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Sobre Pallasca, un pueblo en la serranía peruana. Textos escritos por Bernardo Rafael Álvarez, poeta y escritor peruano.
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1
Bernardo Rafael Álvarez
PALLASQUITA LINDA
(Algunos textos memoriosos sentimentalmente atados
a Pallasca, mi distrito)
6
“Pallasquita Linda”. Así llamaba nuestro recordado
paisano Moisés Huerta, fotógrafo en aquellas épocas de
las cámaras en blanco y negro, al pueblo donde nacimos:
Pallasca. A él, “don Moshe”, le debemos el título de esta
publicación.
Pallasquita Linda
_____________________________________
EDICIÓN VIRTUAL: enero del 2015
© Bernardo Rafael Álvarez
Hecho en el Perú / Made in Peru
11
CULTURA DE PALLASCA: DE DIEGO MEJÍA A
SANTOS VILLA, UNA HISTORIA DE
MATÁFORAS Y ACORDES1
Pallasca –lo escribí hace algún tiempo- es “un pueblito de
la sierra ancashina, bello, saludable y acogedor, por sus
paisajes infinitos, por su clima y por el calor imantado de
su gente, que es capaz de atraer al más distante de los
humanos, convirtiéndolo en huésped perpetuo de su
corazón”.
La historia
Su historia se remonta a los primeros tiempos de la
Conquista. Estudios serios indican que su nombre
provendría del cacique Apollacsa Vilca Yupanqui
Tuquiguarac, “indio noble que prestó importantes
servicios durante el paso de los primeros conquistadores”,
por lo que habría recibido escudo de armas, según señala
el historiador Félix Álvarez Brun, en su libro ANCASH,
una historia regional peruana2.
1 Publicado, en físico, el año 2007. 2 “Al César lo que es del César”: A la importante contribución del
historiador Álvarez Brun (quien ha escrito el más completo, riguroso
y bello libro sobre la historia de Ancash y, por ende, de Pallasca),
debemos sumar el aporte pionero del normalista conchucano Alonso
Paredes y el candoroso entusiasmo de nuestro paisano Manuelito
12
En Pallasca han ocurrido hechos que merecen ser
resaltados. En las aguas del Río Tablachaca (antes
Andamarca) fue arrojado el cadáver de Huáscar, el último
heredero legítimo del Imperio Incaico. En dos
oportunidades, a fines del siglo XVI, recibió la importante
visita de Toribio de Mogrovejo, entonces la más alta
dignidad de la Iglesia Católica en el Perú y después
proclamado santo, en diciembre de 1726. En la etapa de la
Independencia aportó su cuota de hombres y provisiones
para el Ejército Libertador. Cuando se produjo la invasión
chilena, puso de manifiesto su arrojo y patriotismo
negándose a cumplir las órdenes de los jefes militares
enemigos y, más bien, se enfrentó, en desigual batalla,
dando excepcional muestra de dignidad que le costó, como
heroico saldo, decenas de muertos y heridos.
Años antes de aquel conflicto fue visitada, en épocas
distintas, por dos importantes estudiosos europeos cuyos
testimonios fueron insertados en sendos libros que son
fuente obligada de consulta: Charles Wiener, autor de Peru
et Bolivie, y Antonio Raymondi, que escribió El
Departamento de Ancasch y sus riquezas minerales. El
francés Wiener, entre otras descripciones y alusiones, se
refiere al río Tablachaca y expresa que se trata de “uno de
Alvarado. Gracias a ellos pudo reconstruirse gran parte de nuestro
pasado histórico. Soslayarlos sería injusto.
13
los sitios más notables en la historia del Perú”, porque allí
“fue degollado cerca del puente por orden de su hermano
sublevado”, Huáscar el último inca legítimo. Raymondi
advierte que el distrito de Pallasca “es el más estenso (sic)
de todos los de la Provincia” e intuye, por algunas
evidencias encontradas, que debió haber sido importante
durante la dominación española; resalta la belleza del
panorama que se aprecia desde Santa Lucía donde, dice,
“hay una pequeña capilla”, y llega a conocer el subterráneo
(que nosotros cuando niños llamábamos “infiernillo”)
ubicado en una vivienda al frente del templo de San Juan
Bautista. Pero lo más significativo quizás sea el haberse
dado cuenta que, como en otros distritos (a diferencia de
Corongo, que entonces formaba parte de nuestra
provincia) en Pallasca solo se habla el idioma español, lo
cual, según su personal apreciación, hace que los
habitantes de estos pueblos sean más tratables y
cariñosos”. La ausencia del Quechua -que no tuvo tiempo
de arraigarse en los pueblos de nuestra Provincia (y que,
por cierto, deberíamos lamentar)- se debe a que –como
señalaron investigaciones lingüísticas ulteriores- el idioma
nativo en esta región fue, en realidad, el Culli que
prácticamente sucumbió ante la irrupción sucesiva de incas
y de españoles y del que solo han quedado desperdigadas
o “chapreadas” (que es como se dice en pallasquino)
algunas expresiones que son empleadas con frecuencia
(pienso ahora en la particular eufonía de los topónimos
Conshyam, Mushyuquino, Pocata, Shulgarape…)
14
La poesía
Si aceptamos que –tal como afirma el historiador Álvarez
Brun- Pallasca es la antigua Andamarca, aquel pueblo más
o menos cercano al río en que, sabemos, fue arrojado el
cuerpo sin vida de Huáscar, el último Inca legít imo,
entonces tendremos que admitir que la poesía pallasquina
comienza con el poeta sevillano Diego Mejía de Fernangil.
La segunda parte de su Parnaso Antártico, llamada
“Égloga Intitulada El Dios Pan…”, tiene, entre otros, estos
significativos versos:
“Aquí, señor don Diego, en Andamarca,
donde el Quisquis, y el gran Cilicochima
cortaron la cabeza a su monarca,
junto al arroyo do con vena opima
de rubicunda sangre dio a su vida
el sin ventura Guáscar fin y cima,
me hallo a la sazón que a su querida
Tetis inclina la jornada Apolo,
Dejando esta región oscurecida.”
Es decir, la poesía pallasquina (digo, aquella escrita en
Pallasca) tendría su registro histórico a partir del siglo
XVII. Pero para sustentar esta afirmación habría que darse
el menudo trabajo de recurrir a la Biblioteca de Paris que
15
es donde, tenemos entendido, se encuentra el texto
completo del largo poema, y además hacer un seguimiento
al itinerario biográfico de aquel medio desconocido vate.
Esto permitiría sumar argumentos a la tesis pulcra y
minuciosamente expuesta por Álvarez Brun, nuestro
laureado escritor.
Pero por ahora solo nos importa ocuparnos de otros poetas,
los creadores emblemáticos de Pallasca: Víctor H. Acosta
y Teófilo Porturas que, por cierto, merecen permanecer en
nuestra memoria, alimentando el lado noble de nuestro
orgullo. Olvidarlos sería injusto, oprobioso y ofensivo a la
dignidad.
La única vez que ví a don Víctor H. Acosta fue el día en
que lo conocí. Yo tenía doce años. Ocurrió cuando –como
lo he contado en una crónica- “alumnos y profesores de la
293, mi escuela, habíamos ido en “excursión” a la capital
de la provincia y allí, fastuosos, en una velada literario
musical hicimos una representación teatral en la que yo
aparecía como “Willac Umu”, usando como parte de la
indumentaria una capa probablemente del San Juan
Bautista de mi tierra”. Mi padre, el maestro Rafa, era mi
profesor y, por tanto, también fue de la partida. Yo siempre
“paraba –como se dice- pegado a él”. Y recuerdo que en la
Plaza de Armas de Cabana se produjo el encuentro: él y
Víctor H. Acosta. La bella Iglesia de Santiago el Apóstol,
mandada a construir creo que por el padre Ciro Palay,
imperturbable y blanca permanecía allí apuntando al cielo
16
en la esquina sur oriental. Y, claro, el niño zonzo -o sea yo-
también en el lugar, pero mirando al suelo. Bien peinado,
el poeta vestía un terno plomo a rayas correctamente
abotonado, y con corbata. Supe que le gustaba jugar billar
y que no confiaba en los tacos que se ofrecían en el
establecimiento a donde acudía a relajarse con sus amigos;
por eso prefería llevar el suyo, uno de color marfil que en
aquellos momentos portaba y se ufanaba en mostrar a mi
padre. Yo, por supuesto, ya sabía que se trataba de un poeta
porque tuve oportunidad de conocer su único libro,
Sentidas, que fuera publicado allá por el año 1929 cuando
su autor, según tengo entendido, aún era adolescente (por
lo menos eso es lo que se nota en la foto que aparece a la
vuelta de la portada). Lo que nunca llegué a saber era el
porqué de aquella “H” en su nombre (muchos años después
alguien llegó a decirme –naturalmente, sin haberlo podido
confirmar- que en realidad correspondía a su apellido
paterno, el que por alguna de esas misteriosas razones o
sinrazones que solo los poetas entienden, terminó
reduciéndose a la inconfundible sonoridad de esa letra a la
que le dicen muda). El librito, prologado por don Teófilo
Porturas (con quien compartió experiencias de aprendizaje
y creación en Trujillo, frecuentando en su adolescencia a
poetas y escritores del Grupo Norte, como Antenor
Orrego), fue impreso por la Imprenta Torres Zumarán del
jirón Sandia 111, y yo lo obtuve gracias a que mi amigo
Lucho Aparicio me lo regaló –después de haberlo
encontrado junto a un número indeterminado de otros
ejemplares, en el “terrado” de su vivienda- cuando
17
formábamos parte del Club Infantil “Los Inseparables”
(acerca del cual ofrezco publicar pronto una crónica, pues
tiene una significación altamente sensible en mi vida). Don
Víctor, el querido autor de Ave que muere, su poema más
conocido y celebrado especialmente por las damas
pallasquinas, nació en Pallasca, pero hasta sus últimos días
vivió en Cabana, donde nacieron sus hijos y quedó su
recuerdo.
Sentidas, el poemario de don Víctor, es un libro de formato
pequeño, diríamos “de bolsillo”. Está compuesto por
cuarenta y siete poemas bellos y bien escritos, que se
caracterizan por una extraordinaria riqueza expresiva,
además de musicalidad y ternura. En ellos se pone de
manifiesto poco discretamente la presencia de Rubén
Darío; es que el Modernismo había poblado el continente,
entonces. Pero también –como muy bien apunta Teófilo
Porturas en el prólogo- hay algo de Vallejo. Un poema
conmovedor es aquel titulado Yo nací para cantar, en el
que encontramos estos hermosos versos:
“Canté en las sombras de mi desventura
El recio golpe de mis amarguras;
Canté, porque he nacido
Para ser un Acosta dolorido.
Así fui lanzado al podridero
De esta vida mezclada de asperezas!
¡Y en tan crudo y horrendo podridero
18
siempre sigo cantando mis tristezas.”
Don Teófilo Porturas administraba una muy modesta
tiendita y nuestros padres cuando nos pedían que
hiciéramos alguna compra nos decían: "anda a la tienda del
poeta" y, créanlo, la eufonía de esta palabra nos conmovía
de veras. El espíritu de aquel hombre era vivaz. Su sueño
era que Pallasca elevara su nivel cultural. Y, en efecto,
procuró que ello ocurriera, y vio que a los niños y jóvenes
había que entregar las llaves del futuro, formando su
personalidad, enriqueciéndola. El camino, probablemente
difícil, había que recorrerlo con un instrumento sin duda
eficaz: la lectura. Por ello es que, junto a un grupo de trece
pallasquinos (todos, como él, humildes) hizo todo cuanto
le fue posible para dar el paso decisivo, irreversib le,
trascendental: fundar la Biblioteca Pública de Pallasca.
Ansiosos y esperanzados, recurrieron a un paisano que
hacía mucho años había partido a otra provincia, don
Manuel Herminio Cisneros Zavaleta; él les ofreció y dio
su apoyo: los libros de su colección privada los transfir ió,
en donación, a favor de su pueblo natal, y como
reconocimiento a su calidad profesional de periodista y en
gratitud por su alma noble y bondadosa, los entusiastas
gestores de la obra decidieron darle su nombre a la
Biblioteca que en esos momentos (1º de Mayo de 1957)
nacía y que por un considerable número de años, domingo
a domingo, abriría sus puertas para congregarnos a los
niños y adolescentes de entonces, en un inolvidable ritual
19
que nos hizo felices. Curiosos, ávidos, inquisidores,
leíamos y leíamos, desde El Tesoro del Juventud hasta
Cumbres borrascosas, de La vuelta al mundo en 80 días a
El mundo es ancho y ajeno...Pulcramente vestido, con la
cabellera más o menos larga peinada hacia atrás y con un
brillo de gozo en los ojos, nos atendía, solícito, el fundador
de aquel medio discreto templo de la cultura. Don Teófilo
Porturas, poeta, publicó un solo libro cuyo más celebrado
poema fue siempre Jardinera del silencio en el que decía:
“Eres una compañía de recuerdos/ para mi pobre vida…”;
“¿A dónde iré con mi manojo de locuras,/ en los ojos
tórridos,/ aquí donde se renueva mi alma/ del retazo que
tengo todavía de amarguras?”. Razones, probablemente
económicas, hicieron que sus poemas que desde muchos
años antes habían aparecido sueltos en algunas revistas y
periódicos, recién en 1967 conformaran un volumen al que
don Teófilo llamó Latidos; poemario cuyos versos –al
decir del cusqueño José Gabriel Cosio- son “de melanco lía
y tristeza, de angustia y de desesperanza, con un sí que es
no de agridulce”; y presentan también una poco habitual
audacia creativa en el aspecto formal, insinuándose algo de
Oquendo de Amat, por ejemplo, en versos como los que
siguen:
“Mañana me bañaré en tus lagos
en mi infancia te he mirado a ti
tus tardes avanzan a suicidarse
en los maizales
20
lentamente.”
Conformado por treinta y ocho poemas, Latidos fue
impreso por don Jesús Aguilar Segura, el honrado, solícito
y diligente secretario de la Municipalidad Distrital, en la
pequeñísima Imprenta del Concejo. Los niños de entonces,
lo recibimos con alborozo y fue don Moisés Porras,
Director del Colegio San Juan Bautista, quien nos dio las
claves para comprenderlo. Así fue como pudimos,
tempranamente, degustar el sabor asaz extraño de sus
metáforas y descubrir en su novedoso ritmo algo así como
la música de Pallasca compuesta, claro está, sin solfas ni
acordes estridentes.
La música
Cierto, no son acordes estridentes los que hallamos en la
música pallasquina. Y para hablar de ella debemos
necesariamente referirnos a cinco nombres (como las
líneas del pentagrama). Nombres de personas que
contribuyeron con un aporte valioso: hacer que nuestra
sensibilidad, a veces proclive a lo foráneo, se identificara
con las manifestaciones artísticas nacidas en nuestros
pueblos andinos. Su influjo, naturalmente, se sumó al que
ejercieron nuestros padres y, por cierto, al que brotó de la
belleza de nuestros paisajes, de lo glorioso de nuestro
pasado y de la calidad espiritual de nuestra gente, la buena
gente de Pallasca y sus costumbres (dos de las cuales,
21
insustituibles, son el Toro de trapo con el pum, pum de la
caja y la medio afónica melodía del pífano, y las Quiyayas,
“telúricas y magnéticas” como habría dicho el inmenso
César Vallejo). Estos nombres son: Pedro Gutiérrez, Ireno
Aguilar, Julián Rubiños, Juana Díaz e Isabel Miranda.
Don Pedro Gutiérrez, “El Conshyamino”, nuestro
folclorista invidente, cuando lo conocimos solía ubicarse
en una de las bancas de la Plaza de Armas (casi siempre en
la que da hacia la iglesia). Con un seseo muy particular,
secundado por el acompañamiento jadeante de “su
acordeón o concertina”, protegido por su poncho y
sombrero, rodeado por los chiquillos del pueblo y –cómo
no- vigilado por la “Repolla”, su mujer, entonaba huaynos
y guarachas: “En el cielo las estrellas”, “Mi cafetal”...y “La
piedra de mal rodar”, su canción emblemática3. No faltaba
-como en todas partes- algún mozalbete zamarro que –
candorosamente perverso- le jugara una broma pesada,
como presionar una tecla de su instrumento, alterando, así,
la ejecución del tema musical; don Pedro se enfadaba por
un instante, soltaba sin mucha convicción un carajo, pero
inmediatamente sonreía y continuaba con la música.
Nosotros nos alegrábamos con su alegría y nos
conmovíamos con su emoción. La destreza que
demostraba al hacer brotar las notas de su muy humilde
3 “Ojalá nayde vuelva a caer / en esa piedra de mal rodar. / Y si otro
día la vuelvo a hallar / de Mushyuquino la voy a botar…”
22
instrumento, era la misma cuando confeccionaba las
proverbiales “andaritas” (especie de flautas de pan hechas
con cañas de carrizo), perfectamente afinadas como para
pergeñar, en las noches de luna llena, las melodías
inolvidables del “Zorro negro”; o para que Julio y
“Shantel” -dos de sus principales usuarios- pudieran
familiarizarse con la nobleza del arte órfico (su padre -
nunca olvidado, especialmente por su cálido y generoso
corazón-, don Santiago Zanelly, era, probablemente, el
más entusiasta “cliente” de don Pedro). Durante las
primeras décadas del Siglo XX, sabemos que la animación
musical de las fiestas familiares del pueblo, más que la
Victrola, corría a cargo de El Conshyamino. La aparición
del retumbante “Pick up” prácticamente desplazó a ambos.
La Victrola se convirtió en pieza ornamental o de museo y
don Pedrito, tal vez invadido por una honda tristeza pero
jamás deprimido, trasladó su centro protagónico a la Plaza,
mas nunca se alejó de los corazones. Más que un personaje,
llegó a ser un símbolo. Los pallasquinos lo guardamos en
nuestra memoria y sabemos que él y don Víctor Alvarado,
don Pancho Nina, don Lorenzo Paredes...forman parte de
la identidad espiritual de nuestro pueblo. Hablar de
Pallasca es no olvidarse de ellos, tanto como de El Chonta,
de Tambamba, de Santa Lucía; de la “293” y sus
entrañables “maestros”; del Toro de trapo, de las
“luminarias” y del grog…A nosotros, por lo menos a
nosotros, cuando niños, don Pedro Gutierrez nos dio una
lección imborrable –como todas aquellas que se dan sin
23
palabras, que se dan con el ejemplo: amen lo nuestro con
todo el corazón.
Y el “pick up”, ese medio perverso personaje sin alma que
a don Pedrito le mermó protagonismo, significó, valgan
verdades, una importante contribución para que aquello de
lo que estamos hablando se fortaleciese: la pasión por lo
nuestro. Gracias a él más gente pudo acercarse a los ritmos
y melodías del ande peruano (y, cómo no, también a los
valses, las polcas, las guarachas, el mambo...). En las
fiestas familiares y los “bailes sociales” se hacía presente
a primera hora junto a las pesadas baterías o acumuladores.
La Pastorita Huaracina (“La Soledad”, “Penitenciaría de
Lima”, “A los filos de un cuchillo”, “Zorro, zorro”...) y el
Jilguero del Huascarán (“Capitalina”, “Marujita”, “Al
compás de mi guitarra”, “Cóndor Cerro”...) fueron una
suerte de alimento espiritual precisamente en esa etapa en
que todo se asimila: los primeros cinco u ocho años de la
vida. ¿Quién nos los hacía escuchar casi cotidianamente?
Ya lo adivinaron: don Ireno Aguilar. Desde su casa
ubicada en la parte alta del pueblo, aún con discos de
carbón, el “pick up” (probablemente el primero que llegó
a Pallasca) hacía que nuestras mañanas o tardes,
normalmente monótonas como en todo pueblo pequeño de
la sierra peruana, tuvieran como aliño aquel almíbar que
nunca empalagaba: los huaynos, las chuscadas, los
chimayches...Por ello, don Ireno (el del molino de piedra
con su “tararác” y su cárcamo y quién sabe con su
“duende”) tiene un lugar preferente en nuestra memoria, la
24
memoria del pueblo, porque -hay que reconocerlo sin
mezquindad- su existencia fue, musicalmente, nutric ia.
Como nutricia es, también, la de otro hombre que aparece
nítidamente en la historia musical de Pallasca. El
compositor y director de un conjunto musical (“Los
mensajeros del Chonta”), una de cuyas canciones hizo
abrir los ojos y la conciencia de muchos: “Señor
Diputado”. Nos referimos, a quién más va a ser, a Julián
Rubiños. La letra de ese tema (contestario, de protesta,
turbulento) correspondía en verdad al sentir de un pueblo
postergado por muchísimo tiempo; ponía en el tapete y la
atención pública una necesidad y una esperanza: que
Pallasca saliese del aislamiento para conectarse con los
pueblos y ciudades más desarrollados. La exigencia era
específica: queremos carretera. Pero también –
recuérdenlo- reclamaba que quienes reciben el voto
popular sepan ser dignos de él. Es decir, don Julián no
solamente vio en el arte musical un medio para promover
el entretenimiento, el gozo, sino una tribuna de denuncia y
demanda. Es, lo decimos categóricamente, el compositor
pallasquino por excelencia. El mismo cantaba sus
canciones y dirigía a los integrantes del grupo de
instrumentistas que lo acompañaban (“marco musical”, le
dicen ahora). Don Julián tiene aún, gracias a Dios, el
talento y el entusiasmo vívidos y fecundos, y podemos
esperar más de él.
Pero no solo él puso la voz a sus composiciones. También
una simpática jovencita (ahora respetable y hacendosa ama
25
de casa, desde hace muchos años con residencia en Norte
América) nacida en el distrito de Santa Rosa, Juana Díaz.
Y es precisamente ella la que llevó al acetato el huayno al
que nos hemos referido. Y ella es quien contribuyó
grandemente a que Pallasca fuera conocida. Desde los
coliseos (en boga hace varios lustros) y la radio, su voz
repetía con orgullo y emoción el nombre de nuestro
pueblo. Estamos hablando de la artista representativa de
nuestra provincia, aquella que cantaba versos sentidos
como estos: “En las pampas de Zarumilla hay un cadáver
de quien será, seguramente de un pallasquino...”. Sí, pues:
a ella le debemos mucho, pero –es lamentable que sea así-
la hemos soslayado injustamente. Recordamos que alguna
vez (fue en 1965, sin temor a equivocarnos) ella, con Julián
Rubiños, “El cholo sufrido” y “Susanita ancashina”
llegaron a nuestro pueblo y programaron una presentación
en la 293, nuestra Escuela (esa que la modernidad ha tirado
por los suelos); la respuesta fue adversa y nosotros,
entonces aún en la infancia, sentimos dolor y
experimentamos eso que hoy se llama vergüenza ajena.
Estamos hablando, señores, de “La pallasquinita”. Ella y
nuestro compositor Julián Rubiños merecen el homenaje y
desagravio que Pallasca les debe por gratitud y justicia.
De Isabel Miranda hemos dejado de escuchar (su padre fue
-lo conocimos- don Santiago Miranda; ¿se acuerdan de
él?). En los años 60 grabó un disco (probablemente otros
más, no lo sabemos), en el que –como está escrito en otra
parte- se dibujaba musicalmente a Pallasca y su fiesta
26
patronal, la Fiesta de San Juan Bautista. Un segmento de
aquel tema musical decía: “Toque, toque don Pedrito su
acordeón o concertina, para bailar por la Calle Grande con
mi linda pallasquina...” Un tema hermoso, de auténtica
creación -no como otros- según pudimos advertir, y muy
bien cantado, que debiera merecer reiteradas reediciones y,
sobre todo, ser difundido intensamente entre todos los
pallasquinos, porque es como un himno que alimenta el
orgullo y el cariño por la tierra que nos vio nacer y por su
gente.
Concluyamos. Sin olvidar lo que significó don Alonso
Paredes, maestro que cultivó y estimuló en los niños la
simpatía por los valores del rico y altivo pasado de nuestra
patria y considerando el aporte conmovedor de nuestros
chirocos -Eleodoro Valdez y sus hijos, entre otros-, la
aleccionadora aunque fugaz vida de la Estudiantina de la
293 y el entusiasmo de maestros como don Elio Machado
(¿recuerdan las “veladas literario-musicales”?), ellos
(Pedro Gutiérrez, Ireno Aguilar, Julián Rubiños, Juana
Díaz e Isabel Miranda) constituyen el pilar sobre el cual la
música folclórica de Pallasca se sustenta. Después de ellos
han venido y seguirán llegando nuevos y muy buenos
valores, no tenemos por qué dudarlo. Santos Villa
Laureano es uno y creemos que de los mejores (importante
es también la labor de difusión que hace a través de una
emisora de la Capital). Hay que agradecer que sea así, pero
estimulémosles sin reservas y con alegría. Porque, ¿saben
una cosa?, el arte nos hace mucho bien, alimenta los
27
buenos sentimientos y robustece la dignidad de los
pueblos.
Coda
Lo dicho hasta aquí pretende tres cosas: primero, afirmar
que la gente humilde ha sido siempre, como en casi todos
los pueblos, la forjadora de nuestra identidad espiritual; en
segundo lugar, ser una suerte de suplemento nutricional de
la memoria: recordar, señores, enriquece y honra, y, en
tercer lugar, insinuar una exigencia: sintámonos orgullosos
de ser pallasquinos. Es, además, un trazo inseguro, un
apunte precario, incompleto, de lo que debería ser la
acuarela que retrate a Pallasca, Pallasquita linda (como la
llamaba don “Moshe” Huerta), la tierra de los chupabarros;
aquella que está a muchos kilómetros de distancia de mis
ojos pero que, sin embargo, siento que palpita
cotidianamente en mi corazón.
28
SUPLICIO DE ATAHUALPA: EL QUISHPE
CÓNDOR, AUGUR Y PROTECTOR4
Dedicado al profesor
Elio Machado Paredes,
con especial afecto
Diversas son las explicaciones que se han ensayado acerca
de esta frase que escribió César Vallejo: “Me friegan los
cóndores”. Aunque no falta quien la asocia a una suerte de
mal disimulado desprecio por el pasado inca
(interpretación descabellada, naturalmente), yo puedo
afirmar con plena seguridad que nada tiene que ver con el
ave andina, símbolo del Imperio Quechua, sino –tal vez-
con la falta de humildad de algunas personas. Y, claro,
mucho menos con el Quishpe Cóndor, ya que este
personaje pintoresco del folclor de Santiago de Chuco -
tierra del poeta- no es rechazo lo que inspira sino más bien
admiración. Y nosotros, los de Pallasca, sabemos bien de
esto porque lo conocemos y porque es nuestro también. Y
de Llapo, Tauca y Conchucos. Y de Pomabamba.
Mientras que en Santiago de Chuco lo hace durante las
celebraciones por el Apóstol Santiago, en julio, en Pallasca
es durante la festividad por Juan el Bautista, nuestro Santo
4 Texto aparecido inicialmente en el Programa de la Festividad de
San Juan Bautista de Pallasca, el año 2012.
29
Patrón, que aparece en escena, y no precisamente para
rendirle pleitesía al profeta bíblico (aunque, claro, ante él
también se muestra respetuoso), sino para ejercer un papel
importante (insustituible e imprescindible, dice Ireno
Aguilar, quien nos ha ayudado a recuperar algunos detalles
traspapelados en la memoria) en la representación teatral,
a campo abierto, que el veinticuatro de junio –que es
también día del Inti Raymi, en el Cusco- se hace de uno de
los momentos más graves y significativos de la historia
nuestra: el arribo de los conquistadores españoles tras el
ocaso del Imperio Incaico.
Debido a la carencia de idónea fuente documental, nos es
imposible precisar la edad histórica de esta estampa
(“festejo” la llamamos en Pallasca). Pero al menos en
cuanto se refiere al Quishpe Cóndor podemos asegurar
que sobrepasa de los ciento setenta años. En junio de 1842,
un viajero y comerciante alemán, Heinrich Witt, estuvo en
Pallasca y fue testigo vivencial de la peculiar danza que
aquella suerte de “centauro alado” (mitad hombre y mitad
ave), desarrollaba por las calles pallasquinas. Y el
testimonio que dejó es la más lejana referencia escrita a
que hemos tenido acceso. Witt, que vivió en el Perú por
más de sesenta años, escribió un minucioso diario en que
hizo puntuales y explícitos relatos y comentarios sobre los
lugares, personas y costumbres que llegó a conocer. Y allí,
en ese diario, encontramos la referencia que hace
del Quishpe Cóndor: “…había cinco hombres que corrían
arriba y abajo por diversas calles”, cuenta y señala que
30
nadie conoce “el verdadero significado de esta acción”.
Enseguida describe la indumentaria del personaje
principal: “… llevaba un vestido de mujer y una enagua,
una pequeña gorra roja en la cabeza, un plumaje de aves
amarrado a la espalda y un pañuelo en cada mano” y de los
demás dice que “vestían pantalones cortos de color azul y
ponchos del mismo color y gorros en punta”, y precisa que
“un cuarto llevaba un largo látigo y el quinto tocaba el
tambor”. Las características que el viajero describe son,
como podemos advertir, distintas de las que nosotros
conocemos.
Ignoramos los aspectos formales de la danza
(desplazamientos de actores, desarrollo escénico, etc.) que
vio el europeo, y si coincidían en alguna forma con lo que
en la actualidad suele ponerse de manifiesto. Y tampoco
podemos afirmar si, como ahora, entonces formaba parte
del montaje teatral alusivo al suplicio de Atahualpa, y si
este montaje se realizaba también en aquella época durante
las festividades por San Juan Bautista. Pero no cabe duda
de que si eso se hacía, el libreto empleado como guía para
los diálogos y monólogos no era el mismo de ahora pues,
según tenemos entendido, este, el actual, habría sido
redactado (o por lo menos adaptado) por don Alonso
Paredes (maestro conchucano que cumplió importante
labor cultural, docente y de investigación histórica en
Pallasca) allá por los años de 1930.
31
Quien, después de Witt, también conoció Pallasca fue
Antonio Raimondi; sin embargo, en su Libro ANCASHS y
sus riquezas minerales, publicado en 1873, al hablar de
nuestro distrito hace descripciones de distinta índole (por
ejemplo esta, sobre aquel conducto al que nosotros
llamábamos “infiernillo”: “Una casa situada en la plaza,
enfrente de la iglesia, tiene un subterráneo, el que no se
sabe para que haya servido.”), pero ninguna referida a
temas festivos o costumbristas y mucho menos a lo que
pudiera haber sido la representación del “Suplicio de
Atahualpa”. Creemos, en cambio, que Charles Wiener
(que recorrió el país entre 1875 y 1876), autor de Pérou et
Bolivie (1880) y que también estuvo en Pallasca, sí pudo
tal vez haber sido testigo de aquella dramatización -claro,
si es que los pallasquinos de entonces la pusieron en
escena-. Sin embargo, Wiener no cuenta nada al respecto.
Aparentemente llegó a Pallasca durante las celebraciones
patronales, ya que en su libro refiere que encontró una
festividad en que se presentaban los “huancos, danzas
populares que había visto en la costa” y que “se llaman
aquí mojiganga”. Sincero o imprudente, el viajero europeo
no oculta su antipatía por esta danza: “No son menos
infantiles, monótonos y en suma poco agradables”. Pero es
interesante lo que afirma sobre la evocación que entonces
se hacía en la zona respecto de Huáscar, el Inca “degollado
cerca del puente” de Tablachaca: “Los indios conservan
recuerdo del asesinato de su rey, y al pasar por estos
parajes hacen doce veces el signo de la cruz”.
32
Hoy nuestros pobladores ya no hacen lo mismo; ahora el
recuerdo del infausto pasado se hace a través de un recurso
más creativo y libre: el teatro. Y en esta representación,
que se hace en la Plaza de Armas, se presenta el personaje
al que mencionamos al principio: el Quishpe Cóndor (o
simplemente Quishpe, que es como se le llama en nuestro
pueblo). Aparece aquí como una suerte de mensajero de
los dioses y –realmente poderoso- tiene la capacidad de
ver más allá de lo evidente y de anunciar lo que ha de
sobrevenir. El drama –“El suplicio de Atahualpa”- es una
muy sintética y coherente visión, como ya lo dijimos, de
lo que ocurrió en el primer episodio de la Conquista y de
lo que aconteció al final del Imperio Incaico, que, como
sabemos, no se debió únicamente a la presencia imposit iva
de gente extranjera, con armas extrañas y caballos, sino a
que la poderosa organización política y social que ellos
encontraron ya estaba en decadencia siendo expresión
definitiva de esto la disputa por el trono protagonizada por
dos hermanos descendientes de un monarca que solo
encontraron un aciago final. La escenificación de esta
lucha se produce a partir de un acto muy significativo: el
gesto de decencia y respeto entre los contrincantes.
Primero participan de lo que llamamos una “fiambrada”,
en que ambos grupos rivales intercambian presentes de
buena voluntad y -todos en verdadera armonía- disfrutan
de los manjares más espléndidos. Luego -cada uno en una
esquina (la de la Iglesia y la del “Shinde Lolo”)- empieza
la pelea verbal: retos, advertencias, amenazas, de ambas
partes. Grupos de coyas, las mujeres mayores, cantan, y las
33
doncellas bailan. Poco a poco los grupos van acercándose,
decididos a dar la batalla y a ganar; tanto Huáscar como
Atahualpa, blanden, optimistas, sendas hachas de guerra;
llegan a la esquina de la Municipalidad. Aquí Huáscar
sufre su primera caída, y Atahualpa, ufano, le exige la
rendición. Pero la pelea continúa. Se dirigen, inagotab les,
belicosos e indoblegables, hacia la otra esquina –la del
“Shinde Lolo” y luego a la otra, la de “Pancho Nina”. En
esta, también conocida como la del Chorro, se produce la
caída final de Huáscar. Es como si se hubiese cerrado el
telón para dar paso a una visión imaginaria de los
acontecimientos posteriores: muerto el legítimo heredero
del trono, su cadáver es arrojado al Andamarca, que es el
mismo Tablachaca, río que corre entre Pallasca y Santiago
de Chuco. El Quishpe Cóndor, que hasta ese momento se
había comportado como un mensajero de buena fe y de
reconciliación entre los hermanos, ahora cumple el terrible
papel de “profeta de la fatalidad” y anuncia la llegada de
gente extraña, muy extraña, que ha venido a cambiar
radicalmente las cosas y que, como paso indispensab le
habrá de capturar y dar muerte al inca fratricida que acaba
de entronizarse. Pero el Quishpe Cóndor no solo es un
augur, sino un protector. Tratará a como dé lugar de
impedir que el presagio se cumpla y, correrá a las cuatro
esquinas para obstaculizar el ingreso de los “realistas”, es
decir los conquistadores, que sobre briosos corceles
intentan aproximarse a donde está el monarca andino. Tras
cuatro intentos frustrados, los españoles cambian de
estrategia y logran, finalmente, su cometido. Ingresa, en
34
primer el lugar, el “abanderado”, por la esquina de la
Iglesia y enseguida logra facilitar el ingreso de los demás.
Se acercan al Inca y lo primero que hacen es invitarlo a una
reunión. Las mujeres que acompañan al monarca bailan
incansablemente. Amable o ingenuo, el Inca invita chicha
a los extranjeros. Un rato después devuelve la visita; los
españoles están en la esquina del Chorro. Aquí la situación
se pone tensa. El cura Valverde le entrega una Biblia y al
producirse lo que ya sabemos (el rechazo del Inca), el
religioso exclama insinuando abiertamente la necesidad
del ataque y la captura. El Inca es sometido a juicio
sumarísimo; lo condenan a muerte. Las mujeres más
cercanas a él, desesperadas, se suicidan. El Quishpe
Cóndor, que ha ido sucesivamente cambiando de
indumentaria, ahora viste de negro. El Inca canta
un jarawi de despedida. La sangre es literalmente
derramada, corre a raudales (claro, no es sangre de verdad,
sino aloja o chicha morada fermentada, que es arrojada
desde el escenario especialmente acondicionado en el
centro de la plaza). Lo que viene tras este desenlace es un
epílogo inesperado pero explicable: todos bailan,
conquistados y conquistadores, sin que esto signifique, por
un lado, celebración de la derrota o, por el otro,
exacerbación del triunfalismo. Es, simplemente, la
aceptación de una verdad histórica: lo que ocurrió en
Cajamarca, más allá del oprobio que fue su marca,
significó el encuentro de dos razas y dos culturas, y aunque
muchos crean que es reprobable, podríamos decir que
Pizarro e Isabel Huaylas Ñusta son los que procrearon
35
nuestra estirpe, y en lugar de abjurar de ella, deberíamos
procurar ser dignos de su herencia.
No hemos olvidado a los buenos pallasquinos que
representaban a los diversos personajes –nativos unos y
advenedizos, otros- de la escenificación. Entre ellos, por
ejemplo, estaban, como “realistas” –en épocas diferentes,
por cierto- don Ireno Aguilar y don Ireno Valverde. Pero
aquí queremos evocar a alguien especial: Don Manuel
Alvarado, quien, durante muchos años, fue el encargado
de encarnar al decisivo personaje religioso de la
Conquista, el cura Valverde. Don Manuel (don Manuelito,
para decirlo con más propiedad y afecto) era un hombre
de mediana estatura, rostro más o menos redondo y
de hablar ligero pero cauteloso. La particular idad
excepcional que mostraba y que pocos quizás pudieron
haber advertido, fue que –siendo de origen humilde- tenía
una vehemente preocupación por la lectura y por escarbar
y conocer el pasado del pueblo. Fue –salvo error u
omisión- el primero en enterarse de la descendencia
de Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquihuarac (aquel “indio
noble que prestó importantes servicios durante el paso de
los primeros conquistadores”, según nuestro historiador
Félix Álvarez Brun). ¿Cómo pudo haberlo sabido? Pues
don Alonso Paredes lo contó alguna vez por escrito. Joven
aún, don Manuel, “amante de la observación” logró salvar
del fuego un fajo de papeles que contenía “los títulos de
nobleza incaica de don Eusebio de la Cruz, infatigab le
defensor de su comunidad”, documento este -
36
conjuntamente con otros- sobre el que “descansa la
historia altiva del pueblo de Pallasca”, enfatizaba don
Alonso.
Y es él, don Alonso, a quien debemos recordar también,
porque fue quien ayudó a darle forma artística y rigor
histórico a la representación teatral que venimos
comentando: el “Suplicio de Atahualpa. Él fue uno de los
profesores, o maestros, en verdad, que más huella dejó en
varias generaciones pallasquinas. Nació en Conchucos
pero su amor por Pallasca fue intenso, y es que,
probablemente, allí encontró las más valiosas
oportunidades para desarrollar lo que más le gustaba:
enseñar y escarbar minuciosamente en el pasado rico de
nuestro pueblo; fue, empíricamente, un historiador, un
arqueólogo y un folclorista nato. Y no solo por el simple
prurito de de investigar y darse el íntimo regocijo de saber,
sino especialmente por querer transmitir sus
conocimientos. Fue el pionero en las investigaciones
referidas a nuestro pasado histórico. Dictó clases en la
otrora Escuela Prevocacional 293. A los alumnos, poco
antes de que empezaran las clases –recuerda Álvarez Brun,
uno de sus más aprovechados discípulos-, "ritualmente nos
hacía formar para entonar canciones escolares: "Himno Al
Sol", "Indio", "Vicuñita", o también para escuchar
"Vírgenes del Sol, "El Cóndor Pasa", etc." Un maestro
que, sin ninguna duda, debió haberse emocionado
sobremanera al ver los espectaculares desplazamientos
del Quishpe Cóndor, hombre-ave o ave humana, que
37
protege pero no somete y que representa la conjunción
armónica entre humanidad y naturaleza.
Tal vez, si no hubiese tenido un propósito digamos
humorístico, Vallejo habría dicho otra cosa en el
poema Telúrica y Magnética, en lugar de “Me
friegan…”; probablemente esto: “Me bendicen los
cóndores”. Más aún si es que, por ejemplo, hubiese
querido rendir un homenaje al Quishpe Cóndor, que, en
Pallasca, como en Santiago de Chuco, es representado por
un varón que lleva un penacho de plumas en la cabeza y
agita pañuelos blancos hacia sus costados como alas y va
danzando cadenciosamente en un pie al son de una caja o
tinya, acompañado por un “brujo” que parece efectuar
misteriosas maquinaciones con un palo y una
naranja. Porque –ya lo dijimos- el Quishpe Cóndor es
humano y es ave: la perfecta conjunción de realidad y
sueño, de caminata y vuelo, de arraigo y libertad.Los
pallasquinos no hablamos de bendiciones, pero, igual que
los paisanos de nuestro inmenso poeta, admiramos
al Quishpe Cóndor con especial fruición y respeto. Y así
como manifestamos simpatía, legítima y justa, por nuestro
pasado inca, también veneramos, solemnes, la tradición
católica de amor a San Juan el Bautista, venida desde
España. Lo mismo –reconocimiento por nuestro pasado
andino y occidental- hace la buena gente de Llapo, de
Tauca, de Conchucos y de Pomabamba. “¡Sierra de mi
Perú, Perú del mundo, / y Perú al pie del orbe; yo me
38
adhiero!”, escribió Vallejo también en ese bello poema. Y
nosotros, casi paisanos de poeta de Trilce, lo seguimos.
28 de abril de 2012
39
¿EL 12 DE NOVIEMBRE SERÍA EL
ANIVERSARIO DEL DISTRITO DE PALLASCA?
1.
El Decreto del 2 de enero de 1857 es considerado hasta
ahora como la referencia (única con que se cuenta) acerca
de lo que sería la creación del mayor número de distritos
peruanos, incluido Pallasca. Así, por lo demás, aparece
admitido en el minucioso y prácticamente completo Libro
que Carmen Lozada publicó el año 2000 (Perú:
Demarcación Territorial. Fondo Editorial del Congreso del
Perú). Debemos indicar, sin embargo, que la norma legal
referida no dice textualmente que con ella se crea distrito
alguno. Lo que hace el decreto firmado por Ramón Castilla
es crear las primeras municipalidades en el Perú (que,
como señala en su único Considerando, fueron
"establecidas por la Constitución"), y lo hace con el
propósito de formar el "Registro Cívico base fundamenta l
de las elecciones populares, y para satisfacer las
necesidades locales de la administración pública". Y,
según puede desprenderse de su lectura, aparentemente,
los distritos ya estaban creados al momento de su
promulgación.
En el caso de Pallasca se da lo que señalamos a
continuación. En primer lugar, la Provincia es nombrada
entonces no como la conocemos ahora sino como
Conchucos, con ocho distritos (Sihuas, Piscobamba,
40
Pomabamba, Pallasca, Cabana, Tauca, Llapo y Corongo).
Nuestro Distrito (así aparece en el decreto: como Distrito
y no como pueblo o parroquia, o con otra denominac ión
política) figura con ocho Municipales, que son los
miembros de la Municipalidad.
Debemos entender, en consecuencia -lo repetimos-, que, a
pesar de la aceptación más o menos generalizada, los
distritos no fueron creados por el decreto de Castilla, dado
el 2 de enero de 1857; estos -el distrito de Pallasca
incluido- debieron haber sido creados antes, tal vez
muchísimo antes. Sabemos -gracias a que hemos tenido
acceso a un documento (emitido por autoridad legítima)
facilitado por nuestro amigo Ireno Aguilar- que, en el caso
de Pallasca, esto fue así porque en 1849 (año de ese
documento) ya era designado como Distrito.
Carecemos de fuente documental que nos permita
establecer con precisión y fehacientemente cuando y con
qué norma fue creado como tal, pero si fuera dable afirmar
que los distritos, todos o casi todos, fueron creados por el
solo mandato de la Constitución Política, entonces
podríamos señalar tal vez enfáticamente lo siguiente: que
el Distrito de Pallasca habría aparecido como tal ya en
1823, año en que se dio la primera Constitución de la
República. Decimos esto porque en su Artículo 7º,
establece que el territorio nacional "Se divide (...) en
departamentos, los departamentos en provincias, las
provincias en distritos y los distritos en parroquias." Bajo
41
tal consideración, no resultaría, pues, descabellado pensar
que uno de esos distritos pudiera haber sido el nuestro; es
decir, que el año 1823, aparentemente, se habría creado el
Distrito de Pallasca. Y, siendo así, la celebración de su
aniversario, por consiguiente, tendría que hacerse los días
12 de noviembre de cada año, porque corresponde a la
fecha en que se dio la referida Constitución Política.
2.
Sin embargo, es necesario tener en cuenta una cosa: la
Constitución de 1823, aprobada por el Primer Congreso
Constituyente del Perú, y promulgada por el presidente
José Bernardo de Tagle (más conocido como Marqués de
Torre Tagle), prácticamente perdió vigor apenas fue
promulgada. La azarosa y tensa situación vivida entonces,
cuando aún no se había dado la batalla final para asegurar,
irreversiblemente, la Independencia, no le fue favorable a
dicha Constitución. El propio Congreso dispuso que se
suspendiera su ejecución o puesta en práctica dado lo
incompatible que resultaba con el ejercicio dictatorial de
gobierno para el que Simón Bolívar ya había sido
autorizado el 2 de setiembre de aquel año, como "suprema
autoridad”. Solo cuando el régimen del venezolano
universal acabó, pudo recuperar su vigencia; esto ya en
1827.
La “Constitución vitalicia”, que es como se llamó a la que
fue promulgada durante el mandato de Bolívar (en julio de
42
1826) excluyó de la demarcación territorial la
denominación de distritos dada anteriormente a las
circunscripciones cuyo gobierno, según el artículo 124º de
la primera norma constitucional de la República,
correspondía a los gobernadores. Esta vez la división
política consideraba departamentos, provincias y
cantones. Se indicaba, asimismo, que la “división más
conveniente” del territorio nacional debía hacerse
mediante ley, y se disponía que “otra fijará sus limites de
acuerdo con los Estados limítrofes”.
Un hecho importante que es conveniente resaltar es que
Bolívar en junio de 1825 había convocado a un Congreso
General para el 1º de febrero del año siguiente, a fin de que
por primera vez se procediese a la realización de “las
primeras elecciones parroquiales, y seguidamente las que
corresponde para el nombramiento de diputados a
Congreso y diputados departamentales”. Es esta
disposición la que es considerada como la partida de
nacimiento de las provincias en el Perú, habida cuenta que,
al dárseles a sus pobladores el derecho político de sufragio
e institucionalización a sus autoridades, se les otorgaba en
realidad a las respectivas jurisdicciones la legít ima
categoría que les correspondía; porque, como hay que
entender, una provincia no solo es un área geográfica con
pobladores o una simple denominación, sino, repetimos,
una jurisdicción, es decir un territorio con gobierno, con
autoridades.
43
Bien, en marzo de 1828, casi dos años después de haberse
alejado Bolívar, fue aprobada la que, finalmente, sería la
primera más sólida y decisiva Constitución que tuvo el
Perú, la que, digamos, sentó lo que habría de ser las bases
constitucionales de nuestra patria o, como la denominó
Manuel Vicente Villarán, “la madre de todas nuestras
constituciones”. Aunque, en realidad, su permanencia fue
breve, se trata de la Constitución que ratificó y consolidó
el régimen interior de la República el cual quedó
establecido en departamentos, provincias y distritos; es,
también, hasta donde hemos podido investigar, la
Constitución que inaugura, o da el mandato como primer
paso, de lo que sería el sistema municipal en la República :
“En toda población que por censo deba tener Colegio
Parroquial, habrá una junta de vecinos denominada
Municipalidad” (Art. 140º), bajo cuya autoridad está “la
dirección de sus intereses locales”, sobre los cuales podrá
emitir mandatos o disposiciones que “no pueden ser
contrarias a las leyes ni al interés general” (Art. 141º).
En consecuencia, como ya lo dijimos, por el hecho de
“haber nacido muerta” la Constitución dada el 12 de
noviembre de 1823, es decir unos dos años y meses
después de proclamada la Independencia por don José de
San Martín, lo que ella dispuso respecto de la demarcación
territorial que quiso consagrar (departamentos, provincias,
distritos y parroquias) prácticamente no pudo hacerse
realidad cuando correspondía. Este mandato recién llegó a
44
tener vigencia a partir de 1828 que es cuando, como ya lo
hemos señalado, también se ordenó, constitucionalmente,
que se crearan las primeras municipalidades en el Perú,
precisándose que la determinación del número de ellas, las
reglas de su elección, y sus atribuciones, se dé mediante
ley.
3.
Una vez más lo decimos: una provincia no solo es un
territorio únicamente, ni solo un nombre; es una
circunscripción con instituciones políticas o
administrativas y autoridades legítimamente establecidas.
Lo mismo debemos decir respecto de lo que es un distrito.
Y bien sabemos que distritos son “las demarcaciones en
que se subdivide un territorio o una población para
distribuir y ordenar el ejercicio de los derechos civiles y
políticos, o de las funciones públicas, o de los servicios
administrativos” (DRAE, 22ª Edición, 2001). Eso es, en
buena cuenta, lo que dispuso la Constitución de 1828. Al
establecer el “Régimen interior de la república”, en su
artículo 134º señala que los distritos serán conducidos por
la autoridad de un Gobernador que, jerárquicamente, estará
por debajo del Subprefecto. Y en el artículo 140º se da
digamos la partida de nacimiento de las municipalidades al
expresarse lo siguiente: “En toda población que por el
censo deba tener Colegio Parroquial, habrá una junta de
vecinos denominada Municipalidad”. Estas poblaciones,
45
es decir los distritos, son lo que la anterior Constitución (la
de 1826) había nombrado como “Cantones”. 5
4.
Pero (esto es lo más importante para nuestro propósito)
aquí surge una imprescindible interrogante: ¿Cuándo
aparecieron realmente, es decir de modo concreto, con la
respectiva e inconfundible ubicación geográfica y sus
fronteras, los distritos (o demarcaciones territoria les
legítimamente establecidas, con sus respectivas
instituciones y autoridades)?
5 Por carecer de información exacta, en un momento creímos que los
cantones fueron lo que en el Reglamento Provisional del 12 de febrero
de 1821 (firmado por José de San Martín) se llamaban “partidos”.
Intuimos esto porque en el punto 3 del referido Reglamento se dice
que “Los jefes de partido que antes se denominaban sub-delegados, se
llamarán gobernadores, y ejercerán las mismas funciones de aquellos”.
Los gobernadores son autoridades no de nivel provincial, sino distrital.
Pero al echar una mirada al punto 1, encontramos que allí se dice esto:
“El territorio que actualmente se halla bajo la protección del Ejército
Libertador, se dividirá en cuatro departamentos, comprendidos en
estos términos: los partidos del cercado de Trujillo…”. Donde no se
presta a confusión, es en el Decreto Supremo emitido tres años
después, el 21 de junio de 1825 (estando en el poder Simón Bolívar),
cuyo artículo 8 señala con claridad que partidos, o corregimientos,
corresponden, efectivamente, a lo que son las provincias (también se
llamaban intendencias).
46
Una Constitución Política -además, entre otras cosas, de
fijar los límites y definir las relaciones entre los poderes
del Estado y sentar las bases gubernativas y de
organización- dispone, genéricamente, la demarcación
territorial, es decir, señala cómo una República debe estar
dividida política o administrativamente. Pero la creación
jurídica de cada uno de los pueblos organizados se da (o,
digamos, debería darse) mediante una ley específica.
Échese uno a buscar esa ley.
5.
En el caso del Perú, estos pueblos (la gran mayoría,
queremos decir) ya existían cuando nació la República y
gran parte de ellos tenían, obviamente, sus respectivas
autoridades. Durante la Colonia no existieron propiamente
las municipalidades o, mejor dicho, este nombre no fue
usado para designar a los que fueron virtualmente los
“gobiernos locales” de entonces. Estos gobiernos que,
según las Leyes de Indias, tenían funciones de carácter
político y económico y velaban por el ornato y aseo y
controlaban la buena calidad de los comestibles, entre otras
cosas, y hasta administraban justicia civil y penal, eran
conocidos como ayuntamientos o cabildos; existían en los
pueblos con categoría de ciudad o de villa. Sus reuniones
o asambleas eran de dos tipos: aquellas en que participaban
solamente los integrantes de la corporación, y se llamaban
cabildo cerrado, y las que contaban con la presencia activa
del vecindario y su nombre era cabildo abierto. Se hablaba
47
de villas y ciudades, que son digamos categorías no
políticas sino honoríficas que se daban, por méritos
particulares, a los centros urbanos (“casco urbano”, urbe,
lo opuesto a lo rural). Y no se aludía con tales términos a
las áreas relativamente mayores en que pueden incluirse
anexos, caseríos y parajes; es decir, todo el espacio
geográfico que corresponde a lo que ahora conocemos
propiamente como distritos.
La respuesta a la interrogante es, pues, obvia: los distritos
en el Perú aparecieron durante la etapa republicana, lo que
se hizo por el expreso mandato dado en principio por la
Constitución de 1823 que, aunque -como expresamos al
comienzo- nació sin generar efecto inmediato, lo cierto es
que sus disposiciones fueron posteriormente efectivizadas
(a partir de 1827). Pero también es cierto que no existe
documento alguno, de carácter oficial, con el cual pueda
probarse una aseveración respecto de cuántos y cuáles
fueron los primeros distritos creados y cuál fue la norma
específica con la que se ejecutó la prescripción
constitucional. Un muy bien informado trabajo que
publicó el que fuera el Ministerio de Hacienda y Comercio,
a través de la Dirección Nacional de Estadística y Censos
(Primera edición en 1946 y segunda, en 1968), y que
estuvo a cargo del especialista Justino M. Tarazona, lo dice
textualmente: “En cuanto a los distritos, a pesar de haber
comenzado a figurar a la vez que las provincias, desde la
Dictadura de Bolívar, no ha sido posible encontrar
48
documento alguno oficial que haga la relación de todos
ellos, sino hasta el año 1834, en que la Guía de Forasteros
del Perú la consigna por primera vez en un cuadro”.
6.
Sin embargo, en el Cuadro de la mencionada Guía de
Forasteros no aparece Pallasca entre los distritos. Es decir,
en 1834 no era distrito aún. Y eso es lo que podemos
constatar con la lectura de los documentos de la época en
que solo se le nombra como pueblo. Uno de esos
documentos es la “Hijuela de Tambamba” (lo tenemos en
nuestro poder). Veamos lo que dice (transcrib imos
textualmente la parte inicial): “En el pueblo de S. Juan
Bautista de Pallasca en ocho días del mes de Abril a mil
ochocientos treinta y nueve años ante mí el Juez de Paz es
presente el ciudadano D. J. Gabriel Rubiño vecino de este
dicho Pueblo (…)”. El documento está redactado en Papel
Sellado (“Sello Sexto para los años de 1838 y 1839”, con
el valor de “Medio Real”) en cuya parte superior izquierda
aparece un sello con el Escudo del Perú y la siguiente
inscripción: “Estado Nor Peruano”, en referencia al
“estado libre e independiente” que con ese nombre fue
creado por la Constitución del 6 de agosto de 1836 y estaba
conformado por los departamentos de Amazonas, Junín,
La Libertad y Lima.
7.
49
Ahora bien ¿cuándo aparece la denominación oficial de
distrito? El documento, el único que hemos podido
conocer hasta la fecha, en que a Pallasca ya se le nombra
como Distrito, corresponde a 1849 y es el mencionado al
principio de este ensayo. Se trata de un curioso o
pintoresco documento (por la forma de su redacción y los
inescrupulosos errores ortográficos) que es una suerte de
“garantía de propiedad” que el Juez de Paz, llamado
Marcos Pizarro, le otorga a un poblador pallasquino,
asegurándole que “no consentirá que nadie se meta” en sus
pertenencias. Lo transcribimos a continuac ión,
textualmente, es decir sin modificación alguna: “Juzgado
de Paz del Distrito de Pallasca y Octubre 14 de 1849.-El
ciudadano D. Jose Peres por ningún aspecto deberá soltar
las tierras que tiene compradas a D. Domingo Belasques
porque la escritura de secion y donacion que le hase el
otro D. Jeronimo Quiñones a su hija Feliciana Quiñones
está con todas las formalidades correspondientes y estar
satisfecho este jusgado de esta venta no consentirá que ni
D. Jeronimo ni otro ningo (sic) se meta en sus pertenencias
y para su constancia le doy este Visto.-Marcos Pizarro”.
Si bien está referido a un asunto de carácter privado, se
trata en realidad de un documento oficial puesto que fue
emitido por autoridad legítima: un Juez de Paz. Como tal,
resulta válido al menos para ratificar una cosa: el distrito
de Pallasca habría sido creado antes de que Ramón Castilla
firmase el Decreto del 2 de enero de 1857 que, sin embargo
–repetimos-, es considerado hasta ahora como la partida de
50
nacimiento no solo del nuestro sino de prácticamente todos
los distritos del Perú.
Justino Tarazona, en el libro que hemos citado, expresa
como nosotros lo hacemos ahora, que “No se conoce
ninguna ley ni decreto de carácter general” que haya
dispuesto que las parroquias pasaran a ser distritos; “pero
–agrega- ese es el hecho que aparece de todos los
documentos oficiales que datan desde la administrac ión
dictatorial del Libertador, durante el cual estuvo
encomendado el mando político de los departamentos a
prefectos, el de las provincias a intendentes y el de los
distritos a gobernadores, según prescribía el capítulo 9º de
la Constitución de 1823”. Cierto, ese es el hecho:
“siguieron (continuamos con Tarazona) subsistiendo los
departamentos que ya había, pasaron a ser provincias los
partidos de que las constaban, y las parroquias formaron
por lo común los distritos”. Eso, como muy bien dice el
autor citado, “desde la administración dictatorial del
Libertador” Simón Bolívar.
8.
Debemos indicar, ello no obstante, que, como hemos
podido ver en los documentos de la época, uno de los
cuales es el que aquí hemos reseñado (la “Hijuela de
Tambamba”), incluso hasta varios años después de haber
dejado el poder el venezolano y cuando ya había fallec ido,
51
Pallasca seguía siendo nombrado como pueblo, no como
distrito; la Guía de Forasteros (de 1834) lo corrobora,
porque allí no aparece como tal.
Sin embargo, teniendo en cuenta la “garantía de
propiedad” redactada y suscrita por el Juez de Paz Marcos
Pizarro, el 14 de octubre de 1849, hay razón –creemos-
para admitir que recién en la década del 40 del siglo XIX,
Pallasca pudo haberse convertido en distrito; pero la
verdad es que no hay pruebas indubitables para
corroborarlo. La Guía de Forasteros antes citada es
referencia histórica valiosa, pero –aún a pesar del escudo
peruano que aparece en su portada- no tiene (hasta donde
entendemos) carácter oficial y, más aún, no da informac ión
precisa acerca de cuándo fueron creados los distritos.
Por eso, la tercera pregunta es insoslayable: ¿Cuándo
exactamente ocurrió aquello: Pallasca convertida en
Distrito? Imposible saberlo.
9.
La información específica con que contamos acerca de los
distritos con creación más antigua es la referida a los
siguientes que están ubicados en el Cusco: Yanaoca y
Pampamarca, en la provincia de Canas; Maranganí, en
Espinar; y Condoroma, Coporaque y Pichigua, en Espinar.
Esta creación se produjo -según registra Carmen Lozada y
es un hecho aceptado oficialmente por esos pueblos- por
52
Ley de 29 de agosto de 1834 (es decir, después de
publicada la Guía de Fprasteros tantas veces citada, que es
de 1833), que es la Ley Reglamentaria de Elecciones dada
al amparo de la Constitución del 16 de junio del referido
año. Posteriormente, el 2 de mayo de 1854, fueron creados,
por Ley dada por don Ramón Castilla, sesenta y cuatro
distritos en el Departamento de Puno, entre los cuales están
Ayaviri, Ananea, Pichacani, Cupi y Macavi, Huancané,
Zepita, Ilave, Umachiri, Arapa y Putina.
Una gran cantidad de otros distritos a nivel nacional fueron
creados por leyes dadas en el siglo XX. Y hoy –siglo XXI-
, en el mes de setiembre del 2013, acaban de ser creados
dos, Canayre y Anchihuay, en Ayacucho. Pero la gran
mayoría aparece ante los ojos de todos como creados del 2
de enero de 1857. Así está aceptado. Ese es –como diría
Tarazona- el hecho admitido.
Cabe como razón para ello la explicación que ya hemos
dado: Un distrito, como también lo es una provincia, no
solo es un área geográfica con pobladores o una simple
denominación, sino, repetimos, una jurisdicción, es decir
un territorio con gobierno, con autoridades; eso es lo que
le da la categoría correspondiente. El gobierno en tales
circunscripciones es ejercido por las municipalidades. Un
distrito, para ser tal, debe estar legítimamente constituido,
es decir, estar en condiciones de funcionar como tal,
política y administrativamente.
53
Por ello, aun habiendo evidencia de que Pallasca como
distrito habría sido creado antes, lo cierto es que el 2 de
enero de 1857 es la fecha que por razones legítimas debe
ser considerada como el día de su creación política, porque
el Decreto dado entonces por el Presidente Ramón Castilla,
al simple nombre de Distrito que, según se desprende del
documento antes reseñado y transcrito, ya habría tenido
Pallasca, le otorgó la respectiva categoría jurídica con
absoluta plenitud, al disponer que "en conformidad de la
ley orgánica de 29 de noviembre último, habrá
Municipalidades en los lugares y con el número de
miembros expresados a continuación”. Uno de esos
lugares fue Pallasca, a cuya Municipalidad se le asignó
legalmente ocho miembros. Se efectivizó, así, la creación
de "las primeras Municipalidades, establecidas por la
Constitución", como reza la parte considerativa del
Decreto.
10.
En Pallasca, desde hace algún tiempo, se viene celebrando,
y aquí en Lima se hizo una vez en 1998, el aniversario de
Pallasca, el 7 de octubre. En Lima, la celebración fue –se
dijo textualmente- por el “centenario de la ciudad de
Pallasca”; allá en nuestro pueblo, en cambio, se viene
haciendo (según disposición de la Municipalidad), porque
se ha asumido que el 7 de octubre es la fecha de
“aniversario de creación del distrito”. En torno a esto, el 3
de enero del 2012 tuvimos a bien publicar en la Internet un
54
artículo en que dijimos lo que aquí procedemos a
transcribir:
“El 7 de octubre correspondería probablemente al
aniversario de la elevación de la Villa de Pallasca a la
categoría de ciudad. No es el aniversario del distrito como
tal. Las celebraciones de Pallasca como ciudad -que son
justas, legítimas y convenientes- si nos atenemos en rigor
a lo que es real, debieran involucrar a los pobladores del
área urbana de Pallasca en la que se encuentran los barrios
de Quichuas, Guagalbamba, Checras, Toronga y Chaupe.
Porque, para decirlo con la más simple de sus acepciones,
ciudad es "lo urbano, en oposición a lo rural". Y en el caso
de Pallasca, la ciudad no incluye a Llaymucha o Shindol,
ni a los demás anexos o caseríos y mucho menos a los
parajes como Callanga, Tambamba, Paranshyam, etc..
Ciudad es, pues, para circunscripciones como la nuestra,
en que se dan lo urbano y lo rural, un concepto excluyente.
Tiene mucho de honorífico, pero su significado es un
privilegio que no envuelve a todo el distrito. El distrito
propiamente dicho es más amplio porque se trata de una
demarcación política y administrativa cuyos límites están
dados por aquella línea cerrada e invisible que lo separa de
los otros distritos; y aquí sí está "lo urbano y lo rural": los
cuatros barrios, además de Shindol, Llaymucha,
Cuymalca, Culculbamba, Huachaullo y Paccha y todos los
parajes. La autoridad municipal y todos nosotros, por ello,
debiéramos impulsar de modo más significativo (…) la
celebración, como se merece, del aniversario de creación
55
política de nuestro distrito, porque esto corresponde, en
buena cuenta, al cumpleaños de Pallasca.”
11.
CONCLUSIONES
1: Por falta de prueba documental, resulta imposib le
determinar cuándo exactamente fue creado el Distrito de
Pallasca.
2: Es razonable, sin embargo, suponer que su creación
pudo haberse dado durante la década de 1840. No antes ni
después. Esto lo decimos en consideración a un documento
de la época que avala tal presunción.
3: Un Distrito es más que un nombre, incluso más que un
área geográfica con pobladores. Es, sobre todo, una
categoría.
4: Un Distrito no solo es la parte urbana de una
determinada jurisdicción o área geográfica; es también las
zonas rurales: anexos, caseríos, parajes. Ciudad no es
sinónimo de distrito.
5: Un Distrito para tener la categoría de tal debe estar
legítimamente constituido, es decir, estar en condiciones
de funcionar como corresponde, política y
56
administrativamente: con institución de gobierno y
autoridades y con el mecanismo electoral pertinente.
6: Pallasca asume esa categoría a partir del 2 de enero de
1857, con la dación del Decreto firmado por Ramón
Castilla, que crea la respectiva Municipalidad, con ocho
miembros, y da las disposiciones básicas para los procesos
eleccionarios.
7: Por lo dicho, es esa fecha, el 2 de enero de 1857, la que
debe ser considerada como la fecha en que Pallasca se
convirtió, legalmente, en Distrito.
8: ¿Cuándo debe conmemorarse el aniversario del Distrito
de Pallasca? No el 7 de octubre, pues esta es la fecha
considerada como de elevación de la villa de Pallasca a la
categoría de ciudad, que se dio en 1898; no de creación del
Distrito. Tampoco el 12 de noviembre, que corresponde al
día en que fue dada la Constitución de 1823, ya que los
mandatos de esta para entonces se encontraban
suspendidos.
9: El día que, legítimamente y por corresponder a la única
referencia histórica y jurídicamente válida, debe ser
admitido como la fecha conmemorativa de la creación del
Distrito de Pallasca, es el 2 de enero. Y, como tal, es
cuando debería celebrarse el aniversario.
57
¡HABLA, CHO6
La palabra no es un instrumento sonoro o gráfico que solo sirve
para comunicarnos. También nos identifica. A los pallasquinos,
por ejemplo, nos identifica, entre otras expresiones, el “cho”, voz
que empleamos para llamar o pedir atención a alguien. Equivale a
“amigo”. Se trata –en el uso actual de Pallasca- de una apócope de
la palabra “cholo”, generada con propósito eufemíst ico.
Recuérdese que, a pesar de su significación altamente respetable,
la expresión “cholo” no llega aún a ser aceptada dignamente como
se merece, por gran parte de la población peruana y, más bien, es
usada con cierta voluntad peyorativa. “Cho” es, podríamos decir,
el apelativo emblemático de Pallasca que une a todos y genera
regocijo escucharlo. Sin embargo, debemos precisar que no solo
en Pallasca es usada esta expresión; también lo es, por ejemplo, en
Moyobamba. La diferencia radica en que en la Capital de San
Martín se la emplea indistintamente para varones como para
mujeres7 y en Pallasca, en cambio, es solo para dirigirse a los
varones ya que para las muchachas se usa el “Chi”.
Pero también tenemos expresiones como estas, entre otras, que
son muy sugestivas: "muganshya" (tizón incandescente pero sin
6 Publicado en el Programa de la Festividad de San Juan Bautista, que la
colonia pallasquina realizó en Chimbote, el año 2013. 7 Es posible, por esto, que el origen remoto de esta expresión esté en el culli o
en alguna otra lengua ya desaparecida de la zona nororiental del Perú. El cura
Teodoro Gonzales Meléndez la consideró en la lista de voces que culli que
elaboró en 1915.
58
flama, y también luz tenue, débil), "chúrgape" (grillo) y
"surrupear" (forma verba pallasquina “de exportación” que
siognifica sorber una sopa o alguna bebida caliente haciendo
vibrar –“surrup, surru…”- los labios).
Es que el habla pallasquina es, pues, muy particular y, sobre todo,
bella. Quiero, aquí, reseñar algunos de los aspectos de esa
particularidad. A diferencia del diminutivo empleado en las
regiones centro y sur del Perú, que se forma con el sufijo “cha”,
en la zona de Pallasca (y tengo entendido que en toda la extensión
que abarca la sierra de los departamentos de La Libertad y
Cajamarca y parte de Amazonas) se genera con el sufijo “asho”,
“asha”: “cholasho”, “niñasha”. El sonido que representamos con
el dígrafo “sh” se usa asimismo para darles una forma afectiva a
los nombres (hipocorísticos, se les llama): César, “Shesha”;
Santiago, “Shanti”; Rosa, “Rosha”; también, con simila r
propósito, se da la sustitución de la “r” por la “y”: Medardo,
“Medaido”; Bernardo, “Beinaido”. Otra particularidad notable es
la tendencia a la “economía expresiva” mediante la contracción
gramatical de un verbo y el pronombre “usted” que en tal
circunstancia pierde dos sonidos (“u” y “d”): diga usted, “dígaste”,
venga usted, “véngaste”. Una contracción igualmente peculiar se
da en “pasumañana”, que es el “pasado mañana” en que el verbo
“pasado” se convierte en “pasu”); también se contraen el verbo
“voy” y la preposición “a”: voy a trabajar, “voa trabajar”. En
algunos verbos conjugados en primera persona plural su
pronunciación que normalmente es grave o llana, pasa a ser
esdrújula: no vayamos a equivocarnos, “no váyamos a
equivocarnos”; nos dijo que vengamos, “nos dijo que véngamos”.
59
No se suele hacer la distinción -femenino, masculino- en el uso
del dativo que precede o va como sufijo en determinados verbos;
indistintamente se usa el “lo”: “señora, me alegra saludarlo”; “la
vaca lo llevaré al corral”). La pronunciación de los verbos
conjugados en participio pasado cuya terminación es “ado”
(llegado, trabajado, cansado…) tiende a eliminar la consonante
“d”: llegao, trabajao, cansao; pudiendo incluso la “o” confund irse
con la “u”. Las formas “aquicito”, “allacito”, no forman parte del
habla pallasquina o, por lo menos, no son comunes. Tampoco es
característica del habla pallasquina el seseo al final de las palabras
terminadas en “r” (amors, ayers).
El castellano pallasquino tiene tres vertientes alimentadoras :
además del español, están el culli y el quechua. Efectivamente :
Huasharimear, por ejemplo, que es un verbo generado por
Huasharimo (el chismoso, el que “habla a espaldas de uno”) tiene
su origen en el quechua. ¿Recuerdan ese bello huayno de Julián
Rubiños que dice: “Como las aguas del río/ que corren negras y
turbias/ así son los chismes que corren, negrita, / y por mí están
huasharimeando…”?
Pero quiero detenerme un poco en la vertiente culli. Expresiones
propias de esa lengua ya extinguida son Chúrgape -ya
mencionada-, lacataca (el caracol, o “babosa”) y estas otras,
acerca de las cuales, creo que nadie ha puesto mucha atención:
Paranshyam, Mushyuquino, Conshyam (topónimos), Munshyo (el
ombligo), cashyul (el choclo tostado), muganshya (tizón
incandescente pero sin flama y, también, luz tenue). En el listado
de vocablos culli y toponímicos que Alfredo Torero inserta en su
60
libro Idiomas de los Andes no incluye ninguna de estas
expresiones. Y a mí me parecen muy interesantes no solo por lo
bellas que son sino porque ponen de manifiesto una fonética que
no encontramos ni en el quechua ni en el español; me refiero al
sonido que yo he graficado (por ser lo más aproximado) como
“shyam” que es el mismo que, por ejemplo, encontramos en el
inglés “jam” (estrujar).
El culli fue una lengua que se habló en gran parte del norte
peruano, desde Pallasca hasta Cajamarca y en algunos pueblos de
Amazonas, antes de que a esta parte del Perú llegaran los incas,
quienes -sin lograr su cometido- al imponer el quechua trataron de
borrar de la faz de la tierra la lengua que aquí encontraron. Los
españoles –como es explicable, por cuanto su empresa fue de
conquista- habrían procurado también extinguirla disponiendo,
según parece, la prohibición de hablarla. Pero sobrevivió. Y hay
que entender que es el culli la lengua a la que el entonces
Arzobispo Toribio de Mogrovejo se refería al decir en su Diario
(1594) que el cura de Pallasca, Juan de Llanos, “sabe poco la
lengua linga que es la que hablan los indios que tiene a su cargo”.
Y, como llegó a afirmar el estudioso Paul Rivet, el empleo de esta
lengua se habría dado –claro, por un muy reducido número de
hablantes- hasta la década de 1940 inclusive, en algún caserío de
Cabana o Bolognesi y, según alguna vez le refirió don Alipio
Villavicencio al estudioso Manuel Flores Reyna, la última
hablante de esta lengua fue una señora a la que se le conocía como
“la viejita Ishpe”.
61
Los lingüistas han podido contar con valioso material para sus
estudios acerca del culli, gracias al trabajo recopilatorio que a
fines del siglo XVIII hizo el obispo de Trujillo Juan Baltazar
Martínez Compañón (“palabras escogidas…más útiles para la
catequización”, según Porras Barrenechea) y a la breve lista de
voces que en 1915 elaboró el cura pallasquino Teodoro Gonzales
Meléndez, y que fue publicada por el francés Paul Rivet y el checo
Cestmir Loukotka en 1949.
De la extinguida lengua culli, ahora solo quedan desperdigadas
unas cuantas bellas palabras que –como una muestra de dignidad-
los pallasquinos debiéramos seguir empleando con orgullo y sin
tener por qué sentirnos avergonzados.
62
EL DISTRITO DE PALLASCA (EN POCAS
PALABRAS)8
Generalidades. Ubicado en el extremo norte de la Sierra
de Ancash, Pallasca es uno de los once distritos de la
Provincia del mismo nombre y limita, por el Sur, con los
distritos de Huacaschuque y Huandoval; por el Este, con
Lacabamba y Pampas; por el Oeste, con Bolognesi, y por
el Norte con la Provincia de Santiago de Chuco, en La
Libertad. Su altitud aproximada es de 3150 msnm. La
población del Distrito de Pallasca -considerando, en
conjunto, las zonas urbana y rural- bordea los 3000
habitantes.
Historia. Aunque tiene una historia que se remonta a los
primeros tiempos de la Conquista, Pallasca asume la
categoría de distrito el 2 de enero de 1857, con la dación
del Decreto firmado por Ramón Castilla, que crea la
respectiva Municipalidad, con ocho miembros, y da las
disposiciones básicas para los procesos eleccionarios. Y
habría adquirido el rango de ciudad ("por el adelanto de su
agricultura y minería, así como por el progreso en su
conjunto") en 1898, por ley cuya redacción fue aprobada
el 19 de agosto de ese año por el Senado y comunicada a
la Cámara de Diputados días después (el 22).
8 Publicado inicialmente en Wikipedia (la enciclopedia libre de la
Web), el 2 de junio del 2006.
63
Estudios serios indican que su nombre provendría del
cacique Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquiguarac, indio
noble que prestó importantes servicios durante el paso de
los primeros conquistadores, por lo cual habría recibido
escudo de armas, según señala el historiador Félix Álvarez
Brun en su libro ANCASH, una historia regional peruana.
En Pallasca han ocurrido hechos significativos que,
lamentablemente, no son muy conocidos. En las aguas del
Río Tablachaca (antes Andamarca) habría sido arrojado el
cadáver de Huáscar, el último heredero legítimo del
Imperio Incaico. En la etapa de la Independencia, no fue
ajeno a la vocación libertaria del pueblo del Perú y aportó
su cuota de hombres y pertrechos para la formación del
Ejército Libertador. Cuando se produjo la invasión chilena,
puso de manifiesto su arrojo y patriotismo negándose a
cumplir las abusivas órdenes de los jefes militares de la
fuerza enemiga y, más bien, se enfrentó, en desigual
batalla, con garrotes, piedras y armas arrojadizas; muestra
incuestionable de dignidad que le costó, como heroico
saldo, decenas de muertos y heridos.
Ubicación y geografía. Ubicado en el extremo norte de la
Sierra de Ancash, limita, por el Sur, con los distritos de
Huacaschuque y Huandoval; por el Este, con Lacabamba
y Pampas; por el Oeste, con Bolognesi, y por el Norte con
la Provincia de Santiago de Chuco, en La Libertad. Su
altitud aproximada es de 3150 msnm.
64
En la Region Quechua. Por la altitud referida -
considerando la clasificación geográfica hecha por el Dr.
Javier Pulgar Vidal-, Pallasca está en la denominada
Región Quechua. Por ello, su clima es relativamente
templado, lo que no impide que entre noviembre y marzo
las lluvias, casi torrenciales, se hagan presentes
alimentando, así, a las tierras de cultivo que son el sustento
básico del pueblo. El hecho de pertenecer a la Región
Quechua no significa, lamentablemente, que allí se hable
el Idioma ancestral de los Incas; en otros aspectos sí reúne
los elementos y las características propios de esa
clasificación geográfica. Entre la vegetación típica de la
zona cabe resaltar la presencia de dos plantas aromáticas
empleadas como infusión: la úñica y la panizara; plantas
que, de ser comercializadas en gran escala, generarían
significativos ingresos económicos para la población y,
por otro lado, serían una alternativa de consumo similar (y
acaso más agradable) al té y a otros productos.
Acceso. Desde Chimbote, en la Costa, se accede al Distrito
de Pallasca a través de una carretera afirmada cuya
construcción en el tramo final, a partir de Sacaycacha, se
logró gracias al trabajo de los propios pobladores dirigidos
y estimulados por el pundonor, el entusiasmo y la firmeza
de Orlando Álvarez Castro que, entonces (junio de 1973),
era Capitán del Ejército Peruano. Pallasca está
interconectado prácticamente con todos los pueblos de la
Provincia por medio de carreteras afirmadas que debieran,
65
porque es lo justo, encontrarse pavimentadas para lograr
un acceso más rápido, cómodo y conveniente.
Pueblo agrícola y ganadero. Pallasca es, básicamente, un
pueblo agrícola y se dedica, principalmente, al cultivo de
la papa, el maíz y el trigo; siendo, además, significativa la
crianza de ganado vacuno y lanar; otra ocupación, en
menor escala, es la minería (oro) y la artesanía, sobre todo
en el rubro de tejidos (las "bayetas", los ponchos...).
Parajes de ensueño. Los alrededores de la ciudad son
parajes verdaderamente de ensueño: Tambamba, a donde
suelen acudir dominicalmente las familias para pasar unas
horas de solaz y esparcimiento, lavar ropa o, simplemente
pasear. Kuymalca, en donde puede conocerse las ruinas
prehispánicas de El Castillo es una extensión amplia de
chacras y lugares ricos en oxigeno y paz; camino a
Santiago de Chuco, encontramos, Cruzmaca, Salayoc,
Túcua, Culculbamba, Shindol y Pampa Negra; en la
parte alta, Chucana, Cuchina, Chaupincocha,
Andagada. También son inolvidables, El Tambo, El
Puquio, Pashtaca, Callanga, Shorgata, Chugaymaca,
Pocata. En Panguya, la sede del Centro Educativo
Primario; hacia abajo, a la derecha, Pambahua, donde se
encuentra el local y las tierras de cultivo del Instituto
Nacional Agropecuario -centro educativo de nivel
secundario del lugar. También, hacia el Oeste, el bello
mirador de Santa Lucia desde donde los chiquillos echan
a volar las cometas y, naturalmente, su imaginación.
66
Flora y fauna. La flora pallasquina es rica y variada.
Vamos a mencionar algunas de las plantas más conocidas:
la yerba santa, el Shiraque, la tarsana, la penca
(maguey), el molle, el sauco, la carhuacasha; la mora
(zarzamora), la payaya, el shugurom, el purpuro
(tumbo); la panizara, la úñica; el chulco, la achupalla; el
alizo, el eucalipto. Además de: trigo, papa, maíz, quinua,
coyo (quiwicha), oca, etc.
En la fauna, podemos mencionar a la perdiz, el jilguero,
el gorrión, la paca paca, el chushec, el zorro, el zorrino,
la vizcacha, el hurón (muca o zarigüeya), el venado, el
huaygush (comadreja), etc.
Folclore. Pallasca es un pueblo alegre. Cada año, en el mes
de Junio, celebra la Fiesta Patronal en honor a San Juan
Bautista, patrón del lugar. En tal ocasión se presentan
algunas bellas estampas folclóricas (que en Pallasca se
conocen como "festejos"), entre las que podemos
mencionar El Suplicio y Muerte del Inca Atahualpa, uno
de cuyos típicos personajes es el "Quishpe"; también se
presentan Los Osos, las Quiyayas, los Blanquillos, los
Indios de Culculbamba, etc. Otros elementos gratos de la
festividad son las carreras de cintas y de pedradas. Y,
claro, lo que hay que considerar como lo principal son las
procesiones, masivas y llenas de fervor, en homenaje al
santo Patrón. También forman parte de la Fiesta de San
Juan -cómo no- las esplendorosas y frenéticas "luminar ias"
67
(bailes nocturnos en las calles y la plaza principa l,
alrededor de castillos de fuegos artificiales y con el
acompañamiento estentóreo de bandas de música). La
celebración patronal se prepara con varios meses de
anticipación; los priostes a cuyo cargo corre prácticamente
todo, realizan oportunamente una fiesta conocida como
chupe en la que los pobladores -que desbordan en
entusiasmo y alegría- presentan sus ofertas: reses, cohetes,
castillos, víveres, tragos, etc., etc., con todo lo cual queda
asegurada la celebración que suele tener ribetes de
apoteosis.
En el mes de Mayo, Fiesta de las Cruces, es el Toro de
Trapo el personaje central de las celebraciones, que se
presenta acompañado de los "vaqueros", el "patrón", la
"pastora" y los "vilches", nombre con el que se conocen a
los toreros en la referida estampa folclórica. Esta estampa
tiene una finalidad religiosa: rendir culto a la Santísima
Cruz ubicada en la parte más elevada de la montaña mayor:
El Chonta; se presenta, además, como la caricatura y
satirización que el pueblo indígena hace de uno de los
aportes traídos por España con la Conquista: la corrida de
toros, y, además, como un tributo de alegría y gratitud a la
tierra y su productividad (los parajes agrícolas principa les
están representados por sus toros de trapo: Tambamba,
Callanga, etc.) y, finalmente y sobre todo, es una sana
diversión de chicos y grandes.
68
Pueblo culto y hospitalario. Si algo -además de la belleza
de sus paisajes- puede marcar la diferencia de Pallasca
respecto de otros pueblos, es la cultura y la bondad de sus
pobladores: la hospitalidad y calidez son los sentimientos
inalienables e incontrastables del pallasquino.
Profesionales de nota. Pallasca ha sido cuna de
profesionales que han descollado notoriamente en los
diversos campos en que les ha tocado desempeñarse. En la
Diplomacia, la Historia y la Docencia Universitaria, el Dr.
Félix Álvarez Brun; en la Medicina, los doctores
Justiniano Murphy Bocanegra (f), Manuel Pizarro
Flores (f), Domingo Fataccioli Zúñiga (f) y Carlos
Bocanegra Vergaray; en la docencia universita r ia,
Orestes Rodríguez Campos (f), Alberto Rubio
Fataccioli (f), Olinda Gálvez Paredes; en el Derecho,
Juan Murphy Bocanegra (f), Jorge Velásquez
Gallarday; en la Geología, Alberto Rubio Álvarez (f).
Un personaje importante: Orlando Álvarez Castro. Los
pobladores de Pallasca sienten orgullo y satisfacción por
un personaje especial. Ya lo hemos mencionado: Orlando
Álvarez Castro, el hombre que puso su empeño, voluntad,
firmeza y entusiasmo para lograr que la carretera de
penetración llegara a esta ciudad casi secularmente
olvidada, con el trabajo indesmayable de los mismos
pobladores mediante el sistema de "topos" (10 metros de
vía construida por cada comunero, comerciante o maestro;
69
incluso los niños más el apoyo con comida dado por las
mujeres (viudas y solteras). Todos recuerdan que entonces
(junio de 1973) Álvarez Castro, a la sazón Capitán del
Ejército Peruano, se impuso el irreversible compromiso de
hacer llegar el primer vehículo motorizado el día central de
la festividad en honor a San Juan Bautista, Patrono del
lugar, y, efectivamente, lo logró: el día 24 de junio el
alborozo tuvo características de apoteosis; risas y lágrimas
se confundieron en un solo sentimiento: felicidad plena. A
las 2 de la tarde un carro ya estaba en la Plaza de Armas.
Orlando y su esposa, Blanca Ríos Gallarday (acompañados
por sus hijos, entonces niños aún), simbolizaron la
esperanza de un pueblo que hoy debe retomar su camino.
Con esto quedó demostrada una verdad: más que esperar
que las obras vengan de afuera, la dignidad nos pide que
las hagamos nosotros mismos. Pallasca lo hizo y debe
seguir el mismo camino, básicamente el mismo camino;
los trabajos ancestrales de "La República" son ejemplo de
ello.
Un historiador a pulso: Don Manuelito Alvarado. Era
un hombre de mediana estatura, rostro más o menos
redondo y de hablar ligero pero cauteloso. La
particularidad excepcional que mostraba y que pocos
quizás hayan advertido, fue que –siendo de origen
humilde- vestía siempre pulcro y, más valioso que esto:
tenía una vehemente preocupación por la lectura y por
escarbar y conocer el pasado del pueblo. No poseía una
biblioteca, apenas, tal vez, algunos libros y folletos además
70
de una insobornable y ejemplar voluntad de aprendizaje y
enseñanza, sin ser maestro: conversaba con jóvenes y
adultos y les hablaba de lo rico de nuestra historia. Fue –
salvo error u omisión- el primero en enterarse de la
descendencia de Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquihuarac
(aquel “indio noble que prestó importantes servicios
durante el paso de los primeros conquistadores”, según
Álvarez Brun). ¿Cómo pudo haberlo sabido? Pues don
Alonso Paredes lo contó alguna vez por escrito. Joven aún,
don Manuel Alvarado (que es la persona a que nos
referimos), “amante de la observación” logró salvar del
fuego un fajo de papeles que contenía “los títulos de
nobleza incaica de don Eusebio de la Cruz, infatigab le
defensor de su comunidad”, documento este -
conjuntamente con otros- sobre el que “descansa la historia
altiva del pueblo de Pallasca” (enfatizaba don Alonso). Es
decir, a don Manuelito Alvarado le debe el pueblo de
Pallasca el orgullo de haber recuperado parte valiosa de su
pasado y a partir de ello, proyectarse positivamente y con
dignidad hacia el futuro.
73
COMENZAR A ESCRIBIR
Para mi maestro, don Moisés Porras Matos.
Con cariño y gratitud.
Mi primer poema lo escribí cuando tenía once o doce años
de edad, en la primaria; era algo así como un homenaje o
alabanza a Andrés Gavancho, un héroe pallasquino
asesinado, en el “Cabildo” del Pueblo, por las fuerzas
invasoras, en 1883. El único que supo de ese poemita, y
lo leyó con entusiasmo, fue mi padre, el maestro Rafa. No
volví a escribir sino hasta cuando ya en tercero de
secundaria, don Erasmo Sandoval me pidió que diese un
discurso por el "Día de la Dignidad" que ese año, 1969, se
celebraba por primera vez, el 9 de octubre, por disposición
del gobierno militar de Juan Velasco. Intuyo –y no
encuentro otra explicación- que mi cara debió haber
parecido “cara de inteligente” para que don Erasmo, a la
sazón director del colegio, se fijara en mí para tal cosa. Era
el Colegio Municipal Mixto San Juan Bautista, una
institución educativa sumamente humilde pero también,
felizmente, muy ambiciosa, que había comenzado a
funcionar en abril de 1967. Cuando don Erasmo me hizo
ese pedido me alegré y asusté al mismo tiempo, pues no
sabía exactamente cómo empezar a escribir el bendito
discurso; así que opté por lo que me pareció el recurso más
fácil: decirle a mi padre que lo hiciera. El maestro Rafa me
miró de pies a cabeza y decretó: trata de hacer lo que
74
puedas y luego me lo muestras para corregírtelo. Y bueno
pues, traté de hacer, efectivamente, lo que pude.
“Inficionado” como estaba entonces de “marxismo” y
cosas por estilo, llegué a mirar con la lupa medio retorcida
de esa ideología toda la realidad –mejor dicho, la realidad
que me rodeaba- y hasta creí que lo ocurrido un año antes
en Talara -la toma de las instalaciones petroleras por parte
del ejército, que esta vez se conmemoraba- había sido un
ejercicio de la llamada “violencia revolucionaria” y que –
como es de suponerse- merecía el aplauso sin reservas. Y,
claro, eso fue lo que tuve en cuenta al redactar el texto que
iba a leer ante mis compañeros y profesores. En la
biblioteca de mi padre había una revista (no recuerdo bien,
pero creo que era “Cultura Peruana”) en la que yo había
leído la entrevista hecha a un sacerdote que estuvo en el
leprosorio San José durante la época en que allí también
trabajó Ernesto Guevara, más conocido como “El Che”; el
religioso, entre otras cosas, contaba que al conversar con
el que después se convertiría en guerrillero, este –en
respuesta a una de sus inquietudes- le dijo, rotundo: “Es
verdad: la violencia no convence, pero vence.” ¿Lo
adivinaron? Pues bien -novelero, cómo no- esa frase la
inserté en mi discurso. Creo que por eso me aplaudieron.
El texto -mecanografiado en nuestra vetusta maquinita
"Underwood"-, antes de ser leído, no fue visto,
naturalmente, por mi padre, porque, claro, creí que no
necesitaba corrección. Digamos que salió “bien”. Estoy
seguro que en gran medida lo que ayudó a que tuviese
cierta soltura al redactar ese discurso fue el aprendizaje
75
logrado, ya desde el Primero de Secundaria, al escribir mi
“diario íntimo”, siguiendo –como todos mis compañeros
de clase- las indicaciones y enseñanzas de quien fuera el
director que inauguró nuestro Colegio, don Moisés Porras,
y gracias a la inolvidable lectura de “Corazón”, el libro de
Edmundo D’Amicis. Herenia Guzmán, entre todos los
alumnos, era quien mejor hacía su diario y ponía cosas
como esta, con un toque medio "verleniano": “La mañana
está hermosa dentro de mi alma, pero el firmamento está
cubierto de una capa negra”; yo apenas podía, tratando de
ser ingenioso, escribir frases burdas como: “este día lo
pasé como si no hubiera ni moscas”. Don Moisés, joven
aún, llegó a Pallasca con toda su familia: la señora
Mercedes Málaga (siempre en los corazones de quienes
fuimos sus alumnos), y las niñas Gaby, Bexy, Olenka y
Liliana. Gracias a su entusiasmo, cultura y sensibilidad
artística, este huancaíno, que fue un gran maestro para
nosotros, logró un cambio significativo en mi tierra,
haciendo que los púberes de entonces pudiésemos mirar el
mundo de otro modo -más noble- y que viésemos lo que a
otros tal vez no les interesaba ver: el teatro, la literatura, la
música clásica. Lo que hoy es conocido como “plan
lector”, don Moisés lo hizo con nosotros: “A leer dos libros
al mes”, nos ordenó. La impuntualidad, mal endémico de
los peruanos, fue eliminada para nosotros: “Hoy
instauramos la Hora Pallasquina”, dispuso. Aprendimos a
escuchar e interpretar poemas sinfónicos: Franz Liszt se
convirtió en nuestro compositor favorito. Participamos,
creo que apoteósicamente, en las tradicionales “veladas
76
literario musicales”, con la presentación de obras teatrales
que nuestro director, también profesor de Lenguaje, había
escrito (“Amor de madre”) o adaptado del cine (“Cuando
los hijos se van”). A pesar de las comprensib les
limitaciones, las actuaciones eran realmente
extraordinarias, especialmente de Gloria
Valderrama, Lilia Álvarez y Walter Tapia (que era
alumno de la sección nocturna). Estas veladas -en las que
también se presentaba un bello número de Vírgenes del
Sol, con Mechita Delgado y Lilia- se dieron no solo en la
localidad nuestra sino también en otros distritos de la
provincia, a donde acudimos en “excursión”. Gracias al
“Mixto” (así conocíamos a nuestro colegio), Pallasca fue
otra cosa, definitivamente. A nosotros, los jovencitos de
entonces, nuestros amigos del otro colegio –el
Agropecuario- nos llamaban, socarronamente y con algo
de acierto, “los caballeritos”. Don Moisés, terminado el
segundo año, se fue a Conchucos, a dirigir el Colegio de
ese distrito, en reemplazo de Eduardo Yataco (escritor de
literatura infantil, a quien después -ya en Lima- encontré
cuando ambos estudiábamos Inglés en el ICPNA). Nos
quedamos con don Erasmo Sandoval, que había llegado
desde Lima para ser el nuevo director, y nuestros
inolvidables profesores: entre otros, el "teacher"Mario
Vidal, lleno de buen humor y de conocimientos en Inglés
y religión; don Isidoro Cier, experto en
matemáticas; Nerio Rubíños ("Jovenesh ilustresh", nos
decía; y fue quien me hizo conocer a Javier Heraud, al
prestarme el libro "Poesías completas y homenaje",
77
publicado en 1964, en que se incluían cartas del poeta). Y,
por cierto, nos quedamos también con el orgullo renovado
de ser pallasquinos. Por correo le envié a don Moisés
algunos poemas y narraciones mías, esperando que me
diera su apreciación y consejos. Así ocurrió y, además, me
recomendó algunos libros y me dijo que, si alguna vez
tenía la oportunidad de ir a Lima, no dejara de conocer El
Palermo y el Versailles, porque “allí escucharás leer
poesía a poetas, como Calvo, Corcuera y Naranjo”. Los
consejos que don Moisés me dio respecto de los versos que
yo había comenzado a escribir, fueron muy útiles, porque
gracias a ellos pude componer el primer “buen poema” de
mi adolescencia, llamado “Color de barro”, por el que
recibí el primer premio en el concurso que organizó el
nuevo director de mi colegio, creo que con motivo del
aniversario de la institución educativa. Ah, pero si hay
alguien más a quien le debo también el haberme metido de
lleno en este bello y a veces también penoso ejercicio de la
poesía, es a una linda chiquilla de la que me sentí atraído y
a la que (como conté en otra oportunidad) “–por mi crónica
timidez- no me atreví a decirle nada. Pero como había la
necesidad de liberar en alguna forma mis emociones, opté
por "torturar" casi frenéticamente a la página en blanco con
mis candorosas confesiones (…) Al año siguiente, cuando
la bella e inteligente musa se encontraba en otro pueblo y,
claro, en otro colegio (pues se había retirado del nuestro
porque ya estaba anunciada su desaparición -que se
concretó creo que dos años después-, por falta de
presupuesto, y porque las gestiones para su necesaria
78
"estatización" no dieron resultado), por correo comencé a
enviarle algunos de mis textos” como si se tratara de una
inútil e inocente declaración de amor. Ahora, tantos años
después, me doy cuenta de que, en realidad, eso es la
poesía: una inútil e inocente pero valiosa e insustituib le
declaración de amor a la vida y la libertad. Es lo que pensé
cuando, niño aún, escribí aquellos versos para Gavancho,
el héroe pueblerino cuya vida –como ofrenda a los
pallasquinos, y en muestra de dignidad sin fechas
celebratorias- se apagó frente a un pelotón de fusileros, en
1883.
79
LA TÍA MATILDE Y LAS FIESTAS PATRIAS EN
PALLASCA
Creo que la mejor mantequilla en nuestra provincia era la
de Huandoval, la que fabricaba “don Vásquez”. Con cierta
frecuencia, él iba a Pallasca y se anunciaba mediante unos
discretos golpecitos en la puerta de nuestra casa, para
ofrecer su producto a mi padre, el maestro Rafa. Llevaba
también quesos y manjarblanco. Sin embargo (y que me
perdone él, “don Vásquez”, si es que aún vive) tengo que
dar fe de que la más deliciosa que probé en mi vida fue
aquella que, en un desayuno en Cabana, fue untada en los
panes por doña Matilde, la tía Matilde quiero decir. Ella –
lo supe porque en realidad lo sentí- era una dama nutrida
de bondad. La recuerdo muy bien por ese desayuno.
Estuvimos en su casa -que era la casa de su hija Rosita y
de su yerno Juan- mi padre, mi hermano Jorge y yo,
porque alumnos y profesores de la 293, mi escuela,
habíamos ido en “excursión” a la capital de la provincia y
allí, fastuosos, en una velada literario musical hicimos una
representación teatral en la que yo aparecía como “Willac
Umu”, usando como parte de la indumentaria una capa
probablemente del San Juan Bautista de mi tierra. Pero
también la llevo en mi memoria por esto: porque no olvido
las fiestas patrias de mi tierra. Les cuento, pues. Desde los
días más cercanos al 28 de julio, los niños lucíamos sobre
el bolsillo de la camisa una escarapela comprada en la
tienda de don Víctor
80
Alvarado, pues había que mostrar el cariño por la patria y
el orgullo de sabernos libres, tal como nos lo habían
enseñado nuestros padres y nuestros maestros. “Seámoslo
siempre”, cantábamos, y sin darnos cuenta de los gazapos
agregábamos “y antes niegues sus luces del sol”. Un
atropello al idioma y una cachetada al Himno Nacional.
Pero (pse!, qué miércoles) se trataba, simplemente, de una
insolencia involuntaria. Mi hermano jorge, cuando
estábamos en el Jardín de la Infancia, él de cuatro (tuvo
que repetir, porque “no estaba en edad”) y yo de cinco
años, pronunciaba, en lugar de “la humillada cerviz…”,
esto que a mí me hacía reír cínicamente: “la meada, la
meada, la meada cerviz levantó…”. Allí, en ese que fue mi
primer centro educativo, desempeñé por primera y única
vez –y creo que torpemente- el papel de “jefe”, que es
como acostumbrábamos llamar al brigadier, aunque en
realidad no fue eso lo que fui. La señorita Teresa Casana
me designó para llevar el espadín o puntero durante el
desfile del 28. Pero -lo confieso y digo que, aunque han
pasado tantos años, siento todavía el dolor de la
frustración- lo que yo quería era ser el tamborilero, pero
nunca a nadie se le ocurrió que yo pudiera aprender a
ejecutar los redobles, y yo, zonzo de siete suelas, jamás me
atreví siquiera a insinuarlo. Conservo una foto de entonces:
nuestra infancia esplendorosa y ahíta de candor. Veo, entre
otros, al siempre travieso “Jocke” (envidiable, con
escarpines blancos y…con el tambor!), a mi hermano
“Shorton” y a las siempre bellas Maruja y Ladoishka;
también a Juanito Fernández, a Roberto Robles, a
81
Valducho (que nos dejó tempranamente)…. Y allí estoy
yo, con cara de ganso, con la varilla pegada al hombro
derecho. La foto debió haberla tomado, estoy casi seguro,
don “Moshe” Huerta. El desfile, con entusiasmo
apoteósico en medio de la humildad, lo realizábamos en la
Plaza de Armas. Nuestros padres nos miraban orgullosos y
aplaudían. Nosotros, con inocencia y fervor, rendíamos
culto a la patria, a los símbolos gloriosos y a los héroes con
patillas; y, con pasos desordenados pero vigorosamente,
marchábamos mirando siempre hacia adelante. Nos
marcaban el compás los tambores con piel de cordero
curtida creo que por el maestro Porfirio Solano. En medio
de tanto frenesí y júbilo, una inocente irritación nos
afectaba: la bella bandera que flameaba en uno de los
balcones al costado de la Municipalidad la percibíamos
como una afrenta. Era la bandera de la estrella solitaria.
Creíamos ver en su airosa agitación el desafío y el
escarnio. Nos acordábamos (ah, infantil patriotismo!) de
Bolognesi y de Ugarte, en Arica, de Pradito en
Huamachuco y de Gavancho, nuestro héroe pueblerino,
fusilado en “el cabildo”…Nos resultaba difícil tolerar
aquello que (después llegamos a comprenderlo) no era sino
el más respetuoso y sentido saludo que una noble, bella y
decente dama hacía al pueblo peruano y, claro, a Pallasca,
el lugar donde nacieron sus hijos y el que fuera su marido
-muerto muchos años antes-. Esta inolvidable mujer nació
en el vecino país del sur y con el flamear de su pendón
patrio nos estaba diciendo viva el Perú, viva Chile, viva la
Independencia. Y es que, en verdad (por fin llegamos a
82
tomar conciencia), la Independencia que proclamó San
Martín fue gestada por estos países: Chile, Perú, Bolivia,
Argentina, Venezuela, Ecuador…que, a pesar de
algunos paréntesis infames que nos muestra la historia,
son y serán hermanos, siempre, y ni las fronteras ni los
resentimientos podrán impedirlo. Eso nos quiso decir ella,
doña Matilde, la tía Matilde quiero decir (la abuela de
“Fashito”). Por eso, desde el momento que pudimos
conocerla y tenerla cerca en más de una oportunidad,
comenzamos a quererla o, mejor dicho, a devolverle lo que
de ella recibimos: cariño. Ese noble sentimiento que
transmitía copiosamente doña Matilde -otrora cantante de
ópera- quedó en nuestro corazón, untado como la
irrepetible mantequilla de aquel nutricio desayuno en
Cabana.
83
LA DIFTERIA LLEGÓ A PALLASCA
Probablemente ya nadie recuerda –y, tal vez, Juan
Saavedra menos-, una de las etapas difíciles que le tocó
vivir a Pallasca: aquella que significó el haber tenido que
enfrentar a la epidemia de difteria que, en 1964, castigó
sensiblemente a las familias más pobres de algunos barrios
y caseríos (¡como siempre, las familias más pobres!).
Gracias a Dios y a la oportuna atención que el gobierno de
entonces puso en el hecho, movido por la campaña
periodística que en gran medida activó María Cristina
Nadramia -hermana del “Chucro” Raúl-, el número de las
víctimas mortales (¡niños todos!) no fue excesivo.
Llegaron varios médicos del Ministerio de Salud, incluso
el ministro mismo, en atronadores helicópteros; también,
por propia cuenta y empujado por su proverbial bondad y
cariño por los paisanos, arribó –conmoviendo a todos- el
inolvidable doctor Justiniano Murphy Bocanegra. La
presencia de los reporteros gráficos de algunos diarios fue
algo sumamente novedoso: se metían por todas partes con
sus gigantescas cámaras fotográficas, en busca de la
noticia. En honor a la verdad, debemos decir que no les fue
fácil encontrarla. No es que la geografía fuese adversa,
escabrosa, inaccesible; tampoco que la gente se mostrara
huidiza, huraña, poco colaboradora. Nada de eso. Es que,
no obstante lo delicado y grave de la situación, el drama
no fue tan desmedido como para generar noticias
84
periodísticas, digamos, vendibles. Hay que agradecer que
no haya sido así. La tarea de la prensa, por ello, tuvo que
llevarse a cabo echando mano a la imaginación. Ingresaban
a los locales escolares, mientras los profesionales de la
salud -auxiliados por don Jesús Álvarez, sanitario del
pueblo, y también por nuestros paisanos Tomás Zúñiga y
Mario Vidal- revisaban los ojos de los niños, en busca de
los síntomas o indicios de la enfermedad; y ahí, ellos, los
fotógrafos, tomaban fotos a diestra y siniestra. Podemos
adivinar que el mayor número de imágenes que saturaron
sus rollos debió haber sido de paisajes y caritas sonrosadas
y “pispadas”. Entre los que acudieron a Pallasca se
encontraba, con cámara y maletín en mano, un señor Miró
Quesada que decía estar impresionado por la belleza de la
ciudad, por la armonía estética de su Plaza de Armas y el
valor histórico y artístico del templo de San Juan Bautista;
era lo que podríamos llamar “un turista humanitario”, o
algo por el estilo. Por cierto, su apellido dio lugar a que los
“togados” –hospitalarios como todos los pallasquinos- le
brindaran una atención especial. Aún a pesar de lo penoso
que pueden ser ciertas circunstancias, los hechos
pintorescos y anecdóticos se dan en todas partes; y, en
efecto, eso también pasó en Pallasca: Flor Vidal recuerda
que mientras se celebraba un matrimonio, todos -excepto
los novios- abruptamente abandonaron la ceremonia y,
empujados por la curiosidad, corrieron al estadio para ver
al primer helicópetro que aterrizaba trayendo ayuda. Como
dijimos al principio, los muertos fueron realmente pocos.
Los periódicos capitalinos se encargaron de dar cuenta de
85
ello; uno, creo que El Correo, contaba que, por falta de
ataúdes, a los niños fallecidos se les velaba en sus propias
camas, cubiertos por frazadas de bayeta, y daba fe de su
afirmación con una medio convincente imagen fotográfica
de primera plana. Efectivamente, allí se veía a dos criaturas
de espaldas (a uno de ellos lo reconocimos al toque: era
Juan Saavedra Urbano, hijo de don Amelio), acostados
sobre una tarima y alumbrados por una vela que su padre
llevaba en la mano. Muchos años después, en Lima,
cuando en medio de una conversación surgió el nombre de
Pallasca, alguien que inmediatamente se convirtió en
nuestro amigo, nos dijo, emocionado: yo estuve allí. Era el
autor de aquella irrepetible foto necrológica. Es posible,
como lo expresamos antes, que Juan –ya no dormido como
entonces- no se acuerde, o que nunca haya sabido lo que
ocurrió, debido a que la epidemia jamás llamó a su puerta;
pero de que está vivo, así como su hermano, nadie puede
negarlo. Claro que, naturalmente, no vamos a darle las
señas de nuestro amigo de la prensa escrita, para evitar, por
si acaso, que lo maldigan (uno nunca sabe). Aquella cruel
y al mismo tiempo piadosa invención periodística sirvió
para que la ayuda del Estado no fuese tardía. A veces –
ahora lo confirmamos- las mentiras, antes que reprobación,
merecen una entusiasta gratitud.
(27 febrero, 2008)
86
NUESTRA CASA
No era la más hermosa ciertamente, pero tampoco la
menos atractiva: era nuestra casa y, por lo tanto, para
nosotros era la mejor del pueblo. Su puerta de acceso
principal (aunque no lo crean, tenía dos puertas) daba al
jirón Álvarez Gonzales. Don Manuel, el de esos apellidos,
fue un hombre notable en Pallasca a fines del Siglo XIX y
en los primeros años del XX; probablemente se trataba de
un pariente mío, no estoy seguro como tampoco lo estoy
del Álvarez que llevo, pero de esto hablaré en otra
oportunidad. Esta calle, explico, empieza en la esquina
suroriental de la Plaza de Armas y, en subida, avanza hacia
el Este para terminar por donde se ubicaba la casa de don
Ireno Aguilar (si, el señor que tenía un “pick up” con
huaynos de la Pastorita y del Jilguero y un molino de
piedra en que se preparaban las harinas de nuestras
humildes sopas y los panes caseros –los otros, los que
vendía doña Anatolia, eran hechos con “harina del norte”).
Antes de llegar al final –sigo hablando del jirón Álvarez
Gonzales- pasaba por la casa de don Demóstenes, que es
donde funcionaba la “Caja de Depósitos y
Consignaciones”, y seguidamente por El Tambo (zona a
las que la malas o buenas lenguas le atribuían cierto aroma
de sensualidad maliciosa). Tenía –ahora vuelvo a referirme
a nuestra casa, la casa en que mi madre me parió y en la
que pasé los primeros quince años de mi vida y nacieron,
también, mis hermanos menores- tenía, repito, dos niveles.
87
El primero, en la parte alta: el zaguán, el patio, la cocina
(con cuyero incluido), la sala, el dormitorio y otro cuarto
sin uso definido (un deposito, diríamos), más el gallinero
en cuyas inmediaciones se encontraba el baño –una letrina,
en realidad- y el horno de barro del que casi nunca salían
buenos los panes porque, según decían, “no calentaba
bien”. El otro nivel, en la parte inferior: una pieza bastante
amplia cuyas dimensiones equivalían a la suma de la sala
y el dormitorio debajo de los cuales se hallaba. Por algún
tiempo (tendría yo unos seis o siete años) fue usada como
tienda de abarrotes. La recuerdo muy bien, básicamente
por dos cosas. Me comía todas las galletas de animalitos
guardadas en una lata. Y porque, un mal día, frente a otra
lata –de kerosene, puesta sobre el mostrador- encendí un
fosforo, y al ver que el fuego la envolvía salí despavorido
como alma que se lleva el diablo: la oportuna e inteligente
intervención de mi padre impidió una tragedia. Para
ingresar en este ambiente había que descender por unos
escalones de madera al lado derecho de la sala, pero
también se podía entrar (aunque casi siempre permanecía
con llave, pues ya no funcionaba la tienda) por la puerta
que miraba hacia la casa de don Ramiro Rubio (en el jirón
que forma esquina con el que mencioné al principio, y baja
-desde la plaza- al barrio de Quichuas, pasando por la Calle
Grande y la vivienda de don “Lonsho” Pinedo, nuestro
zapatero en la época de las estaquillas y la pita untada con
cera de abeja). Encima de todo, sobre la sala y debajo del
techo de tejas, estaba el “terrado” que, en el conjunto de
compartimentos de toda casa serrana, era -y seguramente
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debe seguir siendo- como el pariente pobre: botadero de
cosas inservibles por cuya restauración nunca se perdía la
esperanza. La sala, en cambio, correspondía a la nobleza.
Las paredes de la nuestra fueron las únicas tarrajeadas,
claro, por don Pedro Tapia, empleando, como era de
costumbre, yeso. Desde allí sobresalía un pequeño balcón,
aquel en donde mi hermano Jorge y yo dejábamos en la
Navidad nuestros zapatos (esos, los confeccionados por
don “Lonsho”) esperando las monedas de Papa Rafael,
perdón, quiero decir de Papa Noel. Dentro, además de una
mesa larga y varias sillas bien dispuestas, estaba, cerca de
la puerta pintada de celeste, el estante de libros y, entre
muchos otros, en ese estante estaban el Mundo es Ancho y
Ajeno de Ciro Alegría y Música de Cámara de James Joice,
mis primeras lecturas más o menos formales; y sobre la
mesa, una máquina Underwood, con la que escribí Color
de barro, mi primer poema en la pubertad. Pero, valgan
verdades, (después del ma-me-mi-mo-mu que,
naturalmente, me enseñó doña Teresa Casana en el Jardín
de la Infancia -allí, donde me enamoré, angelicalmente y
sin decirles nada, de Maruja Montero y de Ladoiska
Rubiños, mis compañeritas de aula- y antes del “Charrito
de Oro”, “El Súper Ratón” y muchas otras historietas en el
club Los Inseparables, con Lucho Aparicio y otros amigos,
y mucho antes de la Biblioteca Municipal “Herminio
Cisneros”, que dirigía don Teófilo Porturas, el poeta) mis
lecturas primigenias las hice en el humildísimo dormitorio
de nuestra casa y, más precisamente, en la modestís ima
pared del lado izquierdo y, exactamente, en los periódicos
89
que, como papel tapiz, con engrudo había pegado allí mi
madre. Entre los titulares y las noticias de La Prensa y La
Crónica, soñaba con ser torero cuando, en medio de otras
imágenes en blanco y negro, veía la serena y retadora
mirada de Antonio Ordoñez en el redondel de Acho. Antes
de dormir y cuando iba a levantarme leía y releía,
cotidianamente, incansablemente. Mi padre se alegraba. Y
ahí mismo, en ese dormitorio, a él lo vi llorar por primera
vez al, también, leer y releer un telegrama con malas
noticias sobre la salud de mi abuela Alejandrina. Y a mi
madre, asimismo por primera vez, la vi que se moría. Yo
tenía cinco años y al percatarme que iba
ensombreciéndose, a la medianoche, con los pies descalzos
y el llanto como río desbordado, salí a llamar a mi padre
que estaba en casa de don Víctor Alvarado; me
acompañaba, en la mano, una vela apagada por el viento.
Mi padre me encontró temblando de frio y me levantó en
sus brazos y corrió. Gracias a Dios y a esa luz extinguida
en medio del camino, el hombre que me dio la vida evitó
que la de Abigail, mi madre, se obscureciera aquella noche.
Tímida y vergonzosa, como era, siguió alumbrándonos por
muchos años más. Aunque ya no es nuestra, la casa en que
ella nos preparaba cachangas, bebíamos agua de panizara
y nos alimentábamos con sopa de chochoca, la verdad es
que sigue detenida en mi corazón; la veo, esplendorosa, en
la “esquina del chorro”, mirando hacia la Plaza de Armas,
hacia aquel jardín -frente a don Pancho Nina- donde la
cantuta que plantó el maestro Rafa, mi padre, florece roja
como la sangre.
90
UN ABUELO CURA
No se sabe o, mejor dicho, yo no sé para qué vino al Perú.
Lo que sí puedo afirmar con alguna certidumbre, gracias a
ciertas informaciones medio borrosas a que he tenido
acceso, es por qué salió de su país. Lo hizo, como se diría
vulgarmente, “corriéndose de la guerra” (¿la Guerra
Franco-Prusiana, tal vez?) o, en otras palabras, por no
aceptar ser enrolado en las fuerzas militares de Francia,
país donde nació. ¿Habría tenido motivaciones morales –
digamos, rechazo a la violencia bélica o pacifismo- o se
trató de simple cobardía? Cómo saberlo. Lo cierto e
innegable es que vino, y vivió, se casó, tuvo hijos y murió
en este Perú al que García Lorca iba a nombrarlo como “de
metal y melancolía”. Llegó en compañía de dos primos
suyos que poco tiempo después retornaron a su patria
cuando, tal vez, las aguas se habían calmado y
probablemente las circunstancias ya no habrían de
perjudicarles. En cambio el pariente de estos, como repito,
se asentó definitivamente en el Perú, y en un pueblito de
la sierra formó un hogar y llegó a tener cuatro hijos (tres
mujeres y un varón). Se llamaba, como yo, Bernardo y fue
mi bisabuelo paterno y -creo que es obvio, ¿no?- el
pueblito en que sentó sus reales, fue Pallasca, mi tierra
natal. En una foto sobre placa metálica cuya reproducción
conservo, aparece de, aparentemente, unos sesenta años de
edad con sus vástagos. La mayor de ellos, Alejandrina, se
casó con Manuel Jesús y su matrimonio, más peruano que
91
la chochoca, resultó extremadamente fecundo: tuvieron
diez hijos, mita-mita: cinco mujeres y cinco varones. Ella,
Alejandrina, llevaba orgullosa su apellido francés,
Brun. Manuel Jesús se apellidaba Álvarez, y, claro,
también debió haber sentido orgullo por su apellido,
apellido español de origen remotamente árabe. En una
crónica que escribí hace algún tiempo acerca de la vivienda
en que nací y viví los primeros quince años de mi vida y
que ya no pertenece a mi familia, dije que estaba ubicada
en el jirón Álvarez Gonzáles y precisé además que don
Manuel, “el de esos apellidos, fue un hombre notable en
Pallasca a fines del siglo XIX y en los primeros años del
XX”; señalé que “probablemente se trataba de un pariente
mío”, pero que de eso y del apellido que llevo no estaba
convencido. Bueno, pues, creo que ahora ya puedo hablar
con seguridad. Todo indica que el honor de ser pariente de
aquel epónimo pallasquino no le correspondería a mi pobre
y medio silvestre humanidad, y si eventualmente pudo ser
agitado como bandera, bien merecía, probablemente, un
par de comillas en sus flancos, puesto que el apellido
legalmente heredado de mi abuelo es, en realidad, un
apellido postizo, generosa o coercitivamente entregado por
un hombre de buena fe, llamado Toribio que debió haber
sido –él sí- familiar directo del que dije, don Manuel
Álvarez Gonzáles. El que, contra todo pronóstico,
legítimamente y con justicia, debería haber sido el apellido
de mi abuelo y por ende haberlo heredado yo, es López. Es
que el padre natural de Manuel Jesús, mejor dicho, el
verdadero, fue (al menos creo estar seguro) un cura que
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por muchos años se desempeñó como párroco en Pallasca
y que por alguna razón o sinrazón (“decencia”, vergüenza
o cobardía, no lo sé) prefirió no legar a su hijo y, en
consecuencia, tampoco a sus descendientes ni siquiera su
apellido. Cosa distinta ocurrió (¿lo recuerdan) con aquel
religioso gallego que después de celebrar el matrimonio de
Pablo Manuel Porturas del Corral en Angasmarca –que fue
el motivo por el cual vino al Perú-, se quedó en Santiago
de Chuco y (de carne somos, pues) se enamoró de Justa
Benites, con quien tuvo dos hijos, uno de los cuales,
Francisco de Paula, llegó a ser el padre de nuestro más
grande poeta, César Vallejo. Este religioso se llamaba José
Rufo y, según escuché en mi infancia (y lo leí después en
un artículo, creo de César Miró, en que se citaba como
fuente a Francisco Izquierdo Ríos), habría fallecido en
Pallasca y estaría sepultado en la sacristía del Templo de
San Juan Bautista. Bien -vuelvo a este camino asaz
pedregoso de mi traspapelada genealogía-, en la partida de
bautizo de mi abuelo, asentada el 28 de marzo de 1862 se
lee, textualmente: “…yo el infrascrito cura propio y
Vicario de esta Doctrina exorcicé, bauticé, puse olio i
crisma a Manuel Jesús, mestizo de tres días de nacido, hijo
natural de don Toribio Álvarez i doña María Robles”. Este
sacramento fue administrado en presencia de los padrinos
Manuel Hidalgo y María García y de los testigos
Concepción Trinidad y Andrés Encina, por el sacerdote
que el día 6 de julio de 1869 –es decir, siete años después-
casó y veló (así dice la partida) a quienes iban a ser mis
bisabuelos maternos, Bernardo y Juana. Y ese mismo
93
sacerdote, el 6 de abril de 1881, también incorporó al
Cristianismo a la hija de aquella pareja de consortes,
Alejandrina, la mujer que en 1920 trajo a este mundo a
Rafael, el último de sus hijos varones (el “shulca") quien,
un montón de años después, con la complicidad tímida y
medio inocente de Abigail, llegó a ser -de esperma, sangre,
espíritu y buena voluntad- mi padre. Alejandrina fue,
pues, mi abuela. Creo que ya han podido adivinar, sin
embargo voy decirlo: El cura, que sin dudas ni
murmuraciones, con solemnidad litúrgica y quizás
cínicamente, participó en aquellos actos dizque impolutos,
se llamó José Eulalio (Dios no lo tenga en su Santa Gloria)
y –para más señas - su apellido fue López: mi bisabuelo de
sangre y esperma! Es decir, aunque los documentos
puedan expresar –como en efecto ocurre- otra cosa, debo
asegurar (sin orgullo ni herencia, naturalmente, pero sí con
muy buen humor) que, como Vallejo, yo también tuve en
mi familia un abuelo cura.
23 de mayo del 2010
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EN SU TIENDA DE LA "CALLE GRANDE"
Mi padre se sentía feliz por mis constantes asedios
inquisitivos. "Los niños que siempre preguntan son niños
inteligentes", aseguraba. Efectivamente, lo que él decía era
cierto pero, claro, no se trataba de una verdad absoluta o,
mejor dicho, no era aplicable a todos los casos. Respecto
de mí, al menos respecto de mí, no era más que una
complaciente afirmación paternal porque -obvio- quien la
expresaba en esos momentos carecía (como debía ser,
naturalmente, debido al comprensible componente
afectivo en su voluntad) de la árida pero punzante
objetividad. Tengo entendido que mis andanadas de
preguntas habrían empezado muy tempranamente,
probablemente cuando aún no había cumplido los cinco
años de edad. Lo digo porque intuyo que fue entonces
cuando ocurrió un hecho que, mucho tiempo después, mi
padre me lo contaba como una anécdota y yo pensaba que
solo era una historia inventada por su imaginación. Seguí
pensando así hasta el 24 de junio del 2008, día en que -¡por
fin!- aquella historia se convirtió, frente a mis desleales
dudas, en una verdad por sus cuatro costados. Después de
veintisiete años volví a mi tierra, Pallasca, justo en el mes
de San Juan Bautista, el patrón de mi pueblo. Y ese día,
sentado en una de las bancas de la plaza de armas vi a un
anciano que me miraba sonriente; me acerqué a saludarlo
porque, un poco borrosamente, lo recordaba sin estar
seguro en ese instante de su apellido, pero sí de su nombre.
95
“¿Usted se llama Pedro, verdad?”, le pregunté (¡una
pregunta, una pregunta más en mi biografía!). La respuesta
fue afirmativa. Y lo que vino fue lo que debía venir
(aquello que repetidamente ocurrió durante los tres o
cuatro días que estuve volviendo a caminar las calles -en
las que crecí, como un tímido pero alegre niño serrano-, al
encontrarme con cada uno de mis paisanos). ¿Lo
adivinaron? Lo que vino fue un fortísimo abrazo, ¡como
tenía que ser, caracho!. Y enseguida, una larga
conversación nutrida de recuerdos. “Nunca me olvido,
Bernardo –me dijo el anciano, cuyo rostro mostraba un
rictus permanente a manera de sonrisa-, lo que ocurrió
cierto día, cuando acompañando a tu padre, el maestro
Rafa, llegaste a la tienda que yo tenía en la “calle grande”.
“Sí, ya lo sé, don Pedrito –intervine yo-, usted va a
confirmar lo que que repetidamente me contaba mi padre,
y, créamelo, me estoy emocionando demasiado”. El
anciano continuó. “Mientras conversábamos tu padre y yo,
tú observabas, medio absorto, el frasco de vidrio que se
encontraba sobre el mostrador y en cuyo interior se veía
una gran cantidad de frutos secos”. Era exactamente lo
mismo que solía relatarme el maestro Rafa. Al darse cuenta
de mi silenciosa curiosidad, mi padre pidió uno de los
frutos para dármelo después de haberle quitado la cáscara
golpeándolo con una piedra en la vereda. Era un fruto de
nogal. “Tras recibirlo –don Pedro siguió-, tú quisiste saber
cómo se llamaba el fruto seco, y tu padre te respondió, sin
más comentarios (pero sí, agrego yo, con una innegab le
dosis de socarronería): “Nuez”. Y, por cierto, la respuesta
96
no me pareció satisfactoria, sino completamente intrigante.
Don Pedro concluyó: “Volviste a la carga, Bernardo, y le
dijiste al maestro Rafa, lo siguiente: “¿Y si no es, qué es?”.
Cuando se dieron las explicaciones, después de dos o tres
enfrentamientos de preguntas y respuestas, lo que selló
el encuentro en aquella tienda de la “calle grande”, fue
una estentórea carcajada.
(Han pasado muchísimos años. Dos de los protagonistas de
aquel hecho anecdótico ya no están con nosotros: el
maestro Rafa dejó de existir hace más de dos décadas, y
ahora -hace apenas unos poquísimos días- acaba de irse
don Pedrito, don Pedro Tapia, el honrado albañil del
pueblo, el que alguna vez fue nuestro laborioso alcalde. Lo
que queda es solo un silencio pintado de nostalgia, allá en
Pallasca, la tierra de los “chupabarros”, y también aquí, en
mi corazón desconcertado y memorioso.)
(2013)
97
ME LO RECORDÓ DON RENÉ, Y AHORA YO SE
LO CUENTO A USTEDES
Terrible noticia la que recibimos hoy por la mañana.
Nuestro buen amigo y paisano, René Miranda falleció, de
manera abrupta, el día de ayer, en Pallasca, víctima de un
inesperado huayco, en la zona de Matibamba.
Perteneció a una promoción (1951) de exalumnos de
la otrora "Escuela Urbana Prevocacional 293", integrada -
entre otros- también por Jonás Rubiños, Reynaldo Ruiz,
Lucho Rodriguez, "Tucho" Alvarado, "Mel Shanti" Vidal
y Emilio Gallarday. Estuvo casado con doña Teresa
Casana, profesora gracias a la que aprendí las primeras
letras y, claro, el “ma-me-mi-mo-mu”, en el Jardín de la
Infancia, donde –como conté en otro momento- me sentí
angelicalmente enamorado de Ladoyska Rubiños y Maruja
Montero, mis compañeritas de aula. Gratos recuerdos en
medio del dolor que causa una partida; esta vez la de don
René, paisano y amigo.
En junio del 2008, estuve en nuestra tierra y fue
agradable conversar con él; el reencuentro, después de
muchos años, ocurrió frente a la tienda de Carlitos Soria,
donde un grupo de amigos participaban de una amena
conversación, mientras otros (entre los que estaba Herenia
Guzmán, compañera de colegio con quien nos envolvimos
en un abrazo) bailaban en la Plaza de Armas, al son de una
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banda de músicos porque, claro, se celebraba la Festividad
por San Juan Bautista. Al verme, y tras un saludo en el que
nos emocionamos los dos, don René sacó de su memoria
una muy pintoresca anécdota, que la tenía guardada
desde finales de la década de 1960. Después de que me la
contó, yo me encargué, indiscretamente orgulloso, de darla
a conocer a algunos familiares y amigos, y ahora quiero
que la conozcan todos.
"Tal vez no te acuerdes -me dijo-, pero yo también
fui tu profesor". Efectivamente, yo no lo recordaba, pero,
ciertamente, por muy breve lapso (tal vez durante unos
pocos días, en reemplazo de algún profesor titular)
cumplió funciones docentes en nuestro Colegio Mixto San
Juan Bautista. "En esa fugaz tarea –continuó don René-
una tarde decidí revisar cuadernos”. (¡Terrible decisión
para mí!). “Así lo hice, y, uno a uno, comencé a llamar a
los alumnos que, entusiasmados y sin preocupación, iban
acercándose”. Pero, ¡oh, sorpresa!, algo extraño ocurría en
el recinto escolar. “Mientras hojeaba medio
minuciosamente los cuadernos –prosiguió el relato-, pude
percatarme, sin que tú te dieses cuenta, de que algo
irregular e inadmisible estabas haciendo”. Sí, pues, algo
irregular y, naturalmente, inadmisible. Eso era lo que
pasaba allí. Tratando de dármela de "vivo", quise salvar la
situación de embarazosa emergencia en que me encontraba
debido a la exigencia del docente, echando mano a una
solución simple y llanamente ingeniosa pero creo que al
mismo tiempo, torpe. Tal vez no parezca creíble lo que voy
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a decir, pero la verdad es que, académicamente, desde mi
primera etapa escolar, siempre fui un desordenado. Jamás
pude llevar, como sí lo hacían casi todos los otros alumnos,
un cuaderno digamos "decente". Los demás, por ejemplo,
usaban lapiceros de, al menos, dos colores, y regla, para
diferenciar los títulos del contenido, y hacer los subrayados
que correspondiesen, y sus cuadernos lucían pulcros y bien
forrados. En la secundaria, por ejemplo, era extraordinar io
para tal cosa nuestro amigo, venido desde Chora, Pascual
Miranda (“Cholito de bolsillo” le decíamos, por obvias
razones, y era el más hábil para las matemáticas), y en la
primaria nadie podía igualarse a Andrés Matta, de
Llaymucha, a quien ahora designo como “El memorioso
Funes”, por la superlativa fidelidad y, digamos, exactitud,
de sus evocaciones ("tú, Bernardo, te sentabas en la fila
"San Martín" y tu compañero de carpeta era Yucra", y, así,
en una conversación de hace unos tres años, me iba
indicando todas las ubicaciones de los alumnos en nuestro
salón de la "293"); y, otra cosa, nunca pude salir del
asombro y la envidia ante su perfecta caligrafía. Yo era un
desastre. Mi cuadernos -lo cuento con algo de vergüenza
pero con mucha sinceridad- eran, en realidad, lo que
conocíamos como "cuadernos de lechuga", por ajados y
simplemente impresentables. Y, lo que es probablemente
peor, si mal no recuerdo creo que hasta llegó a ocurrir que
en alguna oportunidad ni siquiera contaba con un solo
cuaderno para mostrar (¿Se preguntan por qué? ¡Por
descuidado, pues!). Bien. Don René continuó la historia :
"Al ver lo que realmente estabas haciendo, y para librarte
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de un mal rato (de la vergüenza, habría dicho yo), resolví
no pedirte tu cuaderno". (Ufff! La bondad y la
misericordia en toda su esplendorosa presencia). “Salvado
por la campana”, habría dicho si la circunstancia se hubiera
presentado unos años después. "Es que -continuó,
obviamente ensayando una mentira piadosa y sobre todo
complaciente para mis oídos y especialmente para mi ego-
como tú eras un estudiante inteligente (gracias, don René,
por la astronómica exageración), que captaba bien las
clases y porque solías responder con acierto a las
preguntas, me pareció conveniente y justo pasar por alto
eso que sin ningún atenuante hubiera sido razón suficiente
para un merecido castigo". ¿Qué fue lo que hice mientras
nuestro ocasional profesor revisaba los cuadernos de mis
compañeros? Pues me la pasé uniendo las hojas de papel
que algunos compañeros, comprensivos y solidarios, me
regalaron para armar un falso cuaderno con el que -tonto
de siete suelas- quería, absurdamente, engañar a don René.
Esa es la anécdota que me contó él, allí, junto a la
tienda de Carlitos Soria, aquel 24 de junio del 2008, en
Pallasca. Y, créanmelo, me sentí muy feliz al escucharla.
Es que, la verdad, la verdad, creo que se trataba de un
retrato fiel, veraz, de lo que soy. Por ello -
espontánea, naturalmente-, una irrefrenable una carcajada
–como no podía ser de otra manera- le puso el sello de
consagración. Tal vez –debido a los años- ya medio
coloreado en sepia, ese retrato testimonial fue extraído del
cofre de sus recuerdos por don René Miranda –nuestro
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paisano noble y bueno- y me lo regaló como una de las
joyas espirituales y del corazón que guardaré para siempre
en el álbum inalienable de mi medio desvergonzada
historia personal.
¡Descansa en paz, inolvidable amigo y paisano!
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AQUEL VIAJE A CABANA CON EL PADRE
NICOLÁS
Cuando fui casi un niño aún, colaboré con el Padre Nicolás
Toth en la edición de una revista parroquial en Pallasca,
impresa en mimeógrafo. El padre redactaba las notas y
comentarios y cuando me las dictaba para
mecanografiarlas en una vetusta máquina de escribir,
después de algunas palabras decía: "vírgula". Yo, por
cierto, no entendía ni miércoles. "¿Cómo dice, padre?",
tuve que preguntarle en la primera oportunidad. El padre
Toth, tratando de ser más elocuente y claro, en una hoja de
papel puso la respuesta: dibujó una rayita medio en curva.
"Pon esto", me dijo. Todo quedó explicado; se trataba de
la coma (,). Es decir, aprendí algo nuevo: vírgula o
virgulilla, como sinónimo de coma. El padre redactaba los
textos y también hacía las ilustraciones: era un excelente
dibujante. Por aquella época también, mi hermano Jorge y
yo le acompañamos a Cabana, cuando el padre tuvo que
viajar a Lima. Nuestra compañía tenía un propósito:
regresar a Pallasca con el Caballo. Esto por qué: porque yo
le había asegurado que sí podía. Fue una experiencia
inolvidable. El recorrido lo hicimos alternándonos los tres
en la cabalgadura. No obstante lo flaco que era el religioso,
la verdad es que demostró una excepcional fortaleza en
largos trechos recorridos a pie. Cuando llegamos a
Huandoval, algunos pobladores que se habían percatado de
nuestra presencia le pidieron que se acercara a una de las
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casas, a la entrada del pueblo, en que se velaba un difunto,
para decir una oración; a Jorge y a mí nos invitaron allí un
plato repleto de papas fritas. Ya en Cabana, después de
instalarnos en la casa parroquial, en la noche fuimos a un
restaurante cercano en que nos sirvieron sopa de gallina.
Al final, como una suerte de asentativo" el padre nos
preguntó si queríamos tomar un té o algo parecido; él hizo
un pedido que a mí me pareció raro porque era la primera
vez que lo escuchaba en mi vida: pidió un "té de hierba
luisa" y nosotros, copiones, hicimos lo mismo. Ah, pero
antes ocurrió algo que, no van a creerme, hasta ahora sigue
generándome una suerte de frustración y arrepentimiento.
Mi hermano, al tomar el exquisito caldo de gallina hacía lo
que nadie hace debido al "qué dirán": suelto de huesos
simple y llanamente "surrupeaba". El padre Toth, con
aquella voz de abuelito cariñoso que tenía, comprensivo y
complaciente pero al mismo tiempo aleccionador le dijo:
"Jorge, no debes hacer sonar, no debes hacer sonar,
mientras tomas la sopa." Yo, perverso, sonreí, porque,
claro, tomaba silenciosamente pero no tanto por "bien
educado", sino por tímido y vergonzoso. Y a ello se debió
que, cuando ya había que dar cuenta de la presa, preferí
dejarla en el plato para no cometer algún despropósito. Era
una tremenda molleja de gallina de la que, muy a mi pesar
tuve que privarme en aras de la "buena educación". Más
tarde nos fuimos a dormir. El padre Toth durmió en una
habitación que, sin duda, ya estaba preparada para él. A mi
hermano y yo nos acondicionaron (porque obviamente no
había un catre adecuado) unas sillas en dos filas sobre las
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que fue colocado un colchón de dos plazas (nunca antes
habíamos visto uno similar), en una sala que daba al patio
en que florecía un bello jardín. Como suele ocurrir cuando
uno duerme en casa ajena, aquella vez nos despertamos
muy temprano. Ya levantado, caminé hacia el patio donde
cantaban las pichuchancas y, no van a creerlo, mi frente
casi termina con un tremendo chichón. Nunca antes, como
dije, había escuchado aquello de “té de hierba luisa” ni
visto un colchón tan grandazo como el que nos dieron, pero
tampoco una luna de vidrio gigantesca que estuviera
colocada desde el piso hasta el techo, como la que, en
efecto, estaba colocada allí, separando a la sala del patio.
En Pallasca solo había ventanas chiquitas con lunas
también chiquitas, nada más. Yo, tonto de capirote, creí
que todo estaba abierto ante nuestros ojos y por eso cometí
aquella ingenua y, digamos, torpe imprudencia por la que,
de no haber sido porque la luna evidentemente era fuerte,
esta habría terminado en pedazos y yo absurdamente con
la frente ensangrentada. Esta vez le tocó a mi hermano no
sonreír, sino reír a mandíbula batiente. That is life! El
padre Toth, Oblato de San José, fue párroco en Pallasca,
mi tierra, durante los últimos años de la década de 1960 y
en los primeros de 1970. Acaba de fallecer, y yo lo
recuerdo como, estoy seguro, a él le habría gustado: con
alegría.
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NUESTRO REGALO DE NAVIDAD
Feliz Navidad. Esto es lo que acostumbramos decir, junto
a un efusivo abrazo, a nuestros familiares y amigos, a partir
del momento en que el reloj de la casa indica que son las
doce de la medianoche o, dicho de otro modo, las “cero
cero horas”. Y, claro, ese deseo es expresado con auténtica
sinceridad y mucho, mucho cariño. Al menos así parece en
la generalidad de los casos pues, por cierto, no falta una
que otra hipocresía por allí.
Si el equipo estéreo no está encendido, es el televisor el
que, solemne y majestuoso, nos acompaña con una
musiquita suave como caricia, casi siempre “Noche de
Paz”, tocada por una orquesta sinfónica y cantada por un
coro. Afuera, algunos cohetones y rascapiés y luces de
bengala y niños mataperros que, con ganas de fregar, no
pierden ocasión de reventar una que otra “rata blanca”.
Todo es alegría. La mesa está poblada de unas delicadas
copas de cristal con vino espumante; al centro un panetón
cortado en una docena de tajadas y, delante de las sillas
bien ubicadas, rebosantes tazas de chocolate. Si las vacas
flacas (casi vitalicias las condenadas) pudieron ser
reemplazadas por vacas gordas, el pavo horneado en la
panadería de la esquina también formará parte, sí o sí, de
este cálido paisaje de entrecasa, con puré de manzanas, por
supuesto. La ventana, con las cortinas corridas, muestra a
la calle desde hace algunos días, filas de luces
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intermitentes, dispuestas en caprichosas formas: estrellas,
arbolitos, flores...
Todos, padres, hijos y abuelos –si los hay- están o, mejor
dicho, dicen estar felices. No es para menos. Es la Fiesta
del Amor, pues. Y hay que celebrarla como Dios manda,
sin excesos. Pero, eso sí, que los niños no pongan límite a
su regocijo porque, claro, para ellos es la Navidad: ellos
representan, según se dice, al niño redentor de hace dos mil
años que, ahora de porcelana y medio patas arriba, reposa
en el nacimiento colocado en una esquina de la sala con
Virgen, con vaca y con burro. Ah, y aquí están sus regalos:
carritos, pistolas, pelotas, etc., etc., etc. Lo que, y lo digo
sin resentimiento ni pena, no recuerdo haber tenido yo en
mi infancia.
En mi tierra, Pallasca, la cosa era distinta. No había
panetones, entonces, y creo que tampoco carritos,
pistolas...como los carritos y pistolas que hay ahora. Pero,
valgan verdades, todo era, como dicen los muchachos de
estos tiempos, bacán: ternura a manos llenas, candor a flor
de piel.
Me parece, si mal no recuerdo, que se celebraba alguna
misa a veces (la de gallo, naturalmente); digo a veces
porque el cura casi nunca paraba en mi pueblo porque casi
siempre estaba en otros lugares donde, sin duda, la gente
era más dadivosa a la hora de la limosna (y,
probablemente, a otras horas también). En algunas casas
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se armaban hermosos y nutridos nacimientos. Mi padre me
contaba que el más grande y original era el que hacía
muchos años presentaban en su vivienda las medio beatas
hermanas Monzón. Yo conocí los de doña Valentina, antes
de llegar a Santa Lucía, bajando hacia la Calle Grande; de
doña Victoria, al costado de la Casa Parroquial; de don
Alfredo, a la derecha del “Chorro”, hacia abajo; y en Santa
Lucía, de doña Paquita...Aparte de esos papeles gruesos de
costal de azúcar, estrujados y manchados de verde y
marrón para tener la apariencia de cerros, lo más notorio
(aparte también de las ovejitas o “guachitos” y otros
adornos), eran las achupallas y el musgo los que ocupaban
lugar preferente y contribuían con el conveniente y
significativo toque serrano y, digamos, ecológico.
Estos nacimientos, en la noche del veinticuatro, eran
visitados por los “viejitos” o “pastorcillos”, grupos de
chiquillos y también no tan chiquillos, vestidos con
poncho, sombrero y máscara de pellejo de carnero,
cargando gatos o comadrejas (a las que llamábamos
“huaygush”) disecados, y que bailaban al compás de
sonajas hechas con latas de leche Gloria y piedrecillas y
cantaban animados y pegajosos villancicos de la selva:
“Niño Manuelito, qué te puedo dar: ricos buñuelitos
envueltos en miel...” No faltaba algún palomilla (pienso
ahora en nuestro entrañable “Joke”) que, con infanti l
picardía, se atreviera a modificar la letra, poniendo, en
lugar de “ricos buñuelitos”, “una lata de habas”. Los
dueños de casa, casi siempre tolerantes y bondadosos (con
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bondad cristiana, claro está), les invitaban chocolate
caliente y bizcochos.
Ah, les cuento, yo también, alguna vez, fui “viejito de
navidad” y formé parte de un grupo entusiasta de
chiquillos organizados en la casa de doña Manuelita
Paredes, en la Calle Grande. Ataviado como correspondía,
subí cantando con los demás por la calle de don “Lonsho”
Pinedo hacia la Plaza de Armas y, claro, agitando la lata
convertida en sonaja, pero sacudiéndola, creo yo, con
demasiada fuerza, porque en un momento del festivo
desplazamiento la lata terminó destapándose
violentamente dejando caer todo su contenido en el suelo,
regado entre las piedras irregularmente colocadas en la
medio empinada vía. Mis compañeritos del grupo soltaron
una incontenible carcajada colectiva que avivó aún más la
vergüenza que sentí en tales circunstancias. Sin embargo,
debo confesar, aquellas carcajadas y mi bochorno, nada
tuvieron que ver con el hecho mismo de haberse abierto
inesperadamente la lata y derramarse su contenido, sino
porque los demás niños, por culpa de mi torpeza,
constataron que ese contenido no era –como se
acostumbraba- un puñado de guijarros, sino ¡de alverjas
secas que mi padre había colocado en la bendita lata,
creyendo, tal vez, que así era “más decente”!
Continúo. Pasada la medianoche había que irse a dormir.
Ah, pero antes de las seis de la mañana el ritual era
impostergable: levantarse y acudir al balcón de la sala. Es
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lo que hacíamos mi hermano Jorge y yo. Antes de
acostarnos habíamos dejado allí nuestros zapatos, esos
cómodos e inolvidables “chancabuques” que nos hacía don
“Lonsho” Pinedo, el querido zapatero del pueblo. Y, oh
maravilla, comprobábamos dos cosas: que Papá Noel
existe y que esa noche nos había visitado, generoso.
Alegría ingenua y abundante. Una, dos, tres, cuatro, cinco
monedas de a veinte! Nuestros ojos se iluminaban como el
brillo de la nieve de Ogopito con que don Rafa Acosta y
don Diego Baltodano preparaban en junio los helados y
raspadillas. Ya teníamos nuestro regalo de Navidad,
modesto pero suficiente para comprar bolitas de cristal en
la tienda de don Víctor o galletas de soda en la de don
Pancho Nina. Para qué pistolas, para qué carritos.
Abusivos, cómo no, mi hermano y yo en las tres o cuatro
noches siguientes volvíamos a dejar los zapatos en el
mismo sitio. El viejito de blanquísima barba y botas negras
seguía bondadoso aunque, claro, progresivamente iba
disminuyendo la dosis de “pesetas”.
(12 de diciembre, 2006)
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¡ESE GOL, CARACHO!
Era mediodía con nubes imprudentes. Al ver que los
jugadores del equipo contrario, con la pelota en su poder,
se aproximaban amenazadoramente a nuestro arco, mis
compañeros exigieron en coro: “¡Sal, sal!”. Nunca antes yo
había jugado fútbol. En realidad, debo decir que jugué
poco durante mi infancia, poco y mal. Pero, a pesar de
todo, como ven, hasta le entré al fútbol. En mi pueblo y en
aquella ya lejana época los juegos eran bastante sencillos :
tejo, trompo, cercena, bolitas, chapitas, “frijush”. Simples.
Y de pobres, como lo éramos casi todos. Mi padre era
maestro de escuela y, gracias a ello, tenía un ingreso
mensual permanente: su sueldo. Pero, díganme, ¿cuándo
los maestros no han sido pobres en el Perú? El tejo, el
trompo, las bolitas (es decir, las canicas), son juegos que
todo el mundo conoce, por ello no voy a detenerme a
explicarlos. La cercena era una chapa de botella que, a
fuerza de ser chancada con piedra o martillo, quedaba
convertida en un filoso disco al que se le perforaba dos
hoyos centrales, a la manera de un botón, por los cuales se
hacía ingresar un pabilo que, atado en sus extremos, era
estirado por ambas manos y sacudido dando lugar a que el
objeto metálico girase para atrás y para adelante zumbando
como moscardón; la gracia del juego estaba en el
enfrentamiento de dos chiquillos, cada uno con su cercena,
tratando de cortar la pita del contrincante. Los “frijush”
eran los frijoles, pero aquellos con manchitas, que se
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comen fritos o tostados, también llamados ñuña; con ellos
se jugaba casi como con las canicas, disparándolos a ras de
suelo, con el dedo índice. Algo similar se hacía con
las chapitas, cuya concavidad era rellenada con greda
húmeda para que tuviese un peso conveniente. Todos mis
amigos eran expertos en estos lúdicos menesteres. Yo los
admiraba, creo que con algo de envidia: la vigorosa
capacidad para romper trompos de un solo tiro o
expulsarlos del círculo, por ejemplo, nunca formó parte de
mis méritos, y pensar en ganarlos alguna vez me parecía,
simple y llanamente, un sueño inalcanzable. Dicen que es
de honrados ser conscientes de las propias fortalezas y
debilidades; creo que al menos respecto de estas últimas
yo nunca he sido mezquino al reconocerlas. Por eso creo
que era una exageración completamente descabellada eso
de que yo era inteligente. Recuerdo que comentaban que
los de “cabeza palca” (claro, como la mía: con la nuca
plana) eran poseedores de cierta superioridad intelectua l.
Jamás supe de dónde pudo haber salido tan peregrina teoría
(¿de la Alemania Nazi, tal vez?). Pero, bueno, la verdad es
que hasta para esos elementales juegos fui tan torpe como
un oso en hibernación. Y en fútbol, lo digo con algo de
vergüenza, demostré que era lo que se dice una verdadera
zapatilla. Había algo que me producía un terror casi
paralizante: la posibilidad de recibir un pelotazo en plena
cara. Sin embargo, jugué de arquero. Sí, señores, de
arquero!. Y contra todo cobarde pronóstico, no me
patearon ni recibí el temido pelotazo. Salí, pues, ileso. Pero
si bien en mi cuerpo no sufrí contusión o rasguño alguno,
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moralmente quedé resquebrajado (con “una cicatriz
rencorosa”, habría dicho Borges). Jugué no más de diez o
quince minutos. Entonces, como ahora también, no
entendía el significado de algunas expresiones del argot
deportivo: “¡Sal, sal!”. Azorado y sintiendo íntimamente,
como un virtual cínico, que la culpa no era mía, escuché –
esto sí como un feroz puntapié en la espinilla- que los
labios de los enfervorizados integrantes del equipo que nos
atacaba pronunciaban desaforadamente una dulce palabra
para ellos, pero que aquella vez en mis oídos sonó a
palabrota. Yo acababa de cumplir al pie de la letra la
desesperada orden (¡qué bestia!, dirán algunos): “¿Sal,
sal!, repitieron todos, y yo, obediente, salí del arco, pues,
y, claro, también del gramado porque –no faltaba más- mis
amigos hicieron lo que tenían que hacer: me botaron de la
cancha. El gol que había resultado irremediable le agregó
fuego a la timidez del meridiano y letras mayúsculas a mi
torpeza. Prácticamente, nunca más volví a una cancha.
(5 de febrero, 2007)
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HOY SÁBADO NO HE COMIDO MELOCOTONES
EN ALMÍBAR
Mi padre me contaba que, a las pocas semanas de nacido,
estando en los brazos de mi abuelo Manuel Jesús yo me
desesperaba por quitarle el postre de melocotones en
almíbar que él tenía en sus manos. Es probable que en tales
circunstancias el anciano se viera obligado, por su corazón
y mi irrefrenable asedio, a no disfrutar ni siquiera de un
solo pedazo de la fruta en conserva y a tener que dármela
toda. De lo que no tengo duda es de que allí comenzó mi
historia de sanos, intransferibles y no negociables placeres
mundanos entre los que tiene lugar preferente mi
inclinación por el durazno, melocotón, damasco,
blanquillo, abridor, albaricoque o como quiera
llamársele. Supongo que Lastenia, o "Tena", que es como
le decíamos a mi abuela materna, debió haberlo sabido; por
ello es que todos los días doce de noviembre, cuando yo
vivía en Pallasca, personalmente o a través de una
jovencita que la ayudaba en los quehaceres domésticos me
regalaba una lata de Aconcagua. La chica, si era ella la
encargada, después de tocar la puerta que daba a la calle
del chorro, y entrar por el zaguán a eso de las once de la
mañana, se acercaba cariñosa y tras darme un tímido
abrazo me decía: “Ténga’ste don Bernardito, es el regalo
que le envía su Tena.” Yo, más tímido que ella, me ponía
rojo pero sonreía invadido por la dicha. En la cocina, mis
padres preparaban el almuerzo. No había fiesta y no hacía
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falta que lo hubiera; bastaba con estar, papá, mamá e hijos,
juntos alrededor de la humilde mesa familiar, pero no en
comedor precisamente, sino en la misma cocina,
acompañados por la sinfonía inconclusa - porque no
terminaba nunca- de los cuyes. Aquel día, al menos dos de
esos dóciles animalitos habían sido sacrificados para el
deleite de todos en casa. Mamá freía y papá atizaba el
fuego. La sopa era de chochoca o de papa seca con
cushuro. Había oportunidades, sobre todo si era domingo,
que, llevando ollas y todos los ingredientes necesarios para
la comida además de ropa para lavar, nos íbamos todos a
Tambamba, un paraje ubicado a poca distancia del
pueblo; y allí, junto a la acequia, el almuerzo campestre era
como el festín de los dioses. Lo que no faltaba, lo digo a la
manera de Vallejo, era el ofertorio de las chauchas con
ensalada de berros. Yo, por cierto, bañadito y bien peinado,
ese día estrenaba saco nuevo, confeccionado por don
Carlos Miranda, el sastre del pueblo, esta vez con una tela
que, según decía mi padre, era “sanforizada” y no como las
que normalmente se empleaban, que, para evitar que se
encogiesen una vez convertidas en ropa, había que
remojarlas previamente y dejarlas secar al sol. Nunca fui
futbolista pero, no me lo van a creer, los calzados para una
de esas ocasiones fueron un par de chimpunes creo que
hechos por don Lonsho Pinedo o comprados a alguno de
los shilicos que esporádicamente llegaban con su
mercadería y se ubicaban en la vereda que daba a la casa
de don Víctor Alvarado, paisano de ellos. Tantos años han
pasado, caracho, y parece que hubiera sucedido ayer. Pero
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hoy, hoy sábado, no pasó lo que solía ocurrir en aquellos
ya remotos días doce de noviembre que aquí he contado:
en el almuerzo de ahora no ha sido cuy frito lo que he
comido. Me he sentido feliz, sin embargo. Y, aunque tengo
la certeza de que los calendarios me van acercando con
irremediable prisa hacia su presencia, debo decir que lo
que más he echado de menos en este último cumpleaños
ha sido ciertamente, además del postre de melocotones en
almíbar de la abuela Lastenia, el abrazo sin límites, con
sonrisa incluida, de Abigaíl y Rafael, aquellos dos bellos
seres humanos que me dieron la vida.
(12 de noviembre, 2011)
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AQUELLA ROSA ROJA
Mientras íbamos, mi hermano Jorge y yo, a saludar a
nuestra tía Segunda, que vivía en Miraflores, me acordé de
Meshito Cobián. Ese día, después de abrazar a la madre,
salimos de la casa y emprendimos la caminata por la
avenida Arica para llegar al cruce de Paseo Colón y Wilson
y tomar allí el colectivo. Era el día de la madre, el primero
que lo pasamos en Lima. Aunque probablemente las
celebraciones en homenaje a las mujeres que traen niños al
mundo tengan algo de similitud en Lima y Pallasca, creo
sin embargo que las emociones que se experimentan son
distintas o, diría mejor, eran distintas. Para comenzar, en
mi tierra no había los regalos como los que puede
encontrarse en Lima y por ello los hijos tan solo regalaban
una muy humilde tarjetita confeccionada en el salón de
clase o simplemente daban un abrazo (no era costumbre
dar besos); las actuaciones en los colegios eran muy
sencillas, pero lógicamente su significado era gigante para
las señoras. El escuchar los poemas torpemente recitados
por algunos chiquillos las alegraba en demasía. Ah, pero
cuando Meshito se presentaba y leía un discurso alusivo,
era otra cosa, y las consecuencias, previsibles: todas o casi
todas las madres lloraban a moco tendido. Recuerdo que
mi padre en casa comentaba con regocijo sin escatimar
palabras de elogio para aquel muchacho culto e inteligente
que entonces estudiaba en el colegio agropecuario; “sigan
su ejemplo”, quería decirnos. Eran discursos, leídos con
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énfasis y dramatismo, en que hablaba del sacrificio de las
madres incomprendidas y de los hijos infames que
retribuían adversamente el amor recibido. Debo reconocer,
sin embargo, que lo más emocionante para mí fue un
poema recitado a medias en una de aquellas actuaciones.
Pero lo que causó gracia a todos, fue una dramatización de
aquella conmovedora canción cantada por Leo Marini,
“Corazón de Dios”, en que nuestro inolvidable Valducho,
aparecía representando a una madre que mecía en sus
brazos a una criatura. Ah, creo que me olvidaba del poema
aquel. Pues, les cuento, fui yo quien lo recitó pero, repito,
a medias: por tímido o “vergonzoso”, solo pude decir la
primera estrofa ante el “culto público pallasquino”, y
enseguida prorrumpí en un inesperado y estúpido llanto.
Como es de suponer, esto no conmovió a nadie más que a
mí; el público solo atinó a sonreír, con disimulo
naturalmente. Bien, de eso me acordé también cuando
pasaba por la avenida Arica y me acordé además que en
Pallasca todos los niños, el día de la madre, portábamos
prendida en el lado izquierdo del pecho, una rosa roja que
significaba que la madre estaba aún viva, y aquellos que
la habían perdido llevaban una flor blanca. Jorge y yo, ese
día -pasando por la avenida Arica- llevábamos orgullosos,
como en nuestra tierra, la flor escarlata en nuestros pechos
y nos sentíamos regocijados porque Abigail, nuestra
madre, estaba aún con nosotros dándonos cariño y
alumbrándonos como un lamparín. El color rojo de aquella
flor hecha a mano significaba, pues, vida y felicidad. Pero,
lástima, a pesar de ese orgullo, tuvimos que hacer algo por
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lo que hoy –tantos años después- me arrepiento. Al ver que
nadie, absolutamente nadie en Lima llevaba una flor en el
pecho, medio avergonzados, tuvimos –sin ser vistos,
felizmente- que sacar nuestras diminutas flores de satén y
guardarlas en el bolsillo. No recuerdo qué es lo que pasó,
pero la verdad es que no llegamos al cruce de Wilson con
Paseo Colón y, claro, finalmente tampoco llegamos a
saludar a la querida tía Segunda: probablemente habíamos
preferido –muchachos de miércoles- entretenernos
caminando por esta Lima, para conocerla mejor; pero hoy,
tantos años después, me doy cuenta que cada vez la
conozco menos y que esconder aquellas simbólicas flores
hechizas no fue más que un acto innecesario y ridículo.
(9 de mayo 2010)
119
“…YA ME QUEDO SIN TI…”
Fue en mayo de 1981 –cuando volví por segunda vez a
Pallasca, mi tierra-, en el billar de don Beto (mi tío
Humberto quiero decir), que supe cómo se llamaba aquella
canción. Me acordaba, hasta entonces, de su melodía y
solía repetirla tarareándola. Solo su melodía; la letra se
había extraviado en la memoria y el título simplemente
nunca lo conocí. Pero era bella, pues. Allí, en el billar,
envueltos por una noche fría que la atenuábamos con unos
sorbos de grog, estuvimos un grupo de muchachos, unos
jugando y otros conversando y riendo. No estoy seguro o,
mejor dicho, no recuerdo si ya había una bombilla eléctrica
iluminando el ambiente o si continuaba –como un
homenaje a la nostalgia- la cálida y sonora luz de aquella
lámpara petromax que año tras año había acompañado a
nuestros mayores en sus noches de tertulia y juego.
De lo que estoy seguro es que un poquito de melanco lía
nos invadió discretamente y, por ello, la conversación
nuestra se convirtió en un rosario de reminiscencias. ¿A
quién no le gusta hablar de canciones? Pues a mí me
gustaba y sigue gustándome. “Flor sin retoño”, de Pedro
Infante, la escuchaba –cuando niño- en el tocadiscos de
doña Yolita, la madre de Lucho Aparicio; también
“Nataly”, esa bella canción en las voces de los Arraigada
(“tenía un bello nombre mi guía…”); los boleros de Los
Panchos; “Estelita” de Leo Dan. Estos otros temas:
120
“Tronco Seco” en la voz irrepetible de Rómulo Varillas,
La Pacharaca” de Fresia Saavedra (“a trabajar, a trabajar,
a trabajar…”) y, cómo no, “La Pollera colorada”, sonaban
en otras partes. Pero aquella noche, en el billar de don
Beto, la evocación de todas estas canciones y otras
irrumpió como una noble insolencia en nuestros
corazones. Alabábamos sus pegajosas melodías y
echábamos flores sobre sus letras –tiernas o despiadadas,
qué importaba-. Una de ellas nos conmovió de un modo
particular, pero aunque tintineaba insistentemente en “la
punta de la lengua” no se atrevía a mostrarse completa
porque, en realidad, a pesar de los esfuerzos que
desplegábamos no nos era posible recordar su título.
Estaba, sin embargo, adherida como las figuritas de un
álbum en el cuadernillo de nuestras preferencias
musicales. Creo que pasó cerca de hora y media, hasta que
mi primo, el “gringo” Nan, como un émulo de Rodrigo de
Triana, casi grita “¡Tierra!”. Había dado en el clavo: lo que
nuestra bendita memoria se empeñaba en esconder era el
nombre que los libros de zoología registran como el
asignado a un ave zancuda “de gran tamaño, de las
regiones cálidas de Asia y África, que tiene en las alas unas
plumas blancas muy estimadas”. Y cómo diablos iban a
acordarse de eso, me dirá alguno. Claro, cómo. Pues
nosotros también nos hicimos una pregunta -distinta, claro
está- tras el develamiento esperado: ¿Y por qué diablos a
los autores de esta canción se les ocurrió ponerle semejante
título? La respuesta fue simple: “Tuvieron que haber
existido tres razones pero, por cierto, no como los motivos
121
del oidor: Porque es un título bonito, porque es un título
pegajoso y porque a los autores se les dio la gana, pues.
Nada más. Ahora, a pocas semanas de haber fallecido su
entrañable intérprete, debo decir que, aunque creo que su
letra es terriblemente desesperanzadora y empujaría a
cualquiera al despeñadero de los sentimientos, su melodía,
en cambio, es bella y sigue gustándome y, cada vez que me
acuerdo, la tarareo y parecerá absurdo pero me sirve como
una suerte de catarsis. Sí, pues, estoy hablando de Marabú,
el más conocido bolero que cantaba Lucho Barrios.
28 de mayo del 2010
122
ESTE GALLO DE MIERCOLES
El maestro Rafa solía aderezar sus clases con unos relatos
increíblemente hermosos; hermosos por las historias
propiamente dichas, pero además y especialmente, por la
manera como los contaba, histriónicamente: si se trataba
de hacer referencia a un caballo, por ejemplo, imitaba el
sonido del trote -"pacatán, pacatán..."- y, frente a los
alumnos, se desplazaba dando trancos equinos (toda una
ilustración audiovisual bastante contundente). Los niños
gozaban sobremanera.
El cuento que los infantes de entonces, y hoy laboriosos
adultos, recuerdan con más cariño -aparte de aquel
nombrado como "La vieja patera"- es el bello e inveros ímil
relato al que don Rafa llamaba "Los músicos de la aldea".
En él se hablaba, efectivamente, de unos músicos, pero de
unos músicos nada convencionales o, como se les llamaría
hoy en día: atípicos. Un asno, un perro, un gato y un gallo
conformaban, con sus propias voces, un estridente y
desafinado cuarteto grotescamente festivo: una orquesta de
los mil diablos, diríamos mejor. Estos animales, viejos y
cansados, habían dejado las viviendas de sus amos por una
razón: por inservibles. El asno carecía de fuerzas
suficientes para cargar bultos pesados sobre sus lomos; el
perro dormía excesivamente y nada podría hacer si un
ladrón osara irrumpir en la casa; el gato, con las uñas y la
agilidad perdidas, había dejado de ser un buen cazador de
123
ratones. Una sola palabra los definía: inútiles,
dramáticamente inútiles. El gallo acumulaba similares
deméritos: había perdido la puntualidad al dar la hora en
las madrugadas y su canto más parecía, ahora, un estertor.
Pero, a diferencia de sus hoy compañeros de infortunio, el
último día en la casa de sus amos estuvo a punto de servir
para algo, y -¡qué tal gallo de miércoles!- precisamente por
ello es que resolvió darse a la fuga y ser, ahora, uno de los
miembros de aquella desafinada orquesta.
Don Alipio Villavicencio, entusiasta y creativo profesor de
la escuela primaria de varones de Pallasca, además de
"medio poeta" -como se le hubiese ocurrido decir a algún
crítico canalla-, también, como en el relato de don Rafa,
tenía un gallo en casa. Y a él, nuestro paisano nacido en
Tauca, pues, está dedicada esta anecdocrónica.
*****
La educación que se impartía en la época en que se sitúa
nuestra historia era, por decirlo sin exageración, buena. No
como en estos tiempos de planes, directivas y reformas. No
obstante la limitada preparación académica de los docentes
(casi todos eran de "tercera categoría", es decir, sin título
profesional) ellos eran, realmente, maestros cabales que
contribuían positivamente a la formación de los niños y
jóvenes y, por ende, al desarrollo de los pueblos. Ahora,
por el desinterés de los gobernantes, la irresponsabil idad
de los sindicatos, el influjo nocivo de los medios de
124
comunicación y el bajo nivel nutricional, nuestra
educación se ubica casi a ras del suelo.
No era este el problema de entonces. Ya lo dijimos, la
educación era buena y los profesores, en verdad, maestros.
El Ministerio de Educación impartía directivas,
naturalmente, pero antes que preocupaciones de orden
estrictamente didáctico, que es lo formal, el interés se
centraba en lo que había que enseñar. Un inspector
cumplía, de vez en cuando, con verificar el desarrollo
normal de la tarea educativa. Visitaba los pueblos de la
jurisdicción a su cargo, hacía preguntas a los profesores,
evaluaba -si creía conveniente- a los alumnos y elaboraba
un informe. Muy raramente se topaba con situaciones que
pudieran considerarse anómalas. Sí, en cambio, con
ocurrencias anecdóticas, como aquella en que cierto
inspector, al haber recibido una insatisfactoria respuesta
acerca del autor de El Quijote, apesadumbrado comentaba
–completamente extraviado- que en la escuela que había
visitado "nadie conocía a Calderón de la Barca”. Cuando
las circunstancias lo ameritaban, recomendaba y
aconsejaba, siempre de buen grado, de modo que nunca se
generaban enemistades, todo lo contrario, se ganaban
amigos.
Y eso es, justamente, lo que ganó el inspector de esta
historia -cuyo nombre no recordamos pero podemos
asegurar que no era aquel de la descabellada referencia al
125
autor de Fuenteovejuna o, perdón, de La vida es sueño. Ya
lo dijimos: ganó amigos.
En cierta ocasión llegó a Pallasca cuando allí, en la Escuela
Prevocacional 293 aún laboraba don Alipio Villavicenc io
antes de trasladarse a la escuelita unidocente de Shindol.
Efectuó, porque para eso había ido, su labor de control y,
antes de retornar a la Capital de la Provincia, recibió -como
se acostumbraba- un "agasajo" por parte de los profesores
de los centros educativos primarios, de varones y de
mujeres.
La reunión, una comida en casa de don Víctor Alvarado,
resultó muy animada y se prolongó hasta cerca de la
medianoche. Don Alipio, que se encontraba allí, casi al
finalizar se acercó emocionado al inspector y le pidió hacer
un aparte para conversar. Luego de elogiosas expresiones,
le hizo una invitación: "Mañana, señor, quiero tenerlo en
mi humilde casa para almorzar; tengo un gallito que me
gustaría guisar en su honor..." El inspector se alegró por
tanta amabilidad y, por supuesto, sin pensarlo dos veces,
aceptó la invitación.
Concluido el ágape nocturno, todos se retiraron,
intercambiado abrazos y sonrisas. Al día siguiente,
temprano, don Alipio comunicó a su esposa la decisión
adoptada la noche anterior. La señora, imperturbable, dio
su palabra: ¡No! Evidentemente, don Alipio había
cometido un error: no haber conversado con ella
126
anticipadamente o, dicho de otro modo, no haberla
consultado. Ninguna explicación pudo hacer que se
revirtiese la rotunda negativa. A eso de las 11, don Alipio,
avergonzado y pensando en una excusa apropiada, fue en
busca del inspector. Recién, cuando estaba a punto de
producirse el encuentro, surgió la idea salvadora: "Vengo
-dijo- consternado a pedirle mil disculpas." "¿Por qué,
amigo Alipio?", preguntó el inspector. "Es que la
invitación que le hice anoche no va a poder hacerse
realidad." Su interlocutor no podía zafarse de la sorpresa.
Continuó don Alipio: "El gallo de miércoles que pensaba
guisar en su honor, como si hubiera adivinado su final, ha
terminado escapándose y es imposible encontrarlo".
Lo que en un principio parecía contrariedad, se convirtió
en una piadosa y sonora carcajada. "Para otra vez será." En
horas de la tarde, y después de almorzar sabe Dios dónde,
el inspector tomó su caballo y se marchó a Cabana. Y,
como es de suponer, nunca se presentó una nueva
oportunidad.
(22 de julio, 2006)
127
DE PALIZAS Y HERENCIAS DE AMOR
Las 08:30 P. M. en Pallasca era una hora que bien podria
ser llamada “altas horas de la noche”, porque, como
ocurría en los pueblos pequeños de la sierra que no
contaban -y algunos no cuentan aún- con fluido electrico,
alrededor de las siete todo el mundo ya estaba durmiendo
o, como suele decirse, “en su media noche”.
Más o menos a esa hora -en una noche negra y
extremadamente fría, helada en realidad-, aconteció lo que
vamos a relatar. Eran los primeros años de la década del
60 (recuerdese, estamos hablando del siglo XX). Por
motivos que no hemos llegado a conocer, o probablemente
sin motivo alguno (que para el caso es lo mismo), un
recordado profesor que, joven aún, había llegado para
ejercer la docencia en Pallasca, en la Escuela
Prevocacional 293, le “dio de alma” a don Pancho Nina
quien, maltrecho y con el cuerpo sumamente adolorido
quedó tirado en el suelo y, a duras penas, luego de algunos
minutos, con gran dificultad y desesperación, logró
incorporarse y pudo buscar en medio de las tinieblas su
inseparable sombrero que probablemente en tales
circunstancias había resultado pisoteado. Tras aplicarse
algunas compresas de agua caliente con sal, ya en casa,
procuró dormir un poco para, temprano al dia siguiente,
cojeando apersonarse al Puesto de la Guardia Civil,
ubicado en la Plaza de Armas de la ciudad y, medio
128
irreconocible -por los esparadrapos y moretones- y con voz
tremula, efectuar la denuncia respectiva. Asi lo hizo.
El esclarecimiento del hecho, a efecto de poder tomar una
decisión y eventualmente aplicar un castigo, requería la
presencia de las dos personas protagonistas de la noche
violenta, don Pancho Ninay el profesor. Fueron, pues
citados los dos.
Después de la exposición que hizo don Pancho Nina,
ratificandose obviamente en la denuncia, el comandante de
puesto pidió las explicaciones del caso al profesor quien,
con una muestra de educación y buenos modales, amén de
un dominio extraordinario del idioma y la oratoria,
procedió como le pareció correcto y conveniente. “Con el
permiso del señor policia -dijo- quiero pedirle a usted, mi
querido Pancho Nina, un millón de disculpas por lo de
anoche.” Don Pancho lo miró sorprendido.
“Lamentablemente -continuó-, hay un agente perverso que
a veces interviene en algunas circunstancias dañándonos
con su vil consejo y nos empuja a cometer desatinos y
excesos”. El asombro crecía y se hacía extremadamente
visible en los ojos del contuso. “Es el maldito licor, don
Pancho -explicó el joven profesor-, el maldito licor! Usted
sabe que el respeto que a usted le guardamos en este pueblo
no tiene comparación; es que usted ha sabido ganarse
nuestra consideración; su don de gente, su amplia cultura,
sus enseñanzas, su ejemplo son, en gran medida, nuestra
luz y la luz de los más jóvenes. ¿Por qué habríamos de
129
querer maltratarlo, don Pancho? Esto no cabe en la cabeza
de ninguna persona que se halle en su sano juicio. Pero,
claro, usted me dira: “Y, entonces, por qué anoche,
aprovechándose de la oscuridad reinante, se abalanzó
sobre mí y en medio de improperios irreproducibles, me
comenzó a golpear como bestia?” Naturalmente, siendo
otras las circunstancias, yo no podría dar una respuesta
coherente ni razonable. Pero, don Pancho, ya lo dije: el
maldito licor que enceguece, que nos empuja a actuar
irracionalmente, como bestias, él... él ha sido el causante
de esta afrenta que me averguenza y por la cual, le repito,
quiero que me disculpe y perdone, y le pido que quedemos
como amigos, que es lo que hemos sido siempre, y que esta
amistad perdure sin mella alguna, por el bien de la armonía
que debe reinar en este bello y querido pueblo que ha
sabido recibirme dándome su calor y hospitalidad, y como
un homenaje a la calidad de ser humano excepcional que,
como pocos, usted puede ostentar para beneplácito de
todos.”
Tras esta elocuente perorata no necesitaba, naturalmente,
agregar nada; era suficiente. Don Pancho Nina quedó
apabullado, simple y llanamente, anonadado o, mejor
dicho, deshecho. No tuvo alternativa: sin más ni más,
aceptó las explicaciones, disculpó al agresoretiró la
denuncia y, otra vez cojeando, se alejó del lugar
probablemente a continuar su rutina diaria en la bodega
que administraba media cuadra más alla pero, claro,
después de cambiar esparadrapos y curitas.
130
Pasados unos segundos, sonriente, salió el denunciado y
más tarde fue en busca de sus amigos, y con desbordantes
muestras de orgullo y satisfacción y aparentando un falso
cinismo, les contó lo sucedido: “A ese viejo Pancho Nina,
no saben ustedes, le he dado lo que se merecía; le he sacado
la mugre, le he dado de alma, dos veces, dos veces,
¿entienden?” Cariacontecidos, sus amigos le miraron y
preguntaron: “¿Dos veces, estás seguro que dos veces?”
"Sí –el interpelado respondió categórico-, dos veces.
Anoche, después de salir del billar de don Beto, en la
esquina de la Iglesia, una reverenda pateadura. Y ahora,
temprano en la mañana, otra paliza, pero en el Puesto de la
Guardia Civil. De alma, como lo oyen, de alma le he dado
a ese viejo!”
Ahi quedaron las cosas. Y como ocurre tras la tormenta,
volvió la tranquilidad y el pueblo continuó con su vida de
paz y sosiego. Unos meses después, quizas un año o algo
más, aún joven, el maestro Delgado Clavo, tras una penosa
enfermedad, dejó de existir. Le sobrevivieron tres
pequeñas criaturas y la que fuera su mujer. Nunca había
adivinado, no habría podido adivinar jamás, que pasado el
tiempo -unos diez o trece años, tal vez- don Pancho Nina
terminaría, quizás como tardío paño de agua caliente para
aquellas pasadas contusiones, heredando la cálida
compañía de la hermosa viuda con la que finalmente
desposó. ¡Cosas de la vida, caracho!
131
TAL COMO SUENA
Uno de los más reconocidos y, naturalmente, recordados
profesores, es decir –vamos a decirlo con más propiedad-,
maestros, que ha tenido Pallasca en la otrora Escuela
Prevocacional 293, es don Óscar Sandoval Cerna. Culto,
inteligente, sensible, el maestro Oscar, nacido en el distrito
de Bolognesi, ponía de manifiesto una muy agradable
cualidad: era ingenioso (sin duda, debe seguir siéndolo) y
tenía una “chispa” tan brillante como un relámpago.
Alguna vez –lo recordamos muy bien-, un chiquillo que
jugaba en la plaza de armas, alrededor de la pileta central,
al verlo pasar cerca le saludó con todo respeto pero
incurriendo en un leve error: en vez de “buenas tardes” –
porque eran como las 3 pasado el meridiano- le dijo
“buenos días, maestro”. Con agilidad mental de rayo, sin
mediar palabra o gesto adicional y con aparente
displicencia, don Oscar respondió rotundo: “buenos días,
hijo, cómo has amanecido?”; y, esbozando una irónica
sonrisa, siguió su camino hacia la esquina de El Shinde
para luego descender a la Calle Grande, donde tenía su
casa. Nosotros –los otros chiquillos de entonces- que
también nos encontrábamos allí y que nos habíamos
percatado del “revés”, crueles e ingenuamente sádicos nos
echamos a reír sin piedad; el autor del involuntar io
despropósito se puso rojo de vergüenza.
Pero, bueno, como habría dicho don Ricardo Palma, a otra
132
cosa mariposa. En realidad lo que queríamos contar es una
anécdota distinta en la que, siempre pintoresco, siempre
impredecible en sus respuestas, siempre lucido, también –
felizmente- aparece don Óscar, el maestro Óscar,
queremos decir.
La buena gente de Huacaschuque –la de los lavaderos de
oro- estaba empeñada en que su pueblo –que durante la
década de los 50 aún era un caserío anexo a Pallasca- se
convirtiese en distrito y con ese fin habían iniciado las
medio engorrosas gestiones ante las diferentes
reparticiones del Estado encargadas del asunto. Y, bien,
como casi siempre ocurre en estas cosas, la demora se
prolongaba y prolongaba. La paciencia -¡cómo no!-
pudiera haberse agotado pero, testarudos porque la razón
les asistía, los huacaschuquinos no estaban dispuestos a
desmayar: tanto se había hecho y, probablemente, tanto
también se había gastado, que dejar aquella gestión
inconclusa simplemente hubiera sido de necios. Y no,
pues, nadie en el pueblo y mucho menos ninguno de los
que en la Capital de la Republica iban y venían de oficina
en oficina, querían terminar con una lamentab le
frustración.
Gobernaba entonces –quien no se acuerda- don Manuel A.
Odría, hombre que –hay que reconocerlo, nos guste o no-
dejó para un sector de la población o, mejor dicho, de la
“clase política”, un recuerdo deplorable (dictadura, pues)
y para muchos pueblos y ciudades más de una obra de
133
significativa importancia (colegios, especialmente); y su
esposa, doña María, indiscutible ejemplo de decencia y
preocupación por los niños, además de decidoras
anécdotas (reales o inventadas, no sabemos) motivadas por
sus rasgos físicos y por el dejo que mostraba al hablar.
Todo indicaba que aquel gobierno sería el encargado, una
vez cumplidos los trámites pertinentes, de cumplir con dar
la ley de creación del nuevo distrito. Pero a don Manuel,
tan ocupado en otras cosas, no le importaba poner atención
a estas cuestiones “fútiles” o -simple y llanamente-
desconocía de las expectativas que cifraban en su gestión
los pobladores de esta parte del país. Cualquiera fuera la
razón por la que la autorizada firma no llegaba a ser
estampada en la norma definitiva, lo cierto es que, sin
perder el optimismo, los huacaschuquinos echaron mano a
un recurso que, casi a última hora, les pareció lo más
eficaz. Si, pues: “don Manuel será todo un presidente, pero
es, sobre todo, una persona con algo de vanidad y eso, su
vanidad, eso es lo que hay que tener en cuenta”, sugirió
alguien por allí. Y, en efecto, eso iba a hacerse: aparte de
la inserción en el expediente de todos los requisitos que el
procedimiento exigía (información sobre la densidad
poblacional, los recursos económicos, etc., etc.) surgió un
nuevo elemento que, a todas luces, resultaría decisivo,
convenientemente decisivo: proponer que, en lugar de
Huacaschuque, que era la ancestral denominación del
pueblo, el nuevo distrito lleve el nombre de Manuel A.
Odria como homenaje y reconocimiento a las calidades del
134
Presidente de la Republica y además –esta era la razón real,
pero se la mantenía discretamente escondida- como un
argumento que llenaría de orgullo al gobernante y le haría
interesarse en el caso tanto como si fuera algo personal. El
razonamiento era simple pero coherente: ¿Quien –
ocupando un cargo temporal- no quisiera trascender y que
su nombre se perpetúe, más que en una placa de bronce o
de mármol, en el uso irremediablemente cotidiano de los
agradecidos habitantes de un pueblo del Perú? Todos en
algún momento incurrimos en ese sueño, y eso no es, no
puede ser, un pecado.
Y ese sueño, que aún no se había atravesado por la mente
de don Manuel, estaba a punto de producirse. Pero,
lamentablemente para el presidente tarmeño que tuvo
como uno de sus más infaustos ministros a Esparza
Zañartu –que ocupó la entonces tenebrosa cartera de
Gobierno y Policía- la realidad se impuso sobre los
candorosos devaneos oníricos. Y para eso, señores, es que
en esta historia se hizo presente don Oscar Sandoval
Cerna.
Antes de presentar formalmente la propuesta, un grupo de
huacaschuquinos fue en su busca para pedirle un prudente
consejo. Después de escucharlos, el maestro Óscar los
felicitó por su propósito y, especialmente, por la
inteligente iniciativa. “Tienen razón, les dijo, las gestiones
se agilizarían enormemente y no sería de sorprenderse si,
después de presentada la propuesta del cambio de nombre,
135
al día siguiente ustedes tienen la ley de creación del distrito
en sus manos.” Todos le oían, satisfechos y regocijados;
pensaban que, sin duda, habían acertado. “Pero, agregó
don Óscar, hay un pequeño inconveniente.” “¿Cuál,
maestro?”, preguntaron en coro. Don Óscar continuó :
“Cuando, en el futuro, ustedes o sus hijos tengan que
recurrir ante alguna entidad pública o privada o suscribir
algún documento legal y deban responder por sus
“generales de ley” habrán de decir que son hijos naturales
de Manuel A. Odría; y les aseguro que se avergonzarán
cuando otras personas les miren sorprendidas al enterarse
que ni siquiera son hijos legítimos”. Suficiente, fue
suficiente! “Ni hablar, don Óscar. Que todo siga igual”,
replicaron rendidos.9
Y, así, todo siguió igual hasta estos días, y así habrá de
seguir, quién sabe, por los siglos de los siglos:
Huacaschuque, tal como suena. Y, por cierto, con hijos
orgullosos y nunca avergonzados de su santo terruño:
legítimo y natural, como Dios manda.
(21 de julio, 2006)
9 En la época en que se ubica nuestra historia, como s e recordará, era
considerado “oprobioso” ser “hijo natural” (es decir, no reconocido
por el padre).
136
DESVELOS MATEMATICOS Y UNA
RESURRECCION ANUNCIADA
Ningún pallasquino puede haber olvidado a don Lorenzo
Paredes. Desconocer la cualidad pintoresca que era su sello
sería como incurrir en una suerte de sacrilegio. Era el
popular “Shinde”. Concentrarse los amigos frente a él, en
su tienda ubicada en la esquina sur-oeste de la Plaza de
Armas, era ineludible motivo de alegría; se libaba,
moderadamente, a veces, unos vasos de cerveza y el
aderezo principal de las reuniones eran las bromas, algunas
suaves esporádicamente y casi siempre pesadas otras. Pero
primaba la amistad, el respeto y las ganas de pasar un
momento ameno, aun a riesgo de convertirse uno en lo que
actualmente se llama “punto”, es decir, en víctima de las
bromas que, en el furor de la emoción y la confianza,
lindaban con el sarcasmo y la ironía mordaz. Pero había
que aguantar, pues, o, mejor dicho, “tener correa”.
***
Una de las historias -inventadas por él, indudablemente-
era la de un –según decía- “eterno y brillante estudiante”
de secundaria en Lima que al llegar de vacaciones a
Pallasca y recibir las excesivas atenciones de sus padres,
fue alojado en un dormitorio que daba a la calle en el que
habían colocado una cama, dizque de “dos plazas”, es
decir, con dimensiones exageradamente mayores a las de
la puerta de ingreso; la cama incluía, naturalmente, un
137
colchón de plumas, mullido para ofrecerle un reparador
descanso, frazadas gruesas, no de bayeta ("¿bayeta?, ¡pero
si eso es para para los cholos!", fue el comentario, según
las malas lenguas), sino de algodón, etc; a la cabecera, la
imagen protectora del Corazón de Jesús. Aquella noche -
contra todo pronóstico-, el imberbe no pudo dormir y al día
siguiente, a la hora del desayuno (con leche recién
ordeñada, biscochos, queso y huevos pasados) el doncel
mostró unas tan pronunciadas ojeras y exagerados y
repetitivos bostezos. El padre se sorprendió y quiso
adivinar la razón de tan deplorable estado, y creyó haberlo
logrado: cayó en la cuenta -cuándo no- de que su único hijo
varón, aprovechando la placidez de la noche, se dedicó a
leer. (“Mi hijo va a ser intelectual o científico, de eso no
tengo duda; será el orgullo de la familia!”) Pero no fue
aquello lo que ocurrió durante la vigilia. “No he podido
dormir –declaró el muchacho-, porque he estado tratando
de resolver un problema matemático y lamentablemente
me he quedado frustrado por no haber podido encontrar el
resultado.” La emoción paternal fue mayor porque, claro,
se sabía que es de sabios sacrificar las horas de sueño para
dedicarlas a ocupaciones de esa laya. “Bien, hijo, le
inquirió, ¿cuál era ese problema?” La respuesta fue
inmediata y no menos asombrosa: “¿Cómo han podido
lograr que una cama tan ancha ingrese a través de una
puerta tan pequeña? Yo he aplicado todas las formulas
geométricas, trigonométricas, etc., y no he podido
encontrar una explicación.” El padre, cuya emoción en
esas circunstancias ya podemos adivinar, hizo lo que cabía
138
para dar la respuesta requerida: llamo al empleado
encargado de cuidar los animales y hacer otros mandados
y le pidió que diese la explicación que necesitaba el hijito
de marras. El fiel servidor doméstico, ni corto ni perezoso,
se la dio enfáticamente: “Tuve que desarmar la cama, pues,
señor.”
Pero como a veces suele ocurrir (el rebote de la piedra
puede golpear el propio rostro), en una ocasión el “punto”
fue el mismo Lorenzo Paredes. Cuentan que un ingeniero
cajamarquino que se había convertido en el cotidiano
"caserito" de la chacota de "El Shinde" (se llamaba
Macabeo Barriga, pero El Shinde solía llamarlo
repetidamente así: “Macafeo Panza”.), decidió, para cortar
definitivamente las bromas o burlas, llegar
anticipadamente preparado con una respuesta rotunda e
incontestable que sería el remedio definitivo. Nadie
adivinaba lo que iba a pasar esta vez. Don Lolo comenzó a
“batirle” con todo el ímpetu y la seguridad de su bien
ganada capacidad de dejar mal parados (es un decir,
lógicamente) a sus “víctimas”. El ingeniero, “con ajos y
cebollas” le dijo lo que la rabia le inspiraba y, tras ello,
extrajo de su bolsillo un revólver, colocó el dedo sobre el
gatillo apuntando al pecho del ensoberbecido dueño de la
tienda y en ese instante aterrado por lo que se le avecinaba,
y presionó. El estruendo inundó el recinto y retumbó en
toda la plaza de armas. Don Lorenzo cayó desplomado.
Los amigos que participaban de la reunión, como no podía
ser de otro modo, se abalanzaron a auxiliarlo. No
139
encontraron una sola muestra de perforación, de rasguño y
mucho menos de sangre. Desesperado, el yaciente
exclamaba: “¡Busquen bien, por algún lugar debe haber
ingresado la bala, por favor busquen bien, que me muero!”
No era para menos. Macabeo Barriga, que solo empleó una
bala de salva, se carcajeó a mandíbula batiente y, desde ese
momento, dejó de ser para siempre, el objeto de las muchas
veces excesivas burlas del inolvidable “Shinde” y, por
cierto, dejó también de ser llamado “Macafeo Panza”.
¡Santo remedio, pues!
(21 de abril, 2006)
140
¡A COMER, CABALLITO!
Don Eloy Sifuentes, que por muchos años desempeñó el
cargo de director de la Escuela Prevocacional 293, era un
hombre pacífico a quien, literalmente, no le entraban balas.
Frente a los agravios o los ataques, tenía la actitud
conveniente y la respuesta precisa y rotunda que disolvía
en el acto cualquier voluntad adversa, cualquier intención
que buscara hacerle daño. Su filosofía antiviolencia se
resumía en el siguiente consejo: "Cuando a usted le
disparen un dardo, hágase a un ladito". Es decir, en otras
palabras: no haga frente, porque puede resultar lesionado.
Cuentan que en una ocasión, algunos profesores de la
Escuela se encontraban cerca de la puerta de ingreso del
plantel conversando, y al ver que llegaba el director, don
Eloy, uno de ellos, el profesor "Corra, corra", soltó, casi
mascullando entre dientes, una expresión un poco subida
de tono, algo así como "Ahí viene ese viejo de...!" No
quería, naturalmente, ser escuchado por el director; sin
embargo, este ya se había percatado de la agresión verbal.
Don Eloy, medio displicentemente, levantó la mirada, la
dirigió al profesor y, contra todo pronóstico y sin alterarse
dijo, simple y llanamente, lo siguiente: "Maestro, ojalá
usted nunca llegue a viejo". Y continuó su tranquila
caminata hacia la Dirección. En otra oportunidad, mientras
bajaba por la calle del "Chorro", le dio el encuentro don
Carlos "Cheque" y por alguna razón que desconocemos
pero que de saberlo no la diríamos, le soltó una andanada
141
de insultos que concluyeron con un sonoro e incontestab le
remate: "¡Usted es un perro!". Don Eloy, con esa
proverbial parsimonia que solo él podía mostrar con
orgullo, respondió, enfáticamente, con una inesperada
pregunta: "Estimado Carlitos, ¿por qué dices que soy un
perro, si el que está ladrando eres tú?". Es demás decir que,
por cierto, no tuvo réplica. Pero la anécdota que motiva el
título de esta nota, es la que viene. Un buen día, los
profesores, algunos de ellos, queremos decir, acordaron
hacerle una broma al maestro Ángel Acorda, a la sazón
también profesor de la mencionada Escuela. Le dijeron al
querido y nunca olvidado "Loco Ángel" (que es como se
le trataba cariñosamente) que don Eloy había estado
hablando pestes acerca de él: que es un borracho, un
haragán, que llega tarde...en fin, lo que la imaginac ión
cómicamente perversa les permitió inventar; dicho de otro
modo, le hicieron creer que lo había "embarrado". Don
Ángel, que no aguantaba pulgas (¡porque no las aguantaba,
pues!), tras unas lisurotas irrepetibles pues serían capaces
de hacer santiguar aturdida y con velocidad de rayo a una
monja y ponerla roja de vergüenza, amenazó con darle una
reverenda pateadura al autor de la insolencia. A los
profesores bromistas no les quedó más que arrepentirse de
su "metida de pata", pero ya era tarde: no podían hacer
nada para aplacar la ira del ofendido que, como alma que
se lleva el diablo, ya se había alejado del lugar en busca de
don Eloy; solo atinaron a lamentarse por no haber medido
las desproporcionadas consecuencias que aparentemente
ocasionaría su desliz. "Seguro que lo mata", comentaban
142
consternados. Pasó algo más de media hora y ocurrió lo
que nadie podía adivinar. Por la parte baja del plantel,
rumbo a Quellin, el profesor embromado pasaba medio
agachado, halando de la rienda al caballo de don Eloy. ¡Se
lo llevaba a su chacra para darle de comer! Todos
prorrumpieron en una general carcajada y, en coro, le
pusieron el epílogo a esta historia con una frase
necesariamente sarcástica: “¡Nunca hemos visto
pateaduras como esta, caracho!". Don Ángel sonrió.
(21 de abril, 2006)
143
EL HUÁYCHAGO
“Tengo una pena…Será de frío!”, decía luego de dar un
par de rasgueos a su humilde guitarra o, como él la
llamaba, su “palito trinador”. Era zapatero –para ser
precisos: zapatero remendón. Su casa, en la que
funcionaba su taller (algún nombre tenemos que darle)
estaba frente a lo que por algún tiempo fue la sede del
Instituto Nacional Agropecuario y, luego, del Colegio
Municipal Mixto. Vestía un medio deslustrado saco azul
marino y vivía solo, por lo menos eso es lo que registra
nuestra frágil memoria. Acostumbraba tomarse unos
traguitos, con una casi apretada frecuencia, pero el licor
nunca llegaba a producir efectos grotescos en su
comportamiento. A los niños que, a veces, lo visitábamos
solía contarnos algunos episodios, ya borrosos, de su vida.
En cierta ocasión (le gustaba recordarlo ante nuestra
jubilosa curiosidad, con irrefrenable recurrencia y sin
poder disimular un inocente orgullo) llegó a cantar en el
otrora “Coliseo Nacional”. “Tengo una pena…”, insist ía.
Probablemente aquella fue la única vez que pudo dar a
conocer su talento, su arte, frente a un público distinto al
minúsculo y pueril auditorio que conformábamos nosotros.
En la sonrisa que se dibujada, discreta, tímida,
candorosa, en sus ojos vivaces, se filtraban sentimientos
de tristeza, de frustración, de abandono, pero también de
esperanza. Era un hombre (lo conocimos ya anciano) que
inspiraba verdadera ternura; sin embargo, es posible que
144
(mocosos de miércoles, cuándo no) le hayamos hecho
víctima de alguna imberbe perversidad (bromas pesadas
rayanas con el sarcasmo, por ejemplo, pero nada más).
“Tengo una pena…”, volvía a insistir. Y después de
acentuar intensa y conmovedoramente esta palabra: niño -
que en sus labios sonaba a bondad-, volvía a dar tres o
cuatro punteos de un impreciso huayno a la manera de
Cajatambo, se abrazaba a la guitarra pegando el pómulo
izquierdo a los trastes, como en un acto de amor, y
enseguida se sumergía en un prolongado silencio que
parecía un túnel sin fin. Era don Manuel Vásquez aquel
inolvidable paisano. Ahora que es invierno lo evocamos, y
nos damos cuenta que, también nosotros, soportamos una
pena, tal vez como la de él, nuestro entrañable e irrepetible
Huáychago!
21 de julio 2007
145
LA CÁNDIDA ADELITA
Cuando Daniel cumplió los diecisiete años de edad, en su
pueblo, vivía un personaje foráneo de mediana estatura que
usaba anteojos y vestía siempre elegante, y que, como
tantos otros, había llegado sin que se conociese la finalidad
específica de su visita; pero a diferencia de los demás que
no permanecían más de una semana o quince días, este se
quedó por algo más de un año con breves interrupciones
que las empleaba en ir a Lima, casi siempre los fines de
mes. En principio debido a las gruesas lunas de sus
anteojos y después por la oportuna e infalible atención
médica que brindaba a los parroquianos –claro, en
enfermedades comunes y simples- comenzó a ser conocido
como doctor, el respetable doctor Iglesias.
Una de las consultas que con especial agrado atendía, era
la que con cierta regularidad buscaba Adela, hermana de
Daniel: generalmente aparecía en el consultorio ubicado
con frente a la plaza principal, porque “la alocaba” un
fuerte dolor abdominal cuyo origen, obviamente
menstrual, decía desconocer. El doctor le recomendaba un
ligero masaje en el vientre y le regalaba unas pastillitas sin
sobre diciéndole: “Ahora vaya a descansar”. Visitas
vienen, recetas van, llegaron a enamorarse.
El doctor Iglesias afirmaba que el amor puro debe siempre
tener un desenlace feliz: el matrimonio. Por ello, sin
146
pensarlo dos veces y sin mayor preámbulo que la
candorosa indecisión de Adela, un día viernes resolvió
hacer el pedido de mano. La alegría con que fue recibido
en casa de la novia, tuvo su mayor expresión en el llanto
de Adela y su madre. Pero no fue todo: los hermanos
prepararon una pequeña celebración a la que fueron
invitados los parientes y amigos más cercanos y al ritmo
de huaynos y canciones de moda que dejaba escuchar una
vieja victrola y, probablemente, también don Pedrito
Gutiérrez, bailaron hasta el amanecer.
Las familias del pueblo comentaban, unas gozosas y otras
con envidia: “Ve, qué bien, Adelita con novio doctor”.
“Con tantas visitas, cómo no lo iba a conseguir”. “Quién
lo iba a creer”. Y, en realidad, nadie podía creerlo. El
doctor, menos.
Después del matrimonio se irían a vivir a Lima, según el
ofrecimiento del novio. “No puedo quedarme más tiempo;
he descuidado demasiado mi consultorio en la Capital,
pero lo he hecho con la satisfacción y la alegría de servir a
un pueblo que quiero con todo mi corazón, afirmaba en
tono sentimental. Pero no se irían solamente los dos: en un
arranque de gentileza le ofreció un buen trabajo a Daniel y
en consecuencia él sería también de la partida.
Los preparativos para el matrimonio ya estaban
adelantados. La familia mandó comprar dos quintales de
“harina del norte”, especial para los panes, las rosquitas y
147
los bizcochos; se aumentó la ración de cebada y “locro”
para engordar al chancho y se les proveyó de una mayor
dosis de alfalfa a los más de cuarenta cuyes que parecían
cuchichear en el cuyero de la cocina de su casa en la Calle
Grande, y, además, se adquirió dos arrobas de mote y otro
tanto de shámbar. La expectativa por cierto era grande. No
se había producido antes matrimonio de tal envergadura en
el pueblo.
Por uno de esos descuidos en que suelen incurrir aquellas
personas dedicadas a una tarea intelectual o científica, el
doctor Iglesias dijo haber olvidado su Libreta Electoral en
Lima y no contaba con ningún otro documento de
identidad, requisito exigido para poder oficializarse el
enlace. “Pero ello no puede ser motivo para que se
postergue la ceremonia, explicó; como garantía yo dejo en
el Despacho de la Alcaldía la suma de cien soles y luego
del matrimonio voy a la Capital y traigo el documento. La
duda hizo que el señor Alcalde resolviese consultar con
don Manuel Jesús, viejo, culto y honorable vecino del
pueblo. “Oiga usted, ni por mil soles puede cometerse
semejante error”. Con esta respuesta, la autoridad se retiró
satisfecha.
Toda la familia de la novia, incluso el doctor Iglesias, se
enfadó con don Manuel Jesús. Calificaron el inesperado
consejo como muestra de envidia y de mala fe. Adelita,
aunque un poco fastidiada por la situación, no dejaba que
las ilusiones la abandonaran.
148
Los planes tuvieron que cambiarse. No se esperaría el
matrimonio para después viajar con Daniel, sino que como
una muestra de su decencia y buena fe, el doctor Iglesias
viajaría antes, en compañía de su futuro cuñado para
dejarlo en Lima y luego volver con la requerida Libreta
Electoral.
Por falta de carretera, gran parte del viaje tuvo que hacerse
a caballo, hasta un lugar a donde llegaba el tren; de allí, un
muchacho acompañante tenía que regresarse con las
bestias. Rafael, amigo íntimo de Daniel, también fue uno
de los viajeros; resolvió sumarse por dos razones: porque
le resultaba difícil acostumbrarse a la idea de que un amigo
tan querido se alejara tal vez para siempre y porque la
ilusión de llegar a Lima para ver las seriales en el cine, le
atraía más que quedarse a cosechar alverjas en el “El
Común”, que era la chacra de sus padres. Daniel agregó
una que lo sedujo: las mujeres tienen la piel de melocotón.
La presencia de su amigo, según pudo advertir Daniel,
incomodaba al doctor Iglesias, razón por la cual el afecto
que le tenía, durante el viaje fue menos expresivo, más bien
frío.
Al llegar a Chimbote, ocurrió lo impredecible. Daniel y
Rafael compraron sus respectivos pasajes en ómnibus. El
doctor Iglesias no pudo hacerlo porque se alejó en busca
de las medicinas que ofreció comprar para su suegra con el
149
dinero que habíarecibido para tal efecto; una vez
adquiridos, esos medicamentos, elevados en su precio,
serían enviados inmediatamente por correo a Pallasca.
Llegó la hora de partir, pero del doctor ¡ni el polvo! No
obstante los ruegos de Daniel, el chofer dio marcha al
motor y partió hacia el sur. Las maletas del ausente
quedaron en la agencia. Rafael calmó a su amigo que
estaba desesperado, diciéndole: “No te preocupes,
hermano. Es muy posible que el doctor tome una carrera y
nos alcance en el trayecto”. Pero ello no ocurrió. “Ah, pero
no hay porqué preocuparse; tú tienes apuntada la dirección
y allí tenemos que llegar”. Daniel buscó entre los papeles
que guardaba en su saco y allí encontró la dirección. Sus
ojos brillaron como sol en amanecer serrano. Contento, se
quedó dormido.
Pero cuando llegaron a Lima, Daniel comenzó a
experimentar cierto fastidio por la presencia de su amigo.
“Bien, ya llegamos -dijo-, de aquí yo tomo un taxi y me
voy a la dirección que me dio el doctor, mi cuñado. El
trabajo me lo ha ofrecido a mí, yo no sé que harás tú”. Al
escucharlo, Rafael creyó tener la certeza de que sí pueden
alejarse los amigos y que la amistad puede acabar; hizo, no
obstante, un esfuerzo para permanecer sereno y dijo: “Está
bien, amigo, pero yo puedo ir contigo en el mismo carro;
tú te quedas en el consultorio del doctor y yo continúo a
Breña donde vive mi hermana.”
150
Disimulando su disgusto, Daniel aceptó la idea. El
vehículo que abordaron los llevó por calles y avenidas
iluminadas y bulliciosas.
Asombrados y sin darse cuenta en pocos minutos llegaron
al esperado destino, en el centro de la ciudad. “¿Qué
número me dijo?”, con voz áspera preguntó el chofer.
“1624”, respondió categórico Daniel. Interrogaron a una
señora que pasaba presurosa. “No, ese número no existe en
esta calle, ¿no ven que no tiene más de siete cuadras?, y
además a ese doctor no lo conocemos por aquí.”
Daniel se acordó entonces del chancho que engordaba en
su casa, de los cuyes bulliciosos, de la victrola, de don
Manuel Jesús, y tambié de su hermana Adela, la Adelita;
todo se entreveraba en su cabeza como en un torbellino.
No le quedó otra cosa que, a regañadientes, asumir la
realidad.
Tras un mutis que al chofer le pareció excesivo, esta vez
no fue Daniel sino Rafael quien dio la orden: “A Breña,
por favor.”
(El epílogo es simple. Adela quedó soltera para toda su
vida y andando el tiempo se convirtió en una ejemplar
maestra de escuela. Rafael, después de trabajar en el Club
Nacional, retornó al pueblo y también se dedicó a la
docencia. Daniel ingresó a la Guardia Civil; y dos
polainas, que dejó de usar, se las regaló a Lolo, su
151
hermano, que solía lucirlas con orgullo y arrogancia. Del
“doctor Iglesias”- el farsante, embaucador y miserable
“doctor “Iglesias”- no volvió a saberse más. El
comentario que circuló tras su infame aventura fue que se
había largado llevándose valiosas joyas de la cándida
Adelita.)
152
DON CAYO, HONRADEZ A PRUEBA DE
ESCOBAZOS
Uno de los personajes pintorescos que recordamos de los
años 60 (probablemente desde antes ya se hacía notar), fue
don Cayetano, más conocido como "don Cayo". Nuestra
infancia lo recuerda como un hombre bastante humilde,
algo "rotoso" y, probablemente, víctima de algún desorden
mental (no nos consta). Lo que sí resultaba evidente era
que durante los días domingos, muy temprano, se le veía
con escoba en mano hacer el barrido de la Plaza de Armas,
si no era con escoba de paja, era con la usual escoba de
"cushmaycudo" que, según se decía, era más efectiva,
porque sus tallos delgados eran más fuertes y por
consiguiente más duraderos que la delicada paja con que
se acostumbraba efectuar el aseo de casas y calles; claro
que para su uso había que inclinarse con cierta
incomodidad. Pero, sabemos que cuando una cosa se hace
con cariño y buena voluntad, cualquier inconveniente se
convierte en placer. Eso, sin duda, ocurría con "don Cayo".
Lo que, ahora, nos apena sobremanera es no conocer su
apellido. Alguien probablemente nos lo dé a conocer. Por
ahora nos importa la anécdota que vamos a contar.
Uno de esos domingos de barrido, don Cayo encontró en
el piso, entre piedras y basura, un billete que, según
tenemos entendido, era de 50 soles que para entonces
significaba una "millonada", considerando naturalmente la
153
situación miserable del autor del hallazgo. Ni corto ni
perezoso, don Cayo fue a donde don Víctor Alvarado, uno
de los más apreciados y respetados señores de Pallasca.
"Mire, don Víctor, le dijo, he encontrado este billete y no
sé a quién pertenece, pero supongo que algún día aparecerá
su dueño. Cuando llegue, usted me hará el favor de
entregárselo en mi presencia. Para entonces yo mismo
vendré." Pasó un mes y nada; otro mes y tampoco nada. Al
tener la certeza de que nunca habría de aparecer la victima
de la pérdida, enfática y sorprendentemente, le ordenó a
don Víctor: "¡Deme el billete en este momento!"
Cumplido el requerimiento, don Cayo procedió a realizar
algo inesperado: rompió en cuatro pedazos el billete de
marras; dio las gracias y se retiró a continuar con su rutina.
154
DE AGUA Y… SALIVA!
¡Ah, los inolvidables carnavales pallasquinos!
Los juegos no eran como los que llegan a desbordarse en
los barrios populosos de Lima; pero a veces resultaban,
digamos, “moderadamente brutales” cuando se recurría al
uso del “limón real” que, cortado por la mitad, se untaba
con anilina -lo llamábamos "shama"- y era restregado sin
pausas en el rostro de las muchachas, causándoles -¡cómo
no!- un inaguantable ardor de los mil diablos.
Se bailaba alrededor del “cilulo”, adornado con una
infinidad de coloridos objetos, desde canastas de plástico,
pelotas, muñecos, pañuelos, etc. Esta costumbre llegó
probablemente desde Celendín, traída, naturalmente, por
los “shilicos” que con una apretada frecuencia (sobre todo
durante la Fiesta de San Juan Bautista) aparecían con su
cargamento de peinetas, anilinas y sombreros y se
colocaban en alguna vereda de la plaza de armas. Uno de
los cilulos que recuerdo con sentimientos encontrados, de
alegría y frustración, es el que mandó plantar frente a su
casa el inolvidable don Santiago Zanelli. Yo era una
criatura de seis o siete años y veía que los jóvenes y adultos
se divertían alrededor frenéticamente; pero justo en el
momento en que fue tumbado el árbol yo estaba en otro
lugar, tal vez en la Plaza de Armas, y cuando regresé mi
padre me dijo que había estado buscándome con la mirada
155
para darme el pañuelo que logró arrancar de alguna
rama, y al no encontrarme se lo dio a otro niño. ¡Se trataba,
precisamente, del pañuelo –blanquísimo- al que yo le había
“echado el ojo”! Creo que la rabia que sentí fue atenuada
otro día con los frutos de guinda (o “capulí”, que es como
se llama en Pallasca) que me regaló copiosamente el dueño
de casa, a la sazón compadre de mi papá.
Los mayores solían organizar un “baile social” que se
realizaba en los bajos de la Municipalidad (el ambiente al
que llamábamos mercado. Parte insustituible de estas
fiestas era la “cantina”, es decir, el espacio resguardado por
un mostrador en el que se vendía cerveza y gaseosas,
escabeche, papa a la huancaína, picante de cuy, cigarros y
chicles, por cuya compra había que recibir, después del
pago, un ticket hecho con papel cometa. Allí el juego era
"decente" (es decir, sin un ápice de violencia): con
chisguetes de éter llamados "Amor de Colombina", talco
perfumado y serpentinas con frases de amor. La música la
ponía el “pick up” de don Ireno Aguilar. Cuando algunos
asistentes terminaban de bailar algún tema de moda, en
coro los demás insistían: “a la…, a la…,a la…!” y,
obedientes, los varones –para no quedar mal- conducían a
su pareja hacia la cantina para invitarle algo de lo que allí
se expendía (casi siempre la damisela pedía un chicle o una
gaseosa, pero a veces era un plato de cuy y, en ese caso, el
galán terminaba sudando frío porque apenas si le
alcanzaba la plata para una “Cocabanita”).
156
Pero, en realidad, no solo se “jugaba” con “shama”.
También con los populares globos, y el agua empleada
para insuflarlos era el agua del “chorro”, para lo cual
algunos niños y adolescentes (aquellos que recibían una
buena propina) usaban un chisguete comprado en la tienda
de don Víctor o en la de don Gerardo. Era, pues, “agua
limpia”. Los demás –la mayoría- recurrían a otra técnica o
método: tomaban un abundante sorbo de agua en la boca y
soplaban el globo introduciendo el líquido; después de
cuatro o cinco veces de efectuar este ejercicio, el globo
estaba listo para ser lanzado; podía verse, naturalmente,
que dentro de él navegaban unas burbujitas extrañamente
densas. Las asustadizas pallasquinitas que presurosas
pasaban por la plaza yendo a comprar pan, se convertían
en víctimas de los disparos a mansalva que efectuaban los
mozalbetes. Terminaban –usted ya lo adivinó- con la cara
empapada en agua y, claro…¡también con saliva!
157
MUNDO ENGAÑOSO
Por falta de ataúdes algunos cadáveres tuvieron que ser
enterrados envueltos en mantas, nos contó don Mesho
Aguilar aquella vez cuando, niños aún, llegamos a su casa
en una “excursión” que nuestro colegio, el Municipa l
Mixto San Juan Bautista, organizó como una suerte de
“tour” hacia los pueblos de Lacabamba, Conchucos,
Conzuzo y Pampas. En Conchucos, la tierra de nuestro
inolvidable anfitrión, estuvimos dos días, insuficientes
para conocerlo todo, pero bastantes para quedarnos
prendados de la bondad de su gente. Muchos años atrás,
nos dijo, un terremoto -como ocurre con las epidemias- se
ensañó con la población más pobre. Es lo que suele ocurrir,
pues, en nuestros países (¿se acuerdan de aquel tondero de
Oscar Avilés en el que dice que “la gripe llegó a Chepén,
ya llegó…?). Conchucos no es un pueblo pobre
precisamente, pero es un pueblo peruano. Acaso más que
su relativa opulencia material lo valioso que allí podamos
encontrar sea el lado espiritual de los conchucanos. No nos
cabe duda: son gente buena. Allí nació don Alonso
Paredes, historiador sin formación profesiona l
especializada, pero cuyo aporte –sustentado en su
entusiasmo y amor por nuestro pueblo- es el habernos
hecho conocer parte importante del glorioso pasado de
Pallasca. Allí nacieron también Atilio y Adalberto Oré
Lara, uno maestro y poeta, y el otro compositor de música
criolla. Es el lugar donde vieron por primera vez la luz
158
Ovidio Oré, uno de nuestros más talentosos fotógrafos, y
Raúl Cardoso (“Reutilio” para sus más allegados),
profesional de la salud con sentimiento de artista; y, claro,
también “Fonsho” Aguilar, ingeniero y escritor, y Ricardo
Paredes Vasallo, poeta y filósofo. Entre las víctimas de la
epidemia, continuó don Mesho, una familia del lugar vio,
con inmenso dolor, que también su hijo, de unos cinco
años, se iba. O, mejor dicho, ellos mismos lo llevaban a
enterrar. Pero nuestro Señor de las Ánimas es milagroso,
enfatizó no sin antes barrenos con una mirada pícara.
Ocurrió que en el trayecto al cementerio, los llantos
moderadamente melodiosos de los deudos, abruptamente
se convirtieron en sorpresa, al principio, y en alegría,
después. Este muchacho de miércoles en realidad no estaba
muerto; solo había sufrido una catalepsia. Y, como suele
acontecer, pasado el paréntesis febril, despertó! Además de
la manta que lo envolvía, terminó siendo cubierto por
abrazos y besos. La vida retornó a su normalidad y el río,
límpido, continuó alimentando el valle. El muertito fue
creciendo. Pero -no faltaba más!-, como consecuencia de
aquel suceso, su nombre también creció. Al que le pusieron
en la pila bautismal, sus amigos le agregaron este otro
(dígannos si no es realmente significativo): “Mundo
Engañoso”. Y, aunque parezca mentira, les aseguramos: es
la puritita verdad. También el mundo a veces miente.
Palabra de don Mesho!
159
LA CONSHENSHA, LA CONSHENSHA...
Nunca a nadie en Pallasca se le ocurrió averiguar la razón
del insólito remoquete. Pero estaban seguros que, por
donde se le viera a nuestro personaje, no era posible
encontrarle carencias físicas: del meñique al pulgar, los
dedos estaban completos, y las orejas, sin mácula alguna,
mostraban con orgullo sus gruesos pabellones. Por ello
(cosas del ingenio popular), el apelativo, chapa, mote o
apodo, que, sabe Dios quién le puso, resultaba por demás
increíble. A manera de broma, sus amigos más cercanos y,
por supuesto, de más confianza, le decían que cuando
ocurría un fallecimiento en el pueblo y el cortejo pasaba
frente a su casa él comentaba -no sabemos si con tono de
pena o de sarcástico orgullo- : “A ese muertito lo curé
yo”. Y, créanlo, no se enfadaba, tenía correa, y como
estaba seguro de que en la chanza no había un ápice de
mala fe, lo que hacía era echarse a reír. No era, como nadie
lo es, un dechado de perfección; era simplemente un ser
humano, con debilidades y fortalezas (¡hasta los curas lo
son!). Cuentan que alguna vez, por haberse “enredado”
medio clandestinamente con una señora que vivía sola, el
hermano de esta, probablemente empeñado en tutelar la
moral familiar o la reputación del apellido (cosa que, hay
que decirlo, en cuestiones de amor es una inadmis ib le
exquisitez o, mejor dicho, una reverenda exageración), le
propinó una “carajeada” de padre y señor mío. Nuestro
personaje, dicen, simplemente no respondió y con
160
estoicismo mesiánico, casi acurrucado como una indefensa
criatura, tuvo que soportar sin un gemido la inmisericorde
“resondrada”. Más tarde, cómo no, sus amigos le
increparon por aquella inesperada muestra de debilidad.
“¿Por qué te acobardaste?”, le dijeron. Su explicación,
extremadamente lacónica, no podía estar más ajustada a la
realidad ni dejar de ser, a pesar de todo, hilarante :
“La conshensha, pues, la conshensha...” (Eso es: no hay
justicia más cabal e inapelable que la administrada por la
conciencia). Durante un buen número de años trabajó en
Conchucos; era sanitario, es decir, una suerte de “médico
rural” sin diploma universitario: el que aplica las vacunas
y trata la tifoidea, el que receta lavativas y vinagre “bullí”
y cura de las picaduras de “huaylulo”. Y allí, en la tierra
de don Mesho, se resolvió el enigma. “¿Por qué?”, se
atrevió a preguntarle un inquisitivo conchucano. Lejos de
incomodarse (pues, ya lo dijimos, tenía correa), se sintió
feliz por la curiosidad del “tiralazo”. Es que durante casi
toda su vida esperó esa pregunta; siempre quiso dar a
alguien la respuesta que íntimamente le regocijaba y que
pugnaba por salir a la luz: directa, rotunda y satisfactor ia,
pero, sobre todo, ingeniosa. El era así: agudo y
mordaz. Tras ser absuelta la interrogante, el epílogo –es
fácil de adivinar- fue una estentórea carcajada, jadeante,
interminable, como aquellas volcánicas que expulsaba en
nuestra tierra don Pancho Nina. “Me dicen “mocho”,
respondió nuestro personaje, por una sencilla razón: en mi
pueblo soy el único varón que no tiene cachos”..
163
EL IDILIO DE DON DEMÓSTENES10
Nació –los registros civiles dan cuenta de ello- en la
Provincia de Santiago de Chuco pero nosotros lo
asumimos como pallasquino porque, en buena cuenta, ser
de la tierra de Vallejo o de la nuestra es prácticamente lo
mismo. Alguien diría que no, que un río nos separa. No es
así: el Tablachaca, más que un tajo (límite o frontera
natural le dicen) es en verdad, una costura que nos junta.
Debemos admitir que, además, nos vinculan otras cosas: el
idioma con su idéntico dejo y sus modismos comunes
(zote, alalau, adió, yanca, etc.); el clima, cálido en las horas
del día y helado en las noches propicias para un grog o una
conversación de aparecidos; el paisaje de sol, nubes y cielo
azul y aquella suerte de acuarela que es el saludo de dos
colosos que parecen silbarse de canto a canto: el
Parihuanca y el Chonta. Nos une el poeta de Trilce, que
hablaba como nosotros y cuyo abuelo (cura, como curas
fueron casi todos los abuelos) reposa inerte en la Iglesia de
San Juan Bautista. En fin, también los mollejones
(vendedores medio errantes de ollas de barro). Y, claro que
sí, los Gavidia: ¿alguien ha borrado de su memoria a don
Virgilio, el amistoso “postillón” –último antepasado de los
motociclistas de “Serpost”- que con mula y valijas, solía
llegar atravesando el puentecito de Pampa Negra y traía y
10 Prólogo a “El idilio de Cochapamba”, de Gilberto Demóstenes
Gavidia P., publicado en junio del 2005.
164
llevaba sabe Dios qué mensajes lacrados en su sonrisa que
era un saludo? Ciertamente no. Y tampoco a don
Demóstenes que, como más de un poblador venido de otras
tierras (Shilicos incluidos, con peinetas, anilinas y
sombreros, por supuesto), puso la invalorable cuota de su
trabajo, inteligencia y cariño para hacer de Pallasca, mano
a mano con los allí nacidos, el pueblo culto y hospitalar io
que todos conocimos y que era admirado a muchas leguas
a la redonda; probablemente con algunas carencias
materiales, pero rico en vigor, buena voluntad y esperanza.
Y algo más: alegría. Aquella alegría que, llena de
esplendor, retoza detrás del “Toro de trapo”; zapatea, ebria
de música y orgullo, en las “luminarias” de la fiesta
patronal; excita el entusiasmo colectivo en los trabajos de
la República y ha logrado que, más que una socarrona
ironía, el apodo de “chupabarros” sea un estímulo y acicate
para procurar la satisfacción de las necesidades y mirar
hacia adelante con optimismo y dignidad. Bueno, pues,
aquí es donde nació don Demóstenes, el poeta y narrador
quiero decir. Su talento –la raíz de sus espíritu creador-
pudo haber venido desde su cuna materna; sin embargo, el
alimento altamente nutritivo que contribuyó al
enriquecimiento de sus dotes, activó su imaginación y
afinó su sensibilidad es, innegablemente, hechura
pallasquina, como pallasquino fue el idilio que vivió en El
Tambo con doña Berena, la amorosa compañera que le dio
los hijos a quienes tanto quiso. Por ello, sin duda, su
literatura está ambientada en nuestra geografía e historia.
Veamos los textos aquí incluidos: “El idilio de
165
Cochapamba”, escrito a la manera de los mitos y leyendas
andinos, pretende una explicación al origen de la tribu de
los Kuymalcas, de la que solo nos quedan unos ruinosos
vestigios en El Castillo, que pueden ser divisados desde la
piedra de Santa Lucía; “El Regador”, relato casi
cinematográfico” que es, ostensiblemente, una denuncia
de las injusticias y abusos, ubica su primera secuencia en
Matibamba. Ahí está, definitivamente, Pallasca, el pueblo
en cuyas noches almibaradas es posible que don
demóstenes haya bebido –escanciado, diría mejor- muchas
tazas de panizara caliente mientras escribía y escribía. Leer
ahora aquello que escribió, de verdad que me emociona.
“El Idilio…” lo leí, por primera vez, hace treinta y ocho
años gracias a que don Moisés Porras lo dio a conocer en
“Ondas Pallasquinas” la revista del que fuera mi colegio,
el Municipal Mixto San Juan Bautista y, créanme, lo
encuentro tan fresco como entonces. Yo era un niño aún
pero comencé a admirar a don Demóstenes y a verlo, igual
que a Teófilo Porturas y Víctor H. Acosta, como uno de
los escritores cercanos a quienes seguir. La publicación
que hoy se hace realidad es, por partida doble, un homenaje
a su memoria y al pueblo que lo acogió por largos y
fecundos años. Condenarlo al infame y oprobioso olvido
hubiera sido injusto e innoble. Los pueblos perviven,
gracias al quehacer de sus creadores, en los inmarcesib les
frutos del espíritu. Demóstenes (a quien deberíamos
haberle llamado en confianza, como a uno de sus hijos en
nuestra primera mocedad, “Mote Vida” es, por derecho,
uno de aquellos creadores.
166
Quiero imaginar que en estos momentos allá, en cualquier
punto de Pallasca (Llaymucha, Tambamba, Chucana…),
el “chushec”, proverbialmente “malagüero”, en lugar de
muertes esté anunciando –a dúo con la música de don
Pedro Gutiérrez, el entrañable Conshyamino- el regreso y
la siempre querida permanencia de este nuestro paisano,
don Demóstenes Gavidia, santiaguino y pallasquino, por la
gracia de Dios.
(2005)
167
LA NOBLE NOVELA DE UN NOVEL NOVELISTA
DE OCHENTA Y CINCO AÑOS11
Cuando don Manuel Torres me pidió que hiciese la
presentación, aquí, de su novela, les cuento, acepté de
inmediato. Claro, no sabía en lo que me metía. Que me
sentí honrado con el pedido, les confieso, así fue: me sentí
sumamente honrado. Participar como una suerte de
sacerdote (por cierto, sin sotana ni estola) en una
ceremonia –acto cultural le dicen- que es casi como un
bautizo es algo que me abruma pero al mismo tiempo me
regocija. Entiendo que un bautizo tiene mucho de buen
augurio: es dar fe y testimonio de la presencia de un nuevo
ser (en este caso un libro) y consagrarlo anticipando, con
nobles deseos, la bondad de su futuro. Sí, pues, un
sacramento.
Dije que no sabía en lo que metía. Es la verdad. Les sigo
contando. Lo que vino después de la conversación, vía
telefónica, con don Manuel, fue la pregunta, íntima, que
me pareció definitivamente impostergable: ¿Qué debo
hacer: ser complaciente, ser crítico o ser indiferente? Uf!
Dura tarea encontrar la respuesta acertada y conveniente.
Tener que hablar en público acerca del libro primigenio de
un amigo que es, además, pariente y paisano, es sentirse
obligado a elegir lo primero: alabarlo. Porque ser
11 Texto leído durante la presentación de “Mina Maldita”, novela de
don Manuel Torres, enero del 2007.
168
indulgente es el mejor recurso para mantener –bajo el
manto infame de la hipocresía- las buenas relaciones, en
una palabra: para quedar bien. Evitamos, así, que se
lastime la sensibilidad del amigo y pariente, y todo queda
en paz. Es lo único que se gana. Ser crítico (quiero decir,
desempeñar el papel de censor), supone poner atención a
las calidades de la obra, pero con ojo avizor y zahorí, lo
que generalmente significa convertir a la mirada en una
guadaña. Es otra cosa, sin duda. Podría –si el autor de la
obra colocada sobre el tapete tiene suficiente entereza y
seguridad en sí mismo- ayudarlo a corregir desaciertos que
son explicables al principio o a refinar los logros felices de
su trabajo: pero –he aquí el riesgo- también podría ocurrir
el colapso de una vocación y la frustración de un talento y
de una esperanza. Esto suele ser lamentable. Pero lo que –
bajo todo punto de vista- sí tiene connotaciones de
perversidad, es adoptar la postura del indiferente, no ser
chicha ni limonada. Con esto nadie gana, en absoluto: dejar
hacer, dejar pasar...
Bien, frente a estas dudas “que tormentosas crecen” (como
en el vals), compulsándolas con calma y serenidad decidí
por lo que me pareció y me parece lo correcto: echar mano
a una cuarta opción. No seré, por separado, me dije, ni
complaciente, ni crítico, ni indiferente. Voy a ser justo. Es
así, pidiendo las disculpas por las limitaciones de mi
capacidad para estas tareas, como voy a abordar el tema
tan difícil que se me ha asignado.
169
Pallasca y don Manuel
Don Manuel Torres, que a partir de ahora forma parte de
ese mundo medio sin forma de los escritores, el mundo de
la literatura, nació en Pallasca, que es, como escribí en otra
parte, “un pueblito de la sierra ancashina, bello, saludable
y acogedor, por sus paisajes infinitos, por su clima y por el
calor imantado de su gente, que es capaz de atraer al más
distante de los humanos, convirtiéndolo en huésped
perpetuo de su corazón.” Pallasca, no obstante sus
ostensibles bondades, sufre la relativa escasez del líquido
elemento. Por ello es que, desde muchos años atrás,
socarronamente se les asignó a sus pobladores el mote de
“chupabarros” que más que una ironía agraviante ha sido
asimilada, con espíritu alegre, como un estímulo y acicate
para procurar la satisfacción de las necesidades y mirar
hacia adelante con optimismo y dignidad. Si algo debemos
resaltar en el espíritu de los pallasquinos es eso: la
dignidad. Pretendieron, cuando la guerra del Pacífico,
atarantarlos, pero la respuesta que encontraron los
invasores fue heroica e insospechada. Buscaron trastornar
su integridad moral, cuando se produjo una demencial
incursión terrorista, pero su valor se impuso. Es que
Pallasca podrá adolecer de algunas carencias materiales,
pero es rico en vigor, buena voluntad y esperanza...y algo
más: alegría, que lo convierten en un pueblo bello y
sanamente opulento en el plano espiritual.
Por eso, Pallasca no podrá, probablemente, ofrecer de
170
modo desmesurado bienes materiales pero sí está dispuesto
a la oblación de hombres y mujeres de bien y los benignos
frutos de su espíritu. Ahora estamos frente a una muestra
de ello. Frente a la entrega de una novela. Una novela –
vaya, qué circunstancias- escrita no por un joven (quiero
decir un joven cronológicamente hablando) sino por un
hombre que hace unos días nomás cumplió ochenta y cinco
años de edad. Como muy bien apunta el Dr. Álvarez Brun
en la nota de saludo y presentación, a esta edad “muchos
escritores ya han dejado de escribir y, sin embargo, él (don
Manuel Torres) recién empieza a regalarnos el bello y
vigoroso producto de su talento creativo.” Esto es
excepcional, gratamente excepcional y meritorio. Por ello,
yo lo celebro sin reservas.
Don Manuel Torres pertenece a una valiosa generación de
Pallasquinos, que aportó buena voluntad, entusiasmo,
imaginación, cariño y enseñanza, con todo lo cual
contribuyó a que nuestro pueblo pudiese mostrar, con
orgullo y como sello característico, una luminosa
prestancia. Un grupo del cual formó parte él y que, según
recordaba en una bella misiva, fue calificado por las
buenas lenguas como “los notables”, estuvo constituido
por quienes voy a nombrar tal como se les conocía: don
Shanti, el Cashpo Villa, el Gringo Rafa, el Maestro Reina
y el Sordo Gavidia. Ellos, que formaban un círculo
compacto porque solían estar cerca en reuniones sociales
y de otra índole, representaron con otros pallasquinos de la
misma hornada más o menos (voy a mencionar solo a
171
algunos: Mario Vidal, Angel Acorda, Alfredo Machado...)
la mejor expresión de lo que se dio en llamar los “togados”
que, en el caso particular de ellos, nunca fue sinónimo de
poder económico, caciquismo o, peor aún, de desprecio
por los demás sino, simple y llanamente, de decencia y
docencia.
Conmovedor hubiera sido, un privilegio hubiera sido, si
esos queridísimos paisanos nuestros que,
lamentablemente, hace mucho tiempo nos dejaron,
estuvieran presentes esta noche. Gracias a Dios, los
pallasquinos, además de poseer buena memoria somos
dueños insobornables de ese a veces esquivo sentimiento
que dignifica y que se llama gratitud. Y siempre viviremos
agradecidos por lo que significaron nuestros mayores. Y
los llevaremos, siempre, en el corazón.
Y en el corazón –como no, pues- llevamos, también,
prendido como si fuera una medalla de San Juan Bautista,
el cúmulo de añoranzas de nuestra amada tierra, la tierra
de don Manuelito Alvarado y de don Lorenzo Paredes: su
gente, sus paisajes, sus costumbres, su clima, sus palabras.
Y pareciera que para ayudarnos en la recuperación de
algunos elementos que, a pesar de la buena voluntad y la
salud de nuestra nostalgia, parecieran extraviarse en
nuestro registro evocativo, para ello es que apareció don
Manuel. Cuando abre la boca (perdonen esta expresión
medio grosera), es como un mago que de una minúscula
caja extrae infinidad de objetos de distintas formas y
172
colores. Es que –como también está dicho en la nota de
saludo a que aludí antes- “la fluidez de su verbo, la
precisión de su memoria, el torrente de su imaginación y
la chispa de humor” que despliega hacen que, cuando le
escuchamos, nos refocilemos con la nutrida y variada
referencia a hechos anecdóticos ocurridos en nuestro
pueblo y, más que eso, que nos enriquezcamos con las
enseñanzas que de ello surgen. ¿Quién no conoce, quién
no ha escuchado al Manuel Torres orador, didáctico,
persuasivo y convincente, digno de las más espléndidas
ágoras?
Mina maldita, la novela
Bueno, pues, ahora estamos conociendo al otro Manuel, al
que se mantuvo oculto durante muchísimo tiempo: el
Manuel Torres novelista, parte de cuya biografía,
probablemente esté confesada en el libro que hoy se ofrece.
Porque “Mina Maldita” (título de la obra) sitúa sus
principales secuencias básicamente en Huayllapón, asiento
minero productor de Tungsteno, en donde –según
sabemos- laboró como administrador cuando aún era
joven. Es probable -repito y no estoy en condiciones de dar
fe de ello- porque uno de los protagonistas de la narración
tiene mucho de parecido con el autor. Pero, en fin esto es
trabajo de hermeneuta y pesquisidor que no me
corresponde.
Lo que sí puedo decir es que, así como suele desbordarse
173
generosamente en su oratoria, en su escritura (los lectores
van a darme la razón) también es de una consistenc ia
nutricia. Las atinadas y agradables referencias a nuestra
región son dignas de reconocimiento. La limpieza del
discurso; la densidad y riqueza expresiva, casi barroca, de
las descripciones; la destreza con que asume el desarrollo
narrativo, su fluidez y amenidad y el manejo ágil de los
diálogos, me parece, son muestras innegables de talento,
de sensibilidad y, además, de una refinada cultura.
Leamos, a manera de ilustración lo siguiente: “Por entre
las pétreas agujas de las elevadas montañas del wolfrámico
Huaura y otras cumbres, cual planas lenguas de fuego
helado sobre las áureas siluetas de los pajonales, se
extendían inclinadas e impávidas las agónicas luces del sol
que, presuroso, corría a los brazos de su negra amada, la
noche...” Esta es una acuarela sensual, poética, del paisaje
andino, de nuestro paisaje. O este otro fragmento :
“...conscientes del silencio nocturno, lanzaron, parecía
concertadamente, una ligera risa y se ajustaron mucho más
las ya más sudorosas manos, que pregonaban
eléctricamente sus febriles deseos de apulparse en el
interior de la cueva.” Es erotismo pleno, de fina factura. Y
esto, señores, lo ha escrito don Manuel y a él se le debe el
crédito de este inesperado aporte a la literatura: el verbo
pronominal apulparse.
Debo reconocer, con sinceridad, que gracias a esta novela
he podido recuperar expresiones que escuché y pronuncié
cuando niño y que, por obvias razones, quedaron como
174
traspapeladas. Don Manuel nos habla –poeta, pues- de las
nubes shalpirejas, es decir, enrarecidas o rotosas; hace
referencia a las manos pispadas o, como diríamos aquí en
la urbe, cuarteadas por el frío serrano; menciona a la
gallina shansha porque tiene las plumas encrespadas; a los
gallinazos los llama shingos y al placer de saborear una
humilde pero exquisita comida le dice chumbaquearse
(recuerdo aquí el cushal, aquella restauradora sopa de
nuestros hombres de campo). Y, naturalmente, no podía
estar ausente aquello que es auténticamente pallasquino, el
ñau, cho!, es decir, “qué rico, amigo” (“chumbaquearse”,
pues). Es el habla de mi tierra en la literatura peruana!
Y también tengo que aceptar que me he regodeado,
jubiloso, volviendo -gracias a la lectura de esta novela- a
caminar imaginariamente por “la serpenteada ruta de
Shindol”; atravesando la “tranca de Colgazácape”, la
quebrada de Túcua; deambulando por los corrales de
Salayoc; y cuando el hambre aprieta, saboreando un
“humeante plato de chochoca”. O, aún a pesar del hambre,
viendo –acaso con sensaciones voyeristas- a nuestras
chinas cuando lavan su coloridas lurimpas o se bañan en la
acequia de Tambamba, ocultadas por el frágil resguardo de
unas ramas de shiraque.
Pero esta novela no solo es refocilación. Sus historias giran
alrededor de relaciones digamos prohibidas, surgidas a
partir de la infidelidad femenina y la irresponsable y
perversa osadía del varón que, envuelto en la bufanda de
175
la apariencia, jura y rejura que sus sentimientos son sanos
y hasta sublimes. Es una novela de amor, sin duda, pero
del que yo me atrevería a llamar amor tanático.
Normalmente asumimos que el amor es la celebración de
la vida: el amor une, libera, da placer, es una entrega. La
vida es, en rigor, producto del amor. Pero la realidad (oh,
la realidad, enemiga de los sueños!) nos dice, con
incontestable elocuencia, que el amor también puede hacer
daño, incluso matar: ocasionar una inmolación (la
literatura universal nos da m{as de un ejemplo) que es el
extremo excesivo de la entrega; o, bien, ser el causante de
un crimen. Eros y tánatos, sin líneas divisorias. “Mina
Maldita”, la novela que nos ocupa, corresponde a esto.
Podríamos decir –sin equivocarnos y precisando las cosas-
que es la historia de amor de Mario y Emelda, que son sus
innegables protagonistas: él, joven administrador en un
asiento minero con una novia que le espera en su pueblo
de origen y ella, Emelda, bella mujer, esposa de un
humilde y esforzado obrero de la mina. Se entretejen otras
historias, además. Sin embargo, yo diría que,
fundamentalmente, el libro se centra en otra cosa: en el
terrible drama de un hombre (Leónidas, el cónyuge de
Emelda, la mujer empujada a la infidelidad) que
experimenta el progresivo deterioro de su espíritu y de su
cuerpo, víctima del alcoholismo y del derrumbamiento
infame de su hogar y que, resulta irremediable, llega al más
sórdido y miserable final: morir solo y expuesto a las aves
carroñeras.
176
Y es, pues, allí, donde concluye estrictamente la novela, en
el Capítulo XXXVI, que es uno de los más hermosos y
mejor procesados. Leamos: “Así terminó la vida de un
modesto minero, de aquel optimista Leónidas que cometió
el error de llevar a esa “Mina Maldita” a tan linda mujer.
Mujer que no calculó ni el presente ni el porvenir de ella,
su marido y sus hijos. Por ella, Leónidas se convirtió en un
consuetudinario (bebedor, se entiende) y sus hijos
perdieron a su padre.” Pero, seamos justos, no solo por
culpa de ella: también por la de los hombres –Mario el
primero- que se atrevieron a incursionar, impelidos por el
amor carnal, en ese territorio que, por humilde, no merecía
ser hollado: el hogar de Leónidas y Emelda. (Debo
reconocer, sin embargo, que este comentario sería, en
realidad, motivo de una discusión de nunca acabar:
recuérdese que en situaciones como la descrita también se
suele culpar al descuido del marido, a las circunstanc ias
que conspiran, a la luna, a la soledad, al frío...)
Dije que allí concluía la novela. Sí, pues. Porque lo que
viene enseguida (capítulos XXXVII y XXXVIII)
corresponde propiamente a lo que, en mi opinión, debió
haberse nombrado como Epílogo, ya que el segmento
final, al que se le ha llamado de tal manera, se comporta
más bien como el soporte de unas ponderadas reflexiones
de última hora. No es un problema de estructuración
precisamente, sino de pura titulación o numeración de los
capítulos. Tampoco es, entonces, un reparo u observación
177
de importancia pero lo menciono porque, como anuncié al
principio, quería ser justo. Y, siguiendo en este camino,
tengo que hacer referencia a algo, también pequeñísimo,
que no quise mirar de soslayo. Es evidente que la ubicación
temporal de la novela concierne a los años de 1940, pero
en uno de los diálogos aparece esta expresión: “Yo soy el
“men” que, creo, no era usual entonces. En fin, es solo un
detalle que muy bien podría pasar como una licencia del
autor.
Nunca es tarde
Sí, en cambio, me parece inexcusable, y esto sí tómenlo
como un cariñoso pero rotundo reproche, es la excesiva
demora de no sé cuántos lustros en que ha incurrido don
Manuel para presentarse como escritor, como novelista.
Nos ha privado, y privó a los amigos y paisanos de su
misma generación y a los demás (don Víctor Alvarado y
don Pancho Nina, por supuesto, y Víctor H. Acosta y
Teófilo Porturas, nuestros dos poetas) de vivir la noble
experiencia que hubiera significado deleitarnos con la
lectura de sus escritos desde antes de ayer hasta nuestros
días. Pero, reza el dicho: “nunca es tarde cuando la dicha
es buena”. Y tendremos que esperar más regalos de su
talento y, estamos seguros, la generosidad de manos y
corazón abiertos que es suya y solamente suya, seguirá
gratificándonos, así: enormemente. El vigor juvenil y fértil
de don Manuel, a despecho de sus ochenta y cinco años de
edad (que, como ven, son esplendorosos), hará que
178
tengamos nuevos productos admirables de su capacidad
creativa. Ya –les cuento entre nos- me ha hecho el anuncio
de una próxima novela: “Camino al Infierno”.
Comprobado: tendremos más. Con criterio de conciencia
y pruebas al canto tengo que decir, por consiguiente, que
el reproche que me atreví a inferir, ha quedado diluido.
Un aplauso
Qué le podría decir, para terminar, a don Manuel. Dos
cosas. Expresé hace un rato que don Manuel “a partir de
ahora forma parte de ese mundo medio sin forma de los
escritores, el mundo de la literatura” y, vuelvo a contarles:
salvo a don Miguel de Cervantes Saavedra, el excelso
autor de El Quijote, y a don Ricardo Palma, el creador de
las Tradiciones, en este terreno lleno de baches, de arenas
movedizas y precipicios, en mi larga y pobre trayectoria
literaria he sido testigo de que a los escritores se les habla
de “tú”. Y esto no significa, de ningún modo, irreverenc ia
sino tan solo una muestra de respeto en confianza, es decir,
despojado de solemnidad. Desde este momento, advierto,
dejaremos el “don” de lado y le diremos: Gracias, Manuel,
por tu talento. Gracias, por tu obra. Gracias, por tu cariño.
Gracias, por ser pallasquino. Yo me siento feliz y orgulloso
por ser –y esto va en entrega triple- pariente, paisano y
amigo tuyo.
Mereces un aplauso. Y por ti, por la memoria de los
paisanos que no están con nosotros y por la felicidad de
179
nuestro pueblo, Pallasca -el pueblo de don Pedro
Gutiérrez, el inolvidable Conshyamino-, bien vale la pena
imaginar, retrospectivamente, un brindis emocionado con
un vaso de grog aromatizado con panizara, en el billar de
don Beto o en la tienda de Gerardo Zúñiga o en la de Rosita
Popular, mientras que, con caja y pífano, Eleodoro Valdez,
el chiroco, almibara la noche con las notas de El zorro
negro . ¡Salud, caracho!
180
El ROSTRO Y LOS RASTROS DE ELVIA
Serían -no estoy seguro- los más antiguos poemas escritos
por César Calvo o, en todo caso, los más antiguos de él que
se han dado a conocer; y Elvia sería, quizás, la primera
mujer a la que el poeta de Pedestal para nadie le dedicó
sus más tempranos versos. Sea como fuere, lo cierto es que
ahí están, expuestos e indudables. Uno de ellos (dos fueron
en total, sonetos ambos) dice en su última estrofa: "No sé
explicar como tu voz me encanta, / ni sé como temblando
tu garganta / puede arrojar espuma, nubes, rosas...". Y es
acerca de esto , entre otras cosas, que Elvia habló, el 2004,
en su bello y delicado libro cuyo título, que suena a
advertencia, es "Hablaré con la pura y neta verdad".
Efectivamente, cuando César no pasaba de los diecisiete
años de edad y Elvia los veinte, se conocieron en el Callao
y fueron, por un corto tiempo, amigos, simplemente
amigos. Pero César, entonces ya poeta y enamorador,
galantemente le hizo entrega de esos dos bellos presentes,
"Tu voz" ("hechizo de murmullos cantarinos/ que salen del
estuche de tu boca...") y "Tus manos" ("Tengo miedo
pensar que esa mano en la mía / en una tierna tarde de mi
melancolía, / sea llave que abra las puertas del ensueño.").
El recuerdo, la nostalgia en verdad, de la amistad que la
acercó a quien sería después uno de los más importantes y
entrañables poetas peruanos, fue el estímulo para que Elvia
decidiese contar su historia y sacar a la luz las dos joyas
literarias a que he hecho referencia. Pero no se quedó allí.
181
Como suele suceder, el "gusanito" que corroe para bien,
mejor dicho, que no deteriora como el insecto
lepidóptero que se traga los papeles, en su caso sirvió
como acicate para que continuara en el oficio de la
escritura, y, bueno pues, apareció otro libro con más
nostalgia, pero esta vez de los lugares donde Elvia Vivió
y, principalmente, de Pallasca que es la ciudad andina en
que pasó sus años de infancia, junto a su madre, mi tía
Adelinda (quizás la hermana a la que más quiso mi padre).
Como el anterior, este libro ha sido escrito con aquello que
tiene un altísimo valor pero que muy pocos ponen en
práctica: con sinceridad. Y, así, en palabras sencillas y a
través de una redacción -estilo diría yo- que fluye como
una conversación de amigos, limpiamente y sin
ambiciones "literarias", Elvia nos cuenta, por ejemplo, que
a su madre le gustaba (herencia que dejó a su hija, pues)
escribir: "Muchas veces la sorprendí escribiendo,
corrigiendo muchas hojas de papel y entonces le
preguntaba: ¿Que hace, mamá?, ¿qué escribe?, me
miraba fijamente y decía: 'Mi libro'...luego en su rostro
observaba una tierna sonrisa.". Nos habla también, entre
otras cosas, de la Semana Santa Pallasquina: "Ahora les
contaré acerca de las comidas de esa semana: pescado
(salado y seco) preparado especialmente con ají amarillo,
yucas y arroz; la sopa de chochos con "cushuro", el
"shámbar" de trigo partido, la "patasca" de (mote) maíz
con ají colorado, algo así como una sopa espesa pero muy
deliciosa y nutritiva, el cochayuyo (sea weed) con papas";
y agrega que "como bebida no puede faltar la "alhoja" o
182
chicha morada (refresco a base de maíz)", y que también
se disfruta del "dulce de higos y buñuelos servidos en
miel". Ah, y como no podía ser de otro modo, Elvia resalta
una de las más bellas costumbres de Pallasca: la fiesta de
mayo, o de las cruces, o de las flores, o del Toro de Trapo,
como quiera llamársela, y el peregrinaje a la montaña más
alta, el Chonta. Como sabemos, y a todos nos ha pasado en
realidad, la infancia nos marca, nos deja huellas y siempre
hay algo que, en medio de otras circunstancias, queda
como un bello recuerdo; Elvia se encariñó desde que era
estudiante "primariosa" de un bello árbol que durante
muchos años lucía esplendoroso en el patio de su colegio,
un pino. ¿Por qué el afecto especial? Pues porque ella y
todas sus compañeritas de entonces contribuyeron con una
humilde cuota (cincuenta centavos cada una) a que pudiera
ser adquirida la bella planta. Cuando, ya adulta, regresó al
pueblo, se dio con la desagradable sorpresa de no encontrar
el hermoso árbol, lo que le causó un profundo dolor que
solo (ella lo dice) quedó compensado por la memoria que
de él guardan quienes lo vieron crecer. En fin, otras cosas
también nos cuenta. Y si bien es cierto al leer lo que ella
ha escrito nos sentimos estimulados a querer más nuestras
raíces, a simpatizar más con nuestros pueblos y a rendirle
culto a la gratitud como uno de los más excelsos valores,
también es verdad que este libro nos enseña algo más: que
la escritura es uno de los ejercicios más nobles que
podemos desarrollar las personas, porque contribuye al
enriquecimiento espiritual y a que se fortalezcan nuestros
sentimientos. Elvia, sin duda, tiene un corazón cuya marca
183
es, diríamos, el sello pallasquino, pero ella no nació en
Pallasca sino en Lima (ahora, desde hace más de cuarenta
años, vive en Norte América) y por ello es altamente
meritorio lo que hace al desbordarse en emociones a partir
del imborrable recuerdo de sus años infantiles en aquel
pueblo ancashino, que es mi pueblo también. Yo, como su
primo, me siento orgulloso y particularmente complacido.
El libro (salido hace muy poco de la imprenta), recién voy
a decirlo, se llama sencilla y bellamente así: "Rostros y
Rastros" (cactus ediciones, Octubre del 2012). Su autora:
Elvia Benavente Álvarez. (Un abrazo, Elvia. Yo saludo
tu talento que, claro, como ya lo insinué, es una herencia
de tu madre y acaso, quién sabe, también un misterioso
contagio del poeta al que conociste y comenzaste a admirar
cuando estaba por terminar tu adolescencia.)
(8 enero, 2013)
184
VALLEJO, PALLASCA Y YO
Supe que, por no más de dos ciclos, siguió estudios en
alguna universidad y que gracias a ello dominaba, al
dedillo, las matemáticas. Por eso lo contrataron como
profesor, de tercera, en uno de los colegios primarios del
distrito. No duró mucho tiempo. Era –mejor dicho, eso es
lo que la gente comentaba- un tanto irresponsable y,
digamos, haragán; se acostaba tarde y no se levantaba
temprano. Decían que los amigos y el trago lo habían
malogrado y, claro, también su madre que lo engreía
demasiado: al levantarse a eso de las diez de la mañana
después de una mona ella lo atendía solícita y
amorosamente con un desayuno como “de hacendado”
que, entre otras cosas y como primera entrega, contenía un
vaso con, por lo menos, tres huevos pasados, y un
enjundioso caldo de gallina de corral. Le decían “Gato”,
no sé por qué: era de piel blanca pero sus ojos no eran
claros que digamos (total, en los apodos lo que prima es la
arbitrariedad). Era El Gato Guille, mi tío, hermano de mi
madre por parte de mi abuela.
Creo que no era de leer. Sin embargo en una feliz
oportunidad, estando en Lima, le dio por comprar libros y,
de un porrazo, adquirió toda una colección, fresquita aún,
de Lozada y con ella la edición con facsímiles de la Obra
poética completa hasta entonces de César Vallejo, que
corrió a cargo de su viuda, la francesa Georgette, y del
185
editor Francisco Moncloa. Todo el mundo se enteró, por
supuesto, y algunos comentaban y aplaudían la nobleza de
ese repentino y ejemplar interés en la cultura y, como no
es de extrañar, otros creían adivinar –porque lo conocían-
lo inútil de la onerosa adquisición, y no faltaba quien no
pudiera disimular una descabellada envidia y también una
maquiavélica codicia. Era el año 1968.
Sabía de mis inclinaciones literarias y por eso, en un
arranque de desprendimiento, motivado básicamente por
su condición de tío bueno, me regaló algunos libros entre
los que recuerdo “La serpiente de oro” de Ciro Alegría y
“20 poemas de amor y una canción desesperada” de
Neruda, y –oh, alegría- me prestó lo de Vallejo.
Tener en mis manos ese libro me producía una sensación
sumamente especial, agradabilísima, como la de quien
(porque lo era en realidad) tiene una joya invalorable y,
más aún, como si hubiese tenido la oportunidad de ingresar
en un templo normalmente inaccesible, prohibido y
soñado, al que todos quisieran llegar como una bendición.
Era como estar en el Olimpo. Sentía, en realidad, placer.
Pasar mi mirada por aquellas páginas en las que aparecían
los manuscritos en facsímil, mecanografiados y con
borrones y agregados a mano, acompañados en alguna
parte de la página por un sello que decía “Propiedad César
Vallejo”, y ver las fotos –en que me parecía encontrar los
rasgos de mi padre- de este poeta nacido allá, casi cerca de
mi pueblo, a pocos kilómetros del cerro Parihuanca, hacía
186
brotar en mí un sentimiento de desmedido orgullo. Y creía
que yo era el único en el mundo que vivía esa experiencia.
El libro estuvo conmigo varios meses. El gato Guille creo
que se había olvidado de él. No le importaba en realidad.
Mi abuela fue quien sí había puesto atención en ello, y un
buen día, perdón, quiero decir un mal día por la noche,
apareció en la casa, abrigada por su pañolón azul, llevando
en la mano su inseparable linterna a pilas o foco, o
reflector, que es como se le llamaba en mi tierra y era
usado porque la luz eléctrica era débil o, como se
acostumbraba decir con una palabra de origen culli,
parecía muganshya12. Después de conversar cosas
familiares con mi madre, me lo pidió y –sintiendo que algo
vital se desprendía de mi ser- tuve que entregarle el
voluminoso libro. Pero, gracias a Dios y a esos tres o
cuatro meses que en mi casa habitó aquel huésped, gordo
pero no pesado, de papel bond, tinta negra y pasta gruesa
y dura, Vallejo, mi casi paisano, se quedó conmigo13.
Vallejo no solo permaneció en mí como generador de una
inefable sensación de placer y de orgullo. También como
enseñanza, como influjo. Creo que comencé a escribir
como él. Cuando estuve en tercero de secundaria -es decir,
12 Tizón, pedazo de madera encendida pero sin flama. Luz tenue 13 Mucho tiempo después, es decir, ya demasiado tarde para el caso,
supe de esta irrefutable verdad: “zonzo es el que presta libros, pero
más zonzo es el que los devuelve”
187
el año 1969- en mi colegio se organizó un concurso de
poesía que lo gané con un poema en verso, “Color de
barro”, en el que era de advertirse la presencia del poema
en prosa “Hallazgo de la vida”, del vate santiaguino.
Algunos desaciertos de aquel poema laureado pude
corregirlos después con el uso del lapicero “Parker” que
me dieron como premio.
Vallejo, a quien había empezado a conocer unos cuatro o
cinco años antes a través de unos irregulares versos
escritos por mi padre, a los que él llamaba “monólogos”, y
porque se decía que el abuelo del santiaguino, el cura Rufo,
estaba enterrado en la sacristía del Templo de San Juan
Bautista de Pallasca, me dio también algo más que el
estímulo que maduró mi vocación por la poesía: me hizo
más sensible, de lo que ya era, respecto de lo que es y
significa el ser humano y su destino sobre la Tierra.
Tengo la sospecha de que esto ocurrió con todos los que lo
leyeron o, digamos para evitar un optimismo exagerado,
con muchos. Sin embargo, cuando ya en 1972 me
encontraba en Lima y me hice amigo de Juan Ramírez Ruiz
y de Hora Zero y esperaba lograr la amistad de otros
poetas, pude darme cuenta de que más de uno decía que
“no lo había leído”. Aparentemente todos leían a Pound, a
Elliot… Se referían al poeta de Santiago de Chuco casi
despectivamente: “¿Vallejo? Humm, ni hablar”. Se trataba
de una forma de matarlo pero, claro, sin lograr darle
muerte; es decir, una suerte de juvenil arrebato parricida,
188
aquella actitud que sin darnos cuenta puede llevarnos a
renegar de nuestro padre y terminar aceptando la
paternidad espuria del respetable vecino por su condición
de gringo.
La madurez que otorgan los años, creo que logró el justo
cambio de sentimientos, ideas y de perspectiva en los
jóvenes poetas de entonces. Pero, sea como fuere, Vallejo
–el ninguneado, escamoteado y tantas veces negado-
siguió, a pesar de todo, creciendo ineluctablemente. Es –
duela a quien le duela- uno de los más importantes
creadores de la lengua española, uno de los picos más
elevados. Y hoy y siempre lo leemos, lo celebramos y nos
sentimos orgullosos de él. Y sabemos que las cosas e ideas
que ayer pudieron ser desatinadas, infaustas -el “fray
pasado”- solo merecen aquella vallejiana expresión -que es
de Santiago de Chuco y de Pallasca, mi tierra- “Cangrejos,
zote!”.
Pero, aunque parezca mentira, hay desatinos que
finalmente son felices. Me explico. El libro con la poesía
de Vallejo no sé a dónde diablos fue a parar después, pero
de lo que estoy seguro es de que alguien más vivo que yo
debió haber sacado ventaja material del olvido de mi tío.
La compra que hizo probablemente fue desatinada en
cuanto a lo indudablemente costosa que debió haber sido y
al poco o nulo provecho que le significó. Sin embargo, al
menos a este medio silvestre cristiano –o sea yo-
espiritualmente le dio mucho, muchísimo. Y, con la
189
gratitud que aprendí de mis padres, tengo que reconocer,
humildemente, que la pobre escritura poética mía le debe
mucho al autor de Los Heraldos Negros. Al leerlo aprendí
que la poesía nos permite abrir las puertas de la utopía y
entregarnos sin miramientos a la creación plena y cabal.
Espero algún día poder, siquiera, intentarlo.
17 de marzo 2008
190
PARA TRUSHCALIAR LAS PENAS
Hace algunos años logré, por fin, encontrar un libro suyo
del que me habían hablado maravillas. ¿Será cierta tanta
belleza?, me preguntaba y no dejaba de buscar el libro de
marras. No conocía personalmente a su autor, pero sabía
algo –bastante, en realidad- de él. Les cuento. Cuando
cursaba el primero o segundo de secundaria, estando en el
estadio (“campo” lo llamábamos) de mi pueblo, Pallasca,
el joven profesor que en aquella oportunidad nos instruía
en el curso de “Educación Física”, durante un descanso nos
habló acerca de él. Se trataba, nos contó, de un joven
profesional conchucano, hijo de don Meshito, que
trabajaba en una empresa importante en Venezuela (si mal
no recuerdo, dedicada al petróleo); creo que todos los
púberes que muy atentos escuchábamos a don Segundo
Sánchez (a la sazón profesor en el colegio “agropecuario”
de Pallasca y yerno del inolvidable don Alfredo Machado),
asumimos las referencias que él hacía, como una suerte de
lección y estímulo (creíamos estar seguros de que quería
decirnos “sigan su ejemplo”). Una de las cosas que más me
impactó fue aquello referido a un amor digamos invasivo
y medio perverso con el que tuvo que lidiar nuestro
personaje. Una bella damisela venezolana de la que se
había enamorado y con la cual estuvo a punto de casarse,
le propuso una condición que, de plano, fue rechazada
irrevocablemente: “Si quieres vivir conmigo, te olvidas de
tu sierra peruana y de tu familia”. Cuando el profesor
191
Sánchez nos habló de aquella oprobiosa exigenc ia,
inmediatamente imaginé la respuesta que pudo haber
encontrado la atrevida damisela; sin duda, pensé, tuvo que
haber estado presente en la réplica un imprescind ib le
carajo. Quizás, en realidad, se impusieron los buenos
modales, la diplomacia; pero la verdad es que –porque
tenía que acabar- esa relación terminó, y terminó para bien.
No faltaba más: al hijo de don Mesho nadie podía hacerle
que se olvide de su sierra peruana y mucho menos de su
familia. Y yo, muchos años después, tampoco pude
olvidarme del libro de que me habían hablado. Un mes de
marzo, en casa de un tío mío llegué a conocer
personalmente a su autor y, claro, le hablé de mi búsqueda;
él me ofreció alcanzarme el libro cuando fuera posible y
me dio un número telefónico. Pero todo quedó allí; como
siempre ocurre en Lima, los desencuentros se impusieron.
Sin embargo, como dije al principio, el libro finalmente,
llegó a mis manos, pero no me pregunten cómo lo
conseguí, porque eso ya no importa ahora; lo que importa
es que, efectivamente, al leerlo y releerlo comprobé que
tenían razón quienes hablaban bien de él. Su título: La
última flor de primavera. Un libro fiel a la vocación de su
autor; es decir, insobornable en la memoria o, mejor dicho,
en el no olvido… en el amoroso recuerdo; pero –gracias a
Dios y al buen humor de quien lo escribió- no dominado
por la nostalgia y, más aún, libre de la melancolía (o bilis
negra, que es como la llamaban los griegos). Y, bueno
pues, ese amoroso recuerdo es lo que envuelve (y es su
esencia) a un nuevo libro –el que aquí se ofrece-, del que
192
quiero hablar ahora: Paulita, que es, diría, casi una crónica
y casi una novela (es decir, realidad y ficción
magistralmente confundidas). El autor de estos dos libros:
Alfonso Aguilar, el querido Fonsho, hijo de don Mesho,
naturalmente. Apenas comencé a leerlo, me di cuenta de
que mucho de La última flor de primavera había también
en Paulita: memoria amorosa y buen humor. Pero,
también, mucho de nuestra sierra pallasquina. Debido a
ello es que, de entrada, me hice una pregunta cuya
respuesta surgió espontánea: ¿Busca usted un escritor que
reproduzca de un modo digamos fidedigno el pasado
doméstico, familiar, íntimo, de la vida pallasquina, y sobre
todo su habla? No busque más: de Pallasca salió don
Manuel Torres y de Conchucos vino Alfonso Aguilar. Si
no me creen, vean esto que, con palabras conchucanas y
pallasquinas, escribió Alfonso, respecto de los lamentos y
rabias causados por algún difunto: “… una mujer joven y
buenamoza, quien, a la muerte de su marido, lloraba (con
su respectiva tonada): cholo adefesio y jediondo, te
moriste a destiempo, te hubieras muerto cuando el
compadre Damián estaba soltero, pero aura qué pu!”
(Celina, la hilandera). ¿Se acuerdan de los llantos
femeninos con que eran despedidos los muertitos, en
nuestros pueblos? Lean esto y sonrían: “En la noche fue al
velorio a ver a su prima, quien lloraba recurriendo a su
propia música, y muy ceremoniosamente, expresó sus
condolencias: primita querida, en nombre mío y de mi
mamita te acompaño en tus sentimientos, no te acompaño
a llorar porque no sé la tonada”; o esto otro y
193
desterníllense de risa: “Y en medio de su enorme pesar
lloraba cantando: Ayayay mi chiroquito, ti fuiste pero
quedaron tus instrumentitos que no mi dejarán olvidarti,
porqui miro pa’quel lao, caja templao, riparo pa'estiotro
lao, cuerda estirao, volteyo pa'otro lao, guaytana colgao,
veyo pa'este lao, flauta parao... ¡Ay mi Metiyas!.. ¡Ay mi
Metiyas!” (Ibid.). Humor limpio, de pueblo, sin malic ia,
que transforma el dolor en estímulo y esperanza. Alfonso
–quién no lo conoce-, como algunos de los personajes que
aparecen en su libro, y como era don Mesho, es un
conchucano con la broma a flor de piel. Y lo que cuenta en
sus libros es, en realidad, parte de su autobiografía y, como
ya lo dije, también es la reproducción del pasado
conchucano y pallasquino que le tocó vivir. Paulita
comienza con una historia que precisamente da el título al
volumen y se desarrolla fundamentalmente en Caracas. Se
trata, me atrevo a caracterizarla, de una suerte de lección
de bondad: Un peruano en Venezuela que (“sin poder
explicar las razones que tuve para ayudarla”) se convierte
en algo así como el Ángel de la Guarda para una niña a
quien no conoce, extraviada en una ciudad a la que llegó a
parar, sin saberlo, desde un pueblo remoto de los andes
peruanos. Pero el libro es mucho más que eso. Mi padre, el
maestro Rafa, entre muchas anécdotas surgidas de la vida
pallasquina, me contaba una en la que el protagonista era
un cura que cobraba por “misas de honras fúnebres” en las
que –muy sinvergüenza- ni siquiera mencionaba el nombre
del difunto. Imaginativos, cómo no, los pobladores le
asignaron un apodo que, sin mayor esfuerzo, surgió del
194
propio apellido del medio impío religioso: “Águila galga”
le decían, y se apellidaba Aguinagalde. Y Alfonso lo
recuerda también: “pregunté a mi hermano, recordando al
cura Aguinagalde que cobraba sólo por decir al enfermo
que tomara una pastilla de mejoral, por lo que se ganó el
apodo de Águila galga” (Pancho), es decir: goloso,
insaciable, de apetito voraz. ¿Quién, en nuestra provincia
no ha comido moras y purpuros? Alfonso también, y más:
“…comíamos moras y purpuros; buscábamos en el
interior de los tallos secos de chayanco y de aproj, la miel
que dejaban unas pequeñas avispas; hicimos rosarios en
los que los dieces eran rucuchos, para los misterios usamos
ampurcos y la cruz la fabricamos con palitos de pichana;
en las orillas de las acequias cogíamos chullco para
pushquiar, acto que consistía en masticar, sin fruncir el
ceño, esa planta sumamente ácida.” (La pequeña
lavandera). Paulita es, pues, una confirmación sólida de
que nadie podía quitarle a Alfonso Aguilar su derecho a
recordar, y a estimular la memoria nuestra. Es, también, un
alegato a favor de los buenos sentimientos. Veamos esto,
que es una muestra de nobleza: “Mario Vidal Emé (esposo
de la no menos querida tía Anita Acorda), quien con su
actitud noble y generosa supo estar al lado de la familia en
sus momentos más aciagos, se adueñó para siempre, de
nuestra infinita gratitud” (Goyita); y esto, en que aparece
siempre presente el hermano que ya no está: “—Yo tengo
sólo a mi hermano William, nos queremos mucho, le
extraño y quiero verlo —dije.” (A mi catedral le falta un
dios). Pero es, además y sobre todo, una obra literaria. La
195
fluidez y naturalidad de su escritura le otorga la
conveniente dosis de calidad que nadie puede negar, y
leerla es –créanmelo- una de las experiencias más
gratificantes y nutricias que uno puede vivir. Y, ¿saben una
cosa?, nos hace sentir, con justicia, orgullosos de ser
serranos, de ser pallasquinos, descendientes de aquella
noble y aguerrida raza andina: los Conchucos. Y yo, lo
confieso, me siento satisfecho por haber logrado tener en
mis manos y conservar hoy en mi biblioteca el primer libro
de Alfonso, y desempeñar, ahora, como un privilegio
inmerecido y desproporcionado, el papel de testigo y
portacirios, no en la extremaunción (como escribió don
Luis Alberto Sánchez en el prólogo al libro primigenio de
Martín Adán, La casa de cartón), sino en la ceremonia
bautismal de Paulita, el nuevo libro de mi pariente y
paisano. Un libro escrito contra la tristeza, lo que lo
convierte (y lo digo con un verbo conchucano que
probablemente tiene su origen en la lengua culli, y
significa ahuyentar) en la mejor arma o herramienta para
trushcaliar las penas.
16 de junio del 2014
199
JUSTINIANO MURPHY. Los médicos son
profesionales que han sido formados en ciencia y, sobre
todo, en humanidad. No siempre, sin embargo, todos
asumen esa hermosa responsabilidad moral. Las
excepciones son gratamente honrosas y enorgullecen a
quienes hicieron el tan mencionado juramento hipocrático.
Claro está que no es únicamente el haber expresado
públicamente y como el cumplimiento de una formalidad
académica, tal juramento; lo que prima, en realidad, es
aquello que es innato a ciertas personas, algo que no se
aprende, algo que madura a partir de la infancia y con el
apoyo de los buenos ejemplos. Una de esas personas,
honorables, por cierto y que a nosotros los pallasquinos
nos enorgullecen fue un médico cirujano que hizo de su
vida una vida de entrega desinteresada, que atendió,
muchas veces sin pedir nada a cambio, para salvar o aliviar
los males de sus semejantes y, mucho más, si esos
semejantes eran hombres, mujeres y niños de escasos
recursos; y si esos pacientes provenían de Pallasca, a su
bondad le agregaba la alegría, el regocijo de reencontrarse
con sus orígenes. Prácticamente el ejercicio de su
profesión lo realizó, hasta el final, en Huacho. Pero no lo
olvidamos cuando, conmovido y decidido a entregar su
cariño y conocimientos, acudió presto a brindar su
invalorable cuota profesional durante la epidemia de
difteria que sufrió el pueblo de Pallasca, especialmente la
niñez; fue por los años 60. Los paisanos se alborozaron y
emocionaron incluso hasta las lágrimas al ver que su
médico más querido estaba entre ellos. Este hombre de
200
bien y que está perpetuamente alojado en el corazón de
todos, fue el doctor Justiniano Murphy Bocanegra. Lo
guardamos en nuestra memoria. Gloria a él
MANUEL ALVARADO. La estampa folclórica, con
ribetes de teatralidad, que ha sido siempre uno de los
mayores atractivos de la Festividad de San Juan Bautista,
es la representación del suplicio y muerte del Inca
Atahualpa. Participaban en el desarrollo del mismo los
principales personajes de aquella etapa de la conquista. El
Inca aludido, las Pallas y Quiyayas, los soldados del
Imperio y el “Quishpe”, esto por parte de los hijos del Sol;
como “realistas”, es decir, españoles, estaban Francisco
Pizarro, Hernando de Soto, gran número de soldados a
caballo y, naturalmente, el cura Valverde.
Quien, durante muchos años, fue el encargado de encarnar
a este “ensotanado” personaje que con la Biblia en la mano
fue, en buena cuenta, el que dio la orden de apresar,
torturar, matar a Atahualpa e iniciar una masacre infame
contra los naturales del Perú (etapa negra de la Iglesia: ¡la
espada y la cruz hermanadas en un mismo fin!), fue, en
Pallasca, don Manuel Alvarado (don Manuelito Alvarado,
para decirlo con más propiedad y afecto.)
Era un hombre de mediana estatura, rostro más o menos
redondo y de hablar ligero pero cauteloso. La
particularidad excepcional que mostraba y que pocos
201
quizás hayan advertido, fue que –siendo de origen
humilde- vestía siempre pulcro y, más valioso que esto:
tenía una vehemente preocupación por la lectura y por
escarbar y conocer el pasado del pueblo. No poseía una
biblioteca, apenas, tal vez, algunos libros y folletos además
de una insobornable y ejemplar voluntad de aprendizaje y
enseñanza, sin ser maestro: conversaba con jóvenes y
adultos y les hablaba de lo rico de nuestra historia. Fue –
salvo error u omisión- el primero en enterarse de la
descendencia de Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquihuarac
(aquel “indio noble que prestó importantes servicios
durante el paso de los primeros conquistadores”, según
Álvarez Brun). ¿Cómo pudo haberlo sabido? Pues don
Alonso Paredes lo contó alguna vez por escrito. Joven aún,
don Manuel, “amante de la observación” logró salvar del
fuego un fajo de papeles que contenía “los títulos de
nobleza incaica de don Eusebio de la Cruz, infatigab le
defensor de su comunidad”, documento este -
conjuntamente con otros- sobre el que “descansa la historia
altiva del pueblo de Pallasca” (enfatizaba don Alonso). Es
decir, a don Manuelito Alvarado le debemos el orgullo de
haber recuperado parte valiosa de nuestro pasado y poder,
a partir de ello, proyectarnos positivamente hacia el
futuro.
Quién puede dudarlo, él es, con todo derecho y justicia, un
personaje importante de Pallasca.
202
MARIO VIDAL EMÉ. Don Mario fue uno de los
pallasquinos más queridos. Maestro por excelencia (que es
como le conocimos), cada oportunidad que tenía de
conversar con los jóvenes era aprovechada para eso:
enseñar. Era probablemente el único en Pallasca que podía
hablar con autoridad intelectual sobre Teología; sin duda,
por ello es que asumió en los colegios secundarios (el
otrora San Juan Bautista y el INA 47) la conducción del
curso de Religión. Uno de los temas que le apasionaba
(acerca del cual se encontraba en condiciones de dar una
sesuda conferencia o "dictar cátedra") era el referido a la
existencia de Dios (su explicación por el orden, la armonía
del universo, etc.). Y, claro, en lo que también nadie le
ganaba era el Inglés, cuya enseñanza se convertía en una
experiencia lúdica para él y para los estudiantes: la
aderezaba con anécdotas pintorescas y agradables
referencias personales y familiares; la amenidad de sus
clases era, así, un poderoso antídoto contra el
aburrimiento. En una ocasión, a la "Vieja" Maya Robles le
dijo que ambos eran familiares y ella, naturalmente, se
echó a reír cubriéndose la boca con las manos: "Usted es
bien chistoso, ¿dígaste?". La explicación vino enseguida.
Contó, don Mario, que estando internado por una dolencia
en el Hospital del Empleado le tocó alternar con un
paciente cuya recuperación era lerda en comparación con
la suya (ambos habían sido intervenidos quirúrgicamente).
"Es que yo soy de los robles", dijo don Mario, dando de
ese modo razones a la celeridad de su proceso curativo :
obviamente, por su fortaleza física. El compañero de
203
habitación, que estaba a punto de deprimirse, mostró un
brillo en los ojos y una sonrisa en los labios: "Ah, ¿sí? ¡Yo
también me apellido Robles!". Don Mario, que
obviamente hablaba de otra cosa, se reservó piadosamente
la verdad respecto de su apellido y, gracias a ello, ganó,
por partida triple, un amigo, un "pariente" y la satisfacción
de ver que alguien, como él, desde ese momento apuraba
la recuperación de su salud. Así era don Mario: ingenioso
incluso para sanar a sus semejantes.
Sus años mozos también dejaron huella. Era uno de
aquellos atractivos jinetes ("gringo", pues) por quienes las
damiselas suspiraban, cuando sobre las ancas de los
esbeltos "caballos de paso pallasquinos", iban de pueblo en
pueblo en busca de aventuras.
Pero algo más: a la manera de Mariátegui, don Mario
también tuvo una filiación y una fe. No fue comunista; sin
embargo -por ser seguidor de las ideas de Haya de la Torre-
sufrió persecución y durante algún tiempo tuvo que vivir a
salto de mata, cuando se dio la infausta "ley marcial". De
esta azarosa experiencia brotó un librito que don Mario
tituló "La Gran Semana de 1932" (o las memorias de
Tomasito Iglesias.
Él, su cuñado Ángel Acorda y sus respectivas esposas
(Anita y Paquita), fueron los más conspicuos vecinos del
barrio de Santa Lucía. Su vida, fecunda, dio hijos buenos.
Alcanzó una admirable longevidad, al igual que su deseo
204
de amar. Está presente en nuestra memoria y sus
enseñanzas nos enriquecen. ¡Buena, "Teacher"!
FRANCISCO NINAQUISPE CAMPOS. Don Francisco
Ninaquispe Campos, es decir, don "Pancho Nina" fue,
probablemente, el pallasquino que más conocimientos,
más cultura poseía. Era un lector empedernido e
indiscutible. Periódicos, libros, revistas...en fin, todo
cuanto escrito pudiera llegar a sus manos era ávidamente
devorado por aquella ansiedad de saber más. Pero no para
alojar en su subconsciente informaciones y conocimientos
que pudieran convertirse en una suerte de "ahorro
inmóvil", sino para trasmitírselos a los demás. Su tienda -
una modesta y poco iluminada bodega situada casi en la
esquina sur- este de la Plaza de Armas, reunía con cierta
frecuencia a un grupo de vecinos que se acercaban para
conversar sobre diversos temas (políticos, culturales, de
interés poblacional, etc.,etc.) Don Pancho fue, hasta donde
sabemos, el primer y acaso el único suscriptor en el pueblo
del diario El Comercio y el corresponsal y distribuidor del
periódico provincial, editado en Cabana, "El Radar". Estar
con él era, entonces, tener la oportunidad de ponerse al día
respecto de los acontecimientos nacionales y mundiales: la
segunda guerra mundial con su tragedia (Hiroshima y
Nagazaki), la guerra de Corea, Vietnam; el Sputnik, la
perra Laika circundando el espacio terráqueo, Yuri
Gagarin y Valentina Tereshkova; la Revolución cubana,
etc,., etc.
205
Una característica que, por ningún motivo y a ningún costo
quería cambiar don Pancho, era lo que hoy se conoce como
"look": en su caso, el vestir permanentemente, cualquiera
sea la ocasión (incluso en ceremonias, como la asunción
del cargo de Alcalde Distrital que llegó a ocupar), una
indumentaria incomparable: pantalón confeccionado con
tela de "jean" azul y saco "beige" de drill (corríjannos, si
en esto del saco nos equivocamos) y el sombrero de paja
que solo descubría su cabeza a la hora dormir.
En su bodega vendía casi de todo. En aquella época no se
usaba las bolsas de plástico que hoy abundan; por ello, el
arroz o el azúcar se expendían envueltos en papel de
periódico. Y, por falta de luz, para tener certeza del peso
exacto, don Pancho -como casi todos los comerciantes-
empleaba un pedacito de papel blanco que, a manera de
espejo iluminaba las líneas y números respectivos de la
balanza.
Otra cosa. Algo que casi nadie sabe es lo siguiente. Don
Pancho Nina profesaba, con sinceridad y convicción, las
ideas progresistas de entonces: era admirador de José
Carlos Mariátegui y por ello muchos hablaban de él como
"comunista". Tenía sus ideas y eso no es nada malo, es, por
el contrario, algo digno. Lo que no se sabía, repetimos, era
lo que pasamos a referir: durante un corto tiempo
frecuentó, por razones de trabajo, la casa de la calle
Washington en que vivió -y hoy es un museo- José Carlos
206
Mariátegui. Allí tuvo oportunidad obviamente de hojear
algunos libros y quién sabe si fue allí donde nacieron sus
ideas revolucionarias. De lo que sí podemos dar fe es que,
cuando iba a cumplirse un aniversario del autor de los 7
Ensayos, Sandro, su hijo, tuvo el deseo de invitar a don
Pancho para que viniera con tal motivo. Las circunstanc ias
fueron aparentemente adversas, y no llegó a concretarse
ese deseo. Lo recordamos con cariño y admiración.
ALONSO PAREDES. Alonso Paredes fue uno de los
profesores, o maestros -como se les llamaba entonces- que
más huella dejó en varias generaciones. Nació en
Conchucos pero su amor por Pallasca fue intenso y es que,
probablemente, allí encontró las más valiosas
oportunidades para desarrollar lo que más le gustaba:
enseñar y escarbar minuciosamente en el pasado rico
de nuestro pueblo; fue, empíricamente, un historiador, un
arqueólogo y un folclorista nato. Y no solo por el simple
prurito de de investigar y darse el íntimo regocijo de saber,
sino especialmente por querer transmitir sus
conocimientos, lo que es más valioso y digno en un
hombre. Fue el pionero en las investigaciones referidas a
nuestro pasado histórico. Dictó clases en la otrora Escuela
Prevocacional 293 y sus discípulos lo recuerdan con
mucho cariño. Era -como afirma uno de sus más
aprovechados alumnos, el historiador, diplomático y
maestro Félix Álvarez Brun, un hombre "de estatura
mediana, buena contextura, cabeza grande, cara redonda,
207
tez blanca plena de rubicundez..." A los alumnos, poco
antes de que empezaran las clases, "ritualmente nos hacía
formar para entonar canciones escolares: "Himno Al Sol",
"Indio", "Vicuñita", o también para escuchar "Vírgenes del
Sol, "El Cóndor Pasa", etc." Nuestro laureado historiador
pallasquino continúa: "Al maestro Alonso le reconozco su
pasión por el pueblo indígena y su decidido apoyo a todo
lo que contribuyera a la reivindicación social del mismo.
En algunas oportunidades le vi erguirse frenético y
desafiante, ante la injusticia y prepotencia de las malas
autoridades del lugar. Su voz y su gesto rompían la
monotonía y la pasividad del pueblo."14 Un conchucano
que hizo de Pallasca su "patria chica". A él nuestra gratitud
y memoria.
VÍCTOR ALVARADO RODRÍGUEZ. Don Víctor
Alvarado fue algo así como un patriarca pallasquino, no
obstante haber nacido en otras tierras. Todos lo
recordamos con cariño. Como la mayoría de “Shilicos”,
llegó por razones estrictamente comerciales. Recordemos
que casi todos los cajamarquinos de aquella bella ciudad
de los carnavales, el “cilulo” y la “matarina” tienen –o
tenían,- la cualidad de ser trotamundos vendedores innatos
de peinetas, anilinas y sombreros. Don Víctor, no fue la
excepción. Pero, finalmente, adoptó la decisión de
14 Félix Álvarez Brun: Tres maestros de escuela en el recuerdo. En:
Sierra de mi Perú, Lima, 1988.
208
afincarse en la tierra del Chonta y el Toro de Trapo, y lo
hizo no solo porque le gustó el lugar y sus gentes, sino
porque sintió cariño e identificación. Y quiso dar mucho
de sí, y lo dio. Esto ocurrió por el año 1928. Fue, don
Víctor, un hombre honorable, amistoso, el respeto era su
norma de conducta así como la honradez y el trabajo. Fue
uno de los hombres que contagió entusiasmo y voluntad
cuando del desarrollo del pueblo se trataba. Se convirtió,
además, en una suerte de guardián de la fe, habiendo
prácticamente hasta el final desempeñado el honorario
cargo de Mayordomo de San Juan Bautista (que no es lo
mismo que “prioste”), es decir, el encargado de custodiar
las llaves del templo y preocuparse, voluntaria y
amorosamente, por el mantenimiento de la Casa del Señor
y la intangibilidad del patrimonio histórico, artístico y
espiritual de Pallasca. Sabemos que, ello no obstante, no
faltó algún cura que logró sustraer, amparado por las
sombras y la infamia, más de una reliquia pictórica
almacenada en la sacristía (¡santas herejías bajo una
sotana!). Don Víctor fue, por tres veces, alcalde de la
ciudad y gracias a él se logró algunas obras de significa t iva
importancia; desempeñó, por cierto, otros cargos con la
misma eficiencia. Lo recordamos, sereno, a veces
sonriente y bromista, detrás del mostrador de su tienda de
la Plaza de Armas, conversando sobre las necesidades del
pueblo o dando algún consejo o “enderezando entuertos o
desfaciendo agravios”. Doña Elinora Araujo, su esposa,
siempre a su lado; y el minúsculo perrito, “clavelito” o
“chiquito”, retozando junto a la puerta, hacía las veces de
209
"huallqui". Don Víctor nunca olvidó a su pueblo natal,
Celendín, y si se daba la oportunidad bailaba al compás del
“cilulo”. Dejó varios hijos, algunos de los cuales dejaron
este mundo antes que él. Fue un gran hombre.
210
FÉLIX ÁLVAREZ BRUN: UN ANCASHINO CON
MENTE UNIVERSAL
Es considerado por la prestigiosa Enciclopedia Lexus, de
Colombia, como uno de los “grandes forjadores del Perú”.
Nació en la ciudad de Pallasca15. Hijo (el penúltimo de los
varones) de don Manuel Jesús y doña Alejandrina. Sus
estudios primarios los cursó en la Escuela 293, a cuyos
profesores –maestros, en realidad- siempre recuerda con
cariño: Alonso Paredes, Miguel Elías Villavicencio y
Víctor Arnoldo Ramos16. Aún púber y “primarioso”, puso
de manifiesto su inteligencia e inclinación por los estudios
aunque, como él mismo llegó a reconocer, fue tal vez el
más inquieto y travieso de los alumnos; no obstante lo cual,
y por justificadas razones, fue invitado a impartir durante
una corta temporada, lecciones referidas a astronomía en
la escuela de mujeres de la localidad. Su vocación docente,
aún niño, comenzaba a exteriorizarse.
15 “…un pueblito de la sierra ancashina, poco favorecido por la
naturaleza –ya que sufre la escasez del líquido elemento para regar sus
chacras y calmar satisfactoriamente la sed de sus pobladores -, pero es
bello, saludable y acogedor: por sus paisajes infin itos, por su clima y
por el calor imantado de su gente, que es capaz de atraer al más distante
de los humanos, convirtiéndolo en huésped perpetuo de su corazón,”
(B.R R. Álvarez: Historia de un eclipse, 2001) 16 Félix Álvarez Brun: Sierra de mi Perú, 1998.
211
La educación secundaria la inició y continuó, hasta el
cuarto año, en el Colegio Nacional San Juan de Trujillo,
culminándola en el Colegio Nacional Nuestra Señora de
Guadalupe de Lima. En esta etapa, su interés por la cultura,
venido desde la niñez gracias a que fue contagiado por su
padre –lector cotidiano e impenitente-, iba acrecentándose
Al empezar la década del 40, ingresa en la Univers idad
Nacional Mayor de San Marcos y sigue estudios en la
Facultad de Letras, convirtiéndose en uno de los más
conspicuos discípulos de eminentes catedráticos e
intelectuales de la talla de Julio C. Tello, el padre de la
arqueología peruana, y Raúl Porras Barrenechea17,
historiador, maestro y diplomático de sobresaliente
relevancia quien, con la perspicacia que le era inherente
pudo reconocer en su alumno las excepcionales cualidades
y los méritos por los cuales la Universidad de San Marcos
lo convirtió en auxiliar de la cátedra de Historia del Perú -
Conquista y Colonia- que dictaba el prestigioso maestro.
Poco tiempo después, la Cancillería lo incorporó como
Ayudante en la Dirección de Asuntos Culturales. Para
entonces, ya se había matriculado en la Facultad de
Derecho
Unos años después, en 1948, el maestro Porras es
designado por el Presidente José Luis Bustamante y
17 También a Luis E. Valcárcel, Mariano Iberico, Jorge Basadre…
212
Rivero, a la Embajada del Perú en España y su delegación,
integrada, entre otros, por Manuel Mujica Gallo y
Guillermo Lohmann Villena, también contó con la
presencia del destacado estudiante de Letras y de Derecho,
que viajó en la condición de Tercer Secretario del Servicio
Diplomático. Esta misión duró poco: todos sus miembros
solicitaron su pase a disponibilidad, o se retiraron, como
protesta por el agravio a los símbolos patrios en el
Consulado de Valencia y la pusilánime e indecorosa
actitud del gobernante que hacía poco había asumido el
poder derrocando al Mandatario democráticamente
elegido. Es decir, la decisión de dar término a la misión y
emprender el retorno, se hizo –como no podía ser de otro
modo- en olor de patriotismo y dignidad.
Su corta permanencia en España, sin embargo, le permitió
al joven intelectual pallasquino vivir dos experienc ias
valiosísimas: escuchar, con provecho superlativo, las
lecciones que el más egregio filósofo español, José Ortega
y Gasset, dictaba en el Instituto de Humanidades de
Madrid; y, codo a codo con el doctor Porras, desempolvar
legajos, de difícil lectura -que pudieran haber sucumbido
víctimas del tiempo, la humedad, las polillas y los
roedores-, desentrañando, gracias a su destreza en la tarea
heurística y paleográfica, invalorables informaciones de
primera mano acerca de la vida del Inca Garcilaso de la
Vega en Montilla, ciudad que cobijó, anónimamente, al
autor de Los Comentarios Reales durante treinta años.
213
Tras su regreso a la Patria se graduó en Historia y
posteriormente en Derecho, obteniendo en ambos campos
el doctorado respectivo. Ya dictaba cátedra en San Marcos
y, desde cerca de diez años atrás, clases de Historia en el
Colegio Nacional Alfonso Ugarte; y, después, en la
Pontificia Universidad Católica del Perú, el curso de
Historia del Derecho Peruano.
La Historia, disciplina a la que se dedicó con entusiasmo y
acendrado cariño, comenzaba ya a dar sus frutos y
reconocimientos. En 1955 se hizo merecedor del Premio
Nacional Inca Garcilaso de la Vega, por la biografía de
José Eusebio de Llano Zapata y, luego, por su trabajo
titulado La Ilustración, los Jesuitas y la Independencia
Americana, fue galardonado en el Premio Javier Prado
con publicación de la obra por el Minister io
de Educación. En mérito al valor de su desempeño
intelectual, llegó a ser incorporado como miembro de
número de la Academia Nacional de Historia y de la
Sociedad Peruana de Historia, y elegido Presidente del
Instituto Raúl Porras Barrenechea, Centro de Altos
Estudios e Investigaciones Peruanas de la Universidad de
San Marcos, entre otras Instituciones e importantes
Comisiones, como la Comisión Peruana de Alto Nivel para
el Patrimonio del Mundo, gracias a cuyas gestiones la
UNESCO reconoció como patrimonio mundial a Machu
Picchu, a Chavín de Huántar, al Parque Nacional del
214
Huascarán y a otros monumentos y santuarios que son
riqueza inalienable e irrepetible de nuestro país18.
Como diplomático, ha sido condecorado con la Orden del
Sol del Perú, Orden San Carlos de Colombia, Orden Vasco
Núñez de Balboa de Panamá, Caballero de Madara de
Bulgaria y La Gran Cruz de Plata de Austria, habiendo
cumplido a cabalidad y con prestancia las representaciones
como Delegado Alterno ante la UNESCO y Embajador
ante Panamá y Bulgaria, y dirigido la Academia
Diplomática del Perú.
Por su destacada trayectoria docente, fue
distinguido como profesor emérito de la Univers idad
Decana de América y reconocido por el Estado peruano
con las Palmas Magisteriales, en el grado de Amauta.
A toda esta apretada e incompleta reseña de la vida y obra
de nuestro ilustre paisano, hay que sumar el hecho de que
a él se debe más de una veintena de obras, entre las que
merece ser destacado, por lo valioso para nosotros los
ancashinos, el libro Ancash, una historia regional
peruana que es, probablemente, el trabajo más riguroso,
integral y bello que se haya escrito sobre el pasado fértil de
18 Ha desempeñado, igualmente, el cargo de Secretario General de la Comisión Nacional del V Centenario del Descubrimiento de América y la Presidencia de la Comisión Nacional del Centenario de Víctor Andrés Belaúnde.
215
este Departamento cuyo Club representativo en la Capital,
como muestra de gratitud y dignidad, debiera reeditar.
Pero no podemos dejar de mencionar, porque forma parte
insoslayable de su existencia, que cuando terminaba la
década del 50 y poco antes de fallecer el doctor Porras –
que fuera su más entrañable maestro, consejero y amigo- ,
contrajo enlace matrimonial con quien es el amor de su
vida, Dora Espejo Fernández, la querida Dorita.
La vida y obra, altamente meritoria, que honra y debe
enorgullecer a los ancashinos y a la cual se ha dedicado
esta brevísima semblanza, corresponde (¿a quién más?) al
“erudito, historiador y varias veces académico”19, que es
sin duda uno de nuestros valores nacionales, el
doctor Félix Álvarez Brun , quien “con la capacidad de
síntesis y el sentido de emoción peruanista” -que elogiara
Aurelio Miró Quesada20- ha señalado, lúcidamente, que el
Perú es “una continuidad en el tiempo y una totalidad en
el espacio, dentro de cuyos parámetros se entretejen todas
aquellas virtudes, defectos y esperanzas que constituyen
nuestra personalidad nacional.”21
19 Carlos Eduardo Zavaleta: Discurso de recibimiento, como nuevo Académico, en el Instituto Ricardo Palma. 20 Aurelio Miró Quesada en: Perú: presencia e identidad, Lima, 1992. 21 Ob. Cit.
216
HISTORIA DE UN ECLIPSE22
-Cuando ocurre un eclipse de Sol –dijo notoriamente
fastidiado el profesor-. El día se oscurece por
completo. Y lo que este tonto nos está anunciando,
no es más que una sandez.
Aquel era un día tranquilo, como suelen serlo en
todos los pueblos de la sierra, a menos que fueran
alterados por noticias de alguna muerte entre los
vecinos o por la llegada de foráneos trashumantes
que por determinado aditamento en el vestir recibían
el trato de “doctor” o “ingeniero”, no pasando, en
realidad, de ser simples y honrados “shilicos”
vendedores de anilinas y peinetas, o trúhanes
embaucadores de doncellas.
Las informaciones periodísticas nunca llegaban a
tiempo. “El Comercio”, único diario allí conocido, del
que era suscriptos uno de los más acom0dados
comerciantes del pueblo, era traído, con todas las
contingencias presumibles, por el servicio de correos
22 Esta historia no es ficción. Ocurrió en un lejano día de los años 30, en un pueblito de la sierra de Pallasca, Ancash. Su protagonista, don Félix Álvarez Brun, andando el tiempo llegó a ser abogado, historiador, embajador en el servicio diplomático y catedrático en San Marcos; fue distinguido con el Premio Nacional de Cultura y con las Palmas Magisteriales en el Grado el grado de Amauta.
217
–proverbialmente moroso- en rem esas quincenales,
empleando ómnibus primero, luego ferrocarril y en el
tramo final, lomo de bestia. No resultó tardía, sin
embargo, la noticia que anunciaba el eclipse solar
que, justamente, iba a sobrevenir ese día.
Según precisaba el periódico, que en tardes de
tertulia leía con avidez un minúsculo grupo de
personas en la bodega de don Pancho, el fenómeno
sería observado y estudiado, con el uso de modernos
instrumentos de aproximación, por un astrónomo
apellidado Yamamoto, venido especialmente de
Japón. Salvo los referidos habitúes vespertinos de la
bodega, más uno que otro maestro de escuela y don
Manuel Jesús, lector voraz y periodista autodidacta,
nadie aparentaba interesarse en la noticia.
Sin embargo, un imberbe estudiante de primaria, de
tez y cabellos claros, resultó ser el más obsesionado
por el acontecimiento que se avecinaba. Con
algunos días de anticipación se apuró en plantearle
a su padre todas las interrogantes sugeridas por su
curiosidad. Las ilustrativas respuestas d don Manuel
Jesús, le proporcionaron la base conceptual para
acometer con “rigor” la apasionante experiencia de
ser testigo de un –hasta entonces- enigmático
fenómeno estelar.
218
Llegado el día, y sin proponérselo, este muchacho se
convirtió en líder de un grupo de chiquillos a los que,
tras una breve pero p0untual explicación, logró
persuadir de que, alrededor suyo, se reunieran con
sendos pedazos de vidrio ahumado en la plaza
principal. El resto de la población vivía su rutina. Los
hombres removían con arado las tierras de cultivo o
montaban a caballo y recorrían los caminos
enamorando a las muchachas; las mujeres
cocinaban, tejían chompas o lavaban ropa junto a
una acequia.
En los centros educativos, de varones y de niñas,
profesores y alumnos se enfrascaban en sus
lecciones: historia peruana, lenguaje, cálculo, o tal
vez “el niño y la salud”. Solo aquel grupo de púberes
“vaqueros”, organizados ocasionalmente en una
suerte de logia, prestaba –abstraídos todos- atención
a lo que se aproximaba en el cielo.
Llegado el momento, como una suerte de Rodrigo de
Triana el líder exclamó jubiloso: “¡El eclipse ha
comenzado!”. La alegría fue total en el clan. Y
mientras las miradas convergían en el mismo punto,
pensó en sus compañeros y en su maestro de aula,
y resolvió ir a buscarlos. A trancadas se encaminó
por una calle irregularmente empedrada, llevando la
“gran noticia” que probablemente –pensó- le
219
significaría una disculpa por la inasistencia y acaso
unos puntos más en la calificación bimestral.
El profesor, un hombre con bran sensibilidad
artística, era admirado en el pueblo por su amplia
cultura y porque, a diferencia de otros, procuraba
siempre estimular en todos –particularmente en sus
discípulos- el interés por el pasado prehispánico.
Olvidándose por un instante de las reglas de
urbanidad aprendidas en el Manuel de Carreño,
atropelladamente el muchacho se ubicó en la puerta
del aula y, acezante, comunicó la nueva. No presagió
la desproporcionada respuesta de su culto maestro
ni la general carcajada provocada en los alumnos,
que creyeron que el muchacho estaba quedando en
ridículo. Si hubiera adivinado lo que iba a pasar,
probablemente habría podido admitir la conveniencia
egoísta de reservarse el gozo de la verdad y evitar
que llegara a convertirse en desazón. Pero no, él
tenía el convencimiento de que esa verdad había que
compartirla sin reservas.
-Tiene razón, maestro –retrucó enfático y rotundo-,
pero la oscuridad solo dura unos minutos.
Compruébelo usted mismo: el eclipse ya ha
comenzado.
220
Ante el aplomo de la réplica, el maestro consideró
impropio rechazar el fragmento de vidrio que el
adolescente le ofrecía con diligencia.
Una palmeta pérfidamente horadada descansaba en
acecho sobre el pupitre.
En escenarios diversos, las aves de corral como las
del campo, alborotadas buscaban conciliar un sueño
inoportuno ante lo que intuían era la noche que se
precipitaba.
Aún con muestras de enfado, el docente levantó la
mirada al Sol. El espectáculo –tal vez el primero de
esa naturaleza que veía en su vida- lo dejó absorto.
Creyó tener, entonces, la certeza de que el
almanaque Bristol solo era un anodino folleto
anunciante de “Agua Florida” y “Tricófero de Barry”.
El eclipse, en efecto, había comenzado. Una sombra,
casi imperceptible al principio, iba cubriendo allá
arriba el disco dorado y ardiente para luego, con la
misma progresión, dar paso al retorno de la claridad.
Resguardado por un ineficaz disimulo, el profesor no
tuvo más remedio que aceptar que en sus fueros
íntimos algo similar –un “eclipse intelectual”-
acontecía en ese momento; y tuvo que reconocer
que la lucidez que pareció haberse escamoteado
súbitamente por el influjo de una poco habitual
221
intolerancia, le había sido devuelta gracias a uno de
sus alumnos, el más inquieto y travieso de la clase
(aquel que, por lo demás, justamente ese día había
preferido faltar al colegio).
La hilaridad infantil halló nuevo estímulo pero, por
cierto, esta vez tuvo que ser voluntariamente
contenida, para evitar que aquella palmeta
pérfidamente horadada pudiera ser usada, como
todos temían.
20 de junio del 2001
225
VOLVER A LA RAÍZ
Después de veintisiete años decidí, por fin, regresar a
Pallasca. Fue el año 2008. Y lo hice con motivo de las
Fiestas Patronales. ¿Saben una cosa? Sigue siendo
hermosa, como siempre, conmovedoramente hermosa.
Hay tantas cosas que contar y creo que lo haré
progresivamente. Lo que hice, recién llegadito (lo digo,
así, empleando el diminutivo como acostumbramos los
peruanos), fue ingresar en la que fue mi vivienda (la de mis
padres y hermanos), aquella –en la subida del chorro-
donde me parió Abigaíl, la inolvidable Biguita y viví los
primeros quince años de mi edad. Seguidamente caminé
hacia Tambamba (“La Floresta” solía decir mi padre:
“¡Bernardo, Eduardo, allí les aguardo!”). Pero -lo confieso
con toda sinceridad- lo primero, primero, que ocurrió al
llegar a Pallasquita Linda (como la llamaba don Moshe
Huerta), fue el desborde irremediable de mis lágrimas. Era
lo justo: el corazón, débil e indiscreto a veces, salta a
través de ellas. ¡Tantos recuerdos! Encontré los más
esplendorosos paisajes y el cielo más profundo del
universo. Aunque era medio imposible subir por las calles
empinadas, pude darme cuenta de que el encanto de
nuestro pueblo también está en esas dificultades. Una
emoción irrepetible fue la que sentí al arribar a la Capilla
de Santa Lucía: escuché a La Pallasquinita, cuya voz venía
desde la casa de don Ireno (como la escuchábamos cuando
éramos niños, desde su “pick up”)). Una sucesión de
226
reencuentros y abrazos con nuestra gente, a la que con una
obsesión de orfandad me acercaba repetidamente, me hizo
sentir esa verdad innegable: el pallasquino es cálido,
cariñoso, hospitalario. Y alegre. Hemos bailado y hemos
visto bailar a nuestros paisanos en la luminaria: todos
confundidos o, mejor dicho, integrados (¡qué bacán,
caracho!) La Misa Central, del día 24, convocó a una
multitud reverente que colmó el Templo dedicado a San
Juan Bautista y caminó con él, en procesión, por las
principales calles de la ciudad. Lamentablemente no
encontré -aparte de “Los Huancas”, bella estampa
folclórica de Shindol- a los festejos (así los llamamos en
Pallasca) que antaño admiré: el Quishpe, los blanquil los,
los osos…Pero me emocionó ver, la noche anterior, a un
grupo de niños representando al Toro de trapo y sus
vaqueros, pastora, patrón y Vilches (agrupación que en
esta ocasión fue organizada por la profesora Paulina,
“Paulinasha”). A la hora del almuerzo central (no pude
acudir, porque ya resultaba imposible comer tanto) vi que
en la Plaza de Armas mucha, muchísima gente (casi todos
humildes), deambulaba, conversaba o comía helados
(pero, lástima, no los helados que antaño preparaban don
Diego Baltodano y don Rafa Acosta). Esto me hizo pensar
lo siguiente: ¿Si en adelante, en vez de que la gente vaya a
la casa del prioste, el prioste viniera a la Plaza, y con ollas
y platos allí se sirviera el almuerzo para todo el mundo?
Sería, verdaderamente, la apoteosis más hermosa de la
Fiesta. Todos compartirían. Y, estoy seguro, San Juan
Bautista sería el hombre más feliz en nuestro corazón.
227
Mientras tanto, yo debo decir –ahora y todos los días- que
me siento absolutamente feliz de haber nacido en Pallasca,
la bella, noble y libertaria tierra de los “chupabarros”,
Pallasquita linda, ¡linda por siempre!
229
CONTENIDO
1. EL DISTRITO DE PALLASCA 2. EL DISTRITO DE PALLASCA (EN POCAS
PALABRAS) 3. CULTURA DE PALLASCA: DE DIEGO MEJÍA A
SANTOS VILLA, UNA HISTORIA DE MATÁFORAS Y ACORDES
4. SUPLICIO DE ATAHUALPA: EL QUISHPE CÓNDOR, AUGUR Y PROTECTOR
5. ¿EL 12 DE NOVIEMBRE SERÍA EL ANIVERSARIO DE PALLASCA COMO
DISTRITO? 6. ¡HABLA, CHO!
7. CRÓNICAS EGOCENTRICAS 8. COMENZAR A ESCRIBIR
9. LA TÍA MATILDE Y LAS FIESTAS PATRIAS EN PALLASCA
10. LA DIFTERIA LLEGÓ A PALLASCA 11. UN ABUELO URA 12. NUESTRA CASA
13. EN SU TIENDA DE LA "CALLE GRANDE" 14. AQUEL VIAJE A CABANA CON EL PADRE
NICOLÁS 15. NUESTRO REGALO DE NAVIDAD
16. ¡ESE GOL, CARACHO! 17. HOY SÁBADO NO HE COMIDO MELOCOTONES
EN ALMÍBAR 18. AQUELLA ROSA ROJA
19. “…YA ME QUEDO SIN TI…” 20. ESTE GALLO DE MIÉRCOLES
21. DE PALIZAS Y HERENCIAS DE AMOR 22. TAL COMO SUENA
23. DESVELOS MATEMÁTICOS Y UNA RESURRECCIÓN ANUNCIADA
230
24. ¡A COMER, CABALLITO! 25. DON CAYO, HONRADEZ HASTA LA PARED DE
ENFRENTE 26. LA CÁNDIDA ADELITA 27. DE AGUA Y SALIVA… 28. MUNDO ENGAÑOSO
29. LA CONSHENSHA, LA CONSHENSHA 30. OTROS TEXTOS LITERARIOS
31. EL IDILIO DE DON DEMÓSTENES 32. LA NOBLE NOVELA DE UN NOVEL NOVELISTA
DE OCHENTA Y CINCO AÑO 33. EL ROSTRO Y LOS RASTROS DE ELVIA
34. VALLEJO, PALLASCA Y YO 35. PARA TRUSHCALIAR LAS PENAS
36. ALGUNOS PALLASQUINOS 37. FÉLIX ÁLVAREZ BRUN: UN ANCASHINO CON
MENTE UNIVERSAL 38. HISTORIA DE UN ECLIPSE 39. A MANERA DE EPÍLOGO
40. VOLVER A LA RAÍZ