasa más tiempo aquí que con sus padres, algototalmente normal porque su relación sentimental es un hecho; además,Pablo y Gonzalo ya le adoran y hasta le preguntaron el otro día si podíanllamarle papá. Tatiana se fue a vivir con Hernán aquella misma noche.

Cristóbal, el Chulo, Román y Manuela están pendientes de juicio.Resulta que Manuela fue quien orquestó todo para vengarse de Ania por loque hizo con los comercios de Luengo. Cristóbal no dudó en apoyarla y elChulo y Román quisieron acabar también conmigo. Con lo que no contaronfue con que esa noche, como todas desde que se fue el yayo, la pasé en lasruinas del castillo. Vi el fuego desde allí y llamé a los bomberos, sin saberque se trataba de mi casa.

Como esa noche no me llevé el coche, tardé más en llegar, porque,como no me imaginaba nada, no corrí, sino que regresé andando. Y cuandoalcancé la casa, ya estaba todo el pueblo intentando contener el fuego y losbomberos y la ambulancia acababan de empezar a hacer su trabajo.

No vi a Ania entre los vecinos y me asusté tanto, que golpeé a losbomberos que intentaron cortarme el paso y entré a buscarla, pero el sueloestaba tan resbaladizo que me caí y me torcí el tobillo. Una viga de maderaardiendo aterrizó en mi pierna y no pude moverme, hasta que alguien mecolocó una mascarilla en la cara, me quitó la viga de encima y me ayudó a

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levantarme. Alguien que no fue otro que Pelayo. Me salvó la vida la mismapersona que había hecho de mi vida un infierno.

Y por eso, esta mañana, les he propuesto a Jacobo y a Pelayo que seanmis socios.

Han aceptado.Solo nos queda buscar un local para montar la oficina.—Mira —me dice Ania, acercándose a mí.Se sienta a mi lado, en el césped, junto a la fuente del abuelo. Me tiende

una caja de cartón vieja y más grande que la de unos zapatos.Hoy es veintitrés de septiembre y, aunque ya no hace calor en Luengo,

el sol de la tarde es muy agradable y se está en la gloria en el jardín, consudadera y pantalón largo.

—Me la ha dado mi madre. Ábrela.La destapo y sonrío. Está llena de cartas, fotografías antiguas y bocetos.—Hay que ordenarlas, pero todas tienen su fecha en los sobres y en las

fotos y el remitente con sus datos postales —me explica, sonriendo, feliz.Se le humedecen los ojos—. También me ha dado esto —se saca un sobreblanco inmaculado y rectangular del bolsillo trasero de sus vaqueros—. Esdel yayo. Hay una carta para ti y otra para mí. Y... —suspira—. Y lasescrituras de esta casa, a nombre de los dos.

Me paralizo.—¿Có...? —trago saliva y respiro hondo—. ¿Cómo?Ella comienza a derramar lágrimas, sin dejar de sonreír.—Nos ha dejado la casa a ti y a mí...Se me saltan las lágrimas a mí también, no me molesto en secarlas.—Pero ¿y tu madre y tus tías?—A mamá le ha dejado la floristería a su nombre y a mis tías, dinero.—Pe... Pero...Me explota el corazón.No puedo creerlo...—Y había pensado en regalársela a mi hermana, por supuesto con tu

consentimiento y...—Y ni hablar —la corta Cayetana, negando con la cabeza—. Esta casa

es vuestra porque el abuelo así lo quiso —nos sonríe con cariño—. Ymientras que estabais limpiando eso —señala la que está quemada, con unamueca cómica—, yo estaba buscando casa y vengo de firmar.

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—Venimos de firmar —la corrige Jacobo, con Gonzalo en sus hombrosy Pablo, como un koala, colgado de su pierna.

—¿Os habéis comprado una casa? —pronunciamos Ania y yo alunísono, poniéndonos en pie.

—Un terreno, en realidad —nos aclara Jaco—. Solo necesitamos aalguien que nos diseñe la casa de nuestros sueños —me guiña un ojo.

Nos reímos. Asiento, encantado.—Así que, si no os importa —añade mi cuñada—, nos quedaremos aquí

con vosotros hasta que nuestra casa esté lista.—¿Por qué no montáis la oficina ahí? —sugiere Ania, señalando la que

era nuestra casa—. Necesitáis una, ¿no? Pues, como íbamos a tirarla,construís la oficina en su lugar.

—Es una gran idea —la beso en la cabeza—. Hablaremos con Pelayo.Ahora es Jacobo quien asiente.—Bueno, nosotros nos vamos —nos dice Cayetana—. Hemos quedado

para cenar con Matilda y Josué, y a los niños les encanta el invernadero.Seguramente llegaremos tarde —y se marchan, dejándonos solos.

Oficialmente, desde el uno de septiembre, mi cuñada es la nuevamédico de Luengo y todo el pueblo esta maravillado con su profesionalidady lo cariñosa que es con sus pacientes, mayores o pequeños. Los niños yahan empezado el colegio y están más que contentos con el cambio.

Todo va genial, aunque la tristeza todavía nos acompaña a cada uno denosotros, también a Fran y Nadia, que se marcharon ayer, cuandoterminamos de limpiar los escombros —vinieron al día siguiente delincendio y se cogieron vacaciones para estar con nosotros y ayudarnos.

—¿Empezamos? —le pregunto a Ania, sentándonos de nuevo en elcésped, con el relajante sonido del agua de la fuente, que se mueve gracias aun sistema que ubiqué en el fondo de la bañera de piedra gris.

—Elige —me tiende las dos cartas.Sonrío. Elijo la que va dirigida a ella primero.La desdoblo y leo en voz alta, despacio, y con su mano entrelazada con

la mía...

Mi querido Bichito:

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El diario de mi Anita, como ya habréis podido comprobar, está sinterminar. Esa última parte la escribió entre mis brazos, el día antes deabandonar este mundo.

Y, como supongo que ya habréis adivinado, yo soy Lai, su mejoramigo, que siempre estuvo enamorado de ella... Se montó en el trencon Alberto, pero, a los pocos segundos de salir, el tren frenó en secoporque uno de los pasajeros activó el sistema de emergencia. Melevanté del banco, asustado por si había descarrilado o cualquiercosa, pero jamás pensé que ella saliera del vagón y corriera hacia mí.Os imaginaréis lo feliz que me sentí... La chica más guapa del mundome quería, ¡a mí! La besé como un loco cuando me confesó que meamaba, allí, en ese banco de la estación, el del fondo, el más alejadodel edificio; por eso, Bichito, siempre te recogía en ese banco...

Alberto también salió. Debo decir que era un caballero de los piesa la cabeza. Aceptó la derrota con honor, nos deseó lo mejor y,finalmente, volvió a subirse al tren con destino Lisboa para empezaruna nueva vida, la que él quería vivir. En la caja que mamá te hadado, también hay cartas y fotos de él. Mantuvimos correspondenciahasta hace diez años, cuando me escribió su hijo mayor para decirmeque, lamentablemente, Alberto había fallecido. En Lisboa, encontró untrabajo de profesor en una escuela infantil (siempre quiso dedicarse aenseñar a niños, pero nunca se atrevió a decírselo a su madre y optópor el Ejército del Aire, como habían hecho todos los varones de sufamilia). Pues se enamoró de una compañera. Se casaron y tuvieroncuatro hijos: tres niños y una niña, a la que llamaron Anya. Cortó todarelación con su familia y amigos y jamás volvieron a saber de él.Alberto se enteró, unos años más tarde, de que los Ruiz Palomar, osea, su familia, le repudiaron públicamente, pero le dio igual, era feliz.En las cartas, siempre le agradeció a mi Anita haberla conocido,porque gracias a ella tuvo el valor de perseguir su propia felicidad.

En cuanto a mis cuñadas, creo que de la única que os falta porsaber qué fue de su vida es Anastasia, la mayor. Pues es que estabaenamorada del panadero del pueblo, veinte años mayor que ella, nadamenos, por eso, hacía esas listas con pros y contras para posiblescandidatos como esposos, por eso, decía que no creía en el amor...¡Ja! Mentira. Lo peor de todo es que finalmente se casó... ¡con el hijodel panadero! Pero esperad, que esto tiene traca... Dos años después,

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el chico murió por unas fiebres que contrajo también la madre, o sea,la mujer del panadero, y, ¿adivináis lo que sucedió? Una cosa llevo ala otra... Pim, pam... Los dos solos... viudos... unidos por la tristeza dehaber perdido a sus supuestos seres más queridos... Y se quedóembarazada del suegro. ¡Toma ya! Eso sí, nadie se enteró, porquecerraron la panadería en cuanto descubrieron que esperaban un bebéy se marcharon a otro pueblo a vivir su amor en libertad, donde nadieles conociera ni les juzgase. También hay cartas, están en la caja.

Pues ya lo tienes todo en esa caja y en el diario de mi Anita,Bichito. Escribe nuestra historia. Hazla tuya, redáctala como quieras,pero que quede inmortalizada en un libro de tu puño y letra. Bueno, detu ordenador, tú ya me entiendes. Era el sueño de tu abuela, escribiruna novela, pero nunca se atrevió. Y ya sabía entonces que llegaríaslejos con tus manos. Me lo repetía sin cesar: “Mi querida Ania, minieta del alma, tiene un don, ¿a que sí, Lai?”. Pues sí, Bichito, lotienes. Te lo vuelvo a preguntar: ¿Te dejarás llevar por el nuevo rumboque ha tomado tu sueño?

Con todo mi cariño,Tu yayo

P.D.: No me eches de menos, no llores más por mí, porque soyfeliz, he tenido la mejor vida que jamás imaginé tener, aunque mehubiera encantado disfrutar más de mi Anita, no te lo voy a negar. Ytambién, he tenido el mejor final... He podido ver brillar a mi Tati otravez, solo que ahora brilla como nunca brilló. He vivido el resurgir dela floristería de mi amada Anita y su maravillosa familia rusa. Hevisto con mis propios ojos cómo el Diablo y el Hada de Luengo, al fin,sellaban su destino. He sido testigo del dolor con el que regresaste ydel momento en que te reencontraste contigo misma, y con tushermanos...

Vive, Bichito, vive y nunca dejes de soñar, pero junto al hombre quesería capaz de parar con sus propias manos un tren en marcha por ti,y tú y yo sabemos que ese hombre no es otro que el Diablo de Luengo,un diablo que necesita a su hada tanto como ella a él... La casa nopodía ser para otros...

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Estrecho a Ania entre mis brazos, temblorosa, llorando. Suelto la carta yle acarició el pelo entre los dedos, besándole la cabeza cada poco. Ella serefugia en mí.

Cuando se calma, un buen rato después, le tiendo mi carta.Ania desdobla el papel y lee con voz suave y delicada:

Mi chico:

No puedo estar más orgulloso del hombre en el que te hasconvertido y no sabes lo feliz que me voy de este mundo por habertetenido como hijo, porque tú no eres mi nieto, eres mi hijo.

No voy a darte consejos, bastante mayorcito eres, pero sí te voy apedir algo... Olvida, Nicolás. La vida es demasiado corta para pasarlacon rencores, dolor y malos recuerdos. Deja el pasado atrás y disfrutadel futuro por el que has luchado con uñas y dientes (y bastantespuñetazos), y junto a las personas que te quieren, y son muchas, te locreas o no.

Mi Bichito no ha podido escoger a un compañero mejor. Tenmucha paciencia con ella, que su genio no es el mío, es el de mi Anita,y se las gastan bien las dos... Y llénala de rosas durante el resto de suvida, porque la vida con flores es más bonita, te lo digo porexperiencia. Sed felices, todo lo que podáis, y ya te aviso de quesiempre se puede más, y más, y más, y más...

Una última cosa... En la caja que tiene tu Ania, hay otra caja, peropequeña y de terciopelo rojo. Es el anillo que le regalé a mi Anitacuando le pedí que fuera mi esposa, tres meses después de que nosbesáramos en nuestro banco de la estación. Ahora es tuyo, ya sabes enqué mano tienes que colocarlo, pero de rodillas, ¿eh? Y delante detodo el mundo, que se note que eres mi hijo.

Con todo mi cariño,Tu padre.

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P.D.: Cortad todas las rosas de mi Anita y llevadlas al árbol másviejo de Luengo, ya sabéis cuál es. Esparcid los pétalos y decidme“hasta pronto, yayo”. Después, marchaos, sin mirar atrás, y con unagran sonrisa. Es mi última voluntad y la tenéis que cumplir.

Si el rosal no vuelve a florecer, quitadlo, pero nada de tristezas,plantáis algo nuevo y punto.

Ahora es Ania quien me acaricia el pelo y me besa cada poco y yo,quien se refugia, tembloroso, en su cuerpo.

Cuando me calmo, nos acercamos al rosal con las tijeras de podar. Voycortándolas suavemente, con reverencia, y ella las va colocando en elregazo de su sudadera.

Y cumplimos su última voluntad.Nos montamos en el coche y conduzco hacia el árbol más viejo del

pueblo.También con reverencia, en silencio y con más lágrimas bañando

nuestras mejillas, esparcimos los pétalos.Nos tomamos de la mano y esperamos, callados, a que el sol se ponga

en el horizonte y sus prolongaciones, como los ojos dorados del abuelo, sedesvanezcan hasta desaparecer.

—Hasta pronto, yayo —susurramos al unísono.Nos giramos y sonreímos.Y nos marchamos, sin mirar atrás.Volvemos a casa, hacemos una pizza en el horno y, con una cerveza

cada uno, nos sentamos en la alfombra del salón y ordenamos las cartas ylas fotografías por grupos: Anastasia, Alexandra, Ágata y Alberto; estántambién los bocetos que Jean-Paul le mandaba a la abuela. A continuación,nos transportamos al año 1956, cuando la tía Alexandra se marchó deLuengo.

No sé en qué momento me quedo dormido, pero, cuando abro los ojos,nada más amanecer, veo a Ania, con la espalda apoyada en el sofá, laspiernas estiradas con los tobillos cruzados, una enorme sonrisa, la ilusiónresplandeciendo en sus preciosos ojos verdes y el portátil de su hermana enlas piernas.

Estoy perdida...

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Yo te encontraré...Y el día que quiera empezar...Estaré contigo...Mi Ania ha vuelto a escribir.

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Epílogo

—¡Te lo dije, Lai! ¡Te lo dije!Él sonríe, apretándole la mano, sin dejar de mirar los dos a su nieta del

alma, su Ania, presentando su primera novela, “Flores de Rusia”, en lafloristería de Tati, con todo el pueblo presente.

Tardó seis meses en terminarla, otros tres en perfeccionarla y tres másen recibir el sí de una pequeña editorial de Salamanca, la única que le diola oportunidad de ver la luz.

Hoy, hace cuatro meses que salió a la venta y ya lleva cien milejemplares vendidos. Es un éxito rotundo en las librerías y no paran dellamarla las grandes editoriales para convencerla de que publique conellas, pero si algo define a la autora es la lealtad, y se queda con quienesapostaron por ella sin ver una cifra o un nombre famoso antes que suhistoria.

—¿Qué le pasa a mi diablo? —le pregunta Anita, preocupada—. ¿Porqué está enfadado?

—No está enfadado, es que está nervioso —se ríe Lai.—¿Lo va a hacer hoy?—En cuanto termine mi Bichito de firmar los ejemplares. Ya le dije que

tenía que hacerlo a lo grande, aunque ha tardado, que hace un año y medioque leyeron mi carta —se cruza de brazos y gruñe.

—Han estado muy ocupados, ¡qué quejica eres, Lai! —le empuja—. Terecuerdo que les quemaron la casa y ahí construyeron la oficina —comienza a enumerar con los dedos—; Nicolás diseñó la casa de Cayetanay Jacobo; Ania tuvo que documentarse mucho para escribir la novela; Tatiy Hernán se casaron por todo lo alto y, organizar una boda de tal calibre,lleva su tiempo; Fran y Nadia acaban de adoptar a la pequeña Vera; hacedos semanas, Pelayo y Clarita se dieron el sí quiero en el ayuntamiento y

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hoy, por fin, ha florecido el rosal que plantaron donde estaba el mío. ¡Eresun impaciente, luego dices que ha salido a mí, si es igualita que tú!

—¡Es que mi chico ya tiene treinta y siete años, que se le va a pasar elarroz, hombre!

Anita no contesta. Lai, extrañado, la mira.—Tú sabes algo que yo no sé.—Las mujeres intuimos ciertas cosas que a los hombres se os pasan por

alto, es cosa de la naturaleza —se encoge de hombros con diversión—. Hayque hacer sonar el cascabel.

—¿En serio?Ella asiente con una gran sonrisa.—Y será un niño, ¿no te has fijado en lo guapa que está últimamente?—¡Por fin! —exclama él, alzando a su Anita por los aires, estallando en

carcajadas los dos.—¡Bájame, corre, que se lo va a pedir ya!—Vamos a acercarnos un poco más.—No nos dejan, ya lo sabes —le agarra del brazo para frenarlo.Lai chasquea la lengua.Atentos y emocionados, contemplan cómo Nicolás, en el centro de la

floristería, de rodillas, le pide matrimonio a su Ania, que se echa a llorar yse lanza a sus brazos gritando que por supuesto se casará con su hombrede hojalata. Y con el anillo que Lai le regalo a Anita: un sencillo aro de oroamarillo con una rosa en la cima.

—No se ha trabado, ¿te has dado cuenta, Anita? —pronuncia Lai, conorgullo en su voz—. Qué grande es mi chico...

Ella sonríe, rodeando su cuello para besarle en la mejilla.Pero una suave campana les interrumpe, avisándoles de que tienen que

partir.Entonces, Anita busca a las tres viejas cotorras, que la están mirando

con una gran sonrisa desde la floristería. Anita se señala el vientre,simulando un embarazo, y les guiña un ojo. Y ellas, que no son otras quetres ángeles muy cotillas que Dios envió a Luengo para que nunca dejarade ser un pueblo de cuento de hadas, asienten porque ya saben lo quetienen que hacer.

—Tenemos que irnos ya —le avisa ella.—¿Tan pronto? —se entristece.

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—Nos han permitido estar con ellos este año y medio. Ya es nuestrahora. Ellos estarán bien —le sonríe con todo el amor que siente por él.

—¿Y el cascabel? Hay que esperar a mañana para hacerlo sonar.—Me han dicho que lo harán sonar ellos por nosotros, aunque será la

última vez.Lai suspira y se toman de la mano.—¿Preparado?—Preparado. Juntos, Anita.—Juntos, Lai.Por fin...En un banco de la estación de tren de Luengo, el del fondo, el más

alejado del edificio, está sentado un chico moreno y de ojos dorados, con lacabeza escondida en las manos. De repente, el tren frena y el chico selevanta de un salto, expectante. Entonces, la puerta del primer vagón seabre y sale una chica rubia platino y de ojos verdes que empieza a correrhacia el chico, y él empieza a correr también hacia ella.

Se llama Anya, pero, para él, siempre será su Anita.Se llama Nicolás, pero, para ella, siempre será su Lai.Se abrazan. Él la besa como un loco.Y, por fin, después de tanto tiempo, Anita y Lai vuelan juntos hacia el

cielo, desde donde guiarán el camino de sus nietos del alma, con palabrasde hojalata...

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AGRADECIMIENTOS ESPECIALES

Sofía y Valentina:

Gracias por ser mis hijas, por habernos elegido a papá y a mí paracuidaros y amaros hasta la eternidad... Sois las mejores hijas del mundo.Sois preciosas, por dentro y por fuera. Sois nuestras niñas...

Gracias por estar a mi lado cuando escribía esta historia, gracias por sermi inspiración, gracias, sobre todo, por interrumpirme para robarmesonrisas, para darme abrazos que me explotan el corazón, para llenarme debesos que me hacen cosquillas, para iluminarme el alma con vuestrainocencia, la más hermosa del mundo...

Siempre miraré el cielo con vosotras cuando sopléis los sueños, ¡todoslos que queráis!, que vayais cumpliendo, porque no hay nada imposible; ymientras, aplastaremos juntas los miedos que vayais superando.

Cuando seais mayores, os lo contaré todo, porque esta historia es tanmía como vuestra, porque la hemos hecho juntas, porque, sin vosotras, noexistiría Palabras de hojalata...

Os amo con todo mi ser...

◆◆◆

Eylen y Mili:

Formáis parte de cada capítulo, de la portada, de las promos... y, sobretodo, de la ilusión tan grande con la que escribía la novela, de la terapia quesupuso para mí escribir esta historia... Sabéis todo lo que hay detrás de estaspáginas, las lágrimas de impotencia, de rabia y de dolor, pero también lasrisas robadas y las largas charlas compartidas a través de audiosinterminables, como si viviéramos juntas, cuando en realidad nos separanmiles de kilómetros y un gran charco llamado Atlántico, pero las tressabemos que, cuando se quiere de verdad, no hay distancia, ni medidas detiempo, ni existen fronteras...

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Sabéis lo mal que lo estaba pasando y el renacer que supuso para míescribir Palabras de hojalata... Sabéis lo que esconde, lo que atesoratambién, el antes y el después... Es tan especial para mí esta novela, perotan especial, que nunca me cansaré de daros las gracias por habermeacompañado en cada pasito, por haberme escuchado de madrugada, porhaberme secado las lágrimas, por haberme arrancado carcajadas... Por estar.Conmigo.

Os quiero muchísimo...

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QUERIDO LECTOR:

¡Muchísimas gracias por leer esta historia! Eres un personaje más,porque, sin ti, esto no sería posible... Gracias por darle una oportunidad...

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(1), El dibujo de su oscuro corazón (2) y La cereza y el lobo (3).* Bilogía Maldita inocencia (año 2018): Malditas las rosas (1) y La

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Un abrazo enorme...

Sofía

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