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Bernardo Rafael Álvarez PALLASQUITA LINDA (Algunos textos memoriosos sentimentalmente atados a Pallasca, mi distrito)

Pallasquita Linda

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Sobre Pallasca, un pueblo en la serranía peruana. Textos escritos por Bernardo Rafael Álvarez, poeta y escritor peruano.

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Bernardo Rafael Álvarez

PALLASQUITA LINDA

(Algunos textos memoriosos sentimentalmente atados

a Pallasca, mi distrito)

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PALLASQUITA LINDA

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Bernardo Rafael Álvarez

PALLASQUITA LINDA

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“Pallasquita Linda”. Así llamaba nuestro recordado

paisano Moisés Huerta, fotógrafo en aquellas épocas de

las cámaras en blanco y negro, al pueblo donde nacimos:

Pallasca. A él, “don Moshe”, le debemos el título de esta

publicación.

Pallasquita Linda

_____________________________________

EDICIÓN VIRTUAL: enero del 2015

© Bernardo Rafael Álvarez

[email protected]

Hecho en el Perú / Made in Peru

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A la memoria de mi padre, el Maestro Rafa.

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EL DISTRITO DE PALLASCA

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CULTURA DE PALLASCA: DE DIEGO MEJÍA A

SANTOS VILLA, UNA HISTORIA DE

MATÁFORAS Y ACORDES1

Pallasca –lo escribí hace algún tiempo- es “un pueblito de

la sierra ancashina, bello, saludable y acogedor, por sus

paisajes infinitos, por su clima y por el calor imantado de

su gente, que es capaz de atraer al más distante de los

humanos, convirtiéndolo en huésped perpetuo de su

corazón”.

La historia

Su historia se remonta a los primeros tiempos de la

Conquista. Estudios serios indican que su nombre

provendría del cacique Apollacsa Vilca Yupanqui

Tuquiguarac, “indio noble que prestó importantes

servicios durante el paso de los primeros conquistadores”,

por lo que habría recibido escudo de armas, según señala

el historiador Félix Álvarez Brun, en su libro ANCASH,

una historia regional peruana2.

1 Publicado, en físico, el año 2007. 2 “Al César lo que es del César”: A la importante contribución del

historiador Álvarez Brun (quien ha escrito el más completo, riguroso

y bello libro sobre la historia de Ancash y, por ende, de Pallasca),

debemos sumar el aporte pionero del normalista conchucano Alonso

Paredes y el candoroso entusiasmo de nuestro paisano Manuelito

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En Pallasca han ocurrido hechos que merecen ser

resaltados. En las aguas del Río Tablachaca (antes

Andamarca) fue arrojado el cadáver de Huáscar, el último

heredero legítimo del Imperio Incaico. En dos

oportunidades, a fines del siglo XVI, recibió la importante

visita de Toribio de Mogrovejo, entonces la más alta

dignidad de la Iglesia Católica en el Perú y después

proclamado santo, en diciembre de 1726. En la etapa de la

Independencia aportó su cuota de hombres y provisiones

para el Ejército Libertador. Cuando se produjo la invasión

chilena, puso de manifiesto su arrojo y patriotismo

negándose a cumplir las órdenes de los jefes militares

enemigos y, más bien, se enfrentó, en desigual batalla,

dando excepcional muestra de dignidad que le costó, como

heroico saldo, decenas de muertos y heridos.

Años antes de aquel conflicto fue visitada, en épocas

distintas, por dos importantes estudiosos europeos cuyos

testimonios fueron insertados en sendos libros que son

fuente obligada de consulta: Charles Wiener, autor de Peru

et Bolivie, y Antonio Raymondi, que escribió El

Departamento de Ancasch y sus riquezas minerales. El

francés Wiener, entre otras descripciones y alusiones, se

refiere al río Tablachaca y expresa que se trata de “uno de

Alvarado. Gracias a ellos pudo reconstruirse gran parte de nuestro

pasado histórico. Soslayarlos sería injusto.

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los sitios más notables en la historia del Perú”, porque allí

“fue degollado cerca del puente por orden de su hermano

sublevado”, Huáscar el último inca legítimo. Raymondi

advierte que el distrito de Pallasca “es el más estenso (sic)

de todos los de la Provincia” e intuye, por algunas

evidencias encontradas, que debió haber sido importante

durante la dominación española; resalta la belleza del

panorama que se aprecia desde Santa Lucía donde, dice,

“hay una pequeña capilla”, y llega a conocer el subterráneo

(que nosotros cuando niños llamábamos “infiernillo”)

ubicado en una vivienda al frente del templo de San Juan

Bautista. Pero lo más significativo quizás sea el haberse

dado cuenta que, como en otros distritos (a diferencia de

Corongo, que entonces formaba parte de nuestra

provincia) en Pallasca solo se habla el idioma español, lo

cual, según su personal apreciación, hace que los

habitantes de estos pueblos sean más tratables y

cariñosos”. La ausencia del Quechua -que no tuvo tiempo

de arraigarse en los pueblos de nuestra Provincia (y que,

por cierto, deberíamos lamentar)- se debe a que –como

señalaron investigaciones lingüísticas ulteriores- el idioma

nativo en esta región fue, en realidad, el Culli que

prácticamente sucumbió ante la irrupción sucesiva de incas

y de españoles y del que solo han quedado desperdigadas

o “chapreadas” (que es como se dice en pallasquino)

algunas expresiones que son empleadas con frecuencia

(pienso ahora en la particular eufonía de los topónimos

Conshyam, Mushyuquino, Pocata, Shulgarape…)

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La poesía

Si aceptamos que –tal como afirma el historiador Álvarez

Brun- Pallasca es la antigua Andamarca, aquel pueblo más

o menos cercano al río en que, sabemos, fue arrojado el

cuerpo sin vida de Huáscar, el último Inca legít imo,

entonces tendremos que admitir que la poesía pallasquina

comienza con el poeta sevillano Diego Mejía de Fernangil.

La segunda parte de su Parnaso Antártico, llamada

“Égloga Intitulada El Dios Pan…”, tiene, entre otros, estos

significativos versos:

“Aquí, señor don Diego, en Andamarca,

donde el Quisquis, y el gran Cilicochima

cortaron la cabeza a su monarca,

junto al arroyo do con vena opima

de rubicunda sangre dio a su vida

el sin ventura Guáscar fin y cima,

me hallo a la sazón que a su querida

Tetis inclina la jornada Apolo,

Dejando esta región oscurecida.”

Es decir, la poesía pallasquina (digo, aquella escrita en

Pallasca) tendría su registro histórico a partir del siglo

XVII. Pero para sustentar esta afirmación habría que darse

el menudo trabajo de recurrir a la Biblioteca de Paris que

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es donde, tenemos entendido, se encuentra el texto

completo del largo poema, y además hacer un seguimiento

al itinerario biográfico de aquel medio desconocido vate.

Esto permitiría sumar argumentos a la tesis pulcra y

minuciosamente expuesta por Álvarez Brun, nuestro

laureado escritor.

Pero por ahora solo nos importa ocuparnos de otros poetas,

los creadores emblemáticos de Pallasca: Víctor H. Acosta

y Teófilo Porturas que, por cierto, merecen permanecer en

nuestra memoria, alimentando el lado noble de nuestro

orgullo. Olvidarlos sería injusto, oprobioso y ofensivo a la

dignidad.

La única vez que ví a don Víctor H. Acosta fue el día en

que lo conocí. Yo tenía doce años. Ocurrió cuando –como

lo he contado en una crónica- “alumnos y profesores de la

293, mi escuela, habíamos ido en “excursión” a la capital

de la provincia y allí, fastuosos, en una velada literario

musical hicimos una representación teatral en la que yo

aparecía como “Willac Umu”, usando como parte de la

indumentaria una capa probablemente del San Juan

Bautista de mi tierra”. Mi padre, el maestro Rafa, era mi

profesor y, por tanto, también fue de la partida. Yo siempre

“paraba –como se dice- pegado a él”. Y recuerdo que en la

Plaza de Armas de Cabana se produjo el encuentro: él y

Víctor H. Acosta. La bella Iglesia de Santiago el Apóstol,

mandada a construir creo que por el padre Ciro Palay,

imperturbable y blanca permanecía allí apuntando al cielo

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en la esquina sur oriental. Y, claro, el niño zonzo -o sea yo-

también en el lugar, pero mirando al suelo. Bien peinado,

el poeta vestía un terno plomo a rayas correctamente

abotonado, y con corbata. Supe que le gustaba jugar billar

y que no confiaba en los tacos que se ofrecían en el

establecimiento a donde acudía a relajarse con sus amigos;

por eso prefería llevar el suyo, uno de color marfil que en

aquellos momentos portaba y se ufanaba en mostrar a mi

padre. Yo, por supuesto, ya sabía que se trataba de un poeta

porque tuve oportunidad de conocer su único libro,

Sentidas, que fuera publicado allá por el año 1929 cuando

su autor, según tengo entendido, aún era adolescente (por

lo menos eso es lo que se nota en la foto que aparece a la

vuelta de la portada). Lo que nunca llegué a saber era el

porqué de aquella “H” en su nombre (muchos años después

alguien llegó a decirme –naturalmente, sin haberlo podido

confirmar- que en realidad correspondía a su apellido

paterno, el que por alguna de esas misteriosas razones o

sinrazones que solo los poetas entienden, terminó

reduciéndose a la inconfundible sonoridad de esa letra a la

que le dicen muda). El librito, prologado por don Teófilo

Porturas (con quien compartió experiencias de aprendizaje

y creación en Trujillo, frecuentando en su adolescencia a

poetas y escritores del Grupo Norte, como Antenor

Orrego), fue impreso por la Imprenta Torres Zumarán del

jirón Sandia 111, y yo lo obtuve gracias a que mi amigo

Lucho Aparicio me lo regaló –después de haberlo

encontrado junto a un número indeterminado de otros

ejemplares, en el “terrado” de su vivienda- cuando

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formábamos parte del Club Infantil “Los Inseparables”

(acerca del cual ofrezco publicar pronto una crónica, pues

tiene una significación altamente sensible en mi vida). Don

Víctor, el querido autor de Ave que muere, su poema más

conocido y celebrado especialmente por las damas

pallasquinas, nació en Pallasca, pero hasta sus últimos días

vivió en Cabana, donde nacieron sus hijos y quedó su

recuerdo.

Sentidas, el poemario de don Víctor, es un libro de formato

pequeño, diríamos “de bolsillo”. Está compuesto por

cuarenta y siete poemas bellos y bien escritos, que se

caracterizan por una extraordinaria riqueza expresiva,

además de musicalidad y ternura. En ellos se pone de

manifiesto poco discretamente la presencia de Rubén

Darío; es que el Modernismo había poblado el continente,

entonces. Pero también –como muy bien apunta Teófilo

Porturas en el prólogo- hay algo de Vallejo. Un poema

conmovedor es aquel titulado Yo nací para cantar, en el

que encontramos estos hermosos versos:

“Canté en las sombras de mi desventura

El recio golpe de mis amarguras;

Canté, porque he nacido

Para ser un Acosta dolorido.

Así fui lanzado al podridero

De esta vida mezclada de asperezas!

¡Y en tan crudo y horrendo podridero

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siempre sigo cantando mis tristezas.”

Don Teófilo Porturas administraba una muy modesta

tiendita y nuestros padres cuando nos pedían que

hiciéramos alguna compra nos decían: "anda a la tienda del

poeta" y, créanlo, la eufonía de esta palabra nos conmovía

de veras. El espíritu de aquel hombre era vivaz. Su sueño

era que Pallasca elevara su nivel cultural. Y, en efecto,

procuró que ello ocurriera, y vio que a los niños y jóvenes

había que entregar las llaves del futuro, formando su

personalidad, enriqueciéndola. El camino, probablemente

difícil, había que recorrerlo con un instrumento sin duda

eficaz: la lectura. Por ello es que, junto a un grupo de trece

pallasquinos (todos, como él, humildes) hizo todo cuanto

le fue posible para dar el paso decisivo, irreversib le,

trascendental: fundar la Biblioteca Pública de Pallasca.

Ansiosos y esperanzados, recurrieron a un paisano que

hacía mucho años había partido a otra provincia, don

Manuel Herminio Cisneros Zavaleta; él les ofreció y dio

su apoyo: los libros de su colección privada los transfir ió,

en donación, a favor de su pueblo natal, y como

reconocimiento a su calidad profesional de periodista y en

gratitud por su alma noble y bondadosa, los entusiastas

gestores de la obra decidieron darle su nombre a la

Biblioteca que en esos momentos (1º de Mayo de 1957)

nacía y que por un considerable número de años, domingo

a domingo, abriría sus puertas para congregarnos a los

niños y adolescentes de entonces, en un inolvidable ritual

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que nos hizo felices. Curiosos, ávidos, inquisidores,

leíamos y leíamos, desde El Tesoro del Juventud hasta

Cumbres borrascosas, de La vuelta al mundo en 80 días a

El mundo es ancho y ajeno...Pulcramente vestido, con la

cabellera más o menos larga peinada hacia atrás y con un

brillo de gozo en los ojos, nos atendía, solícito, el fundador

de aquel medio discreto templo de la cultura. Don Teófilo

Porturas, poeta, publicó un solo libro cuyo más celebrado

poema fue siempre Jardinera del silencio en el que decía:

“Eres una compañía de recuerdos/ para mi pobre vida…”;

“¿A dónde iré con mi manojo de locuras,/ en los ojos

tórridos,/ aquí donde se renueva mi alma/ del retazo que

tengo todavía de amarguras?”. Razones, probablemente

económicas, hicieron que sus poemas que desde muchos

años antes habían aparecido sueltos en algunas revistas y

periódicos, recién en 1967 conformaran un volumen al que

don Teófilo llamó Latidos; poemario cuyos versos –al

decir del cusqueño José Gabriel Cosio- son “de melanco lía

y tristeza, de angustia y de desesperanza, con un sí que es

no de agridulce”; y presentan también una poco habitual

audacia creativa en el aspecto formal, insinuándose algo de

Oquendo de Amat, por ejemplo, en versos como los que

siguen:

“Mañana me bañaré en tus lagos

en mi infancia te he mirado a ti

tus tardes avanzan a suicidarse

en los maizales

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lentamente.”

Conformado por treinta y ocho poemas, Latidos fue

impreso por don Jesús Aguilar Segura, el honrado, solícito

y diligente secretario de la Municipalidad Distrital, en la

pequeñísima Imprenta del Concejo. Los niños de entonces,

lo recibimos con alborozo y fue don Moisés Porras,

Director del Colegio San Juan Bautista, quien nos dio las

claves para comprenderlo. Así fue como pudimos,

tempranamente, degustar el sabor asaz extraño de sus

metáforas y descubrir en su novedoso ritmo algo así como

la música de Pallasca compuesta, claro está, sin solfas ni

acordes estridentes.

La música

Cierto, no son acordes estridentes los que hallamos en la

música pallasquina. Y para hablar de ella debemos

necesariamente referirnos a cinco nombres (como las

líneas del pentagrama). Nombres de personas que

contribuyeron con un aporte valioso: hacer que nuestra

sensibilidad, a veces proclive a lo foráneo, se identificara

con las manifestaciones artísticas nacidas en nuestros

pueblos andinos. Su influjo, naturalmente, se sumó al que

ejercieron nuestros padres y, por cierto, al que brotó de la

belleza de nuestros paisajes, de lo glorioso de nuestro

pasado y de la calidad espiritual de nuestra gente, la buena

gente de Pallasca y sus costumbres (dos de las cuales,

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insustituibles, son el Toro de trapo con el pum, pum de la

caja y la medio afónica melodía del pífano, y las Quiyayas,

“telúricas y magnéticas” como habría dicho el inmenso

César Vallejo). Estos nombres son: Pedro Gutiérrez, Ireno

Aguilar, Julián Rubiños, Juana Díaz e Isabel Miranda.

Don Pedro Gutiérrez, “El Conshyamino”, nuestro

folclorista invidente, cuando lo conocimos solía ubicarse

en una de las bancas de la Plaza de Armas (casi siempre en

la que da hacia la iglesia). Con un seseo muy particular,

secundado por el acompañamiento jadeante de “su

acordeón o concertina”, protegido por su poncho y

sombrero, rodeado por los chiquillos del pueblo y –cómo

no- vigilado por la “Repolla”, su mujer, entonaba huaynos

y guarachas: “En el cielo las estrellas”, “Mi cafetal”...y “La

piedra de mal rodar”, su canción emblemática3. No faltaba

-como en todas partes- algún mozalbete zamarro que –

candorosamente perverso- le jugara una broma pesada,

como presionar una tecla de su instrumento, alterando, así,

la ejecución del tema musical; don Pedro se enfadaba por

un instante, soltaba sin mucha convicción un carajo, pero

inmediatamente sonreía y continuaba con la música.

Nosotros nos alegrábamos con su alegría y nos

conmovíamos con su emoción. La destreza que

demostraba al hacer brotar las notas de su muy humilde

3 “Ojalá nayde vuelva a caer / en esa piedra de mal rodar. / Y si otro

día la vuelvo a hallar / de Mushyuquino la voy a botar…”

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instrumento, era la misma cuando confeccionaba las

proverbiales “andaritas” (especie de flautas de pan hechas

con cañas de carrizo), perfectamente afinadas como para

pergeñar, en las noches de luna llena, las melodías

inolvidables del “Zorro negro”; o para que Julio y

“Shantel” -dos de sus principales usuarios- pudieran

familiarizarse con la nobleza del arte órfico (su padre -

nunca olvidado, especialmente por su cálido y generoso

corazón-, don Santiago Zanelly, era, probablemente, el

más entusiasta “cliente” de don Pedro). Durante las

primeras décadas del Siglo XX, sabemos que la animación

musical de las fiestas familiares del pueblo, más que la

Victrola, corría a cargo de El Conshyamino. La aparición

del retumbante “Pick up” prácticamente desplazó a ambos.

La Victrola se convirtió en pieza ornamental o de museo y

don Pedrito, tal vez invadido por una honda tristeza pero

jamás deprimido, trasladó su centro protagónico a la Plaza,

mas nunca se alejó de los corazones. Más que un personaje,

llegó a ser un símbolo. Los pallasquinos lo guardamos en

nuestra memoria y sabemos que él y don Víctor Alvarado,

don Pancho Nina, don Lorenzo Paredes...forman parte de

la identidad espiritual de nuestro pueblo. Hablar de

Pallasca es no olvidarse de ellos, tanto como de El Chonta,

de Tambamba, de Santa Lucía; de la “293” y sus

entrañables “maestros”; del Toro de trapo, de las

“luminarias” y del grog…A nosotros, por lo menos a

nosotros, cuando niños, don Pedro Gutierrez nos dio una

lección imborrable –como todas aquellas que se dan sin

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palabras, que se dan con el ejemplo: amen lo nuestro con

todo el corazón.

Y el “pick up”, ese medio perverso personaje sin alma que

a don Pedrito le mermó protagonismo, significó, valgan

verdades, una importante contribución para que aquello de

lo que estamos hablando se fortaleciese: la pasión por lo

nuestro. Gracias a él más gente pudo acercarse a los ritmos

y melodías del ande peruano (y, cómo no, también a los

valses, las polcas, las guarachas, el mambo...). En las

fiestas familiares y los “bailes sociales” se hacía presente

a primera hora junto a las pesadas baterías o acumuladores.

La Pastorita Huaracina (“La Soledad”, “Penitenciaría de

Lima”, “A los filos de un cuchillo”, “Zorro, zorro”...) y el

Jilguero del Huascarán (“Capitalina”, “Marujita”, “Al

compás de mi guitarra”, “Cóndor Cerro”...) fueron una

suerte de alimento espiritual precisamente en esa etapa en

que todo se asimila: los primeros cinco u ocho años de la

vida. ¿Quién nos los hacía escuchar casi cotidianamente?

Ya lo adivinaron: don Ireno Aguilar. Desde su casa

ubicada en la parte alta del pueblo, aún con discos de

carbón, el “pick up” (probablemente el primero que llegó

a Pallasca) hacía que nuestras mañanas o tardes,

normalmente monótonas como en todo pueblo pequeño de

la sierra peruana, tuvieran como aliño aquel almíbar que

nunca empalagaba: los huaynos, las chuscadas, los

chimayches...Por ello, don Ireno (el del molino de piedra

con su “tararác” y su cárcamo y quién sabe con su

“duende”) tiene un lugar preferente en nuestra memoria, la

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memoria del pueblo, porque -hay que reconocerlo sin

mezquindad- su existencia fue, musicalmente, nutric ia.

Como nutricia es, también, la de otro hombre que aparece

nítidamente en la historia musical de Pallasca. El

compositor y director de un conjunto musical (“Los

mensajeros del Chonta”), una de cuyas canciones hizo

abrir los ojos y la conciencia de muchos: “Señor

Diputado”. Nos referimos, a quién más va a ser, a Julián

Rubiños. La letra de ese tema (contestario, de protesta,

turbulento) correspondía en verdad al sentir de un pueblo

postergado por muchísimo tiempo; ponía en el tapete y la

atención pública una necesidad y una esperanza: que

Pallasca saliese del aislamiento para conectarse con los

pueblos y ciudades más desarrollados. La exigencia era

específica: queremos carretera. Pero también –

recuérdenlo- reclamaba que quienes reciben el voto

popular sepan ser dignos de él. Es decir, don Julián no

solamente vio en el arte musical un medio para promover

el entretenimiento, el gozo, sino una tribuna de denuncia y

demanda. Es, lo decimos categóricamente, el compositor

pallasquino por excelencia. El mismo cantaba sus

canciones y dirigía a los integrantes del grupo de

instrumentistas que lo acompañaban (“marco musical”, le

dicen ahora). Don Julián tiene aún, gracias a Dios, el

talento y el entusiasmo vívidos y fecundos, y podemos

esperar más de él.

Pero no solo él puso la voz a sus composiciones. También

una simpática jovencita (ahora respetable y hacendosa ama

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de casa, desde hace muchos años con residencia en Norte

América) nacida en el distrito de Santa Rosa, Juana Díaz.

Y es precisamente ella la que llevó al acetato el huayno al

que nos hemos referido. Y ella es quien contribuyó

grandemente a que Pallasca fuera conocida. Desde los

coliseos (en boga hace varios lustros) y la radio, su voz

repetía con orgullo y emoción el nombre de nuestro

pueblo. Estamos hablando de la artista representativa de

nuestra provincia, aquella que cantaba versos sentidos

como estos: “En las pampas de Zarumilla hay un cadáver

de quien será, seguramente de un pallasquino...”. Sí, pues:

a ella le debemos mucho, pero –es lamentable que sea así-

la hemos soslayado injustamente. Recordamos que alguna

vez (fue en 1965, sin temor a equivocarnos) ella, con Julián

Rubiños, “El cholo sufrido” y “Susanita ancashina”

llegaron a nuestro pueblo y programaron una presentación

en la 293, nuestra Escuela (esa que la modernidad ha tirado

por los suelos); la respuesta fue adversa y nosotros,

entonces aún en la infancia, sentimos dolor y

experimentamos eso que hoy se llama vergüenza ajena.

Estamos hablando, señores, de “La pallasquinita”. Ella y

nuestro compositor Julián Rubiños merecen el homenaje y

desagravio que Pallasca les debe por gratitud y justicia.

De Isabel Miranda hemos dejado de escuchar (su padre fue

-lo conocimos- don Santiago Miranda; ¿se acuerdan de

él?). En los años 60 grabó un disco (probablemente otros

más, no lo sabemos), en el que –como está escrito en otra

parte- se dibujaba musicalmente a Pallasca y su fiesta

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patronal, la Fiesta de San Juan Bautista. Un segmento de

aquel tema musical decía: “Toque, toque don Pedrito su

acordeón o concertina, para bailar por la Calle Grande con

mi linda pallasquina...” Un tema hermoso, de auténtica

creación -no como otros- según pudimos advertir, y muy

bien cantado, que debiera merecer reiteradas reediciones y,

sobre todo, ser difundido intensamente entre todos los

pallasquinos, porque es como un himno que alimenta el

orgullo y el cariño por la tierra que nos vio nacer y por su

gente.

Concluyamos. Sin olvidar lo que significó don Alonso

Paredes, maestro que cultivó y estimuló en los niños la

simpatía por los valores del rico y altivo pasado de nuestra

patria y considerando el aporte conmovedor de nuestros

chirocos -Eleodoro Valdez y sus hijos, entre otros-, la

aleccionadora aunque fugaz vida de la Estudiantina de la

293 y el entusiasmo de maestros como don Elio Machado

(¿recuerdan las “veladas literario-musicales”?), ellos

(Pedro Gutiérrez, Ireno Aguilar, Julián Rubiños, Juana

Díaz e Isabel Miranda) constituyen el pilar sobre el cual la

música folclórica de Pallasca se sustenta. Después de ellos

han venido y seguirán llegando nuevos y muy buenos

valores, no tenemos por qué dudarlo. Santos Villa

Laureano es uno y creemos que de los mejores (importante

es también la labor de difusión que hace a través de una

emisora de la Capital). Hay que agradecer que sea así, pero

estimulémosles sin reservas y con alegría. Porque, ¿saben

una cosa?, el arte nos hace mucho bien, alimenta los

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buenos sentimientos y robustece la dignidad de los

pueblos.

Coda

Lo dicho hasta aquí pretende tres cosas: primero, afirmar

que la gente humilde ha sido siempre, como en casi todos

los pueblos, la forjadora de nuestra identidad espiritual; en

segundo lugar, ser una suerte de suplemento nutricional de

la memoria: recordar, señores, enriquece y honra, y, en

tercer lugar, insinuar una exigencia: sintámonos orgullosos

de ser pallasquinos. Es, además, un trazo inseguro, un

apunte precario, incompleto, de lo que debería ser la

acuarela que retrate a Pallasca, Pallasquita linda (como la

llamaba don “Moshe” Huerta), la tierra de los chupabarros;

aquella que está a muchos kilómetros de distancia de mis

ojos pero que, sin embargo, siento que palpita

cotidianamente en mi corazón.

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SUPLICIO DE ATAHUALPA: EL QUISHPE

CÓNDOR, AUGUR Y PROTECTOR4

Dedicado al profesor

Elio Machado Paredes,

con especial afecto

Diversas son las explicaciones que se han ensayado acerca

de esta frase que escribió César Vallejo: “Me friegan los

cóndores”. Aunque no falta quien la asocia a una suerte de

mal disimulado desprecio por el pasado inca

(interpretación descabellada, naturalmente), yo puedo

afirmar con plena seguridad que nada tiene que ver con el

ave andina, símbolo del Imperio Quechua, sino –tal vez-

con la falta de humildad de algunas personas. Y, claro,

mucho menos con el Quishpe Cóndor, ya que este

personaje pintoresco del folclor de Santiago de Chuco -

tierra del poeta- no es rechazo lo que inspira sino más bien

admiración. Y nosotros, los de Pallasca, sabemos bien de

esto porque lo conocemos y porque es nuestro también. Y

de Llapo, Tauca y Conchucos. Y de Pomabamba.

Mientras que en Santiago de Chuco lo hace durante las

celebraciones por el Apóstol Santiago, en julio, en Pallasca

es durante la festividad por Juan el Bautista, nuestro Santo

4 Texto aparecido inicialmente en el Programa de la Festividad de

San Juan Bautista de Pallasca, el año 2012.

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Patrón, que aparece en escena, y no precisamente para

rendirle pleitesía al profeta bíblico (aunque, claro, ante él

también se muestra respetuoso), sino para ejercer un papel

importante (insustituible e imprescindible, dice Ireno

Aguilar, quien nos ha ayudado a recuperar algunos detalles

traspapelados en la memoria) en la representación teatral,

a campo abierto, que el veinticuatro de junio –que es

también día del Inti Raymi, en el Cusco- se hace de uno de

los momentos más graves y significativos de la historia

nuestra: el arribo de los conquistadores españoles tras el

ocaso del Imperio Incaico.

Debido a la carencia de idónea fuente documental, nos es

imposible precisar la edad histórica de esta estampa

(“festejo” la llamamos en Pallasca). Pero al menos en

cuanto se refiere al Quishpe Cóndor podemos asegurar

que sobrepasa de los ciento setenta años. En junio de 1842,

un viajero y comerciante alemán, Heinrich Witt, estuvo en

Pallasca y fue testigo vivencial de la peculiar danza que

aquella suerte de “centauro alado” (mitad hombre y mitad

ave), desarrollaba por las calles pallasquinas. Y el

testimonio que dejó es la más lejana referencia escrita a

que hemos tenido acceso. Witt, que vivió en el Perú por

más de sesenta años, escribió un minucioso diario en que

hizo puntuales y explícitos relatos y comentarios sobre los

lugares, personas y costumbres que llegó a conocer. Y allí,

en ese diario, encontramos la referencia que hace

del Quishpe Cóndor: “…había cinco hombres que corrían

arriba y abajo por diversas calles”, cuenta y señala que

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nadie conoce “el verdadero significado de esta acción”.

Enseguida describe la indumentaria del personaje

principal: “… llevaba un vestido de mujer y una enagua,

una pequeña gorra roja en la cabeza, un plumaje de aves

amarrado a la espalda y un pañuelo en cada mano” y de los

demás dice que “vestían pantalones cortos de color azul y

ponchos del mismo color y gorros en punta”, y precisa que

“un cuarto llevaba un largo látigo y el quinto tocaba el

tambor”. Las características que el viajero describe son,

como podemos advertir, distintas de las que nosotros

conocemos.

Ignoramos los aspectos formales de la danza

(desplazamientos de actores, desarrollo escénico, etc.) que

vio el europeo, y si coincidían en alguna forma con lo que

en la actualidad suele ponerse de manifiesto. Y tampoco

podemos afirmar si, como ahora, entonces formaba parte

del montaje teatral alusivo al suplicio de Atahualpa, y si

este montaje se realizaba también en aquella época durante

las festividades por San Juan Bautista. Pero no cabe duda

de que si eso se hacía, el libreto empleado como guía para

los diálogos y monólogos no era el mismo de ahora pues,

según tenemos entendido, este, el actual, habría sido

redactado (o por lo menos adaptado) por don Alonso

Paredes (maestro conchucano que cumplió importante

labor cultural, docente y de investigación histórica en

Pallasca) allá por los años de 1930.

31

Quien, después de Witt, también conoció Pallasca fue

Antonio Raimondi; sin embargo, en su Libro ANCASHS y

sus riquezas minerales, publicado en 1873, al hablar de

nuestro distrito hace descripciones de distinta índole (por

ejemplo esta, sobre aquel conducto al que nosotros

llamábamos “infiernillo”: “Una casa situada en la plaza,

enfrente de la iglesia, tiene un subterráneo, el que no se

sabe para que haya servido.”), pero ninguna referida a

temas festivos o costumbristas y mucho menos a lo que

pudiera haber sido la representación del “Suplicio de

Atahualpa”. Creemos, en cambio, que Charles Wiener

(que recorrió el país entre 1875 y 1876), autor de Pérou et

Bolivie (1880) y que también estuvo en Pallasca, sí pudo

tal vez haber sido testigo de aquella dramatización -claro,

si es que los pallasquinos de entonces la pusieron en

escena-. Sin embargo, Wiener no cuenta nada al respecto.

Aparentemente llegó a Pallasca durante las celebraciones

patronales, ya que en su libro refiere que encontró una

festividad en que se presentaban los “huancos, danzas

populares que había visto en la costa” y que “se llaman

aquí mojiganga”. Sincero o imprudente, el viajero europeo

no oculta su antipatía por esta danza: “No son menos

infantiles, monótonos y en suma poco agradables”. Pero es

interesante lo que afirma sobre la evocación que entonces

se hacía en la zona respecto de Huáscar, el Inca “degollado

cerca del puente” de Tablachaca: “Los indios conservan

recuerdo del asesinato de su rey, y al pasar por estos

parajes hacen doce veces el signo de la cruz”.

32

Hoy nuestros pobladores ya no hacen lo mismo; ahora el

recuerdo del infausto pasado se hace a través de un recurso

más creativo y libre: el teatro. Y en esta representación,

que se hace en la Plaza de Armas, se presenta el personaje

al que mencionamos al principio: el Quishpe Cóndor (o

simplemente Quishpe, que es como se le llama en nuestro

pueblo). Aparece aquí como una suerte de mensajero de

los dioses y –realmente poderoso- tiene la capacidad de

ver más allá de lo evidente y de anunciar lo que ha de

sobrevenir. El drama –“El suplicio de Atahualpa”- es una

muy sintética y coherente visión, como ya lo dijimos, de

lo que ocurrió en el primer episodio de la Conquista y de

lo que aconteció al final del Imperio Incaico, que, como

sabemos, no se debió únicamente a la presencia imposit iva

de gente extranjera, con armas extrañas y caballos, sino a

que la poderosa organización política y social que ellos

encontraron ya estaba en decadencia siendo expresión

definitiva de esto la disputa por el trono protagonizada por

dos hermanos descendientes de un monarca que solo

encontraron un aciago final. La escenificación de esta

lucha se produce a partir de un acto muy significativo: el

gesto de decencia y respeto entre los contrincantes.

Primero participan de lo que llamamos una “fiambrada”,

en que ambos grupos rivales intercambian presentes de

buena voluntad y -todos en verdadera armonía- disfrutan

de los manjares más espléndidos. Luego -cada uno en una

esquina (la de la Iglesia y la del “Shinde Lolo”)- empieza

la pelea verbal: retos, advertencias, amenazas, de ambas

partes. Grupos de coyas, las mujeres mayores, cantan, y las

33

doncellas bailan. Poco a poco los grupos van acercándose,

decididos a dar la batalla y a ganar; tanto Huáscar como

Atahualpa, blanden, optimistas, sendas hachas de guerra;

llegan a la esquina de la Municipalidad. Aquí Huáscar

sufre su primera caída, y Atahualpa, ufano, le exige la

rendición. Pero la pelea continúa. Se dirigen, inagotab les,

belicosos e indoblegables, hacia la otra esquina –la del

“Shinde Lolo” y luego a la otra, la de “Pancho Nina”. En

esta, también conocida como la del Chorro, se produce la

caída final de Huáscar. Es como si se hubiese cerrado el

telón para dar paso a una visión imaginaria de los

acontecimientos posteriores: muerto el legítimo heredero

del trono, su cadáver es arrojado al Andamarca, que es el

mismo Tablachaca, río que corre entre Pallasca y Santiago

de Chuco. El Quishpe Cóndor, que hasta ese momento se

había comportado como un mensajero de buena fe y de

reconciliación entre los hermanos, ahora cumple el terrible

papel de “profeta de la fatalidad” y anuncia la llegada de

gente extraña, muy extraña, que ha venido a cambiar

radicalmente las cosas y que, como paso indispensab le

habrá de capturar y dar muerte al inca fratricida que acaba

de entronizarse. Pero el Quishpe Cóndor no solo es un

augur, sino un protector. Tratará a como dé lugar de

impedir que el presagio se cumpla y, correrá a las cuatro

esquinas para obstaculizar el ingreso de los “realistas”, es

decir los conquistadores, que sobre briosos corceles

intentan aproximarse a donde está el monarca andino. Tras

cuatro intentos frustrados, los españoles cambian de

estrategia y logran, finalmente, su cometido. Ingresa, en

34

primer el lugar, el “abanderado”, por la esquina de la

Iglesia y enseguida logra facilitar el ingreso de los demás.

Se acercan al Inca y lo primero que hacen es invitarlo a una

reunión. Las mujeres que acompañan al monarca bailan

incansablemente. Amable o ingenuo, el Inca invita chicha

a los extranjeros. Un rato después devuelve la visita; los

españoles están en la esquina del Chorro. Aquí la situación

se pone tensa. El cura Valverde le entrega una Biblia y al

producirse lo que ya sabemos (el rechazo del Inca), el

religioso exclama insinuando abiertamente la necesidad

del ataque y la captura. El Inca es sometido a juicio

sumarísimo; lo condenan a muerte. Las mujeres más

cercanas a él, desesperadas, se suicidan. El Quishpe

Cóndor, que ha ido sucesivamente cambiando de

indumentaria, ahora viste de negro. El Inca canta

un jarawi de despedida. La sangre es literalmente

derramada, corre a raudales (claro, no es sangre de verdad,

sino aloja o chicha morada fermentada, que es arrojada

desde el escenario especialmente acondicionado en el

centro de la plaza). Lo que viene tras este desenlace es un

epílogo inesperado pero explicable: todos bailan,

conquistados y conquistadores, sin que esto signifique, por

un lado, celebración de la derrota o, por el otro,

exacerbación del triunfalismo. Es, simplemente, la

aceptación de una verdad histórica: lo que ocurrió en

Cajamarca, más allá del oprobio que fue su marca,

significó el encuentro de dos razas y dos culturas, y aunque

muchos crean que es reprobable, podríamos decir que

Pizarro e Isabel Huaylas Ñusta son los que procrearon

35

nuestra estirpe, y en lugar de abjurar de ella, deberíamos

procurar ser dignos de su herencia.

No hemos olvidado a los buenos pallasquinos que

representaban a los diversos personajes –nativos unos y

advenedizos, otros- de la escenificación. Entre ellos, por

ejemplo, estaban, como “realistas” –en épocas diferentes,

por cierto- don Ireno Aguilar y don Ireno Valverde. Pero

aquí queremos evocar a alguien especial: Don Manuel

Alvarado, quien, durante muchos años, fue el encargado

de encarnar al decisivo personaje religioso de la

Conquista, el cura Valverde. Don Manuel (don Manuelito,

para decirlo con más propiedad y afecto) era un hombre

de mediana estatura, rostro más o menos redondo y

de hablar ligero pero cauteloso. La particular idad

excepcional que mostraba y que pocos quizás pudieron

haber advertido, fue que –siendo de origen humilde- tenía

una vehemente preocupación por la lectura y por escarbar

y conocer el pasado del pueblo. Fue –salvo error u

omisión- el primero en enterarse de la descendencia

de Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquihuarac (aquel “indio

noble que prestó importantes servicios durante el paso de

los primeros conquistadores”, según nuestro historiador

Félix Álvarez Brun). ¿Cómo pudo haberlo sabido? Pues

don Alonso Paredes lo contó alguna vez por escrito. Joven

aún, don Manuel, “amante de la observación” logró salvar

del fuego un fajo de papeles que contenía “los títulos de

nobleza incaica de don Eusebio de la Cruz, infatigab le

defensor de su comunidad”, documento este -

36

conjuntamente con otros- sobre el que “descansa la

historia altiva del pueblo de Pallasca”, enfatizaba don

Alonso.

Y es él, don Alonso, a quien debemos recordar también,

porque fue quien ayudó a darle forma artística y rigor

histórico a la representación teatral que venimos

comentando: el “Suplicio de Atahualpa. Él fue uno de los

profesores, o maestros, en verdad, que más huella dejó en

varias generaciones pallasquinas. Nació en Conchucos

pero su amor por Pallasca fue intenso, y es que,

probablemente, allí encontró las más valiosas

oportunidades para desarrollar lo que más le gustaba:

enseñar y escarbar minuciosamente en el pasado rico de

nuestro pueblo; fue, empíricamente, un historiador, un

arqueólogo y un folclorista nato. Y no solo por el simple

prurito de de investigar y darse el íntimo regocijo de saber,

sino especialmente por querer transmitir sus

conocimientos. Fue el pionero en las investigaciones

referidas a nuestro pasado histórico. Dictó clases en la

otrora Escuela Prevocacional 293. A los alumnos, poco

antes de que empezaran las clases –recuerda Álvarez Brun,

uno de sus más aprovechados discípulos-, "ritualmente nos

hacía formar para entonar canciones escolares: "Himno Al

Sol", "Indio", "Vicuñita", o también para escuchar

"Vírgenes del Sol, "El Cóndor Pasa", etc." Un maestro

que, sin ninguna duda, debió haberse emocionado

sobremanera al ver los espectaculares desplazamientos

del Quishpe Cóndor, hombre-ave o ave humana, que

37

protege pero no somete y que representa la conjunción

armónica entre humanidad y naturaleza.

Tal vez, si no hubiese tenido un propósito digamos

humorístico, Vallejo habría dicho otra cosa en el

poema Telúrica y Magnética, en lugar de “Me

friegan…”; probablemente esto: “Me bendicen los

cóndores”. Más aún si es que, por ejemplo, hubiese

querido rendir un homenaje al Quishpe Cóndor, que, en

Pallasca, como en Santiago de Chuco, es representado por

un varón que lleva un penacho de plumas en la cabeza y

agita pañuelos blancos hacia sus costados como alas y va

danzando cadenciosamente en un pie al son de una caja o

tinya, acompañado por un “brujo” que parece efectuar

misteriosas maquinaciones con un palo y una

naranja. Porque –ya lo dijimos- el Quishpe Cóndor es

humano y es ave: la perfecta conjunción de realidad y

sueño, de caminata y vuelo, de arraigo y libertad.Los

pallasquinos no hablamos de bendiciones, pero, igual que

los paisanos de nuestro inmenso poeta, admiramos

al Quishpe Cóndor con especial fruición y respeto. Y así

como manifestamos simpatía, legítima y justa, por nuestro

pasado inca, también veneramos, solemnes, la tradición

católica de amor a San Juan el Bautista, venida desde

España. Lo mismo –reconocimiento por nuestro pasado

andino y occidental- hace la buena gente de Llapo, de

Tauca, de Conchucos y de Pomabamba. “¡Sierra de mi

Perú, Perú del mundo, / y Perú al pie del orbe; yo me

38

adhiero!”, escribió Vallejo también en ese bello poema. Y

nosotros, casi paisanos de poeta de Trilce, lo seguimos.

28 de abril de 2012

39

¿EL 12 DE NOVIEMBRE SERÍA EL

ANIVERSARIO DEL DISTRITO DE PALLASCA?

1.

El Decreto del 2 de enero de 1857 es considerado hasta

ahora como la referencia (única con que se cuenta) acerca

de lo que sería la creación del mayor número de distritos

peruanos, incluido Pallasca. Así, por lo demás, aparece

admitido en el minucioso y prácticamente completo Libro

que Carmen Lozada publicó el año 2000 (Perú:

Demarcación Territorial. Fondo Editorial del Congreso del

Perú). Debemos indicar, sin embargo, que la norma legal

referida no dice textualmente que con ella se crea distrito

alguno. Lo que hace el decreto firmado por Ramón Castilla

es crear las primeras municipalidades en el Perú (que,

como señala en su único Considerando, fueron

"establecidas por la Constitución"), y lo hace con el

propósito de formar el "Registro Cívico base fundamenta l

de las elecciones populares, y para satisfacer las

necesidades locales de la administración pública". Y,

según puede desprenderse de su lectura, aparentemente,

los distritos ya estaban creados al momento de su

promulgación.

En el caso de Pallasca se da lo que señalamos a

continuación. En primer lugar, la Provincia es nombrada

entonces no como la conocemos ahora sino como

Conchucos, con ocho distritos (Sihuas, Piscobamba,

40

Pomabamba, Pallasca, Cabana, Tauca, Llapo y Corongo).

Nuestro Distrito (así aparece en el decreto: como Distrito

y no como pueblo o parroquia, o con otra denominac ión

política) figura con ocho Municipales, que son los

miembros de la Municipalidad.

Debemos entender, en consecuencia -lo repetimos-, que, a

pesar de la aceptación más o menos generalizada, los

distritos no fueron creados por el decreto de Castilla, dado

el 2 de enero de 1857; estos -el distrito de Pallasca

incluido- debieron haber sido creados antes, tal vez

muchísimo antes. Sabemos -gracias a que hemos tenido

acceso a un documento (emitido por autoridad legítima)

facilitado por nuestro amigo Ireno Aguilar- que, en el caso

de Pallasca, esto fue así porque en 1849 (año de ese

documento) ya era designado como Distrito.

Carecemos de fuente documental que nos permita

establecer con precisión y fehacientemente cuando y con

qué norma fue creado como tal, pero si fuera dable afirmar

que los distritos, todos o casi todos, fueron creados por el

solo mandato de la Constitución Política, entonces

podríamos señalar tal vez enfáticamente lo siguiente: que

el Distrito de Pallasca habría aparecido como tal ya en

1823, año en que se dio la primera Constitución de la

República. Decimos esto porque en su Artículo 7º,

establece que el territorio nacional "Se divide (...) en

departamentos, los departamentos en provincias, las

provincias en distritos y los distritos en parroquias." Bajo

41

tal consideración, no resultaría, pues, descabellado pensar

que uno de esos distritos pudiera haber sido el nuestro; es

decir, que el año 1823, aparentemente, se habría creado el

Distrito de Pallasca. Y, siendo así, la celebración de su

aniversario, por consiguiente, tendría que hacerse los días

12 de noviembre de cada año, porque corresponde a la

fecha en que se dio la referida Constitución Política.

2.

Sin embargo, es necesario tener en cuenta una cosa: la

Constitución de 1823, aprobada por el Primer Congreso

Constituyente del Perú, y promulgada por el presidente

José Bernardo de Tagle (más conocido como Marqués de

Torre Tagle), prácticamente perdió vigor apenas fue

promulgada. La azarosa y tensa situación vivida entonces,

cuando aún no se había dado la batalla final para asegurar,

irreversiblemente, la Independencia, no le fue favorable a

dicha Constitución. El propio Congreso dispuso que se

suspendiera su ejecución o puesta en práctica dado lo

incompatible que resultaba con el ejercicio dictatorial de

gobierno para el que Simón Bolívar ya había sido

autorizado el 2 de setiembre de aquel año, como "suprema

autoridad”. Solo cuando el régimen del venezolano

universal acabó, pudo recuperar su vigencia; esto ya en

1827.

La “Constitución vitalicia”, que es como se llamó a la que

fue promulgada durante el mandato de Bolívar (en julio de

42

1826) excluyó de la demarcación territorial la

denominación de distritos dada anteriormente a las

circunscripciones cuyo gobierno, según el artículo 124º de

la primera norma constitucional de la República,

correspondía a los gobernadores. Esta vez la división

política consideraba departamentos, provincias y

cantones. Se indicaba, asimismo, que la “división más

conveniente” del territorio nacional debía hacerse

mediante ley, y se disponía que “otra fijará sus limites de

acuerdo con los Estados limítrofes”.

Un hecho importante que es conveniente resaltar es que

Bolívar en junio de 1825 había convocado a un Congreso

General para el 1º de febrero del año siguiente, a fin de que

por primera vez se procediese a la realización de “las

primeras elecciones parroquiales, y seguidamente las que

corresponde para el nombramiento de diputados a

Congreso y diputados departamentales”. Es esta

disposición la que es considerada como la partida de

nacimiento de las provincias en el Perú, habida cuenta que,

al dárseles a sus pobladores el derecho político de sufragio

e institucionalización a sus autoridades, se les otorgaba en

realidad a las respectivas jurisdicciones la legít ima

categoría que les correspondía; porque, como hay que

entender, una provincia no solo es un área geográfica con

pobladores o una simple denominación, sino, repetimos,

una jurisdicción, es decir un territorio con gobierno, con

autoridades.

43

Bien, en marzo de 1828, casi dos años después de haberse

alejado Bolívar, fue aprobada la que, finalmente, sería la

primera más sólida y decisiva Constitución que tuvo el

Perú, la que, digamos, sentó lo que habría de ser las bases

constitucionales de nuestra patria o, como la denominó

Manuel Vicente Villarán, “la madre de todas nuestras

constituciones”. Aunque, en realidad, su permanencia fue

breve, se trata de la Constitución que ratificó y consolidó

el régimen interior de la República el cual quedó

establecido en departamentos, provincias y distritos; es,

también, hasta donde hemos podido investigar, la

Constitución que inaugura, o da el mandato como primer

paso, de lo que sería el sistema municipal en la República :

“En toda población que por censo deba tener Colegio

Parroquial, habrá una junta de vecinos denominada

Municipalidad” (Art. 140º), bajo cuya autoridad está “la

dirección de sus intereses locales”, sobre los cuales podrá

emitir mandatos o disposiciones que “no pueden ser

contrarias a las leyes ni al interés general” (Art. 141º).

En consecuencia, como ya lo dijimos, por el hecho de

“haber nacido muerta” la Constitución dada el 12 de

noviembre de 1823, es decir unos dos años y meses

después de proclamada la Independencia por don José de

San Martín, lo que ella dispuso respecto de la demarcación

territorial que quiso consagrar (departamentos, provincias,

distritos y parroquias) prácticamente no pudo hacerse

realidad cuando correspondía. Este mandato recién llegó a

44

tener vigencia a partir de 1828 que es cuando, como ya lo

hemos señalado, también se ordenó, constitucionalmente,

que se crearan las primeras municipalidades en el Perú,

precisándose que la determinación del número de ellas, las

reglas de su elección, y sus atribuciones, se dé mediante

ley.

3.

Una vez más lo decimos: una provincia no solo es un

territorio únicamente, ni solo un nombre; es una

circunscripción con instituciones políticas o

administrativas y autoridades legítimamente establecidas.

Lo mismo debemos decir respecto de lo que es un distrito.

Y bien sabemos que distritos son “las demarcaciones en

que se subdivide un territorio o una población para

distribuir y ordenar el ejercicio de los derechos civiles y

políticos, o de las funciones públicas, o de los servicios

administrativos” (DRAE, 22ª Edición, 2001). Eso es, en

buena cuenta, lo que dispuso la Constitución de 1828. Al

establecer el “Régimen interior de la república”, en su

artículo 134º señala que los distritos serán conducidos por

la autoridad de un Gobernador que, jerárquicamente, estará

por debajo del Subprefecto. Y en el artículo 140º se da

digamos la partida de nacimiento de las municipalidades al

expresarse lo siguiente: “En toda población que por el

censo deba tener Colegio Parroquial, habrá una junta de

vecinos denominada Municipalidad”. Estas poblaciones,

45

es decir los distritos, son lo que la anterior Constitución (la

de 1826) había nombrado como “Cantones”. 5

4.

Pero (esto es lo más importante para nuestro propósito)

aquí surge una imprescindible interrogante: ¿Cuándo

aparecieron realmente, es decir de modo concreto, con la

respectiva e inconfundible ubicación geográfica y sus

fronteras, los distritos (o demarcaciones territoria les

legítimamente establecidas, con sus respectivas

instituciones y autoridades)?

5 Por carecer de información exacta, en un momento creímos que los

cantones fueron lo que en el Reglamento Provisional del 12 de febrero

de 1821 (firmado por José de San Martín) se llamaban “partidos”.

Intuimos esto porque en el punto 3 del referido Reglamento se dice

que “Los jefes de partido que antes se denominaban sub-delegados, se

llamarán gobernadores, y ejercerán las mismas funciones de aquellos”.

Los gobernadores son autoridades no de nivel provincial, sino distrital.

Pero al echar una mirada al punto 1, encontramos que allí se dice esto:

“El territorio que actualmente se halla bajo la protección del Ejército

Libertador, se dividirá en cuatro departamentos, comprendidos en

estos términos: los partidos del cercado de Trujillo…”. Donde no se

presta a confusión, es en el Decreto Supremo emitido tres años

después, el 21 de junio de 1825 (estando en el poder Simón Bolívar),

cuyo artículo 8 señala con claridad que partidos, o corregimientos,

corresponden, efectivamente, a lo que son las provincias (también se

llamaban intendencias).

46

Una Constitución Política -además, entre otras cosas, de

fijar los límites y definir las relaciones entre los poderes

del Estado y sentar las bases gubernativas y de

organización- dispone, genéricamente, la demarcación

territorial, es decir, señala cómo una República debe estar

dividida política o administrativamente. Pero la creación

jurídica de cada uno de los pueblos organizados se da (o,

digamos, debería darse) mediante una ley específica.

Échese uno a buscar esa ley.

5.

En el caso del Perú, estos pueblos (la gran mayoría,

queremos decir) ya existían cuando nació la República y

gran parte de ellos tenían, obviamente, sus respectivas

autoridades. Durante la Colonia no existieron propiamente

las municipalidades o, mejor dicho, este nombre no fue

usado para designar a los que fueron virtualmente los

“gobiernos locales” de entonces. Estos gobiernos que,

según las Leyes de Indias, tenían funciones de carácter

político y económico y velaban por el ornato y aseo y

controlaban la buena calidad de los comestibles, entre otras

cosas, y hasta administraban justicia civil y penal, eran

conocidos como ayuntamientos o cabildos; existían en los

pueblos con categoría de ciudad o de villa. Sus reuniones

o asambleas eran de dos tipos: aquellas en que participaban

solamente los integrantes de la corporación, y se llamaban

cabildo cerrado, y las que contaban con la presencia activa

del vecindario y su nombre era cabildo abierto. Se hablaba

47

de villas y ciudades, que son digamos categorías no

políticas sino honoríficas que se daban, por méritos

particulares, a los centros urbanos (“casco urbano”, urbe,

lo opuesto a lo rural). Y no se aludía con tales términos a

las áreas relativamente mayores en que pueden incluirse

anexos, caseríos y parajes; es decir, todo el espacio

geográfico que corresponde a lo que ahora conocemos

propiamente como distritos.

La respuesta a la interrogante es, pues, obvia: los distritos

en el Perú aparecieron durante la etapa republicana, lo que

se hizo por el expreso mandato dado en principio por la

Constitución de 1823 que, aunque -como expresamos al

comienzo- nació sin generar efecto inmediato, lo cierto es

que sus disposiciones fueron posteriormente efectivizadas

(a partir de 1827). Pero también es cierto que no existe

documento alguno, de carácter oficial, con el cual pueda

probarse una aseveración respecto de cuántos y cuáles

fueron los primeros distritos creados y cuál fue la norma

específica con la que se ejecutó la prescripción

constitucional. Un muy bien informado trabajo que

publicó el que fuera el Ministerio de Hacienda y Comercio,

a través de la Dirección Nacional de Estadística y Censos

(Primera edición en 1946 y segunda, en 1968), y que

estuvo a cargo del especialista Justino M. Tarazona, lo dice

textualmente: “En cuanto a los distritos, a pesar de haber

comenzado a figurar a la vez que las provincias, desde la

Dictadura de Bolívar, no ha sido posible encontrar

48

documento alguno oficial que haga la relación de todos

ellos, sino hasta el año 1834, en que la Guía de Forasteros

del Perú la consigna por primera vez en un cuadro”.

6.

Sin embargo, en el Cuadro de la mencionada Guía de

Forasteros no aparece Pallasca entre los distritos. Es decir,

en 1834 no era distrito aún. Y eso es lo que podemos

constatar con la lectura de los documentos de la época en

que solo se le nombra como pueblo. Uno de esos

documentos es la “Hijuela de Tambamba” (lo tenemos en

nuestro poder). Veamos lo que dice (transcrib imos

textualmente la parte inicial): “En el pueblo de S. Juan

Bautista de Pallasca en ocho días del mes de Abril a mil

ochocientos treinta y nueve años ante mí el Juez de Paz es

presente el ciudadano D. J. Gabriel Rubiño vecino de este

dicho Pueblo (…)”. El documento está redactado en Papel

Sellado (“Sello Sexto para los años de 1838 y 1839”, con

el valor de “Medio Real”) en cuya parte superior izquierda

aparece un sello con el Escudo del Perú y la siguiente

inscripción: “Estado Nor Peruano”, en referencia al

“estado libre e independiente” que con ese nombre fue

creado por la Constitución del 6 de agosto de 1836 y estaba

conformado por los departamentos de Amazonas, Junín,

La Libertad y Lima.

7.

49

Ahora bien ¿cuándo aparece la denominación oficial de

distrito? El documento, el único que hemos podido

conocer hasta la fecha, en que a Pallasca ya se le nombra

como Distrito, corresponde a 1849 y es el mencionado al

principio de este ensayo. Se trata de un curioso o

pintoresco documento (por la forma de su redacción y los

inescrupulosos errores ortográficos) que es una suerte de

“garantía de propiedad” que el Juez de Paz, llamado

Marcos Pizarro, le otorga a un poblador pallasquino,

asegurándole que “no consentirá que nadie se meta” en sus

pertenencias. Lo transcribimos a continuac ión,

textualmente, es decir sin modificación alguna: “Juzgado

de Paz del Distrito de Pallasca y Octubre 14 de 1849.-El

ciudadano D. Jose Peres por ningún aspecto deberá soltar

las tierras que tiene compradas a D. Domingo Belasques

porque la escritura de secion y donacion que le hase el

otro D. Jeronimo Quiñones a su hija Feliciana Quiñones

está con todas las formalidades correspondientes y estar

satisfecho este jusgado de esta venta no consentirá que ni

D. Jeronimo ni otro ningo (sic) se meta en sus pertenencias

y para su constancia le doy este Visto.-Marcos Pizarro”.

Si bien está referido a un asunto de carácter privado, se

trata en realidad de un documento oficial puesto que fue

emitido por autoridad legítima: un Juez de Paz. Como tal,

resulta válido al menos para ratificar una cosa: el distrito

de Pallasca habría sido creado antes de que Ramón Castilla

firmase el Decreto del 2 de enero de 1857 que, sin embargo

–repetimos-, es considerado hasta ahora como la partida de

50

nacimiento no solo del nuestro sino de prácticamente todos

los distritos del Perú.

Justino Tarazona, en el libro que hemos citado, expresa

como nosotros lo hacemos ahora, que “No se conoce

ninguna ley ni decreto de carácter general” que haya

dispuesto que las parroquias pasaran a ser distritos; “pero

–agrega- ese es el hecho que aparece de todos los

documentos oficiales que datan desde la administrac ión

dictatorial del Libertador, durante el cual estuvo

encomendado el mando político de los departamentos a

prefectos, el de las provincias a intendentes y el de los

distritos a gobernadores, según prescribía el capítulo 9º de

la Constitución de 1823”. Cierto, ese es el hecho:

“siguieron (continuamos con Tarazona) subsistiendo los

departamentos que ya había, pasaron a ser provincias los

partidos de que las constaban, y las parroquias formaron

por lo común los distritos”. Eso, como muy bien dice el

autor citado, “desde la administración dictatorial del

Libertador” Simón Bolívar.

8.

Debemos indicar, ello no obstante, que, como hemos

podido ver en los documentos de la época, uno de los

cuales es el que aquí hemos reseñado (la “Hijuela de

Tambamba”), incluso hasta varios años después de haber

dejado el poder el venezolano y cuando ya había fallec ido,

51

Pallasca seguía siendo nombrado como pueblo, no como

distrito; la Guía de Forasteros (de 1834) lo corrobora,

porque allí no aparece como tal.

Sin embargo, teniendo en cuenta la “garantía de

propiedad” redactada y suscrita por el Juez de Paz Marcos

Pizarro, el 14 de octubre de 1849, hay razón –creemos-

para admitir que recién en la década del 40 del siglo XIX,

Pallasca pudo haberse convertido en distrito; pero la

verdad es que no hay pruebas indubitables para

corroborarlo. La Guía de Forasteros antes citada es

referencia histórica valiosa, pero –aún a pesar del escudo

peruano que aparece en su portada- no tiene (hasta donde

entendemos) carácter oficial y, más aún, no da informac ión

precisa acerca de cuándo fueron creados los distritos.

Por eso, la tercera pregunta es insoslayable: ¿Cuándo

exactamente ocurrió aquello: Pallasca convertida en

Distrito? Imposible saberlo.

9.

La información específica con que contamos acerca de los

distritos con creación más antigua es la referida a los

siguientes que están ubicados en el Cusco: Yanaoca y

Pampamarca, en la provincia de Canas; Maranganí, en

Espinar; y Condoroma, Coporaque y Pichigua, en Espinar.

Esta creación se produjo -según registra Carmen Lozada y

es un hecho aceptado oficialmente por esos pueblos- por

52

Ley de 29 de agosto de 1834 (es decir, después de

publicada la Guía de Fprasteros tantas veces citada, que es

de 1833), que es la Ley Reglamentaria de Elecciones dada

al amparo de la Constitución del 16 de junio del referido

año. Posteriormente, el 2 de mayo de 1854, fueron creados,

por Ley dada por don Ramón Castilla, sesenta y cuatro

distritos en el Departamento de Puno, entre los cuales están

Ayaviri, Ananea, Pichacani, Cupi y Macavi, Huancané,

Zepita, Ilave, Umachiri, Arapa y Putina.

Una gran cantidad de otros distritos a nivel nacional fueron

creados por leyes dadas en el siglo XX. Y hoy –siglo XXI-

, en el mes de setiembre del 2013, acaban de ser creados

dos, Canayre y Anchihuay, en Ayacucho. Pero la gran

mayoría aparece ante los ojos de todos como creados del 2

de enero de 1857. Así está aceptado. Ese es –como diría

Tarazona- el hecho admitido.

Cabe como razón para ello la explicación que ya hemos

dado: Un distrito, como también lo es una provincia, no

solo es un área geográfica con pobladores o una simple

denominación, sino, repetimos, una jurisdicción, es decir

un territorio con gobierno, con autoridades; eso es lo que

le da la categoría correspondiente. El gobierno en tales

circunscripciones es ejercido por las municipalidades. Un

distrito, para ser tal, debe estar legítimamente constituido,

es decir, estar en condiciones de funcionar como tal,

política y administrativamente.

53

Por ello, aun habiendo evidencia de que Pallasca como

distrito habría sido creado antes, lo cierto es que el 2 de

enero de 1857 es la fecha que por razones legítimas debe

ser considerada como el día de su creación política, porque

el Decreto dado entonces por el Presidente Ramón Castilla,

al simple nombre de Distrito que, según se desprende del

documento antes reseñado y transcrito, ya habría tenido

Pallasca, le otorgó la respectiva categoría jurídica con

absoluta plenitud, al disponer que "en conformidad de la

ley orgánica de 29 de noviembre último, habrá

Municipalidades en los lugares y con el número de

miembros expresados a continuación”. Uno de esos

lugares fue Pallasca, a cuya Municipalidad se le asignó

legalmente ocho miembros. Se efectivizó, así, la creación

de "las primeras Municipalidades, establecidas por la

Constitución", como reza la parte considerativa del

Decreto.

10.

En Pallasca, desde hace algún tiempo, se viene celebrando,

y aquí en Lima se hizo una vez en 1998, el aniversario de

Pallasca, el 7 de octubre. En Lima, la celebración fue –se

dijo textualmente- por el “centenario de la ciudad de

Pallasca”; allá en nuestro pueblo, en cambio, se viene

haciendo (según disposición de la Municipalidad), porque

se ha asumido que el 7 de octubre es la fecha de

“aniversario de creación del distrito”. En torno a esto, el 3

de enero del 2012 tuvimos a bien publicar en la Internet un

54

artículo en que dijimos lo que aquí procedemos a

transcribir:

“El 7 de octubre correspondería probablemente al

aniversario de la elevación de la Villa de Pallasca a la

categoría de ciudad. No es el aniversario del distrito como

tal. Las celebraciones de Pallasca como ciudad -que son

justas, legítimas y convenientes- si nos atenemos en rigor

a lo que es real, debieran involucrar a los pobladores del

área urbana de Pallasca en la que se encuentran los barrios

de Quichuas, Guagalbamba, Checras, Toronga y Chaupe.

Porque, para decirlo con la más simple de sus acepciones,

ciudad es "lo urbano, en oposición a lo rural". Y en el caso

de Pallasca, la ciudad no incluye a Llaymucha o Shindol,

ni a los demás anexos o caseríos y mucho menos a los

parajes como Callanga, Tambamba, Paranshyam, etc..

Ciudad es, pues, para circunscripciones como la nuestra,

en que se dan lo urbano y lo rural, un concepto excluyente.

Tiene mucho de honorífico, pero su significado es un

privilegio que no envuelve a todo el distrito. El distrito

propiamente dicho es más amplio porque se trata de una

demarcación política y administrativa cuyos límites están

dados por aquella línea cerrada e invisible que lo separa de

los otros distritos; y aquí sí está "lo urbano y lo rural": los

cuatros barrios, además de Shindol, Llaymucha,

Cuymalca, Culculbamba, Huachaullo y Paccha y todos los

parajes. La autoridad municipal y todos nosotros, por ello,

debiéramos impulsar de modo más significativo (…) la

celebración, como se merece, del aniversario de creación

55

política de nuestro distrito, porque esto corresponde, en

buena cuenta, al cumpleaños de Pallasca.”

11.

CONCLUSIONES

1: Por falta de prueba documental, resulta imposib le

determinar cuándo exactamente fue creado el Distrito de

Pallasca.

2: Es razonable, sin embargo, suponer que su creación

pudo haberse dado durante la década de 1840. No antes ni

después. Esto lo decimos en consideración a un documento

de la época que avala tal presunción.

3: Un Distrito es más que un nombre, incluso más que un

área geográfica con pobladores. Es, sobre todo, una

categoría.

4: Un Distrito no solo es la parte urbana de una

determinada jurisdicción o área geográfica; es también las

zonas rurales: anexos, caseríos, parajes. Ciudad no es

sinónimo de distrito.

5: Un Distrito para tener la categoría de tal debe estar

legítimamente constituido, es decir, estar en condiciones

de funcionar como corresponde, política y

56

administrativamente: con institución de gobierno y

autoridades y con el mecanismo electoral pertinente.

6: Pallasca asume esa categoría a partir del 2 de enero de

1857, con la dación del Decreto firmado por Ramón

Castilla, que crea la respectiva Municipalidad, con ocho

miembros, y da las disposiciones básicas para los procesos

eleccionarios.

7: Por lo dicho, es esa fecha, el 2 de enero de 1857, la que

debe ser considerada como la fecha en que Pallasca se

convirtió, legalmente, en Distrito.

8: ¿Cuándo debe conmemorarse el aniversario del Distrito

de Pallasca? No el 7 de octubre, pues esta es la fecha

considerada como de elevación de la villa de Pallasca a la

categoría de ciudad, que se dio en 1898; no de creación del

Distrito. Tampoco el 12 de noviembre, que corresponde al

día en que fue dada la Constitución de 1823, ya que los

mandatos de esta para entonces se encontraban

suspendidos.

9: El día que, legítimamente y por corresponder a la única

referencia histórica y jurídicamente válida, debe ser

admitido como la fecha conmemorativa de la creación del

Distrito de Pallasca, es el 2 de enero. Y, como tal, es

cuando debería celebrarse el aniversario.

57

¡HABLA, CHO6

La palabra no es un instrumento sonoro o gráfico que solo sirve

para comunicarnos. También nos identifica. A los pallasquinos,

por ejemplo, nos identifica, entre otras expresiones, el “cho”, voz

que empleamos para llamar o pedir atención a alguien. Equivale a

“amigo”. Se trata –en el uso actual de Pallasca- de una apócope de

la palabra “cholo”, generada con propósito eufemíst ico.

Recuérdese que, a pesar de su significación altamente respetable,

la expresión “cholo” no llega aún a ser aceptada dignamente como

se merece, por gran parte de la población peruana y, más bien, es

usada con cierta voluntad peyorativa. “Cho” es, podríamos decir,

el apelativo emblemático de Pallasca que une a todos y genera

regocijo escucharlo. Sin embargo, debemos precisar que no solo

en Pallasca es usada esta expresión; también lo es, por ejemplo, en

Moyobamba. La diferencia radica en que en la Capital de San

Martín se la emplea indistintamente para varones como para

mujeres7 y en Pallasca, en cambio, es solo para dirigirse a los

varones ya que para las muchachas se usa el “Chi”.

Pero también tenemos expresiones como estas, entre otras, que

son muy sugestivas: "muganshya" (tizón incandescente pero sin

6 Publicado en el Programa de la Festividad de San Juan Bautista, que la

colonia pallasquina realizó en Chimbote, el año 2013. 7 Es posible, por esto, que el origen remoto de esta expresión esté en el culli o

en alguna otra lengua ya desaparecida de la zona nororiental del Perú. El cura

Teodoro Gonzales Meléndez la consideró en la lista de voces que culli que

elaboró en 1915.

58

flama, y también luz tenue, débil), "chúrgape" (grillo) y

"surrupear" (forma verba pallasquina “de exportación” que

siognifica sorber una sopa o alguna bebida caliente haciendo

vibrar –“surrup, surru…”- los labios).

Es que el habla pallasquina es, pues, muy particular y, sobre todo,

bella. Quiero, aquí, reseñar algunos de los aspectos de esa

particularidad. A diferencia del diminutivo empleado en las

regiones centro y sur del Perú, que se forma con el sufijo “cha”,

en la zona de Pallasca (y tengo entendido que en toda la extensión

que abarca la sierra de los departamentos de La Libertad y

Cajamarca y parte de Amazonas) se genera con el sufijo “asho”,

“asha”: “cholasho”, “niñasha”. El sonido que representamos con

el dígrafo “sh” se usa asimismo para darles una forma afectiva a

los nombres (hipocorísticos, se les llama): César, “Shesha”;

Santiago, “Shanti”; Rosa, “Rosha”; también, con simila r

propósito, se da la sustitución de la “r” por la “y”: Medardo,

“Medaido”; Bernardo, “Beinaido”. Otra particularidad notable es

la tendencia a la “economía expresiva” mediante la contracción

gramatical de un verbo y el pronombre “usted” que en tal

circunstancia pierde dos sonidos (“u” y “d”): diga usted, “dígaste”,

venga usted, “véngaste”. Una contracción igualmente peculiar se

da en “pasumañana”, que es el “pasado mañana” en que el verbo

“pasado” se convierte en “pasu”); también se contraen el verbo

“voy” y la preposición “a”: voy a trabajar, “voa trabajar”. En

algunos verbos conjugados en primera persona plural su

pronunciación que normalmente es grave o llana, pasa a ser

esdrújula: no vayamos a equivocarnos, “no váyamos a

equivocarnos”; nos dijo que vengamos, “nos dijo que véngamos”.

59

No se suele hacer la distinción -femenino, masculino- en el uso

del dativo que precede o va como sufijo en determinados verbos;

indistintamente se usa el “lo”: “señora, me alegra saludarlo”; “la

vaca lo llevaré al corral”). La pronunciación de los verbos

conjugados en participio pasado cuya terminación es “ado”

(llegado, trabajado, cansado…) tiende a eliminar la consonante

“d”: llegao, trabajao, cansao; pudiendo incluso la “o” confund irse

con la “u”. Las formas “aquicito”, “allacito”, no forman parte del

habla pallasquina o, por lo menos, no son comunes. Tampoco es

característica del habla pallasquina el seseo al final de las palabras

terminadas en “r” (amors, ayers).

El castellano pallasquino tiene tres vertientes alimentadoras :

además del español, están el culli y el quechua. Efectivamente :

Huasharimear, por ejemplo, que es un verbo generado por

Huasharimo (el chismoso, el que “habla a espaldas de uno”) tiene

su origen en el quechua. ¿Recuerdan ese bello huayno de Julián

Rubiños que dice: “Como las aguas del río/ que corren negras y

turbias/ así son los chismes que corren, negrita, / y por mí están

huasharimeando…”?

Pero quiero detenerme un poco en la vertiente culli. Expresiones

propias de esa lengua ya extinguida son Chúrgape -ya

mencionada-, lacataca (el caracol, o “babosa”) y estas otras,

acerca de las cuales, creo que nadie ha puesto mucha atención:

Paranshyam, Mushyuquino, Conshyam (topónimos), Munshyo (el

ombligo), cashyul (el choclo tostado), muganshya (tizón

incandescente pero sin flama y, también, luz tenue). En el listado

de vocablos culli y toponímicos que Alfredo Torero inserta en su

60

libro Idiomas de los Andes no incluye ninguna de estas

expresiones. Y a mí me parecen muy interesantes no solo por lo

bellas que son sino porque ponen de manifiesto una fonética que

no encontramos ni en el quechua ni en el español; me refiero al

sonido que yo he graficado (por ser lo más aproximado) como

“shyam” que es el mismo que, por ejemplo, encontramos en el

inglés “jam” (estrujar).

El culli fue una lengua que se habló en gran parte del norte

peruano, desde Pallasca hasta Cajamarca y en algunos pueblos de

Amazonas, antes de que a esta parte del Perú llegaran los incas,

quienes -sin lograr su cometido- al imponer el quechua trataron de

borrar de la faz de la tierra la lengua que aquí encontraron. Los

españoles –como es explicable, por cuanto su empresa fue de

conquista- habrían procurado también extinguirla disponiendo,

según parece, la prohibición de hablarla. Pero sobrevivió. Y hay

que entender que es el culli la lengua a la que el entonces

Arzobispo Toribio de Mogrovejo se refería al decir en su Diario

(1594) que el cura de Pallasca, Juan de Llanos, “sabe poco la

lengua linga que es la que hablan los indios que tiene a su cargo”.

Y, como llegó a afirmar el estudioso Paul Rivet, el empleo de esta

lengua se habría dado –claro, por un muy reducido número de

hablantes- hasta la década de 1940 inclusive, en algún caserío de

Cabana o Bolognesi y, según alguna vez le refirió don Alipio

Villavicencio al estudioso Manuel Flores Reyna, la última

hablante de esta lengua fue una señora a la que se le conocía como

“la viejita Ishpe”.

61

Los lingüistas han podido contar con valioso material para sus

estudios acerca del culli, gracias al trabajo recopilatorio que a

fines del siglo XVIII hizo el obispo de Trujillo Juan Baltazar

Martínez Compañón (“palabras escogidas…más útiles para la

catequización”, según Porras Barrenechea) y a la breve lista de

voces que en 1915 elaboró el cura pallasquino Teodoro Gonzales

Meléndez, y que fue publicada por el francés Paul Rivet y el checo

Cestmir Loukotka en 1949.

De la extinguida lengua culli, ahora solo quedan desperdigadas

unas cuantas bellas palabras que –como una muestra de dignidad-

los pallasquinos debiéramos seguir empleando con orgullo y sin

tener por qué sentirnos avergonzados.

62

EL DISTRITO DE PALLASCA (EN POCAS

PALABRAS)8

Generalidades. Ubicado en el extremo norte de la Sierra

de Ancash, Pallasca es uno de los once distritos de la

Provincia del mismo nombre y limita, por el Sur, con los

distritos de Huacaschuque y Huandoval; por el Este, con

Lacabamba y Pampas; por el Oeste, con Bolognesi, y por

el Norte con la Provincia de Santiago de Chuco, en La

Libertad. Su altitud aproximada es de 3150 msnm. La

población del Distrito de Pallasca -considerando, en

conjunto, las zonas urbana y rural- bordea los 3000

habitantes.

Historia. Aunque tiene una historia que se remonta a los

primeros tiempos de la Conquista, Pallasca asume la

categoría de distrito el 2 de enero de 1857, con la dación

del Decreto firmado por Ramón Castilla, que crea la

respectiva Municipalidad, con ocho miembros, y da las

disposiciones básicas para los procesos eleccionarios. Y

habría adquirido el rango de ciudad ("por el adelanto de su

agricultura y minería, así como por el progreso en su

conjunto") en 1898, por ley cuya redacción fue aprobada

el 19 de agosto de ese año por el Senado y comunicada a

la Cámara de Diputados días después (el 22).

8 Publicado inicialmente en Wikipedia (la enciclopedia libre de la

Web), el 2 de junio del 2006.

63

Estudios serios indican que su nombre provendría del

cacique Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquiguarac, indio

noble que prestó importantes servicios durante el paso de

los primeros conquistadores, por lo cual habría recibido

escudo de armas, según señala el historiador Félix Álvarez

Brun en su libro ANCASH, una historia regional peruana.

En Pallasca han ocurrido hechos significativos que,

lamentablemente, no son muy conocidos. En las aguas del

Río Tablachaca (antes Andamarca) habría sido arrojado el

cadáver de Huáscar, el último heredero legítimo del

Imperio Incaico. En la etapa de la Independencia, no fue

ajeno a la vocación libertaria del pueblo del Perú y aportó

su cuota de hombres y pertrechos para la formación del

Ejército Libertador. Cuando se produjo la invasión chilena,

puso de manifiesto su arrojo y patriotismo negándose a

cumplir las abusivas órdenes de los jefes militares de la

fuerza enemiga y, más bien, se enfrentó, en desigual

batalla, con garrotes, piedras y armas arrojadizas; muestra

incuestionable de dignidad que le costó, como heroico

saldo, decenas de muertos y heridos.

Ubicación y geografía. Ubicado en el extremo norte de la

Sierra de Ancash, limita, por el Sur, con los distritos de

Huacaschuque y Huandoval; por el Este, con Lacabamba

y Pampas; por el Oeste, con Bolognesi, y por el Norte con

la Provincia de Santiago de Chuco, en La Libertad. Su

altitud aproximada es de 3150 msnm.

64

En la Region Quechua. Por la altitud referida -

considerando la clasificación geográfica hecha por el Dr.

Javier Pulgar Vidal-, Pallasca está en la denominada

Región Quechua. Por ello, su clima es relativamente

templado, lo que no impide que entre noviembre y marzo

las lluvias, casi torrenciales, se hagan presentes

alimentando, así, a las tierras de cultivo que son el sustento

básico del pueblo. El hecho de pertenecer a la Región

Quechua no significa, lamentablemente, que allí se hable

el Idioma ancestral de los Incas; en otros aspectos sí reúne

los elementos y las características propios de esa

clasificación geográfica. Entre la vegetación típica de la

zona cabe resaltar la presencia de dos plantas aromáticas

empleadas como infusión: la úñica y la panizara; plantas

que, de ser comercializadas en gran escala, generarían

significativos ingresos económicos para la población y,

por otro lado, serían una alternativa de consumo similar (y

acaso más agradable) al té y a otros productos.

Acceso. Desde Chimbote, en la Costa, se accede al Distrito

de Pallasca a través de una carretera afirmada cuya

construcción en el tramo final, a partir de Sacaycacha, se

logró gracias al trabajo de los propios pobladores dirigidos

y estimulados por el pundonor, el entusiasmo y la firmeza

de Orlando Álvarez Castro que, entonces (junio de 1973),

era Capitán del Ejército Peruano. Pallasca está

interconectado prácticamente con todos los pueblos de la

Provincia por medio de carreteras afirmadas que debieran,

65

porque es lo justo, encontrarse pavimentadas para lograr

un acceso más rápido, cómodo y conveniente.

Pueblo agrícola y ganadero. Pallasca es, básicamente, un

pueblo agrícola y se dedica, principalmente, al cultivo de

la papa, el maíz y el trigo; siendo, además, significativa la

crianza de ganado vacuno y lanar; otra ocupación, en

menor escala, es la minería (oro) y la artesanía, sobre todo

en el rubro de tejidos (las "bayetas", los ponchos...).

Parajes de ensueño. Los alrededores de la ciudad son

parajes verdaderamente de ensueño: Tambamba, a donde

suelen acudir dominicalmente las familias para pasar unas

horas de solaz y esparcimiento, lavar ropa o, simplemente

pasear. Kuymalca, en donde puede conocerse las ruinas

prehispánicas de El Castillo es una extensión amplia de

chacras y lugares ricos en oxigeno y paz; camino a

Santiago de Chuco, encontramos, Cruzmaca, Salayoc,

Túcua, Culculbamba, Shindol y Pampa Negra; en la

parte alta, Chucana, Cuchina, Chaupincocha,

Andagada. También son inolvidables, El Tambo, El

Puquio, Pashtaca, Callanga, Shorgata, Chugaymaca,

Pocata. En Panguya, la sede del Centro Educativo

Primario; hacia abajo, a la derecha, Pambahua, donde se

encuentra el local y las tierras de cultivo del Instituto

Nacional Agropecuario -centro educativo de nivel

secundario del lugar. También, hacia el Oeste, el bello

mirador de Santa Lucia desde donde los chiquillos echan

a volar las cometas y, naturalmente, su imaginación.

66

Flora y fauna. La flora pallasquina es rica y variada.

Vamos a mencionar algunas de las plantas más conocidas:

la yerba santa, el Shiraque, la tarsana, la penca

(maguey), el molle, el sauco, la carhuacasha; la mora

(zarzamora), la payaya, el shugurom, el purpuro

(tumbo); la panizara, la úñica; el chulco, la achupalla; el

alizo, el eucalipto. Además de: trigo, papa, maíz, quinua,

coyo (quiwicha), oca, etc.

En la fauna, podemos mencionar a la perdiz, el jilguero,

el gorrión, la paca paca, el chushec, el zorro, el zorrino,

la vizcacha, el hurón (muca o zarigüeya), el venado, el

huaygush (comadreja), etc.

Folclore. Pallasca es un pueblo alegre. Cada año, en el mes

de Junio, celebra la Fiesta Patronal en honor a San Juan

Bautista, patrón del lugar. En tal ocasión se presentan

algunas bellas estampas folclóricas (que en Pallasca se

conocen como "festejos"), entre las que podemos

mencionar El Suplicio y Muerte del Inca Atahualpa, uno

de cuyos típicos personajes es el "Quishpe"; también se

presentan Los Osos, las Quiyayas, los Blanquillos, los

Indios de Culculbamba, etc. Otros elementos gratos de la

festividad son las carreras de cintas y de pedradas. Y,

claro, lo que hay que considerar como lo principal son las

procesiones, masivas y llenas de fervor, en homenaje al

santo Patrón. También forman parte de la Fiesta de San

Juan -cómo no- las esplendorosas y frenéticas "luminar ias"

67

(bailes nocturnos en las calles y la plaza principa l,

alrededor de castillos de fuegos artificiales y con el

acompañamiento estentóreo de bandas de música). La

celebración patronal se prepara con varios meses de

anticipación; los priostes a cuyo cargo corre prácticamente

todo, realizan oportunamente una fiesta conocida como

chupe en la que los pobladores -que desbordan en

entusiasmo y alegría- presentan sus ofertas: reses, cohetes,

castillos, víveres, tragos, etc., etc., con todo lo cual queda

asegurada la celebración que suele tener ribetes de

apoteosis.

En el mes de Mayo, Fiesta de las Cruces, es el Toro de

Trapo el personaje central de las celebraciones, que se

presenta acompañado de los "vaqueros", el "patrón", la

"pastora" y los "vilches", nombre con el que se conocen a

los toreros en la referida estampa folclórica. Esta estampa

tiene una finalidad religiosa: rendir culto a la Santísima

Cruz ubicada en la parte más elevada de la montaña mayor:

El Chonta; se presenta, además, como la caricatura y

satirización que el pueblo indígena hace de uno de los

aportes traídos por España con la Conquista: la corrida de

toros, y, además, como un tributo de alegría y gratitud a la

tierra y su productividad (los parajes agrícolas principa les

están representados por sus toros de trapo: Tambamba,

Callanga, etc.) y, finalmente y sobre todo, es una sana

diversión de chicos y grandes.

68

Pueblo culto y hospitalario. Si algo -además de la belleza

de sus paisajes- puede marcar la diferencia de Pallasca

respecto de otros pueblos, es la cultura y la bondad de sus

pobladores: la hospitalidad y calidez son los sentimientos

inalienables e incontrastables del pallasquino.

Profesionales de nota. Pallasca ha sido cuna de

profesionales que han descollado notoriamente en los

diversos campos en que les ha tocado desempeñarse. En la

Diplomacia, la Historia y la Docencia Universitaria, el Dr.

Félix Álvarez Brun; en la Medicina, los doctores

Justiniano Murphy Bocanegra (f), Manuel Pizarro

Flores (f), Domingo Fataccioli Zúñiga (f) y Carlos

Bocanegra Vergaray; en la docencia universita r ia,

Orestes Rodríguez Campos (f), Alberto Rubio

Fataccioli (f), Olinda Gálvez Paredes; en el Derecho,

Juan Murphy Bocanegra (f), Jorge Velásquez

Gallarday; en la Geología, Alberto Rubio Álvarez (f).

Un personaje importante: Orlando Álvarez Castro. Los

pobladores de Pallasca sienten orgullo y satisfacción por

un personaje especial. Ya lo hemos mencionado: Orlando

Álvarez Castro, el hombre que puso su empeño, voluntad,

firmeza y entusiasmo para lograr que la carretera de

penetración llegara a esta ciudad casi secularmente

olvidada, con el trabajo indesmayable de los mismos

pobladores mediante el sistema de "topos" (10 metros de

vía construida por cada comunero, comerciante o maestro;

69

incluso los niños más el apoyo con comida dado por las

mujeres (viudas y solteras). Todos recuerdan que entonces

(junio de 1973) Álvarez Castro, a la sazón Capitán del

Ejército Peruano, se impuso el irreversible compromiso de

hacer llegar el primer vehículo motorizado el día central de

la festividad en honor a San Juan Bautista, Patrono del

lugar, y, efectivamente, lo logró: el día 24 de junio el

alborozo tuvo características de apoteosis; risas y lágrimas

se confundieron en un solo sentimiento: felicidad plena. A

las 2 de la tarde un carro ya estaba en la Plaza de Armas.

Orlando y su esposa, Blanca Ríos Gallarday (acompañados

por sus hijos, entonces niños aún), simbolizaron la

esperanza de un pueblo que hoy debe retomar su camino.

Con esto quedó demostrada una verdad: más que esperar

que las obras vengan de afuera, la dignidad nos pide que

las hagamos nosotros mismos. Pallasca lo hizo y debe

seguir el mismo camino, básicamente el mismo camino;

los trabajos ancestrales de "La República" son ejemplo de

ello.

Un historiador a pulso: Don Manuelito Alvarado. Era

un hombre de mediana estatura, rostro más o menos

redondo y de hablar ligero pero cauteloso. La

particularidad excepcional que mostraba y que pocos

quizás hayan advertido, fue que –siendo de origen

humilde- vestía siempre pulcro y, más valioso que esto:

tenía una vehemente preocupación por la lectura y por

escarbar y conocer el pasado del pueblo. No poseía una

biblioteca, apenas, tal vez, algunos libros y folletos además

70

de una insobornable y ejemplar voluntad de aprendizaje y

enseñanza, sin ser maestro: conversaba con jóvenes y

adultos y les hablaba de lo rico de nuestra historia. Fue –

salvo error u omisión- el primero en enterarse de la

descendencia de Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquihuarac

(aquel “indio noble que prestó importantes servicios

durante el paso de los primeros conquistadores”, según

Álvarez Brun). ¿Cómo pudo haberlo sabido? Pues don

Alonso Paredes lo contó alguna vez por escrito. Joven aún,

don Manuel Alvarado (que es la persona a que nos

referimos), “amante de la observación” logró salvar del

fuego un fajo de papeles que contenía “los títulos de

nobleza incaica de don Eusebio de la Cruz, infatigab le

defensor de su comunidad”, documento este -

conjuntamente con otros- sobre el que “descansa la historia

altiva del pueblo de Pallasca” (enfatizaba don Alonso). Es

decir, a don Manuelito Alvarado le debe el pueblo de

Pallasca el orgullo de haber recuperado parte valiosa de su

pasado y a partir de ello, proyectarse positivamente y con

dignidad hacia el futuro.

71

CRÓNICAS EGOCÉNTRICAS

72

73

COMENZAR A ESCRIBIR

Para mi maestro, don Moisés Porras Matos.

Con cariño y gratitud.

Mi primer poema lo escribí cuando tenía once o doce años

de edad, en la primaria; era algo así como un homenaje o

alabanza a Andrés Gavancho, un héroe pallasquino

asesinado, en el “Cabildo” del Pueblo, por las fuerzas

invasoras, en 1883. El único que supo de ese poemita, y

lo leyó con entusiasmo, fue mi padre, el maestro Rafa. No

volví a escribir sino hasta cuando ya en tercero de

secundaria, don Erasmo Sandoval me pidió que diese un

discurso por el "Día de la Dignidad" que ese año, 1969, se

celebraba por primera vez, el 9 de octubre, por disposición

del gobierno militar de Juan Velasco. Intuyo –y no

encuentro otra explicación- que mi cara debió haber

parecido “cara de inteligente” para que don Erasmo, a la

sazón director del colegio, se fijara en mí para tal cosa. Era

el Colegio Municipal Mixto San Juan Bautista, una

institución educativa sumamente humilde pero también,

felizmente, muy ambiciosa, que había comenzado a

funcionar en abril de 1967. Cuando don Erasmo me hizo

ese pedido me alegré y asusté al mismo tiempo, pues no

sabía exactamente cómo empezar a escribir el bendito

discurso; así que opté por lo que me pareció el recurso más

fácil: decirle a mi padre que lo hiciera. El maestro Rafa me

miró de pies a cabeza y decretó: trata de hacer lo que

74

puedas y luego me lo muestras para corregírtelo. Y bueno

pues, traté de hacer, efectivamente, lo que pude.

“Inficionado” como estaba entonces de “marxismo” y

cosas por estilo, llegué a mirar con la lupa medio retorcida

de esa ideología toda la realidad –mejor dicho, la realidad

que me rodeaba- y hasta creí que lo ocurrido un año antes

en Talara -la toma de las instalaciones petroleras por parte

del ejército, que esta vez se conmemoraba- había sido un

ejercicio de la llamada “violencia revolucionaria” y que –

como es de suponerse- merecía el aplauso sin reservas. Y,

claro, eso fue lo que tuve en cuenta al redactar el texto que

iba a leer ante mis compañeros y profesores. En la

biblioteca de mi padre había una revista (no recuerdo bien,

pero creo que era “Cultura Peruana”) en la que yo había

leído la entrevista hecha a un sacerdote que estuvo en el

leprosorio San José durante la época en que allí también

trabajó Ernesto Guevara, más conocido como “El Che”; el

religioso, entre otras cosas, contaba que al conversar con

el que después se convertiría en guerrillero, este –en

respuesta a una de sus inquietudes- le dijo, rotundo: “Es

verdad: la violencia no convence, pero vence.” ¿Lo

adivinaron? Pues bien -novelero, cómo no- esa frase la

inserté en mi discurso. Creo que por eso me aplaudieron.

El texto -mecanografiado en nuestra vetusta maquinita

"Underwood"-, antes de ser leído, no fue visto,

naturalmente, por mi padre, porque, claro, creí que no

necesitaba corrección. Digamos que salió “bien”. Estoy

seguro que en gran medida lo que ayudó a que tuviese

cierta soltura al redactar ese discurso fue el aprendizaje

75

logrado, ya desde el Primero de Secundaria, al escribir mi

“diario íntimo”, siguiendo –como todos mis compañeros

de clase- las indicaciones y enseñanzas de quien fuera el

director que inauguró nuestro Colegio, don Moisés Porras,

y gracias a la inolvidable lectura de “Corazón”, el libro de

Edmundo D’Amicis. Herenia Guzmán, entre todos los

alumnos, era quien mejor hacía su diario y ponía cosas

como esta, con un toque medio "verleniano": “La mañana

está hermosa dentro de mi alma, pero el firmamento está

cubierto de una capa negra”; yo apenas podía, tratando de

ser ingenioso, escribir frases burdas como: “este día lo

pasé como si no hubiera ni moscas”. Don Moisés, joven

aún, llegó a Pallasca con toda su familia: la señora

Mercedes Málaga (siempre en los corazones de quienes

fuimos sus alumnos), y las niñas Gaby, Bexy, Olenka y

Liliana. Gracias a su entusiasmo, cultura y sensibilidad

artística, este huancaíno, que fue un gran maestro para

nosotros, logró un cambio significativo en mi tierra,

haciendo que los púberes de entonces pudiésemos mirar el

mundo de otro modo -más noble- y que viésemos lo que a

otros tal vez no les interesaba ver: el teatro, la literatura, la

música clásica. Lo que hoy es conocido como “plan

lector”, don Moisés lo hizo con nosotros: “A leer dos libros

al mes”, nos ordenó. La impuntualidad, mal endémico de

los peruanos, fue eliminada para nosotros: “Hoy

instauramos la Hora Pallasquina”, dispuso. Aprendimos a

escuchar e interpretar poemas sinfónicos: Franz Liszt se

convirtió en nuestro compositor favorito. Participamos,

creo que apoteósicamente, en las tradicionales “veladas

76

literario musicales”, con la presentación de obras teatrales

que nuestro director, también profesor de Lenguaje, había

escrito (“Amor de madre”) o adaptado del cine (“Cuando

los hijos se van”). A pesar de las comprensib les

limitaciones, las actuaciones eran realmente

extraordinarias, especialmente de Gloria

Valderrama, Lilia Álvarez y Walter Tapia (que era

alumno de la sección nocturna). Estas veladas -en las que

también se presentaba un bello número de Vírgenes del

Sol, con Mechita Delgado y Lilia- se dieron no solo en la

localidad nuestra sino también en otros distritos de la

provincia, a donde acudimos en “excursión”. Gracias al

“Mixto” (así conocíamos a nuestro colegio), Pallasca fue

otra cosa, definitivamente. A nosotros, los jovencitos de

entonces, nuestros amigos del otro colegio –el

Agropecuario- nos llamaban, socarronamente y con algo

de acierto, “los caballeritos”. Don Moisés, terminado el

segundo año, se fue a Conchucos, a dirigir el Colegio de

ese distrito, en reemplazo de Eduardo Yataco (escritor de

literatura infantil, a quien después -ya en Lima- encontré

cuando ambos estudiábamos Inglés en el ICPNA). Nos

quedamos con don Erasmo Sandoval, que había llegado

desde Lima para ser el nuevo director, y nuestros

inolvidables profesores: entre otros, el "teacher"Mario

Vidal, lleno de buen humor y de conocimientos en Inglés

y religión; don Isidoro Cier, experto en

matemáticas; Nerio Rubíños ("Jovenesh ilustresh", nos

decía; y fue quien me hizo conocer a Javier Heraud, al

prestarme el libro "Poesías completas y homenaje",

77

publicado en 1964, en que se incluían cartas del poeta). Y,

por cierto, nos quedamos también con el orgullo renovado

de ser pallasquinos. Por correo le envié a don Moisés

algunos poemas y narraciones mías, esperando que me

diera su apreciación y consejos. Así ocurrió y, además, me

recomendó algunos libros y me dijo que, si alguna vez

tenía la oportunidad de ir a Lima, no dejara de conocer El

Palermo y el Versailles, porque “allí escucharás leer

poesía a poetas, como Calvo, Corcuera y Naranjo”. Los

consejos que don Moisés me dio respecto de los versos que

yo había comenzado a escribir, fueron muy útiles, porque

gracias a ellos pude componer el primer “buen poema” de

mi adolescencia, llamado “Color de barro”, por el que

recibí el primer premio en el concurso que organizó el

nuevo director de mi colegio, creo que con motivo del

aniversario de la institución educativa. Ah, pero si hay

alguien más a quien le debo también el haberme metido de

lleno en este bello y a veces también penoso ejercicio de la

poesía, es a una linda chiquilla de la que me sentí atraído y

a la que (como conté en otra oportunidad) “–por mi crónica

timidez- no me atreví a decirle nada. Pero como había la

necesidad de liberar en alguna forma mis emociones, opté

por "torturar" casi frenéticamente a la página en blanco con

mis candorosas confesiones (…) Al año siguiente, cuando

la bella e inteligente musa se encontraba en otro pueblo y,

claro, en otro colegio (pues se había retirado del nuestro

porque ya estaba anunciada su desaparición -que se

concretó creo que dos años después-, por falta de

presupuesto, y porque las gestiones para su necesaria

78

"estatización" no dieron resultado), por correo comencé a

enviarle algunos de mis textos” como si se tratara de una

inútil e inocente declaración de amor. Ahora, tantos años

después, me doy cuenta de que, en realidad, eso es la

poesía: una inútil e inocente pero valiosa e insustituib le

declaración de amor a la vida y la libertad. Es lo que pensé

cuando, niño aún, escribí aquellos versos para Gavancho,

el héroe pueblerino cuya vida –como ofrenda a los

pallasquinos, y en muestra de dignidad sin fechas

celebratorias- se apagó frente a un pelotón de fusileros, en

1883.

79

LA TÍA MATILDE Y LAS FIESTAS PATRIAS EN

PALLASCA

Creo que la mejor mantequilla en nuestra provincia era la

de Huandoval, la que fabricaba “don Vásquez”. Con cierta

frecuencia, él iba a Pallasca y se anunciaba mediante unos

discretos golpecitos en la puerta de nuestra casa, para

ofrecer su producto a mi padre, el maestro Rafa. Llevaba

también quesos y manjarblanco. Sin embargo (y que me

perdone él, “don Vásquez”, si es que aún vive) tengo que

dar fe de que la más deliciosa que probé en mi vida fue

aquella que, en un desayuno en Cabana, fue untada en los

panes por doña Matilde, la tía Matilde quiero decir. Ella –

lo supe porque en realidad lo sentí- era una dama nutrida

de bondad. La recuerdo muy bien por ese desayuno.

Estuvimos en su casa -que era la casa de su hija Rosita y

de su yerno Juan- mi padre, mi hermano Jorge y yo,

porque alumnos y profesores de la 293, mi escuela,

habíamos ido en “excursión” a la capital de la provincia y

allí, fastuosos, en una velada literario musical hicimos una

representación teatral en la que yo aparecía como “Willac

Umu”, usando como parte de la indumentaria una capa

probablemente del San Juan Bautista de mi tierra. Pero

también la llevo en mi memoria por esto: porque no olvido

las fiestas patrias de mi tierra. Les cuento, pues. Desde los

días más cercanos al 28 de julio, los niños lucíamos sobre

el bolsillo de la camisa una escarapela comprada en la

tienda de don Víctor

80

Alvarado, pues había que mostrar el cariño por la patria y

el orgullo de sabernos libres, tal como nos lo habían

enseñado nuestros padres y nuestros maestros. “Seámoslo

siempre”, cantábamos, y sin darnos cuenta de los gazapos

agregábamos “y antes niegues sus luces del sol”. Un

atropello al idioma y una cachetada al Himno Nacional.

Pero (pse!, qué miércoles) se trataba, simplemente, de una

insolencia involuntaria. Mi hermano jorge, cuando

estábamos en el Jardín de la Infancia, él de cuatro (tuvo

que repetir, porque “no estaba en edad”) y yo de cinco

años, pronunciaba, en lugar de “la humillada cerviz…”,

esto que a mí me hacía reír cínicamente: “la meada, la

meada, la meada cerviz levantó…”. Allí, en ese que fue mi

primer centro educativo, desempeñé por primera y única

vez –y creo que torpemente- el papel de “jefe”, que es

como acostumbrábamos llamar al brigadier, aunque en

realidad no fue eso lo que fui. La señorita Teresa Casana

me designó para llevar el espadín o puntero durante el

desfile del 28. Pero -lo confieso y digo que, aunque han

pasado tantos años, siento todavía el dolor de la

frustración- lo que yo quería era ser el tamborilero, pero

nunca a nadie se le ocurrió que yo pudiera aprender a

ejecutar los redobles, y yo, zonzo de siete suelas, jamás me

atreví siquiera a insinuarlo. Conservo una foto de entonces:

nuestra infancia esplendorosa y ahíta de candor. Veo, entre

otros, al siempre travieso “Jocke” (envidiable, con

escarpines blancos y…con el tambor!), a mi hermano

“Shorton” y a las siempre bellas Maruja y Ladoishka;

también a Juanito Fernández, a Roberto Robles, a

81

Valducho (que nos dejó tempranamente)…. Y allí estoy

yo, con cara de ganso, con la varilla pegada al hombro

derecho. La foto debió haberla tomado, estoy casi seguro,

don “Moshe” Huerta. El desfile, con entusiasmo

apoteósico en medio de la humildad, lo realizábamos en la

Plaza de Armas. Nuestros padres nos miraban orgullosos y

aplaudían. Nosotros, con inocencia y fervor, rendíamos

culto a la patria, a los símbolos gloriosos y a los héroes con

patillas; y, con pasos desordenados pero vigorosamente,

marchábamos mirando siempre hacia adelante. Nos

marcaban el compás los tambores con piel de cordero

curtida creo que por el maestro Porfirio Solano. En medio

de tanto frenesí y júbilo, una inocente irritación nos

afectaba: la bella bandera que flameaba en uno de los

balcones al costado de la Municipalidad la percibíamos

como una afrenta. Era la bandera de la estrella solitaria.

Creíamos ver en su airosa agitación el desafío y el

escarnio. Nos acordábamos (ah, infantil patriotismo!) de

Bolognesi y de Ugarte, en Arica, de Pradito en

Huamachuco y de Gavancho, nuestro héroe pueblerino,

fusilado en “el cabildo”…Nos resultaba difícil tolerar

aquello que (después llegamos a comprenderlo) no era sino

el más respetuoso y sentido saludo que una noble, bella y

decente dama hacía al pueblo peruano y, claro, a Pallasca,

el lugar donde nacieron sus hijos y el que fuera su marido

-muerto muchos años antes-. Esta inolvidable mujer nació

en el vecino país del sur y con el flamear de su pendón

patrio nos estaba diciendo viva el Perú, viva Chile, viva la

Independencia. Y es que, en verdad (por fin llegamos a

82

tomar conciencia), la Independencia que proclamó San

Martín fue gestada por estos países: Chile, Perú, Bolivia,

Argentina, Venezuela, Ecuador…que, a pesar de

algunos paréntesis infames que nos muestra la historia,

son y serán hermanos, siempre, y ni las fronteras ni los

resentimientos podrán impedirlo. Eso nos quiso decir ella,

doña Matilde, la tía Matilde quiero decir (la abuela de

“Fashito”). Por eso, desde el momento que pudimos

conocerla y tenerla cerca en más de una oportunidad,

comenzamos a quererla o, mejor dicho, a devolverle lo que

de ella recibimos: cariño. Ese noble sentimiento que

transmitía copiosamente doña Matilde -otrora cantante de

ópera- quedó en nuestro corazón, untado como la

irrepetible mantequilla de aquel nutricio desayuno en

Cabana.

83

LA DIFTERIA LLEGÓ A PALLASCA

Probablemente ya nadie recuerda –y, tal vez, Juan

Saavedra menos-, una de las etapas difíciles que le tocó

vivir a Pallasca: aquella que significó el haber tenido que

enfrentar a la epidemia de difteria que, en 1964, castigó

sensiblemente a las familias más pobres de algunos barrios

y caseríos (¡como siempre, las familias más pobres!).

Gracias a Dios y a la oportuna atención que el gobierno de

entonces puso en el hecho, movido por la campaña

periodística que en gran medida activó María Cristina

Nadramia -hermana del “Chucro” Raúl-, el número de las

víctimas mortales (¡niños todos!) no fue excesivo.

Llegaron varios médicos del Ministerio de Salud, incluso

el ministro mismo, en atronadores helicópteros; también,

por propia cuenta y empujado por su proverbial bondad y

cariño por los paisanos, arribó –conmoviendo a todos- el

inolvidable doctor Justiniano Murphy Bocanegra. La

presencia de los reporteros gráficos de algunos diarios fue

algo sumamente novedoso: se metían por todas partes con

sus gigantescas cámaras fotográficas, en busca de la

noticia. En honor a la verdad, debemos decir que no les fue

fácil encontrarla. No es que la geografía fuese adversa,

escabrosa, inaccesible; tampoco que la gente se mostrara

huidiza, huraña, poco colaboradora. Nada de eso. Es que,

no obstante lo delicado y grave de la situación, el drama

no fue tan desmedido como para generar noticias

84

periodísticas, digamos, vendibles. Hay que agradecer que

no haya sido así. La tarea de la prensa, por ello, tuvo que

llevarse a cabo echando mano a la imaginación. Ingresaban

a los locales escolares, mientras los profesionales de la

salud -auxiliados por don Jesús Álvarez, sanitario del

pueblo, y también por nuestros paisanos Tomás Zúñiga y

Mario Vidal- revisaban los ojos de los niños, en busca de

los síntomas o indicios de la enfermedad; y ahí, ellos, los

fotógrafos, tomaban fotos a diestra y siniestra. Podemos

adivinar que el mayor número de imágenes que saturaron

sus rollos debió haber sido de paisajes y caritas sonrosadas

y “pispadas”. Entre los que acudieron a Pallasca se

encontraba, con cámara y maletín en mano, un señor Miró

Quesada que decía estar impresionado por la belleza de la

ciudad, por la armonía estética de su Plaza de Armas y el

valor histórico y artístico del templo de San Juan Bautista;

era lo que podríamos llamar “un turista humanitario”, o

algo por el estilo. Por cierto, su apellido dio lugar a que los

“togados” –hospitalarios como todos los pallasquinos- le

brindaran una atención especial. Aún a pesar de lo penoso

que pueden ser ciertas circunstancias, los hechos

pintorescos y anecdóticos se dan en todas partes; y, en

efecto, eso también pasó en Pallasca: Flor Vidal recuerda

que mientras se celebraba un matrimonio, todos -excepto

los novios- abruptamente abandonaron la ceremonia y,

empujados por la curiosidad, corrieron al estadio para ver

al primer helicópetro que aterrizaba trayendo ayuda. Como

dijimos al principio, los muertos fueron realmente pocos.

Los periódicos capitalinos se encargaron de dar cuenta de

85

ello; uno, creo que El Correo, contaba que, por falta de

ataúdes, a los niños fallecidos se les velaba en sus propias

camas, cubiertos por frazadas de bayeta, y daba fe de su

afirmación con una medio convincente imagen fotográfica

de primera plana. Efectivamente, allí se veía a dos criaturas

de espaldas (a uno de ellos lo reconocimos al toque: era

Juan Saavedra Urbano, hijo de don Amelio), acostados

sobre una tarima y alumbrados por una vela que su padre

llevaba en la mano. Muchos años después, en Lima,

cuando en medio de una conversación surgió el nombre de

Pallasca, alguien que inmediatamente se convirtió en

nuestro amigo, nos dijo, emocionado: yo estuve allí. Era el

autor de aquella irrepetible foto necrológica. Es posible,

como lo expresamos antes, que Juan –ya no dormido como

entonces- no se acuerde, o que nunca haya sabido lo que

ocurrió, debido a que la epidemia jamás llamó a su puerta;

pero de que está vivo, así como su hermano, nadie puede

negarlo. Claro que, naturalmente, no vamos a darle las

señas de nuestro amigo de la prensa escrita, para evitar, por

si acaso, que lo maldigan (uno nunca sabe). Aquella cruel

y al mismo tiempo piadosa invención periodística sirvió

para que la ayuda del Estado no fuese tardía. A veces –

ahora lo confirmamos- las mentiras, antes que reprobación,

merecen una entusiasta gratitud.

(27 febrero, 2008)

86

NUESTRA CASA

No era la más hermosa ciertamente, pero tampoco la

menos atractiva: era nuestra casa y, por lo tanto, para

nosotros era la mejor del pueblo. Su puerta de acceso

principal (aunque no lo crean, tenía dos puertas) daba al

jirón Álvarez Gonzales. Don Manuel, el de esos apellidos,

fue un hombre notable en Pallasca a fines del Siglo XIX y

en los primeros años del XX; probablemente se trataba de

un pariente mío, no estoy seguro como tampoco lo estoy

del Álvarez que llevo, pero de esto hablaré en otra

oportunidad. Esta calle, explico, empieza en la esquina

suroriental de la Plaza de Armas y, en subida, avanza hacia

el Este para terminar por donde se ubicaba la casa de don

Ireno Aguilar (si, el señor que tenía un “pick up” con

huaynos de la Pastorita y del Jilguero y un molino de

piedra en que se preparaban las harinas de nuestras

humildes sopas y los panes caseros –los otros, los que

vendía doña Anatolia, eran hechos con “harina del norte”).

Antes de llegar al final –sigo hablando del jirón Álvarez

Gonzales- pasaba por la casa de don Demóstenes, que es

donde funcionaba la “Caja de Depósitos y

Consignaciones”, y seguidamente por El Tambo (zona a

las que la malas o buenas lenguas le atribuían cierto aroma

de sensualidad maliciosa). Tenía –ahora vuelvo a referirme

a nuestra casa, la casa en que mi madre me parió y en la

que pasé los primeros quince años de mi vida y nacieron,

también, mis hermanos menores- tenía, repito, dos niveles.

87

El primero, en la parte alta: el zaguán, el patio, la cocina

(con cuyero incluido), la sala, el dormitorio y otro cuarto

sin uso definido (un deposito, diríamos), más el gallinero

en cuyas inmediaciones se encontraba el baño –una letrina,

en realidad- y el horno de barro del que casi nunca salían

buenos los panes porque, según decían, “no calentaba

bien”. El otro nivel, en la parte inferior: una pieza bastante

amplia cuyas dimensiones equivalían a la suma de la sala

y el dormitorio debajo de los cuales se hallaba. Por algún

tiempo (tendría yo unos seis o siete años) fue usada como

tienda de abarrotes. La recuerdo muy bien, básicamente

por dos cosas. Me comía todas las galletas de animalitos

guardadas en una lata. Y porque, un mal día, frente a otra

lata –de kerosene, puesta sobre el mostrador- encendí un

fosforo, y al ver que el fuego la envolvía salí despavorido

como alma que se lleva el diablo: la oportuna e inteligente

intervención de mi padre impidió una tragedia. Para

ingresar en este ambiente había que descender por unos

escalones de madera al lado derecho de la sala, pero

también se podía entrar (aunque casi siempre permanecía

con llave, pues ya no funcionaba la tienda) por la puerta

que miraba hacia la casa de don Ramiro Rubio (en el jirón

que forma esquina con el que mencioné al principio, y baja

-desde la plaza- al barrio de Quichuas, pasando por la Calle

Grande y la vivienda de don “Lonsho” Pinedo, nuestro

zapatero en la época de las estaquillas y la pita untada con

cera de abeja). Encima de todo, sobre la sala y debajo del

techo de tejas, estaba el “terrado” que, en el conjunto de

compartimentos de toda casa serrana, era -y seguramente

88

debe seguir siendo- como el pariente pobre: botadero de

cosas inservibles por cuya restauración nunca se perdía la

esperanza. La sala, en cambio, correspondía a la nobleza.

Las paredes de la nuestra fueron las únicas tarrajeadas,

claro, por don Pedro Tapia, empleando, como era de

costumbre, yeso. Desde allí sobresalía un pequeño balcón,

aquel en donde mi hermano Jorge y yo dejábamos en la

Navidad nuestros zapatos (esos, los confeccionados por

don “Lonsho”) esperando las monedas de Papa Rafael,

perdón, quiero decir de Papa Noel. Dentro, además de una

mesa larga y varias sillas bien dispuestas, estaba, cerca de

la puerta pintada de celeste, el estante de libros y, entre

muchos otros, en ese estante estaban el Mundo es Ancho y

Ajeno de Ciro Alegría y Música de Cámara de James Joice,

mis primeras lecturas más o menos formales; y sobre la

mesa, una máquina Underwood, con la que escribí Color

de barro, mi primer poema en la pubertad. Pero, valgan

verdades, (después del ma-me-mi-mo-mu que,

naturalmente, me enseñó doña Teresa Casana en el Jardín

de la Infancia -allí, donde me enamoré, angelicalmente y

sin decirles nada, de Maruja Montero y de Ladoiska

Rubiños, mis compañeritas de aula- y antes del “Charrito

de Oro”, “El Súper Ratón” y muchas otras historietas en el

club Los Inseparables, con Lucho Aparicio y otros amigos,

y mucho antes de la Biblioteca Municipal “Herminio

Cisneros”, que dirigía don Teófilo Porturas, el poeta) mis

lecturas primigenias las hice en el humildísimo dormitorio

de nuestra casa y, más precisamente, en la modestís ima

pared del lado izquierdo y, exactamente, en los periódicos

89

que, como papel tapiz, con engrudo había pegado allí mi

madre. Entre los titulares y las noticias de La Prensa y La

Crónica, soñaba con ser torero cuando, en medio de otras

imágenes en blanco y negro, veía la serena y retadora

mirada de Antonio Ordoñez en el redondel de Acho. Antes

de dormir y cuando iba a levantarme leía y releía,

cotidianamente, incansablemente. Mi padre se alegraba. Y

ahí mismo, en ese dormitorio, a él lo vi llorar por primera

vez al, también, leer y releer un telegrama con malas

noticias sobre la salud de mi abuela Alejandrina. Y a mi

madre, asimismo por primera vez, la vi que se moría. Yo

tenía cinco años y al percatarme que iba

ensombreciéndose, a la medianoche, con los pies descalzos

y el llanto como río desbordado, salí a llamar a mi padre

que estaba en casa de don Víctor Alvarado; me

acompañaba, en la mano, una vela apagada por el viento.

Mi padre me encontró temblando de frio y me levantó en

sus brazos y corrió. Gracias a Dios y a esa luz extinguida

en medio del camino, el hombre que me dio la vida evitó

que la de Abigail, mi madre, se obscureciera aquella noche.

Tímida y vergonzosa, como era, siguió alumbrándonos por

muchos años más. Aunque ya no es nuestra, la casa en que

ella nos preparaba cachangas, bebíamos agua de panizara

y nos alimentábamos con sopa de chochoca, la verdad es

que sigue detenida en mi corazón; la veo, esplendorosa, en

la “esquina del chorro”, mirando hacia la Plaza de Armas,

hacia aquel jardín -frente a don Pancho Nina- donde la

cantuta que plantó el maestro Rafa, mi padre, florece roja

como la sangre.

90

UN ABUELO CURA

No se sabe o, mejor dicho, yo no sé para qué vino al Perú.

Lo que sí puedo afirmar con alguna certidumbre, gracias a

ciertas informaciones medio borrosas a que he tenido

acceso, es por qué salió de su país. Lo hizo, como se diría

vulgarmente, “corriéndose de la guerra” (¿la Guerra

Franco-Prusiana, tal vez?) o, en otras palabras, por no

aceptar ser enrolado en las fuerzas militares de Francia,

país donde nació. ¿Habría tenido motivaciones morales –

digamos, rechazo a la violencia bélica o pacifismo- o se

trató de simple cobardía? Cómo saberlo. Lo cierto e

innegable es que vino, y vivió, se casó, tuvo hijos y murió

en este Perú al que García Lorca iba a nombrarlo como “de

metal y melancolía”. Llegó en compañía de dos primos

suyos que poco tiempo después retornaron a su patria

cuando, tal vez, las aguas se habían calmado y

probablemente las circunstancias ya no habrían de

perjudicarles. En cambio el pariente de estos, como repito,

se asentó definitivamente en el Perú, y en un pueblito de

la sierra formó un hogar y llegó a tener cuatro hijos (tres

mujeres y un varón). Se llamaba, como yo, Bernardo y fue

mi bisabuelo paterno y -creo que es obvio, ¿no?- el

pueblito en que sentó sus reales, fue Pallasca, mi tierra

natal. En una foto sobre placa metálica cuya reproducción

conservo, aparece de, aparentemente, unos sesenta años de

edad con sus vástagos. La mayor de ellos, Alejandrina, se

casó con Manuel Jesús y su matrimonio, más peruano que

91

la chochoca, resultó extremadamente fecundo: tuvieron

diez hijos, mita-mita: cinco mujeres y cinco varones. Ella,

Alejandrina, llevaba orgullosa su apellido francés,

Brun. Manuel Jesús se apellidaba Álvarez, y, claro,

también debió haber sentido orgullo por su apellido,

apellido español de origen remotamente árabe. En una

crónica que escribí hace algún tiempo acerca de la vivienda

en que nací y viví los primeros quince años de mi vida y

que ya no pertenece a mi familia, dije que estaba ubicada

en el jirón Álvarez Gonzáles y precisé además que don

Manuel, “el de esos apellidos, fue un hombre notable en

Pallasca a fines del siglo XIX y en los primeros años del

XX”; señalé que “probablemente se trataba de un pariente

mío”, pero que de eso y del apellido que llevo no estaba

convencido. Bueno, pues, creo que ahora ya puedo hablar

con seguridad. Todo indica que el honor de ser pariente de

aquel epónimo pallasquino no le correspondería a mi pobre

y medio silvestre humanidad, y si eventualmente pudo ser

agitado como bandera, bien merecía, probablemente, un

par de comillas en sus flancos, puesto que el apellido

legalmente heredado de mi abuelo es, en realidad, un

apellido postizo, generosa o coercitivamente entregado por

un hombre de buena fe, llamado Toribio que debió haber

sido –él sí- familiar directo del que dije, don Manuel

Álvarez Gonzáles. El que, contra todo pronóstico,

legítimamente y con justicia, debería haber sido el apellido

de mi abuelo y por ende haberlo heredado yo, es López. Es

que el padre natural de Manuel Jesús, mejor dicho, el

verdadero, fue (al menos creo estar seguro) un cura que

92

por muchos años se desempeñó como párroco en Pallasca

y que por alguna razón o sinrazón (“decencia”, vergüenza

o cobardía, no lo sé) prefirió no legar a su hijo y, en

consecuencia, tampoco a sus descendientes ni siquiera su

apellido. Cosa distinta ocurrió (¿lo recuerdan) con aquel

religioso gallego que después de celebrar el matrimonio de

Pablo Manuel Porturas del Corral en Angasmarca –que fue

el motivo por el cual vino al Perú-, se quedó en Santiago

de Chuco y (de carne somos, pues) se enamoró de Justa

Benites, con quien tuvo dos hijos, uno de los cuales,

Francisco de Paula, llegó a ser el padre de nuestro más

grande poeta, César Vallejo. Este religioso se llamaba José

Rufo y, según escuché en mi infancia (y lo leí después en

un artículo, creo de César Miró, en que se citaba como

fuente a Francisco Izquierdo Ríos), habría fallecido en

Pallasca y estaría sepultado en la sacristía del Templo de

San Juan Bautista. Bien -vuelvo a este camino asaz

pedregoso de mi traspapelada genealogía-, en la partida de

bautizo de mi abuelo, asentada el 28 de marzo de 1862 se

lee, textualmente: “…yo el infrascrito cura propio y

Vicario de esta Doctrina exorcicé, bauticé, puse olio i

crisma a Manuel Jesús, mestizo de tres días de nacido, hijo

natural de don Toribio Álvarez i doña María Robles”. Este

sacramento fue administrado en presencia de los padrinos

Manuel Hidalgo y María García y de los testigos

Concepción Trinidad y Andrés Encina, por el sacerdote

que el día 6 de julio de 1869 –es decir, siete años después-

casó y veló (así dice la partida) a quienes iban a ser mis

bisabuelos maternos, Bernardo y Juana. Y ese mismo

93

sacerdote, el 6 de abril de 1881, también incorporó al

Cristianismo a la hija de aquella pareja de consortes,

Alejandrina, la mujer que en 1920 trajo a este mundo a

Rafael, el último de sus hijos varones (el “shulca") quien,

un montón de años después, con la complicidad tímida y

medio inocente de Abigail, llegó a ser -de esperma, sangre,

espíritu y buena voluntad- mi padre. Alejandrina fue,

pues, mi abuela. Creo que ya han podido adivinar, sin

embargo voy decirlo: El cura, que sin dudas ni

murmuraciones, con solemnidad litúrgica y quizás

cínicamente, participó en aquellos actos dizque impolutos,

se llamó José Eulalio (Dios no lo tenga en su Santa Gloria)

y –para más señas - su apellido fue López: mi bisabuelo de

sangre y esperma! Es decir, aunque los documentos

puedan expresar –como en efecto ocurre- otra cosa, debo

asegurar (sin orgullo ni herencia, naturalmente, pero sí con

muy buen humor) que, como Vallejo, yo también tuve en

mi familia un abuelo cura.

23 de mayo del 2010

94

EN SU TIENDA DE LA "CALLE GRANDE"

Mi padre se sentía feliz por mis constantes asedios

inquisitivos. "Los niños que siempre preguntan son niños

inteligentes", aseguraba. Efectivamente, lo que él decía era

cierto pero, claro, no se trataba de una verdad absoluta o,

mejor dicho, no era aplicable a todos los casos. Respecto

de mí, al menos respecto de mí, no era más que una

complaciente afirmación paternal porque -obvio- quien la

expresaba en esos momentos carecía (como debía ser,

naturalmente, debido al comprensible componente

afectivo en su voluntad) de la árida pero punzante

objetividad. Tengo entendido que mis andanadas de

preguntas habrían empezado muy tempranamente,

probablemente cuando aún no había cumplido los cinco

años de edad. Lo digo porque intuyo que fue entonces

cuando ocurrió un hecho que, mucho tiempo después, mi

padre me lo contaba como una anécdota y yo pensaba que

solo era una historia inventada por su imaginación. Seguí

pensando así hasta el 24 de junio del 2008, día en que -¡por

fin!- aquella historia se convirtió, frente a mis desleales

dudas, en una verdad por sus cuatro costados. Después de

veintisiete años volví a mi tierra, Pallasca, justo en el mes

de San Juan Bautista, el patrón de mi pueblo. Y ese día,

sentado en una de las bancas de la plaza de armas vi a un

anciano que me miraba sonriente; me acerqué a saludarlo

porque, un poco borrosamente, lo recordaba sin estar

seguro en ese instante de su apellido, pero sí de su nombre.

95

“¿Usted se llama Pedro, verdad?”, le pregunté (¡una

pregunta, una pregunta más en mi biografía!). La respuesta

fue afirmativa. Y lo que vino fue lo que debía venir

(aquello que repetidamente ocurrió durante los tres o

cuatro días que estuve volviendo a caminar las calles -en

las que crecí, como un tímido pero alegre niño serrano-, al

encontrarme con cada uno de mis paisanos). ¿Lo

adivinaron? Lo que vino fue un fortísimo abrazo, ¡como

tenía que ser, caracho!. Y enseguida, una larga

conversación nutrida de recuerdos. “Nunca me olvido,

Bernardo –me dijo el anciano, cuyo rostro mostraba un

rictus permanente a manera de sonrisa-, lo que ocurrió

cierto día, cuando acompañando a tu padre, el maestro

Rafa, llegaste a la tienda que yo tenía en la “calle grande”.

“Sí, ya lo sé, don Pedrito –intervine yo-, usted va a

confirmar lo que que repetidamente me contaba mi padre,

y, créamelo, me estoy emocionando demasiado”. El

anciano continuó. “Mientras conversábamos tu padre y yo,

tú observabas, medio absorto, el frasco de vidrio que se

encontraba sobre el mostrador y en cuyo interior se veía

una gran cantidad de frutos secos”. Era exactamente lo

mismo que solía relatarme el maestro Rafa. Al darse cuenta

de mi silenciosa curiosidad, mi padre pidió uno de los

frutos para dármelo después de haberle quitado la cáscara

golpeándolo con una piedra en la vereda. Era un fruto de

nogal. “Tras recibirlo –don Pedro siguió-, tú quisiste saber

cómo se llamaba el fruto seco, y tu padre te respondió, sin

más comentarios (pero sí, agrego yo, con una innegab le

dosis de socarronería): “Nuez”. Y, por cierto, la respuesta

96

no me pareció satisfactoria, sino completamente intrigante.

Don Pedro concluyó: “Volviste a la carga, Bernardo, y le

dijiste al maestro Rafa, lo siguiente: “¿Y si no es, qué es?”.

Cuando se dieron las explicaciones, después de dos o tres

enfrentamientos de preguntas y respuestas, lo que selló

el encuentro en aquella tienda de la “calle grande”, fue

una estentórea carcajada.

(Han pasado muchísimos años. Dos de los protagonistas de

aquel hecho anecdótico ya no están con nosotros: el

maestro Rafa dejó de existir hace más de dos décadas, y

ahora -hace apenas unos poquísimos días- acaba de irse

don Pedrito, don Pedro Tapia, el honrado albañil del

pueblo, el que alguna vez fue nuestro laborioso alcalde. Lo

que queda es solo un silencio pintado de nostalgia, allá en

Pallasca, la tierra de los “chupabarros”, y también aquí, en

mi corazón desconcertado y memorioso.)

(2013)

97

ME LO RECORDÓ DON RENÉ, Y AHORA YO SE

LO CUENTO A USTEDES

Terrible noticia la que recibimos hoy por la mañana.

Nuestro buen amigo y paisano, René Miranda falleció, de

manera abrupta, el día de ayer, en Pallasca, víctima de un

inesperado huayco, en la zona de Matibamba.

Perteneció a una promoción (1951) de exalumnos de

la otrora "Escuela Urbana Prevocacional 293", integrada -

entre otros- también por Jonás Rubiños, Reynaldo Ruiz,

Lucho Rodriguez, "Tucho" Alvarado, "Mel Shanti" Vidal

y Emilio Gallarday. Estuvo casado con doña Teresa

Casana, profesora gracias a la que aprendí las primeras

letras y, claro, el “ma-me-mi-mo-mu”, en el Jardín de la

Infancia, donde –como conté en otro momento- me sentí

angelicalmente enamorado de Ladoyska Rubiños y Maruja

Montero, mis compañeritas de aula. Gratos recuerdos en

medio del dolor que causa una partida; esta vez la de don

René, paisano y amigo.

En junio del 2008, estuve en nuestra tierra y fue

agradable conversar con él; el reencuentro, después de

muchos años, ocurrió frente a la tienda de Carlitos Soria,

donde un grupo de amigos participaban de una amena

conversación, mientras otros (entre los que estaba Herenia

Guzmán, compañera de colegio con quien nos envolvimos

en un abrazo) bailaban en la Plaza de Armas, al son de una

98

banda de músicos porque, claro, se celebraba la Festividad

por San Juan Bautista. Al verme, y tras un saludo en el que

nos emocionamos los dos, don René sacó de su memoria

una muy pintoresca anécdota, que la tenía guardada

desde finales de la década de 1960. Después de que me la

contó, yo me encargué, indiscretamente orgulloso, de darla

a conocer a algunos familiares y amigos, y ahora quiero

que la conozcan todos.

"Tal vez no te acuerdes -me dijo-, pero yo también

fui tu profesor". Efectivamente, yo no lo recordaba, pero,

ciertamente, por muy breve lapso (tal vez durante unos

pocos días, en reemplazo de algún profesor titular)

cumplió funciones docentes en nuestro Colegio Mixto San

Juan Bautista. "En esa fugaz tarea –continuó don René-

una tarde decidí revisar cuadernos”. (¡Terrible decisión

para mí!). “Así lo hice, y, uno a uno, comencé a llamar a

los alumnos que, entusiasmados y sin preocupación, iban

acercándose”. Pero, ¡oh, sorpresa!, algo extraño ocurría en

el recinto escolar. “Mientras hojeaba medio

minuciosamente los cuadernos –prosiguió el relato-, pude

percatarme, sin que tú te dieses cuenta, de que algo

irregular e inadmisible estabas haciendo”. Sí, pues, algo

irregular y, naturalmente, inadmisible. Eso era lo que

pasaba allí. Tratando de dármela de "vivo", quise salvar la

situación de embarazosa emergencia en que me encontraba

debido a la exigencia del docente, echando mano a una

solución simple y llanamente ingeniosa pero creo que al

mismo tiempo, torpe. Tal vez no parezca creíble lo que voy

99

a decir, pero la verdad es que, académicamente, desde mi

primera etapa escolar, siempre fui un desordenado. Jamás

pude llevar, como sí lo hacían casi todos los otros alumnos,

un cuaderno digamos "decente". Los demás, por ejemplo,

usaban lapiceros de, al menos, dos colores, y regla, para

diferenciar los títulos del contenido, y hacer los subrayados

que correspondiesen, y sus cuadernos lucían pulcros y bien

forrados. En la secundaria, por ejemplo, era extraordinar io

para tal cosa nuestro amigo, venido desde Chora, Pascual

Miranda (“Cholito de bolsillo” le decíamos, por obvias

razones, y era el más hábil para las matemáticas), y en la

primaria nadie podía igualarse a Andrés Matta, de

Llaymucha, a quien ahora designo como “El memorioso

Funes”, por la superlativa fidelidad y, digamos, exactitud,

de sus evocaciones ("tú, Bernardo, te sentabas en la fila

"San Martín" y tu compañero de carpeta era Yucra", y, así,

en una conversación de hace unos tres años, me iba

indicando todas las ubicaciones de los alumnos en nuestro

salón de la "293"); y, otra cosa, nunca pude salir del

asombro y la envidia ante su perfecta caligrafía. Yo era un

desastre. Mi cuadernos -lo cuento con algo de vergüenza

pero con mucha sinceridad- eran, en realidad, lo que

conocíamos como "cuadernos de lechuga", por ajados y

simplemente impresentables. Y, lo que es probablemente

peor, si mal no recuerdo creo que hasta llegó a ocurrir que

en alguna oportunidad ni siquiera contaba con un solo

cuaderno para mostrar (¿Se preguntan por qué? ¡Por

descuidado, pues!). Bien. Don René continuó la historia :

"Al ver lo que realmente estabas haciendo, y para librarte

100

de un mal rato (de la vergüenza, habría dicho yo), resolví

no pedirte tu cuaderno". (Ufff! La bondad y la

misericordia en toda su esplendorosa presencia). “Salvado

por la campana”, habría dicho si la circunstancia se hubiera

presentado unos años después. "Es que -continuó,

obviamente ensayando una mentira piadosa y sobre todo

complaciente para mis oídos y especialmente para mi ego-

como tú eras un estudiante inteligente (gracias, don René,

por la astronómica exageración), que captaba bien las

clases y porque solías responder con acierto a las

preguntas, me pareció conveniente y justo pasar por alto

eso que sin ningún atenuante hubiera sido razón suficiente

para un merecido castigo". ¿Qué fue lo que hice mientras

nuestro ocasional profesor revisaba los cuadernos de mis

compañeros? Pues me la pasé uniendo las hojas de papel

que algunos compañeros, comprensivos y solidarios, me

regalaron para armar un falso cuaderno con el que -tonto

de siete suelas- quería, absurdamente, engañar a don René.

Esa es la anécdota que me contó él, allí, junto a la

tienda de Carlitos Soria, aquel 24 de junio del 2008, en

Pallasca. Y, créanmelo, me sentí muy feliz al escucharla.

Es que, la verdad, la verdad, creo que se trataba de un

retrato fiel, veraz, de lo que soy. Por ello -

espontánea, naturalmente-, una irrefrenable una carcajada

–como no podía ser de otra manera- le puso el sello de

consagración. Tal vez –debido a los años- ya medio

coloreado en sepia, ese retrato testimonial fue extraído del

cofre de sus recuerdos por don René Miranda –nuestro

101

paisano noble y bueno- y me lo regaló como una de las

joyas espirituales y del corazón que guardaré para siempre

en el álbum inalienable de mi medio desvergonzada

historia personal.

¡Descansa en paz, inolvidable amigo y paisano!

102

AQUEL VIAJE A CABANA CON EL PADRE

NICOLÁS

Cuando fui casi un niño aún, colaboré con el Padre Nicolás

Toth en la edición de una revista parroquial en Pallasca,

impresa en mimeógrafo. El padre redactaba las notas y

comentarios y cuando me las dictaba para

mecanografiarlas en una vetusta máquina de escribir,

después de algunas palabras decía: "vírgula". Yo, por

cierto, no entendía ni miércoles. "¿Cómo dice, padre?",

tuve que preguntarle en la primera oportunidad. El padre

Toth, tratando de ser más elocuente y claro, en una hoja de

papel puso la respuesta: dibujó una rayita medio en curva.

"Pon esto", me dijo. Todo quedó explicado; se trataba de

la coma (,). Es decir, aprendí algo nuevo: vírgula o

virgulilla, como sinónimo de coma. El padre redactaba los

textos y también hacía las ilustraciones: era un excelente

dibujante. Por aquella época también, mi hermano Jorge y

yo le acompañamos a Cabana, cuando el padre tuvo que

viajar a Lima. Nuestra compañía tenía un propósito:

regresar a Pallasca con el Caballo. Esto por qué: porque yo

le había asegurado que sí podía. Fue una experiencia

inolvidable. El recorrido lo hicimos alternándonos los tres

en la cabalgadura. No obstante lo flaco que era el religioso,

la verdad es que demostró una excepcional fortaleza en

largos trechos recorridos a pie. Cuando llegamos a

Huandoval, algunos pobladores que se habían percatado de

nuestra presencia le pidieron que se acercara a una de las

103

casas, a la entrada del pueblo, en que se velaba un difunto,

para decir una oración; a Jorge y a mí nos invitaron allí un

plato repleto de papas fritas. Ya en Cabana, después de

instalarnos en la casa parroquial, en la noche fuimos a un

restaurante cercano en que nos sirvieron sopa de gallina.

Al final, como una suerte de asentativo" el padre nos

preguntó si queríamos tomar un té o algo parecido; él hizo

un pedido que a mí me pareció raro porque era la primera

vez que lo escuchaba en mi vida: pidió un "té de hierba

luisa" y nosotros, copiones, hicimos lo mismo. Ah, pero

antes ocurrió algo que, no van a creerme, hasta ahora sigue

generándome una suerte de frustración y arrepentimiento.

Mi hermano, al tomar el exquisito caldo de gallina hacía lo

que nadie hace debido al "qué dirán": suelto de huesos

simple y llanamente "surrupeaba". El padre Toth, con

aquella voz de abuelito cariñoso que tenía, comprensivo y

complaciente pero al mismo tiempo aleccionador le dijo:

"Jorge, no debes hacer sonar, no debes hacer sonar,

mientras tomas la sopa." Yo, perverso, sonreí, porque,

claro, tomaba silenciosamente pero no tanto por "bien

educado", sino por tímido y vergonzoso. Y a ello se debió

que, cuando ya había que dar cuenta de la presa, preferí

dejarla en el plato para no cometer algún despropósito. Era

una tremenda molleja de gallina de la que, muy a mi pesar

tuve que privarme en aras de la "buena educación". Más

tarde nos fuimos a dormir. El padre Toth durmió en una

habitación que, sin duda, ya estaba preparada para él. A mi

hermano y yo nos acondicionaron (porque obviamente no

había un catre adecuado) unas sillas en dos filas sobre las

104

que fue colocado un colchón de dos plazas (nunca antes

habíamos visto uno similar), en una sala que daba al patio

en que florecía un bello jardín. Como suele ocurrir cuando

uno duerme en casa ajena, aquella vez nos despertamos

muy temprano. Ya levantado, caminé hacia el patio donde

cantaban las pichuchancas y, no van a creerlo, mi frente

casi termina con un tremendo chichón. Nunca antes, como

dije, había escuchado aquello de “té de hierba luisa” ni

visto un colchón tan grandazo como el que nos dieron, pero

tampoco una luna de vidrio gigantesca que estuviera

colocada desde el piso hasta el techo, como la que, en

efecto, estaba colocada allí, separando a la sala del patio.

En Pallasca solo había ventanas chiquitas con lunas

también chiquitas, nada más. Yo, tonto de capirote, creí

que todo estaba abierto ante nuestros ojos y por eso cometí

aquella ingenua y, digamos, torpe imprudencia por la que,

de no haber sido porque la luna evidentemente era fuerte,

esta habría terminado en pedazos y yo absurdamente con

la frente ensangrentada. Esta vez le tocó a mi hermano no

sonreír, sino reír a mandíbula batiente. That is life! El

padre Toth, Oblato de San José, fue párroco en Pallasca,

mi tierra, durante los últimos años de la década de 1960 y

en los primeros de 1970. Acaba de fallecer, y yo lo

recuerdo como, estoy seguro, a él le habría gustado: con

alegría.

105

NUESTRO REGALO DE NAVIDAD

Feliz Navidad. Esto es lo que acostumbramos decir, junto

a un efusivo abrazo, a nuestros familiares y amigos, a partir

del momento en que el reloj de la casa indica que son las

doce de la medianoche o, dicho de otro modo, las “cero

cero horas”. Y, claro, ese deseo es expresado con auténtica

sinceridad y mucho, mucho cariño. Al menos así parece en

la generalidad de los casos pues, por cierto, no falta una

que otra hipocresía por allí.

Si el equipo estéreo no está encendido, es el televisor el

que, solemne y majestuoso, nos acompaña con una

musiquita suave como caricia, casi siempre “Noche de

Paz”, tocada por una orquesta sinfónica y cantada por un

coro. Afuera, algunos cohetones y rascapiés y luces de

bengala y niños mataperros que, con ganas de fregar, no

pierden ocasión de reventar una que otra “rata blanca”.

Todo es alegría. La mesa está poblada de unas delicadas

copas de cristal con vino espumante; al centro un panetón

cortado en una docena de tajadas y, delante de las sillas

bien ubicadas, rebosantes tazas de chocolate. Si las vacas

flacas (casi vitalicias las condenadas) pudieron ser

reemplazadas por vacas gordas, el pavo horneado en la

panadería de la esquina también formará parte, sí o sí, de

este cálido paisaje de entrecasa, con puré de manzanas, por

supuesto. La ventana, con las cortinas corridas, muestra a

la calle desde hace algunos días, filas de luces

106

intermitentes, dispuestas en caprichosas formas: estrellas,

arbolitos, flores...

Todos, padres, hijos y abuelos –si los hay- están o, mejor

dicho, dicen estar felices. No es para menos. Es la Fiesta

del Amor, pues. Y hay que celebrarla como Dios manda,

sin excesos. Pero, eso sí, que los niños no pongan límite a

su regocijo porque, claro, para ellos es la Navidad: ellos

representan, según se dice, al niño redentor de hace dos mil

años que, ahora de porcelana y medio patas arriba, reposa

en el nacimiento colocado en una esquina de la sala con

Virgen, con vaca y con burro. Ah, y aquí están sus regalos:

carritos, pistolas, pelotas, etc., etc., etc. Lo que, y lo digo

sin resentimiento ni pena, no recuerdo haber tenido yo en

mi infancia.

En mi tierra, Pallasca, la cosa era distinta. No había

panetones, entonces, y creo que tampoco carritos,

pistolas...como los carritos y pistolas que hay ahora. Pero,

valgan verdades, todo era, como dicen los muchachos de

estos tiempos, bacán: ternura a manos llenas, candor a flor

de piel.

Me parece, si mal no recuerdo, que se celebraba alguna

misa a veces (la de gallo, naturalmente); digo a veces

porque el cura casi nunca paraba en mi pueblo porque casi

siempre estaba en otros lugares donde, sin duda, la gente

era más dadivosa a la hora de la limosna (y,

probablemente, a otras horas también). En algunas casas

107

se armaban hermosos y nutridos nacimientos. Mi padre me

contaba que el más grande y original era el que hacía

muchos años presentaban en su vivienda las medio beatas

hermanas Monzón. Yo conocí los de doña Valentina, antes

de llegar a Santa Lucía, bajando hacia la Calle Grande; de

doña Victoria, al costado de la Casa Parroquial; de don

Alfredo, a la derecha del “Chorro”, hacia abajo; y en Santa

Lucía, de doña Paquita...Aparte de esos papeles gruesos de

costal de azúcar, estrujados y manchados de verde y

marrón para tener la apariencia de cerros, lo más notorio

(aparte también de las ovejitas o “guachitos” y otros

adornos), eran las achupallas y el musgo los que ocupaban

lugar preferente y contribuían con el conveniente y

significativo toque serrano y, digamos, ecológico.

Estos nacimientos, en la noche del veinticuatro, eran

visitados por los “viejitos” o “pastorcillos”, grupos de

chiquillos y también no tan chiquillos, vestidos con

poncho, sombrero y máscara de pellejo de carnero,

cargando gatos o comadrejas (a las que llamábamos

“huaygush”) disecados, y que bailaban al compás de

sonajas hechas con latas de leche Gloria y piedrecillas y

cantaban animados y pegajosos villancicos de la selva:

“Niño Manuelito, qué te puedo dar: ricos buñuelitos

envueltos en miel...” No faltaba algún palomilla (pienso

ahora en nuestro entrañable “Joke”) que, con infanti l

picardía, se atreviera a modificar la letra, poniendo, en

lugar de “ricos buñuelitos”, “una lata de habas”. Los

dueños de casa, casi siempre tolerantes y bondadosos (con

108

bondad cristiana, claro está), les invitaban chocolate

caliente y bizcochos.

Ah, les cuento, yo también, alguna vez, fui “viejito de

navidad” y formé parte de un grupo entusiasta de

chiquillos organizados en la casa de doña Manuelita

Paredes, en la Calle Grande. Ataviado como correspondía,

subí cantando con los demás por la calle de don “Lonsho”

Pinedo hacia la Plaza de Armas y, claro, agitando la lata

convertida en sonaja, pero sacudiéndola, creo yo, con

demasiada fuerza, porque en un momento del festivo

desplazamiento la lata terminó destapándose

violentamente dejando caer todo su contenido en el suelo,

regado entre las piedras irregularmente colocadas en la

medio empinada vía. Mis compañeritos del grupo soltaron

una incontenible carcajada colectiva que avivó aún más la

vergüenza que sentí en tales circunstancias. Sin embargo,

debo confesar, aquellas carcajadas y mi bochorno, nada

tuvieron que ver con el hecho mismo de haberse abierto

inesperadamente la lata y derramarse su contenido, sino

porque los demás niños, por culpa de mi torpeza,

constataron que ese contenido no era –como se

acostumbraba- un puñado de guijarros, sino ¡de alverjas

secas que mi padre había colocado en la bendita lata,

creyendo, tal vez, que así era “más decente”!

Continúo. Pasada la medianoche había que irse a dormir.

Ah, pero antes de las seis de la mañana el ritual era

impostergable: levantarse y acudir al balcón de la sala. Es

109

lo que hacíamos mi hermano Jorge y yo. Antes de

acostarnos habíamos dejado allí nuestros zapatos, esos

cómodos e inolvidables “chancabuques” que nos hacía don

“Lonsho” Pinedo, el querido zapatero del pueblo. Y, oh

maravilla, comprobábamos dos cosas: que Papá Noel

existe y que esa noche nos había visitado, generoso.

Alegría ingenua y abundante. Una, dos, tres, cuatro, cinco

monedas de a veinte! Nuestros ojos se iluminaban como el

brillo de la nieve de Ogopito con que don Rafa Acosta y

don Diego Baltodano preparaban en junio los helados y

raspadillas. Ya teníamos nuestro regalo de Navidad,

modesto pero suficiente para comprar bolitas de cristal en

la tienda de don Víctor o galletas de soda en la de don

Pancho Nina. Para qué pistolas, para qué carritos.

Abusivos, cómo no, mi hermano y yo en las tres o cuatro

noches siguientes volvíamos a dejar los zapatos en el

mismo sitio. El viejito de blanquísima barba y botas negras

seguía bondadoso aunque, claro, progresivamente iba

disminuyendo la dosis de “pesetas”.

(12 de diciembre, 2006)

110

¡ESE GOL, CARACHO!

Era mediodía con nubes imprudentes. Al ver que los

jugadores del equipo contrario, con la pelota en su poder,

se aproximaban amenazadoramente a nuestro arco, mis

compañeros exigieron en coro: “¡Sal, sal!”. Nunca antes yo

había jugado fútbol. En realidad, debo decir que jugué

poco durante mi infancia, poco y mal. Pero, a pesar de

todo, como ven, hasta le entré al fútbol. En mi pueblo y en

aquella ya lejana época los juegos eran bastante sencillos :

tejo, trompo, cercena, bolitas, chapitas, “frijush”. Simples.

Y de pobres, como lo éramos casi todos. Mi padre era

maestro de escuela y, gracias a ello, tenía un ingreso

mensual permanente: su sueldo. Pero, díganme, ¿cuándo

los maestros no han sido pobres en el Perú? El tejo, el

trompo, las bolitas (es decir, las canicas), son juegos que

todo el mundo conoce, por ello no voy a detenerme a

explicarlos. La cercena era una chapa de botella que, a

fuerza de ser chancada con piedra o martillo, quedaba

convertida en un filoso disco al que se le perforaba dos

hoyos centrales, a la manera de un botón, por los cuales se

hacía ingresar un pabilo que, atado en sus extremos, era

estirado por ambas manos y sacudido dando lugar a que el

objeto metálico girase para atrás y para adelante zumbando

como moscardón; la gracia del juego estaba en el

enfrentamiento de dos chiquillos, cada uno con su cercena,

tratando de cortar la pita del contrincante. Los “frijush”

eran los frijoles, pero aquellos con manchitas, que se

111

comen fritos o tostados, también llamados ñuña; con ellos

se jugaba casi como con las canicas, disparándolos a ras de

suelo, con el dedo índice. Algo similar se hacía con

las chapitas, cuya concavidad era rellenada con greda

húmeda para que tuviese un peso conveniente. Todos mis

amigos eran expertos en estos lúdicos menesteres. Yo los

admiraba, creo que con algo de envidia: la vigorosa

capacidad para romper trompos de un solo tiro o

expulsarlos del círculo, por ejemplo, nunca formó parte de

mis méritos, y pensar en ganarlos alguna vez me parecía,

simple y llanamente, un sueño inalcanzable. Dicen que es

de honrados ser conscientes de las propias fortalezas y

debilidades; creo que al menos respecto de estas últimas

yo nunca he sido mezquino al reconocerlas. Por eso creo

que era una exageración completamente descabellada eso

de que yo era inteligente. Recuerdo que comentaban que

los de “cabeza palca” (claro, como la mía: con la nuca

plana) eran poseedores de cierta superioridad intelectua l.

Jamás supe de dónde pudo haber salido tan peregrina teoría

(¿de la Alemania Nazi, tal vez?). Pero, bueno, la verdad es

que hasta para esos elementales juegos fui tan torpe como

un oso en hibernación. Y en fútbol, lo digo con algo de

vergüenza, demostré que era lo que se dice una verdadera

zapatilla. Había algo que me producía un terror casi

paralizante: la posibilidad de recibir un pelotazo en plena

cara. Sin embargo, jugué de arquero. Sí, señores, de

arquero!. Y contra todo cobarde pronóstico, no me

patearon ni recibí el temido pelotazo. Salí, pues, ileso. Pero

si bien en mi cuerpo no sufrí contusión o rasguño alguno,

112

moralmente quedé resquebrajado (con “una cicatriz

rencorosa”, habría dicho Borges). Jugué no más de diez o

quince minutos. Entonces, como ahora también, no

entendía el significado de algunas expresiones del argot

deportivo: “¡Sal, sal!”. Azorado y sintiendo íntimamente,

como un virtual cínico, que la culpa no era mía, escuché –

esto sí como un feroz puntapié en la espinilla- que los

labios de los enfervorizados integrantes del equipo que nos

atacaba pronunciaban desaforadamente una dulce palabra

para ellos, pero que aquella vez en mis oídos sonó a

palabrota. Yo acababa de cumplir al pie de la letra la

desesperada orden (¡qué bestia!, dirán algunos): “¿Sal,

sal!, repitieron todos, y yo, obediente, salí del arco, pues,

y, claro, también del gramado porque –no faltaba más- mis

amigos hicieron lo que tenían que hacer: me botaron de la

cancha. El gol que había resultado irremediable le agregó

fuego a la timidez del meridiano y letras mayúsculas a mi

torpeza. Prácticamente, nunca más volví a una cancha.

(5 de febrero, 2007)

113

HOY SÁBADO NO HE COMIDO MELOCOTONES

EN ALMÍBAR

Mi padre me contaba que, a las pocas semanas de nacido,

estando en los brazos de mi abuelo Manuel Jesús yo me

desesperaba por quitarle el postre de melocotones en

almíbar que él tenía en sus manos. Es probable que en tales

circunstancias el anciano se viera obligado, por su corazón

y mi irrefrenable asedio, a no disfrutar ni siquiera de un

solo pedazo de la fruta en conserva y a tener que dármela

toda. De lo que no tengo duda es de que allí comenzó mi

historia de sanos, intransferibles y no negociables placeres

mundanos entre los que tiene lugar preferente mi

inclinación por el durazno, melocotón, damasco,

blanquillo, abridor, albaricoque o como quiera

llamársele. Supongo que Lastenia, o "Tena", que es como

le decíamos a mi abuela materna, debió haberlo sabido; por

ello es que todos los días doce de noviembre, cuando yo

vivía en Pallasca, personalmente o a través de una

jovencita que la ayudaba en los quehaceres domésticos me

regalaba una lata de Aconcagua. La chica, si era ella la

encargada, después de tocar la puerta que daba a la calle

del chorro, y entrar por el zaguán a eso de las once de la

mañana, se acercaba cariñosa y tras darme un tímido

abrazo me decía: “Ténga’ste don Bernardito, es el regalo

que le envía su Tena.” Yo, más tímido que ella, me ponía

rojo pero sonreía invadido por la dicha. En la cocina, mis

padres preparaban el almuerzo. No había fiesta y no hacía

114

falta que lo hubiera; bastaba con estar, papá, mamá e hijos,

juntos alrededor de la humilde mesa familiar, pero no en

comedor precisamente, sino en la misma cocina,

acompañados por la sinfonía inconclusa - porque no

terminaba nunca- de los cuyes. Aquel día, al menos dos de

esos dóciles animalitos habían sido sacrificados para el

deleite de todos en casa. Mamá freía y papá atizaba el

fuego. La sopa era de chochoca o de papa seca con

cushuro. Había oportunidades, sobre todo si era domingo,

que, llevando ollas y todos los ingredientes necesarios para

la comida además de ropa para lavar, nos íbamos todos a

Tambamba, un paraje ubicado a poca distancia del

pueblo; y allí, junto a la acequia, el almuerzo campestre era

como el festín de los dioses. Lo que no faltaba, lo digo a la

manera de Vallejo, era el ofertorio de las chauchas con

ensalada de berros. Yo, por cierto, bañadito y bien peinado,

ese día estrenaba saco nuevo, confeccionado por don

Carlos Miranda, el sastre del pueblo, esta vez con una tela

que, según decía mi padre, era “sanforizada” y no como las

que normalmente se empleaban, que, para evitar que se

encogiesen una vez convertidas en ropa, había que

remojarlas previamente y dejarlas secar al sol. Nunca fui

futbolista pero, no me lo van a creer, los calzados para una

de esas ocasiones fueron un par de chimpunes creo que

hechos por don Lonsho Pinedo o comprados a alguno de

los shilicos que esporádicamente llegaban con su

mercadería y se ubicaban en la vereda que daba a la casa

de don Víctor Alvarado, paisano de ellos. Tantos años han

pasado, caracho, y parece que hubiera sucedido ayer. Pero

115

hoy, hoy sábado, no pasó lo que solía ocurrir en aquellos

ya remotos días doce de noviembre que aquí he contado:

en el almuerzo de ahora no ha sido cuy frito lo que he

comido. Me he sentido feliz, sin embargo. Y, aunque tengo

la certeza de que los calendarios me van acercando con

irremediable prisa hacia su presencia, debo decir que lo

que más he echado de menos en este último cumpleaños

ha sido ciertamente, además del postre de melocotones en

almíbar de la abuela Lastenia, el abrazo sin límites, con

sonrisa incluida, de Abigaíl y Rafael, aquellos dos bellos

seres humanos que me dieron la vida.

(12 de noviembre, 2011)

116

AQUELLA ROSA ROJA

Mientras íbamos, mi hermano Jorge y yo, a saludar a

nuestra tía Segunda, que vivía en Miraflores, me acordé de

Meshito Cobián. Ese día, después de abrazar a la madre,

salimos de la casa y emprendimos la caminata por la

avenida Arica para llegar al cruce de Paseo Colón y Wilson

y tomar allí el colectivo. Era el día de la madre, el primero

que lo pasamos en Lima. Aunque probablemente las

celebraciones en homenaje a las mujeres que traen niños al

mundo tengan algo de similitud en Lima y Pallasca, creo

sin embargo que las emociones que se experimentan son

distintas o, diría mejor, eran distintas. Para comenzar, en

mi tierra no había los regalos como los que puede

encontrarse en Lima y por ello los hijos tan solo regalaban

una muy humilde tarjetita confeccionada en el salón de

clase o simplemente daban un abrazo (no era costumbre

dar besos); las actuaciones en los colegios eran muy

sencillas, pero lógicamente su significado era gigante para

las señoras. El escuchar los poemas torpemente recitados

por algunos chiquillos las alegraba en demasía. Ah, pero

cuando Meshito se presentaba y leía un discurso alusivo,

era otra cosa, y las consecuencias, previsibles: todas o casi

todas las madres lloraban a moco tendido. Recuerdo que

mi padre en casa comentaba con regocijo sin escatimar

palabras de elogio para aquel muchacho culto e inteligente

que entonces estudiaba en el colegio agropecuario; “sigan

su ejemplo”, quería decirnos. Eran discursos, leídos con

117

énfasis y dramatismo, en que hablaba del sacrificio de las

madres incomprendidas y de los hijos infames que

retribuían adversamente el amor recibido. Debo reconocer,

sin embargo, que lo más emocionante para mí fue un

poema recitado a medias en una de aquellas actuaciones.

Pero lo que causó gracia a todos, fue una dramatización de

aquella conmovedora canción cantada por Leo Marini,

“Corazón de Dios”, en que nuestro inolvidable Valducho,

aparecía representando a una madre que mecía en sus

brazos a una criatura. Ah, creo que me olvidaba del poema

aquel. Pues, les cuento, fui yo quien lo recitó pero, repito,

a medias: por tímido o “vergonzoso”, solo pude decir la

primera estrofa ante el “culto público pallasquino”, y

enseguida prorrumpí en un inesperado y estúpido llanto.

Como es de suponer, esto no conmovió a nadie más que a

mí; el público solo atinó a sonreír, con disimulo

naturalmente. Bien, de eso me acordé también cuando

pasaba por la avenida Arica y me acordé además que en

Pallasca todos los niños, el día de la madre, portábamos

prendida en el lado izquierdo del pecho, una rosa roja que

significaba que la madre estaba aún viva, y aquellos que

la habían perdido llevaban una flor blanca. Jorge y yo, ese

día -pasando por la avenida Arica- llevábamos orgullosos,

como en nuestra tierra, la flor escarlata en nuestros pechos

y nos sentíamos regocijados porque Abigail, nuestra

madre, estaba aún con nosotros dándonos cariño y

alumbrándonos como un lamparín. El color rojo de aquella

flor hecha a mano significaba, pues, vida y felicidad. Pero,

lástima, a pesar de ese orgullo, tuvimos que hacer algo por

118

lo que hoy –tantos años después- me arrepiento. Al ver que

nadie, absolutamente nadie en Lima llevaba una flor en el

pecho, medio avergonzados, tuvimos –sin ser vistos,

felizmente- que sacar nuestras diminutas flores de satén y

guardarlas en el bolsillo. No recuerdo qué es lo que pasó,

pero la verdad es que no llegamos al cruce de Wilson con

Paseo Colón y, claro, finalmente tampoco llegamos a

saludar a la querida tía Segunda: probablemente habíamos

preferido –muchachos de miércoles- entretenernos

caminando por esta Lima, para conocerla mejor; pero hoy,

tantos años después, me doy cuenta que cada vez la

conozco menos y que esconder aquellas simbólicas flores

hechizas no fue más que un acto innecesario y ridículo.

(9 de mayo 2010)

119

“…YA ME QUEDO SIN TI…”

Fue en mayo de 1981 –cuando volví por segunda vez a

Pallasca, mi tierra-, en el billar de don Beto (mi tío

Humberto quiero decir), que supe cómo se llamaba aquella

canción. Me acordaba, hasta entonces, de su melodía y

solía repetirla tarareándola. Solo su melodía; la letra se

había extraviado en la memoria y el título simplemente

nunca lo conocí. Pero era bella, pues. Allí, en el billar,

envueltos por una noche fría que la atenuábamos con unos

sorbos de grog, estuvimos un grupo de muchachos, unos

jugando y otros conversando y riendo. No estoy seguro o,

mejor dicho, no recuerdo si ya había una bombilla eléctrica

iluminando el ambiente o si continuaba –como un

homenaje a la nostalgia- la cálida y sonora luz de aquella

lámpara petromax que año tras año había acompañado a

nuestros mayores en sus noches de tertulia y juego.

De lo que estoy seguro es que un poquito de melanco lía

nos invadió discretamente y, por ello, la conversación

nuestra se convirtió en un rosario de reminiscencias. ¿A

quién no le gusta hablar de canciones? Pues a mí me

gustaba y sigue gustándome. “Flor sin retoño”, de Pedro

Infante, la escuchaba –cuando niño- en el tocadiscos de

doña Yolita, la madre de Lucho Aparicio; también

“Nataly”, esa bella canción en las voces de los Arraigada

(“tenía un bello nombre mi guía…”); los boleros de Los

Panchos; “Estelita” de Leo Dan. Estos otros temas:

120

“Tronco Seco” en la voz irrepetible de Rómulo Varillas,

La Pacharaca” de Fresia Saavedra (“a trabajar, a trabajar,

a trabajar…”) y, cómo no, “La Pollera colorada”, sonaban

en otras partes. Pero aquella noche, en el billar de don

Beto, la evocación de todas estas canciones y otras

irrumpió como una noble insolencia en nuestros

corazones. Alabábamos sus pegajosas melodías y

echábamos flores sobre sus letras –tiernas o despiadadas,

qué importaba-. Una de ellas nos conmovió de un modo

particular, pero aunque tintineaba insistentemente en “la

punta de la lengua” no se atrevía a mostrarse completa

porque, en realidad, a pesar de los esfuerzos que

desplegábamos no nos era posible recordar su título.

Estaba, sin embargo, adherida como las figuritas de un

álbum en el cuadernillo de nuestras preferencias

musicales. Creo que pasó cerca de hora y media, hasta que

mi primo, el “gringo” Nan, como un émulo de Rodrigo de

Triana, casi grita “¡Tierra!”. Había dado en el clavo: lo que

nuestra bendita memoria se empeñaba en esconder era el

nombre que los libros de zoología registran como el

asignado a un ave zancuda “de gran tamaño, de las

regiones cálidas de Asia y África, que tiene en las alas unas

plumas blancas muy estimadas”. Y cómo diablos iban a

acordarse de eso, me dirá alguno. Claro, cómo. Pues

nosotros también nos hicimos una pregunta -distinta, claro

está- tras el develamiento esperado: ¿Y por qué diablos a

los autores de esta canción se les ocurrió ponerle semejante

título? La respuesta fue simple: “Tuvieron que haber

existido tres razones pero, por cierto, no como los motivos

121

del oidor: Porque es un título bonito, porque es un título

pegajoso y porque a los autores se les dio la gana, pues.

Nada más. Ahora, a pocas semanas de haber fallecido su

entrañable intérprete, debo decir que, aunque creo que su

letra es terriblemente desesperanzadora y empujaría a

cualquiera al despeñadero de los sentimientos, su melodía,

en cambio, es bella y sigue gustándome y, cada vez que me

acuerdo, la tarareo y parecerá absurdo pero me sirve como

una suerte de catarsis. Sí, pues, estoy hablando de Marabú,

el más conocido bolero que cantaba Lucho Barrios.

28 de mayo del 2010

122

ESTE GALLO DE MIERCOLES

El maestro Rafa solía aderezar sus clases con unos relatos

increíblemente hermosos; hermosos por las historias

propiamente dichas, pero además y especialmente, por la

manera como los contaba, histriónicamente: si se trataba

de hacer referencia a un caballo, por ejemplo, imitaba el

sonido del trote -"pacatán, pacatán..."- y, frente a los

alumnos, se desplazaba dando trancos equinos (toda una

ilustración audiovisual bastante contundente). Los niños

gozaban sobremanera.

El cuento que los infantes de entonces, y hoy laboriosos

adultos, recuerdan con más cariño -aparte de aquel

nombrado como "La vieja patera"- es el bello e inveros ímil

relato al que don Rafa llamaba "Los músicos de la aldea".

En él se hablaba, efectivamente, de unos músicos, pero de

unos músicos nada convencionales o, como se les llamaría

hoy en día: atípicos. Un asno, un perro, un gato y un gallo

conformaban, con sus propias voces, un estridente y

desafinado cuarteto grotescamente festivo: una orquesta de

los mil diablos, diríamos mejor. Estos animales, viejos y

cansados, habían dejado las viviendas de sus amos por una

razón: por inservibles. El asno carecía de fuerzas

suficientes para cargar bultos pesados sobre sus lomos; el

perro dormía excesivamente y nada podría hacer si un

ladrón osara irrumpir en la casa; el gato, con las uñas y la

agilidad perdidas, había dejado de ser un buen cazador de

123

ratones. Una sola palabra los definía: inútiles,

dramáticamente inútiles. El gallo acumulaba similares

deméritos: había perdido la puntualidad al dar la hora en

las madrugadas y su canto más parecía, ahora, un estertor.

Pero, a diferencia de sus hoy compañeros de infortunio, el

último día en la casa de sus amos estuvo a punto de servir

para algo, y -¡qué tal gallo de miércoles!- precisamente por

ello es que resolvió darse a la fuga y ser, ahora, uno de los

miembros de aquella desafinada orquesta.

Don Alipio Villavicencio, entusiasta y creativo profesor de

la escuela primaria de varones de Pallasca, además de

"medio poeta" -como se le hubiese ocurrido decir a algún

crítico canalla-, también, como en el relato de don Rafa,

tenía un gallo en casa. Y a él, nuestro paisano nacido en

Tauca, pues, está dedicada esta anecdocrónica.

*****

La educación que se impartía en la época en que se sitúa

nuestra historia era, por decirlo sin exageración, buena. No

como en estos tiempos de planes, directivas y reformas. No

obstante la limitada preparación académica de los docentes

(casi todos eran de "tercera categoría", es decir, sin título

profesional) ellos eran, realmente, maestros cabales que

contribuían positivamente a la formación de los niños y

jóvenes y, por ende, al desarrollo de los pueblos. Ahora,

por el desinterés de los gobernantes, la irresponsabil idad

de los sindicatos, el influjo nocivo de los medios de

124

comunicación y el bajo nivel nutricional, nuestra

educación se ubica casi a ras del suelo.

No era este el problema de entonces. Ya lo dijimos, la

educación era buena y los profesores, en verdad, maestros.

El Ministerio de Educación impartía directivas,

naturalmente, pero antes que preocupaciones de orden

estrictamente didáctico, que es lo formal, el interés se

centraba en lo que había que enseñar. Un inspector

cumplía, de vez en cuando, con verificar el desarrollo

normal de la tarea educativa. Visitaba los pueblos de la

jurisdicción a su cargo, hacía preguntas a los profesores,

evaluaba -si creía conveniente- a los alumnos y elaboraba

un informe. Muy raramente se topaba con situaciones que

pudieran considerarse anómalas. Sí, en cambio, con

ocurrencias anecdóticas, como aquella en que cierto

inspector, al haber recibido una insatisfactoria respuesta

acerca del autor de El Quijote, apesadumbrado comentaba

–completamente extraviado- que en la escuela que había

visitado "nadie conocía a Calderón de la Barca”. Cuando

las circunstancias lo ameritaban, recomendaba y

aconsejaba, siempre de buen grado, de modo que nunca se

generaban enemistades, todo lo contrario, se ganaban

amigos.

Y eso es, justamente, lo que ganó el inspector de esta

historia -cuyo nombre no recordamos pero podemos

asegurar que no era aquel de la descabellada referencia al

125

autor de Fuenteovejuna o, perdón, de La vida es sueño. Ya

lo dijimos: ganó amigos.

En cierta ocasión llegó a Pallasca cuando allí, en la Escuela

Prevocacional 293 aún laboraba don Alipio Villavicenc io

antes de trasladarse a la escuelita unidocente de Shindol.

Efectuó, porque para eso había ido, su labor de control y,

antes de retornar a la Capital de la Provincia, recibió -como

se acostumbraba- un "agasajo" por parte de los profesores

de los centros educativos primarios, de varones y de

mujeres.

La reunión, una comida en casa de don Víctor Alvarado,

resultó muy animada y se prolongó hasta cerca de la

medianoche. Don Alipio, que se encontraba allí, casi al

finalizar se acercó emocionado al inspector y le pidió hacer

un aparte para conversar. Luego de elogiosas expresiones,

le hizo una invitación: "Mañana, señor, quiero tenerlo en

mi humilde casa para almorzar; tengo un gallito que me

gustaría guisar en su honor..." El inspector se alegró por

tanta amabilidad y, por supuesto, sin pensarlo dos veces,

aceptó la invitación.

Concluido el ágape nocturno, todos se retiraron,

intercambiado abrazos y sonrisas. Al día siguiente,

temprano, don Alipio comunicó a su esposa la decisión

adoptada la noche anterior. La señora, imperturbable, dio

su palabra: ¡No! Evidentemente, don Alipio había

cometido un error: no haber conversado con ella

126

anticipadamente o, dicho de otro modo, no haberla

consultado. Ninguna explicación pudo hacer que se

revirtiese la rotunda negativa. A eso de las 11, don Alipio,

avergonzado y pensando en una excusa apropiada, fue en

busca del inspector. Recién, cuando estaba a punto de

producirse el encuentro, surgió la idea salvadora: "Vengo

-dijo- consternado a pedirle mil disculpas." "¿Por qué,

amigo Alipio?", preguntó el inspector. "Es que la

invitación que le hice anoche no va a poder hacerse

realidad." Su interlocutor no podía zafarse de la sorpresa.

Continuó don Alipio: "El gallo de miércoles que pensaba

guisar en su honor, como si hubiera adivinado su final, ha

terminado escapándose y es imposible encontrarlo".

Lo que en un principio parecía contrariedad, se convirtió

en una piadosa y sonora carcajada. "Para otra vez será." En

horas de la tarde, y después de almorzar sabe Dios dónde,

el inspector tomó su caballo y se marchó a Cabana. Y,

como es de suponer, nunca se presentó una nueva

oportunidad.

(22 de julio, 2006)

127

DE PALIZAS Y HERENCIAS DE AMOR

Las 08:30 P. M. en Pallasca era una hora que bien podria

ser llamada “altas horas de la noche”, porque, como

ocurría en los pueblos pequeños de la sierra que no

contaban -y algunos no cuentan aún- con fluido electrico,

alrededor de las siete todo el mundo ya estaba durmiendo

o, como suele decirse, “en su media noche”.

Más o menos a esa hora -en una noche negra y

extremadamente fría, helada en realidad-, aconteció lo que

vamos a relatar. Eran los primeros años de la década del

60 (recuerdese, estamos hablando del siglo XX). Por

motivos que no hemos llegado a conocer, o probablemente

sin motivo alguno (que para el caso es lo mismo), un

recordado profesor que, joven aún, había llegado para

ejercer la docencia en Pallasca, en la Escuela

Prevocacional 293, le “dio de alma” a don Pancho Nina

quien, maltrecho y con el cuerpo sumamente adolorido

quedó tirado en el suelo y, a duras penas, luego de algunos

minutos, con gran dificultad y desesperación, logró

incorporarse y pudo buscar en medio de las tinieblas su

inseparable sombrero que probablemente en tales

circunstancias había resultado pisoteado. Tras aplicarse

algunas compresas de agua caliente con sal, ya en casa,

procuró dormir un poco para, temprano al dia siguiente,

cojeando apersonarse al Puesto de la Guardia Civil,

ubicado en la Plaza de Armas de la ciudad y, medio

128

irreconocible -por los esparadrapos y moretones- y con voz

tremula, efectuar la denuncia respectiva. Asi lo hizo.

El esclarecimiento del hecho, a efecto de poder tomar una

decisión y eventualmente aplicar un castigo, requería la

presencia de las dos personas protagonistas de la noche

violenta, don Pancho Ninay el profesor. Fueron, pues

citados los dos.

Después de la exposición que hizo don Pancho Nina,

ratificandose obviamente en la denuncia, el comandante de

puesto pidió las explicaciones del caso al profesor quien,

con una muestra de educación y buenos modales, amén de

un dominio extraordinario del idioma y la oratoria,

procedió como le pareció correcto y conveniente. “Con el

permiso del señor policia -dijo- quiero pedirle a usted, mi

querido Pancho Nina, un millón de disculpas por lo de

anoche.” Don Pancho lo miró sorprendido.

“Lamentablemente -continuó-, hay un agente perverso que

a veces interviene en algunas circunstancias dañándonos

con su vil consejo y nos empuja a cometer desatinos y

excesos”. El asombro crecía y se hacía extremadamente

visible en los ojos del contuso. “Es el maldito licor, don

Pancho -explicó el joven profesor-, el maldito licor! Usted

sabe que el respeto que a usted le guardamos en este pueblo

no tiene comparación; es que usted ha sabido ganarse

nuestra consideración; su don de gente, su amplia cultura,

sus enseñanzas, su ejemplo son, en gran medida, nuestra

luz y la luz de los más jóvenes. ¿Por qué habríamos de

129

querer maltratarlo, don Pancho? Esto no cabe en la cabeza

de ninguna persona que se halle en su sano juicio. Pero,

claro, usted me dira: “Y, entonces, por qué anoche,

aprovechándose de la oscuridad reinante, se abalanzó

sobre mí y en medio de improperios irreproducibles, me

comenzó a golpear como bestia?” Naturalmente, siendo

otras las circunstancias, yo no podría dar una respuesta

coherente ni razonable. Pero, don Pancho, ya lo dije: el

maldito licor que enceguece, que nos empuja a actuar

irracionalmente, como bestias, él... él ha sido el causante

de esta afrenta que me averguenza y por la cual, le repito,

quiero que me disculpe y perdone, y le pido que quedemos

como amigos, que es lo que hemos sido siempre, y que esta

amistad perdure sin mella alguna, por el bien de la armonía

que debe reinar en este bello y querido pueblo que ha

sabido recibirme dándome su calor y hospitalidad, y como

un homenaje a la calidad de ser humano excepcional que,

como pocos, usted puede ostentar para beneplácito de

todos.”

Tras esta elocuente perorata no necesitaba, naturalmente,

agregar nada; era suficiente. Don Pancho Nina quedó

apabullado, simple y llanamente, anonadado o, mejor

dicho, deshecho. No tuvo alternativa: sin más ni más,

aceptó las explicaciones, disculpó al agresoretiró la

denuncia y, otra vez cojeando, se alejó del lugar

probablemente a continuar su rutina diaria en la bodega

que administraba media cuadra más alla pero, claro,

después de cambiar esparadrapos y curitas.

130

Pasados unos segundos, sonriente, salió el denunciado y

más tarde fue en busca de sus amigos, y con desbordantes

muestras de orgullo y satisfacción y aparentando un falso

cinismo, les contó lo sucedido: “A ese viejo Pancho Nina,

no saben ustedes, le he dado lo que se merecía; le he sacado

la mugre, le he dado de alma, dos veces, dos veces,

¿entienden?” Cariacontecidos, sus amigos le miraron y

preguntaron: “¿Dos veces, estás seguro que dos veces?”

"Sí –el interpelado respondió categórico-, dos veces.

Anoche, después de salir del billar de don Beto, en la

esquina de la Iglesia, una reverenda pateadura. Y ahora,

temprano en la mañana, otra paliza, pero en el Puesto de la

Guardia Civil. De alma, como lo oyen, de alma le he dado

a ese viejo!”

Ahi quedaron las cosas. Y como ocurre tras la tormenta,

volvió la tranquilidad y el pueblo continuó con su vida de

paz y sosiego. Unos meses después, quizas un año o algo

más, aún joven, el maestro Delgado Clavo, tras una penosa

enfermedad, dejó de existir. Le sobrevivieron tres

pequeñas criaturas y la que fuera su mujer. Nunca había

adivinado, no habría podido adivinar jamás, que pasado el

tiempo -unos diez o trece años, tal vez- don Pancho Nina

terminaría, quizás como tardío paño de agua caliente para

aquellas pasadas contusiones, heredando la cálida

compañía de la hermosa viuda con la que finalmente

desposó. ¡Cosas de la vida, caracho!

131

TAL COMO SUENA

Uno de los más reconocidos y, naturalmente, recordados

profesores, es decir –vamos a decirlo con más propiedad-,

maestros, que ha tenido Pallasca en la otrora Escuela

Prevocacional 293, es don Óscar Sandoval Cerna. Culto,

inteligente, sensible, el maestro Oscar, nacido en el distrito

de Bolognesi, ponía de manifiesto una muy agradable

cualidad: era ingenioso (sin duda, debe seguir siéndolo) y

tenía una “chispa” tan brillante como un relámpago.

Alguna vez –lo recordamos muy bien-, un chiquillo que

jugaba en la plaza de armas, alrededor de la pileta central,

al verlo pasar cerca le saludó con todo respeto pero

incurriendo en un leve error: en vez de “buenas tardes” –

porque eran como las 3 pasado el meridiano- le dijo

“buenos días, maestro”. Con agilidad mental de rayo, sin

mediar palabra o gesto adicional y con aparente

displicencia, don Oscar respondió rotundo: “buenos días,

hijo, cómo has amanecido?”; y, esbozando una irónica

sonrisa, siguió su camino hacia la esquina de El Shinde

para luego descender a la Calle Grande, donde tenía su

casa. Nosotros –los otros chiquillos de entonces- que

también nos encontrábamos allí y que nos habíamos

percatado del “revés”, crueles e ingenuamente sádicos nos

echamos a reír sin piedad; el autor del involuntar io

despropósito se puso rojo de vergüenza.

Pero, bueno, como habría dicho don Ricardo Palma, a otra

132

cosa mariposa. En realidad lo que queríamos contar es una

anécdota distinta en la que, siempre pintoresco, siempre

impredecible en sus respuestas, siempre lucido, también –

felizmente- aparece don Óscar, el maestro Óscar,

queremos decir.

La buena gente de Huacaschuque –la de los lavaderos de

oro- estaba empeñada en que su pueblo –que durante la

década de los 50 aún era un caserío anexo a Pallasca- se

convirtiese en distrito y con ese fin habían iniciado las

medio engorrosas gestiones ante las diferentes

reparticiones del Estado encargadas del asunto. Y, bien,

como casi siempre ocurre en estas cosas, la demora se

prolongaba y prolongaba. La paciencia -¡cómo no!-

pudiera haberse agotado pero, testarudos porque la razón

les asistía, los huacaschuquinos no estaban dispuestos a

desmayar: tanto se había hecho y, probablemente, tanto

también se había gastado, que dejar aquella gestión

inconclusa simplemente hubiera sido de necios. Y no,

pues, nadie en el pueblo y mucho menos ninguno de los

que en la Capital de la Republica iban y venían de oficina

en oficina, querían terminar con una lamentab le

frustración.

Gobernaba entonces –quien no se acuerda- don Manuel A.

Odría, hombre que –hay que reconocerlo, nos guste o no-

dejó para un sector de la población o, mejor dicho, de la

“clase política”, un recuerdo deplorable (dictadura, pues)

y para muchos pueblos y ciudades más de una obra de

133

significativa importancia (colegios, especialmente); y su

esposa, doña María, indiscutible ejemplo de decencia y

preocupación por los niños, además de decidoras

anécdotas (reales o inventadas, no sabemos) motivadas por

sus rasgos físicos y por el dejo que mostraba al hablar.

Todo indicaba que aquel gobierno sería el encargado, una

vez cumplidos los trámites pertinentes, de cumplir con dar

la ley de creación del nuevo distrito. Pero a don Manuel,

tan ocupado en otras cosas, no le importaba poner atención

a estas cuestiones “fútiles” o -simple y llanamente-

desconocía de las expectativas que cifraban en su gestión

los pobladores de esta parte del país. Cualquiera fuera la

razón por la que la autorizada firma no llegaba a ser

estampada en la norma definitiva, lo cierto es que, sin

perder el optimismo, los huacaschuquinos echaron mano a

un recurso que, casi a última hora, les pareció lo más

eficaz. Si, pues: “don Manuel será todo un presidente, pero

es, sobre todo, una persona con algo de vanidad y eso, su

vanidad, eso es lo que hay que tener en cuenta”, sugirió

alguien por allí. Y, en efecto, eso iba a hacerse: aparte de

la inserción en el expediente de todos los requisitos que el

procedimiento exigía (información sobre la densidad

poblacional, los recursos económicos, etc., etc.) surgió un

nuevo elemento que, a todas luces, resultaría decisivo,

convenientemente decisivo: proponer que, en lugar de

Huacaschuque, que era la ancestral denominación del

pueblo, el nuevo distrito lleve el nombre de Manuel A.

Odria como homenaje y reconocimiento a las calidades del

134

Presidente de la Republica y además –esta era la razón real,

pero se la mantenía discretamente escondida- como un

argumento que llenaría de orgullo al gobernante y le haría

interesarse en el caso tanto como si fuera algo personal. El

razonamiento era simple pero coherente: ¿Quien –

ocupando un cargo temporal- no quisiera trascender y que

su nombre se perpetúe, más que en una placa de bronce o

de mármol, en el uso irremediablemente cotidiano de los

agradecidos habitantes de un pueblo del Perú? Todos en

algún momento incurrimos en ese sueño, y eso no es, no

puede ser, un pecado.

Y ese sueño, que aún no se había atravesado por la mente

de don Manuel, estaba a punto de producirse. Pero,

lamentablemente para el presidente tarmeño que tuvo

como uno de sus más infaustos ministros a Esparza

Zañartu –que ocupó la entonces tenebrosa cartera de

Gobierno y Policía- la realidad se impuso sobre los

candorosos devaneos oníricos. Y para eso, señores, es que

en esta historia se hizo presente don Oscar Sandoval

Cerna.

Antes de presentar formalmente la propuesta, un grupo de

huacaschuquinos fue en su busca para pedirle un prudente

consejo. Después de escucharlos, el maestro Óscar los

felicitó por su propósito y, especialmente, por la

inteligente iniciativa. “Tienen razón, les dijo, las gestiones

se agilizarían enormemente y no sería de sorprenderse si,

después de presentada la propuesta del cambio de nombre,

135

al día siguiente ustedes tienen la ley de creación del distrito

en sus manos.” Todos le oían, satisfechos y regocijados;

pensaban que, sin duda, habían acertado. “Pero, agregó

don Óscar, hay un pequeño inconveniente.” “¿Cuál,

maestro?”, preguntaron en coro. Don Óscar continuó :

“Cuando, en el futuro, ustedes o sus hijos tengan que

recurrir ante alguna entidad pública o privada o suscribir

algún documento legal y deban responder por sus

“generales de ley” habrán de decir que son hijos naturales

de Manuel A. Odría; y les aseguro que se avergonzarán

cuando otras personas les miren sorprendidas al enterarse

que ni siquiera son hijos legítimos”. Suficiente, fue

suficiente! “Ni hablar, don Óscar. Que todo siga igual”,

replicaron rendidos.9

Y, así, todo siguió igual hasta estos días, y así habrá de

seguir, quién sabe, por los siglos de los siglos:

Huacaschuque, tal como suena. Y, por cierto, con hijos

orgullosos y nunca avergonzados de su santo terruño:

legítimo y natural, como Dios manda.

(21 de julio, 2006)

9 En la época en que se ubica nuestra historia, como s e recordará, era

considerado “oprobioso” ser “hijo natural” (es decir, no reconocido

por el padre).

136

DESVELOS MATEMATICOS Y UNA

RESURRECCION ANUNCIADA

Ningún pallasquino puede haber olvidado a don Lorenzo

Paredes. Desconocer la cualidad pintoresca que era su sello

sería como incurrir en una suerte de sacrilegio. Era el

popular “Shinde”. Concentrarse los amigos frente a él, en

su tienda ubicada en la esquina sur-oeste de la Plaza de

Armas, era ineludible motivo de alegría; se libaba,

moderadamente, a veces, unos vasos de cerveza y el

aderezo principal de las reuniones eran las bromas, algunas

suaves esporádicamente y casi siempre pesadas otras. Pero

primaba la amistad, el respeto y las ganas de pasar un

momento ameno, aun a riesgo de convertirse uno en lo que

actualmente se llama “punto”, es decir, en víctima de las

bromas que, en el furor de la emoción y la confianza,

lindaban con el sarcasmo y la ironía mordaz. Pero había

que aguantar, pues, o, mejor dicho, “tener correa”.

***

Una de las historias -inventadas por él, indudablemente-

era la de un –según decía- “eterno y brillante estudiante”

de secundaria en Lima que al llegar de vacaciones a

Pallasca y recibir las excesivas atenciones de sus padres,

fue alojado en un dormitorio que daba a la calle en el que

habían colocado una cama, dizque de “dos plazas”, es

decir, con dimensiones exageradamente mayores a las de

la puerta de ingreso; la cama incluía, naturalmente, un

137

colchón de plumas, mullido para ofrecerle un reparador

descanso, frazadas gruesas, no de bayeta ("¿bayeta?, ¡pero

si eso es para para los cholos!", fue el comentario, según

las malas lenguas), sino de algodón, etc; a la cabecera, la

imagen protectora del Corazón de Jesús. Aquella noche -

contra todo pronóstico-, el imberbe no pudo dormir y al día

siguiente, a la hora del desayuno (con leche recién

ordeñada, biscochos, queso y huevos pasados) el doncel

mostró unas tan pronunciadas ojeras y exagerados y

repetitivos bostezos. El padre se sorprendió y quiso

adivinar la razón de tan deplorable estado, y creyó haberlo

logrado: cayó en la cuenta -cuándo no- de que su único hijo

varón, aprovechando la placidez de la noche, se dedicó a

leer. (“Mi hijo va a ser intelectual o científico, de eso no

tengo duda; será el orgullo de la familia!”) Pero no fue

aquello lo que ocurrió durante la vigilia. “No he podido

dormir –declaró el muchacho-, porque he estado tratando

de resolver un problema matemático y lamentablemente

me he quedado frustrado por no haber podido encontrar el

resultado.” La emoción paternal fue mayor porque, claro,

se sabía que es de sabios sacrificar las horas de sueño para

dedicarlas a ocupaciones de esa laya. “Bien, hijo, le

inquirió, ¿cuál era ese problema?” La respuesta fue

inmediata y no menos asombrosa: “¿Cómo han podido

lograr que una cama tan ancha ingrese a través de una

puerta tan pequeña? Yo he aplicado todas las formulas

geométricas, trigonométricas, etc., y no he podido

encontrar una explicación.” El padre, cuya emoción en

esas circunstancias ya podemos adivinar, hizo lo que cabía

138

para dar la respuesta requerida: llamo al empleado

encargado de cuidar los animales y hacer otros mandados

y le pidió que diese la explicación que necesitaba el hijito

de marras. El fiel servidor doméstico, ni corto ni perezoso,

se la dio enfáticamente: “Tuve que desarmar la cama, pues,

señor.”

Pero como a veces suele ocurrir (el rebote de la piedra

puede golpear el propio rostro), en una ocasión el “punto”

fue el mismo Lorenzo Paredes. Cuentan que un ingeniero

cajamarquino que se había convertido en el cotidiano

"caserito" de la chacota de "El Shinde" (se llamaba

Macabeo Barriga, pero El Shinde solía llamarlo

repetidamente así: “Macafeo Panza”.), decidió, para cortar

definitivamente las bromas o burlas, llegar

anticipadamente preparado con una respuesta rotunda e

incontestable que sería el remedio definitivo. Nadie

adivinaba lo que iba a pasar esta vez. Don Lolo comenzó a

“batirle” con todo el ímpetu y la seguridad de su bien

ganada capacidad de dejar mal parados (es un decir,

lógicamente) a sus “víctimas”. El ingeniero, “con ajos y

cebollas” le dijo lo que la rabia le inspiraba y, tras ello,

extrajo de su bolsillo un revólver, colocó el dedo sobre el

gatillo apuntando al pecho del ensoberbecido dueño de la

tienda y en ese instante aterrado por lo que se le avecinaba,

y presionó. El estruendo inundó el recinto y retumbó en

toda la plaza de armas. Don Lorenzo cayó desplomado.

Los amigos que participaban de la reunión, como no podía

ser de otro modo, se abalanzaron a auxiliarlo. No

139

encontraron una sola muestra de perforación, de rasguño y

mucho menos de sangre. Desesperado, el yaciente

exclamaba: “¡Busquen bien, por algún lugar debe haber

ingresado la bala, por favor busquen bien, que me muero!”

No era para menos. Macabeo Barriga, que solo empleó una

bala de salva, se carcajeó a mandíbula batiente y, desde ese

momento, dejó de ser para siempre, el objeto de las muchas

veces excesivas burlas del inolvidable “Shinde” y, por

cierto, dejó también de ser llamado “Macafeo Panza”.

¡Santo remedio, pues!

(21 de abril, 2006)

140

¡A COMER, CABALLITO!

Don Eloy Sifuentes, que por muchos años desempeñó el

cargo de director de la Escuela Prevocacional 293, era un

hombre pacífico a quien, literalmente, no le entraban balas.

Frente a los agravios o los ataques, tenía la actitud

conveniente y la respuesta precisa y rotunda que disolvía

en el acto cualquier voluntad adversa, cualquier intención

que buscara hacerle daño. Su filosofía antiviolencia se

resumía en el siguiente consejo: "Cuando a usted le

disparen un dardo, hágase a un ladito". Es decir, en otras

palabras: no haga frente, porque puede resultar lesionado.

Cuentan que en una ocasión, algunos profesores de la

Escuela se encontraban cerca de la puerta de ingreso del

plantel conversando, y al ver que llegaba el director, don

Eloy, uno de ellos, el profesor "Corra, corra", soltó, casi

mascullando entre dientes, una expresión un poco subida

de tono, algo así como "Ahí viene ese viejo de...!" No

quería, naturalmente, ser escuchado por el director; sin

embargo, este ya se había percatado de la agresión verbal.

Don Eloy, medio displicentemente, levantó la mirada, la

dirigió al profesor y, contra todo pronóstico y sin alterarse

dijo, simple y llanamente, lo siguiente: "Maestro, ojalá

usted nunca llegue a viejo". Y continuó su tranquila

caminata hacia la Dirección. En otra oportunidad, mientras

bajaba por la calle del "Chorro", le dio el encuentro don

Carlos "Cheque" y por alguna razón que desconocemos

pero que de saberlo no la diríamos, le soltó una andanada

141

de insultos que concluyeron con un sonoro e incontestab le

remate: "¡Usted es un perro!". Don Eloy, con esa

proverbial parsimonia que solo él podía mostrar con

orgullo, respondió, enfáticamente, con una inesperada

pregunta: "Estimado Carlitos, ¿por qué dices que soy un

perro, si el que está ladrando eres tú?". Es demás decir que,

por cierto, no tuvo réplica. Pero la anécdota que motiva el

título de esta nota, es la que viene. Un buen día, los

profesores, algunos de ellos, queremos decir, acordaron

hacerle una broma al maestro Ángel Acorda, a la sazón

también profesor de la mencionada Escuela. Le dijeron al

querido y nunca olvidado "Loco Ángel" (que es como se

le trataba cariñosamente) que don Eloy había estado

hablando pestes acerca de él: que es un borracho, un

haragán, que llega tarde...en fin, lo que la imaginac ión

cómicamente perversa les permitió inventar; dicho de otro

modo, le hicieron creer que lo había "embarrado". Don

Ángel, que no aguantaba pulgas (¡porque no las aguantaba,

pues!), tras unas lisurotas irrepetibles pues serían capaces

de hacer santiguar aturdida y con velocidad de rayo a una

monja y ponerla roja de vergüenza, amenazó con darle una

reverenda pateadura al autor de la insolencia. A los

profesores bromistas no les quedó más que arrepentirse de

su "metida de pata", pero ya era tarde: no podían hacer

nada para aplacar la ira del ofendido que, como alma que

se lleva el diablo, ya se había alejado del lugar en busca de

don Eloy; solo atinaron a lamentarse por no haber medido

las desproporcionadas consecuencias que aparentemente

ocasionaría su desliz. "Seguro que lo mata", comentaban

142

consternados. Pasó algo más de media hora y ocurrió lo

que nadie podía adivinar. Por la parte baja del plantel,

rumbo a Quellin, el profesor embromado pasaba medio

agachado, halando de la rienda al caballo de don Eloy. ¡Se

lo llevaba a su chacra para darle de comer! Todos

prorrumpieron en una general carcajada y, en coro, le

pusieron el epílogo a esta historia con una frase

necesariamente sarcástica: “¡Nunca hemos visto

pateaduras como esta, caracho!". Don Ángel sonrió.

(21 de abril, 2006)

143

EL HUÁYCHAGO

“Tengo una pena…Será de frío!”, decía luego de dar un

par de rasgueos a su humilde guitarra o, como él la

llamaba, su “palito trinador”. Era zapatero –para ser

precisos: zapatero remendón. Su casa, en la que

funcionaba su taller (algún nombre tenemos que darle)

estaba frente a lo que por algún tiempo fue la sede del

Instituto Nacional Agropecuario y, luego, del Colegio

Municipal Mixto. Vestía un medio deslustrado saco azul

marino y vivía solo, por lo menos eso es lo que registra

nuestra frágil memoria. Acostumbraba tomarse unos

traguitos, con una casi apretada frecuencia, pero el licor

nunca llegaba a producir efectos grotescos en su

comportamiento. A los niños que, a veces, lo visitábamos

solía contarnos algunos episodios, ya borrosos, de su vida.

En cierta ocasión (le gustaba recordarlo ante nuestra

jubilosa curiosidad, con irrefrenable recurrencia y sin

poder disimular un inocente orgullo) llegó a cantar en el

otrora “Coliseo Nacional”. “Tengo una pena…”, insist ía.

Probablemente aquella fue la única vez que pudo dar a

conocer su talento, su arte, frente a un público distinto al

minúsculo y pueril auditorio que conformábamos nosotros.

En la sonrisa que se dibujada, discreta, tímida,

candorosa, en sus ojos vivaces, se filtraban sentimientos

de tristeza, de frustración, de abandono, pero también de

esperanza. Era un hombre (lo conocimos ya anciano) que

inspiraba verdadera ternura; sin embargo, es posible que

144

(mocosos de miércoles, cuándo no) le hayamos hecho

víctima de alguna imberbe perversidad (bromas pesadas

rayanas con el sarcasmo, por ejemplo, pero nada más).

“Tengo una pena…”, volvía a insistir. Y después de

acentuar intensa y conmovedoramente esta palabra: niño -

que en sus labios sonaba a bondad-, volvía a dar tres o

cuatro punteos de un impreciso huayno a la manera de

Cajatambo, se abrazaba a la guitarra pegando el pómulo

izquierdo a los trastes, como en un acto de amor, y

enseguida se sumergía en un prolongado silencio que

parecía un túnel sin fin. Era don Manuel Vásquez aquel

inolvidable paisano. Ahora que es invierno lo evocamos, y

nos damos cuenta que, también nosotros, soportamos una

pena, tal vez como la de él, nuestro entrañable e irrepetible

Huáychago!

21 de julio 2007

145

LA CÁNDIDA ADELITA

Cuando Daniel cumplió los diecisiete años de edad, en su

pueblo, vivía un personaje foráneo de mediana estatura que

usaba anteojos y vestía siempre elegante, y que, como

tantos otros, había llegado sin que se conociese la finalidad

específica de su visita; pero a diferencia de los demás que

no permanecían más de una semana o quince días, este se

quedó por algo más de un año con breves interrupciones

que las empleaba en ir a Lima, casi siempre los fines de

mes. En principio debido a las gruesas lunas de sus

anteojos y después por la oportuna e infalible atención

médica que brindaba a los parroquianos –claro, en

enfermedades comunes y simples- comenzó a ser conocido

como doctor, el respetable doctor Iglesias.

Una de las consultas que con especial agrado atendía, era

la que con cierta regularidad buscaba Adela, hermana de

Daniel: generalmente aparecía en el consultorio ubicado

con frente a la plaza principal, porque “la alocaba” un

fuerte dolor abdominal cuyo origen, obviamente

menstrual, decía desconocer. El doctor le recomendaba un

ligero masaje en el vientre y le regalaba unas pastillitas sin

sobre diciéndole: “Ahora vaya a descansar”. Visitas

vienen, recetas van, llegaron a enamorarse.

El doctor Iglesias afirmaba que el amor puro debe siempre

tener un desenlace feliz: el matrimonio. Por ello, sin

146

pensarlo dos veces y sin mayor preámbulo que la

candorosa indecisión de Adela, un día viernes resolvió

hacer el pedido de mano. La alegría con que fue recibido

en casa de la novia, tuvo su mayor expresión en el llanto

de Adela y su madre. Pero no fue todo: los hermanos

prepararon una pequeña celebración a la que fueron

invitados los parientes y amigos más cercanos y al ritmo

de huaynos y canciones de moda que dejaba escuchar una

vieja victrola y, probablemente, también don Pedrito

Gutiérrez, bailaron hasta el amanecer.

Las familias del pueblo comentaban, unas gozosas y otras

con envidia: “Ve, qué bien, Adelita con novio doctor”.

“Con tantas visitas, cómo no lo iba a conseguir”. “Quién

lo iba a creer”. Y, en realidad, nadie podía creerlo. El

doctor, menos.

Después del matrimonio se irían a vivir a Lima, según el

ofrecimiento del novio. “No puedo quedarme más tiempo;

he descuidado demasiado mi consultorio en la Capital,

pero lo he hecho con la satisfacción y la alegría de servir a

un pueblo que quiero con todo mi corazón, afirmaba en

tono sentimental. Pero no se irían solamente los dos: en un

arranque de gentileza le ofreció un buen trabajo a Daniel y

en consecuencia él sería también de la partida.

Los preparativos para el matrimonio ya estaban

adelantados. La familia mandó comprar dos quintales de

“harina del norte”, especial para los panes, las rosquitas y

147

los bizcochos; se aumentó la ración de cebada y “locro”

para engordar al chancho y se les proveyó de una mayor

dosis de alfalfa a los más de cuarenta cuyes que parecían

cuchichear en el cuyero de la cocina de su casa en la Calle

Grande, y, además, se adquirió dos arrobas de mote y otro

tanto de shámbar. La expectativa por cierto era grande. No

se había producido antes matrimonio de tal envergadura en

el pueblo.

Por uno de esos descuidos en que suelen incurrir aquellas

personas dedicadas a una tarea intelectual o científica, el

doctor Iglesias dijo haber olvidado su Libreta Electoral en

Lima y no contaba con ningún otro documento de

identidad, requisito exigido para poder oficializarse el

enlace. “Pero ello no puede ser motivo para que se

postergue la ceremonia, explicó; como garantía yo dejo en

el Despacho de la Alcaldía la suma de cien soles y luego

del matrimonio voy a la Capital y traigo el documento. La

duda hizo que el señor Alcalde resolviese consultar con

don Manuel Jesús, viejo, culto y honorable vecino del

pueblo. “Oiga usted, ni por mil soles puede cometerse

semejante error”. Con esta respuesta, la autoridad se retiró

satisfecha.

Toda la familia de la novia, incluso el doctor Iglesias, se

enfadó con don Manuel Jesús. Calificaron el inesperado

consejo como muestra de envidia y de mala fe. Adelita,

aunque un poco fastidiada por la situación, no dejaba que

las ilusiones la abandonaran.

148

Los planes tuvieron que cambiarse. No se esperaría el

matrimonio para después viajar con Daniel, sino que como

una muestra de su decencia y buena fe, el doctor Iglesias

viajaría antes, en compañía de su futuro cuñado para

dejarlo en Lima y luego volver con la requerida Libreta

Electoral.

Por falta de carretera, gran parte del viaje tuvo que hacerse

a caballo, hasta un lugar a donde llegaba el tren; de allí, un

muchacho acompañante tenía que regresarse con las

bestias. Rafael, amigo íntimo de Daniel, también fue uno

de los viajeros; resolvió sumarse por dos razones: porque

le resultaba difícil acostumbrarse a la idea de que un amigo

tan querido se alejara tal vez para siempre y porque la

ilusión de llegar a Lima para ver las seriales en el cine, le

atraía más que quedarse a cosechar alverjas en el “El

Común”, que era la chacra de sus padres. Daniel agregó

una que lo sedujo: las mujeres tienen la piel de melocotón.

La presencia de su amigo, según pudo advertir Daniel,

incomodaba al doctor Iglesias, razón por la cual el afecto

que le tenía, durante el viaje fue menos expresivo, más bien

frío.

Al llegar a Chimbote, ocurrió lo impredecible. Daniel y

Rafael compraron sus respectivos pasajes en ómnibus. El

doctor Iglesias no pudo hacerlo porque se alejó en busca

de las medicinas que ofreció comprar para su suegra con el

149

dinero que habíarecibido para tal efecto; una vez

adquiridos, esos medicamentos, elevados en su precio,

serían enviados inmediatamente por correo a Pallasca.

Llegó la hora de partir, pero del doctor ¡ni el polvo! No

obstante los ruegos de Daniel, el chofer dio marcha al

motor y partió hacia el sur. Las maletas del ausente

quedaron en la agencia. Rafael calmó a su amigo que

estaba desesperado, diciéndole: “No te preocupes,

hermano. Es muy posible que el doctor tome una carrera y

nos alcance en el trayecto”. Pero ello no ocurrió. “Ah, pero

no hay porqué preocuparse; tú tienes apuntada la dirección

y allí tenemos que llegar”. Daniel buscó entre los papeles

que guardaba en su saco y allí encontró la dirección. Sus

ojos brillaron como sol en amanecer serrano. Contento, se

quedó dormido.

Pero cuando llegaron a Lima, Daniel comenzó a

experimentar cierto fastidio por la presencia de su amigo.

“Bien, ya llegamos -dijo-, de aquí yo tomo un taxi y me

voy a la dirección que me dio el doctor, mi cuñado. El

trabajo me lo ha ofrecido a mí, yo no sé que harás tú”. Al

escucharlo, Rafael creyó tener la certeza de que sí pueden

alejarse los amigos y que la amistad puede acabar; hizo, no

obstante, un esfuerzo para permanecer sereno y dijo: “Está

bien, amigo, pero yo puedo ir contigo en el mismo carro;

tú te quedas en el consultorio del doctor y yo continúo a

Breña donde vive mi hermana.”

150

Disimulando su disgusto, Daniel aceptó la idea. El

vehículo que abordaron los llevó por calles y avenidas

iluminadas y bulliciosas.

Asombrados y sin darse cuenta en pocos minutos llegaron

al esperado destino, en el centro de la ciudad. “¿Qué

número me dijo?”, con voz áspera preguntó el chofer.

“1624”, respondió categórico Daniel. Interrogaron a una

señora que pasaba presurosa. “No, ese número no existe en

esta calle, ¿no ven que no tiene más de siete cuadras?, y

además a ese doctor no lo conocemos por aquí.”

Daniel se acordó entonces del chancho que engordaba en

su casa, de los cuyes bulliciosos, de la victrola, de don

Manuel Jesús, y tambié de su hermana Adela, la Adelita;

todo se entreveraba en su cabeza como en un torbellino.

No le quedó otra cosa que, a regañadientes, asumir la

realidad.

Tras un mutis que al chofer le pareció excesivo, esta vez

no fue Daniel sino Rafael quien dio la orden: “A Breña,

por favor.”

(El epílogo es simple. Adela quedó soltera para toda su

vida y andando el tiempo se convirtió en una ejemplar

maestra de escuela. Rafael, después de trabajar en el Club

Nacional, retornó al pueblo y también se dedicó a la

docencia. Daniel ingresó a la Guardia Civil; y dos

polainas, que dejó de usar, se las regaló a Lolo, su

151

hermano, que solía lucirlas con orgullo y arrogancia. Del

“doctor Iglesias”- el farsante, embaucador y miserable

“doctor “Iglesias”- no volvió a saberse más. El

comentario que circuló tras su infame aventura fue que se

había largado llevándose valiosas joyas de la cándida

Adelita.)

152

DON CAYO, HONRADEZ A PRUEBA DE

ESCOBAZOS

Uno de los personajes pintorescos que recordamos de los

años 60 (probablemente desde antes ya se hacía notar), fue

don Cayetano, más conocido como "don Cayo". Nuestra

infancia lo recuerda como un hombre bastante humilde,

algo "rotoso" y, probablemente, víctima de algún desorden

mental (no nos consta). Lo que sí resultaba evidente era

que durante los días domingos, muy temprano, se le veía

con escoba en mano hacer el barrido de la Plaza de Armas,

si no era con escoba de paja, era con la usual escoba de

"cushmaycudo" que, según se decía, era más efectiva,

porque sus tallos delgados eran más fuertes y por

consiguiente más duraderos que la delicada paja con que

se acostumbraba efectuar el aseo de casas y calles; claro

que para su uso había que inclinarse con cierta

incomodidad. Pero, sabemos que cuando una cosa se hace

con cariño y buena voluntad, cualquier inconveniente se

convierte en placer. Eso, sin duda, ocurría con "don Cayo".

Lo que, ahora, nos apena sobremanera es no conocer su

apellido. Alguien probablemente nos lo dé a conocer. Por

ahora nos importa la anécdota que vamos a contar.

Uno de esos domingos de barrido, don Cayo encontró en

el piso, entre piedras y basura, un billete que, según

tenemos entendido, era de 50 soles que para entonces

significaba una "millonada", considerando naturalmente la

153

situación miserable del autor del hallazgo. Ni corto ni

perezoso, don Cayo fue a donde don Víctor Alvarado, uno

de los más apreciados y respetados señores de Pallasca.

"Mire, don Víctor, le dijo, he encontrado este billete y no

sé a quién pertenece, pero supongo que algún día aparecerá

su dueño. Cuando llegue, usted me hará el favor de

entregárselo en mi presencia. Para entonces yo mismo

vendré." Pasó un mes y nada; otro mes y tampoco nada. Al

tener la certeza de que nunca habría de aparecer la victima

de la pérdida, enfática y sorprendentemente, le ordenó a

don Víctor: "¡Deme el billete en este momento!"

Cumplido el requerimiento, don Cayo procedió a realizar

algo inesperado: rompió en cuatro pedazos el billete de

marras; dio las gracias y se retiró a continuar con su rutina.

154

DE AGUA Y… SALIVA!

¡Ah, los inolvidables carnavales pallasquinos!

Los juegos no eran como los que llegan a desbordarse en

los barrios populosos de Lima; pero a veces resultaban,

digamos, “moderadamente brutales” cuando se recurría al

uso del “limón real” que, cortado por la mitad, se untaba

con anilina -lo llamábamos "shama"- y era restregado sin

pausas en el rostro de las muchachas, causándoles -¡cómo

no!- un inaguantable ardor de los mil diablos.

Se bailaba alrededor del “cilulo”, adornado con una

infinidad de coloridos objetos, desde canastas de plástico,

pelotas, muñecos, pañuelos, etc. Esta costumbre llegó

probablemente desde Celendín, traída, naturalmente, por

los “shilicos” que con una apretada frecuencia (sobre todo

durante la Fiesta de San Juan Bautista) aparecían con su

cargamento de peinetas, anilinas y sombreros y se

colocaban en alguna vereda de la plaza de armas. Uno de

los cilulos que recuerdo con sentimientos encontrados, de

alegría y frustración, es el que mandó plantar frente a su

casa el inolvidable don Santiago Zanelli. Yo era una

criatura de seis o siete años y veía que los jóvenes y adultos

se divertían alrededor frenéticamente; pero justo en el

momento en que fue tumbado el árbol yo estaba en otro

lugar, tal vez en la Plaza de Armas, y cuando regresé mi

padre me dijo que había estado buscándome con la mirada

155

para darme el pañuelo que logró arrancar de alguna

rama, y al no encontrarme se lo dio a otro niño. ¡Se trataba,

precisamente, del pañuelo –blanquísimo- al que yo le había

“echado el ojo”! Creo que la rabia que sentí fue atenuada

otro día con los frutos de guinda (o “capulí”, que es como

se llama en Pallasca) que me regaló copiosamente el dueño

de casa, a la sazón compadre de mi papá.

Los mayores solían organizar un “baile social” que se

realizaba en los bajos de la Municipalidad (el ambiente al

que llamábamos mercado. Parte insustituible de estas

fiestas era la “cantina”, es decir, el espacio resguardado por

un mostrador en el que se vendía cerveza y gaseosas,

escabeche, papa a la huancaína, picante de cuy, cigarros y

chicles, por cuya compra había que recibir, después del

pago, un ticket hecho con papel cometa. Allí el juego era

"decente" (es decir, sin un ápice de violencia): con

chisguetes de éter llamados "Amor de Colombina", talco

perfumado y serpentinas con frases de amor. La música la

ponía el “pick up” de don Ireno Aguilar. Cuando algunos

asistentes terminaban de bailar algún tema de moda, en

coro los demás insistían: “a la…, a la…,a la…!” y,

obedientes, los varones –para no quedar mal- conducían a

su pareja hacia la cantina para invitarle algo de lo que allí

se expendía (casi siempre la damisela pedía un chicle o una

gaseosa, pero a veces era un plato de cuy y, en ese caso, el

galán terminaba sudando frío porque apenas si le

alcanzaba la plata para una “Cocabanita”).

156

Pero, en realidad, no solo se “jugaba” con “shama”.

También con los populares globos, y el agua empleada

para insuflarlos era el agua del “chorro”, para lo cual

algunos niños y adolescentes (aquellos que recibían una

buena propina) usaban un chisguete comprado en la tienda

de don Víctor o en la de don Gerardo. Era, pues, “agua

limpia”. Los demás –la mayoría- recurrían a otra técnica o

método: tomaban un abundante sorbo de agua en la boca y

soplaban el globo introduciendo el líquido; después de

cuatro o cinco veces de efectuar este ejercicio, el globo

estaba listo para ser lanzado; podía verse, naturalmente,

que dentro de él navegaban unas burbujitas extrañamente

densas. Las asustadizas pallasquinitas que presurosas

pasaban por la plaza yendo a comprar pan, se convertían

en víctimas de los disparos a mansalva que efectuaban los

mozalbetes. Terminaban –usted ya lo adivinó- con la cara

empapada en agua y, claro…¡también con saliva!

157

MUNDO ENGAÑOSO

Por falta de ataúdes algunos cadáveres tuvieron que ser

enterrados envueltos en mantas, nos contó don Mesho

Aguilar aquella vez cuando, niños aún, llegamos a su casa

en una “excursión” que nuestro colegio, el Municipa l

Mixto San Juan Bautista, organizó como una suerte de

“tour” hacia los pueblos de Lacabamba, Conchucos,

Conzuzo y Pampas. En Conchucos, la tierra de nuestro

inolvidable anfitrión, estuvimos dos días, insuficientes

para conocerlo todo, pero bastantes para quedarnos

prendados de la bondad de su gente. Muchos años atrás,

nos dijo, un terremoto -como ocurre con las epidemias- se

ensañó con la población más pobre. Es lo que suele ocurrir,

pues, en nuestros países (¿se acuerdan de aquel tondero de

Oscar Avilés en el que dice que “la gripe llegó a Chepén,

ya llegó…?). Conchucos no es un pueblo pobre

precisamente, pero es un pueblo peruano. Acaso más que

su relativa opulencia material lo valioso que allí podamos

encontrar sea el lado espiritual de los conchucanos. No nos

cabe duda: son gente buena. Allí nació don Alonso

Paredes, historiador sin formación profesiona l

especializada, pero cuyo aporte –sustentado en su

entusiasmo y amor por nuestro pueblo- es el habernos

hecho conocer parte importante del glorioso pasado de

Pallasca. Allí nacieron también Atilio y Adalberto Oré

Lara, uno maestro y poeta, y el otro compositor de música

criolla. Es el lugar donde vieron por primera vez la luz

158

Ovidio Oré, uno de nuestros más talentosos fotógrafos, y

Raúl Cardoso (“Reutilio” para sus más allegados),

profesional de la salud con sentimiento de artista; y, claro,

también “Fonsho” Aguilar, ingeniero y escritor, y Ricardo

Paredes Vasallo, poeta y filósofo. Entre las víctimas de la

epidemia, continuó don Mesho, una familia del lugar vio,

con inmenso dolor, que también su hijo, de unos cinco

años, se iba. O, mejor dicho, ellos mismos lo llevaban a

enterrar. Pero nuestro Señor de las Ánimas es milagroso,

enfatizó no sin antes barrenos con una mirada pícara.

Ocurrió que en el trayecto al cementerio, los llantos

moderadamente melodiosos de los deudos, abruptamente

se convirtieron en sorpresa, al principio, y en alegría,

después. Este muchacho de miércoles en realidad no estaba

muerto; solo había sufrido una catalepsia. Y, como suele

acontecer, pasado el paréntesis febril, despertó! Además de

la manta que lo envolvía, terminó siendo cubierto por

abrazos y besos. La vida retornó a su normalidad y el río,

límpido, continuó alimentando el valle. El muertito fue

creciendo. Pero -no faltaba más!-, como consecuencia de

aquel suceso, su nombre también creció. Al que le pusieron

en la pila bautismal, sus amigos le agregaron este otro

(dígannos si no es realmente significativo): “Mundo

Engañoso”. Y, aunque parezca mentira, les aseguramos: es

la puritita verdad. También el mundo a veces miente.

Palabra de don Mesho!

159

LA CONSHENSHA, LA CONSHENSHA...

Nunca a nadie en Pallasca se le ocurrió averiguar la razón

del insólito remoquete. Pero estaban seguros que, por

donde se le viera a nuestro personaje, no era posible

encontrarle carencias físicas: del meñique al pulgar, los

dedos estaban completos, y las orejas, sin mácula alguna,

mostraban con orgullo sus gruesos pabellones. Por ello

(cosas del ingenio popular), el apelativo, chapa, mote o

apodo, que, sabe Dios quién le puso, resultaba por demás

increíble. A manera de broma, sus amigos más cercanos y,

por supuesto, de más confianza, le decían que cuando

ocurría un fallecimiento en el pueblo y el cortejo pasaba

frente a su casa él comentaba -no sabemos si con tono de

pena o de sarcástico orgullo- : “A ese muertito lo curé

yo”. Y, créanlo, no se enfadaba, tenía correa, y como

estaba seguro de que en la chanza no había un ápice de

mala fe, lo que hacía era echarse a reír. No era, como nadie

lo es, un dechado de perfección; era simplemente un ser

humano, con debilidades y fortalezas (¡hasta los curas lo

son!). Cuentan que alguna vez, por haberse “enredado”

medio clandestinamente con una señora que vivía sola, el

hermano de esta, probablemente empeñado en tutelar la

moral familiar o la reputación del apellido (cosa que, hay

que decirlo, en cuestiones de amor es una inadmis ib le

exquisitez o, mejor dicho, una reverenda exageración), le

propinó una “carajeada” de padre y señor mío. Nuestro

personaje, dicen, simplemente no respondió y con

160

estoicismo mesiánico, casi acurrucado como una indefensa

criatura, tuvo que soportar sin un gemido la inmisericorde

“resondrada”. Más tarde, cómo no, sus amigos le

increparon por aquella inesperada muestra de debilidad.

“¿Por qué te acobardaste?”, le dijeron. Su explicación,

extremadamente lacónica, no podía estar más ajustada a la

realidad ni dejar de ser, a pesar de todo, hilarante :

“La conshensha, pues, la conshensha...” (Eso es: no hay

justicia más cabal e inapelable que la administrada por la

conciencia). Durante un buen número de años trabajó en

Conchucos; era sanitario, es decir, una suerte de “médico

rural” sin diploma universitario: el que aplica las vacunas

y trata la tifoidea, el que receta lavativas y vinagre “bullí”

y cura de las picaduras de “huaylulo”. Y allí, en la tierra

de don Mesho, se resolvió el enigma. “¿Por qué?”, se

atrevió a preguntarle un inquisitivo conchucano. Lejos de

incomodarse (pues, ya lo dijimos, tenía correa), se sintió

feliz por la curiosidad del “tiralazo”. Es que durante casi

toda su vida esperó esa pregunta; siempre quiso dar a

alguien la respuesta que íntimamente le regocijaba y que

pugnaba por salir a la luz: directa, rotunda y satisfactor ia,

pero, sobre todo, ingeniosa. El era así: agudo y

mordaz. Tras ser absuelta la interrogante, el epílogo –es

fácil de adivinar- fue una estentórea carcajada, jadeante,

interminable, como aquellas volcánicas que expulsaba en

nuestra tierra don Pancho Nina. “Me dicen “mocho”,

respondió nuestro personaje, por una sencilla razón: en mi

pueblo soy el único varón que no tiene cachos”..

161

OTROS TEXTOS LITERARIOS

162

163

EL IDILIO DE DON DEMÓSTENES10

Nació –los registros civiles dan cuenta de ello- en la

Provincia de Santiago de Chuco pero nosotros lo

asumimos como pallasquino porque, en buena cuenta, ser

de la tierra de Vallejo o de la nuestra es prácticamente lo

mismo. Alguien diría que no, que un río nos separa. No es

así: el Tablachaca, más que un tajo (límite o frontera

natural le dicen) es en verdad, una costura que nos junta.

Debemos admitir que, además, nos vinculan otras cosas: el

idioma con su idéntico dejo y sus modismos comunes

(zote, alalau, adió, yanca, etc.); el clima, cálido en las horas

del día y helado en las noches propicias para un grog o una

conversación de aparecidos; el paisaje de sol, nubes y cielo

azul y aquella suerte de acuarela que es el saludo de dos

colosos que parecen silbarse de canto a canto: el

Parihuanca y el Chonta. Nos une el poeta de Trilce, que

hablaba como nosotros y cuyo abuelo (cura, como curas

fueron casi todos los abuelos) reposa inerte en la Iglesia de

San Juan Bautista. En fin, también los mollejones

(vendedores medio errantes de ollas de barro). Y, claro que

sí, los Gavidia: ¿alguien ha borrado de su memoria a don

Virgilio, el amistoso “postillón” –último antepasado de los

motociclistas de “Serpost”- que con mula y valijas, solía

llegar atravesando el puentecito de Pampa Negra y traía y

10 Prólogo a “El idilio de Cochapamba”, de Gilberto Demóstenes

Gavidia P., publicado en junio del 2005.

164

llevaba sabe Dios qué mensajes lacrados en su sonrisa que

era un saludo? Ciertamente no. Y tampoco a don

Demóstenes que, como más de un poblador venido de otras

tierras (Shilicos incluidos, con peinetas, anilinas y

sombreros, por supuesto), puso la invalorable cuota de su

trabajo, inteligencia y cariño para hacer de Pallasca, mano

a mano con los allí nacidos, el pueblo culto y hospitalar io

que todos conocimos y que era admirado a muchas leguas

a la redonda; probablemente con algunas carencias

materiales, pero rico en vigor, buena voluntad y esperanza.

Y algo más: alegría. Aquella alegría que, llena de

esplendor, retoza detrás del “Toro de trapo”; zapatea, ebria

de música y orgullo, en las “luminarias” de la fiesta

patronal; excita el entusiasmo colectivo en los trabajos de

la República y ha logrado que, más que una socarrona

ironía, el apodo de “chupabarros” sea un estímulo y acicate

para procurar la satisfacción de las necesidades y mirar

hacia adelante con optimismo y dignidad. Bueno, pues,

aquí es donde nació don Demóstenes, el poeta y narrador

quiero decir. Su talento –la raíz de sus espíritu creador-

pudo haber venido desde su cuna materna; sin embargo, el

alimento altamente nutritivo que contribuyó al

enriquecimiento de sus dotes, activó su imaginación y

afinó su sensibilidad es, innegablemente, hechura

pallasquina, como pallasquino fue el idilio que vivió en El

Tambo con doña Berena, la amorosa compañera que le dio

los hijos a quienes tanto quiso. Por ello, sin duda, su

literatura está ambientada en nuestra geografía e historia.

Veamos los textos aquí incluidos: “El idilio de

165

Cochapamba”, escrito a la manera de los mitos y leyendas

andinos, pretende una explicación al origen de la tribu de

los Kuymalcas, de la que solo nos quedan unos ruinosos

vestigios en El Castillo, que pueden ser divisados desde la

piedra de Santa Lucía; “El Regador”, relato casi

cinematográfico” que es, ostensiblemente, una denuncia

de las injusticias y abusos, ubica su primera secuencia en

Matibamba. Ahí está, definitivamente, Pallasca, el pueblo

en cuyas noches almibaradas es posible que don

demóstenes haya bebido –escanciado, diría mejor- muchas

tazas de panizara caliente mientras escribía y escribía. Leer

ahora aquello que escribió, de verdad que me emociona.

“El Idilio…” lo leí, por primera vez, hace treinta y ocho

años gracias a que don Moisés Porras lo dio a conocer en

“Ondas Pallasquinas” la revista del que fuera mi colegio,

el Municipal Mixto San Juan Bautista y, créanme, lo

encuentro tan fresco como entonces. Yo era un niño aún

pero comencé a admirar a don Demóstenes y a verlo, igual

que a Teófilo Porturas y Víctor H. Acosta, como uno de

los escritores cercanos a quienes seguir. La publicación

que hoy se hace realidad es, por partida doble, un homenaje

a su memoria y al pueblo que lo acogió por largos y

fecundos años. Condenarlo al infame y oprobioso olvido

hubiera sido injusto e innoble. Los pueblos perviven,

gracias al quehacer de sus creadores, en los inmarcesib les

frutos del espíritu. Demóstenes (a quien deberíamos

haberle llamado en confianza, como a uno de sus hijos en

nuestra primera mocedad, “Mote Vida” es, por derecho,

uno de aquellos creadores.

166

Quiero imaginar que en estos momentos allá, en cualquier

punto de Pallasca (Llaymucha, Tambamba, Chucana…),

el “chushec”, proverbialmente “malagüero”, en lugar de

muertes esté anunciando –a dúo con la música de don

Pedro Gutiérrez, el entrañable Conshyamino- el regreso y

la siempre querida permanencia de este nuestro paisano,

don Demóstenes Gavidia, santiaguino y pallasquino, por la

gracia de Dios.

(2005)

167

LA NOBLE NOVELA DE UN NOVEL NOVELISTA

DE OCHENTA Y CINCO AÑOS11

Cuando don Manuel Torres me pidió que hiciese la

presentación, aquí, de su novela, les cuento, acepté de

inmediato. Claro, no sabía en lo que me metía. Que me

sentí honrado con el pedido, les confieso, así fue: me sentí

sumamente honrado. Participar como una suerte de

sacerdote (por cierto, sin sotana ni estola) en una

ceremonia –acto cultural le dicen- que es casi como un

bautizo es algo que me abruma pero al mismo tiempo me

regocija. Entiendo que un bautizo tiene mucho de buen

augurio: es dar fe y testimonio de la presencia de un nuevo

ser (en este caso un libro) y consagrarlo anticipando, con

nobles deseos, la bondad de su futuro. Sí, pues, un

sacramento.

Dije que no sabía en lo que metía. Es la verdad. Les sigo

contando. Lo que vino después de la conversación, vía

telefónica, con don Manuel, fue la pregunta, íntima, que

me pareció definitivamente impostergable: ¿Qué debo

hacer: ser complaciente, ser crítico o ser indiferente? Uf!

Dura tarea encontrar la respuesta acertada y conveniente.

Tener que hablar en público acerca del libro primigenio de

un amigo que es, además, pariente y paisano, es sentirse

obligado a elegir lo primero: alabarlo. Porque ser

11 Texto leído durante la presentación de “Mina Maldita”, novela de

don Manuel Torres, enero del 2007.

168

indulgente es el mejor recurso para mantener –bajo el

manto infame de la hipocresía- las buenas relaciones, en

una palabra: para quedar bien. Evitamos, así, que se

lastime la sensibilidad del amigo y pariente, y todo queda

en paz. Es lo único que se gana. Ser crítico (quiero decir,

desempeñar el papel de censor), supone poner atención a

las calidades de la obra, pero con ojo avizor y zahorí, lo

que generalmente significa convertir a la mirada en una

guadaña. Es otra cosa, sin duda. Podría –si el autor de la

obra colocada sobre el tapete tiene suficiente entereza y

seguridad en sí mismo- ayudarlo a corregir desaciertos que

son explicables al principio o a refinar los logros felices de

su trabajo: pero –he aquí el riesgo- también podría ocurrir

el colapso de una vocación y la frustración de un talento y

de una esperanza. Esto suele ser lamentable. Pero lo que –

bajo todo punto de vista- sí tiene connotaciones de

perversidad, es adoptar la postura del indiferente, no ser

chicha ni limonada. Con esto nadie gana, en absoluto: dejar

hacer, dejar pasar...

Bien, frente a estas dudas “que tormentosas crecen” (como

en el vals), compulsándolas con calma y serenidad decidí

por lo que me pareció y me parece lo correcto: echar mano

a una cuarta opción. No seré, por separado, me dije, ni

complaciente, ni crítico, ni indiferente. Voy a ser justo. Es

así, pidiendo las disculpas por las limitaciones de mi

capacidad para estas tareas, como voy a abordar el tema

tan difícil que se me ha asignado.

169

Pallasca y don Manuel

Don Manuel Torres, que a partir de ahora forma parte de

ese mundo medio sin forma de los escritores, el mundo de

la literatura, nació en Pallasca, que es, como escribí en otra

parte, “un pueblito de la sierra ancashina, bello, saludable

y acogedor, por sus paisajes infinitos, por su clima y por el

calor imantado de su gente, que es capaz de atraer al más

distante de los humanos, convirtiéndolo en huésped

perpetuo de su corazón.” Pallasca, no obstante sus

ostensibles bondades, sufre la relativa escasez del líquido

elemento. Por ello es que, desde muchos años atrás,

socarronamente se les asignó a sus pobladores el mote de

“chupabarros” que más que una ironía agraviante ha sido

asimilada, con espíritu alegre, como un estímulo y acicate

para procurar la satisfacción de las necesidades y mirar

hacia adelante con optimismo y dignidad. Si algo debemos

resaltar en el espíritu de los pallasquinos es eso: la

dignidad. Pretendieron, cuando la guerra del Pacífico,

atarantarlos, pero la respuesta que encontraron los

invasores fue heroica e insospechada. Buscaron trastornar

su integridad moral, cuando se produjo una demencial

incursión terrorista, pero su valor se impuso. Es que

Pallasca podrá adolecer de algunas carencias materiales,

pero es rico en vigor, buena voluntad y esperanza...y algo

más: alegría, que lo convierten en un pueblo bello y

sanamente opulento en el plano espiritual.

Por eso, Pallasca no podrá, probablemente, ofrecer de

170

modo desmesurado bienes materiales pero sí está dispuesto

a la oblación de hombres y mujeres de bien y los benignos

frutos de su espíritu. Ahora estamos frente a una muestra

de ello. Frente a la entrega de una novela. Una novela –

vaya, qué circunstancias- escrita no por un joven (quiero

decir un joven cronológicamente hablando) sino por un

hombre que hace unos días nomás cumplió ochenta y cinco

años de edad. Como muy bien apunta el Dr. Álvarez Brun

en la nota de saludo y presentación, a esta edad “muchos

escritores ya han dejado de escribir y, sin embargo, él (don

Manuel Torres) recién empieza a regalarnos el bello y

vigoroso producto de su talento creativo.” Esto es

excepcional, gratamente excepcional y meritorio. Por ello,

yo lo celebro sin reservas.

Don Manuel Torres pertenece a una valiosa generación de

Pallasquinos, que aportó buena voluntad, entusiasmo,

imaginación, cariño y enseñanza, con todo lo cual

contribuyó a que nuestro pueblo pudiese mostrar, con

orgullo y como sello característico, una luminosa

prestancia. Un grupo del cual formó parte él y que, según

recordaba en una bella misiva, fue calificado por las

buenas lenguas como “los notables”, estuvo constituido

por quienes voy a nombrar tal como se les conocía: don

Shanti, el Cashpo Villa, el Gringo Rafa, el Maestro Reina

y el Sordo Gavidia. Ellos, que formaban un círculo

compacto porque solían estar cerca en reuniones sociales

y de otra índole, representaron con otros pallasquinos de la

misma hornada más o menos (voy a mencionar solo a

171

algunos: Mario Vidal, Angel Acorda, Alfredo Machado...)

la mejor expresión de lo que se dio en llamar los “togados”

que, en el caso particular de ellos, nunca fue sinónimo de

poder económico, caciquismo o, peor aún, de desprecio

por los demás sino, simple y llanamente, de decencia y

docencia.

Conmovedor hubiera sido, un privilegio hubiera sido, si

esos queridísimos paisanos nuestros que,

lamentablemente, hace mucho tiempo nos dejaron,

estuvieran presentes esta noche. Gracias a Dios, los

pallasquinos, además de poseer buena memoria somos

dueños insobornables de ese a veces esquivo sentimiento

que dignifica y que se llama gratitud. Y siempre viviremos

agradecidos por lo que significaron nuestros mayores. Y

los llevaremos, siempre, en el corazón.

Y en el corazón –como no, pues- llevamos, también,

prendido como si fuera una medalla de San Juan Bautista,

el cúmulo de añoranzas de nuestra amada tierra, la tierra

de don Manuelito Alvarado y de don Lorenzo Paredes: su

gente, sus paisajes, sus costumbres, su clima, sus palabras.

Y pareciera que para ayudarnos en la recuperación de

algunos elementos que, a pesar de la buena voluntad y la

salud de nuestra nostalgia, parecieran extraviarse en

nuestro registro evocativo, para ello es que apareció don

Manuel. Cuando abre la boca (perdonen esta expresión

medio grosera), es como un mago que de una minúscula

caja extrae infinidad de objetos de distintas formas y

172

colores. Es que –como también está dicho en la nota de

saludo a que aludí antes- “la fluidez de su verbo, la

precisión de su memoria, el torrente de su imaginación y

la chispa de humor” que despliega hacen que, cuando le

escuchamos, nos refocilemos con la nutrida y variada

referencia a hechos anecdóticos ocurridos en nuestro

pueblo y, más que eso, que nos enriquezcamos con las

enseñanzas que de ello surgen. ¿Quién no conoce, quién

no ha escuchado al Manuel Torres orador, didáctico,

persuasivo y convincente, digno de las más espléndidas

ágoras?

Mina maldita, la novela

Bueno, pues, ahora estamos conociendo al otro Manuel, al

que se mantuvo oculto durante muchísimo tiempo: el

Manuel Torres novelista, parte de cuya biografía,

probablemente esté confesada en el libro que hoy se ofrece.

Porque “Mina Maldita” (título de la obra) sitúa sus

principales secuencias básicamente en Huayllapón, asiento

minero productor de Tungsteno, en donde –según

sabemos- laboró como administrador cuando aún era

joven. Es probable -repito y no estoy en condiciones de dar

fe de ello- porque uno de los protagonistas de la narración

tiene mucho de parecido con el autor. Pero, en fin esto es

trabajo de hermeneuta y pesquisidor que no me

corresponde.

Lo que sí puedo decir es que, así como suele desbordarse

173

generosamente en su oratoria, en su escritura (los lectores

van a darme la razón) también es de una consistenc ia

nutricia. Las atinadas y agradables referencias a nuestra

región son dignas de reconocimiento. La limpieza del

discurso; la densidad y riqueza expresiva, casi barroca, de

las descripciones; la destreza con que asume el desarrollo

narrativo, su fluidez y amenidad y el manejo ágil de los

diálogos, me parece, son muestras innegables de talento,

de sensibilidad y, además, de una refinada cultura.

Leamos, a manera de ilustración lo siguiente: “Por entre

las pétreas agujas de las elevadas montañas del wolfrámico

Huaura y otras cumbres, cual planas lenguas de fuego

helado sobre las áureas siluetas de los pajonales, se

extendían inclinadas e impávidas las agónicas luces del sol

que, presuroso, corría a los brazos de su negra amada, la

noche...” Esta es una acuarela sensual, poética, del paisaje

andino, de nuestro paisaje. O este otro fragmento :

“...conscientes del silencio nocturno, lanzaron, parecía

concertadamente, una ligera risa y se ajustaron mucho más

las ya más sudorosas manos, que pregonaban

eléctricamente sus febriles deseos de apulparse en el

interior de la cueva.” Es erotismo pleno, de fina factura. Y

esto, señores, lo ha escrito don Manuel y a él se le debe el

crédito de este inesperado aporte a la literatura: el verbo

pronominal apulparse.

Debo reconocer, con sinceridad, que gracias a esta novela

he podido recuperar expresiones que escuché y pronuncié

cuando niño y que, por obvias razones, quedaron como

174

traspapeladas. Don Manuel nos habla –poeta, pues- de las

nubes shalpirejas, es decir, enrarecidas o rotosas; hace

referencia a las manos pispadas o, como diríamos aquí en

la urbe, cuarteadas por el frío serrano; menciona a la

gallina shansha porque tiene las plumas encrespadas; a los

gallinazos los llama shingos y al placer de saborear una

humilde pero exquisita comida le dice chumbaquearse

(recuerdo aquí el cushal, aquella restauradora sopa de

nuestros hombres de campo). Y, naturalmente, no podía

estar ausente aquello que es auténticamente pallasquino, el

ñau, cho!, es decir, “qué rico, amigo” (“chumbaquearse”,

pues). Es el habla de mi tierra en la literatura peruana!

Y también tengo que aceptar que me he regodeado,

jubiloso, volviendo -gracias a la lectura de esta novela- a

caminar imaginariamente por “la serpenteada ruta de

Shindol”; atravesando la “tranca de Colgazácape”, la

quebrada de Túcua; deambulando por los corrales de

Salayoc; y cuando el hambre aprieta, saboreando un

“humeante plato de chochoca”. O, aún a pesar del hambre,

viendo –acaso con sensaciones voyeristas- a nuestras

chinas cuando lavan su coloridas lurimpas o se bañan en la

acequia de Tambamba, ocultadas por el frágil resguardo de

unas ramas de shiraque.

Pero esta novela no solo es refocilación. Sus historias giran

alrededor de relaciones digamos prohibidas, surgidas a

partir de la infidelidad femenina y la irresponsable y

perversa osadía del varón que, envuelto en la bufanda de

175

la apariencia, jura y rejura que sus sentimientos son sanos

y hasta sublimes. Es una novela de amor, sin duda, pero

del que yo me atrevería a llamar amor tanático.

Normalmente asumimos que el amor es la celebración de

la vida: el amor une, libera, da placer, es una entrega. La

vida es, en rigor, producto del amor. Pero la realidad (oh,

la realidad, enemiga de los sueños!) nos dice, con

incontestable elocuencia, que el amor también puede hacer

daño, incluso matar: ocasionar una inmolación (la

literatura universal nos da m{as de un ejemplo) que es el

extremo excesivo de la entrega; o, bien, ser el causante de

un crimen. Eros y tánatos, sin líneas divisorias. “Mina

Maldita”, la novela que nos ocupa, corresponde a esto.

Podríamos decir –sin equivocarnos y precisando las cosas-

que es la historia de amor de Mario y Emelda, que son sus

innegables protagonistas: él, joven administrador en un

asiento minero con una novia que le espera en su pueblo

de origen y ella, Emelda, bella mujer, esposa de un

humilde y esforzado obrero de la mina. Se entretejen otras

historias, además. Sin embargo, yo diría que,

fundamentalmente, el libro se centra en otra cosa: en el

terrible drama de un hombre (Leónidas, el cónyuge de

Emelda, la mujer empujada a la infidelidad) que

experimenta el progresivo deterioro de su espíritu y de su

cuerpo, víctima del alcoholismo y del derrumbamiento

infame de su hogar y que, resulta irremediable, llega al más

sórdido y miserable final: morir solo y expuesto a las aves

carroñeras.

176

Y es, pues, allí, donde concluye estrictamente la novela, en

el Capítulo XXXVI, que es uno de los más hermosos y

mejor procesados. Leamos: “Así terminó la vida de un

modesto minero, de aquel optimista Leónidas que cometió

el error de llevar a esa “Mina Maldita” a tan linda mujer.

Mujer que no calculó ni el presente ni el porvenir de ella,

su marido y sus hijos. Por ella, Leónidas se convirtió en un

consuetudinario (bebedor, se entiende) y sus hijos

perdieron a su padre.” Pero, seamos justos, no solo por

culpa de ella: también por la de los hombres –Mario el

primero- que se atrevieron a incursionar, impelidos por el

amor carnal, en ese territorio que, por humilde, no merecía

ser hollado: el hogar de Leónidas y Emelda. (Debo

reconocer, sin embargo, que este comentario sería, en

realidad, motivo de una discusión de nunca acabar:

recuérdese que en situaciones como la descrita también se

suele culpar al descuido del marido, a las circunstanc ias

que conspiran, a la luna, a la soledad, al frío...)

Dije que allí concluía la novela. Sí, pues. Porque lo que

viene enseguida (capítulos XXXVII y XXXVIII)

corresponde propiamente a lo que, en mi opinión, debió

haberse nombrado como Epílogo, ya que el segmento

final, al que se le ha llamado de tal manera, se comporta

más bien como el soporte de unas ponderadas reflexiones

de última hora. No es un problema de estructuración

precisamente, sino de pura titulación o numeración de los

capítulos. Tampoco es, entonces, un reparo u observación

177

de importancia pero lo menciono porque, como anuncié al

principio, quería ser justo. Y, siguiendo en este camino,

tengo que hacer referencia a algo, también pequeñísimo,

que no quise mirar de soslayo. Es evidente que la ubicación

temporal de la novela concierne a los años de 1940, pero

en uno de los diálogos aparece esta expresión: “Yo soy el

“men” que, creo, no era usual entonces. En fin, es solo un

detalle que muy bien podría pasar como una licencia del

autor.

Nunca es tarde

Sí, en cambio, me parece inexcusable, y esto sí tómenlo

como un cariñoso pero rotundo reproche, es la excesiva

demora de no sé cuántos lustros en que ha incurrido don

Manuel para presentarse como escritor, como novelista.

Nos ha privado, y privó a los amigos y paisanos de su

misma generación y a los demás (don Víctor Alvarado y

don Pancho Nina, por supuesto, y Víctor H. Acosta y

Teófilo Porturas, nuestros dos poetas) de vivir la noble

experiencia que hubiera significado deleitarnos con la

lectura de sus escritos desde antes de ayer hasta nuestros

días. Pero, reza el dicho: “nunca es tarde cuando la dicha

es buena”. Y tendremos que esperar más regalos de su

talento y, estamos seguros, la generosidad de manos y

corazón abiertos que es suya y solamente suya, seguirá

gratificándonos, así: enormemente. El vigor juvenil y fértil

de don Manuel, a despecho de sus ochenta y cinco años de

edad (que, como ven, son esplendorosos), hará que

178

tengamos nuevos productos admirables de su capacidad

creativa. Ya –les cuento entre nos- me ha hecho el anuncio

de una próxima novela: “Camino al Infierno”.

Comprobado: tendremos más. Con criterio de conciencia

y pruebas al canto tengo que decir, por consiguiente, que

el reproche que me atreví a inferir, ha quedado diluido.

Un aplauso

Qué le podría decir, para terminar, a don Manuel. Dos

cosas. Expresé hace un rato que don Manuel “a partir de

ahora forma parte de ese mundo medio sin forma de los

escritores, el mundo de la literatura” y, vuelvo a contarles:

salvo a don Miguel de Cervantes Saavedra, el excelso

autor de El Quijote, y a don Ricardo Palma, el creador de

las Tradiciones, en este terreno lleno de baches, de arenas

movedizas y precipicios, en mi larga y pobre trayectoria

literaria he sido testigo de que a los escritores se les habla

de “tú”. Y esto no significa, de ningún modo, irreverenc ia

sino tan solo una muestra de respeto en confianza, es decir,

despojado de solemnidad. Desde este momento, advierto,

dejaremos el “don” de lado y le diremos: Gracias, Manuel,

por tu talento. Gracias, por tu obra. Gracias, por tu cariño.

Gracias, por ser pallasquino. Yo me siento feliz y orgulloso

por ser –y esto va en entrega triple- pariente, paisano y

amigo tuyo.

Mereces un aplauso. Y por ti, por la memoria de los

paisanos que no están con nosotros y por la felicidad de

179

nuestro pueblo, Pallasca -el pueblo de don Pedro

Gutiérrez, el inolvidable Conshyamino-, bien vale la pena

imaginar, retrospectivamente, un brindis emocionado con

un vaso de grog aromatizado con panizara, en el billar de

don Beto o en la tienda de Gerardo Zúñiga o en la de Rosita

Popular, mientras que, con caja y pífano, Eleodoro Valdez,

el chiroco, almibara la noche con las notas de El zorro

negro . ¡Salud, caracho!

180

El ROSTRO Y LOS RASTROS DE ELVIA

Serían -no estoy seguro- los más antiguos poemas escritos

por César Calvo o, en todo caso, los más antiguos de él que

se han dado a conocer; y Elvia sería, quizás, la primera

mujer a la que el poeta de Pedestal para nadie le dedicó

sus más tempranos versos. Sea como fuere, lo cierto es que

ahí están, expuestos e indudables. Uno de ellos (dos fueron

en total, sonetos ambos) dice en su última estrofa: "No sé

explicar como tu voz me encanta, / ni sé como temblando

tu garganta / puede arrojar espuma, nubes, rosas...". Y es

acerca de esto , entre otras cosas, que Elvia habló, el 2004,

en su bello y delicado libro cuyo título, que suena a

advertencia, es "Hablaré con la pura y neta verdad".

Efectivamente, cuando César no pasaba de los diecisiete

años de edad y Elvia los veinte, se conocieron en el Callao

y fueron, por un corto tiempo, amigos, simplemente

amigos. Pero César, entonces ya poeta y enamorador,

galantemente le hizo entrega de esos dos bellos presentes,

"Tu voz" ("hechizo de murmullos cantarinos/ que salen del

estuche de tu boca...") y "Tus manos" ("Tengo miedo

pensar que esa mano en la mía / en una tierna tarde de mi

melancolía, / sea llave que abra las puertas del ensueño.").

El recuerdo, la nostalgia en verdad, de la amistad que la

acercó a quien sería después uno de los más importantes y

entrañables poetas peruanos, fue el estímulo para que Elvia

decidiese contar su historia y sacar a la luz las dos joyas

literarias a que he hecho referencia. Pero no se quedó allí.

181

Como suele suceder, el "gusanito" que corroe para bien,

mejor dicho, que no deteriora como el insecto

lepidóptero que se traga los papeles, en su caso sirvió

como acicate para que continuara en el oficio de la

escritura, y, bueno pues, apareció otro libro con más

nostalgia, pero esta vez de los lugares donde Elvia Vivió

y, principalmente, de Pallasca que es la ciudad andina en

que pasó sus años de infancia, junto a su madre, mi tía

Adelinda (quizás la hermana a la que más quiso mi padre).

Como el anterior, este libro ha sido escrito con aquello que

tiene un altísimo valor pero que muy pocos ponen en

práctica: con sinceridad. Y, así, en palabras sencillas y a

través de una redacción -estilo diría yo- que fluye como

una conversación de amigos, limpiamente y sin

ambiciones "literarias", Elvia nos cuenta, por ejemplo, que

a su madre le gustaba (herencia que dejó a su hija, pues)

escribir: "Muchas veces la sorprendí escribiendo,

corrigiendo muchas hojas de papel y entonces le

preguntaba: ¿Que hace, mamá?, ¿qué escribe?, me

miraba fijamente y decía: 'Mi libro'...luego en su rostro

observaba una tierna sonrisa.". Nos habla también, entre

otras cosas, de la Semana Santa Pallasquina: "Ahora les

contaré acerca de las comidas de esa semana: pescado

(salado y seco) preparado especialmente con ají amarillo,

yucas y arroz; la sopa de chochos con "cushuro", el

"shámbar" de trigo partido, la "patasca" de (mote) maíz

con ají colorado, algo así como una sopa espesa pero muy

deliciosa y nutritiva, el cochayuyo (sea weed) con papas";

y agrega que "como bebida no puede faltar la "alhoja" o

182

chicha morada (refresco a base de maíz)", y que también

se disfruta del "dulce de higos y buñuelos servidos en

miel". Ah, y como no podía ser de otro modo, Elvia resalta

una de las más bellas costumbres de Pallasca: la fiesta de

mayo, o de las cruces, o de las flores, o del Toro de Trapo,

como quiera llamársela, y el peregrinaje a la montaña más

alta, el Chonta. Como sabemos, y a todos nos ha pasado en

realidad, la infancia nos marca, nos deja huellas y siempre

hay algo que, en medio de otras circunstancias, queda

como un bello recuerdo; Elvia se encariñó desde que era

estudiante "primariosa" de un bello árbol que durante

muchos años lucía esplendoroso en el patio de su colegio,

un pino. ¿Por qué el afecto especial? Pues porque ella y

todas sus compañeritas de entonces contribuyeron con una

humilde cuota (cincuenta centavos cada una) a que pudiera

ser adquirida la bella planta. Cuando, ya adulta, regresó al

pueblo, se dio con la desagradable sorpresa de no encontrar

el hermoso árbol, lo que le causó un profundo dolor que

solo (ella lo dice) quedó compensado por la memoria que

de él guardan quienes lo vieron crecer. En fin, otras cosas

también nos cuenta. Y si bien es cierto al leer lo que ella

ha escrito nos sentimos estimulados a querer más nuestras

raíces, a simpatizar más con nuestros pueblos y a rendirle

culto a la gratitud como uno de los más excelsos valores,

también es verdad que este libro nos enseña algo más: que

la escritura es uno de los ejercicios más nobles que

podemos desarrollar las personas, porque contribuye al

enriquecimiento espiritual y a que se fortalezcan nuestros

sentimientos. Elvia, sin duda, tiene un corazón cuya marca

183

es, diríamos, el sello pallasquino, pero ella no nació en

Pallasca sino en Lima (ahora, desde hace más de cuarenta

años, vive en Norte América) y por ello es altamente

meritorio lo que hace al desbordarse en emociones a partir

del imborrable recuerdo de sus años infantiles en aquel

pueblo ancashino, que es mi pueblo también. Yo, como su

primo, me siento orgulloso y particularmente complacido.

El libro (salido hace muy poco de la imprenta), recién voy

a decirlo, se llama sencilla y bellamente así: "Rostros y

Rastros" (cactus ediciones, Octubre del 2012). Su autora:

Elvia Benavente Álvarez. (Un abrazo, Elvia. Yo saludo

tu talento que, claro, como ya lo insinué, es una herencia

de tu madre y acaso, quién sabe, también un misterioso

contagio del poeta al que conociste y comenzaste a admirar

cuando estaba por terminar tu adolescencia.)

(8 enero, 2013)

184

VALLEJO, PALLASCA Y YO

Supe que, por no más de dos ciclos, siguió estudios en

alguna universidad y que gracias a ello dominaba, al

dedillo, las matemáticas. Por eso lo contrataron como

profesor, de tercera, en uno de los colegios primarios del

distrito. No duró mucho tiempo. Era –mejor dicho, eso es

lo que la gente comentaba- un tanto irresponsable y,

digamos, haragán; se acostaba tarde y no se levantaba

temprano. Decían que los amigos y el trago lo habían

malogrado y, claro, también su madre que lo engreía

demasiado: al levantarse a eso de las diez de la mañana

después de una mona ella lo atendía solícita y

amorosamente con un desayuno como “de hacendado”

que, entre otras cosas y como primera entrega, contenía un

vaso con, por lo menos, tres huevos pasados, y un

enjundioso caldo de gallina de corral. Le decían “Gato”,

no sé por qué: era de piel blanca pero sus ojos no eran

claros que digamos (total, en los apodos lo que prima es la

arbitrariedad). Era El Gato Guille, mi tío, hermano de mi

madre por parte de mi abuela.

Creo que no era de leer. Sin embargo en una feliz

oportunidad, estando en Lima, le dio por comprar libros y,

de un porrazo, adquirió toda una colección, fresquita aún,

de Lozada y con ella la edición con facsímiles de la Obra

poética completa hasta entonces de César Vallejo, que

corrió a cargo de su viuda, la francesa Georgette, y del

185

editor Francisco Moncloa. Todo el mundo se enteró, por

supuesto, y algunos comentaban y aplaudían la nobleza de

ese repentino y ejemplar interés en la cultura y, como no

es de extrañar, otros creían adivinar –porque lo conocían-

lo inútil de la onerosa adquisición, y no faltaba quien no

pudiera disimular una descabellada envidia y también una

maquiavélica codicia. Era el año 1968.

Sabía de mis inclinaciones literarias y por eso, en un

arranque de desprendimiento, motivado básicamente por

su condición de tío bueno, me regaló algunos libros entre

los que recuerdo “La serpiente de oro” de Ciro Alegría y

“20 poemas de amor y una canción desesperada” de

Neruda, y –oh, alegría- me prestó lo de Vallejo.

Tener en mis manos ese libro me producía una sensación

sumamente especial, agradabilísima, como la de quien

(porque lo era en realidad) tiene una joya invalorable y,

más aún, como si hubiese tenido la oportunidad de ingresar

en un templo normalmente inaccesible, prohibido y

soñado, al que todos quisieran llegar como una bendición.

Era como estar en el Olimpo. Sentía, en realidad, placer.

Pasar mi mirada por aquellas páginas en las que aparecían

los manuscritos en facsímil, mecanografiados y con

borrones y agregados a mano, acompañados en alguna

parte de la página por un sello que decía “Propiedad César

Vallejo”, y ver las fotos –en que me parecía encontrar los

rasgos de mi padre- de este poeta nacido allá, casi cerca de

mi pueblo, a pocos kilómetros del cerro Parihuanca, hacía

186

brotar en mí un sentimiento de desmedido orgullo. Y creía

que yo era el único en el mundo que vivía esa experiencia.

El libro estuvo conmigo varios meses. El gato Guille creo

que se había olvidado de él. No le importaba en realidad.

Mi abuela fue quien sí había puesto atención en ello, y un

buen día, perdón, quiero decir un mal día por la noche,

apareció en la casa, abrigada por su pañolón azul, llevando

en la mano su inseparable linterna a pilas o foco, o

reflector, que es como se le llamaba en mi tierra y era

usado porque la luz eléctrica era débil o, como se

acostumbraba decir con una palabra de origen culli,

parecía muganshya12. Después de conversar cosas

familiares con mi madre, me lo pidió y –sintiendo que algo

vital se desprendía de mi ser- tuve que entregarle el

voluminoso libro. Pero, gracias a Dios y a esos tres o

cuatro meses que en mi casa habitó aquel huésped, gordo

pero no pesado, de papel bond, tinta negra y pasta gruesa

y dura, Vallejo, mi casi paisano, se quedó conmigo13.

Vallejo no solo permaneció en mí como generador de una

inefable sensación de placer y de orgullo. También como

enseñanza, como influjo. Creo que comencé a escribir

como él. Cuando estuve en tercero de secundaria -es decir,

12 Tizón, pedazo de madera encendida pero sin flama. Luz tenue 13 Mucho tiempo después, es decir, ya demasiado tarde para el caso,

supe de esta irrefutable verdad: “zonzo es el que presta libros, pero

más zonzo es el que los devuelve”

187

el año 1969- en mi colegio se organizó un concurso de

poesía que lo gané con un poema en verso, “Color de

barro”, en el que era de advertirse la presencia del poema

en prosa “Hallazgo de la vida”, del vate santiaguino.

Algunos desaciertos de aquel poema laureado pude

corregirlos después con el uso del lapicero “Parker” que

me dieron como premio.

Vallejo, a quien había empezado a conocer unos cuatro o

cinco años antes a través de unos irregulares versos

escritos por mi padre, a los que él llamaba “monólogos”, y

porque se decía que el abuelo del santiaguino, el cura Rufo,

estaba enterrado en la sacristía del Templo de San Juan

Bautista de Pallasca, me dio también algo más que el

estímulo que maduró mi vocación por la poesía: me hizo

más sensible, de lo que ya era, respecto de lo que es y

significa el ser humano y su destino sobre la Tierra.

Tengo la sospecha de que esto ocurrió con todos los que lo

leyeron o, digamos para evitar un optimismo exagerado,

con muchos. Sin embargo, cuando ya en 1972 me

encontraba en Lima y me hice amigo de Juan Ramírez Ruiz

y de Hora Zero y esperaba lograr la amistad de otros

poetas, pude darme cuenta de que más de uno decía que

“no lo había leído”. Aparentemente todos leían a Pound, a

Elliot… Se referían al poeta de Santiago de Chuco casi

despectivamente: “¿Vallejo? Humm, ni hablar”. Se trataba

de una forma de matarlo pero, claro, sin lograr darle

muerte; es decir, una suerte de juvenil arrebato parricida,

188

aquella actitud que sin darnos cuenta puede llevarnos a

renegar de nuestro padre y terminar aceptando la

paternidad espuria del respetable vecino por su condición

de gringo.

La madurez que otorgan los años, creo que logró el justo

cambio de sentimientos, ideas y de perspectiva en los

jóvenes poetas de entonces. Pero, sea como fuere, Vallejo

–el ninguneado, escamoteado y tantas veces negado-

siguió, a pesar de todo, creciendo ineluctablemente. Es –

duela a quien le duela- uno de los más importantes

creadores de la lengua española, uno de los picos más

elevados. Y hoy y siempre lo leemos, lo celebramos y nos

sentimos orgullosos de él. Y sabemos que las cosas e ideas

que ayer pudieron ser desatinadas, infaustas -el “fray

pasado”- solo merecen aquella vallejiana expresión -que es

de Santiago de Chuco y de Pallasca, mi tierra- “Cangrejos,

zote!”.

Pero, aunque parezca mentira, hay desatinos que

finalmente son felices. Me explico. El libro con la poesía

de Vallejo no sé a dónde diablos fue a parar después, pero

de lo que estoy seguro es de que alguien más vivo que yo

debió haber sacado ventaja material del olvido de mi tío.

La compra que hizo probablemente fue desatinada en

cuanto a lo indudablemente costosa que debió haber sido y

al poco o nulo provecho que le significó. Sin embargo, al

menos a este medio silvestre cristiano –o sea yo-

espiritualmente le dio mucho, muchísimo. Y, con la

189

gratitud que aprendí de mis padres, tengo que reconocer,

humildemente, que la pobre escritura poética mía le debe

mucho al autor de Los Heraldos Negros. Al leerlo aprendí

que la poesía nos permite abrir las puertas de la utopía y

entregarnos sin miramientos a la creación plena y cabal.

Espero algún día poder, siquiera, intentarlo.

17 de marzo 2008

190

PARA TRUSHCALIAR LAS PENAS

Hace algunos años logré, por fin, encontrar un libro suyo

del que me habían hablado maravillas. ¿Será cierta tanta

belleza?, me preguntaba y no dejaba de buscar el libro de

marras. No conocía personalmente a su autor, pero sabía

algo –bastante, en realidad- de él. Les cuento. Cuando

cursaba el primero o segundo de secundaria, estando en el

estadio (“campo” lo llamábamos) de mi pueblo, Pallasca,

el joven profesor que en aquella oportunidad nos instruía

en el curso de “Educación Física”, durante un descanso nos

habló acerca de él. Se trataba, nos contó, de un joven

profesional conchucano, hijo de don Meshito, que

trabajaba en una empresa importante en Venezuela (si mal

no recuerdo, dedicada al petróleo); creo que todos los

púberes que muy atentos escuchábamos a don Segundo

Sánchez (a la sazón profesor en el colegio “agropecuario”

de Pallasca y yerno del inolvidable don Alfredo Machado),

asumimos las referencias que él hacía, como una suerte de

lección y estímulo (creíamos estar seguros de que quería

decirnos “sigan su ejemplo”). Una de las cosas que más me

impactó fue aquello referido a un amor digamos invasivo

y medio perverso con el que tuvo que lidiar nuestro

personaje. Una bella damisela venezolana de la que se

había enamorado y con la cual estuvo a punto de casarse,

le propuso una condición que, de plano, fue rechazada

irrevocablemente: “Si quieres vivir conmigo, te olvidas de

tu sierra peruana y de tu familia”. Cuando el profesor

191

Sánchez nos habló de aquella oprobiosa exigenc ia,

inmediatamente imaginé la respuesta que pudo haber

encontrado la atrevida damisela; sin duda, pensé, tuvo que

haber estado presente en la réplica un imprescind ib le

carajo. Quizás, en realidad, se impusieron los buenos

modales, la diplomacia; pero la verdad es que –porque

tenía que acabar- esa relación terminó, y terminó para bien.

No faltaba más: al hijo de don Mesho nadie podía hacerle

que se olvide de su sierra peruana y mucho menos de su

familia. Y yo, muchos años después, tampoco pude

olvidarme del libro de que me habían hablado. Un mes de

marzo, en casa de un tío mío llegué a conocer

personalmente a su autor y, claro, le hablé de mi búsqueda;

él me ofreció alcanzarme el libro cuando fuera posible y

me dio un número telefónico. Pero todo quedó allí; como

siempre ocurre en Lima, los desencuentros se impusieron.

Sin embargo, como dije al principio, el libro finalmente,

llegó a mis manos, pero no me pregunten cómo lo

conseguí, porque eso ya no importa ahora; lo que importa

es que, efectivamente, al leerlo y releerlo comprobé que

tenían razón quienes hablaban bien de él. Su título: La

última flor de primavera. Un libro fiel a la vocación de su

autor; es decir, insobornable en la memoria o, mejor dicho,

en el no olvido… en el amoroso recuerdo; pero –gracias a

Dios y al buen humor de quien lo escribió- no dominado

por la nostalgia y, más aún, libre de la melancolía (o bilis

negra, que es como la llamaban los griegos). Y, bueno

pues, ese amoroso recuerdo es lo que envuelve (y es su

esencia) a un nuevo libro –el que aquí se ofrece-, del que

192

quiero hablar ahora: Paulita, que es, diría, casi una crónica

y casi una novela (es decir, realidad y ficción

magistralmente confundidas). El autor de estos dos libros:

Alfonso Aguilar, el querido Fonsho, hijo de don Mesho,

naturalmente. Apenas comencé a leerlo, me di cuenta de

que mucho de La última flor de primavera había también

en Paulita: memoria amorosa y buen humor. Pero,

también, mucho de nuestra sierra pallasquina. Debido a

ello es que, de entrada, me hice una pregunta cuya

respuesta surgió espontánea: ¿Busca usted un escritor que

reproduzca de un modo digamos fidedigno el pasado

doméstico, familiar, íntimo, de la vida pallasquina, y sobre

todo su habla? No busque más: de Pallasca salió don

Manuel Torres y de Conchucos vino Alfonso Aguilar. Si

no me creen, vean esto que, con palabras conchucanas y

pallasquinas, escribió Alfonso, respecto de los lamentos y

rabias causados por algún difunto: “… una mujer joven y

buenamoza, quien, a la muerte de su marido, lloraba (con

su respectiva tonada): cholo adefesio y jediondo, te

moriste a destiempo, te hubieras muerto cuando el

compadre Damián estaba soltero, pero aura qué pu!”

(Celina, la hilandera). ¿Se acuerdan de los llantos

femeninos con que eran despedidos los muertitos, en

nuestros pueblos? Lean esto y sonrían: “En la noche fue al

velorio a ver a su prima, quien lloraba recurriendo a su

propia música, y muy ceremoniosamente, expresó sus

condolencias: primita querida, en nombre mío y de mi

mamita te acompaño en tus sentimientos, no te acompaño

a llorar porque no sé la tonada”; o esto otro y

193

desterníllense de risa: “Y en medio de su enorme pesar

lloraba cantando: Ayayay mi chiroquito, ti fuiste pero

quedaron tus instrumentitos que no mi dejarán olvidarti,

porqui miro pa’quel lao, caja templao, riparo pa'estiotro

lao, cuerda estirao, volteyo pa'otro lao, guaytana colgao,

veyo pa'este lao, flauta parao... ¡Ay mi Metiyas!.. ¡Ay mi

Metiyas!” (Ibid.). Humor limpio, de pueblo, sin malic ia,

que transforma el dolor en estímulo y esperanza. Alfonso

–quién no lo conoce-, como algunos de los personajes que

aparecen en su libro, y como era don Mesho, es un

conchucano con la broma a flor de piel. Y lo que cuenta en

sus libros es, en realidad, parte de su autobiografía y, como

ya lo dije, también es la reproducción del pasado

conchucano y pallasquino que le tocó vivir. Paulita

comienza con una historia que precisamente da el título al

volumen y se desarrolla fundamentalmente en Caracas. Se

trata, me atrevo a caracterizarla, de una suerte de lección

de bondad: Un peruano en Venezuela que (“sin poder

explicar las razones que tuve para ayudarla”) se convierte

en algo así como el Ángel de la Guarda para una niña a

quien no conoce, extraviada en una ciudad a la que llegó a

parar, sin saberlo, desde un pueblo remoto de los andes

peruanos. Pero el libro es mucho más que eso. Mi padre, el

maestro Rafa, entre muchas anécdotas surgidas de la vida

pallasquina, me contaba una en la que el protagonista era

un cura que cobraba por “misas de honras fúnebres” en las

que –muy sinvergüenza- ni siquiera mencionaba el nombre

del difunto. Imaginativos, cómo no, los pobladores le

asignaron un apodo que, sin mayor esfuerzo, surgió del

194

propio apellido del medio impío religioso: “Águila galga”

le decían, y se apellidaba Aguinagalde. Y Alfonso lo

recuerda también: “pregunté a mi hermano, recordando al

cura Aguinagalde que cobraba sólo por decir al enfermo

que tomara una pastilla de mejoral, por lo que se ganó el

apodo de Águila galga” (Pancho), es decir: goloso,

insaciable, de apetito voraz. ¿Quién, en nuestra provincia

no ha comido moras y purpuros? Alfonso también, y más:

“…comíamos moras y purpuros; buscábamos en el

interior de los tallos secos de chayanco y de aproj, la miel

que dejaban unas pequeñas avispas; hicimos rosarios en

los que los dieces eran rucuchos, para los misterios usamos

ampurcos y la cruz la fabricamos con palitos de pichana;

en las orillas de las acequias cogíamos chullco para

pushquiar, acto que consistía en masticar, sin fruncir el

ceño, esa planta sumamente ácida.” (La pequeña

lavandera). Paulita es, pues, una confirmación sólida de

que nadie podía quitarle a Alfonso Aguilar su derecho a

recordar, y a estimular la memoria nuestra. Es, también, un

alegato a favor de los buenos sentimientos. Veamos esto,

que es una muestra de nobleza: “Mario Vidal Emé (esposo

de la no menos querida tía Anita Acorda), quien con su

actitud noble y generosa supo estar al lado de la familia en

sus momentos más aciagos, se adueñó para siempre, de

nuestra infinita gratitud” (Goyita); y esto, en que aparece

siempre presente el hermano que ya no está: “—Yo tengo

sólo a mi hermano William, nos queremos mucho, le

extraño y quiero verlo —dije.” (A mi catedral le falta un

dios). Pero es, además y sobre todo, una obra literaria. La

195

fluidez y naturalidad de su escritura le otorga la

conveniente dosis de calidad que nadie puede negar, y

leerla es –créanmelo- una de las experiencias más

gratificantes y nutricias que uno puede vivir. Y, ¿saben una

cosa?, nos hace sentir, con justicia, orgullosos de ser

serranos, de ser pallasquinos, descendientes de aquella

noble y aguerrida raza andina: los Conchucos. Y yo, lo

confieso, me siento satisfecho por haber logrado tener en

mis manos y conservar hoy en mi biblioteca el primer libro

de Alfonso, y desempeñar, ahora, como un privilegio

inmerecido y desproporcionado, el papel de testigo y

portacirios, no en la extremaunción (como escribió don

Luis Alberto Sánchez en el prólogo al libro primigenio de

Martín Adán, La casa de cartón), sino en la ceremonia

bautismal de Paulita, el nuevo libro de mi pariente y

paisano. Un libro escrito contra la tristeza, lo que lo

convierte (y lo digo con un verbo conchucano que

probablemente tiene su origen en la lengua culli, y

significa ahuyentar) en la mejor arma o herramienta para

trushcaliar las penas.

16 de junio del 2014

196

197

ALGUNOS PALLASQUINOS

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199

JUSTINIANO MURPHY. Los médicos son

profesionales que han sido formados en ciencia y, sobre

todo, en humanidad. No siempre, sin embargo, todos

asumen esa hermosa responsabilidad moral. Las

excepciones son gratamente honrosas y enorgullecen a

quienes hicieron el tan mencionado juramento hipocrático.

Claro está que no es únicamente el haber expresado

públicamente y como el cumplimiento de una formalidad

académica, tal juramento; lo que prima, en realidad, es

aquello que es innato a ciertas personas, algo que no se

aprende, algo que madura a partir de la infancia y con el

apoyo de los buenos ejemplos. Una de esas personas,

honorables, por cierto y que a nosotros los pallasquinos

nos enorgullecen fue un médico cirujano que hizo de su

vida una vida de entrega desinteresada, que atendió,

muchas veces sin pedir nada a cambio, para salvar o aliviar

los males de sus semejantes y, mucho más, si esos

semejantes eran hombres, mujeres y niños de escasos

recursos; y si esos pacientes provenían de Pallasca, a su

bondad le agregaba la alegría, el regocijo de reencontrarse

con sus orígenes. Prácticamente el ejercicio de su

profesión lo realizó, hasta el final, en Huacho. Pero no lo

olvidamos cuando, conmovido y decidido a entregar su

cariño y conocimientos, acudió presto a brindar su

invalorable cuota profesional durante la epidemia de

difteria que sufrió el pueblo de Pallasca, especialmente la

niñez; fue por los años 60. Los paisanos se alborozaron y

emocionaron incluso hasta las lágrimas al ver que su

médico más querido estaba entre ellos. Este hombre de

200

bien y que está perpetuamente alojado en el corazón de

todos, fue el doctor Justiniano Murphy Bocanegra. Lo

guardamos en nuestra memoria. Gloria a él

MANUEL ALVARADO. La estampa folclórica, con

ribetes de teatralidad, que ha sido siempre uno de los

mayores atractivos de la Festividad de San Juan Bautista,

es la representación del suplicio y muerte del Inca

Atahualpa. Participaban en el desarrollo del mismo los

principales personajes de aquella etapa de la conquista. El

Inca aludido, las Pallas y Quiyayas, los soldados del

Imperio y el “Quishpe”, esto por parte de los hijos del Sol;

como “realistas”, es decir, españoles, estaban Francisco

Pizarro, Hernando de Soto, gran número de soldados a

caballo y, naturalmente, el cura Valverde.

Quien, durante muchos años, fue el encargado de encarnar

a este “ensotanado” personaje que con la Biblia en la mano

fue, en buena cuenta, el que dio la orden de apresar,

torturar, matar a Atahualpa e iniciar una masacre infame

contra los naturales del Perú (etapa negra de la Iglesia: ¡la

espada y la cruz hermanadas en un mismo fin!), fue, en

Pallasca, don Manuel Alvarado (don Manuelito Alvarado,

para decirlo con más propiedad y afecto.)

Era un hombre de mediana estatura, rostro más o menos

redondo y de hablar ligero pero cauteloso. La

particularidad excepcional que mostraba y que pocos

201

quizás hayan advertido, fue que –siendo de origen

humilde- vestía siempre pulcro y, más valioso que esto:

tenía una vehemente preocupación por la lectura y por

escarbar y conocer el pasado del pueblo. No poseía una

biblioteca, apenas, tal vez, algunos libros y folletos además

de una insobornable y ejemplar voluntad de aprendizaje y

enseñanza, sin ser maestro: conversaba con jóvenes y

adultos y les hablaba de lo rico de nuestra historia. Fue –

salvo error u omisión- el primero en enterarse de la

descendencia de Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquihuarac

(aquel “indio noble que prestó importantes servicios

durante el paso de los primeros conquistadores”, según

Álvarez Brun). ¿Cómo pudo haberlo sabido? Pues don

Alonso Paredes lo contó alguna vez por escrito. Joven aún,

don Manuel, “amante de la observación” logró salvar del

fuego un fajo de papeles que contenía “los títulos de

nobleza incaica de don Eusebio de la Cruz, infatigab le

defensor de su comunidad”, documento este -

conjuntamente con otros- sobre el que “descansa la historia

altiva del pueblo de Pallasca” (enfatizaba don Alonso). Es

decir, a don Manuelito Alvarado le debemos el orgullo de

haber recuperado parte valiosa de nuestro pasado y poder,

a partir de ello, proyectarnos positivamente hacia el

futuro.

Quién puede dudarlo, él es, con todo derecho y justicia, un

personaje importante de Pallasca.

202

MARIO VIDAL EMÉ. Don Mario fue uno de los

pallasquinos más queridos. Maestro por excelencia (que es

como le conocimos), cada oportunidad que tenía de

conversar con los jóvenes era aprovechada para eso:

enseñar. Era probablemente el único en Pallasca que podía

hablar con autoridad intelectual sobre Teología; sin duda,

por ello es que asumió en los colegios secundarios (el

otrora San Juan Bautista y el INA 47) la conducción del

curso de Religión. Uno de los temas que le apasionaba

(acerca del cual se encontraba en condiciones de dar una

sesuda conferencia o "dictar cátedra") era el referido a la

existencia de Dios (su explicación por el orden, la armonía

del universo, etc.). Y, claro, en lo que también nadie le

ganaba era el Inglés, cuya enseñanza se convertía en una

experiencia lúdica para él y para los estudiantes: la

aderezaba con anécdotas pintorescas y agradables

referencias personales y familiares; la amenidad de sus

clases era, así, un poderoso antídoto contra el

aburrimiento. En una ocasión, a la "Vieja" Maya Robles le

dijo que ambos eran familiares y ella, naturalmente, se

echó a reír cubriéndose la boca con las manos: "Usted es

bien chistoso, ¿dígaste?". La explicación vino enseguida.

Contó, don Mario, que estando internado por una dolencia

en el Hospital del Empleado le tocó alternar con un

paciente cuya recuperación era lerda en comparación con

la suya (ambos habían sido intervenidos quirúrgicamente).

"Es que yo soy de los robles", dijo don Mario, dando de

ese modo razones a la celeridad de su proceso curativo :

obviamente, por su fortaleza física. El compañero de

203

habitación, que estaba a punto de deprimirse, mostró un

brillo en los ojos y una sonrisa en los labios: "Ah, ¿sí? ¡Yo

también me apellido Robles!". Don Mario, que

obviamente hablaba de otra cosa, se reservó piadosamente

la verdad respecto de su apellido y, gracias a ello, ganó,

por partida triple, un amigo, un "pariente" y la satisfacción

de ver que alguien, como él, desde ese momento apuraba

la recuperación de su salud. Así era don Mario: ingenioso

incluso para sanar a sus semejantes.

Sus años mozos también dejaron huella. Era uno de

aquellos atractivos jinetes ("gringo", pues) por quienes las

damiselas suspiraban, cuando sobre las ancas de los

esbeltos "caballos de paso pallasquinos", iban de pueblo en

pueblo en busca de aventuras.

Pero algo más: a la manera de Mariátegui, don Mario

también tuvo una filiación y una fe. No fue comunista; sin

embargo -por ser seguidor de las ideas de Haya de la Torre-

sufrió persecución y durante algún tiempo tuvo que vivir a

salto de mata, cuando se dio la infausta "ley marcial". De

esta azarosa experiencia brotó un librito que don Mario

tituló "La Gran Semana de 1932" (o las memorias de

Tomasito Iglesias.

Él, su cuñado Ángel Acorda y sus respectivas esposas

(Anita y Paquita), fueron los más conspicuos vecinos del

barrio de Santa Lucía. Su vida, fecunda, dio hijos buenos.

Alcanzó una admirable longevidad, al igual que su deseo

204

de amar. Está presente en nuestra memoria y sus

enseñanzas nos enriquecen. ¡Buena, "Teacher"!

FRANCISCO NINAQUISPE CAMPOS. Don Francisco

Ninaquispe Campos, es decir, don "Pancho Nina" fue,

probablemente, el pallasquino que más conocimientos,

más cultura poseía. Era un lector empedernido e

indiscutible. Periódicos, libros, revistas...en fin, todo

cuanto escrito pudiera llegar a sus manos era ávidamente

devorado por aquella ansiedad de saber más. Pero no para

alojar en su subconsciente informaciones y conocimientos

que pudieran convertirse en una suerte de "ahorro

inmóvil", sino para trasmitírselos a los demás. Su tienda -

una modesta y poco iluminada bodega situada casi en la

esquina sur- este de la Plaza de Armas, reunía con cierta

frecuencia a un grupo de vecinos que se acercaban para

conversar sobre diversos temas (políticos, culturales, de

interés poblacional, etc.,etc.) Don Pancho fue, hasta donde

sabemos, el primer y acaso el único suscriptor en el pueblo

del diario El Comercio y el corresponsal y distribuidor del

periódico provincial, editado en Cabana, "El Radar". Estar

con él era, entonces, tener la oportunidad de ponerse al día

respecto de los acontecimientos nacionales y mundiales: la

segunda guerra mundial con su tragedia (Hiroshima y

Nagazaki), la guerra de Corea, Vietnam; el Sputnik, la

perra Laika circundando el espacio terráqueo, Yuri

Gagarin y Valentina Tereshkova; la Revolución cubana,

etc,., etc.

205

Una característica que, por ningún motivo y a ningún costo

quería cambiar don Pancho, era lo que hoy se conoce como

"look": en su caso, el vestir permanentemente, cualquiera

sea la ocasión (incluso en ceremonias, como la asunción

del cargo de Alcalde Distrital que llegó a ocupar), una

indumentaria incomparable: pantalón confeccionado con

tela de "jean" azul y saco "beige" de drill (corríjannos, si

en esto del saco nos equivocamos) y el sombrero de paja

que solo descubría su cabeza a la hora dormir.

En su bodega vendía casi de todo. En aquella época no se

usaba las bolsas de plástico que hoy abundan; por ello, el

arroz o el azúcar se expendían envueltos en papel de

periódico. Y, por falta de luz, para tener certeza del peso

exacto, don Pancho -como casi todos los comerciantes-

empleaba un pedacito de papel blanco que, a manera de

espejo iluminaba las líneas y números respectivos de la

balanza.

Otra cosa. Algo que casi nadie sabe es lo siguiente. Don

Pancho Nina profesaba, con sinceridad y convicción, las

ideas progresistas de entonces: era admirador de José

Carlos Mariátegui y por ello muchos hablaban de él como

"comunista". Tenía sus ideas y eso no es nada malo, es, por

el contrario, algo digno. Lo que no se sabía, repetimos, era

lo que pasamos a referir: durante un corto tiempo

frecuentó, por razones de trabajo, la casa de la calle

Washington en que vivió -y hoy es un museo- José Carlos

206

Mariátegui. Allí tuvo oportunidad obviamente de hojear

algunos libros y quién sabe si fue allí donde nacieron sus

ideas revolucionarias. De lo que sí podemos dar fe es que,

cuando iba a cumplirse un aniversario del autor de los 7

Ensayos, Sandro, su hijo, tuvo el deseo de invitar a don

Pancho para que viniera con tal motivo. Las circunstanc ias

fueron aparentemente adversas, y no llegó a concretarse

ese deseo. Lo recordamos con cariño y admiración.

ALONSO PAREDES. Alonso Paredes fue uno de los

profesores, o maestros -como se les llamaba entonces- que

más huella dejó en varias generaciones. Nació en

Conchucos pero su amor por Pallasca fue intenso y es que,

probablemente, allí encontró las más valiosas

oportunidades para desarrollar lo que más le gustaba:

enseñar y escarbar minuciosamente en el pasado rico

de nuestro pueblo; fue, empíricamente, un historiador, un

arqueólogo y un folclorista nato. Y no solo por el simple

prurito de de investigar y darse el íntimo regocijo de saber,

sino especialmente por querer transmitir sus

conocimientos, lo que es más valioso y digno en un

hombre. Fue el pionero en las investigaciones referidas a

nuestro pasado histórico. Dictó clases en la otrora Escuela

Prevocacional 293 y sus discípulos lo recuerdan con

mucho cariño. Era -como afirma uno de sus más

aprovechados alumnos, el historiador, diplomático y

maestro Félix Álvarez Brun, un hombre "de estatura

mediana, buena contextura, cabeza grande, cara redonda,

207

tez blanca plena de rubicundez..." A los alumnos, poco

antes de que empezaran las clases, "ritualmente nos hacía

formar para entonar canciones escolares: "Himno Al Sol",

"Indio", "Vicuñita", o también para escuchar "Vírgenes del

Sol, "El Cóndor Pasa", etc." Nuestro laureado historiador

pallasquino continúa: "Al maestro Alonso le reconozco su

pasión por el pueblo indígena y su decidido apoyo a todo

lo que contribuyera a la reivindicación social del mismo.

En algunas oportunidades le vi erguirse frenético y

desafiante, ante la injusticia y prepotencia de las malas

autoridades del lugar. Su voz y su gesto rompían la

monotonía y la pasividad del pueblo."14 Un conchucano

que hizo de Pallasca su "patria chica". A él nuestra gratitud

y memoria.

VÍCTOR ALVARADO RODRÍGUEZ. Don Víctor

Alvarado fue algo así como un patriarca pallasquino, no

obstante haber nacido en otras tierras. Todos lo

recordamos con cariño. Como la mayoría de “Shilicos”,

llegó por razones estrictamente comerciales. Recordemos

que casi todos los cajamarquinos de aquella bella ciudad

de los carnavales, el “cilulo” y la “matarina” tienen –o

tenían,- la cualidad de ser trotamundos vendedores innatos

de peinetas, anilinas y sombreros. Don Víctor, no fue la

excepción. Pero, finalmente, adoptó la decisión de

14 Félix Álvarez Brun: Tres maestros de escuela en el recuerdo. En:

Sierra de mi Perú, Lima, 1988.

208

afincarse en la tierra del Chonta y el Toro de Trapo, y lo

hizo no solo porque le gustó el lugar y sus gentes, sino

porque sintió cariño e identificación. Y quiso dar mucho

de sí, y lo dio. Esto ocurrió por el año 1928. Fue, don

Víctor, un hombre honorable, amistoso, el respeto era su

norma de conducta así como la honradez y el trabajo. Fue

uno de los hombres que contagió entusiasmo y voluntad

cuando del desarrollo del pueblo se trataba. Se convirtió,

además, en una suerte de guardián de la fe, habiendo

prácticamente hasta el final desempeñado el honorario

cargo de Mayordomo de San Juan Bautista (que no es lo

mismo que “prioste”), es decir, el encargado de custodiar

las llaves del templo y preocuparse, voluntaria y

amorosamente, por el mantenimiento de la Casa del Señor

y la intangibilidad del patrimonio histórico, artístico y

espiritual de Pallasca. Sabemos que, ello no obstante, no

faltó algún cura que logró sustraer, amparado por las

sombras y la infamia, más de una reliquia pictórica

almacenada en la sacristía (¡santas herejías bajo una

sotana!). Don Víctor fue, por tres veces, alcalde de la

ciudad y gracias a él se logró algunas obras de significa t iva

importancia; desempeñó, por cierto, otros cargos con la

misma eficiencia. Lo recordamos, sereno, a veces

sonriente y bromista, detrás del mostrador de su tienda de

la Plaza de Armas, conversando sobre las necesidades del

pueblo o dando algún consejo o “enderezando entuertos o

desfaciendo agravios”. Doña Elinora Araujo, su esposa,

siempre a su lado; y el minúsculo perrito, “clavelito” o

“chiquito”, retozando junto a la puerta, hacía las veces de

209

"huallqui". Don Víctor nunca olvidó a su pueblo natal,

Celendín, y si se daba la oportunidad bailaba al compás del

“cilulo”. Dejó varios hijos, algunos de los cuales dejaron

este mundo antes que él. Fue un gran hombre.

210

FÉLIX ÁLVAREZ BRUN: UN ANCASHINO CON

MENTE UNIVERSAL

Es considerado por la prestigiosa Enciclopedia Lexus, de

Colombia, como uno de los “grandes forjadores del Perú”.

Nació en la ciudad de Pallasca15. Hijo (el penúltimo de los

varones) de don Manuel Jesús y doña Alejandrina. Sus

estudios primarios los cursó en la Escuela 293, a cuyos

profesores –maestros, en realidad- siempre recuerda con

cariño: Alonso Paredes, Miguel Elías Villavicencio y

Víctor Arnoldo Ramos16. Aún púber y “primarioso”, puso

de manifiesto su inteligencia e inclinación por los estudios

aunque, como él mismo llegó a reconocer, fue tal vez el

más inquieto y travieso de los alumnos; no obstante lo cual,

y por justificadas razones, fue invitado a impartir durante

una corta temporada, lecciones referidas a astronomía en

la escuela de mujeres de la localidad. Su vocación docente,

aún niño, comenzaba a exteriorizarse.

15 “…un pueblito de la sierra ancashina, poco favorecido por la

naturaleza –ya que sufre la escasez del líquido elemento para regar sus

chacras y calmar satisfactoriamente la sed de sus pobladores -, pero es

bello, saludable y acogedor: por sus paisajes infin itos, por su clima y

por el calor imantado de su gente, que es capaz de atraer al más distante

de los humanos, convirtiéndolo en huésped perpetuo de su corazón,”

(B.R R. Álvarez: Historia de un eclipse, 2001) 16 Félix Álvarez Brun: Sierra de mi Perú, 1998.

211

La educación secundaria la inició y continuó, hasta el

cuarto año, en el Colegio Nacional San Juan de Trujillo,

culminándola en el Colegio Nacional Nuestra Señora de

Guadalupe de Lima. En esta etapa, su interés por la cultura,

venido desde la niñez gracias a que fue contagiado por su

padre –lector cotidiano e impenitente-, iba acrecentándose

Al empezar la década del 40, ingresa en la Univers idad

Nacional Mayor de San Marcos y sigue estudios en la

Facultad de Letras, convirtiéndose en uno de los más

conspicuos discípulos de eminentes catedráticos e

intelectuales de la talla de Julio C. Tello, el padre de la

arqueología peruana, y Raúl Porras Barrenechea17,

historiador, maestro y diplomático de sobresaliente

relevancia quien, con la perspicacia que le era inherente

pudo reconocer en su alumno las excepcionales cualidades

y los méritos por los cuales la Universidad de San Marcos

lo convirtió en auxiliar de la cátedra de Historia del Perú -

Conquista y Colonia- que dictaba el prestigioso maestro.

Poco tiempo después, la Cancillería lo incorporó como

Ayudante en la Dirección de Asuntos Culturales. Para

entonces, ya se había matriculado en la Facultad de

Derecho

Unos años después, en 1948, el maestro Porras es

designado por el Presidente José Luis Bustamante y

17 También a Luis E. Valcárcel, Mariano Iberico, Jorge Basadre…

212

Rivero, a la Embajada del Perú en España y su delegación,

integrada, entre otros, por Manuel Mujica Gallo y

Guillermo Lohmann Villena, también contó con la

presencia del destacado estudiante de Letras y de Derecho,

que viajó en la condición de Tercer Secretario del Servicio

Diplomático. Esta misión duró poco: todos sus miembros

solicitaron su pase a disponibilidad, o se retiraron, como

protesta por el agravio a los símbolos patrios en el

Consulado de Valencia y la pusilánime e indecorosa

actitud del gobernante que hacía poco había asumido el

poder derrocando al Mandatario democráticamente

elegido. Es decir, la decisión de dar término a la misión y

emprender el retorno, se hizo –como no podía ser de otro

modo- en olor de patriotismo y dignidad.

Su corta permanencia en España, sin embargo, le permitió

al joven intelectual pallasquino vivir dos experienc ias

valiosísimas: escuchar, con provecho superlativo, las

lecciones que el más egregio filósofo español, José Ortega

y Gasset, dictaba en el Instituto de Humanidades de

Madrid; y, codo a codo con el doctor Porras, desempolvar

legajos, de difícil lectura -que pudieran haber sucumbido

víctimas del tiempo, la humedad, las polillas y los

roedores-, desentrañando, gracias a su destreza en la tarea

heurística y paleográfica, invalorables informaciones de

primera mano acerca de la vida del Inca Garcilaso de la

Vega en Montilla, ciudad que cobijó, anónimamente, al

autor de Los Comentarios Reales durante treinta años.

213

Tras su regreso a la Patria se graduó en Historia y

posteriormente en Derecho, obteniendo en ambos campos

el doctorado respectivo. Ya dictaba cátedra en San Marcos

y, desde cerca de diez años atrás, clases de Historia en el

Colegio Nacional Alfonso Ugarte; y, después, en la

Pontificia Universidad Católica del Perú, el curso de

Historia del Derecho Peruano.

La Historia, disciplina a la que se dedicó con entusiasmo y

acendrado cariño, comenzaba ya a dar sus frutos y

reconocimientos. En 1955 se hizo merecedor del Premio

Nacional Inca Garcilaso de la Vega, por la biografía de

José Eusebio de Llano Zapata y, luego, por su trabajo

titulado La Ilustración, los Jesuitas y la Independencia

Americana, fue galardonado en el Premio Javier Prado

con publicación de la obra por el Minister io

de Educación. En mérito al valor de su desempeño

intelectual, llegó a ser incorporado como miembro de

número de la Academia Nacional de Historia y de la

Sociedad Peruana de Historia, y elegido Presidente del

Instituto Raúl Porras Barrenechea, Centro de Altos

Estudios e Investigaciones Peruanas de la Universidad de

San Marcos, entre otras Instituciones e importantes

Comisiones, como la Comisión Peruana de Alto Nivel para

el Patrimonio del Mundo, gracias a cuyas gestiones la

UNESCO reconoció como patrimonio mundial a Machu

Picchu, a Chavín de Huántar, al Parque Nacional del

214

Huascarán y a otros monumentos y santuarios que son

riqueza inalienable e irrepetible de nuestro país18.

Como diplomático, ha sido condecorado con la Orden del

Sol del Perú, Orden San Carlos de Colombia, Orden Vasco

Núñez de Balboa de Panamá, Caballero de Madara de

Bulgaria y La Gran Cruz de Plata de Austria, habiendo

cumplido a cabalidad y con prestancia las representaciones

como Delegado Alterno ante la UNESCO y Embajador

ante Panamá y Bulgaria, y dirigido la Academia

Diplomática del Perú.

Por su destacada trayectoria docente, fue

distinguido como profesor emérito de la Univers idad

Decana de América y reconocido por el Estado peruano

con las Palmas Magisteriales, en el grado de Amauta.

A toda esta apretada e incompleta reseña de la vida y obra

de nuestro ilustre paisano, hay que sumar el hecho de que

a él se debe más de una veintena de obras, entre las que

merece ser destacado, por lo valioso para nosotros los

ancashinos, el libro Ancash, una historia regional

peruana que es, probablemente, el trabajo más riguroso,

integral y bello que se haya escrito sobre el pasado fértil de

18 Ha desempeñado, igualmente, el cargo de Secretario General de la Comisión Nacional del V Centenario del Descubrimiento de América y la Presidencia de la Comisión Nacional del Centenario de Víctor Andrés Belaúnde.

215

este Departamento cuyo Club representativo en la Capital,

como muestra de gratitud y dignidad, debiera reeditar.

Pero no podemos dejar de mencionar, porque forma parte

insoslayable de su existencia, que cuando terminaba la

década del 50 y poco antes de fallecer el doctor Porras –

que fuera su más entrañable maestro, consejero y amigo- ,

contrajo enlace matrimonial con quien es el amor de su

vida, Dora Espejo Fernández, la querida Dorita.

La vida y obra, altamente meritoria, que honra y debe

enorgullecer a los ancashinos y a la cual se ha dedicado

esta brevísima semblanza, corresponde (¿a quién más?) al

“erudito, historiador y varias veces académico”19, que es

sin duda uno de nuestros valores nacionales, el

doctor Félix Álvarez Brun , quien “con la capacidad de

síntesis y el sentido de emoción peruanista” -que elogiara

Aurelio Miró Quesada20- ha señalado, lúcidamente, que el

Perú es “una continuidad en el tiempo y una totalidad en

el espacio, dentro de cuyos parámetros se entretejen todas

aquellas virtudes, defectos y esperanzas que constituyen

nuestra personalidad nacional.”21

19 Carlos Eduardo Zavaleta: Discurso de recibimiento, como nuevo Académico, en el Instituto Ricardo Palma. 20 Aurelio Miró Quesada en: Perú: presencia e identidad, Lima, 1992. 21 Ob. Cit.

216

HISTORIA DE UN ECLIPSE22

-Cuando ocurre un eclipse de Sol –dijo notoriamente

fastidiado el profesor-. El día se oscurece por

completo. Y lo que este tonto nos está anunciando,

no es más que una sandez.

Aquel era un día tranquilo, como suelen serlo en

todos los pueblos de la sierra, a menos que fueran

alterados por noticias de alguna muerte entre los

vecinos o por la llegada de foráneos trashumantes

que por determinado aditamento en el vestir recibían

el trato de “doctor” o “ingeniero”, no pasando, en

realidad, de ser simples y honrados “shilicos”

vendedores de anilinas y peinetas, o trúhanes

embaucadores de doncellas.

Las informaciones periodísticas nunca llegaban a

tiempo. “El Comercio”, único diario allí conocido, del

que era suscriptos uno de los más acom0dados

comerciantes del pueblo, era traído, con todas las

contingencias presumibles, por el servicio de correos

22 Esta historia no es ficción. Ocurrió en un lejano día de los años 30, en un pueblito de la sierra de Pallasca, Ancash. Su protagonista, don Félix Álvarez Brun, andando el tiempo llegó a ser abogado, historiador, embajador en el servicio diplomático y catedrático en San Marcos; fue distinguido con el Premio Nacional de Cultura y con las Palmas Magisteriales en el Grado el grado de Amauta.

217

–proverbialmente moroso- en rem esas quincenales,

empleando ómnibus primero, luego ferrocarril y en el

tramo final, lomo de bestia. No resultó tardía, sin

embargo, la noticia que anunciaba el eclipse solar

que, justamente, iba a sobrevenir ese día.

Según precisaba el periódico, que en tardes de

tertulia leía con avidez un minúsculo grupo de

personas en la bodega de don Pancho, el fenómeno

sería observado y estudiado, con el uso de modernos

instrumentos de aproximación, por un astrónomo

apellidado Yamamoto, venido especialmente de

Japón. Salvo los referidos habitúes vespertinos de la

bodega, más uno que otro maestro de escuela y don

Manuel Jesús, lector voraz y periodista autodidacta,

nadie aparentaba interesarse en la noticia.

Sin embargo, un imberbe estudiante de primaria, de

tez y cabellos claros, resultó ser el más obsesionado

por el acontecimiento que se avecinaba. Con

algunos días de anticipación se apuró en plantearle

a su padre todas las interrogantes sugeridas por su

curiosidad. Las ilustrativas respuestas d don Manuel

Jesús, le proporcionaron la base conceptual para

acometer con “rigor” la apasionante experiencia de

ser testigo de un –hasta entonces- enigmático

fenómeno estelar.

218

Llegado el día, y sin proponérselo, este muchacho se

convirtió en líder de un grupo de chiquillos a los que,

tras una breve pero p0untual explicación, logró

persuadir de que, alrededor suyo, se reunieran con

sendos pedazos de vidrio ahumado en la plaza

principal. El resto de la población vivía su rutina. Los

hombres removían con arado las tierras de cultivo o

montaban a caballo y recorrían los caminos

enamorando a las muchachas; las mujeres

cocinaban, tejían chompas o lavaban ropa junto a

una acequia.

En los centros educativos, de varones y de niñas,

profesores y alumnos se enfrascaban en sus

lecciones: historia peruana, lenguaje, cálculo, o tal

vez “el niño y la salud”. Solo aquel grupo de púberes

“vaqueros”, organizados ocasionalmente en una

suerte de logia, prestaba –abstraídos todos- atención

a lo que se aproximaba en el cielo.

Llegado el momento, como una suerte de Rodrigo de

Triana el líder exclamó jubiloso: “¡El eclipse ha

comenzado!”. La alegría fue total en el clan. Y

mientras las miradas convergían en el mismo punto,

pensó en sus compañeros y en su maestro de aula,

y resolvió ir a buscarlos. A trancadas se encaminó

por una calle irregularmente empedrada, llevando la

“gran noticia” que probablemente –pensó- le

219

significaría una disculpa por la inasistencia y acaso

unos puntos más en la calificación bimestral.

El profesor, un hombre con bran sensibilidad

artística, era admirado en el pueblo por su amplia

cultura y porque, a diferencia de otros, procuraba

siempre estimular en todos –particularmente en sus

discípulos- el interés por el pasado prehispánico.

Olvidándose por un instante de las reglas de

urbanidad aprendidas en el Manuel de Carreño,

atropelladamente el muchacho se ubicó en la puerta

del aula y, acezante, comunicó la nueva. No presagió

la desproporcionada respuesta de su culto maestro

ni la general carcajada provocada en los alumnos,

que creyeron que el muchacho estaba quedando en

ridículo. Si hubiera adivinado lo que iba a pasar,

probablemente habría podido admitir la conveniencia

egoísta de reservarse el gozo de la verdad y evitar

que llegara a convertirse en desazón. Pero no, él

tenía el convencimiento de que esa verdad había que

compartirla sin reservas.

-Tiene razón, maestro –retrucó enfático y rotundo-,

pero la oscuridad solo dura unos minutos.

Compruébelo usted mismo: el eclipse ya ha

comenzado.

220

Ante el aplomo de la réplica, el maestro consideró

impropio rechazar el fragmento de vidrio que el

adolescente le ofrecía con diligencia.

Una palmeta pérfidamente horadada descansaba en

acecho sobre el pupitre.

En escenarios diversos, las aves de corral como las

del campo, alborotadas buscaban conciliar un sueño

inoportuno ante lo que intuían era la noche que se

precipitaba.

Aún con muestras de enfado, el docente levantó la

mirada al Sol. El espectáculo –tal vez el primero de

esa naturaleza que veía en su vida- lo dejó absorto.

Creyó tener, entonces, la certeza de que el

almanaque Bristol solo era un anodino folleto

anunciante de “Agua Florida” y “Tricófero de Barry”.

El eclipse, en efecto, había comenzado. Una sombra,

casi imperceptible al principio, iba cubriendo allá

arriba el disco dorado y ardiente para luego, con la

misma progresión, dar paso al retorno de la claridad.

Resguardado por un ineficaz disimulo, el profesor no

tuvo más remedio que aceptar que en sus fueros

íntimos algo similar –un “eclipse intelectual”-

acontecía en ese momento; y tuvo que reconocer

que la lucidez que pareció haberse escamoteado

súbitamente por el influjo de una poco habitual

221

intolerancia, le había sido devuelta gracias a uno de

sus alumnos, el más inquieto y travieso de la clase

(aquel que, por lo demás, justamente ese día había

preferido faltar al colegio).

La hilaridad infantil halló nuevo estímulo pero, por

cierto, esta vez tuvo que ser voluntariamente

contenida, para evitar que aquella palmeta

pérfidamente horadada pudiera ser usada, como

todos temían.

20 de junio del 2001

222

223

A MANERA DE EPÍLOGO

224

225

VOLVER A LA RAÍZ

Después de veintisiete años decidí, por fin, regresar a

Pallasca. Fue el año 2008. Y lo hice con motivo de las

Fiestas Patronales. ¿Saben una cosa? Sigue siendo

hermosa, como siempre, conmovedoramente hermosa.

Hay tantas cosas que contar y creo que lo haré

progresivamente. Lo que hice, recién llegadito (lo digo,

así, empleando el diminutivo como acostumbramos los

peruanos), fue ingresar en la que fue mi vivienda (la de mis

padres y hermanos), aquella –en la subida del chorro-

donde me parió Abigaíl, la inolvidable Biguita y viví los

primeros quince años de mi edad. Seguidamente caminé

hacia Tambamba (“La Floresta” solía decir mi padre:

“¡Bernardo, Eduardo, allí les aguardo!”). Pero -lo confieso

con toda sinceridad- lo primero, primero, que ocurrió al

llegar a Pallasquita Linda (como la llamaba don Moshe

Huerta), fue el desborde irremediable de mis lágrimas. Era

lo justo: el corazón, débil e indiscreto a veces, salta a

través de ellas. ¡Tantos recuerdos! Encontré los más

esplendorosos paisajes y el cielo más profundo del

universo. Aunque era medio imposible subir por las calles

empinadas, pude darme cuenta de que el encanto de

nuestro pueblo también está en esas dificultades. Una

emoción irrepetible fue la que sentí al arribar a la Capilla

de Santa Lucía: escuché a La Pallasquinita, cuya voz venía

desde la casa de don Ireno (como la escuchábamos cuando

éramos niños, desde su “pick up”)). Una sucesión de

226

reencuentros y abrazos con nuestra gente, a la que con una

obsesión de orfandad me acercaba repetidamente, me hizo

sentir esa verdad innegable: el pallasquino es cálido,

cariñoso, hospitalario. Y alegre. Hemos bailado y hemos

visto bailar a nuestros paisanos en la luminaria: todos

confundidos o, mejor dicho, integrados (¡qué bacán,

caracho!) La Misa Central, del día 24, convocó a una

multitud reverente que colmó el Templo dedicado a San

Juan Bautista y caminó con él, en procesión, por las

principales calles de la ciudad. Lamentablemente no

encontré -aparte de “Los Huancas”, bella estampa

folclórica de Shindol- a los festejos (así los llamamos en

Pallasca) que antaño admiré: el Quishpe, los blanquil los,

los osos…Pero me emocionó ver, la noche anterior, a un

grupo de niños representando al Toro de trapo y sus

vaqueros, pastora, patrón y Vilches (agrupación que en

esta ocasión fue organizada por la profesora Paulina,

“Paulinasha”). A la hora del almuerzo central (no pude

acudir, porque ya resultaba imposible comer tanto) vi que

en la Plaza de Armas mucha, muchísima gente (casi todos

humildes), deambulaba, conversaba o comía helados

(pero, lástima, no los helados que antaño preparaban don

Diego Baltodano y don Rafa Acosta). Esto me hizo pensar

lo siguiente: ¿Si en adelante, en vez de que la gente vaya a

la casa del prioste, el prioste viniera a la Plaza, y con ollas

y platos allí se sirviera el almuerzo para todo el mundo?

Sería, verdaderamente, la apoteosis más hermosa de la

Fiesta. Todos compartirían. Y, estoy seguro, San Juan

Bautista sería el hombre más feliz en nuestro corazón.

227

Mientras tanto, yo debo decir –ahora y todos los días- que

me siento absolutamente feliz de haber nacido en Pallasca,

la bella, noble y libertaria tierra de los “chupabarros”,

Pallasquita linda, ¡linda por siempre!

228

229

CONTENIDO

1. EL DISTRITO DE PALLASCA 2. EL DISTRITO DE PALLASCA (EN POCAS

PALABRAS) 3. CULTURA DE PALLASCA: DE DIEGO MEJÍA A

SANTOS VILLA, UNA HISTORIA DE MATÁFORAS Y ACORDES

4. SUPLICIO DE ATAHUALPA: EL QUISHPE CÓNDOR, AUGUR Y PROTECTOR

5. ¿EL 12 DE NOVIEMBRE SERÍA EL ANIVERSARIO DE PALLASCA COMO

DISTRITO? 6. ¡HABLA, CHO!

7. CRÓNICAS EGOCENTRICAS 8. COMENZAR A ESCRIBIR

9. LA TÍA MATILDE Y LAS FIESTAS PATRIAS EN PALLASCA

10. LA DIFTERIA LLEGÓ A PALLASCA 11. UN ABUELO URA 12. NUESTRA CASA

13. EN SU TIENDA DE LA "CALLE GRANDE" 14. AQUEL VIAJE A CABANA CON EL PADRE

NICOLÁS 15. NUESTRO REGALO DE NAVIDAD

16. ¡ESE GOL, CARACHO! 17. HOY SÁBADO NO HE COMIDO MELOCOTONES

EN ALMÍBAR 18. AQUELLA ROSA ROJA

19. “…YA ME QUEDO SIN TI…” 20. ESTE GALLO DE MIÉRCOLES

21. DE PALIZAS Y HERENCIAS DE AMOR 22. TAL COMO SUENA

23. DESVELOS MATEMÁTICOS Y UNA RESURRECCIÓN ANUNCIADA

230

24. ¡A COMER, CABALLITO! 25. DON CAYO, HONRADEZ HASTA LA PARED DE

ENFRENTE 26. LA CÁNDIDA ADELITA 27. DE AGUA Y SALIVA… 28. MUNDO ENGAÑOSO

29. LA CONSHENSHA, LA CONSHENSHA 30. OTROS TEXTOS LITERARIOS

31. EL IDILIO DE DON DEMÓSTENES 32. LA NOBLE NOVELA DE UN NOVEL NOVELISTA

DE OCHENTA Y CINCO AÑO 33. EL ROSTRO Y LOS RASTROS DE ELVIA

34. VALLEJO, PALLASCA Y YO 35. PARA TRUSHCALIAR LAS PENAS

36. ALGUNOS PALLASQUINOS 37. FÉLIX ÁLVAREZ BRUN: UN ANCASHINO CON

MENTE UNIVERSAL 38. HISTORIA DE UN ECLIPSE 39. A MANERA DE EPÍLOGO

40. VOLVER A LA RAÍZ

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