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Pangrazzi, Arnaldo - El Mosaico de La Misericordia

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DÉLA

La relación de ayuda en la pastoral

sanitaria

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Colección «PASTORAL» 41

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Arnaldo Pangrazzi (ed.)

EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA La relación de ayuda

en la pastoral sanitaria

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Editorial SAL TERRAE

Santander

Page 3: Pangrazzi, Arnaldo - El Mosaico de La Misericordia

Título del original italiano: // mosaico delta misericordia © 1988' by Edizioni Camilliane

Torino

Traducción: Francisco Martínez García Área de Gestión Editorial, S. A. León

© 1990 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20 39001 Santander

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-0862-8 Dep. Legal: BI-715-90

Realización: AGES A. Área de Gestión Editorial, S. A. León. Impresión y encuademación:

Grafo, S. A. Bilbao

índice

Págs.

Presentación 7

1. LA VISITA PASTORAL 9 Celeste Guarise

2. LA ACOGIDA 19 Lino Tamanini

3. LA ESCUCHA 31 Richard O'Donnell

4. LA PRESENCIA 45 Martín Puerto Molina

5. EL CONTACTO FÍSICO 57 Tom Steinert

6. EL SILENCIO 65 Ademar Rover'

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Págs.

7. LA CONFRONTACIÓN 75 Arnaldo Pangrazzi

8. LA CATEQUESIS 89 Domen ico Casera

9. LA ORACIÓN 101 Guido Davanzo

10. LA PALABRA DE DIOS 111 Renato Salvatore

11. LOS SACRAMENTOS Y LA LITURGIA 129 Ernesto Bressanin

12. EL «COUNSELING» PASTORAL 155 Angelo Brusco

13. EMAUS: UN MOSAICO DE MISERICORDIA Arnaldo Pangrazzi

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Presentación

Toda persona es un mosaico de valores, reaccio­nes y sentimientos.

Penetrar en ese mosaico es descubrir el misterio de cada ser humano. En la vida cotidiana algunos ele­mentos del mosaico resultan conocidos y familiares, pero otros permanecen escondidos, cuando no igno­rados o rechazados. Es, de algún modo, lo que ocu­rre cuando se contempla un cuadro: unos colores im­presionan por su cercanía y vivacidad, al tiempo que otros se mantienen en lontananza como fondo. En las relaciones personales e interpersonales existe la tenta­ción de fijarse sólo en algunas teselas del mosaico y desechar otras; tal vez se acentúan más los aspectos que atraen o causan turbación, y se pierde la visión del conjunto.

Idéntico peligro se corre a nivel pastoral cuando, por ejemplo, se acostumbra uno a reducir el ministe­rio a los sacramentos, o a pronunciar el manido dis­curso de rutina, sin echar mano de la rica gama de recursos que se tienen a disposición.

El mosaico de la Misericordia es un intento de con­ceder la palabra a los diversos componentes de la re-

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8 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

lación de ayuda: desde la acogida a la escucha, desde el contacto humano al silencio, desde la confronta­ción a la catequesis, y así sucesivamente.

Cada uno de estos componentes tiene su propio sitio y una función peculiar que desempeñar, de acuer­do con las circunstancias específicas y con las exigen­cias de los sujetos del encuentro.

El verdadero pastor sabe discernir prudentemente qué 'tesela' debe colocar en la composición para res­ponder a las exigencias de cada situación concreta.

La tarea de reflexionar sobre las variadas dimen­siones del mosaico ha sido encomendada a algunos religiosos Camilos, comprometidos vocacionalmente con el mundo del sufrimiento, que es, en el fondo, el mun­do de la misericordia.

Esta pequeña antología de pastoral entraña un ri­co bagaje de intuiciones y de propuestas que pueden estimular la reflexión y la acción de quienes están em­peñados en la labor de acompañar al enfermo de un modo cada día más eficaz.

Cada capítulo ofrece, además, algunas referencias bibliográficas, a modo de subsidios para quien desee profundizar ulteriormente en los temas tratados.

P. Arnaldo Pangrazzi

1 La visita pastoral

Celeste Guarise*

La visita constituye el elemento primíro y esencial para que el encuentro con el enfermo sea un encuentro de persona a persona. El operario pastoral tiene en ella la oportunidad de ser testigo de Dios y portavoz de la comunidad cristiana a la cabecera del que sufre.

«El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva...» (Le 4,18).

Las intervenciones de Dios en la historia de la sal­vación son presentadas con frecuencia en la Biblia co­mo una serie de visitas sucesivas. Es Dios quien, tras haber tomado la iniciativa de la Alianza, interviene en la vida del pueblo. Estas visitas de Dios tienen su máxima expresión en la Encarnación del Hijo de Dios. En Jesús, Dios «ha visitado y redimido a su pueblo».

* Celeste Guarise es capellán del hospital «Enfant-Jésus» de Quebec, Canadá.

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10 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Hoy, su obra de salvación continúa en la Iglesia. El operario pastoral toma la iniciativa de visitar a los enfermos, como enviado por la Iglesia para continuar la misión misma de Cristo.

Ofrece a cada uno el mensaje evangélico y la posi­bilidad de encontrar a Cristo y su amor, encuentro que culmina en la celebración del sacramento.

La iniciativa humana alimentada por la fe

En la Biblia, la visita de Dios es siempre un indi­cio de su iniciativa: una iniciativa motivada por la gra-tuidad del amor.

En el Evangelio, Jesús traduce a la perfección esta solicitud de Dios. Le vemos siempre dispuesto a des­plazarse para ir al encuentro de la gente, en particu­lar de los enfermos. Jesús es el corazón de Dios en el mundo, un corazón presente, como en ningún otro sitio, al lado de los que sufren. Hoy los visita por medio nuestro, y la invitación consiste en hacer nues­tra su pedagogía, tomando la iniciativa de ir hacia el otro, de acercarnos a él, más que esperar a que él dé el primer paso. Tras largos años de visitas diarias a los enfermos, advierto la necesidad de sintonizar cons­tantemente mi disponibilidad con la motivación pro­funda que está en la raíz de mi compromiso, y consi­dero como dirigidas a mí las palabras de San Pablo a Timoteo: «Te recomiendo que avives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de las manos» (2 Tim 1,6).

Creo poder afirmar que el carácter pastoral de la visita depende, justamente, de «la imposición de las manos».

Si no tuviera la conciencia viva del vínculo que me une al Dios que me envía como testigo suyo a los enfermos, yo no tendría nada específico que ofre-

LA VISITA PASTORAL 11

cerles en comparación con otros que trabajan en la sanidad. Los enfermos mismos quedarían frustrados en sus expectativas más profundas, que siempre son, aunque con frecuencia de manera inconsciente, una espera de Dios y de su salvación.

Nuestra experiencia de Dios, nuestro testimonio de fe, es lo que da sentido a la visita pastoral y se con­vierte en riqueza para aquellos a los que encontramos a lo largo del camino del sufrimiento.

El talante del buen pastor

La mera Ordenación no es una garantía que con­vierta automáticamente en pastorales nuestras visitas, muy adecuadas en apariencia, pero que no dejan hue­lla. El apoyarse o refugiarse en el papel de pastor, el uso de un determinado lenguaje, la repetición de cier­tos gestos o de ciertas fórmulas no aseguran una pre­sencia misericordiosa. Al revés: todo esto puede co­rrer el peligro de funcionar como una pantalla inter­puesta que impide el diálogo y la comunicación humana a través de los cuales se transmite el mensaje.

El operario pastoral debe cuidar su modo de «ser-pastor», su estilo de relacionarse con los demás, por­que precisamente a través de estos signos se transpa-renta la solicitud y la bondad de Cristo Pastor.

Los enfermos son capaces de distinguir rápidamente el talante del verdadero pastor, animado por la fe y por el amor, del talante del «funcionario». Tratemos, por tanto, de precisar algunos rasgos fundamentales del talante pastoral y que se hallan en la base misma de la relación de ayuda.

Ante todo, el primer contacto con el enfermo es una manera de prestarle nuestra atención y demos­trarle nuestro interés hacia su persona y su condición concreta.

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12 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

María «se fue con prontitud a la región montaño­sa» (Le 1,39) a visitar a Isabel, para estar junto a ella en su trance de espera y de gozo.

Jesús tomó la iniciativa de acercarse a los discípu­los de Emaús (Le 24,13) y de buscar las razones de su aflicción y de su tristeza.

En el primer episodio, la visita misma se convierte en don y mensaje. En el segundo, se traduce en una simple pregunta: «¿De qué discutís entre vosotros mien­tras vais caminando?» (Le 24,17). Esta pregunta per­mite a los discípulos manifestar lo que está oprimien­do sus corazones y descubrir, gradualmente, la identi­dad del peregrino. En el desarrollo del relato, Jesús no fuerza los tiempos, sino que permite que los he­chos y los sentimientos vayan emergiendo en la voz de los protagonistas.

Cada uno tiene la necesidad de ser aceptado tal como es y tal como se encuentra en su situación con­creta y en su camino concreto.

Quien es visitado por la necesidad de espacio y de tiempo para comprender y reaccionar ante su si­tuación y poder relacionarse con las distintas perso­nas que van conformando lentamente el marco de su experiencia.

El operario pastoral está allí para ofrecer, no para imponer, su presencia, y ello de forma consciente, por­que no es raro que las condiciones no sean favorables para el encuentro.

La iniciativa gratuita de establecer contacto y la actitud de interés tiene ya de por sí un valor de evan-gelización.

En segundo lugar, es importante fomentar una cier­ta elasticidad y una cierta adaptabilidad en los encuen­tros humanos, dejándose llevar por la observación y por una lectura atenta de las circunstancias específicas.

LA VISITA PASTORAL 13

Hay enfermos que aman la vida; otros parecen in­diferentes ante ella; y también los hay que la recha­zan abierta o veladamente.

Detrás de cada reacción hay un trozo de la histo­ria de cada persona. No todos son acogedores, no to­dos agradecen la oportunidad que se les brinda para hablar; los hay que se hunden en su propio silencio. A veces, son el estado de ánimo o la condición del paciente los que influyen en su reacción, pero ocurre también que ésta viene determinada por la actitud o por el simbolismo que el visitador refleja.

En general, se puede afirmar que los dos prime­ros minutos pasados en la habitación del enfermo pue­den ser cruciales para definir el curso de una relación.

La conversación se abre, de ordinario, con un sim­ple saludo, con una breve presentación, con una pre­gunta sobre el estado del otro. De este primer inter­cambio surgen algunas vibraciones entre las dos per­sonas, se transmiten los primeros mensajes verbales y no verbales, se recogen los primeros indicios sobre los desarrollos posibles del encuentro.

El operario pastoral puede sentirse nervioso, a dis­gusto, y quedar atrapado en una red de modos de com­portamiento cargados de ansiedad o de frases inopor­tunas; pero puede también entrar en una gradual sin­tonía con el enfermo y crear el clima propicio para un intercambio sereno y profundo.

Cuando las cosas no se encarrilan por el sendero justo, la tentación es la de tomar la puerta y mar­charse, esperando encuentros mejores, o bien la de de­jar que se malogre una conversación por parecer de­masiado reducida a intereses inmediatos.

El verdadero pastor no arroja la toalla ante las pri­meras dificultades, porque, curiosamente, son ellas las que pueden esconder la clave para comprenderse me-

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14 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

jor a sí mismo y a los demás, ni desprecia esas pe­queñas cosas que, convenientemente valoradas, pue­den convertirse en puente para un diálogo más per­sonal.

Muchos necesitan estudiar a su interlocutor y dis­poner de un cierto espacio de superficialidad inicial antes de adentrarse en reflexiones más profundas.

En consecuencia, la acción pastoral debe valorar el desarrollo natural de las situaciones, más que los resultados inmediados de los encuentros.

Desde esta perspectiva, no es una buena estrategia comenzar una visita proponiendo la recepción de los sacramentos. La celebración del sacramento debería constituir la culminación, no el comienzo de un en­cuentro pastoral.

Jesús mismo se reveló a los discípulos de Emaús en la fracción del pan, al final del camino, no inme­diatamente. Lo mismo hizo con la Samaritana, ofre­ciéndole el agua que salta hasta la vida eterna al final del diálogo, tras un intercambio inicial cargado de ge­neralidades, evasiones y defensas.

Lo mismo ocurre en la relación pastoral: es preci­so respetar los ritmos del otro y empezar la visita pri­vilegiando el encuentro humano, en la certeza de que Cristo está ya presente, aunque no se le reconozca to­davía, en la persona.

«Conviene que hoy me quede yo en tu casa» {Le 19,5)

La visita es un instrumento para conocer a alguien, para estar con él, para ofrecer apoyo y ayuda cuando sea necesario.

La visita pastoral, para ser tal, no debe centrarse únicamente en los aspectos físicos, psicológicos o SO­

L A VISITA PASTORAL 15

cioculturales del enfermo. Debe penetrar en su cora­zón, comprender su identidad espiritual y establecer contacto con sus raíces cristianas.

Es importante, por ello, tener un «ojo clínico pas­toral» capaz de entender el itinerario de la fe y el ca­mino de la gracia en el otro. Sólo el ojo de la fe per­mite captar lo que hay en el envés de una alusión, de una mirada o de una palabra: las expectativas pro­fundas o las cuestiones existenciales, no expresadas de ordinario.

Jesús va más allá de la curiosidad de Zaqueo para captar su actitud de apertura y de disponibilidad, y le propone un encuentro más personal y más radical:

«Conviene que hoy me quede yo en tu casa» {Le 19,5).

El operario pastoral, sensible a la dimensión espi­ritual, se hace intermediario entre el hombre que su­fre y Dios, tratando de ayudar al enfermo a encon­trar sentido a lo que está viviendo y a asumirlo a la luz de Cristo y de su misterio.

La compañía espiritual consiste en adentrarse en las profundidades del otro, allí donde se encuentran sus valores, sus convicciones, y su fe, con el fin de encontrar en él la presencia de Dios. Cuando sea evi­dente que la dimensión espiritual del enfermo está adormecida o ignorada, el objetivo pastoral consisti­rá en despertarla y en movilizar la conciencia de este importante patrimonio interior.

Pertenece al secreto de este mundo que el paciente vive, a menudo inconscientemente, su experiencia par­ticular de Dios; una experiencia que el pastor puede ayudar a iluminar y descubrir. Pero es el enfermo el que tiene la llave de su casa: a él compete ofrecer hos­pitalidad e invitar al visitante a pasar al interior de su mundo personal. El camino para llegar a ese mun­do es, con frecuencia, largo, oscuro y tortuoso.

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16 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Para no correr el riesgo de anunciar a un Dios ex­traño, lo primero que hay que hacer es escuchar la historia del enfermo, dar cancha a sus estados de áni­mo, para, luego, filtrar la luz del Evangelio y anun­ciar la palabra que da vida.

Mansiones habitadas por Dios

La visita a los enfermos es un servicio prestado en el nombre del Señor y en servicio de la Iglesia.

Todo operario pastoral bebe del manantial de la gracia de Dios aquel arrojo y aquella autenticidad apostólica que hacen que la visita de Dios sea concre­ta y actual.

El pastor no visita jamás a un extraño: visita una mansión habitada por Alguien que es solidario con la existencia de cada uno de nosotros.

La visita tiene por finalidad establecer un contac­to vital entre el enfermo y Cristo, presente en el cen­tro mismo de su vida.

La acción pastoral tiene por finalidad aprovechar esas ocasiones en las que el enfermo dialoga con su profundidad, soporta el peso de preguntas inquietan­tes, expresa un hondo deseo o despierta su esperanza íntima: es entonces cuando el Cristo se revela como el Salvador.

LA VISITA PASTORAL 17

BIBLIOGRAFÍA

Vocabulaire de Théologie biblique, voz «Visita», pág. 1120ss, Les Editions du Cerf, París, 1964.

Les malades et la communauté Chrétienne, cuatro fascícu­los, Ed. Les Visiteurs des Malades, rué du Boulet 40, 1000 Bruxelles.

Sacrements pour les malades, pastorale et célébration, cha-pitre I, Chalet-Tardy, París, 1977.

Prétre et Pasteur, revista de pastoral, Montréal. Vol. 85, n.° 10, nov. 1982: «Prétre au jour le jour»; Vol. 84, n.° 6, jun. 1981: «La foi des adultes, le défi permanent».

NOURISSAT JACQUES, notas de la sección Miséricorde aujourd'hui, Québec, 1984.

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2 La acogida

Lino Tamanini*

La acogida es el preludio de la escucha y forma parte de la escucha. Es una dimensón pastoral que se manifiesta en el clima y en las actitudes que se crean entre las personas. Es una característica que pertenece a las cualidades per­sonales del operario pastoral, más que a sus estrategias apostólicas. Acoger a alguien significa dar hospitalidad a sus vivencias.

La acogida es una actitud que facilita los encuen­tros, una cualidad del corazón que se puede conquis­tar por medio de un camino gradual de crecimiento humano y cristiano. De hecho, la acogida no es sólo una experiencia gratificante por el sabor de una agra­dable emoción psíquica. Ser acogedores es mucho más que probar un placer semejante.

Es un modo de ser, de establecer relaciones, de ten­der puentes. Nace de una experiencia positiva de no-

* Lino Tamanini imparte cursos de Formación Pastoral Clí­nica en el «Centro Camuliano di Pastorale» de Verona.

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sotros mismos, vivida como don y como conquista del propio camino. Es abrirse a los demás más allá del provecho propio, allí donde la senda comienza a subir y a conocer la renuncia personal.

Amar, respuesta a un don

La capacidad de acogida nace de una profunda y personal experiencia de haber sido nosotros mismos acogidos, reconocidos y amados por alguien. El niño, en general, experimenta este amor en las atenciones de sus padres, en el calor del ambiente familiar y es­colar, etc. Este sentirse acogido deja un poso de con­secuencias positivas en la estructura de la joven per­sonalidad. Es como una sola que la invade desde los primeros días de la vida y que repercute más tarde en las situaciones concretas de la existencia, en forma de actitud de confianza y de serena apertura al riesgo y al futuro.

Para quien ha conocido un ambiente familiar aco­gedor es más fácil comprender el mensaje cristiano: Dios es Padre y acoge a todos como a hijos suyos. Y también: Dios es Amor, un amor que rebosa y ha­ce creación; «un éxtasis de altruismo», como lo defi­ne Levinas. Jesucristo es el punto culminante de esta gratuidad del don. Es el momento más intenso y ex­presivo del diálogo de Dios con el hombre. En Él co­nocemos lo bueno que es Dios y «qué gran amor nos ha tenido el Padre para acogernos como a hijos su­yos».

Para el pastor es importante tomar conciencia de esta realidad: sentirse acogido por Dios. Es, justamente, en este sentirse aferrado por unas manos sólidas y ro­bustas, donde se adquiere el valor de lanzarse al exte­rior sin miedo a caer en el vacío, y de hacerse próji­mo del otro sin temor al otro.

LA ACOGIDA 21

La acción de Dios en el corazón del hombre es una presencia que da calor y fortaleza y, al mismo tiempo, es una llamada a hacer lo mismo, porque «co­mo él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Jn 4,17).

La respuesta a esa llamada se aprende en la escue­la de Jesús. En efecto, Él es la acogida de Dios para con los niños, para con los pecadores, para con la adúltera, para con la cananea, para con el centurión pagano, para con todos los que se encuentran en ne­cesidad: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados y yo os aliviaré» (Mt 11,26).

Siguiendo a Jesús, se aprende otra cosa: oyéndolo hablar con su Padre, descubrimos con estupor qué grande es Dios en acoger, con tal de que se vaya ha­cia él con confianza: «Padre, te doy gracias por ha­berme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me es­cuchas... Yo les he dado a conocer tu Nombre para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 11,41; 17,26).

El pastor, en esa plegaria suya que llega hasta el cielo, aprende una cosa: sabe amar porque es amado. Efectivamente, la plegaria que llega hasta el cielo es el momento en que el discípulo contempla a Dios: en diálogo con él, lo escucha, cree en él, se fía de él y le entrega su corazón, y, de vuelta entre los herma­nos, se percata de que le ha quedado dentro como un latido del corazón divino.

Así es como, siguiendo a Jesús, se sumerge en el mismo mecanismo de obediencia a Dios; aprende que un amor acogedor está en estrecha relación con la ca­pacidad de darse. No se detiene cuando la gratifica­ción personal se agota o está ausente, sino que conti­núa adelante, convencido de que la ley del Reino es la del grano de trigo, la de Aquel que no ha venido a ser servido, sino a servir.

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La plegaria que se ancla en la contemplación de Dios se convierte, en la acción del pastor, en caridad que acoge las cargas de los hermanos y en capacidad de sostenerlos y de abrirse cada vez más a sus necesi­dades. Se convierte, sobre todo, en paciencia para es­tar con ellos, resistiendo a la tentación de la huida ante la propia impotencia cuando se da cuenta de que, humanamente, no se puede hacer nada más por ellos. Al revés: una plegaria que no sea experiencia del don de Dios, sino únicamente grito hacia el cielo de las propias necesidades, una plegaria oscilante como los deseos humanos que ella misma expresa, una plegaria a merced de las emociones pasajeras de las que nace, una plegaria así se cierra sobre sí misma: como no está anclada en la otra orilla, no resiste ni el peso pro­pio ni el peso de los demás.

La acogida, un modo de ser

Saber acoger a todos es un arte muy difícil. El conocer que somos amados por Dios no anula la fa­tiga que comporta el establecimiento de relaciones po­sitivas con todos; no alivia tampoco del peso que una elección semejante impone.

Todo arte se aprende por etapas. Ante todo, el pas­tor debe saber acogerse a sí mismo. No siempre resul­ta fácil aceptarse. Supone reconciliarse con el propio pasado y con los propios errores; supone contemplar lo que se es, con simplicidad. Acogerse es borrar to­da relación de exigencia absoluta respecto a uno mis­mo: por ejemplo, la de no perdonarse jamás; es mi­rarse sin esa resignación que envilece y mata, y sin esa falsa complacencia que hincha y deforma. Acep­tarse es estar con uno mismo y conocer en ese silen­cio interior la alegría, el ansia de la espera, la tensión de la paciencia, la armonía de una luz trascendente, el extravío de la duda...

LA ACOGIDA 23

Recogernos en nosotros mismos, viviendo ese mo­mento en simple y pura libertad, incluso resistiendo si es preciso el impulso vital de nuestro deseo de lan­zarnos hacia el otro buscando compañía, nos hace casi tocar el sentido del vacío. Sin embargo, precisamente de esa soledad es de donde emerge la continuidad pro­funda de lo personalmente vivido, y también la paz interior y la fidelidad creadora.

Cuando uno ha recorrido de manera positiva el camino consigo mismo, entonces el camino hacia los demás ya no se le presenta como una aventura, cosa que sí ocurre cuando penetramos en un espeso bos­que en el que todo fascina y atemoriza y en el que la belleza de la naturaleza salvaje nos encanta, pero en el que el misterio que encierra nos vuelve temero­sos y desconfiados.

Cierto es que la persona extraña, el otro, es siem­pre para nosotros como un misterio opaco y que su presencia nos pone a la defensiva. Pero también es cierto que quien ha logrado aceptarse a sí mismo con realismo se encuentra menos gravado de prejuicios de­fensivos. Del otro, toma más el aspecto de la recipro­cidad que el de la alteridad o extrañeza. Se da cuen­ta, en efecto, de sus sentimientos, de sus miedos, de sus dudas, de sus motivaciones, de sus valores: reco­noce que ese mundo fascinante y misterioso, tan cer­cano al alma, es un mundo idéntico al suyo, y enton­ces puede abrirse con mayor facilidad al diálogo y a la acogida.

Pero cuando uno se enclaustra en sus miedos per­sonales, corre el peligro de ser arrastrado a ver en el otro la diferencia, la lejanía, con lo que la inseguri­dad y la angustia de ser juzgado se hacen más agu­das, y uno se siente amenazado. La cercanía del otro puede ser vivida en armonía o con miedo. El contac­to es ambiguo: seduce y hace estar alerta, porque no

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24 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

se sabe hasta dónde llega la caricia o dónde se escon­de el mordisco. Pero, del mismo modo que el diálogo supone, a diferencia del monólogo, diversidad de da­tos en la comunicación, de ese mismo modo la acogi­da, a diferencia de la fusión, exige la alteridad, y, en consecuencia, la identidad original de la persona vie­ne peraltada y reconocida concretamente en cuanto tal identidad. De esta forma, nace una relación de bene­volencia. El amor auténtico no humilla nunca al otro, antes bien lo reconoce en su dignidad; ve en la origi­nalidad del otro no una amenaza para la propia inte­gridad, sino una promesa para la propia maduración.

Decidirse por un proyecto de acogida quiere decir hacerse fuertemente consistentes, más allá de los lími­tes de los propios miedos, y tiene el sabor de una go­zosa conquista. Por el contrario, si no somos capaces de estructurar la propia existencia de acuerdo con cier­tos valores, nos encontramos en un estado de total dispersión, a merced de los impulsos emotivos del mo­mento: personas sin felicidad que se dispersan en mí­nimas decisiones parciales, imperfectamente adquiri­das y rápidamente abandonadas.

Poseerse es actuar incluso sobre aquella línea fun­damental de nuestro sentimiento que va desde el mie­do hasta el heroísmo y que nos hace idóneos y capaces de llegar hasta los hermanos y de brindarles un poco de nuestro espacio, sin temor a ser hundidos por ellos.

El ministerio, epifanía de gratuidad

Hemos visto cómo Dios, dándonos su amor, nos hace buenos y capaces de que, a nuestra vez, noso­tros nos demos también. La gratuidad es la caracte­rística del amor, del ministerio. «Cuando ames, no digas: tengo a Dios en el corazón», porque el amor no es una posesión. «Cuando ames, di más bien: es­toy en el corazón de Dios». Se trata de la experiencia

LA ACOGIDA 25

que tiene el hijo de haber recibido la vida. Un pastor acogedor respeta esta ley. No quiere enganchar a na­die, pero de sí sabe decir tan sólo que se ha dejado enganchar por Dios. Comparte todo lo que de verdad ha entregado; lo demás lo conserva en estrecha reser­va. Esto es lo que marca la diferencia entre un acer­camiento pastoral humano y un encuentro apostólico 'de oficio'.

El que vive con más intensidad la vertiente de la gratuidad va hacia el otro, ante todo para estar con Él; es solidario, se hace prójimo, vecino suyo, y sabe recibir. Cuanto más verdadera es esta presencia, tanto más encuentra el otro, aunque sea el 'último', dentro de su corazón regalos que ofrecer. Nuestra presencia hace que se sienta todavía vivo; si es pecador, recupe­ra la esperanza, ya que, a fin de cuentas, comprende que no es tan incapaz de dar como pensaba. «Mujer, dame de beber», dijo Jesús a la Samaritana.

El que, por el contrario, vive más escorado hacia la vertiente de la incapacidad de hacerse don, reduce su apostolado a hacer cosas; actúa con la vista fija en objetivos pastorales. Sin la compañía del otro, se conducirá siempre de la misma manera, hasta que, solo en su soledad, no sabiendo ya con quién dialogar, se irá cerrando sobre sí mismo en un mutismo total. Po­drá hacer muchas cosas, pero las hará siempre con frío en el corazón. Levinas, haciendo eco al Evange­lio, le recordaría que el amor es «el éxodo sin retor­no»; es una salida de sí para contemplar la propia vida, y el mundo, en el otro.

El encuentro con el enfermo

Expongo aquí dos encuentros pastorales que re­flejan dos actitudes diferentes, de no acogida y de aco­gida, respectivamente, de lo vivido y de los sentimientos de personas enfermas.

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26 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

(E = enfermo. P = pastor).

E.—Me encuentro realmente preocupada por to­das estas cosas. Y si, además, pienso en lo que me espera al salir del hospital...

P.—Pero, ¿por qué se abate usted tanto? En estos momentos es preciso reaccionar. Usted, por ser ma­dre, tiene que ser también un ejemplo para sus hijos.

E.—Padre, lo que usted dice es verdad; pero, den­tro de mí, me siento destruida, desesperada; nadie me comprende.

P.—¿No tiene ninguna persona amiga con la que sincerarse?

E.—Hoy ya nadie quiere saber nada de tus pro­blemas. Bastante tienen todos con los propios.

P.—Confíese a Dios que acoge a todos con amor. Nuestra fe nos dice que el sufrimiento no tendrá la última palabra sobre nosotros; Dios es el triunfador final.

E.—Tal vez sea como usted dice..., pero ¿qué ha­cer?, ¿hacia dónde levantar la cabeza ahora, en estas horas en las que me siento tan sola?

P.—Mire, si tiene verdadera fe en Dios, usted sabe que Cristo no quita ni el dolor ni la enfermedad en esta vida; pero el pensamiento de Jesús crucificado tiene que darle fuerza y esperanza...

E.—Padre, yo ya no soy capaz de alimentar esa esperanza... Estoy vacía, me siento inútil total, de cuer­po y de fe. Lo mejor será que me dejen todos en paz de una vez...

P.—Señora, si se abandona de este modo, los de­más no pueden hacer nada por usted. Es usted la que se aparta. Intente reaccionar, siga rezando.

LA ACOGIDA 27

E.—Ya he rezado mucho, y aquí estoy. Dios se ha olvidado de mí. No entiendo por qué, si no he hecho nada malo en mi vida. Ya no espero nada.

P.—El Señor no siempre nos concede de inmedia­to lo que le pedimos y del modo que nosotros quere­mos.

E.—Padre: entonces, perdóneme... Pero yo no pue­do entender que sea tan bueno como ustedes dicen. Yo no haría eso con mis hijos. Se estuvieran enfer­mos, me dejaría hacer pedazos para ayudarlos, de in­mediato, no dentro de unos días o unos meses... Es absurdo..., pero, padre, no quisiera encolerizarme... De­jemos las cosas como están, y hablemos de otra cosa...

Breve análisis

Invitado eficazmente a reflexionar sobre este en­cuentro, el pastor ha admitido que sentía compasión por esta mujer, «bella y culta», pero que había tenido miedo de acercarse a ella: «era más fuerte que yo». Estaba muy descontento del encuentro, porque era consciente de haberse valido de las artes del oficio, es decir, de haberse ajustado a su papel de sacerdote. No había dejado espacio a la enferma para manifes­tarse; le había presentado de inmediato los remedios: «Intente reaccionar»... «Confíese a Dios»... «Si tiene verdadera fe en Dios»..., antes de conocer las verda­deras causas de su abatimiento. Las dificultades en­contradas a la hora de acoger los sentimientos de la persona afligida habían condicionado su capacidad de demostrarle su comprensión y su compasión.

(E = enfermo. M=monja).

E.—... ustedes, las monjas y los curas, no son ca­paces de otra cosa que de decir a la gente cómo hay que vivir para ir al cielo. ¡Qué de sermones inútiles!

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28 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Luego, cada uno hace lo que le da la gana. ¿Acaso no es verdad lo que digo?

M.—Es verdad que no resulta agradable sentirse siempre tratados como niños: haz esto, no hagas aque­llo, etc..

E.—¿Agradable? ¡A mí me da una rabia que...! ¿Qué derecho tiene los demás a interesarse por mis cosas? ¡Que piensen en las suyas!

M.—También es verdad que usted me da miedo con su agresividad. ¿No le parece que está cargando de­masiado las tintas en su relación conmigo?

E.—Perdone, hermana. Es verdad: cuando veo a los curas y a las monjas, no sé, reacciono de forma instintiva, tal vez porque me recuerdan muchas cosas desagradables...

M.—Ahora me siento más tranquila: comprendo que lo que le irrita es esa costumbre suya más que mi persona. No obstante, yo también puedo compren­der que haya vivido situaciones desagradables en sus relaciones con algún sacerdote o con alguna monja, si es que se ha encontrado con ellos...

E.—Hoy me tienen todos sin cuidado, pero hace años —ya ve que no soy joven—, cuando dejé a mi mujer para ir a vivir con otra, el cura echó un ser­món que todos se dieron cuenta que hablaba de mí. El pueblo es pequeño y nos conocemos todos. Desde aquel día, según él, yo estoy en el infierno. Comencé a irme alejando de la Iglesia hasta no frecuentarla más. Yo seré un ignorante, pero, cuando uno se equivoca, no creo que sea justo tirarlo así, de esa manera... Es difícil olvidar ciertos golpes.

M.—Ahora ya me resulta más fácil comprender su rencor; no se puede vivir bien con esos sentimientos y con esos recuerdos. Quizá me equivoque, pero, de

LA ACOGIDA 29

todos modos, quiero decirle lo que pienso: tengo la impresión de haber captado en usted el deseo de po­der cambiar de imagen.

E.—Sinceridad por sinceridad: yo no iré nunca a hacer las paces con el sacerdote. Sin embargo, con el tiempo he llegado a comprender mi error. Sí, no fue justo lo que hice y creo que, si existe un Dios bueno, Él me perdonará sin necesidad de enviarme al infier­no como hacen ciertos curas.

M.—Pienso que, desde el día en que dejó a su mu­jer hasta hoy, ha cubierto un camino de opciones, de replanteamientos, de dudas y de arrepentimiento. Y estoy segura de que todo esto no le ha resultado fácil, en absoluto.

E.—Le aseguro que no ha sido nada fácil admitir el error. ¿Y sabe que, pensándolo bien, es la primera vez que digo a alguien que me he equivocado? Me parece estar quitándome un peso de encima.

M.—Es muy hermoso lo que está diciendo. Creo que se está reconciliando consigo mismo y también un poquito con mi... hábito.

E.—Sí, me siento más tranquilo. En cuanto a su hábito..., tal vez se necesite algo más de tiempo; pero, nunca se sabe; antes tendría que aclarar muchas co­sas con usted...

Reflexión

Interesante la discusión que hubo luego en el gru­po, tras haber leído este informe de encuentro pasto­ral.

Fue recordado el pasaje bíblico el 1 R 17,18-24: «¿Qué hay entre tú y yo, hombre de Dios? ¿Es que has venido a mí para recordar mis faltas y hacer mo­rir a mi hijo?», dice al profeta Elias la viuda de Sa-

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repta. La presencia de la monja renueva el sentido de culpa en este hombre, y su actitud acogedora lo ayu­da a superar este fase y abrirse a una liberación. El camino está expedito para que también él pueda decir al final de los encuentros: «Ahora sí que conozco bien que eres una persona de Dios y que es verdad en tu boca la palabra del Señor», como dijo al profeta la mujer auténticamente liberada de sus remordimientos.

BIBLIOGRAFÍA

COLETTE, Dall'accoglienza al dialogo, Ed. II Samaritano, Milano, 1986.

GODIN, A., La relazione umana nel dialogo pastorale, Ed. Borla, Torino, 1964.

Ducci, E., Essere e comunicare, Adriatica Ed., Bari, 1974.

3 La escucha

Richard O'Donnell*

Una de las necesidades más grandes del hombre es la de comunicarse, la de manifestarse, la de ser compren­dido. Pero esto no puede ocurrir si, por la otra parte, no existe un interlocutor que escuche. La actitud de escucha se coloca entre la bondad y el arte. Saber escuchar significa ir más allá de las palabras para entrar en el mundo interior del otro y valorar las cosas desde su perspectiva.

Un relato elocuente

Había una vez un hombre de Islandia que llegó a ser poeta y cantor famoso en la corte del rey de Noruega.

El rey lo estimaba mucho y lo abrumaba de aten­ciones. El hermano de Ivar, Thorfin, vivía también en la corte del rey, pero estaba celoso y envidiaba a su hermano a causa de los privilegios recibidos; su

* Richard O'Donnell es supervisor de CPE (formación pas­toral clínica) en el St. Joseph's Hospital de Milwaukee, USA.

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descontento provenía también de que sus cualidades no eran valoradas.

Cierto día decidió retornar a Islandia. Antes de que partiera, Ivar le entregó un mensaje para Aud­ney, una joven doncella; en él le pedía encarecidamente que no se casara con nadie porque, en primavera, él mismo regresaría a Islandia para casarse con ella.

Thorfin partió. Llegado a Islandia, conoció a Aud­ney; entabló con ella una relación amorosa y muy pronto se casaron.

Al comienzo de la primavera, Ivar zarpó rumbo a su tierra natal. Cuando supo que su hermano se había casado con Audney se sintió profundamente he­rido y amargado, por lo que regresó, desconsolado, a la corte del rey.

Todos se dieron cuenta de su cambio: Ivar ya no cantaba.

Un día el rey lo llamó para saber de su boca lo que había ocurrido, pero Ivar mantuvo su reserva.

El rey continuó, sin rodeos:

—Dime: ¿alguno de la corte te ha ofendido?

—No —contestó Ivar.

El rey se quedó pensativo unos momentos. Luego añadió:

—¿Hay por ventura alguna cosa de mi reino que te apetecería tener?

Una vez más, Ivar contestó negativamente.

Por fin, el rey, imaginando que se trataba de algo más íntimo, le dijo en voz baja y suave:

—¿Es que tal vez amas a alguien, a alguna donce­lla de tu tierra quizá?

LA ESCUCHA 33

Ivar permaneció en silencio, y el rey entendió que había puesto el dedo en la llaga.

—No te preocupes —le tranquilizó—. Tú sabes que yo soy el rey más poderoso de esta región y que nadie osará oponerse a mis deseos. Partirás en la primera nave que zarpe rumbo a Islandia y llevarás una carta que entregarás a los padres de la doncella. En ella les pediré que te den por esposa a su hija.

Pero Ivar movió la cabeza, diciendo:

—Esto es imposible, majestad, porque ya está ca­sada.

Se produjo una brizna de silencio. Luego, el rey continuó:

—En ese caso, Ivar, es preciso pensar en otra co­sa. La próxima vez que yo visite las aldeas, las ciuda­des y los castillos de la región, vendrás conmigo. A lo largo del viaje encontrarás a muchas doncellas be­llísimas y, con toda seguridad, una de ellas satisfará los deseos de tu corazón.

A lo que Ivar replicó:

—No, mi señor, porque siempre que veo a una jo­ven hermosa pienso en Audney, y mi tristeza se hace mayor.

El rey prosiguió:

—Entonces, Ivar, te daré muchas tierras y mucho ganado, gastarás tus energías en los negocios y en el trabajo, y pronto te olvidarás de tu amor.

Y respondió Ivar:

—No, mi señor, no tengo ni el más mínimo deseo de trabajar.

El soberano propuso:

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34 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

—Entonces, te daré una enorme suma de dinero para que puedas viajar y visitar todas las partes del mundo. Lo que vas a ver y las experiencias que vas a tener te ayudarán a borrar de tu recuerdo a la don­cella de Islandia.

Ivar, una vez más, rehusó la oferta:

—No tengo el más mínimo deseo de viajar.

El rey quedó contrariado por no poder hacer na­da para disipar la tristeza de Ivar. Lo pensó larga­mente y, finalmente, decidió ofrecerle una última su­gerencia:

—Ivar, hay todavía una pequeña cosa que puedo hacer por ti, por si te puede servir de algo. Por las noches, después de cenar, quiero que tú vengas a ha­blar conmigo y me cuentes cosas de tu amor por esa doncella. Tómate el tiempo que quieras. Yo estaré quí para escucharte.

Ivar acogió con gratitud la sugerencia. Todas las noches, después de la cena, contaba la historia de su amor, y lo hizo durante días y semanas...

Poco a poco se fue dando cuenta de que había contado la historia de su amor y de que, al mismo tiempo, iba sintiendo renacer dentro de sí la alegría y las ganas de cantar. Y volvió a ser el poeta y el cantor que todos conocían.

Al año siguiente, encontró a una joven noruega de la que se enamoró y con la que se unió en matri­monio.

La necesidad de escuchar

El don más precioso que podemos ofrecer a otro es el de escucharle. La curación de Ivar fue posible gracias a la actitud de escucha del rey, que le dio la

LA ESCUCHA 35

posibilidad de dar voz y palabras a la tristeza que lle­vaba dentro, y compartirla con él.

¡Cuántas veces también nosotros hemos sido de­positarios de los secretos y confidencias de los demás!

A veces alguno dice: «No he dicho esto nunca a nadie». O bien, recibimos una nota, o una carta de agradecimiento de alguien a quien hemos ofrecido un poquito de tiempo, un poquito de escucha, en mo­mentos particularmente difíciles de su vida. A la vuelta de meses y de años, alguien continúa acordándose de nosotros.

De ordinario somos inclinados a infravalorar nues­tra contribución diciendo: «No he hecho nada, me he limitado a escuchar». Pero resulta que la esucha es, con muchísima frecuencia, todo aquello de lo que que tiene necesidad una persona.

No cuesta nada, pero su importancia no se puede medir. Toda persona tiene una profunda necesidad de ser escuchada.

El sentirse escuchado es un fenómeno que respon­de a exigencias muy variadas: alivia la soledad perso­nal, confirma el valor de los propios sentimientos, pro­mueve la introspección y la autocomprensión.

La escucha tiene muchas caras, direcciones dife­rentes.

Tenemos la escucha cósmica, que permite entrar en sintonía con la naturaleza, con el gorjeo de los pá­jaros, con el caer de la lluvia, con el soplar del vien­to, con el rumor de las hojas de los árboles, con el fragor de las olas...

Tenemos la escucha de Dios, que se revela a través de la creación, del lenguaje de las estaciones, de sus criaturas, de las experiencias de la alegría y de la se­paración, del silencio y de la plegaria.

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Dios habla a cada cual de muchas maneras. Y ha hablado para todos a través de su hijo: Jesús conti­núa revelándose a cada persona en la rutina de la vi­da ordinaria, así como también en los momentos de sorpresa, en los imprevistos de cada día.

Otra cara de la escucha mira hacia la profunda necesidad de dar espacio a las diversas voces que ha­bitan en nosotros. Si no se les da, se corre el peligro de sofocarlas y de perder con ellas nuestro potencial, nuestros ideales y nuestros recursos propios. Es ur­gente familiarizarse con el mapa de los senderos que conducen hasta nuestras regiones interiores. Escuchar­nos a nosotros mismos quiere decir humanizarnos.

En fin, tenemos, sobre todo, necesidad de escu­char al prójimo.

Es, cabalmente, en la auténtica escucha de los de­más donde encontramos al Dios que se nos revela, y donde nos encontramos más profundamente a no­sotros mismos.

En el sufrimiento del otro reconocemos parte de nuestro sufrimiento; en la escucha del otro descubri­mos nuestra humanidad, nuestra vulnerabilidad y nues­tra solidaridad con él.

Escuchar con el corazón

Jesús dedicó gran parte de su ministerio a la pre­dicación y a las curaciones, pero estos momentos iban siempre precedidos del ministerio de la escucha, que le permitía discernir y comprender la situación de sus interlocutores. Una veces escuchaba sus peticiones, otras sus motivaciones, otras, incluso, su fe. El ope­rario pastoral intenta hacer suyos el ejemplo y la invi­tación de Jesús: «Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34).

LA ESCUCHA 37

Intenta, sobre todo, estar disponible para escuchar. Muchos encuentros humanos no alcanzan el más mí­nimo grado de escucha profunda: se trata, más que nada, de un simple ping-pong verbal.

En estos casos no es difícil escuchar las palabras del otro, ni hacerse cargo de sus pensamientos. Lo que resulta más difícil y comprometido es dar hospitali­dad a sus sentimientos y acoger su mundo interior.

Este tipo de escucha requiere esfuerzo, atención, abnegación, lo que quiere decir: morir uno a sí mis­mo para dar cabida al otro.

Esta es la escucha que se hace con el corazón: pue­de requerir la paciencia de Job, o la sabiduría de Sa­lomón, o el amor y la aceptación de Jesús.

Quien escucha con el corazón se convierte en ins­trumento de curación, porque da espacio a los demás para que se abran con libertad y confianza crecientes, al tiempo que les da también la convicción de sentirse comprendidos y vigorizados.

Para poder cultivar este tipo de diálogo, es nece­sario desarrollar toda una gama de actitudes que fa­vorezcan la escucha:

— No tomar al prójimo de modo general, sino res­petar la unicidad de cada persona

Cada individuo es conformado por sus experien­cias de crecimiento y de parada, de compromisos y de comprensiones, de personas por las que se ha sen­tido amado y de otras por las que se ha sentido herido.

— Crear una atmósfera de confianza

Ayuda al otro a hablar de sí mismo, a manifestarse.

A veces, basta una sonrisa, un detalle de buena

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educación, para crear un clima de acogida. Por otra parte, la capacidad de hacer que las personas se en­cuentren a gusto, el mantenerse abierto y respetar su libertad (caso de que no quieran compartir su propio yo), constituyen actitudes positivas en la relación de ayuda.

— Escuchar activamente

El que escucha no es un Buda que está ahí silen­cioso, remoto, distante.

La presencia pastoral debe ser activa y capaz de captar no sólo las palabras pronunciadas, sino de ex­plorar de la misma manera los sentimientos que las palabras pueden ocultar y las necesidades veladamen-te aludidas.

— Tener tiempo y energía

Las personas necesitan tiempo para manifestarse. El pastor ofrece su disponibilidad y tiene la paciencia de esperar, porque sabe que la elección de las perso­nas a las que abrirse pertenece al enfermo, no a él.

— Considerar sagrado lo que el otro comparte

Es preciso tratar con confianza y respeto. La ten­dencia a juzgar los sentimientos o las decisiones del enfermo, el dar consejos no pedidos, el dejarse atra­par por la necesidad de un excesivo protagonismo no contribuyen en nada a la verdadera escucha; al con­trario, la anulan. El papel del operario pastoral en la escucha no es el de ser una esponja para el otro, sino más bien su espejo; por ello, trata de reflejar lo que oye, ayudando a la persona a ayudarse a sí misma. En este contexto, hacer pastoral es imitar a Juan el Bautista, que no se consideraba camino, sino tan sólo alguien cuya misión era preparar el camino del Señor.

LA ESCUCHA 39

Escuchar y curar

Escuchar es actuar el amor en acción.

En todo ambiente social se necesita de alguien que sepa escuchar, de alguien que dé espacio a las frus­traciones para que sean ventiladas, a la humanidad para que se manifieste, a la confusión para que se cla­rifique, y a las dudas para que sean puestas al descu­bierto. Pero es sobre todo en el interior del hospital, o en el más vasto campo del sufrimiento, donde se nota más la exigencia de dar la palabra a lo personal­mente vivido. Cada enfermo tiene su propia historia que contar.

Basta recorrer los pasillos de un centro de enfer­mos terminales o de pacientes traumatizados para darse cuenta del vivo deseo que tienen las personas de co­municarse. La presencia de un operario pastoral pue­de servir de consuelo a los familiares de un enfermo sometido a una difícil intervención, mientras estrujan los pañuelos y miden con sus pasos el pavimento, bus­cando ansiosamente el rostro de los médicos y de las enfermeras que entran y salen del quirófano.

Su presencia puede ser un apoyo y un seguro en ambientes de fuerte tensión y angustia, como son los de la sala de espera de Urgencias. A veces, las fami­lias de las víctimas de accidentes pueden ser ayuda­das a descargar su rabia y el shock nervioso, y que­dar de este modo mejor preparadas para afrontar la realidad.

Pero es sobre todo en su visita cotidiana a los en­fermos cuando el operario pastoral desempeña un ser­vicio de importancia máxima, dando acogida a sus temores y estados de ánimo, a sus ansiedades y a sus esperanzas. La escucha se convierte entonces en aco­gida y respuesta al mosaico de experiencias y senti­mientos que el paciente está viviendo. Tales son:

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La angustia y el miedo: Se trata de las reacciones probablemente más recurrentes en los enfermos.

La angustia puede estar ligada a una posible diag­nosis negativa, a una operación, a la incertidumbre respecto al futuro. Quien tiene que someterse a una intervención quirúrgica, a una cateterización cardía­ca, o a cualquier otro incómodo procedimiento de diagnóstico, afronta esos momentos con temor y tem­blor. En algunos existe el terror de que una opera­ción, como la mastectomía, por ejemplo, vaya a alte­rar la imagen del propio cuerpo. En estas circunstan­cias, la interesada debe poder hablar de sus miedos y angustias.

Una buena colaboración del operario pastoral con­siste en hacer presente al enfermo que su dignidad de­riva del hecho de ser hijo de Dios, de poseer especia­les dones y capacidades, más que de la simple integri­dad y prestancia física.

Las preocupaciones familiares: Hasta los más pe­queños problemas cotidianos pueden agigantarse cuan­do se hace necesaria la hospitalización. El cuerpo del enfermo está en el hosptial, pero su mente y sus pen­samientos están en casa. Piensa en lo que pueda su­ceder, en los trastornos causados, en los problemas y conflictos que pueden surgir o agudizarse durante su ausencia.

No raramente el temor está plenamente justifica­do; pero a menudo las preocupaciones son provoca­das por una excesiva necesidad de protagonismo o por una cierta desconfianza en la capacidad de los demás.

El operario pastoral acoge las inquietudes del pa­ciente y lo invita a plegarse a ese momento de crisis como una oportunidad que se presenta a toda la fa­milia para adaptarse a los cambios, para apreciarse más entre sí y para madurar.

LA ESCUCHA 41

El aburrimiento. A veces el aburrimiento surge in­creíblemente pronto tras el ingreso y la obligación de permanecer en cama. Es fenómeno más agudamente sentido por personas muy activas que se encuentran de improviso confinadas en el pequeño mundo de una habitación de hospital. Otras veces el aburrimiento es un modus vivendi de los que carecen de una orienta­ción y de un objetivo en la vida. La carencia de inte­reses culturales o intelectuales y la ausencia de hob-bies personales reducen a esas personas a una existen­cia rutinaria y monótona.

La experiencia de la enfermedad y el trato con los médicos de cabecera podría ayudarles a reorientar su existencia, a descubrir intereses nuevos y a dar un sig­nificado más profundo a la vida. Desgraciadamente, falta muy a menudo este anclaje vital.

Tras unos días son dados de alta, pero vuelven a presentarse en el hospital a los pocos meses, aqueja­dos de cualquiera otra molestia de orden psicosomá-tico, y ello porque ninguno ha tenido tiempo ni se ha esforzado en comprender el origen de sus molestias.

La soledad. No hace falta frecuentar durante lar­go tiempo los hospitales para darse cuenta de la terri­ble soledad en la que llegan a encontrarse algunas per­sonas, especialmente los ancianos. Raramente reciben visitan, cartas o flores. Muchas son olvidadas o aban­donadas por sus familiares o conocidos. En esa in­mensa soledad que los rodea, el operario pastoral pue­de convertirse en alguien con quien hablar, en alguien con quien poder contar, en alguien a quien esperar.

La vergüenza. ¡Cuántos pacientes han mentido al médico o a la enfermera para no ser sometidos a otro enema o a cualquier otro procedimiento que turba su pudor! La aversión que muchas personas tienen a la

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hospitalización se explica suficientemente por el mie­do que tienen a perder su intimidad y su dignidad. Se precisa tener mucho tacto y mucho respeto: el ope­rario pastoral puede contribuir a crear un clima me­jor, recordando a los técnicos, en particular a los de los Rayos X, la sensiblidad y la atención de las que deben hacer gala en ciertas circunstancias.

El extravío mental. Una de las experiencias más perturbadoras es la de encontrarse ante un paciente que habla durante horas, incluso durante días, acosa­do por un miedo y una confusión que, simplemente, no deberían existir.

No hay cosa que aparezca como más cruel e inútil que el sufrimiento físico. A veces es suficiente una te­rapia equivocada, una información errónea o no pro­porcionada, para sumir en las tinieblas a una perso­na, provocando su desconfianza y su enajenación.

En estas situaciones, como en las anteriores, se pre­cisa de alguien que haga de blanco a las flechas de los sentimientos, que comprenda las heridas y que rea­nude los hilos de la esperanza.

En la variada gama del sufrimiento humano, la presencia de un corazón que escucha es como el un­güento que alivia el dolor y sana las heridas.

La ayuda más significativa que se puede ofrecer a la maduración del otro, especialmente si se encuen­tra en dificultades, es la de escucharle, no la de acon­sejarle impulsivamente.

La capacidad de acoger y comprender los frágiles y delicados fragmentos interiores que un individuo pre­senta le anima a seguir explorando su mundo y a trans­formar su miedo en libertad, su desesperación en es­peranza, su soledad en compañía.

LA ESCUCHA 43

¡Escucha!

«Cuando te pido que me escuches y tú empiezas a aconsejarme, no estás haciendo lo que te he pedido.

Cuando te pido que me escuches y tú empiezas a decirme por qué yo no debería sentirme así, no es­tás respetando mis sentimientos.

Cuando te pido que me escuches y tú piensas que debes hacer algo para resolver mi problema, estás de­cepcionando mis esperanzas.

¡Escúchame! Todo lo que te pido es que me escu­ches, no que me hables ni que te tomes molestias por mí. Escúchame, sólo eso.

Es fácil aconsejar. Pero yo no soy incapaz. Tal vez me encuentre desanimado y con problemas, pero no soy incapaz.

Cuando tú haces por mí lo que yo mismo puedo y tengo necesidad de hacer, no estás haciendo otra cosa que atizar mis miedos y mi inseguridad.

Pero, cuando aceptas, simplemente, que lo que sien­to me pertenece a mí, por muy irracional que sea, en­tonces no tengo por qué tratar de hacerte compren­der más, y tengo que empezar a descubrir lo que hay dentro de mí. Seguramente es por esto por lo que la oración funciona: Dios está siempre ahí para escu­chan»

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BIBLIOGRAFÍA

DAVID W. JOHNSON, Reaching Out, Prentice-Hall, N.J., 1972.

R. CARKHUFF, The Art of Helping, Amherst, Human Re-source, Dev. 1972.

GERALD EGAN, YOU and Me: The Skills of Communica-ting and Relating to Others, Monterey, Calif. Brooks/Co-le, 1977.

R. K. BURNS, On Being a Good Listener, Cincinnati, Ohio, Forward Movement Publ.

4 La presencia

Martín Puerto Molina*

En la actualidad existe una furiosa preocupación por el activismo, por el arribismo, por el «hacer». A nivel personal y de relación se advierte una necesi­dad, cada día más profunda, de «presencia», de «estar con alguien». En este contexto, la pastoral consiste en descubrir la Pre­sencia de Dios en las presencias humanas.

«¡Por favor: no os marchéis! ¡No me dejéis morir sola!...»

Este había sido el grito de Eva, un día de enero de 1987, en el Hospital Carlos Durand de Buenos Aires, unos minutos antes de morir. Pedía aquello que más contaba para ella, aquello de lo que tenía una mayor necesidad y un mayor deseo en aquellos últi­mos instantes de soledad y de misterio: la presencia verdadera y humana de los que la asistían habitual-mente: enfermeras, monjas, voluntarias, capellán...

* Martín Puerto Molina es capellán en el «Policlínico Du­rand» de Buenos Aires, Argentina.

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No tuve la suerte de estar a su lado en aquella circunstancia, pero lo había hecho en otros muchos momentos en los que había compartido su fatiga, su soledad, sus sentimientos, su fe...

Eva era una anciana soltera, una de esas personas que «viven yendo de un hospital a otro». Padecía in­suficiencia cardíaca, tuberculosis y asma molesta y per­sistente. Pertenecía al vasto mundo de los «anawim» de nuestro tiempo, los pobres de Yahvéh del Pueblo de la Nueva Alianza. Sola, pobre, sin familia, sin re­cursos económicos, sencilla, humilde, abierta al Se­ñor y a los hermanos. Abandonada en las manos de la Providencia.

Aún resuenan en mis oídos sus palabras: «¡Por fa­vor: no os marchéis! ¡No me dejéis morir sola!».

He sabido que las repetía a menudo.

Mi deseo más ardiente era el de poder estar a su lado aquel día, para darle aquello que ella más anhe­laba.

Estar con el enfermo

«Vivir el Evangelio significa amar a los pobres de ma­nera privilegiada; estar con ellos» (Card. Pironio).

La presencia a la cabecera de un enfermo es una realidad eminentemente pastoral, elemento esencial de la pastoral de la sanidad, pilar y fundamento de to­dos los demás elementos.

Hay otras formas de presencia: la orante del mon­je contemplativo que reza por los enfermos, por ejem­plo; la del administrativo de un hospital que lleva con diligencia y atención los expedientes de su oficina y a través de ellos está viendo a cada enfermo. Y así sucesivamente.

LA PRESENCIA 47

Mi reflexión se va a centrar únicamente sobre la presencia personal a la cabecera de los enfermos y que se realiza cuando el operario pastoral se acerca al pa­ciente y permanece a su lado en actitud de escucha: «Mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Je­sús se acercó y siguió con ellos» (Le 24,15). Es la pre­sencia que se define como «estar con» el paciente, es­tar de su parte: «Mujer, ¿nadie te ha condenado? Tam­poco yo te condeno» (Jn 8,10-11). Es la presencia que significa «darse a sí mismo» y no regalar cosas y, me­nos, «activismo». Es un ejemplo eminente el de Ma­ría al pie de la cruz: de pie, serena, silenciosa, con­templativa. «Junto a la cruz de Jesús estaban su ma­dre, la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19,25).

Es la presencia que culmina siempre en un encuen­tro interpersonal: Yo - Tú. Se trata del encuentro de dos personas. Es una respuesta al otro. La respuesta personal no tiene que ser necesariamente verbal.

Se da también con el silencio, con los gestos, con el pensamiento, con los sentimientos...

«Advierto que la realidad del otro me estimula y me ur­ge, me pone de manifiesto el carácter radicalmente obla­tivo de mi existencia. Yo existo 'dando de mí', no sólo a través de la necesidad y de la percepción del otro; y la primera cosa que debo hacer ante un paisaje, ante el otro, ante Dios, es dar una respuesta personal»1.

Si no hay respuesta positiva, no hay Pastoral, no hay Presencia Pastoral.

La presencia pastoral se encarna mejor en la acti­tud de María que en la de Marta: dice más de con­templación que de acción, más de silencio que de con­versación, se manifiesta más en la escucha que en

1 P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro, cap. III.

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la palabra, más en el aprendizaje que en la enseñan­za. La vive aquel que se coloca a sí mismo en dispo­nibilidad para ser evangelizado más que para evange­lizar. La presencia pastoral está en íntima relación con la visita pastoral y con la acogida. Hay aspectos co­munes entre ellas.

Habitualmente se dice que no se puede ayudar al enfermo a distancia. La distancia, el «esfumarse», son el polo opuesto de la presencia. No se puede huir del enfermo. Para ayudarle, es preciso estar presente. Es­tar con él, estar de su parte. No sólo físicamente, si­no también personalmente. Con presencia global, que integra la totalidad del ser humano, cuerpo y espíri­tu. Mi alma y mi cuerpo, sin dicotomías, en armóni­ca unidad: mente, voluntad, corazón, espíritu en sin­tonía con el enfermo y en actitud contemplativa, es decir, todo aquello que tiene que ver con el amor.

Para mí, la presencia pastoral significa vivir, al la­do del enfermo, el primer mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu al­ma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5).

Esta es la manera de amar al hermano, también hoy, en la Nueva Alianza: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn 15,12).

La caridad, en definitiva, es aquello que configu­ra el mejor estilo de presencia, de nuestra presencia al lado del enfermo.

Dios es presencia

«Jesús no ha venido a predicar un determinado número de verdades generales, religiosas o morales, sino a decir que Dios se hace cercano a los hombres»2.

E. Kasemann, Ensayos exegéticos.

LA PRESENCIA 49

Cuando Moisés recibe de Dios la misión de libe­rar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, entabla un diálogo que le revela la identidad de aquel que le habla.

Leamos ese diálogo:

«Contestó Moisés a Dios: 'Si voy a los hijos de Israel y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros; cuando me pregunten: '¿Cuál es su nombre?', ¿qué les responderé? Dijo Dios a Moisés: 'Yo soy el que soy'. Y añadió: 'Así dirás a los hijos de Israel: 'Yo soy' me ha enviado a vosotros» (Ex 3,13-14).

En este texto el verbo 'ser' no significa sólo 'exis­tir', sino también: «estar presente de manera activa». La interpretación más corriente de la enigmática ex­presión «Yo soy el que soy» es «Yo soy el que es, el que será». Yahvéh quiere decir «yo soy el que», «yo soy el que está con vosotros». O sea: Dios es Presencia.

Es aquel que está aquí, aquel que estará siempre cercano y presente para su pueblo, amándolo, bendi-ciéndolo y protegiéndolo.

A partir de esta revelación, el pueblo de Israel va desarrollando una fe siempre creciente en Dios. Da testimonio de ello el enorme tesoro religioso, hecho de plegarias, cantos y tradiciones familiares, que he­mos heredado. También Jesús, desde niño, estará in­merso en esta tradición bebida de varias fuentes: de los labios de María y de José, en el Templo, en las Sinagogas, en sus encuentros con la gente. Y crecerá en esta fe que reafirma la presencia de Dios entre su pueblo. Con cada uno de ellos.

El nombre de Padre —Abba, o sea, Papá— con el que Jesús comienza a llamar a Dios y con el que quiere que le invoquen sus discípulos, ¿no es, por ven­tura, la mejor interpretación del pasaje bíblico cita-

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do? Cristo mismo se identifica con ese nombre: «Yo Soy» (Jn 8,24; 18,5-6).

Él es la presencia visible del Dios invisible (Col 1,15: Imagen de Dios. Mt 1,23: Emmanuel, Dios con nosotros. Mt 28,20: El que está y estará siempre con los suyos hasta el fin del mundo).

La liturgia no se cansa de llamar la atención sobre esta fecunda realidad: «El Señor esté con vosotros». Esta fe es proclamada abundantemente en la celebra­ción de la Eucaristía, de los Sacramentos, de la Pala­bra..., como si debiera estar impresa indeleblemente en nuestro corazón.

En modo particular, Jesús se hizo presente a los enfermos; ésta es una de las características más recu­rrentes y elocuentes de su ministerio:

— «Se acercó y, tomándola de la mano, la levan­tó» (Me 1,31);

— «Llegan a la casa del jefe de la sinagoga... Y tomando la mano de la niña, le dice: Talitá kum, que quiere decir: 'Muchacha, a ti te digo, levántate' » (Me 5,38, 40-41);

— «Vio, al pasar, a un ciego de nacimiento» (Jn 9,1), y lo curó.

La Iglesia, misterio de la Presencia

La Iglesia es «Sacramento universal de salvación» (Lg 48).

Del mismo modo que en su vida sufrida y mortal Jesús fue presencia visible del Dios invisible, también la Iglesia es hoy la presencia visible del Cristo invisi­ble y glorioso. La Iglesia, toda la Iglesia. Los cristia­nos, todos y cada uno. Todos representan (hacen pre­sente de nuevo) a Cristo, visiblemente y sacramental-

LA PRESENCIA 51

mente. Este es el valor teológico y cristológico de la presencia a la que nos estamos refiriendo.

La misión de la Iglesia es prolongar y hacer visi­ble a Cristo. El primer deber del operario pastoral en sus encuentros con los enfermos es entregarles su pre­sencia y, con ella, anunciarles la Buena Nueva, como respuesta a su situación.

Este es el primer deber desde el punto de vista cro­nológico, pero también desde el punto de vista de la importancia. Cualquier actividad pastoral que no se base en una presencia humana calurosa está vacía de claridad y, por tanto, de testimonio. Le falta el marco adecuado al que hacer referencia y del que sacar fuerza e inspiración.

Hay situaciones en las que la presencia adquiere una fuerza especial, como, por ejemplo, frente a los moribundos o con los ancianos. Paul Sporken ha es­crito: «Lo que el moribundo pide de nosotros es una presencia, una confianza y una comunicación con lo que él mismo vive».

La verdadera presencia es gracia, don, bendición, alegría, Buena Nueva. Es signo y comunicación de la presencia misma de Cristo Jesús y, por tanto, sacra­mento. El sacramento de la presencia. Los obispos ale­manes han afirmado con aguda penetración: «La pre­sencia del Señor puede hacerse evidente cuando nos encontramos al lado del enfermo, vamos a visitarlo, no lo abandonamos en su soledad y estamos con él en una actitud comprensiva»3.

Hacen referencia incluso a la importancia de los pequeños detalles: tomarle la mano, enjugarle la frente,

3 Conferencia Episcopal Alemana: «Declaración sobre la muerte dig­na del hombre y muerte cristiana», 1978.

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52 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

mullirle la almohada, humedecerle los labios, testimo­niarle una cercanía humana de la que tiene una enor­me necesidad. Y concluyen: «Gracias a una asistencia así, el moribundo puede advertir e incluso experimentar la misteriosa presencia de Dios a su lado, abandonán­dose, en la fe, al misterio de la muerte»4.

Características humanas de una presencia de ayuda

Tomo de una de las entrevistas realizadas por la doctora E. Kübler-Ross a sus pacientes este pequeño fragmento. Pregunta la doctora al paciente: «¿De modo que lo que más le sirve de ayuda es tener a alguien junto a usted?». Y responde la entrevistada: «¡Oh, sí, sobre todo a ciertas personas!»5.

La presencia de «ciertas» personas tiene un poder terapéutico de alivio y de esperanza. Basta su presen­cia para confortar.

San Camilo de Leus, santo que dedicó su vida a los enfermos, llevaba a éstos consuelo y alivio con sólo presentarse ante ellos.

Alessandro Pronzato, el más reciente biógrafo del santo, escribe:

«Algunos testimonios aseguran que bastaba que él llegara para que todo el ambiente se despejara. Su pre­sencia era suficiente. Aun los más desesperados tenían la sensación de que había llegado el ángel de la pisci­na probática» (Jn 5).

Cierto. Era importante que existiera alguien como Camilo de Lelis.

5 Efizabeth Kübler-Ross, On death and dying, MacMillan Publishing, Co, N.Y., 1969.

LA PRESENCIA 53

Porque, efectivamente, aun antes de que hiciera na­da, se experimentaba la tranquila seguridad de que existiera alguien como él. Su aparición en los sitios más necesitados tenía el milagroso poder de remover las aguas de la indiferencia, del egoísmo y de la in­sensibilidad. La esperanza se mantiene viva en el mun­do, no en virtud de las palabras, ni siquiera en virtud de las acciones más arrebatadas, aunque sean carita­tivas.

La esperanza despunta cuando existen seres como Camilo, cuya sola existencia es ya una razón para la esperanza.

No debieron darle las «gracias» muchas veces —por otra parte, era siempre él quien se adelantaba a dar­las el primero—, pero si hubiera necesidad de expre­sar con palabras lo que aquellos desgraciados sentían, se podría formular así: «Gracias por estar».

Hay mucha gente empeñada en «hacer».

Hay también mucha gente empeñada en «no hacer».

Camilo era, ante todo, el ángel, el mensajero, el que viene, el que llega, el que tiene algo que comunicar6.

Me gustaría hacer una breve lista de las caracterís­ticas que ayudan al operario pastoral para que su pre­sencia sea consoladora y curativa.

La presencia de ayuda es:

— Serena: ungida por el Espíritu de Jesús, su es­píritu de paz.

6 Alessandro Pronzato, Un cuore per il malato, Gribaudi Ed., 1983, p. 246.

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54 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

— Respetuosa: incondicionalmente respetuosa ha­cia la persona del enfermo, de su libertad religiosa, de su momento sacramental, de su ritmo psicológico.

— Humana: basada en la condición del ser hu­mano, frágil. Atenta a valorar cualquier gesto, por sim­ple y natural que sea.

— Acogedora: capaz de comprender la realidad que el enfermo está viviendo.

— Cercana: que sintoniza con «el aquí y el ahora».

— Cálida: que nace del corazón y de la interiori­zación del dolor y del sufrimiento humanos.

— Comprensiva: «Lo perdona todo. Lo espera to­do» (7 Cor, 13).

— Silenciosa: que deja espacios para el silencio.

— Discreta: presencia que sabe ausentarse en el momento justo. Cuando el enfermo tiene necesidad y deseo de estar solo.

Pero la lista no se agota aquí. Es interminable e inagotable, como el amor del que mana.

En la presencia de Dios para convertirse en presencia para el hombre

Para convertirse en presencia para alguien es pre­ciso ponerse en la presencia de alguien.

Antes de visitar a los enfermos busco un espacio para orar y ponerme en la presencia de Dios. Lo mi­ro. Lo contemplo. Le pido que acompañe y bendiga mi visita «porque me ha ungido, me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos» {Le 4,18).

LA PRESENCIA 55

A menudo se lo pido así: «Señor, tú eres la vid, nosotros los sarmientos. Tú recorriste Palestina inte­resándote por los pobres y por los enfermos. Brindas­te tu presencia a los ciegos, a los leprosos, a los im­pedidos y a los moribundos. No te entretuviste en lar­gas conversaciones con ellos. Al contrario, eras mesurado en tus palabras, en tus gestos y en tus acti­tudes. No andabas atareado con mil cosas. Y te que­daste con nosotros, presente. Has escuchado y escu­chas. De ordinario guardas silencio. Llena, oh Señor, mi ser con tu presencia. Concédeme, como a Tomás, tocar tus manos y tu costado herido, acercándome al sacramento del enfermo. Haz que en él pueda encon­trarte a ti para amarte, escucharte y servirte. Amén».

Apoyado en esta Presencia, me encamino al en­cuentro de otras presencias. Encuentro a María Fer­nanda que me dice: «Mi padre ha muerto a las cinco de la mañana. Pensé ir a buscar a un sacerdote, pero preferí no apartarme de su lado. Quise permanecer junto a él».

Visito presencias que no hablan: como María, una joven madre de 28 años y tres niños que se encuentra en una situación desesperada.

Aún está consciente, pero no puede hablar. Está rodeada de tubos y de sofisticados aparatos que in­tentan arrancarla de la muerte. Habla con su mirada profunda, con sus cabellos negros, desordenados y em­papados de sudor.

Está muy agitada e inquieta.

Me acerco a ella y la saludo: «Buenos días, Ma­ría. Soy el capellán del Hospital, me llamo Martín».

Asiente con la cabeza. Su mirada se hunde en mi rostro y en mi corazón. Hay una pausa de intenso silencio. La miro atentamente. Luego le tomo la ma­no, se la aprieto un poquito, pensando en el sacra-

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56 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

mentó de los gestos. Dejo que en este sacramento de la manos unidas se derrame mi afecto y mi compren­sión. En sus ojos leo sus palabras: «Tengo miedo. Pien­so en mis hijos sin madre. Qué será de ellos cuando falte yo...».

Me siento impresionado, lacerado, como ella. Le aprieto la mano con más intensidad. Le limpio el su­dor de la cara. Me quedo a su lado, esperando. Lue­go, antes de despedirme, le pregunto: «¿Quieres que recemos juntos?». Asiente con una señal de la cabeza.

Confío al Señor su historia, su dolor, sus preocu­paciones. Rezo por ella, por su familia, por sus hijos pequeñitos. En la oscuridad y en la incertidumbre de esos momentos, pido la fuerza y el consuelo de esa Presencia que está siempre entre nosotros: «No temáis, no tengáis miedo, que yo estaré siempre con vosotros, hasta la consumación del mundo».

BIBLIOGRAFÍA

ALESSANDRO PRONZATO, Un cuore per il malato, Gribau-di Ed., 1983.

ELIZABETH KÜBLER-ROSS, On death an dying, MacMillan Publishing, Co. N.Y., 1969.

HENRY NOWEN, // guaritore ferito, Queriniana Ed. Bres-cia, 1983.

VV AA., Presenza nella sofferenza, Ed., Camilliane, Tori-no, 1987.

5 £1 contacto físico

Tom Steinert

El contacto físico es el hilo conductor a través del cual se transmite calor, apoyo y solidaridad. Es un simple y natural instrumento pastoral que muchos evitan o usan con reserva y a disgusto. Es importante descubrir el po­der terapéutico de este recurso que Dios nos ha dado, confiando al mensaje de las manos la voz del corazón.

Tiras las huellas de Jesús

Me he preguntado con frecuencia qué efecto me habría causado el poder acompañar a Jesús en su mi­nisterio cotidiano. Mi fantasía lo imagina, seguido por sus discípulos, caminando lentamente por los cami­nos de Palestina, sumido en la conversación. De im­proviso se encuentra con un grupo de leprosos. Se oyen voces de alerta: «¡Impuro, impuro!». Los discípulos se apresuran a dejar libre el paso a los cuitados, pero luego, desconcertados, ven que Jesús hace lo impen­sable. En efecto, Él, despreciando siglos de prejuicios y de tabúes culturales que pesan sobre los leprosos, se acerca a ellos y, sin proferir ni una palabra, mira a uno de ellos a los ojos.

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5 8 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Mientras ambos se están mirando, Jesús inicia su acción redentora. El momento se ha hecho propicio para poner de manifiesto la voluntad del Padre. El encuentro entre Dios y el hombre es demasiado pro­fundo como para que pueda traducirse con palabras. Jesús extiende su brazo y toca la cara del leproso; sus dedos acarician el contorno de la mejilla y, luego, van ascendiendo y ordenan dulcemente los mechones de los cabellos desgreñados. Su mano, símbolo de com­pasión y de fuerza, invita a aquel hombre a un abra­zo. Las dos figuras, el sano y el contaminado, Dios y el hombre, se abrazan y son una sola cosa. Sólo ahora emplea Jesús la palabra, y ello para susurrar al oído del redimido: «Vete, y no lo cuentes a nadie».

Luego, Jesús se reintegra al grupo de los que le siguen y lo miran maravillados y mudos. Les ha ense­ñado algo nuevo sin necesidad de prédica ni explica­ción: el poder curativo del contacto.

£1 poder del contacto

Recorriendo las páginas del Evangelio, vemos que Jesús hace con frecuencia uso del contacto físico co­mo medio de curación.

«Al llegar Jesús a casa de Pedro, vio a l<i suegra de éste en cama, con fiebre. La tomó de la mano y la fiebre la dejó» (Mt 8,14-15).

Al contacto de su mano resucita la hija de Jairo (Le 8,54) y hace muchos otros milagros.

Del contacto surge la fuerza de la curación. Pero esto no ocurre sólo cuando Jesús toma la iniciativa de acercarse físicamente a los enfermos, sino también cuando son éstos los que tratan de acercarse a él y de tocarle.

EL CONTACTO FÍSICO 59

«En esto, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, se acercó por detrás y tocó la orla de su manto. Pues se decía para sí: 'Con sólo tocar su manto, quedaré curada'» (Mt 9,20-21).

El contacto físico tiene una fuerza propia, un po­der propio que va más allá de las palabras.

A través del lenguaje del contacto se comunican los más variados sentimientos. Rencor y rabia son sen­timientos que pueden transmitirse a través del poder destructor de un puño cerrado, mientras que tocar y ser tocado son necesidades típicas de las personas ena­moradas.

De este modo, como para otras cosas, cada perso­na tiene la capacidad de escoger cómo usar el poder del contacto. Unos lo usan negativamente para pro­vocar una separación; otros, por el contrario, lo usan de forma positiva fomentando unión y solidaridad. Obviamente, el que se compromete a servir a los en­fermos necesita familiarizarse con el inmenso poder de transformación, de ayuda y de consuelo que en­traña el contacto.

Algunos factores de influencia

En un primer análisis superficial, la capacidad de acercarse a los demás y de estar junto a ellos por me­dio del contacto, parece no constituir ningún proble­ma. Después de todo, cada uno de nosotros hemos probado lo agradable y tranquilizador que resulta el contacto con nuestros padres; de niños hemos sido acu­nados, cuidados y abrazados. El normal desarrollo hu­mano depende del sentido de seguridad y aprobación que vamos recibiendo a lo largo de nuestra infancia, por medio del sentido del tacto.

Por desgracia, conforme vamos creciendo, también vamos tomando conciencia cada día más aguda de

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60 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

nuestro propio cuerpo y del de los demás: aprende­mos a no violar, a respetar, el espacio de los demás. Aprendemos, a través de intentos y errores, que no podemos tocar a los demás con la misma libertad que en la época infantil. Todo individuo aprende que está rodeado de un «espacio vital» que no puede ser vio­lado sin su permiso.

Muchos de nosotros conocemos por experiencia esa extraña desazón que se siente en los ascensores, don­de —bien lo habréis notado— rara vez las personas se miran a los ojos. En general miran hacia abajo, miran los números de los pisos que se iluminan o mi­ran el reloj; con toda seguridad, nadie alarga un bra­zo para tocar a otro. He ahí por qué un ascensor lleno es una representación típica de personas obligadas a violar «el espacio vital» de los demás. La gente lo to­lera porque sabe que tiene un carácter temporal, por­que entiende que es una situación inevitable en cuanto parte integrante del vivir urbano. Los individuos se dan cuenta de estar muy cerca de extraños y, al mis­mo tiempo, se dan cuenta también de que éstos inter­fieren en su espacio. Consiguientemente, se tiene una irremediable sensación de incomodidad y de fastidio.

La cultura en la que vivimos tiene mucho que ver con la espontaneidad o rigidez de percibir el contacto físico. En Estados Unidos, por ejemplo, los hombres obedecen a un código no escrito según el cual no se deben ni rozar uno a otro. En el mundo del trabajo, cualquier acto que sobrepase el inicial apretón de ma­nos corre el peligro de ser mal interpretado. Existe tal vez una percepción inconsciente que liga el contacto a la sexualidad. En este campo, las mujeres son, por el contrario, mucho más liberales. De todos modos, estas barreras van atenuándose paulatinamente. Tam­bién a nivel religioso, basta asistir, en el transcurso de la Liturgia dominical, al intercambio del signo de la paz para percatarse de lo que aún queda de tabúes

EL CONTACTO FÍSICO 61

culturales respecto a la intimidad y al contacto en el ámbito de la comunidad: han pasado ya más de vein­te años de la introducción del intercambio del signo de la paz en la Liturgia, pero aún hay muchos para quienes este gesto sigue resultando aberrante y fuera de lugar en el contexto del culto. Este rito, que tiene como punto de mira la amistad y la unidad, provoca aún embarazo y rigidez entre muchos católicos. Lo mismo ocurre en las relaciones humanas: el contacto físico provoca aún tensiones, y muchos no se sienten libres o se sienten incapaces de realizar ningún signo de afecto por medio del contacto físico. Esta dificul­tad tiene su explicación en la historia personal y fa­miliar vivida, como también en la educación recibida que recomendaba evitar las «amistades particulares» y subrayaba la importancia y el valor de la virtud de la modestia.

El crecimiento hacia la madurez implica un justo equilibrio en el uso y en la práctica del contacto físi­co. Debemos respetarnos los unos a los otros, reco­nocer la dignidad que tiene cada uno en cuanto hijo de Dios, no olvidar que nuestro cuerpo y el de los demás deben ser considerados como templos del Es­píritu Santo.

Si nuestra personal actitud hacia el contacto es de­masiado rígida y embarazosa, nos estamos privando del inmenso poder de confortarnos y alimentarnos unos a otros. Un gesto de apoyo o un apretón de ma­nos pueden transmitir lo que sentimos por el otro y ser más elocuentes que mil palabras.

El contacto: un precioso recurso pastoral

Es sobre todo a nivel ministerial, en la relación con los que sufren y con los moribundos, donde so­mos llamados a descubrir y a dar el don de esa medi­cina que cura y sana.

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62 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Jamás olvidaré la impresión que recibí cuando, re­cién ordenado sacerdote, tuve la oportunidad de cele­brar el sacramento de la Unción de los enfermos. En el momento de poner mis manos sobre la cabeza del paciente, rogando en silencio que el Espíritu descen­diera sobre aquel hombre, éste rompió en un profun­do llanto. Por un instante, el sentimiento de aliena­ción y de miedo, el pánico y la desesperación, ceden el puesto al poder de la paz del Señor: Dios se deja sentir íntimamente cercano.

¡Qué privilegio el de poder participar en/de esos momentos sagrados en que la criatura se siente inun­dada por la presencia de su creador! La energía, la fuerza espiritual transmitida a través del contacto no se puede medir en términos humanos, y no se reduce en exclusiva a la administración de los sacramentos.

Todo encuentro pastoral puede ofrecer la oportu­nidad de llegar hasta el paciente, también por medio del contacto físico, de gestos humanos que hablen de aceptación, de comprensión y de solidaridad.

¿Quién puede saber lo que ocurre cuando tenemos entre nuestras manos las de un paciente anciano des­pavorido? El contacto, la unión con los demás, es un mensaje que les comunica que no están solos en el universo. ¿Quién puede cuantificar el valor de un abra­zo que se da a quien ha perdido al esposo, cuando la única cosa que tiene en torno suyo, su mundo, son nuestros brazos? Cuando las palabras ya no tienen sig­nificado, cuando ya no existe plegaria que pueda ayu­darles en su agonía, debemos ser capaces de abrazar­los, a ellos y a su dolor. En el don del contacto nos hacemos uno con el Cristo que sufre. Como en el si­lencio un abrazo habla de amor, del mismo modo en el dolor la intimidad de una presencia habla de hu­manidad y de amparo.

EL CONTACTO FÍSICO 63

En las manos de Dios

Dios nos ha creado con manos para que éstas sir­van para transmitir la voz del corazón. Las mismas manos que usamos para comer, para vestirnos, para escribir, para saludar, son las manos que tendemos al que sufre, para estar cerca de él, para testimoniarle la presencia del Dios invisible. El Señor se sirve de nuestras manos consoladoras para acariciar, tocar y sostener a sus criaturas.

En cada uno de nosotros reside el poder de con­solar y de ser consolados, de tocar y de ser tocados, de abrazar y de ser abrazados, porque cada uno de nosotros habita en Dios, y Dios habita en cada uno de nosotros, como nos recuerda el siguiente mensaje:

La ternura de Dios

Esta noche tuve un sueño. Soñé que caminaba por la playa en compañía del Señor. En la pantalla de la noche se proyectaban todos los días de mi vida.

Miré hacia atrás y vi que por cada día de mi vida proyectada en el filme aparecían huellas sobre la arena: una huella mía y otra del Señor.

Seguí caminando adelante, hasta que todos mis días se agotaron.

Me paré entonces, mirando hacia atrás, y vi que en algunos sitios había sólo una huella... Coincidían estos sitios con los días más aciagos de mi vida: los de mayor angustia, los de miedo mayor y los de mayor dolor...

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64 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Y pregunté entonces: «Señor, tu dijiste que ibas a estar conmigo todos los días de mi vida, y yo acepté vivir contigo. ¿Por qué me dejaste solo, justo en los peores momentos de mi vida?»

Y el Señor me respondió: «Hijo mío, yo te amo. Te aseguré que estaría contigo a lo largo de todo el camino, y que no te dejaría solo ni un segundo... Y lo he cumplido...

Los días en que has visto una huella sola sobre la arena, han sido los días en los que te he llevado en mis

brazos».

(Anónimo brasileño)

BIBLIOGRAFÍA

BLONDIS, MARIÓN NESBITT, BARBRA E. JACKSON, Nonver-bal communication with Paíients: Back to the Human Touch, John Wiley and sons.

BURGON, JUDEE, The unspoken Dialogue, Houghton Mif-ñin Company, Boston, 1978.

FAST, JULIUS, Body Language, M. Evans and Company, Inc., New York, 1970.

HAMILTON, ELEANOR: «Skin Hunger, We All Have It: Ma-gical Powers of Touch», Science Digest, vol. 85: 8-11, February 1979.

6 £1 silencio

Ademar Rover*

Seguramente, nada ha alterado tanto la vida del hom­bre de hoy como la pérdida del silencio. Vivimos en un mundo agobiado de ruidos: el silencio ya no está en ca­sa, está en el exilio. Con la pérdida de este espacio vital es difícil encontrar a Dios, encontrarnos a nosotros mismos y encontrar al prójimo. En la pastoral es también importante este es­pacio: las palabras del operario pastoral reciben fuerza y autenticidad del silencio en el que están inmersas.

Las mil voces del silencio

El silencio habla con su voz, con sus mil voces. A veces son voces que tienen sentido, otras veces no tienen nada que decir: hay silencios cargados de espe­ranza y silencios cargados de vacío. Massimo Baldini, en su libro Las palabras del silencio, ha esbozado un interesante inventario. «Existen todas las formas posi­bles de silencio. Hay un silencio de clausura, un si-

* Ademar Rover ha trabajado como capellán en diferentes hospitales de Sao Paulo, Brasil.

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66 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

lencio de reserva, un silencio de mortificación, un si­lencio de amenaza, un silencio de cólera, un silencio de rencor. Pero hay también un silencio de aceptación, un silencio de promesa, un silencio de donación, un silencio de posesión. Hay un silencio que soporta el peso de todos los recuerdos sin evocar ninguno de ellos, un silencio que tiene en cuenta todas las posibilida­des sin optar por ninguna de ellas.

Hay un silencio pesado que me oprime de tal ma­nera que la más pequeña palabra sería para mí una liberación, hay un silencio frágil cuya ruptura temo, hay un silencio en el que rechina una hostilidad irri­tada por no encontrar medios lo suficientemente fuertes como para manifestarse, hay un silencio de la amis­tad plena, feliz de haber superado todas las palabras y de haberlas vuelto inútiles. Hay un silencio de ad­miración y un silencio de desprecio»1.

El silencio tiene su lenguaje propio, una variadísi­ma gama de mensajes que se entrechocan a diario en las relaciones humanas. Pero, hoy en día, el eco del silencio se disuelve ante el acoso del estruendo. Es pre­ciso tomar nota de que el silencio ha sido expulsado de sus antiguas moradas del corazón. Hoy reina, so­berana, la cultura del ruido.

El ruido del mundo

La sociedad en la que vivimos está agobiada de afanes, preocupaciones materiales, stress..., que han to­mado la iniciativa desplazando al hombre. El agobio del tráfico, la confusión de la ciudad, la televisión cons­tantemente encendida, etc., son signos evidentes de que el estruendo ha llegado a ser el nuevo becerro de oro,

1 Lovelle, Louis, La parole et l'Ecriture, París, 1947, p. 143.

EL SILENCIO 67

el nuevo ídolo de nuestro tiempo. Baste pensar en el hecho de que muchos jóvenes son incapaces de estu­diar, de concentrarse, sin la constante presencia de so­nidos, músicas y ruidos.

Incluso los ambientes tradicionalmente tranquilos y silenciosos, como las playas, las montañas, los bos­ques... han sido invadidos y deformados por el estré­pito de los aparatos de radio, que se han convertido en inseparables compañeros de viaje.

Las consecuencias de este clima agitado y estre­sante son deletéreas, tanto desde el punto de vista fí­sico como psíquico-espiritual.

A nivel físico, es buena prueba de ello el creciente número de infartos, incluso entre los jóvenes, y el re­ciente desarrollo de otras enfermedades debidas a fac­tores ambientales.

A nivel psíquico, la persona, agobiada por ruidos continuos, pierde la capacidad de ponerse en contac­to consigo misma y con la parte más profunda de sí misma.

Las interrogantes del espíritu quedan también de­satendidas y sin respuesta.

De este modo, el hombre de hoy se encuentra pre­so en una telaraña de sentimientos sin entender el por­qué, sin lograr esclarecer su situación, y se encuentra también dominado por una turbamulta de deseos des­viados, sin posibilidad de orientarlos responsablemente.

La persona se arrastra en pos de estas escorias in­teriores, incapaz de infundirles un alma, y ello por­que se encuentra distraída por los estímulos externos que acaparan toda su atención.

En este contexto, la experiencia hospitalaria, el en­cuentro con la enfermedad, puede convertirse en el lugar en el que uno encuentra su propio silencio, y

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68 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

en el que se deben escuchar las palabras que el silen­cio susurra.

El significado del silencio

No es fácil dar una definición unívoca del silen­cio. Depende del contexto en el que es vivido.

Alguien lo ha definido como la ausencia de rui­dos. Pero ésta es una definición demasiado reductora y simplista. El silencio, más que ausencia de algo, es, ante todo, una presencia.

Alguien ha hablado del silencio como ausencia de toda actividad. Pero es erróneo entender el silencio como mera pasividad.

En las relaciones, puede constituir una presencia activa de escucha que nace del corazón y que ayuda a comprender mejor la realidad.

El silencio, tanto en la vida personal como en la interpersonal, puede tener diversos matices que, co­mo sugiere Colombero, unas veces son positivos y otras negativos:

«Existe el silencio del desierto y de la esterilidad, el silencio de quien ha desertado del encuentro con las cosas y con las personas, de quien no tiene nada que decir ni nada que escuchar, de quien vive en una cápsula sin amar nada ni a nadie. Este silencio da mie­do y pena.

Pero existe también el silencio fértil y creativo, el silencio con el que crece la vida. Para algunas perso­nas, el silencio es un momento creador, uno de los momentos más genuinos de la naturaleza humana, el lugar privilegiado en el que se encuentra uno consigo mismo, se reconoce, toma conciencia y posesión de sí, de la propia libertad, de las energías propias, de

EL SILENCIO 69

los propios valores y de la vocación propia. Aquí, el silencio cambia de nombre y se llama vida interior»2.

El silencio forma parte de nuestra comunicación y tiene su puesto en la vida del hombre. A lo largo de las páginas de la literatura, de la filosofía, de la psicología, de la música y de la poesía es perfecta­mente reconocible la presencia del silencio.

De modo particular, tiene un papel de importan­cia primordial en la espiritualidad, tanto dentro co­mo fuera del cristianismo. El silencio es sentido co­mo una necesidad, como una oportunidad para dia­logar con uno mismo y con Dios, como un espacio privilegiado del que surgen la fuerza interior, las in­tuiciones, una renovada perspectiva de la realidad.

En el silencio es donde Dios habla al corazón del hombre. Aquí, el silencio se convierte en una morada habitada por la escucha. El silencio mismo nace del reconocimiento de las limitaciones humanas, del re­conocimiento de que nuestros problemas llegan más allá de lenguaje.

En un cierto sentido, nuestras palabras, para ser profundas, deben hundir sus raíces en nuestros silen­cios. La calidad de nuestras palabras está ligada a la calidad de nuestros silencios.

«Hay algunos que parecen estar en silencio, pero juzgan a los demás en su interior: éstos están hablan­do sin cesar. Otros, por el contrario, se ven precisa­dos a hablar de la mañana a la noche, pero, en reali­dad, custodian su silencio, porque no dicen nada que no sea de alguna utilidad espiritual» (Abba Poe-men)3.

2 Colombero, G., Dalle parole al dialogo, p. 157. 3 Hausherr, Solitudine e vita contemplativa secondo l'Esicasmo, Bres-

cia, 1978, p. 59.

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70 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

El sentido del silencio depende del modo de vivir­lo: hay silencios plenos de riqueza y los hay empapa­dos de pobreza; silencios hechos de presencia o de ausencia, silencios que son una cárcel y silencios que se transforman en contemplación.

El silencio en la relación pastoral Las conversaciones humanas están hechas de pa­

labras, pero también de silencios. Existen los silencios del enfermo que anticipan largas esperas, que acom­pañan la soledad de una pérdida, que enmascaran mil pensamientos que se amontonan en la mente. (Piénse­se en el llanto de una madre que ha perdido otra vida en su seno, en el tormento de un padre cuyo hijo se ha suicidado, en la tristeza de una familia que ve có­mo se consume y se apaga progresivamente un ser que­rido) Existen los silencios del operario pastoral que sabe callar ante las tragedias humanas, que sabe es­perar en un intento de favorecer la iniciativa del otro, que deja espacio para la gracia de Dios.

El silencio no se improvisa. Es preciso educarse para el silencio. En realidad, sabe hablar quien sabe también callar. Callar, para permitir que se manifies­te el otro, que confíe lo que lleva dentro, eso que tan­to pesa y que tiene necesidad de ser compartido.

Hay momentos en la vida, especialmente ante una prueba o un gran dolor, en los que el silencio se con­vierte en el signo más profundo del respeto, en el ges­to más humano y cristiano de la presencia.

Este silencio no turba, conforta; las palabras sur­girían con facilidad y contribuirían tan sólo a hacer más dolorosa la herida, mientras que el silencio habla de humanidad y de pobreza. Una pobreza que crea solidaridad entre el personalmente golpeado por el su­frimiento y el que opta por estar presente, cercano.

EL SILENCIO 71

El agente pastoral comprende el valor del silencio en estas situaciones y aprende a aceptarlo y a amarlo como un momento sagrado de unión.

Todo silencio tiene su historia, y el operario se es­fuerza por interpretar su sentido y su mensaje.

A veces, el silencio del enfermo es manifestación de miedo o angustia; otras, de rencor y resentimien­to; y otras, de depresión y renuncia. El operario trata de acercarse con delicadeza al que sufre y trata tam­bién de discernir cuándo debe ofrecer un estímulo para animar la manifestación de los estados de ánimo, cuán­do debe expresar con el contacto humano ese calor que las palabras no tienen, cuándo debe respetar los espacios de reflexión de los que el enfermo necesita para madurar sus opciones, para clarificar su mundo interior y orientar positivamente sus propios recursos.

Algunas puntualizaciones específicas

En la dinámica del encuentro pastoral ocurre con frecuencia que a un intercambio inicial o a una con­versación superficial sigue una pausa de silencio.

El operario ansioso tiende a romper ese silencio con preguntas, con comentarios o redundancias que sirvan para romper la situación embarazosa del mo­mento.

Esta urgencia por decir algo nace de la dificultad de soportar el silencio, interpretado como un juicio sobre la propia capacidad comunicativa o como una amenaza a la necesidad de controlar la andadura del diálogo.

La auténtica compañía pastoral deja al otro la ini­ciativa de hablar de sí mismo, según su ritmo y sus exigencias.

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72 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Para facilitar la comunicación con el otro, el ope­rario recurre al lenguaje no-verbal (postura física, mi­rada, cercam'a, expresiones del rostro), que sirve para demostrar interés, aceptación, disponibilidad para la escucha.

El diálogo está hecho tanto de silencio y de espe­ra como de palabras.

La preocupación por mantener la conversación comporta, con frecuencia, el riesgo de hacer dema­siadas preguntas de escaso valor que sólo sirven para llenar los vacíos y que, a menudo, no interesan ni a quien las hace ni a quien van dirigidas.

Un criterio pastoral útil es el de hacer preguntas que resulten de utilidad al enfermo en su proceso de crecimiento y de autocomprensión.

Cuando se hacen preguntas, es preferible hacer pre­guntas abiertas y no cerradas:

— Pregunta cerrada: «¿Se ha sentido muy mal des­pués de la operación?».

— Pregunta abierta: «¿Cómo se ha sentido des­pués de la operación?».

Es preferible también la pregunta indirecta a la di­recta:

— Pregunta directa: «¿Cómo se siente, sabiendo que deberá estar un mes en el hospital?».

— Pregunta indirecta: «Me imagino que le resul­tará difícil tener que estar un mes en el hospital, lejos de casa y de sus ocupaciones».

Es importante estar atentos para que las interven­ciones propias no vengan dictadas por el malestar que se experimenta ante el silencio, y para que las pregun­tas que se hacen no sean una manera de satisfacer inconscientemente necesidades y exigencias propias, eso

EL SILENCIO 73

que en el lenguaje analítico se llama «contratransfe­rencia». En las relaciones de ayuda merecen una aten­ción específica las pausas en el diálogo:

«Respetar las pausas de silencio es dejarlas a dis­posición del que habla para que pueda recogerse, sen­tirse a sí mismo, revivir lo que narra, rehacerse de la tensión emotiva, traer a la memoria lo que quiere de­cir, ordenar sus pensamientos, organizarlos según un criterio de precedencia, verificar si el comportamien­to del que escucha presenta siempre la atención y la empatia necesarias para continuar. Las pausas de si­lencio, en un coloquio, tienen una misteriosa solem­nidad: confieren a las frases dichas una suerte de de­puración, y dan a los dos interlocutores la posibili­dad de re-escuchar en silencio el eco de esas mismas frases y de profundizar en ellas, tanto si hablan de alegría como si expresan dolor»4.

Además, y más allá del silencio de la presencia, es preciso valorar el silencio de la separación, de la ausencia.

Dejar al enfermo significa dejar espacio para Dios y para que se encuentre más íntimamente a sí mismo y su misterio.

El silencio de Jesús

Jesús amaba el silencio, vivía en su compañía y retornaba a él a fin de sacar fuerzas para su ministerio.

El aspecto más singular de la vida de Jesús es el hecho de haber callado prácticamente durante treinta años, consagrando a la palabra únicamente tres.

4 Colombero, G., op. cit., p. 171.

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74 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

En Él habitaba el silencio. Lo escogió como com­pañero antes de comenzar su misión terrena, retirán­dose al desierto durante 40 días; lo amó y lo practicó con predilección repetidamente a lo largo de su mi­nisterio, refugiándose en la tranquilidad de las mon­tañas, en la paz del lago o del desierto, para lograr una unión más profunda con el Padre y con los hom­bres.

El silencio sirve de marco para alguno de sus en­cuentros más significativos: con la Samaritana (Jn 4,7-30) o con la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,1-11). El silencio entra a formar parte de sus momentos más difíciles: en Getsemaní, ante el Sanedrín, ante Pi-lato, durante la Pasión. «Entonces se levantó el Sumo Sacerdote y, poniéndose en medio, preguntó a Jesús: '¿No respondes nada? ¿Qué es lo que éstos atestiguan contra ti?' Pero él seguía callado y no respondía na­da» (Me 14,60-61). En Cristo habitaba el silencio de la misericordia, el silencio del sufrimiento y el silen­cio de Dios.

Jesús calla porque salva, no sólo por medio de la Palabra, sino también por medio del Silencio.

BIBLIOGRAFÍA

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COLOMBERO, Giuseppe, Dalle parole al dialogo, Ed. Pao­line, Milano, 1987.

GUITTON, Jean, La solitude et le silence, en W.AA., Pa­rís, 1958.

LECLERCQ, J., Silenzio e parola nella mística cristiana di ieri e di oggi, en W.AA., Roma, 1979.

GUARDINI, Romano, Virtü, Morcelliana, Brescia, 1972.

7 La confrontación

Arnaldo Pangrazzi*

La palabra «confrontación» suscita en no pocos un cierto desasosiego y nerviosismo. En parte, ello es debido a que algunos identifican la confrontación con la agresión, con la rabia, con una acción punitiva. En consecuencia, es evitada porque produce una especie de intimidación. Se prefiere criticar, censurar o calumniar al prójimo, pe­ro no confrontarlo. En realidad, no se enfrenta uno con otro para humillarlo, sino para mejorarlo. La confron­tación constituye uno de los signos más auténticos de amor. Todo depende del espíritu, es decir, del modo en que se haga. Cuando se inserta en la relación como una dimensión de genuino interés por el otro, puede ayudar más que cualquier otra cosa a crecer y madurar.

Cuando la confrontación conduce al autoexamen

El señor Lovati era vicepresidente de una compa­ñía de transportes. Un persistente malestar, al que si­guió un inesperado diagnóstico de tumor, le obligó

* Arnaldo Pangrazzi es supervisor de formación pastoral clí­nica en el «Camillianum», Instituto Internacional de Teología Pas­toral Sanitaria de Roma.

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76 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

a dejar el trabajo. La prolongada enfermedad, los gas­tos afrontados en terapias ordinarias y en «viajes de esperanza» fueron consumiendo gran parte de sus aho­rros.

El padre Mario, coadjutor del párroco, una vez en­terado de la situación, fue a visitarle a su casa.

El señor Lovati estaba postrado en un estado de gran debilidad en el que también tenía que ver una reciente intervención de colostomía.

Tras un primer intercambio de saludos y de infor­mación, el paciente se puso a hablar de su condición concreta. Aludió veladamente a la posibilidad de que las cosas pudieran ir a peor y a que, tal vez, ya no había remedio para él.

El padre Mario, urgido por su excesivo celo de ace­lerar los tiempos, cogió la pelota al vuelo e intervino diciendo: «Señor Lovati, usted ha aludido con clari­dad a la poca vida que tal vez le queda. Yo estoy se­guro de que, dada su condición, habrá pensado tam­bién en la muerte. Y me pregunto si habrá tenido opor­tunidad de prepararse para este paso».

En este momento, el paciente, sorprendido y heri­do por las palabras del sacerdote, se puso en pie y, en tono resentido, exclamó: «Ustedes, los curas, de lo único que se preocupan es de lo que me va a suceder después de muerto. Ni siquiera sé si hay un más allá, pero no me interesa. Si el Dios de ustedes es tan bue­no, ¿por qué no hace algo para solucionar los proble­mas reales de mi vida?». Y, dicho esto, pasó a enu­merarlos: no le quedaban muchos días de vida y esta­ba atormentado por el pensamiento de dejar a la familia en una precaria situación económica; la mu­jer no tenía trabajo; la casa era demasiado grande y costosa para ellos; la hija se vería obligada a dejar sus estudios y a buscarse un trabajo... Cuando hubo ter­minado, rogó al visitante que se fuera y lo dejara solo.

LA CONFRONTACIÓN 77

El padre Mario salió desconcertado del encuentro. «¿Pero qué ha pasado?», se preguntaba. De vuelta a la rectoral, comenzó a darse cuenta de que no había escuchado las necesidades del señor Lovati.

Había tratado de imponer sus criterios y sus preo­cupaciones, sin conocer ni dar acogida a los criterios y preocupaciones del otro.

El señor Lovati estaba preocupado por las conse­cuencias que su muerte iba a acarrear a sus seres que­ridos, mientras que el padre Mario se empeñaba en prepararlo para su destino eterno.

Aquella inesperada reacción le hizo reflexionar so­bre su manera de practicar el encuentro; el autoexa-men que surgió de esta reflexión le iba a cambiar ra­dicalmente.

La relación entre confrontación y conflicto

Toda persona ha recibido ciertos dones que la dis­tinguen de las demás. Estos dones o capacidades, en conexión con múltiples campos, constituyen el poder que tiene un individuo.

Toda persona tiene conciencia de la necesidad fun­damental que le impulsa a entrar en relación con los demás, a sentirse comprendida y amada por alguien: en esto se refleja nuestra exigencia de intimidad.

Estas dos fuerzas, el poder y la intimidad, son im­portantes claves de lectura de la existencia humana.

Unos se preocupan por incrementar el poder pro­pio, descuidando la dimensión de la intimidad; otros buscan desesperadamente el amor, perdiendo de vista la propia potencialidad y el propio valor.

La madurez está ligada a la capacidad de mante­ner en equilibrio estas dos dimensiones de la vida. La

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78 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

confrontación se sitúa en este contexto y, en su mejor expresión, es la integración de la fuerza y de la capa­cidad de relación de una persona.

Confrontar significa «hablar» la verdad con amor; es decir, comunicar algo (objetivo-poder) a alguien (relación-intimidad), sin sacrificar ni lo uno ni lo otro.

Con frecuencia, la confrontación surge de una si­tuación de conflicto entre personas, a causa de la di­versidad de objetivos o de valores, o de la divergencia de metodología, o del contraste de expectativas y ne­cesidades. El conflicto es una parte natural y esencial de la vida: no es ni bueno ni malo, su valor depende del uso que de él se haga.

Las actitudes que se pueden adoptar ante una si­tuación de conflicto son diversas:

— La fuga: La persona rehusa la confrontación, porque teme sus consecuencias. Falta la disponibili­dad tanto para arriesgarse (poder) como para estable­cer una relación de confianza (intimidad).

La fuga no ayuda a nadie: no representa un modo de resolver el conflicto, sino de evitarlo.

— El ataque: La persona parte de este presupues­to: «La razón la tengo yo, y tú estás equivocado»; en otras palabras: <<Yo gano, tú pierdes».

El esfuerzo se centra en conseguir el propio obje­tivo (poder), aunque el modo de proceder vaya en me­noscabo de la relación (intimidad).

— La renuncia: El conflicto es interpretado como una amenaza para la relación. El interesado prefiere renunciar al propio valor o punto de vista (poder), con tal de salvaguardar la amistad y la relación (inti­midad). Ser aceptado por el otro es más importante que hacer valer la verdad propia.

LA CONFRONTACIÓN 79

— El compromiso: En este caso la estrategia con­siste en encontrarse a mitad de camino, dando por consabido que «yo tengo una parte de la verdad y tú tienes otra parte de la verdad». El deseo de resolver las diferencias y de cooperar puede conllevar el sacri­ficio parcial de elementos importantes de la verdad.

— La confrontación: La persona que opta por es­ta actitud desea mantener la relación (intimidad), pe­ro quiere también honestidad e integridad en esa rela­ción (poder). Esta manera de relacionarse combina el respeto hacia el otro con la capacidad de transmitirle lo que uno siente, piensa y observa.

Analizando el perfil de opciones expuesto, es ne­cesario tomar nota de que la tendencia a anclarse en un rígido modelo de comportamiento no sirve de na­da. Es preciso estar en disposición de adoptar varias metodologías para afrontar el conflicto, de acuerdo con la situación.

Jesús mismo hizo uso de diferentes modos de acer­camiento:

• se retira cuando la gente de Nazaret rechaza su mensaje (Le 4,14-30);

• ataca a los que han convertido la casa del Pa­dre en zoco de mercado (Me 11,11-19);

• permanece en silencio durante el interrogato­rio ante el Sanedrín: «Él callaba y no les respondía nada» (Me 14,61);

• confronta (se enfrenta) a quienes quieren lapi­dar a la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,7-10).

El que esté sin pecado, que tire la primera piedra

Jesús es el modelo de la persona que sabe «con-

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80 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

frontarse» y dar la cara. Su confrontación hunde las raíces en su amor por la verdad y por la justicia.

Es libre para confrontarse con cualquiera, sea ami­go o enemigo. Repasando las páginas del Nuevo Tes­tamento, se puede puntualizar esta idea.

— Se encara con los apóstoles: «El que quiera lle­gar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, será escla­vo vuestro» (Mt 20,26-27).

«Dejad que los niños vengan a mí y no se lo im­pidáis...» (Le 18,15-16).

«Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hom­bre?» (Le 22,48).

«Te digo, Pedro: no cantará hoy el gallo antes que hayas negado tres veces que me conoces» (Le 22,34).

— Se encara repetidas veces con los fariseos: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21).

«Vosotros, los fariseos, purificáis por fuera la co­pa y el plato, mientras por dentro estáis llenos de ra­piña y maldad. ¡Insensatos!» (Le, 11,39-40).

«Simón, tengo algo que decirte...» (Le 7,40).

— Se encara con los ricos y con los enfermos: «Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sigúeme» (Le 18,22).

«¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?» (Le 17,17).

— Se encara con el demonio: «Está escrito: ado­rarás al Señor tu Dios, y sólo a él darás culto» (Mt 4,8).

LA CONFRONTACIÓN 81

Una breve reflexión sobre un pasaje, entre otros muchos del Evangelio, puede servirnos de guía para comprender el estilo de confrontación mejor de Jesús (Jn 8,3-11):

— Los escribas y fariseos le presentan a una mu­jer sorprendida en adulterio, «para tentarle» (Jn 8,6).

— Jesús ve sus intenciones y escucha sus acusa­ciones. En principio, les hace frente con su silencio. Tras su insistencia, les encara con la verdad: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la pri­mera piedra» (Jn 8,7).

— Respuesta a la confrontación: «Al oír estas pa­labras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos» (Jn 8,9).

— Entonces pregunta a la mujer: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». Y ella respondió: «Nadie, Señor» (Jn 8,10-11).

— Jesús le ofrece su amor y su perdón: «Tampo­co yo te condeno»; y la encara con su responsabili­dad: «Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8,11).

Confrontar y ser confrontados

En muchas ocasiones en el curso de su vida, Jesús se enfrentó a los demás, aun a riesgo de quedar solo contra todos. En otras tantas ocasiones se dejó con­frontar por diversos interlocutores:

«¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3).

«Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi her­mano» (Jn 11,21).

«¿Por qué no se ha vendido este perfume por tres­cientos denarios y se ha dado a los pobres?» (Jn 12,5).

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8 2 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Su ejemplo es una invitación a potenciar no sólo la capacidad de «confrontar», sino también la de de­jarse confrontar, convencidos de que el prójimo está contribuyendo a nuestro proceso de maduración hu­mana y cristiana.

En nuestra vida relacional y profesional no pode­mos pretender ser siempre competentes en todo, ni po­seer toda la, verdad, ni comportarnos de manera im­pecable. Se necesita coraje y humildad para reconocer que el amor se transmite a través de la verdad, dada y recibida limpiamente.

No basta con tener la libertad de enfrentarse a los demás. Es necesario cultivar el arte y la disponibili­dad para aceptar positivamente la confrontación. Los hay que se revuelven, se enojan y contraatacan, per­diendo así la oportunidad de valorar la contribución que puede surgir de la escucha y de la apertura al otro.

El que trabaja, por ejemplo, en el mundo de la sanidad está expuesto constantemente a la confronta­ción con el enfermo, con sus mensajes verbales y no verbales, y es requerido a enfrentarse con su propia vulnerabilidad personal y con la muerte.

El operario sanitario tiene también la oportunidad de «confrontar» al enfermo cuando ello sea necesa­rio, y de animar el nacimiento de fermentos nuevos en su acercamiento a la enfermedad.

Por lo demás, el compromiso institucional exige el valor de hacer llegar a los responsables situaciones de injusticia, de carencias y de irresponsabilidades, a fin de mejorar los servicios.

La vida de cada día está salpicada de comporta­mientos y situaciones negativas cuya mejora depende del valor de alguien que esté dispuesto a dar prefe­rencia a la verdad, con claridad y con honestidad.

LA CONFRONTACIÓN 83

Oportunidades pastorales para la confrontación

La enfermedad y la hospitalización representan para el enfermo una ocasión para confrontarse consigo mis­mo, con sus valores y con su humanidad.

A veces, la persona emerge de este encuentro do­tada de una más profunda valoración de las cosas, de un cuidado más esmerado de la salud, de una re­novada sensibilidad ante los valores del espíritu.

En otras ocasiones, la experiencia de la enferme­dad, muy especialmente si es crónica o terminal, en­gendra amargura y resentimiento.

La persona no sabe resignarse positivamente a una vida truncada y desahoga la propia frustración con­tra Dios, considerado, directa o indirectamente, como responsable de lo sucedido; o contra el destino injus­to; y dice: «¿Por qué me tenía que pasar esto justa­mente a mí?».

El operario pastoral, por medio de la escucha, de la introspección y de la confrontación, puede condu­cir al paciente a una evaluación más realista de la vi­da, a una integración más madura de la fe, a una re­lación más personal con Dios.

Ante todo, da la oportunidad a la persona de de­sahogar los propios sentimientos y las heridas propias, para, luego, acompañarla en el proceso de reflexión.

Muchos viven una concepción un tanto ingenua de la fe, basada en el principio según el cual, si uno se comporta bien, Dios lo protegerá de todo mal; si uno reza, Dios lo tendrá a salvo de la adversidad.

El operario ayuda al enfermo a descubrir que la fe no está ahí para protegernos contra el sufrimiento, sino para educarnos a vivir con el sufrimiento; le ayuda también a descubrir que no es Dios quien causa el dolor, sino que está presente en nuestro dolor.

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84 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Además, el operario pastoral usa la confrontación para asistir al enfermo en el trance de afrontar la en­fermedad. Esta confrontación se desarrolla en tres di­recciones:

1. Ayudar al enfermo a asumir sus responsabilida­des ante la enfermedad

Con frecuencia, la enfermedad es provocada por la persona misma, por sus hábitos o abusos. Pero, sea autoprovocada, sea efecto de otras causas, la enfer­medad, una vez presente, debe ser afrontada con res­ponsabilidad, no censurando a los demás ni abando­nándose a la desesperación. Esto exige en el indivi­duo una motivación para ayudarse, y la voluntad de curar.

2. Movilizar los recursos individuales

El enfermo puede correr el riesgo de llegar a ser excesivamente dependiente de los demás. El operario pastoral, al descubrir esta actitud, debe apelar a los recursos de la persona para afrontar las dificultades. Por medio del diálogo intenta individualizar y movili­zar aquellos resortes que pueden contribuir a la recu­peración de la salud, a una imagen más madura de sí mismo, a una actitud más dinámica ante la enfer­medad. Entre esos recursos o resortes están: la fe y la fuerza interior de la persona, el espíritu de iniciati­va, la esperanza, el optimismo, la paciencia, el com­promiso familiar, la apertura al prójimo, la confianza en el personal sanitario, y así sucesivamente.

3. Cultivar la espiritualidad de la persona

«¿Por qué justamente a mí?» Esta es la pregunta más frecuentemente formulada por quien se siente ines­peradamente golpeado por la adversidad. Por el con­trario, muy raramente se oye esta otra pregunta, tan

LA CONFRONTACIÓN 85

obvia como la anterior: «¿Y por qué no a mí? ¿Aca­so soy mejor que los demás?».

El simple hecho de hacerse estas preguntas podría cambiar la perspectiva de las cosas. Ante el sufrimiento, el enfermo se da cuenta de la crisis de su visión de la vida y de su seguridad en el mundo.

Esta crisis está dotada de una capacidad contruc-tiva: la muerte de algunas certezas puede hacer que broten otras verdades escondidas.

El operario pastoral tiene la oportunidad de estar presente y ser el compañero en este itinerario de evo­lución espiritual.

Ante las dudas expresadas o ante las preguntas di­fíciles, él es quien conduce al paciente a profundizar en las raíces de la fe, a valorar las relaciones huma­nas, a confrontar de un nuevo modo los viejos desa­fíos de la existencia.

En el curso de la conversación, el operario contri­buye a la reflexión del enfermo, sirviéndose de inesti­mables estratagemas, tales como: la pregunta directa, algunas observaciones específicas, algún comentario so­bre contradicciones patentes, la participación en con­fianza de algún sentimiento propio o de alguna reac­ción personal.

Condiciones para la confrontación

La confrontación es un arte que se aprende prac­ticándolo. Es un arte que requiere coraje, atención y confianza. Sin confrontación, las personas corren el peligro de estancarse, porque les faltan los estímulos necesarios para examinarse y mejorarse.

El objetivo de la confrontación es el de favorecer en el otro una conducta más fructífera, no el de su-

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8 6 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

mirlo en la confusión ni el de poner de manifiesto sus limitaciones.

Para conseguir este objetivo, la confrontación se debe hacer discerniendo el tiempo oportuno y ofre­ciendo la verdad con educación y nitidez.

La confrontación requiere algunas condiciones es­pecíficas:

— El empeño o la disponibilidad para compro­meterse más con la persona confrontada. No basta co­municar la propia verdad; es necesario un espacio pa­ra buscarla juntos y un tiempo para decantarla mejor.

— La confrontación demanda un clima de con­fianza entre los interlocutores. Es necesario disponer de una base de confianza antes de arriesgarse, demos­trar auténtico interés por el otro antes de confrontar­lo, preparar un contexto de apoyo antes de criticar.

— La confrontación requiere una capacidad en el otro para aceptar el conflicto. La confrontación no trata de humillar, sino de mejorar. Es una invitación a explorar valores, comportamientos y reacciones.

— La confrontación eficaz ofrece el máximo de información útil con el mínimo de stress. Cuando se quiere a alguien, se le ofrece la verdad de manera ca­ritativa, clara y constructiva.

— La confrontación se basa en la observación, no en las conclusiones; en la descripción, no en los jui­cios; en la información, no en la valoración.

Cuando se dan estas condiciones, la confrontación ayuda a las personas a conocerse mejor a sí mismas y a realizar las potencialidades humanas propias.

LA CONFRONTACIÓN 87

La segunda visita al señor Lovati

La aventura del padre Mario con el señor Lovati no terminó allí. El vicepárroco había salido de la con­frontación conturbado, pero no destruido.

Se puso de inmediato a pensar muy en serio sobre las preocupaciones expresadas por el paciente. Unas dos semanas después, el padre Mario está llamando a la puerta de la familia Lovati.

La mujer, al verlo, no quiere, en principio, dejarle pasar. El sacerdote le suplica: «Señora, bien sé que la vez anterior irrité a su marido, pero he venido para excusarme y pedirle perdón».

Secundando sus buenas intenciones, la mujer le de­ja entrar y lo conduce hasta la habitación de su mari­do. El señor Lovati está en cama y tiene un semblan­te muy pálido y débil. El padre Mario se acerca a él con estas palabras: «Buenos días, señor Lovati. He venido para pedirle perdón por lo que sucedió la vez pasada. Siento haberle ofendido. Durante estos días he tratado de hacer algo en relación con lo que tanto le preocupa. Así es que, en lo relativo a sus dificulta­des económicas, me he interesado ante una agencia de negocios, buscando la posibilidad de un trabajo para su mujer. El vicepresidente se ha mostrado dis­puesto a admitirla en cuanto ella esté dispuesta a em­pezar; ese empleo asegurará un salario para la fami­lia. En cuanto a su preocupación por no poder man­tener la casa, hemos logrado encontrar un apartamento confortable en una zona no muy lejana a la empresa en la que trabajará su mujer.

Un grupo de jóvenes de la parroquia está a su dis­posición para efectuar el traslado de los muebles y demás enseres, sin coste alguno por parte de usted. El precio de la venta de la casa, depositado en un banco, garantizará con creces que su hija continúe sus

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88 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

estudios en la universidad. Para realizar todo esto, me falta tan sólo su consentimiento: quisiera contribuir a aliviar su angustia, asegurándole que su mujer y su hija estarán en buenas manos».

El señor Lovati, conmovido, se llevó un pañuelo a los ojos y se puso a llorar como un niño. A la amar­gura había seguido el amor.

Podía morir en paz, sabiendo que la comunidad se había reunido en torno a él y a su familia para testimoniarle comprensión y solidaridad.

BIBLIOGRAFÍA

DAVID AUGSBURGER, Caring enough to confront, Herald Press, 1973.

E. FROMM, The Art of Loving, Bantam Books, 1967.

GERALD EGAN, The Skilled Helper, Brooks/Cole Pub. Co., 1975.

BRUNO GIORDANI, La Psicología in funzione pastorale, An-tonianum, Roma, 1981.

BERENSON, B.; MITCHELL, K., Confrontation: for better or worse, Amherst, Mass., 1974.

8 La catequesis

Domenico Casera*

Tras el Concilio Vaticano II, la catequesis, entendida co­mo evangelización, ha adquirido un papel de importan­cia primordial. Ante las interrogantes provocadas por el encuentro con el sufrimiento, el mensaje cristiano tiene un punto concreto de referencia: Cristo. El operario pastoral se hace evangelizador anunciando a Cristo, visitando a los enfermos, manteniéndose abier­to al diálogo, expresándose en un lenguaje comprensi­ble y usando creativamente los momentos litúrgicos.

«Catequesis» significa transmisión del mensaje cris­tiano, en especial la transmisión primaria, que versa sobre los elementos fundamentales. Éstos, siguiendo una antigua tradición, eran aprendidos de memoria. El procedimiento didáctico de la memorización está hoy en baja; por ello, en lugar de catequesis, se acos­tumbra decir «evangelización», término perfectísima-mente legítimo, que hunde sus raíces en el vocabulario mismo de Cristo. ¿Qué significa evangelizar? Y, ya que

* Domenico Casera es rector del «Camillianum», Instituto Internacional de Teología Pastoral Sanitaria de Roma.

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90 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

se trata de una disposición precisa, transmitida a los apóstoles en orden a la misión, ¿qué significa, en el contexto de la realidad hospitalaria de hoy, para quien perpetúa en el tiempo la obra de los apóstoles? ¿De qué manera puedo honrarla en mi acción como cape­llán?

Evangelizar significa comunicar, dar una noticia, anunciar, y también relatar, hablar, transmitir algo. ¿Transmitir qué, en el contexto del Evangelio? Las obras de Dios, su proyecto de salvación, el reino que Él vino a ofrecer a los hombres. Un mensaje nuevo, consolador: «Dios es luz, en él no hay tinieblas». Es­tar en la luz significa estar en el amor: «Quien ama a su hermano, permanece en la luz». Más aún que un mensaje, el evangelizador proclama un aconteci­miento que tuvo lugar hace 20 siglos, la venida de Cristo a la tierra.

Con la doctrina predicada por él al pueblo, el evan­gelizador anuncia el misterio más alto y original de Cristo: la resurrección, con sus benéficos y decisivos efectos para la vida de la humanidad y de cada uno de los nombres que conocemos.

La catequesis, entendida como evangelización, des­cubre horizontes muy interesantes para la acción del capellán hospitalario. Horizontes que pueden parecer irreales, no convertibles en moneda de apostolado or­dinario, dado que la atracción y los intereses de los hombres de nuestra cultura difícilmente se hallan al nivel de la cosas espirituales. Son otros los temas de la conversación corriente, los puntos cotidianos de re­ferencia, los reclamos y las seducciones de la vida. Son otras también las preocupaciones y los premios ligados al estado de enfermedad.

Y, sin embargo, queda un espacio para la evange­lización, y está en nuestras manos el saber captarlo.

LA CATEQUESIS 91

La visita al enfermo: una oportunidad de evangelizar

Uno de los deberes del capellán hospitalario es el de visitar al enfermo. Es su compromiso más gravo­so. Pone diariamente a prueba la sensibilidad huma­na y la identidad espiritual del pastor. El contacto con­tinuo con situaciones de sufrimiento, vividas con fas­tidio, en estados de ánimo ansiosos, con la sensación del abandono y de la fatalidad, etc., es algo muy fati­goso. No tiene sentido el simple saludo convencional, la moralización reiterativa, la bendición no pedida, por­que dan la impresión de superficial, de no pertinente ni significativo, de puro formalismo. Produce insatis­facción en el capellán mismo, además de sentido de culpabilidad.

Según una estadística americana, en los Estados Unidos uno de cada siete médicos pierde su empleo por abusar del alcohol. Según los psicólogos, el re­curso a este tonificante impropio se debe al hecho de que, a causa de su formación científica, los médicos, en la relación con sus pacientes, no consiguen ver más que la enfermedad, pero no al «sujeto», y la profe­sión no les resulta gratificante. Algo parecido puede ocurrirle al pastor si carece de actitud dialogante y no se esfuerza en hacer personal su visita. El pastor no puede reducirse a ser un mero transmisor de men­sajes, prescindiendo de la receptividad del enfermo. La no receptividad no es debida necesariamente a pre­juicio o mala voluntad, ni siquiera a indiferencia.

Puede que se deba a nuestro lenguaje, acaso rigu­rosamente técnico (dogmático), pero extraño al léxico empleado de ordinario por la gente; a la actitud difu­sa de dar una respuesta a problemas que conocemos por haberlos estudiado en los libros y no en la escue­la de la vida; a la propensión a no permitir que el enfermo manifieste hasta el fondo sus pensamientos, diciéndole que se le ha comprendido y atiborrándole

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de consejos y moralizaciones genéricas. Actuar de es­te modo no ayuda en nada al enfermo y termina por cansar al pastor mismo, que se percata de ser un sim­ple repetidor de frases hechas, de las que ni siquiera él está plenamente convencido. La suya es una evan-gelización sin el menor efecto.

Evangelizar a través del lenguaje

La visita es una ocasión privilegiada de evangeli-zación, con algunas condiciones.

El agente pastoral debe saber recoger en cada oca­sión el desafío de expresarse en un lenguaje accesible. La formación teológica recibida le proporciona un ba­gaje de nociones y de categorías mentales que se com­paginan bien entre sí y se arropan con planteamientos lógicos y racionales respetables, pero que resultan in­comprensibles para los que no se dedican a estos me­nesteres. Tal vez sea demasiado pedir a los teólogos que presenten las verdades en la fe en el lenguaje co­rriente. La profesión les ha deformado. Es un reto que deben aceptar los agentes de pastoral, obligados por la necesidad de no hablar en vacío, de no ver cómo se cierra la compuerta de la comunicación entre ellos y los fieles, de no echar a perder la eficacia evangeli-zadora de la palabra con la impermeabilidad del len­guaje. Tienen ante sí el modelo de Cristo, cuya predi­cación se inspiraba en los cánones de la simplicidad. Es visible en él el deseo de adaptar el mensaje espiri­tual al nivel de conocimiento de sus oyentes, de ma­nera que el mensaje mismo aparezca como un com­plemento natural de la dimensión material de la vida. De esta manera, la experiencia de cada uno era revi-talizada y singularmente enriquecida. A esto tendían las parábolas y las imágenes tomadas de la vida de los campos, de las experiencias cotidianas de la casa y de las relaciones sociales. Consecuencia: su lengua-

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je era comprensible para todos (ricos y pobres, cultos e ignorantes) y para todos los tiempos.

En tiempos recientes, todos hemos admirado el len­guaje pastoral del Papa Luciani. A su muerte, el Co­rriere della Sera escribía de él que, aunque no hubiera enseñado en sus 33 días de pontificado otra cosa que el expresarse con sencillez y claridad, habría hecho mé­ritos suficientes ante la historia. Gracias a la limpieza de su estilo, el mensaje pontificio encontraba resonan­cias inmediatas y convincentes.

Evangelizar con la propia persona

Se dice del médico eficaz que su principal medici­na es su persona. Se quiere decir con ello que, al lado de la competencia clínica, adquiere relevancia, como coeficiente de curación, la personalidad misma del mé­dico. Lo mismo se debe decir del agente de pastoral. La evangelización delata grietas si el agente de pasto­ral se presenta con unos modales rudos e intransigen­tes, si no escucha, si presume de poseer la verdad en exclusiva, si asume un tono doctoral sin aceptar que también se puede creer con una fe no calcada sobre esquemas prefabricados. La más reciente legislación de la Iglesia recomienda a sus sacerdotes cultivar aque­llas virtudes humanas que hacen grato el ministerio y suscitan el aprecio: bondad, sinceridad, amabilidad, solicitud para con quienes se sienten abatidos, interés espontáneo, propensión a ayudar más que a juzgar1. Juan XXIII, escribiendo a los religiosos camilos, les encarecía ser «piadosos, alegres, afables y muy hu­manos , confiados, diligentes en el ministerio (4-6-1962)»2. Un documento de identidad que cuali-

1 OT (Decreto sobre la formación sacerdotal, núm. 12). 2 Carta de Juan XXIII al padre Forsenio Vezzani, provincial de la

Provincia lombardo-véneta de los Camilos, en Vita riostra, 1962.

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fica la evangelización en el mundo de los enfermos. Evangelizar a través del testimonio de la persona.

Evangelizar a partir del enfermo

La evangelización exige que yo dé a mi diálogo unos particulares contenidos espirituales. Evidentemen­te, no puedo considerar satisfactorio el encuentro, desde el punto de vista pastoral, si lo reduzco a palabras convencionales o al comentario de lo que ha sucedi­do durante el día. Es preciso dar un paso hacia ade­lante. Quisiera describir un modo correcto de proceder.

Dejar la iniciativa de los temas al enfermo mismo. En el encuentro, más que mi persona, es el enfermo el que toma la iniciativa. Si, de momento, su interés no va más allá de un saludo convencional o de hablar del partido de fútbol, permanezco ahí, con amistad, con gracia, con simpatía personal. Establezco un con­tacto sincero, aunque restringido a aspectos externos o epidérmicos de la vida. Pero ocurre, cada día con más frecuencia, que el enfermo, una vez abierto por el clima de amistad creado, manifiesta algo de su vi­da, que no siempre es un mar de la tranquilidad. La enfermedad ha sido un hecho no deseado, ha sobre­venido de improviso, ha tronchado proyectos. El fu­turo está cargado de interrogantes. La dilatada cadena de análisis —agravada por la falta de información— provoca preocupaciones y ansiedades. El cáncer, alo­jado ya en el organismo, obliga a someterse a una larga serie de operaciones demoledoras o de terapias químicas de efectos perturbadores. El accidente de trá­fico, con fracturas múltiples y la consiguiente repara­ción de los huesos rotos, expone a inmovilidad total durante largos meses, y no raramente deja su marca de secuelas permanentes. Está también el enfermo en reanimación, objeto del encarnecimiento terapéutico, con enorme y prolongada tensión psicológica y moral

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para el paciente y para sus familiares. Y está la per­sona anciana, a la que los avances de la ciencia pro­longan una vida cargada ya de limitaciones y de mor­tificaciones afectivas. Y así sucesivamente.

En este mundo del dolor hay ejemplos excelentes de fortaleza y de aceptación, pero hay también esta­dos de ánimo desoladores, el rechazo, la rebelión, la ansiedad, el desaliento, la depresión: sentimientos hu­manos cuya expresión externa es respetada, pero en los que tiene mucho valor la presencia comprensiva del operario pastoral, que se demuestra cargada de sen­tido. El sacerdote sabe que a su obra de evangeliza­ción debe unirse el cuidado de los enfermos (Le 9,2). Los dos aspectos del mandato apostólico (anunciar y curar) se complementan recíprocamente. En el contexto de la situación psicológica y moral del enfermo, tener cuidado de él es una llamada continua a la solidari­dad y a la sensibilidad del operario pastoral. Le com­promete a acoger los desahogos sin interferir, a per­mitir la expresión de los sentimientos sin moralizar, a compartir las situaciones desesperadas y a vivirlas como si fueran propias. En esta forma de comportar­se está incluida ya la dimensión de anunciar. El testi­monio de la solicitud cristiana y de la solidaridad es anuncio del reino, es prueba, discreta pero eficaz, de esa real fraternidad que Cristo vino a implantar sobre la tierra. Si, partiendo de la consideración positiva del enfermo y de la comprensión empática de su estado, estamos cerca de él y tratamos de serle útiles, esta­mos viviendo el ideal de la caridad con gran libertad de espíritu y nos manifestamos como signos visibles de Cristo.

Hay situaciones psicológicas y morales en las que la acción evangelizadora desarrolla su obra discreta en el curso de las conversaciones cotidianas, hechas de escucha, de largos silencios, de miradas, de gestos sim­ples pero significativos. Más que las palabras cuenta

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el testimonio. El enfermo ha oído muchas palabras, incluso sobre los contenidos espirituales de la vida. Palabras abstractas, académicas, ajenas a la realidad de la enfermedad. Aquí todo adquiere una nueva di­mensión, pero también se purifica y se renueva.

Evangelizar a través del diálogo

Algunos momentos particulares del «caso enfer­medad» se iluminan evangélicamente a través del diá­logo. Son momentos que afectan a la esfera psíquico-espiritual y religiosa de la vida:

— los momentos de angustia;

— las interrogantes sobre el sentido de la vida;

— las expresiones «voluntad de Dios», «castigo de los pecados», y otras semejantes;

— la entrega a Dios en la muerte inminente;

— la resurrección.

Se trata de momentos de suma importancia en la existencia y que, de ordinario, son eludidos si la visita es apresurada o de puro formalismo. Hay en nosotros un radar sensibilísimo que capta las señales de la si­tuación y nos empuja a mantener la conversación den­tro del campo «existencial» propio de cada uno. La receptividad se reviste de delicadeza y se hace luz y liberación.

Evangelizar a través de la liturgia

La liturgia eucarística es un instrumento privile­giado de evangelización. Para que llegue a ser signifi­cativa, debe ser cuidadosamente preparada. El hecho de que los asistentes puedan variar de un domingo a otro, puede suponer algunas dificultades para el de­sarrollo de un programa catequético orgánico. Con-

LA CATEQUESIS 97

vendrá, entonces, hacer que surja de los textos un men­saje, aquel que nos parezca más significativo para los fieles que están presentes. Es necesaria una comisión litúrgica, representativa de todas las categorías que tra­bajan en el hospital, para elegir los cantos, para pre­sentar las lecturas, para la formulación de la oración de los fieles. Las diversas partes de la Misa deben es­tar unidas por el hilo conductor del mensaje sobre el que la comunidad dominical (que es comunidad pas­cual) es invitada a reflexionar. La homilía debe ser de tipo conversacional, estrechamente adecuada a los textos, una confrontación con la palabra de Dios, en la que todos nos debemos implicar. Los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana van emergien­do de los textos sagrados. Cae por su propio peso que la homilía tiene tanta mayor posibilidad de evangeli­zación, cuanto más se coloque el sacerdote en prime­ra persona ante la palabra de Dios y más se deje ins­truir y «convertir» por ella. Como uno más de los fieles. No existen privilegios para nadie. También pa­ra él, ser limitado y frágil como sus oyentes, la pala­bra del Señor es inspiradora y rectora vital.

La sustancia de la homilía es siempre la palabra de Dios. Leída y releída, profundizada y hecha pro­pia, convertida en elemento integrante de la propia ma­durez espiritual, repercute sobre los fieles y les anima a obrar el bien. Toda ampliación decorativa y los fá­ciles recursos a las artes de la retórica perturban la meditación y no convencen a los fieles. Debemos ha­cernos contemporáneos de Jesús, seguirlo por donde pasaba evangelizando, acogerlo en nuestra existencia, escucharlo en directo. Bien lo comprendió Erasmo de Rotterdam al escribir:

«No sabría decir cómo voy a velas desplegadas ha­cia las Sagradas Escrituras y cómo me da náuseas to­do aquello que me desvía, o simplemente me distrae, de ellas». El pueblo debe conocer la vida de Cristo

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98 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

tal como los evangelios la cuentan, y beber en ella las normas de la vida cristiana. «Que el campesino lea (los evangelios) junto al arado, el tejedor en el te­lar, y que la madre lo transmita a sus hijos»3.

Antes que él, lo había entendido San Bernardino. Llegado a la mitad de su vida, decía del Evangelio: «Hubo un tiempo en que yo no lo predicaba. Y hubo un tiempo en que lo explicaba como sabía (lo embe­llecía, lo revestía de formas literarias), y no veía que de ello surgiera fruto alguno. Hace 15 años que he visto lo que es mejor: referirme al evangelio sin la me­diación de la cultura personal ni de la retórica». Ci­tar los Evangelios «es como encontrarse en un prado en el que hay muchas flores: tú coges ahora está, lue­go aquella y después la de más allá, y con todas ellas te haces una guirnalda»4.

3 Zweig, S., Erasmo di Rotterdam... 4 Origo, Bernardino da Siena e il suo tempo.

LA CATEQUESIS 99

BIBLIOGRAFÍA

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9 La oración

Guido Davanzo*

En el hospital se ha pasado del clima predominantemente religioso de ayer al ambiente aconfesional y seculariza­do de hoy. Sin embargo, la oración conserva su valor psicológico y teológico. San Agustín decía: «La oración es la fuerza del hombre y el lado débil de Dios». En este tema tiene mucho que ver la discreción y la iniciati­va personal del operario pastoral.

Cambios en el ambiente

Hasta hace unos años, en los países católicos (no solamente europeos), era notable la preocupación por «hacer rezar» a los enfermos. Comenzaban las monjas con las oraciones de la mañana (entonces las monjas estaban en todos los hospitales). Se recitaba una plega­ria antes de las comidas y no faltaba nunca el rezo del rosario por la tarde. En muchos hospitales, el domin­go se conectaba el sistema de megafonía interna con la

* Guido Davanzo es capellán del «Policlinico-Borgo Roma» de Verona, y profesor de Teología Moral en el «Studio Teológico S. Zeno» de Verona.

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capilla para transmitir la Misa; con el mismo sistema, algunos capellanes se preocupaban de transmitir el «pensamiento religioso», particularmente en la prepa­ración de algunas fiestas principales o en el tiempo de Adviento o de Cuaresma. La visita del capellán a los enfermos terminaba siempre con una oración.

Hay que reconocer que los hospitales se mantienen aún como oasis privilegiados, a pesar del clima aconfe-sional y secularizante de la sociedad de fuera. Quizás el miedo a la enfermedad contribuya a hacer que emer­jan los sentimientos religiosos, haciendo al hospitalizado más disponible para recordar su tradición religiosa.

En los últimos decenios, no obstante, la situación ha ido evolucionando rápidamente. Han desapareci­do, por de pronto, las oraciones antes de comer. La práctica del rosario diario, antes tan extendida en las familias, se ha convertido en excepcional; ello explica por qué ha sido suprimida también en los horarios hospitalarios, si bien aún se conserva en algunos asilos.

Se conservan en algunos hospitales las oraciones de la mañana, sobre todo si hay alguna monja que hace que el personal las recite. En los nuevos ambien­tes y en los grandes complejos es raro encontrar un sistema de radiotransmisión interna con posibilidad de ser usado para una oración en común. Los enfermos tienen casi todos su transistor, y el que lo desea pue­de sintonizar con transmisiones religiosas.

El operario pastoral debe tener en cuenta estos cam­bios y adecuar su propio comportamiento, sin olvidar el valor de la oración.

No faltan capellanes hospitalarios que mantienen aún como obligatorio el proponer sistemáticamente la oración. «¿Qué clase de sacerdote soy si no invito a orar? ¿Qué sentido tienen mis visitas si no terminan con una oración?»

LA ORACIÓN 103

Otros, por el contrario, creen que se debe respetar el carácter aconfesional del hospital y que es arbitra­rio presumir el deseo del enfermo. Algunos, incluso, ante la solicitud de una oración o de una bendición, quieren que los que las piden expongan claramente sus motivos: «¿Es que esperamos que Dios resuelva por arte de magia nuestras dificultades? ¿Acaso hace falta un sacerdote para orar?».

A la luz de estos cambios e interrogantes, vamos a tratar de ofrecer algunos puntos de orientación pas­toral relativos a la oración con los enfermos.

Validez terapéutica y teológica de la oración

Aun el que personalmente no profesa fe religiosa alguna no puede desconocer la validez del sentimien­to religioso, que aflora de manera especialísima en los momentos más delicados de la existencia, como son el sufrimiento y la cercanía de la muerte.

La oración, a nivel simplemente psicológico, cons­tituye una forma inicial de superación del estado de an­siedad y es una llamada a las realidades trascendentes.

A nivel teológico, recuérdese la feliz expresión de San Agustín: «La oración es la respiración del alma». Es una imagen muy significativa. Así como la respi­ración es necesaria para vivir, así también la oración es necesaria para la vida de un creyente, y así como de la manera de respirar de un individuo se puede deducir su estado psíquico-físico, así también de la manera de orar se puede deducir la mayor o menor intensidad de la vida de fe.

Desgraciadamente, no pocos cristianos creen que lo son como es debido porque son «gente honrada» y, ade­más, generosa y disponible. Pero esto no significa ser «cristianos» aún. Las personas que así se comportan están en el camino que conduce a Jesús y, en parte, lo

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104 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

han encontrado ya: lo dijo Jesús en la descripción del juicio final (Mt 25,31-46). Pero para poder llamarse «cristianos», es decir, imitadores de Cristo, en el sen­tido pleno del término, se precisa la adhesión expresa a la comunión de vida con la Trinidad de amor. Dios se encuentra en el prójimo; pero Dios es también di­ferente del «prójimo» o, si se prefiere, Dios es el pri­mer prójimo, es la primera persona a la que hay que reconocer y amar.

El operario pastoral debe tener presente la validez psicológica y teologal de la oración como expresión de un encuentro con Dios que el enfermo a menudo espera y agradece. Sería un grave error defraudar esta expectativa. Más bien, y a pesar del clima seculariza­do, es muy útil tomar la iniciativa dé. proponer la ora­ción, tratando, siempre con discreción, de hacer revi­vir las exigencias más verdaderas y valiosas.

Sin embargo, la valía pastoral de una monja, de un capellán hospitalario o de sus colaboradores no se mide por las oraciones que hacen recitar. El operario pas­toral se hace signo sacramental del amor de Dios en tanto en cuanto manifiesta una disponibilidad y una sen­sibilidad nacidas de su propio espíritu de fe. Con todo, compete al operario pastoral estimular en aquellos a los que se acerca un encuentro más directo con Dios.

La oración es un medio para:

— manifestar la propia fe; — ayudar al enfermo a reencontrar en Dios el sen­

tido y el valor de la vida, incluso en su situación de paciente;

— realizar una forma de evangelización: es más fácil encontrar a Dios orando que discutiendo sobre Él;

— reconocer que, más allá de la propia sensibili­dad humana —de la que el Señor se sirve—, está la gracia de Dios para ayudar al enfermo.

LA ORACIÓN 105

Modalidades de la oración con los enfermos

Hay que tener en cuenta, ante todo, que la propuesta de orar no hay que hacerla sistemáticamente a todos.

No se puede partir de la persuasión de que todos los enfermos son católicos; los hay declaradamente ateos, o simplemente alérgicos a toda forma de ora­ción; otros pueden pertenecer a otras religiones. Tam­bién es verdad que el sentido de discreción y de de­mocracia no deben ser entendidos como el estrangu-lamiento de todo deseo religioso ni de toda expresión religiosa: la aconfesionalidad debe conjugarse con el respeto ante toda fe. El artículo 19 de la Constitución italiana precisa: «Todos tienen derecho a profesar li­bremente su propia fe religiosa del modo que quie­ran, individual o asociadamente, de hacer propagan­da y de realizar cultos tanto en privado como en pú­blico». Y el artículo 16.1 de la Constitución española dice: «Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades, sin más limitación en sus manifestaciones que la necesaria pa­ra el mantenimiento del orden público protegido por la ley». Las aplicaciones prácticas dependerán del sen­tido común del operario pastoral.

Sería ingenuo por su parte entrar en la habitación de uno o dos enfermos y recitar una oración en el pri­mer encuentro. Es preciso, ante todo, buscar una rela­ción de amistad que permita a los interesados manifes­tarse de algún modo. Conviene tener un poco de pru­dencia a la hora de invitar a un enfermo no grave a orar cuando está rodeado de parientes y amigos. Podría tra­tarse de una persona que no frecuenta la iglesia desde hace años y que no sabe cómo responder a la invita­ción a orar. Por un lado, no querría rehusarla, para no enmistarse con Dios, de quien tiene especial necesidad en esos momentos; por otro, no querría ser el hazme­rreír de los amigos presentes, que interpretarían la pre-

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106 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

cipitada oración como una capitulación del interesa­do, dictada exclusivamente por el miedo.

Al principio, bastará con manifestar que se com­parten las preocupaciones del enfermo. De su forma de responder se deducirá la conveniencia o no de pro­poner la recitación de alguna oración en común ade­cuando la frecuencia y el contenido a su situación psi­cológica y religiosa. A veces son los mismos enfer­mos o sus familiares los que se encomiendan a las oraciones del operario pastoral: «Acuérdese de noso­tros en sus oraciones», o bien, «¿Es que hoy no se reza?». Se tiene, así, la ocasión para rezar en común, para conocer la devoción de cada uno y las fórmulas que prefieren para dirigirse a Dios, incluso a través de la intercesión de los Santos y de la Virgen. En ge­neral, cuanto más sufre el enfermo, más agradece el que se le invite a invocar al Señor.

Es más fácil la propuesta religiosa en una sala en la que se encuentran enfermos que van a secundarla con toda seguridad.

La oración implica una preparación. No se pasa del diálogo humano —acaso condimentado de bromas—al diálogo con Dios sin un mínimo de tran­sición y de recogimiento.

Es deseable que la oración sea preparada por me­dio de alguna frase que clarifique su finalidad, toman­do pie, si es preciso, de las palabras, las preocupaciones y las esperanzas manifestadas por los participantes.

La celebración de una onomástica o de un cumple­años y las festividades religiosas pueden constituir una buena ocasión para dar a la oración una motivación particular.

He aquí algunas fórmulas orientadoras que pue­den servir de introducción a la oración o para cons­truir diversas invocaciones:

LA ORACIÓN 107

— Señor, ayúdanos a vivir día a día y a encon­trar en Ti nuestra fuerza. Que nos acompañe la inter­cesión de tu Madre y Madre nuestra: Ave María...

— Señor, te rogamos por todos los que sufren, por los que no tienen fuerzas para orar, por cuantos no tienen a nadie en quien apoyarse: Padre nuestro...

— Señor, deja que nos desahoguemos contigo. Dé­janos desahogar nuestro cansancio, nuestras desilusio­nes, nuestra rabia. Señor, haz que todos te sintamos muy cerca de nosotros.

— Jesús, Tú que conociste el sufrimiento, perma­nece muy cerca de todos los que sufren.

¿Qué eficacia tiene la oración?

Cuando la enfermedad se prolonga o se complica, surge espontáneo el desahogo del enfermo: «El Señor se ha olvidado de mí. Tal vez ni soy digno de que me responda. Mis oraciones son inútiles». Pero Jesús asegura: «Por eso os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obten­dréis» (Me 11,24). San Agustín, comentando este pa­saje, explica que la oración tiene un efecto asegurado a condición de que esté bien hecha, con perseverancia y en conformidad con la voluntad de Dios.

La afirmación del Evangelio no implica muchas condiciones, salvo la ya expresada por Jesús: la ora­ción debe hacerse «en su nombre» (Jn 14,14; 16,23-24). Ninguna invocación que hagamos a Dios queda sin respuesta, pero la respuesta de Dios debe ser acep­tada dentro del espíritu evangélico.

Jesús no pretendió ofrecer a sus discípulos un me­dio «mágico» para resolver todas las dificultades, una forma de eludir el compromiso cristiano de la vida ni, menos aún, un medio de «paganizar» la propia exis-

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108 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

tencia y obtener un bienestar cada vez mayor y la in­mortalidad.

Orar «en nombre de Jesús» significa entrar, como Cristo, en comunión con el Padre para cumplir su vo­luntad, incluso en las situaciones más difíciles y hu­manamente absurdas. Esto es lo que se desprende de la oración del Señor en Getsemaní y del comentario que la Carta a los Hebreos hace de esa oración: «Él, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal rue­gos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su ac­titud reverente» (Hb 5,7). ¿En qué sentido fue escu­chado? El evangelista San Lucas dice: «Entonces se le apareció un ángel venido del cielo que le conforta­ba» (Le 22,43). Fue escuchado, porque recibió ayuda para cumplir la misión redentora.

De este episodio tan dramático de la vida de Cris­to podemos deducir el valor del desahogo del alma amargada en la oración, la legitimidad plena de nues­tra petición al Padre para que nos libere del sufrimien­to, la seguridad de que, con toda certeza, Dios-Padre responde a nuestra oración. Pero lo que no podemos saber es de qué modo vendrá Dios-Padre en nuestra ayuda. No siempre, desde luego, cambiando de signo la situación, pero sí ayudándonos a superar las difi­cultades, sin eximirnos de nuestra parte de responsa­bilidad. Por ejemplo: más que pedir al Señor que cal­me nuestras ansias, o que socorra a cuantos se en­cuentran en dificultad, debemos pedir que nos ayude a dominar nuestra susceptibilidad y nuestras ansias, y a ser más sensibles ante aquellos que sufren. La ora­ción es entendida como petición de la ayuda divina para estimular el valor y la inventiva humana. La va­lidez de la oración no depende de su resonancia emo­tiva: es decir, he rezado «bien», no porque he gozado espiritualmente de la oración, sino porque la oración tiene un efecto iluminador en mi vida.

LA ORACIÓN 109

Jesús mismo nos ha dejado el test de la oración auténtica: «Adorar al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,24).

«En espíritu» significa con docilidad al Espíritu Santo, porque la oración es un don de Dios y favore­ce nuestra comunión con Dios.

«En verdad» significa que la oración debe mani­festar la sinceridad del corazón.

El fin de la oración es hacer real el culto de la vida. Cristo nos ha hecho partícipes, ya desde el bau­tismo, de su sacerdocio de alabanza y de redención. Y cada uno es responsable de la celebración de su pro­pia existencia.

Al enfermo que, a causa de su especial sufrimien­to, le resulta difícil recitar oraciones, se le puede re­cordar que la oración no consiste en recitar meras fór­mulas, sino en dirigir la mirada y el corazón a Dios.

Al que se encuentra en estado de rebeldía se le pue­de invitar a desahogar sus ansias, sus amarguras y su propia rebeldía en Dios, que es Padre, y por eso com­prende nuestros estados de ánimo. En otros casos se­rá prudente aceptar en silencio el desahogo del enfer­mo.

Es legítimo pedir la curación: Jesús aceptaba que le pidieran milagros. El milagro no está vinculado a la santidad del que lo pide, sino que conserva su ca­rácter de manifestación de la bondad de Dios. El após­tol Pablo habla también del carisma de curaciones (1 Cor 12,9). Es preciso, no obstante, no alimentar ex­pectativas exageradas o presuntuosas; conviene, por el contrario, dejar claro, siempre con discreción y respe­tando la situación emotiva del enfermo y de sus fa­miliares, que el confiar en Dios implica también acep­tar el misterio de la vida, seguros de que, sea cual sea el desarrollo de la situación, el Señor estará cerca.

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110 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Particulares dificultades presenta el enfermo debi­litado psíquicamente, ya por intoxicación provocada por los fármacos, ya por la evolución de la enferme­dad. En estos casos habrá que limitarse a una breve invocación religiosa.

Incluso a la cabecera del moribundo hay que evi­tar toda exageración, tanto respecto de su debilitamien­to psíquico como de la situación emotiva de los fami­liares.

En el momento mismo de la muerte puede resul­tar consolador para los familiares el invitarles a rezar juntos, incluso cogidos de las manos, algunas de las oraciones que el difunto gustaba recitar, como el Pa­dre Nuestro. Puede añadirse, eventualmente, la invita­ción a trazar sobre su frente la señal de la cruz, a modo de cristiana despedida.

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10 La palabra de Dios

Renato Salvatore*

«¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?... Haz eso y vivirás» (he 10,26-28). La Biblia es el río que nos ayuda a descubrir el Manan­tial para, luego, guiarnos en la navegación a través del océano de la vida. El autor toma pie de una cierta perplejidad o carencia pastoral para invitar al operario a hacer un uso creativo de este precioso tesoro que Dios nos ha dado.

Visitantes molestos

«Job tomó la palabra y dijo: ¡He oído muchas cosas como éstas! ¡Consoladores funestos sois todos vosotros! ' ¿No acabarán estas palabras de aire? También yo podría hablar como vosotros, si vuestra alma estuviera en lugar de mi alma; sabría agobiaros a discursos... ¿Hasta cuándo afligiréis mi alma

* Renato Salvatore forma parte del equipo pastoral del «Ospedale S. Camillo» de Roma.

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112 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

y de palabras me acribillaréis?... ¡Oh! ¿quién hará que Dios me esuche?»

(Jb 16,1-4; 19,2; 31,35)

Jesús y las Escrituras

Toda la vida de Jesús se va cumpliendo según un plan establecido por Dios y ya «revelado» a los hom­bres en los Textos Sagrados. Jesús sabe leer, en las Escrituras y en los acontecimientos de su vida, la vo­luntad del Padre, y actúa de acuerdo con ella, aun en sus relaciones con la gente.

De suerte que Jesús mismo mantiene, como punto de referencia seguro y constante, la Palabra del Padre. A ella recurre explícitamente en diversas circunstan­cias de su vida privada y de su actividad pública. Re­cordemos, por ejemplo, las respuestas «bíblicas» de Jesús, tentado por el diablo en el desierto (Mí 4,1-11). Se enfrentan dos estilos de vida: por una parte, el que instrumentaliza a Dios y su Palabra; y por otra, el que pretende vivir «de toda palabra que sale de la boca de Dios»; o cuando es interrogado sobre cuál es el primer mandamiento: Jesús, de nuevo, invita a leer lo que está escrito en la Ley. Sí, este profeta no trata­ba en absoluto de borrar detrás de sí las huellas de Dios que había visitado a su pueblo: «No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolidos, sino a darles cumplimiento» (Mt 5,17).

Jesús, aun siendo el Hijo de Dios y él mismo la Palabra viva de Dios, hace un amplio uso de las Es­crituras desde el comienzo de su ministerio hasta el final sobre la cruz, expirando con los salmos en los labios.

La Buena Nueva anunciada por Jesús

Mientras que en tiempos de Jesús sólo se disponía de algunos textos sagrados (AT), hoy nosotros nos be-

LA PALABRA DE DIOS 113

neficiamos de la Revelación completa (AT y NT) y, sobre todo, tenemos en Jesucristo la Palabra definiti­va de Dios sobre sí mismo y sobre el hombre.

¿De qué forma tal abundancia de libros sagrados puede resultar de utilidad al operario pastoral? Esen­cialmente de dos formas: dictando los contenidos de la pastoral, y proponiendo un estilo pastoral.

Es muy raro que un operario pastoral se sienta des­provisto de contenidos pastorales. Pero sí es frecuente el caso de quien no se da cuenta de su necesidad y encuentra dificultades a la hora de excogitar la forma de introducir la Palabra de Dios en los diferentes con­textos pastorales. Muy a menudo se corre el peligro de hablar de todo, sin que ni el operario ni el pacien­te hagan referencia alguna a la Palabra de Dios. ¿De dónde proviene esta incapacidad o este empacho, in­cluso en el caso de pacientes con una fe bastante pro­funda? O bien, ¿cuántas veces se aferra uno a unos cuantos lugares teológicos y cae en la repetición ruti­naria de «frases estereotipadas» que tienen el sabor de una espiritualidad y una teología muy concretas? ¿Es posible que Dios tenga tan pocas cosas que decir y, además, tan irrelevantes? No. Somos nosotros los que carecemos de una metodología y una práctica es­pecífica de la que valemos para un uso más prove­choso de la Biblia.

Toda la Palabra de Dios, y de modo especial los Evangelios, es una escuela permanente no sólo de con­tenidos, sino también de metodología: Jesús puede re­presentar para el enfermo la propuesta suprema cuando éste «oiga» que el Hijo de Dios habla de él y para él.

El operario pastoral es un «instrumento», un me­diador que alcanza tanto mejor su objetivo cuanto con mayor eficacia hace presente y operante, al lado de cada uno de los hombres de hoy, al mismo Jesús de los Evangelios. Muy brevemente, y a título de ejem-

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pío, intentemos captar algunas líneas «pastorales» que surgen de las parábolas, curaciones y encuentros de Jesús, tal y como nos han sido transmitidos por los evangelistas.

Las parábolas. En ellas se manifiestan sintética­mente el método y el contenido del anuncio del Rei­no. La parábola, por su misma estructura dialógico-argumentativa y por el uso de imágenes ligadas a la experiencia cotidiana y profana, es algo muy cercano a la vida del oyente y, al mismo tiempo, expresándose en un lenguaje alusivo y simbólico, permite el paso a un nivel diferente de comprensión y de participa­ción.

Ya los profetas del AT se expresaban en parábolas para poder hablar de Dios en términos «humanos»; eso mismo va a hacer Jesús, reactualizando incluso parábolas de profetas anteriores a él (Is 5,1-7; Me 12,1-12).

La forma de hablar de una persona dice mucho de ella, de sus relaciones con Dios, con el mundo y con los demás. Jesús se expresó y expresó muchas co­sas en parábolas: «Y les anunciaba la Palabra con mu­chas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios dis­cípulos se lo explicaba todo en privado (Me 4,33-34).

Son frecuentes las «relecturas» de bastantes pará­bolas de Jesús por parte de las comunidades primiti­vas. La parábola se convierte en instrumento de catc­quesis que se deja «re-contar» en los momentos más apropiados a los diversos contextos, adquiriendo sig­nificados nuevos pero siempre pertinentes, debido a su lenguaje1.

1 V. Fusco, Olre la parábola, Borla, Roma, 1983, p. 169.

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De manera que la posibilidad de ampliar o cam­biar el elemento figurativo, de ensanchar o transfor­mar la aplicación de las parábolas, ha hecho que és­tas constituyan, a través del tiempo, un depósito ex­tremadamente maleable para ser tratado con una cierta libertad de interpretación y de aplicación (parenética, catequética, escatológica, cristológica)2.

El operario sanitario debe tratar de traducir las pa­rábolas y su contenido salvífico al contexto sociocul-tural y existencial de su auditorio, a fin de que cada uno se sienta estimulado a tomar postura frente a la persona y al mensaje de Jesús, reconsiderándose y «confrontándose» a sí mismo, por ejemplo, con el buen samaritano o con otros personajes: con el hijo pródi­go o con el hermano mayor; con el publicano o con el fariseo; con el obrero de la primera hora o con el de la última; con el sembrador y los diferentes terre­nos; con el pastor del rebaño o con los mercenarios; con la lámpara que alumbra o la que está escondida; con los ricos que dan a Dios tan sólo lo que les sobra o con la viuda que da todo lo que tiene; con el rico Epulón o con el pobre Lázaro; con el juez inicuo o con la viuda inoportuna; con el siervo despiadado o con el que espera en vela; con el que hace fructificar sus talentos o con el que los entierra; con el propieta­rio o con los siervos del campo donde crece la ciza­ña...3.

La lectura «abierta» de la parábola puede concre­tarse en la acentuación de uno cualquiera de los mu­chos elementos que presenta: en su interior, el lector puede «producir activamente un sentido», a tono con las resonancias que a él le sugiera personalmente.

2 T. Goffi, Gesü di Nazareth nella sua esistenza spirituale, Morcellia-na, Brescia, 1983, p. 105.

3 V. Fusco, Ibíd., pp. 164-165.

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Esta manera de anunciar el Reino y sus exigencias es particularmente apropiada para quien está enfer­mo, porque él es «parte interesada» de sus interro­gantes sobre el sentido del mal, del sufrimiento y de la injusticia. De hecho, lo específico de la parábola estriba en la capacidad de inducir el juicio deseado (por el que la narra), trayéndola a cuento en el mo­mento en que él mismo no está gravado por prejui­cios personales respecto a la formulación de tal jui­cio. En la vuelta desde el mundo ficticio del relato al mundo real, el oyente se siente interpelado en pri­mera instancia por la llamada a contrastar su actitud hacia Dios y hacia el prójimo (2 S 12,1-13).

Para no traicionar el texto evangélico ni las expec­tativas del enfermo, el operario pastoral debe poner en funcionamiento todos sus conocimientos bíblicos para escuchar las parábolas con los «oídos» de los oyentes de entonces, y su creatividad para repetirlas a los «oídos» de los oyentes de hoy; es preciso, sobre todo, que las escuche «contemplando» la actitud de Jesús, que es el mejor comentario de sus parábolas.

Una parábola para el operario sanitario: el sembrador

El operario pastoral puede ser descrito como el que anuncia y actualiza la acción salvífica de Jesucristo en el mundo de la sanidad. Es portador de una ver­dad conocida y vivida por él, pero no creada por él ni instrumentalizada con fines personales: anuncia a Otro «para» otro (el enfermo, en nuestro caso). Po­dríamos preguntarnos, parafraseando a Jesús: «¿Con quién compararé al operario pastoral? Con un sem­brador que sale cada mañana a lanzar su semilla». En efecto, en la parábola del sembrador se pueden aislar elementos propios de la figura del operario pas­toral. También éste tiene un vasto campo ante sí y bue­na semilla que «sembrar», y cumple día tras día el «rito» de la siembra. Pero ¡cuántas veces que-

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da asombrado o desilusionado por lo que recoge...! La experiencia confirma constantemente que todo en­fermo es un «campo» difere»te de los demás, con sus especificidades más o menos visibles: con sus espinas, con sus piedras, con sus pájaros, o con su terreno fértil. Muchas veces constatamos cómo la respuesta de los enfermos a las mismas palabras y a los mismos ges­tos es muy diferente, cómo se manifiesta en una va­riada gama de reacciones específicas, comprensibles únicamente a la luz de la historia de cada uno. De ahí la indispensable atención al «campo» en el que se quiere que crezca y madure la Palabra de Dios. En efecto, según nos advierte Jesús, pueden darse condi­ciones muy diferentes:

— tal vez no es el momento más oportuno para sembrar;

— es preciso roturar la tierra y limpiarla de pie­dras;

— deberemos abonarla, de acuerdo con determi­nados ritmos de tiempo, para facilitar el crecimiento;

— el terreno es más apropiado para madurar unas semillas determinadas, y no otras;

— en algunos terrenos la semilla ya está lanzada, y nuestra tarea consiste tan sólo en estimular su desa­rrollo;

— en otros casos, tenemos que habérnoslas con «plantas» que sobreviven con dificultad: más bien que sembrar otras, será necesario tratar con solicitud de salvar a éstas.

Estas y muchas otras son las situaciones que se dan cuando se tiene el valor de asomarse con amor y realismo al corazón de las mujeres y de los hom­bres a los que se quiere ofrecer una presencia acorde con sus exigencias, no con la «mercancía» de que uno dispone.

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Mayor relevancia para el operario pastoral sanita­rio —nos sugiere esta parábola— tiene el hecho de tomar conciencia de ser y considerarse también él un «terreno» más o menos acogedor de los mensajes («se­millas») emitidos por el enfermo, justamente cuando todo parece hacer creer que es sólo o principalmente él quien tiene el papel de sembrar, y que el otro (el enfermo) debe ser considerado únicamente en la pers­pectiva de la acogida. De suerte que, en esta continua compenetración de funciones, se descubre que con fre­cuencia el enfermo anda buscando espacios de escu­cha por parte de los operarios pastorales, a veces de­masiado preocupados por exhibir sus propias «inter­pretaciones pastorales». En consecuencia, el enfermo puede percibir la presencia del operario pastoral de varios modos:

— como un camino en el que todo fluye muy rá­pidamente, ya que está sólo de paso; como un lugar en el que no se custodia cosa preciosa alguna, y por eso el enfermo cree imprudente o humillante deposi­tar en él su propia interioridad;

— o bien, como un montón de «piedras» que no sabe captar las señales o no permite que los mensajes del paciente penetren hasta el fondo;

— o también, como un terreno lleno de «espinas» y de zarzas: todo intento de establecer una relación por parte del paciente se ve enseguida sofocado por el peso de innumerables preocupaciones o presiones externas que agobian al agente pastoral y le hacen in­capaz de responder a las necesidades de los demás.

En las relaciones con los enfermos existe esta cer­teza y esta riqueza: cuanto más se esfuerza el opera­rio pastoral por roturar su propio terreno, más y me­jor aprende a sembrar en el de los demás; y, mientras se da a cultivar el terreno de los demás, está apren­diendo a conocer y roturar el suyo propio.

LA PALABRA DE DIOS 119

A modo de conclusión, ponemos de relieve algu­nos puntos destacados de esta parábola:

— es preciso salir a sembrar todos los días y en todas partes; no es lícito desistir ni discriminar: el evan-gelizador y la Palabra son un derecho inalienable de todos;

— el enfermo concreto es parte integrante del evan­gelio que debemos proclamar y vivir junto con él. El «receptor» debe formar parte del «mensaje» que reci­be; de lo contrario, no le afectará en sus auténticas necesidades existenciales;

— cada enfermo tiene su clima, su ritmo y su es­tación de crecimiento. La Palabra de Dios para cada uno expresa, en el tiempo, sus potencialidades, reali­zándose en un movimiento circular en el que es escu­chada, acogida, asimilada, madurada,' vivida y, final­mente, anunciada;

— a veces, hay en el corazón de una misma per­sona zonas diferentes, que representan diferentes cla­ses de terreno: nosotros no siempre somos lo suficien­temente hábiles para sembrar en la zona más acoge­dora;

— el operario pastoral no es estimulado ni moti­vado a trabajar con la mira puesta en los resultados, sino esencialmente por la alegría de dar y de darse. Sólo quien vive en esta perspectiva puede gastar y «de­rrochar» la semilla y el tiempo en terrenos pedrego­sos, es decir, en aquellos que ya se sabe que escuchan con gusto, pero que luego no hacen nada; en aquellos que están absorbidos por otras mil preocupaciones. La actitud pastoral consiste en ofrecer a todos idénti­cas posibilidades de crecimiento, alimentando la espe­ranza de poder transformar el terreno de hoy en otro más fértil.

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El encuentro con los enfermos

Los evangelistas nos presentan a un Jesús que de­dica gran parte de su tiempo a los enfermos.

«Jesús mismo es signo, parábola de la ternura de Dios hacia el hombre perdido, enfermo, débil, dolien­te..., no se limita a contar la parábola del Padre mise­ricordioso, sino que la expresa en toda su vida, la sim­boliza, la hace concreta de forma figurada»4.

No es la curación prodigiosa la que ocupa el puesto central en estos relatos, sino la persona de Jesús, que es curativa de por sí; y, en segundo lugar, la «entera» persona del enfermo, que es reintegrada a una pro­funda comunión consigo mismo, con la sociedad y con Dios. Los enfermos que no se abren al poder sal-vífico de Jesús ni se confían a él son los únicos que no logran obtener la curación; para todos los demás hay esperanza y salvación, aun en el caso de que «ya huele, es el cuarto día» (Jn 11,39). Para el creyente no existen obstáculos insalvables; no puede decir: «Se­ñor, yo no tengo a nadie» (Jn 5,7). Jesús pregunta a cada hombre y a todo el hombre: «¿Quieres sanar?». Que es tanto como decir: ¿estás dispuesto a recono­cer tu condición, a encontrarte con aquello que de negativo hay en ti, para liberarte definitivamente de ataduras asfixiantes? ¿Estás dispuesto a asumir con plena responsabilidad la dureza de un camino que tie­nes que recorrer con tus propios pies? En caso afir­mativo, el enfermo gritará cada vez más fuerte, como el ciego de Jericó (Me 10,46-52); buscará ayuda entre sus amigos y se hará incluso bajar desde el tejado, como el paralítico (Me 2,1-12); con toda seguridad, se dirigirá a Jesús, como el leproso: «Señor, si quie-

4 C. M. Martini, Perché Gesú parlava in parabole?, EDB-EMI, Bo-logna, 1985, p. 142.

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res puedes limpiarme» (Mt 8,2); y no desistirá cuan­do el Señor parezca no prestarle oídos, sino que se­guirá creyendo como la mujer sirofenicia (Me 7,24-30).

El querer ser y actuar de manera distinta es el ob­jetivo que todo operario pastoral debe alimentar en el enfermo. La curación no es un proceso en el que quedan implicados únicamente los miembros enfermos, sino la completa y compleja unidad psicofísica del hombre; curar significa restablecer el equilibrio bio-psíquico-espiritual. No opone resistencia a la curación el que mira en su interior como el publicano, el que no se hace ciego y sordomudo a los signos de la pre­sencia de Dios, el que no se abandona a la parálisis interior y moral. Jesús asegura que el que tiene fe ve­rá manifestarse en él las obras de Dios (Jn 9,1-39).

De todos estos encuentros con los más diversos ti­pos de enfermos y de la preciosa parábola del buen samaritano emerge el estilo pastoral de Jesús, así co­mo interesantes perspectivas de crecimiento y de tra­bajo para los operarios pastorales.

La Palabra de Dios para el hombre que sufre

Es deber primordial del pastor el proporcionar una ayuda en consonancia con la «fe». Si bien puede echar mano —como preciosos instrumentos que son— de la sociología, de la pedagogía y de las demás ciencias humanas, es consciente de haber sido enviado por la Comunidad cristiana para anunciar y hacer eficaz, en beneficio del enfermo, la salvación donada por Jesu­cristo, recorriendo con él un camino que conduzca al descubrimiento del sentido del sufrimiento. El enfer­mo se plantea interrogantes acerca de la razón, la causa y la finalidad del mal en el mundo, y esos interrogan­tes implican, en definitiva, el ser y el actuar de Dios, que es el creador y el sustentador de todo lo que exis-

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te. Pero ¿dónde se encuentra la respuesta?5. Tan só­lo mediante la escucha y la asimilación de la palabra de Dios podemos penetrar el misterio del sufrimiento y encontrar las respuestas a los interrogantes más pro­fundos sobre la existencia humana.

«Cristo nos hace penetrar en el misterio y nos ha­ce descubrir el 'porqué' del sufrimiento, en tanto en cuanto seamos capaces de comprender la sublimidad del amor divino»6.

La plenitud del amor de Dios es atestiguada por San Juan con estas palabras: «Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eter­na» (Jn 3,16).

La traducción de los textos sagrados a las diversas lenguas, según la voluntad de los padres conciliares, responde a la necesidad de un mayor acceso a la Sa­grada Escritura por parte de los cristianos, ya que «la ignorancia de las Escrituras es, de hecho, ignorancia de Cristo»7. «Por tanto, toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de ali­mentar y regir por la Sagrada Escritura»8.

En el uso de la Biblia, aun respetando el valor in­trínseco de todos los textos inspirados por Dios y la ley de la gradualidad de la pedagogía divina, «todos saben que entre los escritos del Nuevo Testamento so­bresalen los Evangelios, por ser el testimonio princi­pal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador»9.

5 Salvifici Doloris, 26. 6 Ibíd., 13. 7 S. Girolamo, Comm. in Is. Prol., PL 24,17. 8 Dei Verbum, 12. ' Ibíd., 18.

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Si es misión de toda la Iglesia anunciar el Evange­lio, la de los operarios pastorales es proclamar y ha­cer vivir el Evangelio del Sufrimiento10.

A todos los que sufren se les da la posibilidad, por medio de la acción de la gracia de Cristo resuci­tado, de madurar espiritualmente. Es Cristo Jesús, Maestro y Guía interior, quien enseña, transforma y da su fuerza al hermano y a la hermana que sufren. Concierne al operario pastoral facilitar la participa­ción del enfermo en los sufrimientos de Cristo, por­que éste es el único camino para encontrar a Cristo y su Verdad: «A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la Cruz de Cristo, se re­vela ante él el sentido salvífico del sufrimiento»11.

Sagrada Escritura e indicaciones pastorales

«La Sagrada Escritura es un gran libro sobre el sufrimiento»12 que puede animar e inspirar la acción pastoral, con tal de tener presentes algunas indicacio­nes prácticas:

— Conocer bien la Sagrada Escritura, para poder escoger, en las diferentes circunstancias, el pasaje más apropiado.

— Respetar la lógica de la Encarnación, situán­dose en la realidad concreta del enfermo. No preten­der que sea el enfermo quien deba levantarse hacia el cielo, sino, más bien, permitir que la Palabra de Dios recorra su camino natural hacia el hombre que necesita de ella. Siempre es Dios el que da el primer paso hacia el hombre.

10 Salvifici Doloris, 25. " Ibíd., 26. 12 Ibíd., 6.

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— El Evangelio no es un conjunto de palabras, sino que es Jesús en persona. En la Palabra de Dios se encuentra presente toda la riqueza trinitaria, que a través de aquélla entra en diálogo y en comunión con el hombre de todo lugar y tiempo. Por eso no hay que tener excesiva prisa ni inquietud por llegar a la administración de los sacramentos, como si Dios no tuviera otros caminos para acercarse al hombre.

— «En la visita a los enfermos, el sacerdote debe­rá sugerir y preparar, en diálogo fraterno con el en­fermo mismo, una oración común en forma de breve celebración de la Palabra de Dios, sirviéndose de di­ferentes elementos oportunamente escogidos. Será bue­no que a la lectura de la Palabra de Dios siga una oración, tomada de los salmos o de otros formula­rios, aunque sea en forma de letanía; al final, el sa­cerdote podrá bendecir al enfermo, imponiéndole las manos»13.

— Evitar extraer de la Sagrada Escritura una par­ticular espiritualidad para cada enfermo; es preferible proponer la espiritualidad común a todos los cristia­nos, para vivirla del modo y con el ritmo que permi­tan las condiciones propias de la enfermedad.

— No presentar textos de difícil comprensión, de­masiado exigentes para ser practicados por el pacien­te en ese momento, o poco adecuados a la situación concreta.

— Transmitir no sólo contenidos de la Biblia, si­no también —cuando sea oportuno— el propio cami­no de fe, con sus dificultades propias. Nuestra expe­riencia de fe, vivida en el encuentro con Cristo, se con­vierte en «relato», testimonio para los demás.

13 «Sacramento dell'unzione e cura pastorale degli infermi» (Confe­rencia Episcopal Italiana, núm. 45).

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— Utilizar la Palabra de Dios como reflexión, en­señanza y oración. Los Salmos se pueden usar para todo tipo de invocación de alabanza, de acción de gra­cias, de petición de ayuda; Job, Jeremías y el Qohélet pueden constituir un subsidio válido para expresar la rebeldía, la integración angustiosa con Dios; los poe­mas del Siervo doliente, la Carta a los Hebreos o las de San Pablo, para una conversación profunda; las pa­rábolas y las curaciones de Jesús, para una transposi­ción simbólica.

La actualización de la Palabra de Dios

«Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia» (2 Tm 3,16). Aun haciendo nuestra esta verdad enunciada por el apóstol Pablo, se puede afir­mar que algunos pasajes de la Biblia se prestan fácil­mente a ser usados en el ámbito pastoral: así lo ates­tigua la experiencia cotidiana, y se podrían incluso for­mular algunas razones al respecto. Sin embargo, lo que a nosotros nos urge es habituarnos a tomar en la Sa­grada Escritura puntos de conexión con la experien­cia de vida y de fe del paciente concreto. Es útil, y a veces puede ser muy oportuno, actualizar la Pala­bra de Dios, sometiéndola a operaciones de adapta­ción más o menos adecuadas al mensaje específico y original. Lo que se pierde en «exegesis» se gana en una «pastoral» personalizada, «centrada sobre el pa­ciente».

La Sagrada Escritura compromete a quien se acerca a ella en tres actos fundamentales: interpretación, ac­tualización y aplicación. Todo texto se lee en su con­texto formativo; necesita ser traducido al contexto cul­tural del lector y, finalmente, requiere ser aplicado a la realidad existencial del que escucha. Estos pasos de la Palabra de Dios se dan mediante la «palabra hu­mana», que es el único vector históricamente dado.

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«Dios habla en la Escritura por medio de hom­bres y en lenguaje humano; por lo tanto, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso co­municarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras»14.

Algunos riesgos a tener en cuenta

El uso de la Palabra de Dios para iluminar la vida y el camino del hombre que sufre debe tener en cuen­ta algunas posibles distorsiones que hay que evitar:

— pretender legitimar las personales opciones pas­torales, aferrándose a algunos textos bíblicos oportu-nísticamente escogidos y unilateralmente interpretados;

— absolutizar una determinada lectura de un tex­to en perjuicio de otras lecturas ya consagradas por la Tradición, por el Magisterio o por la Comunidad eclesial;

— fundamentalismo bíblico: considerar la Biblia como un prontuario de respuestas fáciles y prefabri­cadas para cada caso;

— no reconocer la actualización de la Palabra de Dios, en la vida del creyente, como un lento y fatigo­so camino de comprensión del misterio de la salva­ción, ya operante en ella;

— insuficiente sensibilidad por parte del operario pastoral en la preparación del paciente para una asi­milación activa de la Palabra de Dios;

— hacer al Texto Sagrado preguntas acerca de cues­tiones que en él no se plantean: Biblia y experiencia

14 Dei Verbum, 12.

LA PALABRA DE DIOS 127

actual se encuentran y confrontan en relación con los significados absolutos (y, por tanto, religiosos) de la vida. Por lo que respecta a lo «fenoménico», tanto bíblico como actual, es inexorablemente clara la dis­tancia y diferencia de culturas15;

— perder la oportunidad de beneficiarse del he­cho de hacer cotidiano el pan de la Palabra de Dios: la liturgia, los encuentros individuales o en grupo, la catequesis, los mass-media;

— no fundir estrechamente el mensaje de la Bi­blia con las actitudes y comportamientos existencia-Íes; una Palabra que no produce una praxis coherente es como una cita a la que no se acude.

15 C. Bissoli, Attualizzadone delta Parola di Dio nella pastorale e ne-lla cetechesi, en VV.AA., EDB, 1983, p. 194.

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128 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

BIBLIOGRAFÍA

BRESSANIN, E., «Annunciare e vivere il Vangelo nel mon­do della salute oggi», en Quaderni del Centro Camulia­no di Pastorale, núm, 2, Verona, 1986.

HAERING, B., Proclamare la salvezza e guariré i malati, Os-pedale «Miulli», Acquaviva delle fonti, 1984.

MIDALI, M., Teología pastorale o pratica, Las, Roma, 1985.

PANGRAZZI, A., Creativitá pastorale a servizio del malato, Ed. Camilliane, Tormo, 1986. (Trad. cast.: Creatividad pastoral al servicio del enfermo, Sal Terrae, Santander, 1988.)

VV.AA., Attualizzazione della Parola di Dio nella nostra comunitá, EDB, 1983.

11 Los sacramentos y la liturgia

Ernesto Bressanin*

Tradicionalmente, los sacramentos han desempeñado un papel de importancia primordial en la atención pastoral a los enfermos. Hoy se detecta una notable disminución en la frecuen­tación de los sacramentos y, a menudo, disgusto e insa­tisfacción por el modo en que los sacramentos son «ad­ministrados» y recibidos, y por su escasa influencia en la vida. Este cambio es un reflejo de las transformaciones socia­les, culturales y religiosas acaecidas en la Iglesia y en la sociedad, y exige una renovación de la pastoral que prime la evangelización y el encuentro personal con el enfermo como bases sobre las que construir una even­tual propuesta sacramental.

El porqué de una crisis

Sin duda, una de las causas principales de la cri­sis actual de la práctica sacramental reside en la difi-

* Ernesto Bressanin es profesor de Teología moral en el «Stu-dio Teológico S. Zeno» de Verona.

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cuitad del hombre para abandonarse al misterio de Dios que viene a su encuentro históricamente en Cristo y en la Iglesia: en la resistencia a dejarse interpelar y privar de las propias seguridades, a dejarse juzgar y salvar mediante la inserción en el hecho salvífico pascual.

A esta dificultad de siempre se añade hoy un mo­do nuevo de vivir, de concebir la vida y de situarse frente a ella; un modo nuevo de existir en un mundo y una sociedad que se van distanciando cada día un poco más de aquello a lo que estábamos acostumbra­dos.

En este contexto, la fe en Dios y la aceptación de su intervención en los sacramentos se han tornado más difíciles, dado que el hombre ya no entiende las fór­mulas y los ritos tradicionales, y los rechaza, porque no encuentra una formulación adecuada de la fe ni una liturgia capaz de responder a las nuevas experien­cias que él va teniendo de sí mismo y del mundo.

En otras palabras, existe hoy un cierto alejamien­to de los sacramentos porque se han hecho más difí­ciles la fe en Dios, la necesidad de salvación y el sen­tido de mediación de la Iglesia. Se ha hecho más difí­cil la fe, porque el hombre moderno rechaza una concepción y una fe en Dios que se presente como un refugio psicológico para personas inmaduras, co­mo un obstáculo para la libre construcción de sí mis­mo, como algo alienante con respecto al compromiso de ser protagonista de la propia historia. Se ha hecho más difícil la necesidad de la salvación, porque, em­briagado por las conquistas de la ciencia y por las posibilidades que tiene en su mano, el hombre tiene la tentación de considerarse autosuficiente y capaz de resolver por sí mismo los problemas que la vida le presenta. Se ha hecho más difícil captar el significado de la mediación de la Iglesia en los sacramentos por-

LOS SACRAMENTOS Y LA LITURGIA 131

que la Iglesia se manifiesta más como un signo de poder que como un signo de amor y de liberación1

Doble exigencia

El agudo sentido de la dignidad humana y la su­peración de la actual crisis de los sacramentos exigen una renovación del lenguaje de la catequesis y de la pastoral. La fe y los sacramentos no deben aparecer como algo que se da automáticamente asegurado por el hecho de ser pronunciadas ciertas fórmulas o reali­zados determinados ritos. Debe aparecer más clara­mente la gratuidad de la intervención del amor de Dios en Cristo y en la Iglesia; debe ser puesta más eficaz­mente en evidencia la exigencia de una respuesta per­sonal, viva y comprometida del hombre en el interior de la comunidad y al servicio del mundo, al que la Iglesia es enviada por Dios. Es decir, una pastoral sa­cramental que pretenda ser fiel a la Palabra de Dios y dar una respuesta a las expectativas y aspiraciones del hombre debe obedecer a dos exigencias fundamen­tales, que podemos definir en términos de exigencia sacramental y de exigencia antropológica.

La primera requiere que los valores intrínsecos de los sacramentos sean conocidos, acogidos libremente y vividos por cuantos los celebran. La segunda exi­gencia requiere atención al hombre concreto, al hom­bre tomado en su religiosidad y en el contexto de una sociedad secularizada o en vías de una progresiva secu­larización. Esto significa que los sacramentos presu­ponen y estimulan la doble actitud fundamental de la fe y de la caridad. Los sacramentos, en cuanto acon­tecimientos salvíficos, pueden insertarse eficazmente

1 Sobre las causas de la crisis de los sacramentos, en particular so­bre la crisis del sacramento de la penitencia, cfr. J. Ramos-Regidor, / / sacramento delta penitenza, ElleDiCi, Torino-Leumann, 1972, pp. 50-55.

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132 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

tan sólo allí donde el hombre está dispuesto a acoger­los en la fe y a vivirlos en la caridad.

Por otra parte, en cuanto abiertos al hombre de la ciudad secular, los sacramentos están pidiendo una propuesta y una acogida de fe, purificada de toda ten­tación de magia o de superstición, puesta a salvo del peligro de un ritualismo vacío o estereotipado, positi­vamente ordenada hacia aquel culto «en espíritu y en verdad» al que, por su misma naturaleza, está orien­tada la celebración.

Papel del operario pastoral

Partiendo de la perspectiva arriba señalada, apa­rece claro que la primera tarea del operario pastoral en el mundo de la sanidad no consiste en hacer acep­tar los sacramentos, sino en suscitar la fe y ayudar al enfermo a captar la presencia de Cristo y a vivir en la esperanza la nueva situación. Lo cual exige sen­sibilidad y mucho tacto.

El hospital se ha convertido, más que nunca, en «encrucijada» de la humanidad, punto de encuentro de hombres de toda extracción social y de cualquier tendencia política y religiosa. «Si a la iglesia va úni­camente el que quiere, al hospital van todos, creyen­tes y no creyentes, católicos practicantes y personas que viven al margen de la vida de la iglesia. Esto sig­nifica que, si los hospitales ofrecen a la Iglesia una inmensa posibilidad de encuentro con los alejados y con la sociedad, requieren también una pastoral dife­rente de la de la parroquia, una pastoral más pareci­da a la de las misiones»2.

2 C. Vendrame, «Urgenza di una pastorale speciale della penitenza per i malati», en Camillicmi/Documenti, Año I, núms. 1-3, 1987, p. 378.

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Para desarrollar esta su tarea, el operario pastoral necesita momentos de encuentro que hagan posible un verdadero diálogo, un conocimiento personal del en­fermo, de su religiosidad, de su modo de entender y vivir la fe, del significado que atribuye a la enferme­dad y a la celebración de los sacramentos. La forma­ción para la relación de ayuda y la capacidad de esta­blecer relaciones auténticas son actitudes nada secun­darias o superfluas en el operario pastoral.

La atención y la valoración de la visita, de la aco­gida y de la escucha, y de todas las demás activida­des pastorales —de las cuales se ha tratado en los ca­pítulos precedentes— no tienden sólo a sostener la mo­ral del enfermo. Esta es una cosa óptima, pero no basta. Si se quiere que el enfermo viva evangélicamente su situación, es preciso actuar de manera que el Evan­gelio llegue a su «corazón», a lo que él vive y experi­menta: el amor, la esperanza, el escándalo de la prue­ba y del sufrimiento, el sentido de la vida, la angustia de la muerte... Es a este nivel profundo donde la Pa­labra de Dios alcanza al hombre. Es sobre esta situa­ción y sobre estos interrogantes donde ella proyecta una luz nueva. El diálogo pastoral no puede quedarse en la superficie de los problemas o referirse a cosas que nada tienen que ver con el enfermo; debe, por el contrario, llegar a la dimensión más profunda de la persona; debe arrojar luz sobre sus preocupacio­nes, sus ansiedades, sus expectativas y sus esperanzas.

Nos hallamos, pues, muy lejos de la alternativa simplista y reductora de impartir o no impartir los sacramentos. Se trata de hacer un camino de fe, nun­ca del todo acabado y siempre perfectible. Se trata de ayudar al enfermo a captar la presencia de Cristo, que está junto a él y en él; se trata de vivir el mo­mento sacramental no como una breve visita del Se­ñor, sino como un acto en el que esta presencia de Cristo es celebrada de manera más consciente, acogi-

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da de manera más atenta y realizada de modo más eficaz y comprometedor.

En esta perspectiva, el operario pastoral mismo se convierte en «signo sacramental». En su persona y en su ministerio está remitiendo a Cristo, de quien es signo visible; a Cristo, que en él y por medio de él anuncia la palabra de salvación, comunica el Espíritu y pro­porciona fuerza. Más aún: no sólo el sacerdote, sino toda persona que se acerca al enfermo para ofrecerle un servicio, se convierte en «sacramento de Cristo»; «El gesto de quien se acerca al enfermo es, en efecto, signo de un gesto más amplio y más rico, un gesto que viene de Dios y quiere abrazar al hombre y trans­formarlo. De esta manera, entre los sacramentos y el servicio a los enfermos se pone de manifiesto una con­tinuidad natural y una referencia mutua: en ambos se hace real una "presencia"..., ambos son animados y vivificados por idéntico dinamismo. El servicio que se actualiza en el don de sí mismo revela al enfermo que un hombre se hace cargo de otro hombre. Este es el primer paso que ayudará al enfermo a tener el valor de dejarse conducir por el amor eterno en su situación actual. Un clima de amistad, de simpatía, de espontaneidad y de servicio verdadero hace que el enfermo se sienta a sus anchas con los demás y tam­bién consigo mismo, más dispuesto a dialogar, a esta­blecer relaciones interpersonales positivas incluso con Dios, para acceder luego a los sacramentos. De lo con­trario, los sacramentos mismos (en especial la Euca­ristía) corren el riesgo de reducirse para el enfermo a un lugar de refugio, de consolación, a una manera de resarcirse de las frustraciones sufridas en las rela­ciones negativas tenidas con los hombres»3.

3 M. Alberton, Un sacramento per i malati, Ed. Dehoniane, Bolog-na, 1978, pp. 101-102.

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Incumbe al operario pastoral sensibilizar al enfer­mo ante estos valores del servicio sanitario y ayudarle a captar la presencia dinámica de Cristo a través de estas realidades.

¿Incumbe al capellán también el proponer la re­cepción de los sacramentos? Es difícil dar una res­puesta categórica. Dependerá mucho del conocimien­to que tenga del enfermo y de su práctica sacramen­tal. En línea de principio, parece, sin embargo, preferible dejar al enfermo la iniciativa de pedirlos, para que no tenga que sentirse forzado ante una pro­puesta que puede parecerle una presión moral. Con los no practicantes, por otra parte, es inútil insistir en que acepten un sacramento en el que no creen; me­jor será ayudarles a crecer en la fe. Por lo demás, no es fácil lograr en poco tiempo la transformación de su actitud o una conversión profunda y duradera. La misma educación en la fe no deberá ser tanto la toma de conciencia de los diferentes artículos de un credo, cuanto la adhesión y el abandono en una persona, Cristo Jesús, que está presente para ser «el compañe­ro y el amigo de nuestra vida, nuestra esperanza y nuestro consuelo, nuestro hermano»4.

La penitencia

El principio según el cual es preferible que sea el enfermo quien pida el sacramento, en lugar de ser el capellán quien se lo proponga, me parece que es váli­do sobre todo con respecto al sacramento de la peni­tencia o de la reconciliación. Y esto, tanto para evitar el peligro de que el enfermo «sufra» el sacramento sin estar interiormente preparado, como para no co-

4 Noi predichiamo Cristo a tutta la térra, de los «Discorsi di Paolo VI», Manila, 29 de noviembre de 1970.

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rrer el riesgo, cosa no infrecuente, de que la celebra­ción se reduzca a un rito absolutorio, en función ex­clusivamente de la comunión, pero sin resonancias con­cretas en su vida de fe.

El sacramento de la penitencia no es simplemente el sacramento de la acusación o confesión de los pe­cados cometidos; tampoco es un medio fácil y cómo­do de perdón. Es, por el contrario, el sacramento de la conversión y de la reconciliación. Presupone una conciencia clara del propio pecado y de sus consecuen­cias negativas en las relaciones con Dios, consigo mis­mo y con los demás, y comporta la firme voluntad de replantearse la propia vida de manera diferente, más fiel a las exigencias del Evangelio.

La reconciliación entre dos personas exige el com­promiso de ambas: no existiría conversión ni reconci­liación del pecador si Dios no fuera el primero en ofre­cer la gracia de su perdón y de su amistad. Es la oferta divina la que transforma radicalmente al pecador y hace posible su conversión. Pero tampoco existe con­versión ni reconciliación si el hombre permanece an­clado en su actitud de rechazo de Dios y de los de­más; si, indócil a la moción del Espíritu, no acepta el cambio de su opción fundamental, apartándose de su pecado y orientándose decididamente hacia Dios, hacia los demás y hacia la construcción del futuro pro­metido por Dios.

El aspecto más importante no es, por tanto, la acu­sación de los pecados, sino la conversión, el alejamien­to del pecado. El sacramento es la celebración de la conversión. Ahora bien, la conversión puede ser cele­brada si se la vive; si no, la celebración misma se con­vierte en un signo vacío, privado de sentido y de efi­cacia.

En efecto, no tendría sentido alguno continuar re­pitiendo la confesión de los pecados propios, quizá

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siguiendo un formulario ya habitual y aprendido de memoria, si faltara esta seria voluntad de realizar un cambio profundo en la propia vida, un giro que con­duzca a una radical orientación hacia Dios y hacia los demás, a una adhesión total a Cristo y a la Igle­sia, a una asunción renovada de la propia misión, que se manifiesta en el compromiso de ser fiel al plan di­vino de construcción del futuro, definitivamente inau­gurado con la Pascua de Cristo.

Pasando del nivel de los principios y de las orien­taciones generales al de su aplicación práctica, nos pa­recen particularmente acertadas y muy actuales las su­gerencias propuestas por el padre Calixto Vendrame, Superior General de los Religiosos Camilos, en su in­tervención en el Sínodo de Obispos de 1983 sobre «la reconciliación y la penitencia en la misión de la Igle­sia de hoy».

«Para los que se convierten a la Palabra de Dios, la celebración de la penitencia deberá serles facilitada al máximo, haciendo hincapié más en las disposicio­nes interiores del penitente que en la integridad de la confesión, teniendo en cuenta tanto el estado psicoló­gico determinado por la enfermedad, como las difi­cultades del secreto por parte de las enfermeras del hospital y la necesidad urgente que los enfermos tie­nen de la gracia sacramental y de la paz interior para hacer frente a la enfermedad, a las intervenciones qui­rúrgicas y a la muerte.»

Para aquellos que pueden y lo desean, será un de­ber ofrecerles la posibilidad de tener un lugar más re­servado en el que el penitente se sienta libre para contar su propia vida y verbalizar sus pecados y sentimien­tos, incluso como una componente importante del pro­ceso terapéutico.

«Para algunos, la enfermedad puede convertirse en un momento alienante. La reciben como un castigo

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de Dios. El ministro del perdón debe dejar que el en­fermo dé rienda suelta incluso a su propia rabia, y no tratar de defender a Dios de inmediato. De este modo, el paciente descubre más fácilmente en la acti­tud del confesor que Dios es amor, que no le conde­na, sino que le abre el camino del retorno.»

Si el confesor es un reflejo del amor, más que de la condena de Dios, el paciente, a su vez, se ve lleva­do a perdonar y a reconciliarse con la vida que lo ha herido, con la muerte que le roba la vida, y con Dios por no haber creado el mundo «perfecto», co­mo él lo desearía. El perdón ayuda a la persona a reencontrar la serenidad: la experiencia sacramental vie­ne así a coronar todo un trabajo de relación y de ac­ción terapéutica.

«En la enfermedad —prosigue aún el padre Calixto— se viven situaciones especiales en las que se hace aguda y urgente la necesidad de reconciliación: todo queda al descubierto. Tal es el caso de los divor­ciados y vueltos a casar, el de los largos odios, el de aquellos que quieren 'morir con dignidad'... La recon­ciliación con Dios se ensancha: se convierte en recon­ciliación consigo mismo, con la vida, con la creación, con la familia..., con todos.

«La posición del ministro del perdón en el hospi­tal de hoy —concluye el padre Calixto— es ideal para interpretar y verbalizar todas estas realidades y favo­recer la reconciliación recíproca. Junto al lecho del enfermo se dan las grandes reconciliaciones. El cape­llán está allí presente como signo de la bondad de Dios, como signo de la bondad y la misericordia de la Igle­sia, como constructor de puentes entre las personas, y entre las personas y Dios»5.

5 C. Vendrame, Urgenza..., art. cit., pp. 378-379.

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La Eucaristía La Eucaristía es el sacramento por excelencia:

«fuente y cumbre de toda la vida litúrgica», «centro de la comunidad cristiana y de su misión»6.

«Nuestro Salvador, en la última cena, la noche en que le traicionaron, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confirmar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, el banquete pas­cual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera»7.

En otro pasaje el Concilio afirma: «Participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con él y entre nosotros. Porque el pan es uno, formamos mu­chos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan. Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo, y cada uno es miembro del otro»8.

De los textos conciliares emerge con toda claridad qué valor y qué significado tiene la participación en la Eucaristía por parte del enfermo.

La Eucaristía es Cristo que se da como «pan vivo bajado del cielo» (Jn 6,51). Es el alimento del que tenemos absoluta necesidad, especialmente en los mo­mentos en que el camino se hace más difícil, como son los momentos de la prueba y de la enfermedad.

6 Conc. Ecum. Vat. II, SC 10; LG 11; PO 5. 1 Ibi'd, SC 47. 8 Ibíd., LG 7.

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140 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Es el sacrificio pascual de Cristo, el sacrificio de su muerte y resurrección, del que la Iglesia hace «me­moria» diaria, obedeciendo fielmente al mandato de su Señor: «Haced esto en conmemoración mía». Es el sacrificio de Cristo y el testimonio supremo de su amor de donación al Padre y a los hermanos. Por eso la participación en la Eucaristía significa y produce una participación real en el sacrificio de Cristo y en el amor que lo inspira, un compartir efectivo del sig­nificado profundo de la pasión y muerte del Salva­dor. Jesucristo, en virtud de la Eucaristía, se propone como modelo y principio de todo cristiano, llamado a llevar su cruz día tras día. Es, sobre todo, a la Euca­ristía a la que se pueden aplicar las palabras de Pe­dro: «Pues para esto habéis sido llamados, ya que tam­bién Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo pa­ra que sigáis sus huellas» (J P 2f21).

Si es el memorial de la cruz de Cristo, la Eucaris­tía es también, y al mismo tiempo, el memorial de la cruz del cristiano, no sólo porque es ella la que da la fuerza para luchar contra el sufrimiento y para aceptarlo cuando es insuperable, con actitud interior de amor a Dios y a los hermanos, sino también por­que es el sacrificio del Cristo total, de Cristo Cabeza y de los miembros de su Cuerpo místico. La cruz del cristiano es, por tanto, «ofrecida» al Padre, para su gloria y por la salvación del mundo, unida a la oferta de Cristo. Es «ofrecida» y es recibida, acogida y trans­figurada.

La Eucaristía es la posibilidad y el compromiso de vivir cada cruz con la que uno se encuentre en su existencia cotidiana «dentro» de la cruz de Cristo, con­virtiéndose así en su memoria viviente9.

9 D. Tettamanzi, Per una pastorale di speranza per l'uoino che sof-fre, Ed. Salcom, Brezzo di Bedero, 1986, p. 40.

LOS SACRAMENTOS Y LA LITURGIA 141

En cuanto memoria de la Pascua de Cristo, la Eucaristía engendra a la Iglesia como comunidad en­viada a celebrar, en cualquier situación humana, la presencia viva y operante de Cristo. Repitiendo el gesto realizado por Jesús la noche de la última cena, la co­munidad parte el pan de la fraternidad y bebe el cáliz de la comunión: no un pan cualquiera ni un cáliz cual­quiera, sino el pan y el cáliz insertos en una acción cargada de sentido comunitario y social. La Eucaris­tía es convite que establece una profunda comunión entre el que preside y los invitados, y entre los invita­dos entre sí. Y como Jesús se presentó la noche de la última cena en forma de siervo, y de siervo dolien­te, así la Iglesia, nacida y enviada de la comunión con Él, debe presentarse a los hombres como comunidad de servicio, una comunidad que pone a disposición gratuita de todos todo io que gratuitamente ha recibi­do de su Señor. Por su participación en la Eucaristía, el enfermo puede ser ayudado no sólo a aceptar la enfermedad como una situación que le hace semejan­te a Cristo, sino también a madurar cada día más, en la fe, su pertenencia a la comunidad, y a aceptar y vivir su situación como lugar de vitalidad y de cre­cimiento para la Iglesia entera.

Los textos del Concilio llaman también la atención en muchas ocasiones sobre otra dimensión de la Euca­ristía: la dimensión escatológica. La celebración euca-rística acontece «en la espera de su venida», y entre sus frutos registra el de ser «prenda de la gloria futu­ra». La Eucaristía es, pues, espera; más aún, anticipo de la gloria venidera, de esa condición última y defi­nitiva que se caracteriza por la superación de todo su­frimiento y de todo germen de muerte, y en la que Dios será el «Dios-con-ellos» y «enjugará toda lágri­ma de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasa­do» (Ap 21,2-4).

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142 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Pasando de los principios teológicos a las orienta­ciones de carácter personal, nos parece importante te­ner en cuenta, ante todo, el valor que el enfermo atri­buye a la Eucaristía y su acercamiento habitual al sa­cramento de la comunión. Hay casos en los que el enfermo pretende simplemente revivir una costumbre de su niñez, abandonada ya hace tiempo; hay otros en los que la comunión es considerada como un mo­do de exorcizar la enfermedad y reconciliarse con Dios, al que se sigue considerando, más o menos abierta­mente, como la causa principal de la enfermedad; hay otros, en fin, en los que la petición del sacramento manifiesta la voluntad de apropiarse de todos los me­dios que puedan contribuir de alguna manera a la cu­ración. No se trata, por parte del operario pastoral, de erigirse en censor de las disposiciones insuficientes o ambiguas, sino de tenerlas en cuenta para poder ayu­dar al enfermo a superarlas y disponerse a celebrar el sacramento como un momento de auténtico encuen­tro con el Señor.

Obviamente, si se celebra la misa en una sala o en una capilla cercana, la comunión debería estar in­tegrada en la celebración misma. La liturgia de la pa­labra, la homilía, la oración de los fieles, además de constituir una preparación adecuada, son también una ayuda para que el enfermo, tentado siempre de ence­rrarse en sí mismo, acepte la dimensión comunitaria y eclesial del sacramento y se sienta involucrado en las vicisitudes de la Iglesia y del mundo y tome parte en ellas, al menos a través de la oración.

Si, por el contrario, se lleva la comunión al enfer­mo a su habitación, fuera de la celebración de la Mi­sa, entonces es importante escoger el momento más apropiado, es decir, aquel en que el enfermo no sea perturbado por otras cosas y tenga la posibilidad de disponer de un tiempo para el recogimiento y la ora­ción, ya sea antes o después de la comunión. El rito,

LOS SACRAMENTOS Y LA LITURGIA 143

aun dentro de su brevedad y de su sencillez, debería ser celebrado con un cierto decoro; y mejor aún si se puede introducir una breve lectura bíblica y el rezo de un salmo o de otra plegaria litúrgica cualquiera. Sea como sea, el rito de la comunión nunca debería degenerar en un acto rutinario, mecánico, realizado con extrema rapidez, un acto comparable al que reali­za habitualmente el encargado que pasa distribuyen­do las medicinas.

Esta atención al aspecto litúrgico no debería fal­tar nunca cuando la comunión es llevada al enfermo a domicilio. Hoy, gracias a la institución de los mi­nistros extraordinarios de la Eucaristía en casi todas las parroquias, esta posibilidad está notablemente fa­vorecida. Ella debería, pues, hacer posible un servicio más regular y sin excesivos problemas de tiempo (y, obviamente, también sin inútiles dilaciones y mante­niendo una gran sensibilidad con respecto a las con­diciones del enfermo).

Si el enfermo está en condiciones de hacerlo, bien estaría que fuera él mismo quien sugiriera algún bre­ve pasaje de la Escritura y la oración que mejor ex­presara su estado de ánimo y sus sentimientos en ese momento.

En definitiva, es importante que el rito de la co­munión se celebre con una cierta solemnidad, para que tanto el enfermo como sus familiares o los que ro­dean su cama se sientan ayudados a entender el valor del acto sacramental, lo vean como un encuentro con el Señor que permanece con nosotros, nos reúne en su cuerpo y nos pone de nuevo en camino para que seamos siempre y por doquier testigos de la esperanza.

La unción de los enfermos

A pesar del desarrollo teológico y de todas las ten­tativas de renovación pastoral de los últimos veinte

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años, el sacramento de la unción de los enfermos si­gue conservando, en la mentalidad de la mayor parte de los fieles, el carácter de sacramento de los mori­bundos. Pues bien, es justamente esta mentalidad la que tanto la teología como la pastoral deben tratar de corregir, si se quiere que la unción recupere su ver­dadera identidad de sacramento de los enfermos.

a) Significado y valor del sacramento de la unción

La enfermedad es una situación especial en la que la Iglesia está presente con una palabra de fe y de esperanza, y con un don de gracia, para continuar la obra de su Cabeza, que vino como médico del cuerpo y del espíritu (SC 5). En efecto, Jesús —tal como lo presentan los Evangelios— manifiesta una particular atención hacia los enfermos que acuden a él con fe, o que le son presentados con confianza, y manifiesta hacia ellos su misericordia, liberándoles a un tiempo de la enfermedad y de sus pecados. Aun rechazando la explicación de la enfermedad como castigo por una culpa personal o de los antepasados (Jn 9,2ss), Jesús reconoce en ella un mal relacionado con el pecado. Por eso todo acto de curación realizado por Jesús es anuncio de liberación del pecado y signo de la venida del Reino.

Pero la liberación de la humanidad de todas las consecuencias del pecado no se cumple plenamente en esta tierra; tendrá su cumplimiento en la última y de­finitiva venida del Señor. En la vida presente, la en­fermedad ofrece al discípulo la posibilidad de imitar al Maestro que tomó sobre sí nuestras debilidades (Mí 8,17). Lo cual no impide que la enfermedad sea un mal que se debe evitar, curarlo con diligencia y ali­viarlo. La Iglesia anima y bendice toda forma de bús­queda y toda iniciativa emprendida con el fin de ven­cer la enfermedad, porque ve en ello una colabora-

LOS SACRAMENTOS Y LA LITURGIA 145

ción de los hombres con la acción divina de lucha y de victoria sobre el mal10. Por su parte, fiel a las en­señanzas de Cristo, confiada en los poderes espiritua­les que le han sido conferidos, «con la unción de los enfermos y la oración de los presbíteros, toda la Igle­sia encomienda los enfermos al Señor paciente y glo­rificado, para que los alivie y los salve» {LG 11).

El sacramento de la unción se inscribe, por un la­do, en este contexto de aceptación y participación en los sufrimientos de Cristo y, por otro, de lucha con­tra la enfermedad y de servicio al enfermo. El servi­cio sanitario mismo adquiere un valor sacramental: «El sacramento de los enfermos tiene su propio itinera­rio, que comienza con los gestos humanos de acogida al ingresar en el hospital y continúa con los diferentes servicios prestados con amor. La verdadera renovación pastoral de este sacramento va mucho más allá de la celebración litúrgica. Cierto que los cambios introdu­cidos en las oraciones y en los ritos tienen su impor­tancia; pero estos signos sólo serán comprendidos y resultarán plenamente eficaces en el contexto de una pastoral en la que la persona del enfermo sea el cen­tro de atención de todo el equipo sanitario. El amor de Cristo a los enfermos se pone de manifiesto en los servicios prestados a través de las curas médicas, a través de las visitas fraternas; en este momento, el sa­cramento de los enfermos ya ha comenzado y es ya operante... Servicio a los enfermos y sacramento de los enfermos se reclaman recíprocamente: estas dos rea­lidades son complementarias en cierto sentido. El sa­cramento es el punto culminante de nuestra preocu­pación cotidiana por los enfermos; es la epifanía de las dimensiones y de las motivaciones de esa preocu-

Conc. Ecum. Vat. II, Mensaje a los enfermos.

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pación; a su vez, el sacramento de la unción remite al cristiano al compromiso constante en favor de los enfermos»11.

En esta perspectiva, el sacramento de los enfermos no podrá ser nunca un hecho aislado, sino el momento culminante de un servicio al enfermo que une a Cris­to y a la Iglesia, y también a la comunidad cristiana y al equipo hospitalario; será el signo de la presencia de Cristo y de la lucha emprendida por Él contra el mal, la enfermedad y el sufrimiento. El sacramento de los enfermos responderá entonces a la práctica de todo el equipo sanitario y de la comunidad creyente, que acompañan al enfermo para que llegue a encon­trar a Aquel que dio su propia vida por él.

b) Los destinatarios del sacramento

Dado el desarrollo de la reflexión teológica sobre el significado y el valor del sacramento, se siguen al­gunas indicaciones acerca del sujeto de la unción; in­dicaciones que son precisadas por el nuevo Rito y por el Código de Derecho Canónico en estos términos:

— el sujeto de la unción es el «enfermo». Para valorar la gravedad de la enfermedad, basta un juicio prudente y probable, sin ansiedades inútiles;

— la ancianidad no constituye, por sí misma, una situación de enfermedad. Por tanto, el sacramento no debe ser extendido de manera indiscriminada a todas las personas ancianas;

— la unción puede ser administrada también a los enfermos que hayan perdido el uso de la razón o se encuentren en estado de inconsciencia, si hay razones para pensar que ellos mismos, en posesión de sus fa-

" M. Alberton, Un sacramento..., op. cit., pp. 102-103.

LOS SACRAMENTOS Y LA LITURGIA 147

cultades, en cuanto creyentes, al menos implícitamen­te, habrían pedido el sacramento;

— el sacramento de la unción puede ser reiterado si el enfermo, tras haberse restablecido, se ve afectado por una nueva enfermedad, o si en el curso de la mis­ma el peligro se hace más extremo.

Podemos hacer algunas reflexiones ulteriores so­bre las indicaciones expuestas. Ante todo, nos parece que, para determinar el sujeto de la unción, se deben conjugar tres elementos: situación física, situación psi­cológica y actitud de fe.

La situación física, es decir, la «gravedad» de la enfermedad, entendida no tanto en sentido clínico cuanto en sentido global, o sea, en los efectos que la enfermedad (ya lo suficientemente grave en sí mis­ma) tiene sobre la psicología del enfermo. El hecho físico determina inevitablemente un hecho psicológi­co, existencial: un modo propio de vivir la enferme­dad como situación «dramática» de la propia vida. Aparte de estos dos aspectos (objetivo y subjetivo) de la enfermedad, ha de ser también tomado en conside­ración, como para cualquier otro sacramento, el as­pecto de la fe. Es decir, hay que verificar el significa­do que el enfermo da al sacramento y cuáles son las motivaciones que fundamentan su petición. Si tal pe­tición no está inspirada por la fe, sino por otros mo­tivos (miedo, conformismo, presión moral del ambiente, necesidad de una seguridad psicológica ante Dios o de una cierta garanda de curación), es preferible de­jar para más adelante la celebración del sacramento, es decir, cuando el enfermo esté mejor preparado y haya avanzado en su camino de fe. Es deber del ope­rario pastoral estar al servicio de ese camino, ayudar al enfermo a entender los deberes a que le obliga la enfermedad, hacerle comprender que el sacramento no elimina las dificultades debidas al factor patológico,

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pero que sí les da un significado: el sacramento no debe aparecer como un objeto de «consolación» que exima de vivir las exigencias evangélicas durante la en­fermedad...

En último análisis, lo importante no es que el sa­cramento sea administrado, cualesquiera que sean las condiciones del enfermo, sino que éste esté dispuesto a celebrarlo y a vivirlo en su verdadero significado, en cuanto don de Dios para vivir cristianamente la enfermedad.

De esta precisión se desprende también que, si el enfermo ha perdido la razón y se encuentra en estado de inconsciencia o está a punto de morir, «se puede», como dice el nuevo Rito, administrarle el sacramento de la unción; pero esto, que constituye un caso límite, no puede convertirse en praxis habitual. Si el enfer­mo está para morir y en posesión de sus facultades, es preferible proponerle, sin más, la recepción del sa­cramento de la Eucaristía como Viático (Can. 922); en cambio, si ha perdido la consciencia, es preferible recitar alguna otra oración litúrgica adecuada, pero no celebrar el sacramento: es, en efecto, un contra­sentido administrar un sacramento «que pretende con­ferir un significado a la enfermedad y que permite al sujeto vivir ese significado, a alguien que no dispo­ne de medio alguno para reconocer y vivir ese mismo significado»12.

En cuanto a la administración del sacramento de la unción a los ancianos, teniendo en cuenta la praxis que se está implantando en algunos ambientes, sobre todo a raíz de la llamada «Jornada del anciano y del enfermo», hay que estar atentos para no caer en el extremo opuesto al de la pastoral preconciliar. Si an-

12 C. Ortemann, // sacramento degli infermi, ElleDiCi, Torino-Leumann, 1971, p. 110.

LOS SACRAMENTOS Y LA LITURGIA 149

tes del Concilio el sacramento se administraba casi ex­clusivamente a los que se encontraban a punto de mo­rir, hoy no debe convertirse en el sacramento de la tercera edad. Tampoco de este modo, como en la ad­ministración de la unción a los que ya no son cons­cientes, se estaría respetando el verdadero significado del sacramento. No es facilitando con excesiva ligere­za y superficialidad la administración del sacramento a todos los ancianos como va a ser superada la idea según la cual se trata del sacramento de los moribun­dos, sino mediante la adecuada catequesis y la valo­ración de todas las formas previstas y sugeridas por la Iglesia para la asistencia espiritual a los enfermos.

Finalmente, una última observación con respecto a la liturgia del sacramento. Pensamos que vale tam­bién para la unción de los enfermos la orientación del Concilio según la cual «siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza propia, admitan una celebra­ción comunitaria, con asistencia y participación acti­va de los fieles, inculqúese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y ca­si privada» (SC 27).

Las celebraciones comunitarias, en efecto, «al tiempo que subrayan su naturaleza eclesial, dan al pueblo cris­tiano la ocasión de crecer en la comprensión de su eficacia y de la riqueza de gracia que, desde él, re­vierte sobre toda la Iglesia; al mismo tiempo ponen de relieve el carisma específico de los enfermos en la comunidad»13.

Pero también aquí hay que estar atentos para no transformar tales celebraciones en celebraciones fáci­les, rituales, poco kerigmáticas y poco sensibles a las verdaderas condiciones y disposiciones del sujeto.

13 Signore da chi andremo. II catechismo degli adulti, Ed. CEI, p. 281.

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150 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

El Viático

La unción de los enfermos, de por sí, no está orien­tada al momento de la muerte, sino a la situación de grave enfermedad. Sin embargo, la Iglesia, del mismo modo que se pone al lado de los hermanos enfermos con la oración y la caridad, también considera nece­saria su presencia al lado de los moribundos. Siguiendo una tradición milenaria, reserva para los moribundos la Eucaristía en forma de Viático. Es el sacramento de la plenitud y del paso. No simplemente el sacra­mento que ayuda a morir, sino el sacramento que ayu­da a vencer, a superar la muerte, que introduce en la resurrección y en la vida.

Son las palabras mismas de Cristo las que nos abren a esta perspectiva. Si su Cuerpo es pan de vi­da, quien lo come «tiene la vida eterna» y posee el principio y la prenda de la resurrección.

De ser signo de muerte inminente, el Viático se transforma, por eso, en signo eficaz de vida; no sólo la indica y la hace presente, sino que la comunica y la da. Para el creyente que se encamina hacia la muerte con esta inquebrantable certeza, el Viático se convier­te en alimento para el viaje, en consuelo, en alivio, en defensa y en fuerza. El cristiano va al encuentro de este evento, que pone punto final a su existencia sobre la tierra, con temblor y con esperanza: su viaje no terminará en la muerte, sino en la vida14.

El Nuevo Ritual insiste repetidas veces en la rela­ción entre el Viático y la Misa, recomendando que, si es posible, se administre durante la Misa y bajo las dos especies, de manera que aparezca como un «sig-

14 R. Falsini, «II senso del Viatico ieri e oggi», en VV.AA., // sacra­mento dei malati, ElleDiCi, Torino-Leumann, 1975, pp. 191-208.

LOS SACRAMENTOS Y LA LITURGIA 151

no especial de la participación en el misterio celebra­do en el sacrificio de la Misa, el misterio de la muer­te del Señor y de su paso al Padre»15.

Hoy día, este sacramento es pedido raras veces, justamente porque nuestra sociedad rechaza la muer­te. En los hospitales se hace todo lo posible para ocul­tar este hecho final del hombre, y es frecuente que el enfermo entre en coma sin enterarse de que su fin está próximo. La valoración del Viático en la activi­dad pastoral es directamente proporcional a la recu­peración del verdadero sentido de la unción de enfer­mos: si la unción pierde el carácter de último sacra­mento, el Viático volverá a encontrar su lugar.

Proponer el Viático a enfermos que no tienen la costumbre de comulgar parecerá muchas veces inopor­tuno o, por lo menos, que no respeta la prioridad de la evangelización: siempre se podrá rezar por estos en­fermos cuando se encuentren en grave peligro de muer­te, y la oración puede ayudarles a abandonarse en las manos de Dios. Si, por el contrario, el enfermo, aun sin saber que se encuentra en peligro próximo de muer­te, pidiera la comunión, se podrá evidentemente dar a esa comunión una tonalidad particular de partici­pación plena en el misterio pascual de Cristo.

Conclusión

No es posible instaurar una pastoral de los sacra­mentos para los enfermos verdaderamente renovada en los contenidos y en las formas, sin una renovación de toda la acción pastoral de la Iglesia. Si se acepta el principio según el cual los enfermos forman parte de la comunidad y tienen derecho a una atención pre-

15 Rituale Romano, Sacramento dell'unzione e cura pastorale degli in-fermi, Premesse, n.° 26.

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152 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

ferente, dado el estado de debilidad en que se encuen­tran, es necesario encontrar el modo de hablar a me­nudo a los fieles de la enfermedad, de la solicitud que Cristo y la Iglesia tienen por los enfermos, del senti­do cristiano del sufrimiento, del don de la salud, de los sacramentos que testimonian el amor de Cristo ha­cia sus miembros más débiles y de la oración por to­dos cuantos son visitados por el dolor.

LOS SACRAMENTOS Y LA LITURGIA 153

BIBLIOGRAFÍA

Hacemos referencia de algunos números monográficos de revistas que tratan el tema de la pastoral de los sacra­mentos y de los enfermos:

— «Présences», Revue trimestrelle du «Monde des Ma-lades», n.° 102, 1." Trim., 1968; artículos de A. Le-bordére, H. Bissonnier, E. Schillebeeck, B. Sesboué, P. Ancieux, y una rica bibliografía.

— «La Maison-Dieu», Revue de pastorale liturgique, n.° 113, l.er Trim., 1973; artículos de P. Jacob, P. M. Gy, J. Ch. Didier, D. Cicard, C. Ortemann.

— SPAS, n.° 49, Año IX, enero 1980, Celebrar con los enfermos.

— Rivista di Pastorale litúrgica, n.° 133, Año XXIII, noviembre-diciembre 1985.

ESTUDIOS

BORTOLETTI, , E., «I sacramenti nella pastorale ospedalie-ra», en Pastorale ospedaliera, 1967, pp. 149-166.

BRUSCO, A., Umanitá per glio ospedali, Ed. Salcom, Brez-zo di Bedero, 1983, en particular pp. 120-127.

DONGHI, A., L'olio della speranza, Ed. Paloine, Roma, 1984.

BRESSANIN, E., «Annunciare e vivere il vangelo nel mon­do della salute oggi», en Quaderni del Centro Camulia­no di pastorale, n.° 2, 1986.

ALBERTON, M., Un sacramento per i malati, Ed. Dehonia-ne, Bologna, 1982.

ORTEMANN, C , // sacramento degli infermi, ElleDiCi, Torino-Leumann, 1972.

TETTAMANZI, D., Una pastorale per l'uomo che soffre, Ed. Salcom, Brezzo di Bedero, 1986.

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12 £1 «counseling» pastoral

Angelo Brusco*

«Counseling» es una palabra inglesa que indica una par­ticular relación entre dos personas, de las cuales una se encuentra en situación de necesidad y la otra posee la capacidad de ayudarla. Trasladado al campo de la pastoral, el «counseling» pue­de ser definido como un ministerio de la comunidad cre­yente que tiene como objetivo la curación, la liberación y el crecimiento de la persona. Este ministerio se basa en la relación entre uno o varios operarios pastorales competentes y una persona o un gru­po comprometidos en un encuentro (conversación o in­teracción). Tal relación es un proceso dinámico, con una estructura bien definida y unos objetivos mutuamente acordados, y se da dentro de la tradición y los recursos de la comu­nidad creyente. La traducción más común de «counseling» es «relación de ayuda».

* Angelo Brusco es director del «Centro Camuliano di Pas-torale» de Verona, profesor y supervisor de Formación Pasto­ral Clínica.

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156 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Un caso

La transcripción de un encuentro entre un cape­llán y una paciente internada en una sección de gine­cología y obstetricia constituye el punto de arranque de nuestra reflexión.

Capellán: Buenos días, señora. ¿Cómo se encuen­tra hoy?

Paciente: ¡Ah, es usted! (pausa, sonrisa). Oiga, pa­dre, ¿qué piensa de la ligadura de trompas?

Capellán (Sonrío también yo. Pausa): Tengo la im­presión de que le resulta a usted difícil este tema...

Paciente: Bueno, ya sabe usted... Soy católica, edu­cada en un colegio de monjas... Pero, compréndalo, es el tercero ya: no lo esperaba. He estado tomando la pildora durante cinco años. Después la dejé, y he seguido el calendario... No puedo tener más. El ma­yor tiene diez años. Mi marido tiene tan sólo 42 (bre­ve pausa). Antes de venir al hospital, hablé con algu­nas amigas que son católicas; ellas se han hecho ligar las trompas... No sé qué hacer. Fíjese, el calendario no funciona, mi marido trabaja lejos de aquí y vuel­ve a casa cada tres semanas. Es un hombre, comprén­dalo... Me falta el coraje para tener otro hijo; no se trata de egoísmo (pausa). Y si decido hacerme la ope­ración —los médicos me dicen que el lunes—, ¿pue­do seguir comulgando? ¿Y el Papa?

Capellán: La veo preocupada e insegura....

Paciente: Sí, me gustaría ver claro... Y además... no quiero ir al infierno... (Pausa)... Ustedes, los cu­ras, ¿qué dicen? No puedo tener más hijos; me pare­ce que ya he cumplido con mi deber.

Capellán: Es duro vivir en la incertidumbre y pen­sar en Dios como alguien que castiga...

EL «COUNSELING» PASTORAL 157

Paciente (Llora. Se estira sobre un costado y mira a la vecina de cama): Me gustaría tomar una decisión tranquila. Si alguien me dijera que no hago nada ma­lo... me sentiría mejor.

Capellán: A veces, en la vida, es difícil tomar de­cisiones en solitario...

Paciente: Sobre todo cuando se ha tenido una edu­cación como la nuestra...

Capellán: Tengo la impresión de que usted vive una religión de temor, en la que hay un Dios que castiga a cada instante...

Paciente: Es cierto. Me han dicho que hacerse la ligadura de trompas es pecado. No lo sé (Pausa). Han cambiado muchas cosas en nuestro tiempo. Ya no es como antaño...

Capellán: ¿Y cómo vive usted estos cambios? ¿Le parece que podrían ser un estímulo para hacerla re­flexionar sobre sí misma y llegar a actuar de acuerdo con su conciencia?

Paciente: Creo que sí... Pero son ustedes, los cu­ras, quienes deben formar las conciencias...

Capellán: Digamos que... en el sentido de que po­dría ayudarla a ver más claro...

En este fragmento de diálogo aparece nítida la di­rección tomada por el operario pastoral: conducir a la paciente a tomar una decisión moral responsable.

Las modalidades adoptadas para lograr ese objeti­vo se basan en el conocimiento de la dinámica que funciona en un individuo en situación de necesidad. Siguiendo libremente las indicaciones de Luciano Cian, podemos presentar esa dinámica del modo siguiente.

Cuando una persona pide ayuda, llega al coloquio así:

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158 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

— Las dificultades se inscriben en una situación precisa, conocida por ella, conocida por ella más que por todos los demás.

— Las dificultades provocan un sufrimiento más o menos profundo.

— El sufrimiento produce un sentimiento que es vivido en el fondo del ser y que tiende a obstaculizar la vida o a perturbar el flujo regular de las energías.

En el caso presentado arriba aparecen claramente las dificultades de la paciente. Atrapada en un con­flicto de valores —la ley moral, la vida, la salvaguar­da de las relaciones conyugales...—, vive un sufrimiento profundo que se manifiesta en muy variados sentimien­tos: ansia, culpabilidad, inseguridad, miedo...

Una persona oprimida por una situación difícil que la impulsa a pedir ayuda, querría ser escuchada así:

— espera que el operario pastoral comprenda, ante todo, el sentimiento vivido por ella;

— que participe, del modo que pueda, en su pro­pio sufrimiento, de acuerdo con sus posibilidades em-páticas;

— que examine con el interesado las dificultades y busque con él el sentido de su problema, sin juzgarlo;

— que evalúe la situación y vea qué es posible ha­cer, dejando, sin embargo, al sujeto la iniciativa de las «pistas vitales» a seguir para salir definitivamente de esta situación.

Acoger a la persona

Comprensión de los sentimientos y participación en lo vivido por la persona que pide ayuda: éste es el primer paso que el operario pastoral está llamado

EL «COUNSELING» PASTORAL 159

a dar, poniendo de manifiesto ciertas actitudes indis­pensables, como la acogida calurosa, la escucha acti­va, el respeto profundo y la autenticidad.

En el diálogo transcrito arriba, el operario pasto­ral demuestra que sabe moverse en esta línea, evitan­do centrarse de inmediato en el problema que le plan­tea explícitamente la paciente. De haber hecho esto último, probablemente hubiera tenido escaso éxito, por­que la carga emotiva que pesaba sobre la paciente se habría interpuesto, bloqueando una recepción creati­va del mensaje. El atender a lo vivido por la mujer le ha facilitado la exclusión de actitudes dogmáticas y moralísticas. Según Faber, ser dogmático significa formular juicios doctrinales sobre todo lo dicho por el interlocutor, abandonando a éste a su lucha inte­rior. Puede caer en el dogmatismo quien se enzarza en una discusión con otro sin tener en cuenta sus sen­timientos. Nadie niega la importancia del dogma; pe­ro quien, en el diálogo pastoral, se limita a presentar al otro un juicio dogmático, se está demostrando in­capaz de ayudarle. Por lo que respecta al moralismo, consiste en una confrontación con el interlocutor so­bre la base de principios morales, pero una confron­tación que no va precedida de la aceptación de ese interlocutor como persona, que no puede impedir el sentimiento de estar siendo juzgado.

Prosiguiendo en el análisis del coloquio, se nota también la ausencia de intervenciones inquisitoriales, de respuestas irrealistas de estímulo, de consejos ram­plones. Respecto a los consejos, tan frecuentes en la práctica del diálogo pastoral, merece la pena reflexio­nar sobre las conclusiones de una investigación reali­zada en América y sintetizada así por Bruno Giordani:

— los consejos dados tras una simple escucha de la situación se han revelado en general inútiles y, a veces, incluso perjudiciales, bien sea porque el «acón-

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160 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

sejador» no logra penetrar en el mundo del indivi­duo, bien porque tiende a proyectar sus propios valo­res y convicciones o preferencias personales en la vi­da del otro, imponiéndole aquello que él tiene como subjetivamente válido para sí;

— las personas «dirigidas» a base de instruccio­nes y de consejos se vuelven con frecuencia más de­pendientes e inestables que las demás;

— los eventuales progresos alcanzados durante el «tratamiento» a base de consejos se desvanecen en cuanto falta el apoyo exterior;

— a veces se observan en algunos individuos pro­fundas reacciones de resistencia a toda sugerencia y una fuerte carga de agresividad, expresiones normales de una necesidad más o menos consciente de salva­guardar la propia independencia y de hacerse respon­sables de sus propias acciones;

— aun aquellos que espontáneamente piden con­sejo o aceptan sin objeción cualquier tipo de sugeren­cia, cuando se encuentran en la situación concreta ol­vidan con facilidad las indicaciones recibidas, o asu­men una actitud diametralmente opuesta a la que les fue sugerida.

Escuchando activamente, el operario pastoral no sólo capta las notas de la canción triste y descorazo­nada que la paciente canta, sino que permite a ésta «expresarse», poniéndola en condiciones de explorar mejor lo vivido por ella.

La escucha activa es la llave que permite entrar en el mundo del otro, desarrollando una actitud em-pática. La palabra «empatia» abarca un espacio cada vez más amplio en el campo de las relaciones inter­personales. Si bien ésta, como otras actitudes, ha si­do ya tratada en los capítulos precedentes, tal vez valga la pena iluminar algunos elementos que hacen que la

EL «COUNSELINO» PASTORAL 161

actuación de empatia resulte ardua. Comporta, ante todo, la capacidad de «ponerse en el punto de vista del otro»; actitud no natural, sobre todo en la cultura contemporánea. «Poner entre paréntesis», aunque só­lo sea temporalmente, los propios puntos de vista exi­ge disciplina, sentido de los límites y respeto por la diversidad.

En segundo lugar, la comprensión empática se di­ferencia netamente de la simpatía. Mientras que esta última consiste en «hacer propios» los sentimientos del otro, la empatia conduce a una comprensión de lo vivido por ese otro que mantiene el distanciamien-to necesario para una consideración objetiva del pro­blema del interlocutor. Si, en el diálogo que hemos transcrito, el operario pastoral no hubiera sido capaz de frenar la tendencia natural a identificarse con la otra persona, habría tenido muy pocas posibilidades de ayudarla a caminar: los sentimientos vividos por ella, una vez hechos propios, le habrían engullido, os­cureciéndole toda perspectiva.

Evitar la simpatía no significa asumir una actitud de indiferencia. Al contrario, quien es empático —y éste es el tercer elemento— está dispuesto a ser vulne­rable, es decir, susceptible de ser herido por la comu­nicación de lo vivido por el otro. Esta vulnerabilidad es la que genera la cercanía y la participación en el sufrimiento del interlocutor. Si el miedo a caer en una exagerada «implicación afectiva» hace justamente pru­dente el empleo de las propias energías, no debe, sin embargo, llegar al extremo de agostar la relación in­terpersonal.

Resumiendo el camino recorrido por el operario pastoral en el diálogo traído a colación, pueden esta­blecerse los resultados siguientes:

— se han puesto las bases para el establecimiento de una relación fundada en la confianza;

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162 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

— la paciente ha tenido la posibilidad de liberar­se de la carga emotiva que le oprimía el corazón;

— ha tenido lugar un proceso de tal naturaleza que va a permitir a la mujer y al operario ver el pro­blema en la diversidad de sus aspectos.

En la conducción del diálogo, el capellán ha utili­zado algunas técnicas que le han hecho más fácil su labor. El análisis de sus respuestas pone de manifies­to el recurso a la reformulación, lo cual le ha permiti­do devolver a su interlocutora lo que había compren­dido de su mensaje, tanto en términos de contenidos como de sentimientos. Aunque la reformulación sea una técnica, sin embargo está al servicio de una acti­tud de respeto y de confianza. Centrarse sobre lo co­municado por la persona significa tomar en conside­ración su mensaje, haciendo así que sea ella la prota­gonista del diálogo. Es la certeza de haber sido comprendido la que da al interlocutor el deseo de con­tinuar hablando de sí mismo y de su problema con el operario.

De la acogida al discernimiento

La fase del counseling, tan someramente descrita, es fácilmente pasada por alto por parte del operario pastoral. A la dificultad de acoger lo vivido por el paciente, se añade con frecuencia la tendencia a que­rer resolver los problemas de forma inmediata. Por eso, si esta fase debe ser considerada con enorme aten­ción en cuanto etapa insustituible de todo acompaña­miento pastoral, es importante, sin embargo, saber avanzar más aún. Los que se entregan al aprendizaje del counseling se dan cuenta de la dificultad de pasar de la escucha empática a la fase que tiene como obje­tivo ayudar a la persona a comprender las causas del propio problema y a discernir los diferentes elemen­tos de la situación, para disponerse a afrontar una di-

EL «COUNSELING» PASTORAL 163

fícil acomodación, un cambio arriesgado o una op­ción determinante.

Volviendo al diálogo tantas veces citado, adverti­mos que el operario se detiene en la primera fase. En el caso que nos ocupa, ir más adelante en el acompa­ñamiento significaría:

— Ayudar a la paciente a responder a una necesi­dad de clarificación en torno a su problema.

En el contexto sociocultural de hoy, el individuo está sometido a la influencia de diferentes teorías mo­rales y, a menudo, contrapuestas. Los medios de co­municación social y las conversaciones cotidianas in­forman acerca de las divergencias entre las diferentes tomas de postura, por parte de los teólogos, los pas­tores y los expertos en ética «laica», respecto a deter­minadas cuestiones morales.

— Intentar con la paciente un «discernimiento» adecuado para distinguir lo que es importante y lo que no lo es tanto en el panorama de los valores en conflicto.

En efecto, por una parte se imponen las exigen­cias personales, conyugales y familiares; por otra, las implicaciones de una ley moral que la interlocutora quisiera cumplir. En este y en muchos otros casos, el conflicto es vivido más a nivel emotivo que a nivel intelectual; la persona, de hecho, sabe hacia dónde de­bería caminar, pero encuentra graves resistencias.

Aparte las actitudes apuntadas arriba (acogida, es­cucha activa, comprensión empática, respeto, confian­za...), es muy apropiado en esta fase el uso de la con­frontación. Forma de ayuda eficaz pero delicada, la confrontación consiste en poner al interlocutor frente a posibles incongruencias y contradicciones de su pro­pio obrar, considerado a la luz de los valores procla­mados y de la Palabra de Dios.

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164 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

La práctica de esta actitud debe ser cauta, y úni­camente ejercitada cuando entre el operario pastoral y el interlocutor se ha establecido ya una relación su­ficientemente sólida, de manera que la confrontación no suene a juicio ni a condena. Xavier Thévenot re­cuerda que la confrontación o actitud profética debe ser practicada de forma «no indiscriminada», es de­cir, teniendo muy presente la coyuntura en la que se desenvuelve.

El ejemplo de Jesús es elocuente. «Mientras que con los fariseos, en cuanto grupo muy seguro del pro­pio poder religioso, se comporta con extrema violen­cia, se vuelve casi tímido a la hora de recordar los valores morales en los diálogos o encuentros con los pecadores o los descarriados. Así, cuando la mujer sorprendida en flagrante adulterio (Jn 8, 3-11) y con­siderada como objeto de repulsa por parte del mora-lismo de los escribas y fariseos es conducida ante Je­sús, éste adopta una actitud casi silenciosa, de mane­ra que la mujer vuelve a ser el sujeto de la palabra y se ve, simplemente, remitida a su propia responsabi­lidad: «Vete, y en adelante no peques más». Del mis­mo modo, con la Samaritana (Jn 4), Jesús se conten­ta, tras unas palabras de verdad («Bien has dicho 'no tengo marido', porque has tenido cinco»), con apre­miar a la mujer a una exigencia más radical. ¡Extra­ño modo de ejercer el profetismo y la corrección fra­terna! Modo excelente, sin embargo, porque no encie­rra a la persona en la estrechez del legalismo, sino que, por el contrario, la abre a un nuevo futuro.

En la actualización del discernimiento y de la con­frontación no hay que olvidar la posible activación de lazos transferenciales entre el operario y la perso­na con la que se encuentra.

No cabe duda de que toda relación de ayuda, por breve que sea, está siempre teñida de aspectos trans-

EL «COUNSELING» PASTORAL 165

ferenciales, esto es, de una reactivación, por lo gene­ral inconsciente, de experiencias infantiles arcaicas. En la literatura pastoral, este tema es tratado con sufi­ciente amplitud, incluso porque «la relación pastoral, examinada psicológicamente, se revela con frecuencia cargada de necesidades afectivas, conscientes o incons­cientes, tanto en el operario pastoral como en el in­terlocutor». Entre los muchos ejemplos citados por An-dré Godin, recordemos uno:

«Una persona, frustrada y ávida de afecto, comien­za el diálogo manifestando (seguramente sin darse cuenta de ello) la esperanza de que el pastor le pro­porcione durante largo tiempo un afecto sin riesgos y, por tanto, una expectativa ilusoria de haberse en­tregado a Dios sin haberse comprometido realmente. Al deseo de sentirse objeto de afectuosa comprensión, responde eventualmente la satisfacción del pastor al dispensar un poco de ese calor consolador que la ca­ridad parece exigirle.

La tendencia actual a atenuar el carácter formal de los encuentros pastorales, aunque considerada teo­lógicamente oportuna, puede provocar en este caso al­gunos problemas de relación, en especial si el pastor (célibe o casado) tiene una sexualidad mal integrada; paternidad o maternidad frustradas por el celibato, afectividad escasamente madura en relaciones conyu­gales no gratificantes... Desde el punto de vista psico­lógico, no se subrayan sólo, ni sobre todo, los peli­gros morales que acompañan a esta situación, sino más radicalmente aún, en un contexto cristiano, la dificul­tad de ese pastor para representar otra cosa que no sea un amor ofrecido (que la persona recibe, sabo­reándolo más o menos confusamente) y para estimu­lar en sí mismo el 'ágape', que invita a todo cristiano a volverse activamente hacia su prójimo para amarlo como el Hijo primogénito amó a los hombres, particu­larmente a los más débiles.»

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166 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

A la acción La acogida y el discernimiento conducen a una fase

ulterior de la relación de ayuda: la acción. Escucha­da, comprendida, respetada y ayudada a clarificar to­do cuanto vive, la persona es invitada a entrar en la fase operativa de su camino. En el caso considerado en este trabajo, la paciente tenía que tomar una deci­sión responsable. En otras circunstancias podría tra­tarse de la adaptación a una situación crónica, de la aceptación de un penoso estado de soledad, de una separación necesaria, de una vuelta a la fe abandona­da, de una reconciliación con los demás, de la acep­tación de la muerte...

A veces, el paso a la fase operativa es una conse­cuencia espontánea de las dos primeras; en otros ca­sos, la persona precisa ser acompañada también en esta etapa. Si las actitudes encarecidas en las fases pre­cedentes se mantienen, su utilización debe mirar a la consecución de este objetivo particular. Evitando to­mar las decisiones en lugar de las personas interesa­das, el operario pastoral se entrega a ayudar a su in­terlocutor:

— A encontrar en sí mismo, en el ambiente en el que vive y en la tradición religiosa de la que se ha nutrido, los recursos necesarios para superar o vi­vir adecuadamente la situación en la que se encuen­tra. Tales recursos pueden ser de muy diverso género: energías aletargadas y fuerzas desconocidas que for­man parte del patrimonio personal, relaciones signifi­cativas, la fe, la palabra de Dios, la oración, la medi­tación...

Los recursos religiosos indicados son también un precioso instrumento en manos del operario pastoral para desarrollar su tarea de acompañamiento, con tal de que, como indica H. Clinebell, no sean usados «irre­ligiosamente».

EL «COUNSELING» PASTORAL 167

Hablando de la Biblia en particular, afirma el mis­mo autor que la palabra de Dios puede ser utilizada para confortar, instruir, diagnosticar. El uso diagnós­tico de la Biblia se basa en el proceso de identifica­ción con los personajes del relato sagrado: hay gente que está siempre «sin morada», como Abraham, otros se sienten habitados por María (contemplación) o por Marta (acción)...

— A vivir con confianza el camino emprendido, superando las tibiezas, los retrocesos, las dudas, los desánimos.

— A conservar la certeza de que el Señor le acom­paña con su amor, hecho de compasión, de perdón y de espera, a pesar de las eventuales y discutibles op­ciones tomadas.

Una metáfora: el curador herido

La metáfora del curador herido, utilizada umver­salmente para ilustrar el significado profundo de la relación pastoral de ayuda, servirá para fijar los pun­tos fundamentales de todo lo expuesto en las páginas que anteceden.

El sentido de esta metáfora se basa en el presu­puesto según el cual, tanto en el que ayuda como en el que es ayudado conviven la experiencia del sufri­miento (herida) y el poder de curación (Fig. 1A).

Partiendo de este presupuesto, son posibles tres mo­dalidades de ayuda.

— Hay quien, ignorando o negando la propia he­rida, se encuentra con el sufrimiento del otro sólo en la dimensión «curativa», transformándose así en «sal­vador» que asume toda la responsabilidad del proble­ma. Su intervención corre el peligro de disminuir la capacidad de respuesta del otro, bloqueando sus inte-

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168 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

A

Yo Herida Curación

B

Yo

Herida

Herida

Curación

Curación

En toda persona coexisten la herida y el poder de cura­ción. Mi herida sólo reaccio­na ante mi poder de cura­ción. Mi poder de curación no puede curar tu herida, ni viceversa.

Si cuando yo respondo a tu sufrimiento, reviviendo mi dolor y compartiéndolo con­tigo, nos encontramos sólo a nivel de herida, nuestra iden­tificación lo único que hace es intensificar el dolor y el problema.

Fig. 1.—El curador herido, adaptación de Augsburger, D., Pastoral Coun-seling across culture, The Westminster Press, Philadelphia, 1986, p. 369.

riores recursos «re-curadores». En este caso, la relación es incompleta y la intervención, a la larga, se demuestra estéril. Esta primera modalidad de ayuda refleja la si­tuación de los que pretenden resolver los problemas de los demás poniéndose en su lugar (Fig. 1C).

— Hay también quien responde a los sufrimien­tos del otro limitándose a compartir su dolor. En este caso, vertiendo uno el propio sufrimiento sobre el su­frimiento del otro, las dos personas se unen única­mente a nivel de «heridas», y su identificación tan sólo puede intensificar el dolor y el problema.

EL «COUNSELING» PASTORAL 169

c Yo

Curación

Curación

D

Curación

Herida

Yo

Herida

Herida

Herida

Curación

Si nos encontramos yo como curador y tú como herido, convirtíéndome yo en el sal­vador que asume toda la res­ponsabilidad, mi intervención corre el peligro de disminuir tu capacidad de respuesta: podría bloquear tu «curador» interior.

Cuando nos encontramos he­rida y herida, y curador y cu­rador, mi herida no infecta­rá la tuya; se colocará junto a ti como presencia y com­prensión; mi curador no co­rrerá a salvar tu sentido de impotencia, sino que apela­rá a las fuerzas curadoras que hay en ti.

Quedan retratados en este modelo todos los que, para demostrar su solidaridad con el que sufre, hacen osten­tación de sus heridas. Las expresiones del tipo «no hay que tomar las cosas tan a pecho», «yo también he sufrido esas mismas cosas», etc., frecuentes en labios de tantos consejeros, tienen el peligro de añadir desesperación a la desesperación, y falta de fe a la propia falta de fe.

La actitud que brota en semejante situación es la simpatía, que muchas veces no hace más que confir­mar o agravar la sensación de impotencia o el vacío de esperanza que el otro está viviendo (Fig. IB).

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170 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

— Hay, finalmente, quien se encuentra con todos los que sufren, sea a nivel de herida, sea al de poder de curación. Es el caso del curador herido. Apelando a las fuerzas curativas presentes en la propia persona, sabe aceptar e integrar lo que de negativo se mani­fiesta en las diversas formas de sufrimiento físico y espiritual (la soledad, las dificultades de crecimiento, las separaciones, los riesgos a la hora de optar, la en­fermedad...). La reconciliación con los propios lími­tes y con el peso de dolor inherente a la condición humana le hace capaz de permanecer al lado de la otra persona que sufre, dejándose afectar por su tra­gedia y manteniendo con ella un contacto cargado de ternura. La experiencia del propio sufrimiento suscita sentimientos de comprensión, de compasión y de par­ticipación que dan la fuerza necesaria para acercarse al que sufre; la integración de dicho sufrimiento me­diante el recurso a las fuerzas curativas presentes en uno mismo activa en el otro la capacidad de apelar a sus propias energías para, de ese modo, pasar de la desesperación a la esperanza.

Ayudar de este modo al que sufre no significa qui­tarle el dolor, sino llevarle a pactar con él de un mo­do creativo, utilizándolo para el propio crecimiento.

Cuando la herida se encuentra con la herida, sur­gen la empatia y la compasión; cuando el poder de curación se encuentra con el poder de curación, surge el conocimiento, el insight, la conversión, el crecimiento (Fig. ID).

En el Cristo herido, por cuyas heridas todos he­mos sido curados, encuentra el consejero pastoral un modelo ideal de relación de ayuda.

Variaciones operativas

Los principios enunciados en las páginas preceden­tes son aplicables a todo encuentro pastoral. Hasta

EL «COUNSELING» PASTORAL 171

una simple conversación reviste una particular impor­tancia para la persona con la que uno se encuentra, pudiendo constituir una ocasión propicia para el cre­cimiento humano y espiritual, o un estímulo para con­tinuar buscando.

Un ejemplo puede ayudar a clarificar esta afirma­ción. Un joven estudiante de Educación Pastoral Clí­nica se propone ir a visitar a un paciente al que está acompañando en su camino hacia la muerte. Se trata de una persona cuya difícil vida ha estado siempre iluminada por la fe. En la habitación se encuentra la hermana del enfermo, acompañada por una amiga de la familia. La hermana habla de la actitud de acepta­ción de su hermano, ya próximo a la muerte, seguro de encontrar en el Cielo a su mujer y a los demás familiares. La amiga, que escucha en silencio, inter­viene de improviso; el diálogo se desarrolla con ella.

Señora: ¡A ustedes al menos les sostiene la fe!

Capellán: ¿Quiere decir que usted no cree en Dios?

Señora: No. En Dios sí creo, pero no creo en el más allá, en el cielo... Después de esta vida no hay nada, y ni siquiera merece la pena vivir así.

Hermana: También ella (hablando de la amiga) ha pasado tantas cosas... demasiadas...

Capellán (Dirigiéndose a la amiga): Creo entender que ha tenido usted una vida muy difícil...

Señora: El cuento de nunca acabar: sufrimientos continuos, amarguras... y la cosa no ha terminado... Ni un momento de paz, de alegría... ¡Esto no es vivir!

Capellán (La hermana de Enrique se acerca al le­cho. Yo me quedo solo con la amiga de Enrique. Nos sentamos): Usted ha sufrido y sigue sufriendo mucho, ¿verdad?

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172 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Señora: ¡No se lo imagina usted! Yo no creo en el cielo, hay demasiado sufrimiento, no habrá paz nun­ca. No creo que pueda existir un lugar donde todo sea hermoso. Pero usted sí cree, ¿verdad?

Capellán: Claro que sí. Y eso me da mucha felici­dad. Tantos planes frustrados, tantas relaciones equi­vocadas, tantos sufrimientos...: todo será redimido. Po­dremos disfrutar de una felicidad duradera. Esto es lo que me da esperanza y fuerza para afrontar las di­ficultades.

Señora: ¡Ah!... Las fuerzas se acaban muy pron­to, y ya no hay nada que hacer.

Capellán: Es verdad. A veces parece que no po­dremos arreglárnoslas por nosotros solos...

Señora: Cuando estoy así, blasfemo, me rebelo. Si Dios existe, no puede permitir todo este sufrimiento... y siempre sobre la misma persona.

Capellán: Se siente golpeada injustamente... y se rebela.

Señora: ¿Y qué otra cosa podría hacer?

Capellán: A mi juicio, hace bien. Se trata de un sentimiento profundo de rebeldía... Hay en la Biblia un personaje que, como usted, se rebela contra Dios ante tanta injusticia: es Job.

Señora: Y Dios, ¿qué le responde?

Capellán: No le responde claramente, pero le dice que su sufrimiento tiene un sentido, aunque él no lo entienda.

Señora: Ni yo tampoco lo entiendo... ¡Y eso es muy duro!

Capellán: Casi le pesa más el no entender que el dolor en sí, ¿no es verdad?

EL «COUNSELING» PASTORAL 173

Señora: ¡Oh, sí! Es verdad. Todos, tarde o tem­prano, tenemos que sufrir y morir, pero ¿por qué mue­ren los niños de hambre? En tiempo de guerra, se com­prende: se trata de la maldad de algunos y es querida por los hombres. Pero algunos que no saben nada, que no tienen culpa., y, sin embargo, mueren... ¡No lo puedo entender!

Capellán: Ni yo tampoco... Usted se siente golpeada de manera injusta... Tengo la impresión de que usted no ha recibido muchas satisfacciones en su vida.

Señora: Es verdad. Jamás he tenido ni el amor de mi familia... Sólo disgustos. Una vida dura y llena de sufrimientos...

Capellán: Y también Dios es injusto y malo con usted...

Señora: No, yo no digo que sea malo ni injusto..., pero no creo que vayamos al cielo...

Capellán: Según usted, tampoco Él nos ama de­masiado...

Señora: ... No sé...

Capellán: Mire, Dios es Padre, pero no tiene rela­ciones como podemos tenerlas nosotros, llenas de con­tradicciones, de sufrimientos... Él nos ama de verdad, y por eso nos llama al Paraíso..., porque nos quiere...

Señora: Eso es muy bonito..., pero difícil de creer...

Capellán: Es cierto. Es muy difícil creer que Dios nos ama cuando toda nuestra vida es un puro sufri­miento, como es su caso...

Señora: Sí, pienso que es difícil comprender lo duro y malo que es mi destino...

Capellán: Yo trato de comprenderla, pero no lo­graré jamás penetrar en su interior hasta el punto de

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174 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

sentir todo lo que usted siente... Siento una profunda compasión por su vida...

Señora: Usted es afortunado: es joven, tiene toda la vida por delante... Tiene la fe, que le da esperanza...

Capellán: Sí, es verdad, soy más afortunado que usted; mi vida no es demasiado difícil; pero me pare­ce que también usted tiene una fe profunda, íntima, muy sufrida. También usted reza a Dios preguntán­dole el porqué de su vida de sufrimiento... Ya verá cómo experimenta la presencia de Dios en su vida... (Silencio. Encienden las luces.)

Señora: Padre, ¿se acordará de rezar un Avemaria por mí?

Capellán: Claro que sí..., pero ¿por qué no reza­mos juntos?

Señora: ¡Sí!

Capellán: Entonces recemos a Dios, nuestro Pa­dre, pensando especialmente en esta frase: «Hágase tu voluntad».

Señora (Me interrumpe con tono de amargura): No soy capaz de decir esa frase. Es como dar carta blan­ca a Dios.

Capellán: Le resulta difícil darle carta blanca... También a mí me resulta difícil abandonarme en las manos del Señor, renunciando a todos mis deseos y proyectos... A veces, incluso, me doy cuenta de que no lo hago..., de que no logro siempre confiarme a Él... Resulta difícil...

Señora: ¡Para mí es una dificultad casi insuperable!

Capellán: La entiendo..., y Dios, que la entiende mejor que yo y la quiere mucho, comprenderá su di­ficultad... No se preocupe: puede rezar el Padre Nues­tro sin decir esa frase que no es capaz de decir...

EL «COUNSELING» PASTORAL 175

Señora: Está bien. Recemos...

Capellán: Padre nuestro... (lo recita íntegramente). Le ha costado mucho rezar esta oración, ¿verdad?

Señora: Sí, pero estoy contenta... ¡Gracias, padre!

Capellán: Gracias a usted. Me ha ayudado a refle­xionar cuando rezo...; ¡De ahora en adelante, cuando diga el Padre Nuestro me acordaré de usted!

Señora: Gracias, padre (Me toma la mano y la aprieta calurosamente)... Recemos una oración por En­rique...

(Nos ponemos de pie, nos acercamos al lecho. Re­zamos la oración y me marcho, tras haberla animado).

A pesar de las limitaciones técnicas y de conteni­do, el coloquio nos presenta a un operario pastoral comprometido, con su humanidad y con su fe, en la lucha interior de una persona que se debate entre la confianza y la rebeldía. Se puede pensar fundadamente que ese solo encuentro haya contribuido a hacer un corazón humano más disponible a la acción del Se­ñor. Muchos diálogos, sin embargo, no alcanzan una mínima calidad pastoral, porque quienes los dirigen, arrastrados con frecuencia por la distracción o inhibi­dos por el temor, se pierden en lugares comunes o en estériles discusiones.

Evidentemente, la eficacia del counseling pastoral depende de muchas variables, entre ellas la continui­dad de los encuentros, la metodología adoptada, la preparación... El movimiento de los enfermos en un hospital es tan grande que impide que los encuentros se repitan de forma continua con una misma perso­na, cosa posible en otras instituciones y en otros con­textos pastorales. Sin embargo, no es suficiente encontrarse varias veces con la misma persona para

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176 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

poder hablar de relación de ayuda. Muchos encuen­tros repetidos comienzan siempre en el mismo punto y siguen un esquema rutinario. El proceso del coun-seling exige establecer unos objetivos, respetar los rit­mos de crecimiento y conocer las etapas del recorri­do. Como cualquier otro ministerio, la relación pas­toral de ayuda exige una preparación adecuada que, aun sin ser académica, ofrezca al operario pastoral la posesión y dominio de las técnicas básicas del diálogo.

El Consejo Pastoral

Hablando del proceso del counseling pastoral, no han faltado referencias a la persona del consejero, que constituye el elemento más importante de la relación pastoral de ayuda. Todo lo que la teoría psicoterapéu-tica ha formulado respecto a la incidencia de la cali­dad de ser del terapeuta, es válido también en el con­texto de la relación pastoral.

Son numerosos los escritos dedicados a esbozar el perfil del consejero pastoral. Atentos a los aspectos humanos y espirituales, esos escritos presentan el ideal de una persona cuyo comportamiento debe ser una puesta en práctica del «ágape», manifestado en un amor gozoso de la verdad, en la paciencia, en una actitud optimista en relación con el proceso de la per­sona, en la presentación del perdón como posibilidad siempre actual. Abierto a «descubrir la verdad sobre sí mismo», el consejero pastoral no duda en explorar responsablemente su propia personalidad, a fin de al­canzar un adecuado nivel de libertad que le permita diferenciar las propias necesidades de las de la perso­na ayudada, evitar proyecciones indebidas y darse cuen­ta de que las «situaciones pastorales» pueden estar fácilmente contaminadas de tendencias narcisistas, de excesiva preocupación por afirmarse personalmente, de

EL «COUNSELING» PASTORAL 177

deseos irreales de resolver todos los problemas, y de actitudes moralizantes. En unas incisivas páginas de su libro Ministerio creativo, Henri Nouwen subraya la fisonomía específica del consejero pastoral.

Anclado en un fuerte sentido de identidad, fruto de una preparación adecuada, y convencido de la va­lidez de su ministerio, sabe armonizar la propia auto-afirmación con el reconocimiento de la pura instru-mentalidad de su acción. Signo de un amor que lo trasciende, se empeña en hacer visible ese signo por medio de la práctica de actitudes humanas —como la comprensión respetuosa y la aceptación confiada— que hagan creíble el amor divino que anuncia. Al es­tablecer relaciones con el paciente, no se deja guiar por una mentalidad de contrato, sino más bien por la de la alianza, a imitación del Señor, que mantiene su fidelidad aun cuando la respuesta del hombre deje mucho que desear. En el maremágnum de las vicisi­tudes humanas en el que está llamado a integrarse a través de su ministerio, se esfuerza por leer, a la luz de la Palabra de Dios, los movimientos del corazón humano, tan profundos y contradictorios, en su rela­ción frecuentemente inconsciente con la voluntad de Dios. Practicando el acercamiento global al enfermo, signo de superación de vanos dualismos de sabor ma-niqueo, subraya la dignidad del hombre, cuya integri­dad es un himno a la gloria de Dios.

Conclusión

En un ensayo escrito en la primera mitad de este siglo, Karl Jung habla de los desajustes emotivos que a menudo se manifiestan a través de interrogantes con­cernientes al significado último de la vida. ¿A quién debe dirigirse la persona que vive una situación seme­jante: al operario pastoral o al psicoterapeuta? Aun convencido de que, en principio, el sacerdote sería el

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178 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

interlocutor más idóneo, Jung no puede por menos que constatar que un número cada día mayor de per­sonas se dirigen al psicoterapeuta con el fin de en­contrar alivio a su malestar espiritual. Para explicar el paso de un grupo de profesionales a otro, el psi­quiatra suizo se refiere a la aversión que el hombre contemporáneo siente hacia las verdades tradiciona­les, al talante directivo y a menudo crítico del clero, a la incapacidad del pastor «para dar al hombre mo­derno lo que está buscando», y a su falta de prepara­ción en el campo de las ciencias humanas.

A más de medio siglo del ensayo de Jung, repeti­das encuestas han demostrado que, a pesar de los fe­nómenos de la secularización y del pluralismo cultu­ral, el número de personas que se dirigen a los opera­rios pastorales pidiendo su ayuda se sitúa todavía a niveles bastante elevados.

Entre los elementos que explican este fenómeno, se recuerdan importantes proyectos puestos en mar­cha para hacer que los operarios pastorales sean más idóneos para practicar el counseling. Mientras que en algunos países la sensibilidad hacia este ministerio pas­toral se ha desarrollado de manera significativa, ha­ciendo relevante la respuesta de la Iglesia al mal de vivre que acompaña a la persona a lo largo de su iti­nerario existencial, en otros se advierten aún notables resistencias.

Un compromiso mayor en este sector específico de la pastoral contribuirá a promover una comunicación más eficaz del amor redentor de Cristo, realidad a la que, de manera más o menos consciente, aspira el hom­bre moderno.

EL «COUNSELING» PASTORAL 179

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13 Emaús: un mosaico

de misericordia Arnaldo Pangrazzi*

Los capítulos anteriores han enfocado dimensiones con­cretas del estilo pastoral de Jesús en relación con los enfermos. Este último capítulo se centra en un análisis del encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús (\x 24,13-35), para proponer, a modo de síntesis, una pano­rámica de intervenciones pastorales.

En el curso de su apostolado terrenal, Jesús puso de manifiesto una particular predilección por los en­fermos, dedicándoles buena parte de su ministerio.

La meditación sobre los textos concernientes a sus intervenciones en favor de ellos constituye una contri­bución estimulante para el desarrollo «de una espiri­tualidad» orientada a la acción pastoral.

Dentro del rico inventario de ilustraciones evangé­licas, un pasaje que ofrece una panorámica rica en

* Arnaldo Pangrazzi es profesor de Pastoral en el «Cami-Uianum» de Roma.

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intervenciones pastorales, en la línea propuesta por este libro, es el de Lucas 24,13-35. El episodio se inserta en la tradición postpascual, centrada en la revelación del Resucitado a sus discípulos. El texto entronca per­fectamente con la pastoral sanitaria, en cuanto que los dos discípulos de Emaús estaban viviendo un mo­mento de desconcierto y consternación. Su historia y sus sentimientos reflejan con bastante exactitud la ex­periencia de muchos enfermos que, ante la pérdida de su salud o de su vida misma, advierten el hundimien-do de sus certezas y esperanzas.

La aparición de Jesús en esta escena y su modo de dirigirse a ellos pone de manifiesto una gama de acciones pastorales que puede guiar al operario pas­toral en su relación de ayuda al enfermo. Vamos a seguir de cerca el desarrollo de este encuentro, pun­tualizando cómo se ajustan las diferentes teselas del mosaico de la misericordia.

Emaús: un itinerario pastoral

1. El contexto concreto

El carisma de la misericordia se manifiesta «en el interior de» y es una respuesta a situaciones específi­cas de sufrimiento humano. En el relato de Emaús, el evangelista Lucas delinea con rápidos trazos las cir­cunstancias que sirven de marco a la intervención de Jesús.

«Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llama­do Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había sucedido».

Jesús se apresura a integrarse en esta realidad, en esta escena humana, del mismo modo que el operario sanitario entra en el misterio de personas desconoci­das para ofrecerse a sí mismo y ofrecer su presencia.

EMAÚS: UN MOSAICO DE MISERICORDIA 183

2. La iniciativa de Jesús

«Mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos.»

Muchas veces se hace referencia en los Evangelios a las turbas de enfermos que acudían a Jesús para ser curados; en esta ocasión es él mismo quien, intu­yendo la angustia interior de los dos caminantes, se les acerca.

Tomar la iniciativa de acercarse a quien sufre es una característica peculiar del operario pastoral.

El médico visita a «sus» enfermos; el enfermero cuida de los enfermos internados en «su» sección; el capellán se deja ver —de manera simple y prudente— por todos.

La palabra «iniciativa» significa «entrar dentro», emprender algo nuevo y dinámico; sin esta contribu­ción, las personas y las cosas quedarían tal como es­tán. Donde hay iniciativa se crean las condiciones pa­ra la transformación y para el diálogo.

Donde, por el contrario, predominan la perpleji­dad y la pasividad, se atenúan las oportunidades de crecimiento humano y espiritual.

3. La apertura al diálogo

«Él les dijo: '¿De qué discutís entre vosotros mientras vais caminando'?»

La pregunta es un recurso normal para iniciar una conversación: «¿Cómo está?», «¿Qué tal le van las co­sas?», etc.

La respuesta permite adentrarse en el mundo del otro y captar de algún modo su estado de ánimo y sus preocupaciones.

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184 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

En el curso de una conversación, una pregunta acertada puede ser decisiva para lograr profundizar en el tema.

Claro es que en el contexto pastoral se debe usar esta técnica con oportunidad y discernimiento. Hay quienes creen que se comunican por el simple hecho de «bombardear» al otro con una lluvia de preguntas.

Cuando las intervenciones pastorales están cons­tantemente plagadas de puntos de interrogación se co­rre el peligro de transformar la visita en un interroga­torio. El encuentro con el enfermo no es un examen; el afán por llenar los silencios con preguntas no crea diálogo. Existen otras formas de intervenir (un movi­miento de cabeza, un respetuoso silencio, un comen­tario acorde con los más recónditos sentimientos del otro...) que permiten que el diálogo se desarrolle con mayor naturalidad y eficacia.

4. La acogida de la historia personal

«Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: '¿Eres tú el único resi­dente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?' El les dijo: '¿Qué cosas?'. Ellos le dijeron: 'Lo de Jesús de Nazaret'...»

La pregunta inicial de Jesús provoca una doble res­puesta: una verbal, y otra no verbal.

A nivel no verbal, la expresión evangélica «con aire entristecido» de los dos discípulos.

Las personas hablan con los ojos y con la expre­sión de su rostro, antes incluso que con las palabras.

El mapa exterior de la persona es una guía de sus paisajes interiores: el operario debe familiarizarse con ellos y aprender sus rutas.

EMAÚS: UN MOSAICO DE MISERICORDIA 185

A nivel verbal, Cleofás cuenta la causa de su tris­teza: ellos habían puesto toda su esperanza en un hom­bre que había terminado clavado en una cruz. El trá­gico e incomprensible epílogo les había desconcerta­do.

A pesar de la amargura del caso, aluden, sin em­bargo, a un rayo de esperanza, encendido por el testi­monio de algunas mujeres que hablaban de que Cris­to había resucitado.

Las personas heridas encuentran alivio cuando tie­nen la oportunidad de contar y compartir lo que llo­ra o pesa en su interior.

Dejar hablar a las angustias escondidas, a las ex­pectativas frustradas, permite conceder un respiro al sufrimiento interior y llevar con realismo una vida que se ha visto transformada.

El operario pastoral que sabe escuchar, sin preo­cuparse de dar consejos ni de resolver los problemas del otro, ha encontrado la llave para entrar en el co­razón y ganarse la confianza de las personas.

5. La confrontación de los protagonistas

Jesús acoge, sin interrumpir, las confidencias y las reflexiones de los dos discípulos. Y luego de la escu­cha llega el momento de la confrontación:

«Él les dijo: '¡Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesa­rio que el Cristo padeciera eso y entrara así en su glo­ria?'.»

La confrontación, casi inesperada, es el sendero que conduce a la maduración de su fe.

Los discípulos habían compartido su perspectiva bíblica y sus expectativas con Jesús, pero no habían

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186 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

comprendido el contexto más amplio en el que aque­lla Historia se había manifestado al mundo.

El Resucitado les lleva a comprender mejor las Es­crituras y a interiorizar la convicción de que el sufri­miento forma parte del plan redentor.

Confrontar y transmitir la verdad con amor.

En la relación pastoral, la confrontación tiende a abrir los ojos del enfermo, a ensanchar el horizonte de quien está inmerso en un contexto de fe infantil, a desafiar actitudes que promueven la renuncia, la de­pendencia y el miedo, en lugar del valor y la confianza.

El mundo de la sanidad está lleno de acontecimien­tos difíciles que, sin embargo, pueden trocarse en opor­tunidades formativas. La confrontación tiene sentido como contribución a la reflexión y a la toma de con­ciencia de aquellos puntos de referencia que iluminan el sufrimiento y movilizan los resortes interiores de la persona.

6. La catequesis

«Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre Él en to­das las Escrituras».

Aquí, la confrontación se transforma en momento educativo: Jesús ayuda a sus oyentes a poner su fe bajo la luz de las Escrituras.

El médico presta un servicio análogo cuando ayu­da al paciente a comprender las causas de su enfer­medad y le compromete en el proceso de autocura-ción, haciéndole ver los hábitos que debe corregir y las opciones que debe tomar para salvaguardar su sa­lud.

De modo similar, el operario pastoral puede apro­vechar toda una serie de coyunturas para catequizar

EMAÚS: UN MOSAICO DE MISERICORDIA 187

y asistir espiritualmente y moralmente a la persona enferma.

A veces los momentos educativos se insertan en la preparación de la administración de los Sacramen­tos; pero lo más frecuente es que nazcan de la escu­cha de las inquietudes del enfermo y se conviertan en propuestas para un itinerario de crecimiento personal.

7. La experiencia de comunión

«Al acercarse al pueblo adonde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: 'Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado'. Y entró a quedarse con ellos.»

El intenso diálogo de los dos caminantes con el desconocido engendra sentimientos de amistad y con­fianza en sus relaciones. La invitación urgente que le hacen, «quédate con nosotros», es invitación a una comunión más profunda. Estar en comunión con al­guien significa valorar sus puntos de vista, su modo de sentir, sus valores.

La comunión se favorece cuando uno es capaz de comunicar calor humano, gestos de comprensión y de acogida que contribuyan a la autenticidad de la rela­ción y a la sintonía de corazones.

Sobre todo cuando «atardece», es decir, cuando la oscuridad cae sobre la vida de las personas y se siente más profundamente la necesidad de tener a al­guien al lado.

El calor de una mano, el afecto de un gesto, sus­citan ese sentido de «común-unión» que infunde co­raje y da consuelo a quien tiene que afrontar la sole­dad del dolor.

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188 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

8. La revelación

«Cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pro­nunció la bendición, lo partió y se lo iba dando».

La experiencia de comunión, el «quedarse con» al­guien, conduce a un conocimiento más profundo.

Hasta aquel momento, Jesús había sido para los dos discípulos como un huésped cautivador, pero ex­traño. En la mesa se revela como Aquel que en reali­dad es, y es reconocido como tal al partir el pan.

Los símbolos tienen una función en la experiencia vital de las personas. El operario pastoral, además de crear un clima favorable en el que el enfermo se sien­ta libre para manifestarse a sí mismo, trata de estar atento para captar y comprender los símbolos de su fe y de su existencia.

Por su parte, intenta valorar la dimensión litúrgi­ca y los signos sacramentales que hacen de él, en las manos de Dios, un instrumento del Amor siempre pre­sente.

9. La conversión

«Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pe­ro él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: '¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuan­do nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escri­turas?'.»

El camino de búsqueda de los discípulos de Emaús culmina en la revelación de Jesús, que produce una conversión en ellos. Hasta aquel momento no habían reconocido al Señor. Ahora todo se hace claro: el ini­cial estado de ánimo entristecido se transforma en ale­gría, la amargura por la muerte de Jesús se trueca en júbilo por su Resurrección.

EMAÚS: UN MOSAICO DE MISERICORDIA 189

Un itinerario semejante de renacimiento se verifi­ca en el enfermo cuando se da la evolución del miedo al abandono en Dios, de la soledad personal a la soli­daridad con los demás, del pesimismo a la confianza.

A la realización de este camino de esperanza con­curre la presencia de alguien que sepa dar espacio a las voces interiores, facilitar la autorrevelación y afir­mar los progresos de la persona.

10. La Misión de Testimonio

«Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos.»

«Y se volvieron... », dice el Evangelio. Los dos dis­cípulos no conservaron celosamente para sí, como un tesoro, la revelación de Jesús, sino que se pusieron en camino para hacer partícipes a los demás de la bue­na noticia.

El camino de búsqueda se convierte ahora en ca­mino misionero, en compromiso de testimonio.

«Contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en el partir el pan».

El desafío que tiene ante sí el operario pastoral consiste en descubrir el rostro de Jesús en cada hom­bre que sufre. Día tras día se sumerge en un mundo de historias desconocidas para depositar en ellas al­gún signo de misericordia. Y luego marcha, reemprende el camino. Sí, porque hay otros muchos que encon­trar, otros muchos a los que anunciar el Evangelio.

El mismo enfermo es un misionero: una vez que ha encontrado a Dios en sus sufrimientos, él mismo se convierte en testigo de aquello que ha vivido y des­cubierto.

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190 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA

Y, una vez curado, se convierte en instrumento de curación para otros.

Conclusión

El mosaico de la misericordia es un ramillete de reflexiones sobre las componentes más significativas de la relación de ayuda.

Cada uno de los aspectos tratados tiene su lugar específico en los encuentros con el enfermo, de acuerdo con las circunstancias.

Muchas teselas del mosaico están íntimamente en­trelazadas entre sí y deben ser creativamente utiliza­das por el operario pastoral.

El operario se parece un poco al farmacéutico que conoce los ingredientes y las propiedades de los fár­macos, como también el organismo al que están des­tinados, y trata de suministrarlos de acuerdo con las exigencias de cada cual, en el tiempo y en las dosis convenientes.

En el ejercicio de la actividad pastoral, Jesús si­gue siendo el modelo por excelencia. Inspirándose en su ejemplo, el operario se inserta con autenticidad y creatividad en las diferentes situaciones humanas, su­ministrando oportunamente esa medicina indispensa­ble que es el Amor.