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2ª edición revisada y aumentada Textos (in) surgentes ALBERTO SANTAMARIA 2ª edición revisada y aumentada

Paradojas de lo COOL. Arte, literatura, política · impulsada por la Asociación La Vorágine Crítica en la que aparecerán contenidos que nos parecen necesarios para alimentar

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2ª edición

revisada y aumentada

Textos (in) surgentes

ALBERTO SANTAMARIA

2ª edición revisada y aumentada

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Textos (in) surgentes

ALBERTO SANTAMARIA

2ª edición revisada y aumentada

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ISBN: 978-84-944452-3-1

El diseño y la maquetación de este libro es un aporte liberado de Emmanuel Gimeno (Creando Estudio).

Textos (in) surgentes es una línea editorial autónoma impulsada por la Asociación La Vorágine Crítica en la que aparecerán contenidos que nos parecen necesarios para alimentar la vida y la resistencia.

Primera edición abril 2016

Segunda edición ampliada marzo de 2017

Si tienes sugerencias de textos (in) surgentes compártelas con nosotrxs en [email protected]

La VorágineCalle Cisneros, 15-Bajo39001 Santander (Cantabria)www.lavoragine.net

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Índice

A modo de introducción 7

Paradojas de lo cool. Micropropuesta para una posible lectura política de lo literario 11

La crisis como narrativa popular 25

Robert Tressell o el manual para llevar a cabo una novela política 29

¿Y la calidad como narrativa? 39

Decir terrorismo 43

El arte de la confusión 47

Por un nuevo fundamentalismo cultural 71

Indígena 77

Acabemos de una vez por todas con la creatividad 81

El coleccionismo ha muerto, viva el coleccionismo 87

El día en que Felipe González nos explicó a Delacroix 97

Luciano Malumbres: el periodista incómodo 103

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A modo de introducción

El Estado narraRicardo Piglia

Los textos que componen este libro han sido escritos durante los dos o tres últimos años y publicados, en versiones más o menos diferentes, en diversos medios y revistas. Por tanto, su sentido de actualidad, su estar radicados en el ahora, es clave. Sin embargo, más allá de esto, todos ellos están compuestos siguiendo un hilo que los conecta dentro de lo que podríamos denominar proyecto común. Este elemento común, que enraíza los diversos textos, podría resumirse en una simple pregunta: ¿cómo (nos) narramos nuestro presente? Es evidente que ésta es una pregunta brutalmente ambiciosa y que, por supuesto, no es posible responder de un modo único y sencillo. Lo aquí recogido son tentativas, formas de acercamiento a esta pregunta, lo que en ocasiones provoca no respuestas únicas y evidentes sino nuevos interrogantes.

No cabe duda de que el contexto en el cual vivimos, en el cual se da nuestra vida, es un contexto lleno de narraciones dispares. Es cierto, pero en ocasiones dejamos de lado la pregunta más básica: ¿a qué llamamos narración?, o mejor, ¿de dónde provienen las narraciones que usamos cada día así como su lenguaje y su semántica? Hace mucho que aprendimos que el lenguaje no es algo neutral, pero a veces se nos olvida y convertimos ciertas narraciones en ejes indiscutibles de nuestro lenguaje, lo que provoca a su vez un segundo olvido: toda narración esconde un lugar de nacimiento y tiene un destino,

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así como una historia. Se nos olvida, en definitiva, el hecho de que por narración no podemos entender única y exclusivamente un texto escrito o una novela. Una narración es un despliegue mayor. Cuando la Iglesia se inventa el concepto de propaganda en el siglo XVII, a través de la Propaganda Fide, lo hace con la intención de propagar una forma de narrar, de hacer que su narración se propague y se imponga sobre las demás narraciones, fundamentalmente sobre la reforma luterana. Desde ahí podemos pensar hoy que narrar no es sólo contar una cosa, sino que, de un modo más complejo, es hacer creer esa cosa. En la actualidad, si nos fijamos bien, todas las instituciones narran siguiendo el patrón del Propaganda Fide que inventó la iglesia católica. Cada institución narra y despliega su semántica, la cual trata de introducirse (no sin cierta pugna) en nosotros, trata de hermanar con nuestros gestos y palabras. Ahí tenemos la narración del emprendedor, la narración de la salida de la crisis, la de los criterios de calidad, la de las bondades de la creatividad, etc. Todas ellas aparentemente beneficiosas, pero, vistas desde otro ángulo, profundamente disciplinares y reaccionarias. Recuerdo que Ricardo Piglia ha hablado en diversos momentos de este hecho. Por ejemplo: “…el Estado narra. Cuando se ejerce el poder político se está siempre imponiendo una manera de contar la realidad”, y en otro momento: “El Estado narra. Ésa es una función imprescindible para ejercer la dominación”, a lo que añade: “El Estado es también una máquina de hacer creer”. Poco más se puede añadir. Éste es el trasfondo de los diferentes capítulos.

Los textos aquí reunidos tratan, en cierta medida, de pensar estos problemas. Por un lado, están los capítulos que se interrogan acerca de cómo pensar la relación entre la narración propiamente literaria y las transformaciones-

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políticas y económicas, y, por otro lado, hallamos los textos que se preguntan e interrogan directamente por las formas de la narración del lenguaje dominante.

Como indiqué anteriormente estos textos fueron publicados en versiones más o menos diferentes (en algunos casos la reescritura ha sido importante) en diversos medios. “Paradojas de lo cool. Micropropuesta para una posible lectura política de lo literario”, “Robert Tressell o el manual para llevar a cabo una novela política” y “El arte de la confusión”, fueron publicados en la revista Quimera, mientras que “La crisis como narrativa popular”, “¿Y la calidad como narrativa?”, “Decir terrorismo”, “Por un nuevo fundamentalismo cultural”, e “Indígena”, aparecieron en el diario digital “El confidencial”. Por su parte “Acabemos de una vez por todas con la creatividad” se publicó originalmente en la revista Playground.

Así mismo se han añadido a esta segunda edición tres textos nuevos publicados en El diario.es: “El día en que Felipe González nos explicó a Delacroix”, “El coleccionismo ha muerte, viva el coleccionismo” y “Luciano Malumbres: el periodista incómodo”.

Y como todo libro (y todo texto) es una deuda quisiera dar las gracias a La Vorágine Cultura Crítica no sólo por la publicación de estos textos sino, más allá de eso, por su implicación y enorme trabajo en el objetivo de visibilizar el hecho de que otra narración es posible. Al mismo tiempo, quisiera dedicar este opúsculo a Sara Rodríguez Morujo de quien en ocasiones han venido algunas de las ideas aquí recogidas.

Salamanca marzo 2016 / Alaejos marzo 2017

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Paradojas de lo cool. Micropropuesta para una posible lectura política de lo literario

Walter Benjamin y el escritor retrasado

Walter Benjamin, en noviembre de 1930, escribía lo siguiente: “Los escritores son uno de los grupos humanos más retrasados en el análisis de su experiencia social”. Este texto/diagnóstico es el principio de un breve trabajo de Benjamin titulado Crítica de las editoriales, en el que se asombra ante el hecho de que “no se haya nunca elaborado un estudio sociológico (por no hablar de una crítica) de estas instituciones”. Considera necesaria una decidida y continua reflexión por parte de los escritores sobre las editoriales donde sus obras tienen cabida. Para Benjamin es sorprendente el hecho de que apenas pase por la cabeza de un escritor reflexionar sobre el origen, ampliación y desarrollo del marco económico en el cual se insertan sus obras, un hecho que no ocurre en otras disciplinas, donde los artistas se cuestionan acerca de los procesos y derivas de su trabajo, elaborando a su vez un análisis de su experiencia. A diferencia de ciertos artistas visuales, para quienes ese cuestionamiento deviene en ocasiones piedra angular de su trabajo, el escritor parece retrasado o perdido oportunamente, situándose fuera de ese cuestionamiento. El propio Benjamin más adelante añade: “A veces [los escritores] son capaces de negociar provechosamente con los editores, pero igual que en la mayor parte de los casos no saben explicarse la función social de su trabajo, en su comportamiento frente a la editorial nunca reflexionan sobre la función de la misma”. A esto se referirá indirectamente cuatro años más tarde igualmente Benjamin al inicio de El autor como productor.

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Este texto de 1934 fue leído en París, como es conocido, en el Instituto para el Estudio del Fascismo y al inicio señala cómo desde Platón “la cuestión del derecho a la existencia de los escritores no ha sido planteada casi nunca con vigor semejante: pero hoy de nuevo se plantea”. Entre la escritura de estos dos textos (Crítica de las editoriales [1930] y El autor como productor [1934]) se produce la quema de libros en Dresde, el 10 de mayo de 1933. Ese día, entre los libros que ardieron para alegría de los filo-nazis se encontraban obras de Walter Benjamin. Por otra parte, el autor de la proclama de la quema de libros fue Will Vesper, a quien Benjamin, en carta a Herbert Belmore, en julio de 1910, había definido como autor de un par de poemas buenos, aunque le achaca su tardío descubrimiento de la poesía de Hölderlin. [Quedémonos con este nombre: Will Vesper.]

Caso Bertelsmann / Berlusconi

El 10 de junio 1998 Thomas Middelhoff, recién nombrado presidente de Bertelsmann AG, fue galardonado en Nueva York con el Premio Vernon A. Walters. Este premio fue creado por Atlantic Bridge, una organización fundada para promover las relaciones germano-estadounidenses, y por el Armonk Institute, instituto organizado por el presidente del Comité Judío Americano. Unos meses antes de recibir este premio, el grupo Bertelsmann había adquirido la prestigiosa editorial Random House, convirtiéndose así en la mayor empresa editorial estadounidense. En la conferencia que Middelhoff pronunció como agradecimiento al premio afirmó en varias ocasiones el orgullo de pertenecer a “una de las pocas empresas no-judías clausurada por el régimen nazi”. Esta idea la repitió obstinadamente y con vehemencia durante varias semanas. Según la lectura de Middelhoff, Bertelsmann habría sido censurada por los nazis en

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1944 por la difusión y publicación de libros subversivos. Middelhoff se mostró orgulloso de este hecho en varias ocasiones y en diferentes entrevistas. Hacía incluso alarde de esa tradición ética de su empresa. Pero, ¿por qué esta insistencia? ¿Por qué tanta necesidad de mostrar la valentía de una editorial en tiempos de guerra habiendo pasado más de cincuenta años de su conclusión? ¿Acaso escondía algo? He ahí el tema. Durante su estancia en Estados Unidos el máximo responsable entonces de Random House insistió, en todas y cada una de las entrevistas concedidas, en la profundidad ética y la limpieza moral de su empresa. Pero, ¿por qué? Había un motivo insoslayable: semanas antes de la compra de Random House comenzaron a surgir las sospechas de que la historia de los Bertelsmann no era tan limpia como se suponía. Las sospechas giraban en torno a los fondos conseguidos durante la guerra, y que, por lo tanto, la base económica de su imperio no se asentaba simplemente —como querían hacer creer— sobre el trabajo moralmente intachable de una familia de protestantes muy religiosos. Así que cuando Middelhoff recogió el premio éste ya conocía las primeras voces que cuestionaban —aunque pretendía acallarlas— esta versión oficial. Éste es el caso del periodista Hersch Fischler, o de los periodistas del Neue Zurcher Zeitung, quienes revelaron de modo aún primitivo los vínculos de Heinrich Mohn, padre del actual patriarca de Random House, con la alta jerarquía nazi, gracias a lo cual pudieron convertirse en la mayor editorial durante la guerra y amasar una inmensa fortuna que les serviría para mantener su imperio hasta nuestros días. Sí. La historia no era tan heroica. Toda una serie de dudas, vacíos e incongruencias en la propia historia familiar, hacían chirriar las bases de una empresa que tenía la ética como seña de identidad. ¿Cómo era posible que una pequeña editorial de libro conservador-religioso amasara tal fortuna, lograse una posición tan elevada y llegase a publicar veinte millones de

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libros de la noche a la mañana? Todas estas y otras dudas provocaron que se le encargase a un comité independiente, dirigido por Saúl Friedlander, el estudio de esas posibles y estrechas relaciones entre Bertelsmann y el Tercer Reich, con la confianza de que las historias narradas por el viejo Heinrich Mohn sobre la intachabilidad moral de su editorial fuesen ciertas. Sin embargo, no iba a ser así. Dos años más tarde se reunieron cerca de seiscientas páginas con todos los datos recabados. Datos y resultados que fueron abrumadores. Sí. Es cierto: no sólo había relación sino una implicación importante entre la editorial Bertelsmann y el Tercer Reich. La editorial había sido cerrada en 1944 —eso sí era cierto—, pero no por su oposición subversiva al régimen nazi (como había contado Heinrich Mohn), sino por todo lo contrario: un elevado abastecimiento al régimen había dejado a la fábrica sin papel. Sin embargo, el mito creció en otro sentido.

Así que durante cincuenta años —mientras el grupo editorial crecía y amasaba una inmensa fortuna— se mantuvo en secreto el oscuro pasado del imperio mediático. La comisión independiente llegó (entre 2000 y 2002) a la irrebatible conclusión —tal y como aparece en el informe “Bertelsmann y el Tercer Reich”— de que la editorial se había enriquecido haciendo negocios con los nazis, a través de la publicación de libros antisemitas, así como panfletos y carteles que mostraban su fidelidad al régimen, beneficiándose de forma indirecta del trabajo forzado de los judíos.

El ultrarreligioso y antisemita patriarca Heinrich Mohn había dirigido la empresa durante los 12 años de dictadura nazi, y consiguió contratos que transformaron una pequeña editorial de libro religioso en una gran empresa mediática. Con casi 20 millones de libros publicados, Bertelsmann

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se convirtió en el principal proveedor del ejército alemán. Según el informe, muchos de esos libros que aparecían bajo títulos como Historias Excitantes, se repartían entre los soldados en el frente y contenían propaganda nacionalista, antibolchevique y racista. El estudio de Friedlander demuestra que Heinrich Mohn contribuyó con dinero y generosidad a la causa nazi. Del mismo modo, palabras como resistencia o subversión, de las que se jactaba Middelhoff, no se encontraron por ninguna parte.

Tras conocerse los devastadores resultados de la investigación, la empresa Random House pidió perdón públicamente: “Lamentamos haber hecho negocios con libros durante la Segunda Guerra Mundial que son totalmente incompatibles con los valores que defiende Bertelsmann”, decía un comunicado firmado por el presidente del grupo, Gunter Thielen. Sin embargo, el largo silencio de Reinhard Mohn sobre el pasado de la compañía provocó malestar entre algunos altos ejecutivos. “Si sabía algo, y no creo que no estuviera al corriente de lo que su padre publicaba, ¿por qué no dijo nada cuando fue publicada la historia oficial del grupo en 1985?”, afirmó un alto ejecutivo de Random House, poniendo en boca propia lo que otros muchos pensaban. “Es algo desconcertante porque los empleados se sentían orgullosos de trabajar en una empresa con altos valores éticos”, añade. [¿Y Will Vesper? No olvidamos a Will Vesper. Este poeta nazi, lector de la proclama de la quema de libros, fue el autor predilecto de la casa Bertelsmann durante el periodo nazi]

En el otro extremo de la cuerda Random House Mondadori se sitúa Silvio Berlusconi, accionista —de sobra conocido— que posee la mitad de la empresa. Como reveló en su día el diario La Repubblica, el gigante editorial gozó del beneficio de una normativa a su medida que le

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permitió resolver una deuda con el fisco, de cerca de 20 años de antigüedad, por apenas la sexta parte del monto original. El decreto, debidamente aprobado por Berlusconi, permitía que las editoriales liquidasen sus deudas pagando sólo el 5% de lo que debían originalmente. Gracias a esta trampa legal, Mondadori (dirigida por Marina Berlusconi) pagó sólo 8,6 millones de euros de los cientos de millones que debía al estado. Sin embargo, en julio de 2011, la suerte le deja de sonreír. Tal y como recoge el diario El País: “El Tribunal de Apelación de Milán ha rebajado hoy a 560 millones de euros la sanción impuesta al grupo empresarial del primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi, en concepto de resarcimiento al conglomerado CIR […] por los daños patrimoniales causados en la pugna por el control de la histórica editorial Mondadori”. En todo este proceso, que tiene a Silvio Berlusconi como símbolo y rostro de la editorial, algunos escritores italianos se plantaron. Es el caso del ensayista Vito Mancuso, quien tras publicar varias obras con Mondadori se preguntaba acerca de si es factible escribir ensayos sobre ética, política o moral “si después publico mis libros con una empresa que tiene un concepto bastante singular no sólo de la ética, sino también del derecho”. Mancuso habla incluso de una situación de “tempestad en su conciencia”, pues reconoce las ventajas profesionales de seguir con Mondadori, pero no desea “tener nada que ver con quien especula con los apoyos políticos de los que goza”. En varias declaraciones invita, de paso, a otros exitosos autores (como Roberto Saviano, quien paradójicamente había publicado Camorra en Mondadori), a enfrentar ese mismo dilema. Curiosamente, meses más tarde, Saviano se enfrentará al problema anticipado por Mancuso, pero desde otra perspectiva. Durante la ceremonia en la cual a Saviano se le concede el Doctor Honoris Causa por la Universidad de Génova, éste dedicó su discurso a los fiscales de Milán responsables

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de la investigación contra el primer ministro italiano por abuso de menores de edad, afirmando que “están viviendo momentos difíciles sólo por haber hecho su trabajo de magistrados”. Inmediatamente Marina Berlusconi, hija del premier y presidenta de Mondadori, aseguró al respecto: “Me horroriza literalmente que una persona como Saviano, que siempre declaró querer dedicar toda su energía a la batalla por el respeto de la libertad, la dignidad de las personas y de la legalidad, llegue a pisotear y por lo tanto negar todo lo que siempre ha proclamado”. Esto deriva en una efusiva respuesta de Saviano en la que afirmaba que no era compatible su visión de la literatura con los presupuestos éticos de tal empresa. De este modo Saviano abandonó Mondadori, afirmando que no se ajustaba a su idea de lo que debía representar, no sin antes defender la honradez con la que trabajan en la editorial editores, correctores, etcétera. Otro autor que salió de Mondadori fue, por ejemplo, Gustavo Zagrebelsky, reconocido jurista italiano, que señaló que el conflicto nace de los valores que encarna Berlusconi, “un tema gravísimo, aún irresuelto”.

Esta exposición de los hechos no pretende ser una crítica, sino el principio de una pregunta. Quizá debería haber abierto una interrogación al principio. Mondadori —que es tomado aquí sólo como un ejemplo llamativo— ha publicado algunos de los títulos más importantes e interesantes de la literatura contemporánea en España, y este hecho es innegable. Por lo tanto, no se trata de censurar —evidentemente—, ni de cuestionar el valor de lo literario —como bien señala Saviano— sino de plantear (y plantar) una reflexión más allá de lo estrictamente literario, más allá del formalismo al que últimamente parecemos estar destinados y que sólo se plantea cuestiones aislacionistas sobre el medio obviando toda historicidad y todo contexto. Evidentemente no

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tengo la respuesta, y no creo que exista una sola. Lo que sí sería deseable es que se abriera la posibilidad de debatir sobre el tema más amplio de las relaciones entre literatura y mercado. La pregunta, insisto, sería: ¿debemos analizar, a la hora de escribir, nuestra situación en el marco de la experiencia social? [Ahora bien, quizá nada de esto sea necesario, quizá nada de esto importe]

Lo político como posibilidad

En el suplemento cultural del diario El País, Babelia, de 17 de septiembre de 2011, hallamos un texto firmado por Amelia Castilla, quien dialoga con el escritor Isaac Rosa acerca de su última novela: La mano invisible. Escribe: “Rosa considera que la influencia ideológica de la novela supera la del ensayo o la poesía”. Así la premisa capital parece evidente: la existencia clara de una influencia ideológica de la novela. Aquí el problema no es tanto el concepto de ideología sino el de influencia. En este caso el concepto de influencia presupone un estado de vacío que el novelista es capaz de rellenar desde un principio básico de verticalidad: en lo alto de la pirámide intelectual está el novelista que influye en el lector. De esta forma el escritor opera como el cirujano ofreciendo una verdad desde lo alto. Aceptando esta premisa, creer en la influencia de la novela fuera de los márgenes “del mundo literario” me parece hoy una postura llamativamente compleja. Se trata de una postura aislacionista, casi formalista, que obvia, evidentemente, la relegada posición de la novela —como medio— frente a dispositivos mediales más efectivos a la hora de influir. ¿Cómo medir la capacidad de influencia ideológica de una novela frente a otros medios? La novela que pretende ser crítica y política influye únicamente en el universo consensual donde se acepta. En este sentido, no crea ningún tipo de disenso más allá del necesariamente

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autoimpuesto para ser etiquetada como “política” (dentro de un marco político-literario que necesita esos gestos de cara al mercado). En este sentido puede ser una narrativa política pero no crítica, es decir, básicamente consensual. Este tipo de novelas (como en otras de corte diferente que han aparecido los último meses, tales como Ejército enemigo de Alberto Olmos) son generadoras de tensiones en el interior de la política de la novela pero no son artísticamente políticas. Es decir, generan reflexiones que se encierran en el interior de la política literaria (formada por instituciones, críticos, suplementos, blogs, etcétera) pero no generan un arte político, en tanto que son básicamente consensuales, o responden a una lógica con-sensual donde, por ejemplo, el excluido —figura hoy que sustituye a la difuminada figura de “el pueblo” — que está fuera debe ser metido dentro a través de la contribución de la novela (o del arte), es decir, a través de una pedagogía narrativa. El propio Rosa —cuya calidad literaria aquí no cuestionamos— añade: “La narrativa de ficción es más eficaz que otras formas de escritura en el sentido de intervenir en el debate social a la hora de denunciar, sobre todo, por la recepción que tiene, la manera de ser leída, el propio potencial de la narrativa y que otros géneros intentan apropiarse. Vemos cada vez más ensayos de base narrativa, historiadores que parece escriban una novela histórica, filósofos que cuentan una historia. […] Ahora mismo se podrían escribir novelas sobre las condiciones de vida de los trabajadores”. Señala Rosa una eficacia de la novela a la hora de denunciar, pero evidentemente esa denuncia (y la injusticia derivada) es de sobra conocida por quienes sufren cada día esa injusticia. En este sentido podemos situar frente a las palabras de Rosa lo expuesto por Jacques Rancière en Sobre políticas estéticas: “Los explotados no suelen necesitar que les expliquen las leyes de explotación. Porque no es la incomprensibilidad del

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estado de cosas existente lo que alimenta la sumisión, sino la ausencia del sentimiento positivo de una capacidad de transformación”. De esta forma, suponer que los trabajadores, por leer una novela en la que se les retrate, van a transformar su sentimiento hacia la explotación es excesivo, o excesivamente utópico (cuando no ridículo). Igualmente es excesivo suponer que la novela ya sea “por la recepción que tiene” (¿el mercado editorial? ¿la crítica?, es decir, de nuevo, la política literaria), o “por la manera de ser leída” (¿?), o por “el propio potencial de la narrativa” (¿potencial económico? ¿potencial mediático?, es decir: de nuevo, política literaria no literatura política) sea más efectiva. Y otra cuestión: ¿por qué se apropian otros géneros de la narrativa, siempre suponiendo que la narración fuese patrimonio de la novela? Entre otras respuestas caben dos: o bien porque vende más (política literaria) o bien, como extensión de lo anterior, como pedagogía. Entonces podemos preguntarnos, ¿habla Rosa de ideología o de pedagogía?, ¿habla de narrativa o de pedagogía? Esa sería otra (u otras) duda(s). ¿Podemos hablar de una influencia pedagógica de la novela hoy? De este modo cuando se habla de novela política en realidad se habla de la política de la novelística, que suprime su condición crítica a favor de su condición pedagógica, o de influencia pedagógica donde el “yo” impone su criterio autorial/consensual con el propio mundo de la novela. Tal vez citando de nuevo a Rancière podemos apuntar que la posibilidad de una novela política y crítica puede venir filtrada, al contrario de lo expuesto por Rosa, por la fuga del sistema novelístico; una fuga hacia un sistema en el que lo no-literario cumpla un papel importante. Introducir lo no literario (el documento, la imagen, el archivo) en la literatura, huyendo del dogma novelístico. Sin embargo, señala el mismo Rancière, este tipo de arte provocaría la fractura de la política de la novela con todas sus

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instituciones ya que “la realización de esta obra implica la desaparición total del autor, la anulación de su voz y de su estilo. […] Implica la casi indiscernibilidad de su escritura”. La paradoja es clara: una novela política sólo puede existir sobre la fractura de cierto sentido de la política de la novela y sus instituciones. En efecto, la novela ahora “llamada política” por la misma política literaria de los suplementos, politiza en un sentido meramente literario (o como mucho pedagógico). La novela “llamada política” puede entenderse como “el añadido” crítico que necesita todo consenso —toda sociedad consensual— siendo, así mismo, una necesidad de la política literaria del momento, pero difícilmente puede entenderse como literatura política con intención de criticar o transformar nada.

Un caso práctico de entretenimiento cool (o el apropiacionismo como fetiche)

“Lo que me interesa ahora es crear relatos fantásticos, que permitan al lector entrar desde la primera página en un mundo que no existe, librarse de la tensión de tener que creer en lo que va a pasar, como sucede en las novelas de realismo duro. Los géneros de ficción puros, el terror, la fantasía, el western, permiten disfrutar de la historia, y yo los mezclo todos”. Estas palabras pronunciadas por un novelista español (en realidad, muchos podrían suscribirlas) a la hora de presentar su última novela —una apropiación lúdica de cierta literatura pulp desarrollada durante el régimen franquista— dan buena cuenta de esa intención de entertainment cool de cierta literatura basada en la introducción del lector en un mundo que no existe, liberador de tensiones y basado en un “yo mezclo todo”. Un carnaval de estilos con un objetivo efectista, que fetichiza el estilo y que hace de lo ecléctico su regla. Un carnaval de estilos que en tanto se impone como lectura

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delirante del apropiacionismo carece (en la desactivación dada por su tránsito de lo crítico a lo lúdico) de carácter cuestionador de la institución literaria así como del contexto histórico-político del que surgen esos estilos. Se trata de una operación (nostálgica-posmoderna) basada en lo que podemos entender como estética del centro comercial, donde la mezcla genera momentos de ingeniosidad, de entretenimiento incluso, aunque su carácter literario se sustenta sobre un “liberarse de tensiones”. Del mismo modo que transitamos por un centro comercial, abducidos y desconcertados de un espacio a otro, de un escaparate a otro, aquí vamos pasando las páginas y observamos las diversas mercancías estilísticas que se nos ofrecen; siendo su objetivo declarado el “hacernos pasar un buen rato”. En un sentido peculiarmente similar, Arturo Pérez Reverte (desde otro tipo de entretenimiento) lleva su particular acto apropiacionista en el marco de la saga del capitán Alatriste, donde asistimos al proceso extremo de mercantilización del estilo. O dicho de otro modo, el estilo —tanto en un caso como en el otro— es lo que se convierte en fetiche en estas obras, aparentemente disímiles entre sí. Extraídos los estilos de su intención contextual se convierten en fetiches fácilmente manejables, disponibles históricamente para, a través del disfraz de “lo ecléctico”, revivir como estilos zombis necesarios para el desarrollo del mercado, que necesita cíclicamente lo que Benjamin Buchloh denomina “el retorno de lo nuevo”, entendido este retorno como la aceptación de una “vanguardia de pacotilla” y de su “carnaval de estilos”, que deshistoriza todo estilo con fines lúdicos y acríticos. Es decir, que la “validez independiente de estos elementos […] y su intercambiabilidad indican que el nuevo lenguaje […] se ha reificado como estilo, ya no cumple ninguna intención, sino que remite a sí mismo como mercancía estética inmersa en un discurso disfuncional”. Estamos ante un ejemplo —

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aunque en nuestra literatura hoy es abundante— de una forma de entender el apropiacionismo que toma de éste sólo (y estrictamente su carácter de estilo) —tal y como hacen los medios de comunicación de masas, la publicidad (apropiacionismo tipo “Corte inglés”), así como los medios propios del poder político—, estilo bañado a su vez por cierta ironía entre cínica y melancólica, provocando un apropiacionismo domesticado, que nada cuestiona, ni siquiera a la propia institución literaria, sino que busca de ésta su conformidad como rareza, en tanto que a la institución le gusta, como ha apuntado Julian Stallabrass, “flirtear con lo bajo”. El traslado de lo crítico a lo lúdico provoca una penosa indiscernibildad. De esta forma, como ha señalado con cierta dosis de melancolía Eloy Fernández Porta, el mainstream es una incógnita —pero no algo a cuestionar—, que aparece “como factor de oposición que ocasionalmente puede abrir un espacio”. Y esa “ocasión” es, paradójicamente, lo que pervierte toda posibilidad crítica. Si en las diversas resurrecciones del ready-made duchampiano había una intención cuestionadora, en esta resurrección hispana del apropiacionismo sólo queda su efecto, su darse (sampleado) como producto “vanguardista” sin vanguardia. Este sentido apropiacionista (desactivado) fundado en el efectista mezclar todo (por el simple hecho de mezclar) es, precisamente, sobre el que alertaba Lyotard, hace ya décadas, cuando escribía: “el secreto de un éxito artístico, lo mismo que el de un éxito comercial, radica en una dosificación entre lo sorprendente y lo ‘bien conocido’, entre la información y el código. Tal es la innovación en las artes: se retoman fórmulas confirmadas por éxitos precedentes, se las desequilibra por medio de combinaciones con otras fórmulas en principio incompatibles y de amalgamas de citas, ornamentaciones, pastiches. […] De tal modo, se cree expresar el espíritu del tiempo, cuando no se hace sino reflejar el del mercado. La

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sublimidad ya no está en el arte, sino en la especulación sobre el arte”. De esta forma —es hora de decirlo— el problema reside en que este entretenimiento (cool, pero entretenimiento) nostálgicamente posmoderno no es muy entretenido. Podemos subrayar ahora, en este sentido y a modo de conclusión, las palabras del artista Gavin Turk: “En realidad, creo que el trabajo del arte es muy difícil en la actualidad porque se ha alineado con la industria del entretenimiento y, como entretenimiento, no es especialmente entretenido”.

Nota:

Random House Mondadori, S.A., uno de los líderes en edición y distribución en lengua española, es resultado de una joint ventu-re entre Random House, división editorial de Bertelsmann AG, la mayor empresa internacional de comunicación, comercio electrónico y contenidos interactivos, y Mondadori, editorial líder en libros y revistas en Italia”. En http://www.randomhousemondadori.com/es/quienes-somos/grupo_ editorial

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La crisis como narrativa popular

Estamos cansados. Muy cansados, creo, del modo en el que se nos cuenta todo esto. Me refiero a las narraciones que genera la crisis. Narrativa, eso sí, siempre sometida a la topología, a la idea de que la crisis estrictamente es una caja. Quiero decir: la idea de que la crisis es un sitio, un espacio con una entrada y una salida, con algo así como un input y un output. Y creo que esa narración, que hemos admitido sin rechistar, se nos empieza a hacer pesada. Trataré de decirlo de otro modo. La política conservadora se ha inventado un mundo en progreso, al que los progresistas se han unido. De este modo todos están (estamos) en el mismo barco. Este mundo es algo así como un escenario, y la historia como una película con un único argumento definido por la causalidad, por el antes y el después, por el crecimiento. Se nos dice que entramos en la crisis en un determinado momento y lugar y que saldremos de ella un día de estos, tal y como salimos del cine. Nos dicen cada semana: próximamente saldremos de la crisis. Y a modo de relato apocalíptico esperamos al día de mañana para que una nave espacial llamada “salida de la crisis” se eleve hasta el planeta de la abundancia. Cuando en los años sesenta se realizó un estudio sobre las sectas más activas, un sociólogo infiltrado se dio cuenta de algo sorprendente. Cuando una predicción de futuro no se cumplía no pasaba nada ya que se generaba otro relato aún más delirante sobre otra datación futura y, por lo tanto, ninguna predicción realmente fallaba sino que variaba narrativamente, se situaba en otro lugar. Y quizá, hoy, esto nos suene. Ahora bien, la crisis ni es un sitio ni un lugar, ni mucho menos un hogar o

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una nave espacial. Las políticas actuales, manteniendo esta ficción sobre un lugar, el día de mañana, en el que ya no habrá crisis, tratan de vendernos un futuro como lugar, un futuro irreal que sirve para anestesiar el presente y enturbiar el pasado. El futuro funciona como elemento represor. Terry Eagleton señala que las políticas tanto conservadoras como socialdemócratas en general funcionan escatológicamente vendiendo “a la clase obrera un futuro que nunca será realizado porque existe para reprimir el pasado, robándole a esta clase su odio al sustituir la memoria de los ancestros esclavizados por sueños de nietos liberados”. Hace unos meses lo decía el ministro español de Economía, Cristóbal Montoro: “Hay un futuro prometedor por delante y vienen etapas de crecimiento económico”. El futuro, dice el político, es nuestro hogar. Pero no sólo lo dicen los políticos, hay escritores que se han creído el mismo cuento del progreso, un progresismo que desconecta los hechos. Más aún, no se trata tan sólo de un futuro sino de cómo este futuro se relaciona con el pasado. Muñoz Molina, por ejemplo, reproduce con cierta torpeza este esquema neoliberal al sostener en su libro Todo lo que era sólido que “obsesionados con la exhumación de fosas comunes no reparábamos en el fragor de las excavadoras que abrían por todas partes zanjas para construir chalets y bloques de viviendas sobre terrenos rústicos recalificados por alcaldes ladrones, sobre humedales y zonas protegidas de bosque y en los parajes litorales hasta entonces vírgenes y en cualquier superficie en la que se pudieran cavar unos cimientos”. Así, una obsesión (quizá no sea la palabra correcta) por el pasado invisibilizó un problema, y por lo tanto esa obsesión nos hace culpables de un futuro terrible. ¿Es tan simple? Decir esto es partir de esa visión de un antes y un después de corte tradicionalista.

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Evidentemente, la fosa común está íntimamente ligada a la burbuja inmobiliaria, al alcalde ladrón, etcétera. Verlo como dos hechos desconectados, como si fuesen dos fases diferentes de la misma historia, es participar de esa visión neoliberal que invita al olvido. El mismo Muñoz Molina lo certifica: “En un plazo prodigiosamente breve los españoles pasamos de la dictadura a la democracia, de la pobreza a la abundancia, del aislamiento a los viajes internacionales. Personas que fueron criadas en la escasez y en la penitencia del trabajo han criado a sus hijos en el despilfarro”. ¿Qué dictadura con respecto a qué democracia?, ¿qué pobreza con respecto a qué abundancia? La simplificación es evidente. No había alternativas, ya que el relato es uno y único. Estas aterradoras simplificaciones son las que se sitúan en la base de las discusiones actuales.

Dicho esto, creo que la metáfora espacio-temporal no es necesaria. No existe el progreso. Es más, debemos luchar contra el progreso que se enmarca dentro de esta línea que quiere vendernos un futuro mejor que sólo existe como narración, como ficción, como coacción. Lo decían magistralmente los Sex Pistols: “si no hay futuro / cómo puede haber pecado”. El futuro funciona como un fetiche, como un arma de control. Admitir que existe el progreso es admitir que hay, al final, una verdad a revelar. Pero no podemos contar con ella, es un lujo que no podemos permitirnos. Ha sido, precisamente, el cuestionamiento de esta idea fetichista del progreso que nos vende un futuro mejor lo que por ejemplo lanzó a los vecinos de

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Gamonal1 a la calle. O lo que ya antes provocó la acción de la plataforma de afectados por las hipotecas, etcétera. Cuestionar el relato del futuro, he ahí el territorio que nos queda. Admitir esto, que no hay un futuro vendible que nos redima, es lo que lleva a que el pueblo comience su posicionamiento y lo que ha llevado a la gente a visibilizarse como pueblo. Esta negación de ese futuro como sedante ha provocado, a su vez, que los que no tenían voz puedan positivar su discurso. Esta crisis lo que sí ha provocado es que el futuro ya no genere confianza. No hay futuro, esa es nuestra alegría.

1 En enero de 2014, los vecinos del barrio de Gamonal (Burgos) protagonizaron unas masivas protestas en resistencia contra la cons-trucción de un bulevar. Su lucha, contestada con violencia policial, logró la paralización del proyecto.

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Robert Tressell o el manual para llevar a cabo una novela política

Cara A

De un tiempo a esta parte retorna la pregunta acerca de cómo establecer una relación entre literatura y política. Es una pregunta demasiado vieja, incluso cansina, pero no por ello deja de ser una cuestión del ahora que precisa un marco constante de reflexión. Recientemente Eagleton, por ejemplo, fracturaba esa hipótesis mayor que considera necesario excluir toda relación entre literatura y política y lo escenificaba de un modo directo: “La palabra doctrinario se aplica solo a las creencias de los demás. Es la izquierda la que está comprometida, no los liberales, ni los conservadores. La afirmación de que el compromiso doctrinal siempre y en todo lugar echa a perder el arte es una fe liberal hueca”. He ahí el problema. Qué posición política y desde qué literatura. Está claro que éste era ya un problema que Walter Benjamin puso sobre la mesa en El autor como productor, y que desde entonces ha traído una compleja red de lecturas y propuestas. Si nos fijamos en el marco español de los últimos meses, propuestas como la de Qué hacemos con la literatura, libro publicado por Akal y firmado por David Becerra, Raquel Arias, Julio Rodríguez Puértolas y Marta Sanz, tratan de indagar en este trayecto literatura-política. En este caso se nos dice que no existe literatura neutral, que toda literatura es un ejercicio ideológico y que por lo tanto la ecuación escritura o política es una falsificación. La escritura siempre es política, y no dejan de tener razón. Es cierto que no existe la escritura neutral y es cierto que hasta la literatura más hermética o fragmentaria

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reproduce la ideología dominante. Frente a ello proponen lo que denominan la táctica Caballo de Troya, cuyo fin es hacerse pasar por narrativa dominante (y aquí, según dicen, el que la tapa “sea dura” es importante) e inocular desde dentro el virus político. Disfrazarse de Best-Seller. Es decir, publicar en grandes editoriales para llegar a más público (público lector que en buena medida es minusvalorado y alejado como un otro vacío) y así actuar. Pero, ¿es tan sencillo?, ¿es eso actuar políticamente? “No basta con debilitar a la burguesía desde dentro”, decía Benjamin, porque el problema no es el de la literatura contra el capitalismo, sino el de los trabajadores frente a la clase dominante. Y no basta, porque el problema es que esta táctica que acepta el juego y se introduce en el cuerpo del Caballo acaba produciendo escritores que se aclimatan perfectamente al vientre del Caballo (hay muchos casos), o bien sus efectos son simplemente efectos dentro del propio sistema literario, de puertas adentro. Más recientemente tenemos el caso (reincidente) de Marta Sanz, que desarrolla en No tan incendiario (publicado por Periférica) algunos aspectos relacionados con esto de literatura/política. En este caso la figura del escritor es puesta sobre el escenario con el fin de aceptar su fracaso pero también bajo la perspectiva de plantearse preguntas, de postular territorios. En fin, son sólo dos ejemplos, y la lista podría extenderse a otros textos y lugares. Sin embargo, de entre lo últimamente publicado, siguiendo esta línea de actualidad, creo que hay una novela (¿novela?) que destaca sobre todas las demás publicaciones: Los filántropos en harapos, de Robert Tressell, publicada, realmente, hace cien años y que hoy aparece en las librerías españolas. Y de aquí partimos. Esta ¿novela? puede leerse como un manual perfecto de-lo-que-puede-ser-una-novela-política. Allá vamos.

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Cara B

Hace ya unos cuantos años, el filósofo francés Jacques Rancière publicaba La noche de los proletarios. Lo atractivo de aquel libro es que ponía sobre la mesa un problema documental y político de profundidad. El título no respondía a ninguna metáfora. Escribía allí Rancière: “La materia de este libro es, en primer lugar, la historia de esas noches arrancadas a la sucesión del trabajo y del reposo: interrupción imperceptible, inofensiva, se diría, del curso normal de las cosas, donde se prepara, se sueña, se vive ya lo imposible: la suspensión de la ancestral jerarquía que subordina a quienes se dedican a trabajar con sus manos a aquellos que han recibido el privilegio del pensamiento. […] La mayoría de ellos pasarán sus vidas en ese anonimato desde donde, a veces, emerge el nombre de un poeta obrero o del dirigente de una huelga, del organizador de una efímera asociación o del redactor de un periódico pronto desaparecido”. Lo que deja entrever el libro de Rancière (en su multiplicidad de casos) es que el gesto político, o la politización del gesto, se desarrolla precisamente en la invisibilidad, lo que apunta al hecho de que el obrero se politiza no en el momento del mensaje o de la violencia, sino, previamente, en el acto de desidentificarse con respecto a la etiqueta (y su semántica) que le viene dada por ser trabajador. Una de las guerras de cualquier trabajador comienza con la guerra semántica. Y la semántica es lo aterrador: trabajador manual, no intelectual, sin tiempo, hambre, rutina obrera, temor de decir, atrapado, etcétera. La desidentificación con toda esta maraña semántica es lo que destaca Rancière como primer gesto político de altura: el tiempo de aquellos que “por naturaleza” carecen de tiempo. Si hablamos de literatura, no son autores, no son escritores, pero tampoco son obreros. Lo que aterra al patrón es la incertidumbre

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acerca de qué son. Cuando estos sujetos se emancipan se produce un proceso necesario de desidentificación. He ahí una batalla ganada. Han logrado establecer una serie total de distancias tanto con respecto a su propio entorno como con respecto a la totalidad. Han logrado esquizofrenizar su lugar y su entorno. Y ahí, en ese lugar, vamos a situar a nuestro protagonista ahora: Robert Tressell. Pocos libros quizá, al menos desde mi punto de vista, son tan complejos de abordar como éste: Los filántropos en harapos. Tressell no era exactamente un escritor, pero tampoco era un obrero. Robert Tressell (1870-1911), en realidad se llamaba Robert Noonan, y utilizó este pseudónimo por temor a ser identificado y por lo tanto a ser incluido en listas negras. Pero ¿por qué? Noonan utilizó el pseudónimo de Tressell dado su oficio de empapelador, a lo que hace referencia esa palabra “tressell”. Tressell, por tanto, era empapelador y, como en la noche de los proletarios, escribió entre 1906 y 1908 esta magna obra: Los filántropos en harapos. Dicha obra no aparecerá hasta 1914, tres años después de la muerte (por tuberculosis) de su autor, y lo hará de una forma fragmentada y no en su versión (casi) completa. La versión que se publica ahora por primera vez en España gracias a la editorial Capitán Swing recoge, sin embargo, la forma aparentemente final (aunque faltan partes) del trabajo. Tressell desarrolló esta gigante obra a lo largo de dos años, mientras ejercía su empleo (precario) como empapelador. Es de esta experiencia de la que se nutre la novela. Y aquí tenemos el primer escollo: ¿novela? Bien podría leerse este libro como un documento, como un desarrollo histórico de las condiciones del trabajo en la Inglaterra del cambio de siglo, etcétera. Sin embargo, Tressell expone claramente su objetivo: es una novela. Era necesario que así fuera. Él mismo dejó escrito: “No es un tratado, ni un ensayo, sino una novela. Mi principal objetivo era escribir una narración

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asequible, desbordante de interés humano y basada en los sucesos de la vida cotidiana en la que el tema del socialismo se abordará de forma secundaria. […] No he inventado nada. No hay ninguna escena o incidente de la trama del que yo mismo no haya sido testigo o haya recibido pruebas concluyentes. Hasta donde me atreví, dejé que los personajes se expresaran en su propio lenguaje y, en consecuencia, se podrían poner reparos a algunos pasajes. Al mismo tiempo creo, porque es verdad, que el libro no carece de una vertiente humorística”. Hemos de suponer que Tressell, extrayendo el tiempo de cuando no se tiene tiempo (esa noche de los proletarios), compuso su propio gesto político y lo hizo de un modo sobresaliente. Los filántropos en harapos es una obra extraordinaria que no deja a nadie ileso; escrita desde un lenguaje aparentemente (sólo aparentemente) transparente y estremecedor. Y, como él mismo analiza, debe ser leída desde una pluralidad de espacios. Esta pluralidad, o plurivocidad, implica varios niveles de lectura: como territorio puramente narrativo, como espacio de educación socialista, como descripción de las tipologías burguesas, como reflexión acerca de la situación de los obreros, como doctrina, como obra de humor, etcétera. He ahí la cadena de posibilidades. Pero para comenzar: ¿quiénes son esos filántropos? Para Tressell esos filántropos son, propiamente los que van en harapos, los obreros quienes, a través de su trabajo, financian, filantrópicamente, a la clase dominante. Este es el punto de partida. El primer enemigo del trabajador, describe Tressell, es el propio espacio del trabajador, sus compañeros, su incapacidad para verse/leerse de otro modo que no sea como sometidos. Tressell, cuyo trasunto en la novela es el personaje llamado Owen, pone en escena una serie de situaciones “vividas” desde las cuales trata de articular la pluralidad de tramas que componen la obra. (Uno de los muchos momentos interesantes está, por

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ejemplo, en que ese mismo personaje Owen trabaja sacando tiempo de sus noches proletarias para dibujar/diseñar el proyecto de decoración de la pared de un salón en el interior de la lujosa casa en la que trabajan y que se llama “La caverna”, lo que por un momento en la novela le permite esa desidentificaicón necesaria para ejercer la política en tanto que Owen pone en suspenso su identidad). O dicho de otra forma: si el intento de Tressell es ofrecer una vasta visión de la problemática del trabajo y sus alrededores (familia, iglesia, etcétera) no puede componer una novela diseñada sobre el falso realismo argumental. La novela de Tressell es falsamente realista, o lo que quiere decir que siendo realista cuestiona la normas esenciales del realismo. Tressell desarrolla una particular máquina narrativa destinada a producir registros a diversos niveles. Las tramas no pueden cerrarse, los personajes no pueden cerrarse, los espacios no pueden cerrarse, etcétera. Es decir, tratar de describirlo todo no implica un realismo plano sino la propensión hacia la alegoría, hacia la ramificación, la arborescencia. A través de su forma de adherirse a la realidad ha compuesto un plano alegórico sobre la explotación y la miseria, sobre el lenguaje y la política. Así, por ejemplo, los personajes, quienes siendo reales se adaptan a un tipo. En efecto, tenemos a personajes como Crass (Zafio) o Hunter (Cazador) o a Grinder (Opresor) o a Sweater (Negrero) o a Starvem (Quien hace pasar hambre). Es sólo un ejemplo. La obra así parte, como decía más arriba, de una serie de escenas o situaciones en las que los trabajadores se enfrentan entre sí, con su realidad y sobre todo con el terror a perder su empleo. Esos trabajadores, filántropos, consideran que su situación es la que debe ser dado su lugar. Es decir, son incapaces no sólo de verse de otro modo, sino de salir del lugar en el que están (han sido) insertados y que, por lo tanto, el patrón es a quien deben agradecer su lugar y a la iglesia el

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reconocimiento de que, en cualquier caso, están pecando. Frente a este carácter opresor de la realidad cuyo destino es morir de hambre, el personaje de Owen circula como un sujeto cuya visión difiere enormemente de estos otros filántropos. Es un personaje surtidor de ideas. Para Owen, el socialismo es el modo desde el cual pensar el presente. Por ello, en los descansos, breves y terribles, en medio de la obra que están realizando en “La caverna”, el personaje de Owen (pseudónimo supongo, insisto, de Tressell) comienza a poner sobre la mesa la necesidad de repensar su situación de pobreza. Esos momentos de descanso suponen escenas fundamentales de activismo, de micropolítica. Representaciones que Tressell borda a la perfección. Ante las quejas, las iras y las risas de sus compañeros, Owen desarrolla una serie de interesantes momentos dialécticos/pedagógicos que podríamos interpretar (con permiso de Sócrates) como mayéutica obrera. ¿Qué es para ti la pobreza?, pregunta Owen. O ¿qué es el socialismo? ¿La competencia? ¿El dinero? Todo ello con un atrezzo de fondo compuesto por los restos de la obra (cubos, paletas, trapos…), la explotación y, junto a ello, el dolor y la miseria de las familias. Familias dentro de las cuales el papel de la mujer es central. Y éste es otro de los fuertes de la novela de Tressell: el personaje femenino que soporta las terribles consecuencias del paro, la miseria y la crianza. Es decir, la necesidad de pensar en la mujer cuando se escenifica la clase trabajadora de esa época. Y esto nos lleva, a su vez, a otro elemento importante del libro: la carnalidad de los personajes. Tressell construye unos personajes/sujetos cuya psicología no puede desprenderse de su carnalidad, incluso de sus harapos. La clase obrera es carnal y desde ahí debe construir su psicología y, por extensión, de ahí puede proceder el cambio, la transformación, la revolución.

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Leamos: “Si quebrantas la ley de forma grave y la semana que viene te condenan a diez años de trabajos forzados, seguramente pensarías que te espera un destino muy lamentable. Sin embargo, se diría que te sometes bastante alegremente a esta otra condena, que es la siguiente: morir prematuramente después de haber cumplido otros treinta años de trabajo duro”. La novela de Tressell escenifica la vida de Owen y de sus compañeros: Esaton, Philpot, Slyme, Bert, etcétera, de un modo casi filosófico, como un Platón de la clase obrera. Todos ellos, eso sí, sujetos a la miseria y a la imposibilidad del cambio. Cambio que Owen considera posible, pero que para darse es necesario no sólo la acción sino un cambio en las formas de verse a uno mismo. Los filántropos se muestran como hostiles al cambio, a la transformación, ya que desde niños han sido etiquetados para permanecer semánticamente en el marco de la miseria. Una semántica producida desde los capitalistas y desde la iglesia. Owen (y el resto, suponemos) observa a su hijo y se plantea, trágicamente, si no sería mejor morir, perecer en ese mismo instante junto a él y así ahorrarle la mísera vida que le espera si nada cambia, si nadie cambia. ¿No son los trabajadores los principales enemigos de sus hijos?, se plantea Tressell en un determinado momento. Y mientras tanto la clase dominante oficia como mano muy visible su poder, su condescendencia, su terrible inconsciencia.

(Abramos paréntesis. No sería descabellado leer este libro en paralelo a esa gran “novela” marxista: Manuscritos sobre economía y filosofía. Quizá la novela de Tressell escenifique el trasfondo de una problemática mayor. Tan sólo citando un par de textos de Marx se podría ver esa relación: “Con la misma Economía política, con sus mismas palabras, hemos demostrado que el trabajador queda rebajado a mercancía, a la más miserable de todas

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las mercancías; que la miseria del obrero está en razón inversa de la potencia y magnitud de su producción; que el resultado necesario de la competencia es la acumulación de capital en pocas manos, es decir, la más terrible reconstitución de los monopolios; que, por último, desaparece la diferencia entre capitalistas y terratenientes, entre campesino y obrero fabril, y la sociedad toda ha de quedar dividida en las dos clases de propietarios y obreros desposeídos”. Y unas líneas más abajo: “El obrero es más pobre cuanta más riqueza produce, cuanto más crece su producción en potencia y en volumen. El trabajador se convierte en una mercancía tanto más barata cuantas más mercancías produce. La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas”. Esta desvalorización anunciada por Marx sería, creo, otra de las líneas, de las tramas de Los filántropos en harapos, que no deberíamos perdernos. Cerramos.)

Las desgracias en las vidas de los personajes se suceden, se solapan, se conectan, pero sin una finalidad emancipatoria sino, más bien, trágica. He ahí el problema. ¿Cómo salir de aquí? Ese sería uno de los temas de la novela: su impulso trágico. Curiosamente Tressell encontró una salida, aunque no le sirviera para abandonar la tragedia, y lo hizo a través de una novela, de la escritura. Una escritura, eso sí, de gran voltaje, con unos diálogos donde se mezcla el relato y la pedagogía socialista de un modo fascinante (una escritura donde la traducción de Ricardo García Pérez es digna de mención).

En este sentido, creo que la novela de Tressell resuelve en buena medida el dilema de la novela política. Y es que esta novela es política en primer lugar no por lo que cuenta (siendo un elemento clave) sino por la posición de quien lo

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cuenta, que es en sí mismo un lugar de desidentificación. Cuando los novelistas hoy se dejan la lengua en el intento de definir su obra como política obvian que el obrero tiene su propia voz, su propia necesidad de no verse simplemente como un explotado, sino que él mismo puede desidentificarse con respecto a este relato. Que él tiene los medios para narrarse. ¿Y si la novela política sólo puede venir de la propia fractura/ruptura de la figura del escritor como sujeto autónomo? He aquí la lectura que queda en el aire y sin resolver.

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¿Y la calidad como narrativa?

Posiblemente sea el concepto, quiero decir, la palabra, más cancerosa de la cultura (sí, de la cultura en su sentido amplio) actual, a pesar de que en ocasiones pueda pasar desapercibida. Es una de esas palabras terroríficas, y su terror perverso, su sadismo, procede de que “nos acosa” y al mismo tiempo desconocemos su papel y su definición en el contexto cultural. Esa palabra cáncer, esa gran hija-de-puta, es la palabra CALIDAD. La calidad es un terrible virus devorador de todo, y el arma necesaria para dinamitar silenciosamente un sistema democrático, pero igualmente es una enfermedad dentro del sistema fabril, dentro del sistema educativo, dentro de una carnicería e, incluso, dentro de una asociación de vecinos. La palabra calidad es poderosa porque no dice absolutamente nada, no significa objetivamente nada, lo que provoca que aquellos que están sometidos a ella no tengan a qué agarrarse mientras que los que la esgrimen como material desde el poder pueden ejecutarla arbitrariamente. Un ejemplo. Un caso próximo. La ley de Calidad de la Educación. Leemos: “Una educación de calidad como soporte de la igualdad” y luego “Equidad y calidad son dos caras de la misma moneda”. Estas frases no dicen absolutamente nada. En la primera, la calidad es el soporte de la igualdad (¿por qué no a la inversa, por qué no la igualdad como soporte de la calidad?) y en la segunda la igualdad y la calidad son lo mismo, aunque con matices. Luego, en la misma ley: “Las acciones de calidad educativa […] deberán ser competitivas”. Aquí ya pasamos del ser al deber ser. La calidad ya no importa tanto si se relaciona con la igualdad porque con lo que DEBE vincularse es con la competitividad. ¿Igualdad, calidad y competitividad son lo mismo? Esto es sólo un ejemplo de

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lo aberrante en el uso de este término. Pero la respuesta puede ser simple. En realidad cuando el poder habla de calidad habla de estándares de calidad, lo que viene a significar que calidad es sinónimo de “lo que el mercado necesita y de cómo (y cuándo y dónde) lo necesita”. Y está claro que lo que el “mercado necesita y cómo (y cuándo y dónde) lo necesita” puede alejarse mucho de lo que cotidianamente entendemos por el concepto de calidad. Calidad en realidad es cantidad disfrazada de buen rollo, de objetividad. (Ya no se trata en la escuela de aprender inglés para comunicarte mejor con el otro sino “porque te puede servir para encontrar mejor trabajo”, un trabajo de calidad.) Hace poco tiempo, la vicepresidenta de la CEOE apelaba al hecho de que hay parados “que no valen para nada”. Y dicha afirmación es, realmente, lo más cerca que estamos de poder visibilizar el concepto de calidad que maneja tanto este gobierno como el anterior, y en general el poder político heredero del conservadurismo ochentero. Calidad es productividad, pero no sólo eso, productividad adecuada a la situación dada. La calidad de hoy puede diferir de la de mañana en tanto que es el mercado quien decide dónde está la calidad en cada momento. En este sentido, es evidente que el mejor gesto político que nos queda es “no valer para nada”. ¿Y si ninguno valiésemos para nada? Yo sé, desde su punto de vista, que no valgo para nada, y la felicidad de carecer de esa calidad me colma. E incluso me pagan por ello. Otro ejemplo. En la universidad española, en el marco de las humanidades, se ha instalado un fantasma, y ese fantasma, obviamente, es el de la calidad. Se arrastra por pasillos, por aulas, por despachos y seminarios, olfateando con el fin de “comprobar para qué vale aquello que haces”. Ya lo decía un gran teórico: los que nos dedicamos a las humanidades vivimos con el terror de que algún funcionario del departamento de calidad de algún ministerio descubra que se nos paga por

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leer o por dar clases o por escribir ensayos aburridos que “no sirven para nada”. Desterrar este concepto ridículo de calidad sería un buen síntoma de sociedad democrática.

Leía, justo antes de ponerme a escribo esto, el libro de Ben Hamper Historias desde la cadena de montaje (Capitán Swing, 2014). Un libro que nos puede servir a modo de genealogía. Hamper retrata a la perfección todo el proceso, lento e inevitable, de cómo este concepto acaba inoculándose en nuestras venas. “Fue más o menos por esa época [1985, época Reagan] cuando empezamos a oír hablar de un nuevo concepto hasta ese momento desconocido […]: la palabra “calidad””. Añade: “Calidad, calidad, calidad. De repente era imposible levantar la cabeza sin que te taladraran los oídos con aquellos eslóganes y exhortaciones que clamaban la nueva palabra de moda”. Y apuntala: “Calidad significaba compradores, y compradores significa ventas. Ventas significaba barrigas gordas y gordas bonificaciones. La calidad hacía que los huesudos dedos se aflojaran sobre las carteras. La calidad era capaz de cambiarlo todo, y se metía en el bolsillo a aquellos que en realidad no podían permitirse un coche. […] La calidad era el remedio para nuestra enfermedad”. Este concepto neoliberal de calidad se ha expandido semánticamente hasta impregnar toda nuestra realidad, alcanzando hasta la última escuela, el último barrio, el último bar; algo que el propio Hamper (mucho mejor que algunos filósofos franceses del momento) supo proyectar. La calidad como la creatividad, ambos conceptos reinsertados en nuestro vocabulario por las grandes empresas, bancos y partidos en el poder, deberían ser palabras a cuestionar, a destruir, a desintegrar. Contra la calidad, siempre.

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Decir terrorismo

Nuestra realidad es el lenguaje, pero también nuestra realidad son las trampas de ese lenguaje. La política se construye a base de relatos, de formalizar un lenguaje básicamente abstracto que “sirva para cualquier cosa” pero que al mismo tiempo sea empleado por el estado como forma de control. Si nos fijamos bien, ése es el problema que se da con palabras como terrorismo. En realidad, la utilizamos como un “ismo” que designa lo terrible, pero ¿cuál es su fundamento? Es asombroso darse cuenta de que detrás de la palabra terrorismo se esconde un vacío terminológico desconcertante. El poder político utiliza el lenguaje como una forma de crear orden y seguridad. Nos parece (y nos hacen creer) que está claro qué es y qué no es terrorismo; que es algo altamente sencillo porque conocemos sus efectos terroríficos, pero ¿es tan simple en realidad? Con apenas escarbar un poco y sin ser expertos, nos damos cuenta de que la política –el poder político– maneja alegóricamente la palabra terrorismo haciendo con ella florituras semánticas que evidentemente desconciertan a la población (y más aún a las víctimas). El poder político no es algo que se posea (como decía Foucault) sino que es algo que se ejerce, pero se ejerce desde el lenguaje. Y aquí el lenguaje cuanto más alejado esté de pertenecer claramente a un marco semántico fijo, mejor para el ejercicio de ese poder. Carbonell Mateu, en su libro Terrorismo. Algunas reflexiones sobre el concepto lo expone así: “Es curioso lo difícil que resulta encontrar definiciones legales de terrorismo, mientras que proliferan las políticas y las doctrinales”. Las definiciones políticas que apunta son anti-definiciones, son muestras llenas de palabras vacías cuyo fin es el propio mantenimiento del ejercicio

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político, su hegemonía. Dos ejemplos evidentes. Rajoy definía así el terrorismo: “El terrorismo es el enemigo de la libertad y de los derechos individuales de las personas”. Sumar palabras huecas, he ahí el racimo lingüístico. Fumar en un ascensor, más de dos personas, es igual a terrorismo, por ejemplo. La fiesta que tienen montada mis vecinos hasta las tres de la mañana y que impide mi libertad para dormir, terrorismo. Y por su parte Zapatero decía: “El terrorismo es la negación de la democracia, y la mejor manera de combatirlo es la afirmación y la práctica democrática continua en todos los ámbitos”. Todo lo que no es democracia es terrorismo. ¡Guau! La grandilocuencia obtura la posibilidad misma de la definición, pero esa misma grandilocuencia inane es la que el terrorismo ofrece a los políticos para ejercitar sus formas (lingüísticas) de control. Mario Capita Remezal, en un trabajo sobre el concepto jurídico de terrorismo, recoge este problema. Carecemos de un concepto jurídico de terrorismo. Arroyo Zapatero, en este sentido, escribía: “El término terrorismo adolece de considerable imprecisión semántica”. Para otros juristas “el problema surge con la definición misma del terrorismo: la diversidad de culturas, sistemas políticos y jurídicos e incluso de valores morales y religiosos hace difícil, por no decir imposible, una definición convencional del término”. Se les puede llenar a los políticos la boca con el terrorismo pero que ésta carezca de definición es, posiblemente, su objetivo. Convertir la palabra en algo así como un cubo cuyo fondo ellos pueden rellenar según las circunstancias. Es decir, el concepto de terrorismo es un sistema de control político, y es a los políticos a quienes menos les interesa que exista una definición cerrada y parcelada de ese concepto. Eso implicaría perder poder político, es decir, delegar su aplicación política. Tal y como está hoy dada la situación “cualquier cosa puede ser terrorismo”, y este “cualquier cosa” nos incluye a todos,

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pero sorprendentemente les excluye a ellos. Esto recuerda a aquello de San Agustín acerca del tiempo: sé lo que es pero si me pides que lo defina es imposible. Más delirante incluso es si leemos el siguiente apartado, disposición de 2001: “A efectos del presente apartado, se entenderá por grupo terrorista todo grupo estructurado de más de 2 personas, establecido durante cierto tiempo, que actúe de manera concertada con el fin de cometer actos terroristas. Por grupo estructurado se entenderá un grupo no formado fortuitamente para la comisión inmediata de un acto terrorista sin que sea necesario que se haya asignado a sus miembros funciones formalmente definidas, ni que haya continuidad en la condición de miembro o una estructura desarrollada”. Vamos a ver: un grupo terrorista es aquel grupo (más de dos) que se juntan para cometer actos terroristas. Hay una norma básica en cualquier escrito y es que lo definido no puede entrar en la definición. Es alarmante que no podamos ni sepamos definir terrorismo. Un terrorista es aquel que comete actos terroristas. Sí. Ok. Perfecto. Y un acto terrorista, ¿qué es? Es el cometido por un terrorista. Vale. Muy bien. ¿Y qué es un terrorista? El que comete actos terroristas, y… El lenguaje es así de peligroso, aparentemente inocente, pero destructivo y una auténtica máquina generadora de coacción. El orden de una definición así es sólo ficción. La palabra terrorismo en manos del poder político se ofrece como el otro, como un enemigo, pero no es más que un fantasma conceptual. Claro que existe el terrorismo, y sus terribles consecuencias bien las conocemos, entonces ¿cómo trazar el sentido de esta palabra? He ahí la pregunta sin respuesta. Mi convencimiento es que al poder político no le interesa, en absoluto, la existencia de un concepto real de terrorismo ya que en su vacío el poder logra vivir confortablemente. Bajo esta definición cualquiera que cuestione el orden establecido es susceptible de ser un terrorista. Más allá de

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ello, incluso, podría leerse las acciones de la Guardia Civil en Ceuta como actos terroristas contra personas concretas. El delirio es evidente. Pero incluso va más allá. Carecemos de definición jurídica de terrorismo, pero tenemos un delito por “apología del terrorismo”. Enaltecer algo que carece de definición propia es delito. “El enaltecimiento o la justificación por cualquier medio de expresión pública o difusión de los delitos comprendidos en los artículos 571 a 577 de este Código o de quienes hayan participado en su ejecución, o la realización de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas de los delitos terroristas o de sus familiares se castigará con la pena de prisión de uno a dos años”. Hasta las palabras, su enunciación, son terrorismo, pero ¿qué es el terrorismo?

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El arte de la confusiónUna lectura de Pensar desde la izquierda (+ una propuesta factográfica)

Tal vez el Caballo de Troya fuera la primera obra de arte activista. Basado por una parte en la subversión y, por otra, en la toma de poder, el arte activista interviene tanto desde dentro como más allá de la fortaleza sitiada en la alta cultura o “el mundo del arte”

Lucy Lippard

“Un día de tormenta […] me hallaba luchando contra el viento en la esquina de una calle, cuando de pronto dio vuelta a la esquina un hombre con tal precipitación que chocó violentamente conmigo. Antes de que pudiera reponerse del susto y murmurar unas palabras, consulté con gran afectación mi reloj y, como si hubiera preguntado la hora, dije cortésmente: ‘Son exactamente las dos menos diez minutos’ (aunque la verdad es que eran casi las cuatro), y continué mi marcha. Tras haber caminado unos cuantos pasos, me volví y pude ver que todavía me seguía mirando, evidentemente confundido y extrañado por mi observación”2. Esta anécdota pertenece a Milton Erickson. Sobre ella asienta las bases de una de las teorías claves de la psicoterapia breve: la técnica de la confusión. Esta técnica tiene algo que ver con la desviación pero con una forma de la desviación sometida al poder de la incertidumbre.

2 Milton Erickson, The Confusion Technique in Hipnosis, “American Journal of Clinical Hipnosis”, 6, 1964, p. 186.

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Lo que viene a decir Erickson —simplificando— es que tras una paralización inicial, todo estado de confusión provoca una reacción de búsqueda de causas o motivos que arrojen luz sobre la incertidumbre, así como sobre la sensación de inseguridad que ésta provoca. Es en ese estado de confusión donde proliferan, por ejemplo, los “lavados de cerebro”. Pero vayamos por partes. En situaciones de confusión, como la descrita por Erickson, todo el mundo echa mano del primer cable aparentemente salvador, es decir, del primer punto concreto de apoyo. A este punto se le atribuye una importancia (y validez) superior a la que en realidad posee, incluso cuando el punto de apoyo en cuestión sea totalmente erróneo o, al menos, insignificante. Dicho en otros términos: para salir de la confusión construimos un fantasma o, mejor, una fantasía de orden.

Tomando prestada esta situación —en una mala lectura ericksoniana— es posible extrapolar dicha situación a otras esferas. Todo estado de confusión —más allá del territorio psicológico— genera o irradia múltiples posibilidades; posibilidades que tienden a autoproclamarse estados de seguridad. Esta fórmula de la técnica de la confusión extraída de su contexto original puede servirnos, por ejemplo, para interpretar modelos políticos más amplios. La confusión ha solido verse como un sinónimo de desorden pero sobre todo como un antónimo radical de la seguridad. En este sentido, retomando a Erickson, ciertas políticas han tratado de mostrarse como lugares de seguridad, esto es: se han retratado como ese cable salvador que puede “sacarnos de la confusión”. Si bien la etimología, co-fundere, apunta hacia una situación en la cual “algo fluye”, es decir, apunta hacia una realidad que escapa a la catalogación de lo cerrado, su estigmatización filosófico-política es igualmente antigua.

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Evidentemente Platón ejerce de personaje tutelar. Es la huida de la confusión lo que en buena medida está detrás de varios postulados de La república. La confusión es la enemiga superior de la política, tanto desde el punto de vista de la justicia como —por extensión— de las artes. La justicia implica un hacer cada uno lo que debe y, en este sentido, queda enmarcado en los límites formales de su punto de partida. La confusión se constituye como el claro enemigo de la justicia (y de la política, y de la moral, etcétera). Con respecto a las artes, tanto los poetas como los pintores, en el famoso libro X, son expulsados en tanto que, ontológicamente, confunden lo real; gnoseológicamente, confunden al espectador sobre el origen de su conocimiento; y, psicológicamente, envenenan la mente de los espectadores al mostrar a personajes contradictorios en situaciones confusas y lamentables. Es más, Platón reprocha a los artistas el hecho de que incluso pretendan confundir al espectador haciendo partícipe a éste, es decir, provocando que salga de su papel de espectador. Todo esto ejercerá una amplia tutela filosófica, durante siglos. El temor a la confusión es una herramienta de control y dicho estado de temor provoca la virulenta necesidad de hallar un “cable salvador”, provocando a su vez una situación (fantasmática) de seguridad, donde la búsqueda de “lo claro y distinto” se transforma en base (y causa) de todo conocimiento.

Es esta engañosa y débil tendencia a concebir la seguridad como principio lo que, llegando al terreno que nos ocupa, ha sido edificado por la derecha en el ámbito de la política, con la desidia de buena parte de la izquierda. En este sentido, el abandono efectivo de “lo político” ha provocado que la derecha se haya convertido en un espacio de no-confusión, que si bien no es sinónimo de seguridad, si tiene la forma de “gestión del desorden”. De

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esta forma, un libro como Pensar desde la izquierda3, sirve para escenificar una larga lista de cuestiones que tratan de dibujar tanto el rostro de una derecha que ha puesto a funcionar su activismo (fundado en la no-confusión y ofreciéndose como cable salvador) como a una izquierda que se ha replegado (por no decir, desactivado). En este contexto se establecen las líneas de tensión de este libro, de varios y múltiples autores que, en lugar de como un libro al uso, habría que leerlo como si de una puesta en escena del pensamiento de la izquierda actual se tratase. En este sentido, su lectura tiene el objetivo de no dejar ninguna puerta cerrada, sino que más bien se ofrece como lugares por los cuales establecer un tránsito de propuestas y contra-propuestas. Veamos algunas.

Una de las ideas que recorren el libro es la puesta en obra, al mismo tiempo, de un activismo de la derecha y una difuminación de la izquierda. De esta forma el texto de Christian Laval, que abre el libro, dispone sobre el escenario algunas de las cuestiones a tener en cuenta: “No existe tarea más urgente que la de comprender los mecanismos por los cuales las ideas y las políticas de inspiración neoliberal han llegado a ser preponderantes” (p. 13). Podemos apuntar que esta tarea y esta urgencia no pueden formularse desde un único principio o causa. La causalidad no explica estos activismos desde la derecha. Al contrario, es la derecha la que tiende a gestionar su propia causalidad. De esta forma el libro trata de enfocar el problema de ese (des) activismo de la derecha desde lugares diferentes. Así, por ejemplo, se traza el camino que

3 VV. AA, Pensar desde la izquierda. Mapa del pensamiento crítico para un tiempo de crisis. Errata Naturae, Madrid, 2012. Citamos en adelante entre paréntesis número de página.

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va del liberalismo al neoliberalismo, desmantelando una serie de tópicos, entre ellos, precisamente, el que haya una conexión efectiva, una causalidad entre ambos territorios de pensamiento. Pero sobre todo desmonta Laval, a través de su lectura de Wendy Brown, el hecho de que se piense ese neoliberalismo como una forma anglosajona “metida” con calzador en el resto de países. Al contrario, la propuesta inicial invita a mostrar el neoliberalismo como un virus, como una forma que se expande (y muta) pero que adquiere rostros diferentes en función del contexto adaptativo. Así, leemos: “Un tópico muy extendido éste, que hace del neoliberalismo, y tal vez del liberalismo en general, una creación anglosajona ajena al genio francés y católico” (p. 15). El texto hace referencia —ésa es la idea de Laval— al hecho de pensar el neoliberalismo en clave francesa. Este neoliberalismo establece las bases de la desdemocratización —algo sobre lo que se insiste a lo largo del libro— a partir de la construcción de un sujeto que abandona su faceta de “pueblo” o de “trabajador” para convertirse en “emprendedor”. El diseño de este sujeto “emprendedor” es una de las más hábiles estrategias del neoliberalismo y de la derecha en general. Al subjetivizar falsamente los procesos de lectura del trabajador, al convertirle en responsable y calculador, imposibilita no sólo la crítica hacia el sistema (ya que sería una crítica hacia sí mismo) sino que somete toda vida, todo proceso cognitivo, a un sistema de cálculo, eficacia y rentabilidad. De esta forma, la “figura humana se reunifica en la construcción del sujeto económico, quien desde este momento alcanza consideración de empresa al acecho de cualquier oportunidad de negocio en un contexto de absoluta y constante competitividad. […] Los criterios de eficacia y de rentabilidad y las técnicas de evaluación se extienden a todos los terrenos a manera de evidencias indiscutibles” (p.19). Una vez implantado este sistema,

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comienza a ser visible —como ocurre en la actualidad— esa desdemocratización que podemos leer bajo el epígrafe de la “paradoja de la democracia” que podría resumirse del siguiente modo: poner en estado de excepción los principios de la democracia para fortalecer la democracia. Esta paradoja muestra los entresijos del problema. Poner en “ausencia” los valores de la democracia para fortalecer los principios económicos que sostienen cierta versión de la democracia. Abramos ahora un paréntesis. Si pensamos esta versión del neoliberalismo en clave “española y católica” deberíamos visualizar el modo en el que se realiza este tránsito hacia el neoliberalismo (o derechismo) actual. Dicho tránsito puede ser fácilmente rastreable desde la perspectiva de lo que podemos denominar “retórica del esfuerzo”. Si aceptamos la idea de que el neoliberalismo no ha de representarse como un todo que se trasplanta desde el mundo anglosajón sino como un virus que se adapta y muta en función de los contextos, en España podría estudiarse esa mutación desde aproximadamente los años cincuenta-sesenta, cuando el franquismo comienza a postular ferozmente una “retórica del esfuerzo” de origen católico, que tiene al sujeto-trabajador como destinatario. Veamos un ejemplo. Recientemente, Mariano Rajoy señalaba lo siguiente: “O trabajamos todos unidos para lograr los mismos objetivos o nuestros esfuerzos serán estériles. O demostramos, de verdad, que somos una nación dispuesta a sacrificarse para conquistar un futuro mejor o no merecerá la pena el esfuerzo”4. El rey Juan Carlos recogía la misma forma retórica del siguiente modo: “Responsabilidad, solidaridad, templanza y espíritu de

4 http://www.larazon.es/noticia/816-rajoy-apela-a-la-unidad- como-signo-de-fortaleza

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sacrificio”5. Sin embargo, estas palabras se enmarcan en una tradición retórica anterior: “La base para la transformación económico-social de nuestra Patria es el esfuerzo que venimos desarrollando. […] Nuestros esfuerzos se encaminan a que se realice la igualdad de posibilidades en la cultura en la forma más justa y amplia, que si no nos permitirá resolver el problema completamente para las generaciones de ayer, sí nos lo consentirá para cambiar la suerte de las jóvenes y venideras. […] Ha sido necesario el emplear a fondo energías y esfuerzos para vencer intereses y resistencias. […]Hemos de considerar que por habernos planteado estos problemas hace veinticinco años, y por la continuidad de los esfuerzos desarrollados en este tiempo, España es la nación que puede mostrar al mundo una solución moderna y eficaz para asegurar la paz permanente entre los estamentos sociales. […] Cualquier otra interpretación es superficial y no representaría sino la frustración de un gigantesco esfuerzo y sacrificio vivido heroicamente con ánimo de salvación y de continuidad por todo un pueblo”6. Lo mismo: heroicidad, sacrificio, esfuerzo, paz, etcétera. Estas palabras de Francisco Franco pronunciadas en 1961 en la apertura VII Legislatura de las Cortes Españolas dan forma a ese discurso asumido por el neoliberalismo y la derecha. Ese mismo año de 1961, en su discurso de fin de año, volvía con la misma retórica, esta vez mediatizada por la metáfora del navegante que tanto gustaba al dictador y que usó en varios discursos: “En el campo de lo terreno hemos de considerar que la feliz navegación no se debe sólo al mérito del capitán, ni a la

5 http://www.abc.es/20120713/espana/abci-consejo-minitros- 201207131130.html

6 http://hemeroteca.abcdesevilla.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/sevilla/abc.sevilla/1961/06/04/052.html

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capacidad y resistencia de la nave, ni a la buena doctrina de marear, sino al conjunto de estos elementos unidos al esfuerzo de su tripulación”7. El esfuerzo de la tripulación es una expresión propia de cualquier totalitarismo nacionalista. Cerramos ahora paréntesis.

Esta revisión entendida como reactualización retórica puede leerse dentro de un proceso más amplio de desdemocratización. Dicho proceso se puede situar también en el marco de gestión del desorden al que alude Giorgio Agamben a lo largo de la entrevista que se incluye en el libro. De este modo, el primer paso parece evidente: tratar de establecer una arqueología del discurso de la derecha. Discurso que, volviendo al principio, tiene como base la técnica de la confusión. Ante un posible desorden o confusión se construye un delirio de seguridad. “El actual discurso sobre la seguridad —afirma Agamben—, contrariamente a lo que afirma la propaganda gubernamental, no tiene como finalidad la prevención de atentados terroristas u otras formas de desorden público; su función es, en realidad, el control y la intervención a posteriori”. En este sentido, los gobiernos no pretenden “el mantenimiento del orden sino la gestión del desorden” (p. 28). Gestión del desorden: medidas de tipo biométrico, huellas, fotos, etcétera, cuya finalidad no es impedir un delito sino poner en orden tales delitos, generando una constante sospecha de los otros. Dicho orden apela a la identificación del sospechoso, a crear una ficción fantasmal del orden. Ficción que también podemos ver a la hora de gestionar las manifestaciones, donde la policía tiene como único fin ese gestionar el desorden.

7 http://www.generalisimofranco.com/Discursos/discursos/ 1961/00038.htm

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Por ello añade Agamben: “Una democracia limitada a disponer como único paradigma de gobernación, y como único objetivo, el estado de excepción y la búsqueda de seguridad […] deja de ser una democracia” (p. 28). Pero llama sobre todo la atención acerca de un fenómeno que suele pasar desapercibido y que forma parte de esa técnica de la confusión: “Las limitaciones a la libertad que el ciudadano de los países denominados democráticos está ahora dispuesto a aceptar son infinitamente mayores de las que hubiera consentido hace sólo veinte años”(p. 31). La identificación de la democracia con procesos económicos, con el imperio de la seguridad, con temor a la confusión, etcétera, conlleva inevitablemente la fractura de un verdadero proceso democrático. Es en este proceso donde se sitúa la orbita de trabajos más interesantes de este libro, o de este escenario de pensamientos, como podemos entender un libro de las características de Pensar desde la izquierda.

El temor a la confusión —y por lo tanto a la inseguridad— se retrata igualmente bajo el rostro de “la minoría”. De este modo, Frédéric Neyrat, a partir de Arjun Appadurai, señala lo siguiente: “Si nos sentimos incompletos es porque nuestra mayoría resulta insuficiente; si esta mayoría resulta insuficiente, una minoría puede llegar a ocupar nuestro lugar. Aumenta entonces el miedo a perder su espacio, el miedo al ‘intercambio de papeles’”. Desde el momento en que la minoría se considera, se concibe o es concebida como sustancial en número, puede ser declarada un peligro. […] Visto así, el miedo que inspira el escaso número nada tiene que ver con la realidad de estas minorías: su capacidad sediciosa no es sino puramente imaginaria” (pp. 76-77). Es más, “el temor que inspira el pequeño número supone ciertamente una forma de delirio, pero un delirio que responde a la realidad de

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la globalización —no sólo a la imaginación—” (p. 80). Ahora bien, estas minorías pueden estructurarse de modos diferentes, siendo capaces de producir lo que Toni Negri denomina “lo común”. Por ello, señala el propio Negri: “Si bien estamos atrapados en el esclavismo capitalista, somos rebeldes, fugitivos. Ser móviles, inteligentes, poseer lenguajes, ser capaces de la libertad no es un don natural. Es una potencia, el producto de una resistencia creativa” (p. 153). Esta resistencia, sin embargo, permanece parcelada, desconectada. Los trabajadores, los movimientos feministas, ecologistas, etcétera, forman lugares de protesta desconectados, desvinculados entre sí a pesar de su cuestionamiento de la ficción de seguridad construida por el poder. Por ello Negri habla de “la inteligencia de crear lazos entre las luchas que vienen de distintos frentes. Estas luchas pueden venir de la ecología, de la fábrica, del trabajo social, de los servicios, etcétera. Se trata, en definitiva, de reunir a todos los sectores en los que se desarrollan nuevas condiciones de producción” (p.155). Pero al mismo tiempo, tanto Negri como Hardt asumen el hecho de que los modos de producción han variado, y que la biopolítica, como emergencia de lo inmaterial, domina el territorio del trabajo. Al respecto, Hardt considera “que, mientras que en los últimos ciento cincuenta años la producción industrial era dominante, estamos ahora en un periodo de transición en el que la producción inmaterial y la biopolítica es la que se vuelve dominante. La producción industrial no era dominante en términos cuantitativos” (p. 170). Ahora bien, según Negri, el biopoder es inclusivo: “Proletarios, obreros, precarios, todos son pobres. Pero no están excluidos, están incluidos entre los pobres del biopoder: la pobreza —en el mundo global, en el mundo de la producción social— es siempre inclusión, inherencia a una relación con el capital en la que la sociedad invierte y pone a trabajar. En la relación biopolítica, hay que

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considerar la existencia de pobres de manera global” (p. 163). El hecho de que el capitalismo actual se transforma en política difusa (que sería otro modo de entender la democracia) en tanto que esparce su proceder desde la sutileza de lo inmaterial como forma de controlar toda confusión, queda perfectamente retratado tanto bajo el concepto activo del espíritu del “emprendedor” como en la propia invisibilidad de ciertos trabajos. En este sentido, una de las aportaciones más interesantes del libro es la propuesta de lectura de Delphine Moreau, quien dedica su texto a la teoría del care [cuidado] y su perspectiva política. Las teorías del “care centran su atención en la manera en que ciertas personas cuidan de otras y se preocupan por sus necesidades, al igual que en la dimensión moral de estas tareas y en el carácter injusto de su distribución” (p. 133). De alguna forma, lo que pretende mostrarnos no es tanto el sentido del trabajo centrado en el cuidado como las estrategias de invisibilidad que las estigmatizan. “Estas actividades —escribe Moreau— son indispensables para hacer que nuestro mundo sea habitable y su invisibilidad es también la de los y, sobre todo, la de las —mujeres extranjeras— trabajadoras de clases pobres que las efectúan” (p. 133). Una invisibilidad que la propia autora escenifica del siguiente modo: “En las oficinas, la limpieza se hace a menudo a horas tardías o pronto por la mañana. Los que trabajan durante el día en esas oficinas pueden no ver jamás a quienes trabajan en la frontera de la noche, vacían sus basuras y limpian sus espacios de trabajo. De esta manera, pueden desconocer sus condiciones de trabajo y literalmente no tener que preocuparse por ello. El privilegio, unido a la desigualdad de papeles y a las obligaciones de cuidado en nuestras sociedades garantizan “la posibilidad de ignorar ciertas formas de adversidad con las que [los privilegiados] no tienen que enfrentarse”” (p. 139). En este texto, altamente

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interesante, pone sobre la mesa otra de las cuestiones centrales del biopoder: la anulación del lenguaje. A los enfermos, a los que necesitan cuidados no se les otorga un lenguaje, o, en caso de pronunciarse, jamás ese lenguaje es tenido en cuenta. De este modo, es un otro deslegitimado, o como mucho, construido tan sólo como imagen (esto es: la limpiadora). Es aquí donde podría situarse, en paralelo, la aportación de Jacques Rancière (aunque sea ésta distante de la producción de lo común de Negri o Hardt). La suya es una aportación clave que apuesta por la emancipación del sujeto. Imagen y lenguaje son su territorio. Ya en textos anteriores ha desarrollado Rancière la idea de que, a pesar de lo que digan los medios y los intelectuales, el problema no son las imágenes. El problema no está en que los medios nos muestren de un modo atroz la muerte del otro, no está en la saturación de imágenes sino en la eliminación de la voz (y del lenguaje). El otro aparece como terrorista, como víctima, como inmigrante, etcétera, aparece, pero su lenguaje ha desaparecido. Este sujeto es encerrado bajo una etiqueta-imagen cuya misión es encapsular e imposibilitar todo discurso cuyo fin sea la huida de esa forma de catalogación sensible. En ese sentido, para Rancière el proceso de desidentificación es capital para alcanzar la emancipación del trabajador. Es decir, la limpiadora que trabaja en la oficina se convierte en un fantasma que recorre las mesas, que apenas deja huella, y en este no-dejar-rastro-de-su-presencia, está su papel. Escribe: “La emancipación de los trabajadores comienza con la posibilidad de constituir maneras de decir, maneras de ver, maneras de ser que rompan con las que están impuestas por el sistema dominante”. Una emancipación que podemos situar en “el rechazo de la adaptación, el rechazo de esa identidad de la que se le provee, rechazo a sentir de ese modo, a percibir de ese modo, a hablar de ese modo”, un rechazo “de todo aquello que va adherido a la

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experiencia sensible ordinaria tal como está organizada por la dominación” (pp. 386-387). En definitiva, la apuesta de Rancière viene por “la transformación de la relación que tenemos con nuestra propia condición” (p. 386).

Dicho esto, sería interesante contraponer las posturas de Negri y Rancière. Para Negri la producción de lo común así como la inminencia de la revuelta tiene al trabajador cognitivo como pieza central. Si los “levantamientos populares son hoy acontecimientos inminentes, y se presentan como de cumplimiento inevitable si queremos construir un terreno constituyente” (p. 163), estos levantamientos han devenir filtrados por ese trabajador cognitivo que ha de mostrar al trabajador sus terribles condiciones de vida. Escribe Negri: “Pero si el trabajo cognitivo no posee esta fuerza, si no estamos todos —nosotros que sufrimos la explotación capitalista del trabajo y la cooperación social— preparados para la revuelta, ¿se puede esperar que la clase obrera lo haga sola? El privilegio del trabajo cognitivo consiste en que su medio de trabajo, la inteligencia, no puede consumirse y pasa inmediatamente a ser común. ¿Lograremos transformar esta comunidad en un arma revolucionaria común?” (p. 162). Es frente a esto —frente al hecho de encasillar de incapaz a la clase obrera— donde se sitúa Rancière, para quien el proceso supone una ruptura de esa jerarquización, esto es, supone una visión donde el intelectual no tiene nada que enseñar al obrero. O dicho de otro modo, para Rancière el problema no está en que el trabajador no sepa que está explotado, es más lo sabe perfectamente, sino que el problema reside en el proceso mismo de desidentificación con respecto al propio concepto de explotación. Jacques Rànciere en Sobre políticas estéticas había escrito lo siguiente: “Los explotados no suelen necesitar que les expliquen las leyes de explotación. Porque

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no es la incomprensibilidad del estado de cosas existente lo que alimenta la sumisión, sino la ausencia del sentimiento positivo de una capacidad de transformación”8. He aquí la diferencia con la apuesta de Negri y que Rancière, como veremos, sitúa también cerca de la experiencia artística. En cualquier caso, para Rancière la emancipación como desplazamiento se sitúa frente a la idea de un trabajador cognitivo que ejerce la tutela. Negri, a su vez, apuesta por una revisión del sindicalismo, el cual ha caído en un mero órgano administrativo, pendiente de cuestiones que salen al paso en lugar de cómo un movimiento político en confrontación y antagonismo constantes. Para Negri, es el desprecio real de lo político por parte del sindicalismo europeo lo que ha provocado que se desarrollen formas alternativas de organización.

Entre estas dos posiciones —o topografías intelectuales de la izquierda— podemos establecer algunas de las escenas centrales para el pensamiento crítico actual. Lo que implica otra pregunta: ¿cuál es el lugar del intelectual en los procesos políticos actuales? A esto trata de responder el inteligente trabajo de Razmig Keucheyan, titulado Mutaciones del pensamiento crítico. Es evidente —y este libro es una clara muestra— que el hecho de la Caída del Muro y demás acontecimientos relacionados desde entonces no ha reducido —al contrario— la cantidad de esfuerzos por pensar la situación de la izquierda como proyecto. Es más, “que sea largo el tiempo que nos separa de una reestructuración operativa del socialismo no impide que los discursos críticos proliferen” (p. 205). Este punto de partida provoca una serie de cuestiones altamente sugerentes.

8 Jacques Rancière, Sobre políticas estéticas, MACBA, Barcelona, 2005, p. 38.

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La lista de autores que apuestan por esta reconfiguración de la izquierda desde la teoría incluye nombres conocidos: Badiou, Žižek, Negri, Laclau, Balibar, etcétera. Como bien apunta Keucheyan “la ‘novedad’ de las ideas que [estos] elaboran proviene de su intención de pensar el ciclo político abierto en el momento de desintegración del bloque del Este” (p. 206). Ahora bien, el tema estaría en el marco desde donde se ejerce ese pensamiento, lo que implica una pregunta acerca de las relaciones entre teoría y militancia. El autor sintetiza el problema afirmando que el marxismo puede dibujarse desde sus orígenes como un triángulo cuyos tres vértices son las ciencias sociales, la filosofía y la política. Para Marx y Engels, al igual que para los marxistas clásicos, como por ejemplo Lenin y otros, estos tres elementos se encuentran por completo entremezclados, pero, ¿qué ocurre con los pensadores actuales? “Al contrario que sus predecesores —escribe Keucheyan—, los pensadores críticos actuales se enmarcan dentro de uno u otro vértice del triángulo, en raras ocasiones de dos de ellos. En particular, ya no ostentan responsabilidades en organizaciones políticas […] [limitándose] las más de las veces al papel de conferenciante” (p. 207). Sin embargo, suponer que son estos pensadores actuales los responsables de esa desconexión entre teoría y militancia, supondría hacer claramente trampa. El “triángulo marxista” comienza a descomponerse mucho antes, desde mediados de los años veinte. El fracaso de la Revolución alemana en 1923 y el retroceso del movimiento obrero que la siguió son la principal causa de esta descomposición. En esta época, se instaura un marxismo “oficial”, controlado por Moscú, “que prohíbe toda innovación intelectual independiente y sitúa a los intelectuales ante la alternativa de mantenerse fieles al poder o guardar las distancias con las organizaciones obreras. Esta separación no dejará de aumentar con el tiempo” (p. 208).

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Étienne Balibar incluye en su entrevista un concepto de ascendencia foucaultiana: “Lo insoportable”. Escribe: “Lo insoportable —que es en primer lugar, y sobre todo, aquello que experimentan quienes son objeto de la explotación, de exclusión y la discriminación— existe. Por lo tanto, es correcto sublevarse” (p. 295). Esta idea puede servirnos para introducir otra de las cuestiones centrales del libro: lo político. ¿Cómo entender eso que llamamos “lo político”? Es esta pregunta la que aporta diferentes lecturas. Lo político se muestra como lo opuesto a la democracia en tanto que proceso determinado económicamente. En este sentido, Chantal Mouffe apuesta por diferenciar entre “lo político”, que identifica con el concepto de antagonismo y “la política” que sitúa bajo el rótulo de lo hegemónico. Hablar de hegemonía “implica que cada orden social no es más que la articulación contingente de relaciones de poder particulares y que no tiene, por tanto, cimientos racionales últimos” (p. 244). Lo que viene a suponer que la hegemonía es una práctica contingente y que, por lo tanto, las cosas siempre “podrían ser de otro modo. Todo orden tiene su fundamento en la exclusión de otros órdenes posibles” (p. 244). El problema apuntado por Mouffe es que buena parte de los socialdemócratas han aceptado esa hegemonía no como algo contingente sino que han entendido esa hegemonía liberal bajo la óptica del “no hay alternativa” (de origen tatcheriano), lo que ha desactivado toda oposición, ya que esta oposición ya no se dirige a los elementos contingentes sino al sobrevivir dentro de la hegemonía. Sin embargo, “todo orden hegemónico —apunta Mouffe— puede ser cuestionado por prácticas contra-hegemónicas” (p. 245). Para Mouffe una acción importante sería la posibilidad de construir lo que denomina cadenas de equivalencia. Se refiere con ello a “establecer una cadena de equivalencias entre esas luchas diferentes para que, cuando los trabajadores definiesen sus reivindicaciones, tuviesen

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también en cuenta las de los negros, los inmigrantes y las feministas. Para ello hace falta, desde luego, que cuando las feministas definan sus reivindicaciones, no lo hagan tan sólo en términos de género, y que ellas también asuman las de otros grupos, con el fin de crear una larga cadena de equivalencias entre todas esas luchas democráticas. En nuestra opinión, el objetivo de la izquierda debería ser el de instaurar una voluntad colectiva” (p. 246). Es desde aquí, opina, desde donde puede construirse una democracia radical. Ahora bien, la presión de la hegemonía neoliberal, con su forma de orquestar la democracia, ha propiciado que la izquierda en lugar de luchar por radicalizar la democracia se haya visto limitada “a luchar contra el desmantelamiento de las instituciones democráticas fundamentales” (p. 247). Ante esta situación su propuesta aboga por una mayor implicación de la sociedad civil, de los colectivos, capaces de ejercer la presión necesaria, pero sobre manera incide en el hecho capital de que esos colectivos han de trabajar “con las instituciones políticas establecidas” (p. 248). Es en este punto donde difiere, por ejemplo, del caso de Negri antes mencionado. Para éste, al igual que Mouffe, es fundamental “crear lazos” entre las luchas que vienen de diferentes frentes: ecología, fábrica, servicios, etcétera, aunque su concreción final sea muy diferente a la que propone Mouffe. Negri, al contrario del carácter inclusivo de Mouffe y su “consenso conflictivo”, defiende la posibilidad de construir formas alternativas de organización. “Son propuestas —escribe Negri— para organizar cooperativas y otras formas mutualistas que ataquen directamente los niveles financieros de la organización del trabajo. Toda lucha, si no quiere estar abocada al fracaso, tiene que organizarse en este sentido” (p. 155).

El libro, por tanto, ofrece la posibilidad de no cerrar ninguna lectura crítica hacia el presente. Si bien

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la disparidad de textos y propuestas que ofrece el libro (Badiou, Žižek, Hallward, serían algunos de los autores que quedarían por citar y que construirían otra ruta del lectura) implica la imposibilidad de una perspectiva unidimensional —algo de agradecer— del pensamiento desde la izquierda, esa irreductibilidad conlleva en sí rutas divergentes. De ahí, suponemos, la inclusión en el subtítulo del libro de la palabra mapa, en tanto que el libro ofrece esa posibilidad de irradiación de lecturas. Ahora bien, dos cuestiones llaman la atención, y con ello podemos cerrar esta larga lectura. Se trata de dos ausencias. Por un lado, la falta de una reflexión profunda en torno a la relación entre el pensamiento desde la izquierda y las nuevas tecnologías y, por otro lado, la desaparición de la pregunta —capital en otro tiempo— entre el arte y la política. Y en este sentido, ¿a dónde nos llevaría esa última pregunta?

Coda. Una propuesta: ¿es posible una revisión de la literatura fakta?

La pregunta acerca de las relaciones entre arte y compromiso dispara las alarmas. A lo largo de Pensar desde la izquierda no hallamos apenas referencias. La primera de ellas la pone sobre la mesa Chantal Mouffe: “Estoy convencida de que tenemos mucho que aprender de las experiencias realizadas en el marco de lo que se denomina ‘activismo artístico’”, (p. 255), refiriéndose en concreto a los proyectos de Act Up o Gran Fury. La segunda referencia, menos concreta, pero con un mayor conocimiento del marco estético, es la que desarrolla a lo largo de su texto Jacques Rancière. Escribe Rancière al respecto: “Las cosas interesantes comienzan cuando el arte es indeterminado y pierde sus fronteras” (p. 388). La apuesta de Rancière por el arte crítico se construye sobre la idea de que un arte tal debe huir de la crítica directa

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y panfletaria. La crítica “cuyo objetivo debía ser que la gente comprendiese que se encontraba en un mundo que no estaba bien y que había que cambiarlo, funcionaba sólo en la medida en que, de hecho, bastante gente ya sabía o creía saber que no sólo había que cambiar el mundo sino cómo cambiarlo. […] ¿Qué ocurrió? Pues ocurrió que estos análisis críticos empezaron a girar en falso” (p. 390). Para Rancière la forma de un arte crítico nace de la importancia de un proyecto emancipatorio donde el sujeto explotado se desidentifica, es decir, sale de la etiqueta que el poder le ha asignado. Así pues, su lectura de la crítica (y del activismo) retoma la forma del anonimato frente a un arte crítico asentado como “triste lamento” (p. 390).

Una vez leídas las escasas páginas que el libro ofrece acerca del arte crítico, podemos desarrollar, no lejos de los postulados de Rancière, la formulación de un encuentro entre el arte y la crítica. Un texto que Rancière conoce a la perfección es El autor como productor de Walter Benjamin, y a ese texto en concreto sería interesante regresar. Este texto de Benjamin se torna central para comprender la posición de muchos artistas que optan por el ámbito crítico. El texto de Benjamin es del año 1934 y tiene su origen en una conferencia pronunciada en el Instituto para el Estudio del Fascismo. En este breve trabajo, y bajo influencia tanto del teatro de Brecht como de los experimentos de Sergei Tretiakov, Benjamin llamó al artista de izquierdas a “encontrar su lugar junto al proletariado”9, señalando que “el lugar del intelectual en la lucha de clases sólo se puede determinar (o, mejor, elegir) sobre la base de su posición en el seno del proceso

9 Walter Benjamin, “El autor como productor”, en Obras. Libro II. Vol. 2, Abada, Madrid, 2009, p. 304.

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de producción”10. Lo que proponía Benjamin no era una simple implicación (condescendiente) con el proletariado, ni la construcción de un arte mascado y simplón de corte panfletario, sino que instaba al artista avanzado de izquierdas a intervenir, como trabajador revolucionario, en los medios de comunicación para transformarlos. En lugar de un arte que represente el modo de vida de los trabajadores (los explotados ya saben que lo están, como señala Rancière) se debería tender a producir una nueva imagen del arte y de la cultura, desactivando las viejas fórmulas burguesas. Escribía Benjamin lo siguiente: “Lo que tenemos que reclamar pues del fotógrafo es la capacidad de dar a su imagen un título concreto que la saque de las tiendas de moda y le confiera el valor de uso revolucionario. Y esta exigencia la plantearemos con el mayor énfasis cuando los escritores hagamos fotografías”11. A lo que añade que el artista ha de ser “capaz de convertir a los lectores o a los espectadores en colaboradores”12. Cuando Benjamin escribe esto ha visitado ya la Unión Soviética donde entra en contacto con Sergei Tretiakov, encuentro que será para él fundamental también a nivel literario. Aunque no lo menciona en el texto, Benjamin está refiriéndose a lo que en ese momento comienza a calificarse como literatura fakta, lo que podría definirse como literatura de hechos. La literatura fakta o factografía supone una apuesta fundamental que en la literatura soviética desarrolló una forma diferente de trabajo crítico. Este tipo de trabajos abogaban tanto por la ruptura de géneros y disciplinas como por el valor del

10 Ibid., p. 305.

11 Ibid., p. 307.

12 Ibid., p. 310

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anonimato y del amateurismo. “Su apuesta —escribe Víctor del Río— venía a desarticular el modelo tradicional de novela burguesa a través de estrategias literarias como el skaz y el ocerk que recuperaban algunos géneros menores ensayados en el siglo XIX. La factografía se vincula, por ello, con una tradición antiburguesa presente ya en los géneros o subgéneros populares del realismo”13. Esta literatura fakta toma como modelo la realidad en estado bruto no gestionándola con la finalidad de construir un orden narrativo tradicional (ni esteticista). En cualquier caso, la factografía fue un movimiento muy diverso. Por una parte, podríamos hablar de una literatura “cosista”, que proponía acabar con la imposición estructural que la novela tradicional concedía al héroe, para dar lugar a una literatura sobre las cosas, que pudiera prescindir de los personajes. Tal era la propuesta de Tretiakov en su Biografía de la cosa, que focalizó el trabajo de Benjamin antes citado. Otra forma factográfica hace referencia a la necesidad de acabar con la labor del escritor tradicional consistente en ofrecer una percepción distanciada de las cosas, para sustituirla por una descripción de los hechos desde el punto de vista del especialista-productor. La forma breve “de la corresponsalía obrera debe alargarse para adquirir las dimensiones del ensayo productivo, en donde las cosas no se describirán ya metafórica o distanciadamente sino mostrando el proceso dialéctico de su producción. Ahora interesa más la fiabilidad de los hechos que su esteticidad. La obra ya no es un fin en sí misma sino un medio para presentar un material real. La correspondencia cinematográfica la representaría

13 Víctor del Río, Factografía. Vanguardia y comunicación de masas. Abada, Madrid, 2010, p. 107.

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en este caso el cine-ojo de Vertov”14. Volviendo a los modelos de recuperación de la literatura menor del siglo XIX, será el modelo del ocerk el más interesante para una recuperación actual de la literatura fakta. El ocerk es “un tipo de escritura que es un montaje de retazos textuales de procedencia heterogénea articulados a modo de crónica por un autor. El origen de la palabra ocerk se vincula con la idea de esbozo literario”15. El ocerk, como herramienta de esa literatura fakta, se sitúa en un territorio inexplorado entre la imagen fotográfica, el texto periodístico, la literatura, la entrevista, la crónica, y todo ello dispuesto no bajo una uniformidad narrativa, sino bajo su propia conciencia de fragmento y aproximación productiva. El ocerk es una herramienta de producción. Así, en palabras de Tretiakov, el ocerk no es asimilable a un género literario —aunque tenga su origen en un género popular—, sino que en realidad comprende en sí mismo otros géneros. El ocerk es un método prosístico que se ubica con ambigüedad entre la literatura artística y la literatura de carácter periodístico. Mejor dicho, y retomamos palabras de Gorki: “El ocerk se encuentra en algún lugar entre el tratado científico y el relato”16. Podría verse el ocerk, y en general a buena parte de la llamada literatura fakta, como un modo de trabajo similar al fotomontaje. De esta forma “la relación con los materiales persistentes, apropiados o recuperados mediante la cita, no hablan sólo de una literatura de los hechos, sino también

14 Pau Sanmartín Orti, La finalidad poética en el formalismo ruso: el concepto de desautomatización. [Tesis doctoral. Disponible en: http://eprints.ucm.es/tesis/fll/ucm-t29437.pdf]

15 Víctor del Río, op. cit., p. 109.

16 Citado en ibid., p. 110.

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de su antecedente como tales que configura una literatura de facto, anterior al autor y, por tanto, no sometida a su única ‘autoridad’”17. Este modelo de literatura fakta ofrece —ofrecía— la posibilidad de establecer un vínculo con la realidad no desde un “realismo” que impostaba la realidad encajándola en un orden arquitectónico a merced de los gustos burgueses sino desde la producción de los mecanismos de esa realidad, permitiendo que ésta se mostrase desde lugares diferentes. Así, por ejemplo, la ruptura de los géneros, la introducción del fotoensayo (Tetriakov, de nuevo) o la participación colaborativa del proletariado en la propia escritura —es decir, la entrevista, el amateurismo, etcétera—, favorecían un nuevo modelo desjerarquizado de lo literario. El escritor debía (y tal vez es todavía un reto) desidentificarse de su posición de escritor y salir de las fronteras en las cuales se dibuja para ofrecer una escritura capaz de aglutinar el caos de fragmentos sobre el que discurre lo real. En este sentido, la enseñanza de la literatura fakta puede encontrar en el espacio de las nuevas tecnologías, pero igualmente en el papel, un modo directo de intervención en lo real. Esta literatura factográfica, que juega a medio camino con la entrevista, el ensayo, el documental, la fotografía, el cine, el relato, la poesía, la catalogación, etcétera, podría construir modelos de acción crítica capaces de generar respuestas diferentes, alejados del mero “lamento” o el panfletarismo, pero también del esteticismo lúdico en el que ha desembocado cierto apropiacionismo actual. La pregunta en el aire es evidente: ¿es posible retomar elementos de la literatura fakta para el presente? Otra cuestión es: ¿tiene sentido esta pregunta en el contexto actual?

17 Ibid., p. 111.

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Por un nuevo fundamentalismo cultural

Cultura española, cultura de la paz, cultura europea, cultura ciclista, cultura sin techo, cultura conservadora, cultura de prevención, cultura de masas, cultura deportiva, cultura general, cultura japonesa, cultura inquieta, cultura artística, cultura basura, cultura de la superación, cultura popular, cultura de transparencia, cultura de gestión pública, cultura emprendedora, cultura del automóvil, cultura del etcétera, etcétera, etcétera. Pero, ¿cómo es posible que un concepto que en el pasado generaba un discurso de unidad se haya convertido en un auténtico vertedero discursivo? O dicho de otro modo: si todo es cultura, nada lo es. Si bien es cierto que en otros tiempos la cultura sirvió como modo de visibilizar una perspectiva fundamentalista del mundo, no es menos cierto que las democracias occidentales aprendieron pronto la lección terrible que conlleva el fundamentalismo, la lección que tiene que ver con el hecho de que una cultura quiera destruir al resto. Sin embargo, el aprendizaje de esa lección tenía condiciones muy duras y restrictivas. Acabar con el fundamentalismo implicaba una extraña alianza con el mercado. Es decir, el mejor modo de acabar con el fundamentalismo unilateral y su cultura devastadora era inventarse un universalismo donde todos somos iguales, pero un universalismo que a su vez permitiera la posibilidad de generar una cultura antifundamentalista-universalista donde el mercado sería el que tutelase el intercambio cultural. Al mismo tiempo, esta estrategia de acabar con la cultura para generar una cultura de lo universal (o culturas), conllevaba desjerarquizar todo concepto de cultura. Así pues, hay tantos conceptos de cultura como seres humanos o como hobbys tengan estos. Pero he aquí

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que nos hallamos con el fundamentalismo más radical: el antifundamentalismo. ¿Qué comparte la cultura del automóvil con la cultura literaria? O mejor ¿qué comparten el Opel Astra y Luis Cernuda? Cada uno es cultura, a su modo y al mismo nivel, dirá el antifundamentalista. Pero básicamente es una estupidez: si una bujía y un verso de Cernuda comparten un concepto de cultura ese concepto es, posiblemente, hueco. Y esto tiene que ver básicamente con la despolitización del concepto de cultura. Terry Eagleton lo expone mejor: “El capitalismo es antifundamentalista por naturaleza, desvanece en el aire todo lo sólido, y eso provoca reacciones fundamentalistas tanto dentro como fuera del mundo occidental. La cultura occidental se debate entre el evangelismo y la emancipación, entre Forrest Gump y Pulp Fiction […] El antifundamentalismo es reflejo de una cultura hedonista, pluralista y abierta que, desde luego, resulta mucho más tolerante que sus antecesoras, pero que también sirve para generar auténticos beneficios de mercado”. Una cultura despolitizada genera homogeneidad: es decir, coloca al mismo nivel cultural a Cernuda, Belén Esteban, y los tornillos de cabeza fresada. El mejor modo de despolitizar la cultura es, por tanto, afirmar que todo es cultura, que todo está al mismo nivel y que la cultura se relaciona con los beneficios.

…cultura pornográfica, cultura militante, cultura del bricolage, cultura de club, cultura participativa, cultura del ahorro, cultura del gasto, cultura del destornillador, cultura del terror, cultura del tabaco, cultura del alcohol, cultura de la automedicación…

Este discurso neoliberal (homogeneizador y, en cambio, pluralista) en torno a la cultura ha calado hondo. Todo es cultura. “Diga una palabra”, “Bolígrafo”. Fácil: “La cultura del bolígrafo”. Y desde ahí es posible describir

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un nostálgico ataque a las tecnologías o bien una defensa de la escritura, o bien defender la espiritualidad del lenguaje, o los problemas de mercado derivados de su uso. Otra. Otra. “Lentejas”. “La cultura de la lenteja”. Ya está: la legumbre en España como desafío empresarial. O bien los problemas de la agricultura, etcétera. La cultura vale para todo (es un wok conceptual) y, por lo tanto, es algo que ya no vale para nada. Cultura es un término fantasma (sinónimo de hobby en muchos casos) que pone sobre los aires a aquello que se coloca a su lado, separándolo de la tierra y, por tanto, desactivándolo.

Si nos fijamos en el modo de escenificar el problema en el lenguaje político encontramos dos casos llamativos: “Cultura empresarial”, “cultura emprendedora”. Un ejemplo. En la ponencia económica del 17 congreso del Partido Popular leemos: “Una cultura empresarial innovadora genera empleo cualificado y sostenible gracias a la rentabilidad que obtiene de aplicar los resultados de la investigación en sus actividades económicas”. Y unas líneas más tarde se señala la necesidad de “acabar con la cultura de la subvención”. La misma palabra “cultura” desestabiliza el discurso sin decir nada. En la primera acepción la cultura desempeña el papel inspirador del cambio mientras que en la segunda es limosna. En la primera acepción la palabra “cultura” forma parte de la misma idea de cultura que trasciende lo terrenal para tocar el cielo, la cultura empresarial es una forma de religión. En la segunda acepción es basura. Otra fórmula. En la ley de emprendedores leemos: “Para fomentar la cultura del emprendimiento resulta necesario prestar especial atención a las enseñanzas universitarias, de modo que las universidades lleven a cabo tareas de información y asesoramiento para que los estudiantes se inicien en el emprendimiento”. Y así, de pronto, la cultura

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emprendedora necesita de la cultura universitaria y viceversa. El contagio es imparable. Otro caso. En la última conferencia política del PSOE leemos una concepción de la “cultura” llamativamente similar: “El emprendimiento y la creación de empresa debe ir acompañada de programas que fomenten una cultura empresarial responsable” y, más adelante, se habla de un “plan de fomento de la cultura empresarial basada en la innovación y emprendimiento”, o de “unas universidades más emprendedoras e innovadoras [que] serán también los espacios idóneos para el fomento del espíritu innovador y emprendedor en sus estudiantes, en los futuros profesionales de nuestro país”. Esta conferencia del PSOE es realmente todo un manual de desactivación política de la cultura. Es esa cultura desactivada (antifundamentalista) la que la clase política favorece y que ella misma necesita fomentar para que se mantenga su poder. Y así lo afrontan los partidos en sus diversos niveles y frentes. Decía Benedetto Croce con razón que la “experiencia muestra que el partido que gobierna […] es siempre uno solo, y tiene el consenso de todos los demás que fingen oponerse”. Y la cultura es un ejemplo de ese fingimiento. Lo mismo que la cultura del consenso.

Dicho esto, ¿qué hacer? Tal vez el hacer no sea el problema. Sin embargo, sí creo que en lugar de cultura o de políticas culturales lo que necesitamos es la politización de la cultura. Es necesario, por ejemplo, un nuevo arte de propaganda cuyo fin no sea tanto lo panfletario como lo desactivador. Hacen falta fundamentalistas que sostengan que la cultura puede ser un arma política y no un simple juego de pluralismo relativista. Que la cultura debería volver a ser en cierta medida un instrumento de desactivación y no de consenso. Pero…

Cultura popular, cultura terrorista, cultura

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trashumante, cultura del cepillado dental, cultura proctológica, cultura machista, cultura floral, cultura agrícola, cultura hospitalaria, cultura pedófila, cultura de las teleseries, cultura bibliotecaria, cultura femenina, cultura matrimonial, cultura apicultora, cultura periodística…

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Indígena

En realidad, ¿cuál es nuestro problema con la palabra indígena? Confieso que soy el primero en no saber desde qué lugar abordarla. Alguien conversaba el otro día, a raíz de la presencia de Elena Poniatowska, acerca de la idoneidad a la hora de usar esa palabra, como si la palabra indígena contuviese algo, un no-sé-qué, capaz de desbordar toda discusión, capaz de invalidar todo gesto. La cultura española –si eso existe– tiene un problema grueso, y graso, con la palabra indígena. ¿Quiénes son? ¿Cuántos? ¿Qué pretenden? Todo ello como si tuviésemos claro que existe un reducto exacto, como un lugar, desde el cual postular un indigenismo biológico, donde colgar una etiqueta, esas etiquetas a las que somos tan adictos. Como si fuera tan fácil de decir y decidir: sí, sí, esos, esos de ahí son los indígenas. Es decir: los indígenas son los otros. La prensa, los medios, la historia… ha confeccionado una figura del indígena a su medida, dividida entre lo mercadeable y lo despreciable. En España, incluso, he oído señalar a un filólogo la relación entre indígena e indigente. Nada que ver. De verdad. Nada más errado. Indigente proviene del latín indigens, -entis, sustantivo de tercera declinación derivado del verbo indigere (carecer, tener falta de algo), formado por el prefijo indu- (una forma arcaica de in-) y el verbo egere (estar privado de algo). Quizá sigamos viendo al indígena como señalaba Fanon: “El enemigo de los valores. En este sentido, es el mal absoluto. Elemento corrosivo, destructor de todo lo que está cerca, elemento deformador, capaz de desfigurar todo lo que se refiere a la estética o la moral, depositario de fuerzas maléficas, instrumento inconsciente e irrecuperable de fuerzas ciegas”.

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Pero veamos todo esto desde otro ángulo. En la Declaración de las Naciones sobre los derechos de los pueblos indígenas (2007) se establecen “los derechos individuales y colectivos de los pueblos indígenas, en particular su derecho a la cultura, la identidad, el idioma, el empleo, la salud y la educación. Se subraya el derecho de los pueblos indígenas a mantener y reforzar sus instituciones, culturas y tradiciones y promover su desarrollo de acuerdo con sus aspiraciones y necesidades”. También “se prohíbe discriminarlos” y “se promueve su participación” plena y efectiva en relación con los asuntos que les conciernan, incluido su “derecho a seguir siendo distintos”. (¿Derecho a seguir siendo distintos? Soberbio ejercicio de condescendencia.) Pero en este tipo de declaraciones, forzadas desde una institución como la ONU, lo que se crea realmente es un fantasma del indígena, quien, básicamente es forzado a identificarse con la etiqueta de tal. “Se” prohíbe discriminarlos (dice la ONU) y “se” promueve su participación. Dos impersonales “se” (que a nadie obligan) que son profundamente represores ya que son los primeros en aceptar y certificar esa discriminación y esa exclusión como principios. La declaración de esos derechos simplemente disfraza una situación y duplica represivamente la Declaración de los derechos humanos. En la mencionada declaración de los derechos del pueblo indígena leemos: “Los pueblos indígenas son iguales a todos los demás pueblos y reconociendo al mismo tiempo el derecho de todos los pueblos a ser diferentes, a considerarse a sí mismos diferentes y a ser respetados como tales”. El silogismo es igual al del: “Todos los hombres son mortales. La hierba es mortal. Los hombres son hierbas”. “Todos los pueblos son iguales. Lo indígenas son pueblos. Luego todos somos diferentes”. No creo que la situación tenga que ver con la defensa de unos derechos o de una identidad. Al contrario.

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El indígena parte ya de su situación de igual, la presupone, y ahí está su riqueza. Frente al “se” que los dibuja como discriminados, el indigenismo puede posicionarse como campo de acción y de lucha, como un “nosotros”. El indígena figura o configura su situación mejor desde la negación y no desde la supuesta positivación que supone su inclusión. Precisamente, Elena Poniatowska, en el marco de recepción del premio Cervantes dijo: “Antes de que los Estados Unidos pretendieran tragarse a todo el continente, la resistencia indígena alzó escudos de oro y penachos de plumas de quetzal y los levantó muy alto cuando las mujeres de Chiapas, antes humilladas y furtivas, declararon en 1994 que querían escoger ellas a su hombre, mirarlo a los ojos, tener los hijos que deseaban y no ser cambiadas por una garrafa de alcohol”. En esa negación está su fuerza.

Desde mi punto de vista, lo importante o lo interesante del indigenismo no es que funcione como archivo cultural, tal y como Ban Ki-moon lo ve: “Los pueblos indígenas del mundo han preservado un vasto acervo histórico y cultural de la humanidad”. La potencia del indigenismo no es tanto el residuo, la estabilización de la imagen del indígena, sino la respuesta, la reutilización o reactualización de ese archivo cultural con el fin de cuestionar el lenguaje dominante. En este sentido, mucho nos quedaría por aprender del indígena. O al menos eso creo. Y no me refiero al tema de la identidad, ni de la nación, ni de la lengua, ni del pueblo, ni de las tradiciones, sino al posicionamiento previo, aquel que cuestiona precisamente todo esto con el fin de visibilizar un poder trágico, un poder que una vez visibilizado puede ser herido. El indígena, alejado del modelo estandarizado por el costumbrismo que lo etiqueta con el fin de inhabilitarlo, podría ser una forma de lucha. Y de ahí, seguro, podemos aprender.

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Acabemos de una vez por todas con la creatividad

¿Es casual que en plena crisis económica importantes instituciones pongan sobre la mesa programas para fomentar la creatividad? ¿Alguien puede creerse que esta relación entre creatividad, crisis y neoliberalismo es neutral y bondadosa? ¿Por qué sonreímos amablemente cuando alguien pronuncia la palabra creatividad? ¿Por qué no pensar que podría ser una palabra incómoda políticamente? Pero vayamos por partes. La creatividad siempre ha sido un palabra fetiche relacionada con el arte. Desde el romanticismo se nos habla del artista como “alguien dotado de una sensibilidad innata superior a lo normal” (Wordsworth) o de sujetos especiales impulsados naturalmente a la creatividad. Pero, como buen fetiche, lo creativo nunca queda del todo definido, nunca queda perfectamente delimitado. Decía Palahniuk aquello de “si no entiendes algo puedes hacer que signifique cualquier cosa”, y es cierto, así ha ocurrido con esta palabra. Como buen fetiche, la creatividad es el sustituto del pene. Cómo si no explicar la explosión de creatividad en los márgenes de la crisis. Talleres de creatividad y emociones, seamos creativos, la creatividad y la felicidad... Pero eso sí, la creatividad alejada de la política, siempre, como si la política fuese un charco de amoniaco y la creatividad un tipo hipersensible y de olfato refinado. Así, ahora, el creativo ya no es sólo el publicista sino también el emprendedor, él es el nuevo héroe artista que nos viene a decir que en lugar de Facultades de Bellas artes hacen falta Facultades de Bellos Emprendedores. En este sentido, la nueva ley de emprendedores es para el emprendedor algo similar

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a lo que para el poeta era la Poética de Aristóteles, una guía, un modelo. Allí (en la Ley), leemos: “Las Administraciones educativas fomentarán las medidas para que el alumnado participe en actividades que le permita afianzar el espíritu emprendedor y la iniciativa empresarial a partir de aptitudes como la creatividad”. La creatividad llega así a la escuela, como iniciativa empresarial y como poso espiritual. Empresa y espíritu como vectores de la creatividad. Pero vayamos más allá de eso. ¿Por qué tanta creatividad? La creatividad es un concepto vacío, ciego, hueco. Por ejemplo: la creatividad tiene que ver con el universo judeo-cristiano. La creación ex nihilo. Pero también se habla de la creación como la exposición de un yo interior aprisionado. O la creación surrealista. O la creatividad como un saber hacer (tipo Art Attack). La creatividad como uso de la imaginación. Ésta última suele ser muy común en esos talleres actuales. Imaginación y felicidad. Desligarse de la realidad. Expulsar los problemas. Incentivar en el niño su potencial imaginativo. Stop. Un momento. La imaginación no siempre es algo bueno. Imaginar es un arma también. ¿Cuánta imaginación tuvo que derrochar Himmler y compañía para escenificar una duchas como simulación de una verdad horrible como las cámaras de gas? ¿Cuánta imaginación en Charles Manson? ¿Y la creatividad del Hitler pintor? ¿Y la creatividad de Bárcenas a la hora inventarse compraventa de obras de arte? Eso también es imaginación.

Esta apropiación de la creatividad por parte del mercado, es decir, la transformación en fetiche de lo creativo, es algo que ya viene de los años 50 y 60. Basta leer La conquista de lo cool (Alpha Decay) de Thomas Frank para observar las estrategias del mundo de la publicidad con el objetivo de vaciar un concepto de todo

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su potencial y hacerlo blando y simple, para convertirlo en algo idiota con fines comerciales.

La ductilidad de la creatividad como concepto en manos de la derecha supone igualmente el desprecio de toda posibilidad crítica. Un artista como Hans Haacke, en su crítica de este concepto de creatividad convertido en fetiche empresarial, decía aquello de que se estaba utilizando una noción de creatividad (de origen romántico-espiritualista) de la gestión para potenciar los beneficios económicos a través del manejo inteligente de mercancías y activos artísticos. Sin embargo, creo, el problema es más complejo.

Veamos un caso interesante. En Santander, el banquero Emilio Botín planteó un centro de arte. Lo menos creativo, es cierto, aunque suene a chiste, es que con tanta pasión por la creatividad el centro se llame Centro Botín, así, a secas (es decir, la creatividad tiene sólo unos fines). Desde hace un tiempo viene ofreciendo la Fundación Botín cursos, talleres, etcétera, donde la creatividad y las emociones se ponen sobre la mesa como ejercicios de transformación de la sociedad18. Pero, ¿realmente quería Botín transformar la sociedad? ¿Era acaso un marxista reprimido que está cansado de interpretar el mundo y que quiere transformarlo a través de la creatividad? ¿Habrá leído las Tesis sobre Feuerbach? Leamos lo que pone en su web: “La Fundación Botín ha elaborado un informe que muestra la importancia de la creatividad en nuestra sociedad y, concretamente, en el ámbito educativo. Aunque la creatividad es inherente al

18 http://www.fundacionbotin.org/plataforma-innovacion-educa-cion_buenos-dias-creatividad.htm

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ser humano y se manifiesta de forma natural en nuestra infancia, va quedándose dormida poco a poco debido a un entorno y a una educación que a veces no la promueven, ni se preocupan de entenderla y potenciarla. Este informe nos acerca a los beneficios que nos brinda la creatividad a título personal y a sus posibilidades para generar riqueza y desarrollo económico y social. Para ello debemos cuidar la creatividad infantil, así como despertarla en aquellos casos en los que esté algo dormida”. O dicho de otra forma: Botín (sí, ¡Botín!) nos acusaba de estar adocenados, dormidos, de ser conformistas y nos receta la creatividad para despertar. Pero no dejemos de observar, en un análisis del texto, cómo hábilmente se desplazan las palabras desde un significado de la creatividad inherente al ser humano, espiritual, natural… a un significante lógico (para él): generar riqueza y desarrollo económico. La Fundación Botín, a modo de un alegorista barroco experimentado, ha vaciado de sentido a la palabra creatividad para un fin propio: generar riqueza. Todo un genio de la destreza textual.

Decía R.D Laing hace ya muchos años que la creatividad no ha sido nunca —jamás— un arma para liberar al hombre y su mente, sino al contrario, para ser atado más fuertemente. Contrapongamos las palabras de Botín a estas palabras de Laing a ver qué sale: “Pensamos que queremos niños creativos, pero ¿qué queremos que creen? Si a través de la escuela se indujera a los niños a poner en duda los Diez Mandamientos, la santidad de la religión revelada, las bases del patriotismo, la causa del beneficio, el sistema de dos partidos, la monogamia, las leyes de incesto, y así sucesivamente, tendríamos tanta creatividad que la sociedad no sabría hacia dónde volverse”.

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La creatividad, tal y como la entienden las grandes instituciones y el gobierno, simplemente es una forma de construir modelos ajenos a la política. ¿No sería necesario acabar de una vez por todas con esta creatividad? ¿No sería misión del artista llevar a cabo esa destrucción?

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El coleccionismo ha muerto, viva el coleccionismo

Un tipo vestido impecable, y con cierto gesto de superioridad, dice a su interlocutora, una joven tostada y elegantemente vestida: “la verdad es que no sé por qué hemos tenido tanto éxito”. Ríen. Se enseñan los dientes amablemente. Se trata de Borja Baselga, director de la Fundación Banco Santander y frente a él, tal vez, una coleccionista. Les escucho en silencio, sentado en una silla justo a la entrada. Es cierto. El salón de baile, donde se realiza el curso de la UIMP sobre coleccionismo, está a las 10 de la mañana de un 18 de julio a rebosar de personas y personajes del mundo del arte. ¿Mundo del arte? Escribo estas palabras y enseguida me dan ganas de borrarlas. Escribo mejor: mundillo del arte. Las borro. Luego las vuelvo a escribir. Se forman corrillos en el pasillo antes de comenzar. La estética del corrillo previo a una ponencia merecería un estudio aparte. Palabras banales. Gestos. Unas cien personas se reúnen durante estos días bajo el título Coleccionismo, apreciación y valor del arte contemporáneo. Un recorrido por los actuales circuitos del arte. El público lo compone una densa trama de galeristas, banqueros, coleccionistas/empresarios y artistas. Durante los días que dura el curso se desarrolla, en paralelo, la feria de arte Artesantander. En cualquier caso, ¿por qué hay tanto público? ¿La alianza arte-mercado resulta tan atractiva? Seguro que sí. Pero ¿qué impulsa a alguien a coleccionar? Y, por otro lado, ¿cuál es el papel del coleccionismo y del coleccionista hoy? Estas son sólo algunas de las preguntas que están detrás de mi presencia aquí.

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Al entrar en el Palacio de la Magdalena uno tiene una sensación extraña. Como si tras de sí caminase un fantasma; un fantasma que se respira, que se huele, que se piensa. Pero sobre todo un fantasma que seguro lee La razón ya que sobre todas las mesas del palacio reposa un taco de ese periódico, que todo el mundo lee a lo largo del día, acariciándolo, hojeándolo, como si fuese un mapa sentimental del presente. La UIMP es, en fin, una especie de nave espacial que alguien ha abandonado allá arriba, para que algunos seres piensen que lo que allí hacen y dicen afecta al mundo, un mundo que —aparentemente— late ajeno. Miradas ceñudas, sonrisas amables, estudiantes esforzados e inteligentes, sacerdotes, políticos, se cruzan por los pasillos haciendo crujir las viejas maderas.

La sala donde se desarrolla el curso está llena. Apenas hay sitios libres. Tras las oportunas presentaciones iniciales se escucha un sonoro aplauso dedicado a la Fundación Banco Santander, quien financia el curso y por lo visto está llamada a salvar el arte español. El aplauso es sonoro y sincero. Este inicio tiene algo de homilía.

Durante tres días se concentran aquí una gran cantidad de coleccionistas (asociados en http://www.9915.es), galeristas y agentes del mundo del arte vinculados al Instituto de arte contemporáneo (http://www.iac.org.es). Tanto en las ponencias como en los pasillos algo parece claro: el coleccionismo ha cambiado. El coleccionista ya no es el mismo de hace cuarenta años. Esa parece una tesis más o menos homogénea. Ya no es el típico profesional culto que colecciona arte, nacional fundamentalmente. No. Ya no es así. Las transformaciones económicas, los vaivenes sociales, han variado el mapa del coleccionismo. En la actualidad prima más la figura del empresario e inversor que mantiene una línea paralela

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relacionada con el arte. Un coleccionista con una pulsión internacional, atento a los cambios. Este sería el esquema del coleccionista. Ahora bien, ¿para qué coleccionar arte? Esta pregunta ronda la cabeza de los presentes, pero nadie la propone. Se esgrimen documentos, cifras, estadísticas, pero lo que todos reclaman es que se les vea como auténticos lovers del arte. Ahí está una de las claves y de las paradojas. Si no supiéramos absolutamente nada de dónde estamos, si fuésemos marcianos que aterrizan allí mismo en ese momento, al instante nos daríamos cuenta de que para esta gente un coleccionista es un ser alado, que ama el arte con un amor sobrehumano. El dinero, o la procedencia de su dinero, es lo de menos. Primero uno es lover del arte y luego coleccionista. Según nos cuentan compran arte no para especular, ni para recibir beneficio sino simplemente para disfrutarlo y permitir que otros lo disfruten. “No me preocupa —me confiesa uno— que se revalorice lo que compro, sólo que me citen, que sepan quién soy. Bueno, que se revalorice pero que no se compre, saber que se revaloriza, ya sabes”. No. No lo sé, pienso, pero no digo nada. Otro coleccionista dice sin tapujos que su forma de comprar es sencilla: “mismo tamaño mismo precio”. Pero “no lo hago por dinero sino por emoción, bueno, emoción e inversión”. Todos, al menos con los que hablo, se esfuerzan en decirme que ven la obra de arte no como algo mercantil o especulable, sino como producto afectivo. En alguna ponencia también se escucha esta idea. Afectos y efectos sociales como ejes de parte del mundo del coleccionista. No sólo eso. Una de las ponentes dice: “el coleccionismo representa la construcción democrática de la sociedad”. Copio esta frase, la vuelvo a copiar y juro que no la entiendo. Hace falta un Walter Benjamin para desentrañarla, yo no estoy capacitado y además tengo hambre. Más tarde, la repiten varias veces. Alguien añade: “si el arte sobrevive hoy en día es por los

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coleccionistas y por las empresas, bancos, si no no habría arte”. Algunos asienten. Y es cierto, según las cifras y las ideas que muestran. Si bien olvidan otros factores, como el papel del propio artista y su precariedad general, o la precariedad de los trabajos en el ámbito de la cultura. Nadie habla del éxito de la huelga del Museo de Bellas Artes de Bilbao (http://www.eldiario.es/norte/euskadi/Museo-Bellas-Artes-Bilbao-trabajadores_0_538596959.html) o de la huelga en Es Baluard. Acostumbrado a ver el arte desde otro ángulo, me asombra cómo aquí el arte ocupa un lugar difuso, donde el peso de lo económico se mezcla con cierta retórica romántica del arte. Se alimentan de esa paradoja. Progresivamente, conforme pasan los minutos y las conversaciones, me voy percatando del objetivo real de estos cursos: elevar la moral del sector, o de esa parte del sector artístico de dónde viene el dinero privado. Estoy, oh cielos, en medio de una especie de (necesaria, eso sí) terapia colectiva. Hace calor. Mucho calor. Bajo a la playa. Me doy un baño y mi aura se reconforta.

La palabra fetiche nadie la menciona, pero sí que mencionan a Benjamin. Walter Benjamin reaparece en estos foros de coleccionistas como lejano apóstol de algo. Hay, por supuesto, esplendidas ponencias. Joao Fernandes, del Museo Reina Sofía, da una auténtica lección magistral acerca de cómo debe trabajar una institución pública y cómo ha de relacionarse con lo privado. Se refiere al hecho radical (que los coleccionistas parecen no querer apuntar) de que el coleccionista vive fundamentalmente pegado y atento a lo vaivenes del mercado mientras que los museos públicos deberían prestar atención a la construcción de un relato, ajenos a esos vaivenes. Sin embargo, nadie menciona el absurdo montaje de los patronatos de los grandes museos, la ausencia real de la ciudad en la toma de decisiones a favor de ricos y coleccionistas o cómo

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ha de repensarse la arquitectura de esas instituciones públicas, donde ciertos consejos asesores están en manos, digamos, poco claras. Nuria Enguita aborda el sin duda interesante proyecto Per amor a l art (http://fpaa.es), un proyecto cultural y social fundado por José Luis Soler y su esposa Susana Lloret. Un proyecto de altura, y de enorme interés. Soler es un conocido empresario. Otro dato curioso del que uno se da cuenta pronto. En ningún momento se menciona que el crecimiento de su fortuna, y por tanto de su colección, se debe a las toallitas húmedas del Mercadona (http://www.consejosmercadona.es/deliplus/). No hay nada de malo en ello, al contrario, creo que sería la forma de humanizar a los coleccionistas. Pero hay una enorme reticencia al hecho de nombrar la procedencia del dinero, que me recuerda mucho al Burgués gentilhombre de Molière. Cuando pregunto, nadie me dice a lo que se dedica: “soy empresario”, “me dedico a las finanzas”, etc. Otro dato es la insistencia en la educación. La educación como eje vertebrador del cambio. Si cambia la educación cambia la forma de ver el mundo, dicen. El coleccionista tiene fe ciega en la educación. Pero entre las cosas de las que hablan cuando se refieren a la educación es al hecho de que desde la infancia se debe hacer ver lo importante de la figura del coleccionista. “Educar para que al coleccionista se le valore como importante para la sociedad”, esas son las palabras exactas. Tras los aplausos oportunos, me largo.

Justo a la entrada me topo con una de las ponentes. Le hago un comentario. Me responde: “A un coleccionista ya no se le pide que compre arte sino que se comprometa con el mundo”. Uno de los temas que aparece en varios momentos de las ponencias y de las conversaciones es el arte social y político. Recuerdo que hace un tiempo Yes Men hablaba del carácter imparodiable

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del capitalismo. Oigo: el arte comprometido es el lugar central hoy para el coleccionista. Asombrado copio estas palabras. ¿Realmente han dicho eso? Así es, no sé de qué me asombro: para el coleccionismo hoy el lugar es el arte social. Tomo café con un coleccionista, aunque luego me dice que lo es un poco. ¿Se puede ser “un poco coleccionista”? “Ahora hay que comprar arte social, 15M y demás. Eso dentro de unos años quizá sea importante. El coleccionista es un oportunista”, dice con una gran sonrisa. Una de las ponentes menciona las siguientes palabras de Nato Thompson: “coleccionar arte comprometido es la mejor forma de explorar el mundo y lo que aquí ocurre”. Ahí está la clave. Según cuentan algunos de los presentes “la misión del artista es dar voz creativa a lo que ocurre fuera y la misión del coleccionista es comprarlo para saber lo que ocurre en la sociedad, para visibilizarlo y tenerlo presente”. Sí, así es, puede que los coleccionistas tengan la misión de comprar arte político para así saber lo que pasa en el mundo. Quizá sea un exceso, quizá con mirar ellos mismos de otro modo la realidad ya sería suficiente, pero realmente consideran que parte de su misión es esa: “adquirir” los problemas sociales a través del arte. Tal vez sea esta idea la mejor forma de percatarse de su pulsión fetichista. Aprehender lo real a través del arte. Sudo por el calor y lo arduo del tema.

Conforme pasan las horas y las ponencias una cosa me va quedando clara: en un curso sobre coleccionismo y arte contemporáneo vas a ver más gráficos indescifrables acerca de fluctuaciones mercantiles que obras de arte. Mi inocencia es evidente.

Y ¿en todo esto qué pinta el artista? Por un lado aparece el pintor Secundino Hernández, que se presenta como artista que vende a nivel internacional. Sin pudor se

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vende como producto, y que tiene que cambiar lo que hace para que sus coleccionistas no se cansen. Suelta: “cuando dentro de 150 años quieran hacer una exposición sobre mí tendrán que traer mi obra del extranjero, es una pena, pero así será”. Tal cual. Por otra parte, el economista Alain Servais, tras una magnífica presentación o mapeo de la realidad mercantil del arte, concluye que la pobreza o precariedad del artista hoy se debe exclusivamente al hecho de que “hay muchos artistas”. Añade: “es como todo lo demás, si hay demasiada oferta esto afecta a los precios. Es el capitalismo”. Su teoría es simple: si no funciona, hay que desaparecer. Alguien habla de darwinismo tanto para el creador como para el galerista. Por su parte, Adriano Picinati di Tocello de Deloitte Luxembourg (vean su trabajo: https://www2.deloitte.com/content/dam/Deloitte/lu/Documents/financial-services/artandfinance/lu-en-artandfinancereport-21042016.pdf), lo expone claramente desde el principio: “el mercado global del arte está en medio de una transformación significativa que crea nuevas oportunidades”. China, Oriente en general, es un gran mercado. Pero ¿el artista? Se cita este texto: “The Death of the Artist, and the Birth of the Creative Entrepreneur”, publicado en The Atlantic a comienzos de 2015 (http://www.theatlantic.com/magazine/archive/2015/01/the-death-of-the-artist-and-the-birth-of-the-creative-entrepreneur/383497/). Llegamos al punto clave. El artista ha de fenecer y de sus cenizas ha de brotar un emprendedor, capaz de combinar las finanzas y las bellas artes. El artista emprendedor, sueño de los hombres de finanzas. El objetivo es “alcanzar a clientes potenciales a una velocidad y una escala que hubiera sido impensable cuando los únicos medios eran el boca a boca, la prensa alternativa y poner letreros en los postes de teléfono”. Escucho: “ha comenzado la era del cliente”.

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Salgo a respirar después de tanto gráfico y tanta empresa y me encuentro con un galerista que conozco desde hace tiempo. Fuma. Le pregunto qué tal la conferencia. Me dice: “el tipo conoce perfectamente el sector”. Como galerista participa en Artesantander. “Y la feria, ¿qué tal?” Da una larga calada y suelta el humo. “Pues una mierda, la verdad. Estoy harto de venir cada año y ver que lo único que les interesa a los políticos de nosotros es adornar Santander y el verano, nada más. Vale que el stand es gratis, pero todo lo demás es ridículo. Una mierda. Esto me sirve para replantear cosas”. Se despide. Mientras monta en el taxi me dice “no vayas a poner nada de esto que te digo, eh?”. “No te preocupes”, respondo. “Bueno, haz lo quieras”, me dice desde dentro del taxi. Lo borro. Lo vuelvo a escribir. ¿Lo borro?

Me resulta complejo extraer conclusiones para esta crónica. ¿Realmente no he concluido nada? Iñigo de la Serna, el señor alcalde, sí concluye, sin decir nada y vendiendo una vacía e inane idea de cultura que tristemente pagarán los santanderinos sin abrir la boca. El timo cultural para una ciudad desnortada, donde, como dice un buen amigo, “el discurso va por delante del recurso”. Sin embargo, trataré de concluir. Los coleccionistas parecen seres que se mueven en un extraña invisibilidad de la que muchos otros se nutren. Una invisibilidad que reclama, paradójicamente, visibilidad, mención, reconocimiento, que seguramente, en algunos casos, merecen, no diré que no. No obstante, esta trama del arte y de la cultura vive completamente ajena a la sociedad, como si la precariedad laboral en el mundo de la cultura, la desmantelación de lo público, etc., no existiera. Nadie se ha referido a esa precariedad de los trabajadores del arte, la palabra “precariedad”, de hecho, no ha aparecido, en su lugar “invertir” o “negocio” han sido palabras recurrentes.

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Pero es lógico, desde este lado del arte contemporáneo esa precariedad no es un problema. El problema, según un coleccionista me confiesa es simple: acertar o no acertar con lo que compras. Parecen seres que juegan, que se mantienen en un verdadero laberinto fetichista. Un coleccionista está destinado a ser un personaje trágico y ganador al mismo tiempo.

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EL DÍA EN QUE FELIPE GONZÁLEZ NOS EXPLICÓ A DELACROIX

Según cuentan algunos historiadores fue Delacroix quien durante el transcurso de la revolución de 1830 dijo aquello de que “quien se expresa no es libre”. Antes, George Büchner, había escrito en una carta: “si me expreso dejo de ser libre, me ato, maldita sea”. ¿A dónde querían llegar ambos con esta paradoja? ¿Expresarse no es justo lo contrario? ¿En qué sentido la expresión es lo opuesto a la libertad? Lo cierto es que estas ideas se relacionan directamente con esa fórmula que nos parece el grado más alto de nuestro vivir democrático, el momento superior del clímax del ser tolerante al que aspiramos: “la libertad de expresión”. Lo que Delacroix y Büchner —y algún otro romántico— supieron ver y leer como pocos es que quien se expresa deja de ser libre, precisamente porque se expresa. ¿Cómo? ¿En qué sentido? En fin, podríamos resumirlo así: expresarse es comprometerse con lo que se dice y con lo que se hace, es abandonar el silencio y entrar en el conflicto del diálogo, lo que provoca que cada una de nuestras palabras sea un contrato. Si digo me someto a lo que digo, me ato a ello. Expresarse, ese gran reto de los románticos, exige siempre, a su vez, un ejercicio de responsabilidad o de radical silencio. (Responsabilidad quizá no sea la palabra adecuada, pero es la única que me viene a la cabeza.)

La fórmula libertad de expresión esconde, desde el marco del liberalismo del cual parte, un sentido marcadamente variable. Libertad de expresión no señala lo mismo en las diferentes épocas en las cuales se apela a ella. Esto es clave. Cada época tiene su libertad de expresión.

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En cualquier caso, gracias al liberalismo capitalista (gracias, sinceramente) obtuvimos hace siglos esta forma de expresar individualmente nuestro parecer. Pudimos así expresar nuestro deseo individual y libre de comprar y vender tanto objetos como ideas como a nosotros mismos en tanto que fuerza de trabajo. Terry Eagleton al estudiar el periodo original del liberalismo europeo lo recordaba de este modo: “lo que logró desacralizar a la religión no fue la izquierda atea sino la actividad mundana del capitalismo”. Y es cierto. Esa actividad mundana implicaba la necesidad de una libertad de expresión, la capacidad de expresar libremente ideas. Sin embargo, no es menos cierto que esta expresión libre de ideas asociada con la democracia ha terminado por vincularse triste y directamente hoy con un dispositivo neoliberal donde eso expresable está en función de un horizonte de interpretación que nadie o muy pocos manejan. ¿Hasta dónde podemos expresarnos? Es normal que escuchemos eso de “la libertad de expresión tiene un límite, por supuesto”, y quien suele decir esto, normalmente, es quien detenta el poder, esto es: quien controla los resortes de lo decible. ¿Dónde está ese límite y para qué sirve? De ahí nace parte del problema. Tal vez por eso nos avisaban los románticos de que expresarse es un problema. Y algo más, decimos libertad de expresión pero no decimos libertad de dicción. No es sólo lo que se dice lo que nos compromete sino también lo que se hace.

Dicho de otro modo: la libertad de expresión es una trampa, una trampa ante la cual pagan los que menos posibilidades de expresarse públicamente tienen. Es tan sólo un bello rotulo que tiende a quebrarse cuando tratamos profundizar en su sentido real. ¿Sobre qué horizonte interpretativo situamos esa libertad de expresión? ¿Quién maneja los resortes últimos de ese expresarse y es capaz de juzgar objetivamente? En efecto, no tenemos un sentido de

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la libertad de expresión, lo que poseemos es una creencia, y tal vez una fe en ella, pero no nos pertenece.

¿Entonces?

Podemos leerlo desde hechos concretos. Hace unos días una serie de personas decidieron expresarse y cuestionar la legitimidad como orador del expresidente Felipe González. Ante los hechos, se decidió que, por motivos de seguridad, González no impartiera la conferencia que tenía pensado ofrecer. Este hecho se ha interpretado bajo la forma de que esas personas limitaron la libertad de expresión de González. Si acudimos a cierta prensa observamos de modo generalizado que esas personas en legítima protesta son jóvenes, palabra que adquiere en el contexto de la protesta (no así en el deporte, por ejemplo) el sentido peyorativo de quien carece de historia intelectual suficiente. Jóvenes y estudiantes, es decir, gente que en lugar de estudiar se dedica a otra cosa cuando debería estar estudiando. A esto se le suele añadir lo de “radical”, que es lo que se dice del otro cuando quien pronuncia esa palabra quiere hacernos creer que existe algo así como una perfumada centralidad. Este cocktail lleva a criminalizar toda su acción, la cual acaba definida como acto de descerebrados violentos. No niego que lo sean. No los conozco. Carezco de datos. Es un ejemplo. Un caso, nada más. Sin embargo este caso nos sirve para ilustrar algunos elementos.

Añadamos algo. La libertad de expresión, en nuestra sociedad —que difiere notablemente del marco liberal en el cual nació— va asociada a procesos de transformación y variación, lo mismo que las mercancías en el mercado capitalista. La libertad de expresión de los ochenta no es la misma que la de hoy. La libertad de expresión viene marcada por lo que la policía sensible de cada momento

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decida. La libertad de expresión se amolda a las leyes del mercado. No existe sino en función de unas pautas marcadas por la visibilidad de ese discurso expresado. Por eso la precaución romántica: “si me expreso no soy libre”.

Y ahora alcanzamos el punto al cual quería llegar. La libertad de expresión va asociada, en efecto, a una línea invisible y variable entre lo decible y lo no decible en una determinada época. Así pues, por ejemplo, la libertad de expresión suele vincularse con los medios de comunicación los cuales visibilizan determinados discursos, señalando lo que es decible y admisible. En este caso, cuando González habla –se expresa quiero decir- los medios escuchan, anotan, esparcen. Cuando González emite un mensaje en un medio bajo su inalienable libertad de expresión (por supuesto) ese mensaje se propaga, se escucha, se aprende. En cambio, ¿qué ocurre cuando quien defiende su libertad de expresión es invisibilizado? El pueblo es violento cuando se expresa porque carece de palabra. Porque cuando se expresa suele hacerlo en el extremo, al final de una lucha que lo lleva hasta la desesperación, es decir, cuando su voz se ha roto de tanto intentar que se le oiga. No trato de legitimar ninguna radicalidad (aunque estaría en mi derecho de ejercer entonces mi libertad de expresión, supongo) sino de hacer ver que en ocasiones la libertad de expresión tiene que ver con la posibilidad de hacerse ver/oír.

Las personas que protestaban por la presencia de González en la universidad puede que se excedieran (no tengo ni idea de si esto es así), pero lo cierto es que la capacidad de visibilizar su palabra es mucho más escasa que la de un consejero delegado de una gran empresa y/o un expresidente.

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Saliendo de este caso particular, podemos sostener, para concluir, que cuando escuchamos al que se le niega habitualmente la palabra, cuyo discurso es invisibilizado regularmente, cuando al final lo vemos y escuchamos, es cuando se le termina mostrando públicamente como violento, y se dice que es incapaz de usar el medio legítimo: la palabra. Pero su palabra ya está agotada, porque nadie antes le ha permitido expresarse libremente.

La libertad de expresión, pues, sólo sirve para aquél que no la necesita, para aquel o aquellos que hacen de su uso público del lenguaje formas de asentar lo límites de esa libertad de expresión. La libertad de expresión hay que leerla desde abajo, no desde arriba. De otro modo, siempre será una cárcel.

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Luciano Malumbres: el periodista incómodo

Leer a contrapelo la historia. Esa tan sencilla voluntad del que trata de pensar el pasado debe tener como finalidad hacer brotar con intensidad aquello que quedó en las sombras. Pero, ¿qué puede haber quedado en sombras? En realidad, demasiadas cosas. Solemos creer que nuestro presente es la lógica consecuencia de un pasado más o menos transparente, pero nunca, jamás, es así. Y esta historia que trato de contar aquí comienza necesariamente de este modo: con la premisa de que el pasado sigue actuando en el presente.

Es cierto. Esta es la historia de un personaje central dentro del movimiento obrero en Cantabria, pero más allá de eso, es la historia de cómo alguien fue capaz de visibilizar y cuestionar las políticas totalitarias y fascistas de una pequeña sociedad como la cántabra y que por ello fue vilmente eliminado, olvidado. Es la historia de un periodista que defiende la libertad de prensa y los derechos de los trabajadores, frente a la máquina implacable y vil de una burguesía santanderina acostumbrada siempre a ganar. Esta es la historia de Luciano Malumbres, pero también es la historia —no lo olvidemos— de su compañera, la periodista Matilde Zapata, cuyo cuerpo aún está en la fosa común del cementerio de Ciriego, en Santander.

Esta historia comienza un 3 de junio de 1936. Aún queda algo más de un mes para el golpe de Estado y el inicio de la guerra. Luciano está sentado, junto a otros compañeros, alrededor de una mesa en el bar La Zanguina. Ha llegado hace un rato procedente del periódico La

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Región, del cual es el director desde 1933. Alguien ha propuesto, como de costumbre, echar una partida al dominó. Se escucha el repicar de las fichas sobre la mesa del bar, hay humo de cigarrillos, conversaciones más o menos agitadas y felices.

El bar La Zanguina tiene dos entradas. Una de ellas por la calle Pedrueca y la otra por la calle Marcelino Sanz de Sautuola (La Zanguina en 2016 se llama Tívoli). Allí está sentado Luciano Malumbres jugando al dominó apaciblemente. Sin embargo, como si de un cambio en el aire se tratase, alguien aparece por la entrada de Sanz de Sautuola. Sin que nadie lo aprecie tiene un arma en la mano, una Smith & Wesson calibre 38. Justo cuando pasa frente a Luciano Malumbres dispara dos veces contra él. Mientras Malumbres agoniza en el suelo del bar, el pistolero sale de allí corriendo en dirección al paseo Pereda. Tras él corren los amigos de Malumbres quienes finalmente logran darle alcance.

Malumbres es trasladado por el dueño del bar a la Casa de Socorro y de allí al Hospital Valdecilla, donde es operado en dos ocasiones. Finalmente, fallece la mañana del 4 de junio de 1936. Esta historia comienza así, con un asesinato casi de novela, con una persecución y mucha sangre, pero justo detrás de todo ello hay otra historia previa. Una historia de resistencia y lucha, una historia de oposición y disidencia, una historia de la escritura frente al sometimiento.

Así pues, esta historia comienza años atrás, cuando Malumbres toma en 1933 la dirección del diario La Región y convierte a este medio en el arma desde el cual mostrar las atrocidades del capitalismo incipiente sobre la clase

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trabajadora. El mismo Malumbres definía así su proyecto periodístico: “ La Región no es un periódico más, es una barricada viva contra la reacción santanderina”. Poco más se puede añadir a esta definición. Fue esa “reacción santanderina” apoyada desde Madrid la que provocó su asesinato. Esta historia, entonces, debería comenzar cuando Malumbres y Matilde Zapata inician la batalla por visibilizar y denunciar las formas desde las cuales en Santander los dueños y grandes empresarios gestionaban la vida de los trabajadores.

Malumbres es un tipo incómodo porque delata la impunidad con la que las grandes fortunas actúan. Es tal la incomodidad que genera Malumbres entre la burguesía acaudalada de Santander, aliada con los más violentos personajes de un fascismo en progresivo aumento, que comienza a recibir amenazas de muerte, amenazas que no sólo provienen de Cantabria, sino que tienen también su origen en Madrid. Malumbres y Zapata logran en apenas ocho páginas de su diario molestar a quienes hasta ese momento vivían cómodamente en la impunidad y en una moral basada en el desprecio del otro. Malumbres y Zapata construyen las formas desde las cuales las voces de los trabajadores pueden oírse.

Un simple vistazo al diario La Región permite observar cómo a través de este periódico era posible dar voz a aquellos a los cuales la voz se les había eliminado. Por ejemplo, este caso de enero de 1933. Es sólo un ejemplo, simplemente. En él se agradece el trabajo de Malumbres para con los trabajadores. Pero no menos maravillosa es la respuesta de Malumbres: “En estos tiempos, donde al proletariado se le intenta halagar, escondiendo perversas intenciones, hemos de agradecer hondamente la atención tenida por la Sociedad de Empleados de Oficina, porque el

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mayor galardón que podemos recibir es el reconocimiento de nuestra inquebrantable adhesión al proletariado. Unas veces, quizá no le agradecemos; otras, recibimos la prueba de hoy. Cuando merecemos crítica o reconocimiento, siempre inspira nuestra labor, la hermandad leal con el trabajador. Agradecidos, trabajadores de pupitre”.

Pero hay un caso clave que sirve para entender cómo y por qué molestaba Malumbres y su periódico: el enfrentamiento con los grandes terratenientes y empresarios agrarios, y muy fundamentalmente se ha barajado como motivo concreto de su asesinato la campaña de Malumbres contra la cooperativa SAM, de los sindicatos católicos agrarios. Un artículo póstumo da la clave de lo incomodo que resultaba Malumbres para las aspiraciones de esa oligarquía reaccionaria de ese Santander.

El texto apareció en un papel doblado y mecanografiado en uno de sus bolsillos tras su asesinato y se publicó el 7 de junio de 1936. El título lo dice todo: “Los elementos reaccionarios de la ‘Sam’ dicen que no hacen política y pagan con el dinero de los campesinos 900 pesetas a un fascista”. Y el comienzo del mismo no deja lugar a dudas: “Repetidas veces hemos dicho que la fábrica de la ‘Sam’ no era otra cosa que una organización política al servicio de los poderosos, con el solo fin de tener sometido al campesino montañés víctima de los engaños con promesas de emancipación”.

Este esquema lo repite en varias ocasiones. En cualquier caso, en este artículo destaca un nombre: Manuel Hedilla, quien según diversas investigaciones fue uno de los que desde Madrid planificó el asesinato de Malumbres. Escribe Malumbres: “Así también un día, con el solo fin de dominar a los trabajadores de la fábrica

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confiaron al fascista Manuel Hedilla Larrey organizar un sindicato de tipo fascista, cuya organización tuvo su inicio en la fábrica Sam”. Y concluye lapidariamente, con una prosa directa: “Y mientras esto sucedía, mientras con el dinero del campesino se sostenía todo este tinglado político, que el campesino sostenía con la miseria de su casa, mientras el campesino esperaba meses y meses para cobrar la leche, sin embargo con el dinero, con el propio dinero del campesino, se pagaba a esta clase de elementos que no defendían precisamente los intereses del labrador, y sí de los elementos poderosos para continuar explotando más y más al trabajador del campo y al de la ciudad”. En efecto, este tipo de indagaciones políticas le granjearon a Malumbres y su equipo una larga lista de enemigos; enemigos, eso sí, muy poderosos.

A partir de aquí pueden aparecer otras preguntas y suposiciones. ¿Por qué llevaba este artículo en su bolsillo en el momento de su muerte? ¿Realmente esta investigación contra esa oligarquía ganadera todopoderosa provocó su asesinato? ¿Tal vez fue la gota que colmó el vaso para los que él llamaba “reaccionarios santanderinos” y no sólo santanderinos? No hay respuesta. O quizá haya muchas.

Miles y miles de trabajadores acuden a su funeral. Los trabajadores abandonan sus puestos de trabajo con la finalidad única de rendir homenaje a quien les había dado voz y por ello había sido asesinado. Posiblemente nunca se haya visto en Santander otra manifestación igual. Más de 25.000 personas acuden a su entierro. Más de 25.000 personas en una ciudad que en la década de 1930 rondaba los 83.000 habitantes.

Malumbres muere un 4 de junio de 1933. El diario La Región no deja de publicarse ininterrumpidamente

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durante todo el mes, hasta el 30 de junio. Su sentido es el de la resistencia y eso lo tienen claro. El mismo día que Malumbres agoniza y muere, su compañera, Matilde Zapata, conteniendo el dolor, decide regresar al periódico y continuar con la empresa. Ese número, el del día 4 de junio, es un número lleno de dolor y dedicado al ataque contra Malumbres. Hay en los artículos tristeza y búsqueda de justicia. Ese número se abre con un titular: “Nuestro director, camarada Luciano Malumbres es agredido cobardemente por un fascista, resultando gravemente herido”.

Justo mientras aparece esta edición, Malumbres muere. Este número se abre así: “desde hace tiempo venía recibiendo nuestro director anónimos y avisos de camaradas de que se intentaba atentar contra su vida. Últimamente estos anónimos y avisos fueron más continuos, hasta el punto de que incluso llegaron a oídos del gobernador civil, quien dispuso que durante las horas nocturnas de trabajo de nuestro periódico prestara servicio de vigilancia cerca de nuestro director un agente de policía. El camarada Malumbres se negó a aceptar este servicio de vigilancia”. En cualquier caso, finalmente las autoridades pusieron esa vigilancia en el periódico. Pero sólo ahí. La tarde del 3 de junio salió del periódico tranquilamente, y la historia se escribió de otro modo.

Ese número del 4 de junio narra detalladamente el asesinato. No sólo es asesinado Malumbres sino que también, en la persecución posterior, muere su asesino, cuya identidad resultó ser Amadeo Pico. Leemos: “Mientras el autor de la cobarde agresión huyó por las calles mencionadas, siendo seguido por todas ellas por grupos de personas. El pistolero entró en un bar de la plaza Mariana Pineda [hoy plaza del Príncipe], de donde volvió

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a salir al poco rato, después de ponerse una gabardina, con la que esperaba despistar a sus perseguidores. Sin embargo, y a pesar de la gabardina, una mujer reconoció al agresor denunciándolo a un grupo de obreros que le estaba buscando por los alrededores. Los obreros corrieron tras el pistolero que, al verse acorralado, trató de abrirse paso a golpes. Al ver que de esta forma no conseguía lograrlo sacó la pistola abalanzándose sobre él un obrero y disparándose el arma cayendo al suelo herido el autor de la agresión al compañero Malumbres”. Tras ser llevado a la Casa de Socorro el autor del crimen, Amadeo Pico, fallece.

¿Quién y cómo se gestó el asesinato? Uno de los implicados en él, Jaime Rubayo, años después del asesinato, relató que la idea de asesinar a Malumbres no se gestó en Santander, sino que tiene su origen en Madrid. La decisión de asesinar a Malumbres se tomó en Madrid, el 9 de mayo de 1936, en el bar Zahara y allí estuvieron presentes el ya mencionado Manuel Hedilla (tal vez el cabecilla), José María Alonso Goya y Santiago Tosió, entre otros. La operación fue perfectamente calculada y diseñada. Para que llegase a buen puerto se envió desde Madrid a Santander a un pistolero solvente, Amadeo Pico, quien necesitó la ayuda de varios compinches para que, una vez en el bar La Zanguina, supiera a quién debía matar. Según se cuenta en los interrogatorios, durante días estuvieron visitando el bar para ensayar los gestos y contraseñas con los que debían señalar el objetivo.

El periódico La región también hizo su investigación, donde se pone el énfasis en el trabajo concienzudo de los obreros para destapar la trama detrás del asesinato de Malumbres. Incluso se incluye un vehemente texto (llamando a la venganza) firmado por el diputado socialista Bruno Alonso, y titulado “¿Quién paga a los asesinos?”.

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Porque en realidad se sabía que el asesinato de Malumbres tenía una complejidad política y social muy marcada. Era necesario asesinar a Malumbres, según la perspectiva falangista, en la medida en que su posición dentro del movimiento obrero del norte implicaba un peligro para el sostenimiento social de la clase adinerada. Malumbres y sus ideas, destinadas a destapar los tejemanejes de oligarcas regionales, eran molestas.

Sin embargo, la muerte del Malumbres (al menos los días siguientes) tuvo un efecto contrario. La prensa nacional, fundamentalmente de izquierda, condena el asesinato. Se habla del asesinato como terrorismo blanco, y se destaca, desde medios como Mundo Obrero o El Socialista la importancia de la figura de Malumbres. Otros diarios como ABC son más tibios en su respuesta.

En cualquier caso, destaca el texto escrito por Isidro R. Mendieta que en La Claridad, escribe: “Ante el cadáver del luchador abatido por el enemigo desfilarán millares y millares de trabajadores. Le harán justicia, como él decía, después de muerto. Pero debemos también, si es que quieren cumplir con su deber, no abandonar a su compañera inseparable [Matilde Zapata], la que sabe de todos sus dolores y sinsabores, ni a su obra, el periódico, a la que entregó toda la vida con fe y decisión pensando solamente en la emancipación de la clase trabajadora”.

Y así es. Tras su muerte, y según recoge el diario La Región, miles y miles de trabajadores acuden a su funeral. Los trabajadores abandonan sus puestos de trabajo con la finalidad única de rendir homenaje a quien les había dado voz y por ello había sido asesinado. Posiblemente nunca se haya visto en Santander otra manifestación igual. Más de 25.000 personas acuden a su entierro. Más

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de 25.000 personas en una ciudad que en la década de 1930 rondaba los 83.000 habitantes. Las fotos que recoge este mismo diario dan fe de ello y son muestra de cómo la clase trabajadora vio en Malumbres y su periódico un espacio para tener voz, pero sobre todo un espacio para la disidencia y para la resistencia. Las imágenes dan muestra de la multitud de personas que fueron a despedirlo y recordarlo. Lo curioso es cómo una figura tan importante fue, después, completamente invisibilizada.

El resto de la historia es ya conocida. En agosto de 1937 entran en Santander las tropas franquistas y comienza el largo manto de silencio, pero también de represión. Cuando esas tropas entran en Santander, Matilde Zapata, la compañera de Malumbres en todas sus aventuras políticas, se dirige a Asturias y desde allí sigue trabajando a favor de la República, escribiendo y difundiendo textos. Más tarde, al tratar de huir hacia Francia, es detenida y trasladada a Santander. En esta ciudad es sometida a Consejo de Guerra y condenada a muerte. Será fusilada el 28 de mayo de 1938 en Ciriego. Y allí sigue. A veces es necesario leer la historia a contrapelo. Simplemente eso.